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2
Moderadora y traductora:
Caro
Corrección:
3
Nanis
Diseño:
ilenna
SINOPSIS 5
UNO 8
DOS 18
TRES 27
CUATRO 41
CINCO 62
SEIS 76
SIETE 87
OCHO 100
4
NUEVE 117
DIEZ 132
ONCE 145
DOCE 159
TRECE 181
CATORCE 199
QUINCE 215
DIECISÉIS 236
DIECISIETE 246
DIECIOCHO 257
DIECINUEVE 270
VEINTE 287
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P
asé la mañana en el jardín de mi madre rodeada de rosas de
medianoche, una de las pocas flores que crecían en nuestro
invierno. Me habían dicho que eran las favoritas de mi madre,
con pétalos gruesos y aterciopelados de un color púrpura tan intenso que
casi parecían negros. El frío tampoco conseguía disminuir su olor, que era
más fuerte a primera hora de la mañana, un aroma dulce y cálido que me
recordaba a los bosques y a las cocinas cálidas.
El jardín era uno de mis lugares favoritos en todo el reino, y traté de no
pensar en el hecho de que ésta sería una de mis últimas visitas. Cada flor
había sido cuidadosamente seleccionada, plantada y cultivada por mi
madre. Después de que ella muriera, mi padre se había encargado de que el
cuidado recayera en los jardineros del palacio. Estaba igual que cuando ella
murió, salvo que había muchas más flores, los arbustos estaban más
frondosos y los árboles eran más altos. 62
A ella le habría encantado, pero como no podía verlo, me encantaba por
ella.
No fue hasta que Nadia vino a recogerme cuando tuve que enfrentarme
a lo que realmente significaba este día: el cambio. Me informó de que Adrian
se iba a reunir de nuevo con mi padre para repasar los detalles de mi partida
mañana y que ya estaban preparando mis baúles.
—Tan pronto —dije, con voz tranquila, y miré alrededor del jardín a
través de una visión nebulosa, con el pecho apretado. No esperaba
quedarme mucho tiempo después de la boda. No me imaginaba que Adrian
se sintiera cómodo aquí; incluso siendo imparable, no era bienvenido. Aun
así, había pensado que tendría más tiempo para despedirme.
—Tu padre extendió la bienvenida —dijo Nadia—. Pero el rey de Sangre
se negó. No puedo imaginar por qué tiene prisa por devolverte a su reino, a
menos que espere aislarte de nosotros.
No conocía bien a Adrian, pero no creía que su razón para dejar
rápidamente Lara fuera aislarme. Eso parecía más bien algo que haría
Killian.
—No puedo creer que dentro de dos días ya no estarás aquí. —Hizo una
pausa y respiró entrecortadamente, y fue entonces cuando me di cuenta de
que estaba llorando—. ¿Qué voy a hacer sin ti?
—Oh, Nadia —dije y le tendí la mano. No reaccionaba bien cuando los
demás lloraban, especialmente Nadia, y mi instinto era siempre hacerla
reír—. Supongo que leerás.
Nos reímos juntas antes de salir del jardín para preparar la boda, que
tendría lugar al atardecer.
Decidimos utilizar la suite de mi madre, ya que estaban empacando las
cosas de mi habitación. Cuando era más joven, pasaba gran parte del tiempo
aquí, fingiendo que estaba viva y que podía atraparme en cualquier
momento jugando con sus cosas. Por supuesto, Nadia era la que me
encontraba, no mi madre. Aunque nunca me obligó a marcharme. En
cambio, me contaba historias sobre cómo se había arreglado el matrimonio
de mi madre, fue un puente entre la tierra y las islas. Lo nerviosa que había
estado mi madre al casarse con mi padre, pero lo segura que estaba de que
lo amaría, porque él había sido amable y porque su pueblo creía en el
destino. 63
Yo no creía en ninguna de las dos cosas.
Me senté frente a su tocador con temor y dolor en mi corazón y sin
esperanza de amor, mientras Nadia me preparaba los rizos en un moño
apretado de trenzas.
—¡Ay! —me quejé cuando Nadia me clavó otra horquilla en la cabeza.
—¡No toques! —ordenó, apartando mis manos de un manotazo cuando
intenté frotar el lugar donde me había pinchado.
—¡Entonces no me apuñales!
Nadia puso las manos en las caderas y resopló. Me había peinado toda
la vida y así era como terminaban todos los intentos: ella frustrada y mi
cuero cabelludo sangrando.
Suspiré y me froté el entrecejo donde se formaba un débil dolor.
—No quise gritar, Nadia.
—Está bien, amor. No puedo imaginar lo que debe estar pasando por
esa cabeza tuya.
No podía.
Porque estaba pensando en Adrian, preguntándome una vez más por
qué quería una reina. ¿Qué papel imaginaba para mí? ¿Debía sentarme a
su lado como su igual? No podía imaginar que un vampiro tratara a su
esposa mortal como algo más que comida, y sin embargo había exigido que
se escuchara mi voz cuando otros me silenciaban. También había prometido
no alimentarse de mí... a menos que yo se lo pidiera.
Me estremecí. En el santuario nos enseñaron que el acto de beber
sangre era vil porque era el acto de robar la vida dada por la diosa, pero yo
sentía que era vil por una razón diferente: porque eso nos convertía en presa.
¿Por qué iba a pedir que me convirtieran en víctima? ¿Y cómo podía ser
placentero algo que había causado tanta muerte, resurrección y dolor?
Tal vez Adrian era sádico.
Supuse que lo averiguaría esta noche. Pensar en nuestra noche de
bodas debería revolverme el estómago, pero, en cambio, descubrí que me
excitaba al pensarlo.
Una vez que estuve peinada, Nadia me ayudó a ponerme un vestido
negro sin mangas que se abría en la cintura. El encaje dorado creaba un
cabestrillo que se ceñía a mi cuello y descendía por la falda del vestido. Trini, 64
la costurera, había tejido alondras en el diseño. Era un trabajo precioso que
hablaba de poder y elegancia.
Sólo lo había usado una vez, en la Fiesta de la Siega, que era una
celebración de la cosecha de otoño. Fue la misma noche en que apunté con
una daga a la cara de lord Sigeric por sugerir que necesitaba ser domada.
Me preguntaba ahora, mientras Nadia me ataba el vestido, si Adrian lo
intentaría.
Nadia cruzó la habitación para abrir un armario dorado donde mi
madre había guardado sus tiaras. Siempre habían sido diferentes a todo lo
que llevaba la realeza en toda Cordova porque procedían de Atolon. Algunas
eran círculos hechos con flores de aspecto exótico que yo nunca había visto,
otras eran de perlas y algunas de caracolas preciosas. Entre ellas se
encontraba la corona de oro que usó en su coronación, en cuyos bordes
había incrustaciones de diamantes blancos y negros de su tierra natal.
Nadia se giró con ella entre las manos y dijo:
—Hoy te convertirás en reina.
Le permití colocar la corona sobre mi cabeza. Tenía el peso de mi
pasado, mi presente y mi futuro.
Me giré para mirarme en el espejo, y me vi triste, apenada e insegura,
pero orgullosa. Conocía el deber, especialmente con mi gente, y me casaría
con Adrian para salvarlos.
—Deberías matarlo —dijo Nadia, y me moví para encontrar su mirada
en el espejo. Las palabras de Adrian regresaron a mi mente, la amenaza que
había hecho con mi cuerpo apretado contra el suyo.
“Oh, cariño. Podría convertirte en un instante”.
—Nadia...
No estaba segura de lo que iba a decir, pero sabía que iba a protestar,
y ese pensamiento realmente me revolvió el estómago. A pesar de su
amenaza, debería seguir planeando la muerte del rey de Sangre.
Me volví hacia ella. Cuando lo hice, sacó una daga de su bolsillo. Era
hermosa, la empuñadura y la vaina estaban hechas de acero dorado y rubíes
rojos.
—Nadia.
Esta vez, cuando dije su nombre, soné sin aliento.
—Tómala —dijo—. Es un regalo.
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Me empujó la daga a las manos y la desenfundé con un chasquido. La
hoja era estrecha, afilada y sin marcas.
—Mátalo, Issi —dijo—. No le des la satisfacción de reclamar la victoria
sobre la Casa de Lara.
Me encontré con la mirada de Nadia.
—Es lo más honorable que puedes hacer —añadió, sujetando mi
barbilla. Se inclinó y me dio un beso en la frente antes de salir de la
habitación.
Miré fijamente la daga y luego a mí.
Eres la esperanza de nuestro reino, Issi, había dicho mi padre. ¿Eso
significaba que debía cumplir mi acuerdo de casarme con Adrian y asumir
el papel de reina de Revekka, o significaba que era yo quien podía acercarse
lo suficiente para matarlo?
Llamaron a mi puerta y me sobresalté, no estaba preparada para ser
molestada tan pronto después de la partida de Nadia.
—¡Un momento!
Introduje la hoja en su funda y la metí entre mis pechos, en un lugar
chico e incómodo, pero era el único donde podía ocultarla, y quería ir
armada a mi boda.
Me volví hacia el espejo y fingí que me acomodaba el cabello.
—Entra.
Mis manos cayeron a los lados al ver a mi visitante en el espejo. El rey
Adrian había entrado en mi habitación, vestido con una túnica negra y un
abrigo forrado con intrincadas costuras doradas. No pasé por alto que
coincidíamos.
Me giré hacia él, asimilando su abrumadora presencia. El rey era alto
y llenaba mi cámara como las sombras del atardecer. Su cabello caía en
ondas doradas más allá de sus hombros, y sobre su cabeza llevaba una
corona con bordes negros. Sus extraños ojos blanco-azulados llamaron mi
atención y luego bajaron, trazando un camino por mi cuerpo que me dejó
conteniendo la respiración, caliente en lugares que deberían estar tan
muertos como su corazón sin vida. El hecho de que no lo estuvieran me hizo
sentir como una traidora a mi pueblo, y enfadada con él.
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—Se supone que no debes verme antes de la ceremonia. Es mala suerte.
Era algo ridículo. La mala suerte había precedido a todo esto, pero me
estaba poniendo nerviosa bajo su mirada, que sólo parecía oscurecerse
cuanto más la miraba.
Los labios de Adrian se curvaron. No podría llamarlo una sonrisa.
Entonces habló, su voz recorrió mi cuerpo como gotas de agua fresca. De
repente, se me secó la boca.
—Considerando las razones de nuestro matrimonio, creo que me
arriesgaré.
Cerró la puerta y oí el claro sonido de mi candado al encajar. Me
enderecé dolorosamente, y fui consciente de la empuñadura metálica que se
clavaba en la suavidad de mis pechos.
—¿Puedo ayudarte, su majestad? —pregunté secamente.
Su acercamiento fue elegante, sus ojos fijos en los míos.
—Sólo deseaba ver a mi novia antes de intercambiar nuestros votos.
Me abstuve de poner los ojos en blanco.
—¿Tienes dudas? —pregunté, elevando mi voz a lo que creía que
sonaba esperanzador.
Se rio.
—No, en todo caso, estoy más decidido a hacerte mi esposa.
Se detuvo ante mí, y ahora podía olerlo, y me recordaba a los bosques
de cedro. Un aroma fresco y crujiente que golpeaba como las mañanas frías
y nebulosas. Me tranquilizó, pero sólo por un momento, porque cuando me
di cuenta de lo que estaba ocurriendo, me puse rígida y lo miré fijamente.
—¿Por qué?
Levantó su mano lentamente, estudiando mis ojos mientras su palma
rozaba mi mejilla. Tragué y dejé escapar un estremecido aliento entre mis
labios cuando su pulgar rozó mi piel.
—¿Tiemblas porque me temes? —preguntó.
—Sí —dije, porque nunca admitiría lo contrario, que su toque hizo que
se formara un calor en mi estómago.
Dejó caer su mano.
—Entonces, ¿por qué siento excitación?
—Eso es… —No pude encontrar palabras. 67
—Niégalo —dijo—. Si eso te hace sentir menos traidora.
—No iba a negarlo —dije—. Pero no deja de ser vulgar.
—Hmm. —Las comisuras de su boca se curvaron de nuevo—. Soy
vulgar.
Aparté la mirada, sin poder mantener el contacto visual, y pregunté:
—¿Viniste a burlarte de mí?
—Nunca me burlaría de ti —dijo.
—No lo parece.
—Eso es porque estás avergonzada —dijo.
Sus palabras atrajeron mi mirada hacia él. Esta vez, se movió
rápidamente, asegurando su mano detrás de mi cabeza.
—Pronto, sin embargo, espero que encuentres el orgullo de ser mi
esposa.
Entonces acercó sus labios a los míos, sellando nuestras bocas, y algo
oscuro y frenético floreció dentro de mi cuerpo. Fue como si un hechizo se
apoderara de mí, y cada centímetro de mi piel ardía por la necesidad de ser
tocada por él. Mis manos rozaron su pecho y su cabello, y cuando gimió, lo
recompensé abriendo la boca para que pudiera probarme. Mientras
nuestras lenguas se entrelazaban y deslizaban, me tomó por sorpresa,
llevándome a mi tocador, mi espalda se inclinó bajo él mientras me
devoraba, mis manos presionaban sus duros músculos, su erección
chocaba con la suavidad de mi calor. Me encontré jadeando al sentirlo entre
mis piernas, y mientras mis caderas se movían contra las suyas, supe que
daría cualquier cosa por saber cómo sería tenerlo dentro de mí.
—Dímelo en voz alta —gruñó contra mis labios, y mientras hablaba,
me quedé helada. Su rostro estaba a unos centímetros del mío, sus ojos
enrojecidos sosteniendo mi mirada.
—¿Qué? —pregunté, respirando con dificultad.
Las comisuras de sus labios se elevaron.
—Me quieres dentro de ti —dijo—. Dilo en voz alta.
Lo empujé y, para mi sorpresa, se apartó.
—¿Puedes leer la mente? —pregunté. Todavía no podía recuperar el
aliento, y odiaba eso porque era un recordatorio de cómo había dejado que
se aprovechara de mí.
—Me recibiste con los brazos abiertos. —Sus ojos recorrieron mi cuerpo 68
y luego volvieron a subir.
—¡Sal de mi cabeza!
Lo empujé de nuevo, pero me agarró de las muñecas y me apretó contra
él.
—No te avergüences por tus pensamientos, Sparrow. Si te sirve de
consuelo, yo deseo saber lo mismo.
Entrecerré los ojos ante el repentino uso de un apodo que no había
aprobado y me sacudí en su agarre, pero me sujetó con más fuerza.
—Tu cabello es hermoso.
Mis cejas se juntaron.
—¿Qué?
No fue hasta ese momento cuando me di cuenta de que el apretado
nudo que Nadia había trabajado tanto para peinar se había soltado. Me
separé de él y retrocedí tambaleándome. Su mirada se clavó en mí, oscura
y lujuriosa.
—Al menos podemos estar seguros de una cosa, Sparrow.
—¿Y qué es eso? —pregunté, enojada. Lo odiaba por cómo me había
hecho sentir y porque lo sabía.
—Ambos sabemos lo que nos espera esta noche. —Luego, como si
pensara que no podía adivinar lo que estaba insinuando, añadió—: Cuando
consumamos nuestro matrimonio.
No tenía dudas de que no llegaríamos tan lejos y era mi turno de
sonreír.
—Creo que deberías irte, rey Adrian —dije y me llevé una mano al
cabello—. Debo arreglar mi apariencia.
Sus ojos brillaron con intensidad.
—Por supuesto, mi reina —dijo y se inclinó.
Cuando salió de la habitación, me costó todo lo que pude permanecer
de pie.
Acababa de terminar de echarme la mitad del cabello hacia atrás,
dejando que el resto se enroscara en mi espalda, cuando llegó mi padre,
vestido de azul real. El contraste entre nosotros era muy marcado, nuestros
colores chocaban. Hoy tenía un aspecto sombrío y las arrugas alrededor de
la boca parecían más profundas.
—Padre —dije, poniéndome de pie. Le eché los brazos al cuello y lo 69
abracé.
—Mi Issi —dijo, y al separarnos, me quitó un rizo del hombro—. Estás
preciosa.
Sonreí.
—Gracias.
Su cumplido era genuino, pero podía sentir la extrañeza entre nosotros.
Los dos pensábamos lo mismo: no debería estar hermosa para él.
—Te traje algo —dijo y me tendió un pequeño paquete rectangular. Lo
agarré y me senté en el banco frente al espejo antes de arrancar el papel
beige para descubrir una caja de madera tallada con incrustaciones de
nácar. Me recordaba a las cosas que mi madre guardaba de su tierra.
—Ábrelo —animó mi padre, y cuando lo hice, sonó una canción de
cuna.
—Una caja de música —susurré.
—Sí. Lo mandé hacer para tu cumpleaños... pero como no estarás aquí,
pensé que era un regalo apropiado para hoy. La canción es una que tu
madre tarareaba antes de que nacieras.
Se me llenaron los ojos de lágrimas.
—¿Cuál es la canción?
—No sé el nombre —dijo—. Sólo algunas palabras.
Se quedó callado un momento, y luego dijo:
75
—¡I ssi, espera! —gritó Nadia.
No dejé de correr hasta que estuve en la mitad del
jardín. El atardecer se había desvanecido y no había ni
rastro del sol poniente, sólo oscuridad y luz de estrellas.
Mi pecho subía y bajaba, y levanté la cabeza hacia el cielo.
Me había casado con el rey de Sangre.
Yo era su esposa.
Nunca me había sentido tan conflictiva, tan frustrada por el tira y afloja
de mi cuerpo. Me sentía en los extremos: odio profundo y deseo ardiente. No
había un término medio, no había una forma segura de hacerlo. Nos
juntábamos y estallábamos.
Nadia finalmente me alcanzó, sin aliento.
76
—¡Por la diosa, corres rápido! —se quejó. Una vez recuperada,
preguntó—: ¿Estás bien?
No podía responder, y Nadia debió tomarlo como una conmoción.
—Por supuesto que no lo estás —dijo—. Te acabas de casar con un
monstruo.
Me estremecí, aunque sus palabras eran ciertas.
Ella continuó.
—No puedo creer lo vulgar...
—¿Podemos no hablar de ello, Nadia? —Sabía muy bien lo que había
dicho Adrian. Sus palabras habían calado hondo en mi piel—. Acabemos
con esto.
Me dirigí hacia el castillo y Nadia me siguió.
—Lo matarás, ¿verdad?
No respondí. No es que no quisiera intentarlo; es que no sabía si iba a
funcionar.
No volví a mi habitación ni a la de mi madre. En su lugar, Nadia me
condujo a otra suite de la torre este, donde solían alojarse los invitados.
Excepto que nadie había venido a las fronteras de Lara desde que el rey de
Sangre había comenzado su invasión, salvo el propio Adrian. En el interior,
la habitación olía a polvo. Una gran cama ocupaba la pared más alejada,
con los cuatro postes decorados en franjas de terciopelo oscuro. Un par de
ventanas daban al bosque y ofrecerían una notable vista del amanecer de
mañana. Una bañera de hierro esperaba, llena de agua humeante.
Nadia me ayudó a quitarme el vestido y, antes de que pudiera
acumularse a mis pies, me giré para mirarla. Mantuve la mano sobre el
pecho, en parte para sujetar el vestido, pero también para evitar que la hoja
que me había metido entre los pechos cayera al suelo.
—¿Puedo estar sola, Nadia?
Era la segunda vez que la despedía, pero esta vez no dudó.
—Por supuesto. Yo... vendré mañana.
—Espera hasta que te convoque —dije—. Por favor.
No sabía lo que me depararía el día de mañana, pero sabía que querría
tener tiempo para recuperarme.
Se me quedó mirando, y después de un momento, tomó mi cara entre
sus manos, presionando un beso en mi frente. 77
—Si te hace daño...
—No me hará daño —dije y luego pensé: a menos que yo le haga daño—
. Puedo cuidarme sola, Nadia.
—¿Pero deberías tener que hacerlo? —preguntó.
—Tal vez deberías preguntarle a tu diosa —dije.
No era justo decirlo, pero era lo que sentía.
Nadia suspiró, y noté las sombras bajo sus ojos mientras hablaba:
—Te quiero, dulce niña.
—Te quiero —susurré, las palabras apenas audibles mientras ella
cerraba la puerta.
Una vez que se fue, me solté el vestido y, mientras caía al suelo, saqué
la hoja de debajo de la camisola y crucé la habitación para meterla detrás
de la cama, donde el colchón se unía al marco. Esperaba poder alcanzarla
cuando la necesitara.
Cuando mi arma estuvo en su sitio, me quité la tela y me metí en la
bañera, deleitándome con este tiempo para mí, porque sabía que, al menos
durante la siguiente semana, no volvería a estar sola. Aparté esos
pensamientos y me concentré en el baño, en el calor del agua, en el vapor
que me hacía sudar y en el aceite con aroma a vainilla que se acumulaba en
la superficie.
Me quedé en el agua hasta que se enfrió y luego me restregué la piel,
probablemente con demasiada fuerza, tratando de eliminar la sensación aún
persistente del toque de Adrian. Era inútil, ya que pronto lo vería, pero
esperaba poder borrar la sensación de necesidad, de deseo que había
inspirado en mí.
No funcionó.
Salí del baño zumbando todavía con una energía eléctrica que
necesitaba gastar. Me sequé con la toalla y me puse sólo una bata roja
transparente, sin molestarme en atarla. El objetivo no era esconderme. Me
estaba exhibiendo como carne en un gancho para que el depredador la
probara, pero también le mostraría a Adrian que estaba desarmada y, con
suerte, bajaría la guardia.
Recorrí el perímetro de la sala. Me di cuenta de que nadie había
utilizado este espacio durante bastante tiempo. Una gruesa capa de polvo lo
cubría todo, y el único elemento limpio de la habitación era la ropa de cama.
Me quedé mirándola durante un rato, incapaz de moverme del lugar donde 78
se suponía que iba a consumar mi matrimonio, deseando sentir asco en
lugar de esta extraña excitación, y cuando no lo conseguí, me acerqué a la
ventana, justo cuando se abrió la puerta detrás de mí.
Esperaba ver a Killian y me sentí culpable por el miedo que me había
dado ese pensamiento. En cambio, era Adrian. Cuando me giré hacia él, se
detuvo, sin poder ocultar su sorpresa. Estaba segura de que no imaginaba
que lo esperara así, desnuda y con encaje rojo.
—No eres pudorosa, mi reina.
—¿Tengo necesidad de serlo?
Adrian cerró la puerta y sus botas golpearon el suelo al acercarse. Se
quitó el abrigo y lo tiró sobre la cama. Le siguió la túnica. Tragué saliva al
ver su pecho desnudo: tenía los hombros anchos, la cintura estrecha y los
músculos esculpidos con una precisión que sólo se consigue con el
entrenamiento constante. Al igual que me maravillaba su cuerpo, también
me maravillaba su atrevimiento.
—Ya has hecho esto antes —dijo. No era una pregunta.
No estaba segura de por qué dudaba, pero él sonrió, apenado, sombrío,
casi como si me prometiera que no pensaría en nadie más allá de esta noche.
—No te preocupes. No anularé el matrimonio, pero esperaré con ansias
una buena follada.
Entrecerré los ojos y él me tendió la mano.
—Ven.
No me moví, su orden me ancló.
—Antes de follar, tengo preguntas.
Dejó caer la mano a su lado.
—No quiero hablar —dijo, con los ojos oscurecidos.
Fruncí el ceño.
—¿Debo recostarme y guardar silencio?
Sus labios se torcieron.
—Prefería esperar que fueras tan feroz como en batalla.
—Derramo sangre en batalla. ¿Eso es lo que quieres?
—Si lo prometes, te dejaré hacer tus preguntas.
—¿Lees la mente? 79
Me respondió diciéndome lo que estaba pensando.
—Sólo cuando eres muy... apasionada. Como ahora, que odias mi
sonrisa. Antes, te preguntaste cómo se sentiría mi piel contra la tuya, cómo
me sentiría dentro de ti.
Apreté los dientes y rápidamente dirigí mis pensamientos hacia mi
siguiente pregunta.
—Ayer en el bosque, sacaste palabras de mi boca contra mi voluntad.
—¿Es una pregunta?
—No había terminado —dije, dando un paso más—. Si vuelves a hacer
eso, te cortaré las bolas y te las meteré por la garganta. Lo juro.
Su exasperante sonrisa nunca abandonó su rostro.
—¿Algo más antes de empezar, mi reina?
Tenía más preguntas, sobre todo acerca de su magia, pero hacerlas
significaría admitir el insaciable deseo que había sentido por él ayer, y
aunque sabía que probablemente él era consciente, podía fingir que no era
real mientras las palabras no salieran de mi boca.
—Eso no era magia —dijo, respondiendo a mis pensamientos.
—¿Qué quieres decir con que no era magia? Yo nunca...
—¿Deseas un monstruo? —preguntó, y luego inclinó la cabeza—. Dime
cuántas veces te tocaste e imaginaste que era yo.
Intenté empujarlo, pero me agarró las manos.
—Te burlas de mí —le espeté.
—Sólo te pido que te enfrentes a tu deseo por mí. ¿Ayudará si admito
el mío?
Mis ojos bajaron hasta donde su carne se abultaba. No necesitaba que
lo admitiera; podía verlo.
Extendió la mano y sus dedos rozaron mis labios. Mi mano se aferró a
su muñeca.
—Cumpliré mi promesa —dijo, sosteniendo mi mirada, y tras un
momento, guié su mano por mi garganta hasta mi pecho, donde, en contra
de mi buen juicio, deseaba su toque. Entonces, su boca chocó con la mía y
ambas manos amasaron mis pechos a través de la bata de encaje. La tela
creaba una áspera fricción que me provocaba mientras sus dedos me
frotaban los pezones. Le rodeé el cuello con el brazo mientras su lengua me 80
acariciaba la boca con sabor a vino.
Me pregunté distraídamente si se había alimentado antes de venir aquí
y sólo había bebido vino para disimular el sabor, pero no pude continuar
con ese pensamiento cuando Adrian me levantó y guió mis piernas alrededor
de su cintura. Me puso una mano en la espalda, me agarró el culo con la
otra y se frotó contra mí, provocando oleadas de placer en mi cuerpo. Me
sentía volátil en sus manos y quería explotar.
Nos guió hasta la cama y, mientras me hundía en las mantas, la boca
de Adrian pasó de la mía a mi cuello. Sus dientes rozaron mi piel y me tensé.
—No me alimentaré —susurró, sin aliento—. Aunque eres dulce.
Me besó por todo el cuerpo, entre mis pechos, a lo largo de mi estómago.
Su cuerpo separó mis piernas, rozando mi clítoris mientras se sentaba sobre
sus talones y me miraba. No esperó, no me provocó. Sus dedos se limitaron
a separar mi carne caliente, y fue más de lo que jamás podría haber
imaginado. Arqueé la espalda y, al hacerlo, mis manos desaparecieron bajo
las almohadas. Recordé brevemente que no debería estar disfrutando de
esto.
Sobre mí, Adrian siseó, luego bajó, y colocó su boca sobre mi clítoris.
Un sonido que nunca había oído, una sensación que nunca había sentido
brotó del fondo de mi estómago. Lo odiaba por esto tanto como lo deseaba.
En lugar de buscar mi daga, me empujé contra el cabecero, presionándome
en su boca. Una de mis manos buscó su muñeca y lo atraje más adentro de
mí, sus dedos se curvaron. La presión llegó a su punto álgido, y cuando me
corrí, me invadió la necesidad de su polla.
La frustración me dividió: una parte de mí quería esto, pero odiaba esa
parte. Adrian era mi enemigo, y su boca acababa de llevarme al clímax, una
boca que extraía sangre de otros. Un monstruo que sólo me tenía debajo de
él porque había amenazado con entrar en guerra con mi reino a menos que
me casara con él.
Adrian volvió a besar mi cuerpo, deslizando la lengua, rozando los
dientes, y cuando su cara se acercó a la mía, agarré mi daga y se la clavé en
el costado.
Gruñó. Fue un sonido que no esperaba que hiciera. Se echó
rápidamente hacia atrás y se arrancó la daga de la carne. La sangre brotó
de la herida y me miró con ojos llenos de ira y lujuria. Volvió a centrar su
atención en la hoja y gruñó de nuevo, lanzándola por la habitación. La hoja
se estrelló contra el suelo de piedra. 81
—Oh, cariño, te arrepentirás de eso.
Me agarró la cara, acercándose. Lo miré fijamente, esperando su
represalia, el mordisco que acabaría con mi vida mortal. Mi ataque no había
hecho nada. Pero en lugar de convertirme, abandonó la cama.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, sentándome.
—Me resulta un poco difícil continuar donde lo dejamos, teniendo en
cuenta que acabas de intentar matarme —dijo—. Esperaré hasta que estés
hambrienta una vez más, y si tienes suerte, te follaré.
Me burlé.
—Como si fuera a pedirte que vuelvas a mi cama.
Adrian se metió los dedos en la boca, saboreando mi liberación
mientras sonreía.
—Creo que lo harás, Sparrow.
La luz de la luna recorrió su espalda mientras se alejaba y, por primera
vez, vi las protuberancias que atravesaban sus hombros y su espalda. Eran
cicatrices, curadas desde hacía mucho tiempo, al menos exteriormente, y
me pregunté qué cosa horrible había hecho para recibir un castigo tan
espantoso.
Me desperté con un sudor frío, el espacio entre mis muslos me dolía.
Los apreté y luego me rendí con un grito frustrado, separándolos y
levantando las rodillas. Si Adrian estuviera cerca, lo apuñalaría de nuevo
por esto, por este dolor interminable que me había llevado a darme placer,
y a fracasar, tres veces en los últimos dos días. Me permití hacer círculos en
mi clítoris y separar mi carne, pero el intento de encontrar la liberación fue
en vano. Frustrada, me senté y descubrí que Adrian me observaba desde el
otro lado de la habitación. Estaba sentado, recostado, con los ojos llenos de
cosas que nunca había visto. La luz de la luna lo iluminaba, con una franja
sobre su rostro y su pecho. Se había cambiado y ahora llevaba lo que parecía
una bata. Tenía un aspecto depredador y sexual, y supe que tenía que
tenerlo.
Me levanté de la cama y me quité la bata. No dijo nada mientras me
acercaba. Esperaba que me dejara hacer lo que deseaba por la forma en que
me miraba. Pero cuando me puse a horcajadas sobre él, me agarró por la
cintura y se puso de pie.
—Oh no, cariño —dijo y me giró para que mi espalda quedara pegada
a su pecho, con su excitación apoyada en mi culo—. Aquí no tendrás el
82
control.
Su lengua tocó mi mandíbula y luego mi cuello, donde succionó la piel
hasta que dolió antes de empujarme hacia la cama.
Mantuvo una de mis manos asegurada a mi espalda y la otra la usé
para sujetarme contra el reposapiés donde me inclinó. Su rodilla se
introdujo entre mis muslos, ampliando mi postura, mientras guiaba la
punta de su polla contra mi abertura. Mi aliento se escapó en un jadeo
estremecedor.
—¿Puedes manejar esto? —Sus palabras estaban impregnadas de una
lujuria apenas contenida, y aunque todos sus movimientos hasta ese
momento habían sido bruscos, su pregunta me ofrecía una extraña especie
de consuelo. Sabía que si decía que no, me soltaría.
Y debería haber dicho que no, excepto que, al hablar, supe que había
estado más segura que nunca.
—Sí.
La palabra se convirtió en un gemido gutural cuando Adrian me llenó
de un solo empujón brutal. Se detuvo para soltar mi brazo, sólo para
enterrar sus dedos en mi cabello. Con las dos manos libres, me agarré al
reposapiés mientras sus caderas se movían, introduciéndose en mí. La cama
golpeó contra la pared. Fue un sonido que se unió a los gritos desgarrados
que salían de mi garganta.
—Sí —siseó Adrian. Su mano se aferró a mi cabello, la otra se dirigió a
mi cuello y me guió para que mi espalda se inclinara y mis omóplatos se
encontraran con su pecho. En esta posición, él no podía embestir, en
cambio, apretó sus caderas contra mí, provocando una nueva sensación que
hizo arder todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo—. Grita mi
nombre, Sparrow, para que tu comandante oiga lo fuerte que te hago correr
—dijo contra mi oído, y entonces sus dientes me rozaron la piel, trazando
de nuevo un camino por mi cuello hasta el hombro, donde lamió y chupó
hasta que estuve segura de que me saldría un moratón.
Esta era su forma de reclamarme, y ahora mismo, no podía ni siquiera
odiarlo porque este placer... era exquisito.
Me soltó y sólo tuve tiempo de volver a sujetarme a la cama antes de
que me penetrara con más fuerza. Se me escapó la respiración en un extraño
sonido —un gemido gutural que sólo podía comunicar la presión que se
acumulaba en mi interior, la tensión que endurecía cada músculo— hasta
que mi cuerpo estalló, dejándome débil y estremecida. No me di cuenta de 83
lo que estaba ocurriendo hasta que Adrian me levantó en sus brazos y me
llevó a la cama.
Comparado con la ferocidad con la que acabábamos de unirnos, sus
movimientos fueron suaves mientras me acomodaba sobre las sábanas. Mi
cuerpo se relajó, a pesar del agarre de mi enemigo. Demasiado agotada para
luchar o para hablar, me limité a sostener su mirada, todavía nublada por
el deseo y una extraña calidez que parecía fuera de lugar dado lo que había
costado llegar a este punto.
Adrian se cernió sobre mí, con su rostro a escasos centímetros del mío.
—¿Cómo estás? —me preguntó.
No sabía qué responder. Me sentía como una traidora a mi pueblo.
Así que me quedé callada y Adrian me hizo otra pregunta.
—¿Estás lastimada?
Negué con la cabeza.
Me miró un instante más. Esperaba que se marchara entonces, pero
en lugar de eso, me llevó la mano a la cara, sus dedos me rozaron
ligeramente la mejilla antes de que me diera un beso entre los pechos,
bajando por el vientre, hasta situarse entre mis muslos. Desde ese lugar,
miró todo mi cuerpo, como si yo fuera lo único que había deseado, un premio
que había buscado desesperadamente y que finalmente había reclamado.
Entonces recordé a quién tenía entre mis muslos: al rey de Sangre, un
conquistador cuyo verdadero deseo era poner a Cordova de rodillas.
Mientras mis pensamientos se tornaban desfavorables, él separó mi
carne y su boca se dirigió a mi clítoris. Lo empujó contra la punta de su
lengua, chupando ligeramente antes de soltarlo para lamerlo. Siguió esa
secuencia, lenta y contenida, y yo perdí el control de la ira y el odio mientras
me retorcía.
No podía decidir dónde debían ir mis manos: en mi cabeza o en su
cabello. Mis talones no podían encontrar un lugar seguro donde anclarse,
resbalando en la ropa de cama cuanto más se tensaban mis músculos, y
cuando sus dedos atravesaron mi carne, quise arquearme, pero él me
mantuvo en el sitio, devorándome.
Una vez más, me encontré incapaz de controlar el sonido o el volumen
de mi voz mientras me concentraba en la sensación indecente de sus largos
dedos enroscándose dentro de mí, y en el ritmo vibrante de su lengua contra
mi clítoris. Se me cortó la respiración y, de repente, se me congelaron los 84
pulmones. Mi pecho no se agitaba mientras cada parte de mi cuerpo se
tensaba.
Me corrí con más fuerza que antes, en un arrebato de jadeos
desesperados y músculos temblorosos, y sólo entonces Adrian me soltó para
subir por mi cuerpo. Sus labios se posaron sobre los míos mientras hablaba.
—Dulce —dijo y sumergió su lengua en mi boca para que pudiera
saborearme. Comprendí que, por mucho que se tratara de placer, era más
bien una cuestión de poder. Adrian había probado mi implacable necesidad
de su cuerpo, y me pregunté quién en el castillo estaría siendo testigo de mi
vergüenza, de lo fuerte que me había hecho correr. No dudaba de que el
personal curioso e incluso los miembros de la corte se quedaron escuchando
en el pasillo, aunque estaba segura de que esperaban un resultado
diferente: un rey decapitado en lugar de uno complacido.
Mi furia contra mí y contra él fue repentina, y me dio nuevas fuerzas.
Cuando se puso de espaldas, lo seguí y me senté a horcajadas sobre él; su
polla erecta estaba entre mis muslos, aún húmeda por mi liberación.
—No te corriste —le dije.
Sonrió.
—Esto era por ti.
—¿No crees en mi capacidad para darte placer?
—Oh, Sparrow. Me complaces.
—Y sin embargo tienes la polla llena —señalé y me retorcí contra él.
Adrian jadeó, y sus dedos agarraron mis muslos.
—¿Te gustaría correrte? —le pregunté. Podía volver a tomarlo, y él
gritaría mi nombre igual de fuerte, un intercambio parejo.
—Me gustaría —dijo, con sus ojos clavados en los míos.
—¿Dónde? —susurré y me incliné para darle un beso en el pecho. Era
íntimo, pero él había hecho lo mismo conmigo—. ¿Dentro de mí? ¿O en mi
boca?
Mi pregunta fue recibida con silencio, y cuando miré a Adrian, me
miraba como si no pudiera creer lo que le acababa de preguntar. Pero la
comisura de su boca se curvó y respondió:
—Tómame en tu boca.
Me aparté de él y tomé sus manos, guiándolo a una posición sentada
en el borde de la cama antes de arrodillarme entre sus muslos. Lo observé 85
mientras mis dedos se cerraban en torno a su dura longitud, aplicando
presión desde la base hasta la punta de su polla, donde mi pulgar se
entretuvo, provocando y masajeando mientras su orgasmo se acumulaba en
la punta.
—¿Qué te gusta? —pregunté, con la voz entrecortada.
—Muéstrame de lo que eres capaz, Sparrow.
Entonces lo probé, lamiéndolo como él lo había hecho conmigo, antes
de que mi boca se cerrara sobre su polla. Él gimió y sus manos se enredaron
en mi cabello. Se lo permití, mientras alternaba mi lengua sobre su longitud
y sus bolas y presionaba besos en sus muslos. Luego me aparté para
mojarme las palmas de las manos con toda la saliva que pude antes de
rodear con ambas manos la base de su polla. Mientras lo acariciaba, presté
atención a la punta, prodigándola con mi lengua y ahuecando mis mejillas.
Fue un sube y baja que dejó a Adrian gimiendo y sus manos apretando mi
cabello, con los dedos rozando mi cuero cabelludo. Los músculos de sus
piernas se estrecharon contra mi cuerpo.
—¡Mierda! —La maldición de Adrian fue un siseo, y levanté la mirada
para encontrar su cabeza echada hacia atrás, su garganta trabajando, su
respiración entrecortada y rápida. Entonces sus ojos volvieron a los míos
mientras gritaba—: Sí.
Le sostuve la mirada, deseando que pensara en este momento, que
nunca lo olvidara. A partir de este día, nunca se libraría de mí. Nunca se
libraría de la necesidad que me atormentaba desde nuestro encuentro en el
bosque. Lo perseguiría, llenando su polla hasta que estuviera a punto de
estallar sin más salidas que mi cuerpo.
La idea me hizo sonreír alrededor de su longitud, y gemí, cerrando los
ojos. No creía que fuera posible que sus manos me apretaran más, pero lo
hicieron, y mis ojos se humedecieron ante su agarre, pero continué hasta
que se corrió en mi boca. Mientras tragaba, me puse de pie y agarré su cara,
acercando mis labios a los suyos, separando su boca con mi lengua. Me
saboreó con avidez, con las manos guiándome para que volviera a sentarse
a horcajadas sobre él.
Cuando me aparté, miré fijamente a los ojos del rey de Sangre, mi
marido y enemigo.
—Sabía que me gustaba tu boca —dijo, con su pulgar rozando mi labio
inferior. Lo mordí con fuerza, y él se rio antes de girar y sujetarme a la cama
una vez más. Mientras miraba sus ojos hambrientos, mis piernas se
abrieron, dando la bienvenida a lo que fuera que me ofreciera, porque por 86
mucho que estuviéramos luchando por el control, me había dado la única
cosa que había estado buscando.
Placer.
M
e desperté por movimiento, tumbada boca abajo en la cama
que había compartido con Adrian. Al abrir los ojos, me
encontré con la puerta abierta mientras las sirvientas
llevaban cubos de agua humeante a la bañera de metal. Me puse de espaldas
y me senté, sujetando las mantas contra mi pecho. Tenía el cuerpo dolorido
y pegajoso, y estaba bastante segura de que sólo hacía una hora que me
había dormido.
Encontré a Adrian de pie junto a la ventana, contemplando la noche.
Estaba completamente vestido y con ropa diferente a la que había llevado
en la boda. No era tan fina como la de anoche, sino que era ropa de viaje.
Aun así, parecía todo un gobernante, vestido de negro y carmesí. No llevaba
adornos, pero no los necesitaba. Su presencia hablaba de su poder.
¿Cómo estaba funcionando después de la noche que habíamos pasado
juntos?
87
Ante ese pensamiento, me miró por encima del hombro.
—No necesito dormir tanto como tú para sentirme descansado —dijo.
—Eso no parece justo.
Se volvió completamente hacia mí, y hubo un momento en el que sólo
pude pensar en cómo se había sentido su piel contra la mía, en cómo su
cuerpo se había movido dentro del mío, en lo desesperada que había estado
por correrme y hacer que se corriera. Unos hilos de deseo se enroscaron en
mi cuerpo, enrojeciendo mi piel.
Puede que llevara sus marcas, pero su cuerpo también llevaba las mías,
y ese era el motivo por el que me sentía dividida. Aunque había encontrado
a mi pareja en el placer, fue a través del cuerpo de mi enemigo.
—Sé lo que piensas de mi especie —dijo, y hubo un atisbo de diversión
antes de que su expresión se volviera más seria—. Pero hay más en nosotros
que las partes monstruosas.
—¿Intentas sugerir que tienes cualidades que te redimen como
asesino?
—¿Por qué no le haces esa pregunta a tu padre? —dijo Adrian.
—Mi padre no es un asesino. Ha luchado valientemente para defender
su reino.
—¿Así que sólo se es asesinato cuando se mata a tu gente? —preguntó
Adrian.
Lo fulminé con la mirada.
—Fuiste creado para maldecirnos.
Adrian se quedó mirándome, y no pude saber qué le pareció mi
comentario. Pero tras una breve pausa, se lamió los labios y respondió:
—Bueno, no puedo discutir con eso.
El rey de los vampiros cruzó la habitación hasta la silla junto al fuego
donde lo había encontrado sentado anoche, antes de que comenzara nuestro
enlace. Agarró una capa forrada de piel y se la puso sobre los hombros.
—Báñate —dijo—. No tendrás la oportunidad durante la próxima
semana.
Lo miré fijamente, pero me levanté, queriendo borrar de mi cuerpo toda
evidencia de su pretensión hacia mí. Al oír mi pensamiento, se rio.
88
—Eso no es posible.
Agarré el objeto más cercano, que resultó ser un pesado candelabro de
latón, y se lo lancé. Pasó por encima de él y golpeó la pared, dañando un
cuadro que colgaba justo detrás de su cabeza.
—¡Deja de leer mi mente! —grité.
—Eso es como pedirte que dejes de sentir —dijo.
Suspiré, frustrada.
—Te odio.
—Odias partes de mí —dijo.
—Odio todas tus partes —dije. Dejé que mis ojos se desplazaran hacia
abajo, pero él estaba completamente vestido, y era imposible saber si estaba
excitado.
—Entonces, ¿por qué te preguntas si estoy excitado? —preguntó.
—Porque quiero saber si te excita discutir —dije.
—Sí —respondió—. Para responder a ambas cosas.
Fruncí el ceño.
—Deja de leer mi mente.
Se rio, y balanceé las caderas mientras me dirigía a la bañera de hierro.
Esperaba que su polla estuviera dura y sus bolas pesadas por la necesidad.
El agua humeaba, haciéndome sudar a medida que me acercaba. Me
hundí en ella, gimiendo mientras Adrian se acercaba, agarrando algunos
objetos de una mesa cercana.
—¿Jabón? —preguntó.
Miré sus extraños ojos y luego dejé que mi mirada se dirigiera a su
mano, vacilante, preguntándome si era algún tipo de truco.
—Puedes llamar a Nadia —dije.
—No pensé que quisieras que te viera así —respondió.
Sabía a qué se refería. Me miré los pechos, con la piel cubierta de
oscuros moratones por la boca hambrienta de Adrian. Ya era bastante malo
que el rey de Sangre viviera, peor era que yo hubiera dejado que me tocara,
que entrara en mí, que me destruyera, y él lo sabía. Excepto que en lugar
de obligarme a enfrentarme a mi gente en un estado que me expondría a la
vergüenza, me estaba protegiendo de ella.
Tomé el jabón y la toalla que me ofreció. 89
—Gracias.
Inclinó la cabeza antes de darme la espalda y volver hacia la ventana.
