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CAPÍTULO 1
Me dolía el cuello, apenas podía girarlo hacia ningún lado. Desperté de lo
que me pareció una larga modorra, como si saliera de algún tipo de anestesia.
Estaba desorientado del todo. No veía bien, sentí que mi visión estaba
nublada, no entendía lo que pasaba. Veía la mitad que antes.
Poco a poco fui entendiendo que el ojo derecho estaba casi cerrado,
hinchado, tumefacto. Por el ojo sano solo veía desierto, y una estrecha
carretera en el centro. Estaba sentado en un coche, en el asiento del piloto. No
había nadie más allí. Traté de salir del coche. Al principio me mareé y tuve
que agarrarme de la puerta. Estaba amaneciendo.
Me dolía muchísimo la espalda, además del cuello. Sentía todo el cuerpo
como si me hubiesen dado cientos de bastonazos. Y quizá no me equivocase.
Me miré el rostro en el espejo de la izquierda. ¡Me asusté de mí mismo!
Tenía una barba cerrada, de dos o tres semanas como mínimo. Pero no supe
si eso era normal o no, llevar barba. Dios mío, quién era yo. No me reconocí.
No sabía que cara tenía.
Paseé lentamente alrededor del vehículo, un impresionante Mustang GT
amarillo, descapotable, con dos bandas negras centrales sobre el maletero.
Me pregunté de quién era ese bólido tan bello. Inmediatamente después, me
pregunté quién era el que miraba ese coche. Por el amor de Dios, ¡¡no sabía
quién era!!
Me miraba en el espejo, pero no sabía que coño pintaba ahí, cómo me
llamaba, cómo había llegado hasta ahí, quién me había vapuleado de aquella
manera. Me agobié mucho y empecé a respirar con dificultad, por la
angustia. Podía pensar, recordaba el idioma, sí, pero qué más. Entonces se me
ocurrió rebuscar en la guantera, allí habría algún dato de mí, si es que era yo
el titular de ese cochazo.
La guantera estaba vacía, como mi memoria. Como aquel desierto.
¿Dónde estaba? Podía ser el desierto de Arizona, pero también el de
Atacama, en Chile, o el de Gobi, en Asia central. Los nombres de las
ciudades, pueblos, países o desiertos me venían a la mente con gran facilidad.
Aquello parecía, sin duda, el desierto de Mojave, en el oeste de Estados
Unidos.
Por lo tanto, ¿yo era norteamericano? Pensaba en inglés. Me puse a
hablar, y sí, era inglés americano, sin duda, no británico. Pero mi nombre no
acudía a mi jodida cabeza. ¿Cómo era posible?
Tenía muchísima sed y el vehículo estaba vacío. Ni una miserable botella
de agua, o una lata de cerveza, aunque estuviese calentorra. Nada. Decidí
abrir el maletero, por si acaso. Nada perdía con probar.
Lo abrí y vi que solo había una bolsa de deporte, de esas que suelen llevar
los aficionados a machacarse en los gimnasios de todo el país. Si era la bolsa
de un deportista, era probable que hubiese restos de alguna bebida isotónica.
O al menos simple agua. La necesitaba, aunque supiera a orín de toro.
No había bebidas. De hecho, había una única cosa. Dinero. Allí había
docenas y docenas de fajos de billetes. Eran todos de cien dólares. Cogí la
bolsa, cerré el maletero, me senté en la parte de atrás y conté un fajo. Cien
billetes de cien dólares. Diez mil dólares por fajo. Conté el número de fajos.
Exactamente cien fajos, todos idénticos. No conté el dinero, pero estaba
seguro de que no hacía falta.
Yo era alguien, ignoraba quién, que llevaba un millón de dólares en el
maletero, pero me habían dado una buena paliza. A pesar de la paliza, no me
habían robado ese dinero, o me habían robado todo menos eso. O era yo el
ladrón. Un ladrón de bancos, en estos tiempos, cuando los bancos tienen muy
poco efectivo en sus cajas fuertes, no.
No me cuadraba. En cambio, traficante de coca, eso sí tenía más sentido,
por qué no. O yo vendía o me dirigía a comprarla. Todo era posible. Mi
cabeza funcionaba bien, pero no sabía quién era, ni mi nombre, ni mi vida
anterior, qué había hecho en la vida, dónde había nacido, quiénes eran mis
padres, cuántos amigos tenía, cómo se llamaban.
No recordaba, la cabeza sabía, conocía bien los conceptos, pero no
recordaba, alguna conexión no funcionaba. No conseguía recordar entonces
lo que me ocurría, la palabra exacta. Amnesia. Padecía un caso extremo de
amnesia, pero la palabra me llegó unos días después, de labios de una mujer.
Me puse a pensar. Parece que eso se me daba bien. Pensaba con lógica. Y
deduje que si recordaba que me había despertado en medio del desierto y
había encontrado una fortuna en el maletero, mi memoria a corto plazo
funcionaba bien. Recordaba todo lo que me iba pasando, todo, con
normalidad. Bien, hasta ahí bien.
El problema parecía el largo plazo. Cogí unos pocos billetes de uno de los
fajos y el resto lo volví a introducir en el maletero, dentro de la bolsa. La
llave estaba puesta en el contacto. Solo tuve que girarla. El potente motor
ronroneó con un bronco sonido que me agradó. Lo sentí. Si tenía ese coche
tan veloz, ¿me gustaría conducir?
No recordaba ni siquiera ese detalle tan nimio. No sabía nada de mí. De
inmediato me vino una cita de un famoso filósofo antiguo, del que ahora no
recuerdo el nombre: “Solo sé que no sé nada”. No era exactamente lo que me
ocurría. Al parecer, sabía cosas, pero no las recordaba. “Solo sé que no
recuerdo nada”, esa era la definición exacta. No recordaba un solo hecho,
ningún acontecimiento de mi vida hasta ese amanecer.
Si pensaba en ello, terminaba agobiándome en exceso; por eso decidí no
pensar sobre mi amnesia. Tenía ese problema, vale, de acuerdo, pero había
que intentar seguir con la vida, al menos para no volverme loco además de
amnésico, lo que habría sido una mezcla demasiado complicada.
Sabía lo que era el cinturón de seguridad, pero no me lo puse porque, sin
recordarlo, supe que no me gustaba abrochármelo. Bajé la ventanilla y salí de
allí con un fuerte acelerón, incorporándome a la carretera desde ese pequeño
camino donde estaba el coche.
Sí, yo sabía conducir, casi pilotar. En pocos segundos circulaba a ciento
ochenta kilómetros por hora, y me encantaba. La carretera estaba vacía, no
había nadie. Trazaba las curvas con pasmosa facilidad. Llegué a pensar que
era un piloto de bólidos de carreras. Incluso divagué con la posibilidad de
hallarme en otro planeta. ¿Me habrían trasladado aquí a través de una puerta
dimensional? Pero el paisaje me resultaba conocido.
Sin duda, era el desierto de Mojave, pero ese desierto es muy grande y
podía estar en cualquier punto de los tres estados por los que se extendía este
desierto, a saber: Arizona, California y Nevada. A los pocos minutos, una
señal me sacó de dudas; en veinte kilómetros me incorporaría a la famosa
Ruta 66, una mítica carretera que cruzaba casi todo el país de oeste a este,
enlazando Los Ángeles con Chicago. Un tramo de la carretera sí cruzaba el
desierto de Mojave, eso lo sabía, pero podía estar en medio de cualquier
parte.
El depósito de gasolina estaba ya casi en la reserva, por lo que paré en
una estación de servicio para repostar. Solo llevaba encima mis billetes de
cien dólares, nuevecitos. No podía pagar con otra cosa. Llené el depósito y
compré un montón de bebidas, sobre todo agua muy fría, además de refrescos
y alguna lata de cerveza. A medida que miraba las etiquetas, los nombres de
las marcas me iban siendo conocidos, pero de forma difusa.
Como si lo hubiera soñado. No recordaba tampoco el precio de nada. Un
solo billete bastó para todo, y me sobró bastante. Eso me dejó bastante
desconcertado. No recordaba tampoco el precio de las cosas, aunque sí
recordaba que todo tenía un precio, no me cabía ninguna duda. “Y no solo los
productos lo tienen”, me cruzó por la mente esa desconcertante frase.
No comí nada, solo bebí y bebí, hasta que me sentí otro. Mi aspecto debía
de ser de lo más extraño. Llevaba un traje de Armani, con algunas manchas
de sangre en la chaqueta y en el cuello de la camisa. Los zapatos eran buenos,
de marca, pero estaban sucísimos de polvo, como si los hubiese arrastrado
con el coche usando una cuerda. ¿Qué me habían hecho?
Seguí conduciendo. Media hora después entraba en Kingman, ciudad que
pertenece al estado de Arizona, y forma parte del condado de Mojave. Acerté
con el desierto correcto, entonces. En esta ciudad me alojé en un motel,
descansé todo el día, comí y traté de curarme un poco los rasguños que tenía
por toda la cara y el cuello. Mi aspecto no gustó demasiado al gerente del
motel, pero mis billetes de cien dólares al pagar por anticipado le hicieron
cambiar de opinión. Y mi propina lo convenció del todo.
Estuve en el motel dos días, hasta que me sentí con fuerzas de reanudar la
marcha. La marcha, ¿hacia dónde? ¿Adónde podía ir si no sabía ni quién era?
En el motel conté la verdad, que no recordaba mi nombre, que había sufrido
un problema de memoria.
El hombre me miró, vio mi traje caro, mi ojo cerrado y amoratado, los
restos de sangre y lo demás. Le dije que llamara a la policía si así lo deseaba,
pero que no tenía ni la más remota idea de cuál era mi nombre. En el coche
tampoco había documentos de ninguna clase.
-Parece que me han robado -dije.
-No se preocupe, señor, aquí le atenderemos como se merece -contestó
cuando deslicé un par de billetes por debajo del libro de registros.
En Kingman abandoné el traje, lo tiré a un contenedor de basura tras
registrar a fondo todos los bolsillos. No había nada. Lo único destacable era
el reloj, que podía valer una verdadera fortuna. Llevaba en la muñeca nada
menos que un Girard Perregaux -Jackpot Tourbillon Vintage. El reloj tiene
tres ventanas con figuras de las cartas del póquer.
Lo extraordinario es que posee una palanca lateral donde se pueden hacer
girar las figuras y van cambiando, como en las máquinas tragaperras, y
además tiene sonido cuando salen tres iguales, el jackpot. En la parte de abajo
hay una pequeña ventana para el movimiento del turbillón. En ese momento
no sabía lo que cuesta, pero intuí que haría la competencia a la bolsa de
deporte.
Me compré una camiseta con el logo de la Ruta 66, unos vaqueros
lavados a la piedra y unas zapatillas de deporte cómodas. Me afeité bien y me
dispuse a emprender mi nueva vida. Era libre. Al no tener recuerdos, al no
saber mi identidad, la salvaje sensación de libertad pura y sin cortapisas me
invadió. Era el hombre más libre del país.
Como además tenía mucho dinero encima, la libertad era total. Podía ir
adonde quisiera, el tiempo que me diera la gana. ¿Qué hacer? Decidí
continuar hacia el oeste por la 66, hasta el final. Directo a California.
Llegué a Los Ángeles por la mañana. No reconocí la ciudad. Entonces no
recordaba si la había visitado alguna vez. No me gustó demasiado, por lo que
viajé al norte, con el pensamiento de volver hacia el sur si no me gustaba lo
que veía.
Paré en Santa Bárbara. Me encantó desde el principio. Esa pequeña
ciudad de clima subtropical, flanqueada por bellísimas palmeras, con mar y
montañas al lado. Me pareció un paraíso. Aparqué el coche y entré en la
primera inmobiliaria que vi. Mi desconcierto contagió a la agente que me
atendió.
-Buenos días. Quiero comprar una casa en esta bonita ciudad -dije, feliz y
sonriente.
-Me parece fantástico, señor. Siéntese, por favor -dijo una joven rubia de
largo cabello un poco ondulado en las puntas.
-Cuénteme, qué es lo que anda buscando -agregó, mirándome con
simpatía, pero con preocupación al ver mi ojo aún marchito, aunque ya casi
abierto.
-Una casa bonita, como la ciudad, junto al mar. Nada más, un sitio
tranquilo donde un hombre pueda vivir a gusto.
-Bueno, sin duda tenemos algunas casas así, señor. Dígame, antes de
nada, para poder orientarle mejor, ¿cuál es su presupuesto máximo? Va a
comprarla con hipoteca, me imagino. Nosotros trabajamos con el mejor
banco de California y nuestras condiciones para…
-Alto, alto, señorita. Usted imagina mucho, me temo. No, no necesito
ningún crédito. No sé quién soy, pero sí sé que tengo dinero. Eso es seguro.
Voy a pagar al contado.
-Vaya, al contado -dijo, ignorando lo de “no sé quién soy”-. No es
habitual, pero no constituye, por supuesto, ningún problema. Perfecto
entonces. Bueno, vamos a hacer una cosa. Como le veo decidido, podemos
ver algunas casas aquí, en la oficina y, si le gusta alguna de ellas, vamos con
el coche a visitarlas, sin prisa. ¿Qué le parece?
Miré a Patricia, que era el nombre que leí en el cartelito que tenía delante
de su mesa, y sentí deseos de cogerle de la mano y salir a pasear. Empezaba a
sentirme vivo, confundido aún, desde luego, pero más optimista. Al fin
hablaba con alguien, y me trataba muy bien. Claro que era su trabajo,
pretendía venderme nada menos que una casa en una ciudad donde los
inmuebles son todo un lujo.
Ella me fue enseñando mansiones de lujo, auténticas villas para
multimillonarios. Pensó que era un potentado. Los precios oscilaban entre
dos y seis millones de dólares. En el maletero no había tanto y además, para
mí solo, era demasiado. Buscaba una casa acogedora, junto al mar, aunque no
fuera nueva. De repente, apareció una que me llamó la atención.
Era una preciosa casa blanca, junto al mar, de varios edificios pequeños
de una planta, de estilo español, con tejados naranjas, una gran piscina en el
centro y muchos arbustos y plantas. Me gustó nada más verla.
-Está en oferta, señor, ha tenido suerte. Es un inmueble que lo hemos
llegado a tener a quinientos mil dólares, pero lo ofrecemos ahora por ciento
cincuenta mil; es, de verdad, un auténtico chollo. Un sueño. Si le digo un
secreto, yo sueño con una casa como esta. Es dinero, pero está al alcance de
muchos bolsillos, se puede pagar. ¿Vamos a verla?
-Vamos, Patricia.
-Perfecto. Bueno, ahora debe, son formalidades, rellenar una pequeña
ficha antes de visitar la casa. Son solo unos datos. Su nombre, profesión —
esto no es obligatorio—y algo más. Aquí tiene -explicó, dándome un papel.
-Perdone, Patricia, pero ya le he dicho antes, no era broma, que no sé
quién soy. No recuerdo mi nombre.
La miré a los ojos. Patricia tenía ojos gris azulados, aunque dependiendo
de la luz, a veces me parecían verdes también, verde turquesa claro. Ella
empezó a reír y no pudo parar. Seguía pensando que yo era un bromista
incorregible.
-En serio, señor, por favor. Ha sido muy divertido, pero tengo trabajo y
no puedo perder el tiempo. Si está interesado, escriba su nombre y lo demás y
nos vamos a ver esa maravilla.
-Oiga, escúcheme con atención. No sé qué hacer, adónde ir. No sé cómo
me llamo, he perdido la memoria, puedo hablar, sí, eso no lo he olvidado, no
sé cómo funciona esto, pero todos los recuerdos de mi vida han sido
borrados. Me desperté hace tres días en el coche, ese Ford amarillo que está
ahí fuera, pero no recordaba nada.
En cambio, recuerdo muy bien lo que he hecho estos tres días. Solo eso.
Tres días. Puedo inventarme el nombre, si lo prefiere, pero es todo lo que
puedo hacer. No tengo ningún documento, no los tenía cuando desperté.
Todo esto es la pura verdad. Pero dinero sí tengo. Eso sí. Llevaba dinero
encima y puedo hacer frente a la compra de esta casa. Seguro que tienes
bonos por venderla tan rápido. Puedo pagarla ahora mismo, sin verla.
-No, perdone. Escúcheme, por favor. Si usted tiene ese problema, primero
tendrá que arreglarlo en alguna clínica. Tiene que saber quién es. Así no
podremos hacer nada. Lo siento mucho por usted, de verdad. Puedo tratar de
encontrar una buena clínica donde traten la amnesia…
-¡Bingo! Esa es la palabra que no me salía, amnesia. Eso es justo lo que
me ocurre, Patricia. Tengo amnesia. Amnésico total, soy como un bebé recién
nacido, con la diferencia de que puedo hablar y sé cómo se llaman los
objetos, pero no sé quién soy yo. Es muy triste. No se lo deseo a nadie.
-Bien, señor. Vamos a hacer una cosa. Ahora voy a buscar un centro
médico donde van a ayudarle a recuperar su memoria.
-No, por favor, déjelo. He leído por internet que no hay tratamiento. La
memoria puede volver o no, es algún choque o trauma del cerebro. No quiero
estar en un hospital, en serio. Si no quiere venderme una casa que deseo y
que puedo comprar ahora mismo, buscaré otra agencia.
-De acuerdo, señor, como usted quiera.
El dueño de la inmobiliaria, un hombre con traje gris oscuro, alto, intuyó
que se iba a perder una venta. Había estado observándonos desde el cristal de
su despacho. Salió y se dirigió a mí.
-Buenos días, caballero. ¿Ha ocurrido algo? ¿Tiene algún problema que
quizá yo pueda resolver? Patricia es una gran profesional, pero a veces hay
casos especiales. Dígame. Soy Albert Collins, el dueño de esta agencia
inmobiliaria, una de las mejores de todo el condado de Santa Bárbara.
-Yo, como le decía a la amable Patricia, no sé quién soy, por eso no
puedo decirle mi nombre. Solo quiero comprar una casa, he perdido la
memoria, pero tengo dinero y me ha gustado mucho una casa junto al mar
que me ha enseñado ella. Pero dice que no podremos llegar a nada si no tengo
identidad.
-Desde luego, es un problema grave, sí. No me lo esperaba, pero sucede,
esto puede suceder. Y estaré encantado de poder ayudarlo, de verdad. Bueno,
de momento, como solo está usted mirando, vaya con ella a ver la casa y
pensaré sobre el medio de ayudarle. He trabajado en muchos sitios y he visto
muchas cosas, señor. Tengo muchos contactos y seguro que descubriremos la
forma de arreglar este pequeño inconveniente.
-Yo creo que con buena voluntad por parte de todos, así será, Albert.
Muchas gracias. Patricia, podemos ir en mi coche. Es un Mustang GT.
-Tenemos coche de la empresa para esto, señor, no se preocupe -intervino
Collins.
-Albert, insisto en llevar a Patricia, por las molestias que estoy
ocasionando a esta empresa -dije.
Fuimos en mi coche. Conduje muy despacio, siguiendo las indicaciones
de Patricia. La casa estaba a unos ocho kilómetros de Santa Bárbara ciudad.
Fuimos con la capota bajada, disfrutando de un precioso día de mayo,
soleado y caluroso, pero con una ligera brisa marina que lo hacía soportable.
Ella llevaba un vestido de algodón blanco estampado, con flores rosas y
amarillas, muy bonito. El vestido era amplio y no se ceñía al cuerpo, pero
pude adivinar que bajo esa tela palpitaba un cuerpo sano y bello. No sabía si
había estado alguna vez con alguna mujer, ni si estaba casado, o divorciado,
ni los años que tenía. Era todo tan misterioso aquellos días…
Llegamos a la playa Gaviota, donde estaba la casa. Era aún mejor que en
las fotografías y el vídeo. Las vistas del mar y las colinas detrás eran
inmejorables. Un auténtico paraíso para poder ir recuperando la memoria
sobre mi pasada vida, me dije.
Cuatrocientos metros cuadrados de casa, tres baños, siete habitaciones,
dos cocinas y un gran jardín rodeando los diferentes edificios, cuatro, que
conformaban la casa. La piscina me atrajo mucho. Era de veinte metros de
largo y de siete de ancho. Me pareció elegante, pero sobre todo práctica. ¿Yo
sabía, acaso, nadar? Tendría que probar para saberlo, como hice con el coche.
Patricia me iba explicando cada detalle con minuciosidad. Era una buena
vendedora, muy atenta. Me dejaba tiempo para ver con calma cada estancia.
A veces yo la miraba más a ella que a las habitaciones. Ella lo notó y se puso
roja, me pareció muy tímida.
-Patricia, le repito que, si es posible, la compraré. Si su jefe, el señor
Collins, puede ayudarme a conseguir algún documento, considérela mía. Es
mía y solo mía. No quiero ver ninguna más. Me gusta muchísimo.
-Amueblada y lista para entrar a vivir mañana mismo, sí. El vendedor
necesita el dinero, por eso ha hecho esta brutal rebaja. Ahora mismo hay
cuatro interesados en ella, pero ninguno como usted, que la considera suya.
Ojalá pueda quedársela usted, de verdad, pero necesitará un nombre y un
apellido, supongo.
-Sí, cierto, en este mundo actual parece imprescindible. Tendré que
pensar cómo llamarme. La frase suena absurda, pero es real. O, si prefiere,
dígame usted qué nombre me cuadra. ¿Qué nombre ve usted adecuado para
mí?
-Yo, señor, bueno, no sé. Es todo tan extraño, su situación, lo que ocurre
que… Déjeme pensar unos segundos. Sí, ya lo tengo, Michael, usted es
Michael, algo me lo dice. También David suena bien con su cara, no sé. Pero
Michael toma más fuerza cuanto más lo pienso.
-No se hable más. Al menos entre nosotros, a no ser que algún día
recuerde quién soy, seré Michael. Puedes llamarme Mike -dije, pasando al
trato informal como si tal cosa.
-De acuerdo, Mike. Gracias por dejar que te haya bautizado -rio ella.
-Y, sobre el apellido, ¿se te ocurre algo que pegue bien con Mike?
-Eso creo que mejor lo eliges tú. Yo me he ocupado del nombre. No me
atrevo a más.
-De acuerdo, pensaré algo en cuanto tenga que hacerlo. Ahora prefiero no
apellidarme nada. Ser libre, ser Mike. Libre, Free, Freeman. Mike Freeman,
¿por qué no? No suena mal, pero no sé por qué me parece muy manido,
supongo que habrá muchos Mike Freeman en Estados Unidos. Bueno,
dejemos el tema del apellido en el aire.
Vale, Patricia, no quiero hacerte perder más tiempo. La casa me encaja,
me gustaría vivir aquí. Volvamos a la oficina. Me da en la nariz que tu jefe es
un tío muy astuto y habrá hecho algunas llamadas. Seguro que con unos
pocos billetes lo arreglamos.
-Ojalá -dijo ella.
De vuelta a la inmobiliaria, Albert me esperaba impaciente con buenas
noticias.
-¿Qué tal la casa? Por ese precio, creo que no encontrará usted nada así en
toda la costa del Pacífico, se lo garantizo. Es una verdadera oportunidad,
aunque la palabra esté demasiado sobada por nosotros, los vendedores, pero
es que, en este caso, es exactamente una oportunidad que no se puede dejar
pasar.
-En efecto, es aún mejor que en las fotos. Ya les digo que, si podemos
arreglar lo de los documentos, me la quedo, al cien por cien -dije.
-Es una gran noticia, amigo, porque tengo novedades para usted.
Podemos conseguir un pasaporte y un carné de conducir. Solo hace falta una
cosa, por supuesto.
-Tengo esa cosa -sonreí.
-No es barato -adujo.
-No espero que lo sea -repliqué.
-Bueno, señor, pase a mi despacho y le comento todo en detalle -dijo
Collins.
Conseguir papeles legales me costaría solo tres mil dólares. Me pareció
un verdadero chollo, teniendo en cuenta cómo lo necesitaba. Ellos no podían
saber que yo estaba deseando ir deshaciéndome de varios miles de dólares.
Era muy inseguro y peligroso andar con esa billetada por la vida. Había
que invertirlos y comprar cosas útiles, como un nombre con sus apellidos,
una preciosa casa, otro coche quizá, menos llamativo…
Al final, no pude elegir el nombre. No me llamé Mike porque no me fue
posible elegir. El contacto de Albert dijo que ellos se encargaban de todo,
también del nombre y de la dirección.
Daniel Clark; ese nombre fue el que eligieron. Tanto el nombre como el
apellido son muy comunes. Nacido en Nueva York. Me pusieron la edad de
30 años. Después, un número para el permiso de conducir y un número de
pasaporte, aunque me recomendaron no utilizar este último si no era un caso
de extrema urgencia.
Seguía siendo el mismo, un americano que no recordaba ni su nombre ni
su vida pasada, pero ya tenía uno nuevo y podía firmar cualquier tipo de
contrato. En una semana tuve todos los papeles en regla. Hasta entonces, viví
en un hotel de Santa Bárbara.
Patricia se ocupó de todos los trámites y de darme las llaves de la casa.
Pagué a Albert Collins en efectivo. No hizo preguntas, era un tipo listo.
Incluí, por toda la ayuda recibida, un sobre con cincuenta mil dólares para él.
Se le iluminó la mirada, aunque es seguro que ya se llevó su comisión por la
gestión de los documentos. Me dijo que podía contar con él para lo que fuera,
que me ayudaría siempre. Siempre que siguiera teniendo las lechugas de cien
dólares, pensé.
CAPÍTULO 2
Me sentí raro el primer día que dormí en mi propia casa. Era muy
cómoda, el colchón era perfecto, pero sentí que si echaba raíces en aquel
lugar, habría que empezar a buscar algo, un trabajo, algo que hacer. Quedaba
dinero, pero sin ganar nada, se iría en pocos años. Ya había gastado, en total,
un cuarto de millón de dólares.
Podría vivir allí, sin muchos problemas, dos o tres años, quizá cinco si
ahorraba, pero luego qué. Necesitaba hacer algo para ganarme la vida, pero
no sabía en qué era bueno, cuáles eran mis habilidades. Por lo visto sabía
conducir, pero muchas personas son capaces de conducir con destreza y no
son pilotos. Podría hacerme taxista, quizá.
Había que invertir bien el dinero que aún tenía para poder multiplicarlo a
asegurarlo de algún modo, por si me venían mal dadas. Podría estar buscado
por la policía, por el FBI, por la CIA o quién sabe por quién más. Ese millón
de dólares y ese carísimo reloj se iban a cobrar, algún día, su precio. Acerca
del reloj, buceé por internet buscando sus características.
¡Costaba más de 600.000 dólares! Por lo tanto, aún tenía mucho dinero, si
decidía venderlo. Opté por conservarlo en la muñeca, como garantía. Me
daba seguridad y me gustaba jugar de vez en cuando, manipulando ese
pequeño resorte para que giraran las ventanas con los símbolos del póquer.
Era todo un espectáculo.
Incluso Albert lo miró con atención el día que pagué la casa. Se dio
cuenta de que no era un reloj normal. Como parecía que ese hombre estaba
encantado de ayudarme, volví a pedirle consejo y le pedí la dirección de un
buen agente de bolsa, un broker auténtico.
Me dijo que él tenía uno bueno, con el que ganaba cantidades modestas
pero seguras. Pero que, si quería arriesgar más, tenía un amigo en Nueva
York que llevaba carteras de valores a muchos millonarios de Manhattan.
Me puse en contacto con él y le dije que tenía doscientos mil dólares que
quería invertir, para empezar. Él se mostró encantado de trabajar para mí. Sus
comisiones eran muy altas y me advirtió de que iba siempre a por todas y que
a veces, pocas veces, muy pocas, pero podía suceder, sufriríamos algunas
pérdidas considerables, pero que, si confiaba en él, me aseguraba que ese
quinto de millón de dólares se convertirían en uno en pocos meses. Y así fue,
no me engañaba.
Este agente se llama Mark Smith, o al menos así se hacía llamar.
Teniéndolo a él, no debía preocuparme del sueldo, confiaba en sus gestiones
y si perdía, me decía que era dinero encontrado en un maletero, que quizá ni
fuera mío.
Me pasaba largas horas en casa con mi ordenador. Sentí que yo había
trabajado con esos aparatos, escribía muy rápido, no tuve que aprender
mecanografía. Los dedos se deslizaban por las teclas como disparos de
ametralladora, a gran velocidad.
Veía vídeos de todo tipo, documentales, me informaba sobre mis acciones
en las diferentes compañías donde Mark depositaba mis dólares, veía alguna
película… De vez en cuando, me venían como rayos de memoria, chispazos
súbitos, siempre como déjà vu, esa sensación que mucha gente dice tener de
haber vivido ya algo que se está experimentando en ese instante. Yo tenía la
sensación varias veces al día, supongo que debido a mi amnesia.
Pero no venía asociada con recuerdo alguno, solo es que me parecía
recordar algo, que ya sabía eso, que lo había vivido, pero no podía dibujar
caras, no podía reconocer voces, ni nombres, ni nada. Seguía estancado con
mi memoria. Continuaba sin la más remota idea de quién había sido.
Cuando me instalé en la casa, acompañado por Patricia, le dije que me
gustaría invitarla a cenar un día para agradecerle toda su ayuda. Me gustaba
mucho, pero no sabía bien cómo abordarla, no tenía recuerdos de otras
experiencias, si es que las había tenido. Me dijo que me lo agradecía, pero
que tenía novio, estaba comprometida. Se casaba dos meses después. No
había nada que hacer.
Por la mañana me levantaba muy pronto, con el alba. Daba un paseo por
la playa que estaba enfrente de mi casa, oía los graznidos de las gaviotas y, a
veces, me metía en el mar. Para nadar tenía la piscina de casa. El primer día,
por la noche, me metí al agua para comprobar si sabía nadar. Y no solo sabía,
sino que lo hacía con estilo, o eso me pareció.
Podía nadar a mucha velocidad, mi cuerpo sabía lo que tenía que hacer,
por eso lo dejé actuar. Era mi cabeza la que no recordaba nada, pero sí podía
dar las órdenes precisas. Qué misterioso órgano es el cerebro humano, qué
complejo es.
Cuando regresaba de mi paseo matutino, nadaba durante media hora en la
piscina. Después, tomaba un gran desayuno y salía a la ciudad, a Santa
Bárbara, a comprar ropa y cosillas de decoración para la casa, por
entretenerme, sin saber muy bien cómo emplear el tiempo.
Solía comer en los mejores restaurantes. Un día, mientras degustaba una
deliciosa carne a la parrilla, se me ocurrió investigar a nombre de quién
estaba el Mustang. A partir de la matrícula, quizá descubriría quién era yo, o
al menos algún nombre del que poder ir siguiendo el hilo.
Volví a recurrir a Albert. En mi caso, lo mejor era siempre decir la
verdad. Fui a la oficina y, tras darle un sobre con 300 dólares, le conté mi
idea, y dijo que sí, que podría ser una ayuda. Una hora después me llamó al
teléfono.
-Daniel, tengo un contacto en el departamento de policía del condado y
me aseguran que esa matrícula no existe, no está registrada. Vas en un coche
con matrícula falsa. Eso puede ser un problema, amigo.
