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L267. “Reflexiones sobre el urbanismo del siglo XIX”. Em AAVV. .

Cidades do novo
mundo. Ensaio de urbanizaçao. Río de Janeiro. Garamon Universitaria FAPERJ. Río de
Janeiro. 2007. Pág. 139-162
Arquitecto Ramón Gutiérrez. CONICET – CEDODAL.

Miradas sobre el contexto

La ruptura de las antiguas colonias ultramarinas con España y la fragmentación


política del antiguo imperio hispano, implicó también un quiebre cultural profundo para
las nacientes naciones americanas. Hacia 1825 con el triunfo de los patriotas en
Ayacucho (Perú) se desmoronó la última resistencia realista y surgirían las nuevas
repúblicas, manteniéndose solamente bajo tutela española las islas de Cuba y Puerto
Rico que se independizarían en 1898.

De todos modos las nuevas naciones ingresaron en más de medio siglo de


guerras civiles que, fragmentando el territorio, impidieron consolidar proyectos estables
y abarcantes. Reducidos a escalas regionales y sometidos a dictados de los nuevos
prestamistas culturales europeos, recién en el último tercio del siglo tiende a
consolidarse una propuesta transformadora que es capaz de asumir, en sus laxos y
flexibles límites, las manifestaciones estéticas de naciones, regiones, diversos períodos
históricos y ejemplos prestigiados de la cantera arqueológica occidental que propiciaban
las academias.

Entusiastas historicistas de la historia ajena, la propia historia se fue


desdibujando en ese carnaval de máscaras, que configuraría nuestras nuevas
escenografías urbanas. Acuciados por la enajenada ilusión de dejar de ser americanos
para ser europeos, no se percibía que, simultáneamente, el éxodo de pobladores de
Europa a América seguía manteniendo la ilusión por lo nuevo, por la esperanza, por el
futuro... En esa encrucijada que reiteraba la búsqueda del paraíso terrenal de los
conquistadores del XVI y la ambición de mimetizarse con el modelo cultural de la vieja
Europa, nuevas y antiguas utopías se fundieron para dar lugar a renovadas identidades
latinoamericanas.

Fue éste el tiempo de la ocupación plena del territorio y del proceso de


urbanización, de la ilusión del progreso infinito y del acoplamiento al sistema
económico mundial, liderado por Inglaterra, donde nos insertamos como productores de
materias primas y receptores de capitales y bienes industriales. Fue también el momento
de la migración de millares de europeos que aseguraban la premisa de Juan Bautista
Alberdi de “Gobernar es poblar” y que marcó nuevas realidades culturales. La
convicción de que Europa equivalía a “Civilización” y que América a “Barbarie” fue
explícitamente enunciada en este proceso de modificación de hábitos y costumbres
donde el cambio de la escenografía urbana jugaría un papel sustancial.

Continuidad y cambio en el temprano urbanismo decimonónico


Las ideas de un nuevo orden urbano, que no eran más que retomar la traza de
base geométrica están implícitas en las disposiciones fundacionales que toman nuestros
próceres de la Independencia. La “fundación” de Curuzú Cuatiá por Belgrano fue
esencialmente eso. Tomar una ciudad ya existente y darle un "orden" a un caserío
disperso estructurándolo en base a la retícula. Otro tanto sería la utopía de la nueva
ciudad de James Bevans (1828) con diagonales y plazas de diversos tamaños.

Es que el pensamiento ilustrado de fines del siglo XVIII entendía que podía
ordenar la propia naturaleza sobre la base de un supuesto ejercicio de la razón. Una
cierta falta de imaginación impuso entonces la base geométrica de la parcelación del
territorio como único requisito “científico” y llegó a una cuadriculación indiferenciada
de llanuras, cerros, riachos y lagunas, en un ejercicio de soberbia cuyas secuelas
ambientales padecerían, hasta hoy, algunas de nuestras ciudades.

Las rectificaciones de antiguas trazas coloniales que no habían sido objeto de


“fundaciones” expresas y que, por ende, respondían a un cierto grado de espontaneidad,
constituyó una de las tareas relevantes de los Departamentos Topográficos y de
Agrimensores de nuestros países. Se institucionalizaba así un nuevo “sueño de un
orden”.

Es interesante constatar que esta mentalidad geometrizante afectaría no


solamente a aquellos poblados cuya tradición recogía en el damero colonial la fuente de
su ordenamiento racional. Los cosmógrafos, geómetras, topógrafos y agrimensores que
actuarían sobre nuestros territorios regionales ejercerían, a pesar de su variada
formación y pertenencia, una base común de convicciones donde la retícula consistía en
la óptima manera de controlar, dividir, parcelar y repartir tierra y fundar ciudades.