—¿Saldremos hacia Revekka esta noche?
—Sí.
—Si pretendes conquistar el resto de Cordova, ¿por qué no me dejas
aquí hasta que tu conquista esté completa?
—No.
—¿Así que me dejarás en Revekka mientras conquistas mi país?
—Volveré a Revekka contigo y me quedaré hasta que te establezcas
como mi reina.
—¿Te arriesgarías a que las Nueve Casas conspiraran contra ti en tu
ausencia?
—Las Casas pueden conspirar todo lo que quieran. Yo soy inevitable.
Él no tenía miedo. Creía que era realmente intocable.
Y lo era, por lo que se sabía. Lo había apuñalado en el costado y se
había curado inmediatamente. Mi padre debió creerlo también, y por eso
ahora estaba casada con el rey de Revekka.
Lo miré fijamente.
—¿Y qué significa ser establecida como tu reina?
Era la única pregunta que me importaba ahora.
—Mi gente debe respetarte —dijo—. Pero ellos son depredadores y tú...
eres un gorrión.
—¿Me estás llamando débil?
La idea me hizo apretar la toalla, y cuando me miró, su mirada era
suave y extrañamente orgullosa.
—Ambos sabemos que no eres débil —dijo—. Pero ni siquiera tú puedes
sobrevivir al Palacio Rojo sin que alguien te enseñe nuestras costumbres.
Nunca había pensado mucho en las costumbres de los vampiros, pero
ahora me preguntaba: ¿cuál era su cultura? ¿Eran tan bárbaros entre ellos
como lo eran con los míos?
Adrian ciertamente lo hizo parecer así.
Llamaron a la puerta y nos dirigimos a ella. Antes de que ninguno de
los dos pudiera hablar, Nadia entró, acunando toallas. Se detuvo, mirando 90
algo, antes de inclinarse para recoger el cuchillo que yo había usado para
apuñalar a Adrian. Lo sostenía por el pomo, entre el pulgar y el índice, con
la hoja cubierta de sangre de Adrian.
—Buenos días, Nadia —dije, doblando las rodillas hacia el pecho, como
si pudiera ocultar los moratones de mi piel.
Su mirada pasó del cuchillo a mí y luego a Adrian, y supe que estaba
tratando de entender cómo había llegado allí y cómo Adrian y yo seguíamos
ilesos. Después de un momento, pareció salir de su asombro y habló.
—Issi —dijo—. Buenos días. —Se acercó a la cama, donde dejó la daga
en la mesita de noche—. Traje toallas limpias y tu ropa de viaje —dijo,
colocándolas en el banco al final de la cama—. ¿Te ayudo a vestirte?
Abrí la boca pero dudé. Mi mirada se desvió hacia Adrian. Odiaba tener
que recurrir a él para que me guiara. Después de un momento, asintió.
—Nos vamos en una hora —dijo—. Querrás despedirte antes de eso.
Las botas de Adrian golpearon el suelo mientras se dirigía a la puerta.
Nadia y yo nos miramos fijamente hasta que se cerró y nos quedamos solas.
—Issi. —Las manos de Nadia cayeron a los lados—. ¿Estás bien?
—Estoy bien, Nadia —dije rápidamente y volví a frotar mi piel y mi
cabello.
—Deja que te ayude —ofreció, y me hundí bajo el agua, conteniendo la
respiración hasta que me dolieron los pulmones. Cuando volví a salir a la
superficie, me levanté y salí de la bañera, mirando a mi doncella.
Se quedó mirándome, con la boca abierta.
—Issi. —Jadeó.
—Sé testigo de mi vergüenza, Nadia —dije—. No pude matarlo.
Y dejé que me follara.
Nadia pareció sobreponerse lo suficiente como para agarrar una toalla
y envolverme en ella mientras me acercaba para darme un fuerte abrazo.
Dejé que me abrazara, porque probablemente sería la última vez que la
viera. Se retiró y me aferré a la toalla mientras me acunaba el rostro.
—¿Te hizo daño?
—No.
Era la verdad. Había sido duro, incluso brutal, pero no era nada que
no hubiera aceptado.
—¿Te... le… ofreciste? 91
—¿Qué? No —dije, pero al negar su pregunta, sus ojos se dirigieron a
mi cuello y mis hombros. Suspiré y la empujé para buscar la ropa que me
había traído.
—No puedes culparme por preguntar, Issi. Lo dejaste...
—Follarme —interrumpí—. No significa nada, Nadia.
Me miró de reojo.
—Significa algo de donde yo vengo.
—No tiene nada que ver con el lugar de donde eres. Sabes muy bien
que tuve otros amantes. Te horrorizas sólo porque es Adrian.
—¿Adrian? ¿Le llamas por su nombre de pila?
Metí los pies en el pantalón de cuero y me puse la túnica azul que había
traído.
—¿Intentaste matarlo? —preguntó Nadia.
Me incliné hacia ella, empujando mi mano hacia la mesa.
—¿No viste el cuchillo ensangrentado?
—¿Cuántas veces lo apuñalaste?
—No importa —dije—. ¿Porque sabes lo que pasó a los pocos segundos
de apuñalarlo? Se curó.
Ni siquiera quedaba una cicatriz, lo que significaba que las cicatrices
de la espalda y la de la cara estaban allí antes de que se hiciera inmortal.
Nadia parecía un poco conmocionada por la noticia. Aun así, dijo:
—No sabía que te rindieras tan fácilmente.
—¿Rendirme?
—¿Tu primer intento de asesinar al rey de Sangre será el último?
La miré fijamente.
—¿No has oído nada de lo que he dicho? No se lo puede matar, Nadia.
—Todo muere, Isolde. —Cruzó la habitación y recuperó el cuchillo de
la mesita de noche antes de acercarse de nuevo a mí—. Podrías ser la
salvadora de tu pueblo, de todo el país, y cuando lo hayas conquistado,
podrás volver a Lara, donde perteneces.
Ya me dolía el pecho y me escocían los ojos. Volver a Lara. Todavía no
me había ido y ya estaba desesperada por regresar a casa. 92
—Esta es una oportunidad, Issi —dijo Nadia y puso el cuchillo en mi
mano—. El rey de Sangre tiene una debilidad, y debes encontrarla.
Nadia se fue después de su sermón y yo terminé de prepararme.
Acomodé mis armas, asegurando mis cuchillas retráctiles en las muñecas.
Las cuchillas en sí no eran largas, y llevaban tanto tiempo en mi piel que no
las sentía. También limpié el cuchillo que me había dado Nadia, quitando la
sangre de Adrian, aunque después pensé que tal vez debería haberlo
guardado como prueba de que al menos había intentado asesinarlo. Cuando
terminé, me enfundé el cuchillo en la cintura. La última prenda que me puse
fue una capa con cuello alto; era práctica para las noches heladas, pero
ocultaba mi deshonra al salir de la habitación que había sido testigo de mi
traición.
Seguía enfadada porque, incluso ahora, lo deseaba, porque anoche no
pude evitar tocarlo, porque había aprovechado cualquier oportunidad para
montar su polla y dejar que se corriera dentro de mí. Él juró que no era
magia lo que me tenía atrapada, y yo le creí. Anoche, me habían reclamado
de formas que nunca antes lo habían hecho, y había actuado de formas que
sólo había soñado, pero había algo en Adrian que me hacía sentir que podía
ser apasionada, salvaje, erótica, sin restricciones.
Y así lo hice.
Cualquiera que fuera el origen de mi deseo, era primitivo, y él lo
igualaba.
Las diosas eran crueles.
Encontré a mi padre en el salón donde había comenzado mi pesadilla.
Hoy tenía un aspecto muy diferente, con mesas de madera colocadas en un
gran rectángulo, los bancos estaban repletos de cortesanos, ansiosos de
complacer a mi padre y de presenciar mi destino. El rey Henri estaba
sentado detrás de una mesa similar, junto a él el comandante Killian, cuya
mirada evité. Aunque él resultó ser la menor de mis preocupaciones, porque
al entrar, se hizo el silencio, y con ello mi malestar.
No se podía ocultar cómo había pasado la noche. Mi padre sabía que
me había enviado a consumar un matrimonio, y también lo sabía el reino, a
pesar de que mi unión era un asunto discreto y sin importancia. Esperaban
despertar esta mañana y descubrir que había matado al rey de Sangre. ¿Mi
padre había pensado lo mismo?
Me dirigí hacia él cuando me detuvo Marigold, la hija de lady Crina
Eder. A Marigold le gustaba más quedarse en la corte que en su tierra natal,
Belice, y había intentado hacerse mi amiga, pero no le gustaba lo que a mí 93
me gustaba. Tras un día a mi sombra, atravesando el bosque para explorar,
se había dado por vencida. Comprendí entonces que esperaba algo muy
diferente de una amistad conmigo: días en la corte con bonitos vestidos y
zapatos de seda, paseando sólo por los gastados caminos de los jardines
reales e intercambiando secretos del palacio.
Pero yo no era esa clase de princesa, y hoy no era esa clase de reina.
—Princesa Isolda —dijo e hizo una reverencia, con un vestido de lana.
Esta tela en particular había sido teñida de un púrpura intenso, que
contrastaba con sus vibrantes ojos verdes y sus rizos dorados.
Consideré la posibilidad de corregir su tratamiento, pero no lo hice. Me
conformaba con ser Isolda, princesa de Lara, otro día más.
—No tuve la oportunidad de verla ayer después de que se hiciera el...
acuerdo. Quería expresarle mis condolencias.
Su voz resonó en el vestíbulo, no porque estuviera hablando en voz alta,
sino porque todos seguían callados, observando nuestro intercambio.
—¿Su condolencia? —repetí.
Sabía que el matrimonio con el rey de Sangre no era lo ideal, pero
deseaba que todos dejaran de tratar esto como si fuera mi funeral.
—Debe estar devastada —prosiguió.
Imaginé que todos en Lara pensaban que podían suponer cómo me
sentía. Sólo tenían que tener en cuenta su odio por Adrian para
comprenderlo, pero había algo en el hecho de estar en esta habitación el
primer día de mi matrimonio con el rey de los vampiros, bajo los ojos
juzgadores de mi pueblo, que me hacía querer hablar sobre mi valentía.
—No estoy muerta, lady Marigold —dije.
Ella dudó.
—Puede que no haya podido elegir a mi pareja, pero sí puedo elegir
cómo continuar, y puedes estar segura de que utilizaré ese poder en
beneficio de mi pueblo, así que quizás debería felicitar a su reina.
Las mejillas de Marigold se sonrojaron y tartamudeó:
—Por supuesto. Me disculpo, reina Isolda.
Pasó junto a mí y se dirigió a la salida. Continué hacia el altar e hice
una reverencia.
—Buenas noches, padre —dije en voz baja y tomé asiento junto a él. La
comida que había en el centro de la mesa era la tradicional: quesos, carnes
94
secas y verduras. También había jarras de vino e hidromiel. Disfruté de la
vista y los olores, sabiendo que aquella era mi última noche de comida y
bebida familiares.
Mi última hora en casa.
Después de mi despedida, mi padre y su reino se retirarían a la cama
y quizás tendrían menos miedo a la noche.
—Isolde —dijo mi padre—. ¿Estás bien?
—Lo estoy.
Mantuve la mirada en mi plato vacío, con las mejillas encendidas. No
me atrevía a agarrar la comida. Se produjo de nuevo el silencio, y entonces
Killian habló.
—Coma. Debe tener hambre —dijo. Levanté la mirada. Él podría haber
terminado entonces, pero añadió—: Apenas durmió.
Era su forma de decirme que sabía cómo había pasado la noche, y sus
celos eran evidentes.
Entrecerré los ojos.
—Comeré cuando tenga hambre, Killian. Tal y como están las cosas,
estoy bastante saciada.
Sus ojos brillaron, como muestra de su sorpresa y conmoción ante mi
abierto desafío. El comandante dejó el tenedor y yo esperaba que se
abalanzara, que expusiera alguna parte de mi vida a toda la sala, pero mi
padre intervino, dejando sus propios utensilios y apartándose de la mesa.
Cuando se puso de pie, también lo hizo toda la habitación.
—Ven, Isolde —dijo en voz baja. Fue su tono el que me dijo que no
estaba en problemas y, sin embargo, mi corazón se aceleró al enfrentarse a
él solo. Aun así, me levanté y lo seguí hasta la antesala contigua, donde ayer
habíamos esperado la llegada de Adrian. Una vez dentro, me volví hacia él.
—Padre...
Antes de que pudiera terminar de hablar, me abrazó con fuerza. No dije
nada. En cuanto sentí el peso de sus brazos a mi alrededor, rompí a llorar.
—Te he decepcionado —sollocé.
—Nunca podrías decepcionarme.
Estaba segura de que si él supiera el alcance de mi verdad, no estaría
de acuerdo. En cambio, me agarró por los hombros y me apartó. Nuestros
ojos se encontraron y me tocó la barbilla. 95
—No sientas vergüenza, Isolde —dijo—. No eres más que una víctima
aquí.
Una víctima.
Odiaba la palabra. Yo también era princesa de Lara y ahora reina,
aunque no comprendía del todo lo que gobernaba: ¿una nación de
monstruos, un pueblo conquistado? Aun así, había poder en las ruinas de
la vida que estaba a punto de dejar atrás. Me negaba a caer bajo el peso de
estas circunstancias, no cuando tenía tanto a mi alcance.
No volvimos al gran salón. En cambio, salimos al exterior, en el frío
atardecer, y seguimos el camino de piedra que atravesaba el jardín de mi
madre. Los jardineros habían encendido faroles y las llamas proyectaban
una luz danzante a lo largo de nuestro camino. Mantuve mi brazo enlazado
con el de mi padre, pasando por parcelas estériles y árboles sin hojas,
nuestras respiraciones heladas mientras hablábamos.
—Intenté matarlo —dije, y los pasos de mi padre se ralentizaron—.
Sabía que los vampiros eran difíciles de matar, pero no creía que fuera
imposible. Sin embargo, Adrian es imposible de matar.
—Tal vez no sea Adrian quien deba morir —dijo mi padre largamente.
Fruncí el ceño. No lo entendía.
—¿Qué quieres decir?
—Hay un mal mayor que el rey de Sangre, Issi —dijo mi padre—. Y es
el poder que lo creó.
—¿Te refieres a la magia?
Asintió.
Hace más de doscientos años, antes de que las Nueve Casas se unieran,
los pueblos de Cordova fueron aconsejados por brujas, mujeres que al
principio se creía que estaban bendecidas con la capacidad de aprovechar
la magia, hasta que se volvieron contra sus reyes. Por su traición, fueron
quemadas en la hoguera en un evento conocido como la Quema. Se dice que
después, Dis, la diosa responsable de las brujas y su magia, maldijo a
Cordova con una plaga de miedos mortales. Poco después, los vampiros se
manifestaron desde la oscuridad y, con ellos, otros monstruos.
—Si Adrian tiene una maldición... ¿las maldiciones no pueden
romperse?
La mirada de mi padre se dirigió a la mía.
—Sólo el propio rey lo sabe —respondió. 96
Era la forma en que mi padre me decía que lo averiguara. Se dio vuelta
y tomó una de las rosas de medianoche de mi madre, recordándome una vez
más:
—Eres la esperanza de nuestro reino.
Me estaba encomendando una misión, que acepté al tomar la rosa.
Continuamos por el jardín, y cuando volvimos al castillo, Adrian nos
esperaba con el mismo vampiro de cabello oscuro que había estado presente
en nuestra boda.
—Mi reina —dijo Adrian mientras se llevaba la mano al corazón e
inclinaba la cabeza—. Permíteme presentarte a mi general, Daroc Zbirak.
Cuando mi mirada se dirigió a él, el general se inclinó, aunque tuve la
sensación de que lo hizo a regañadientes, lo cual me pareció bien, porque
yo hice lo mismo.
—General —dije, inclinando la cabeza, y mordiéndome la lengua para
no decir las cosas que realmente deseaba. Así que usted es el responsable
del incendio, la destrucción y la muerte en Cordova. Aun así, dejé que esos
pensamientos circularan por mi mente, esperando que mis emociones
fueran lo suficientemente fuertes como para que Adrian las escuchara.
Entonces me pregunté si Daroc poseía las mismas habilidades que Adrian.
—Daroc ha preparado tu escolta —dijo Adrian.
—He designado a mis mejores soldados como sus guardias, mi reina —
dijo Daroc—. Se les ha ordenado que vayan fuera de su carruaje durante
nuestro viaje a Revekka.
—Los carruajes son objetivos —dije—. No viajaré en uno.
Hubo un instante de silencio y miré a Daroc y a Adrian. Ninguno de los
dos parpadeó. No podía decir si estaban sorprendidos por mi respuesta o
irritados.
—Nuestro viaje será largo, mi reina —dijo Adrian.
—Soy una princesa nacida en Lara —dije—. Puedo cabalgar durante
horas.
Él levantó una ceja, y las comisuras de sus labios la siguieron.
—Muy bien. Te buscaremos un caballo.
Adrian miró a Daroc, que hizo una reverencia y se marchó, 97
presumiblemente a buscar mi caballo.
Tras su partida se produjo un silencio tenso. No pude evitar sentirme
completamente incómoda en presencia de mi nuevo marido y mi padre, y
me sentí aliviada cuando Adrian habló.
—Será bienvenido al Palacio Rojo dentro de dos semanas —le dijo a mi
padre—, cuando se haga oficial el nombramiento de Isolde como reina.
Enviaré una escolta para garantizar su paso seguro a mis tierras.
—Es muy generoso de su parte, rey Adrian —respondió mi padre, con
un tono que se acercaba al sarcasmo—. Agradezco cualquier oportunidad
de volver a ver a mi hija.
Algo espeso se acumuló en mi garganta, y me pregunté en quién me
convertiría en ese tiempo. ¿Mi padre me reconocería? ¿Me reconocería yo
misma?
—Issi es mi mayor tesoro —añadió mi padre, y mientras yo lo miraba,
él mantenía sus ojos sobre Adrian—. Confío en que pondrá su seguridad por
encima de la de usted.
Era la segunda vez que le pedía a Adrian que velara por mi bienestar.
Era un poco irónico dado que mi padre no podía hacer nada contra el rey de
los vampiros si decidía hacerme daño, salvo ir a la guerra.
—Por supuesto —respondió Adrian—. Ella es mi esposa.
Esas palabras fueron como un golpe en mi pecho. Deberían haber
sonado falsas, pero no lo hicieron. Lo miré fijamente, un poco
desconcertada. No esperaba que respetara nuestros votos matrimoniales tan
plenamente, especialmente cuando todavía estaba tramando formas de
asesinarlo.
Ese pensamiento hizo que Adrian sonriera, y fruncí el ceño. Tendría
que averiguar qué provocaba su lectura mental o una forma de velar mis
pensamientos. ¿Eso sería posible sin magia?
—Ya es hora, Isolde —dijo Adrian.
Hasta ese momento, creía que podía soportar dejar a mi padre, pero de
repente me enfrenté a la realidad, y me golpeó tan fuerte que me robó el
aliento. Se me cerró la garganta y me ardieron los ojos al enfrentarme a él.
—Te veré pronto, Issi —dijo papá y me besó la frente. Cerré los ojos
contra su afecto, queriendo memorizar este momento. Sentía que sería la
última vez que inhalaba su aroma, que sentía el calor de su toque, que oía
el sonido de su voz grave y áspera.
98
Tragué con fuerza.
—Te quiero —susurré a través de mis labios temblorosos.
—Te quiero —respondió él, y yo guardé esas palabras en mi corazón,
pronunciadas tan suavemente y con tan poca frecuencia, mientras sostenía
sus callosas manos durante lo que me pareció una eternidad. Lentamente,
dejé que mis dedos se alejaran de los suyos, deseando inmediatamente
poder volver a su lado incluso cuando me alejé. Me giré y miré a Adrian,
cuya mirada era curiosa y arrepentida, y tomé su mano extendida. No dijo
nada mientras caminábamos uno al lado del otro, saliendo del castillo por
la parte delantera, donde una multitud de visitantes de la Alta Ciudad y
cortesanos, se había reunido bajo el cielo nocturno para ver mi partida.
Una vez más, no pude evitar sentir que este acontecimiento debería
estar repleto de celebraciones, y si me hubiera convertido en reina de
cualquier otro rey, así sería. En cambio, mi pueblo me miraba con miedo,
decepción y horror.
Mi padre me siguió y se situó en lo alto de los escalones mientras yo
bajaba, para encontrarme con Nadia al final. Tenía los ojos hinchados y
rojos de tanto llorar y se secaba la cara con un pañuelo blanco.
—Mi querida niña —dijo y me atrajo hacia sus brazos. Había logrado
contener mis emociones hasta ese momento, cuando un grito estalló en mí.
Fue sólo un momento, un sollozo ahogado al que agarré y empujé hacia el
fondo mientras Nadia me susurraba al oído—: Recuerda lo que te dije.
Luego me besó la cabeza y me soltó.
Me alejé de ella y me volví hacia Adrian, que esperaba pacientemente
junto a dos caballos. Ambos eran magníficos corceles de brillante pelaje
negro. Me acerqué al que Adrian tenía cerca y le acaricié el hocico.
—Se llaman Midnight y Shadow —dijo—. Shadow es el mío.
—¿Y a quién pertenecía Midnight? —pregunté. Adrian no había
planeado volver a Revekka, y menos con una novia. Un caballo de más solía
significar una muerte. La pregunta era: ¿había sido un vampiro o un mortal?
Adrian no contestó, sino que dijo:
—Vamos. Debemos irnos.
Tomé las riendas de Adrian y agarré unos mechones de la crin con la
misma mano. Con la otra, agarré el borrén trasero de la silla de montar y
coloqué el pie en el estribo, impulsándome del suelo mientras balanceaba la 99
pierna. Una vez acomodada, miré fijamente a Adrian.
—¿Qué lugar ocupo en la fila? —pregunté.
—Montas a mi lado —dijo—. Es donde estarás más segura.
Fruncí el ceño.
—Estoy segura con mi gente.
—Quizás lo estabas como princesa de Lara —dijo—. Pero hoy, eres la
reina de Revekka. —Se alejó de mí y montó en su propio corcel—.
Cabalgaremos hasta el amanecer —dijo.
Daroc, que parecía ser el único vampiro que había acompañado a
Adrian a la ciudad, cabalgó delante de nosotros, y cuando nos colocamos
detrás de él, miré por encima del hombro una última vez a mi padre, que se
hallaba envuelto en la luz de los faroles en la parte delantera del castillo
Fiora, firme y majestuoso y solo.
C
uando las novias partían con sus nuevos maridos, la gente se
reunía para ofrecerles regalos: pequeñas cosas como flores,
piedras pulidas y monedas de oro y plata.
Para mí, no había nada, ni siquiera una multitud reunida en Alta
Ciudad, aunque cuando giré la cabeza de izquierda a derecha, vi a la gente
asomarse por las ventanas y desde detrás de sus puertas. Tenían curiosidad
y miedo, tanto de la oscuridad como de Adrian.
Llegamos a la puerta donde Nicolae estaba de servicio con otro guardia
que no reconocí. Empecé a sonreírle al pasar, porque eso era lo que Nicolae
solía hacer cuando me veía. Esta vez, frunció el ceño y miró sombríamente
a Daroc, a Adrian, y luego a mí. Su expresión me golpeó, y rápidamente
aparté la mirada, sabiendo que no entendía. Él, al igual que mi gente, no
sabía por qué Adrian seguía vivo cuando yo me había acercado tanto.
100
Al pasar, oí a Nicolae decir algo en voz baja, y tiré de las riendas,
deteniendo a Midnight.
—¿Tienes algo que compartir, Nicolae?
El guardia me miró fijamente, y luego su mirada fue hacia su izquierda,
donde Daroc y Adrian esperaban.
—No, su majestad —dijo e inclinó la cabeza.
—Odiaría pensar que me faltasen al respeto —dije—. Porque eso
significaría que tendría que despedirte.
Sus ojos se conectaron con los míos, su mandíbula se tensó.
—Con el debido respeto, princesa, soy leal al rey de Lara.
Me tensé y, tras una breve pausa, me bajé del caballo para ponerme
cara a cara con Nicolae.
—Es reina para ti —dije, y luego sonreí—. Disfruta de tu última noche
de guardia, soldado. Me aseguraré de enviar al comandante Killian el aviso
de tu despido inmediato.
Entonces me aparté de él, monté en mi caballo y lo guié junto a Daroc
y Adrian. Los dos me miraron pero no dijeron nada mientras me seguían
hacia la arboleda. Una vez en el bosque, reduje el paso, insegura de a dónde
íbamos. Adrian había traído todo un ejército a nuestra frontera. ¿Dónde
estaban?
—Parte del ejército se ha ido a ocupar otros territorios —respondió
Adrian, y me pregunté a qué se refería con otros territorios. ¿Seguiría hasta
Thea?—. Un pequeño grupo nos espera a las afueras del capitolio para
acompañarnos a casa.
—Revekka nunca será mi casa —dije.
Adrian permaneció callado.
Continuamos hasta donde los vampiros esperaban, en un pequeño
claro no muy lejos de Alta Ciudad. Sólo quedaban unos pocos del ejército de
Adrian, todos montados en caballos, cubiertos de armadura. Sólo reconocí
a Sorin, Isac y Miha.
Vi a Sorin darle un codazo a Isac.
—¡Mira, es nuestra reina, la que te apuñaló!
Miha sonrió e Isac lo fulminó con la mirada.
—Lo dices como si lo hubiera olvidado.
101
—Creo que no aprecia el gesto. ¿Quién más puede decir que fue
apuñalado por su reina?
—El rey —dije, y el trío intercambió miradas de sorpresa y diversión.
A mi lado, sentí los ojos de Adrian sobre mí.
—He encontrado a mi pareja —dijo.
Su comentario me hizo temblar y me encontré con su mirada, que
parecía demasiado seria. No estaba segura de que Adrian y yo fuéramos
compatibles en nada más que en el odio, aunque tampoco estaba segura de
que él me odiara en absoluto.
—Viajaremos hasta el amanecer —instruyó Adrian, y mientras Daroc
cabalgaba hacia delante, Adrian y yo lo seguíamos mientras Sorin, Isac y
Miha se ponían en fila detrás de nosotros. Después se unió el resto del
grupo, que incluía a varios vampiros vestidos con la misma armadura de
plumas y oro y a mortales, tanto hombres como mujeres, que iban vestidos
con seda y pieles, como si no formaran parte de un ejército.
Viajaríamos al norte a través de Lara hasta la frontera de Revekka. No
me había aventurado al norte desde que era una niña. Esos territorios
estaban más allá del paso de montaña, demasiado cerca de Revekka, y a
medida que el poder de Adrian había crecido y nacían nuevos monstruos,
las visitas cesaron. Ahora, sólo Killian y sus soldados hacían rondas cerca
de la frontera del reino del rey de Sangre.
A pesar de estar con monstruos, me entusiasmaba ver los pueblos del
norte. Estaban tan lejos del castillo, tenían sus propias tradiciones y
culturas, pero me preguntaba si me aceptarían.
El bosque estaba oscuro, pero las ramas desnudas de los árboles
permitían ver las estrellas, y me encontré observándolas, buscando la luz,
lamentando que no vería el sol durante unos días.
—¿Extrañas el sol? —le pregunté a Adrian.
—Es una pregunta curiosa. —Me miró.
—¿Y eso por qué?
Se quedó callado un momento, y cuando habló, respondió a mi primera
pregunta:
—No extraño el sol, ya no.
—¿Y si yo lo extraño?
¿Cuán brillante era el cielo en Revekka? ¿Cómo se vería el sol detrás 102
de las nubes rojas? ¿Sería capaz de verlo?
—Entonces lo encontraré para ti —respondió.
Nuestros ojos se cruzaron y vi una sinceridad humana en su expresión
que me hizo sentir calor en el pecho y las mejillas. Rápidamente aparté la
mirada.
El silencio se prolongó hasta que noté que algunos de los soldados de
Adrian rompían filas y desaparecían en la oscuridad. Mi corazón se aceleró,
preguntándose qué estarían haciendo.
—Están explorando —dijo Adrian.
—Pero todavía estamos en Lara.
No veía la necesidad de estar en guardia. Adrian y yo habíamos llegado
a un acuerdo, y por muy enfadada que estuviera mi gente por el acuerdo,
honrarían a mi padre.
—¿Los monstruos no acechan en las sombras? —preguntó. Se refería
a las cosas que acechaban en la oscuridad: los strzyga, los virika, los
revenants, los ker; todas ellas criaturas parecidas a Adrian, pero diferentes
en su apariencia y en su forma de alimentarse de la vida.
—¿No eres su rey? —repliqué, frustrada por su sarcasmo.
—Soy el rey de los vampiros —dijo—. No soy el rey de los monstruos.
—No hay ninguna diferencia —dije.
No conocía muy bien a Adrian, pero pude comprobar que mi comentario
lo frustró. Aquella mandíbula torneada se tensó y me sentí triunfante. Había
aprendido que la verdadera magnitud de los hombres era cómo manejaban
su ira. ¿Sería como Killian y arremetería si lo presionaba demasiado?
—Parece que crees que engendré todas las cosas oscuras —dijo, su voz
manteniendo esa calidad sedosa, y pronunció sus palabras sin ningún
atisbo de frustración.
Todos decían que las cosas oscuras procedían del rey de Sangre. Que
cuando él bebía de la vida sagrada, la sangre que caía a la tierra creaba
monstruos.
A mi lado, se rio.
—Eso es mentira.
—Ilumíname, su majestad —dije.
—Convierto a los humanos en vampiros —dijo—. Pero incluso yo tengo
reglas. Los monstruos que conoces, los strzyga, los virika, los revenants, los
103
ker, fueron creados por Asha.
—No —dije inmediatamente—. La diosa de la vida nunca los
corrompería.
No era una adoradora de las diosas, pero ni siquiera yo pensaba que
Asha crearía criaturas tan atroces.
—Nunca olvides, mi reina, que las diosas son sólo humanos con gran
poder.
Con su comentario, se fue al lado de Daroc como si ya no quisiera
cabalgar junto a mí. Lo observé, deseando poder lanzarle una flecha a la
espalda, pero consideré lo que dijo sobre las diosas y descubrí que no
pensaba de manera tan diferente. Había muchos otros que sufrieron peores
ataques, peores experiencias, y sin embargo eran mucho más devotos.
Llevaban sus penurias como insignias de honor y su fe como armas, y yo no
lo entendía.
Miré a mi izquierda cuando Sorin se acercó a mí y extendió su mano,
con un trozo de algo seco entre los dedos.
—¿Qué es eso? —pregunté, mirándolo con desconfianza.
—Carne —dijo con una sonrisa—. ¿Quiere un poco?
—¿Por qué comes carne de vaca? ¿Puedes comer eso?
Sólo conocía a los vampiros que se alimentaban de sangre. Me
preguntaba cuánto tiempo pasaría antes de presenciar cómo un vampiro se
alimentaba de un mortal, y no esperaba la exhibición.
—Parece que a los mortales les encanta —dijo, y luego la olió—. Y puedo
comer lo que quiera.
—Lo vomitará más tarde —dijo Isac detrás de nosotros.
—Es asqueroso —añadió Miha—. Pero sigue haciéndolo.
—Déjenme vivir mi vida —espetó Sorin, mirándolos fijamente. Me
esforcé por no sonreír, pero no lo conseguí. Cuando Sorin volvió a mirarme,
me acercó la carne a la cara—. Tome. Sé que tiene hambre. Puedo oírlo.
Levanté una ceja.
—¿Es otro poder que debería conocer? ¿Oído superior?
—Diría que sí, pero hasta los mortales de la fila pueden oír el gruñido
de su estómago.
Fruncí el ceño. Tenía hambre y no me había atrevido a cenar esta 104
noche, así que agarré la carne seca y arranqué un trozo, masticando
enérgicamente. La carne estaba dura y empapelada, pero no era
desagradable. Me alegré de tener algo en el estómago.
—Gracias, Sorin —dije.
—Por supuesto, mi reina.
Continuamos durante unas horas más, parando una vez para dar de
beber a los caballos.
En lugar de llevar a los caballos al agua, los vampiros llenaron cubos
para que los caballos bebieran de ahí. Me alejé del lado de Midnight, con la
esperanza de hundir las manos en el fresco río, pero cuando me arrodillé en
la orilla, una mano me apretó el hombro.
—No toque el agua.
Miré el rostro severo de Daroc y me puse de pie. Con su advertencia
hecha y sin explicaciones, me dejó.
—Ignórelo. No es muy educado, aunque tiene buenas intenciones —
dijo Sorin, acercándose.
—Creo que me odia.
—No lo hace, pero está muy concentrado en el deber. Usted es su
responsabilidad. Se ofenderá personalmente si la lastiman durante su
guardia.
—Parece que lo conoces perfectamente.
Sorin levantó las cejas.
—Así es. Perfectamente. —Luego señaló el agua—. Los animales atraen
a las criaturas igual que los humanos, algunas de las cuales viven en el
agua. Los alps, en particular, se dan un festín con los caballos, pero no son
exigentes cuando tienen hambre.
Los alps eran criaturas que podían transformarse en varios tamaños
según la presa que cazaban. Tenían rostros aterradores y demoníacos, y sus
rasgos eran grandes, ocupando la mayor parte de su cara: una sonrisa
amplia y llena de dientes, una nariz grande y bulbosa, ojos oscuros e
interminables y orejas altas y puntiagudas.
—Nunca he oído hablar de los alps en Lara —dije. El comandante
Killian recorría estos caminos con sus soldados; estaba segura de que
también se había detenido a dar de beber a sus caballos y nunca había
105
informado de los ataques.
—No hace falta oír hablar de ellos para que existan —dijo Sorin.
—Supongo que es bastante cierto —dije.
También daba miedo, pero ése era el mundo en el que vivíamos. Miré
el agua oscura que brillaba sobre las rocas bajo los rayos de la luna y no
pude evitar sentirme un poco traicionada.
—Permítame —dijo Sorin. Agarró un cubo y lo sumergió en el agua.
—¿Cómo eres capaz de acercarte al agua?
Sonrió con pesar.
—La única sangre que bombea por estas venas es la que yo dreno. —
Hice lo posible por no estremecerme, pero Sorin captó mi incomodidad y se
rio—. Con el tiempo, llegará a entenderlo.
—Siento discrepar —dije.
Su sonrisa se amplió, pero no dijo nada mientras me tendía el cubo.
Sumergí las manos en el agua fría, odiando lo mucho que desconfiaba de
ella después de lo que me había contado Sorin. Mientras me llevaba las
manos frías a la cara acalorada, lo miré.
—¿Cómo llegaste a formar parte del ejército de Adrian? —pregunté.
—Conozco a Adrian desde el principio —dijo.
Me pregunté qué quería decir con eso. ¿Se refería a la época de la
maldición de Adrian? ¿O antes de eso, cuando no era más que un hombre?
—No respondiste mi pregunta —le dije, y esta vez, cuando sonrió, no
fue tan ampliamente.
—Nada se le escapa, ¿verdad, mi reina?
Miró hacia donde Daroc y Adrian estaban juntos. Mi mirada los siguió
y noté cómo Daroc se ponía rígido y miraba hacia nosotros.
—¿Son... amantes?
—Daroc y yo somos dos almas —dijo—. Uno no puede ir donde el otro
no lo sigue.
—Por qué tengo la sensación de que no elegiste esta vida —dije.
—¡Monten! —gritó Daroc de repente, y me sobresalté ante la
brusquedad de su voz. Volví a preguntarme si todos los vampiros podían
leer la mente.
Sorin me miró y dijo: 106
—Elegí a Daroc. Estoy contento con eso.
Continuamos. Había sentido un breve respiro de mi letargo cuando
había desmontado, pero el constante vaivén de mi caballo hizo que mis ojos
se sintieran pesados. Lo siguiente que sentí fue una mano agarrando mi
brazo. Me sacudí y me enderecé, mirando los ojos azules de Adrian.
—Te sostendré si quieres dormir —dijo.
Sus palabras me provocaron un escalofrío demasiado emocionante.
—Estoy bien —dije secamente y me restregué la cara con una mano.
No podía imaginar qué clase de línea estaría cruzando si aceptaba compartir
su caballo y dormir en sus brazos. El sexo era una cosa que no requería
confianza ni afecto, pero éste era un nivel de confianza que no estaba
dispuesta a ofrecer.
No discutió y, una vez más, me encontré sola en la procesión mientras
seguía luchando, y sin éxito, contra el sueño. No fue hasta que Daroc detuvo
su corcel y levantó la mano, indicando a los demás que lo siguieran, que mi
cuerpo se despertó, ahora lleno de adrenalina. Tiré de las riendas y miré a
la oscuridad, sintiendo que la inquietud me recorría la nuca.
—¡Ataque! —gritó Daroc.
—¡La reina! —ordenó Adrian, y tiró de su caballo como si fuera a cargar
contra mí. Pero yo estaba confundida. No parecía haber nada raro.
Entonces, una flecha ardiente atravesó el aire, alojándose en el carruaje
detrás de mí. Le siguieron otras, que atravesaron la ventanilla con cortinas,
encendiendo el interior, y en cuestión de segundos, se consumió en el fuego.
Los carruajes son objetivos, pensé cuando una flecha pasó zumbando
por mi cara. Otra alcanzó a mi caballo cerca de mi pierna.
—¡No!
Midnight relinchó y resopló, como muestra de su dolor. Se sacudió y
luego trató de caminar, tambaleándose hasta que tropezó hacia adelante
cuando sus patas se doblaron. Cuando cayó al suelo, la gente salió de entre
los árboles: mi gente, vestida con mortajas grises, lanzando feroces gritos de
guerra. Algunos iban armados, mientras que otros llevaban el equipo de sus
granjas: horquillas y hachas, hoces y cuchillas.
—¡Alto! —ordené, pero mi voz quedó sepultada bajo el choque de armas
cuando mi gente se encontró con el hábil extremo de la espada de un
vampiro. La sangre salpicó de inmediato, y vi con horror cómo mi gente era
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masacrada por criaturas que se movían más rápido y golpeaban más fuerte.
Me sentí impotente, sentada junto a mi caballo, sin saber cómo proceder.
No podía levantar mis armas contra ellos. No podía levantarlas contra el
ejército de mi marido, no cuando se esperaba que continuara este viaje hacia
Revekka.
Un trío de vampiros me rodeó: Sorin, Isac y Miha. Sus movimientos
eran controlados, sus espadas atrapaban cada golpe dirigido a sus cuerpos,
y tuve la clara impresión de que se movían más lentamente de lo que
realmente eran capaces. Había esperado un comportamiento diferente de
ellos. Me habían dicho que los vampiros luchaban con uñas y dientes, que
se abalanzaban en la batalla, volando por el aire para atacar a sus víctimas
con una crueldad que no veía aquí.
¿Intentaban salvar a mi pueblo?
Mi mirada se desvió hacia Adrian, que estaba en medio de un corte de
un hombre que tenía una flecha tirada en su cuerda, pero no tuvo
oportunidad de siquiera soltarla cuando la hoja de Adrian encontró un hogar
en el hueco de su cuello. Una salpicadura de sangre le siguió mientras
sacaba su arma. Otra flecha se dirigió hacia su espalda, y él se retorció,
lanzándola al aire, con los ojos entrecerrados hacia el culpable, un hombre
más pequeño que retrocedió al acercarse.
Me puse de pie.
—¡Quédese abajo, mi reina! —ordenó Miha.
Pero no pude. Quería que el derramamiento de sangre se terminara y
atravesé su barrera. No estaba segura de lo que realmente pretendía hacer.
Tal vez pensé que si Adrian dejaba de luchar, otros lo harían. Lo que no
esperaba era la determinación de mi gente de matarme.
Al no estar custodiada por el trío, me convertí en un objetivo.
—¡La reina! —gritó alguien justo cuando un hombre, uno de los míos,
se acercó a mí, con la espada en alto. Me giré, moviéndome en el último
segundo y dejando que mi cuchillo se clavara en su espalda. Hubo un
momento en que se detuvo, su cuerpo se arqueó de forma antinatural
mientras me miraba con los ojos muy abiertos. Antes había sido su princesa
y ahora era su asesina. Su espada cayó al suelo, y él la siguió.
Agarré su espada a tiempo para enfrentarme a otro oponente. Me sentí
tan mal al mirar al hombre que tenía enfrente como un enemigo, y sin
embargo, cuando atacó, con un hacha en la mano, ése fue exactamente el
lado que tomó. Agitó su arma con violencia, y cuando me agaché para
108
esquivar su ataque, giré mi espada, cortando sus piernas. Su grito se
silenció cuando clavé el cuchillo de mi muñeca en la parte inferior de su
barbilla. Su sangre me cubrió la mano y me salpicó la cara, y lo aparté de
un empujón, horrorizada, parpadeando entre lágrimas, mientras otro me
agarraba del cabello y me tiraba hacia atrás. Tropecé y caí, salvada
únicamente por el cuchillo que pude sacar de mi muñeca para contrarrestar
un golpe dirigido a mi cabeza.
Un hombre corpulento se situó sobre mí, blandiendo una espada como
un hacha, balanceándose hacia abajo mientras yo me alejaba rodando. Me
levanté, y pateé a mi atacante en la cara, y cuando soltó su espada, la agarré
y me puse de pie, atravesándole el estómago.
La lucha continuó así, con mi gente atacando, llamándome traidora.
Cada vez que cortaba a uno de los míos, un trozo de mí se iba con ellos. Mi
cara estaba mojada por las lágrimas cuando me enfrenté a una chica joven.
No podía ser mayor que yo, con el mismo cabello oscuro, los mismos ojos
oscuros, la misma piel oscura.
—¿Por qué me obligas a hacer esto? —La pregunta salió de mi boca,
una demanda devastada.
—Nadie la obliga —respondió ella—. Usted eligió al rey de Sangre.
Traidora.
Esas palabras fueron un golpe aún más duro, y di un paso atrás.
—No sabes nada de mi sacrificio. —Mi voz era dura, mi dolor y mi ira
eran tan agudas que sentí que mi piel ardía. Lo había hecho para
protegerlos. Lo había hecho para que pudieran tener algún tipo de vida más
allá de la rendición de ayer, y aquí estaban, desperdiciándolo todo.
—No parece un sacrificio —dijo—. Reina de Revekka.
Levantó su espada y arremetió. Mis manos estaban resbaladizas por la
sangre y el sudor, y mi agarre de la espada era defectuoso. Apenas pude
sostener la empuñadura cuando su hoja chocó con la mía. Dos golpes más
y mi arma voló de mis manos. Mientras el triunfo brillaba en sus ojos,
empujé mi otra mano hacia ella, perdiendo mi cuchillo en su suave
estómago. Sus ojos se abrieron, su cuerpo se aflojó y la atrapé cuando
empezaba a caer.
—Lo siento mucho —dije, pero mientras miraba a ciegas el cielo
nocturno, habló, con palabras duras.
—Si fuera realmente una de nosotros, lo habría matado.
La sangre goteaba de su boca y, cuando la dejé en el suelo, se aflojó. 109
Mi cuerpo se estremeció, furioso. Sentada sobre mis rodillas, lancé un grito
de frustración y clavé mi daga en la tierra que tenía debajo.
Los sonidos de la batalla murieron a mi alrededor, pero no me levanté
hasta que se acercó Adrian.
—Levántate —dijo, arrastrándome a mis pies.
—Tenemos que enterrarla —dije, mirando fijamente su rostro
manchado de sangre—. Debemos enterrarlos a todos.
Puede que yo no acate las doctrinas de las diosas, pero ellos sí, y se
merecían los ritos de entierro por los que habían rezado. Si se los dejaba
expuestos, se los dejaba para que sean comidos, y sus almas nunca
llegarían a la otra vida.
Entonces mis ojos se desviaron hacia los muertos que había en el
camino, y hacia un pequeño grupo de supervivientes que ahora estaban de
rodillas ante los vampiros, con las espadas apuntando a sus gargantas.
—¿Qué estás haciendo? —exigí—. ¡Déjalos ir!
—Cometieron una traición —respondió Adrian—. Deben ser castigados.
Entendía su inclinación a castigar, porque lo que habían hecho estaba
mal, pero esto era diferente... era mi gente. Tenían derecho a su ira.
—Crees que esta es tu gente, pero no lo es.
Miré hacia abajo.
—Nací en esta tierra.
—Llegarás a descubrir que la sangre no influye en lo que eres.
—Adrian, por favor —dije, pero él se limitó a devolverme la mirada,
impasible ante mi súplica.
—Ya perdoné una vida por ti.
Mi mirada se dirigió a los pocos que quedaban, que nos miraban
fijamente. Estaba claro que me consideraban una enemiga. ¿Cómo había
pasado de ser la salvadora de mi pueblo a esto?
—Daroc —dijo. Fue una orden sin palabras.
—¡No!
