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Portada
Sinopsis
Portadilla
Cita
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Epílogo
Agradecimientos
Banda sonora
Créditos
Gracias por adquirir este eBook
Abigail
«¡¿Gorda?! ¡¿Gorda?!»
Casi sin ser consciente de lo que hacía, levantó los brazos por encima de
la cabeza y, con una fuerza inusitada, le arrojó la tarta que todavía
conservaba entre las manos a la escultural fulana que retozaba entre sus
sábanas grises. La suerte, la casualidad o lo que fuera quiso que el pastel de
chocolate le diera de lleno en la cara, arrojándola hacia atrás.
Un grito agudo llenó la habitación.
Nico, todavía desnudo —no había conseguido encontrar sus calzoncillos,
algo que a Abi no la sorprendía porque era un inútil que nunca encontraba
nada—, se abalanzó sobre su amante lleno de preocupación.
—¡Me ha dado en la cara! —gritaba la modelo de lencería constatando
lo evidente.
Una oleada de absurda satisfacción embargó a Abi al ver la escena. La
mujer abierta de piernas sobre el colchón, sin gracia, y con la cara llena de
chocolate y la vela anclada en su pelo. Si no fuera porque su corazón estaba
hecho añicos, habría roto a reír.
—Te has pasado, Abigail —dijo Nico con reproche mientras intentaba
limpiarle la cara a su amante con la sábana.
Estuvo a punto de ahogarse al oírlo decir eso.
¿Ella se había pasado? ¡¿Ella?!
Un enojo de proporciones considerables se le concentró en el pecho,
abrasándola. Era tal el ardor que sentía que temía abrir la boca y comenzar a
gritar. Si lo hacía, escupiría bolas de fuego como un dragón.
Cerró los puños a la altura de los muslos y trató de pensar con
coherencia, pero sus ojos se posaron en el suelo a los pies de la cama y
vieron el diminuto tanga de hilo de encaje negro que había allí. Dio un par
de pasos vacilantes y consiguió agacharse y cogerlo.
Nico y la mujer seguían gritando, pero sus voces se habían desdibujado y
solo llegaban hasta ella de fondo, muy lejanas.
Alzó la prenda en el aire y la observó a través de las pestañas. Era tan
pequeña que no parecía que pudiera servirle a un ser humano.
¿Ahí cabía un culo? Imposible.
No lo pensó demasiado. Su mano se dirigió hacia la cinturilla de su
falda, donde antes se había guardado el mechero por si acaso se le apagaba
la vela por el camino. Lo encendió y acercó la llama a la prenda interior,
que comenzó a arder.
—¡Mírala! ¡Está loca! —gritó la nueva novia de su novio, señalándola
con el dedo.
Nico soltó un improperio y se puso de pie para dirigirse a ella, pero Abi
fue más rápida y le arrojó la prenda, o más bien lo que quedaba de ella.
Él esquivó el trozo de tela, que cayó al suelo de mármol, donde terminó
de consumirse mientras el encaje chisporroteaba.
—Ya vale, Abigail —la reprendió.
Ella lo miró en silencio. Parecía exasperado.
—Nico...
La otra lo llamó desde la cama con voz lastimera pero cargada de
energía. Tenía una pinta de lo más apetecible, llena de chocolate. De su cara
solo se veían sus ojos claros.
—La tarta es sin gluten —dijo Abi dirigiéndose a su prometido—.
Vamos, que se la puedes lamer sin problema.
Después de eso dio media vuelta y abandonó el dormitorio.
Él no la siguió.
No tenía ni idea de cómo consiguió abandonar el piso, pero, de pronto,
se vio dentro del ascensor con el bolso colgando del hombro. Su dedo pulsó
el botón del garaje.
Estaba tiritando y su mente era un batiburrillo de pensamientos. No tenía
muy claro lo que iba a hacer a continuación o adónde podía ir. Solo sabía
que tenía que marcharse.
Cuando las puertas metálicas se abrieron, abandonó la cabina poniendo
un pie detrás de otro. Seguía llevando las zapatillas de estar por casa e iba
con la cabeza baja, con la sensación de que un peso monumental había
caído sobre sus hombros.
—Señora, recoja usted sus zapatos, si hace el favor.
La voz de Matías, llena de aburrimiento y desdén, llegó hasta ella
claramente.
Una ira ardiente y todopoderosa la embargó. Le comenzó en la boca del
estómago, pero solo tardó un par de segundos en inundarla por entero,
desde la punta del dedo gordo del pie hasta el último de sus cabellos.
Respirando como un animal furioso, cruzó la puerta corredera de cristal
y fue hasta la rejilla donde seguía su calzado. Se subió la falda hasta los
muslos y oyó el sonido de la tela rasgándose, pero no le importó demasiado.
Se agachó y tiró del zapato con furia. Este se soltó inmediatamente.
Después de eso, con ambos en la mano, se dio la vuelta con energía y
echó a andar hacia el vigilante. Él se la quedó mirando con la boca abierta
mientras la veía acercarse a toda velocidad.
Abi se detuvo a escasos centímetros de la caseta y, con un gruñido,
estampó los zapatos contra el cristal de un golpe seco. Matías se echó hacia
atrás con el horror reflejado en el semblante. Ella volvió a golpear el vidrio
un par de veces más mientras una carcajada histérica salía de su garganta.
Un velo rojo cubría su visión.
—¡Recoge tú los putos zapatos! —escupió.
Y los lanzó todo lo lejos que pudo. Uno se perdió detrás de los coches,
otro impactó de lleno sobre un 4x4. El golpe fue tan fuerte que activó la
alarma de este y, de pronto, el garaje se llenó con el desagradable y potente
sonido.
El vigilante seguía encogido en su silla sin atreverse a salir de su
cubículo y la contemplaba con los ojos abiertos como platos.
Abi le lanzó una mirada despectiva por encima del hombro antes de
darse la vuelta. En zapatillas, despeinada y con la falda rota, se dirigió hacia
su Honda Civic.
Capítulo 1
Abigail
Zeta
Abigail
Sonaba Style de Taylor Swift, que a Mar le encantaba, así que se lanzó hacia
la pista pasando de todas las demás en cuanto pusieron el pie dentro del
Ambigú.
Tina se acercó a Abi y tiró de su brazo.
—¡Voy a pedir a la barra! —le gritó al oído—. ¿Qué tomas?
—Tónica.
—¿Nada de alcohol?
Negó con la cabeza con energía. Ya se había pasado en la cena con el
vino y no quería mezclar más. Hacía demasiado tiempo que no salía ni se
emborrachaba. Pasito a pasito.
—Voy al baño mientras tanto y ahora te ayudo —le dijo.
—Yo voy a ir buscando una mesa en la terraza, que allí estaremos más
tranquilas —intervino Sonia.
—Que alguien se lo diga a la loca de Mar —propuso Tina con una risa
mirando hacia la pista.
Mar estaba desatada. Llevaba un vestido verde ajustado y muy corto y
bailaba con un entusiasmo desmedido. Un par de chicos bastante más
jóvenes que ella se habían acercado y comenzaban a deambular a su
alrededor.
Lo de siempre.
Mar nunca se iba sola a casa cuando salían a divertirse.
Abi se encaminó al baño, que estaba al fondo a la derecha. Una larga
cola de chicas se alineaba frente a la puerta. Recibió unas cuantas miradas,
algunas curiosas, otras despectivas. Fingió no darse cuenta. Estaba
acostumbrada a ser el patito feo del lugar. Incluso en sus mejores tiempos,
cuando usaba un par de tallas menos, llevaba ropa bonita y no estaba tan
perjudicada, no podía ganar contra chicas como esas. Diosas de la noche
madrileña: jóvenes, delgadas, elegantes, sexis y guapísimas.
Abi siempre había tenido demasiadas curvas y demasiada opulencia en
su cuerpo. No se consideraba gorda en exceso, jamás lo había hecho, ni
siquiera en el instituto, cuando la norma era ser flaca como un junco y los
chicos parecían mostrar poco interés por ella, pero era muy consciente de
cuál era su aspecto y de sus limitaciones.
Oyó unas cuantas risas y ladeó la cara para ver de dónde provenían. Se
revolvió inquieta al darse cuenta de que las tres chicas del grupito que tenía
detrás estaban hablando de ella. Su descaro a la hora de escrutarla de arriba
abajo era bastante evidente.
Si bien era cierto que solía importarle bien poco lo que pensaran de ella,
desde lo que pasó con Nico estaba sensible y no se sentía muy a gusto
consigo misma. No ayudaban en absoluto los kilos que había engordado y
que ese vestido no le quedase nada bien. No obstante, se mantuvo erguida
tratando de que su dignidad no se hiciera añicos y aguantó el tipo hasta que
llegó su turno de entrar en el baño.
Se encerró en el cubículo y soltó un suspiro cansado. Odiaba esos
instantes en los que se sentía sola y rodeada por el enemigo. Necesitaba más
confianza en sí misma.
Su ojo comenzó a lloriquear de nuevo, como llevaba haciendo toda la
noche sin tregua. Se sacó el colirio del bolso y se echó una gota. Aprovechó
también para coger el espejito de mano y mirarse en él.
¡Menudo desastre!
No era sorprendente que hubiese sido el blanco de todos los murmullos.
El parche del labio se le había despegado y colgaba patéticamente a un
lado como si fuera un trozo de piel muerta. Un asco. Vaciló sin saber muy
bien qué hacer. ¿Usar uno nuevo o prescindir de él? Se decantó por lo
segundo. Se lo quitó con cuidado y se limpió los restos de pintalabios. Sí,
era evidente que tenía un herpes, pero tampoco era tan descomunal, ¿no?
Volvió a ponerse las gafas y pestañeó unas cuantas veces.
No estaba tan mal.
Mentira.
Estaba horrible.
Permaneció un rato allí dentro, incluso después de haber terminado,
escuchando los comentarios insustanciales de las chicas al otro lado de la
puerta. Todas más guapas que ella y, desde luego, con vestidos mucho más
modernos.
Si pudiera quedarse allí y no salir a enfrentarse con el mundo...
Su ataque de autocompasión no duró demasiado. Tragó saliva y trató de
ver la situación en perspectiva y de hacer balance de la noche.
Había cenado con sus amigas y se lo había pasado muy bien. Se había
reído y disfrutado con las conversaciones como hacía tiempo que no lo
hacía. Había conseguido olvidarse de todas sus miserias durante unas horas
y volver a ser ella misma.
Y eso era lo importante.
Las miraditas de otras mujeres y sus risitas tontas no iban a hundirla, se
dijo con decisión.
¡No, señor! No lo iba a permitir.
Con más ímpetu del que pretendía, abrió la puerta del aseo y salió al
exterior. Su desproporcionada energía provocó que la hoja de madera
chocara contra la pared y que todas las cabezas se girasen en su dirección.
Ignorando a las otras chicas que hacían cola, echó a andar muy estirada y
resuelta, aferrando su bolsito negro con ambas manos. Oyó unas cuantas
risas a su espalda, pero pasó de ellas.
«Sigue adelante, Abi. Tú puedes con todo. No te dejes humillar por esas
niñatas gilipollas.»
Paseó los ojos por la atestada pista, pero Mar ya no estaba allí. Luego
escudriñó la barra con atención. A su hermana tampoco se la veía por
ningún sitio, y se sintió culpable por haberla dejado tirada. Dio media
vuelta y se dirigió hacia la terraza.
La música estaba muy alta y resultaba molesta, así que se apresuró a
atravesar el local. Las luces eran tenues y no permitían distinguir gran cosa,
sin embargo, notó unas cuantas miradas posadas sobre su persona. Con
incomodidad siguió avanzando, abriéndose paso entre la gente. Se detuvo
un instante junto a la puerta que daba a la terraza para dejar paso a unos
muchachos que salían por ella y oyó nuevas risas. Giró la cara y volvió a
encontrarse con un grupo de chicas que cuchicheaban y la señalaban. Una
de ellas, que no aparentaba más de dieciocho años y le recordó a la Leticia
de Nico, negaba con la cabeza mientras se carcajeaba abiertamente.
Se le encogió el pecho y la sangre comenzó a hervirle en las venas. ¿En
serio eran tan maleducadas esas crías? Azorada, y gruñendo por dentro, se
puso en movimiento.
Odiaba sentirse así de vulnerable.
Necesitaba apoyo moral con urgencia.
No había mucha gente en la terraza y localizó a sus amigas con rapidez.
Estaban reunidas en torno a una de las mesas altas del fondo, debajo de una
tira de bombillitas blancas que colgaban de la techumbre de paja. Sonia y
Tina se sentaban en taburetes, mientras que Mar estaba de pie y se
contoneaba al ritmo de la canción que sonaba en ese momento: Work, de
Rihanna.
Las caras de las tres se transformaron al verla aparecer. Tina y Sonia
abrieron la boca desmesuradamente. Y Mar se quedó congelada en sus
movimientos. Su cambio de actitud fue tan drástico que Abi se detuvo en
medio de la terraza e inclinó la cabeza para estudiarlas con atención. ¿Qué
demonios estaba pasando?
Tina comenzó a hacerle aspavientos frenéticos para que se acercase y
Sonia se bajó del taburete y echó a andar hacia ella a toda velocidad.
—Joder, Abi. Eres un desastre —le dijo al oído cuando se encontró a su
lado.
Empezó a toquetearle el vestido y a tirar de la tela con energía.
—¿Qué... qué pasa?
—Al subirte las bragas en el baño debes de haberte pillado el bajo de la
falda también y vas enseñándolo todo.
Los ojos de Abi se dirigieron hacia abajo llenos de espanto. Su amiga
acababa de colocarle bien el vestido y ya no se veía nada.
—¿En serio? —preguntó con vocecita.
Por eso la miraba todo el mundo.
Había paseado su generoso culo embutido en esas horribles bragas color
carne de abuela por toda la discoteca.
¡El horror!
Se puso tan roja como un tomate y quiso que la tierra se abriera en ese
momento y se la tragase. Lanzó un vistazo a su alrededor y descubrió unas
cuantas miradas llenas de conmiseración y alguna que otra sonrisilla
burlona.
—Anda, ven a la mesa.
Sonia la tomó de un brazo y la condujo hacia el fondo. Abi avanzó
mirando al suelo empedrado. Si hubiera llevado tacones en lugar de esas
bailarinas planas, era probable que hubiese tenido que descalzarse para
poder seguir andando. Le temblaban las piernas.
—Te juro que si me lo cuentan no me lo creo —dijo Mar como
recibimiento llena de incredulidad.
—No te preocupes —se inmiscuyó Tina, bajando de su taburete y
cediéndoselo. Se notaba que estaba intentando contener una risa—. No se
ha dado cuenta mucha gente. Dentro apenas hay iluminación, y aquí...
—No mientas —la interrumpió Mar—. Lo ha visto todo el mundo.
Abi trepó al taburete y hundió la barbilla en el cuello mientras le lanzaba
una mirada llena de reproche a su amiga.
—Es verdad —afirmó Mar sin compasión alguna—. Lo ha visto toda la
discoteca. Tus bragas son de algodón y color carne. No sabía que todavía
existieran bragas así.
—Son las únicas que he encontrado entre mi ropa que me sirviesen —
balbuceó Abi cogiendo su vaso y bebiendo un trago de su tónica a través de
la pajita—. No me miréis y dejadme morir sola.
En silencio lamentó no haberse puesto unas mallas y una camiseta para
salir aquella noche. El puñetero vestido estaba resultando ser un fiasco
absoluto.
—Estas cosas solo te pasan a ti —murmuró Mar cabeceando—.
Acuérdate del día del papel higiénico.
Su amiga tenía razón. No era la primera vez que algo semejante le
sucedía. Hacía un par de años, en un local similar a ese, después de una
breve visita al baño, regresó junto a sus amigas sin darse cuenta de que
llevaba un trozo de papel higiénico bastante largo enganchado a la cinturilla
del pantalón, balanceándose de un lado a otro de su trasero como si fuera
una cola. Y lo había paseado por toda la discoteca, claro.
—Míralo por el lado positivo... —comenzó Sonia, pero se detuvo y
desvió la vista.
Todas esperaron a que continuara. No lo hizo.
—¿Lado positivo? —La imprecación sarcástica llegó de la boca de Mar
al cabo de un rato—. Ni siquiera tú, que eres doña Optimismo, tienes una
idea.
—Espera, que seguro que algo se me ocurre —repuso.
Abi las estudió alternativamente. La única que permanecía seria era Mar,
las otras dos estaban a punto de echarse a reír. Incluso su hermana, que
tendría que haberse compadecido y apoyarla. «Cabronas.»
—¿Por qué no os vais todas a bailar un rato y me dejáis aquí con mi
desgracia? —Resopló dejando caer la cabeza hacia delante.
—¡Ya lo tengo! —intervino Tina—. El lado positivo es que ya no puede
pasarle nada peor esta noche.
—No tientes a la suerte. Todavía puede caerse del taburete antes de irnos
—dijo Mar encogiéndose de hombros.
Sonia se llevó la mano a la boca y contuvo una carcajada.
Abi la fulminó con los ojos.
—Recuérdame que dejemos de ser amigas —le lanzó entre dientes.
—Venga, Abi —dijo Tina con un ademán.
—Y a ti, que dejemos de ser hermanas.
—Estoy viendo a un tío que es mi tipo —dijo Mar repentinamente,
cambiando de tema.
Abi dio gracias al cielo en silencio por tener una amiga tan egoísta y tan
poco compasiva e indiferente.
—¿Cuál? —preguntó Tina estirando el cuello y mirando en la misma
dirección que Mar lo hacía.
Todas giraron la cabeza y trataron de buscar al elegido con los ojos.
—El de la mesa de la entrada, el que va vestido de negro y tiene un vaso
en la mano derecha. Ese que está tonteando con la chica del vestido blanco.
Incluso desde la distancia se podía apreciar que el muchacho era guapo,
delgado y alto, con el pelo rubio. Y muy joven. Muy del estilo de Mar.
—Pero esa debe de ser su novia —dijo Sonia.
—Ni de coña. ¿No ves su postura? Él está intentando ligársela y ella se
está haciendo la difícil. Es de manual. —La convicción vibraba en la voz de
Mar.
Si ella decía que eso era así, entonces era así. Era toda una experta en
aquellas lides.
—Voy a conectar el radar y voy a ir hacia allá —añadió con una mirada
calculadora.
—¡Pues date prisa, porque se larga!
El tipo, seguramente cansado de tirar la caña sin que pescara ningún pez,
había abandonado a la chica del vestido blanco y se internaba en el local.
Mar echó a andar tras él sin despedirse, con sus caderas oscilantes y su
espalda erguida.
—Esto tengo que verlo —dijo Sonia cogiendo su vaso.
—Yo también voy —la secundó Tina—. ¿Te vienes, Abi?
—No. No. Me quedo aquí. Id vosotras y luego me contáis.
Las vio alejarse mientras sorbía por su pajita. Lo último que quería era
pasearse de un lado a otro del Ambigú y llamar más la atención. Ya había
protagonizado el episodio de la noche. Ahora solo quería pasar
desapercibida y contar los minutos que faltaban para poder irse a casa a ver
Love Actually.
Capítulo 5
Zeta
Bajaron del reservado y barrieron el local de un extremo a otro con los ojos,
pero no pudieron encontrar a la chica del vestido floreado. Hablaron de
buscar otra víctima más adecuada, pero Raúl estaba empeñado en que fuera
esa. Algo debía de haberle llamado la atención en ella, porque se negó a
elegir a otra.
—Tiene que ser esa —dijo con terquedad.
—¿Y si se ha ido? —sugirió Álvaro.
—Pero si acababa de llegar. A lo mejor está en el baño.
Así que Álvaro y Raúl se dedicaron a merodear por el concurrido baño
de chicas mientras Samuel y Zeta iban a la barra.
—A ver qué aspecto tiene de cerca —dijo Samuel mientras esperaban
sus consumiciones—. Puede ser un horror. A lo mejor tienes que hacer uso
de tu veto.
Zeta se encogió de hombros.
—No soy muy selectivo a la hora de follar, ya lo sabes. Otra cosa sería si
tuviese que pasearla por ahí. —Sonrió de medio lado.
—Eres un pedazo de cabrón de la leche. —Samuel se rio.
Zeta cogió el whisky que acababa de servirle el camarero y se volvió
hacia la pista. La escaneó con hastío. Había multitud de chicas guapas
bailando allí, pero su atención no se detuvo en ninguna en especial. Hacía
tiempo que todas las mujeres de su edad le parecían iguales. Delgadas,
bronceadas, con el pelo largo y maquillaje llamativo. Vestidas de un modo
similar, con vestidos ajustados que potenciaban sus curvas y que dejaban
poco a la imaginación.
Un par de ellas comenzaron a lanzarle miradas descaradas y
provocadoras.
La desgana lo invadió.
Se dio la vuelta y miró a Samuel, que lo contemplaba con expresión
curiosa.
—Estás hasta los cojones, ¿no?
—¿Por qué lo dices?
—Por tu forma de comportarte, con esa apatía, como si todo te importase
una mierda.
Zeta se quedó pensativo unos instantes. Su amigo tenía toda la razón del
mundo.
—Digamos que no encuentro muchos alicientes —admitió antes de darle
un trago a su bebida.
—¿Por eso has aceptado lo de la apuesta? ¿Por aburrimiento?
Volvió a encogerse de hombros.
—Supongo que sí.
En ese instante llegó Álvaro como una exhalación, haciendo aspavientos
con los brazos. Tomó la muñeca de Samuel y lo obligó a ponerse en
marcha. Tenía una mueca extraña en la cara, una mezcla de incredulidad y
diversión.
—¡Por favor, tenéis que ver esto! —gritó para hacerse oír por encima de
la estridente música—. Daos prisa.
Zeta los vio alejarse y perderse entre la gente y los siguió con más
moderación, cabeceando. Hacía tiempo que no veía a Álvaro tan excitado
por algo. ¿Qué cojones querría que vieran?
La respuesta a su pregunta llegó rápidamente, a solo unos metros de
distancia.
