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¿Traza, forma o mensaje?

Régis Debray*

1. ¿El arte primero?

¿Los mediólogos y los monumentos? Estábamos hechos para reencontrarnos, si acaso nuestro
objeto es el transmitir, o mejor, el paso del tiempo por una información. El monumento, como
dispostivo mnemotécnico, fue el primer aparato de transmisión de la especie, mucho antes que la
escritura. El primer abecedario del sapiens sapiens, en donde código, soporte y mensaje no eran
más que uno. Y nosotros que estudiamos las bases materiales de la memoria, no podemos dejar de
lado la base de la base, que es mineral. Túmulos, cairns * , menhires... El bípedo que entierra sus
muertos pone algunas piedras sobre el lugar de la inhumación (el chimpancé emite unas señales,
eventualmente instrumenta algunas ramas de los árboles, pero no monumentaliza nada,
simplemente porque él no entierra a sus congéneres). El monumento nace de la muerte, y contra
ella (advirtiendo a los vivos, del latín monere). Materializa la ausencia con el fin de tornarla visible y
significativa. Exhorta a los presentes a conocer lo que ya no es y a reconocerse en él (de
monumentum como, dicho literalmente, un curso de instrucción cívica). Es a la vez un soporte de
memoria y un medio de separación. El útil por excelencia de una producción de comunidad. Si
llamamos cultura a la capacidad de heredar colectivamente de una experiencia individual, no vivida
por uno mismo, el monumento, en tanto que atrapa el tiempo en el espacio y atrapa lo fluido en lo
duro, es la habilidad suprema del único mamífero capaz de producir una historia. La inmemorial idea
del constructor tiene por emblema asaz persistente el monumento funerario, hecho de muertes, en
los cementerios de los que están bien vivos. Máquina de proyectar de lo abolido en lo eventual, este
verdadero canon en el tiempo que es el artefacto monumental da una figura sólida al “diálogo de las
generaciones”. Más aún: “El medio más seguro que hay en las manos del hombre para hablar a las
razas futuras es emplear el arte de la sepultura” (Mopinot, 1790). La eficacia simbólica comienza por
el armazón o la escultura, en una palabra, por una materia trabajada (nuestra querida M.O **.)
¿Queréis prolongar vuestra audiencia? Empezad por petrificar el mensaje, y se verá después.

No importa que el estudiante de antropología haya podido formular estas primeras verdades. Como
un paso obligado de la historia cultural, “¿qué es el monumento?”, es una pregunta de trámite. La
pregunta propiamente mediológica se plantea más allá (o quizás, más acá): ¿qué es lo que la
técnica hace en la cultura? Y en este caso, ¿qué es lo que la evolución de las mnemotécnicas (que
se han tornado de un modo considerable más ligeras y menos hilvanadas, más hablantes y portátiles
que la construcción o la escultura) ha modificado en cuanto a nuestras prácticas monumentales? Se
trataría en suma, para valerse de autores conocidos, de transportar el Denkmalkultus de Riegl “a la
era de la reproductibilidad técnica” de Benjamin... ¿Cuales serían los efectos de nuestras nuevas
tecnologías de transmisión y de almacenamiento sobre la institución monumental, y más allá, sobre
nuestra facultad para eternizar las cosas memorables (que sería aventurado tomar como una
invariante universal)? ¿Qué producto queda, entre la eternidad y el viento Monzón, de los materiales

*
Tomado de: Les cahiers de médiologie; la confusion des monuments; N° 7; en:
www.mediologie.com/numero7/art3.htm.
*
Cairns: túmulos celtas (N. De T).
**
M.O.: Materia Organizada
deleznables como la madera o la piedra? ¿Entre la idea de memoria y la humedad del aire? De
nuevo, es de este corto circuito descabellado, entre lo sublime y lo trivial, que puede hacer brotar la
chispa mediológica.

“¿El abuso monumental?” El conflicto de las palabras en tanto que es un chocar. Es el título que
hemos retenido de un número de los Cuadernos de mediología en donde Michel Melot se proponía
interrogar, junto con otros, el atasco contemporáneo de las memorias. La fórmula no busca más que
abrir la reflexión, o como se dice coloquialmente, el apetito *. La mía, más bien, habiéndome
conducido a la idea de un déficit monumental sobre el fondo de un abuso patrimonial, no quisiera
extraviase. ¿Es necesario precisar que el elogio del vandalismo no es nuestro propósito?¿Ni de
abogar por un maltusianismo memorial, en complicidad con una pérdida del poder público?
Sabemos bien que Francia no tiene suficientes maestros arquitectos (los Países Bajos tienen tres
veces más); no tiene suficientes créditos para restauración y conservación; y que se ha visto en
demasía como los monumentos se degradan, se desfiguran, se ven desaparecer (sin remontarnos
más allá de Halles de Baltard). Tratemos de tomar las cosas mucho más río arriba.

2. Tipología del monumento

Lo que nos va a ocupar e una invención occidental bastante reciente (la antigüedad como valor e
signo de modernidad), que ignoran por lo general las sociedades “frías” o tradicionales (como la
China o el Japón antes de la era Meiji), que tienen sus mnemotécnicas propias. El monumento
histórico aparece en Occidente al comienzo del Renacimiento, con el culto a las ruinas de la
Antigüedad (François Choay: “se puede hacer el monumento histórico en Roma hacia el año 1420);
un culto en principio interesado por un cuidado de la identificación o de la confirmación de sí. La
invención del monumento como bien colectivo emerge con la conciencia histórica, que pone el
pasado en distancia con respecto al presente y permite así, objetivar en documentos las creaciones
antiguas. El Occidente moderno es el lugar en donde, por primera vez, se ha manifestado para con
las ruinas un interés desinteresado, es decir no unido inmediatamente a un plus-valor genealógico o
nacionalista; en donde las trazas de los otros (culturas, épocas o países) han sido valoradas de
alguna forma por ellas mismas. Cuando el Italiano Pablo III, en 1534, tomó las primeras medidas
destinadas a proteger los monumentos antiguos, lo hacía a la manera romana, para defender su
patria y su historia, redorar el blasón, subrayar una filiación. El siglo XVIII fue entre nosotros el
momento de esta transformación, de lo extranjero en valor, y de un desinvestimiento funcional en un
investimiento estético. Significativo, en esta consideración, el nacimiento casi simultáneo de la
historia del arte y de la estética como disciplina (con Baumgarten y Winckelmann), y del monumento
histórico como categoría aparte (con el Abad Gregorio y Alexandre Lenoir). Esto que se
institucionaliza a escala nacional, en París, en 1837, culmina a escala europea en 1931, en Atenas,
con la primera Conferencia Internacional consagrada a los monumentos históricos. Y el “complejo de
Noé”, por llamarlo así, ha ganado todo el planeta en la segunda mitad del siglo XX (1972, Unesco,
Convención sobre la protección del patrimonio mundial cultural y natural, con 112 países signatarios
desde 1991). El sur tiene otras prácticas de memoria no necesariamente ligadas a las
construcciones duras ni siquiera a las obras humanas, pero el hecho es que todo el planeta se ha
convertido a la religión patrimonial del Occidente, incluso extendiendo el campo de las protecciones
hasta un patrimonio oral e inmaterial que no figuraba en la acepción original de la palabra.

