En Los Ilustrados de la Nueva Granada (1760- 1808) de Renán Silva se asegura,
con un énfasis de iluminado auto-sorprendido, que Francisco José de Caldas, representa un "caso único en su género, de carácter más bien milagroso, vivida casi siempre bajo la forma de un delirio expresado en un lenguaje lírico muy particular". Habría que quitarse las lagañas de los ojos para leer y releer lo que asegura con igual énfasis como conclusión: "constituye la primera fase de nuestro romanticismo". Trae Renán Silva como pruebas irrefutables de estos asertos los textos en que el llamado sabio Caldas, fusilado miserablemente por Morillo en 1816 al lado de figuras tan notables como Camilo Torres y José María Cabal, deja testimonio de la conversión que presuntamente le aconteció en un momento crítico de su existencia. Este tuvo lugar mientras viajaba por las agrestes montañas de la Cordillera occidental como comerciante menesteroso y, de súbito, la naturaleza le habló al alma. Los textos que aduce Silva del epistolario de Caldas son, extrañamente, fragmentos llenos de emotividad sincera. Nada de esto tiene que ver con el romanticismo, claro está. Silva confunde ingenua e inaceptablemente entusiasmo por la naturaleza con romanticismo, un efecto del espíritu romántico con las características propias del concepto "política romántica", para hacer uso de la categoría de Carl Schmitt. No es nada difícil, y quizá sí muy oportuno, enmendar esta interpretación, por el valor intrínseco, desde otros puntos de vista, del canónico estudio sobre nuestra inteligencia ilustrada. Caldas, dicho en un frase, no romantiza la realidad, no romantiza la naturaleza ni la historia como lo hacen Friedrich Schlegel, Novalis o Hölderlin. No le cabe a él el reproche que hace Hegel (Filosofía del arte o estética) contra el romanticismo (que implica sociológicamente la experiencia de la sociedad burguesa, tras la Revolución francesa), que eleva la espiritualidad a sí misma, en cuya interioridad e intimidad, "el espíritu en sí mismo" deviene realidad. En esta elevación extremadamente subjetiva se desmorona la realidad externa objetiva. Pasa por encima de la Iglesia de la que solo exalta el dolor de Cristo, de la comunidad histórica los mártires, la leyenda, los milagros y del yo interior solo la piedad, la humildad. Caldas se aparta, como ilustrado, de la tradición barroca, de la efusión verbal y de la ebriedad metafórica de la tradición calderoniana que inundó la España y sus colonias de ultramar durante el siglo XVII y XVIII. La intensificación sensorial metafórica, que pretendía resalta lo vano de la naturaleza y la existencia terrenal, desaparece en la prosa científica y epistolar del sabio de Popayán. El conceptismo, que en que “trata de juegos conceptuales con agudeza” para resaltar el doble sentido de la palabra, o el culteranismo, que es “una insólita selección de la palabras” envueltas en “una metáfora ampulosa” (como lo indica Hugo Friedrich en su estudio sobre Calderón), se disipa a favor de la observación metódica, del seguimiento de los fenómenos naturales para registrarlos matemáticamente y ofrecerlos con la sobriedad positivista a los entendidos. Caldas está por tanto en medio de una honda transformación de la cultura colonial precedente (no solo contra la educación escolástica), pero no podemos tratarlo como un romántico, ni de lejos. La bella descripción que hace del Salto de Tequendama (Memorias 8va. y 9va. de Semanario) es una prueba del apego de la observación científica al portentoso fenómeno natural de esta cascada en las cercanías de la capital de Nuevo Reino de Granada. La misma riqueza de imágenes que despliega el sabio Caldas al referirse a la caída de las aguas a esa considerable altura, los golpes horrorosos al precipitarse por la garganta rocas abajo, las plumas vistosas que se alzan en el vaho que asciende y distrae la vista, es decir, las ilusiones majestuosas del espectáculo maravilloso natural, se atienen al fenómeno, no se parta del mismo, lo sigue con la objetividad que demanda la observación. La descripción presume ser objetiva, elevada, precisa, cartesiana, si se nos permite la expresión: no extravagante, lúgubre, fantasiosa como en los cuentos “El rubio Eckbert” de Tieck o la fantasmagoría del hombre que vendió su sombra de von Chamiso. Otro tanto se puede decir del sentido que subyace al “Almanaque”, que no pude ser otra cosa que la réplica secular al relato bíblico del Apocalipsis, a favor de una comprensión histórica serena apegada a los hechos, no solo a los de la Iglesia, sino sobre todo a los de la vida civil y el desarrollo de las ciencias y descubrimientos científicos. Este Almanaque está más mucho cerca del Esquema o Esquisse de Condorcet que de la fantástica y extravagantemente volada “El cristianismo o Europa” de Novalis. Las tablas cronológicas de Caldas inducen a una imagen del “progreso indefinido del género humano”, propio de la filosofía de la historia de la Ilustración, que se despliega de Voltaire al mismo Condorcet. Evita el sabio Caldas el giro anti-clerical y anti-monárquico, por las razones obvias que no se le irá a perdonar al levantarse contra la corona española. Si todavía quedan dudas del Caldas ilustrado, su “Discurso” del ciudadano coronel al “cuerpo de ingenieros” en la “Republica de Antioquia”, en 1815 (en medio de la lucha de la Independencia) como coronel del ejército, refuerza