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Historia de La Literatura Cristiana Antigua by Justo L Gonzalez
Historia de La Literatura Cristiana Antigua by Justo L Gonzalez
DE LA LITERATURA
CRISTIANA
ANTIGUA
JUSTO L. GONZÁLEZ
PRIMERA PARTE
La primera literatura cristiana fuera del Nuevo Testamento
Introducción
SEGUNDA PARTE
La literatura cristiana hacia fines del siglo segundo
Introducción
5. Ireneo
Su vida
Sus obras
Su teología
6. Clemente de Alejandría
Su vida
Una trilogía
¿Se salvan los ricos?
7. Tertuliano
Su vida
Obras apologéticas
Obras polémicas
Obras prácticas
Obras diversas
TERCERA PARTE
La literatura cristiana en el siglo tercero
Introducción
9. Hipólito
Su vida
Refutación de todas las herejías
La Tradición apostólica
Otras obras
10. Orígenes
Su vida
Contra Celso
De los primeros principios
Obras sobre la Biblia
Otras obras
Introducción
15. Atanasio
Arrio y el arrianismo
La vida de Atanasio
Sus escritos antiarrianos
La Vida de Antonio
Los padres del desierto
21. Jerónimo
Su vida y su carácter
La Vulgata
Obras exegéticas
Obras polémicas y dogmáticas
Escritos históricos y biográficos
Las traducciones
QUINTA PARTE
El siglo quinto
Introducción
25. Agustín
Su vida: las Confesiones
Los primeros libros
Obras exegéticas y homiléticas
Obras dogmáticas
Obras polémicas: el maniqueísmo
Obras polémicas: el donatismo
Obras polémicas: el pelagianismo
La ciudad de Dios
Las Retractaciones
SEXTA PARTE
El ocaso
Introducción
Epílogo
NOTA BIBLIOGRÁFICA
En todo este trabajo he dado referencias solamente a las fuentes primarias
citadas. Cuando existe una traducción al castellano fácilmente accesible la
he empleado. En otros casos, he seguido mayormente la Patrología latina y
la Patrología graeca de Migne, que a pesar de tener más de un siglo es
todavía la más fácilmente accesible.
Las abreviaturas empleadas son las siguientes:
BAC Biblioteca de Autores Cristianos
GIF Grandes Intérpretes de la Fe
PG Patrología graeca (Migne)
PL Patrología latina (Migne)
Introducción
Genio debió haber sido aquel remoto antepasado nuestro a quien por
primera vez se le ocurrió dejar rastro de su paso quebrando una rama o
colocando una piedra encima de otra, para que alguien pudiera seguirle. Al
hacer tal cosa, se le hizo posible al ser humano dejar algún mensaje para
quienes vinieran después de él. De allí, poco a poco, fue surgiendo la
escritura. Porque eso es la escritura: un modo de hacernos presentes donde
no estábamos, ya fuera por razón de distancia geográfica, o ya por distancia
temporal.
Cuando, muchos siglos más tarde, comenzó la era cristiana, la escritura
había alcanzado gran desarrollo. En la cuenca del Mediterráneo, todos los
principales lenguajes de la región hacían uso de algún alfabeto, la mayoría
de ellos derivados del antiguo alfabeto fenicio. Como resultado, hoy nos es
posible saber acerca de los orígenes del cristianismo y de sus primeros
siglos, no solo mediante restos arqueológicos, sino sobre todo gracias a la
literatura que la naciente iglesia produjo y nos legó. Puesto que el griego era
la lengua franca de la porción oriental de la cuenca del Mediterráneo, es en
esa lengua que fueron escritos la mayoría de los primerísimos documentos
cristianos que han llegado a nuestros días, incluso el Nuevo Testamento.
Poco después, según la fe cristiana fue avanzando hacia el occidente, el
latín vino a ocupar un lugar junto al griego. Es en esas dos lenguas que se
conserva la mayor parte de los escritos cristianos antiguos que nos han
llegado, aunque también existen otros escritos en lenguas tales como el
siríaco, el armenio, el copto y otras.
En el presente libro no trataremos acerca de los escritos del Nuevo
Testamento, pues sobre estos hay abundantes recursos en nuestra lengua, y
en todo caso el Nuevo Testamento nos es tan conocido que poco podríamos
decir de nuevo en unas pocas páginas. Luego, nuestro estudio comenzará
con los escritos cristianos más antiguos que tenemos aparte de los del
Nuevo Testamento.
Los escritos que estudiaremos representan varios géneros literarios.
Durante los primeros años, el género más común será el epistolar. De igual
manera que buena parte del Nuevo Testamento consiste en cartas, así
también buena parte de la antigua literatura cristiana es de carácter
epistolar. Son pocas las epístolas que se conservan de los primeros años del
período que aquí estudiaremos; pero estas son de gran valor, pues nos
ayudan a entender la vida interior de la iglesia, así como los retos a que se
enfrentaba. Más adelante se conservarían muchas más epístolas, a tal punto
que en algunos casos tenemos más de 100 epístolas de algún autor.
Otro género que aparece desde fecha bien temprana y continuará
produciéndose a través de toda la antigüedad consiste en manuales de
instrucción para el gobierno de la iglesia y su culto. Junto a ese género, y
frecuentemente mezclado con él, hay consejos, directrices y exhortaciones a
la vida moral, y particularmente al ascetismo.
En tercer lugar, existe el género apologético. Amenazada por la
persecución, y frecuentemente víctima de la maledicencia, la iglesia se vio
en la necesidad de producir defensas de su fe. Las primeras de estas datan
del siglo segundo, pero el género apologético continuó existiendo a través
de todo el período que estudiamos.
Aunque los sermones que tenemos de los primeros tiempos son
poquísimos, sí es posible encontrar elementos homiléticos en documentos
que se presentan como epístolas. Más adelante encontraremos sermones
cada vez más numerosos, de modo que al acercarnos al fin del período que
estudiamos veremos que son centenares de sermones los que se conservan
de algunos de los personajes más importantes. Puesto que originalmente la
palabra “profecía” no quería decir necesariamente anunciar el futuro, sino
que era lo que hoy llamamos predicación, buena parte de los materiales
sermonarios de la antigüedad se nos presenta en documentos que incluyen
visiones, sueños y otros elementos semejantes. El ejemplo más antiguo que
tenemos de esto es el Apocalipsis, que dice ser una “profecía”, pero es
también un largo sermón para ser leído en cada una de las siete iglesias que
aparecen en los primeros capítulos.
Los tiempos de persecución que produjeron el género apologético
también tuvieron como resultado numerosas “actas” de martirios. Algunas de
estas se nos presentan en forma de carta que una iglesia dirige a otra. Otras
se nos presentan como verdaderas actas de los procesos judiciales y el
castigo de algunos mártires.
La literatura apócrifa que se ha conservado nos llega frecuentemente en
forma de algún Evangelio o libro de hechos atribuidos a algún apóstol u otra
figura de la primera antigüedad cristiana. La mayoría de estos libros son
mayormente leyendas pías que circulaban en torno a la persona de Jesús o
a la vida de los apóstoles, y que alguien compiló y redactó en la forma que
han llegado a nuestros días. De manera semejante, hay también algunos
libros de origen cristiano que pretenden reflejar las palabras o hechos de
alguno de los antiguos escritores judíos. Y hay también antiguos libros judíos
en medio de los cuales algunos escritores cristianos han interpolado
elementos cristianos. Todo esto quiere decir que la tarea de estudiar cada
uno de estos documentos, ponerles fecha y determinar su origen y propósito
es harto difícil, y en muchos casos los eruditos no concuerdan en cuanto a
sus respuestas. Por otra parte, además de estos Evangelios y hechos
apócrifos de los apóstoles, hay también escritos apócrifos producidos con el
propósito de apoyar alguna doctrina que el resto de los cristianos
consideraba errada; frecuentemente, el gnosticismo.
El género biográfico, que posiblemente tiene antecedentes en los libros
que acabamos de mencionar, así como en las actas de los mártires, no
aparece frecuentemente en la iglesia antigua. Pero hacia el final del período
que estudiamos va cobrando cada vez mayor importancia, según se van
popularizando las “vidas” de los santos. Por fin, cuando llegamos a las
Confesiones de San Agustín, no nos topamos ya sencillamente con el
género biográfico en general, sino con un libro sin precedentes, pues es la
primera autobiografía espiritual de que tenemos noticias.
El ensayo doctrinal —en algunos casos sobre alguna doctrina específica,
y en otros sobre el contenido total de la fe— va apareciendo ya en el siglo
segundo y va desarrollándose hasta llegar a los grandes tratados de Agustín
sobre temas tales como la Trinidad.
Los orígenes de tal tipo de tratado se encuentran en la literatura
antiherética que aparece ya en el siglo segundo. Durante aquel siglo, los
cristianos tenían que enfrentarse no solo a la persecución por parte de las
autoridades gubernamentales y del pueblo en general, sino también a la
diversidad de doctrinas que existían dentro de la iglesia, y que requerían que
se aclarase cuáles de ellas eran legítimamente cristianas y cuáles no.
Luego, la literatura antiherética tiene un tono polémico parecido al de la
apologética, aunque en este caso no se trata de defender la fe cristiana
frente a los paganos, sino más bien de mostrar por qué alguna postura o
doctrina no tiene cabida dentro de la iglesia.
Naturalmente, buena parte de la literatura cristiana antigua consiste en
comentarios bíblicos. Al igual que otros géneros literarios, estos se tornan
más abundantes según van pasando los siglos. Hacia el final del período
que estudiamos, algunos de esos comentarios serán de gran extensión. En
algunos casos, serán en realidad una serie de sermones sobre algún libro de
la Biblia, de modo que pertenecen también al género homilético.
En las páginas que siguen trataremos acerca de todos estos diversos
tipos de literatura. Aunque al principio de este libro algún capítulo centrará
su atención sobre un género particular —como, por ejemplo, el capítulo
dedicado a los apologistas del siglo segundo— por lo general nuestra
discusión seguirá un orden cronológico, de modo que pueda verse el modo
en que la literatura cristiana se va desarrollando a través de los siglos. Esto
se debe en parte a que, según va avanzando la historia que estudiaremos,
comenzarán a aparecer autores cuyos escritos reflejan más de un género
literario. Para entenderles, debemos tomar en cuenta a la vez todos esos
escritos. Si, por ejemplo, tomásemos el género literario e intentáramos
seguirlo desde el principio hasta el fin, tendríamos que considerar las siete
cartas de Ignacio de Antioquía a principios del siglo segundo junto a los
centenares de cartas de Agustín y de Jerónimo a fines del siglo cuarto y
principios del quinto. Al mismo tiempo, tendríamos que discutir a Agustín
bajo el encabezado de diversos géneros literarios: el epistolar, el homilético,
el comentario bíblico, el diálogo, la apologética, la literatura antiherética, la
autobiografía y el ensayo doctrinal.
Todos estos géneros, y más, se encuentran representados en la literatura
que hemos de estudiar. Pero, al estudiarla, no olvidemos el genio de aquel
olvidado antepasado nuestro, muchos siglos atrás, que colocó una piedra
sobre otra para así dejar testimonio de su paso por este mundo. De igual
modo, esta literatura que nos han dejado nuestros antepasados en la fe deja
testimonio, no solo de su paso por este mundo, sino también de su fe, de lo
que el Señor hizo por ellos, de sus dudas, luchas y esperanzas. Al leer sus
escritos, no lo hacemos solo por interés anticuario, sino también y sobre
todo porque estos autores son nuestros hermanos y hermanas en la fe. Su
testimonio sigue siendo válido hasta nuestros días, y lo será por todas las
edades. De igual manera que aquel antiquísimo antepasado nuestro se
hacía presente a cualquiera que viese sus dos piedras, así también estos
otros antepasados nuestros en la fe se hacen presentes en el día de hoy
mediante estos escritos que han llegado hasta nuestros días.
Por último, no olvidemos que de ninguno de estos documentos tenemos
la copia original, autógrafa. Lo que tenemos son copias de copias de copias,
todas ellas resultado de las generaciones que sirven de puente entre
aquellos antiguos autores y nuestros días. Luego, al estudiarlos estos
documentos nos ponen en contacto no solo con sus autores originales, sino
también con las generaciones gracias a cuyos esfuerzos y fidelidad los
documentos mismos han llegado a nuestros días.
Adentrémonos entonces en este vasto campo de la antigua literatura
cristiana, no solo con espíritu de investigación, sino también con gratitud y
respeto hacia esa gran nube de testigos que nos rodea.
PRIMERA PARTE
La primera literatura
cristiana fuera del
Nuevo Testamento
Introducción
Resulta interesante notar que, al tiempo que el pueblo cristiano es buen
conocedor de los libros del Nuevo Testamento, otra literatura cristiana,
buena parte de ella escrita al mismo tiempo que los últimos libros del Nuevo
Testamento, es prácticamente desconocida. Sin embargo, esa misma
literatura, que la mayoría de los creyentes no conoce, nos ayuda a entender
el ambiente en el cual se formó el Nuevo Testamento. Fue un período de
formación para la iglesia cristiana, que todavía no contaba con parámetros
para distinguir entre lo que era recta doctrina y lo que no lo era. Una
persecución cuya forma legal y oficial estaba todavía en proceso de
desarrollo se cernía sobre la iglesia. Había divisiones y diferencias de
opiniones al menos tan amplias como las que encontramos en el Nuevo
Testamento. No había una organización eclesiástica clara, pero sí había
quien se aprovechaba de tales circunstancias. Algunos se dedicaban a
buscar palabras y enseñanzas de Jesús que pudieran haber quedado fuera
de los Evangelios canónicos. Entre estos Evangelios, la diferencia entre el
cuarto y los otros tres llevaba a algunos a dudar de la autoridad de este
último. Quienes no concordaban con las enseñanzas de esos Evangelios
escribían otros. Algunos escribían acerca de los supuestos hechos de algún
apóstol para promover sus propias ideas, frecuentemente diferentes de las
del resto de la iglesia. Los mártires se tenían en alta estima, de tal manera
que las actas de sus martirios circulaban ampliamente. Frente a la
persecución, se escribieron defensas de la fe o apologías en las que se
buscaba mostrar, por una parte, que la persecución misma era injusta y, por
otra, que el cristianismo era verdad. En resumen, todo esto dio origen a una
vasta y multiforme literatura de la que nos han llegado porciones importantes
e iluminadoras.
Por otra parte, al tiempo que esta literatura es vasta y nos proporciona
abundante información acerca de la vida y fe de aquella naciente iglesia, no
hay entre todos los escritos de aquel tiempo uno solo que trate de
sistematizar o exponer toda la fe cristiana. Ni siquiera juntando todo lo que
resta de algún autor podemos tener una visión completa de su fe o de la
práctica de la vida cristiana en aquellos tiempos. Lo que tenemos, más bien
que tratados sistemáticos, son cartas, consejos prácticos y administrativos,
materiales homiléticos, defensas de la fe ante la persecución, historias de
mártires y una variada literatura apócrifa o seudónima.
Al igual que el Nuevo Testamento, toda esta literatura fue escrita
originalmente en griego. Aunque nos encontramos dentro de las fronteras
del imperio romano, cuya lengua original era el latín, en toda la región
oriental de ese imperio la lengua más común era el griego. Naturalmente, se
hablaban también los idiomas vernáculos de cada región. Pero el griego era
la principal lengua tanto de la literatura como del comercio. Nuestros autores
parecen haber conocido esa lengua en diversos grados, pues unos la
escriben elegantemente, y otros no tanto. Era todavía del tiempo en que los
creyentes eran mayormente de origen judío, aunque la iglesia empezaba a
abrirse paso entre los gentiles. Por tanto, es probable que varios de ellos
fueran judíos, aunque es imposible saber cuáles. De lo que no cabe duda es
que casi todos eran buenos conocedores de las Escrituras hebreas.
CAPÍTULO 1
Los padres apostólicos
Buena parte de los documentos cristianos más antiguos que se conservan
fuera de los que ahora forman parte del Nuevo Testamento recibe el nombre
conjunto de “padres apostólicos”. Ese título, empleado por primera vez en el
siglo diecisiete, y que se ha vuelto común, puede resultar confuso. Aunque
los “padres apostólicos” son ocho, algunos de ellos son individuos cuyos
escritos nos han llegado, mientras otros son en realidad documentos
anónimos o seudónimos. Además, se trata de un cuerpo de literatura harto
variado, pues en él se incluyen, además de varias cartas, un manual de
disciplina, una homilía que se presenta en forma epistolar y seudónima, una
serie de visiones y alegorías, una colección de supuestas citas del Señor y
una apología. Puesto que esta última (el llamado Discurso a Diogneto) en
realidad debería contarse entre los apologistas griegos, la discutiremos en el
capítulo correspondiente.
La Didajé
Muy posiblemente el más antiguo de todos estos documentos sea el que
lleva el título de Doctrina de los doce apóstoles, generalmente conocido
como la Didajé (palabra griega que significa “enseñanza”).
Este fue un documento que tuvo amplia circulación en la iglesia antigua,
pues parece que hasta algunos otros entre los llamados “padres apostólicos”
lo conocieron y emplearon. Más adelante, lo citan repetidamente varios otros
escritores cristianos. A través de ellos, su influencia puede verse en alguna
de la literatura medieval. Pero a la postre el libro mismo quedó olvidado, y la
modernidad no lo conoció sino a fines del siglo diecinueve. Más adelante,
siguiendo toda suerte de pistas, los eruditos han encontrado versiones o
porciones en lengua copta, siríaca, georgiana, latina y árabe. Esto es
testimonio de la amplia autoridad y difusión de que gozó este escrito en la
antigüedad.
En cuanto a la fecha y lugar de composición de este breve escrito, no
hay certidumbre absoluta. El hecho de que se le cita desde fecha bien
temprana es índice de su antigüedad. Además, una serie de indicios
respecto al clima y otras cuestiones parece indicar que la Didajé proviene de
Siria o alguna región cercana. Muy posiblemente existía ya por los años 70 u
80, aunque también hay eruditos que lo colocan mucho más tarde. Su estilo
es terso y sencillo, yendo rápidamente al punto que desea afirmar, sin
adornos ni circunloquios.
El libro se divide claramente en dos partes. Los primeros seis capítulos,
frecuentemente llamados el “documento de los dos caminos” hacen uso de
la antiquísima metáfora de los dos caminos, uno del bien o de la vida y el
otro del mal o de la muerte, que aparece no solo en la literatura griega
antigua, sino también en la literatura bíblica, tanto en los Evangelios (Mateo
7:13-15) como en el Antiguo Testamento (Jeremías 21:8). La segunda parte,
mucho más interesante, comprende los capítulos 8 al 16, e incluye valiosos
datos e instrucciones acerca del culto y el gobierno de la iglesia.
El documento de los dos caminos comienza con el grande y primer
mandamiento de amar a Dios, combinado con el del amor al prójimo. De allí
pasa a una lista de prohibiciones en la que se perciben ecos del decálogo.