*
En español sería mejor, provocar o incitar.
Observemos desde ahora que el primero, sino el más nocivo, de los abusos monumentales bien
podría ser este de la palabra misma. En la noche de lo absoluto, decía Hegel, todas las vacas son
grises. En la noche de las leyes de protección todo puede convertirse en monumento, de la Vallée
de las maravillas a la plancha de la chimenea, de los cuellos de Tarn al cuchillo de cocina. La
categoría jurídica “monumento histórico” representa una conquista capital lo mismo que un abismo
semántico. Es el acto administrativo de clasificación el que engendra el monumento destacable, el
cual puede ser un sitio, un objeto, un edificio, un bien mueble o inmueble, en fin, todo eso “de lo cual
la conservación presenta, desde el punto de vista de la historia o del arte, un interés público.” La
palabra “histórico” no debe tampoco llevar a equívocos ya que el valor de antigüedad no es el único
necesario: después de Malraux, unos edificios de los años 1950 y 1960 pueden ser catalogados
como “históricos”.

El uso común, igualmente, anuda a la sombra de una palabra-carrefour*, todas las variedades de
“edificios notables” sin otra manera de proceso. ¿Cuando se mira un tal Diccionario de monumentos
de París, por lo demás excelente, no se ve en la cubierta un fotomontaje en color para amalgamar
un monumento por intención y destino como la colonia de Julieta, una construcción utilitaria como la
Ópera de la Bastilla -que no se convertirá sin duda en un monumento de referencia-, más sí Nuestra
Señora de París y la Place de los Vosgos, que son bellos y sobre todo, históricos (lista a la cual se
añadirán, en el cuerpo del texto, las construcciones con vocación industrial o comercial, unos
decorados de restaurantes, unos jardines y equipamientos deportivos, unas salas de espectáculos, y
unos talleres de artistas)? Muchas discusiones han tenido el monumento como tema clave de un
diálogo de sordos, porque no se entiende lo mismo con la misma palabra. Si en los círculos
concéntricos del patrimonio, se franquea el gran círculo de lo “natural” (paisajes, parques, sitios,
jardines, territorio rural), luego el círculo intermedio de los bienes culturales (objetos muebles e
inmueble por su uso, antigüedades y objetos de arte), para llegar al primer círculo del patrimonio
construido, se debe entonces proceder, parece, a hacer unas distinciones capitales. Riegl ya las usó
con éxito (monumentos intencionales, históricos y antiguos, “todo lo que ha sufrido la mano del
tiempo”). ¿Se podría juzgar esta participación un poco anticuada y no muy clara? Si la respuesta es
afirmativa, quisiera proponer otra rejilla simplificadora, susceptible de convertir nuestros edificios en
los más nobles decibiles, entendiendo claro está, que los indecidibles no son menos interesantes.
Ya que el poder discriminatorio del Monumento mayúsculo, síntesis imprecisa entre lo singular, lo
durable, y lo público, queda debilitada. Se nos opondrá que es necesario una lectura nota por nota,
sobre una polifonía, partiendo en pedazos el continuum patrimonial. Este último es una película en
donde la edición da sentido y color a cada plano, esto que invalida detenerse sobre lo inmueble
como entidad distinta y unidad discreta. Esta bien. Pero mejor se quiere leer una parte antes de
entrar en la orquesta (el solfeo no choca con la sinfonía).

Que se nos permita entonces, distinguir conceptualmente, entre el monumento-traza, el


monumentos-forma, y el monumento-mensaje. Ellos no movilizan la misma cualidad de respeto y
afecto: el placer estético del observador no es el interés histórico del visitante, el cual, a su vez, no
es la moral cívica del participante. Antes de ver en éstos se agrupan o se recortan, no es inútil
confrontar uno frente a otro, estos tres tipos ideales. En este esquema, el Arco del Carrusel sería un
monumento-mensaje; la pirámide del Louvre, un monumento-forma; la pasarela del Puente de las
Artes, un monumento-traza. Si llegáis a la Plaza de la Bastilla, viniendo por la calle de Lyon, tendréis

*
Podría traducirse como palabra-multicruzada o de múltiples usos. (N de T.)
delante, en el centro, un monumento-mensaje, la columna de Julieta, a vuestra derecha, un
monumento-forma, la Ópera de la Bastilla, y en el ángulo opuesto, la cervecería Bofinger, un
monumento-traza (inscrito en el inventario). Sería bastante dañino, el intervenir los sentimientos:
exhalar un fervor patriótico delante de la cervecería Bofinger; ponerse en actitud de admiración
estética ante la columna de Julieta; y derramar una emotiva lágrima ante la Ópera de la Bastilla.

El monumento-mensaje se relaciona con un evento pasado, real o mítico. Comienza con la


marmolería funeraria (pilastra, obelisco, “enfeu”, capilla) y culmina en el monumento conmemorativo
o votivo. Vulnerable, más que los otros a la intemperie pero sobre todo, a las vendettas, al
vandalismo o a la destrucción planificada (Vichy expulsa a Jaurès en el Tarn), está por lo general
puesto en un lugar destacado y rodeado por un cerco. Su carácter propio no es el valor artístico (hay
unas “tomboramas”* y unos monumentos funerarios en serie), ni su valor de antigüedad. No tiene
otro valor más que el simbólico: estipular una ceremonia, sostener un ritual, interpelar una
posteridad. Gusta de los puentes, los pasos obligados tales como las plazas, puertas o glorietas, los
campos de batalla y los cementerios. Es pensado y ha sido querido como tal. Es una carta
soterrada, debidamente dirigida, desde una época a la que le sucede. Es el monumento en el
sentido primigenio, entendido como “marca pública destinada a transmitir a la posteridad la memoria
de alguna persona ilustre o de alguna acción célebre” (Diccionario de la Academia Francesa, 1814).
El monumento a los muertos de una comuna de Francia no es frecuentemente clasificado o inscrito,
si empero no es, este tipo de construcción que enlaza el contrato monumental tipo, con las
generaciones futuras. Un almacén, una fábrica, una sala de cine, una locomotora, un avión, que
pueden recibir la etiqueta de “monumentos históricos”, no están para leerse como mensajes
enviados a un receptor virtual o futuro.

