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Capítulo VII - Organización societaria


1. Los órganos sociales
Nuestra ley 19.550, en su art. 1°, adopta en líneas generales la teoría del contrato
plurilateral de organización para definir la naturaleza de la sociedad comercial. En tal sentido —
como dice Richard—, en este contrato no se intercambian prestaciones entre las partes, sino
que —mediante una conciliación de los intereses contrapuestos de los socios constituyentes—
se determina la creación de una organización concreta para su funcionamiento.

Como contrato plurilateral de organización, a nuestro criterio, responde con total


transparencia a la pauta del art. 957 del Código Civil y Comercial, dando satisfacción a una
necesidad del hombre de generar un centro diferenciado de imputación de relaciones
económico-jurídicas y de responsabilidades, ya que dicho contrato da nacimiento a un sujeto de
derecho, de conformidad a lo expresamente determinado por el art. 2° de la LGS y art. 143
CCyCN.

A este centro diferenciado nuestra ley le asigna personalidad jurídica para ordenar la
imputación de las obligaciones que se generarán con y ante terceros en el desarrollo de la
actividad propuesta en el acto constitutivo del ente. Este sujeto operará en base a precisas y
determinadas pautas definidas en la misma normativa.

La actividad del sujeto se llevará a cabo a través de órganos del propio sujeto de derecho
que la ley ha previsto para los distintos tipos societarios, y que modelarán y exteriorizarán
la voluntad del sujeto de derecho. Se plasma así el llamado principio o sistema organicista, por
el cual existen —dentro del sujeto de derecho— determinadas estructuras con funcionalidad
y competencias propias, que llevan adelante el desenvolvimiento de la sociedad y
están legalmente autorizadas a manifestar su voluntad (art. 1° LGS).
A diferencia del derogado Código Civil y de las derogadas disposiciones del Código de
Comercio en que está ínsita la idea del "mandato" en la actuación del administrador o de los
órganos de la sociedad, la normativa de la ley 19.550 —adoptando la teoría organicista— hace
que se exprese la voluntad directa y propia de la persona jurídica societaria a través de dichos
órganos sociales.

Como exponen casi unánimemente la doctrina y la jurisprudencia, los órganos integran


la sociedad y mediante los mismos el sujeto de derecho da forma y expresa su voluntad sin
necesidad de mandato alguno y sin perjuicio de que las personas que las integran deban
eventualmente responder ante la sociedad por la inejecución o mal desempeño de sus
funciones.

La figura del órgano absorbe la del mandatario representante y las relaciones jurídicas
o el negocio se entenderá estipulado por la persona jurídica a nombre propio, a diferencia de lo
que ocurre cuando la persona jurídica se vale de un representante diverso investido del
respectivo poder, en cuyo caso el negocio lo estipula ese representante en nombre de otro, es
decir, la persona jurídica otorgante de la manda.

Los órganos no son agentes ni mandatarios, integran la sociedad, son la sociedad


operando en su terreno negocial y aunque sean personas físicas quienes integren esos órganos,
en su actuación no expresan su voluntad individual, sino que a través suyo la sociedad está
expresando su propia voluntad.

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La LGS ha estructurado la organización de las sociedades comerciales a través de


diversos órganos de los que se vale el ente para actuar frente a los terceros y aun ante sus
integrantes. Cada órgano tiene en principio facultades y competencias diferenciadas y éstas son:
las de administración, de gobierno y de fiscalización. De allí entonces que —además del grado
de complejidad del tipo societario— podemos distinguir distintas clases de órganos con sus
funciones adecuadamente diferenciadas:

a) Órgano de administración y representación.

b) Órgano de gobierno.

c) Órgano de fiscalización.