Pero en todo caso el énfasis central de esta primera parte del libro recae
sobre la necesidad de compartir con los necesitados. Así dice, por ejemplo:
A todo el que pida, dale y no se lo reclames; pues el Padre quiere que a
todos se dé de sus propios dones. Bienaventurado el que, conforme al
mandamiento, diere, pues es inocente. Pero ¡ay del que recibe! Pues si
recibe por estar necesitado, será inocente; mas el que recibe sin sufrir
necesidad, tendrá que dar cuenta por qué recibió y para qué. Será puesto en
prisión, se le examinará sobre lo que hizo, y no saldrá de allí hasta haber
pagado el último cuadrante. Mas también acerca de esto fue dicho: que tu
limosna sude en tus manos, hasta que sepas a quién das. ...No rechazarás
al necesitado, sino que comunicarás [compartirás] en todo con tu hermano y
de nada dirás que es tuyo propio. Pues si os comunicáis en los bienes
inmortales, ¿cuánto más en los mortales? (Didajé 1.5, 6; 4:8; BAC 65:78, 79,
81, 82)
La segunda parte de la Didajé se abre en el capítulo 7 con instrucciones
interesantes acerca del bautismo:
Acerca del bautismo, bautizad de esta manera: Dichas con anterioridad
todas estas cosas, bautiza en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo en agua viva. Si no tienes agua viva, bautiza con otra agua; si no
puedes hacerlo con agua fría, hazlo con caliente. Si no tuvieres una ni otra,
derrama agua en la cabeza tres veces en el nombre del Padre y del Hijo y
del Espíritu Santo. (Didajé 7.1-3; BAC 65:84)
También acerca de la comunión, la Didajé nos ofrece un atisbo de las
prácticas cristianas más tempranas. Se trata de una comida que ha de
celebrarse cada semana en el “día del Señor” y cuyos participantes comen
hasta saciarse, lo cual es indicio de la fecha temprana de la Didajé. Allí se
encuentra la más antigua oración eucarística que tenemos:
Primeramente, sobre el cáliz: Te damos gracias, Padre nuestro, por la santa
viña de David, tu siervo, la que nos diste a conocer por medio de Jesús, tu
siervo. A ti sea la gloria por los siglos. Luego, sobre el fragmento: Te damos
gracias, Padre nuestro, por la vida y el conocimiento que nos manifestaste por
medio de Jesús, tu siervo. A ti sea la gloria por los siglos. Como este
fragmento estaba disperso sobre los montes y reunido se hizo uno, así sea
reunida tu iglesia de los confines de la tierra en tu reino. Porque tuya es la
gloria y el poder por Jesucristo eternamente. (Didajé 9.1-4; BAC 65:86)
Tras otras oraciones que han de elevarse después de participar en la
comunión, la Didajé pasa a una serie de exhortaciones y recomendaciones
la mayoría de las cuales se refiere a la necesidad de discernir entre los
verdaderos y los falsos “apóstoles y profetas” (términos que parecen ser
sinónimos en tiempos de la Didajé). El principal medio que la Didajé ofrece
para tal discernimiento se refiere a lo que tales predicadores itinerantes
hacen y piden:
Ahora bien, todo apóstol que venga a vosotros, sea recibido como el Señor.
Sin embargo, no se detendrá más que un solo día. Si hubiere necesidad, otro
más. Mas si se queda tres días, es un falso profeta. Al salir el apóstol, nada
lleve consigo, si no fuere pan, hasta nuevo alojamiento. Si pide dinero, es un
falso profeta. (Didajé 11.4-6; BAC 65:89)
En resumen, la Didajé es un libro valiosísimo, no por su elegancia de
estilo ni tampoco por la novedad de sus ideas, sino porque refleja las
prácticas, creencias y desafíos de los primeros años de vida de la iglesia.
Clemente romano
Si la Didajé nos ofrece un atisbo de la vida de la iglesia, posiblemente en
remotas regiones de Siria, la Epístola a los corintios de Clemente de Roma
nos deja ver cuán rápidamente la fe cristiana se fue arropando de
vestimentas helenistas.
Es poco o nada lo que se sabe de la vida de Clemente. Las leyendas y
tradiciones abundan. Según algunos escritores antiguos, Clemente
acompañó a Pablo en algunas de sus labores pastorales. Otros le atribuyen
la Epístola a los Hebreos que se encuentra en el Nuevo Testamento. Pronto
surgieron historias acerca de sus conflictos con Simón Mago. Todas esas
aseveraciones son extremadamente dudosas. Lo que sí es cierto es que
Clemente fue obispo de Roma a fines del siglo primero. Algunas listas
antiguas hacen de él el sucesor inmediato de Pedro, mientras otras le
colocan en tercer lugar. De Clemente se conserva solo un escrito, su
Epístola a los corintios.
Los indicios internos de la carta misma, así como lo poco que sabemos
con certeza acerca de Clemente, nos llevan a colocar la fecha de esta carta
allá por el año 95 o 96, es decir, por la misma época en que Juan escribiría
sus visiones en Patmos. Al igual que Juan en Apocalipsis, Clemente se
refiere constantemente al Antiguo Testamento, así como a otra literatura
judía de su tiempo. Pero, a diferencia de Juan, Clemente usa la misma
traducción griega que emplea la mayoría de los autores del Nuevo
Testamento, es decir, la Septuaginta. Por otra parte, también en marcado
contraste con Apocalipsis, Clemente hace uso de los recursos de la retórica
griega, que parece conocer bastante bien. Pero todavía hay algunos
elementos en su uso del griego que parecen dar a entender que, aun
cuando hacía uso de la retórica griega, Clemente se había formado en un
trasfondo judío. Luego, es posible suponer, aunque sin asegurarlo, que
Clemente era uno de los muchos judíos en Roma que habían aceptado la fe
cristiana, y además que era un hombre culto, no solo en asuntos de su
propia tradición hebrea, sino también en términos de la cultura helenista. Por
otras fuentes sabemos que en sus tiempos había en la ciudad de Roma
muchos judíos procedentes del oriente de habla griega, y que era entre ellos
que se iba abriendo paso la fe cristiana. Es muy probable que Clemente
fuera uno de ellos.
Aunque generalmente esta carta se le atribuye solo a Clemente, en
realidad se presenta como una carta de la iglesia en Roma a la de Corinto:
“La Iglesia de Dios que habita como forastera en Roma, a la iglesia de Dios
que habita como forastera en Corinto...” (Primera epístola de Clemente 1.1;
BAC 65:177). Aparentemente la iglesia en Corinto no había resuelto los
conflictos y contiendas que resaltan en la correspondencia de Pablo con ella.
Así, dice Clemente:
Nos referimos, carísimos, a la sedición, extraña y ajena a los elegidos de
Dios, abominable y sacrílega, que unos cuantos sujetos, gentes arrojadas y
arrogantes, han encendido hasta tal punto de insensatez, que vuestro
nombre, venerado y celebradísimo y digno del amor de todos los hombres, ha
venido a ser gravemente ultrajado. (Primera epístola de Clemente 1.1; BAC
65:177-78)
Los primeros 19 capítulos de la carta afirman que la iglesia de Corinto se
distinguió por su fe y virtudes, pero que luego el orgullo y la envidia la han
llevado a las contiendas presentes. Esto se fundamenta en un largo repaso
de la historia de Israel, mostrando primero cómo los celos y la envidia llevan
a toda clase de males, y ofreciendo la alternativa de una obediencia que
lleva a la unidad. Tras referirse a Caín y Abel, Clemente comenta:
Ya veis, hermanos, cómo la emulación y envidia produjeron un fratricidio. A
causa de la envidia, nuestro padre Jacob tuvo que huir de la presencia de su
hermano Esaú. La envidia hizo que José fuera perseguido hasta punto de
muerte y llegara hasta la esclavitud. La envidia obligó a Moisés a huir de la
presencia de Faraón, rey de Egipto... Por la envidia, Aarón y María hubieron
de acampar fuera del campamento. La envidia hizo bajar vivos al Hades a
Datán y Abirón, por haberse rebelado contra el siervo de Dios, Moisés. Por
emulación no solo tuvo David que sufrir envidia de parte de los extranjeros,
sino que fue perseguido por Saúl, rey de Israel. (Primera epístola de
Clemente 4.7-13; BAC 65:181)
Entonces, tras varios otros ejemplos y un llamado a la penitencia,
Clemente escribe un pasaje que nos recuerda el capítulo 11 de la Epístola a
los Hebreos, aunque en este caso lo que propone no es la fe, como ese otro
libro, sino la obediencia y una fe hospitalaria:
Tomemos por ejemplo a Enoc, quien, hallado justo en la obediencia, fue
trasladado, sin que se hallara resto de su muerte. Noé, hallado, otrosí, justo,
predicó por su servicio al mundo la regeneración y por su medio salvó el
Señor a los animales que entraron en concordia en el arca. Abrahán, que fue
dicho “amigo de Dios”, fue encontrado fiel por haber sido obediente a las
palabras de Dios. Abrahán, por obediencia, salió de la tierra de su parentela
y de la casa de su padre, para heredar las promesas de Dios. ...Por su
hospitalidad y piedad, fue salvado Lot de Sodoma... Por su fe y hospitalidad,
se salvó Rahab, por sobrenombre la Ramera. (Primera epístola de Clemente
9.3, 4; 10.1, 2; 11.1; 12.1; BAC 65:185-87)
Todo esto lleva a una exhortación a la mansedumbre y humildad,
siguiendo sobre todo el ejemplo de Jesucristo, pero también de los grandes
personajes del Antiguo Testamento. Y Clemente termina esta primera
sección de su carta con otras palabras que también tienen ecos de la
Epístola a los Hebreos:
En conclusión, la humildad y modestia de tantos y tan grandes varones, así
atestiguados, no solo nos hizo mejores por la obediencia a nosotros, sino a
las generaciones que nos precedieron, así como a cuantos recibieron sus
oráculos en temor y verdad. Comoquiera, pues, que fuimos hechos partícipes
de muchas, grandes y gloriosas acciones, emprendamos otra vez la carrera
hacia la meta de paz que nos fue transmitida desde el principio y fijemos
nuestra mirada en el Padre y Creador de todo el Universo. (Primera epístola
de Clemente 19.1, 2; BAC 65:196)
Estas palabras llevan entonces a Clemente a un lírico pasaje acerca de
la armonía de la creación de Dios, y de allí a la armonía que se encuentra al
centro mismo de la fe cristiana. El punto culminante de esa fe es la
resurrección de Jesucristo, que es también el fundamento de un llamado a la
vida santa. Esa vida santa incluye tanto la fe como las buenas obras, y todo
ello se manifiesta en un orden al que es necesario obedecer. Tal obediencia
es necesaria para el buen orden. Por ejemplo, en un ejército...
no todos son prefectos, ni todos tribunos, ni centuriones... Sino que cada uno
en su propio orden ejecuta lo mandado por el emperador y por los jefes
superiores. Los grandes no pueden subsistir sin los pequeños ni los pequeños
sin los grandes. (Primera epístola de Clemente 37.3, 4; BAC 65:212)
Lo mismo es cierto de la iglesia, cuyos líderes son los sucesores de los
apóstoles. Todo esto se basa en el orden jerárquico de la fe, pues de modo
semejante a como Jesucristo fue enviado por el Padre, los apóstoles fueron
enviados por Jesucristo. Y estos apóstoles “según pregonaban por lugares y
ciudades la buena nueva y bautizaban a los que obedecían al designio de
Dios, iban estableciendo a los que eran primicias de ellos —después de
probarlos por el espíritu— por inspectores y ministros [literalmente, obispos y
diáconos] de los que habían de creer” (Primera epístola de Clemente 42.4;
BAC 65:216). Ese orden de los ejércitos y de la iglesia es semejante al
orden que existe en el universo, en el cual cada elemento tiene su lugar, y
todo bajo el gobierno soberano de Dios. Lo que es más, todo esto se
fundamenta en la unidad de Dios mismo y de la fe cristiana: “¿O es que no
tenemos un solo Dios y un solo Cristo y un solo Espíritu de gracia que fue
derramado por nosotros?” (Primera epístola de Clemente 46.6; BAC 65:220).
Hacia el final de su carta, Clemente les recuerda a los corintios sus
antiguas disensiones y cómo Pablo se enfrentó a ellas, llamándoles al amor.
Esto le lleva a una descripción de ese amor o caridad que nos recuerda lo
que Pablo les dijera antes a los corintios sobre el mismo tema. Según
Clemente:
La caridad no fomenta la escisión, la caridad no es sediciosa, la caridad lo hace todo
en concordia. En la caridad se perfeccionan todos los elegidos de Dios. Sin caridad
nada es agradable a Dios. En caridad nos acogió a nosotros el Señor. Por la caridad
que nos tuvo, Jesucristo nuestro Señor dio su sangre por nosotros en voluntad de
Dios, y su carne por nuestra carne, y su alma por nuestras almas. (Primera epístola
de Clemente 49.5, 6; BAC 65:223)
Por último, sin explicar por qué lo hace, Clemente cierra su carta con una
larga oración que no está en todos los manuscritos, y que parece de ser el
primer texto que tenemos de la llamada “oración de los fieles”; es decir, la
oración de intercesión de toda la iglesia por el resto del mundo. Por otros
datos sabemos que en la iglesia antigua se acostumbraba al principio del
servicio de la mesa o de la comunión elevar a Dios una oración de
intercesión. La iglesia estaba llamada a ser un pueblo sacerdotal y, por lo
tanto, parte de su tarea era orar, no solo por ella misma y por sus miembros,
sino también por el resto del mundo. Tras una oración de alabanza a Dios,
quien deshace la altivez de los orgullosos, abate los pensamientos de las
naciones, eleva a los humildes y humilla a los que se exaltan, Clemente
pasa a lo que es más estrictamente una oración de intercesión:
Te rogamos, Señor, que seas nuestra ayuda y protección. Salva a los
atribulados, compadécete de los humildes, levanta a los caídos, muéstrate a
los necesitados, cura a los enfermos, vuelve a los extraviados del pueblo,
alimenta a los hambrientos, redime a nuestros cautivos, da salud a los
débiles, consuela a los pusilánimes; conozcan todas las naciones que tú eres
el solo Dios, y Jesucristo tu siervo, y nosotros tu pueblo y ovejas de tu rebaño.
...Danos concordia y paz a nosotros y a todos los que habitan sobre la tierra,
como se la diste a nuestros padres que te invocaron santamente en fe y en
verdad.
Danos ser obedientes a tu omnipotente y santísimo nombre y a nuestros
príncipes y gobernantes sobre la tierra. Tú, Señor, les diste la potestad regia,
por tu fuerza magnífica e inefable, para que, conociendo nosotros el honor y
la gloria que por ti les fue dada, nos sometamos a ellos, sin oponernos en
nada a tu voluntad. Dales, Señor, salud, paz, concordia y constancia, para
que sin tropiezo ejerzan la potestad que por ti les fue dada. Porque tú, Señor,
rey celeste de los siglos, das a los hijos de los hombres gloria y honor y
potestad sobre las cosas de la tierra. Endereza tú, Señor, sus consejos,
conforme a lo bueno y acepto en tu presencia, para que, ejerciendo en paz y
mansedumbre y piadosamente la potestad que por ti les fue dada, alcancen
de ti misericordia.
A ti, el solo que puedes hacer esos bienes y mayores que esos entre
nosotros, a ti te confesamos por el sumo sacerdote y protector de nuestras
almas, Jesucristo, por el cual sea a ti gloria y magnificencia ahora y de
generación en generación, y por los siglos de los siglos. Amén. (Primera
epístola de Clemente 59.4-61.3; BAC 65:233-35)
La fama de Clemente hizo que pronto se le atribuyeran otros escritos. De
estos, los más antiguos parecen ser la supuesta Segunda epístola de
Clemente a los corintios, y sus dos Cartas a las vírgenes. Estas últimas son
en realidad producto del siglo tercero, que dejó abundante material sobre
este tema y, por lo tanto, no merecen discusión en el presente capítulo. El
documento que se conoce como la Segunda epístola de Clemente no es de
Clemente, ni es tampoco una epístola. Se trata más bien de una homilía o
sermón cuyo origen parece remontarse a unas pocas décadas después de
Clemente. Por tanto, bien puede disputarse con el Sermón Pascual de
Melitón de Sardis el honor de ser la más antigua homilía cristiana que se
conserva. Por una serie de razones, los eruditos sugieren que esta homilía
procede de Roma, donde fue escrita y predicada hacia mediados del siglo
segundo. Además, en contraste con el legítimo Clemente, este predicador
no parece tener raíces profundas en la tradición hebrea, sino proceder más
bien del paganismo. Según él mismo declara, tanto él como quienes le
escuchaban venían de un trasfondo pagano: “Estábamos ciegos en nuestra
inteligencia; adorábamos las piedras, los leños, el oro, la plata y el bronce,
obras de hombres, y nuestra vida entera no era otra cosa que muerte”
(Segunda epístola de Clemente 1.6; BAC 65:355-56).
Buena parte de esta homilía se dedica a apartar a los creyentes de la
idolatría y la inmoralidad. Pero al menos hay también dos elementos en su
teología que merecen mención aparte. El primero de ellos es su llamado a
no despreciar la carne y el cuerpo. En el siglo segundo, debido en parte a
influencias gnósticas, había cristianos que pensaban que solamente lo
espiritual era importante. Por ello, este predicador dice:
Y nadie de vosotros diga que esta carne no es juzgada ni resucita. Entended:
¿En qué fuisteis salvados, en qué recobrasteis la vista, sino estando en esta
carne? Luego es preciso que guardemos nuestra carne como un templo de
Dios. Porque a la manera que en la carne fuisteis llamados, en la carne
vendréis. Si Cristo, el Señor que nos ha salvado, siendo primero espíritu, se
hizo carne, y así nos salvó, así también nosotros en esta carne recibiremos
nuestro galardón. (Segunda epístola de Clemente 9.1-5; BAC 65:362)
El segundo elemento en la teología de esta homilía que merece atención
espiritual es su eclesiología. Según este predicador, la iglesia fue fundada
antes del sol y la luna. Lo que ha sucedido en tiempos más recientes es que
esa iglesia espiritual se ha manifestado en la carne de Cristo. Y esa
manifestación de la iglesia es también fundamento para respetar la carne:
Pero la Iglesia, siendo espiritual, se manifestó en la carne de Cristo,
poniéndonos así de manifiesto que quien la guardare, la recibirá en el Espíritu
Santo. Porque esta carne es la figura del Espíritu Santo. Nadie, pues, quien
corrompiere la figura, recibirá el original. ...Ahora bien, si decimos que la
Iglesia es la carne y Cristo el espíritu, luego el que deshonra la carne,
deshonra a la iglesia. (Segunda epístola de Clemente 14.3,4; BAC 65:367)
Ignacio de Antioquía
De toda la literatura que aquellos tiempos nos han dejado, posiblemente
ninguna es tan valiosa —y ciertamente ninguna tan inspiradora— como las
siete cartas que Ignacio de Antioquía escribió camino al martirio. Allá por el
año 107, Ignacio, a quien algunos escritores antiguos se refieren como
obispo de Antioquía, había sido condenado a muerte por razón de su fe.
Puesto que se preparaba entonces una magna celebración en Roma,
Ignacio fue enviado a la capital para que su muerte fuera parte de los
espectáculos que se proyectaban. Camino a Roma, escribió siete cartas que
todavía se conservan. Seis de ellas fueron motivadas por visitas que había
recibido de cristianos según marchaba hacia el martirio. La séptima iba
dirigida a la iglesia en Roma, donde esperaba ofrecer su vida en testimonio
a su Salvador. Cuando en Esmirna tuvo la oportunidad de hacerlo, Ignacio
escribió a las iglesias de Éfeso, Magnesia, Trales y Roma. Y poco más
tarde, desde Troas, a las iglesias de Filadelfia y de Esmirna, y a Policarpo,
quien era a la sazón obispo de Esmirna. Como era de esperarse, estas
cartas siguen los cánones del género epistolar de la época, diciendo primero
quién las envía, y luego quiénes han de leerlas. A esto siguen palabras de
apoyo y felicitación, antes de pasar al cuerpo mismo de la carta. Y todo
termina con unas palabras de despedida.
La carta a los efesios agradece la visita que Ignacio había recibido de
una delegación de esa iglesia, presidida por su obispo Onésimo (¿será el
mismo que aparece en la Epístola a Filemón?). Al leer esta carta vemos
varios temas que aparecerán también en las demás. Uno de ellos es el
martirio y el modo en que Ignacio lo entiende, diciendo que todavía está
empezando a ser discípulo del Señor y que las cadenas que le llevan atado
son como preciosas guirnaldas de perlas.
Otro tema fundamental en esta epístola y en varias de las otras es la
necesidad de obedecer y seguir a las autoridades eclesiásticas debidamente
establecidas. Ignacio exhorta a los cristianos en Éfeso a estar “sometidos al
obispo y al colegio de ancianos” (Epístola a los efesios 2.2; BAC 65:449),
para que de ese modo sean santificados en todo. Y les asegura que “os
conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo, que es justamente lo
que ya hacéis”, y que “vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que
lleva, digno, otrosí, de Dios, esté armoniosamente concertado con su obispo
como las cuerdas con la lira” (Epístola a los efesios 4.1; BAC 65:449-50).