El monumento-forma es el heredero del castillo y de la iglesia. Puede ser un palacio de justicia, una
estación ferroviaria, una oficina central de correos, en una palabra, el “monumento histórico”
tradicional. Sea un hecho arquitectónico, civil o religioso, antiguo o contemporáneo, que se impone
por sus cualidades intrínsecas, de orden estético o decorativo, independientemente de sus funciones
prácticas o de su valor como testimonio. Pueden añadirse a esta categoría parques y jardines,
paseos y explanadas. Es, si se prefiere así, el “sustantivo de monumental”. Le Corbusier: “llamamos
monumental a lo que contiene unas formas puras ensambladas siguiendo una ley armoniosa” (una
casa-un Palacio, 1928). Puede estar por fuera de lo patrimonial (la obra de un arquitecto vivo no es,
en principio, clasificable). Es un edificio silencioso sin credo ni mensaje, que se conmemora a él
mismo. Muy frecuentemente es una construcción con fines prácticos, y al contrario del primero (que
no tiene interior), no llama a ceremonias particulares ante sus fachadas. Su título de elección reside
en su carácter espectacular; no remite a un significado exterior, decimos de él que es
autorreferencial (dentro de un código normativo de formas arquitectónicas). Él no recuerda ni llama.
La ruptura de escala que lo distingue de su entorno basta para ponerlo fuera de contexto. Jerarquiza
un espacio, rompe un continuum, se pone en un punto de mira. Su conservación al no ser
necesariamente de interés público, su valor o no valor patrimonial, no constituye un criterio.

El monumento-traza es un documento sin motivación ética o estética. Sin intención alguna, no ha


sido hecho para que se le recuerde, sino para ser útil, y no pretende el estatuto de obra original o
estética. Al contrario de las anteriores, no tiene una voluntad explícita de ser arte. Puede ser una
calle, una barraca, una trinchera, sin ningún interés arquitectónico. Como una ruina puede constituir

*
“tomboramas” en francés: especie de mausoleo
un sitio para ser protegido. Su valor es frecuentemente metafórico o metonímico, no remite a una
institución sino a un medio, a un saber-hacer, o a un estilo. Generalmente más modesto o prosaico
que los precedentes, está mezclado con lo cotidiano, en el terreno, con “la vida”. Con un fuerte valor
de evocación, de emoción o de restitución. Nuestro cuadro comparativo quisiera sistematizar esta
trama de lectura.

Una edificación puede, desde luego, desafiar lo Eclesiástico de diversas maneras, al menos exige
una tregua a la ruina. De este modo, se dirá que en el monu-forma la piedra canta; en el monu-
mensaje, ella implora o declama; y en el monu-traza, ella murmura o sopla a la oreja. Si la
monumentalidad fuera una ópera, nosotros haría de la traza el recitativo, de la forma el aria, y del
mensaje el coro.

Evidentemente, una misma obra salida de las manos del hombre puede cumplir su trascurso vital
desempeñándose sobre diversos registros. El relicario medieval es una traza (los huesos del santo)
metamorfoseados en forma (serie y escultura) y que hoy tratamos como un mensaje. Un crucero de
ojiva, constituye un monumento-forma; un tímpano narrativo o una estatua yacente, un monumento-
mensaje; y todo el constructo un suntuoso testimonio de la época gótica. Claro está, sin olvidar que
un monu-forma de nuestros días, puede servir de soporte a mensajes (tableros, tableros
electrónicos, pantallas, etc...), tal como el Centro Pompidou.

La Torre Eiffel no es un monumento clasificado (sino, simplemente inscrito en el inventario


suplementario). Se estuvo a punto de destruirla en sus primeros años, mientras tuvo sus enemigos y
quien se burlara de ella ¿En cual casilla meterla? Ella las ha hecho todas, sucesivamente, y ha
acumulado hasta el presente el prestigio de las tres. Al principio, en el plano, fue un monumento-
forma, que se quería como algo útil y temporal (veinte años de explotación se habían previsto, en el
contrato con Eiffel), proeza de ingeniero (el hierro) y azaña de arquitectura (las nervaduras). Bien
pronto, ella encarna un mensaje político: la victoria de la Ciencia y de la Industria sobre la
superstición religiosa simbolizada por el Sacré-Cœur. Se convierte para el mundo entero en la
metonimia visual de París, y, en una visión patrimonial de las cosas la más manifiesta traza de la
Belle époque, el monumento histórico por excelencia.

Para pasar de un tema al otro, la fachada reconstruida de Saint Pierre d’Echebrune, sobre el paso
de la autopista de Lozay, en Charente, es un monumento por la forma, que no es ni traza (como el
original) ni mensaje. No contiene ninguna carga identitaria, relacional o histórica. Sirve de pretexto
para un alto en un área “cultural”, para distraer la trashumancia automovilística.

Maticemos así mismo, el activo del sustantivo. Según se cambia de rúbrica, el verbo monumentalizar
cambiará de sentido. Monumentalizar en el sentido patrimonial, es hacer encasillar o inscribir un
objeto usual o un edificio funcional. La operación transforma un bien privado y privativo en un objeto
de visita, en un lugar abierto al público. Se dirige entonces hacia una puesta en exhibición, por un
gesto ambiguo: la estetización por la llegada al museo quiere promover el morillo o el tirabuzón, pero
a su vez, quiere la degradación del copón o del sagrario.

Monumentalizar en el sentido cultural, es privilegiar, proyectar, investir de sentido y de afectividad un


objeto o un lugar cualquiera, transformado en un particular monumento conmemorativo.El fetichista
monumentaliza el calzado o el pañuelo, como el niño de pecho lo hace con su “objeto transicional”.
Se convierte entonces super-significativo.
Monumentalizar en el sentido arquitectónico, es por ejemplo transformar una puerta en un portal o
en un pórtico; o una simple silla en un prototipo de silla. Sin quitarle su función a un edificio o a un
objeto, se tendrá cuidado en hacerlo trascender por una puesta en representación de la cosa por ella
misma que se autonomiza de este modo, de su propia función. Este postura entre comillas se
obtiene por lo general desde un doble aislamiento en el espacio. En vertical, se levanta (zócalo,
pedestal, gradas o pilotes al estilo Le Corbusier). En lo horizontal, se despeja (explanada,
perspectiva, terraplén). Lo monumental es una masa realzada por lo vacío.

3. ¿Qué entender por abuso?