El primero (administración y representación) es un órgano necesario y permanente en


todo tipo societario. Su actuación es ininterrumpida y constante durante toda la vida de la
sociedad, ya que su propia realidad hace que el fin común deba desarrollarse a través de su
actividad y actuación constante y sin interrupción. En el caso de las sociedades anónimas la
función de representación se adjudica —salvo otra previsión estatutaria— al presidente del
directorio (art. 268 LGS). Esta particularización implica una diferencia con los restantes tipos
societarios, en los cuales la representación legal compete al órgano administrador, sin distinción
alguna. La adjudicación de la función de representación sólo al presidente en la sociedad
anónima, encuentra su razón de ser en la composición del directorio, que puede llegar a ser
numerosa, ya que usualmente suele comprender de tres a cinco personas.
El segundo es también un órgano necesario en todo tipo societario, pero no es un órgano
permanente, sino que tiene una actuación periódica y limitada, pues está llamado a mantener,
guiar y eventualmente modificar las pautas que dieron origen a la sociedad, cada vez que sea
convocado por el órgano de administración, por el órgano de fiscalización si lo hubiere, a pedido
de socio o por el organismo de control externo (Inspección General de Justicia, Dirección
Provincial de Personas Jurídicas, etc.).

El tercero de los órganos vistos —el de fiscalización— puede no ser un órgano necesario,
pues puede no existir como tal según el tipo societario, ser facultativo (arts. 158 y 284 in fine
LGS) o puede ser necesario excepcionalmente (casos del art. 299 LGS). Sus funciones son las de
controlar la legitimidad de la actividad de la administración y representación societaria, con
deber de informar a la sociedad y socios en las reuniones respectivas. Para concluir debemos
expresar que las funciones de administración, gobierno y fiscalización no están delimitadas
estricta y excluyentemente, existiendo zonas grises y aun actuaciones de órganos en funciones
que pueden ser propias de otros (por ej., acto de administración decidido por el órgano de
gobierno, acto de fiscalización decidido por el órgano de administración, etc.).

2. El órgano de administración y representación


El desarrollo de la operatoria social y la gestión empresaria requiere de un órgano que
ininterrumpidamente lleve adelante esa actividad tendiente al logro del objeto social. La
actividad gestora que el órgano de administración y representación lleva a cabo puede requerir
de una o más personas, lo que nos impone efectuar algunas distinciones y aclaraciones. En tal
sentido la administración o representación podrá ser:

I) Unipersonal: cuando una sola persona íntegra el órgano de administración y


representación.

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II) Pluripersonal: cuando dos o más personas integran dicho órgano.

En el caso de ser la administración pluripersonal, podrá ser a su vez una administración:


II. a) Indistinta, cuando cualquiera de los integrantes obliga a la sociedad, lo que así
sucederá si los socios no hubieren previsto indicación específica al respecto.

II. b) Colegiada, cuando la sociedad sólo queda obligada por la actuación colegiada de
dos o de la mayoría de los administradores

II. c) Conjunta, cuando la sociedad solo queda obligada por la actuación de todos los
administradores, gerentes o directores designados.

Las funciones de administración y representación de las sociedades son ejercidas por


un mismo órgano en las sociedades colectiva (art. 127 LGS), comandita simple (art. 136 LGS), de
capital e industria (art. 143 LGS), de responsabilidad limitada (art. 157 LGS), pero —como ya
dijimos— se distingue entre órgano administrador y representante legal en las sociedades
anónimas, donde el órgano administrador es el directorio, pero la representación de la sociedad
la tiene el presidente del directorio, desdoblándose dentro del órgano las funciones específicas
(art. 268 LGS).
Esto nos permite entonces distinguir dos clases de actos en la gestión del órgano de
administración:

- actos o gestión de administración: o sea, actos de gestión interna (ordinaria o


extraordinaria) que posibilitan el funcionamiento interno de la operatoria social;

- actos o gestión de representación: que comprende los actos de gestión externa, ante
terceros, en nombre de la sociedad.

