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El cuento de Martín y la fiesta de La Aguada

Deben estar atentos. No deben confiar en nadie, ni en su padre, hasta que lo vean a la cara y
se aseguren que no tenga ninguna mala intención. Ustedes no saben qué puede estar pensando esa
persona.

Recuerden lo que pasó con Martín, su nombre real era Maximiliano, pero le decíamos
Martín. Me lo topé un día, y me comentó:

- ¡Mercedes, Mercedes! No sabéis lo que me ha pasado.

- ¿Qué te ha pasado Martín

Estaba yo en mi casa y llegó un amigo invitándome a una fiesta en La Aguada. Le respondí


que no, que me dispensara, pero prefería evitar asistir, porque esas fiestas siempre terminaban a
garrotazos y machetazos.

Siguió él su camino a la fiesta y yo preferí quedarme en mi casa tranquilo evitando


complicaciones. Al cabo de unas horas, mi amigo estaba de vuelta contándome apresuradamente:
“Martín chiiico, se ha prendido un brollo en La Aguada y esa gente se está entrando a palo en esa
fiesta”. Yo le respondí: “¿viste? razón tenía yo de no ir”.

Mi amigo se marchó, y yo me quedé pensando: “Se armó un brollo[1] en la fiesta y yo tengo


familia en La Aguada. Yo mejor cojo mi garrote y me voy pa´lla a ver qué pasó, no vaya a ser que
alguien me haya fregado a un familiar”. Cogí mi garrote y me fui pa´la fiesta.

En el camino, veo la figura de un elemento que viene de regreso de La Aguada. A medida que se
acercaba, noté que llevaba un garrote debajo del brazo y pensé: “Este elemento viene de La Aguada
con un garrote, posiblemente estuvo metido en el brollo y hasta me fregó un familiar, así que el
saludo que le voy a dar es un solo leñazo que yo le voy a dar a ese hombre”

Y cuando estuvo cerca le lance un garrotazo que el hombre pudo eludir con pericia aplicando
una buena tapa y diciendo “aaah muuundo mi curarigua”.

–¡Martiiin chiiico!, pero ¿por qué vos hiciste eso?

– Es que yo no sé si ese hombre echó palos, o no echó.

– ¿Y vos que hiciste Martín?

–¡Qué voy hace! Si a ese hombre que espera un saludo, yo le lanzo ese garrotazo y no se
lo pego, ese hombre estaba bien enseñao. Si le lanzo el segundo, ese hombre me coge a
palos a mí. Yo dejé ese hombre quieto.
La pura pared llena de machetazos

Por donde se entraba, se salía. La casa no tenía ventanas y la entrada era una puerta
pequeña, cerrada a medias con un pequeño seguro. Adentro, el jugador y su amante, una doña
casada, por supuesto, compartían la cama en secreto.  A Justo lo sorprendieron, como dicen,
comiendo maíz salteaíto1, y no tardó el ofendido en sacar a relucir su machete para cobrarse la
injuria. Pero no hubo lance flojo ni bien intencionado que el amante, afamado jugador de palos, no
pudiera quitarse. Aquel hombre iba saliendo, con una habilidad increíble, vistiéndose mientras se

1 “Comer maíz salteaíto” es una forma metafórica coloquial de referirse al acto sexual. En este caso, el uso de la
frase refiere además, al encuentro in fraganti de los amantes.
quitaba los machetazos. Y no le consiguieron por ningún lado. Ni un solo raspón se llevó en su
humanidad. 
Con sus pantalones bien puestos y ya afuera de la casa dijo:
–Ahora sí, pues. Véngase, que aquí afuera lo espero–. Pero a uno así, ¿quién le sale? Si no lo
cortó dentro del pequeño cuarto mientras se ponía los pantalones, ¿qué más se iba a hacer?
 
Al día siguiente, la pura pared amaneció llena de machetazos.

El valerista2 

–Perdónenme la molestia, dijo el maestro. Pero ¿ustedes de qué escuela vienen? Porque se
supone que si ustedes me están cuquiando3 a mí es porque algo tienen…
–No, no, Domingo, solo son güevonadas4, le respondió uno.
Hacía rato que el maestro había pasado por aquella esquina para ir a su casa y un par de sujetos,
animados por el aguardiente, le murmuraron entre risas “Ahí viene el valerista ese”.

2 “Valerista” es el término que en testimonios el maestro Pascual Zanfino, del patio de juego de garrote León
Valera (El Tocuyo edo. Lara), utiliza para referirse a los discípulos del maestro León Valera. En el testimonio
que inspira la narración, el maestro Pascual refiere que el maestro Domingo Escalona fue llamado “el valerista
ese” por un par de vagabundos. Llamado que asumió como un reto al presentirlo como una burla hacia su
maestro.
3 “Cuquear”, es una palabra de uso popular, muy común en el estado Lara, Venezuela, sinónimo de burla
ofensiva.
4 Palabra de uso popular sinónimo de tontería.
–Porque mire, yo fui a la casa –dijo el maestro mientras se abría lentamente el paltó 5 y
sacaba un encabullao6– a buscar esto. Y pues, si ustedes dicen… 
–No, no, cómo se te ocurre, Domingo, saltó el más temeroso como quien se seca
disimuladamente una gran gota de sudor.  
Los hombres estaban bebiendo, pero no pasaron de ahí. Ninguno fue capaz de pararse y
decirle: –yo sostengo lo que digo–.
El maestro contaba esta anécdota como si extrañara a esas gentes osadas de antes. Firmes en
sus palabras como en su juego. Que se permitían zumbar puntas 7, y muchas veces también lo
hacían alumbrados por el aguardiente. 

Y yo celebrando qué 
Papá nos despertaba con el cantar del gallo para llegar a las siete a la casa del maestro. Como
doce años tendría cuando escuché por primera vez un palo silbando. Le digo que hay un terror
particular en ese silbido y uno se asusta, como que tiembla por dentro, pero a la vez, la sangre le
hierve a uno como si el cuerpo se anticipara al dolor y la intención del que se tiene al frente y
ofende. A librarse se llega con el tiempo, pero uno no lo sabe cuando se tiene todavía el corazón
tierno. Con el tiempo, el cuerpo aprende y se quita como si la vida dependiera de ello. Papá nos
dejaba en aquella casa y el maestro ya tenía el patio limpio con dos garrotes esperando.
   Con el tiempo perdí el miedo. Una de esas veces con el maestro, enseñándome a salir en
limpio8, ya con las piernas adoloridas por los golpes del palo, logré por fin quitarme. Ahí paré y me
reí, como celebrando una victoria sobre el viejo. 
–Por fin, por ahí le saqué. Me le salí uno, le dije.