Me abalancé sobre ellos, pero los brazos de Adrian se extendieron y me
rodearon por los hombros y la cintura. Me hizo girar en el último segundo
antes de que se ordenara la muerte, y un ruido sordo y húmedo siguió
cuando los cuerpos cayeron al suelo a la vez. 110
Estaba hecho.
La barbilla de Adrian se había posado en el hueco de mi cuello y,
mientras hablaba, sentí su aliento en mi mejilla.
—No se merecen tus lágrimas.
Ya no sabía si lloraba por ellos o si lloraba por mí. Pensé que había
perdido mi futuro en el momento en que acepté casarme con este monstruo.
Esta noche, había perdido mi hogar.
Me aparté de él y me giré.
—¡No tenías que hacer eso!
—Si pueden atacar a su princesa —dijo—, ¿qué les impide atacar a su
rey?
Sus palabras dolían, y era peor porque sabía que eran ciertas.
—Ven —dijo, poniendo una mano sobre mi hombro. Me guió hasta su
caballo, pero antes de que montara, me volví para mirarlo.
—Los enterrarás —dije. No era una pregunta.
—Se hará —dijo Adrian, tomando mi cara entre sus manos—. Pero no
por ti.
Me quedé mirando.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo —dijo.
—¿Por qué debería creerte?
Sus ojos se posaron en mis labios y rozó mi mejilla con su pulgar.
—Porque sólo hago promesas por ti.
¿Por qué yo?, me encontré pensando como tantas veces en los últimos
dos días, pero no dije nada. Aceptaría sus promesas ahora porque un día
podrían agotarse.
—Levántate —ordenó, y esta vez obedecí. Adrian me siguió al caballo,
y me acomodé contra él, acunada por sus brazos mientras nos
adentrábamos en la oscuridad. Sentí que mi pecho se deshacía al dejar las
almas de mi pueblo masacrado en manos de mis enemigos.
Excepto que los vampiros no habían sido mis enemigos en esa pelea.
Había sido mi propia gente.
El choque de su ira, de su convicción, reverberó en mí, golpeando en 111
nuevos lugares: mi corazón y mi pecho, mi estómago y mi garganta. Fue un
golpe que no había previsto. Había pensado que entenderían mi sacrificio.
Había elegido casarme con Adrian para asegurarme de que sus vidas nunca
cambiaran bajo su dominio, pero eso no había sido suficiente. Lo habían
querido muerto.
Y ahora también me querían muerta.
Empezaba a pensar que Nadia estaba equivocada.
No regresaría a Lara.
Adrian marcó un ritmo brutal a través del bosque que nos alejaba del
camino principal. El suelo era irregular, lo que hizo que mi cuerpo se
balanceara contra el suyo, mis muslos incapaces de agarrarse a los lados
de Shadow. El brazo de Adrian se deslizó alrededor de mi cintura,
apretándose para que yo quedara presionada contra él. Se inclinó hacia
delante, con su mejilla contra la mía. Era un abrazo íntimo, pero era una
postura que me mantenía en su sitio e impulsaba a nuestro caballo hacia
delante.
No nos detuvimos hasta que el cielo se tiñó de azul claro, señal de la
llegada del sol. Se enviaron exploradores por delante y, cuando llegamos, ya
se había levantado un campamento. Las mismas tiendas altas y negras que
se alzaban en el exterior de Lara formaban un círculo desordenado sobre
una parcela de tierra rodeada de árboles.
Adrian desmontó cerca de su tienda.
—Isolde —dijo, llamando mi atención. Cuando bajé la vista hacia él,
estaba esperando que lo siguiera. Consideré la posibilidad de cabalgar con
fuerza hacia lo que quedaba de la noche. No sabía a dónde iría. ¿Volvería a
mi casa? ¿Al castillo donde ahora se me conocía como traidora?
La mano de Adrian se cerró sobre la mía, llamando de nuevo mi
atención.
—Baja, Isolde.
Era lo más parecido a una orden que había dado. No lo dijo, pero leí el
mensaje en sus ojos: si corres, te atraparé; y sabía que lo haría. Por un
momento, me permití pensar en cómo sería eso, viendo el poder y la
agresividad de Adrian descender sobre mi cuerpo. Lucharíamos como
habíamos follado, brutalmente.
—Isolde —volvió a decir mi nombre, teñido de una dureza que me decía
que conocía mis pensamientos. Volví a mirarlo y giré mi pierna sobre el 112
cuerpo de Shadow. Adrian se acercó a mí, sus grandes manos se extendieron
por mi cintura mientras me bajaba. No me soltó durante unos instantes, y
supe que era porque no confiaba en que no me fuera a echar a correr, pero
mis pensamientos estaban dando paso a otra cosa: una maraña en mi pecho
que crecía a medida que aumentaba la tensión entre nosotros—. Si huyes,
vas a las manos de tus enemigos ahora —dijo—. No olvides lo que ocurrió
aquí.
Fruncí el ceño.
—No tienes que recordarme mi traición. Pienso en ella cuando te miro.
No respondió, y me encontré deseando poder contrariarlo en lugar de
divertirlo, porque estaba enfadada. Mantuvo su mano en la parte baja de mi
espalda mientras me acompañaba a su tienda. El interior era espacioso y
estaba dispuesta de forma similar a la de la frontera de Revekka, pero el
fuego que había tenido encendido la noche en que había ido a pedir por la
vida de Killian parecía haberse reducido a sólo brasas calientes. Intenté no
preguntarme si había hecho esa concesión por mí.
Me quedé en el centro de la habitación, inmóvil.
—Lo siento —dijo, y las palabras me golpearon mal.
Giré hacia él y lo empujé. No se movió, pero el acto se sintió como una
liberación, así que lo hice una y otra vez. No le hizo nada, y eso sólo me hizo
enfadar más.
—¿Terminaste? —preguntó.
Fruncí el ceño y me eché hacia atrás, dispuesta a liberar mi daga y
clavársela en el corazón —no es que sirviera—, pero la mano de Adrian se
aferró a mi muñeca, deteniendo mi golpe.
Me encontré con su mirada.
—No.
Empujé mi otra mano hacia él, liberando mi cuchillo de nuevo, pero me
atrapó, y esta vez me inmovilizó las manos contra los costados, acercándose
a mí.
—¡Basta, Isolde! Sé que te afliges...
—¿Qué sabes tú de la aflicción? —espeté—. Me hiciste su enemigo.
—Te convirtieron en el enemigo. Tu gente podría haber tratado de
protegerte con la misma facilidad.
113
Me estremecí, sabiendo que tenía razón, y las palabras me quitaron
toda la lucha. Me hizo retroceder hasta que mis rodillas tocaron el respaldo
de la cama y me senté. Mis ojos estaban alineados con su estómago y,
después de un momento, me inclinó la cabeza hacia arriba, con sus dedos
colocados bajo mi barbilla, para que mi mirada se encontrara con la suya.
—Tenías todo el derecho a defenderte —dijo—. Consuélate. Si no los
hubieras matado, lo habría hecho yo, y no habría tenido piedad.
Tragué con fuerza, preguntándome qué clase de justicia habría
ejecutado en mi nombre.
—Debes saber que mi padre no tuvo nada que ver con el ataque.
Adrian se quedó mirándome, sin pestañear, como si no me creyera.
—¿Estás tan segura?
—Sí —susurré ferozmente.
Durante un breve momento, Adrian dejó que sus dedos recorrieran mi
barbilla, la mandíbula y los pómulos. El movimiento fue suave y me
sorprendió. Tan pronto como la conmoción se apoderó de mí, quitó su mano.
—Duerme —dijo y se alejó un paso.
Una vez más, me sorprendí. Esperaba que exigiera sexo o que al menos
me provocara.
Levantó una ceja.
—A menos que prefieras otra actividad.
Miré mi ropa, salpicada de sangre.
—Un baño —dije—. O... lo que se pueda conseguir.
Adrian asintió y salió de la tienda.
Un poco después, regresó con un cubo y un paño. Mientras estaba
fuera, se había lavado la cara, aunque su ropa seguía manchada por la
carnicería de nuestra batalla.
—Es todo lo que podemos permitirnos —dijo, dejándolo en el centro de
la tienda. Después, tomó asiento frente a mí, abriendo las piernas.
—Yo... no tengo nada que ponerme —dije.
—No hay problema —respondió Adrian.
Lo miré fijamente, pero, sinceramente, no me importaba tanto como
pretendía. Me gustaba mi cuerpo, me gustaba no tener restricciones, así que 114
me quité la capa, luego las botas y el resto de la ropa. Me dolían las piernas
y la parte baja de la espalda, y no fue hasta ahora cuando me di cuenta del
daño que me había hecho en las manos durante la pelea. Me dolían, tenía
los nudillos magullados y los dedos cortados. Los sumergí en el agua y vi
cómo la sangre bailaba en cintas rojas, ignorando la mirada ardiente de
Adrian. Al cabo de unos instantes, utilicé el paño para empezar a restregar
los restos de sangre. Una parte era mía, pero la mayor parte era de mis
atacantes.
Mi gente, me recordaba, todavía incrédula.
—¿Qué pasó con tu madre?
Me quedé helada ante su pregunta, sin esperarla pero también
insegura de querer compartir lo poco que tenía de ella con él. Me concentré
en mi tarea.
—Ella murió —dije.
—¿Hace tiempo? —preguntó.
—Cuando nací.
Adrian guardó silencio, y yo pasé de limpiarme las manos a los brazos,
el pecho y el estómago. Sentí su mirada en todas partes, incluso mientras
hacía esas preguntas tan serias.
—¿Qué es lo que más extrañas de ella?
Su pregunta me sorprendió, y odiaba que me sorprendiera. Era curioso
y sincero a la vez, y yo tenía una respuesta.
—Echo de menos su potencial —respondí, mirándolo fijamente—. Echo
de menos lo que podría haber sido como madre.
Parecía extrañamente pensativo. Supuse que las preguntas habían
terminado y había vuelto a mi tarea cuando continuó.
—¿Quién te enseñó a montar?
Hice una pausa, mi frustración crecía.
—Mi padre.
—¿Quién te enseñó a luchar?
—Mis comandantes.
—¿Alec Killian?
Una vez más, detuve mi tarea y, esta vez, me giré para mirarlo de frente.
Mis ojos recorrieron su rostro, sus poderosos hombros y su polla, que se
tensaba contra la tela de su ropa. 115
—¿Estás celoso, rey Adrian? —me burlé.
Inclinó la cabeza hacia arriba, con la boca y el cuerpo tensos.
—Sólo trato de averiguar lo que me queda por aprender.
Sus palabras hicieron que el calor floreciera en mi estómago, y quise
temblar, pero tensé los músculos para no mostrarme débil.
—No sé si hay mucho que puedas enseñarme, Adrian, excepto el odio.
Una sonrisa curvó sus labios y luego se puso de pie. Al hacerlo, los
bordes de su ropa me rozaron la piel, y el escalofrío que tanto había luchado
por mantener a raya me sacudió. Incliné la cabeza hacia atrás para sostener
su mirada mientras se alzaba sobre mí.
—Sparrow —murmuró, levantando su mano para sujetar mi
mandíbula, con el pulgar rozando mi mejilla como había hecho antes—. Creo
que tienes razón.
Sentí que sus labios rozaban los míos mientras hablaba, y pensé que
me besaría, pero en lugar de eso, dejó caer su mano y se deslizó desde su
lugar entre la silla y yo, abandonando la tienda.
En cuanto se fue, me di cuenta de lo mucho que había deseado que me
besara, porque quería el placer que me había prometido. Quería perderme
en él para olvidar mi realidad.
Era bueno que me dejara en paz.
Me volví hacia el balde y terminé de lavarme. Después, me acurruqué
en las pieles que cubrían la cama de Adrian. Tardé en quedarme dormida,
con la mente aturdida por mi pasado reciente. Luego, siguió cuando la
oscuridad descendió, y todo lo que oí fue el choque de metales y los gritos
de mi gente.
116
A
quellos gritos continuaron, pero cuando me desperté, estaba en
silencio. Lo único que se aferraba a mí era una sensación de
pavor que se había instalado en lo más profundo de mi pecho.
A mi lado, Adrian estaba dormido. Estaba desnudo y se encontraba
tumbado encima de las mantas. La escasa luz del brasero se reflejaba en
sus músculos finos y duros. La curva de su erección atrajo mis ojos, y me
pregunté si alguna vez no estaría excitado. Consideré que era demasiado
confiado para quedarse dormido a mi lado así, y sin embargo no hice más
que salir de la cama y vestirme, adentrándome en el día que se desvanecía.
Alrededor, el bosque parecía arder, incendiado por el sol.
El campamento estaba silencioso, espeluznante, y no me sentía tan
segura como esperaba, dado que todavía estaba dentro de los límites de mi
hogar. Incluso afuera de la tienda, la sensación de hielo en la boca del
estómago se mantenía, y no podía deshacerme de la sensación de que algo 117
horrible estaba a punto de suceder.
Un maullido agudo llamó mi atención y me giré en la dirección del
sonido. Entre las ramas muertas de los árboles, vi a los buitres dando
vueltas. De nuevo me invadió ese extraño temor, esta vez más agudo. Están
buscando comida, pensé y esperé que Adrian cumpliera su promesa de
enterrar a mi gente.
Un viento gélido llegó por detrás de mí, arrastrando mi cabello hacia la
cara y llevando el inconfundible olor a muerte, pero estábamos demasiado
lejos de los que habían perecido anoche, y este olor era fuerte, indicando
días de deterioro. Los buitres lanzaron otro grito y vi cómo uno de ellos se
alejaba. Al hacerlo, los demás lo siguieron.
Y yo también.
Atravesé los árboles, siguiendo a los pájaros a la luz del día. Empecé a
caminar, pero mi ritmo aumentó. A medida que avanzaba, las ramas de los
árboles me atrapaban el cabello y las espinas me agarraban la ropa y me
arañaban la piel, pero me urgía una sensación de alarma que me revolvía el
estómago, a pesar del creciente temor de lo que iba a encontrar.
Los árboles empezaron a hacerme menos y llegué a una aldea que
estaba rodeada por una valla de madera. En Lara, la mayoría de las aldeas
llevan el nombre de la familia que las fundó. En este caso, un cartel tallado
indicaba que el nombre era Vaida.
La puerta, que daba a mí, estaba cerrada. Eso no era inusual, ya que
era casi la puesta de sol. Lo que era inusual era el silencio... y el olor.
Aquí hubo muerte.
Los buitres graznaron y los vi bajar en picado para aterrizar dentro de
la puerta mientras me acercaba.
—¡Hola! —llamé, y mi voz resonó en los árboles que me rodeaban. Era
inquietante, y cuando el viento se levantó, arremolinando el olor a
podredumbre, se me puso la piel de gallina.
Empujé la puerta, haciéndola sonar para llamar la atención de alguien,
pero no hubo respuesta.
Un soldado debería estar aquí, pensé. Uno de los guardias de Killian.
Apreté las manos entre la valla y la puerta e intenté hacer palanca para
abrir la puerta. Había una grieta suficiente para poder mirar a través de ella,
y lo que vi me hizo gritar.
Solté la puerta, giré y vomité.
118
—¡Isolde!
La voz que me llamó por mi nombre me resultaba familiar y no esperaba
su presencia. Levanté la vista, sollozando, y le grité a Killian, que cabalgaba
hacia mí.
—¡Están muertos! Están...
No podía decirlo. Sólo había visto parte de dos cuerpos, pero parecían
haber sido desollados vivos. Al recordar lo que había presenciado, mi
estómago se revolvió de nuevo.
Killian desmontó y se acercó a mí.
—Tenemos que irnos —dijo y me agarró por los hombros, apartándome
de la valla. Me alejé de un tirón.
—¿No me escuchaste?
—Sí —dijo entre dientes—. ¡Y si no nos vamos ahora, seremos los
siguientes!
—Libere a mi esposa, comandante.
La voz de Adrian era fría, pero su presencia sorprendió a Killian lo
suficiente como para que aflojara su agarre, y me giré hacia Adrian, que
estaba lejos de nosotros. Parecía tan insensible como había sonado su voz,
con la cara y el cabello pálidos y la ropa inmaculada.
—Están todos muertos —dije de nuevo.
—Él lo sabe —dijo Killian—. Es responsable.
Si las palabras de Killian enojaron a Adrian, no lo demostró. Mantuvo
la calma mientras preguntaba:
—¿Está tan seguro, comandante?
Sacudí la cabeza y tragué, sintiendo que la bilis volvía a subir a mi
garganta.
—No. Estos no fueron vampiros. Esto fue...
No lo sabía, pero conocía los ataques de los vampiros, y los vampiros
no dejaban a los humanos con el aspecto que había visto... ¿o sí?
Los ojos de Adrian se encontraron con los míos y, en un instante,
aparecieron Daroc, Sorin, Isac y Miha. Parpadeé, sorprendida por la rapidez
con la que se movían.
—Abra la puerta —ordenó Adrian. 119
Observé cómo Daroc escalaba la pared sin esfuerzo.
—No mires —dijo Adrian mientras la puerta se abría con un chirrido.
Todo el tiempo, Adrian me sostuvo la mirada, incluso cuando Daroc
volvió a convocarlo.
—Su majestad, querrá ver esto.
Los ojos de Adrian no vacilaron, y fue como si me preguntara si estaría
bien.
Tragué y asentí antes de quedarme a solas con Killian. De todos modos,
tenía palabras para él. No vi a Adrian desaparecer en la aldea, porque había
visto lo suficiente como para saber que los cuerpos yacían ante la puerta.
No fue hasta que el propio Killian dejó de mirar y se desvió para mirarme
que hablé.
—Tus hombres deberían haber estado patrullando. ¿Cuánto tiempo
hace que no se aventuran tan al norte?
—Me reprendes por no protegerlos y sin embargo recurres al hombre
que masacró a nuestro pueblo. Encontramos las tumbas, Isolde. —Killian
se puso delante de mí—. Ven conmigo. No estás a salvo con ellos.
—No estoy a salvo aquí —argumenté—. Nuestra gente, los que
encontraste, intentaron matarme.
—Sólo fuiste atrapada en el fuego cruzado...
—No, Alec, no fue así.
Hubo una pausa y luego dijo:
—No puedes enfadarte con ellos. Ni siquiera te resististe cuando te
llevó.
Mis labios se aplanaron mientras lo miraba fijamente. Mi ira era aguda,
un rubor que hacía que todo mi cuerpo se calentara. Killian había estado
presente durante la discusión.
—Sabes por qué no me resistí.
—¿Por qué? ¿Porque temías por tu pueblo? ¿O porque te folló como
querías?
Entrecerré los ojos. Había imaginado que se había quedado en mi
puerta la noche de nuestra boda, y esto lo confirmaba.
—No me avergüences, Killian. 120
—Sólo señalo que, a pesar de profesar tu odio, pareces disfrutar de su
compañía.
—Así que estás justificando el ataque —dije.
—Isolde...
—Soy tu reina —dije—. Te dirigirás a mí como tal.
La mandíbula de Killian se tensó y sus ojos se encendieron.
—Entonces, así es como será.
—Si lo que dijiste es realmente lo que sientes, entonces sí.
Parpadeó y, por un momento, pude ver que su duda y su confusión se
enfrentaban.
—Si ha terminado de intentar convencer a mi esposa de que me deje,
creo que sería prudente que informara a su rey de lo que ocurrió aquí.
Me estremecí ante las palabras de Adrian y me giré para mirarlo. Al
hacerlo, vislumbré los cadáveres más allá de la valla y sentí que la sangre
se me escapaba de la cara una vez más. Adrian se movió para bloquear mi
vista.
—¿Y qué le diré exactamente? —preguntó Killian.
—Que una aldea entera fue masacrada —dijo.
—¿Por quién? —pregunté.
Los ojos de Adrian se posaron en los míos y, a pesar de la ferocidad de
su expresión, su mirada pareció suavizarse.
—Yo diría que es por magia.
—No hay magia, salvo la de usted —acusó Killian.
—Eso es un mito de nuestra existencia —dijo Adrian—. Tengo
habilidades, no magia.
—Creía que la magia había sido erradicada con la Quema —dije.
—Mientras existan los hechizos, la magia prevalecerá —dijo—. Este es
el tipo de caos que provocan los humanos cuando invocan una magia que
no pueden controlar.
La magia se consideraba un don, no una habilidad. Incluso antes de
que el rey Dragos ordenara la Quema, a los que no habían nacido con magia
se les prohibía pronunciar hechizos.
—¿Quiere decir que uno de los nuestros hizo esto —Killian señaló hacia 121
el pueblo—, para que existiera?
—No necesariamente —dijo Adrian—. El hechizo podría haber sido
lanzado desde cualquier lugar.
Sentí aún más temor ante ese pensamiento.
—¿Y realmente cree que mi rey creerá eso? ¿Sabiendo que usted estuvo
aquí?
—Mi padre te creerá, comandante —argumenté—. Adrian te ha dicho
lo que cree que ocurrió. Deberías comunicarlo.
Killian me miró fijamente y mantuvo la mandíbula apretada, pero
después de un momento, se inclinó. Una parte de mí quería ir con él para
poder contarle a mi padre lo que había visto. Sabía que Killian no querría
admitir que sus guardias se habían descuidado al viajar tan lejos. También
me pregunté si esta aldea había sido destruida, ¿lo fueron las otras?
El comandante se marchó y, al cabo de un momento, sentí que Adrian
me colocaba un mechón de cabello detrás de la oreja.
—¿Cómo estás? —preguntó.
Lo miré fijamente, con la boca ligeramente entreabierta. No sabía por
qué siempre me sorprendía que me preguntara si estaba bien, y sin embargo
esta era la tercera vez.
—¿Volverá a pasar esto? —pregunté.
No sabía mucho sobre la magia. Una vez que se lanzaba un hechizo,
¿era como una plaga? ¿Continuaba hasta que no había nada que consumir?
—Es difícil de decir sin saber qué tipo de hechizo fue lanzado o por
quién —respondió.
Así que me estaba diciendo que no había forma de luchar contra ello.
Me tragué la espesura que se acumulaba en mi garganta.
—Tenemos que enterrarlos —dije.
—Tendremos que quemarlos —corrigió Adrian, y a pesar de la suavidad
de su tono, me estremecí.
La quema era para las brujas y los que eran sorprendidos usando
magia, no para las víctimas de esto, hasta que los cadáveres comenzaron a
resucitar
—¿Crees que se levantarán de nuevo? —pregunté.
—No, pero como no sabemos qué los mató, el fuego es lo mejor.
Limpiará el suelo.
122
144
H
oy llegaríamos al Palacio Rojo.
Mis pensamientos eran caóticos y estaba confundida.
Había pasado las últimas tres noches en un viaje hacia el
hogar de mi nuevo marido, y sabía muy poco más sobre él
que cuando había dejado Lara. Nadie parecía estar dispuesto a dar
información, ni sobre sí mismo ni sobre él. Incluso preguntar por sus
poderes parecía ser un asunto prohibido. Esta gente no quería tener
debilidades.
A pesar de temer mi llegada a mi nuevo hogar, estaba ansiosa por poner
distancia entre Adrian y yo. Debería estar alentando su infidelidad para
sentirme justificada al huir. En cambio, le exigí que encontrara otra vasalla
por mi bien. Estaba demasiado involucrada, lo que atribuí al hecho de que
habíamos estado juntos sin parar desde nuestro encuentro en el bosque. En
el palacio, Adrian tendría que ocuparse de sus propios asuntos mientras yo
145
podía considerar mi futuro, procesar la traición de mi pueblo y decidir cómo
debía gobernar un reino de monstruos, o destruirlo.
—Hoy está tranquila —dijo Sorin, acercándose a mí.
Me encontraba fuera de mi tienda, lo suficientemente cerca de lo que
quedaba de la hoguera para mantener el calor. La noche era más fría que el
resto, y no me apetecía cabalgar con este frío.
—Bueno, estoy a punto de entrar en una guarida de lobos —dije.
—No somos tan malos.
Le eché una mirada.
—De acuerdo, tal vez lo seamos, pero no es nada que no pueda
manejar.
—¿Qué sabes de lo que puedo manejar? —pregunté.
Sorin soltó una carcajada, sus hoyuelos se hicieron más profundos.
—Sólo he necesitado pasar unos días con usted para saber que
sobrevivirá a nuestra corte.
Esperaba que tuviera razón.
Fui en busca de Adrian y lo encontré junto a Shadow. Llevaba las
riendas de un nuevo caballo; éste era blanco. Dudé al acercarme,
preguntándome por qué de repente había otro caballo disponible para
montar.
—Esta es Snow —dijo Adrian—. Pensé que te gustaría ir a Cel Ceredi
montado en ella.
Cel Ceredi era como la Alta Ciudad de Lara, era el pueblo que se había
formado alrededor del palacio.
Tomé las riendas de Snow.
—¿A quién pertenecía? —pregunté.
Adrian me miró fijamente, y me di cuenta de que no quería responder
a mi pregunta.
—Su jinete era una mortal —dijo finalmente—. Que murió anoche.
Palidecí, y una serie de posibilidades pasaron por mi cabeza, como si
les hubieran drenado demasiada sangre, pero Adrian se apresuró a acallar
esos pensamientos.
—Se alejó del campamento y fue atacada por un wight —dijo Adrian.
146
—¿Un wight?
Era una criatura de la que no había oído hablar antes, pero estaba
segura de que había varios monstruos que aún no había encontrado,
especialmente en Revekka.
—Es una criatura nacida de la muerte. Les atrae la vida, el latido de tu
corazón.
Lo miré fijamente durante un momento, mis ojos se dirigieron a su
pecho mientras luchaba contra la tentación de presionar mi mano en el
lugar donde su corazón había latido alguna vez. Por mucho que quisiera
distanciarme de mi nuevo marido, no me gustaba lo que se estaba formando
entre nosotros. No era hostilidad, sino incertidumbre. Siempre había estado
segura de mi odio por Adrian, pero estos nuevos sentimientos... su
preocupación por mí... me asustaban.
—¡Monten! —gritó entonces, y el campamento se puso en acción.
Atravesamos lo que quedaba de Starless Forest y, a medida que nos
acercábamos al límite, sentí que su agarre me dejaba, un dedo a la vez.
Pensé en lo que Adrian había dicho sobre las brujas que habían muerto allí
y no me di cuenta de lo pesado que era existir bajo ese dosel hasta que
estuve fuera de él y pude respirar de nuevo.
Mi mirada se desvió hacia Adrian. Cabalgaba unos pasos por delante
junto a Daroc. Su aspecto era tan ominoso como el cielo rojo que lo cubría,
un hombre poderoso con una larga historia, y yo quería saber qué lo había
hecho. ¿Cómo la historia por la que sentía tanta pasión, Dragos, las brujas,
la Quema, lo había convertido en el rey de la Sangre?
Una vez que estuviera en el Palacio Rojo, lo averiguaría.
El paisaje de Revekka era muy parecido al de Lara: llanuras onduladas,
en su mayoría sin árboles, a excepción de algunos pinos amontonados. Bajo
el cielo, todo estaba teñido de un tono rojo que variaba del rosa al carmesí.
Era hermoso pero extraño, y me pregunté cuánto tiempo pasaría hasta que
me cansara de ello.
—Estamos llegando a la primera aldea —dijo Sorin, acercando su
caballo al mío—. Se llama Sadovea.
—¿Quién vive allí? —pregunté. No estaba segura de la población de
Revekka. ¿Cuál era la proporción entre humanos y vampiros?
147
—Revekkianos —dijo.
—¿Son humanos o vampiros?
—Realmente no sabe mucho sobre nosotros, ¿verdad?
No respondí a su pregunta, ya que parecía obvio para él.
—Adrian sólo permite a unos pocos elegidos el privilegio de convertirse
en vampiro —dijo Sorin. Intenté no encogerme ante el uso que hizo de la
palabra privilegio—. Aquellos que se vuelven rebeldes y atacan o cambian a
otros sin su permiso son destruidos.
Destruidos no era una exageración cuando se trataba de vampiros.
Eran difíciles de matar, pero oírlo de Sorin sonaba mucho más siniestro.
—¿Cuáles son sus requisitos? —pregunté.
—Debe ser útil para Adrian para que le conceda el cambio —dijo
Sorin—. La gente se lo pide a menudo cuando organiza audiencias. Le
sorprendería sus ofertas.
Estaba intrigada, pero tenía más curiosidad por Sorin.
—¿Por qué fuiste elegido?
Sonrió suavemente y, aunque no me miró, supe que estaba triste, lo
que me hizo desear aún más su respuesta.
Pero cuando me miró, me sorprendió al decir:
—Porque soy útil.
—Nunca ofreces respuestas directas —le dije—. ¿Por qué? ¿Tienes
miedo de ser sincero conmigo?
—No tengo miedo, pero no está preparada para escuchar lo que tengo
que decir.
—No habría preguntado si no estuviera preparada.
Sacudió la cabeza.
—Eso es mentira —dijo—. Todavía cree que somos monstruos.
—¿Y?
Nada de lo que Sorin me contara sobre su pasado me convencería de lo
contrario.
—Los humanos son mucho más crueles, Isolde. No puede culpar a
nadie más que a ustedes por nuestra existencia. Temo el día en que lo sepa.
Parpadeé, confundida por sus palabras, pero antes de que pudiera
decir algo, se escuchó un grito horrorizado. Todo mi cuerpo sintió la 148
conmoción. Una rutina familiar se desarrolló frente a mí cuando Adrian se
giró para buscarme antes de desaparecer por un recodo del camino con
Daroc.
Esperaba que me dijeran que me detuviera, pero en su lugar, mi trío
creó un perímetro a mi alrededor: Sorin e Isac a mi izquierda y derecha, y
Miha detrás de mí.
—Vamos —dijo Sorin, e igualamos el paso de Adrian y Daroc mientras
nos dirigíamos hacia el sonido de los gritos. El camino se ensanchó y pasó
de ser un sendero de tierra a un puente de piedra. Más allá del arroyo había
un pueblo. Los tejados puntiagudos y el humo de las chimeneas sobresalían
por encima de una muralla que rodeaba el pueblo, pero ahí terminaba lo
pintoresco, ya que un hombre se precipitó, aterrorizado, desde una espesa
niebla, a través de las puertas abiertas del portal. Cuando sus pies ya no
pudieron sostenerlo, se puso de rodillas, y cuando éstas no funcionaron,
cayó, boca abajo, y no volvió a moverse. No necesité acercarme para saber
que estaba muerto o que había muerto por cualquier magia que hubiera
matado a mi gente, porque su piel parecía carcomida como si estuviera
recién despellejada.
Reinó el silencio, y entonces Sorin dijo:
—Bienvenida a Sadovea.
Unos cuantos soldados de Adrian entraron primero en la aldea y
volvieron para informar de que lo que había atacado parecía haberse ido.
Después, Adrian dio la orden de buscar a los muertos. Esperó en la puerta
y, cuando me acerqué, me puso la mano en el antebrazo, deteniéndome.
—¿Puedes manejar esto? —preguntó, sus ojos buscando en los míos.
—Estaré bien.
Sabía que su intención era buena, pero su pregunta me hizo sentir
débil. No, no había sido capaz de mirar a los míos, pero también había
estado conmocionada. Ahora sabía qué esperar, así que esto sería más
fácil... esperaba.
Además, quería ayudar en lo que pudiera.
Dentro de las murallas de la aldea, desmonté mientras los vampiros
empezaban a derribar puertas y a arrastrar cuerpos que se parecían a los
encontrados en Vaida. Me adentré en una calle lateral, pasando por una
tienda, una taberna y una posada, y lo que sospechaba que eran casas,
aunque su aspecto era diferente al de las de Lara. Estaban hechas de 149
listones de pino, no de zarzo, que era un tejido hecho de ramitas, y los
tejados estaban cubiertos de tejas de arcilla, no de paja.
Los cuerpos de la calle estaban abrigados y contorsionados de una
forma que me hizo pensar que habían estado huyendo de lo que fuera que
los había atacado. Me detuve, observando la forma de una mujer joven.
Tenía el cabello oscuro como el mío y la mano enroscada bajo la cabeza,
como si se hubiera quedado dormida. Me pregunté cómo se llamaría, si su
madre y su padre vivirían, o estarían aquí entre los muertos.
Mi mirada se desvió hacia mi izquierda y vi a alguien que me miraba
desde el interior de una casa. Una mujer de cabello largo y pelirrojo y ojos
penetrantes.
Una sobreviviente, pensé, pero parpadeé y ya no estaba. Confundida,
me acerqué y miré a través de una ventana sucia hacia la cocina, pero no vi
a la mujer, sólo los cuerpos de una madre y dos niños. Me alejé de la casa y
una sensación espeluznante recorrió mi cuerpo.
Al hacerlo, noté movimiento por el rabillo del ojo y alcancé a ver un pie
descalzo y sucio mientras alguien huía por un callejón contiguo.
—¡Espera! —grité y comencé a seguirlo.
Doblé la esquina y vi a una niña pequeña delante. Se giró para mirar
con ojos azules muy abiertos. Tenía la cara sucia y el cabello rubio. Iba
vestida con pantalón, una túnica y una gruesa bufanda de lana.
—Puedo ayudarte —le dije, pero volvió a marcharse.
Esta vez, cuando llegué a la siguiente curva, no vi ninguna señal de
dónde había ido, pero continué, pensando que tal vez podría sacarla de su
escondite.
—¿Hola? —la llamé—. Sé que estás aquí. Por favor, déjame ayudarte.
Pasé por delante de varias casas y tiendas tranquilas, todas ellas
construidas una al lado de la otra. Había algunas personas en el camino,
todas sin piel, todas muertas. Me ceñí más la capa al pasar junto a ellos. Si
no hubiera visto esto en Lara, habría supuesto que algún tipo de plaga se
los había llevado, pero ¿que murieran tantos a la vez? Era como si todo el
pueblo hubiera sido cubierto por la muerte.
Un crujido llamó mi atención y me giré para encontrar la puerta de un
boticario entreabierta. Al empujarla, descubrí a la chica encogida en la
esquina, temblando.
150
—Hola —dije en voz baja al entrar en la tienda—. Me llamo Isolde.
La niña siguió temblando.
—No voy a hacerte daño —dije, de pie en la puerta—. ¿Estás herida?
La chica negó con la cabeza.
—¿Puedes hablar?
La niña no dijo nada, sólo permaneció en silencio.
—¿Viste lo que atacó tu pueblo?
La niña asintió y me acerqué a ella.
—¿Puedes decirme qué fue?
Negó con la cabeza. No sabía si era porque no quería hablar o porque
realmente no lo sabía. Tendría sentido, teniendo en cuenta que parecía ser
la única que estaba viva.
—Y... ¿tus padres... sabes dónde están?
No quería preguntar si estaban muertos. Ella negó con la cabeza.
—No es seguro aquí —le dije a la niña. Ahora estaba frente a ella—. ¿No
quieres venir conmigo?
Me agaché y le tendí la mano, esperando que la tomara. Me miró
fijamente durante un largo rato antes de extender la mano, su pequeña
mano tocó la mía y luego la agarró. Me sorprendió su fuerza, y cuando mi
mirada volvió a la suya, sus ojos se habían enrojecido, sus labios se habían
separado para mostrar unos dientes afilados, y lanzó un grito horrible.
Aparté la mano de un tirón y volví a tropezar con las estanterías de
tarros de cristal. El olor a pino y menta llenó el aire cuando se rompieron y
se hicieron añicos bajo mi peso. La niña gritó y se abalanzó sobre mí en
cuatro patas. Apenas tuve tiempo de sacar mi cuchillo, pero antes de que
pudiera alcanzarme, algo la atrapó en medio del salto y la arrojó por la
habitación. Aterrizó como yo, contra una pared de tarros. El estruendo de
los cristales rotos no pudo con sus gritos de rabia mientras se levantaba de
los escombros y miraba con rabia a Daroc, que ahora estaba frente a mí.
Siseó, mostrando unos dientes que no se parecían a los de un humano,
y volvió a atacar. Daroc se movió con rapidez, como si se teletransportara, y
en un momento estaba delante de la criatura y al siguiente detrás, con las
manos a ambos lados de la cabeza. Un rápido chasquido y ella estaba
muerta, sus grandes ojos se encontraron con los míos mientras caía de
151
rodillas, dejando de ser el monstruo que era hace unos momentos para
volver a ser una niña.
Daroc la bajó al suelo y luego me miró.
—¿Está bien, mi reina? —preguntó.
No pude responder porque no podía decirlo. Me dolía el cuerpo, me
ardía el brazo donde la niña me había alcanzado y acababa de ver cómo
Daroc mataba a una criatura que parecía una niña. Se puso de pie y arrancó
un trozo de cortina de la ventana, que usó para cubrirla.
—¿Qué le ocurrió? —pregunté. No podía apartar los ojos de su cuerpo
inerte.
—Es difícil de decir —dijo—. Tendremos que llevarla al Palacio Rojo
para que le hagan una autopsia.
Daroc se acercó y me ayudó a ponerme de pie, aunque mis piernas
temblaban.
—Está herida —dijo, con los ojos puestos en mi mano. Yo también miré,
descubriendo que había una quemadura en mi piel en forma de mano.
—Oh —dije y tragué saliva—. No me duele... no realmente.
Frunció el ceño.
—Vamos.
Seguí a Daroc fuera de la tienda y a través del laberinto de edificios.
Cuando salimos, Adrian se volvió hacia mí y frunció el ceño, con sus
extraños ojos brillantes contra la penumbra del día. Empezó a acercarse a
nosotros y, cuando llegó a mí, sus manos me tocaron la cara.
—Estás pálida. ¿Qué sucedió?
—Ella encontró... algo —dijo Daroc—. Una humana... poseída por
algún tipo de magia.
La severa mirada de Adrian pasó de Daroc a mí.
—Parecía una niña —dije, y mi boca empezó a temblar—. Una niña.
La había visto morir.
—Está herida —dijo Daroc—. Su mano.
Los ojos de Adrian se dirigieron a mi brazo, que ahora sostenía con la
otra mano. Frunció el ceño mientras estudiaba la herida.
—¿La criatura te hizo esto?
—Con sólo un toque —confirmé, mirando la herida casi a oscuras. Mi 152
piel se parecía mucho a la de los muertos: roja y en carne viva.
Adrian se acercó a mí y dejé que me tomara la mano mientras la
examinaba. Esperaba que intentara curarla. En cambio, dijo:
—No puedo curar esto. Es magia.
Miró a Daroc, con la preocupación grabada en su severo rostro.
—Pronto estaremos en el Palacio Rojo —dijo Daroc—. Ana Maria puede
examinarla.
No sabía quién era Ana Maria, pero me preguntaba qué podía hacer
ella que no pudiera hacer Adrian. Aun así, su mandíbula se tensó, pero no
me preocupaba tanto mi herida como lo que había ocurrido aquí.
—No lo entiendo. ¿Esa niña fue la responsable de... todo esto?
—No ella, sino lo que sea que la haya poseído —dijo Adrian. Volvió a
mirar a Daroc, ofreciéndole una orden sin palabras antes de que el vampiro
se inclinara y se marchara, volviendo en la dirección en la que habíamos
venido para recuperar el cadáver de la niña, si tenía que adivinar.
A solas con Adrian, me acercó la cara a la suya, y me dio la impresión
de que intentaba asegurarse de que lo que había consumido a la chica no
me había consumido a mí, pero mientras le miraba a los ojos, no pude evitar
ver los suyos, muy abiertos por la conmoción de la muerte. Cerré los míos
contra la imagen y pregunté:
—¿Quién haría esto?
Cuando Adrian no respondió, volví a abrir los ojos para encontrarlo
mirando a lo lejos, con la mandíbula apretada.
—¿Adrian?
Al oír su nombre, me miró.
—Es difícil de decir —respondió.
—Pero tienes una idea, ¿no?
De repente, toda la charla de Adrian sobre las brujas buenas y la magia
bondadosa parecía un truco. Si la magia de una bruja podía crear algo así,
¿cómo podía ser buena?
—Cualquier cosa puede ser mala en las manos equivocadas, Sparrow.
Mientras los vampiros reunían los cuerpos para quemarlos, otro
vampiro atendía mi brazo. Lo había visto en el campamento, pero nunca le
pregunté su nombre. Ahora lo miraba fijamente, era un hombre apuesto con 153
pómulos afilados y piel y ojos oscuros. Tenía el cabello grueso y trenzado, y
sus manos eran suaves mientras me vendaba el brazo quemado.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Euric —dijo.
—¿Eres sanador?
—No —dijo—. Al menos no en la misma capacidad que antes.
—¿Qué quieres decir?
—Un verdadero sanador puede curar con el tacto —dijo—. Su gente las
llamaba brujas y las hacía quemar.
—Curan con el tacto. Eso es magia.
—Es un milagro, no magia —dijo—. Piense en todas las formas en que
no puede luchar contra nosotros. Ahora piensa que si tuviera sanadores, al
menos podría luchar contra nuestras plagas.
Lo miré fijamente, considerando sus palabras, y pensé en lo que Adrian
había dicho ayer: que la historia era una cuestión de perspectiva.
Euric se levantó y se inclinó.
—Mi reina —dijo antes de marcharse.
Lo vi partir y no me moví hasta que vi a Sorin, Daroc e Isac encender
antorchas para quemar los cadáveres. Me puse de pie y me dirigí a Snow.
Cuando tomé sus riendas, Adrian me detuvo.
—No permitiré que cabalgues sola —dijo—. Tu dolor empeorará y será
un viaje difícil. No permitiré que te hagas más daño.
—De acuerdo.
No discutí, porque ya me dolía y no quería empeorarlo. La tensión en
sus cejas se relajó al ver mi consentimiento, y montamos a Shadow mientras
los demás hacían lo mismo.
No creo haber imaginado la forma en que Adrian me envolvió. Sus
muslos se apretaron contra los míos y uno de sus brazos me rodeó la
cintura. Durante el trayecto, sus labios recorrieron mi cuello, dejando
suaves besos sobre mi piel. Me encontré conteniendo la respiración cuando
cada uno se prolongaba más que el anterior.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, con la voz entrecortada,
traicionando lo que sus acciones estaban haciendo en mi cuerpo.
—Distrayéndote —dijo. 154
Estaba funcionando. Tenía calor, un nudo en el estómago, pero cuanto
más tiempo pasábamos, menos funcionaba la distracción de Adrian, y el
dolor de mi brazo empezaba a darme jaqueca. Y junto con el viaje, me sentí
mal.
—Pronto llegaremos a casa —dijo contra mi oído.
Esas palabras me ayudaron a relajarme y me apoyé en su hombro, con
la cabeza demasiado pesada para sostenerla.
No fue hasta que vi un pueblo que me senté más erguida. Atravesamos
una puerta de madera abierta y, ante nosotros, un camino sinuoso ascendía
lentamente por la ladera de una colina, a través de un gran mercado, hasta
llegar a un castillo que se alzaba, aterrador y hermoso a la vez. La muralla
del castillo parecía abarcar kilómetros, con una serie de grandes arcos.
Detrás se alzaba la propia fortaleza, un conjunto de torres altas y
puntiagudas, cada una de ellas tallada con finos detalles florales. A veces,
el propio castillo parecía negro, pero cuando la luz brillaba justo sobre su
superficie vidriosa, podía ver que en su interior brillaba un rojo intenso.
—Bienvenida al Palacio Rojo —dijo Adrian.
Continuó atravesando el pueblo y, a medida que avanzaba por el
sendero, los aldeanos salieron a observar nuestra procesión. Algunos
saludaban desde las ventanas, mientras que otros arrojaban flores, trigo o
monedas en el camino a los pies de nuestro caballo. Fue un recibimiento
mucho mejor que la despedida que había tenido en casa, y la idea me dolió.
—¿Les ordenaron hacer esto? —pregunté, sin esperarlo.
—¿Realmente piensas tan mal de mí?
No era eso. Lo que esperaba era encontrar que los revekkianos no
estuvieran contentos de estar bajo el dominio del rey de Sangre más que
Lara.
—Yo cuido de mi pueblo —dijo—. Así como cuidaré de tu gente.
—¿Eras revekkiano? —pregunté—. ¿Antes de que te maldijeran?
—Soy revekkiano —dijo y añadió—: Y no estoy maldito.
Su comentario hizo que mi corazón latiera con más fuerza en mi pecho,
y tuve el pensamiento de que si él no era una maldición que había que
romper, ¿qué era? ¿Cómo se había convertido en esto?
Adrian no habló y continuó por el valle, subiendo una empinada cuesta
hacia el Palacio Rojo. Al llegar a la puerta, una enorme con barrotes de hierro
negro, me di cuenta de que no podía ver el muro que rodeaba el palacio por
155
todos los árboles. Una vez dentro de la puerta, Adrian subió directamente a
una amplia escalera. Éstas eran negras, a diferencia de los muros del
castillo, y ya se había reunido una multitud en ellas.