-Sí, desde luego. Quiero deshacerme del coche. Es un buen coche, Albert,
lo has visto, está casi nuevo, tendrá menos de un año. Solo tiene siete mil
kilómetros. Si me lo consigues vender rápido, vamos al cincuenta por ciento.
¿Cómo lo ves?
-Lo veo de cojones, Daniel. Es muy generoso por tu parte, pero acepto.
Mi familia, sobre todo mi mujer, es un grifo abierto imposible de taponar.
Gastos y más gastos. Me vendrá muy bien esa pasta. Muchas gracias, Daniel.
-A ti, Albert. Me estás siendo de mucha ayuda en todo.
-Daniel, ¿todavía no recuerdas nada?
-Nada de nada, amigo. No tengo ni idea de qué pinto aquí. Esto no
mejora, pero bueno, vivo en una casa preciosa y estoy descubriendo la vida
poco a poco. Es interesante, no lo niego, aunque a veces me siento como un
extraterrestre.
-Lo comprendo. Tenme informado y no dudes en acudir a mí si necesitas
algo. En cuanto tenga un comprador, que creo que sé quién puede ser, te doy
un toque.
Seis días después, el coche estaba vendido. No hice preguntas. No nos
dieron demasiado por él, pero me quité un buen problema de encima.
Además, así podría distraerme un poco mirando vehículos nuevos. Quería
comprarme un coche. Uno elegido por mí.
Como tenía tiempo, fui recorriendo sin prisa varios concesionarios. Me
decidí por un bonito descapotable de la marca Mercedes, el AMG GT
Roadster. Su diseño aerodinámico, elegante a la vez que agresivo, me
convenció. Elegí un color azul metalizado con la tapicería de cuero negra. El
vendedor, un joven amante de la velocidad, se ofreció a pasar todo el día,
hasta las cinco de la tarde, de ruta con él por la costa californiana, sin coste
alguno.
Ese detalle también fue decisivo. Se llamaba Enrique, era hijo de
inmigrantes dominicanos y conducía como un piloto. Eligió algunos tramos
de montaña que conocía a la perfección y puso el coche casi al límite. El
sonido del motor me fascinaba. La aceleración era impresionante, se pone a
cien en menos de cuatro segundos. Enrique solo condujo una hora. Después,
tras haberme puesto los dientes bien largos, intercambiamos asientos.
Empecé suave, para ver la reacción del vendedor. Se sonrió ligeramente,
pensando que era algún ricachón caprichoso que no disfrutaría nunca de una
máquina pensada más para los circuitos como era ese Mercedes. Cuando
llegamos a los tramos sinuosos, hice que Enrique se tuviera que guardar su
sonrisa condescendiente. No sabía dónde agarrarse.
Sin duda, yo tenía que haber dado algún curso de conducción deportiva
porque, aunque Enrique podía ir deprisa, no tenía nada que ver con lo que
hice yo con el vehículo, que se agarraba al asfalto como si fuera por raíles.
-Es impresionante, señor Clark, impresionante. Jamás he visto a nadie
conducir así, y eso que he llevado a verdaderos ases del volante durante los
cinco años que llevo trabajando aquí. ¿Es usted piloto profesional?
-No, Enrique. Al menos, ahora no lo soy. Quizá lo fuera, quién sabe,
pero, si lo he sido, no puedo recordarlo, por desgracia. Pero gracias a ti lo
estoy descubriendo. Muchas gracias. No hace falta que te diga que el coche lo
tienes vendido.
-Gracias, señor Clark. Ha sido un placer y un honor, se lo digo
sinceramente. Miedo no he pasado porque veo su gran pericia, pero yo no
sería capaz de dar esos pasos de curva. En algunas hemos ido a más de cien,
cuando yo a duras penas las puedo trazar a sesenta. No se arrepentirá. Es tan
elegante que solo parece un coche deportivo más de Mercedes, pero es un
competidor del Porsche 911, no le digo más. Alcanza los 310 de velocidad
máxima.
>>Además, este modelo es el GT C. Hay dos, y este es el modelo radical,
que muy poca gente puede sacarle partido. Sin duda no podría estar en
mejores manos. Usted entiende al coche y él lo respeta y obedece. Tiene 557
caballos, frente a los 476 del GT normal, si se puede utilizar esta palabra para
este “bicho”.
-¿Cuándo podré tenerlo? -pregunté.
-Bueno, este modelo, al ser nuevo, se hace esperar un poco. Usted va a
decantarse por el azul. Antes, en el ordenador, he mirado si teníamos alguno
en la costa oeste, pero no aparecía nada. Si no tuviéramos en stock en ningún
estado del país, cosa que no es descartable, tendría usted que esperar
alrededor de un mes y medio.
-Estoy sin coche, Enrique. Tenemos que hacer algo. Dime, este coche, el
de prueba, ¿lo vendéis? No me importa que haya sido usado algunas veces.
Está perfecto.
-Se puede hablar con el jefe, señor Clark. Yo creo que podríamos
vendérselo porque hay otro AMG, aunque no es el Roadster. Ahora mismo
llamo y lo averiguo.
Enrique consiguió que me vendieran ese coche. Era gris granito, con
llantas negras y discos de freno rojos. El motor es un V8 bi turbo, una especie
de moto con cuatro ruedas. No podía esperar más para conducirlo.
Ese mismo día firmé los papeles, pagué al contado y, al día siguiente,
estaba hecha la transferencia a mi nombre. Todo legal.
Me fui de Santa Bárbara. Sentí que necesitaba alejarme de allí unos días,
pensar y tratar de analizar, a través del volante, quién era. Emprendí dirección
norte, hacia San Francisco, por la carretera federal 101. La aceleración y el
sonido de ese coche me transmitían algo, parecía como si activase también
mis neuronas.
Cuando llevaba recorridos menos de doscientos kilómetros, me di cuenta
de que tenía una mente analítica, pero no fui consciente hasta entonces.
Cuando entraba en cualquier lugar, me quedaba con todos los detalles.
Después, en casa, podía recordar cuántas personas había, cómo iba vestida
cada una de ellas, su aspecto, sus movimientos, los muebles. Todos los
detalles. Era como si fotografiase el lugar y luego mi mente lo analizara.
Mi memoria funcionaba bien, pero se había estropeado algo en el
compartimento de los recuerdos antiguos. No sabía qué significaba aquello.
Era un don natural o me habían enseñado a hacerlo… A través de marchas
cortas y subiendo las revoluciones del motor, seguí pensando. Podía hacer
una película mental desde que me desperté en el Mustang en pleno desierto
de Mojave.
Recordaba muy bien cada cara, cada persona con la que entablé
conversación, la decoración del lugar, los coches aparcados. Cómo con una
mente así no sabía cómo me llamaba. ¡¡Era para desesperarse!! Decidí
relajarme y disfrutar de la conducción. El coche invitaba a ponerlo a prueba,
casi lo exigía.
Iba buscando carreteras con curvas, picos de montaña a los que subir, que
en California no faltan. Recorrí casi todo el estado en cinco días, haciendo
unos 700 kilómetros de media por día. Disfruté muchísimo.
Conocí las ciudades de Fresno, Sacramento, Modesto, Oackland, San
José, Palo Alto, San Francisco y muchas otras más pequeñas. No perdía el
tiempo para comer. Compraba algún bocadillo y me lo iba comiendo por el
camino. Paraba en moteles baratos de carretera para descansar los ojos lo
justo y al amanecer volvía a la carretera.
Regresé a mi casa de Santa Bárbara con la espalda baja muy dolorida y
con un poco de tortícolis. Aunque el coche es cómodo, tiene una suspensión
dura. Durante tres días no salí de casa. Ese maratón de kilómetros me
agarrotó el cuerpo. Nadé y anduve por los alrededores de mi casa y me sentí
en forma otra vez para salir de ruta, adonde fuera.
Pero antes necesitaba contratar a alguna mujer para que viniera a limpiar
a casa, plancharme la ropa y cocinar. En esa zona del país abundaban
inmigrantes del sur, sobre todo mejicanas, costarricenses y nicaragüenses,
que se ofrecían a trabajar por poco dinero. Contraté a la primera que vino. Por
internet vi un montón de anuncios de mujeres que se ofrecían para trabajar.
Quedé con la primera que me dijo que podía ir ese mismo día.
Amy era mejicana. Llegó muy puntual, justo a la hora en que habíamos
quedado. Era una chica de unos veinte años, alta y muy morena, con unos
inmensos ojazos negros entre pestañas largas y curvadas. La nariz recta,
perfilada, muy bonita. La boca sensual, de labios ligeramente gruesos, pero
pequeña. Tenía un cuello muy largo, estilizado, de cisne. Era una absoluta
belleza exótica. Me quedé casi sin habla. Esa mujer podría ganarse bien la
vida como modelo, me dije. Tenía la altura suficiente y belleza más que de
sobra. No querría ganarse así la vida, supuse.
Hablaba inglés bien, pero con bastante acento, un acento que me encantó,
con esas vocales todas tan marcadas y esas eses tan largas.
Quise hablar con ella sentados en la piscina.
-¿Te apetece tomar algo, Amy?
-No, gracias, señor. Estoy bien así -contestó ella, mirando con timidez.
-Bueno, Amy, he leído en tu perfil que eres una gran cocinera y, entre
otras cosas, estoy buscando eso, alguien que cocine platos ricos para que la
comida no desentone con estas fantásticas vistas que tengo en la casa.
También necesito que limpies de vez en cuando y te ocupes de mi ropa. Son
muchas funciones, lo sé.
-Encantada, señor. Puedo hacer todo eso. Sobre todo cocinar. Conozco
muchísimas recetas transmitidas por mi madre, mis abuelas y mis tías. Somos
una familia de grandes cocineras. Me gusta cocinar, por eso sale todo rico. Si
no te apasiona hacerlo, el plato sale normal, comestible, pero nunca será
especial.
-Es perfecto, Amy. Dime, ¿cuánto cobras por hora? O al mes, no sé cómo
funciona esto.
-Cobro 9 dólares por hora, el salario mínimo para este tipo de trabajos en
el estado de California.
-Si eres tan buena en la cocina como dices, eso es ridículo. Es muy poco.
-Tengo que trabajar muchísimas horas, sí, señor, pero estoy bien, se
sobrevive. En este país hay muchas oportunidades y soy trabajadora. Envío
parte del dinero a mi familia mejicana.
-Me gusta tu actitud. Quiero que trabajes aquí, solo aquí, en mi casa. Te
ofrezco 40 dólares a la hora. Para empezar, pero podemos corregir al alza.
-¡¡Señor!! Eso es mucho dinero, señor.
-Piénsalo, tranquila. No hace falta que me contestes hoy. Mañana te llamo
y me cuentas cuál es tu decisión al respecto, si te parece bien.
-No hay nada que pensar, señor. Nadie va a ofrecerme nunca ese dinero, y
he trabajado alguna vez en casas de millonarios.
-Entonces, Amy, si hoy tienes tiempo, como aún es mediodía, puedes
empezar. Si no, te espero mañana. Por cierto, eres mejicana. Amy es, en
realidad, Amanda, supongo.
-Sí y no. Me explico. Me llamo Amy, pero viene del latín “Amandus”, la
que es amada, pero mi nombre oficial es Amy. Voy a prepararle algo de
comer, si tengo con qué -dijo ella, sonriendo.
-No, Amy, apenas hay nada en ese frigorífico. No lo abras porque
llorarías de pena. Tu misión será también ir a comprar todo lo necesario, pero
vas a ir en un buen coche. En el mío. Aquí tienes las llaves. ¿Sabes conducir?
-Señor, sí, sé, pero… ¡qué responsabilidad! Si ocurre algo, o me multan o
alguno me da un golpe. No sé…
-No tengas miedo, mujer. Vete despacio y ya está. Es un coche potente,
pero solo si aprietas el pedal a fondo.
Le di la llave del Mercedes. Cuando lo vio, se quedó pasmada, se asustó
mucho.
-Esto es un bólido de carreras, señor. Es precioso. No quiero
estropeárselo, en serio. Voy en autobús, hay cerca una parada.
-No, Amy. Tú vas en coche. No quiero que vengas cargada de bolsas en
autobuses incómodos. Venga, entra. Hoy voy a ir contigo para que te habitúes
a él.
-Gracias, señor. Yo sola no me atrevía -dijo, aliviada.
-No me llames señor, sino Daniel, me llamo Daniel Clark.
-Suelo mantener la distancia con mis empleadores, pero como quiera,
señor…, ay, como quieras, Daniel.
-Buena chica.
A Amy le sobresaltó el ruido que hacía el coche al arrancarlo.
-Ay, Virgencita de Guadalupe, cómo suena este monstruo.
-Suave, Amy, tranquila, suave… Es automático, y vamos a quitar el botón
S, para que sea un poco menos deportivo y más manejable. Mira, cuando lo
cojas tú, puedes desactivar la función más deportiva apretando aquí, en el
botón “Race”, sobre la letra C, y ya está. Se convierte en un coche más
normal, aunque sigue siendo lo que es. C de confort, o sea, que se hace un
poco menos radical. Es más fácil conducirlo en la C.
-Sí, sí, yo solo con la C -dijo, contemplando todos los botones y tocando
el volante de cuero cosido a mano.
Marcela tiene unas manos preciosas, de larguísimos dedos finos y rectos.
Salió conduciendo muy despacio, pero pudo comprobar que controlando el
acelerador con el pie, el coche puede ser como un utilitario normal.
-¡Qué maravilla, Daniel! Es tan cómodo, los asientos te envuelven tanto.
Nunca me había subido a un coche así. Ya no digo conducirlo.
-Pues cuando estés en casa, si está el coche, puedes llevártelo para hacer
las gestiones que necesites. De vez en cuando salgo a conducir con él, por
carreteras semi vacías. Estoy contento con él, pero no deja de ser una
máquina. No hay que darle más importancia.
Un par de veces intentó acelerar un poco, pero la reacción del coche la
intimidaba y condujo casi rebajando el límite mínimo. Estaba nerviosa y
preocupada.
-Te harás con él, ya lo verás.
-Me asusta un poco el sonido de este motor tan potente, pero va todo bien
-anunció, muy tensa.
Después de hacer unas compras en el supermercado, Amy volvió a
conducir de vuelta y llevó el coche a un ritmo algo más alto, pero seguía
estando asustada.
Cocinó unos platos que me supieron buenísimos, pero no recordaba si yo
había probado alguna vez la comida mejicana. Solo sé que en pocos
restaurantes se podía comer así. Preparó un exquisito guacamole y pozole
blanco provinciano, un plato a base de pollo y muchas otras cosas del que
repetí varias veces. ¡Qué suerte tuve al encontrar a esta mujer!
Aquel día se fue pronto porque no tenía planeado empezar tan pronto y
tenía asuntos que resolver. Al día siguiente llegó por la mañana, me preparó
un delicioso desayuno: arroz con leche, con receta propia y secreta de su
abuela, tamales dulces, camotes y tortitas de Santa Clara. Con esa mujer en
casa iba a engordar seguro, fue lo que pensé. Cada plato estaba tan delicioso
que daban ganas de darle un premio. Lo que se estaban perdiendo en los
restaurantes. Esa chica tenía un don para la cocina.
En principio trabajaba en mi casa ocho horas, de diez de la mañana a seis.
Me preparaba el desayuno, la comida y dejaba hecha la cena. Limpiaba un
poco la enorme casa y lavaba o planchaba mi ropa. Después acabó
quedándose diez horas. No necesitaba buscar ningún trabajo. Ganaba 400
dólares al día y estaba feliz. La mayoría del dinero lo enviaba a su familia,
que vivía en Puebla.
Me encantaba observar a Amy trajinar por la casa. Nunca se apresuraba,
no corría, era tranquila, pero muy hábil. Sabía sacar partido a cada hora de
trabajo. Venía a trabajar casi siempre con blusa blanca y una falda larga de
estilo mejicano, azul o verde, con muchos dibujos bordados a mano por ella
misma.
Cuando pasaba de una habitación a otra, yo solía estar cerca para verla.
Se movía con estilo felino, como una gata tranquila, segura de su belleza. Ella
sabía que yo la miraba. De vez en cuando se volvía y me sonreía, pero sin
coquetería exagerada, sino más bien con una sonrisa amable, tímida, que me
volvía loco.
No sabía, o porque nunca lo había visto o porque no recordaba haberlo
visto, cómo era el cuerpo desnudo de una mujer, pero tenía ganas de
comprobarlo. Había visto alguna película y bastantes vídeos en internet, pero
eso eran solo imágenes. Yo quería, necesitaba, verlo, olerlo, sentirlo,
palparlo, besarlo… Y quería solo la piel cobriza de la sin par Amy, esa
mejicana sensual y dulcísima.
Intenté que comiéramos juntos, pero ella aducía que estaba trabajando y
que no era justo cobrar ese alto sueldo por pasarlo bien. Alguna vez accedía a
quedarse conmigo mientras yo comía para explicarme los ingredientes de
cada plato.
Solo así, con este truco, conseguía que me acompañara. Cuando llevaba
tres semanas en mi casa, durante las cuales solo salí de casa los sábados y
domingos que ella tenía libres, le dije que teníamos que hablar y que dejase
todo lo que estuviera haciendo.
En el jardín, junto a la piscina, nos sentamos.
-Amy, haces un gran trabajo, y lo valoro mucho. Eres una cocinera única,
lavas y limpias como un ejército de veinte mujeres, tienes mucho brío. Pero
no quiero que trabajes más aquí. Necesitas descansar un poco y vivir la vida,
disfrutar.
-No, Daniel, yo debo trabajar, en serio. Entiendo que me paga mucho, es
demasiado; intuía que se cansaría de darme este sueldo.
-No, Amy, no lo entiendes. Es que no puedo dejar de mirarte. Eres tan
preciosa. Verás, estoy enamorado de ti. Quiero proponerte que puedes seguir,
si te apetece, cocinando para mí, pero deja lo de limpiar y todo eso.
Contrataré a alguien. Ven aquí conmigo, vente a vivir a mi casa. Estoy solo,
no tengo a nadie. Pero, claro, tendrás novio. Una mujer como tú tiene que
tener un hombre.
-No, Daniel, no hay nadie. No tengo tiempo ahora para hombres, por eso
no existe nadie en mi vida. Hay muchos compatriotas pesados que lo intentan
sin cesar, no se cansan de recibir calabazas, los pobres, pero no hay nadie.
Entonces cogí su mano y la acaricié. Tenía una piel muy suave y estaba
caliente. No la retiró ante mi contacto.
-Daniel, tú eres un buen hombre, pero eso es todo. Yo te he contado sobre
Puebla, mis hermanos, mis padres, toda mi familia. Pero, en cambio, tú jamás
hablas de los tuyos.
-No sé si tengo míos, Amy. Ese es el problema.
-No entiendo bien, Daniel -dijo ella, frunciendo el ceño.
-Pues eso, que no sé nada, no recuerdo nada. No sé quién soy, Amy
querida. Ni siquiera sé cómo me llamo ni cuál es mi apellido, ni la edad que
tengo, ni dónde nací. No sé cuántos años tengo. Es una catástrofe, pero me
voy habituando a vivir así.
-Pero, ¿cómo fue eso?
-No lo sé. Hace algunas semanas desperté dentro de un coche, sin saber
quién era ni dónde estaba ni por qué estaba allí. El coche estaba en mitad del
desierto. Conduje hasta el oeste y aquí estoy. En el coche había dinero, yo
llevaba dinero, por eso he podido comprar esta casa y el Mercedes que tan
bien manejas ya. Pero mi mente está vacía de recuerdos. No sé si estuve
casado o no, si tenía o no pareja. Ni siquiera sé si habré besado alguna vez a
una mujer.
Amy, desconcertada, se echó a reír. Me ofendió su risa. No me tomaba en
serio. Me quedé rígido y perdí la sonrisa.
-Daniel, lo que llegáis a inventar los hombres por conquistar a la mujer
que os gusta, sois terribles. Es una buena historia, lo reconozco, casi me la
había creído, pero lo último ya ha sido demasiado. Basta, Daniel. Dime quién
eres, a qué te dedicas. Si quieres que venga a vivir contigo, creo que debo
saber algo sobre ti.
-No puedo decirte más, porque no hay más. No sé quién soy, lo prometo.
Hablo en serio. Ni siquiera puedo bromear porque no tengo historia con la
que bromear. No hay nada. Si no lo experimentas no puedes imaginar lo
triste y desgarrador que es. Pero si vas a reírte, mejor lo dejamos.
Estuvimos en silencio. Ella quería creerme, lo intentaba, pero noté que le
costaba mucho tragarse la historia. Supongo que estaba acostumbrada a
mentiras y exageraciones de todos los hombres que la acosaban y estaba a la
defensiva. Le dejé que meditara.
-Entonces, no eres Daniel Clark.
-Hay una pequeña posibilidad de que lo sea. Podría llamarme así en
realidad, pero sería una casualidad demasiado trágica. Este nombre me lo
pusieron unos funcionarios que, por dinero, accedieron a darme una
identidad. Yo no lo elegí, me lo dieron ellos. Qué importa cómo me llame.
Pero para comprar la casa necesitaba documentos que no tenía. En el coche
no había un solo documento a través del cual rastrear mi origen. Nada.
-Perdona, Daniel, por haberme reído. Durante un momento me he puesto
a la defensiva. Valoro la sinceridad y creo que estás siendo sincero, aunque la
historia sea de guión de película. Tendrás que acudir a algún sitio
especializado para ver si te pueden hacer volver la memoria. Tiene que haber
algún sitio.
-He leído que en algunos casos los recuerdos pueden volver un día, de
improviso, sin que lo esperes. Estoy aguardando ese maldito día, pero no
llega nunca. Algunos no la recuperan nunca. Quizá sea mi caso. Si es así, me
gustaría, ya que no sé quién soy, vivir esta segunda parte de mi vida al lado
de una persona buena y bella como tú.
>>Estoy solo. No tengo a nadie, pero tampoco quiero estar con gente, en
realidad. No me atraen las multitudes. Esto es lo que te ofrezco, Amy. No es
fácil, pero yo estoy seguro de que quiero estar contigo. No es un capricho.
Instálate aquí sin ningún compromiso. Te seguiré pagando lo mismo, no te
preocupes por eso. Sé que necesitas el dinero para ayudar a los tuyos y eso ha
de ser sagrado. No vamos a tocarlo.
-Yo también tengo una historia complicada, Daniel -dijo Marcela. Me
miró de otra forma al decir aquello, como si nuestra relación ya hubiese
traspasado un límite y nunca pudiéramos volver atrás, a la relación de antes.
Estaba atardeciendo. El cielo estaba nublado y los rayos oblicuos bañaban
toda la costa californiana. La luz era perfecta para aquel tipo de confesiones.
-Tuve un novio en Puebla. Era un chico muy guapo, altivo, fuerte y
también malvado; hijo de un narco conocido de la región. Se encaprichó de
mí. Yo, en principio, lo rechacé con firmeza, pero él me amenazó y me dijo
que si no accedía a ser su novia formal, mi familia tendría problemas. Sabía
que ese era mi punto débil.
>>Accedí por miedo, por que no les pasara nada. Solo quería que la gente
me viera a su lado, para lucirme por Puebla. Al poco tiempo intentó
desnudarme, una tarde, en su casa. Me negué, resistí y logré salir medio
desnuda de su casa, entre gritos. Él se asustó un poco y se quedó paralizado,
lo que me dio tiempo para salir huyendo de allí y refugiarme dentro de una
casa donde me escondieron. Gritó mi nombre durante horas, por todo el
pueblo.
>>No le importó el ridículo, ni sentía vergüenza, pero yo sí. Mucha.
Moría de dolor por lo que dirían mis padres cuando se enterasen. Entonces
escapé y crucé la frontera con otros mejicanos. Les conté todo a mis padres
por carta.
>>Les dije que nunca había hecho nada malo con él, solo aparentar ser su
novia para que ellos estuvieran seguros. Pero aún hoy siento vergüenza de
volver a mi tierra. Esto pasó hace solo dos años. Por eso ahora no permito
que ningún hombre se acerque, ni me toque.
-Me has dejado tocarte la mano hace un rato.
-Sí, y me he sentido bien. No quería rechazarla, era un gesto bueno,
tierno. Y me ha gustado. Daniel, ahora voy a irme, me ha costado mucho
contarte todo esto, pero tenía que hacerlo. Después de esto, supongo que la
cosa no podrá seguir como antes. O vengo contigo con todas las
consecuencias o no nos veremos más. Tengo que pensar, Daniel, tengo que
pensarlo bien. Dame tiempo, es muy difícil para mí confiar en nadie.
>>Y tú, con esta historia tan complicada, no lo pones más sencillo.
Daniel, puedes estar casado, tener hijos, estarán buscándote. O puede que no,
lo sé, pero… Si decido venir y después descubres o recuerdas quién eres y
hay otra mujer, ¿qué será de mí?
>>No podría soportar otra humillación. Daniel, no lo sé. Creo que no voy
a venir contigo, perdóname. Eres un hombre atractivo, quién lo duda, tienes
carisma, pero no puedo meterme ahora en una situación así. Lo siento mucho.
Es mejor que me vaya ahora.
Me quedé hundido. Amy, durante esas semanas, había sido el centro de
toda mi vida. Todo giraba en torno a sus horarios. Esperaba desde el
amanecer que viniera a casa. Soñaba con estar mirándola durante todo el día.
Me relajaba verla en la cocina, rodeada de sus cazuelas y utensilios, cortando
y picando sin parar un montón de ingredientes.
Sorprenderla cuando se desplazaba por la casa, hacerme el encontradizo
en alguna esquina, sonreírle… Pero no era nadie. Nada ni nadie. Una gran
tristeza en forma de nube negra de tormenta se instaló en el fondo de mi
corazón. La sentí venir físicamente. Era una nube maligna. Por la noche, dos
horas después de que se fuese, cogí trescientos mil dólares y los metí en el
coche.
CAPÍTULO 3
Conduje como un verdadero demente. Me daba igual todo, no tenía vida,
no podían amarme porque no había un hombre tras este cuerpo, no había una
historia, solo dudas y posibilidades. El hartazgo me superó. Conduje hasta el
desierto de Mojave y enfilé el Mercedes, entre terribles chirridos de rueda,
hacia Las Vegas.
Aparqué en uno de los mejores casinos de la ciudad. Un aparcacoches
vino hacia mí, con ojos solo para el AMG. Le dije, para alegrarle la noche,
que fuera a una gasolinera, no la más cercana, y que me llenara el depósito.
Le di una gran propina. Accedió entusiasmado.
-Ten cuidado, chico. Es casi un coche de competición -le advertí.
-Sí, señor, lo cuidaré bien. Sé los caballos que tiene, es el modelo C, el
más potente de las dos versiones disponibles. Una absoluta maravilla.
-Entonces, activa el modo S.
-Eso pensaba hacer, señor, muchas gracias por la confianza.
Había mucha gente jugando, dejándose parte de sus fortunas. Serían
pobres diablos sin esperanza, como yo, o ludópatas incorregibles que
necesitaban la incertidumbre de la fortuna para sentir correr la sangre por sus
venas.
Jugué unas partidas de cartas, al Black Jack, y gané cincuenta mil dólares
en media hora. Me retiré porque me aburría. Entonces, me dirigí a la ruleta.
Ahí pensaba dejarme los trescientos cincuenta mil dólares que llevaba.
Me di cuenta de que en esa mesa, supongo que en todas, había un límite
máximo de apuesta. Ese límite era de tres mil dólares. Cambié todo mi dinero
en fichas y empecé a hacer apuestas de tres mil dólares, el límite máximo
establecido en aquel casino.
Aposté por el número 5. Perdí. Salió el 23. Después otros tres mil dólares
al 14. Volví a perder. Comenzó a venir gente a verme palmar dinero. Era un
espectáculo para todos aquellos tacaños que apostaban como máximo cien o
doscientos dólares por puja. En la tercera apuesta, ya tenía a la casi totalidad
de los clientes pendientes de mi puja.
Todo al cero verde. Como mi memoria, el cero. Los hombres me miraron
con pena. Algunas mujeres, con interés y coquetería, sobre todo las busconas
profesionales.
Y salió el cero. Hubo un coro de chillidos y expresiones de alegría de casi
todos. A mí me dio exactamente igual. No iba a recuperar así mi identidad,
aunque el casino debía pagarme 35 veces tres mil dólares, o sea, ciento cinco
mil dólares, nada menos. Decidí jugarme, hasta el final, esos cien mil dólares.
Aposté, a continuación, al 1. Perdí. Después, al 2. Salió el 34. A
continuación, otros tres mil dólares al 8. Y volví a ganar, como con el 0.
Apareció el dueño del casino para dar instrucciones al crupier.
Me vigilaban los expertos que se encargan de expulsar amablemente a
todo aquel que intente hacer saltar la banca en una noche, aunque actúe en
solitario. Mi intención no era esa, sino desprenderme del dinero. Me daba
todo igual. Y ellos notaban mi falta de emociones. Se miraban entre ellos con
franca preocupación. No habían visto nunca a un jugador como yo.
Perdí en todas y cada una de las posteriores veinte puestas. Seguía
ganando mucho dinero. Entendieron que había posibilidades de que volviera
a salir mi número y llevarme otros ciento cinco mil dólares, aunque muchos
creían que mi suerte se había terminado.
Nadie se movía de la mesa. Ya tenía junto a mí a dos despampanantes
rubias con tetas compradas y labios hinchados. Se acercaban mucho y me
rozaban con el codo o sus duros pechos siliconados.
Una hora después salió el 17, mi número. Algunos hombres me imitaban
y apostaban siempre a mis números, pasara lo que pasara. Confiaban en mí, a
pesar de que perdía como todos los demás. Me di cuenta de la estupidez del
ser humano. Fui a Las Vegas para tratar de entender mejor. Y estaba
comprendiendo cosas.
La lógica, a partir de un cierto punto donde las emociones se desbordan,
no solo no cuenta para nada, sino que molesta al ser humano. No quieren
contar con ella. Me aburrí de la ruleta, de donde me fui con un beneficio neto
de un cuarto de millón de dólares.
Volví a las cartas y ahí arrasaba. Mi mente podía contar todo, las cartas
que se habían repartido y las que faltaban, sin ningún esfuerzo. Gané siete de
cada diez veces. Lo dejé porque era aburrido llevarse el dinero de manera tan
sencilla.
Mi cerebro parecía haber sido entrenado en algún sentido. Si cerraba los
ojos, se dibujaba en mi mente una foto exacta de todos los crupieres, con sus
posiciones justas, el traje que llevaban, su altura, el color de sus ojos, del
pelo.
Podía ver también el rostro de todos aquellos que habían cruzado la
mirada conmigo aunque hubiese sido una décima de segundo. ¿Cómo era
posible? Este cerebro privilegiado no podía devolverme mi vida, mi pasado.
Decidí volver a Santa Bárbara. Seguir allí era una pérdida de tiempo,
aunque no de dinero. No pude dejar de advertir que un par de tíos me
miraban y me siguieron hasta la puerta de salida. Me temí algo y le dije al
chico que se había llevado mi coche que no me lo trajera, que fuera por él y
lo aparcase dos calles más allá, yo lo buscaría.
Así lo hizo. Me quedé allí, en la acera, vigilando a los dos tipos que me
observaban. Al final, entraron. Entonces, en cuanto el chico me trajo la llave,
fui al coche. Antes de doblar una esquina, vi que me seguían tres hombres
muy corpulentos, todos vestidos de frac negro.