También se nota en esta carta una espiritualidad profundamente
eucarística, pues Ignacio invita a sus lectores a no apartarse jamás de ella.
Este será un tema que encontraremos con mayor amplitud en otras de las
cartas de Ignacio.
Pero posiblemente lo que más se resalte en esta carta es el alto
concepto que Ignacio tiene de Jesucristo como Dios encarnado. Para él, la
sangre de Jesucristo es “la sangre de Dios”. Refiriéndose a Jesucristo dice:
Un médico hay, sin embargo, que es carnal a par que espiritual, engendrado y
no engendrado, en la carne hecho Dios, en la muerte, vida verdadera, hijo de
María e hijo de Dios, primero pasible y luego impasible, Jesucristo nuestro
Señor. (Epístola a los efesios 7.2; BAC 65:451-52)
La dignidad y el poder de este Dios encarnado son tales, que Ignacio
afirma que el Señor se mostró dispuesto a que se le ungiera la cabeza
porque de ese modo le infundía incorrupción a la iglesia. En otras palabras,
puesto que el ungüento tocó la cabeza de Jesús, ahora toda la iglesia goza
de un ungüento de incorrupción. Algo semejante se ve mucho más
claramente en el caso del bautismo de Jesús, quien según Ignacio “fue
bautizado, a fin de purificar el agua con su pasión”. (Epístola a los efesios
18.2; BAC 65:457)
Y, refiriéndose a la encarnación de Dios en Jesús al tiempo de la
Natividad, declara que:
Desde aquel punto, quedó destruida toda hechicería y desapareció toda
iniquidad. Derribada quedó la ignorancia, deshecho el antiguo imperio, desde
el momento en que se mostró Dios hecho hombre para llevarnos a la novedad
de la vida perdurable, y empezó a cumplirse lo que en Dios era obra
consumada. Todo se conmovió desde el instante en que se meditaba el
aniquilamiento de la muerte. (Epístola a los efesios 19.3; BAC 65:458)
La Epístola a los magnesios es mucho más breve. Su énfasis recae
sobre el tema de la autoridad del obispo. El obispo de Magnesia, llamado
Damas, quien había dirigido la comisión que visitó a Ignacio, parece haber
sido muy joven, pues Ignacio insiste en que se le respete y obedezca a
pesar de su juventud. Según Ignacio, si alguien trata de engañar al obispo
visible en realidad está desentendiéndose del invisible, Jesucristo. La
concordia que es necesaria para el bienestar de la iglesia tiene lugar
“presidiendo el obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los ancianos, que
representan el colegio de los apóstoles, y teniendo los diáconos, para mí
dulcísimos, encomendado el ministerio de Jesucristo” (Epístola a los
magnesios 6.1; BAC 65:462). Además, aparentemente Ignacio temía la
posible presencia en Magnesia de elementos judaizantes, aunque no dice
mucho acerca de las enseñanzas de tales personas. Según él, “absurda
cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente. Porque no fue el
cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo,
en el que se ha congregado toda lengua que cree en Dios” (Epístola a los
magnesios 10.3; BAC 65: 464-65).
La Epístola a los tralianos es un saludo que Ignacio les envía a aquellos
creyentes, posiblemente a través de su obispo Polibio, quien había venido a
visitarle. Al igual que en sus otras cartas, Ignacio insiste en la autoridad del
obispo y de sus representantes, llegando al punto de declarar que “quitados
estos, no hay nombre de iglesia” (Epístola a los tralianos 3.1; BAC 65:469).
Pero en este caso parece que lo que más le preocupa a Ignacio no son las
divisiones, sino las doctrinas incorrectas. Ya comenzaban a surgir
movimientos que querían incorporar el nombre de Jesucristo a sus
especulaciones, a veces contándole entre los eones espirituales, y negando
su verdadera encarnación. Tal opinión, comúnmente llamada “docetismo”,
hacía de la humanidad física de Jesús una mera apariencia. Contra ellos
escribe Ignacio unas líneas que subrayan la realidad de la encarnación, y la
falsedad del docetismo:
Tapaos, pues, los oídos cuando alguien venga a hablaros fuera de Jesucristo,
que desciende del linaje de David y es hijo de María; que nació
verdaderamente y comió y bebió; que fue verdaderamente perseguido bajo
Poncio Pilato, fue verdaderamente crucificado y murió a la vista de los
moradores del cielo, de la tierra y del infierno. El cual, además, resucitó
verdaderamente de entre los muertos, resucitándole su propio Padre. ...Ahora
bien, si, como dicen algunas gentes sin Dios, es decir, sin fe, solo en
apariencia sufrió —¡y ellos sí que son pura apariencia!— ¿a qué estoy yo
encadenado? (Epístola a los tralianos 9.1-10.1; BAC 65:471-72)
La última de las cuatro cartas que Ignacio escribe desde Esmirna es muy
diferente de las otras. Su Epístola a los romanos no es, como las otras, una
nota de gratitud y de guía a iglesias que le habían mandado
representaciones, sino más bien una petición a la comunidad cristiana en
Roma. Aparentemente, Ignacio había recibido noticias de que la iglesia en
Roma procuraría salvarle del martirio; aunque no sabemos si lo que se
proyectaba era hacer uso de influencia entre las autoridades, o de algún
modo preparar la fuga de Ignacio. El anciano obispo de Antioquía, sin
embargo, no quiere que sus hermanos en Roma le libren del martirio. En su
carta les pide que no hagan tal cosa:
Y es que temo justamente vuestra caridad, no sea ella la que me perjudique.
Porque a vosotros, a la verdad, cosa fácil es hacer lo que pretendéis; a mí, en
cambio, si vosotros no tenéis consideración conmigo, me va a ser difícil
alcanzar a Dios. ...Si vosotros calláis respecto de mí, yo me convertiré en
palabra de Dios; mas si os dejáis llevar del amor a mi carne, seré otra vez una
mera voz humana. (Epístola a los romanos 1.2; 2.1; BAC 65:475)
Por lo que mí toca, escribo a todas las iglesias, y a todas las encarezco que
yo estoy pronto a morir de buena gana por Dios, con tal que vosotros no me
lo impidáis. Yo os lo suplico: no mostréis para conmigo una benevolencia
inoportuna. Permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado
alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he de ser
molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo. ...Cuando el
mundo no vea ya mi cuerpo, entonces seré verdadero discípulo de Jesucristo.
(Epístola a los romanos 4.1,2; BAC 65:476-77)
Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. (Epístola a los romanos 6.3;
BAC 65:478)
La primera de las tres cartas escritas desde Troas va dirigida a los
creyentes en Filadelfia. En ella encontramos un indicio de lo que puede
haber llevado a Ignacio a insistir tanto en la unidad de la iglesia bajo la
autoridad del obispo. Según cuenta, en un incidente que aparentemente tuvo
lugar en Antioquía, aun sin saber las contiendas que se estaban gestando, y
movido por el Espíritu Santo, Ignacio clamó: “¡Atención a vuestro obispo, al
colegio de ancianos y a los diáconos!” (Epístola a los filadelfios 7.1; BAC
65:485). En esta carta, como en las demás, Ignacio insiste en la necesidad
de obedecer a las autoridades eclesiásticas, y de manifestar la unión en el
culto de la iglesia:
Y es así que, cuantos son de Dios y de Jesucristo, esos son los que están al
lado del obispo. ...Si alguno sigue a un cismático, no hereda el reino de Dios.
El que camina en sentir ajeno a la iglesia, ese no puede tener parte en la
pasión del Señor.
Poned, pues, todo ahínco en usar de una sola eucaristía; porque una sola
es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su
sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo obispo, juntamente
con el colegio de ancianos y con los diáconos, consiervos míos. De esta
manera, todo cuanto hiciereis, lo haréis según Dios. (Epístola a los filadelfios
3.2—4.1; BAC 65:483)
Las últimas dos cartas de Ignacio, escritas también desde Troas, van
dirigidas a Esmirna: la primera de ellas a la iglesia en esa ciudad, y la
segunda a su obispo Policarpo. En ellas también subraya la autoridad del
obispo y la necesidad de someterse a él, al mismo tiempo que previene
contra las teorías docéticas que aparentemente circulaban entre los
cristianos de la región. Como en su carta a los tralianos, Ignacio insiste en la
realidad de la encarnación y sufrimientos físicos de Jesucristo. Tras resumir
esos sufrimientos, dice:
Porque todo esto lo sufrió el Señor por nosotros a fin de que nos salvemos; y
lo sufrió verdaderamente, así como verdaderamente se resucitó a sí mismo,
no según dicen algunos infieles, que solo sufrió en apariencia. ¡Ellos sí que
son la pura apariencia! Y, según como piensan, así les sucederá, que se
queden en entes incorpóreos y fantasmales. Yo, por mi parte, sé muy bien
sabido, y en ello pongo mi fe, que, después de su resurrección, permaneció
el Señor en su carne. (Epístola a los esmirniotas 2.1-3.1; BAC 65:489-90)
Por otra parte, este énfasis en la realidad del cuerpo físico de Cristo
también tiene consecuencias prácticas. Quienes no creen en el valor de la
carne ni en la encarnación de Dios en Jesús, tampoco se ocuparán de las
necesidades físicas de otros: “Nada se les da por la caridad; no les importan
la viuda y el huérfano, no se les da nada del atribulado, ni se preocupan de
quién esté encadenado o suelto, hambriento o sediento” (Epístola a los
esmirniotas 6.2; BAC 65:492).
La última de las cartas de Ignacio va a dirigida al joven obispo de
Esmirna, Policarpo. Una vez más, Ignacio insiste en la necesidad de la
unidad entre los creyentes. Tal unidad se fundamenta en la obediencia al
obispo, quien a su vez ha de ser obediente a Dios y Jesucristo, y no hacer
nada sin contar con Dios. Al mismo tiempo, el obispo ha de atender a toda
su grey: “Si solo amas a los buenos discípulos, ningún mérito tienes en ello.
El mérito está en que sometas con mansedumbre a los más pestilenciales”
(Epístola a Policarpo 2.1; BAC 65:497).
Como en el caso de Clemente, la fama de Ignacio pronto llevó a la
producción de literatura seudónima que pretendía usar su nombre. Así,
además de largas interpolaciones a las cartas genuinas de Ignacio, hay una
supuesta correspondencia entre Ignacio y María de Casobolos en la que ella
le pide a Ignacio que le envíe ciertos ministros para servir en su iglesia, e
Ignacio accede. Y hay también supuestas cartas de Ignacio, entre otras, a
los antioqueños y a los tarsenses.
Policarpo de Esmirna
En su carta a Policarpo, Ignacio le decía que, obligado a partir de Troas
hacia Neápolis, no había tenido oportunidad de escribirles a otras iglesias de
la región, y le pedía a Policarpo que lo hiciera. Aparentemente Policarpo lo
hizo, pero también les escribió a los filipenses, por cuya ciudad Ignacio y sus
acompañantes habían pasado camino a Roma, pidiéndoles noticias acerca
de ellos. El interés principal de la epístola que Policarpo les escribió a los
filipenses está en el modo en que nos deja ver cómo las iglesias se
comunicaban unas con otras:
Me escribisteis vosotros, y también Ignacio, para que, caso que marche
alguno a Siria, lleve también vuestras cartas. Lo cual haré, apenas se
presente ocasión favorable, ya por mí y personalmente, ya por el embajador
que pienso enviar y que irá también de parte vuestra. Conforme a vuestra
indicación, os enviamos las cartas de Ignacio, tanto las que nos escribió a
nosotros como las otras suyas que teníamos en nuestro poder. Todas van
adjuntas a la presente. De ellas podréis grandemente aprovecharos, pues
están llenas de fe y paciencia y de toda edificación que conviene en nuestro
Señor. Por vuestra parte, comunicadme lo que sepáis de cierto sobre Ignacio
y sus compañeros. (Epístola de Policarpo 13; BAC 65:671)
Aunque la carta misma no nos dice mucho acerca de Policarpo, poco
después su discípulo Ireneo diría que Policarpo había sido instruido por Juan
en Éfeso, y que por tanto guardaba la tradición apostólica. En cuanto a su
muerte, existe un valioso y antiguo documento, el Martirio de Policarpo,
sobre el cual volveremos al discutir las actas de los mártires.
La Epístola de Bernabé
Entre los padres apostólicos se incluye un documento conocido como la
Epístola de Bernabé. Pero lo cierto es que este escrito no es una carta, sino
más bien un largo sermón o exhortación, y que no hay razón alguna para
pensar que se relacione con el Bernabé de la iglesia primitiva en Jerusalén.
Gozó, sin embargo, de gran prestigio, particularmente en Alejandría, donde
todavía en el siglo tercero Orígenes lo citaba como Escritura.
El documento puede dividirse en dos partes. La primera, y más extensa,
trata acerca de la interpretación de las Escrituras de Israel y de su relación
con la fe cristiana y la vida moral. La segunda retoma el tema de los “dos
caminos” que ya hemos visto en la Didajé.
La primera parte del documento tiene un marcado tono antijudaico. Así,
“el Hijo de Dios vino en carne a fin de que llegara a su colmo la consumación
de los pecados de quienes persiguieron de muerte a sus profetas” (Epístola
de Bernabé 5.11; BAC 65:780). Y “el Señor habló de que se practicara una
circuncisión, pero no de la carne. Mas ellos transgredieron su mandamiento,
pues un ángel malo los engañó” (Epístola de Bernabé 9.4; BAC 65:789). En
conclusión, este predicador les aconseja a quienes le escuchan:
No os asemejéis a ciertas gentes, amontonando pecados a pecados, gentes
que andan diciendo que la alianza es de aquellos y nuestra. Nuestra,
ciertamente; pero aquellos la perdieron en absoluto del modo que diré,
después de haberla ya recibido de Moisés. (Epístola de Bernabé 4:6; BAC
65:777)
En todo caso, el modo en que este predicador entiende e interpreta las
Escrituras hebreas es lo que se conoce como “tipología”. Según este
método, los acontecimientos, prácticas y mandamientos del Antiguo
Testamento eran “figuras” o “tipos” de Jesucristo y de su evangelio. Isaac
ofrecido sobre el altar era un tipo, figura o anuncio del sacrificio de Jesús en
la cruz, y lo mismo era el macho cabrío despreciado y lanzado al desierto.
Los 318 hombres a quienes Abrahán circuncidó representan a Jesús y su
cruz, ya que en griego el 318 se escribe IHT, y las primeras dos letras son
también las dos primeras del nombre de Jesús, mientras la T representa la
cruz. Y el descanso de Dios al séptimo día era señal de la culminación de
todos los tiempos, cuando habrá verdadero descanso.
Al referirse a los “dos caminos”, este documento, a diferencia de la
Didajé, no los llama el camino de la vida y el de la muerte, sino más bien el
de la luz y el de las tinieblas. Y, mucho más que la Didajé, este documento
relaciona el camino de luz con el servicio al prójimo:
Comunicarás [compartirás] en todas las cosas con tu prójimo, y no dirás que
las cosas son tuyas propias, pues si en lo imperecedero sois partícipes en
común, ¡cuánto más en lo perecedero! ...No seas de los que extienden la
mano para recibir y la encogen para dar. ...No vacilarás en dar, ni cuando des
murmurarás, sino que conocerás quién es el buen pagador de tu galardón.
(Epístola de Bernabé 19.8, 9, 11; BAC 65:807-08)
En contraste, quienes siguen el camino de las tinieblas son los
...que no se compadecen del menesteroso, no sufren con el atribulado,
prontos a la maledicencia, desconocedores de aquel que los creó, matadores
de sus hijos por el aborto, destructores de la obra de Dios, que echan de sí al
necesitado, que sobreatribulan al atribulado, abogados de los ricos, jueces
inicuos de los pobres, pecadores en todo. (Epístola de Bernabé 20.2; BAC
65:809)
El Pastor de Hermas
El más extenso de todos los libros y documentos que se cuentan entre
los padres apostólicos es el Pastor de Hermas. Aparte de lo que su propio
libro nos dice, sabemos de la vida de Hermas gracias a una nota en el
“fragmento muratoniano” —un documento que bien puede ser del siglo
segundo o del tercero publicado en el siglo dieciocho—, donde se nos dice
que Hermas escribió este libro en Roma, cuando su hermano Pío era obispo
de esa ciudad. Puesto que Pío fue obispo aproximadamente del 140 al 150,
esto parece indicar que fue entre esas fechas que Hermas escribió su libro.
En él, nos cuenta que de niño había sido esclavo, y que su amo lo vendió a
una señora de nombre Roda a quien en cierta ocasión, al ayudarla a salir de
un baño en el río, Hermas codició. Algún tiempo después, mientras dormía,
tuvo una visión en la que Roda le hacía ver que haberla codiciado era un
gran pecado. Mientras temblaba por razón de esa visión, se le apareció una
anciana de vestimenta brillante quien le dijo que no solo había pecado al
codiciar a Roda, sino también al no corregir a sus propios hijos y, por tanto,
permitir que se corrompieran. Por razón de eso, Hermas había sido
castigado en sus negocios seculares; negocios cuya naturaleza
desconocemos. Entonces la mujer le leyó unas palabras que Hermas no
comprendía completamente, pero que indicaban que los últimos días se
acercaban, y que Dios castigaría a unos y premiaría a otros. Cuando
Hermas le dice a la señora que sus primeras palabras, de destrucción y
castigo, no le agradan, pero sí las últimas, de amor y perdón, ella le
contesta: “Estas últimas cosas son para los justos; mas las primeras, para
los gentiles y apóstatas” (Visión 1.4.2; BAC 65:942).
Este es el comienzo de toda una serie de experiencias, visiones y
revelaciones que Hermas cuenta en su libro. Aparentemente, el libro es en
realidad una compilación de enseñanzas y prédicas de Hermas, quien
parece haber sido “profeta” o predicador en la iglesia de Roma. En su forma
final, el libro comprende cinco “visiones”, doce “mandamientos” y diez
“parábolas”
La segunda visión tiene lugar un año después de la anterior, y en el
mismo lugar. En ella, la misma anciana le da a leer a Hermas un escrito que
este no entiende. Tras oración y ayuno Hermas por fin puede entender el
escrito, que le reprende por no haberse ocupado suficientemente de sus
hijos y esposa, diciéndole que “tus preocupaciones andaban por otro lado y
vivías envuelto en tus negocios perversos” (Visión 2.3; BAC 65:945). Por
estas razones, tanto los hijos como la esposa de Hermas han cometido
serios pecados. Pero ahora se les ofrece una nueva oportunidad de
arrepentimiento en cierto día fijo. Hermas debe anunciarles esta gracia de
Dios, y al mismo tiempo no guardar rencor contra sus hijos y esposa, de
modo que puedan aceptar esta oportunidad de arrepentimiento. Pero, “si
después de fijado este día, todavía se cometiere pecado, no tendrán
salvación” (Visión 2.2; BAC 65:944).
La tercera visión es la más extensa y la más citada. Una vez más la
anciana se le aparece a Hermas, quien ve, entre otras cosas, una gran torre
que se está construyendo. Una multitud de lo que después se le explica que
son ángeles trae piedras para la construcción, que otros seis jóvenes,
también ángeles, van colocando en su sitio. Mientras algunas de ellas
encajan inmediatamente en la torre que se construye, otras sufren suertes
diferentes, de modo que algunas se quiebran, otras ruedan lejos, y algunas
quedan al pie de la torre, aparentemente esperando a estar listas para ser
añadidas al edificio. Después la anciana le explica a Hermas que cada una
de estas piedras representa algún tipo diferente de cristiano. Entre las que
se rechazan, algunas son aquellas personas que, habiendo pecado, no se
arrepienten todavía y, por tanto, se les coloca a un lado hasta que estén
listas. Las que no encajan en la torre por ser redondas “son los que tienen,
sí, fe; pero juntamente poseen riqueza de este siglo” (Visión 3.6; BAC
65:956), lo que les lleva a renegar de su Señor. Tales personas no pueden
añadirse a la torre hasta tanto no dejen a un lado sus riquezas, de igual
manera que una piedra redonda no se puede añadir al edificio hasta tanto no
se le recorte su redondez.