Quizás una de las innovaciones más importantes en esta manera de hacer ciudad
de los Departamentos Topográficos radique en la tipología de las “Colonias Agrícolas”
estatales que darán origen a ciudades como Resistencia (1878) y Formosa (1879). Se
trata en realidad de una ocupación territorial que privilegia el uso del suelo agrícola y
ganadero, motivo que inducía este proceso migratorio. La “ciudad” o “colonia” es en
realidad un mero centro de servicios para una población rural. El parcelamiento
territorial de las chacras, generará así un pequeño núcleo destinado a “Ciudad- Colonia”
que en realidad es un módulo de aquel parcelamiento mayor. Se invierte de esta manera
el principio de “ciudad-territorio” que se ejercía desde la época hispánica, en la cual la
ciudad, a través de su Cabildo, conducía el proceso de distribución de la tierra rural y
definía los alcances de estos derechos tutelares en su amplia jurisdicción.

Sin embargo, es interesante constatar este cambio de escala desde el núcleo


pequeño que se va consolidando y distribuyendo tierra, hasta esta nueva forma de
reparto extensivo, donde la ciudad es un fragmento en una cartografía territorial. Por
ello cambia la escala de la propia traza urbana y ahora todo es más grande, la Plaza
principal podrá tener hasta cuatro manzanas, las grandes avenidas se cruzan en el centro
de esta plaza (como había ensoñado Felipe II pero no como habíamos practicado los
americanos) y calles amplias y forestadas indicaban la vigencia de un imaginario urbano
de progreso asegurado e indefinido.

La distancia entre el modelo ideal de esta nueva sociedad rural urbanizada y la


realidad, lo daban los loteos y parcelas trazadas sobre lagunas y riachos que determinó
la vulnerabilidad de las ciudades frente a las inundaciones y otros fenómenos naturales.
Quedó así demostrada la fragilidad de propuestas más atentas a la regularidad de las
formas que a las circunstancias concretas de la vida urbana.

Otro conjunto de tipologías fue definida por intervenciones fuertes en el


territorio como las articulaciones derivadas de los trazados de redes ferroviarias. La
articulación entre el sistema ferroviario y el desarrollo de las Colonias Agrícolas tienen
mucha importancia sobre todo por el efecto que introduce en las políticas de
colonización privada.

Los pueblos donde actúa de manera directa en su génesis el ferrocarril tienen


estructuras segmentadas por el sistema de vías y se privilegia la localización de la
Estación como punto central. No será lo mismo vivir del lado de la Estación que del
otro lado de ella, lo que implica servidumbres de paso. En no pocos casos el ferrocarril
es un inductor preciso de la expansión de las ciudades actuando como elemento
dinámico en el mercado de tierra urbana. En otros casos la estación será el nuevo
símbolo arquitectónico de la ciudad.

Sobre el territorio ya ocupado, el nuevo poblado del ferrocarril muchas veces


desplaza al antiguo pueblo colonial. Esto tiene que ver con la rentabilidad de la traza
ferroviaria que suele entregarse con regalías de tierras a ambos lados de la vía. Así el
trazado ferroviario elude al antiguo pueblo y crea uno “nuevo” y próximo a aquel, pero
donde la propiedad de la tierra urbana es del ferrocarril y puede enajenarla con mayor
renta. Así comenzaría la decadencia de muchos antiguos pueblos seculares marginados
por los rieles.

El impacto de la traza del ferrocarril dentro de ciudades ya consolidadas fue muy


grande, no solamente por la huella y la fragmentación de calles y barreras sino por las
zonas que determinó para el acopio y comercio de mercaderías. Su articulación con las
zonas portuarias fue otro elemento clave. A esta presencia del ferrocarril se le sumaría
luego la traza interna de los tranvías, que devengarían en uno de los elementos claves de
la urbanización y del ensanche de lo nuevos barrios. Las Compañías de transporte
adquirían suelo no urbanizado y tendían hacia estas zonas las líneas de tranvías
valorizando la tierra urbana y potenciando la rentabilidad de los nuevos loteos de
ensanche como sucediera en Montevideo o Buenos Aires o en las “colonias” urbanas de
México.

La densificación de la ciudad y los nuevos medios de transporte permitieron, a la


vez, el fomento de nuevas formas de ocupación semirural de casas quintas y chacras. La
búsqueda de un contacto más directo con la naturaleza y protección frente a los rigores
climáticos conformaron estas formas de ocupación con cinturones que rodearon partes
privilegiadas de la ciudad y que hoy va siendo ocupadas por la extensión de la misma.

El ferrocarril jugaría también un papel clave en el emplazamiento de núcleos


urbanos de raíz industrial. Muchos de ellos estaban vinculados a procesos de
transformación de matera prima agrícola o forestal en virtud del papel asignado en la
distribución de la economía mundial. Los Ingenios azucareros en Cuba, la costa del
Perú, o el norte argentino, los pueblos de transformación forestal para la producción de
tanino para las curtiembres y otra cantidad de actividades para la molienda o el acopio
de granos acompañaron estos nuevos emplazamientos. La propiedad de los pueblos
salitreros de Perú y Bolivia generó un intenso conflicto bélico con Chile en el último
tercio del siglo XIX.

