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María Zambrano: añoranza de la ciudad

MARÍA LUISA MAILLARD GARCÍA*

Algunas de las más bellas páginas de María Zambrano han esta-


do dedicadas a las ciudades: Segovia, la ciudad de sus recuerdos in-
fantiles y juveniles, que se alza al nivel justo de la luz y cuyos luga-
res la filósofa recorre de la mano de los símbolos del fuego y del
agua; Roma, la ciudad laberíntica y secreta; Florencia, cofre que
guarda la historia y cuna de Dante, Leonardo, Miguel Ángel y Gali-
leo; La Habana, donde la filósofa encontró su patria prenatal, la
inocencia primera, el fundamento poético de la vida y que revela el
alma del hombre que habita ese lugar privilegiado… Sería largo de
enumerar todos los escritos que Zambrano dedicó a las ciudades que
conoció y amó en su largo peregrinaje de exiliada.
Nada es ocioso en el pensar de Zambrano. Como ella misma ha
dejado escrito, todo su pensamiento se mueve en torno a un centro
que llama, aunque rara vez se manifiesta. En sus propias palabras, su
obra sería como “un árbol cuyo germen o raíz no se pierde aunque se
ramifique” (Zambrano, M-212). Ese centro o raíz no es otro que el
logro de un ser humano completo que no haya renunciado a nada; ni
a su razón ni a sus entrañas, aunque sea ese un camino no exento de
esfuerzo y de atención a todo aquello que hay aunque no se le haya
concedido el ser, camino que desde siempre ha seguido la poesía
(Zambrano, 1939).61 Como enuncia en uno de sus últimos libros,
Claros del bosque, en los que ya lleva al lenguaje de forma plena su
razón poética, hay que encontrar el estado exacto de vigilia que re-
quiere cada una de esas dos formas de conocimiento: “Hay que dor-
mirse arriba, en la luz. Hay que estar despierto abajo, en la oscuri-
dad”.

*Presidenta de la Asociación Matritense de Mujeres Universitarias, España.


61“La realidad poética no es sólo la que hay, la que es: sino la que no es; abarca el
ser y el no ser en admirable justicia caritativa; pues todo, todo tiene derecho a ser
hasta lo que ha podido ser jamás” (Zambrano, 1939).

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Ya veremos cómo sus reflexiones sobre la ciudad acaban enca-
jando con naturalidad y consolidando sus reflexiones sobre la
crisis de la cultura occidental, y de forma especial, sobre el futuro de
la democracia, el régimen, según la filósofa, más adecuado para el
logro de la persona, pero sobre el que la sociedad occidental no ha
reflexionado aún de forma suficiente, al haberla aceptado, después
de haber vivido la noche oscura de los totalitarismos, como algo
acabado cuando aún se encontraba en estado naciente.
Pero vayamos por partes. ¿Qué es para Zambrano la ciudad? Su
pensar inspirado percibe, ya en su época de madurez, la inspiración
que subyace en toda ciudad y, al hacerlo, la afirma como la creación
más lograda de la cultura occidental. La ciudad para Zambrano tiene
un rostro y una figura y por ello es lo que más se aproxima al modo
de ser persona en la vida histórica; pero también la ciudad es la crea-
ción más propia de lo humano por ser capaz de aunar la Naturaleza,
la Historia y un más allá de ella, que la filósofa a veces simboliza en
su relación con la luz, diferente, según la diferente inspiración que
subyace en el sueño inicial que dio lugar a su nacimiento. Así, ha-
blando de las ciudades españolas en su artículo “Un lugar de la pala-
bra: Segovia” (Zambrano, 2011: 787-802), comenta cómo Toledo
persigue la luz, Cuenca está a punto de abrasarse en ella y Granada
de desleírse; mientras que Segovia se alza hacia la luz en el punto
justo en que la luz se da como una ofrenda.
1 Trascendencia de la ciudad, referida a la especial luz que la

envuelve, no sólo debida a que guarda la huella de todos aquellos


que dejaron su impronta a lo largo de los siglos, propiciando esa
comunión con el pasado, que la convierte en “receptáculo del
trascender que mana de un vivir propiamente humano” (Zambrano,
2011: 802), sino lo que es más importante, cada ciudad, con su
peculiaridad propia, es un camino hacia lo universal, desde su
arraigo en la inmediatez de la vida, fiel a ese especial lugar en el que
se encuentra entre el cielo y la tierra, lo que la convierte en un
espacio sagrado, especie de templo nos dice la filósofa: “era la
ciudad ante todo un templo” (Zambrano, 1964: 6).
Y es que la ciudad aúna lo más íntimo y concreto: un lugar físi-