Se bajó y me tendió la mano. Acepté, cansada del dolor que al principio
sólo se había producido en mi brazo, pero que ahora repercutía en todo mi
cuerpo. A pesar de ello, me recompuse y vi cómo se acercaba un hombre.
Era mayor, su cabello disminuía casi hasta la mitad de la cabeza y, sin
embargo, lo mantenía largo. Llevaba una túnica azul oscuro, bordada en
plata, y a diferencia de muchos de los vampiros que había encontrado, su
piel era fina como el papel y estaba arrugada.
—Su majestad —dijo.
—Tanaka —reconoció Adrian.
El hombre parecía estar a punto de hablar cuando Adrian pasó por
delante de él, arrastrándome a su lado. La multitud se separó. A diferencia
de Tanaka, parecían saber que no estaba de humor para charlar.
—¿Quién era ese hombre? —pregunté.
—Es mi virrey —dijo Adrian y lo dejó así.
Entramos en el palacio a través de unas grandes puertas de madera e
inmediatamente nos recibió una gran escalera, decorada con tallas
ornamentales de las antiguas diosas que conocía de nuestros mitos: Rae, la
diosa del sol y las estrellas, Yara, la diosa del bosque y la verdad, y Kismet,
la diosa del destino y la fortuna, que ya no eran adoradas por el mundo en
general. Me pregunté si Adrian las habría adorado hace doscientos años,
cuando en todo Cordova había varias diosas en lugar de sólo dos.
Las paredes y los techos del castillo eran del mismo color rojo intenso,
con diseños intrincados: techos abovedados, arcos entrelazados, ventanas
altas y puntiagudas. Si esas ventanas estuvieran en Lara, habrían permitido
que los pasillos se llenaran de luz, pero como estaban en Revekka, un
extraño rojo nebuloso se asomaba al exterior.
—Ven. Te llevaré a tus habitaciones y mandaré llamar a Ana —dijo
Adrian.
No discutí. La cabeza me latía con fuerza y el brazo aún me ardía por
el contacto de la niña. Subimos los escalones lentamente, y justo cuando
iba a comentar la paciencia de Adrian, se detuvo en el escalón y se dirigió
hacia mí. 156
—Deja que te lleve —dijo.
—No es la presentación que necesito para conocer a tu gente.
Ya sería bastante difícil ser humana en un castillo lleno de vampiros
sin que Adrian les animara a verme débil.
—No pensarán que eres débil —dijo.
Pero no volvió a preguntar, y continuamos, subiendo las escaleras,
dirigiéndonos a nuestra izquierda, donde otro conjunto de escaleras
conducía a un pasillo más oscuro. Mi habitación estaba al final. Era grande,
con una cama con dosel, mantas y cortinas de terciopelo y alfombras de
felpa que cubrían cada centímetro de piedra fría. Me alegré de que la
chimenea estuviera tan lejos de la cama, ya que contenía un vigoroso fuego.
Esperaba que Adrian me dejara en la puerta, pero en lugar de eso, me
siguió al interior.
—Ana necesitará el fuego cuando vea tu herida. Después, no pasará de
una brasa, lo prometo.
—Gracias.
—Descansarás cuando ella se vaya.
Arqueé una ceja ante su orden, aunque mi cuerpo se ablandó al pensar
en dormir en una cama de verdad.
—Debes estar lo suficientemente bien como para asistir a las
festividades de esta noche —añadió en respuesta a mi mirada interrogante.
—¿Qué pasa esta noche?
—Vamos a celebrar mi regreso y nuestro matrimonio —dijo—. Será tu
primera presentación ante mi gente, y aunque sé que no estás ansiosa por
conocerlos, estoy seguro de que ambos estamos de acuerdo en que las
primeras impresiones lo son todo.
—¿No cuentas nuestra apresurada entrada al castillo como una
primera impresión? —pregunté.
Sonrió.
—Creo que mi gente asumirá que tenía más ganas de estar a solas
contigo.
—Excepto que me dejas en una habitación y permites que otros me
cuiden.
No estaba segura de por qué había dicho eso, y las cejas de Adrian se
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juntaron encima de sus ojos ardientes.
—¿Ya me extrañas? —dijo, divertido en su tono mientras inclinaba mi
cabeza hacia arriba, su mano se extendía por mi cuello como si quisiera
sentir mi pulso mientras hablaba.
—Difícilmente —dije, apretando la mandíbula y desviando la mirada.
Se rio, sin inmutarse por mi brusca respuesta.
—Esto sería más fácil si admitieras que, en contra de tu buen juicio, te
gusto.
—Esto sería más fácil si admitieras que la única razón por la que nos
llevamos remotamente bien es por lo que nuestros cuerpos hacen juntos,
nada más.
Me miró fijamente durante un largo momento, sin moverse. Su cara
estaba cerca de la mía, sus labios se acercaron, su mano rodeó mi cuello,
sus dedos se apretaron, y un suave apretón hizo que mi pulso se acelerara
contra su piel.
—Todo este odio por lo que soy —dijo—. ¿Sentirías lo mismo si yo fuera
humano como tu comandante?
Lo fulminé con la mirada.
—Seguirías siendo el enemigo.
—Ni siquiera sabes por qué soy tu enemigo —dijo.
—Eres una amenaza para la humanidad —repliqué—. ¡Has matado a
reyes y conquistado reinos! Nadie, ni el más fuerte de nosotros, tiene una
oportunidad contra ti.
—Vaya discurso y, sin embargo, lo único que oigo es tu miedo a algo
que no es como tú.
—¡No reduzcas mi odio hacia ti por la diferencia! Eres más que
diferente. Quemaste aldeas enteras, esparciste la peste y mataste a cientos.
Eres un cobarde, un asesino...
Adrian se acercó más y me agarró la cabeza, su mano se apretó en mi
cabello, su cuerpo se pegó al mío. No estaba segura de sus intenciones, ni
siquiera cuando inclinó su cabeza hacia la mía, ni cuando su aliento acarició
mis labios, porque sus ojos brillaban con una ira aguda y frustrada.
—Sé lo que soy —dijo, con voz tranquila—. ¿Puedes decir lo mismo?
Una vez.
Podría haber dicho eso una vez, hace una semana, cuando había sido
158
Isolde, princesa de Lara. Eso fue hasta que conocí a Adrian, y desde ese
primer encuentro en el bosque, había quedado claro que nunca me había
conocido del todo.
—Llamas a esto traición —susurró Adrian, con sus dedos recorriendo
mi rostro, con una suave y cuidadosa caricia—. Pero esto es más que una
elección.
—Tienes razón —respondí, y aunque sabía que estaba hablando de algo
que iba mucho más allá entre nosotros, lo ignoré y hablé entre dientes—.
No tuve elección.
Me soltó, y tuve que admitir que la distancia que puso entre nosotros
tiró fuertemente de mi corazón. Tal vez fuera por su expresión, que parecía
a la vez dolida y derrotada.
—Tengo mucho que hacer —dijo y se dio la vuelta para marcharse. En
las puertas, se detuvo—. Supongo que estarás deseando explorar el castillo,
pero no lo hagas sola. Descubrirás que los que residen aquí no son tan
fáciles de contener, y odiaría tener que asesinar a mi concejo por convertirte
antes de tener la oportunidad.
Con eso, Adrian se fue.
U
na vez que Adrian se fue, mis piernas cedieron y me hundí en
la cama.
¿Convertirme?
Habíamos hablado mucho de la sangre, pero la única vez
que había mencionado la transformación fue en forma de amenaza.
“Creo que quieres matarme, y si ese es el caso, debo advertirte ahora
que cualquier intento se encontrará con mi ira”.
Hasta ahora, no había cumplido su advertencia. Ahora me preguntaba
si realmente me convertiría sin mi consentimiento, o si suponía que se lo
rogaría, igual que había asumido que le rogaría que tomara mi sangre.
El agotamiento se apoderó de mis hombros. Adrian me había robado la
energía. Cada encuentro con él me tenía en vilo, todo mi cuerpo se retorcía
y anudaba, esperando su siguiente movimiento: ¿pelearíamos o follaríamos? 159
¿Siempre me sentiría tan dividida entre él y mi gente? Mientras estaba
sentada en esta majestuosa cama, mucho más extravagante que la de mi
pequeña habitación en Lara, me di cuenta de que no había pensado mucho
sobre mi llegada al Palacio Rojo, aparte de cómo derrotaría a Adrian. Y
aunque seguía dedicada a esa misión, empezaba a pensar que debía
considerar cómo iba a reinar.
Quizás cuanto más aceptara mi papel, más dispuesto estaría Adrian a
abrirse sobre su pasado, un pasado que esperaba que revelase la clave de
algún tipo de debilidad.
Un golpe llamó mi atención y fue seguido por una voz.
—Mi reina, soy Ana Maria. Adrian me envió a atenderla.
Me levanté y abrí la puerta, mi mirada chocó con un par de ojos
llamativos, bordeados por gruesas pestañas. Eran del color de un cielo de
verano, su cabello era espeso y casi plateado, sus labios carnosos y rosados.
Ana Maria era hermosa, y me quedé momentáneamente impresionada por
ello. Llevaba un vestido esmeralda que me recordaba a Lara, a la primavera
cuando los árboles florecían y el sol brillaba, y de repente, sentí nostalgia.
Sólo podía suponer lo que la mujer estaba pensando, pero mientras me
miraba fijamente, parecía igual de aturdida por mí, aunque dudaba que
fuera por mi belleza. Hubo un destello en sus ojos, algo parecido a la
decepción, y la sonrisa que había preparado para mí, vaciló. Me pregunté si
había esperado a alguien diferente, y qué tipo de impresión tenía sobre el
aspecto de la esposa de Adrian. Tal vez no esperaba a alguien de
ascendencia isleña.
Sin embargo, se recuperó rápidamente.
—Mi reina —dijo de nuevo y se inclinó—. Oí que fue herida.
—Sí, entra —dije, haciéndome a un lado para dejarla entrar. Me
preocupaba que, una vez cerrada la puerta, las cosas entre nosotras se
volvieran incómodas. No estaba familiarizada con este espacio ni con la
forma de actuar, y las únicas sillas estaban cerca del fuego, al que no iba a
acercarme, pero una vez que Ana Maria estuvo dentro, preguntó:
—¿Puedo ver su brazo?
Lo extendí hacia ella, y ella retiró las vendas que Euric había colocado.
Cuando el vendaje se liberó, sentí como si me quitaran otra capa de piel, e
inhalé bruscamente.
Ana Maria frunció el ceño. La herida parecía mucho más irritada que 160
antes.
—Adrian no pudo curarla —comenté—. Dijo que era por la magia.
¿Sabes por qué?
Me miró y luego dijo:
—Ni siquiera sabemos por qué es capaz de curar.
Eso me sorprendió. Había pensado que todos los vampiros podían curar
a otros, pero parecía que sólo el rey de Sangre tenía ese don.
—Si él no puede arreglar esto, ¿cómo lo harás? —pregunté.
—Estudié medicina.
—Oh —dije, sintiéndome tonta, y mi rostro se sonrojó.
Ella esbozó una pequeña sonrisa y cruzó la habitación hacia la
chimenea.
—Espero que no le importe. Me tomé la libertad de instalarme antes de
que llegara.
—No, por supuesto que no —dije. Luego dudé—. ¿Cómo sabías que
estaba herida?
—Adrian envió a Sorin —contestó.
Ni siquiera me había dado cuenta. Comprendí que no tenía ni idea de
lo rápido que podían viajar los vampiros sin la carga de los mortales. Lo más
cerca que había estado de presenciar su velocidad fue cuando Daroc había
matado a la... niña. Me estremecí al pensarlo, recordando lo rápidas que
habían sido sus acciones. Lo humana que había parecido al morir.
Ana Maria colocó una tetera de hierro sobre el fuego y preparó sus
provisiones. Admiré lo cómoda que estaba cerca de ella mientras yo
mantenía las distancias, optando por sentarme en la cama.
—¿Qué tan bien conoces a Adrian?
Se rio, un sonido que me hizo sentir calor en el pecho.
—Bastante bien. Es mi primo.
—¿Tu... primo? —pregunté, sorprendida, aunque ahora que lo pensaba,
sí se parecían. No había pensado que Adrian tuviera familia—. ¿Él... te
convirtió?
—Lo hizo —respondió Ana Maria pero no ofreció nada más.
—¿Es... grosero preguntar?
—Para algunos, lo es —explicó—. Depende de las circunstancias por
161
las que fueron convertidos. Los más viejos no tuvimos elección. No
teníamos... el control entonces.
Tragué con fuerza, comprendiendo.
—Y... Adrian. ¿Tuvo elección?
Ana Maria no contestó mientras sacaba la tetera del fuego y la ponía
sobre una trébede de hierro. Finalmente, se encontró con mi mirada.
—Supongo que depende de a quién le pregunte —dijo.
Colocó unas cuantas hierbas en una bolsa de tela y las sumergió en el
agua caliente antes de ponerlas sobre mi piel. Olía a menta y hojas de
gaulteria, y una vez que el calor del agua desapareció, empezó a refrescarme
y aliviarme. Mientras la medicina hacía efecto, Ana Maria preparó una taza
de té con algunas de las provisiones que llevaba en sus bolsas. Mientras
vertía agua sobre la mezcla, un fuerte olor a menta se extendió hacia mí.
Arrugué la nariz.
—Es corteza de sauce —dijo—. Ayudará a aliviar el dolor.
Me sentí escéptica, pero animada por lo bien que se sentía mi brazo.
Después de unos sorbos, lo dejé a un lado.
—No sé por qué estoy aquí —dije casi distraídamente.
—Está aquí porque Adrian le quiso —dijo Ana Maria.
—¿Pero por qué? —pregunté, encontrándome con sus ojos—. Podría
haber tenido a cualquiera, haber tomado a cualquier otra.
Podría haberse casado con su vasalla, y nadie se lo habría pensado dos
veces, porque no necesitaba una unión para conquistar.
Ana Maria me miró, y al hacerlo, deslizó las palmas de las manos.
—Se equivoca —dijo, y su voz tembló, pero no por los nervios. Parecía
casi frustrada conmigo—. Sólo podrías haber sido usted. No hay nadie más.
Me quedé mirándola, confundida, tanto por su reacción como por sus
palabras. Luego respiró profundamente, tragó saliva y me pareció que
intentaba contener las lágrimas.
—Me disculpo, su majestad. Hablé fuera de lugar —dijo—. Debería
descansar. Su doncella vendrá en breve para ayudarle a prepararse para el
banquete de esta noche.
Hizo una reverencia y prácticamente huyó.
Qué extraño, pensé mientras caía pesadamente sobre las sábanas de
mi cama. No me di cuenta de que había cerrado los ojos hasta que me
162
despertó un golpe en la puerta.
—¿Su majestad? Soy Violeta. He venido a ayudarla a prepararse para
esta noche.
Me levanté de la sorprendente calidez de la cama, aún aturdida, y me
dirigí a la puerta donde encontré a una mujer joven esperando. Era de baja
estatura y delgada, sus miembros eran de color blanco pálido y su cabello
castaño. Tenía rasgos delicados: ojos redondos, nariz pequeña y labios finos.
El único color de su rostro eran sus mejillas, que estaban sonrosadas. No
sabía si era un tinte natural, el frío, o quizás estaba nerviosa por conocerme.
—Eres humana —dije, sorprendido.
Se sonrojó aún más y agachó la cabeza, convirtiendo el movimiento en
una reverencia.
—Sí —dijo—. El rey Adrian me ha designado como su doncella.
También me dijo que le gustaría tomar un baño.
Mis ojos se desviaron para ver a un grupo de sirvientes detrás de ella
sosteniendo una gran bañera de cobre.
—Sí, gracias —dije, haciéndome a un lado.
Violeta dudó, probablemente ante mi expresión de gratitud, pero entró
en la habitación, indicando a los sirvientes que colocaran la bañera ante el
fuego.
—Ahí no —dije.
Violeta y los sirvientes se detuvieron, mirándome con sorpresa.
—¿Pueden colocarla cerca de la ventana? —dije, y como sentí que tenía
que ofrecer una explicación de por qué, añadí—: Me gustaría mirar el paisaje
mientras me baño.
Ni siquiera sabía qué había fuera de esas ventanas acristaladas, pero
cualquier cosa era mejor que estar cerca del fuego.
Violeta no dudó.
—Por supuesto, mi reina —dijo.
Tras unos cuantos viajes de ida y vuelta de los sirvientes, la bañera
estaba llena de agua humeante.
Me quité la ropa y entré en la bañera, gimiendo de alivio mientras me
relajaba contra el borde y cerraba los ojos. Al cabo de un momento, un
sensual y rico aroma llenó el aire. Miré a Violeta, que se quedó paralizada,
163
con el brazo suspendido sobre el agua, mientras dejaba caer algo dentro.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—J-jazmín —respondió—. Lady Ana Maria dijo que la relajaría. Lo
siento. Debería haber preguntado...
—No, está... bien.
Sólo había preguntado porque el olor me resultaba familiar, pero no
podía precisar por qué. Observé cómo Violeta terminaba de añadir las gotas
y luego buscaba un paño.
—Si quiere, puedo lavarle la espalda y el cabello.
La dejé, y cuando terminé, me levanté del baño, feliz de sentirme limpia.
Me sequé con una toalla y Violeta me ayudó a ponerme una bata de seda.
Esperaba que me pidiera que me sentara junto al fuego mientras me
cepillaba el cabello para ayudarlo a secarse, pero en lugar de eso, me esperó
junto al tocador, que era un mueble dorado adornado con un espejo ovalado.
Violeta no parecía muy preocupada porque mi cabello estuviera mojado
para el banquete. Me lo cepilló, dejándolo resbaladizo en la cabeza, y cuando
terminó, me preguntó:
—¿Qué le gustaría ponerse esta noche?
Atravesó la habitación hasta un armario y abrió las puertas para
mostrar un conjunto de magníficos vestidos. Me levanté lentamente y me
acerqué para tocar una de las faldas de felpa.
—¿A quién pertenecían? —pregunté.
—El rey Adrian los encargó antes de su llegada a la ciudad —explicó.
Me pareció extraño. Sin embargo, no podía negar que estaba
encantada.
—Son todos tan hermosos —dije.
—¿Debo elegir por usted? —ofreció Violeta. La miré y dudó—. Si es que
le resulta difícil elegir.
Le sonreí.
—Por supuesto.
Ella sonrió y luego buscó un vestido rojo, que claramente ya tenía
decidido lo que debía usar. La falda tenía tantas capas que me costó un poco
ponérmelo por encima de la cabeza, y los encajes de la parte trasera del
corpiño me hicieron arrepentirme de haberla dejado elegir, hasta que me
giré para mirarme al espejo.
164
El vestido era precioso, y acentuaba cada una de las exuberantes
curvas de mi cuerpo, desde el escote que me marcaba el pecho hasta la falda
que se ensanchaba en las caderas y llegaba hasta el suelo. Las mangas
largas, aunque de encaje, me permitían guardar mis cuchillos, lo que me
reconfortaba. A pesar de no haber tenido ningún problema con el ejército de
Adrian en el camino a Revekka, no me fiaba del castillo en general, y Adrian
tampoco, o no me habría advertido que no saliera sola de mi habitación.
—Sus joyas, majestad —dijo Violeta. Se acercó con una caja de madera
forrada de terciopelo rojo. En su interior había un par de pendientes de oro
y rubíes y un collar a juego. Eran mucho más extravagantes que todo lo que
yo había tenido, incluso siendo princesa de Lara. Intenté ignorar el hecho
de que, una vez puestos, me recordaban a la sangre. Aun así, al mirarme en
el espejo, apenas reconocía a la mujer que había sido hace una semana.
Un golpe en la puerta anunció el regreso de Ana Maria. Se había
cambiado y ahora llevaba un vestido negro con escote halter que hacía que
su cabello pareciera un halo brillante. La falda era amplia, hecha de capas
de tul, y se deslizaba por el suelo cuando se movía.
—Oh, mi reina, está hermosa.
—Gracias, Ana Maria —dije.
—Sólo Ana —dijo ella y me tendió una pequeña caja—. Le traje algo.
Un regalo de Adrian.
Fruncí el ceño mientras la tomaba.
—¿No puede dármelo él mismo?
—Creo que, tal vez, quiere sorprenderse cuando le vea esta noche.
Era irónico teniendo en cuenta cómo me había visitado el día de
nuestra boda. Aun así, eso era mejor que mi razonamiento. Había pensado
que me evitaba después de nuestra anterior conversación. Excepto que
desde que conocí al rey de Sangre, rara vez había evitado confrontarme por
algo.
Dentro de la caja había una tiara. Era impresionante y, aunque de
apariencia sencilla, estaba muy adornada con diamantes en cada borde.
—¿Le gusta? —preguntó Ana.
—Por supuesto —dije, y al colocarla sobre mi cabeza, sentí que
pertenecía a ella.
—Adrian no va a apartar la mirada —dijo Ana.
165
—Supongo que eso depende de si está o no su vasalla favorita —dije.
Imaginé que Safira estaría presente a pesar de que le había pedido a Adrian
que no bebiera de ella.
Ana me miró con extrañeza.
—No conoce muy bien a Adrian —dijo.
—Tienes razón. No lo conozco.
Ana frunció el ceño y, por primera vez desde que la conocí, consideré
que tal vez había esperado que me alegrara de este matrimonio.
—¿Está preparada? —preguntó—. Le acompañaré al gran salón.
Supuse que estaba tan preparada como nunca lo estaría, aunque
odiaba cómo se me revolvía el estómago. No quería temer a mi enemigo y,
sin embargo, no podía evitar sentirme temerosa. Esto era diferente de mi
boda, diferente incluso del pequeño ejército con el que había viajado a
Revekka. Estaba a punto de ser rodeada por todo el reino de Adrian.
Era un gorrión en una guarida de lobos.
Dejamos mi nueva habitación. Violeta se quedó con instrucciones de
no alimentar el fuego. Esperaba que para cuando volviera a mi habitación
esta noche, no fuera más que brasas ardientes como había prometido
Adrian.
A diferencia del Castillo de Fiora, los pasillos del Palacio Rojo eran más
cálidos y amplios, lo que significaba que Ana y yo podíamos caminar
cómodamente una al lado de la otra. Ahora que me sentía mejor, podía
apreciar la decoración del castillo: apliques negros repletos de cristales con
velas finas, grandes cuadros enmarcados en gruesos marcos dorados y
lujosas alfombras tejidas. Me pregunté cuánto había cambiado Adrian desde
que mató a Dragos.
Y cuánto de todo ello había tomado de los pueblos conquistados.
Cuando subimos las escaleras, pude ver la entrada al salón de baile,
con las puertas doradas abiertas de par en par, invitándonos.
—¿Qué se espera de mí esta noche? —le pregunté a Ana.
—Usted y Adrian bailarán —dijo ella—. Y después, se quedarás cerca
de él.
—Perfecto —dije y respire, y lo mantuve mientras nos acercábamos al
salón. Haré lo contrario.
La sala estaba abarrotada, llena de risas y alegría. Los humanos se
daban un festín con la comida de una mesa mientras los vampiros 166
apartaban a esos mismos humanos para beber de sus venas. Había baile,
bebida y música, y por encima de todo ello, elevado sobre un altar, estaba
Adrian, que descansaba en su trono, con un aspecto excepcionalmente
aburrido, hasta que sus ojos me encontraron y me sostuvieron, tocando
cada parte de mí. Se enderezó y el movimiento atrajo la atención, primero
hacia él y luego hacia mí. De repente, la caótica celebración terminó, y
cuando las miradas se volvieron hacia mí, la multitud se separó y luego se
inclinó, creando un camino para mí directamente hacia Adrian.
Pero mis ojos se habían desviado hacia Safira, que permanecía cerca
de su trono, vestida de azul y plata. Nunca los había visto así, uno al lado
del otro, y se me ocurrió lo bien que se veían juntos. Su expresión era tensa,
con los ojos y la boca apretados, y me pregunté si Adrian había hablado con
ella sobre dejar de alimentarse de ella. Sin embargo, ¿por qué se quedaba?
¿Por qué estaba en un lugar que la elevaba por encima del resto? Ni siquiera
Tanaka, el virrey, permanecía en lo alto con el rey.
No seguí el camino hecho para mí. En su lugar, me di la vuelta,
examinando a la multitud, y mis ojos se entrecerraron en un humano de
aspecto débil.
—Tú —dije, volviéndome hacia él.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—¿Yo?
—Ven —dije.
Dudó.
—No me hagas pedírtelo otra vez —le dije.
Se le hizo un nudo en la garganta, pero obedeció y se acercó.
El silencio de la sala me oprimió los oídos y sentí que la mirada de
Adrian se volvía más feroz a medida que el humano se acercaba a mí.
—Su majestad —dijo, inclinándose.
—Baile conmigo —le dije.
—Su majestad, realmente debo de…
—No era una pregunta —dije.
No creí que fuera posible que se pusiera más pálido, pero lo hizo.
Levanté mi mano para que la tomara.
—Puedes tocarme —dije y por casualidad miré a Adrian, que tenía una
mirada asesina. Me abstuve de sonreír, pero fue más que un placer acariciar
su furia. 167
La mano del hombre estaba fría y húmeda cuando tomó la mía.
—¿Cómo te llama? —le pregunté.
—Lothian —dijo.
—Lothian —repetí su nombre—. No tiembles. Es vergonzoso.
—Mis disculpas, mi reina. Es que no había planeado perder las bolas
esta noche.
Me reí.
—Tus bolas tienen mi protección, Lothian. Ahora, al menos actúa como
si disfrutaras de mi presencia.
Comenzó la música, una canción dolorosamente aburrida que hizo
tedioso mi baile con Lothian. Era un castigo, estaba segura, por desobedecer
las reglas, así que en su lugar, traté de concentrarme en el mortal al alcance
de la mano.
—¿A qué te dedica, Lothian? —pregunté, decidida a disfrutar de mi
tiempo enfureciendo a Adrian.
—¿Su majestad? —preguntó, confundido.
—Tu oficio. ¿Cuál es tu trabajo aquí?
—Soy bibliotecario —dijo.
—Un bibliotecario. —Sonreí. Pensé que diría que era un vasallo—. ¿Me
llevarás a dar una vuelta?
—Por supuesto —dijo, sonando de repente mucho más confiado—.
¿Algún área de interés en particular?
—Oh, todo. Soy una lectora voraz.
—Haré todo lo posible por complacerla —dijo, sonriendo, y decidí que
me gustaba mucho el entusiasta Lothian.
—Muy bien. Empecemos esta semana —dije, insegura de lo que Adrian
podría tener planeado para mí—. Estoy ansiosa por conocer la historia de
mi nuevo hogar.
Cuando nuestra canción llegó a su fin, Lothian se inclinó.
—Por supuesto, su majestad —dijo—. ¡No estará decepcionada!
Giró y prácticamente salió flotando de la pista de baile. Ahora que mi
baile había terminado, esperaba ir en busca de vino o de algo que me
ayudara a disfrutar más de la velada, pero cuando me giré, mi camino
estaba bloqueado por un hombre grande. Tenía el cabello largo y oscuro y
168
una barba puntiaguda. Había algo en él que me hacía sentir incómoda, y
eso sólo empeoró cuando sonrió.
—Su majestad —dijo mientras se inclinaba y extendía la mano—. ¿Un
baile?
—Prefiero tomar una copa —dije y pasé junto a él. Si Nadia estuviera
aquí, me reprendería.
“Una dama nunca rechaza a un caballero”.
¿De qué sirve ser una princesa si no puedo rechazar a los hombres?
La cuestión es dar ejemplo.
Yo había dado un ejemplo, sólo que no el que ella quería.
Una mano se posó en mi hombro. Me sobresaltó y di un salto,
volviéndome para descubrir que el vampiro de cabello oscuro me había
seguido.
—No me toques —dije. Cada palabra que pronunciaba sonaba como
una amenaza.
El vampiro se rio.
—Adrian ha encontrado una mortal vivaz —dijo, con sus ojos
recorriendo mi cuerpo. Volvió a decir—: Baile conmigo.
Mis ojos se entrecerraron sobre el hombre. Los suyos eran vidriosos y
distantes, y me pregunté qué habría estado consumiendo antes de llegar a
este evento.
—Así que tú eres uno de esos —dije.
—¿Uno de qué? —preguntó.
—Un hombre que no escucha —dije.
Su sonrisa se extendió y dio un paso más hacia mí.
—Quizá deba presentarme. Soy noblesse Zakharov.
—Bueno, noblesse Zakharov, no me importa quién eres. No voy a bailar
contigo.
No me entretuve en escuchar su reacción, sino que me di la vuelta para
marcharme, pero Zakharov volvió a agarrarme, sus dedos se clavaron en mi
brazo mientras me empujaba. Esta vez, saqué mi cuchillo enfundado en la
muñeca. Giré la empuñadura en mi mano y la introduje en el hueco de la
clavícula del hombre.
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El único sonido que emitió fue un gorgoteo ahogado mientras caía de
rodillas, con la sangre rezumando de su herida. Los vampiros podían
curarse a sí mismos, pero seguían sintiendo dolor, y era posible que éste
fuera peor, dado que no creía que Zakharov pensara que me defendería. La
sala se quedó en silencio y nadie se movió cuando me puse frente al vampiro
que me había abordado.
El repiqueteo de las botas sobre el suelo de mármol interrumpió el
silencio, y poco a poco se abrió paso hacia Adrian. Parecía sobresalir por
encima de todos, una fuerza que exigía atención. Desde luego, él tenía la
mía mientras se acercaba, con sus rasgos como una fría máscara de
indiferencia.
—Me tocó —le expliqué.
Los ojos de Adrian se apartaron de los míos y se dirigieron a Zakharov,
cuya mano rodeaba la empuñadura de mi daga y la sangre se filtraba entre
sus dedos. Pero justo cuando logró sacarla, sus ojos se alzaron hacia Adrian.
—Mi señor —logró decir.
Adrian no dijo nada mientras arrancaba el cuchillo de su carne, lo
limpiaba de sangre con un pañuelo que sacó del interior de su chaqueta y
me lo devolvía.
—Gracias —susurré, y él me ofreció la más suave sonrisa antes de
sacar una espada enfundada en su guardia y blandirla. Nadie habló
mientras la cabeza de Zakharov rodaba por el suelo del salón de baile y su
cuerpo caía contra el mármol con un golpe húmedo.
Adrian devolvió la hoja ensangrentada a su guardia y luego me miró,
ofreciéndome la mano. Una vez que la tomé, habló dirigiéndose a los
presentes.
—La reina es una guerrera en primer lugar, y noble en segundo lugar.
Les sugiero que lo tengan en cuenta si deciden poner su destino en sus
manos. —Luego me miró fijamente—. Y si, por casualidad, ella los perdona,
yo no lo haré.
Le sostuve la mirada y sentí que la promesa de sus palabras me
estremecía.
—Limpien esto —dijo y me alejó del cuerpo. Se detuvo en el centro de
170
la habitación y me apartó un mechón de cabello de la cara—. ¿Estás bien?
—Lo estoy —dije—. ¿Qué es noblesse?
—Es un título que significa nacimiento real —dijo—. Zakharov siempre
ha sido un problema. Ahora no lo es.
Miré hacia el lugar donde había quedado tendido, su cuerpo ya nos
estaba. Otro vampiro llevaba la cabeza por su larga y negra cabellera hacia
la salida.
—Baila conmigo —dijo Adrian.
Incliné la cabeza, aceptando su invitación. Él sonrió y levantó mi mano
hacia su boca. Sus labios tocaron mis nudillos, una suave caricia que me
recordó los besos que me había ofrecido en nuestro viaje por Cel Ceredi
hasta el Palacio Rojo. Luego me acercó y comenzó a moverse, su cuerpo era
una sólida guía que yo seguía sin esfuerzo por la habitación.
—Eres hermosa —dijo, bajando la mirada y deteniéndose en mis
pechos.
—Pensé que lo desaprobarías —dije, pero sólo lo había pensado porque
Killian me habría reprendido por la cantidad de piel que estaba mostrando.
Sin embargo, a Adrian parecía gustarle.
—Mis sentimientos están lejos de ser de desaprobación —dijo, y como
si quisiera hacer hincapié en ello, me acercó, con la dura hinchazón de su
polla presionando mi estómago.
Le sostuve la mirada, con un fuego que se encendía en la boca del
estómago.
—¿No estás enfadado conmigo?
—¿Por qué iba a estar enfadado?
—Porque bailé con Lothian —dije—. Cuando se suponía que iba a bailar
contigo.
—Hmm —dijo, comprendiendo—. Tienes suerte de que me guste.
—Prometí proteger sus bolas —dije.
—De repente, me gusta menos —dijo Adrian.
—Estoy enfadada contigo —dije.
Adrian levantó una ceja.
—Como si no pudiera adivinar por tus acciones. ¿Safira?
—Dijiste que dejarías de alimentarte de ella. 171
—Lo hice —dijo.
Hubo una pausa mientras seguíamos bailando, lenta y
controladamente, la falda de mi vestido balanceándose y enredándose
alrededor de mis piernas y las de Adrian.
—Se lo había dicho sólo unos momentos antes de entrar en el gran
salón. Mal momento, tal vez, pero ya está hecho. Como deseabas.
Se me erizó la piel.
—No me culpes.
—No es mi intención —dijo—. Haría cualquier cosa que me pidieras si
eso significara que pudieras verme como algo más que un monstruo.
No pude distinguir cómo me hicieron sentir sus palabras, pero fue algo
parecido a una sorpresa.
—¿Así que bailaste con Lothian por Safira? —preguntó.
Me encogí de hombros.
—No me gusta que me digan lo que tengo que hacer.
Una sonrisa cruel se extendió por su rostro.
—Creo que querías volverme loco.
—¿Funcionó?
—Me dio ganas de follarte —dijo—. Aquí mismo, delante de mi reino.
—Qué primitivo de tu parte —dije, aunque sus palabras abrieron un
abismo en el fondo de mi estómago que ardía más que cualquier llama.
Él no lo negó.
—Primitivo, posesivo —dijo—. Está en mi naturaleza.
También estaba en mi naturaleza. Podía sentirlo cada vez que pensaba
en la vasalla de Adrian.
Al menos podíamos ser sinceros el uno con el otro.
—Harías bien en recordarlo —dijo.
—¿O qué? —desafié.
Adrian me besó.
No hubo nada suave en ello. Me agarró la cabeza con ambas manos y
se inclinó sobre mí, separando mis labios. Me aferré a él, respondiendo a los
empujones de su lengua con la mía, sintiéndome a la vez desesperada y
temeraria. Nuestros cuerpos estaban tan cerca, nuestros dedos se clavaban 172
en la piel del otro. Lo deseaba, quería que me estirara, que me llenara, que
me poseyera, y esperaba que pudiera oír cada uno de sus pensamientos.
Adrian gruñó y liberó mi boca, y sus ojos brillantes se encontraron con
los míos. Pero antes de que pudiera cumplir mi deseo, mis ojos se desviaron
de él por encima de su hombro, hacia las puertas por las que entraba un
hombre, un vampiro, flanqueado por otros dos. En su mano, sostenía la
cabeza de Zakharov.
Adrian se volvió para mirar a los recién llegados.
—Me vengaré, rey Adrian, por la muerte de mi hijo.
Intenté no reaccionar ante la presencia del recién llegado, pero mi
corazón se aceleró y me aferré al brazo de Adrian con más fuerza. Me abrazó
con una mano en la cintura, con los labios aún brillantes por nuestro beso.
Cuando levanté la vista hacia él, parecía despreocupado.
—Tu hijo acosó a mi esposa, su reina, noblesse Gesalac —dijo—. Y por
eso, fue castigado. Es tu elección matarlo ahora. Quemarlo o no, es tu
decisión.
—Eso no es ninguna elección —espetó Gesalac.
No lo era. Si los cuerpos de los vampiros no se quemaban después de
la decapitación, se reanimaban, no como antes, sino como revenants, es
decir, vampiros sin humanidad. Atacaban a los humanos y a los animales
por igual, con una sed infinita de sangre. Esto lo habíamos aprendido de
pequeños durante el entrenamiento, pero nunca se me había ocurrido que
los vampiros también lo practicaran, sobre todo porque nunca había
imaginado que tuvieran algún tipo de sistema de justicia.
—Entonces tienes la respuesta —dijo Adrian.
Gesalac lanzó la cabeza de su hijo a nuestros pies. Rodó y aterrizó con
los ojos entreabiertos mirando hacia mí.
—¿Arriesga mi lealtad por una mujer, una mortal?
—Cuidado con tus palabras, noblesse —dijo Adrian—. Nadie es
irremplazable.
—Eso también va por usted, mi rey —respondió Gesalac.
Hubo un momento de tenso silencio en el que no estaba segura de que
Gesalac se fuera a ir, pero inclinó la cabeza y se marchó con sus hombres.
La celebración se reanudó, y tuve la sensación de que no era un hecho
inusual. Me levanté el vestido para que el dobladillo no alcanzara la sangre
que escurría de la cabeza de Zakharov y utilicé el pie para apartarlo, inquieta 173
por cómo me miraban sus ojos.
Adrian me miraba fijamente, y yo conocía bien esa mirada. Me preguntó
si estaba bien, y me encogí de hombros.
—No sería un baile si no hiciera enemigos.
Poco después de la partida de Gesalac, un vampiro recogió la cabeza
de su hijo y anunció que su cuerpo iba a ser quemado en el patio si alguien
quería verlo. Cuando el salón de baile se vació, apareció Daroc, con una
expresión dura. Se acercó a nosotros y se inclinó.
—Sus majestades —dijo—. Tengo noticias de Gavriel.
Mi corazón se aceleró.
—¿Ha habido otro ataque? —pregunté rápidamente, con el miedo
drenando la sangre de mi rostro.
—De algún tipo —dijo—. Un grupo de su gente intentó un golpe de
estado. Asaltaron el castillo pero no llegaron más allá del patio. Su padre
está a salvo, y no se perdieron vidas.
—¿Un golpe de estado? ¿Por qué, porque mi padre se rindió a Adrian?
—Eso —dijo—, y creen que el ataque en Vaida fuimos nosotros.
No estaba tan sorprendida como decepcionada, pero no podía decir que
culpaba a mi gente por su hipótesis. No habían visto los cuerpos; todo lo
que sabían era que ahora todo un pueblo había sido aniquilado y sus restos
quemados, una práctica contraria a nuestras costumbres. Parecía un
encubrimiento.
Miré a Adrian mientras preguntaba:
—¿Qué quieres que haga? Podría enviar guardias para tu padre.
—Creo que eso sólo empeorará la situación —dije.
—Quizás, pero si significa que tu padre está a salvo, ¿importa?
No importaba.
—Gavriel y sus hombres son tan buenos como diez de los hombres de
mi padre —dije, y cada vez era más difícil confiar en los más cercanos. Al
menos sabía que los soldados de Adrian estaban en deuda conmigo por
nuestro matrimonio. Me estremecí ante la dirección de mis pensamientos,
pero tenía motivos más que suficientes para pensarlos.
Adrian me agarró la barbilla y pasó su pulgar por mis labios. No fue
hasta entonces que me di cuenta de que lo había mordido. 174
—Sólo pídemelo —dijo.
Finalmente, cedí.
—Envía a tus mejores hombres —dije—. Y envía más antes de que viaje
aquí para la coronación.
—Se hará así.
Y le creí.
Tenía que hacerlo.
Porque no estaba segura de que sobreviviría si algo le sucedía a mi
padre.
Violeta estaba esperando para ayudarme a desvestirme.
Se había tomado la libertad de preparar otro baño. Le di las gracias y
la despedí, queriendo estar a solas. Dejó una mesa cerca con jabón, toallas
y el aceite de jazmín. Añadí unas gotas, esperando que el olor aliviara el
dolor que se había formado en la parte delantera de mi cabeza, donde se
acumulaban las palabras, los pensamientos y las emociones. Me sentía
como si estuviera al borde de la locura, pero no del todo. Algo pesado se
había anidado en mi pecho, y una presión se había acumulado detrás de
mis ojos que amenazaba con las lágrimas, y sin embargo no lloré.
Me metí en la bañera, apoyé la cabeza en el borde y cerré los ojos.
Una brisa fresca me despertó y me encontré en un lago oscuro, pero a
mi alrededor había sauces y árboles con flores blancas que olían como el
aceite de jazmín que había en mi agua de baño. La luz de la luna bañaba de
plata mi piel desnuda y el agua estaba fresca. Aunque ya no estaba en mi
habitación, este lugar me resultaba familiar.
No pasó mucho tiempo hasta que sentí la presencia de otra persona
detrás de mí, y me giré para encontrar a Adrian de pie en la orilla. Me
observó, con un hambre familiar en sus ojos. Sentí que había algo diferente 175
en él, aunque no sabía exactamente qué. Me tiraba de los bordes de la
mente, un recuerdo demasiado lejano como para poder alcanzarlo.
—Esta noche estuviste hermosa —dijo.
—¿Estuve? —pregunté, levantando una ceja.
Sonrió, y fue tan hermoso que me robó el aliento. Nunca lo había visto
sonreír así, y quería verlo más. Sin embargo, cuanto más miraba, más
preocupada estaba. Había algo diferente en su expresión, algo mucho más
desenfadado. No tenía la agudeza de su rostro que yo conocía bien ni la
profundidad de sus extraños ojos.
Entró en el agua, completamente vestido, y puso su mano en mi mejilla.
—Sí —dijo, y su mano se deslizó hasta mi cuello—. Ahora mismo, estás
radiante.
Sus labios chocaron con los míos y suspiré en su boca. Mis brazos se
deslizaron alrededor de su cintura y me hundí contra él, reconfortada por
su presencia.
—Te he echado de menos —me encontré diciendo cuando su boca
abandonó la mía para besar mi cuello—. Has estado fuera tanto tiempo.
No entendía las palabras que salían de mi boca ni su contexto, pero las
pronuncié y las sentí con tanta dureza que me dolió.
—Lo siento —dijo—. Nunca más.
Pero yo sabía que eso era una mentira. Aun así, tenía esperanzas.
Me alejé, mi carne desnuda se presionó contra su cuerpo vestido. No
podía esperar a sentirlo contra mí, piel con piel. Tenerlo dentro de mí, y sin
embargo no podía deshacerme de ese extraño temor de que alguien pudiera
sorprendernos aquí juntos. El miedo se apoderó de mi corazón y me recorrió
el cuerpo.
—Promételo —le dije, le supliqué.
Las cejas de Adrian se juntaron, sus manos se deslizaron hacia mi cara
una vez más.
—¿Pasó algo en mi ausencia?
Se me llenaron los ojos de lágrimas ante su pregunta y, para ocultarlas,
lo besé.
—No —susurré contra su boca y mis manos bajaron para liberar su
sexo del pantalón. Mientras me levantaba en sus brazos, hablé—. Sólo
176
prométeme...
Pero antes de que pudiera terminar la frase, él respondió.
—Lo prometo —dijo mientras su carne separaba la mía y se deslizaba
dentro de mí.
Jadeé y abrí los ojos mientras me levantaba del agua. El rostro de
Adrian se cernía sobre el mío. Por un momento, creí que seguía en el lago,
pero la luz del fuego se reflejaba en su rostro, más dura bajo esta luz que
bajo la luna.
Había estado soñando.
—Vas a encontrar tu muerte —dijo, las notas de su voz retumbando en
mi pecho.
—Sólo estaba cansada —susurré.
No podía dejar de mirarlo y pensar en lo diferente que era en mi sueño.
Ese Adrian había parecido tan joven, tan despreocupado, tan enamorado.
El Adrian que me sostenía ahora llevaba su edad dentro de sus ojos, que
estaban cargados de desamor, y me pregunté si eso era lo que había
convertido a este hombre en un monstruo.
—Estás empapado —dije.
—¿Esa es tu manera de pedirme que me quite la ropa?
—Sería más cálido —respondí, y me acomodó en la cama antes de
enderezarse. Mi cuerpo se calentó bajo su mirada, mis pezones se tensaron.
Era muy consciente de mi propio vacío, de la humedad que se acumulaba
entre mis muslos.
Adrian se quitó la ropa. Sus movimientos eran elegantes, y a medida
que cada parte de su cuerpo quedaba expuesta a la luz, mi hambre
aumentaba.
Tragué con fuerza.
—Gracias por proteger a mi padre —dije.
—Hice una promesa —dijo simplemente.
—¿Siempre has cumplido tus promesas? —le pregunté. Tenía
curiosidad por su respuesta, dado mi sueño.
La última pieza de su ropa cayó al suelo y se quedó desnudo junto a la
cama, encontrándose con mi mirada mientras respondía.
—No.
177
Sus manos se hundieron en el colchón a ambos lados de mi rostro
mientras se sentaba a horcajadas sobre mi cuerpo y se inclinaba para darme
un suave beso en los labios. Sus movimientos eran fáciles y cómodos, como
si hubiéramos sido amantes toda la vida.
Se apartó y habló en voz baja y con aspereza.