La cuarta visión es un breve anuncio de las tribulaciones por venir, y nos
recuerda algunos de los capítulos del Apocalipsis de Juan. En la quinta,
brevísima, aparece el Pastor, quien le ordena a Hermas que escriba sus
mandamientos y comparaciones. Por tanto, esta última visión sirve a la vez
de conclusión a las visiones y de introducción al resto del libro.
El primer mandamiento, muy breve, le ordena a Hermas creer en el Dios
creador de todo cuanto existe, y obedecerle. El segundo, al tiempo que le
advierte acerca de diversos pecados, le llama sobre todo a practicar la
limosna, sin preocuparse por si quien la recibe es digno o no, pues en fin de
cuentas eso lo determinará Dios. El tercer mandamiento le llama a rechazar
la mentira y hablar la verdad, y el cuarto le recomienda la castidad. Además,
en ese mantenimiento se responde a la preocupación de Hermas acerca de
los cristianos que pecan después de su bautismo. Lo que el Pastor le dice es
que “si después de aquel llamamiento grande y santo alguno, tentado por el
diablo, pecare, solo tiene una penitencia; mas si a la continua pecare y
quisiere hacer penitencia, sin provecho es para hombre semejante, pues
difícilmente vivirá” (Mandamiento 4.3; BAC 65:978, 979). El quinto
recomienda la paciencia. El sexto dice que en cada persona hay un ángel de
bondad y justicia y otro de maldad e injusticia, y que es necesario creer y
practicar las directrices del primero, y rechazar las del segundo. El séptimo
llama al temor y la obediencia a Dios, mientras el octavo señala que hay
ciertas cosas en las cuales hay que ejercitar la moderación y otras que son
todo lo contrario. Es necesario practicar la continencia ante el mal, pero no
cuando se trata de “servir a las viudas, socorrer a los huérfanos y
necesitados, redimir de sus necesidades a los siervos de Dios”
(Mandamiento 8.10; BAC 65:989), y otras cosas semejantes. El brevísimo
noveno mandamiento insiste en que se le debe pedir a Dios sin que el
pecado propio se considere obstáculo, ya que Dios no guarda rencor como
los humanos. El décimo incluye una interesante discusión acerca de la
tristeza. Al tiempo que, por una parte, la tristeza va unida a la falta de fe, la
tristeza por el mal cometido también le presta ocasión al Espíritu Santo,
quien a su vez trae alegría. El undécimo mandamiento es en realidad un
llamado a discernir entre los profetas verdaderos y los falsos. El principal
modo de saber quién es el falso profeta está en examinar sus acciones:
Al hombre que afirma tener el Espíritu divino, examínale por su vida. Ante
todo, el hombre que tiene el Espíritu divino, el que viene de arriba, es manso,
tranquilo y humilde; vive alejado de toda maldad y de todo deseo vano de
este siglo; se hace a sí mismo el más pobre de todos los hombres.
(Mandamiento 11.7, 8; BAC 65:997)
El último de esta serie de mandamientos es una breve exhortación a
abandonar los malos deseos y practicar la justicia, verdad y mansedumbre.
A esto sigue un breve epílogo en el que se discute si es posible o no guardar
los mandamientos. A las dudas de Hermas, el Pastor responde que quien no
guarda los mandamientos no tendrá salvación posible, y que su condenación
se extenderá a sus hijos y familia. El diablo trata constantemente de
convencer al ser humano de que no puede cumplir los mandamientos. Pero
en realidad el diablo no tiene poder sobre los hijos de Dios, y sencillamente
es necesario no escucharle.
Las diez comparaciones varían en su extensión e importancia. La
primera, relativamente corta, trata sobre la ciudadanía de los creyentes, que
no está en el mundo presente, sino en la ciudad celestial. Como extranjeros,
los creyentes han de estar apercibidos “para el caso en que el señor de esta
ciudad quiera expulsarte de ella por oponerte a sus leyes” (Comparación 1.6;
BAC 65:1008). Además, como extranjero, el creyente debe llevar una vida
distinta, con otros propósitos:
En lugar, pues, de campos, comprad almas atribuladas, conforme cada uno
pudiere; socorred a las viudas y a los huérfanos y no los despreciéis; gastad
vuestra riqueza y vuestros bienes todos en esta clase de campos y casas,
que son las que habéis recibido del Señor. Porque este es el fin para que el
Dueño os hizo ricos, para que le prestéis estos servicios. (Comparación 1.7;
BAC 65:1008-09)
La segunda comparación se refiere al modo en que se cultivaban
algunas viñas, en que las vides se sostenían atándolas a pequeños olmos.
De igual modo que el olmo no da fruto, tampoco lo dan los ricos. Pero si los
ricos apoyan a los pobres, el fruto de los pobres les será contado también a
ellos, como el de las vides a los olmos. La tercera comparación continúa con
ejemplos tomados del campo y la agricultura. Así como en el invierno todos
los árboles parecen estar muertos, pero unos en realidad están muertos y
otros tienen una vida escondida, así también en el siglo venidero se verá
quiénes son justos y quiénes no. La cuarta comparación es continuación de
esta, pasando ahora al verano.
En la quinta comparación, tras una breve discusión acerca del ayuno,
que no consiste en abstenerse de comida, sino más bien en hacer el bien,
Hermas presenta una parábola acerca de una viña que nos recuerda los
textos de los Evangelios. En este caso, el esclavo que quedó a cargo de la
viña hizo más de lo que el amo le había mandado, y por eso el amo le
recompensó. Por tanto, “si sobre lo que manda el mandamiento de Dios,
hicieres todavía algún bien, te adquirirás mayor gloria y serás ante Dios más
glorioso de lo que, sin eso, habías de serlo” (Comparación 5.3; BAC
65:1018). El ayuno es una de esas obras que gana tal gloria, pero ha de
resultar también en el bien de los pobres:
Después de cumplido lo que queda escrito, el día que ayunes no tomarás
sino pan y agua, y de la comida que habías de tomar calcularás la cantidad
de gasto que correspondería a aquel día y lo entregarás a una viuda, a un
huérfano o a un necesitado. (Comparación 3; BAC 65:1018)
La sexta y séptima comparaciones presentan a dos pastores, uno es “el
ángel del placer y el engaño”, y el otro es el ángel del castigo. Aunque la
obra de este último no es placentera, es un modo de llamar al
arrepentimiento y nueva vida. Esto explica la condición del propio Hermas,
cuyos pecados no son tan grandes, pero su familia sí cometió grandes
pecados, y ahora la tribulación que él sufre es un modo de invitarles a ellos
también al arrepentimiento y la purificación. La octava comparación, algo
confusa, trata de un sauce del que se toman varas que se reparten entre
muchos. Más adelante las diversas condiciones de esas varas, unas
completamente secas y otras verdes, muestran diversos niveles de
obediencia a Dios. La novena comparación, la más extensa de todas ellas,
es una repetición y ampliación de la tercera visión, fundamentada en la
misma imagen de una torre en construcción, aunque ahora con más
detalles. Por último, la décima comparación resume la enseñanza principal
de todo el libro:
A cuantos puedan hacer bien, diles que no cesen en ello, pues provechoso
les es practicar buenas obras. Yo, por mi parte, os digo que es necesario que
todo hombre se vea libre de sus necesidades. Pues el que está necesitado y
sufre estrecheces en su vida cotidiana está en gran tormento y angustia. Así,
pues, el que libre el alma de este tal de su estrechez se adquiere para sí un
grande gozo. Porque quien en tal calamidad se halla sufre igual tormento y se
tortura a sí mismo como el que está en la cárcel. Por tanto, el que conoce la
calamidad de tal hombre y no le libra de ella comete un gran pecado y se
hace reo de la sangre de él. Haced, pues, buenas obras los que recibisteis
riqueza del Señor, no sea que, si tardáis, se termine la construcción de la
torre. (Comparación 10.4; BAC 65:1091)
El Discurso a Diogneto
Existe un antiguo e intrigante documento que lleva el título de Discurso a
Diogneto. Es intrigante en parte porque no hay certeza en cuanto a su autor
ni tampoco en cuanto al destinatario “Diogneto”. Y es más intrigante todavía
porque existe una clara posibilidad de que esta sea la más antigua de las
apologías cristianas que se conservan. En la Historia eclesiástica de
Eusebio, se nos dice que un cierto Cuadrato pronunció y luego le entregó al
emperador Adriano una defensa del cristianismo. Lo que Eusebio dice al
respecto parece concordar con lo que encontramos en el Discurso a
Diogneto. Pero más todavía, el título mismo de “Diogneto” se empleaba no
solo como nombre propio, sino también como título de honor. Desde antes
de ser emperador, Adriano había tenido el título de “Diogneto” en la ciudad
de Atenas. Luego, cabe suponer que el llamado Discurso a Diogneto sea en
realidad la perdida apología de Cuadrato, dirigida a Adriano. Puesto que
Adriano gobernó del año 117 al 138, si en efecto el Discurso a Diogneto iba
dirigido a él, resultaría que este discurso es la más antigua de todas las
apologías cristianas.
Este documento tiene valor no solo por su antigüedad, sino también por
su estilo, que hace de él una joya de la primera literatura cristiana. No cabe
duda de que el autor es buen conocedor de los cánones retóricos de su
tiempo, y que su uso de esos cánones, así como su lenguaje refinado, le
dan a todo el documento una elegancia extraordinaria. Por otra parte, el
documento mismo refleja una segunda etapa en la historia del cristianismo,
que ahora se había vuelto principalmente gentil, y en el que circulaban ideas
erróneas o poco exactas acerca del judaísmo, que había sido la religión de
la mayoría de los cristianos en generaciones anteriores. Dentro de este
contexto es notable el hecho de que en todo el documento no se encuentran
sino ecos del Antiguo Testamento, aunque esto puede deberse en parte a
que su presunto lector no sería buen conocedor de las Escrituras hebraicas.
Tras un párrafo introductorio, el autor se lanza a refutar primero la
idolatría, y luego el judaísmo. Es en su refutación de la idolatría que
encontramos los ecos más evidentes de la tradición judía, pues sus
argumentos nos recuerdan a los profetas de Israel:
Mira no solo con los ojos, sino también con tu inteligencia, de qué sustancia o
de qué forma son los que vosotros decís dioses y por tales tenéis. ¿No es así
que uno es una piedra, como cualquiera de las que pisamos con nuestros
pies; otro, un pedazo de bronce, no de mejor calidad que el que sirve para
labrar los utensilios para nuestro uso; otro, un leño que, por añadidura, está
ya podrido; otro, plata que necesita de un hombre que la custodie para que no
la roben? ...Y a esas cosas dais el nombre de dioses, a esas cosas servís, a
esas cosas adoráis y a ellas termináis por haceros semejantes. (A Diogneto
2.1-5; BAC 65:846-47)
En cuanto al judaísmo, aunque se aparta de la idolatría, yerra al ofrecerle
sacrificios a Dios, quien no necesita de tales cosas, y en “su superstición
acerca de los sábados, su orgullo en la circuncisión, su simulación en
ayunos y novilunios, cosas todas ridículas e indignas de consideración
alguna” (A Diogneto 4.1; BAC 65:849).
Pero el gran valor y la belleza del documento se encuentran en el modo
en que describe a los cristianos, haciendo uso de una serie de paradojas a
la usanza de la retórica de la época:
Los cristianos, en efecto, no se distinguen de los demás hombres ni por su
tierra ni por su habla ni por sus costumbres. Porque ni habitan ciudades
exclusivas suyas, ni hablan una lengua extraña, ni llevan un género de vida
aparte de los demás. ...Habitando ciudades griegas o bárbaras, según la
suerte que a cada uno le cupo, y adaptándose en vestido, comida y demás
género de vida a los usos y costumbres de cada país, dan muestras de un
tenor de peculiar conducta, admirable, y, por confesión de todos,
sorprendente. Habitan sus propias tierras, pero como forasteros; toman parte
en todo como ciudadanos y todo lo soportan como extranjeros; toda tierra
extraña es para ellos patria, y toda patria, tierra extraña. Se casan como
todos; como todos engendran hijos, pero no exponen los que les nacen.
Ponen mesa común, pero no lecho. Están en la carne, pero no viven según
la carne. Pasan el tiempo en la tierra, pero tienen su ciudadanía en el cielo.
Obedecen a las leyes establecidas; pero con su vida sobrepasan las leyes; a
todos aman y por todos son perseguidos. (A Diogneto 5.1-7; BAC 65:850)
En cuanto a su teología, el Discurso a Diogneto centra la atención en la
encarnación de Dios en Jesucristo. Tras exaltar el nombre y poder de Dios
se pregunta si tal Dios, por razón de su poder, enviaría algún representante
para gobernar por la fuerza. Y responde:
¡De ninguna manera! Envióle en clemencia y mansedumbre, como un rey
envió a su hijo-rey; como a Dios nos lo envió, como hombre a los hombres le
envió; para salvarnos le envió; para persuadir, no para violentar, pues en
Dios no se da la violencia. Le envió para llamar, no para castigar; le envió, en
fin, para amar, no para juzgar. Le mandará, sí, un día, como juez, y ¿quién
resistirá entonces su presencia? (A Diogneto 7.4-6; BAC 65:853)
Parte de la razón por la cual Dios ha hecho tal cosa es para invitar al ser
humano a imitarle. Por extraño que esto parezca, el ser humano, creado a la
imagen de Dios, es capaz de imitar a Dios, siempre que Dios mismo lo
quiera.
Porque no está la felicidad en dominar tiránicamente sobre nuestro prójimo, ni
en querer estar por encima de los más débiles, ni en enriquecerse y violentar
a los necesitados. No es ahí donde puede nadie imitar a Dios, sino que todo
esto es ajeno a su magnificencia. El que toma sobre sí la carga de su prójimo;
el que está pronto a hacer bien a su inferior en aquello justamente en que él
es superior; el que, suministrando a los necesitados lo mismo que él recibió
de Dios, se convierte en dios de los que reciben de su mano, ese es el
verdadero imitador de Dios. (A Diogneto 10.5, 6; BAC 65:857)
La Apología de Arístides
Eusebio de Cesarea nos cuenta que, casi al mismo tiempo que Cuadrato,
el ateniense Arístides le entregó también al emperador Adriano una defensa
del cristianismo, y que el impacto de ese escrito fue tal que el emperador le
dio instrucciones al procónsul de Asia que se abstuviera de condenar a los
cristianos, a menos que se comprobara que habían cometido algún crimen.
Este último dato, aunque no imposible, no encuentra corroboración en el
resto de los escritores antiguos. En todo caso, la Apología de Arístides se
había perdido hasta que a fines del siglo diecinueve se publicó un texto
armenio, traducido al latín, que decía ser la apología perdida. Poco después
un erudito norteamericano señaló que un texto muy parecido se encontraba
inserto en el escrito novelesco conocido como Barlaam y Joasaph, que toma
episodios de la vida de Buda y los utiliza como parte de un argumento para
convencer al príncipe indio Joasaph a continuar firme en la fe cristiana.
Indudablemente, el autor de esa novela tomó esta porción de algún
manuscrito antiguo de la Apología de Arístides. Después han ido
apareciendo otros textos y porciones de ellos en otros idiomas, incluso una
versión siríaca que al tiempo que parece ser más antigua que el texto griego
en algunas secciones es más bien un resumen del texto original. Luego, es
prácticamente imposible reconstruir al detalle el texto de la Apología. Pero sí
es posible reconstruir lo esencial de su argumento, y en algunos casos hay
suficiente acuerdo entre las diversas versiones para permitirnos citar el texto
con cierta medida de confianza.
Esta apología se caracteriza por su tono filosófico, pues trata de probar
que la fe cristiana es mucho más razonable que cualquiera otra. Para
hacerlo, divide a la humanidad en tres grupos (en realidad, tres en el texto
griego, y cuatro en el texto siríaco). El primero comprende a la mayoría de
los presuntos lectores, a quienes Arístides llama “los adoradores de los entre
vosotros llamados dioses”. Los otros dos son los judíos y los cristianos.
Dentro del primer grupo no se incluye solamente a los griegos, sino también
a otros como los caldeos y los egipcios. Todos ellos yerran, aunque de
diversos modos. Unos piensan que el cielo es dios; otros, que la tierra es
dios; otros, que el agua; otros, que el fuego; otros, que los vientos; otros,
que el sol; otros, que la luna; y otros, que el ser humano. Puesto que dentro
de este grupo se cuentan los griegos, y son ellos la verdadera audiencia de
este opúsculo, Arístides describe con más detalle varios de sus mitos
religiosos, con el propósito de hacer ver que los dioses griegos son en
realidad invención de seres humanos que buscaban sacralizar su
inmoralidad achacándosela a los dioses.
Por donde se ve, ¡oh rey!, cuán ridículas y necias e impías palabras
introdujeron los griegos al dar nombre de dioses a tales seres, que no lo son,
lo que hicieron siguiendo sus malos deseos, a fin de que, teniendo a aquellos
por abogados de su maldad, pudieran ellos entregarse al adulterio, a la
rapiña, al asesinato y a toda clase de vicios. Porque si todo eso lo hicieron los
dioses, ¿cómo no habían de hacerlo también los hombres que les dan culto?
Consecuencia, pues, de todas estas obras del error fue que los hombres
sufrieron guerras continuas y matanzas y amargas cautividades. (Apología
9.4-6; BAC 116:122)
En cuanto a los judíos, aunque tuvieron la revelación de Dios, quien se
manifestó a los patriarcas y luego les sacó de la esclavitud en Egipto, y
además les dio leyes e hizo grandes prodigios, también ellos fallaron, no
solo porque desobedecieron a Dios y mataron a sus profetas, sino también
porque
...cuando al Hijo de Dios le plugo venir a la tierra, después de insultarle, le
entregaron a Poncio Pilato, gobernador de los romanos, y le condenaron a
muerte de cruz, sin respeto alguno a los beneficios que les había hecho y a
las incontables maravillas que entre ellos había obrado; y perecieron por su
propia iniquidad.
...Adoran, en efecto, aún ahora a Dios solo omnipotente, pero no según
cabal conocimiento, pues niegan a Cristo, Hijo de Dios; son semejantes a los
gentiles, por más que en cierto modo parecen acercarse a la verdad, de la
que realmente se alejaron. (Apología 14.1,2; BAC 116:129)
Todo esto lleva a Arístides a concluir con una afirmación de la fe cristiana
y una descripción de la clase de vida a que esa fe conduce:
Y estos son los que más que todas las naciones de la tierra han hallado la
verdad, pues conocen al Dios creador y artífice del universo en su Hijo
Unigénito y en el Espíritu Santo, y no adoran a otro dios fuera de este. Los
mandamientos del mismo Señor Jesucristo los tienen grabados en sus
corazones y esos guardan, esperando la resurrección de los muertos y la vida
del siglo por venir. No adulteran, no fornican, no levantan falso testimonio, no
codician los bienes ajenos, honran al padre y a la madre, aman al prójimo y
juzgan con justicia. Lo que no quieren que se les haga a ellos no lo hacen a
otros. A los que los agravian, los exhortan y tratan de hacérselos amigos.
Ponen empeño en hacer bien a sus enemigos, son mansos y modestos. Se
contienen de toda unión ilegítima y de toda impureza. No desprecian a la
viuda, no contristan al huérfano; el que tiene, le suministra abundantemente al
que no tiene. Si ven a un forastero, le acogen bajo su techo y se alegran con
él como con un verdadero hermano. (Apología 15.3-7; BAC 116:130-31)
Justino mártir
De ninguno de los autores que hasta aquí hemos estudiado tenemos
más que algunos breves tratados o cartas. Al llegar a Justino mártir, la
situación es diferente. El antiguo historiador Eusebio de Cesarea nos ofrece
una lista de varias de sus obras. Solo tres de ellas han llegado hasta
nuestros días. Pero estas tres por sí solas son tan extensas como la obra
conjunta de todos los demás apologistas que estudiamos en este capítulo.