5 Según la RAE, el paltó es una especie de chaqueta, o lo que comúnmente se conoce como saco o abrigo de
uso común.
6 “Encabullao” es uno de los nombres comunes del garrote. Este uso en específico denota en el arma un tejido
artesanal característico en uno de sus extremos, generalmente el que es usado como cabo. La presencia del
encabullao en el arma, suponía supone cierta destreza o conocimiento del juego en su portador.
7 Zumbar o lanzar puntas en el contexto del juego de garrote puede entenderse como la acción de realizar un
ataque al oponente, o compañero de juego. Su arraigo posterior en el habla y su uso coloquial refiere como
metáfora a la acción de arrojar comentarios malintencionados a otra persona.
8 Forma específica de evadir el ataque con palo, sin el uso de otro palo o la mano como herramienta defensiva.
Salida del ataque en donde solo se usa el cuerpo y la pisada.
–Pero tené cuidado con este, me dijo al instante, mientras me presentó 9 un palo entre ceja y
ceja sin poder verlo.  
¡Ah mundo!10 , dije en mis adentros, Y yo celebrando qué…

9 Presentar o colocar el palo justo en el lugar donde va a pegar, pero sin hacer contacto o daño.
10 Expresión de sorpresa muy popular en el estado Lara, Venezuela.
Alevosía

Los músicos no dejaban de tocar, los bailadores se animaban por el arpa virtuosa, agitaban
la pisada y levantaban la polvareda como una presencia fantasmal agitada por el aire. Aquella era
una buena fiesta para bailar. El humor del canto caldeaba los ánimos de los peleadores que
amansados por la música esperaban el embiste del contrapunteo y el licor para plantarse. Adentro
se confundía al vistoso bailador con el pendenciero y el peligroso peleador con el coplero, porque
incluso las manos que jugaban al espejo en el arpa podían hacer un arma de cualquier cosa.
Mi compadre Ernesto, hábil jugador de palo y empecinado cantador, era fauna común del
baile y del altercado. Siempre que volvía de un joropo paraba en mi casa a relatar sus andanzas y
echarse unos palos conmigo11. En sus cuentos siempre había un envidioso, un imprudente o un
tonto que le buscaba juerga y al que no dudaba en desairar a la fuerza o con el buche. 
Contaba mi compadre que en uno de esos bailes un mal cantador, ofendido luego de
perder la consonante, se encimó contra él. Que no le hizo falta más que apartarse con una buena
pisada para clavarlo de un empujón en el patio de tierra. Ahí se detuvo el baile y, sacándose el
polvo, aquel hombre se paró y se fue sin más. Así contaba. Que ni se imaginó que el asunto no
terminaba ahí, pues aquel hombre mordido de rencor y entre las sombras, sabiendo que mi
compadre tenía fama de buen bebedor, esperó a que saliera del zaguán y se apartara, ya borracho, a
echar una meadita12. Ya en la esquina y dispuesto a orinar, mi compadre vio el resplandor de un
machete que le venía encima como un destello. Como pude lo agarré por el cabo y lo llevé a tierra,
me dijo. Y que cuando miró, era el mismo guaro 13 al que había dejado sin palabras en el
contrapunteo.
–El grito de unas gentes me contuvo, pero el hombre ya estaba desarmado, mi compadre.
–Me lo quitó el dueño de la casa que también salió. Si no sale, ¿quién sabe qué hubiera
pasado? Yo ya tenía la mano sudaíta y el machete en la mano para regresarle el ataque.

11 En el contexto o imaginario actual venezolano “echarse palos” se refiere generalmente, a la acción de


compartir tragos. Sin embargo, en el imaginario del juego de garrote cobra otro sentido, pues además de referir
la acción de compartir tragos, también se refiere al acto de compartir un juego.
12 “Echar una meada” es una expresión coloquial usada en Venezuela para referirse a la acción de orinar.
13 Gentilicio de los habitantes naturales de Barquisimeto en el estado Lara, Venezuela.
El garrote por testigo

Nadie supo cómo empezó el brollo, pero aquellos hombres reñían por la propia vida. El
más viejo, fuerte y de mirada dura, con un machete bien calibrado, un veintidós, afilado con maña
por ambos extremos, como para cortar el mínimo viento que se le atravesara. El otro, mucho más
joven y severamente delgado, con un garrote liso de reluciente vera, resistente como su propio
espíritu. Entre la cortina de polvo que levantaban, era poca cosa lo que se veía, pero escuchábamos
silbar la vera y el golpe brillante del machete cuando la tocaba. Entre uno y otro lance se nos fue
media hora, viendo a estos dos expertos jugarse la muerte. 
Cuando por fin dio vista el polvero, vimos al joven muchacho salir limpio de uno de los
tajazos y confundimos el golpe firme de su pisada, con el ruido seco de la vera en la cabeza de su
contrincante. La sangre se disparó de aquello como un grito y el viejo empezó a caerse desde los ojos
hasta quedar tendido, casi como un muerto, sobre el mapa de su propia sangre. No hubo corte,
solo vera y fue suficiente. 
Con la llegada de la autoridad y ante el bullicio, el desgarbado muchacho, como salido de
un trance, levantó las manos en señal de mansedumbre y fue preso, acusado por casi matar a un
hombre de un palazo certero. Los que vimos sabíamos que no era así, y así se dijo en la comisaría
hasta que el desconfiado comisario, diestro en las mañas del juego de palos, solicitó el arma asesina.
Cuando vio el garrote, cuarenta tajos de machetazos tenía marcados. Parecían párpados abiertos.
Ustéd queda libre joven, dijo de inmediato. Esta persona de verdad estaba intentando matarlo, y
usted solo se defendía.
Yo a usted lo andaba buscando

