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LOS PIBES DEL BARRIO, ENTRE EL FULBITO Y LA ETERNIDAD

(En memoria de los pibes del barrio que partieron a la eternidad)

Sin ningún acuerdo previo, solo por costumbre y conocer nuestros hábitos, los
pibes del barrio después del almuerzo en las vacaciones de verano temprano nos reuníamos en
el portón de la cancha de básquet y pista de baile al aire libre en calle Alberdi 1.361. Espacio
social y deportivo, propiedad del Club Villa Mitre. Contiguo a esta, vivía el Sr. Musotto,
chapista de autos y palomero; y a la vuelta, sobre calle Agustín de Arrieta, Don Antonio, el
cuidador de las instalaciones.
Nos reuníamos con la firme decisión de armar un picadito de fútbol. Quizás el
aburrimiento nos expulsaba de nuestras casas, época sin televisión, sin celulares, época de
radionovelas, de vecinos sentados en la vereda, época de la quema del muñeco, ofrenda a San
Juan y San Pedro, época de niños sociables. El aburrimiento o algo mágico interior nos
empujaba hacia ese lugar. Allí nos íbamos agrupando, alguien traía la pelota desde su casa, un
trecho picándola otro trecho bajo el brazo. Mientras esperábamos que se acercaran más chicos
era común pelotear contra la pared o entre nosotros en la vereda. El portón de entrada, punto de
reunión; era de rejas, corredizo, tipo tijera que dejaba ver un escudo gigante, construido en
mampostería que tenía insertas las letras C.V.M. Ese emblema, además de representar
identidad, cumplía la función de obstaculizar la visión desde la vereda y evitar así, que los
mirones vean gratis los partidos de básquet importantes o los bailes al aire libre.
Repentinamente, con la barra comenzábamos la incursión a la canchita. Los más
chicos y flaquitos pasaban entre las rejas y los más grandes y robustos, haciendo pie en el zócalo
de una ventanita con barrotes tapada con material, que aparentaba haber sido hecha con la idea
de ser boletería; como sí lo eran, otras dos sobre el frente de la edificación, habilitadas a tal
efecto en días de partidos de básquet o bailes. Allí, en esa base, apoyábamos un pie haciendo
fuerza para alejar el otro del suelo, y así, con las manos sujetarnos al borde del techo de losa;
los brazos hacían el esfuerzo para levantar el cuerpo hasta que un pie o la rodilla alcanzara el
techo y subir. Luego como monos nos descolgábamos de esa terraza y saltábamos hacia adentro
del predio. Claro que nadie pensaba que podía lastimarse en la caída. Nuestra inocente
inconsciencia, la cual nos disociaba de la posible realidad, nos protegía, abstrayéndonos.
Nuestros ángeles estaban ahí.
En verano el sol picaba fuerte, pero eso no impedía que se armaran los equipos.
Dos de los más habilidosos del momento elegían alternativamente un jugador para cada grupo
hasta completar los equipos con igual número de jugadores o, a veces, con una diferencia de
uno menos, dependiendo si la cantidad de chicos ese día, era par o impar. Se trataba de equiparar
poderío entre los equipos para que el partido no fuera baile. No queríamos humillarnos ni
aburrirnos si el partido perdía emoción: éramos los amigos del barrio y de la canchita. Cada
grupo salía a ganar y se discutían las jugadas con dudosa pasión, no se conocía el “fair play“;
el arbitraje era grupal, por ejemplo, cuando una pelota se iba fuera del campo de juego o la
que tocaba una mano, sancionaban quienes estaban más cerca de la jugada. La cancha de fulbito
era en diagonal y se jugaba con arcos chicos, los cuales estaban en las esquinas. Los postes de
entrada que delimitaban el ingreso a la cancha en cada esquinero, eran los arcos.

En los entretiempos, que eran varios, de sopetón se detenía el juego por el calor y
la sed, y nos refrescábamos en una canilla que había en “la rotonda”: una construcción hecha al
efecto de ser un puesto de cantina en las noches veraniegas de kermeses en el club. Allí, en
receptáculos de cemento que se llenaban con hielo, se enfriaba la bebida que la gente venía a
buscar para llevar a sus mesas o consumir ahí mismo, una suerte de bar al paso y al aire libre.
En esa rotonda había una canilla donde nos mojábamos la cabeza recalentada al sol y las
muñecas de nuestras manos, porque alguien había dicho que esa acción, bajaba la presión
arterial. No éramos tan inconscientes al practicar fulbito al rayo del sol, dado que mitigábamos
el calor de nuestros cuerpos atendiendo a una suerte de “consejo médico” de algún pibe del
grupo, que vaya a saber de dónde habría sacado esa prescripción.