Era la chica del vestido de flores.
La elegida.
Se encaminaba hacia la terraza. La gente había hecho una especie de
pasillo por el que avanzaba sin ser muy consciente de que era el blanco de
todas las miradas y las risas.
Zeta se detuvo bruscamente cuando ella entró en su campo de visión. Al
darse cuenta de lo que estaba sucediendo tuvo ganas de llevarse la mano a
los ojos y frotárselos. Seguro que esa imagen era un espejismo. No podía
ser real.
Pero lo era.
La falda del vestido de la chica se le había enganchado en la ropa interior
y dejaba gran parte de sus muslos y su trasero al descubierto. Un trasero de
generosas dimensiones que iba enfundado en una prenda de esas que solo
tenían un nombre: mataorgasmos. Y ella seguía andando tan erguida, sin
saber que acababa de convertirse en el espectáculo de la discoteca.
Por un segundo, solo por un segundo, al oír los comentarios y las risas a
su alrededor sintió pena por ella. Luego recordó que esa era la mujer con la
que tenía que echar un polvo y se le pasó la lástima. La calibró con la
mirada mientras se iba alejando y sopesó la idea de hacer uso de su veto,
pero lo pensó mejor. Las mujeres con curvas no le desagradaban y, además,
alguien tan absurdo y patético como ella solo podía ser una presa fácil, no
tenía la menor duda.
—Usa el veto —le dijo Samuel al oído.
No respondió.
—Está entradita en carnes —añadió Álvaro con una sonrisa de oreja a
oreja.
Zeta no dijo ni una palabra. Se limitó a acercarse al ventanal y observar
la terraza. Una de las amigas de la muchacha salió a su encuentro y le
colocó bien el vestido. Poco después ambas se acercaban a una de las mesas
del fondo, donde había otras dos chicas más.
A pesar de que ya la tenía de frente, la distancia no le permitía apreciar
su rostro. Solo pudo ver que llevaba unas gafas de pasta y que su peinado
era un despropósito.
Se llevó el vaso a los labios y ladeó la cabeza.
Sus amigos se habían situado a su lado y espiaban el exterior igual que
hacía él.
—Es ideal —masculló Raúl. Había risa en su tono.
—Usa el veto —repitió Samuel. La voz de la lógica.
—Te acompaño en el sentimiento —dijo Álvaro con guasa.
Zeta apoyó la espalda en un lateral de la cristalera y siguió estudiando a
la chica del ridículo vestido de flores a través de las pestañas. Esta daba
pequeños sorbitos a su bebida a través de una pajita y se mostraba cabizbaja
y avergonzada. Sus amigas parecían estar burlándose de ella. No era de
extrañar. Cada vez que su imagen paseándose por todo el local con el culo
al aire acudía a su cabeza, a él mismo se le concentraba una risa
efervescente en el pecho.
Hacía tiempo que nada lo hacía reír.
No iba a usar el veto.
Transcurrieron unos cuantos minutos en los que sus amigos comenzaron
a esgrimir razones a favor y en contra de liarse con alguien semejante.
Zeta los ignoró. Seguía pendiente de la escena de la terraza. Las amigas
de la chica se despidieron de ella. Después accedieron al interior del local y
pasaron muy cerca de donde ellos estaban, camino de la pista de baile.
Su objetivo estaba solo.
El momento perfecto.
Vació su vaso de un trago y se lo tendió a Álvaro, que lo cogió con
rapidez. Después activó el modo depredador y se puso en marcha.
—¡Suerte, campeón!
—¡A por todas!
—¡No la destroces!
Abigail
Zeta
Abigail
Zeta
Abigail
Se miró el reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra. Eran las seis y cinco
y todavía faltaban más de veinte minutos para su cita. Tenía una entrevista
en un bufete de abogados especializado en patentes y marcas. Necesitaban
una recepcionista. Pese a que no era el tipo de trabajo que más le interesaba,
tenía que comer, y tanto el sueldo como el horario eran bastante aceptables.
Se detuvo junto a un banco cerca del edificio al que se dirigía, se quitó
las bailarinas negras y las cambió por los zapatos de tacón que llevaba en el
bolso. Después se alisó la falda de tubo con las manos. Lucía un traje de
chaqueta gris perla que había comprado el día anterior, con el que no se
sentía terrible del todo.
Le dolió en el alma tener que comprarse ropa de la talla cuarenta y seis,
pero se consoló a sí misma diciéndose que era algo provisional. Ya
retornaría a la cuarenta y cuatro y, si se portaba bien, incluso podría volver a
la cuarenta y dos de hacía unos años.
Estaba a punto de echar a andar cuando su móvil comenzó a emitir la
canción de I Will Survive de Gloria Gaynor. Lo sacó del bolso con rapidez y
sus ojos se clavaron en la pantalla.
Zeta.
Se detuvo en medio de la acera, sin percatarse de que interrumpía el paso
de un grupo de mujeres.
¿Zeta?
Dubitativa, trató de tomar una decisión. No había sabido nada de él
desde aquella noche, por lo que había dado por hecho que se había olvidado
de ella.
Quizá la llamaba porque se acercaba el fin de semana y quería quedar.
Le dio un vuelco el estómago cuando esa idea acudió a su cabeza.
El móvil seguía emitiendo la potente melodía y dos mujeres en la
treintena que pasaban por allí la miraron molestas.
Abi, sintiéndose presionada por el entorno, aceptó la llamada.
—Hola.
—Hola, Abigail.
Oír su nombre de boca de él con esa voz ronca la revolvió.
Inconscientemente, se echó hacia atrás y apoyó la espalda contra la pared.
Él no continuó hablando y solo hubo silencio, pero la mente de ella
comenzó a conjurar ideas insensatas.
Estaba claro que la llamaba porque había llegado el momento de quedar
para echar un polvo, ¿no? No había otro motivo para que contactara con
ella. Después de que sus amigas insistiesen sin piedad, más o menos se
había hecho a la idea de ceder y acostarse con él. ¡Pero todavía no se había
depilado! ¡Y tampoco había podido ir a recoger el conjunto de lencería a la
tienda de Mar! ¡Ni siquiera había tenido tiempo de adelgazar un par de
kilos! ¡Dios!
«¡Pero si solo te ha dicho “Hola”! No te embales.» Su sentido común
llegó para rescatarla en el último minuto.
—¿Tienes planes para mañana?
Estuvo a punto de gritarle que era demasiado pronto para follar, que aún
tenía que hacer muchas cosas para estar presentable, pero un empujón
divino, sin duda enviado por su ángel de la guarda, la rescató y la devolvió
a la realidad.
Carraspeó.
—Eh...
Él ni siquiera la dejó contestar.
—Sabes que me debes una, ¿verdad?
Cerró los ojos mortificada cuando la imagen de su bragueta empapada
sobrevoló por su cabeza.
—A... a... a...
«¡Por Dios, espabila!»
—Es que ya he quedado —consiguió decir al fin.
—¿Con quién y dónde?
Antes de poder pensarlo mejor y decirle que a él qué narices le
importaba, ya estaba soltándolo todo.
—Con mis amigas. Vamos a El Retiro, a la Feria del Libro. Vamos a una
firma de Fernando Aramburu a las seis.
Se llevó una mano a la boca y se la tapó casi por inercia. ¿Por qué no le
había dicho también de qué color era el sujetador que llevaba puesto?
Oyó su risa al otro lado de la línea y pudo imaginarse perfectamente
cómo sus espectaculares ojos se estrechaban y se le formaban esas arrugas
tan atractivas en la cara que lo hacían aparentar más edad de la que tenía.
Estuvo a punto de soltar un gemido.
—Pues si ya has quedado, no se puede hacer nada. Es una lástima —dijo
él haciendo chasquear la lengua, y luego continuó con rapidez—: Bueno,
pásalo bien con tus amigas. Te llamo a lo largo de la semana.
Ella abrió la boca para responder, pero antes de que pudiese decir nada,
ya se había interrumpido la conversación. Se apartó el móvil de la oreja con
perplejidad.
«¿Qué demonios...?»
No entendía nada. ¿Por qué había colgado con tanta prisa? ¿Por qué no
había insistido? Si tan poco le apetecía quedar con ella, ¿por qué la había
llamado?
Cientos de preguntas revoloteaban por su interior mientras extraviaba la
mirada y la clavaba en los altos edificios que había al otro lado de la calle,
absorta.
La alarma de su móvil la avisó de que solo quedaban cinco minutos para
su cita. Eso la devolvió a la realidad.
No podía perder el tiempo con elucubraciones ridículas sobre Zeta. Tenía
cosas más importantes de las que ocuparse. Ya pensaría en su extraño
comportamiento después de la entrevista.
Se guardó el teléfono en el bolso y se pasó la mano por el pelo. Estaba
perfecto; ni un solo mechón fuera de lugar. Echó a andar con aire
profesional hacia el portal. Un portero con traje de chaqueta gris le abrió la
puerta. Lo saludó con cortesía y se encaminó al ascensor.
Capítulo 8
Zeta
Abigail
Abigail
Había quedado con Tina, Sonia y Mar en casa de esta última a las nueve y
llegaba tarde. Se había entretenido más de la cuenta en la peluquería.
Con la lengua fuera subió la escalera hasta la primera planta y se detuvo
frente a la puerta de la izquierda. Llamó al timbre y esperó. Solo unos
segundos después la gruesa hoja de madera se abría y la cara de la dueña
del piso aparecía ante ella.
—Llegas tarde.
—Traigo vino.
Alzó la botella del caro rioja en el aire como si aquello fuera a ganarle el
perdón. Se había detenido un par de minutos en una bodega que había a dos
calles de allí para comprarlo y así redimirse por su falta de puntualidad.
—¿Crees que el vino sirve como excusa? Te esperábamos hace media
hora.
Abi hizo un puchero mientras se adentraba en la vivienda detrás de Mar.
Esta llevaba unos pantalones de lino blanco y una vaporosa blusa sin
mangas de color rosa. Hasta con su ropa de estar por casa era la elegancia
en persona.
—Es que me estaba dando mechas. No seas tan cruel.
—¿Qué tal en la pelu? —La voz de Sonia llegó desde la cocina.
Tanto ella como Tina aparecieron en el pasillo y se la quedaron mirando.
Abi dio una vuelta sobre sí misma, agitando la melena. Se había cortado
el pelo unos cuantos centímetros y se había dado unos reflejos cobrizos. La
ondulada melena le caía sobre los hombros, brillante y voluminosa. Se
sentía guapa y confiada con su nuevo aspecto.
—Te queda genial —dijo su hermana con una sonrisa.
Tina lucía una coleta alta que la hacía parecer más joven de los treinta
años que tenía. El corto vestido blanco y los zapatos Mary Jane de color
rojo con florecitas solo acentuaban esa impresión. Resultaba casi increíble
pensar que era madre de dos niños de cinco años.
—Te han tratado bien, ¿verdad? —inquirió Sonia.
—Muy bien. Han sido muy amables, y la chica que me ha cortado el
pelo tiene unas manos divinas.
—Te lo dije.
—A ver, no es por joder la conversación, pero la comida se enfría —
intervino Mar.
Abi le tendió el vino con cara de circunstancias, aunque no se dejó
impresionar demasiado por su tono. La siguió hasta el salón mientras
parloteaba con Tina y Sonia.
El piso se encontraba en un antiguo edificio de principios del siglo XX.
Era una de esas viviendas enormes de techos altos con suelo de madera de
roble que se había ido combando con el paso del tiempo. Mar lo había
heredado de sus abuelos y lo había reformado convirtiéndolo en una mezcla
ecléctica, a caballo entre lo clásico y lo moderno, de ahí que el salón tuviera
una decoración peculiar, salpicado de pesados muebles oscuros, vitrinas de
cristal, butacones del siglo XIX y cuadros abstractos.
Tomaron asiento alrededor de la mesa redonda del comedor y Mar
descorchó la botella. Se sirvió un poco de vino en una copa y lo paladeó
con aires de experta antes de dar su aprobación con una leve inclinación de
cabeza.
—¡Qué pedante te pones! —Tina resopló tendiéndole su copa.
Mar se limitó a lanzarle una mirada altiva a través de las pestañas y a
parpadear con indiferencia antes de bizquear con los ojos.
Abi sofocó una risa.
—Sois todas unas vulgares —protestó Mar con afectación mientras
servía el vino.
—¿Cuánto te ha costado el vino? —preguntó Sonia mientras se servía un
poco.
—Treinta y cinco euros.
—¿Para qué te gastas tanto? ¿No deberías estar ahorrando?
—Tampoco es tanto y, además, tengo buenas noticias —dijo Abi con una
sonrisa feliz.
—¡Has conseguido trabajo! —aventuró Tina con entusiasmo.
—Sí.
—¿Cuál? —indagó Sonia—. ¿El de los abogados o el de la empresa de
arquitectura?
Abi había hecho unas cuantas entrevistas, pero las dos ofertas más
prometedoras eran esas dos que acababa de mencionar Sonia.
—El de recepcionista en el bufete de abogados. El sueldo es bueno y el
horario es maravilloso; solo trabajo hasta las cinco. Y me dan cheques
restaurante. Empiezo el lunes.
Se había sentido muy aliviada al recibir la llamada en la que le
comunicaban que había pasado el proceso de selección. Llevaba ya un par
de semanas analizando la cuenta de su banco con desazón y sabía que no
podía pasar muchos días más sin trabajar.
—Pues hay que brindar por ello —intervino Mar—. Aunque me jode un
poco. Ya te tenía casi convencida para que me sirvieras de modelo de
lencería.
—Tus ganas —repuso Abi mientras alzaba su copa.
Brindaron con el rioja y el sonido del tintineo de las copas de cristal se
mezcló con el de las risas.
A Abi le brillaban los ojos. Tenía muchos motivos para celebrar.
Punto uno. Había encontrado trabajo.
Punto dos. Había perdido un kilo y medio en la última semana.
Punto tres. Se sentía guapa con las mechas.
Punto cuatro. Al día siguiente era sábado y Zeta le había mandado un
mensaje.
Y era ese punto cuatro el que la tenía tan ansiosa. Tenía muchas ganas de
contárselo a sus amigas, pero decidió esperar a que hubieran comido algo.
Habían encargado la cena a un restaurante tailandés bastante famoso.
Esta consistía en kuai tieow, sopa de fideos con bolas de pescado, kai satee,
pinchos de pollo a la barbacoa en salsa de cacahuete, y yam ma khwa yao,
una ensalada de berenjena con salsa de pescado.
Abi se decantó por la ensalada. Su dieta iba demasiado bien como para
estropearla comiendo fideos, arroz o salsas.
El rioja no tardó en acabarse y Mar fue a la cocina a buscar más bebida.
—No quiero cachondeo —advirtió al regresar, dejando la botella de vino
sobre la mesa—. Es un espumoso italiano muy bueno. No os fijéis en el
nombre.
En cuanto dijo eso los ojos de todas fueron veloces a la etiqueta negra.
Sobre ella, en color plateado y en mayúsculas, aparecía la palabra Follador.
Las carcajadas fueron explosivas.
—¡Tía, solo se te ocurre a ti comprar un vino con este nombre! —
exclamó Tina.
—No lo he comprado yo, es un regalo de Mario.
—¿El italiano con el que te liaste el verano pasado? Creía que no habías
vuelto a saber de él. —Sonia cogió la botella y la giró entre las manos con
sumo cuidado.
—Es solo vino —dijo Mar con sarcasmo—. No hace falta que la cojas
como si fuera un consolador. Y no tenemos contacto, es que estuvo en
Madrid la semana pasada y me llamó para tomar café. Me regaló unas
cuantas botellas.
—¿Y cómo está? ¿Sigue igual de pegajoso? —preguntó Abi.
Sus recuerdos del italiano eran vagos, pero sí que tenía muy presente que
era un tipo con el pelo engominado que no paraba de toquetear a Mar
siempre que tenía ocasión.
—Igual —respondió esta, y alzó la vista al techo—. Veinte minutos
tomando café y cuando volví a casa solo quería pegarme una ducha porque
me había impregnado de ese olor dulzón a su colonia.
—Ese quería tema, está claro. No tenía otro vino donde elegir... —dijo
Tina—. Anda, sírveme algo, a ver si me animo. Va a ser el único follador
con el que tenga contacto próximamente...
Volvieron a reírse.
—Hablando de folladores —intervino Mar lanzándole una mirada
inquisitiva a Abi—. ¿Te ha llamado el niño?
El niño, así llamaban sus amigas a Zeta.
—Me ha mandado un mensaje —confesó al cabo de unos segundos.
—¡¿Cómo?! —gritó Tina—. ¿Y estás aquí sentadita sin decir ni pío? A
ver, desarrolla eso.
De pronto tres pares de ojos se posaron sobre ella con atención.
—Es un audio. Y muy breve.
—Queremos escucharlo —dijo Sonia.
—Son solo un par de frases.
—¿Y qué? Ponlo.
Abi negó con la cabeza, pero terminó por sacar el móvil del bolso, que
había dejado colgado en el respaldo de la silla. Lo puso sobre la mesa,
accedió al mensaje que había recibido hacía unas horas y le dio al play.
«Abigail, he reservado una habitación en el hotel Cienvillas
mañana a las diez. Pregunta en la recepción por Zeta Sierra.»
Zeta
Después de sacarse el móvil del bolsillo y comprobar que ya eran las diez
en punto, volvió a reclinarse contra el respaldo del cómodo sofá gris de
cuero al tiempo que se cruzaba de piernas con displicencia.
Había llegado al hotel hacía escasos minutos y, después de recoger la
llave en el mostrador y comprobar que nadie había preguntado por él, se
había alejado hacia el conjunto de sofás que adornaban un extremo de la
recepción, dispuesto a esperar allí a Abigail.
Había recibido un mensaje de texto de ella esa misma mañana, bastante
temprano. Era incluso más escueto que el de audio que él le había enviado
el día anterior.
Desbloqueó el móvil y volvió a leerlo.
Allí estaré a las diez.
Abigail
Zeta
Abigail
Zeta
Abigail
¡Joder!
Se iba a arrepentir de aquello.
Antes de poder cambiar de idea, tecleó una respuesta con rapidez.
A las siete y media en el Café del Príncipe, en la plaza
de Canalejas.
Zeta
Abigail
Sus ojos se dirigieron hacia la puerta del establecimiento cuando vio que se
abría.
No era él.
Eran dos chicas muy jóvenes que iban riéndose de un modo jovial.
Desencantada, volvió a bajar la vista hasta su tónica y se abstrajo
contemplando los hielos que flotaban en el transparente líquido.
La suerte había estado de su parte y no se vio en la necesidad de tener
que mentirle a su hermana. Fue Tina la que le comentó que tenía prisa
porque la chica que le cuidaba a los niños debía irse pronto ese día.
Había aguardado con paciencia a que su hermana se probara unos diez
corsés, hasta que encontró el más adecuado para llevar con una falda que ya
tenía comprada. El corsé ganador de aquella competición de probador
resultó ser uno rojo con diseño floral ribeteado con un lazo de satén negro.
Tina estaba preciosa con él.
Abigail quería mucho a su hermana, pero a veces, cuando la observaba
con detenimiento, no podía evitar que un hormigueo de envidia la invadiera
por dentro. Las comparaciones eran odiosas. Tina era igual de alta que ella,
pero pesaba unos veinte kilos menos. A pesar de haber dado a luz a
gemelos, tenía una figura envidiable, como la de una muchacha de veinte
años.
La puerta de la cafetería volvió a abrirse y su atención se dirigió hacia
ella.
De nuevo, una falsa alarma.
Carraspeó nerviosa y se alisó la falda sin necesidad.
Había llegado al establecimiento hacía solo cinco minutos y lo primero
que hizo fue bajar al baño a mirarse en el espejo. Se retocó el maquillaje y
se colocó bien el pelo, que le caía suelto sobre los hombros. El vestido que
llevaba era de vuelo, ajustado en la cintura, de manga corta, de color gris y
beige, con un estampado geométrico; acentuaba la curva de su busto de una
manera muy atractiva. A fuerza de sacrificio, en las últimas semanas había
conseguido bajar un par de kilos más, pero todavía estaba lejos de conseguir
su objetivo. No obstante, se sentía guapa y estaba más que preparada para
enfrentarse a Zeta.
El local estaba muy concurrido. Había tenido suerte al encontrar un sitio
libre a aquella hora de la tarde. Todas las mesas de mármol blanco estaban
ocupadas a excepción de esa pequeña y redonda que había al fondo, junto a
la escalera que llevaba a la planta de arriba, y que ella se apresuró a
reclamar como propia.
El Café del Príncipe era uno de los establecimientos más bonitos y con
más encanto de Madrid. Situado en la céntrica y bulliciosa plaza de
Canalejas, entre la calle del Príncipe y la calle de la Cruz, ocupaba el solar
de una antigua joyería. Su decoración era clásica y bastante sobria.
Destacaba la elegante barra de madera con apliques de latón y los muebles
de caoba que había tras ella. Los numerosos ventanales que daban a la calle
dejaban pasar la luz del exterior.
A Abi le gustaba el ambiente que se respiraba allí. No estaba muy lejos
del edificio donde trabajaba, así que se había acostumbrado a ir a tomar
café algunas tardes.
Estaba a punto de llevarse la tónica a los labios cuando una figura en la
calle llamó su atención. Se había detenido justo frente a la puerta de la
cafetería y escrutaba el interior a través del cristal como si estuviera
buscando a alguien.
Apoyó el vaso sobre la mesa sin haber bebido.
Recorrió la masculina silueta de arriba abajo con la vista. Alto,
musculoso, con vaqueros ajustados, camiseta gris, gafas de sol negras y el
pelo castaño claro revuelto de modo desenfadado.
Zeta, el sueño de cualquier mujer.
Sus miradas se encontraron.
Él sonrió casi imperceptiblemente antes de abrir la pesada hoja de
madera y acceder al interior. En solo diez segundos se plantó junto a la
diminuta mesa en la que ella estaba sentada.
—Hola —la saludó.
—Hola —murmuró Abi.
