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Rosa

Muchas veces le dijeron: que por qué el fútbol, que mira tus piernas, que no es de niña, que no hay
dinero, que quizás tampoco eres tan buena. Esto último, lejos, lo más ofensivo para ella; porque si
de algo sentía confianza, amor y orgullo, era de su habilidad con la pelota. Sí, en algunas
ocasiones se lo habían dicho, sin embargo, hasta ahí nunca se lo había cuestionado seriamente. Y
aún con la resignación de la inminente decisión sueña con cruzar el charco junto al balón y
conquistar Europa, aunque parezca tarde; también una cita con Pirlo, ¿por qué no?; o una nube
voladora, por volar, sentir el aire y llegar a la hora, alguna vez, a cualquier parte. Es que así es
Rosa, una soñadora sin polvo de maquillaje. Y a sus veintiún años ha vivido cada uno de esos
días transpirando aquella ilusión que tan singularmente a ella perfuma.
¿De verdad dejará el fútbol? ¡Con todo lo que le ha costado! De los regaños familiares a una
cruel pero al menos libre indiferencia. De esa pelota pinchada que cayó en casa, tirando la
muñeca al suelo, haciendo eco de su cuerpo y símbolo de su destino. De todos esos recreos en que
sus compañeras iban ceremonialmente al baño y ella, en cambio, jugaba a la pelota junto al resto
de moquillentos que apenas le daban pases —¡y tan buena que era!—; aun así nunca dejó de ir a
jugar, hasta que los pases los terminó dando ella. Voluntariosa como pocas en la fiel pertenencia
de la redonda. Ama el fútbol, desde todos los ángulos: verlo, hablarlo, coleccionarlo, jugarlo,
incansablemente respirarlo.
La banca, ¡esa maldita banca! Ya tres años mirando desde afuera, con la zurda en pausa,
entrando de a ratitos, en un papel secundario. Tal vez porque no es la más puntual, pero cómo
podría, si apenas llega a tiempo desde el trabajo. A lo mejor porque no es del gusto del
entrenador; no obstante, él se lo niega y le pide paciencia. ¡Pero ya son tres años! ¿Será eso de
que realmente no es tan buena? Rosa, por primera vez, siente cierta la duda, y la está matando. ¿Y
probar en otro equipo? No, ya no más: está cansada, apresada en un pozo. Esa tarde lo
comunicaría.
Alta, de ojos pardos envolventes, cabello castaño, piel té con leche. Su figura atractiva no pasa
desapercibida en el café donde trabaja. Además, la fama de futbolista desemboca en pláticas
cotidianas con los clientes habituales, sobre todo los hombres, quienes definitivamente la adoran.
En un principio con recelo curioso, presuntuosamente condescendientes, mas la joven jugadora en
breves segundos apasionados y elocuentes conquista la admiración del más escéptico. «¿Viste el
partido del Colo, Rosita?», y ella, sin medias tintas, de haberlo visto —lo que es absolutamente
probable— distribuye sin titubeos el análisis; «¡Qué golazo de Alexis!», pueden decirle, e
inmediatamente, bandeja en mano, simula el movimiento del gol; «¿Y cómo van en el
campeonato?», suelen preguntarle, y agradecida por el interés, cuenta al detalle la tabla, el fixture
y los sentimientos del equipo. Pero cuando las preguntas surcan el sustrato personal, al día de hoy,
la incomodidad y el rubor aplastan su confianza. El no poder relatar algo mejor que un
entrenamiento definitivamente ya comienza a torturarla. Se trata de una vergüenza creciente e
indomable. No, ya no quiere otro lunes de «¿entraste a jugar el fin de semana, Rosita?», y ella,
encogiéndose de hombros, contestando.
La jornada laboral fue más silenciosa que de costumbre. Deja las comandas, cambia monedas
por billetes y toma el bolso; su viejo y querido bolso. Ahí están sus zapatos gastados, el colet
morado de siempre y esa camiseta estancada. Se despide ausente y camina tragada por recuerdos
que avivan la nostalgia. Y también llena de esas ilusiones que definitivamente ahora se van a
cerrar. Mientras se dirige al club, se aleja de ese estadio lleno que jamás coreó su nombre. Ya lo
sabe, dirá adiós, sin preámbulo. Ni llorará. Se marchará, apagará su celular y se perderá por la
noche; quizás hacia algún bar o un cine vacío.
—¡Rosa! ¡Rosa! —le grita al verla la Flaca Escobar. —La Flaca corre hacia ella y con los ojos
bien abiertos le dice en tono acelerado—. La Maca González se lesionó jugando por su
universidad.
Inmediatamente comprende el significado de esas palabras: la Maca González, «La Diabla»,
como la apodan, una de las mejores gambeteras del fútbol femenino chileno, favorita del técnico,
capitana del equipo, quien da entrevistas en radio y televisión, esa canalla que luce varios pares
de esos zapatos fluorescentes que Rosa tanto tanto quiere… La Diabla, el gran obstáculo en la
carrera de Rosa, al fin quedaba fuera. Primera lesión en estos tres años. La emoción corría
incontrolable por su cuerpo, pero simulando indiferencia, preguntó:
—¿Y es grave?
La respuesta fue crema con chocolate.
—Mínimo tres meses fuera. —Y la Flaca agregó—: Hueona, esta es tu oportunidad.