Subí al Mercedes, que tenía el depósito lleno, y salí a escape de allí. Tres
coches iniciaron una persecución. Lo veía por el espejo. Daba igual quién
fuera. Ni el coche que llevasen. No podrían seguirme. Les dejé acercarse para
divertirme.
Eran coches potentes, sin duda, pero no tenían nada que hacer frente a mi
destreza al volante. En cuanto pisaba a fondo, las luces se perdían en el
horizonte. Decidí jugar un poco al ratón y al gato. Detuve el vehículo y, a los
pocos segundos, pararon los tres coches detrás del mío. Entonces, aceleré de
nuevo, me metí por un camino, justo después de una curva, y apagué las
luces. Los tres coches pasaron de largo.
Salí y los perseguí. Iban muy pegados entre ellos. El tercero era un BMW
M5, negro, un coche muy potente que podía rivalizar con el Mercedes,
siempre que estuviera en buenas manos. Me acerqué a él y puse el
parachoques delantero a unos milímetros del trasero del BMW. Íbamos a
unos doscientos por hora, había una larga recta.
Entonces toqué ligeramente en la esquina trasera, aceleré a tope girando
el volante. Conseguí desestabilizar el coche y se salió de la carretera. Como
era de noche, no pude ver si se estrelló contra algo. Quedaban dos. Tardaron
en entender que su compañero no era el que venía detrás.
Intenté realizar idéntica operación con el Audi Q7, un coche muy grande
y pesado, pero me esperaban. Frenó de repente, pero los frenos del Mercedes
son mucho mejores y no consiguieron el choque que buscaban.
Una mano salió por la ventanilla trasera del Audi. De la mano pendía una
pistola. Encendí las luces largas y conseguí deslumbrarlo por un segundo. Me
retiré hacia la derecha. Se oyeron dos disparos.
Las balas se perdieron en el desierto. Yo no tenía armas y eran dos
coches, con varios hombres armados hasta arriba. Entendí que no había
mucho más que hacer. Se había acabado el juego.
Adelanté sin problemas al Audi, tras una brutal aceleración al salir de una
curva y después al primer coche, un Mercedes 600 negro. Recordaba bien la
carretera. Tenía todo el trazado en mi mente. Venía un tramo de quince
kilómetros de curvas. No necesité ni dos para perderlos de vista. Simples
aficionados al volante.
Ellos también lo entendieron y abandonaron la persecución. Volví a casa.
Llegué al amanecer, cansado y pensando solo en Amy. No la volvería a ver,
atendiendo a sus palabras de la tarde anterior. Bueno, había que resolver el
asunto del casino.
O alguien me había reconocido o querían solo explicarme que no sería
bien recibido allí a partir de aquella noche. Tenía pensado volver para
arreglar cuentas. No era probable que fuesen meros trabajadores del casino.
Esa gente se limita a prohibirte la entrada y con eso basta. Dispararon contra
mí. Tenían que saber quién era yo. Ellos podían ayudarme a conocer mi
identidad.
Me desperté tarde, hacia las dos del mediodía. Me di un buen baño en la
piscina y después me fui a la ciudad. Necesitaba un arma. Me habían
reconocido y era probable que alguien apuntase mi matrícula. A partir de ahí,
localizarme era cuestión de poco tiempo. Tenía que estar prevenido.
Compré una pistola, una Beretta. Cuando la agarré, sentí algo especial.
Me sentía cómodo con ella. Solo hacía falta descubrir si sabía disparar o no.
Acudí a un centro de tiro en Los Ángeles. Si no sabía disparar, me dije,
tendría que contratar a un instructor. De poco me valdría la pistola si me
metía una bala en mi propio pie.
Cuando llegué, me preguntaron si sabía disparar. Les contesté lo de
siempre, que no lo recordaba. Utilizaron la clásica sonrisa por respuesta,
pensando que era ironía. Me explicaron cómo funcionaba la máquina de los
blancos, cómo traerla para poner un nuevo cartón. Me pusieron ellos el
primer cartón. En todo momento estuve acompañado de un instructor de tiro.
Pensaron que era algún loco y tomaron sus precauciones.
Me pusieron el cartón a diez metros. Disparé cinco veces. Las cinco en el
centro, justo en el centro. Me sorprendí aún más que el instructor.
-Hacía mucho tiempo que no veía algo así -dijo, asombrado, cogiendo el
cartón y examinando los agujeros de mis disparos.
-Usted sabe disparar, amigo, aunque diga que no lo recuerda. Puede que
haga tiempo que no dispara, pero no se nota.
-No sabía que tenía esta puntería -confesé.
-No es solo la puntería. Lo he observado y hace todo bien. La postura es
perfecta, el agarre del arma también, la respiración. Usted es un profesional,
pero está bien, entiendo y respeto su secretismo. No tiene que decirnos quién
es. ¿Quiere probar a veinte metros? Esto ya es solo para profesionales.
-Adelante, ya que estamos…
Con el cartón a veinte metros de mí ocurrió lo mismo. Diez disparos.
Diez dianas justo en el centro.
-Amigo, hay gente que a diez metros puede hacer lo que usted ha hecho;
no mucha, pero hay. Pero esto… Usted es un tirador que ganaría medallas en
los Juegos Olímpicos. Es impresionante. Llevo veinte años como instructor y
nunca había venido por aquí alguien con sus capacidades. Puede intentarlo
otra vez, pero usted no fallará un solo tiro. Es alguien especial. Le han
enseñado los mejores y además tiene aptitudes propias.
Repetí otra vez a veinte metros. Un solo agujero, todas las balas se
alojaban en el mismo sitio. Todo esto me preocupó. ¿Quién era yo? Un
francotirador, un militar experto en tiro. ¿En qué guerras habría participado?
Me fui de allí conociendo más sobre mí, pero con más dudas que antes.
Como seguía sin recordar nada, las hipótesis se iban ampliando. ¿Yo había
utilizado todas mis habilidades para el bien o para el mal?
De vuelta a casa compré dos pistolas más, con mucha munición. Intuía
que las podría necesitar.
No estaba nervioso. La persecución con los coches no me había alterado.
Me sentía tranquilo, no me alteraba fácilmente. Eso podría ser parte de mi
carácter o podría también haberme sido inculcado. Me habrían enseñado a
reaccionar así. Sí, pero ¿quién? ¿Cuándo fue? ¿Por qué? Tener tantas
preguntas, y todas ellas sin respuesta era darse contra la pared. Tenía que
empezar a reconstruir mi vida a partir de los hechos ciertos.
Y tenía algunos. Me tumbé en una hamaca, junto a la piscina, y empecé a
hacer una lista mental de todos ellos. Conducía mejor que la media, tenía
técnicas de escape, persecución y sabía cómo sacar a otro vehículo de la
carretera sin coste para mí. Nadaba y buceaba muy bien. Tiraba como un
instructor, estaba familiarizado con las armas. Sabía idiomas. Entendía las
películas en español, en francés y en alemán.
No había probado con más idiomas, pero es posible que comprendiese
más lenguas. Tenía una mente analítica, en el casino podía ganar fácilmente
dinero contando cartas. Retentiva fotográfica. Yo parecía más bien alguien
muy entrenado en diversas disciplinas. Podría ser espía, agente del gobierno,
asesino a sueldo, especialista de escenas de riesgo en películas.
Estaba claro que no era un oficinista ni un aburrido funcionario de
carrera, aunque también manejaba bien el ordenador. Pensando en todo esto
me quedé dormido sobre la hamaca.
Me despertó un pesado mosquito que trompeteaba alrededor de mis
orejas. Su molesto zumbido me despertó. Entonces oí un ruido extraño, un
crujido de ramas. Había alguien allí cerca, podía sentirlo. Mi casa estaba
aislada, no tenía vecinos.
La casa más cercana estaba a casi medio kilómetro. Salté de la hamaca y
me dirigí hacia el seto de la parte posterior del edificio principal. De repente,
una persona empezó a correr. Saqué la Beretta del bolsillo de mi vaquero,
trepé el muro y vi cómo un hombre musculoso se subía a un coche. Disparé a
las ruedas y conseguí reventar un neumático.
El coche quiso salir con velocidad, pero a los pocos metros se salió de la
carretera, estampándose contra un árbol. Corrí hacia allí. Había dos
ocupantes, uno estaba conmocionado, el conductor, y el otro era el que había
estado espiándome por el seto. Intentaba abrir la puerta, pero no podía, no se
abría, estaba destrozada.
-¿Qué hacías en mi casa, por qué me vigilabais? -pregunté al que había
salido corriendo, y estaba consciente.
-Ay, aaah, sácame de aquí tío, joder, sácame como sea.
Le apunté con mi pistola y le repetí la pregunta. Lo entendió.
-Solo somos asaltantes de casas, robamos en casas, pero cuando están
vacías. Creíamos que la casa estaba vacía porque no vimos luz, pero primero
suelo echar un vistazo. Vi que dormías y pensé que podríamos entrar, pero
entonces te despertaste de repente. Lo demás, ya lo has visto. No tenemos
armas, no robamos cuando hay gente, es una norma que tenemos. Lo juro,
tío, no dispares.
Parecía todo real. Era una casualidad; por la noche me persiguen unos
delincuentes armados. Al día siguiente quieren entrar en mi casa, pero van
desarmados, diciendo que son ladrones.
-¿Quién os ha contratado para hacer esto? -pregunté.
-Nadie, nadie, tío, afanamos lo que podemos en casas vacías. Si hay
gente, o perros guardianes nos vamos a otra. No tenemos armas, no hacemos
daño a nadie. Mi amigo está mal.
-Voy a llamar a una ambulancia -dije.
-Por favor, no llame a la policía.
Llamé a una ambulancia. Mientras llegaba, saqué al chico negro del
coche. El otro tenía una fuerte conmoción, era portorriqueño o de algún otro
lugar del Caribe. Hablé con él y le dije que no iba a denunciarlos, pero a
cambio de un pequeño favor.
-Sí, señor, sí, sí, lo que quiera, por favor, haremos lo que usted diga.
-Quiero que, en cuanto tu amigo se reponga un poco, patrulléis por aquí,
cerca de mi casa, y me informéis de todos los vehículos sospechosos que se
detengan o hagan fotos por los alrededores. ¿Entendido?
-Está claro, tío. Muchas gracias. El juez, la última vez que nos pillaron,
nos dijo que nadie nos libraría ya de entrar a prisión. Vamos a vigilar esto y a
informarle.
-Aquí tienes cien dólares. Los ladrones también tienen que comer, ¿no?
-Joder, eres un tío enrollado.
-Si trabajáis bien, cada día habrá un billete de estos.
Quedé con él en que cada día, en Santa Bárbara, en un concurrido bar del
centro, nos veríamos y me contarían cómo había ido todo. Sobre todo quería
que vigilasen de noche.
CAPÍTULO 4
No quise salir de Santa Bárbara. Estaba claro que alguien conocía de mi
existencia y no parecía que desearan mi bien. Tenía que esperar a esa gente.
Sabía que vendrían por mí algún día, más pronto que tarde. Charlie y John,
los asaltantes de casas, se quedaban toda la noche vigilando los accesos a mi
casa. Me ocupé de la reparación de su coche.
Estaban tan agradecidos que incluso me prometieron dejar de robar casas.
Iban a buscar otro tipo de trabajo. No me dieron novedades. Pasaban muy
pocos coches por allí de noche, y nunca paraba ninguno cerca de la casa.
Una mañana sonó el timbre de la puerta. Era pronto, serían menos de las
ocho. Pensé que esa pareja tendría algo urgente que comunicarme y me
precipité hacia la puerta. Era Amy. Estaba allí de pie, con la cabeza gacha,
como una niña.
-Amy, qué sorpresa, buenos días. ¿Estás bien? Pasa, por favor.
-Buenos días, Daniel. He estado pensando mucho. Me sentía fatal por
haber dejado de venir. Me gustaba mucho trabajar aquí, hablar contigo,
comer juntos a veces… Solo porque tengas ese problema no mereces esto. Si
no recuerdas quién eres, qué puedes hacer, no eres culpable.
-Bueno, Amy, venga, pasa y desayunamos juntos. Estaba intentando
preparar ese arroz con leche que haces tan divino, pero me parece que ha
quedado más como una sopa de arroz extraña. Habrá que tirarlo.
-Vamos a ver qué manjar te ha salido entonces.
Era comestible, pero no sabía a nada. Amy, en un periquete, preparó unas
tostadas e improvisó con lo que había.
-Daniel, estoy insegura, no sé qué hacer. Por un lado, quiero venir a vivir
contigo. Tú me gustas, no voy a negarlo. Pero sigo teniendo miedo a que un
día desaparezcas o te reclame alguien.
-Entiendo tus miedos, Amy. No voy a presionarte. Hoy puedes quedarte
aquí y hablamos. Pensaba ir a la ciudad por la tarde para ver alguna película
en el cine. Podemos ir juntos.
-Me encantaría, Daniel. Hace muchos meses que no voy al cine. En
Estados Unidos habré ido dos o tres veces, no más.
-Pues hoy vas a volver.
Amy intentó limpiar y recoger la casa, pero no se lo permití.
-No, Amy, hoy no. Eres mi invitada; sé que está todo un poco sucio, pero
no he querido contratar a nadie. Descansa. Puedes darte un baño en la
piscina.
-No tengo bañador.
-Ahora voy a salir a la ciudad, tengo unos asuntos que resolver. Báñate
desnuda, nadie te verá. Te traeré un bikini. ¿De qué color lo quieres?
-El que tú elijas estará bien, Daniel. Sí, voy a bañarme y después
prepararé una rica comida para los dos. Un plato especial.
-En dos o tres horas creo que estaré aquí. Hasta luego.
Me fui de la casa sabiendo que Amy se desnudaría en mi casa y se
metería en mi piscina. Me costó mucho no dar la vuelta con el coche a mitad
de camino. Me habría gustado entrar y sorprenderla, la idea me excitó, pero
no habría sido justo con una chica a la que intentaron violar. Podría
malinterpretarlo. Me pedí a mí mismo paciencia. Soñaba con ver a Amy
desnuda, aunque no la tocara, aunque fuera solo por un segundo.
Le compré toda una colección de bañadores y bikinis, de todos los colores
y estilos. También volví con una buena provisión de alimentos, por si acaso
ella decidía quedarse más tiempo.
-Oh, Daniel, son todos preciosos, y muy caros. No tenías que haberlo
hecho. Me encanta este, el verde. También ese lila… Al final no me he
bañado. Me daba vergüenza, no es mi casa y no me sentía cómoda. Pero
ahora sí, voy a darme un chapuzón rápido. La comida va bien, estará dentro
de una hora.
-Yo también me apunto. Me apetece nadar.
Al fin vería una gran parte de la anatomía de Amy, aunque lo principal
quedase tapado.
Eligió el bañador que más carne tapaba. Lo cogí ex profeso pensando que
se decantaría justo por ese. De todas formas, estaba espléndida con él. Sus
piernas son larguísimas, interminables, morenas y torneadas. Los brazos,
largos y finos.
No pude ver mucho más porque se tiró al agua tras una corta carrera,
chillando como una cría. Después me lancé yo de cabeza. Amy nadaba muy
despacio, se notaba que casi no había practicado. No sabía meter la cabeza,
nadaba con ella fuera.
Yo estuve nadando a mi estilo, haciendo largos sin parar para entonar el
cuerpo. Ella se relajaba en el agua, se apoyaba en las paredes, me observaba
nadar.
-Daniel -me dijo cuando al fin paré un momento-, nadas muy bien,
pareces un nadador profesional olímpico. Eres muy veloz en el agua.
-Sí, tengo algunas habilidades. No puedo recordar, por supuesto, cuándo
ni dónde aprendí. Pero el día que estrené la casa quise comprobar si sabía
nadar y parece que sé muy bien. Las habilidades físicas el cuerpo no parece
olvidarlas. Son los datos, las imágenes, lo que no consigo que vuelva. En
cambio, tú no nadas muy bien.
-Nunca aprendí. De niña, descubrí que nadando así, tipo rana, me
mantenía a flote y me cansaba poco, pero me gustaría saber nadar mejor, sí.
-Puedo enseñarte ahora mismo, si me dejas -propuse. La oportunidad era
calva, justo como la pintan.
-Bueno, podríamos probar -contestó.
Primero le dije que observara mi estilo. Hice un largo muy despacio,
marcando mucho los movimientos. Después, acercándome a ella, le expliqué
que era muy importante la respiración.
-Sin un buen ritmo de respiración te agotarás en cinco minutos. La clave
está ahí. La técnica de las piernas y los brazos es importante, pero una vez
que sabes respirar, después. Ahora lo importante es que pierdas el miedo a
meter la cabeza. Coges aire, y lo sacas por la nariz debajo del agua. No se
mete agua, tranquila, solo expulsas aire, pero el agua, aunque parezca raro, no
se mete. Prueba solo a expulsar el aire por la nariz, debajo del agua, varias
veces.
Ella lo hizo bien y se quedó sorprendida. Después pasé a explicarle como
ir poniendo los brazos, cómo meter bien la palma de la mano con los dedos
extendidos, con buena técnica. Aprendía muy rápido y en menos de una hora
estaba nadando a estilo crol de manera bastante aceptable.
Durante las explicaciones, tuve que cogerle los hombros, a veces las
manos y alguna vez le sujeté el vientre para explicarle cómo ir más rápido en
el agua. Me encantó tocarla. Se produjo en mí una reacción eléctrica muy
fuerte. Me costó resistir la tentación de besarla y agarrarme a ella. Le tuve
que dejar que nadara, para calmarme un poco. De repente recordó que la
comida estaba en el fuego.
-Daniel, el guiso, está al fuego, tengo que ir a apagarlo o se estropeará.
Dios mío, ¿cuánto tiempo llevamos nadando? Le quedaban setenta minutos.
Creo que han pasado más.
Miré mi reloj, que no me quitaba jamás y vi que había pasado más o
menos hora y cuarto.
Amy salió a toda velocidad del agua, diciendo que si se le quemaba, sería
la primera vez en su vida que le ocurría algo así. Me reí mucho y le grité:
-¡Amy!, ¿y no merece la pena quemar un guiso a cambio de saber nadar
bien?
-Noooo, eso nunca. Que no se haya quemado, por favor -iba diciendo
mientras se secaba con una toalla.
-No te seques, Amy, ve a ver cómo está o te dará un ataque, mujer.
Volvió con una gran sonrisa.
-Está en su punto. Era justo la hora de pararlo. Menos mal. Para mí habría
sido un fracaso porque es un plato especial que quería que probases.
-Me alegro mucho. Entonces, ¿hay que ir a comer? Obedezco a mi chef -
dije desde el agua.
-Si tienes hambre, sí, es mejor comerlo recién hecho, aunque también está
rico más templado, dentro de media hora.
-Me gustaría verte nadar unos minutos más. Lo estabas haciendo tan
bien…
-De acuerdo, allá voy, entonces.
Se tiró al agua y estuvimos jugando un poco. Dejamos las técnicas
natatorias y nos echamos agua a la cara el uno al otro, como dos críos.
Entonces, ella se acercó a mí, y me rodeó con los brazos, se pegó mucho a mi
cuerpo. Fue la sensación más bella desde que desperté en el desierto. Me
acarició el cabello, los hombros y los brazos; se acercó mucho.
Estábamos en el agua, casi pegados. Amy me miraba con sus ojazos
oscuros, con las pestañas brillantes por las minúsculas gotas de agua, con la
piel brillante y mojada. Dejé que me besara ella. Un beso, ¡al fin besaba a una
mujer! Para mí, aquel día, fue descubrir qué era un beso, ya que no recordaba
haberme besado con nadie. Solo nos besamos.
Enseguida, ella se retiró, nerviosa pero contenta. Dijo que se enfriaba el
guiso y que teníamos que comerlo ya. Comimos fuera, en el jardín. El plato
que preparó Amy bien valía la interrupción del dulce beso de la piscina.
Cuando paró para ir a comer, lo maldije, pero, al empezar a probarlo, me
arrepentí. Un regalo para el paladar.
No me dijo lo que contenía. Había varios tipos de carne y dos salsas
diferentes, todo ello rodeado de abundantes verduras e incluso algunos trozos
de frutas. Salado, dulce, amargo y picante, todo a un tiempo, pero en una
deliciosa combinación.
Amy era una joya que no podía perder. La necesitaba en mi vida. Con ella
dejaba de agobiarme acerca de mi identidad. No me importaba quién era yo,
valía ese Daniel Clark de los documentos, por qué no. Lo que contaba era el
momento, estar con ella, mirarla, tocarla, sentir su pasión contenida.
Amy se fue a media tarde, tras besarnos por todos los rincones de la casa.
Me dijo que al día siguiente volvería con las maletas. Quería recoger todo de
su casa. Se instalaría conmigo. La noticia no pudo hacerme más feliz. Pero al
instante una preocupación me estropeó la felicidad.
Esos hombres, los del casino… Me seguían, me encontrarían. Podría
poner a Amy en peligro. Había riesgo de que terminaran encontrando la casa.
La pareja de cacos no era precisamente una garantía de seguridad. Les tenía
allí para que me informaran, pero cómo podrían pararlos si ni siquiera
portaban armas ni sabían manejarlas.
Aquella noche salí a conducir para festejar así mi alegría. Amaba a una
preciosa mujer y ella me amaba a mí. La vida comenzaba a ser interesante y a
merecer la pena. Nada había comparable a esa sensación, la de mirar a una
mujer, que ella te mire de la misma manera y estar unidos.
Amy llegó a casa en un taxi, hacia las cuatro de la tarde. Traía dos
maletas y varias cajas, que contenían libros y algunos objetos de decoración.
Y muchas fotos que su familia le había ido enviando. Me presentó, a través
de las fotografías, a todos los miembros de su familia. Su madre, Marcela, su
padre, Antonio, sus hermanas Francisca y Elena, sus innumerables tíos y
primos… La familia de Amy es interminable.
Me encantó ver fotos de familia. Pero, de repente, ambos entendimos,
especialmente ella, que yo no tenía fotos de familia, que no tenía ni siquiera
fotografías mentales donde poder recordar a mis seres queridos. Un puyazo
de dolor atravesó mi alma, a la que me gusta situar en el corazón. Amy lo
sintió también y dejó las fotos. A cambio, me ofreció sus cálidos labios,
gruesos y sabrosos; y su lengua inexperta pero adorable.
Dormimos juntos aquella noche. Fue ella la que llegó a mi habitación. Le
dije que la habitación de al lado sería la suya. Y allí instaló todo, pero venía a
mi cama a dormir todas las noches. Qué bien me hizo dormir al lado de Amy.
Me tranquilizaba y empecé a verle un sentido a la vida que antes no le
encontraba. Pero también sufría. Me despertaba a media noche porque sentía
que algo nos amenazaba. Mi cuerpo, hipersensible, intuye el peligro. Las
señales eran claras. Vendrían por mí algún día.
Llevábamos dos semanas de absoluta felicidad. Apenas salíamos de la
casa. Nos dedicábamos a amarnos con frenesí, a todas horas, en todos los
lugares de la casa, sobre todo dentro de la piscina. Amy cocinaba y me
amaba. Yo la amaba y la miraba cocinar. Me gustaba besarla mientras
preparaba sus exquisitos manjares. Me acercaba por detrás y le besaba el
cuello y le mordisqueaba las orejas.
Ella no soportaba que le susurrara en las orejas, se ponía a mil. Perdía el
dominio de sí. Justo por eso solía hacerlo. Con la pareja de ladrones dejé de
quedar en Santa Bárbara. Les dije que se pasaran por allí dos o tres veces
cada noche, pero nada más. Una mañana salí a dar un paseo solo, por la
playa. Amy dormía plácidamente y no me atreví a proponerle que me
acompañase. Eran solo las siete.
A un kilómetro de mi casa encontré los cuerpos de John y Charlie en el
mar, entre unas rocas, acribillados a balazos y con la cara destrozada. Es
posible que nos hubieran salvado la vida. Por mi culpa estaban muertos.
No tenía que haberles ofrecido nada. Habrían pasado unas pocas semanas
en prisión, pero seguirían vivos. Los dejé allí. Alguien los vería y avisaría a la
policía. Volví a casa y tomé la determinación de abandonar con Amy aquel
dulce hogar. Tenía que salvar nuestras vidas. Ya no había dudas de que me
querían muerto.
Desperté a Amy y le dije que se vistiera, que salíamos de viaje. Nos
íbamos a la costa este.
-Es una sorpresa, querida -mentí.
-Daniel, tus sorpresas me encantan. Me apetece mucho conocer la otra
parte del país. ¿Iremos en avión?
-No, vamos a ir en coche, por la famosa Ruta 66. Visitaremos Chicago y
de ahí, a Nueva York. Lo pasaremos bien.
Mientras Amy se desperezaba empezó un ensordecedor ruido que asustó
a Amy, pero no a mí. Había empezado, no me dieron tiempo ni de salir de la
casa. Estaban escondidos y querían matarme dentro de la casa. Ráfagas
brutales de fusiles ametralladores estaban destrozando mi casa. Las balas
entraban por todas partes.
Cogí a Amy y la llevé al baño, la metí en la bañera y le dije que se
acurrucase bien, le puse encima una gran tabla que encontré en el pasillo.
Cogí mis tres pistolas, que estaban cargadas, y un montón de cargadores y
empecé a ir de ventana en ventana, gateando entre los trozos de cristal y
madera. Dos hombres disparaban desde la piscina. Dos balas fueron
suficientes para acabar con ellos.
Seguían disparando desde la parte frontal de la casa, desde el camino que
viene de la carretera. Salí por una ventana y vi a un hombre disparando con
un subfusil. Le metí tres balas en la cabeza. A continuación, sin saber por
qué, me lancé al suelo rodando. Una bala me pasó por encima y se incrustó
en la pared. Había un francotirador. Una luz roja estaba en mi pecho cuando
me lancé a rodar. Actué antes de verla. ¿Cómo lo hice?
Necesitaba localizar a ese francotirador cuanto antes o estaba muerto.
Miré un segundo el orificio en la pared, y calculé de inmediato de dónde vino
esa bala. Mi mente me señaló un punto sobre la colina que tengo enfrente de
la casa. Allí estaba, agazapado entre unos arbustos. Ahora empezaba a
entender por qué tengo esta excelente vista.
Cuando el ojo se curó me di cuenta de que veía casi como un águila.
Estaba apuntándome de nuevo. Dejé que fijara el objetivo. Un francotirador
asegura siempre el tiro, para no delatarse. Podría estar uno o dos segundos
con la luz roja sobre el cuerpo. Levanté mi arma, lo miré y sonreí. Entonces
trató de girar a un lado, rodando, pero para entonces tenía seis balas en el
cuerpo. El mayor problema estaba eliminado. Tendría que haber más gente.
No había coches cerca, se habían acercado a pie. Otro más seguía
ametrallando a placer la casa. Entré por la ventana y salí al edificio pequeño.
Un hombre grande, con pasamontañas, estaba disparando con su Uzi a
nuestra habitación. Le destrocé las dos rodillas y cayó aullando de dolor, pero
sin soltar la ametralladora que disparó con furia hacia donde yo había estado.
Pero ya no estaba allí. Llegué por detrás y le rompí un brazo. La Uzi cayó.
Lo metí al cuarto de las herramientas y cerré la puerta con el cerrojo.
Necesitaba dejar a alguno vivo y entender quiénes eran. Lo desarmé, pues
llevaba dos pistolas encima y dos cuchillos. Intentó, era muy fuerte, dejarme
fuera de combate, desde el suelo, con un puñetazo en la garganta mientras lo
cacheaba a conciencia.
Paré el golpe y le rompí tres dedos de esa mano. Volvió a gritar. No era
un profesional auténtico, sino un bruto aficionado que pensaba que sí lo era.
Esa frase me hizo entender poco a poco que yo, por lo tanto, sí era un
profesional. Pero de qué tipo.
No le avisé de ninguna manera. Actué para que hablase. Con uno de sus
cuchillos de combate le rasgué el pantalón a la altura de la ingle, le corté la
ropa interior y dejé polla y huevos al aire. Le corté un testículo. Después lo
miré. El dolor que sintió fue tan agudo que se estaba desmayando, entre
horrorosos chillidos, pero el miedo era más fuerte que el dolor y empezó,
como esperaba, a suplicar por su vida.
-No ruegues, habla. Ya -ordené en inglés.
-¿Hablar? Joder, Misha -dijo en ruso, idioma que entendía como el inglés.
¿Yo era ruso?
-¿Quién soy? -pregunté en perfecto ruso-, dime quién soy ahora mismo o
te corto el otro y te meto ambos en la boca.
-Mierda, no, eres Mijaíl Vavílov, eras de nuestro equipo, de nuestra
banda, hasta que descubrimos tu verdadera identidad, un puto bofia, un
agente del FBI americano. No sé tu nombre verdadero, pero nos jodiste e ibas
a por el gran narco mejicano Pacho, con quien trabajamos.
>>Alguien de los tuyos te traicionó, pero parece que conseguiste escapar
en el último segundo, como siempre. Te perdimos el rastro. No sé si eres ruso
o americano, hablas en ruso sin acento, pero en inglés también, según me
dijeron colegas de aquí, porque yo no sé inglés. Eres un puto misterio, tío, y
un gran cabrón con los mejores ojos del mundo para disparar.
-He matado a dos y al francotirador -le dije en voz baja con el cuchillo
empezando a entrar a través de la piel del escroto-, tú eres el cuarto. ¿Cuántos
más?
-Queda Yuri, está dentro, en la casa. Tu muñequita ya estará muerta,
cabrón, jaja…
No le dejé acabar la carcajada. Le rebané el cuello con el cuchillo y salí
como un cohete hacia el baño, rogando que siguiera viva. Me estaba
esperando y tres balas pasaron muy cerca. Disparaba desde detrás de una viga
de madera, en el salón. Me agujereó la camiseta, pero la bala no llegó a entrar
en la piel. Me hice el muerto.
Esperé que se moviera, yo tumbado boca arriba, con el arma lista. No se
movía; me conocían bien. Agucé el oído para tratar de oír algún gemido de
Amy. El silencio era absoluto. La casa estaba como un colador, toda
destrozada, pero ya no quedaban más hombres. Yuri era el último. No
recordaba a Yuri, pero daba igual. Le quedaban escasos segundos de vida. No
hacía falta volver a presentarnos.
Al final sacó una parte del cráneo para mirar en mi dirección. Se la volé
con un disparo. Ya estaba tuerto. Sus berridos hicieron que Amy chillara
desde la bañera. Buena, buenísima señal. Estás viva, querida. Solo eso me
importaba. Yuri murió a los pocos segundos. No necesité disparar más. Subí
al baño y allí estaba Amy, debajo de la tabla. No le había dado tiempo a
encontrarla, por suerte. O quizá sí, pero no la había matado.
-Daniel, Daniel, Dios mío…-sollozó.
Amy se desmayó en mis brazos. Había que salir de allí. Otro coche
esperaría cerca y estarían viniendo hacia aquí. Cogí a Amy en brazos y la
bajé hasta el coche. Casi todo el dinero lo guardo en el vehículo, por si surgía
una ocasión como esta.