En estos pueblos cambiaría la traza, el tejido y el paisaje. En la traza, la fábrica


ocupa el centro del sistema y organiza la vialidad interna para carruajes o el ferrocarril,
el barrio residencial marca los niveles jerárquicos de directivos, gerentes, personal de
oficina y obreros y dentro de ellos las viviendas y “solterías” tienen ámbitos
diferenciados. Los elementos de servicio como el Almacén de Ramos Generales, el
centro sanitario, la escuela y el templo son elementos calificados junto al club “social y
deportivo” que atiende la democratización posible de la convivencia.

La propiedad de la tierra y de las viviendas es de la Fábrica y en el paisaje


urbano domina la chimenea como un hito sin contrapesos. Lo propio podríamos
verificar, con matices, en otras concentraciones de carácter mineral con sus barracas de
madera y zinc.

En las ciudades de nueva fundación, las ideas de le estética edilicia impuestas


por el academicismo se unirían a la preocupación por los sistemas viales y de transporte
urbano, en ciudades cada vez más extensas y surcadas por carruajes, tranvías y
ferrocarriles. Otro elemento esencial que aparecerá en el último tercio del siglo XIX,
como consecuencia de las graves epidemias y el desarrollo del pensamiento positivista
será el de la Higiene Pública, que reclamará espacios verdes, ventilación urbana y
servicios de saneamiento y provisión de aguas ajustados a criterios científicos.

La ciudad de La Plata (Argentina 1882) y la de Belo Horizonte (Brasil 1897)


marcarán la nueva tónica “moderna” de trazas con diagonales que permiten, a la vez que
acortar las distancias internas para carruajes y modificar el antiguo damero español con
propuestas innovadoras. Aparece la idea de los ejes monumentales que rematan en
grandes edificios públicos. Ellos ocupan una manzana entera rodeados de jardines y así
desaparece la idea de la calle colonial signada por la continuidad de los paramentos y se
aproxima a la forma de ocupación de los espacios suburbanos donde la arquitectura se
rodea de parques y jardines.

También el “eje monumental” que articula varios edificios públicos y la


multiplicidad de plazas y plazoletas de diverso tamaño marcan un proceso de
descentralización, que es diferencial respecto a la concentración de funciones de la
Plaza Mayor colonial. La dotación de espacios públicos en los barrios, el equipamiento
urbano de mercados, escolar, religioso y de salud van afianzando esta manera de
resolver ciudades que ya son mucho más extensas y complejas. El impacto del
pensamiento higienista se verifica en los Parques y bosques que a la semejanza del Bois
de Bolulogne parisino habrían de contribuir a sanear a la ciudad.

Las utopías urbanas acompañaron el pensamiento del XIX. Desde la ciudad que
soñaba Bolívar y podría ser la capital de la reconstruida Nación Latinoamericana cuya
visión geométrica la ubicaría en el baricentro de Panamá, hasta la “Argirópolis” (1850)
de Sarmiento localizada en la Isla Martín García para reunificar los territorios
“progresistas”, aquellos que tenían puerto y posibilidad de comercio pues, como se
sabía, el “mal de la Argentina era su extensión”. También en el Canal de Panamá se
plantearía una ciudad ideal mediante la idea fuerza de la “Canalización por la
colonización” planteada por el francés Airiau en 1860.
Con menos rigidez dogmática en las normas geométricas, y siguiendo los
dictados de la topografía se habría de estructurar el interesante trazado abierto de las
urbanizaciones del esparcimiento en los balnearios. Tal el caso de Barrancos en Lima
con su ascensor hidraúlico para bajar a la zona de baños, el esquema pintoresquista y
casi lineal sobre la costa (aunque con cuadrícula) en Mar del Plata (Argentina) o en
Piriápolis (Uruguay) o el más próximo a la “ciudad jardín” de Carrasco cercano a
Montevideo y trazado por el paisajista francés Carlos Thays.

La urbanización del paisaje natural tiene también ejemplos cualificados. Desde


la temprana ocupación de Chapultepec en México, potenciada por el Palacio de
Maximiliano, hasta la transformación en Paseo que realiza en 1874 Benjamín Vicuña
Mackenna en el cerro de Santa Lucía en Santiago de Chile o por el contrario el derribo
de “morros” en Río de Janeiro por el Prefecto Pereira Passos para abrir la Avenida
Central, fueron ejemplos connotados.

La forestación de las ciudades, que acompañaban las preceptivas higienistas, se


articuló con la formación de los nuevos “Paseos” urbanos. Desde las antiguas Alamedas
coloniales como la de Lima, remozada a mediados de siglo, hasta la apertura de los
nuevos salones urbanos donde se iba a ver y ha ser visto, como la Avenida de Mayo de
Buenos Aires (1894) y el Paseo de la Reforma en México (1864). Las nuevas avenidas
“elegantes” como la Alameda de Santiago de Chile, la Agraciada de Montevideo, la
Mariscal López de Asunción, la Alvear de Buenos Aires, la Reforma de Guatemala
albergaban a la vez las casas quintas, los petits hotels y los palacetes residenciales de las
nuevas burguesías urbanas.