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co, una arquitectura; una lengua con sus rumores y sus silencios;
unas costumbres y unas tradiciones religiosas; incluso una cocina; y
la vocación de universalidad, sustentada sí en las huellas del pasado,
pero también en la vocación de ser una imagen que responda a las
imágenes dibujadas que alberga el alma de sus habitantes, lo que la
dota de un peculiar estilo.
El estilo de una ciudad tampoco es algo baladí ya que revela,
según Zambrano, no sólo los ensueños de quienes la fabricaron y
usaron, sino que nos habla de la propia vida de sus habitantes, de ese
otro anhelo de trascendencia que consiste en haber resuelto armonio-
samente el conflicto entre la necesidad elemental y la belleza. El es-
tilo, dice Zambrano, ennoblece la necesidad sin ignorarla. Pero que
Zambrano intente desvelar con su pluma el núcleo trascendente y
creador que encierra la ciudad, no quiere decir que no perciba como
uno de los más claros síntomas de la crisis de la cultura occidental el
“desvanecimiento casi completo de la creencia en la ciudad y en el
vivir por ella inspirado” (Zambrano, 2011: 803). 62
2 Hay que señalar, en primer lugar, que Zambrano distingue

con toda claridad la organización humana que es el Estado, de la


organización que fue originariamente la ciudad. Hay una diferencia
clara entre el lugar que el individuo ocupa en el Estado y el que
ocupa en la ciudad. En el Estado, el ciudadano se siente dentro de un
espacio homogéneo regido por un sistema de derechos y deberes,
pero en el que su intimidad queda a la intemperie y su inspiración sin
espacio donde alojarse; en la ciudad, por el contrario, el hombre
encuentra o encontraba más bien no sólo un albergue acogedor,
con su centro, donde se solía situar la Iglesia y el mercado; sus
lugares de encuentro, los casino y cafés; los personajes que la
poblaban; sino una fuerza, proveniente de un lugar que ha
engendrado historia y puede seguir engendrándola. Era la ciudad un
lugar donde el hombre, conservando su soledad, estaba en

62“Y es cosa en extremo grave este desvanecimiento casi completo de la creencia


en la ciudad y del vivir por ella inspirado. Entre los indicios que se muestran,
quizá sea el más delator, el más significativo de que algo pasa, allá en las raíces de
este Occidente” (Zambrano, 2011a: 803).

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comunicación y compañía, y era también un camino y a la vez el
espacio donde se han dado las creaciones del espíritu humano “como
una planta que en ciertas ciudades especialmente brotara” (1964: 7,
10).
Pero la distinción más importante que señala Zambrano es la di-
ferencia entre producir y crear. La producción es lo propio del Esta-
do y es fruto de una acción de la voluntad conjugada con las circuns-
tancias. Su duración en el tiempo es limitada y se extingue en un pe-
riodo más o menos largo. Lo propio de la ciudad, por el contrario, ha
sido la creación, “pocas cosas hay en la humana historia que tengan
más carácter de creación que la ciudad” afirma Zambrano (1964: 6).
Y la creación se caracteriza porque es capaz de trascender los acon-
tecimientos y enriquecer el mundo con la aportación de algo nuevo y
que pronto se revela como algo esencial. La creación no sólo perdura
sino que es fuente inagotable de nuevas creaciones y, desde luego,
tiene vocación de perdurar en el tiempo.
En este pensar en espiral de Zambrano no podemos dejar de se-
ñalar que su concepción del Estado, como fruto maduro del raciona-
lismo y el capitalismo, y de la ciudad como expresión de esa inspira-
ción que aún convivía con la razón en el origen de las sociedades
occidentales, se encuentra en estrecha relación con ese doble saber
que la filósofa reclama desde sus primeros escritos filosóficos y que
hemos señalado al inicio de esta exposición. Ya en su artículo “Ha-
cia un saber sobre el alma” de 1934, donde se encontraba, según sus
propias palabras, el germen de la razón poética lo enuncia de forma
clara: “Pero había un doble saber: por una parte saber de la razón
que domina; y de otra, un decir poético del cosmos, de la naturaleza,
como no domeñable”. El Estado sería así la organización social, fru-
to del saber dominador de la razón, mientras que la ciudad sería el
ámbito que albergaría la posibilidad de ese segundo saber inspirado.
Por las mismas fechas en que Zambrano abunda en sus escritos
sobre la ciudad, está reclamando en su libro Persona y democracia
(2011: 363-474), la preservación de una organización social que no
ahogue la inspiración de los habitantes que viven bajo su sistema y
que procure así el surgimiento de nuevas ideas y nuevas formas de

