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El agua se encuentra algunos kilómetros alejada de la aldea, y las mujeres, con los niños

colgados en la espalda, y en la cabeza un recipiente lleno de ropa o enseres, cada día hacen el
recorrido a pie.

Se las encuentra continuamente a lo largo de los senderos del Sahel, en fila india o en grupos:
no se sabe de dónde vienen o a dónde se están dirigiendo. Pero se cuentan historias y ríen; te
sonríen también cuando las cruzas o las superas con tu potente Land Rover o Toyota con
insignias.

Un país donante decide instalar una bomba solar en una de estas aldeas. Es un proyecto
demostrativo importante porque muchas son las aldeas con las mismas características.

Las mujeres, finalmente, serán eximidas del terrible recorrido diario. Se excava en el centro de
la población, y se instala la bomba; esta es verificada, y funciona muy bien. Gran alegría entre
la gente, y gran fiesta la noche antes de la despedida en honor de los técnicos que la han
instalado. “Volveremos”, dicen.

Y regresaron después de aproximadamente un año. La bomba está desactivada. Funcionaría,


pero está desactivada. Las mujeres realizan todavía su recorrido cotidiano al lejano pozo de
agua. “Han sido ellas quienes no quisieron utilizar más la bomba”, dice el jefe de la aldea,
justificándose. “Sabe, las mujeres…”, dice con aire de complicidad masculina, aludiendo a algo
totalmente incomprensible para los técnicos europeos.

Luego de algún tiempo el misterio es finalmente aclarado. Las reglas sociales de la comunidad
imponían que los encuentros entre las mujeres en edad de casarse y los potenciales
prometidos se verificase solo y únicamente fuera de la aldea, a lo largo del sendero que va
hacia el pozo de agua, “casualmente” y bajo el ojo vigilante y comprensivo de las madres o de
las hermanas mayores. En estas condiciones hay poco que escoger: o la bomba o el
matrimonio.

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