Así entonces, a una sociedad se le imputarán jurídicamente las actuaciones de sus


órganos de administración y representación en su faz externa, como así también las
consecuencias jurídicas concomitantes, en tanto y en cuanto hayan sido celebrados dichos
actos conforme a derecho, pues es necesario que el órgano obre sin violar las leyes de su
organización (con. art. 58 LGS).

a) Régimen legal de la administración societaria (art. 58 LGS)


El principio general determinado por el art. 58 de la ley general de sociedades —
conforme lo expresáramos al finalizar el punto anterior— es el de imputar a la sociedad como
sujeto de derecho todos los actos realizados por el administrador o representante. Pero no
todos los actos resultan ser imputables a la sociedad, ya que la personería jurídica otorgada, el
carácter de sujeto de derecho que le es reconocido por ley (art. 2°), queda limitada a las razones
de su reconocimiento y en principio a los límites de su objeto (art. 141 CCyCN). La excepción,
sin embargo, debe interpretarse —en aras de un principio de adecuada seguridad jurídica— sin
la fijación de límites estrictos ni excluyentes, por lo cual la propia disposición establece límites
particulares.

En efecto, por un lado —aunque la norma no lo exprese— la sociedad no quedará


obligada, sea la administración unipersonal o pluripersonal cuando el acto realizado sea
notoriamente extraño al objeto social; esto es que la negociación llevada a cabo para no ser
imputable a la sociedad debe tener una alienidad tal al objeto social que no pudiere ser ignorada
por el tercero contratante; que fuere objetiva u ostensible, que fuera burda o groseramente

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desconectada del objeto. Esto tiene su sentido porque la noción de acto de administración es
mucho más amplia en la esfera societaria que en la civil o común, pues la gestión operativa es
una de las facetas mediante la cual se da cumplimiento al objeto social.

La corriente doctrinaria tradicional cargó el tono sobre el carácter preciso y determinado


que debe calificar al objeto según la disposición del art. 11 de la LGS para ajustar en base a ello
la conducta y la órbita funcional del administrador. Ello no implicó que nuestra ley incurriese en
la línea de la llamada doctrina del ultra vires, traducida en una limitación de la capacidad
operativa de la sociedad a los precisos límites del objeto social (principio de especialidad que se
centra en lo preciso del objeto). Sin embargo la ley 19.550 logró impedir que se plasmase en la
ley la idea del maestro Halperin de lograr acceder a la línea doctrinaria alemana, por la cual el
objeto social sólo implica una limitación interna de las facultades de los representantes (espina
dorsal de su responsabilidad), pero que no es oponible frente a los terceros que se vinculan con
la sociedad.

Ubicada la norma legal del art. 58 LGS en una línea intermedia entre ambas, como bien
dice Otaegui, debe tenerse en cuenta que el objeto social sólo indica actividades, no quedando
limitada la capacidad de derecho de la sociedad respecto de los 'actos' que ésta pueda realizar,
sino sólo cuando éstos fueren notoriamente extraños, pauta que necesariamente se adoptó en
protección de los terceros contratantes con la sociedad.

Por ello los actos ejecutados por los órganos de administración societarios en ejercicio
de sus funciones estatutarias son actos de la sociedad y obligan siempre a ésta y no a las
personas que los integran, quienes carecen de legitimación pasiva para ser reclamados por ellos.
Esto nos permite advertir a su vez que el problema atendido por la norma del art. 58 LGS no es
un problema de capacidad de la sociedad, sino de imputación de los actos realizados por ésta o
sus administradores.

La norma del art. 58 LGS no define lo que se entiende por "acto notoriamente extraño"
como tampoco es posible una casuística a priori, de allí que en principio deben considerarse
actos de esta índole —conforme adelantáramos— aquellos que alcanzan el límite de lo burdo,
torpe, grosero o una complicidad subjetiva del tercero o una verdadera mala fe de éste. En tal
sentido una donación o una sponsorización en áreas no directamente vinculadas con la
operatoria social, puede no ser notoriamente extraña al objeto social cuando es de uso,
corriente y razonable, calculada para promover objetivos sociales en forma indirecta o actuar
comunitariamente en pro del prestigio de la empresa.