Los ensanches internos fueron marcados por las “colonias” residenciales que
desde mediados del XIX señalaban el crecimiento de los barrios mexicanos. El centro
histórico de las ciudades fue dando paso a una extensa área de ensanches con el
englobamiento de antiguos enclaves coloniales (Coyoacán o Xochimilco en México,
Baruta o Petare en Caracas, Caima y Yanahuara en Arequipa). Una periferia de "casas
quintas" marcaban el paulatino éxodo, primero temporario y luego definitivo, de
sectores de altos ingresos desde el centro hacia áreas menos densificadas y de mayor
potencialidad paisajística. El transporte posibilitó esta mudanza pero a la vez facilitó el
afincamiento de sectores obreros en torno a las incipientes industrias urbanas. la
aristocracia en un primer anillo, los sectores de menores recursos en un cinturón
periférico y la burguesía urbana en el centro pareció definir el perfil de las grandes
ciudades americanas a comienzos del siglo XX.

Las crisis de las epidemias con altos índices de mortalidad, como la fiebre
amarilla en Buenos Aires (1871), obligaron a urgentes obras de saneamiento y, a la vez,
signaron la suerte de antiguos barrios coloniales, forzando la relocalización urbana de
sectores de altos ingresos y el surgimiento del barrio "norte" porteño.

Las migraciones internas y externas potenciaron la formación de nuevos


barrios residenciales como "El Cerro" y el "Vedado" en La Habana con características
diferenciales de ocupación del suelo y de configuración del paisaje urbano. Las vastas
extensiones de tierras entregadas a la agricultura requirieron, no solamente de los
servicios de transporte del ferrocarril, sino de la instalación de núcleos poblados que
hacían de centros de servicios de esa población dispersa. Las colonias de polacos en
Misiones o las de galeses de la Patagonia argentina y las de los alemanes de Colonia
Tovar en Venezuela, Pozuzo en el Perú o de Frutillar en Chile son indicativas de estos
nuevos enclaves europeos que en algunos casos mantienen los modos de vida y
tradiciones de sus países de origen.

Las dinámicas renovaciones edilicias generadas por las masivas migraciones


europeas transformarían notoriamente la escenografía urbana de las ciudades capitales a
fines del siglo XIX. En algunos casos arrasarían totalmente los elementos más
característicos de la arquitectura popular colonial atendiendo a la creciente rentabilidad
del suelo urbano en las áreas centrales.

Las Plazas americanas en la primera mitad del siglo XIX

Los tiempos de la independencia y la consolidación de las nacionalidades no fueron


momentos propicios para grandes inversiones urbanísticas, pero marcaron una tendencia
hacia la urbanización que habría de repercutir en las plazas mayores de las antiguas
ciudades de origen español. Los antiguos puntos de llegada de los caminos reales, que
solían localizar posadas o "tambos" para el alojamiento y un pequeño mercado mayorista
se fueron consolidando, como los antiguos "arrabales" medioevales, con la concentración
de carruajes, cargas y actividades.

En general esto significó la dispersión de servicios, pero no la exclusión de los


mismos de la plaza mayor. Grabados de la plaza de La Habana nos muestran a mediados
del XIX la vigencia de la pila de agua como punto de reunión social, la llegada de las
galeras a la plaza, la parada militar y el comercio minorista. La independencia y la
consolidación de los nuevos estados nacionales significaron transformaciones del paisaje
urbano en torno a las plazas mayores. La construcción de los nuevos elementos simbólicos
de las naciones independizadas implicó la localización en esos mismos espacios de los
primeros monumentos conmemorativos, como la Pirámide de Mayo en Buenos Aires
(1811) y luego edificios de los poderes ejecutivos y legislativos.

La Plaza Mayor verá desaparecer en la mayoría de nuestras ciudades capitales la


figura del Cabildo, suprimido y generalmente reemplazado por la Legislatura o el
Municipio (Bogotá–1845 y Cusco–1848) o el Nuevo Palacio de Gobierno (La Paz,
Bolivia–1849). En algunos casos como en Asunción, el nuevo edificio de la Legislatura
(1844) seguirá siendo identificado como “Cabildo”, mostrando la persistencia formal y
de referencia. Lo propio sucedería con la Jefatura Política construida en Jujuy o en
Santiago del Estero (Argentina).

Muchas de las Iglesias Matrices de ciudades intermedias, elevadas a rango de


Catedral, con la creación de nuevos Obispados, cambiaron su edificio por otro de mayor
envergadura o transformaron sensiblemente los antiguos, como sucede en Santa Cruz de
la Sierra (Bolivia-1836), Santiago de Chile, Cuenca (Ecuador–1813) o Tucumán (1848)
y Salta (1858) en la Argentina.