Las tres obras de Justino que se conservan son su Primera apología, su
Segunda apología y su Diálogo con Trifón. Según el testimonio de Eusebio,
la primera de estas obras fue dirigida al emperador Antonino Pío, y la
segunda a su sucesor Marco Aurelio. Puesto que Antonino Pío gobernó del
año 138 hasta el 161, y Marco Aurelio desde esa fecha hasta el 180, cabe
colocar estas dos apologías a mediados del siglo segundo. (Aunque hoy
algunos eruditos sugieren que la segunda no es sino un apéndice a la
primera, y que por tanto las dos son una sola obra). El Diálogo con Trifón es
una conversación o debate entre Justino y el rabino Trifón, unas veces en
tono respetuoso y otras no tanto.
Justino era natural de la región de Siria, en particular de la ciudad de
Flavia Neápolis, que había sido fundada por Vespasiano en el sitio de la
antigua ciudad de Siquén, a la que conocemos por el Antiguo Testamento.
Pero su nombre, de origen romano, así como el de su padre, parecen dar a
entender que Justino tenía en efecto raíces romanas, o al menos latinas.
Con todo y eso, como cualquier romano culto de aquellos tiempos, era buen
conocedor del griego, y es en esa lengua que produjo sus escritos. El mismo
cuenta que lo que le llevó a reflexionar sobre la fe de los cristianos fue el
testimonio que veía en ellos cuando eran llevados a la muerte:
Y es así que yo mismo, cuando seguía la doctrina de Platón, oía las
calumnias contra los cristianos; pero al ver cómo iban intrépidamente a la
muerte y a todo lo que se tiene por espantoso, me puse a reflexionar que
sería imposible que tales hombres vivieran en la maldad y en el amor de los
placeres. Porque, ¿qué hombre amador del placer e intemperante y que
tenga por cosa buena devorar carnes humanas, pudiera abrazar alegremente
la muerte, que ha de privarle de sus bienes, y no trataría más bien por todos
los medios de prolongar indefinidamente su vida presente y ocultarse a los
gobernantes, cuanto menos soñar en delatarse a sí mismo para ser muerto?
(Segunda apología 12.1, 2; BAC 116:274-75)
Pero, aun cuando lo que le atrajo al cristianismo fue el testimonio de los
mártires, Justino era sobre todo filósofo, y se dedicó a establecer relaciones
entre su fe y la filosofía circundante. Tras marchar a Roma, fundó en la
capital imperial una escuela adonde acudían tanto quienes eran cristianos
como quienes no lo eran, y que le ganó cierto respeto. Esto llevó a un
debate con el filósofo pagano Crescente. Según algunos antiguos escritores
(que posiblemente reflejen sus propios prejuicios cristianos) en ese debate
Justino resultó indudablemente vencedor. Poco después, quizá por
acusaciones y gestiones de Crescente, Justino fue acusado ante las
autoridades imperiales, y por fin condenado a morir al igual que aquellos
mártires a quienes antes había admirado; aunque, por ser ciudadano
romano, fue decapitado.
Puesto que las dos apologías de Justino tienen que ver con la relación
entre la fe cristiana y la filosofía circundante, y su Diálogo con Trifón se
refiere a la relación entre la fe cristiana y el judaísmo, consideraremos
inicialmente el primero de estos dos temas, y luego el segundo.
A diferencia de otros apologistas a quienes estudiaremos más adelante,
Justino muestra gran respeto y hasta admiración por los filósofos griegos,
particularmente Platón. Su propósito no es mostrar que la filosofía esté
equivocada, sino más bien mostrar que el cristianismo es la “verdadera
filosofía”, la culminación de todos los grandes sistemas filosóficos anteriores.
Las apologías de Justino, a pesar de no estar tan bien organizadas como
la de Arístides y otros, tienen mucho mayor alcance. Su propósito explícito
es convencer al emperador y los suyos que cesen de juzgar injustamente a
los cristianos:
Porque no venimos a halagaros con el presente escrito ni a dirigiros un
discurso por un mero agrado, sino a pediros que celebréis el juicio contra los
cristianos conforme a exacto razonamiento de investigación, y no deis
sentencia contra vosotros mismos, llevados de un prejuicio o del deseo de
complacer a hombres supersticiosos, o movidos de irracional impulso o de
unos malos rumores inveterados... pedimos que se examinen las acusaciones
contra los cristianos, y si se demuestra que son reales, se les castigue como
es conveniente sean castigados los reos convictos; pero si no hay crimen de
que argüimos, el verdadero discurso prohíbe que por un simple rumor
malévolo se cometa una injusticia con hombres inocentes. (Primera apología
2-3; BAC 116:183)
Pero en realidad estas dos obras de Justino tienen además otro
propósito. Lo que Justino pretende no es solamente mostrar que la
persecución contra los cristianos es injusta, sino también que la verdad
cristiana se encuentra por encima de toda otra, y que cuanto hay de verdad
en cualquier filosofía proviene del mismo Verbo de Dios a quien los
cristianos adoran en Jesucristo:
Vamos a presentaros la prueba de que cuanto nosotros decimos por haberlo
aprendido de Cristo y de los profetas que le precedieron es la sola verdad, y
más antiguo que todos los escritores que han existido, y que no pedimos se
acepte nuestra doctrina por coincidir con ellos, sino porque decimos la
verdad. (Primera apología 23.1; BAC 116:207)
Además de largos párrafos dedicados a señalar la superioridad moral de
los cristianos, y a probar que lo que los antiguos profetas de Israel dijeron se
ha cumplido en Jesucristo, Justino dedica buena parte de su Apología a
mostrar que la sabiduría de los filósofos coincide con la de los cristianos,
aunque esta última es superior. Al tiempo que utiliza el argumento poco
convincente de que Moisés fue antes de Platón, y que por tanto lo bueno
que se encuentre en el filósofo ateniense fue tomado de las Escrituras
hebreas, Justino afirma mucho más. Los antiguos filósofos habían hablado
repetidamente del verbo, logos o razón que subyace a toda realidad y que
es el origen y fundamento tanto de la razón misma como de todo
conocimiento verdadero. Argumentando entonces que fue ese verbo eterno
el que se encarnó en Jesucristo, Justino puede aceptar y reclamar cuanto de
bueno pueda haber habido en la sabiduría de los antiguos:
Nosotros hemos recibido la enseñanza de que Cristo es el primogénito de
Dios, y anteriormente hemos indicado que él es el Verbo de que todo el
género humano ha participado. Y así, quienes vivieron conforme al Verbo, son
cristianos, aun cuando fueron tenidos por ateos, como sucedió entre los
griegos con Sócrates y Heráclito y otros semejantes, y entre los bárbaros con
Abrahán, Ananías, Azarías y Misael. (Primera apología 46.3-4; BAC 116: 232-
33)
Por otra parte, esto no quiere decir que todo cuanto dijeron los filósofos
en el pasado deba tomarse por cierto. El conocimiento que los filósofos
tuvieron del verbo fue solamente parcial, y a esto se deben sus errores y
contradicciones. En consecuencia,
...nuestra religión aparece más sublime que toda humana enseñanza, por la
sencilla razón de que el Verbo entero, que es Cristo, aparecido por nosotros,
se hizo cuerpo y razón y alma. Porque cuanto de bueno dijeron y hallaron
jamás filósofos y legisladores, fue por ellos elaborado, según la parte del
Verbo que les cupo por la investigación e intuición; mas como no conocieron
al Verbo entero, que es Cristo, se contradijeron también con frecuencia unos
a otros. (Segunda apología 10.1-3; BAC 116:272)
La importancia de todo esto es enorme, pues fue el medio que los
cristianos emplearon para posesionarse de la filosofía griega y hacer de ella
un aliado más bien que un contrincante. Muchos serían los autores quienes,
después de Justino, usarían de lo que este había dicho para establecer
puentes entre la fe cristiana y la cultura circundante.
Además de esto, las apologías de Justino —sobre todo la primera— son
importantes porque en ellas encontramos valiosas descripciones de la vida y
el culto de la iglesia a mediados del siglo segundo. Gracias a Justino
sabemos que desde fecha temprana cuando alguna persona de origen
pagano decidía aceptar la fe pasaba por un período de instrucción, oración y
ayuno antes de recibir el bautismo:
Cuantos se convencen y tienen fe de que son verdaderas estas cosas que
nosotros enseñamos y decimos y prometen poder vivir conforme a ellas, se
les instruye ante todo para que oren y pidan, con ayunos, perdón a Dios de
sus pecados anteriormente cometidos, y nosotros oramos y ayunamos
juntamente con ellos. Luego los conducimos a un sitio donde hay agua, y por
el mismo modo de regeneración con que nosotros fuimos también
regenerados, son regenerados ellos, pues entonces toman en el agua el baño
en el nombre de Dios, Padre y Soberano del universo, y de nuestro Salvador
Jesucristo y del Espíritu Santo. (Primera apología 61.2, 3; BAC 116:250)
A esto siguen dos descripciones paralelas del culto cristiano. La primera
de ellas, que describe primeramente lo que acontece con los recién
bautizados, pero luego pasa a describir el culto eucarístico, merece citarse a
plenitud:
Por nuestra parte, nosotros, después de así lavado el que ha creído y se ha
adherido a nosotros, le llevamos a los que se llaman hermanos, allí donde
están reunidos, con el fin de elevar fervorosamente oraciones en común por
nosotros mismos, por el que acaba de ser iluminado y por todos los otros
esparcidos por todo el mundo, suplicando se nos conceda, ya que hemos
conocido la verdad, ser hallados por nuestras obras hombres de buena
conducta y guardadores de lo que se nos ha mandado, y consigamos así la
salvación eterna. Terminadas las oraciones, nos damos mutuamente ósculo
de paz. Luego, al que preside a los hermanos, se le ofrece pan y un vaso de
agua y vino, y tomándolos él tributa alabanzas y gloria al Padre del universo
por el nombre de su Hijo y por el Espíritu Santo, y pronuncia una larga acción
de gracias, por habernos concedido esos dones que de él vienen. Y cuando el
presidente ha terminado las oraciones y la acción de gracias, todo el pueblo
presente aclama diciendo: Amén. ‘Amén’, en hebreo, quiere decir “así sea”. Y
una vez que el presidente ha dado gracias y aclamado todo el pueblo, los que
entre nosotros se llaman diáconos [o ministros], dan a cada uno de los
asistentes parte del pan y del vino y del agua sobre que se dijo la acción de
gracias y lo llevan a los ausentes.
Y este alimento se llama entre nosotros “Eucaristía”, [acción de gracias] de
la que a nadie es lícito participar, sino al que cree ser verdaderas nuestras
enseñanzas y se ha lavado en el baño que da la remisión de los pecados y la
regeneración, y vive conforme a lo que Cristo nos enseñó. Porque no
tomamos estas cosas como pan común ni bebida ordinaria, sino que, a la
manera que Jesucristo, nuestro Salvador, hecho carne por virtud del Verbo de
Dios, tuvo carne y sangre por nuestra salvación: así se nos ha enseñado que
por virtud de la oración al Verbo que de Dios procede, el alimento sobre que
fue dicha la oración de gracias —alimento de que, por trasformación, se
nutren nuestra sangre y nuestras carnes— es la carne y la sangre de Aquel
mismo Jesús encarnado. (Primera apología 65.1-66.2; BAC 116:256-57)
Dentro de este contexto, Justino nos ofrece una breve descripción del
culto cristiano que provee información que de otro modo no tendríamos:
El día que se llama del sol se celebra una reunión de todos los que moran en
las ciudades o en los campos, y allí se leen, en cuanto el tiempo lo permite,
los Recuerdos de los Apóstoles o los escritos de los profetas. Luego, cuando
el lector termina, el presidente, de palabra, hace una exhortación e invitación
a que imitemos estos bellos ejemplos. Seguidamente, nos levantamos todos a
una y elevamos nuestras preces, y estas terminadas, como ya dijimos, se
ofrece pan y vino y agua, y el presidente, según sus fuerzas, hace igualmente
subir a Dios sus preces y acciones de gracias y todo el pueblo exclama
diciendo “amén”. Ahora viene la distribución y participación que se hace a
cada uno, de los alimentos consagrados por la acción de gracias y su envío
por medio de los diáconos a los ausentes. Los que tienen y quieren, cada uno
según su libre determinación, da lo que bien le parece, y lo recogido se
entrega al presidente y él socorre de ello a huérfanos y viudas. (Primera
apología 67.1-6; BAC 116:258)
Al leer estos pasajes, debemos tener en cuenta que van dirigidos a no
creyentes y, por tanto, se evita emplear en ellos el lenguaje que se
emplearía dentro de la iglesia misma. Así, por ejemplo, quien en otros
escritos de la época se denomina “presbítero” u “obispo”, aquí se llama
sencillamente “presidente”. De igual manera, Justino se refiere al “día que se
llama del sol” utilizando la denominación pagana para ese día, aunque en su
Diálogo con Trifón se refiere a él como “el primer día de la semana”. Esto se
debe a que para los romanos la semana comúnmente comenzaba con el día
de Saturno, que para los judíos y cristianos no era el primer día de la
semana, sino el séptimo, y por eso Justino tiene que señalar el día con el
nombre que le darían sus lectores, “el día del sol”.
La situación y el tono son muy diferentes cuando llegamos al Diálogo con
Trifón. De este Trifón no se sabe más que lo que nos dice el mismo diálogo.
Pero algún tiempo después Eusebio de Cesarea nos dice que se trata del
famoso rabino Tarfón, quien aparece en el Talmud. Si tal aseveración es
correcta, es cuestión que se debate todavía entre los eruditos. Si se trata
efectivamente del famoso rabino, sabemos que este murió alrededor del año
155 y, por tanto, el diálogo que sirvió de fundamento para este escrito de
Justino debió haber tenido lugar a mediados del siglo segundo. En todo
caso, el Trifón de nuestro diálogo resulta ser un judío instruido, pero que no
parece simpatizar con el judaísmo helenizado que circulaba entonces.
Según cuenta Justino, el diálogo comenzó cuando Justino se paseaba
por el gimnasio, y Trifón se le acercó e inició la conversación. Cuando Trifón
le pregunta acerca de su filosofía, Justino la responde diciendo que “la
filosofía, efectivamente, es en realidad el mayor de los bienes, y el más
precioso ante Dios” (Diálogo 2.1; BAC 116:302). Pero pasa entonces a
contarle cómo, tras haber seguido primero la filosofía de los estoicos, luego
la de los aristotélicos, después la de los pitagóricos, y por fin la de los
platónicos, un día un anciano se le acercó y le preguntó acerca de la
verdadera filosofía. Justino le cuenta entonces a Trifón el diálogo que
sostuvo con aquel anciano, para terminar diciendo:
...marchóse el viejo, después de exhortarme a seguir sus consejos, y yo no le
volví a ver más. Mas inmediatamente sentí que se encendía un fuego en mi
alma y se apoderaba de mí el amor a los profetas y a aquellos hombres que
son amigos de Cristo, y reflexionando conmigo mismo sobre los
razonamientos del anciano, hallé que esta sola es la filosofía segura y
provechosa. De este modo, pues, y por estos motivos soy yo filósofo, y
quisiera que todos los hombres, poniendo el mismo fervor que yo, siguieran
las doctrinas del Salvador. (Diálogo 8.1; BAC 116:314-15)
Al escuchar este testimonio, Trifón le aconseja a Justino: “Circuncídate,
luego observa, como es costumbre nuestra, el sábado, las fiestas y los
novilunios de Dios y cumple, en una palabra, cuanto está escrito en la ley; y
entonces, tal vez, alcances misericordia de parte de Dios” (Diálogo 8.4; BAC
116:215-16).
Esto abre entonces un diálogo que es generalmente respetuoso, aunque
en ocasión Trifón acusa a Justino de blasfemar, y Justino por su parte, al
mismo tiempo que afirma que su Dios es también el de los judíos, no
escatima críticas que frecuentemente muestran el modo en que el
antisemitismo se iba infiltrando en la iglesia. Así, por ejemplo, según Justino
la circuncisión les fue dada a los judíos como un recordatorio de cuán
infieles han sido. Y ahora que su tierra ha sido desolada, “con razón y
justicia os ha venido todo esto a vosotros, que matasteis al Justo y antes de
él a sus profetas” (Diálogo 16.3,4; BAC 116:328). Además, según Justino,
siempre que han podido los judíos han perseguido y oprimido a los
cristianos, y la única razón por la que ahora no lo hacen es porque las
autoridades se lo impiden.
En todo caso, el error de los judíos, además de no reconocer a Jesús
como el Cristo, está en tomar literalmente los mandamientos bíblicos y no
percatarse de su sentido espiritual. Esto es particularmente cierto de la
circuncisión, que en realidad apuntaba hacia la verdadera circuncisión del
corazón. En un interesante pasaje, Justino arguye que el hecho de que la
circuncisión física se practique solo en los varones es señal de que no tiene
importancia salvífica, pues en cuanto a la justificación la mujer es igual al
varón:
Además, el hecho de que el sexo femenino no pueda recibir la circuncisión
de la carne prueba que fue dada esa circuncisión por señal y no como obra
de justificación. Porque en cuanto a la justicia y virtud de toda especie, Dios
quiso que las mujeres tuvieran la misma capacidad que los hombres para
ganarlas; en cambio, la configuración de la carne vemos que es diferente en
el varón y en la hembra. Por eso, empero, sabemos que ninguno de los dos
sexos es de suyo justo ni injusto, sino por piedad y justicia. (Diálogo 23.5;
BAC 116:340)
Casi todo el resto del diálogo se dedica a discutir el sentido de diversos
pasajes bíblicos, sobre todo del Pentateuco, los profetas y Salmos. Sin
entrar en detalles acerca de cada uno de esos pasajes, es importante
señalar que en su interpretación bíblica Justino hace uso tanto de la profecía
como de la tipología. La primera consiste sencillamente en tomar las
palabras de los profetas y otros autores de la Biblia hebrea y mostrar cómo
se cumplen en Jesús. La tipología consiste en ver en algunas de las
acciones, ceremonias y hechos de la antigüedad hebraica “figuras” o “tipos”
de Jesucristo. Así, Justino dice:
Porque hay veces que el Espíritu Santo hacía cumplir acciones que eran
figuras de lo porvenir; otras, pronunciaba palabras sobre lo que había de
acontecer y, por cierto, hablando como si estuvieran sucediendo los hechos o
hubieran ya sucedido. (Diálogo 114.1; BAC 116:500)
Los ejemplos son muchos. El cordero pascual con cuya sangre los hijos
de Israel marcaban sus casas para que el ángel de la muerte no destruyera
a sus hijos era figura o tipo de Cristo, por quien se salvan quienes son
sellados con su sangre. A esto se añade el hecho de que el cordero se asa
en forma de cruz, lo cual era también anuncio de la cruz de Jesucristo. La
ofrenda de harina que se requería era figura del pan de la comunión
cristiana, y la circuncisión era figura de la “verdadera circuncisión” que Cristo
ha traído al mundo.
Según Justino, esto quiere decir que ya no es necesario guardar la ley
mosaica, pues una vez que ha venido la realidad la figura que la anunciaba
no es necesaria. Por otra parte, Justino reconoce que hay cristianos que
todavía insisten en seguir las antiguas leyes judaicas. Y, aunque hay
cristianos que se niegan a tener comunión con ellos, Justino se muestra
tolerante hacia tales personas, siempre que no insistan en que todos tengan
que ajustarse a tales leyes.
El Diálogo con Trifón termina sin que una parte haya logrado convencer a
la otra, pero al final tanto Justino como Trifón muestran respeto mutuo.
Cuando Justino está a punto de embarcar, Trifón le pide que les recuerde a
él y a sus acompañantes como amigos, y Justino invita a Trifón y los suyos a
seguir el camino de felicidad que ha estado describiendo.