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habitar el planeta tierra, entendiendo la democracia como una orga-
nización social en perpetuo movimiento desde abajo, en vez de un
sistema de gobierno fijo, al modo de una estructura arquitectónica,
que confunde el orden con la quietud. El orden de una sociedad de-
mocrática, según Zambrano, debería estar más próximo a un orden
musical, armonizador de diferencias, que al orden arquitectónico.
Para Zambrano la verdadera democracia debe ser el resultado de una
sociedad democrática, y dicha sociedad sólo se puede lograr si el
hombre, que debe ser el sostén del orden social, va adquiriendo una
visión más justa de su propia realidad. Es por ello que Zambrano, ya
desde mediados de los años sesenta, va abandonando sus reflexiones
referidas a la historia o lo social por la búsqueda gnoseológica de
una nueva antropología y de los caminos para alcanzarla, en su con-
vicción de que el problema no era ya la historia, sino el hombre; pero
aún en los años sesenta, Zambrano sigue atenta a la evolución que se
estaba produciendo en las sociedades occidentales.
De mediados de los años sesenta datan las principales reflexio-
nes de Zambrano sobre las ciudades y, como no podía ser menos,
reflejan el cambio que se estaba produciendo en ellas, debido al se-
gundo gran éxodo del campo a la ciudad, que refleja la autora en uno
de sus artículos de 1964: “Los centros de población”. No se puede
sin embargo olvidar que, ya desde mediados del siglo XIX, la meta-
morfosis de la ciudad, de algunas ciudades, que se encontraban a la
cabeza del progreso, gracias a la industrialización, se había converti-
do en una de las claves de la modernidad. El espejo de esa ciudad
ideal que en el Renacimiento fue capaz de invertir el paradigma de la
ciudad platónica, en la que cada hombre debía definirse por un pa-
trón de identidad; por la de un hombre polimorfo, hacedor y produc-
tor, verdadero creador de la ciudad, y que Zambrano toma en oca-
siones como referencia, estaba ya sufriendo un cambio radical, cuyo
germen había que buscarlo en el siglo XIX.
Eugenio Trías en su libro El artista y la ciudad (1976), recorre
la evolución que el concepto renacentista de ciudad, sintetizado por
Pico della Mirandola (1970) estaba sufriendo en los pensadores eu-
ropeos del siglo XIX. Este autor había concebido un sujeto el

