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El primer título atribuido a San José es de padre amado; esta prerrogativa significa que ningún otro

santo después de María ocupa una importancia tan grande en el Magisterio de la Iglesia. Su grandeza
está en el hecho de que era el esposo de María y el padre de Jesús. Como padre de Jesús, él ha puesto
toda su vida al servicio de él, y esta disposición total de sí mismo por la realización del plan salvífico de
Dios nunca ha estado olvidada en la Josefología y en el corazón de los fieles.
Estas expresiones de consideración y de amor por su misión paterna, indispensable en el designio de
Dios, han sido traducidas en primer lugar en las reflexiones teológicas que siempre ha afirmado que
Dios lo ha nombrado padre de su Hijo y le ha confiado la misión de ministro de la salvación. San José
resulta así un padre amado; amado de Dios en modo especial, amado de la Iglesia y amado de los
fieles. En efecto, el lugar de San José en el plan de Dios entra completamente en la realidad histórica
de la humanidad de Jesús, que tenía necesidad de su paternidad.

Para tal misión que Dios le ha confiado, José es el padre amado de Dios, como afirmaba san Bernardo
en una de sus homilías: “Dios encontró a José según su corazón y le confió con plena seguridad el
secreto más misterioso y sagrado de su corazón. Le reveló las oscuridades y los secretos de su
sabiduría, haciéndole conocer el misterio desconocido para todos los príncipes de este mundo”.
Podemos decir que su lugar en el corazón amoroso de Dios está en el hecho que se le ha confiado el
misterio cuyo cumplimiento todas las generaciones de la casa de Israel han esperado, y como decía San
Juan Pablo II, “se le ha confiado todo lo que depende del cumplimiento de este misterio en la historia
del pueblo de Dios”.

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