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Índice

Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Epílogo
Agradecimientos
Banda sonora
Créditos
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Sinopsis
Solo cuando seas capaz de quererte y aceptarte estarás preparada para
entregar tu corazón.
«Te apuesto a que no eres capaz de acostarte con la chica más fea del
local.»
Zeta le dio un trago a su whisky y se quedó mirando a su amigo con
cierta indiferencia. Normalmente no solía entrar en ese tipo de juegos, pero
estaba hastiado y no tenía nada mejor que hacer, así que no lo pensó
demasiado y, con un encogimiento de hombros, aceptó.
Tras una traumática ruptura amorosa que la había llevado a encerrarse en
su piso durante unos meses para autocompadecerse, Abi accedió por fin a
salir una noche con sus amigas. No estaba en su mejor momento, por lo que
cuando aquel chico impresionante de ojos azul océano y pinta de modelo de
pasarela se acercó a ella para invitarla a una copa, pensó que se trataba de
un malentendido.
Así es como comienza la historia de Abigail y Zeta. Una historia llena de
mentiras, verdades a medias, pasión desmedida, autodescubrimiento y,
sobre todo, mucho mucho corazón.
DE LA A A LA Z
Laura Sanz
Me gustas muchísimo tal como eres...
MARK DARCY
en El diario de Bridget Jones
Prólogo

Abigail

Aparcó el Honda Civic en su plaza de garaje y se bajó del coche con


dificultad y resoplando. La falda de tubo que llevaba puesta quedaba
monísima cuando una andaba de un lado para otro, pero era mortal para
descender de un vehículo con gracia.
Abrió la puerta trasera, sacó su abrigo y se lo puso; luego se colgó el
bolso al hombro. Cogió también la tarta que acababa de comprar en la
pastelería, su maletín, el traje de la tintorería y, por último, la bolsa con el
regalo de Nico.
Con un mohín agobiado y haciendo malabarismos con todos los
paquetes, echó a andar hacia los ascensores. Estaba a punto de alcanzarlos
cuando el tacón de uno de sus carísimos zapatos —sí, esos que le habían
costado el sueldo de un mes— se quedó atorado en la rejilla de uno de los
respiraderos del suelo, deteniendo su avance.
Tiró con suavidad.
Nada.
Volvió a tirar con un poco más de ímpetu.
El puñetero zapato no se movió ni un milímetro.
A lo lejos pudo ver que el vigilante de seguridad, Matías, la miraba con
aburrimiento desde su garita. Sentadito mientras veía la tele.
«Podrías venir a ayudarme, ¿no?», le lanzó en silencio.
Él no se movió.
Abi dejó escapar un gemido mezcla de desesperación y enfado y optó
por lo más lógico: quitarse el zapato.
Con un equilibrio digno de una funambulista, se bajó de los doce
centímetros de tacón. Dejó todo lo que llevaba en las manos sobre el capó
del coche más cercano, poniendo la bolsa de la tintorería debajo para no
rayarlo, y trató de liberar el zapato, pero la falda de tubo decidió no
cooperar y, cuando trató de agacharse, le resultó imposible.
Volvió a echar un vistazo a Matías, haciendo un pucherito, pero este
permanecía impertérrito en su caseta de cristal; solo tenía ojos para el
ascensor, cuyas puertas se abrían en ese momento.
La impresionante Rebeca, su vecina del cuarto, se mostró en toda su
gloria. Y toda su gloria era mucha gloria. Metro setenta y cinco de estatura
—sin tacones—, una espectacular melena rubia, piernas de infarto que una
minifalda del tamaño de un cinturón dejaba al descubierto y un escote de
segundo infarto que contenía los pechos más increíbles del mundo
occidental. Y sin abrigo que pudiese ocultar toda aquella magnificencia,
porque a pesar de ser marzo y de que la temperatura en la calle era de dos
grados, Rebeca no necesitaba abrigo. Debía de tener la temperatura corporal
de un husky siberiano. Abi no veía otra explicación.
Matías, que iba dejando un rastro de saliva del tamaño de las cataratas
del Niágara por el suelo, abandonó su jaulita transparente y se dirigió hacia
ella para abrirle la puerta que daba al garaje; algo absurdo, ya que esta tenía
un sensor de movimiento y se abría sola.
Abi dejó escapar un sonoro resoplido.
Intentó agacharse de nuevo, pero la costura de la falda no era
precisamente elástica y no cedió. Como una gimnasta olímpica, se echó
hacia delante doblándose por la cintura y agarró el zapato, tirando de él con
fuerza, pero el tacón seguía inamovible dentro de la rejilla.
Por el rabillo del ojo vio cómo Matías se metía de nuevo en su caseta sin
dejar de observar los oscilantes movimientos de las caderas de Rebeca, que
atravesaba el garaje camino de su Mini rojo. Esta le lanzó una miradita
superficial de esas que dirigían los reyes medievales a sus siervos y pasó de
largo.
«Viva la sororidad», pensó Abi.
Desesperada, se quitó el otro zapato y lo dejó junto al rebelde. De un
modo absurdo, pensó que no merecían estar separados. Luego recogió todos
los paquetes que había depositado sobre el vehículo y, sin mirar el calzado
que dejaba abandonado a su suerte, se puso en movimiento hacia los
ascensores, descalza. Se cambiaría de ropa y bajaría a rescatarlos, se dijo
con determinación. Ahora lo más importante era llegar a casa y sorprender a
Nico antes de que se fuera al aeropuerto.
—No puede dejar esos zapatos ahí —le dijo Matías cuando cruzó la
puerta de cristal. Ni siquiera la miraba, volvía a estar muy pendiente de la
tele. Aparentemente estaba viendo un programa de cotilleos.
Abi aguantó las ganas de asesinarlo.
—Se ha quedado enganchado en la rejilla. Voy a casa a buscar algo para
sacarlo de ahí y ahora bajo.
—Pues dese prisa, no quiero quejas de ningún vecino.
«¿Y por qué no lo sacas tú? ¡Si fuesen los zapatos de Rebeca, te habrías
matado por echarle un cable! Pero, claro, como son los míos, la vecina
rellenita del segundo, te quedas ahí sentado con tu culo gordo.»
Eso habría querido gritarle Abi, pero no lo hizo. No solía perder los
papeles. Era una persona suave y tranquila que nunca discutía con nadie.
Más bien boba, como le decían sus amigas.
Mordiéndose la lengua, accionó el botón del ascensor con el dedo
meñique, el único que tenía libre, y las puertas metálicas se abrieron. Una
vez en el interior, pulsó el dos. Trató de olvidar el incidente del garaje y de
concentrarse en la cara que pondría Nico cuando ella apareciese de pronto.
Nico era piloto y esa noche tenía un vuelo a Bangkok. Iba a estar fuera un
par de semanas, así que Abi se había cogido la tarde libre en el trabajo para
poder darle una sorpresa.
Era su aniversario.
Cuatro años juntos.
Por eso el regalo —una preciosa camisa de Armani— y la tarta.
Se miró en el espejo y este le devolvió una imagen desaliñada. Se le
habían soltado un par de mechones del moño. Todo lo demás era lo de
siempre, el mismo rostro aburrido, la nariz recta con la punta algo
respingona, los labios ni gruesos ni delgados, tan comunes, los ojos
castaños tirando a ámbar... Simpleza tras simpleza. Lo único bonito que
tenía en la cara era ese lunar en el lateral de la boca, del que Nico decía que
era sexi a rabiar. El resto era bastante anodino.
A veces todavía le parecía mentira que un hombre con su presencia y su
atractivo hubiera podido fijarse en ella, una chica nada interesante. Él, que
estaba acostumbrado a rodearse de mujeres bellas, la había elegido a ella.
¡A ella!
Iban a casarse en ocho meses. Ya tenían una fecha.
El corazón de Abi se aceleró cuando el ascensor se detuvo en el segundo
piso. Estaba muy ansiosa e ilusionada. Tanto que casi se olvidó de los
carísimos zapatos que había tenido que abandonar en el sótano.
Tuvo que hacer un esfuerzo inmenso para que no se le cayera nada al
suelo y sacar la llave del bolso. Abrió la puerta blindada con sigilo y entró
en el piso, de puntillas. Podía oír el sonido de la radio, que estaba encendida
en el dormitorio. Suponía que Nico estaría allí preparando su equipaje.
Dejó todos los paquetes en la mesita de la entrada, se calzó unas
zapatillas de estar por casa y se dirigió a la cocina con la tarta. La sacó de
su caja y la contempló durante unos segundos, muy satisfecha. Era de
chocolate sin gluten y tenía forma de avión. La había encargado
especialmente para Nico, que era celíaco. También había comprado una
vela con el número cuatro.
Se quitó el abrigo y la americana y se retocó el peinado antes de colocar
la velita con cuidado en la parte frontal del pastel. Sacó un mechero de un
cajón y la encendió. La pequeña llama chisporroteó y osciló en el aire
cuando cogió la tarta y se dirigió con ella al dormitorio. Según se iba
acercando, su estómago se encogió de anticipación.
Cuando Nico viera la tarta, seguro que se echaría a reír y la abrazaría y la
besaría diciéndole que era una tonta por hacer cosas así. Él solía olvidarse
de las fechas importantes y de los cumpleaños.
La puerta del dormitorio estaba entornada y los acordes de la canción
que sonaba en la radio se colaban a través de la rendija. Sonriendo, empujó
la hoja de madera con la cadera y se plantó en medio de la habitación.
—¡Sorpres...!
Lo primero que vio al entrar fue el perfecto culo de Nico.
Ese perfecto culo musculoso y libre de vello que ella adoraba,
moviéndose hacia delante y hacia atrás, como si estuviera bombeando algo.
Lo segundo, unas esbeltas y largas piernas de mujer que se enroscaban
en torno a la masculina cintura. Y unas manos cuyos dedos se hundían en la
también perfecta espalda de Nico, una espalda fornida y morena.
Las uñas de los pies y de las manos de esa persona estaban pintadas en
un color lavanda iridiscente.
El cerebro de Abi solo pudo conjurar un pensamiento ridículo.
«Vaya, es Bright Lavender, el nuevo color de la colección MIA París.»
Se había quedado en shock, paralizada en el umbral de la puerta mientras
su prometido se tiraba a otra mujer en su cama, en una cama cuyas sábanas
había cambiado ella misma esa mañana.
Incapaz de moverse o de pronunciar palabra, su mirada se clavó en la
llama de la vela, que parecía burlarse de ella cabalgando sobre ese cuatro de
color rojo.
—Feliz aniversario —murmuró.
No pretendía decir eso en voz alta, pero las palabras se escurrieron de su
boca y resonaron en el aire.
Nico giró la cabeza y miró por encima del hombro. La expresión de su
rostro cambió al verla allí, pero continuó con sus movimientos sin
interrumpirse.
—Un momento... —jadeó—. Casi me corro...
A Abi se le desencajó la mandíbula y notó cómo las rodillas amenazaban
con cederle. ¿«Un momento, casi me corro»? ¿De verdad había dicho eso?
Apenas un par de segundos después, un estertor largo y pronunciado
escapó de la boca de Nico mientras él se tensaba y echaba la cabeza hacia
atrás. Su gemido llegó acompañado del de la mujer de las uñas lavanda.
«¿En serio se han corrido al mismo tiempo?» El entumecido cerebro de
Abi iba por libre y parecía tener las ideas más locas y rocambolescas.
Aturdida, negó con la cabeza.
Nico se dio la vuelta, apartándose, y la mujer sobre la que estaba quedó
al descubierto. No parecía ni sorprendida ni escandalizada. Solo una mueca
curiosa se mostraba en su bello rostro de niña de dieciocho años.
Abi la miró con fijeza. Tenía el pelo negro y estaba muy bronceada. Era
una belleza impresionante, escultural, de cuerpo delgado y flexible, con
carne firme por todas partes y pechos maravillosos y enhiestos, tanto que
parecían suspendidos en el aire por algún cable invisible.
Abi frunció el ceño. ¿Era posible tener los pechos tan erguidos? Quizá a
los dieciocho sí, claro, aunque ella ni a esa edad los había tenido así. Sus
ojos descendieron hasta su monte de Venus; lo llevaba completamente
depilado.
—¿Es tu prometida?
Su voz era aniñada y cantarina.
—Sí —respondió Nico circunspecto, al tiempo que se bajaba de la cama
y aparentemente buscaba sus calzoncillos.
Su falta de interés tenía a Abi descolocada. No había ni un ápice de
vergüenza o arrepentimiento en él, como si le diese igual que ella lo hubiera
atrapado.
¡Ese hombre desnudo que acababa de follarse a otra en su cama era el
hombre con el que iba a casarse en ocho meses! ¡Era su prometido!
—Pues tampoco está tan gorda como decías —comentó la otra al tiempo
que la escrutaba de arriba abajo.
Un zumbido sordo se instaló en los oídos de Abi y un velo opaco le
nubló la mirada.

«¡¿Gorda?! ¡¿Gorda?!»
Casi sin ser consciente de lo que hacía, levantó los brazos por encima de
la cabeza y, con una fuerza inusitada, le arrojó la tarta que todavía
conservaba entre las manos a la escultural fulana que retozaba entre sus
sábanas grises. La suerte, la casualidad o lo que fuera quiso que el pastel de
chocolate le diera de lleno en la cara, arrojándola hacia atrás.
Un grito agudo llenó la habitación.
Nico, todavía desnudo —no había conseguido encontrar sus calzoncillos,
algo que a Abi no la sorprendía porque era un inútil que nunca encontraba
nada—, se abalanzó sobre su amante lleno de preocupación.
—¡Me ha dado en la cara! —gritaba la modelo de lencería constatando
lo evidente.
Una oleada de absurda satisfacción embargó a Abi al ver la escena. La
mujer abierta de piernas sobre el colchón, sin gracia, y con la cara llena de
chocolate y la vela anclada en su pelo. Si no fuera porque su corazón estaba
hecho añicos, habría roto a reír.
—Te has pasado, Abigail —dijo Nico con reproche mientras intentaba
limpiarle la cara a su amante con la sábana.
Estuvo a punto de ahogarse al oírlo decir eso.
¿Ella se había pasado? ¡¿Ella?!
Un enojo de proporciones considerables se le concentró en el pecho,
abrasándola. Era tal el ardor que sentía que temía abrir la boca y comenzar a
gritar. Si lo hacía, escupiría bolas de fuego como un dragón.
Cerró los puños a la altura de los muslos y trató de pensar con
coherencia, pero sus ojos se posaron en el suelo a los pies de la cama y
vieron el diminuto tanga de hilo de encaje negro que había allí. Dio un par
de pasos vacilantes y consiguió agacharse y cogerlo.
Nico y la mujer seguían gritando, pero sus voces se habían desdibujado y
solo llegaban hasta ella de fondo, muy lejanas.
Alzó la prenda en el aire y la observó a través de las pestañas. Era tan
pequeña que no parecía que pudiera servirle a un ser humano.
¿Ahí cabía un culo? Imposible.
No lo pensó demasiado. Su mano se dirigió hacia la cinturilla de su
falda, donde antes se había guardado el mechero por si acaso se le apagaba
la vela por el camino. Lo encendió y acercó la llama a la prenda interior,
que comenzó a arder.
—¡Mírala! ¡Está loca! —gritó la nueva novia de su novio, señalándola
con el dedo.
Nico soltó un improperio y se puso de pie para dirigirse a ella, pero Abi
fue más rápida y le arrojó la prenda, o más bien lo que quedaba de ella.
Él esquivó el trozo de tela, que cayó al suelo de mármol, donde terminó
de consumirse mientras el encaje chisporroteaba.
—Ya vale, Abigail —la reprendió.
Ella lo miró en silencio. Parecía exasperado.
—Nico...
La otra lo llamó desde la cama con voz lastimera pero cargada de
energía. Tenía una pinta de lo más apetecible, llena de chocolate. De su cara
solo se veían sus ojos claros.
—La tarta es sin gluten —dijo Abi dirigiéndose a su prometido—.
Vamos, que se la puedes lamer sin problema.
Después de eso dio media vuelta y abandonó el dormitorio.
Él no la siguió.
No tenía ni idea de cómo consiguió abandonar el piso, pero, de pronto,
se vio dentro del ascensor con el bolso colgando del hombro. Su dedo pulsó
el botón del garaje.
Estaba tiritando y su mente era un batiburrillo de pensamientos. No tenía
muy claro lo que iba a hacer a continuación o adónde podía ir. Solo sabía
que tenía que marcharse.
Cuando las puertas metálicas se abrieron, abandonó la cabina poniendo
un pie detrás de otro. Seguía llevando las zapatillas de estar por casa e iba
con la cabeza baja, con la sensación de que un peso monumental había
caído sobre sus hombros.
—Señora, recoja usted sus zapatos, si hace el favor.
La voz de Matías, llena de aburrimiento y desdén, llegó hasta ella
claramente.
Una ira ardiente y todopoderosa la embargó. Le comenzó en la boca del
estómago, pero solo tardó un par de segundos en inundarla por entero,
desde la punta del dedo gordo del pie hasta el último de sus cabellos.
Respirando como un animal furioso, cruzó la puerta corredera de cristal
y fue hasta la rejilla donde seguía su calzado. Se subió la falda hasta los
muslos y oyó el sonido de la tela rasgándose, pero no le importó demasiado.
Se agachó y tiró del zapato con furia. Este se soltó inmediatamente.
Después de eso, con ambos en la mano, se dio la vuelta con energía y
echó a andar hacia el vigilante. Él se la quedó mirando con la boca abierta
mientras la veía acercarse a toda velocidad.
Abi se detuvo a escasos centímetros de la caseta y, con un gruñido,
estampó los zapatos contra el cristal de un golpe seco. Matías se echó hacia
atrás con el horror reflejado en el semblante. Ella volvió a golpear el vidrio
un par de veces más mientras una carcajada histérica salía de su garganta.
Un velo rojo cubría su visión.
—¡Recoge tú los putos zapatos! —escupió.
Y los lanzó todo lo lejos que pudo. Uno se perdió detrás de los coches,
otro impactó de lleno sobre un 4x4. El golpe fue tan fuerte que activó la
alarma de este y, de pronto, el garaje se llenó con el desagradable y potente
sonido.
El vigilante seguía encogido en su silla sin atreverse a salir de su
cubículo y la contemplaba con los ojos abiertos como platos.
Abi le lanzó una mirada despectiva por encima del hombro antes de
darse la vuelta. En zapatillas, despeinada y con la falda rota, se dirigió hacia
su Honda Civic.
Capítulo 1

Dos meses después


Abigail

Volvió a darle al play y se arrebujó en la pequeña manta de la Sirenita que


le había regalado su hermana por su cumpleaños. Era una locura porque era
mayo y la temperatura exterior alcanzaba los veintiséis grados, pero debajo
de aquella manta se sentía protegida y confortada.
Un sollozo volvió a emerger de su garganta cuando la imagen en la
televisión mostró la escena que daba comienzo a la película. Esa escena que
se había grabado en un aeropuerto frente a la puerta de la terminal de
llegadas, donde todo el mundo abrazaba a todo el mundo: madres, padres,
novios, amantes, hermanos, amigos, hijos...
Todos ellos llenos de amor, amor del bueno.
Y, mientras tanto, de fondo, se oía la voz de Hugh Grant diciendo que el
amor estaba en todas partes.
Su llanto se intensificó cuando las palabras en blanco y rojo aparecieron
escritas en la pantalla: «Love actually is all around».
«¡Para mí no!», gritó calladamente su cerebro.
Ya había visto la película tres veces desde que se había levantado esa
mañana. Y ese día no era una excepción. La veía todos los días. Estaba
obsesionada. Cuanto más la veía, más lloraba. Y era un llanto de esos
vergonzosos y estruendosos con mocos saliendo de la nariz y lágrimas
brotando en cantidad. Un llanto de esos que convertían el rostro en una
masa informe y la nariz en un tubérculo enrojecido, de esos que hinchaban
los ojos hasta que apenas era posible abrirlos.
Sí. Exacto. Un llanto de esos.
Abi extendió la mano y, sin sacar la cabeza de la manta, tanteó la mesa
hasta encontrar la tarrina de medio kilo de helado de vainilla. Estaba vacía
y, al darse cuenta de ello, rompió a llorar más fuerte.
¡Necesitaba más helado! Mucho más para poder sobrellevar el fin de
semana sin desmoronarse.
«¿A quién pretendes engañar, tonta? Ya te has desmoronado del todo.
Eres una criatura patética.»
Su móvil comenzó a sonar de nuevo. Bajó un poco la manta y echó un
vistazo a la pantalla. El nombre de Mar aparecía en ella. Lo dejó sonar
mientras se encogía, sintiéndose culpable. Mar era una de sus mejores
amigas y llevaba días tratando de hablar con ella, pero Abi la había
ignorado. No se sentía lo suficientemente fuerte para encarársele.
Lo único que quería era que el mundo entero la dejara en paz y morirse
un poco.
Volvió a taparse la cabeza con la manta y solo dejó un pequeño hueco a
través del cual podía ver la televisión.
Habían pasado dos meses desde que había encontrado a Nico en la cama
con aquella cría, y desde ese día toda su vida se había convertido en un
desastre.
Punto uno. Había tenido que dejar el piso que compartía con él y buscar
otro más pequeño cuyo alquiler pudiese pagar ella sola. Ahora vivía en un
cuchitril destartalado.
Punto dos. Había perdido su trabajo en la multinacional de ingeniería
industrial donde trabajaba como secretaria de dirección —aunque quizá eso
no hubiera sido solo culpa de Nico, sino de un recorte de personal—, y
ahora estaba desempleada.
Punto tres. ¡Había engordado algunos kilos!
Su vida era un horror.
Se sorbió los mocos con fuerza y subió el volumen de la tele al darse
cuenta de que la película había avanzado hasta la escena de la boda de
Keira Knightley. La canción All You Need Is Love resonó potente en el
silencio del apartamento. El corazón de Abi se encogió porque la siguiente
escena era esa en la que Colin Firth pillaba a su mujer con su propio
hermano en la cama, más o menos. Le dio a la pausa y se quedó mirando la
cara que ponía Colin al enterarse de sus cuernos.
Estaba tan sorprendido, el pobre, pero tan digno...
Ojalá ella hubiera reaccionado con tanta grandeza como él, pero no...
Ella le había arrojado una tarta de chocolate a la cara a la niñata esa de
curvas espectaculares y luego había incendiado su tanga diminuto.
¡Se sentía tan ridícula al recordarlo!
Al menos, en la película, Colin Firth se iba a pasar una temporada a
Francia, donde conocía a la portuguesa que se convertiría en el amor de su
vida.
Ay...
En la vida real, Abi terminaba en un apartamento viejo y feo, sola, en
paro, llorosa y gorda.
Hundió la cuchara sopera en la tarrina de helado y comenzó a raspar con
ella las paredes del recipiente con ansiedad, tratando de extraer algo de su
derretido contenido, pero no tuvo suerte. Recordó que ya había repetido esa
operación varias veces hasta dejar la tarrina limpia. Incluso había lamido el
plástico.
Levantó la manta y su mirada vidriosa se dirigió hacia su tripa, que se
podía apreciar perfectamente a través de la tela de franela del pijama. Allí
dentro estaba el medio kilo de helado que había consumido ese día. Y el
medio kilo del día anterior, y el del miércoles y el del martes... Se llevó una
mano al estómago y hundió los dedos en él. Estaba blando y fofo. Deslizó
las dos manos hasta sus muslos y terminó cogiéndose un pellizco de carne
de cada uno.
Horrible.
Estaba a punto de echarse a llorar de nuevo y de hundirse en la
autocompasión cuando el estridente sonido del timbre de la puerta la obligó
a levantar la cabeza.
Se quedó callada, con el corazón latiéndole a toda prisa por la sorpresa.
¿Quién podía ser? Nadie conocía su nueva dirección, solo su hermana Tina.
Quizá era alguien que se había equivocado de piso.
De nuevo sonó el timbre, esa vez con mezquina insistencia.
Abi aguardó tan quieta y silenciosa como un muerto. La película estaba
en pausa, por lo que ni siquiera la tele emitía sonido alguno.
«Seas quien seas, lárgate y déjame tranquila.»
De repente el ruido de una llave en la cerradura le provocó un enorme
sobresalto. ¿Alguien tenía la llave de su piso y la estaba usando para entrar?
¡Imposible! Solo Tina tenía otra copia, pero no podía estar al otro lado de la
puerta, porque los sábados trabajaba. Además, habían hablado la noche
anterior y no le había dicho que fuera a acudir a visitarla.
¿Y si era un ladrón?
¡Pero un ladrón no tendría las llaves!
Con el estómago encogido, vio cómo la puerta se abría y una cabeza de
pelo rubio y rizado asomaba por ella.
El aire que había mantenido preso en los pulmones escapó lentamente al
reconocer a Mar.
Durante unos segundos se sostuvieron la mirada.
—No me lo puedo creer —dijo Mar accediendo al interior del minúsculo
apartamento y recorriéndolo con la vista de un extremo a otro.
Abi la contempló con una mueca. Todavía estaba demasiado sorprendida
para reaccionar. ¿Por qué tenía Mar una copia de sus llaves?
—¿Estás bien, Abi?
La pregunta llena de preocupación la formuló Sonia, su otra amiga, que
apareció detrás de Mar.
No podía haber dos personas más dispares que Mar y Sonia. Mar era el
hielo y el pragmatismo, resolutiva hasta la médula. Y Sonia era pura calidez
e idealismo, una soñadora de manual. Era curioso que ambas pudieran
llevarse tan bien cuando no tenían nada en común.
Bueno, sí que tenían algo en común: Abigail.
Abi era el nexo de conexión entre ambas. Amiga desde la infancia de
Sonia, conoció a Mar en la universidad y fue ella la encargada de
presentarlas. Desde hacía años formaban un trío inseparable.
Ahora las otras dos componentes del trío accedían al piso y lo ojeaban
con diferentes grados de disgusto. La cara de Mar permanecía impertérrita,
mientras que Sonia parecía horrorizada.
Abi trató de ver el apartamento a través de los ojos de sus amigas.
Envoltorios de comida para llevar cubrían la mesa, el sillón y parte del
suelo. Un par de botellas de cerveza vacías los acompañaban. Había
también ropa en cada hueco o superficie que pudiese alcanzar la vista,
chaquetas, pantalones, bragas, sujetadores... y unas zapatillas deportivas
que reposaban sobre la encimera de la cocina junto a vasos y platos sin
fregar. Varios cajones de la estantería estaban abiertos y de uno de ellos
sobresalían unos cuantos cables que arrastraban por el suelo. Y también seis
tarrinas de helado de vainilla vacías, cinco paquetes también vacíos de
Pringles Sour Cream & Onion y dos bolsas arrugadas de Doritos se
amontonaban sobre el sofá, justo al lado del bulto deforme, cubierto por una
manta infantil de la Sirenita, que era ella misma.
—¿Cuánto tiempo hace que no te duchas? —preguntó Mar con voz
impersonal mientras se dirigía a la única ventana del salón y descorría las
cortinas con ímpetu.
La claridad del día entró en el apartamento y Abi se cubrió la cabeza con
la manta. No quería ver la luz del sol, y mucho menos que sus amigas se
percatasen del aspecto que tenía.
A través de un agujerito en la tela pudo observar que Sonia comenzaba a
recoger la habitación, llevándose todos los envoltorios y las botellas vacías
a la cocina. Mar, después de abrir la ventana, se situó frente a ella,
imponente e indestructible, y se cruzó de brazos.
Abi sabía que llevaba las de perder. No obstante, siguió anclada en su
terquedad y no se movió. Allí, dentro de su manta, se sentía a salvo...,
aunque —y se dio cuenta al coger aire profundamente— no olía demasiado
bien. ¿Cuánto hacía que no se duchaba? ¿Seis días? ¿Siete?
—Suelta la manta —oyó que decía la inflexible Mar.
—No —farfulló.
—Si no la sueltas, te prometo que te tiro un vaso de agua por encima y,
cuando estés empapada, seguro que lo haces.
Mar, siempre tan cruel...
Abi sabía que no era una amenaza vacía. Si lo decía, lo haría.
Con mucha lentitud dejó que la tela resbalara hasta que su cabeza quedó
al descubierto.
—¡Joder! —masculló Mar—. Pareces una víctima de un terremoto.
Menuda pinta tienes.
—¿Cuántos días llevas encerrada? —preguntó Sonia, que se había
detenido con los brazos llenos de ropa sucia y la miraba con compasión.
Abi no contestó. Extravió la vista sobre un punto lejano de la pared.
—¿Por qué tenéis mis llaves? —terminó por preguntar con un hilo de
voz.
—Tu hermana me llamó anoche. Está muy preocupada por ti, así que
esta mañana he quedado con ella para que me las diera.
—¿Mi hermana está preocupada? —La garganta de Abi se estrechó. Tina
no le había dicho nada de eso.
—¿Cómo no va a estarlo, si llevas semanas sin dar señales de vida y
cuando conseguimos hablar contigo por teléfono solo eres capaz de
pronunciar monosílabos tristones? —repuso Mar con exasperación.
Era una chica alta y delgada, con el pelo rubio muy rizado, que siempre
vestía con pulcritud y elegancia. No era excesivamente guapa, pero sabía
sacarle partido a su piel marfileña y a sus ojos claros, y jamás le faltaban
pretendientes.
Y era un ogro.
En vista de que Abi no reaccionaba, continuó hablando.
—Te has convertido en un puñetero cliché, Abi. Eres como una
caricatura. En pleno mes de mayo, envuelta en una manta de la Sirenita,
comiendo helado sin parar, viendo Love Actually por enésima vez y
llorando a moco tendido. ¡Joder! Deberías estar contenta de haberte librado
del señor Perfecto. Era un cabronazo de primera. ¡Llevaba años poniéndote
los cuernos!
—¡No es verdad! —exclamó ella dejando caer la manta y mostrándose
en todo su esplendor de pijama de franela.
—Sí lo es. No hay más ciego que el que no quiere ver.
—Mar, no seas tan dura con ella —intervino Sonia tratando de mediar.
—¡¿Qué?! ¿Que no sea tan dura con ella? —repuso esta indignada—. Lo
que somos es muy blandas. Dime tú si es normal que por un hijo de puta
semejante se haya dejado de esta manera. ¡Que ha perdido hasta su trabajo!
—Fue por un recorte de personal —murmuró Abi con debilidad. Luego
giró la cara y clavó la vista en la pantalla del televisor. Colin la miraba con
esa expresión de sorpresa y desencanto tan conmovedora...
—¿No vas a decir nada más? —la increpó Mar—. ¿En serio vas a
guardar silencio y te vas a quedar ahí como una imbécil?
—¡Mar! —la amonestó Sonia, que había vuelto a la cocina.
Abi sintió cómo los ojos volvían a humedecérsele.
—Tía, no me llores, que me pongo mal de verte así —gruñó Mar.
Pero, a pesar del gruñido, tomó asiento a su lado y tiró de la manta hasta
que esta cayó a un lado. Acto seguido le pasó un brazo por encima de los
hombros.
—Escúchame bien lo que te voy a decir, Abi. —Habló con sosiego pero
con mucha firmeza—. Estabas tan loca por Nico que cerrabas los ojos a sus
líos. Tú sabías que él no te era fiel. No lo niegues. ¿Cuántas veces lo hemos
hablado? Sospechabas que algo no iba bien desde hacía más de dos años.
Cuando pienso en toda la paciencia que has tenido mientras él estaba por
ahí «volando»... —dijo haciendo unas comillas con los dedos en el aire.
Abi negó con la cabeza, rechazando lo evidente con tozudez, pero en su
fuero interno sabía que Mar tenía razón. Había visto tantos
comportamientos extraños en Nico durante los últimos años..., pero él
siempre tenía una respuesta, una excusa o explicación que, aunque no eran
muy convincentes, a ella le resultaban suficientes.
Quiso creer que él seguía queriéndola.
Era mejor eso que perderlo.
—¿Qué querías? ¿Continuar aguantando toda la vida sus cuernos? ¿Te
ibas a casar con él y a seguir soportando sus mentiras para siempre? ¿Eso te
habría hecho feliz? De verdad que no te entiendo. —Resopló—. Creo que
lo mejor que te ha podido pasar es que lo encontraras en la cama con la
niñata esa.
Una lágrima silenciosa rodó por la mejilla de Abi. Y fue silenciosa
porque se contuvo. Si sus amigas no estuvieran allí, habría roto a llorar con
ganas.
Otra vez.
—Te quiero mucho, pero no voy a ser suave contigo porque creo que lo
que necesitas es que alguien te ponga las pilas. Ya lloramos juntas el día en
que te enteraste de todo. Sonia, Tina y yo estuvimos a tu lado y te
compadecimos y te hicimos carantoñas cuando las necesitaste, pero ya vale.
Han pasado dos meses..., dos putos meses, y tu vida se está yendo al carajo
un poco más cada día. Se acabó, Abigail.
Ella la miró de reojo. No solía llamarla por su nombre completo. Si lo
hacía era porque las cosas iban muy en serio.
El día que pilló a Nico en la cama y se largó del piso aturdida, terminó
en casa de Mar, que avisó a Tina y a Sonia y las puso al día de la tragedia.
Entre las tres intentaron consolar a la destrozada Abi, que no paraba de
llorar. Entre hipidos y lágrimas, les contó lo sucedido y se dejó mimar por
ellas.
Tardó tres días en serenarse lo suficiente y atreverse a ir al piso de
nuevo.
Nico no estaba, pero había dejado una nota en la mesa del salón con dos
frases bastante escuetas:
Es mejor que lo dejemos. No volveré hasta el 24, recoge tus cosas mientras no estoy.

¿Cuatro años de relación se acababan así?


Abi no entendía nada.
—Es que no lo comprendo... —comenzó a balbucear ahora.
—Pues yo te lo explico —la cortó Mar—. Nico dejó de quererte hace
tiempo, pero estaba contigo porque le resultaba cómodo. Contigo lo tenía
todo hecho. Eras una mujercita ideal que siempre lo estaba esperando
mientras él estaba fuera, y ni siquiera le ponías pegas cuando te mentía
descaradamente. Joder, que lleva con la tía esa varios meses. Solo hay que
ver sus fotos en las redes sociales.
—¿Có-cómo?
—Como estás aquí, ahogándote en tus propias lágrimas, no te enteras de
nada —replicó Mar—, pero no para de publicar fotos con la niñata esa en
Instagram: que si viajecitos por aquí, fiestas por allá, y todo aderezado con
muchos besos y muchos arrumacos ridículos. Ella tiene diecinueve años y
es una jodida instagrammer de esas con cientos de miles de seguidores que
parece que lo comparte todo, hasta cuando va al baño y caga, joder. Hace
solo un par de semanas anunciaron su compromiso por todo lo alto. El
imbécil le ha regalado un anillo que debe de haberle costado lo mismo que
un coche de gama alta.
¿Diecinueve años?
Nico casi le doblaba la edad. Tenía treinta y cinco.
Abi ya había sospechado que aquella chica era muy joven.
¿Y un anillo?
A ella no le había regalado ninguno.
Sonia hizo acto de presencia en ese momento con un cepillo y un
recogedor en la mano. Había conseguido limpiar casi toda la basura que
había desperdigada por el salón.
—Mar es muy contundente y le falta tacto, pero tiene razón —dijo con
suavidad—. Ese hombre no se merece que llores por él. Es un desalmado.
—Un hijo de puta es lo que es —soltó Mar entre dientes.
Abi cerró los ojos. Le dolían de tanto llorar. Sabía que sus amigas tenían
razón. Lo sabía. No obstante, era difícil aceptar que durante cuatro años
había vivido una mentira. Cuatro años de su vida desperdiciados.
—¿Vas a seguir lamentándote por un tío así? ¿Un tío que le dijo a su
amante que estabas gorda? —continuó Mar—. ¿Un tío que, cuando lo
pillaste poniéndote los cuernos, en vez de avergonzarse te dijo que te
esperaras, que todavía no se había corrido? Arggg... ¡Es que no puedo! —
exclamó consternada. Y se levantó precipitadamente, dejándola sola de
nuevo en el sofá.
Abi apretó los puños al recordarlo. La cara de la chica esa con sus
jodidas y perfectas cejas arqueadas mientras de su boca salían esas palabras:
«Pues tampoco está tan gorda como decías».
Era cierto que tenía algo de sobrepeso. Quizá le sobraban unos kilos,
pero ¿gorda? Nunca había pensado de sí misma que lo estuviera. Rellenita a
lo sumo. Además, a Nico le gustaban sus curvas. Siempre se lo decía. Pero,
claro, eso también era mentira.
Le tembló la barbilla al imaginarse cómo debían de haberse reído juntos
mientras hablaban de ella y se burlaban de su aspecto físico.
—No estoy tan gorda —murmuró con voz lastimera.
—No lo estás. Tienes curvas y punto —dijo Mar con sequedad—.
Aunque si sigues comiendo helado a esa velocidad y sin moverte, es
probable que dentro de unos meses parezcas un tonel.
Los ojos de Abi descendieron hasta su tripa como ya habían hecho antes.
Mar tenía razón. Si seguía así pronto no le valdría nada de lo que tenía
colgado en el armario.
—Tienes que coger las riendas de tu vida otra vez, Abi. Necesitas salir
de aquí y conseguir un nuevo trabajo. Tus ahorros no te van a durar para
siempre. —Nada más decir eso, Mar se volvió hacia Sonia—. Mira a ver si
tiene algo de ropa limpia que no sea ese pijama asqueroso. Dame el cepillo
y sigo barriendo yo.
Abi siguió a Sonia con la vista mientras esta desaparecía en su
dormitorio. No protestó. Se limitó a dejar que ambas decidieran por ella.
—Te vas a dar una ducha y te vas a lavar el pelo porque hueles mal. Y,
luego, vas a bajar con nosotras a la cafetería que hay abajo a comer algo
decente.
—¿No podemos pedir comida y comer aquí? Es que estoy... Todavía...
no me siento preparada. —No continuó. Solo pensar que tenía que salir a la
calle le provocaba sudores. No estaba lista para enfrentarse al mundo.
Todavía no.
Mar dejó el cepillo apoyado contra la pared y se sacó el móvil del
bolsillo. Trasteó con el aparato hasta que encontró lo que estaba buscando y,
luego, se acercó a ella y le puso el teléfono bajo la nariz.
Era una foto de Nico y la chica esa. Estaban en la playa. Él la abrazaba
por detrás y ambos sonreían. Él tenía una expresión de estúpida felicidad en
la cara que tiraba para atrás. Ella tenía la mano levantada mostrando el
extraordinario pedrusco que centelleaba en su dedo anular. Llevaba un
bikini diminuto de la talla XS de color rojo cuya parte inferior apenas podía
cubrir su depilado pubis.
Abi tragó saliva y su corazón se encogió de dolor, pero no apartó la
vista.
—¿No estás preparada? —habló Mar entre dientes—. Ellos sí lo están.
Míralos. Están muy preparados y son muy felices. Están viviendo una
historia de amor maravillosa mientras tú estás aquí, hundida y echada a
perder. —Chasqueó la lengua y se guardó el móvil—. No quiero volver a
oírte decir que no estás preparada. El movimiento se demuestra andando,
así que vamos a andar. Has tenido dos meses para lloriquear, pero ya se
acabó. Sonia y yo estamos aquí para echarte un cable, así que haz el favor
de poner de tu puñetera parte.
Aunque parecía ser una mujer dura y sin corazón, Abi sabía que Mar la
adoraba y que solo quería ayudarla.
Con vacilación se incorporó y se llevó las manos a la cabeza para
apartarse el pelo de la cara.
—Tienes un aspecto que da asco.
Miró a Mar cabizbaja.
—Pero nada que una buena ducha, un poco de aire fresco y el sol no
puedan arreglar —añadió su amiga con energía, acercándose a ella y
tomándola del brazo.
Sonia apareció con un pantalón de deporte y una camiseta blanca en la
mano.
—Necesitas organizar tu armario, todavía tienes casi toda tu ropa en
cajas, pero creo que esto puede servirte de momento —dijo alzando las
prendas en el aire. Junto al pantalón y la camiseta llevaba un sujetador y
unas bragas blancas.
Las bragas eran enormes si las comparaba con el tanga de la influencer.
La imagen de aquella prenda de ropa de encaje negro tan diminuta volvió a
sobrevolar por su cabeza.
—En el tanga de la tía esa no cabía un culo normal, os lo aseguro —
susurró al tiempo que negaba con la cabeza.
La risa estentórea de Mar rompió el silencio del apartamento. A ella se
unió la de Sonia poco después. Abi miró a una y a otra alternativamente con
los ojos muy abiertos.
—Me habría gustado verle la cara a la tipa cuando se lo quemaste —
balbuceó Sonia entre carcajada y carcajada.
—La tenía llena de chocolate —musitó Abi, sin ser consciente de lo que
esa frase iba a provocar en ambas.
Más risas.
Al ver a sus amigas sacudidas por ese ataque de hilaridad, Abigail no
pudo evitar sonreír con tibieza. Todavía no era capaz de reírse de la
situación como hacían ellas, pero reconocía que la escena tenía gracia.
—Venga, date una ducha y arréglate un poco —la alentó Sonia al cabo
de unos segundos cuando los ánimos ya se habían calmado un poco.
Abi asintió sin tanta reticencia como había mostrado antes. En realidad,
había necesitado que alguien fuera a su casa y le sacara la cabeza del
agujero donde la tenía metida.
—En cuanto estés un poco más recuperada, te vamos a mandar a Francia
para que encuentres a un portugués que se convierta en el amor de tu vida
—dijo Mar con socarronería haciendo un gesto hacia la pantalla de la
televisión.
Colin seguía ahí, estático, mirándolas.
Abi lo contempló unos instantes.
«Hasta luego, Colin, y gracias por acompañarme todos estos días», se
despidió de él en silencio.
Luego extendió la mano, cogió el mando y pulsó el stop.
Colin desapareció.
Capítulo 2

Abigail

No podía ponerse ese vestido. Era un NO rotundo.


Se volvió con cuidado para no caerse de la silla donde había tenido que
subirse para poder verse en el espejo del baño. La bruñida superficie le
devolvió una imagen ridícula: la de una mujer que parecía haber entrado a
duras penas en un vestido un par de tallas más pequeño de lo que
correspondía a su figura. Aquel estúpido pedazo de tela le marcaba todo lo
que no quería que le marcase: tripa, muslos, culo y un par de lorzas más en
las que prefería no detenerse.
Sabía que había engordado unos cuantos kilos desde que lo había
comprado, pero ¿tanto?
Soltó un gemido frustrado.
No tenía otra cosa que ponerse para salir con sus amigas.
El resto de su ropa era demasiado formal, trajes de chaqueta en su
mayoría, o pantalones vaqueros y camisetas que, como había comprobado
hacía solo unos minutos, tampoco le valían. Ese vestido elástico había sido
su última esperanza. Era de licra, de color negro y gris y, en su día, le
sentaba bastante bien.
Meditó unos instantes sobre su situación. Quizá aquello era una
premonición de que no debía salir. Había tratado de ignorar el resto de las
señales: la conjuntivitis y el herpes labial, porque no quería decepcionar a
Tina, Sonia y Mar, que habían organizado aquella noche con todo el
entusiasmo del mundo, pero si bien podía pasar por alto todo lo demás, no
tener ropa que ponerse sí que era un problema.
Agarrándose al respaldo de la silla, se bajó de ella y su cabeza apareció
por fin en el espejo. Estuvo a punto de girar la barbilla y huir del reflejo.
Se había recogido el pelo en un moño desordenado del que escapaban
unos cuantos mechones que le caían justo por delante de las orejas.
Normalmente solía sentirse guapa con ese peinado, pero no era el caso ese
día. No sabía por qué, quizá porque había cambiado de acondicionador,
pero al secarse el pelo, en lugar de mostrarse ligero y con volumen se le
había quedado pegado a la cabeza. Había tratado de arreglarlo con gomina y
el efecto había resultado mucho peor. Ahora parecía como si la hubiera
lamido una vaca. Y, debido a la conjuntivitis, había tenido que prescindir de
las lentillas y sus ojos color miel lagrimeaban detrás de los cristales de sus
gafas de pasta azul marino.
Para terminar de arreglarlo todo, el herpes que tenía en el labio superior
era tan inmenso que había sentido la tentación de ponerle nombre propio.
Había tratado de cubrirlo con un parche de esos que vendían en la farmacia
y, después, pintarse los labios por encima, pero el resultado había sido un
verdadero desastre. Quizá debería haber elegido un pintalabios más
discreto, porque el tono rojo pasión que había utilizado, en lugar de
disimularlo, convertía aquella protuberancia en algo similar a un alien
furibundo y enrojecido que amenazaba con salir de dentro de su cuerpo y
había elegido la boca para hacerlo.
Un juramento escapó de su garganta.
Hacía dos semanas que sus amigas se habían presentado en el
apartamento para sacarla de su miseria y, en esas dos semanas, había puesto
mucho de su parte para levantar la cabeza y no hundirse.
Punto uno. Se duchaba todos los días.
Punto dos. Había dejado de comprar helado y patatas fritas.
Punto tres. No había vuelto a ver Love Actually, con todo el dolor de su
corazón.
Punto cuatro. Se había dado de alta en varias páginas de ofertas de
empleo y había comenzado a buscar trabajo.
Punto cinco. Había hecho una terapia de choque siguiendo la cuenta de
Instagram de la chica con la que estaba Nico, que se llamaba Leticia. Se
flageló a sí misma viendo fotos de ambos al tiempo que se llamaba imbécil.
Se dio cuenta de que Nico llevaba tiempo con la niñata esa. Había fotos de
ellos dos juntos desde hacía más de un año. Aparentemente la muchacha era
de Alicante y él pasaba muchos fines de semana con ella en la playa,
mientras que a Abi le decía que tenía algún vuelo programado.
Llena de rabia, empezó a indagar en las redes sociales de los amigos de
Nico —algo que sin duda debería haber hecho antes— y descubrió más
fotos de él con otras mujeres, de hacía años incluso. Fiestas a las que había
ido sin ella y viajes que no cuadraban con lo que le había contado. Nico
llevaba mucho tiempo engañándola, casi desde el principio de su relación.
¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta antes? ¿O se había dado
cuenta, pero había pretendido ignorarlo?
Toda su pena y su angustia se habían ido diluyendo mientras observaba
aquellas imágenes. Y, poco a poco, un profundo enfado la había ido
inundando.
Decidida a no seguir mortificándose y a recuperar las riendas de su vida,
había aceptado salir con sus amigas y su hermana esa noche. Cenarían por
ahí y luego irían a tomar una copa, como en los viejos tiempos.
Solo que no había contado con todas aquellas pequeñas desgracias que la
visitaban y, ahora, le apetecía tanto salir como que le hicieran un tacto
rectal.
Y, para colmo, no tenía nada que ponerse.
Arrastrando los pies, regresó al dormitorio y echó un vistazo a la cama,
donde se amontonaban todas las prendas que ya se había probado, unas cien
mil doscientas noventa. Junto a ellas estaba su móvil. Vaciló apenas unos
segundos antes de cogerlo y llamar a su hermana.
—No tengo nada que ponerme, Tina. No puedo salir esta noche —dijo
en cuanto esta aceptó la llamada.
—Venga, hombre, no puedes dejarnos tiradas.
La decepción era más que evidente en su tono.
—¡Pero no sé qué ponerme, de verdad! Todo me queda fatal. Los
vaqueros no me abrochan, y no voy a ir en chándal.
—¿Y el vestido ese negro y gris tan chulo de licra?
Abi se miró a sí misma con desdén. La curva de su tripa amenazaba con
hacer estallar el tejido y se le marcaban las bragas de un modo muy notorio.
—Es el que pensaba ponerme, pero parezco una salchicha embutida.
Un silencio al otro lado de la línea fue la respuesta.
—¿Por qué no te pones el que llevaste a la boda de la prima Rosana?
Recuerdo que era ancho, y seguro que te vale.
—¡Pero si la prima se casó hace ocho años! Ese vestido está pasado de
moda y es demasiado festivo.
—Pues la otra opción son mallas y camiseta, pero pensábamos ir al
Ambigú después de cenar.
Los ojos de Abi fueron hacia el armario. Allí, solitario y triste, colgaba el
vestido del que hablaba su hermana. No se había molestado en deshacerse
de él porque la tela le encantaba. En algún momento lo llevaría a una
modista para que lo modernizase, se había dicho, pero no lo había hecho en
todos esos años.
El vestido tenía un estampado de flores exóticas muy llamativas. Era
amplio y corto con las mangas largas. Llevaba un par de volantes en el
escote y otro par en el bajo. Se notaba que era de fiesta y muy primaveral.
—No sé...
—Hemos quedado dentro de cuarenta y cinco minutos en la puerta del
restaurante, así que tú verás, pero como no vengas te la cargas. Me ha
costado encontrar a alguien que se quedara con los niños, y sé que Sonia
tenía planes con su marido y los ha cancelado por ti. No puedes dejarnos
tiradas.
—Vale —repuso derrotada.
Después de colgar el teléfono se quedó inmóvil unos cuantos segundos,
sopesando sus opciones. Llevar mallas y camiseta al Ambigú, el sitio de
moda en Malasaña, sí que era cutre de verdad. Parecer una morcilla
apretada tampoco era algo por lo que quisiese pasar. Así que solo le
quedaba... el vestido.
Lo descolgó de la percha y, suspirando con impotencia, se quitó el que
llevaba puesto y se lo probó.
Fue al baño a subirse a la silla para poder mirarse al espejo.
El vestido era tan ancho que no le marcaba absolutamente nada, eso era
cierto, pero, al mismo tiempo, tenía tanta tela y tanto volante que la hacía
parecer una mesa camilla. Y no recordaba que fuera tan corto. Cuando
levantaba los brazos el tejido se subía hasta la parte superior de sus muslos.
Se observó con ojo crítico y trató de ser imparcial.
Tenía un aspecto ridículo.
Respiró hondo unas cuantas veces y se agachó para poder verse la cara.
El pelo lamido por la vaca, los ojos llorosos, el herpes y el vestido que
era incapaz de disimular sus kilos y le sentaba como el culo...
«Abi, esta eres tú. O aceptas lo que hay y te lanzas a la calle o lloriqueas
como una imbécil patética y te quedas en casa. La decisión es tuya.»
Las ganas de ponerse su pijama de franela, envolverse en la manta de la
Sirenita y ver de nuevo Love Actually la desbordaron.
Las imágenes de Nico y la niñata con su bikini rojo de tamaño de niña de
once años borraron todas las demás.
Dejó escapar un soplido.
Saldría.
Capítulo 3

Zeta

El Ambigú estaba lleno de gente. En la barra, en la pista, en cada rincón y


recoveco había grupos de personas bebiendo, bailando o tratando de hablar,
algo casi imposible debido al volumen de la música. Los altavoces escupían
furiosos 24K Magic de Bruno Mars.
Les costó llegar hasta el fondo, y no por la gran afluencia de público,
sino porque tuvieron que detenerse cada dos metros a saludar a alguna
conocida y a repartir besos y algún que otro abrazo del que fue difícil
zafarse.
Finalmente lograron alcanzar la escalera y la subieron hasta la primera
planta, donde el mismo tipo de siempre, el de la cara alargada y tristona, los
condujo hasta uno de los reservados del final del pasillo. Allí, al menos, la
música llegaba amortiguada a través de los cristales y podían hablar.
En cuanto el camarero hizo acto de presencia, Raúl se apresuró a pedir
un par de botellas de Johnnie Walker Blue.
Zeta se tiró en uno de los sofás de cuero y se cruzó de piernas mientras
apoyaba la nuca en el respaldo.
Álvaro se sentó a su lado y le dio un codazo.
—¿Has visto a la última chica? ¿La de los ojos enormes y el vestido
blanco?
Zeta le echó un vistazo a su amigo, que parecía entusiasmado.
—No me he fijado, la verdad —repuso.
—¡Pero si le has dado dos besos y la has abrazado!
Trató de hacer memoria, pero las caras de todas las mujeres que había
saludado se le desdibujaron en la cabeza. No le había prestado especial
atención a ninguna.
—No sé, tío...
—Es Lorena, ¿no? —intervino Samuel, que se había acodado en la
balaustrada que daba a la planta inferior y miraba hacia abajo con interés.
—Sí, es Lorena —contestó Álvaro.
—¿Qué Lorena? —inquirió Zeta.
—La hermana de Paula, tu ex.
Zeta frunció el ceño. ¿Esa Lorena? Pues no la había reconocido.
—Estaba estudiando en Londres, pero ya ha vuelto —continuó Álvaro.
—Está más guapa que cuando se fue —dijo Raúl, sentándose frente a
ellos.
—Siempre ha sido guapa.
—Su hermana es más guapa.
—Para nada.
—Joder, pues claro que sí.
Zeta se abstrajo de la conversación. Le importaban una mierda tanto
Lorena como Paula. Se puso de pie y se acercó a Samuel, que seguía con
los ojos fijos en la pista a través de la mampara de cristal.
—¿Has hablado con tu padre de lo del local? —le preguntó este cuando
lo tuvo a su lado.
—Todavía no. Lo haré mañana. Hoy solo tenía en la cabeza lo del jodido
máster y lo de Verónica —respondió Zeta con un encogimiento de hombros.
Samuel y él querían abrir una coctelería y ya habían encontrado un local
adecuado para hacerlo, solo que el dueño del lugar les pedía una gran
cantidad de dinero por el traspaso. Samuel ya había conseguido juntar su
parte, ahora la pelota estaba en el tejado de Zeta, que tenía que convencer a
su padre para que le diese la pasta.
Se había reunido con él en su despacho esa tarde para hablarle del tema,
pero su padre no le había dejado apenas abrir la boca y había comenzado a
darle la lata con lo del máster que quería que hiciera y con Verónica, la hija
de su socio. Zeta llevaba ya dos años saliendo con ella y ambas familias
insistían en que formalizasen la relación.
—¿De verdad te casarías con ella?
—Pfff —resopló Zeta—. Sinceramente, me da un poco igual. Casado o
soltero, voy a seguir haciendo lo que me dé la gana —terminó con una
sonrisa ladeada.
Y así era. No sentía un afecto especial por Verónica. Era una tía
espectacular que quedaba muy bien de su brazo y que le servía en la cama.
Y poco más. No se sentía muy culpable por pensar de ese modo, porque
sabía que ella también lo utilizaba. Lo único que le importaba era que él
estuviera disponible cuando necesitaba presumir de novio guapo. El resto
del tiempo se dedicaba a flirtear con otros.
Era la situación ideal para ambos.
—No sé, Zeta. Casarte así...
—Tampoco está decidido todavía.
—¿Y si conoces a alguien y te enamoras? —le preguntó Samuel al
tiempo que se cruzaba de brazos.
—No me hagas reír. —Zeta soltó un soplido bastante cínico.
¿Enamorarse? ¿Él? Gilipolleces.
—Eh, chicos —llamó Álvaro—, que dice Raúl que es más difícil ligarse
a una tía fea que a una guapa.
—Es que es así. Las tías buenas son más fáciles. Están muy seguras de
que las vamos a elegir, y cuando te acercas a ellas son más receptivas —dijo
Raúl con suma pedantería.
En ese instante el camarero accedió al reservado. Llevaba las dos
botellas, los vasos y una cubitera en una bandeja. Depositó todo encima de
la mesa y se retiró.
—Sin embargo —continuó Raúl con su estúpida disertación—, las feas
nos rechazan porque su inseguridad les dice que unos tíos como nosotros
jamás se fijarían en ellas y eso las lleva a pasar del tema.
—Joder, cuánta mierda dices, tío —dijo Samuel acercándose a la mesa
para servirse una copa.
—¡Es la jodida verdad!
—Yo no lo creo. Pienso que es más difícil ligar con las guapas —replicó
Álvaro—. Como están buenas, son más selectivas. Ligar con feas es más
fácil porque están más desesperadas.
—Para nada. Además, las feas suelen tener un montón de tíos detrás.
Todos los que no se atreven a acercarse a las guapas porque piensan que no
están a la altura se van detrás de las feas para ver si pillan algo.
—Eres como un puto filósofo, ¿no? —se burló Samuel.
Raúl se echó hacia atrás, bebiendo con mucha dignidad.
—¡Joder, está cojonudo! —dijo alzando el vaso en el aire—. Muchas
gracias por la invitación, Zeta. Así da gusto.
Este le correspondió elevando su propio vaso.
—Hay que celebrar que ha acabado la puñetera carrera por fin, joder, que
parecía que no la iba a terminar nunca —intervino Álvaro.
Zeta se limitó a paladear el exquisito whisky, dejando que este le bajara
por la garganta hasta el estómago. Estaba de vicio.
Había recibido los resultados de las dos últimas asignaturas que tenía
pendientes aquella misma mañana y había aprobado. No con una gran nota,
pero un aprobado era un aprobado. Por fin había terminado ADE, una
jodida carrera de cuatro años para la que él había necesitado seis.
—Un brindis por el graduado y por su perfecta novia, Verónica, que esa
es de las guapas —dijo Raúl con un guiño—. Y volviendo al tema de las
feas... —retornó a la carga.
—Joder, qué pesado eres —lo cortó Samuel—. ¿No podemos hablar de
otra cosa? Espera al menos hasta que estemos un poco más borrachos, ¿no?
Raúl frunció el ceño, pero no replicó.
Pronto se enzarzaron en una conversación sobre Lorena y sus amigas y
sobre cómo había cambiado esta para mejor. Zeta no participó en ella. Se
limitó a observar a sus tres amigos en silencio, con los ojos entornados.
Samuel y él eran uña y carne desde críos. Ambos habían jugado en el
mismo equipo de baloncesto en el colegio y compartían muchos intereses
comunes, como el skate y el snowboard. También se habían matriculado en
la misma universidad y elegido la misma carrera, solo que Samuel era un
estudiante bastante más aplicado y se había graduado hacía ya un par de
años.
Los padres de Álvaro vivían en la misma urbanización que los padres de
Zeta, así que, a fuerza de coincidir en los bares de la zona y de verse en el
club de tenis al que ambos pertenecían, se habían hecho amigos. Álvaro
acababa de terminar un máster en Gestión Administrativa y se estaba
preparando para irse a Estados Unidos a hacer otro. Era un friki absoluto de
Star Wars. Lo raro era que no hubiese empezado ya a hablar de Han Solo.
Raúl llegó al grupo algo más tarde. Se conocieron por casualidad en el
circuito de Cheste hacía un par de años, cuando asistieron a una carrera de
MotoGP. Era un fanático de las motos y la Fórmula 1. Había dejado la
universidad sin terminar la carrera de Derecho y se dedicaba a vivir la vida
a costa del dinero de sus padres. Se pasaba las horas muertas en el
gimnasio, al que era adicto. Estaba muy orgulloso de su musculatura, que
trataba de lucir siempre que podía, como era el caso en ese momento con
una camiseta un par de tallas más pequeña de lo que correspondía a su
cuerpo.
Eran tíos majos en general, y Zeta disfrutaba saliendo con ellos, pero
últimamente estaba muy desganado y nada parecía animarlo. Incluso salir
un viernes por la noche a quemar la ciudad y a beber alcohol del bueno le
resultaba tedioso. Necesitaba algo diferente, algo que le despertara los
sentidos.
No sabía el qué.
Una hora después el primer vaso había dado paso al segundo y este, a un
tercero. Y la segunda botella de Johnnie Walker llevaba el mismo camino
que la primera. Zeta la miró con indiferencia. No le dolían demasiado los
ochocientos euros que costaba cada una; a fin de cuentas, tampoco era su
dinero. Su padre pagaba la fiesta.
Las conversaciones, según aumentaba el nivel de alcohol en sangre, se
convirtieron en algo rocambolesco y sin sentido. Una vez que el tema de
Lorena se agotó, pasaron a hablar del último partido del Real Madrid y
siguieron con el viaje a Hawái para hacer surf que llevaban planeando unos
cuantos meses. Finalmente terminaron hablando del concierto al que iban a
acudir en un par de días, el del reencuentro de Guns N’ Roses.
Álvaro, que ya había bebido suficiente alcohol para comenzar con Star
Wars, se lanzó a explicarles la última teoría que había por ahí circulando de
que Rey y Kylo eran hermanos.
Zeta hacía rato que había desconectado. Estaba completamente sobrio y
un poco hastiado. Era su cruz aguantar el alcohol mejor que sus amigos.
Mientras que estos, después de unos cuantos tragos, ya empezaban a
desvariar, a él le costaba muchísimo achisparse.
Agitó el vaso en el aire haciendo tintinear los hielos que había dentro.
Era su tercer whisky y se sentía tan fresco como una lechuga. Se puso de
pie y se acercó a la barandilla para echar un ojo al local. En el tiempo que
llevaban allí había llegado todavía más gente; la pista estaba tan llena que
apenas se podía bailar.
—Te apuesto a que ni siquiera Zeta es capaz de ligarse a la tía más fea de
aquí —dijo Raúl en un balbuceo.
Aparentemente había vuelto al tema ese de las feas. Zeta lo ignoró y
siguió bebiendo mientras su vista se perdía en el mar de rostros que había
abajo. Sonaba Company, de Justin Bieber.
—Zeta es capaz de ligarse a cualquiera —repuso Samuel.
Los labios de Zeta se curvaron en una sonrisa al oír eso. Su amigo y su
infinita confianza en él... Aunque era cierto. Jamás había sido rechazado por
nadie en toda su vida.
—Ni de coña. No te hablo de invitarla a tomar una copa, te hablo de
ligar de verdad. De enrollarse con ella y llevársela a la cama.
—Zeta puede llevarse a la cama a todas las tías que hay aquí ahora
mismo.
Raúl soltó una carcajada.
—No estés tan seguro, tío. No tienes ni puta idea. Mi teoría sobre las
feas es correcta. Lo van a rechazar.
—No lo creo. Que es Zeta, joder —intervino Álvaro—. Míralo.
Él se volvió y observó a sus amigos. Los tres lo estaban recorriendo de
arriba abajo con la mirada como si lo calibraran.
—¿Tanto os gusto? —se mofó—. ¿Quién me la va a chupar primero?
—Pues cualquiera de las tías que hay abajo —contestó Álvaro
cabeceando ligeramente.
—Que os equivocáis, joder —protestó Raúl.
—Te equivocas tú —resopló Samuel.
—¿Qué os jugáis a que la primera tía fea lo rechaza? —soltó Raúl
poniéndose en pie.
—Qué ganas tienes de perder pasta, tío. Cómo se nota que es de tus
padres. —Álvaro se rio.
—Me juego mil euros a que Zeta no es capaz de liarse con la tía que yo
elija.
—¿Mil euros? —Samuel soltó una carcajada estridente.
—¿Quién se atreve a apostar?
—Primero tienes que preguntarle a Zeta si participa en esto, hombre.
Raúl se dio la vuelta y posó los ojos sobre los de Zeta fijamente. Los
tenía desvaídos, producto del alcohol.
—¿Entras? —le preguntó.
Zeta negó con la cabeza con displicencia y aburrimiento. Se quedó
mirando el contenido de su vaso durante unos instantes, pensativo. ¿Y si
participaba en el jueguecito ese? Era una pura gilipollez, pero no tenía nada
mejor que hacer, y un polvo siempre era bienvenido, ¿no? Al cabo de un
breve lapso de tiempo soltó una risa canalla.
—¿La tía la eliges tú?
—Sí, la elijo yo, que soy el que pone la pasta.
—Quiero tener derecho a veto, en caso de que la que elijas sea
monstruosa.
—Vale, te concedo un veto.
—Yo apuesto por Zeta. —Álvaro se puso de pie y se acercó a ellos—. Y
como también arriesgo mi dinero, quiero poder elegir también.
Raúl dejó caer la cabeza hacia delante y se frotó la nuca.
—La elegimos entre todos, entonces —dijo finalmente—. Pero va en
serio. Te la tienes que llevar a la cama —continuó—. No vale un rollito
tonto con morreos y nada más. Y tienes que traer una prueba. Una foto o
sus bragas o algo que demuestre que te la has tirado.
Zeta se echó a reír antes de vaciar su vaso de un trago.
—Sin problema. Un polvo es un polvo. ¿Cuánto tiempo tengo?
—Esta noche.
—¡No! —lo cortó Samuel—. Hay que ser justos, joder. Por lo menos un
par de semanas. Hasta el 15 de junio, venga.
Raúl iba a protestar, pero Álvaro se adelantó.
—Es de justicia.
Zeta hizo un cálculo mental. Tenía casi tres semanas para llevarse a una
tía a la cama. Eso estaba tirado. Era demasiado fácil y casi ridículo. Con
una única noche le bastaría; no obstante, no protestó. Si sus amigos querían
jugar en esos términos, jugaría.
—Pues vamos a buscarla —dijo Samuel acercándose a la mampara de
cristal.
Los demás lo siguieron y comenzaron a escanear el local. La luz era
tenue y había mucha gente, por lo que no se podía distinguir gran cosa.
—Mejor bajamos —propuso Álvaro—. No puedo ver nada. Desde aquí
todas me parecen guapas. —Soltó una risilla.
—¡Esperad! —exclamó Raúl con suma excitación—. Creo que la tengo.
Cuatro pares de ojos se dirigieron al lugar al que apuntaba con el dedo
índice. Incluso Zeta, que había permanecido apartado, se acercó y escudriñó
la planta baja con los párpados entornados.
—Junto a la entrada. Acaba de llegar con otras tres chicas. La del vestido
de flores —siguió diciendo Raúl con frenético entusiasmo.
Los ojos de Zeta la encontraron.
Parecía completamente fuera de lugar allí, entre las demás chicas.
Incluso desde la distancia se podía apreciar que era poco agraciada. Lucía
un peinado desastroso, llevaba gafas y estaba bien entrada en carnes. Y con
aquel vestido hortera parecía un buñuelo floreado gigante.
Zeta soltó una maldición velada.
No sabía si iba a poder...
—Recuerda que tengo derecho a veto.
Capítulo 4

Abigail

Sonaba Style de Taylor Swift, que a Mar le encantaba, así que se lanzó hacia
la pista pasando de todas las demás en cuanto pusieron el pie dentro del
Ambigú.
Tina se acercó a Abi y tiró de su brazo.
—¡Voy a pedir a la barra! —le gritó al oído—. ¿Qué tomas?
—Tónica.
—¿Nada de alcohol?
Negó con la cabeza con energía. Ya se había pasado en la cena con el
vino y no quería mezclar más. Hacía demasiado tiempo que no salía ni se
emborrachaba. Pasito a pasito.
—Voy al baño mientras tanto y ahora te ayudo —le dijo.
—Yo voy a ir buscando una mesa en la terraza, que allí estaremos más
tranquilas —intervino Sonia.
—Que alguien se lo diga a la loca de Mar —propuso Tina con una risa
mirando hacia la pista.
Mar estaba desatada. Llevaba un vestido verde ajustado y muy corto y
bailaba con un entusiasmo desmedido. Un par de chicos bastante más
jóvenes que ella se habían acercado y comenzaban a deambular a su
alrededor.
Lo de siempre.
Mar nunca se iba sola a casa cuando salían a divertirse.
Abi se encaminó al baño, que estaba al fondo a la derecha. Una larga
cola de chicas se alineaba frente a la puerta. Recibió unas cuantas miradas,
algunas curiosas, otras despectivas. Fingió no darse cuenta. Estaba
acostumbrada a ser el patito feo del lugar. Incluso en sus mejores tiempos,
cuando usaba un par de tallas menos, llevaba ropa bonita y no estaba tan
perjudicada, no podía ganar contra chicas como esas. Diosas de la noche
madrileña: jóvenes, delgadas, elegantes, sexis y guapísimas.
Abi siempre había tenido demasiadas curvas y demasiada opulencia en
su cuerpo. No se consideraba gorda en exceso, jamás lo había hecho, ni
siquiera en el instituto, cuando la norma era ser flaca como un junco y los
chicos parecían mostrar poco interés por ella, pero era muy consciente de
cuál era su aspecto y de sus limitaciones.
Oyó unas cuantas risas y ladeó la cara para ver de dónde provenían. Se
revolvió inquieta al darse cuenta de que las tres chicas del grupito que tenía
detrás estaban hablando de ella. Su descaro a la hora de escrutarla de arriba
abajo era bastante evidente.
Si bien era cierto que solía importarle bien poco lo que pensaran de ella,
desde lo que pasó con Nico estaba sensible y no se sentía muy a gusto
consigo misma. No ayudaban en absoluto los kilos que había engordado y
que ese vestido no le quedase nada bien. No obstante, se mantuvo erguida
tratando de que su dignidad no se hiciera añicos y aguantó el tipo hasta que
llegó su turno de entrar en el baño.
Se encerró en el cubículo y soltó un suspiro cansado. Odiaba esos
instantes en los que se sentía sola y rodeada por el enemigo. Necesitaba más
confianza en sí misma.
Su ojo comenzó a lloriquear de nuevo, como llevaba haciendo toda la
noche sin tregua. Se sacó el colirio del bolso y se echó una gota. Aprovechó
también para coger el espejito de mano y mirarse en él.
¡Menudo desastre!
No era sorprendente que hubiese sido el blanco de todos los murmullos.
El parche del labio se le había despegado y colgaba patéticamente a un
lado como si fuera un trozo de piel muerta. Un asco. Vaciló sin saber muy
bien qué hacer. ¿Usar uno nuevo o prescindir de él? Se decantó por lo
segundo. Se lo quitó con cuidado y se limpió los restos de pintalabios. Sí,
era evidente que tenía un herpes, pero tampoco era tan descomunal, ¿no?
Volvió a ponerse las gafas y pestañeó unas cuantas veces.
No estaba tan mal.
Mentira.
Estaba horrible.
Permaneció un rato allí dentro, incluso después de haber terminado,
escuchando los comentarios insustanciales de las chicas al otro lado de la
puerta. Todas más guapas que ella y, desde luego, con vestidos mucho más
modernos.
Si pudiera quedarse allí y no salir a enfrentarse con el mundo...
Su ataque de autocompasión no duró demasiado. Tragó saliva y trató de
ver la situación en perspectiva y de hacer balance de la noche.
Había cenado con sus amigas y se lo había pasado muy bien. Se había
reído y disfrutado con las conversaciones como hacía tiempo que no lo
hacía. Había conseguido olvidarse de todas sus miserias durante unas horas
y volver a ser ella misma.
Y eso era lo importante.
Las miraditas de otras mujeres y sus risitas tontas no iban a hundirla, se
dijo con decisión.
¡No, señor! No lo iba a permitir.
Con más ímpetu del que pretendía, abrió la puerta del aseo y salió al
exterior. Su desproporcionada energía provocó que la hoja de madera
chocara contra la pared y que todas las cabezas se girasen en su dirección.
Ignorando a las otras chicas que hacían cola, echó a andar muy estirada y
resuelta, aferrando su bolsito negro con ambas manos. Oyó unas cuantas
risas a su espalda, pero pasó de ellas.
«Sigue adelante, Abi. Tú puedes con todo. No te dejes humillar por esas
niñatas gilipollas.»
Paseó los ojos por la atestada pista, pero Mar ya no estaba allí. Luego
escudriñó la barra con atención. A su hermana tampoco se la veía por
ningún sitio, y se sintió culpable por haberla dejado tirada. Dio media
vuelta y se dirigió hacia la terraza.
La música estaba muy alta y resultaba molesta, así que se apresuró a
atravesar el local. Las luces eran tenues y no permitían distinguir gran cosa,
sin embargo, notó unas cuantas miradas posadas sobre su persona. Con
incomodidad siguió avanzando, abriéndose paso entre la gente. Se detuvo
un instante junto a la puerta que daba a la terraza para dejar paso a unos
muchachos que salían por ella y oyó nuevas risas. Giró la cara y volvió a
encontrarse con un grupo de chicas que cuchicheaban y la señalaban. Una
de ellas, que no aparentaba más de dieciocho años y le recordó a la Leticia
de Nico, negaba con la cabeza mientras se carcajeaba abiertamente.
Se le encogió el pecho y la sangre comenzó a hervirle en las venas. ¿En
serio eran tan maleducadas esas crías? Azorada, y gruñendo por dentro, se
puso en movimiento.
Odiaba sentirse así de vulnerable.
Necesitaba apoyo moral con urgencia.
No había mucha gente en la terraza y localizó a sus amigas con rapidez.
Estaban reunidas en torno a una de las mesas altas del fondo, debajo de una
tira de bombillitas blancas que colgaban de la techumbre de paja. Sonia y
Tina se sentaban en taburetes, mientras que Mar estaba de pie y se
contoneaba al ritmo de la canción que sonaba en ese momento: Work, de
Rihanna.
Las caras de las tres se transformaron al verla aparecer. Tina y Sonia
abrieron la boca desmesuradamente. Y Mar se quedó congelada en sus
movimientos. Su cambio de actitud fue tan drástico que Abi se detuvo en
medio de la terraza e inclinó la cabeza para estudiarlas con atención. ¿Qué
demonios estaba pasando?
Tina comenzó a hacerle aspavientos frenéticos para que se acercase y
Sonia se bajó del taburete y echó a andar hacia ella a toda velocidad.
—Joder, Abi. Eres un desastre —le dijo al oído cuando se encontró a su
lado.
Empezó a toquetearle el vestido y a tirar de la tela con energía.
—¿Qué... qué pasa?
—Al subirte las bragas en el baño debes de haberte pillado el bajo de la
falda también y vas enseñándolo todo.
Los ojos de Abi se dirigieron hacia abajo llenos de espanto. Su amiga
acababa de colocarle bien el vestido y ya no se veía nada.
—¿En serio? —preguntó con vocecita.
Por eso la miraba todo el mundo.
Había paseado su generoso culo embutido en esas horribles bragas color
carne de abuela por toda la discoteca.
¡El horror!
Se puso tan roja como un tomate y quiso que la tierra se abriera en ese
momento y se la tragase. Lanzó un vistazo a su alrededor y descubrió unas
cuantas miradas llenas de conmiseración y alguna que otra sonrisilla
burlona.
—Anda, ven a la mesa.
Sonia la tomó de un brazo y la condujo hacia el fondo. Abi avanzó
mirando al suelo empedrado. Si hubiera llevado tacones en lugar de esas
bailarinas planas, era probable que hubiese tenido que descalzarse para
poder seguir andando. Le temblaban las piernas.
—Te juro que si me lo cuentan no me lo creo —dijo Mar como
recibimiento llena de incredulidad.
—No te preocupes —se inmiscuyó Tina, bajando de su taburete y
cediéndoselo. Se notaba que estaba intentando contener una risa—. No se
ha dado cuenta mucha gente. Dentro apenas hay iluminación, y aquí...
—No mientas —la interrumpió Mar—. Lo ha visto todo el mundo.
Abi trepó al taburete y hundió la barbilla en el cuello mientras le lanzaba
una mirada llena de reproche a su amiga.
—Es verdad —afirmó Mar sin compasión alguna—. Lo ha visto toda la
discoteca. Tus bragas son de algodón y color carne. No sabía que todavía
existieran bragas así.
—Son las únicas que he encontrado entre mi ropa que me sirviesen —
balbuceó Abi cogiendo su vaso y bebiendo un trago de su tónica a través de
la pajita—. No me miréis y dejadme morir sola.
En silencio lamentó no haberse puesto unas mallas y una camiseta para
salir aquella noche. El puñetero vestido estaba resultando ser un fiasco
absoluto.
—Estas cosas solo te pasan a ti —murmuró Mar cabeceando—.
Acuérdate del día del papel higiénico.
Su amiga tenía razón. No era la primera vez que algo semejante le
sucedía. Hacía un par de años, en un local similar a ese, después de una
breve visita al baño, regresó junto a sus amigas sin darse cuenta de que
llevaba un trozo de papel higiénico bastante largo enganchado a la cinturilla
del pantalón, balanceándose de un lado a otro de su trasero como si fuera
una cola. Y lo había paseado por toda la discoteca, claro.
—Míralo por el lado positivo... —comenzó Sonia, pero se detuvo y
desvió la vista.
Todas esperaron a que continuara. No lo hizo.
—¿Lado positivo? —La imprecación sarcástica llegó de la boca de Mar
al cabo de un rato—. Ni siquiera tú, que eres doña Optimismo, tienes una
idea.
—Espera, que seguro que algo se me ocurre —repuso.
Abi las estudió alternativamente. La única que permanecía seria era Mar,
las otras dos estaban a punto de echarse a reír. Incluso su hermana, que
tendría que haberse compadecido y apoyarla. «Cabronas.»
—¿Por qué no os vais todas a bailar un rato y me dejáis aquí con mi
desgracia? —Resopló dejando caer la cabeza hacia delante.
—¡Ya lo tengo! —intervino Tina—. El lado positivo es que ya no puede
pasarle nada peor esta noche.
—No tientes a la suerte. Todavía puede caerse del taburete antes de irnos
—dijo Mar encogiéndose de hombros.
Sonia se llevó la mano a la boca y contuvo una carcajada.
Abi la fulminó con los ojos.
—Recuérdame que dejemos de ser amigas —le lanzó entre dientes.
—Venga, Abi —dijo Tina con un ademán.
—Y a ti, que dejemos de ser hermanas.
—Estoy viendo a un tío que es mi tipo —dijo Mar repentinamente,
cambiando de tema.
Abi dio gracias al cielo en silencio por tener una amiga tan egoísta y tan
poco compasiva e indiferente.
—¿Cuál? —preguntó Tina estirando el cuello y mirando en la misma
dirección que Mar lo hacía.
Todas giraron la cabeza y trataron de buscar al elegido con los ojos.
—El de la mesa de la entrada, el que va vestido de negro y tiene un vaso
en la mano derecha. Ese que está tonteando con la chica del vestido blanco.
Incluso desde la distancia se podía apreciar que el muchacho era guapo,
delgado y alto, con el pelo rubio. Y muy joven. Muy del estilo de Mar.
—Pero esa debe de ser su novia —dijo Sonia.
—Ni de coña. ¿No ves su postura? Él está intentando ligársela y ella se
está haciendo la difícil. Es de manual. —La convicción vibraba en la voz de
Mar.
Si ella decía que eso era así, entonces era así. Era toda una experta en
aquellas lides.
—Voy a conectar el radar y voy a ir hacia allá —añadió con una mirada
calculadora.
—¡Pues date prisa, porque se larga!
El tipo, seguramente cansado de tirar la caña sin que pescara ningún pez,
había abandonado a la chica del vestido blanco y se internaba en el local.
Mar echó a andar tras él sin despedirse, con sus caderas oscilantes y su
espalda erguida.
—Esto tengo que verlo —dijo Sonia cogiendo su vaso.
—Yo también voy —la secundó Tina—. ¿Te vienes, Abi?
—No. No. Me quedo aquí. Id vosotras y luego me contáis.
Las vio alejarse mientras sorbía por su pajita. Lo último que quería era
pasearse de un lado a otro del Ambigú y llamar más la atención. Ya había
protagonizado el episodio de la noche. Ahora solo quería pasar
desapercibida y contar los minutos que faltaban para poder irse a casa a ver
Love Actually.
Capítulo 5

Zeta

Bajaron del reservado y barrieron el local de un extremo a otro con los ojos,
pero no pudieron encontrar a la chica del vestido floreado. Hablaron de
buscar otra víctima más adecuada, pero Raúl estaba empeñado en que fuera
esa. Algo debía de haberle llamado la atención en ella, porque se negó a
elegir a otra.
—Tiene que ser esa —dijo con terquedad.
—¿Y si se ha ido? —sugirió Álvaro.
—Pero si acababa de llegar. A lo mejor está en el baño.
Así que Álvaro y Raúl se dedicaron a merodear por el concurrido baño
de chicas mientras Samuel y Zeta iban a la barra.
—A ver qué aspecto tiene de cerca —dijo Samuel mientras esperaban
sus consumiciones—. Puede ser un horror. A lo mejor tienes que hacer uso
de tu veto.
Zeta se encogió de hombros.
—No soy muy selectivo a la hora de follar, ya lo sabes. Otra cosa sería si
tuviese que pasearla por ahí. —Sonrió de medio lado.
—Eres un pedazo de cabrón de la leche. —Samuel se rio.
Zeta cogió el whisky que acababa de servirle el camarero y se volvió
hacia la pista. La escaneó con hastío. Había multitud de chicas guapas
bailando allí, pero su atención no se detuvo en ninguna en especial. Hacía
tiempo que todas las mujeres de su edad le parecían iguales. Delgadas,
bronceadas, con el pelo largo y maquillaje llamativo. Vestidas de un modo
similar, con vestidos ajustados que potenciaban sus curvas y que dejaban
poco a la imaginación.
Un par de ellas comenzaron a lanzarle miradas descaradas y
provocadoras.
La desgana lo invadió.
Se dio la vuelta y miró a Samuel, que lo contemplaba con expresión
curiosa.
—Estás hasta los cojones, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Por tu forma de comportarte, con esa apatía, como si todo te importase
una mierda.
Zeta se quedó pensativo unos instantes. Su amigo tenía toda la razón del
mundo.
—Digamos que no encuentro muchos alicientes —admitió antes de darle
un trago a su bebida.
—¿Por eso has aceptado lo de la apuesta? ¿Por aburrimiento?
Volvió a encogerse de hombros.
—Supongo que sí.
En ese instante llegó Álvaro como una exhalación, haciendo aspavientos
con los brazos. Tomó la muñeca de Samuel y lo obligó a ponerse en
marcha. Tenía una mueca extraña en la cara, una mezcla de incredulidad y
diversión.
—¡Por favor, tenéis que ver esto! —gritó para hacerse oír por encima de
la estridente música—. Daos prisa.
Zeta los vio alejarse y perderse entre la gente y los siguió con más
moderación, cabeceando. Hacía tiempo que no veía a Álvaro tan excitado
por algo. ¿Qué cojones querría que vieran?
La respuesta a su pregunta llegó rápidamente, a solo unos metros de
distancia.
Era la chica del vestido de flores.
La elegida.
Se encaminaba hacia la terraza. La gente había hecho una especie de
pasillo por el que avanzaba sin ser muy consciente de que era el blanco de
todas las miradas y las risas.
Zeta se detuvo bruscamente cuando ella entró en su campo de visión. Al
darse cuenta de lo que estaba sucediendo tuvo ganas de llevarse la mano a
los ojos y frotárselos. Seguro que esa imagen era un espejismo. No podía
ser real.
Pero lo era.
La falda del vestido de la chica se le había enganchado en la ropa interior
y dejaba gran parte de sus muslos y su trasero al descubierto. Un trasero de
generosas dimensiones que iba enfundado en una prenda de esas que solo
tenían un nombre: mataorgasmos. Y ella seguía andando tan erguida, sin
saber que acababa de convertirse en el espectáculo de la discoteca.
Por un segundo, solo por un segundo, al oír los comentarios y las risas a
su alrededor sintió pena por ella. Luego recordó que esa era la mujer con la
que tenía que echar un polvo y se le pasó la lástima. La calibró con la
mirada mientras se iba alejando y sopesó la idea de hacer uso de su veto,
pero lo pensó mejor. Las mujeres con curvas no le desagradaban y, además,
alguien tan absurdo y patético como ella solo podía ser una presa fácil, no
tenía la menor duda.
—Usa el veto —le dijo Samuel al oído.
No respondió.
—Está entradita en carnes —añadió Álvaro con una sonrisa de oreja a
oreja.
Zeta no dijo ni una palabra. Se limitó a acercarse al ventanal y observar
la terraza. Una de las amigas de la muchacha salió a su encuentro y le
colocó bien el vestido. Poco después ambas se acercaban a una de las mesas
del fondo, donde había otras dos chicas más.
A pesar de que ya la tenía de frente, la distancia no le permitía apreciar
su rostro. Solo pudo ver que llevaba unas gafas de pasta y que su peinado
era un despropósito.
Se llevó el vaso a los labios y ladeó la cabeza.
Sus amigos se habían situado a su lado y espiaban el exterior igual que
hacía él.
—Es ideal —masculló Raúl. Había risa en su tono.
—Usa el veto —repitió Samuel. La voz de la lógica.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo Álvaro con guasa.
Zeta apoyó la espalda en un lateral de la cristalera y siguió estudiando a
la chica del ridículo vestido de flores a través de las pestañas. Esta daba
pequeños sorbitos a su bebida a través de una pajita y se mostraba cabizbaja
y avergonzada. Sus amigas parecían estar burlándose de ella. No era de
extrañar. Cada vez que su imagen paseándose por todo el local con el culo
al aire acudía a su cabeza, a él mismo se le concentraba una risa
efervescente en el pecho.
Hacía tiempo que nada lo hacía reír.
No iba a usar el veto.
Transcurrieron unos cuantos minutos en los que sus amigos comenzaron
a esgrimir razones a favor y en contra de liarse con alguien semejante.
Zeta los ignoró. Seguía pendiente de la escena de la terraza. Las amigas
de la chica se despidieron de ella. Después accedieron al interior del local y
pasaron muy cerca de donde ellos estaban, camino de la pista de baile.
Su objetivo estaba solo.
El momento perfecto.
Vació su vaso de un trago y se lo tendió a Álvaro, que lo cogió con
rapidez. Después activó el modo depredador y se puso en marcha.
—¡Suerte, campeón!
—¡A por todas!
—¡No la destroces!

Abigail

—Hola, ¿quieres tomar una copa conmigo?