la imagen de su ideario intelectual en forma muy nítida. Las virtudes que demanda a la juventud, en el cuerpo glorioso de las fuerzas armadas que defiende la libertad de la patria contra el invasor español, es decir, el honor, el valor, la fidelidad, la discreción, la paciencia, el celo, la vigilancia, la verdad siempre en los labios y el espíritu, la sobriedad, la cortesía, la frugalidad, son parte de un repertorio de la moral clásica, pero igualmente nutren los valores centrales de un Benjamin Franklin, como fortaleza moral en el naciente republicanismo norteamericano (base de la ética protestante y el espíritu del capitalismo como lo analiza Max Weber). Si Caldas mostró siempre una “conducta honesta, recatada y virtuosa”, como demanda en ese significativo “Discurso”, acaso le faltó ocasión de mostrar, como lo hizo Franklin en su Autobiografía, el modelo programático (el cronograma metódico) para llevarlo a cabo y ser modelo sustitutivo de nuestra corrupción de origen supersticioso y equívoco. Caldas, incluso, hilando más fino, nos pone en la ruta que más tarde, en forma desafiante anti-católica (fue posible por su exilio en Londres), y solo unos años más tarde pudo realizar en un clima de libertad espiritual José María Blanco White en su famosa Autobiografía. La pretensión de establecer un vínculo causal, internamente consistente, guiado por un pregunta abarcante, es decir, una hipótesis consistente, fundada en la experimentación, la observación y las teorías científicas más dominantes (de Newton, Buffon, Montesquieu, Linneo, Saint Pierre, Mutis), la ofrece Caldas en su clásico estudio “Del influjo del clima sobre los seres organizados” de 1808. En este se sintetiza, de algún modo, todos sus vastos y diversos conocimientos de la botánica, astronomía, zoología, historia política y social y antropología. La contemplación de la infinita riqueza del orden natural, orgánico e inorgánico, y sus relaciones con el temperamento y moral social está en el corazón de su imagen del mundo y el sentido más profundo de sus indagaciones científico-filosóficas. El escrito, que debe ser un patrimonio común de los estudios latinoamericanos (no por casualidad el maestro dominicano Pedro Henríquez Ureña lo proyecto para su Biblioteca Americana, al lado del Popol Vuh y las obras poéticas de Sor Juana Inés de la Cruz), quiere descifrar un interrogante esencial de la pregunta por el hombre que se prolonga durante los siglos siguientes, en Comte, Durkheim, Franz Boas, Fernando Ortiz o Alfred Kroeber, para mencionar casos emblemáticos. Su gran conocimiento y sensibilidad atenta lo ponen en el umbral de los grandes temas contemporáneos (nada más agudo que su reconocimiento de la sabiduría ancestral del indio noanama que distinguía las variedades de las beslerias, bajo la denominación popular “contra” como antídoto eficaz de la picadura venenosa de culebras). El escrito de Caldas pues tiene ese lugar destacadísimo, sin necesidad de apelar a falacias patrioteras. Su deseo de escribir una “Relación de un viaje a ambas Américas”, tan tempranamente como en 1801 (con solo 33 años), merece toda la admiración intelectual y el no menos reproche a Humboldt (tan venerado entre nosotros) que frustró ese gran proyecto utópico continental. . Estos tres ejemplos dados y su imagen de las indagaciones científicas de su famoso escrito “Del influjo del clima sobre los seres organizados”, creemos por sí muy persuasivos para indicar el temple moral ilustrado de Caldas, de su imagen de científico empeñado en desentrañar los secretos de la naturaleza, es decir, considerar la naturaleza como la existencia de las cosas dadas determinadas por leyes naturales, por la posibilidad y exigencia de trasferir las certezas derivadas de la observación y seguimiento de los fenómenos en una rigurosa representación físico-matemática a la vida anímica moral del espíritu humano. En estas operaciones racionales Caldas está ausente el empeño desbordado y frenético del intelectual romántico, con su ímpetu libremente vacilante, oportunista, genial. Los escritos de Caldas irradian seriedad moral, estudio científico, amor a su país, disciplinada responsabilidad cívica, gratitud a sus mentores. Precursor de la Independencia y ejemplar sacrificio. ¿Se pueden entonces poner en el mismo reglón los textos de Caldas y los del romanticismo europeo (su núcleo es el alemán, tras la invasión francesa a la Renania y luego a Prusia)? ¿Es Caldas un romántico avant la lettre, resonantemente no identificado? ¿Podría semejar, así sea de lejos, la obra de Caldas, al Fragmento 116 de Schlegel? Este reza: “La poesía romántica es una poesía progresiva universal. Su destino no es solo unificar nuevamente todos los géneros separados de la poesía y poner en contacto la poesía con la filosofía y la retórica. Ella desea, y también debe ya mezclar, ya fusionar poesía y prosa, genialidad y crítica, poesía artística y poesía natural, hacer la poesía vital y social, la vida y la sociedad poética, poetizar la ingeniosidad, colmar y saturar las formas del arte con material formativo creciente y vivificarla por medio de las oscilaciones del humor…” ¿Algo de esto se puede leer o leer entre líneas en Caldas? ¿Algo en Caldas posibilita la novelle Lucinde? No, de ningún modo. Asociar a Caldas con el romanticismo es, para decirlo hegelianamente, un “cálido vapor nebuloso” que no llega al concepto.