Él tomó asiento frente a ella y alzó la mano, llamando a uno de los
camareros. Cuando este acudió le pidió un tercio de Mahou.
Abigail lo observó sin decir ni una palabra. Ahora que por fin lo tenía a
un par de metros de distancia, se sentía cohibida y más insegura de lo que
esperaba. De nada le había servido arreglarse en el baño y haberse dicho a
sí misma que estaba guapa y que podía con todo; delante de él se convertía
en una jovencita ingenua y sin confianza.
¡Era frustrante!
No debería haber aceptado aquel encuentro.
—Gracias por venir —dijo él.
Ella hizo un gesto evasivo con la mano.
El camarero llegó raudo con la cerveza y la depositó sobre la superficie
de mármol.
—Quiero explicarte unas cuantas cosas. Sé que debes de estar muy
cabreada conmigo —comenzó él sin andarse por las ramas.
Se había inclinado sobre la mesa, apoyando los codos en ella, buscando
intimidad. Abigail tuvo que aguantarse las ganas de echarse hacia atrás y
romper aquella cercanía tan inquietante y peligrosa para su salud mental.
—La noche que nos conocimos en el Ambigú, mis amigos y yo
habíamos bebido bastante —continuó él sin darse cuenta de la incomodidad
de ella—. Estuvimos diciendo muchas gilipolleces y al final terminamos
haciendo apuestas absurdas. —Se detuvo bruscamente, como si no le
resultara fácil proseguir, pero terminó haciéndolo en voz baja con un
suspiro—: Apostamos a que yo no era capaz de llevarme a la cama a la
primera tía que entrara por la puerta. Y bueno..., esa fuiste tú.
Ella aferró su vaso de tónica con las dos manos. Estaba helado.
Una apuesta.
Claro.
Ya lo sabía.
Aguardó silenciosa a que él continuara.
—No hay excusa posible para nuestro comportamiento, en especial para
el mío, pero quiero que sepas una cosa: aunque todo empezó como un
juego, no me arrepiento de nada de lo que hicimos esa noche. Fue una
experiencia fantástica.
Su voz se había tornado ronca y profunda y había ido directa hasta el
vientre de Abigail, que alzó la barbilla y lo miró a los ojos. Lo que vio en
ellos la dejó estupefacta. En sus profundidades brillaba algo semejante al
deseo.
¿Deseo?
Se agitó nerviosa en su asiento.
—Permíteme que dude de tus palabras —dijo con dureza.
—Duda todo lo que quieras, no te lo reprocho. Esos mensajes que leíste
fueron una verdadera cagada de mis amigos. No es lo que yo pienso de ti ni
lo que siento.
Ella resopló con mordacidad. La simple mención de los mensajes la
llenaba de ira.
—¿Te sirvieron las fotos que te dejé? —inquirió con frío cinismo—.
¿Ganaste la apuesta?
Él bajó la mirada y la posó sobre su cerveza. Sus largos y morenos dedos
acariciaron la botella con abandono. Ella siguió aquellos movimientos con
el estómago comprimido. Esos dedos también habían acariciado cada
centímetro de su piel del mismo modo...
«Para, Abigail. ¡No fantasees! —se amonestó enojada consigo misma—.
Estás enfadada con él, que no se te olvide.»
Él tardó en contestar. Parecía incluso algo abochornado.
—Les conté a mis amigos que no te presentaste a la cita y que me dejaste
tirado en el hotel —dijo al fin.
—¿Có-cómo? —La incredulidad la llevó a tartamudear.
—Lo que has oído.
—Pero la apuesta y...
—No era mi apuesta. Era de ellos —explicó mientras se encogía de
hombros con displicencia—. Les mentí.
—¿Por qué? Podrías haberles dicho la verdad, que caí en tus redes como
una gilipollas y que conseguiste lo que te proponías —admitió con un deje
de amargura.
—Es que esa no es la verdad.
Antes de darle un trago a su bebida, ella trató de leer en sus facciones y
buscar algo que indicara que estaba de broma, pero solo descubrió lo que
parecía sinceridad. Estaba desconcertada.
—No sé de qué verdad hablas.
—La verdad es que no fuiste la única en caer en mis redes. Yo también
caí en las tuyas. ¿Qué piensas, que solo por ganar una apuesta de mierda me
acuesto con una tía que no me gusta y me quedo toda la noche con ella? Si
hubiese sido solo por la apuesta, un polvo habría sido suficiente. —Se
interrumpió y se acercó todavía más a ella para que nadie pudiera oírlo—.
Pero recuerda que echamos unos cuantos más. Creo recordar que te corriste
unas siete u ocho veces.
Ella aspiró con fuerza, impresionada por su descaro. Aunque ya había
podido comprobar con anterioridad que era muy directo y que siempre iba
al grano, esa cualidad en él seguía dejándola atónita. Parecía mucho mayor
de lo que su edad sugería.
No obstante, todavía tenía muy presente el contenido de aquellos
mensajes hirientes. Le habían dolido más de lo que deseaba admitir delante
de él.
—Tus... amigos...
—Mis amigos nada tienen que ver en esto que te estoy diciendo —la
cortó—. Me la pela lo que opinen —soltó con crudeza.
Lo miró con atención, frunciendo el ceño. Antes había pensado que
parecía mayor, pero su vulgar forma de hablar le mostraba lo contrario. Lo
hacía como un adolescente.
«Es que casi lo es», se recordó a sí misma con ironía.
—Esto es algo entre tú y yo —prosiguió él—. Tú eres adulta y yo
también. Puedo ser muy gilipollas y muy cabrón, créeme, pero cuando
encuentro algo bueno no me apetece dejarlo escapar.
Ella pestañeó un par de veces.
—No sé a qué viene esto —balbuceó al fin. Las ideas se agolpaban en su
cabeza como un batiburrillo desordenado y sin sentido.
—Esto viene a que me lo pasé jodidamente bien en la cama contigo y a
que creo que somos muy compatibles —susurró él—. Llevo semanas
pensando en ti, sin poder sacarte de mi cabeza. Me gustas y quiero que
repitamos.
El corazón de Abigail se desbocó. De pronto la rodilla de él rozó la suya
por debajo de la mesa y fue como si hubiera recibido una descarga eléctrica.
Se apartó con prontitud, rompiendo el contacto. Lo hizo con tanta
precipitación que su silla chocó con la que había a su espalda, que estaba
ocupada por un hombre cincuentón trajeado. Se volvió a toda velocidad y
murmuró una disculpa, llena de vergüenza.
Cuando se dio la vuelta y miró a Zeta, se percató de que este tenía una
sonrisa burlona en la boca. Lo fulminó con la mirada.
—¿Qué... quieres decir con eso? —siseó recuperando el tema donde lo
habían dejado—. ¿Quieres... que volvamos a... acostarnos?
—Exactamente eso —admitió él—. Quiero que volvamos a echar un
polvo.
Vocalizó cada palabra, deteniéndose sobre todo en la última.
—Nunca en la vida he conocido a nadie tan arrogante como tú —dijo
estupefacta.
—Pero sabes que lo valgo. Me puntuaste con un diez —replicó con una
mueca traviesa.
Abigail cerró los ojos huyendo de su mirada. Los recuerdos placenteros
de todo lo que habían hecho aquella noche acudieron a ella como
fogonazos. Los besos, los abrazos, las caricias, su forma de moverse, de
recorrerle el cuerpo con las manos, con la boca, con la lengua...
¡Dios!
Un estremecimiento le atravesó la columna vertebral.
¿De verdad era tan débil que estaba comenzando a plantearse volver a
liarse con él?
«Reacciona y pasa. Es un mujeriego al que le dan igual ocho que
ochenta.»
Cierto, pero entre todas las mujeres del mundo la había elegido a ella.
«No te sientas tan especial. Seguro que no eres la única en su agenda en
este momento.»
¿Y qué? Tampoco estaban hablando de matrimonio. Era solo sexo. Y
sexo del bueno, como había podido comprobar en sus propias carnes. Solo
tenía que ser realista.
«¿Y si te pillas por él?»
Imposible. Era algo carnal y solo eso. No podía olvidarlo ni un solo
instante.
Lo estudió a través de las pestañas, bebiéndose su atrayente imagen a
grandes sorbos. Él la contemplaba en silencio al tiempo que cogía su
cerveza y la acercaba a su boca. Cuando la apartó los labios le brillaban
húmedos e incitadores.
Vuelco en el estómago para ella.
¡Maldito Zeta y su masculina belleza! Ese hombre era la tentación
personificada y, si era sincera consigo misma, estaba deseando volver a caer
en ella.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa y las palabras de Mar explotaron
en su cerebro.
«Lo mejor es casarse con uno de cuarenta y conservar al de veinte como
amante.»
¿Tener a Zeta de amante?
No. Era una locura.
Pero qué locura tan increíble...
—Déjame que te invite a cenar y lo piensas —intervino él como si se
hubiera dado cuenta de que era mejor dejarlo correr por el momento—.
¿Quieres picar algo aquí o nos vamos a otro sitio?
—Eh...
—Es solo una cena rápida. Si quieres, luego nos despedimos y te vas —
se apresuró a añadir. Y lo hizo alzando las manos en el aire como si
estuviera pidiendo una tregua.
Abigail soltó un breve suspiro y terminó por asentir. Tampoco iba a
pasar nada por compartir unas tapas con él, se dijo.
Antes de que pudiese decir nada más, él ya había llamado al camarero
para pedirle la carta.
Zeta
Aquella mujer lo hacía reír.
Era un hecho.
No sabía qué era lo que ella tenía que lo atraía tanto y que le provocaba
ese estado de permanente buen humor que le pintaba una sonrisa en la cara.
Quizá fuese su adorable torpeza o su falta de artificio. O la franqueza de su
mirada. O su modo de hablar una vez que cogía confianza. Zeta no tenía
ganas de pararse a analizar el porqué, pero quería explorar hasta el final
aquellas buenas vibraciones que su presencia despertaba en él.
Llevaban casi una hora sentados a la mesa, degustando aquella
improvisada cena. No habían hablado demasiado, solo tocaron unos pocos
temas generales, comentaron algo de música y de películas, también de
viajes que habían hecho. Todo muy superficial. En cualquier caso, la
incomodidad de los primeros quince minutos había desaparecido.
Se sentía bastante aliviado. Había llegado a la cafetería con una gran
pesadez en la boca del estómago, pensando que ella tardaría más en
perdonarlo, pero capituló con mucha rapidez y se creyó todas y cada una de
sus palabras.
Era demasiado buena para él.
Tampoco la había engañado, al menos no demasiado. Solo había
ocultado ciertas partes de la historia y otras las había embellecido. Fue muy
sincero al decirle que llevaba días pensando en ella, que le gustaba y que
quería volver a repetir.
Era la puñetera verdad.
La contempló con interés mientras ella picoteaba con el tenedor de uno
de los platos de tapas que habían pedido. Era evidente que disfrutaba
comiendo, aunque lo hacía con suma moderación; no obstante, sus ojos
fulgurantes la delataron cuando los camareros les sirvieron la cena.
—Si quieres, pedimos algo más —propuso él al ver que la mayoría de
los platos estaban vacíos.
—¡No! —protestó ella con energía, agitando una mano—. Es suficiente,
de verdad.
Habían encargado una ensalada, una ración de croquetas de jamón,
bacalao con pimientos y tartar de salmón. Todo muy sano y equilibrado. En
realidad él no tenía mucha hambre. Apenas eran las nueve y no solía cenar
hasta las diez o las once.
—De verdad, si quieres más...
—No. Es suficiente. Estoy a dieta —confesó.
No lo miró a la cara al decir eso. Se limitó a pinchar una hoja de lechuga
con el tenedor.
—¿Por qué a dieta?
Alzó la barbilla y clavó sus ojos en los de él.
—Creo que es obvio, ¿no? —dijo con la frente arrugada.
—¿Obvio? Para mí no.
La miró de arriba abajo, deteniéndose mucho tiempo en la sensual curva
de su busto. Le gustaban sus redondeces. Mucho.
Ella se puso roja bajo su escrutinio.
—No seas tan adulador. Me sobran unos cuantos kilos, no hace falta que
me hagas la pelota.
—A mí me gustas así.
Ella dejó escapar una risa seca y le dio un trago a su tónica.
—Seguro... —masculló con escepticismo.
—¿Crees que si no me gustaras estaría aquí ahora mismo? Es viernes por
la noche y hay cientos de cosas que se pueden hacer en Madrid.
—Nada te impide marcharte —replicó ofendida—. Pide la cuenta y nos
vamos ya.
—No me malinterpretes, Abigail. Estoy exactamente donde quiero estar
—dijo con tono persuasivo.
La situación se había tornado muy tensa de pronto, y eso no le gustó
nada. Quería que ella estuviese relajada y que disfrutara de su compañía.
—¿Por qué no me cuentas algo sobre ti? —sugirió—. ¿Dónde trabajas?
Si a Abigail la sorprendió el brusco cambio de tema, no lo mostró.
—En un bufete de abogados que hay aquí cerca, en la calle Alcalá —
contestó.
—¿Eres abogada?
—Estudié Derecho en la universidad, pero nunca he ejercido. Estuve
unos años trabajando en una empresa como secretaria de dirección. Bueno...
—titubeó—, ahora soy recepcionista.
—¿Y te gusta lo que haces?
—Mis compañeros son agradables y el trabajo no está nada mal —
repuso—. Estoy contenta.
—No pareces muy entusiasmada.
—Llevo poco tiempo trabajando ahí. Todavía estoy en período de
adaptación. —Hizo un ademán con las manos como restándole importancia
al asunto—. Y tú, ¿qué haces?
—Pues terminé la carrera hace un mes y estoy planeando abrir un
negocio con un amigo —contestó.
—Ah..., te vas a convertir en empresario.
—Algo así.
—¿Qué tipo de negocio es?
—Queremos montar una coctelería. Ya hemos encontrado el sitio y la
semana que viene vamos a firmar los contratos del traspaso.
Ella asintió. Parecía realmente interesada, así que él no vaciló en
hablarle de sus planes de futuro. Y, como siempre que lo hacía, el
entusiasmo lo desbordó. No había muchas cosas en la vida que lo
apasionaran, pero aquel negocio era su pequeña excepción.
Le describió el local y la zona donde se encontraba, y le contó las ideas
que Samuel y él tenían para convertirlo en el establecimiento de moda de la
capital.
—Esperamos que pueda estar en funcionamiento para octubre, así que
vamos a tener un verano jodido de curro. Cuando esté listo, confío en que
vengas a verme. Consumiciones gratis para las chicas guapas —añadió, y le
guiñó un ojo.
—Pues vaya empresario. Te vas a arruinar —dijo Abi soltando una risita.
—No te creas. Tengo estándares muy altos. No cualquiera entra dentro
de ellos.
Ella inclinó la cabeza a un lado y lo estudió un largo rato en silencio.
—Eres un embaucador nato.
—Tengo que esforzarme mucho si quiero que me des otra oportunidad.
Abigail no tuvo tiempo de responder porque el camarero se plantó ante
ellos y comenzó a recoger los platos vacíos. Les preguntó si iban a tomar
postre.
—¿Compartimos un helado? —sugirió él.
Ella arrugó la nariz con indecisión, aunque sus ojos despidieron una
llama de genuino antojo.
—¿Nos puede traer un helado de yogur? —le pidió Zeta al camarero—.
Lo he visto antes en la carta.
Este asintió antes de alejarse.
—Date un capricho —la animó al ver su cara de circunstancias—. Déjate
llevar. Es solo una noche.
—Contigo siempre me dejo llevar. No solo una noche —farfulló entre
dientes.
Como si se hubiera dado cuenta de pronto de lo que había dicho, abrió la
boca e hizo un gesto brusco con la mano. Tan brusco que estuvo a punto de
tirarle el tercio de Mahou encima.
Zeta fue más rápido y retiró la botella a toda prisa de su alcance. No
pudo evitar que una carcajada brotara de su pecho.
—Te gusta tirarme cosas encima —susurró haciendo un movimiento
exagerado como si pretendiese cubrirse la bragueta—. Es evidente.
Con las mejillas rojas como un tomate, ella hizo una especie de mohín.
—Soy torpe. Perdóname.
—Para nada. Si a mí me viene de puta madre que me empapes. Ya sabes
lo que opino. Luego voy a querer cobrármelo de otro modo —dijo con
intención.
La llegada del camarero volvió a interrumpir la escena. Este dejó el
helado en el centro de la mesa y puso una cucharilla a cada lado del plato
antes de retirarse.
Abigail no hizo amago de coger su cuchara. Se había puesto seria y hasta
su mirada era más sombría. Comenzó a deslizar los dedos por el borde de la
servilleta, alisándolo.
Incluso con esa expresión molesta en el semblante estaba guapa, pensó
él, escrutándola con fascinación. ¿Cómo había podido dudar ni un solo
segundo de su atractivo?
—Zeta, creo que es mejor poner las cartas sobre la mesa —empezó ella
con un carraspeo al cabo de unos instantes.
—Yo ya lo he hecho —la interrumpió.
Sin dejarse amilanar por su fría actitud, hundió la cuchara en el cremoso
helado y cogió una pequeña porción. Luego la acercó a los labios de ella,
que, avasallada por el inesperado gesto, los abrió automáticamente. Sus
facciones mostraron una mezcla de asombro y de deleite cuando el helado
desapareció en su boca.
—¿Qué te parece? ¿Está bueno?
Él no esperó su respuesta. Se llevó la cucharilla que ella acababa de
chupar a la boca y lamió los restos de helado que habían quedado en ella.
Lo hizo con mucha parsimonia, moviendo la lengua de una forma sensual y
provocadora.
Las pupilas de Abigail se dilataron. No tardó en apartar la vista y
pasearla por el local tratando de ignorarlo, aunque era evidente que no le
estaba resultando fácil. Su respiración se había acelerado.
Zeta sonrió para sus adentros. Cada vez estaba un paso más cerca de
conseguir su objetivo.
—Me lo he pasado bien esta tarde —reconoció ella. Seguía sin mirarlo
—. Pero ya te lo dije en aquella nota que te dejé. Creo que como persona
dejas bastante que desear. No se trata así a la gente.
—Lo admito, soy una mierda de persona.
—¿Por qué dices eso?
—Quiero reconciliarme contigo. Si te llevase la contraria no sería muy
inteligente, ¿no?
—Eso significa que me estás dando la razón como a los tontos. —Volvió
la cara y lo miró—. Ni siquiera sientes lo que dices... —protestó indignada.
—De ninguna manera. Te doy la razón porque la tienes. Te he pedido
disculpas, te he dicho que lo siento y también te he dicho que quiero seguir
viéndote. He puesto todas mis cartas sobre la mesa. ¿Por qué no pones tú
las tuyas? ¿Quieres volver a quedar conmigo o no? ¿No te gustó la
experiencia del hotel?
Ella balbuceó algo que él no alcanzó a entender.
—Venga, Abigail, admítelo —insistió sin quitarle los ojos de encima.
—Vale, lo admito. Me gustó —capituló al tiempo que erguía los
hombros.
—Entonces, ¿qué me dices? —le preguntó él en un suave murmullo—.
¿Repetimos?
Volvió a coger un poco de helado, pero esa vez, en lugar de ofrecérselo,
se llevó la cucharilla a la boca y la lamió como había hecho antes, muy
consciente de que ella seguía todos y cada uno de sus movimientos.
La oyó inhalar con fuerza.
Se sacó la cucharilla de la boca y la acercó a sus labios. Todavía había un
poco de la dulce crema de yogur en ella.
«Si la acepta, es un sí.»
Arqueó una ceja con descaro y esperó. Tenía paciencia.
Finalmente Abigail extendió la mano y, echando un nervioso vistazo a su
alrededor, le arrebató la cucharilla. Acto seguido su boca se cernió en torno
a ella. Después la depositó en el plato con un golpecito seco y se echó hacia
atrás con brusquedad.
Zeta contuvo una sonrisa.
—¡Esto no es un sí! —exclamó ella con impostada sequedad.
Pero el reflejo ardiente de sus ojos la traicionaba.
—Por supuesto que no —confirmó él con socarronería.
También se alejó y apoyó la espalda en el respaldo de la silla. Aprovechó
para acomodarse en el asiento y recolocarse la erección que adornaba sus
pantalones con disimulo.
Sus pensamientos empezaron a virar de un modo más que interesante.
Esa misma tarde, mientras estaba en la cama con Verónica, le había costado
excitarse. Sin embargo, frente a Abigail, y solo porque ella había aceptado
lamer la misma cuchara que él, su entrepierna había reaccionado a toda
velocidad.
¡Joder!
Era algo inexplicable.
El nivel de tensión entre ellos había crecido sin control. No hacía falta
ser muy avispado para darse cuenta de ello. Abigail había cogido su
servilleta y se abanicaba con ella mientras paseaba la vista por el bullicioso
local. Él también estaba bastante afectado, ¿para qué negarlo?
—¿Pagamos y nos vamos? —propuso.
Ella asintió.
Alzó una mano, escribiendo en el aire, y el camarero no tardó en
acercarse con una carpetita de cuero dentro de la cual estaba la cuenta.
—Déjame pagar a mí —le pidió ella extendiendo la mano.
—Pago yo, que soy un caballero.
—¿A quién pretendes hacerle creer eso? De caballero no tienes nada. —
Resopló con ironía.
El soltó una breve carcajada.
—Es verdad. Pero sí soy un niño de papá. Déjame pagar.
—A medias.
La miró con los ojos entornados y se dio cuenta de que ella estaba muy
decidida a salir ganadora de aquel absurdo enfrentamiento.
Cedió.
No le importaba perder esa batalla si a cambio ganaba otras más
importantes.
—A medias, entonces —aceptó.
Se dividieron el importe de la cuenta y dejaron también algo de propina.
Después se incorporaron y se encaminaron a la puerta. Él se situó un par de
pasos por detrás de ella y compuso una lenta sonrisa al fijarse en el vaivén
de sus caderas. Sugerente...