El guapo Hernán Escalona se paseaba en la fiesta de carnaval disfrazado de loco, sin saber
que en adelante una sorpresa lo aguardaba. De saco, máscara y sombrero, llevaba bajo el brazo un
jebe desnudo, brillante y reluciente, amarillo casi sol, que parecía una vara fina de cerámica
torneada por la propia naturaleza. Se sabía que entre los distraídos y los borrachos de la multitud
había quien miraba discretamente buscando alguno que llevara un garrote escondido, porque
encontrarse en pleno carnaval con otro jugador diestro era la ocasión perfecta para medirse,
aprovechando el anonimato de la vestimenta, el aguardiente y el libertinaje de la fiesta. 
Eustaquio, su compadre, también rondaba el carnaval. Su disfraz le disimulaba bien la
silueta; una peluca extraña, antifaz, camisa y chaleco viejo lo confundían con otros cientos, pero lo
que más lo disimulaba era la vera oscura que usaba a tientas como un falso ciego. El arma de
Eustaquio parecía un animal, bien podría soltarla y salir esta arrastrándose como una culebra,
porque una vera puede ser una serpiente peligrosa. 
Cerca ya uno del otro, los compadres se miraron ajenos. A uno le brilla en el iris un
relámpago de jebe. Al otro lo invoca el reto de matarse con una serpiente peligrosa. Vera y jebe se
presentan, y así lo hacen compadres: 
–Yo a usted lo andaba buscando.
–Y yo a usted también.
Seguido, se echaron palo como desconocidos. Las armas zumbaban y chocaban, sonaban el
aire, tan cerca como la piel, pero ninguno de los compadres se tocaba. Así la cosa pasó de lo legal a
la riña, y mordidos por relámpago y culebra se buscaban como a matar. Un desarme siguió al otro,
y al verse ambos desarmados se desenmascararon. 
–¡Gua, compadre! que si me encuentra con esa vera me desmaya –dijo Hernán.
–Pues con ese jebe usted no me iba a sobar –le salió Eustaquio.
Ese día cada uno supo que el otro jugaba.
Vaya usté, que usté está joven 

Este no era siquiera jugador. Sí un bebedor de oficio al que la bebida maltrataba con
delirios, rabietas, y en veces transformaba en una bestia capaz de moler a golpes alguna pared de
bahareque, o al primer desprevenido que se le cruzase. Cuando se pasaba de tragos, un velo rojizo le
nublaba la vista y en cuestión de nada, era una bestia a la que perseguían sus hijos, cabestro en
mano, para amarrarlo. Bernardo había dejado un rastro, como las ventoleras cuando desmiembran
los ramales. Había ya tumbado la puerta a que Carlos, su vecino, cuando se vino a joder el patio a
que la señora de Armas, la dueña de casi de todo el pueblo, y de allá salió sin camisa vuelto un
vendaval, largando maldiciones. Esa tarde, el resplandor de la calle principal de La Piedad se erizaba
como sobre una lámina de metal fino, un día normal en el que se paseaban como siempre la flota de
autobuses amarillos que movían el viaje diario. 
El vaho de un sol inclemente contorneaba el horizonte, cuando Bernardo, hacha en mano y
encendido por la flama del cocuy, paseaba su bestiandad frente a la iglesia. Con la mirada velada y
roja –una bestia sin camisa– se acostó el hacha sobre el lomo, como llamando, a la espera del
primero que se atreviera a mirar. Nadie se le acercó. Ni los hijos. Nadie se atrevió a cruzar palabra
con aquel hombre que a vista de todos resultaba una herida segura y mortal, aunque en esa calle
había más de un viejo y experimentado jugador capaz de desarmarlo. Desafortunadamente mi tío
Carlos y yo nos habíamos sentado, justo en ese momento, en el viejo banco que había frente a la
iglesia. Hubiera hablado yo primero, pero mi tío, viejo jugador que era, se adelantó y me dijo: –
Vaya usté, que usté está joven. Sacale ese hacha a Bernardo, que ese hombre es un peligro por ahí. 
Yo había aprendido a pararme con mi tío y desarmar a ese elemento era probárselo.  Así que
me le atravesé al hombre, repuntándole 14 entre la casa del viejo maestro Manuel y la de Domingo.
Jamás vi ojos tan hondos, tan rojos como puntos de sangre. Los dientes le tronaban de la arrechera.
Ese hombre todo parecía el hacha. 
Van a matá al muchacho –oí gritar a un alma– cuando me afincó, aquel hombre, el primer
hachazo. Me tiró, y yo me aparté. Mientras me le salía con un quite rápido, hacia afuera como
buscándole la espalda, ya le sujetaba el brazo; y lo largué de pecho contra el piso. Esa fue la última
vez que los hijos lo amarraron, esa fue la última pea 15 que se echó. El hacha dejó un surco enorme
en el suelo que pude haber sido yo. 
A las dos semanas pasé por la misma calle a comprar unos cambures.
–Muchacho, me quitaste al hombre. De aquí no pasaba– me dijo el maestro Manuel. Fue
lo primero que me dijo.  

14 En este contexto la palabra, repuntar se refiere a la acción de adelantarse.


15 Término usado en Venezuela muy coloquialmente como sinónimo de borrachera, o de estado de ebriedad en
una persona.
El alma al cuerpo

El vigor con el que hicimos la batalla llamó la atención del viejo Ricardo, que nos convidó a
un tamunangue16 de sus suegros, en la cuesta de Santa Bárbara. Llegamos con cielo claro y con el sol
que nos acostumbra esta tierra. Once de la mañana y estábamos en una esquina de las tantas veredas
del lugar esperando nuestra recepción, cuando vimos, entre la multitud, como uno de los tantos
árboles, a un tipo sumamente alto; delgado y fuerte; de una tez oscura bronce que le relucía el
rostro. Sus gestos, que se fijaban en nosotros como la propia claridad del día, le pintaban una maña
extraña, y debajo del sombrero de ala grande, sus ojos oscuros y penetrantes nos colaban una
incertidumbre en el cuerpo muy parecida al miedo. Su postura, firme pero desgarbada, descansaba
el brazo izquierdo sobre un muro, mientras en la otra mano lucía un encabullao más parecido a un
brazo que a un garrote; y, por lo que la vista describía, debajo del traje pulcro muy seguramente
centelleaba un puñal, como pañuelo para la hora del dolor. Todo lo de aquel hombre anunciaba
peligro. Sin duda, y así le dije a mi compadre, si ese fulano iba a la misma fiesta que nosotros
tendríamos que cuidarnos.
Y ahí estaba cuando llegamos al sitio de la celebración, con la misma presencia amenazante,
un lustroso liqui-liqui claro, zapatos pulcros, puntiagudos y la misma mirada que se nos clavaba en
los ojos. Sin duda iba por nosotros, y ha de ser jugador experto, pensamos, porque una mirada de
aquel calibre no puede sino pertenecer a un hombre defenso, con una destreza extraordinaria. Son
muchos los cuentos que describen carajos de este tipo: elegantes y peligrosos personajes que se
pavonean en los tamunangues en busca de un reto, de un elemento con el que puedan echar unos
palos, medirse y demostrar sus habilidades. La batalla 17 es una buena oportunidad, sirve para que
los jugadores expertos demuestren ante todos, sus habilidades; sea sin tocarse, ni chocar palos,
cuando la celebración es sagrada; o sonando los palos y aplicándose en las mañas, si es a la usanza
pagana. El tamunangue de aquel día fue del segundo tipo, el hombre ya venía dispuesto a jugar la
batalla con nosotros para lucirse y sacarnos provecho; y eso nos tenía a mi compadre y a mí muy
nerviosos.
¡Yo voy a jugar la batalla! Fue lo que gritó. Nos miraba como retándonos, mientras se
paraba cerca y sobaba su garrote. Ya decía yo que todo iba muy bien, pero eso es lo que se gana