Abi levantó la vista de su vaso y miró a un lado y a otro buscando al
destinatario de la pregunta. Era obvio que no iba dirigida a ella, pero no
había nadie más cerca de su mesa. Con el ceño fruncido se encaró con el
recién llegado que había preguntado algo tan tonto.
Su ojo derecho eligió ese preciso momento para lagrimear y pestañeó
con frenesí, tratando de aclarar la visión. ¡Maldita conjuntivitis! Cuando por
fin pudo controlar la humedad y el nervioso parpadeo que la acompañaba,
fijó la vista en el personaje que tenía delante.
La pajita que sostenía entre los labios cayó al vaso cuando se le
desencajó la mandíbula. Con la boca abierta y el ojo desprendiendo lágrima
tras lágrima detrás del cristal de sus gafas, contempló al espectacular
espécimen de sexo masculino del que solo la separaba la alta mesa redonda.
Ahora tenía más que claro que la pregunta no era para ella. Un hombre
de aquel calibre jamás se habría dignado dirigirle la palabra a una mujer
como ella, y menos en las desafortunadas circunstancias en las que se
encontraba.
—¿Pe-perdón? —tartamudeó.
A pesar de que el volumen de la música no estaba muy alto, la voz le
salió tan estrangulada que apenas se oyó. Sin embargo, él sí que pareció
haberla oído.
—Te he preguntado que si quieres tomar una copa conmigo.
Incapaz de creer que aquello estuviera sucediendo, lo escrutó de arriba
abajo, tratando de ganar tiempo. Superaba el metro ochenta y cinco, eso era
seguro. Llevaba unos vaqueros muy desgastados y una camiseta negra
demasiado ceñida a su torso bajo la que se adivinaban los contornos de un
cuerpo musculoso. Los ojos de Abi aterrizaron sobre el cuadrado mentón,
que lucía la sombra de una incipiente barba. Sus labios eran generosos y
estaban ligeramente curvados. Una nariz casi perfecta, algo aplastada en el
puente y salpicada de unas cuantas pecas que le daban un aire travieso, y
unas cejas oscuras, rectas y bastante pobladas completaban el conjunto.
Bueno, no, el conjunto se completaba definitivamente con unos ojos de
color azul océano y un pelo castaño claro, cortado y peinado a la última
moda, más largo por delante que por detrás.
Pestañeó un par de veces.
Era un modelo de pasarela.
O un actor famoso.
O un modelo de pasarela y actor famoso al mismo tiempo.
—¿Me... hablas a mí?
—Claro. ¿A quién, si no?
Y su voz... ¡Qué voz! Profunda y ronca con un timbre amistoso algo
provocador.
Una voz mojabragas...
—Creo que... que te equivocas de persona.
¿No era obvio? Él era un adonis y ella una chica sin nada destacable en
su apariencia. Mejor dicho, hecha un desastre.
—No me equivoco. Hablo contigo —insistió él, acodándose en la mesa
—. ¿Cómo te llamas?
Abi lo miró llena de desconfianza. Algo no encajaba. No tenía sentido
que un tipo así se hubiese acercado a ella.
—Abigail —respondió con reticencia.
—Joder, qué original. Creo que eres la primera persona que conozco que
se llama así. Yo soy Zeta.
«¿Zeta? ¿Como la última letra del abecedario?»
Él no dijo nada más al respecto y ella se quedó con las ganas de saber el
origen de su nombre.
—¿Qué es lo que estás bebiendo? —Señaló su vaso.
—Tónica.
Antes de que pudiera añadir nada, él hizo un gesto con la mano y un
camarero no tardó en plantarse a su lado.
—Una tónica y un Johnnie Walker Blue.
—No servimos el Johnnie Walker en copa. Tiene que ser la botella
entera.
—Pues trae la botella entera —repuso con displicencia.
El camarero no tardó en alejarse y el actor famoso-modelo de pasarela-
míster mundo volvió a dedicarle toda su atención a Abi, que estaba
completamente paralizada y no sabía muy bien qué decir.
—¿Vienes mucho por aquí?
—Eh..., no. No mucho —contestó dubitativa.
Se sentía incómoda y fuera de su elemento. Quizá en otro momento y
otro lugar habría disfrutado de una conversación con un tío semejante, pero
ese día no era el apropiado. Era muy consciente de su apariencia y no tenía
ganas de hablar con nadie, y menos todavía con un desconocido que,
probablemente, lo único que quería era divertirse a su costa.
Lanzó una mirada cargada de desesperación hacia la puerta de cristal,
esperando ver a alguna de sus amigas, pero no había ni rastro de ellas. Sin
embargo, su atención se vio atraída por unos tipos que no paraban de lanzar
ojeadas en su dirección. Eran tres y parecían muy interesados en ella.
Seguro que habían sido testigos de su espectáculo de antes. Mortificada,
bajó la cabeza y clavó la mirada en el borde de la mesa.
—¿Has venido con alguien?
Alzó la vista y se enfrentó a él. Se encontró con que sus ojos estaban
fijos sobre su labio superior, exactamente en el lugar que adornaba su
herpes. Lo contemplaba con fascinación, como si nunca hubiera visto nada
igual.
«Es probable que jamás haya visto nada semejante, al menos nada de
este tamaño...», pensó con resignación.
Controlando el impulso de llevarse una mano a la boca para cubrírsela,
cogió la pajita y removió los hielos que había dentro de su vaso, tratando de
ganar algo de aplomo.
—He venido con mis amigas, pero han ido a bailar.
—¿Y tú no bailas?
—No.
Lo soltó con sequedad. Nada más hacerlo se arrepintió de haber sido tan
borde y se concentró en su tónica como si las respuestas a todas las
preguntas del universo estuvieran dentro de su vaso.
Al cabo de unos instantes de silencio, en vista de que él no decía nada, lo
miró y vio que la estaba contemplando con una ceja arqueada.
Y sonreía.
Su sonrisa era una de esas que salían en la tele anunciando dentífrico
blanqueador. Sí, era como la del actor del anuncio que decía: «La persona
en la que más confío en este mundo es mi dentista...», de dientes blancos y
perfectos. Absolutamente impresionante. Tenía el toque justo de picardía e
insolencia.
Era una sonrisa canalla.
Sensual.
Erótica.
Una sonrisa que hizo que a Abi se le caldearan las extremidades y se le
quedara el aliento atascado en algún lugar del paladar.
Una sonrisa que provocó una explosión de luces en el oscuro cielo
madrileño, que transformó la noche en día y que atrajo a un coro de ángeles
celestiales que pasaba volando por allí mientras entonaban una melodía
encantadora y hacían sonar fanfarrias y trompetas...
Abi pestañeó un par de veces anonadada. Se dio cuenta de que la pajita
se le había deslizado de la boca y había caído al vaso de nuevo, pero
todavía tenía los labios fruncidos, como si siguiera sosteniéndola entre
ellos.
—Pues es una pena. Me habría gustado verte bailar —dijo él con voz
aterciopelada.
—A... a... a...
Se dio cuenta de que estaba balbuceando y cerró la boca de golpe. Notó
cómo el calor inundaba sus mejillas y reprimió el deseo de llevarse la mano
a la frente y medirse la temperatura.
«Me habría gustado verte bailar.»
¿De verdad había dicho él eso?
¿A qué estaba jugando?
El camarero llegó en ese instante para salvar la situación. Dejó las
bebidas y un platito con la cuenta sobre la mesa y aguardó silencioso. Los
ojos de Abi se dirigieron al trozo de papel y, de refilón, alcanzó a ver el
importe que aparecía allí.
¡Más de ochocientos euros!
La tónica se le fue por otro lado y comenzó a toser. Algo del líquido se le
escapó también por la nariz. Horrorizada, trató de girar la cabeza y huir de
la situación.
—¿Estás bien? —inquirió él. Se volvió hacia ella con sus preciosos ojos
muy abiertos, siendo testigo de primera mano de su patética miseria.
La poca dignidad que le quedaba a Abi se esfumó al sentirse escrutada.
Frenéticamente buscó unos clínex que llevaba en el bolso, sin encontrarlos.
—Toma. —Él le tendió unas cuantas servilletas.
Las cogió con extrema brusquedad y se cubrió la cara con ellas mientras
seguía tosiendo. De reojo, comprobó que el camarero también la miraba
fascinado, como si estuvieran en el zoo y ella fuese una especie en peligro
de extinción.
¿Por qué no podía morirse en ese mismo instante?
Por fin, después de treinta años y un día, aproximadamente, dejó de
toser. Con la cara ardiendo por la vergüenza, irguió los hombros e intentó
ser una persona normal. Durante su ataque de tos Zeta había abonado las
consumiciones con su tarjeta de crédito y el camarero se había marchado.
Ochocientos.
La cifra seguía danzando por la cabeza de Abi.
Miró la botella con incredulidad. Luego lo miró a él. ¿Cómo podía un
crío —porque era evidente que tendría veintipocos años— permitirse pagar
esa fortuna?
—¿Estás mejor? —La pregunta llegó en tono ronco y sexi.
—Sí, gracias —murmuró.
Cogió su nueva tónica y prescindió de la pajita. Bebió un trago y volvió
a dejar el vaso en la mesa. La sensación de incomodidad era tan grande que
estuvo tentada de decirle que se fuera y que la dejara en paz, pero su buena
educación ganó y se quedó callada. Además, él acababa de pagarle una
consumición.
Sus ojos se posaron un instante sobre los tres chicos que le habían
llamado la atención minutos antes. Seguían en la puerta y la observaban sin
ningún tipo de disimulo mientras cuchicheaban entre sí. Eran jóvenes y
atractivos, del estilo de Zeta, pero sin ser tan arrebatadores. Frunció el ceño
contrariada. ¿Qué narices querían de ella?
Él debió de darse cuenta de que estaba distraída porque giró la cabeza en
la dirección en la que miraba y, al ver a los tres tipos, la expresión de su
rostro cambió ligeramente. Pareció comunicarse con ellos en silencio.
—¿Los conoces? —le preguntó.
—Son mis amigos —reconoció él, volviendo a centrar toda su atención
en ella.
Abi meditó a toda velocidad. No era imbécil, y el hecho de que un tipo
como él estuviera allí con ella y la hubiese invitado a una copa mientras sus
amigos los espiaban desde la distancia esperando algo solo podía significar
una cosa.
Apuesta.
«Si te lías con la más ridícula de la fiesta, te invitamos a algo.»
Casi podía oír esas palabras.
«¿Por qué me invitas a una copa? ¿Qué quieres de mí? ¿Qué haces aquí
conmigo y por qué no estás con alguna de esas chicas impresionantes que
hay por todas partes?»
Todas esas cuestiones se le agolparon en la punta de la lengua mientras
le echaba un vistazo de soslayo. Él se había servido una pequeña cantidad
del ambarino líquido al tiempo que la contemplaba con determinación.
Al final no pudo reprimirse y la pregunta abandonó su boca.
—¿Por qué estás aquí?
—¿Aquí? ¿En el Ambigú? —Su voz era claramente incitadora.
De pronto, que él jugara a hacerse el inocente la molestó. Estaba cansada
de hombres guapos, mujeriegos y juguetones. Nico era igual.
—Conmigo, aquí —soltó con sequedad—. No soy la chica más guapa
del local.
—Eso lo decido yo, ¿no?
Abi resopló con sarcasmo contenido, cada vez más enojada. Entornó los
párpados y se encaró con él.
—Mírame bien, Zeta. —Pronunció su nombre con retintín—. Sé que mi
vestido está pasado de moda, que me lloran los ojos porque tengo
conjuntivitis y que tengo una calentura del tamaño de África. Sin contar con
que hoy llevo el pelo fatal. Y es muy probable que tú y tus amigos hayáis
sido testigos del espectáculo que he montado hace un rato cuando he salido
del baño. Así que ya has visto mi cuerpo en todo su esplendor, y tengo la
sensación de que una mujer como yo no es de tu tipo... ¿Por qué no eres un
poquito sincero y me dices lo que haces aquí? ¿Qué ha sido, una apuesta?
Soltó aquella perorata con dureza, sin apartar la vista del masculino
rostro, buscando una mínima inflexión de sus facciones.
No halló nada.
Él la contempló por espacio de una eternidad.
El estómago de Abi se constriñó ante la intensidad de su mirada. Sus
ojos estaban bordeados por espesas pestañas de un tono castaño claro.
¡Joder, era realmente guapo!
Cuando ya estaba a punto de perder la paciencia y volver a preguntarle
qué hacía allí, él dejó su vaso sobre la mesa con parsimonia y dio dos pasos
en su dirección, situándose justo a su lado.
Abi cogió aire. Estaba tan cerca que incluso pudo oler un ligero aroma a
colonia o a champú. No podía precisarlo, pero era agradable.
Entonces él extendió la mano y le quitó las gafas. Las dejó sobre la
mesa. Ella no hizo nada para detenerlo porque se había quedado petrificada
por la sorpresa.
—Punto uno, tu conjuntivitis desaparecerá. Punto dos, tu calentura
también —susurró él—. Punto tres, tu pelo no tiene nada de malo, es solo
un peinado. Punto cuatro, lo de tu vestido tiene solución, es tan fácil como
que te lo quites. —Hizo una breve pausa y le alzó la barbilla con los
nudillos. Luego le perfiló el labio inferior con el pulgar—. Estoy seguro de
que estás mucho mejor sin él. Lo poco que he podido ver de ti antes me lo
ha confirmado. —Su voz se tornó áspera mientras bajaba la cara y la
aproximaba a la de ella—. Me gustan las mujeres con curvas, ¿sabes? Las
mujeres como tú.
La última frase se la dijo al oído.
Abi cerró los ojos casi por inercia y un gemido escapó de su boca. Podía
sentir el tacto de la yema de su dedo sobre sus labios y su aliento bañándole
el lóbulo de la oreja. Se derritió.
«¿En serio eres tan floja?»
Una potente voz interior llena de coherencia acudió al rescate de su
estupidez.
Se echó hacia atrás con violencia, muy enfadada consigo misma. El
corazón le palpitaba con fuerza y le costaba respirar.
¡Dios! ¿Cómo era posible que pudiera caer en las redes de otro
mujeriego de ese modo?
Con la mandíbula apretada por la furia, lo empujó por el pecho y lo
apartó. Él no se resistió, se dejó empujar mientras una sonrisa ladeada
adornaba su sensual boca y sus párpados se mantenían entrecerrados de un
modo sexi y atrayente.
«Capullo.»
—No estoy para bromas —masculló ella.
—¿Quién está bromeando?
—¿Tú y tus amigos?
—Mis amigos solo sienten curiosidad. Pasa de ellos —repuso él
encogiéndose de hombros. Volvió a coger su vaso y a dar un trago—. Yo
voy en serio.
Ella resopló de un modo bastante vulgar.
—¿En serio?
—Sí, es en serio que quiero llevarte a la cama.
Abi abrió la boca y la volvió a cerrar bruscamente.
—¿Esta táctica te suele funcionar con las tías?
—No lo sé. Suelen ser ellas las que vienen a buscarme.
—No tienes vergüenza, ¿no? —lo cuestionó, sorprendida por su descaro
—. ¿Cuántos años tienes?
—¿Importa la edad?
—A mí, sí.
—Veintitrés.
¡Lo sabía! Un crío al que le sacaba cuatro años y que solo buscaba un
polvo rápido.
—Yo tengo veintisiete. Eres muy joven para...
—Me ponen las tías más mayores —la interrumpió.
Negó con la cabeza con energía. ¿Qué pensaba que era ella? ¿Un rollo de
una noche?
La idea que había tenido antes sobre la apuesta se afianzó en su cabeza.
—¿Qué te has apostado con tus amigos? ¿Que eras capaz de llevarme a
la cama con solo chasquear los dedos? ¿Piensas que solo soy un polvo?
La miró con las cejas arqueadas y un gesto claramente incitador.
—Quizá más de uno. Todo se verá.
Hablaba con tanta arrogancia que a Abi le entraron ganas de alzar la
mano y cruzarle la cara.
—No estoy interesada —rechazó.
—¿Por qué no? Nos lo podemos pasar muy bien tú y yo.
—No estoy interesada en echar un polvo.
—¿Eres una monja?
—¡No!
—¿Entonces...?
—No soy ese tipo de mujer que conoce a un tío la primera noche y se va
con él a la cama. No es mi estilo.
—¿Y cuántas noches tienen que pasar para que te vayas con un tío a la
cama? ¿Dos, tres, cuatro? Tú dime y yo pongo de mi parte. Podemos quedar
mañana también, y pasado y al otro... Ir sumando días hasta que te decidas.
Abi se lo quedó mirando con suma incredulidad. ¿De verdad ese tío era
real?
—Como ya te he dicho, no me interesa —respondió con un suspiro.
—¿No te interesa follar con nadie o es conmigo?
Desde luego, era persistente.
Tampoco parecía importarle demasiado que ella lo estuviera rechazando.
Su postura y su actitud displicentes no se habían alterado ni un ápice.
Seguía bebiendo con tranquilidad, con un codo apoyado en la mesa
mientras sonreía.
—No me creo que me estés diciendo todo esto. Estas cosas solo pasan en
las películas.
—Podría andarme por las ramas y decirte muchas gilipolleces, pero creo
que es mejor ser directo, ¿no? Somos adultos. ¿Por qué te sorprende tanto
que quiera echar un polvo contigo?
Abi guardó silencio. ¿Cómo no iba a estar sorprendida, si él era un tío
espectacular y ella... ella... pues no lo era?
—No me vengas con eso que me has dicho antes —intervino él antes de
que pudiera decir nada—. Ya he rebatido todos tus argumentos. Y responde
a mi pregunta. ¿No follas con nadie o soy solo yo?
—Con nadie —masculló.
—¿Desde cuándo?
—¿A ti qué te importa?
Él soltó una risa. Aparentemente no se ofendía por su aspereza.
—Creo que va a ser mejor que nos despidamos —comenzó ella—. Te
agradezco de verdad que me hayas invitado a la tónica, pero esta
conversación se está convirtiendo en algo desagradable.
—No te vayas y tómate tu tónica, anda —le dijo él de nuevo con esa voz
que podría haber derretido el puñetero Polo Norte—. Prometo comportarme
como un caballero.
Su mirada pícara desmentía las palabras que acababa de pronunciar.
Abi tragó saliva y negó con la cabeza.
—Pero ¿acaso tú sabes lo que es ser un caballero?
—Puedo intentarlo si me das la oportunidad.
Lo escrutó con atención, tratando de leer algo en él, pero no le resultó
posible. Era bastante hermético. Su rostro espectacular no expresaba nada,
al menos nada que ella pudiera interpretar.
Le lanzó una de esas sonrisas de anuncio de televisión.
A Abi le dio un vuelco el estómago.
¿Por qué era tan encantador de repente?
—A ver, sabes lo que quiero de ti. He sido sincero. Pero estoy dispuesto
a currármelo. Dame quince minutos y te demuestro que soy un tío que
merece la pena.
Dos Abis se enfrentaron dentro de su cabeza.
En el rincón azul, con una altura de un metro setenta y dos y ochenta y
tres kilos de peso, la Abi racional le gritó con muchos aspavientos que se
largara de allí y no se dejara convencer por la palabrería de aquel charlatán.
En el rincón rojo, con una altura de un metro setenta y dos y ochenta y
tres kilos de peso, la Abi loca y desinhibida le susurró tentadora que
tampoco pasaba nada por quedarse un ratito charlando con semejante tío
bueno.
—Vamos —insistió él.
Y esa palabra pareció alcanzar a la Abi del rincón rojo.
—Tienes quince minutos —capituló al fin, al tiempo que se miraba el
reloj de pulsera como si fuera un cronómetro.
Solo tres minutos después supo que estaba perdida.
No era lo que él le contaba, sino cómo lo hacía.
Su perfecta boca emitía frases sazonadas con sonrisas deslumbrantes que
le entornaban los ojos y los hacían brillar de tanto en tanto. A veces
arrugaba la nariz o fruncía el ceño de un modo cautivador. O ladeaba la
cabeza poniendo de manifiesto su mentón cuadrado, y asentía con energía
de forma que un par de mechones de pelo le caían sobre la frente. Se los
apartaba con la mano cuando se percataba de ello.
¡Joder! ¡Esas manos!
Gesticulaba con ellas, pero no en exceso. Eran grandes y morenas, de
dedos largos. Llevaba una pulsera de cuero en la muñeca izquierda y un
grueso anillo plateado en el pulgar de la mano derecha. Y sus antebrazos,
musculosos, nervudos y cubiertos de una moderada cantidad de vello, la
hacían salivar.
Abi sabía que lo miraba embobada, pero acababa de llegar a un acuerdo
consigo misma. Iba a disfrutar un ratito con ese tío espectacular y luego se
despediría y no volvería a verlo jamás. Y cuando tuviera nietos en un
futuro, les hablaría del chico guapísimo que una vez quiso acostarse con
ella una noche de verano madrileña.
Él seguía hablando, contándole anécdotas que había vivido con sus
amigos, sucesos interesantes y entretenidos, algunos graciosos, otros algo
más serios. Una acampada en la que uno de ellos olvidó el saco de dormir.
Un viaje en el que se quedaron sin dinero. Una experiencia vergonzosa en
una cabaña de montaña con un conejo...
Ella se limitaba a asentir cada vez que él se detenía y la interrogaba con
la mirada, animándolo a continuar.
Le dio un trago a su tónica y fantaseó con que él no llevaba ropa. ¿Qué
aspecto tendría desnudo? Sería glorioso, sin duda. La ajustada camiseta
dejaba poco a la imaginación. Seguro que tenía abdominales y sus
pectorales debían de ser de aquellos de querer perfilarlos con la lengua.
La próxima vez que fuera a masturbarse, se imaginaría que estaba con él.
Pasaría de Brad Pitt y pondría la cara de Zeta en su cabeza.
Sí, eso haría.
Volvió a darle un sorbo a su refrescante bebida, tratando de apagar el
ardor que se empeñaba en alojarse en la boca de su estómago.
¿Cuánto tiempo llevaba sin acostarse con alguien? Por lo menos seis o
siete meses. Hacía casi tres que lo había dejado con Nico, pero ellos ya
llevaban un tiempo sin tener relaciones sexuales.
Tenía ganas de soltarse la melena y cometer alguna locura. Quizá había
llegado el momento de romper su celibato y echar una canita al aire.
¿Y por qué no con Zeta?
«No.»
Cuando ese pensamiento acudió a ella lo rechazó de pleno.
Su insistencia le parecía muy sospechosa y no tenía claras cuáles eran
sus intenciones. Seguía pensando que todo aquello era un plan que habían
montado él y sus amigos para burlarse de ella. Además, era demasiado
perfecto. Un hombre así solo conseguiría que ella fuera más consciente de
todos sus defectos y miserias. No estaba preparada. Lo último que deseaba
era que la mirase con flema y arrogancia cuando se desnudara. No
necesitaba algo así.
No era el adecuado.
—¿Me estás escuchando?
Alzó la barbilla y se encontró con sus ojos entornados e inquisitivos. Se
sintió culpable por haberlo ignorado tan flagrantemente.
—Eh... Sí, claro.
—No sé, tengo la sensación de que no me prestas atención. Bueno,
mentira. Sí me prestas atención, pero no a lo que estoy diciendo. Me estabas
desnudando con la mirada —dijo él con una sonrisa ladeada.
Abi se puso roja como un tomate.
—No. Para nada.
—¿Seguro? Entonces dime qué pasó en la cabaña cuando conseguimos
echar al conejo.
¿Cabaña? ¿Conejo?
Ah, la historia que le estaba contando. Se mordió los labios porque no
tenía ni la menor idea de cómo seguía el relato.
Él resopló con frustración exagerada.
—Qué superficial eres —dijo con una ceja arqueada—. Yo
esforzándome por entretenerte y tú pensando en mi cuerpo desnudo.
Abi no replicó. Mortificada, se concentró en su tónica.
—Si tanto te pongo, ¿por qué no quieres acostarte conmigo? —La
pregunta llegó solo unos segundos después.
—No es que no quiera acostarme contigo... —Se detuvo de repente,
horrorizada por lo que acababa de salir de su garganta.
Zeta le lanzó una mirada triunfal.
—Acaba de traicionarte tu subconsciente —murmuró mientras se
rellenaba el vaso. Sonreía con complacencia.
Ella gimió para sus adentros. Desvió la vista hacia otro lado y, de pronto,
se encontró con sus amigas, que la miraban desde la distancia, cerca de la
puerta, con diferentes grados de interés y curiosidad. Mar tenía los brazos
cruzados sobre el pecho. Sonia abría los ojos como platos y Tina sonreía
como una posesa demente, de oreja a oreja. Ninguna hizo amago de
acercarse.
En ese momento un tipo que iba camino de los aseos pasó por detrás de
Zeta y chocó con él. Este se volvió para ver quién era el causante del
incidente y Abi aprovechó su falta de atención para hacer aspavientos con
los brazos, conminando a sus amigas a acercarse.
Solo recibió movimientos negativos de cabeza.
Apretó la mandíbula e hizo un puchero mientras agitaba el brazo de
nuevo.
Sin resultado.
Zeta se dio la vuelta y Abi trató de esconder la mano a toda prisa, pero
calculó mal y terminó dándole un manotazo a la botella de whisky.
Casi en cámara lenta la vio inclinarse peligrosamente hacia un lado y
quedar suspendida sobre el borde de su base durante un instante antes de
caer. Aunque solo fue eso, un instante, a ella le pareció que pasaban horas
mientras la veía volcarse sobre la mesa. Su contenido se derramó por la
superficie de madera hasta alcanzar el borde y chorrear justo encima de la
cinturilla de los pantalones de Zeta.
Este, rápido como el rayo y con unos reflejos envidiables, consiguió
coger la botella y ponerla de pie al tiempo que pegaba un salto hacia atrás.
Pero ya era tarde.
Sus estrechos vaqueros se mostraban empapados en la zona de la
bragueta.
¡Empapados por un whisky de ochocientos euros!
Abi se cubrió la boca con las manos. Sus desorbitados ojos iban desde la
parte húmeda de los pantalones a la cara de Zeta, una y otra vez.
—Lo... lo siento mucho —balbuceó.
El camarero se presentó ante ellos con una bayeta y comenzó a limpiar el
desastre. Tenía una expresión de puro horror en la cara mientras recogía el
líquido derramado. Parecía a punto de echarse a llorar.
Abi lo entendía perfectamente. Ella también quería echarse a llorar.
Aguantó el tipo mientras el camarero seguía con ellos, pero cuando este
se fue, dejó caer los hombros hacia delante y se retorció las manos en el
regazo.
—Pagaré la botella y la tintorería —ofreció sin atreverse a mirarlo de
frente.
—Vale que querías que me quitara los pantalones, pero no hacía falta ser
tan drástica —dijo Zeta con sarcasmo mientras trataba de ahuecar el tejido.
Algo de hecho imposible, teniendo en cuenta su estrechez—. He metido mi
polla en muchos sitios, pero nunca en un whisky tan caro —continuó, y
había guasa en su tono.
Abi lo contempló asombrada, con las mejillas arreboladas. ¿Nunca se
enfadaba?
—Lo lamento, de veras...
—No te disculpes más. Ha sido un accidente. Es una putada porque voy
a tener que ir a cambiarme de ropa. Aunque por otro lado me viene bien,
porque así me debes una.
—No llevo tanto dinero conmigo ahora mismo, pero tengo mi tarjeta de
crédito. Que me lo carguen a...
—No quiero que me pagues la botella —la interrumpió alzando una
mano—. Quiero tu número de teléfono y que me prometas que vas a volver
a quedar conmigo.
La primera reacción de Abi fue negarse. Negarse porque él sonaba tan
presuntuoso y confiado que no le gustó ni un pelo. Sin embargo, solo un
segundo después, él apoyó la mano sobre su brazo con suavidad y presionó
ligeramente. Ella elevó la barbilla, clavó los ojos en los de él y vio algo
semejante a una súplica velada en ellos. Se mostraban cálidos y persuasivos
y no tan altivos como había sonado su comentario.
La culpabilidad la embargó y terminó por suspirar.
—Me lo debes —insistió él.
Incapaz de negarse, hurgó en su bolso, sacó el móvil, lo desbloqueó y se
lo tendió. Él lo cogió con una expresión indescifrable y tecleó con rapidez.
Solo unos segundos después una melodía salía del bolsillo de sus húmedos
vaqueros.
—Ya tengo tu número y tú tienes el mío. —Le devolvió el aparato—. Te
llamo a lo largo de esta semana y quedamos. Esta noche cuenta como la
número uno, ¿te parece?
Ella frunció la frente y no dijo ni una palabra. Todavía estaba demasiado
consternada para reaccionar.
Inesperadamente, él se inclinó y le dio dos besos. No fueron los típicos
besos de cortesía que apenas eran un roce de piel. No. Fueron auténticos
besos, de labios suaves que acariciaban mejillas. Su corta barba le raspó el
mentón. Y, de nuevo, aquel aroma a champú o a colonia, que había olido
antes, le entró por las fosas nasales, solo que esa vez llegaba mezclado con
el del intenso Johnnie Walker.
—Ha sido un placer, aunque no lo creas —dijo él, y se apartó—. Hacía
tiempo que no lo pasaba tan bien.
Ella le lanzó una mirada cargada de incredulidad.
Él se la devolvió, acompañada de una sonrisa de esas que hacían estallar
fuegos artificiales en el cielo.
—Te llamo —le dijo.
Y se dio la vuelta, alejándose de la mesa con unos andares que
denotaban una profunda seguridad en sí mismo.
Abi lo siguió con la mirada mientras avanzaba y no pudo impedir que
sus ojos se posaran sobre sus torneadas piernas y sobre su culo.
Un culo bien definido, musculoso y perfecto.
Un culo de diez.
—Joder —musitó.
Capítulo 6

Zeta

—¿Es igual de fea de cerca?


—¿Has conseguido su número?
—¿Te ha rechazado?
Sus amigos se le tiraron encima en cuanto accedió al reservado.
Se desentendió de ellos y se acercó a uno de los sofás de cuero. Se sentó
y se palpó los húmedos pantalones. Había exagerado ante Abigail para que
se sintiera culpable, pero tampoco era para tanto.
Los contempló a los tres con flema. Se erguían frente a él y lo miraban
con avidez. Parecían más interesados en la chica que él mismo.
—Se ha hecho la difícil, pero tengo su número.
—¡Lo sabía! —exclamó Samuel triunfal, tomando asiento a su lado—.
No hay tía que se resista a Zeta.
—¿Qué posibilidades hay de polvo? —inquirió Raúl con el ceño
fruncido.
—Altas —respondió Zeta.
Y lo creía firmemente. Quizá no al cabo de un par de días, pero estaba
seguro de que lo conseguiría antes de que terminara el plazo de las tres
semanas. Estaba cantado.
—¿Es tan fea de cerca como de lejos? —preguntó Álvaro de nuevo.
Zeta bajó la vista y la clavó en su vaso. ¿Fea? En realidad, no lo era. Si
ignoraba todas sus pequeñas desgracias, la chica no estaba tan mal. Tenía
unos preciosos ojos color miel, almendrados y bordeados de largas pestañas
negras. Y el atractivo de su boca era muy evidente, acentuado por aquel
sensual lunar en un lateral.
—No es para tanto —murmuró.
—Está gorda —intervino Samuel—. A ti te suelen gustar las tías
delgadas y esculturales. Como Verónica, vamos.
¿Delgadas y esculturales? Si Samuel supiera lo harto y aburrido que
estaba de todas aquellas chicas perfectas... Quizá Abigail no fuera la tía más
espectacular del mundo, pero suponía un cambio.
Un reto.
—Parecía un poco arisca —dijo Raúl. Seguía con la frente arrugada,
como si fuese reacio a creer que Zeta lo hubiera logrado—. ¿Cómo has
conseguido su teléfono?
—Mi sex appeal —repuso con cinismo—. Lo de siempre: insistencia,
pero sin mostrar que me interesa demasiado. Sonrisa encantadora y
descarada. Contarle alguna que otra anécdota con tono entusiasta y dejar
caer que me ponen las tías como ella. Y mirarla como si no hubiera nadie
más en la discoteca. Lo típico.
—¿Qué anécdotas le has contado?
—Inventadas. —Se encogió de hombros. Algunas de las historietas se
las había oído a su hermano, otras las había sacado de la tele.
—¡Lo veo, lo estoy viendo! —casi gritó Samuel llevándose las manos a
la frente.
—¿Qué ves? —preguntó Álvaro, que se había sentado frente a ellos.
—¡Los mil euros de Raúl volando en tu dirección! —dijo Samuel con
una risotada.
Todos rieron. Todos menos Raúl, que había apoyado la espalda contra la
pared y se había cruzado de brazos en una postura tensa.
—No cantéis victoria tan pronto. —Soltó un bufido malhumorado.
—Qué mal perder tienes. —Álvaro le mostró los dientes en una sonrisa
lobuna.
Raúl le lanzó una mirada enojada.
—Es un poco torpe, ¿no? —Cambió de tema con sequedad—. Primero la
escenita del baño y luego lo de la botella.
Zeta asintió. Se puso de pie y se acercó a la barandilla a echar una ojeada
a la planta inferior. No pudo evitar sonreír al recordar la expresión
horrorizada en la cara de ella cuando la botella de Johnnie Walker se había
volcado y el líquido le había empapado los pantalones. Sus ojos no sabían
dónde posarse, sobre su cara o sobre su bragueta. Hilarante. Pero más
hilarante había sido su ataque de tos cuando había visto el precio en el
tíquet de caja. La tónica le había salido por la nariz. ¡Qué momento!
—Es ridícula —murmuró al tiempo que se carcajeaba.
—Joder, pareces hasta contento. —Raúl resopló—. ¿No te molesta
acostarte con una tía así?
¿Molestarle?
Más bien al contrario.
Estaba deseando que llegara el momento.

Abigail

—¿Quién era ese? ¡Por Dios, estaba como un queso!


La pregunta de Tina llena de empeño no tardó en llegar. Llegó incluso
antes de que sus amigas se reunieran en torno a la mesa, poco después de
que Zeta se hubiera marchado.
—Un crío —respondió Abi.
—Un crío que ha pagado más de ochocientos euros por una botella de
whisky que tú le has tirado encima —masculló Mar cogiendo el tíquet—.
Pues vaya crío.
—¿Qué quería? —preguntó Sonia con excitación mientras se acomodaba
en el alto taburete al lado de Abi.
—Echarme un polvo.
Tres exclamaciones ahogadas fueron la reacción a aquella respuesta.
—Sí, yo también creo que es algo increíble... —Abi se encogió de
hombros y resopló.
—No es eso —se apresuró a decir Tina—. Es que me suena
superextraño. Así, de pronto, se te acerca un tío guapísimo y ¿te dice que
quiere echar un polvo?
—¡Es que ha sido así! Y sus amigos no paraban de mirarnos desde lejos
y de cuchichear. Para mí que se han apostado algo.
Estaba convencida de ello.
—Deberías haberle dicho que sí —intervino Mar seca—. Al menos, una
habría follado esta noche.
Abi interrogó a Tina y a Sonia con la mirada.
—El tío al que iba siguiendo se ha largado con otra antes de que pudiera
acercarse —explicó Sonia.
—Ah...
—Abi, no puedes dejar pasar esta oportunidad. Si un tío joven que
parece un actor se te acerca y dice que quiere echar un polvo, tienes que ir a
por todas y que te quiten lo bailao —continuó Mar con su pragmatismo de
siempre.
—¡Pero si seguro que se ha acercado para reírse de mí un rato!
—Que se ría lo que quiera, pero el polvo te lo llevas.
Abi negó con la cabeza.
—No es mi momento. Mira mi labio, está horrible. Y me lloran los ojos
todo el rato. Y mis bragas... —El sonrojo acudió a ella con rapidez—.
Aunque las ha visto y no parecía importarle demasiado.
—¿No le has dado tu número de teléfono? —espetó Mar—. Cuando se te
pasen todos los males, tienes que quedar con él y tirártelo. Tía, que a lo
mejor no se te vuelve a presentar una oportunidad así en la vida. ¿Cuántos
años tiene?
—Veintitrés, me ha dicho.
—¿Veintitrés? —exclamó Tina—. Joder, si a ti no te interesa, me lo tiro
yo.
—No es que no me interese —dijo Abi—, es que no me siento muy
segura ahora mismo, y él... —Se interrumpió brevemente y dejó escapar un
suspiro—. Deberíais haberlo oído hablar. Tiene una seguridad en sí mismo
que impresiona. Solo pensar que tendría que quitarme la ropa delante de él
me hace temblar. Seguro que se ha acostado con veinte mil tías buenas,
delgadas y preciosas.
—Vamos a ver, esta discusión la hemos tenido mil veces. Tú eres
preciosa con tus kilos y tus curvas —soltó Mar con enfado.
Abi la miró con escepticismo.
—No me mires así porque sabes perfectamente que eso es lo que pienso.
Llevo años insistiéndote en que poses con alguno de mis conjuntos. No te lo
propondría si no pensara que tienes un cuerpo fantástico.
Mar era diseñadora de lencería y poseía una tienda en una de las calles
de la Milla de Oro madrileña. Era cierto que desde hacía mucho iba detrás
de Abi para que esta se probara alguno de sus conjuntos y se dejara
fotografiar para la tienda.
—Tú me quieres porque somos amigas y no eres objetiva.
—Mentira —rechazó—. El negocio es el negocio. Si no creyera que me
ibas a traer nuevos clientes, ni se me pasaría por la cabeza pensar en ti
como mi modelo.
—Mar tiene razón —intervino Tina—. Quizá hoy no estés en tu mejor
momento, pero siempre has sabido sacarle buen partido a tu aspecto físico.
Eres guapa de verdad y todo el mundo se da cuenta. Eres la única que no lo
sabe.
—Díselo a Nico —farfulló con amargura.
—¡Joder con Nico! Ese es un tonto de los cojones y un mujeriego —
exclamó Mar dando una palmada sobre la mesa—. Prohibido hablar de ese
imbécil. Déjalo que se folle a la niñata esa del pubis afeitado.
—Abi, es la pura verdad —dijo Sonia—. Te falta confianza en ti misma
por todo lo que te ha pasado últimamente.
—He engordado siete kilos en apenas tres meses.
—Y sigues estando guapísima.
Abi jugueteó con una de las servilletas que había sobre la mesa,
haciendo una bola con ella.
Tenía la cabeza hecha un caos. Todo aquello que le decían sus amigas
para animarla chocaba frontalmente con su decaído estado de ánimo.
No sabía si iba a tener valor suficiente para acostarse con Zeta.
—A lo mejor ni siquiera me llama —dijo al cabo de un rato.
—Seguro que sí —repuso Mar con confianza—. Si ha insistido tanto en
tener tu número, te llamará. He de conseguirte uno de mis conjuntos de esta
temporada. Tengo uno negro precioso que te va a quedar de lujo.
—Y mañana, cuando salga de trabajar, me voy contigo de compras.
Necesitas ropa nueva y sexi —dijo Tina.
—Me apunto. —Sonia se unió—. Y voy a pedirte hora en mi peluquería.
Ese pelo necesita un arreglito.
Abi las miró a las tres alternativamente. Tenía suerte de poder contar con
ellas.
—Venga, vale —capituló.
Si Zeta la llamaba, quedaría con él.
De perdidos, al río.
Lo de echar un polvo ya se vería. Quizá en una habitación a oscuras...
Capítulo 7

Zeta

Estaba con Samuel y Raúl en el borde de la piscina de la casa de los padres


de este último. Acababan de darse un chapuzón y habían salido del agua
para secarse al sol. Zeta y Samuel se sentaban uno al lado del otro con las
piernas dentro del agua, mientras que Raúl había extendido una toalla a un
par de metros y se había tumbado boca abajo.
—¿La vas a llamar?
Zeta tenía el móvil en la mano. Jugueteaba con él desde hacía un rato. Al
oír la pregunta de Samuel, se levantó las gafas de sol y le lanzó una mirada.
—Sí.
—¿Por qué no la has llamado antes? —intervino Raúl irguiéndose—. El
tiempo corre. Tic-tac, tic-tac...
—No tienes ni puta idea —repuso Zeta con expresión calculadora,
volviendo a ponerse las gafas—. Si la llamo demasiado pronto, es una
cagada. No se puede parecer demasiado ansioso. Seis días son adecuados.
Había esperado casi una semana por varios motivos. El primero de
todos, por lo que acababa de decirle a Raúl: no deseaba dar la sensación de
estar demasiado interesado. Y el segundo, porque quería darle tiempo a ella
para que su calentura y su conjuntivitis se curasen y no pudiera poner
ninguna de las dos cosas como excusa para no verlo.
Todavía tenía dos semanas para llevársela a la cama. No había prisa. Si
no era ese fin de semana, sería al siguiente.
—Lo tienes todo medido al milímetro.
—Hombre, sabiendo lo que hay en juego —soltó con una sonrisa pícara.
—¡Tú no te juegas nada! Me lo juego yo —exclamó el otro enfurruñado.
—Eso te pasa por bocazas —dijo Samuel soltando una risa—. Ni
siquiera creías que le fuera a dar su número de teléfono y ya ves.
Raúl emitió un juramento contrariado y no dijo nada más.
En ese momento el móvil de Zeta comenzó a sonar.
Era Verónica.
Aceptó la llamada mientras su vista se perdía en un conjunto de palmeras
que había al otro lado del jardín.
—Zeta, ¿dónde estás? —La voz de ella llegó muy lejana, como si se
encontrara a miles de kilómetros de distancia.
—En casa de Raúl.
—¡Pero me dijiste que vendrías! —protestó.
—¿Adónde?
—A casa de mi prima, que está de cumpleaños. Me lo prometiste.
No había hecho tal cosa, pero Verónica era una chantajista emocional de
libro.
—No te prometí nada.
—Dijiste que lo pensarías.
—Exacto. Y lo pensé y decidí no ir —repuso con sequedad.
—Pero les he dicho a mis amigas que tú...
—Pues diles otra cosa —la interrumpió.
—Jo, Zeta, quería que te vieran y que te pusieras la camiseta que te
regalé. —Sonaba como una niña pequeña haciendo pucheros.
Zeta no dijo nada más y esperó a que fuera ella la que rompiera el
silencio.
Desde el otro lado de la línea llegaban voces ahogadas y sonido de
música. Aparentemente la fiesta de cumpleaños se hallaba en todo su
apogeo.
—Te perdono si me prometes que el domingo nos vemos —dijo al fin.
Su tono de voz había cambiado de forma radical. Había pasado de ser
suplicante a convertirse en desenfadado, y solo había tardado cinco
segundos.
Verónica era tan volátil como una mariposa que iba de flor en flor.
—El domingo voy a pasar el día con estos. Si quieres quedamos a las
ocho.
—¡Perfecto! Recógeme en casa y cenamos por ahí.
—Bien.
No hubo más despedida que esa. Cortó la comunicación y siguió
jugueteando con el móvil.
—Sois una pareja curiosa —comentó Samuel—. No sé cómo aguanta tus
desplantes. Y tampoco sé cómo la aguantas tú a ella.
—Somos tal para cual —contestó con un guiño.
A pesar de que parecía relativamente frágil, a sus veintidós años,
Verónica era dura como el pedernal. Engañaba a todo el mundo con su
carita de niña buena, pero en el fondo hacía lo que quería y vivía como
deseaba. Zeta no era un ingenuo y sabía cómo acabaría esa fiesta de
cumpleaños. Dado que él había rechazado ir a verla, era seguro que ella
coquetearía con algún otro y, muy probable que se lo llevara a su
apartamento a terminar la fiesta en su cama.
No sería la primera vez.
Tampoco le importaba demasiado. Él pensaba hacer lo mismo.
—¿Vas a llamar ya a la fea? —lo increpó Raúl alzando la cara—. Tengo
ganas de ver cómo te rechaza.
—Pues puedes esperar sentado —dijo Samuel con una risa.
Zeta se puso de pie y se alejó hacia el otro extremo del jardín. Las
protestas de los demás lo siguieron, pero los ignoró. Tomó asiento en una de
las butacas de mimbre que había bajo una pérgola blanca y desbloqueó el
móvil. Accedió a la agenda del teléfono y buscó su número.
No pensaba que ella fuera a decir que no a una cita. Sabía que se sentía
culpable por lo sucedido el sábado anterior.
Y si vacilaba, él se lo recordaría.
Con una sonrisa jactanciosa, la llamó.

Abigail

Se miró el reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra. Eran las seis y cinco
y todavía faltaban más de veinte minutos para su cita. Tenía una entrevista
en un bufete de abogados especializado en patentes y marcas. Necesitaban
una recepcionista. Pese a que no era el tipo de trabajo que más le interesaba,
tenía que comer, y tanto el sueldo como el horario eran bastante aceptables.
Se detuvo junto a un banco cerca del edificio al que se dirigía, se quitó
las bailarinas negras y las cambió por los zapatos de tacón que llevaba en el
bolso. Después se alisó la falda de tubo con las manos. Lucía un traje de
chaqueta gris perla que había comprado el día anterior, con el que no se
sentía terrible del todo.
Le dolió en el alma tener que comprarse ropa de la talla cuarenta y seis,
pero se consoló a sí misma diciéndose que era algo provisional. Ya
retornaría a la cuarenta y cuatro y, si se portaba bien, incluso podría volver a
la cuarenta y dos de hacía unos años.
Estaba a punto de echar a andar cuando su móvil comenzó a emitir la
canción de I Will Survive de Gloria Gaynor. Lo sacó del bolso con rapidez y
sus ojos se clavaron en la pantalla.
Zeta.
Se detuvo en medio de la acera, sin percatarse de que interrumpía el paso
de un grupo de mujeres.
¿Zeta?
Dubitativa, trató de tomar una decisión. No había sabido nada de él
desde aquella noche, por lo que había dado por hecho que se había olvidado
de ella.
Quizá la llamaba porque se acercaba el fin de semana y quería quedar.
Le dio un vuelco el estómago cuando esa idea acudió a su cabeza.
El móvil seguía emitiendo la potente melodía y dos mujeres en la
treintena que pasaban por allí la miraron molestas.
Abi, sintiéndose presionada por el entorno, aceptó la llamada.
—Hola.
—Hola, Abigail.
Oír su nombre de boca de él con esa voz ronca la revolvió.
Inconscientemente, se echó hacia atrás y apoyó la espalda contra la pared.
Él no continuó hablando y solo hubo silencio, pero la mente de ella
comenzó a conjurar ideas insensatas.
Estaba claro que la llamaba porque había llegado el momento de quedar
para echar un polvo, ¿no? No había otro motivo para que contactara con
ella. Después de que sus amigas insistiesen sin piedad, más o menos se
había hecho a la idea de ceder y acostarse con él. ¡Pero todavía no se había
depilado! ¡Y tampoco había podido ir a recoger el conjunto de lencería a la
tienda de Mar! ¡Ni siquiera había tenido tiempo de adelgazar un par de
kilos! ¡Dios!
«¡Pero si solo te ha dicho “Hola”! No te embales.» Su sentido común
llegó para rescatarla en el último minuto.
—¿Tienes planes para mañana?
Estuvo a punto de gritarle que era demasiado pronto para follar, que aún
tenía que hacer muchas cosas para estar presentable, pero un empujón
divino, sin duda enviado por su ángel de la guarda, la rescató y la devolvió
a la realidad.
Carraspeó.
—Eh...
Él ni siquiera la dejó contestar.
—Sabes que me debes una, ¿verdad?
Cerró los ojos mortificada cuando la imagen de su bragueta empapada
sobrevoló por su cabeza.
—A... a... a...
«¡Por Dios, espabila!»
—Es que ya he quedado —consiguió decir al fin.
—¿Con quién y dónde?
Antes de poder pensarlo mejor y decirle que a él qué narices le
importaba, ya estaba soltándolo todo.
—Con mis amigas. Vamos a El Retiro, a la Feria del Libro. Vamos a una
firma de Fernando Aramburu a las seis.
Se llevó una mano a la boca y se la tapó casi por inercia. ¿Por qué no le
había dicho también de qué color era el sujetador que llevaba puesto?
Oyó su risa al otro lado de la línea y pudo imaginarse perfectamente
cómo sus espectaculares ojos se estrechaban y se le formaban esas arrugas
tan atractivas en la cara que lo hacían aparentar más edad de la que tenía.
Estuvo a punto de soltar un gemido.
—Pues si ya has quedado, no se puede hacer nada. Es una lástima —dijo
él haciendo chasquear la lengua, y luego continuó con rapidez—: Bueno,
pásalo bien con tus amigas. Te llamo a lo largo de la semana.
Ella abrió la boca para responder, pero antes de que pudiese decir nada,
ya se había interrumpido la conversación. Se apartó el móvil de la oreja con
perplejidad.
«¿Qué demonios...?»
No entendía nada. ¿Por qué había colgado con tanta prisa? ¿Por qué no
había insistido? Si tan poco le apetecía quedar con ella, ¿por qué la había
llamado?
Cientos de preguntas revoloteaban por su interior mientras extraviaba la
mirada y la clavaba en los altos edificios que había al otro lado de la calle,
absorta.
La alarma de su móvil la avisó de que solo quedaban cinco minutos para
su cita. Eso la devolvió a la realidad.
No podía perder el tiempo con elucubraciones ridículas sobre Zeta. Tenía
cosas más importantes de las que ocuparse. Ya pensaría en su extraño
comportamiento después de la entrevista.
Se guardó el teléfono en el bolso y se pasó la mano por el pelo. Estaba
perfecto; ni un solo mechón fuera de lugar. Echó a andar con aire
profesional hacia el portal. Un portero con traje de chaqueta gris le abrió la
puerta. Lo saludó con cortesía y se encaminó al ascensor.
Capítulo 8

Zeta

Dejó su coche en el aparcamiento de la calle Doctor Castelo, al lado del


restaurante Tenderete, y, con paso firme, se dirigió hacia la calle Menéndez
Pelayo para acceder a El Retiro por la Puerta de la Reina Mercedes.
Echó un rápido vistazo a su alrededor. Había muchas personas paseando
por allí, más que de costumbre. Se notaba que no era un fin de semana
habitual en El Retiro y que estaba teniendo lugar un acontecimiento
especial.
Era la primera vez que Zeta acudía a la Feria del Libro de Madrid; no era
un gran lector y todo ese tema de los libros no le interesaba demasiado, por
lo que aquella afluencia de público lo sorprendió.
Pasó por delante de la terraza del Florida Retiro. No cabía un alfiler en el
interior. Todas las mesas estaban ocupadas y había mucha gente de pie;
incluso fuera, frente a la puerta, se agolpaban corrillos de personas que
fumaban pausadamente con copas en la mano.
Las casetas de los libros estaban en un ancho camino asfaltado a unos
cien metros de distancia, rodeadas por lo que parecía ser una muchedumbre.
Desde su posición solo podía ver cientos de cuerpos pegados los unos a los
otros que se movían lentamente como si fluyeran.
«¡Joder! Pues sí que hay lectores en este país, ¿no?», se dijo mientras
accedía al camino y se mezclaba con la multitud.
No sabía muy bien dónde estaría firmando el tal Fernando Aramburu,
pero había llegado con tiempo de sobra para acercarse a la caseta de
información a preguntar.
Hacía calor y el gentío dificultaba el avanzar con soltura, pero no tardó
en llegar a su destino y hacerse con un programa. Aramburu, el autor de la
novela superventas Patria —hasta él, que era un negado para la lectura,
sabía eso—, firmaba ejemplares a las seis, en la caseta 321.
Se miró el reloj. Eran las seis menos cinco.
Sonrió.
La idea de acercarse a El Retiro a buscar a Abigail la llevaba meditando
desde el día anterior, desde el mismo instante en que ella le dijo que iba a
estar allí. Ni siquiera tuvo que preguntarle, ella lo soltó todo de golpe. Fue
tan fácil que casi resultaba ridículo.
Acercarse y dejarse ver era solo un paso más en su estrategia.
Una de cal y otra de arena.
Cortar la comunicación y dejarla con la palabra en la boca fue la cal.
Presentarse allí y mostrar cierto interés era la arena.
No había plan más efectivo para conquistar a una mujer —ya fuera una
belleza escultural o alguien mediocre como Abigail— que un estudiado tira
y afloja. Y él era un experto en esas lides.
Frente a la caseta de firmas del Aramburu ese había una larga cola de al
menos cien personas que daba la vuelta a la edificación de metal. La
recorrió en paralelo, a una distancia prudencial para poder ver sin que lo
vieran, buscando a su presa con los ojos entrecerrados.
La localizó rápidamente.
Estaba con otras dos personas casi al final de la fila, en la parte trasera de
la hilera de casetas.
Su estatura, sus más que generosas curvas, el pelo recogido en una coleta
y esas gafas de pasta eran inconfundibles. Solo que, en lugar del vestido de
flores, llevaba una especie de mono de una pieza con un estampado rojo y
negro que parecía un pijama y que no la favorecía demasiado.
Zeta suspiró al tiempo que negaba con la cabeza.
Estaba claro que no tenía gusto alguno a la hora de elegir su ropa.
Estudió a las dos mujeres que la acompañaban. Una de ellas era alta,
muy delgada, y llevaba el pelo rubio y rizado recogido en lo alto de la
cabeza. Vestía con pantalones claros y una blusa rosa muy elegante. La otra
era más bajita, pero también esbelta. Tenía el pelo oscuro y lucía unos
vaqueros y una camiseta informal. Sonreía todo el tiempo.
Las tres eran muy diferentes. Aparentemente no tenían nada en común.
Zeta se quedó un buen rato allí parado, bajo la sombra de un árbol,
espiándolas desde lejos.
Abigail hablaba poco; dejaba que fueran sus amigas las que llevasen la
voz cantante, sobre todo la rubia. Ella solo se limitaba a asentir y apenas
intervenía en la conversación. Parecía encontrarse a disgusto. O adolecía de
timidez o no estaba en su mejor momento, al igual que le había sucedido en
el Ambigú la semana anterior.
La curiosidad llevó a Zeta a fruncir el ceño. No creía que ella fuera
tímida, al menos no le dio esa impresión cuando le plantó cara el sábado.
Quizá le pasaba algo.
Decidido a averiguarlo, se puso en movimiento con una sonrisa traviesa
en la boca. Pensaba acercarse por detrás y hablarle al oído en susurros.
Eso la sorprendería, sin duda.

Abigail

—No me encuentro bien.


—¿Quieres un poco de agua? —le preguntó Sonia con preocupación,
tendiéndole una botella que llevaba en la mano.
Abi aguantó una arcada. Solo pensar en el agua fría bajando hasta su
estómago le provocó una violenta sacudida.
—Es algo que has comido, seguro —intervino Mar—. Si vas al baño y
vomitas, te encontrarás mejor.
—Hay una cola en el baño que llega hasta Marruecos —dijo Sonia con
pesar, lanzándole una mirada compasiva.
—Pues vete ahí —sugirió Mar señalando una de las parcelas de hierba
que descendía en pendiente hasta un grupo de árboles.
—La va a ver todo el mundo.
Abi cerró los ojos. Había roto a sudar y se notaba la frente empapada. Al
final no iba a tener más remedio que hacerle caso a su amiga y escabullirse
detrás de los arbustos. Aunque una ojeada le reveló lo que ya se temía: allí
también había gente.
Llevaba un buen rato sintiéndose rara, casi desde el mismo instante en
que habían llegado a El Retiro, pero la sensación de malestar había ido en
aumento en los últimos minutos.
Las náuseas la invadieron de nuevo y se llevó una mano a la boca.
¿Qué narices había comido para estar así?
No tenía que buscar muy lejos para contestar esa pregunta.
No era qué había comido, sino cómo lo había hecho. Había empezado a
hacer dieta, intentando acostumbrar a su estómago a comer menos, algo que
iba consiguiendo poco a poco, pero ese día había ido a casa de su hermana
y se había pegado un atracón de lasaña impresionante que la había dejado
hinchada y pesada.
Y ese era el resultado.
—Dame tu libro y vete —la instó Mar—. Sonia, acompáñala, no vaya a
ser que se desmaye por ahí. Tiene la cara del color de la nieve.
Abi le tendió su ejemplar de Patria, agradecida, mientras las náuseas
amenazaban con desbordarla. Se dio la vuelta dispuesta a largarse de allí
cuanto antes para buscar un sitio apartado donde vomitar, pero su cuerpo
chocó con otro más fornido y firme que el de ella.
Iba a disculparse cuando le sobrevino una potente arcada. Trató de
contenerse, pero fue algo del todo imposible.
Se dobló sobre sí misma y, prorrumpiendo un sonido ahogado, vomitó.
—¡Hostia puta! —Una imprecación llena de asombro llegó hasta sus
oídos. El propietario de la voz era claramente un hombre, y sonaba más que
cabreado.
—Ay, Abi —balbuceó una consternada Sonia.
—¡La madre que me parió! —exclamó Mar.
Abi no tenía ni ojos ni oídos para nadie. Seguía encorvada mientras su
estómago se vaciaba del todo. Había alzado los brazos buscando apoyo y se
aferraba con fuerza a las manos de alguien. Suponía que eran las de Sonia.
Los espasmos la sacudieron durante lo que le parecieron siglos hasta que
comenzó a sentirse más aliviada.
Poco a poco abrió los llorosos ojos y los clavó en las manos que la
sostenían.
No eran las de Sonia. Eran unas manos fuertes, grandes, morenas y
nervudas. Manos de hombre. Una de ellas tenía un grueso anillo plateado en
el pulgar...
¿Un anillo en el pulgar? ¿Dónde había visto eso con anterioridad?
Su mirada se detuvo en el suelo. Allí, los restos de la lasaña que acababa
de abandonar su cuerpo descansaban tranquilamente sobre unas zapatillas
deportivas de hombre.
En un primer instante su cerebro se negó a aceptar la realidad: que estaba
agarrada a un extraño y que le había vomitado encima; hasta que un gruñido
sofocado llegó a sus oídos.
Se soltó y se irguió a toda prisa con la cara ardiendo por la vergüenza.
Vergüenza que se convirtió en horror al encararse con un rostro conocido.
«¡¿Zeta?!»
Él la escudriñaba con el ceño fruncido, con una mueca a caballo entre la
incredulidad y el asco.
—Ah... Lo... siento mucho —acertó a farfullar.
¿Acababa de vomitarle encima a Zeta?
Él parecía haberse convertido en una estatua. Se le habían dilatado las
pupilas y las aletas de la nariz y tenía los puños apretados a lo largo de los
muslos.
Los murmullos de la gente que había a su alrededor de pronto parecieron
subir de volumen. Y Abi oyó también algunas risas y exclamaciones llenas
de sorpresa.
«Abigail Garrido, ¿por qué no te mueres?»
Por el rabillo del ojo vio que Mar le tendía un pañuelo de papel y una
botellita de agua y los cogió. Impulsivamente se agachó y vertió algo de
agua en el clínex. Trató de limpiarle las zapatillas, pero él se apartó con
brusquedad.
—¡Déjalo! —ladró. Y nada más decir eso dio media vuelta y se alejó
dando grandes zancadas.
—¡Te juro que si me pinchan no sangro! —exclamó Mar, y había un
timbre jocoso en la frase.
Abi volvió la cabeza y la miró con reproche.
—Tía, no te burles, ¡esto es terrible!
—Lo es —asintió—. Acababas de vomitarle encima una lasaña a medio
digerir al que iba a ser tu próximo polvo.
—Ve tras él y pídele perdón—dijo Sonia dándole una palmadita en el
hombro—. ¿Estás mejor?
Abi asintió. Ya no sentía esa pesadez tan desagradable dentro de ella.
Seguía con la mirada posada sobre Zeta, que se había detenido frente a una
de las pequeñas fuentes negras de agua potable que había a unos cien
metros de distancia. Su postura era rígida.
—Enjuágate la boca y sécate el sudor —le aconsejó Mar señalando la
botella.
Le hizo caso. Se lavó la boca y luego se pasó el pañuelo por la cara
empapada. Mientras lo hacía trató de ignorar las miradas de las personas
que tenía alrededor. Algunas eran disimuladas, otras no tanto.
—Toma.
Sonia le dio un caramelo de menta que cogió agradecida. Se lo llevó a la
boca para hacer desaparecer el regusto asqueroso que le había quedado en
ella. Seguía sin apartar los ojos de Zeta, que se había quitado las zapatillas
frente a la fuente y las estaba lavando.
—Voy a ir —murmuró.
—Vete. Nosotras te esperamos aquí.
Con la cabeza inclinada por el bochorno y llena de dudas, echó a andar.
No tenía ni idea de cómo debía disculparse. ¿Cómo podía mirarlo a la cara?
¿Cómo era posible que el destino fuese tan cruel con ella? El sábado
anterior le había tirado una botella de whisky encima y ahora... ¡eso!
Se volvió hacia sus amigas, buscando coraje. Mar negaba con la cabeza
como si todavía no acabara de creerse lo que había sucedido. Sonia sonreía
y levantaba los pulgares hacia arriba.
Cogió aire y siguió andando hacia él. Según se acercaba, lo estudió de
arriba abajo. Llevaba unos vaqueros azules y una simple camiseta blanca,
pero incluso con esa ropa tan informal llamaba la atención. Todas las
mujeres menores de ochenta años lo observaban con glotonería. Bueno,
también las mayores de ochenta, e incluso algunos hombres.
En realidad, todo el mundo estaba pendiente de él.
El ánimo de Abi, que ya estaba bastante tocado, terminó por
derrumbarse del todo, a sabiendas de que, en cuanto se acercase, ella
también se convertiría en el centro de atención solo por estar a su lado.
Se echó un somero vistazo a sí misma y lamentó haberse puesto aquel
mono —que había comprado hacía un par de días para estar cómoda— y no
haberse arreglado. Pero ¿quién habría imaginado que Zeta iba a presentarse
allí?
¿No podían tener esa conversación en algún lugar más privado?
Se llamó absurda a sí misma cuando aquel pensamiento acudió a su
cabeza. ¿Privado? ¿En El Retiro? ¿Durante la Feria del Libro?
Solo le faltaban unos diez metros para llegar hasta la fuente cuando Zeta
se dio cuenta de que se acercaba. Se volvió para encararse con ella.
—¿Vienes a seguir vomitándome encima o tienes alguna otra sorpresa
preparada? —le preguntó con sarcasmo.
Una explosión de calor inundó las mejillas de Abi.
—Vengo a... disculparme.
Su vista se posó sobre los bajos de sus vaqueros. Estaban mojados. Y él
estaba descalzo. Tenía los pies bonitos, delgados y morenos, con los dedos
largos y el gordo algo más prominente que los demás.
«Claro que tiene los pies bonitos, ¡cómo no!», se dijo con mordacidad.
—Se te acumulan las disculpas —comentó él con sequedad.
Ella frunció los labios llena de arrepentimiento.
—De verdad que lo siento muchísimo —comenzó, intentando imprimir
firmeza a su trémula voz—. Me ha sentado mal la comida... y no he podido
evitarlo. Es que...
—Vale —la cortó.
Estaba sacudiéndose los húmedos pantalones con energía. En cuanto
hubo acabado, se puso en movimiento y se dirigió hacia la parcela de hierba
que había al otro lado del camino de tierra. Llevaba las zapatillas en la
mano.
Abi lo vio alejarse con las manos sudorosas por los nervios. Se sentía
como una boba.
—¿Vienes o qué? —le soltó él por encima del hombro.
Ella dio un respingo y echó a andar. Lo siguió hasta que se detuvo al
lado de un grueso árbol. Dejó las zapatillas al sol y tomó asiento, apoyando
la espalda en el tronco. Sus atractivas facciones no mostraban nada. Al
menos, nada que ella supiera interpretar.
—¿Te vas a sentar o tengo que estar mirando hacia arriba todo el rato?
—preguntó al cabo de unos segundos de silencio.
Abi volteó el cuello y buscó a sus amigas con la vista. Las vio a lo lejos,
en el mismo sitio; la cola de firmas apenas se había movido. Les hizo un
gesto tranquilizador con la mano antes de sentarse en la hierba a un par de
metros de distancia de él. Seguía sintiéndose demasiado abochornada para
mirarlo a la cara.
—Whisky, vómito..., ¿de verdad que no llevas nada en el bolsillo que me
vayas a arrojar en los próximos minutos?
Al oírlo decir eso con tono burlón, Abi le lanzó una mirada sesgada y vio
que tenía los ojos cerrados y una breve sonrisa en la boca. Al menos, no
estaba enfadado.
—Ya te he dicho que lo siento. Ha sido un accidente.
—Contigo todo son accidentes.
Ella guardó silencio sin saber muy bien qué decir.
—Aunque, como ya te dije el sábado en el Ambigú, me viene bien que
estés en deuda conmigo —continuó él—. Antes solo me debías una, ahora
ya me debes dos. El día que echemos un polvo vas a tener que currártelo
mucho y ser increíble.
Ella lo contempló boquiabierta.
—Tampoco esperes demasiado... —alcanzó a murmurar casi sin ser
consciente de lo que decía.
Él elevó los párpados con brusquedad.
—¿Eso significa que ya te has decidido? —inquirió.
—¡No he dicho eso!
Él se echó a reír y no dijo nada más.
Abi paseó la mirada por la explanada, tratando de ganar tiempo. Zeta era
realmente increíble. No terminaba de entender qué quería de ella un hombre
así. Y, por cierto, ¿qué narices hacía allí, en El Retiro? ¿La había visto por
casualidad y se había acercado a ella?
Sí, eso sería lo que había sucedido.
—¿Qué haces aquí? ¿Has venido a alguna firma? —le preguntó.
—No. He venido a buscarte.
La mandíbula de Abi se desencajó.
—¿Có-cómo?
—Ayer me comentaste que ibas a estar aquí, por eso he venido —repuso
con aparente indiferencia.
—Pero...
—La semana pasada me dijiste que no te acostabas con un tío al que solo
habías visto una noche.
Abi arrugó el ceño. Debía de ser gilipollas, porque no comprendía nada.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Estoy aquí para ir sumando días. Hoy es nuestro segundo encuentro.
Quizá en el tercero ya te hayas decidido, ¿no?
—Eres... eres... —Se interrumpió porque no tenía palabras.
Se hundió un poquito en el azul de sus ojos. Un rayo de sol se había
colado a través de las hojas del árbol y le daba de lleno en la cara, aclarando
sus iris y convirtiéndolos en turquesas. El abdomen de Abi se encogió
involuntariamente.
—Soy un hombre que quiere acostarse contigo —terminó él con un tono
de lo más sensual la frase que ella había dejado inacabada—. Y me lo estoy
currando.
El corazón de Abi se aceleró como loco.
Terminó por hundir la cabeza en los hombros para huir de la tentación
que Zeta personificaba. Aquello era como un cuento de hadas o como una
pesadilla, todavía no estaba muy segura.
—Me alegra ver que ya no tienes conjuntivitis —continuó él—. Y tienes
unos labios preciosos sin esa calentura. Ese lunar es una pasada.
«Si sigue hablando así, me voy a derretir...»
¡Maldito Zeta!
Se quitó las gafas y se pasó por la cara el clínex humedecido, que
todavía conservaba en la mano, buscando refrescarse. Sin éxito. El ardor
estaba en otro sitio.
—Y tienes unos ojos espectaculares —añadió él.
Abi se apresuró a ponerse las gafas y se parapetó tras ellas. Solía llevar
lentillas, pero desde la conjuntivitis no las había vuelto a usar.
—En serio, Zeta. Dime qué haces aquí.
—Te lo he dicho —respondió con un encogimiento de hombros—. He
venido a verte. Yo no soy un gran lector. Creo que es la primera vez en mi
vida que vengo a la Feria del Libro.
—¿Pretendes que me crea que estás tan interesado que has sacrificado un
sábado por la tarde para venir a verme? ¿A mí? ¡Pero si no me conoces de
nada! ¿Qué pasa? ¿Que la apuesta es cuantiosa? —dijo con acritud.
—Piensa lo que quieras —repuso él y, después de hacer una pausa,
añadió—: Entonces este cuenta como nuestro segundo encuentro, ¿no?
Ella resopló con incredulidad.
—¿Crees que si sigues insistiendo voy a terminar echando un polvo
contigo? —espetó entre dientes.
—Sí.
«Tiene razón», admitió para sus adentros. Ya había aceptado que iba a
hacerlo. Como Mar decía, que le quitaran lo bailao. Solo que no tenía ganas
de reconocerlo delante de él.
—¿Reservo una habitación en algún hotel para el sábado que viene o
prefieres en tu casa?
¿En su casa? ¿En ese apartamento diminuto de veinticinco metros
cuadrados? Mejor el hotel, sin duda. De pronto se dio cuenta de la dirección
que llevaban sus pensamientos y arrugó la frente confundida.
—¿Y por qué no en la tuya? —le lanzó con tono provocador.
Él tardó en responder.
—Vivo con mis padres —dijo al fin desviando la mirada hacia otro lado.
Era la primera vez que Abi lo veía mostrarse incómodo.
—Claro..., que se me olvidaba que solo tienes veintitrés años. ¿Sigues
estudiando o ya trabajas? —le preguntó con condescendencia.
—Ya he terminado la carrera y pronto voy a montar un negocio con un
amigo —masculló—. Pero no cambies de tema. Hotel, ¿sí o no?
Abi cogió aire por la nariz y lo expulsó por la boca. La última parte de la
conversación le había proporcionado algo de aplomo.
«No te olvides de que le sacas unos años. Es un crío a tu lado. Así que
deja de comportarte como una tonta y ponlo en su sitio. Será un tío bueno
impresionante, pero es él quien anda detrás de ti por los motivos que sean.
Y ha sido él quien ha venido a buscarte.»
Con parsimonia y falsa arrogancia, se puso de pie y se sacudió unas
cuantas briznas de hierba de la ropa. Luego irguió la barbilla y lo miró
desde arriba.
—Hotel. De cinco estrellas, eso sí. Llámame el viernes para concertar
una hora —añadió.
Una sonrisa formidable despuntó de los masculinos labios y sus ojos
chispearon.
Abi se dio la vuelta con brío, haciendo oscilar su coleta. Echó a andar
muy digna, alejándose de él.
A pesar de que era ella la que había pronunciado la última palabra y se
marchaba dejándolo solo, ¿por qué tenía la sensación de que era Zeta el que
había ganado?
Capítulo 9

Abigail

Había quedado con Tina, Sonia y Mar en casa de esta última a las nueve y
llegaba tarde. Se había entretenido más de la cuenta en la peluquería.
Con la lengua fuera subió la escalera hasta la primera planta y se detuvo
frente a la puerta de la izquierda. Llamó al timbre y esperó. Solo unos
segundos después la gruesa hoja de madera se abría y la cara de la dueña
del piso aparecía ante ella.
—Llegas tarde.
—Traigo vino.
Alzó la botella del caro rioja en el aire como si aquello fuera a ganarle el
perdón. Se había detenido un par de minutos en una bodega que había a dos
calles de allí para comprarlo y así redimirse por su falta de puntualidad.
—¿Crees que el vino sirve como excusa? Te esperábamos hace media
hora.
Abi hizo un puchero mientras se adentraba en la vivienda detrás de Mar.
Esta llevaba unos pantalones de lino blanco y una vaporosa blusa sin
mangas de color rosa. Hasta con su ropa de estar por casa era la elegancia
en persona.
—Es que me estaba dando mechas. No seas tan cruel.
—¿Qué tal en la pelu? —La voz de Sonia llegó desde la cocina.
Tanto ella como Tina aparecieron en el pasillo y se la quedaron mirando.
Abi dio una vuelta sobre sí misma, agitando la melena. Se había cortado
el pelo unos cuantos centímetros y se había dado unos reflejos cobrizos. La
ondulada melena le caía sobre los hombros, brillante y voluminosa. Se
sentía guapa y confiada con su nuevo aspecto.
—Te queda genial —dijo su hermana con una sonrisa.
Tina lucía una coleta alta que la hacía parecer más joven de los treinta
años que tenía. El corto vestido blanco y los zapatos Mary Jane de color
rojo con florecitas solo acentuaban esa impresión. Resultaba casi increíble
pensar que era madre de dos niños de cinco años.
—Te han tratado bien, ¿verdad? —inquirió Sonia.
—Muy bien. Han sido muy amables, y la chica que me ha cortado el
pelo tiene unas manos divinas.
—Te lo dije.
—A ver, no es por joder la conversación, pero la comida se enfría —
intervino Mar.
Abi le tendió el vino con cara de circunstancias, aunque no se dejó
impresionar demasiado por su tono. La siguió hasta el salón mientras
parloteaba con Tina y Sonia.
El piso se encontraba en un antiguo edificio de principios del siglo XX.
Era una de esas viviendas enormes de techos altos con suelo de madera de
roble que se había ido combando con el paso del tiempo. Mar lo había
heredado de sus abuelos y lo había reformado convirtiéndolo en una mezcla
ecléctica, a caballo entre lo clásico y lo moderno, de ahí que el salón tuviera
una decoración peculiar, salpicado de pesados muebles oscuros, vitrinas de
cristal, butacones del siglo XIX y cuadros abstractos.
Tomaron asiento alrededor de la mesa redonda del comedor y Mar
descorchó la botella. Se sirvió un poco de vino en una copa y lo paladeó
con aires de experta antes de dar su aprobación con una leve inclinación de
cabeza.
—¡Qué pedante te pones! —Tina resopló tendiéndole su copa.
Mar se limitó a lanzarle una mirada altiva a través de las pestañas y a
parpadear con indiferencia antes de bizquear con los ojos.
Abi sofocó una risa.
—Sois todas unas vulgares —protestó Mar con afectación mientras
servía el vino.
—¿Cuánto te ha costado el vino? —preguntó Sonia mientras se servía un
poco.
—Treinta y cinco euros.
—¿Para qué te gastas tanto? ¿No deberías estar ahorrando?
—Tampoco es tanto y, además, tengo buenas noticias —dijo Abi con una
sonrisa feliz.
—¡Has conseguido trabajo! —aventuró Tina con entusiasmo.
—Sí.
—¿Cuál? —indagó Sonia—. ¿El de los abogados o el de la empresa de
arquitectura?
Abi había hecho unas cuantas entrevistas, pero las dos ofertas más
prometedoras eran esas dos que acababa de mencionar Sonia.
—El de recepcionista en el bufete de abogados. El sueldo es bueno y el
horario es maravilloso; solo trabajo hasta las cinco. Y me dan cheques
restaurante. Empiezo el lunes.
Se había sentido muy aliviada al recibir la llamada en la que le
comunicaban que había pasado el proceso de selección. Llevaba ya un par
de semanas analizando la cuenta de su banco con desazón y sabía que no
podía pasar muchos días más sin trabajar.
—Pues hay que brindar por ello —intervino Mar—. Aunque me jode un
poco. Ya te tenía casi convencida para que me sirvieras de modelo de
lencería.
—Tus ganas —repuso Abi mientras alzaba su copa.
Brindaron con el rioja y el sonido del tintineo de las copas de cristal se
mezcló con el de las risas.
A Abi le brillaban los ojos. Tenía muchos motivos para celebrar.
Punto uno. Había encontrado trabajo.
Punto dos. Había perdido un kilo y medio en la última semana.
Punto tres. Se sentía guapa con las mechas.
Punto cuatro. Al día siguiente era sábado y Zeta le había mandado un
mensaje.
Y era ese punto cuatro el que la tenía tan ansiosa. Tenía muchas ganas de
contárselo a sus amigas, pero decidió esperar a que hubieran comido algo.
Habían encargado la cena a un restaurante tailandés bastante famoso.
Esta consistía en kuai tieow, sopa de fideos con bolas de pescado, kai satee,
pinchos de pollo a la barbacoa en salsa de cacahuete, y yam ma khwa yao,
una ensalada de berenjena con salsa de pescado.
Abi se decantó por la ensalada. Su dieta iba demasiado bien como para
estropearla comiendo fideos, arroz o salsas.
El rioja no tardó en acabarse y Mar fue a la cocina a buscar más bebida.
—No quiero cachondeo —advirtió al regresar, dejando la botella de vino
sobre la mesa—. Es un espumoso italiano muy bueno. No os fijéis en el
nombre.
En cuanto dijo eso los ojos de todas fueron veloces a la etiqueta negra.
Sobre ella, en color plateado y en mayúsculas, aparecía la palabra Follador.
Las carcajadas fueron explosivas.
—¡Tía, solo se te ocurre a ti comprar un vino con este nombre! —
exclamó Tina.
—No lo he comprado yo, es un regalo de Mario.
—¿El italiano con el que te liaste el verano pasado? Creía que no habías
vuelto a saber de él. —Sonia cogió la botella y la giró entre las manos con
sumo cuidado.
—Es solo vino —dijo Mar con sarcasmo—. No hace falta que la cojas
como si fuera un consolador. Y no tenemos contacto, es que estuvo en
Madrid la semana pasada y me llamó para tomar café. Me regaló unas
cuantas botellas.
—¿Y cómo está? ¿Sigue igual de pegajoso? —preguntó Abi.
Sus recuerdos del italiano eran vagos, pero sí que tenía muy presente que
era un tipo con el pelo engominado que no paraba de toquetear a Mar
siempre que tenía ocasión.
—Igual —respondió esta, y alzó la vista al techo—. Veinte minutos
tomando café y cuando volví a casa solo quería pegarme una ducha porque
me había impregnado de ese olor dulzón a su colonia.
—Ese quería tema, está claro. No tenía otro vino donde elegir... —dijo
Tina—. Anda, sírveme algo, a ver si me animo. Va a ser el único follador
con el que tenga contacto próximamente...
Volvieron a reírse.
—Hablando de folladores —intervino Mar lanzándole una mirada
inquisitiva a Abi—. ¿Te ha llamado el niño?
El niño, así llamaban sus amigas a Zeta.
—Me ha mandado un mensaje —confesó al cabo de unos segundos.
—¡¿Cómo?! —gritó Tina—. ¿Y estás aquí sentadita sin decir ni pío? A
ver, desarrolla eso.
De pronto tres pares de ojos se posaron sobre ella con atención.
—Es un audio. Y muy breve.
—Queremos escucharlo —dijo Sonia.
—Son solo un par de frases.
—¿Y qué? Ponlo.
Abi negó con la cabeza, pero terminó por sacar el móvil del bolso, que
había dejado colgado en el respaldo de la silla. Lo puso sobre la mesa,
accedió al mensaje que había recibido hacía unas horas y le dio al play.
«Abigail, he reservado una habitación en el hotel Cienvillas
mañana a las diez. Pregunta en la recepción por Zeta Sierra.»

—Ponlo otra vez —le pidió Tina.


Lo reprodujo de nuevo y la sensual voz de Zeta volvió a llenar el
ambiente.
—Otra más —insistió su hermana.
—¿Para qué más? —protestó Abi.
—Es que todavía no me ha dado tiempo a correrme —dijo soltando un
gemido—. Joder, qué voz tiene el niño.
Abi le dio la razón internamente. Ella misma había escuchado el mensaje
varias veces. Y cada vez que lo hacía se le ponía la carne de gallina.
Mar se rio entre dientes.
—Zeta Sierra... ¿De dónde vendrá lo de Zeta? —murmuró Sonia.
Eso mismo se había preguntado ella varias veces, sin llegar a ninguna
conclusión.
—El Cienvillas es de cinco estrellas —señaló Mar dándole un sorbo a su
vino.
—Sí —repuso Abi circunspecta recordando lo que le había dicho a Zeta
en El Retiro.
Él había cumplido.
—No pareces muy convencida. —Sonia la miró con los ojos
entrecerrados.
Abi se revolvió en la silla y evitó el contacto visual con las demás.
—Sigo teniendo mis dudas —confesó.
—¿Sigues pensando que se va a burlar de ti?
Sí. Era una idea que no se le quería ir de la cabeza. Todo apuntaba a que
era una puñetera broma.
—Pues se lo está currando que da gusto. No creo que no le intereses —
opinó su hermana—. Fue a El Retiro a buscarte.
Abi jugueteó con el móvil.
—Es verdad; no obstante, me da mal rollo. Algo en la historia no
termina de encajar.
—No me jodas, que yo te he traído el conjunto de lencería —dijo Mar
con una mueca.
—No. No. Si voy a ir. Ya lo he decidido.
Desde el sábado anterior en El Retiro tenía muy claro que, si él la
llamaba, acudiría a la cita. Y si solo pretendía burlarse de ella, recogería los
pedazos de su dignidad, erguiría la espalda y se largaría de allí sin mirar
atrás.
—¿Ya sabes lo que te vas a poner? —preguntó Tina.
—Sí. El vestido azul que me compré la semana pasada.
—¡Sí! Es precioso y te queda genial —exclamó Sonia con entusiasmo—.
¿Te has depilado?
—Sí —asintió con vigor.
—¿Entera?
—No he podido —reconoció—. Me recuerda a la niñata de Nico y me
pongo mala. Me he hecho una brasileña.
—Deberías haberte hecho una integral. Los chicos jóvenes de hoy en día
están acostumbrados a eso —dijo Mar.
Abi arrugó la frente repentinamente insegura.
—¿Tú crees?
—Lo sé.
—¿Tú llevas una integral? —preguntó Sonia.
—Ahora no, pero cuando estaba con Oliver la llevaba. Y a él le
encantaba. Lo malo es que hay que retocársela con frecuencia para que
quede bien.
—Qué coñazo —murmuró Tina—. Yo no tengo tiempo ni de ducharme
en condiciones con los dos monstruos. Mi pubis es como esos de las pelis
setenteras, que parecían matorrales al viento.
—Tampoco será para tanto —indicó Sonia con una sonrisa.
—Espera que beba más vino y os lo enseño. Es un horror. —Después de
decir eso, se volvió hacia Mar—. Tú eres la única de nosotras que tiene
experiencia con críos. ¿Tanta diferencia hay entre ellos y los treintañeros?
Mar hizo una pausa mientras paseaba la mirada de una a otra.
Abi aguardó ansiosa a que contestara. Era cierto. Mar había tenido
relaciones con hombres de diversas edades. Su antiguo novio, Oliver, solo
tenía veintidós años, si mal no recordaba. Una edad muy parecida a la de
Zeta.
—Hay diferencias. La primera es la vitalidad. Uno de treinta y pico te
aguanta un par de asaltos, pero uno de veinte puede estar toda la noche
haciéndolo.
Abi tragó saliva. Su imaginación se embaló, como le sucedía siempre, y
una escena rocambolesca se dibujó en su cerebro.
Zeta, desnudo y con una erección de caballo, corría persiguiéndola por la
habitación de un hotel mientras ella, sudando y envuelta en una sábana,
trataba de escapar a gatas y suplicaba llorando que la dejara descansar al
menos unos minutos.
«¡No, por favor!»
—Oliver y yo tenemos el récord en trece veces durante una noche.
Las palabras de Mar, seguidas por las exclamaciones de Tina y Sonia,
llevaron a Abi a abrir los ojos de un modo antinatural.
—¿Tre-trece veces? —balbuceó.
—¿Y tú no acabaste muerta? —preguntó Tina con incredulidad—. Mi
récord con mi ex creo que son cinco, y él terminó casi vomitando. Y yo
también —añadió con una risa.
—¿Por qué crees que acabamos rompiendo? —repuso Mar con sarcasmo
—. Era un niño muy mono, pero una tiene ya una edad en la que valora más
la calidad que la cantidad. Y no solo era que tuviese la resistencia física de
un toro, es que quería hacerlo en todas partes y a todas horas: en la ducha,
en la terraza, en los baños del restaurante adonde solíamos ir a comer, en los
probadores de Zara...
Sonia se atragantó con el vino.
—¿En... los probadores... de Zara? —farfulló.
Llena de angustia, Abi volvió a imaginarse a Zeta insistiéndole para que
lo hicieran sobre la barandilla del balcón del hotel en un décimo piso.
«¡Por Dios!» Comenzó a sudar.
—Pero sería porque era un obseso sexual —decía Tina en ese momento
—. No todos los veinteañeros serán así. Habrá de todo.
—Los de cuarenta vienen con el añadido de todos los defectos de una
vida bien arraigados e imposibles de eliminar. Los de veinte son más
inocentes y maleables. Y están más que dispuestos a probar cosas nuevas y
a experimentar.
Abi estrechó los ojos con escepticismo al oír eso. ¿Zeta, inocente?
—Yo os hablo de mi experiencia personal, claro —continuó Mar—, pero
también tuve un lío con Pablo, que tenía veintiuno, y era más de lo mismo.
¿Os acordáis de él? El músico.
—¿Veintiuno? —Sonia se sorprendió—. Aparentaba más.
—Pues tenía veintiuno y era una fiera en la cama —continuó Mar al
tiempo que sonreía con tibieza, como si estuviera recordando algo muy
agradable—. Lo cierto es que tanto Oliver como Pablo se esforzaban
muchísimo hasta que me corría. Recuerdo una vez que Pablo estuvo casi
una hora hasta que alcancé el orgasmo. Me dejó agotada.
¿Una hora? Un nudo de proporciones gigantes comenzó a formarse
dentro del estómago de Abi. Cuanto más hablaba Mar, menos ganas tenía
de que llegara el día siguiente.
—¿Una puta hora? —escupió Tina negando con la cabeza—. Veinte
minutos ya me parecen una eternidad.
—La verdad es que sí se me hizo eterno. —Mar le dio la razón—. Quizá
es por su juventud y porque al acostarse con una mujer más mayor
necesitan saber que son capaces de satisfacerla, pero no paran. Con Pablo
llegó un punto en el que tuve que fingir los orgasmos. Era incansable.
Demasiado para algo regular, pero ideal para una aventura esporádica. —
Hizo una pausa antes de continuar—: La verdad, no me apetecería
compartir mi vida con un veinteañero, pero mi cama, sí. Lo mejor es
casarse con uno de cuarenta y conservar al de veinte como amante.
—¿Y dónde conoces a tíos tan jóvenes? —inquirió Tina.
—En el paraíso de las citas. En Tinder.
—Pues yo me voy a ir planteando darme de alta ahí. Algo así de fogoso
como lo que describes para una noche loca de pasión sí que me apetece.
—Hay muchos a los que les ponen las tías más mayores. Mira el niño de
Abi.
Todas las cabezas se volvieron en su dirección.
—¿Por qué estás tan callada? —quiso saber Sonia—. La expresión de tu
cara es un poema. ¿Qué pasa?
Ella se encogió de hombros. Algunas de las cosas que Mar había
comentado seguían rondándole por la cabeza.
«Trece veces. Los probadores de Zara. Una hora...»
—Después de todo lo que habéis dicho, no sé si estoy preparada para lo
de mañana —confesó—. Echar trece polvos, alguno de una hora de
duración, en algún sitio inverosímil y peligroso no sé si es lo que más me
apetece —concluyó con cinismo.
—¡No digas eso! —exclamó su hermana mientras depositaba su copa de
vino sobre la mesa con energía.
—¡Abi, hija, si todo lo que he dicho es bueno! —enfatizó Mar—.
Siempre sacas las cosas de contexto y exageras. Imagínate un tío tan
espectacular como el Zeta ese, con esa vitalidad y solo preocupado por
hacer que te corras y pendiente de tus necesidades. Va a flipar cuando te vea
aparecer mañana. Estoy segura de que se va a portar de lujo. Qué envidia te
tengo.
Abi asintió sin demasiada convicción.
¿Envidia?
Esa reunión con sus amigas, que supuestamente iba a servirle para
relajarse y divertirse, se había convertido en todo lo contrario, en una fuente
de estrés.
—Además, si ves que te va a lesionar de un polvo, solo tienes que fingir
el orgasmo y ya está —añadió Mar con una risa maliciosa.
—¡Mar! —la reprendió Sonia sin mucha efusividad. Se notaba que le
costaba estar seria.
Abi hizo un mohín. Sus amigas eran unas verdaderas cabronas. Miró a su
hermana, buscando su apoyo, y se encontró con que también se reía.
—Mira, Abi, mientras tú estás en un hotel de cinco estrellas follando
como si no hubiera un mañana con un tío bueno impresionante, recuerda
que yo estaré bañando a los gemelos después de un día de trabajo agotador
y que lo más probable es que haya discutido con mi ex por alguna chorrada
—dijo.
—Y piensa que yo estaré con mi marido en el cine viendo alguna
película que elegirá él y que seguro que es de esas bélicas que le gustan y a
mí me aburren —dijo Sonia con carita de circunstancias.
Abi miró a una y a otra alternativamente.
—No me dais ninguna pena.
—Yo estaré sola en casa, emborrachándome con Follador y pensando en
la suerte que tienes. —Mar suspiró—. A lo mejor hasta estreno a Jorge.
—¿Jorge? —inquirió Abi con la frente arrugada.
—Mi nuevo consolador. Me he visto en la obligación de ponerle nombre
porque es muy realista. Tiene la forma y el color exactos de un pene. ¡Y
viene hasta con testículos!
Se echaron todas a reír. Incluso Abi, que todavía estaba nerviosa, no
pudo reprimir una carcajada. Mar era tan... Mar.
—Creo que deberíamos brindar con Follador por el polvazo que va a
echar mañana Abi —propuso esta. Se puso de pie y cogió su copa.
Tina y Sonia la imitaron. Abi lo hizo con algo más de reticencia.
—¡Por el polvazo!
—¡Por el niño!
—¡Por Abi!
El choque de copas tintineó en el salón.
Abi respiró hondo. Iba a tratar de olvidarse de lo que pudiera suceder
con Zeta e iba a disfrutar de la velada con sus amigas. Vivir el momento y
el presente, de eso trataba la vida, no de vivir angustiada por un futuro
incierto.
Lo que tuviera que pasar pasaría.
Se llevó la copa a los labios y la vació de un trago.
Capítulo 10

Zeta

Después de sacarse el móvil del bolsillo y comprobar que ya eran las diez
en punto, volvió a reclinarse contra el respaldo del cómodo sofá gris de
cuero al tiempo que se cruzaba de piernas con displicencia.
Había llegado al hotel hacía escasos minutos y, después de recoger la
llave en el mostrador y comprobar que nadie había preguntado por él, se
había alejado hacia el conjunto de sofás que adornaban un extremo de la
recepción, dispuesto a esperar allí a Abigail.
Había recibido un mensaje de texto de ella esa misma mañana, bastante
temprano. Era incluso más escueto que el de audio que él le había enviado
el día anterior.
Desbloqueó el móvil y volvió a leerlo.
Allí estaré a las diez.

Sonrió con satisfacción. Todo iba según lo previsto.


En ningún momento se le pasó por la cabeza que ella pudiera no
presentarse. Estaba convencido de que acudiría. Lo supo desde el mismo
instante en que posó sus ojos sobre ella en el Ambigú. Era una presa fácil,
aunque le gustara mostrarse arisca y reticente.
Casi había resultado demasiado fácil y previsible.
Bueno, fácil quizá, pero previsible no.
Tuvo que apretar los labios para que no se le escapara una risa al
recordar lo ocurrido en El Retiro la semana anterior. De ninguna manera
podría haber previsto un encuentro semejante. Aunque al principio le sentó
fatal que ella le vomitara en las zapatillas, unas horas después, solo en casa,
no pudo evitar carcajearse de la absurda situación.
Aquella mujer era un puñetero desastre.
Lo hacía reír.
Tenía una gran curiosidad por saber qué numerito se sacaría aquella
noche de la chistera. Quizá llevase algún cóctel molotov en el bolso o se
presentara vestida de payaso.
Su móvil emitió un suave pitido. Le echó un vistazo y vio que era un
mensaje de Raúl.
Quiero una prueba, a ser posible, fotos.

«Joder con Raúl, qué puto coñazo.»