El cambio del paisaje urbano vino acompañado también por el cambio de escala de
la edificación circundante, ya que los amplios espacios de las plazas mayores tenían un
contorno de edificios achaparrados que en la mayoría de los casos no superaba los dos
pisos de altura y donde solamente los templos con sus torres marcaban hitos en el perfil
homogéneo de la ciudad.
Pero a la vez comenzaban los habitantes a requerir otro tipo de servicios. El
ayuntamiento o las torres de estas iglesias colocaban los relojes que daban un nuevo ritmo
al tradicional repique de campanas. El abastecimiento de agua definió puntos de toma para
la circulación de carros de aguateros y las plazoletas actuaron como centros de reparto.

Razones de aseo trasladaron los mataderos y rastros para el abasto de carne hacia la
periferia. La sanidad ambiental empezó a actuar sobre los mercados populares al aire libre,
tratando de concentrarlos en recintos barriales que atendieran a los vecinos en otras
condiciones, lo que sucedería sistemáticamente a partir de la segunda mitad del XIX. En
La Habana, aun bajo tutela española, se construirían a comienzos del XIX, los mercados
del Vapor, de Cristo, el de Fernando VII (luego de Cristina), la Pescadería y el Matadero.

Las ideas higienistas de la ilustración fomentaron también la forestación de las


calles y la ya mencionada localización de parques y jardines públicos que comenzaron a
marcar una tendencia que crecería notoriamente en la etapa finisecular. Comenzaría
también el derribo de los antiguos sistemas de fortificación. En Montevideo la demolición
de la Ciudadela dio paso a la creación de la Plaza Independencia que adquiere particular
relevancia en el ensanche de la ciudad y a la vez por su temprano diseño sistematizado con
portales.

En La Habana, la ciudad que en 1846 tenía dieciseis barrios dentro del recinto,
había desbordado las murallas donde ya tenía otros seis barrios. A la vez, se había visto
dotada de la Alameda del Prado, del Paseo Extramural y del Campo de Marte, convertido
en Paseo Militar o del Príncipe y conocido luego como Alameda Tacón. Antes del derribo
de las murallas en 1863, la ciudad ya tendría el equipamiento de fuentes y ornatos del
Paseo de Isabel II (1844) con las nuevas calzadas de la Infanta Luisa Fernanda y de la
Reina que se convertirían posteriormente en un Plan de Paseos y Calzadas, lo que señala la
voluntad de diversificar las actividades sociales de la ciudad en expansión.

El derribo de murallas en Lima franqueó una avenida de circunvalación y una importante


especulación de tierra urbanizable y lo propio sucedería con otras demoliciones en
Veracruz, Cartagena de Indias o San Juan de Puerto Rico.

La transformación de las Plazas Mayores en la segunda mitad del siglo

Consolidados los gobiernos nacionales pronto comenzaría la necesidad de dotar a


los recintos urbanos de los nuevos contenidos simbólicos, señalando la presencia de los
próceres de la Independencia. El Bolívar de la Plaza Mayor de Caracas, inauguró la larga
serie de monumentos patrióticos que poblaron los espacios públicos de América.

Algunos de ellos acudieron a un repertorio iconográfico universal y abstracto de


obeliscos y columnas conmemorativas, (Montevideo, México, Lima) pero la mayoría
convocaron a escultores europeos franceses o italianos para reinterpretar las estatuas
ecuestres de los paradigmas heroicos de la nacionalidad. Esta nueva función simbólica y la
transformación ajardinada a la francesa, tendió a desplazar definitivamente la actividad
comercial de mercado en las plazas mayores americanas.

El cambio de gusto urbano en la segunda mitad del siglo XIX, notoriamente


inferido por el modelo cultural francés, llevó a la paulatina expulsión de los
“ambulantes” indígenas y al traslado del “mercado” que primero se comenzó a permitir
como exotismo dominical y festivo y posteriormente se lo reubicó establemente. Para
ello se planteó la construcción de edificios específicos para el abasto de la población,
conformados como grandes superficies cubiertas, con estructura metálica que en no
pocos casos fueron adquiridas en Europa (Maracaibo–Venezuela, Montevideo, Quito,
etc.).

No se trataba solamente de una reorganización funcional del abasto urbano sino


también de una nueva función que se asignaba, en las ultimas décadas del XIX, a la
Plaza como elemento de ornato urbano. Esto implicaba otras alteraciones de uso.
Primero fue la eliminación de la actividad que la utilizaba como “Plaza de Armas”.
Desfiles y paradas militares fueron recluidos a cuarteles específicos o trasladados a las
anchas avenidas o paseos. Junto a ellos desaparecieron o cambiaron sus funciones las
escasas fortificaciones que estaban próximas a la Plaza Mayor (fuerte de Buenos Aires,
castillo de la Fuerza en La Habana).

A ello debemos sumar el abandono del uso lúdico más complejo, como era la
transformación de la plaza para la corrida de toros. La formación de las estructuras
arquitectónicas especificas desde el XVIII en México, Lima, Buenos Aires y
posteriormente en Bogotá o Cartagena de Indias, son ilustrativas de este proceso. Ello
no significó que no se mantuvieran alternativas lúdicas y festivas en algunas Plazas
hasta avanzado el siglo XIX, como sucedía en el Cuzco o Arequipa, pero ellas aparecían
circunscriptas pues en no pocas ciudades los festivales taurinos fueron prohibidos.