Abandonaron el local y accedieron al abarrotado exterior. La terracita de
la cafetería estaba llena de gente; no había ni una sola mesa libre. La
bordearon y, sin intercambiar palabra, atravesaron la calle de la Cruz y
avanzaron unos cuantos pasos para librarse del gentío. Había muchas
personas en la acera que obstaculizaban el paso, y Zeta se vio obligado a
extender la mano y a sujetarla por el brazo para impedir que un grupo de
chavales la arrollase.
Ella le lanzó una mirada agradecida por encima del hombro.
Ya no la soltó.
Justo cuando llegaron a la esquina de la Carrera de San Jerónimo, él se
detuvo frente al escaparate de una camisería y la forzó a hacer lo mismo,
parapetándola con su cuerpo.
Todavía no estaba dispuesto a dejarla marchar.
Por su cabeza pasaron un par de ideas muy inocentes: proponerle ir a
tomar algo a otro sitio o ir a dar un paseo por la ciudad.
¿A quién pretendía engañar?
Después de la última escena con el helado, tenía muy claro lo que quería
de ella. Y no era solo un paseo. Deseaba otra cosa.
La miró con determinación e inclinó la cabeza hasta que solo unos
cuantos centímetros separaron sus rostros. Su aliento con aroma a helado de
yogur le acarició la mejilla.
Las ganas de besarla se multiplicaron exponencialmente.
—¿Vamos a mi casa? —murmuró.
—Creí que... vivías con tus padres... —jadeó ella.
El regocijo lo embargó. No había dicho que no.
—Están fuera todo el fin de semana.
Mientras respondía a su pregunta, alzó la mano y le apartó un mechón de
pelo de la cara, poniéndoselo detrás de la oreja.
Ella tardó una eternidad en tomar una decisión. Y en ese espacio de
tiempo todas las emociones que estaba sintiendo por dentro se reflejaron en
su semblante: inseguridad, incertidumbre, duda...
Y, finalmente, rendición.
—Está bien.
Una sensación triunfal se instaló en el pecho de Zeta. Sin darle tiempo a
nada más, dio media vuelta y, sujetándole la muñeca, tiró de ella hacia la
calzada. Echó un vistazo hacia la izquierda. Un taxi con el cartelito de LIBRE
en el parabrisas se acercaba por la carretera.
Era un hombre con suerte.
Alzó una mano para detener al vehículo mientras entrelazaba los dedos
de ella con los de la otra mano.
La miró de soslayo y el anhelo contenido que vio en sus ojos le gustó.
Le gustó mucho.
Capítulo 17
Abigail
Tener a Zeta como amante era como vivir en una montaña rusa de
emociones. Dos meses después de aquel encuentro en el Café del Príncipe
se habían visto en incontables ocasiones y habían deshecho innumerables
camas en diferentes habitaciones de hotel. Tantas que a Abigail le resultaba
difícil llevar la cuenta.
Solían encontrarse una vez a la semana, aunque a veces eran dos o tres,
dependiendo de las ganas de ambos.
Y había muchas ganas.
Poco a poco la vergüenza inicial fue dejando paso a una insensatez
frenética que la tenía muy desconcertada.
Trabajar, comer, dormir, quedar esporádicamente con sus amigas y sexo
con Zeta. A eso se resumía su vida. Y los porcentajes de esas actividades
eran bastante irregulares. Al trabajo le dedicaba un veintitrés por ciento de
sus horas semanales. A dormir, un veintinueve. A comer, un seis. A quedar
con sus amigas, un nueve.
Y a Zeta, el treinta y tres por ciento restante, que más o menos venía a
equivaler a unas cincuenta y cinco horas semanales.
Si no estaba teniendo sexo con él, estaba pensando en él.
Una verdadera locura.
La noche que acabaron en casa de sus padres fue la que selló ese futuro,
sin duda. Aquella noche fue una de insomnio y horas de sexo agotador que
los dejaron a ambos exhaustos, pero muy satisfechos.
El principio de un viaje sin retorno.
Desde aquel instante la vida de Abi dio un giro de ciento ochenta grados.
Y no lo lamentaba.
Zeta resultó ser un amante excepcional. Como bien decía Mar, su
juventud le otorgaba resistencia, espontaneidad y mucho ímpetu. Pero,
aparte de todo lo que tuviese que ofrecer físicamente, Abi descubría muchas
más cosas en él. Era divertido, ocurrente y poseía un buen humor increíble,
no exento de ironía, que a ella había llegado a gustarle mucho. Para nada
era tan altivo como su apariencia externa indicaba o como le había
mostrado en un principio. Tenía muchos temas interesantes de conversación
y, aunque le gustaba debatir, no se empeñaba en salir victorioso de
cualquier discusión.
Y lo más importante de todo —algo que no había esperado—, hacía que
ella se sintiera especial. Muy atractiva y deseada.
Era quizá por su forma de mirarla, con codicia y un inmenso apetito
sexual. O por cómo se le iban las manos detrás de ella cuando se
encontraban en una de esas habitaciones de hotel. En cuanto la puerta se
cerraba a su espalda, Zeta parecía incapaz de contener sus impulsos y la
empotraba contra la hoja de madera, devorándola con sus besos y
recorriéndole el cuerpo con desordenado frenesí.
El corazón de Abi se descontrolaba cada vez que aquellas escenas
acudían a su mente. Estaba eufórica.
Sabía que sus pensamientos estaban comenzando a convertirse en algo
muy arriesgado, se acercaban a terreno pantanoso y resbaladizo, muy poco
conveniente para su raciocinio. No podía permitirse el lujo de ilusionarse
con un hombre así. Eso lo había tenido claro desde el principio.
Amante era amante y nada más.
Él también lo había dejado claro.
Fue en una conversación que mantuvieron un par de semanas después de
empezar a verse. Estaban en la cama de un hotel a las afueras de Madrid.
Era domingo por la mañana y no hacía mucho que se habían despertado. El
sol entraba por la abertura de la cortina que cubría la ventana y dibujaba
una brillante raya sobre la colcha. Una raya que parecía dividirlos por la
mitad.
Abigail se entretenía jugueteando con los dedos con las motas de polvo
que revoloteaban suspendidas en el aire. Sabía que Zeta la observaba, pero
fingía ignorarlo. Los despertares en sus brazos todavía le resultaban
incómodos.
—¿Estás preparada para un par de rondas matutinas? —Su voz llegó
hasta ella somnolienta, acompañada de una rápida caricia sobre su cadera
que le provocó un estremecimiento.
—Pero si acabo de despertarme —protestó sin mucha convicción.
A decir verdad, su objeción carecía de fundamento. Quería hacerlo con
él. Lo deseaba.
—¿Y qué? ¿Hay un horario para follar?
Ella apartó la cara. No quería mirarlo de frente porque sabía cómo sería
la expresión de su rostro. Lasciva y provocadora. Siempre que hablaba de
ese modo tan ordinario lo era. Y Abi había descubierto que a una parte de
ella le encantaba que fuera tan vulgar en la cama. El suave hormigueo que
se despertó en su pecho lo certificaba.
Terminó por girar la cabeza en la almohada y encararse a él.
Su sensual aspecto fue como un golpe directo a sus entrañas. Jamás se
acostumbraría a despertarse al lado de ese hombre. Aguantó la respiración
mientras su impresionante belleza masculina de actor de Hollywood se
acoplaba a sus retinas.
—Sé que te encanta cómo te lo hago... —dijo él bajando los párpados de
un modo muy erótico.
—No niego que seas un verdadero experto. Eres un mujeriego
empedernido, ¿verdad?
—Lo soy. ¿Cómo crees que he adquirido toda esta experiencia? —se
jactó.
—¿Con cuántas mujeres te has acostado?
La pregunta abandonó su boca antes de haber podido pensarlo mejor.
Él tardó en responder. Antes de hacerlo, se deslizó hacia su lado de la
cama y se tendió sobre ella con cuidado, apoyando el peso de su cuerpo en
sus brazos. Abi recibió la dureza de su piel con agrado. Adoraba esa
sensación.
—Imposible llevar la cuenta —repuso él al cabo de unos instantes.
—¿Tantas?
—Muchas más de las que te imaginas —dijo, y añadió con una risa
canalla—: Y las que me quedan por probar.
Aun a sabiendas de que él bromeaba, eso le resultó de mal gusto. Que
Zeta mencionara a otras mujeres mientras estaba con ella en un momento
tan íntimo le pareció fuera de lugar. Algo debió de traslucirse en su cara
porque él se la quedó mirando con los ojos entrecerrados y terminó por
inclinarse sobre ella con lentitud.
—En realidad, desde que te conozco solo pienso en ti —ronroneó contra
la piel de su mejilla.
Aquello sonaba a falsedad.
—Eres un mentiroso —protestó.
Él alzó la cara.
—Tampoco nos hemos prometido exclusividad ni amor eterno ni nada
por el estilo, ¿no? —le preguntó con una ceja arqueada.
Ella ancló los ojos en los de él, tan preciosos como siempre. Y muy
francos. Tenía razón. No se habían prometido nada.
—No. Estás en lo cierto —admitió.
—Entonces vamos a dejarnos de gilipolleces y disfrutemos de lo que hay
bajo las sábanas. Me apetece hacerlo otra vez —susurró restregando las
caderas contra las de ella.
Su excitación era más que evidente, algo increíble si se tenía en cuenta
que aquella noche apenas habían dormido. Hasta la madrugada estuvieron
inmersos el uno en el otro, devorándose a besos y caricias, a jadeos y
suspiros.
Esa mañana también terminaron con las piernas y los brazos enredados.
Abigail recordaba muy bien aquella breve conversación porque le sirvió
para cortar cualquier tipo de expectativa que hubiera podido albergar en su
interior.
Zeta no era buen material para novio.
Sin embargo, era lo mejor de lo mejor para un affaire.
—¡Abigail! —La potente voz de Mar la sacó de sus pensamientos.
Giró la cabeza sobresaltada y se concentró en su amiga, que tenía el ceño
fruncido.
—¿Qué pasa? —inquirió.
—¿Qué pasa? Que estás agilipollada. He tenido que pronunciar tu
nombre cuatro veces hasta que me has hecho caso, joder. Estás como ida.
Abi le lanzó una sonrisa de disculpa y se irguió para poder mirarla de
frente.
Se hallaban en la urbanización donde vivía Sonia, tomando el sol en la
piscina. Habían comido en un bar cercano y después habían acudido allí a
pasar un rato antes de que Mar tuviera que volver al trabajo (pese a que era
sábado por la tarde, su tienda de lencería abría también ese día); habían
encontrado un hueco en un extremo del jardín, oculto por unos árboles
bajos, algo alejado de la algarabía de los niños del edificio que chapoteaban
en el agua a unos cien metros.
—Te estaba preguntando que si vamos mañana de compras y luego a
comer al centro. Sonia se apunta.
Abi miró a ambas alternativamente antes de responder.
—Por mí, perfecto. Llamaré a Tina también, pero no creo que pueda
dejar a los gemelos con nadie.
—¿Tú no tienes planes con el niño? —le preguntó Sonia.
—No. Nos vimos el martes y no quedamos en nada.
—Os veis mucho últimamente, ¿no?
A pesar de que el comentario de Mar llegó en un tono monótono, había
un interés implícito en él, eso era evidente.
Abi no respondió de inmediato. Esos cálculos de porcentajes que había
hecho medio en serio medio en broma para saber cuánto tiempo le dedicaba
a Zeta revolotearon por su cabeza.
—Sí. Nos vemos mucho —admitió con un suspiro.
«Y cuando no lo veo, pienso en él a todas horas.»
—Mientras no te confundas... —dijo Mar—. Tienes claro que es solo
algo físico, ¿verdad? No te ilusiones.
—Lo tengo claro. Es sexo y nada más —repuso.
Incluso a ella misma la sorprendió que su voz sonara menos firme de lo
que había pretendido.
Sonia se echó hacia delante en la silla de playa y apoyó los codos en las
rodillas. Había preocupación en su rostro.
—Abi, me da miedo que te pueda el entusiasmo. En las últimas semanas
has cambiado un montón. Revisas el móvil constantemente y estás ansiosa.
—Sonia tiene razón. Pareces una mujer enamorada —concluyó Mar.
La consternación la invadió al oír a sus amigas decir eso. Se volvió boca
arriba sobre la toalla en la que estaba tumbada y contempló el cielo durante
unos instantes.
—Sé que Zeta no es el hombre adecuado para tomárselo en serio —
reconoció.
—Vale. Me gusta ver que lo tienes claro —arguyó Mar—. Pero es tu
cabeza la que habla. ¿Qué hay de tu corazón? ¿Lo tiene tan claro?
Abi se quedó ensimismada con los ojos fijos sobre una nube con forma
de sombrero. ¿Lo tenía claro su corazón? ¿Era cierto que no se estaba
ilusionando con él? Imágenes de sus tórridos encuentros acudieron a ella
como rápidos destellos, llenándola de zozobra.
—Mi corazón está un poco revolucionado porque esto que estoy
viviendo es algo nuevo y diferente —admitió—, pero también lo tiene
claro. Zeta es excelente para la cama, pero para nada más.
—Genial. Es bueno que lo sepas. No queremos que vuelvas a pasarlo
mal como con Nico.
—Ni lo menciones —rechazó con un movimiento enérgico de barbilla
—. No va a volver a pasarme nada semejante.
No quería ni oír hablar del gilipollas de Nico. Solo deseaba borrar
cualquier recuerdo de él de su memoria.
En ese preciso momento su móvil comenzó a sonar. Se incorporó y
alargó el brazo para cogerlo. Una absurda anticipación le provocó un
cosquilleo en la nuca mientras se sentaba con las piernas cruzadas sobre la
toalla.
Era él.
Se forzó a mantener la compostura delante de las miradas inquisitivas de
sus amigas mientras aceptaba la llamada.
—Hola —respondió.
—Hola. ¿Qué tal?
Su tono era cálido e invitador.
—Bien. ¿Y tú?
—Bien. Desocupado y echándote de menos. ¿Nos vemos?
Siempre era así. Iba directo al grano.
—Claro —contestó con sobriedad. No quería que Mar y Sonia se
percatasen de lo mucho que deseaba encontrarse con él.
—¿Vienes a mi casa? Mis padres se han ido de fin de semana. Estoy solo
en la piscina. Tráete un bikini y pasa la tarde conmigo.
Vaciló. Había quedado con su hermana para cenar, pero hasta las nueve y
media no tenía que estar en su casa. Una tarde de piscina con Zeta resultaba
muy tentadora, pero seguía sintiéndose bastante insegura y tímida en su
presencia. Pese a que habían protagonizado múltiples encuentros, todos
habían tenido lugar en la oscuridad, a la luz de unas velas o debajo de unas
sábanas... No sabía si estaba preparada para mostrarse casi desnuda delante
de él a plena luz del día.
Su vista se dirigió hacia abajo, hacia la braguita de su bikini. Era alta y le
tapaba la tripa. No había nada de erótico o sexi en ella. Además, en esa
postura, los michelines de su estómago eran más que visibles. Frustrada,
bajó los párpados. ¿Y si iba pero no se quitaba la camisa?
«Eres ridícula.»
—Claro que si tienes otros planes...
Había desencanto en la voz de él.
Las ganas de volver a verlo aumentaron hasta niveles insospechados.
—No, no. Me parece bien —capituló.
—Genial. ¿Vienes ya, entonces?
Ignorando las expresiones curiosas en las caras de Mar y de Sonia, se
miró el reloj. Eran las cuatro de la tarde.
—Dentro de un rato.
—Si quieres, voy a buscarte.
—No —rechazó—. Voy en mi coche.
—Pues ya tienes la dirección. Te espero aquí.
—Perfecto. Hasta luego —se despidió.
Cortó la comunicación.
—Era él, eso está claro —masculló Mar.
Abi alzó la vista y se la quedó mirando.
—¿Tan evidente es?
—Es evidente porque te has puesto roja y hablabas como si fueras una
princesa de cuento casi sin aliento y con vocecita.
—¿De veras? —preguntó consternada llevándose las manos a la cara.
Mar resopló y Sonia asintió con energía.
—Miedo me da verte, Abi. Dices que lo tienes claro, pero tu cara es un
poema. Te estás pillando por él.
—No es eso.
—Claro que no —dijo su amiga con sarcasmo.
Sonia no dijo nada, pero su forma de mirarla era muy obvia. Pensaba lo
mismo que Mar.
Abi se guardó el móvil mientras trataba de ignorar los latidos de su
acelerado corazón.
—Entonces, ¿habéis quedado ahora? Por mí, perfecto. Tengo que irme a
la tienda dentro de veinte minutos.
—Yo tengo que poner lavadoras —intervino Sonia—, así que conmigo
tampoco cuentes. Eres libre como una mariposa.
—Está... solo en casa. Sus padres se han ido. Quiere que vaya a pasar la
tarde con él a su piscina.
—Estos niños de papá...
Abi asintió distraída. No era el primer fin de semana que los padres de
Zeta se iban a una casita que tenían en un pueblo de Toledo y le dejaban la
casa para él solo. Aunque sí era la primera vez —desde aquella noche del
Café del Príncipe— que él la invitaba a ir allí.
—La verdad es que me tira un poco para atrás lo de estar en la piscina
con él.
—¿Y eso? ¡Pero si lleváis dos meses echando polvos como si no hubiera
un mañana! —exclamó Mar.
—Pero nunca me ha visto en bikini y de día...
—¡Pero si estás estupenda! Has bajado a la talla cuarenta y cuatro, que
es lo que querías. Y ese bikini negro y blanco te sienta de lujo. Te hace unas
tetas increíbles. Ya me gustaría a mí —farfulló Mar al tiempo que se
colocaba los pechos en la parte superior de su bikini de copa B.
—Opino lo mismo —murmuró Sonia—. Estás guapísima. El bronceado
te queda genial.
Abi las miró a ambas con impotencia. ¿Para qué iba a discutir con ellas?
Nunca la entenderían. Mar usaba una talla treinta y seis y Sonia, una treinta
y ocho.
Posó los ojos sobre su bolsa playera. Allí dentro llevaba un bañador de
cuerpo entero de recambio. No les diría nada a sus amigas, pero antes de
llegar a casa de Zeta se cambiaría el bikini.
Sí, eso haría.
Zeta
Abigail
Zeta
Zeta
Echó una ojeada a la pantalla de su móvil. Eran las ocho menos cuarto.
Había puesto la alarma a las nueve, así que todavía quedaba más de una
hora para que esta sonara.
Cruzó los brazos por detrás de la cabeza y se puso cómodo, tratando de
que sus movimientos fueran pausados para no molestar a la mujer que
dormía a su lado. Extravió la mirada en el techo y se preguntó por qué
demonios se habría despertado tan temprano. Era sábado y no tenía que
madrugar. No tenía ninguna obligación hasta las doce y podría haberse
quedado descansando un buen rato más.
Pero había demasiados pensamientos revoloteando por su cabeza.
Estaba preocupado por los plazos con el tema del local. Lo agobiaba que
pudieran surgir problemas de última hora y la inauguración tuviese que
posponerse.
También estaba un poco harto de su padre. Desde que le había prestado
el dinero, no paraba de volverlo loco con lo del máster. Ya se había
matriculado para que lo dejase en paz y no le metiera más presión.
Pero, sobre todo, pensaba mucho en Abi y en la última vez que se habían
visto, el domingo anterior, cuando se encontraron frente a la puerta del
Cabin Cocktail Bar, la niña de sus ojos. Recordaba lo excitado que se sentía
porque iba a enseñárselo. Tenía la necesidad de ver el negocio a través de la
mirada de ella y de conocer su opinión de primera mano.
Absurdamente, quería que a Abi le gustara lo que Samuel y él habían
conseguido.
Y eso era algo insólito, porque la opinión de los demás solía importarle
una mierda.
Dado que era domingo, los obreros no trabajaban y tenían el lugar para
ellos solos. Lo recorrieron de un lado al otro, esquivando los utensilios que
los trabajadores habían dejado aquí y allá.
Ansioso, aguardó a que ella le diera un veredicto.
Y sus exclamaciones de deleite y admiración mientras deambulaban por
el local fueron más que satisfactorias para él. Se mostró muy sorprendida al
ver la decoración, similar a la de los clubes ingleses. Era un antiguo bar
irlandés y ellos habían decidido conservar el estilo original, añadiendo
algunos elementos atemporales y con mucha clase, sin que perdiera del todo
esa solera que lo hacía tan especial cuando lo descubrieron. A pesar de
mantener la barra de madera, el mueble bar, la doble altura con su
correspondiente barandilla o el techo de escayola, lo habían pintado todo de
negro, creando un ambiente íntimo y coqueto, aunque muy elegante.
Los sofás tapizados en diferentes colores, las butacas, las mesas y las
lámparas eran de diseño contemporáneo y encajaban a la perfección con el
mobiliario original más sobrio.
—Había esperado otra cosa —le confesó ella después de observarlo todo
con los ojos muy abiertos.
—¿Otra cosa?
—Algo menos elegante y más... —Se interrumpió sin saber cómo
continuar.
—¿Reguetonero o pachanguero? ¿Vulgar como yo? —se burló él.
Abigail se puso roja.
—Tampoco he dicho eso... Es solo que no me lo imaginaba así.
Se apiadó de ella y soltó una risa.
—La verdad es que hemos tenido ayuda. Un interiorista bastante famoso
lo ha diseñado.
Les había costado una fortuna, pero una fortuna que había merecido
muchísimo la pena. No había otro lugar como aquel en todo Madrid. Tanto
Samuel como él habían arriesgado mucho, pero presentían que iba a ser
todo un éxito.
—¿Y vais a servir cócteles especiales?
Parecía tan fascinada que él no pudo evitar que el orgullo se deslizara en
sus explicaciones.
—Sí. Vamos a tener unos cuantos cócteles de autor. Hemos contratado a
un barman norteamericano que es un crack. Y a un chef que es la caña.
Serviremos también algunos platos para picotear. Nada extravagante, pero
muy original. Aquí, detrás de esta pared, está la cocina.
Se la mostró, deteniéndose cada dos pasos para darle más información.