Ensayemos por ahora un término neutro. Borremos, en cuanto se pueda sus connotaciones
moralizantes (abuso de confianza, de poder, de bienes sociales, etc.) para recogerlo en una
sobriedad casi dietética, incluso deontológica. El alcohólico abusa del vino, que sin embargo, en una
dosis adecuada, es excelente para la salud. Una sociedad de conmemoraciones como la nuestra,
¿abusa del monumento hasta el punto de convertir el remedio en veneno? Y si mañana todo se
convierte en monumento, ¿cuáles sentidos podrían entonces guardar la palabra y la cosa? Bajo
unos aspectos sacrílegos, la pregunta surge de los hechos mismos.

Y en principio, unas cifras. La expansión geográfica, cronológica y tipológica de la noción no puede ir


sin una seria inflación de cuantitativa (y desde luego, de devaluación cualitativa necesariamente). Se
lee en Francia, en los cuadros estadísticos. 44.709 edificios protegidos (clasificados + inscritos) en
1996, 24.000 en 1960. De 1880 a 1889, 610 medidas de clasificación. De 1980 a 1989, 2126. En
1962, 762. 125.000 objetos mobiliarios clasificados (el número se incrementó en 1800 por año, diez
veces más que la progresión anual de edificios). Otros evocarán, más que yo, las dificultades de
gestión suscitadas por esta ampliación, que luego se dirá que es emocionante, pintoresca o
asombrosa, de nuestro parque monumental (jardines, piscinas, fábricas, cabañas, castillos de agua);
incidencias financieras sobre el presupuesto del Estado, incertidumbres y complejidades de criterios
de escogencia, difícil repartición de las labores entre los constructores y los conservacionistas,
tareas de invención y tareas de salvaguarda. No tengo competencia para hacerlo, pero cuando
existen 45.000 espacios protegidos de 78 ha., cada uno (radios de 500 metros), 90 sectores
salvaguardados y 250 ZPPAUP, sin hablar de canteras arqueológicas, cada quien puede adivinar las
repercusiones de dicho estado de cosas sobre el movimiento de la vida, y de las formas. Un
apasionante coloquio recientemente conducido por François Barré y Joseph Belmont, “Memoria y
proyecto” (junio de 1998) evocó el peligro que podría constituir, para una armoniosa respiración del
territorio, la creciente distorsión entre por una parte, unas zonas sobreprotegidas, impregnadas de
autenticidades más o menos artificiales y de nostalgias más o menos devotas, y de otra, unos
baldíos periféricos abandonados al caos de los locales de los comerciantes y (chalandonettes);
ruptura, desde luego, entre el centro de la ciudad y la periferia urbana; entre una belleza muerta y
unas vitalidades feas; entre, acá un pasado sin porvenir, y allá, un porvenir sin pasado. Para hacer
una imagen: unas zonas-Venecia, imbricadas en unas zonas-Mestre. Esta especie de hiato puede
inscribirse en el inventario del “abuso monumental”. Se percibe otro efecto inducido, en el centro de
las ciudades, cuando se ve a los visitantes de un museo, absorbidos en la contemplación de la
construcción ultramoderna y mirando las obras expuestas con una mirada distraída. El “abuso” se
expresa aquí en la primacía que se le otorga al joyero sobre la joya, al receptáculo sobre la razón de
ser. El templo toma el lugar de dios: la paradoja del monumento se reúne con aquella del
conservador. Todo el mundo tiene los ojos puestos en el Museo Gerhy en Bilbao, de ahí a saber que
se expone en él... Sin embargo, el “abuso” puede ser también el monumento público sin público, del
cual se ha perdido, por ignorancia o saturación, el uso y el sentido; cuando el significado, por alguna
razón, ha abandonado el signo (lo cual no es un defecto de las piedras, sino de los humanos...) Los
conocemos todos, esos lugares de memoria en donde se accede cada vez más a los lugares y cada
vez menos a la memoria. El fetichismo puede hacer una buena combinación con la amnesia, esto
que sugiere una relación de causalidad entre el exceso patrimonial y nuestras carencias de filiación.
Los integristas de una fe, sea esta la que sea, rara vez son sus viejos practicantes.

Varias veces han sido evocados los factores que han puesto en alza la demanda de monumentos
históricos, la cual toma más y más ventaja sobre la oferta (los decretos de protección se
desaceleran, las solicitudes se aceleran). Recordemos en una palabra la descentralización de las
instancias de opinión (los CO.RE.PHAE) y de decisión, el aumento de las aspiraciones minoritarias,
antes dominadas o despreciadas por el Estado-nación, de buscar un pasado propio. El carácter
obsoleto acelerado de las construcciones contemporáneas que aumenta las necesidades de
conservación (mantenimiento y restauración). El marketing municipal buscando siempre un cliente, y
el amor propio de las oficinas de turismo buscando tanto de prestigio como de rentabilidad (ya que el
monumento se enlaza con el concierto, la visita pagada, el plegable, el estudio de agravación, en
otras palabras, a la “animación cultural”). El estímulo, para las personas, de las subvenciones y las
exenciones fiscales, que compensa, al parecer, ampliamente las restricciones del disfrute. Un cierto
descosido del tejido urbano, en donde la solidaridad orgánica de los elementos cede su lugar a una
yuxtaposición de “gestos” que aspiran más a menos a lo excepcional, y desde luego a las
consideraciones excepcionales. Por estos motivos (precio de una sana democratización de la cosa
simbólica), ya explorados por conversaciones (diálogos, consideraciones) un mediólogo se debe
ajustar a las mutaciones de la logística monumental misma, con sus dos vectores decisivos, la
imagen y el viaje. Porque, subyacente a las visibilidades, hay un macro-sistema muy ordinario
(análogo entre otras cosas a los “macro-sistemas técnicos”, por ejemplo, a la inmensa cadena
eléctrica del frío tras mi refrigerador, o incluso la Organización Internacional de la Aviación Civil
sosteniendo en el aire, literalmente, mi pequeño avión). Un monumento catalogado, luego protegido,
celebrado y filmado, es un punto capital sobre una trama poco visible pero decisivo que acumula de
modo anónimo nudos de representación y bucles de itinerario. La tarjeta postal y el carro de turistas
son los puntos en donde aflora esta organización mundial. El grabado y la calesa eran antes, más
económicos. No olvidemos, que la pragmática, acá como en otras cosas, dirige a la semántica.
Antes de estar para proteger, restaurar, o mantener, un monumento es cualquier cosa que “nos hace
un guiño” y “merece ser visto”. Que ha sido restituido como interesante por los guías, libros, poemas
y comentarios, atractivo para unas pinturas, diseños, fotos y carteles, accesible finalmente a unos
vehículos y a unas vías de acceso. Catherine Bertho y Monique Sicard hablaron con conocimiento
de causa, de estas mediaciones cruciales. Paso de santuario sin peregrinos, paso del peregrinaje sin
rutas ni caminos férreos. De niño, descubrí personalmente los monumentos y sitios del hexágono
gracias a la S.N.C.F., gracias a las fotografías en blanco y negro enmarcadas encima de las
banquetas de molesquina, bajo las molduras. El monumento crece con nuestros vehículos. ¿Y
habría un “patrimonio mundial de la Unesco” sin Boeing y sin Airbus? El desarrollo del tren, del
automóvil, del avión de gran volumen ha producido el monumento sucesivamente nacional, local y
mundial, incluyendo el monumento “natural”. Y cuando se pasó del tren al auto individual, han
aparecido puntos de destino menos visibles o más ocultos (la guía Joanne es vía férrea, la guía Azul
es 4 CV) -iglesias campesinas, puentes enmohecidos, calvarios u hornos de pan- lo mismo que
nuevas cargas para el presupuesto.
Igualmente, la evolución de los procedimientos de restauración y reproducción visual han tenido un
papel decisivo. Gravado (en el siglo XVI), fotografía (en el XIX), cine y televisión (en el XX) han
engendrado el nacimiento y la metamorfosis del monumento. La reactivación del original por la
copia, o la paradójica reactivación del aura (“única aparición de una lejanía”) por la imagen en serie
ha hecho mucho por el imperio de las piedras y el desarrollo de las ciudades-museo. El tour-
operador, la cuadricromía, y el camescopio son unas máquinas, no para reproducir, sino para
producir cada vez más patrimonio. Cuando el turismo se convierte en la primera industria del mundo,
la señalética monumental se convierte en un interés económico mayor. En ciertos países pobres en
la primera fuente de divisas.

