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Chávez: desde siempre en el mito

Gilberto Merchán

“Y tal vez nos será dado asistir al paso de Chávez de la


historia a la mitología, a la novelesca mitología
latinoamericana, de la que forman parte por igual María
Lionza y José Gregorio Hernández, Rubén Darío y José
Martí, Carlos Gardel y Eva Perón, Martín Fierro y Jorge
Eliécer Gaitán, Simón Bolívar y Túpac Amaru, Frida
Kahlo y Pablo Neruda, Eloy Alfaro y Salvador Allende, el
Che Guevara y Emiliano Zapata, Vargas Vila y Jorge
Luis Borges, Benito Juárez y Morazán, Pedro Páramo y
Aureliano Buendía”.

William Ospina

“El mayor empobrecimiento de una cultura es el


momento en que un mito empieza a definirse
popularmente como una falsedad”.

Ernesto Sábato

En Nuestra América Latina y Caribeña pasmosamente vivimos un tiempo y


asistimos cotidianamente a procesos que a veces llamamos “históricos”, pero que
en verdad siempre nos recuerdan que son propicios al nacimiento de los mitos
más vivos y fecundos, sin duda fundadores y nutrientes de una vislumbrada
civilización redentora. Y a diferencia de lo que pudiera postular un racionalismo
historicista penetrado naturalmente de la habitual concepción hegeliana de las
edades históricas, esta edad mitológica o mitopoiética, creadora de mitos,
ahora viene a poder entenderse más bien como una fase, como una incesante
función de la cultura sin necesaria ubicación temporal en el pasado. Para decirlo
en breve, en Nuestra América, en el momento, no sólo hacemos historia sino
también alumbramos arte y mitos genuinos que acaso entreguen, después de
todo, las voces más resonantes y puras de la verdad.

Pero que el mito sea cosa viva y fecunda, así como voz de verdad, y que además
haya figuras de mortales vivos que puedan participar de la condición mítica, no
es algo que todos deseen admitir, o puedan hacerlo. En una entrevista realizada
a propósito de las inolvidables jornadas populares del 10 de enero de 2013, la
historiadora Margarita López Maya no logra por ejemplo entender los actos
públicos de ese jueves más que como un intento de manipulación de masas
destinado a encumbrar a Chávez hasta la dimensión divina como una forma hábil
de legitimar el actual gobierno encabezado por el Vicepresidente Maduro, cuyo
liderazgo es equívocamente descrito, así como el de todo el chavismo, como gris
y débil. Un artículo en El País de Madrid (“El mito de Chávez llena su vacío”)
participaba del mismo descreimiento socarrón, propio sin duda de una mirada
moderna en trance de crisis, también epistémica, que más que desencantada o
desencantadora del mundo luce ya precipitada en lo que a veces ni siquiera
puede ser reconocible como humano. Cita el diario español que las
manifestaciones de conmoción ciudadana frente a la ausencia provisional de
Chávez, “no le resultan espontáneas al comunicólogo Antonio Pasquali”. De
acuerdo a este antiguo y ácido crítico del monopolio global de las industrias
culturales, ahora devenido en ferviente antichavista, “tal exacerbación (…) es
reiterada y muy probablemente programada al detalle; está basada en fórmulas
que los jerarcas del Gobierno repiten sin modificaciones y en las que predominan
‘amar’, ‘amoroso’, ‘amor’ y todos sus derivados, en busca de reforzar al máximo
el vínculo irracional, afectivo, entre el líder/tótem y su feligresía”. Por su parte, el
historiador Germán Carrera Damas, citado en el mismo artículo, vuelve por sus
fueros de habitual iconoclasta y porfiado destructor de mitos y atribuye
simplemente a la “obra de los nuevos medios de comunicación” el hecho de que
haya sido posible llevar a un cierto grado de desarrollo lo que él llama “el culto a
la personalidad de Chávez”.

No hay en estos testimonios y opiniones nada que abra las puertas al


reconocimiento de que pueda haber algo en la figura, personalidad y liderazgo de
Chávez – y del chavismo como innegable realidad cultural de un pueblo, más
allá de lo político – que explique su visible traslación desde lo que apenas puede
entenderse como fenómeno histórico o sociopolítico, hasta ese espacio celeste,
hasta ese Valhalla de cuya cruda e implacable realidad no nos es posible dudar
pero que, igual como sucede con la poesía y con todo el arte, en verdad nunca
nadie ha podido acertar a explicar. Ni en forma aproximada, ni mucho menos
cabal. De lo que hablamos, en suma, es de un indudable ámbito espiritual
que no sólo trasciende a la historia y al entendimiento instrumental de la
política, y por lo tanto al obsesivo tema actual de la gobernabilidad y de la
cohesión social, sino que también traspone aquello que solemos
reconocer, luciendo todavía una suerte de positivismo residual de estirpe
psicoanalítica –junguiana–, como “inconsciente colectivo”.