Nada más salir al camino, vi que seis hombres armados venían por la
ladera, dispuestos a acabar lo que sus compañeros no pudieron. Dispararon
contra el coche, pero fue tarde. La aceleración y mis zigzagueos hizo que ni
una sola bala diera en el blanco.
-Daniel, ¿qué ocurre? ¿Quién eres? -preguntó Amy llorando.
-Tranquila, te voy a sacar de aquí. Acabo de enterarme de que yo soy un
agente federal, trabajaba en el FBI, pero estaba infiltrado en un grupo de
mafia rusa. Sigo sin saber mi nombre, pero uno de ellos me ha dicho que,
como ruso, me hacía llamar Mijaíl Vavílov. Hablo y entiendo ruso a la
perfección. Ni siquiera sé cuántos idiomas conozco. Cuando los oigo, los
reconozco y compruebo que puedo hablar en esos idiomas.
-¿También hablas español? -me preguntó ella en su idioma materno.
-Eso parece. No recuerdo dónde lo aprendí, ni cómo -contesté en español-
, podemos hablar en español a partir de ahora, será más cómodo para ti.
-Hablas español mejicano sin acento, como un nativo, es impresionante.
-Lo mismo me dijo ese ruso, que hablo ruso sin acento. Lo importante
ahora es salir de aquí. Vamos al sur, a tu país. Te dejaré allí, en algún lugar
seguro. Después, volveré para intentar saber más cosas. Poco a poco podré ir
descubriendo quién soy. Me siento muy extraño ahora.
-Daniel, ¿cómo hemos conseguido salir vivos de ese infierno de plomo?
Has tenido que matarlos, ¿verdad?
-Sí, Amy, a todos ellos. Era o ellos o nosotros, no había más elección.
Conduje hasta la frontera con México, pasando San Diego hasta llegar a
Tijuana. A medida que conducía, a gran velocidad, fui recuperando algún
recuerdo. Salir vivo de la casa, matar de aquella manera a esos hombres,
torturar a uno de ellos para que hablase, hizo que algunas neuronas dormidas
comenzasen a funcionar. Me vinieron imágenes, no secuenciadas, sino
aisladas, pero empezaban a venir a mi mente.
Recordé una oficina y varios agentes reunidos, preparando un plan, yo
estaba entre ellos. Sí. Y México era importante, muy importante en todo ello.
Acababa de cruzar la frontera del país y de alguna manera eso contribuyó a
recordar. La entrega del dinero. Pero me parecía recordar más de un millón,
mucho dinero, muchísimo.
Era una entrega que debía realizar en México, pero de momento la ciudad
no me venía a la cabeza. La ciudad de Puebla está muy al sur, debajo de
Distrito Federal. Opté por llevar a Amy a su casa y, si conseguía resolver mis
asuntos algún día, volver por ella. Así se lo hice saber. Ella se negó de plano.
-No voy a abandonarte ahora, Daniel, o Mijaíl, o Miguel, o como quieras
que te llame. Voy contigo. No voy a encontrar a otro hombre como tú, me
respetas siempre, te preocupas por mí, me amas. No, vamos a Puebla si
quieres ir allá, pero no me dejarás allí sola, eso jamás.
-Amy, es muy peligroso, estamos en peligro no solo de muerte, sino de
algo mucho peor. Pueden torturarte si me matan y te cogen con vida. No
imaginas lo que esta gente puede hacerte.
-Sé lo salvajes que son, sí, todos los mejicanos sabemos cómo son los
delincuentes acá. Pero te digo que nada me separará de ti.
-Necesito pensar. Vamos a bajar toda la península de California, hasta el
final.
-Podemos ir a Cabo San Lucas, Daniel. ¡Es una ciudad preciosa! Fui de
pequeña, con mis padres, en el único viaje que hemos hecho. Tengo unos
recuerdos preciosos de ese lugar.
-A Cabo San Lucas, entonces. En marcha.
CAPÍTULO 5
Tenía razón Amy. Es una tranquila ciudad costera, justo en la sur de
California, en el extremo. Allí nos instalamos en una casa de alquiler para no
llamar la atención. Lo malo fue el Mercedes, que no era lo que se dice un
coche discreto, pero en ese sitio de vacaciones había muchos yates y coches
de lujo de los millonarios de toda América y Europa que descansaban en ese
suave clima.
Estuvimos allí solo tres días. Mi cabeza iba recordando todo poco a poco,
menos mi nombre. Recordé que era un agente especial del FBI encargado de
desbaratar una operación a gran escala contra los narcos mejicanos, donde
estaba implicada también la mafia rusa. Lo que no me cuadraba era ese
ridículo millón de dólares. Un millón de dólares, con esta gente, es solo
calderilla. Alguien me dejó ahí ese millón para subsistir, estaba casi seguro.
Probablemente yo llevaría el maletero lleno de dólares de la mafia rusa,
que pretendía comprar coca a gran escala a los mejicanos, pero aún no se me
revelaba todo esto con exactitud. Tenía que volver a Las Vegas, a ese casino
donde me reconocieron con tanta facilidad. No recordaba mis costumbres, ni
mis vicios, pero es posible que el juego fuera uno de ellos. No podía llevar a
Amy a una muerte segura.
Me tuve que despedir de ella con una nota y unas flores. También le dejé
un anillo, jurándole que, si salía todo bien, cosa harto improbable, volvería
por ella ya para siempre. Nos casaríamos y no volveríamos a separarnos más.
Sentí un dolor en el pecho muy fuerte cuando salí de la casa a las tres de la
madrugada. Pobre Amy. La amaba más que a mí mismo. No me importaba
no recuperar los recuerdos de mi nombre o de mi vida si ella estaba a mi lado.
Conduje toda la noche subiendo por la Baja California hacia el norte.
Llegué a Las Vegas a media tarde. Entré en el mismo casino. No estaba el
aparcacoches de la otra vez. A ese otro chico le dije que lo tuviera allí,
arrancado, porque iba a estar solo unos minutos, que lo vigilara. Un billete de
cien dólares fue suficiente para que nadie tocara mi coche.
Estaban los mismos crupieres y los mismos jefes de sala, pero no veía por
ninguna parte a los gorilas que me siguieron cuando abandoné la sala la otra
vez. No era ninguno de los que asaltaron mi casa. Jugué solo a la ruleta,
porque necesitaba vigilar bien y con las cartas hay que estar demasiado
concentrado contando. Volví a jugar puestas de tres mil dólares, como la vez
anterior. El crupier se acordaba de mí. Le gustó verme. Me saludó con
respeto.
A los pocos minutos aparecieron los que estaba esperando. Se acercaron a
mí muy despacio, muy confiados. Me olí algo malo. No temían que me
escapara. Eran rusos, los cuatro. Uno de ellos parecía el jefe. Fue el que se
dirigió a mí, en ruso.
-Privet, Misha. ¡Cuánto tiempo! Nos tenías preocupados.
-Lo siento, no te recuerdo, de veras. He perdido la memoria, por
desgracia, pero me interesa lo que tengas que decirme.
-Por supuesto que te interesa. Te fuiste con veinte millones de dólares. Tu
misión era comprar una mercancía que jamás llegó a nuestras manos. Veinte
millones, Mijaíl. Hace unos días mataste a cuatro de los nuestros, cuando
fueron a tu casa. Y hace más tiempo sacaste de la carretera un coche. Los
cuatro ocupantes siguen en el hospital, dos de ellos en coma profundo. Eres
peligroso y efectivo, más de lo que pensaba. ¿Eso lo recuerdas?
-Me van llegando algunos chispazos de memoria, pero son efímeros.
Poco a poco voy entendiendo algo, pero las lagunas son aún muchas -
contesté.
-Bien, yo voy a refrescarte esa jodida memoria tuya, tan mala. Sabemos
que eres un agente del FBI. Te infiltraste en nuestra organización, pero no
para detenernos a nosotros, ya entenderás el porqué, sino para detener a los
mejicanos.
>>Eso sí, desapareció el dinero y no llegó la coca. El dinero lo llevabas tú
en el maletero de tu Mustang. Contigo iban Sasha y Dima. No los hemos
vuelto a ver, están desaparecidos. No estaría mal que nos dijeras dónde los
mataste y dónde están sus cuerpos, pero eso no es lo fundamental ahora.
-No recuerdo a ninguno de los dos, lo siento. Es posible que los matara,
pero no lo recuerdo -dije.
-Bien, Misha, o Daniel, como te haces llamar ahora. Daniel Clark.
Nosotros nos enteramos de todo, como ves. Esta vez has cometido un error
muy grave. Te has caído con todo el equipo, Daniel.
Vladímir, así se llamaba el capo de la mafia para la que yo había
trabajado como infiltrado, me miró a los ojos y esbozó una leve sonrisa de
satisfacción. No tuve que preguntarle. Lo supe. Algo en mi interior me lo
dijo. Me vine abajo. Tenían a Amy. Vladímir asintió con la cabeza, muy
lentamente.
-Sí, Daniel, sí, tenemos a tu preciosa mejicanita. Conduces como los
ángeles. Nadie podía seguirte, pero no hizo falta. Los chicos, antes de
empezar a ametrallar tu casa, te pusieron un dispositivo de seguimiento GPS.
Quizá no puedas recordar todos los trucos que tú mismo usabas. Ahora se han
vuelto contra ti, ya lo ves. Sí, vas a poder hablar con ella, cómo no. Soy un
hombre de palabra. Si te digo que la tengo, es que la tengo.
Sacó su teléfono y pulsó una tecla. Me pasó el aparato.
-¡¡Amy!! ¿Cómo estás?
-Daniel, estoy bien, querido. Lo siento. Me han cogido. Yo dormía. De
repente me desperté en un cuarto oscuro, en otra casa, con la boca tapada y
los ojos vendados, atada a una silla. Pero estoy bien, no me han hecho daño.
-Entonces, no has podido leer la nota -dije.
-Yo no, pero me la han leído. Los que me vigilan son mejicanos y me la
han leído hace poco, sin duda para martirizarme. Me ha encantado, mi amor.
Sé que vendrás por mí. Lo sé. No sé cómo, ni cuándo, pero nada podrá
separarnos ya.
Entonces, en ese momento, sin saber por qué secreto u oscuro mecanismo
del cerebro, todo volvió a la normalidad. Vi la luz. Recordé todo. De repente,
en un segundo. Al hablar con Amy.
-Amy, Amy, ya está, lo recuerdo todo, ahora, solo ahora -dije en español.
-Amy -continué-, me llamo Frank Sinclair, Frank Sinclair. Dios mío, sé
quién soy. Me habría gustado tanto recordarlo a tu lado, pero ha sido
hablando contigo de todas formas, gracias a ti. Quizá el miedo a perderte
haya sido la chispa que ha encendido al fin esta memoria vaguetona que se
me había quedado. Espérame, Amy, voy a ir pronto.
-Frank, quiero decirte que…
Vladímir me quitó el teléfono.
-Conversación terminada. Es suficiente. ¿Quién es ese Frank Sinclair?
-Yo -respondí-, acabo de recordar, al fin, quién soy. Frank Sinclair,
agente especial del FBI. La operación en la que estaba al cargo se llamaba
“Doña Blanca”. Me infiltré en tu organización para destruir del todo a uno de
los cárteles más activos de México. Pero alguien me traicionó. Alguien de mi
equipo, dos agentes que llevaban muchos años conmigo.
>>Interceptaron, en efecto, el Mustang, mataron a tus hombres de sendos
disparos en la frente. A mí me dieron una paliza brutal, ahora empiezo a
recordarla, toda ella. Me dieron por muerto. Me aplicaron una tremenda
descarga eléctrica. No sé por qué quisieron matarme así, pero así lo hicieron.
Supongo que se me paró el corazón.
>>Pero recuerdo, como entre brumas, que me metieron al coche. Dejaron
un millón de dólares en el maletero. El corazón volvió a latir, me desperté,
iba en el maletero del coche, me dolía todo el cuerpo, me habían dado una
paliza increíble, pero vivía. Cuando detuvieron el coche, me di un fuerte
golpe yo mismo en la cabeza para perder el sentido y que no vieran que
seguía vivo.
>>Me dejaron en el asiento del copiloto. Desperté a pocos kilómetros de
aquí, en el desierto de Mojave. Se llevaron diecinueve millones de dólares. El
millón que había es tuyo, y te lo voy a dar. Lo tengo, no te preocupes. Tengo
sus caras en la mente, pero no me vienen los nombres aún, pero sí sus caras.
Dos compañeros del FBI, muy conocidos.
-Tiene sentido, Frank, es una historia extrañísima, pero por eso mismo me
la creo. Eres un tío con capacidades increíbles. Te ofrezco algo. Tu vida y la
de esa niña bonita. A cambio, hazlo como quieras, pero tienes que hacerlo,
me vas a devolver mis veinte millones y además, como pago por los que te
has ido cargando, la coca que ibas a comprar aquel día.
>>Dos toneladas, Frank. Tu vida y la de tu chica cuestan solo eso. No
tienes otra opción. Puedes hacerlo como quieras. Vuelve a tu FBI, busca a tus
traidores, a tus jefes, a quien quieras, pero el reloj corre. Has de organizarlo
todo muy rápido.
>>Tienes solo una semana. La entrega de la coca será aquí, en este
casino. El dinero, si lo consigues antes, puedes enviarlo como quieras, en
transferencia, en una cuca maletita de piel de cocodrilo o como cojones se te
ponga en la punta del nabo.
-Es un trato justo, que acepto -dije mirándolo desafiante.
-No esperaba menos de un tío con tus habilidades. Si alguien puede
conseguirlo, eres tú. Doy esa pasta y esa coca por perdidas, si te soy sincero.
Tienes las mismas posibilidades de triunfar que vivir un día de calor en
Tomsk a finales de enero.
>>Mi abuela dice que una vez hizo seis grados sobre cero en enero. Por
supuesto, tu chica, que ahora es intocable, me la quedaré yo, como recuerdo
de nuestro trato. Suerte, muchacho -dijo, dándome una palmada y yéndose
con sus hombres del casino.
Al día siguiente cogí un vuelo a Washington. En todo momento tenía a
tres hombres que me vigilaban de cerca, del grupo de Vladímir. No me
importaba, prefería que controlaran todos mis pasos, para seguridad de Amy.
Entré en el edificio del FBI. Yo era el mejor agente que tenía el
departamento. Cien por cien de éxitos, en todas las operaciones.
Mi jefe, Arnold White, se alegró y se sorprendió de verme allí. No sé si
más lo segundo que lo primero, pero no tenía otra posibilidad de intentar el
éxito. Solo así. Le conté toda la historia, el despertar, la amnesia, todo.
-Qué alegría que estés vivo, Frank. Te dábamos por muerto, enterrado en
algún punto del desierto. Douglas y Henry ya están entre rejas. Ellos juraban
que te habían matado de una descarga y que habían dejado el cuerpo en el
coche, tal y como cuentas.
>>Los cogimos en el avión, un avión privado que ya despegaba hacia
Hawaii. Los cogimos en el último segundo. Tenemos todo el dinero, así que
no hay problema. Bueno, falta un millón, en efecto, pero tú dices que no lo
has gastado.
-Lo he invertido bien, tengo mucho más ahora, pero esa es otra historia.
-Bien, Frank, la operación “Doña Blanca” continúa. Veremos qué cártel
es el que se ofrece esta vez. No importa, son todos poderosos y están
conectados. Lo importante es que estemos ahí. Hoy mismo vas a entregarle el
dinero a los rusos, para que vean que tienes buena voluntad y recursos. De
ellos nos encargaremos nosotros, no te preocupes.
Al día siguiente estaba en el casino, con veinte millones de dólares en un
maletín negro.
-Eres rápido, Frank. Bravo. La mitad del trato está aquí. No me esperaba
esta velocidad. Ya te digo que me da igual cómo lo hagas. Sé que tu FBI nos
tiene vigilados y controlados, pero quizá tú no sepas que somos intocables,
por ciertos secretos que guardamos de ciertas personas que están muy muy
alto en este país. Seguro que te habrán dicho que ellos se ocuparán de
nosotros, ¿verdad?
-Eso me han dicho, sí -afirmé.
-Entonces, todo va bien. Solo te queda traerme esas dos toneladas de
adorable polvito blanco. Amy está bien, te espera impaciente.
-Prefiero que no la menciones. Dejémoslo así.
-Como quieras. Tú cumples, yo también cumplo, americano, no lo
olvides, soy un vor v zakone, un ladrón de ley. Mi palabra es sagrada.
Veinte millones por dos toneladas de coca. Me introduje en México, entre
Tijuana y Ciudad Juárez, recorriéndola a fondo, y al final conseguí lo que
quería. En la ciudad fronteriza de Naco, un hombre me llevó a un rancho y
allí pacté las condiciones. Me hice pasar por ruso. Pero no puse acento al
hablar español.
En la mansión de lujo de Pedro de la Fuente, el joven narco que se estaba
haciendo con parte de la distribución de la coca a lo largo de la frontera oeste
entre los dos países, me ofreció un trago de tequila, que bebí gustoso.
-Señor Nikolái, es un placer saber que hay hombres extranjeros que aún
entienden lo que son los negocios. Dos toneladas no es una mala cantidad
para empezar a hacer tratos. Muchos suelen probar con cien kilos, trescientos
como máximo. Usted va a lo grande, usted es grande. Dice que es ruso. Por
suerte, tengo aquí a una invitada, una guapísima moscovita que me hace
compañía estos días. Le he dicho que hable un ratito con usted, para
comprobar su historia.
>>Si ella, rusa de Moscú, y profesora de lengua rusa, nota algo extraño,
mis hombres le cortarán los cojones y se los meterán en la boca. Juanito, mi
hombre que habló en inglés con usted, dice que no sabe si es usted americano
o mejicano, que habla sin acento ambas lenguas. Si habla ruso sin acento,
cosa casi imposible para cualquier extranjero no eslavo, según mi bellísima
rusita, me creeré su historia, o fingiré creerla. Si no, ya sabe lo que le espera a
su masculinidad.
-Es de mala educación dudar así de alguien que viene de buena fe y está
dispuesto a arriesgar un montón de dinero, pero no hay problema. Que pase
esa niña.
Marina, una rusa alta, de grandes y rasgados ojos grises, morena, entró
con aires de diva en la gran sala. Me saludó y habló conmigo en ruso. Me
dijo que había encontrado al hombre de su vida y que la hacía muy feliz. Yo
solo escuchaba, sin pronunciar palabra, para poner nervioso a Pedro.
-Nu? -dijo ella, interpelándome para que dijera algo en su lengua.
-Ty dura, Marina, no sabes lo que estás haciendo, pero allá tú. Esto no es
un juego. Pronto lo descubrirás y te acordarás de mis palabras, si es que vives
para recordar algo - dije intentando hablar lo más rápido que pude, para que
no le quedasen dudas. Hablar ruso muy deprisa es complicado para un
angloparlante.
-Sé muy bien lo que hago, Kolia, no hace falta que me des consejos -dijo
ella, ofendida.
Marina miró a Pedro y asintió con la cabeza, saliendo de allí un tanto
despechada.
Cerramos el trato. Dos días después, el cargamento llegaría a un punto
concreto de Tijuana que me especificarían solo dos horas antes. En esa
llamada de teléfono yo tendría que decir el número de vehículos que llevaría
para vaciar el camión con las dos toneladas. Acepté todas sus condiciones.
Me despedí de esta forma tan poco sutil:
-Si usted pretende engañarme por ser yo de un país muy lejano, se
equivoca. Si hay un solo gramo menos de las dos toneladas, yo, con mis
propias manos, volveré aquí y le cortaré sus cojoncillos, que supongo que
serán tan pequeños como su cabeza y sus pies. No se los meteré en la boca,
cabrán por las fosas nasales. Buenas noches, señor.
No supo cómo reaccionar a mi frase y optó por reír a carcajadas, una risa
sin duda nerviosa que utilizó para salir del paso ante sus hombres. Me jugué
la vida, podía haberme matado por aquello, pero vi en sus ojos que la avaricia
en él era más fuerte que el orgullo y eso me salvó. Me llevaron a la ciudad y
allí me subí al Mercedes.
Aquello era una gran operación anti droga. Estuvo todo listo en
veinticuatro horas. Otro maletín con otros veinte millones de dólares me fue
entregado en San Diego por agentes del FBI. Dos horas antes, como estaba
previsto, me llamaron.
Me dijeron el lugar exacto de la entrega, junto a un restaurante
abandonado a un kilómetro de Tijuana, en un camino poco transitado. No
venía un camión, sino dos furgonetas blancas medianas. Yo, por mi parte, les
dije que tenía dos coches y una furgoneta pequeña, les describí los vehículos
con precisión.
Antes de que llegasen las furgonetas con la droga, aparecieron cuatro
vehículos todoterreno blindados. De uno de ellos bajó el mismo Pedro, al que
no esperaba. Pensé que para una cantidad pequeña como eran dos toneladas,
no se arriesgaría a salir de su escondrijo.
-Aquí estamos, güey -dijo altivo-; las furgonetas están llegando, en un
minuto estarán aquí. Quise venir en persona. La primera vez que trabajo con
alguien me gusta comprobar todo en persona, cada detalle. Veo que están los
coches que dijiste. Bien hecho. Ahora veamos tu parte.
-En cuanto lleguen las furgonetas, Pedro, no antes -le advertí.
-Eres desconfiado, como yo. Bien, esperemos. Oh, ahí están ya.
Los hombres del FBI que venían conmigo entraron en las furgonetas,
sacaron todos los paquetes y los fueron pesando con básculas especiales.
-Dos mil kilogramos justos -sentenció Jim, en inglés.
-Bien, Pedro, todo correcto. Ahora, mi parte. Veinte millones también
justos -dije abriendo el maletín negro.
A un gesto de Pedro, uno de sus hombres cogió el maletín, lo abrió y lo
contó todo. Hizo un leve gesto con la cabeza de confirmación.
-Bueno, señor Nicolás, ha sido un placer. Mi coca es la más pura de
México, como comprobarán sus clientes. No querrán otra, se lo aseguro.
Vendo solo lo mejor, traída de Colombia sin un solo corte, es coca tres ceros,
si sabe lo que significa, que supongo que sí. El precio para una coca como
esta no son diez mil dólares el kilo, pero me gustó usted y le he traído esta, la
más pura que tengo. Que lo disfrute. Ya sabe dónde estoy si necesita más.
De repente, tres helicópteros de la policía aparecieron en el aire, con
grandes focos que deslumbraron a todos, menos a nosotros, que llevábamos
gafas especiales que nos pusimos de inmediato.
-Hijueputas, huevones, maricones de mierda -dijo Pedro y empezó a
disparar con su pistola contra nosotros. Llevábamos todos chalecos antibala.
Sus hombres trataron de disparar sus ametralladores, pero estaban cegados
por los focos.
Puse una bala en cada rodilla, para no matar a ninguno. Cayeron al suelo
con un griterío ensordecedor. Solo el que ha escuchado gritar a un hombre
que ha sido disparado, sabe lo que es un aullido humano.
La operación fue todo un éxito. A continuación llegaron coches de policía
y ambulancias. El siguiente paso era llevar esa coca hasta Las Vegas, donde
Vladímir la esperaba impaciente.
-¿Qué haréis con los rusos? -pregunté a Tim, el jefe de la operación,
segundo de Arnold.
-Al parecer, Frank, y siento decirte esto, porque estuviste a punto de
morir en la operación, esos tíos tienen carta blanca. Es un pago que les
hacemos por ciertos asuntos políticos donde nos han echado una mano. Es
todo confidencial, yo no sé qué es en concreto, solo Arnold. Así que ahora
vamos a llevar esta mierda hasta allí y se la entregaremos. Es todo.
-Si todo está decidido de antemano con algunos tipos, ¿por qué nos
seguimos jugando el tipo tíos como tú y yo, Tim? ¿Somos, quizá, gilipollas?
-Hoy en día está todo tan sucio que forma parte de la vida, estamos
viviendo entre el fango más asqueroso, pero los que tienen el mando, el poder
y el dinero así lo quieren -contestó él.
-Es muy triste. Mentiras y más mentiras. Supongo que yo sabía esto, pero
no lo recordaba. Qué bien vivía yo con mi amnesia. Me gustaría volver a
perder la memoria, te lo digo en serio -afirmé.
-A veces dan ganas de dejarlo todo, en efecto.
-Yo debo ir también. Amy debe estar en el casino. Esa es la condición; si
no está ella, no hay coca -dije.
-Como quieras, Frank. Creo que estará sana y salva. Saben lo que les
conviene -replicó Tim.
Al amanecer entrábamos en Las Vegas. Dejamos los coches y la
furgoneta en un garaje particular del casino, en la calle paralela. Vladímir
salió a recibirnos.
-Buen chico, Frank o como-te-llames en realidad. No esperaba esta
velocidad. Has cumplido con todo. Amy te espera en la sala. Está justo en la
ruleta a la que tan aficionado pareces. Ha sido un placer.
-Do svidania, chuvak -contesté.
Amy estaba allí, de pie, mirando a los jugadores de la ruleta. Estaba
preciosa, con el vestido verde esmeralda que le regalé en Cabo San Lucas,
con el anillo puesto.
La cogí de los hombros, por detrás. No me vio venir. Se sobresaltó,
girándose.
-¡¡¡Frank!!! Estás vivo, Frank -dijo, empezando a llorar.
-Aquí estoy, como te prometí, querida. Ahora nos vamos a ir de aquí.
Ahora sí, ya nadie podrá separarnos. Dime, antes de nada, ¿te han hecho
algo? ¿Te han tocado o te han humillado de alguna manera?
-Físicamente no me han tocado, pero sí me miraban de manera asquerosa
y me hacían gestos sexuales a veces, sacando la lengua y otras guarradas,
pero cosa normal, de hombres cobardes e irrespetuosos. Nada especial, no te
apures, mi amor.
-¿Quién hizo eso? ¿Están aquí? -pregunté.
-Por favor, Frank, vayámonos de este antro, no lo soporto. No, no están
aquí. Los que me guardaban no eran estos rusos, sino mejicanos de allí, dos
mejicanos.
-Bueno, algún día volveremos a Cabo San Lucas y ajustaré cuentas con
esos mamones. Tienes razón, olvidemos ya toda esta pesadilla. Estoy muy
cansado. ¿Te apetece conducir?
-Bueno, ¿adónde vamos?
-Ahora sí, nos vamos a la costa este, a Nueva York. Y de allí, a Europa.
Nos vamos a las islas griegas una temporada. Allí tengo que hacerte una
pregunta especial, quiero que sea allí.
-Frank, entonces, ¿ya recuerdas todo?
-Tranquila, cariño, estaba soltero. Hubo una mujer, sí, solo una, pero fue
en la universidad. No salió bien. Lo bueno para ti es que no recuerdo, lo
prometo, ni su nombre.
-Pero seguro que recuerdas si era bella o no. Dime, ¿era bonita?
-Era bonita, sí, eso lo recuerdo, qué bonita era…
-Malote, ¿para qué aguijoneas mis celos?
-Amy, tú eres bonita, tú lo eres todo para mí. A ti te amo. No seas niña,
eso fue hace más de diez años, era otra vida. Duró muy poco.
-Me habría gustado ser la única, la primera en tu vida, Frank -dijo ella un
poco desilusionada.
-Eres la primera en mi nueva vida. La primera y la última. ¿No te basta?
-Sí, por supuesto que sí, a veces tengo cosas de cría. Es solo que te he
imaginado besando a esa chica que ni conozco y que tú dices no recordar su
nombre… A veces las mujeres somos así, hacemos estas tonterías. Tendría
que estar loca de alegría y besándote sin parar.
-Pues hazlo y no pares -rogué.
He dejado el FBI. Con mis habilidades intuí que podría ganarme la vida
sin problemas. Vinimos a la isla griega de Santorini para casarnos. Y
decidimos quedarnos aquí para siempre. Hemos abierto un restaurante
mejicano que es todo un éxito.
Se anuncia en todas las guías turísticas como el mejor de la isla. Amy es
feliz ahí. Cocina y enseña a mujeres griegas. Ella quiere trabajar solo con
mujeres. Dice que ya tiene un hombre en su vida y que no necesita a ninguno
más. Está más bella que nunca.
Yo hago inversiones por internet, compro terrenos, construyo, presto
dinero a la gente necesitada de la isla, sin intereses; y vivo. Sobre todo vivo.
Desde el balcón de nuestra casa en Oia, al noroeste de la isla, tengo cada día
una espectacular puesta de sol con vistas al volcán. Cuando llegué a
Santorini, recordé, de repente, que también hablaba griego.
Esto me facilita mucho la vida en la isla. Casi cada mes recibo una
llamada de Arnold intentando convencerme para que vuelva. El sueldo que
me ofrecen asusta, pero más me asusta perder la felicidad que tengo junto a
Amy mis vecinos griegos. Aquí he encontrado paz y felicidad. Le he dicho
que no insista, pero él erre que erre.
-Volverás algún día, Frank. Tú has nacido para esto, amigo. Eres el
número uno. No encontramos sustituto para ti.
-Seguid buscando, entonces, estimados colegas.
Por cierto, no me quito este reloj, que me da suerte. Y no tengo ni puta
idea de dónde ha salido. No recuerdo haberlo comprado ni que nadie me lo
regalara.
Heroína
CAPÍTULO 1
Dos años en el ejército ruso es una marca indeleble que no se borra jamás.
El servicio militar ruso es obligatorio, pero hay formas de evadirlo. Con
sobornos, a través de familias influyentes, teniendo una miopía de casi siete
dioptrías en cada ojo o siendo un estudiante brillante.
Pude haberme librado sin problemas, tenía el dinero y los contactos
necesarios para hacer llegar el sobre bien repleto de billetes de cinco mil
rublos. Pero no me dio la gana, me la bufaba todo por aquel entonces, no sé si
me explico. Que me importaba una mierda, vaya.
Me sentía un tipo duro, y soy un tío con cojones, para qué negarlo. Eso lo
he sido siempre, pero pensé que allí aprendería muchas cosas. No niego haber
aprendido algo, pero nos jodieron la vida esos cabrones de mandos. Decidí
ingresar en las fuerzas especiales VDV (Vozdushno - desántniye voiská), las
famosas Tropas Aerotransportadas.
Recuerdo muy bien al general de mi unidad: La 7ª División
Aerotransportada de Asalto Aéreo, de Montaña, con base en Novorosiisk, en
el krai (región, provincia) de Krasnodar, en el sur de Rusia, cerca del
Cáucaso. El general se llamaba, supongo que seguirá vivo ese cabrón,
Arkády Barkov. Aunque no suelo recordar conversaciones enteras del
pasado, aquella se me ha quedado en la pelota grabada a sangre y fuego.
- Niñatas, ¿qué cojones pintáis aquí, en mi sagrada y laureada unidad de
Montaña? - dijo Arkády mirándonos como una fiera a punto de saltar, a grito
pelado -. ¡¡Aquí necesito hombres verdaderos!! Auténticos hijos de puta sin
escrúpulos, sin sentimientos, sin emociones, sin mamás y sin putillas a las
que recordar.
Al que no le quede esto claro como el agua de manantial que se vaya
ahora, porque las pasará muy putas si no lo hace. La Unidad de Pskov, la
septuagésima sexta, los de Asalto Aéreo, están acercándosenos en prestigio y
efectividad, y no vamos a consentirlo.