¡Sí, sí, sí! ¡Claro que es! Quiere correr, quiere saltar, quiere bailar, mientras en sus
pensamientos el único verso que trabaja repite «conchesumadre, conchesumadre,
conchesumadre». El corazón está a punto de explotarle. Aunque ella lo oculta seriamente, ni
sonríe ni muestra expectativas. Se le ve calmada. «Dale, tranquila; una dama», piensa y avanza. Ya
no hay vuelta atrás: el fútbol, su amado fútbol, le entrega vida, verdadera vida, su vida… y la
posibilidad de una revancha.
Rosa tiene toque y elegancia, pero carece de marca. Esa falta de compromiso colectivo siempre
ha sido su punto débil. Así lo cree su técnico, quien se lo ha repetido en muchas ocasiones. Pero
ella siente el juego a su ritmo; sabe que no necesita tanto esfuerzo físico para cambiar el momento
de un partido. Zurda y precisa, Rosa es capaz de dejar a cualquiera sola frente al arco. Y una vez
que agarra vuelo, la lleva atada, encarándolas a todas. Ella ve la cancha, el panorama y los
espacios como parte de un dibujo que nace de su pierna. Y aunque sí, es cierto, el brillo
individual reluce en su búsqueda, diez segundos inspirados suyos evolucionan la estética de un
encuentro. Es Rosa, la misma que escribe y anota ideas de juego; la misma que dibuja esquemas
en cualquier servilleta.
Don Pedro, el gran Pedro Ugalde, multicampeón como técnico del fútbol femenino nacional, no
necesita decírselo, simplemente le pasa el peto amarillo; el peto de las titulares. ¡Y en qué
momento! Con la temporada apenas empezando… ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!
Durante la semana se le vio pletórica, exultante, radiante. En el café volaba, bromeaba, reía. Y
en las prácticas no cerró los ojos, abrió los oídos, dejó la lengua seca. El encuentro lo imaginó
cientos de veces, miles de veces. De noche, al acostarse, pensó si avisar a alguien de su familia.
Quería hacerlo, por supuesto que sí, pero al mismo tiempo no quería volver a sentir esa frecuente
y probable apatía cada vez que comentaba algo de su fútbol. No, mejor no lo haría, debía estar
clara, clarita, sin nervios adicionales. ¿Y a Raúl? No, de él ya meses que no sabía nada. Antes de
dormir revisó jugadas de Marta, Marozsán y discursos del profe Bielsa, su héroe personal.
A medida que el domingo se acercaba, la ansiedad era inevitable. Y esa mañana, al subir a la
micro, lloró un poco. Emoción, agobio, presión, alegría. Un poco de todo. Entrené bien, entrené
bien, se repetía para adentro. Su rostro ya no reía, se veía más tieso. Era su debut como titular,
algo normal, pensaba ella. Sin embargo, cada segundo que pasa es peor. La charla previa apenas
la oye, y en el rondo se siente torpe, imprecisa. La pequeña galería que rodea el campo de juego
se comienza a llenar: ¡ya, Rosa, mierda!
Treinta y cinco minutos y su participación ha sido escasa. El trámite le resulta esquivo, los
movimientos de sus compañeras no fluyen con los suyos y desde el banco la severa mirada de
Ugalde quien, moviendo la cabeza, desaprueba el desempeño de la volante. «¡Ayuda, Rosa,
ayuda!», le pide la aceituna Meneses. Rosa corre para atrás, lucha el balón sin lograr recuperarlo.
Está incomoda, definitivamente está incomoda, y de a poco le entra la desesperación. Se siente
apurada, observada, juzgada. No es su primer partido ni mucho menos, pero sabe que el de ahora
tiene un valor subrayado. Hasta que desde afuera llegaría el detonante: ahí está Arturo Molina, el
técnico de Chile. Y a su lado, La Diabla, mirando atenta. ¡Sí, es ahora! Las dudas se disipan, entra
la pica. La aceituna Meneses una vez más le grita que marque, pero esta vez ya no hace caso.
Suficiente. Es momento de rebelarse. Quiere contestarle algo a la Aceituna, un «haz tu pega y no
hueís» o «que me viene a gritar esta conchasumadre a mí», pero se muerde los labios, no por
recato, más bien para concentrarse. Mira el arco contrario, ya sabe qué debe hacer.
El balón viene alto, reventado desde el fondo sin dirección; Rosa, intuitiva, corre por él; lo
deja manso en el suelo con la derecha —se escucha un «¡ooooohhhh!»—; amaga hacia afuera con
la siniestra y comienza a avanzar; pasa una, otra, la tercera y desde veinticinco metros saca el
escopetazo con el empeine: golazo. «¿Y esa quién es?», le pregunta Arturo Molina a La Diabla,
quien demora unos segundos en responder. Sí, es Rosa, la futbolista, la que nunca debe dejar de
jugar.
El partido terminó 2-0, el segundo gol tras otra obra maestra de Rosa, esta vez filtrando un pase
perfecto. A los setenta y cinco minutos fue reemplazada, exhausta y fuertemente aplaudida. Ugalde
le dio una palmada en el hombro, reconociendo el desempeño de la nueva estrella. Su cuerpo
temblaba, mientras murmuraba apasionada: «¡Lo hice! ¡Lo hice!».
En la micro de vuelta jugó con la selección, invitó a comer a Pirlo y lo único que deseaba era
que el lunes en el café alguien le preguntara: «¿Y, Rosita, qué tal estuvo el domingo?». ¡Qué lindo
era vivir! ¡Qué lindo que es el fútbol! ¡Qué linda se te ve contenta, Rosa!

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