16 Fiesta tradicional venezolana en honor a San Antonio de Padua, oriunda del estado Lara, que conjuga danza,
canto y baile. También conocida como Sones de negros, se compone de un total de siete sones (La bella, el
yiyivamos, la juruminga, la perrendenga, el poco a poco, el galerón y el seis figureao). Que inicia con La batalla,
parte específica de la fiesta, en donde los batalleros ejecutan un simulacro de pelea con palos. La batalla ha sido
y sigue siendo ejecutada por jugadores de garrotes en ciertas zonas del estado Lara en Venezuela.
17 La Batalla es una expresión del Tamunangue o los Sones de Negro que da inicio a la consecución de los
siete sones. No se considera en sí misma un son, aunque es parte fundamental de fiesta. Durante La Batalla,
disetros batalleros, antiguamente maestros en el juego de garrote, simulan una riña a palos en donde
antiguamente mostraban su destreza como jugadores en distintos lances y quites de acuerdo a la ocasión de la
promesa, sea esta pagana o sagrada.
luego de aceptar una invitación, beber aguardiente bueno y gozar de la venia de los anfitriones. Por
algún lado estalla la tripa, y siempre hay un local al que no le gusta tanto el agasajo para un par de
ajenos. Échale tú adelante –le dije en voz baja a mi compadre–, que por si acaso, yo le salgo a
defenderte. Mi compadre era más joven que yo, el juego era más natural en él, y una cosa es hacer
una batalla legal con el compadre de uno, a jugarse el orgullo y algo más con un ensombrerao
desconocido. Pero él quería jugar con los dos. Iba por nosotros.
Llegó la hora y yo no sabía qué hacer con el miedo, cuando del fondo del patio saltó el viejo
Ricardo, quien resultó ser tío del peligroso:
– ¿Qué es lo que te pasa a ti, chico? –le dijo. 
– Nada, que voy a jugar la batalla –respondió con tono infantil.
–¡Se me sale de aquí que usted no sabe un carajo! ¡Se me va de aquí!– le gritó el viejo. Los
muchachos son los que van a jugar la batalla. Usted no sabe un carajo. Usted lo que anda es
luciéndose y embochinchando la vaina.                                                     

Y así me volvió el alma al cuerpo. 

Un descuido del ladrón


Luego de vivir en Cabudare por largo tiempo, donde inicié mi aprendizaje en el mundo del
juego de garrote, retorné a la ciudad que me vio nacer, Caracas; como decía el maestro Eduardo
Sanoja “soy ciudadano caraqueño”. La ciudad cosmopolita me abrió sus puertas nuevamente y
traje conmigo una plétora de consejos obtenidos por los años de práctica con los maestros
Mercedes y Abel Pérez.

Una ciudad convulsa, distinta a la realidad del pueblo de Cabudare donde las personas no
estaban apiñadas, ni transitaban inertes, como si llevaran gríngolas, me dificultó adaptarme a sus
espacios dinámicos y violentos, pues las enseñanzas de los maestros me condujeron a procurar un
estado de alerta ante el acercamiento de cualquier persona. Evitaba los recovecos, zonas oscuras,
espacios aglomerados. En mis recorridos nocturnos, acostumbraba a llevar un garrote conmigo y,
sobre todo, me alejaba de quioscos o espacios donde las personas con alguna mala intención
pudieran sorprenderme. Me exaltaba alguna sombra y desconfiaba de personas que intentaban
acercarse, ya sea que solo me pidieran una dirección.

Domiciliado en la avenida Panteón y con un gusto por las actividades artísticas y culturales,
me hice asiduo visitante de uno de los espacios más emblemáticos de la bohemia Caraqueña de la
época, El Café Rajatabla.

Todos los viernes asistía y compartía con bailarines, actrices, actores, poetas, cineastas y
cultores. El Café Rajatabla (donde vendían cualquier cosa menos café) cerraba sus puertas a las 2am
aproximadamente, hora en que retornaba a casa.

Uno de esos viernes, luego de compartir y bailar, emprendí el camino de regreso a casa cerca
de las 2:30am con un garrote grueso ornamentado con pirograbados en forma de enredaderas que
le daban un aspecto de instrumento musical. Caminaba por la orilla de la calle como era
costumbre, para evitar obstáculos que sirvieran de guaridas a los amigos de lo ajeno. Sin embargo, la
suerte no estaba de mi lado. Al llegar a la estación del metro de Bellas Artes con salida hacia Hotel
Plaza Mayor, veo a dos hombres corriendo hacia mí, uno de ellos con una pistola en la mano
apuntándome. La luz era casi inexistente, solo divisaba las figuras de aquellos hombres que me
gritaban “quieto, quieto, quieto ahí”. No me dio tiempo de correr, me detuve y les dije “tranquilos,
tengo algo de dinero, se los doy sin problema”. Ambos estaban frente a mí; el de la pistola a mi
izquierda y el otro, a mi derecha. Me pidieron que les entregara el reloj que llevaba puesto; a lo que
accedí diciendo “claro, no hay problema”. Al parecer, mi falta de resistencia al robo y la serenidad
del momento hizo que el ladrón que tenía la pistola la guardara en el cinto de su pantalón (grave
descuido). Mi corazón se aceleró, y mis pensamientos eran rápidos, me preguntaba si era necesario
arriesgarse o no. Un golpe certero descargué en la oreja del hombre con la pistola, que cayó al
pavimento como un tronco seco. El otro hombre volteó sorprendido al ver su cómplice caer, y
cuando regresó su mirada yo ya me había escapado a la carrera sin darle oportunidad de alcanzarme.
“El hombre, para ser hombre
tres cosas ha de tener:
buen garrote, buen cuchillo,
buenas piernas pa corré18.”