Lo ignoró y se guardó el teléfono en el bolsillo.
Pasaban ya algo más de cinco minutos de las diez cuando sus ojos se
posaron sobre los altos ventanales que daban al exterior. Un taxi acababa de
detenerse frente a la entrada del hotel. La puerta trasera del mismo se abrió
y una pierna de mujer apareció en su campo de visión. Llevaba un zapato de
color claro de tacón bastante alto. Una falda azul vaporosa y casi
transparente dejaba sus rodillas y el comienzo de sus muslos al descubierto.
Después aquella transparencia se convertía en tupido encaje que se ajustaba
a la parte superior de sus muslos firmes y generosos.
Los ojos de Zeta se entornaron.
La mujer abandonó el vehículo y su figura quedó por completo al
descubierto. Lucía un original vestido que no solo alternaba el encaje y las
transparencias en la falda, sino también en la parte del torso. Su castaña y
ondulada melena, en la que se reflejaban las luces de la fachada del hotel,
brillaba despidiendo destellos rojizos. Se la colocó con la mano antes de
darse la vuelta y echar a andar hacia el interior del edificio. Las puertas de
cristal se deslizaron a un lado y ella avanzó sin detenerse.
Zeta tardó unos quince segundos en reconocerla. Quince segundos que
pasó admirando sus potentes curvas y su forma de andar mientras ella se
dirigía hacia el mostrador de recepción. Era, sin duda, una mujer
impresionante que llamaba la atención. Su exceso de peso no parecía
importarle gran cosa y se movía con un aplomo envidiable, como diciendo:
«Aquí estoy, miradme».
Mientras se acodaba en el mostrador, giró ligeramente el rostro en su
dirección y Zeta se puso de pie como impulsado por un resorte.
¿Abigail?
¡Imposible!
Casi por inercia, echó a andar hacia ella, que le preguntaba algo a uno de
los recepcionistas.
Los pensamientos de Zeta eran confusos. No podía creer que aquella
mujer fuera Abigail. De ninguna manera. Esa preciosidad no podía ser la
mosquita muerta y torpe con la que él había tratado hasta el momento.
Sin embargo, cuanto más cerca se hallaba, más convencido estaba de que
sí era ella.
Su altura, ese cuerpo de curvas exuberantes y algo en su forma de mover
las manos la delataban.
La incredulidad lo embargó.
—¿Hola? —murmuró cuando estaba a solo un paso de distancia.
Incluso él mismo se dio cuenta de que el «hola» había sonado impreciso,
como si no estuviera convencido de que el destinatario fuera el correcto.
Ella se dio la vuelta y sus miradas se encontraron.
Era Abigail.
La sorpresa llevó a Zeta a inhalar con fuerza. No había esperado aquel
cambio en su apariencia. Recorrió su rostro con avidez tratando de asimilar
la situación.
Sin duda alguna eran sus facciones, solo que por primera vez la veía
maquillada y con el pelo arreglado. La sutil sombra de ojos ocre resaltaba el
color ámbar de sus iris y su cutis parecía de porcelana, haciendo que sus
labios de color cereza destacaran en él como si en verdad fueran esa fruta.
—Hola —repuso ella con su apetitosa boca escarlata.
Las ganas de besarla y desdibujarle aquel carmín lo acuciaron.
Sabía que se estaba comportando como un imbécil, mirándola
embobado, y tuvo que pegarse un empujón a sí mismo para reaccionar de
una vez por todas. Sonrió con arrogancia estudiada.
—Estás muy guapa. El vestido te sienta muy bien.
Las mejillas de ella se colorearon casi imperceptiblemente.
«Vale, no está tan segura como quiere aparentar.»
—Ya tengo la llave —añadió.
Ella se limitó a asentir.
Sin intercambiar más palabras, echaron a andar hacia los ascensores,
atravesando el amplio vestíbulo. El repiqueteo de los tacones de ella sobre
el pulido suelo de mármol oscuro se oía a la perfección. Zeta la miró de
reojo. Con esos zapatos altos alcanzaba una buena estatura, aunque él
todavía le sacaba media cabeza. Avanzaba muy erguida y silenciosa, con los
ojos clavados en algún punto frente a ella.
De pronto, aunque estaba acostumbrado a ese tipo de situaciones —no
era la primera vez que quedaba con una mujer en un hotel solo para follar
—, aquel encuentro impersonal y frío no le gustó ni un pelo.
Había planeado llevarla a la habitación, echarle un polvo rápido y luego
largarse a buscar a sus amigos, que lo estarían esperando en la Kiss Box, la
discoteca que había abierto hacía poco en Chamartín, para conocer el
resultado de la noche de primera mano.
Sí, esos eran sus planes.
Sin embargo, ahora que la miraba a hurtadillas y veía todo el esmero que
había puesto en arreglarse para la ocasión, se sentía extraño e incómodo al
mismo tiempo. Cuando había llegado al hotel esperaba encontrar a esa
Abigail anodina y falta de gracia que ya conocía, y la idea de pasar toda la
noche con ella le resultó tediosa, pero al toparse de frente con aquella mujer
exuberante y atractiva, sus planes tan meditados y estudiados comenzaron a
desbaratarse en su cabeza.
Tendría que cambiar de estrategia.
—¿Tienes hambre? —le preguntó cuando las puertas del ascensor se
abrían.
—No mucha —respondió ella accediendo a la cabina.
—¿Has cenado?
—No.
—Yo tampoco —mintió. Sí que había comido antes de salir de casa—.
¿Qué te parece si encargamos que nos suban algo a la habitación? —Lo
propuso con tono desenfadado mientras pulsaba el botón de la planta treinta
y uno.
Ella alzó la cara y lo miro de frente, por fin. Había un viso de sorpresa en
sus ojos.
—No esperaba que también quisieras comer algo, pensaba que solo
venías al tema, la verdad —soltó con una gran carga de cinismo.
Zeta apretó la mandíbula antes de pintarse una sonrisa en la boca.
—Bueno, soy imprevisible, ya ves.
Ella se lo quedó mirando durante unos segundos con una expresión
impenetrable en el semblante. Terminó por alzar las cejas.
—¿Te sientes culpable porque has visto que me he esforzado en
arreglarme y quieres compensarlo con una cena?
Esa mezcla de pregunta y afirmación se parecía demasiado a la verdad, y
Zeta giró la cara, huyendo de su escrutinio. Ancló la vista en el panel
luminoso que mostraba los números de los pisos y que iba cambiando a
toda velocidad. Todavía no había tenido tiempo de responder cuando su voz
llegó de nuevo hasta él.
—No quiero cenar contigo. Creo que es mejor que... hagamos lo que
hemos venido a hacer y que luego cada uno se vaya por su camino. No
somos amigos que compartan una cena.
Él volvió la cabeza y la miró con asombro. Ella se mostraba petulante.
Eso sí que no lo esperaba. ¿Qué sucedía con Abigail? ¿El maquillaje y el
vestido le daban coraje?
Así que solo quería echar un polvo y nada más.
Era lo mismo que quería él.
Las cosas marchaban tal y como las había planeado.
Entonces, ¿por qué se sentía molesto?
—Perfecto, si no quieres cenar, por mí bien. Vamos a lo que vamos y
punto.
Nada más decir eso dio dos pasos hacia ella obligándola a retroceder
hasta que su espalda chocó con una de las paredes de espejo del ascensor.
La presionó con su cuerpo y puso los brazos a los lados de su cabeza,
enjaulándola con ellos. Disfrutó con la sorpresa que se reflejaba en su
rostro. Ella había abierto los ojos enormemente e inhalado con fuerza.
Incluso las aletas de su nariz se habían dilatado debido a lo inesperado de su
acercamiento.
—Zeta... —acertó a murmurar nerviosa.
—¡Qué bien! Por fin dices mi nombre —susurró con voz
intencionadamente ronca.
La vio zozobrar, insegura, y eso lo llenó de satisfacción. Durante unos
instantes había estado a punto de perder la ventaja que tenía sobre ella, pero
había vuelto a recuperarla.
Bajó la cara hasta que sus labios estuvieron a punto de rozarse.
—¿Sabes qué es lo que quiero hacer ahora mismo?
—¿Qué? —musitó respirando trabajosamente.
—Besarte hasta que se te corra el pintalabios.
La oyó emitir un suave gemido y pudo notar su aliento bañándole la
mejilla. La sensación de regocijo aumentó dentro de él. De nuevo era el
dueño y señor de la situación.
El ascensor eligió ese momento para detenerse con una suave sacudida.
En cuanto las puertas se abrieron, Abigail lo empujó por el pecho para
apartarlo.
Él no se resistió. Se hizo a un lado y la dejó pasar.
La iluminación del corredor era tenue, y la curvilínea figura de ella
envuelta en ese vestido vaporoso era un poderoso acicate para el
enardecimiento que Zeta había comenzado a experimentar. Se detuvo y dejó
que Abigail avanzase sola y se situara unos cuantos pasos por delante para
poder admirarla en todo su esplendor.
La noche se presentaba muy interesante, pensó.
Ella se detuvo en medio del pasillo y le lanzó una mirada por encima del
hombro.
—¿Qué habitación es? —le preguntó. Ya no sonaba tan segura como
antes.
—Justo esa, delante de la que te has parado —dijo él.
La hoja de madera tenía el número 432 troquelado en una chapa metálica
a la altura de los ojos.
Zeta se adelantó. Sacó la tarjeta del bolsillo y la introdujo en la ranura
que había bajo la manija. Un sonido indicó que la puerta acababa de
desbloquearse. La abrió y le cedió el paso.
Una vez dentro, evaluó la estancia satisfecho. La suite era muy amplia,
de unos noventa metros cuadrados aproximadamente, y estaba dividida en
dos estancias: la zona del dormitorio, con su baño incluido, y la del salón
comedor. Estaba decorada con suma elegancia, con tapizados selectos y
granito negro, y el mobiliario de diseño era de madera de nogal. Un lujo
para la vista.
Sabía que con una habitación simple habría bastado, pero cuando fue a
hacer la reserva, su vena de fanfarrón ganó la batalla y se decantó por la
suite.
Ella no hizo ninguna mención respecto a lo fastuoso de la habitación. Se
limitó a acercarse hasta los ventanales y echar un vistazo al exterior. Desde
aquella planta las vistas del skyline de la ciudad eran impresionantes. A esa
hora de la noche y con esa iluminación eran un espectáculo digno de
contemplar.
Sobre la mesa habían dejado una bandeja con dos botellas de cava, una
de las cuales se hallaba dentro de un enfriador metálico, y dos copas. Zeta
se acercó y sacó la botella del enfriador. El cava era de calidad.
—¿Quieres una copa?
Abigail se dio la vuelta y asintió.
Mientras descorchaba la botella, Zeta la observó con interés. Estaba
nerviosa, era evidente. Uno de los halógenos regulables del techo la
iluminaba desde arriba, creando una especie de halo sobre su cabeza.
Estaba hermosa.
—¿Es la primera vez que haces esto? —le preguntó.
—¿Esto? ¿Te refieres a acostarme con un tío al que apenas conozco?
—Sí.
No respondió de inmediato. Se acercó a uno de los sillones y dejó su
bolso en él. Acarició el respaldo con la punta de los dedos.
—Sí. Es la primera vez.
—¿Y por qué has aceptado? ¿Es por mi magnífico atractivo? —preguntó
con un timbre burlón.
Mientras esperaba a que le diera una contestación, sirvió el cava en las
dos copas y se le acercó. Le tendió una, que ella tomó.
—¿Y tú? ¿Por qué has aceptado tú? —quiso saber ella.
—Ya lo sabes. Te lo he dicho. Me ponen las tías como tú.
Ella resopló con escepticismo.
—No eres sincero.
—¿Eso es lo que buscas en un lío de una noche? ¿Sinceridad? —La
contempló con ironía—. Si piensas que te estoy engañando, ¿por qué has
aceptado venir aquí esta noche?
—Es por el carpe diem —dijo al fin.
—¿Carpe diem?
—Sí. Por aquello de aprovechar el momento y no dejar pasar las
oportunidades que se presentan. Vivir una noche loca antes de volver a la
realidad.
La miró a través de las pestañas, deteniéndose más de la cuenta en sus
labios, que acababan de dejar una marca de carmín en el borde de su copa.
Terminó por darle un sorbo a su bebida. Las burbujas le hicieron cosquillas
en el paladar. No era muy aficionado al cava, pero estaba frío y entraba
solo. Volvió a beber.
—Bueno, quizá esta noche loca desemboque en algunas más si eres
buena en la cama —señaló con tono provocador.
Sabía que había sonado desagradable y soberbio, pero parecía tan rígida
que esperaba que esa frase la reviviera un poco.
Casi pudo oír un gruñido de enfado proveniente de la femenina garganta.
—A lo mejor soy yo la que juzga que no eres lo suficientemente bueno y
después de esta noche no quiere repetir —dijo lanzándole una mirada
indignada.
Él se rio entre dientes.
—Yo soy increíble en la cama, Abigail.
Ella elevó los ojos al cielo y negó con la cabeza.
—¿Cómo es posible que seas tan presuntuoso?
—Es lo que hay. —Se encogió de hombros—. No te engaño. Solo
presumo de lo que puedo presumir. Para otras cosas soy un desastre, pero en
la cama soy bueno.
—Seguro que nunca nadie te ha rechazado y por eso estás tan pagado de
ti mismo.
—Nunca nadie me ha rechazado. Eso es verdad.
Vació la copa de un trago y se acercó a la mesa. La dejó allí encima y
luego se aproximó a ella, que retrocedió hasta el ventanal sin apartar la
mirada de la suya.
—Creo que te falta humildad —murmuró.
—¿Humildad? ¿Qué es eso? —se burló Zeta—. Es muy sencillo. Deja
que te demuestre lo bueno que soy y así lo compruebas en primera persona.
Te permito que me puntúes si quieres.
—¿Pun... tuarte? —tartamudeó.
La encajonó contra la ventana y pudo sentir las curvas de su cuerpo
contra el suyo. Y había muchas curvas a las que pegarse. La desconocida
sensación de encontrarse con tanta abundancia le agradó. Vaya si lo hizo.
Alzó las manos y las posó sobre sus redondas caderas, hundiendo los dedos
en su carne. Ese gesto le arrancó a ella un hondo suspiro.
Se enfrentó a su mirada y lo que leyó en ella le gustó. Una chispa de
anhelo se desprendía de sus profundidades.
—Sí, puntuarme. Del uno al diez, como en el colegio —respondió en un
susurro.
Acto seguido dejó hablar a sus manos y las subió hasta su cintura con
agónica lentitud, y después continuó ascendiendo por su torso hasta que sus
muñecas acariciaron la parte externa de sus más que generosos senos a
través de la tela del vestido.
Las ganas de arrancarle aquella prenda y enterrar la cara entre esos
opulentos pechos lo engulleron. Su masculinidad vibró y se despertó
instantáneamente al imaginarse la escena. Echó la pelvis hacia delante,
pegando la erección a su estómago y ejerciendo presión al tiempo que hacía
oscilar las caderas de modo sensual.
Las pupilas de ella se dilataron y comenzó a respirar jadeante.
—Joder —masculló él—. Tienes un cuerpo increíble. Me pones a cien.
Y no mentía.
Solía acostarse con tías delgadas, algunas de ellas en exceso, como
Verónica. Era la primera vez que estaba con una mujer con las
características físicas de Abigail, con esa cantidad impresionante de curvas
donde agarrarse. Y estaba fascinado.
Bajó la cabeza, ansiando apoderarse de sus labios.
Pero ella ladeó la cara y lo empujó por el pecho, forzándolo a dar un
paso atrás.
La miró lleno de confusión.
—Tengo... tengo que ir al baño —balbuceó ella.
Tenía las mejillas arreboladas y su pecho subía y bajaba de manera
ostensible.
Él se apartó y alzó las manos en el aire.
Abigail vació la copa de cava de un trago y la abandonó sobre la mesa;
después cogió su bolso y se encaminó hacia la puerta del fondo. Sus
andares eran más oscilantes que cuando habían llegado a la suite.
La siguió con la mirada, encandilado por el vaivén de sus caderas —esas
caderas que había tenido bajo las palmas de sus manos hacía unos segundos
—, hasta que la oscura hoja de madera se cerró tras ella.
Cogió la botella y se rellenó la copa de cava. Dio un par de tragos antes
de acercarse de nuevo al ventanal. Ajeno a las impresionantes vistas
nocturnas, se contempló a sí mismo en el cristal. Su boca mostraba una
sonrisa canallesca.
Se masajeó la entrepierna. Estaba muy empalmado.
Quizá los seis condones que entraban en el paquete que llevaba en el
bolsillo no fuesen suficientes.
Capítulo 11

Abigail

Apoyó la espalda contra la pared mientras trataba de recuperar el aliento.


Notaba las piernas temblorosas y el corazón embalado.
¿Cómo podía alguien ser tan odioso y atrayente al mismo tiempo?
Las cosas que decía Zeta no eran precisamente románticas. Era un
verdadero gilipollas creído. Por otro lado, tenía un atractivo apabullante. La
sensualidad que se desprendía de él era irresistible. Hacía tiempo que Abi
no se sentía tan excitada, y ¡solo había sido un simple roce de cuerpos!
¡Joder!
Se apartó de la pared, se acercó al lavabo y se aferró al borde. El espejo
le devolvió la imagen de una mujer con las mejillas enrojecidas, los ojos
nublados y la boca entreabierta.
Tenía un aspecto apetitoso y seductor. Muy sexi.
Por fuera.
Por dentro estaba hecha un mar de nervios.
Sabía que Zeta poseía una personalidad arrolladora y, si quería estar a su
altura, tenía que crecerse, de ahí el vestido, el peinado y el maquillaje. Estos
le habían proporcionado suficiente seguridad y se había atrevido a
comportarse de manera decidida y confiada frente a él. Como si echar un
polvo con un tío bueno fuera cosa de todos los días.
Pura fachada.
En el mismo instante en que él había hecho un acercamiento algo
agresivo y la había empotrado contra el ventanal con su duro y musculoso
cuerpo, sus rodillas habían estado a punto de ceder.
Esos dedos hundiéndose en la carne de sus caderas...
Y su erección clavándose en su abdomen...
¡Qué floja era!
Se estudió fijamente en el espejo buscando algún defecto o irregularidad,
pero no encontró nada. Todo era perfecto. No en vano se había pasado horas
arreglándose en su casa. Y sabía que había tenido éxito. Pudo verlo en la
mirada apreciativa que él le lanzó en la recepción. Un pellizquito de gozo se
deslizó dentro de ella al ver que había conseguido sorprenderlo.
Zeta estaba increíble, por supuesto, pero eso era algo que ya había
esperado. Lucía unos vaqueros ajustados y una camisa negra que no dejaba
nada a la imaginación debido a su estrechez y a que llevaba un par de
botones desabrochados que mostraban un triángulo de piel bronceada y
firme. Un mechón de cabello le caía sobre la frente, como descuidado, y sus
labios mostraban una de esas sonrisas impresionantes...
A Abi estuvo a punto de desencajársele la mandíbula y de que la baba se
le cayera al suelo al verlo, pero se controló a fuerza de voluntad y fingió no
estar fascinada.
Justo antes de salir de casa había tenido una conversación telefónica con
Mar, en la que esta le había dado un par de consejos muy valiosos para una
cita de esas características. El más importante de todos se resumía en una
palabra: fingir.
Fingir seguridad y aplomo.
Fingir determinación y arrojo.
Fingir que era dueña de la situación.
Y eso era lo que había hecho: fingir.
Pero ya no sabía si podría seguir haciéndolo, porque las cosas avanzaban
muy deprisa.
Estaba claro que él iba a por todas. Quizá se había apostado mucha pasta
con sus amigos y no quería perder. No lo sabía, pero ya le daba igual.
Una oleada de calor la recorrió por dentro al recordar lo que había dicho
él con ese tono tan sensual: «Yo soy increíble en la cama, Abigail».
¡Maldito engreído!
Aunque, si era sincera consigo misma, estaba deseando averiguar si
aquello era verdad o si solo exageraba.
De nuevo las palabras de Mar acudieron a su mente: «Trece veces en una
noche... Más de una hora...».
Cuanto más tiempo pasaba con Zeta, más convencida estaba de que él
era uno de esos que aguantaban hasta el infinito y más allá y de que la
dejaría destrozada.
¿O era todo pura palabrería?
Se llevó las manos a las mejillas y negó con la cabeza. Su estado de
ánimo fluctuaba entre la excitación y la consternación más profunda.
Respiró hondo un par de veces y trató de calmarse. De nada iba a
servirle perder los papeles en ese lujoso baño. Y tampoco iba a ayudar
demasiado a su situación que se quedara allí encerrada durante tanto
tiempo. Unos cuantos minutos tenían justificación, pero más de eso era pura
ridiculez.
Se desató la lazada que mantenía el bonito vestido cerrado en la cintura y
este se abrió, dejando al descubierto el conjunto de lencería que Mar le
había conseguido. Era un sueño de encaje negro muy provocador, más
atrevido de los que ella solía utilizar. La tela reforzada del sujetador
contenía sus generosos senos, moldeándoselos. Y las braguitas, también
reforzadas, le cubrían el estómago, su zona más problemática. Hasta ahí,
todo perfecto.
Solo tenía un defecto.
Las braguitas eran un tanga.
Se volvió a un lado y al otro y su trasero se mostró en el espejo.
Formidable y opulento.
«¡Dios! Es enorme», pensó llena de frustración.
Un puchero frunció su boca. No podía hacer nada. Tenía un culo gigante
y punto. Bajó los párpados unos instantes y meditó sobre cómo podía
ocultárselo a Zeta.
Apagando las luces de la habitación antes de desnudarse, claro.
Sí, eso haría.
Dejando escapar un leve suspiro, se introdujo los dedos dentro de las
copas del sujetador y se recolocó los pechos para que su escote —una vez
cerrado el vestido— destacara y resultase apetecible.
De pronto la yema de su dedo corazón palpó algo justo en el borde de la
areola de su pecho izquierdo. Arrugó la frente con estupefacción. Se retiró
el tejido y bajó la vista para inspeccionarse, pero llevaba lentillas para la
miopía y eso impedía que viera bien de cerca.
Volvió a tocar la zona con cuidado.
Sí, ahí estaba de nuevo.
Sus ojos se abrieron enormemente al darse cuenta de lo que era.
¡Un pelo!
No podía ser verdad.
Pero lo era.
Y debía de medir al menos uno o dos centímetros, si el tacto no la
engañaba.
Reprimió el lamento que pugnaba por salir de su boca y trató de encarar
la situación con frialdad. Cogió aire por la nariz y lo soltó por la boca.
Una vez.
Dos veces.
—Vale, Abi. Tienes un pelo en un pezón y no tienes pinzas —murmuró.
La angustia era más que evidente en su tono.
¿Qué podía hacer?
A ciegas tironeó de él con los dedos, a la desesperada, pero se le escapó
y, cuando volvió a buscarlo, el impresentable seguía ahí, inamovible, solo
que parecía haberse rizado.
—¿En serio? —masculló con lástima.
Comenzó a sudar.
Aquello no podía estar pasándole a ella. Había puesto tanto esmero en
arreglarse y todo se iba a estropear por un vello díscolo y rebelde. ¡No
podía creerlo!
Se miró el pecho en el espejo. A simple vista no se veía nada. Quizá, en
la oscuridad, Zeta ni siquiera se percatase de ello. Asintió tratando de
insuflarse convicción.
«Pero se nota al tacto —le dijo una voz interior llena de sarcasmo—.
¿Qué vas a hacer? ¿Cada vez que te vaya a tocar el pecho izquierdo le vas a
apartar la mano y le vas a decir que solo te toque el derecho?»
Negó con la cabeza con energía y un soplido abandonó su boca.
No.
Si se comportaba así, Zeta pensaría que estaba como una cabra.
Aquello era absurdo.
Tenía que quitarse aquel pelo como fuera.
Sus erráticos ojos se posaron sobre la bandeja con las amenities de baño.
¿Cómo no se le había ocurrido antes? Ese hotel era de cinco estrellas; no
sería tan descabellado que hubiera unas pinzas de depilar, ¿no? Con
arrebato, comenzó a revisar todos los artículos que estaban empaquetados
individualmente y los fue arrojando al lavabo: gel, champú, jabón, un gorro
de ducha, un peine, pasta y cepillo de dientes, algodón, pañuelos de papel,
crema corporal, una esponja..., hasta desodorante, pero ¿ni unas puñeteras
pinzas? Justo antes de que un rugido desesperado abandonara su garganta,
su vista se posó sobre la cuchilla y la espuma de afeitar.
¡Su salvación!
Con rapidez rasgó el envoltorio de la cuchilla y procedió a pasársela por
la areola. Acto seguido volvió a palparse.
Ya no había pelo.
Estuvo a punto de soltar un sollozo aliviado.
—¿Va todo bien?
La potente voz de Zeta al otro lado de la puerta la hizo dar un respingo.
La cuchilla se le cayó de la mano y terminó debajo del mueble del lavabo.
—Eh..., sí, sí. Todo bien —contestó casi sin aliento.
Se apresuró a colocarse las copas del sujetador y a cerrarse el vestido
con manos temblorosas. Luego colocó las amenities de nuevo en la bandeja
a toda velocidad. Y, por último, se echó un último vistazo al espejo. Estaba
sofocada, pero no tenía mal aspecto. ¡Gracias a Dios!
Esperaba que él no le preguntara por qué había tardado tanto.
Para disimular, se acercó al retrete y tiró de la cadena.
Nada más hacerlo se dio cuenta de su error. ¿Ahora él pensaría que había
estado todo el tiempo sentada en la taza...?
—Joder —murmuró con consternación.
Ya no había marcha atrás.
Irguió la espalda y, simulando una seguridad que estaba muy lejos de
sentir, abandonó el baño dispuesta a todo.
O a casi todo...
Capítulo 12

Zeta

Había esperado quince minutos antes de ir a buscarla. No sabía lo que


estaría haciendo allí dentro, pero había oído ruidos raros como si estuviera
ordenando estanterías o arrojando cosas al suelo.
Estaba intrigado, pero cuando la vio salir del baño con las mejillas
enrojecidas y rehuyendo su mirada, decidió no preguntarle nada y continuar
con lo que había dejado a medias hacía un rato.
Mientras ella no estaba, había creado un poco de ambiente. Localizó el
mando del equipo HiFi en el cabecero de la cama y sintonizó un canal de
música. Sonaba Wicked Game de Chris Isaak, una canción sensual y más
que apropiada. También reguló las luces para que solo una suave
iluminación bañara la habitación.
Y la caja de condones estaba preparada sobre una de las mesillas.
Todo estaba perfecto.
Ahora solo necesitaba volver a ponerse a tono y la noche empezaría a
dar juego.
Se acercó sin hacer ruido. Se había quitado los zapatos y estaba descalzo.
Le tendió la copa de cava que había vuelto a rellenar.
—¿Quieres un poco más?
Ella la cogió casi con violencia y la vació de un trago.
Él se rio entre dientes.
—¿Nerviosa o cachonda?
—Ninguna de las dos cosas —repuso alzando la barbilla con impostada
arrogancia.
—Mentirosa —murmuró con escepticismo.
Ella lo ignoró y se encaminó hacia la pared donde estaba el interruptor
de la luz. Lo pulsó, apagándola y sumiendo la habitación en la oscuridad.
Solo la tenue claridad del cielo teñido por la contaminación lumínica de la
ciudad se coló a través de los cristales del ventanal.
—¿Te pone más la oscuridad?
—Eh..., sí —balbuceó ella al tiempo que se acercaba a la ventana y
trataba de correr también las cortinas.
Él se situó a su espalda y se lo impidió, sujetándole la mano.
—¿Quieres convertir esto en una cueva y que no pueda verte? No. Me
gusta ver con quién me acuesto.
Ella se volvió y lo miró con una expresión en la que se podía leer
claramente que se debatía consigo misma y que estaba a punto de protestar.
Pero no lo hizo. Se limitó a encogerse de hombros. Luego intentó apartarse,
pero Zeta fue más rápido y la estrechó entre sus brazos.
—¿Adónde vas a huir ahora?
—No voy a huir —dijo, pero su voz sonaba entrecortada.
—Entonces, quédate aquí.
Y, mientras decía eso, sepultó la nariz en su melena y aspiró hondo,
deleitándose en el aroma de su pelo. Olía a fresco, a limpio.
En un principio Abigail se mostró reticente, pero terminó por elevar los
brazos y aferrarse a su cuello sin mucho entusiasmo.
Zeta se irguió y la miró fijamente. Iba a tener que emplearse a fondo
porque la notaba muy distante.
—Ahora viene ya el beso.
Una sonrisa provocadora adornó su boca mientras se acercaba a ella.
Justo antes de que sus labios se tocaran se detuvo, dejando solo unos
milímetros de distancia entre ellos.
Sus alientos se mezclaron.
Le gustaba jugar. Y más con mujeres como ella, tímidas e inseguras.
A pesar de que la luz era escasa, la imagen de sus labios color cereza
todavía planeaba por sus pensamientos, y saber que estaba a punto de
besárselos y desdibujarle el pintalabios lo enardeció, pero todavía esperó
unos segundos más, llevando la situación hasta el límite mientras la oía
respirar cada vez más rápido.
—¿Vas a... vas a besarme ya? —Lo cuestionó con un deje de
impaciencia.
Zeta se rio entre dientes antes de inclinarse y hacerlo.
Pronto sus bocas se amoldaron la una a la otra. La inclinación de cabeza
adquirió el ángulo adecuado. La presión, el ritmo, la velocidad... Todo fue
acompasándose para convertirse en un beso fogoso que los sumergió a
ambos en una vorágine de placer.
El duro cuerpo de Zeta se hundió en las suaves curvas de ella, que lo
acogió sin reservas, como si llevara mucho tiempo esperando algo
semejante. Él se frotó contra Abigail, arrancándole gemidos que acalló con
su propia boca mientras se recreaba en la amplitud de sus caderas y en los
voluminosos pechos que se adherían a su torso. Allá adonde sus manos
iban, encontraban curvas y más curvas, una opulencia que comenzó a
excitarlo sobremanera.
La acarició con controlado frenesí y la devoró sin piedad, enredando su
lengua con la de ella, a sabiendas de que estaba consiguiendo lo que
deseaba: que se le corriera el carmín.
Sin separar la boca de la suya, sus dedos encontraron la lazada que
mantenía el vestido cerrado a la altura de su talle. Tiró del lazo y este se
abrió con prontitud. Alzó la cara para poder verla mejor a la escasa luz que
entraba por el ventanal y se encontró con un rostro difuminado y unos
brillantes labios entreabiertos. Sus ojos descendieron por su cuerpo medio
desnudo, bebiéndoselo con lascivia.
Su ropa interior era de encaje oscuro, menos provocativa que los
conjuntos de lencería que él estaba acostumbrado a ver; sin embargo, su
silueta era tal cual él había podido palpar con las manos: exuberante y
apetitosa. Era evidente que Abigail no era una mujer delgada o delicada.
También era incuestionable que a él le estaba resultando más interesante y
excitante de lo que había pensado.
La jodida apuesta de Raúl quedó relegada a un rincón de su memoria.
Ella respiraba de forma trabajosa y su generoso pecho subía y bajaba
notoriamente. Por supuesto, los ojos de Zeta fueron hacia allí sin dilación.
«¡Joder! Tiene unas tetas increíbles. Es una copa D con toda seguridad.»
Con estudiada parsimonia extendió la mano y dejó que sus dedos se
deslizaran por la parte superior de sus senos, delineando el borde del encaje
que los mantenía sujetos. La sintió temblar bajo su contacto y una mueca
complacida se mostró en su boca.
¡Qué fácil estaba resultando todo!
Casi por casualidad descubrió que el cierre del sujetador estaba delante.
Aprovechó la situación y, a ciegas y con una pericia que probaba que había
desabrochado miles de prendas como esa en el pasado, lo abrió con un
movimiento veloz de dedos.
Sus exuberantes senos, libres del opresivo tejido, se mostraron en todo
su esplendor, que era mucho. Zeta no pudo evitarlo. Pasándose la lengua
por los labios, los cubrió con las manos. No las tenía pequeñas, aun así, no
pudo abarcarlos en su totalidad. Eran grandes, firmes y muy suaves. Sonrió
satisfecho cuando la oyó soltar un gemido ahogado. Su propio deseo
comenzó a palpitar furioso entre sus piernas, demandando atención.
Abigail giró la cara a un lado, como si sintiera vergüenza.
—Eh, mírame —le pidió en un tono que no admitía rechazo.
Tardó en obedecer, pero finalmente lo hizo.
Incluso en la semioscuridad que reinaba en la habitación, Zeta pudo
apreciar que tenía las aletas de la nariz dilatadas, prueba inequívoca de su
excitación.
Empezó a masajearle los pechos. Primero los costados y la parte inferior,
dejando que descansaran en sus manos. Poco a poco fue hundiendo los
dedos en ellos con delicadeza, sin aproximarse al centro, creando una
deliberada tensión en su caricia, mientras notaba cómo se iban
endureciendo y adquirían turgencia.
Ella tenía los brazos extendidos a lo largo del cuerpo y había cerrado los
puños. El sonido de su respiración forzada y estridente se mezclaba con la
suave melodía que salía de los altavoces. En un momento dado emitió
incluso un jadeo impaciente al tiempo que echaba el cuello hacia atrás.
Y Zeta supo que había llegado la hora de ir más allá. Le rodeó ambos
senos con las manos e inclinó la cabeza para poder lamerle la areola
izquierda. Lo hizo con sosiego, casi con pereza, sin excederse demasiado.
Luego repitió con la derecha.
Ella se agitó, muy alterada. Alzó los brazos y enterró los dedos en su
pelo, buscando dirigirlo hacia sus pezones.
La ignoró.
Era él el que marcaba los ritmos.
Profundizó la caricia, besándola con ardor hasta que la oyó balbucear
algo ininteligible y se apiadó de ella. Y por fin pasó la lengua con una
lentitud casi exasperante por sus pezones, que se habían erguido y
endurecido, para terminar por succionarlos con avaricia.
Abigail soltó un agudo jadeo.
—¿Alguna vez has tenido un orgasmo de pezón? —le preguntó
apartando la boca apenas unos centímetros.
—No... —gimió con una voz que parecía no pertenecerle.
—Tus pezones son muy sensibles —repuso él pellizcándole uno de ellos
con suavidad.
Ella dio un respingo.
De nuevo Zeta sonrió con presunción. Sabía que la tenía a punto de
caramelo. Y él también estaba encendido. Su erección pulsaba vigorosa
dentro de sus estrechos pantalones. Reacio a abandonarla, dio un paso atrás
y se desabotonó la camisa. La arrojó al suelo, sin mucho cuidado. Después
se desabrochó el pantalón y liberó la presión de su pesado miembro. Acto
seguido se aproximó e hizo oscilar la pelvis contra su estómago.
—Mira cómo me pones.
No le dio opción a que pudiera contestar. Introdujo los dedos en los
tirantes de su sujetador y deslizó tanto este como el vestido por sus hombros
hasta que ambos cayeron a sus pies y ella se mostró ante él solo con las
bragas y los zapatos.
Como si se diese cuenta de que estaba demasiado expuesta, Abigail se
encogió y trató de apartarse del ventanal.
—Estamos en la planta treinta y uno y no tenemos ningún edificio
enfrente. Nadie puede verte —susurró él deteniéndola.
La incomodidad de ella era tan evidente que casi sintió un poco de
lástima.
Casi.
—Llevas demasiada ropa —masculló introduciendo los dedos dentro de
sus bragas y tirando de la tela.
Notó el temblor que le recorría el abdomen justo debajo de los nudillos.
Le gustó saber que era capaz de excitarla tanto.
—Tú... también...
Esas palabras pronunciadas casi sin aliento lo sorprendieron. No las
esperaba. Parecía que ella había decidido lanzar su inseguridad por la borda
y armarse de coraje.
Fantástico.
Él también mostraría más arrojo, entonces.
—Es verdad —reconoció.
Sin más preámbulos, con un fluido movimiento se quitó los pantalones y
el bóxer trunk, quedándose desnudo. Una sonrisa cargada de vanidad
apareció en su boca al ver cómo ella lo escrutaba de arriba abajo con
admiración. Era muy consciente de su aspecto físico. Practicaba diversos
deportes y solía acudir al gimnasio tres veces por semana a hacer pesas.
Estaba más que satisfecho con su cuerpo.
—Tócame —le pidió con un ronroneo.
Ella, algo vacilante, acercó la mano hacia su pecho y lo acarició con la
punta de los dedos con tanta suavidad que el roce se asemejó al aleteo de
una mariposa. Él soltó una risa ronca antes de cogerle la muñeca con
energía y dirigirla hacia su entrepierna.
—Mis pectorales pueden esperar. Mi polla no.
Ella soltó un breve gemido de sorpresa; no obstante, lo rodeó con los
dedos y presionó ligeramente.
Al sentir el tacto caliente de su mano empuñando su masculinidad, Zeta
cerró los ojos durante un segundo. Tenía ganas de acabar con los
preliminares y hundirse dentro de ella. Estaba muy excitado, quizá porque
hacía más de dos semanas que no follaba con nadie.
—Mueve la mano —la instó con impaciencia.
Ella lo hizo. Con exasperante torpeza, la deslizó arriba y abajo.
—Más rápido y con más fuerza.
Obedeció.
Un breve escalofrío bajó por la columna vertebral de Zeta. Echó la
cabeza hacia atrás y clavó la mirada en el techo mientras ella lo masturbaba.
Comenzaba a arder por dentro debido a su cercanía y al roce de sus dedos, y
sabía que tenía que controlarse si no quería que las cosas se precipitasen.
No habría ningún tipo de preámbulo más si daba rienda suelta a sus deseos.
Dio un paso atrás y se apartó.
Ella se quedó quieta, mirándolo llena de confusión.
Sin darle un respiro la estrechó entre sus brazos y sus manos resbalaron
hasta la parte baja de su espalda. Allí lo recibió una grata sorpresa. No eran
unas bragas eso que llevaba puesto, ¡era un tanga! Un tanga que dejaba la
suprema opulencia de su trasero al descubierto. Soltó un gruñido gutural al
descubrirlo.
Ella trató de apartarse, pero él no se lo consintió. Hundió los dedos en la
suave y caliente carne de sus glúteos y los amasó con codicia.
—Joder, Abigail, qué culo más increíble. Si te digo lo que me gustaría
hacerte ahora mismo... —Se interrumpió porque las ganas de besarla lo
acuciaron.
Y eso hizo, la besó mientras sus manos seguían masajeándola a
conciencia. Se restregó contra ella, imaginándose que la giraba entre sus
brazos y hundía su erección en la blanda carne de sus nalgas.
Su ardor fue en aumento.
En silencio maldijo la falta de iluminación. Le habría gustado poder
devorarla con los ojos.
—Quiero follarte —murmuró contra su boca—. Vámonos a la cama
porque creo que hacerlo aquí de pie sería peligroso y bastante incómodo.
Ella no opuso resistencia. Se bajó de sus tacones y se dejó guiar cuando
la cogió de la mano y la condujo hasta la cama. Se mantuvo silenciosa y
quieta, esperando a que fuera él quien tomara las decisiones. A Zeta le
pareció bien. Estaba acostumbrado a marcar los tiempos en sus relaciones y,
aunque le gustaba que sus compañeras de cama no fueran del todo pasivas,
lo ponía sobremanera que se mostraran sumisas y lo dejasen a él llevar la
batuta.
La empujó con suavidad, forzándola a sentarse sobre el borde del
colchón mientras empuñaba su miembro y se acariciaba.
—Túmbate —le ordenó.
Los movimientos de Abigail estaban cargados de reticencia cuando se
echó hacia atrás hasta alcanzar el cabecero. No llegó a tenderse. Apoyó las
manos a su espalda y aguardó ansiosa.
Zeta, lleno de feroz impaciencia, extendió las manos, le sujetó los
tobillos y tiró de sus piernas hasta que quedó tendida de espaldas. Después,
antes de que ella pudiera siquiera protestar, le quitó el tanga de un modo
inesperado.
Ella jadeó llena de asombro.
Por enésima vez desde que habían empezado, en la mente de Zeta se
formó una imprecación silenciosa respecto a tener que actuar en la
oscuridad. Apenas podía adivinar su cuerpo, lechoso, sobre la colcha
oscura. Sus ojos se fijaron en su monte de Venus. Una sombra lo cubría. No
estaba depilada del todo.
Una sonrisa se perfiló en su boca al descubrirlo. Casi lo había esperado.
De algún modo, no iba mucho con Abigail carecer de vello púbico, como
las tías con las que solía acostarse.
La novedad no le disgustó.
Las ganas de hundir la lengua en su sexo ardiente lo sobrecogieron y su
erección pareció aumentar de tamaño.
Se arrodilló sobre el colchón mientras le separaba las piernas con las
manos. Su piel era muy suave.
La notó tensarse.
—Relájate —le susurró—. Tengo ganas de comerte entera.
La oyó coger aire con fuerza.
—¿No quieres que te devore? —preguntó con lujuria mientras enterraba
los dedos en la carne de sus muslos y presionaba para abrírselos más.
Ella no se resistió.
Zeta arrastró la mano hasta los suaves rizos que cubrían su entrada y
dejó que sus dedos se deslizaran algo más abajo hasta que se sumergieron
en su interior. Estaba empapada y muy muy caliente.
Ella gimió y un espasmo la recorrió.
Sin esperar ni un segundo más, fascinado por su reacción, se inclinó
sobre su cuerpo y la engulló.
El calor de su sexo lo envolvió.
Su lengua recorrió los húmedos pliegues, deleitándose en su sabor y en
su aroma. Se detuvo sobre todo en su clítoris y jugueteó con él, besándolo y
succionándolo caprichosamente.
Ella se agitaba sobre el colchón en medio de fuertes sacudidas, pero él
no consintió que sus caderas se movieran ni un solo milímetro. Había
apoyado las manos sobre su pelvis manteniéndola clavada sobre la cama, y
todo su esfuerzo se concentró en llevarla al clímax con la lengua. Quería
que se corriera en su boca.
Pronto sus gritos y sus jadeos se hicieron más agudos y una sensación de
triunfo lo llevó a emplearse más a fondo para conseguirlo, lamiendo,
mordisqueando y besando. En solo un par de segundos la notó tensarse y
sintió cómo su sexo se convulsionaba.
¡Joder, qué sexi era!
No le dio tiempo a recuperarse, estaba demasiado impaciente por
poseerla. Se incorporó y alargó el brazo hacia la mesilla. Sacó un condón de
la caja con presteza, rasgó el envoltorio con los dientes y se lo puso a toda
velocidad.
Abigail todavía temblaba inundada por los últimos espasmos de su
orgasmo cuando se colocó sobre ella, dejando que la calidez de sus pieles se
mezclase y que su miembro se hundiera en la blandura de su vientre. La
sujetó por la nuca enredando los dedos en su pelo y la besó, aspirando sus
suspiros cargados de placer.
—Me pones a cien —murmuró. Y nada más decir eso se retiró, se tendió
boca arriba y tiró de ella, tratando de que se tumbara sobre él.
Abigail se resistió con un gemido de protesta.
La estudió con la frente arrugada. Ni siquiera la oscuridad era capaz de
ocultar la reticencia que desprendía su postura.
—¿Qué pasa? —inquirió—. ¿Crees que no voy a poder contigo? Mido
un metro ochenta y ocho y peso más de noventa kilos.
El jadeo que dejó escapar le confirmó que había dado en el clavo con su
suposición.
—Pero... —musitó ella balbuceante.
—No hay peros, joder, quiero ver cómo me montas —insistió
demandante.
También le habría gustado ver su miembro entrando y saliendo de ella.
Eso lo ponía muy cachondo. Pero, dado que la habitación se hallaba en
sombras, se conformaría con que ella lo cabalgara.
No dejó que pudiera protestar de nuevo y tiró de su muñeca con energía,
obligándola a sentarse a horcajadas sobre sus muslos. Pese a que tenía la
mente nublada por el deseo, solo tardó unos segundos en darse cuenta de
que ella evitaba dejarse caer sobre él. Eso lo inquietó. No sabía a qué le
tenía tanto miedo Abigail. Era innegable que no era un peso pluma, pero
como ya le había dicho, él tampoco.
Un gruñido enojado se formó en su pecho mientras hundía los dedos en
la carne de sus caderas y la forzaba a ir bajando para deslizarse dentro de
ella con lentitud, centímetro a centímetro. Las paredes de su vagina lo
fueron engullendo poco a poco, estrechándose en torno a él,
estrangulándolo, sofocándolo, abrasándolo..., y haciéndolo temblar por el
esfuerzo de controlarse, cuando lo que realmente deseaba era sumergirse de
golpe dentro de todo ese calor.
Abigail soltó un potente jadeo que lo enardeció y le sirvió como acicate
para olvidarse de toda prudencia. La penetró de una última embestida hasta
que la llenó por completo. Ella arqueó la espalda, obligándolo a ahondar
todavía más en su interior. Lo hizo rugiendo como un animal al sentir su
sexo aprisionado por el de ella. Una sacudida de puro placer le agitó las
entrañas.
Trató de leer la expresión de su rostro, sin éxito; no obstante, sus labios
entreabiertos y su respiración agitada la delataban.
Estaba tan excitada como él.
—Di mi nombre —exigió con aspereza.
—Zeta...
Fue apenas un susurro ininteligible, pero suficiente para que su erección
se endureciese más todavía dentro de ella, si es que eso era posible. Y una
sensación ardiente se asentó en la parte baja de su espalda. ¡Joder!
—Muévete —bisbiseó.
Y ella, a pesar de toda esa turbación que parecía envolverla, lo obedeció.
Empezó a mecerse hacia delante y hacia atrás aumentando la fricción entre
ambos.
Sus jadeos entremezclados solaparon la voz de Sade, que emergía de los
altavoces cantando No Ordinary Love, y llenaron la habitación rebotando
contra las paredes. Era un sonido de lo más erótico, y Zeta se sintió
borracho de placer. Hacía tiempo que no se excitaba tanto.
Cerró los ojos y se dejó llevar por sus sensuales movimientos, pero solo
unos segundos después se dio cuenta de que tenía la necesidad de ser más
agresivo, de embestirla con fuerza. Así que la empujó hacia un lado con
fogosidad. Logró que cambiaran de postura sin salir de su interior. En un
instante se había tendido sobre ella.
Su voluptuoso cuerpo lo acogió con deleite y él se recreó en su blandura
enterrando los dedos en su carne, hundiendo la cara en su cuello e
incrementando los embates contra su sexo.
La oyó gemir sin mesura y pudo sentir cómo sus uñas se clavaban en su
espalda. El ardor creció dentro de él y la sangre se le aceleró. Sabía que iba
a durar muy poco, que estaba a punto de llegar al final, pero no le
preocupaba gran cosa. En el siguiente polvo aguantaría más.
Sin detener sus fogosos envites, introdujo la mano entre los cuerpos de
ambos hasta que alcanzó su objetivo. Lo halló casi escondido entre su vello
púbico, hinchado y sensible, y lo acarició con la yema del pulgar.
—¡Sí...!
Su jadeo excitado provocó que sus labios se torciesen en una sonrisa
arrogante. Incrementó la velocidad del roce y se concentró en hacer que ella
alcanzase el segundo orgasmo de la noche.
No tardó en sentir cómo se ponía rígida.
Fue en ese momento cuando volvió a enfocarse solo en su propio deseo.
Apoyó las manos en la almohada a los lados de su cabeza, para posicionarse
mejor, y la embistió con vehemencia, notando cómo las paredes de su sexo
se expandían y se encogían al ritmo de sus acometidas.
—¡Zeta! —gritó ella.
Dejó que sus convulsiones lo arrastrasen a él también, conduciéndolo a
su propio clímax.
Echó la cabeza hacia atrás y, soltando un potente rugido, terminó dentro
de ella.
Capítulo 13

Abigail

Llevaba un buen rato contemplando el techo de la habitación con la mirada


perdida y la cabeza llena de pájaros. La quietud en la que estaba sumida la
suite era absoluta; solo podía oír la respiración profunda de Zeta a su lado.
Se había quedado dormido hacía cosa de media hora.
Ella, en cambio, no podía pegar ojo. Se sentía tan despierta y despejada
como si hubiera dormido veinticuatro horas seguidas.
No habían sido trece polvos, habían sido cinco. Y el último de ellos
había durado hasta el infinito y más allá.
Sí, Zeta poseía una fogosidad impresionante. Como bien había dicho
Mar, los tíos de su edad eran incansables.
Le echó un vistazo de reojo. En la penumbra apenas pudo distinguir sus
facciones. Se entretuvo un buen rato contemplándolo casi a ciegas mientras
el anhelo de verlo mejor iba creciendo dentro de ella. Titubeó indecisa, pero
terminó por extender la mano con sigilo y coger el bolso que antes había
dejado sobre la mesilla. Sacó su móvil y lo encendió. La luz de la pantalla
no iluminaba demasiado, pero sí lo suficiente para poder estudiar sus
rasgos.
¡Dios! Era tan guapo que dolía mirarlo.
Lo recorrió con la vista. El pelo le caía descuidado sobre la frente,
rozando sus cejas, frondosas y bien perfiladas. Tenía las pestañas largas y
diminutas arrugas se formaban en los extremos de sus ojos, como si fuera
propenso a la risa. Sobre su nariz destacaban unas cuantas pecas, y una
barba incipiente le sombreaba el mentón.
Y sus labios eran gruesos y generosos.
Se llevó una mano a su propia boca y se la delineó con la punta de los
dedos. La notaba hinchada y sensible.
Sí, sin duda sus labios eran muy generosos a la hora de besar.
Sus ojos se posaron sobre su pecho desnudo. Musculoso, fornido y sin
mucho vello, solo lo justo para darle un aire muy varonil.
Apartó la vista con rapidez y apagó el móvil. De nuevo la recorrió una
ola de calor al recordar todas y cada una de las veces que él había
conseguido que llegase al orgasmo. Nunca habría pensado que pudiera
alcanzar el clímax con esa facilidad, pero aquel... crío lo había logrado una
y otra vez, como si supiera exactamente cómo y dónde tocarla, empleando
la velocidad y el ritmo más adecuados.
Fue increíble.
Como acostarse con un dios del sexo.
Ella, por el contrario, se sintió torpe y tímida, sobre todo al principio,
cuando se desnudó y todos sus defectos quedaron al descubierto. La
vergüenza la invadía cuando recordaba cómo él la había forzado a sentarse
sobre sus muslos. No estaba acostumbrada a hacerlo de esa forma. Nico
siempre le decía que pesaba demasiado para estar encima y ella, de algún
modo, siempre había creído que los tíos no querrían que una mujer de su
envergadura los cabalgara.
Con Zeta todo fue diferente. Él no solo parecía ignorar que ella no fuese
una criatura esbelta y grácil, sino que daba la impresión de disfrutarlo. Su
manera de acariciarla, como si estuviera fascinado por sus curvas, la había
llevado a adquirir audacia según iba avanzando la noche. Al final incluso
accedió a tumbarse boca abajo —algo que jamás habría pensado que podría
hacer en la vida—, y a dejar que él se deleitase con sus glúteos,
restregándose contra ellos, mordisqueándolos y acariciándolos mientras le
susurraba cosas al oído que podrían hacer enrojecer a la mujer más
experimentada.
Sí, Zeta era bastante directo y desvergonzado. Le decía lo que quería de
ella, sin moderación alguna. Sin filtros. Eso la había encendido.
Estaba acostumbrada a Nico y a sus silencios.
Cuando el recuerdo de su exnovio se manifestó en su cerebro, emitió un
suspiro pesaroso que se apresuró a ahogar en la almohada.
Nico y Zeta no tenían nada que ver. Nada.
«No pienses en él —se amonestó—. Eso solo te llevará a ponerte de mal
humor. Regodéate en las horas que acabas de pasar con este pedazo de
hombre que te ha dejado exhausta.»
En ese instante una suave vibración la llevó a alzar la cara. Provenía de
la mesilla en la que Zeta había dejado su móvil. La pantalla se había
iluminado y un mensaje entrante aparecía en ella.
Eran las tres de la madrugada. ¿Quién le enviaría mensajes a esas horas?
No solía ser una entrometida, pero cuando el siguiente texto llegó, la
curiosidad pudo con ella. Titubeó unos segundos antes de tomar una
decisión, echando una rápida mirada al hombre que descansaba a su lado.
No se había movido ni un milímetro.
Dejando atrás todo cuidado, cogió el móvil y lo encendió. No tenía
ningún patrón ni código de seguridad y pudo acceder a los mensajes
fácilmente. Había seis, todos de la misma persona, un tal Raúl. El primero
de ellos, de hacía un par de horas.
Te la has follado ya? ;-P

Cómo es desnuda? Está muy gorda? Has sido capaz de


encontrarle el clítoris con tanta carne?

Te acompañamos en el sentimiento, tío. Estamos brindando


a tu salud, jajaja.
Haz fotos o róbale las bragas de abuela XD. Queremos
pruebas de que te la has tirado.

Todavía estás en el lío? Estamos cansados de esperarte para


que
nos lo cuentes todo.

Zeta, da señales de vida, joder, es supertarde y nos vamos a


largar ya
de la Kiss Box.

El aparato se le escurrió entre los dedos y rebotó contra el colchón.


Ni siquiera se molestó en recuperarlo. Estaba demasiado impactada.
El pecho comenzó a arderle. Apretó la mandíbula hasta que se hizo daño,
tratando de contener las lágrimas que amenazaban con derramarse de sus
ojos. Se quedó muy quieta mientras se llamaba tonta en silencio. En
realidad, no debería estar tan afectada o dolida. Ya había intuido que Zeta y
sus amigos solo pretendían burlarse de ella.
Pero una cosa era una sospecha y otra muy distinta era leer aquellos
mensajes hirientes y cargados de maldad.
«¡Cabrones!»
Volvió a mirar a Zeta con un regusto amargo en la garganta Su imagen se
le presentó borrosa a través de la humedad que empañaba sus ojos. De
pronto toda esa belleza que solo unos instantes antes había alabado le
pareció grotesca. Quizá era un hombre guapísimo con un atractivo
arrollador, pero no tenía corazón.
«Hijo de puta...»
Respiró hondo unas cuantas veces hasta que consiguió calmarse y
hacerse dueña de sus actos de nuevo. Se enjugó una lágrima furtiva con la
mano, la única que consintió que resbalara por su mejilla, y se incorporó.
Tenía que ser pragmática y pensar con frialdad, se dijo.
Quizá su motivación para haber acabado con un hombre en la suite de un
hotel fuese diferente de la de él, pero el fin era el mismo. Tanto Zeta como
ella habían conseguido lo que querían: pasar una noche de lujuria y
desenfreno. Ambos se llevaban la experiencia para compartirla con sus
amigos, solo que ella era bastante más educada y menos ruin. No era una
desgraciada como él.
«¿Qué te importa lo que piense una panda de niñatos gilipollas de ti?
Nunca más vas a volver a saber nada de él ni de sus amigos. ¡Que les den!
Y tus polvos te los llevas», dijo una voz dentro de su cabeza que sonaba
igual que la de Mar.
Su parte racional le decía que así era, que aquella situación debería
importarle un bledo. Pese a eso, su parte más sensible se sentía dolida y
humillada.
Esos mensajes horribles la habían lastimado.
«Cómo es desnuda? Está muy gorda? Has sido capaz de encontrarle el
clítoris con tanta carne?»
¡Malditos capullos!
Sacudió la cabeza con energía para alejar esas palabras de su mente y
aguantó la ira que quería salir de su boca en forma de grito. No perdió más
el tiempo y abandonó la cama, dispuesta a largarse de allí cuanto antes. A
tientas, recorrió la habitación, recogiendo su ropa desperdigada del suelo.
Se puso la ropa interior y el vestido con rapidez, sin preocuparse
demasiado por su cabello despeinado ni su aspecto desaliñado. Solo quería
marcharse de allí cuanto antes.
Bajaría a la recepción y pediría un taxi.
No obstante, cuando ya se encaminaba hacia la puerta con el bolso
firmemente sujeto debajo del brazo y los zapatos de tacón en la mano para
no hacer ruido, se detuvo. Una idea descabellada comenzó a tomar forma
dentro de ella.
Quizá fuera absurdo, pero sentía la necesidad de hacer algo inesperado y
atrevido que restaurase su confianza, que se había visto destruida después
de leer aquellos mensajes dañinos.
Algo que Zeta no esperase y que quizá lo pusiera en su sitio.
Una mirada fría y calculadora escapó de sus ojos mientras regresaba al
dormitorio y empezaba a buscar papel y boli.
Capítulo 14

Zeta

Unos descarados rayos de luz se colaron por el ventanal y se estamparon


sobre su cara. Parpadeó un par de veces para acostumbrarse a la claridad y
rápidamente se dio cuenta de dónde estaba: en la suite del Cienvillas.
Paseó la mirada por la estancia y no vio rastro alguno de ella por ningún
lado.
Abigail se había ido.
Se llevó la mano a la entrepierna y se la acarició con abandono. Un
polvo rápido por la mañana habría sido una gozada. Qué putada que ella se
hubiese marchado.
Alzó los brazos por encima de la cabeza y se desperezó sonriendo con
jactancia al recordar todo lo sucedido.
Había sido una gran noche. La había disfrutado más de lo que esperaba.
Abigail y él resultaron ser bastante compatibles. Una vez que ella perdió su
timidez inicial, se convirtió en una compañera de cama muy deseable y
satisfactoria.
Zeta no recordaba cuándo había sido la última vez que le apeteció echar
más de dos polvos seguidos. Con Verónica, desde luego que no; tenía que
obligarse porque con ella siempre era más de lo mismo, y con las últimas
tías con las que se había acostado, tampoco. Sin embargo, con Abigail no
había tenido problema para repetir una y otra vez. Algo en ella, en su
exuberancia y su forma de comportarse, lo excitaba sobremanera. Era quizá
su inocencia y su sencillez a la hora de entregarse, o quizá esa pasión
contenida que se derramaba por todos sus poros. No sabía qué era lo que la
hacía diferente de otras mujeres con las que había estado, pero le había
encantado la experiencia. Cerró los ojos y se recreó en las imágenes que
acudieron a él. Joder, se le ponía dura solo de pensar en su voluptuoso
cuerpo tendido sobre la cama mientras él lo exploraba con la boca. Ese
impresionante culo suyo lo había fascinado.
La próxima vez esperaba poder hacerlo con la luz encendida.
—Ahora resulta que te van a gustar las tías pasadas de peso. Ver para
creer —murmuró con ironía.
Todavía con una risa bailándole en la boca, giró la cabeza y sus ojos se
posaron sobre una cuartilla de papel doblada que había a unos veinte
centímetros de distancia, encima de la almohada. Con la frente arrugada se
incorporó sobre un codo y extendió la mano para cogerla.
¿Abigail le había dejado una nota manuscrita?
Qué anticuada.
Desdobló el papel. Sus trazos eran firmes y carecían de florituras; no
parecía una letra muy femenina. Leyó el contenido con rapidez.
En el móvil te he dejado un par de fotos como prueba para tus amigos. El tanga me lo llevo,
espero que lo entiendas. Borra mi número, por favor. Y gracias por los cinco polvos. Por cierto,
te pongo un diez. En la cama eres fantástico. Como persona dejas bastante que desear.

Parpadeó un par de veces antes de volver a leerlo, confuso. ¿Cómo?


¿Qué quería decir con todo eso? ¿Fotos para sus amigos? ¿Se llevaba el
tanga? No entendía nada.
Con una ligera pesadez en el estómago, se irguió como impulsado por un
resorte, cogió el teléfono de la mesilla y lo encendió. Accedió a los
mensajes y leyó los que había recibido durante la noche. Eran seis, todos de
Raúl.
Se llevó la mano a la frente al comprenderlo todo de golpe.
¡Mierda!
Era evidente que ella los había leído.
Se quedó quieto un momento, sin saber muy bien cómo reaccionar.
Finalmente accedió a la galería de imágenes y la revisó.
Sí. Allí estaban. Abigail había hecho tres fotos.
Tres selfis.
En dos de ellos aparecían ambos. La cara de ella en un primer plano,
despeinada, con los párpados y los labios hinchados, mientras que a él se lo
veía al fondo, durmiendo. En la tercera foto solo se la veía a ella, al menos
la parte inferior de su cara. Había dirigido la cámara hacia el espectacular
escote de su sujetador y junto a él se mostraba su mano con el dedo corazón
en alto, haciendo una peineta.
Zeta se quedó un buen rato mirando aquella imagen mientras trataba de
poner en orden sus pensamientos. Una extraña y desacostumbrada
sensación de culpabilidad comenzaba a afianzársele en la boca del
estómago. De repente no se sentía nada cómodo en su piel.
Releyó los mensajes de Raúl otra vez y trató de verlos desde la
perspectiva de ella. Eran dañinos, mezquinos y desagradables. No lo
sorprendía en absoluto que Abigail hubiese reaccionado de ese modo. Debía
de haberse sentido muy dolida.
Soltó un improperio y se pellizcó el puente de la nariz con fuerza.
¿Qué podía hacer?
Nada. El daño ya estaba hecho.
Lo peor de todo era que, a pesar de que los motivos por los que se había
acostado con ella eran tan infames como se expresaba en aquellos burdos
mensajes, la noche de pasión compartida había sido genial. En ningún
momento Zeta pensó en la apuesta o en conseguir pruebas para demostrar
que sí había logrado su objetivo. Después de los primeros cinco minutos
con ella se olvidó de todo lo demás y se concentró solo en el placer de
ambos.
—Joder —masculló con repentino mal humor.
Abrió de nuevo las fotos y volvió a mirar los primeros dos selfis,
estudiándola con atención. Las suaves manchas de carmín alrededor de su
boca, junto a su sensual lunar, su mirada entornada y su gesto impertinente
le conferían una apariencia de lo más erótica. Estaba muy atractiva. En nada
recordaba a la mujer que había conocido hacía dos semanas en el Ambigú.
Con toda seguridad, si les enseñase esas fotos a sus amigos estos no la
reconocerían y pensarían que se trataba de otra persona.
Soltó un bufido y arrojó el móvil sobre la cama antes de dirigirse al baño
a darse una ducha que le desentumeciera los músculos.
Dejó que el agua caliente le cayera sobre los hombros y se llevara el
sudor y el cansancio con ella, luego se enjabonó con el gel que había en un
expendedor en la pared de azulejo. Mientras lo hacía permaneció con los
ojos cerrados, esforzándose por no pensar en ella.
No tuvo mucho éxito.
Su imagen seguía dándole vueltas por la cabeza.
Se preguntó si debería llamarla y pedirle disculpas. Aunque, ¿cómo se
disculpaba uno por algo así? El imbécil de Raúl lo había echado todo a
perder. ¡Joder!
Su conciencia le recordó que él era igual de responsable de la situación.
Se había prestado a ese juego y había sido tan imbécil como su amigo.
Mucho más, en realidad. Raúl era pura palabrería. Él, en cambio, se había
ido con ella a la cama.
Era mejor ignorar la situación y olvidarse del tema; a fin de cuentas, no
iban a volver a verse nunca más, ¿no? Fue solo una noche y se acabó.
—Vaya mierda —masculló.
A pesar de que no elevó mucho la voz, esta rebotó contra las paredes,
evidenciando su desencanto.
Era una putada que las cosas hubieran acabado de ese modo porque le
habría gustado repetir, pero ya era tarde para lamentaciones.
Se dio prisa en aclararse la espuma que tenía adherida al cuerpo y
abandonó la ducha. El espejo que había sobre el lavabo le devolvió la
imagen de su atlético cuerpo empapado, pero apenas se dirigió una mirada
somera. Se secó con energía, frotándose también el cabello. Estaba a punto
de terminar cuando oyó cómo su móvil empezaba a sonar.
Se encaminó a la habitación y miró la pantalla.
Raúl.
«¡Joder, qué puñetera pesadilla de tío!»
—¿Qué quieres a estas horas? —respondió.
—Ya sabes lo que quiero. Estuvimos esperándote hasta las cuatro de la
madrugada y no te presentaste ni respondiste ningún mensaje. Quiero
información de lo que pasó.
—¿Y para eso me llamas a las nueve un domingo? Pues sí que has
madrugado —dijo con sorna—. ¿Tanto te importan los mil euros?
—No he madrugado. Todavía no me he acostado. Acabo de llegar a casa.
¿Dónde estás tú? ¿Todavía estás con ella?
Zeta se dirigió al ventanal y contempló la ciudad, que aún parecía dormir
allí abajo. A pesar de que el sol refulgía ya en el cielo, había poco tráfico en
la amplia avenida en la que estaba situado el hotel y casi ningún transeúnte
ocupaba las aceras. Una típica mañana de domingo en la capital.
No solía ser reservado, más bien todo lo contrario, no le importaba gran
cosa alardear de sus conquistas y hablar de las tías con las que se acostaba;
sin embargo, en ese instante en que Raúl le preguntó por Abigail, prefirió
guardar silencio. Se quedó pensativo mientras recorría la desierta calle con
la vista.
—Joder, di algo, tío —insistió su amigo.
Todavía tardó unos cuantos segundos en contestar.
—No se presentó —repuso con sequedad.
Se oyó una exclamación ahogada al otro lado de la línea.
—¿Me estás diciendo que te dejó tirado? ¿A ti? —Su asombro era
palpable.
—Sí. Me dejó tirado.
—¡No me lo puedo creer! —murmuró, y después soltó una carcajada
estentórea—. ¡Entonces, he ganado la apuesta! —continuó con entusiasmo
—. Álvaro me debe mil euros. ¡Que se joda!
Zeta hizo una mueca. No era una decisión muy favorable para Álvaro la
que acababa de tomar, pero este no se iba a enterar de su engaño y tampoco
estaba muy necesitado de pasta, tenía de sobra, así que los mil euros no le
iban a doler demasiado.
—¿Por qué no viniste a la Kiss Box? —prosiguió Raúl al cabo de un rato
de enervante hilaridad.
—Estaba de mal humor y me emborraché en el hotel. He dormido aquí.
La risa de su amigo volvió a retumbar con fuerza. Lo soportó con
estoicismo apartándose el teléfono de la oreja.
—Ya te vale. Lo siento por ti.
Zeta compuso una mueca escéptica. No había ni un ápice de lástima en
esas palabras, más bien todo lo contrario, el regocijo más genuino se
filtraba en ellas.
—Te voy a dejar, Raúl. Tengo ganas de irme a casa y comer algo.
—Sí, claro. Hemos quedado esta tarde a las cinco en casa de Álvaro para
ver el partido. Vienes, ¿no?
—Sí, pero tengo que irme pronto. He quedado con Verónica esta noche.
—Pues nos vemos a las cinco, entonces. Y que sepas que me has hecho
muy feliz.
—Sí, sí. Venga, va. Adiós —se despidió.
Después de eso volvió a dejar el móvil en la cama y se acarició el
mentón con suavidad mientras soltaba un suspiro. No sabía muy bien por
qué había mentido, pero no le apetecía hablar de Abigail con sus amigos.
No se atrevía a analizar el motivo de esa decisión, pero prefería guardarse
lo que había pasado entre ellos aquella noche.
Comenzó a vestirse. Todavía estaba abotonándose la camisa cuando su
teléfono empezó a sonar de nuevo.
Soltó una maldición entre dientes. ¿Es que todo el mundo madrugaba los
domingos?
La pantalla le mostró el nombre de su novia. No tenía ganas de hablar
con ella, No obstante, aceptó la llamada.
—Es muy pronto, ¿no?
—Pero si ya son más de las nueve y media —protestó ella.
—¡Dime! —exclamó con exasperación.
—Es para confirmar lo de esta noche. No he reservado en ningún
restaurante. He pensado que mejor cenamos en mi piso. Pido algo exótico.
¿Te apetece comida japo?
—Por mí, perfecto.
—Además, esta noche puedes quedarte a dormir...
¿Quedarse a dormir en casa de Verónica? En esos momentos, en los que
sus pensamientos todavía estaban llenos de Abigail, no le apetecía
demasiado pensar en acostarse con su novia.
—He comprado algo que quiero probar —añadió ella con voz
acaramelada.
Él resopló. Estaba cansado de los juguetes sexuales de Verónica. Al
principio fue divertido, pero ya solo le provocaba aburrimiento. Solo quería
ver porno y usar diversos aparatos, a cuál más extraño. El sexo con ella era
demasiado repetitivo y monótono.
Estuvo tentado de cancelar la cita.
—¡Zeta!
Su tono se acercaba al de un gimoteo caprichoso, y lo último que él
quería era discutir con ella.
—Está bien —aceptó.
Ella soltó un gritito entusiasmado.
—A las nueve te espero aquí. Sé puntual.
Se despidieron.
Nada más colgar, la eliminó de su cabeza.
Mientras terminaba de ponerse los zapatos, inspeccionó la habitación
con la mirada. Los restos de su tórrida noche estaban ahí, a la vista: la cama
deshecha, la botella de cava vacía, las dos copas sucias y la caja de
condones sobre la mesilla, dentro de la cual solo quedaba el último
preservativo. Se acercó, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo. Echándose el
húmedo pelo hacia atrás con los dedos, se dirigió hacia la salida. Estaba a
punto de alcanzar la puerta cuando se detuvo. Giró sobre sus talones y
regresó a la cama. Cogió la nota manuscrita que Abigail había dejado, la
dobló en cuatro y se la metió en el bolsillo de los vaqueros.
Después de eso abandonó la suite.
Capítulo 15

Abigail

Salió del edificio y se despidió de Juan, el portero, con la mano, antes de


echar a andar hacia la Puerta del Sol. Iba a encontrarse con Tina en la calle
Mayor, en una tienda de corsés que habían descubierto en internet. Esta
había insistido en que la acompañara a comprarse uno de fiesta que pensaba
llevar en la boda de una de sus compañeras de trabajo.
Se miró el reloj. Eran las cinco y diez; todavía quedaban veinte minutos
hasta la hora en la que había quedado con su hermana, así que se permitió el
lujo de andar más despacio. Tenía tiempo de sobra.
Hacía muchísimo calor a esa hora de la tarde, como siempre por aquellas
fechas. Julio y agosto eran meses muy calurosos en Madrid. No era de
extrañar que mucha gente se largara de la ciudad a pasar el verano fuera de
la capital. Ella no solo no podía permitírselo —económicamente hablando
—, sino que tampoco podía cogerse ningún día de vacaciones en el
despacho de abogados; a fin de cuentas, solo llevaba un mes allí.
Estaba satisfecha con su puesto de trabajo. No había tardado mucho en
aclimatarse al bufete y a sus nuevos compañeros. Su jornada era interesante
y la carga de labores tampoco era excesiva. Además de ocuparse de la
recepción y la centralita, ayudaba a las secretarias a archivar, a redactar
documentos y a preparar las salas de reuniones. No era el mejor trabajo del
mundo ni el que le exigía más esfuerzo o le permitía desarrollar todas sus
capacidades, pero estaba contenta, por el momento. A falta de algo mejor,
por lo menos tenía un sueldo fijo todos los meses.
Estaba pasando por delante de las puertas del Ministerio de Hacienda
cuando su móvil empezó a sonar dentro de su bolso. Se detuvo para sacarlo
y le echó una rápida ojeada a la pantalla. Era un número que no reconoció.
Decidió cogerlo porque recibía muchas llamadas de otras empresas
donde había dejado su currículum.
—¿Sí?
Hubo una breve pausa al otro lado de la línea.
—Abigail...
Se detuvo en medio de la acera y agarró el teléfono con firmeza como si
tuviera miedo de que se le resbalara de la mano.
Habría reconocido esa voz en cualquier parte. Era una voz que hacía más
de tres semanas que no oía y que había esperado no tener que volver a oír.
Sus ojos se posaron en un matrimonio de avanzada edad que se había
parado y la miraba con estupor. ¿Tan exagerada había sido su reacción?
Avergonzada por llamar la atención de aquel modo, se volvió hacia la
pared. Cogió aire por la nariz y lo expulsó por la boca, tratando de calmar
sus nervios.
—Te dije que borraras mi teléfono —soltó con más aplomo del que en
realidad sentía—. Voy a colgar, y confío en que no vuelvas a llamarme.
—¡Espera! Déjame que te explique...
—¿Explicaciones? No quiero explicaciones. Fui muy clara en la nota
que te dejé. No quiero saber nada más de ti.
—Quiero pedirte disculpas... —Su tono era serio y profundo.
A Abigail no la impresionó demasiado. Una risa cínica escapó de su
boca.
—¿Disculpas? ¿Por qué habrías de disculparte? Todo salió como habíais
planeado tú y tus amigos —dijo con sarcasmo—. Tú estuviste bastante bien
en la cama, así que no hace falta que te disculpes. Ya te di las gracias por
escrito por los cinco polvos.
—Vale, me merezco todo lo que puedas decirme y más. Me porté como
un cabrón.
Ella guardó silencio y cerró los ojos, reviviendo la humillación de
aquella noche. Se fue a su casa en un taxi y estuvo horas llorando como una
boba, hasta que amaneció. Tardó varios días en volver a mirarse al espejo
sin recordar las hirientes frases de aquellos mensajes.
Fue doloroso.
—Sí. Te portaste como un verdadero cabrón —dijo—. Es por eso por lo
que no quiero volver a saber nada de ti —zanjó con sequedad.
—¡Espera, no cuelgues! Vamos a hablarlo.
—¡No tengo nada de que hablar contigo! —exclamó indignada.
—Dame la oportunidad de...
Abigail se apartó el móvil de la oreja y lo miró como si fuera un objeto
extraño. Ni siquiera se molestó en contestarle. Cortó la comunicación y se
guardó el teléfono en el bolso con energía.
Pero ¿quién se creía que era para pedirle una oportunidad después de lo
sucedido? ¡Menudo desgraciado!
Echó a andar furiosa, pisando fuerte sobre las duras baldosas, algo que
sus zapatos de tacón no le agradecieron demasiado. Solo un par de minutos
después de patear el suelo con excesiva dureza tuvo que moderarse. Se
detuvo frente al escaparate de una farmacia y se lo quedó mirando sin verlo
realmente. Le hervía la sangre en las venas de la ira tan profunda que sentía.
¡¿Cómo osaba llamarla por teléfono después de aquella noche?! ¡¿Y
cómo era posible que tuviera la cara dura de pedirle perdón?!
Todavía no podía creerlo.
La indignación la embargaba.
Una vibración la avisó de la llegada de un mensaje entrante. Con una
sensación premonitoria, volvió a sacar el móvil.
Debes de pensar que soy un cabrón. Es verdad, lo soy. No lo
niego. Por otro lado, aunque mis motivos eran bastante
despreciables, no soy tan mala persona como piensas. Sé que
no va a ser fácil que me perdones, pero me gustaría poder
verte en persona. Suena fatal y sé que no lo merezco, pero
dame la oportunidad de explicarte las cosas.
Y si luego no quieres volver a verme,
lo aceptaré y no te molestaré más.
Por favor.

Todavía no había tenido tiempo de analizar lo que acababa de leer


cuando el aparato volvió a vibrar en su mano.
Fue una noche increíble, Abigail. Lo pasé genial y sé que tú
también lo pasaste genial conmigo. Dame solo una
oportunidad para explicarte lo que pasó.

Se mordió los labios abrumada.


Otro mensaje entró.
Si no quieres quedar conmigo en persona, al menos déjame
que te llame
y te lo explique por teléfono. Necesito que sepas la verdad.

¿La verdad? ¿Qué verdad? Miró la pantalla con emociones encontradas.


Solo un par de segundos después el móvil volvió a vibrar. Esa vez era
una foto.
Una foto de un primer plano de Zeta con la palma de la mano extendida,
sobre la que se podía leer escrito en boli: «¡Abigail, perdóname!».
Se quedó mirando su cara, embobada. ¿Cómo podía un hombre ser tan
arrolladoramente atractivo? Estaba más moreno de lo que recordaba, prueba
inequívoca de que pasaba mucho rato tomando el sol. El azul de sus ojos
destacaba de un modo impresionante contra la tostada tonalidad de su piel.
Puñetero y atractivo Zeta...
«¡Capullo!»
Se llevó una mano a la frente y se dio la vuelta. Recorrió la Puerta del
Sol con la mirada. La popular plaza estaba llena de gente, como era habitual
a esa hora de la tarde, pese al calor. Turistas, paseantes, ociosos,
estudiantes, trabajadores y repartidores la poblaban, yendo de un lado para
otro con prisas. Y tanto la boca de metro más cercana como el
intercambiador de Renfe se turnaban en escupir y acoger la misma cantidad
de pasajeros en una constante cadena sin principio ni final.
El móvil seguía vibrando en su mano, pero se limitó a ignorarlo.
Mentiría si dijera que no había pensado en Zeta en ningún momento en
todas aquellas semanas, pero eran pensamientos agridulces y se había
propuesto no volver a verlo nunca más en su vida y borrarlo de su mente
como si fuera un mal sueño. La humillación que sufrió aquella noche
después de leer los mensajes fue mucho más poderosa que todo el placer
que pudo experimentar con él.
Su dignidad era bastante más importante que unos cuantos revolcones.
Entonces, ¿por qué narices estaba comenzando a titubear?
Dejó escapar un gemido ahogado.
¡Era una imbécil debilucha!
Derrotada, terminó por desbloquear el móvil y leer los mensajes que
habían ido entrando. Eran cuatro más.
Lo siento.

Escucha mi versión de la historia.

He pensado mucho en ti estas semanas. No quiero que las


cosas acaben así entre nosotros.

Queda conmigo. Solo con cinco minutos me conformo.

Una chispa de calor comenzó a tomar forma en su abdomen. Una


chispita de calor que se fue convirtiendo en una llama que subió por su
estómago y acabó en su pecho, acelerándole el corazón.
Tampoco pasaba nada por tomarse un café con él y escucharlo, ¿no?
¡No, no, no!
«No seas tonta y no dejes que su palabrería te haga flaquear.»
Aunque, por otro lado, aquella fatídica noche, él podría haberse largado
después de un polvo y haberla dejado allí tirada en el hotel y, sin embargo,
se portó como un jodido campeón del sexo con ella.
El anhelo por conocer de primera mano lo que él pudiera querer decir
anidó en su interior y empezó a extenderse por todo su cuerpo.
Y el último mensaje terminó de empujarla del todo hacia el abismo:
Por favor, di que sí.

¡Joder!
Se iba a arrepentir de aquello.
Antes de poder cambiar de idea, tecleó una respuesta con rapidez.
A las siete y media en el Café del Príncipe, en la plaza
de Canalejas.

Después de eso se guardó el móvil en el bolso. Ni siquiera quiso


comprobar si él había leído el mensaje. Era la última oportunidad que
pensaba concederle. Si él no se presentaba, se largaría y bloquearía su
número por siempre jamás.
Echó un último vistazo a su reloj. Ya eran las cinco y media. Echó a
andar hacia la tienda de corsés mientras trataba de encontrar una excusa
plausible que venderle a Tina para despedirse de ella en un par de horas. No
podía decirle que había quedado con Zeta. No les había contado ni a ella ni
a Mar ni a Sonia lo de los mensajes desagradables y el disgusto que estos le
habían provocado; solo les había dicho que, aunque la experiencia fue
sexualmente muy satisfactoria —no se explayó demasiado en los detalles
—, Zeta resultó ser el tipo de hombre con el que no volvería a repetir. Ellas,
como si sospecharan que no quería hablar del asunto, no le insistieron,
gracias a Dios.
De ahí que no pudiera confesar que se había citado con él; aquello solo
le acarrearía problemas y muchas preguntas que no podía ni quería
responder.
Por el rabillo del ojo vio a su hermana, que le hacía señas con el brazo
desde el otro lado de la calle.
Compuso una sonrisa ligera y se dirigió hacia ella.

Zeta

—¿Qué haces ahí?


La voz de Verónica a su espalda lo sacó de sus cavilaciones. Se dio la
vuelta y se encaró con ella, ocultando la sonrisa que habían mostrado sus
labios hasta ese momento.
—Estoy fumándome un cigarro —contestó al tiempo que expulsaba el
humo de los pulmones con languidez.
—Creí que ya no fumabas.
—Solo uno de vez en cuando.
—¿Con quién hablabas?
Ella salió al balcón y se situó a su lado, acodándose en la barandilla.
Señaló el móvil, que él tenía en la mano.
—Con otra —repuso Zeta encogiéndose de hombros.
Sabía que a ella no le importaban gran cosa sus escarceos.
—Apuesto a que no es tan guapa como yo —ronroneó pegándose a él y
frotándole la parte exterior de un pecho contra el brazo.
Solo llevaba puesta la camiseta que él se había quitado hacía un rato,
cuando había llegado a su apartamento. Y nada más debajo.
Él mismo estaba desnudo.
No dijo ni una palabra, pero a su mente acudió presta la voluptuosa
figura de Abigail y su atractivo rostro. Quizá no fuera tan guapa como
Verónica, pero a él comenzaba a resultarle cien veces más interesante.
—Acábate el cigarro y ven, que te estoy esperando —continuó ella,
ignorando su silencio—. He llenado la bañera y podemos estar un rato más
juntos antes de que vengan mis amigas. Tenemos mucho que celebrar.
Nada más decir eso le pasó un dedo por el glúteo derecho con intención
y se alejó.
Él ni siquiera la miró. Se limitó a seguir contemplando la urbanización a
la que daba el ático de Verónica. A esa hora de la tarde, tanto los jardines
como la piscina estaban llenos de gente, pero los gritos y los chapoteos de
los niños en el agua solo llegaban difuminados hasta la última planta del
edificio, la decimocuarta.
Zeta oyó el ruido de la puerta corredera a su espalda. Verónica se había
ido y lo había dejado solo.
Ella tenía razón. Tenía mucho que celebrar. Esa misma mañana había
hablado con su padre y este había accedido a darle el dinero que necesitaba
para el local que pensaba abrir con Samuel; a cambio, él se había
comprometido a hacer el máster en Comercio Internacional que su
progenitor quería. Este seguía sin perder la esperanza de que Zeta terminara
trabajando para la empresa familiar, aunque eso todavía estaba por verse.
Tomó un trago de la lata de cerveza que se había abierto hacía unos
minutos y volvió a darle una calada a su cigarro. Se quedó un buen rato
contemplando cómo las volutas de humo subían y se elevaban en el prístino
cielo añil. No era un fumador asiduo. Solo ocasionalmente se encendía
algún cigarrillo que otro, cuando estaba ansioso o tenía que tomar alguna
decisión desagradable.
Esta vez lo que lo llevó a fumar fue tener que contactar con Abigail.
Tres semanas habían pasado desde aquella noche del hotel. Tres semanas
en las que sus pensamientos habían ido en muy diversas direcciones,
oscilando de un lado a otro: desde ignorarla por completo y olvidarse de lo
que había pasado a querer verla de nuevo y pedirle disculpas por su
comportamiento y el de sus amigos.
No deseaba que las cosas acabaran así entre ellos. Quería volver a hablar
con ella.
Pero no sabía cómo.
Él no era una persona que pidiera perdón o que se sintiera culpable por
nada. Su hermano Santi, cada vez que discutían, bromeaba y decía que
parecía haber nacido sin conciencia, que cuando Dios otorgó las virtudes a
los seres humanos, a él debió de saltarlo porque no tenía ninguna.
Esa sensación de culpa era algo nuevo para Zeta.
Hacía tiempo que no se sentía tan confundido.
Por eso le había costado tanto tomar una decisión.
Sin embargo, el catalizador que lo llevó a decidirse lo halló esa misma
tarde en la cama de Verónica. Hacía dos semanas que no la veía y, cuando
ella lo llamó y lo invitó a comer, a falta de algo mejor que hacer, decidió
acudir. Una cosa llevó a la otra y el postre se lo terminaron comiendo entre
las sábanas.
Y ahí fue cuando Zeta supo que tenía que volver a ver a Abigail.
Mientras besaba a Verónica y la abrazaba, solo podía pensar en un
cuerpo no tan delicado ni esbelto como el de su novia. Nada más podía ver
un rostro sensual con un lunar cerca de la boca y unos ojos color miel.
Estaba comenzando a obsesionarse.
No era la primera vez que las imágenes de aquella noche acudían a él. Ya
le había sucedido con anterioridad, sobre todo cuando se quedaba solo en su
dormitorio a la hora de acostarse y la oscuridad lo envolvía. Solía cerrar los
ojos y se recreaba con lo ocurrido entre ellos en el hotel, fantaseando con
ella. Incluso había llegado a masturbarse unas cuantas veces imaginando
que la experiencia volvía a repetirse.
No podía quitársela de la cabeza.
Aprovechó que Verónica se encerró en el baño después del polvo para
salir al balcón, abrirse una cerveza y encenderse un cigarrillo. Mientras
bebía y fumaba, la idea de llamar a Abigail llegó a él con repentina
claridad. Se limitó a seguir esa corazonada y marcó su número.
Ella reaccionó tal y como había esperado. En cuanto él mencionó que
quería una oportunidad para disculparse, le colgó el teléfono.
No lo sorprendió.
Pero tampoco se desanimó.
Una vez que decidía algo, estaba dispuesto a llegar hasta el final.
Además, había podido percibir la vacilación en su tono pese a que trataba
de ser sarcástica.
Sabía que podía convencerla.
Así que le envió un mensaje tras otro, e incluso se dibujó aquellas
palabras en la palma de la mano. Lo había visto en una película
romanticona de su hermana en una ocasión y, si en el cine aquello
funcionaba, ¿por qué no iba a hacerlo en la vida real?
Y así fue. Funcionó.
Abigail capituló y aceptó verlo.
La amplia sonrisa que se pintó en su cara después de recibir su último
mensaje estaba llena de satisfacción.
Estiró los brazos hacia arriba, alzando la cabeza y dejando que los rayos
de sol bañaran su rostro. Y un suave hormigueo de deseo se expandió por la
parte baja de su vientre al pensar que, en solo un par de horas, iba a volver a
encontrarse con ella. Su entrepierna reaccionó en consecuencia.
—Zeta, anda, ven, que se enfría el agua.
La voz de su novia, desde dentro del apartamento, llegó hasta él.
Echó un vistazo a la pantalla del móvil. Eran las seis menos veinte y
había quedado a las siete y media. Tenía tiempo de echar otro polvo rápido
con Verónica antes de irse. Apagó la colilla en un cenicero de cristal que
había sobre una mesa de forja en un lateral y regresó al interior del piso.
Verónica lo estaba esperando completamente desnuda en medio del
salón. Sonreía con lascivia mientras le hacía un gesto con la mano para que
se acercara. Sus ojos claros irradiaron entusiasmo al ver que él estaba
empalmado.
Él sonrió dando unos pasos hacia ella.
¿Qué importaba si aquella erección no era por Verónica sino por
Abigail?
Capítulo 16

Abigail

Sus ojos se dirigieron hacia la puerta del establecimiento cuando vio que se
abría.
No era él.
Eran dos chicas muy jóvenes que iban riéndose de un modo jovial.
Desencantada, volvió a bajar la vista hasta su tónica y se abstrajo
contemplando los hielos que flotaban en el transparente líquido.
La suerte había estado de su parte y no se vio en la necesidad de tener
que mentirle a su hermana. Fue Tina la que le comentó que tenía prisa
porque la chica que le cuidaba a los niños debía irse pronto ese día.
Había aguardado con paciencia a que su hermana se probara unos diez
corsés, hasta que encontró el más adecuado para llevar con una falda que ya
tenía comprada. El corsé ganador de aquella competición de probador
resultó ser uno rojo con diseño floral ribeteado con un lazo de satén negro.
Tina estaba preciosa con él.
Abigail quería mucho a su hermana, pero a veces, cuando la observaba
con detenimiento, no podía evitar que un hormigueo de envidia la invadiera
por dentro. Las comparaciones eran odiosas. Tina era igual de alta que ella,
pero pesaba unos veinte kilos menos. A pesar de haber dado a luz a
gemelos, tenía una figura envidiable, como la de una muchacha de veinte
años.
La puerta de la cafetería volvió a abrirse y su atención se dirigió hacia
ella.
De nuevo, una falsa alarma.
Carraspeó nerviosa y se alisó la falda sin necesidad.
Había llegado al establecimiento hacía solo cinco minutos y lo primero
que hizo fue bajar al baño a mirarse en el espejo. Se retocó el maquillaje y
se colocó bien el pelo, que le caía suelto sobre los hombros. El vestido que
llevaba era de vuelo, ajustado en la cintura, de manga corta, de color gris y
beige, con un estampado geométrico; acentuaba la curva de su busto de una
manera muy atractiva. A fuerza de sacrificio, en las últimas semanas había
conseguido bajar un par de kilos más, pero todavía estaba lejos de conseguir
su objetivo. No obstante, se sentía guapa y estaba más que preparada para
enfrentarse a Zeta.
El local estaba muy concurrido. Había tenido suerte al encontrar un sitio
libre a aquella hora de la tarde. Todas las mesas de mármol blanco estaban
ocupadas a excepción de esa pequeña y redonda que había al fondo, junto a
la escalera que llevaba a la planta de arriba, y que ella se apresuró a
reclamar como propia.
El Café del Príncipe era uno de los establecimientos más bonitos y con
más encanto de Madrid. Situado en la céntrica y bulliciosa plaza de
Canalejas, entre la calle del Príncipe y la calle de la Cruz, ocupaba el solar
de una antigua joyería. Su decoración era clásica y bastante sobria.
Destacaba la elegante barra de madera con apliques de latón y los muebles
de caoba que había tras ella. Los numerosos ventanales que daban a la calle
dejaban pasar la luz del exterior.
A Abi le gustaba el ambiente que se respiraba allí. No estaba muy lejos
del edificio donde trabajaba, así que se había acostumbrado a ir a tomar
café algunas tardes.
Estaba a punto de llevarse la tónica a los labios cuando una figura en la
calle llamó su atención. Se había detenido justo frente a la puerta de la
cafetería y escrutaba el interior a través del cristal como si estuviera
buscando a alguien.
Apoyó el vaso sobre la mesa sin haber bebido.
Recorrió la masculina silueta de arriba abajo con la vista. Alto,
musculoso, con vaqueros ajustados, camiseta gris, gafas de sol negras y el
pelo castaño claro revuelto de modo desenfadado.
Zeta, el sueño de cualquier mujer.
Sus miradas se encontraron.
Él sonrió casi imperceptiblemente antes de abrir la pesada hoja de
madera y acceder al interior. En solo diez segundos se plantó junto a la
diminuta mesa en la que ella estaba sentada.
—Hola —la saludó.
—Hola —murmuró Abi.
Él tomó asiento frente a ella y alzó la mano, llamando a uno de los
camareros. Cuando este acudió le pidió un tercio de Mahou.
Abigail lo observó sin decir ni una palabra. Ahora que por fin lo tenía a
un par de metros de distancia, se sentía cohibida y más insegura de lo que
esperaba. De nada le había servido arreglarse en el baño y haberse dicho a
sí misma que estaba guapa y que podía con todo; delante de él se convertía
en una jovencita ingenua y sin confianza.
¡Era frustrante!
No debería haber aceptado aquel encuentro.
—Gracias por venir —dijo él.
Ella hizo un gesto evasivo con la mano.
El camarero llegó raudo con la cerveza y la depositó sobre la superficie
de mármol.
—Quiero explicarte unas cuantas cosas. Sé que debes de estar muy
cabreada conmigo —comenzó él sin andarse por las ramas.
Se había inclinado sobre la mesa, apoyando los codos en ella, buscando
intimidad. Abigail tuvo que aguantarse las ganas de echarse hacia atrás y
romper aquella cercanía tan inquietante y peligrosa para su salud mental.
—La noche que nos conocimos en el Ambigú, mis amigos y yo
habíamos bebido bastante —continuó él sin darse cuenta de la incomodidad
de ella—. Estuvimos diciendo muchas gilipolleces y al final terminamos
haciendo apuestas absurdas. —Se detuvo bruscamente, como si no le
resultara fácil proseguir, pero terminó haciéndolo en voz baja con un
suspiro—: Apostamos a que yo no era capaz de llevarme a la cama a la
primera tía que entrara por la puerta. Y bueno..., esa fuiste tú.
Ella aferró su vaso de tónica con las dos manos. Estaba helado.
Una apuesta.
Claro.
Ya lo sabía.
Aguardó silenciosa a que él continuara.
—No hay excusa posible para nuestro comportamiento, en especial para
el mío, pero quiero que sepas una cosa: aunque todo empezó como un
juego, no me arrepiento de nada de lo que hicimos esa noche. Fue una
experiencia fantástica.
Su voz se había tornado ronca y profunda y había ido directa hasta el
vientre de Abigail, que alzó la barbilla y lo miró a los ojos. Lo que vio en
ellos la dejó estupefacta. En sus profundidades brillaba algo semejante al
deseo.
¿Deseo?
Se agitó nerviosa en su asiento.
—Permíteme que dude de tus palabras —dijo con dureza.
—Duda todo lo que quieras, no te lo reprocho. Esos mensajes que leíste
fueron una verdadera cagada de mis amigos. No es lo que yo pienso de ti ni
lo que siento.
Ella resopló con mordacidad. La simple mención de los mensajes la
llenaba de ira.
—¿Te sirvieron las fotos que te dejé? —inquirió con frío cinismo—.
¿Ganaste la apuesta?
Él bajó la mirada y la posó sobre su cerveza. Sus largos y morenos dedos
acariciaron la botella con abandono. Ella siguió aquellos movimientos con
el estómago comprimido. Esos dedos también habían acariciado cada
centímetro de su piel del mismo modo...
«Para, Abigail. ¡No fantasees! —se amonestó enojada consigo misma—.
Estás enfadada con él, que no se te olvide.»
Él tardó en contestar. Parecía incluso algo abochornado.
—Les conté a mis amigos que no te presentaste a la cita y que me dejaste
tirado en el hotel —dijo al fin.
—¿Có-cómo? —La incredulidad la llevó a tartamudear.
—Lo que has oído.
—Pero la apuesta y...
—No era mi apuesta. Era de ellos —explicó mientras se encogía de
hombros con displicencia—. Les mentí.
—¿Por qué? Podrías haberles dicho la verdad, que caí en tus redes como
una gilipollas y que conseguiste lo que te proponías —admitió con un deje
de amargura.
—Es que esa no es la verdad.
Antes de darle un trago a su bebida, ella trató de leer en sus facciones y
buscar algo que indicara que estaba de broma, pero solo descubrió lo que
parecía sinceridad. Estaba desconcertada.
—No sé de qué verdad hablas.
—La verdad es que no fuiste la única en caer en mis redes. Yo también
caí en las tuyas. ¿Qué piensas, que solo por ganar una apuesta de mierda me
acuesto con una tía que no me gusta y me quedo toda la noche con ella? Si
hubiese sido solo por la apuesta, un polvo habría sido suficiente. —Se
interrumpió y se acercó todavía más a ella para que nadie pudiera oírlo—.
Pero recuerda que echamos unos cuantos más. Creo recordar que te corriste
unas siete u ocho veces.
Ella aspiró con fuerza, impresionada por su descaro. Aunque ya había
podido comprobar con anterioridad que era muy directo y que siempre iba
al grano, esa cualidad en él seguía dejándola atónita. Parecía mucho mayor
de lo que su edad sugería.
No obstante, todavía tenía muy presente el contenido de aquellos
mensajes hirientes. Le habían dolido más de lo que deseaba admitir delante
de él.
—Tus... amigos...
—Mis amigos nada tienen que ver en esto que te estoy diciendo —la
cortó—. Me la pela lo que opinen —soltó con crudeza.
Lo miró con atención, frunciendo el ceño. Antes había pensado que
parecía mayor, pero su vulgar forma de hablar le mostraba lo contrario. Lo
hacía como un adolescente.
«Es que casi lo es», se recordó a sí misma con ironía.
—Esto es algo entre tú y yo —prosiguió él—. Tú eres adulta y yo
también. Puedo ser muy gilipollas y muy cabrón, créeme, pero cuando
encuentro algo bueno no me apetece dejarlo escapar.
Ella pestañeó un par de veces.
—No sé a qué viene esto —balbuceó al fin. Las ideas se agolpaban en su
cabeza como un batiburrillo desordenado y sin sentido.
—Esto viene a que me lo pasé jodidamente bien en la cama contigo y a
que creo que somos muy compatibles —susurró él—. Llevo semanas
pensando en ti, sin poder sacarte de mi cabeza. Me gustas y quiero que
repitamos.
El corazón de Abigail se desbocó. De pronto la rodilla de él rozó la suya
por debajo de la mesa y fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Se apartó con prontitud, rompiendo el contacto. Lo hizo con tanta
precipitación que su silla chocó con la que había a su espalda, que estaba
ocupada por un hombre cincuentón trajeado. Se volvió a toda velocidad y
murmuró una disculpa, llena de vergüenza.
Cuando se dio la vuelta y miró a Zeta, se percató de que este tenía una
sonrisa burlona en la boca. Lo fulminó con la mirada.
—¿Qué... quieres decir con eso? —siseó recuperando el tema donde lo
habían dejado—. ¿Quieres... que volvamos a... acostarnos?
—Exactamente eso —admitió él—. Quiero que volvamos a echar un
polvo.
Vocalizó cada palabra, deteniéndose sobre todo en la última.
—Nunca en la vida he conocido a nadie tan arrogante como tú —dijo
estupefacta.
—Pero sabes que lo valgo. Me puntuaste con un diez —replicó con una
mueca traviesa.
Abigail cerró los ojos huyendo de su mirada. Los recuerdos placenteros
de todo lo que habían hecho aquella noche acudieron a ella como
fogonazos. Los besos, los abrazos, las caricias, su forma de moverse, de
recorrerle el cuerpo con las manos, con la boca, con la lengua...
¡Dios!
Un estremecimiento le atravesó la columna vertebral.
¿De verdad era tan débil que estaba comenzando a plantearse volver a
liarse con él?
«Reacciona y pasa. Es un mujeriego al que le dan igual ocho que
ochenta.»
Cierto, pero entre todas las mujeres del mundo la había elegido a ella.
«No te sientas tan especial. Seguro que no eres la única en su agenda en
este momento.»
¿Y qué? Tampoco estaban hablando de matrimonio. Era solo sexo. Y
sexo del bueno, como había podido comprobar en sus propias carnes. Solo
tenía que ser realista.
«¿Y si te pillas por él?»
Imposible. Era algo carnal y solo eso. No podía olvidarlo ni un solo
instante.
Lo estudió a través de las pestañas, bebiéndose su atrayente imagen a
grandes sorbos. Él la contemplaba en silencio al tiempo que cogía su
cerveza y la acercaba a su boca. Cuando la apartó los labios le brillaban
húmedos e incitadores.
Vuelco en el estómago para ella.
¡Maldito Zeta y su masculina belleza! Ese hombre era la tentación
personificada y, si era sincera consigo misma, estaba deseando volver a caer
en ella.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa y las palabras de Mar explotaron
en su cerebro.
«Lo mejor es casarse con uno de cuarenta y conservar al de veinte como
amante.»
¿Tener a Zeta de amante?
No. Era una locura.
Pero qué locura tan increíble...
—Déjame que te invite a cenar y lo piensas —intervino él como si se
hubiera dado cuenta de que era mejor dejarlo correr por el momento—.
¿Quieres picar algo aquí o nos vamos a otro sitio?
—Eh...
—Es solo una cena rápida. Si quieres, luego nos despedimos y te vas —
se apresuró a añadir. Y lo hizo alzando las manos en el aire como si
estuviera pidiendo una tregua.
Abigail soltó un breve suspiro y terminó por asentir. Tampoco iba a
pasar nada por compartir unas tapas con él, se dijo.
Antes de que pudiese decir nada más, él ya había llamado al camarero
para pedirle la carta.

