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LIBRO DE ACTAS
María Alejandra Vitale y María Cecilia Schamun (C ompiladoras)
ISBN 978-987-26346-0-5
1. Retórica. 2. Actas de Congresos. I. Vitale, Maria Alejandra, comp. II. Schamun, Ma-
ría Cecilia, comp.
CDD 808
Martín POZZI
Universidad de Buenos Aires | Argentina
marpozzi@ gmail.com
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Para una introducción general a la obra de Manilio pueden consultarse con provecho: Goold (1977: xi-
cxxiii); Salemme (1983), Steele (1932: 320-343) y, más recientemente, Volk (2009: 1-13). En Internet
puede consultarse el sitio Electronic M@nilius (http://manilius.webng.com) el cual presenta una lista de
bibliografía actualizada sobre este poeta.
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El condicionamiento impuesto por el género no sólo abarca los recursos formales sino también una
constelación muy amplia de implícitos ideológicos y estrategias discursivas que implican, la mayor parte
de las veces, el control de los enunciados y el “disciplinamiento” del receptor/alumno. Es fundamental
para lograr desentrañar el complejo entramado de este género la consulta de las diversas posturas y opi-
niones sobre el mismo: Calcante (2002), Dalzell (1996), Effe (1977), Perutelli (1989), Volk (2002); un
resumen crítico en Pozzi (en prensa).
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Una valoración objetiva del contenido astrológico del poema –sin caer en la alabanza acrítica de muchos
astrólogos ni en la condena de los racionalistas y positivistas puede encontrarse en la obra de Tester
(1989).
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Cf. Manilio 4. 893-895: “quid mirum, noscere mundum / si possunt homines, quibus est et mundus in
ipsis / exemplumque dei quisque est in imagine parva?” “¿Qué hay de asombroso en que los hombres
puedan conocer el cielo, si el cielo está en ellos mismos y cada uno es una imagen de la divinidad en
pequeño”). Cito por la edición de Goold (1998), las traducciones son propias.
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La formulación más elaborada se encuentra en 4.866–935, otras ocurrencias: 4.390-395, 2.105-116, etc.
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cepción, no están ausentes tanto como illustrans y como illustrandum en una serie de
metáforas que vinculan al cielo y a los humanos. En primer lugar, veremos un caso
donde los ojos, a partir de su carácter brillante y luminoso (recordemos que en la poesía
latina estos órganos son denominados frecuentemente como lumina, “luces”) funcionan
como illustrans en una metáfora que tiene como referente a las estrellas:
ya sea que el fuego y las llamas brillantes han fabricado la obra, que crearon los ojos del cielo y
habitan por todo el cuerpo y que forman los rayos centelleantes en el cielo.
En el pasaje, donde el autor pasa revista a las distintas teorías sobre el origen del
mundo y al hacer mención a la teoría heraclitea del origen cósmico a partir del fuego, se
incluye sorpresivamente estos “ojos del cielo”. Indudablemente el punto de identifica-
ción se encuentra en el carácter brillante de ambos objetos, a su vez reforzado por el
fuego que actúa como principio original. Es decir, esta isotopía de brillos y fuegos tiene
su clímax en la irrupción de un elemento discordante como los ojos para remitir a las
estrellas. Al mismo tiempo, estos ojos que se trasladan del hombre hacia el cielo, son
también una forma de recalcar este principio que ya hemos mencionado: la identifica-
ción entre el micro y macrocosmos. Es indudable que nadie pensaría que las estrellas
son efectivamente ojos, pero cualquier persona versada en las convenciones poéticas
podría decodificar que los ojos en tanto lumina y en el contexto de las llamas brillantes
(micantes, un término habitual para los ojos) son una metáfora que remite a las estrellas.
Hay algo común, aunque sea por medio de la metáfora, entre los humanos y el cosmos,
algo que no necesita ser nombrado con términos concretos: con una metáfora alcanza
para insinuar toda una serie de vinculaciones. Es cierto, podría haber dicho que el fuego
formó las estrellas, pero se perdería entonces la vinculación entre el principio original
cósmico y el hombre. No olvidemos que la mayor parte de las metáforas son reversibles,
entonces los ojos serían también estrellas. En esta bivalencia y en esta vinculación tras-
laticia, el poeta busca enfatizar que tanto hombres como objetos celestes somos parte de
un mismo cuerpo, y lo hace mediante una metáfora, un método de conocimiento mucho
más elaborado y complejo de lo que habitualmente pensamos.
Sin embargo, Manilio no nos deja nada librado al azar, pues encontraremos otra me-
táfora que es, en cierta forma, el efecto reversible de la anterior. En un largo excursus
sobre la historia de la humanidad y la evolución cognitiva y social del hombre leemos
que
[el hombre] impuso un camino en el mar, se erigió único levantando la fortaleza de su cabeza y
victorioso dirigió sus sidéreos ojos hacia las estrellas.
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contemplamos el cielo, ¿por qué no también los dones del cielo, descender hacia las más pro-
fundas riquezas del universo y componer una inmensa mole a partir de sus propias semillas y
llevar el parto del cielo a través de sus propios nutrientes.