La ley general de sociedades atiende con adecuado equilibrio a las pautas indispensables
de todo negocio: la exigencia de una adecuada seguridad jurídica y la preservación de la
celeridad mercantil. La norma del art. 58 LGS va a sostener que la organización plural y su
eventual infracción no será oponible a terceros de buena fe en determinados supuestos. Es así
que ante la particularidad de ciertas formas negociables, la propia ley permite que en caso de
tratarse de una administración pluripersonal; la violación a la misma no afecte al tercero (de
buena fe, como veremos) y se mantenga la imputación del acto a la sociedad (sin perjuicio de la
responsabilidad personal interno-societaria respecto de quien realizó el acto), en los siguientes
supuestos:

I) Cuando se trate de obligaciones contraídas mediante títulos valores (por ej., firma de
un pagaré por un gerente cuando se trataba de una gerencia conjunta de dos socios de la SRL),
pues los derechos del portador no pueden resultar enervados si recibió el instrumento con una
firma auténtica, emanada de persona idónea para obligar a la sociedad, pues aun cuando se

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alegue infracción a la representación plural, ésta ha creado una apariencia de derecho y de


facultades que hace prisionero de ella al propio ente. La contemplatio domine descarta toda
imputación de responsabilidad personal del firmante frente al tercero. En este particular
supuesto la CSJN ha entendido que la regla según la cual la teoría de la apariencia que consagra
el art. 58 se aplica aún en infracción a la organización plural en el supuesto de obligaciones
contraídas mediante títulos valores, contiene una excepción que consiste en la demostración de
que el conocimiento del tercero al respecto, sea "efectivo", por lo cual no puede ser presumido
y exige una prueba alejada de toda duda en aras a la protección de la confianza en las relaciones
comerciales.

II) Cuando se trate de contratos entre ausentes, contratos celebrados a distancia (por
ej., por correspondencia, télex, etc.), por obvia razón de la imposibilidad de control o de
adecuado conocimiento por el tercero a la distancia, de la sociedad, de sus actuales estatutos y
de la administración social.

III) Contratos por adhesión o concluidos mediante formularios (conf. art. 984 y ss.
CCyCN).

Conforme expresamos se excluye así la oponibilidad a los terceros de las reglas


estatutarias de la representación plural, cuando la conducta del administrador ha sido idónea
para crear una apariencia de atribución de facultades suficientes (lo que se presume que en
estos casos apuntados) pues, como expresara Josserand, quien crea una apariencia se hace
prisionera de ella. Como expone Zaldívar, se trata de preservar no sólo la seguridad jurídica y la
buena fe de los terceros en este tipo de negociaciones comerciales, sino el principio de celeridad
y apariencia imprescindible en el campo negocial.

Sin embargo, continúa la norma expresando que la sociedad no quedará obligada


cuando se acreditara que "...el tercero tuviere conocimiento efectivo (anterior o
contemporáneo) de que el acto se celebra en infracción a la administración plural".

Es ésta una sana aplicación del principio de buena fe y de lealtad contractual, que
fundada en la teoría del acto propio impide al tercero accionar contra el sujeto de derecho
cuando conocía las limitaciones o la carencia de facultades de aquel con quien contrataba. No
obstante será a cargo de la sociedad excepcionante que desee liberarse de su responsabilidad o
alegar la inoponibilidad de lo actuado, quien deberá probar el conocimiento previo o
contemporáneo del tercero, de la infracción a la representación. Es así que tercero de mala fe
será aquel que conocía o debía conocer (conf. arts. 1724 y 1725 CCyCN) el defecto de
representación o aún mismo la naturaleza del acto como "notoriamente extraño al objeto de
la sociedad" y no obstante ello, igual contrató.

a.1) Prestación de garantías por los administradores de la sociedad


Suele ocurrir que sociedad otorgue a bancos u otras entidades garantías —fianzas o
hipotecas— para respaldar el cumplimiento de obligaciones contratadas por socios u otros
terceros. En principio no puede postularse que el solo otorgamiento de fianzas o la constitución
de hipotecas constituya un acto notoriamente extraño al objeto social de una sociedad anónima
si su objeto está conformado por una actividad comercial, inmobiliaria, servicios, importación y
exportación, máxime si el estatuto otorga la facultad de administrar y disponer de los bienes, ya
que el otorgamiento de tales garantías se encuentra entre las atribuciones razonablemente
implícitas para el logro directo o indirecto del objeto social o el cumplimiento de la actividad
social.