Somos la mejor unidad de toda la VDV y mis cojones y yo nos
encargamos de que esto siga siendo así. Niñitas asustadas, ¿hay alguna jodida
pregunta de mierda que pueda salir de vuestras bocas acostumbradas a mamar
tetas o, Dios no lo quiera, pollas?
- Hay una, señor -dije yo.
- Vaya, vaya, tenemos aquí al gallito de este miserable corral de putillas
débiles y tristes. ¿Cuál es la pregunta, desgraciado?
- Me estaba preguntando si este lugar no sería más un hotel de cinco
estrellas para niñatos e hijitos de papá, pero me alegra saber que habrá caña,
señor.
A Arkády le tembló ligeramente el labio inferior. Había conseguido, soy
un experto en ello, sacarlo de sus casillas.
- ¡¡Al suelo!! ¡Quinientas flexiones perfectas, soldado! Ni una menos.
A pesar de que por aquella época fumaba como un carretero y podía
tumbar bebiendo a cualquier alcohólico, me casqué mis quinientas flexiones
sin dificultad, pues tengo una naturaleza fortísima. Las cien últimas tuve su
bota sobre mi espalda y apretaba fuerte, el cabrón, pero le gustó que pudiera
terminarlas.
Las agujetas en tríceps, deltoides, pecho y trapecios por este esfuerzo
repentino me duraron cuatro días. Las veinte últimas fueron un absoluto
infierno, pero mi orgullo las hizo por mí, cuando mis brazos se negaban a
moverse.
- No está mal, soldado. Eres bocazas, pero parece que vislumbro unos
minúsculos huevecillos ahí que espero que se conviertan en melones de
calidad. Ahora ponte de pie - me dijo con su nariz casi tocando la mía cuando
me incorporé. Veamos si esto te parece un hotel de lujo.
Nada más pronunciar la frase un puño de acero que, al parecer, pues no
conseguí verlo, había partido de su hombro, impactó sobre mi pecho a tal
velocidad y con tantísima potencia que me levantó del suelo y caí espatarrado
sobre el suelo lleno de charcos. Arkády mide menos de metro ochenta, pero
tiene la potencia de un toro de quinientos kilos.
Me quedé sin respiración dos buenos minutos. Tuve que envainármela
por primera vez en mi vida. Me creía fuerte y el mejor de todos allí, cuando
no era sino uno más, ni mejor ni peor que nadie, pero muy inferior al general,
que con sus casi sesenta años podía derribar de esa manera a un mastodonte
como yo, de metro noventa y seis y ciento diez kilos de puro músculo.
- Pido disculpas, general, por mis palabras. Me he precipitado con esa
bromilla -dije con humildad.
- ¿Cómo te llamas, cabrón? - me preguntó.
- Kirill Ivánovich Mishkin, señor.
- Bien, Kiriuja. Tu primer trago de barro y mierda espero que te haya
sentado bien porque te quedan muchos.
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-Kirill, esto es para ti, amigo - me dijo Héctor entregándome una pequeña
caja cuando llevaba varios días trabajando allí.
- ¿Qué haces, Héctor? No tienes que regalarme nada, amigo. Estoy feliz
aquí, lo sabes, me estoy curando de mis fantasmas.
- Kirill, es un regalo especial, y no voy a aceptar un no por respuesta. No
aceptas sueldo, sé que no lo vas a aceptar. De acuerdo, lo entiendo. Pero esto
me lo vas a aceptar si me respetas y no deseas ofenderme.
Lo abrí. Era un reloj de bolsillo muy antiguo, fabricado en Cuba. La
marca era desconocida para mí: Cuervo y Sobrinos. Después supe que son
relojes caros y muy prestigiosos fabricados artesanalmente en Cuba.
- Mi padre me lo regaló cuando cumplí dieciocho años. Es lo más
especial que tengo. Por eso quiero que sea para ti, Kirill. Te lo doy de
corazón. Es muy antiguo, del siglo XIX, de cuando Cuba aún pertenecía a
España.
- Bliad, Héctor, no sé ni qué decir. Muchas gracias. Lo guardaré como lo
que es, un tesoro. Gracias, amigo -dije, abrazándolo. Ni siquiera recordaba
cuándo abracé a otro hombre por última vez. Supongo que Arkády, el
general, quiso hacerlo cuando nos despedimos, pero mi maldita mirada debió
de impedírselo. Se quedó a medio camino.
- El gimnasio es otro, Kirill. No digo que fuera mal, pero era uno más.
Ahora es una especie de santuario. Cada día me llama gente interesada por
nuestro programa. Stas no da abasto, vamos a tener que contratar a otra chica.
¿Qué opinas?
- Sin duda, Héctor. Y esto va a ir a más. Por lo tanto, ya están tardando
los moñas en venir. Uno de estos días nos harán la esperada visita que estoy
anhelando.
- No hay duda. Si vinieron cuando funcionaba a medio gas, imagina
ahora. Habrá que darles una parte, para que nos dejen tranquilos -dijo Héctor.
- Déjamelos a mí, Héctor. Esas niñitas de pecho necesitan una lección,
para que dejen en paz a las personas decentes.
****
El gimnasio Orly iba como un tiro. No cabía un solo cliente más. Todas
las clases estaban al completo. Le dije a Héctor que así estaba bien, no se
podía aceptar ya más gente. Entraba el suficiente dinero para él y su familia.
Él quería arreglar un poco las paredes, pintar, quitar desconchones, sanear un
poco la sala. Le dije que ni se le ocurriera. El gimnasio estaba perfecto así,
pues ya iban quedando pocos de los de antes.
- Aquí tenemos calidad, Héctor, no lo olvides. La gente entrena a tope,
hay un ambiente excelente. Los luchadores están motivados y aprenden
rápido. Nadie se salta una sola clase. ¿Qué más quieres? No se te ocurra
cortar ahora esto por unos toques estéticos. No lo necesita.
A mediados de junio aparecieron las nenas. Cuatro tíos con traje de
Armani aparecieron de repente en la sala de pesas. Yo estaba acabando mi
clase de boxeo con un grupo de seis alumnos. Le pedí a Héctor decirles que
esperaran. Se negaban a esperar. Héctor daba judo en la sala de al lado. Salí
yo a hablar.
- Señores, estamos dando clase ahora. Si son tan amables, espérennos en
la entrada, hay un diván grande. Dentro de diez minutos acabamos -dije
dirigiéndome a ellos.
- No estamos acostumbrados a esperar a nadie, caballeros -me dijo el que
parecía el cabecilla, una mierda chulesca, disfrazado de italiano hortera, pero
sin la gracia de los del Lazio para llevar la ropa. Era Sasha Vrolov.
- No es mal día para aprender a esperar, entonces -dije, dejándolos allí,
sin más explicaciones. Una mirada bastó para que se fueran al diván los
cuatro, sin rechistar.
Un cuarto de hora después estábamos Héctor, ellos y yo en el pequeño
despacho del gimnasio. Casi no cabíamos los seis allí. Todos nosotros éramos
musculosos y altos.
- Bien, señores, ustedes dirán -dije, llevando el peso de la charla.
- ¿Quién eres tú, boxeador? -preguntó el que desconocía las esperas.
- Eso no importa. He preguntado yo primero qué queréis -repliqué
pasando al tú, como hizo él.
- Venimos a hablar con el dueño del gimnasio, el señor Zamiatin, aquí
presente.
- Soy su abogado, además de instructor de boxeo -agregué.
- De acuerdo, así será mejor. Hace unas semanas hablamos con Zamiatin.
Entonces, ¿acepta la propuesta? Parece que el gimnasio ha ido a más.
Necesitará protección -dijo Vrolov, el único que hablaba, mirando a Héctor.
- Como abogado, estoy ansioso de oír también esa propuesta. Héctor no
me ha contado nada. Ignoro de qué va todo este asunto, pero me huele mal.
De hecho, oléis físicamente mal, niñas -dije con un gesto de asco, arrugando
la nariz y afilando la mirada, recuperando mis días de la VDV.
Los cuatro se pusieron en guardia. No esperaban ni de casualidad
palabras como aquellas. Dos de ellos se tantearon la pechera, tocando sus
armas, pero sin sacarlas.
- Para ser abogado, tienes poco respeto, boxeador.
- Seré, quizá, un irrespetuoso abogado, entonces. Estoy esperando esa
propuesta. En qué consiste, de qué se trata.
- Queremos proteger a Héctor y a este interesante local, que parece que va
a ir claramente a más. Es posible que el culpable de este cambio seas tú,
abogaducho. Se te ve muy lenguaraz.
- Héctor, tenemos mucho trabajo y estos moñas no van a hablar nunca.
Venga, vámonos -dije cogiendo a Héctor del hombro y llevándomelo de la
habitación.
Salimos, cerré la puerta y le dije que era mejor que no viera más por el
momento. Quiso protestar, pero un leve movimiento de izquierda a derecha
de mi cabeza, fue suficiente.
- Sigue con las clases, amigo. No ocurre nada, no te preocupes. Estoy
aquí para ayudarte. Acabo rápido. Después hablamos.
Volví a entrar al despacho yo solo.
- Bueno, mierdas. Ahora ya en serio, joder. ¿Qué puto asunto os ha traído
aquí? Tenéis quince segundos para exponerlo de manera sucinta -dije más
con la mirada que con las sílabas.
Empezaron a dudar y uno de ellos sudaba por la frente. Se le habían
quedado cuatro gruesas gotas de sudor allí.
- Queremos, como decía cuando me interrumpiste, proteger bien a Héctor
y al local de desaprensivos. Con nosotros podrá trabajar tranquilo y sin
preocupaciones de robos u otras molestias.
- De acuerdo, protegedlo entonces. ¿Vais a montar guardia fuera,
apostados en coches o estaréis en las salas vigilando a los peligrosísimos
clientes? -pregunté, con tono ingenuo.
- El cómo es cosa nuestra.
- Bien, proteged, proteged, si tanto os preocupa este gimnasio. Nadie os
lo impide. Y ahora, si sois tan amables, tengo mucho trabajo aquí. No puedo
perder más el tiempo.
- La propuesta es clara. Un 30% de los ingresos mensuales y aquí todos
contentos.
- Me temo que Héctor no estaría contento. Y a mí, con franqueza, esa
propuesta me sienta peor que una patada en los huevos con botas de punta de
acero. Si queréis protegernos, ¿por qué hay que pagaros? Nadie ha pedido
protección aquí. No sois bienvenidos. Es la última vez que os digo que os
larguéis de aquí. Venga, ¡a tomar por el culo ya mismo!
Las cosas se clarificaron mucho con la última frasecilla. Las pipas
salieron a relucir en todo su metálico esplendor. Las estaba aguardando desde
el inicio de la charla. Los dos tíos de la derecha acabaron empotrados dentro
del armario, debido a una aceptable patada doble trasera que les proporcioné
tras apoyarme con los brazos sobre la mesa.
Aprovechando la vistosa maniobra, cual atleta de gimnasia deportiva en
el potro, hice un molinete con ambas piernas que hicieron saltar las pistolas
de las manos del jefecillo y del cuarto, el más grande de todos. Justo a por
este último fui tras ponerme en pie sobre el suelo.
Él ya había sacado su arma, un precioso AK-47, una bayoneta de
combate, que se puede poner al fusil más famoso del mundo, el Kaláshnikov.
Conozco a la perfección el arma, los centímetros de su hoja y todas sus
posibilidades. Solo hay que agarrarse al contrario en un clinch inteligente e ir
volviéndole su muñeca, hasta que la hoja va entrando en el cuerpo del que la
porta.
Así sucedió. Se la clavé en el muslo derecho. Gritó como un cochino, lo
que me desagradó, ya que teníamos el gimnasio casi lleno. Los dos del
armario estaban fuera de combate y tardarían aún en despertar. Solo me
quedaba el jefe, que dejé para el final ex profeso.
- Bueno, bueno, gospodín Kríshev (literalmente “señor Tejádez”, en
alusión a la palabra tejado que utilizan estas mafias). Las cosas no han salido,
quizá, como esperabais -susurré, porque no me gusta levantar la voz cuando
mi vida pende de un hilo.
El capo miraba su pistola, que estaba junto a la puerta, a unos cincuenta
centímetros. Yo vi cómo la miraba. Era torpe y bastante lento calculando.
Cualquier movimiento que hiciese para cogerla me otorgaba la posibilidad de
reventarlo con cualquier golpe.
Y si no la cogía, la verdad es que también. Puse el pulgar de mi mano
derecha sobre la nuez de su garganta y apreté, empujándolo contra la pared.
A los cinco segundos, estaba sin aliento. Aflojé un poco la presión del pulgar
para que me contara cosillas.
- Estás muerto, pelele -alcanzó a decirme entre sofocos.
- No, hay que ser riguroso con el lenguaje, niña. Estoy vivo. Cuando
muera, que puede ser pronto, por qué no, estaré muerto. Pero ahora ¿no ves
que estoy vivo y tu vida depende de mi humor? No me gustan las frases
chulas en situaciones desesperadas. Haz algo para que esté muerto ahora o, si
no, calla.
Entonces, le hundí la rodilla en los cojones. No llevaba coquilla y se
terminó derrumbando. Antes de caer se llevó un gancho de derecha y un
directo de izquierda que le abrieron una ceja y le saltaron dos dientes.
Recogí todas sus armas, que me quedé como recuerdo, ni que decir tiene,
y los cacheé a fondo. Llevaban todos cuchillos y machetes de combate.
Minipistolas en los tobillos y diversos sprays de pimienta. Esperé unos
minutos a que se repusieran y los acompañé, con amabilidad, por qué no
reconocerlo, a la salida.
Los clientes del gimnasio no perdieron detalle. Sabían qué ocurría y
estaban con la boca abierta. Héctor salió conmigo a la calle. Ya en la acera,
los cuatro, medio noqueados todavía, buscaron su coche, que estaba en la
acera de enfrente.
- El cochecito de bebés lo tenéis enfrente, niñitas. Tened cuidado y mirad
bien a derecha e izquierda al cruzar la calle, ¿de acuerdo? Ha sido un placer
hablar de negocios con vosotros, pero os lo diré solo una vez. No os planteéis
volver por aquí porque desearéis no haber venido a este mundo. Os desollaré
vivos uno a uno, os arrancaré la piel a tiras y me haré un buen abrigo con ella.
Lo que vendrá después lo dejo a vuestra fértil imaginación. Idite ná jui!!
CAPÍTULO 5
Todo iba bien. Mi vida había mejorado considerablemente. La heroína ni
la probaba, y el alcohol solo de vez en cuando, cuando salía con Héctor a
hablar un poco. Cada día me levantaba temprano a correr por los bosques de
Barvija, volvía a casa, me duchaba, desayunaba fuerte y me iba al gimnasio.
Por la mañana tenía pocas clases de artes marciales, pero había bastantes
señoras y chicas que pasaban por la sala de máquinas antes de la clase de
fitness. Un día, mientras recogía los petos de combate, coquillas y cascos de
mis alumnos de taekwondo tras terminar la clase, se me acercó Héctor.
- Kirill, una cliente quiere venir cada día, de lunes a viernes, a hacer un
circuito de musculación con preparador personal. Tendrás que estar con ella
de once a doce. Yo puedo encargarme del resto de la sala durante esa hora.
Ella ha insistido en que fueras tú el monitor. Está en la sala ahora. Puedes
conocerla y ver si te apetece.
Salimos a la sala de pesas y máquinas y ahí estaba ella. Una chica de unos
veinte años de edad, en chándal gris con capucha, rubia, con ojos verdes más
grandes que los de los dibujos japoneses me estaba esperando. Preciosa,
llamativa, frágil y peligrosa a un tiempo.
- Buenos días, señorita -dije tendiéndole la mano.
- Buenos días, Kirill -contestó, mirándome con demasiada atención-. Me
llamo Estefanía y quiero ponerme en forma gracias a su ayuda. Un vecino
mío entrena aquí y me ha dicho que gracias a usted se ha puesto como un toro
en solo tres meses. Parece que sabe usted lo que hace.
- Algo entiendo de este mundo, sí. Bueno, antes de nada, fijemos
objetivos. ¿Qué considera usted ponerse en forma? No aprecio grasa en su
cuerpo, a no ser que quiera adquirir fuerza y tonificar los músculos en
general.
- Quiero que usted me enseñe a trabajar mi cuerpo, de momento con eso
me conformo.
Dicho esto, se quedó mirándome a los ojos. Vi pureza en su mirada,
inocencia. Era como un cervatillo. La clásica beldad rusa de grandes ojos,
piel blanca y fina, pero con un corazón poderoso bajo esa capa de inocencia.
Saltaron las alarmas. Empecé a oír sirenas de todo tipo avisándome, pero la
naturaleza es fuerte y sabia. No lo dudé un segundo y dije:
- Pues empezamos de inmediato si está usted con tantas ganas.
- Perfecto. Estoy lista.
Le diseñé un circuito teniendo en cuenta su fuerza y elasticidad. No había
practicado mucho deporte en su vida y quería cambiar eso. Fuimos de
máquina en máquina y le enseñé a manejarlas bien, a ir incrementando el
peso muy poco a poco, de manera progresiva e inteligente. Antes de empezar
el circuito, le enseñé a hacer estiramientos.
- Estefanía, es fundamental estirar antes de practicar ejercicio físico. No
quiero que empiece usted a entrenar sin haber antes calentado bien todos los
músculos.
- A sus órdenes, señor -dijo.
Estefanía acudía a diario al Orly. Empezamos suave. Le enseñé qué
músculos en concreto trabaja cada máquina y por qué es muy útil trabajar
bien y tener muy fuertes los músculos de los hombros, llamados deltoides. La
chica sabe latín y griego y entendió la lógica del nombre.
- Claro, como el delta, un triángulo, tres partes. Este músculo ha de tener,
por tanto, tres cabezas. ¿Acierto?
- ¡Bingo! En efecto, tiene tres: la cabeza delantera, que ayuda a subir los
brazos hacia arriba, delante de los ojos, la lateral, cuando los subimos hacia la
derecha o izquierda, y la cabeza trasera, más pequeña y débil, cuando
echamos los brazos hacia atrás y hacia arriba a la vez.
Es una chica muy lista que aprende todo al vuelo. El ejercicio lo ve como
algo interesante en su vida, pero no es una deportista nata. Su cara es una de
las más bellas que he visto en Rusia, y cuántas caras preciosas habré visto en
mi vida en este inmenso país.
Pero no es una belleza de muñeca, sino clásica, fina, original. No me
recuerda a nadie, no tiene parecido ni con eslavas, ni con nórdicas
escandinavas, ni con tártaras, ni con ucranianas de sangre cosaca muy
mezclada. Es una cara muy original. Me atrajo desde el primer minuto.
Cada día esperaba como un crío que llegasen las once de la mañana. Y a
las doce menos cinco se me empezaba a agriar un poco el humor porque se
iría a la ducha y después a casa. No es difícil enamorarse de una mujer como
ella. Además de la belleza física, evidente para cualquiera, tiene un encanto
personal, el gimnasio entero la adora.
La respetan mucho y no sufre acosos, quizá por verla a mi lado con
frecuencia, pero creo que ella misma se hace respetar con su gran educación,
su saber estar. Era el tipo de mujer que no pegaba en el gimnasio Orly. Había
algo que no me cuadraba. Durante el primer mes de entrenamiento no me
atreví a preguntarle a qué se dedicaba.
Las conversaciones eran exclusivamente acerca de las máquinas,
movimientos, sensaciones, agujetas sufridas por tal o cual máquina, etc. Fue
ella la que empezó con las preguntas mientras trabajaba los tríceps con una
polea, bajo mi supervisión de postura y velocidad del movimiento.
- Dígame, Kirill, ¿usted es un luchador profesional? Lo digo porque algún
día vengo un poco antes y observo desde lejos su clase de kárate, o lo que sea
que practican ahí.
- Es taekwondo coreano, un arte marcial que inventó un militar
surcoreano llamado Choi Hong Hi a partir de las técnicas clásicas del karate-
do japonés.
- Parece muy peligroso y espectacular, con tantos saltos, patadas con
volteretas y todo eso. Da miedo, la verdad.
- Es muy estético, sin duda, es útil y muy práctico para estar en forma,
pero no todos pueden tener mucha velocidad con las piernas. La gente muy
voluminosa tiene menos posibilidades. En mi opinión no es el arte marcial
más completa, pero es muy interesante y difícil. Y no, no soy luchador
profesional.
En antebrazos y hombros tengo varios tatuajes de mi época más imbécil,
la de los diecisiete y dieciocho años. Estefanía solía mirármelos con
curiosidad. Los de los hombros solo se me veían en las clases de boxeo, que
solía dar con el torso desnudo. No me gusta ir en camiseta de tirantes por el
gimnasio, pese a que tengo un cuerpo que puede ser lucido sin problemas.
Suelo ir con chándal o con camiseta de mangas hasta el codo.
No me gusta exhibir el cuerpo. En el gimnasio no tengo problema con
todos los que van exhibiendo músculo, porque para eso es, para eso pagan.
Otra cosa es que por las calles, en el autobús, en el metro, haya que soportar
las sudadas axilas de tipos que por tener los músculos hipertrofiados ya se
creen con derecho a ponérnoslos a todos delante de la nariz.
Tardé unos días, no sé cuántos, es difícil saberlo, en entender que me
estaba enamorando de Estefanía. Nada ni nadie podía remediar eso. Mi amor
por ella era como un alud de montaña. Empezaron siendo algunas bolas de
nieve que comenzaron a rodar por la ladera, creciendo y creciendo, hasta que
se había convertido en una imparable montaña blanca que podría arrollar mi
vida toda.
Ella venía al gimnasio vestida con chándal, a menudo el gris de la
capucha del primer día, o con otro amarillo, sobre camisetas siempre blancas.
Yo le hablaba, le enseñaba, le daba instrucciones, pero después ni me
acordaba de lo que había dicho. Solo podía recordar sus ojos y la sonrisa que
dibujaban sus labios cuando aprendía algo nuevo.
Estefanía decidió un día que quería aprender defensa personal, esas clases
particulares tan especiales de las que tanto se hablaba y que costaba, cada una
de ellas, 500 dólares por persona.
- Jamás he enseñado mis técnicas a una mujer. No digo que no se pueda,
al contrario. A las mujeres os sería utilísimo para evitar ataques, violaciones o
cualquier otra amenaza. Lo que pasa es que estas clases, bueno…
- Kirill, tranquilo, sé lo que cuestan. He hablado ya con Héctor. Él me ha
dicho que haremos lo que usted diga. He pagado por anticipado la primera
clase. Estaré con todos esos hombretones que vienen, ¿por qué no? Será
interesante.
- De acuerdo, probemos. Es usted valiente, no lo niego. Mañana hay clase
a las cinco de la tarde. La espero aquí.
Estefanía no había practicado nunca artes marciales y le costó bastante
entender la dinámica de mis explicaciones, pues todos los alumnos eran o
expertos en algún tipo de lucha o al menos se habían estado peleando en la
calle durante toda la vida.
Mis alumnos no se atrevieron a decir nada, pero no terminaban de
entender qué pintaba entre ellos aquel bellezón. Ella preguntaba todo el
tiempo y no le importaba reconocer que era torpe y que no sabía nada. Por
eso aprendió mucho.
Aprendió tanto que en la cuarta clase consiguió anticiparse al ataque con
un cuchillo de plástico de mi alumno Marat, haciendo que éste cayera al
suelo, ante los aplausos de los otros nueve. Acabaron aceptando a Estefanía.
Esta mujer se gana a todo el mundo con su cortesía extrema, su modestia, su
humildad, su inteligencia, su respeto por todos. Y, sobre todo, con su sonrisa
encantadora.
Debido a mi salvaje existencia, no me atrevía a pedirle una cita. Pasaban
los días y la perspectiva me asustaba. Por primera vez sentí miedo. Tenía
miedo a declararle lo que sentía, temía su rechazo más que a la muerte en el
hoyo, metido en un agujero en la selva, devorado por las hormigas.
Ella continuaba acudiendo a todas las clases y seguía mirándome con
aquellos ojos suyos de gacela inocente.
En el caso de que me quisiera acompañar a tomar un té a cualquier
cafetería, ¿qué ocurriría después? De qué hablar, ¿de la historia de mi vida?
De los cientos de muertos en combates como mercenario profesional, de los
cientos de muertos como soldado oficial, del reguero de heridos que he ido
sembrando a lo largo de mi intensa vida… O de mi inducida adicción a la
heroína —aunque fuera en pequeñas dosis— para soportar las interminables
y agotadoras sesiones físicas a que nos sometían los mandos sin piedad.
Tuvo que ser ella la que diera el paso, supongo que cansada de esperar
una cita que no llegaba jamás.
- Kirill -me preguntó un jueves por la tarde después de una clase de lucha
particularmente intensa-, ¿le apetecería tomar algo conmigo el sábado por la
tarde?
Ante la pregunta tan directa me quedé de piedra. En primer lugar, era
vergonzoso que la mujer hubiera tenido que dar el paso. En segundo lugar, no
me esperaba que sucediese así; y en tercer y último lugar, no sabía cómo
decirle que no. No pude decir ese NO porque me moría de ganas por estar
con ella fuera del ambiente del gimnasio, conocerla de verdad, intimar un
poco, escucharla.
- Sí, me apetece, Estefanía. Los sábados tengo ahora unos cursos nuevos
de boxeo tailandés, y acabo un poco tarde, a las diez. Si no le parece muy
tarde, podemos quedar hacia las diez y media por aquí cerca.
- Hay un restaurante uzbeko buenísimo a cinco minutos de aquí. Cierra a
las doce, así que tendremos tiempo -dijo ella sonriendo, un poco coqueta.
- Entonces, hasta el sábado, señorita.
Así me despedí, pues ya entraba el grupo de taekwondo y no podía
entretenerme más.
CAPÍTULO 6
El restaurante uzbeko se llamaba Samarkanda; en efecto, el nombre no es
demasiado original. Llegué cinco minutos antes de la hora. Estefanía ya
estaba allí, sentada a una mesa, mirando el menú.
-Buenas noches, Estefanía.
-Buenas noches, Kirill. Ha conseguido venir muy rápido. Si casi acaba de
terminar la clase.
- Bueno, aprendí a ser rápido en todo. Quizá demasiado, en algún sentido.
Pero para las citas está bien, jamás me retraso. ¿Por qué no nos tuteamos?
Llevamos demasiado con el usted. Hoy se me hace raro.
- Estaba deseando deshacerme de él, pero no me atrevía a proponerlo -
reconoció.
- Perfecto, entonces.
Aquella noche había bailarinas uzbekas que salían de vez en cuando a
hacer una danza similar a la del vientre, pero más fina. Yo apenas les presté
atención, pero no por tener una mujer delante, sino porque Estefanía atraía
toda mi atención. Yo era una polilla y ella una lámpara en la noche. Durante
toda la tarde había sentido un hambre lobuna, pero en el restaurante comí
muy poco.
- Kirill, me gustas. Sé que puedes tardar en decirme lo que sientes. No
eres un tío como los demás. Eso se ve a simple vista. En el gimnasio los
hombres te idolatran y las mujeres, bueno, no sé si todas, pero creo que
muchas estamos enamoradas de ti, de tu fuerza inagotable, de tu energía, de
tu buen trato a los más débiles, de cómo detienes a los engreídos y los
humillas a la mínima, haciéndoles cambiar de actitud.
>>Pero creo que no quieres hablar de ti, por eso no voy a preguntarte.
Mira, me moría de ganas por cenar contigo, o por dar un paseo y estar
andando a tu lado, nada más, sin palabras, sin compromisos. Me tienes
hechizada. Habría seguido viniendo a mover esas aburridas máquinas toda mi
vida siempre que hubieras sido tú el monitor.
>>Reconozco que me siento muy bien físicamente, mejor que antes, pero
las máquinas, sin ti, serían muy aburridas. Pero tú me cuentas secretos,
truquillos, me observas… Cómo me gusta que me mires mientras entreno.
- Eres una chica con mucha clase para este barrio obrero, de inmigrantes.
Desde el primer día me extrañó tu presencia aquí, aunque estoy feliz de que,
sea por el motivo que sea, estés en el Orly.
- En realidad, Kirill, te he buscado desde que te vi pelear. No puedo
ocultártelo más. Vi tu pelea contra James Fox en aquel puente. Yo salía de
cenar con unas amigas y me dijeron que íbamos a ver un espectáculo
especial, pero no quisieron decirme cuál. Y me encontré con dos hombres
frente a frente, con cientos de personas alrededor gritando.
El corazón se me volvió a convertir en granito. Me cambió el gesto, los
ojos volvieron a echar fuego. Regresé al pasado, a lo peor de mi pasado. En
un instante, como un latigazo.
- Así que por eso estás aquí. Has venido por interés antropológico, para
analizar a este espécimen de orangután que se dedica a aplastar narices y
rodillas. Ahora lo entiendo. Te agradezco, de todas formas, tu sinceridad.
Bueno, Estefanía, ahora me marcho -dije levantándome de la silla y poniendo
bajo el menú un par de billetes rojos de cinco mil rublos.
Ella se levantó como un resorte tras de mí.
- ¡Espera, Kirill, por Dios, espera, no te vayas así! He querido ser sincera
desde el primer momento.
- Si ya sabías que he luchado en la calle, ¿por qué me lo preguntaste aquel
día en el gimnasio? -pregunté ya en la calle.
- Eso fue un error grave, lo reconozco. Tenía que haberte dicho aquel día
lo que te he contado ahora. Pero sigue siendo la verdad. Jamás había visto
una pelea callejera. Me aterrorizó. Pero tu mirada me atrajo irresistiblemente.
Esa mirada que bajaba la de los otros hombres me hizo sentirme a mí mujer.
Entendí que tenía que conocerte costara lo que costara. Y así lo hice.
>>Localicé a Shamil y le pregunté por ti, cómo y dónde encontrarte. No
supo decirme nada porque cuando encontré a Shamil, ya habías tenido la
pelea con el chechenio. Me contó que ya nadie se atrevía a luchar contra ti.
Que habías desaparecido y que él no tiene tu teléfono ni ningún dato tuyo,
que quedabais en un lugar cada vez que querías deciros algo.
- Buenas noches, Estefanía. Eres libre de seguir yendo al gimnasio, no
soy quién para prohibirte nada. Pero no seré yo quien te enseñe nada a partir
de ahora. No conmigo.
La miré con esos ojos que, supongo, tanto le gustaban y empecé a andar.
Ella se quedó allí, de pie, sin moverse. No se atrevió a seguirme. Fue una
buena decisión por su parte.
Me sentí como un animal de circo. Pero ¿de quién era la culpa realmente?
Yo acepté aquellas peleas, que solo fueron siete, porque me daba todo igual.
Eso fue antes de asentar mi vida en el gimnasio de Héctor. Pero lo hice, y
solo yo soy el responsable.
No sé por qué me fui y la dejé allí plantada. Tampoco me había mentido.
Quería conocerme y consiguió localizarme, aunque no me había dicho cómo.
Era valiente y decidida. Y yo un cobarde, asustado de mí mismo, de mi
pasado, de la esencia de lo que soy.
Los domingos descanso, así que anduve toda la noche por las calles de
Moscú. Llegué andando hasta el centro. Paseé por la Plaza Roja y desde allí
contemplé el alba. El cielo estaba despejado y disfruté de un bello amanecer.