Zeta
Aquella mujer lo hacía reír.
Era un hecho.
No sabía qué era lo que ella tenía que lo atraía tanto y que le provocaba
ese estado de permanente buen humor que le pintaba una sonrisa en la cara.
Quizá fuese su adorable torpeza o su falta de artificio. O la franqueza de su
mirada. O su modo de hablar una vez que cogía confianza. Zeta no tenía
ganas de pararse a analizar el porqué, pero quería explorar hasta el final
aquellas buenas vibraciones que su presencia despertaba en él.
Llevaban casi una hora sentados a la mesa, degustando aquella
improvisada cena. No habían hablado demasiado, solo tocaron unos pocos
temas generales, comentaron algo de música y de películas, también de
viajes que habían hecho. Todo muy superficial. En cualquier caso, la
incomodidad de los primeros quince minutos había desaparecido.
Se sentía bastante aliviado. Había llegado a la cafetería con una gran
pesadez en la boca del estómago, pensando que ella tardaría más en
perdonarlo, pero capituló con mucha rapidez y se creyó todas y cada una de
sus palabras.
Era demasiado buena para él.
Tampoco la había engañado, al menos no demasiado. Solo había
ocultado ciertas partes de la historia y otras las había embellecido. Fue muy
sincero al decirle que llevaba días pensando en ella, que le gustaba y que
quería volver a repetir.
Era la puñetera verdad.
La contempló con interés mientras ella picoteaba con el tenedor de uno
de los platos de tapas que habían pedido. Era evidente que disfrutaba
comiendo, aunque lo hacía con suma moderación; no obstante, sus ojos
fulgurantes la delataron cuando los camareros les sirvieron la cena.
—Si quieres, pedimos algo más —propuso él al ver que la mayoría de
los platos estaban vacíos.
—¡No! —protestó ella con energía, agitando una mano—. Es suficiente,
de verdad.
Habían encargado una ensalada, una ración de croquetas de jamón,
bacalao con pimientos y tartar de salmón. Todo muy sano y equilibrado. En
realidad él no tenía mucha hambre. Apenas eran las nueve y no solía cenar
hasta las diez o las once.
—De verdad, si quieres más...
—No. Es suficiente. Estoy a dieta —confesó.
No lo miró a la cara al decir eso. Se limitó a pinchar una hoja de lechuga
con el tenedor.
—¿Por qué a dieta?
Alzó la barbilla y clavó sus ojos en los de él.
—Creo que es obvio, ¿no? —dijo con la frente arrugada.
—¿Obvio? Para mí no.
La miró de arriba abajo, deteniéndose mucho tiempo en la sensual curva
de su busto. Le gustaban sus redondeces. Mucho.
Ella se puso roja bajo su escrutinio.
—No seas tan adulador. Me sobran unos cuantos kilos, no hace falta que
me hagas la pelota.
—A mí me gustas así.
Ella dejó escapar una risa seca y le dio un trago a su tónica.
—Seguro... —masculló con escepticismo.
—¿Crees que si no me gustaras estaría aquí ahora mismo? Es viernes por
la noche y hay cientos de cosas que se pueden hacer en Madrid.
—Nada te impide marcharte —replicó ofendida—. Pide la cuenta y nos
vamos ya.
—No me malinterpretes, Abigail. Estoy exactamente donde quiero estar
—dijo con tono persuasivo.
La situación se había tornado muy tensa de pronto, y eso no le gustó
nada. Quería que ella estuviese relajada y que disfrutara de su compañía.
—¿Por qué no me cuentas algo sobre ti? —sugirió—. ¿Dónde trabajas?
Si a Abigail la sorprendió el brusco cambio de tema, no lo mostró.
—En un bufete de abogados que hay aquí cerca, en la calle Alcalá —
contestó.
—¿Eres abogada?
—Estudié Derecho en la universidad, pero nunca he ejercido. Estuve
unos años trabajando en una empresa como secretaria de dirección. Bueno...
—titubeó—, ahora soy recepcionista.
—¿Y te gusta lo que haces?
—Mis compañeros son agradables y el trabajo no está nada mal —
repuso—. Estoy contenta.
—No pareces muy entusiasmada.
—Llevo poco tiempo trabajando ahí. Todavía estoy en período de
adaptación. —Hizo un ademán con las manos como restándole importancia
al asunto—. Y tú, ¿qué haces?
—Pues terminé la carrera hace un mes y estoy planeando abrir un
negocio con un amigo —contestó.
—Ah..., te vas a convertir en empresario.
—Algo así.
—¿Qué tipo de negocio es?
—Queremos montar una coctelería. Ya hemos encontrado el sitio y la
semana que viene vamos a firmar los contratos del traspaso.
Ella asintió. Parecía realmente interesada, así que él no vaciló en
hablarle de sus planes de futuro. Y, como siempre que lo hacía, el
entusiasmo lo desbordó. No había muchas cosas en la vida que lo
apasionaran, pero aquel negocio era su pequeña excepción.
Le describió el local y la zona donde se encontraba, y le contó las ideas
que Samuel y él tenían para convertirlo en el establecimiento de moda de la
capital.
—Esperamos que pueda estar en funcionamiento para octubre, así que
vamos a tener un verano jodido de curro. Cuando esté listo, confío en que
vengas a verme. Consumiciones gratis para las chicas guapas —añadió, y le
guiñó un ojo.
—Pues vaya empresario. Te vas a arruinar —dijo Abi soltando una risita.
—No te creas. Tengo estándares muy altos. No cualquiera entra dentro
de ellos.
Ella inclinó la cabeza a un lado y lo estudió un largo rato en silencio.
—Eres un embaucador nato.
—Tengo que esforzarme mucho si quiero que me des otra oportunidad.
Abigail no tuvo tiempo de responder porque el camarero se plantó ante
ellos y comenzó a recoger los platos vacíos. Les preguntó si iban a tomar
postre.
—¿Compartimos un helado? —sugirió él.
Ella arrugó la nariz con indecisión, aunque sus ojos despidieron una
llama de genuino antojo.
—¿Nos puede traer un helado de yogur? —le pidió Zeta al camarero—.
Lo he visto antes en la carta.
Este asintió antes de alejarse.
—Date un capricho —la animó al ver su cara de circunstancias—. Déjate
llevar. Es solo una noche.
—Contigo siempre me dejo llevar. No solo una noche —farfulló entre
dientes.
Como si se hubiera dado cuenta de pronto de lo que había dicho, abrió la
boca e hizo un gesto brusco con la mano. Tan brusco que estuvo a punto de
tirarle el tercio de Mahou encima.
Zeta fue más rápido y retiró la botella a toda prisa de su alcance. No
pudo evitar que una carcajada brotara de su pecho.
—Te gusta tirarme cosas encima —susurró haciendo un movimiento
exagerado como si pretendiese cubrirse la bragueta—. Es evidente.
Con las mejillas rojas como un tomate, ella hizo una especie de mohín.
—Soy torpe. Perdóname.
—Para nada. Si a mí me viene de puta madre que me empapes. Ya sabes
lo que opino. Luego voy a querer cobrármelo de otro modo —dijo con
intención.
La llegada del camarero volvió a interrumpir la escena. Este dejó el
helado en el centro de la mesa y puso una cucharilla a cada lado del plato
antes de retirarse.
Abigail no hizo amago de coger su cuchara. Se había puesto seria y hasta
su mirada era más sombría. Comenzó a deslizar los dedos por el borde de la
servilleta, alisándolo.
Incluso con esa expresión molesta en el semblante estaba guapa, pensó
él, escrutándola con fascinación. ¿Cómo había podido dudar ni un solo
segundo de su atractivo?
—Zeta, creo que es mejor poner las cartas sobre la mesa —empezó ella
con un carraspeo al cabo de unos instantes.
—Yo ya lo he hecho —la interrumpió.
Sin dejarse amilanar por su fría actitud, hundió la cuchara en el cremoso
helado y cogió una pequeña porción. Luego la acercó a los labios de ella,
que, avasallada por el inesperado gesto, los abrió automáticamente. Sus
facciones mostraron una mezcla de asombro y de deleite cuando el helado
desapareció en su boca.
—¿Qué te parece? ¿Está bueno?
Él no esperó su respuesta. Se llevó la cucharilla que ella acababa de
chupar a la boca y lamió los restos de helado que habían quedado en ella.
Lo hizo con mucha parsimonia, moviendo la lengua de una forma sensual y
provocadora.
Las pupilas de Abigail se dilataron. No tardó en apartar la vista y
pasearla por el local tratando de ignorarlo, aunque era evidente que no le
estaba resultando fácil. Su respiración se había acelerado.
Zeta sonrió para sus adentros. Cada vez estaba un paso más cerca de
conseguir su objetivo.
—Me lo he pasado bien esta tarde —reconoció ella. Seguía sin mirarlo
—. Pero ya te lo dije en aquella nota que te dejé. Creo que como persona
dejas bastante que desear. No se trata así a la gente.
—Lo admito, soy una mierda de persona.
—¿Por qué dices eso?
—Quiero reconciliarme contigo. Si te llevase la contraria no sería muy
inteligente, ¿no?
—Eso significa que me estás dando la razón como a los tontos. —Volvió
la cara y lo miró—. Ni siquiera sientes lo que dices... —protestó indignada.
—De ninguna manera. Te doy la razón porque la tienes. Te he pedido
disculpas, te he dicho que lo siento y también te he dicho que quiero seguir
viéndote. He puesto todas mis cartas sobre la mesa. ¿Por qué no pones tú
las tuyas? ¿Quieres volver a quedar conmigo o no? ¿No te gustó la
experiencia del hotel?
Ella balbuceó algo que él no alcanzó a entender.
—Venga, Abigail, admítelo —insistió sin quitarle los ojos de encima.
—Vale, lo admito. Me gustó —capituló al tiempo que erguía los
hombros.
—Entonces, ¿qué me dices? —le preguntó él en un suave murmullo—.
¿Repetimos?
Volvió a coger un poco de helado, pero esa vez, en lugar de ofrecérselo,
se llevó la cucharilla a la boca y la lamió como había hecho antes, muy
consciente de que ella seguía todos y cada uno de sus movimientos.
La oyó inhalar con fuerza.
Se sacó la cucharilla de la boca y la acercó a sus labios. Todavía había un
poco de la dulce crema de yogur en ella.
«Si la acepta, es un sí.»
Arqueó una ceja con descaro y esperó. Tenía paciencia.
Finalmente Abigail extendió la mano y, echando un nervioso vistazo a su
alrededor, le arrebató la cucharilla. Acto seguido su boca se cernió en torno
a ella. Después la depositó en el plato con un golpecito seco y se echó hacia
atrás con brusquedad.
Zeta contuvo una sonrisa.
—¡Esto no es un sí! —exclamó ella con impostada sequedad.
Pero el reflejo ardiente de sus ojos la traicionaba.
—Por supuesto que no —confirmó él con socarronería.
También se alejó y apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Aprovechó
para acomodarse en el asiento y recolocarse la erección que adornaba sus
pantalones con disimulo.
Sus pensamientos empezaron a virar de un modo más que interesante.
Esa misma tarde, mientras estaba en la cama con Verónica, le había costado
excitarse. Sin embargo, frente a Abigail, y solo porque ella había aceptado
lamer la misma cuchara que él, su entrepierna había reaccionado a toda
velocidad.
¡Joder!
Era algo inexplicable.
El nivel de tensión entre ellos había crecido sin control. No hacía falta
ser muy avispado para darse cuenta de ello. Abigail había cogido su
servilleta y se abanicaba con ella mientras paseaba la vista por el bullicioso
local. Él también estaba bastante afectado, ¿para qué negarlo?
—¿Pagamos y nos vamos? —propuso.
Ella asintió.
Alzó una mano, escribiendo en el aire, y el camarero no tardó en
acercarse con una carpetita de cuero dentro de la cual estaba la cuenta.
—Déjame pagar a mí —le pidió ella extendiendo la mano.
—Pago yo, que soy un caballero.
—¿A quién pretendes hacerle creer eso? De caballero no tienes nada. —
Resopló con ironía.
El soltó una breve carcajada.
—Es verdad. Pero sí soy un niño de papá. Déjame pagar.
—A medias.
La miró con los ojos entornados y se dio cuenta de que ella estaba muy
decidida a salir ganadora de aquel absurdo enfrentamiento.
Cedió.
No le importaba perder esa batalla si a cambio ganaba otras más
importantes.
—A medias, entonces —aceptó.
Se dividieron el importe de la cuenta y dejaron también algo de propina.
Después se incorporaron y se encaminaron a la puerta. Él se situó un par de
pasos por detrás de ella y compuso una lenta sonrisa al fijarse en el vaivén
de sus caderas. Sugerente...
Abandonaron el local y accedieron al abarrotado exterior. La terracita de
la cafetería estaba llena de gente; no había ni una sola mesa libre. La
bordearon y, sin intercambiar palabra, atravesaron la calle de la Cruz y
avanzaron unos cuantos pasos para librarse del gentío. Había muchas
personas en la acera que obstaculizaban el paso, y Zeta se vio obligado a
extender la mano y a sujetarla por el brazo para impedir que un grupo de
chavales la arrollase.
Ella le lanzó una mirada agradecida por encima del hombro.
Ya no la soltó.
Justo cuando llegaron a la esquina de la Carrera de San Jerónimo, él se
detuvo frente al escaparate de una camisería y la forzó a hacer lo mismo,
parapetándola con su cuerpo.
Todavía no estaba dispuesto a dejarla marchar.
Por su cabeza pasaron un par de ideas muy inocentes: proponerle ir a
tomar algo a otro sitio o ir a dar un paseo por la ciudad.
¿A quién pretendía engañar?
Después de la última escena con el helado, tenía muy claro lo que quería
de ella. Y no era solo un paseo. Deseaba otra cosa.
La miró con determinación e inclinó la cabeza hasta que solo unos
cuantos centímetros separaron sus rostros. Su aliento con aroma a helado de
yogur le acarició la mejilla.
Las ganas de besarla se multiplicaron exponencialmente.
—¿Vamos a mi casa? —murmuró.
—Creí que... vivías con tus padres... —jadeó ella.
El regocijo lo embargó. No había dicho que no.
—Están fuera todo el fin de semana.
Mientras respondía a su pregunta, alzó la mano y le apartó un mechón de
pelo de la cara, poniéndoselo detrás de la oreja.
Ella tardó una eternidad en tomar una decisión. Y en ese espacio de
tiempo todas las emociones que estaba sintiendo por dentro se reflejaron en
su semblante: inseguridad, incertidumbre, duda...
Y, finalmente, rendición.
—Está bien.
Una sensación triunfal se instaló en el pecho de Zeta. Sin darle tiempo a
nada más, dio media vuelta y, sujetándole la muñeca, tiró de ella hacia la
calzada. Echó un vistazo hacia la izquierda. Un taxi con el cartelito de LIBRE
en el parabrisas se acercaba por la carretera.
Era un hombre con suerte.
Alzó una mano para detener al vehículo mientras entrelazaba los dedos
de ella con los de la otra mano.
La miró de soslayo y el anhelo contenido que vio en sus ojos le gustó.
Le gustó mucho.
Capítulo 17

Abigail

Tener a Zeta como amante era como vivir en una montaña rusa de
emociones. Dos meses después de aquel encuentro en el Café del Príncipe
se habían visto en incontables ocasiones y habían deshecho innumerables
camas en diferentes habitaciones de hotel. Tantas que a Abigail le resultaba
difícil llevar la cuenta.
Solían encontrarse una vez a la semana, aunque a veces eran dos o tres,
dependiendo de las ganas de ambos.
Y había muchas ganas.
Poco a poco la vergüenza inicial fue dejando paso a una insensatez
frenética que la tenía muy desconcertada.
Trabajar, comer, dormir, quedar esporádicamente con sus amigas y sexo
con Zeta. A eso se resumía su vida. Y los porcentajes de esas actividades
eran bastante irregulares. Al trabajo le dedicaba un veintitrés por ciento de
sus horas semanales. A dormir, un veintinueve. A comer, un seis. A quedar
con sus amigas, un nueve.
Y a Zeta, el treinta y tres por ciento restante, que más o menos venía a
equivaler a unas cincuenta y cinco horas semanales.
Si no estaba teniendo sexo con él, estaba pensando en él.
Una verdadera locura.
La noche que acabaron en casa de sus padres fue la que selló ese futuro,
sin duda. Aquella noche fue una de insomnio y horas de sexo agotador que
los dejaron a ambos exhaustos, pero muy satisfechos.
El principio de un viaje sin retorno.
Desde aquel instante la vida de Abi dio un giro de ciento ochenta grados.
Y no lo lamentaba.
Zeta resultó ser un amante excepcional. Como bien decía Mar, su
juventud le otorgaba resistencia, espontaneidad y mucho ímpetu. Pero,
aparte de todo lo que tuviese que ofrecer físicamente, Abi descubría muchas
más cosas en él. Era divertido, ocurrente y poseía un buen humor increíble,
no exento de ironía, que a ella había llegado a gustarle mucho. Para nada
era tan altivo como su apariencia externa indicaba o como le había
mostrado en un principio. Tenía muchos temas interesantes de conversación
y, aunque le gustaba debatir, no se empeñaba en salir victorioso de
cualquier discusión.
Y lo más importante de todo —algo que no había esperado—, hacía que
ella se sintiera especial. Muy atractiva y deseada.
Era quizá por su forma de mirarla, con codicia y un inmenso apetito
sexual. O por cómo se le iban las manos detrás de ella cuando se
encontraban en una de esas habitaciones de hotel. En cuanto la puerta se
cerraba a su espalda, Zeta parecía incapaz de contener sus impulsos y la
empotraba contra la hoja de madera, devorándola con sus besos y
recorriéndole el cuerpo con desordenado frenesí.
El corazón de Abi se descontrolaba cada vez que aquellas escenas
acudían a su mente. Estaba eufórica.
Sabía que sus pensamientos estaban comenzando a convertirse en algo
muy arriesgado, se acercaban a terreno pantanoso y resbaladizo, muy poco
conveniente para su raciocinio. No podía permitirse el lujo de ilusionarse
con un hombre así. Eso lo había tenido claro desde el principio.
Amante era amante y nada más.
Él también lo había dejado claro.
Fue en una conversación que mantuvieron un par de semanas después de
empezar a verse. Estaban en la cama de un hotel a las afueras de Madrid.
Era domingo por la mañana y no hacía mucho que se habían despertado. El
sol entraba por la abertura de la cortina que cubría la ventana y dibujaba
una brillante raya sobre la colcha. Una raya que parecía dividirlos por la
mitad.
Abigail se entretenía jugueteando con los dedos con las motas de polvo
que revoloteaban suspendidas en el aire. Sabía que Zeta la observaba, pero
fingía ignorarlo. Los despertares en sus brazos todavía le resultaban
incómodos.
—¿Estás preparada para un par de rondas matutinas? —Su voz llegó
hasta ella somnolienta, acompañada de una rápida caricia sobre su cadera
que le provocó un estremecimiento.
—Pero si acabo de despertarme —protestó sin mucha convicción.
A decir verdad, su objeción carecía de fundamento. Quería hacerlo con
él. Lo deseaba.
—¿Y qué? ¿Hay un horario para follar?
Ella apartó la cara. No quería mirarlo de frente porque sabía cómo sería
la expresión de su rostro. Lasciva y provocadora. Siempre que hablaba de
ese modo tan ordinario lo era. Y Abi había descubierto que a una parte de
ella le encantaba que fuera tan vulgar en la cama. El suave hormigueo que
se despertó en su pecho lo certificaba.
Terminó por girar la cabeza en la almohada y encararse a él.
Su sensual aspecto fue como un golpe directo a sus entrañas. Jamás se
acostumbraría a despertarse al lado de ese hombre. Aguantó la respiración
mientras su impresionante belleza masculina de actor de Hollywood se
acoplaba a sus retinas.
—Sé que te encanta cómo te lo hago... —dijo él bajando los párpados de
un modo muy erótico.
—No niego que seas un verdadero experto. Eres un mujeriego
empedernido, ¿verdad?
—Lo soy. ¿Cómo crees que he adquirido toda esta experiencia? —se
jactó.
—¿Con cuántas mujeres te has acostado?
La pregunta abandonó su boca antes de haber podido pensarlo mejor.
Él tardó en responder. Antes de hacerlo, se deslizó hacia su lado de la
cama y se tendió sobre ella con cuidado, apoyando el peso de su cuerpo en
sus brazos. Abi recibió la dureza de su piel con agrado. Adoraba esa
sensación.
—Imposible llevar la cuenta —repuso él al cabo de unos instantes.
—¿Tantas?
—Muchas más de las que te imaginas —dijo, y añadió con una risa
canalla—: Y las que me quedan por probar.
Aun a sabiendas de que él bromeaba, eso le resultó de mal gusto. Que
Zeta mencionara a otras mujeres mientras estaba con ella en un momento
tan íntimo le pareció fuera de lugar. Algo debió de traslucirse en su cara
porque él se la quedó mirando con los ojos entrecerrados y terminó por
inclinarse sobre ella con lentitud.
—En realidad, desde que te conozco solo pienso en ti —ronroneó contra
la piel de su mejilla.
Aquello sonaba a falsedad.
—Eres un mentiroso —protestó.
Él alzó la cara.
—Tampoco nos hemos prometido exclusividad ni amor eterno ni nada
por el estilo, ¿no? —le preguntó con una ceja arqueada.
Ella ancló los ojos en los de él, tan preciosos como siempre. Y muy
francos. Tenía razón. No se habían prometido nada.
—No. Estás en lo cierto —admitió.
—Entonces vamos a dejarnos de gilipolleces y disfrutemos de lo que hay
bajo las sábanas. Me apetece hacerlo otra vez —susurró restregando las
caderas contra las de ella.
Su excitación era más que evidente, algo increíble si se tenía en cuenta
que aquella noche apenas habían dormido. Hasta la madrugada estuvieron
inmersos el uno en el otro, devorándose a besos y caricias, a jadeos y
suspiros.
Esa mañana también terminaron con las piernas y los brazos enredados.
Abigail recordaba muy bien aquella breve conversación porque le sirvió
para cortar cualquier tipo de expectativa que hubiera podido albergar en su
interior.
Zeta no era buen material para novio.
Sin embargo, era lo mejor de lo mejor para un affaire.
—¡Abigail! —La potente voz de Mar la sacó de sus pensamientos.
Giró la cabeza sobresaltada y se concentró en su amiga, que tenía el ceño
fruncido.
—¿Qué pasa? —inquirió.
—¿Qué pasa? Que estás agilipollada. He tenido que pronunciar tu
nombre cuatro veces hasta que me has hecho caso, joder. Estás como ida.
Abi le lanzó una sonrisa de disculpa y se irguió para poder mirarla de
frente.
Se hallaban en la urbanización donde vivía Sonia, tomando el sol en la
piscina. Habían comido en un bar cercano y después habían acudido allí a
pasar un rato antes de que Mar tuviera que volver al trabajo (pese a que era
sábado por la tarde, su tienda de lencería abría también ese día); habían
encontrado un hueco en un extremo del jardín, oculto por unos árboles
bajos, algo alejado de la algarabía de los niños del edificio que chapoteaban
en el agua a unos cien metros.
—Te estaba preguntando que si vamos mañana de compras y luego a
comer al centro. Sonia se apunta.
Abi miró a ambas alternativamente antes de responder.
—Por mí, perfecto. Llamaré a Tina también, pero no creo que pueda
dejar a los gemelos con nadie.
—¿Tú no tienes planes con el niño? —le preguntó Sonia.
—No. Nos vimos el martes y no quedamos en nada.
—Os veis mucho últimamente, ¿no?
A pesar de que el comentario de Mar llegó en un tono monótono, había
un interés implícito en él, eso era evidente.
Abi no respondió de inmediato. Esos cálculos de porcentajes que había
hecho medio en serio medio en broma para saber cuánto tiempo le dedicaba
a Zeta revolotearon por su cabeza.
—Sí. Nos vemos mucho —admitió con un suspiro.
«Y cuando no lo veo, pienso en él a todas horas.»
—Mientras no te confundas... —dijo Mar—. Tienes claro que es solo
algo físico, ¿verdad? No te ilusiones.
—Lo tengo claro. Es sexo y nada más —repuso.
Incluso a ella misma la sorprendió que su voz sonara menos firme de lo
que había pretendido.
Sonia se echó hacia delante en la silla de playa y apoyó los codos en las
rodillas. Había preocupación en su rostro.
—Abi, me da miedo que te pueda el entusiasmo. En las últimas semanas
has cambiado un montón. Revisas el móvil constantemente y estás ansiosa.
—Sonia tiene razón. Pareces una mujer enamorada —concluyó Mar.
La consternación la invadió al oír a sus amigas decir eso. Se volvió boca
arriba sobre la toalla en la que estaba tumbada y contempló el cielo durante
unos instantes.
—Sé que Zeta no es el hombre adecuado para tomárselo en serio —
reconoció.
—Vale. Me gusta ver que lo tienes claro —arguyó Mar—. Pero es tu
cabeza la que habla. ¿Qué hay de tu corazón? ¿Lo tiene tan claro?
Abi se quedó ensimismada con los ojos fijos sobre una nube con forma
de sombrero. ¿Lo tenía claro su corazón? ¿Era cierto que no se estaba
ilusionando con él? Imágenes de sus tórridos encuentros acudieron a ella
como rápidos destellos, llenándola de zozobra.
—Mi corazón está un poco revolucionado porque esto que estoy
viviendo es algo nuevo y diferente —admitió—, pero también lo tiene
claro. Zeta es excelente para la cama, pero para nada más.
—Genial. Es bueno que lo sepas. No queremos que vuelvas a pasarlo
mal como con Nico.
—Ni lo menciones —rechazó con un movimiento enérgico de barbilla
—. No va a volver a pasarme nada semejante.
No quería ni oír hablar del gilipollas de Nico. Solo deseaba borrar
cualquier recuerdo de él de su memoria.
En ese preciso momento su móvil comenzó a sonar. Se incorporó y
alargó el brazo para cogerlo. Una absurda anticipación le provocó un
cosquilleo en la nuca mientras se sentaba con las piernas cruzadas sobre la
toalla.
Era él.
Se forzó a mantener la compostura delante de las miradas inquisitivas de
sus amigas mientras aceptaba la llamada.
—Hola —respondió.
—Hola. ¿Qué tal?
Su tono era cálido e invitador.
—Bien. ¿Y tú?
—Bien. Desocupado y echándote de menos. ¿Nos vemos?
Siempre era así. Iba directo al grano.
—Claro —contestó con sobriedad. No quería que Mar y Sonia se
percatasen de lo mucho que deseaba encontrarse con él.
—¿Vienes a mi casa? Mis padres se han ido de fin de semana. Estoy solo
en la piscina. Tráete un bikini y pasa la tarde conmigo.
Vaciló. Había quedado con su hermana para cenar, pero hasta las nueve y
media no tenía que estar en su casa. Una tarde de piscina con Zeta resultaba
muy tentadora, pero seguía sintiéndose bastante insegura y tímida en su
presencia. Pese a que habían protagonizado múltiples encuentros, todos
habían tenido lugar en la oscuridad, a la luz de unas velas o debajo de unas
sábanas... No sabía si estaba preparada para mostrarse casi desnuda delante
de él a plena luz del día.
Su vista se dirigió hacia abajo, hacia la braguita de su bikini. Era alta y le
tapaba la tripa. No había nada de erótico o sexi en ella. Además, en esa
postura, los michelines de su estómago eran más que visibles. Frustrada,
bajó los párpados. ¿Y si iba pero no se quitaba la camisa?
«Eres ridícula.»
—Claro que si tienes otros planes...
Había desencanto en la voz de él.
Las ganas de volver a verlo aumentaron hasta niveles insospechados.
—No, no. Me parece bien —capituló.
—Genial. ¿Vienes ya, entonces?
Ignorando las expresiones curiosas en las caras de Mar y de Sonia, se
miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde.
—Dentro de un rato.
—Si quieres, voy a buscarte.
—No —rechazó—. Voy en mi coche.
—Pues ya tienes la dirección. Te espero aquí.
—Perfecto. Hasta luego —se despidió.
Cortó la comunicación.
—Era él, eso está claro —masculló Mar.
Abi alzó la vista y se la quedó mirando.
—¿Tan evidente es?
—Es evidente porque te has puesto roja y hablabas como si fueras una
princesa de cuento casi sin aliento y con vocecita.
—¿De veras? —preguntó consternada llevándose las manos a la cara.
Mar resopló y Sonia asintió con energía.
—Miedo me da verte, Abi. Dices que lo tienes claro, pero tu cara es un
poema. Te estás pillando por él.
—No es eso.
—Claro que no —dijo su amiga con sarcasmo.
Sonia no dijo nada, pero su forma de mirarla era muy obvia. Pensaba lo
mismo que Mar.
Abi se guardó el móvil mientras trataba de ignorar los latidos de su
acelerado corazón.
—Entonces, ¿habéis quedado ahora? Por mí, perfecto. Tengo que irme a
la tienda dentro de veinte minutos.
—Yo tengo que poner lavadoras —intervino Sonia—, así que conmigo
tampoco cuentes. Eres libre como una mariposa.
—Está... solo en casa. Sus padres se han ido. Quiere que vaya a pasar la
tarde con él a su piscina.
—Estos niños de papá...
Abi asintió distraída. No era el primer fin de semana que los padres de
Zeta se iban a una casita que tenían en un pueblo de Toledo y le dejaban la
casa para él solo. Aunque sí era la primera vez —desde aquella noche del
Café del Príncipe— que él la invitaba a ir allí.
—La verdad es que me tira un poco para atrás lo de estar en la piscina
con él.
—¿Y eso? ¡Pero si lleváis dos meses echando polvos como si no hubiera
un mañana! —exclamó Mar.
—Pero nunca me ha visto en bikini y de día...
—¡Pero si estás estupenda! Has bajado a la talla cuarenta y cuatro, que
es lo que querías. Y ese bikini negro y blanco te sienta de lujo. Te hace unas
tetas increíbles. Ya me gustaría a mí —farfulló Mar al tiempo que se
colocaba los pechos en la parte superior de su bikini de copa B.
—Opino lo mismo —murmuró Sonia—. Estás guapísima. El bronceado
te queda genial.
Abi las miró a ambas con impotencia. ¿Para qué iba a discutir con ellas?
Nunca la entenderían. Mar usaba una talla treinta y seis y Sonia, una treinta
y ocho.
Posó los ojos sobre su bolsa playera. Allí dentro llevaba un bañador de
cuerpo entero de recambio. No les diría nada a sus amigas, pero antes de
llegar a casa de Zeta se cambiaría el bikini.
Sí, eso haría.

Zeta

Cortó la comunicación y dejó el móvil en el borde de la piscina. Luego


elevó los brazos hacia el cielo para desentumecer los músculos de la
espalda. Estaba tenso, pero cuando los rayos de sol impactaron sobre su
moreno rostro, dejó escapar un suspiro mezclado con una suave risa.
Ella había estado a punto de rechazar la invitación, pero una simple frase
con un tono cargado de desilusión había hecho inclinarse la balanza a su
favor.
Era tan fácil de convencer...
Agitó las piernas, que tenía dentro del agua, y el movimiento creó unas
cuantas ondas en la azulada superficie.
Se imaginó a Abigail allí dentro de la piscina, junto a él. Sus pieles
mojadas y resbaladizas, mientras se restregaban el uno contra el otro y la
suave brisa les agitaba el cabello...
Su entrepierna reaccionó en consecuencia.
—Joder...
Sí, tenía ganas de verla a la luz del día, sin mucha ropa encima.
Sería una novedad, desde luego.
Se sabía su cuerpo de memoria porque sus manos y su boca lo habían
recorrido de arriba abajo durante todo el verano, recreándose en él
constantemente. Pero siempre a oscuras, en penumbra, entre las sombras.
Deseaba que sus ojos pudieran disfrutar también de él.
Se puso de pie y se colocó el bañador, acomodándose la erección.
Necesitaba un chapuzón que le bajara las ganas hasta que ella llegase. Era
obvio.
Se encaminó hacia el pequeño trampolín blanco que había en el otro
extremo de la piscina, se encaramó a él y anduvo hasta el borde. Se balaceó
sobre los talones y se tiró al agua de cabeza. El líquido y refrescante
elemento lo engulló. Atravesó buceando todo el largo de la piscina, que no
era mucho, y emergió resoplando.
¡Qué maravilla!
Se sumergió de nuevo e hizo unos cuantos largos más, siempre debajo
del agua, propulsándose con las piernas, hasta que el aire que tenía
contenido en los pulmones se fue acabando.
Terminó con los brazos apoyados en el borde, dejando que el sol cayera
sobre su cabeza mientras contemplaba la casa en la que se había criado. Era
de grandes dimensiones, de dos plantas, con un vasto jardín. Y tenía un
apartamento adyacente con entrada independiente en un lateral, que era
donde vivía él. No era muy grande, pero al menos así podía disfrutar de un
poco de privacidad.
Sus hermanos mayores hacía tiempo que se habían independizado y ya
no vivían allí. Tanto Úrsula como Santi se fueron de casa cuando se
casaron, hacía ya unos años.
Quizá él también debería ir pensando en mudarse y alquilar algún piso
más cerca de su negocio, se dijo por enésima vez desde hacía meses. De ese
modo no tendría que gastarse una fortuna cada vez que quisiese acostarse
con una mujer. Ese verano había resultado una ruina para su economía.
Demasiadas habitaciones de hotel visitadas. Y no solo con Abigail. Si bien
ella se había convertido en su prioridad, no se había abstenido de acostarse
con un par de chicas que había conocido en sus noches de fiesta. Tampoco
había renunciado al sexo con Verónica, por supuesto. Aunque si era sincero
consigo mismo, la única en la que pensaba y, cada vez con más frecuencia,
era en Abigail.
Sí, su cabeza estaba demasiado ocupada con ella, y eso no era algo
habitual en él: centrarse solo en una única mujer.
Se tendió de espaldas y dejó que su cuerpo flotara a la deriva mientras
clavaba la vista en el cielo azul de mediados de septiembre. A pesar de que
faltaba poco para que acabase el verano, la temperatura seguía siendo ideal.
Había pasado toda la mañana en el local con Samuel. Los obreros iban
con retraso en los trabajos de remodelación, así que su amigo y él habían
cogido por costumbre acercarse y estar por allí para que no se durmieran en
los laureles. El técnico del ayuntamiento iba a acudir para inspeccionar el
lugar por última vez en solo dos semanas, y debían tenerlo todo listo para
entonces. No podían arriesgarse a que no les concedieran la licencia de
apertura. La inauguración estaba prevista para al cabo de un mes.
Cuando recibió la llamada de sus padres en la que le comunicaban que se
iban a pasar el fin de semana a Toledo y le dejaban la casa para él solo, no
vaciló ni un instante. Habló con Samuel y le dijo que se largaba. Este se
burló de él sin piedad. A pesar de que Zeta no les había contado nada de
Abigail a sus amigos, estos no eran imbéciles y llevaban observando sus
repetidas ausencias durante todo el verano. Era la primera vez que prefería
pasar su tiempo libre con una mujer a pasarlo con ellos.
Y eso era raro.
Sus ojos se fueron detrás de una pequeña mariposa con las alas
anaranjadas que revoloteaba a ras del césped a unos metros de donde él se
encontraba. La contempló ensimismado durante un rato.
No quería analizar por qué estaba tan encaprichado con Abigail. Solo
sabía que el sexo con ella era espectacular. Desde que habían comenzado
esa aventura había ido interesándose más y más por ella. En lugar de
cansarse al cabo de un par de semanas —que era lo que solía ocurrirle con
otras mujeres—, cada día quería un poco más de ella. Que se entregara más,
que fuera más directa, menos tímida y más osada. Deseaba probar cosas
nuevas con ella y que perdiese todas sus inhibiciones.
Su móvil empezó a sonar al otro lado de la piscina, sobresaltándolo. Se
puso en movimiento y nadó hasta donde lo había dejado.
Verónica.
No tenía ganas de hablar con ella, no obstante, aceptó la llamada. Hacía
unos diez días que no hablaban, desde la última noche que había pasado en
su piso.
—¿Vamos a vernos este fin de semana? —Fue lo primero que ella le
preguntó, incluso antes de que hubiese podido saludarla.
—Creo que no. Tengo planes.
—Entonces hazme un hueco la semana que viene. Invítame a cenar el
viernes.
—¿A las diez en el Tempura?
—Perfecto —repuso ella—. Y luego te quedas a dormir en casa.
No era una pregunta.
—Está bien —aceptó encogiéndose de hombros.
Colgó y volvió a dejar el móvil en el borde de la piscina.
Sabía que ella no había insistido mucho en verlo ese fin de semana
porque estaba liada con un chico que había conocido en Gandía el mes
anterior. Ya habían quedado unas cuantas veces en Madrid. Zeta estaba bien
informado. No en vano se movían en los mismos círculos sociales y ella
solía ser bastante menos discreta que él.
Realmente le importaba bien poco. Mientras él pudiera seguir viviendo
su vida, ella podía continuar haciendo lo que le viniese en gana.
A veces se preguntaba por qué seguían manteniendo aquella farsa de
relación. En un principio el sexo con ella fue algo original y muy
estimulante. A Verónica le encantaban los juegos sexuales: disfrazarse, un
poco de bondage y hacer de todo en la cama. No tenía ningún tipo de
inhibición ni prejuicio. Tenía una colección de consoladores y de aparatos
varios impresionante, y él había disfrutado probando todos y cada uno de
ellos. Pero eso quedaba en el pasado. Ahora, cada vez le resultaba más
aburrido acostarse con ella. Era algo que se había convertido en una rutina
mecánica y que cada vez le aportaba menos.
Sin embargo, el sexo con Abigail era fresco y divertido.
Diferente.
De nuevo su teléfono comenzó a sonar con estridencia. Soltó una
maldición ahogada. Era imposible relajarse con tanto ruido.
Era Asier, el marido de su hermana Úrsula.
Aceptó la llamada con el ceño fruncido. ¿Qué podía querer su cuñado?
No solían llamarse.
—Hola, Asier.
—¿Estás en casa?
Su tono fue muy demandante, algo que sorprendió a Zeta. Asier era la
tranquilidad en persona.
—Sí, ¿por...?
—Necesito que me hagas un favor. Necesito que te quedes con Amaya
un rato. Estoy a punto de llegar.
—¿Y eso? —inquirió extrañado—. ¿Ha pasado algo?
—Me acaba de llamar mi padre. Mi madre se ha caído y la han llevado al
hospital con un brazo roto. Y estoy tratando de localizar a tus padres para
que se queden con la niña, pero no me cogen el teléfono. Y tu hermana está
en Segovia, en el training de la empresa.
Zeta negó con la cabeza tratando de asimilar toda aquella información.
—Mis padres se han ido a Toledo —dijo—. ¿Y Santi?
Sin duda, su hermano mayor y su mujer, Jimena, eran más adecuados
que él para cuidar a una niña de cuatro años. Quería a su sobrina Amaya,
pero no tenía mucha experiencia con niños.
—Tu hermano está en Francia este fin de semana con su mujer. Eres mi
única opción. Y siento joderte la tarde si tenías otros planes.
Sonaba tan desesperado que Zeta se sintió culpable porque todo dentro
de él lo impulsaba a rechazarlo.
Era un capullo.
—Bueno, pues, entonces... aquí estoy —capituló tras unos segundos de
vacilación.
Mientras decía eso se acercó al extremo de la piscina en el que se
encontraba la escalera y subió por ella.
—Dentro de cinco minutos estoy ahí. No te preocupes por Amaya; está
dormida. Solo tienes que echarle un ojo. Yo no creo que tarde en volver del
hospital. Solo tengo que recoger a mis padres y llevarlos a casa.
—No te preocupes, Asier. Te espero.
Su cuñado apenas se despidió y colgó el teléfono.
Zeta cogió una toalla y comenzó a secarse mientras meditaba sobre la
inesperada situación. Era la primera vez que se iba a quedar al cuidado de
su sobrina y no se encontraba muy a gusto en su piel.
Además, tendría que llamar a Abigail y cancelar su cita.
Lo hizo. Marcó su número y esperó a que ella aceptase la llamada, pero
el teléfono sonó y sonó hasta que saltó el buzón de voz. Lo intentó dos
veces más con el mismo resultado.
Nada.
En ese momento el sonido de un coche que se acercaba por el camino de
grava que conducía a la propiedad llamó su atención.
Era el Volvo de Asier.
Y seguro que Abigail no tardaría en llegar.
—Joder —masculló.
Su vida familiar y su vida personal, que él siempre se empeñaba en
mantener muy separadas, estaban a punto de colisionar.
Capítulo 18

Abigail

La primera imagen que vio al aparcar su Honda Civic frente a la verja


metálica del chalet la dejó descolocada.
Zeta salió a su encuentro. Solo llevaba un bañador de color negro y el
bronceado pecho al descubierto. Su cabello alborotado y húmedo mostraba
a las claras que había estado en la piscina hasta hacía no mucho rato.
Estaba fabuloso, como siempre.
Y llevaba una niña en brazos.
Se quedó embobada mirándolos desde dentro del coche.
¿Zeta y una niña?
Su primer pensamiento, algo descabellado, fue que esa niña era su hija,
aunque no se parecían en nada.
La pequeña, que rondaría los cuatro años, tenía el cabello y los ojos muy
oscuros. Llevaba un pantalón vaquero corto y una camiseta de color rosa de
Sailor Moon. Del mismo color era la goma que recogía su pelo en una
coleta en lo alto de su cabeza. Se aferraba con sus cortos bracitos al cuello
de Zeta como si le fuera la vida en ello y miraba a la desconocida que había
dentro del coche con una expresión de suma curiosidad y timidez.
Era una monada.
Pero ¿quién era?
Abi se bajó del coche y aguardó a que se aproximaran.
Zeta cruzó la verja y se plantó frente a ella con una sonrisa de disculpa.
—Hola, Abigail. He intentado llamarte por teléfono para cancelar la cita,
pero no me lo has cogido.
—Oh, no lo he oído.
—Es mi sobrina —dijo él señalando a la niña con la barbilla—. A mi
cuñado le ha surgido un imprevisto y mi hermana está fuera, así que me la
ha dejado aquí un par de horas. Amaya, dile hola a mi amiga.
La niña no reaccionó. Se limitó a bajar la cabeza y esconder la carita en
el hueco del cuello de su tío mientras seguía mirándola de reojo.
Abi se acercó sonriendo con suavidad. Estaba acostumbrada a tratar con
niños pequeños. Hugo y Héctor, los gemelos de cinco años de su hermana,
le habían servido como entrenamiento.
—Hola, Amaya. Me llamo Abigail —le dijo—, pero mis amigos me
llaman Abi. Tú también puedes llamarme Abi, que es más fácil.
—¿Y yo no? —Él se inmiscuyó con tono burlón—. A mí no me lo has
ofrecido en todo el verano. Conmigo siempre eres tan formal...
Ella le lanzó una mirada de fingida acritud antes de volver a dirigirse a la
pequeña.
—Me gusta mucho tu camiseta. Es rosa, mi color favorito. Y es de Sailor
Moon. ¡Me encanta!
Aquello pareció despertar a la niña, que elevó la cabeza y se miró la
pechera. Una mueca graciosa de dientes chiquititos curvó su boca.
—Sí, es Sailor Moon.
Tenía una vocecita dulce y cantarina que provocó que Abi esbozara una
sonrisa. Era una niña preciosa.
—¿Se te dan bien los niños?
Desvió la atención hacia Zeta, que la estaba estudiando con intensidad
con el ceño fruncido como si estuviera teniendo una idea gloriosa.
—No se me dan mal —admitió.
—Entonces, quédate con nosotros y ayúdame.
Sonó suplicante y eso la llenó de sorpresa.
—La verdad, Zeta, no quiero molestar...
—¿Molestar? Para nada. Mi cuñado me ha dicho que la niña estaría
dormida todo el tiempo, pero mírala. Está despierta y muy despierta.
Necesito ayuda.
Mientras decía eso se encaró con su sobrina y le sacó la lengua al tiempo
que le clavaba un dedo con suavidad en la tripa. La niña se encogió entre
risitas.
—Yo te veo muy suelto con ella —dijo Abi, que había seguido el
intercambio con interés. La fascinaba ver esa nueva faceta de Zeta que no
conocía en absoluto.
—No se me ocurre qué hacer con ella. Tengo pavor a dejarla en el suelo
y que eche a correr y le pase algo —confesó con una inseguridad muy poco
propia en él—. Es la primera vez que me la dejan.
—Sinceramente, no quiero inmiscuirme...
—¿Y si te lo pido por favor?
Abi suspiró. Era imposible resistirse a esa voz implorante acompañada
por esa mirada brillante. Otra mirada más, una de ojos color chocolate
llenos de inocencia, se sumó a la primera.
—Vale. Me quedo un ratito —accedió.
—Mil gracias, Abi —dijo él guiñándole un ojo.
Ese gesto, sumado al diminutivo de su nombre saliendo de su boca por
primera vez, hizo que a ella se le calentaran las mejillas. Para disimular,
regresó a su coche y abrió la puerta trasera. Sacó su bolsa de rafia y regresó
junto a él.
Cruzaron la verja y se encaminaron hacia el jardín por el camino de
losetas de terracota de color ocre. Abi recorrió la propiedad de una rápida
ojeada. Aunque ya había estado allí con anterioridad, era la primera vez que
veía la casa a plena luz del día. Era de estilo clásico, la planta baja con un
murete de piedra y paredes encaladas, y la planta alta de ladrillo visto. Tenía
las contraventanas de madera y algunos farolillos de forja colgaban de la
fachada.
Sabía que, al fondo, en un lateral, estaba el apartamento donde residía
Zeta.
Frente a la vivienda se hallaba la piscina, en forma de «L». No era muy
grande, pero lo suficiente para poder darse un baño a gusto. Al otro lado del
jardín se alzaba una pérgola rectangular blanca con unas cuantas tumbonas
debajo. Hacia allí la condujo Zeta.
—Ahí hay un aseo, por si quieres cambiarte de ropa —le indicó
señalando una pequeña edificación independiente.
Ella rechazó el ofrecimiento con un ademán. Se había cambiado en casa
de Sonia antes de marcharse y llevaba el bañador debajo del vestido,
aunque no hizo amago de quitarse este último. Todavía no se sentía
preparada. Se limitó a sentarse en el borde de una de las tumbonas y a echar
un vistazo soslayado a Zeta.
Él había dejado a su sobrina en el suelo y la escrutaba con seriedad.
—¿Sabes nadar? —le preguntó.
Abi reprimió una risa al oír la pregunta. ¿No tenía ni idea de si la niña
sabía nadar?
—Con mis manguitos, sí —asintió la pequeña.
—Manguitos...
—Están ahí. Y mi bañador también —dijo ella señalando una bolsa de
tela de color verde con lunares blancos que había sobre una de las tumbonas
más alejadas.
Zeta le dirigió una sonrisa confusa a Abi, que siguió aguantando la risa.
El pobre parecía perdido mientras sacaba unas braguitas de bikini de color
rosa con lacitos y unos manguitos rojos desinflados. Los estudió como si
fueran un artilugio extraño.
—Su padre me ha dicho que si se despertaba podía bañarse un rato, pero
que le echara crema —murmuró.
Abigail se apiadó de él.
—Ínflalos mientras yo le pongo el bañador —se ofreció acercándose y
cogiendo el bikini—. No los hinches demasiado, que no queden tan
apretados que luego ella no pueda meter los brazos. Amaya, ¿te ayudo a
echarte crema y a ponerte el bañador?
La niña la miró un breve segundo, indecisa, antes de asentir con energía.
Su coleta osciló con gracia sobre su cabeza.
Haciéndose cargo de la situación, Abi hurgó en la bolsa de lunares hasta
encontrar la crema de protección solar. Después se aproximó a la niña, que
tiraba de su camiseta y que tenía dificultades para sacar los brazos de las
mangas.
La ayudó a desnudarse y le puso el bikini. Luego le untó una gran
cantidad de crema por todo el cuerpo. Amaya parecía haberse olvidado de
su timidez y había comenzado a hablar por los codos de Sailor Moon con
entusiasmo.
Aunque se mostraba pendiente de la niña, Abi era muy consciente de que
Zeta la estudiaba con fijeza mientras hinchaba los manguitos.
—¿Cómo sabes quién es ese Sailor Moon? —le preguntó al fin con
curiosidad.
—No es «ese», es «esa» —lo corrigió—. Yo también fui una niña,
¿sabes? Es un anime japonés.
Él la contempló con interés, como si la estuviese viendo por primera vez
en su vida. Aquella mirada tan penetrante la hizo enrojecer vivamente.
—Me gusta el pelo de Sailor Moon —dijo Amaya llamando su atención
y distrayéndola—. Me gusta el pelo amarillo.
—¡Pero tú tienes un pelo precioso!
—Pero no es amarillo.
—Pues a mí me gusta mucho más el tuyo.
—¿En serio?
Abi asintió con vehemencia.
—Brilla al sol —afirmó acariciando su coleta con suavidad—. Es como
el mío, también brilla al sol. ¿Lo ves?
La niña alzó la mano y le pasó los deditos por la melena. Parecía
complacida.
En ese momento, unos dedos que no eran ni tan pequeños ni tan torpes
se enredaron en la melena de Abi, cerca de su nuca. La sorpresa de aquel
roce inesperado le provocó una breve sacudida. No se había dado cuenta de
que Zeta se había aproximado.
—A mí me encanta el pelo de Abi. Es precioso —dijo él con una
entonación muy sensual. Y luego, dirigiéndose a la niña, añadió de un modo
más ligero—: Y el tuyo también.
Abi giró la cabeza y se encontró de frente con sus pectorales a pocos
milímetros de distancia de su nariz. Su cercanía le robó el aliento y tuvo que
concentrarse para no hiperventilar como una imbécil. Carraspeó y trató de
apartarse a toda velocidad, pero él no la había soltado todavía y sintió un
fuerte tirón en el pelo.
—¡Tío Zeta, le estás tirando del pelo! —exclamó Amaya llena de
consternación.
—Es que soy un bruto —murmuró él con cara de culpabilidad, retirando
la mano—. Me merezco un castigo. ¿Una aguadilla?
Abi le lanzó una mirada a hurtadillas y se percató de que sonreía de
medio lado al tiempo que la escrutaba provocador. Parecía decirle: «Eso te
pasa por querer alejarte de mí tan deprisa». No había ni un ápice de culpa
en su expresión.
—¡Sí! —gritó Amaya al tiempo que aplaudía y daba saltitos—. ¡Pelea,
pelea! Chicas contra chicos.
—¡Eso no es justo porque sois dos! —protestó él. Y procedió a ayudarla
a ponerse los manguitos rojos de Minnie Mouse.
—Pero tú eres más alto —arguyó Amaya con toda la lógica de sus cuatro
años.
Abi los estudió a ambos. La carita de la niña refulgía de emoción. La de
su tío mostraba una expresión similar, pero, a diferencia de su sobrina, él no
miraba al agua, la miraba a ella con lascivia, como si estuviera
imaginándose algo muy interesante y saboreándolo en silencio.
De pronto el instante de quitarse la ropa había llegado y no se sentía
nada preparada. Era una tonta porque había sabido en todo momento que
eso sucedería. Uno no concertaba una cita en una piscina y luego se
quedaba vestido.
«Tampoco es para tanto y, además, te has puesto el bañador entero, que
te cubre bastante. No seas tan remilgada y piensa en todo lo que has
compartido ya con él», le dijo una voz muy racional dentro de su cabeza.
Amaya echó a correr hacia la piscina y se agarró a la escalera. Comenzó
a meterse en el agua poco a poco, dejando escapar chillidos agudos y risas
nerviosas.
—¿Te da vergüenza?
Zeta se había acercado a ella y le había hablado casi al oído. Se le erizó
la piel de la nuca.
—Para nada —rechazó elevando la barbilla con impostada seguridad.
—Qué mentirosa... —susurró.
Luego se retiró un par de pasos y se acarició el denudo torso con
abandono mientras echaba un vistazo a su sobrina, que ya se había metido
en el agua y chapoteaba feliz.
Abi no pudo quitarle la vista de encima. Su cuerpo fibroso y moreno, su
pelo castaño, que el sol había ido aclarando durante el verano, agitado por
la brisa y esa sonrisa maravillosa...
El corazón le dio un vuelco tonto.
—Me voy al agua, que desde allí tendré una mejor perspectiva cuando te
quites el vestido —dijo él con una risa entre dientes.
Y se alejó.
Estuvo a punto de soltar un «¡Capullo!», pero la presencia de la niña,
que los llamaba agitando los brazos, la obligó a guardar silencio.
Con una parsimonia digna de un caracol, comenzó a desabrocharse el
vestido. Era muy sencillo, casi una simple bata, con botones delante.
Mantuvo la mirada clavada en el suelo mientras lo hacía. Era muy
consciente de que él la observaba desde la distancia. Se había zambullido en
el agua y se mantenía cerca de Amaya, pero no la perdía de vista.
Parecía estar agazapado y vigilante, esperándola.
Abi se despojó de la prenda y la arrojó sobre una de las tumbonas.
Después se quitó las zapatillas y, tragando saliva y con las mejillas
compitiendo con el color rojo de su bañador, se encaminó hacia el borde de
la piscina.
Su mirada se encontró con la de Zeta.
No supo interpretar lo que vio en ella.

Zeta

Ni siquiera trató de disimular. Sus ávidos ojos se anclaron en la exuberante


figura cubierta por el bañador rojo. La estudió de arriba abajo con
admiración manifiesta.
El bañador era bastante recatado. Iba con ella.
—Lástima, pensé que llevarías un bikini —se lamentó acercándose al
borde y mirándola desde la escalera.
Las mejillas de ella estaban encendidas.
—Tus ganas —murmuró.
—Exacto, mis ganas —repuso lamiéndose el labio superior con
intención—. Pero te queda bien. El rojo te favorece.
—Si te quitas de en medio, podré meterme en el agua.
Él rio al oír su tono ofendido. Se alejó de un par de brazadas y se situó
junto a Amaya, que le lanzó una risa no exenta de malicia infantil.
—¡Abi! —gritó con excitación—. Vamos a hacerle una aguadilla al tío
Zeta, que te ha tirado del pelo.
—¡Qué mala eres! —le dijo él echándole agua encima.
La niña gritó eufórica y respondió salpicándolo.
Todo el nerviosismo que había sentido cuando Asier se presentó en la
casa y le endosó a su dormida sobrina había desaparecido. En un primer
momento, cuando Amaya despertó y se lo quedó mirando como si fuera un
extraño y no lo reconociese, había tenido la sensación de que aquella tarde
se iba a convertir en un desastre. Sin embargo, después de la llegada de Abi
todo había ido como la seda. Era evidente que ella tenía buena mano con los
niños. Amaya había cogido confianza rápidamente y había perdido su
timidez.
Se sentía aliviado.
Quizá la tarde no resultase tan terrible.
Gracias a Abi.
«Abi», repitió mentalmente.
A pesar de que su nombre le encantaba por su originalidad, llamarla por
aquel diminutivo resultaba más íntimo. Se preguntó por qué ella no le
habría dicho nada en todos esos meses.
La respuesta llegó pronta a su cerebro. Ella no quería complicidades; a
fin de cuentas, solo eran amantes, compañeros de cama y nada más. Él
también se lo había dejado claro en alguna ocasión.
La vio acercarse por el rabillo del ojo. No parecía muy remilgada.
Apenas le había costado entrar en el agua y, directamente, había hundido la
cabeza sin preocuparse demasiado por su pelo. El sol le daba en los ojos y
se los aclaraba, convirtiéndolos en una mezcla de ámbar y whisky tostado
de lo más atractivo.
—¿Le hacemos una aguadilla? —oyó que decía Amaya a su lado.
Fingió huir aterrado y su escape provocó la risa de su sobrina, que se
esforzó por ir tras él, aunque apenas avanzaba con sus manguitos.
Y el juego comenzó.
Abi y Amaya lo persiguieron sin descanso mientras él se zafaba una y
otra vez, sumergiéndose en el agua y apareciendo en el otro extremo de la
piscina, muy lejos de ellas. Pronto los chapoteos, algunas carcajadas
infantiles y otras más maduras llenaron el silencioso jardín. Después de
unos cuantos minutos de salir victorioso, Zeta se dejó atrapar y fingió estar
aterrorizado mientras Amaya lo empujaba bajo el agua con todas sus
fuerzas. Se permitió el lujo de quedarse allí debajo unos cuantos segundos y
abrir los ojos. Las piernas de Abi se movían a dos escasos metros de
distancia. Contuvo las ganas de extender las manos y acariciarla.
Quizá después, cuando la niña no estuviera entre ellos.
—¡Eso no vale! —exclamó con simulado enojo al emerger—. ¡Sois dos
contra uno!
—Vámonos, que es un cobarde —dijo Abi tomando a la pequeña de la
mano—. Vamos a jugar a los peinados.
Amaya se dejó arrastrar por el agua mientras le lanzaba una mirada
traviesa por encima del hombro.
Él se acercó al borde y se dio impulso con los brazos, saliendo del agua.
Se echó hacia atrás, apoyando el peso de su cuerpo sobre las manos, y
relajó los músculos de la espalda mientras el sol y la brisa le acariciaban la
piel y comenzaban a secarlo. Las observó durante un buen rato. Estaba a
gusto allí sentado, siendo un mero espectador de la escena que
protagonizaban las dos.
Se habían detenido frente a la escalera y hablaban entre ellas, como si en
lugar de ser una mujer y una niña fueran dos muchachitas adolescentes
contándose sus cosas. Pronto empezaron a jugar a sumergir la cabeza y a
alborotarse el pelo la una a la otra.
Sus risas volvieron a resonar en el ambiente.
Abi se comportaba de un modo sencillo y espontáneo, ajena a su
escrutinio. Parecía haberse olvidado de él. No solía mostrarle esa faceta;
siempre estaba alerta, como si fuese muy consciente de su presencia y
tuviese que esforzarse para no meter la pata.
Se recreó en sus poses y en sus ademanes naturales con fascinación.
Le gustaba lo que veía. Mucho.
Con el ceño fruncido, recordó la última vez que su sobrina había
coincidido con Verónica en ese mismo jardín, hacía unos meses. No quiso
ni acercarse a la niña con el pretexto de que esta estaba comiendo un helado
y era probable que le manchara la blusa.
Compuso una sonrisa perezosa. Estaba seguro de que a Abigail le
importaría un pimiento que Amaya le pusiera la ropa perdida.
Las comparaciones eran odiosas.
No tuvo tiempo de seguir pensando en nada porque su móvil comenzó a
sonar. Se puso de pie ágilmente y se acercó hasta la tumbona donde lo había
dejado con anterioridad.
Era Asier.
—¿Todo bien? —La pregunta llena de preocupación llegó casi a
bocajarro en cuanto descolgó.
—Sí, todo bien —contestó con tono tranquilizador mientras tomaba
asiento a la sombra de la pérgola.
—¿De verdad?
—Que sí. ¿Cómo está tu madre?
—Está bien. Cuando terminen con lo de la escayola me los llevo a casa.
No creo que tarde más de un par de horas en ir a buscar a Amaya.
—No te preocupes. Por mí no tengas prisa.
—¿Eres el mismo que estaba acojonado hace un rato cuando le he
llevado a la niña?
Zeta se rio.
—Tampoco es para tanto.
—¿Qué hace Amaya?
—Se está bañando —repuso al tiempo que echaba una ojeada hacia la
piscina.
Abi y la niña seguían riéndose tontamente. Ahora se escupían agua la
una a la otra.
—¡¿Sola?! —inquirió Asier elevando la voz.
—No. Está con una amiga mía que ha venido a echarme un cable.
—Ah, ahora lo entiendo todo —murmuró su cuñado con jocosidad—.
Así que una amiga...
Zeta no dijo nada, se limitó a elevar los ojos hacia el cielo.
—¿Le has puesto crema?
—Sí.
—¿Le has inflado los manguitos?
—No. La he lanzado al agua de cabeza sin flotador para que aprenda a
sobrevivir.
Se oyó una risa al otro lado de la línea.
—Perdona. Soy un padre ansioso y es mi única hija —se disculpó—. Te
llamo cuando vaya a ir a buscarla. Si tiene hambre, dale un yogur o fruta.
Seguro que tu madre tiene en la nevera. Pero no le des chocolate. Y lleva
ropa de recambio en la bolsa. No dejes que esté con el bikini mojado.
—Sin problema.
—Y mil gracias, de verdad.
—No te preocupes.
Colgó el teléfono y lo dejó a un lado.
Abi lo estaba mirando.
—Amaya tiene hambre —le dijo.
Se puso de pie y se acercó al agua.
—¿Quieres un yogur? —le preguntó a la niña.
Esta trepó por la escalera y asintió con energía.
—De fresa. Y un sándwich de jamón.
—Qué niña más glotona —bromeó.
Ella le tendió los brazos para que le quitara los manguitos.
Se los quitó. Y luego se la quedó mirando indeciso. ¿Era mejor secarla
con una toalla o dejar que se secara al sol? ¿Había que cambiarle ya el
bikini?
—Yo me encargo —dijo Abi, volviendo a hacerse dueña de la situación.
Salió de la piscina y fue a la bolsa a buscar una toalla. Sacó una con
dibujos de princesas y envolvió a la niña en ella. Zeta le lanzó una mirada
agradecida.
La nevera de sus padres estaba llena, como siempre. No tardó en
encontrar el jamón y un gran surtido de yogures. Seleccionó uno de fresa y
una cucharilla y luego preparó el sándwich. Se hizo también con un par de
latas de cerveza y una botellita de agua antes de regresar al jardín.
Amaya y Abi se habían sentado la una junto a la otra en una de las
tumbonas. La niña se entretenía viendo un vídeo en el móvil de esta última.
Sin apartar la vista de la pantalla, cogió el sándwich y el yogur y comenzó a
comer. Zeta se sentó en el otro extremo de la tumbona. Habría sido más
cómodo para todos que él hubiera elegido otro asiento, pero le apetecía
estar cerca de Abi. Trató de no mirarla con demasiado descaro para no
ponerla nerviosa, pero le costó. Demasiada piel desnuda apetitosa y
demasiado cerca. Le resultó agradable que no se cubriera con una toalla.
¿Perdía la vergüenza poco a poco?
Le tendió una de las cervezas y ambos bebieron durante un rato sin
pronunciar palabra. Finalmente fue ella la que rompió el silencio.
—¿De dónde viene el nombre de Zeta?
La pregunta lo pilló desprevenido. Era la primera vez que parecía
interesarse por eso.
—No es ningún secreto. Puedo decírtelo —respondió después de darle
un trago a su cerveza—. ¿Sientes curiosidad?
—La verdad es que sí.
—Pues nunca me lo habías preguntado hasta ahora.
—He podido contenerme hasta hoy —dijo con sarcasmo.
Él se rio. De nuevo lo sorprendía su actitud relajada y desinhibida.
—La zeta es la primera letra de mi verdadero nombre. Me llamo como
mi abuelo paterno —dijo con un suspiro.
—No hay muchos nombres de hombre que empiecen por zeta —
murmuró pensativa—. Solo se me ocurre uno.
—Pues seguro que es ese —repuso con una sonrisa ladeada.
—¿Zacarías?
Mientras lo decía enarcó las cejas con vacilación.
Él soltó una carcajada al ver la expresión de su rostro.
—Culpable —admitió.
—¡¿Te llamas Zacarías?!
La estupefacción era muy obvia en su tono.
—Sí. No vale burlarse —dijo alzando un dedo en el aire.
—No me burlo —contestó, pero siguió mirándolo como si en lugar de
una cabeza tuviera dos—. ¿Tus padres son conscientes de lo que te
hicieron?
—Tanto mis hermanos como yo nos llamamos como mis abuelos. Mi
hermano mayor se llama Santiago y mi hermana, Úrsula. Y luego voy yo.
Gracias a Dios, no tuve otra hermana más, porque mi otra abuela se llamaba
Faustina. La pobre habría sufrido en el colegio. Yo ya pasé lo mío. Puedes
creerme —masculló con un resoplido.
Ella se lo quedó mirando un buen rato.
—Me gusta Zeta.
—¿Solo el diminutivo? —inquirió con picardía acercándose un poco
más, hasta que sus piernas se rozaron—. ¿O también el hombre?
Abi no pudo alejarse porque Amaya ocupaba el resto de la tumbona. Se
quedó quieta con la vista apartada y sin responder.
Los ojos de Zeta se posaron sobre la piel de su muslo. Se le había puesto
la carne de gallina, y no debido al frío; era evidente. Levantó la mirada
hasta que alcanzó la curva de sus senos. Debajo del tejido del bañador se
podían apreciar sus pezones con absoluta claridad. La excitación los había
endurecido.
Inclinó la cara hasta que su boca estuvo muy cerca del lóbulo de su
oreja. El húmedo cabello le olía a una mezcla de champú y cloro.
—Me encanta descolocarte —le susurró.
Ella aspiró con fuerza.
—¡Ya me he acabado el sándwich y el yogur! —exclamó Amaya en ese
momento—. Quiero bañarme otra vez.
Zeta se apartó a regañadientes.
—¿Tiene que hacer la digestión? —le preguntó a Abi con la frente
arrugada. Recordaba que cuando era un niño su madre lo tenía horas
esperando después de comer antes de poder meterse en la piscina.
—Tampoco ha comido tanto —repuso Abi negando con la cabeza con
suavidad—. Lo peor son los cambios bruscos de temperatura, y el agua no
está muy fría. Si se mete poquito a poco, no va a pasar nada.
—¿Cómo sabes tanto de niños?
—Tengo dos sobrinos de cinco años.
Él no pudo seguir haciéndole más preguntas, porque Amaya se puso de
pie a toda velocidad y se colocó los manguitos. Luego echó a correr hacia el
agua.
—Termínate tu cerveza con tranquilidad —dijo Zeta poniéndose en pie
al ver que ella iba a levantarse—. Déjame que ejerza de tío. Tú ya has
hecho bastante.
Fue detrás de su sobrina y se lanzó a la piscina. Luego se dirigió hacia la
niña, que se había sentado en el borde y agitaba los pies en el agua.
—Déjame que te haga un peinado —le pidió esta con entusiasmo.
Se dejó hacer y aguantó con paciencia mientras ella le metía los deditos
en el pelo y se lo colocaba, aplastándoselo. La mirada llena de diversión de
Abi le reveló que debía de tener un aspecto ridículo. No le importó
demasiado. Puso cara de circunstancias y le lanzó una sonrisa. Tenía que
admitir que estaba disfrutando más de lo que había pensado. Jamás se le
habría pasado por la cabeza que una tarde de piscina con su sobrina fuese a
resultar tan interesante.
Abi no tardó en acabarse la cerveza y ponerse de pie. Echó a andar hacia
el agua para unirse a ellos. Zeta la vio acercarse a través de las pestañas
mojadas. Antes había pensado que su bañador era demasiado recatado, pero
ya no estaba tan seguro. Si bien era sencillo, tenía un escote en forma de
«V» que realzaba sus generosos pechos de un modo bastante provocador.
—¡Mira, Abi! —exclamó Amaya—. Mira el peinado del tío Zeta.
—¡Se parece a Gru! —dijo esta sentándose a su lado.
Zeta no tenía ni idea de quién era ese Gru, pero a su sobrina pareció
hacerle mucha gracia, porque empezó a emitir risitas y llegó incluso a
doblarse sobre sí misma.
—Es algo ofensivo, ¿verdad? —le preguntó él con fingido tono
amenazante.
Abi frunció los labios y asintió.
—Me vengaré —repuso Zeta.
La cogió de la muñeca y tiró de ella, que, al no esperar esa reacción,
resbaló y cayó al agua. No tardó en sacar la cabeza y dirigirle una mueca
mezcla de reproche y regocijo.
—Ahora me toca a mí hacerte una aguadilla, ¿no? —lo amenazó.
Se aproximó y le puso ambas manos en la cabeza, presionando sin
demasiada fuerza. Él se dejó zambullir, pero una vez debajo del agua, abrió
los ojos y se deleitó con sus senos, que quedaban a pocos centímetros de su
cara. Se permitió el lujo de repasar su silueta con las manos, empezando en
sus muslos y deteniéndose más tiempo del necesario en la parte externa de
sus pechos.
Ella intentó apartarse, pero él no se lo consintió. Salió del agua y la
estrechó entre sus brazos, ignorando su silenciosa protesta.
A Abi se le había acelerado la respiración y lo contemplaba con las
pupilas dilatadas.
Amaya se había alejado correteando hacia el otro extremo de la piscina,
como si la escena no tuviera el menor interés para ella. Trataba de rescatar
una mariposa que había caído al agua.
—Aunque me lo estoy pasando genial, me encantaría tenerte solo para
mí —le dijo él muy bajito al oído, pegándose a ella—. Cuando mi cuñado
recoja a la niña, podemos pasar un buen rato, ¿no crees?
—Tengo que irme. He quedado con mi hermana —contestó casi sin
aliento.
—Joder, qué mal, ¿no?
—Suéltame —le pidió ella en un murmullo sofocado.
—Si me das un beso.
—Amaya nos va a ver.
—Amaya pasa de nosotros. Dame un beso rápido y me aparto.
Mientras decía eso, dejó que su mano resbalara por su espalda y
terminase posándose sobre su glúteo derecho.
Abi inhaló con fuerza y le arrojó un par de puñales con los ojos antes de
lanzar una mirada hacia la niña. Viendo que estaba distraída, capituló por
fin y acercó su boca a la de él a toda velocidad. Le dio un beso casto y
breve.
—Vaya mierda de beso —protestó Zeta.
No obstante, la dejó escapar. Lo hizo porque acababa de notar cómo su
cuerpo reaccionaba a su contacto de manera bastante inapropiada.
Ella se dio la vuelta y echó a nadar, poniendo distancia entre ellos.
La vio alejarse mientras se acomodaba el bañador.
—¿Mañana por la mañana tienes planes? —La pregunta salió de manera
espontánea de su boca, sin haber meditado sobre ella.
—He quedado con mis amigas a mediodía —respondió ella al tiempo
que se volvía.
—Pero puedes hacerme un hueco por la mañana, ¿no?
—Supongo que sí.
—Genial. ¿A las diez y media te viene bien?
—¿Adónde vamos a ir? —le preguntó con interés.
Un rayo de sol le dio de lleno en la cara y se llevó una mano a la frente a
modo de visera mientras aguardaba su respuesta. Zeta se la quedó mirando
con emociones encontradas. Agitó la cabeza con perplejidad. ¿Por qué
cuanto más la contemplaba más guapa le parecía?
—Quiero enseñarte la coctelería —dijo al fin.
Quizá su voz había sonado demasiado ronca e intensa o quizá fue otra
cosa, pero Abi ancló los ojos en los de él y los dejó allí. Parecía sorprendida
por su invitación.
Él mismo lo estaba.
Pero no podía negar que deseaba que viera el local y le diese su opinión.
Y también tenía muchas ganas de pasar algo más de tiempo con ella, de
conocerla mejor, de hacerle preguntas y de contarle cientos de cosas.
Ese rato de piscina había abierto ciertas puertas en su relación que a él,
sorprendentemente, le apetecía cruzar.
Muchas cosas habían cambiado esa tarde.
—¡Mirad cómo me tiro de cabeza!
Amaya los sacó a ambos de su ensimismamiento.
Abi se volvió hacia la niña y rompió el contacto visual.
Zeta hizo lo mismo.
Capítulo 19

Zeta

Echó una ojeada a la pantalla de su móvil. Eran las ocho menos cuarto.
Había puesto la alarma a las nueve, así que todavía quedaba más de una
hora para que esta sonara.
Cruzó los brazos por detrás de la cabeza y se puso cómodo, tratando de
que sus movimientos fueran pausados para no molestar a la mujer que
dormía a su lado. Extravió la mirada en el techo y se preguntó por qué
demonios se habría despertado tan temprano. Era sábado y no tenía que
madrugar. No tenía ninguna obligación hasta las doce y podría haberse
quedado descansando un buen rato más.
Pero había demasiados pensamientos revoloteando por su cabeza.
Estaba preocupado por los plazos con el tema del local. Lo agobiaba que
pudieran surgir problemas de última hora y la inauguración tuviese que
posponerse.
También estaba un poco harto de su padre. Desde que le había prestado
el dinero, no paraba de volverlo loco con lo del máster. Ya se había
matriculado para que lo dejase en paz y no le metiera más presión.
Pero, sobre todo, pensaba mucho en Abi y en la última vez que se habían
visto, el domingo anterior, cuando se encontraron frente a la puerta del
Cabin Cocktail Bar, la niña de sus ojos. Recordaba lo excitado que se sentía
porque iba a enseñárselo. Tenía la necesidad de ver el negocio a través de la
mirada de ella y de conocer su opinión de primera mano.
Absurdamente, quería que a Abi le gustara lo que Samuel y él habían
conseguido.
Y eso era algo insólito, porque la opinión de los demás solía importarle
una mierda.
Dado que era domingo, los obreros no trabajaban y tenían el lugar para
ellos solos. Lo recorrieron de un lado al otro, esquivando los utensilios que
los trabajadores habían dejado aquí y allá.
Ansioso, aguardó a que ella le diera un veredicto.
Y sus exclamaciones de deleite y admiración mientras deambulaban por
el local fueron más que satisfactorias para él. Se mostró muy sorprendida al
ver la decoración, similar a la de los clubes ingleses. Era un antiguo bar
irlandés y ellos habían decidido conservar el estilo original, añadiendo
algunos elementos atemporales y con mucha clase, sin que perdiera del todo
esa solera que lo hacía tan especial cuando lo descubrieron. A pesar de
mantener la barra de madera, el mueble bar, la doble altura con su
correspondiente barandilla o el techo de escayola, lo habían pintado todo de
negro, creando un ambiente íntimo y coqueto, aunque muy elegante.
Los sofás tapizados en diferentes colores, las butacas, las mesas y las
lámparas eran de diseño contemporáneo y encajaban a la perfección con el
mobiliario original más sobrio.
—Había esperado otra cosa —le confesó ella después de observarlo todo
con los ojos muy abiertos.
—¿Otra cosa?
—Algo menos elegante y más... —Se interrumpió sin saber cómo
continuar.
—¿Reguetonero o pachanguero? ¿Vulgar como yo? —se burló él.
Abigail se puso roja.
—Tampoco he dicho eso... Es solo que no me lo imaginaba así.
Se apiadó de ella y soltó una risa.
—La verdad es que hemos tenido ayuda. Un interiorista bastante famoso
lo ha diseñado.
Les había costado una fortuna, pero una fortuna que había merecido
muchísimo la pena. No había otro lugar como aquel en todo Madrid. Tanto
Samuel como él habían arriesgado mucho, pero presentían que iba a ser
todo un éxito.
—¿Y vais a servir cócteles especiales?
Parecía tan fascinada que él no pudo evitar que el orgullo se deslizara en
sus explicaciones.
—Sí. Vamos a tener unos cuantos cócteles de autor. Hemos contratado a
un barman norteamericano que es un crack. Y a un chef que es la caña.
Serviremos también algunos platos para picotear. Nada extravagante, pero
muy original. Aquí, detrás de esta pared, está la cocina.
Se la mostró, deteniéndose cada dos pasos para darle más información.
Abi tenía muchas preguntas que hacerle. Él estaba pletórico y lleno de
vitalidad; hablar de su negocio lo apasionaba, y haber encontrado a alguien
que mostraba un interés genuino era un maravilloso descubrimiento.
Pasaron un par de horas allí, inspeccionando cada pequeño rincón, hasta
que ella comentó que debía marcharse. Había pesar en su voz, como si no
tuviese ganas de despedirse. Zeta no hizo ningún comentario al respecto,
pero se sentía del mismo modo. Le habría gustado pasar más tiempo con
ella.
La acompañó hasta la boca de metro más cercana y la vio bajar la
escalera y desaparecer en el interior de la estación con sentimientos
encontrados. Aquel breve encuentro de domingo le había sabido a poco.
No volvieron a hablar en toda la semana, aunque pasó una gran parte del
tiempo pensando en ella. Finalmente no pudo aguantar más sin tener
noticias suyas y un día la llamó inventándose una ridícula excusa. Le contó
que necesitaba su ayuda para comprarle un regalo a su hermana, cuyo
cumpleaños iba a ser al cabo de unos días. Jamás había necesitado ayuda
para comprarle algo a Úrsula; solía regalarle siempre algún bolso de su
tienda favorita.
Abi aceptó encontrarse con él al día siguiente y acompañarlo a ir de
compras.
Habían quedado a las doce, en la boca de metro que hacía esquina con
las calles Goya y Serrano, una de las zonas más lujosas de la capital.
Él se había ofrecido para ir a buscarla a su casa, pero ella lo había
rechazado. No era la primera vez que lo hacía. Pese a que se habían visto
con mucha frecuencia durante los dos últimos meses, Abi jamás lo había
invitado a su piso. En realidad él no tenía ni idea de dónde vivía. A decir
verdad, si lo pensaba con frialdad, sabía bien poco de ella.
Aunque el fin de semana anterior había cambiado muchas cosas.
Una somnolienta voz femenina a escasos centímetros de distancia
interrumpió el hilo de sus pensamientos y lo hizo girar la cabeza.
Se encontró con las atractivas facciones de su novia oficial, que le
sonreía con dejadez.
—¿Ya estás despierto?
Él se limitó a asentir y volvió a desviar la vista al techo.
—Yo paso de levantarme. Creo que voy a dormir un rato más —
murmuró ella. Se pegó a él y frotó su cuerpo desnudo contra el suyo al
tiempo que acercaba la mano a su entrepierna.
—Pues yo tengo hambre, así que me voy a levantar —dijo Zeta
sujetándole la muñeca y apartándosela.
Lo último que deseaba en ese momento era echar un polvo con Verónica.
No cuando tenía la cabeza ocupada con Abi.
—Qué aburrido eres —masculló ella alejándose y tumbándose boca
abajo. No sonaba ni enfadada ni desilusionada.
La ignoró. Apartó la sábana y abandonó la cama. Desnudo, se encaminó
hacia la ventana y espió el exterior. La claridad del día todavía no había
conseguido vencer del todo a las sombras de la noche, aunque no tardaría
en hacerlo.
Era temprano, pero se sentía lleno de una curiosa vitalidad.
Ansioso, quizá.
—Me voy a duchar y me largo —dijo mientras hacía rodar los hombros.
—Vale. Mañana te veo en la cena en casa de mis padres, entonces —
repuso ella. Su voz se oyó sofocada por el tejido de la almohada.
Zeta apenas le dirigió una mirada antes de ir al baño. Sus ojos se posaron
sobre el vibrador de color morado que había en el suelo al lado de la cama y
sobre los tres condones usados que reposaban a su lado.
La noche había sido bastante movida.
Nada fuera de lo común con Verónica.

Abigail

Se miró el reloj por enésima vez. Todavía no eran las doce.