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Pero ¿qué sucede cuando obligación de garantía es asumida sin contraprestación, a


pesar de que tal es la naturaleza de la fianza, en donde el acreedor garantizado en nada se obliga
respecto del fiador y donde el deudor de la obligación afianzada no tiene tampoco
contraprestación alguna en beneficio de la sociedad fiadora? La fianza prestada respecto de una
obligación o contrato, no hace presumir su onerosidad.

La jurisprudencia se ha pronunciado en algunos casos por la inoponibilidad a la sociedad


de este tipo de garantías, ya que por ej., ante la garantía prestada por una deuda personal de su
gerente o afianzando la obligación de un socio, si tales obligaciones fueren asumidas sin
contraprestación, beneficio o utilidad directa o indirecta alguna, representará ello un acto
exorbitante del objeto social, pues tal actuación no estaría comprendida en el objeto social, no
haría al interés social, ni podría considerarse necesaria para concretar o facilitar directa ni
indirectamente la actividad de la empresa, siendo posible considerarla —por tal razón—
incausada (anterior art. 499CCiv.; hoy arts. 282 y 1013 y conc. CCyCN) e inoponible.

De allí que podemos considerar que la prestación de garantías por obligaciones de


terceros debería considerarse inoponible a la sociedad, salvo que (I) se tratara de la prestación
de tal garantía por una sociedad con objeto financiero (exclusivo o no), (II) que el acto haya sido
previamente aprobado o confirmado por el órgano de gobierno de la sociedad y (III) que exista
algún tipo de contraprestación a favor de la sociedad por la garantía otorgada.

b) Principios a que deben atenerse los administradores de la sociedad (art. 59 LGS)


Los administradores societarios tienen la obligación natural de conducta de planificar la
actividad empresaria para el logro del objeto social. Es por ello que la norma legal va a fijar
pautas de conducta a las que deberán ajustar su accionar los administradores y representantes
sociales, reflejándose en la norma del art. 59 LGS y armonizando en ella los principios genéricos
de los arts. 9° y conc. CCyCN, que imponen actuar de buena fe y poniendo en los negocios
sociales el mismo cuidado y la misma diligencia que pondrían en los suyos.

Estas pautas se aplican a los administradores a cargo de la conducción de la empresa,


como a los simples directores "de silla" o a aquellos que siéndolo no concurran a ejercer su
función, pues ello no excusa su responsabilidad, porque no se los puede eximir de su culpa in
vigilando.

La ley societaria en este art. 59 lleva un doble contenido: por un lado, un principio
general regulador de la conducta del administrador —el principio de buena fe-lealtad— y, por
otro, un standard jurídico como es el de actuar como un buen hombre de negocios.

Los administradores societarios deberán por ello actuar sujetándose a tales pautas, caso
contrario se les podrá responsabilizar —solidaria e ilimitadamente— por todos los daños y
perjuicios que resultaren a la sociedad y aun a terceros en virtud de tal acción u omisión.

Sin perjuicio de analizar ambas pautas, podemos advertir lo estricto de los requisitos de
actuación y las pautas de ese deber de lealtad y de la diligencia de un buen hombre de negocios
que se imponen a los administradores, al observar otras normas de la ley 19.550, como la del
art. 72 (que establece que la aprobación de los estados contables no implica la aprobación de la
gestión del administrador), del art. 99 (que en caso de disolución por vencimiento del plazo
limita su continuidad a lo urgente) y del art. 275 (que determina que la aprobación de su gestión
no extingue su responsabilidad si hubiere mediado oposición de un cinco por ciento del capital).

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Por su parte, Mascheroni expresa que el obrar con lealtad y con la diligencia de un buen
hombre de negocios implica ser leal con el administrado, honesto con los fondos a su cargo,
diligente en el tiempo y las cosas y prudente en el manejo de la cosa común, sin que ello importe
prescindir del normal manejo del riesgo que lleva implícita la actividad empresaria y que debe
constituir el contrapeso del análisis del obrar del administrador.