4. La tragedia del monumento.

Nacidos el uno y el otro en 1858, el historiador austriaco Riegl y el sociólogo alemán Simmel no se
han, en apariencia, ni leído ni encontrado. Es una lástima. El primero escribió La cultura moderna de
los monumentos y el segundo, La tragedia de la Cultura. Ya que nada como tal de lo de acá para
ilustrar esta tragedia allá. Simmel llamaba “tragedia” a la necesidad en donde se encontraba un
impulso espiritual de volverse a dar confianza en una institución para llegar a transmitirse. Simmel
pensaba sin duda, más en las religiones y en las ideologías, que no se prolongarían en el tiempo si
no se daban unas organizaciones normativas, dogmáticas y rápidamente fosilizadas. “Se alcanza a
Cristo, es la iglesia que ha venido” (Loisy). Esta inmanencia de la muerte y de la vida, o el hecho de
que lo vital no se puede perpetuar más que invirtiéndose en la muerte, ¿no es el destino del
monumento conmemorativo? Se llega a la memoria, es el memorial el que ha llegado... ¿Y cómo
hacerlo de otro modo? Para inmovilizar el recuerdo, o inmovilizar sus trazas. Para transmitir, es
necesario conservar; y conservar, es poner aparte. Para mantener una memoria viviente, es forzoso
embalsamarla. Lo extraño entonces, es que para conjurar el olvido, se va de cualquier modo a
provocar la exteriorización y la materialización en el espacio público por ejemplo, donde el poco a
poco se va a fundirse en el paisaje y a convertirse en hábito visual desprovisto de todo poder de
interpelación. Exteriorizar un memorable hace público el riesgo de no tener que interiorizar más el
recuerdo. Lo invisible debe tomar apoyo sobre lo visible (decimos: la idea de la patria sobre el
monumento a los muertos), lo simbólico sobre lo material, con el peligro de que lo material termine
devorando lo simbólico y que la mediación se convierta en un obstáculo. Sale de ahí una posible
coartada. Delegando el trabajo del recuerdo a un depósito inerte, permito a los otros –y a mí mismo-
aligerarlo. Este guarda-memoria guarda cualquier cosa, pero no se sabe bien qué... Se puede hacer
de ello un estratagema, y no sería absurdo inscribir la erección de un monumento en el registro de
las estrategias sociales de borramiento, como una técnica de direccionamiento entre otras. Cuando
un gobierno quiere enterrar un expediente, nombra una comisión. Cuando un colectivo quiere
enterrar por las buenas un héroe o una guerra, hace una estatua –memorial o mausoleo-. Salva así
el honor –y los muebles-. Es esto un poco lo que temía Quatremère de Quincy ante la expansión de
los Museos, en sus Consideraciones morales sobre el destino de las obras de arte (1815). “Luego de
que se han hecho los museos para crear unas obras de arte, no se han hecho más obras de arte
para llenar los museos” porque, añade él, “todos los objetos pierden su efecto perdiendo su
motivación”. Estos pensamientos son impíos. Conducirían a un espíritu malicioso a ver en la
Dirección del patrimonio una suerte de administración de las perezas colectivas, y en el día del
mismo nombre, el equivalente al día sin carro en París. Un día de bicicleta y de transporte en común
para hacer pasar 364 días de asfixia silenciosa. Un día de salud en los lugares de memoria, para
compensar el borramiento, perdón el alejamiento de los cursos de historia, Marignan 1515, en la
primaria y en la secundaria. Los actores se hacen mirones, y lo esencial, decorativo. Es esto
también, el abuso monumental: en el despliegue siempre más costoso y sofisticado del surgir
cultural, que no deja escoger más que entre el desafecto y el alejamiento. Y el surgir amenaza cada
vez que la Cultura quiere solucionar los problemas de la Educación. No se concluirá que los
servicios de conservación constituyen una “cría de polvo” a lo Duchamp, en las circunstancias de las
ruinas bien conservadas. Pero el monumento menos la enseñanza, se llama el vestigio. Se eleva la
cabeza ante el monumento y se bajan los ojos sobre un vestigio. O el monumento, desprovisto de
investidura, mudo, convertido en enigma, porque ninguna persona puede hacerlo hablar (el megalito
bretón). Decimos al contrario que el monumento como memoria viva puede verse como un vestigio
que se pone a hablar y el cual se puede apropiar por el lazo que restablecemos desde lo lejos entre
él y nosotros. Es la ceremonia del recuerdo –el toque de las campanas, banderas, minuto de
silencio- que hace vivir un monumento a los muertos. El memorial de Ypres se convertirá en una
memoria muerta el día en donde el clarín dejará de sonar en el crepúsculo.