Nuestro griterío en el partido retumbaba en la siesta del vecindario, y el alboroto


interfería en el descenso de las palomas del vecino colombófilo, entrenadas para competir. Una
lata, con maíces en su interior, a modo de maraca era la percusión que hacía que las palomas
descendieran, llamado que, cuando había picadito de futbol interfería nuestro alocado
bochinche. Las palomas desconfiaban para el descenso; la bandada giraba entonces por demás
antes de descender, alteradas por el bullicio. Situación que enojaba al Sr Musotto, y desataba
su ira y su protesta; encaramado a la medianera profería gritos e insultos. Temerosos, nosotros,
deteníamos el juego, y sobrevenía una cierta calma, entonces el palomero, con mucha pericia,
agitando su llamador lograba que las aves descendieran dejando tranquilo y calmo , al
exacerbado vecino.
La canchita tenía un cuidador, celoso guardián del mandato recibido de los
dirigentes, Don Antonio, un hombre mayor, jubilado que vivía a la vuelta sobre calle Agustín
de Arrieta. Tenía un carácter hostil con nosotros cuando infringíamos las reglas establecidas.
Desde su casa escuchaba el griterío, sabía de dónde venía y quienes lo emitían. No pasaba
mucho tiempo que con los pibes escuchábamos el rechinar del portón tijera al plegarse.
- Don Antonio! Gritaba quien primero lo escuchaba y reaccionaba
Como el chasquido de un latigazo, ese grito de alerta, disparaba nuestra adrenalina y
el temor se apoderaba de nosotros, el cuidador ya estaba ahí para poner orden. El chirriar de esa
puerta nos alertaba que estábamos en peligro, quien estaba más cerca de la pelota, la agarraba,
no era cosa de perderla en el desbande. Todos nos acercábamos al escudo que tapaba la visión
del ingreso o la salida, y a una distancia prudencial, expectantes, esperábamos lo inevitable;
que Don Antonio como una tromba, apareciera revoleando candado y cadena juntos, los cuales
había retirado para abrir el portón. Enojado (no era para menos, el griterío de los pibes del barrio
jugando fulbito le había cortado la siesta) y presuroso, el cuidador aparecía por uno de los
extremos de esa construcción emblemática. Apenas lo divisábamos; rápidos y asustados
huíamos por el lado opuesto del escudo que él había entrado. El guardián, abría el portón y
entraba a espantarnos, pero nunca lo dejó cerrado, de haberlo hecho, seguramente hubiera
habido una cacería tipo gato y ratones alrededor del escudo, porque no era tan simple abrir esa
puerta de salida a las corridas, teniendo en cuenta que nos perseguía un señor corpulento,
amenazante, cadena y candado en mano. Don Antonio hubiese tenido más chance de atrapar a
algunos de nosotros, acto que, casi con seguridad, no estaba muy seguro de cumplir, para no
meterse en problemas, porque varios de los evadidos eran hijos de miembros de subcomisión,
quienes le encargaban a Don Antonio el cuidado de las instalaciones.
Una vez alcanzada la calle, el escape estaba consumado, nos dispersábamos y para
nuestro perseguidor todo terminaba ahí, no recuerdo que hayamos recibido ninguna sanción o
reprimenda por la invasión a la cancha, no supimos nunca si Don Antonio informaba nuestra
diablura o los dirigentes comprendían nuestro arrebato juvenil.
Ese partido, como tantos otros, quedó inconcluso y como tantas veces nos
separamos. De a poco y sin percibirlo casi, cada uno protagonizó su destino y este nexo del
fulbito que alguna vez nos unió en esas tardes tórridas, quedó en el recuerdo. Alineados en un
universo común cada cual se sumergió en su vida, en sus sueños, en sus pasiones, en sus
responsabilidades, pasamos a ser casi extraños, ya no corría aquella pelota que nos convergía.
De aquella adolescencia primaveral, la vida fue fluyendo y a aquellos chicos entusiastas los
devoró la existencia de un mundo real, en parte esperanzador, en parte sombrío y hostil, que
cada uno recorrió como pudo, como fue capaz. Tal nosotros nos transformábamos, nuestras
vidas cambiaban, también mutó ese espacio físico que nos cobijó: la canchita. Dio paso a otras
ideas de los dirigentes del club para ese lugar y la piqueta, desapareció; primero la canchita y
luego el complejo de piletas de natación que se emplazó en ese lugar.
Muchos permanecimos merodeando ese espacio físico, otros se alejaron ,del
barrio , de la ciudad y hasta del país; pero la pasión y la historia, no olvidan ni destierran,
resisten al tiempo y a la distancia, las almas de aquellos pibes siguieron estando allí , resucitaban
en el recuerdo , en la mención , en las charlas o en la memoria de algún sobreviviente que deja
trazada la historia en un presente narrativo que rescata a los pibes y al fulbito, que no deja ir del
todo aquellos que sucumbieron en esta existencia , y permanecen un renglón más en una
eternidad literaria.

Claudio Peláez
11.444.759
Bahía Blanca
Literatura – Cuento

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