Abi tenía muchas preguntas que hacerle. Él estaba pletórico y lleno de
vitalidad; hablar de su negocio lo apasionaba, y haber encontrado a alguien
que mostraba un interés genuino era un maravilloso descubrimiento.
Pasaron un par de horas allí, inspeccionando cada pequeño rincón, hasta
que ella comentó que debía marcharse. Había pesar en su voz, como si no
tuviese ganas de despedirse. Zeta no hizo ningún comentario al respecto,
pero se sentía del mismo modo. Le habría gustado pasar más tiempo con
ella.
La acompañó hasta la boca de metro más cercana y la vio bajar la
escalera y desaparecer en el interior de la estación con sentimientos
encontrados. Aquel breve encuentro de domingo le había sabido a poco.
No volvieron a hablar en toda la semana, aunque pasó una gran parte del
tiempo pensando en ella. Finalmente no pudo aguantar más sin tener
noticias suyas y un día la llamó inventándose una ridícula excusa. Le contó
que necesitaba su ayuda para comprarle un regalo a su hermana, cuyo
cumpleaños iba a ser al cabo de unos días. Jamás había necesitado ayuda
para comprarle algo a Úrsula; solía regalarle siempre algún bolso de su
tienda favorita.
Abi aceptó encontrarse con él al día siguiente y acompañarlo a ir de
compras.
Habían quedado a las doce, en la boca de metro que hacía esquina con
las calles Goya y Serrano, una de las zonas más lujosas de la capital.
Él se había ofrecido para ir a buscarla a su casa, pero ella lo había
rechazado. No era la primera vez que lo hacía. Pese a que se habían visto
con mucha frecuencia durante los dos últimos meses, Abi jamás lo había
invitado a su piso. En realidad él no tenía ni idea de dónde vivía. A decir
verdad, si lo pensaba con frialdad, sabía bien poco de ella.
Aunque el fin de semana anterior había cambiado muchas cosas.
Una somnolienta voz femenina a escasos centímetros de distancia
interrumpió el hilo de sus pensamientos y lo hizo girar la cabeza.
Se encontró con las atractivas facciones de su novia oficial, que le
sonreía con dejadez.
—¿Ya estás despierto?
Él se limitó a asentir y volvió a desviar la vista al techo.
—Yo paso de levantarme. Creo que voy a dormir un rato más —
murmuró ella. Se pegó a él y frotó su cuerpo desnudo contra el suyo al
tiempo que acercaba la mano a su entrepierna.
—Pues yo tengo hambre, así que me voy a levantar —dijo Zeta
sujetándole la muñeca y apartándosela.
Lo último que deseaba en ese momento era echar un polvo con Verónica.
No cuando tenía la cabeza ocupada con Abi.
—Qué aburrido eres —masculló ella alejándose y tumbándose boca
abajo. No sonaba ni enfadada ni desilusionada.
La ignoró. Apartó la sábana y abandonó la cama. Desnudo, se encaminó
hacia la ventana y espió el exterior. La claridad del día todavía no había
conseguido vencer del todo a las sombras de la noche, aunque no tardaría
en hacerlo.
Era temprano, pero se sentía lleno de una curiosa vitalidad.
Ansioso, quizá.
—Me voy a duchar y me largo —dijo mientras hacía rodar los hombros.
—Vale. Mañana te veo en la cena en casa de mis padres, entonces —
repuso ella. Su voz se oyó sofocada por el tejido de la almohada.
Zeta apenas le dirigió una mirada antes de ir al baño. Sus ojos se posaron
sobre el vibrador de color morado que había en el suelo al lado de la cama y
sobre los tres condones usados que reposaban a su lado.
La noche había sido bastante movida.
Nada fuera de lo común con Verónica.
Abigail
Zeta
Llevaba un buen rato oyendo las gotas de lluvia golpear contra los cristales.
El sonido era potente y tenía un ritmo propio, hipnótico y monótono. No
había dejado de llover desde el día anterior.
Tenía la cabeza apoyada en la almohada a meros centímetros de la de
ella y sus ojos estaban fijos en su rostro. La contemplaba con intensidad a la
turbia luz que entraba por la ventana. Lo hacía desde hacía unos veinte
minutos, desde que había despertado.
No podía apartar la vista.
Amanecer al lado de Abi era agradable y avivaba un sentimiento de
calidez en él.
No pudo reprimir el impulso y alzó la mano para apartarle un mechón de
pelo de la cara. Lo hizo con cuidado para no molestarla. Ella ni se inmutó, y
él aprovechó para acariciarle la tersa piel del pómulo con la yema de los
dedos.
La pacífica expresión de su semblante lo tenía fascinado.
Era preciosa.
No.
No lo era.
Pero a él había llegado a parecérselo.
La estudió taxativamente tratando de ser imparcial. La frente alta y
curvada; las cejas gruesas que daban paso a una nariz recta aunque algo
respingona en la punta; las pestañas oscuras y largas; los labios sonrosados,
adornados por ese lunar tan cercano a la comisura derecha...
No era una cara perfecta ni la más hermosa que hubiera visto. Los rasgos
de la misma Verónica eran más llamativos y bellos.
Y sin embargo...
Ahí estaba él, sin poder dejar de mirarla.
Suspiró antes de bajar la vista y recrearse en todas y cada una de las
curvas que se perfilaban a través de la fina sábana que la cubría. Debajo de
aquel tejido, ella estaba completamente desnuda. Bien lo sabía él, que había
sido el responsable de desvestirla. Había sido él quien, hacía unas horas, la
había despojado de toda su ropa, deteniéndose en esas bragas blancas de
algodón tan inocentes que había ansiado quitarle desde el mismo instante en
que se las había visto puestas.
No era un perrito lo que llevaban estampado en el trasero, era un
conejito.
Una sonrisa lasciva acudió a su boca al recordar cómo se las había
deslizado pausadamente por los muslos hasta que ella se mostró sin nada
ante él.
Dos veces había sido suya el día anterior. Y otras dos veces más durante
la noche.
No tenía ningún tipo de mesura ni de control cuando se trataba de
Abigail.
Volvía a querer estar dentro de ella.
Su mano se dirigió a su erección. Se la rodeó con el puño, presionando
con ligereza. Estuvo a punto de soltar un gemido al notar cómo el placer
comenzaba a extenderse por su interior, pero una pequeña parte de su
cerebro, una que todavía parecía funcionar con un poco de lógica, lo llevó a
detener la caricia con brusquedad.
Quizá iba siendo hora de que reflexionase sobre ciertas cosas que hasta
el momento no le habían parecido importantes.
Como sus incipientes sentimientos por ella, que parecían ir más allá del
sexo.
O su ambigua relación con Verónica.
O sus líos con otras mujeres.
Quizá iba siendo hora de tomar decisiones.
Volvió a escrutarla con atención a través de las pestañas. Ella seguía
dormida y no se había movido ni un milímetro.
¿Tanto le gustaba esa mujer?, se preguntó para sus adentros. ¿O eran tan
compatibles sexualmente que estaba confundiendo las cosas?
Lo mejor sería apartarse de ella un tiempo hasta tener claro lo que quería
de verdad. Desde que se conocieron se habían visto con excesiva
frecuencia. Pasaban juntos mucho tiempo y estaba demasiado intoxicado
con su presencia.
Dio media vuelta y, apoyando el brazo derecho sobre su frente, encaró el
techo contemplándolo.
Él no era hombre de una sola mujer. Jamás lo había sido. A él le gustaba
la variedad y poder elegir en qué cama dormir cada noche y con quién. No
estaba dispuesto a renunciar a esa libertad y a ese tipo de vida. Quería
seguir haciendo lo que le viniera en gana en cada momento. Por eso su
relación con Verónica era ideal. Ella era una versión femenina de sí mismo.
Pero Abi era diferente.
A pesar de que habían dejado muy claro desde el principio que no había
exclusividad entre ellos y que solo eran compañeros de cama, Zeta estaba
seguro al cien por cien de que no había otro hombre en su vida, que él era el
único para ella.
Lo presentía.
El hecho de que siempre estuviera dispuesta a verlo y a quedar con él la
delataba.
Su entrega y su receptividad eran obvias.
Él, por el contrario, no había dejado de acostarse con otras.
Se preguntó cómo se sentiría si ella estuviese viendo a otros hombres.
¿Le importaría?
No le agradó la respuesta que acudió a él.
En sus dos años y medio de relación con Verónica no le había molestado
en absoluto saber de sus múltiples escarceos y aventuras. Y, sin embargo,
tras solo unos meses con Abi, imaginársela con otro le provocaba un
pinchazo de malestar en el pecho.
¿Desde cuándo era él posesivo o celoso?
No lo había sido nunca.
¿Acaso tenía algún derecho a sentirse así?
«Eres un hipócrita.»
Distancia.
Sí, necesitaba alejarse de ella. La distancia pondría las cosas en
perspectiva, se dijo. Era muy probable que, después de un tiempo sin verla,
se olvidara de ella y recuperase el sentido común.
Volvería a ser el Zeta de siempre.
La ocasión era perfecta porque las siguientes semanas iban a ser muy
complicadas para él. Tenían mucho trabajo por delante y muchos detalles
que organizar: dar los últimos retoques al local, encargarse de la publicidad
y de la fiesta de inauguración, continuar con las entrevistas de trabajo a los
camareros y un montón de cosas más que los mantendrían muy ocupados a
Samuel y a él.
No estaría disponible para Abi.
De nuevo su mirada se vio atraída hacia su figura como un imán. Ella
había entreabierto los labios. Carnosos, brillantes y muy sensuales, parecían
pedir a gritos ser besados.
No pudo reprimirse y se acercó. Reptó por el colchón hasta que sus
pieles entraron en contacto. La de ella desprendía calor y suavidad.
Sí, tenía que guardar las distancias, pero tampoco hacía falta que
empezase en ese mismo momento, ¿no? Siempre podía alejarse a partir del
día siguiente.
La rodeó con los brazos y se apoderó de su boca.
Capítulo 21
Abigail
Ese era el último que había recibido hacía media hora. Todavía no había
respondido. Vaciló antes de teclear una contestación.
Al día siguiente era la inauguración y él ya le había dicho un par de
veces que quería que fuese.
Pero ella no sabía qué hacer.
El distanciamiento de las últimas semanas le había servido para darse
cuenta de que lo que comenzaba a sentir iba más allá de unos polvos. Se
había acostumbrado a pasar los fines de semana con él. Y su ausencia de
esos días le había dejado un vacío que no había podido rellenar con otra
cosa. Lo echaba de menos.
Por otro lado, estaba convencida de que Zeta no sentía lo mismo por ella,
aunque a veces sus palabras llegasen a confundirla.
Debería haberlo sabido antes de empezar aquel tonteo. Ella no era mujer
de aventuras. Tenía su corazoncito y se ilusionaba con facilidad. No era
capaz de separar lo físico de lo sentimental, como hacía Mar, por ejemplo.
Para ella, el sexo sin amor no terminaba de encajar.
¡Qué complicado era todo!
Volvió a acceder a los mensajes que habían intercambiado esos días que
no se habían visto y los releyó de nuevo, como había hecho en incontables
ocasiones.
Hoy he tenido un día jodido. Los obreros la han cagado con
la puerta del baño
y hemos tenido que rehacerla. Estoy agotado. Me voy a la
cama, pero aunque esté cansado, estoy pensando
en ti ahora mismo y creo que me voy a masturbar
imaginándote desnuda. Por qué no me mandas una foto tuya
sin ropa?
Sabía lo importante que era para Zeta aquel negocio y lo mucho que
significaba para él que todo saliera bien. Y que quisiese compartir con ella
todo su entusiasmo la emocionaba.
A pesar de sus sentimientos encontrados y de la confusión que reinaba
dentro de ella, quería ir y estar con él.
—Hola.
La voz de Sonia le provocó un respingo y la sacó de sus cavilaciones.
—¡Qué susto me has dado! —exclamó echándole un vistazo a su amiga.
Esta se había detenido junto a la mesa con una sonrisa en la boca.
—Es que estás ensimismada. ¿Y Mar? —preguntó mientras tomaba
asiento.
—Ahora viene. La han llamado de la tienda.
La camarera se acercó con una sonrisa. Sonia pidió un café con leche y
Abi aprovechó para pedir otro solo.
—¿Con quién hablabas?
Sonia señaló el móvil con un gesto.
—Con nadie. Estaba revisando los mensajes.
—¿Revisando los mensajes? Pues deben de ser unos mensajes increíbles,
porque tenías una cara...
—Son los mensajes de Zeta —confesó.
—Ah... El niño... ¿Cuánto tiempo hace que no lo ves?
—Tres semanas.
—Pero no habéis discutido ni nada, ¿no?
—No. No. Es que está ocupado con lo de la inauguración. Ya me lo dijo
la última vez que nos vimos, que no iba a tener mucho tiempo.
—¿Y cuándo es?
—Mañana.
Hubo un largo silencio entre ellas. Parecía que Sonia quería decir algo,
pero no sabía cómo hacerlo. Abi la escrutó con interés. Su expresión la
delataba.
—Dilo ya.
—No tengo nada que decir —murmuró con vaguedad.
La camarera llegó y dejó los cafés sobre la mesa antes de retirarse.
—Si me vas a regañar, puedes ahorrártelo. Mar ya lo ha hecho.
—No te voy a regañar. No es mi estilo para nada.
De nuevo otra pausa silenciosa en la que ambas aprovecharon para
echarse azúcar en sus respectivos cafés y removerlo con las cucharillas.
El local no era muy grande, pero parecía estar bastante de moda si se
tenía en cuenta que todas las mesas estaban ocupadas. Las conversaciones
se mezclaban con la suave música de ambiente.
—¿Él te ha dicho algo más? —inquirió Sonia al cabo de un rato.
—¿Decirme algo más?
—Sí. Si considera que lo vuestro va en serio o no sé...
—No —repuso con sequedad.
Sonia ladeó la cabeza, esperando a que continuara.
—La verdad es que cuando estamos juntos hablamos poco —añadió Abi
notando cómo se sonrojaba.
—Pero tú quieres algo serio con él.
—No puede ser y lo tengo claro —dijo agitando la mano—. Somos muy
distintos. No tenemos los mismos objetivos en la vida. Él quiere divertirse y
yo quiero estabilidad. Además, no nos conocemos —arguyó con
vehemencia—. Físicamente somos muy compatibles, vale, pero apenas sé
nada de él y él no sabe nada de mí... Es una locura pensar en ir más allá.
Tampoco la forma en la que se habían conocido era la más
recomendable. No obstante, eso no iba a mencionarlo. Sus amigas seguían
sin saber lo de la apuesta. No se había animado a contárselo.
Sonia asintió con lentitud.
—Hablas con tanto fervor que me da la sensación de que intentas
convencerte a ti misma con todas tus fuerzas. Y de que no lo consigues.
Abi se quedó mirando la escéptica cara que tenía frente a ella durante
unos segundos antes de dejar caer la cabeza hacia delante y hundirla entre
los hombros.
Sonia tenía razón. Por más que la lógica le dijera que desear tener algo
serio con él era absurdo y descabellado, su corazón había perdido el rumbo.
Le gustaba Zeta.
Alzó la vista y se encontró con unos ojos comprensivos que no la
juzgaban.
—¿Vas a ir mañana a la inauguración?
—Me gustaría —respondió—. Él quiere que vaya. Pero si te soy sincera,
no me apetece ir sola.
—Voy contigo.
—¿En serio?
—Edu está con sus amigos este fin de semana. Se han ido a hacer
barranquismo. Estoy sola y libre. ¿Mar no puede venir?
—Dice que intentará pasarse más tarde. Tiene una cita con Antonio.
Antonio era el nuevo lío de Mar. Un hombre al que había conocido en
Tinder hacía un mes y con el que hacía buenas migas. Al menos no tenía
veinte años. Tenía treinta y cuatro y trabajaba en un banco.
—¿Y tu hermana?
—No sabe si podrá.
—Bueno, pues vamos juntas. Si las cosas salen mal con el niño, no
estarás sola. Y si las cosas salen bien, me largo y cojo un taxi —dijo con un
encogimiento de hombros—. ¿A qué hora has quedado?
—Sobre las diez y media.
—Podemos picar algo antes y luego vamos, ¿te parece?
—Me parece.
Después de decir eso le dio un sorbo a su café.
Apenas quedaban treinta y seis horas para volver a ver a Zeta.
Ese pensamiento le provocó un pequeño vuelco de emoción en su
interior.
Capítulo 22
Zeta
Abigail
Zeta
Zeta
Abigail
Zeta
Abigail
Zeta
Abigail
Zeta
Incluso antes de que el taxi frenase frente a Alluring, los ojos de Zeta ya
devoraban con ansiedad el escaparate. Pagó la carrera y se bajó del vehículo
con rapidez. Después se detuvo en la desierta acera delante del gran
ventanal.
La imagen de tres metros de altura de Abigail en ropa interior le robó el
aliento.
Sabía lo que se iba a encontrar porque había visto la foto con
anterioridad. Ella la había subido a su cuenta de Instagram hacía meses. No
obstante, había una gran diferencia entre verla en la diminuta pantalla de su
móvil y verla al natural.
Era impresionante.
Eran las once de la noche y el interior de la tienda estaba a oscuras, solo
las luces del escaparate que iluminaban la femenina figura se hallaban
encendidas.
Se quedó quieto, recorriendo la espectacular fotografía de arriba abajo
con la mirada, buscando similitudes con la mujer que él conocía y que hacía
tanto tiempo que no veía.
El coqueto conjunto de lencería negro ponía de manifiesto las sugerentes
curvas de la modelo, cuya piel parecía de porcelana, lisa y sin defecto
alguno. El cabello, más largo de lo que él recordaba, le caía sobre uno de
los hombros y el lunar que adornaba la comisura de su boca proporcionaba
una sensualidad arrebatadora a su cara.
Era Abigail, sin duda, pero al mismo tiempo no lo era. La mujer de la
foto mostraba una confianza en sí misma que la Abi que él conocía del
pasado no tenía. Era solo una imagen estática y carente de vida y, sin
embargo, el fotógrafo había sido capaz de captar un brillo especial en su
mirada. Sus pupilas se clavaban en el espectador con fuerza, creando una
extraña complicidad con él.
Irradiaba erotismo. Parecía decir: «Ven y hazme el amor».
La respiración de Zeta se aceleró visiblemente y la sangre circuló rauda
por sus venas.
—Abigail...
El nombre salió de sus labios como un suspiro.
Terminó por cerrar los ojos y meterse las manos en los bolsillos de los
vaqueros hasta que sus dedos rozaron el objeto que llevaba dentro de uno de
ellos.
Era un pasador para el pelo. El que ella había olvidado en el baño de la
suite del hotel Cienvillas aquella noche de octubre.
Lo acarició distraídamente.
Se había convertido en una especie de talismán. No era supersticioso y,
si echaba la vista atrás, no podía afirmar que le hubiera traído suerte dada su
trayectoria vital en los últimos tiempos, pero se había acostumbrado a
llevarlo consigo.
Era un perenne recordatorio de lo que pudo ser y no fue.
Por su culpa.
Siguió contemplando la foto durante un buen rato con pesadumbre.
Decir que durante el tiempo que había pasado fuera de España había
olvidado a Abigail era decir demasiado.
Lo intentó. Por supuesto que lo hizo.
Se obligó a no pensar en ella y a centrarse en otras cosas. Y durante los
primeros meses lo consiguió. Aclimatarse a un nuevo país, a un nuevo
idioma y a un nuevo trabajo lo mantuvieron distraído. A eso podía sumarle,
además, la profunda vergüenza que lo embargaba cada vez que recordaba
cómo se había comportado.
Sin embargo, la añoranza que sentía por ella no lo había abandonado y
había terminado por sucumbir.
Dos meses después de llegar a Lyon, un frío día de abril, tras haber
vacilado durante horas contemplando su móvil, se decidió a contactar con
ella. Nervioso, accedió a la agenda de su móvil y la llamó. Una locución
automática lo informó de que el número que había marcado no correspondía
a ningún usuario.
Abi había cambiado de teléfono.
Una extraña sensación a caballo entre el desencanto y el alivio se
apoderó de él. Quizá era mejor así, se dijo. Quizá era mejor que nunca
volvieran a saber el uno del otro.
No obstante, la necesidad de saber algo de ella no lo abandonó y, días
después, lo intentó de nuevo. Esa vez acudió a Instagram.
Había unas cuantas «Abigail Garrido» en esa red social, pero solo una
«AGarrido» que siguiera la cuenta de Alluring. El corazón le dio un vuelco
al descubrir que tenía a la persona correcta. A pesar de que su foto de perfil
era un caballito de mar, el resto de sus imágenes eran muy esclarecedoras y
la mostraban a ella en diferentes situaciones de su vida. Después de solo
unos segundos de estudiarlas con afán, no tardó en percatarse de que había
un salto de cuatro meses en sus publicaciones. No había subido ningún post
entre octubre y enero.
La culpa le atenazó la garganta. Estaba seguro de que él era el
responsable de aquello.
Con ansia, analizó las imágenes posteriores a esa fecha, pero nada
parecía indicar que ella estuviera triste o afectada. En algunas estaba sola,
en otras, con sus amigas. Y en todas ellas se mostraba feliz. Se reía y le
brillaban los ojos.
Estaba preciosa.
Hizo lo que todo hombre interesado por una mujer en secreto habría
hecho. Se creó un perfil falso y comenzó a seguirla.
Desde aquel día se acostumbró a consultar su cuenta a diario para estar
al tanto de sus idas y venidas a través de la pequeña ventana de su móvil.
Sumido en una vida que no le agradaba, realizando un trabajo que no lo
apasionaba y encadenado a una mujer que había decidido vengarse de él
acostándose con cualquiera delante de sus propias narices, Abigail se
convirtió en lo único positivo y luminoso de su existencia.