5. El desaliento monumental y sus motivos.

La más cruel paradoja del monumento es quizás esta: nuestra sociedad los salvaguarda cada vez
más y los crea cada vez menos. Tendría casi un lema: “lo monumental, sí; el monumento, no”. La
demanda social de monumentalidad concierne prioritariamente al percepto y a la percepción (el
monumento-forma), de preferencia al sentido y a la rememoración (el monumento-mensaje). La
señalética desplaza la simbólica; lo llamativo, al lugar de encuentro; la megalomanía, el ceremonial.
Torre, pirámide, rascacielos, columnata, frontón, los poderes dominantes (hablamos de los lugares
sociales de las empresas, las cadenas de televisión y los hoteles de las regiones), rivalizan a cual
más por ahondar la diferencia en altura y en extensión. Se puede entonces preguntar si lo
monumental, en la megalópolis, no va a matar al monumento, en el sentido de “mensaje”. Es cada
metrópilis la que se monumentaliza en conjunto. Oficinas y alojamientos ordinarios se ponen en la
dimensión de lo extraordinario; el tejido construido se convierte tan indistinto, y el desgaste urbano
se torna tan anárquico, por la yuxtaposición incoherente de escalas desproporcionadas que no dan
cuenta de la elevación majestuosa de una metáfora de excepción o de un punto de intensidad. El ojo
del paseante se enloquece, le falta el poder posarse o fijarse, se dispersa en un espacio
ostensiblemente desjerarquizado, y termina por desistir. Es el momento en donde se invierten las
relaciones del antiguo ordenamiento urbano: la ruptura de escala que puede polarizar va a buscarse
por lo bajo, lo más bajo, e incluso lo interior (el monumento invisible o el antimonumento). Y en el
monumento ex professo, en lo antiguo –sobredimensionado, axial, central- el arquitecto
contemporáneo, de acuerdo en esto al hombre de la calle, no percibe más que un híbrido atizador de
retórica y de propaganda, de academicismo y de ideología.

¿No habría una relación entre el aumento en poderío del patrimonio y la baja evidente del
monumento? No podría decirse: ¿less (monumento) is more (patrimonio)?* Es claro el temor que una
sociedad que se atiborra de archivos pierda las ganas de crear. Alejandría traduce, comenta,
conserva, pero es Atenas la que inventa. Los alejandrinos fueron los primeros expertos en materia
patrimonial, pero la cultura griega sin embargo se hace en otro lado. Amplia discusión. En todo caso,
la situación reservada por el individualismo contemporáneo en el acto monumental permite

*
En inglés el original (N del T.)
radiografiar bastante bien el aire de los tiempos. Revela y pone al desnudo lo público, en su más
simple aparataje.

Se podrían, en este sentido, distinguir cuatro motivos en el actual desaliento monumental, los cuales
en conjunto por lo menos vuelven problemática la fórmula de Malraux: “está bien proteger los
monumentos, es todavía mejor crearlos”.

1. El monumento se oculta porque el poder se oculta, el político claro está (los otros son menos
tímidos). Se hace invisible, como tienden a convertirse las prisiones y los cuarteles (el
derecho de juzgar se manifiesta más –al ver la visibilidad del Palacio de Justicia- que el
derecho de castigar y reglamentar). El derecho de recordarse, en sí mismo, parece más
retrazado en relación al “deber de la memoria”, el ponqué decorado * de la oficialidad. Esa es
la regla histórica (de la cual el cartero Cheval sería la agradable excepción): más allá de lo
construido, busquemos la institución. El sujeto institucional capaz de financiar, de escoger y
de imponer. La familia hace la morada, la Iglesia el templo, la empresa la fábrica; los
poderes públicos hacen el monumento público, solidario como es él del espacio público:
ágora, forum, plaza o explanada. Cuando se produce un retroceso, incluso una depresión
institucional, el más ostentoso de los “aparatos ideológicos del Estado” que es el
monumento público es el primero en sufrir. El gesto de celebrar ha sido siempre un acto de
autoridad y de voluntad. El monumento-mensaje iba bien con el Estado Educador, aquel de
la Tercera República. Es adicto a las estatuas porque seguro de su legitimidad, no vacila en
preestablecer las memorias de las generaciones futuras en su lanzamiento, si puede
decirse, de lo memorable plenamente visible. El Estado Seductor de hoy se repliega sobre
los monumentos-forma, visibilidades consensuales, sin dedicatoria (inscripciones
explicativas o bajorrelieves narrativos), donde el mensaje ha sido borrado (se puede saber
pero, ¿cómo ver que El Arco de la Defensa está oficialmente dedicado a la Fraternidad
después de 1989?). El Estado no se reconoce ya en el derecho a inculcar o incluso a
configurar unos valores o unos ejemplos (falta sin duda de saber hacia dónde va o que es lo
qué quiere). He aquí que se inclina por una arquitectura de la pulcritud, o de opinión pública.
Reconozcámoslo: la democratización no es propicia para la decisión monumental, que se
ajusta más al hacer del Príncipe que al referendo cotidiano (dejando a Suiza de lado). Nace
de ahí cierta frivolidad (frilosité) de los maestros de obra, y una fuerza inercial bien
conocida. “Hoy, dice François Barré, no se pueden construir ni destruir los mercados de
Baltard”. Golpe de fuerza imposible. Se ratifica, se reconduce, se defiende. Tan numerosas
son las personas que toman parte en la más pequeña decisión: asociaciones de barrio,
representantes locales, defensores del viejo Montmartre, amigos de los castaños,
periodistas, notables, y así otros tantos. Jean Nouvel observa en algún lugar que “los
arquitectos públicos están castrados en Francia. O entonces, ellos vienen de lo alto, como
unos monstruos que se han lanzado en paracaídas”. Seamos francos. Es a nosotros, los
simples “paisanos”, a quienes estos monstruos no les parecen amables, porque en todo
símbolo de poder de entrada vemos la arrogancia, y en todo arbitraje una marca de
arbitrariedad. La victoria de la monumentalidad sobre el monumento traduciría entonces en
términos ópticos la preeminencia de la sociedad civil sobre el Estado, o, si se prefiere así, de
la civilidad sobre la ciudadanía.

