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Cordón umbilical

Por: Juan Pablo Ortega Sierra.


En los años noventa la historia colombiana estuvo marcada por la violencia y la criminalidad,
los encuentros armados entre las agrupaciones paramilitares, la guerrilla de las FARC y el
ejército nacional dejaron a su paso multitud de cadáveres y la penosa normalización de la
violencia por parte de la población civil y funcionarios públicos, que entre lagrimas y
amargos rencores, vivían con la certeza de la incapacidad estatal, los días posteriores al
desastre.
Durante esta misma época, a altas horas de la noche fue hallado en alto estado de
descomposición, el cadáver de lo que parecía ser un niño a la orilla de una costa del nororiente
antioqueño; alertada la fuerza policial del incidente, ésta se dirigió rápidamente a la zona, en
búsqueda de esclarecer la situación y con la cotidiana predisposición, de ligar el evento a la
violencia armada, pues el golfo de Urabá, se había convertido en aquellos años en un
económico y funcional vertedero de inconvenientes.
Gabriel Gallego, fiscal regional al mando del caso, posa su rodilla en la húmeda arena, a
pocos centímetros de un gelatinoso cuerpo, cuya cintura a sido rodeada por una cuerda que
lo mantiene sujeto a la playa a través de una estaca; aquel penétrate olor a putrefacción
infantil, lo hace recordar el momento en que llegó a ese pueblo.
A los pocos días de haber sido notificado su traslado, arriba Gabriel a turbo, Antioquia,
distrito colombiano que limita al norte con el mar Caribe, al este con los municipios de San
Pedro de Urabá y Apartadó, al sur con los municipios de Carepa, Chigorodó y Mutatá y al
oeste con el departamento del Chocó, reconocido balneario de bajo costo y prestigio, así
como punto estratégico de explotación económica, corrupción y abandono gubernamental.
Era el año 94 o quizá el 97, inexactitud cronológica producto nó de una falla en la memoria
del testigo, sino fruto de un secreto profesional y de una paranoia propia de aquella época,
en donde la sutileza era una necesidad para el apropiado ejercicio de la profesión, que 20
años y múltiples traslados no han podido borrar. Gabriel habría de ocupar el cargo de fiscal
regional, puesto ganado a partir de su sobresaliente gestión como fiscal local en otra zona de
Antioquia, y facilitado por la alta deserción de quienes ocuparon su cargo con anterioridad.
-Pese a tanta violencia y pobreza- menciona Gabriel -Urabá siempre tuvo una belleza extraña,
la forma como las bananeras chocan contra el mar es bastante singular- sentimiento que no
ha cambiado desde aquel primer día, en donde sintonizando de forma deficiente la radio
caribe estéreo, escuchado lo que considera la época dorada de la champeta, llegó a Turbo, sin
comprender aún todas las formas de la palabra violencia, que recordaría con cautela tantos
años después.
Con sus manos en el ardiente volante de un Mazda QP se enfrenta a una situación en la que,
pese haber estado en repetidas ocasiones, no terminaba de asimilar, preguntar en algún
estanquillo o comando de policía en donde quedaba la fiscalía, bajar de su vehículo mientras
era golpeado por el acido sol del noroeste antioqueño y las miradas curiosas de los habitantes,
subir un par de escalones y declararse ante aquellos extraños, la nueva autoridad.
Pero es que antes de todo ello, Gabriel había chocado con lo que pronto conocería, como su
primer fracaso en aquel caluroso lugar; mientras trataba de distinguir a través del humeante
asfalto un supuesto toldo verde, que le serviría de punto de referencia, sonó en caribe estéreo
un mensaje inusual, una mujer de acento extranjero enviaba sus mas sinceras saludes a dos
de sus amigos, que se encontraban en el territorio urabeño, así como su deseo de volverlos a
ver , amigos que habían sido secuestrados unas semanas atrás por la guerrilla de las FARC y
como los gajes del oficio le informarían posteriormente a Gabriel , llevaban similar tiempo
muertos.
Este recuerdo permanecería en su memoria no por ser el mas desdichado, el sonido de la
esperanza chocando contra la realidad se convertiría a lo largo de los próximos meses en algo
cotidiano, mucho menos por el salvajismo de su naturaleza, ni en cantidad o crueldad habría
de sobresalir aquella voz con acento extranjero, seria recordado entonces solamente por ser,
para Gabriel, el primero de muchos casos resueltos, pero sin culpables.
-llegaron a haber meses- menciona Gabriel -en donde solamente en la fiscalía regional se
realizaron 40 levantamientos, entre homicidios y masacres, realmente no tengo conocimiento
de la cantidad de muertos que dejó el conflicto en esa zona, aún sin tener en cuenta, los
levantamientos ejecutados por la policía y el ejército nacional - y es que con tal cantidad de
casos, la fiscalía se vio en la necesidad de permitir a particulares realizar estos procedimientos
-contratábamos funerarias, para que fueran a las zonas en donde el control territorial no nos
permitía pasar, al ser civiles y locales era menos probable que les pasara algo-
La rodilla de Gabriel se encontraba húmeda, su pantalón de dril café oscuro había succionado
lentamente el agua que se encontraba debajo de si, permanecía inmóvil, absorto en sus
pensamientos buscaba formular las posibles razones por la cuales aquel niño se encontraba
amarrado de su cintura y encallado a tierra; calificando de importante para el levantamiento
su extenuante tarea mental, eleva su rodilla de la arena y pide a los oficiales que pongan al
niño en una bolsa.
Días después, se enteraría que la cuerda en la cintura de aquel chico era obra de un civil, que
