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La dolorosa ilusión de las redes

sociales
No hay que ser un genio para darse cuenta del
impacto trascendental que la irrupción de las
redes sociales tiene en el mundo
contemporáneo. En poco más de una década de
existencia, estos espacios virtuales han pasado
de ser una excentricidad juvenil y una
herramienta útil para contactar a viejos amigos, a
ser el lugar por excelencia donde ocurren
transacciones de todo tipo: desde compras y
ventas de productos, y publicaciones de anuncios
de bienes y servicios, hasta el enamoramiento y
la difusión de contenidos personales. Todo está
centralizado en sus páginas digitales, al punto tal
de que es raro ya pedirle a alguien el número de
teléfono, pues en realidad queremos su
autorización para sumarnos a su vasta red de
contactos.
En principio, no habría nada de qué preocuparse.
Las redes sociales no son el primer invento que
revoluciona la manera de interrelacionarnos o
que acelera el reloj de la obsolescencia de
muchas otras tecnologías y prácticas. De hecho,
las redes sociales han tenido un brillante impacto
en la organización de los grupos sociales y
comunitarios, ya que permiten el surgimiento de
nuevas formas de intercambio de ideas, nuevos
modos de democratización del saber y nuevas
formas de protesta y presión, cuyos impactos en
la sociedad están apenas comenzando a
apreciarse recientemente.
Este artículo no se trata, pues, de un llamado a
temerles a las redes sociales. Pero sí, lo cual es
distinto, puede entenderse como una advertencia
respecto a lo que hacemos con ellas y el modo
en que las pensamos, dado que debajo de las
redes sociales suele hallarse un engaño
gigantesco, herencia de los tiempos del reality
show y otras producciones mediáticas que
aspiraban a entretenernos no con relatos
fantásticos y perspectivas escapistas, sino
mostrándonos —supuestamente— la realidad.

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