La siguió en sus reuniones de amigas, en algunos selfis algo torpes pero
llenos de encanto, en un viaje que hizo al norte para ver a sus padres, en
comidas familiares con su hermana y sus sobrinos... Llegó un momento en
que se atrevió a dejar comentarios en sus fotos —anodinos y poco
profundos—, a los que ella respondía dándole las gracias o mandándole
algún emoji. Cada vez que recibía una reacción, por pequeña que fuese,
vibraba.
En agosto ella publicó unas cuantas fotos en compañía de un tipo alto y
delgado con aspecto serio pero bastante atractivo. Aparentemente era su
nueva pareja.
Los celos lo inundaron.
Una pequeña parte de Zeta, la más inmadura y mezquina, había deseado
que Abi no pudiera rehacer su vida y que no se mostrase tan feliz con otro
hombre. Había anhelado que fuera incapaz de olvidarlo como le estaba
sucediendo a él.
No era una buena persona por desear algo así. Y se odió por ello.
No obstante, aquella relación no duró demasiado. En diciembre aquel
hombre desapareció de sus publicaciones.
Y Zeta pudo respirar de nuevo.
Sabía que no tenía ningún derecho sobre ella y que era muy improbable
que pudiese haber nada entre ambos de nuevo. Que, en caso de volver a
verse, Abi solo tendría sentimientos de desprecio hacia él.
Lo sabía.
Era lógico.
Y, sin embargo, deseaba reencontrarse con ella a toda costa.
Rememoró con nostalgia el tiempo que habían estado juntos y tuvo que
reconocer que esos meses, aunque escasos, habían sido los mejores de su
vida. Y se autoconvenció de que era la única mujer para él, la mujer con la
que quería estar. Su interés terminó por convertirse en obsesión y esa
obsesión lo llevó a trazar un plan. Un plan descabellado.
Regresaría a España y la recuperaría.
Pero, para eso, primero tenía que librarse de Verónica, que se negaba en
redondo a concederle el divorcio.
Al final no resultó tan difícil deshacerse de ella, solo tuvo que propiciar
algunos encuentros con Armand. Verónica no lo sabía, por supuesto que no,
pero fue el propio Zeta el que puso al rico viticultor frente a sus narices.
Este se movía en los mismos círculos que ellos en Lyon y él ya se había
percatado de que mostraba un inusitado interés por su mujer. Había podido
verlo en algunas ocasiones en las que coincidieron. Aunque intentaba
disimular la admiración con que la observaba, esta era más que evidente.
Zeta solo tuvo que forzar que sus caminos se cruzasen un par de veces más
y hacerse a un lado, dejando que la magia surgiera entre ellos. Algo que no
tardó en suceder. Pocas semanas después ambos comenzaron un tórrido
romance que Zeta fingió ignorar. Solo unos meses más tarde era la propia
Verónica la que hablaba de divorcio.
Una vez superado ese obstáculo, únicamente le quedaba hablar con
Gautier para comunicarle su decisión de abandonar la empresa.
Por fin podía regresar a España e ir a buscar a Abigail.
Sus ojos volvieron a posarse sobre los de ella, sensuales y llenos de
erotismo en esa impresionante foto. Mientras una sonrisa calculadora
despuntaba en sus labios, se sacó el móvil del bolsillo trasero del pantalón y
llamó a su hermana.
—¿Vas a venir a cenar? —fue la primera frase que le lanzó esta en
cuanto descolgó el teléfono.
—No. Ya he picado algo por ahí y me voy a acercar al Cabin. He
quedado allí con mis amigos. No me esperéis.
—¿Pasa algo? Te noto raro.
—No, no pasa nada. Solo tengo una pregunta.
—Dime.
—Tú conoces a Abigail, ¿verdad?
Era una pregunta retórica. Su hermana la conocía. Zeta lo descubrió por
casualidad cuando vio una foto en el Instagram de Úrsula en la que aparecía
ella y la propia Abi junto a un nutrido grupo de personas en un restaurante
del centro de la ciudad. En aquel momento estuvo a punto de descolgar el
teléfono e interrogarla, pero se contuvo.
—¿Abigail? ¿Te refieres a la amiga de Mar, la de la tienda de lencería?
—Había sorpresa en su tono.
—Sí.
—Bueno, hemos coincidido unas cuantas veces. A la que sí conozco
muy bien es a Mar. Desde que me compraste esa bata hace un par de años,
soy clienta asidua de su tienda. Y podría decirte que hemos forjado una
amistad. Hemos salido en bastantes ocasiones a tomar algo. ¿Por qué?
—¿Sabes dónde trabaja Abigail? ¿O dónde vive?
—Dónde vive no tengo ni idea. Sé que trabaja en un despacho de
abogados cerca de la calle Ibiza. ¿A qué viene todo esto? ¿Acaso la conoces
tú?
Zeta ignoró la pregunta.
—¿Tienes su número de teléfono?
—No.
—Necesito que averigües adónde va a ir próximamente. Si tiene alguna
comida o planea ir a algún sitio...
—No pienso ayudarte hasta que me expliques qué está pasando.
—No está pasando nada.
Solo hubo silencio al otro lado de la línea.
Zeta suspiró.
—Úrsula...
—Ni Úrsula ni nada —rechazó ella algo seca—. O me dices lo que pasa
o que te ayude tu tía.
Su mirada volvió a clavarse sobre la silueta de Abigail. No vaciló
demasiado. Necesitaba a su hermana.
—Conozco a Abi —terminó por decir, pasándose una mano por el pelo
—. Estuve con ella hace tiempo y no la traté demasiado bien. Quiero pedirle
perdón.
—¿Tú pidiendo perdón? —inquirió ella con suma incredulidad.
—¿Me vas a echar un cable?
Ahora la que suspiró fue ella.
—Sí, pero no me vale con esa explicación tan pobre. Quiero saber más.
—Prometo contártelo todo mañana.
Úrsula tardó en responder.
—El sábado que viene va a ir a una exposición de fotografía. Lo sé
porque he hablado con Mar y yo también pensaba ir.
Un hormigueo de expectación recorrió la espalda de Zeta.
—¿Dónde?
—A las ocho en la sala Seis Columnas. Te pasaré la localización al
móvil. ¿O quieres que vayamos juntos?
—Prefiero ir solo. Es mejor que ella no sepa que eres mi hermana —
repuso al cabo de unos instantes.
—¿Tengo que fingir que no te conozco? —Resopló—. Eso sí que es muy
maduro.
—Es temporal.
—Quieres que sea tu espía infiltrada... Necesito más información para
hacer bien mi trabajo, entonces —insistió—. Y no me creo que solo quieras
pedirle perdón —soltó con escepticismo—. Ah, y una cosa más... —añadió,
pero se detuvo con brusquedad.
—¿Qué? —La impaciencia lo hizo alzar la voz.
—No te emociones demasiado porque creo que está saliendo con
alguien.
—¿Crees o lo sabes?
—Segura no estoy, pero las últimas veces que he coincidido con ella iba
con su jefe y parecían más que compañeros de trabajo. Y te diría que más
que amigos también.
La mandíbula de Zeta se tensó. A pesar de que ya había contado con
algo así, no le agradaba nada oírlo de boca de su hermana. Sin embargo, no
pensaba darse por vencido.
—Bueno, eso déjamelo a mí.
Ella se rio.
—Veo que tu arrogancia sigue intacta.
No tuvo tiempo de replicar porque, en ese momento, unos suaves pitidos
lo alertaron de la entrada de otra llamada.
—Te voy a dejar, que me están llamando.
—Mañana hablamos, entonces.
Cortó la comunicación con rapidez y ojeó la pantalla para ver quién
llamaba.
Era Samuel.
—¿Vas a tardar mucho? —soltó este a bocajarro sin darle tiempo a decir
nada. Casi no se lo entendía por la música que sonaba de fondo—. Raúl ya
está aquí.
Durante su ausencia había seguido en contacto con Samuel y con Raúl.
Con Álvaro hablaba bastante menos, ya que este se había trasladado a vivir
a Estados Unidos para hacer un máster y la diferencia horaria entre ambos
países era grande.
—Dentro de treinta minutos estoy ahí.
—Pues date prisa o empezamos sin ti.
No se molestó en responder. Colgó y volvió a guardarse el móvil en el
bolsillo.
Antes de alejarse hacia la calzada para detener un taxi, echó una última
ojeada hacia el escaparate iluminado.
Sonrió.
Solo faltaban seis días para poder verla en persona.
Capítulo 30
Abigail
Zeta
¿Quién era el tipo ese que sostenía la mano de Abi todo el tiempo? ¿Sería
aquel su jefe? ¿Ese que su hermana le había dicho que tenía una relación
especial con ella?
Protegido por la sombra de una de las gruesas columnas que daban su
nombre a la sala, observó al hombre durante unos segundos, calibrando su
importancia. Era atractivo, de eso no había duda. En la treintena, elegante y
agradable. Y parecía estar muy pendiente de Abi. Su sonrisa al dirigirse a
ella era muy afectuosa.
Aparentaba ser un digno competidor.
Apretó la mandíbula con firmeza y desechó aquella idea de su cabeza,
centrándose solo en ella. Cada vez que se abría un hueco entre las personas
que pululaban por el recinto y su línea de visión se aclaraba, aprovechaba
para beberse su imagen.
Estaba preciosa, aunque algo más delgada que la Abi que él recordaba;
incluso más delgada que la mujer del escaparate de Alluring. Era obvio que
había perdido peso en los últimos meses, si bien su exuberante figura y sus
opulentas curvas seguían estando muy presentes. Eran innatas en ella.
La había visto por primera vez hacía unos quince minutos en la calle.
Mentiría si dijese que su presencia no lo había descolocado, a pesar de que
estaba preparado para ese reencuentro. Según la vio acercarse, andando con
pasos cortos debido a la estrechez de la falda que lucía, los latidos de su
corazón interpretaron un rápido solo de batería. Sus ojos se clavaron
ansiosos sobre su rostro y tuvo que apretar los puños con fuerza para no
apresurarse a ir a su lado como un adolescente descerebrado.
Un autobús acudió a rescatarlo interponiéndose en la trayectoria de su
mirada y de sus pensamientos, ocultándolo de ella.
Dejó escapar el aire que retenía en los pulmones con alivio.
Abi no lo había visto.
Mejor.
Quería ser dueño de todos sus sentidos en el primer acercamiento.
En ese mismo instante sus ojos claros chocaron con otros ojos mucho
más oscuros por encima de las cabezas de los asistentes a la exposición. Lo
observaban inquisitivos desde la distancia.
Hizo un gesto con la cabeza para tranquilizar a su hermana. Úrsula elevó
una ceja con escepticismo antes de darse la vuelta y alejarse camino de otra
de las fotos junto a una de las amigas de Abi. Zeta creía recordar que se
llamaba Sonia, aunque no estaba muy seguro.
Su atención retornó a Abigail, que continuaba admirando las fotos de la
mano de su jefe. Se estaba riendo de algo que él le había dicho y se atusaba
el pelo con la mano derecha, recolocándoselo sobre los hombros.
Un recuerdo fugaz de la suavidad de esa melena deslizándose por la
palma de su mano le provocó un hormigueo en los dedos. Entornó los
párpados y cogió aire con fruición.
Tenía que abordarla a solas.
Solo que no sabía si iba a ser posible.
Demasiada gente, demasiado ruido.
Quizá había sido una pésima idea acudir a aquella exposición.
«No —se dijo con convicción—. No ha sido una mala idea. Ha merecido
la pena verla, aunque solo sea desde la distancia.»
Apenas habían transcurrido un par de minutos cuando ella se desasió del
tipo y le susurró algo al oído. Acto seguido se abrió paso entre la gente,
alejándose.
La esperanza creció dentro de Zeta.
Ella se dirigía hacia el fondo de la sala. Un pequeño rótulo luminoso
indicaba que los aseos se encontraban allí, detrás de un tabique oscuro que
no llegaba al techo.
La siguió, zigzagueando entre los corrillos de personas, pero cuando
accedió al estrecho corredor Abi ya había desaparecido.
Echó un vistazo a su alrededor. Unas luces led encastradas en el suelo
eran la única fuente de iluminación del pasillo. Había dos puertas frente a
él, la primera correspondía al aseo de caballeros; la segunda, al de señoras.
Al fondo, a unos cinco metros de donde se encontraba, una planta artificial
decoraba la pared justo bajo una fotografía en blanco y negro de unas
figuras geométricas.
Tuvo que hacerse a un lado y pegarse al tabique para dejar pasar a dos
mujeres que abandonaban los aseos. Los sonidos de las conversaciones
llegaban con nitidez hasta él y las personas pasaban por la entrada del
pasillo intermitentemente. La privacidad allí era más bien escasa, pero
tampoco podía ser muy exigente.
Se sentía como un acosador, apostado entre las sombras, así que se
detuvo junto a la planta fingiendo observar la fotografía con interés.
El corazón le latía con fuerza.
Apenas un minuto después la puerta del aseo de señoras se abrió y, por el
rabillo del ojo, pudo ver una mancha rosa y azul que lo abandonaba. No lo
pensó demasiado; se acercó a ella y le sujetó la muñeca.
Lo primero que le llamó la atención fue la suavidad de su piel, que le
penetró hasta los huesos. Lo segundo, la fragancia de su perfume, sutil y
ligera. Controló el impulso de aspirar con ansia para llenarse de su aroma.
Sus ojos la recorrieron de arriba abajo en una fracción de segundo. Estaba
algo pálida, pero seguía igual de preciosa que siempre. Sus labios
sonrosados le lanzaron un dardo al corazón y las ganas de besarla
adquirieron la fuerza de un tornado en su interior.
Se controló a base de voluntad y mantuvo su entereza.
No sabía lo que esperaba. Quizá que Abi lo rechazara, que tratase de
soltarse o que protestara con firmeza, pero nada de eso sucedió. Pudo sentir
la laxitud de su brazo y, cuando sus ojos se posaron sobre su rostro, la
indiferencia que se mostraba en él le arrebató el aliento.
—Zeta —dijo ella con un tono de voz lleno de hielo.
Ni siquiera parecía sorprendida.
—Abi, yo...
Se interrumpió porque repentinamente no sabía qué decir. Había
planeado ese encuentro con antelación. Lo había visto en su cabeza cientos
de veces, pero en ninguna de sus recreaciones ella reaccionaba como lo
estaba haciendo en ese instante, con esa impasibilidad casi insultante.
—¿Puedes soltarme? —preguntó con suavidad dirigiendo la mirada
hacia la mano de él, que seguía rodeando su muñeca.
Lo hizo. La soltó.
Ella ni siquiera hizo amago de irse. Se limitó a mirarlo con esos ojos
preciosos y profundos, apenas sombreados por la penumbra del pasillo.
Vacíos.
Zeta tragó saliva e intentó recuperar su aplomo, maldiciendo en silencio
su zozobra. ¿Desde cuándo se sentía tan inseguro delante de una mujer?
No. No era una mujer cualquiera. Era Abi.
—Tienes buen aspecto —acertó a decir. Y se quedó corto. Estaba
hermosa.
Ella tardó en contestar.
—Gracias. Tú también.
La conversación se vio interrumpida por un hombre que se adentraba en
el pasillo camino del aseo de caballeros. Ambos guardaron silencio
tácitamente hasta que desapareció.
—Abi, yo... Me gustaría...
De nuevo hubo de callarse porque dos chicas se acercaron al aseo de
señoras.
Zeta dejó escapar un suspiro exasperado. Quizá ese pasillo no fuera el
mejor lugar para tener una charla. La contempló y se percató de que ella no
había variado su expresión. Permanecía impasible y sus facciones se
mostraban cinceladas en piedra.
—Quiero pedirte disculpas.
Le costó decirlo. Si bien llevaba mucho tiempo queriendo hacerlo, ahora
que la tenía delante nada estaba resultando tan fácil como había pensado.
Abigail le regaló una sonrisa al oírlo. Una sonrisa anodina. Zeta jamás
había visto una sonrisa tan fría y carente de emociones. La mujer que se
encontraba frente a él nada tenía que ver con la que él recordaba.
—¿Pedirme disculpas? —murmuró aquella extraña con serenidad antes
de sonreír con cinismo—. ¿Algo más? —inquirió después de una breve
pausa.
En ningún momento había dejado de mirarlo, como si no le costara nada
enfrentarse a él.
Zeta cogió aire llenándose los pulmones. Estaba descolocado. Su actitud
lo confundía. ¿De verdad no le importaba nada que él estuviese ahí, frente a
ella? ¿No le guardaba ni un poquito de rencor? ¿Había olvidado
completamente lo que él le hizo?
Él no lo había hecho.
—Lo que pasó entre... —comenzó, pero se detuvo al ver que ella alzaba
la muñeca y ojeaba su reloj de pulsera con apatía—. ¿Abi?
—Ha sido una gran sorpresa encontrarte aquí hoy. Me alegra ver que te
va bien. Pero he venido con unos amigos y me estarán esperando. Si me
disculpas...
Hablaba de forma monótona y anodina, desprovista de interés, y Zeta se
sintió como un insecto insignificante.
—Espera... —musitó, y la súplica que resonó en esas tres sílabas lo
asqueó.
Ella estaba a punto de darse la vuelta y marcharse, pero al oírlo detuvo
sus pasos.
—Tenemos que hablar —masculló él.
—¿«Tenemos»? —Había agudeza en su tono.
—Sí. Tú y yo.
—¿Tú y yo? —repitió soltando una risa seca—. Con sinceridad, Zeta,
creo que entre tú y yo está todo dicho. No hay nada que yo quiera hablar
contigo, y creo que no hay nada que tú puedas querer decirme que me
interese lo más mínimo.
Pronunció esas palabras con suma calma e incluso dulzura. No obstante,
ni siquiera su suave entonación pudo limar la aspereza que se desprendía de
ellas.
Él no tuvo tiempo de responder porque la puerta del aseo de caballeros
se abrió y el hombre que antes había accedido a él lo abandonó. Solo un par
de segundos después sucedía lo mismo con el baño de señoras, y las dos
chicas de hacía un rato salieron también al pasillo.
—¡Joder! —soltó Zeta.
Aprovechando su desconcierto, Abi se dio la vuelta y se alejó. El suave
movimiento de su cadera y el ondular de su cabello sobre sus hombros se le
incrustaron en las retinas mientras la seguía con los ojos entrecerrados hasta
que se internó de nuevo en la sala y desapareció.
Cogió una bocanada de aire y cerró los puños con desmayo. Nada había
salido como lo había planeado.
«¿Qué esperabas?», se recriminó en silencio.
Se volvió con brusquedad y contempló la foto que colgaba de la pared
mientras trataba de serenar sus pensamientos. Con las manos hundidas en
los bolsillos del carísimo pantalón de su traje, resopló al tiempo que dejaba
caer la cabeza hacia delante. Sus dedos rozaron el pasador de pelo con
suavidad y eso le infundió calma. Frunció el ceño. Habría preferido que ella
le gritara o le reprochase su presencia en aquella exposición. Eso le habría
dejado margen de maniobra para pedirle perdón y le habría dado la opción
de explicarse, pero esa frialdad...
—Mierda —farfulló.
Abi estaba en todo su derecho de tratarlo como quisiera. Lo que él le
había hecho era imperdonable. Se merecía toda su indiferencia.
Habiéndose ganado las miradas curiosas de algunas personas más que
deseaban ir al aseo y sintiéndose como un imbécil en aquel oscuro corredor,
decidió retornar a la sala.
Lo primero que hizo en cuanto se mezcló con la gente fue buscarla. A
pesar de las docenas de personas que se agolpaban frente a los cuadros y
que caminaban por el recinto ocupando cada hueco libre, no le resultó
difícil hallarla. Era como si su persona lo atrajese como un imán. Estaba
frente a la fotografía de la fábula de El flautista de Hamelín. Se agarraba
con firmeza al brazo del tipo con el que había acudido allí y le susurraba
algo al oído. Él inclinó la cabeza y las mejillas de ambos se encontraron. La
intimidad entre ellos era muy evidente.
Zeta no pudo evitarlo. Sus pies lo llevaron a acercarse. Se detuvo a solo
un par de metros de distancia y, con la mandíbula apretada, clavó las
pupilas en el rostro de ella, ignorando a su acompañante por completo.
Abi, como si su instinto la hubiera avisado de su presencia, giró la cara
ligeramente. Sus miradas se encontraron durante una milésima de segundo
antes de que ella se volviera y lo ignorase.
Lo siguiente que sucedió hizo que a Zeta le entraran náuseas.
Los labios de Abi y aquel desconocido se encontraron. Compartieron un
beso dulce y lento, cargado de afecto y de promesas. Después se miraron a
los ojos con intensidad, como si tuvieran mil cosas que decirse.
Zeta gruñó.
Después de eso Abi y su compañero dieron media vuelta y, de la mano,
se dirigieron hacia donde estaba el resto de su grupo; intercambiaron unas
cuantas palabras con ellos y, unos segundos después, se encaminaron hacia
la salida y abandonaron la exposición.
Zeta no sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando notó una
presencia a su lado. No tuvo que girar la cara para saber de quién se trataba.
—¿Estás bien? —le preguntó su hermana.
—Estoy bien —repuso.
—No lo parece.
Se encogió de hombros.
—¿Has podido hablar con ella?
La pregunta llegó susurrada. Úrsula parecía esforzarse porque nadie se
diera cuenta de que estaban hablando entre ellos. Fingía contemplar una
foto y apenas movía los labios.
—Poco.
—Ya has visto que está con él, ¿no? No deberías interferir.
Zeta no dijo nada. Hacía días que le había contado todo lo que había
ocurrido con Abigail a su hermana, y también le había confesado que quería
recuperarla.
—Me voy a ir —informó al cabo de unos segundos, ignorando la última
frase de Úrsula.
—Llámame —murmuró ella dándose la vuelta.
Contempló su retirada por el rabillo del ojo. Él mismo no tardó en
alejarse y atravesar la sala camino de la salida. Junto a la puerta de acceso
se arremolinaban los periodistas y unas cuantas docenas de personas.
Aparentemente uno de los actores que habían participado en la exposición
acababa de hacer acto de presencia. Ignorando al gentío que se apiñaba en
torno al tipo, abandonó el recinto y salió a la calle.