al haberlo encontrado flotando mar adentro, quiso asegurarlo en la playa, asegurando
posteriormente su propio bienestar, buscando permanecer anónimo ante cualquier facilitador
de aquel aparente ahogamiento. Un camión militar se encargó de recoger el cuerpo, un oficial
de policía conducía, en el volco trasero se acomodaron en círculo el fiscal, integrantes del
CTI y demás acompañantes de la operación, en medio, el chico en la bolsa, al que nadie
quería mirar, los pasajeros pasaron los siguientes minutos observando en una misma
dirección el camino que dejaban atrás, mientras llegaban a la morgue del pueblo, que hacia
las veces de hospital.
-Pero mas nos demoramos bajando el cuerpo que dentro del hospital, la cuestión es que había
en el edificio unas mujeres en labor de parto, y el medico en jefe nos dijo que el olor a
putrefacción del cadáver era tan fuerte que no lo podíamos dejar, porque molestaba a las
pacientes- relata Gabriel de forma jocosa, era entonces la una de la madrugada, el clima
costero alcanzaba la temperatura más baja de la noche y los oficiales empacaban y montaban
una vez mas al chico a la camioneta militar, tomando rumbo al cementerio del pueblo y de
nuevo, el cadáver en la mitad. La situación, normalizada por el cansancio y la impaciencia,
permitió a los encargados desviar la mirada del camino y observar por cortos segundos al
cuerpo que yacía a sus pies, el que parecía que convulsionar debido a los baches de la
desgastaba carretera.
-Cuando llegamos al cementerio nos encontramos con algo que deberíamos haber esperado,
obviamente estaba cerrado y no había nadie, y ninguno de nosotros quería quedarse a esperar,
estaba tarde, hacia mucho frio y ese cadáver no paraba de temblar- el código de policía no
permite a un oficial forzar la cerradura de un cementerio, especialmente de noche y ni
siquiera bajo la excusa de dejar al encargado un paquete tembloroso, que hacía evocar los
temores infantiles de los policías primerizos, que como Gabriel al llegar a este pueblo, no
habían comprendido las múltiples formas de la palabra violencia y ni aprendido a dormir con
ella.
-Entonces nos trepamos por la reja, con cuidado de no chuzarnos con el alambre de púas de
la parte de arriba, primero un par de policías y después yo, los muchachos del CTI no vieron
la necesidad de pasar, pero se encargaron de tirarnos la bolsa por encima, con mucho cuidado
de que no se fuera a romper- superado este obstáculo el grupo prosiguió, mientras dos policías
rasos cargaban al niño, Gabriel se encajaba de guiar el camino, valiéndose de una linterna de
bolsillo y sus múltiples visitas, producto de su oficio.
Lo dejaron entonces, al lado de la puerta de la sala en donde se acostumbraba guardar los
objetos litúrgicos, a la vista de cualquier transeúnte, que con suerte sería el encargado, sin
embargo, de manera preventiva se escribió una nota en un pedazo de papel, que a falta de
cinta o liquido pegante, se cuñó entre una roca y el pecho del niño, “de 8 a 10 años, varón,
encallado en la playa”; retornaron sobre sus pasos sin mirar a atrás, en donde los esperaban
los muchachos del CTI recostados en la camioneta militar, treparon de nuevo la reja y se
montaron en el vehículo, en el viaje de regreso hablaron de forma amigable sobre los partidos
recientes y los problemas maritales, los logros de sus hijos y de las muertes del oficio.
Cual transporte escolar, emprendió el conductor de la camioneta militar una ruta nocturna a
través del pueblo, dejando a su paso en la puerta de la casa a cada miembro del grupo
encargado, Gabriel se bajo en quinto lugar, a eso de las 3 de la mañana, abrió con cautela la
puerta de su casa, se quitó los zapatos al entrar y se dio un extrusivo baño con estropajo, entró
a la cama en donde estaba su mujer y durmió hasta las 10.
Los días posteriores a la operación se dieron acorde al protocolo, se buscó en las bases de
datos gubernamentales la desaparición de un niño con esas características, los resultados, sin
embargo no arrojaron ningún resultado claro, y es que, ni en turbo o alguna localidad cercana,
se había reportado a las autoridades una desaparición de esa índole, a su vez se tuvo en cuenta
una larga lista de amenazas de muerte reportadas a la policía, directas y hacia familiares, en
un intento de encontrar algún tipo de patrón para dar con el origen de ese cadáver.
-Me hubiese gustado implementar mas tiempo y esfuerzo en ese caso, solucionarlo por
mismo, pero es que simplemente no tuve tiempo- pues días después, se presentó a las afueras
de turbo un enfrentamiento armado entre el frente 5 de las FARC y las fuerzas miliares, por
lo que un solo muerto, dejó de ser prioridad; pese a ello, Gabriel uso el tiempo que le quedaba
entre las desapariciones y el almuerzo, en la búsqueda del origen del niño encallado.
La respuesta le llegaría dos semanas después, en donde a partir de una investigación
solicitada por la fiscalía regional, se contactó con las estaciones policiales de los pueblos
cercanos a los ríos que desembocan en el golfo de Urabá, en búsqueda de desapariciones no
denunciadas con anterioridad, encontrando así, que tres días antes de ser encontrado el
cadáver en la playa de turbo, salió juan pablo vahos de su casa en Betecito, Chocó, a bañarse
al rio Chigorodó, en donde aparentemente su corriente lo habría atrapado y llevado hasta el
golfo; aquella revelación dibujo una leve sonrisa en el rostro de Gabriel, pues entre secuestros
y matanzas, una muerte accidental no estaba mal entre los archivos, una sonrisa que no habría
tenido, solamente 8 meses atrás, cuando llegó a ese pueblo, sin conocer todas las formas que
la palabra violencia tiene.

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