*
El original dice Tarte-à-la-creme
2. El monumento es solidario de una larga temporalidad. Ese conmutador temporal (pasado-
futuro) encargado de “conectar las edades olvidadas y sus sucesoras” en la duración por
medio de un material principal , materializado en bronce, fundición, plomo o piedra. La
abreviación del tiempo –sobre todo de las demoras de la construcción y de los ciclos de
rentabilidad- así como el ideal de la rapidez –construir lo más rápido posible unos edificios
para no durar- en apariencia no crean el ambiente propicio para el edificio que tiene en la
duración su razón de ser. “Lo no permanencia lo lleva, todo se convierte en movible”. La
comunicación inflada en detrimento de la transmisión. Cuando el consumo es instantáneo, y
la ganancia también, el rascacielos mismo se hace un pañuelito kleenex; la perdurabilidad,
que no es más que un valor del mercado, se vuelve descabellada y contraproducente (para
una construcción moderna, perdurar treinta años está bien). Después de mí y de mis
ganancias, el diluvio. Es bastante significativo que la reparación y conservación, inherentes
a la noción misma de edificio, y sobre la cual Alberti había ya insistido en su De res
ædificatoria (1453), no son ya, o muy raramente, incluidos en los programas presupuestales
de los proyectos, grandes o pequeños. La videoesfera tiene unas condiciones de
funcionamiento, por ende, unos valores técnicamente antinómicos con los del monumento-
mensaje, con su apropiación lenta. En su pesantez, tan pesada y local fijación, la idea
clásica de monumento se ha visto atrapada por la velocidad, como clavada sobre la plaza,
“hundida” por la aceleración de los flujos de información, la virtualización de las referencias,
el “vagabundeo” nómade. Para subsistir en este flujo, el monumento debe él mismo volverse
fluido y convertirse en acontecimiento (Christo). Flash, información, escándalo. Hacer
imagen y bullicio, subir a la almena, enfocar la ubicuidad por retransmisión, sostener la
concurrencia. Es que la videoesfera compone un espacio-tiempo singular en donde la
matriza acrecentada del espacio se paga con una parte de la matriz del tiempo. Más se
extienden la redes de transmisión, se fluidifican los transportes, se agrandan las escalas de
disposición (que pasan de lo local a lo territorial), más se acortan los términos de atención y
de espera, más se abrevia la esperanza de vida de los objetos (que se convierten en
gadgets), y se fragilizan los materiales ( una gotera en el techo al cabo de un año ). El
electrón volatiliza las memorias, y el reino de lo “en vivo” promete naturalmente la
animación, la exposición, la emisión efímera, de preferencia a la construcción en duro, triste
estabilidad que no hace más que un “actu”. “La imagen fuerte” del primer centenario de la
Revolución se construyó en hierro, la Torre Eiffel. El segundo, probablemente igual de
costoso, se ha descompuesto en pixeles, el desfile Goude.

3. Hay algo de religioso en el monumento civil. En el doble sentido de relegere, acopiar trazas,
y religare, religar a los hombres. El mantenimiento del lazo entre generaciones, solidifica la
identidad colectiva. El individuo rey y la economía reina tienen menos necesidad de estas
dos llamadas al orden: el orden del tiempo y el orden del grupo. La afirmación de una
permanencia como de un dominio público afuera y por encima de las esferas privadas, está
sin duda ligada a un sentimiento de obligación al contrario de unos seres mayúsculos,
virtuales y transindividuales. Ellos se denominan la Nación, la Humanidad, la República,
Francia, el Proletariado, la Raza, la Revolución. La desaparición de estas presencias
imperiosas e invisibles, trascendencias seculares, no favorece ni el acto de fe ni la belleza
de la muerte, conjugados en el clásico monumento a los muertos de nuestras poblaciones.
Este género de edificios inútiles y no rentable postula que la historia tiene un sentido.
Reemplaza un hecho cumplido, dichoso o desafortunado, bajo el horizonte de un mejor
porvenir. Lejos de ser pasajero, el monumento-mensaje, es quien sublima un antecedente
en precedente, osa llamar a un futuro con un indeclinable espíritu de seriedad. Transfigura
una memoria en proyecto. Cuando la modernidad, la cual era un presente futuro-centrado,
cede su lugar a lo postmoderno, que es un presente irónico y sin proyecto, el monumento
votivo se convierte casi inmediatamente en una evidencia de inconsciencia. Nada menos
irónico que un monumento público, ya que este conduce forzosamente unas memorias. El
más humilde materializa un “gloria a” (al condotiero, a nuestra antigua barba, a nuestros
niños muertos por la patria, a nuestros héroes, a la Francia eterna, “a los mártires, a los
valientes, a los fuertes”). Esta aleluya se presta a risas, o a burlonas carcajadas. Tomando
por encima unas parodias vanas, los monumentos efímero o evolutivos, deliberadamente
banales, o lúdicos, o metafóricos.

4. Vivimos la era de los residuos, de los fragmentos, de los jirones. De los enredos, duraderos
o insinuados. Hacia unos residuos y detritus (enmarcados y expuestos en galerías tal cual:
la obra deslustrará la crónica). Queremos estar en directo. Ante, o mejor, dentro de todo lo
próximo, de lo táctil, de lo estremecedor y de lo envolvente. Mientras que el monumento-
mensaje, que se contempla a lo lejos y nos sujeta en la distancia (es la tristeza de la
majestuosidad), es algo que hay que descifrar, no para palpar. “Sólo las trazas hacen
soñar”, decía Char. El monumento portador de sentido (y de letras) no es un indicio (la
humareda del fuego o la huella de un paso), sino un símbolo, sea un discurso intransitivo
que exige una decodificación, un aprendizaje de lectura, una atención reflexiva. El obelisco
simboliza el rayo de sol, la columna, el tronco de un árbol, y la fachada de un edificio se
deben mirar, dice Vassari, “como el rostro de un hombre”. Quizás, pero si no lo sé, no lo veo
así. Por tanto, para nosotros, el sustituto de la cosa nos aburre, queremos la cosa misma o
un fragmento de esta cosa. Una foto es más patética que una pintura, y una reliquia todavía
más que una foto: ella hace saltar el “como”, cortocircuita los códigos. Cuando voy en
peregrinación a Colombey-les-deux-Églises, lo que me emociona no es la monumental Cruz
de Lorena en granito elevada sobre la colina sino la oficina de la Boisserie, el sillón, la
carpeta, los objetos familiares del general. Struthof: una barraca misma tiene más carga
emotiva que cualquier columna votiva o artefacto conmemorando los campos de
concentración. Una humilde traza tomada de lo real tiene para nosotros más aura que el
más bello de los monumentos del arte. En síntesis, la hegemonía memorial del monumento
está construida en su propio desmedro por el aumento en poder de lo ordinario y de lo
inmediato vía las nuevas técnicas de registro. Barthes no está equivocado, en un sentido, en
el viraje de la Cámara lúcida, de dirigir el acto de deceso de los viejos signos de piedra: “Las
antiguas sociedades se disponían para el recuerdo, sustituto de la vida, fuese eterno y que
al menos la cosa que decía la Muerte fuese ella misma inmortal: era el Monumento. Mas
haciendo de la Fotografía, mortal, el testimonio general y como natural de ‘esto que ha sido’,
la sociedad moderna ha renunciado al Monumento.” Habría que precisar: ha renunciado al
monumento-mensaje pero ha sacado provecho del monumento-traza, que es la foto en duro
de un ‘esto que ha sido’, como lo muestra el hecho de que la inmensa mayoría de los
monumentos clasificados y sobre todo, inscritos después de treinta años señalan la
categoría de traza.