Finalmente no debemos olvidar que estas pautas —principio de buena fe-lealtad y el


standard del buen hombre de negocios— imponen a los administradores ejecutar su
función con miras a obtener las mayores ventajas, beneficios posibles o dar mayor valor a la
sociedad, sin motivaciones personales o extrasocietarias, por lo que su actuación no puede
juzgarse ni ser supervisable aisladamente en cada acto suyo sino integralmente, en su conjunto,
del total de su actividad dentro del campo de operaciones de la sociedad administrada.

b.1) Buena fe – lealtad


Conforme expresa Halperin y resalta la jurisprudencia, se impone al administrador un
obrar con buena fe-lealtad a favor del interés social en función del objeto y la actividad social,
obligándole a una actuación conservatoria del patrimonio social y a una gestión del riesgo
empresario tendiente a la obtención de ganancias para la sociedad, sin otra motivación
extrasocietaria que pueda deformar o desviar esa actuación.

En tal sentido Diez Picazo y Borda expresan que el principio general y el concepto de
buena fe-lealtad es uno de los más polémicos por su incómoda falta de precisión, pues no existe
una noción única y constante del mismo. Si bien la buena fe-lealtad se presume, este principio
tiene una doble modalidad.

Por un lado en su faz objetiva (buena fe-obrar) impone al sujeto el deber de actuar
acorde a la situación externa, sin contradecir esa realidad o la verdad material percibida.

Por otro en su faz subjetiva o interna (buena fe-creencia) impone al administrador el


actuar acorde a lo que íntimamente su recta conciencia le dicta, aspecto que tiene mayor acento
en los contratos societarios en donde esa conciencia debe tender hacia el fin común, a satisfacer
el interés social, sin aquellas motivaciones extrasocietarias que puedan deformar o desviar esa
creencia y esa actuación.

Tienen los administradores la obligación de actuar con buena fe y lealtad en el


cumplimiento de sus obligaciones (principio del art. 9° CCyCN), respetando la ley, estatutos y,
en su caso, el reglamento, debiendo fidelidad al sujeto de derecho, y por ende no compitiendo
con éste, ni realizando personalmente actos que lo pudieren perjudicar, ni contratando con la
sociedad salvo que se trate de los negocios normales de la sociedad y en iguales condiciones
que los terceros contratantes, evitando un beneficio personal derivado de los negocios de la
sociedad.

b.2) Buen hombre de negocios


El deber de actuar como buen hombre de negocios, impone que el hecho ejecutado por
el administrador en el cumplimiento de este standard debe ser de tal carácter que haya podido
estar razonablemente en las previsiones normales o naturales de cualquier administrador en
similares condiciones de lugar y tiempo.

Este concepto de razonabilidad o de previsión razonable es el que —a nuestro criterio—


nutre el concepto de buen hombre de negocios como standard de la norma del art. 59 de la LGS;

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ya que conforma la base de ese deber de diligencia en el tiempo y las cosas, de prudencia en el
manejo de la cosa común, de una actuación tendiente a la consecución del objetivo social y la
obtención de un mayor valor empresario, todo lo cual debe a su vez apreciarse a través del
análisis y valoración del interés social; lo que impone también una adecuada evaluación del
alcance del objeto social y la naturaleza de los bienes o actos involucrados en la gestión.

Este standard jurídico clásico, variante empresaria del bonus pater familiae, de alto
contenido moral, establece un criterio pragmático y objetivo de comparación (pero no crea una
responsabilidad objetiva) creando en cabeza del administrador una auténtica responsabilidad
profesional que implica capacidad técnica, experiencia y conocimientos que imponen apreciarla
como una obligación de medios, tomando en cuenta la dimensión de la sociedad, su objeto, las
funciones del administrador, las circunstancias en que debió actuar y también como actuó,
precisándose así la obligación que el art. 1725 del Código Civil y Comercial impone al obrar.

La omisión de una diligencia propia de un administrador medio, la omisión de los


cuidados elementales, la culpa grave y aun en casos de culpa leve, constituirán entonces motivo
de su responsabilidad. Como bien expone Brunetti, en el actuar, en la diligencia del
administrador no ha de analizarse con extremo rigor, sino con un criterio normal; es así esta
pauta un paradigma que no puede ser ni rígido ni fijo, sino que cambiará y se colorará de manera
distinta según los tiempos, las costumbres sociales, las relaciones económicas y los propios
negocios de que se trate.