Comercio y fiesta y otros puntos de reunión específicos se fueron diseminando en


la ciudad, conformando ámbitos populares (mercados) u otros exclusivos y excluyentes
(clubes sociales, deportivos, teatros líricos, etc.). La Plaza sin embargo, continuó siendo
la referencia de todos y para esta permanecía tuvo singular importancia la construcción
de los pórticos de tiendas que renovaron los antiguos soportales en Bogotá (de Gastón
Lelarge), en Santiago de Chile (de Mac Clure), en Arequipa (reconstruidos luego del
terremoto de 1868), etc.

Se mantiene así una actividad comercial selectiva, recluida en sitios específicos,


pero que asegura, con el café, el bar, la pulpería, el almacén de ramos generales, la
vigencia de la participación de la Plaza como sitio de encuentro y socialización.
Algunos de estos pórticos antiguos mantendrán su nomenclatura original, como sucede
con los de la Plaza de Armas del Cuzco, donde Confituras, Mantas, Carrizos o Carnes
invocan actividades que ya no están pero que se registran en la memoria urbana.

También la pila de agua dejó de tener aquella función convocante pues el servicio
de aguateros a caballo primero y el abasto de agua potable en las últimas décadas del
XIX, marcó el fin del ritual matinal y el rumoroso encuentro del personal de servicio.
La fuente se integró, según sus méritos y estado, al nuevo ornato afrancesado o
simplemente fue erradicada. En otros casos, Santiago de Chile, Montevideo o Cuzco, se
colocaron nuevas fuentes, algunas de ellas de hierro de procedencia francesa.

En 1886 el Intendente Alvear demolía la antigua recova de Buenos Aires para formular un
proyecto unificador de la antigua Plaza Mayor con la Plaza del Fuerte y trazaba una serie
de parterres que, sumados a las palmeras y árboles que se colocaron convirtieron aquel
espacio en una "promenade" donde lo importante era pasear (ver y exhibir) y no
permanecer. Un espacio de exhibición y espectáculo antes que un lugar de integración y
socialización.

Las ideas del academicismo francés en los espacios públicos

Asumidas como ideas rectoras del urbanismo académico, la apertura de avenidas


diagonales, el ensanche de calles, la forestación de plazas, la creación de parques urbanos y
la colocación de edificios monumentales en el remate de las avenidas, constituyeron
programas con fortuna en muchas ciudades americanas al cerrar este ciclo decimonónico.

En este contexto podemos entender las transformaciones que tuvo el bosque de


Chapultepec y la formación del Paseo de la Reforma con su secuencia de monumentos
conmemorativos en México. Jardines botánicos y zoológicos multiplicaron la oferta del
paseo hacia diversos ámbitos.

Se disgregaba así aquella función concentradora de la Plaza que asumía los


diversos roles cívicos y religiosos y se generaban nuevas propuestas urbanísticas a tono
con el claro predominio "Beaux Arts" que desde 1880 se manifiesta en las principales
ciudades del continente. La imagen del Bois de Boulogne presidió las acciones de los
paisajistas franceses al formar el Parque de Palermo en Buenos Aires. Los urbanistas de
París, como Bouvard, Forestier, Agache, Rotival y Jaussely fueron convocados y, desde
comienzos del siglo XX, se les encomendaron proyectos para "modernizar" las antiguas
trazas españolas de las ciudades. El austríaco Brunner y el alemán Hegemann o el suizo Le
Corbusier lo harían poco después desde Santiago de Chile hasta Bogotá, mientras que el
español Sert imponía desde los Estados Unidos los modelos de la ciudad zonificada.

El englobamiento de antiguos suburbios residenciales o inclusive pueblos enteros,


como sucedería en México por expansión o en Buenos Aires por extensión jurisdiccional
(Flores, Belgrano) integraría a éstos con sus propias plazas marcando otra modalidad de
desagregación de las antiguas y hegemónicas funcionalidades del núcleo central.

El espacio público del paseo era ordenado según normativas precisas siguiendo los
criterios de una jardinería geométrica francesa o con una suerte de controlada
"espontaneidad" a la inglesa, pero iba siempre acompañado de un equipamiento concreto
de bancas, fuentes, esculturas y monumentos, además de los variados solados, adornos
florales y vegetales. Desaparecería en esta época la plaza mayor seca de la cual quedan
muy pocas muestras en América y hasta el imponente Zócalo de México fue por entonces
cubierto de ajardinados paseos habiendo recuperado luego su calidad inicial. En algunos
casos el tratamiento forestal de las plazas les dio tal carácter y potencialidad funcional a los
espacios que los renovó como sitios de “estar” y de “encuentro” que las calificó
definitivamente. Tal sin dudas sería el caso de Oaxaca en México.