Taciano
De origen sirio, o quizá hasta asirio, Taciano es el más conocido de los
discípulos de Justino, con quien estudió en Roma y a quien por un tiempo
sucedió como maestro en esa ciudad. Pero, según cuentan varios escritores
antiguos, abandonó la ortodoxia cristiana, declarando que todo acto sexual
era señal de corrupción y que, por tanto, el matrimonio debía evadirse. Más
tarde, se les dio a quienes sostenían tal postura el nombre de “encratitas”, y
se dijo que Taciano había sido el fundador de esa “secta”; aunque el
encratismo no parece haber sido en realidad una secta, sino más bien una
práctica y opinión bastante prevalente en algunos círculos dentro de la
iglesia. Por fin partió hacia el oriente, donde se dice que fundó una escuela
aproximadamente en el año 172. A partir de entonces se pierde en la
penumbra de la historia, aunque hay indicios de que ya para el 185 había
muerto.
Taciano fue el autor de una armonía de los Evangelios llamada
Diatésaron, que pronto alcanzó amplia difusión en la región de Siria, donde
frecuentemente se empleó en lugar de los cuatro Evangelios, al menos
hasta el siglo cuarto.
De Taciano se conserva un Discurso contra los griegos y, por tanto, se le
incluye entre los apologistas griegos del siglo segundo. Al tiempo que
Taciano elogia a Justino, el tono de su apología, y lo que en ella dice,
contrasta con lo que hemos visto acerca de su maestro. Mientras Justino
admiraba la filosofía griega y buscaba mostrar continuidad y conexión con el
mensaje cristiano, lo que Taciano intenta hacer es todo lo contrario. Su obra
es en realidad una crítica frecuentemente hiriente de todo lo que fuera
griego, y una defensa de los “bárbaros” entre quienes surgió la fe cristiana.
El tono mismo de la obra parece indicar que la audiencia a la cual Taciano
se dirigía no era en realidad los griegos, sino más bien otros creyentes a
quienes buscaba fortalecer frente a las críticas de que eran objeto por parte
de la cultura circundante.
Según Taciano, todo cuanto hay de bueno en la cultura griega ha sido
tomado de los “bárbaros”. Puesto que Moisés fue bastante antes que
Homero, tanto este último como todos los filósofos griegos en realidad han
bebido de esas fuentes “bárbaras”, aunque sin entenderlas. Es por eso que
los filósofos se contradicen entre sí, y cada ciudad griega tiene sus leyes
diferentes. Además, precisamente por no conocer los mandamientos de
Dios, los griegos se han dado a toda suerte de inmoralidad.
En resumen, Taciano es ejemplo de una actitud apologética que sigue
una dirección contraria a la de Justino, tratando de mostrar que todo cuanto
no es cristiano es inferior y hasta despreciable.
Atenágoras
Acerca del apologista Atenágoras se sabe bien poco. Ciertamente,
estaba interesado en la filosofía, y muy probablemente era ateniense. De él
se conservan dos obras: la Legación a favor de los cristianos, y Sobre la
resurrección de los muertos. La primera va dirigida conjuntamente a los
emperadores Marco Aurelio y Cómodo; por tanto, debe haber sido
compuesta entre el año 176 y el 180, tiempo en que estos dos destinatarios
compartieron el trono imperial. La segunda parece haber sido escrita algo
después, pues al final de la Legación Atenágoras dice: “reservemos para
otra ocasión el discurso sobre la resurrección” (Legación 37; BAC 116:708).
Al igual que Justino, Atenágoras muestra un sincero aprecio por la
filosofía griega, particularmente la platónica. Pero su principal propósito no
es mostrar la relación entre esa filosofía y su fe, sino más bien exponer la fe
cristiana de tal modo que los emperadores se convenzan de cuán injusta e
innecesaria es la persecución:
...por nuestro discurso habéis de comprender que sufrimos sin causa y contra
toda ley y razón, y os suplicamos que también sobre nosotros pongáis alguna
atención, para que cese, en fin, el degüello a que nos someten los
calumniadores. (Legación 1; BAC 116:648).
Con este propósito, Atenágoras dice que va a refutar las tres principales
acusaciones de que los cristianos son objeto. La primera de ellas es el
ateísmo, de que se acusaba a los cristianos porque sus dioses no se veían.
Las otras dos son rumores que circulaban en el sentido de que los cristianos
eran antropófagos e incestuosos. Aunque al principio de su obra Atenágoras
dice que se va a referir a estas tres acusaciones, en realidad los primeros 30
capítulos tratan sobre el tema del ateísmo, y solo seis acerca de las otras
dos acusaciones. Sobre estas últimas, el argumento de Atenágoras es
sencillamente que, en vista de los altos principios morales de los cristianos,
y de su esperanza en un juicio final y en la resurrección, es inconcebible que
se dediquen a tales prácticas. Sobre la acusación de ateísmo, el argumento
de Atenágoras es principalmente que, si los cristianos son ateos por lo que
dicen acerca de los dioses, también lo fueron varios de los más grandes
personajes de la historia griega:
Si, pues, Platón no es ateo por entender que el artífice del universo es un solo
Dios increado, tampoco lo somos nosotros por saber y afirmar al Dios por
cuyo Verbo todo ha sido fabricado y por cuyo Espíritu todo es mantenido.
...Así, pues, suficientemente queda demostrado que no somos ateos, pues
admitimos a un solo Dios, increado y eterno e invisible, impasible,
incomprensible e inmenso, solo por la inteligencia a la razón comprensible,
rodeado de luz y belleza y espíritu y potencia inenarrable, por quien todo ha
sido hecho por medio del Verbo que de él viene, y todo ha sido ordenado y se
conserva. (Legación 6, 10; BAC 116:655, 659-60)
En su otra obra, Sobre la resurrección de los muertos, Atenágoras
responde a las diversas objeciones que se pueden hacer contra tal doctrina.
Por ejemplo, ¿qué sucederá con aquellos cuerpos que han caído al mar y
cuyas partículas se encuentran ahora dispersas entre los peces que los
comieron? O, ¿a quién pertenecerán aquellas partículas que a través del
tiempo han sido parte de diversos cuerpos humanos? A todo esto responde
Atenágoras sobre la base de la omnipotencia divina. El Dios que creó los
cuerpos de la nada también es capaz de vencer todas esas dificultades. En
todo caso, esta doctrina es importante para Atenágoras porque
...tampoco puede ser fin del hombre la felicidad del alma separada del cuerpo;
porque no hay que considerar la vida o el fin de uno de los elementos de que
se compone el hombre, sino la vida y fin del compuesto de los dos. (Sobre la
resurrección 25; BAC 116:749)
Teófilo de Antioquía
El principal dato que se conoce acerca de Teófilo de Antioquía es que fue
obispo de esa ciudad y, por tanto, sucesor —aunque no inmediato— de
Ignacio. Sabemos además de otras obras que escribió, pero que se han
perdido. De ellas quizá la más importante sea Contra Marción. La obra que
de él tenemos, los Tres libros a Autólico, es una extensa apología en la que
el autor tiende a condenar y rechazar todo lo que venga del mundo griego.
Cuando aprueba algo de ello, lo hace para mostrar que cuanto de bueno los
griegos dijeron fue tomado de las Escrituras hebreas. En todo caso, se trata
de una larga disquisición, bastante desorganizada, con abundantes citas de
autores antiguos, algunas de ellas erradas. No se sabe quién era el Autólico
a quien Teófilo dirige sus tres libros. Ciertamente, era pagano, y todavía
seguía siéndolo después de las discusiones con Teófilo.
Posiblemente las líneas más felices de Teófilo se encuentren casi al
principio de su obra, donde le dice a Autólico:
Pues ya, si me dices: “Muéstrame a tu Dios”, yo te replicaría: “Muéstrame tu a
tu hombre, y yo te mostraré a mi Dios”. Muéstrame, en efecto, unos ojos de tu
alma que vean y unos oídos de tu corazón que oigan... Dios, en efecto, es
visto por quienes son capaces de mirarle, si tienen abiertos los ojos del alma.
Porque, sí, todos tienen ojos; pero hay quienes los tienen obscurecidos y no
ven la luz del sol. Y no porque los ciegos no vean, deja de brillar la luz del sol.
(A Autólico 1.2; BAC 116:768-69)
Por lo demás, si se le critica por no adorar al emperador, Teófilo declara
que sirve mejor al emperador orando por él que adorándole, pues el
emperador no es dios, pero su poder y su gobierno sí dependen de Dios.
El segundo libro de esta obra prácticamente repite y amplía lo que se dijo
en el primero. Incluye un largo comentario sobre la historia de la creación y
la caída, y luego sobre la descendencia de Adán y Eva, el diluvio, los
patriarcas, y así sucesivamente. Aunque Teófilo no dice mucho al respecto,
en este segundo libro se encuentra la distinción entre el Verbo de Dios tal
como existía dentro de Dios antes de ser pronunciado, y el verbo
pronunciado. Esto llevaría más tarde a largas controversias, y a la postre
sería rechazado por la mayoría de los teólogos.
Lo más interesante del tercer libro es un largo cálculo del tiempo
transcurrido desde la creación hasta la fecha en que Teófilo escribe. Su
conclusión es:
De la creación al diluvio, 2.242 años; del diluvio al primer hijo de Abrahán,
abuelo nuestro, 1.036 años; de Isaac, hijo de Abrahán, hasta la estancia del
pueblo con Moisés en el desierto, 660 años; de la muerte de Moisés y mando
de Josué, hijo de Navé, a la muerte de David, nuestro antepasado, 498 años;
de la muerte de David y reino de Salomón hasta el establecimiento del pueblo
en Babilonia, 518 años, 6 meses y 10 días; del reino de Ciro a la muerte del
emperador Aurelio Vero, 741 años. El total de años, sin contar meses y días,
desde la creación del mundo, es de 5.695 años. (A Autólico 3.28; BAC
116:870)
Hermias
Entre los apologistas griegos del siglo segundo se cuenta
frecuentemente a un cierto Hermias, de quien realidad no se sabe nada, sino
solamente que escribió una obrita bajo el título de El escarnio de los filósofos
paganos. Tan poco se sabe de este escrito y de su autor, que algunos
eruditos lo colocan en el siglo segundo, y otros tan tarde como el sexto. En
todo caso, el libro no es más que una repetición y ampliación del tema que
ya hemos encontrado en Taciano, de cómo los filósofos se contradicen, y por
tanto no son dignos de crédito. Aparte unas breves referencias bíblicas, el
libro dice poco acerca de la fe de su autor, quien se contenta con burlarse de
los filósofos y sus contradicciones.
Melitón de Sardis
De la apología que Melitón de Sardis le escribió al emperador Antonino
Pío solo quedan unos pocos párrafos citados por Eusebio de Cesarea.
Tampoco se conserva la mayoría de las otras obras que Eusebio menciona.
Pero en esa lista aparecen “dos libros Sobre la Pascua” de los que bien
puede haber sido parte una Homilía sobre la Pasión descubierta en tiempos
relativamente recientes. Se trata aparentemente de un sermón de Melitón,
quien fue obispo de Sardis allá por el año 160 o poco después. Lo que más
resalta al leer esta homilía es su carácter poético, así como su uso de la
tipología para interpretar las escrituras hebreas. Esto se ve desde los inicios
mismos de la homilía, en la que Melitón relaciona la antigua ley con el
evangelio, mostrando por una parte cómo la primera anunciaba el último, y
por otra el contraste que hay entre la fe de Israel y la de la iglesia:
La ley era antigua; pero el Verbo es nuevo.
La figura era pasajera; pero el don es eterno.
El cordero era corruptible; pero el Señor incorruptible.
Es sacrificado como cordero; pero como Dios se levanta de entre los
muertos.
La figura ha pasado, pero la realidad está aquí.
En lugar del cordero, Dios está aquí. (Homilía, 4; texto griego en S. G.
Hall, Melito of Sardis On Pascha, Oxford: Clarendon, 1969, pp. 2, 4)
El que nació como Hijo y fue llevado como cordero,
y sacrificado como tal, y sepultado como hombre,
¡como Dios se levantó de entre los muertos! (Homilía, 8; Hall, p. 5)
Así, la ley y el pueblo eran el bosquejo del plan, como las palabras de una
parábola.
Mas el evangelio aclara y cumple la ley.
Es en la iglesia que se cumple lo prometido.
La figura era preciosa hasta que vino la realidad,
y la parábola también antes que se explicara. (Homilía, 40; Hall, p. 21)
Pero cuando vino la iglesia y llegó el evangelio
la figura se volvió vana, y la realidad tomó su poder.
La ley se cumplió, y su poder pasó al evangelio. (Homilía, 42; Hall, p. 21)
Tomando este principio como patrón, Melitón analiza la historia de la
Pascua judía, cuando la sangre del cordero salvó a los hijos de Israel, y
hace de todo ello una figura o anuncio de lo que ocurriría gracias a la sangre
de Cristo.
Por otra parte, este bello sermón que exalta el poder y la victoria del
Cordero inmolado también es testimonio de la creciente enemistad de los
cristianos hacia los judíos:
Israel, criminal, has cometido una enorme injusticia.
Has lanzado a tu Señor a inauditos sufrimientos;
al Señor que es tu amo, que te formó, que te hizo, que te honró,
que te dio el nombre de Israel. (Homilía 73; Hall, p. 40)
De ahí pasa Melitón a hablar acerca de los beneficios de la muerte y
resurrección de Jesucristo, para terminar con un himno de victoria:
Este es el alfa y omega, el principio y el fin.
Este es Cristo, Rey.
Es Jesús el general.
Es el Señor que se levantó de entre los muertos,
que está sentado a la diestra del Padre,
quien lleva al Padre, y a quien el Padre lleva.
A él sea la gloria y el poder por todos los siglos. Amén. (Homilía, 105; Hall, p. 80)
CAPÍTULO 3
Las actas de los mártires
Las mismas condiciones que llevaron a los apologistas a escribir sus
defensas de la fe le dieron también origen a otro género de literatura
comúnmente conocido como “actas de los mártires”. Ya en el Nuevo
Testamento tenemos la historia de la muerte de Esteban. Cuando la
persecución se fue haciendo cada vez más general, hubo creyentes que
trataron de conservar la historia de los sufrimientos y el valor de los mártires.
Puesto que normalmente se trataba de un juicio formal, las autoridades
levantaban actas oficiales de tales juicios. Algunas de ellas fueron a dar en
manos cristianas, y se las incorporó en la historia del mártir o los mártires en
cuestión. Otras sencillamente parecen haber sido escritas sobre la base del
recuerdo de lo acontecido, o aun de la imaginación. Según fue avanzando la
persecución, y también después que esta cesó, fue aumentando el número
de tales “actas”. Por todo esto, los eruditos debaten cuánto de tales
documentos es verdaderamente tomado de las actas oficiales, cuánto se
basa en el recuerdo, y cuánto es sencillamente resultado de la imaginación
pía.
El Martirio de Policarpo
Probablemente el más antiguo de estos documentos que se conserva
sea el Martirio de Policarpo, que se nos presenta en forma de una carta que
la iglesia de Esmirna le escribe particularmente a la iglesia en Filomelio, pero
también a todas las demás iglesias. Según esa carta, Jesucristo fue el
primero que “quiso que fuéramos imitadores suyos y él fue el primer justo
que por celeste virtud se sometió al arbitrio de los injustos; con lo que señaló
el camino a los que habían de seguirle” (Martirio de Policarpo 1; BAC
75:265).
Según este documento, lo que llevó a la muerte de Policarpo fue que un
mártir de nombre Germánico, cuando le presentaron ante las fieras, las
azuzó para que le atacaran. El populacho, airado ante tal muestra de valor,
comenzó a gritar que era necesario castigar al jefe de los cristianos,
Policarpo. En el entretanto, empero, un cierto Quinto, quizá conmovido por lo
que veía, se ofreció como mártir, pero a última hora renegó de su fe. Esto lo
usa la iglesia de Esmirna para hacer ver que el martirio no ha de buscarse,
pero que cuando llega sí ha de recibirse: “De ahí que no debemos alabar a
aquellos hermanos que se ofrecen espontáneamente, sino a los que,
hallados en sus escondrijos, se muestran más bien constantes en el martirio”
(Martirio 4; BAC 75:268).
Esto sirve de introducción a la historia de Policarpo, quien se escondió
repetidamente hasta que por fin quedó convencido de que era el Señor
quien le había apartado para el martirio. Entonces no huyó más de quienes
le buscaban, sino que cuando por fin le encontraron ordenó se les diera de
comer mientras él oraba.
Cuando por fin, en el capítulo 9 del Martirio, Policarpo se encuentra ante
el procónsul, llegamos a una parte del documento que muy posiblemente fue
tomada de las actas de su juicio. Varias décadas antes, Plinio el Joven, a la
sazón gobernador de Bitinia, le escribió al emperador Trajano respecto al
juicio de los cristianos. Plinio le decía que les había dado tres oportunidades
para retractarse y, que si no lo hacían, los condenaba. Trajano le respondió
diciéndole que había hecho bien, y a partir de entonces esa vino a ser la
política generalizada en todo el imperio. En el caso del Martirio de Policarpo,
sin referirse a esa política explícitamente, el documento nos cuenta de las
varias oportunidades que se le dieron a Policarpo. El procónsul le invita a
que tenga consideración de su edad y declare “¡Mueran los impíos!”,
queriendo decir los cristianos. Policarpo, señalando a la muchedumbre que
reclama su muerte, dice las palabras que el procónsul le ha sugerido, pero
haciendo saber que los impíos no son verdaderamente los cristianos, sino
esa muchedumbre que le rodea. En cuanto a su edad, Policarpo declara:
Voy a entrar en el año ochenta y seis de mi edad, y siempre aprobé y serví a
su nombre, jamás recibí daño de él, sino que me salvó siempre; ¿cómo puedo
odiar a quien he dado culto, a quien tuve por bueno, a quien siempre deseé
me favoreciera, a mi Emperador, al Salvador de salud y gloria, perseguidor de
los malos y vengador de los justos?” (Martirio 9; BAC 75:272)
Y cuando el procónsul le amenaza con fieras y con la hoguera, Policarpo
le responde:
Me amenazas con un fuego que arde por espacio de una hora y luego se
enfría; y es que ignoras los tormentos del juicio venidero y del fuego eterno
contra los impíos. Más, ¿a qué entretener tu voluntad con largo discurso?
Haz conmigo lo que piensas, y si el caso ofrece algún otro cualquier linaje de
tormento, vételo a buscar. (Martirio 10; BAC 75:273)
Hasta aquí, es posible que lo esencial de la narración haya sido tomado
de las actas oficiales del juicio de Policarpo. A partir de aquí, sin embargo,
se sucede una larga serie de milagros cuyo propósito parece ser mostrar
que en realidad Dios estaba con Policarpo. Junto a él murieron otros 12
cristianos de Filadelfia, aunque no se sabe por qué estarían en Esmirna.
El martirio de Ptolomeo
En la Segunda apología de Justino, que ya hemos discutido, aparece la
historia de tres mártires, Ptolomeo, Lucio y un tercero innominado. Puesto
que la obra de Justino se refiere a acciones previas del emperador a quien
se dirige, no cabe duda de que lo que cuenta es cierto. Lo que no sabemos
es si Justino está tomando su material del acta del martirio de Ptolomeo y
sus compañeros o de alguna otra fuente. En todo caso, el texto refleja el
proceso que se siguió contra Ptolomeo de tal modo que bien puede contarse
entre las actas de los mártires. Justino escribió esta apología alrededor del
año 160, unos cinco años después del martirio de Policarpo. Luego, los
hechos a que se refiere deben haber tenido lugar a más tardar poco
después de ese martirio.
Según Justino, lo que aconteció fue que una dama que al igual que su
marido estaba acostumbrada a una vida disoluta se convirtió al cristianismo.
El marido hizo todo lo posible por disuadirla, e instarla a volver a la vida de
antes. Las tensiones llegaron a ser tales que por fin ella decidió divorciarse
de él. En respuesta, el marido la acusó ante los tribunales por ser cristiana.