No obstante como también expone Roitman, el cartabón del buen hombre de negocios
establece una suerte de responsabilidad profesional, ya que ello implica una cierta capacidad
técnica o habilidad, experiencia y conocimiento (limitado a aquel disponible al momento de
tomar decisiones) y que se deben establecer en función de la dimensiones de la empresa y el
negocio, de las circunstancias de tiempo y lugar que rodean al acto o al negocio y la actitud que
otra persona hubiera tomado en el caso, sin olvidar que no debe juzgarse la conducta del
administrador por un acto sino integralmente, en su conjunto.

b.3) Obligación del administrador: ¿de medios o de resultado? Riesgo empresario


Debemos entender que la obligación que asumen los administradores societarios no es
una obligación de resultado sino una obligación de medios. No hay una obligación de lograr un
determinado objetivo o resultado, sino actuar con la diligencia propia que impone el art. 1725
del CCyCN.

Así —con riesgo empresario en cuenta— el buen administrador no es el que actúa


"infaliblemente", el que debe lograr éxito en los negocios, el que hace buenos o grandes
negocios. Como bien expone Odriozola, al administrador o director no debe encuadrárselo en la
calidad de superempresario que todo lo sabe y todo lo controla, al que pueda exigírsele un total
conocimiento de las cuestiones inherentes al desarrollo de la sociedad que administra. De allí la
posibilidad que tiene éste de servirse de asesores o especialistas, inclusive para el examen de la
documentación que deba manejar. Ello no incide en la indelegabilidad de sus funciones pero tal
facultad o autorización debe utilizarse con cierta restricción por el carácter reservado que tienen
ciertos datos empresariales que siempre es preferible que queden fuera del alcance de terceros
y aun —a veces— de los socios que pueden tener intereses en conflicto.

En principio, el buen negocio como resultado de la actuación del administrador, no debe


ser parámetro para medir la gestión, ni la responsabilidad del administrador. El profesor Ghersi
expresa que debe actuar con eficiencia como modo de que se generen excedentes y derechos

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económicos a la sociedad, nudo definitorio del buen hombre de negocios. Entendemos que
aplicando tal pauta habría una presunción de negligencia del administrador de no lograrse tal
efectividad operativa, olvidando el riesgo propio de los negocios empresarios y la conducta del
mercado que no queda al control del administrador, pues de no entenderse con este límite, ello
importaría llevar la actuación del administrador a ser juzgada casi como una obligación de
resultado, cuando no es sino una obligación de medios.

b.4) Responsabilidad
El incumplimiento de los administradores a las pautas de lealtad y de "buen hombre de
negocios" del art. 59 de la LGS los hará responsables ilimitada y solidariamente por todos los
daños y perjuicios que resultaren de su acción u omisión, sea que beneficien o terceros o a sí
mismos, desde que el daño generador de una disminución del patrimonio de la sociedad
motivado por el incumplimiento de los administradores da nacimiento a una responsabilidad
plena, aunque de carácter subjetivo, como establece el art. 274, LGS y los arts. 160 y 1724
CCyCN.

Esa responsabilidad solidaria e ilimitadamente de todos los administradores incluye a


los que sean los naturales integrantes del órgano de administración o como al eventual
designado judicialmente de conformidad a los arts. 113 y ss. LSC, que por su acción u omisión
hubieren generado un daño a la sociedad.

Vale resaltar que habiendo sido nuestra ley un modelo para la Ley Societaria de Uruguay,
ésta en su art. 83 (ley 16.060) si bien sanciona con igual responsabilidad a los administradores
que violen las pautas de lealtad y buen hombre de negocios, habilita al juez a determinar la parte
contributiva de cada responsable en la reparación del daño.

Así la praxis judicial ha entendido que la pérdida de los activos o el ignorado destino de
éstos conforma un evidente deterioro o disminución del patrimonio de la sociedad y en tanto
esa pérdida halle causa en la falta de prudencia o diligencia en el manejo de los bienes o fondos
sociales, o cuando se advierte una desaparición del ente omitiéndose los trámites legales de
disolución y liquidación, se produce un incumplimiento de los deberes de custodia del activo (y
de información sobre su destino) que determina la clara e indubitable responsabilidad de los
administradores. Esta misma pauta de responsabilidad se aplica a directores, administradores,
síndicos y a consejeros de vigilancia de las sociedades emisoras de obligaciones negociables por
las violaciones a las disposiciones legales que afectaren a los obligacionistas (conf. art. 34, ley
23.576).