Había llegado demasiado pronto a la cita, pero estaba tan inquieta que no
había podido esperar en casa. Echó un vistazo a su reflejo en el escaparate
de Loewe y lo que vio no le desagradó en modo alguno. Había puesto
esmero en arreglarse. Llevaba un vestido veraniego de manga corta de color
gris con rayas blancas apaisadas y unas sandalias negras. Se sentía muy
favorecida con ese atuendo.
¿Le gustaría a él?
En cuanto ese pensamiento cruzó por su cabeza se reprendió a sí misma
y se apartó del escaparate, dándose la vuelta.
Pese a que el fin de semana anterior habían compartido momentos
realmente íntimos como aquella tarde de piscina o la visita a su coctelería,
en la que acabaron besándose sobre la barra como dos críos adolescentes,
no podía olvidarse de cuál era el carácter de su relación.
No debía hacerse ilusiones.
Echó a andar por la acera para hacer tiempo, deteniéndose en las tiendas
y mirando su interior. No había demasiada gente por la calle, a pesar de que
era sábado y de que el buen tiempo acompañaba. El otoño había entrado
justo el día anterior, pero el hombre del tiempo había anunciado que la
temperatura casi veraniega se mantendría unos días más.
Se quedó un rato con la vista perdida en el escaparate de una zapatería.
Los zapatos más baratos allí expuestos —unas bailarinas negras bastante
simples— costaban alrededor de doscientos euros. Frunció el ceño. No
tenía ni idea de qué tipo de persona sería la hermana de Zeta ni de cuánto
dinero querría gastarse él.
Volvió a revisar su reloj.
Las doce en punto.
Llena de impaciencia, paseó la vista por la zona.
Entonces lo vio.
Avanzaba por la acera de enfrente con una mano metida en el bolsillo de
los ajustados vaqueros negros. Lucía también una informal camisa gris y
unas deportivas blancas. El cabello le caía sobre la frente y una sombra le
oscurecía el mentón. Todo su aspecto exudaba un aire de estudiado
descuido muy atractivo. Caminaba con paso seguro y firme, provocando
que muchos ojos se volvieran para mirarlo.
Un joven Brad Pitt por las calles de Madrid.
Las mariposas comenzaron a bailotear por el estómago de Abi como
locas.
Desanduvo el camino andado para regresar a la boca de metro donde
habían quedado. Él no la había visto todavía, aunque ya solo los separaba el
paso de peatones.
Nerviosa, se colocó bien la melena.
Estaba tan pendiente de la alta figura que no se dio cuenta de dónde
pisaba y terminó caminando sobre una de las rejillas de los respiraderos del
metro. No tardó en notar el aire caliente que salía por ella enredándose en
sus piernas.
Demasiado tarde para apartarse.
La falda de su vestido se vio propulsada hacia arriba con fuerza.
Invadida por el horror, trató de controlar la díscola tela que volaba en
todas direcciones mientras aceleraba el paso para huir del chorro de aire.
Cuando conseguía bajarse la parte delantera, la parte trasera se le escapaba
de entre los dedos, y al revés.
Cien mil pares de ojos se posaron en ella, e incluso tuvo la sensación de
que los coches que se habían detenido en el semáforo se negaban a arrancar
para disfrutar del espectáculo.
Como un fogonazo acudió a su mente la escena de esa mañana cuando,
después de salir de la ducha, se plantó delante del cajón de su ropa interior
y tuvo que elegir entre unas bragas bastante sencillas, blancas y de algodón,
con el dibujo de un conejito en el trasero, o las otras, de encaje color
salmón. Gimiendo para sus adentros, se preguntó por qué narices no habría
elegido esas últimas.
El suceso no había durado más de cinco segundos, pero a ella le pareció
que tardaba toda una vida en escapar del desastre. Rezó en silencio por que
Zeta no hubiera sido testigo de su bochorno.
Alzó la mirada y se encontró con sus ojos a solo un par de metros de
distancia. Centelleaban jocosos. Era evidente que trataba de mantener la
seriedad, pero fracasaba estrepitosamente. Sus labios se distendían en una
sonrisa divertida. Abi apartó la vista. Le ardía la cara y notaba cómo un
nudo de vergüenza comenzaba a formársele en el pecho. ¿Por qué siempre
le pasaba todo a ella?
—Joder, si llego a saber que ibas a recibirme así, habría llegado antes —
le dijo él con tono socarrón, situándose a su lado y poniéndole las manos
sobre las caderas.
—¡No te burles! Ahora mismo quiero desaparecer —susurró.
El embarazo la llevó a apoyar la frente en el duro pecho de él. Olía bien,
a gel de ducha. Aspiró hondo y su aroma se quedó impregnado en el
imaginario de su memoria olfativa.
¿Por qué narices olía tan bien?
Estuvo a punto de empezar a olfatearlo como una perrilla en celo, pero
su sentido común la llevó a detenerse a tiempo.
—No puedes desaparecer todavía. No sin antes haberme enseñado ese
animalito que llevas estampado en el culo. ¿Es un perrito? —preguntó él
con una carcajada suave.
Ella elevó la cara y lo miró de frente, dispuesta a regañarlo, pero de
pronto se dio cuenta de lo íntimo de su postura —era un semiabrazo en toda
regla— y dio un paso atrás.
No eran novios para actuar de ese modo.
—Si quieres sobrevivir al día de hoy, no digas ni una palabra más —le
advirtió con la voz entrecortada.
—Me arriesgaré —repuso él encogiéndose de hombros con apatía—.
Estás preciosa. El vestido te sienta bien y lo que hay debajo también.
Espero que la próxima vez que nos acostemos lleves también esas bragas.
Tienen algo que me pone, ya ves —dijo, y emitió un suspiro exagerado.
Ella frunció la frente y carraspeó con incomodidad. Nunca sabía si
hablaba en serio o en broma.
—¿Qué has pensado comprarle a tu hermana? —Cambió de tema a toda
velocidad—. ¿Tienes algo en mente?
Como si hubieran llegado a un acuerdo, echaron a andar casi al unísono.
Se detuvieron frente al semáforo y aguardaron a que este se pusiera en
verde.
Abi le dirigió una mirada esquinada. Tuvo que elevar el cuello para
hacerlo. Sus sandalias eran planas, por lo que ese día no contaba con la
ventaja de los tacones y él la sobrepasaba bastante en altura.
—Le encanta Louis Vuitton, pero no tiene por qué ser algo de ahí, estoy
abierto a cualquier posibilidad.
La tienda de lencería de Mar estaba justo a unos cien metros de la que él
había mencionado, a unos diez minutos andando de donde se hallaban.
Quizá pudiesen encontrar algo interesante allí. No le apetecía mucho
presentar a Zeta a sus amigas, pero sabía que Mar estaba fuera de la capital
ese fin de semana, así que podía ir a su tienda sin necesidad de tener que
preocuparse.
—¿Presupuesto?
—Sin límite, pero sin pasarse.
—¿Cuántos años cumple tu hermana?
—Treinta.
—Entonces es de la edad de la mía.
—¿Tienes más hermanos aparte de ella?
Abi se dio cuenta en el mismo momento en que él le hizo esa pregunta
que nunca hablaban demasiado de sus vidas personales.
En realidad, sabían muy poco el uno del otro.
Mentira. Ella sabía perfectamente cómo era su cuerpo debajo de aquella
ropa informal. Sabía que tenía una pequeña marca de nacimiento debajo de
la clavícula derecha y dos lunares en la parte interna de su brazo izquierdo.
Sabía que tenía el ombligo perfecto y que estaba operado de fimosis.
Sin duda, información muy importante.
Se sonrojó con intensidad cuando la imagen de su figura desnuda se
materializó en su cerebro. Agitó la cabeza para alejar todo aquello de su
mente.
Comenzó a hablarle de Tina y de los gemelos. Le contó que estaba
separada, que era veterinaria y que trabajaba en el zoológico. Y que estaban
muy unidas. También le habló de sus padres, que, desde que se habían
jubilado, vivían en un pueblecito de Cantabria, de donde eran sus abuelos
paternos.
Zeta le correspondió a su vez contándole cosas de su familia. Era el
benjamín de la casa. Se llevaba siete años con su hermana y diez con su
hermano mayor. Él llegó casi de casualidad, cuando sus padres no
esperaban ya tener más hijos. Solo muy por encima le mencionó que su
padre era el dueño de una empresa especializada en bricolaje y construcción
y que todos los miembros de la familia trabajaban en el negocio.
—¿Y qué piensa de que hayas decidido montar tu propio bar?
—Lo soporta, aunque no pierde la esperanza de que me incorpore a la
empresa; por eso lo del máster que empiezo el mes que viene.
Abi estaba a punto de preguntarle por ello cuando su repentina carcajada
la sobresaltó.
—¿Por qué te ríes?
Él se detuvo en medio de la acera y comenzó a negar con la cabeza una y
otra vez.
—Es que no puedo evitar acordarme de lo que ha pasado antes... —dijo
con una nueva risa burbujeante saliendo de su boca.
—¿Sabes que es de mala educación reírse de la gente? —repuso ella
fingiendo indignación.
—No me río de ti, me río contigo —dijo él, y alzó las manos como
pidiendo disculpas con los ojos chispeantes—. Reconozco que, desde que
llegaste a mi vida, esta se ha vuelto más interesante.
El corazón de Abi dio un saltito en su pecho. ¿Eso era un cumplido?
¿Ella había convertido su vida en algo especial?
Continuaron caminando en amigable silencio, como si en lugar de ir de
compras con un destino fijo estuvieran dando un paseo. Lo hacían muy
cerca el uno del otro y, en un par de ocasiones, sus manos se rozaron
ligeramente. A él no pareció importarle gran cosa ese hecho; seguía
avanzando con la misma sonrisa indolente en la cara.
Ella, por el contrario, tuvo que morderse las ganas de entrelazar los
dedos de él con los suyos.
«Ton-ta, ton-ta, ton-ta...»
Así percutía el rítmico golpeteo de las suelas de sus sandalias sobre las
baldosas de piedra. Hasta sus pisadas le echaban un rapapolvo de
advertencia.
Hicieron unas cuantas paradas en un par de tiendas, aunque no entraron
en ninguna. Se limitaron a hacer comentarios sobre los artículos expuestos
en los escaparates. Inspeccionaron bolsos, zapatos y ropa. Si Abi se guiaba
por los objetos por los que él mostraba interés, estaba claro que sus gustos
eran caros. Con su sueldo de recepcionista no podría permitirse ni la mitad
de aquellas cosas.
Él no había trabajado nunca y acababa de terminar la carrera, ¿no?
¿Cómo podía permitirse gastar tanto dinero en un regalo? Era un niño de
papá, sin duda.
De pronto una gruesa gota de agua le golpeó el brazo, distrayéndola.
—¡Oh! —exclamó elevando la vista al cielo, que había comenzado a
nublarse.
¿Cómo era posible? ¡Si hasta hacía un par de minutos lucía un sol
espléndido!
—Va a empezar a llover —murmuró él.
—Vamos a darnos prisa, entonces. Estamos llegando a la tienda de una
amiga mía —dijo echando a andar más rápido—. Es de lencería, pero tiene
otras cosas muy bonitas. Si quieres, miramos a ver si encuentras algo allí. O
si lo prefieres vamos a otro sitio.
—No. No. Me parece bien.
La tienda de Mar, Alluring, no tardó en aparecer ante ellos. Situada entre
una famosa joyería y una todavía más conocida tienda de ropa, con la
fachada de mármol blanco y las letras troqueladas en negro sobre la puerta
de cristal, rezumaba elegancia.
La encargada del negocio, una mujer entrada en la cincuentena muy
agradable a la que Abi había visto en varias ocasiones, los saludó con
efusividad. Luego los dejó a su aire. No obstante, se dirigió hacia el
mostrador de caja y les lanzó unas cuantas miradas a hurtadillas desde allí
mientras cuchicheaba con una de las empleadas. Ambas estaban extasiadas
estudiando a Zeta, mejor dicho, comiéndoselo con los ojos. Abi no podía
culparlas. Ella también se quedaba boquiabierta cada vez que lo veía. Tuvo
ganas de gritar con vano orgullo para marcar su territorio: «¡Es mío. Me lo
estoy tirando!».
Pasaron los siguientes minutos recorriendo las estanterías y los
expositores. Zeta no parecía intimidado por hallarse en una tienda de
productos típicamente femeninos. Por el contrario, su postura y sus ojos
expertos parecían indicar que no era la primera vez que estaba en un
negocio semejante. Abi se preguntó en silencio, no exento de morbosa
curiosidad, para quién habría comprado lencería. ¿Para alguna novia?
Él se detuvo delante de un maniquí que llevaba puesto un conjunto
lencero blanco bastante sugerente. Alzó la mano y tocó el borde del fino
tejido con delicadeza.
—Me gusta.
—¿Para tu hermana? —preguntó sorprendida.
No pudo evitar que sus ojos siguieran los movimientos de sus morenos
dedos. Una pequeña oleada de calor se le instaló en el abdomen al ver cómo
acariciaba el encaje del sujetador con premeditada lentitud.
—No... Para ti —contestó inclinando la cabeza hacia ella—. Te imagino
con él puesto y se me pone dura.
La oleada de calor se convirtió en un tsunami de lava ardiente.
—Ah... —balbuceó como una boba.
Notó cómo le ardían las mejillas y se alejó presurosa, seguida por su risa
ronca. Se detuvo frente al escaparate delantero y echó una ojeada al
exterior. Había comenzado a llover. La gente corría buscando guarecerse de
las gruesas gotas que se estampaban contra el asfalto.
Cerró los ojos y volvió a ver sus dedos largos acariciando ese sujetador.
Quizá había sido una mala idea llevar a Zeta a una tienda de lencería.
—Creo que me voy a llevar esto —lo oyó decir a su espalda.
Dio media vuelta y vio que señalaba una bata de satén negro con
bordados blancos en los puños. Costaba una pequeña fortuna.
Mientras la encargada iba a buscar la prenda en la talla correcta, Abi
regresó junto a él. Había conseguido recuperar su aplomo perdido. Al
menos eso pensaba hasta que se situó a su lado y vio la expresión de su
rostro, cargada de lascivia, que gritaba: «¡Tengo ganas de follarte ahora
mismo!».
—Quería comprarte ese conjunto y que te lo probaras... —murmuró él
pegándose a ella—. Pero me he acordado de esas bragas que llevas puestas
y las prefiero. Tengo ganas de quitártelas.
Ella soltó un gemido ahogado. Su respiración se había acelerado.
—Has hecho mal en traerme a este tipo de tienda. Soy muy sensible.
Mira cómo estoy... —Le cogió la mano y la acercó a su entrepierna. Estaba
empalmado.
Abi trató de liberarse al tiempo que lanzaba una mirada nerviosa hacia la
empleada, pero esta estaba colocando algo debajo del mostrador y no les
hacía caso. Logró soltarse al fin y se alejó unos pasos respirando con
dificultad.
¡Estaba loco y no tenía pudor alguno!
Lo peor de todo era saber que comenzaba a estar igual de excitada que
él. Era tan débil como una hoja volando al viento. No tenía contención
alguna cuando se trataba de Zeta.
Mientras él pagaba, ella se despidió de la encargada y abandonó el local.
Se quedó parada en la entrada y el aire fresco mezclado con el olor a lluvia
le acarició la cara. La acera estaba empapada; algunos charcos empezaban a
formarse aquí y allá. Se miró los pies consternada. Sandalias y lluvia, mala
combinación.
—¿Cogemos un taxi? —le preguntó él solo unos segundos después,
situándose a su lado. Llevaba una bolsa blanca con el nombre de la tienda
estampado en ella.
Una de las grandes ventajas de Madrid era que uno solo tenía que
levantar la mano y siempre aparecía algún taxi disponible, sobre todo en
calles principales como aquella. Sin duda, era la única solución posible para
un día lluvioso.
—Por mí, perfecto —respondió—. ¿Adónde vamos?
Él se inclinó hasta que su boca casi le rozó el lóbulo de la oreja. Ella no
lo había esperado y un breve escalofrío le recorrió la espalda.
—¿Hotel o tu casa? —Su voz suave como la seda le acarició la piel del
cuello.
No había tenido tiempo de reaccionar ni de pensar en una respuesta
coherente cuando sintió cómo él le cogía la mano y tiraba de ella.
—¡Mira, por ahí va uno libre!
Echaron a correr por la acera hasta la siguiente esquina, esquivando
charcos e intentando mojarse lo menos posible. Él le había pasado un brazo
por encima de los hombros y trataba de guarecerla de algún modo con su
cuerpo. Pese a que los árboles frenaron el grueso de la lluvia, cuando se
instalaron en el interior del vehículo, estaban empapados.
—¿Adónde vamos? —preguntó el conductor.
Abi pestañeó unas cuantas veces, todavía anonadada por la propuesta
que Zeta le había hecho hacía escasos segundos. ¿Hotel? ¿Su piso? No
había planeado que su cita acabara así, ni mucho menos. Se había
imaginado un cómodo día de compras, quizá una comida en algún
restaurante y después una despedida...
«Mentirosa. Sabías que esto podía terminar así. ¿Acaso no siempre
termináis en la cama? Sois amantes.»
Inhaló con fuerza al ver el fuego que desprendían sus ojos. La mano de
él se deslizó sinuosa hasta su rodilla y se quedó allí, como descuidada.
Casi sin ser consciente de lo que decía, le dio la dirección de su piso al
taxista.
El trayecto de quince minutos por las mojadas calles de Madrid se le
quedó desdibujado en la memoria. Tenía la mente en blanco. Se sobresaltó
cuando el taxi se detuvo frente a su edificio. Solo podía recordar haber
sentido frío, debido a la humedad de la lluvia que le pegaba el vestido al
cuerpo, y calor allá donde el roce de la mano de Zeta entraba en contacto
con su piel.
No intercambiaron ni una sola palabra.
Ni en el taxi ni en su portal.
Tenía el vello de la nuca erizado cuando introdujo la llave en la cerradura
y le cedió el paso. Zeta accedió al interior del apartamento y ella cerró la
puerta a su espalda.
Inesperadamente él dejó caer la bolsa de Alluring al suelo, se dio la
vuelta y la aplastó contra la hoja de madera.
Sus cuerpos chocaron.
Apenas pudo emitir un gemido antes de que la masculina boca se
cerniera sobre la suya, hambrienta. Solo un segundo después sus alientos y
sus jadeos se confundían en un tórrido y pasional beso.
La mano de Zeta desapareció debajo de la falda de su vestido.
Capítulo 20

Zeta

Llevaba un buen rato oyendo las gotas de lluvia golpear contra los cristales.
El sonido era potente y tenía un ritmo propio, hipnótico y monótono. No
había dejado de llover desde el día anterior.
Tenía la cabeza apoyada en la almohada a meros centímetros de la de
ella y sus ojos estaban fijos en su rostro. La contemplaba con intensidad a la
turbia luz que entraba por la ventana. Lo hacía desde hacía unos veinte
minutos, desde que había despertado.
No podía apartar la vista.
Amanecer al lado de Abi era agradable y avivaba un sentimiento de
calidez en él.
No pudo reprimir el impulso y alzó la mano para apartarle un mechón de
pelo de la cara. Lo hizo con cuidado para no molestarla. Ella ni se inmutó, y
él aprovechó para acariciarle la tersa piel del pómulo con la yema de los
dedos.
La pacífica expresión de su semblante lo tenía fascinado.
Era preciosa.
No.
No lo era.
Pero a él había llegado a parecérselo.
La estudió taxativamente tratando de ser imparcial. La frente alta y
curvada; las cejas gruesas que daban paso a una nariz recta aunque algo
respingona en la punta; las pestañas oscuras y largas; los labios sonrosados,
adornados por ese lunar tan cercano a la comisura derecha...
No era una cara perfecta ni la más hermosa que hubiera visto. Los rasgos
de la misma Verónica eran más llamativos y bellos.
Y sin embargo...
Ahí estaba él, sin poder dejar de mirarla.
Suspiró antes de bajar la vista y recrearse en todas y cada una de las
curvas que se perfilaban a través de la fina sábana que la cubría. Debajo de
aquel tejido, ella estaba completamente desnuda. Bien lo sabía él, que había
sido el responsable de desvestirla. Había sido él quien, hacía unas horas, la
había despojado de toda su ropa, deteniéndose en esas bragas blancas de
algodón tan inocentes que había ansiado quitarle desde el mismo instante en
que se las había visto puestas.
No era un perrito lo que llevaban estampado en el trasero, era un
conejito.
Una sonrisa lasciva acudió a su boca al recordar cómo se las había
deslizado pausadamente por los muslos hasta que ella se mostró sin nada
ante él.
Dos veces había sido suya el día anterior. Y otras dos veces más durante
la noche.
No tenía ningún tipo de mesura ni de control cuando se trataba de
Abigail.
Volvía a querer estar dentro de ella.
Su mano se dirigió a su erección. Se la rodeó con el puño, presionando
con ligereza. Estuvo a punto de soltar un gemido al notar cómo el placer
comenzaba a extenderse por su interior, pero una pequeña parte de su
cerebro, una que todavía parecía funcionar con un poco de lógica, lo llevó a
detener la caricia con brusquedad.
Quizá iba siendo hora de que reflexionase sobre ciertas cosas que hasta
el momento no le habían parecido importantes.
Como sus incipientes sentimientos por ella, que parecían ir más allá del
sexo.
O su ambigua relación con Verónica.
O sus líos con otras mujeres.
Quizá iba siendo hora de tomar decisiones.
Volvió a escrutarla con atención a través de las pestañas. Ella seguía
dormida y no se había movido ni un milímetro.
¿Tanto le gustaba esa mujer?, se preguntó para sus adentros. ¿O eran tan
compatibles sexualmente que estaba confundiendo las cosas?
Lo mejor sería apartarse de ella un tiempo hasta tener claro lo que quería
de verdad. Desde que se conocieron se habían visto con excesiva
frecuencia. Pasaban juntos mucho tiempo y estaba demasiado intoxicado
con su presencia.
Dio media vuelta y, apoyando el brazo derecho sobre su frente, encaró el
techo contemplándolo.
Él no era hombre de una sola mujer. Jamás lo había sido. A él le gustaba
la variedad y poder elegir en qué cama dormir cada noche y con quién. No
estaba dispuesto a renunciar a esa libertad y a ese tipo de vida. Quería
seguir haciendo lo que le viniera en gana en cada momento. Por eso su
relación con Verónica era ideal. Ella era una versión femenina de sí mismo.
Pero Abi era diferente.
A pesar de que habían dejado muy claro desde el principio que no había
exclusividad entre ellos y que solo eran compañeros de cama, Zeta estaba
seguro al cien por cien de que no había otro hombre en su vida, que él era el
único para ella.
Lo presentía.
El hecho de que siempre estuviera dispuesta a verlo y a quedar con él la
delataba.
Su entrega y su receptividad eran obvias.
Él, por el contrario, no había dejado de acostarse con otras.
Se preguntó cómo se sentiría si ella estuviese viendo a otros hombres.
¿Le importaría?
No le agradó la respuesta que acudió a él.
En sus dos años y medio de relación con Verónica no le había molestado
en absoluto saber de sus múltiples escarceos y aventuras. Y, sin embargo,
tras solo unos meses con Abi, imaginársela con otro le provocaba un
pinchazo de malestar en el pecho.
¿Desde cuándo era él posesivo o celoso?
No lo había sido nunca.
¿Acaso tenía algún derecho a sentirse así?
«Eres un hipócrita.»
Distancia.
Sí, necesitaba alejarse de ella. La distancia pondría las cosas en
perspectiva, se dijo. Era muy probable que, después de un tiempo sin verla,
se olvidara de ella y recuperase el sentido común.
Volvería a ser el Zeta de siempre.
La ocasión era perfecta porque las siguientes semanas iban a ser muy
complicadas para él. Tenían mucho trabajo por delante y muchos detalles
que organizar: dar los últimos retoques al local, encargarse de la publicidad
y de la fiesta de inauguración, continuar con las entrevistas de trabajo a los
camareros y un montón de cosas más que los mantendrían muy ocupados a
Samuel y a él.
No estaría disponible para Abi.
De nuevo su mirada se vio atraída hacia su figura como un imán. Ella
había entreabierto los labios. Carnosos, brillantes y muy sensuales, parecían
pedir a gritos ser besados.
No pudo reprimirse y se acercó. Reptó por el colchón hasta que sus
pieles entraron en contacto. La de ella desprendía calor y suavidad.
Sí, tenía que guardar las distancias, pero tampoco hacía falta que
empezase en ese mismo momento, ¿no? Siempre podía alejarse a partir del
día siguiente.
La rodeó con los brazos y se apoderó de su boca.
Capítulo 21

Abigail

—Te has enamorado.


Abi alzó la cara con energía y miró a Mar llena de sorpresa. No había
esperado esa frase.
—Enamorarse es una palabra muy grande.
Mar se quedó un buen rato callada, escrutándola con atención.
—Quizá, pero lo del niño es más que un capricho.
—No creo que sea amor, porque no nos conocemos tanto —adujo Abi
apartando la vista—. Apenas hace unos meses y no hemos hablado mucho.
Nos limitamos a hacer otras cosas —concluyó con un suspiro.
—Pues si no es amor, está bastante cerca —zanjó su amiga.
Abi giró la cabeza y echó un vistazo por la ventana. Hacía viento en el
exterior. Las hojas caídas de los árboles se arremolinaban por las aceras.
Estaban en una cafetería que había a unos metros de la tienda de Mar.
Abi había acudido a visitarla aprovechando que era un día festivo y que no
trabajaba. Su amiga había dejado el negocio a cargo de su empleada y había
salido con ella a tomar un café rápido.
¿Tenía razón Mar? ¿Tanto le interesaba Zeta?
Hacía tres semanas que no sabía nada de él. Bueno, eso no era
estrictamente cierto. No se habían visto, pero habían intercambiado algunos
mensajes. El último de ellos lo había recibido hacía solo unos minutos.
—Me interesa —admitió al cabo de unos segundos de silencio.
—No me digas —farfulló Mar con cinismo—. Apenas me había dado
cuenta. Solo has mirado el móvil quince veces en diez minutos.
Abi le lanzó una mirada cargada de culpabilidad.
—No te voy a decir eso de «Te lo advertí», porque ya lo hemos hablado
y eres mayorcita. Solo espero que no salgas herida de todo esto.
—Tengo un buen caparazón —dijo sonriendo—. Después de lo de Nico,
estoy curada de espantos.
—Permíteme que discrepe —repuso Mar con escepticismo—. Eres una
blanda que se ilusiona con rapidez. Y ese caparazón del que hablas es tan
finito como papel cebolla. No creo que sepas...
No siguió hablando porque la estridente melodía de su teléfono la
interrumpió.
Abi compuso una mueca aliviada. No quería sermones. No cuando ella
misma ya se hacía un reproche detrás de otro por ser tan tonta.
—Tengo que volver a la tienda —murmuró Mar después de cortar la
llamada—. Es urgente. Cliente Vip. Espera tú aquí a Sonia y yo me escapo
en cuanto pueda y regreso.
Abi asintió.
Siguió a su amiga con los ojos mientras esta abandonaba el
establecimiento. Como siempre, un aura de indiscutible elegancia innata la
envolvía. En cuanto la puerta de cristal se cerró tras ella no pudo evitar que
su mano se dirigiese a su móvil como impulsada por un resorte y lo
desbloqueara. Buscó los mensajes con avidez.
Mañana te veo en el bar. A las diez
y media te espero.

Ese era el último que había recibido hacía media hora. Todavía no había
respondido. Vaciló antes de teclear una contestación.
Al día siguiente era la inauguración y él ya le había dicho un par de
veces que quería que fuese.
Pero ella no sabía qué hacer.
El distanciamiento de las últimas semanas le había servido para darse
cuenta de que lo que comenzaba a sentir iba más allá de unos polvos. Se
había acostumbrado a pasar los fines de semana con él. Y su ausencia de
esos días le había dejado un vacío que no había podido rellenar con otra
cosa. Lo echaba de menos.
Por otro lado, estaba convencida de que Zeta no sentía lo mismo por ella,
aunque a veces sus palabras llegasen a confundirla.
Debería haberlo sabido antes de empezar aquel tonteo. Ella no era mujer
de aventuras. Tenía su corazoncito y se ilusionaba con facilidad. No era
capaz de separar lo físico de lo sentimental, como hacía Mar, por ejemplo.
Para ella, el sexo sin amor no terminaba de encajar.
¡Qué complicado era todo!
Volvió a acceder a los mensajes que habían intercambiado esos días que
no se habían visto y los releyó de nuevo, como había hecho en incontables
ocasiones.
Hoy he tenido un día jodido. Los obreros la han cagado con
la puerta del baño
y hemos tenido que rehacerla. Estoy agotado. Me voy a la
cama, pero aunque esté cansado, estoy pensando
en ti ahora mismo y creo que me voy a masturbar
imaginándote desnuda. Por qué no me mandas una foto tuya
sin ropa?

El texto lo recibió una noche a las dos de la madrugada. El pitido del


móvil la despertó. Recordaba haberse erguido en la cama y haberlo leído
con la cara encendida, imaginándose que, al otro lado de la ciudad, él se
masturbaba pensando en ella.
Zeta era bastante egocéntrico y en absoluto considerado. Y también muy
ordinario. Para nada era el tipo de hombre que a ella solía interesarle. Sin
embargo ahí estaba, con el corazón acelerado y casi sin respiración. Y solo
por un estúpido mensaje subido de tono.
Se apresuró a tomarse un selfi similar al que se hizo aquella noche en la
suite del Cienvillas, uno con el dedo corazón en alto, y se lo envió,
acompañado de unas palabras muy reveladoras y llenas de cinismo:
Son las dos de la madrugada, así que confórmate con
esta. Te vale?

No tardó en recibir la respuesta.


Jajaja, me vale. Ese dedo tuyo me pone a cien. Me imagino
lo que podría hacer con él.

Abi arrojó el móvil a un lado, llena de indignación y más agitada de lo


que debería, y trató de dormirse de nuevo, aunque le costó.
No volvió a saber nada de él en muchos días.
Estás pensando en mí? Yo sí estoy pensando en ti y tengo
ganas de verte. Quiero que el día 13 vengas a la
inauguración del bar.

Ese le llegó una tarde, cuando estaba a punto de acabar su jornada


laboral. Se quedó mirando la pantalla un buen rato. Era la primera vez que
él le pedía que volvieran a encontrarse desde el fin de semana que pasaron
en el apartamento de ella, ese en el que no salieron de su cama durante más
de veinte horas.
Fue un fin de semana realmente glorioso.
A qué hora el día 13?

Releyó el texto antes de enviarlo. Seco y escueto. No se sentía capaz de


ser ni tan directa ni tan juguetona como él.
Ven a las diez y media. Estaré menos ocupado y tendré más
tiempo para ti.

Sabía lo importante que era para Zeta aquel negocio y lo mucho que
significaba para él que todo saliera bien. Y que quisiese compartir con ella
todo su entusiasmo la emocionaba.
A pesar de sus sentimientos encontrados y de la confusión que reinaba
dentro de ella, quería ir y estar con él.
—Hola.
La voz de Sonia le provocó un respingo y la sacó de sus cavilaciones.
—¡Qué susto me has dado! —exclamó echándole un vistazo a su amiga.
Esta se había detenido junto a la mesa con una sonrisa en la boca.
—Es que estás ensimismada. ¿Y Mar? —preguntó mientras tomaba
asiento.
—Ahora viene. La han llamado de la tienda.
La camarera se acercó con una sonrisa. Sonia pidió un café con leche y
Abi aprovechó para pedir otro solo.
—¿Con quién hablabas?
Sonia señaló el móvil con un gesto.
—Con nadie. Estaba revisando los mensajes.
—¿Revisando los mensajes? Pues deben de ser unos mensajes increíbles,
porque tenías una cara...
—Son los mensajes de Zeta —confesó.
—Ah... El niño... ¿Cuánto tiempo hace que no lo ves?
—Tres semanas.
—Pero no habéis discutido ni nada, ¿no?
—No. No. Es que está ocupado con lo de la inauguración. Ya me lo dijo
la última vez que nos vimos, que no iba a tener mucho tiempo.
—¿Y cuándo es?
—Mañana.
Hubo un largo silencio entre ellas. Parecía que Sonia quería decir algo,
pero no sabía cómo hacerlo. Abi la escrutó con interés. Su expresión la
delataba.
—Dilo ya.
—No tengo nada que decir —murmuró con vaguedad.
La camarera llegó y dejó los cafés sobre la mesa antes de retirarse.
—Si me vas a regañar, puedes ahorrártelo. Mar ya lo ha hecho.
—No te voy a regañar. No es mi estilo para nada.
De nuevo otra pausa silenciosa en la que ambas aprovecharon para
echarse azúcar en sus respectivos cafés y removerlo con las cucharillas.
El local no era muy grande, pero parecía estar bastante de moda si se
tenía en cuenta que todas las mesas estaban ocupadas. Las conversaciones
se mezclaban con la suave música de ambiente.
—¿Él te ha dicho algo más? —inquirió Sonia al cabo de un rato.
—¿Decirme algo más?
—Sí. Si considera que lo vuestro va en serio o no sé...
—No —repuso con sequedad.
Sonia ladeó la cabeza, esperando a que continuara.
—La verdad es que cuando estamos juntos hablamos poco —añadió Abi
notando cómo se sonrojaba.
—Pero tú quieres algo serio con él.
—No puede ser y lo tengo claro —dijo agitando la mano—. Somos muy
distintos. No tenemos los mismos objetivos en la vida. Él quiere divertirse y
yo quiero estabilidad. Además, no nos conocemos —arguyó con
vehemencia—. Físicamente somos muy compatibles, vale, pero apenas sé
nada de él y él no sabe nada de mí... Es una locura pensar en ir más allá.
Tampoco la forma en la que se habían conocido era la más
recomendable. No obstante, eso no iba a mencionarlo. Sus amigas seguían
sin saber lo de la apuesta. No se había animado a contárselo.
Sonia asintió con lentitud.
—Hablas con tanto fervor que me da la sensación de que intentas
convencerte a ti misma con todas tus fuerzas. Y de que no lo consigues.
Abi se quedó mirando la escéptica cara que tenía frente a ella durante
unos segundos antes de dejar caer la cabeza hacia delante y hundirla entre
los hombros.
Sonia tenía razón. Por más que la lógica le dijera que desear tener algo
serio con él era absurdo y descabellado, su corazón había perdido el rumbo.
Le gustaba Zeta.
Alzó la vista y se encontró con unos ojos comprensivos que no la
juzgaban.
—¿Vas a ir mañana a la inauguración?
—Me gustaría —respondió—. Él quiere que vaya. Pero si te soy sincera,
no me apetece ir sola.
—Voy contigo.
—¿En serio?
—Edu está con sus amigos este fin de semana. Se han ido a hacer
barranquismo. Estoy sola y libre. ¿Mar no puede venir?
—Dice que intentará pasarse más tarde. Tiene una cita con Antonio.
Antonio era el nuevo lío de Mar. Un hombre al que había conocido en
Tinder hacía un mes y con el que hacía buenas migas. Al menos no tenía
veinte años. Tenía treinta y cuatro y trabajaba en un banco.
—¿Y tu hermana?
—No sabe si podrá.
—Bueno, pues vamos juntas. Si las cosas salen mal con el niño, no
estarás sola. Y si las cosas salen bien, me largo y cojo un taxi —dijo con un
encogimiento de hombros—. ¿A qué hora has quedado?
—Sobre las diez y media.
—Podemos picar algo antes y luego vamos, ¿te parece?
—Me parece.
Después de decir eso le dio un sorbo a su café.
Apenas quedaban treinta y seis horas para volver a ver a Zeta.
Ese pensamiento le provocó un pequeño vuelco de emoción en su
interior.
Capítulo 22

Zeta

La distancia no le había servido una mierda, más bien al contrario.


En aquellas semanas que llevaba sin ver a Abigail solo había sacado una
cosa en claro: que la echaba de menos.
Más de lo que había creído.
Arrojó la colilla del consumido cigarrillo al suelo y la aplastó con la
punta de su elegante zapato negro. Se pasó la mano por el pelo y se lo echó
hacia atrás antes de coger su vesper y darle un largo trago.
Amargo, intenso y potente.
Era uno de los cócteles más sencillos de la carta —en apariencia—, pero
sin duda era su favorito. Y también el de James Bond desde que Ian
Fleming lo creó para su novela Casino Royale.
Llevaba un rato ahí en la parte trasera del local, en un pequeño patio que
utilizaban para almacenar mercancía. Se había escapado unos minutos para
disfrutar de algo de paz. Desde el mismo momento en que habían abierto
las puertas de la coctelería a las ocho de la tarde, no habían parado de llegar
clientes. Muchos de ellos acudían con invitación, otros pasaban por allí y
entraban a curiosear.
Y se quedaban.
La inauguración estaba siendo un verdadero éxito.
Una sensación de efervescente triunfo le recorría las venas.
Samuel y él lo habían conseguido.
Todo su esfuerzo y dedicación se veían recompensados.
Se quedó mirando el transparente contenido de su copa durante unos
segundos con la vista extraviada mientras respiraba hondo un par de veces.
Luego le echó un vistazo a su reloj de pulsera. Eran las diez y veinte de
la noche.
Abigail no tardaría en llegar.
Y Verónica y sus amigas todavía no se habían marchado. Ocupaban una
de las mesas desde hacía más de una hora.
No había contado con que ella se quedara tanto tiempo.
Habían estado juntos hacía unos días y le había dicho que solo se pasaría
a saludarlo porque tenía otros planes. A él le pareció fantástico. Sin
embargo, había pedido ya un par de consumiciones y no parecía muy
inclinada a largarse.
No le gustaba demasiado aquella situación, pero tampoco podía
cambiarla.
La negra hoja metálica que daba al patio se abrió y los acordes de I Want
to Break Free de Queen se colaron a través de la rendija. Habían hecho una
selección de música bastante ecléctica. Comenzaron la tarde con clásicos de
los ochenta y los noventa y, según avanzaba la noche, pasarían al funky y al
deep house.
La cabeza de Samuel apareció en el hueco de la puerta.
—Hay alguien que pregunta por ti.
Se dio la vuelta con mucha calma.
—¿Por mí?
—Sí, es una chica algo rellenita. Viene con otras dos. Me suena su cara,
pero no sé decirte dónde la he visto antes.
El pulso de Zeta se aceleró al ser consciente de quién era la persona que
lo buscaba. Solo podía ser ella: Abi.
—Ya voy —murmuró.
—Oye, Zeta, esa chica no será la que estás viendo desde hace unos
meses, ¿no?
Había curiosidad en su tono.
—¿Por...?
—No sé, es que no te pega nada. Es muy..., no sé...
De pronto se sintió molestó. No le apetecía una mierda que Samuel
dijese ni una sola palabra negativa de Abigail.
—¿Muy... qué? —preguntó con sequedad lanzándole una mirada torva.
—Muy diferente de las mujeres con las que sueles tontear —continuó su
amigo.
—¿Y eso es algo malo? —inquirió.
No le hizo falta ver la cara asombrada de Samuel para darse cuenta de la
agresividad que había implícita en su tono.
—Yo no he dicho eso. ¡Joder! —exclamó su amigo, saliendo al patio y
cerrando la puerta a su espalda—. Afloja un poco, ¿no? Ni que tuvieras un
avispero en los cojones. Estás a la que salta. Llevas unos días muy tenso.
Creí que era por los nervios de la inauguración, pero todo marcha de lujo.
Ya veo que la cosa va por otro lado.
Zeta se lo quedó mirando un buen rato antes de vaciar su copa de un
largo trago.
Samuel era su mejor amigo. Su confidente. Alguien en quien confiaba a
ciegas. ¿Por qué le costaba tanto sincerarse con él respecto a Abi?
—Sí, es la tía con la que llevo enrollado todo el verano —admitió.
Hubo un silencio después de esa frase.
—¿La conozco yo? Es que ya te he dicho que me suena un montón.
—Es la de la apuesta.
—¿Qué apuesta?
—La del Ambigú. La de los mil euros de Raúl.
La cara de Samuel se transformó de repente.
—¿Perdona? ¿Esa chica? Pero ¿no comentaste que nunca se presentó y
que te dejó tirado en el hotel?
Zeta se encogió de hombros.
—Mentí.
Samuel cabeceó con incredulidad.
—¿Y eso? ¿Por qué?
Zeta guardó silencio.
—Alucino —prosiguió Samuel—. Pues menos mal que Raúl y Álvaro
hoy no pueden venir y no se van a enterar de que los engañaste, porque
todavía me duele la cabeza con las quejas de Álvaro por lo de los mil euros.
—Es un puñetero llorón. Tiene dinero de sobra —masculló.
—Joder... De todos modos, no parece la misma mujer del Ambigú. Me
ha resultado bastante mona. Y creo que es la primera vez desde que te
conozco que no alardeas de una conquista tuya. ¿Es algo físico o va en
serio?
Zeta se metió las manos en los bolsillos y alzó la cara al cielo oscuro. Un
par de estrellas lejanas titilaban en él.
¿Abigail era solo sexo o era algo más serio?
Todavía no tenía una respuesta a esa pregunta.
—No lo sé.
—¿Y Verónica?
—¿Qué cojones pasa con Verónica?
—Pues que todo el mundo sabe que es tu chica. Vuestros amigos, tu
familia, la suya... No sé. Todos dan por hecho que lo vuestro va a acabar en
boda en algún momento. Hasta tú mismo lo has dicho alguna vez, que no te
importaría casarte con ella.
Era verdad.
—Bueno, la gente puede cambiar de opinión, ¿no? —dijo con aire de
rebeldía.
—¿Y eso lo sabe ella?
—Verónica sabe lo que hay y lo acepta.
—Sí, claro. Lo acepta porque sabe que es el primer plato y que todas las
demás son solo el segundo. Pero no sé cómo reaccionaría si le dijeras que
quieres acabar con la relación.
Zeta ni siquiera había pensado en eso. Apenas había alcanzado un
acuerdo consigo mismo sobre lo que comenzaba a sentir por Abi, y mucho
menos se había planteado terminar con Verónica. Hizo un gesto vago con el
brazo, como si esa conversación le estuviera resultando muy aburrida.
—Tampoco me apetece comerme hoy la cabeza con ese tema. Es un día
especial. Es la inauguración y todo está saliendo de puta madre. No quiero
rayarme. Voy a volver dentro.
—Si necesitas ayuda...
—¿Qué ayuda? —se burló—. Solo voy a saludar a Abi, tampoco le voy
a comer la boca delante de Verónica.
Le dio una palmada en el hombro a Samuel y abrió la puerta metálica
con energía. La canción Karma Chameleon de Culture Club llegó hasta
ellos.
No esperó a ver si su amigo lo seguía. Atravesó el largo pasillo que
desembocaba en la sala y se detuvo justo antes de acceder a ella,
examinándola. Había muchos grupos de personas de pie, charlando
animadamente con consumiciones en la mano. La música tenía el volumen
adecuado para que fluyeran las conversaciones. Y todas las mesas estaban
ocupadas. En algunas solo se veían vasos, pero en otras ya se habían
servido platos de comida. Escrutó las caras de los clientes tratando de
evaluar sus expresiones. Vio sonrisas satisfechas.
Asintió con complacencia. Esperaba que la cocina de la coctelería
también fuera un éxito.
Verónica y sus cuatro amigas se sentaban a una de las mesas del fondo.
Iban ya por la tercera ronda y comenzaban a ser ruidosas. Y frente a la
barra, en uno de sus extremos, estaba Abi. La acompañaban dos mujeres
más, pero Zeta no tenía ojos más que para ella.
Llevaba un vestido blanco que se le ajustaba al cuerpo y ponía de
manifiesto todas sus redondeces. Y el pelo brillante y suelto sobre los
hombros.
Estaba guapa. Mucho.
A veces lo sorprendía cuánto había cambiado ella desde que la conocía.
Cuando empezaron con esa aventura jamás se le habría ocurrido ponerse
una prenda semejante. Siempre llevaba ropa que disimulaba sus curvas,
vestidos anchos que no se pegaban a su piel; sin embargo, últimamente se
decantaba cada vez más por esas prendas estrechas —sin ser demasiado
provocativas— que realzaban su figura.
Una sonrisa perezosa se dibujó en su boca al recordar la primera noche
que se acostaron en el Cienvillas. Por aquel entonces su timidez era tan
evidente que ni siquiera lo había dejado encender la luz de la habitación.
De eso hacía ya cuatro meses.
Las cosas eran muy diferentes ahora.
El último fin de semana que estuvieron juntos en el piso de ella, habían
hecho el amor con las luces encendidas.
¿«Hacer el amor»?
¿Desde cuándo lo llamaba así? Negó con la cabeza con perplejidad.
Siguió observándola unos minutos, deleitándose en sus ademanes y su
modo de inclinar el cuello hacia un lado. Estaba nerviosa, era evidente.
Podía apreciarlo en cómo agarraba su bolsito con firmeza entre las manos o
en cómo se echaba el pelo hacia atrás con cierta torpeza.
Le gustaba esa torpeza de ella, esa inseguridad que mostraba era
encantadora.
Echó a andar, cruzando el local, mientras saludaba a extraños y a
conocidos con afabilidad, muy en su papel de relaciones públicas. Ni
siquiera echó una ojeada a la mesa de Verónica; su atención estaba en otra
parte.
Su mirada se encontró con la de Abigail cuando solo le faltaban unos
pocos metros para llegar hasta el final de la barra. Ella le sonrió. No solo
con la boca, lo hizo también con los ojos. Todo su rostro se alegró de verlo.
Él no tuvo más remedio que devolverle la sonrisa. Fue un acto reflejo.
—Hola. Bienvenida —la saludó con voz ronca.
Sí, era un maleducado porque solo se dirigió a ella e ignoró a las otras
dos mujeres.
—Hola, Zeta. Esto es maravilloso —dijo Abi—. ¡Qué éxito!
Pese a su timidez, sonaba muy entusiasmada.
—No nos podemos quejar. Me alegra mucho que hayas venido.
Siguió mirándola, incapaz de apartar la vista de sus labios color cereza.
Usaba el mismo carmín que aquella primera noche en el hotel. Su miembro
despertó dentro de sus pantalones.
—Estas son mi hermana Tina y mi amiga, Sonia.
Le costó centrarse en otra cosa que no fuese ella, pero lo consiguió.
Ladeó la cabeza y echó un vistazo a sus dos acompañantes.
Su hermana llevaba un corto vestido negro con florecitas diminutas y el
pelo recogido en un moño suelto. Era una versión bastante similar a Abi,
solo que debía de pesar unos cuantos kilos menos y no era tan exuberante.
A su amiga ya la había visto antes, aquella tarde en El Retiro. Era más
bajita que las dos hermanas y vestía de un modo más informal, con
vaqueros y camisa negra.
—Hola, un placer —dijo.
Era muy consciente de que ambas lo examinaron con sumo interés
cuando se inclinó para darles los dos besos de rigor.
Hizo una señal a uno de los camareros, que se acercó con rapidez.
—Me gustaría que probaseis una de nuestras especialidades. ¿Os parece
bien?
Ellas asintieron.
—Tres Pimm’s con ginger-ale —le dijo al joven barman.
—Es un sitio fantástico —elogió Tina con una sonrisa.
Era una sonrisa agradable, pero no era ni la mitad de hermosa que la de
su hermana, constató Zeta.
—Sí. Tiene muy buena pinta el sitio. Enhorabuena —añadió la tal Sonia.
—Gracias. La verdad es que estamos muy contentos —repuso destilando
orgullo—. Cualquier cosa que necesitéis, decídmelo. También tenemos
carta de picoteo por si os apetece algo. En cuanto haya un hueco, os
acomodo.
Echó una rápida ojeada por el local, buscando alguna mesa libre, y su
mirada se encontró brevemente con la de Verónica, que lo observaba desde
la distancia.
La ignoró.
—Ya hemos cenado antes de venir —dijo Abi con rapidez, posando una
mano sobre su brazo para llamar su atención—. Debes de estar muy
ocupado, así que no te preocupes por nosotras. Estamos bien aquí.
Incluso a la tenue luz de las lámparas de globo que había sobre la barra
era obvio que ella se había sonrojado. Pretendía mostrarse indiferente, pero
fracasaba estrepitosamente; su mirada errática la delataba.
A Zeta le resultó muy estimulante que Abi se viera tan afectada por su
presencia.
Con lentitud, elevó su propia mano, la apoyó sobre la de ella, que
todavía no había abandonado su brazo, y le acarició el dorso con el pulgar.
Era un movimiento que podía pasar por un acto casual y sin mucho
significado para cualquier espectador, pero ella se estremeció bajo su
contacto, mostrando así que ese pequeño roce era bastante más revelador de
lo que parecía.
Una mueca indolente curvó los labios de Zeta. Le lanzó una mirada
intensa y llena de calidez, sin preocuparse demasiado de que estuvieran
rodeados de gente.
De fondo sonaba el estribillo de la canción We Belong de Pat Benatar.
«We belong together», decía la melódica voz de la cantante.
La serena belleza de Abigail, de la que cada vez era más consciente, lo
golpeó con fuerza. Y, por espacio de unos instantes, todo lo que había a su
alrededor se esfumó. Las ganas de abalanzarse sobre su boca y borrarle el
pintalabios a besos lo sobrepasaron.
La respiración de Abi se aceleró. La de él también.
Por el rabillo del ojo vio a Samuel, que lo observaba con el ceño
fruncido desde el otro extremo de la barra. Eso lo hizo reaccionar. ¿Qué le
había dicho antes en el patio?
«Solo voy a saludar a Abi, tampoco le voy a comer la boca delante de
Verónica.»
Casi lo había hecho.
—No puedo quedarme mucho rato con vosotras porque hay mucha gente
a la que tengo que saludar, pero prometo volver —dijo con un carraspeo,
retirándose y rompiendo el contacto, tanto el físico como el visual.
Se despidió de las tres con rapidez, intercambiando algunas frases
anodinas. No quiso volver a mirarla, porque temía que la situación se le
fuera de las manos y no era ni el momento ni el lugar.
No obstante, mientras se alejaba de la barra, la imagen de Abi con su
vestido blanco no se le quería ir de la cabeza. Al mismo tiempo era muy
consciente también de que Verónica seguía sus pasos mientras avanzaba e
intercambiaba saludos con algunas personas que se acercaron a felicitarlo.
Estaba distraído, pero fue capaz de establecer un par de conversaciones
medianamente coherentes. Dio innumerables besos y estrechó bastantes
manos hasta que consiguió liberarse y alcanzar el corredor que llevaba a los
aseos y que desembocaba en el patio. Estaba desierto. Se internó en él y
apoyó la espalda contra la pared hundiendo las manos en los bolsillos.
Llevaba demasiado tiempo jugando a dos bandas y estaba cansado.
La canción que emergía de los altavoces lo llevó a resoplar y estuvo a
punto de soltar una risa cínica.
Listen to Your Heart de Roxette.
¡Qué jodidamente apropiada!
¿Qué cojones pasaba esa noche con el repertorio musical?

Abigail

Todavía era un manojo de nervios y seguía tratando de recuperar el aplomo


que la impresionante presencia de Zeta le había robado cuando llegó el
camarero y depositó las tres consumiciones frente a ellas.
Los vasos eran altos, con mucho hielo y trozos de fruta en ellos. Estaban
adornados con una fresa y una hoja de menta. Tenían un aspecto muy
refrescante y veraniego.
—Tengo claras tres cosas —dijo Tina mientras cogía uno de los cócteles
y sorbía por la pajita. Se detuvo y abrió mucho los ojos—. ¡Joder, qué
bueno está esto! Mentira, entonces son cuatro cosas. La primera, que esta
bebida está de puta madre. La segunda, que Zeta está muy bueno, pero que
muy bueno. Y la tercera, que le gustas mucho mucho mucho...
No continuó hablando y volvió a beber con avidez.
Abi negó con la cabeza y se encogió de hombros. No quería dar
demasiada importancia a las palabras de su hermana ni hacerse ilusiones,
pero ella también había sentido una conexión extraordinaria con Zeta esa
noche. Que se lo preguntaran a su pobre corazón, que no había dejado de
acelerarse todo el tiempo que él había estado a su lado. Y también a su
respiración.
Elegir ese ajustado vestido blanco para acudir allí esa noche había sido
una locura. Sabía que se le marcaban las curvas y trataba de no coger aire
con fuerza para que la tripa no se le notara demasiado. No sabía durante
cuánto tiempo iba a poder soportar esa situación sin hiperventilar. Con
disimulo, se volvió hacia la barra y respiró hondo dos veces, dándole una
mínima tregua a su estómago.
—¿Y la cuarta? —inquirió Sonia—. Has dicho «cuatro».
—La cuarta —continuó Tina echándose hacia delante—, que hay una tía
en una de las mesas a la que no le ha gustado ni un pelo que Zeta haya
venido a hablar con nosotras.
Abi se puso tensa, pero evitó mirar en la dirección en la que su hermana
señalaba.
—Puedes mirar sin problema —dijo esta—. Ahora ya no está pendiente
de nosotras. Está sentada a la mesa del fondo y lleva un vestido rojo de
tirantes. Es una rubia despampanante con pinta de ángel de Victoria’s
Secret. Es una belleza. Si yo fuera lesbiana, me liaría con ella.
La curiosidad pudo con Abi y se volvió subrepticiamente, buscando a la
rubia impresionante. No tardó en localizarla. Era imposible que alguien así
pasara desapercibido.
Era muy delgada, sin ser flaca, y en apariencia también muy alta. Tenía
el pelo muy liso cortado a la altura de los hombros, y sus facciones eran
perfectas. No tendría más de veintidós o veintitrés años. A pesar de la
diferencia de edad, le recordó a Charlize Theron. Y no le costó nada
imaginársela del brazo de Zeta. Eran tan similares... La pareja ideal.
—Es guapísima —reconoció sin un ápice de envidia.
Era la pura realidad.
—Se parece a Charlize Theron —señaló Sonia verbalizando lo que ella
misma había pensado.
—Pero él no le ha dirigido ni una sola mirada, así que no te preocupes —
dijo Tina agitando la pajita dentro de su cóctel—. A ver, lo que me ha
dejado alucinada es cómo te miraba a ti. Las veces que hemos hablado de él
siempre has sido muy prudente y has dejado caer que lo vuestro es solo
sexo, pero ¿qué quieres que te diga?, a mí me ha parecido que hay algo más
entre vosotros.
Abi cogió su vaso y dio un pequeño sorbo a su Pimm’s. El sabor fresco y
dulce le estalló en la lengua. Estaba delicioso.
—Me uno a tu hermana —dijo Sonia—. Es la misma impresión que he
tenido yo.
Abi guardó silencio. De soslayo, lo buscó con la mirada y lo vio
hablando con una pareja cerca de la pared que conducía a la cocina. No
pudo evitar examinarlo de arriba abajo. Era la primera vez que lo veía
vestido de ese modo. Llevaba un traje negro de pantalón y chaqueta, pero
en lugar de lucir camisa y corbata, había sustituido esta por una informal
camiseta blanca con un dibujo en tonos grises sobre la pechera.
Trató de no quedarse obnubilada con los ojos clavados en él y disimuló,
echando una ojeada interesada a su alrededor.
A pesar de que no era la primera vez que acudía al local, sí era la
primera que lo veía con esa iluminación y lleno de gente. Se alegraba
muchísimo por Zeta de que la inauguración estuviera siendo tan exitosa. Se
había esforzado mucho y se lo merecía, sin duda.
Su hermana y Sonia estaban comentando algo de la decoración, pero Abi
solo las escuchaba a medias. Estaba demasiado atenta a su alta figura. Lo
vio despedirse de las personas con las que hablaba y adentrarse en el
corredor que llevaba a los aseos.
—Creo que me voy a pedir otro de estos —murmuró Tina dejando su
vaso vacío sobre la barra—. Me voy a dar a la bebida —continuó con una
risa tonta—. ¿Y tu niño no podría presentarme a algún amigo suyo? Ese con
el que has hablado cuando hemos llegado no estaba nada mal.
Abi giró la cabeza hacia el otro extremo de la barra. Allí, hablando con
uno de los camareros, estaba el amigo y socio de Zeta, el tal Samuel.
Aunque nunca habían sido presentados, cuando llegaron al Cabin Cocktail
Bar y vio su modo de desenvolverse por el local, supo de inmediato quién
era. Era moreno, de cabello y de piel, más bajo y fornido que Zeta, atractivo
a su modo. Recordaba un poco a un joven Antonio Banderas.
—Te acaba de llegar un mensaje —dijo Sonia en ese instante señalando
el móvil, que había dejado encima de la barra hacía un par de minutos.
Lo miró. En efecto. Una lucecita blanca brillaba intermitente en la parte
superior.
Lo cogió y lo desbloqueó.
Ven al aseo.

Inhaló con fuerza.


Su hermana acababa de llamar al barman y pedía otro cóctel, mientras
que Sonia seguía dándole sorbitos al suyo y curioseaba a su alrededor.
Ninguna de las dos estaba pendiente de ella y no se percataron de su
azoramiento.
—Voy un momento al baño —musitó—. Ahora vuelvo.
Echó a andar, metiendo tripa y abriéndose paso entre la gente. La
curiosidad que sentía era enorme. ¿Qué querría decirle Zeta?
Pasó por delante de la mesa en la que estaba sentada la explosiva rubia y
evitó mirarla directamente, aunque tuvo la sensación de que esta sí la
observaba a ella. Quizá era una antigua novia de Zeta. No le sorprendería
nada, teniendo en cuenta sus antecedentes.
Ralentizó sus pasos cuando dobló la esquina del corredor que conducía a
los aseos. Se cruzó con dos chicas y se hizo a un lado para cederles el paso.
No había nadie más allí. ¿Tenía que entrar en el baño? Estaba confusa. Se
detuvo frente a la puerta que tenía el dibujo de una mujer troquelado sobre
ella y agarró el picaporte.
En ese mismo instante, por el rabillo del ojo vio a Zeta, que se acercaba
desde el fondo del pasillo. Había aparecido como de la nada.
—Ven —le susurró.
La cogió de la muñeca y casi la arrastró hasta una puerta metálica negra
en la que había un cartel en el que se leía STAFF ONLY. La cruzaron.
Apenas había tenido tiempo de inspeccionar el entorno y ver qué lugar
era ese cuando Zeta ya la había abrazado y se pegaba a su cuerpo mientras
su boca descendía sobre la de ella.
—Déjame que te bese —le dijo con aspereza—. ¡Cómo te he echado de
menos!
Se besaron. Una vez. Dos veces. Muchas veces. Con ansia contenida.
Ella también lo había echado de menos y se lo demostró empleándose a
fondo en aquellos besos.
Sus jadeos sobrepasaron en volumen a la música que llegaba sofocada a
través de la puerta.
Habían pasado varios minutos cuando por fin se separaron y Abi pudo
ver dónde se encontraban.
Era un patio de unos cincuenta metros cuadrados que parecía servir de
almacén. Estaba iluminado por unos cuantos faroles exteriores que pendían
de las paredes. El espacio en el que estaban, junto a la puerta, se hallaba a la
intemperie, pero al fondo había una zona techada en la que se apilaban cajas
de plástico y de madera. También había unos cuantos bultos tapados con
lonas.
Abi sintió los brazos de Zeta rodeándole la cintura y su barbilla
apoyándose sobre su cabeza y también pudo oír su respiración profunda.
Cerró los ojos, abrumada por la intensidad de los sentimientos que unos
simples besos habían conseguido despertar en ella. Aquello era una locura.
—Tenía muchas ganas de tenerte entre mis brazos, ¿sabes? Y cuando te
he visto antes ahí en la barra, con este vestido, sabía que no iba a poder
esperar mucho tiempo. Estás preciosa, joder.
Ella habría querido decir algo, pero no podía. De algún modo las
palabras se le habían quedado atascadas en la garganta. Se limitó a
abrazarlo con más fuerza y a enterrar la nariz en su pecho.
Sí que había merecido la pena ponerse aquel vestido y dejar de respirar
de vez en cuando.
—¿Me has echado de menos? —preguntó él al cabo de unos instantes,
elevándole la barbilla con los nudillos.
Sus miradas se encontraron por fin.
—Sí —admitió con la voz entrecortada mientras se ahogaba en la
inmensidad de sus ojos.
Zeta guardó silencio durante una eternidad. La expresión de su rostro era
indescifrable.
—Creo que va siendo hora de que dejemos claras un par de cosas.
Eso sonaba muy serio y eso la desconcertó. ¿Dejar claras un par de
cosas? ¿A qué se refería?
—Quiero exclusividad.
¿Exclusividad? ¿Eso significaba lo que ella creía que significaba?
Se apartó de él para poder pensar con claridad porque su cercanía la
intoxicaba.
—No sé muy bien por dónde vas.
—Pues está bastante claro, ¿no? —Él resopló. Una sonrisa ladeada se
dibujó en su boca—. Joder, no creo que sea tan difícil de entender. Que me
gustas mucho y que quiero que esto vaya más allá de unos polvos.
—Pero esto era solo algo físico...
—¿Y tú quieres que se quede solo en eso? —la interrumpió—. Porque
yo no. Quiero algo más. Lo de ir de hotel en hotel probando camas contigo
se me queda corto ya.
Abi negó con la cabeza con estupefacción.
—¿Eso... es una proposición?
Él dejó escapar una risa ronca. Dio un paso al frente y la acorraló contra
la puerta al tiempo que alzaba las manos y le acunaba la cara con ellas. Ella
se estremeció al sentir el calor de la masculina piel en sus mejillas.
—¿Una proposición? Perfecto. Llámalo así, si quieres. No tengo mucha
práctica con estas cosas, la verdad, pero quiero que quede claro que me
gustas mucho. —Hizo una pausa larga mientras la miraba con intensidad—.
Lo de follar está genial, pero quiero hacer más cosas contigo. Y creo que tú
sientes lo mismo que yo.
Abi se quedó muda. Con la respiración acelerada y la sangre corriendo
veloz por sus venas, trató de hilvanar sus pensamientos con coherencia.
—Llevamos más de cuatro meses tonteando, y creo que es evidente que
somos muy compatibles en la cama —continuó él con voz aterciopelada.
Eso la hizo reaccionar.
—Tú... lo has dicho: en la cama. Apenas nos conocemos.
—Pues eso es lo que quiero, joder. Quiero que nos conozcamos —
murmuró él al tiempo que inclinaba la cabeza y se acercaba más a ella.
—Somos muy diferentes... —jadeó con debilidad.
Odió sonar tan poco convincente.
—Pero si acabas de decir que apenas nos conocemos, ¿cómo sabes que
somos muy diferentes? ¿En qué quedamos?
Rehuyó su mirada, no obstante, no pudo sustraerse al aroma que
desprendía. Olía a Zeta, a masculinidad pura.
—Venga, Abi, dame una oportunidad. ¿Qué tienes que perder?
Su boca le acarició la comisura de los labios.
—Venga... —insistió.
¡Joder! ¿Cómo podía resistirse? Que él era un maestro de la seducción
estaba fuera de toda duda. Y que ella era arcilla en sus manos, también.
A su cabeza acudieron todas esas ideas preconcebidas que tenía de él:
que era muy joven e inmaduro, que era un mujeriego y que solo usaba a las
mujeres para divertirse, que no tenía madera de novio...
Las desechó todas de modo abrupto.
¿A quién pretendía engañar? Ella quería estar con Zeta.
Asintió.
Lo último que vio antes de bajar los párpados fue el triunfo que se
traslucía en sus pupilas.
Se besaron.
Y en el beso iba implícita su aceptación.
Sus bocas se separaron solo unos instantes después.
—Joder, creí que me lo ibas a poner difícil —dijo él con tono socarrón.
Ella hundió la cara en su cuello al tiempo que sonreía. Estaba ebria de
alegría y muy emocionada.
—Eres demasiado encantador para rechazarte, y lo sabes.
—Es indiscutible —admitió con fanfarronería. Volvió a abrazarla con
fuerza y soltó una carcajada llena de arrogancia.
Abi no pudo evitar acompañarlo en su risa. Su entusiasmo era
contagioso.
—No tengo mucho tiempo esta noche —prosiguió él algo más serio—.
Debo volver y seguir trabajando. Me jode no poder pasar más tiempo
contigo. Mañana te llamo y comemos por ahí, ¿qué te parece?
—Me parece bien —repuso ella sin aliento.
—Dame un último beso —le pidió con un tono casi lascivo.
Se lo dio.
El beso fue breve pero ardiente, y llegó acompañado de una caricia
sensual sobre sus caderas y sus nalgas que le provocó un estremecimiento.
Le costó separarse de él. La resignación que se reflejaba en el masculino
rostro le reveló que a él le sucedía lo mismo.
Abandonaron el patio uno junto al otro. La mano de él reposaba sobre su
cintura de un modo posesivo, marcando territorio. Quizá debería haberle
desagradado ese gesto, pero no fue así.
Sintiendo la mirada de Zeta sobre su figura, Abi echó a andar hacia el
baño para retocarse el carmín que sus fogosos besos habían difuminado.
Podía sentir las mariposas alzando el vuelo en su estómago.
Estaba pletórica.
Capítulo 23

Zeta

Le dio una calada a su cigarrillo y expulsó el humo con sosiego formando


volutas circulares casi perfectas en el aire. Mientras lo hacía, su mirada se
perdió en el jardín, desierto a esa hora de la mañana; solo los aspersores que
regaban el césped a toda velocidad otorgaban algo de vida a la escena. Las
gotas de agua que salían despedidas refulgían irisadas en la incipiente
claridad de la mañana.
Había llegado a su casa hacía un par de horas, cuando el alba era todavía
inimaginable. No había dormido en toda la noche, pero estaba demasiado
alterado para acostarse, así que se duchó, se puso ropa cómoda y se preparó
un café bien cargado para despejarse. Con la taza en una mano y un
cigarrillo en la otra, se apostó frente a la ventana hasta que vio amanecer.
Cerró los ojos y se frotó la frente mientras un breve conato de culpa se le
instalaba en el pecho al recordar cómo había acabado la noche.
Solo unas horas después de haberle pedido exclusividad a Abi, había
terminado entre las piernas de Verónica. No se sentía especialmente
orgulloso de ello, pero tampoco podía dar marcha atrás ahora que ya había
sucedido.
El alcohol que había consumido y la euforia por el éxito de la
inauguración habían ganado la mano. Y también la insistencia de ella, que
esperó a que estuvieran solos y el local se vaciara ya de madrugada para
lanzarse a su cuello y provocarlo hasta límites insospechados.
Terminaron haciéndolo en su oficina, sobre el escritorio. Fue un polvo
rápido y sin mucho significado. Lo único que Zeta sintió, aparte del placer
momentáneo mientras se corría, fue una honda desidia y mucho hastío.
Después de acabar, se colocaron bien la ropa —que ni siquiera se habían
quitado—, se despidieron y cada uno se marchó por su lado.
Fue todo bastante sórdido.
Chasqueó la lengua al recordarlo y le dio un sorbo a su café. El amargo
brebaje se deslizó por su garganta provocándole una mueca. Quizá estaba
demasiado fuerte.
Una cosa le había quedado muy clara después de lo sucedido: era la
última vez que se acostaba con Verónica. Su relación estaba muerta y
enterrada. Tenía que hablar con ella esa misma tarde y dejar las cosas
claras.
Sí, la llamaría y le diría que todo había terminado entre ellos.
«Pero no sé cómo reaccionaría si le dijeras que quieres acabar con la
relación.»
Las palabras de Samuel acudieron a él, veloces como un fogonazo.
—Ya veremos —gruñó.
A fin de cuentas, tampoco estaban enamorados ni nada por el estilo.
Verónica y él se utilizaban mutuamente y nada más.
Volvió a darle otra calada al cigarro y se dio cuenta de que se había
consumido casi del todo. Se dio la vuelta y buscó un cenicero donde apagar
la colilla.
La cara de Abi volvió a revolotear por su cabeza y no pudo evitar que la
complacencia se dibujara en sus facciones. Abi era la mujer con la que
quería estar. La que había elegido.
De pronto se descubrió a sí mismo haciendo planes bastante simples con
ella. Planes que le resultaron muy apetecibles. Se imaginó que podrían
quedar para cenar por ahí o para tomar algo o para ver una película o ir de
compras. Esas eran las cosas que hacían las parejas normales, ¿no?
¿Quién cojones le habría dicho a él hacía solo unos días que aspiraría a
algo semejante? Él, Zeta Sierra, el hombre que jamás se comprometía con
nadie y que huía de las relaciones formales como de la peste.
Una risa cínica se fugó de su boca.
Un movimiento en el exterior llamó su atención. El portón metálico que
daba acceso a la parcela se estaba abriendo. Perplejo, se inclinó hacia
delante y vio el Volvo de Asier entrando por el camino que conducía hasta
la entrada principal.
Se miró el reloj y vio que todavía faltaban veinte minutos para las nueve.
¿Qué narices hacía ahí su cuñado a esa hora de la mañana y en domingo?
El vehículo se detuvo y Asier y Úrsula se bajaron de él.
Todavía no se había repuesto de la sorpresa de verlos allí a ambos
cuando otro coche hizo su aparición. Era el Mercedes de su hermano, que se
detuvo justo detrás del Volvo. De él descendieron el propio Santi y su
mujer, Jimena.
¿Qué estaba pasando? ¿Había reunión familiar? Nadie lo había
informado.
Santi, Jimena y Asier se dirigieron hacia la casa. Úrsula, por el contrario,
se encaminó hacia el lateral, hacia su apartamento.
«Vale. Algo ha sucedido. Y debe de ser algo grande para reunir a toda la
familia a estas horas.»
Todavía estupefacto, se incorporó con prisas y llevó la taza a la cocina.
Luego se puso unas deportivas. Se las estaba abrochando cuando sonaron
unos golpes en la puerta.
La abrió sin dilación.
Úrsula lo saludó apenas con un movimiento de la cabeza. Llevaba unos
vaqueros y una camisa blanca e iba sin maquillar, algo poco habitual en
ella, que solía esmerarse en su arreglo.
—¿Pasa algo?
—Reunión familiar. Nos ha llamado papá hace una hora y nos ha citado
aquí. Parece que es algo grave.
—A mí no me ha dicho nada.
—Mira tu móvil, porque creo que ha intentado llamarte y no se lo has
cogido.
Se aproximó a la mesa donde tenía el teléfono y lo cogió. Tenía dos
llamadas perdidas de hacía media hora.
—¡Mierda! Lo tenía en silencio.
Siguió a su hermana fuera del apartamento y echaron a andar uno al lado
del otro, bordeando el jardín.
—¿Sabes de qué va esto?
—No tengo ni idea —repuso ella encogiéndose de hombros—. La
llamada nos ha sorprendido tanto como a ti. Hemos tenido que llevar a
Amaya a casa de los padres de Asier. Los hemos sacado de la cama.
Zeta la miró de reojo. A pesar de la diferencia de edad que había entre
ellos, Úrsula y él eran uña y carne. Se llevaba mil veces mejor con ella que
con su hermano Santi.
—¿Qué tal ayer la inauguración? —le preguntó ella dándole un codazo
—. Me supo fatal no poder ir, pero el fin de semana que viene me paso
seguro.
—Fue genial —contestó con una sonrisa de oreja a oreja—. Un exitazo
de la leche.
—Lo sabía —dijo su hermana devolviéndole la sonrisa.
—¿Te gustó la bata que te regalé por tu cumpleaños? No me has dicho
nada.
Dado que no iban a verse, le había enviado el regalo con un mensajero.
—¡Pero si te mandé un mensaje lleno de corazones y exclamaciones
emocionadas!
—Eres una rancia. —Resopló con una risa seca—. Ni me llamaste ni
nada.
—Es que he estado muy liada —dijo ella con entonación lastimera—.
Me encantó, de verdad. Es preciosa. Ya podría ir aprendiendo Asier de los
gustos de mi hermanito. Es más, ya he buscado la tienda donde la
compraste en internet para pasarme por allí en persona.
La puerta de la casa principal estaba abierta, así que entraron deprisa y se
dirigieron hacia el salón. Siempre que los miembros de la familia se reunían
para algún acontecimiento, solían hacerlo en aquella estancia.
Úrsula se dirigió hacia su marido, que se había apostado junto a una de
las ventanas.
—Eh, Asier —lo saludó Zeta.
—¿Qué pasa, cuñado? —respondió este con un ademán.
Martín Sierra e Isabel Rodríguez, sus padres, estaban sentados en el sofá
de cuero marrón que dominaba el centro de la sala. Ambos se hallaban
vestidos con pulcritud, como si llevasen horas levantados. Sus expresiones
eran herméticas y muy serias.
Frente a ellos, en la mesita baja, había un juego de café y varias tazas.
—Zeta —murmuró su hermano con una breve inclinación de cabeza.
Tanto él como su mujer habían tomado asiento en un sofá de dos plazas
al otro lado de la habitación.
Santi y él se parecían mucho, pero solo en apariencia. Eran
completamente opuestos en carácter. Santi era muy retraído y circunspecto.
Apenas hablaba y, cuando lo hacía, sentaba cátedra con sus comentarios.
Era un tipo aburrido y seco. Jimena era muy similar a él. Como bien decían
todos en la familia, Dios los había criado y ellos se habían juntado. Eran tal
para cual. Llevaban ocho años casados y no tenían hijos ni ganas de
tenerlos.
—Eh, Santi, Jimena —repuso elevando una mano. Después se dirigió
hacia la mesa y les echó una ojeada a sus padres antes de servirse un café
—. ¿Pasa algo?
No le respondieron.
Un opresivo silencio se expandió por el ambiente. Solo se podía oír el
sonido de las cucharillas removiendo el café.
Zeta frunció el ceño y no hizo más preguntas. Se tiró en uno de los
sillones más alejados del centro, uno que había frente a la chimenea, y
aguardó expectante.
Su padre no solía reunirlos, y menos de aquel modo tan inesperado
y misterioso.
—Hay algo que tengo que contaros —comenzó el patriarca de la familia
con tono sombrío al cabo de unos interminables minutos.
No tenía buen aspecto. Aunque iba bien vestido, con sus pantalones
marrones, su camisa blanca y un pañuelo granate al cuello, si uno se fijaba
en él con atención se podía apreciar el rictus de agotamiento que se veía en
su cara y en sus oscuras ojeras.
—Ya sabéis que hace un año Miguel dejó de venir a la empresa... —Se
interrumpió y su vista se extravió en un punto indefinido del horizonte.
Miguel era el padre de Verónica, su socio. El año anterior le habían
detectado un tumor cerebral. Después de ser operado, había tenido que
someterse a un tratamiento de quimioterapia, por lo que delegó todas sus
funciones en Martín, que se había hecho cargo del negocio desde entonces.
Zeta sabía por Verónica que su padre estaba en vías de recuperación y que
la quimio estaba resultando ser efectiva. Por eso lo sorprendió que Martín
comenzara refiriéndose a él. ¿Acaso había empeorado?
—¿Ha pasado algo con Miguel? —preguntó Santi con la frente arrugada
y tono preocupado.
Todos conocían y apreciaban a Miguel Caballero. Era como de la
familia.
Bricoespaña, la empresa propiedad de las familias Sierra y Caballero, fue
fundada por Zacarías, el abuelo de Zeta, y Gerardo, el abuelo de Verónica.
La compañía había pasado a manos de Martín y Miguel con posterioridad.
Y se esperaba que, en un futuro, los hijos de estos se hicieran cargo del
negocio. Todos los Sierra, excepto Zeta, trabajaban para la empresa.
—Miguel está bien —intervino Isabel.
—Sí, Miguel está bien —corroboró Martín dejando escapar un suspiro
—. Pese a que todavía tiene pendientes unos ciclos de quimio, planea
incorporarse al trabajo en los próximos días. No es eso por lo que os he
citado... —Se detuvo como si no supiera cómo continuar—. Bueno, lo
cierto es que Miguel estuvo en mi oficina el mes pasado y hablamos.
Su mujer le cogió la mano y se la apretó.
Zeta siguió el gesto con los ojos con una sensación premonitoria en su
interior. Aquello tenía mala pinta.
—Miguel se ha enterado de que he cogido dinero de la empresa —soltó
de pronto Martín con tono hosco.
Un largo silencio siguió a esas palabras.
—¿A qué te refieres con que has cogido dinero de la empresa? —La
pregunta llegó de boca de Úrsula con un timbre que dejaba traslucir alarma.
—A eso precisamente. A que he cogido un dinero de la empresa que no
me pertenecía.
—Bueno, pues... habrá que devolverlo —murmuró Jimena con
sequedad.
—Ya no lo tengo —respondió Martín Sierra.
—No entiendo —intervino Santi poniéndose de pie.
—Lo he invertido en Bolsa y he perdido una gran parte.
—¡¿Cómo?! —exclamó Úrsula llena de estupefacción—. Pero ¿cómo
has hecho eso? ¿Te has jugado un dinero que no era tuyo y lo has perdido?
Eso no encaja contigo. Tú no eres ese tipo de persona, papá.
Martín se revolvió inquieto en el sofá.
—Recibí un soplo.
Un par de exclamaciones siguieron a esa declaración.
—¿Un soplo? ¿De quién? ¿Y por qué no especulaste con tu propio
dinero?
A pesar de que la entonación de Santi era moderada, movía la cabeza a
un lado y al otro como si todo aquello resultara absurdo.
—El soplo me llegó de alguien de confianza —masculló. Parecía reacio
a decir de dónde—. Y el dinero... No tenía suficiente.
—¿Que no tenías suficiente? No entiendo nada. ¡Pero si la empresa
marcha bien y da muchísimo dinero! ¿En qué te lo has gastado? —Úrsula
había alzado la voz hasta casi convertirla en un grito.
—¡Baja el tono! —la llamó al orden su madre.
—¿Cómo has podido hacer eso tú solo? —quiso saber Santi, y repitió—:
No lo entiendo.
—No he sido yo solo —confesó su padre—. Ricardo Montes me ayudó.
Ha sido él el que ha puesto sobre aviso a Miguel de lo que estaba
sucediendo. —Una risa amarga emergió de su boca—. No puedo culparlo,
la verdad. Es el financiero de la empresa y las cosas habían llegado a un
punto en el que ya no había manera de ocultarlo.
Si antes la incomodidad que sobrevolaba la habitación era desagradable,
el silencio que siguió a esa frase creó una espesa tensión en el ambiente.
—¿Qué ha dicho Miguel? —terminó por preguntar Santi, que se había
acercado a una de las ventanas y miraba al exterior.
—Está dispuesto a no emprender acciones legales siempre y cuando lo
devuelva todo en un plazo razonable. A fin de cuentas, nuestra amistad es
algo que viene de antiguo y ahora, además, vamos a ser familia. No
quedaría muy bien que denunciara al suegro de su hija.
Zeta se irguió en el asiento y asió la taza de café con fuerza. La
premonición que había sentido antes comenzaba a ir por un camino que no
le gustaba demasiado.
—No tengo liquidez. —Su padre suspiró—. He puesto a la venta las
fincas de Sevilla y las de Aranjuez —continuó—. Esta casa y la de Toledo
ya están hipotecadas.
—¿Y los apartamentos de la playa? ¿Y los terrenos de Badajoz? —
inquirió Santi con la frente arrugada.
No recibió respuesta, solo un vago manoteo.
—Tanto los apartamentos como los terrenos ya los vendimos hace unos
años. —Fue Isabel la que contestó.
—¡¿Cómo?!
El exabrupto llegó de varias bocas al mismo tiempo.
—¿Cómo creéis que podemos mantener el ritmo de vida que llevamos?
—masculló Martín dejando caer la cabeza hacia delante.
—¿Quieres decir que has ido vendiendo todo tu patrimonio y que ya no
tienes propiedades? —preguntó Úrsula escandalizada.
—Casi todo —asintió su padre—. Solo quedaban las fincas.
—¿Lo que saques por ellas cubrirá la deuda?
—No.
—¿Cuánto dinero has sacado de la empresa?
—Mucho —musitó.
—¿Cuánto es mucho?
Tardó en contestar.
—Más de cuatro millones de euros, y he perdido la mitad.
—¡Joder! —gruñó Santi. Era tan poco típico en él utilizar esa palabra
que todos guardaron silencio.
Los pensamientos de Zeta trabajaban a toda velocidad y se sucedían
confusos uno tras otro en su cabeza. Si había entendido bien a su padre, que
Miguel no lo denunciara dependía única y exclusivamente de que él
siguiera adelante con su boda con Verónica.
Cerró los ojos y trató de respirar hondo.
No. Tenía que haber otra solución.
Aquello no podía ser verdad.
—¿Me estás diciendo que tengo que casarme con Verónica? —murmuró.
No había mucha fuerza en su voz, era apenas un susurro; no obstante, todas
las cabezas se volvieron hacia él.
—Cariño —comenzó su madre—, estaba previsto que lo hicieras más
tarde o más temprano.
Zeta se puso de pie y se dirigió a la mesa. Dejó la taza de café sobre ella
con un golpe seco.
—Yo no quiero casarme con Verónica, ¡joder! —masculló. La ira le
recorría las venas, pero trató de no perder los papeles.
La mirada llena de perplejidad de su progenitor lo alcanzó de lleno.
—¿Cómo has dicho?
—¡Que no pienso casarme con Verónica!
—Pero...
—No hay peros. No pienso jugarme mi futuro casándome con esa mujer.
Su madre se incorporó y se acercó a él. Llevaba una expresión de sumo
desconcierto en el rostro mezclada con algo semejante al enojo.
—¿«Esa mujer»? Os conocéis desde niños y lleváis saliendo más de dos
años. Verónica es como de la familia. ¿A qué viene eso ahora de que no
quieres casarte? Hemos hablado con frecuencia de este tema y nunca has
puesto ninguna pega. ¿Qué es lo que ha cambiado?
Zeta no dijo nada. Se limitó a pasarse las manos por el pelo y echárselo
hacia atrás.
—He dicho que no quiero casarme con ella —rezongó con terquedad.
No tenía por qué dar ninguna explicación.
—¿Por qué no?
—¿Por qué cojones tengo que ser yo el que se sacrifique cuando ha sido
papá el que la ha cagado? —escupió lleno de indignación.
Su madre lo miró con los ojos muy abiertos. Herida.
—¿Qué... estás diciendo? ¡Eres un... desagradecido!
—¿Desagradecido? —Resopló—. Ha sido él quien se ha jugado el
dinero y ha vendido sus propiedades. ¿Por qué tengo yo que
responsabilizarme de sus errores y jugarme mi futuro? ¡Joder!
Echó un vistazo a su alrededor buscando algún tipo de comprensión en
alguno de los presentes. Solo su hermana y Asier lo miraban con empatía.
Su padre mantenía los ojos bajos, y Zeta sintió un breve remordimiento al
verlo tan abatido. Sin embargo, se recuperó enseguida y alzó la barbilla. No
podía dejarse llevar por sentimentalismos.
—¿Tu futuro? Es el futuro de toda la familia y el de la empresa —dijo su
madre.
—No he sido yo el que se ha aprovechado de que Miguel estuviera
ausente para coger un dinero que no era mío.
—Eres... un egoísta —dijo su madre. La ira le había ensombrecido las
facciones—. ¿Cómo puedes decir eso? ¿Acaso no sabes adónde ha ido todo
ese dinero que dices que tu padre se ha gastado? ¿No lo sabes? —lo increpó
—. ¿Te crees que es fácil vivir como vives, Zeta? Lujos, viajes, caprichos...
¿Quién crees que te ha pagado la universidad privada durante seis años?
¡Seis años! Porque te dedicaste a perder el tiempo en lugar de acabar la
carrera. ¿Y tus viajes a Estados Unidos? ¿Y tu ropa de diseño? ¿Y tu
carísimo coche? ¿Y tu bonito bar de copas? ¿De dónde crees que han salido
los trescientos mil euros que papá te ha prestado para que lo montaras?
¡Dime! ¡¿De dónde?!
Terminó de decir eso con un grito ahogado mientras los ojos se le
llenaban de lágrimas.
Isabel Rodríguez no solía perder los papeles jamás, por lo que verla así
era desolador. Zeta apretó la mandíbula con fuerza. Todas aquellas frases
que su progenitora le acababa de soltar se le habían ido clavando una detrás
de otra en el pecho como agudos puñales. Una sensación de profunda
vergüenza le atenazó la garganta. Guardó silencio mientras se esforzaba por
tragar saliva y controlar la respiración.
—Mamá —dijo Úrsula, acercándose a ella y pasándole un brazo por
encima de los hombros—. Cálmate, anda.
—¡¿Que me calme?! Pero ¿tú lo has oído? ¡Dice que no es asunto suyo!
¡Es un asunto de toda la familia! Si papá cae, la empresa y todos nosotros
caemos.
—Ven, anda, toma un poco el aire —continuó, tirando de ella hacia una
de las ventanas, que abrió de par en par.
—¿Cuánto dinero falta exactamente? —preguntó Santi muy
circunspecto.
—Si las fincas se venden al precio que pido, faltaría algo menos de un
millón de euros —respondió su padre.
El silencio volvió a cubrir la escena.
Zeta dio media vuelta y se dirigió hacia otra de las ventanas, una de las
más alejadas. El corazón le latía con fuerza.
—Podríamos rehipotecar nuestra casa —oyó que murmuraba Santi.
—Nosotros tenemos un seguro de vida y algunas acciones que
podríamos vender —propuso Asier.
Un zumbido se instaló en los oídos de Zeta. Estaba claro que, si aquello
salía a la luz, los salpicaría a todos. La familia al completo estaba
involucrada. No solo Úrsula y Santi se dedicaban en cuerpo y alma al
negocio, también Asier y Jimena trabajaban para la empresa.
Podía oír cómo los demás comenzaban a hablar y a ofrecer soluciones.
Sin poder aguantar más la tensión, abandonó el salón y se encaminó al
aseo que había junto a la cocina. Se encerró allí y evitó mirarse en el espejo
mientras apoyaba las manos en el lavabo e inhalaba con fruición.
Las palabras que le había dirigido su madre empezaron a repiquetear en
su cabeza como una letanía: «¿Quién crees que te ha pagado la universidad
privada durante seis años? ¿Y tus viajes a Estados Unidos? ¿Y tu ropa de
diseño? ¿Y tu carísimo coche? ¿Y tu bonito bar de copas? ¿De dónde crees
que han salido los trescientos mil euros que papá te ha prestado para que lo
montaras?».
Se le contrajo el estómago al ser consciente, quizá por primera vez en su
vida, de lo que significaba todo lo que su madre le había dicho.
Nunca se había parado a pensar de dónde salía el dinero que sus padres
le daban. Estaba ahí. Solo tenía que pedirlo y lo recibía. Siempre había dado
por hecho que la empresa familiar era solvente y muy lucrativa y que sus
padres eran ricos. No se había preocupado por nada más.
Quizá sí era un egoísta y un ingrato.
Se quedó en el aseo durante un largo rato, intentando poner coherencia
en sus pensamientos desordenados. ¿Cómo era posible que toda su vida
hubiera dado un giro tan inesperado en solo veinticuatro horas? El día
anterior la fortuna le sonreía. Y ahora...
—¡Mierda!
Sabía que no podía permanecer allí más tiempo. Era como esconderse de
la realidad, así que se lavó las manos y se echó un poco de agua en la nuca
para despejarse antes de regresar al salón.
Todas las miradas se volvieron en su dirección.
La mímica de Úrsula estaba cargada de resignación y eso le provocó
desazón. Estaba claro que habían llegado a un acuerdo. Un acuerdo del que
él no iba a salir muy bien parado. Era evidente.
—Zeta —llegó la voz de Santi, seca y llena de apremio—. Somos una
familia y todos estamos juntos en esto —continuó su hermano con
sobriedad—. Y este no es el momento de reproches ni recriminaciones. Hay
que encontrar soluciones al problema. Te guste mucho o poco, nos incumbe
a todos. Y todos hemos de sacrificarnos.
Él cerró los puños. Ya sabía lo que iba a decir a continuación.
—Si hipotecamos nuestras propiedades y vendemos nuestras acciones
podemos llegar a cubrir la deuda casi en su totalidad. Y ganaremos tiempo
hasta que podamos conseguir lo que falta. El hecho de que Miguel no
denuncie a papá, por otro lado, depende de ti y de Verónica. Si tú te
comportas de ese modo tan infantil y montas una pataleta diciendo que no
quieres casarte, es posible que todo lo que hagamos para salvar a la familia
no sirva de nada. Así que piensa bien cuál es tu decisión.
—Me parece maravilloso que vosotros zanjéis el asunto hipotecando
vuestras casas —replicó con un suspiro enojado—, pero el que tiene que
casarse con una mujer a la que no quiere soy yo.
—Entonces, ¿qué llevas haciendo con ella todos estos años? —intervino
su madre desde la ventana.
Zeta no respondió. El tipo de relación que tenían él y Verónica no era de
la incumbencia de nadie. Estaba seguro de que sus padres no lo entenderían.
—Si no la quieres —dijo su hermano con frialdad—, puedes casarte y
luego divorciarte dentro de un par de años. Eso está a la orden del día.
Tampoco es que tengas a alguien más ahora mismo.
La cara de Abi se dibujó con toda claridad en la mente de Zeta, pero no
dijo nada. Se dio la vuelta con brusquedad y apoyó el antebrazo en la repisa
de la chimenea mientras anclaba los ojos en la pared de ladrillo.
Tenía que hablar con Verónica y convencerla de que casarse era una
puñetera locura. No creía que ella fuera a aceptar seguir adelante con
aquello si él le decía que no sentía nada por ella.
—Hijo, yo... —comenzó su padre con un tinte derrotista.
Zeta se dio la vuelta y se encaró con él. Los ojos claros de Martín Sierra
mostraban preocupación y arrepentimiento. No había mirado a su
progenitor a la cara desde el mismo instante en que se inició la discusión y
le resultó difícil sostenerle la mirada. Fue el primero en apartar la vista
cuando una sensación de culpabilidad empezó a expandirse por su cuerpo.
—Voy a buscar a Verónica —dijo repentinamente.
—No cometas ninguna estupidez —le advirtió su hermano.
—¡No seas impulsivo! —exclamó su madre.
—No soy imbécil —masculló con un ademán violento—. Solo quiero
saber qué opina ella de todo esto.
—Zeta... —Su hermana se acercó a él y lo cogió de la muñeca con
suavidad—. Si hay alguna otra solución que no implique que tengas que
hipotecar tu futuro, la tomaremos. Yo estoy de tu lado —le dijo, y se alzó
sobre la punta de los pies para abrazarlo—. Ante todo, conserva la calma
cuando hables con ella. Ya sabes el carácter que tiene —le susurró al oído.
Él le dio un beso en la mejilla y asintió. Úrsula parecía ser la única que
no estaba en su contra en aquella habitación. Al menos, así lo sentía él.
No se despidió de nadie. Dio media vuelta y salió de la casa. A toda
velocidad se dirigió hacia el garaje y pulsó el botón que abría el portón
metálico.
Las ideas que se amontonaban en su cabeza eran muchas y muy diversas,
pero todas lo llevaban al mismo lugar. Él no podía casarse con Verónica.
No quería, ¡joder!
Abrió la puerta de su BMW Z4 y se acomodó en el asiento del
conductor. Mientras se ponía el cinturón, las palabras de su madre
regresaron a él de nuevo con fuerza: «¿Y tu carísimo coche?».
Cerró los ojos mortificado antes de poner el vehículo en marcha y pisar
el acelerador.
Tenía que hablar con Verónica urgentemente.
Capítulo 24

Zeta

Verónica le abrió la puerta de su piso con sorpresa. Llevaba un pijama de


verano compuesto por un pantalón corto y una camisa de tirantes de color
naranja e iba descalza.
—No te esperaba. ¿Qué haces aquí tan temprano? —preguntó con un
bostezo mientras le cedía el paso.
Zeta accedió al apartamento con rapidez.
—Tenemos que hablar.
—¿Quieres un café?
—No. Ya he tomado bastante esta mañana.
—Pues yo lo necesito. Me acabas de sacar de la cama y solo he dormido
dos horas y media —murmuró.
Se dirigió a la cocina y Zeta fue tras ella. Tomó asiento en uno de los
taburetes que había frente a la isla central y siguió sus movimientos
mientras ella se preparaba un café en la cafetera de cápsulas.
Durante el trayecto hasta allí se había hecho muchas preguntas, la más
importante de todas: ¿sabía Verónica lo sucedido entre los padres de
ambos? Y, si era así, ¿por qué no le había dicho nada? Decidió ser directo.
—Verónica, ¿sabes lo que ha pasado entre mi padre y el tuyo?
Ella se acercó y se sentó a su lado. No le respondió inmediatamente, se
limitó a dar un sorbo a su humeante brebaje.
La estudió por espacio de unos segundos. Aunque acababa de levantarse,
su aspecto era fresco y lozano. Ni un solo defecto a la vista. Su lacio pelo
bien colocado, su cutis perfecto y sus ojos despejados, sin hinchazón alguna
por la falta de sueño.
Era preciosa.
Y ya no lo atraía en absoluto.
—¿Te refieres a que ha cogido dinero de la empresa y mi padre se ha
enterado? —Lo dijo con tono circunspecto y monótono, con la vista fija en
algún punto de la pared.
—¿Lo sabías? —preguntó él lleno de asombro.
—Papá nos lo contó a mamá y a mí hace unos días —repuso con un
encogimiento de hombros.
—No me has dicho nada.
—Bueno, estabas demasiado ocupado con lo de tu coctelería y apenas
tenías tiempo para nada más. Además, suponía que tu padre te lo diría más
tarde o más temprano. Veo que ya lo ha hecho.
Zeta se echó hacia delante y apoyó los codos sobre la superficie de
granito al tiempo que hundía la cabeza entre los hombros. Quizá sí
necesitaba un café para seguir adelante con aquella conversación.
—¿Por qué? ¿Pasa algo grave? Creí que lo habían hablado entre ellos y
que se había solucionado —continuó ella.
—¿Qué es lo que te ha contado tu padre?
—Pues que no va a tomar ningún tipo de represalias contra tu padre
porque va a devolver el dinero. Y, además, como vamos a casarnos, no
quedaría muy bien que un consuegro denunciara al otro, ¿no? —repuso con
una sonrisa llena de suficiencia.
Zeta soltó un suspiro fatigado. Luego se incorporó y se dirigió a la
cafetera. Eligió una de las cápsulas y se preparó un café mientras trataba de
ordenar sus pensamientos. Le costó hacerlo. Demasiadas cosas se
amalgamaban en su interior.
—No quiero casarme —expuso finalmente.
Nada más decirlo se dio la vuelta y la miró de frente, aguardando su
reacción.
Ella no dijo nada, se limitó a observarlo mientras ladeaba el cuello. La
expresión de su rostro era inescrutable. Transcurrieron unos cuantos
segundos en los que él comenzó a sentirse incómodo por su falta de
respuesta.
—No sé por qué dices eso, Zeta —dijo ella al cabo de un rato—. Vamos
a casarnos. Ya lo hemos hablado varias veces y estábamos de acuerdo.
No era exactamente así. Él nunca había hablado a favor del matrimonio.
Aunque tampoco en contra. Siempre que ella sacaba el tema la dejaba
parlotear sin darle mucha importancia.
—Verónica, no quiero casarme, y menos todavía por los motivos
equivocados —dijo con mucha calma.
—¿Motivos equivocados? Llevamos saliendo más de dos años y
tenemos una relación excelente. Nos compenetramos tanto en la cama como
fuera de ella. Ambos hacemos lo que queremos, nos damos nuestro espacio
y respetamos nuestras libertades —enumeró—. ¿Qué más quieres?
—Es verdad, tenemos una buena relación, pero eso no implica que
quiera casarme.
Ella soltó una risa. Una risa que a él no le gustó porque sonaba
despectiva.
—Ay, Zeta, me haces reír. Está claro que vamos a casarnos. Yo ya he
empezado a buscar vestidos y restaurantes.
Él negó con la cabeza atónito. Eso no lo esperaba.
—Verónica. —Lo intentó de nuevo—. Yo no quiero casarme.
—Pero es que no te queda otra. Tienes que cumplir tus promesas.
—¿Qué promesas? —masculló.
—Las que van implícitas en nuestra relación. ¿Qué pensabas? ¿Que yo
era solo una más de tus miles de conquistas? No, perdona. Me da igual con
cuántas mujeres te acuestes, pero yo soy la futura esposa de Zeta Sierra. Y
eso siempre ha sido así.
Él se alejó hacia la ventana y echó un vistazo al exterior. Esa
conversación iba a resultar más complicada de lo que había pensado.
Todo su ser se rebelaba contra lo que ella estaba diciendo, sin embargo,
una pequeña parte de él admitía que Verónica tenía razón. Su relación había
sido bastante ambigua desde el principio. En realidad, la idea del
matrimonio siempre había estado ahí. Era él quien había cambiado en las
últimas semanas y no se había molestado en aclararlo.
—Mira, creo que tenemos que...
—¡No me vengas con ese tono paternalista! —lo interrumpió ella
elevando la voz—. Hace solo unas horas estábamos echando un polvo en tu
oficina. ¿Quieres decir que era solo eso, un polvo?
Apretó los dientes y guardó silencio unos instantes. Claro que había sido
solo un polvo, ¿qué más, si no? Terminó por volverse y encararse con ella.
Parecía enfadada.
—No ha sido solo un polvo, joder —escupió—. Pero no tengo intención
de casarme.
—¿No tienes intención de casarte o no tienes intención de casarte
conmigo? —le espetó.
Por el momento no pretendía casarse con nadie, eso lo tenía más que
claro. Y en un futuro, si decidiera comprometerse con alguien en serio, la
persona elegida no sería Verónica, desde luego.
El nombre de Abi tronó en su cabeza con fuerza y una sensación de
anhelo se le instaló en el pecho. Algo debió de verse reflejado en su
expresión, porque la actitud de Verónica cambió subrepticiamente.
—No me gusta la cara que estás poniendo —le dijo con el ceño fruncido
—. ¿Esto tiene algo que ver con la mujer de anoche?
Elevó la barbilla con brusquedad. ¿Ella sabía algo de Abi?
—No sé de qué hablas —protestó entre dientes.
—Claro que sabes de lo que hablo. La chica del vestido blanco, la gorda
que estaba anoche en tu local.
Zeta rechinó los dientes al oír ese feo adjetivo emergiendo de su boca.
—No tienes ni idea —gruñó.
La risa que se fugó de la femenina garganta fue muy desagradable.
—Tengo mucha idea. Hablo de la mujer con la que has estado tonteando
todo el verano, Zeta. ¿Crees que no me han llegado los rumores? No eres
muy discreto. Es la que vino anoche al bar. Con la que desapareciste un rato
en el almacén. Esa a la que no le podías quitar la vista de encima —añadió.
Él la contempló completamente mudo, tratando de asimilar sus palabras.
Así que Verónica era consciente de la existencia de Abi.
—¿Te ha entrado ahora la fiebre esa de que no quieres casarte conmigo
por ella? —continuó—. ¿Por esa tía? Vamos, Zeta, no me hagas reír. Esa...
mujer no es tu tipo para nada. Por favor... Es fea y está gorda —sentenció
con desdén.
Él estuvo a punto de soltar un bufido airado. No le apetecía una mierda
oír cómo Verónica insultaba a Abi. No obstante, se controló a duras penas y
trató de mantener la serenidad.
—Creo que es mejor que no sigas hablando —murmuró.
—Vale. Me callo —concedió con magnanimidad—. Pero quítate de la
cabeza que voy a dejarte libre para que te vayas con ella. Tú eres mío. Y lo
eres desde hace tiempo. Tú y yo vamos a casarnos. Es tan simple como eso.
—No voy a casarme contigo.
—Lo harás.
—No te quiero —dijo con dureza. La exasperación comenzaba a hacer
mella en él.
—Yo a ti tampoco —repuso ella con frialdad—. ¿Qué tiene que ver el
amor con el matrimonio? Míralo como si fuera un contrato ventajoso para
las dos partes. Un acuerdo en el que los dos salimos ganando. Somos
compatibles y encajamos bien. Además, podemos seguir viviendo del modo
en que nos apetezca siempre y cuando lo hagamos con discreción. Ni
siquiera te pido que cortes con la chica esa. Puedes continuar tirándotela
cuantas veces quieras. A mí me da igual.
«¡Pero a mí no!», gritó él para sus adentros.
Y a Abigail tampoco le daría igual.
Negó con la cabeza con irritación.
—¿Qué pasa? ¿Es que ella no va a querer ser el segundo plato o algo
así? No me digas que eso te importa mucho. Sería la primera vez que te
pillas por una tía. ¿Te has enamorado o qué? —Resopló con aire burlón.
Él apretó los puños.
¿Enamorado?
Quizá sí. Quizá no. No estaba seguro del todo. Lo que sí sabía era que
nunca se había sentido de ese modo con ninguna otra mujer. ¿Con qué cara
podía presentarse ante Abigail y decirle que iba a casarse con otra pero que
quería que siguiesen siendo amantes?
No tenía sentido.
Además, él tampoco pretendía eso.
Le había costado mucho tomar una decisión, pero ahora que lo había
hecho no iba a dar marcha atrás. Deseaba estar con Abi y tener una relación
con ella. Y solo con ella.
No quería estar con Verónica.
—No quiero casarme contigo —dijo con fingida calma.
Mientras la observaba con fijeza y veía cómo su semblante se
ensombrecía, se dio cuenta de que tenía todas las de perder. Y sus siguientes
palabras se lo confirmaron.
—Pero es que da igual lo que quieras, Zeta —dijo vocalizando con
exageración—. Si no te casas conmigo, tu familia está arruinada. ¿Crees
que si me dejas tirada voy a convencer a mi padre de que no denuncie al
tuyo? —Negó con la cabeza—. Olvídalo. Nos vamos a casar.
Hubo un enfrentamiento de miradas y voluntades a continuación.
—¿Eso es lo que deseas? ¿Un matrimonio obligado? —escupió él.
—¿Obligado? ¿Por qué habría de ser así? Tú y yo hacemos buena pareja,
Zeta. Tú me gustas y yo te gusto, y eso ha quedado demostrado en los años
que llevamos de relación. Es que no veo el problema.
—El problema es que ya no quiero estar contigo.
—Pues es una putada para ti —le lanzó con dureza—. Porque yo sí
quiero estar contigo.
La frustración comenzó a recorrerlo por dentro.
—Si me obligas a casarme contigo, ten por seguro que nunca te voy a
poner una mano encima —la amenazó.
La desesperación se filtraba en su tono y no le gustó ni un ápice oírse a sí
mismo hablando de esa manera. Era como si ya hubiera aceptado la derrota.
Un rictus irritado deformó la bella boca de ella.
—Que así sea —dijo con soberbia—. Tú te lo pierdes. A mí no me van a
faltar candidatos que quieran acostarse conmigo, Zeta, y lo sabes.
Él soltó un gruñido.
—Joder, Verónica...
—¡Joder, Zeta! —lo interrumpió de repente con los ojos llameantes—.
No voy a consentir que me dejes. Si lo haces, atente a las consecuencias. El
prestigio de tu familia está en juego.
—¿Te daría igual joder a mi familia? Siempre te han tratado de puta
madre.
—Eso díselo a tu padre —siseó—. Que lo hubiese pensado antes de
traicionar al mío mientras estaba con la quimio.
Había verdadero resentimiento en esa frase pronunciada con acidez. Era
la primera vez desde que él había llegado a su piso que ella perdía los
nervios.
Por más que le doliese admitirlo, Verónica llevaba razón. Todo aquello
lo había provocado su padre.
Se dio la vuelta de nuevo y encaró la ventana. Desde allí las vistas eran
bastante limitadas, solo las copas de los árboles agitadas por la brisa
entraban en su campo de visión. Se mordió la cara interna de la mejilla
mientras todo lo que ella le había dicho penetraba dentro de él.
Ese futuro sonriente y maravilloso que solo hacía veinticuatro horas
resplandecía como un cartel de neón ante él se desvanecía y se iba al carajo.
Todos sus planes se desmoronaban como un castillo de naipes arrastrado
por el viento. Lo peor de todo era esa grave impotencia que sentía en cada
rincón de su cuerpo, consciente de que no podía hacer nada. No sin
perjudicar a sus padres, a la empresa, a la familia entera. Él, que siempre se
había salido con la suya y había hecho lo que quería, de pronto se veía en
un callejón sin salida. Atrapado. Era como si el karma lo hubiese
atropellado. ¿Estaba pagando por no haberse tomado la vida en serio hasta
ese momento? ¿De verdad tenía que dejar a Abigail y casarse con Verónica?
No podía aceptarlo.
No.
Abi se había convertido en una persona muy importante para él. Se
negaba a renunciar a ella.
Se volvió de nuevo y vio que Verónica se estaba preparando otro café. Y
lo hacía con mucha parsimonia y tranquilidad, como si se supiese segura
vencedora de aquel altercado verbal. Su anterior estallido de furia parecía
haberse disipado.
—Esta discusión no ha terminado. Todavía hay mucho de lo que
tenemos que hablar —dijo él.
—Lo que tú digas. —Se encogió de hombros—. Pero no voy a cambiar
de opinión. Y no te preocupes, que tampoco se lo voy a decir a mi padre —
añadió con un gesto que pretendía mostrar comprensión—. No sé cuál sería
su reacción si le contase que has tratado de dejarme tirada.
—¿Esto qué es? ¿Algún tipo de chantaje? —espetó.
—No —repuso con inocencia—. Es un simple comentario, para que te
quedes más tranquilo.
Habló con sorna y a él se le revolvió el estómago. Su actitud lo exasperó
más todavía.
—Te gusta verme jodido, ¿verdad?
—Tampoco es eso. A fin de cuentas, eres mi chico —dijo con una
sonrisa que no alcanzó sus ojos—. Pero si anoche mismo nos acostamos...
Puedes engañarte y decirte a ti mismo que no quieres estar conmigo, pero
ambos sabemos dónde estábamos hace solo unas horas. Estábamos echando
un polvo en tu oficina. Que no se te olvide.
¡Mierda! Eso no podía negarlo. Se había comportado como un imbécil.
Había estado demasiado tiempo jugando a dos bandas. La culpa era solo
suya.
La miró con frialdad por espacio de unos segundos.
—No se me va a olvidar —respondió seco—. Nunca. Porque va a ser el
último polvo que echaremos tú y yo, Verónica.
Ella le dio un sorbo a su café y le lanzó una ojeada por encima del borde
de la taza con indolencia.
—Quiero que me acompañes a probarme el vestido. Tengo una cita la
semana que viene —dijo al fin—. ¿Qué opinas de febrero para casarnos?
Una boda de invierno me parece muy romántica. Y es mi cumpleaños.
La rabia lo invadió, aunque se esforzó por mostrar indiferencia.
Sin dirigirle ni una sola mirada, se acercó a la isla y dejó su taza de café
sobre ella. Ni siquiera lo había probado. Después giró sobre sus talones y
abandonó la cocina. Atravesó el corredor que llevaba a la puerta de salida a
grandes zancadas; la abrió y se largó del piso con un portazo.
Estaba furioso.
Y frustrado.
Y tenía mucho en que pensar.
Capítulo 25