Ella le hizo una petición al emperador, que le permitiera responder a tales
cargos después de hacer disposiciones respecto a sus bienes, y el
emperador accedió. Airado, el marido —quien aparentemente estaba más
interesado en los bienes de su esposa que en ella misma— se desentendió
de las acusaciones contra su mujer y en su lugar acusó a Ptolomeo, quien le
había enseñado el cristianismo a la mujer. También se las arregló para que
el centurión que arrestó a Ptolomeo, y luego el prefecto de la ciudad de
Roma, de nombre Urbico, se apresuraran a juzgar a Ptolomeo, quien declaró
ser cristiano. Otro cristiano, Lucio, protestó contra el proceso festinado que
había tenido lugar. Cuando Ubico le preguntó si era cristiano, Lucio contestó
que en efecto sí lo era. Un tercero que también protestó se unió a los dos
primeros en el martirio. (En cuanto a lo que sucedió con la mujer que se
había hecho cristiana, Justino no nos dice más).
El Martirio de Justino
Poco después de escribir estas palabras, le tocó al propio Justino seguir
el camino de Ptolomeo y sus compañeros. El historiador Eusebio de
Cesarea da a entender que quien acusó a Justino fue el filósofo cínico
Crescente, a quien Justino había derrotado en un debate público. El acta del
martirio de Justino no dice nada al respecto. El documento mismo parece
ser tomado de las actas oficiales del juicio, aunque la forma en que nos ha
llegado es posterior, pues al comienzo se nos dice que “en tiempo de los
inicuos defensores de la idolatría, publicábanse, por ciudades y lugares,
impíos edictos contra los piadosos cristianos, con el fin de obligarles a
sacrificar a los ídolos vanos” (Martirio de Justino 1.1; BAC 75:311). Pero el
hecho mismo de que el documento explica esto parece dar a entender que,
ahora que han cambiado las cosas y han terminado las persecuciones, su
autor ha tenido acceso a las actas oficiales del juicio. Por ello, la mayoría de
los eruditos piensa que el acta del martirio de Justino es auténtica. Lo único
que el autor cristiano parece haber añadido es la introducción a que ya nos
hemos referido y una breve conclusión en la que dice que los mártires fueron
glorificando a Dios al lugar donde se les decapitó, y algunos cristianos
recuperaron sus cuerpos y les dieron sepultura. Lo demás parece ser
tomado literalmente de las actas del proceso.
El juez es el prefecto de la ciudad, Junio Rústico, hombre instruido y
digno a quien el emperador Marco Aurelio atribuía buena parte de su propia
sabiduría. En el juicio, el prefecto comienza dirigiéndose a Justino,
aparentemente sin haberle dado siquiera una oportunidad de hablar,
ordenándole que crea en los dioses y obedezca a los emperadores. Justino
le contesta que es a Jesucristo a quien debe obedecer. Cuando Rústico le
da oportunidad para exponer la doctrina que profesa, Justino le dice que
aunque ha tratado de aprender cuanto ha podido de todos los filósofos, es
firme seguidor de las doctrinas cristianas, “que son las verdaderas por más
que no sean gratas a quienes siguen falsas opiniones” (Martirio de Justino
1.3; BAC 75:311). Tras un diálogo en el que Rústico le llama “miserable”,
Justino expone la esencia de su fe diciendo que su doctrina es la que
...nos enseña a dar culto al Dios de los cristianos, al que tenemos por Dios
único, el que desde el principio es hacedor y artífice de toda la creación,
visible e invisible; y al Señor Jesucristo, por hijo de Dios, el que de antemano
predicaron los profetas que había de venir al género humano, como
pregonero de salvación y maestro de bellas enseñanzas.
Y yo, hombrecillo que soy, pienso que digo bien poca cosa para lo que
merece la divinidad infinita, confesando que para hablar de ella fuera
menester virtud profética. (Martirio de Justino 2.5-6; BAC 65:312)
El prefecto trata de obligar a Justino a decirle dónde se reúnen los
cristianos, pero él se niega, y solo le da su propia dirección. Por fin Rústico
le pregunta tajantemente si es cristiano, y Justino responde: “Sí, soy
cristiano”.
Rústico se dirige entonces a los otros seis acusados junto a Justino:
cinco varones y una mujer. A los primeros tres sencillamente les pregunta si
son cristianos, y ellos responden afirmativamente. Al quinto, Evelpisto,
Rústico le pregunta quién es. La respuesta es notable, pues se trata ahora
de un esclavo del César quien declara: “También yo soy cristiano, libertado
por Cristo” (Martirio de Justino 4.3; BAC 75:313). A los próximos acusados,
Rústico les pregunta quién les ha enseñado la fe cristiana, y la respuesta
general es que no ha sido Justino quien les llevó a la fe, aunque uno de ellos
declara que sí ha sido gustoso oyente de las enseñanzas de Justino. El
interrogatorio continúa, y a la postre todos se declaran cristianos. Cuando
por fin Rústico amenaza a Justino preguntándole si verdaderamente, con
todos sus conocimientos, cree que si Rústico le manda decapitar subirá al
cielo, Justino declara:
Nuestro más ardiente deseo es sufrir por amor de nuestro Señor Jesucristo
para salvarnos, pues este sufrimiento se nos convertirá en motivo de
salvación y confianza ante el tremendo y universal tribunal de nuestro Señor y
Salvador. (Martirio de Justino 5.6; BAC 75:315)
A esto se unen los otros seis diciéndole a Rústico: “Haz tú lo que quieras;
porque nosotros somos cristianos y no sacrificamos a los ídolos” (Martirio de
Justino 5:7; BAC 75:315). Ante tales palabras, Rústico pronuncia sentencia
“conforme a las leyes”, ordenando que los seis sean azotados y luego
muertos; Justino, por ser ciudadano romano, fue decapitado.
El Evangelio de Tomás
Este documento, que probablemente data de fines del siglo segundo, no
debe confundirse con otro “Evangelio de Tomás” que forma parte de una
biblioteca gnóstica descubierta a mediados del siglo veinte, y a la que nos
referiremos más adelante. El que ahora discutimos es un Evangelio acerca
de la infancia de Jesús en el que se cuentan varios de sus milagros, algunos
de ellos claramente indignos del Jesús de los Evangelios canónicos. Así, por
ejemplo, cuando otro niño le molesta, Jesús sencillamente le hace morir.
Otros milagros han pasado de este documento a la leyenda popular. Jesús
hace pajaritos de barro y los hace volar. Cuando un rabino se atreve a
enseñarle las primeras letras, Jesús le muestra al rabino que en realidad no
sabe nada, de modo que el maestro termina diciendo: “No puedo seguir el
vuelo de su inteligencia. Me he engañado, miserable de mí: codiciaba tener
un alumno y me he encontrado con un maestro” (Evangelio de Tomás 7.2;
BAC 148:309). Cuando un cántaro se le cae y se rompe, Jesús
sencillamente extiende el manto sobre él y las piezas vuelven a juntarse. En
breve, este documento es índice de cómo la religiosidad popular iba
ampliando las historias acerca de Jesús.
Evangelios gnósticos
Entre la literatura apócrifa del Nuevo Testamento se encuentran varios
Evangelios que claramente intentan leer la historia de Jesús desde una
perspectiva gnóstica. Entre ellos se cuenta el Evangelio de Judas, cuya
existencia siempre se conocía, pero que ha llamado la atención por el
descubrimiento de un texto fragmentario a fines del siglo veinte. El
gnosticismo de este texto, con su aversión a todo lo que sea físico y
corpóreo, se ve en el modo en que se interpreta la participación de Judas en
la pasión de Jesús. Según este documento, Judas era el único que sabía
que Jesús quería abandonar la prisión del cuerpo, y por tanto sirvió a ese
propósito entregándole en manos de quienes buscaban matarle.
Otro documento que generalmente se incluye entre los Evangelios
apócrifos es el Evangelio (gnóstico) de Tomás, que no es una narración,
como los demás Evangelios, sino más bien una colección de dichos de
Jesús. Probablemente date de mediados del siglo segundo. Generalmente
se le incluye entre los Evangelios gnósticos porque fue encontrado a
mediados del siglo veinte junto a otra serie de documentos que son
indudablemente gnósticos (la llamada biblioteca de Nag Hamadi o de
Quenobisquion). Aproximadamente la mitad de los dichos de Jesús que este
documento incluye aparecen también en los Evangelios canónicos. Es en los
otros dichos que puede haber una influencia, bastante velada, del
gnosticismo. Por ejemplo, Jesús le dice a Tomás tres palabras secretas que
este no comparte siquiera con los demás discípulos. Y, refiriéndose a la
relación entre la carne y el espíritu, Jesús dice: “...me maravilla cómo tan
grande riqueza ha venido a morar en esta pobreza” (Evangelio gnóstico de
Tomás 29).
Más indudablemente gnóstico es el llamado Evangelio de la verdad, que
es parte de la misma biblioteca gnóstica a que ya nos hemos referido. Desde
antes de su descubrimiento, teníamos noticias de la existencia de este
documento porque Ireneo se refiere a él como obra del maestro gnóstico
Valentín. Pero hay una enorme diferencia entre lo que vemos en este
documento y lo que Ireneo nos cuenta acerca de las doctrinas de los
valentinianos. No hay aquí las interminables especulaciones acerca de los
eones y los orígenes del mundo que Ireneo les atribuye a los seguidores de
esta secta. Pero al mismo tiempo hay mucho que coincide con lo que Ireneo
nos dice. Por esta y varias otras razones, la mayoría de los eruditos piensa
que el Evangelio de la verdad data de mediados del siglo segundo, y que
Ireneo parece haber conocido, no las doctrinas originales de Valentín, sino el
modo en que estas habían evolucionado unos 30 o 40 años más tarde,
cuando Ireneo las discute.
En todo caso, tampoco este documento es un Evangelio en el sentido
corriente de la palabra, pues no es una historia acerca de Jesús, sino más
bien una meditación acerca de lo que el autor entiende por “el evangelio”. El
libro empieza declarando que “el evangelio de la verdad es una alegría para
quienes han recibido el don de conocerlo a través del Padre de la Verdad
mediante el Verbo que ha venido de la Plenitud” (Evangelio de la verdad
16.31). Puesto que la “plenitud” era el origen y fin de las cosas según los
gnósticos, desde los inicios mismos este documento revela su carácter
gnóstico. Lo que es más, el documento repetidamente exalta a los gnósticos,
que son quienes han sido iluminados y han despertado de su sueño
material. También es notable el hecho de que este libro no incluye referencia
histórica alguna, y ni siquiera cuenta historias ni cita dichos de Jesús.
Algo parecido puede decirse del documento que lleva el título de Pistis
Sofía: Fe Sabiduría. Este documento, que se ha preservado en un
manuscrito copto de fines del siglo cuarto o principios del quinto, había
quedado olvidado hasta que fue descubierto a fines del siglo dieciocho. No
se trata de un Evangelio en el sentido estricto, sino de un documento
gnóstico, posiblemente compuesto hacia fines del siglo tercero o principios
del cuarto, en el que Jesús permanece en la tierra con sus discípulos y con
María, Marta y María Magdalena, enseñándoles por 11 años después de la
resurrección. Aunque en la tradición ortodoxa frecuentemente se le da a
Jesús el nombre de Sofía, que quiere decir Sabiduría, aquí se le presenta
como el eón femenino que es contraparte de Jesús.
Epístolas apócrifas
De igual manera que hubo quien escribió evangelios y hechos apócrifos,
también pronto comenzaron a circular varias epístolas que pretendían
provenir de alguno de los apóstoles. Así, por ejemplo, ya hacia fines del siglo
segundo parece haber circulado una larguísima y supuesta Epístola de los
apóstoles, cuyo propósito obvio es rechazar las especulaciones y doctrinas
gnósticas. Puesto que Pablo se refiere a una carta que les había escrito a
los laodicenses, pronto comenzaron a circular epístolas que pretendían ser
el documento perdido. Una de ellas, que se ha perdido, defendía las
doctrinas de Marción. Contra ella, alguien escribió una Epístola de Pablo a
los alejandrinos, también perdida. Una supuesta epístola de Santiago,
conocida como el Apócrifo de Santiago, y que proviene también del siglo
segundo, pretende ser un informe que Santiago le envía a un lector
desconocido acerca de las enseñanzas secretas de carácter gnóstico que
Jesús les enseñó a Santiago y a Pedro. En la biblioteca gnóstica hallada en
Quenobisquion se incluye también una Epístola de Pedro a Felipe.
Como ya hemos dicho, en algunos manuscritos de los Hechos de Pablo
se incluye una carta de los corintios a Pablo y la respuesta de él, conocida
como la Tercera epístola de Pablo a los corintios. En la supuesta carta que
los corintios le escriben a Pablo mientras se encuentra en Filipos, se
resumen las doctrinas de los contrincantes de tal modo que no cabe duda de
que se trata de personas de tendencias gnósticas, que sostienen que el
cuerpo es malo y que, por tanto, Jesús no pudo haber tenido verdadera
carne humana:
Las doctrinas que afirman y enseñan son como lo siguiente: Niegan que
convenga servirse de los profetas, que Dios sea el Todopoderoso; que habrá
resurrección de la carne; que Cristo haya venido en carne humana y haya
nacido de María; [dicen] que el mundo no es de Dios, sino de los ángeles.
(Hechos de Pablo [Manuscrito de Heidelberg] 1.9-15; BAC 656:805)
Bastante más tarde, posiblemente en el siglo cuarto, comenzó a circular
una supuesta correspondencia entre Pablo y Séneca que incluye ocho
cartas que Séneca le escribe a Pablo y otras seis de Pablo a Séneca. Por la
misma época, o poco después, comenzó a circular una falsa Epístola de Tito
en defensa del celibato monástico y condenando a quienes lo violaban.
Para no quedarse detrás, también empezaron a circular cartas
supuestamente escritas por Jesús mismo. La que hizo más impacto fue la
supuesta correspondencia entre Jesús y el rey Abgaro de Edesa. Según esa
correspondencia, el rey le escribió a Jesús pidiéndole que viniera a curarle
de una terrible enfermedad, y Jesús respondió enviándole a Tadeo con una
carta dirigida al rey. Puesto que fue alrededor del año 200 que otro rey de
Edesa, también llamado Abgaro, se convirtió al cristianismo, y tenemos
referencias a esa supuesta correspondencia ya a principios del siglo cuarto,
lo más probable es que las supuestas cartas del rey y respuesta de Jesús
hayan sido compuestas durante el siglo tercero. En todo caso la pretendida
carta de Jesús gozó de gran popularidad, pues fue traducida a varias
lenguas antiguas, algunas personas llevaban una copia de ella para
defenderles contra los malos espíritus y los enemigos, y hasta en algunos
casos, particularmente en Siria, se le utilizó en el culto a la par de las
Escrituras canónicas.
Por último, existe otra supuesta carta del Señor, aparentemente
compuesta hacia fines del siglo quinto, en la que se urge la estricta
observancia del domingo. Supuestamente, esta carta apareció flotando
sobre el altar de la iglesia en Roma, y no descendió a manos del obispo sino
tras tres días y noches de oración. También esta carta gozó de amplia
difusión en diversas lenguas, y todavía en el siglo diecinueve había quien la
empleaba como talismán.
Los apocalipsis apócrifos
De igual manera que hubo quien produjo imitaciones de los Evangelios
canónicos, de Hechos y de las epístolas del Nuevo Testamento, también
hubo quien produjo libros apocalípticos siguiendo el patrón del Apocalipsis
de Juan. De estos el que más éxito tuvo fue el Apocalipsis de Pedro,
probablemente escrito en el siglo segundo, y que por algún tiempo algunos
consideraron parte de las Escrituras canónicas cristianas. Es un breve texto
en el que Jesús les muestra a sus discípulos visiones alternas, contrastando
la belleza del cielo donde van los fieles con los horrores del infierno
destinados para los pecadores. Bastante más tarde, en el siglo tercero,
apareció el Apocalipsis de Pablo, que según el historiador Sozómeno, en el
siglo quinto, era muy apreciado por algunos monjes, pues circulaba la
leyenda de que había sido descubierto milagrosamente en la antigua casa
de Pablo en Tarso. Más adelante fueron apareciendo otros apocalipsis
atribuidos a personajes tales como Esteban, Tomás y María.
La literatura cristiana
hacia fines del
siglo segundo
Introducción
El gran cambio que tuvo lugar en la vida y composición de la iglesia
según fue avanzando el siglo segundo fue que aquel movimiento, que
comenzó entre judíos y cuyos primeros líderes fueron todos judíos, comenzó
a abrirse paso entre los gentiles. Pronto los cristianos de descendencia judía
serían una minoría. Esto requirió todo un sistema de preparación para
quienes pedían el bautismo, quienes ahora ya no llegaban con el mismo
trasfondo religioso y bíblico de los conversos de origen judío y, por tanto, no
podían ser bautizados tan pronto como lo solicitaran.
En cuanto a la literatura, que es lo que nos interesa aquí, a partir de
ahora casi todos los autores cristianos cuyas obras se han conservado serán
de origen gentil. Si bien es probable que entre los autores que estudiamos
en la sección pasada muchos fueran de origen judío, los que ahora
estudiamos —con raras posibles excepciones— son de origen gentil. Varios
de ellos habían recibido una educación esmerada y, por tanto, hacían hábil
uso de los recursos retóricos de la antigüedad clásica. Ahora la cuestión de
la relación entre el cristianismo y esa cultura clásica grecorromana vino a ser
una de las principales preocupaciones de varios de estos autores. Y, si bien
todavía la mayor parte de los autores escribían en griego, pronto
aparecieron los primeros autores latinos.
Aparte de ese enorme cambio demográfico y cultural, las circunstancias
de la iglesia no cambiaron mucho según fue avanzando el siglo segundo.
Todavía continuaban las persecuciones. Todavía era necesario aclarar en
qué consistía la fe cristiana, en medio de interpretaciones diversas y hasta
contradictorias. Pero ahora comenzó a haber un pequeño número de
autores cristianos quienes, construyendo principalmente sobre las bases
sentadas por los apologistas de la primera mitad del siglo, produjeron obras
sobre la totalidad de la fe cristiana; o si no, al menos su producción literaria
es lo suficientemente extensa como para que podamos reconstruir los
elementos esenciales de su teología. Aunque hubo también otros autores de
menor importancia, las tres grandes figuras de fines del siglo segundo son
Ireneo, Clemente de Alejandría y Tertuliano. Al leer y estudiar sus obras
vemos que, al tiempo que todos ellos se declaraban ortodoxos y
concordaban en que había que rechazar ciertas doctrinas había, sin
embargo, diferencias entre ellos mismos. Así, vamos viendo los orígenes de
diversas posturas teológicas que irían desarrollándose con el correr de los
siglos[1].
CAPÍTULO 5
Ireneo
Su vida
Hacia fines del siglo segundo comienzan a aparecer escritores cristianos
cuyas obras abarcan mucho más que un tema específico o una defensa de
la fe. El primero de ellos, y frecuentemente el más olvidado, es Ireneo.
Ireneo, quien parece haber sido oriundo de Esmirna en Asia Menor, pero
pasó la mayor parte de su vida en la ciudad de Lyon, en Galia, estaba en
Roma como portador de una carta de la iglesia en Lyon en el año 177
cuando se desató una gran persecución en Galia en la que murió el obispo
de Lyon. Al regresar a esa ciudad, la congregación le eligió como su obispo.
