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Nayib Bukele puede ser muchas cosas, pero no es lineal.

Es una especie de

decaedro político con tantas facetas como hagan falta según el momento y las

circunstancias. Tal vez hasta el anticipo de una generación por venir.

Nayib Armando Bukele Ortez, de 40 años, gobierna El Salvador desde junio de

2019 con índices que popularidad inquebrantables superiores al 80%, según

los sondeos.

Es el quinto de los diez hijos que tres esposas simultáneas le dieron al

magnate polígamo Armando Bukele Kattán, un religioso musulmán de origen

palestino, dirigente del Partido Comunista (PC) y militante activo del Frente

Farabundo Martí por la Liberación Nacional FMLN. La familia Bukele posee

intereses en la TV, la banca, importaciones, fondos de inversión, farmacéutica,

imprenta, textiles, discotecas, y agencias de publicidad que manejaban la

comunicación del FMLN.

En ese sincretismo creció el actual Presidente de El Salvador: clandestinidad,

exguerrilleros devenidos en políticos pragmáticos o en empresarios con

negocios entre exenemigos. Ello, sumado a una educación cosmopolita en

colegios de élite, forjó al joven líder carismático y arrogante que se presenta

como outsider desideologizado que llegó para liberar al país de la corrupción y

la miseria. Según la ocasión, habla con discurso sesentista, como

megaempresario o como ultraconservador.

Inició su Gobierno en una muy estrecha alianza con Washington, llena de

gestos y elogios que al poco tiempo se transformaron en una guerra de

acusaciones mutuas, denuncias de intervencionismo y de corrupción.

La ruptura lo llevó hacia La Ruta de la Seda y concedió a China una Zona

Económica Especial de 2,8 mil kilómetros cuadrados sobre el Pacífico con

exenciones fiscales y licencias legales, mientras Beijing le entregaba millones


de vacunas, generosas inversiones en infraestructura diversificada y préstamos

no reembolzables por más de 500 millones de dólares.

Sus contramarchas y volantazos también caracterizaron una política de

Seguridad que redujo en dos tercios el índice de criminalidad, uno de los más

altos del planeta, gracias a la militarización de las calles durante la pandemia

combinado con acuerdos clandestinos con las grandes organizaciones

criminales conocidas como Maras (auténtico estado paralelo con ejército e

impuestos propios).

Pero la vía pacífica estalló tras una matanza de 76 personas en una batalla

interna de Maras. Bukele les declaró la guerra, literalmente. Decretó el Estado

de Excepción, declaró a las Maras como terroristas, suspendió las garantías

individuales, bajó la imputabilidad a 12 años y estableció la prisión preventiva

sin límite, entre muchas otras.

Desde marzo encerró sin orden judicial a más de 40 mil personas, hacinadas

en comisarías, cárceles y cuarteles, mientras se acumulan por centenares las

denuncias de organismos de derechos humanos por arrestos arbitrarios,

torturas y asesinatos cometidos por policías y militares.

La represión consolidó la popularidad de Bukele, además de una línea de

intervención socialmente avalada que ya había mostrado en 2020, cuando en

persona lideró la ocupación del Congreso al mando de un millar de militares

para exigir una Ley que la oposición le negaba. O cuando, apenas obtenida la

mayoría legislativa tras las elecciones de medio término, en la primera sesión

destituyó a un tercio de la Corte Suprema, al Fiscal General y a 250 de los 690

jueces nacionales. “Soy el dictador más cool del mundo”, suele bromear sobre

sí mismo.
Donde no logra afirmarse Bukele es en el terreno económico. Allí, los índices

macro y micro desmejoran cada año con una deuda que elevó del 60 al 90% del

PBI y que le cuesta refinanciar por la imposibilidad de alcanzar un acuerdo con

el FMI, que le exige terminar con su principal proyecto económico: el Bitcoin.

En septiembre pasado El Salvador declaró al Bitcoin moneda de curso legal

junto al dólar, como camino para dejar atrás la divisa estadounidense

adoptada en 2001. Pero solo un 20% de la población se sumó a la moneda

virtual. Tampoco ha logrado respaldo su sueño futurista de “Bitcoin City”, el

proyecto aun en los papeles de una ciudad ultramoderna alimentada por

energía geotérmica de un volcán para sostener la criptominería a gran escala,

con autos eléctricos y el IVA como único impuesto.

El Gobierno de Bukele fracasó en dos intentos por lanzar al mercado global

“Bonos de Bictoin” para financiar la construcción de la ciudad, y hasta ahora

solo logró que una burbuja inmobiliaria multiplicara el precio de la tierra en la

región occidental del país donde se proyecta erigir Bitcoin City. Eso, con

incipientes escándalos que vinculan a personas de su entorno con la

especulación inmobiliaria.

Política, poder y negocios, la combinación que conoce desde niño.

Bukele vive en las redes sociales y la comunicación directa es su principal

herramienta. Tiene 5,7 millones de seguidores en Facebook; 4 millones en


twitter, 3,5 en Instagram y su canal de Youtube suma más de 15 millones de

visualizaciones.

Según la consultora LPG Data, el 55% de la población salvadoreña solo se

informa vía redes sociales, en un país donde la edad promedio es de 30 años y

la mitad del padrón electoral tiene 38 años, casi la misma edad del Presidente.

Trabaja con un multitudinario equipo de estrategias y comunicación dirigido

por la venezolana Sarah Abdel Karim Hanna Georges, exasesora de

comunicación del opositor venezolano Leopoldo López, y exintegrante de los

equipos de campaña de Donald Trump.

Desde las redes Bukele ejerce la telecracia: contrata y despide funcionarios,

hostiga enemigos y se enfrenta con los medios de comunicación tradicionales,

saluda a su esposa o bromea con sus hermanos.

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