En este caso, es el mismo contexto el que subraya la idea rectora astrológica, es de-
cir, la capacidad ilimitada del hombre para conocer el universo y sus dones (munera) y
también, dicho de forma bastante críptica, para que el hombre (parto del cielo) pueda
viajar por el mismo universo (entendido este como una madre nutricia). La saturación
de términos vinculados al engendramiento (seminibus, partum, nutricia) coronados con
la metáfora del parto celestial refuerzan la idea esencial de que, si bien no hemos nacido
directamente del cielo, la vinculación entre él y nosotros es la misma que entre una ma-
dre y sus hijos, la idea de continuidad y el bienestar de una relación nutricia de la cual
somos receptores. Aquí la presentación no es tan sutil como en el caso de los ojos, la
imagen del parto celestial deja poco librado a la imaginación, pero su contundencia tie-
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ne un rasgo notablemente conductual: somos hijos del cielo, y al padre hay que obede-
cerlo, obedezcamos entonces a lo que nos dice el cielo.
En otros casos la metaforización adquiere ribetes ridículos, aunque no por eso aleja-
dos del propósito delineado anteriormente. Por ejemplo, al intentar demostrar la redon-
dez de la tierra, apela al movimiento de la luna y describe su órbita de forma ridícula:
primero en unas tierras, luego en otras, Delia se muestra naciendo y muriendo al mismo tiem-
po, puesto que es llevada hacia un círculo ventral.
Aquí se dice lisa y llanamente que la órbita de la luna es un círculo “panzal”. Es de-
cir, para connotar que la órbita es redonda se ha buscado la identificación con una pan-
za, realidad bastante común a los romanos tan afectos a los banquetes. Más allá de la
poca fortuna de la imagen, opera nuevamente en sintonía con los ojos y el parto vistos
antes: son muestras de que tanto el cielo, en este caso la luna, y los hombres tienen algo
en común, algo que carece de un nombre específico pero que se transmite en metáforas
y en imágenes: hay una vinculación ineludible entre ambos polos, aunque más no sea
porque ambos tienen “panza”.
Un ejemplo más elaborado y en una tónica distinta engloba la salida simultánea de
las constelaciones de Leo y el Can Mayor:
Pero cuando el Nemeo abre su gran boca, sale la brillante Canícula y ladra llamas, se enfurece
con su propio fuego y duplica el incendio del sol.
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el mismo, sólo cambian los destinatarios. Así tendremos por ejemplo a la savia vegetal
presentada como “sangre verde” (“et viridis nemori sanguis decedit et herbis”, “la san-
gre verde se aparta del bosque y las hierbas”, Manilio, Astr. 5.212), apelando a su carác-
ter nutricio; también encontramos ejemplos donde se la utiliza por su color rojo para
connotar el color de las rosas (“vernantisque rosae rubicundo sanguine florem / conseret
et veris depinget prata figuris”, “Plantará una rosa que florece con roja sangre”, Manilio,
Astr. 5.256-261). Aquí, el fluido vital nuevamente conecta realidades –vegetales, en este
caso– distintas al hombre, pero con el cual están asociadas precisamente por el desarro-
llo de la metáfora.
Para terminar, veremos un ejemplo donde se desarrolla una metáfora que engloba a
la canicie y al corte de cabello con la sal marina: otra vez más rasgos propios del cuerpo
humano atribuidos a una realidad extrahumana:
Se junta la sequedad del mar y la canicie del mar profundo es rasurada para las mesas
La blancura de las canas vehiculiza la sal marina, que es secada y molida (“rasura-
da”) para el consumo. Metáfora infrecuente pero de notable eficacia, sobre todo por la
continuidad del proceso metafórico, pues no se queda con la identificación de la canicie
con la sal sino que se adiciona la molienda de la misma con el corte de cabello. A su
vez, al encontrarse en el mar, la metáfora es subsidiaria de la imagen del oleaje y la es-
puma, blancos también. Ya sal, ya espuma del mar, estas canas refuerzan doblemente la
ejemplificación de la simpatía universal estoica. Tanto la sal como el mar comparten
una realidad velada que el poeta elige nombrar mediante una metáfora.
Concientemente me he detenido es esta serie de ejemplos que, si bien monótonos,
ilustran el concepto fundamental que ha regido mi exposición: ilustrar cómo el lenguaje
poético y los recursos que este presupone ponen a disposición del poeta una estrategia
de conocimiento que permite poner a trasluz una dinámica de intercambio simbólico.
Como antes dijimos, no se trata de una exposición sistemática ni ordenada, el poeta bus-
ca transmitir conceptos esenciales con sus propias armas. En definitiva, siempre se pue-
de decir que son “simples metáforas”. Yo espero haber mostrado que no son tan sim-
ples. La presencia del cuerpo hace de ellas una construcción compleja y multifacética.
El cuerpo está atravesado por diversos discursos y por el devenir histórico. No es lo
mismo nuestro cuerpo que el de los romanos. Lo único estable, por el momento, es que
lo tenemos cerca, es quizás lo más apegado a nosotros. No es difícil entonces que sea
vehículo de metáforas, sobre todo cuando queremos mostrar que nuestro débil cuerpo es
parte de un cuerpo mucho mayor que nos engloba, pero dentro del cual debemos apren-
der a estar seguros y confiados. Hemos visto que allí están nuestros ojos, nuestro estó-
mago en el curso de la luna, nuestra sangre en las flores rojas y en la savia de los árbo-
les, nuestro alimento en tanto hijitos del cielo. De todos modos, por más seguridad que
nos brinde este cosmos que nos contiene, las propias metáforas –sabemos que nunca son
inocuas ni están desprovistas de huellas ideológicas– que surgen de nuestro cuerpo casi
pareciera que se nos vuelven en contra. Nuestros ojos están en el cielo, nuestro útero
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nos abraza para darnos nacimiento. Se dan vuelta y ya no somos el centro: alguien nos
mira, alguien nos nace.
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