Decidí no pensar más en Estefanía, cogí un taxi a las ocho de la mañana y me
fui a dormir a mi casa de Barvija, entre oligarcas. Quizá Estefanía viviera
cerca; no era improbable.
****
No solo fui, sino que, tras ducharme y afeitarme, volé hasta el restaurante
que estaba a cinco minutos andando de mi casa.
Nos encontramos en la puerta, ella estaba hablando con el maitre sobre su
reserva.
Al verme, empezó a reírse y me contagió. Al mismo tiempo, nos cogimos
de la mano y fuimos así, agarrados, hasta la mesa. Era la primera vez que iba
de la mano de una mujer. Nunca lo había soportado, pero con Estefy me
parecía de lo más natural. A ella también.
Pidió ella sin fijarse apenas en la carta. Conocía el menú de memoria.
Comimos mariscos, sopa de pescado y una original aunque un tanto extraña
ensalada tropical recomendada por el chef que estaba francamente sabrosa.
Durante toda la comida, nos miramos y nos agarramos las manos, como
dos adolescentes, como dos seres humanos que quieren descubrir el amor,
sabiendo que puede existir, pero entendiendo que no lo habían experimentado
hasta ese instante.
Comíamos y nos mirábamos. No necesitábamos más.
Pagué la cuenta cuando, a mitad del almuerzo, fue al servicio. Allí la
conocían y habría sido complicado imponerme. Es difícil deshacerse de todos
los viejos mitos y costumbres del pasado. En Rusia, el hombre paga aunque
la chica sea la hija del oligarca más poderoso de la nación.
Después paseamos por los bosques de Barvija. La tarde era excelente,
ideal para pasear con el amor de tu vida. Seguíamos de la mano. Si me vieran
mis colegas del ejército, pensé… Qué coño me importaba ya lo que pensaran
esos pobres tíos, destrozados moralmente, como yo, y con la capacidad para
sentir casi anulada del todo. Máquinas de matar con un corazón muerto que
seguía latiendo.
Acompañé a Estefanía hasta la verja de entrada de su urbanización, con
las casetas de los guardas de seguridad, las cámaras, los espejos…
- Gracias, Kirill, muchas gracias por esta tarde maravillosa y mágica, la
mejor de mi vida sin ninguna duda.
- Agradeces todo. Es bonito. Me gustaría poder hacerlo siempre. Pero me
cuesta. Sabes que soy yo quien debe agradecerte a ti, aunque no te lo diga.
Nos quedamos allí, sin poder separarnos. Ella resolvió, una vez más, esa
encrucijada de indecisión que todavía me asolaba el alma.
- Si me esperas unos minutos, saco el coche y vamos a Moscú, a ver
alguna película, aunque sea tonta, pero para estar juntos. Adonde sea.
- Estoy deseándolo. Aquí estaré, no tengas prisa, tranquila. Como si es
una hora.
A los quince minutos escasos, un Bentley Continental GT V8, azul,
reluciente, brillante, pasaba bajo la barrera y se paraba junto a mí.
- Caballero, ¿lo llevo a alguna parte?
- Pues sí, señorita. Al fin del mundo, si es tan amable.
****
****
CAPÍTULO 1
Volver a casa con la cara marcada por los dedos de mi novio; aguantar
después las reprimendas de mi padre, que estaba, como casi cada noche,
borracho perdido. ¿Cómo había llegado hasta allí? Supongo que haber
empezado a salir con Mike tan pronto fue parte del problema.
Cuando tenía catorce años y él diecisiete me propuso llevarme al baile de
fin de curso. Él era el héroe del instituto, el jefe del equipo de fútbol
americano; estaba fuerte, con unos hombros como balones y un pecho ancho
y plano. Nos tenía locas a todas.
Pero me eligió a mí, o eso pensaba yo entonces, la niña que yo aún era,
pese a creerme más mujer que ninguna. Durante un año todo fue de color de
rosa. Mike venía en el coche que le había regalado su padre, un deportivo
rojo muy elegante, descapotable. No me gustan los coches, no entiendo
mucho, pero sé que era caro, un último modelo alemán. La vida en aquel
barrio de Los Ángeles era cómoda para mí.
Mi madre murió cuando yo tenía ocho años. Una complicación en el
quirófano, o un error médico, quién lo sabe. Lo trágico es que no salió de la
operación. Tardé muchos años en superarlo. Lloraba todas las noches. Mi
padre, un buen hombre hasta entonces, pero dependiente en todo de su amada
y admirada esposa, se hundió.
Intentó refugiarse en mí, pero yo solo podía llorar y le echaba en cara que
no hubiera hecho nada, cuando él nada pudo hacer. Era una cría y no sabía ni
lo que decía. Al poco tiempo empezó a beber. Mi padre tenía una empresa de
distribución de comida rápida. Vivíamos muy bien. Era rico, no un
multimillonario de Beverly Hills, como era el padre de Mike, pero sí con el
dinero suficiente como para darme todos los caprichos.
El problema con el alcohol fue a más. No sabía vivir sin su botella. Se
volvió mentiroso, cobarde, perezoso y, en ocasiones, incluso cruel conmigo.
Yo solía llegar a casa pronto, antes de que se emborrachara del todo.
Subía a mi habitación, me ponía los auriculares y encendía la música a
toda pastilla para no tener que oír nada de él, ni sus gritos, ni sus vasos
caídos, ni sus juramentos cuando veía alguna película o partido de fútbol.
Era horroroso. A los pocos meses ya empezaba a llevar a alguna
prostituta a casa. Se reían, bebían, acababan los dos borrachos y no pocas
veces él la echaba a ella de malos modos. Alguna vez tuve que intervenir para
que la chica no saliese mal parada. Me sentía en el puro infierno.
Por eso, cuando Mike se fijó en mí, siendo tres años mayor, con la
cantidad de chicas bonitas de su edad o de quince o dieciséis años para elegir,
me sentí renacer. Me cuidó mucho aquel primer año. Me trató como a una
princesa. Hasta que ingresó en la universidad.
Ahí se terminó lo bueno. Yo seguía en el instituto, y él empezó a estudiar
Ingeniería informática. Quería trabajar en Silicon Valley, ese era su sueño.
Yo lo animaba a perseguirlo hasta el fin. Todo pudo haber salido bien, pero,
como con mi padre, una adicción se lo impidió.
Empezó a esnifar coca nada más entrar en la universidad. Me lo
confesaría más adelante. Yo ni sospechaba lo que ocurría. Era un deportista
nato, el más rápido, el más fuerte, el que más saltaba, el más resistente, todo
un prodigio físico. Podría haber jugado en la Liga americana, pero su padre,
dueño de varias cadenas de radio y televisión en California, se lo prohibió.
Quería algo mejor para su hijo. A Mike tampoco le importó demasiado. Su
meta no estaba en el deporte. Era muy bueno con los ordenadores. Quería
inventar nuevos programas que facilitaran la vida a todo el mundo. Tenía
planes, ideas, a veces eran meras locuras, pero las tenía y se emocionaba al
hablar de ellas. Pero, como digo, empezó a aspirar rayas de cocaína a todas
horas. Muchas, demasiadas rayas diarias.
Yo, aunque tenía solo quince años, estaba deseando salir con él a todas
las fiestas con tal de alejarme del borracho insoportable de mi padre. Si
llegaba muy tarde a casa, solía encontrarlo tirado en el suelo del salón, o
encima del sofá, con la botella, siempre vacía, sobre su incipiente panza. Por
eso le pedía a Mike que me llevase con él a todas partes.
Mi aspecto de niña encantaba a sus amigos, todos de dieciocho o
diecinueve años, aún no mayores de edad en Estados Unidos, pero sí casi
hombres en todos los sentidos. En aquellas fiestas en pisos de niños pijos
ricos, junto a descomunales piscinas, la juventud americana desfasaba de una
forma salvaje, como si no hubiera un mañana.
Todos tenían la vida resuelta, eran hijos de magnates de la industria, de
actores de Hollywood o de importantes periodistas estrellas del prime time
televisivo.
A veces bebía algo para no parecer la monja del grupo, pero el alcohol me
sentaba francamente mal y, con el funesto ejemplo de mi padre, trataba de
tirar el contenido de mi vaso en tiestos o dejarlo caer disimuladamente. Nadie
se daba cuenta y pensaban que era una niña que aguantaba muy bien el
alcohol. Los chicos me trataban bastante bien. El que empezó a tratarme de
otro modo fue Mike.
Una noche, al salir de una fiesta de cumpleaños en Santa Bárbara,
mientras me llevaba a casa, me pegó el primer bofetón. Estaba muy alterado
y se lo hice saber.
-Mike, cariño, estás un poco tenso, ¿qué te pasa? Te mueves con
violencia, de manera agresiva, incluso estás conduciendo diferente.
-Calla, niñata. ¡Qué sabrás tú de la vida! Estoy perfectamente, no me des
la barrila ahora con tus niñerías, por favor.
-Pero Mike, nunca me habías hablado así. ¿Qué estás diciendo? ¿Ya no
me quieres?
Su mano derecha abierta, estrellada con fuerza sobre mi mejilla izquierda,
fue su respuesta. ¿Esa bofetada podía ser un sí? Entonces, siendo la cría que
era, pensé que sí, que me quería, y que por haber dudado de él se atrevía a
atizarme ese golpe.
Lloré en silencio. Mi corazón sentía otra cosa, y no se equivocaba, pero
quise engañarme, pensando que era cosa del alcohol, la fiesta, la juventud.
Me dije a mí misma que no le daría más importancia. Me dejó en casa. No
me volví para mirarlo. Él estaba deseando marcharse.
Aquella bofetada fue la primera de las muchas que vinieron después. No
solía volver a casa sin dos o tres de ellas. Me refugié en los estudios. Hasta
entonces, había sido muy vaga. Obtenía buenas calificaciones en matemáticas
y en español, mis asignaturas favoritas, pero en lo demás sacaba aprobados
raspados. A partir de los golpes de Mike, todo fueron sobresalientes.
Los profesores me felicitaban. Intenté contárselo a Mike un día, que
estaba mejorando mis notas sustancialmente, pero ni me escuchó; no llegó a
enterarse. Yo le daba igual. Seguía conmigo porque descubrió que las chicas
de su edad, aunque aún muy jóvenes, no tenían el cuerpo tan terso y duro
como el mío, que era aún de niña.
Le gustaba magrearme, palparme todo el cuerpo, besármelo a conciencia.
Al principio yo disfrutaba mucho pensando que era amor, cuando era solo
vicio por su parte. Me despreciaba. Lo noté en su cara un día, cuando, en una
discoteca, escuché por casualidad una conversación suya, pensando que yo
estaba en el baño. Hablaba con un amigo sobre mí.
-Nancy es una niña preciosa, todos lo podéis ver. Es muy guapa y su
cuerpo es un juguete del que no me canso, pero no soporto hablar con ella. Es
una cría soñadora y preguntona. A veces me dan ganas de ponerle un bozal.
¿Te la imaginas con bozal?
Su risa y la de su amigo desgarraron mi corazón. Salí corriendo de allí,
bañada en lágrimas y en odio profundo y, no sé por qué, rojo. Ese odio me
parecía que tenía ese preciso color. Llamé a un taxi y volví a casa. Se puso
como un auténtico loco, perdió el control. Me llamó por teléfono.
Le dije que había entendido que no me amaba, que solo era un juguete
temporal para él. Amenazó con darme una paliza por haberle dejado tirado
sin avisar. Le había avergonzado delante de todos sus amigos; eso era lo que
más le preocupaba, su reputación. Me gritó a través del teléfono que volviera.
Sus gritos eran salvajes, como salidos de una gruta del infierno.
-No vas a poder ponerme ese maldito bozal, Mike. Nunca lo harás.
Piérdete -fue lo único que le dije.
Tuve que colgar el teléfono. Ya tenía dieciséis años.
No quise volver a verlo. Entonces, él reaccionó como hacen muchos
hombres. Me prestó más atención y se interesó de verdad por mí pensando
que podía llegar a perderme. De hecho, le dije que jamás volvería a ser su
novia. Habíamos terminado.
Solía esperarme con el coche a la puerta de mi casa; al principio, con
espectaculares ramos de flores que dejaba en la puerta. Si estaba allí, yo cogía
un taxi para ir al instituto y otro para volver. Al principio no se atrevía a
interponerse en mi camino, me llamaba desde el coche, bajando la ventanilla.
Yo no respondía, ni lo miraba. No tocaba sus malditas flores.
Pero a los pocos días perdió la paciencia. Totalmente colocado de
cocaína, acudió a mi instituto y se puso a esperar en la puerta, hasta que salí.
Les pedí a unos amigos que salieran conmigo, sin decirles por qué. Me
acompañaron, pero él se deshizo de ellos. Me cogió del brazo bruscamente y
me llevó hasta su coche.
Mis dos compañeros intentaron impedírselo, pero dos empujones de Mike
fueron suficientes para tumbarlos al suelo. No se atrevieron a más, y no
puedo culparlos. A su lado, eran niños de pecho. Mike, que seguía siendo
muy fuerte, estaba además dopado por la droga y su fuerza se veía
incrementada.
-De mí no vas a escaparte, muñequita. Que sea la última vez que te tengo
que decir esto. Soy tu novio, y tú eres mía, ¿está clarito? Cuando yo te llame,
contestas. Si quedamos en un sitio, vas y llegas a la hora. Todo como antes.
Te quiero, Nancy. ¿Qué es lo que no entiendes? Te necesito. No hay una niña
como tú.
-Niña, niña, solo usas esa palabra. Vale, no soy una mujer de cincuenta
años, pero no soy un bebé de dos. No se te ocurra volver a hacer esto o te
denunciaré, Mike, lo digo en serio. Te dije que todo ha acabado entre
nosotros. Ya te lo dije aquella noche por teléfono. No tenemos nada de qué
hablar tú y yo. Cuanto antes lo entiendas, mejor para los dos.
Entonces, me introdujo en su coche a la fuerza, delante de todo el mundo,
me sujetó con una mano, saltó al lado del piloto, y salió de allí a gran
velocidad. Me llevó a las afueras de la ciudad.
Como casi todas las chicas de mi edad, había hecho el amor con él
muchas veces, pensando que no hacerlo era vergonzoso, mal visto
socialmente. Al principio, disfrutaba, pero llegué a aborrecerlo. Aquel día le
dije que no íbamos a hacer nada, porque ya no estábamos juntos.
-No se te ocurra tocarme, Mike. No soy tuya. Algún día lo fui, quise ser
tuya, porque así lo sentía, te amaba con locura, hasta que entendí que solo me
utilizas. Te encanta ser el único que sale con una niña.
>>Tus amigos dicen que soy la más guapa y eso eleva tu ego hasta la
Luna. Soy tu trofeo, tu copa de la Liga. Un día me ganaste y ya piensas que
será para siempre. Te equivocas. Si me fuerzas hoy, será una violación. Así
pienso declararlo a la policía. Te lo advierto. Quítame las manos de encima -
grité.
Él estaba muy excitado. Noté que no solo iba a violarme, sino que además
mi integridad corría peligro. Me tenía agarrada del cuello, me asfixiaba.
Conseguí darle un buen rodillazo, muy preciso, en los huevos. El dolor hizo
que me soltara el cuello.
Entonces, sin saber cómo, salté del coche —íbamos con la capota bajada
— y eché a correr por aquel terreno pedregoso. No tenía nada que hacer.
Estaba desierto y Mike, el alumno más rápido de su promoción, me
alcanzaría aunque yo tuviera cien metros de ventaja. No quiso bajarse del
vehículo.
Arrancó y me persiguió con el coche. Lo puso detrás de mí; hacía sonar el
claxon, me alumbraba con ráfagas de luces, aunque aún había luz del día, y
me gritaba los peores insultos que había oído en mi vida. Entendí que no
tenía escapatoria. Dejé de correr y me senté allí, en medio de un camino de
tierra, intentando no llorar; no quería darle ese placer.
Mike se bajó del coche sin pantalones ni calzoncillos. Estaba empalmado.
Esa cacería lo había excitado mucho. Ya nada me salvaría de una violación
en toda regla. Con las manos, rebusqué en busca de algún palo o piedra. Cogí
dos piedras medianas, del tamaño de un puño y las escondí debajo de mi
cuerpo. Mike se acuclilló para intentar besarme.
Me resistí, haciendo lo que él llama la cobra, cosa que le encanta y que
alguna vez yo fingía hacer para excitarlo más en nuestros juegos sexuales. Se
puso de pie, ofreciendo sus genitales a mi vista. Me ordenó que se la chupara
allí mismo, en aquella posición. Esa fue la oportunidad. No tendría otra, me
dije.
Cogí las dos piedras y las choqué entre sí, dejando sus testículos en
medio. Su aullido fue espantoso. Pensé que lo había dejado eunuco. Me
asusté y, del pánico, no pude correr en un principio. Se cayó al suelo y
entonces subí al coche y salí de allí. Mike me había enseñado a conducir,
aunque yo no estaba muy dispuesta a aprender, pero él insistía.
Fue lo único bueno que puedo recordar de él. Me había enseñado bien y
no tuve problema en arrancar el coche y buscar la carretera. Una vez en ella,
dejé el coche allí y llamé a un taxi. Aquella tarde supe que podría haber
muerto a manos de Mike.
Hijo de un famoso multimillonario, con mucha influencia y poder, se
habría librado de todos los cargos. Habrían echado la culpa a cualquier
delincuente habitual, aunque la policía lo considerase el principal sospechoso.
CAPÍTULO 2
Me acosó de mala manera. Me seguía hasta el instituto. Se quedaba allí
hasta que salía. Tuve que poner el caso en conocimiento de la policía. Les
conté la historia, la tarde en la que intentó violarme, con todos los
pormenores. Tenía muchos testigos que corroboraron lo que sucedió aquella
tarde a las puertas del instituto.
Consiguieron, no sé cómo, que dejara de perseguirme físicamente. Pero
empezó otro tipo de acoso. Cada día me llegaban al móvil mensajes obscenos
y fotografías de cadáveres, de perros muertos, de animales decapitados, etc.
Un auténtico horror. Cambié de número. Entonces llegaban cartas que
alguien hacía pasar por debajo de la puerta. Amenazas, horribles dibujos,
manchas de sangre y otras porquerías… Estaba desquiciada.
Solo tenía mis estudios, mis libros. Estudiaba y leía mucho. Solía leer
novelas y ensayos. Leí todo de Bradbury, de Isaac Asimov, de Aldous
Huxley, de Stanislav Lem y otros clásicos de ese género de la ciencia ficción.
A través de esas novelas, conseguí olvidar, al menos mientras tenía los
libros en la mano, mi desgraciada vida, que poco a poco no me empezó a
parecer tal. Yo misma había sabido librarme, siendo aún una adolescente, de
un tipo violento y muy peligroso. De vez en cuando salía a alguna fiesta con
amigas de clase, pero solo porque ellas insistían.
Me repetían que necesitaba salir, pasarlo bien y conocer a un buen chico,
que había muchos, aunque yo hubiese tenido mala suerte con Mike. Prefería
ir al cine con ellas, cosa que hacíamos a menudo. En una de aquellas fiestas,
en un famoso club de Los Ángeles, me presentaron a un chico. Era amigo del
hermano de una de mis compañeras. Se llamaba Aaron. No me pareció
demasiado llamativo. No destacaba, como Mike, por su físico.
Era de estatura mediana, tenía unos ojos marrones de lo más normal, pero
la mirada me pareció interesante. Aunque, por culpa de Mike, no quería saber
nada de ningún hombre, estuve toda la noche mirándolo. Parecía un tipo
calmado, aunque después vi que tenía movimientos eléctricos, muy rápidos,
como cuando cogía o dejaba el vaso. Incluso me fijé en que cogía vasos al
vuelo cuando se les caían a otros.
Se lo vi hacer dos veces. Sus reflejos eran impresionantes. Si la mirada
era interesante, la sonrisa era franca, pura. Así me lo pareció. Mis amigas
estaban pendientes, pese a que intentaban disimularlo, de mí. Debieron de
pillarme en el juego de miradas. Me lo presentaron, pero ya no volvimos a
dirigirnos la palabra hasta el final de la fiesta.
Yo me quería ir y había pedido un taxi, pero él se ofreció a llevarme en su
coche, alegando que al día siguiente madrugaba. El tono de su voz también
me daba confianza y acepté, anulando la reserva del taxi.
Su coche era un destartalado modelo de finales de los años setenta. Me
dijo la marca, pero ya no lo recuerdo. Pensé que se caería la puerta cuando
me la abrió, amable. Todo sonaba como si el coche viviera sus últimos
minutos. Pero arrancaba y podía circular. Aaron estaba feliz con aquel coche.
-Me lleva y me trae, ¿para qué quiero más? No es muy bonito, está en las
últimas, lo sé, pero no me da problemas. No recuerdo cuándo fue la última
vez que lo llevé al taller. No se estropea, aunque parece que todo esté a punto
de romperse. Es un coche paradójico. ¿A que es cómodo?
-La verdad es que sí, estoy bastante cómoda, lo reconozco -dije,
sorprendida, sintiéndome allí como en el mejor de los sofás.
-Ellen me ha comentado que es tu último año de instituto. ¿Vas a ir a la
universidad? -me preguntó, con algo de timidez.
-Sí, este año acabo. Aún no sé si ir o no, ni qué estudiar. Me gustaría
hacer unos cursos de literatura, o estudiar filología, me gusta escribir. Pero
bueno, de momento me centro en terminar este último curso.
-Eso está muy bien, haz lo que te guste. No pienses tanto en las salidas
que, a priori, pueda tener esta o aquella carrera. Después la vida da muchas
vueltas inesperadas -fue su primer consejo, que me encantó.
-Sí, creo que tienes razón. Eso haré, gracias.
Aaron me dejó en la puerta de casa. Fue una suerte que me llevase aquella
noche porque allí estaba el deportivo de Mike. Llevaba varias semanas sin
molestarme, no sabía nada de él, pero había vuelto. Estaría colocado o
borracho, y decidió ir a molestar a la niña que tiene que soportar sus
caprichos.
No quise decirle a Aaron nada sobre este asunto. Pensaba bajarme
enseguida, pero podría meter en un compromiso a Aaron si Mike salía del
coche para insultarme o intentar cualquier otra cosa. Aaron se adelantó a mis
pensamientos.
-¿Qué te ocurre, Nancy? De repente te ha cambiado la cara. Algo te
preocupa. Espero que no sea por mí. No te he traído a casa con ninguna
intención, de verdad. Puedes bajarte cuando quieras. No soy de esos tíos.
Puedo acompañarte hasta la puerta, pero si te sientes incómoda, podemos
despedirnos aquí, ahora.
-No, no, Aaron, lo siento. No es nada de eso. Al contrario. ¿Puedo
quedarme un poco más o tienes prisa? Bueno, me has dicho que te ibas de la
fiesta porque mañana madrugas. Solo unos minutos.
-Claro que sí, el tiempo que necesites -dijo él.
-Gracias -dije, sin dejar de mirar al coche de Mike, que estaba capotado y
no se le veía, pero yo conocía muy bien su coche y estaba segura de que era
él.
Apenas pudimos cruzar dos frases cuando Mike decidió salir del coche.
Intuyó que iba dentro del coche de Aaron y se acercó. Aaron no perdió
detalle y entendió que yo conocía a ese chico.
-Nancy, ¿conoces a este tío que viene hacia nosotros?
-Por desgracia, sí. Es mi ex. Se llama Mike. Se ha vuelto drogadicto y
puede que también alcohólico. De vez en cuando sigue molestándome, pero
por favor, no quiero causarte problemas, no intervengas. Me voy a casa y ya
está.
-Tranquila, no va a pasar nada, yo me ocupo.
Mike golpeó el cristal de la ventanilla del lado de Aaron. Éste la bajó un
poco para atenderlo.
-¿Qué ocurre, tío? -inquirió Aaron.
-Ocurre, capullo de mierda, que estás con mi chica. Así que ya estás
dejándola salir y arrancando de aquí a toda leche o te ahostio la cara,
maricón.
-No te conozco de nada y Nancy me ha dicho hoy que no tiene novio
alguno, así que me parece que el que debe salir de aquí eres tú, no yo. Nancy,
ahora vete a casa, en eso tiene razón este tío.
-No, por favor, no hagas nada. Me voy, vale, pero tú vete también con el
coche, ¿de acuerdo? -rogué.
-Sí, no hay problema -contestó Aaron.
Salí del coche y Mike ya estaba a mi lado, había rodeado el coche de
Aaron y venido a mi encuentro. Al mismo tiempo, Aaron salió del coche,
para ver qué ocurría entre Mike y yo. Él me agarró fuerte del brazo,
haciéndome daño. Me solté de un fuerte tirón. Volvió a intentar agarrarme,
pero un fuerte manotazo de Aaron en el brazo de Mike se lo impidió. Mike se
quedó de piedra, no supo reaccionar.
-Parece que no quiere que la agarres así. Y me parece que no está muy
contenta de verte. No voy a meterme en lo que pasara entre vosotros antes, no
es asunto mío, pero yo he traído a Nancy de una fiesta y quiero que entre en
casa sin problemas. Es responsabilidad mía. No voy a permitir bravuconadas
de un cobarde como tú.
-Lárgate con tu caldero, con ese cuatro latas infame, si es que arranca, y
déjame en paz. No quiero hacerte daño, tío, eres mucho más pequeño y débil
que yo. No quiero abusar en un caso así -aclaró Mike, con una mirada
divertida en el rostro.
-Nancy, entra en casa -dijo Aaron dirigiéndose a mí pero sin dejar de
mirar a Mike.
Y así lo hice.
-Tú no vas a ninguna parte, niña -dijo Mike interponiéndose en mi
camino, como le gustaba hacer cuando me acosaba. Tenía miedo por Aaron,
pensé que podría pasar un mal rato ante la potencia y fuerza de Mike.
-Te he avisado por las buenas, pero no escuchas, no quieres razonar -dijo
Aaron.
Entonces, sin pronunciar más palabras, agarró a Mike del cuello y lo
empujó a fuerza de brazo hasta la tapia que teníamos detrás. Estaba
asfixiándolo. Yo estaba alucinando, y supongo que Mike más aún. Aaron era
un tipo muy delgado, no demasiado alto, aunque tampoco se puede decir que
fuese un enano. No parecía tener la fuerza que estaba demostrando en ese
momento. Mike intentaba soltarse de la presa, pero no podía.
Soltaba puñetazos, pero no llegaban a la cara de Aaron, los esquivaba
todos con gran facilidad. Al final, Mike se puso morado y se desmayó. Aaron
lo soltó y me acompañó a casa, sin dejar de vigilar, por el rabillo del ojo, los
movimientos de Mike en el suelo, que trataba de levantarse.
No supe qué decirle. Solo un triste gracias salió de mi boca aquella noche,
pero le estaba muy agradecida, aunque también asustada. Sobre todo estaba
sorprendida. Aaron era el ejemplo vivo de que hay que seguir el dicho ese de
las apariencias, que engañan. ¡Y de qué manera habían engañado!
Desde la ventana observé cómo Aaron se acercaba a Mike, hablaba con él
unos segundos y le ayudaba a levantarse. Le acompañó hasta su coche y
después se subió al suyo. Le costó arrancar un buen rato, con petardeos y una
horrible nube de humo gris que soltaba el destartalado escape. Al final,
arrancó y salió de allí. ¡Qué coche tan divertido y estrambótico! -pensé.
Mi sufrimiento por Aaron se desvaneció en segundos. Ese hombre era
alguien especial, de eso no cabía duda. ¡Cómo había resuelto la situación! Un
hombre con, por lo menos, treinta kilos menos que Mike, lo había dominado,
lo había humillado, lo había puesto de rodillas con un solo movimiento. No
salía de mi asombro.
De repente entendí la tragedia. ¡¡No tenía su teléfono!! Ni él el mío.
¿Cómo localizarlo para darle al menos las gracias? Ese maldito Mike. Por su
culpa no pudimos despedirnos de forma normal. Por su culpa tuve que irme a
casa rápido y él tuvo que ocuparse, como un padre, de mí y del drogata de
Mike, un tipo insoportable y que se había convertido en uno de mis mayores
problemas, después del que significaba mi propio padre.
Me dormí pensando en Aaron. Tenía las manos muy bonitas, me fijé
durante el trayecto en coche. Tiene dedos largos y finos y el dorso de las
manos plagado de venas. Me pareció muy fibroso. Era mucho más fuerte de
lo que parecía. Había que enterarse de quién era.
Al día siguiente llamé a Elizabeth, cuyo hermano era amigo de Aaron. Le
conté todo lo que había sucedido por la noche. Las dos reímos e incluso
gritamos. Nos parecía un héroe de película. Elizabeth me dijo que ese hombre
tenía algo especial, a ella también se lo parecía. Me dijo que le gustaba, pero
que cuando su hermano se lo presentó, ella ya salía con Anthony, y está
enamorada de él.
-Has tenido suerte, tía. Si no, habría sido para mí. Aprovecha y llámalo.
Puedo conseguir su número a través de mi hermano. Tú tranquila -dijo ella.
-Ese dichoso Mike. Después de lo que ha pasado, algo malo tramará
contra Aaron, estoy segura. Vi su cara cuando estaba en el suelo. Ni olvida ni
perdona.
-Deja ahora a ese drogata asqueroso. Si sabe lo que le conviene, os dejará
en paz. Aaron es marine, está en las Fuerzas Especiales. ¿Entiendes ahora por
qué pudo dominar a un gorila enorme como Mike? Allí aprenden técnicas de
lucha y de defensa especiales, que no se aprenden en ninguna academia.
Aunque no te lo parezca, es un tipo duro.
-Vaya, un marine… Jamás lo habría pensado -reconocí.
-Sí, con la ropa no parece que esté fuerte, pero tiene músculos de acero,
aunque no los tenga hipertrofiados como un culturista, o como el mismo
Mike. Es un tío sincero, parece honesto. Inténtalo, no tienes nada que perder.
En la fiesta todas vimos cómo te miraba. Se nota que le gustas mucho. Y lo
sabes…
****
****
Aaron, durante tres semanas, venía a casa cada tres o cuatro días para el
traspaso de órdenes a Trex. Le hizo saber, y él lo comprendió rápido, que
ahora sería yo la nueva dueña. Tenía que obedecerme a mí, y solo a mí. Fui
tan feliz aquellos días… Salíamos los tres a pasear, a practicar las palabras-
orden y los movimientos con la mano para Trex.
Estaba muy bien adiestrado. Se sentaba o tumbaba si yo se lo ordenaba, o
se quedaba quieto el tiempo que yo considerase oportuno. A veces me llegaba
casi a dar pena, por eso no quería darle órdenes tontas, que no vinieran a
cuento.
Solo si se aproximaban otros perros, ladradores y nerviosos, le pedía que
se sentara. Él no necesitaba esa orden, no reaccionaba mal jamás frente a otro
perro, aunque Aaron me dijo que tuviera cuidado y que no le dejara solo.
Podía matar a cualquier perro en cuestión de segundos si el otro lo atacaba.
Había sido entrenado para pelear con varios animales a la vez, venciendo
siempre. Pero no era nada agresivo.
Los otros perros parecía que lo intuían. Enseguida se ganó a todos los
perros, especialmente a las perras, del vecindario. Trex era, con diferencia, el
perro más guapo, fuerte y elegante de toda la urbanización. Con él a mi lado
me sentía no solo protegida, sino feliz, acompañada. Al fin tenía un amigo, y
el más noble y fiel que se pueda imaginar.
