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Vagevuur - La llamada del Instinto

1. Sangre en la fortaleza

El aroma a tierra húmeda mezclada con sudor y sangre se hacía sentir, intenso, entre el calor
sofocante de las celdas y el hedor insoportable que iba y venía de las heces aún no desechadas
que se habían acumulado durante la noche.

Sobre los calabozos se alzaba la ciudad dorada de Lehkan, orgullo capital del continente este:
ostentosas casas resguardadas por murallas de piedra y muros recubiertos de leyendas de guerra,
gloria y pasión. Dibujos tallados por cientos de artistas voluntarios narraban cómo el reino había
sido tomado por el enemigo y luego recuperado con gran heroísmo en una rebelión sin
precedentes liderada por el mismísimo Rey Jokoh y las alianzas que sabiamente había conseguido
construir con los demás líderes bélicos del continente.

El sol se asomaba apenas por el horizonte, tiñendo con sus rayos dorados el mar azul profundo y
oscuro que era el cielo aquella noche, y antes de que sonara el primer cuerno para darle la
bienvenida al día, una flecha silbó en el aire y atravesó el cuello del guardia que custodiaba la
entrada a los calabozos; como sombras, un grupo de personas cuyo rostro era cubierto por una
máscara de hueso se escurrió con gran velocidad y la rebelión comenzó, sin que nadie lo notara,
mientras los niños dormían inocentemente sosteniendo el pecho de su madre para tranquilizarse y
amantes se abrazaban en intimidad luego de una noche de pasión y amor.

Esa mañana fue, quizás, una de las más difíciles que el rey Jokoh tuvo durante su reinado.

Se despertó con un cuchillo contra la garganta. Lo sacaron de la cama entre dos tipos que lo
doblaban en tamaño y cuya juventud les daba un vigor que en algún momento de su vida el mismo
había portado con orgullo. Vio a uno de sus mejores amigos desangrándose en la puerta de
entrada, con una herida abierta que iba desde la oreja derecha hasta el pectoral izquierdo, y a
juzgar por la sangre en las armaduras de sus captores, no era el único afecto que lamentaría ese
día.

La zona alta de la capital ardía en llamas mientras estallaba desde lo alto de las murallas una fiesta
dorada: monedas de cobre, oro y plata volaban hacia los barrios más humildes mientras los ex
prisioneros cantaban canciones y repartían lingotes y joyas como caramelos.

Algunos, los más astutos, habían llenado sus bolsillos, una bolsa y habían partido por la puerta de
entrada tan pronto como pudieron, mientras que otros habían permanecido con la esperanza de
ser reconocidos cuando la ciudad cayera.

Pero el rey no había recuperado la capital a base de historias treinta años atrás, y bastó solo un
descuido de parte de sus captores para que el habilidoso guerrero, de un ágil movimiento, cogiera
el brazo que amenazaba su cuello y lo torciera hasta hacerlo crujir, asegurándose el arma que le
permitiría defenderse contra esos y más invasores que habían tomado la torre esa mañana.

La defensa fue sangrienta, y luego de siete intensas horas de gritos, fuego y forcejeos, los pocos
guardias que quedaban con vida arrasaron las calles apresando y aprehendiendo con fiereza a
todo aquel que hubiera cogido la más mínima moneda o participado de la rebelión.
Los interrogatorios duraron entre quince o veinte horas, pero nadie sabía realmente quien había
comenzado con aquella locura: no habían rastro de los guerreros misteriosos que habían liberado
a los cautivos, ni tampoco sabía nadie en que momento habían abandonado la capital, si se habían
llevado algo con ellos o cual había sido el motivo de aquel despliegue caótico. La única certeza,
cruda y violenta, es que las paredes de la morada real estaban cubiertas de sangre, y los
consejeros, amigos y los allegados de mayor confianza de su majestad habían perdido la vida en la
incursión, dejándolo desprotegido, solo y rabioso.

El León de Lehkan, el rey que alguna vez había sido el bastión de la corona, volvía a vestir luego de
treinta años de calma paz su dorada armadura, y se corrieron rumores de que la sala de
entrenamiento personal del rey había sido vista en remodelación.

Los días y semanas pasaron y la ciudad volvió a la normalidad, con un menor número de guardias y
mayor cantidad de crímenes en los barrios más carenciados, pero carretas repletas de hierro
llegaban sin descanso desde los continentes vecinos, en apoyo al intento de regicidio.

Tan solo dos meses después del ataque, con un nuevo consejo real asentado y tras una cantidad
sin precedentes de ejecuciones públicas, una convocatoria comenzó a circular en tablones y cruces
por todo el continente este:

El reino del Este auspiciaría una nueva edición del Amanecer Dorado, un torneo legendario que se
había celebrado por última vez hace más de doscientos años, y cuya finalidad era designar una
nueva camada de guardias reales: ellos y su descendencia se convertirían en las nuevas defensas
del reino, se les permitiría crear un clan guerrero propio y recibirían no solo una gran
compensación económica y renombre, si no la responsabilidad de ser representantes de la justicia
de Lehkan.

Y así, la lista de inscriptos comenzó a crecer, y a medida que la fecha se acercaba, viajeros de todo
el mundo llenaban las tabernas y las habitaciones, expectantes de poder presenciar el
espectáculo.

La ciudad, recientemente destruida, florecía ahora y los comerciantes vendían su mercancía como
nunca lo habían hecho.

No había carreta de manzanas que tuviera que tirar mercadería en mal estado ni cazador cuyos
conejos quedaran sin asar. En los barrios bajos las cortesanas se bañaban en monedas de plata y
los burdeles apilaban sacos de monedas.

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