El problema
 

Un dulce olor cubría la curva del parque Juan Cuchara.  La tarde se doraba como la
metáfora de una buena hogaza y toda la cuadra del parque se cubría de un noble rumor a pan.
Cavilando por el olor, Pedro concilia una tregua con el hambre, mientras mira a lo lejos a dos
muchachos que venían de vuelta por la misma cera.
18
–¿Qué era lo que el viejo nos decía y que nosotros no sabíamos responder? Que si una
persona viene y te echa un golpe, o viene con alguna mala intención ¿qué había que hacer? “El
problema es que ustedes no pueden ver el problema que les viene desde allá”, siempre nos decía.
“Ustedes tienen que ver eso antes, para que aquello no llegue a donde están ustedes”, así decía.
Cuando el olor de la panadería lo trajo de vuelta del recuerdo, iba justo bajo el árbol de
acacias de la esquina San Jacinto. Pedro decidió cambiar de acera. Los muchachos, con el indiscreto
disimulo del acecho, lo hicieron también; y Pedro reaccionando, volvió a cambiar de dirección.

Cada vez que me ve dice llorar

Al maestro Ambrosio Aguilar

 Yo que llego a la casa y de golpe me dan unas ganas de sacar a los muchachos a la avenida a
ver los carros. Desde allí podían verse pasar los últimos modelos y me gustaba que se divirtieran
viéndolos pasar. Era cerca de la avenida que cruzaba el antiguo estadio, un camino picante por el
sol, pero adornado con un puño de árboles que de a poco brindaban sombra. Allí, en el camino,
justo a la altura de la ceiba grande, veo que Carmencita Pereira venía corriendo espantada de su
propia casa, como si el mismísimo diablo la persiguiera. Conmovido por la mueca que era su
carrera rogué que fuera el diablo, o algún perro de vecino que la amedrentaba, aunque una gana en
el pecho me decía que era algo peor. Y yo no me equivocaba. Venía detrás de ella Sebastián, el hijo
mayor, persiguiendo a su propia madre con un hacha, que a su trote regaba por la acera brillantes
chispas de sol. La marcha pesada del muchacho delataba su clara intención de matar. Más atrás,
como protegiéndola, venía Carlos, el hijo menor, que abría los brazos y gritaba, intentando que su
hermano recuperara la cordura, para que aquello no terminara en tragedia.   
Rápido mandé a los muchachos a la casa. Fui y me paré en la esquina de espaldas a una reja
pequeña y cuando la mujer se asomó le grité –aquí, Carmen–, para que corriera a mi lado y saliera a
la calle. Carmencita se puso detrás de mí, y agarrándome fuerte por los brazos, mientras me clavaba
las uñas del puro susto, me dijo –Ramón, Seba te va a matar. –Carmen, póngase pa´lla, quítese de
aquí, le dije; y ella, con un golpe claro en el ojo y el pómulo pintado de sangre, no se apartaba. Ahí
llegó Sebastián y con aquellos ojos hondos me gritó como escupiendo –apártate, Ramón, y yo más
me sembraba, viéndolo fijo a los ojos –¿Cómo me voy a apartar, chico? Guarda esa hacha, mira que
esa es tu mamá –le dije.  –Que te quitéis, Ramón– volvió el muchacho. Y yo firme.
En el pulgar de la mano derecha, me agarró el gavilán del hacha. Esa cicatriz pequeña, me
recuerda que de haber jalado más fuerte, yo mismo hubiera matado a Carmen. Ella nunca se quitó
de atrás, esperando que el muchacho se arrepintiera, como si ya lo perdonara. El hacha, que me
quedó en la mano, luego del lance inexperto del muchacho, la lancé lejos, al solar vecino de una casa
grande. Bastó desarmarlo para que el problema se resolviera. Y a las manos, sobre un montón de
arena, los dos hermanos quemaran sus rabias. Sebastián terminó medio muerto levantado a golpes
por las manos de su hermano menor. Yo solo desarmé al muchacho. De aquello me quedó una
cicatriz en la mano y Sebastián que cada vez que me ve dice llorar. Su cicatriz, por supuesto, durará
más que la mía.  
Fue por lana y salió trasquilao.
Entre las causas más comunes que generan las riñas, están las mujeres. Los brollos por celos
han sido frecuentes en una sociedad altamente machista. Los contrapunteos, décimas y cantos son
propicios para el galanteo y para desatar los celos de algún hombre posesivo

“cante, cante compañero


pero no se me alborote
porque le doy a huelé
los polvos de mi garrote”19.

No escapé de las dificultades causadas por los celos, entre otras tantas, que por mal
temperamento me habían ocasionado dificultades con la ley. Una de ellas, fue la riña en el Metro de
Caracas que motivó mi presentación en tribunales por largo tiempo. Volviendo al tema de los celos
y los conflictos amorosos, narraré a continuación una escaramuza con garrotes fruto de dichas
emociones.

Una tarde de lectura me fui a leer en la sede de la Universidad de las Artes (UNEARTE), en
el edificio donde estuvo anteriormente el Ateneo, en Bellas Artes, Caracas. En la entrada al lugar
hay un pasillo largo, que casi al final conecta a mano derecha con otro pasillo pequeño donde
estaba el cafetín. Al llegar, crucé la mirada con un sujeto que había tenido una relación con mi
compañera sentimental de aquel momento, quien me hizo señales con las manos mostrándome su
disgusto. Él se encontraba en el pasillo del cafetín. Las mesas del café eran abundantes y se esparcían
por todo el final del pasillo principal.