El cielo ya se había teñido de oscuro, pero la temperatura no había
descendido ni un grado. Hacía calor.
Había dejado su coche a unas cuantas calles de allí. Echó a andar en esa
dirección mientras los pensamientos bullían en su cabeza.
Abi estaba tan hermosa como la recordaba.
No, mentira, en realidad estaba mucho más preciosa que antes.
Su simple cercanía lo había agitado y había conseguido que la sangre se
le acelerase en las venas. Las ganas de dar un paso al frente y estrecharla
entre sus brazos lo consumieron durante los segundos que estuvo frente a
ella en aquel oscuro corredor.
Tenía que recuperarla.
Como fuera.
«No deberías interferir.»
Las últimas palabras de su hermana tenían lógica y eran muy coherentes.
¿Qué tipo de persona se interponía en una relación de pareja?
Un cabrón, sin duda.
Y él lo era.
Capítulo 31
Abigail
Zeta
Abigail
Abigail
Se estaba ablandando.
Su corazoncito no era de piedra y Zeta era muy persistente.
El día anterior se había presentado con un café con hielo en la mano y se
lo había ofrecido. Y ella se había visto obligada a aceptarlo, debido a su
buena educación o a que le pareció un detalle tierno por su parte.
No lo sabía.
O sí lo sabía, pero no quería reconocerlo.
Esa tarde, cuando salió del trabajo y lo vio esperando, enfundado en sus
eternos vaqueros ajustados y una camisa de manga larga de color blanco,
guapo como un demonio, algo en ella flaqueó y se acercó a él.
Tenían una conversación pendiente. Una de verdad.
—¿Nos tomamos algo en aquella terraza?
La sonrisa que recibió como respuesta fue espectacular y estuvo a punto
de hacerla caer de culo al suelo.
—Perfecto —repuso él.
De un modo natural le puso una mano en la parte baja de la espalda,
conminándola a ir hacia la cafetería que ella misma había sugerido. Se forzó
a mantenerse erguida y a no girar la cara y enterrarla en su cuello para
olisquear su varonil perfume.
Era una floja.
Mientras buscaban una mesa libre, todas las mujeres que se sentaban en
la terraza los siguieron con la mirada. Abi sabía que no la estudiaban a ella,
sino al perfecto espécimen de sexo masculino que se deslizaba con
sensualidad a su lado. Estuvo a punto de poner los ojos en blanco.
La vida con Zeta era eso. Era como caminar al lado del jodido Brad Pitt.
—En realidad deberían mirarte a ti —dijo él mientras tomaba asiento a
una de las mesas del fondo, una que estaba cerca de la puerta. Estaba claro
que se había percatado del interés que despertaba en las féminas.
—¿A mí?
—Bueno, la modelo famosa eres tú, ¿no?
Abi apartó la vista. ¿Él sabía que había posado para el catálogo de
lencería? Claro que lo sabía. Estaba al tanto de todos y cada uno de sus
movimientos.
De repente se sintió muy vulnerable. Se llamó estúpida para sus
adentros. Durante el último año había adquirido mucha seguridad en sí
misma y había dejado atrás a la mujer llena de complejos que era cuando lo
conoció. ¿Por qué, entonces, se sentía así a su lado?
—He visto las fotos —continuó él con suavidad.
Ella contuvo el aliento. No quería preguntarle por su opinión. Por otro
lado, no había nada que deseara más en el mundo que saber lo que se le
estaba pasando por la cabeza en ese instante. Era una contradicción andante.
—Son preciosas, y tú estás espectacular.
El ardor que se expandió por todo su cuerpo la dejó azorada y casi sin
respiración.
El camarero, un hombre con un notable mostacho, llegó para rescatarla.
Se prometió que le dejaría una propina cuantiosa.
—Yo quiero un tercio de Mahou —pidió Zeta—. ¿Una tónica para ti?
Ella asintió, sorprendida de que él lo hubiese recordado.
—Recuerdas lo de la tónica —murmuró una vez que el camarero se
marchó.
—No he olvidado nada que tenga que ver contigo. Nada —recalcó.
De nuevo la invadieron los calores. Desvió la vista hacia una fuentecita
que había a unos doscientos metros y que escupía al cielo un lamentable
chorrito de agua casi sin fuerza.
Podía sentir los ojos de Zeta sobre su persona y carraspeó con
incomodidad, tratando de ordenar sus erráticos pensamientos. Recordó que
había sido idea suya lo de tomar algo con él, ahora no podía permanecer
muda como una estatua.
El camarero llegó de nuevo y depositó las consumiciones frente a ellos.
—Y... entonces, ¿has visto mis fotos? —terminó por preguntar—.
¿Dónde?
—He visto la que hay en la tienda y también las de la web. Son una
pasada —dijo antes de llevarse la botella a la boca y darle un trago a su
cerveza.
—Ah... —No pudo evitar que una oleada de vanidad la invadiera.
—También he visto las que subiste a tu cuenta de Instagram.
Cuando él apartó la botella de su boca, un resto de humedad quedó
adherida a su labio superior. Sexi, muy sexi. Abi se quedó mirándolo como
hipnotizada hasta que fue consciente de lo que él acababa de decir.
—¡¿Cómo?! ¿Mi cuenta de Instagram?
—Soy uno de tus miles de seguidores —confesó él con un leve
alzamiento de hombros.
—¿Me sigues en Insta?
—Sí. A veces respondes a mis comentarios...
Perpleja, entornó los ojos.
—Soy Maya23 —continuó él.
Abi no pudo evitar que se le desencajara la mandíbula.
—¿Maya23? —repitió como una tonta.
Ese perfil la seguía desde hacía un par de años. Incluso mucho antes de
que hubiera adquirido notoriedad. La cuenta era privada y como foto de
perfil tenía uno de los cuadros de los Girasoles de Van Gogh. No sabía por
qué, pero pensó que era alguien de su instituto.
—Me has comentado una foto hace unos minutos —balbuceó, todavía
muy sorprendida.
—Sí.
Eso significaba que Zeta no había dejado de estar pendiente de ella desde
que lo suyo había acabado.
Le dio un trago a su tónica tratando de ganar tiempo, porque no sabía
muy bien qué hacer con esa información. El caos reinaba en su cabeza.
—No te he olvidado ni un solo instante, Abi. Creo que mi vida en
Francia ha sido más soportable gracias a ti y al recuerdo de los buenos
tiempos que pasamos juntos.
Dijo eso mientras depositaba su cerveza sobre la mesa y se inclinaba
hacia delante apoyando los codos en la superficie metálica y acercándose
mucho a ella, que resistió el impulso de echarse hacia atrás.
—No puedes decir eso —protestó haciendo girar el vaso de tubo entre
las manos.
—Sí puedo decirlo porque es la verdad.
—No entiendo a qué estás jugando con toda esta palabrería...
—No juego a nada, y no es palabrería. Solo quiero estar contigo.
Abi bajó los párpados. Toda aquella situación se le antojaba surrealista.
El hecho de que él estuviese allí y le estuviera diciendo esas cosas no tenía
ni pies ni cabeza.
—No me resulta fácil creerte, Zeta. No con tus antecedentes y con lo que
conozco de ti.
—Llevo desde mediados de julio intentando demostrarte que soy
sincero, desde el mismo instante en que regresé a España. Estamos a finales
de septiembre. He pasado más de dos meses yendo a verte casi todos los
días, simplemente esperando una sola palabra tuya. ¿Eso no te dice nada?
—¿Y si nunca te doy la respuesta que estás buscando?
—Nunca es una palabra muy grande. Y yo tengo mucha paciencia.
Nada más decir eso extendió una mano y cogió la de ella.
Debería haberse apartado. Debería haber liberado su mano de la de él.
No lo hizo.
Sus ojos la taladraron.
La coraza que había creado para que Zeta no pudiera tener acceso a su
pobre corazón, y que ya estaba agrietada, terminó de resquebrajarse.
Clac, clac, clac. Fueron saltando los pedazos.
Los dedos de él se entrelazaron con los suyos. Eran cálidos y fuertes y se
acoplaron a los de ella a la perfección, como si pertenecieran allí.
Un breve resquicio de sensatez la llevó a balbucear:
—Tengo... pareja...
Él entornó la mirada, pero no la soltó.
—Déjalo —dijo con sequedad.
Abi lo contempló con insistencia. Había en su rostro una dureza que
antes no estaba ahí.
—Déjalo y vuelve conmigo —insistió.
Ella se tragó la confesión que pugnaba por escapar de su boca. No se
sentía demasiado a gusto en su piel engañando a Zeta, pero su instinto de
conservación la había llevado a soltar esa mentira.
La suave melodía de su móvil la rescató.
Apartó la mano de la de él, que la dejó ir con reticencia, y sacó el
teléfono del bolso.
«Hablando del rey de Roma...»
Era Daniel.
—Dime, Daniel. —Respondió a la llamada mencionando el nombre a
propósito. No se le escapó la chispa de desagrado que cruzó la mirada de
Zeta.
—Te estoy viendo en este preciso momento —señaló su jefe/amigo/falso
novio al otro lado de la línea—. Estás muy bien acompañada. Y haciendo
manitas, además.
Abi reprimió el impulso de volverse y buscarlo con la vista mientras
notaba cómo sus mejillas se encendían.
—Claro —murmuró sin saber muy bien qué decir. Por el rabillo del ojo
comprobó que Zeta estaba muy pendiente de la conversación, a pesar de
que lo disimulaba toqueteando su botella de cerveza.
—¿Necesitas que tu falso novio se pase por ahí y te rescate? Pareces
nerviosa.
Vaciló. Si era sincera consigo misma, había sido ella la que había
sugerido lo de tomar algo con Zeta. Huir no la dejaba en muy buen lugar,
¿no? Por otro lado, si se quedaba, lo siguiente que sucedería sería que se
creería todas y cada una de las cosas que él le dijese y, muy probablemente,
terminaría confesándole que ella tampoco había conseguido olvidarlo en
todo ese tiempo.
«Tonta Abi...»
—Sí, claro que te echo de menos —dijo imprimiendo ternura a su voz.
—Por Dios, eres una provocadora nata. —Daniel resopló con una risa—.
¿Estás tratando de darle celos? Pues lo estás consiguiendo, se está poniendo
verde.
Los sensuales labios de Zeta se habían convertido en una fina línea. Y
sus pupilas se embebieron en las de ella lanzándole un mudo mensaje.
—Espérame ahí, entonces. Ahora mismo voy —dijo Abi—. Yo también
a ti —añadió ignorando la tensión en la mandíbula de Zeta.
Lo último que oyó antes de colgar fue la carcajada de Daniel.
—Tengo que irme —musitó rehuyendo su mirada.
—¿Esta es la conversación que querías tener conmigo? Apenas hemos
hablado cinco minutos —soltó Zeta con sequedad.
—Lo siento, es que había olvidado que ya había quedado... —susurró.
«Cobarde», la regañó una vocecita interna.
Él alzó una ceja con escepticismo.
—Creo que estás huyendo porque te pongo nerviosa.
—¡Para nada! —rechazó a toda velocidad al tiempo que se incorporaba.
—Lo que tú digas... —Se encogió de hombros y la contempló a través de
las pestañas.
—Voy a pagar...
—No. Déjalo, ya me encargo yo. La próxima vez pagas tú.
—¿La próxima vez?
—Claro, Abi. ¿Crees que no va a haber una próxima vez?
Él se puso de pie y se encaró con ella, sus caras a unos centímetros de
distancia.
—Te he dicho que estoy con alguien.
—Y yo te he pedido que lo dejes.
Mientras decía esas palabras, sus dedos le acariciaron el antebrazo. Abi
se apartó con brusquedad. Se le había puesto la carne de gallina y su
respiración se había acelerado también. Antes de poder decir algo que la
dejase todavía más en ridículo, dio media vuelta y echó a andar, alejándose
de la mesa.
—Mañana nos vemos.
La voz de él llegó hasta ella con toda claridad. Tuvo que hacer un
esfuerzo titánico para mantener la compostura mientras los tacones de sus
zapatos golpeaban las baldosas de la acera.
Capítulo 34
Abigail
Había pasado más de una semana desde su último encuentro con Zeta y él
no había vuelto a dar señales de vida. ¿De veras había sido tan contundente
al rechazarlo que había dejado de interesarse por ella? ¿La había creído
cuando le había confesado que tenía pareja? ¿Por eso había decidido no
seguir adelante en su empeño de conquistarla?
No sabía si aquello era fuente de desilusión o de dicha para ella, y
tampoco quería analizar sus sentimientos.
Resopló frustrada.
—¿Qué te pasa? —la increpó Mar dándole un suave codazo en el
costado—. ¿Por qué tienes esa cara de acelga?
Se hallaban ambas en la parte trasera del coche de Sonia. Esta conducía,
mientras que Tina ocupaba el asiento del pasajero. Iban camino de la casa
de Ula, que las había invitado a su cumpleaños.
—Por nada —repuso.
Seguía ocultándoles a sus amigas lo de Zeta. Solo su hermana lo sabía.
Sus miradas se encontraron en el espejo retrovisor y Tina le dirigió una
suave sonrisa y un guiño cómplice carente de prejuicios. Bendita Tina.
—Últimamente estás muy callada —prosiguió Mar—. No sé, pero no
pareces la misma de hace unos meses. Estabas muy entusiasmada con lo del
catálogo.
—Son imaginaciones tuyas —rechazó esforzándose por sonreír—. ¡Ay,
me encanta esta canción! —Cambió de tema con rapidez.
En la radio sonaba el Señorita de Shawn Mendes y Camila Cabello.
Sonia subió el volumen y todas tararearon la letra.
—¿Creéis que le gustará a Ula lo que le hemos cogido de la tienda? —
intervino Mar cuando la canción terminó.
—Seguro que sí —dijo Sonia muy convencida.
Habían elegido un body de encaje de color verde esmeralda que
pertenecía a la nueva colección de Alluring y una batita corta de seda
salvaje de color negro.
—Me siento un poco rara yendo a la fiesta —reconoció Tina—. Ula y yo
apenas nos hemos visto un par de veces.
—Pues no te sientas así. Yo le dije que íbamos a ser cuatro y me
comentó que le parecía genial —dijo Mar.
—No está mal esta zona para vivir, ¿no? —murmuró Sonia.
Si hacían caso del navegador, estaban a punto de llegar a su destino. La
casa se encontraba en una urbanización al nordeste de Madrid.
Edificaciones bajas de dos o tres plantas se sucedían.
—Es un barrio pijo —comentó Tina, y estiró el cuello mirando por la
ventanilla.
—¿Dónde trabajan Ula y su marido para poder permitirse esto? —
inquirió Abi.
—Creo que para la empresa familiar —respondió Mar—. Fabrican
puertas o algo así. No me preguntes porque soy un desastre y el día que me
lo contó no me enteré.
—Joder, pues sí que dan dinero las puertas —masculló Tina.
—Es ahí —intervino Sonia señalando una construcción cuadrada de
color tostado que asomaba por encima de un muro de unos dos metros de
altura.
Delante de la casa, junto a la acera, había huecos de sobra para dejar el
coche.
Aparcaron y descendieron del vehículo.
Abi llevaba una vaporosa falda con estampado animal print y una
chaqueta negra. Las demás habían optado por ponerse pantalones. No hacía
frío, pero la brisa otoñal era lo bastante fresca para agradecer la manga
larga.
—Joder, la casa es enorme, ¿no? —dijo Tina abriendo la boca con
estupefacción.
Abi hubo de darle la razón. La propiedad era realmente grande, sobre
todo si la comparaba con su pequeño apartamento de un dormitorio o con el
piso de Tina, de sesenta metros cuadrados.
La puerta de la casa se abrió de par en par y Ula salió a recibirlas, como
si las hubiera estado esperando.
—¡Chicas! —llamó—. Os he visto aparcando el coche desde la ventana
—explicó—. Bienvenidas.
Intercambiaron unos besos y Abi no pudo evitar estudiar a la anfitriona
de arriba abajo. Estaba muy guapa, con unos pantalones negros y una blusa
de cuello cerrado de color ocre. Tenía una figura envidiable.
—Pasad, pasad —las animó cediéndoles el paso—. Estamos todos en la
parte de atrás. No somos muchos, pero los críos hacen mucho ruido y
parece que somos más. —Se rio.
Atravesaron un pequeño caminito de piedra y subieron dos escalones
para acceder a la vivienda. Ante ellas se abrió un amplio salón. La
decoración era de estilo muy moderno y minimalista, aunque había juguetes
desperdigados por todas partes.
Ula las condujo al jardín, que también impresionaba por su amplitud. En
un extremo había una piscina cubierta con una lona; en el otro, en una zona
de losetas cerámicas, bajo una gran pérgola de madera, se encontraban los
invitados. No eran demasiados, como bien había dicho Ula. Se los fue
presentando uno a uno. Estaban sus padres, Martín e Isabel, y también los
padres de su marido, Asier; su hermano Santi y su mujer; la hermana de
Asier y unos cuantos compañeros del trabajo, cuyos nombres se le
escaparon a Abi.
—Mi hija es un terremoto, y cuando se junta con sus primos ya ni os
cuento. Me encantaría presentárosla, pero está desaparecida —se disculpó
con un encogimiento de hombros—. Tenemos una casita de madera para los
niños y están allí. ¿Qué tomáis?
Había una barra en la que servía un camarero y una mesa larga repleta de
comida atendida por otro. Hacia allí las condujo.
Abi pidió un refresco y pasó de la comida. Apenas eran las siete de la
tarde y no tenía mucha hambre.
Con el vaso en la mano, se dedicó a pasear la vista por la propiedad. Al
otro lado de la piscina estaba la caseta de madera que había comentado Ula.
Tres niños se hallaban frente a la puerta, agachados. Había dos varones y
una niña. Todos ellos tenían el pelo oscuro. Los ojos de Abi se dirigieron al
hermano de la cumpleañera. Era alto y no se parecía en nada a ella, con el
pelo más claro y una expresión de petulancia en el semblante. Al menos en
el físico, Ula había salido a su madre y el tal Santi, a su padre.
El marido de Ula fue una agradable sorpresa. Alto y moreno, con unos
profundos ojos color chocolate, fue el primero en acercarse a hablar con
ellas e involucrarlas en una conversación. Era vivaz y de sonrisa fácil, muy
similar en carácter a su mujer; hacía que uno se sintiese cómodo en su
presencia con rapidez. Abi se descubrió riendo de algo que él había contado
solo unos minutos después de haberlo conocido.
Apenas había pasado media hora de su llegada cuando hubo un cambio
en el ambiente. Llegó propiciado por una llamada telefónica que recibió
Ula. Comentó algo a sus padres y a su hermano, quienes de inmediato
modificaron su actitud. Repentinamente sus posturas se tornaron rígidas y
hubo un intercambio de miradas muy sospechoso que Abi no supo cómo
tomarse. Se acercó a su hermana para ver si lo había notado y los ojos
entrecerrados de Tina le revelaron que también había sido consciente del
cambio.
—¿Qué ha pasado? —cuchicheó Sonia aproximándose.
—Ni idea —susurró Abi.
Ula había entrado en la casa y todas las miradas estaban puestas en la
puerta que conducía al jardín, como si estuvieran esperando que algo
sucediese.
En ese instante los niños se acercaron corriendo hacia ellos. Por el
rabillo del ojo Abi alcanzó a ver la cara de la niña, que pasó casi rozándola.
«¡¿Amaya?!»
¡Era la sobrina de Zeta! Aunque más alta, su carita era la misma de hacía
dos años. ¡Pero aquello no tenía ningún sentido!
—¡Tío Zeta! —El grito infantil rompió el aire.
Una pareja apareció en la puerta del jardín, detrás de Ula.
Zeta y su mujer.
Abi sintió como si alguien le arrebatase el suelo de debajo de los pies.
De repente todas las piezas comenzaron a encajar dentro de su cabeza.
Esa niña sí era Amaya, la hija de la hermana de Zeta. Úrsula...
¡Ula era Úrsula!
No sabía por qué, siempre había supuesto que Ula era el diminutivo de
Eulalia.
¡Qué gran equivocación!
Ahora ya sabía quién había mantenido informado a Zeta de sus idas y
venidas.
A pesar de que Ula y ella no eran las mejores amigas, el pinchazo de la
traición le escoció. Sus miradas se encontraron. Ula la observaba con una
gran carga de culpabilidad. Abi la ignoró. Estaba demasiado dolida para
encararse con ella, y no era ni el momento ni el lugar.
Sus pupilas se vieron atraídas por la impresionante figura de Zeta, que
todavía no la había visto. Llevaba unos vaqueros negros muy ajustados y un
polo de manga larga de color tostado bajo una cazadora vaquera. Tenía el
pelo alborotado y su eterna sonrisa. Y, como complemento, lucía a esa
preciosa mujer pegada a su brazo.
Charlize Theron.
Bellísima, imponente, espectacular. Tal y como ella la recordaba.
Su esposa.
Esa de la cual había dicho que se iba a divorciar.
Todo el dolor y la humillación de aquella noche de hacía dos años
retornaron a ella con fuerza y le robaron la respiración. Tuvo que llevarse
una mano al pecho cuando la angustia amenazó con desbordarla.
Tenía que largarse de allí.
—No me lo puedo creer. —La voz de Mar llegó cargada de indignación
—. ¿Tú sabías que el tipejo este estaba por aquí y que era el hermano de
Ula?
—No sabía que era el hermano de Ula —acertó a decir.
—Pero sí sabías que estaba por aquí —exclamó con reproche.
Abi asintió con fatiga.
—¿Por qué no nos lo has contado? —intervino Sonia. No había acritud
en su tono, pero sí un tinte de decepción.
Se encogió de hombros.
No se lo había contado porque no le apetecía oír sus sermones, que sabía
que llegarían. Ellas estuvieron a su lado cuando sufrió la grave humillación
y maldijeron a aquel impresentable en todos los idiomas habidos y por
haber. Si hubieran sabido que Abi volvía a ver a Zeta, habrían intentado
disuadirla.