Abigail

No había visto a Zeta desde la noche de la inauguración, aunque habían


hablado por teléfono un par de veces a lo largo de la semana. Encontrarlo
frente al edificio donde estaba el despacho de abogados cuando salía de
trabajar el viernes fue toda una sorpresa.
Estaba parado junto a la calzada, de perfil, con las manos metidas en los
bolsillos de los vaqueros. Llevaba una americana de color café y unas botas
marrones de cordones. Y se cubría los ojos con unas gafas negras y
extravagantes. Como siempre, su gusto a la hora de vestir era impecable.
Informal, pero arreglado.
El corazón de Abi dio un pequeño saltito en su pecho.
Aprovechando que no la miraba, se volvió y comprobó su reflejo en el
cristal de la puerta del portal. Lucía un traje de pantalón y chaqueta de
cuadros grises con un top blanco debajo. Y se había recogido el cabello esa
mañana con un pasador plateado. El maquillaje seguía aguantando. No
estaba tan mal.
Decir que lo había echado de menos durante esos días era quedarse
bastante corta, pero tampoco quería presionarlo demasiado y forzar una cita
porque las veces que habían hablado por teléfono él parecía muy ocupado y
nervioso.
En ese instante él la vio. Se volvió hacia ella y se quitó las gafas de sol al
tiempo que le dirigía una sonrisa. Una sonrisa que no terminó de alcanzar
sus ojos y que no era esa deslumbrante que a ella la impresionaba tanto.
«Algo ha pasado...»
Se acercó, tratando de leer algo más en su semblante, pero la expresión
de él era hermética.
—Qué sorpresa —le dijo.
Se detuvo a un paso con timidez. Lo suyo era tan nuevo que no tenía
muy claro cómo debían saludarse. ¿Abrazo? ¿Beso?
A veces odiaba ser tan insegura.
Fue Zeta el que tomó la iniciativa. Le sujetó la cara con las manos y
luego inclinó la cabeza y la besó. Fue un beso suave y dulce con una gran
carga de ternura que ella no esperaba y que la dejó temblorosa y sin aliento.
—Tenía ganas de verte —susurró Zeta.
Su voz tan cerca de su boca le reverberó por todo el cuerpo. Casi sin
darse cuenta de lo que hacía, se aferró a las solapas de su chaqueta con
fuerza. Quería repetir el beso, pero él elevó la barbilla y no hubo opción de
que sus labios volvieran a encontrarse.
—Yo a ti también —le dijo—. ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien.
Mentía; era evidente. Pero no se atrevió a seguir preguntando. Él ya se lo
contaría si quería.
—No te esperaba hoy.
—No podía dejar pasar más días —dijo con una nueva sonrisa que
parecía más sincera que la anterior—. He tenido muchas cosas que hacer
esta semana —continuó con vaguedad—, pero me he dejado la tarde y la
noche de hoy libres para pasarlas contigo. Espero que no tengas otros
planes.
—No tengo otros planes.
—Genial, porque tengo sorpresas.
Pese a que sonaba entusiasmado, todavía había un ligero timbre forzado
en su voz, y Abi lo contempló con la frente arrugada.
—He reservado una suite en el Cienvillas —prosiguió antes de que ella
pudiese preguntar.
—Oh...
La perplejidad la invadió. Eso sí que no lo esperaba.
A toda velocidad, su mente pasó revista a su ropa interior. Dio gracias al
cielo en silencio por haber elegido el conjunto blanco y gris esa mañana. No
era una maravilla, pero al menos bragas y sujetador iban a juego. También
llevaba un pequeño neceser en el bolso con cuatro cosas imprescindibles.
—¿Ese «oh» es bueno o malo? —la interrogó él con una ceja arqueada.
—Es bueno. Muy bueno —dijo con un suspiro.
—Vamos. Tengo el coche en un parking aquí cerca. Sé que es pronto,
pero me apetece tenerte para mí solo.
No intercambiaron más palabras. Se pusieron en movimiento y los dedos
de Zeta se entrelazaron con los suyos mientras avanzaban por la amplia
acera. Hacía buen tiempo y todavía quedaban un par de horas de luz antes
de que anocheciera. El ambiente era más que agradable.
Recordó la última vez que habían caminado uno junto al otro por las
calles de Madrid, hacía ya casi un mes, cuando lo acompañó a comprar el
regalo para su hermana. Aquel día ella deseó con todas sus fuerzas que él la
tomara de la mano, algo que no sucedió.
Ahora sí estaba pasando.
Parecían una auténtica pareja.
Una sensación de bulliciosa felicidad se expandió por su cuerpo. Se
sentía como si tuviera quince años y ese fuera su primer amor adolescente.
Le lanzó un vistazo sesgado. Él caminaba con una seguridad en sí mismo
apabullante. Era espectacular. Saber que aquel maravilloso ejemplar del
sexo masculino era su novio la hizo caminar con la espalda más erguida y el
paso más firme.
Era una tonta de manual, pero le dio igual porque estaba feliz.
Hablaron poco de camino al aparcamiento, solo intercambiaron unas
cuantas frases banales sobre el trabajo. Y, una vez dentro del coche, Zeta
encendió el equipo de música y tampoco hubo mucha opción para
conversaciones.
Sonaba Human, de The Killers.
Abi adoraba esa canción.
Él subió el volumen de la radio y abrió las ventanillas. El viento le
arremolinó el cabello y una sensación de electrizante euforia la invadió
mientras el vehículo se deslizaba por la calzada a toda velocidad,
esquivando a los otros coches.
Lo miró.
No podía no hacerlo.
Él le devolvió la mirada.
—Estás preciosa hoy.
Pronunció esa frase elevando un poco la voz para hacerse oír por encima
de los acordes de la canción, al tiempo que extendía la mano y le apretaba
el muslo.
Ella se estremeció y contuvo un suspiro.
Quería llegar viva al Cienvillas y no derretida como mantequilla al sol.
Como si él supiera cuáles eran sus preferencias musicales, canciones que
a ella la motivaban se fueron sucediendo una tras otra. Believer de Imagine
Dragons, Clocks de Coldplay, Sugar de Maroon 5... Y todas ellas
aderezadas con miradas furtivas y algún que otro roce de su mano.
Así que, cuando llegaron al hotel y dejaron el coche en el aparcamiento
subterráneo, Abi tenía el ánimo por las nubes. La actitud de él también
había cambiado radicalmente. Una sonrisa traviesa curvaba su boca y ya no
mostraba esa extraña pesadumbre que ensombrecía su perfil cuando había
ido a recogerla.
«Quizá solo lo he imaginado», pensó ella mientras lo estudiaba a
hurtadillas dentro del ascensor que los conducía hasta la planta treinta y
uno.
No era la misma suite en la que ya habían estado otras veces; era otra,
pero de características similares.
Una mesa con un surtido de aperitivos fríos los esperaba en medio de la
estancia.
Él la abrazó por detrás y la besó en la nuca con suavidad.
—Sé que es pronto para cenar. Solo son las seis y media, pero así
tenemos más noche para nosotros —le susurró al oído—. ¿Tienes hambre?
Abi no dijo nada. Si era sincera, le daba absolutamente igual cenar o no
cenar. Tampoco creía que le entrase la comida, ya que estaba demasiado
emocionada.
Él la volvió entre sus brazos y sus bocas terminaron encontrándose. Se
besaron durante un rato, hasta que él dio un paso atrás. Sin dejar de mirarla,
se quitó la americana y la arrojó sobre el respaldo del sofá. Debajo llevaba
una ajustada camiseta negra de manga corta. Abi estuvo a punto de
relamerse al ver cómo la prenda le marcaba la musculatura del pecho.
Zeta era un pecado andante.
—Si me miras así, como si quisieras devorarme, no vamos a probar
bocado. Bueno, mentira, vamos a probar bocado, pero no de comida —le
lanzó él con un guiño.
Ella se dio la vuelta azorada. Daba igual cuánto tiempo llevara con Zeta
y cuántas veces lo hubiera visto sin ropa, seguía reaccionando del mismo
modo, como si estuviera famélica y él fuese un manjar exquisito.
Huyó al baño y se refrescó. También se retocó el maquillaje y se soltó el
pelo, dejando el pasador sobre el lavabo. Después regresó a la habitación.
Se quitó la chaqueta y la dejó sobre el sofá.
Él había aprovechado su ausencia para abrir una botella de vino y lo
había servido en dos copas. Se aproximó y le tendió una de ellas.
—¿Un brindis?
—Claro.
—Por esta noche. Que sea especial —dijo acercando su copa a la de ella
y dejando que los cristales de ambas entraran en contacto.
Abi lo escrutó con atención. ¿Había melancolía en su tono?
No. La sonrisa de anuncio de dentífrico estaba de regreso. Sin duda, su
fantasía le jugaba una mala pasada.
Zeta parecía decidido a desplegar toda su artillería pesada para convertir
aquella primera cita oficial como pareja en algo inolvidable. Utilizando
todo su encanto, que era mucho, pasó la siguiente hora hablándole del
negocio y mencionándole una anécdota tras otra. También le contó sucesos
de su infancia, mostrándole a Abi un Zeta desconocido hasta el momento. Y
ella se descubrió a sí misma muy relajada, haciendo preguntas, relatándole
también episodios propios y riéndose con sus divertidas historias.
Casi sin darse cuenta se terminaron la tabla de patés, los aguacates
rellenos, el salmón y la botella de vino, mientras fuera el crepúsculo teñía el
cielo de violeta, azul y naranja, regalándoles unas impresionantes vistas de
la ciudad. No tardaron en encender un par de luces para ahuyentar la
oscuridad de la habitación. Una cosa llevó a la otra y, sin saber muy bien
cómo, de pronto Abi se encontró sentada sobre el regazo de Zeta con los
brazos enroscados en torno a su cuello. Ni siquiera se planteó que la postura
pudiese ser incómoda para él, como hacía siempre. Quizá fuera el alcohol,
que se le había subido a la cabeza, o la extrema complicidad que se había
creado entre ellos esa tarde, pero se sentía en una nube de felicidad, llena de
osadía y desinhibición.
—Quiero que me hagas el amor —le dijo en un susurro. Se pegó a él de
manera lasciva y dejó que sus senos se aplastaran contra su duro torso
tratando de provocarlo.
El bulto de sus pantalones fue la confirmación de que lo estaba
consiguiendo.
—¿Hacer el amor? Eso suena muy cursi, ¿no? —ronroneó él al tiempo
que la sujetaba por las caderas con fogosidad.
—Me da igual que suene cursi. Es lo que quiero esta noche. No quiero
que sea solo un polvo.
Él la miró con intensidad por espacio de unos instantes. Parecía desear
decir algo, pero ni una palabra salió de sus labios; se limitó a besarla con
ganas. Abi se dejó besar porque no hacerlo era algo del todo imposible.
Los besos de Zeta eran como una droga.
Sus caricias también.
Cuando él le quitó el top y dejó al descubierto su sujetador y sepultó la
cara entre sus pechos, ella solo pudo echarse hacia atrás y gemir llena de
ardor.
No hablaron mucho. Dejaron que fueran sus dedos los que expresasen lo
que sentían. Sin embargo, en un momento dado él comenzó a murmurar
algo contra su cuello.
—Para mí no eres un polvo.
Abi se emocionó, pero no pudo replicar nada porque él se incorporó con
rudeza y la arrastró hacia la cama. Jadeaba y tenía los ojos febriles por la
pasión.
Terminaron tumbados sobre la suave colcha con las extremidades
enredadas y sus bocas devorándose la una a la otra. Invadidos por la
urgencia, se fueron despojando de todas las prendas que se interponían en el
camino de sus pieles hasta que sus cuerpos entraron en contacto.
—Joder, qué bueno —masculló él con excitación al tiempo que deslizaba
las manos por las pronunciadas curvas de ella.
Abi solo pudo gemir. Sentía exactamente lo mismo.
—Hay demasiada luz —protestó extendiendo la mano hacia el
interruptor que había junto al cabecero.
A pesar de que ya no era tan tímida como al principio, sabía que la luz
tenue era más favorecedora y que podía ocultar mejor sus defectos.
Él la detuvo con firmeza.
—Mejor. Así puedo ver lo preciosa que eres. No hay ni un solo
centímetro de tu piel que no sea hermoso.
Ella se quedó sin aliento al oírlo. Pestañeó con nerviosismo e indagó en
sus ojos, pero todo lo que encontró en ellos fue franqueza.
Y sucumbió.
Se entregaron el uno al otro con delirio. Intercambiaron besos, caricias,
suaves mordiscos y más besos y más caricias. El ardor se hizo casi
insostenible mientras se tocaban al tiempo que sus cuerpos se retorcían uno
contra el otro.
Había tanto silencio que todos los sonidos parecían amplificarse de un
modo muy erótico. Las lenguas encontrándose, labios succionando otros
labios, los lametones, los besos mojados...
Zeta había hallado espacio entre las piernas de ella y hacía oscilar las
caderas con deliberada provocación, dejando que su erección rozase la zona
más sensible de su sexo una y otra vez. Abi se sentía a punto de estallar.
No hubo demasiados preliminares. Esa noche no parecían ser muy
necesarios. Ambos estaban en llamas.
Él se apartó unos instantes para ponerse un preservativo, pero regresó
incluso antes de que ella hubiera podido echarlo de menos. Comenzó a
hundirse en su interior con calma mientras trababa las pupilas en las suyas
con tanta intensidad que Abi estuvo a punto de girar la cabeza y huir de sus
ojos, sobrepasada por su vehemencia. Él la agarró por las muñecas y se las
subió por encima de la cabeza como si quisiera apresarla y no dejarla
marchar jamás.
—Nunca me había sentido así con nadie —soltó con un gemido
sofocado mientras empezaba a moverse, entrando y saliendo de su sexo con
ímpetu. Sus facciones derrochaban sensualidad.
Los pensamientos se Abi se embarullaron mientras numerosos temblores
de placer la recorrían de arriba abajo. No parecía el mismo Zeta
despreocupado de siempre. Ese hombre que la abrazaba con firmeza al
tiempo que se empeñaba en llevarla al cielo desprendía una pasión casi
angustiosa. El modo en que la acariciaba y la besaba con desesperación le
provocó ansiedad. También sus palabras eran sorprendentes e inesperadas.
Era la primera vez que pronunciaba frases semejantes mientras compartían
la cama.
—Quiero que nunca te olvides de esto, Abi —gruñó con fiereza—.
¡Nunca!
Algo no marchaba bien.
Las sospechas que tuvo al principio de la tarde volvieron a anidar en
ella; no obstante, no pudo detenerse a analizar nada de aquello porque él
comenzó a demandar atención exclusiva, embistiéndola con más vigor.
Estaba demasiado excitada por la situación y el clímax no tardó en
golpearla con fuerza. Gimió cuando notó los espasmos que acudieron a su
abdomen. Echó la cabeza hacia atrás y se dejó arrastrar por el fuego de un
potente orgasmo.
Mientras su cuerpo dejaba de pertenecerle y la niebla cubría su cerebro,
apenas pudo discernir lo que él balbuceaba una y otra vez al tiempo que se
ponía rígido y se corría en su interior.
—Joder, Abi... ¡Joder! Eres increíble.
Después de eso se dejó caer sobre ella desmadejado.
Acogió su peso con ganas. Podía sentir el masculino aliento
cosquilleándole en la base de la garganta y lo abrazó posando los labios
sobre su frente húmeda. Respirándolo.
En los últimos meses se habían acostado en tantas ocasiones que Abi
había perdido la cuenta. Sin embargo, tenía la sensación de que esa era más
importante y trascendental, aunque no sabía bien por qué.
Zeta estaba diferente.
—¿Va todo bien? —lo interrogó en un murmullo.
—Todo bien —respondió. Sonreía, pero sin regocijo alguno.
Ella no tuvo la oportunidad de preguntarle nada más, porque él le dio un
suave beso en el pómulo antes de abandonar la cama.
—Voy al baño.
Lo observó alejarse con los ojos entornados, extrañando el calor de su
cuerpo de inmediato. Su desnudez, como siempre, era simplemente
impresionante. El tono cobrizo de la piel de su espalda se aclaraba en la
parte baja de esta, allí donde el bañador había dejado su marca ese verano.
El juego de los músculos de sus muslos y su trasero era un verdadero regalo
para la vista.
Cuando la puerta del aseo se cerró tras él, Abi lo lamentó con un suspiro.
Todavía estaba demasiado aturdida para pensar con claridad, sin
embargo, algo en la actitud de él no terminaba de convencerla. Su
comportamiento contradictorio y esa sonrisa carente de calidez no se le
querían ir de la cabeza. Y también su entrega tan arrebatadora.
Sin molestarse en cubrirse, dio media vuelta y contempló el techo con la
frente arrugada.
¿Qué era lo que le pasaba a Zeta?

Zeta

Después de quitarse el condón y arrojarlo a la papelera, se miró al espejo


que había sobre el lavabo por espacio de unos segundos. Lo que vio
reflejado sobre la bruñida superficie no le gustó demasiado.
Era un cobarde, ruin y mezquino.
No había podido confesarle a Abigail que esa era la última vez que se
veían.
Había dejado pasar las horas sin hacer nada.
Mentira, eso no era estrictamente cierto, sí que había hecho algo: se
había acostado con ella.
Apretó la mandíbula con fuerza y bajó los párpados mientras la culpa lo
corroía.
—¡Mierda! —masculló.
Había ido a buscarla para hablar con ella y decirle que lo suyo había
terminado. Esa era su intención cuando se plantó frente al edificio en el que
trabajaba. Sin embargo, cuando la vio salir del portal con esa expresión
entusiasmada en el rostro y los ojos relucientes, no pudo decirle nada de lo
que llevaba en la cabeza.
Tuvo que besarla.
Alquilar una suite en el Cienvillas le había parecido una buena ida.
Necesitaban un entorno privado para dejar las cosas claras entre ellos.
Había pensado que podrían cenar y hablar de modo civilizado frente a una
copa de vino mientras se despedían. Había sido un imbécil, por supuesto.
Sabía que aquello iba a acabar entre las sábanas. Era imposible que no
terminara así cuando lo que sentía por Abi era tan intenso.
«Quiero que me hagas el amor.»
Eso le había pedido ella.
Y él había cumplido.
Habían hecho el amor.
Todo había sido diferente de otras ocasiones. Más intenso y cargado de
sentimientos.
Más desesperado, incluso.
«Para mí no eres un polvo.»
Eso le había dicho él.
Y era verdad.
Abi no era solo un polvo. Quizá había empezado siendo solo eso, pero se
había convertido en mucho más.
Bajó la vista y la clavó en el borde del lavabo sobre el que descansaba el
pasador que ella llevaba antes en el pelo. Lo cogió y le dio un par de vueltas
en la mano con cuidado; luego volvió a dejarlo en el mismo lugar. Una vena
había comenzado a pulsarle en la sien con fuerza y el amargo sabor a bilis
le llenaba la garganta.
—Zeta Sierra, eres un verdadero hijo de puta...
Pese a que solo era un susurro, le pareció que su voz retumbaba contra
las paredes de un modo sumamente desagradable. Apretó los labios y se
encaminó a la amplia cabina de ducha. Abrió los grifos y reguló la
temperatura. No tardó en meterse debajo del chorro y dejar que el agua
cayera sobre él.
Se sentía como un capullo.
Había pasado toda la semana tratando de convencer a Verónica de que
esa ridícula boda era un error, pero ella se mantenía firme e inamovible.
Desesperado, se había acercado a la casa de los Caballero para hablar con
su padre. Miguel lo recibió la tarde del lunes a la hora del café. Tenía buen
aspecto y parecía bastante recuperado de sus sesiones de quimioterapia. Si
bien lo escuchó al presentar sus objeciones con educación y actitud
afectuosa, fue igual de inflexible que su hija y, aunque en ningún momento
mencionó el asunto del dinero que Martín Sierra había cogido de la
empresa, el tema sobrevoló el ambiente de forma velada durante toda la
reunión.
Zeta terminó por marcharse de allí lleno de frustración.
El día anterior hizo un último intento y se reunió de nuevo con sus
propios padres. Volvió a insistirles en que consiguieran el dinero de alguna
manera que no lo involucrara a él y su futuro. Amenazó, porfió y llegó a
gritarles incluso. Su madre terminó llorando y llamándolo desagradecido y
su padre, encerrado en su despacho, sin querer hablar más con él.
Con el fracaso recorriéndole las venas, se fue al Cabin y se emborrachó
después de contarle sus penas a Samuel.
Sabía que había perdido. Que no tenía más opción que casarse con
Verónica para sacar a su familia de ese atolladero. Y por mucho que le
disgustase admitirlo, él mismo tenía cierta responsabilidad —aunque
indirecta— en el asunto. Le había dado muchas vueltas a lo que su madre le
dijo el domingo anterior. Desde siempre se había limitado a vivir sin
preocuparse por nada. Solo tenía que extender la mano cuando necesitaba
algo y allí estaba. Viajes, caprichos, ropa cara, coches, universidad privada,
su negocio... Jamás había hecho nada para ganarse aquel dinero y había
dado por sentado que le correspondía por derecho. Punto.
No era así y había llegado la hora de pagar.
Y el pago iba a ser perder a Abigail.
Un pinchazo en el pecho fue el resultado de ese pensamiento.
¡Joder!
Suspiró quedamente y terminó por cerrar los ojos antes de alzar la
barbilla hacia el cabezal de la ducha para que el agua le cayera sobre la
cara.
Tenía que hablar con ella.
No podía seguir fingiendo que todo iba bien.
Tenía que ser sincero, aunque le doliera.
Cerró el grifo y salió de la cabina. Cogió una de las toallas y se secó
superficialmente antes de atársela a la cintura. Luego se pasó las manos por
el húmedo cabello y se lo peinó con los dedos.
En ese instante le pareció oír voces que provenían de la habitación.
Pensó que era Abi, que quizá hablaba por teléfono, pero agudizó el oído y
se dio cuenta de que eran dos voces diferentes.
¿Había alguien más en la suite?
Con el ceño arrugado y sin vacilar ni un instante, abrió la puerta.
Capítulo 26

Abigail

Los golpes en la puerta de la habitación la sobresaltaron. En un primer


momento se quedó quieta, sin saber muy bien cómo reaccionar. No habían
pedido nada a recepción, ¿no?
Cuando los golpes volvieron a sonar se incorporó y se acercó al armario
para coger uno de los albornoces que había allí. Se lo puso, ajustándose el
cinturón, y se aproximó a la puerta. Antes de abrirla echó un último vistazo
hacia el baño. El agua de la ducha seguía corriendo.
—¿Sí?
—¿Es la habitación del señor Zeta Sierra?
La voz era innegablemente femenina.
Con el ceño fruncido por la perplejidad agarró la manija y abrió la hoja
de madera.
La sorpresa la dejó muda.
Charlize Theron o, mejor dicho, la chica que se parecía tanto a la actriz
sudafricana y que había asistido a la inauguración de la coctelería se
encontraba en el pasillo. Tenía una expresión petulante en el rostro.
—Supongo que sí es la habitación de Zeta, porque tú eres la mujer con la
que está enrollado —murmuró adelantándose unos pasos y entrando en la
estancia.
Abi todavía estaba demasiado confundida por su presencia para
protestar. Automáticamente le cedió el paso, cerró la puerta y se volvió para
poder observarla.
La rubia, cuyo peinado gritaba «¡perfección!», llevaba una elegante falda
negra ajustada y una blusa color coral; ambas se ajustaban a su fantástico
cuerpo como si fueran una segunda piel. Los tacones de sus zapatos negros
eran kilométricos, y se movía con ellos como si se deslizara, llena de estilo.
Abi se sintió en inferioridad de condiciones, vestida solo con el albornoz,
descalza, con el pelo desordenado y el maquillaje hecho un desastre.
—Perdona, pero ¿quién eres tú? —reaccionó al fin.
La rubia se dio la vuelta, también con gracia, y la miró como si estuviera
analizando un insecto.
—Soy la novia de Zeta, Verónica.
Abi pestañeó un par de veces. Debía de haber entendido mal.
—¿Cómo?
—Soy la novia de Zeta —repitió vocalizando mucho, como si hablara
con un niño pequeño.
—No entiendo...
—¿Dónde está Zeta? —la interrumpió.
Echó a andar hacia la cama contoneando las caderas de un modo
estudiado y provocativo. Se detuvo frente a la ropa interior de Abi, que
estaba tirada en el suelo, y el desdén se mostró en su cara.
Abi se sonrojó. No pudo evitarlo. Deprisa, se acercó y comenzó a
recoger todas las prendas que Zeta le había quitado solo hacía una escasa
media hora. Su embarazo fue mayor al ver el envoltorio del condón sobre la
mesilla.
—No sé quién eres ni qué haces aquí...
—¿Tú eres tonta o te lo haces? ¿No me has oído? Acabo de decirte que
soy la novia de Zeta, mejor dicho, su prometida. Vamos a casarnos en
febrero.
Aquello no tenía ningún sentido. Se irguió con la ropa apretada contra el
pecho mientras escrutaba a la otra con los ojos muy abiertos. ¿Prometida?
¿Casarse en febrero?
En ese instante la puerta del baño se abrió.
Abi giró la cabeza y se encaró con Zeta. Este solo llevaba una toalla
anudada a la cadera. Gotas de agua resbalaban por su musculoso pecho.
También su melena estaba húmeda y goteaba.
—¿Qué cojones haces aquí, Verónica? —increpó él a la chica, con las
facciones contraídas por la ira.
—¿Le has dicho ya lo que hay? —respondió esta con aburrimiento.
Zeta emitió una especie de gruñido y se adentró en la habitación.
Recogió su ropa del suelo y, sin mostrar vergüenza alguna, se quitó la toalla
y la arrojó sobre la cama. Su cuerpo desnudo quedó al descubierto durante
unos momentos antes de que se pusiera el bóxer.
Abi parpadeó perpleja. Que él mostrara su desnudez de aquel modo
delante de ambas le pareció fuera de lugar y de mal gusto. Estaba claro que
no era la primera vez que la tal Verónica lo veía sin ropa. Era evidente.
«Soy la novia de Zeta, mejor dicho, su prometida. Vamos a casarnos en
febrero.»
Esas dos frases le repiquetearon en la cabeza.
Llena de incertidumbre, buscó su mirada, pero él tenía la atención puesta
en su presunta prometida, que sonreía con ironía.
—¿Cómo sabías dónde estaba? —inquirió.
—Yo lo sé todo, Zeta —respondió con una risa desagradable.
—No deberías haber venido —masculló con un suspiro, pasándose una
mano por el pelo.
—Solo quería asegurarme de que cumplías tu promesa. Estos últimos
días te has comportado con tanta cabezonería... Pero ya sabes que no te va a
servir de nada.
—¿Qué puta promesa te he hecho?
—Lo sabes muy bien. Solo quería confirmar que habías dejado las cosas
claras con ella. Pero, por su cara, parece que todavía no le has dicho nada.
—Esto es asunto mío. Tú no pintas nada aquí. Haz el favor de largarte.
—Bueno, llevamos saliendo dos años y medio y vamos a casarnos en
febrero. Algo sí que pinto en todo esto.
Abi seguía la conversación de ambos en silencio, mientras notaba cómo
un gran peso se le iba formando en el estómago. A pesar de que aquella
visita la había pillado desprevenida y la situación había comenzado como
un galimatías, poco a poco todas las piezas iban encajando en su lugar.
—Abi... —empezó él de pronto, encarándose con ella.
—¿Es... tu prometida? —acertó a preguntar—. ¿Llevas más de dos años
saliendo con ella?
Estaba casi convencida de que Zeta se lo iba a negar. No podía ser cierto
porque solo hacía una semana él le había dicho que quería tener una
relación seria con ella; que deseaba que lo que había entre ambos fuera algo
más que una aventura. Le había pedido exclusividad...
Esa mujer debía de estar mintiendo, sin duda.
Pero incluso antes de que él dijese una sola palabra, su mirada esquiva y
llena de remordimientos le dio la respuesta.
Abi notó cómo los latidos de su corazón se aceleraban. Bajó la vista al
suelo y hundió los dedos en la ropa que tenía entre los brazos para controlar
el temblor de sus manos.
No lo comprendía.
—Pero ¿por qué? —farfulló—. No entiendo nada...
—Déjame que te lo explique... —murmuró él.
—¿Es verdad que... estás con ella? —La voz le salió casi estrangulada y
se odió por ello.
Él dejó escapar una maldición velada.
—Es complicado.
—No es complicado, Zeta. Dile la verdad y no sigas dando rodeos —se
oyó a la otra.
—¡Joder! ¡Verónica, cállate! ¡Y lárgate de una jodida vez! —exclamó él.
Abi alzó la cara y se enfrentó a la chica, que la contemplaba con una
mezcla de conmiseración y complacencia.
—Es la verdad. Empezamos a salir hace tiempo. Y todavía seguimos
juntos —dijo esta—. Sé que me viste en la inauguración. Tú también
estabas allí. Te recuerdo. Esa noche Zeta y yo echamos un polvo en su
oficina —terminó con una sonrisa ladeada.
Abi notó cómo el aire escapaba de sus pulmones al oír eso. Giró la
cabeza con brusquedad y buscó los ojos de Zeta de nuevo.
—¡Mierda! —gruñó él.
Pero no lo negó.
No lo hizo.
Abi trató de controlar el ritmo de su respiración, que amenazaba con
descompasarse mientras sus pensamientos descarrilaban como un tren de
mercancías sin control. ¿Zeta se había acostado con aquella mujer la noche
del sábado? Pero, entonces, ¿por qué le había pedido que formalizaran su
relación? ¿Era algo que él solía hacer, jugar a dos bandas? ¿Se había
burlado de ella? ¡¿Por qué?!
—Si es que hasta me da pena, la pobre —dijo la tal Verónica con retintín
—. Deberías haberte limitado a follártela y nada más, pero parece que le has
hecho algún tipo de promesa también. Joder, Zeta, no tienes corazón.
Una sensación de profunda humillación empezó a crecer en el interior de
Abi. Se le nubló la vista. Tenía que irse de allí cuanto antes. No quería que
ninguno de los dos fuera testigo de lo que iba a suceder de un momento a
otro: se iba a derrumbar.
—Escúchame...
Zeta se había acercado a ella sin que se diera cuenta. La tomó por la
muñeca con suavidad. Ella se quedó mirando sus dedos con insistencia.
Esos dedos con los que la había acariciado solo hacía unos minutos. El
anillo de plata destacaba en su pulgar.
—¿Te... acostaste con ella... el sábado?
Apenas fue capaz de formular la pregunta con un hilo de voz.
—Sí —admitió él al cabo de lo que pareció ser una eternidad—, pero no
es como tú piensas —añadió—. Yo quería terminar con Verónica y estar
contigo.
Ella ya no lo escuchaba.
Ese «sí» que él había pronunciado se le había clavado en el corazón.
Se soltó con violencia y tragó saliva.
—¿Has estado con las dos al mismo tiempo? —balbuceó.
—¿Con las dos? —La rubia se rio—. Si solo fuésemos tú y yo... A Zeta
le gusta jugar. Siempre tiene unas cuantas mujeres al mismo tiempo. A mí
me da igual, la verdad, porque sé que al final la única soy yo.
—¡¿Quieres callarte?! —bramó él.
Abi negó con la cabeza y trató de ignorarla. No quería que fuera esa
mujer la que respondiera sus preguntas.
—¿Es verdad que te vas a casar con ella? —le preguntó a él.
Los ojos de Zeta se mostraron opacos y una fea mueca curvó su boca.
—Sí.
De nuevo un monosílabo que le robó el suelo de debajo de los pies.
Boqueó con angustia y se llevó una mano a la garganta.
—Entonces, esto de hoy... El que hayas venido a buscarme y nos
hayamos acostado...
Él miró hacia otro lado.
—Quería despedirme de ti.
Estuvo a punto de desencajársele la mandíbula al oírlo decir eso. ¡No
podía ser cierto que fuera tan cabrón!
—¿Querías... despedirte de mí... echando un polvo?
Estaba anonadada por su desfachatez. La sangre comenzó a cabalgar
rauda por sus venas.
—Para mí eres más que un polvo.
Ni siquiera fue consciente de lo que hacía. Solo después de que su mano
hubiera aterrizado sobre la cara de Zeta se dio cuenta de que lo había
abofeteado. Y lo había hecho con fuerza, al parecer. La marca roja sobre su
mejilla era bastante visible.
Él la escrutó con una expresión indescifrable. Quizá había contrición o
vergüenza en sus rasgos. O quizá no había nada de eso y aquellos eran
sustantivos que solo estaban en la cabeza de Abi. ¿Qué sabía ella de cómo
era Zeta o lo que sentía? Solo era una imbécil que se había ilusionado con
un canalla.
La risa de la rubia la sobresaltó. Volvió la cara y se encontró con una
mirada llena de satisfacción y una sonrisa lobuna. De pronto ya no le
pareció ni tan hermosa ni tan elegante.
—A mí no me importa que sigáis siendo amantes después de que nos
casemos —dijo esta encogiéndose de hombros—. Siempre y cuando sepas
cuál es tu sitio...
—¡Verónica, joder!
Abi no pudo soportarlo más. Sin duda se hallaba en una película de
terror. Dio media vuelta y, caminando con las piernas trémulas, se dirigió al
baño. Oyó que él la llamaba, pero no se detuvo. No lo hizo hasta que cerró
la puerta y apoyó la espalda en ella. Le costaba respirar.
Un sollozo escapó de su boca mientras podía oír las exaltadas voces que
llegaban sofocadas desde la suite. Instintivamente se llevó las manos a las
orejas y se las tapó; sin embargo, no pudo huir de las frases que
revoloteaban por su cabeza como fogonazos cegadores y dañinos.
«Soy la novia de Zeta, mejor dicho, su prometida. Vamos a casarnos en
febrero.»
«Esa noche Zeta y yo echamos un polvo en su oficina.»
«Deberías haberte limitado a follártela y nada más, pero parece que le
has hecho algún tipo de promesa también.»
«A Zeta le gusta jugar. Siempre tiene unas cuantas mujeres al mismo
tiempo.»
«No me importa que sigáis siendo amantes después de que nos casemos,
siempre y cuando sepas cuál es tu sitio...»
«Sí... Sí... Sí...»
Esos síes de Zeta admitiéndolo todo...
Había sabido que algo pasaba. Él se comportaba de un modo
desacostumbrado y extraño. Su intuición había querido avisarla, pero ella
decidió ignorarla.
«Imbécil.»
Casi sin ser consciente de lo que hacía, se vistió. Se puso la ropa interior,
los pantalones y el top a toda velocidad. Ni siquiera se miró al espejo para
ver qué aspecto tenía. Le daba igual. Solo quería salir de aquella habitación
cuanto antes.
Se detuvo solo un instante antes de abandonar el baño. La presión que
sentía en el pecho y las imponentes ganas de llorar eran demasiado
parecidas a las que había sentido hacía unos meses, aquel fatídico día en
que pilló a Nico y a la instagrammer en su cama.
La humillación y la vergüenza eran muy similares.
Volvía a caer como una gilipollas. Repetía patrones.
La amargura transformó su cara durante un momento.
Cogió aire por la nariz y lo soltó por la boca. Luego agarró la manija con
firmeza y abrió la puerta.
—Por Dios, Zeta, déjate de gilipolleces. Ni siquiera es muy guapa y está
gorda. Es que no sé qué has podido ver en ella... Para unos polvos está bien,
pero para algo más...
Oír esas hirientes afirmaciones saliendo de los perfectos labios de esa
chica fue la gota que terminó por colmar el vaso y que estuvo a punto de
hacerla perder la compostura que solo mantenía precariamente.
No miró a ninguno de los dos.
Zeta se acercó a ella y la cogió del brazo de nuevo.
—No te vayas —suplicó—. Tenemos que hablar. Déjame que te explique
cómo son las cosas, Abi.
Ella se soltó con violencia. Estaba al borde de las lágrimas y no quería
derramar ni una sola frente a ninguno de los dos.
—¡No quiero explicaciones tuyas! —espetó entre dientes—. Y no
quiero... volver a saber nada de ti.
—Abi...
—¡Olvídame! —exclamó—. Esto ya empezó con mal pie desde el
principio. Debería haber sabido el tipo de persona que eres... —murmuró
para sí—. He sido una imbécil... No vuelvas a contactar conmigo nunca
más.
Él no intentó detenerla de nuevo. Se quedó inmóvil en medio de la
habitación, con todo el cuerpo tenso y la cabeza baja.
Haciendo un esfuerzo sobrehumano, logró ponerse los zapatos. Luego se
dirigió al sofá, cogió su chaqueta y su bolso y se encaminó hacia la puerta.
Cuando pasaba por delante de la otra mujer, un olor a perfume caro asaltó
su nariz. Se le revolvió el estómago y tuvo que aguantar una arcada.
—¡Hostia puta!
Fueron las últimas palabras que oyó de Zeta antes de abandonar la suite.
Ni siquiera supo cómo llegó a la calle. El trayecto en ascensor hasta la
planta baja y el repiqueteo de sus tacones mientras avanzaba por la
recepción del hotel se le desdibujaron de la memoria. Solo cuando la brisa
de esa fresca y húmeda noche de octubre le golpeó la cara se dio cuenta de
que se hallaba en el exterior.
Llovía.
No en exceso, pero era una lluvia fina de esas que calaban hasta los
huesos.
La acera y la calzada estaban empapadas y los charcos reflejaban las
luces de la fachada del hotel.
Echó a andar sin rumbo fijo ignorando al conserje, que le lanzó una
ojeada cargada de curiosidad, y los taxis que había frente a la entrada. Tenía
la vista empañada, pero no sabía a ciencia cierta si era por las gotas de
lluvia o por las lágrimas.
Le dolía el pecho y se lo frotó con vigor como si así fuera a deshacerse
de la angustia que la envolvía.
Pronto notó la humedad resbalando por sus mejillas. Se detuvo en medio
de la calle, bajo la lluvia, y alzó la mirada al cielo negruzco que abría sus
compuertas sobre ella. El sonido de un trueno se mezcló con el del sollozo
que emergió de su pecho.
¿Por qué? ¿Por qué ella? ¿Cómo era posible que hubiera caído de nuevo
en las redes de un tipo semejante? ¿Cómo era posible que fuera tan
ridículamente tonta?
En cuestión de minutos los colores de su mundo se habían tornado
grises.
Capítulo 27

Zeta

El sonido del portazo todavía reverberaba en el ambiente cuando Zeta se


dejó caer sobre el borde de la cama, hundiendo la cabeza entre los hombros.
«¡Maldición!»
Por su caótica mente desfilaron en desorden las frases hirientes, los
aspavientos bruscos, las miradas doloridas y hasta la merecida bofetada que
ella le había dado.
Todo se había ido a la mierda. ¡Todo! Y la culpa la tenía él, por cobarde.
Por no haber sido capaz de decirle la verdad.
La cara desencajada de Abi y sus preciosos ojos llenos de lágrimas no se
le iban a olvidar jamás.
Él no quería que las cosas acabaran así.
Sabía algo de su pasado porque ella se lo había contado, aunque sin
profundizar demasiado. Era consciente de que su pareja anterior —el
hombre con el que iba a casarse— la había engañado con otra. Ella los
había encontrado en su cama y se había sentido humillada y herida.
Y ahora, él la había hecho pasar por una experiencia similar de nuevo.
«¡Joder!»
Un aguijonazo de culpa y vergüenza lo pinchó en el pecho.
Un movimiento al otro lado de la habitación lo forzó a elevar la barbilla.
Por un instante casi se había olvidado de la presencia de Verónica.
La miró durante unos momentos. Verónica Caballero era espectacular.
Llevarla de su brazo solo despertaba envidias y celos. Cualquier hombre se
sentiría afortunado de estar en su lugar. Pero solo la indiferencia más
absoluta se manifestó dentro de él mientras la recorría de arriba abajo con la
vista. ¿Qué había visto en ella durante esos años que llevaban juntos? ¿De
verdad había habido un solo segundo en que se hubiese sentido atraído por
esa mujer? Apenas podía creerlo ahora que la contemplaba y no sentía nada.
—¿Qué cojones has venido a hacer aquí? —La fatiga era más que
evidente en su tono.
—Te lo he dicho antes. He venido a asegurarme de que cumplías tu
promesa.
Pese a que hablaba con ligereza, había una inseguridad en su tono que no
le pasó desapercibida. Quizá él había dejado entrever que sus sentimientos
por Abi iban más allá de una simple atracción sexual y Verónica se había
sentido amenazada. Esa reacción en ella era algo tan insólito que estuvo a
punto de sonreír.
—¿Qué pretendías viniendo aquí esta noche? ¿Marcar territorio? —
inquirió.
—¿Y si es así? Llevas toda la semana tratando de zafarte de tus
responsabilidades y actuando como un crío caprichoso. Sé que te reuniste
con mi padre y que has discutido con los tuyos también. No me has dejado
otra opción más que tomar cartas en el asunto —dijo cruzándose de brazos
con impaciencia.
—Joder, qué bien informada estás —escupió él con sarcasmo.
—Me gusta estar enterada de todo lo que pasa con lo que es mío —
repuso con petulancia.
—¿Tuyo? —Soltó una risa sarcástica—. Yo no soy tuyo, Verónica.
—Eres más mío que de otras —siseó ella.
Él no dijo nada más. Se limitó a observarla a través de las pestañas. La
inseguridad que ella había mostrado hacía solo unos instantes había
desaparecido y la arrogancia se dibujaba en su perfil.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—Tampoco me ha resultado muy difícil averiguarlo. Eres un animal de
costumbres. No es la primera vez que te traes a una mujer al Cienvillas. Te
encanta fanfarronear y alquilar una de estas suites. —Hizo un ademán con
el brazo—. Y tengo una amiga que trabaja aquí —admitió.
Así que Verónica lo espiaba. Casi se echó a reír por lo ridículo de la
situación.
—Sabes muy bien que no me importa que te acuestes con quien quieras
—continuó ella con un suspiro—. Puedes seguir viviendo tu vida como te
salga de las narices después de que nos casemos. Pero lo de esa... chica ya
estaba yendo demasiado lejos, ¿no crees? Había que hacer algo y tú no
parecías muy dispuesto a poner punto final.
Zeta intentó contener su enojo. No soportaba que Verónica hablara de
Abigail, y menos con esa entonación despectiva.
—Iba a hacerlo —masculló.
—Pues lo has hecho fatal. No sé en qué estabas pensando. La has traído
aquí para despedirte y vas y primero te la follas. —Hizo un chasquido con
la lengua—. Me da pena la pobre. No tiene ni idea de quién eres en
realidad. Eres tan cabrón que hasta a mí me sorprendes a veces.
Zeta se levantó del borde de la cama como impulsado por un resorte.
Habría querido negar lo que Verónica acababa de decir, pero no podía.
Había actuado exactamente así. Aun a sabiendas de que iba a dejar a Abi,
primero se había acostado con ella.
Era despreciable.
Se acercó al amplio ventanal y pegó la frente al cristal. Llovía.
—Lárgate, Verónica —dijo al cabo de un breve lapso de tiempo en voz
queda.
Oyó los pasos de sus tacones acercándose a él, pero no se volvió.
—Mira, Zeta —comenzó ella con suavidad—, ha sido mejor así. Las
cosas hay que dejarlas claras cuanto antes. Y tú estabas titubeando
demasiado.
Cerró los ojos.
—¡He dicho que te largues, joder! Quiero estar solo.
—Está bien. Me voy. Mañana te llamo.
Él no dijo nada. Solo aguardó con la respiración contenida hasta que el
sonido de sus pisadas alejándose llegó hasta sus oídos. Después la puerta de
la habitación se abrió y volvió a cerrarse.
Estaba solo.
El silencio, estruendoso y desapacible, se adueñó de la suite.
Por espacio de unos minutos no se movió. Permaneció allí de pie, junto
al ventanal, con los párpados bajos, tratando de llegar a un acuerdo con sus
tumultuosas emociones. Ni siquiera estaba enfadado con Verónica. Eran
otros sentimientos los que anidaban dentro de él.
Rabia y remordimiento.
Y desprecio. Un desprecio monumental hacia sí mismo.
Cuando la sensación de asco y rechazo amenazó con robarle el aire, se
volvió con brusquedad. Sus ojos se posaron sobre la desordenada cama. No
hacía ni una hora que Abi y él habían hecho el amor ahí.
Todos los besos, las caricias, las sonrisas y los alientos que habían
intercambiado entre esas sábanas se agolparon dentro de su cabeza.
De pronto Zeta notó cómo la garganta se le cerraba. Tragó saliva y
meneó la cabeza para ahuyentar las imágenes de su cerebro, pero le resultó
imposible; se fueron sucediendo una tras otra, a cuál más vibrante y
potente, y terminó por echar la cabeza hacia atrás y emitir un rugido salvaje.
¡Él no quería separarse de Abi! ¡Quería estar con ella!
—¡Joder! —aulló.
La ira lo invadió y, casi sin ser consciente de lo que hacía, se acercó a la
cama, agarró las sábanas y tiró de ellas con fuerza. Las arrojó con violencia
al otro lado de la habitación mientras resoplaba.
«Eres un miserable desgraciado, Zeta...»
Un velo rojo le cubría la mirada. Nunca se había sentido así, tan
impotente y rabioso, tan vacío y angustiado.
A ciegas cogió las almohadas que reposaban sobre el colchón y también
las lanzó por el aire mientras su cólera iba en aumento. Todo lo que había
sobre la mesilla corrió la misma suerte: la caja de condones que había
dejado antes allí, el libro con el título Qué ver en Madrid y hasta el
teléfono, que se estrelló contra la pared de cuero del cabecero. Cuando no
quedó nada más que pudiese coger y tirar al alcance de sus manos, comenzó
a dar paseos por la estancia, abriendo y cerrando las manos
convulsivamente.
Siempre se había tomado la vida con cierta apatía e indiferencia y se
había burlado de los tíos que hacían un drama de cualquier cosa. Nunca
había perdido los papeles de aquella manera. Era algo nuevo para él.
Y todo por una mujer.
Pero Abi no era una mujer cualquiera. Era maravillosa.
Demasiado maravillosa para él.
Debería correr tras ella y explicárselo todo. Debería ponerse de rodillas y
pedirle perdón hasta quedarse afónico. Se había comportado como un
verdadero cerdo, como un villano de película. La había humillado y herido.
Había podido verlo en sus ojos.
Aquella despedida había sido tan sórdida y patética...
La culpa y la vergüenza volvieron a apresarlo. Y las ganas de mandarlo
todo a la mierda y suplicarle que le diese una oportunidad lo asaltaron.
¿Y si lo hacía? ¿Y si ignoraba a su familia y a Verónica y pensaba solo
en sí mismo y en Abi?
«¿Quieres que tu padre vaya a la cárcel? ¿Que su nombre salga en todos
los periódicos y que tu familia se vaya a la ruina? ¿Quieres eso?»
Esas fueron las últimas palabras que le dijo su madre antes de echarse a
llorar la última vez que la vio.
Se llevó los dedos a las sienes y se las apretó con fuerza.
—Mierda, mierda, mierda...
El peso de la responsabilidad cayó con fuerza sobre sus hombros. Quizá
por primera vez en su vida fue consciente de lo que significaba ser un
adulto. No podía tomar decisiones precipitadas que pudiesen hundir la vida
de otras personas. Tenía que actuar con madurez.
«¿Madurez? —zumbó una burlona voz en su cabeza—. Sí, tu modo de
comportarte con Abi ha sido muy maduro...»
Se dejó caer pesadamente sobre uno de los sillones y enterró la cara en
las manos. Su respiración trabajosa resonó desagradable en el silencio de la
habitación.
Tenía que calmarse.
Extravió la vista sobre la mesita que había frente a él. Su móvil estaba
allí encima. Extendió la mano y lo cogió. Lo desbloqueó con vacilación
antes de acceder a la agenda y buscar su número entre sus contactos.
Una parte de él, la más irracional y egoísta, quería llamarla y oír su voz.
La otra parte, la lógica y sensata, sabía que llamarla no era una opción.
Quizá lo fuera para él, pero sería todavía más humillante para ella.
Si era sincero consigo mismo, tenía que admitir que lo mejor que podía
pasarle a Abi era no tener que verlo nunca más. Sin duda ella se merecía
algo mejor que un cabrón sin alma como era él.
Sus dedos, inconscientemente, fueron hasta la galería de imágenes. Una
de las últimas fotos era esa que ella le había enviado una semana antes de la
inauguración, de madrugada. Era el selfi en el que levantaba el dedo
corazón a la cámara con aire desafiante. Pese a que la expresión de su rostro
era somnolienta, sus ojos entrecerrados y su forma de fruncir los labios le
parecieron de lo más sexi.
Recordó su reacción cuando recibió aquella foto. Y también lo que le
respondió: «Ese dedo tuyo me pone a cien. Me imagino lo que podría hacer
con él».
Respiró hondo, tratando de asimilar que nunca más iba a volver a verla.
Le dolía el pecho.
La echaría de menos. Mucho más de lo que había creído.
Dirigió un último vistazo a su imagen mientras el corazón le palpitaba
con fuerza. Finalmente bloqueó el móvil y la pantalla pasó a negro.
Se había acabado.
Su historia con Abi había llegado a su fin.
Capítulo 28

Casi dos años después


Zeta

Cuando el vuelo IB8721 de Iberia procedente de Lyon aterrizó en el


aeropuerto de Madrid-Barajas ese 3 de julio a las tres y diez de la tarde, la
temperatura alcanzaba con facilidad los treinta y cinco grados centígrados,
aunque la sensación térmica era más cercana a los cuarenta, sin duda debido
al calor de los motores de los aviones concentrado en las pistas de
aterrizaje.
Zeta se quitó la chaqueta y la sostuvo debajo del brazo mientras el fuerte
sol le caía a plomo sobre la cabeza. Maldijo en silencio haber elegido
aquella ropa, aunque en su defensa podía alegar que cuando partió aquella
mañana de su piso camino del aeropuerto de Lyon-Saint Exupéry, llovía y
hacía fresco.
Se apresuró a subir al minibús que los trasladaría hasta la terminal y,
mientras este se ponía en marcha, aprovechó para encender el móvil y
revisar sus llamadas. Tenía dos mensajes de su hermana. En el último de
ellos le decía que ya había llegado al aeropuerto y que lo estaba esperando
frente a la puerta de recepción de pasajeros.
Pese a que hablaba con Úrsula casi a diario —era la única persona de la
familia con quien seguía manteniendo un contacto estrecho—, hacía tiempo
que no la veía. La última vez había sido el verano anterior. Ella, Asier y la
niña habían ido a Lyon a visitarlo y se habían quedado en su casa unos
cuantos días.
El vehículo se detuvo con una sacudida frente a la edificación de cristal
y acero unos minutos después, y sus ocupantes lo abandonaron con rapidez
para acceder a su interior. Dentro de la construcción de altos techos, el aire
acondicionado funcionaba con gran precisión, y Zeta se estremeció cuando
el frío le secó el sudor que le había pegado la camisa al cuerpo.
No había mucha gente en el aeropuerto a esa hora, y los pocos que
recorrían los suelos de mármol eran turistas que iban a conocer la ciudad;
era evidente por su indumentaria: pantalones cortos, camisetas, sandalias...
Apenas había hombres de negocios con trajes, como el que él mismo
llevaba. Aunque, por más que su atuendo pareciera indicar lo contrario,
decir que ese era un viaje de trabajo para él sería mentir.
En realidad, después de mucho tiempo de ausencia continuada, regresaba
a Madrid para quedarse.
Sus fríos ojos no se detuvieron en ningún sitio en particular mientras se
apostaba frente a la cinta de equipajes y esperaba a que salieran sus maletas.
Fueron de las primeras en hacerlo, así que no tardó demasiado en ponerse
en marcha, haciéndolas rodar tras de sí.
Vio a su hermana casi al instante, en cuanto las puertas de cristal se
deslizaron a un lado. Úrsula lo recibió con una sonrisa antes de darle un
beso lleno de afecto al que él correspondió de buena gana. La había echado
de menos.
—¿Qué tal el vuelo? ¿Bien? —le preguntó ella colgándose de su brazo.
—Sí, todo bien.
La miró de reojo. Estaba muy guapa, como siempre. Con un veraniego
vestido rojo de flores, unas sandalias negras y el pelo recogido en una
coleta baja. No aparentaba los treinta y dos años que iba a cumplir en breve.
—Amaya está emocionada porque te vas a quedar en casa con nosotros.
—Como ya te dije, no es por mucho tiempo, solo hasta que encuentre un
piso.
Habían echado a andar hacia el exterior, hacia la larga fila de taxis que
estaban aparcados frente a las puertas de salida.
—Sabes que puedes quedarte todo el tiempo que quieras. Tenemos sitio
de sobra —le dijo ella mientras se encaminaban al primero de todo ellos.
Zeta asintió algo ausente. Por más que supiera que era bienvenido en
casa de su hermana, no quería permanecer allí demasiado tiempo. Prefería
estar solo y tener su propio espacio. Ya había concertado una cita con una
inmobiliaria para ver pisos.
—Pasado mañana voy a ver un par de apartamentos con una agencia —
le dijo una vez que se hubieron acomodado en el asiento de atrás del
vehículo.
—¿Tan pronto? —Había desilusión en su tono.
—Quiero estar instalado cuanto antes —murmuró mirando por la
ventanilla.
Después de eso solo hubo silencio, apenas interrumpido por el sonido de
la radio que el taxista tenía sintonizada en un canal de música.
—¿Has hablado con papá o con mamá?
La pregunta llegó solo unos minutos después, cuando el taxi se internaba
entre el escaso tráfico de la autovía.
—No.
Ella suspiró.
—Quizá, ahora que has decidido volver, sería una buena idea que
hicieseis las paces, ¿no crees?
Zeta frunció el ceño, pero no dijo ni una palabra.
La relación con sus padres se había roto. Llevaba un año y medio sin
hablarse con ellos, exactamente desde el día de su boda con Verónica, en
febrero del año anterior.
—Ya veremos. Es probable que cuando se enteren de que he vuelto
porque he decidido divorciarme no estén dispuestos a perdonarme —repuso
al fin con sarcasmo.
—Las cosas han cambiado mucho desde que te fuiste.
—Supongo que sí —dijo él indiferente.
Su hermana se refería a que la familia Sierra había devuelto todo el
dinero que su padre había sustraído de la empresa. Las cuentas del negocio
ya estaban claras y lo sucedido parecía pertenecer al pasado. Miguel
Caballero se había reincorporado a la empresa y volvía a ser uña y carne
con su padre. En apariencia el asunto que los había traído de cabeza se
había resuelto satisfactoriamente para todos.
Excepto para Zeta.
Él llevaba un año y medio atrapado en una vida que odiaba con una
mujer a la que no podía soportar.
—¿Y Verónica? ¿Cuándo vuelve a España?
Un rictus desagradable torció los labios de Zeta al oír el nombre de su
todavía esposa saliendo de la boca de su hermana.
—A finales de septiembre. Tenemos una cita con el abogado a principios
de octubre. Antes le era imposible... Está de vacaciones en la Provenza con
Armand —añadió con cinismo.
Armand Moreau era el nuevo y flamante novio de su mujer, el último de
una larga lista de nombres. Era un viticultor de Niza de cincuenta y dos
años, viudo y con dos hijos de la misma edad que Verónica. Y estaba loco
por ella.
—Me alegro de que haya aceptado lo del divorcio —susurró Úrsula—.
Parecía tan reacia a hacerlo y era tan terca que casi no podía creerlo cuando
me llamaste para decírmelo.
—Bueno, quiere casarse con Armand. —Se encogió de hombros—.
Quiere ser la esposa de un millonario y ahora solo soy un obstáculo para
ella.
—Pues habría que hacerle un monumento al tal Armand —masculló ella.
Durante el tiempo que llevaban casados, hasta que Armand apareció en
su vida, Verónica se había encargado de convertir la vida de Zeta en un
infierno. Quizá porque él había cumplido su promesa de no volver a ponerle
una mano encima o quizá porque la había obligado a dejar España e
instalarse en Francia, algo que ella no deseaba. No sabía cuál había sido su
motivación exacta, pero todo su resentimiento lo volcó contra él.
La decisión de abandonar Madrid y largarse a Lyon fue algo espontáneo
y poco meditado. Por aquel entonces se sentía tan defraudado y traicionado
por los suyos que solo deseaba alejarse de todo y huir. Cuando recibió la
sorpresiva oferta de trabajo de Beau Mobilier —la empresa francesa que era
la competencia directa de la de su familia—, aceptarla le pareció la
venganza más dulce y perfecta. Sabía que su padre odiaba a los dueños de
esa compañía.
El karma llamaba a su puerta.
Conocía a Adam Gautier, el CEO de la empresa, desde hacía años. Era
un fanático del snowboard con el que había coincidido en varios
campeonatos en Kreischberg y Sierra Nevada. Fue una sorpresa encontrarlo
una noche, tres semanas antes de su boda, en el Cabin. Se hallaba en
Madrid visitando a unos parientes.
Frente a un par de cócteles hablaron de todo un poco hasta que surgió el
tema laboral. Gautier le comentó que andaba buscando un nuevo director
para el departamento internacional de la filial que su empresa tenía en Lyon
y le preguntó si estaba interesado.
En un primer instante Zeta no se lo tomó en serio, pero Gautier siguió
insistiendo y, después de un par de horas, la idea de marcharse del país y
trabajar para la competencia de Bricoespaña empezó a germinar en su
cabeza. No era un idiota y sabía que Gautier solo le ofrecía el puesto porque
era el hijo de Martín Sierra —así podía jugársela a su competidor— y no
por sus propios méritos, que eran inexistentes, pero no le importó
demasiado.
Aceptó.
Una semana después de aquella noche dejaba el máster que estaba
estudiando y firmaba el contrato. Y un mes más tarde se mudaba a Lyon y
comenzaba a trabajar en Beau Mobilier con el consiguiente disgusto de su
familia.
—¿Qué planes tienes ahora?
Zeta sintió la mano de su hermana sobre su brazo y giró la cabeza. Se
encontró con sus ojos oscuros cargados de curiosidad.
—¿Respecto a qué?
—Respecto a trabajo... ¿Has pensado en incorporarte a la empresa?
Una risa seca fue su respuesta.
—No —dijo al fin.
Lo último que deseaba era trabajar para la empresa familiar. Él quería ir
por libre.
—Papá se tomó bastante mal que empezaras a trabajar para su rival,
¿sabes?
—Lo supongo, por eso lo hice.
—¿No te parece que fue algo un poco infantil?
Apartó la mirada y la clavó sobre el reposacabezas que tenía frente a él.
Ahora, y después de que el rencor hubiera desaparecido, las razones que
lo habían llevado a tomar una decisión semejante le parecían pueriles y
absurdas, pero en aquel momento pensó que eran acertadas.
—Lo fue —admitió.
Al final el único perjudicado había sido él mismo. Acabó en un país al
que nunca terminó de acostumbrarse del todo, desempeñando un trabajo
que no le gustaba demasiado y con Verónica a su lado haciéndole la vida
imposible.
—Vaya, parece que has madurado —murmuró ella entre dientes—. ¿Qué
vas a hacer, entonces? ¿Tienes algún plan para trabajar en algún sitio?
—Sigo teniendo mi negocio.
Cuando decidió irse a Francia, Samuel no acogió la noticia con agrado;
sin embargo, no protestó mucho. Ambos sabían que el Cabin Cocktail Bar
era un mero capricho, y que los dos terminarían trabajando en algún otro
lugar. Tenían un gerente que se encargaba de la coctelería y les rendía
cuentas todos los meses. El propio Samuel llevaba ya un tiempo trabajando
para una compañía de telecomunicaciones.
—¿El bar va bien?
—No va mal —repuso con suavidad.
Decir eso era quedarse corto, en verdad. El local funcionaba mejor que
bien. Era un éxito absoluto. Se había convertido en uno de los lugares de
moda de Chamberí.
—¿Y cómo se ha tomado Gautier que te largaras? —preguntó ella al
cabo de unos segundos.
Había una gran carga de desdén en su voz. Era evidente que Adam
Gautier no era santo de su devoción.
—No muy mal. Él ya sabía que yo no estaba a gusto. Y tampoco es que
fuese el más adecuado para el puesto. La persona que va a sustituirme tiene
más experiencia y está bastante más capacitada que yo.
Pese a que se había dejado la piel durante el año y medio que había
trabajado para Beau Mobilier, era muy consciente de sus limitaciones. Lo
cierto era que, cuando fue a París a hablar con Gautier y le dijo que deseaba
abandonar la empresa, este no le puso muchas pegas.
—Zeta.
Volvió la cara y se enfrentó a su hermana, que lo observaba con una
mueca difícil de interpretar.
—¿Qué?
—Has cambiado mucho.
—¿Tú crees?
—Sí. —Suspiró—. Estás más serio. Y también te noto más hosco y
menos feliz. Echo en falta esa chispa traviesa que siempre tenías. ¿Dónde te
has dejado al antiguo Zeta?
Fingió una sonrisa.
—Debe de haberse quedado en Lyon —murmuró.
Ella no tuvo tiempo de replicar nada porque el taxista eligió ese
momento para preguntar que si aquella era la salida correcta. Mientras
Úrsula se inclinaba hacia delante y le respondía, Zeta volvió a mirar por la
ventana, sumido en sus pensamientos.
¿El antiguo Zeta? ¿Ese gilipollas inmaduro que no se tomaba nada en
serio y que creía que la vida eran unas vacaciones constantes? ¿Esa persona
egocéntrica que jamás había pensado en nadie que no fuera él mismo y al
que no le importaba hacer daño a los demás? ¿A ese Zeta se refería ella?
Suspiró para sus adentros.
Ese Zeta ya no existía.

Abigail

Antes de acceder al interior de Alluring, se detuvo frente al escaparate


durante unos momentos y estudió la foto que presidía el ventanal principal.
A pesar de que hacía ya varios meses que el enorme cartel estaba colgado
allí, todavía no terminaba de acostumbrarse a verlo.
Era como ver a una extraña.
Le parecía increíble que esa mujer bella de curvas sensuales que posaba
con un conjunto lencero negro en una postura provocativa pudiese ser ella.
Al percatarse de que un par de chicas se acercaban, dio un paso a un
lado, cediéndoles el sitio. Estaba a punto de alejarse cuando la voz de una
de ellas llegó hasta sus oídos con claridad.
—Por favor, ¡mira qué guapa! No me atrevo yo a ponerme ese conjunto
con mis kilos ni loca —dijo la más bajita de las dos. Sonaba decaída.
Abi no pudo evitar mirarlas por encima de la montura de sus gafas de
sol. La que había hablado era una chica rellenita que no tendría más de
veinte o veintidós años.
—A ver, la foto tiene un montón de Photoshop —dijo la otra, más
delgada y alta que la primera, con mucha lógica—. Mira esa piel, es como
de culito de bebé, sin defectos. Seguro que tú estarías igual de guapa con
tanto retoque.
Abi sonrió para sus adentros. Había mucho Photoshop en la imagen. Y el
maquillaje y la iluminación..., todo estudiado al milímetro por el fotógrafo.
—Vale, está claro, pero mírala. Qué tía tan espectacular, y con sobrepeso
y todo.
—Las modelos curvy están de moda ahora. Ashley Graham se ha hecho
de oro y está incluso más rellenita que la chica esta.
—Esta es más guapa.
Abi tuvo que reprimir una exclamación. Que alguien dijese que era más
guapa que Ashley Graham la llenaba de estupor.
—Hola, Abi.
La voz a su espalda la sobresaltó. Se dio la vuelta con rapidez y vio a
Sonia a solo un par de metros. La saludó con la mano.
—¿Qué haces aquí parada? ¿Vuelves a quedarte como una tonta mirando
tu...?
Abi se apresuró a cogerla del brazo y acallarla con un ademán,
esperando que las dos muchachas no se dieran cuenta del comentario. Les
lanzó una ojeada, pero ya se alejaban.
—¿Qué pasa? —inquirió Sonia en un murmullo.
—No pasa nada. Es que esas dos chicas estaban hablando de la foto y no
quería que se enterasen de que la modelo soy yo.
—Pero ¿hablaban mal o bien?
—Bien.
—Entonces podrías haber presumido un poco, ¿no?
Abi dejó escapar una risa algo tímida.
—Déjalo. No es mi estilo.
Sonia le dio un codazo suave y cariñoso antes de colgarse de su brazo y
tirar de ella hacia la puerta.
—¡Qué tontita eres!
Entraron en la tienda. Mar estaba con Conchi, la encargada de la tienda,
y unas clientas al fondo del establecimiento; les hizo una señal indicando la
parte trasera, donde se encontraba su oficina.
Sonia y Abi se dirigieron hacia allí. Habían quedado para comer en un
restaurante cercano. Tenían una reserva para las dos y media y apenas eran
las dos, por lo que todavía tenían tiempo.
Sonia se sentó en una butaca que se encontraba bajo la ventana, por la
que entraba un sol radiante. Abi lo hizo en el sofá que había junto a la
puerta, justo debajo de una fotografía de ella misma en la que aparecía con
un camisón blanco muy sexi, tumbada en una cama de sábanas negras.
—Me parece tan raro verte así... —murmuró Sonia clavando los ojos en
la imagen.
—A mí más —repuso ella negando con la cabeza.
Todavía no se explicaba cómo se había dejado convencer por Mar para
posar en ropa interior para el catálogo de la temporada pasada, pero lo había
hecho. Quizá porque había alcanzado un punto en el que se sentía satisfecha
consigo misma y con su cuerpo. O quizá porque estaba cansada de decir
que no. No sabía muy bien por qué, pero hacía ya unos meses de aquellas
sesiones fotográficas en las que se había desnudado tanto física como
mentalmente.
Y no se arrepentía de su decisión. Había sido una experiencia catártica.
Había descubierto a una nueva Abi. Más asertiva y segura de sí misma.
Además, según le había asegurado Mar, gracias a su posado, las ventas
de tallas grandes habían aumentado un treinta por ciento con respecto a las
del año anterior. El conjunto que lucía en la foto del escaparate se había
agotado solo un par de semanas después de hacer público el reportaje
fotográfico en la web de la tienda.
—¿Te reconocen por la calle?
—¡No! —protestó con una risa suave—. Para nada.
Sonia la acompañó en su risa.
En ese momento el móvil de Abi sonó dentro de su bolso. Lo sacó y le
echó un vistazo a la pantalla. Era un mensaje de Daniel.
Mañana a las diez en Soliloquio.

Soliloquio era un restaurante que había abierto hacía solo un par de


meses cerca de su trabajo. Hacía ya tiempo que Daniel quería ir a cenar allí
y le había dicho que reservaría una mesa para el domingo por la noche.
Se apresuró a responder.
Perfecto. Nos vemos allí.

—Tienes una sonrisa de felicidad en la cara... ¿Quién es?


Levantó la vista y se encontró con la mirada curiosa de Sonia.
—Daniel. Ha reservado mesa en Soliloquio para mañana por la noche.
—¿Vas a empezar a salir con él en plan romántico?
Abi se echó a reír. Todavía no había tenido tiempo de contestar cuando
Mar entró en la oficina y se dejó caer sobre la silla que había tras el
escritorio.
—¿De qué te ríes? —inquirió.
—Me río porque Sonia me pregunta que si voy a salir con Daniel.
Esta vez fue Mar la que se rio con malicia.
—¿Me tomáis el pelo? —Sonia las miró a ambas alternativamente.
—Si Abi fuera un tío, seguro que Daniel se plantearía salir con ella —
contestó Mar elevando las cejas.
Sonia abrió la boca y volvió a cerrarla.
—¿Daniel es gay?
—Muy gay —dijo Abi asintiendo.
—¿En serio? ¿Y por qué yo no lo sabía? Pues pensé que le gustabas.
Como siempre es tan atento contigo y te trata tan bien... Y vais juntos a
todas partes...
—Es mi jefe.
—Pero no es una relación de jefe y empleado.
—Bueno, somos amigos también.
Daniel, Mar y ella se habían conocido en la Facultad de Derecho. En
aquellos años de universidad estuvieron bastante unidos, pero después de
terminar la carrera él se mudó a Estados Unidos y terminaron por perderle
la pista. Hacía cosa de un año, cuando regresó a España, retomaron el
contacto y, desde hacía nueve meses, Abi trabajaba como su asistente
personal en el despacho de abogados que él había montado en Madrid.
Sonia tenía razón. Debido a su pasado común y al afecto que se tenían,
su relación iba más allá de la típica relación de jefe y subordinada. Tanto
era así que muchos de los clientes del bufete pensaban que eran marido y
mujer.
—Pues hacéis buena pareja —murmuró Sonia.
—Él hace buena pareja con cualquiera.
—Es un bombón —corroboró Mar—. En la uni tenía a todas las chicas
detrás, pero siempre fue muy claro con sus preferencias sexuales. Recuerdo
que tenía un novio muy feo por aquel entonces...
—¿Y ahora no sale con nadie? —la interrumpió Sonia.
—No. Está soltero. Rompió con alguien hace poco. Y tiene alergia al
compromiso —contestó Abi.
Daniel tenía treinta años. Era guapo, alto y tenía buena figura, el pelo
oscuro y una fisonomía de lo más agradable. Quizá su rasgo más destacable
fueran sus ojos castaños, bordeados por unas pestañas larguísimas que eran
la envidia de cualquier mujer. Y además de todos aquellos atributos físicos,
tenía don de gentes y era muy locuaz y simpático. Todo un partidazo.
Si no fuera gay Abi no habría dudado en considerarlo como firme
candidato a compañero sentimental.
—¡Qué lástima! —dijo Sonia—. Te pega un montón. Me había hecho a
la idea de que iba a ser el elegido para que sentaras la cabeza.
—Mis padres opinan lo mismo que tú —comentó Abi—. Cuando íbamos
a la universidad ya me lo decían. Les he dicho mil veces que Daniel es gay,
pero les da igual. Desde que saben que estamos trabajando juntos, mi madre
me llama una vez a la semana y me pregunta con vocecita traviesa que qué
tal con él. Nunca me había llamado con tanta frecuencia —terminó con una
risa suave.
—¿Y qué tal con él en el trabajo? Yo te veo muy bien.
—Es que estoy muy bien —respondió—. No me arrepiento nada de
haberme ido del otro sitio. Es verdad que tengo más responsabilidades y
menos tiempo libre. A veces me toca trabajar todo el fin de semana. Por
otro lado, mis horarios son más flexibles y, si necesito cogerme algunos
días, a Daniel le da igual. Es un encanto.
—La semana que viene tenemos otra sesión fotográfica —intervino Mar
dirigiéndose a Sonia—. Y el pobre Daniel ha aceptado prescindir de ella
dos tardes. Es un buenazo. La verdad es que siempre sintió debilidad por
Abi, incluso en la uni. Le pasaba sus apuntes y la ayudaba con todo. Pese a
que éramos amigos los tres, a mí nunca me trató así de bien —refunfuñó.
—Porque eras una borde y te metías con sus novios —le lanzó Abi con
una risita.
—¿Vas a volver a posar? —Sonia se levantó y dio un par de palmadas
cargadas de entusiasmo—. Creía que iba a ser solo una vez.
—Ahora es mi modelo curvy de referencia —repuso Mar—. Me hace
ganar pasta, y eso no puedo dejarlo escapar —añadió con fingida expresión
calculadora, frotándose los dedos índice y pulgar con el gesto universal del
dinero.
Todavía no había acabado de hablar cuando su móvil comenzó a sonar
con estridencia.
—Es Javier Flores —dijo en voz alta antes de aceptar la llamada—.
Seguro que es para confirmar la hora.
Javi era el fotógrafo con el que solía trabajar Mar, el que había hecho el
reportaje para el catálogo de Alluring hacía unos meses. Era un tipo
bohemio y estrafalario, pero muy simpático; su actitud desabrida y
desenfadada ayudó mucho a Abi a perder la timidez durante aquella sesión
de fotos.
Mar no tardó en cortar la comunicación.
—El miércoles por la tarde te espera a las cuatro en su estudio. Y el
jueves haréis la sesión conjunta con las otras chicas. Qué fastidio que esta
vez no pueda ir contigo, pero tengo que visitar la fábrica en Sevilla —le
dijo a Abi, y luego añadió—: Y el sábado que viene es la inauguración de
su exposición. A las ocho en la sala Seis Columnas.
—¿Una exposición de fotografía? ¿Es de lencería? —preguntó Sonia
llena de curiosidad.
—No. Nada que ver —rechazó Mar—. Javi ha hecho fotos a actores
famosos caracterizados como personajes de los cuentos de hadas clásicos.
Algo similar a lo que hizo Annie Leibovitz con los personajes de Disney
hace unos años. Yo tengo muchas ganas de verla, la verdad.
—Daniel y yo también queremos ir —señaló Abi.
—Pues yo también me apunto —dijo Sonia.
—Podemos quedar el sábado en la puerta de la sala a las ocho menos
cuarto, entonces. Y no es por nada —continuó Mar, mirándose el reloj y
poniéndose de pie con rapidez—, pero deberíamos irnos, que tenemos mesa
reservada a las dos y media y son ya las dos y veinte.
Cogió su bolso y echó a andar hacia la puerta. Sonia y Abi se
incorporaron y se apresuraron a seguirla. Atravesaron la tienda y se
despidieron de Conchi antes de abandonarla.
Mientras Mar y Sonia se adelantaban un par de pasos, Abi se rezagó casi
inconscientemente, revisando su cuenta de Instagram. Tenía un par de
comentarios nuevos en su última foto. Los respondió a toda prisa con unos
emojis divertidos. Después de eso sus ojos, protegidos por las gafas de sol,
retornaron al escaparate donde se encontraba su foto.
El miércoles iba a volver a posar en ropa interior.
Un curioso hormigueo de expectación la recorrió de arriba abajo.
Capítulo 29

Zeta

Incluso antes de que el taxi frenase frente a Alluring, los ojos de Zeta ya
devoraban con ansiedad el escaparate. Pagó la carrera y se bajó del vehículo
con rapidez. Después se detuvo en la desierta acera delante del gran
ventanal.
La imagen de tres metros de altura de Abigail en ropa interior le robó el
aliento.
Sabía lo que se iba a encontrar porque había visto la foto con
anterioridad. Ella la había subido a su cuenta de Instagram hacía meses. No
obstante, había una gran diferencia entre verla en la diminuta pantalla de su
móvil y verla al natural.
Era impresionante.
Eran las once de la noche y el interior de la tienda estaba a oscuras, solo
las luces del escaparate que iluminaban la femenina figura se hallaban
encendidas.
Se quedó quieto, recorriendo la espectacular fotografía de arriba abajo
con la mirada, buscando similitudes con la mujer que él conocía y que hacía
tanto tiempo que no veía.
El coqueto conjunto de lencería negro ponía de manifiesto las sugerentes
curvas de la modelo, cuya piel parecía de porcelana, lisa y sin defecto
alguno. El cabello, más largo de lo que él recordaba, le caía sobre uno de
los hombros y el lunar que adornaba la comisura de su boca proporcionaba
una sensualidad arrebatadora a su cara.
Era Abigail, sin duda, pero al mismo tiempo no lo era. La mujer de la
foto mostraba una confianza en sí misma que la Abi que él conocía del
pasado no tenía. Era solo una imagen estática y carente de vida y, sin
embargo, el fotógrafo había sido capaz de captar un brillo especial en su
mirada. Sus pupilas se clavaban en el espectador con fuerza, creando una
extraña complicidad con él.
Irradiaba erotismo. Parecía decir: «Ven y hazme el amor».
La respiración de Zeta se aceleró visiblemente y la sangre circuló rauda
por sus venas.
—Abigail...
El nombre salió de sus labios como un suspiro.
Terminó por cerrar los ojos y meterse las manos en los bolsillos de los
vaqueros hasta que sus dedos rozaron el objeto que llevaba dentro de uno de
ellos.
Era un pasador para el pelo. El que ella había olvidado en el baño de la
suite del hotel Cienvillas aquella noche de octubre.
Lo acarició distraídamente.
Se había convertido en una especie de talismán. No era supersticioso y,
si echaba la vista atrás, no podía afirmar que le hubiera traído suerte dada su
trayectoria vital en los últimos tiempos, pero se había acostumbrado a
llevarlo consigo.
Era un perenne recordatorio de lo que pudo ser y no fue.
Por su culpa.
Siguió contemplando la foto durante un buen rato con pesadumbre.
Decir que durante el tiempo que había pasado fuera de España había
olvidado a Abigail era decir demasiado.
Lo intentó. Por supuesto que lo hizo.
Se obligó a no pensar en ella y a centrarse en otras cosas. Y durante los
primeros meses lo consiguió. Aclimatarse a un nuevo país, a un nuevo
idioma y a un nuevo trabajo lo mantuvieron distraído. A eso podía sumarle,
además, la profunda vergüenza que lo embargaba cada vez que recordaba
cómo se había comportado.
Sin embargo, la añoranza que sentía por ella no lo había abandonado y
había terminado por sucumbir.
Dos meses después de llegar a Lyon, un frío día de abril, tras haber
vacilado durante horas contemplando su móvil, se decidió a contactar con
ella. Nervioso, accedió a la agenda de su móvil y la llamó. Una locución
automática lo informó de que el número que había marcado no correspondía
a ningún usuario.
Abi había cambiado de teléfono.
Una extraña sensación a caballo entre el desencanto y el alivio se
apoderó de él. Quizá era mejor así, se dijo. Quizá era mejor que nunca
volvieran a saber el uno del otro.
No obstante, la necesidad de saber algo de ella no lo abandonó y, días
después, lo intentó de nuevo. Esa vez acudió a Instagram.
Había unas cuantas «Abigail Garrido» en esa red social, pero solo una
«AGarrido» que siguiera la cuenta de Alluring. El corazón le dio un vuelco
al descubrir que tenía a la persona correcta. A pesar de que su foto de perfil
era un caballito de mar, el resto de sus imágenes eran muy esclarecedoras y
la mostraban a ella en diferentes situaciones de su vida. Después de solo
unos segundos de estudiarlas con afán, no tardó en percatarse de que había
un salto de cuatro meses en sus publicaciones. No había subido ningún post
entre octubre y enero.
La culpa le atenazó la garganta. Estaba seguro de que él era el
responsable de aquello.
Con ansia, analizó las imágenes posteriores a esa fecha, pero nada
parecía indicar que ella estuviera triste o afectada. En algunas estaba sola,
en otras, con sus amigas. Y en todas ellas se mostraba feliz. Se reía y le
brillaban los ojos.
Estaba preciosa.
Hizo lo que todo hombre interesado por una mujer en secreto habría
hecho. Se creó un perfil falso y comenzó a seguirla.
Desde aquel día se acostumbró a consultar su cuenta a diario para estar
al tanto de sus idas y venidas a través de la pequeña ventana de su móvil.
Sumido en una vida que no le agradaba, realizando un trabajo que no lo
apasionaba y encadenado a una mujer que había decidido vengarse de él
acostándose con cualquiera delante de sus propias narices, Abigail se
convirtió en lo único positivo y luminoso de su existencia.
La siguió en sus reuniones de amigas, en algunos selfis algo torpes pero
llenos de encanto, en un viaje que hizo al norte para ver a sus padres, en
comidas familiares con su hermana y sus sobrinos... Llegó un momento en
que se atrevió a dejar comentarios en sus fotos —anodinos y poco
profundos—, a los que ella respondía dándole las gracias o mandándole
algún emoji. Cada vez que recibía una reacción, por pequeña que fuese,
vibraba.
En agosto ella publicó unas cuantas fotos en compañía de un tipo alto y
delgado con aspecto serio pero bastante atractivo. Aparentemente era su
nueva pareja.
Los celos lo inundaron.
Una pequeña parte de Zeta, la más inmadura y mezquina, había deseado
que Abi no pudiera rehacer su vida y que no se mostrase tan feliz con otro
hombre. Había anhelado que fuera incapaz de olvidarlo como le estaba
sucediendo a él.
No era una buena persona por desear algo así. Y se odió por ello.
No obstante, aquella relación no duró demasiado. En diciembre aquel
hombre desapareció de sus publicaciones.
Y Zeta pudo respirar de nuevo.
Sabía que no tenía ningún derecho sobre ella y que era muy improbable
que pudiese haber nada entre ambos de nuevo. Que, en caso de volver a
verse, Abi solo tendría sentimientos de desprecio hacia él.
Lo sabía.
Era lógico.
Y, sin embargo, deseaba reencontrarse con ella a toda costa.
Rememoró con nostalgia el tiempo que habían estado juntos y tuvo que
reconocer que esos meses, aunque escasos, habían sido los mejores de su
vida. Y se autoconvenció de que era la única mujer para él, la mujer con la
que quería estar. Su interés terminó por convertirse en obsesión y esa
obsesión lo llevó a trazar un plan. Un plan descabellado.
Regresaría a España y la recuperaría.
Pero, para eso, primero tenía que librarse de Verónica, que se negaba en
redondo a concederle el divorcio.
Al final no resultó tan difícil deshacerse de ella, solo tuvo que propiciar
algunos encuentros con Armand. Verónica no lo sabía, por supuesto que no,
pero fue el propio Zeta el que puso al rico viticultor frente a sus narices.
Este se movía en los mismos círculos que ellos en Lyon y él ya se había
percatado de que mostraba un inusitado interés por su mujer. Había podido
verlo en algunas ocasiones en las que coincidieron. Aunque intentaba
disimular la admiración con que la observaba, esta era más que evidente.
Zeta solo tuvo que forzar que sus caminos se cruzasen un par de veces más
y hacerse a un lado, dejando que la magia surgiera entre ellos. Algo que no
tardó en suceder. Pocas semanas después ambos comenzaron un tórrido
romance que Zeta fingió ignorar. Solo unos meses más tarde era la propia
Verónica la que hablaba de divorcio.
Una vez superado ese obstáculo, únicamente le quedaba hablar con
Gautier para comunicarle su decisión de abandonar la empresa.
Por fin podía regresar a España e ir a buscar a Abigail.
Sus ojos volvieron a posarse sobre los de ella, sensuales y llenos de
erotismo en esa impresionante foto. Mientras una sonrisa calculadora
despuntaba en sus labios, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y
llamó a su hermana.
—¿Vas a venir a cenar? —fue la primera frase que le lanzó esta en
cuanto descolgó el teléfono.
—No. Ya he picado algo por ahí y me voy a acercar al Cabin. He
quedado allí con mis amigos. No me esperéis.
—¿Pasa algo? Te noto raro.
—No, no pasa nada. Solo tengo una pregunta.
—Dime.
—Tú conoces a Abigail, ¿verdad?
Era una pregunta retórica. Su hermana la conocía. Zeta lo descubrió por
casualidad cuando vio una foto en el Instagram de Úrsula en la que aparecía
ella y la propia Abi junto a un nutrido grupo de personas en un restaurante
del centro de la ciudad. En aquel momento estuvo a punto de descolgar el
teléfono e interrogarla, pero se contuvo.
—¿Abigail? ¿Te refieres a la amiga de Mar, la de la tienda de lencería?
—Había sorpresa en su tono.
—Sí.
—Bueno, hemos coincidido unas cuantas veces. A la que sí conozco
muy bien es a Mar. Desde que me compraste esa bata hace un par de años,
soy clienta asidua de su tienda. Y podría decirte que hemos forjado una
amistad. Hemos salido en bastantes ocasiones a tomar algo. ¿Por qué?
—¿Sabes dónde trabaja Abigail? ¿O dónde vive?
—Dónde vive no tengo ni idea. Sé que trabaja en un despacho de
abogados cerca de la calle Ibiza. ¿A qué viene todo esto? ¿Acaso la conoces
tú?
Zeta ignoró la pregunta.
—¿Tienes su número de teléfono?
—No.
—Necesito que averigües adónde va a ir próximamente. Si tiene alguna
comida o planea ir a algún sitio...
—No pienso ayudarte hasta que me expliques qué está pasando.
—No está pasando nada.
Solo hubo silencio al otro lado de la línea.
Zeta suspiró.
—Úrsula...
—Ni Úrsula ni nada —rechazó ella algo seca—. O me dices lo que pasa
o que te ayude tu tía.
Su mirada volvió a clavarse sobre la silueta de Abigail. No vaciló
demasiado. Necesitaba a su hermana.
—Conozco a Abi —terminó por decir, pasándose una mano por el pelo
—. Estuve con ella hace tiempo y no la traté demasiado bien. Quiero pedirle
perdón.
—¿Tú pidiendo perdón? —inquirió ella con suma incredulidad.
—¿Me vas a echar un cable?
Ahora la que suspiró fue ella.
—Sí, pero no me vale con esa explicación tan pobre. Quiero saber más.
—Prometo contártelo todo mañana.
Úrsula tardó en responder.
—El sábado que viene va a ir a una exposición de fotografía. Lo sé
porque he hablado con Mar y yo también pensaba ir.
Un hormigueo de expectación recorrió la espalda de Zeta.
—¿Dónde?
—A las ocho en la sala Seis Columnas. Te pasaré la localización al
móvil. ¿O quieres que vayamos juntos?
—Prefiero ir solo. Es mejor que ella no sepa que eres mi hermana —
repuso al cabo de unos instantes.
—¿Tengo que fingir que no te conozco? —Resopló—. Eso sí que es muy
maduro.
—Es temporal.
—Quieres que sea tu espía infiltrada... Necesito más información para
hacer bien mi trabajo, entonces —insistió—. Y no me creo que solo quieras
pedirle perdón —soltó con escepticismo—. Ah, y una cosa más... —añadió,
pero se detuvo con brusquedad.
—¿Qué? —La impaciencia lo hizo alzar la voz.
—No te emociones demasiado porque creo que está saliendo con
alguien.
—¿Crees o lo sabes?
—Segura no estoy, pero las últimas veces que he coincidido con ella iba
con su jefe y parecían más que compañeros de trabajo. Y te diría que más
que amigos también.
La mandíbula de Zeta se tensó. A pesar de que ya había contado con
algo así, no le agradaba nada oírlo de boca de su hermana. Sin embargo, no
pensaba darse por vencido.
—Bueno, eso déjamelo a mí.
Ella se rio.
—Veo que tu arrogancia sigue intacta.
No tuvo tiempo de replicar porque, en ese momento, unos suaves pitidos
lo alertaron de la entrada de otra llamada.
—Te voy a dejar, que me están llamando.
—Mañana hablamos, entonces.
Cortó la comunicación con rapidez y ojeó la pantalla para ver quién
llamaba.
Era Samuel.
—¿Vas a tardar mucho? —soltó este a bocajarro sin darle tiempo a decir
nada. Casi no se lo entendía por la música que sonaba de fondo—. Raúl ya
está aquí.
Durante su ausencia había seguido en contacto con Samuel y con Raúl.
Con Álvaro hablaba bastante menos, ya que este se había trasladado a vivir
a Estados Unidos para hacer un máster y la diferencia horaria entre ambos
países era grande.
—Dentro de treinta minutos estoy ahí.
—Pues date prisa o empezamos sin ti.
No se molestó en responder. Colgó y volvió a guardarse el móvil en el
bolsillo.
Antes de alejarse hacia la calzada para detener un taxi, echó una última
ojeada hacia el escaparate iluminado.
Sonrió.
Solo faltaban seis días para poder verla en persona.
Capítulo 30

Abigail

Se detuvo tan repentinamente que provocó que Daniel, que le sujetaba la


mano, girase la cabeza con brusquedad y la estudiase con el ceño fruncido.
—¿Pasa algo?
Ella no le contestó. La bilis le había acudido a la boca. Con mirada ávida
trató de otear el otro lado de la calzada, pero un autobús acababa de
interponerse en su línea de visión, impidiéndoselo.
—Abi, ¿estás bien?
La pregunta llegó hasta sus oídos amortiguada por el zumbido que se
había instalado en ellos. No podía responderle hasta saber si su imaginación
le había jugado una mala pasada.
El autobús arrancó y se alejó de la acera. Solo había una pareja frente al
escaparate de una farmacia al otro lado de la calle. Nadie más.
El aire abandonó sus pulmones con lentitud y un breve suspiro aliviado
escapó de su boca.
—No pasa nada. Estoy bien —le dijo lanzándole una sonrisa nerviosa—.
Creía que había visto a alguien que conozco, pero me he equivocado.
—Te has puesto pálida.
Se vio obligada a profundizar su sonrisa al darse cuenta de su tono
preocupado.
—Estoy bien, de verdad. ¿Ves a Mar? —Cambió de tema con rapidez.
Él desvió la vista hacia el final de la calle. A unos trescientos metros de
distancia, frente a la puerta de la sala de exposiciones, se concentraba una
pequeña multitud esperando a que esta abriera sus puertas. Había incluso
unos cuantos fotógrafos de prensa.
—Sí —replicó él—. Está con Sonia, Germán y Ula.
—Genial —murmuró con suavidad tirando de él—. Pues vamos.
Notaba las piernas temblorosas y se llamó estúpida en silencio. No era la
primera vez que le sucedía algo semejante, y siempre reaccionaba de la
misma manera. Palpitaciones, estrechez de garganta, vuelco en el
estómago...
«Joder, Abi, ya han pasado casi dos años. ¿No va siendo hora de que te
quites a ese impresentable de la cabeza? No puedes actuar así cada vez que
te cruzas con alguien que se parece a él.»
Tenía que olvidarse del maldito Zeta.
Si lo pensaba fríamente, el tipo que había visto al otro lado de la calle
hacía un minuto, de manera fugaz, ni siquiera se asemejaba a él. El Zeta que
ella conocía jamás vestiría traje de chaqueta y corbata.
Aunque ¿qué sabía ella de Zeta y de sus circunstancias?
Nada.
El último recuerdo que tenía era el de la noche de la humillación en el
hotel. Después de eso no quiso saber nada de él.
Tragó saliva e intentó recomponerse y ahuyentar los pensamientos
desagradables que se arremolinaban en su cabeza.
—¡Aquí! —gritó Mar levantando el brazo.
Llevaba un elegante vestido blanco de tirantes con un enorme volante
rojo en uno de ellos. Quizá en otra persona un vestido tan llamativo habría
resultado algo ridículo. En ella, quedaba perfecto.
—Hola —saludó Abi a los cuatro.
Daniel no le soltó la mano mientras los saludaba a todos y repartía besos.
Sonia la besó con entusiasmo antes de echarle un vistazo de arriba abajo
y comprobar que su atuendo —una falda de tubo azul y una camisa sin
mangas en tonos rosados— era igual de sencillo que el de ella, que lucía un
pantalón negro y una blusa verde. Sonrió con aprobación.
—Te juro que cuando he llegado y he visto a Mar con este vestido de
fiesta he pensado que me había equivocado de lugar —dijo.
La risa suave de Abi llegó acompañada de un bufido de Mar.
—Envidia cochina —murmuró esta sacando la lengua de un modo muy
infantil.
Abi negó con la cabeza y saludó a Germán, el tipo con el que Mar salía
desde hacía unos meses. Era bastante mayor que ellas, pero su carácter
jovial y desenfadado lo hacía encajar muy bien con el grupo. Era imposible
no llevarse bien con él.
Ula, preciosa como siempre, con un vestido estampado en tonos
verdosos y una gran sonrisa, le dio dos besos cargados de entusiasmo.
Abi sonrió confusa. ¿Eran imaginaciones suyas o Ula la estaba
estudiando con demasiado interés? Sus ojos oscuros parecían clavarse en
los suyos con mucha atención. No la conocía demasiado bien ni sabía
mucho de ella, pero las veces que habían coincidido se había sentido a
gusto en su presencia. Era una mujer interesante y muy agradable que
siempre tenía un tema de conversación en la punta de la lengua.
—Están abriendo.
El comentario de Mar la llevó a volver la cabeza y olvidarse de la mirada
inquisitiva de Ula. En efecto, un hombre con pantalón y polo negros había
abierto la puerta de cristal esmerilado.
—¿Has hablado con Javi? —le preguntó a Mar.
—Me ha mandado un mensaje hace media hora. Dice que está histérico
—respondió.
La gente comenzó a formar una fila algo desordenada para entrar en la
sala y ellos se situaron detrás de una pareja de mediana edad. Daniel le
había soltado la mano hacía un rato y se había quedado más rezagado
hablando con Germán. Ula y Sonia se adelantaron unos pasos y Mar
enhebró su brazo en el de Abi.
—¿Qué tal el jueves? —le preguntó—. Al final no pude llamarte para
ver cómo había ido todo con las otras modelos.
Ella sonrió y una tonta timidez apresó su estado de ánimo. Todavía se
sentía rara cuando oía esa palabra. Ella no era modelo ni lo sería jamás.
—La verdad es que muy bien. Mejor de lo que imaginaba. Pensé que me
iba a sentir como una boba junto a dos profesionales, pero me lo pusieron
muy fácil —repuso. Y no mentía. Tanto Sara como Ana se habían portado
muy bien con ella y le habían facilitado mucho el trabajo.
—Ya lo sabía. Javi me llamó ayer para decirme que la sesión fue todo un
éxito, que cada vez posas con más soltura y te cuesta menos. Y me ha
pasado también un par de fotos para que eche un vistazo y creo que... —Se
interrumpió.
—¿Y...? —inquirió Abi con avidez.
Mar no dijo nada. Se limitó a fruncir los labios con exageración,
provocando que su amiga la zarandeara con impaciencia.
—Pues que creo que el catálogo de otoño va a ser maravilloso —terminó
por decir con picardía.
—Eres imbécil —la regañó Abi con cariño.
—¿De qué habláis? —Sonia se inmiscuyó volviéndose.
—De la sesión de fotos de Abi —repuso Mar risueña.
—¿Las has visto ya?
—Un par que me ha pasado Javi. Son espectaculares.
—No le hagas caso —murmuró Abi sin poder evitar que la vergüenza le
calentara el rostro.
—¡Lo sabía! —afirmó Sonia sin objetividad alguna—. Tienes madera de
modelo.
Iba a protestar de nuevo, pero no tuvo tiempo porque Javier Flores en
persona apareció en la puerta. Como era su costumbre, iba vestido de un
modo peculiar. Llevaba unos pantalones negros anchos y una especie de
chilaba color amarillo con bordados blancos en la pechera. Su pelo rubio,
largo por un lado y muy corto por el otro, refulgía al sol. Lucía también
unas gafas de pasta cuya montura celeste tenía forma de corazón.
—¡Caras conocidas! —exclamó acercándose a ellas y estampando besos
a diestro y siniestro.
—Seguro que ha venido más gente que conoces —dijo Mar.
—Vendrán, pero todavía no han llegado.
—¿Nervioso? —le preguntó Abi.
—Ya no. Hasta hace diez minutos quería tirarme por un puente, pero se
me ha pasado. —Soltó una risa.
—¿Y los modelos?
—Armando Suárez, Sonia López y Hugo Ferrer han confirmado. Los
demás no sé si vendrán.
Por eso había acudido la prensa y había tanta gente arremolinada junto a
la puerta. Armando Suárez y Sonia López eran los actores más populares
del momento, y Hugo Ferrer era un cantante de un conocido grupo de
música.
—¡¿Armando Suárez va a venir?! —chilló Sonia—. ¿Por qué nadie me
ha dicho nada?
Su pregunta se ganó una risa generalizada. Abi le pasó un brazo por
encima de los hombros con fingida actitud consoladora.
—Me van a entrevistar —murmuró Javier Flores señalando a una pareja
de mujeres que se acercaban. Una de ellas llevaba una cámara y la otra un
micrófono—. Nos vemos dentro. Pasadlo bien.
Se despidieron de él y continuaron avanzando. Abi se rezagó un tanto y
se puso a la altura de Daniel.
—Es peculiar —le dijo él en voz muy baja.
—Un poco, pero es encantador. Me ha tratado muy bien.
—Parece interesante.
—¿Interesante amorosamente hablando o interesante en plan superficial?
—Le dio un codazo en el costado.
—No intentes liarme con nadie. Soy feliz en mi soltería —la amenazó
con una sonrisa ladeada.
—No podría liarte con él aunque quisiera. Es hetero. Está casado y tiene
tres hijos.
—¿Ves? Todos los buenos están pillados —bromeó él guiñándole un ojo.
—Bah —rechazó ella—. A ti te gustan todos.
—Pues es verdad —admitió—. Promiscuidad es mi segundo nombre.
No pudieron seguir hablando porque habían alcanzado la puerta y Abi
tuvo que agarrarse con firmeza al brazo de Daniel para poder ascender los
dos escalones que llevaban al interior de la sala. En silencio, maldijo la
elección de aquella falda. Era preciosa, sí, pero poco práctica en su
estrechez. Sin embargo, estaba tan feliz de haber alcanzado la talla cuarenta
y dos y haber cabido en ella —después de varios meses de dieta—, que el
esfuerzo había merecido la pena, aunque tuviera que ir andando con pasitos
cortos. Se sentía guapa y segura de sí misma con esa ropa.
Atravesaron el corredor y se abrieron paso entre la gente para poder
acceder a la sala principal. La única iluminación de la estancia eran los
focos que se dirigían a las impresionantes fotografías que colgaban de las
paredes grises, quince en total y de un tamaño bastante generoso, de unos
seis metros por cuatro. Blancanieves, Cenicienta, Alicia en el País de las
Maravillas, Caperucita Roja, la Bella Durmiente, el Soldadito de Plomo y
los protagonistas de unas cuantas fábulas más, o al menos la libre
interpretación que Javier Flores había hecho de ellas.
Había mucha gente y terminaron por separarse. Abi se quedó con Daniel,
que no le había soltado la mano, y juntos avanzaron hacia el fondo,
esquivando las gruesas columnas que adornaban el centro de la sala.
—Oh... —Ella suspiró deteniéndose frente a la imagen que mostraba a
Sonia López como la madrastra de Blancanieves. La guapa actriz iba
vestida con un traje negro y vaporoso mientras se peinaba el larguísimo
pelo rojizo frente a un espejo que parecía cobrar vida y hablarle—. La foto
es preciosa. Me encanta.
—Es muy original —murmuró Daniel a su lado.
—Javi es un fotógrafo incre...
Un rudo empujón en su brazo la llevó a interrumpirse.
—Perdón —susurró la causante del encontronazo alzando una mano en
actitud de disculpa.
Abi giró la cabeza para decirle que no pasaba nada, pero la voz se le
quedó atascada en la garganta al descubrir una figura alta al otro lado de la
sala, junto a la entrada. Un hombre con el pelo castaño claro vestido con un
sobrio traje gris que le daba la espalda. Su corazón se detuvo un par de
segundos como ya le había pasado en la calle, sin embargo, apenas tuvo
tiempo de seguir contemplándolo porque un grupo de personas se interpuso
en su campo de visión. Cuando se apartaron el hombre había desaparecido.
¡No podía ser verdad!
—¿Abi?
La voz de Daniel a su lado la llevó a volverse con brusquedad.
—¿Sí...? —respondió con un tono estrangulado.
—¿Pasa algo?
—No... No pasa nada —mintió.
Daniel la miraba con preocupación y el ceño fruncido. Su respuesta no
pareció haberlo convencido.
—De verdad que no me pasa nada —insistió ella mientras el corazón
trataba de escapársele de la boca.
—Estás muy rara hoy —masculló él.
Le lanzó una sonrisa nerviosa y apretó su mano, tirando de él hasta la
siguiente fotografía, una de Caperucita Roja, pero el rojo color de la
caperuza y del vestido azul de la modelo que acariciaba el pelaje blanco de
un lobo se desdibujaron en su cabeza. Su concentración estaba en otro sitio;
seguía inmersa en la figura alta y poderosa. Era del todo imposible que
aquel hombre trajeado fuera Zeta y, sin embargo, la sensación premonitoria
que tenía en la base de la nuca era muy muy real.
Mientras avanzaban contemplando las fotos, todas ellas espectaculares y
maravillosas, no pudo evitar que sus ávidos ojos recorrieran la sala a
hurtadillas de tanto en tanto.
No podía ser Zeta.
No quería volver a verlo.
¿O sí?