19
La “malicia” infundida en la enseñanza de Juego me hizo pensar en el sitio más adecuado para
sentarme y no dar la espalda. Llevaba conmigo un garrote tallado por el maestro Eduardo Sanoja.
Estaba bien resguardado. Me senté en una mesa con las piernas cruzadas de espalda hacia una pared
y de frente al pasillo que daba hacia el cafetín y coloqué mi garrote encima de la mesa. Si alguna
persona pretendía acercarse, (como presumí que ocurriría) sólo podía hacerlo de frente. Y así fue, el
hombre se acerca con tres garrotes en la mano pidiendo explicaciones e increpándome a ir a un
espacio a pelear con pretexto de ofensa de su honor. Le conteste que no, recordando las palabras de
mi maestro: “si usted ve que alguien quiere incomodarlo, déjelo que venga con su intención, pero
no se le acalore”. También le dije que no tenía moral para reclamar, lo que hizo que se encolerizara
más dándome una palmada en la pierna. Mi reacción fue inmediata, la ira subió rápidamente por
mi cuerpo, en segundos ya había tomado mi garrote y descargado varios golpes sobre él. Trató de
frenar mi ataque con los garrotes que tenía en sus manos; pero mi mano izquierda los había
tomado, apartándolos y logré alcanzar su frente en el ataque al menos una vez. Recuerdo sus
palabras diciendo “no vas a poder”, pero creo que en la algarabía que se formó y en el furor del
encuentro, no se dio cuenta que sus garrotes estaban en mi mano y que por su frente corría un hilo
de sangre. Fue por lana y salió trasquilao.

El mirón
A Pedro Pérez

¿Y usted a quién le va echar el primer palo? Y él mismo respondió, usted tiene que ver al
que esté ahí mirando, al que lo esté azuzando, porque ese es el que le va a caer encima cuando tenga
a cualquier otro dominado. Cuando salga ese primer palo, usted se lo va a mandar a aquel. Después
se viene con los demás.
Recordé esto, mientras me peleaba con un tipo. Me llevó lejos. Era un tipo alto y yo
evitando, bloqueando con tranquilidad, porque mientras se esté tranquilo, se ve todo. Se trata de
no ofuscarse, si no uno se bloquea, el cerebro deja de pensar. De allí, agarré aire y respiré, y le di
mano y mano hasta llevarlo al sitio desde donde me trajo. Tuve suerte de que me cayeran uno a
uno. Soltaba uno y me caía el otro, pero no me tocaron. Yo, que cargaba un garrote bien grueso en
el carro, no pensé que aquello podría llegar tan lejos. Si yo agarro ese palo, ahí quedan cinco
tendidos.
El viejo siempre nos decía: “dele la oportunidad de que se arrepientan”. “Sálgase en limpio.
Si a usted le lanzan uno, y usted se quita de una manera, quítese luego de otra. Muéstrele el juego, y
que ese hombre se arrepienta. Allí está la propia defensa. Yo me doy el lujo de no dañar a nadie,
decía”. Papá decía: “ojo con el mirón”.

Mire que en la calle nos vemos

–¡Pedro, abrime la puerta! 


–¿Qué te pasó, muchacho? 
–No, no, a mí no. Es que esnaricé a tres allá afuera…

El primo Roldán, más de una vez, le tocó la puerta al tío allá en el pueblo de La Miel,
mientras bajaba la marea de los problemas que él mismo había subido. Cogió la costumbre de salir
de su pueblo a aplacar brollos 20 y volvía, de vez en vez, a resguardarse en casa del tío, que disfrutaba
como nadie de sus peleas y cuentos. Dicen que fue él que amansó a los Agramonte, los caciques de
La Miel, que eran una familia de guaros jodedores, malos como ninguno. Dicen que la vaina les
duró hasta que el primo Roldán se encaprichó con ese pueblo, y en su afán de peleador se dispuso a
meterlos en cintura, uno a uno, porque si ellos eran malos, él además de su propia maldad, tenía el
cuerpo educado en las mañas del juego de garrote.
Al mayor de los Agramonte lo encaró en la calle y eso fue gracia por cárcel, porque ambos
terminaron presos en la comisaría, después de que Roldán embistiera al pobre con un manotón en
el pecho que lo tendió mirando al cielo. Pero para el primo Roldán eso no fue suficiente y en la
celda repasaba una y otra vez el pleito en su cabeza. Se imaginaba terminando lo que empezó, ya en
la calle cuando salieran.… si el hombre se le venía armado, bastaba con taparle el brazo a la altura del
codo y salirle por la izquierda, pa’ desarmarlo. Con la mano libre le plantaría un golpe naricero de
los infalibles. Y si eso no era suficiente, cuando aquel se le viniera de vuelta para embestir, lo haría
pasar de largo con una arrebatida para tenderlo con un buen palo pescuecero... 
Mientras, el Agramonte, bramando como toro desde la celda de enfrente, pedía que lo
sacaran de ahí. Gritaba que cuando saliera, lo primero que iba a hacer era partirle la jeta al guarito
ese que quiso dárselas de cacique con él y con sus hermanos. Roldán escuchó el griterío y cuando el
otro por fin hizo silencio, le dijo con un susurro espantoso:
–Quédese quietecito, no botés la energía, se va a cansá. Mire que en la calle nos vemos–
imaginando todavía con ojos brillosos el palo perfecto que pondría fin al brollo. Después el
calabozo quedó en silencio y un frío le gallineó la piel al toro, que poco a poco cogía la temperatura
de un animal rastrero. Esa noche soltaron a uno lejos del otro para que no volvieran a encontrarse. 
Con el tiempo, todos en el pueblo olvidaron el problema, sobre todo el Agramonte mayor,
que un día de vuelta a casa con su burro cargado de malojo, miró de lejos al primo Roldán que
aparecía desarmado sobre la cuesta. Otra vez sintió el frío de la celda, revivió el susurro espantoso, y
vio cómo de lejos los mismos ojos brillantes lo miraban. El hombre abandonó burro y machete para
salvar la vida, y se fue corriendo por el monte. Roldán fue allá, lo llamó tres veces, luego agarró el
burro y se lo llevó. Más tarde, parado frente a la puerta de la casa de Justo, el mayor de los
Agramonte, gritó para la esposa:
–Mire, yo no sé qué le pasó a ese hombre que dejó ese burro y agarró el monte. Yo me cansé
de llamarlo y no salió. Aquí le traje el machetico. 