Me aceptó enseguida. Lo quería tanto… Aaron me explicó que nunca
debía darle demasiada comida. Era muy glotón y podía comerse dos o tres
veces lo que necesitaba. De vez en cuando incumplíamos, tanto Trex como
yo, esa norma. Además de su pienso, le daba trozos de carne y otras golosinas
que estaba más que dispuesto a devorar en segundos.
Nunca se hartaba de comer. También bebía grandes cantidades de agua.
Podía estar corriendo durante horas, no me cansaba de observarlo. Era
rapidísimo. Cuando jugaba con otros perros, dejaba a todos atrás. Con sus
fintas, esquivas y volteretas, hacía las delicias de todos los perros de la zona,
que siempre acudían prestos a juguetear con él y revolcarse en la hierba.
Al amanecer, cuando no había gente, lo llevaba al mar, a una playa que
no acepta perros, pero a esas horas nunca estaban los vigilantes. Trex se
metía hasta muy adentro. Era también un gran nadador. Salía del mar, corría
por la arena, volvía a meterse a recoger los palos o pelotas de goma que yo le
lanzaba. Así durante horas. En cuanto venía el primer bañista, me lo llevaba
de allí.
Aaron no pudo quedar conmigo hasta dos semanas después. Tenía
maniobras en alguna ciudad, no me dijo cuál. Creo que por eso me regaló el
perro cuando lo hizo. Sabía que estaría sola durante dos semanas. Es un
hombre previsor, lo calcula todo. Cuando volvió, me llevó a cenar a un buen
restaurante. Era nuestra primera cita.
Apenas sabía de lo que hablarle a un hombre como él. Era un hombre,
cuando yo todavía era y me sentía una niña, pues tenía solo diecisiete años,
aunque al menos creía ser menos infantil que muchas de mis conocidas.
Durante la cena me contó que había nacido en Boston. Su padre era obrero en
una fábrica y su madre ama de casa que trabajaba en el hogar como modista
para completar ingresos. No tenía hermanos.
Nunca le había gustado estudiar mucho, aunque es muy inteligente. Dice
que era vago como la chaqueta de un carretero. Prefería hacer novillos con
los amigos, ir a hacer gamberradas por el barrio o simplemente vagar por las
calles. Su padre se enteró un día de que faltaba a las clases y lo puso a
trabajar descargando camiones. Tenía quince años. Ahí cogió una gran fuerza
en hombros y brazos, aunque seguía siendo muy delgado.
Gracias a unos amigos, descubrió que tenía una precisión inusual con las
armas. Su puntería comenzó a ser proverbial en su barrio. Le propusieron
trabajos sucios, de matón, de cobradeudas, ese tipo de cosas, pero no aceptó
jamás. Siguió trabajando en empleos que exigían un físico fuerte y resistente;
hasta que decidió ingresar voluntariamente en las Fuerzas Especiales. Le
gustó desde el principio.
Me dijo que sentía que necesitaba justo esa clase de disciplina que dan
allí, exagerada para muchos, brutal para otros e innecesaria para todo aquel
que no la ha experimentado, pero vital para él. Se adaptó desde el principio.
Los oficiales y los soldados lo apreciaban mucho. Había ascendido rápido.
Sabía cumplir órdenes, pero también entendía a los que no las cumplían
y, si era amigo suyo, trataba de taparlo. A sus veintiún años, ya había
participado en seis misiones de alto riesgo. Había estado en Afganistán, en
Irak, en Líbano y en otros lugares de los que no podía hablar, pues no era
conocido por la prensa. Y así estuvimos, de confidencia en confidencia, hasta
que nos quedamos solos en la sala del restaurante.
No nos dimos cuenta ni de la hora que era. Yo también le conté mi vida,
toda entera, sin dejar nada. Quería que lo supiera todo de mí, y solo la verdad.
Él no es curioso, no hacía preguntas, solo escuchaba. Por vez primera,
alguien me escuchaba, un hombre adulto, atractivo, bueno, fuerte, estaba
escuchando lo que yo tenía que decirle. Me fascinaba esa nueva situación.
Solo esperaba que él no quisiera nunca ponerme un bozal.
Me llevó a casa en el coche, que seguía, no sé cómo, funcionando bien.
Noté que no se atrevía a besarme. Si yo no hacía algo, no lo haría nunca. Era
muy tímido para eso. Según él, y no tengo por qué dudar de que fuera cierto,
no había tenido novia oficial jamás. En Boston le gustaba mucho una chica
de la fábrica. Intentó algo con ella.
Dijo que consiguió un par de citas, pero poco más. Esa era toda su
experiencia con las mujeres. Quizá otras chicas habrían sentido lástima, o
incluso risa, al escuchar aquello, mas para mí fue especial, me encantaba
saber que iba a ser su primera chica oficial, la primera de verdad. Estaba
henchida de orgullo cuando lo pensaba.
No quise forzar la situación, me gustaba verlo así, indeciso. Me fui a casa
y noté que un fuego interior luchaba en él. Las ganas de besarme luchaban
contra su natural timidez hacia las mujeres. Pero era bonito irme así, en unos
tiempos donde si un chico no hace algo, lo hará la chica, y si ninguno de los
dos, entonces la gente los tomaría por pobres idiotas sin remedio. Pero no
quería hacer lo que hacían los demás.
Quería vivir esa situación con él como nuestra relación, la nuestra,
diferente. Si necesitaba tiempo, lo tendría. Yo no tenía prisa. Pero, cuando iba
a entrar en casa, supervisada por su mirada desde el coche, recordé que
pronto saldría para uno de esos peligrosos países. No había tanto tiempo, en
el fondo. Estuve a punto de dar la vuelta y acercarme al coche, pero él ya alzó
la mano para despedirse y arrancó ruidosamente el viejísimo coche. Entré en
casa con una sonrisa.
CAPÍTULO 3
Solo pudimos volver a vernos seis días después. Su equipo de marines
estaba en alerta. La misión se acercaba. Aaron estaba nervioso por esa
circunstancia. Ese día estuvimos todo el día juntos. Fuimos a la playa.
Comimos allí unos bocadillos refugiados bajo el toldo de una tienda. Llovía a
cántaros. Por fin se atrevió a hacerlo.
Estábamos sentados viendo la lluvia caer sobre el mar y mojando la
arena, cuando, de repente, me abrazó, me envolvió con sus fibrosos y
fortísimos brazos, y me besó. Fue muy suave. Acercó los labios y los puso
sobre los míos, casi sin saber qué más hacer. Los abría un poco. Me gustó
tanto ese beso.
Era sincero, era… no sé bien cómo definirlo. Puro quizá, inocente, era
como el beso de un niño, a pesar de que Aaron siempre me pareció un
hombre, un verdadero hombre, pero besaba como un niño de trece años. No
quise utilizar la lengua ni morderlo. Nos besamos así, solo labio sobre labio,
muy suave, como a cámara lenta. Ni siquiera sé cuánto tiempo. De repente,
nos dimos cuenta de que era de noche. Yo temblaba un poco, había mucha
humedad.
-Te estás enfriando, Nancy, qué tonto soy. Por mi culpa vas a coger un
resfriado -dijo, agarrándome y cogiéndome en brazos.
-¡Aaron, nooo! ¿Qué haces? Todavía soy capaz de andar sola, no te
preocupes -dije, encantada de recibir tales atenciones. Mike no fue capaz de
protegerme de la lluvia ni de tener un detalle galante conmigo nunca.
Me llevó así hasta el coche. Allí reímos y volvimos a besarnos, ahora con
un poco más de pasión. Más fuerte, con más intensidad, con jadeos. Me
agarró de las caderas, casi me llegó a tocar el culo, pero no se atrevió.
Yo le besé el cuello, el pecho, le mordía las manos. Me desaté, me había
vuelto loca con aquellos besos que parecían infantiles pero que no lo eran,
puesto que solo habían sido un perfecto calentamiento. Aquel día no pasamos
de ahí. Un gran calentón que se quedó en eso. Supongo que él no quería, allí,
en ese coche, hacer nada más. Y lo entendí. Necesitábamos un lugar mejor,
con más sitio, más íntimo.
Solo vi a Aaron dos veces más. Mereció la pena, por supuesto que sí, pero
solo dos veces más. Esto hacía un total de cuatro citas.
La tercera fue para conocer nuestros cuerpos. Me llevó a su casa, una
coqueta casa de dos plantas a las afueras de Los Ángeles, en una
urbanización donde solo vivían o soldados o miembros de la administración
del Estado de California. Me encantó la casa desde el primer segundo.
Apenas estaba decorada, era sobria. Estaba muy limpia para ser el hogar de
un soltero.
Pero claro, Aaron era un militar de carrera, no podía ser de otra manera.
Pulcritud ante todo. Empezamos viendo una película antigua en su salón. Me
dijo que no veía apenas la televisión, pero que sí le gustaba ver películas
antiguas o documentales de geografía. Sabía también mucho de historia. Leía
libros solo de este tema. Allí sentados, con un gran bol de palomitas, nos
besamos y nos tocamos a placer.
Me fue desnudando, y yo a él. Aaron me amaba despacio, como si fuera
la primera vez, que ese día lo era, y hubiera de ser la última. Cada vez, él
parecía redescubrir mi cuerpo. Se asombraba de mi ombligo, se deleitaba
besando mis hombros o mis muñecas. Apenas me tocaba los pechos, los
rozaba solo. Eso me llevaba casi a la locura.
Del sofá pasamos a la cama de su dormitorio. Y, de allí, de vuelta al sofá,
a intentar seguir viendo una película de la que no tengo un solo recuerdo.
Solo me acuerdo de sus labios, de sus manos, de su mirada sobre la mía. Qué
mágico me pareció aquel día, cuán maravillosa era la vida al lado de alguien
que puede, sabe y quiere amarte.
Aaron me pidió quedarme con él, en su casa. Dijo que podía trasladarme
cuando quisiera. Que yo no era una chica, que yo era su chica, su mujer.
-Nancy, siento que te he encontrado. Eres la mujer de mi vida. Y no habrá
otra, no quiero que la haya. Te amo, Nancy. Aunque tienes pocos años, eres
inteligente y sabrás, por ello, que lo digo en serio. No he hablado más en
serio nunca.
-Aaron, sí, lo sé, mi cuerpo lo siente. Me amas de verdad. Yo también a
ti, te adoro, te necesito. Cómo te echo de menos cuando estás en ese dichoso
cuartel, con tus maniobras… Tengo miedo, Aaron. Mucho.
Se quedó en silencio, entendiendo a la perfección cuál era ese miedo mío.
Él también lo sentía, quizá incluso más hondamente que yo.
-Lo sé, Nancy, cariño, lo sé. Yo lo tengo también. Pero no te preocupes.
Voy a volver. No quería mencionar el tema, pero he de decírtelo. Salimos
dentro de tres días. Sí, a Afganistán. A la peor zona. No puedo decirte más, es
secreto el lugar, pero no será un juego.
De repente lloré. No pude evitar que las lágrimas salieran como la lluvia
de las nubes, sin freno, sin final. Me abrazó fuerte, me besó el pelo, se bebió
mis lágrimas, una a una. Noté su sufrimiento. Hicimos el amor allí mismo,
sobre el sofá, entre lágrimas.
Después, Aaron me dio una cajita. Estaba muy nervioso, no sabía cómo
hacerlo. Me la dio, como es él, tímido, con los ojos bajos, mirando casi al
suelo. Era un anillo de compromiso, por supuesto.
Volví a llorar como una magdalena, moviendo la cabeza de arriba a abajo,
emocionada y feliz, llena, desbordante de dicha.
-Sí, Aaron, sí, sí y mil veces sí. Qué alegría me das.
-Yo… sé que es pronto, sé que casi no me conoces, no sé, pero estaba
seguro de que tenía que hacerlo. Y estaba también seguro de que me dirías
que sí, a pesar de que no tengo ninguna experiencia, pero algo me decía que
me aceptarías. En cuanto vuelva, nos casaremos, Nancy. Elige el lugar, donde
tú quieras y como tú quieras.
>>No voy a estar poco tiempo. Seis meses, cariño, siento darte esta
noticia. Son seis meses sin volver a casa, pero voy a escribirte. No siempre
podré. Pero cuando estemos en el campamento lo haré, una vez cada quince
días, más o menos. Tú puedes escribirme todo lo que quieras, lo leeré ávido.
-Estos seis meses van a ser los más largos de mi vida, Aaron. ¿Cómo
podré soportarlo?
-No será fácil, lo sé. Pero así podrás acabar tus estudios. Es tu último año,
concéntrate y saca buenas notas, como ahora. Hazlo por mí. Estoy muy
orgulloso de cómo te esfuerzas. Debes formarte bien, después es todo muy
difícil. Quería pedirte una cosa.
-Lo que sea, todo lo que quieras. Sabes que lo haré gustosa -dije.
-Que estés aquí este tiempo, en mi casa, junto a Trex. He solicitado un
permiso para ti. Es una zona residencial donde no pueden vivir civiles, pero
tú podrás, como mi prometida. Mañana te daré ese papel. Me cuidarás la
casa. También hay otra cosa. Mira, cada vez que salgo en misión, hago
testamento.
-Aaron… qué dices, no. No pienses ahora en eso.
-Nancy, no voy a jugar, voy al encuentro con la muerte. Jamás volvemos
todos de las misiones. Siempre cae alguien, siempre. Unas veces más, otras
menos. Esta vez podría tocarme a mí, aunque espero que no, lo espero de
todo corazón, porque tengo que casarme contigo. Pero, por si acaso, la casa
es para ti si a mí me pasara algo.
>>Todo está arreglado. A mis padres les dejo el dinero que tengo
ahorrado, que no es mucho. Esto no es importante, Nancy, lo sé, pero quiero
que lo sepas por mí, para que nadie pueda darte luego esta noticia. Mañana
vendré a despedirme, solo unos minutos. En teoría no puede ser, pero he
pedido este favor. Estaré solo una hora contigo, aquí en casa. Hoy debo
dormir en el cuartel, con los muchachos. Estamos con todos los preparativos
finales.
Por mi vida, hasta entonces aburrida y monótona, pasaba ahora todo un
ciclón de emociones intensas. No pude asimilar tanto en tan poco tiempo.
Aaron tuvo que irse. Volví a casa por Trex, lo cogí y regresé en taxi a la casa
de Aaron. Trex estaba feliz en su nuevo hogar. Lo conocía bien porque Aaron
lo sacaba de las instalaciones de vez en cuando y lo llevaba a su casa. Menos
mal que tenía a Trex.
Gracias a él pude sobrellevar mejor aquella noche, la primera en soledad
de las ciento ochenta que aún me quedaban. Lo había contado en noches. Era
mejor pensar en medio año, solo medio, o en el número seis, seis meses. Pero
una y otra vez me venía a la mente la cifra de esas malditas ciento ochenta
que no sabía cómo iba a soportar.
Aquella noche, sola, en la cama de Aaron, que olía a él, sobre todo la
almohada, apenas pude dormir. A pesar de que Aaron me dijo que Trex
nunca debía dormir en la casa, sino fuera, lo quise tener conmigo. Estuvo allí,
a mi lado, consolándome, acompañándome en esa anticipada soledad que me
aguardaba.
Ni siquiera tenía aún dieciocho años y ya estaba prometida, ya tenía
marido. Ese viaje, qué maldito, fastidioso, inoportuno y horrible me pareció.
Entré en internet para mirar dónde estaba exactamente el dichoso Afganistán.
Sabía que estaba en Asia central, sí, pero quería ver su silueta, sus fronteras,
las ciudades, todo. Estuve un buen rato allí, mirando mapas en la pantalla.
Imaginándome a Aaron con su ropa militar, con botas, casco, fusiles de
asalto, mochila y toda la parafernalia que nos llevan mostrando por
televisión, en miles de películas y series, durante casi un siglo. Estuve
acariciando a Trex durante horas. Lo miraba y recordaba cada gesto de
Aaron, su forma de andar, su timidez antes de cada beso, lo cohibido que es
cuando permite que vea su cuerpo desnudo.
Un cuerpo, por otra parte, espectacular. La ropa tapa esa maravilla. Es
delgado, sí, pero parece un tratado de anatomía. Se ve cada músculo a la
perfección, los tiene todos marcados. Su piel es suave, aunque esté tan duro
siempre.
Es un placer recorrer esa maravilla musculada con los dedos y con la
lengua. Pensar así no iba a ayudarme. ¿Por qué me dio el anillo antes de irse?
Sin duda temía perderme, o que me olvidara de él. No creo que hubiera sido
así, pero habíamos estado juntos tan pocas veces que lo lógico era pensar de
ese modo.
Al día siguiente vino, como había prometido, para despedirse de mí. Me
trajo un gran ramo de flores e intentó dejarme dinero para vivir en su casa,
para comprar comida, ropa, etc. No lo acepté. Le dije que mi padre me daba
de vez en cuando una buena cantidad para todo eso. Apenas pudimos
besarnos. Solo nos abrazamos, aferrándonos el uno al otro cual lapas. No
podía soltarlo, no quería aceptar el momento de su marcha.
Me puse a mirar por la ventana. Le dije que así sería más sencillo, que no
soportaba la idea de verlo marchar. Él lo entendió. Me besó, me miró y salió
de casa en silencio, sigiloso como es él, como los felinos. Ni siquiera oí la
puerta cerrarse, aunque la había cerrado.
Después, como una tonta, salí corriendo tras él. Un taxi lo esperaba para
llevarlo al cuartel. Había dejado el coche en casa, me dio las llaves. Estaba
terminando de introducir algunos paquetes en el maletero del vehículo.
-¡Aaron, Aaron, espera, por favor! Perdona por haberme despedido así.
Me duele mucho todo esto. No soporto la idea de que podría pasarte algo. No
puedo soportarlo.
-Tranquila, Nancy. Estate tranquila. Voy a volver sano y salvo. Nunca he
dicho esto, pero esta vez lo digo y lo siento, porque tengo un buen motivo
para volver. Tengo que volver. Y así va a ser. De manera que ten calma y
paciencia, te lo ruego. Sé que es difícil, que eres muy joven, pero estaremos
juntos después, nadie nos separará. Ahora debo irme, voy a llegar el último.
Me besó. Fue un beso corto, intenso, que transmitía su temor a perderme,
su miedo a no regresar. Fue un beso, sobre todo, extraño, pero justo por ello
magnífico a la vez. Es el beso que más recuerdo de él. Me quedé allí, junto a
la puerta de la casa, viendo partir al taxi con Aaron dentro.
Sacó la cabeza por la ventanilla y estuvo diciéndome adiós con la mano
hasta que el taxi giró en una calle y dejamos de vernos. El contacto visual se
había perdido. Eso me golpeó en el corazón como un mazo de hierro. Ya
estaba, se había ido. Mi prometido se había marchado.
Para poder soportar aquel día, salí con Trex a correr. Estuvimos
corriendo, paseando y yendo de acá para allá, para que pasara el tiempo con
rapidez. Un mensaje de Aaron me llegó por la noche. Me decía, muy escueto,
que el avión iba a despegar. Me deseaba lo mejor, me escribió “te amo” al
final. Con eso era suficiente. Su amor, solo eso, su amor, podría hacer que yo
aguantase esa terrible espera.
No tuve noticias de Aaron hasta tres días después. Al parecer, algo se
complicó al llegar a Afganistán. Sufrieron un ataque antes de llegar a la base
americana. Hubo heridos, aunque, por fortuna, ningún muerto. Apenas tenía
tiempo, me decía. Solo pudo escribir que me echaba muchísimo de menos,
que aquello era un desierto infernal, pero que la esperanza de nuestro
reencuentro le daba fuerzas para todo.
Me sentí sin fuerzas para contestar nada, total y absolutamente paralizada.
Tardé un día entero en escribirle. La pena, la nostalgia y la incertidumbre me
estaban pesando demasiado. Mi carta fue más larga que la suya, pero
tampoco demasiado. Le contaba las pequeñeces de mi acomodada vida. Que
había dejado de ir a clase, porque no me concentraba, aunque pensaba volver
en unos días, y que salía con Trex todo el tiempo.
“…Trex es tan divertido, Aaron. En cuanto cojo la correa, agacha la
cabeza para poder salir cuanto antes. Supongo que no le gustará ir atado, pero
él jamás protesta. Es una auténtica delicia ir a su lado. Muchos hombres lo
miran, quizá son entendidos en perros, no lo sé, pero notan que tiene algo
especial, y yo voy tan orgullosa sintiéndome su dueña. Pero a lo mejor es al
revés, y él es mi dueño, porque acabamos yendo siempre justo adonde a él le
gusta. Me tiene dominada. Lo adoro. Espero que no tengas celos de él. Me
cuesta escribir en esta fría pantalla. Ni siquiera sé cuándo podrás leer esto, mi
amado Aaron. Querría tener el poder de adelantar las agujas de todos los
relojes del planeta, hasta completar estos seis meses. Han pasado solo cinco
días y se me han hecho como cincuenta. Aún no veo cercana tu vuelta.
Cuando pase, al menos, el primer mes, es posible que se me vaya haciendo
más corto. Te quiere, Nancy.”
La siguiente carta se hizo esperar mucho más. Tardó dos semanas. Habían
salido a varias misiones. Hubo varias bajas. La tristeza se había apoderado de
él. Solo cuatro líneas.
Mi querida Nancy. Aquí hay problemas. Ya hemos tenido las primeras
bajas. Fue pura mala suerte. Un blindado se quedó atascado en un gran
charco de barro y los talibán lo frieron con lanzagranadas. No se pudo hacer
nada. Te echo de menos. Ahora debo dejarte. Te quiero mucho. Espérame,
por favor. Aaron.
No hubo una tercera carta. No me llegaron más correos de él. Pasaron dos
semanas, tres, cinco. Empezaba a estar desesperada. Me temía lo peor.
Cuando llevaba treinta días sin sus noticias, cumplí dieciocho años. Era
imposible que se hubiese olvidado de esta fecha. Me dijo que ese día me
escribiría una carta más larga, especial.
Que no se olvidaría. No creo que se olvidase. Era imposible. Entonces,
algo malo habría sucedido. No podía casi ni comer, ni dormir, ni
concentrarme en nada. Perdí muchas clases.
Mis profesores, extrañados ante tal cambio, incluso me llamaron por
teléfono. Les dije que no estaba de ánimo para estudiar, que no podía. Que
me entendieran. Me dijeron que perdería el curso. Les dije que había perdido
algo mucho más importante, y colgué.
Al trigésimo noveno día de la partida de Aaron, llegó un militar a casa.
Yo vivía, como quiso Aaron, en su casa. Me había mudado.
En cuanto abrí, y vi a ese hombre canoso, de cuerpo atlético y mirada fría,
me vine abajo.
-Nooo. No me diga que está muerto, no, por favor.
Ni siquiera le dije que pasara, no tenía sitio en el corazón para esas
elementales normas de cortesía. Me desvanecí, no sé qué me pasó. Él me
agarró y me llevó hasta el sofá. Era el coronel del grupo de marines de Aaron.
Me llevó un vaso de agua y esperó a que me repusiera. Cuando volví en
mí, tras aclararse la garganta, fue directo al grano.
-Nancy, he venido en persona porque así me lo pidió Aaron. Si ocurría
algo, me pidió que viniera en persona a comunicarte esto. Aaron está
desaparecido en combate. Ha sido dado, oficialmente, por muerto. Yo no
quiero decirte que esté muerto, lo digo de corazón. Tengo esperanzas.
>>Verás, quizá tú no lo sepas, pero Aaron es uno de los mejores soldados
que hemos tenido nunca en nuestras fuerzas especiales. Hubo un duro
combate en una zona montañosa. Sus hombres se quedaron aislados. Se les
terminó la munición. Encontramos nueve cuerpos. Ocho hombres
consiguieron volver con vida, pero heridos de mucha gravedad.
>>Tres de ellos han fallecido en el hospital. El único cuerpo que no ha
sido encontrado ha sido el suyo, el de Aaron. Por eso te digo que podría estar
vivo. No estoy autorizado a decir esto. Mi misión era decirle a usted que él
está muerto, pero en realidad no tenemos el cuerpo. No tenemos información
de ningún tipo.
>>Hace más de un mes que tuvo lugar ese combate feroz. La zona es casi
inaccesible. Los compañeros que quedaron con vida aseguran que era el
único que seguía disparando sin cuartel, él cubría a todos, ponía a algunos a
salvo. Un absoluto héroe del que tienes que estar, como lo estoy yo y todos
nosotros, más que orgullosa.
>>Dicen que las balas no le daban, que salía a campo abierto. Se alejó
unos metros para perseguir a un grupo de siete que los estaba acorralando.
Todos lo perdieron de vista entonces y ya no pueden decir nada más. Se alejó
hacia una zona pedregosa, entre riscos. Dos de ellos, sus mejores amigos en
la unidad, aseguran que Aaron no puede estar muerto. Que habrá conseguido
escapar de algún modo.
>>Ellos creen en él más que nadie porque lo han visto luchar. En la
batalla es un tigre de bengala. Nada lo detiene, le importa una mierda el
número de los enemigos. Da siempre la cara. No retrocede, ignora lo que es
huir.
>>Por eso son ellos los que mueren, los valientes. Los más cobardes
suelen terminar heridos o acurrucados en algún rincón, esperando que pase la
tormenta. Muy pocos tienen la sangre de seguir hasta el final. Su valor ha
salvado muchísimas vidas. Para nuestra unidad es una terrible tragedia lo de
Aaron.
-Se enviaron equipos de rescate -continuó el coronel-, pero el mando
decidió zanjar el asunto. Dicen que nadie podría haber sobrevivido. Los
afganos habrán cogido su cuerpo. Si estuviera vivo, nos lo habrían hecho
saber, para hacer un intercambio de prisioneros, pero no hay nada. No
sabemos nada. Estoy desolado, Nancy.
>>Sé que no es lo mismo que su amor por él, lo sé, pero quería a ese
muchacho. Ha sido mi mejor hombre, y con mucha diferencia. Un orgullo
para la nación. Se le van a conceder honores de guerra. Varias medallas. El
acto tendrá lugar dentro de una semana, en Los Ángeles. Vendrán sus padres.
Usted podrá asistir, por descontado, pero no sé si es una buena idea. Es usted
tan joven y sensible. Le recomiendo descansar ahora, tiene muy mala cara.
Yo no pude pronunciar palabra. Me quedé allí, escuchando palabras que
salían de la boca de aquel hombre, palabras que eran puñales mortíferos para
mi corazón. Cada palabra era un nuevo pinchazo, cruel y doloroso. Ni
siquiera salían ya lágrimas.
Nadie podía aliviar ese dolor que sentí. El coronel se preocupó por mi
estado. Llamó a una ambulancia. Me ingresaron en un hospital militar, uno de
los mejores del país, solo para militares y sus familiares. Avisaron a mi
padre, que fue a visitarme en un estado lamentable. Los militares le contaron
todo. No teníamos mucho que decirnos.
-Papá, ahora entiendo tu dolor, lo entiendo bien. Es todo tan duro, tan
difícil. No quiero seguir viviendo. Aaron era toda mi vida, mi alegría, mi
esperanza para una vida mejor. Lo han matado en ese país que está en el fin
del mundo…
-Hija, todo lo que te diga ahora te sonará lejano, falso, pero hazme caso
en una cosa. No te refugies en nada, mírame a mí. Mi experiencia podrá
servirte. Ni alcohol, ni drogas, ni nada de nada mitigará el dolor. Nada. Solo
lo hará todo más difícil.
>>Mantente serena. No hagas ninguna estupidez. Tiempo. El tiempo es lo
único que te queda. Deja que pase, llora, sufre, pero no tengas pensamientos
negativos. Te queda una vida por delante. Eres muy buena estudiante. Sigue
con tus libros, con tus diarios, con la vida de antes. Tienes que seguir. No
puedo permitir que tú te hundas también como me hundí yo.
Mi padre se echó a llorar como una niña. Desde que murió mi madre, no
lo había visto llorar así. Se vació. Con un llanto convulso, agitándose como
olas en tormenta. Fue muy doloroso verlo así. Pero es cierto que verlo en ese
estado lamentable me ayudó. Me dije que tenía que seguir, como fuera, con
mi vida. Pensé en Trex. Él me ayudaría. Era el animal más inteligente que
conocía. Sabría que Aaron estaba muerto y me ayudaría a superar ese trauma.
Mis amigas trataron de animarme. Me llamaban, venían a casa de Aaron,
jugaban con Trex, pero yo estaba hundida. Solo la presencia del maravilloso
perro conseguía devolverme, con mucha lentitud, a la vida. Hacía cabriolas,
saltos, cosas increíbles. Sin duda conocía mi estado anímico. Es tan
inteligente que sabía cómo hacerme olvidar, al menos durante horas enteras.
Después la noche era lo peor. No podía dormir.
La pena me produjo una especie de insomnio temporal, que terminó por
remitir. Dormía dos o tres horas por noche. Estaba agotada, pero no
conseguía conciliar más de dos horas seguidas. Al amanecer salía con Trex a
correr por la playa. A él le encantaba salir cada día tan pronto. Le gusta estar
corriendo a cualquier hora del día. No tiene horarios.
No sé cuándo duerme, si es que duerme. A veces, muy pocas, lo
sorprendo tumbado en el jardín, junto a su caseta, pero suele estar con los
ojos abiertos. Es un perro sorprendente. Muchas veces me moría de ganas
por conocer sus pensamientos. ¿En qué pensaría un perro tan inteligente? No
tienen lenguaje, como nosotros, pero seguro que por su mente pasan
imágenes, recuerda cosas.
Cuando lo miro, sé que él puede pensar, aunque sea de otra forma. Nos
compenetramos a la perfección. Está siempre pendiente de mi estado de
humor. Si algún día lograba estar más contenta, él lo celebraba con ladridos,
carantoñas, juegos, saltos. Se emocionaba viéndome feliz y esto hacía que yo
pudiera estarlo más tiempo. Qué inteligente eres, Aaron, cómo supiste lo que
pasaría. Por eso me regalaste al inefable Trex.
Trex, ese extraordinario animal, llegó un día a salvar la vida a un niño.
Volvíamos de la playa, yo cansada y sudorosa y él tan fresco, como si no
hubiera hecho nada. De repente, echó a correr, cosa que no había hecho
nunca.
Tiró tan rápido y fuerte que no pude sujetarlo. Cruzó la carretera y, en
décimas de segundo agarró por la camiseta a un niño de unos tres años, que
había empezado a cruzar. Un coche iba a pasarlo por encima, pero Trex,
como un rayo, lo evitó, poniéndolo a salvo. En el momento en el que el coche
iba a impactar contra la pobre criatura, se oyó un escalofriante grito, el de su
madre. Pero Trex lo llevó a la acera sano y salvo; lo había cogido de la
camiseta, a la altura de la cintura. No le hizo ni un rasguño.
Cuando llegué allí, unos segundos después, vi a la madre abrazando a su
hijo, entre lágrimas, y mirando a mi perro, que se quedó allí, quieto,
mirándome, supongo que orgulloso de su admirable hazaña. Aaron era un
héroe y su perro también. Otro héroe. La mujer abrazó a Trex y lo cubrió de
besos, sin dejar de llorar. El niño, sin entender lo que había estado a punto de
suceder, comenzó a jugar con las orejas de Trex.