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hombre y un objeto la ciudad a la síntesis platónica del Alma
y la Ciudad, introduciendo un elemento de movilidad y energía en el
cerrado cosmos platónico y alumbrando la idea del hombre universal
y singular a la vez, hacedor de la ciudad. Tal concepción va perdien-
do fuelle, según Eugenio Trías, a partir del siglo XIX. En Goethe esa
posibilidad aún es real, aunque ya aparece menguada; en Hegel la
síntesis sólo se hace posible en el terreno del pensamiento, y ya en
Nietzsche, la síntesis entre alma y ciudad presenta una quiebra abso-
luta, desplazándose la creación del espacio externo de la ciudad, al
paisaje interno del alma.
La sensibilidad alerta de los poetas, no va a ser ajena a este fe-
nómeno. Baudelaire, ese gran profeta de la modernidad, contempo-
ráneo en tantas cosas de Nietzsche y cuya vida se desarrolló a caba-
llo entre el romanticismo decreciente y la consolidación de la época
burguesa, cultiva en Las flores del mal, como uno de sus temas cen-
trales, el efecto que el cambio de fisionomía de la ciudad moderna
estaba introduciendo en la vida de sus habitantes, atosigados ya por
las prisas y en enloquecida búsqueda de lo nuevo: “De este modo va,
corre, busca. ¿Qué busca?” (Baudelaire, 2005: 361), seres anónimos
en “el desierto de la multitud”, que buscan extraer “lo eterno de lo
fugitivo” y que ya están tocados en lo más íntimo por una nueva
concepción del amor, que Baudelaire condensa en su poema “La pa-
seante”, en donde la intensidad de la experiencia amorosa reduci-
da a los sentidos está relacionada con la fugacidad y el anonimato,
y refleja el cambio de signo del erotismo al insertarse en la tierra de
nadie de las grandes ciudades:
“La calle atronadora aullaba en torno mío. / Alta, esbelta, enlu-
tada, con un dolor de reina, / una dama pasó, que con gesto fastuoso
/ recogía oscilantes, las vueltas de sus velos. […] / Un relámpago.
Noche. Fugitiva belleza / cuya mirada me hizo, de un golpe, renacer.
/ ¿Salvo en la eternidad, no he de verte jamás? / ¡En todo caso lejos,
ya tarde, tal vez nunca! / Que no sé a dónde huiste, ni sospechas mi
ruta, / ¡Tú a quien hubiese amado! ¡Oh, tú, que lo supiste!”.
El cambio se estaba produciendo en las grandes urbes europeas,
París y Londres, especialmente, aunque aún seguía habiendo en Eu-

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ropa, ciudades como la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial,
tan bien descrita por Stefan Zweig, tanto en El mundo de ayer, como
en alguno de sus numerosos cuentos como “Primavera en el Prater”,
que conservaba la inspiración de la ciudad hecha a la medida del
hombre y a la vez con vocación de universalidad: “Acogedora y do-
tada de un sentido especial de la receptividad, la ciudad atraía a las
fuerzas más dispares, las distendía, las mullía y las serenaba; vivir en
semejante atmósfera de conciliación era un bálsamo, y el ciudadano,
inconscientemente, era educado en un plano supranacional, cosmo-
polita, para convertirse en ciudadano del mundo” (Zweig, 2001: 31).
Ciudades que no habían roto su vinculación con la naturaleza: “Las
últimas casas de la ciudad se reflejaban en la corriente impetuosa del
Danubio o daban a la extensa llanura o se perdían entre jardines y
campos o subían por las suaves colinas de las últimas estribaciones
de los Alpes” (Zweig, 2001: 32).
Apenas transcurridas dos décadas y después de que la Gran
Guerra hubiese tambaleado los cimientos del “seguro mundo euro-
peo” del siglo XIX, otro poeta, Federico García Lorca, retoma en
1929 el desasosiego de Baudelaire frente al crecimiento de las ciu-
dades, siguiendo la estela imparable del progreso. El poeta se trasla-
da en junio de 1929 al nuevo mundo para impartir una serie de con-
ferencias en la Universidad de Columbia, Nueva York, y en Cuba, y
el resultado es su poemario Poeta en New York, que no es sino un
grito desgarrador ante la deshumanización de la ciudad moderna y la
injustica y discriminación que alberga en su seno: “La aurora de
Nueva York tiene / cuatro columnas de cieno / y un huracán de ne-
gras palomas / que chapotean las aguas podridas. […] / Los primeros
que salen comprenden con sus huesos / que no habrá paraíso ni amo-
res deshojados: / Saben que van al cieno de números y leyes, / a los
juegos sin arte, a sudores sin fruto”.
Ha transcurrido medio siglo, estamos ya en los años sesenta y
Estados Unidos se ha convertido en el nuevo imperio de Occidente,
imponiendo poco a poco su sistema de vida y valores a los países
europeos e hispanoamericanos. María Zambrano contempla con pe-
sar cómo van metamorfoseándose las viejas ciudades, a las que aho-