              

20 Término de uso popular que refiere a un problema o embrollo.


Un desafortunado

Al maestro Ramón Ambrosio Aguilar

Por un camino angosto, de esos por donde pasa fácilmente una chiva o un ejército, iba un
desafortunado de vuelta a casa con la paga de su jornada, una totuma de agua y su malojo. 
Entre una y otra mascada de chimó, ve que se dibuja detrás de la niebla, una sombra que
recorre el camino de vuelta. No se veía claro quién pudiera ser y estaba tan lejos que resultaba inútil
darse por avisado. A todas luces, era mejor esperar, callado y paciente, a que el camino terminara
por encontrar lo que debía encontrarse. Y al desafortunado lo sorprendió de pronto, una orden que
lo increpaba:
–¡Que me dé la cartera!
Y el claro de la niebla dejó ver por fin la mueca malintencionada que pretendía robarlo, así
no más, como quien se topa con un cuerpo cansado y decide por ventaja que va a quedársele con
todo.  
La jornada había estado fuerte. La escardilla, el machete y el sol acaban con el ímpetu de
cualquiera. No hay nada mejor que el regreso para un jornalero. La paz del hombre que ha
cumplido con su trabajo debería ser imperturbable –pudo haberlo dicho–, y justa, como ha debido
ser su paga. Pero en silencio el hombre saca de su bolsillo la cartera y nota que la mirada que lo
increpa, muerta por hacerse del botín, no se aparta por un segundo de ella. El jornalero tercia su
malojo al alcance de la mano diestra, y arroja la cartera al suelo.
–Ahí está, cójala, pues– dice. 
Para cortar la maleza, se ajusta el garabato al cuerpo acomodado del monte, luego con el envión de
un machetazo preciso y fuerte se levanta de la tierra el cuerpo de hierba segada. La mano del
jornalero se deslizó discretamente dentro del malojo. El ladrón nunca supo lo que tenía ahí adentro,
pero hasta la hierba saltó cuando quiso tomar la cartera del suelo. Días después, de regreso a la
jornada, el hombre notó que en ese pequeño claro aún no crecía la hierba.    

Vengo a buscarlo preso

En el pueblo del Tamarindo, Cruz Domínguez robaba siempre a los que más tenían para
repartir generosamente, entre su gente, todo lo que conseguía. La policía dio con él una tarde,
sentado en medio de una partida de dominó. Su fama de peleador defenso 21 era tal que podía darse
el lujo de jugar y gastar la tarde sin que nadie, ni siquiera la policía, se atreviera a echarle mano. Pero

21 El sujeto defenso es aquel que es consciente de su capacidad para anteponerse, defenderse y reaccionar ante
una amenaza posible. Que además cuenta con ciertas aptitudes que le permiten en la medida de sus posibilidades
salir airoso de cualquier enfrentamiento. En el ámbito del juego de garrote, un jugador defenso es aquel que
posee una alta maestría en el juego, lo que le permite no solo darse el lujo de no ser ofendido, sino también, y
acaso esto es más importante, le da la capacidad de cuidar a su propio adversario. “Yo me doy el lujo de no
lastimar a nadie”, decía el afamado maestro Mercedes Pérez Amaro.
esa tarde fue diferente, porque el nuevo jefe de la policía mandó esta vez un contingente de sus
mejores oficiales para apresarlo; luego de que Cruz provocara una riña, por marañas del dominó,
que involucró a mirones y jugadores.
Seis oficiales y una patrulla se presentaron en el lugar. Y ahí estaba Cruz, ileso y de pie entre
una multitud de hombres aporreados en el suelo.
–Cruz, hoy vas preso y te vienes con nosotros– envalentonó unas palabras el que
comandaba del pelotón.
–Nojoda, ¿preso yo?, respondió el guapo ni mirando. Y no hubo terminado de hablar
cuando se les lanzó encima y uno a uno, con golpes, agarrones y empujones los desarmaba de sus
rolos y echaba por turnos al suelo. Ese pequeño batallón de hombres tuvo que volver desarmado y
jodido a la comisaría de Cabudare, sin oportunidad de coger a Cruz, que soplando el aire entre
risas, les gritaba que no volvieran sin antes aprender a pelear.
Seis policías bien aporreados, recibió el jefe Torrealba en su comisaría. Y al ver los agravios
que Cruz había propinado al contingente de sus hombres, interrumpió las palabras de excusa de sus
muchachos, y les dijo, –cállense, que yo mismo voy a ir buscar a ese hombre–, y agarró su revólver,
rolo y un par de metros de mecate que tenía a la mano. Torrealba era tan delgado como peligroso,
su apariencia de hombre diminuto encubría su destreza y valía, pues no había cuerpo más defenso,
que su humanidad. Hábil en el juego de las armas y con una vista clara para los lances, sabía jugar el
cuerpo y esperar con paciencia para castigar a cualquiera que resultase una amenaza.
Tarde en la noche, el hombre se apersonó solo al terreno de bolas donde jugaba Cruz y
llamando la atención del susodicho, largando una escupida de chimó, le dijo:
–Vengo a buscarlo preso– con una voz templada como la carne magra de sus brazos.
A lo que al verlo Cruz, riendo por la delgadez de su captor, replicó:
–¿Tú me vas a llevar preso a mí?– acabo de batir a esos seis policías pendejos tuyos, y ¿tú
me vas a meter preso a mí?
Los ojos de Torrealba brillaron y mientras se quitaba la correa –dejando rolo y revólver en
el suelo– y le decía:
–De aquí en adelante no soy policía. Y de que me lo llevo hoy, me lo llevo, para que sepa
quien soy.
Torrealba echó mano del mecate y esperó. Envalentonado, Cruz cogió un palo cercano y
atacó con furia al pescuezo a Torrealba. Este se libró en limpio de una arrebatida, y tomando un
puñado de la tierra del suelo, la vació en los ojos de su atacante. Desorientado, pero intuyendo los
pasos de Torrealba, Cruz se libró de un agarrón, y aún aturdido por el polvo, lo sorprendió con un
ataque relámpago a la cabeza. Torrealba le salió esta vez en limpio escurriendo el cuerpo, pisando
cuadrado y hacia adentro, para escupirle una arcada de chimó que terminó de nublarle los ojos.
Ahora ciego, Cruz aventó un palo atravesado que terminó de entramparlo, Torrealba le enganchó
el brazo y lo tendió con un giro contra el suelo; y al levantarse, le atinó con su propio palo de un
golpe en la cabeza que lo desmayó. Cruz despertó amarrado, cuando el sol empezaba a asomarse
tras la ventana del calabozo.
La salida