Zeta

¿Quién era el tipo ese que sostenía la mano de Abi todo el tiempo? ¿Sería
aquel su jefe? ¿Ese que su hermana le había dicho que tenía una relación
especial con ella?
Protegido por la sombra de una de las gruesas columnas que daban su
nombre a la sala, observó al hombre durante unos segundos, calibrando su
importancia. Era atractivo, de eso no había duda. En la treintena, elegante y
agradable. Y parecía estar muy pendiente de Abi. Su sonrisa al dirigirse a
ella era muy afectuosa.
Aparentaba ser un digno competidor.
Apretó la mandíbula con firmeza y desechó aquella idea de su cabeza,
centrándose solo en ella. Cada vez que se abría un hueco entre las personas
que pululaban por el recinto y su línea de visión se aclaraba, aprovechaba
para beberse su imagen.
Estaba preciosa, aunque algo más delgada que la Abi que él recordaba;
incluso más delgada que la mujer del escaparate de Alluring. Era obvio que
había perdido peso en los últimos meses, si bien su exuberante figura y sus
opulentas curvas seguían estando muy presentes. Eran innatas en ella.
La había visto por primera vez hacía unos quince minutos en la calle.
Mentiría si dijese que su presencia no lo había descolocado, a pesar de que
estaba preparado para ese reencuentro. Según la vio acercarse, andando con
pasos cortos debido a la estrechez de la falda que lucía, los latidos de su
corazón interpretaron un rápido solo de batería. Sus ojos se clavaron
ansiosos sobre su rostro y tuvo que apretar los puños con fuerza para no
apresurarse a ir a su lado como un adolescente descerebrado.
Un autobús acudió a rescatarlo interponiéndose en la trayectoria de su
mirada y de sus pensamientos, ocultándolo de ella.
Dejó escapar el aire que retenía en los pulmones con alivio.
Abi no lo había visto.
Mejor.
Quería ser dueño de todos sus sentidos en el primer acercamiento.
En ese mismo instante sus ojos claros chocaron con otros ojos mucho
más oscuros por encima de las cabezas de los asistentes a la exposición. Lo
observaban inquisitivos desde la distancia.
Hizo un gesto con la cabeza para tranquilizar a su hermana. Úrsula elevó
una ceja con escepticismo antes de darse la vuelta y alejarse camino de otra
de las fotos junto a una de las amigas de Abi. Zeta creía recordar que se
llamaba Sonia, aunque no estaba muy seguro.
Su atención retornó a Abigail, que continuaba admirando las fotos de la
mano de su jefe. Se estaba riendo de algo que él le había dicho y se atusaba
el pelo con la mano derecha, recolocándoselo sobre los hombros.
Un recuerdo fugaz de la suavidad de esa melena deslizándose por la
palma de su mano le provocó un hormigueo en los dedos. Entornó los
párpados y cogió aire con fruición.
Tenía que abordarla a solas.
Solo que no sabía si iba a ser posible.
Demasiada gente, demasiado ruido.
Quizá había sido una pésima idea acudir a aquella exposición.
«No —se dijo con convicción—. No ha sido una mala idea. Ha merecido
la pena verla, aunque solo sea desde la distancia.»
Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando ella se desasió del
tipo y le susurró algo al oído. Acto seguido se abrió paso entre la gente,
alejándose.
La esperanza creció dentro de Zeta.
Ella se dirigía hacia el fondo de la sala. Un pequeño rótulo luminoso
indicaba que los aseos se encontraban allí, detrás de un tabique oscuro que
no llegaba al techo.
La siguió, zigzagueando entre los corrillos de personas, pero cuando
accedió al estrecho corredor Abi ya había desaparecido.
Echó un vistazo a su alrededor. Unas luces led encastradas en el suelo
eran la única fuente de iluminación del pasillo. Había dos puertas frente a
él, la primera correspondía al aseo de caballeros; la segunda, al de señoras.
Al fondo, a unos cinco metros de donde se encontraba, una planta artificial
decoraba la pared justo bajo una fotografía en blanco y negro de unas
figuras geométricas.
Tuvo que hacerse a un lado y pegarse al tabique para dejar pasar a dos
mujeres que abandonaban los aseos. Los sonidos de las conversaciones
llegaban con nitidez hasta él y las personas pasaban por la entrada del
pasillo intermitentemente. La privacidad allí era más bien escasa, pero
tampoco podía ser muy exigente.
Se sentía como un acosador, apostado entre las sombras, así que se
detuvo junto a la planta fingiendo observar la fotografía con interés.
El corazón le latía con fuerza.
Apenas un minuto después la puerta del aseo de señoras se abrió y, por el
rabillo del ojo, pudo ver una mancha rosa y azul que lo abandonaba. No lo
pensó demasiado; se acercó a ella y le sujetó la muñeca.
Lo primero que le llamó la atención fue la suavidad de su piel, que le
penetró hasta los huesos. Lo segundo, la fragancia de su perfume, sutil y
ligera. Controló el impulso de aspirar con ansia para llenarse de su aroma.
Sus ojos la recorrieron de arriba abajo en una fracción de segundo. Estaba
algo pálida, pero seguía igual de preciosa que siempre. Sus labios
sonrosados le lanzaron un dardo al corazón y las ganas de besarla
adquirieron la fuerza de un tornado en su interior.
Se controló a base de voluntad y mantuvo su entereza.
No sabía lo que esperaba. Quizá que Abi lo rechazara, que tratase de
soltarse o que protestara con firmeza, pero nada de eso sucedió. Pudo sentir
la laxitud de su brazo y, cuando sus ojos se posaron sobre su rostro, la
indiferencia que se mostraba en él le arrebató el aliento.
—Zeta —dijo ella con un tono de voz lleno de hielo.
Ni siquiera parecía sorprendida.
—Abi, yo...
Se interrumpió porque repentinamente no sabía qué decir. Había
planeado ese encuentro con antelación. Lo había visto en su cabeza cientos
de veces, pero en ninguna de sus recreaciones ella reaccionaba como lo
estaba haciendo en ese instante, con esa impasibilidad casi insultante.
—¿Puedes soltarme? —preguntó con suavidad dirigiendo la mirada
hacia la mano de él, que seguía rodeando su muñeca.
Lo hizo. La soltó.
Ella ni siquiera hizo amago de irse. Se limitó a mirarlo con esos ojos
preciosos y profundos, apenas sombreados por la penumbra del pasillo.
Vacíos.
Zeta tragó saliva e intentó recuperar su aplomo, maldiciendo en silencio
su zozobra. ¿Desde cuándo se sentía tan inseguro delante de una mujer?
No. No era una mujer cualquiera. Era Abi.
—Tienes buen aspecto —acertó a decir. Y se quedó corto. Estaba
hermosa.
Ella tardó en contestar.
—Gracias. Tú también.
La conversación se vio interrumpida por un hombre que se adentraba en
el pasillo camino del aseo de caballeros. Ambos guardaron silencio
tácitamente hasta que desapareció.
—Abi, yo... Me gustaría...
De nuevo hubo de callarse porque dos chicas se acercaron al aseo de
señoras.
Zeta dejó escapar un suspiro exasperado. Quizá ese pasillo no fuera el
mejor lugar para tener una charla. La contempló y se percató de que ella no
había variado su expresión. Permanecía impasible y sus facciones se
mostraban cinceladas en piedra.
—Quiero pedirte disculpas.
Le costó decirlo. Si bien llevaba mucho tiempo queriendo hacerlo, ahora
que la tenía delante nada estaba resultando tan fácil como había pensado.
Abigail le regaló una sonrisa al oírlo. Una sonrisa anodina. Zeta jamás
había visto una sonrisa tan fría y carente de emociones. La mujer que se
encontraba frente a él nada tenía que ver con la que él recordaba.
—¿Pedirme disculpas? —murmuró aquella extraña con serenidad antes
de sonreír con cinismo—. ¿Algo más? —inquirió después de una breve
pausa.
En ningún momento había dejado de mirarlo, como si no le costara nada
enfrentarse a él.
Zeta cogió aire llenándose los pulmones. Estaba descolocado. Su actitud
lo confundía. ¿De verdad no le importaba nada que él estuviese ahí, frente a
ella? ¿No le guardaba ni un poquito de rencor? ¿Había olvidado
completamente lo que él le hizo?
Él no lo había hecho.
—Lo que pasó entre... —comenzó, pero se detuvo al ver que ella alzaba
la muñeca y ojeaba su reloj de pulsera con apatía—. ¿Abi?
—Ha sido una gran sorpresa encontrarte aquí hoy. Me alegra ver que te
va bien. Pero he venido con unos amigos y me estarán esperando. Si me
disculpas...
Hablaba de forma monótona y anodina, desprovista de interés, y Zeta se
sintió como un insecto insignificante.
—Espera... —musitó, y la súplica que resonó en esas tres sílabas lo
asqueó.
Ella estaba a punto de darse la vuelta y marcharse, pero al oírlo detuvo
sus pasos.
—Tenemos que hablar —masculló él.
—¿«Tenemos»? —Había agudeza en su tono.
—Sí. Tú y yo.
—¿Tú y yo? —repitió soltando una risa seca—. Con sinceridad, Zeta,
creo que entre tú y yo está todo dicho. No hay nada que yo quiera hablar
contigo, y creo que no hay nada que tú puedas querer decirme que me
interese lo más mínimo.
Pronunció esas palabras con suma calma e incluso dulzura. No obstante,
ni siquiera su suave entonación pudo limar la aspereza que se desprendía de
ellas.
Él no tuvo tiempo de responder porque la puerta del aseo de caballeros
se abrió y el hombre que antes había accedido a él lo abandonó. Solo un par
de segundos después sucedía lo mismo con el baño de señoras, y las dos
chicas de hacía un rato salieron también al pasillo.
—¡Joder! —soltó Zeta.
Aprovechando su desconcierto, Abi se dio la vuelta y se alejó. El suave
movimiento de su cadera y el ondular de su cabello sobre sus hombros se le
incrustaron en las retinas mientras la seguía con los ojos entrecerrados hasta
que se internó de nuevo en la sala y desapareció.
Cogió una bocanada de aire y cerró los puños con desmayo. Nada había
salido como lo había planeado.
«¿Qué esperabas?», se recriminó en silencio.
Se volvió con brusquedad y contempló la foto que colgaba de la pared
mientras trataba de serenar sus pensamientos. Con las manos hundidas en
los bolsillos del carísimo pantalón de su traje, resopló al tiempo que dejaba
caer la cabeza hacia delante. Sus dedos rozaron el pasador de pelo con
suavidad y eso le infundió calma. Frunció el ceño. Habría preferido que ella
le gritara o le reprochase su presencia en aquella exposición. Eso le habría
dejado margen de maniobra para pedirle perdón y le habría dado la opción
de explicarse, pero esa frialdad...
—Mierda —farfulló.
Abi estaba en todo su derecho de tratarlo como quisiera. Lo que él le
había hecho era imperdonable. Se merecía toda su indiferencia.
Habiéndose ganado las miradas curiosas de algunas personas más que
deseaban ir al aseo y sintiéndose como un imbécil en aquel oscuro corredor,
decidió retornar a la sala.
Lo primero que hizo en cuanto se mezcló con la gente fue buscarla. A
pesar de las docenas de personas que se agolpaban frente a los cuadros y
que caminaban por el recinto ocupando cada hueco libre, no le resultó
difícil hallarla. Era como si su persona lo atrajese como un imán. Estaba
frente a la fotografía de la fábula de El flautista de Hamelín. Se agarraba
con firmeza al brazo del tipo con el que había acudido allí y le susurraba
algo al oído. Él inclinó la cabeza y las mejillas de ambos se encontraron. La
intimidad entre ellos era muy evidente.
Zeta no pudo evitarlo. Sus pies lo llevaron a acercarse. Se detuvo a solo
un par de metros de distancia y, con la mandíbula apretada, clavó las
pupilas en el rostro de ella, ignorando a su acompañante por completo.
Abi, como si su instinto la hubiera avisado de su presencia, giró la cara
ligeramente. Sus miradas se encontraron durante una milésima de segundo
antes de que ella se volviera y lo ignorase.
Lo siguiente que sucedió hizo que a Zeta le entraran náuseas.
Los labios de Abi y aquel desconocido se encontraron. Compartieron un
beso dulce y lento, cargado de afecto y de promesas. Después se miraron a
los ojos con intensidad, como si tuvieran mil cosas que decirse.
Zeta gruñó.
Después de eso Abi y su compañero dieron media vuelta y, de la mano,
se dirigieron hacia donde estaba el resto de su grupo; intercambiaron unas
cuantas palabras con ellos y, unos segundos después, se encaminaron hacia
la salida y abandonaron la exposición.
Zeta no sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando notó una
presencia a su lado. No tuvo que girar la cara para saber de quién se trataba.
—¿Estás bien? —le preguntó su hermana.
—Estoy bien —repuso.
—No lo parece.
Se encogió de hombros.
—¿Has podido hablar con ella?
La pregunta llegó susurrada. Úrsula parecía esforzarse porque nadie se
diera cuenta de que estaban hablando entre ellos. Fingía contemplar una
foto y apenas movía los labios.
—Poco.
—Ya has visto que está con él, ¿no? No deberías interferir.
Zeta no dijo nada. Hacía días que le había contado todo lo que había
ocurrido con Abigail a su hermana, y también le había confesado que quería
recuperarla.
—Me voy a ir —informó al cabo de unos segundos, ignorando la última
frase de Úrsula.
—Llámame —murmuró ella dándose la vuelta.
Contempló su retirada por el rabillo del ojo. Él mismo no tardó en
alejarse y atravesar la sala camino de la salida. Junto a la puerta de acceso
se arremolinaban los periodistas y unas cuantas docenas de personas.
Aparentemente uno de los actores que habían participado en la exposición
acababa de hacer acto de presencia. Ignorando al gentío que se apiñaba en
torno al tipo, abandonó el recinto y salió a la calle.
El cielo ya se había teñido de oscuro, pero la temperatura no había
descendido ni un grado. Hacía calor.
Había dejado su coche a unas cuantas calles de allí. Echó a andar en esa
dirección mientras los pensamientos bullían en su cabeza.
Abi estaba tan hermosa como la recordaba.
No, mentira, en realidad estaba mucho más preciosa que antes.
Su simple cercanía lo había agitado y había conseguido que la sangre se
le acelerase en las venas. Las ganas de dar un paso al frente y estrecharla
entre sus brazos lo consumieron durante los segundos que estuvo frente a
ella en aquel oscuro corredor.
Tenía que recuperarla.
Como fuera.
«No deberías interferir.»
Las últimas palabras de su hermana tenían lógica y eran muy coherentes.
¿Qué tipo de persona se interponía en una relación de pareja?
Un cabrón, sin duda.
Y él lo era.
Capítulo 31

Abigail

Daniel había estado maravilloso. Perfecto, en realidad. Sin preguntar nada,


se había limitado a hacer lo que ella le había pedido. Solo había tenido que
decirle «Bésame» frente al cuadro del Flautista de Hamelín mientras notaba
la mirada de Zeta clavada sobre su persona, y él lo hizo. Después, cuando le
comentó que quería abandonar la exposición, él le tomó la mano y la sacó
de allí.
No había cuestionado ni uno solo de sus actos hasta que estuvieron a
solas dentro de su coche.
—¿Me vas a decir ahora lo que está pasando?
Abi lo miró de soslayo. Él tenía la vista fija en el espejo retrovisor
mientras maniobraba para sacar el vehículo de la plaza del parking
subterráneo.
Tardó unos tres minutos en contestarle. Lo hizo cuando ya se
encontraban en el exterior y enfilaban la amplia avenida que llevaba hacia
la autovía de circunvalación.
—¿Recuerdas que te hablé de Zeta? —La voz le salió entrecortada, algo
que no le gustó nada.
—¿El tío ese que se burló de ti hace un par de años?
Apretó la mandíbula al oírlo decir eso. No eran palabras muy agradables,
a pesar de ser incuestionables. Daniel sabía todo lo ocurrido con Zeta. Una
noche de hacía meses, durante una cena en la que ambos bebieron de más,
ella le confesó su triste y patética historia.
—El mismo —admitió—. Estaba hoy en la exposición.
Él no dijo nada. Parecía muy concentrado en la conducción.
—¿Has hablado con él? —terminó por preguntar al cabo de un rato.
—Sí. Me ha abordado en la puerta del aseo.
Cerró los ojos y recordó el instante.
Zeta estaba increíble. El traje gris que llevaba, la camisa de rayas y la
corbata granate destilaban una clase y una sobriedad que no había esperado
en él. Sin embargo, y a pesar de su elegancia, su rostro seguía siendo el
mismo de entonces. Ese de actor de cine que ya la conquistó en el Ambigú.
Su mentón cuadrado, sus labios generosos y su nariz casi perfecta salpicada
por esas insolentes pecas. Quizá las líneas de expresión alrededor de su
boca y su frente y las arrugas en torno a sus ojos eran más marcadas, pero el
impresionante color océano de estos seguía siendo el mismo. Su corte de
pelo también era diferente; ya no llevaba el flequillo tan largo como hacía
dos años.
Lo que no había cambiado en absoluto era el efecto que tenía sobre ella.
Había necesitado hacer uso de toda su fuerza de voluntad para mantenerse
firme e indiferente. Emocionada y al borde de la histeria, había aguantado
el tirón sin desmoronarse hasta que había podido huir y darle la espalda.
—¿Y...?
El monosílabo de Daniel la sacó de su abstracción. Carraspeó un par de
veces.
—Me ha pedido perdón... —soltó titubeante. Todavía no terminaba de
creérselo.
Un resoplido sarcástico fue la respuesta.
Giró la cabeza y estudió el perfil de su compañero. Tenía los labios
fruncidos, llenos de incredulidad. Ella se sentía igual de escéptica que él.
—¿Perdón? ¿Y tú qué le has dicho? Espero que lo hayas mandado a la
mierda.
—Más o menos. He sido un témpano de hielo. Le he dicho que me
dejara en paz, que no teníamos nada más de que hablar.
—¿Y lo del beso a qué ha venido?
Abi hundió la cabeza entre los hombros y soltó un suave gemido.
«Eso, Abi, ¿a qué ha venido lo del beso?»
—Soy una imbécil —murmuró al cabo de unos instantes.
—¿Qué pasa? ¿Estaba mirándonos y querías darle celos? —Había un
tinte de sorpresa en la voz de Daniel.
Abi volvió a gemir y enterró la cara en las manos.
—No lo sé. Sí, bueno... No quería darle celos ni nada. O sí. No tengo ni
idea —masculló frustrada—. Es solo que me estaba mirando con tanta
presunción como si él y yo... No sé... He actuado por instinto.
—Pero ¿todavía sientes algo por él? Creía que habías pasado página. A
fin de cuentas, se comportó como un gilipollas.
Abi giró la cara y miró por la ventanilla, estudiando las luces de los altos
edificios que flanqueaban la autovía.
—Yo también creía que había pasado página —reconoció.
En el cristal pudo ver el rostro de Daniel, que se giraba en su dirección.
Lo oyó suspirar.
—¿Quieres seguir hablando del tema o corremos un tupido velo?
—Si prefiero el velo, ¿me vas a odiar?
—Tanto como odiar... Pero al menos deberías contarme un poco más.
Esta noche me has utilizado y has estado a punto de poner en peligro mi
homosexualidad con la miel de tus labios...
A ella se le escapó una risa.
—¿Tan bien beso?
—Eres una diosa —repuso con sorna—. Ahora en serio, ¿quieres que
cenemos algo por ahí?
—Pero ¿tú no habías quedado esta noche con un tipo de esos que
conociste en internet?
—Tú eres más importante —aseguró.
—Te agradezco que digas eso. Yo también te amo con locura, pero creo
que ahora mismo no sería una buena compañía. Prefiero irme a casa.
En cuanto pronunció esa frase, él puso el intermitente y cambió de carril.
—Tus deseos son órdenes para mí, princesa.
Ella le lanzó una sonrisa agradecida. No se podía tener mejor amigo que
Daniel. En momentos como ese, en los que le apetecía estar sola y perdida
en sus propios pensamientos, era el acompañante ideal. Mar y Sonia la
habrían acribillado a preguntas. Ya lo habían hecho en la exposición cuando
les dijo que se marchaba. Apenas pudo zafarse de su interrogatorio. Sabía
que lo hacían con buena intención, pero a veces necesitaba no tener que dar
explicaciones. Primero debía llegar a un acuerdo con sus emociones antes
de poder responder a ciertas cuestiones.
Solo diez minutos después el Audi se detenía en una zona de carga y
descarga a unos cincuenta metros de su portal. Daniel apagó el motor y se
dio la vuelta. Sus iris oscuros apenas destacaban en la penumbra; no
obstante, era evidente que la observaban con preocupación.
—¿Estás segura de que no quieres que cenemos algo?
Ella negó con la cabeza con firmeza.
—Punto uno, no quiero estropearte la cita. Punto dos, me apetece estar
sola. Y...
—Punto tres —la interrumpió él—, me llamas si necesitas desahogarte.
—Te llamo mañana.
—O esta noche.
—Mañana. Odiaría interrumpirte mientras estás con alguien.
—Por ti sería capaz de dejarlo desnudo y preparado, boca abajo en la
cama y a punto de...
—¡Demasiada información! —exclamó Abi llevándose las manos a los
oídos y fingiendo estar escandalizada mientras abría la portezuela del coche
y lo abandonaba.
Daniel le lanzó un beso al que ella correspondió de igual manera. Él no
tardó en arrancar y alejarse, agitando la mano mientras lo hacía.
Abi se dirigió a su portal con una mueca divertida. Daniel siempre
conseguía sacarle una sonrisa. Incluso lograba que se olvidara de sus
problemas.
Problemas que retornaron en cuanto se vio sola de nuevo.
Suspirando, subió el tramo de escalera hasta la primera planta y accedió
a su vivienda. Cuando cerró la hoja de madera a su espalda, la expresión de
su cara no tenía nada de alegre.
El rostro de Zeta revoloteaba por su mente.
Y no solo su rostro. Su cuerpo embutido en aquel traje, sus palabras y su
mímica...
—Mierda.
No se molestó en desnudarse. Ignorando la incomodidad de su falda o de
sus zapatos de tacón, se dejó caer en el sofá.
Tenía un nudo en el pecho.
¿Por qué estaba Zeta en aquella exposición? ¿Estaba allí por ella?
No, no podía ser verdad. Eso era absurdo.
Hacía casi dos años que no había vuelto a saber nada de él y, de pronto,
se presentaba así frente a ella. Tenía que ser una casualidad.
Sí. Casualidad.
Era del todo imposible que él la hubiera buscado. Y mucho menos
después del modo en que se comportó con ella la última vez que se vieron.
Recordaba aquella noche en la suite del Cienvillas con suma angustia.
Recordaba la humillación que sintió al ver la cara llena de desdén de la
novia de Zeta.
Recordaba cómo se había ido del hotel, andando con dificultad mientras
la lluvia la empapaba y las gotas se mezclaban con las lágrimas que se
desprendían de sus ojos.
Recordaba el dolor que se le afianzó en las entrañas y que la llevó a
deambular durante horas por las calles.
Boqueó unas cuantas veces tratando de coger aire como un pez fuera del
agua y notó el picor detrás de sus párpados cerrados.
No iba a llorar, se dijo. No iba a hacerlo.
No quería volver a revivir el desconsuelo y la pesadumbre de aquella
noche de octubre. No quería volver a pasar por eso, pero el encontronazo
con Zeta había resucitado todos aquellos horribles sentimientos que ella
creía ya olvidados y enterrados para siempre.
¿Cómo era posible que tanto tiempo después aquello siguiera doliéndole
así? ¿Y por qué lo de Zeta le había afectado tanto? Ni siquiera lo que pasó
con Nico consiguió derrumbarla más allá del par de meses que pasó
hundida en la autocompasión. ¿Por qué, entonces, ese niñato imbécil la
había dejado tan rota?
Se irguió con violencia y pegó un golpe con el puño a uno de los cojines
de lunares que adornaban el sofá. Le ardían los ojos.
—¡No llores! —se ordenó a sí misma entre dientes.
Cogió aire por la nariz y lo expulsó por la boca, intentando ahuyentar los
amargos recuerdos.
Zeta no podía tocarla. Ella estaba muy por encima de él. Lo tenía
superado.
Además, no iba a volver a verlo. Había sido un momento único y puntual
que no iba a repetirse.
No iba a consentir que un simple encontronazo de cinco minutos la
desequilibrara, porque tenía una vida perfecta. Un piso nuevo al que se
había mudado hacía seis meses. Un trabajo fantástico en el despacho de
abogados de Daniel. Seguía posando esporádicamente. Tenía amigos
maravillosos y una familia estupenda. Su hermana, sus sobrinos...
«Entonces, ¿por qué te han temblado las manos y se te ha acelerado el
corazón? ¿Por qué te ha invadido el anhelo al verlo?»
—¿Qué anhelo? —Resopló—. Ha sido la sorpresa. Solo eso. —Su voz
reverberó contra las paredes del salón. No quiso analizar por qué sonaba tan
insegura y sin aliento.
Se hizo pequeñita en una esquina del sofá. Aunque ya había pasado más
de una hora desde el encuentro, todavía podía sentir el calor de la mano de
Zeta sobre su piel. Él siempre acostumbraba a tener las manos calientes.
Ella tendía a confundirse y terminaba por creer que la temperatura corporal
era un indicativo de la temperatura del corazón de las personas. La vida le
había mostrado que aquello no era así.
¡Qué tonta había sido al sacar conclusiones precipitadas!
¡Y qué tonta era por estar fustigándose en ese instante!
Furiosa consigo misma, se incorporó y se quitó los zapatos. De un
puntapié los mandó al otro lado del salón. Después se desabrochó la falda y
la dejó caer al suelo. Hizo lo mismo con la blusa. No solía ser tan
descuidada con su ropa, pero se encontraba en un extraño estado de ánimo,
a caballo entre la melancolía y el enfado. Estaba agotada.
Y así, solo con las bragas y el sujetador —un conjunto precioso de color
malva—, se detuvo en el centro de la estancia.
Sentía una gran pesadez en el cuerpo. Quería dormir, pero al mismo
tiempo deseaba mantenerse despierta hasta el amanecer. Estar sola y ser
consolada por alguien. Que la dejaran en paz y la ignorasen; que se
preocuparan por ella y le hiciesen mimos. Todos esos sentimientos
ambivalentes convivían en su interior, se mezclaban y se fundían los unos
con los otros.
Solo había una cosa que le apetecía hacer en ese momento.
Se acercó a la estantería y pasó los dedos por los DVD de la balda
superior hasta llegar al de Love Actually.
Se mordió el labio inferior indecisa. Sabía que aquello no la iba a llevar
a ningún sitio bueno.
Con brío, dio media vuelta y se dejó caer sobre el sofá. Tomó el mando a
distancia y encendió el televisor. La cara de un jovencísimo Bruce Willis
apareció en la pantalla. Debía de ser la primera parte de La jungla de
cristal. Sus ojos fueron de nuevo hacia el DVD de la estantería con morriña,
pero los apartó deprisa.
Ella ya no era la Abi del pasado.
Capítulo 32

Zeta

Se sintió como transportado al pasado cuando pisó el Ambigú aquella


noche. Hacía dos años que no iba por allí, desde que conoció a Abi, la
noche de la apuesta. Por eso no lo sorprendió aquella extraña sensación de
déjà vu que se le afianzó en las tripas.
El lugar estaba igual que él lo recordaba: mucha gente en la pista
bailando o simplemente pululando por ahí, las barras abarrotadas y la
misma decoración, aunque la escasa iluminación de neones azulados
dificultaba poder distinguir demasiado.
Se sacó el móvil del bolsillo y le echó una ojeada al mensaje que le había
enviado su hermana hacía media hora.
Estamos en el Ambigú. En la terraza.

Se acercó a una de las barras y se pidió un Johnnie Walker Blue.


—Es la botella —le dijo la camarera, una rubia con generosa delantera,
alzando la voz para hacerse oír por encima de la estridente música.
—Lo sé —repuso alargándole su tarjeta de crédito—. Ponme uno ahora
y luego vendré a buscar más. Quédate con mi cara.
Una vez que tuvo el vaso en la mano y hubo pagado, sus pies lo llevaron
hasta la cristalera que separaba el interior del local de la terraza. Sus ojos
escanearon la zona hasta que dio con lo que andaba buscando.
¡Ahí estaba!
Quizá las demás se habían ido a bailar, porque solo Abigail y Úrsula
estaban allí, en la misma mesa alta en la que él la había visto por primera
vez.
—Las casualidades que tiene la vida —masculló antes de darle un trago
a su copa.
Las observó durante unos instantes. Apenas se fijó en su hermana. Toda
su atención se centraba en Abi, que estaba espectacular (aunque su
objetividad era nula cuando se refería a ella); lucía un entallado vestido de
color crema sin mangas que le sentaba como un guante, con un bordado en
tonos rojizos en el escote. Llevaba el pelo recogido en una coleta baja que
resaltaba la finura de sus facciones. Y en la mano derecha sostenía un vaso
alto con hielo y un líquido transparente en su interior. Tónica, sin duda.
Aparentemente seguía bebiendo lo mismo.
Estuvo un rato inmóvil, calibrando la situación mientras Aute Cuture de
Rosalía resonaba en el ambiente.
Terminó por teclear un mensaje para su hermana:
Y si te vas al aseo?

Vio cómo Úrsula se quedaba mirando la pantalla de su teléfono absorta.


Luego sus ojos barrieron el local hasta que dio con él. Cuando sus miradas
se encontraron, Zeta le hizo un gesto con la cabeza al que ella correspondió
con uno similar. La vio hablar con Abigail y luego toquetear el móvil.
Una vibración lo avisó de la llegada de un mensaje.
Se va a bailar. Es toda tuya. No te deseo suerte porque no te
la mereces.

Alzó la cara y se encontró con su mirada ceñuda.


Unos días después de la exposición de fotografía Zeta había acudido a
cenar a casa de su hermana y había sido franco con ella. Le había dicho lo
que pretendía hacer. Ella trató de disuadirlo, recordándole que Abi tenía
pareja, pero terminó por claudicar al ver su firme determinación. Prometió
ayudarlo, aunque a regañadientes.
De eso hacía dos semanas. Quince días había tardado Úrsula en
conseguir que Zeta y Abi volvieran a encontrarse.
Él sabía que era su última oportunidad antes de que ella se fuera a visitar
a sus padres y dejase Madrid. Tenía previsto irse de vacaciones al cabo de
un par de días si su hermana estaba en lo cierto.
Abi dejó su vaso sobre la mesa y le dijo algo a Úrsula, que negó con la
cabeza. Luego se puso en movimiento hacia el interior.
Zeta se echó hacia atrás y se camufló detrás de un grupo de chicos para
que ella no se topara de frente con él. Pensaba abordarla por detrás antes de
que llegase a la pista de baile.
Pasó muy cerca de él, a un par de metros de distancia, solo que la
penumbra y el bullicio impidieron que se percatase de su presencia. No
perdió el tiempo. Dejó su whisky sobre la mesa que tenía más cerca y se
situó tras ella. Antes de que pudiera alcanzar el centro del local, donde
bailaba la multitud, la sujetó por la muñeca y tiró de ella hacia el final de la
barra, que parecía más despejado.
Al contrario que el día de la exposición, Abi sí trató de liberar su brazo,
y lo hizo con energía. Una mezcla de enojo y sorpresa oscureció su perfil y
sus ojos lanzaron chispas de indignación cuando se percató de quién era la
persona que la mantenía presa.
—¿Tú otra vez? ¡Suéltame! —barbotó entre dientes.
Él lo hizo, pero la encajonó contra la pared poniendo los brazos a ambos
lados de su cabeza, enjaulándola y pegándose mucho a su cuerpo, de modo
que sus muslos se rozaron.
La música era demasiado estridente para poder mantener una
conversación; no obstante, Zeta no pensaba desaprovechar esa oportunidad.
—¿Puedes salir conmigo a la calle un momento? —le preguntó
inclinando la cara y hablándole al oído.
Ella frunció el ceño. Las luces de neón creaban extrañas formas sobre su
bello rostro.
—No —respondió vocalizando mucho al tiempo que trataba de
empujarlo para que se apartara.
—Vale —claudicó él sin moverse ni un milímetro—. Necesito que me
des cinco minutos, entonces.
—No —repitió ella. Su expresión de enfado se profundizó.
Zeta odiaba suplicar, pero sabía que ella se merecía eso y mucho más.
—Por favor, necesito que me escuches. Es importante.
Abi alzó una ceja con incredulidad y apartó la cara a un lado. Una breve
chispa de indecisión acababa de reflejarse en sus ojos. La suave línea de su
mandíbula se mostró ante Zeta, y el deseo de besarla justo debajo de la
oreja lo hizo salivar, pero se controló. Se jugaba mucho.
—Seré breve, lo prometo. Solo déjame que te diga una cosa.
Ella guardó silencio y se mantuvo inmóvil, pero el movimiento agitado
de sus manos junto a sus caderas denotaba que estaba bastante menos
calmada de lo que pretendía aparentar.
La esperanza de Zeta creció hasta niveles estratosféricos. Al menos ella
no lo había rechazado de pleno. Era una buena señal, ¿no?
—Di lo que tengas que decir. Tienes un minuto.
El júbilo lo embargó.
—Ven conmigo a la calle, donde podamos hablar.
—No.
Resopló con exasperación. El volumen de la música no iba a dejar que
las palabras sonaran correctamente. No era solo lo que tenía que decir, sino
cómo tenía que hacerlo.
—Sal conmigo a la terraza, entonces. Ahí puedes oírme mejor.
La actitud de ella cambió y se mostró calculadora mientras sus ojos se
dirigían hacia allí. Úrsula seguía de pie frente a la mesa.
—Vale —accedió.
Sonrió aliviado. Sabía que Abi había aceptado ir con él porque pensaba
que en la terraza no estaría sola y que su hermana serviría de parapeto en
caso de necesitarla.
Se apartó de ella y le cedió el paso. Ella echó a andar, erguida y bastante
segura de sí misma. Y Zeta extrañó a la mujer torpe de hacía dos años, esa
que le tiró la botella encima.
En el exterior el volumen de la música no molestaba demasiado y las
conversaciones solo eran meros murmullos apagados. La guio hasta la
pared de cañas de bambú del fondo, a unos veinte metros de distancia de su
hermana, y se detuvo junto a un grupo de palmeras enanas. Por el rabillo
del ojo vio cómo Úrsula trataba de disimular trasteando con su móvil,
fingiendo que no los había visto. Bien por ella.
No había tenido tiempo de abrir la boca cuando Abigail le lanzó la
primera pregunta. Se había cruzado de brazos y tenía la espalda rígida.
—¿Cómo sabías que estaba aquí?
—¿Coincidencia?
—¿Coincidencia? —Soltó una risa escéptica—. ¿Y lo del otro día en la
exposición también fue coincidencia? ¿Me estás siguiendo?
—No.
Ella resopló, pero no dijo nada más. Su vista se perdió por el recinto
mientras parecía aguardar a que él continuara hablando.
Estaba preciosa y Zeta la estudió con complacencia durante unos
segundos sin decir ni una palabra. Lucía un maquillaje muy sutil y
veraniego. Poco más que una suave línea oscura en los párpados y un tono
color coral en los labios.
—Tu tiempo se acaba —murmuró con sequedad.
—Lo que te hice no tiene perdón y, sin embargo, aquí estoy, pidiéndote
que me perdones —comenzó con firmeza. No iba a vacilar ahora que por
fin la tenía delante y parecía dispuesta a escucharlo.
—Me has pedido perdón dos veces ya —dijo con exasperación—. Vale,
acepto tus disculpas. ¿Qué más quieres de mí?
—No solo quiero tu perdón. Sé que me porté fatal contigo, Abi. Lo que
te hice fue horrible y...
—¿Horrible? —lo interrumpió mirándolo por fin con indignación—. No
tienes ni idea de lo humillada que me sentí y de lo que me costó
recuperarme... —Se detuvo al darse cuenta de que había hablado
demasiado.
La reacción de ella solo confirmaba lo que él ya había sospechado. Lo
había visto en su ausencia de fotos en Instagram. Las ganas de alzar las
manos y acunarle el rostro con ellas lo invadieron.
—No me mires así —lo increpó ella.
—¿Así? ¿Cómo?
—Como si yo te importase de verdad.
—Es que me importas —confesó con suavidad.
—Vete a la mierda, Zeta. —Pronunció cada palabra con lentitud y sin
mordacidad. Solo sonaba agotada.
Él suspiró. Se lo tenía merecido, sin duda.
—¿Alguna vez intentaste contactar conmigo después de lo que sucedió?
—inquirió ella repentinamente.
—No. Bueno, al menos no al principio. No lo hice porque pensé que
estarías mejor sin mí. La verdad es que estaba muy avergonzado. Me
comporté como un cobarde.
Ella no dijo nada, pero por la expresión de su cara era evidente que
pensaba como él.
—Traté de llamarte al cabo de unos meses, pero ya habías cambiado de
número. —Suspiró—. Mira, Abi, sé que quizá no quieras escucharme y
mucho menos creerme, pero ya que estás aquí y me estás dando esta
oportunidad, voy a decir lo que llevo tiempo queriendo decirte. —Se detuvo
tratando de ordenar sus ideas, pero estas pululaban por su cabeza sin orden
ni concierto, así que se limitó a dejar que su corazón marcara el ritmo de las
frases—. Ya sabes cómo nos conocimos y lo de la tonta apuesta. En un
primer momento no me tomé en serio lo que podía haber entre tú y yo, pero
después el tiempo fue pasando y comenzaste a ser muy importante para mí.
Mucho —añadió—. Solo que por aquel entonces yo tonteaba con...
Verónica. Teníamos una relación bastante abierta. Ella hacía lo que quería y
yo también. Ya lo sabes.
La mueca que acudió al rostro de Abi fue muy esclarecedora. Estaba
cargada de desdén.
—Sí, sé que esto no me presenta en la mejor luz. —Volvió a suspirar
llevándose una mano a la cara y acariciándose el mentón—. Era un cabrón
que se acostaba con cualquiera. Lo sé. Pero eso solo fue hasta que te conocí
a ti.
Ella negó con la cabeza con escepticismo y se cruzó de brazos en una
postura defensiva; no obstante, siguió guardando silencio.
—¿Recuerdas aquella noche en el Cabin, cuando te dije que quería
exclusividad? Era cierto. Quería estar solo contigo.
—¿Te refieres a la noche en la que te tiraste a tu novia?
Zeta cerró los ojos un instante al sentir aquel dardo envenenado
penetrándole en las entrañas.
—¡Joder! No voy a justificar lo que hice porque creo que no tiene
justificación. Ya te he dicho que era un cabronazo.
—Te casaste con ella, ¿verdad?
—Sí —reconoció—. Pero no porque yo quisiera —se apresuró a añadir
al ver que Abi daba un paso a un lado—. Hubo un problema familiar y me
vi obligado a hacerlo.
—¿Obligado? ¿A punta de pistola? ¿Como en el siglo XIX? —Sus
palabras estaban impregnadas de sarcasmo.
Quería contarle a Abi todo lo que había sucedido con su familia para que
ella tratara de entenderlo, pero eso no era lo más importante.
—Ya sé cómo suena. Suena patético, pero es así.
Aquello era más difícil de lo que había pensado. Se llevó las manos al
pelo y se lo revolvió con nerviosismo. Decidió cambiar de tema.
—Lo que pasó aquella noche en el hotel Cienvillas...
—¡Ni lo menciones! Ni se te ocurra mencionar esa noche.
—Vale, vale —dijo mientras alzaba las manos en el aire—. Solo quiero
decirte que fui un jodido egoísta y que únicamente pensaba en mí. Pero he
cambiado. De veras. He vuelto y quiero redimirme. Quiero que tú...
—No sigas por ahí.
—Mi matrimonio ha sido una farsa, Abi. Una farsa que ha durado hasta
que Verónica por fin ha conocido a una persona con la que de verdad quiere
estar y ha accedido a concederme el divorcio —confesó.
—Pues si eso es lo que quieres, me alegro por ti —repuso ella con
sequedad y hermetismo.
—No. Lo que de verdad quiero es... estar contigo. —Hizo una pausa con
un titubeo—. Quiero... que me des otra oportunidad.
—¿Otra oportunidad?
Ella rompió a reír. No fue una risa agradable ni divertida, sino irónica y
cargada de amargura. Y verla así, tan cínica y llena de disgusto, no le
agradó en absoluto. Saber, además, que él era el causante de ello le revolvió
las tripas. ¿Qué esperaba? ¿Que Abi lo mirase a los ojos y lo perdonase?
—Joder... —masculló—. Hablo en serio.
Extendió la mano y la posó en su antebrazo. Su piel era suave y cálida.
Ella no se apartó, pero lo miró como si no estuviera en sus cabales, con los
labios fruncidos y las aletas de la nariz dilatadas.
Envalentonado por su actitud pasiva, la sujetó por los hombros y agachó
la cabeza, clavando las pupilas en las de ella y perdiéndose en el color
ambarino de sus iris. Ni siquiera sabía si lo que iba buscando era un beso,
pero estaban tan cerca que el aroma de su champú lo alcanzó. Justo cuando
sus labios estaban a punto de encontrarse, pudo sentir la suavidad del dedo
índice de ella sobre su boca, deteniéndolo. Controló el deseo de depositar
un beso sobre él y la miró durante unos segundos con ansiedad. Los ojos de
ella desprendían algo que parecía ser ira contenida.
—No soy la misma de antes que caía rendida a tus pies en cuanto
chasqueabas los dedos, Zeta. Es mi prerrogativa rechazarte —dijo en voz
muy baja al tiempo que retiraba el dedo.
—Solo era un beso —masculló él dando un paso atrás.
—Sí, pero es mío y se lo doy a quien quiero. Y ese no eres tú.
Él apretó los puños, enojado consigo mismo. Ella tenía toda la razón del
mundo. Era un cretino.
—Te he concedido ese par de minutos que pedías, Zeta. Ahora es mejor
que nos separemos. Ya has dicho lo que querías, ¿no?
—Todavía hay muchas más cosas que quiero decirte, Abi, pero hoy no.
Hoy solo quiero que pienses en lo que te he pedido.
—¿Lo que me has pedido? —Arqueó ambas cejas.
—Otra oportunidad.
Ella agitó la cabeza con energía.
—No va a haber ninguna oportunidad más, Zeta. Lo nuestro se acabó
hace mucho.
«Ya veremos», se dijo él para sus adentros.
No le había pasado desapercibido cómo la respiración se le había
quedado atascada en el pecho cuando habían estado a punto de besarse.
Quizá Abi no lo odiaba tanto como quería aparentar.
Ella no dijo nada más. Sin despedirse, dio media vuelta y echó a andar
hacia la mesa donde estaba Úrsula. Lo hizo con paso firme y seguro. Él la
siguió con la mirada, admirando cómo la tela del vestido acariciaba sus
muslos. Podría haberse quedado allí, contemplándola durante siglos, pero
prefirió marcharse. Ya había dicho todo lo que quería decir por el momento.
Hundiendo las manos en los bolsillos de sus vaqueros, abandonó la
terraza sin echar la vista atrás. Luego le enviaría un mensaje a su hermana
para preguntarle cuál era el estado de ánimo de Abi.
Solo tardó un par de minutos en abandonar el Ambigú. Frente a la puerta
del local había un nutrido grupo de personas que esperaban para poder
entrar. Eran las once de la noche y aun así la temperatura sobrepasaba los
treinta grados.
Finales de julio en Madrid. En el infierno hacía menos calor.
Abi lo había rechazado. No lo sorprendía gran cosa, contaba con ello.
Lo que le resultó curioso fue que ella no mencionara en ningún momento
que tenía pareja. Quizá aquello no significase mucho o quizá sí.
Ya se vería.
Capítulo 33

Abigail

De pronto Zeta se convirtió en una constante en su tranquila vida.


Después del encontronazo en el Ambigú, había pasado dos semanas en
Cantabria con sus padres. Y ese viaje resultó ser un buen remedio para
quitárselo de la cabeza. Apenas pensó en él mientras se relajaba yendo de
compras con su madre y haciendo turismo con su padre.
Pero el lunes, un día después de volver de sus vacaciones, cuando salía
del trabajo allí estaba él. Se apoyaba con displicencia en la balaustrada del
palacete que había frente al edificio donde Daniel tenía el despacho.
Vaqueros negros rotos y desgastados, camiseta gris ajustada, gafas de sol
cabalgando sobre su nariz y el pelo alborotado como si hubiera usado solo
los dedos para peinarse. Y bronceado. Como un puñetero anuncio de moda
andante.
A pesar de que el corazón le dio un vuelco, lo ignoró y echó a andar
hacia la boca de metro más cercana sin molestarse en mirar atrás.
¿Quién narices lo habría informado de dónde trabajaba? ¿Acaso la estaba
siguiendo?
Al día siguiente él estaba en el mismo sitio. El único cambio, el color de
su camiseta, que esa vez era blanca. Y un día más tarde, también. Camiseta
verde y bermudas color beige. Y otro día más. Y otro.
Él ni siquiera se acercaba a saludarla, parecía esperar a que fuera ella la
que diese el primer paso. Algo que no iba a suceder jamás.
Y llegó el fin de semana.
Abi no pensó mucho en Zeta, al menos lo intentó. Cada vez que él
acudía a su cabeza trataba de ahuyentarlo a toda velocidad. El sábado por la
mañana se dedicó a limpiar su apartamento y por la tarde fue a la piscina de
Sonia. Mar también estaba allí. No les habló a sus amigas del regreso de
Zeta a su vida. Sabía cuál era su opinión sobre él y, por el momento, todavía
estaba demasiado confundida para tocar el tema; necesitaba claridad
mental. El domingo lo pasó con su hermana y los gemelos. Comieron juntos
y fueron al cine a ver una película de Pixar que habían estrenado un par de
días antes.
Y el lunes retornó de nuevo al trabajo.
A pesar de que su día en el bufete fue agotador, no pudo evitar que su
mente se desviara y se preguntase una y otra vez si Zeta estaría abajo
esperándola cuando terminara su jornada laboral.
A las seis en punto apagó su ordenador y dijo adiós a Olga, la socia de
Daniel, y a Consuelo, su asistente. Daniel no estaba, tenía una reunión con
uno de sus clientes fuera del despacho. Se subió en el ascensor y pulsó el
botón de la planta baja con los nervios a flor de piel. ¿Estaría Zeta o no?
Damián, el conserje, se despidió de ella desde detrás del mostrador de
recepción, donde estaba leyendo el periódico.
Cuando salió a la calle el sol le dio en la cara cegándola
momentáneamente, pero no tardó en recomponerse.
Zeta no estaba.
«Pues no está. Mejor», se dijo, pero no le gustó nada la sensación de
decepción que se le alojó en el pecho.
Agarró su bolso con firmeza, dispuesta a alejarse de allí.
—Eh, Abi.
Su voz.
Como por inercia se volvió, olvidando que se había prometido a sí
misma no hacerle caso.
Vaqueros y camiseta negra ajustada. Pelo revuelto. Gafas de sol. Sonrisa
deslumbrante.
—Creí que no llegaba.
Se plantó frente a ella a solo un paso de distancia y Abi se vio obligada a
alzar la barbilla debido a la diferencia de estaturas. ¿Por qué se habría
puesto aquellos zapatos planos esa mañana?, se preguntó en silencio,
maldiciendo su elección. Era imposible ignorarlo teniéndolo tan cerca.
—En serio, Zeta, ¿qué es lo que quieres de mí? —le preguntó con tono
cansado.
—Otra oportunidad. —La respuesta llegó rápida.
—Otra oportunidad, ¿para qué? ¿Para que puedas volver a burlarte de mí
cuando te canses? —No disimuló su amargura.
—Te he dicho que lo lamento. He cambiado. No soy la misma persona
—dijo al tiempo que se quitaba las gafas y la miraba con intensidad.
Sus ojos impactaron sobre ella, provocando estragos en su corazón.
Tragó saliva con fuerza. No estaba dispuesta a sucumbir a su formidable
atractivo. Ya había pasado por eso, y caer en sus redes una vez estuvo a
punto de costarle una depresión.
—Las personas no cambian.
—Yo lo he hecho.
—¿Y qué ha sido lo que te ha hecho cambiar? —Había escepticismo en
su pregunta, pero también curiosidad.
—La vergüenza por lo que te hice —repuso él, y no había vacilación
alguna en sus palabras—. Y vivir atrapado en una vida de mierda durante
casi dos años.
«Es la vida que tú mismo elegiste...» Abi se mordió la lengua para no
decirlo en voz alta.
—Déjame demostrarte que he cambiado y el tipo de persona en la que
me he convertido —continuó él, y sonaba sincero.
Abi lo estudió durante unos segundos, llena de zozobra. Nunca podría
haber imaginado que el Zeta que ella recordaba pudiese comportarse así. Se
mostraba suplicante y desprendía cierta humildad. Ese no era el arrogante
Zeta del pasado. ¿De verdad habría cambiado?
Cerró los ojos cuando se dio cuenta de que comenzaba a flaquear, de que
empezaba a perdonarlo poquito a poco.
«¿Eres tonta? ¿Se te olvida la humillación por la que te hizo pasar? No
puedes ceder ni un milímetro, Abi. Este hombre se burló de ti. No seas
imbécil.»
—No deseo seguir hablando del tema, la verdad —respondió elevando
los párpados y desviando los ojos hacia otro lado.
No quería mirarlo de frente. No quería porque no era inmune a sus
encantos. Seguía sintiéndose muy atraída por él. Eso era un hecho.
—No me voy a rendir —musitó él.
Se dio cuenta de que él había alzado la mano y pretendía posarla sobre
su hombro desnudo, pero antes de que pudiera hacerlo dio un paso atrás. No
quería ni pensar en cómo reaccionaría su cuerpo al sentir la calidez de la
palma de su mano sobre su piel. Mejor no tentar a la suerte.
—Haz lo que quieras, Zeta —le dijo.
De pronto la fatiga se apoderó de ella. Era extenuante tener que guardar
la compostura delante de él todo el tiempo.
—Pasado mañana te veo aquí.
Le lanzó una ojeada inquisitiva a través de las pestañas. ¿Pasado
mañana? ¿Cómo sabía él que ella al día siguiente no trabajaba porque tenía
una cita con el fotógrafo?
Casi prefería no saberlo.
Dio media vuelta y echó a andar calle abajo, muy consciente de que su
mirada la seguía.
Zeta

Durante cuatro semanas acudió puntualmente a su cita frente al edificio


donde trabajaba Abigail, pero después de aquel día en que intercambiaron
algunas frases, ella no volvió a acercarse a él, a pesar de que se había
establecido una especie de tregua entre ambos.
Al menos, se saludaban.
La desesperación comenzaba a hacer mella en él, pero no iba a rendirse.
Seguiría luchando. Sabía que rehabilitarse ante Abi no iba a ser algo
sencillo, así que se armó de paciencia, decidido a aguantar estoicamente
hasta que ella cediera.
—¿Y si no te perdona?
La pregunta llegó de Samuel. Este se acodaba sobre la barra a su lado, a
escasos centímetros de distancia. Habían estado hablando de Abi.
—Lo hará.
—¡Que engreído eres, tío! —Se rio.
—No lo soy —rechazó—. Es un presentimiento. Cada vez que la veo me
doy cuenta de que no me ha olvidado del todo. Todavía siente algo por mí.
Y así era. A pesar de que no intercambiaban ni una palabra, no era ajeno
a la manera en que ella lo observaba o cómo se retocaba el pelo o se alisaba
la falda con inquietud cuando lo veía.
—¿Y su novio?
—Su novio me da igual. En ningún momento lo ha mencionado delante
de mí. —Se encogió de hombros antes de llevarse la cerveza a la boca y dar
un trago.
Era viernes por la tarde y habían quedado en el Cabin para ponerse al
día, ya que hacía unas cuantas semanas que no se veían. A esa temprana
hora el local estaba desierto. Los clientes comenzarían a llegar un poco más
tarde. Solo estaban ellos dos y el barman. De fondo sonaba una melódica
canción de Nina Simone.
—¿Y Verónica?
Zeta suspiró al oír ese nombre.
—Verónica llega dentro de unos días. Tenemos una cita con el abogado.
—¿Seguís adelante con el divorcio?
—Joder, claro. Ahora la más interesada es ella. Ya tiene fecha para su
boda con Armand. Se casan a finales de diciembre en Suiza.
—¿Tan rápido? ¿Le va a dar tiempo? Solo faltan tres meses.
—Bueno, es un divorcio de mutuo acuerdo. No tenemos hijos ni bienes
en común. El piso de Lyon es alquilado y ya estoy negociando con el
propietario el fin del contrato. Así que espero ser de nuevo un hombre
soltero dentro de uno o dos meses como mucho. No te imaginas las ganas
que tengo. Estos dos años han sido... algo accidentados —concluyó.
En ese momento la puerta del local se abrió y entró Gustavo, el gerente
que se encargaba del negocio. Era un tipo serio y muy callado, más cercano
a los sesenta que a los cincuenta. Llevaba toda la vida trabajando en el
sector de la hostelería. Era muy diligente y se preocupaba de la coctelería
como si fuera suya.
—Buenas a los dos. ¿Quién quiere sentarse conmigo y revisar las
cuentas del último trimestre? —preguntó con laconismo.
—Él. —Zeta señaló a Samuel con el pulgar—. Yo tengo que irme. He
quedado.
—Eres un escaqueado —se quejó este.
—Soy el jefe. Es lo que hay.
—¡Yo también soy el jefe!
—Pero tú no tienes una chica a la que conquistar.
Samuel le lanzó una mirada cargada de veneno.
—Ojalá te rechace.
—No hables muy alto —protestó dándole una suave colleja—. Además,
la semana que viene Gustavo se va de vacaciones y tú estás liado en tu
empresa, así que voy a ser yo el que se ocupe de todo durante los próximos
quince días. No te quejes.
Desde que había regresado de Francia se había involucrado más en el
negocio y pasaba allí casi todas las noches, pero era la primera vez que
Gustavo se iba a marchar y a dejarlo solo. Samuel seguía trabajando en la
empresa de telecomunicaciones y estaba demasiado ocupado para dedicarse
a la coctelería al cien por cien.
Se despidió de ellos y salió a la calle. No pudo evitar que un brillo
cargado de orgullo asomara a sus ojos cuando estos se posaron sobre la
oscura fachada del local. El Cabin funcionaba a la perfección. Funcionaba
tan bien que en breve podría devolverle a su padre gran parte del dinero que
este le había prestado para ponerlo en marcha. Se le ensombreció la cara al
pensar en su progenitor. Hacía más de dos meses que había regresado a
España y todavía no había ido a ver sus padres. Tampoco ellos habían
tratado de ponerse en contacto con él.
Quizá era hora de arreglar las cosas con su familia.
Suspiró con dejadez y echó una ojeada a su reloj de pulsera. Tenía media
hora hasta que Abi saliera del gimnasio, y este se hallaba a unos veinte
minutos en coche de allí. Se apresuró a acceder a la ancha calle
perpendicular que estaba a unos doscientos metros de distancia y se detuvo
en la acera, alzando la mano para parar uno de los taxis que circulaban por
la concurrida avenida.
Un vehículo se detuvo frente a él. Se subió, le dio la dirección del
gimnasio y se puso el cinturón de seguridad.
En ese instante su móvil comenzó a sonar.
Úrsula.
—¿Qué pasa, fea? —respondió a la llamada.
—¿Dónde andas, guapo?
—Voy camino del gimnasio de Abi.
Hubo un breve silencio al otro lado de la línea.
—Joder, Zeta, eres pertinaz.
—Pero si eres tú la que me da la información de dónde está Abi.
Gracias a su hermana había conseguido averiguar no solo dónde
trabajaba, sino también la dirección de su gimnasio y de su casa, aunque a
esa última no había acudido. Le parecía forzar las cosas demasiado; ya
estaba actuando como un desquiciado persiguiéndola a todas partes. No
descartaba ir a su piso, pero prefería que fuera ella la que lo invitase.
—Me estoy arrepintiendo de ser tu espía.
—Mentira. Me quieres y quieres ayudarme.
Se oyó un sonoro suspiro.
—¿Algún progreso?
—Yo no lo llamaría progreso, pero tampoco me ha rechazado con
contundencia, así que sigo adelante.
—Casi prefiero que no me cuentes nada. Me siento como una traidora
cada vez que la veo. Es encantadora —dijo antes de dejar escapar un
resoplido—. Pero te llamo por otra cosa. Es por mi cumpleaños. Voy a
hacer una fiestecita en casa el sábado día 5. Cuento contigo, ¿no?
—No me lo perdería por nada del mundo.
—Genial —repuso, aunque había vacilación en su tono—. Pensaba
invitar también a Abi... Eso puede ser un problema...
Zeta se pasó la mano que tenía libre por el pelo. Le había crecido
bastante y los mechones comenzaban a ondulársele por debajo de las orejas.
Tenía que cortárselo.
—En algún momento iba a enterarse de que somos hermanos. No
podemos ocultarlo para siempre. Además, ya me has ayudado bastante. Lo
que tenga que ser será.
—Me voy a sentir fatal cuando se entere. Espero que no me odie.
—¿Crees que Abigail es capaz de odiar? —Extravió la mirada en el
exterior, en el tráfico fluido de aquel viernes por la tarde—. Ni siquiera me
odia a mí, y tiene todos los motivos del mundo.
—Espero... —murmuró ella—. Otra cosa que quería decirte es que papá
y mamá también van a venir. Y Santi y Jimena, claro.
—Fantástico. Pues allí nos veremos.
—De verdad, creo que deberías hacer las paces con todos ellos —susurró
Úrsula—. Es tu familia.
—Lo sé —la interrumpió—. Tengo que dejarte. Voy con retraso.
Era una excusa, pero no quería seguir hablando del tema.
—Vale. Llámame si necesitas algo.
Se despidió, cortó la comunicación y se guardó el móvil en el bolsillo.
Tenía el ceño fruncido y una mueca áspera curvaba su boca. Hablar de su
familia le provocaba mal humor.
Quizá porque estaba distraído o porque había menos tráfico que de
costumbre, pero llegaron a su destino mucho antes de lo que había
esperado. Cuando el taxi se detuvo alzó la cabeza con sorpresa. Pagó la
carrera y se bajó del vehículo.
El gimnasio ocupaba los bajos de un edificio de aspecto industrial. Era
enorme y tenía dos amplios ventanales en la primera planta que daban a la
calle, a través de los cuales se podían ver las numerosas cintas de correr, la
mayoría de ellas, ocupadas. Estaba solo a medio kilómetro del piso de Abi.
Zeta aprovechó para sacarse el móvil del bolsillo y echar un vistazo a su
cuenta de Instagram. Había subido una nueva foto. Lo había hecho hacía
solo una hora. Aparecían ella y otra chica haciendo posturitas de culturista
junto a un banco de pesas. Sonrió al ver el gesto de esfuerzo fingido que
había puesto Abi. Le dio «Me gusta» y dejó un comentario: «Tú puedes!»,
seguido por una carita sudorosa.
Lo sorprendió que la respuesta —unos emojis riéndose— llegara solo un
minuto después. Debía de haber terminado ya su clase. No tardaría mucho
en salir.
Así fue. Unos cinco minutos más tarde abandonaba el gimnasio
acompañada por otras dos chicas, una rubia y otra morena. Las tres llevaban
mochilas al hombro e iban riéndose de algo que había dicho la morena. Zeta
se apartó de la pared de la edificación de enfrente, donde había buscado
cobijo del inclemente sol, y se acercó. La risa de Abi se interrumpió en
cuanto lo vio allí, a escasos metros de distancia. Se despidió de las otras dos
y se aproximó.
—¿Voy a tener que llamar a la policía? —preguntó con la frente
arrugada.
Él alzó las manos en el aire, conciliador, mientras la estudiaba de arriba
abajo. Llevaba unos pantalones cortos negros y una blusa naranja. Iba sin
maquillar y tenía el pelo húmedo, como si acabara de salir de la ducha y no
se hubiese esforzado en secárselo.
La palabra preciosa se quedaba muy corta.
—Solo vengo a buscar una respuesta.
—¿Una respuesta?
—¿Me vas a dar otra oportunidad?
—Eres muy pesado —murmuró.
—¿Me la vas a dar? —insistió él. No podía apartar la mirada de su cara,
buscando algo que le indicase que ella comenzaba a ceder.
—Déjame ya en paz, Zeta —exclamó con un suspiro.
A pesar de la crudeza de la frase había un ligero atisbo de sonrisa en sus
labios. Era la reacción más positiva que había visto en ella desde hacía
meses, y eso lo calentó por dentro.
Y seguía sin rechazarlo.
—Te dejo en paz —concedió—. Hoy —añadió con voz aterciopelada.
—¿Y si te pido por favor que te rindas y no vuelvas a molestarme?
—Supongo que tendría que hacerte caso —dijo él con contrariedad—.
¿Es eso lo que de verdad quieres? ¿Que me largue para siempre?
Por un instante tuvo miedo. Miedo de que pudiera decir que sí.
Ella apretó los labios con visible indecisión. Una batalla se libraba en su
interior; era obvio. Terminó por apartar la vista y guardar silencio.
Sintiendo cómo el alivio lo recorría por dentro, y antes de que pudiese
responderle o decir algo, se dio la vuelta y se marchó. Pudo oír
perfectamente cómo ella soltaba el aire con fuerza.
Sabía que la había descolocado retirándose de un modo tan abrupto. Y
sabía también que lo estaba mirando. Podía sentir un cosquilleo en la nuca.

Abigail

Se estaba ablandando.
Su corazoncito no era de piedra y Zeta era muy persistente.
El día anterior se había presentado con un café con hielo en la mano y se
lo había ofrecido. Y ella se había visto obligada a aceptarlo, debido a su
buena educación o a que le pareció un detalle tierno por su parte.
No lo sabía.
O sí lo sabía, pero no quería reconocerlo.
Esa tarde, cuando salió del trabajo y lo vio esperando, enfundado en sus
eternos vaqueros ajustados y una camisa de manga larga de color blanco,
guapo como un demonio, algo en ella flaqueó y se acercó a él.
Tenían una conversación pendiente. Una de verdad.
—¿Nos tomamos algo en aquella terraza?
La sonrisa que recibió como respuesta fue espectacular y estuvo a punto
de hacerla caer de culo al suelo.
—Perfecto —repuso él.
De un modo natural le puso una mano en la parte baja de la espalda,
conminándola a ir hacia la cafetería que ella misma había sugerido. Se forzó
a mantenerse erguida y a no girar la cara y enterrarla en su cuello para
olisquear su varonil perfume.
Era una floja.
Mientras buscaban una mesa libre, todas las mujeres que se sentaban en
la terraza los siguieron con la mirada. Abi sabía que no la estudiaban a ella,
sino al perfecto espécimen de sexo masculino que se deslizaba con
sensualidad a su lado. Estuvo a punto de poner los ojos en blanco.
La vida con Zeta era eso. Era como caminar al lado del jodido Brad Pitt.
—En realidad deberían mirarte a ti —dijo él mientras tomaba asiento a
una de las mesas del fondo, una que estaba cerca de la puerta. Estaba claro
que se había percatado del interés que despertaba en las féminas.
—¿A mí?
—Bueno, la modelo famosa eres tú, ¿no?
Abi apartó la vista. ¿Él sabía que había posado para el catálogo de
lencería? Claro que lo sabía. Estaba al tanto de todos y cada uno de sus
movimientos.
De repente se sintió muy vulnerable. Se llamó estúpida para sus
adentros. Durante el último año había adquirido mucha seguridad en sí
misma y había dejado atrás a la mujer llena de complejos que era cuando lo
conoció. ¿Por qué, entonces, se sentía así a su lado?
—He visto las fotos —continuó él con suavidad.
Ella contuvo el aliento. No quería preguntarle por su opinión. Por otro
lado, no había nada que deseara más en el mundo que saber lo que se le
estaba pasando por la cabeza en ese instante. Era una contradicción andante.
—Son preciosas, y tú estás espectacular.
El ardor que se expandió por todo su cuerpo la dejó azorada y casi sin
respiración.
El camarero, un hombre con un notable mostacho, llegó para rescatarla.
Se prometió que le dejaría una propina cuantiosa.
—Yo quiero un tercio de Mahou —pidió Zeta—. ¿Una tónica para ti?
Ella asintió, sorprendida de que él lo hubiese recordado.
—Recuerdas lo de la tónica —murmuró una vez que el camarero se
marchó.
—No he olvidado nada que tenga que ver contigo. Nada —recalcó.
De nuevo la invadieron los calores. Desvió la vista hacia una fuentecita
que había a unos doscientos metros y que escupía al cielo un lamentable
chorrito de agua casi sin fuerza.
Podía sentir los ojos de Zeta sobre su persona y carraspeó con
incomodidad, tratando de ordenar sus erráticos pensamientos. Recordó que
había sido idea suya lo de tomar algo con él, ahora no podía permanecer
muda como una estatua.
El camarero llegó de nuevo y depositó las consumiciones frente a ellos.
—Y... entonces, ¿has visto mis fotos? —terminó por preguntar—.
¿Dónde?
—He visto la que hay en la tienda y también las de la web. Son una
pasada —dijo antes de llevarse la botella a la boca y darle un trago a su
cerveza.
—Ah... —No pudo evitar que una oleada de vanidad la invadiera.
—También he visto las que subiste a tu cuenta de Instagram.
Cuando él apartó la botella de su boca, un resto de humedad quedó
adherida a su labio superior. Sexi, muy sexi. Abi se quedó mirándolo como
hipnotizada hasta que fue consciente de lo que él acababa de decir.
—¡¿Cómo?! ¿Mi cuenta de Instagram?
—Soy uno de tus miles de seguidores —confesó él con un leve
alzamiento de hombros.
—¿Me sigues en Insta?
—Sí. A veces respondes a mis comentarios...
Perpleja, entornó los ojos.
—Soy Maya23 —continuó él.
Abi no pudo evitar que se le desencajara la mandíbula.
—¿Maya23? —repitió como una tonta.
Ese perfil la seguía desde hacía un par de años. Incluso mucho antes de
que hubiera adquirido notoriedad. La cuenta era privada y como foto de
perfil tenía uno de los cuadros de los Girasoles de Van Gogh. No sabía por
qué, pero pensó que era alguien de su instituto.
—Me has comentado una foto hace unos minutos —balbuceó, todavía
muy sorprendida.
—Sí.
Eso significaba que Zeta no había dejado de estar pendiente de ella desde
que lo suyo había acabado.
Le dio un trago a su tónica tratando de ganar tiempo, porque no sabía
muy bien qué hacer con esa información. El caos reinaba en su cabeza.
—No te he olvidado ni un solo instante, Abi. Creo que mi vida en
Francia ha sido más soportable gracias a ti y al recuerdo de los buenos
tiempos que pasamos juntos.
Dijo eso mientras depositaba su cerveza sobre la mesa y se inclinaba
hacia delante apoyando los codos en la superficie metálica y acercándose
mucho a ella, que resistió el impulso de echarse hacia atrás.
—No puedes decir eso —protestó haciendo girar el vaso de tubo entre
las manos.
—Sí puedo decirlo porque es la verdad.
—No entiendo a qué estás jugando con toda esta palabrería...
—No juego a nada, y no es palabrería. Solo quiero estar contigo.
Abi bajó los párpados. Toda aquella situación se le antojaba surrealista.
El hecho de que él estuviese allí y le estuviera diciendo esas cosas no tenía
ni pies ni cabeza.
—No me resulta fácil creerte, Zeta. No con tus antecedentes y con lo que
conozco de ti.
—Llevo desde mediados de julio intentando demostrarte que soy
sincero, desde el mismo instante en que regresé a España. Estamos a finales
de septiembre. He pasado más de dos meses yendo a verte casi todos los
días, simplemente esperando una sola palabra tuya. ¿Eso no te dice nada?
—¿Y si nunca te doy la respuesta que estás buscando?
—Nunca es una palabra muy grande. Y yo tengo mucha paciencia.
Nada más decir eso extendió una mano y cogió la de ella.
Debería haberse apartado. Debería haber liberado su mano de la de él.
No lo hizo.
Sus ojos la taladraron.
La coraza que había creado para que Zeta no pudiera tener acceso a su
pobre corazón, y que ya estaba agrietada, terminó de resquebrajarse.
Clac, clac, clac. Fueron saltando los pedazos.
Los dedos de él se entrelazaron con los suyos. Eran cálidos y fuertes y se
acoplaron a los de ella a la perfección, como si pertenecieran allí.
Un breve resquicio de sensatez la llevó a balbucear:
—Tengo... pareja...
Él entornó la mirada, pero no la soltó.
—Déjalo —dijo con sequedad.
Abi lo contempló con insistencia. Había en su rostro una dureza que
antes no estaba ahí.
—Déjalo y vuelve conmigo —insistió.
Ella se tragó la confesión que pugnaba por escapar de su boca. No se
sentía demasiado a gusto en su piel engañando a Zeta, pero su instinto de
conservación la había llevado a soltar esa mentira.
La suave melodía de su móvil la rescató.
Apartó la mano de la de él, que la dejó ir con reticencia, y sacó el
teléfono del bolso.
«Hablando del rey de Roma...»
Era Daniel.
—Dime, Daniel. —Respondió a la llamada mencionando el nombre a
propósito. No se le escapó la chispa de desagrado que cruzó la mirada de
Zeta.
—Te estoy viendo en este preciso momento —señaló su jefe/amigo/falso
novio al otro lado de la línea—. Estás muy bien acompañada. Y haciendo
manitas, además.
Abi reprimió el impulso de volverse y buscarlo con la vista mientras
notaba cómo sus mejillas se encendían.
—Claro —murmuró sin saber muy bien qué decir. Por el rabillo del ojo
comprobó que Zeta estaba muy pendiente de la conversación, a pesar de
que lo disimulaba toqueteando su botella de cerveza.
—¿Necesitas que tu falso novio se pase por ahí y te rescate? Pareces
nerviosa.
Vaciló. Si era sincera consigo misma, había sido ella la que había
sugerido lo de tomar algo con Zeta. Huir no la dejaba en muy buen lugar,
¿no? Por otro lado, si se quedaba, lo siguiente que sucedería sería que se
creería todas y cada una de las cosas que él le dijese y, muy probablemente,
terminaría confesándole que ella tampoco había conseguido olvidarlo en
todo ese tiempo.
«Tonta Abi...»
—Sí, claro que te echo de menos —dijo imprimiendo ternura a su voz.
—Por Dios, eres una provocadora nata. —Daniel resopló con una risa—.
¿Estás tratando de darle celos? Pues lo estás consiguiendo, se está poniendo
verde.
Los sensuales labios de Zeta se habían convertido en una fina línea. Y
sus pupilas se embebieron en las de ella lanzándole un mudo mensaje.
—Espérame ahí, entonces. Ahora mismo voy —dijo Abi—. Yo también
a ti —añadió ignorando la tensión en la mandíbula de Zeta.
Lo último que oyó antes de colgar fue la carcajada de Daniel.
—Tengo que irme —musitó rehuyendo su mirada.
—¿Esta es la conversación que querías tener conmigo? Apenas hemos
hablado cinco minutos —soltó Zeta con sequedad.
—Lo siento, es que había olvidado que ya había quedado... —susurró.
«Cobarde», la regañó una vocecita interna.
Él alzó una ceja con escepticismo.
—Creo que estás huyendo porque te pongo nerviosa.
—¡Para nada! —rechazó a toda velocidad al tiempo que se incorporaba.
—Lo que tú digas... —Se encogió de hombros y la contempló a través de
las pestañas.
—Voy a pagar...
—No. Déjalo, ya me encargo yo. La próxima vez pagas tú.
—¿La próxima vez?
—Claro, Abi. ¿Crees que no va a haber una próxima vez?
Él se puso de pie y se encaró con ella, sus caras a unos centímetros de
distancia.
—Te he dicho que estoy con alguien.
—Y yo te he pedido que lo dejes.
Mientras decía esas palabras, sus dedos le acariciaron el antebrazo. Abi
se apartó con brusquedad. Se le había puesto la carne de gallina y su
respiración se había acelerado también. Antes de poder decir algo que la
dejase todavía más en ridículo, dio media vuelta y echó a andar, alejándose
de la mesa.
—Mañana nos vemos.
La voz de él llegó hasta ella con toda claridad. Tuvo que hacer un
esfuerzo titánico para mantener la compostura mientras los tacones de sus
zapatos golpeaban las baldosas de la acera.
Capítulo 34

Abigail

Había pasado más de una semana desde su último encuentro con Zeta y él
no había vuelto a dar señales de vida. ¿De veras había sido tan contundente
al rechazarlo que había dejado de interesarse por ella? ¿La había creído
cuando le había confesado que tenía pareja? ¿Por eso había decidido no
seguir adelante en su empeño de conquistarla?
No sabía si aquello era fuente de desilusión o de dicha para ella, y
tampoco quería analizar sus sentimientos.
Resopló frustrada.
—¿Qué te pasa? —la increpó Mar dándole un suave codazo en el
costado—. ¿Por qué tienes esa cara de acelga?
Se hallaban ambas en la parte trasera del coche de Sonia. Esta conducía,
mientras que Tina ocupaba el asiento del pasajero. Iban camino de la casa
de Ula, que las había invitado a su cumpleaños.
—Por nada —repuso.
Seguía ocultándoles a sus amigas lo de Zeta. Solo su hermana lo sabía.
Sus miradas se encontraron en el espejo retrovisor y Tina le dirigió una
suave sonrisa y un guiño cómplice carente de prejuicios. Bendita Tina.
—Últimamente estás muy callada —prosiguió Mar—. No sé, pero no
pareces la misma de hace unos meses. Estabas muy entusiasmada con lo del
catálogo.
—Son imaginaciones tuyas —rechazó esforzándose por sonreír—. ¡Ay,
me encanta esta canción! —Cambió de tema con rapidez.
En la radio sonaba el Señorita de Shawn Mendes y Camila Cabello.
Sonia subió el volumen y todas tararearon la letra.
—¿Creéis que le gustará a Ula lo que le hemos cogido de la tienda? —
intervino Mar cuando la canción terminó.
—Seguro que sí —dijo Sonia muy convencida.
Habían elegido un body de encaje de color verde esmeralda que
pertenecía a la nueva colección de Alluring y una batita corta de seda
salvaje de color negro.
—Me siento un poco rara yendo a la fiesta —reconoció Tina—. Ula y yo
apenas nos hemos visto un par de veces.
—Pues no te sientas así. Yo le dije que íbamos a ser cuatro y me
comentó que le parecía genial —dijo Mar.
—No está mal esta zona para vivir, ¿no? —murmuró Sonia.
Si hacían caso del navegador, estaban a punto de llegar a su destino. La
casa se encontraba en una urbanización al nordeste de Madrid.
Edificaciones bajas de dos o tres plantas se sucedían.
—Es un barrio pijo —comentó Tina, y estiró el cuello mirando por la
ventanilla.
—¿Dónde trabajan Ula y su marido para poder permitirse esto? —
inquirió Abi.
—Creo que para la empresa familiar —respondió Mar—. Fabrican
puertas o algo así. No me preguntes porque soy un desastre y el día que me
lo contó no me enteré.
—Joder, pues sí que dan dinero las puertas —masculló Tina.
—Es ahí —intervino Sonia señalando una construcción cuadrada de
color tostado que asomaba por encima de un muro de unos dos metros de
altura.
Delante de la casa, junto a la acera, había huecos de sobra para dejar el
coche.
Aparcaron y descendieron del vehículo.
Abi llevaba una vaporosa falda con estampado animal print y una
chaqueta negra. Las demás habían optado por ponerse pantalones. No hacía
frío, pero la brisa otoñal era lo bastante fresca para agradecer la manga
larga.
—Joder, la casa es enorme, ¿no? —dijo Tina abriendo la boca con
estupefacción.
Abi hubo de darle la razón. La propiedad era realmente grande, sobre
todo si la comparaba con su pequeño apartamento de un dormitorio o con el
piso de Tina, de sesenta metros cuadrados.
La puerta de la casa se abrió de par en par y Ula salió a recibirlas, como
si las hubiera estado esperando.
—¡Chicas! —llamó—. Os he visto aparcando el coche desde la ventana
—explicó—. Bienvenidas.
Intercambiaron unos besos y Abi no pudo evitar estudiar a la anfitriona
de arriba abajo. Estaba muy guapa, con unos pantalones negros y una blusa
de cuello cerrado de color ocre. Tenía una figura envidiable.
—Pasad, pasad —las animó cediéndoles el paso—. Estamos todos en la
parte de atrás. No somos muchos, pero los críos hacen mucho ruido y
parece que somos más. —Se rio.
Atravesaron un pequeño caminito de piedra y subieron dos escalones
para acceder a la vivienda. Ante ellas se abrió un amplio salón. La
decoración era de estilo muy moderno y minimalista, aunque había juguetes
desperdigados por todas partes.
Ula las condujo al jardín, que también impresionaba por su amplitud. En
un extremo había una piscina cubierta con una lona; en el otro, en una zona
de losetas cerámicas, bajo una gran pérgola de madera, se encontraban los
invitados. No eran demasiados, como bien había dicho Ula. Se los fue
presentando uno a uno. Estaban sus padres, Martín e Isabel, y también los
padres de su marido, Asier; su hermano Santi y su mujer; la hermana de
Asier y unos cuantos compañeros del trabajo, cuyos nombres se le
escaparon a Abi.
—Mi hija es un terremoto, y cuando se junta con sus primos ya ni os
cuento. Me encantaría presentárosla, pero está desaparecida —se disculpó
con un encogimiento de hombros—. Tenemos una casita de madera para los
niños y están allí. ¿Qué tomáis?
Había una barra en la que servía un camarero y una mesa larga repleta de
comida atendida por otro. Hacia allí las condujo.
Abi pidió un refresco y pasó de la comida. Apenas eran las siete de la
tarde y no tenía mucha hambre.
Con el vaso en la mano, se dedicó a pasear la vista por la propiedad. Al
otro lado de la piscina estaba la caseta de madera que había comentado Ula.
Tres niños se hallaban frente a la puerta, agachados. Había dos varones y
una niña. Todos ellos tenían el pelo oscuro. Los ojos de Abi se dirigieron al
hermano de la cumpleañera. Era alto y no se parecía en nada a ella, con el
pelo más claro y una expresión de petulancia en el semblante. Al menos en
el físico, Ula había salido a su madre y el tal Santi, a su padre.
El marido de Ula fue una agradable sorpresa. Alto y moreno, con unos
profundos ojos color chocolate, fue el primero en acercarse a hablar con
ellas e involucrarlas en una conversación. Era vivaz y de sonrisa fácil, muy
similar en carácter a su mujer; hacía que uno se sintiese cómodo en su
presencia con rapidez. Abi se descubrió riendo de algo que él había contado
solo unos minutos después de haberlo conocido.
Apenas había pasado media hora de su llegada cuando hubo un cambio
en el ambiente. Llegó propiciado por una llamada telefónica que recibió
Ula. Comentó algo a sus padres y a su hermano, quienes de inmediato
modificaron su actitud. Repentinamente sus posturas se tornaron rígidas y
hubo un intercambio de miradas muy sospechoso que Abi no supo cómo
tomarse. Se acercó a su hermana para ver si lo había notado y los ojos
entrecerrados de Tina le revelaron que también había sido consciente del
cambio.
—¿Qué ha pasado? —cuchicheó Sonia aproximándose.
—Ni idea —susurró Abi.
Ula había entrado en la casa y todas las miradas estaban puestas en la
puerta que conducía al jardín, como si estuvieran esperando que algo
sucediese.
En ese instante los niños se acercaron corriendo hacia ellos. Por el
rabillo del ojo Abi alcanzó a ver la cara de la niña, que pasó casi rozándola.
«¡¿Amaya?!»
¡Era la sobrina de Zeta! Aunque más alta, su carita era la misma de hacía
dos años. ¡Pero aquello no tenía ningún sentido!
—¡Tío Zeta! —El grito infantil rompió el aire.
Una pareja apareció en la puerta del jardín, detrás de Ula.
Zeta y su mujer.
Abi sintió como si alguien le arrebatase el suelo de debajo de los pies.
De repente todas las piezas comenzaron a encajar dentro de su cabeza.
Esa niña sí era Amaya, la hija de la hermana de Zeta. Úrsula...
¡Ula era Úrsula!
No sabía por qué, siempre había supuesto que Ula era el diminutivo de
Eulalia.
¡Qué gran equivocación!
Ahora ya sabía quién había mantenido informado a Zeta de sus idas y
venidas.
A pesar de que Ula y ella no eran las mejores amigas, el pinchazo de la
traición le escoció. Sus miradas se encontraron. Ula la observaba con una
gran carga de culpabilidad. Abi la ignoró. Estaba demasiado dolida para
encararse con ella, y no era ni el momento ni el lugar.
Sus pupilas se vieron atraídas por la impresionante figura de Zeta, que
todavía no la había visto. Llevaba unos vaqueros negros muy ajustados y un
polo de manga larga de color tostado bajo una cazadora vaquera. Tenía el
pelo alborotado y su eterna sonrisa. Y, como complemento, lucía a esa
preciosa mujer pegada a su brazo.
Charlize Theron.
Bellísima, imponente, espectacular. Tal y como ella la recordaba.
Su esposa.
Esa de la cual había dicho que se iba a divorciar.
Todo el dolor y la humillación de aquella noche de hacía dos años
retornaron a ella con fuerza y le robaron la respiración. Tuvo que llevarse
una mano al pecho cuando la angustia amenazó con desbordarla.
Tenía que largarse de allí.
—No me lo puedo creer. —La voz de Mar llegó cargada de indignación
—. ¿Tú sabías que el tipejo este estaba por aquí y que era el hermano de
Ula?
—No sabía que era el hermano de Ula —acertó a decir.
—Pero sí sabías que estaba por aquí —exclamó con reproche.
Abi asintió con fatiga.
—¿Por qué no nos lo has contado? —intervino Sonia. No había acritud
en su tono, pero sí un tinte de decepción.
Se encogió de hombros.
No se lo había contado porque no le apetecía oír sus sermones, que sabía
que llegarían. Ellas estuvieron a su lado cuando sufrió la grave humillación
y maldijeron a aquel impresentable en todos los idiomas habidos y por
haber. Si hubieran sabido que Abi volvía a ver a Zeta, habrían intentado
disuadirla.
Y ella no quería ser disuadida.
Hasta ese instante, al menos.
Agitada, se dirigió a Asier, que era la persona que más cerca tenía.
—Perdona, ¿dónde... está el aseo?
—Pasa el salón y, al final del pasillo, la última puerta de la derecha.
—Gracias.
Se puso en movimiento ignorando a su hermana, que trató de sujetarla
del brazo, y a Mar, que la llamó. Solo quería estar sola y desaparecer.
No dirigió ni una mirada al grupo que se había reunido en torno a Zeta y
a su mujer. Mantuvo los ojos fijos en el suelo mientras ponía un pie delante
de otro y se internaba en la casa en busca del baño.
—Abi...
¡Mierda!
¡Zeta acababa de descubrir su presencia y la estaba llamando!
Aceleró sus pasos hasta que el aseo estuvo frente a ella. Se encerró
dentro de la pequeña estancia y apoyó la espalda contra la hoja de madera.
Quería llorar.