—Pero por ti, haría cualquier cosa.
Era la segunda vez que hablaba así esta noche.
Mis cejas se juntaron mientras lo estudiaba. La punta de su polla me
tocaba el estómago, y la sensación de tenerlo acunado entre nuestros
cuerpos me hacía sentir vacía por dentro. Estaba inquieta, y por mucho que
quisiera llevarlo dentro de mí, me resistí.
—Pero soy tu enemiga.
Sus ojos azules se ensombrecieron mientras examinaba mi rostro, y
sus dedos me quitaron unos mechones de cabello de la mejilla.
—Nunca fuiste mi enemiga —respondió y apretó sus labios contra los
míos. Se me cortó la respiración y suspiré en su boca mientras me abría
para él, levantando las piernas para enmarcar su cuerpo. Mis dedos se
clavaron en su espalda para que su duro pecho se apretara contra el mío, y
cuando su lengua se deslizó entre mis labios, enredándose con los míos, me
arqueé hacia él. La dulzura de su boca tenía un sabor que me indicaba que
había bebido vino esta noche. Por lo general, no me gustaba el sabor, pero
esto lo quería saborear. Sus caricias fueron lentas, placenteras, incluso
cuando dejó de besar mi mandíbula, mi cuello y entre mis pechos. Se
acomodó sobre sus talones y me dio un beso en la parte interior de la rodilla,
otro más arriba, otro en la cadera, y dejé escapar la respiración de forma
precipitada, con los dedos entrelazados en las sábanas. Era pura
anticipación, y él la dejó crecer mientras llenaba mi piel de besos.
Me retorcí bajo él, desesperada por sentir la liberación que vendría con
su boca en mi clítoris hinchado y sus dedos dentro de mí. En cambio, sus
manos bajaron sobre mis piernas, presionando mis rodillas contra la cama.
El aire fresco me provocó calor, y me sentí frustrada y enloquecida mientras
él permanecía allí, tan cerca de mi centro.
Entonces sus ojos se posaron en el nido de rizos en el vértice de mis
muslos.
—Tan jodidamente hermosa —dijo, y bajó la cabeza para lamerme el
clítoris. Mi cabeza se echó hacia atrás mientras él lo acariciaba de nuevo
antes de sumergirse en mi resbaladizo calor. 178
—Sí. —Jadeé, y Adrian se rio, aumentando la presión de su lengua.
Cuando añadió sus dedos, me sobresalté en la cama, con los hombros
presionados contra el colchón y las caderas agitándose hacia sus dedos.
Adrian gimió ante mi reacción y su boca se concentró en mis sensibles
nervios, chupando y provocando hasta que los sonidos que salían de mi
boca ya no estaban bajo mi control. Me había entregado a él, como un arma
que podía manejar. Siguió presionando sobre mí, siguió introduciéndose,
haciéndome subir y subir, y subí con él, con mis entrañas zumbando y
retorciéndose, mis músculos apretándose y anudándose, y cuando llegó la
liberación, grité. Era como si se hubiera alimentado de mi esencia, pero de
alguna manera, yo era mejor por ello. Más brillante.
Todavía estaba recuperando el aliento cuando volvió a subir por mi
cuerpo y me besó con fuerza en la boca. Y aunque me sentía completamente
ligera, me incliné hacia él. Se movió detrás de mí, con su pecho a mi espalda.
Su mano se colocó detrás de mi rodilla y, al abrirme, se deslizó dentro. Uno
de sus brazos me acunó la cabeza, el otro me agarró la pierna, y cuando
empezó a moverse con movimientos lentos y sensuales, le sostuve la mirada.
No podía apartar la mirada. Estudié cada parte de su rostro, la forma en que
su cabello se pegaba al sudor de su mejilla, la forma en que el azul de sus
iris parecía consumir más el blanco mientras estaba dentro de mí, la forma
en que sus dientes se apretaban con cada empuje más profundo.
Entonces Adrian volvió a besarme.
Un beso intenso que se prolongó mientras él se movía, y yo me quedé
sintiendo los efectos de algo que no entendía. Una fuerte oleada de emoción
se acumuló en mi interior, quemándome los ojos, y me di cuenta de que
habíamos cruzado la línea hacia algo que se sentía demasiado cerca de
hacer el amor. Había estado demasiado atrapada en este momento, en los
sentimientos que Adrian sacaba a la superficie de mi piel, como para
detenerlo.
No podíamos tener esto. Éramos enemigos. Se suponía que estábamos
enfadados, que nuestra intimidad era una lucha, una batalla ganada o un
cuerpo conquistado. Esto... esto era cariño. Esto era dulce y exuberante e...
intenso.
Me quedé helada al pensarlo, y Adrian también. Una de sus manos me
acarició la mandíbula y la otra se extendió por mi estómago.
—¿Isolde?
179
Nunca pensé que rogaría que me llamaran Sparrow, pero el hecho de
que pronunciara mi nombre, cargado de lujuria y con un trasfondo de
afecto... me asustó.
No podía hacerlo. Ya era una traidora para mi pueblo. No sería nada...
nada si dejaba que esto avanzara.
—Detente —dije y me alejé de él.
De repente, me soltó y me levanté de la cama, necesitando poner
distancia entre nosotros. Crucé la habitación y me puse una bata que había
dejado Violeta.
—¿Hice algo mal? —preguntó Adrian.
—Deberías irte —dije. Me mantuve de espaldas a él. No podía mirarlo,
o vería las lágrimas que se acumulaban en mis ojos, lágrimas que estaban
unidas a emociones que no podía explicar.
Hubo una larga pausa y luego la cama crujió cuando se levantó y se
vistió.
—Al menos dime —dijo antes de marcharse—. Dime que no te hice
daño.
No debería haberlo mirado, pero fue la desesperación en su voz lo que
me tomó desprevenida, y por muy caótica que me sintiera ahora, no podía
dejar que pensara que me había hecho daño.
Incluso cuando me encontré con su mirada, se me hizo un nudo en la
garganta, y no pude quitarlo antes de hablar.
—No.
Después de que respondí, él apartó la mirada. Pensé que tal vez era la
vergüenza lo que le hacía girar la cabeza.
Se inclinó.
—Buenas noches, reina Isolde.
Con esas palabras, había conseguido lo que quería: abrir una brecha
entre nosotros, y cuando cerró la puerta de mi habitación, me desplomé en
el suelo.
180
A
la mañana siguiente me levanté temprano y me vestí. Mis
opciones se limitaban a las túnicas que me había dado Adrian,
todas ellas ajustadas y altamente adornadas. Tendría que
hablar con él para que me proporcionara algo con lo que pudiera entrenar
con regularidad, aunque por el momento, la idea de enfrentarme a él me
sumía en una espiral de emociones confusas. Tal vez pudiera convencer a
Ana de que le comunicara mi necesidad de algo que incluyera un lugar para
mi cuchillo, incluso mientras lo metía en el corpiño de mi vestido. Dejé las
muñequeras en la mesa junto a mi cama. Este vestido, de cuello alto y sin
mangas, con un mínimo de volantes, no serviría para ocultar las armas.
Violeta y Ana habían llegado. Violeta llevaba una bandeja con pan,
mantequilla, mermelada y té. Ana la seguía, vestida con un estructurado
vestido plateado que se movía como si fuera líquido al caminar.
—Pensamos que preferiría desayunar en su habitación —dijo Ana.
181
—¿No hay un desayuno formal?
En Lara, mi padre comía con la corte todas las mañanas y las noches;
la única comida que hacía solo o conmigo era el almuerzo. Era casi un ritual:
se levantaba, se vestía y comía. Después, dábamos un paseo por el jardín.
—Entre vasallos, sí —explicó Ana—. Pero rara vez los acompañan
Adrian o la nobleza.
No necesitó decirme por qué. Podía adivinar las razones de sus
esporádicas visitas.
—Me gustaría pasear esta mañana —dije—. ¿Hay un jardín aquí?
—Sí, uno hermoso —dijo ella—. Adrian me dijo que le gustan las rosas
de medianoche.
Abrí la boca para responder pero dudé, preguntándome cuándo habían
hablado de mí.
—Me gustan. Me recuerdan a mi madre.
Ana se limitó a asentir, y tuve la sensación de que Adrian también le
había hablado de eso.
—Entonces empezaremos por los jardines.
Los jardines del Palacio Rojo eran muy diferentes de lo que yo había
elaborado en mi mente. Había imaginado algo un poco más magnífico que
lo que mi madre había creado y mi padre había mantenido en el Castillo de
Fiora. Lo que encontré fue mucho mejor. Además de exuberantes flores,
árboles y plantas, había estatuas, fuentes y piedras decorativas que creaban
un laberinto de jardines distintos, cada uno con su propio tema y estilo.
Estaba encantada, por no decir otra cosa.
—Esto es hermoso —dije mientras me adelantaba a Ana, bajando un
conjunto de escalones de mármol blanco que conducían a un jardín formal,
rodeado por un marco de setos de boj. El diseño del centro, elaborado con
flores aromáticas, me recordaba a las ventanas del palacio—. ¿Esto
sobrevivió al reinado de Dragos?
—Era muy pequeño —dijo Ana, manteniéndose unos pasos detrás de
mí—. Fue Adrian quien insistió en algo mucho más amplio.
Eso me sorprendió y me intrigó a la vez.
—¿Por qué?
—Consideró que era importante —respondió ella. Al igual que cuando
182
Sorin respondía a las preguntas sobre Adrian, me pareció que estaba siendo
evasiva, lo cual era aún más extraño dado que estábamos discutiendo el
diseño de un jardín.
Miré al cielo rojo y me pregunté cómo sobrevivían las cosas aquí, ya
que el sol no podía brillar directamente sobre nada, pero estaba claro que
las flores no tenían problemas para crecer. Había varias variedades: daturas
y dedaleras, adelfas y lirios del valle, jacintos y espuelas de caballero. Me
alejé un poco más, perdiendo de vista a Ana mientras me deslizaba entre las
aberturas de los muros de piedra. Cada jardín tenía una pieza central
diferente: algunos tenían un estanque, otros una fuente, éste un mirador
con un delicado techo de filigrana. Subí los escalones de uno en uno y me
quedé unos minutos en su centro, disfrutando de la tranquilidad del jardín.
—Reina Isolde.
Me giré y me encontré con una mujer de pie fuera del mirador; su brazo
estaba entrelazado con el de una acompañante más joven. Una iba vestida
de lila, la otra de gris. No las reconocí ni sabía sus nombres, pero eran
vampiros, no humanas, y me pregunté cómo habían llegado a existir, qué
utilidad les había encontrado Adrian.
—¿Sí? —pregunté, y ambas se inclinaron.
—Queríamos darle la bienvenida a Revekka —respondió la mujer de
gris.
—Gracias —dije y desvié la mirada. Si estuviera en Lara, habría
comunicado mi rechazo a su presencia. Aquí, sólo parecía alentarlos.
—Todo el reino está intrigado por usted —añadió—. La mortal que logró
atrapar a nuestro rey.
Qué coincidencia. Yo tampoco sospeché que sería atrapada por alguien,
pensé, aún sin mirarlas.
—Nosotras, por supuesto, pensábamos que si se casaba, sería con una
de las mujeres de la corte —añadió—. Pero parece que simplemente disfrutó
probando.
—¿Han venido simplemente a presumir sobre cómo se follaron a mi
marido antes que yo? —pregunté, mirando finalmente a la mujer. Sus ojos
se abrieron ligeramente y luego se entrecerraron, la boca se endureció en
una línea apretada. No necesitaba decirme que lo había hecho; sus celos
tenían que haber surgido de alguna parte.
—No es un hombre al que usted pueda satisfacer sola —dijo—. Necesita 183
más. Debería recordarlo.
—¿Está sugiriendo que usted puede compensar de alguna manera lo
que me falta? —pregunté.
La mujer de gris se enderezó, levantando la cabeza.
—Todo el mundo sabe que no lo ha dejado alimentarse de usted —
dijo—. Tiene que recibir sangre de algún sitio, y ahora que le ha obligado a
despedir a Safira, bueno, una de nosotras debe ocupar su lugar.
Debí anticipar que Safira no ocultaría su despido, y menos que yo lo
había ordenado. Sin embargo, eso no me sorprendió tanto como que esta
mujer sugiriera que podía satisfacer a mi marido de otras maneras.
—Adrian no se folla a aquellas personas de las que se alimenta —dije.
Las dos mujeres se rieron.
—¿Eso es lo que le dijo? —preguntó la mujer de gris entre risas—. ¡Oh,
y usted le creyó!
—Él debe preocuparse por ella al menos un poco —dijo la mujer de
lila—. O no le ahorraría los detalles.
Siguieron riendo, pero cuando me volví hacia ellas, se callaron.
—¿Sugieren que mi marido, el rey de Revekka, es un mentiroso? —
pregunté, y su diversión desapareció. Di un paso hacia ellas—. Porque si es
así, creo que debería saber lo que piensan de él.
Las dos intercambiaron una mirada.
—Sólo queríamos informar...
—Querían burlarse de mí —dije—. Pero no voy a caer en este juego. O
me respetan o serán expulsadas de esta corte. ¿Entienden?
—¡Ahí está! —dijo Ana, uniéndose a mí bajo el toldo de filigrana. Sus
ojos se desviaron hacia las mujeres, que ahora se retiraban por el césped—
. ¿Está bien?
—¿Quiénes eran esas dos? —pregunté.
—Una es lady Bella, la otra es lady Mila. Son primas. Lady Bella es la
hija del noblesse Anatoly. —Hizo una pausa—. ¿Le dijeron algo?
—Más que algo —respondí y luego me encontré con su mirada—. ¿Qué
más tienes que mostrarme?
No me alejé mucho de Ana mientras continuábamos por los jardines.
No creía que era posible que se volvieran más hermosos, pero así fue. Cada
184
trazado era distinto, cada camino ofrecía una ruta diferente a través de
jardines de rosas, cicuta y amarilis, pasando por grandes piezas de arte:
prismas de cristal que se mostraban como rubíes bajo el cielo y estatuas
talladas en vidrio volcánico que representaban a las diosas menores.
—¿Adrian... adora a los antiguos dioses? —pregunté.
—No adora a ningún dios —dijo Ana—. Eso no significa que no crea en
ellos.
—¿Por qué les ofrece un lugar en sus jardines reales entonces?
—Se puede respetar a alguien y no adorarlo —dijo Ana—. Rae y Yara y
Kismet, son diosas pacíficas.
Su afirmación sugería que Asha y Dis eran todo lo contrario, y sentí
curiosidad por sus pensamientos, pero justo en ese momento, atravesamos
un conjunto de altos setos que se apoyaban en una línea de árboles que
invadían el terreno, distrayéndome de mi pregunta.
—Esta es la gruta —dijo Ana.
Me sorprendió momentáneamente este lugar porque ya había estado
aquí antes, anoche, y aunque se veía diferente con la luz que ofrecía el cielo
rojo, no se podía confundir el olor ni la presencia de los jazmines alrededor.
La piscina, que había parecido oscura en mis sueños, estaba llena de
agua clara y cristalina de la que salía vapor cuando el calor se encontraba
con el aire frío de la mañana. Una parte del agua estaba metida debajo del
castillo, creando la gruta. Bajo el dosel, las paredes parecían estar pintadas
en un relajante remolino de colores tranquilizadores.
Me acerqué al borde del estanque y luego giré en un lento círculo,
recordando mi extraño sueño. Cómo me había sentido cuando Adrian se
había acercado, lo desesperada que estaba porque no volviera a separarse
de mí y, sin embargo, lo asustada que estaba de que nos atraparan y, a
pesar de todo eso, seguía introduciéndolo en mi cuerpo. Mis pensamientos
eran una tormenta caótica, una mezcla de la Isolde que había amado a
Adrian en el sueño y la que se preguntaba cómo había imaginado un lugar
en el que nunca había estado. ¿Era algún tipo de magia? ¿Quizás algo
residual que me había seguido desde Sadovea?
—¿Isolde? —preguntó Ana, con una nota de preocupación en su voz.
Mi mirada se dirigió a la de ella.
—¿Está bien? —preguntó. No se me pasó por alto la cantidad de veces
que me habían preguntado eso desde que dejé Lara. 185
—Yo...
Antes de que pudiera hablar, empezó a sonar una campana y miré a
Ana en busca de una explicación.
—Es mediodía —dijo—. Las puertas del castillo se abren para la corte.
Debo llevarle con Adrian.
—¿La corte?
—Adrian ha estado fuera durante mucho tiempo. Mientras esté aquí,
sus súbditos le pedirán que acabe con las disputas, que les envíe ayuda o
incluso que los convierta.
—¿Convertirlos? ¿En vampiros? —Me habían dicho esto pero aún no
podía creer que alguien lo pidiera.
—La inmortalidad es deseada por muchos, Isolde —dijo Ana—. La
cuestión es quién se presentará como útil para Adrian y, ahora, para usted.
¿Para mí? ¿Se esperaba que yo también concediera la inmortalidad?
Nuestro regreso al castillo fue por una entrada alternativa. Los pasillos
eran más estrechos y fríos, pero Ana prometió que era la mejor manera de
recorrer el castillo sin interrupciones.
—Hay mapas —explicó—. Puedes llegar a casi cualquier lugar, excepto
a la biblioteca.
Fruncí el ceño.
—¿Por qué?
—Porque fue añadida durante el reinado de Adrian, y los pasadizos
eran de Dragos.
Salimos del pasillo hacia un armario, que desembocaba en un pasillo,
y desde allí, Ana me acompañó a una habitación justo al lado del gran salón.
—Sólo tienes que llamar a la puerta —dijo—. Él sabe que te espera.
Esperé a que se fuera y lo hice, encontrando a Daroc al otro lado.
—Mi reina —dijo y se inclinó cuando entré. Me pregunté si odiaba
inclinarse ante mí, si me odiaba. Al menos, a diferencia de otros en el
castillo, no lo demostraba.
—Comandante. —Saludé con la cabeza mientras pasaba junto a él,
deteniéndome en cuanto estuve dentro de la habitación.
—Me marcho —dijo Daroc y me dejó a solas con Adrian. 186
Estaba de pie frente a él, vestido de negro, con un pequeño libro en la
mano. Su capa estaba mucho más adornada, con un diseño bordado por
todo el cuerpo en hilo de oro. Por encima llevaba un chaleco de piel negra y
sobre éste un cuello de oro. Se había echado la mitad del cabello hacia atrás,
de modo que una parte caía en suaves ondas alrededor de su rostro. Una
corona negra con picos le daba un aspecto mucho más imponente.
Había temido este momento, enfrentarme a él después de pedirle que
se fuera anoche. Sentía el pecho pesado, lleno de una estática que
aumentaba cuanto más tiempo le sostenía la mirada, lo que me suponía un
esfuerzo, porque no quería que viera cómo me sentía. Ni siquiera yo lo sabía.
—Isolde —dijo.
—Adrian.
Nos miramos fijamente, y antes de que pudiera abordar el tema de
anoche, hablé.
—¿Qué esperas de mí? —pregunté.
Las cejas de Adrian se juntaron.
—¿Qué quieres decir?
—Durante la audiencia. ¿Soy un simple adorno para decorar el asiento
junto a tu trono? Porque si ese es el caso, entonces declino tu invitación.
Adrian dejó a un lado el libro que había estado leyendo y me miró de
frente.
—Haces muchas presunciones, esposa. Tu presencia a mi lado no es
motivo de discusión, ni de lucimiento. Eres mi reina. Espero que
gobernemos juntos, lo que significa tu participación durante la sesión.
Parpadeé.
—¿Gobernar juntos significa que me escucharás cuando te suplique
que no sigas invadiendo las Nueve Casas?
Adrian no dijo nada.
—Pensé que no.
—Isolde —volvió a decir mi nombre, en voz baja y casi desesperada. No
me gustó. Cariño o Sparrow eran mucho menos personales que mi nombre
real.
—No pretendas darme una voz igualitaria en el gobierno de tu tierra si
sólo se extiende a la política de la corte.
187
Me di vuelta, con la intención de irme, pero apenas toqué el picaporte,
la mano de Adrian cubrió la mía. Giré ligeramente la cabeza, sólo para
encontrar sus labios acercándose. Estaba cerca, pero su cuerpo no tocaba
el mío, y en ese espacio, algo como una corriente comenzó a fluir entre
nosotros. Tuve que hacer todo lo posible para no inclinarme hacia ella.
—Eres exasperante —dijo.
—Tú eres el que se casó conmigo por un capricho.
—No fue un capricho. Fue muy intencionado.
—Te olvidaste de informarme —dije.
Una parte de mí sabía cómo iba a responder. Había algo innegable entre
nosotros, algo completamente eléctrico que ni siquiera el odio podía disolver.
Me mantenía clavada en el sitio ahora, cuando normalmente lucharía por
ser libre.
Me volví hacia él, aunque todavía me tenía atrapada contra la puerta.
—Dame tiempo —dijo—. Pronto me rogarás que conquiste la tierra que
deseas salvar.
—¿Ahora quién está haciendo presunciones?
—Yo ofrezco la verdad —dijo.
Lo miré fijamente y se oyó un golpe. Venía del lado opuesto de la
habitación, donde una puerta daba al gran salón.
Adrian no contestó inmediatamente, sino que se quedó mirándome un
momento más, con un aspecto a la vez feroz y lúgubre. Él quería hablar de
la noche anterior, pero yo tenía más ganas de hablar de vampiros como lady
Bella y lady Mila. Y lo que es más importante, ¿a quién elegiría como su
próxima vasalla?
Otro golpe, y empujé su pecho.
—Estamos siendo convocados —dije.
Me agarró de la muñeca y apretó mis dedos contra sus labios.
—Lo dije en serio, Isolde. Me gustaría que hoy tomaras tus propias
decisiones.
Le creí.
Me agarró la mano y la acomodó en el pliegue de su codo cuando
entramos en el gran salón. Había gente reunida, muchos con versiones del
collar de oro de Adrian. Noblesse, supuse cuando vi a Gesalac entre la
188
multitud vestido de plateado y esmeralda. Su mirada era sombría y me hizo
sentir temor. Aun así, pensé que decía algo sobre su lealtad a Adrian y a
esta corte, el hecho de que se presentara a pesar de la muerte de su hijo.
Aunque quizás decía más sobre lo temido que era realmente Adrian.
—¿Quién es el noblesse Anatoly? —pregunté.
Adrian me miró y luego señaló con la cabeza hacia la pared del fondo.
—Es el de aspecto adusto —dijo.
No hizo falta que me diera más descripción que esa. Noblesse Anatoly
se encontraba a un lado, vestido de negro y plateado, con una expresión casi
somnolienta en su rostro debido a sus grandes ojos redondos y medio
cerrados.
—Tendrás que hablarme más tarde de tu relación con su hija, lady
Bella —dije.
Adrian levantó una ceja.
—Te lo diré ahora. No hay ninguna relación.
—¿De verdad? Parece que sabe mucho de tus hazañas sexuales —dije—
. Y tu sed de sangre.
Adrian me tomó de la mano mientras recorría el corto camino hacia el
altar donde ahora se encontraban dos tronos idénticos. Se detuvo ante ellos
y me tocó la barbilla, un movimiento suave que hizo que mi rostro se
sonrojara.
—Encontrarás entre estos muros a muchos que profesan conocerme —
dijo—. Debes confiar en lo que conoces.
—Me pides que confíe en ti —dije.
Adrian me guió hacia atrás, como una sutil invitación a sentarme, ya
que nuestra conversación privada había terminado. Me soltó la mano y se
volvió.
—Abran las puertas —dijo y se acomodó en su trono.
La corte de Adrian ya estaba abarrotada contra las paredes del gran
salón, dejando el centro del piso libre para los solicitantes. No sabía qué
esperar, pero la fila parecía ser interminable, desde la entrada del salón
hasta las puertas principales del castillo.
La primera aldeana se adelantó arrastrando los pies.
—Sus majestades —dijo, inclinándose—. Me llamo Andrada. Soy de la 189
aldea de Sosara. Nuestras cosechas han sido destruidas por una criatura
que aún no hemos capturado. Nuestros animales nos han seguido. Estamos
en pleno invierno y no tenemos suficiente comida para mantener nuestra
aldea hasta el verano. Pedimos humildemente más protección y comida. Nos
estamos muriendo.
Miré a Adrian, cuya postura me recordaba a la de alguien aburrido y,
sin embargo, su expresión era seria. Había un gran número de criaturas que
podían matar al ganado y destruir las cosechas: rusalka, koldum y leyah,
por nombrar algunas.
—Ha viajado mucho, Andrada —dijo Adrian—. Dígame, ¿ha llevado este
asunto a su noblesse?
Así que los noblesses de Revekka eran como los lores de Lara:
representaban a varios territorios y se suponía que debían servir de
intermediarios entre el pueblo y su rey.
Ella tragó saliva.
—Así es, su majestad. Nuestros ruegos han quedado... sin respuesta.
Aunque estoy segura de que noblesse Ciro está muy ocupado.
—¿Afirma eso, noblesse Ciro? ¿Está demasiado ocupado para atender
a su gente? —preguntó Adrian, y su atención se dirigió a un hombre de
cabello rubio y cejas pequeñas que se encontraba justo en el borde de la
multitud. Llevaba una túnica sofisticada, mucho más extravagante incluso
que la de Adrian. Su cuello era plateado con gemas moradas.
—Por supuesto que no, majestad —dijo noblesse Ciro, lanzando una
mirada dura a Andrada—. Es la primera vez que oigo hablar de la situación
de Sosara.
—Entonces quizás debería pasar más tiempo entre su gente —dijo
Adrian.
—Me ocuparé de ello —respondió Ciro, y mi pulso se aceleró con fuerza.
—Por supuesto —dijo Adrian—. Ciro la acompañará de vuelta a su
pueblo. También enviaré a miembros de la guardia real con comida, y se
quedarán hasta que el monstruo que destruye los cultivos y masacra el
ganado haya muerto. ¿Eso satisface su petición?
—M-más que eso —tartamudeó Andrada, y sus ojos se dirigieron a Ciro.
Le temía. Empecé a protestar por el regreso del noblesse a Sosara
cuando Adrian habló.
—No tema al noblesse Ciro —le dijo Adrian—. Ya ha fallado en su deber 190
de proteger a usted y a su pueblo. Una vez más, y será ejecutado.
Fue una clara promesa y amenaza que hizo palidecer a Ciro, pero me
alegré de que hubiera consecuencias para los nobles ausentes. No había
nada más exasperante que un hombre o una mujer que no se preocupara
por su pueblo, como me habían recordado durante las negociaciones de mi
padre con Adrian.
—Que la buena salud y la abundancia bendigan su matrimonio,
majestades —dijo Andrada, inclinándose. Cuando se dispuso a abandonar
el gran salón, se le unieron tres soldados de Adrian, que la flanquearon como
para crear una barrera entre ella y noblesse Ciro, que se quedó más atrás,
siguiéndola lentamente.
Hubo algunas otras peticiones como esa, aunque provenían de
noblesse atentos. En un caso horrible, una lamia se había colado en una
casa y se había llevado a un niño. Nunca se encontró, pero un rastro de
sangre había conducido hasta el agua. Otra historia provenía del oeste,
donde los hombres eran atraídos por una iara que los hipnotizaba y les
drenaba la sangre y el semen.
Me sorprendió el número de monstruos que se atrevían a asaltar
Revekka, dado que los vampiros eran los que gobernaban, pero al escuchar
estas quejas y preocupaciones me di cuenta de que no eran diferentes a las
Nueve Casas. Quizá lo único superior que tenían era un ejército de vampiros
contra el que luchar.
Observé cómo se acercaba el siguiente aldeano. Era un hombre mayor
que tenía una barba canosa y el cabello corto que mantenía oculto bajo una
gorra. Sus ropas eran en su mayoría harapos, aunque la mujer que
permanecía detrás de él, rubia y hermosa, llevaba un vestido mucho más
bonito, y supuse que habían gastado sus últimas monedas en él para estar
aquí.
—Su majestad —dijo el hombre, dirigiéndose sólo a Adrian mientras
hacía una exagerada reverencia—. Soy Cain, un granjero de Jovea. Mi
esposa y yo tenemos tres hijas, pero Vesna, es la más hermosa. ¿No está de
acuerdo?
Al instante sentí asco, tanto por la capacidad de este hombre de
destacar la belleza de una de sus tres hijas como por su pregunta
indagatoria a mi marido. Miré a Adrian, cuya boca se endureció.
—Mi pueblo depende de mí para sembrar y cosechar cada año, pero
cada vez estoy más viejo y con peor salud. A medida que pasen los años, 191
será más difícil proveer. Así que le pido, por favor, que me convierta en
inmortal. A cambio, le ofrezco a mi hija como concubina para que le sirva.
La conmoción de su afirmación reverberó en mí, endureciendo mi
espalda. Vi de soslayo que Adrian me miraba y me pregunté qué aspecto
tendría mi asombro para la gente que se agolpaba en el gran salón. Cain no
pareció darse cuenta de mi presencia, sino que su mirada se fijó en Adrian.
Sospeché que eso se debía a que él era el objetivo de su petición, ya que yo
no podía convertir a ese hombre en un vampiro.
Mi mirada se desvió hacia la joven, que tenía la cabeza inclinada. Su
cabello caía liso, y dejaba que cubriera su rostro juvenil. Todavía no había
levantado los ojos hacia nadie, y noté cómo sus hombros se encorvaban
como si quisiera arrastrarse hacia sí misma. No deseaba estar aquí.
—Usted dice que es un granjero y la piedra angular de su pueblo —dijo
Adrian—. Sin embargo, he oído otra cosa. He oído que mantiene las cosechas
como rehenes a cambio de monedas o favores. No me parece que usted sea
tan necesario.
Los ojos del hombre se ensancharon, y tenía que admitir que estaba
impresionada por el conocimiento que Adrian tenía de su reino.
—Su majestad —dijo Cain y se rio torpemente—. ¿Por qué escucharía
estas mentiras?
—¿Está diciendo que su noblesse es un mentiroso? —preguntó Adrian.
—Sólo digo que el noblesse Dracul ha sido desinformado.
Incluso mientras hablaban, no podía apartar los ojos de la mujer que
permanecía a la sombra de este hombre. Sus dedos se estaban poniendo
blancos y lo único que podía pensar era que tenía que liberarla de esto.
Me levanté y lo que fuera que el hombre había estado diciendo terminó
abruptamente cuando sus ojos encontraron los míos. Reprimí el impulso de
fruncir el ceño, manteniendo mi expresión pacífica. Había hambre en su
mirada, y no sabía si era de poder o de mi carne.
—Cain, ¿verdad? —pregunté.
—S-sí —dijo el hombre, y luego se inclinó, como si me viera por primera
vez—. Su majestad.
Desplacé mi mirada hacia Vesna.
—Su hija, ¿qué edad tiene?
192
—Dieciséis años, mi reina.
—Dieciséis —repetí y bajé los escalones, deteniéndome unos metros
delante de ellos—. Ven.
La muchacha miró a su padre y éste le hizo un gesto para que se
adelantara. Ella hizo un amplio arco alrededor de él, como si temiera que la
alcanzara. Al acercarse, hizo una reverencia, pero no me miró. Guié sus ojos
hacia los míos.
—Vesna, ¿cuáles son tus habilidades?
—Sé cocinar, limpiar, coser —dijo, y su voz era suave, casi musical.
—¿Sabes cantar? —pregunté, con el corazón esperanzado por su
respuesta, y por un breve momento me imaginé enseñándole canciones de
la casa de mi madre y sentí una oleada de felicidad.
—Puedo —dijo.
—Entonces te quedarás aquí en el castillo conmigo. Me vendría bien
una compañera mortal —dije.
Antes de que pudiera responder, su padre aplaudió con fuerza.
—¡Es muy generoso de su parte, mi reina!
Lo miré fijamente y, a pesar de la mirada de disgusto que le lancé,
mantuvo su expresión de entusiasmo. Después de un momento, volví a
prestar atención a Vesna.
—Mi reina, es muy generoso de su parte. Temo... temo dejar atrás a
mis hermanas.
—Haremos algo con respecto a esos temores —respondí y luego llamé
a Ana, que se había posicionado cerca del altar—. Lleva a Vesna a mis
aposentos. Me reuniré con ella cuando esto termine.
Observé hasta que desaparecieron en la sala contigua y, al darme la
vuelta, saqué mi cuchillo de entre mis pechos, escondiéndolo entre mis
faldas, antes de volverme hacia su padre. Di dos pasos deliberados para
enfrentarme a él.
—¡No se arrepentirá de su decisión, mi reina!
—Tiene razón —dije—. No lo haré.
El cuchillo se deslizó entre sus costillas y, cuando sus ojos se
ensancharon, lo retiré de un tirón para que cayera pesado y muerto a mis
pies, con la sangre goteando de su boca. Miré fijamente a los reunidos ante 193
mí y a los que esperaban audiencia.
—¿Alguien más desea ofrecer a sus hijas como concubina para mi
marido? —pregunté.
Sólo hubo silencio.
Me di la vuelta y volví a subir al altar.
Adrian me tendió la mano.
—Tu cuchillo.
Dudé, pero se lo ofrecí, ya que no parecía estar tan decepcionado como
complacido. Luego lo tomó y lo limpió como había hecho anoche, y me lo
devolvió inmediatamente. Otro grupo de guardias arrastró el cuerpo de Cain
desde el centro de la habitación, dejando un rastro de sangre a su paso.
Nadie más me dejó fuera en su discurso después de Cain, y no fue el
último en pedir la inmortalidad, aunque nadie se molestó en ofrecer a su
hija como esclava sexual. Lo que más me sorprendió fue que Adrian rechazó
todas las peticiones de los mortales para ser convertidos, y empecé a
preguntarme qué lo convencería.
La última persona que lo pidió me era familiar, y verlo en el gran salón
del Palacio Rojo me impactó.
—Rey Gheroghe.
Su reino era Vela y aún no había sido conquistado por el rey Adrian.
—Prin-reina Isolde —dijo, inclinándose—. Un placer. Ha pasado mucho
tiempo desde la última vez que contemplé su belleza.
Sentí los ojos de Adrian sobre mí mientras hablaba.
—Ha pasado mucho tiempo —dije—, desde que puse un cuchillo en la
garganta de su hijo. ¿Cómo está el príncipe Horatiu?
Había sido uno de los varios que sugirieron que podían complacerme y
liderar a mi pueblo, insinuando que no podía hacerlo sola, y cuando me
había acorralado en la oscuridad para besarme, había reaccionado
derramando sangre.
—Bastante recuperado —respondió Gheroghe.
—¿Cuál es el motivo de su visita, rey Gheroghe? —preguntó Adrian,
con una nota de irritación en su voz.
—He venido a rendirme —dijo. Hubo un silencio de sorpresa que
inundó toda la sala, y luego añadió—: A cambio, sólo pido ser inmortal.
194
—La rendición no suele incluir la negociación en lo que a mí respecta,
rey Gheroghe —dijo Adrian—. Usted se rinde y mantiene su título y
garantiza la seguridad de su pueblo. No hay otras opciones.
—Vela tiene mucho que ofrecer, mi rey. No sólo heredaría una gran
cantidad de hierro, sino que tendría acceso a lanzar un ataque contra el
atolón de Nalani, un reino rico en perlas y gemas.
Me enderecé y mis manos se crisparon, al escuchar que se hablaba de
conquistar la tierra de mi madre.
—Heredaría mucho más que una esposa con afición a los cuchillos.
—Me gustan mi esposa y sus cuchillos, y aunque preferiría su rendición
a la batalla, iré con gusto a la guerra de todos modos.
Los ojos del rey Gheroghe se ensancharon, y cuando Adrian se levantó,
yo lo seguí.
—I-Solde —dijo, como si me rogara que saliera en su defensa.
—Usted perdió mi apoyo cuando sugirió que Adrian invadiera las
tierras de mi madre —dije—. Regrese a su reino y espere la guerra.
El recuerdo de las palabras de Adrian no se me escapó; acababa de
aprobar la invasión de una de las Nueve Casas.
Adrian me tomó de la mano y volvimos a la habitación contigua. Me
empujó contra la puerta, arrastrando mis caderas contra las suyas, y me
besó.
Sujeté su cabeza entre mis manos y me liberé.
—¿A cuántas mujeres has aceptado como concubinas? —pregunté.
—A ninguna —dijo—. Pero tampoco he ejecutado nunca a un hombre
por la oferta.
—Era una víbora —espeté.
—No estoy en desacuerdo ni lo desapruebo —dijo, y siguió
presionándose contra mí. La dura longitud de su polla se posó en mi
estómago. Entonces, su voz bajó hasta convertirse en un estruendo, y fue
como si estuviera confesando un pecado—. Eres todo lo que siempre he
querido.
Lo miré fijamente y vi la misma dulzura, la misma emoción que había
visto anoche. Y no pude complacerlo.
Lo empujé y me deslicé entre él y la puerta. Me agarró la muñeca y me
encontré con su mirada. 195
—Isolde, dime qué hice mal.
—¿No puedes leer la mente? —repliqué, frustrada, aunque realmente
esperaba que no pudiera hacerlo en ese momento. No quería que supiera la
verdad: que no podía soportar la atención con la que me había mirado, que
sentía más emoción de la que podía manejar cuando lo miraba.
—Estoy tratando de darte privacidad —dijo, y fue la primera vez que
percibí su exasperación conmigo.
—Es que... no sabía que tendrías la costumbre de visitar mi cama todas
las noches. No es que necesitemos crear un heredero, así que no es
necesario.
Me soltó pero se volvió completamente hacia mí, imponente, con los
ojos entrecerrados.
—¿Dices que te cansaste de mí, mi reina?
Odié la forma en que esas palabras me dolían en el pecho, y odié lo
insegura que sonaba al responder, sin aliento.
—Sí.
Adrian me miró fijamente un momento más, como si pensara que iba a
cambiar de opinión bajo su escrutinio, pero no lo hice, no podía, y esperaba
que si había decidido leer mi mente en ese momento, mis pensamientos
reflejaran lo mismo. Se suponía que Adrian y yo éramos enemigos, y sólo
podía soportar nuestra cercanía mientras siguiera sintiendo ira hacia él.
Finalmente, se despidió, ofreciendo sólo una reverencia. Me pregunté
cuánto tiempo sería capaz de mantener la distancia antes de que esa
inexplicable necesidad de él se impusiera y traicionara mi autocontrol.
Después de la sesión, volví a mis aposentos y encontré a Ana sentada
con Vesna. Las dos levantaron la vista cuando entré y se pusieron de pie
para hacer una reverencia.
—Mi reina —dijo Vesna, manteniendo la mirada en sus pies.
—Tendrás que aprender a encontrarte con mi mirada si vas a trabajar
para mí, Vesna —dije, y cuando lo hizo, se sonrojó de un intenso color
carmesí.
—Me disculpo, mi reina.
—No te disculpes —dije—. Ana, ¿puedes llamar a Violeta?
Ella asintió y salió de la habitación. A solas con Vesna, la invité a
sentarse a mi lado en la cama, manteniendo de nuevo la distancia con el 196
fuego.
—Debo informarte de la muerte de tu padre, Vesna —le dije—. Yo...
No sabía qué añadir.
Lo asesiné, pensé, pero no tuve la oportunidad de añadir nada a mi
declaración. Vesna rompió a llorar. Fue un torrente de emoción que duró
sólo unos segundos antes de que pudiera serenarse.
—Lo siento —dije. No me estaba disculpando por haber matado a su
padre, pero sí por haberla herido.
—No, por favor. No lo lamente. Es que... no sé cómo sentirme. Era
terrible, sin duda, un verdadero monstruo no sólo para mí y mis hermanas,
sino para nuestra madre y la gente del pueblo. A decir verdad, no sé cómo
sobrevivió tanto tiempo.
Me habló de casos en los que la comida o la bebida de su padre habían
sido envenenadas, pero él había escapado de cualquier intento alimentando
con la comida contaminada a sus animales. Me sentí mal al pensarlo.
—Aun así, era mi padre —dijo.
—No tienes que decidir cómo sentirte hoy, ni mañana, ni nunca, si es
tu elección —dije—. Pero no puedo permitir que los hombres vendan a sus
hijas sin consecuencias.
—Lo entiendo —susurró—. Sólo me alegro de poder proteger a mis
hermanas de él.
—Háblame de ellas —dije.
Vesna sonrió cuando le pregunté. Tenían nueve y once años, y se
llamaban Jasenka y Kseniya. Me contó que les gustaban mucho las flores y
que gritaban de alegría cuando veían mariposas blancas posadas en los
pétalos, y que cuando volaban, las niñas las seguían bailando.
—Lo llamábamos el baile de las mariposas —dijo, sonriendo incluso
mientras las lágrimas manchaban su rostro—. Creo que recuerdo tan bien
aquellos tiempos porque había sol justo al otro lado de la frontera y, a veces,
corríamos bajo él.
El sol.
Era extraño que pensar en él me llenara de luto al recordar cómo había
buscado las colinas más altas de Lara sólo para poder tumbarme más cerca 197
de sus rayos. La nostalgia me inundó.
—¿Y tu madre? —pregunté, tragando con fuerza, parpadeando para
evitar que las lágrimas me quemaran los ojos.
Ante la pregunta, la boca de Vesna empezó a temblar.
—No sé qué será de ella. Yo… —Se echó hacia delante y sollozó entre
sus manos, y lo único que se me ocurrió hacer fue abrazarla. Después de
llorar un rato, pudo contarme más cosas sobre su madre—. Ella solía cantar
—dijo Vesna—. Pero mi padre le gritaba, así que sólo cantaba cuando él no
estaba. Luego empezó a pegarle, y ella dejó de cantar.
La envié con Violeta después de eso, prometiendo antes de que se fuera:
—Puedes ir a visitar a tu familia todas las veces que quieras.
Ella me sonrió.
—Gracias, mi reina.
A solas, me tumbé en mi cama, y mientras miraba el dosel, el
enmarañado diseño se desdibujaba con mis lágrimas. Echaba tanto de
menos a mi padre y la presencia de mi madre que me dolía el pecho. Cerré
los ojos contra el dolor y me puse de lado, tarareando la canción de cuna de
mi madre, la que había sonado en la caja de música que me había regalado
mi padre, la que me iba a traer en menos de dos semanas.
Todavía lo tienes, me recordé.
Sin embargo, su ausencia se hizo más profunda y, por primera vez
desde que dejé a Lara, me sentí muy sola.
198
N
o tenía autocontrol.
Adrian no visitó mi cama esa noche, y aunque sabía que
estaba cumpliendo exactamente lo que le había pedido, nunca
había querido que desafiara tanto mis deseos en mi vida. No
era dramático decir que me retorcía. Me sentía muy incómoda en mi piel.
Cada caricia contra mis pezones y mi clítoris hinchado era un recordatorio
de la ausencia de Adrian. Aparté las mantas hasta quedar expuesta a la
noche. El aire frío me cubrió el cuerpo, y mientras cerraba los ojos, con los
dedos separando mi carne, oí la voz de Adrian.
—¿Sueñas conmigo, Sparrow?
Cuando abrí los ojos, él estaba cerca, observándome. Era el mismo
Adrian que había visto en la gruta, sin preocupaciones y sin marcas,
rodeado de jazmines y de oscuridad, y aunque era igual de hermoso, me di 199
cuenta de que me gustaba la severidad de su rostro ahora, la forma en que
la vida había grabado la ira en sus ojos y la forma de su mandíbula.
—Sueño contigo siempre —dije, avergonzada por las palabras, y
aunque eran ciertas, no eran nada que diría en voz alta. Empecé a salir de
mí misma, pero Adrian sostuvo mi mano contra mi calor, guiando mis dedos
para que volvieran.
—No, déjame mirar —imploró, y todo mi cuerpo se enrojeció con su
pedido. Se arrodilló entre mis piernas mientras me daba placer. Al cabo de
unos instantes, se unió a mí, llevando su polla a la mano y acariciándose.
No nos tocamos, pero nos miramos el uno al otro, y nuestras respiraciones
se aceleraron, y los gemidos aumentaron juntos. Lo miré hasta que no pude
evitar que mis ojos se pusieran en blanco al encontrar la liberación. Me
quedé tumbada unos instantes, esperando sentir su cuerpo apretado contra
el mío después, pero no pasó nada, y cuando abrí los ojos, no estaba allí.
A la mañana siguiente, me levanté temprano, sin poder descansar, y
me dirigí al jardín, a pesar de que Adrian me había dicho que no saliera de
mi habitación sin escolta. Eso había sido al llegar, y desde entonces, había
sido responsable de la muerte de un vampiro y un mortal.
Me sentía bastante protegida.