El monumento-mensaje, que comenzó con la Cruz y culmina en la estatua (ecuestre o en pie)


pasando por el busto, el bajorrelieve y el medallón, abarca el cementerio artístico y la galería de
los ilustres. Tenía por presa preferida “el gran hombre”, por finalidad la propagación de la fe y de
los “verdaderos valores”. Su gratuidad deliberada exige unos donantes, suscriptores o
comanditarios, fuera del circuito económico. Se comprende que la época casi no le sea
favorable: ha sido necesario medio siglo para que un Churchill de bronce, en uniforme de la Real
Fuerza Aérea, se erija en la capital de un país que no le debe poco.

6. ¿Hacia un renacimiento?

Asistimos en síntesis a una mutación, no a una desaparición. La pulsión monumental ha sufrido un


cambio de transporte: reflujos de signos, inflación de volúmenes. Por una parte, la
desindustrialización incita a la estetización, que es la Providencia de los baldíos; el paso de un
universo fabril a la sociedad de servicios se acompaña de una promoción museística de los sitios de
producción abandonados. La fábrica Renault de la isla Seguin, los almacenes de depósito de
Dunkerque, el “Lingotto” o la fábrica de la Fiat en Turín, y otros, harán mañana de fuerte de bellos
monumentos que serán admirados a la vez como trazas y como formas, blanco de visitas
emocionadas y de refinadas fotos, casi plásticas. De otra parte, la prolongación de la vida, del
tiempo libre y de los fondos de pensión acrecentarán la demanda, ofreciendo al peregrinaje
monumental un público cautivo, ávido de “quiero el retorno” y “quiero el viaje”. Estas son las buenas
nuevas para las jornadas del patrimonio, aquí y en otras partes. Mas las buenas nuevas para las
trazas y las formas, antiguas o nuevas, hacen las veces de malas noticias para los mensajes
intencionales. La creciente vitalidad del primer sector saca provecho de una taza de mortalidad
elevada en el segundo. Porque los monumentos sin ceremonia son como los reyes sin diversión:
ellos mueren. ¿En qué se convierte el Muro de los Federados sin la coronas, las banderas y las
manifestaciones del Primero de Mayo? Unas piedras grises y de categoría. ¿En qué se convierte el
memorial a la Resistencia del Drôme, que domina en el Ródano? Un vestigio fúnebre y blanco, sin
un gato para reanimarlo. Quitad las garitas, la guardia montada y allá retirad los bonetes velludos
delante del Palacio de Buckhingham, y tendréis un Museo, casi listo para el consumo. Es de los
lugares sagrados que viven como una afrenta el paso del culto a la cultura. Es verdad que hay, entre
los lugares de la memoria más consagrados, unos vivos eclipsados o unos muertos en suspenso. De
ellos hace parte el Panteón. Se despierta de tanto en tanto, en cada transferencia de cenizas; en
cada retorno, empero, la panteonada muestra un poco menos de entrañas. ¿El templo de la
República, ganado por la indiferencia, se convertirá en breve en un Museo?

Estamos inquietos, pero no apesadumbrados. El hombre sin monumentos es la barbarie; ¿el


monumento sin hombres es la decadencia? No está prohibido soñar para el mañana un estado
intermedio...

Un revivalismo del monumento-mensaje no tiene nada de imposible. El hundimiento de las largas


duraciones por el instante no es sin duda, viable, a largo plazo. De entrada, la cultura del flujo tiene
su efecto-jogging, la cual es la necesidad de unos stocks destacados, totems visibles de continuidad.
El frenesí de lo nuevo lleva a su contrario, el apetito anticuario; y la dictadura del “todo debe ser
ahora inmediato, vivido, próximo y sensible”, invoca en compensación al código, lo intransitivo y lo
estable. El mármol se remonta por le flujo, lo centrípeto por lo centrífugo. No es un azar si la era de
las innovaciones técnicas más desestabilizadoras es también la era de las conmemoraciones
maniáticas. La circulación imperativa y el tránsito generalizado suscitan unos vacíos de centralidad,
que hacen un “llamado de aire”. Se ha observado, por ejemplo, que la imagen de síntesis más
vendida comenzó por transportarnos a la abadía de Cluny resucitada. En este sentido, nada estaba
más a contrapelo del futuro, más retrógrado, que el futurista “plan Voisin” de Le Corbusier, quien en
1925, proyectaba arrasar el viejo París, no dejando en pie más que tres o cuatro hitos-testimonios.

Por ende, el destino del monumento no le pertenece propiamente. Está en la aspiración de hacer
grupo. En conjurar la soledad. En anclar una pertenencia. En volver a estrechar los lazos.
¿”Resemantizar” el espacio urbano? No se ve como esto sería posible sin revitalizar el espacio
público y el sentido cívico. Recordemos como la primera edad de oro de las celebraciones fuertes en
nuestra civilización, antes del siglo XIX, fue el Renacimiento. La reaparición de los lugares al estilo
romano en ciudades medievales hasta entonces laberínticas, repartidas en clanes y familias,
tachonadas de torres de defensa de carácter privado, cercadas por trampas, desprendidas de una
centralidad aireada brindada por el bronce y el mármol honoríficos. El caserío medieval era anarquía
y multiplicidad pura; curiosamente, esta es un poco la situación de nuestras megalópolis. Un retorno
a una civilidad de buena ley y justa medida – sobre el modelo italiano, si se quiere- sería propicio
para el “erigir monumental”, inseparable del propósito político, en lo que tienen tanto el uno y como
el otro, de más noble.

Cuidémonos, por seguridad, de exaltar el valor ordenador de las formas. El monumento-demiurgo no


resuelve los problemas de la ciudad. No se trata, para hacer lugar al aumento de las impaciencias y
las ironías, de evocar no se sabe cuál retorno al orden monumental, antiguo o neoclásico, del tipo de
los años treinta. Esto sería hacer un llamado, más o menos soterrado, a unos regímenes de
autoridad, a unas asignaciones de valor que no tienen nada de republicano. Un régimen de auténtica
libertad, por fortuna, no sabría dejarse encerrar en la triste alternativa que obligaría a elegir entre el
olvido puro y simple de la historia y el retorno neurótico al pasado, entre la obsesión de orden y el
dejar pasar.

Es decir que todavía hay, no detrás sino delante de nosotros, otros monumentos para inventar.

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