Cuando llegó al pequeño restaurante, lo primero que hizo fue echarle ojo a la mesera, una
muchacha joven que paseaba su esbeltez entre las mesas con una seguridad que llamó su atención.
Mientras, su maestro, algo mayor y mucho más diestro, media con mirada experta las salidas del
recinto que, por pequeño, resultaba una gallera perfecta para cualquiera que quisiera medir su
espíritu en una riña. El viejo invitó al muchacho a sentarse en una mesa, lejos de la muchacha, pero
cerca de la salida. Había visto, en los ojos de este, el brillo de la trampa que la belleza suele tramar en
el nervio de la juventud; y además, había notado allá en la barra, otra mirada que seguía los pasos de
la joven, y que seguramente también había notado las intenciones del muchacho.
La mesera, discretamente interesada, prestó atención a la mesa. La gracia con la que
colocaba los cubiertos; sus ademanes al servir el vaso de agua, mientras escondía el cabello sobre el
perfil del hombro y rozaba su mano sobre el cuello, fueron suficientes para que el hombre de la
barra, abducido por la ceguera de los celos, cediera ante el brío de reclamar por la actitud de la joven
ante un completo extraño. De un impulso se encimó sobre la mesa del joven, lo retó y amenazó de
agravio. Ante el reclamo, su maestro se interpuso y advirtió con prudencia al furioso que no valía la
pena ofuscarse por un asunto joven de coquetería; y le pidió que guardase sus intenciones. Pero
más pudo la ceguera de la rabia, y luego de estas palabras, el hombre, aún más ofendido, tomó el
machete que guardaba detrás de su taburete para correrlos del lugar. El viejo, alerta al verlo venir,
rápidamente se quitó una de sus alpargatas y se puso de pie, escondiéndola detrás del perfil 22.
Los dos hombres se miraron y ahí empezó la riña, mientras aquel le lanzaba machetazos a
matar, el viejo les salía con una habilidad increíble. Sobre el arma manoteaba con la mano limpia, y
con la otra propinaba golpes fortísimos a la cara de su atacante, armado solo con su alpargata e
incluso cambiándola de manos. Cada envión del machete solo encontraba el suelo y estallaba en
chispas. Poco después, ya desarmado y con la cara oscura y rota, el valentón se desvaneció en el
suelo. El viejo maestro, aprovechó la cercanía de la salida, tomó al joven del hombro y abandonó el
lugar.
–Que lo primero que veas sea la salida– le dijo el viejo maestro al muchacho, mientras se
perdían en el camino.

La manga Juan Canelón

Al maestro Mercedes Pérez

El carajo espoleó el caballo y aquella bestia endiablada en los ojos se le vino encima sin
intención de parar. Hay un momento en la manga de coleo 23 en el que la gente salta de emoción la
talanquera, y ahí donde está la tierra, por donde pasan los toros y el caballo, se juntan en algarabía
extraña hasta que se vuelve al coleo. Entonces, entre la polvareda todos vuelven de golpe al
resguardo de la grada y hacen de aquello una revuelta de gritos y empujones, donde nunca falta un
rezagado que quede a merced de los coleadores y las bestias, sin más remedio que encontrar refugio
en la manga o donde puedan.
Así le ocurrió al maestro, que entre una multitud que se agarraba y subía la talanquera para
protegerse, quedó a merced del jinete y su zaino criollo, que ya casqueaba ansioso en carrera hacia
él. Juan Canelón era un coleador joven, tozudo y de los más fuertes; heredero de la lanza del llano
que remanece en las ardides de los buenos coleadores. Este, al ver al joven maestro Mercedes, de
liqui-liqui blanco resplandeciente, en medio de la manga húmeda, quiso jugarle una broma. Pensó
tenderlo de bruces contra el barro y humillarlo frente a la multitud manchando la finura de su traje.

22 Pararse de perfil es fundamental en el juego de garrote. Los practicantes y jugadores aprenden desde el
principio que la guardia en este arte se hace de perfil, pues de esta manera se esconde la mayor parte del cuerpo
y las extremidades, además de ser la postura idónea para ejecutar las pisadas, ataques y defensas o quites
ocultando el arma.
23 Terreno rectangular dispuesto para el ejercicio del coleo de ganado. Actualmente, el coleo es una disciplina
tradicional que consiste en el derribo del ganado por la cola, sea a caballo o a pie. La manga de coleo suele tener
como medidas aproximadas de 200 a 300 metros de largo y de 10 a 15 metros de ancho, con una talanquera de 2
metros mínimamente.
Primero –pensó– lo paralizaría del susto, azuzando a su bestia; luego esperaría su reacción para
desbalancearlo y de un jalón tenderlo de espaldas sobre el barro.
El maestro quedó a merced del coleador. Canelón fijó la vista en su objetivo y espoleando el
caballo se abalanzó sobre él. Mercedes, inmóvil y mirándolo fijo, esperó el embiste plantado en el
barro, y ladeándose al momento justo, con un quite de pisada circular, dejó pasar el caballo y el
agarre del coleador sin ser tocado. Los gritos de la multitud caldearon los ánimos de Juan, que
volviendo caras a la bestia se lanzó una segunda vez sobre el maestro, pues no le había gustado la
gracia. Y alzando con intención su fuete cabalgó para golpearlo.
El zaino pesaba más de 300 kilos y con su experimentado jinete componía una trampa
infranqueable que se volvía encima del joven maestro. Canelón espoleó al caballo con una ira que
casi lo desboca, aquello era una máquina que desbordaba trazos de tierra de la manga en su
acometida. Peligro decían sus ojos, mientras un Mercedes sereno, esperó el segundo preciso para
volver a quitarse.

Y así fue, en plena embestida Mercedes sacó el cuerpo por el costado izquierdo del caballo.
Y mientras el jinete echaba con todas sus fuerzas un fuetazo que solo alcanzó el aire, Mercedes dió
una palmadita amistosa sobre las nalgas del animal con la mano izquierda. El griterío de la manga
ante la última hazaña fue mayor. Por rabia, Canelón pudo haber pensado en bajarse del caballo y
retar a aquel hombre, pero al no haber podido tirarlo, ni cruzarle el fuetazo a caballo ¿qué más
podría hacer? Y entre el vitoreo de la multitud decidió seguir el horizonte más allá de la manga y no
regresar.

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