No estaba segura de cuánto tardaría en acostumbrarme a las mañanas
de Revekka, pero no eran luminosas y doradas como las de Lara. El
horizonte resplandecía de un tono carmesí, y rayos del mismo color
atravesaban el jardín, ensombreciendo otras partes. No había nada alegre,
era un baño de sangre. 200
Mientras caminaba por los senderos, me envolví en mi capa para
combatir el frío. En Revekka no hacía más frío que en Lara, razón por la
cual me alegraba, porque había oído que el invierno aquí era largo y duro, y
que la tierra acumulaba varios metros de nieve. Yo prefería el verano,
cuando el sol era más intenso. Mirando hacia el maldito cielo, dudaba que
fuera a sentir esos rayos pronto.
Mis paseos me llevaron a la gruta, y me quedé en el límite del estanque,
disfrutando del calor que emanaba del agua antes de quitarme la capa y el
resto de la ropa.
El agua era poco profunda cuando entré y se hizo más profunda a
medida que me adentraba en el centro. De repente, quería a Adrian aquí,
con su cuerpo resbaladizo y caliente. Quería que su polla se corriera y que
se deslizara entre mis muslos. Treparía por su cuerpo hasta que pudiera
introducirse en el mío, y lo montaría hasta que se corriera dentro de mí.
Esos pensamientos dieron paso a una serie de imágenes, y no pude evitar
apretar las piernas, luchando contra el impulso de volver a darme placer.
Esta conexión con Adrian era anormal.
Me sumergí bajo la superficie del agua para detener la espiral de mis
pensamientos y me quedé allí hasta que no pude aguantar más la
respiración. Cuando salí a la superficie, me encontré cara a cara con
Gesalac.
En mi prisa por atravesar el agua, había subido demasiado, exponiendo
la mitad de mi cuerpo al noblesse. Gesalac no bajó la mirada, ni siquiera
cuando retrocedí para que el agua me llegara a los hombros.
—No salió a tomar aire —explicó—. Estaba preocupado.
—¿Cuánto tiempo estuvo observándome, noblesse?
—No estuve mirándola —dijo, pero no ofreció ninguna otra
explicación—. Yo tendría en cuenta dónde elegiría nadar, mi reina. La furia
del rey rara vez es racional.
No me gustó su advertencia ni su comentario sobre Adrian. Incluso si
Adrian era irracional, en este caso, su ira estaría justificada.
—Nadie le pidió que se quedara, noblesse —dije, dispuesta a que se
fuera. Estaba demasiado expuesta y sin armas, y no confiaba en sus
intenciones.
El vampiro se quedó mirándome un momento más, luego inclinó la
cabeza y se fue. No salí inmediatamente del agua, temiendo que Gesalac 201
siguiera cerca. Cuando sentí que había pasado el tiempo suficiente, me
vestí, poniéndome la capucha de la capa sobre la cabeza para protegerme
del frío.
Me dirigí al castillo, decidiendo tomar el pasadizo que Ana me había
mostrado en lugar de volver por el jardín. Una vez en mi habitación, me puse
ropa seca y me trencé el cabello aún húmedo. Mientras trabajaba en eso,
Violeta y Vesna llegaron con el desayuno.
Vesna sostenía la bandeja, y aunque parecía mucho más serena que
ayer, había una suave tristeza en sus rasgos. No podía imaginarme cómo se
sentía al llorar a su abusador, pero la expectativa del mundo era que
amáramos a nuestros padres sin importar sus crímenes contra nosotros.
Cuando puso la bandeja junto a mi cama, me di cuenta de que llevaba
la misma ropa que ayer.
—¿Tienes una muda de ropa, Vesna? —le pregunté.
—No, mi reina, pero he mandado a buscarlas —dijo—. No estoy segura
de cuándo llegarán.
—Tal vez deberíamos mandar a hacer algunas —sugerí.
—Mañana es día de mercado en Cel Ceredi —dijo Violeta—. Esperaba
llevar a Vesna de todos modos.
—Bien —dije—. Elige algunas telas mientras estás allí.
—¿Hay algo que necesite, mi reina?
La pregunta me sorprendió porque no sabía lo suficiente sobre mis
futuras actividades en el castillo como para responder.
—Tal vez vaya contigo —dije—. Para hacerme una idea de lo que puedo
necesitar.
Violeta dudó.
—¿Eso es un problema?
—No, mi reina. Sólo estoy sorprendida. Nunca he conocido a un
miembro de la realeza que visite el mercado —dijo.
—Entonces seré la primera —dije y luego miré mi bandeja, prestando
finalmente atención a mi comida—. ¿Qué es esto?
—Oh, es yetta —dijo Violeta—. Es un desayuno tradicional de Revekka,
aunque verás que cada uno tiene su propia forma de prepararlo. 202
—¿Y qué contiene yetta?
Parecía un guiso, y aunque no olía horrible, ciertamente tenía un
aspecto cuestionable.
—Oh, muchas cosas —dijo ella—. Salchichas, tocino, espinacas,
tomates, toneladas de especias... eso es un huevo de ganso encima, por si
se lo preguntaba.
Me lo había preguntado.
Sumergí mi cuchara en el espeso caldo y tomé un sorbo vacilante,
sorprendiéndome de lo sabroso que era realmente. Venía con un trozo de
pan duro que, según me explicó Violeta, debía usarse al final para absorber
lo que quedaba del plato.
—Nada se desperdicia —dijo.
Terminé el plato, en parte porque me di cuenta de que quería complacer
a Violeta, que había estado tan entusiasmada con la comida. Después,
recogió la bandeja y se fue con Vesna detrás. No llevaba mucho tiempo sola
cuando llamaron de nuevo a mi puerta. Esperaba a Ana, que todavía tenía
que vendar mi herida.
En cambio, era Adrian.
No podría describir la sensación que su presencia desencadenó en mi
interior, pero fue como un estallido. Los latidos de mi corazón se convirtieron
en un pulso frenético que hizo que mi cuerpo se enrojeciera. Bajo su mirada,
me sentí insegura de cómo presentarme: consciente de sus ojos en cada
parte de mí, consciente de las palabras que había dicho que lo habían
echado de mi cama y de cómo nos habíamos separado ayer.
—Adrian —dije, su nombre sonaba más como una pregunta.
Su expresión seguía siendo pasiva y un poco fría.
—He venido a invitarte al gran concejo. Me reuniré con los noblesses —
dijo—. Discutiremos los ataques en Vaida y Sadovea. Pensé que querrías
unirte.
—Por supuesto —dije y traté de que mi voz tuviera tanta autoridad y
control como la de él.
Se produjo un silencio tenso, como si quisiera decir algo más, aunque
no habló. Después de un momento, tomó aire.
—Ana te llevará. Ella también estará presente.
Comenzó a dirigirse hacia la puerta y yo luché contra el impulso de 203
llamarlo de nuevo hacia mí, sintiéndome incómoda por su frialdad, sabiendo
que era por lo que había dicho. ¿Por qué me sentía así por nuestra distancia?
¿No había esperado exactamente esto al llegar al Palacio Rojo? Debería estar
aliviada de que hubiera funcionado tan bien.
—Adrian. —Su nombre se me escapó de la boca y deseé poder
retractarme. Se detuvo y me miró fijamente, y mis labios se separaron
mientras buscaba palabras para hablar—. Yo… —¿Qué iba a decir? ¿Lo
siento? ¿Regresa? Esas palabras me hicieron estremecer—. Violeta va a ir al
mercado mañana. Me gustaría ir con ella.
—No me opongo —dijo—. Pero tendré que enviar a Isac y a Miha para
que te acompañen.
—¿Sorin no? —pregunté.
Estaba acostumbrado a que los tres actuaran como mis protectores.
—Sorin está en una misión —dijo Adrian.
Oh. A pesar de mi curiosidad, no pedí más información. En cambio, le
di las gracias.
La forma en que me miró me hizo pensar que no estaba acostumbrado
a las expresiones de gratitud, y supuse que eso era apropiado, dado que era
el rey de Sangre.
Estaba a punto de girarse una vez más cuando lo llamé de nuevo.
—Adrian.
Esta vez, vi la frustración en su mandíbula.
—¿Sí? —La pregunta fue cortante, casi un siseo, y luché contra mi
propia irritación.
—Me gustaría mandar a buscar a la familia de Vesna, su madre y sus
dos hermanas.
—¿Deseas que se muden? —preguntó.
Dudé.
—¿Eso es posible?
—Tendré que hablar con Tanaka.
—Por favor.
Asintió y se fue. 204
Ana llegó poco después y me vendó la herida. Hoy vestía de blanco, lo
que hacía que su cabello pareciera claro, su piel casi translúcida y sus labios
mucho más rojos. El color me hizo pensar en sangre fresca, y de repente me
pregunté a quién había tomado Ana como vasallo. Dudé en preguntar,
teniendo en cuenta que la había insultado en nuestro primer encuentro
cuando le había preguntado si Adrian la había convertido, pero beber sangre
parecía mucho más común que engendrar a otro vampiro, así que lo hice.
Me sorprendió sonrojándose.
—Se llama Isla —dijo.
Ahora sentía aún más curiosidad.
—¿La he visto? ¿Estaba en el gran salón la otra noche?
—No, está visitando a su familia en Cel Cera.
—Si ella se ha ido, ¿a quién tomas?
Tenía curiosidad sobre todo por Adrian. ¿Él tenía una fila de mujeres
mortales para elegir si Safira no estaba disponible? Ella se había
autodenominado su vasalla favorita, ¿eso implicaba que tenía otras? Y ahora
que le había pedido que dejara de beber de ella, ¿a quién elegiría?
Ana dudó y luego respondió:
—No tengo.
Fruncí el ceño.
—¿No te vas a morir de hambre?
—No me moriré de hambre —dijo Ana con una pequeña y divertida
sonrisa. Se concentró en mi brazo, aplicando un bálsamo refrescante sobre
mi piel—. Sólo estará fuera cuatro días.
—¿Por qué no beberías de otra persona?
—Porque no quiero —respondió Ana.
Le costó mirarme para asimilarlo. Isla no sólo era su vasalla sino su
amante.
—Oh —dije—. ¿Ella lo sabe?
La risa de Ana fue lírica y volvió a su tarea de vendar mi brazo.
—Sabe que no beberé de nadie más que de ella. Por eso sólo estará
fuera mientras yo pueda abstenerme.
De nuevo, me encontré pensando en Adrian y Safira. ¿Había sido leal a
ella de esta manera? Un nudo de celos se retorció en mi estómago al darme 205
cuenta de lo estrecha que debe ser la relación entre un vampiro y su vasallo.
—¿La amas? —pregunté mientras anudaba la gasa.
Se tomó un momento para responder, poniéndose primero en pie y
alisando las palmas de las manos sobre el vestido.
—Sí, la amo —respondió en voz baja.
—¿La convertirás?
—Ella no desea ser como yo —dijo Ana, y percibí una nota de dolor en
su voz.
—Pero es tu vasalla. Pensé...
Pensé que todos los vasallos accedían a ofrecer su sangre con la
esperanza de alcanzar algún día la inmortalidad.
—Ella ofreció su sangre para demostrarme que me amaba —dijo Ana—
. Y eso es suficiente.
Excepto que me dio la sensación de que no era así.
—¿Estás segura?
—Es una decisión que debe tomar ella, y no yo.
Consideré que su sociedad parecía estar construida en torno al
consentimiento: los vampiros debían tener permiso para beber de sus
vasallos o convertirlos.
—¿Eso es lo que le pasó a Sorin? ¿No se le dio la posibilidad de elegir?
—No puedo hablar por Sorin —dijo—. Pero lo que sí puedo decir es que
a muchos de nosotros no se nos dio la posibilidad de elegir al principio, y
por eso ahora hay elección.
Fruncí el ceño, pensando en lo que había aprendido de la Era Oscura.
Nos habían dicho que fue una época de mucho miedo, que nacían nuevos
vampiros a un ritmo alarmante. En los primeros días, no tenían el control,
su hambre feroz superaba cualquier humanidad. No estaba segura de cómo
llegarían a controlar su deseo de sangre, pero con el tiempo, el número de
nuevos vampiros disminuyó. Al hacerlo, Adrian Vasiliev ascendió al poder.
Sin embargo, nunca había considerado el horror por el que habían
pasado estos vampiros.
Supongo que Adrian tenía razón. La historia era sólo una perspectiva.
No hablamos más del tema, y salí para asistir al gran concejo. La 206
reunión tendría lugar en el ala oeste del castillo, que casualmente era
también donde residía Adrian. Me pregunté por qué me había colocado en
el sur: ¿para mantener la distancia que yo quería? ¿O era para que pudiera
seguir con sus aventuras como lo había hecho antes de partir?
Mientras caminábamos, Ana señaló los aposentos de Adrian.
—En caso de que... desee su presencia —dijo Ana mientras pasábamos.
Me hizo pensar que ella sabía que él no había venido a mi cama anoche.
Tenía que admitir que me preguntaba qué habría detrás de esas puertas
negras y talladas. ¿Vivía con sencillez o su habitación reflejaría la
extravagancia presente en cada detalle del castillo?
Continuamos subiendo unas escaleras, ahora hasta el tercer piso, que
se abría a la sala más hermosa de todo el palacio. Era una sala larga que
creaba un puente entre una torre y la siguiente. En las paredes se
alternaban grandes ventanas redondeadas y espejos dorados. El suelo, a
mis pies, estaba enmoquetado y era rojo, lo que hacía que pareciera aún
más oscuro por la luz roja que entraba en el espacio. Una hilera de lámparas
de araña, iluminadas con cientos de velas, colgaba en el centro, y caminé
bajo ellas, observando cada detalle, desde las oscuras pinturas que
representaban la Quema hasta las esculturas de las diosas Asha y Dis.
—¿Esto existía antes del reinado de Adrian? —pregunté.
No creía que hubiera encargado semejante arte para decorar su palacio,
pero tampoco podía estar segura.
—Sí —dijo Ana—. Lo guarda como recuerdo.
El comentario de Ana me hizo fruncir el ceño.
—¿Un recordatorio de qué? —pregunté.
—De las razones por las que conquista.
Seguimos caminando, y miré un espejo a mi derecha. Justo cuando
estaba a punto de apartarme del marco, vi algo: un reflejo que no era el mío.
Era una mujer pelirroja, la misma que había visto en el reflejo de la ventana
de Sadovea.
Me detuve y di un paso atrás, encontrando que ella me devolvía la
mirada.
Esta vez pude ver mejor sus rasgos: piel clara y aceitunada, pecas en
las mejillas y la nariz, labios carnosos y ojos verdes. Era hermosa, y cuando
me devolvió la mirada, las comisuras de sus labios se levantaron.
—¿Eres un fantasma? —susurré.
207
—¿Con quién estás hablando? —preguntó Ana.
Giré la cabeza hacia la izquierda y la encontré al final del pasillo,
esperando.
—Hay una mujer. —Me volví hacia el espejo, pero sólo yo miré hacia
atrás—. En el espejo… —Mi voz se detuvo cuando Ana se colocó a mi lado.
Parpadeé y sacudí la cabeza, confundida—. Yo... debo haberlo imaginado.
Tal vez se trataba de otra extraña visión como la que había tenido de
Adrian en la gruta.
Ana frunció el ceño.
—Vamos. Llegaremos tarde.
El salón de los espejos terminaba en un gran corredor. Un tramo de
escaleras se inclinaba hacia los pisos superiores. A la izquierda, el pasillo se
curvaba hasta perderse de vista, mientras que la derecha conducía a un
conjunto de puertas que llegaban al techo. Giramos a la derecha para cruzar
las puertas y nos encontramos con una sala llena de hombres.
Mi disgusto fue inmediato cuando todos se volvieron para mirarnos. Al
menos se inclinaron ante mi presencia. La sala donde Adrian celebraba el
consejo era mucho más estrecha que ancha. Una gran chimenea de mármol
enmarcaba al rey de Sangre mientras se encontraba ante una mesa redonda
con Daroc sólo un paso por detrás. Observé que la chimenea no estaba llena
de fuego, sino sólo de brasas, y me pregunté si lo había hecho por mí. El
resto de la sala era igual de extravagante que el vestíbulo por el que
habíamos salido, con enormes espejos dorados y candelabros repletos de
cristales. El techo estaba cubierto por un fresco que parecía detallar la
creación del mundo. Observé a Asha y a Dis, una representada en blanco,
la otra en negro, una aureolada por el sol, la otra por las estrellas, rodeadas
por las diosas menores, las que ya no adorábamos en Cordova.
No tuve mucho tiempo para inspeccionar cada centímetro de esta sala,
ya que mi atención se centró en la nobleza presente. Sólo reconocí a unos
pocos: Tanaka, Gesalac, Dracul y Anatoly. Observé que Ciro no estaba
presente, lo cual era bueno. Había hecho daño a su pueblo y tenía que
corregirlo. Había otros cinco hombres que no conocía, pero ninguno de ellos
me miraba con tanta desconfianza como Gesalac, cuya mirada me revolvía
el estómago. Me pregunté si estaría pensando en lo de antes, cuando me
había encontrado en la gruta.
Mi mirada se dirigió a Adrian, que parecía estar tenso, sus ojos
ardiendo con una luz infernal. Me pregunté si podía oír mis pensamientos
208
en ese momento. Si estaba tratando de adivinar lo que había pasado en la
gruta.
—Qué desgracia —dije—, que ninguna mujer te aconseje.
—Tú me aconsejas, mi reina —dijo Adrian.
—Una mujer y nueve hombres; qué revolucionario eres.
Sostuve la mirada de Adrian mientras me acercaba a su lado. Me miró
fijamente, y un poco de su frialdad se había desvanecido.
—Tomo nota de tus preocupaciones, mi reina —dijo.
Tanaka se aclaró la garganta, y Adrian desvió su atención hacia el
vampiro mayor.
—¿Tiene algo que desee compartir, virrey?
Tanaka dudó, con la boca en movimiento. Claramente, su interrupción
no tuvo el efecto deseado.
—No, su majestad.
Se produjo un extraño silencio, y mis ojos se desviaron hacia un mapa
que estaba extendido sobre la mesa, y observé tres pequeños puntos rojos:
uno en Vaida, otro en Sadovea y otro en un lugar llamado Cel Cioran.
—¿Hubo otro ataque? —pregunté, con el pecho contraído por la idea.
—Sí, pero no fue reciente —dijo—. Al igual que Vaida, se descubrió
tarde.
Me pregunté si se trataba de otro de los territorios de Ciro, pero no
pregunté mientras Adrian se lanzaba a explicar lo que habíamos descubierto
de camino al Palacio Rojo. Sentí más y más pavor a medida que hablaba del
estado de los cuerpos, del horror de escuchar los gritos del hombre mientras
corría desde las puertas de Sadovea, y de la niña que me había atacado.
—¿Una niña? —preguntó uno de los nobles, con el mismo aspecto de
desolación que yo había sentido. Se llamaba Iosif. Era un hombre alto, con
el cabello rubio que le llegaba a los hombros y un poco de vello facial.
—Fue poseída por la magia que se desató —dijo Adrian—. Y la convirtió
en un monstruo. La trajimos aquí para hacerle la autopsia, que realizó Ana.
Con los ojos muy abiertos, miré a Ana, que había estado merodeando
por el borde de la habitación. No tenía ni idea de que la tarea recayera en
ella.
—Durante mi análisis, lo único que encontré de interés fue que su
sangre parecía estar cristalizada —dijo—. Lo cual, tras muchas
209
investigaciones, me lleva a creer que se lanzó un hechizo, concretamente
uno para algo llamado niebla carmesí.
Niebla.
Tenía sentido, teniendo en cuenta cómo todo el mundo había perecido,
como si algo hubiera cubierto toda la ciudad, arrastrándose por debajo de
las puertas y filtrándose por las ventanas. Aun así, me pregunté cómo
estaba tan segura de que era un hechizo. ¿Acaso un vampiro no podía poseer
también ese poder? Podían propagar la peste, así que, ¿en qué se
diferenciaba esto?
—Sin embargo, quien está lanzando el hechizo no es una bruja o no
está dotado de magia de sangre —dijo—. Si el hechizo tuviera éxito, todos
los aldeanos habrían sido poseídos por la niebla carmesí al igual que la niña.
—Creía que todas las brujas estaban muertas —dije.
Hubo un silencio tenso, y Adrian respondió:
—Es probable que hayan sobrevivido algunas. Y aún más nacieron
después de la Quema. Las brujas no se crean, nacen. Lo llevan en la sangre.
No sabía qué pensar de esta información. Había crecido creyendo que
las brujas formaban parte de nuestro pasado, que ya no pisarían esta tierra.
De repente, Adrian me decía que no era así, lo que significaba... ¿Dónde
estaban? ¿La niebla era su intento de venganza?
—¿Podría ser Ravena? —preguntó Tanaka, y a mi lado, Adrian se puso
rígido.
—¿Quién es Ravena? —pregunté, mirándolo. Me miró fijamente
durante mucho tiempo, y no estaba segura de que quisiera decírmelo, pero
finalmente cedió.
—Era la bruja de Dragos —dijo—. Después de su muerte, escapó y
nunca la encontraron.
Esa información era nueva para mí. No sabía que Dragos había
contratado a una bruja. ¿Acaso no era eso contrario a su misión? Esa era
una pregunta para otro momento. Ahora me preguntaba por qué alguien del
pasado de Adrian, alguien que había estado escondida, se daba a conocer
de repente de forma tan evidente.
—Si es tu enemiga, ¿por qué atacar a Vaida entonces? —pregunté.
—No sabemos si fue Ravena quien conjuró el hechizo —dijo Adrian.
—Quienquiera que haya sido, probablemente no tenía la intención de 210
que la niebla afectara a Vaida —dijo Ana—. Creo que perdieron el control de
la magia, por eso también el hechizo sólo ha conseguido funcionar en una
persona y ha matado al resto.
—¿Así que el hechizo está pensado para crear monstruos? —pregunté,
temblando al recordar lo peligroso que podía ser algo así si funcionaba. La
niña de Sadovea había parecido tan inocente, y me había atraído sin
problemas.
—Creo que su objetivo es crear un ejército.
Hubo unos instantes de silencio.
—¿La niebla puede afectarnos? —La pregunta vino de un noblesse
llamado Julian.
—Mientras la niebla pueda atacar la sangre de nuestras venas, imagino
que sí —respondió Ana.
Más terror.
Si la niebla podía poseer con éxito a los vampiros, no habría forma de
detener el terror que podrían infligir. Lo peor de todo era que nadie parecía
saber realmente quién era el responsable.
—Deberíamos redoblar nuestros esfuerzos para localizar a Ravena —
dijo Julian.
Ante su sugerencia, la mandíbula de Adrian se tensó, y sentí curiosidad
por su reacción. Luego dijo:
—¿No crees que lo he intentado, noblesse?
—No pretendía sugerir lo contrario, mi rey —dijo Julian—. Es sólo que
usted ha estado distraído.
Fue un error decirlo. Lo supe por la forma en que el aire cambió a mi
alrededor. Se volvió pesado y espeso, y a mi lado, Adrian ladeó la cabeza.
—Por favor, acláreme qué me ha distraído, noblesse.
Julian tragó saliva, y sus ojos se deslizaron brevemente hacia mí. No
estaba segura si buscaba mi ayuda o si sugería que yo era el problema.
—La conquista de Cordova ha ocupado gran parte de su tiempo, su
majestad, por no hablar de... su nueva esposa.
Una larga pausa siguió con sus palabras, y luego Adrian habló.
—¿Cree que me falta capacidad para conquistar el mundo, follar con 211
mi mujer y buscar a una bruja fugitiva, noblesse?
Me estremecí ante sus palabras, y Julian no respondió.
—¿Alguien más está de acuerdo con noblesse Julian? —preguntó
Adrian, y mientras su mirada recorría la multitud, se alejó de mi lado,
acercándose a la mesa mientras hacía girar un anillo de oro en su dedo.
Nadie habló, y una sensación de inquietud se deslizó por mi cuello. Noté
cómo Daroc se acercaba un paso más a mí, como si se preparara para
llevarme en el momento en que ocurriera algo horrible. Tanaka se tensó, y
sus dedos se extendieron por el mapa como para darle más apoyo.
Adrian se colocó frente a Julian, sobresaliendo por encima del vampiro.
—Parece que usted es el único que piensa que no soy digno de esta
corona que llevo —dijo, y se inclinó hacia delante, con ambas manos sobre
los hombros de Julian, apretando—. ¿Le interesa?
—N-no, su majestad —contestó Julian en voz baja, con la mirada
puesta en el suelo.
—Míreme cuando mienta, Julian —dijo Adrian—. Hará que la siguiente
parte sea mucho más fácil.
¿Qué siguiente parte?
Pero pronto lo averigüé, porque justo cuando Julian levantó la cabeza,
Adrian le sujetó la cara entre las manos. El anillo que había estado
retorciendo resultó ser también una pequeña hoja curva, que deslizó justo
en el ojo de Julian. Me clavé las uñas en las palmas de las manos mientras
el vampiro gritaba, y Adrian siguió empujando la cuchilla más allá hasta
que retiró el pulgar y el ojo salió disparado, cayendo al suelo con un
resbaladizo chapoteo.
Julian cayó de rodillas, balanceándose hacia delante, llevándose las
manos a la cuenca del ojo. Yo temblaba, pero me las arreglé para
mantenerme firme mientras Adrian hablaba, con la mano chorreando la
sangre de Julian.
—Nunca asuma que entiende mi propósito. —Luego se giró, con la
mirada recorriendo la multitud—. Todos ustedes instruirán a sus territorios
para que enciendan fuegos alrededor de sus puertas para mantener la niebla
lejos hasta que seamos capaces de localizar a Ravena o a la persona
responsable del hechizo. Pueden retirarse.
Los noblesses salieron en silencio, pasando por delante de Julian.
Adrian apoyó su bota en el costado de Julian y le dio una patada. El vampiro 212
cayó con un gemido al suelo.
—¡Fuera! —gritó Adrian.
Me estremecí y vi cómo Julian se ponía de pie.
—Me gustaría estar a solas con mi mujer —les dijo Adrian a Daroc y a
Ana, que seguían sin moverse.
Los miré a ambos, con una nota de histeria subiendo por mi garganta,
pero ya se estaban retirando. Cuando las puertas se cerraron, Adrian y yo
nos miramos fijamente.
—¿Te sientes justificada en tu creencia de que soy un monstruo ahora?
—preguntó tras un largo rato de silencio.
—Eso fue realmente monstruoso —dije—. Y todo porque dijo que no
podías hacer varias cosas a la vez.
—No fue lo que dijo. Fue lo que pensó —dijo Adrian.
Me tensé. A veces olvidaba que Adrian podía leer la mente. Y
aparentemente no sólo la mía.
—¿Y qué estaba pensando?
—Te llamó puta —dijo Adrian.
—Ya veo —dije, sintiendo de repente mucha menos pena por el
noblesse. Mis ojos se posaron en las manos apretadas de Adrian. Me alejé
un paso de la mesa, acercándome a él.
—Tiene suerte de haberse ido con la cabeza.
—¿Por qué fuiste tan generoso? —pregunté.
Los labios de Adrian se movieron.
—¿Estás ansiosa por una decapitación, cariño?
—Sólo deseo saber por qué es tan valioso para tu concejo.
—Es un excelente cazador —dijo Adrian—. Y enseña a su gente a vivir
de la tierra. Es una habilidad valiosa.
—¿Y nadie más puede enseñar esas habilidades?
—No tan bien como él. Todavía no —dijo.
Lo que me decía que al final sería prescindible.
Nos quedamos en silencio un momento, y luego pregunté:
—¿Crees que Ravena es responsable de la niebla?
213
—Creo que ella es la responsable —dijo—. Si el ataque sólo se hubiera
producido en Vaida, habría seguido pensando que fue un mortal que se topó
con un hechizo. No fue hasta Sadovea que empecé a sospechar lo contrario.
—¿Por qué no me lo dijiste en cuanto lo sospechaste?
Creí saber por qué, y todo tenía que ver con su pasado, un pasado del
que nadie parecía dispuesto a hablarme. Quería saber por qué y cómo
Adrian se había convertido en el primer vampiro. Quería saber por qué
estaba tan involucrado en el aquelarre supremo. Quería saber por qué esta
bruja quería un ejército.
Me observó durante un momento y luego respondió:
—Quería estar seguro.
De repente, me recordó a mi padre, pero no en el buen sentido.
“Quiero protegerte”, solía decir mi padre cuando me prohibía asistir a
las reuniones del concejo, pero en realidad sólo era una excusa, una forma
de evitar que supiera exactamente lo que estaba pasando mientras los
hombres discutían cosas como prohibir los envíos de cohosh azul y
silphium, dos métodos anticonceptivos para las mujeres de Lara. Estaba tan
enfadada que no había hablado con mi padre durante dos semanas y sólo
cedí cuando aceptó un compromiso. Eliminaría la prohibición y permitiría a
los sanadores administrar las hierbas. No era la mejor circunstancia. Los
sanadores podían ser sobornados y algunos no creían en la prevención del
embarazo, pero era mejor que no tener acceso.
—Eso es una excusa —dije. Incluso ahora, podía recordar el momento
en que sospeché que Adrian sabía algo: había sido la forma en que apretó la
mandíbula y miró a lo lejos. Había estado conectando las piezas, buscando
la confirmación—. Podrías habérmelo dicho, pero hacerlo significaría
hablarme de tu pasado, y parece que valoras más tu secreto que ganarte la
confianza de tu mujer.
—Isolde —dijo Adrian, y había una chispa de dolor y frustración en sus
ojos.
—No digas mi nombre —dije, cerrando los ojos contra su sonido y la
forma en que se hundía en mi piel—. Sólo... dime la verdad.
Se acercó más.
—¿Quieres la verdad? —dijo—. Puede que Ravena esté construyendo
un ejército para venir por mí, pero su objetivo eres tú.
—¿Qué? 214
—Tu padre te dijo que descubrieras mi debilidad —dijo, con un dedo
ágil enroscando un trozo de mi cabello. Mis ojos se abrieron ante sus
palabras, palabras que sólo habían sido pronunciadas entre mi padre y yo.
Sonrió ante mi reacción, y su sonrisa fue perversa—. No sabía que... eras
tú.
N
o me sorprendió que Adrian no visitara mi cama por segunda
noche consecutiva. Pasé la mayor parte de la noche dándole
vueltas a sus palabras.
“Puede que Ravena esté construyendo un ejército para venir por mí, pero
su objetivo eres tú”.
No me gustaba admitir el miedo, pero aquellas palabras tuvieron un
efecto en mí, y quise saber más sobre la bruja de Dragos. ¿Por qué, después
de todo este tiempo, esta mujer salía de su escondite para crear un ejército,
y tenía realmente algo que ver conmigo?
“Tu padre te dijo que descubrieras mi debilidad. No sabía... que eras tú”.
¿Cómo era yo la debilidad de Adrian? Me conocía desde hacía días, y
aun así no podía explicar nuestra conexión. A veces, era como si nuestros
cuerpos se conocieran y nuestras mentes no se hubieran puesto al día, y yo 215
me quedaba aturdida por las sensaciones.
La noche continuó así hasta que me levanté a la mañana siguiente,
agotada y con dolor de cabeza. La situación empeoró cuando me dirigí a Cel
Ceredi con Violeta y Vesna, mientras Isac y Miha me seguían. Vesna se puso
a cantar. No reconocí la letra, pero era divertida, y el ritmo era un estruendo
constante.
La bruja de Dragos celebró hoy otra Siega. Afirma no poseer magia y, sin
embargo, dice sentirla en los demás. Hoy señaló a cualquiera que la acusara
de brujería, y todos fueron quemados en la plaza. Son tiempos oscuros.
No podía dormir.
Por muy cansados que estuvieran mis ojos al salir de la biblioteca,
ahora estaba completamente despierta, o mejor dicho, mi cuerpo lo estaba.
No estaba segura de qué tenía esta habitación, esta cama o la persona en la
que me había convertido desde que conocí a Adrian, pero apenas podía
pensar en otra cosa que no fuera él. Y esta vez, no eran sólo los
pensamientos de su cuerpo contra el mío los que mantenían mi mente en
marcha, sino cada sutil matiz de nuestro tiempo juntos. Era la forma en que
había dicho mi nombre, desesperado para que yo escuchara lo que no estaba
diciendo. Era la forma en que confiaba en mí para asumir mi papel de reina
sin saber realmente quién era yo como princesa o como persona.
Era la forma en que me besaba.
Como si poseyera una verdadera y antinatural pasión por mí que yo
podía igualar de alguna manera, y no sabía por qué. Supuse que me sentía
así por todo lo que había sucedido desde que dejé a Lara. Mi gente me había
traicionado y había intentado derrocar a mi padre, y a pesar de que una vez
comprendí su miedo y su ira, cuanto más aprendía sobre la Quema, menos
podía justificar su comportamiento. No es que antes pudiera perdonarlos
realmente; habían reducido mi sacrificio a la nada, igual que Killian. ¿Te
227
folló como querías?, me había preguntado.
Una vez, había sentido esa vergüenza, pero ya no.
Había hecho mi sacrificio, y ahora mi pueblo viviría en un mundo
gobernado tanto por mí como por Adrian, y no me arrepentía de ello.
Quité las mantas y me puse la bata. Si no podía dormir, volvería a la
biblioteca. Abrí la puerta y me asomé al pasillo. El pasillo estaba vacío, salvo
por las sombras que bailaban al compás de la llama de la vela. Después de
que pasaran unos segundos sin que hubiera ninguna señal de actividad, me
escabullí por la puerta, atándome la bata.
Me detuve en lo alto de la escalera cuando me llegó el sonido de la
fiesta. Había cantos, gruñidos extraños y gemidos. Los Ritos de la Quema
habían comenzado, y parecía que la celebración continuaba incluso hasta
la madrugada. Bajé unos escalones y me detuve, agachándome para poder
evaluar el peligro. Abajo, las altas ventanas estaban llenas de fuego titilante
que parecía más rojo que anaranjado al filtrarse por los cristales. Las
puertas de la parte delantera del castillo estaban abiertas de par en par, lo
que me permitía ver el patio en el que ardía un fuego y la gente bailaba. El
aire estaba cargado de olor a carne, sangre y humo, teñido de especias y
resina.
Incluso desde esta distancia, podía ver cuerpos ante el fuego: una
mujer que se llevaba a un hombre a la boca, un hombre que se llevaba a
otro a la suya. También había otros, participando en diversos actos
sexuales, y algunos que se abrazaban de la misma manera que había visto
a Adrian abrazar a Safira, y supe que estaban bebiendo sangre.
Si el acto era tan sagrado, por qué se realizaba en público, me pregunté.
Por otra parte, siempre había pensado que el sexo era un acto privado y, sin
embargo, entre esta gente parecía ser una forma de entretenimiento.
Entonces vi a Adrian, que estaba de pie con Safira del brazo.
Una oleada de celos me recorrió. ¿Había buscado a su vasalla luego de
que yo la despidiera? ¿Había tomado su sangre en contra de mis deseos?
Había un trasfondo en mis celos, un extraño sentimiento que se aferraba a
mi corazón. No quería ponerle nombre, porque reconocer que esto... dolía...
era ridículo. ¿Cómo podía yo, una princesa humana de las Nueve Casas,
sentirme herida porque un vampiro me traicionara?
Apreté los dientes y contuve el dolor. No le permitiría tener ese tipo de
control sobre mí. Me incorporé, renovada en mi misión de explorar la
biblioteca y descubrir más cosas del pasado de Adrian. Bajé las escaleras y 228
me apresuré a entrar en el pasillo contiguo antes de que alguien me viera
desde las puertas abiertas, pero justo cuando estaba a punto de doblar la
esquina, vi a Daroc y a Sorin. No estaba segura de lo que ocurría, pero
ninguno de los dos parecía contento. Daroc se acercó y apuntó con un dedo
a la cara de Sorin, que tenía la mandíbula tan apretada que pude ver cómo
se le desencajaba. No pude oír las palabras que se estaban intercambiando,
pero intuí que me había encontrado con una pelea.
Aproveché la oportunidad y me lancé por el pasillo mientras intentaba
retomar el camino que había recorrido antes con Miha, pero los pasillos se
bifurcaban en tantas direcciones que no estaba segura de haber tomado el
camino correcto. Llegué a la mitad de un pasillo y me di la vuelta, sintiendo
que me había equivocado de dirección.
La siguiente ruta que tomé me pareció aún más equivocada. Las
paredes se encontraban adosadas de forma irregular y, aunque en un
principio pensé que estaba sola, pronto descubrí que no era así y que
algunas de las alcobas estaban ocupadas. Un hombre tenía a una mujer
presionada contra la pared. Su mano estaba alrededor de su cuello, su boca
también. La sangre goteaba por su piel. La observé por un momento, con los
ojos cerrados, los labios entreabiertos y el cuerpo arqueado hacia el de él;
estaba ensimismada. Más adelante, una mujer se follaba públicamente a
otra con los dedos. No me sentí tan horrorizada como incómoda. ¿Cuál era
el propósito de este exhibicionismo? ¿Se suponía que los demás debían
mirar o no meterse en sus asuntos?
Me incliné por lo segundo y doblé rápidamente otra esquina para
detenerme a mirar una serie de retratos. Eran cuadros de hermosas mujeres
vestidas de negro. Había una insignia en sus pechos, una rueda de doce
puntas, cubierta por una imagen diferente. Al estudiar cada retrato, me di
cuenta de que la rueda giraba, lo que significaba que un símbolo diferente
coronaba cada rueda.
Me di cuenta de que se trataba del Aquelarre Supremo y de que los
símbolos comunicaban su poder.
Me detuve ante cada imagen más tiempo del que debía, dado que
Adrian me había aconsejado que no saliera de mis habitaciones, pero me
dieron curiosidad. Algunas eran jóvenes, otras viejas, y la mayoría estaban
en un punto intermedio. Algunas se parecían a mí, y me pregunté si sus
antepasados eran isleños. Otras eran pálidas, como la gente de la montaña,
pero la mujer que atrajo mi mirada fue aquella cuyo retrato colgaba al final
del pasillo, donde éste se dividía en dos. La reconocí por sus ojos: Yesenia. 229
Tenía unos ojos de un color extraño, un tono que parecía tanto violeta
como azul. Estaban bordeados por gruesas pestañas que proyectaban una
sombra sobre sus pómulos. Tenía el cabello grueso y oscuro, recogido hacia
atrás, lo que sólo servía para agudizar la estructura de su rostro. Sus labios
insinuaban una sonrisa y su piel era de un tono moreno cálido que me hacía
pensar que había vivido bajo el sol. Era hermosa, su expresión era pacífica.
Era un sentimiento con el que podía identificarme, un sentimiento que
quería recuperar, uno que había conocido antes de descubrir que este
mundo era tan duro.
De nuevo, mis ojos se fijaron en el símbolo de su túnica. El símbolo que
coronaba su rueda era un ojo, el símbolo de la profecía. ¿Acaso sabía que
su vida terminaría en humo y llamas? Qué horrible regalo, conocer la propia
muerte.
Me giré y volví a mirar las paredes, recordando los nombres que había
aprendido antes. Nunca había visto realmente a los miembros del Aquelarre
Supremo como personas, pero aquí estaban: hermosas y serenas y reales,
para nada violentas o salvajes como había imaginado. Eran... como yo.
—Veo que ha encontrado los retratos de Aquelarre Supremo —dijo una
voz.
Me giré para encontrar a Gesalac observando desde la distancia, y me
estremecí, preguntándome cuánto tiempo había estado allí antes de hablar.
Me giré completamente, mirándolo fijamente, esperando que no se quedara.
¿Esperaba acorralarme?
Después de un momento, inclinó la cabeza.
—Reina Isolde —dijo, los ojos oscuros se encontraron con los míos una
vez más—. Es tarde para estar fuera de su habitación.
—Y sin embargo, los pasillos están llenos de gente —dije.
—Vampiros —corrigió. Depredadores, pensé que diría.
—Que han aprendido las consecuencias de no dejarme en paz.
Esperaba que Gesalac mostrara su enfado, pero su expresión seguía
siendo la misma, aunque eso no era mucho mejor.
—Quizá pueda ayudarla a encontrar lo que busca —ofreció, y yo dudé,
insegura de sus motivos.
—Puedo encontrar mi propio camino.
—Entiendo su miedo... 230
—No te tengo miedo —dije—. Pero no confío en usted.
—Igualmente, y sin embargo mi rey mató a uno de los suyos por usted,
una mujer mortal que conoció hace una semana. ¿No es de extrañar que
esté enfadado por la muerte de mi hijo?
—Quizás debería haberle enseñado que no significa no, pero ya veo de
dónde ha heredado su incapacidad para escuchar.
La boca de Gesalac se endureció en una fina línea.
—No deseo que seamos enemigos, reina Isolde —dijo—. Más bien
esperaba que fuéramos aliados.
—Si usted es aliado de mi marido, es aliado mío.
Aunque no estaba tan segura de que lo fuera.
Levantó la ceja y habló despacio, deliberadamente.
—¿Usted es aliada de su marido, reina Isolde?
—¿Qué está sugiriendo?
Se encogió de hombros.
—No es un secreto que ustedes dos son enemigos. A no ser, por
supuesto, que haya desarrollado un afecto hacia él.
—¿Tiene algún propósito, noblesse? —pregunté, cada vez más
impaciente y demasiado incómoda.
—Simplemente deseo advertirle sobre la niebla carmesí —dijo.
—¿Disculpe?
Me miró fijamente, y dijo:
—Es curioso que la niebla haya aparecido poco después de su
matrimonio. Si yo fuera usted, sería cautelosa. Tal vez sea la forma en que
Adrian se hace querer por usted.
—¿Qué sugiere?
—Bueno, ¿qué mejor para ganar la confianza de su enemigo que salvar
a su pueblo?
Empecé a protestar porque la niebla carmesí sólo provocaría un mayor
odio hacia él, pero consideré que Gesalac tenía razón. La niebla me había
hecho querer a Adrian por sus acciones tras el descubrimiento en Vaida.
Había enviado a Gavriel, Yeva y Ciprian al castillo de Fiora, y después de
que mi pueblo intentara su rebelión, envió aún más soldados. Sin embargo,
no deseaba que Gesalac supiera que estaba considerando sus palabras. 231
—Usted hace una afirmación audaz, noblesse —dije.
Se encogió de hombros.
—No conocemos la amplitud de los poderes de Adrian. ¿Quién puede
decir que no es responsable?
Me quedé mirando al hombre y, aunque no me fiaba de él, me pregunté
si lo que decía tenía algo de verdad.
—Ahí está— dijo Sorin—. Me pareció haberla visto merodeando.
Gesalac se giró y se apartó de mi camino mientras Sorin se acercaba.
Su bello rostro estaba lleno de diversión, pero percibí tensión en el aire entre
nosotros.
—Noblesse Gesalac, yo me encargo a partir de aquí.
Gesalac miró de Sorin a mí como si quisiera protestar, pero al final se
inclinó y añadió antes de irse:
—Cuidado por dónde anda, mi reina.
Lo observé hasta que desapareció al doblar la esquina.
—Por la diosa, odio a ese hombre —dijo Sorin.
Miré al vampiro.
—¿Dónde has estado?
Levantó las manos como si quisiera rechazar mi pregunta.
—Tranquila —dijo—. He estado ocupado. Adrian me tiene de cacería.
¿De cacería?
—¿Ha estado buscando a Ravena?
—Sí, pero pierdo todos los rastros —dijo—. Es como si desapareciera
en el aire.
Levanté una ceja.
—¿Ese es tu poder especial? ¿El rastreo?
—Algo así —dijo con una risa—. ¿Qué hace fuera de sus habitaciones?
—Me dirigía a la biblioteca —dije—. Supongo que me perdí.
—¿Alguna vez fue así? —dijo, sonriendo, y sus hoyuelos se hicieron
más profundos. Me gustaba la sonrisa de Sorin—. Vamos. La llevaré.
Me sentía mucho más cómoda con Sorin y acepté su compañía.
—¿Cómo supiste dónde encontrarme? —pregunté.
232
—¿La palabra rastreador no significa nada para usted?
Lo fulminé con la mirada, y él sonrió.
—La vi correr por el pasillo —dijo—. Tiene suerte de que haya distraído
a Daroc, o ahora mismo estaría de vuelta en sus habitaciones.
—¿Te has metido en un lío? —pregunté.
—Sí, y no en el buen sentido. —Mientras hablaba, su tono cambió, y oí
una nota de frustración en su voz.
—¿Qué hiciste? —pregunté mientras doblábamos una esquina,
encontrando las familiares puertas de ébano de la biblioteca al final del
pasillo.
—Es lo que no hice —dijo Sorin, deteniéndose—. O más bien, que no
estaba donde debía estar.
Sorin no ofreció más explicaciones que ésas, y pensé que tal vez fuera
porque estaba avergonzado.
Miré hacia las puertas.
—¿Quieres... entrar?
Sonrió.
—No, gracias, mi reina. No leo.
Levanté una ceja.
—Es una broma —dijo—. Tengo que cazar una bruja.
Antes de que se fuera, lo llamé.
—Sorin.