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ra se adhieren como tumores malignos grandes extensiones urbanís-
ticas, donde los hombres se alojan, pero no pueden albergarse. Pare-
ce haberse olvidado y la filósofa no cree que haya sido fruto del
azar que los hombres no sólo se alojan en una casa, sino también
en una ciudad. En tales urbanizaciones, fruto de la construcción y no
ya de la inspiración, no sólo se ha perdido ese espacio, que era antes
un cobijo donde el hombre se albergaba; sino ese otro simbólico
donde se ponía en relación la tierra y el cielo, conjugándolos. Parece
que las ciudades, con su nuevo perfil, con su diseño de colmenas,
responde a una pérdida de confianza en lo que la ciudad ha sido a lo
largo de la evolución de la historia occidental, y que ya no tiene ca-
bida en un progreso, que no atañe a la evolución moral del hombre ni
a su capacidad creadora, sino sólo a su bienestar personal y a su en-
riquecimiento material.
En su artículo “Los centros de población”, Zambrano reflexiona
sobre este desmesurado crecimiento de las ciudades, que en Europa
va adquiriendo ya “pavorosas proporciones” y que ha sido precedido
por un fenómeno similar en el Nuevo Mundo, como si la vieja Euro-
pa no supiera recoger las virtudes de América; sino sólo las adheren-
cias más contrarias a su tradición. Es un fenómeno sin duda paralelo
al masivo abandono del campo en la fase de la segunda industriali-
zación, que a las pocas décadas desembocará en la tercera fase del
capitalismo, ahora ya dominada por un conglomerado financiero in-
ternacional que está convirtiendo poco a poco el mundo en el gran
lugar del exilio, porque el desplazamiento de grandes masas de po-
blación ya no se produce en el interior de los países; sino desde las
zonas de hambruna y de guerra de los países poco desarrollados, ha-
cia el “paraíso” del llamado “primer mundo”.
Zambrano no olvida que en las antiguas ciudades también exis-
tían los arrabales, lugares de miseria; así como los palacios y sus
mazmorras; pero no cree que el camino para remediar eso consista
en la creación de los que hoy se llamaría “ciudades dormitorio”, con
la progresiva destrucción de lo que antes era la ciudad. Que ese ca-
mino no ha conducido al logro de una vida digna en las nuevas ciu-
dades lo demuestra la existencia, cada vez mayor, de un tercer mun-

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do en el primer mundo. Desde que Zambrano avistara las conse-
cuencias del olvido de lo que la ciudad representó para la cultura oc-
cidental, y de lo que debe representar para una democracia cumplida,
el proceso ha adquirido en algunas ciudades proporciones dantescas.
Las ciudades, en vez de ser un lugar de encuentro, se están convir-
tiendo en un lugar de separación. Algunos de sus barrios comienzan
a parecerse a cárceles de la que no está permitido salir, con muros
invisibles, pero también visibles como es el caso del levantado en
Padua de 84 metros de longitud y tres de alto para aislar un barrio de
emigrantes africanos; o el muro de exclusión de tres metros de altura
erigido en el centro de Sao Paulo en el año 2011 para aislar la favela
de Moinho y que fue parcialmente destruido por sus habitantes en el
2013. También a la inversa, lo que en Brasil se denomina “condomi-
nio fechado” y en Estados Unidos “gated comunities” son urbaniza-
ciones en las que se privatiza el espacio, impidiendo la libre circula-
ción de personas, cuya seguridad pretende garantizarse de la furia de
los “desheredados”, no procurándoles su parte de herencia de la tie-
rra que todos compartimos; sino levantando una muralla frente a
ellos.
Una de las consecuencias del nuevo perfil que estaban adqui-
riendo las ciudades y que toca muy de cerca la sensibilidad de Zam-
brano, es lo que ella lama el éxodo de “cierto tipo de personas, cuya
presencia viva y relativamente visible y aun asequible, daba tono,
cualidad, vida a una ciudad” (Zambrano, 1965: 8). Se refiere la filó-
sofa a los escritores, políticos de cierto nivel, poetas, pintores y artis-
tas en general, que daban pulso y diseñaban la imagen de una ciudad,
como aún la tuvo el París de entreguerras. Hay que tener presente
que Zambrano vivió su entrada en la vida adulta en una capital de
pequeñas dimensiones como Madrid, en la que cualquier visitante
podía conocer y oír a los hombres más preclaros del momento, reco-
rriendo los cafés y las tertulias que se diseminaban en un pequeño
radio de no más de 1 kilómetro. Fue el caso de Alejo Carpentier,
quien en 1933 visitó Madrid y en una entrevista posterior contó có-
mo en un solo día se podía conocer a los autores españoles de las
generaciones del 98, del 14 y del 27, recorriendo los cafés. En el