Sin embargo desde la década del 20 y sobre todo en los treinta se plantearían
notorias transformaciones de los espacios de la plaza mayor cuando las ideas estructurales
urbanísticas programan la descentralización, la desagregación de centros cívicos y el
esbozo de zonificaciones más rígidas.

Las ideas de la “sistematización de los espacios” llevan a transformaciones de los


entornos de las plazas mayores de México y Lima, donde se demuelen auténticos edificios
coloniales para hacer grandes obras para la función pública en estilo "neocolonial". El
propio Palacio de los Virreyes de México recibe el agregado de un tercer piso para estar a
la altura de las nuevas construcciones y las fachadas de los edificios que circundan la plaza
reciben el nuevo lenguaje escenográfico con independencia de su propuesta original.

Pero la ratificación de la centralidad vino en muchos casos por la concentración


de las nuevas actividades económicas de las áreas próximas a la Plaza como ratificando
aquella antigua valoración del suelo urbano. La localización de las actividades
financieras y bancarias, del sector dinámico de la importación-exportación fue
señalando la “tercialización” del entorno de la Plaza, donde la función residencial sería
rápidamente reemplazada. En torno a estas Plazas en Santiago de Chile, Montevideo,
Arequipa, Valparaíso, Bogotá, Guayaquil o Buenos Aires, se definió el nuevo centro
financiero-comercial que consolidó con renovados usos el espacio público de la Plaza.

Poco importa que, como sucede en Montevideo, México, Buenos Aires, Santiago
de Chile o Quito, que en torno a ella ya no resida casi nadie o que los usos terciarios de las
"cities" financieras y bancarias tiñan el contexto urbano inmediato. Las plazas mayores
mantienen la capacidad de convocatoria, los usos representativos de la ciudad, el punto
culminante del encuentro de la procesión, de la manifestación, del acto político, del
aplauso y la protesta.

La plaza mayor americana puede hoy haber cambiado sustancialmente su paisaje


urbano, variado su escala, transformado su entorno, pero sigue manteniendo intacta esta
persistencia de usos y valores simbólicos que le otorga la centralidad desde su origen. Por
lo tanto sigue siendo el escenario calificado de la ciudad en la medida que la expresa en su
globalidad, más allá de los avatares de este proceso de desagregaciones funcionales que la
misma vida urbana le fue exigiendo.

Los cambios de la tecnología y el paisaje urbano

Los procesos de apertura comercial, que se habían iniciado bajo los españoles en
1778, multiplicaron, por la dinámica política económica inglesa, la accesibilidad a los
productos industrializados. Cuando en 1857 se colocaba la cubierta de hierro del Teatro
Colón de Buenos Aires el ingeniero Carlos Enrique Pellegrini declaraba que a partir de
ese momento “el progreso de los países se mediría por el consumo de hierro”
definiendo el carácter de la nueva era.

A la vez, la creciente migración europea integraba nuevas prácticas a los


antiguos oficios. Un criollo se sorprendía al ver albañiles “rubios” que usaban balde en
lugar del antiguo “capacho” de cuero, imponían otras medidas de ladrillos y baldosas, y
finalmente introducían en el nivel popular los códigos clasicistas de pilastras, cornisas,
frisos, zócalos y pretiles, uniformando el lenguaje de una arquitectura crecientemente
urbanizada.

La presencia del ferrocarril fue decisiva para estas transformaciones. No


solamente el tiempo se dinamizó de 4 a 40 kilómetros por hora, sino que también la
capacidad de carga y movilidad de elementos permitió una nueva estructura de los
territorios antiguamente vertebrados por los caminos reales. La integración de muchos
de estos países, predominantemente los del cono sur y México, al mercado mundial
posibilitó la transferencia de los capitales ingleses y una articulación del territorio que
posibilitaba el eficaz rendimiento en la condición de países agroexportadores.

La tecnología permitía trasladar edificios de hierro desarmados que se colocaban


en cualquier sitio. Tendremos escuelas, iglesias, municipios, estaciones de ferrocarril,
mercados y hasta “casas contra temblores” que llegaron adquiridas por catálogo y
colocadas en la vasta y compleja realidad del continente. La fuerte relación que había
caracterizado a la arquitectura americana con su paisaje pasa entonces a un segundo
plano, ya que estas edificaciones prescindían de toda contextualización que no fuese la
meramente funcional..

Este fenómeno marca otra de las líneas de ruptura que viene unida a la ideología
del “progreso indefinido” que aseguraban estas inversiones tecnológicas: la visión de la
ciudad en competencia. La individualidad de la obra era considerada como un valor
excepcional y muestra de la originalidad, paradigmático concepto decimonónico que, en
el fondo, entraría en contradicción con las normativas clasicistas.