Independientemente de su responsabilidad por no actuar en base a estos principios de


lealtad y diligencia, los socios podrán —de darse los supuestos de los arts. 113 y 114— requerir
la intervención judicial de la sociedad.

b.5) Conclusión
En conclusión y resumiendo ambas pautas de conducta —conforme expresa la doctrina
unánimemente y resaltaba Mascheroni—, se exige al administrador ser leal con el administrado,
honesto en el uso de los fondos y la caja social, prudente en el manejo de la cosa común y
diligente en el tiempo y en los negocios.

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b.6) Naturaleza de la responsabilidad de los administradores sociales


Un importante sector de la doctrina y de la jurisprudencia sostiene que la
responsabilidad de los administradores sociales es de naturaleza extracontractual, pues no se
basa en una relación contractual sino que surge de la organización de la sociedad y se halla
pautada normativamente. Por otro lado, no es excusable por anticipado la culpa en su accionar
y la solidaridad de que habla el art. 59 se impone legalmente derivando del carácter colegial de
la función de los administradores, no pudiéndose tomar en cuenta una distribución de tareas
que no estuviera autorizada por la asamblea, estatuto y registrada en el organismo estatal de
control (conf. arts. 261, 269 LGS).

Por nuestra parte sostenemos que la relación y la responsabilidad emergente es de


naturaleza contractual, en el sentido de que el administrador, como órgano, tiene la
representación de la sociedad y el poder de obligar a ésta por todos los actos que no sean
"notoriamente extraños" al objeto social (conf. art. 58, LGS), teniendo ello su origen y razón de
ser en la necesaria y esencial determinación de aquel objetivo y sus funciones en el contrato
social (art. 11, inc. 6°, LGS) y su particular aceptación del mismo al asumir el cargo.

c) Inscripción y publicación de los administradores


Dispone el art. 60 de la LGS que toda designación o cesación de administradores deberá
ser inscripta en los registros correspondientes e incorporada al legajo de la sociedad, y que será
necesaria la publicación de avisos oficiales cuando se tratare de sociedades de responsabilidad
limitada y sociedades por acciones (SA y SCA). La sociedad —a través de sus administradores—
es la única legitimada para proceder a esta inscripción.

Esta inscripción es simplemente declarativa, conforme sostienen doctrina y


jurisprudencia. No es ni integrativa, ni constitutiva de la función o del cargo, por lo cual el
administrador actuará válidamente con prescindencia de tal registro e inscripción, teniendo su
designación efecto como tal desde la decisión misma de la reunión de socios y no desde su
publicación o registro que sólo tienen función de simple conocimiento a terceros.

De allí que en caso de falta de inscripción de la designación o de la cesación, la misma


—si bien será inoponible a terceros (conf. art. 12, LGS sin la excepción prevista in fine)—, éstos
podrán alegar la designación o cesación contra la sociedad cualquiera fuere su tipo y los socios,
según el caso. Obviamente esto importará el riesgo asumido por la sociedad de que —con base
en la protección de los terceros de buena fe— los actos de los administradores inscriptos pero
removidos, obligarán siempre a la sociedad si los nuevos no le fueron informados al tercero
contratante, ni publicados ni inscriptos.

Sin embargo debe también resaltarse que ello no puede habilitar al tercero a que tome
ventajas procesales por la falta de inscripción del administrador social, sin que se agravie el
principio de buena fe (por ej., pedir la rebeldía ante esa presentación).

Más aún, en aras de un principio de seguridad jurídica se ha llegado a validar la actuación


y consecuentemente la asunción por la sociedad de la obligación de quien siendo administrador
suplente, había generado una apariencia de esa condición, que razonablemente pudieron llevar
a la convicción de sus legítimas facultades.

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