Y ella no quería ser disuadida.
Hasta ese instante, al menos.
Agitada, se dirigió a Asier, que era la persona que más cerca tenía.
—Perdona, ¿dónde... está el aseo?
—Pasa el salón y, al final del pasillo, la última puerta de la derecha.
—Gracias.
Se puso en movimiento ignorando a su hermana, que trató de sujetarla
del brazo, y a Mar, que la llamó. Solo quería estar sola y desaparecer.
No dirigió ni una mirada al grupo que se había reunido en torno a Zeta y
a su mujer. Mantuvo los ojos fijos en el suelo mientras ponía un pie delante
de otro y se internaba en la casa en busca del baño.
—Abi...
¡Mierda!
¡Zeta acababa de descubrir su presencia y la estaba llamando!
Aceleró sus pasos hasta que el aseo estuvo frente a ella. Se encerró
dentro de la pequeña estancia y apoyó la espalda contra la hoja de madera.
Quería llorar.
Zeta
Abigail
Zeta
Abigail
Le costaba respirar. El simple hecho de coger aire y volver a expulsarlo le
resultaba difícil, y más desde que él se había acercado y le había dicho todo
aquello. Podía sentir su musculoso cuerpo pegado al suyo, a su espalda. Las
ganas de echarse hacia atrás y dejarse caer contra él estuvieron a punto de
ahogarla, pero un último ápice de cordura la llevó a mantenerse firme.
Acababa de decirle que no sabía si iba a poder olvidar el modo en que él
se había comportado con ella, pero ya ni siquiera sabía si eso era cierto.
Llevaba meses viéndolo casi a diario, y lo sucedido en aquel entonces se
había ido difuminando poco a poco de su memoria, barrido por su
imponente presencia y su carisma.
No era tonta. Sabía que Zeta estaba loco por ella. Solo un hombre
enamorado habría ido a buscarla todos los días solo para verla un minuto y
habría aguantado todos sus desplantes de los últimos tiempos. Además,
podía leerlo en su cara cuando la miraba, sentirlo en sus manos cuando la
acariciaba y oírlo en su voz cada vez que pronunciaba su nombre.
Sí, él la quería.
Ese no era el problema.
El problema era otro.
¿Estaba ella preparada para aceptarlo?
—Tengo miedo —confesó—. Tengo miedo de darte otra oportunidad y
de que vuelvas a hacerme daño.
—Te prometo que no lo haré. —Su aliento le acarició el cabello a la
altura de la nuca. Sonaba tan atormentado como ella misma se sentía.
—Lo pasé muy mal. Destrozaste mi autoestima.
—Lo sé. No tengo perdón. —Sus manos encontraron sus caderas y
presionaron con suavidad—. Tengo toda una vida para compensarte.
Déjame que lo haga.
Él hablaba en voz tan baja que, si no hubiera reinado el silencio en el
piso, habría sido difícil poder entender sus palabras.
Abi sabía que ya no eran necesarias más disculpas ni más
arrepentimientos. En realidad lo había perdonado hacía siglos. Y también
hacía siglos que sabía que le diría que sí. Solo le quedaba una cosa por
confesar.
—No... no tengo pareja —le dijo—. Daniel y yo solo somos amigos.
Lo oyó suspirar.
—Lo sabía.
—¿Lo sabías?
—Lo sospechaba. Nunca te referías a él. Y ni siquiera lo utilizaste para
rechazarme. Me alegra saber que soy el único para ti.
Ella se volvió entre sus brazos para poder verle la cara. Por espacio de
unos segundos se estudiaron en silencio.
—¿Sabes que eres un prepotente insoportable? —murmuró ella.
—Sí, pero estoy en vías de mejora —repuso él en un susurro con una
sonrisa culpable.
El corazón de Abi se desbocó. Adoraba su sonrisa. De algún modo, saber
que ella era la causante de esas sonrisas la llenaba de satisfacción. Deseaba
hacer feliz a ese hombre y que sus labios se curvaran de esa forma tan
increíble una y otra vez. No obstante, la inseguridad seguía embargándola.
—Ha pasado mucho tiempo desde que nos conocimos, pero...
—No es verdad —la interrumpió él acunándole la cara con las manos—.
En realidad no ha pasado tanto tiempo. Hay demasiados espacios vacíos
donde debería haber recuerdos. —Le acarició los pómulos con los pulgares
antes de inclinar la cabeza y susurrarle al oído—: Dame la oportunidad de
llenar esos huecos, Abi. Seremos lo que tú quieras que seamos.
Ella sintió cómo su corazón, su estómago y sus entrañas se derretían.
—¿Qué... es lo que tú quieres que seamos, Zeta?
—Quiero que seamos un nosotros, Abi. Me da igual que seamos
diferentes, que pensemos distinto o que parezca que no somos
compatibles... Quiero que estemos juntos. Eres lo mejor que me ha pasado
en la vida, y no lo supe hasta que te perdí. Estás hecha a mi medida y sin ti
no me siento entero, ¿sabes? —admitió con suma franqueza—. Quiero que
no hagan falta las palabras entre nosotros, que simplemente con mirarnos o
tocarnos ya sepamos lo mucho que significamos el uno para el otro. —Hizo
una pausa y la contempló con algo más que afecto—. Quiero que tengamos
un romance de esos de película. Eso quiero, Abi.
Había tanto sentimiento en sus palabras que se le llenaron los ojos de
lágrimas.
—No llores, por favor —le pidió él—. Verte llorar me parte el corazón.
No volveré a decir nada si no quieres.
—¡Sí quiero! Quiero que me digas esas cosas, y que me toques y que me
beses. Solo a mí —musitó—. Lo quiero todo.
Él la besó con dulzura.
—Entonces, tendré que dártelo todo.
Capítulo 37
Zeta
Abigail
Zeta
Abigail
Un año después
Zeta
Abrió la puerta del Cabin Cocktail Bar con energía y accedió al interior.
Una canción de Wham! flotaba en el ambiente. Sus ojos barrieron el local
de un extremo a otro. Estaba repleto de gente. No era de extrañar un viernes
a las nueve y media de la noche.
No podía quejarse. Tres años después de su apertura el negocio
funcionaba a las mil maravillas. Funcionaba tan bien que no había
necesitado buscarse otro trabajo, de momento. Entre Gustavo, Samuel y él
lo manejaban a la perfección.
Su mirada chocó con la de Samuel, que estaba detrás de la barra,
hablando con el barman. Intercambiaron un rápido saludo.
Comenzó a avanzar, abriéndose paso entre el gentío. Por el rabillo del
ojo vio que todas las mesas estaban ocupadas. Sonrió muy satisfecho.
Apenas había dado unos pasos cuando se abrió un hueco en el grupo de
personas que tenía delante y pudo ver a una mujer espectacular sentada en
uno de los altos taburetes frente a la barra.
A pesar de que solo se le veía la espalda, era evidente que se trataba de
un bellezón.
Sus curvas poderosas eran potenciadas por el vestido rojo de tirantes que
lucía y que se ajustaba a ellas como una segunda piel. Llevaba el cabello
rubio recogido en la parte alta de la cabeza, dejando su nuca al descubierto.
Un par de mechones caían casi con descuido sobre su nuca, acariciándola
ligeramente. Echó la cabeza hacia un lado y la curva de su cuello
desembocó en una mandíbula de trazo suave.
El radar de Zeta se encendió al instante y puso rumbo hacia donde ella se
encontraba. No tardó más de cinco segundos en alcanzarla.
Su suave perfume, fresco y primaveral, le entró por las fosas nasales
cuando se detuvo a solo unos centímetros de su espalda.
¡Joder, qué bien olía!
—¿Estás sola? —le susurró acercando la boca a su oído.
Ella dejó escapar una risa apenas audible.
—De momento, sí.
—Pues ya no lo estás. No sé quién es el gilipollas que está haciendo
esperar a una mujer como tú, pero ya he llegado yo. Y voy a marcar
territorio.
Sus manos se apoyaron sobre las generosas caderas de ella, cubiertas por
la seda del vestido. El tacto de aquella tela le resultó tremendamente
sensual. Luego inclinó la cabeza y le dio un beso sobre el hombro desnudo.
Su piel estaba cálida.
—Qué suerte tengo —murmuró ella volviéndose en el taburete y
encarándose con él.
Unos ojos color miel se enfrentaron a los suyos.
—¿Te he dicho que el rubio te sienta fenomenal? —le preguntó él
contemplándola con admiración.
—Como unas cien veces —respondió ella echándole los brazos al cuello
y besándolo—. La última, esta mañana antes de que me fuera al trabajo.
Abi se había teñido el pelo hacía solo una semana para una nueva sesión
de fotos y, aunque al principio le resultó sorprendente su cambio de
apariencia, Zeta estaba encantado. Estaba preciosa de rubia. Aunque, ¿a
quién pretendía engañar? No era para nada objetivo. Para él siempre estaba
preciosa. Estaba loco por ella.
—Yo tendría cuidado. —Samuel acababa de acercarse a ellos con una
sonrisa de oreja a oreja—. No vaya a ser que llegue el novio de la chica y os
pille. No quiero peleas en mi bar.
Abi se echó a reír y luego se dio la vuelta.
—Le estaría bien empleado a mi novio que me fuera con otro. Me ha
dejado plantada.
—Eso es verdad —admitió Samuel dirigiéndose a Zeta—. Lleva un
cuarto de hora esperándote.
—Y yo llevo quince minutos en la puerta, hablando con mi padre por
teléfono. El jefe del departamento internacional de la empresa se jubila
dentro de unos meses y él quiere que ocupe su lugar.
—¿Y qué le has dicho? —La cara de Abi se mostró interesada.
—Que lo pensaré.
—Oh, bien... —repuso sorprendida.
No le resultó extraño que ella reaccionase así. Habían hablado muchas
veces del tema y él siempre había rechazado trabajar para Bricoespaña.
—Con tu dominio de los idiomas, el departamento internacional es el
ideal para ti —se burló Samuel—. Dos años en Francia y solo sabes decir:
«La boulangerie, si’l vous plaît?».
—No es verdad, también sé decir: «Voulez-vous coucher avec moi?». —
Continuó la broma.
—Je suis stupéfaite —intervino Abi—. Votre français est merveilleux.
—Mon Dieu, ¿hablas francés? Eso es muy sexi... —Zeta inclinó la cara y
le dijo en un susurro para que nadie más pudiera oírlo—: Me tienes que
hablar en francés en la cama, la próxima vez.
Samuel se alejó de ellos, riéndose y poniendo los ojos en blanco.
—Ahora en serio, Zeta —dijo ella apartándose unos centímetros y
mirándolo con solemnidad—. ¿Estás pensando trabajar con tu familia?
Él se acarició el mentón con abandono antes de responder.
No le apetecía perder la independencia que le daba trabajar por su
cuenta, pero la relación con sus padres había mejorado muchísimo en el
último año y ya no era tan reacio a unirse al negocio familiar como al
principio.
—No lo sé. Quería hablarlo antes contigo.
—¿Conmigo? Ya sabes que, decidas lo que decidas, te voy a apoyar.
—Ya lo sé, Abi. —Le dirigió una enorme sonrisa—. Pero tú eres mi
persona más importante. Mi familia.
Había presentado a Abi a sus padres y estos la adoraban. Y hacía un par
de meses habían ido a Cantabria para que él conociera a los padres de ella y
sabía que ellos también lo adoraban a él.
—Lo hablamos mañana, cuando estemos en casa, ¿te parece?
Ella asintió.
—¿Y dónde están los demás? Creía que llegaba tarde y resulta que soy el
primero.
Habían quedado todos para ir a cenar: Mar y su nuevo novio, Sonia y su
marido, Tina, Úrsula, Asier y Daniel. Iban a celebrar que Sonia estaba
embarazada. Habían reservado una mesa en un restaurante húngaro que
había a dos calles de allí.
—¿Te digo la verdad?
La miró extrañado.
—Hemos quedado a las diez menos cuarto aquí —continuó ella—. Te
engañé y te dije que habíamos quedado a las nueve y cuarto para tenerte un
rato más para mí sola. Es que últimamente no nos vemos mucho...
Zeta solía trabajar de noche en el Cabin, hasta altas horas de la
madrugada, sobre todo los fines de semana, y por el día se dedicaba a
dormir. Abi, por su parte, además de su trabajo en el despacho de abogados,
pasaba muchas horas haciendo de modelo. Y eso le robaba mucho tiempo.
No solo posaba para el catálogo de la tienda de Mar. A través de unos
conocidos de Javier Flores, había conseguido un par de contratos más con
otras firmas de ropa.
Ambos estaban demasiado ocupados y era difícil que sus horarios
coincidieran.
—Cómo me gusta que me mientas —le dijo él encantado, pasándole un
brazo por encima de los hombros y besándole la sien.
—¿Te pongo algo? —Samuel se había acercado de nuevo.
—Un vesper —contestó.
Poco después su socio y amigo depositaba la copa frente a él. Zeta le dio
un trago a su cóctel.
—Oye, ¿os habéis dado cuenta de que vuestros nombres empiezan por la
primera y la última letra del abecedario? —dijo Samuel repentinamente.
—¿No me digas? —repuso Zeta con sorna—. Eres una lumbrera, tío.
—Sí. «A» de Abigail y «Z» de...
—¡Silencio!
Samuel se alejó con una estentórea risa.
Zeta negó con la cabeza, divertido a su pesar. Luego miró a Abi de
soslayo, que daba pequeños sorbitos a su mojito con una pajita negra. Tenía
ganas de preguntarle algo, algo que llevaba rondándole la cabeza mucho
tiempo. Y el volumen de la música no era excesivo. Se podía mantener una
conversación en un tono lo suficientemente agradable.
—Oye, Abi...
Ella giró la cara y lo miró de frente.
De pronto la canción cambió y, a través de los altavoces, se pudo oír a
Rick Astley y su Together Forever.
Zeta no pudo evitar reírse.
—¿Qué pasa? —inquirió ella con curiosidad.
—La canción —murmuró él con la risa bailándole en la voz.
—¿Qué pasa con la canción?
—Pues que pensaba pedirte que te vinieras a vivir conmigo para que
estuviéramos together forever. Ya ves, este sitio tiene la música más
apropiada para cada momento.
Ella entreabrió los labios y la pajita se deslizó de ellos, cayendo al vaso.
Sus ojos estaban enormemente abiertos.
Él aguardó ansioso a que respondiera. Quizá no había sido la proposición
más romántica del mundo, pero ya lo compensaría esa noche en su cama.
Los nervios le atenazaron la garganta. Ella estaba tardando demasiado en
contestar, incluso había apartado la vista a un lado. Zeta no pensaba que
fuera a decir que no, pero una pequeña parte de él todavía dudaba.
Estaba convencido de que Abigail era la mujer de su vida. Los años que
había pasado echándola de menos y los meses que llevaban juntos eran la
evidencia que lo probaba. El último año había sido el mejor de su vida.
Gracias a ella.
Paseos, charlas, citas en bares y restaurantes, visitas a museos, al cine, a
exposiciones. Fiestas de cumpleaños y unas Navidades compartidas.
Noches sin dormir viendo películas o simplemente conversando. Tardes con
los amigos y otras a solas, jugando a algún juego tonto. Vacaciones y viajes
juntos...
Y, por supuesto, también hubo sexo, mucho sexo lleno de confidencias y
confesiones, lleno de sensualidad y de lujuria.
Y amor, mucho amor del bueno.
Solo quedaba un pequeño paso para que su relación avanzara.
—Pero ¿sin casarnos? —preguntó ella finalmente.
La sorpresa lo invadió. ¿Casarse? ¿Ella quería casarse? Nunca lo había
mencionado antes. Pero si eso era lo que deseaba, lo harían, por supuesto.
—¿Eso quieres? —le preguntó con la voz ronca.
A ella le entró la risa.
—Todavía no. Aunque prometo hacer de ti un hombre decente en breve
—bromeó—. Pero vivamos en pecado primero.
—¿Eso es un sí? ¿Nos vamos a vivir juntos?
—Es un sí.
Él se echó a reír.
La contempló con fijeza durante unos segundos antes de sujetarla por la
nuca y hundir los dedos en su cabello. Bajó la cabeza con lentitud. El brillo
de los ojos de ella le dijo todo lo que quería saber.
Se fundieron en un beso largo y sensual.
Abigail
Pues parece que hemos llegado al final del libro, y creedme si os digo que
esta parte es siempre la que más me cuesta escribir; quizá porque quiero
decir demasiadas cosas y termino por decir poquitas y liarme un poco.
En primer lugar quiero dar las gracias a las personas que me han
ayudado a llegar hasta aquí y han conseguido que esta historia fuera
posible.
Gracias a mi hermana Fely y a mi sobrina Angy, son siempre las
primeras en leerse mis novelas y en animarme a seguir adelante.
Gracias también a Paco, mi mayor crítico (debo confesar que siempre
discuto con él porque no me gusta que me diga cosas negativas, aunque
luego le hago caso y acepto sus comentarios sin rechistar). Te quiero,
amore.
Gracias a mis lectoras cero, Mayte, que está a mi lado desde el principio
apoyándome sin condiciones, y Josephine, con la que me tiro las horas
muertas hablando por teléfono de mil y una cosas. Se ha convertido en
alguien muy importante para mí.
También, por supuesto, quiero dar las gracias a todas esas personas
bonitas que me leen y disfrutan con mis historias, porque sin ellas nada de
esto sería posible. Es un sueño que estén ahí, conmigo. Gracias a los que
estáis ahí desde el principio y a los que vais llegando. Gracias de corazón.
Espero haber cumplido vuestras expectativas y haber conseguido que os
enamoraseis un poquito de los personajes; creo que se lo merecen.
Y, sin más, me despido de todos vosotros y os deseo una vida llena de
lecturas y aventuras por vivir. Mil besos y mil gracias.
Esto no es un adiós, es un hasta la próxima historia .
Banda sonora
All You Need Is Love, 2003 J Records, a unit of BMG, interpretada por
Lynden David Hall.
24K Magic, © 2016 WEA International Inc. A Warner Music Group
Company, interpretada por Bruno Mars.
Company, © 2015 Def Jam Recordings, a division of UMG Recordings,
Inc., interpretada por Justin Bieber.
Style, © 2014 Apollo A-1 LLC, interpretada por Taylor Swift.
Work, © 2016 Westbury Road Entertainment. Distributed by Roc Nation
Records, interpretada por Rihanna y Drake.
I Will Survive, © Dessca Entertainment Company, interpretada por Gloria
Gaynor.
Wicked Game, © 2006 Wicked Game. Manufactured and distributed by
Reprise Records. A Warner Music Group Company, interpretada por
Chris Isaak.
No Ordinary Love, 1992 Sony Music Entertainment (UK) Ltd.,
interpretada por Sade.
I Want to Break Free, © 2011 Queen Productions Ltd. under exclusive
license to Universal International Music BV, interpretada por Queen.
Karma Chameleon, © 1997 Virgin Records Limited, interpretada por
Culture Club.
We Belong, © Jazzwerkstatt gUG, interpretada por Pat Benatar.
Listen to Your Heart, © 2015 Roxette Recordings under exclusive license
to Parlophone Music Sweden AB, a Warner Music Group Company,
interpretada por Roxette.
Human, © 2013 The Island Def Jam Music Group, interpretada por The
Killers.
Believer, © 2018 Acid Tears, interpretada por Imagine Dragons.
Clocks, © 2002 Parlophone Records Ltd., a Warner Music Group
Company, interpretada por Coldplay.
Sugar, © 2015 Interscope Records, interpretada por Maroon 5.
Aute Cuture, 2019 Columbia Records, a Division of Sony Music
Entertainment, interpretada por Rosalía.
Señorita, © 2019 Island Records, a division of UMG Recordings, Inc.,
interpretada por Shawn Mendes y Camila Cabello.
Together Forever, © 2019 BMG Rights Management (UK) Limited,
interpretada por Rick Astley.
De la A a la Z
Laura Sanz
La lectura abre horizontes, iguala oportunidades y construye una sociedad mejor. La propiedad
intelectual es clave en la creación de contenidos culturales porque sostiene el ecosistema de quienes
escriben y de nuestras librerías. Al comprar este ebook estarás contribuyendo a mantener dicho
ecosistema vivo y en crecimiento. En Grupo Planeta agradecemos que nos ayudes a apoyar así la
autonomía creativa de autoras y autores para que puedan seguir desempeñando su labor.
Dirígete a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesitas reproducir algún
fragmento de esta obra. Puedes contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por
teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.
A Blanca no se le puede decir que Saúl está jugando con ella porque se
enfada.
Elena, como buena mejor amiga, tiene una tarea: abrirle los ojos, pero sin
perderla. ¿Misión imposible?
Tal vez si ella misma se busca a un tío tóxico, Blanca verá desde fuera que
la están tratando mal y se dará cuenta de que a ella también.
Echaré la vista atrás, una última vez, antes de seguir con mi vida.
¿Te gustaría saber qué rumbo tomó el grupo de amigos que conocimos
en Tal y como eres?
Didi terminó el doble grado y decidió ponerse a trabajar para poder pagarse
un máster de Educación Inclusiva. Aunque sigue sin creer en el amor (eso
no es para ella), le encanta ver a sus amigos enamorados. Hasta que se topa
con la persona que le hace volver a sentir ese «algo especial» que había
experimentado tiempo atrás.
¿Se dejarán llevar Clara y Didi por sus sentimientos o, por miedo, se
quedarán con las ganas?
Kevin tuvo que irse de casa con catorce años, ya que sus padres no
aceptaban tener un hijo trans. Gracias a su tía Cecilia, dio con un hogar en
el que se le quería y respetaba tal y como es él. Y, aunque lo ha intentado,
nunca ha conseguido tener una pareja duradera. Se ha llevado tantos
chascos y desilusiones a lo largo de su vida, que ha dejado de creer en el
amor.
Solo hay una cosa con la que Helsey no ha contado: Tommy Taylor.
Siendo concretos: Tommy Taylor y tener que fingir que son novios para que
su familia no piense que es una negada total.