Tampoco puede agotar o incluir lo mitológico, en el sentido primigenio, metafísico


y radical que aquí empleamos, el todavía restringido concepto de “imaginario
colectivo” desarrollado por pensadores como Edgar Morin, en referencia al
“conjunto de mitos, formas, símbolos, tipos, motivos o figuras que existen en una
sociedad en un momento dado”. Y ello en virtud de que el mito vivo y genuino,
capaz de revelar y trasmutar lo más esencial del mundo, además de
inabarcable, es en verdad, como el amor y la poesía, otro modo de realidad.
Y por tanto mucho más y cosa distinta que un sistema eficiente de metáforas y
signos. Su verdad, como se ha predicado ya de la poesía, se encuentra más allá
y en otra parte del ser, lejos de lo que puede ser aprehendido y comprehendido
en el cerco empírico de las cosas del mundo.
Pero no todo en este mundo es desencajada malicia, excesiva suspicacia
racionalista ni apabullante sabiduría académica: William Ospina, el novelista
colombiano autor de la hermosa novela “El país de la canela” y ganador del
Premio Rómulo Gallegos, ha empezado a causar un enorme revuelo en los
círculos intelectuales y políticos colombianos por haberse atrevido a publicar, a
contrapelo de la sistemática denigración de Chávez y de Venezuela (y del notorio
conservadurismo que se ha apoderado visiblemente del pensamiento y de la
opinión pública colombiana), un artículo en El Espectador de Bogotá (“A las
puertas de la mitología”) en el que anuncia el inminente e inevitable ingreso de
la figura del Presidente Chávez al perceptible y apreciable reino de los héroes,
titanes y semidioses que forman parte de una viva y verdadera mitología
latinoamericana, a la que Ospina califica ciertamente de novelesca, pero también
de humilde, pintoresca y conmovedora. "Chávez entrará a la mitología de los
altares callejeros".

Y como sugiere el poeta y novelista colombiano, no se trata de querer llevar a


Chávez a la mitología por procedimientos mágicos, manipulativos o
propagandísticos (en definitiva, la vida no puede crearse más que desde la vida);
es el pueblo venezolano el que está llevando a Chávez a la dimensión del
mito.

Relata de paso Ospina, en este texto, la forma en que Gabriel García Márquez
respondió visceral, y sin duda elocuentemente, a una inquisición suya sobre su
permanencia al lado de la Revolución Cubana cuando muchos intelectuales y
artistas optaron por dejar de apoyarla: “para mí, dijo, lo de Cuba fue siempre
una cuestión caribe”. Y Ospina añade a continuación su interpretación de esta
precisa y sugestiva frase: para el gran novelista colombiano lo que se daba y se
sigue dando en Cuba “no se trataba de marxismo o teorías revolucionarias sino de
la lucha de un pueblo por su soberanía y su cultura frente al asedio de unos
poderes invasores”.

Independencia y preservación de la cultura, así como el derecho a perseguir y


lograr la grandeza nacional, el concepto de la Venezuela potencia, son también,
por cierto, objetivos explícitos de la Revolución Bolivariana formulados en el Plan
de la Patria. Así como la creación heroica de un socialismo que, sin ser “calco ni
copia”, no puede dejar de mirarse, como quería el mismo Mariátegui, en el espejo
de los sistemas comunitarios de los pueblos primados del continente. Y
franqueando siempre lo meramente cultural y lo político (en su estrecho sentido
actual y convencional), en el trasfondo del Quinto Objetivo histórico de este mismo
Plan maestro legado por Chávez a los venezolanos yace un objetivo
superior que sólo puede entenderse en atención a un designio
supremo de sostenimiento de un orden cósmico concebido en
relación con aquel mandato que se veía obligado a cumplir en
forma inexorable desde el Inca hasta el más humilde campesino
del imperio: “Actúa de tal manera que contribuyas a la conservación y
perpetuación del orden cósmico de las relaciones vitales, evitando todo
trastorno del mismo”.
Explica Enrique Dussel que el imperio de los incas, como el de los aztecas, era
para sus contemporáneos (y no en otra condición ética se fundaba su
legitimidad) la mediación necesaria para una tal sobrevivencia cósmica.
En este preciso sentido, Chávez no sólo se yergue como la garantía de tal
permanencia cósmica, sino que él mismo, increíblemente, a semejanza de las
cabezas del poder en los antiguos imperios americanos, ha sido capaz de llegar
a expresar un orden político inédito en nuestro tiempo. Y más que un orden,
un poder político que parece erigirse sobre las más antiguas
configuraciones del universo celeste.
Después de todo, la unidad y la armonía suprema entre lo humano y el cosmos
definen sin duda el principal atributo del mito, que de esta forma nos permite
conocer todo aquello que viene a ser verdaderamente universal. Chávez, líder
mítico y espiritual, ha sido capaz de expresar, en definitiva, un orden político
religado con el orden cosmogónico, a la manera en que lo han entendido
siempre los pueblos primigenios, premodernos, o ahora en estado y
disposición de trascender, en forma intensamente creadora y sin duda
definitivamente redentora , el maltrecho orden del mundo moderno.

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