Se detuvo y me miró.
—Si encuentras algo sobre Ravena, quiero saberlo.
—Estoy seguro de que Adrian se lo dirá.
—Te lo pedí a ti —dije.
Él inclinó la cabeza.
—Por supuesto, mi reina.
Me deslicé al interior de la biblioteca, iluminada con una llama tenue y
ambarina.
No estaba del todo preparada para volver a la gran sala, donde aún
esperaba la mayor parte de mi investigación. En su lugar, me dirigí al tercer
233
piso, donde estaban las historias del mundo. Toqué los lomos de los libros
en relieve, leyendo los títulos cuidadosamente pintados. Había varios
volúmenes de La Historia de Cordova, uno por cada año desde la
encarnación de la diosa Asha.
Estaba a punto de elegir un libro de la Quema cuando me fijé en un
símbolo en el lomo de otro libro. Era la misma rueda de doce puntas que
había visto en las pinturas de las brujas, y se titulaba Aquelarre Supremo.
Saqué el libro de la estantería y, al abrirlo, descubrí que el centro había sido
tallado y dentro había un cuchillo.
Qué extraño, pensé, tomando la hoja. No tenía nada de extraordinario.
De hecho, parecía estar hecha de forma rudimentaria; la propia hoja estaba
torcida, el mango era demasiado pequeño y, sin embargo, pesaba. Sería un
arma incómoda, y me pregunté por qué estaba escondida aquí.
Entonces mi cuerpo se puso rígido y giré cuando dos manos se posaron
a ambos lados de mi rostro. Un hombre me bloqueó con su gran cuerpo. Me
resultaba familiar, con el cabello corto y oscuro y una barba y un bigote bien
recortados. No tenía ningún rasgo asombroso, pero su ropa parecía
compensarlo. Llevaba un traje de terciopelo forrado de piel con broches de
oro y una corona en la cabeza muy adornada con joyas.
—Shh —dijo y me agarró la barbilla, con dos dedos incrustados en
anillos que me taparon la boca para que no pudiera hablar—. Me
escucharás. Tu aquelarre seguirá mis órdenes, y tú serás quien les haga
cambiar de opinión, ¿entendido?
No sabía de qué estaba hablando. ¿Mi aquelarre? Aun así, sentí que lo
fulminaba con la mirada.
—Y si no lo haces, mataré a todas y cada una de ustedes. ¿Lo
entiendes? No sólo a tu aquelarre, sino a todas las brujas de esta tierra.
Hubo un silencio mientras el hombre me estudiaba, y después de un
momento, se inclinó más cerca, con sus labios rondando los míos.
—Pero para ti, será un final diferente. —Sus dedos se apartaron de mi
boca y luego sus labios se posaron sobre los míos. Su beso era duro y
desagradable, y mientras empujaba mi cuerpo y su lengua intentaba abrir
mi boca con la suya, luché contra él, arremetiendo con mi cuchilla. Se
tambaleó hacia atrás. Al presionar la palma de la mano contra su pecho,
ésta salió ensangrentada—. ¡Pequeña zorra!
Se acercó a mí y me tiró del cabello.
234
—Te mataré —amenazó.
—Mátame entonces —dije. Pronuncié las palabras y sentí el alivio que
me producían: si me mataba, no tendría que traicionarme a mí misma ni a
mi aquelarre, pero incluso él vio la verdad de eso en mis ojos, y su agarre en
el cabello se relajó.
—No —dijo—. Creo que la vida es un castigo mayor para ti.
Me soltó bruscamente, y caí contra la estantería, aferrando aún mi hoja
ensangrentada. Lo miró y se rio.
—Recuerda lo que dije.
En el siguiente segundo, desapareció. Parpadeé y me di cuenta de que
estaba sola, de pie con el libro y la navaja en la mano, sin sangre. Giré en
círculo, con el corazón todavía acelerado por el encuentro con el hombre,
pero no vi a nadie.
Estaba realmente sola.
Rodeé el cuchillo con los dedos, preguntándome si poseía algún tipo de
encantamiento, pero si era así, ¿cuál era su propósito? No podía estar
segura en qué mente había habitado, pero algo dentro de mí sabía que era
Yesenia. Era el mismo conocimiento que había sentido cuando había visto
a Adrian, una extraña conexión que no podía negar. Y acababa de presenciar
cómo Dragos, el difunto rey de Revekka, amenazaba su vida.
Habría creído que estaba imaginando cosas si mi corazón no siguiera
acelerado por el encuentro y mi mano aún temblara.
De repente, me cuestioné cuánto quería saber del pasado, porque
estaba resultando que no sabía nada del mundo en el que vivía, y me enfadé.
Me enfadé porque no lo había sabido y porque la única persona que me decía
la verdad resultaba ser mi mayor enemigo.
235
A
l día siguiente, me sorprendió recibir una carta de Nadia.
—¿Cuándo llegó esto? —le pregunté a Vesna, que estaba
sola mientras Violeta trabajaba en las cocinas para ayudar con
los preparativos del banquete de los Ritos de la Quema.
Vesna había venido a ayudarme a preparar la cacería de esta noche,
un evento al que Adrian aún no sabía que asistiría. Mi atuendo era mucho
más cómodo que todo lo que había llevado desde mi llegada a Revekka: una
túnica negra y un pantalón que metía dentro de unas botas hasta la rodilla
del mismo color. Sobre el conjunto, llevaba una chaqueta ajustada, corta
por delante y más larga por detrás.
—Esta misma mañana, mi reina —dijo—. La trajo Sorin.
¿Sorin? ¿Estaba viajando hacia y desde Lara mientras buscaba a
Ravena? No tenía ni idea. 236
—¿Quiere un poco de privacidad? ¿Mientras lee?
Le sonreí.
—Por favor, Vesna. Gracias.
No estaba segura de cómo respondería al comenzar la carta. Temía mis
propias emociones en este momento. Mi corazón y mi pecho ya se sentían
aplastados por la ausencia de mi padre y de Nadia. No sabía qué pasaría
cuando viera su letra o leyera sus palabras. También había una parte de mí
que sentía temor: ¿me culparía del golpe? ¿Seguiría preguntando por qué
Adrian no había muerto todavía?
Cuando Vesna se marchó, abrí el sobre y desdoblé el pesado pergamino
para encontrar la familiar letra de Nadia.
Issi, había escrito, y me llevé la mano a la boca para no sollozar. Nadie
me había llamado Issi desde que dejé Lara.
Debo admitir mi sorpresa cuando uno de los soldados del rey de Sangre
aceptó entregarte mi carta. Supongo que debo esperar a que me confirmes que
la has recibido para impresionarme. Sin embargo, te extraño. Tu padre te echa
de menos. Nunca lo he visto tan desamparado. Me hace desear siempre tu
regreso. El comandante Killian nos habló de tu ataque, y no lo habría creído
si no hubiéramos tenido nuestro propio levantamiento, pero, Issi, querida, no
es que todo Lara se sienta traicionada. Somos muchos los que confiamos en
tu plan y sabemos que no has olvidado tu causa. Piensa a menudo en
nosotros, especialmente en tu padre. Está perdido sin ti.
Sé que tienes curiosidad, así que sólo añadiré que he leído cuatro libros
desde tu partida, y aunque cada página era una delicia, no son nada
comparados con tenerte en casa.
Te echo de menos.
Nadia
243
256
E
l miedo me desgarró el pecho; ya había oído hablar de Cel Cera.
Era el hogar de la vasalla de Ana.
—Adrian —dije—. Isla estaba regresando de allí.
Adrian miró a Daroc.
—¿Hubo algún sobreviviente?
—No todos están contabilizados —respondió, pero eso no era una señal
prometedora. Podría significar que estaban vivos, pero también que estaban
poseídos y que ahora vagaban por el bosque en busca de una presa—. Sorin
sigue buscando.
Tragué con fuerza.
—Envía más soldados —dijo Adrian—. Pero sólo a los que vuelan.
Tienen más posibilidades de escapar de la niebla.
257
Lo miré, sorprendido.
—¿Cuántos pueden volar?
Se encogió de hombros.
—Unos treinta, más o menos.
—¿Todos son halcones?
—No —dijo.
Ahora me preguntaba cuántas veces había visto un halcón o un
murciélago dando vueltas en el cielo sólo para que fuera un vampiro.
—¿Y si localizamos a alguien infectado? —preguntó Daroc.
—Hay que matarlos —dijo Adrian.
Me sentí mal, pero sabía que Adrian tenía razón. Daroc hizo una
reverencia y se fue.
—Alguien debe decírselo a Ana —dije una vez que estuvimos solos.
—Yo lo haré —ofreció Adrian.
—Déjame ir contigo.
Adrian no protestó, y nos levantamos y nos vestimos rápidamente.
Nunca había estado en los aposentos de Ana, pero ella residía en el nivel
superior de la torre oeste, y cuando llamamos a su puerta, ella respondió
con una sonrisa que se le borró al instante.
—No —dijo negando con la cabeza, adivinando ya el motivo por el que
habíamos venido.
Fue Adrian quien la atrapó mientras se derrumbaba.
—Ana —dijo, explicando el ataque y alisando su cabello. Finalmente,
añadió—: Todavía puede estar viva.
Y mientras sollozaba en sus brazos, le suplicó.
—No la mates, Adrian, por favor.
258
269
T
res días después, me sentía casi recuperada. Adrian me asignó
un catador de alimentos, un hombre que fue llevado a las cocinas
encadenado y al que se le hizo probar mi comida y beber mi vino
bajo la supervisión de Daroc. Todo parecía bastante surrealista, pero
también lo había sido mi matrimonio y el posterior ataque de mi gente.
Esta era mi vida ahora, comprendí.
Esta era mi vida para siempre.
Sin embargo, no la odiaba. Pero a medida que se acercaba el día de la
llegada de mi padre y mi posterior coronación, me sentía cada vez más
ansiosa. Podría decir sinceramente que, por una vez en mi vida, no sabía
cómo actuar. Me había sentido muy cómoda con Adrian. Me gustaba a pesar
de lo que era. Había llegado a apreciar su pasado, incluso a entender al
Aquelarre Supremo y a despreciar al rey Dragos. 270
Yo había cambiado.
Pero no estaba segura de cómo ser esa persona cerca de mi padre, o
incluso si podía hacerlo. Me enfrentaba a la posibilidad de distanciarme de
Adrian o de mi padre, y ese pensamiento me disgustaba. Este no era un
mundo en el que pudiera tener a ambos, aunque mi padre se hubiera
rendido al rey de Sangre, aunque estuviera casada con él.
Me quedé en la entrada del castillo sobre los escalones, esperando ver
la capa azul de mi padre y su caballo moteado, Elli. Podía subir a lo alto de
los muros del castillo y ver más lejos, al menos hasta los límites del Starless
Forest, pero no quería luchar contra las escaleras mientras corría a su lado.
Me moví de un pie a otro, inquieta, preocupada, insegura de lo que mi padre
podría enfrentar en su viaje al Palacio Rojo.
—¿Qué te preocupa?
Miré a Adrian, que estaba de pie a mi lado, vestido con su regia túnica
negra. Se había echado parte del cabello hacia atrás, lo que dejaba al
descubierto las partes altas de su rostro. Era impresionante, una oscuridad
en este luminoso patio.
—Sólo estoy preocupada por mi padre —dije.
—Gavriel cuidará bien de él —dijo Adrian.
—Lo sé, pero me preocuparé hasta que vea su cara.
Miré hacia arriba mientras Sorin volaba por encima de mí, moviéndose
al aterrizar en el patio de abajo. Bajé un escalón, ansiosa de información.
—Su padre está bien —dijo Sorin—. Está casi a la vista.
Entonces di un paso más allá de él, hasta el borde del patio donde el
sendero serpenteaba por la ladera de la colina hacia Cel Ceredi. Pasaron
unos segundos en los que el corazón me palpitó por todo el cuerpo, y
entonces vi a mi padre y me rompí de par en par. No creía que fuera posible
sentir tanta felicidad ni tanto alivio.
Salí corriendo, mis piernas apenas me llevaban. Supe que él también
me había visto, porque salió al galope. Desmontó antes de llegar a mí y corrió
el resto del camino, y cuando nos abrazamos, sollocé.
Le había echado tanto de menos. No me había dado cuenta hasta ese
momento.
—Mi dulce Isolde —dijo.
Me apartó y me sujetó las mejillas, con sus ojos recorriendo mi rostro.
Sentí que buscaba algo, quizás cicatrices, tanto físicas como mentales. Aquí 271
comenzó mi sentimiento de culpa, pero acallé ese pensamiento tirando de él
para darle otro abrazo.
—Te extrañé tanto —le dije.
—Oh, mi gema, no sabes la profundidad de mi dolor.
Cada palabra me destrozaba el corazón, y cuando nos separamos, éste
se encontraba en el fondo de mi estómago hecho pedazos.
Fue entonces cuando me fijé en el comandante Killian, que estaba
apartado, esperando pacientemente con la delegación.
—Comandante —dije.
—Mi reina —respondió él, inclinando la cabeza. Esperaba que su
mirada fuera un poco severa, pero en cambio, parecía amable, y me
pregunté qué había llegado a pensar de los vampiros desde que habían
acudido tan a menudo en ayuda de Lara como Adrian había prometido.
Miré detrás de mí, hacia el Palacio Rojo.
—Ven. Te mostraré el palacio.
Mi padre no volvió a montar. En lugar de eso, caminamos juntos de
vuelta al castillo, con la delegación siguiéndonos a unos pasos.
—¿Qué tal el viaje? —le pregunté, con la esperanza de mantener una
conversación ligera, pero también con la curiosidad de saber si había
encontrado algo inusual.
—Por suerte, sin incidentes —dijo.
—¿Cómo van las cosas en Lara?
Preguntar por mi casa trajo más ansiedad. No estaba segura de querer
saber la verdad. Entre el levantamiento y la carta de Nadia, no sabía qué
esperar, y ahora mismo sólo podía pensar en las palabras de mi padre: “Eres
la esperanza de nuestro reino”.
Pero muchas cosas habían cambiado desde entonces. Lo había
afirmado antes de que mi propia gente me atacara, antes de que supiera la
verdad sobre Dragos y el Aquelarre Supremo, antes de que supiera que el
pueblo de mi madre estaba esclavizado.
Y de repente me pregunté si mi padre había sabido lo del rey Gheroghe
y Nalani.
Seguramente no, pensé. Eso esperaba.
Tendría que preguntárselo más tarde. 272
—Inquietante —dijo—. No me sorprende tanto. Sabía que mi rendición
al… —Se detuvo y luego se aclaró la garganta, corrigiéndose—. Sabía que
mi rendición al rey Adrian causaría malestar.
Mi padre no me miró mientras hablaba, y me pareció que su
comprensión de la rebelión era un poco inquietante. Aun así, no indagué, y
seguí manteniendo una conversación amena hasta que llegamos al patio y
mi padre se quedó callado. Miré en su dirección y sus ojos se posaron en
Adrian.
Bajó los escalones y se acercó a nosotros, plácido y tranquilo.
—Rey Henri —dijo—. Bienvenido al Palacio Rojo.
Mi padre inclinó la cabeza hacia atrás, observando la monstruosa
estructura.
—Agradezco la oferta de ver a mi hija y la escolta a Revekka, rey Adrian
—dijo—. Es bueno ver que se encuentra bien.
No estaba segura de que mi padre quisiera decir la última parte, pero
era un maestro en ocultar lo que realmente sentía. Una vez creí que eso lo
convertía en un mejor rey. Ahora no estaba tan segura.
—Por supuesto —dijo Adrian y se hizo a un lado, haciendo un gesto
para que entráramos en el castillo delante de él.
Solicité que subieran los bocadillos y luego acompañé a mi padre a su
habitación mientras Adrian se ocupaba de sus hombres.
Había pasado tanto tiempo imaginando cómo sería el reencuentro con
mi padre, que nunca imaginé que no tendríamos nada de qué hablar. Pero
cuando me senté frente a él en su habitación, en una mesa cargada de fruta
fresca, pan y té, descubrí que no tenía nada que decir.
—¿Nadia está bien? —pregunté finalmente.
—Sí, sí —respondió mi padre—. Te extraña.
—La extraño —dije, y nuestra conversación se detuvo de nuevo.
Para llenar el silencio, mi padre sorbió su té. Mientras dejaba la taza y
el plato en la mesa ruidosamente, preguntó:
—¿Te trata bien? ¿El rey de Sangre?
—Sí —dije sin dudarlo—. Sí, por supuesto.
Me miró fijamente durante un largo momento, y no supe si era porque 273
pensaba que estaba mintiendo o porque no le gustaba mi respuesta.
Finalmente, bajó la mirada.
—Bueno —dijo, tomando aire—, creo que me gustaría descansar.
—¿Sabías lo de Nalani? —pregunté. Las palabras se habían acumulado
en el fondo de mi garganta, y no pude evitar que salieran.
Parpadeó y bajó la mirada.
—Issi...
—No lo hagas. —Lo detuve—. ¿Cómo pudiste mirarme todos los días y
no pensar en el destino de mi gente? ¿No pensaste que querría hacer algo?
—Isolde, esa no es tu gente. Te criaste en Lara.
Me estremecí.
—Pero te casaste con mi madre. ¿No prometiste proteger a su gente
también?
—Prometí protegerla, y lo hice.
—¿Ella sabía lo que había hecho el rey Gheroghe?
No respondió.
—No la protegiste entonces. Le mentiste.
Lo miré fijamente y me di cuenta de lo que me agobiaba desde su
llegada: ya no lo conocía. Y él ya no me conocía a mí.
“Llegarás a descubrir que la sangre no influye en lo que eres”, había
dicho Adrian antes, y había tenido razón.
Salí de la habitación de mi padre aturdida, con una gran sensación de
decepción y tristeza. No podía decidir cómo sentirme ante la decisión de mi
padre. Intenté pensar que tal vez se sentía como Adrian. Tal vez la amenaza
de los vampiros y los monstruos y la protección de su pueblo pesaban más
que el intento de liberar al pueblo de mi madre.
Sin embargo, ¿por qué me crie sin saber nada de su esclavitud? Eso se
sentía como una traición por sí sola.
Consideré la posibilidad de volver a mi habitación para descansar, pero
decidí en cambio dirigirme al jardín. Se había convertido en mi lugar de
consuelo, como lo había sido el de Lara, y ahora mismo necesitaba su
comodidad. Mientras recorría los desgastados senderos del jardín, encontré
a Adrian merodeando cerca de un estanque de agua. No estaba segura de
dónde se retiraría mientras mi padre estuviera aquí, y era la primera vez que
me lo encontraba en el jardín, aunque normalmente venía temprano por la 274
mañana.
Estaba de pie, enmarcado por los árboles y un muro cubierto de viñas,
con un aspecto brillante bajo el cielo rojo.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté, poniéndome a su lado.
—Observando mis peces.
No me miró, sino que se quedó mirando el estanque.
—¿Tus... peces?
No dijo nada, y supuse que no hacía falta que lo repitiera, porque
cuando me puse a su lado, también vi los peces. Los había grandes y
pequeños; algunos eran anaranjados y blancos, y otros plateados y negros.
Se mezclaban y se separaban, en una danza hipnótica.
—¿Son... tus mascotas?
Los labios de Adrian se torcieron.
—Supongo que se les puede llamar así. Me hacen sentir tranquilo.
Me pregunté qué había provocado su malestar. ¿Era que mi padre
había llegado de Lara? ¿O que Isla seguía desaparecida y Ravena estaba
huyendo?
—¿Y tú? —preguntó—. ¿Por qué vienes al jardín?
Mis pensamientos eran mucho más personales que mi respuesta. Venía
a los jardines porque, aunque no conocía a mi madre, las flores se sentían
como su abrazo. Y eso era lo que anhelaba ahora mismo.
—Lo mismo que tú.
Los dos nos quedamos en silencio por un momento, y luego Adrian dijo
mi nombre, y no fue hasta que lo miré que me quebré.
Lloré. Me atrajo hacia sus brazos y me besó, y yo encontré su boca con
la mía, y pronto mi espalda estaba contra la pared cubierta de enredaderas,
mis piernas envueltas alrededor de la cintura de Adrian. La rapidez con la
que nos corrimos juntos fue casi frenética. Sus dedos se clavaron en mis
muslos, mientras los míos se enredaban en su cabello. Mis respiraciones
eran gritos, agudos y desesperados mientras Adrian se movía dentro de mí
en este extraño ángulo.
—Sparrow. —Jadeó y enterró su cabeza en el pliegue de mi cuello. Al
hacerlo, vi que no estábamos solos en el jardín, y ahogué un gemido cuando
el nombre de Killian salió de mi boca.
275
Sentí que Adrian se tensaba contra mí y me bajó lentamente al suelo.
Ni siquiera podía mirar a Killian, mi rostro estaba tan rojo. Lo único
que me preocupaba era cómo interactuar con Adrian cuando mi padre y
Killian estaban cerca, y aquí me habían sorprendido teniendo sexo con él.
Conociendo al comandante, también se lo diría a mi padre. ¿Y entonces qué?
Mi relación con mi padre ya se sentía tensa.
—Comandante Killian —dijo Adrian, con un tono de frustración en su
voz—. ¿Podemos hacer algo por usted?
—La deshonra —dijo.
Adrian le ofreció una sonrisa mordaz.
—¿De qué manera? ¿Follándola contra la pared? A mí me parece que
eso es adoración.
Killian apretó los dientes y yo miré entre ellos, avergonzada tanto por
las palabras de Adrian como por el hecho de que nos hubieran atrapado,
nada menos que por Killian. Me apresuré a salir del jardín, dirigiéndome a
los corredores secretos que me permitirían caminar, sin ser notada, a mi
propia habitación, pero justo dentro de la puerta, Adrian me alcanzó.
—¡Isolde! —Me agarró del brazo y yo me giré hacia él.
—¿Lo hiciste a propósito? —pregunté.
Adrian se estremeció, casi como si lo hubiera abofeteado, y luego
entrecerró los ojos.
—¿Por qué te importa que nos haya visto?
Lo fulminé con la mirada y él esperó. Finalmente, cedí y admití:
—No sé cómo hacerlo. Estar contigo y quererlos.
—Nadie dice que no puedas hacer ambas cosas —dijo Adrian.
—Ese no es el mundo en el que vivimos, Adrian.
—Eres la reina de Revekka, pronto serás la reina de Cordova. Tú
decides en qué mundo vives.
Le devolví la mirada, con el pecho contraído. Si ese era el caso, ¿por
qué me sentía tan impotente? Lo vi tomar aire y alejarse.
—Estoy aquí cuando estés preparada.
Adrian me dejó en el pasillo, sola.
276
278
Me sentí entumecida por la sorpresa. De repente, pude relacionar todos
los momentos en los que Adrian había hablado de las brujas, defendido su
magia, hablado de su deseo de paz. Lo había hecho con tanta reverencia, y
nunca había considerado que había sido porque amaba a una de ellas.
Había amado a Yesenia.
No era que no creyera lo que Adrian decía sobre el Aquelarre Supremo.
Eso no cambiaba lo que había aprendido, lo que había dicho Violeta o los
relatos que había leído en la biblioteca del reinado de Dragos, pero me dolía
saber que tenía el diario de la amante de Adrian. Que ella había escrito en
esas páginas, que le había profesado su amor aquí, y que todo lo que él
hacía ahora, conquistando mi mundo, seguía siendo por ella.
Ella era su mundo.
Y si ella era su mundo, ¿qué era yo?
Una vez más, me encontré con una pregunta que no me había hecho
en mucho tiempo: ¿por qué yo?
Dejé que el libro cayera de mis manos, la conmoción me quitaba el color
de la cara mientras luchaba por reconciliar esta nueva información con la
forma en que Adrian me miraba, con las palabras que me había dicho. Tenía
que entender que él también podía preocuparse por mí y amarla a ella, pero
¿por qué de repente eso no me parecía suficiente?
Pensé que me conocía, pero no era así. Una vez fui Isolde, princesa de
Lara, una mujer que no se dejaba convencer por palabras o caras bonitas.
Una mujer que no se casaba y que gobernaba igual de bien. Luego fui
traicionada por mi pueblo y llegué a gobernar una tierra de monstruos, un
gorrión entre lobos.
Esta Isolde, la reina de Revekka, había sido cegada.
Un golpe en la puerta me sorprendió, y me incliné para recoger el libro.
—¿Estás lista, Isolde? —preguntó Ana al abrir la puerta, y luego se
detuvo—. ¿Qué ocurre?
No pude recuperarme lo suficiente como para mentir.
—Sé lo de Yesenia —dije, porque estaba segura de que ella también lo
sabía. Era la prima de Adrian, y había existido tanto tiempo como él.
—Isolde...
—¿Por qué no me lo dijiste?
279
Ella se limitó a mirarme fijamente, y yo volví a meter el libro en el cajón,
junto con mis cuchillos, cerrándolo con tanta fuerza que tembló sobre sus
patas.
—No es lo que piensas, Isolde.
—¿Entonces qué es? —espeté, mirándola. Estaba pálida, y hubo un
momento en el que me sentí fatal por provocar esto cuando Isla estaba en el
primer plano de su mente.
—Adrian se preocupa por ti.
Fue mi turno de estremecerme.
—Creo que ama a Yesenia.
—No puedes enfadarte con él por vengar su muerte —dijo Ana—. La vio
arder en la hoguera, y cuando intentó luchar, lo azotaron. Estuvo a punto
de morir.
Se me hizo un nudo en la garganta. Había tocado esas cicatrices, las
había trazado con mis propios dedos callosos. Eran elevadas e irregulares,
y cubrían cada centímetro de su piel.
—Aquella noche no sólo perdió al amor de su vida, sino también a su
rey. Adrian había sido leal a Dragos, era miembro de su Guardia de Élite.
—Debería haber sido más perspicaz entonces —dije.
Ana parecía desolada por mi comentario, y su angustia me golpeó en el
corazón.
—No sabes cómo era —dijo, con la voz temblorosa—. Todos
estábamos... Ninguno lo vio venir.
Yesenia lo había hecho, lo que significaba que había ocultado el
conocimiento a todos, incluido a Adrian.
Me tragué el dolor y la rabia que se había acumulado en mi garganta.
—Ana...
Ella negó con la cabeza, silenciándome.
—Llegaremos tarde.
No me esperó, y no la culpé. Había sido insensible. Tenía razón. No
sabía lo que era vivir durante la Era de la Quema o la Era de la Oscuridad,
y no tenía relación personal con nadie que hubiera perdido la vida. No me
correspondía juzgar cómo debía comportarse alguien o qué secretos
compartía en torno a algo tan traumático.
280
Aun así, estaba herida. Podía admitirlo. Y cuando estaba dolida, quería
luchar.
El gran salón volvía a estar repleto, de pared a pared. Mortales y
vampiros por igual se apiñaban alrededor de las mesas o se acurrucaban
unos junto a otros, haciendo sitio a los que deseaban bailar. Cuando entré,
alguien empezó a cantar.
—¡Larga vida a la reina!
Continuó, y la gente hizo una reverencia, aunque no pude evitar sentir
que estaba rodeada de enemigos: gente que sentía que Adrian estaba
distraído por mí, gente que tenía expectativas de mí que yo no podía cumplir.
Yo era una amenaza para los planes de todos.
Supuse que ése era mi poder ahora, y sólo tenía que seguir con vida el
tiempo suficiente para usarlo.
Ya hacía calor en la habitación. El sudor se acumulaba entre mis
muslos y mis pechos. Sería una velada incómoda en más de un sentido,
pensé mientras subía al altar donde esperaba Adrian. Su presencia fue un
golpe físico. Iba vestido con una túnica negra sobre la que llevaba un fino
abrigo de terciopelo negro. Era como la noche, y su rostro estaba iluminado
como una estrella, enmarcado en un halo de cabello rubio.
Le sostuve la mirada y me pareció sincero y tierno a la vez. Me debatí
entre soltar mi rabia y apuñalarlo cuando me saludó.
—Mi reina —dijo y me tendió la mano. La tomé, sin querer que supiera
que había descubierto su secreto. Todavía no. Sólo pensé con alivio que
había evitado hacer el ridículo. Momentos antes de encontrar el diario de
Yesenia, habría ido a verlo. Le habría dicho que estaba lista para hacer el
mundo que quería.
Todavía podía tenerlo, me recordé. Adrian era sólo un recipiente a
través del cual lograr mi objetivo.
Me deshice de mi dolor y levanté la cabeza. Disfrutaría de esta noche,
y mañana sería coronada reina, y buscaría la manera de tener mi propia
forma de venganza. Y tal vez, al final, gobernaría como estaba destinada a
hacerlo, sola.
—Mi rey —dije secamente.
Adrian levantó una ceja.
—¿Te sientes bien esta noche?
—Extremadamente —respondí, tratando de calmarme lo suficiente 281
como para que no pudiera leer mi mente. Era difícil que mi voz tuviera algo
más que desdén. Pasé junto a él y me dirigí a la mesa principal donde estaba
mi padre. Normalmente, lo habría abrazado, le habría besado la mejilla, pero
esta noche sólo lo saludé.
—Padre —dije.
—Isolde. —Su voz era mucho más suave, como si quisiera decir algo,
pero no lo miré, y ni siquiera saludé a Killian, que estaba de pie frente a él.
Adrian se colocó a mi lado, con Daroc y Ana a su derecha. Cuando él
se sentó, los demás lo seguimos. Alcancé mi vino, y aunque sabía que había
sido probado en las cocinas antes de llegar aquí a mi mesa, seguí dudando.
—¿Quieres que lo pruebe? —preguntó Adrian.
Tragué saliva y, sin que yo respondiera, dio un sorbo.
No pude evitar observar cómo el vino manchaba sus labios hasta que
se los lamió y, al dejar la copa ante mi mano, dijo:
—Bien.
—Gracias —dije ligeramente y bebí.
Poco después empecé a abanicarme. El calor me quemaba la piel.
—¿Tienes calor, cariño? —preguntó Adrian a mi lado.
Incluso cuando me giré hacia él, sentí que el sudor se acumulaba en
mi frente. Él parecía no inmutarse.
—Estoy hirviendo —dije.
—Tal vez el movimiento ayude —sugirió Adrian—. Podríamos bailar.
—No —dije—. Prefiero no hacerlo.
No fue hasta que las palabras salieron de mi boca que me di cuenta de
cómo se tomaría mi negativa. Pensaría que me había negado porque mi
padre y Killian estaban presentes, cuando la realidad era que no podía
enfrentarme a él ahora mismo. No podía estar tan cerca de él en este
momento. Quería distancia, pero tenía que permanecer en el banquete.
Bebimos y comimos y observamos a la bulliciosa multitud, que no
cambiaba su comportamiento ni siquiera en presencia de mi padre. Los
vampiros se alimentaban de sus vasallos y realizaban diversos actos
sexuales, se producían pequeñas peleas, y cuando se extraía sangre, ya
fuera de vampiros o de mortales, había una lucha aún mayor por probarla.
—Despreciable —murmuró mi padre.
—Tal vez debería retirarse, rey Henri, si esto es demasiado para usted 282
—dijo Adrian.
No me gustaba sentarme entre ellos.
—¿Así es como pretende cuidar de mi hija? —preguntó—.
¿Exponiéndola a esta... inmundicia?
Me preocupé por lo que diría Adrian. Su hija no es una santa.
—Ella tiene una opción, al igual que usted.
—Se burla del legado de este castillo.
—¿Y cuál es ese legado, rey Henri? ¿Una de asesinatos en masa y la
persecución de inocentes?
Aparté mi silla de la mesa y me levanté, incapaz de soportar estar en el
centro de su conversación y sin ganas de ser mediadora.
—Disculpen —dije y salí del gran salón.
Hacía más frío en el pasillo, y me quedé cerca de las puertas abiertas,
mirando el fuego que rugía en el centro del patio. Era uno que no se había
apagado desde los Ritos de la Quema. Las mujeres bailaban a su alrededor,
con coronas de flores en la cabeza. Las observé por un momento,
hipnotizada por sus movimientos y las sombras que proyectaban. Me
pregunté si temían las llamas como yo.
—Isolde.
No había oído a nadie acercarse, y me giré, con el corazón en la
garganta, sólo para enfrentarme a Killian.
—Disculpa, reina Isolde —se corrigió, aunque sonó un poco
sarcástico—. ¿Estás bien? —preguntó.
Desconfié de su pregunta, pero respondí de todos modos.
—Estoy bien —dije—. ¿Necesitas algo?
Dudó, mirando a la izquierda antes de hablar.
—Primero me gustaría disculparme por cómo nos separamos.
—¿Pero no por lo que dijiste? —pregunté.
Me miró y sentí que me preguntaba: ¿Nunca nada será lo
suficientemente bueno?
—¿Qué estás haciendo, Isolde?
Mi frente se arrugó, confundida por su pregunta.
—No sé qué quieres decir.
283
—Ese monstruo está enamorado de ti.
—¿Qué? —Me quedé sin aliento ante su observación. La idea del amor
entre Adrian y yo era ridícula, sobre todo teniendo en cuenta lo que acababa
de saber sobre Yesenia. Me sorprendió lo mucho que me dolió su sugerencia.
—Isolde...
—Comandante...
—¿Acaso has intentado matarlo desde que dejaste a Lara?
—¿Qué quieres exactamente de mí? —pregunté—. Me casé con él para
proteger a nuestra gente, gente que luego intentó matarme. Lo apuñalé dos
veces. Yo...
Me acosté con él. Había encontrado consuelo en él. Había sufrido por él.
—Lo amas —dijo Killian, y me miró fijamente como miraba a Adrian.
Sacudí la cabeza.
—No reconocerías el amor aunque te mirara a la cara, Killian.
—Me pareció que sí —dijo.
—Y estabas equivocado.
Pasé junto a él y entré de nuevo en el gran salón. Mi mirada pasó por
encima de la multitud y se posó una vez más en Adrian, que estaba sentado,
reclinado, con una mano levantada hacia la boca mientras me observaba.
Lo miré fijamente, al hombre que había amado a Yesenia, el hombre que
había matado a un rey por ella, conquistado un reino por ella.
Ella nunca había muerto realmente, y yo nunca había sido su reina, su
pareja o su igual.
De repente, el sonido de los tambores palpitó, haciendo casi vibrar el
suelo. Me di la vuelta y miré a mi alrededor, para encontrarme con una
procesión de mujeres vestidas con pañuelos brillantes y con vestidos
translúcidos que pude ver sus pechos y los rizos en el vértice de sus muslos,
con el cabello enhebrado con flores. Al principio giraban y daban vueltas a
través de toda la multitud, pero luego me rodearon, y la mujer que
encabezaba la fila me colocó una corona de flores en la cabeza mientras otra
me tomaba de las manos, arrastrándome a su desfile. Al principio me resistí
cuando me empujaron y tocaron, pero pronto me rendí a los movimientos,
siguiendo el ritmo de los tambores y el golpeteo de los pies de las bailarinas.
Dejé que me hicieran girar y me dieran vueltas. No era violento ni enfadado;
284
era suave y jovial.
Antes de darme cuenta, estábamos fuera, bailando ante la gran
hoguera del centro del patio, y el calor que desprendía me hacía sudar. Dejé
que mis manos se elevaran en el aire y giré bajo el cielo estrellado mientras
la gente a mi alrededor reía y bailaba y se besaba y follaba. Y me deleité en
el frenesí, desesperada por olvidar todo lo relacionado con Adrian y mi padre
y mi futuro, hasta que estalló el primer grito.
Detuve mi ritmo. Mi euforia se vio repentinamente ahogada por el
miedo cuando el patio se llenó de una fila de caballeros de otra época. Entre
cada pareja había una mujer. La primera tenía el cabello oscuro y, de alguna
manera, sabía que sus mejillas solían ser sonrosadas y que sus ojos eran
de un azul brillante, pero ahora estaba pálida y no había luz en sus ojos.
Tenía las manos atadas a la espalda y los soldados le agarraban los
brazos, y las marcas de sus dedos hacían que su piel se volviera blanca.
Sólo la soltaron cuando la empujaron al fuego.
—¡Evanora! —grité, y luché pero descubrí que yo también estaba atada.
Se estrelló contra la hoguera de madera, y sus horripilantes gritos
llenaron el aire. Se agitó y la madera se derrumbó, haciendo estallar chispas
mientras rodaba, una bola de llamas que separó a la multitud hasta que se
detuvo, muerta.
La exhibición no detuvo la secuencia.
La siguiente mujer fue Odessa. Intentó luchar, pero fue sometida con
un golpe en el cráneo y arrojada a las llamas. No se movió, sino que se
marchitó en la hoguera.
No dejé de gritar, incluso cuando mi voz se quebró y mi garganta
sangró. Grité mientras mi aquelarre, mis hermanas, esas mujeres cuyas
almas hablaban con la mía, morían ante mis ojos. No sé cuánto tiempo duró,
pero el fuego empezó a perder su potencia y, sobre las llamas moribundas,
vi unos ojos oscuros: el rey Dragos. A su lado estaba la mujer cuya magia
me había perseguido desde Lara, Ravena, con su inconfundible cabello
pelirrojo aún más radiante a la luz del fuego.
Cuando el rey encontró mi mirada, sonrió.
—Tráiganla —ordenó el rey, y mis ojos se desviaron hacia un rostro
familiar enmarcado en un cabello blanco y dorado.
—Adrian. —Su nombre salió de mi boca, y mi corazón latió con más
fuerza en mi pecho—. ¡Adrian!
Se puso de rodillas ante mí, y vi que su cabeza sangraba, sus labios 285
estaban agrietados y los moretones florecían en su mejilla.
—¡Yesenia! —Levantó la vista del suelo, desesperado.
—Adrian —repetí su nombre, y por primera vez esta noche, sentí una
sensación de calma que me invadía y que provenía de un simple
conocimiento: él viviría.
Viviría, y condenaría al mundo.
La voz de Dragos resonó en el patio.
—Pensar que mi mejor caballero elegiría a una bruja por encima de su
reino. Bueno, esta noche, la verás arder. Mañana, recogerás sus cenizas.
Enciéndela
—¡Yesenia! —Adrian luchó contra los guardias, pero lo golpearon hasta
que apenas pudo ponerse de rodillas.
Mientras los soldados avanzaban para colocar antorchas a mis pies y
el humo se elevaba hasta llenar mi visión y mi garganta, hablé.
—No luches, mi amor —dije—. Estás destinado a este mundo.
—Yesenia —susurró Adrian, y luego suplicó—. Por favor. Por favor. Por
favor.
Sacudí la cabeza y pronuncié unas palabras que me partieron el
corazón en dos.
—Todas las estrellas del cielo no son tan brillantes como mi amor por
ti.
Y mientras las llamas me rozaban la piel, cerré los ojos y apreté la
mandíbula con fuerza. No le daría a Dragos la satisfacción de mis gritos.
Al final, no sentí ningún dolor.
286
M
e desperté con un sobresalto y descubrí que estaba en la
habitación de Adrian. Estaba vestida sólo con mi camisa, el
olor a humo se pegaba a mi cabello y me dolía la garganta.
Me toqué el cuello, haciendo una mueca de dolor al tragar. Cuando me
levanté para sentarme, me encontré con que Adrian estaba de pie a unos
metros, mirando por sus oscuras ventanas.
No parecía saber que me había despertado, y yo estaba demasiado
atrapada en mis emociones como para intentar enterrarlas ahora. Había
estado dentro de la cabeza de Yesenia. Había visto morir a las personas que
ella amaba. Había visto a Adrian suplicar por su vida a mis pies. Lo había
oído gritar por ella. Había visto su horror y su dolor.
—Sé lo de Yesenia —dije.
Adrian se volvió hacia mí. Seguía vestido como si viniera de la 287
celebración en el gran salón, pero se había quitado el chaleco.
—Todo lo que haces, lo haces por ella.
No dijo nada.
—Lo que no entiendo es, ¿por qué yo? ¿Por qué hacerme tu reina?
—Isolde… —Adrian dijo mi nombre como si estuviera desesperado por
que lo entendiera, pero esto no tenía explicación.
Aparté las mantas y me levanté de su cama.
—Me sacaste de mi casa para ocupar un lugar a tu lado que nunca
podría llenar en tu corazón.
—Isolde…
Volvió a decir mi nombre pero con más firmeza.
Seguí presionando.
—No quería amar, porque siempre ha significado una pérdida, ¡pero me
permití hacerlo de todos modos! —grité, y me dolió tanto que me estremecí.
Todo me dolía.
—¿Has terminado? —preguntó Adrian, con molestia en su tono.
—Te odio —dije entre dientes. No importaba que acabara de admitir
que lo amaba.
Dio un paso hacia mí y luego otro.
—Me odias porque me amas —dijo, y lo sentí como una burla cuando
las comisuras de sus labios se levantaron.
Lo único que sabía hacer era luchar. Así que me lancé sobre él, pero
sus piernas se enredaron con las mías y acabé en el suelo con Adrian encima
de mí.
—¡No te atrevas a reírte! —Luché contra él.
—Nunca me reiría de ti —dijo.
—¡Lo haces! Lo hiciste! —Esta vez, no pude evitar que el dolor saliera
de mi voz. Todo seguía empeorando—. Ojalá no te hubiera conocido.
—Isolde —dijo Adrian, y había algo en su voz que me hizo quedarme
completamente quieta. Me llamó por mi nombre, y me llegó al alma. Sus ojos
se fijaron en los míos mientras me apartaba el pelo de la cara—. Tienes un
lugar a mi lado porque llenas mi corazón. Te amo. Te he amado desde el
principio —dijo, y su voz casi se quebró—. Te he amado siempre. 288
Sus palabras dolían de una manera que nunca había imaginado. Este
era un dolor de los buenos, una agonía por la que moriría.
—Si me has amado durante tanto tiempo, ¿por qué no me lo dijiste?
—Te habrías reído de mí —dijo—. Pero también es la naturaleza de mi
maldición.
—Pensé que no estabas maldito.
—No estoy maldito por ser un vampiro —dijo Adrian—. Pero estoy
maldito de otras maneras, y tú eres una.
Sacudí la cabeza.
—¿Y Yesenia?
—Isolde, no es lo que piensas. No sé cómo decírtelo...
Apreté los dedos contra sus labios y lo miré fijamente. Quería saberlo,
pero no ahora. No después de lo que había dicho, de lo que yo había dicho.
Necesitaba algo más que palabras.
—Hazme el amor primero.
Adrian capturó mi rostro entre sus manos, sus ojos buscaron los míos
antes de que nuestras bocas se unieran. Mientras lo hacía, sus dedos se
enroscaron en mi cabello. Su cuerpo se movía contra el mío. Nuestras manos
buscaron las ataduras y los cierres, deseosas de sentir piel contra piel, y
cuando estuvimos desnudos, Adrian se arrodilló entre mis muslos. Una
mano se colocó detrás de mi rodilla, guiándola por encima de su hombro, y
separó mi carne con los dedos mientras su boca se cerraba sobre mi clítoris.
Dejé escapar un aliento que sonó más bien como un suspiro y retorcí mis
dedos en su largo y sedoso cabello.
Mientras él empujaba y se burlaba, un sonido más fuerte escapó de mi
boca, mis dedos se clavaron en su cuero cabelludo. Me miró desde su lugar
entre mis piernas, con los ojos brillantes, llenos de un intenso placer y deseo
de complacer. Y lo hizo, enviando espirales de electricidad por todo mi
cuerpo hasta que mi estómago se tensó tanto que empecé a gritar su nombre
y a moverme con él.
—Por favor —susurré—. Adrian.
Subió por mi cuerpo y me besó, lenta y lánguidamente.
—Agárrate —dijo, y yo rodeé su cuerpo con mis brazos y piernas
mientras me llevaba a la cama. Las mantas me acunaron y Adrian me
cubrió. Su cuerpo se sentía tan cálido, sólido y correcto. Sus labios se 289
separaron de los míos para recorrer mi mandíbula y mi clavícula antes de
levantarse para encontrarse con mi mirada—. Yo no rezo —dijo—. Pero
supliqué por ti.
Entonces se inclinó y besó el lugar entre mis pechos antes de levantarse
por completo y empujar dentro de mí hasta que me llenó, total y
profundamente, y se detuvo. Respiramos y nos miramos el uno al otro, y
después de un momento, Adrian empezó a moverse, con lentos y
exuberantes empujones que me hicieron sentir cada parte de él.
El sudor se acumuló en nuestra piel, y yo sujeté sus antebrazos, con
las uñas clavadas en sus duros músculos, mientras los sonidos y las
palabras escapaban de mi boca, una canción erótica que él me animaba a
cantar. Fue en ese momento cuando comprendí que realmente lo amaba.
Me había hecho revivir de una forma que nadie más había hecho desde el
momento en que lo vi en Lara, y desde entonces había pasado todos los días
luchando contra él, pero ya no. De repente, me pregunté cómo sería
entregarse a él, ofrecer todo mi ser.
¿Me ofrecería él lo mismo?