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Nuevo Café de Levante en la Calle Arenal, tertuliaban los miembros
de la Generación del 98, con Valle Inclán a la cabeza, quien también
participaba en otras tertulias; en el Café Gato Negro, en la calle del
Príncipe, se ubicaban los modernistas, encabezados por Jacinto Be-
navente; en la Granja del Henar, en la calle Alcalá 40, Ortega y Gas-
set prolongaba las tertulias de Revista de Occidente; en el Café del
Pombo era Ramón Gómez de la Serna, quien se erigía en defensor de
las vanguardias artísticas y la lista podría alargarse con otros muchos
lugares públicos de reunión y debate. Claro, que el Madrid de los
años veinte, el Madrid de la “Edad de Plata”, de la Residencia de
Estudiantes, de la Residencia de Señoritas y de Revista de Occidente,
apenas contaba con 750 mil habitantes y España era un país sin in-
dustrializar. María Zambrano conoció y vivió una concepción de la
ciudad, cuya desaparición comenzó de forma generalizada en los
años sesenta en todos los países de Europa.
Al constatar este éxodo cualitativo de la ciudad, Zambrano per-
cibe un fenómeno, que no sólo se ha acrecentado, sino que ha adqui-
rido proporciones de sainete: el carácter de museo que adquieren las
ciudades, cuando, a la ausencia de presencias vivas se suma la proli-
feración de los fantasmas, las estatuas de otros tiempos. Casas de
antiguas personalidades, convertidas en lugares de culto y donde se
han reproducido hasta los más mínimos detalles de su vida cotidiana.
Fenómeno curioso y motivo de alarma, dice Zambrano en los años
sesenta, que hoy, a más de cuarenta año, se ha extendido de forma
desmesurada, llegando a convertir el centro histórico de las ciudades
en una especie de parque temático, como muy bien señala James No-
lan (2005) en su artículo “A solas en el museo urbano”, en donde
adquiere la misma importancia a los ojos de las mesnadas de turistas
una catedral gótica, que la casa del Ratoncito Pérez o los lugares
donde se han producido crímenes sangrientos.
Lo que resulta realmente chocante es que esta consecuencia di-
recta del progreso, la decadencia de las ciudades como lugar de con-
vivencia y creación que, como hemos señalado, ya comenzó a ser
denunciada por poetas y filósofos desde mediados del siglo XIX, y
que Zambrano liga estrechamente a la crisis de valores de la civiliza-

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ción occidental, no haya tocado la idea misma de progreso, que sigue
siendo el mito indiscutible de nuestro mundo contemporáneo que,
por su parte, sigue venerando a los autores detractores del progreso,
como focos alumbradores de la modernidad. Como muy bien señala
Rafael Argullol (1994), Baudelaire fue moderno a través de un en-
cendido odio al progreso como síntesis y mito fundacional de la mo-
dernidad. ¿No podemos decir lo mismo de Lorca, de Nietzsche y de
la filósofa María Zambrano?
Quizá esta paradoja sea reflejo de la evolución que ha sufrido el
concepto de crisis que ha perdido su elemento dinamizador de la
creación de nuevos retos y nuevas ideas para devenir en lo que Zam-
brano llama orfandad. La época contemporánea ha descubierto que
la forma de neutralizar una palabra de verdad no es prohibirla sino
homologarla a una palabra banal. Finalizamos con una reflexión de
Zambrano de 1987, en el prólogo a la reedición de Persona y demo-
cracia: “La historia se nos ha convertido hoy en un lugar indiferente
donde cualquier acontecimiento puede tener lugar con la misma vi-
gencia y los mismos derechos que un dios absoluto que no permite la
más leve discusión. Todo está salvado y al par vemos que todo está
destruido o en vísperas de destruirse. Es mi sentir”.

Bibliografía
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Baudelaire, C. (2005), “La modernidad”, en C. Baudelaire, Salones y otros
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_____, (2011b), Persona y democracia, volumen VI de Obras Completas,
Barcelona, Galaxia Gutenberg.
_____, 212 (nota manuscrita).
Zweig, S. (2001), El mundo de ayer. (Memorias de un europeo), Madrid,
Acantilado.

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