Él se dejaba hacer, paciente. El conductor ni siquiera había visto al niño,
estaba despistado, buscando una dirección; no iba muy deprisa, eso fue lo que
ayudó a Trex a conseguir llegar a tiempo. El pobre hombre, un anciano,
quedó desolado cuando se bajó del vehículo. Nosotras lo tranquilizamos y le
dijimos que Trex se había ocupado de todo. Susan, la madre del niño, nos
invitó a pasar a su casa.
Todavía conmocionada por el susto, me explicó que se le estaba
quemando un guiso y que había entrado rápido a la casa, dejando al niño en
el jardín, sentado. Ella dice que no se explica cómo pudo levantarse tan
rápido e ir hacia la carretera. No habría estado en la casa ni cinco segundos.
Los suficientes como para que pueda ocurrir un percance como el que estuvo
a punto de acontecer.
Susan acariciaba sin parar a Trex, diciéndole “gracias, querido, mi ángel,
gracias”. Me invitó a una taza de té con unas riquísimas pastas caseras que
hacía ella misma. Le conté quién era Trex, de dónde venía. Al final, sin poder
contener las lágrimas, le hablé sobre Aaron, nuestro compromiso, su
desaparición y mi inagotable tristeza, que solo podía superar gracias al
magnífico Trex.
Ella me consoló y estuvimos llorando las dos un buen rato. Me invitó a
cenar al día siguiente. Su marido volvía de Chicago, ciudad donde trabajaba
de lunes a viernes. Quería presentármelo. No estaba de humor para ninguna
cena, pero ella estaba tan agradecida que tuve que ir sin falta. Me dijo que no
podía ir sin nuestro héroe.
Acudí a la cita. Susan y Robert me esperaban impacientes. El niño ya
dormía. Me propusieron ir a las nueve, para que él estuviera dormido y
pudiésemos hablar sin interrupciones. Robert quiso agradecerme también el
que Trex salvara al niño de esa espectacular manera. Le dije que yo no hice
nada, que ni siquiera lo había visto.
Entonces, Robert, se arrodilló y estuvo acariciando y abrazando a Trex
durante un buen rato, emocionado. No tenían palabras de agradecimiento,
estaban desbordados por la alegría. Es como si su hijo acabase de nacer de
nuevo.
Durante la deliciosa cena, todo eran platos de antiguas recetas irlandesas,
herencia de la abuela de Susan, Susan me dijo que Robert quería proponerme
un buen trabajo en Chicago. Era dueño de una importante editorial de
narrativa para niños y adolescentes. Libros de aventuras, de viajes, de magia,
de primeros amores, etc.
Me ofrecía salir de Los Ángeles. Susan intervino para decir que quizá me
convenía cambiar de aires. Si la propuesta me parecía inconveniente, no tenía
más que olvidarla y pasaríamos a otra cosa. Pretendían ayudarme.
-Piénsalo, Nancy, por favor. Es una propuesta seria. En realidad, llevo
tiempo buscando un ayudante para mi editora, pues está desbordada de
trabajo. La editorial va claramente a más y quiero hacer una remodelación de
plantilla. De momento, ayudante de editor, pero habrá mucho trabajo. Podrás
hacer, si sabes español, traducciones del español al inglés y, si te ves capaz,
de traducción inversa. ¿Sabes español?
-Lo he estudiado como segunda lengua desde los ocho años. Sé bastante,
sí. Tuve una vecina mejicana con la que practiqué mi acento. Puedo hablar
muy bien, pero traducir aún mejor. A veces leo libros en español. Apenas
necesito el diccionario -contesté.
-Eso es perfecto. Mira, son mil quinientos dólares a la semana. Es un
buen sueldo para empezar -dijo Robert, mirándome con atención para ver si
aceptaba.
-Vaya, de verdad que está muy bien pagado, es mucho dinero al mes. No
esperaba… Muchísimas gracias.
-Eso sí, habrá mucho trabajo, Nancy, no te quiero engañar. Solo si te ves
con fuerzas para hacerlo. Quizá la carga de trabajo te ayude a superar esta
tragedia. Piénsalo. No sería hasta dentro de dos o tres meses. Todavía debo
realizar algunos ajustes. Te avisaría con tiempo.
-Os estoy tremendamente agradecida a ambos. No sé ni qué decir. Me
gusta mucho leer, escribir, todo lo relacionado con la literatura. Iba genial
con el curso, pero con la noticia, perdí las ganas de todo. Sé que ahora no
podría seguir estudiando. Se lo he dicho a los profesores. No tengo humor.
Pero trabajar es distinto. Creo que lo voy a aceptar, Robert. Estoy casi segura.
-Bueno, es una excelente noticia. Tendrás que mudarte a Chicago. Es una
buena ciudad, si te olvidas del viento y del frío en invierno, claro. Es una
ciudad moderna y con mucha vida cultural, creo que te gustará. Si estás tan
decidida, podría adelantar los plazos. En un mes podrías empezar. ¿Qué
opinas?
-¡Que me voy a Chicago! -fue lo que alcancé a decir. Trex lo corroboró
con un ladrido, viéndome tan animada.
CAPÍTULO 4
Así fue cómo salí de Los Ángeles y me mudé, sin olvidar mi tristeza, esa
fidelísima compañera, a la fría Chicago.
Mike se terminó enterando de la tragedia y volvió a mi vida. No sabía
dónde vivía ahora, pero iba de vez en cuando a la casa de mi padre, y
preguntaba por mí. Esa pesadilla de Mike… ¡cuándo se terminaría! Por eso,
hablándolo con Susan y Robert, decidí cambiar de nombre. En Chicago
dejaría de ser Nancy Thompson para pasar a ser Katherine Winslow. Kate
para mis compañeros de trabajo.
Para una persona como yo, nacida en el sur de California, acostumbrada a
tener más de trescientos días de sol al año, vivir en Chicago constituyó un
brusco cambio al principio. Pero me gustó el frío; me adapté bastante bien.
Llegué en enero, con mucha nieve y heladas de hasta quince grados bajo
cero. Trex estaba muy contento. Su cuerpo, de abrigado pelo largo, estaba
muy bien adaptado al frío. Se le veía aún más activo que en Los Ángeles. Se
cansaba mucho menos con aquellas temperaturas. Podía estar horas corriendo
y saltando en la nieve.
Robert, que no olvidaba que su hijo estaba vivo gracias a Trex, me había
buscado un piso fabuloso en el centro de la ciudad. Era un ático de lujo de 60
metros cuadrados, en lo alto de un rascacielos. En aquel bloque se aceptaban
animales y casi todos tenían su mascota. No sabía que en Chicago hay más
rascacielos que en Nueva York, pero así es.
Después de Hong Kong, es la ciudad con más rascacielos del mundo. Me
dijo que del alquiler, durante el primer año, no me preocupase. La empresa se
ocupaba. Lo tenía todo, un excelente trabajo, con un muy buen ambiente de
trabajo, buenos compañeros, una gran jefa, la editora, Alice Johnson… El
trabajo me ayudó mucho a intentar superar la pérdida de Aaron.
Pero el hecho de que no pudieran encontrar su cadáver me otorgaba
esperanzas; eran ínfimas, cierto, pero eran reales. Durante los dos primeros
años pensé que un día aparecería en mi vida. A medida que transcurrían los
meses, entendí que, si seguía vivo, se habría puesto en contacto conmigo de
alguna manera. No, el pobre Aaron había muerto, pero yo no quería
aceptarlo. La editorial tenía muchísimo trabajo.
Yo no paraba y trabajaba incluso algunos sábados por la mañana. Cada
vez traducía más, por lo que Robert terminó contratando a otra chica para mi
puesto. A mí me ascendió a segunda editora, más los pluses de cada
traducción, que me los pagaba generosamente. Tenía dinero más que de
sobra; enviaba una buena parte a casa. Mi padre terminó por perder la
empresa, cosa que se veía venir. Acabó arruinado.
Le embargaron la casa, pero yo le enviaba el dinero suficiente para que
pudiese vivir con dignidad en una casa, en la playa, cerca de San Diego.
Cuando lo perdió todo, me prometió cambiar. Bebía menos, sí, pero sé que
seguía haciéndolo.
La adicción al alcohol es la más terrible. Casi nadie sale de ese pozo de
amargura. Como decía Aaron, hasta lo malo trae algo bueno. Lo bueno de
que perdiera la casa fue que Mike ya no tenía más referencias para
encontrarme. No podía enterarse de dónde estaba ni de cómo me llamaba.
Fuera de la oficina, no hice ningún amigo. No quería salir, no me
interesaba. Los fines de semana me dedicaba a estudiar unos cursos de
traducción intensivos. Los cursos se celebraban en una universidad de
Chicago. Me gustaban mucho los profesores. Así que, entre el trabajo y los
estudios, no tenía un solo minuto libre para relaciones sociales.
Trex me esperaba siempre ansioso para salir a pasear. El piso no era para
él. Al principio lo dejaba en casa, pero a los pocos meses encontré una chica
que vivía de pasear los perros de la gente ocupada. Le pagaba muy bien para
que se ocupara solo de Trex, y así lo hacía tres veces a la semana. Lo llevaba
por los parques y le hacía correr de lo lindo. Ella le terminó cogiendo mucho
cariño al perro.
En Chicago cumplí veinte años, después veinticuatro, veintiséis… Mi
vida estaba allí, en esa preciosa ciudad del norte. Conocía todos los cines y
teatros, los museos y los mejores restaurantes, a los que iba de vez en cuando,
siempre sola.
No quise que ningún hombre entrase en mi nueva vida. De vez en cuando
aparecía algún interesado, pero pronto perdía toda esperanza ante mi frialdad.
Empecé a ser llamada, me enteré por Alice, “la monja”. No me importaba.
Ni era monja ni pretendía llegar a serlo jamás. Pero no podía olvidar a Aaron.
Mi razón me quería convencer de que había que pasar página, pues estaba
muerto, pero mi corazón se negaba a olvidar su promesa de matrimonio.
Tenía el anillo. No me lo quitaba del anular. Prefería estar sola toda la vida a
traicionar a Aaron.
Finalmente, ocurrió. Mi pesadilla volvió a empezar. Mike me localizó
ocho años después de mi mudanza. A los seis años, por casualidad, encontró
a mi padre, que había ido a Los Ángeles a una fiesta con unos amigos. Intentó
convencerlo para que le hablara sobre mi paradero, pero mi padre, al menos
al principio, se mantuvo firme y le dijo que se mantuviera alejado de mí.
Pero poco a poco Mike supo cómo ganarse a mi padre. Le invitaba a
comer, a grandes restaurantes, con el mejor vino, con champán… Hasta que,
al final, mi padre cedió y, en una estrepitosa juerga que se corrieron juntos, le
confesó que vivía en Chicago. Lo bueno era que mi padre no sabía la
dirección exacta. Tampoco sabía nada del cambio de nombre. Pero Mike, con
ese dato, logró, en dos años, dar conmigo.
Un escandaloso Ferrari amarillo, descapotado en pleno abril, un mes poco
primaveral en Chicago, estaba aparcado cerca de mi portal. Era Mike,
demacrado, gordo, con papada, y varios dientes postizos, junto a otros medio
podridos. La droga había acabado con su dentadura. Daba asco verlo, aunque
iba vestido con ropa muy cara, de las mejores marcas. Entré en casa deprisa.
Él sabía que lo había reconocido.
¿Qué podía hacer? ¿Llamar a la policía? Solo estaba ahí, aparcado. No se
había dirigido a mí en ningún momento. Podía explicar a la policía de
Chicago el incidente del intento de violación aquella tarde. Pero yo tenía
ahora otro nombre. Era todo demasiado complicado. Llamé a Robert y le
conté la noticia.
Me dijo que no me moviera de allí. Era un buen hombre, pero tenía su
vida y yo la mía. Apenas nos veíamos. Nuestra relación era solo laboral.
Además, noté que me rehuía a veces, quizá le gustara físicamente, y quería
mantenerse alejado de esa tentación. Cuando llegó Robert, el coche de Mike
ya no estaba. Se quedó conmigo un par de horas. Hablamos de los proyectos
de la empresa y se fue.
Mike no volvió a aparecer hasta cuatro meses después. Llamó a mi
puerta. Me pidió que lo abriera. Estaba borracho como una cuba. No lo
soportaba más. Llamé a la policía. Se lo llevaron de allí. Contraté a un
abogado que me recomendó solicitar una orden de alejamiento contra él.
Su padre había perdido influencia en los medios y ya no tenía tanto poder
como antes. La cosa fue bien durante dos años. Entonces apareció. Supe que
había sido él. Una noche volví a casa tarde del trabajo. Trex estaba muerto,
en el suelo, entre espuma blanca que salía de su boca y vómitos verde oscuro.
¡¡Lo habían envenenado!! Y yo sabía, con certeza, quién era el responsable
de esa cruel muerte.
Como no podía tenerme, decidió matar a Trex, mi compañero, mi fiel
amigo durante aquellos diez años. Ya era viejito, no corría como antes, pero
era aún más bueno que cuando lo conocí. A sus doce años, todavía se bañaba
en el río en cuanto veía algún agujero en el hielo. Tenía una salud de hierro.
Su muerte, esa sí, segura, acreditada por mis pupilas, me dolió casi tanto
como la noticia de la desaparición de Aaron.
Esa vez quise vengarme. La muerte de Trex no quedaría así. Hablé con
Robert, le conté lo sucedido. Para Robert, como para Susan, Trex era el ángel
de la guarda de su hijo. La noticia le dolió como si hubiera sido su perro. Me
dijo que me daba una semana libre. No le dije en qué la iba a emplear.
Viajé a Los Ángeles. En la casa de Mike, a una criada, le pregunté por él.
Me dijo que Mike no vivía allí desde hacía algunos años. Iba de vez en
cuando a comer con sus padres, pero no estaba autorizada a darme más datos.
Le tendí un sobre con trescientos dólares. Lo miró, los contó, dudó y, tras
unos segundos de tensa espera, me escribió su dirección. Vivía en San Diego.
Claro, por eso había encontrado aquel día a mi padre. Bueno, pues a San
Diego, me dije. Se me vino encima el odio contenido de todos estos años
contra el cerdo de Mike. Iba con idea de matarlo, de quitarle, literalmente, la
vida, pero no sabía cómo hacerlo. No tenía armas, ni siquiera un triste spray
para cegarlo. Compré un cuchillo de cocina en una tienda y fui en taxi hasta
la dirección que me dio la chica.
Era una mansión de lujo, seguramente pagada por el padre. Pero estaba
muy mal cuidada, el jardín abandonado, lleno de malas hierbas. Él sí que
había sido una mala hierba para mí. Llamé y nadie me abrió. Me daba igual,
podía esperar todo el día. Estuve llamando durante varias horas, pero no
parecía haber vida en aquella casa.
Por la noche, me fui a buscar un hotel. A primera hora de la mañana volví
a la casa. Esta vez me abrió un hombre, un sudamericano. Le hablé en
español. Me dijo que se ocupaba de la piscina y que el señor de la casa había
salido de viaje. Estaría fuera al menos tres semanas.
Me fui de allí frustrada, sin poder llevar a cabo mi venganza, totalmente
hundida. Sin Aaron, sin Trex, sin nadie a quien acudir. A mi padre preferí no
visitarlo. Ese traidor me había delatado. No quería ni verlo. Que se buscase la
vida. No pensaba volver a darle un céntimo. Volví a Chicago ese mismo día,
en un vuelo de la tarde, desde San Diego.
Me incorporé al trabajo sin apurar la semana que me había dado Robert.
Estaba mucho mejor en la oficina, con mis libros, con las traducciones. Todo
me recordaba a Trex en Chicago. Susan vino a verme, informada por Robert.
Estuvimos juntas un fin de semana, haciendo algunas compras y paseando
por los lugares emblemáticos de la ciudad.
Se lo agradecí mucho, me consoló verla. Quiso ir a comprar un perro
parecido a Trex, pero se lo impedí. Era demasiado pronto. Además, Trex era
lo que me quedó de Aaron, por eso era tan especial. No quería otro perro.
Susan volvió a Los Ángeles y yo me quedé en esa ciudad, Chicago, dispuesta
a seguir con mi vida como fuera, pero sin olvidar al asesino de Mike. Pensaba
volver a San Diego a buscarlo. Había muchas cuentas que ajustar.
****
****
Mi boda no fue una boda al uso. Nadie nos casó. Aaron me llevó hasta la
cima de una montaña, desde la que se contemplaba una gran parte del Tian
Shan. Allí, con unas vistas increíbles de montañas, valles, ríos y lagos
límpidos y puros, nos prometimos amor eterno el uno al otro, sin más testigos
que dos águilas amaestradas que Aaron hizo sobrevolarnos, para cerrar así el
círculo de nuestro amor, que regresaba para quedarse.
Sobre esa cumbre gélida y ventosa nos besamos largamente, hasta que el
azul de mis labios y uñas indicó a Aaron que era hora de terminar esa mágica
ceremonia. Yo, por si acaso, le había comprado un anillo, que le puse en el
dedo mientras nos besábamos.
-Dime, Aaron, ¿viviremos siempre aquí?
-Viviremos donde nos apetezca, cada vez en un sitio, si así lo deseas. O
siempre aquí, si crees que puede ser nuestro hogar. No lo sé, y no me
importa. Viviré siempre contigo, eso es lo que sé. Se acabaron mis negocios y
mis viajes.
>>Eso ha quedado atrás. Tengo poder e influencia para ser mucho más
rico aún, pero ¿qué sentido tendría? He ganado mucho más que suficiente.
Ahora toca disfrutarlo y vivir, solo vivir. Amarnos, conocernos bien,
entendernos, respetarnos…
-Sí, Aaron, aquí o en Australia, ¿qué importa? De todas formas, creo que
me gustaría quedarme una temporada en este paraíso tan salvaje y llamativo.
Es espléndido. Qué aire, qué bien me siento entre estas montañas.
-Dime, ¿no echarás de menos tu trabajo? Tus traducciones, tus asuntos
como editora de libros infantiles, todo eso -inquirió él, un poco preocupado.
-Me he despedido para siempre, Aaron. Porque ya no pienso perderte
más. No voy a permitir que ningún asunto mundano pueda separarme de ti ni
un solo segundo.
“Bonus Track”
— Preview de “La Mujer Trofeo” —
Capítulo 1
Cuando era adolescente no me imaginé que mi vida sería así, eso por
descontado.
Mi madre, que es una crack, me metió en la cabeza desde niña que tenía
que ser independiente y hacer lo que yo quisiera. “Estudia lo que quieras,
aprende a valerte por ti misma y nunca mires atrás, Belén”, me decía.
Mis abuelos, a los que no llegué a conocer hasta que eran muy viejitos,
fueron siempre muy estrictos con ella. En estos casos, lo más normal es que
la chavala salga por donde menos te lo esperas, así que siguiendo esa lógica
mi madre apareció a los dieciocho con un bombo de padre desconocido y la
echaron de casa.
Del bombo, por si no te lo imaginabas, salí yo. Y así, durante la mayor
parte de mi vida seguí el consejo de mi madre para vivir igual que ella había
vivido: libre, independiente… y pobre como una rata.
Aceleramos la película, nos saltamos unas cuantas escenas y aparezco en
una tumbona blanca junto a una piscina más grande que la casa en la que me
crie. Llevo puestas gafas de sol de Dolce & Gabana, un bikini exclusivo de
Carolina Herrera y, a pesar de que no han sonado todavía las doce del
mediodía, me estoy tomando el medio gin-tonic que me ha preparado el
servicio.
Pese al ligero regusto amargo que me deja en la boca, cada sorbo me sabe
a triunfo. Un triunfo que no he alcanzado gracias a mi trabajo (a ver cómo se
hace una rica siendo psicóloga cuando el empleo mejor pagado que he tenido
ha sido en el Mercadona), pero que no por ello es menos meritorio.
Sí, he pegado un braguetazo.
Sí, soy una esposa trofeo.
Y no, no me arrepiento de ello. Ni lo más mínimo.
Mi madre no está demasiado orgullosa de mí. Supongo que habría
preferido que siguiera escaldándome las manos de lavaplatos en un
restaurante, o las rodillas como fregona en una empresa de limpieza que hacía
malabarismos con mi contrato para pagarme lo menos posible y tener la
capacidad de echarme sin que pudiese decir esta boca es mía.
Si habéis escuchado lo primero que he dicho, sabréis por qué. Mi madre
cree que una mujer no debería buscar un esposo (o esposa, que es muy
moderna) que la mantenga. A pesar de todo, mi infancia y adolescencia
fueron estupendas, y ella se dejó los cuernos para que yo fuese a la
universidad. “¿Por qué has tenido que optar por el camino fácil, Belén?”,
me dijo desolada cuando le expliqué el arreglo.
Pues porque estaba hasta el moño, por eso. Hasta el moño de esforzarme
y que no diera frutos, de pelearme con el mundo para encontrar el pequeño
espacio en el que se me permitiera ser feliz. Hasta el moño de seguir
convenciones sociales, buscar el amor, creer en el mérito del trabajo, ser una
mujer diez y actuar siempre como si la siguiente generación de chicas jóvenes
fuese a tenerme a mí como ejemplo.
Porque la vida está para vivirla, y si encuentras un atajo… Bueno, pues
habrá que ver a dónde conduce, ¿no? Con todo, mi madre debería estar
orgullosa de una cosa. Aunque el arreglo haya sido más bien decimonónico,
he llegado hasta aquí de la manera más racional, práctica y moderna posible.
Estoy bebiendo un trago del gin-tonic cuando veo aparecer a Vanessa
Schumacher al otro lado de la piscina. Los hielos tintinean cuando los dejo a
la sombra de la tumbona. Viene con un vestido de noche largo y con los
zapatos de tacón en la mano. Al menos se ha dado una ducha y el pelo largo y
rubio le gotea sobre los hombros. Parece como si no se esperase encontrarme
aquí.
Tímida, levanta la mirada y sonríe. Hace un gesto de saludo con la mano
libre y yo la imito. No hemos hablado mucho, pero me cae bien, así que le
indico que se acerque. Si se acaba de despertar, seguro que tiene hambre.
Vanessa cruza el espacio que nos separa franqueando la piscina. Deja los
zapatos en el suelo antes de sentarse en la tumbona que le señalo. Está algo
inquieta, pero siempre he sido cordial con ella, así que no tarda en obedecer y
relajarse.
—¿Quieres desayunar algo? –pregunto mientras se sienta en la tumbona
con un crujido.
—Vale –dice con un leve acento alemán. Tiene unos ojos grises muy
bonitos que hacen que su rostro resplandezca. Es joven; debe de rondar los
veintipocos y le ha sabido sacar todo el jugo a su tipazo germánico. La he
visto posando en portadas de revistas de moda y corazón desde antes de que
yo misma apareciera. De cerca, sorprende su aparente candidez. Cualquiera
diría que es una mujer casada y curtida en este mundo de apariencias.
Le pido a una de las mujeres del servicio que le traiga el desayuno a
Vanessa. Aparece con una bandeja de platos variados mientras Vanessa y yo
hablamos del tiempo, de la playa y de la fiesta en la que estuvo anoche.
Cuando le da el primer mordisco a una tostada con mantequilla light y
mermelada de naranja amarga, aparece mi marido por la misma puerta de la
que ha salido ella.
¿Veis? Os había dicho que, pese a lo anticuado del planteamiento, lo
habíamos llevado a cabo con estilo y practicidad.
Javier ronda los treinta y cinco y lleva un año retirado, pero conserva la
buena forma de un futbolista. Alto y fibroso, con la piel bronceada por las
horas de entrenamiento al aire libre, tiene unos pectorales bien formados y
una tableta de chocolate con sus ocho onzas y todo.
Aunque tiene el pecho y el abdomen cubiertos por una ligera mata de
vello, parece suave al tacto y no se extiende, como en otros hombres, por los
hombros y la espalda. En este caso, mi maridito se ha encargado de
decorárselos con tatuajes tribales y nombres de gente que le importa.
Ninguno es el mío. Y digo que su vello debe de ser suave porque nunca se lo
he tocado. A decir verdad, nuestro contacto se ha limitado a ponernos las
alianzas, a darnos algún que otro casto beso y a tomarnos de la mano frente a
las cámaras.
El resto se lo dejo a Vanessa y a las decenas de chicas que se debe de tirar
aquí y allá. Nuestro acuerdo no precisaba ningún contacto más íntimo que
ese, después de todo.
Así descrito suena de lo más atractivo, ¿verdad? Un macho alfa en todo
su esplendor, de los que te ponen mirando a Cuenca antes de que se te pase
por la cabeza que no te ha dado ni los buenos días. Eso es porque todavía no
os he dicho cómo habla.
Pero esperad, que se nos acerca. Trae una sonrisa de suficiencia en los
labios bajo la barba de varios días. Ni se ha puesto pantalones, el tío, pero
supongo que ni Vanessa, ni el servicio, ni yo nos vamos a escandalizar por
verle en calzoncillos.
Se aproxima a Vanessa, gruñe un saludo, le roba una tostada y le pega un
mordisco. Y después de mirarnos a las dos, que hasta hace un segundo
estábamos charlando tan ricamente, dice con la boca llena:
—Qué bien que seáis amigas, qué bien. El próximo día te llamo y nos
hacemos un trío, ¿eh, Belén?
Le falta una sobada de paquete para ganar el premio a machote bocazas
del año, pero parece que está demasiado ocupado echando mano del
desayuno de Vanessa como para regalarnos un gesto tan español.
Vanessa sonríe con nerviosismo, como si no supiera qué decir. Yo le doy
un trago al gin-tonic para ahorrarme una lindeza. No es que el comentario me
escandalice (después de todo, he tenido mi ración de desenfreno sexual y los
tríos no me disgustan precisamente), pero siempre me ha parecido curioso
que haya hombres que crean que esa es la mejor manera de proponer uno.
Como conozco a Javier, sé que está bastante seguro de que el universo
gira en torno a su pene y que tanto Vanessa como yo tenemos que usar toda
nuestra voluntad para evitar arrojarnos sobre su cuerpo semidesnudo y adorar
su miembro como el motivo y fin de nuestra existencia.
A veces no puedo evitar dejarle caer que no es así, pero no quiero
ridiculizarle delante de su amante. Ya lo hace él solito.
—Qué cosas dices, Javier –responde ella, y le da un manotazo cuando
trata de cogerle el vaso de zumo—. ¡Vale ya, que es mi desayuno!
—¿Por qué no pides tú algo de comer? –pregunto mirándole por encima
de las gafas de sol.
—Porque en la cocina no hay de lo que yo quiero –dice Javier.
Me guiña el ojo y se quita los calzoncillos sin ningún pudor. No tiene
marca de bronceado; en el sótano tenemos una cama de rayos UVA a la que
suele darle uso semanal. Nos deleita con una muestra rápida de su culo
esculpido en piedra antes de saltar de cabeza a la piscina. Unas gotas me
salpican en el tobillo y me obligan a encoger los pies.
Suspiro y me vuelvo hacia Vanessa. Ella aún le mira con cierta lujuria,
pero niega con la cabeza con una sonrisa secreta. A veces me pregunto por
qué, de entre todos los tíos a los que podría tirarse, ha elegido al idiota de
Javier.
—Debería irme ya –dice dejando a un lado la bandeja—. Gracias por el
desayuno, Belén.
—No hay de qué, mujer. Ya que eres una invitada y este zopenco no se
porta como un verdadero anfitrión, algo tengo que hacer yo.
Vanessa se levanta y recoge sus zapatos.
—No seas mala. Tienes suerte de tenerle, ¿sabes?
Bufo una carcajada.
—Sí, no lo dudo.
—Lo digo en serio. Al menos le gustas. A veces me gustaría que Michel
se sintiera atraído por mí.
No hay verdadera tristeza en su voz, sino quizá cierta curiosidad. Michel
St. Dennis, jugador del Deportivo Chamartín y antiguo compañero de Javier,
es su marido. Al igual que Javier y yo, Vanessa y Michel tienen un arreglo
matrimonial muy moderno.
Vanessa, que es modelo profesional, cuenta con el apoyo económico y
publicitario que necesita para continuar con su carrera. Michel, que está
dentro del armario, necesitaba una fachada heterosexual que le permita seguir
jugando en un equipo de Primera sin que los rumores le fastidien los
contratos publicitarios ni los directivos del club se le echen encima.
Como dicen los ingleses: una situación win-win.
—Michel es un cielo –le respondo. Alguna vez hemos quedado los cuatro
a cenar en algún restaurante para que nos saquen fotos juntos, y me cae bien
—. Javier sólo me pretende porque sabe que no me interesa. Es así de
narcisista. No se puede creer que no haya caído rendida a sus encantos.
Vanessa sonríe y se encoge de hombros.
—No es tan malo como crees. Además, es sincero.
—Mira, en eso te doy la razón. Es raro encontrar hombres así. –Doy un
sorbo a mi cubata—. ¿Quieres que le diga a Pedro que te lleve a casa?
—No, gracias. Prefiero pedirme un taxi.
—Vale, pues hasta la próxima.
—Adiós, guapa.
Vanessa se va y me deja sola con mis gafas, mi bikini y mi gin-tonic. Y
mi maridito, que está haciendo largos en la piscina en modo Michael Phelps
mientras bufa y ruge como un dragón. No tengo muy claro de si se está
pavoneando o sólo ejercitando, pero corta el agua con sus brazadas de
nadador como si quisiera desbordarla.
A veces me pregunto si sería tan entusiasta en la cama, y me imagino
debajo de él en medio de una follada vikinga. ¿Vanessa grita tan alto por
darle emoción, o porque Javier es así de bueno?
Y en todo caso, ¿qué más me da? Esto es un arreglo moderno y práctico,
y yo tengo una varita Hitachi que vale por cien machos ibéricos de medio
pelo.
Una mujer con la cabeza bien amueblada no necesita mucho más que eso.
Javier
Disfruto de la atención de Belén durante unos largos. Después se levanta
como si nada, recoge el gin-tonic y la revista insulsa que debe de haber
estado leyendo y se larga.
Se larga.
Me detengo en mitad de la piscina y me paso la mano por la cara para
enjuagarme el agua. Apenas puedo creer lo que veo. Estoy a cien, con el
pulso como un tambor y los músculos hinchados por el ejercicio, y ella se va.
¡Se va!
A veces me pregunto si no me he casado con una lesbiana. O con una
frígida. Pues anda que sería buena puntería. Yo, que he ganado todos los
títulos que se puedan ganar en un club europeo (la Liga, la Copa, la Súper
Copa, la Champions… Ya me entiendes) y que marqué el gol que nos dio la
victoria en aquella final en Milán (bueno, en realidad fue de penalti y
Jáuregui ya había marcado uno antes, pero ese fue el que nos aseguró que
ganábamos).
La Mujer Trofeo
Romance Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario
— Comedia Erótica y Humor —
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NOTA DE LA AUTORA
La Mujer Trofeo
Romance Amor Libre y Sexo con el Futbolista Millonario
— Comedia Erótica y Humor —
La Celda de Cristal
Secuestrada y Salvada por el Mafioso Millonario Ruso
— Romance Oscuro y Erótica —
Reclamada
Tomada y Vinculada al Alfa
— Distopía, Romance Oscuro y Erótica —