Zeta

Al final todo se complicó y no pudo volver a ver a Abi hasta el día de la


fiesta de cumpleaños. Una gotera en el local y un problema con un
proveedor. Y eso lo fastidió porque habría deseado que las cosas estuviesen
mejor entre ellos antes de que la traición de Úrsula quedara al descubierto.
Y para terminar de agotar su paciencia y ponerlo de mal humor, Verónica
había decidido pasarse por la casa de su hermana para saludarla y llevarle
un pequeño obsequio antes de regresar junto a Armand, que la esperaba en
su hotel.
Verónica llevaba tres días en Madrid. Habían estado en el despacho del
abogado que los representaba a ambos justo el día anterior y ya habían
firmado los papeles del divorcio.
Zeta era ya un hombre libre.
Gracias a Dios.
Estaba aparcando frente a la casa de su hermana cuando un taxi se
detuvo justo detrás de su coche. Por el espejo retrovisor vio cómo la puerta
de este se abría y Verónica descendía de él. Ella lo saludó alzando la mano.
Una maldición se formó en la mente de Zeta. Puñetera casualidad. Sabía
que no iba a poder librarse de ella de ningún modo.
Llamó a su hermana.
—Úrsula, lo primero, feliz cumpleaños. Acabo de llegar. Estoy en la
puerta.
—Mil gracias, hermanito. ¿Por qué no entras?
—Lo segundo, Verónica también está aquí.
—¿Y eso? —Había una gran dosis de estupefacción en su tono.
—Se ha empeñado en traerte un regalo, al menos eso me dijo ayer
cuando la vi en el despacho del abogado. Lo único positivo es que su novio
la está esperando y no creo que se quede más de unos minutos.
—Bueno, vale... A mamá y a papá les va a encantar volver a verla, desde
luego.
—Están ahí, ¿verdad?
Tenía sentimientos enfrentados. No quería ver a sus padres, y al mismo
tiempo ansiaba reencontrarse con ellos.
—Sí. Y están ansiosos por verte. Santi y Jimena también están... —Hizo
una larga pausa—. Y Abi.
Zeta cerró los ojos. Las cosas no podían salir peor. Abi y Verónica en el
mismo lugar. Terminó por golpear el volante con la palma de la mano.
—¡Joder!
Su hermana se mantuvo callada al otro lado de la línea.
—En fin, las cosas son como son —capituló él.
—Voy a avisar a todos de que ya has llegado.
Se despidió de ella con un suspiro y se apeó del vehículo. Verónica se
acercó a él. Como siempre, lucía impecable con un vestido ajustado de
color coral y una chaqueta en tonos grises. Llevaba una bolsa blanca con la
marca de una conocida y exclusiva tienda impresa en ella.
—No voy a quedarme mucho —dijo cogiéndose de su brazo—. Armand
ha reservado mesa, y ya sabes cómo son los franceses. Les gusta cenar
temprano.
Zeta le apartó la mano con suavidad. Habría deseado que la distancia
entre ellos fuera de dos metros por lo menos, pero tampoco quería montar
un escándalo. A fin de cuentas, era probable que esa fuera la última vez que
se viesen.
Ojalá.
Bye bye, Verónica, para siempre.
Ella no pareció demasiado afectada por su rechazo. Se echó el pelo hacia
atrás y compuso una sonrisa para Úrsula, que acababa de abrir la puerta de
la casa.
Hubo besos, abrazos y un intercambio de miradas cómplices entre Zeta y
su hermana antes de que se adentraran en la propiedad y salieran al jardín.
Amaya se abalanzó sobre él y se colgó de su pierna casi instantáneamente.
Santi, Jimena y sus padres se acercaron para saludarlos, como si jamás
hubiera habido ninguna rencilla entre ellos. Por un instante los ojos de Zeta
se encontraron con los de Martín Sierra, pero apenas tuvo tiempo de leer
nada en ellos porque, por el rabillo del ojo, vio la voluptuosa figura de una
mujer con una falda estampada y una chaqueta negra que se internaba
dentro del salón a toda velocidad.
Era Abi.
Ignorando a todos los demás, la llamó, pero ella no se detuvo.
—Tienes buen aspecto —le dijo su hermano Santi, palmeándole la
espalda con torpeza.
—Tú también —repuso distraído.
Tenía la cabeza en otro sitio.
—Estás guapísima —oyó que su madre le decía a Verónica.
—Si me disculpáis, tengo que ir un momento al aseo —murmuró él.
—Pero ¿luego vas a jugar con nosotros? —le preguntó Amaya.
—Claro —prometió agachándose y depositando un sonoro beso en su
mejilla.
—Ay, que me haces cosquillas con la barba. —La niña se rio.
Le sonrió antes de abandonar al grupo y adentrarse en la casa. Sabía que
acababa de ganarse unas cuantas miradas curiosas y algún ceño fruncido.
Le dio igual.
Supuso que Abi habría huido al aseo de la planta baja. Cuando agarró la
manija y trató de abrir la puerta, su voz ahogada se lo confirmó.
—Está ocupado. Un momento.
El momento fue muy breve. Apenas unos segundos después ella abrió.
La expresión de su cara pálida se llenó de asombro y enojo al verlo allí.
Zeta no dejó que pudiera reaccionar de ninguna manera. La agarró por el
antebrazo y la arrastró hasta la habitación de juegos de Amaya, que estaba
frente al aseo. Se situó delante de la puerta después de cerrarla para que no
pudiese huir.
Abi se dio la vuelta y le mostró la rígida espalda.
—¿Me quieres decir qué estás haciendo? —preguntó entre dientes.
—Buscando privacidad para poder explicarte la situación y que no la
malinterpretes.
—¡No me interesan tus explicaciones!
—Pues vas a tener que oírlas.
Ella se volvió, temblando de indignación.
—Guárdate tus explicaciones para quien te crea. Yo ya estoy muy harta
de tus mentiras.
—No te he mentido.
—¡Ja! —exclamó ella—. ¿«Me voy a divorciar»? ¿«Mi matrimonio fue
una farsa»? —escupió con violencia—. ¿Y qué me dices de ocultar que Ula
es tu hermana? Debes de habértelo pasado genial riéndote de la gente. De
mí en particular.
La última sílaba que pronunció se quebró y su mirada se humedeció.
El corazón de Zeta se agitó al verla tan alterada. Trató de sujetarla por
los hombros, pero ella se sacudió y se liberó.
—¡Ni se te ocurra tocarme! —siseó.
Él se llevó las manos a la cabeza y hundió los dedos en su cabello con
consternación. Había ganado tanto terreno en los últimos meses con ella y,
ahora, ¿todo se había ido a la mierda? Iba a ser muy difícil que Abi lo
escuchara. Y que lo creyera.
—Déjame que te explique lo que ha pasado —comenzó conciliador—.
Es verdad que le pedí a Úrsula que no te dijera que somos hermanos. No
quería que, si te enterabas, dejaras de verla o de considerarla tu amiga. A
ella le gustas mucho. Te tiene mucho aprecio.
—¿Aprecio? —soltó con tono sarcástico—. Mucho aprecio, claro... Por
eso la traición.
—No se lo tengas en cuenta, de verdad. Es todo culpa mía. Yo quería
saber más cosas de ti y eso solo era posible si ella me ayudaba.
—Me parece muy fuerte.
—Joder, Abi, es que estaba desesperado.
—¿Tú, desesperado? ¿El gran Zeta? ¿El hombre que tiene una tía en
cada puñetera esquina? No me hagas reír.
A pesar de que pronunció esas frases con enfado, había también
amargura en ellas.
—Las demás tías me importan una mierda, y eso es así desde hace
mucho tiempo. Solo me importas tú, Abi.
—Sí, te creo —repuso con cinismo—. Acabo de verlo —concluyó con
desdén.
—Lo de Verónica ha sido una jodida casualidad —gruñó él con
exasperación—. Solo ha venido a España para firmar el divorcio. Ayer
mismo lo hicimos. Ya soy un hombre soltero.
Ella lo escrutó a través de las pestañas. Su gesto escéptico delataba que
no creía ni una sola de sus palabras.
—Es verdad. Nos hemos divorciado, tal y como te dije. Ni yo quiero
estar con ella ni ella conmigo. Lo de hoy ha sido algo ocasional. Solo ha
venido a darle un regalo a mi hermana y se marcha. Su prometido la está
esperando en su hotel. Puedes creerme.
Abi guardó silencio durante unos segundos mientras un pequeño atisbo
de duda asomaba a sus ojos.
—Tú eres la única persona con la que quiero estar —continuó él con
apremio, viendo que ella estaba a punto de ceder.
—Me parece genial —murmuró antes de humedecerse los labios con
nerviosismo—. Pero yo no quiero estar contigo y punto. Estar contigo
significa estrés y problemas. No me apetece vivir una vida de sobresaltos.
«Joder, no...»
Quizá fue una especie de locura transitoria que se apoderó de él. O que
la imbecilidad le nubló los sentidos. Pero cuando vio cómo ella se
humedecía el labio inferior con la punta de la lengua, algo hizo clic en su
cabeza y, antes de sopesar si era una buena idea, inclinó la cara y la besó.
Fue un beso suave y duró lo mismo que podía durar un pestañeo porque
ella se retiró con brusquedad y le lanzó una mirada llena de ira.
La bofetada no la vio llegar. Se la merecía, eso era seguro, pero lo pilló
desprevenido. No fue muy violenta, aunque sí lo suficiente para que su
cabeza saliera despedida hacia atrás.
—Esta es la segunda vez que me abofeteas. Y las dos veces muy
merecidas —dijo llevándose la mano a la mejilla donde ella acababa de
golpearlo—. Lo siento.
Abi tenía los ojos llenos de lágrimas y una mueca difícil de interpretar en
el semblante. Se llevó el dorso de la mano a la boca y se la limpió, como si
su beso hubiera sido repugnante.
Eso le escoció.
—¿Lo sientes? —balbuceó ella—. Eres despreciable. No has cambiado
en absoluto.
—Perdóname...
—¿Perdón? ¿Cuántas veces vas a pedirme perdón?
Zeta rechinó los dientes. Era en ese momento o nunca. Tenía que decirle
lo que verdaderamente sentía por ella.
—Vale, me he comportado como un imbécil. Es solo que... —Vaciló un
par de segundos hasta que dejó escapar un suspiro—. Sigo enamorado de ti.
Ella soltó una risa carente de humor.
—No me hagas reír, Zeta. Lo que tú y yo teníamos era una relación solo
basada en el sexo y nada más. No me conoces. Ni me conoces ahora ni me
conocías entonces. Poco sabías de mis pensamientos o mis sentimientos. Y
tampoco te importaba demasiado. —Resopló—. Y ahora, ¿vienes y me
dices que sigues enamorado? —Volvió a reírse—. Eso no es amor. Tú no
tienes ni idea de lo que es el amor.
—Sí sé lo que es, Abi. Lo siento aquí. —Se llevó una mano al pecho y se
lo golpeó un par de veces con suavidad.
Ella negó con la cabeza con energía.
—Me da igual lo que digas. No quiero seguir hablando de esto, Zeta.
Solo quiero largarme de aquí.
—Déjame que te lleve...
—¿Crees que soy gilipollas? —lo cortó con brusquedad—. No quiero ir
contigo a ningún sitio. Lo que necesito ahora mismo es alejarme de ti.
Él trató de cogerle la mano, pero se desasió.
—Abi...
—Por favor... —murmuró ella clavando los ojos en los suyos.
Y Zeta sintió como si se le hincase un puñal en las entrañas, tal era la
tristeza que mostraba su mirada.
—Está bien —susurró—. ¿Quieres que vaya a buscar a tus amigas?
—No quiero nada. Solo deseo que te quites de la puerta y me dejes salir
de esta habitación. Necesito marcharme.
Él dio un paso a un lado, dejando el camino libre.
—Abi...
Ella ni lo miró. Asió la manija, abrió la hoja de madera y se fue.
Solo el aroma de su suave perfume quedó flotando en el ambiente.
—Joder, joder, joder...
Su puño encontró el marco de la puerta, pero estaba tan frustrado que no
sintió dolor alguno.
Capítulo 35

Abigail

Le mandó un mensaje a su hermana para que no se preocuparan por ella.


Tina, me voy a casa. He llamado un taxi. Necesito estar
sola. Por favor, díselo a estas y no os enfadéis. Mañana os
llamo y os lo cuento todo.

La respuesta llegó en unos segundos.


Pero llama, hasta que sepa algo de
ti voy a estar en un sinvivir. Por Mar
y Sonia no te preocupes. Todo controlado.

Después de leer el texto, apoyó la cabeza en el respaldo del asiento del


taxi y extravió la mirada.
Una retirada a tiempo era una victoria, ¿no?
Así debería haber sido. Sin embargo, se sentía como si la derrota
formase parte de su cuerpo. Aquello no fue una retirada, fue una huida en
toda regla. Cobardemente huyó de Zeta y de todo lo que sentía cuando
estaba cerca de él, que era mucho. Demasiado.
Su presencia en aquella diminuta estancia la había intoxicado. Su cuerpo
firme, su aroma tan varonil, su voz ronca y esos puñeteros ojos claros
adheridos a los suyos... Y sus labios suaves y duros al mismo tiempo
cuando la besó...
Se estremecía solo de recordarlo.
Si no se hubiese largado de allí a toda prisa, habría sucumbido y se
habría dejado besar hasta el infinito y más allá.
«Tonta, tonta, tonta...»
Se miró la mano con la que lo había abofeteado, avergonzada. Ella no
era así. Notó un hormigueo en la palma y la cerró, convirtiéndola en un
puño.
¿En realidad era tan terrible sucumbir a Zeta? Tenía que admitir que lo
que había sentido por él hacía dos años comenzaba a avivarse. Mejor dicho,
se había avivado ya del todo. Su perseverancia durante los últimos meses
había dado sus frutos.
Quería volver con él.
Porque él había cambiado.
¿O no?
—Como no me ha dicho número, ¿le parece bien que la deje al principio
de la calle? —La voz del taxista la obligó a salir de su ensimismamiento.
Echó una rápida ojeada al exterior. Frente a ella estaba el edificio de
Metrópolis, donde comenzaba la Gran Vía. Habían llegado antes de lo que
había previsto.
—Eh..., sí, sí. Déjeme por aquí.
El taxi se detuvo en un semáforo, frente a una tienda de souvenirs. Abi
pagó la cerrera y se bajó del vehículo. Había decidido no irse a casa porque
tenía demasiadas cosas en la cabeza y necesitaba distracción. ¿Qué mejor
lugar para evadirse de todo que pasar un rato por la Gran Vía un sábado por
la tarde?
Su móvil empezó a sonar. Se detuvo en medio de la concurrida acera y lo
sacó de su bolso. Era un número que no tenía asignado un nombre, pero que
no era del todo desconocido para ella. No había vuelto a verlo en la pantalla
de su móvil desde hacía dos años, no obstante, su memoria era prodigiosa.
Cortó la comunicación.
«Maldita Ula. También le ha dado mi número.»
El teléfono volvió a sonar. Esa vez era la propia Ula.
Volvió a rechazar la llamada. Lo último que le apetecía en ese momento
era hablar con ella.
—Traidora —siseó.
Puso el aparato en modo vibración y, mientras avanzaba por la avenida
de escaparate en escaparate, pudo notar cómo entraban varias llamadas. Dos
veces sucumbió a la tentación y sacó el móvil, y las dos veces pudo
comprobar que eran Ula y su hermano. Terminó por apagar el teléfono del
todo.
Entró en una tienda de ropa y se probó varios vestidos, pero no compró
ninguno. No estaba de humor. Volvió a acceder a otro establecimiento, esa
vez uno de lencería, y pasó un buen rato estudiando todas las piezas que
colgaban de las perchas, pero salió de allí con las manos vacías. Repitió la
misma operación en varios comercios. Entraba, miraba sin mucho interés y
salía. Una y otra vez, hasta que las tiendas comenzaron a echar el cierre.
Fue entonces cuando decidió regresar a casa. Ya era de noche y la Gran Vía
empezaba a intercambiar los clientes interesados en hacer compras por
grupos de gente joven que ansiaban salir a quemar la ciudad.
Detuvo otro taxi y, en menos de un cuarto de hora, este la dejaba frente a
su portal.
Agotada y con los pies doloridos porque su calzado de tacón no era el
más adecuado para patear las calles, abrió la puerta de su piso y fue
quitándose prenda tras prenda mientras iba camino del baño. Una ducha de
agua templada le devolvió la vida.
Ataviada con un pijama de seda de pantalón y camisa color frambuesa,
se tiró en el sofá al tiempo que miraba la hora en el reloj que tenía colgado
sobre el televisor. Las once menos veinte. Había conseguido evadirse de sus
problemas unas tres horas y media.
Quizá ya era momento de volver a enfrentarse a ellos.
Aunque no sabía si quería hacerlo.
Era mejor enroscarse en un extremo del sofá y lamerse las heridas.
¡No! No iba a hacer eso.
Suspirando, sacó el móvil de su bolso y lo encendió. Apretó la
mandíbula cuando las notificaciones se fueron sucediendo. Había llamadas
de Zeta y de Ula. Y mensajes de todo el mundo, al parecer.
Lo primero que hizo fue contestar a los mensajes preocupados de Mar,
Sonia y Tina diciéndoles que estaba bien y que se había quedado sin batería,
que las llamaría al día siguiente. Después procedió a leer los mensajes de
Ula. En todos ellos, pedía perdón y le rogaba que la llamara. El último era
de hacía escasos diez minutos y era diferente:
Contesta el teléfono. Es muy urgente,
por favor. Ha pasado algo.

Frunció el ceño. ¿Qué habría pasado?


No sabía si creerla o no. Con desconfianza accedió a sus contactos y la
llamó.
—Ay, Abi, mil gracias por contactar conmigo.
—¿Qué ha pasado?
—Es Zeta. No tengo ni idea de dónde está, y cuando se ha ido de aquí
estaba muy nervioso y había bebido. Tengo pánico de que haya cogido el
coche y le haya pasado algo. —Se atropelló con las palabras.
Abi se irguió en el sofá sin poder evitar que la preocupación de la otra
llegara hasta ella también.
—¿Lo has llamado?
—Un montón de veces y no me lo coge. Estaba muy alterado porque no
ha conseguido hablar contigo. —Hizo una pausa—. Quizá si lo llamas tú...
Abi soltó un pequeño gemido.
—Mira, Ula... No creo que...
—¿Podemos enterrar el hacha de guerra solo unos minutos? —la
interrumpió—. Estoy muy preocupada por él. Te pido perdón si te he hecho
daño, de verdad. Te lo pediré mil veces si eso es lo que quieres, pero ahora
mismo solo me importa saber si mi hermano está bien —dijo con
desesperación.
—Pero quizá tampoco me coja el teléfono a mí...
—No tienes ni idea de lo mucho que le importas, ¿verdad? Jamás lo
había visto comportarse así con una mujer. Raya en la obsesión. Si lo
llamas, te contestará.
Abi guardó silencio unos instantes, analizando las palabras de Ula. ¿De
veras le importaba tanto a Zeta?
Se llevó una mano a la frente y se la frotó con energía.
No solo su hermana quería saber si Zeta estaba bien. Ella también quería
saberlo. Tenía que admitirlo.
—Voy... a llamarlo y te digo algo —aceptó.
—¡Mil gracias! De verdad. —Ula resopló aliviada.
Abi se despidió de ella y no perdió el tiempo vacilando.
Lo llamó.
Un tono... Dos tonos...
«¿Y si no lo coge? ¿Y si le ha pasado algo?»
Tres tonos...
—Abi...
Su voz cálida y ronca se introdujo en su pabellón auditivo con fuerza,
abrasándola por dentro. Tragó saliva. ¿Cómo era posible que esas dos
sílabas de su nombre pronunciadas de esa manera la convirtieran en un
manojo de nervios?
—¿Dónde estás? —inquirió con rapidez.
—Me has llamado.
—¿Dónde estás? —repitió con más firmeza.
—Dentro de tu corazón. Mira y búscame —repuso él con una risa.
Era una frase tonta y sin sentido, pero consiguió que la sangre de sus
venas comenzase a correr más deprisa.
—Estás borracho.
—No tanto como me gustaría —dijo con un suspiro cansado.
Extrañamente, sonaba sereno.
—Dime dónde estás. Tu hermana está muy preocupada.
—¿Tú no?
—Zeta... —murmuró con un ligero reproche—. Déjate de tonterías y
dime dónde estás.
Solo hubo silencio al otro lado de la línea.
—Estoy frente a tu portal —dijo él al fin.
Una mezcla de alivio y contrariedad la invadió.
«Claro, ¿dónde, si no?», se dijo con sarcasmo. No sabía por qué no la
sorprendía que supiese dónde vivía.
Soltó un gemido lleno de exasperación. Se arrepentiría de aquello.
Estaba segura. Por otro lado, era lo que quería hacer. Había llegado el
momento de poner todas las cartas sobre la mesa y dejarse de tonterías.
—Espera, que te abro.
Capítulo 36

Zeta

No estaba borracho; solo había bebido tres copas de vino y un cóctel, no


obstante, cuando salió de casa de su hermana decidió dejar el coche y
llamar un taxi.
La tarde había sido una mierda.
No solo la huida de Abi, también el reencuentro con sus padres y con
Santi había sido raro. Habían hablado como si nada de lo ocurrido hacía dos
años hubiese tenido importancia y eso le dolió. Su familia se comportaba de
un modo que no le gustó nada.
Una parte de él lo entendía. Una celebración de cumpleaños no era el
lugar más apropiado para mencionar sus problemas. Pero otra parte de él
habría deseado no tener que fingir y sonreír como si nada hubiera sucedido.
Su madre lo había invitado a comer al cabo de dos semanas. Ese sería el
día de arreglar las cosas o de que estas empeorasen y todo terminara de
estropearse. En fin, ya se vería.
Quizá por inercia o porque lo último que deseaba era largarse a su piso
sin haber podido hablar con Abi, le dio al taxista su dirección, pero una vez
que se encontró en su calle, frente a su portal, titubeó invadido por el
pesimismo.
No podía hacer desaparecer todas las cosas que habían pasado entre
ellos. No podía pretender que ella se olvidara de todo. Pero si no conseguía
que Abi lo perdonara nunca, ¿qué iba a hacer?
Si no podía volver a ganarse su corazón, ¿qué cojones se suponía que iba
a hacer él?
Si no podía volver a abrazarla ni a acariciarla nunca más, ¿qué demonios
iba a hacer?
¡Joder! La confusión lo invadía.
Estaba tratando de aclarar sus ideas, sentado en un banco, cuando su
teléfono volvió a sonar. Supuso que sería su hermana de nuevo; lo había
llamado ya en varias ocasiones. La había ignorado porque no quería hablar
con ella; solo había una persona en el mundo con la que deseaba hablar en
ese momento.
Su sorpresa fue tan grande cuando vio el nombre de Abi en la pantalla
que su móvil estuvo a punto de salir disparado y acabar en el asfalto.
Aceptó la llamada.
¡Dios! Su voz sonaba tan sexi al otro lado de la línea... Quizá sí estuviera
borracho, porque sus palabras le penetraron hasta el tuétano y lo hicieron
estremecer. ¿Qué más daba si ella sonaba molesta o enfadada? Era Abi y lo
había llamado.
La invitación a su piso lo desarmó, dejándolo sin aliento.
Apenas recordaba cómo había subido la escalera hasta su planta, pero en
solo un minuto estaba frente a su puerta y ella se erguía ante él con un
pijama de color frambuesa, el pelo sedoso reposando sobre sus hombros y
la cautela asomando a sus ojos.
—Eh... Hola.
—Hola.
Se saludaron casi en susurros. Que ambos estaban nerviosos era
evidente.
Ella se apartó de la puerta y le cedió el paso.
El piso era bastante más grande y bonito que su antiguo apartamento. A
la derecha del salón estaba la zona de la cocina con península, y supuso que
al fondo del pasillo que se abría a la izquierda se hallarían el dormitorio y el
baño.
—¿Quieres beber algo? —le ofreció ella.
—Agua —respondió.
La siguió con la mirada mientras se acercaba al frigorífico. Se movía
como si fuera de caramelo líquido, de forma fluida y sinuosa, y eso le
encendió la sangre. Se amonestó en silencio al tiempo que se despojaba de
la cazadora vaquera. La dejó en el respaldo del sofá y tomó asiento.
Abi regresó con un vaso de agua y se lo tendió.
Bebió sin apartar los ojos de ella, que parecía estar muy interesada en
una de las láminas que colgaban de la pared: una reproducción de los
Nenúfares de Monet.
—¿No vas a sentarte? —preguntó con suavidad dejando el vaso sobre la
mesa.
Ella se sentó, pero no a su lado, como él había ansiado. Lo hizo en un
coqueto sillón de flores que estaba a bastante distancia del sofá.
—Zeta —comenzó, pero casi no le salió la voz y tuvo que carraspear—.
Zeta —repitió—, no parece que hayas bebido tanto como temía tu hermana.
Está preocupada. He tenido que mandarle un mensaje para decirle que estás
bien.
—Es una exagerada.
—Espero que no hayas cogido el coche...
—No lo he hecho. Mis años de niñato irresponsable hace tiempo que
quedaron atrás.
Ella guardó silencio. Parecía estar buscando las palabras adecuadas para
continuar con esa conversación. Era muy evidente que las había encontrado
cuando alzó la cara y, con la mandíbula tensa, clavó los ojos en los de él.
«Me va a mandar a paseo.»
—Mira, creo que esto debería terminar...
Él elevó las manos en el aire y la frenó en seco.
—¿Me has invitado a tu casa para soltarme el discurso del «No eres tú,
soy yo»? Porque no va a funcionar.
Ella gimió con suavidad. La expresión de su rostro era de pura
confusión.
—Hay tantas diferencias entre nosotros... —intentó hablar.
—¿Cuáles? —la interrumpió con brusquedad.
—¿La edad? —musitó poco convencida.
—Nunca ha sido un obstáculo entre nosotros, así que no sé qué pinta eso
ahora aquí. Además, ¿qué son cuatro años de nada? —rezongó.
Se la quedó mirando con fijeza.
En ese momento ambos se hallaban a años luz de distancia.
Incluso habiendo caminado en paralelo durante un tiempo, muy cerca el
uno del otro, cuando sus ambientes y sus vidas cambiaron, se fueron
separando gradualmente. Sus amistades, sus entornos y todo lo que habían
vivido en los últimos dos años era tan diferente que se habían alejado.
Era cierto que habitaban en dos mundos distintos.
Pero Zeta estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para volver a caminar
junto a ella en sincronía, tal y como habían hecho durante esos breves
meses en el pasado. Iba a volver al principio. Y esperaba que, pronto, sus
caminos convergieran, convirtiéndose en uno solo.
Sin embargo, para que eso sucediera, tenía que convencer a Abi de lo
mucho que significaba para él.
—Sé que no me crees cuando te digo lo que siento por ti, pero es verdad.
Me enamoré de ti hace dos años, pero fui demasiado gilipollas para darme
cuenta a tiempo o para luchar por ti..., y me dejé involucrar en algo
patético... Me he arrepentido mil veces.
Ella no dijo ni una palabra. Se limitó a observarlo con intensidad. Eso le
dio alas para continuar y contarle lo que ocurrió. Antes de que pudiese
protestar o interrumpirlo, le relató toda la historia, sin guardarse nada. Le
habló de los problemas económicos de su familia, de lo que había hecho su
padre y del consiguiente chantaje de Verónica. Sabía que aquello no lo
eximía de haberse comportado como un cerdo con ella, jugando a dos
bandas, pero quería que supiera toda la verdad.
—Así que, sí, fue un matrimonio de conveniencia —murmuró Abi
después de un rato de mutismo, una vez que él hubo terminado de hablar.
Zeta dejó escapar una risa seca, carente de humor.
—Puedes creerlo. Desde el mismo instante en que saliste de aquella
habitación de hotel, no volví a ponerle una mano encima a Verónica. En
todo este tiempo apenas nos hemos hablado, solo lo hemos hecho para
mantener las apariencias. Aunque tampoco es que a ella le haya importado
mucho, la verdad. —Resopló.
Abi arqueó las cejas con un rictus interrogante.
—No quiero hablar mucho de ello porque mi ego se resiente bastante —
confesó con sinceridad—. Digamos que... se vengó de mí porque la obligué
a trasladarse a Francia.
—¿Se vengó?
—Cabe decir que, en Lyon, en ciertos círculos, me llamaban cocu —
repuso. Al ver la cara de incomprensión de ella, añadió—: Es el término
francés para «cornudo».
—Oh... Vaya.
—Sí, «vaya» es la reacción correcta —dijo con una sonrisa ladeada.
—¿Y tú no le pagaste con la misma moneda?
Aunque había hecho la pregunta con tono casi neutro, Zeta se percató de
que había un ligero temblor en su voz.
—No.
—¿Pretendes que me crea que no te has acostado con otras mujeres
durante todo ese tiempo?
—Digamos que ella y yo nos hemos hecho muy amigos —dijo en tono
burlón, alzando la mano derecha en el aire—. Además, yo ya tenía a alguien
todo el rato en mi cabeza.
Ella guardó silencio durante unos segundos. Sus mejillas se habían
sonrojado.
—¿A alguien? —inquirió sin aliento.
—Tú ya sabes a quién, Abi —contestó al tiempo que la miraba con fiera
intensidad—. Tú eres la única mujer en la que he pensado en los últimos
años. —Aun a riesgo de sonar como un pusilánime, tenía que decirlo—:
Solo tú has estado en mi cabeza... y en mi corazón.
Ella se puso de pie como impulsada por un resorte. Se acercó a la
península que dividía la cocina y el salón y apoyó las manos en ella,
dándole la espalda. Había comenzado a respirar sonoramente.
Transcurrió un minuto. O dos. O una eternidad.
El cuerpo de Zeta se contrajo por la tensión mientras aguardaba una
reacción. La que fuera.
—Te comportaste de un modo tan ruin conmigo que no sé si podré
olvidarlo... —dijo ella al fin.
Él cerró los puños con desmayo. Había temido que dijese algo así.
Se incorporó y se aproximó hasta que solo un paso los separó. No intentó
tocarla o abrazarla, pero dejó caer la cabeza hacia delante y su frente
descansó sobre su coronilla.
—Sé que, aunque te pidiese perdón mil veces, no podría compensarte.
Lo sé. Está claro que tú te mereces al mejor hombre del mundo, y ese no
soy yo, pero soy un egoísta y sé que te quiero en mi vida. —Se detuvo y
soltó un suave suspiro antes de añadir con vacilación—: Quiero que vuelvas
conmigo...
De los labios femeninos escapó un gemido ahogado.
Suplicaría mil veces si era necesario.
—Por favor... —murmuró.

Abigail
Le costaba respirar. El simple hecho de coger aire y volver a expulsarlo le
resultaba difícil, y más desde que él se había acercado y le había dicho todo
aquello. Podía sentir su musculoso cuerpo pegado al suyo, a su espalda. Las
ganas de echarse hacia atrás y dejarse caer contra él estuvieron a punto de
ahogarla, pero un último ápice de cordura la llevó a mantenerse firme.
Acababa de decirle que no sabía si iba a poder olvidar el modo en que él
se había comportado con ella, pero ya ni siquiera sabía si eso era cierto.
Llevaba meses viéndolo casi a diario, y lo sucedido en aquel entonces se
había ido difuminando poco a poco de su memoria, barrido por su
imponente presencia y su carisma.
No era tonta. Sabía que Zeta estaba loco por ella. Solo un hombre
enamorado habría ido a buscarla todos los días solo para verla un minuto y
habría aguantado todos sus desplantes de los últimos tiempos. Además,
podía leerlo en su cara cuando la miraba, sentirlo en sus manos cuando la
acariciaba y oírlo en su voz cada vez que pronunciaba su nombre.
Sí, él la quería.
Ese no era el problema.
El problema era otro.
¿Estaba ella preparada para aceptarlo?
—Tengo miedo —confesó—. Tengo miedo de darte otra oportunidad y
de que vuelvas a hacerme daño.
—Te prometo que no lo haré. —Su aliento le acarició el cabello a la
altura de la nuca. Sonaba tan atormentado como ella misma se sentía.
—Lo pasé muy mal. Destrozaste mi autoestima.
—Lo sé. No tengo perdón. —Sus manos encontraron sus caderas y
presionaron con suavidad—. Tengo toda una vida para compensarte.
Déjame que lo haga.
Él hablaba en voz tan baja que, si no hubiera reinado el silencio en el
piso, habría sido difícil poder entender sus palabras.
Abi sabía que ya no eran necesarias más disculpas ni más
arrepentimientos. En realidad lo había perdonado hacía siglos. Y también
hacía siglos que sabía que le diría que sí. Solo le quedaba una cosa por
confesar.
—No... no tengo pareja —le dijo—. Daniel y yo solo somos amigos.
Lo oyó suspirar.
—Lo sabía.
—¿Lo sabías?
—Lo sospechaba. Nunca te referías a él. Y ni siquiera lo utilizaste para
rechazarme. Me alegra saber que soy el único para ti.
Ella se volvió entre sus brazos para poder verle la cara. Por espacio de
unos segundos se estudiaron en silencio.
—¿Sabes que eres un prepotente insoportable? —murmuró ella.
—Sí, pero estoy en vías de mejora —repuso él en un susurro con una
sonrisa culpable.
El corazón de Abi se desbocó. Adoraba su sonrisa. De algún modo, saber
que ella era la causante de esas sonrisas la llenaba de satisfacción. Deseaba
hacer feliz a ese hombre y que sus labios se curvaran de esa forma tan
increíble una y otra vez. No obstante, la inseguridad seguía embargándola.
—Ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos, pero...
—No es verdad —la interrumpió él acunándole la cara con las manos—.
En realidad no ha pasado tanto tiempo. Hay demasiados espacios vacíos
donde debería haber recuerdos. —Le acarició los pómulos con los pulgares
antes de inclinar la cabeza y susurrarle al oído—: Dame la oportunidad de
llenar esos huecos, Abi. Seremos lo que tú quieras que seamos.
Ella sintió cómo su corazón, su estómago y sus entrañas se derretían.
—¿Qué... es lo que tú quieres que seamos, Zeta?
—Quiero que seamos un nosotros, Abi. Me da igual que seamos
diferentes, que pensemos distinto o que parezca que no somos
compatibles... Quiero que estemos juntos. Eres lo mejor que me ha pasado
en la vida, y no lo supe hasta que te perdí. Estás hecha a mi medida y sin ti
no me siento entero, ¿sabes? —admitió con suma franqueza—. Quiero que
no hagan falta las palabras entre nosotros, que simplemente con mirarnos o
tocarnos ya sepamos lo mucho que significamos el uno para el otro. —Hizo
una pausa y la contempló con algo más que afecto—. Quiero que tengamos
un romance de esos de película. Eso quiero, Abi.
Había tanto sentimiento en sus palabras que se le llenaron los ojos de
lágrimas.
—No llores, por favor —le pidió él—. Verte llorar me parte el corazón.
No volveré a decir nada si no quieres.
—¡Sí quiero! Quiero que me digas esas cosas, y que me toques y que me
beses. Solo a mí —musitó—. Lo quiero todo.
Él la besó con dulzura.
—Entonces, tendré que dártelo todo.
Capítulo 37

Zeta

Hundió su boca en la de ella y se recreó en el beso. Un beso de verdad, y no


uno robado como el de aquella tarde en casa de su hermana.
Abi respondió aferrándose a él y dejándose besar.
Mentira.
No solo se dejó besar, sino que correspondió con el mismo entusiasmo y
fogosidad. Sus lenguas se enredaron la una en la otra, hasta que él se retiró
para poder contemplarla.
Ella tenía los párpados entornados y las mejillas sonrosadas por la pasión
del momento.
El cuerpo de Zeta reaccionó a aquella imagen en consecuencia. Toda la
sangre pareció ir a concentrarse al sur de su anatomía, exactamente entre
sus piernas.
Demasiado tiempo sin una mujer. Demasiado tiempo soñando con que
algo así pasara con Abi. Sus expectativas estaban por las nubes.
—Qué preciosa eres, joder...
Ella no dijo nada. Se limitó a morderse el labio inferior y aquello estuvo
a punto de hacerlo gemir. Volvió a abrazarla con ansia. Quería sentirla
cerca.
—Durante mucho tiempo he estado imaginándome algo como esto. Y
ahora que por fin te tengo entre mis brazos, me siento... poderoso. —Se
interrumpió apenas lo suficiente para depositar un beso sobre su pómulo—.
Quiero hacerte el amor, Abigail.
Los iris de ella despidieron una llamarada cálida mientras le echaba los
brazos al cuello. Parecía estar complacida y sorprendida.
—Estoy... abrumada. No pareces el mismo Zeta.
—Te dije que había cambiado. —Se encogió de hombros—. Vale, sé que
quizá haya podido sonar un poco cursi, pero eso es lo que deseo en este
momento. Hacerte el amor. No quiero echar un simple polvo. Quiero mucho
más.
¿Y qué si sus palabras eran empalagosas o ñoñas? Él ya no se
avergonzaba de nada ante nadie. Y mucho menos de sus sentimientos.
Había pasado demasiado tiempo reprimiéndolos; no iba a volver a hacerlo.
—Pues... ¿acepto? —susurró ella con una suave risa.
La respuesta de él fue otro beso todavía más tórrido que el anterior.
—Quizá es mejor que me dé una ducha primero... —murmuró.
Si las cosas seguían así, su ego iba a sufrir un duro golpe cuando se
corriera dentro de sus pantalones como un adolescente inexperto. La ducha
era una idea excelente.
Ella lo miró perpleja, pero no tardó en dar un paso atrás y asentir.
—El baño es la primera puerta por ese pasillo. Hay toallas limpias en el
armario debajo del lavabo.
—¿Prometes esperarme desnuda y en la cama? —bromeó con un guiño.
Ella reaccionó poniendo los ojos en blanco.
Le costó soltarla y darse la vuelta. Lo hizo a regañadientes, pero
sabiendo que era lo mejor.
Nunca se había duchado tan rápido en su vida. De camino a la pequeña
cabina se despojó de toda su ropa de un modo más que violento y no esperó
a que el agua se calentara. El chorro templado sobre su cabeza le vino muy
bien para despejar sus ideas. No obstante, y decidido a que esa noche se
convirtiera en algo especial, su mano se deslizó hasta su erección y su puño
bombeó con rapidez. Apenas tardó dos minutos en tensarse y expulsar una
carga contra la pared de baldosas mientras gemía. Un placer descafeinado lo
envolvió.
Se apresuró a enjabonarse, a aclararse y a secarse someramente con una
toalla que luego anudó a su cadera. Después tomó prestado un poco de
dentífrico con el que se enjuagó la boca y abandonó el baño con su ropa en
la mano.
A pesar de que le había dicho que quería que lo esperase en su
dormitorio, desnuda, no pensaba que ella fuera a seguir sus indicaciones. Al
menos la Abi de hacía dos años no lo habría hecho.
Se había equivocado.
Esa Abi sí que lo estaba esperando de ese modo. Tumbada en la cama y
sin una sola prenda de ropa.
La lámpara de la mesilla estaba encendida y esparcía una tenue luz
anaranjada por toda la habitación, pero Zeta no se fijó ni en la decoración ni
en el tamaño de la estancia. Solo tenía ojos para ella. Era la misma mujer
que él recordaba, pero a la vez había cambiado en algunos aspectos. Estaba
más delgada, pero sus curvas ampulosas, sus amplias caderas y sus senos
generosos seguían siendo los mismos. No obstante, había una seguridad en
su mirada que antes no estaba allí. Y sus ojos resplandecían de un modo
casi imposible mientras lo recorría con ellos de arriba abajo.
Zeta dejó caer sus prendas al suelo y luego se liberó de la toalla,
quedando completamente expuesto. Su miembro vibró con vigor y se irguió
en toda su magnitud, como si no hiciera solo un par de minutos que había
estado funcionando a pleno rendimiento.
—¿Ya has comenzado a enamorarte de mí de nuevo? —le preguntó al
ver la expresión cargada de admiración que ella le dirigía.
—¿De nuevo? ¿Quién dice que lo estuve alguna vez? —repuso Abi con
tono juguetón.
—No tienes por qué ser honesta. —Él se encogió de hombros—. En este
momento podría creerme cada palabra vacía que saliese de tu boca.
—¿De verdad creerías cualquier cosa que te dijese? —Se mostró
sorprendida.
—Sí. Sobre todo si es lo que quiero oír.
—¿Y si te hago daño?
—Lo soportaría, aunque no creo que quieras herirme.
—Quizá te equivoques. Quizá no me importas lo suficiente para que me
preocupe hacerte daño o no —lo provocó.
Ella se estaba comportando de un modo muy distinto de como solía ser.
Y eso lo fascinaba.
—Mentirosa...
—Déjame que recomponga mi orgullo un poquito.
—Flagélame si eso te hace sentir mejor. Soy todo tuyo.
Dijo eso mientras daba una vuelta sobre sí mismo, mostrándole su parte
trasera, hasta que volvió a encararse con ella.
—Quizá me piense lo de flagelarte.
Él dejó escapar una risa grave antes de acercarse a la cama y, con
cuidado, tenderse sobre ella. Su calidez y su suavidad lo envolvieron. Sus
curvas se amoldaron a sus músculos y no pudo contener el suspiro de placer
que brotó de su garganta.
Después no hubo más conversación, al menos no la hubo durante los
siguientes quince minutos. Las palabras fueron sustituidas por besos y
caricias. Senderos de besos delicados, desde la raíz del pelo hasta la parte
más sensible de sus rodillas. Caricias lentas, desde la base del cuello hasta
los tobillos. Y mucho roce de piel con piel.
Zeta llegó a un compromiso consigo mismo. El compromiso de
detenerse de vez en cuando para prolongar toda aquella miríada de
sensaciones. Quería que ese encuentro durase toda la noche.
—No te detengas —protestó ella elevando las piernas y aprisionándolo
con ellas.
El calor de su sexo contra su miembro lo llevó a dar un respingo cargado
de anhelo.
—No quiero que esto termine tan pronto.
—No te preocupes por eso. Da igual lo que dure. Siempre podemos
repetir —murmuró contra su boca.
—¿Quién eres y dónde está mi dulce y torpe Abi? —Se rio él alzando la
cara.
Ella bajó los párpados, repentinamente cohibida.
—Eh, estaba bromeando —dijo dándole un suave mordisco en el cuello
—. Adoro cómo eres. Me encanta que me respondas y que me tientes, pero
soy un hombre fuerte y voy a resistirme.
Como si su ataque de timidez hubiese sido un mero espejismo, le lanzó
una mirada cargada de lascivia antes de empujarlo y situarse encima de él.
Se sentó a horcajadas sobre sus caderas y le aprisionó las muñecas por
encima de la cabeza.
Zeta recordó una escena similar que habían protagonizado ambos hacía
tiempo. Por aquel entonces ella se había sentido muy avergonzada de su
peso y no había querido estar encima.
Cómo habían cambiado las cosas...
Contuvo el aliento. Su erección había encontrado el espacio justo entre
las piernas femeninas y la humedad de su sexo la bañaba. Así era imposible
contenerse ni un instante. Gimió.
—Zeta —comenzó ella con solemnidad—, antes no hablaba en serio
cuando he dicho que no me importas lo suficiente para que me preocupe
hacerte daño. Me importas mucho.
Su corazón se saltó un latido.
—Lo sé. No hace falta que digas nada. Puedo verlo. Estás enamorada de
mí. Tanto como yo de ti.
—Es verdad —admitió dejándose caer sobre él para apoderarse de su
boca.
Se besaron durante una eternidad. Pero, pronto, sus cuerpos los
traicionaron y los besos se quedaron demasiado cortos.
—Quiero que me hagas el amor —susurró ella al tiempo que se
incorporaba—. Y quiero hacerte el amor yo a ti.
—Todo lo que quieras de mí es tuyo —repuso él.
Sus manos se deslizaron por su cuerpo con adoración. Bajaron por su
cuello y se enredaron en los suaves mechones de su pelo, que reposaban
sobre sus senos. También acarició estos, pellizcando ligeramente sus
pezones, que se irguieron excitados. Continuó delineando su talle y sus
caderas hasta que sus dedos se hundieron en su vientre y algo más abajo.
Ella estaba más que preparada.
Gimió con impaciencia cuando su virilidad vibró trepidante. Tenía
condones en la cartera, pero esta estaba en el bolsillo de sus pantalones, que
habían terminado en el suelo, en algún lugar del dormitorio. Odiaba tener
que moverse, pero debía hacerlo.
—Esto va a estropear el ambiente, pero he de ir a buscar los cond...
Abi le puso un dedo sobre los labios, silenciándolo, y él la miró con los
ojos muy abiertos.
—Espera.
Después de decir eso, sin despegarse ni un solo milímetro de él, alargó el
brazo y abrió el cajón de su mesilla. Sacó una caja y extrajo un preservativo
de ella. Se lo tendió.
Él rasgó el envoltorio y, con un movimiento cargado de provocación, se
lo puso, disfrutando con su mirada hambrienta. Acto seguido la empujó y se
situó encima.
—Me encantaría que me cabalgaras, pero estoy tan excitado que si lo
hacemos así no voy a durar ni un segundo.
—¿Me has oído protestar?
Le regaló una sonrisa al tiempo que la acariciaba y la besaba,
restregándose contra su carne una y cien veces. Sus dedos la exploraron,
deleitándose en su humedad y su tersura, provocando ahogados sollozos en
ella, que se retorció con avidez. Sus muslos se abrieron invitadores para
acogerlo y él no se lo pensó demasiado. Lentamente se abrió camino en su
interior, disfrutando con cada segundo del viaje. Las angostas y ardientes
paredes de su sexo se cerraron en torno a él, albergando su dureza.
—¡Joder! Abi... Esto es...
Se quedó sin palabras porque no había ni un solo vocablo que pudiera
describir la sensación que estaba experimentando en ese instante.
«Pura magia.»
Se hundió dentro de ella hasta que sus vientres se rozaron y la oyó gemir
con complacencia y delirante pasión.
Sepultó la cara en el lateral de su cuello y posó los labios allá donde una
vena le latía a toda velocidad. El sabor salado de su piel le estalló en la
boca. Con suma parsimonia, paladeando cada segundo, comenzó a mover
las caderas mientras regaba su piel de cientos de pequeños besos.
Pronto ella se acompasó a su ritmo y ambos se movieron al unísono.
La miró extasiado mientras el calor recorría cada centímetro cuadrado de
su cuerpo. Aquello no era un polvo. Era mucho más.
—¿Sabes que te quiero, Abi? —dijo casi sin voz. Había una promesa
implícita en esa frase. Y por si aquello no le había quedado claro, selló esa
especie de pacto con un beso.
El final se acercaba. Podía sentirlo reptando por sus extremidades y
aproximándose a la parte baja de su espalda, pero no quería alcanzarlo solo,
quería que ella lo acompañara. Era importante para él que llegaran al mismo
tiempo.
—Ah, Zeta, creo que voy a...
No la dejó continuar. Sus caderas pivotaron con fuerza hacia delante un
par de veces más hasta que la notó tensarse debajo de él. Su rigidez y el
sensual gemido que expelió mientras se aferraba a su cuello con ansia lo
llevaron a él mismo a su propio clímax.
Dejando escapar un bronco gruñido, alzó la cara y se convulsionó,
derramándose dentro de ella.
—Yo también te quiero —la oyó murmurar.
«¡Joder! ¡Sí!»

Abigail

Habían pasado ya varios minutos desde aquel increíble orgasmo y el


silencio seguía reinando en la habitación. Un silencio que solo era roto por
las respiraciones entrecortadas de ambos.
Zeta estaba tendido junto a ella, con la cabeza apoyada en la almohada.
Tenía los ojos cerrados y una sonrisa en la boca.
Siempre era él el que la estudiaba, al menos esa era la sensación que
tenía Abi. Sin embargo, en ese instante las cosas habían cambiado y era ella
la que podía contemplarlo a su antojo. Y se recreó en ello, recorriéndolo
con la vista de arriba abajo, deteniéndose en la plácida expresión de su
rostro y analizando todos y cada uno de sus gestos.
La suave sonrisa decía mucho de él. Hablaba de satisfacción y vanidad.
«Su ego sigue siendo imponente.»
Ella misma tuvo que sonreír cuando ese pensamiento acudió a su cabeza.
Un mechón de pelo le caía descuidado sobre la húmeda frente y controló
el impulso de apartárselo. Se centró en su nariz con esas pecas tan absurdas.
Era la única parte de su cara que mostraba una ligera imperfección. Sus
pestañas, debido al efecto de la luz de la lamparita de la mesilla,
sombreaban la parte superior de sus pómulos. Y el trazo apenas visible de
una barba oscurecía su mentón.
—Me observas —dijo él de improviso.
—Mentira.
—Lo haces.
—¿Cómo lo sabes, si tienes los ojos cerrados?
—Puedo sentirlo.
Y, acto seguido, elevó los párpados y el color azul de su mirada, más
oscuro que de costumbre, se le clavó a Abi en el pecho.
—Ven aquí. —Tiró de su brazo hasta que ella se acopló a su cuerpo—.
Quédate así y no te muevas. Mira qué bien encajamos.
Él tenía razón. Todas sus curvas encontraban espacio en los recovecos de
él.
Abi se relajó y se dejó abrazar, apoyando la cabeza en el hueco de su
cuello. Se limitó a disfrutar en silencio de la cercanía de su cuerpo. Aspiró
con fuerza, inhalando su varonil aroma. Un resto del olor a su gel de baño
se mezclaba con la fragancia de su piel.
Estaba en el paraíso.
Por espacio de unos minutos ninguno dijo nada y, poco a poco, las
respiraciones de ambos fueron ralentizándose.
Zeta comenzó a recorrerle el rostro con la punta de los dedos,
deteniéndose un segundo en la comisura de sus labios. Ella le besó la palma
de la mano.
—¿Qué habrías hecho si de verdad hubiese estado con otro? —le
preguntó con curiosidad. Quería saberlo.
—Habría luchado por ti y te habría ganado para mí —aseveró él con
seguridad.
—¡Qué arrogante eres! —Resopló, pero no pudo evitar que la diversión
resonara en sus palabras.
—No es arrogancia. Es que no iba a permitirme el lujo de pensar que
podía perder. Eso me habría destrozado. Tenía que creer que solo podía
ganar.
¡Jesús! ¿Cómo era posible que él solo dijese cosas maravillosas y
perfectas? La llevaba de un sobresalto a otro. Cuando ya creía que nada de
lo que pudiese decirle la sorprendería, volvía a conseguirlo.
—Has cambiado tanto que apenas te reconozco —dijo emocionada.
—A veces la existencia de una persona puede cambiar el universo; lo
sabías, ¿no? Pues parece que tú eres la persona que ha cambiado el mío —
dijo, y aunque había un resto de azoramiento en su tono, su mirada era
directa y clara.
Ella se irguió con brusquedad y lo contempló. De nuevo notaba los ojos
llenos de lágrimas.
—¡Basta ya, Zeta! No sigas diciéndome cosas así. No lo puedo soportar.
—Su voz estuvo a punto de romperse, solo a duras penas consiguió que eso
no sucediera.
Él dejó escapar una risa ronca llena de afectuosa travesura.
—Me callo porque tú me lo pides, pero todavía tengo mucho que
compensarte —repuso—. Este tiempo en Lyon me ha servido para darme
cuenta de lo que era verdaderamente importante para mí. Me prometí a mí
mismo que cuando volviera a recuperarte no escatimaría ni en palabras
bonitas ni en expresar mis sentimientos con ellas.
Abi negó con la cabeza con incredulidad.
—Si sigues así, no sé si podré estar a tu altura...
—Tú siempre estás a la altura. Ya lo estuviste entonces y lo estás ahora.
Era yo el que no estaba a la tuya.
La besó de nuevo.
—Tú llevas la verdad escrita en la piel y no te avergüenzas jamás de lo
que sientes —continuó con un suspiro.
—Ahora el que lleva los sentimientos a flor de piel eres tú. Y reconozco
que me gusta este nuevo Zeta —admitió ella.
—Eso está bien, porque ha llegado para quedarse.
Su gesto lleno de adoración le calentó el alma.
Después de eso Abi volvió a recostar la cabeza en su hombro y se
acomodó a su cuerpo complacida. Tardó varios segundos en darse cuenta de
que estaba sonriendo ampliamente.
¿Se podía ser más feliz?
—¿Te vas a dormir? —murmuró él junto a su oído.
—No. Solo voy a cerrar los ojos un momento —susurró.
Capítulo 38

Zeta

Abrió los ojos y, rápidamente, incluso antes de sentir el cuerpo cálido a su


lado bajo las sábanas, supo dónde se encontraba.
Un murmullo cargado de dicha brotó de sus labios entreabiertos.
Ella estaba tumbada boca arriba, a solo unos centímetros de distancia,
pero tenía la cabeza ladeada en su dirección y él podía contemplarla a su
antojo. Se regodeó un buen rato en sus facciones dormidas. En la tersura de
su cutis, en la suave curva de sus pómulos, en su nariz algo respingona y en
ese lunar junto a su boca que lo volvía loco...
Abi.
Su chica.
Por fin.
Una sonrisa acudió a su boca. Una sonrisa llena de entusiasmo canalla.
Tenía el ego por las nubes. Su confesión no solo había sido aceptada, sino
también correspondida.
Y habían hecho el amor...
Estaba pletórico y quería aullar a la luna.
Una risa efervescente se formó en su pecho cuando aquella loca idea le
acudió a la mente.
«Estás gilipollas.»
Reprimió el deseo de extender la mano y tocarle la cara. No quería
despertarla. Si bien la claridad del amanecer se colaba por la ventana a
través de un hueco que había en las cortinas, no debían de ser más de las
ocho y media y era domingo.
Con sumo sigilo y mucha reticencia, abandonó la cama y se dirigió al
baño. Ignoró su erección matutina y se empleó en menesteres más prosaicos
antes de ir a la cocina. Su búsqueda por los armarios le reveló que no había
nada comestible en ellos.
¿Abi no desayunaba?
Se quedó quieto un buen rato con la frente arrugada.
¿Y si se acercaba a la panadería que había visto la noche anterior y
compraba algo?
Se aproximó a la cristalera del salón y echó un vistazo a la calle. Sí, la
panadería estaba abierta y había un par de personas delante de la puerta.
No se detuvo demasiado a pensarlo. Se encaminó al dormitorio, levantó
su ropa del suelo y se vistió lanzándole ojeadas furtivas a Abi, pero ella ni
se movió. Tomó dinero de su cartera y se metió el móvil en el bolsillo de los
vaqueros antes de irse.
Cogió las llaves que colgaban de la cerradura de la puerta y abandonó el
apartamento. No se puso los zapatos hasta que alcanzó el descansillo.
Luego bajó los escalones de dos en dos.
En el exterior, el aire fresco de esa mañana de octubre le golpeó la cara
con ligereza. Echó a andar y negó con la cabeza con incredulidad; el
antiguo Zeta jamás habría hecho algo semejante: ir a buscar el desayuno
para la mujer con la que acababa de pasar la noche un domingo a esas
horas... Pero ese Zeta, el hombre que estaba loco por Abi, era capaz de eso
y de mucho más. Increíble cómo alguien podía cambiar tanto en solo un par
de años.
Recordó todo lo que le había dicho la noche anterior. Cada palabra que
salió de su boca era completamente cierta. Fue muy sincero. Sin embargo,
ahora, a plena luz del día, se sentía un poco extraño.
¿De veras había dicho cosas como «Tú eres la persona que ha cambiado
mi universo» o «Solo tú has estado en mi cabeza y en mi corazón»? O más
cursi todavía: «Entonces, tendré que dártelo todo».
Se acarició el mentón al tiempo que un rubor acudía a sus mejillas.
—Por Dios, si alguien se entera, mi reputación de conquistador está
arruinada —masculló con una mueca.
Sin embargo, nada más pronunciar esas palabras se dio cuenta de que le
importaba una mierda que su reputación se fuera al carajo o que alguien se
enterase. Era un asunto entre Abi y él.
Y era algo hermoso.
Volvería a repetirle todas aquellas cosas, sin dudarlo.
Había tres personas delante de él en la panadería. El aroma a café y a pan
recién hecho salía hasta la calle, y Zeta comenzó a salivar mientras esperaba
su turno y su estómago rugía. No había comido nada desde hacía más de
doce horas.
La chica de detrás del mostrador lo atendió con una sonrisa somnolienta.
Decidió comprar un par de cafés y también media docena de croissants, que
tenían una pinta estupenda, dorados y brillantes. Pagó y, con sus
provisiones en una bolsa de papel, abandonó el establecimiento.
Llevarle el desayuno a la cama a Abi le pareció un detalle muy
romántico. Esperaba que a ella también se lo pareciese. Y que se
sorprendiera gratamente y lo besara para agradecérselo. Y que los besos se
convirtieran en algo más. En mucho más. Sí, quizá después de tomarse el
café podían terminar en el mismo lugar en que acabaron la noche anterior...
Una sonrisa idiota se mostró en su cara.
Justo en ese momento una figura femenina que salía del portal de Abi le
llamó la atención. El asombro lo hizo abrir los ojos, pero se recuperó con
rapidez y un resoplido irónico abandonó su boca. Lo de llevarle el desayuno
a la cama como que no iba a tener mucho éxito.
Negando con la cabeza, se sacó el móvil del bolsillo y la llamó.

Abigail

¿Cómo podía alguien estar llamándola un domingo a esas horas? ¡Aquello


era inhumano!
Se volvió con presteza y agarró el móvil. En la pantalla aparecía el
nombre de su hermana. Las ganas de estampar el aparato contra la pared
casi la ahogaron, pero su cordura ganó la partida y aceptó la llamada.
—Espero que sea un asunto de vida o muerte —masculló. Por el rabillo
del ojo se dio cuenta de que Zeta no estaba en la cama.
—Es un asunto de vida o muerte. ¿Estás viva? —La voz de Tina le
estalló en el oído.
—No grites —murmuró.
La ropa de Zeta no estaba en el suelo, donde la dejó caer la noche
anterior, pero su reloj y su cartera estaban sobre la cómoda. Debía de
encontrarse en el baño.
—¿Tienes resaca? ¿Anoche bebiste?
—No bebí nada. Es solo que no he dormido mucho.
No había dormido casi nada porque se había pasado la noche haciendo el
amor con Zeta. Los recuerdos de hacía un par de horas acudieron a ella con
fuerza y sonrió sin poder evitarlo.
—¿Estás bien?
—Tina, ahora no puedo hablar, pero prometo llamarte y contártelo todo.
Mientras decía eso salió de la cama. Se le acababa de ocurrir una idea
fabulosa.
—¿Ahora no puedes hablar? ¿Estás con alguien?
—He pasado la noche con Zeta —admitió mientras se acercaba a su
armario y sacaba unos pantalones y un jersey.
Solo hubo silencio al otro lado de la línea.
—Vaaale. —Su hermana resopló al cabo de unos segundos—. No sé si
quiero conocer los detalles. Mejor ni pregunto porque es muy pronto y
estoy en shock. —Volvió a hacer una pausa antes de continuar con voz
preocupada—: ¿Estás segura de lo que estás haciendo, Abi?
—Creo.
—¿Crees?
—Sí.
—¿Me vas a contestar con algo más que no sean monosílabos?
Abi lanzó una mirada furtiva hacia el pasillo.
—En serio, Tina, ahora no puedo hablar.
—¿Dónde está?
—En el baño.
—Vale, pues te dejo en paz, por ahora, pero luego me llamas y me lo
cuentas todo con pelos y señales —dijo ansiosa—. Necesito información. Y,
por favor, ten cuidado.
—Lo tendré.
Solo se oyó un bufido escéptico al otro lado de la línea antes de que la
comunicación se cortara.
Abi dejó el móvil a un lado y se vistió a la velocidad del rayo, tratando
de no hacer ruido. No le había mentido a su hermana cuando le había dicho
que creía estar segura de lo que hacía. No lo estaba del todo, pero quería
seguir viviendo ese instante hasta el final. Lo necesitaba.
Abandonó el dormitorio y, cuando pasó por delante de la puerta cerrada
del baño, anduvo de puntillas. Agarró una cazadora del armario de la
entrada y se la puso. Frunció el ceño al darse cuenta de que sus llaves no
estaban en la cerradura. Debía de haberlas dejado en otro sitio. La noche
anterior estaba tan distraída...
No se detuvo a buscarlas, sacó la llave de repuesto del cajón del mueble
de la entrada y, con sumo cuidado, abrió la puerta del piso y salió al
descansillo. La cerró tras de sí, componiendo un mohín cuando la madera
golpeó contra el marco e hizo un ruido desagradable.
Mientras bajaba a la calle se recogió el pelo con una goma que encontró
en el bolsillo de la chaqueta.
Era una tontería, pero le pareció terriblemente romántico acercarse a la
panadería que había frente a su casa y comprar algo para desayunar. Por las
mañanas ella solía tomar solo café y no comía nada, así que su cocina no
ofrecía muchas posibilidades para un buen desayuno. Quería sorprender a
Zeta y que, cuando este saliera del baño, se encontrase con dos cafés recién
hechos y un par de croissants o lo que fuera.
Tenía que darse prisa.
Su móvil comenzó a sonar.
Exasperada, pensando que era Tina de nuevo, se lo sacó del bolsillo con
energía, dispuesta a lanzarle sapos y culebras a través del auricular.
Era Zeta.
«Mierda. La sorpresa se ha ido al carajo —pensó—. Seguro que ha
salido del baño y ha visto que no estoy.»
—¿Sí? —respondió.
—Te estoy viendo.
—¿Cómo?
—Que te estoy viendo.
Su primer impulso fue mirar hacia arriba, hacia su balcón. No había
nadie.
—Anda, echa un vistazo a la acera de enfrente.
Se detuvo y volvió la cabeza.
Ahí estaba él, con los vaqueros y el polo tostado que llevaba el día
anterior. Tenía el pelo alborotado, como si acabara de salir de la cama y no
se hubiera molestado en peinarse. En su mano derecha llevaba una bolsa de
papel marrón con el nombre de la panadería estampado en ella. La alzó en
el aire, mostrándosela.
—Creo que hemos tenido la misma idea —murmuró con una sonrisa.
—Va a ser que sí —repuso él.
—Ya no puedo sorprenderte.
—Yo a ti tampoco.
Ambos se quedaron mirándose con sonrisas bobaliconas en la cara,
separados por la amplia calzada por la que apenas circulaban coches.
El corazón de Abi comenzó a latir a toda velocidad en su pecho. ¿Se
podía estar más guapo que Zeta por las mañanas? Desaliñado tenía un
aspecto muy apetecible.
—Estás preciosa —le dijo él echando a andar hacia el semáforo, que
estaba a unos doscientos metros de distancia. No le quitaba la vista de
encima. Se la comía con los ojos—. El hecho de que lleves dos calcetines
de colores diferentes te hace todavía más sexi.
La mirada de Abi, presta como un rayo, se clavó en sus tobillos. ¡Era
verdad! Llevaba un calcetín rojo y otro naranja. Sintió el rubor
esparciéndose por su cara.
—No quería molestarte porque pensaba que estabas en el baño y he
cogido lo primero que he pillado.
—Te quedan genial. Son la prueba de que he elegido a la mujer correcta.
«La mujer correcta.»
Oh, Zeta y su lengua de plata...
El calor se extendió por su cuerpo, desde la punta de los dedos de sus
pies hasta la raíz de sus cabellos. Toda ella ardía.
Estaba tan distraída, mirándolo con adoración, que no se dio cuenta de
que pisaba un alcorque y estuvo a punto de caerse. Se recuperó a tiempo,
pero no pudo reprimir un gemido abochornado. Se tapó los ojos con una
mano mientras daba un paso a un lado y se apartaba del árbol.
—Esta es la Abi de la que me enamoré —murmuró él soltando una risa.
—¿La torpe?
—La inocente y despistada, la que es un poco desastre —la corrigió—.
Esa que me tiró una botella de whisky en los pantalones. No, mejor todavía,
la que me vomitó una lasaña encima...
—¡Te ríes de mí! —lo acusó alzando los párpados. Incluso en la
distancia pudo ver cómo su cara estaba contraída en un rictus divertido.
Y eso que él no sabía ni la mitad de las cosas que solían sucederle. El
recuerdo del pelo en el pezón de aquella primera noche en el Cienvillas la
asaltó y se puso roja como un tomate.
—Nah, me río contigo.
Ella resopló con fuerza y echó a andar de nuevo. Él también avanzaba.
—Sabes que esto parece el final de una película romántica, ¿verdad? —
le dijo—. El chico y la chica andando en paralelo por una calle mientras
hablan por teléfono. No sé, creo que ahora es el momento en el que el chico
saca un radiocasete y pone una canción romanticona y comienza a bailar.
—No tengo radiocasete —dijo él deteniéndose—, pero espera...
Sin previo aviso, empezó a deslizarse hacia atrás y a hacer unos
movimientos de lo más sensuales, bailando en medio de la acera. Una
señora que paseaba a un perrito a unos metros de distancia lo miró con la
frente arrugada. Zeta la saludó y le regaló una sonrisa.
A Abi le entró la risa. No pudo evitarlo.
Estaba feliz.
Juntos eran como una novela romántica llena de clichés. Chica conoce
chico. Chica se enamora de chico. Chico la engaña. Chico llega arrepentido
y chica lo perdona. Era obvio cómo acababa aquella historia, pero a Abi ya
ni siquiera le importaba demasiado el final, solo sabía que quería recorrer el
camino con él y seguir pasando páginas.
Habían llegado al semáforo. El interminable paso de peatones los
separaba.
—Ni se te ocurra moverte. Déjame ir hacia ti —musitó él.
Su voz llegó ronca y suave por el teléfono y Abi solo pudo asentir,
demasiado emocionada para emitir palabra alguna.
Entonces él cortó la comunicación y ella se guardó el móvil en el
bolsillo.
El semáforo no tardó en ponerse en verde y Zeta echó a andar.
Las piernas de Abi se movieron nerviosas, anticipando el encuentro,
mientras lo estudiaba de arriba abajo. Él caminaba como si el mundo fuera
suyo. El jodido modelo de pasarela era ahora suyo.
Casi no podía creerlo.
Segundos después Zeta llegaba a su lado. Sonreía.
—Ya está. Se acabó lo de ir en paralelo, amor. Ahora somos un único
camino.
Y la besó.
Y ella le echó los brazos al cuello y respondió al beso con fervor.
Epílogo

Un año después

Zeta

Abrió la puerta del Cabin Cocktail Bar con energía y accedió al interior.
Una canción de Wham! flotaba en el ambiente. Sus ojos barrieron el local
de un extremo a otro. Estaba repleto de gente. No era de extrañar un viernes
a las nueve y media de la noche.
No podía quejarse. Tres años después de su apertura el negocio
funcionaba a las mil maravillas. Funcionaba tan bien que no había
necesitado buscarse otro trabajo, de momento. Entre Gustavo, Samuel y él
lo manejaban a la perfección.
Su mirada chocó con la de Samuel, que estaba detrás de la barra,
hablando con el barman. Intercambiaron un rápido saludo.
Comenzó a avanzar, abriéndose paso entre el gentío. Por el rabillo del
ojo vio que todas las mesas estaban ocupadas. Sonrió muy satisfecho.
Apenas había dado unos pasos cuando se abrió un hueco en el grupo de
personas que tenía delante y pudo ver a una mujer espectacular sentada en
uno de los altos taburetes frente a la barra.
A pesar de que solo se le veía la espalda, era evidente que se trataba de
un bellezón.
Sus curvas poderosas eran potenciadas por el vestido rojo de tirantes que
lucía y que se ajustaba a ellas como una segunda piel. Llevaba el cabello
rubio recogido en la parte alta de la cabeza, dejando su nuca al descubierto.
Un par de mechones caían casi con descuido sobre su nuca, acariciándola
ligeramente. Echó la cabeza hacia un lado y la curva de su cuello
desembocó en una mandíbula de trazo suave.
El radar de Zeta se encendió al instante y puso rumbo hacia donde ella se
encontraba. No tardó más de cinco segundos en alcanzarla.
Su suave perfume, fresco y primaveral, le entró por las fosas nasales
cuando se detuvo a solo unos centímetros de su espalda.
¡Joder, qué bien olía!
—¿Estás sola? —le susurró acercando la boca a su oído.
Ella dejó escapar una risa apenas audible.
—De momento, sí.
—Pues ya no lo estás. No sé quién es el gilipollas que está haciendo
esperar a una mujer como tú, pero ya he llegado yo. Y voy a marcar
territorio.
Sus manos se apoyaron sobre las generosas caderas de ella, cubiertas por
la seda del vestido. El tacto de aquella tela le resultó tremendamente
sensual. Luego inclinó la cabeza y le dio un beso sobre el hombro desnudo.
Su piel estaba cálida.
—Qué suerte tengo —murmuró ella volviéndose en el taburete y
encarándose con él.
Unos ojos color miel se enfrentaron a los suyos.
—¿Te he dicho que el rubio te sienta fenomenal? —le preguntó él
contemplándola con admiración.
—Como unas cien veces —respondió ella echándole los brazos al cuello
y besándolo—. La última, esta mañana antes de que me fuera al trabajo.
Abi se había teñido el pelo hacía solo una semana para una nueva sesión
de fotos y, aunque al principio le resultó sorprendente su cambio de
apariencia, Zeta estaba encantado. Estaba preciosa de rubia. Aunque, ¿a
quién pretendía engañar? No era para nada objetivo. Para él siempre estaba
preciosa. Estaba loco por ella.
—Yo tendría cuidado. —Samuel acababa de acercarse a ellos con una
sonrisa de oreja a oreja—. No vaya a ser que llegue el novio de la chica y os
pille. No quiero peleas en mi bar.
Abi se echó a reír y luego se dio la vuelta.
—Le estaría bien empleado a mi novio que me fuera con otro. Me ha
dejado plantada.
—Eso es verdad —admitió Samuel dirigiéndose a Zeta—. Lleva un
cuarto de hora esperándote.
—Y yo llevo quince minutos en la puerta, hablando con mi padre por
teléfono. El jefe del departamento internacional de la empresa se jubila
dentro de unos meses y él quiere que ocupe su lugar.
—¿Y qué le has dicho? —La cara de Abi se mostró interesada.
—Que lo pensaré.
—Oh, bien... —repuso sorprendida.
No le resultó extraño que ella reaccionase así. Habían hablado muchas
veces del tema y él siempre había rechazado trabajar para Bricoespaña.
—Con tu dominio de los idiomas, el departamento internacional es el
ideal para ti —se burló Samuel—. Dos años en Francia y solo sabes decir:
«La boulangerie, si’l vous plaît?».
—No es verdad, también sé decir: «Voulez-vous coucher avec moi?». —
Continuó la broma.
—Je suis stupéfaite —intervino Abi—. Votre français est merveilleux.
—Mon Dieu, ¿hablas francés? Eso es muy sexi... —Zeta inclinó la cara y
le dijo en un susurro para que nadie más pudiera oírlo—: Me tienes que
hablar en francés en la cama, la próxima vez.
Samuel se alejó de ellos, riéndose y poniendo los ojos en blanco.
—Ahora en serio, Zeta —dijo ella apartándose unos centímetros y
mirándolo con solemnidad—. ¿Estás pensando trabajar con tu familia?
Él se acarició el mentón con abandono antes de responder.
No le apetecía perder la independencia que le daba trabajar por su
cuenta, pero la relación con sus padres había mejorado muchísimo en el
último año y ya no era tan reacio a unirse al negocio familiar como al
principio.
—No lo sé. Quería hablarlo antes contigo.
—¿Conmigo? Ya sabes que, decidas lo que decidas, te voy a apoyar.
—Ya lo sé, Abi. —Le dirigió una enorme sonrisa—. Pero tú eres mi
persona más importante. Mi familia.
Había presentado a Abi a sus padres y estos la adoraban. Y hacía un par
de meses habían ido a Cantabria para que él conociera a los padres de ella y
sabía que ellos también lo adoraban a él.
—Lo hablamos mañana, cuando estemos en casa, ¿te parece?
Ella asintió.
—¿Y dónde están los demás? Creía que llegaba tarde y resulta que soy el
primero.
Habían quedado todos para ir a cenar: Mar y su nuevo novio, Sonia y su
marido, Tina, Úrsula, Asier y Daniel. Iban a celebrar que Sonia estaba
embarazada. Habían reservado una mesa en un restaurante húngaro que
había a dos calles de allí.
—¿Te digo la verdad?
La miró extrañado.
—Hemos quedado a las diez menos cuarto aquí —continuó ella—. Te
engañé y te dije que habíamos quedado a las nueve y cuarto para tenerte un
rato más para mí sola. Es que últimamente no nos vemos mucho...
Zeta solía trabajar de noche en el Cabin, hasta altas horas de la
madrugada, sobre todo los fines de semana, y por el día se dedicaba a
dormir. Abi, por su parte, además de su trabajo en el despacho de abogados,
pasaba muchas horas haciendo de modelo. Y eso le robaba mucho tiempo.
No solo posaba para el catálogo de la tienda de Mar. A través de unos
conocidos de Javier Flores, había conseguido un par de contratos más con
otras firmas de ropa.
Ambos estaban demasiado ocupados y era difícil que sus horarios
coincidieran.
—Cómo me gusta que me mientas —le dijo él encantado, pasándole un
brazo por encima de los hombros y besándole la sien.
—¿Te pongo algo? —Samuel se había acercado de nuevo.
—Un vesper —contestó.
Poco después su socio y amigo depositaba la copa frente a él. Zeta le dio
un trago a su cóctel.
—Oye, ¿os habéis dado cuenta de que vuestros nombres empiezan por la
primera y la última letra del abecedario? —dijo Samuel repentinamente.
—¿No me digas? —repuso Zeta con sorna—. Eres una lumbrera, tío.
—Sí. «A» de Abigail y «Z» de...
—¡Silencio!
Samuel se alejó con una estentórea risa.
Zeta negó con la cabeza, divertido a su pesar. Luego miró a Abi de
soslayo, que daba pequeños sorbitos a su mojito con una pajita negra. Tenía
ganas de preguntarle algo, algo que llevaba rondándole la cabeza mucho
tiempo. Y el volumen de la música no era excesivo. Se podía mantener una
conversación en un tono lo suficientemente agradable.
—Oye, Abi...
Ella giró la cara y lo miró de frente.
De pronto la canción cambió y, a través de los altavoces, se pudo oír a
Rick Astley y su Together Forever.
Zeta no pudo evitar reírse.
—¿Qué pasa? —inquirió ella con curiosidad.
—La canción —murmuró él con la risa bailándole en la voz.
—¿Qué pasa con la canción?
—Pues que pensaba pedirte que te vinieras a vivir conmigo para que
estuviéramos together forever. Ya ves, este sitio tiene la música más
apropiada para cada momento.
Ella entreabrió los labios y la pajita se deslizó de ellos, cayendo al vaso.
Sus ojos estaban enormemente abiertos.
Él aguardó ansioso a que respondiera. Quizá no había sido la proposición
más romántica del mundo, pero ya lo compensaría esa noche en su cama.
Los nervios le atenazaron la garganta. Ella estaba tardando demasiado en
contestar, incluso había apartado la vista a un lado. Zeta no pensaba que
fuera a decir que no, pero una pequeña parte de él todavía dudaba.
Estaba convencido de que Abigail era la mujer de su vida. Los años que
había pasado echándola de menos y los meses que llevaban juntos eran la
evidencia que lo probaba. El último año había sido el mejor de su vida.
Gracias a ella.
Paseos, charlas, citas en bares y restaurantes, visitas a museos, al cine, a
exposiciones. Fiestas de cumpleaños y unas Navidades compartidas.
Noches sin dormir viendo películas o simplemente conversando. Tardes con
los amigos y otras a solas, jugando a algún juego tonto. Vacaciones y viajes
juntos...
Y, por supuesto, también hubo sexo, mucho sexo lleno de confidencias y
confesiones, lleno de sensualidad y de lujuria.
Y amor, mucho amor del bueno.
Solo quedaba un pequeño paso para que su relación avanzara.
—Pero ¿sin casarnos? —preguntó ella finalmente.
La sorpresa lo invadió. ¿Casarse? ¿Ella quería casarse? Nunca lo había
mencionado antes. Pero si eso era lo que deseaba, lo harían, por supuesto.
—¿Eso quieres? —le preguntó con la voz ronca.
A ella le entró la risa.
—Todavía no. Aunque prometo hacer de ti un hombre decente en breve
—bromeó—. Pero vivamos en pecado primero.
—¿Eso es un sí? ¿Nos vamos a vivir juntos?
—Es un sí.
Él se echó a reír.
La contempló con fijeza durante unos segundos antes de sujetarla por la
nuca y hundir los dedos en su cabello. Bajó la cabeza con lentitud. El brillo
de los ojos de ella le dijo todo lo que quería saber.
Se fundieron en un beso largo y sensual.

Abigail

¿Realmente se podía ser más dichosa?


Después de que sus bocas se separasen, apoyó la frente en la de él y se lo
dijo:
—Soy feliz.
Aquella primera noche que pasaron juntos, el día de la fiesta de
cumpleaños de Úrsula, él le prometió que se lo daría todo.
Y eso había hecho.
Se lo había dado todo.
Agradecimientos

Pues parece que hemos llegado al final del libro, y creedme si os digo que
esta parte es siempre la que más me cuesta escribir; quizá porque quiero
decir demasiadas cosas y termino por decir poquitas y liarme un poco.
En primer lugar quiero dar las gracias a las personas que me han
ayudado a llegar hasta aquí y han conseguido que esta historia fuera
posible.
Gracias a mi hermana Fely y a mi sobrina Angy, son siempre las
primeras en leerse mis novelas y en animarme a seguir adelante.
Gracias también a Paco, mi mayor crítico (debo confesar que siempre
discuto con él porque no me gusta que me diga cosas negativas, aunque
luego le hago caso y acepto sus comentarios sin rechistar). Te quiero,
amore.
Gracias a mis lectoras cero, Mayte, que está a mi lado desde el principio
apoyándome sin condiciones, y Josephine, con la que me tiro las horas
muertas hablando por teléfono de mil y una cosas. Se ha convertido en
alguien muy importante para mí.
También, por supuesto, quiero dar las gracias a todas esas personas
bonitas que me leen y disfrutan con mis historias, porque sin ellas nada de
esto sería posible. Es un sueño que estén ahí, conmigo. Gracias a los que
estáis ahí desde el principio y a los que vais llegando. Gracias de corazón.
Espero haber cumplido vuestras expectativas y haber conseguido que os
enamoraseis un poquito de los personajes; creo que se lo merecen.
Y, sin más, me despido de todos vosotros y os deseo una vida llena de
lecturas y aventuras por vivir. Mil besos y mil gracias.
Esto no es un adiós, es un hasta la próxima historia .
Banda sonora
All You Need Is Love, 2003 J Records, a unit of BMG, interpretada por
Lynden David Hall.
24K Magic, © 2016 WEA International Inc. A Warner Music Group
Company, interpretada por Bruno Mars.
Company, © 2015 Def Jam Recordings, a division of UMG Recordings,
Inc., interpretada por Justin Bieber.
Style, © 2014 Apollo A-1 LLC, interpretada por Taylor Swift.
Work, © 2016 Westbury Road Entertainment. Distributed by Roc Nation
Records, interpretada por Rihanna y Drake.
I Will Survive, © Dessca Entertainment Company, interpretada por Gloria
Gaynor.
Wicked Game, © 2006 Wicked Game. Manufactured and distributed by
Reprise Records. A Warner Music Group Company, interpretada por
Chris Isaak.
No Ordinary Love, 1992 Sony Music Entertainment (UK) Ltd.,
interpretada por Sade.
I Want to Break Free, © 2011 Queen Productions Ltd. under exclusive
license to Universal International Music BV, interpretada por Queen.
Karma Chameleon, © 1997 Virgin Records Limited, interpretada por
Culture Club.
We Belong, © Jazzwerkstatt gUG, interpretada por Pat Benatar.
Listen to Your Heart, © 2015 Roxette Recordings under exclusive license
to Parlophone Music Sweden AB, a Warner Music Group Company,
interpretada por Roxette.
Human, © 2013 The Island Def Jam Music Group, interpretada por The
Killers.
Believer, © 2018 Acid Tears, interpretada por Imagine Dragons.
Clocks, © 2002 Parlophone Records Ltd., a Warner Music Group
Company, interpretada por Coldplay.
Sugar, © 2015 Interscope Records, interpretada por Maroon 5.
Aute Cuture, 2019 Columbia Records, a Division of Sony Music
Entertainment, interpretada por Rosalía.
Señorita, © 2019 Island Records, a division of UMG Recordings, Inc.,
interpretada por Shawn Mendes y Camila Cabello.
Together Forever, © 2019 BMG Rights Management (UK) Limited,
interpretada por Rick Astley.

Si quieres disfrutar de la música que acompaña a esta historia,


puedes hacerlo a través de este link:
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MatchStories es una colección de Esencia Editorial

De la A a la Z
Laura Sanz

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© Diseño de la cubierta: Planeta Arte & Diseño


© Ilustración de la cubierta: Gemma Román
© Fotografía de la autora: archivo de la autora

© Ilustraciones del interior: Shutterstock

© Laura Sanz, 2023

© Editorial Planeta, S. A., 2023


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Primera edición en libro electrónico (epub): enero de 2023

ISBN: 978-84-08-26889-5 (epub)

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Un error a medida
Prieto Solano, Cristina
9788408268949
288 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Solo desarrollas una armadura emocional cuando enfocas el amor


como si fuera una batalla en la que tienes todas las de perder.

A Blanca no se le puede decir que Saúl está jugando con ella porque se
enfada.

Elena, como buena mejor amiga, tiene una tarea: abrirle los ojos, pero sin
perderla. ¿Misión imposible?

Las situaciones desesperadas llevan a tomar medidas desesperadas.

Tal vez si ella misma se busca a un tío tóxico, Blanca verá desde fuera que
la están tratando mal y se dará cuenta de que a ella también.

Tal vez esa sea la solución a todos los problemas de su amiga.

O tal vez Marco, un italiano de rizos despeinados, sea el principio de todos


los suyos.

Un plan sin fisuras. ¿Qué podría salir mal?

Tal vez que Marco resulte no ser tan capullo…

Que un compañero de trabajo le declare su amor a Elena y esta no sepa


rechazarlo…
O que su exnovio, ese que le jodió tanto la vida, se vuelva a mudar a
Madrid…

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En el punto de partida. Ice Star, 2
Casado, Noe
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Ella me traicionó y yo le salvé la vida.

Nunca he hecho excepciones con nadie, solo con ella.

A cambio, le puse algunas condiciones.

Primera: jamás regresaría al país.

Segunda: no contactaría bajo ningún concepto con sus seres queridos.

Tercera: no podría llevarse ningún objeto de su vida actual.

Cuarta: se olvidaría de mí.

Ha pasado el tiempo y creo que no se ha saltado ni un requisito; no


obstante, me voy a asegurar de ello, pese a la promesa que me hice a mí
mismo de no volver a ponerme en contacto con ella.Durante los últimos
meses he cumplido por obligación con mi parte, sin embargo, ella es mi
debilidad.

Echaré la vista atrás, una última vez, antes de seguir con mi vida.

Porque lo de olvidarla es imposible.

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Ese algo especial
Miró, Sandra
9788408263340
416 Páginas

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¿Te gustaría saber qué rumbo tomó el grupo de amigos que conocimos
en Tal y como eres?

Unos terminaron la carrera y siguieron estudiando; otros se pusieron a


trabajar. Incluso uno de ellos se fue a vivir a Australia una temporada.

Clara continúa compartiendo piso con su hermano Kevin, lo que le ha


permitido estudiar un máster, seguir dando clases de refuerzo a niños y
ahorrar algo de dinero. Ella se niega a reconocerlo, pero en su corazón hay
alguien con quien no se atrevió a dar el paso en su momento.

Didi terminó el doble grado y decidió ponerse a trabajar para poder pagarse
un máster de Educación Inclusiva. Aunque sigue sin creer en el amor (eso
no es para ella), le encanta ver a sus amigos enamorados. Hasta que se topa
con la persona que le hace volver a sentir ese «algo especial» que había
experimentado tiempo atrás.

¿Se dejarán llevar Clara y Didi por sus sentimientos o, por miedo, se
quedarán con las ganas?

En Ese algo especial descubrirás que siempre es mejor ser valiente y


arriesgarse.

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Tal y como eres
Miró, Sandra
9788408247432
384 Páginas

Cómpralo y empieza a leer

Kevin y Clara son mellizos y pelirrojos; son parecidos, pero no iguales.

Kevin tuvo que irse de casa con catorce años, ya que sus padres no
aceptaban tener un hijo trans. Gracias a su tía Cecilia, dio con un hogar en
el que se le quería y respetaba tal y como es él. Y, aunque lo ha intentado,
nunca ha conseguido tener una pareja duradera. Se ha llevado tantos
chascos y desilusiones a lo largo de su vida, que ha dejado de creer en el
amor.

Clara se enamoró joven de su ansiado y supuesto príncipe azul, y todo


empezó a girar en torno a él. Pero una noche se da cuenta de que de
príncipe no tiene ni el blanco de los ojos. Así que decide dejar atrás sus
planes de futuro, cambiar de aires y mudarse a Madrid con su hermano.

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Descúbrelo en Tal y como eres, la nueva novela de Sandra Miró.

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Tommy y Helsey están a punto de descubrir que el amor de verdad no


se puede controlar y que un beso puede hacerte volar hasta tocar las
estrellas.

Helsey solo tiene dos reglas:

*Nunca te relaciones con los chicos del equipo de fútbol.

*Nunca seas el centro de atención.

Porque Helsey tiene dos objetivos:

*Mantenerse en su zona de confort.

*Conseguir que su secreto siga siendo un secreto.

Solo hay una cosa con la que Helsey no ha contado: Tommy Taylor.

Siendo concretos: Tommy Taylor y tener que fingir que son novios para que
su familia no piense que es una negada total.

¿Qué podría salir mal?

¿Lo de fingir una relación? ¿Lo de hacerse amigos en el proceso? O, quizás,


¿lo de dejarse llevar?
Sí, seguramente será eso último…

Lo que Helsey no imagina es lo increíble que va a resultar, cuánto va a reír,


cuánto va a soñar y, sobre todo, cuánto va a sentir.

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