Las antiguas ciudades que tendían a una homogeneidad en sus procesos de


construcción, donde sobresalían pocos hitos jerarquizados, sobre todo templos y
edificios públicos, verán dislocarse sus paisajes urbanos por la individualidad de las
obras. Las ciudades comienzan entonces a prestigiarse por la singularidad de sus
edificios “monumentales” y cada propietario busca diferenciarse de su vecino en el
lenguaje, la calidad de los materiales o en la densidad de la ornamentación.

Sin embargo, la ciudad del XIX todavía mantiene ciertas características de


unidad paisajística definidas por los códigos del lenguaje arquitectónico, las
limitaciones de las alturas que suelen ser bastante homogéneas y unas escalas que
todavía eran compatibles con el soporte físico de la traza en cuadrícula de la ciudad
hispana. El resultado eficaz del damero ya se iría verificando en el “rebote” cultural que
implicarán los ensanches de Madrid (Plan Castro) y Barcelona (Plan Cerdá).

A la vez los grandes contenedores portuarios y las cisuras que introduce el


ferrocarril en la traza urbana muestran las nuevas áreas privilegiadas y las cicatrices. La
inversión inglesa en América Latina alcanzarán el 55% de sus exportaciones de capital
entre 1860 y 1910, y sus transferencias tecnológicas serán espectaculares. Lo propio
harán alemanes, holandeses, franceses y belgas.

Ciudades del XIX comenzando el siglo XX

En la lectura de los textos que realiza el ideólogo de la traza de nueva fundación


de La Plata, el arquitecto Juan Martín Burgos, vemos que se articulan sus experiencias
directas europeas en la idea fascinante de un cosmopolitismo que teniendo un mucho de
París y un poco de Berlín y Milán, lograría en definitiva una ciudad más “europea” que
cualquier ciudad de la propia Europa. Cosmopolitismo y eclecticismo son identificados
como expresión de una tolerancia migratoria e integración racial, aún cuando el censo
de 1885 nos indique el abrumador predominio de los italianos en la nueva ciudad.

El paisaje urbano de las grandes capitales, sobre todo en el México de Porfirio


Díaz o en el Buenos Aires de la llamada “generación del ochenta” vino a configurarse
con una arquitectura residencial que apelaba a todos los muestrarios históricos aunque
con clara preeminencia italiana al comienzo y luego, casi hegemónicamente, francesa.
Sin embargo, los concursos para las nuevas avenidas en Montevideo en 1905, ganados
por el italiano Guidini mostraban los rasgos de apertura que, en la misma época,
carecían las propuestas francesas para la Nueva Guayaquil de Ecuador, donde se
premiaba un diseño de ciudad que desde su inicio ya parecía “antigua”.

Cuando Clemenceau visitó la ciudad y dijo que Buenos Aires era “una gran ciudad de
Europa” venía a reconocer el éxito de una estrategia ideológica, política y urbana que
había definido no solamente una nueva ciudad, sino también un nuevo país. En 1914
vivían en Buenos Aires más extranjeros que argentinos y muchos de esos argentinos
eran hijos de aquellos extranjeros.

Los cambios se vislumbraron también en la arquitectura residencial. Nuevos


barrios de las clases acomodadas, posibilitaron el desarrollo de verdaderos palacetes que
hoy son utilizados como ministerios, embajadas o edificios públicos de envergadura.
Muchos de ellos creaban su propio ámbito rodeado de jardines recuperando una
autonomía espacial urbana. Esta misma idea, llevada a los edificios públicos es
manejada en el eje central de la ciudad de la Plata, cuyos concursos arquitectónicos
realizados a escala internacional, fueron ganados por arquitectos alemanes. Muchos de
ellos toman una manzana entera y dejan su perímetro libre ocupando sólo el centro de la
misma.

El caso de La Plata se trata de un ejemplo excepcional de urbanismo del siglo


XIX que merece ser reconocido como expresión de una nueva modelística donde los
principios se generan en el intento de superación del antiguo damero hispano a partir de
las nuevas visiones de la “ciudad moderna”, concebida además en la intencionalidad
vanguardista de “la ciudad futura”.

La arquitectura y el urbanismo del siglo XIX fueron tenazmente denostados por


los difusores del Movimiento Moderno y los impulsores de las ideas urbanas de los
CIAM. Su crítica iba desde el cuestionamiento de los “estilos” en la arquitectura hasta
el rechazo de los criterios de “composición” en el diseño trasladados al campo del
urbanismo.

Sin embargo, es claro que tanto la arquitectura decimonónica como la del


movimiento moderno tuvieron una actitud ahistórica respecto a la ciudad real y a la
propia sociedad, potenciando las opciones por modelos ideales antes que atender a la
transformación de lo posible. Así, nuestra arquitectura del XIX borró, en ciudades como
Buenos Aires, Santiago de Chile, Río de Janeiro y Montevideo, casi toda la obra
edificada durante la colonia. Pero también es claro que la fisonomía, el paisaje y buena
parte del tejido urbano de estas ciudades se consolidaría en el siglo XIX y éste
constituye hoy un patrimonio arquitectónico valioso tanto en la consideración de su
conjunto, como en el de su carácter.

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