—Adrian, espera —dije, y él se congeló sobre mí, con la preocupación
grabada en su rostro brillante.
—¿Estás bien? —preguntó, sin aliento.
Sonreí y arrastré mis dedos a lo largo de su pómulo.
—Bebe de mí.
No creí que fuera posible que se quedara más quieto.
—¿Estás segura, Isolde?
Asentí, y mis ojos se empañaron con las lágrimas.
—Estoy segura —dije, sintiendo la verdad en mi pecho—. Quiero cada
parte de ti. Quiero invadir tu cuerpo. Quiero estar impregnada en tu sangre,
que me saborees cuando sangres.
Adrian sacudió un poco la cabeza, y luego se deslizó de mi cuerpo y se
sentó.
—¿A dónde vas? —pregunté, levantándome con él.
—Hay algo que debes entender sobre beber sangre —dijo—. Antes de
que aceptes.
Esperé, mirándolo fijamente.
—¿Te dije que había suplicado por ti? —dijo. 290
Asentí.
—Y ahora estás aquí gracias a esas súplicas.
Fruncí el ceño, pero asentí de todos modos. Actuaba como si yo fuera
un regalo de las diosas.
—Beber tu sangre significa que... me vuelvo vulnerable. Peor aún, te
convertirá en un objetivo.
—Ya soy un objetivo —dije. Lo había sido desde que acepté casarme
con él—. ¿Pero qué quieres decir con... vulnerable?
—Al hacer esto, te conviertes en mi única y verdadera debilidad. Si tú
mueres, yo muero.
—No —dije inmediatamente. Necesitaba que fuera invencible.
Necesitaba que fuera inmortal. Juré que nunca amaría si tenía que perder—
. Entonces no podemos. No lo haré.
—Isolde —dijo, y esa dulzura volvió a su expresión—. Nunca dejaría
que te pasara nada, pero tampoco volveré a existir sin ti. Sin embargo, estoy
dispuesto a arriesgar mi vida para estar unido a ti de la forma que siempre
he deseado. He esperado siglos para esto. Por ti.
Sentí que mi corazón iba a explotar.
—¿Alguien lo sabe? ¿Sobre la maldición?
—Sólo los que estaban allí cuando se produjo —dijo—. Ana, Daroc,
Sorin y Tanaka.
Eran los más cercanos a él, más confiables que cualquier otra persona
del círculo de Adrian. Me sentía segura al saber que nadie sabía más allá de
esos cuatro, y al final, nadie tenía que saberlo. No habría pruebas, ni heridas
ni cicatrices, porque Adrian podría curarlas.
Me puse de rodillas y le rodeé el cuello con los brazos.
—Bueno, entonces, tendrás que hacer un muy buen trabajo
protegiéndome.
Lo besé, y Adrian me estrechó entre sus brazos, guiando mis piernas a
ambos lados de las suyas mientras se sentaba en el borde de la cama. Me
abrazó por la cintura y se deslizó dentro de mí, su boca dejó la mía para
rozar mi cuello y mi hombro. Me aferré a él y me estremecí, dejándome llevar
por él, y cuando sus colmillos se alargaron y atravesaron mi piel, lancé un
grito gutural. Hubo un segundo de dolor antes de que el placer de su boca
y su polla se impusieran. Parecían trabajar en conjunto, llenándome de un
291
éxtasis que me envolvía.
Y entonces mi mente se inundó de recuerdos de Adrian.
Recuerdos que parecían sueños.
Lo conocí bajo el jazmín y lo besé bajo las estrellas, e hicimos el amor
en la oscuridad, y ese amor terminó en fuego y condenó al mundo.
Entonces supe quién era realmente.
Quien siempre había sido.
Yesenia de Aroth.
Yo era Yesenia de Aroth, no ahora, no en este cuerpo, pero había sido
ella en otra vida, en la vida de Adrian.
Las lágrimas llegaron cuando Adrian me soltó.
—Isolde. —Me tomó la cara y me besó la boca y las mejillas—. Dime.
—Lo sé —susurré, y mi cuerpo se estremeció con los sollozos.
No podía explicarlo del todo. No tenía todos los recuerdos o momentos,
pero el conocimiento de quién había sido y quién era ahora existía
simultáneamente en mi mente. Y Adrian... me había traído de vuelta.
Cuando mi mente no lo había recordado, mi cuerpo sí.
—Te conozco —dije y me desplomé contra él.
Me tumbé sobre el cuerpo de Adrian, sus dedos se movían ligeramente
sobre mi piel mientras luchaba con mis extraños pensamientos,
dividiéndolos en pasado y presente.
—¿Pero cómo llegaste aquí? ¿Cómo te convertiste en un...?
—¿Monstruo?
Sonreí un poco.
—Un vampiro.
—Hice un intercambio —dijo—. Le supliqué a la diosa Dis que me 292
dejara vivir y buscar la venganza contra todos los responsables de tu
muerte, y me concedió mi deseo.
Tenía algunos recuerdos del Aquelarre Supremo adorando a Dis como
su creadora.
—¿A costa de desear sangre?
—Es lo que pedí: que me dejara probar la sangre de mis enemigos. —Le
oí reírse en voz baja—. Ten cuidado con tus palabras en los tratos con lo
divino.
—Nunca hablas de las diosas —observé.
—Que haya sido creado por una no significa que les sirva. Los dioses
se vuelven más humanos cuanto más cerca están de ellos —dijo Adrian.
Intuí que podía decir algo más, pero no lo hizo, así que pregunté:
—¿La odias? ¿Por lo que te hizo?
—No. Me gusta bastante lo que soy —dijo.
Nos quedamos en silencio durante unos instantes, y luego habló.
—Pasé mucho tiempo buscándote. Cuando te vi en el bosque, me costó
todo lo que tenía para no morderte en ese momento.
—¿Por qué no lo hiciste?
Parecía lo más fácil. Habría evitado todo mi odio, toda mi ira y
resentimiento.
—Lo habría hecho, pero Dis es una diosa cruel para negociar. Tú tenías
que elegirme, amarme. —Hizo una pausa—. No creo que ella creyera que lo
harías.
Había algo siniestro en su forma de hablar. Detuve mi exploración de
su piel y me encontré con su mirada.
—¿Ella es la razón por la que empezaste tu conquista de las Nueve
Casas? —pregunté—. ¿Conquistas para Dis?
—Conquisto para mí —dijo—. Y Dis no puede hacer nada sin mí, porque
soy su arma.
—Pero tú no quieres ser su arma —dije.
Adrian no habló.
Me levanté y me senté a horcajadas sobre él, con sus manos agarrando
mis muslos.
293
—Si estos seres divinos son tan poderosos, ¿por qué no vienen a la
tierra y vencen a sus enemigos? ¿Por qué juegan con los mortales y los
monstruos?
—No tienen ningún poder en la tierra, salvo el que pueden hacer a
través de nosotros —dijo Adrian, sus manos se dirigieron a mi cintura.
—¿Se puede matar a una diosa? —susurré.
—Eso es una blasfemia —dijo, aunque sus ojos brillaron ante la
perspectiva.
—¿Pretendes ser piadoso? —me burlé, como él lo había hecho antes.
Me incliné y lo besé, luego lo llevé dentro de mí otra vez.
Era tarde en la mañana cuando regresé a mi habitación para esperar
la llegada de Violeta y Vesna. Necesitaba bañarme y vestirme, y me gustaría
pasar un rato con mi padre antes de que comenzara la coronación. Seguía
sin estar contenta con él, pero sólo estaría aquí un breve tiempo antes de
volver a Lara, y no quería arrepentirme de este tiempo.
Llegué a una curva del pasillo y me detuve, encontrando a Killian frente
a mi puerta.
—Killian, ¿qué estás haciendo?
—Vine a ver si estabas bien después de lo de anoche —dijo—. Pero
parece que estás bien. ¿Buscaste consuelo en los brazos de tu marido?
Me puse rígida ante su comentario.
—Eso no es de tu incumbencia.
—Por supuesto que no, su majestad. —Su tono era mordaz, y apreté
los dedos en un puño. Un día sentiría el aguijón de mi hoja, estaba segura
de ello.
—Deberías irte —dije, pasando junto a él, pero cuando mi mano tocó el
pomo, habló. 294
—Antes los odiabas tanto como yo. ¿Qué cambió?
—Descubrí la verdad —dije.
—Te han lavado el cerebro.
Sus palabras me hicieron hacer una pausa, y me volví hacia él
completamente, dando un paso más.
—Ese siempre ha sido tu problema, Killian. Crees que no conozco mi
propia mente. Recuerda mis palabras, algún día te costará muy caro.
Di un paso atrás, y luego entré en mi habitación, y cerré la puerta tras
de mí.
Violeta y Vesna llegaron poco después, y comenzamos los preparativos
para la coronación. Empecé con un baño, y mientras el jazmín caía en el
agua, los recuerdos de las noches que había pasado con Adrian en el
estanque subieron a la superficie de mi mente. Pensé en Ana entonces. En
mi primer día en el castillo, cuando Violeta había dejado caer el aceite en mi
agua.
Lady Ana Maria dijo que la relajaría.
Pero no había sido para relajarse en absoluto. Lo había utilizado para
activar mis recuerdos.
Ana, mi mejor amiga, pensé. Todavía no había recuerdos, sólo el
conocimiento de lo cercanas que habíamos sido.
Una hora después, estaba lista. Vesna me había recogido la mitad del
cabello y había dejado que el resto cayera en ondas luminosas sobre mis
hombros. Después, Violeta me ayudó a ponerme el vestido, diseñado por
Adrian. Era negro, entallado desde el corpiño hasta las caderas, donde se
abría en una falda completa. Los apliques en un tono más oscuro se
enroscaban como una sombra en lugares estratégicos, alrededor de mis
pechos, mis caderas y el dobladillo. El escote era bajo y un colgante atraía
aún más la atención. Un sencillo par de pendientes brillaba en la oscuridad
de mi cabello como estrellas en el cielo de tinta, y mientras me miraba en el
espejo, me sentí despierta por primera vez.
Estaba preparada para ser reina.
Estaba lista para conquistar.
En ese momento se abrió la puerta y me giré para ver que Ana había
llegado. Aunque sabía que la había visto casi todos los días desde que llegué
a Revekka, había otra parte de mí que sentía como si hubiera sido desde
siempre, y para la parte de mi alma que la conocía, realmente lo había sido. 295
—¿Estás bien? —preguntó.
Abrí la boca para intentar hablar, pero no me salieron las palabras. Me
aclaré la garganta y lo volví a intentar, pero sólo conseguí decir:
—Lo sé.
La cara de Ana se derritió en un sollozo y se tapó la boca.
—Esperamos tanto tiempo.
La abracé fuertemente y sólo la dejé ir porque era hora de ver a mi
padre.
Estaba en su habitación y sentado a su pequeña mesa redonda
desayunando. Era extraño ver que su rutina habitual no se veía
interrumpida a pesar del cambio de escenario.
—Padre —saludé.
—Isolde —dijo—. Mi gema. Estás hermosa.
—Gracias.
Me quedé incómoda en medio de su habitación hasta que él se puso de
pie y se enfrentó a mí.
—Isolde, ¿esto es realmente lo que quieres? —preguntó.
Fruncí el ceño, confundida por su pregunta. No me había preguntado,
cuando acepté casarme con Adrian, si esto era realmente lo que quería,
porque sabía que no lo había querido. Pero eso fue antes, y esto era ahora.
—Sí —dije. Tal vez fuera el hecho de que mis recuerdos habían
despertado, pero de alguna manera era más fácil admitir mis deseos.
—Si lo que quieres es un reino —dijo—, entonces abdicaré. Te daré mi
trono.
—Padre...
Estaba diciendo tonterías.
—Puedes acabar con esto, Isolde —me interrumpió, hablando con
firmeza, y yo parpadeé.
—¿Qué?
—Puedes matar a Adrian.
—No, padre —dije, negando con la cabeza.
—Acaba con él, y cualquier hechizo que haya lanzado sobre ti terminará
también. Sabrás cuando está hecho. Por favor, Isolde. 296
—¡No puedo matarlo! —espeté.
—Entonces te ayudaré. Killian y yo. Nosotros...
—¡Tendrías que matarme! —grité, y mi padre palideció. Nos miramos
en silencio por un momento.
—¿Qué dijiste?
—Dije que sólo hay una manera de matarlo, y eso significaría que
tendrías que matarme a mí. —Tragué con fuerza. No estaba dispuesta a
decirle que Adrian se había alimentado de mí, pero podía confirmar otras
cosas—. Tenías razón sobre una maldición, pero no era lo que pensábamos.
Nuestros destinos están atados, padre. Si yo muero, él muere.
Miré fijamente a mi padre mientras se daba cuenta del impacto de lo
que le había dicho. De todos, podía confiar en que mi padre guardaría el
secreto. Él nunca me desearía el mal; casi había ido a la guerra sólo para
no tener que entregarme al rey de Sangre.
—Como ves —susurré—, no hay manera.
Mi padre negó con la cabeza.
—Isolde.
—Estaré bien, padre. Adrian me protegerá.
Llamaron a la puerta.
—Sus majestades —dijo Ana—. Es la hora.
Di unos pasos, acortando la distancia entre nosotros, y le di un beso
en la mejilla.
—Te quiero —dije, y al alejarme, sostuvo mi rostro entre sus manos.
—Eres la esperanza de nuestro reino, Isolde.
Ana nos recogió y juntos nos dirigimos al gran salón. Se había decorado
con banderas con los colores de Adrian, rojo y negro con detalles dorados,
pero había un agregado a su escudo. Entre las rosas y el lobo había un
gorrión.
La sala estaba repleta de muchas de las mismas personas que anoche
y algunas adiciones. Una vez más, había una tensión que me corroía la piel,
una tensión de la que era aún más consciente ahora que Adrian y yo nos
habíamos unido. Y aunque vi a algunos amigos, como Daroc, Sorin, Isac y
Miha, estábamos entre muchos más enemigos.
Ana se adelantó a nosotros e hizo una reverencia a Adrian antes de
ocupar su lugar junto a Daroc en el altar. Mi padre caminó a mi lado, 297
ofreciéndome su brazo mientras me dirigía por el pasillo hacia Adrian, que
se mantenía alto y orgulloso, vestido todo de negro y con una corona de
hierro. Le sostuve la mirada, llena de cosas que había dicho y que quería
decir. Me pregunté por mi padre, por la desesperación con la que me había
rogado que acabara con la vida de Adrian. ¿Habría sido suficiente mi
confesión? ¿Renunciaría a la tarea y animaría a otros a hacer lo mismo?
Llegamos al final de la escalera, y mi padre hizo una reverencia antes
de subir los escalones para situarse junto a Killian mientras comenzaba la
coronación.
—Mi rey —le dije a Adrian e hice una profunda reverencia, con los
pliegues de mi vestido abriéndose a mi alrededor.
Los labios de Adrian se curvaron.
—¿Su majestad está dispuesta a tomar el juramento? —preguntó.
—Lo estoy.
—¿Juras por tu rey honrar y proteger al pueblo de Revekka?
Era extraño, la noción de que estaba aceptando proteger a los
vampiros, proteger el reino que una vez había despreciado, y sin embargo
me encontré aceptando con todo mi corazón, porque conocía la verdad de
este mundo. Había visto el asesinato de Aquelarre Supremo a manos de un
rey hambriento de poder. Adrian no era el monstruo; el mal podía vivir
dentro de cualquier criatura. Adrian era la venganza.
—¿Y usarás tu poder de forma justa y misericordiosa según los
alcances de nuestra ley?
—Lo haré.
—¿Y servirás a mi lado y en mi concejo para hacer cumplir nuestra ley?
—Sí —dije.
Los ojos de Adrian no se apartaron de los míos mientras hablaba, y
sentí como si me estuviera viendo a lo largo de toda mi vida. Me pregunté si
alguna vez había adivinado este futuro para sí mismo como lo había hecho
Yesenia, como lo había hecho yo.
Ana se acercó sosteniendo una almohada de terciopelo, y Adrian
recogió la corona que estaba encima entre sus manos. Era negra y de hierro,
y aunque se asentaba pesadamente sobre mi cabeza, sabía que pertenecía
a ella.
—Levántate, Isolde, reina de Revekka, futura reina de las Nueve Casas. 298
Tomé su mano y, al hacerlo, me besó los nudillos.
—Tú eres mi luz —dijo.
—Y tú eres mi oscuridad —respondí.
Eran palabras antiguas, un recuerdo de mi pasado, y se sentían tan
naturales como el toque de Adrian.
Me hizo subir los escalones que quedaban y me dio un beso que sentí
en lo más profundo de mi vientre. Mis manos se dirigieron a su rostro
mientras lo devoraba con la misma avidez, y cuando me soltó, la multitud
comenzó a aplaudir y a corear.
—¡Viva el rey! ¡Larga vida a la reina!
Observé los rostros reunidos, fijándome en los que se unían al canto y
en los que permanecían en silencio; uno de ellos era mi padre. Sentí una
horrible punzada en el pecho al conectarme con su dura mirada.
—¡Viva el rey! ¡Larga vida a la reina!
Adrian comenzó a guiarme por los escalones cuando las puertas del
gran salón se abrieron de golpe y entró corriendo un guardia que tropezó y
cayó de rodillas.
—¡Cel Ceredi está siendo atacado!
El miedo me hizo un nudo en la garganta cuando Adrian y yo
intercambiamos una mirada.
Ambos sabíamos quién era.
Ravena.
La niebla carmesí.
—Quédate —dijo Adrian—. Ve a un terreno más alto. Regresaré. —Me
besó en la frente y cuando se marchó, llamando a Daroc para que se uniera
a él, Ana se apresuró a acercarse a mí.
—Sorin —llamó Adrian—. ¡Quédate con la reina!
Varios guardias se pusieron en fila detrás de ellos y, al verlo partir, una
mayor sensación de inquietud me invadió.
—Ya ha oído al rey —dijo Sorin—. Terreno alto.
Pero mientras hablaba, Gesalac entró en el centro de la sala y supe
que, fueran cuales fueran sus intenciones, no eran buenas.
Levanté la barbilla.
—Así que parece que ha llegado el día de la coronación —dijo. 299
—¿Tiene algo que decir, noblesse?
—Mi reina —dijo Sorin, acercándose a mi lado. Puso una mano sobre
mi brazo—. Tal vez sea mejor que se retire a su habitación, donde es seguro.
Intentó impulsarme hacia la habitación contigua donde Adrian y yo
habíamos esperado a la corte, pero al hacerlo, un grupo de vampiros,
algunos de la nobleza, incluido el tuerto Julian, y sus vasallos nos rodearon.
Cuando se acercaron, sentí que el cuerpo de Sorin se tensaba y que su
agarre se hacía más fuerte. Ana también se dio la vuelta en un intento de
protegerme de sus ataques.
Miré fijamente a Gesalac.
—Así que esto es lo que va a pasar —dije.
—Esto es traición, noblesse Gesalac —dijo Sorin.
—No es traición —dijo él—. Es una venganza. El rey Adrian sabe un
par de cosas sobre la venganza, ¿no es así?
—Le advierto que no me toque —dije.
El grupo que me rodeaba se rio.
—¿Qué es una advertencia de una mortal? Además, usted no querría
que le pasara nada a su padre, ¿verdad?
Gesalac asintió, y me di vuelta para ver que mi padre y Killian estaban
sujetos. Me giré para encarar a mi captor.
—Quieres que pague por matar a su hijo, ¿es eso?
—Quiero que pague por haber venido aquí, por distraer la atención del
rey de su premio.
Si conociera a Adrian, sabría que ya lo había reclamado.
Chasqueé la lengua.
—Oh, eso suena a celos, noblesse.
—Puede que a Adrian le guste su boca, pero yo, por mi parte, no puedo
esperar a cortarle la lengua.
—¿No le advirtió que soy una guerrera primero y una reina después?
—dije entre dientes.
En ese momento, las puertas del gran salón se abrieron con un crujido
y una mujer entró tambaleándose. No la reconocí y, a pesar de sus ropas
embarradas, pude ver que tenía el cabello largo y oscuro y unos ojos
redondos de rasgos delicados, una nariz pequeña y labios suaves.
300
Oí que Ana jadeaba a mi lado.
—¡Isla! —gritó Ana e intentó bajar corriendo los escalones, pero uno de
los vampiros la sujetó al instante.
—¡No! —Me acerqué a ella, pero Sorin me retuvo mientras Ana volvía a
gritar por Isla.
La vasalla tropezó y cayó de rodillas justo cuando Gesalac rompió el
círculo que nos rodeaba a Sorin y a mí y se acercó a ella.
—¡No se atreva! ¡No la toque! —gritó Ana.
Se agachó y levantó a la mujer por el cabello, arrastrándola hasta sus
pies. Le echó la cabeza hacia atrás para que su cuello quedara estirado.
—Su vasalla se ve un poco débil, Ana Maria —dijo Gesalac—. Tal vez
deberíamos acabar con su sufrimiento.
Mientras hablaba, sin embargo, Isla comenzó a convulsionar.
—¡Isla! —gritó Ana—. ¡Isla, no!
¿Qué estaba pasando?
Ana se soltó de su captor y corrió hacia Isla.
—¡Sorin! —ordené, y el vampiro atrapó a Ana por la cintura mientras
un sonido aterrador salía de la boca de Isla. Fue algo parecido a un grito, y
Gesalac la soltó. Sólo que Isla no cayó al suelo. Se quedó con los brazos
abiertos y la cabeza echada hacia atrás. Su larga cabellera comenzó a
levantarse y a flotar a su alrededor, y mientras su boca se abría, una niebla
roja salió de su garganta, enroscándose en el aire.
—¡Está aquí! —gritó uno de los noblesses—. ¡La niebla carmesí está
aquí!
Una avalancha de cuerpos arremetió contra la salida, y la mayor parte
del círculo que me rodeaba se separó.
—¡No dejen escapar a la reina! —gritó Gesalac, y aunque trató de
apresurarse a volver hacia mí, no pudo luchar contra la prisa de la multitud
que intentaba escapar de la niebla que había empezado a consumir a una
persona tras otra. Gritos horripilantes llenaron la sala mientras los cuerpos
caían, desollados, al suelo.
Sorin arrastró a Ana hacia atrás, lejos de la niebla que la alcanzaba.
—¡Déjame ir con ella! Puedo ayudar. —La oí gritar.
Estaba tan absorta en la angustia de Ana que no me di cuenta de que
alguien se acercaba. Alguien me agarró por los hombros y me sacudió. 301
Mientras lo hacían, agarré mi corona y la empujé a la cara de mi atacante.
Él gritó y me soltó, y me giré para descubrir que un mortal había intentado
tomarme como rehén. Se llevó las manos a la cara ensangrentada, pero se
recuperó lo suficiente como para gruñirme, así que le volví a clavar la corona
en la cara. Se tambaleó hacia atrás y cayó, inmóvil.
—¡Isolde! —gritó Sorin, abriendo la puerta de la habitación contigua al
gran salón. Ana no estaba a la vista, y supuse que ya había entrado.
Me di la vuelta, buscando a mi padre, y lo encontré justo cuando se
agachaba para recoger una espada de un mortal abatido.
—¡Lo tengo! —dijo Killian.
Huimos al interior de la pequeña habitación, cerrando la puerta tras
nosotros.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó Killian.
—Se llama niebla carmesí —dije—. Es lo que mató a los aldeanos de
Vaida.
Killian palideció, y más gritos llegaron desde el otro lado de la puerta.
No teníamos mucho tiempo. La niebla se filtraría por la grieta de la puerta y
nos mataría a todos.
—Necesito que saques a mi padre de aquí —le dije a Sorin.
—Y a usted, su majestad.
—No. Ravena está aquí en alguna parte, y creo que sé lo que busca.
—No puedo dejarla ir sola —dijo Sorin.
—Iré contigo —dijo Ana.
—Y yo también —dijo Killian. Lo miré, sorprendida, pero se encogió de
hombros—. Eres mi princesa.
Miré a Sorin.
—Llévate a mi padre de aquí, y luego encuéntrame.
Asintió. Nos dividimos: Sorin y mi padre a la torre oeste, Ana, Killian y
yo a la biblioteca. Corrimos, esquivando al personal, a los sirvientes y a los
miembros de la corte. No sabía lo rápido que podía moverse la niebla ni lo
visible que sería contra todo el rojo. Aun así, la busqué y busqué cualquier
señal de Ravena en los reflejos. Ahora, con acceso a los recuerdos de
Yesenia, mis recuerdos, recordé que la magia de Ravena era la magia de los
portales, aunque rara vez era lo suficientemente poderosa como para crear
uno sin algún tipo de superficie reflectante, por lo que a menudo atravesaba
302
espejos o ventanas.
—Crees que va en busca del Libro de Dis —dijo Ana.
—Sé que va por El Libro de Dis.
Lothian pensó que estaba en blanco, pero sólo estaba en blanco porque
estaba hechizado.
Y había sido yo quien lo había hechizado.
Seguimos pasillo tras pasillo, y justo cuando llegamos a las familiares
puertas de ébano de la biblioteca, Gesalac irrumpió detrás de ellas.
Me detuve de golpe, flanqueada por Killian y Ana.
—Ahora no es el momento de su mezquina venganza —me quejé.
—Si no es ahora, ¿cuándo? Puedo desollarlos a los tres vivos y decir
que fue la niebla —dijo Gesalac.
—¿Dejaría que su gente sufriera en favor de mi muerte?
—Algunas venganzas son demasiado dulces —dijo Gesalac, y mientras
levantaba su espada, noté que la boca de Ana se movía, susurrando
palabras en voz baja. Estaba recitando un hechizo, pero Ana no tenía magia.
No pude escuchar las palabras que pronunció, así que no supe qué invocó
hasta que un rayo azul chispeó en la punta de sus dedos, pero no fue ni de
lejos la descarga que necesitaría para atacar a Gesalac.
—Dilo otra vez —le ordené.
Ella me miró e hizo lo que le ordené. Cuanto más lo hacía, más crecían
las chispas. Cada encantamiento las hacía más fuertes; mi única esperanza
era que ella fuera capaz de controlarlas. De lo contrario, podría herirla.
—Killian, dame tu espada —dije.
—Isolde...
—Por favor, Killian —dije. Cedió, y mientras me entregaba su espada,
susurré—: Protege a Ana a toda costa.
Gesalac se rio mientras levantaba la espada.
—¿Va a luchar conmigo, reina guerrera?
—Si insiste —dije.
La espada de Gesalac bajó primero. Fue un movimiento duro, directo
hacia abajo y dirigido a mi cabeza. Supuse que quería partirme en dos, pero
me moví rápidamente. Su espada se enganchó en el dobladillo de mi vestido, 303
mientras que la mía se enganchó en su brazo, sacando sangre oscura.
Gruñó, y sospeché que pensaba que ese sería su golpe mortal.
Tuve que admitir que me desconcertó que me cortara el vestido.
Significaba que apenas me había movido lo suficientemente rápido, y si
seguía golpeando así, no lo lograría.
Gesalac volvió a levantar su espada y a golpear. Esta vez, intenté
desviar el golpe, pero el impacto me hizo temblar los huesos y casi perdí el
agarre de la espada. Fue un error, y Gesalac aprovechó la oportunidad para
golpear una vez más, arrancándola de mi mano. Justo cuando se movía para
lo que yo estaba segura que sería un golpe mortal, un cuchillo voló por el
aire y se alojó justo en su pecho.
Killian, pensé mientras el noblesse rugía, y me incliné para recoger mi
espada.
—¡Ana! —grité y extendí la mano. Al hacerlo, ella me alcanzó, y sentí la
oleada de magia que había convocado abrirse camino a través de mi cuerpo
hasta la empuñadura de la espada. La hundí en el corazón de Gesalac, que
convulsionó alrededor de la hoja. No solté a Ana hasta que dejó de moverse.
—¿Está...? —preguntó Ana.
—No está muerto —dije. No tenía un corazón que latiera para detenerlo;
lo único que haría sería paralizarlo durante unas horas. La miré fijamente—
. Nunca dijiste que estabas aprendiendo hechizos —dije, y Ana se encogió
de hombros.
—Se aprenden algunas cosas por el camino.
El sonido de cristales rotos llamó mi atención.
—¡No!
Corrí a la biblioteca, a las vitrinas que contenían las reliquias del
Aquelarre Supremo, y encontré cada vitrina intacta. El Libro de Dis seguía
allí, pero mientras miraba fijamente, un rostro me devolvió la mirada.
—Ravena.
Sonrió.
—Yesenia —dijo—. ¿O debería llamarte Isolde?
Entrecerré los ojos. ¿El hecho de que utilizara mi antiguo nombre
significaba que sabía que mis recuerdos habían aparecido? ¿Sabía lo de la
sangre y el posterior vínculo entre Adrian y yo?
304
—¿Qué estás haciendo? —pregunté.
—Tomando lo que me fue robado —dijo.
—El Libro de Dis nunca fue tuyo —dije. Era mío: de Yesenia.
—No se trata del libro. Se trata de lo que puede darme —dijo ella.
Sacudí la cabeza.
—Ese libro te quitará todo lo que le pidas —dije—. ¿Es eso lo que
quieres?
—Quiero poder —dijo, y su voz tembló.
De repente, el mueble explotó y me cubrí la cabeza mientras me llovía
el cristal. Los trozos me cortaron la piel, pero no tuve tiempo de reaccionar,
porque cuando salí del refugio de mi brazo, vi que el libro había
desaparecido, y en su lugar había una niebla roja y burbujeante.
—¡Mierda! —grité y me di la vuelta para correr justo cuando Killian y
Ana me alcanzaron—. ¡A la torre oeste! Ahora.
Corrimos por un pasillo tras otro hasta que doblé la esquina y me
encontré cara a cara con la niebla. Killian me alcanzó y me hizo retroceder.
Había llenado la mayor parte del pasillo frente a nosotros, impidiéndonos
ver el otro lado del castillo.
—¡Mierda! —dije de nuevo.
—¡Isolde! —gritó Ana, dándose la vuelta para correr por el pasillo
opuesto. Sabía a dónde iba, y la alcancé cuando estaba abriendo una puerta
casi invisible: los pasadizos secretos.
Había más silencio en el pasadizo. Nuestras respiraciones eran
agitadas, nuestros corazones latían con fuerza. Mantuve mis manos
presionadas contra cada lado de la pared mientras seguía a Ana en la
oscuridad. Cuando salimos al otro lado, la niebla había quedado atrás, pero
se arremolinaba y crecía, juntándose como un muro de nubes y
siguiéndonos.
—Tenemos que llegar a Sorin —dije.
Ni siquiera estaba segura de que siguiera en lo alto de la torre. Era
posible que hubiera puesto a mi padre a salvo y hubiera salido a buscarnos.
¿Y si no nos cruzamos? ¿Y si quedaba atrapado en la niebla? Aparté mi
preocupación. Sorin podía volar; en todo caso, tenía la mejor oportunidad
de escapar de todos nosotros.
Iba por delante, con las piernas ardiendo mientras intentaba llevarme
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cada vez más rápido a mi padre. Cuando llegué a la cima de la escalera y
corrí por el centro del salón de los espejos, la niebla se agitó detrás de mí,
impidiendo la persecución de Killian y Ana.
—¡No! —grité y me volví hacia ellos, pero la niebla ya le llegaba a Killian
por la cintura. Me quedé mirando a ambos, con los ojos muy abiertos y
temerosos—. No dejes que los consuma —dije—. Pónganse a salvo.
—¡No podemos dejarte! —dijo él.
—Sí pueden. Vayan a un lugar seguro.
Lo vi dudar, y supe que estaba evaluando si podría lograrlo si corría
hacia mí.
—¡Por la maldita diosa, vete, Killian! ¡Saca a Ana de aquí! Es una orden.
Su mandíbula tembló, pero cedió, y una oleada de alivio me invadió al
verlos retirarse antes de que la niebla llenara el final del pasillo.
Me di la vuelta y corrí hacia la escalera que estaba sumida en la
oscuridad, sólo para recibir un fuerte golpe en el pecho al llegar arriba.
Intenté agarrarme a algo, a cualquier cosa, pero no había nada. Me precipité
hacia atrás, cayendo y rodando hasta que me detuve al pie de la escalera.
No podía respirar, me dolían mucho las costillas. Gemí, rodando sobre
mi espalda mientras intentaba recuperar el aliento, confundida, cuando la
imagen borrosa de mi padre apareció.
—¿Padre? —pregunté.
—Lo siento, Isolde —dijo, y levantó su espada—. Pero este es el
sacrificio de una reina.
—¡Padre!
Rodé cuando su espada bajó, rozando mi costado, y golpeó el suelo de
piedra debajo de mí. Continuó hacia mí e intentó una vez más hacer caer la
espada sobre mi magullado cuerpo. Intenté ponerme de pie, pero un fuerte
empujón me hizo caer al suelo de nuevo, y cuando empecé a arrastrarme
para alejarme de mi padre, sollocé.
—¿Qué estás haciendo?
Estaba tan débil y tan cansada. Me ardía el pecho, las costillas me
producían un dolor que resonaba por todo el cuerpo y estaba más mareada
que nunca.
—¡Lo que deberías haber hecho en el momento en que descubriste que 306
eras su debilidad! —gritó mi padre y colocó su pie contra mi costado,
enviándome a la espalda.
—¿Querías que me suicidara? —pregunté, indignada—. ¿Por quién?
¿Por un reino de gente que me dio la espalda por mi sacrificio?
—¡Es por un bien mayor! —dijo—. No sólo para tu pueblo, sino para
toda Cordova.
—¿Incluso la gente de mi madre? —pregunté, mi voz tranquila,
serena—. Porque los dejaste esclavizados, y eso no parece un bien mayor.
La niebla nos estaba ganando. Nunca había estado tan cerca de ella,
pero ahora podía sentir su magia. Me cosquilleaba con un pulso eléctrico
que me erizaba el vello de los brazos, y me recordaba quién era y de dónde
había venido.
Yo era Yesenia de Aroth.
Cuando mi padre empujó la punta de su espada hacia mi pecho, la
atrapé entre mis manos. Me cortó las palmas de las manos y la sangre goteó
sobre mi piel.
—Padre —dije, con lágrimas derramándose por mi cara—. Por favor, no
lo hagas.
—¿No estabas preparada antes para hacer lo que fuera necesario para
salvar a tu pueblo? ¿Qué ha cambiado? ¿El amor?
Todo había cambiado.
No era sólo Adrian. Era todo mi mundo. Las personas en las que antes
confiaba eran ahora mis enemigos. Las personas que habían sido mis
enemigos, a las que había detestado durante tanto tiempo, eran las únicas
a las que me atrevía a creer. Y en la raíz de todo ello estaba él: mi padre. La
base sobre la que había comenzado mi vida de mentiras.
Apreté los dientes y reaccioné con fuerza, apartando la hoja y
empujando mis pies contra las rodillas de mi padre. Él gruñó y cayó.
Entonces le di una patada en el pecho y cayó de espaldas, perdiendo la
espada en el proceso. Me apresuré a buscarla y la tomé en mi resbaladiza
palma. Cuando me levanté, él se puso de rodillas. Lo apunté con la espada
y levantó las manos en señal de rendición. La niebla detrás de él era una
cortina de sangre.
Sacudí la cabeza, sollozando. Quería romperme por completo, caer al
suelo y sollozar sin parar. Mi padre había intentado matarme.
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—Serías reconocida —intentó razonar—. No sólo en Lara, sino en toda
Cordova. ¿No es eso lo que quieres?
No quería morir como una heroína.
Quería vivir como una conquistadora.
—Quería ser una reina, padre, y ahora lo soy —dije. Dejé que su espada
cayera a mi lado—. Vete a casa. —Empecé a recorrer el pasillo hacia la
escalera. Quería aire fresco, y quería dormir para siempre.
Di dos pasos antes de que se lanzara sobre mí y, al girar, le atravesé el
estómago con mi espada. Sus ojos se abrieron conmocionados, la sangre
brotó de su boca, y cuando cayó de rodillas, caí con él.
—Lo siento mucho —dije.
Lo único que mi padre pudo ofrecer fue un sonido ahogado cuando cayó
de lado, y mientras lo veía morir, lloré.
—Qué cosa más horrible haber perdido a un padre, y por tu propia
mano.
La voz de Ravena resonó por todas partes, y mi cuerpo se puso rígido
al oírla. Miré hacia arriba y alrededor, pero no la vi.
—Es horrible —dije—. La carga de un asesino de parientes es grande,
pero tú sabrás algo de eso, ¿no?
—Oh —resopló, y entonces apareció en todos los espejos del pasillo.
Estaba intacta, con el cabello perfecto para la batalla, trenzado para que
descansara sobre su hombro, y su túnica blanca demasiado prístina. Así
era como siempre luchaba, a través de los demás o desde lejos, pero un día
conocería la fuerza de una espada, y yo quería que fuera la mía.
Llevaba El Libro de Dis acunado en el brazo y eso encendió algo dentro
de mí, una ira profunda y creciente que no comprendía del todo. Ahora era
dos personas, y sólo sabía lo que la otra estaba dispuesta a dar.
—Las brujas del Aquelarre Supremo nunca fueron mis hermanas —
dijo.
—Ellas te querían...
—¡No! —gritó, y en ese momento, su rostro cambió. Parecía más vieja y
llena de odio. Sus ojos parecieron hundirse en la cabeza y oscurecerse,
adoptando lo que sólo podría describir como una expresión maligna. Esto es
lo que realmente es, pensé. Esto es lo que le ha costado su camino hacia el
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poder—. ¡No digas que me querían! No digas que me querías!
La miré fijamente, respirando con dificultad. Recordaba haber cuidado
de Ravena, pero ella buscaba el poder más allá de las reglas del Aquelarre
Supremo, y no fue hasta que intentó usarlo que fue exiliada y se lanzó una
maldición sobre su propia magia.
Por eso sus hechizos no funcionaban como se suponía que debían
hacerlo, porque se le había prohibido practicar la magia.
—¿Sabes que él nunca me quiso? —dijo Ravena.
—Ravena…
—Fui el último recurso de Dragos —dijo.
La niebla se acercó mientras ella hablaba, y yo alcancé la espada de mi
padre y la separé de su cuerpo. No tuve más remedio que dejarlo y
marcharme. Mientras lo hacía, pasé por un espejo tras otro, llenos del reflejo
de Ravena.
—Al menos acabaste a su lado —dije—. El resto nos convertimos en
cenizas.
No sentí ninguna simpatía por su situación.
Ella era la razón por la que mis hermanas estaban muertas.
—Dime —dije, continuando mi lento camino por el pasillo. Uno de ellos
no era una ilusión, uno de ellos era un portal. Uno de ellos me llevaría a
enfrentarme con la verdadera Ravena—. ¿Nos mataste a todas porque sabías
que nunca serías su elección a menos que las demás estuviéramos muertas?
La ira de Ravena surgió, y hubo una parte de mí que la sintió como algo
tangible. Me estaba acercando.
—Tu poder podría haber sido grande. Era tu mente la que era débil.
—¿Mi mente? —espetó—. Lo dice la bruja que se enamoró de un mortal.
Incluso en esta vida, no has cambiado. Dime, ¿disfrutaste de darle sangre?
Una fría sensación de temor me invadió.
Así que lo sabía.
—Dejaste que comprometiera lo único que deberías haber codiciado: tu
vida. ¿Ahora quién es débil?
Di pasos más lentos, su ira era un muro tan rojo como la niebla que
avanzaba sobre mí.
—El amor de Adrian siempre me ha dado poder —dije—. Es lo que me
devolvió a la vida.
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No era una mentira ni una exageración.
“Supliqué por ti”, había dicho.
—Eres una tonta —espetó Ravena.
—Soy la reina —dije—. Y a pesar de todo lo que has hecho, eres una
bruja sin poder que se esconde en los espejos.
Su ira brilló con fuerza. Tuve que hacer todo lo posible para no
reaccionar, para no girarme y hacerle saber que la había encontrado.
—No por mucho tiempo. Tengo el libro.
Sonreí.
—Y lo escribí yo.
Ella no necesitaba saber que no había recordado ni un solo hechizo,
que aún no recordaba por qué había empezado a escribirlo en primer lugar.
—Lástima que no hayas nacido con magia en esta vida —se burló
ahora—. ¿Cómo vas a derrotarme?
—No necesito magia para derrotarte, Ravena.
—¿Oh? —preguntó, divertida—. Dime entonces, si no es magia, ¿qué
necesitas?
—Paciencia —dije.
Entonces me moví y lancé mi espada. Atravesó uno de los espejos y se
clavó en el pecho de Ravena. La sangre salpicó su boca en el cristal. Alcancé
un candelabro cercano y lo golpeé, haciéndolo añicos, pero supe que Ravena
se había ido cuando la niebla desapareció.
Me quedé de pie un momento, respirando con dificultad, y el peso de lo
que acababa de hacer, de todo este día, se derrumbó sobre mí.
Grité.
Me enfurecí.
Rompí todos los espejos que quedaban en el pasillo y, cuando terminé,
me dirigí hacia arriba, a la cima de la torre. Allí, me hundí en el suelo para
descansar bajo el cielo rojo de Revekka, y supe que éste era el dolor que me
convertiría en un monstruo.
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Cuando volví a abrir los ojos, Adrian se cernía sobre mí, con una
expresión sombría. La ira estaba grabada en sus cejas y en los huecos de
sus mejillas. Me quebré al verlo. Mi angustia era algo físico que había
invadido y deformado mi cuerpo. Nunca volvería a ser la misma. Mi padre
había muerto. El hombre que me había criado, al que había buscado como
guía, al que había idealizado como un gran rey, había intentado acabar con
mi vida por un bien mayor.
Por un bien mayor.
Seguía repitiendo su ataque en mi cabeza y escuchando sus palabras,
pero no estaba cerca de entenderlo.
Adrian se arrodilló y me estrechó entre sus brazos, y yo sollocé en el
hueco de su cuello. Lo siguiente que recuerdo es que me desperté a su lado.
Estaba tumbada boca abajo, con la mano enroscada bajo la cabeza, y
cuando me encontré con su mirada, más lágrimas brotaron de mis ojos.
Estaba agotada, cansada de llorar, pero no podía aferrarme a nada más que
a mi dolor.
Él extendió las manos y las apartó.
—¿Sabes por qué te llamo Sparrow? —preguntó, con su voz de susurro.
Sacudí la cabeza. Había asumido que tenía que ver con mi
vulnerabilidad aquí, entre tantos vampiros, y ahora mismo me sentía como
la mortal que era.
—El gorrión es buscado por muchos monstruos, pero es astuto e
ingenioso, y siempre gana.
Mientras hablaba, se me hizo un nudo en la garganta, y las lágrimas
que me quemaban los ojos se renovaron una vez más.
—Tienes el corazón de un gorrión, incluso entre los lobos —dijo, y sus
labios apretaron con fuerza mi frente. Cuando se apartó, añadió—: Debería
haber sido yo. Mi espada la que acabó con él, no la tuya.
—No —dije.
Estaba bien que hubiera sido yo. Si hubiera muerto por cualquier otra
mano, no habría podido perdonarlos, al igual que nunca me perdonaría a
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mí misma.
—Te fallé. Prometí protegerte.
—¿Cómo podías saberlo?
—No se trata de saberlo. Hice un juramento.
—A mi padre, que ni siquiera pudo cumplirlo.
Mientras hablaba, mis labios temblaban, y pude ver que él luchaba
igual, sus ojos reflejando el tormento de mi corazón. El dolor, la rabia y la
tristeza, e incluso la conmoción. ¿Quién habría sospechado que no estaría
a salvo con mi propio padre?
—Entonces déjame hacerte un nuevo juramento —dijo—. No dejaré que
nada te lastime así otra vez.
Nada podría herirme así, a menos que lo perdiera. Le habría hecho el
mismo juramento, pero el suyo ya se había cumplido. Nunca viviría sin mí.
—Adrian —susurré su nombre y toqué su rostro, mis dedos se
enroscaron en su cabello—. Ravena lo sabía.
Su expresión se endureció.
—Ravena sabía lo de la sangre, lo que significa que uno de tus cuatro
es un traidor.
Aquello fue un golpe mayor. No era como si tuviéramos mucha gente
en la que confiar. No se podía confiar en los noblesses. Los cuatro eran de
confianza... hasta ahora. ¿Quién, entre Daroc, Sorin, Ana y Tanaka, lo
habría contado? ¿Había sido un error? ¿Un momento de debilidad?
También le hablé de los noblesses que lo habían traicionado, de Gesalac
y Julian, pero no se sorprendió y admitió que habían huido.
—Sorin está de caza, pero no creo que los encuentre.
—¿Qué hará? —susurré.
Me estudió por un momento y luego respondió:
—Esperaremos. A veces un traidor es la herramienta que necesitamos.
Extrañamente, me pregunté si esto era lo que significaba ser reina: no
confiar nunca plenamente en nadie más que en mi rey.
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