Aunque se sabe poco acerca de su vida anterior, sus escritos parecen
implicar que fue discípulo de Policarpo en Esmirna, o al menos que tuvo
oportunidades de escucharle. Sobre esa base, la techa de su nacimiento
parece haber sido alrededor del año 130. No se sabe por qué fue a Lyon,
aunque no cabe duda de que fuera parte de un grupo de migrantes de habla
griega, probablemente en su mayoría procedentes de Asia Menor. Se ha
sugerido que fueron allá como misioneros, pero no hay datos firmes que
apoyen tal suposición. Lo que sí está claro, porque él mismo lo dice, es que
el propio Ireneo se ocupaba de predicar entre los celtas. Hacia fines de siglo,
alrededor del año 190, se involucró en la controversia cuartodecimana, pues
su iglesia, siguiendo las tradiciones de Asia Menor, todavía celebraba la
resurrección el día 14 del mes judío de Nissan, mientras el resto había
optado por celebrarla siempre en un domingo, siguiendo la larga tradición de
celebrar la Resurrección de Jesús cada domingo. En tiempos de Ireneo, la
controversia llegó a tal punto que hubo excomuniones mutuas entre el
obispo de Roma y el de Éfeso. Ireneo intervino tratando de calmar las
aguas. No se sabe cómo se resolvió la cuestión en ese momento, aunque sí
resulta claro que a la postre todos los cristianos concordaron en celebrar el
gran día de la Resurrección de Jesucristo en un domingo. La tradición afirma
que Ireneo murió como mártir durante la persecución de Séptimo Severo en
el año 202; pero esto no es del todo seguro, pues es solo en el siglo cuarto
que se nos dan noticias de tal martirio.
Sus obras
Además de varios fragmentos de otras obras, de Ireneo se conservan
dos escritos principales. El más extenso de ellos, la Descripción y refutación
del falso conocimiento [gnosis], se conoce más comúnmente como Contra
las herejías, o sencillamente por su nombre latino, Adversas haereses. La
segunda, bastante más breve, es la Demostración de la predicación
apostólica.
Aunque se sabía que Ireneo había escrito una obra bajo el título de
Demostración de la predicación apostólica, esta obra se consideraba perdida
hasta que a principios del siglo veinte se descubrió una versión armenia.
Tras estudios cuidadosos, los eruditos concuerdan en que se trata
efectivamente de una traducción de la obra perdida de Ireneo. El famoso
historiador Adolph Harnack la dividió en 100 capítulos, y esa división es la
que se usa hasta el día de hoy. Esta obra, que Ireneo escribe para un
hermano de nombre Marciano, de quien no se sabe más, es mucho más
breve que Contra las herejías. Además, puesto que su propósito no es
refutar las herejías, sino sencillamente instruir en la fe a su lector, esta obra
no va cargada de todos los detalles acerca de los diversos sistemas
gnósticos que dificultan la lectura de Contra las herejías.
Como el título mismo lo indica, Contra las herejías es un escrito de
carácter polémico. Aunque va dirigido a las herejías en general, Ireneo
centra su atención en el gnosticismo de Valentín —particularmente tal como
lo había desarrollado un discípulo de Valentín de nombre Ptolomeo— y en
segundo lugar sobre las doctrinas de Marción. La obra se divide en cinco
extensos libros, y no existe un texto completo en su lengua original, que era
el griego. Lo que tenemos es una traducción latina cuyo estilo es tan distinto
del latín clásico, que algunos han sugerido que fue hecha por uno de los
discípulos celtas que el propio Ireneo dice que tenía en los alrededores de
Lyon. En cuanto al griego original, el propio Ireneo se excusa por su estilo:
Tú no puedes exigir de nosotros, que vivimos entre celtas, y que en la mayor
parte del tiempo tratamos nuestros asuntos en dialecto bárbaro, ni el arte de
la elocuencia que no hemos aprendido, ni la habilidad del escritor, que no
hemos practicado, ni la elegancia de palabras, ni el arte de persuadir, que
desconocemos; pero lo que, de manera sencilla, verdadera y en estilo vulgar,
te hemos escrito con cariño, lo recibirás también con amor y lo desarrollarás
por tu cuenta, como más capaz que nosotros. (Contra las herejías 1 prefacio
3; GAF 5:3)
El primer libro, y buena parte del segundo, se dedican a una amplia
exposición del sistema gnóstico que Ireneo busca refutar. Allí encontramos
una exposición larga y detallada de las doctrinas gnósticas, o al menos de
las doctrinas de aquellos gnósticos contra quienes Ireneo escribe en
específico. Esa concentración en un sistema particular del gnosticismo se
debe a que la motivación de Ireneo para escribir este libro fue el haberse
enterado de que un amigo había abrazado esas doctrinas. En todo caso,
como ya hemos dicho, lo que aquí se nos dice acerca del gnosticismo de
Valentín y sus discípulos es bastante diferente de lo que encontramos en el
Evangelio de la verdad de Valentín. Ireneo nos presenta el gnosticismo de
Valentín como una serie casi interminable de especulaciones acerca de los
eones que le han dado origen al universo, y las relaciones entre ellos.
Aunque esta primera parte del escrito de Ireneo es de gran interés para
quienes hoy estudian el gnosticismo, su estilo prolijo y su discusión detallada
de las especulaciones gnósticas frecuentemente llevan a los lectores de hoy
a abandonar la lectura, con lo cual se pierden buena parte de las riquezas
de la teología de Ireneo, que aparecen más adelante en esta obra. Bien
podríamos desear que Ireneo se hubiera sujetado más estrictamente a lo
que él mismo dice acerca de su obra. A mediados del segundo libro, tras
páginas y más páginas acerca de los eones y sus relaciones entre sí y otras
cosas semejantes, Ireneo declara:
Lo dicho es suficiente para demostrar lo frágil, inconsistente y vana que es la
doctrina herética. Porque, como se suele decir, no es preciso beber todo el
mar para saber que su agua es salada. Mas de la misma manera que una
estatua de barro se envuelve por fuera para que parezca de oro, siendo de
barro, será suficiente después quitar un trocito cualquiera para hacer
aparecer el barro y liberar de una falsa opinión a los que buscan la verdad;
así hemos procedido también nosotros; primero hemos refutado, no una
parte mínima, sino los puntos principales de su doctrina; hemos hecho
aparecer después, según el propósito de todos los que no desean ser
engañados a sabiendas, lo que hay de perverso, de pérfido, de falso y de
pernicioso en la escuela de los discípulos de Valentín y entre todos los
demás herejes. (Contra las herejías 2.19.8; GAF 5:224-25)
Al llegar a este punto, el lector moderno bien puede pensar que le
hubiera bastado con una cucharadita, ¡en lugar de baldes y más baldes de
agua salada! Y, ciertamente, ¡la cubierta de oro que Ireneo ha arrancado del
barro de los gnósticos es bastante más que un pedacito!
A pesar de esto, este escrito de Ireneo es de suma importancia, pues nos
ofrece datos importantes acerca del pensamiento cristiano en su época. Lo
que es más, la teología de Ireneo, a veces escondida en medio de su vasta
descripción del gnosticismo, y otras veces claramente expuesta,
particularmente en los últimos libros de su magna obra, ha hecho gran
impacto en la teología posterior. Aunque en la iglesia de habla latina se le
leyó poco, ya Tertuliano, de quien nos ocuparemos en el próximo capítulo, y
que bien puede llamarse el padre de la teología en lengua latina, lo había
leído, de tal modo que en sus escritos se encuentra la influencia de Ireneo.
En tiempos más recientes, nuevos estudios acerca de Ireneo han llevado a
una amplia renovación teológica.
Aunque a simple vista parece que lo que Ireneo pretende hacer es
sencillamente ridiculizar las enseñanzas gnósticas, en realidad lo que
procura es separar de esas enseñanzas aquella pequeña porción de verdad
que les da credibilidad. En el prefacio de su obra, declara:
El error no se manifiesta tal cual es, por temor de que, apareciendo desnudo,
sea reconocido; sino que, adornándose artificiosamente de un vestido de
verosimilitud, obra de modo que aparece a los ojos de los ignorantes más
verdadero que la verdad misma, gracias a esta apariencia exterior. (Contra las
herejías 1 prefacio 2; GAF 5:49)
Como bien lo indica el título completo de Contra las herejías, esta magna
obra incluye tanto una descripción como una refutación de esas herejías. La
descripción aparece principalmente en el primer libro, y es tan prolija y
detallada que posiblemente sea una de las razones por las que la obra en su
totalidad no ha gozado de mayor popularidad. Para quien no esté
profundamente interesado en el gnosticismo, los detalles son tantos, y la
exposición tan larga, que es difícil mantener el interés en la lectura. Puesto
que, como él mismo dice, para probar que el agua del mar es salada no hay
que bebería toda, para mostrar el carácter de ese primer libro basta con citar
sus primerísimos párrafos:
Había, según dicen, un eón perfecto, que era anterior a todo y moraba en las
alturas invisibles e innombrables. A este eón le llaman Primer-Principio, Pre-
Padre y Abismo. Inabarcable en su manera de ser invisible, eterno e ingénito,
se mantuvo en un total reposo y tranquilidad una infinidad de siglos. Con él
existía Pensamiento, a quien ellos llaman también Gracia y Silencio. En un
momento determinado, este Abismo tuvo la idea de emitir de sí mismo al
Principio de todas las cosas; y esta emisión, que se le ocurrió hacer, la
depositó a la manera de una simiente en el seno de su compañera Silencio.
Habiendo ella recibido la simiente quedó embarazada y engendró al
Entendimiento, semejante e igual al que le había emitido, y único capaz de
abarcar la grandeza del Padre. A este Entendimiento llaman también
Unigénito, Padre y Principio de todas las cosas. Con él fue emitida la Verdad.
Esta es la primera fundamental Tétrada pitagórica, a la que llaman asimismo,
Raíz de todos los seres. Hay, en efecto, Abismo y Silencio, después
Entendimiento y Verdad. (Contra las herejías 1.1.1; GAF 5:52)
Buena parte del resto de este primer libro (un centenar de páginas)
continúa con el mismo tono. Luego, al tiempo que encontramos aquí
abundantes datos acerca de las especulaciones gnósticas, este primer libro
es en su mayoría de difícil lectura. Sí incluye una especie de genealogía del
gnosticismo que lo remonta a Simón Mago, y que incluye a personajes tales
como Menandro, Satornilo, Basílides, Carpócrates, Cerinto, Cerdo y
Marción. En esta sección incluye datos interesantes acerca de cada uno de
esos personajes y sus enseñanzas. Es de ahí que muchos autores
posteriores toman su información acerca del gnosticismo y sus principales
maestros. Desafortunadamente, no es seguro que todos los datos que
Ireneo nos da en esta sección sean fidedignos. Y esto se ha complicado en
tiempos más recientes con el descubrimiento del Evangelio de la verdad de
Valentín, en el que, como ya hemos dicho, encontramos un gnosticismo
bastante diferente del que Ireneo nos pinta.
Todo esto lo resume el propio Ireneo en el prefacio a su segundo libro:
En el libro precedente, desenmascarando el falso conocimiento (gnosis), te
hemos referido, querido amigo, todas las mentiras que, bajo formas múltiples
y opuestas, han sido forjadas por los discípulos de Valentín. Te hemos
expuesto también las teorías de los que fueron sus cabezas de partido,
mostrando que estaban en desacuerdo unos con otros, y ante todo en
desacuerdo con la verdad misma. (Contra las herejías 2 prefacio 1; GAF
5:159)
Luego, tras describir en su primer libro el gnosticismo y sus enseñanzas
—particularmente las de Valentín y su discípulo Ptolomeo— Ireneo pasa en
el segundo libro a su refutación. Esta primera refutación se fundamenta en
argumentos lógicos y filosóficos, tratando de mostrar las contradicciones de
la doctrina que intenta refutar. Los argumentos que Ireneo presenta son
variados. Algunos se refieren a la totalidad de las doctrinas gnósticas, y
otros a las enseñanzas específicas de alguno de sus maestros. Buena parte
de su argumentación en general se fundamenta en la naturaleza de Dios y
su relación con el mundo. En este punto, los gnósticos no parecen
concordar, pues por una parte dan a entender que el mundo es el resultado
de un error o pasión por parte de algún eón inferior, y por otra parte parecen
entenderlo como una simple emanación de lo divino, de cuya naturaleza
entonces participa. En el primer caso, parece tratarse de un Dios ignorante e
impotente, de tal manera que no tiene control ni siquiera sobre los eones
que emanan de él. En el segundo caso, se presenta a Dios como un ser
imperfecto, cuya imperfección se manifiesta en la creación misma que
emana de él. La doctrina cristiana de la creación afirma por una parte que
esta es producto de la voluntad de Dios, y por otra que es una realidad
diferente de Dios mismo. Según Ireneo, las teorías de Valentín sobre la
creación se originan en los filósofos y otros autores paganos, con la
consecuencia de que “blasfeman de Dios, que realmente existe, y son
inventores de un dios que no existe, para su propia condenación. (Contra las
herejías 2.9.2; GAF 5:185)
Entre otras doctrinas de algunos gnósticos que Ireneo refuta en este libro
está la idea de que el espíritu humano es una simiente o chispa de Dios, de
tal manera que el humano participa de la divinidad. Igualmente refuta las
numerologías de los gnósticos, su negación de la resurrección física, su
creencia en la transmigración de las almas y varias otras ideas semejantes.
El tercer libro es el más interesante de los cinco de que se compone esta
obra, pues en él Ireneo busca refutar las herejías sobre la base de las
enseñanzas de la iglesia, y por tanto nos deja ver cómo él entiende esas
enseñanzas. Este tercer libro, y la Demostración, son la principal fuente que
tenemos para nuestro conocimiento de la teología del propio Ireneo. A esto
se añaden entonces los libros cuarto y quinto. En el cuarto, Ireneo refuta las
doctrinas de los gnósticos sobre la base de las Escrituras; esto hace de este
cuarto libro una fuente importante para nuestro conocimiento y
entendimiento de los métodos exegéticos de la iglesia antigua. Por último, el
quinto libro trata principalmente sobre la consumación de los tiempos y, por
tanto, es en él que más se hace ver el impacto del Apocalipsis de Juan
sobre Ireneo y la iglesia de su tiempo.
Su teología
Puesto que Ireneo era oriundo de Asia Menor y discípulo de Policarpo,
en su teología se ve la profunda influencia de las tradiciones de esa región, y
particularmente de la literatura juanina; tanto del Evangelio de Juan como
del Apocalipsis. Al leer el tercer libro en particular, así como toda la obra de
Ireneo, vemos que este entiende la historia de toda de la humanidad y de la
creación como un gran drama cósmico que comienza con la creación misma
y culmina con la consumación de todas las cosas.
Todo este drama cósmico lo resume Ireneo en un esquema trinitario:
He aquí la regla de fe, el fundamento del edificio y la base de nuestra
conducta: Dios Padre, increado, ilimitado, invisible, único Dios, creador del
universo. Este es el primer y principal artículo. El segundo es: el Verbo de
Dios, Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor, que se ha aparecido a los
profetas según el designio de su profecía y según la economía dispuesta por
el Padre; por medio de él ha sido creado el universo. Además, al fin de los
tiempos para recapitular todas las cosas se hizo hombre entre los hombres,
visible y tangible, para destruir la muerte, para manifestar la vida y restablecer
la comunión entre Dios y el hombre. Y como tercer artículo: el Espíritu Santo
por cuyo poder los profetas han profetizado y los padres han sido instruidos
en lo que concierne a Dios, y los justos han sido guiados por el camino de la
justicia, y que al fin de los tiempos se ha derramado de un modo nuevo sobre
la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios.
(Demostración 6; GAF 5:663)
Si pasamos entonces a la doctrina de la creación, notamos que Ireneo se
refiere repetidamente a los primeros capítulos del Génesis, y es sobre ellos
que basa su entendimiento de la creación. Pero al citar las historias que allí
aparecen las llama consistentemente “el principio de la creación”. Esto
quiere decir que lo que Dios hizo en aquellos inicios no era una obra
terminada, sino el principio de todo un proceso creador mediante el cual
Dios llevaría a la humanidad a sus propósitos finales. Al hablar de la
creación de Adán y Eva, dice que fueron hechos “como niños”. Aquellos
primeros antecesores de toda la humanidad no eran ya todo lo que deberían
ser, sino que estaban destinados a una comunión más íntima con Dios.
Según Ireneo, Dios creó el mundo y lo gobierna mediante sus dos
“manos”, el Hijo y el Espíritu Santo. Al usar esa imagen, Ireneo no parece
tener la intención de distanciar a Dios de la creación, sino todo lo contrario:
la relación de Dios con su creación es tan estrecha que Dios crea el mundo
con sus propias manos. Con esas manos, Dios le dio forma al polvo de la
tierra para crear a Adán, y “por la mano de Dios, por la que fue modelado
Adán, hemos sido también modelados nosotros” (Contra las herejías 5.16.1;
GAF 5:596). Puesto que el ser humano fue creado según la imagen de Dios,
y en la Epístola de Pablo a los Colosenses se nos dice que Jesucristo es la
imagen misma de Dios, esto quiere decir que el modelo que Dios utilizó en la
creación del ser humano fue Jesucristo, el Dios encarnado. Aunque desde el
principio Dios empleó ese modelo en la formación de la humanidad, el
modelo mismo no nos fue conocido sino en la encarnación:
Entonces se manifestó el Verbo, cuando el Verbo de Dios se hizo hombre,
asemejándose al hombre y asemejando el hombre a sí, a fin de que por la
semejanza con el Hijo el hombre pasara a ser estimado del Padre. Porque en
los tiempos pasados se decía que el hombre había sido hecho a imagen de
Dios, pero no se podía comprobar, porque el Verbo era todavía invisible, y era
a imagen de él que el hombre había sido hecho. Esta fue la razón por la que
fácilmente se perdió aquella semejanza. Pero, cuando el Verbo de Dios se
hizo carne, aseguró las dos cosas: por una parte, que se trataba de una
imagen auténtica haciéndose él mismo lo que era su imagen y por esto
restauró y consolidó la semejanza, haciendo al hombre semejante al Padre
invisible, por medio del Verbo visible. (Contra las herejías 5.16.2; GAF 5:596)
El ser humano, creado como un niño, pero destinado a la comunión con
Dios, era como un príncipe que un día será rey, pero que por lo pronto
necesita de tutores. Esta es la función de los ángeles, que por lo pronto son
tutores de la humanidad, a la que preparan para la consumación cuando
reinaremos junto a Dios, pues, como dice Pablo, los humanos han de juzgar
a los ángeles (1 Cor. 6:3). Ireneo lo dice explícitamente:
Habiendo, pues, hecho Dios secretamente al hombre señor de la tierra y de
todo lo que en ella hay, lo hizo también señor de aquellos que en ella tienen
oficio de siervo. Pero estos, es decir los ángeles, estaban ya en su edad de
pleno desarrollo, mientras que el señor, es decir, el hombre, era muy
pequeño, pues era todavía niño, y debía desarrollarse hasta llegar a la edad
adulta. (Demostración 12; GAF 5:666)
Ireneo insiste en este carácter incompleto de la creación, y
particularmente de esta criatura humana, que en el momento de su creación
no es todavía todo lo que está llamada a ser:
Si alguien objetara aquí: ¿Pues qué?, ¿No podía Dios haber hecho perfecto
al hombre desde el principio? ...Era imposible que fueran increados los seres
recién creados. Ahora bien, por el hecho de no ser increados están por
debajo de la perfección; porque, en cuanto son recién hechos, son niños
pequeños, y en cuanto niños no están ejercitados ni habituados a la
conducta perfecta. En efecto, de igual manera que una madre puede ofrecer
un alimento perfecto al recién nacido, pero este es incapaz de recibirlo por
ser superior e inadecuado a su edad, así también Dios pudo ofrecer al
hombre desde el principio la perfección, pero el hombre era incapaz de
recibirla, porque era todavía un niño pequeño. Y por eso también nuestro
Señor en los últimos tiempos, recapitulando en sí todas las cosas, vino a
nosotros, no como podía hacerlo, sino tal como podíamos verle nosotros. Él
podía haber venido a nosotros en su gloria inenarrable pero nosotros no
hubiéramos podido soportar la grandeza de su gloria. Y por eso, como a
niños pequeños, el que era el pan perfecto del Padre se nos ofreció como
leche. (Contra las herejías 4.37.1; GAF 5:536-37)
El pecado de la primera pareja estuvo en no confiar en ese Dios en cuya
imagen habían sido hechos, sino creer y seguir los consejos del Maligno,
con lo cual se hicieron sus súbditos y esclavos. Dada la naturaleza de ese
pecado y sus consecuencias, era necesario destruir el poder que el Maligno
ahora tenía sobre la humanidad. Esto lo hizo Jesucristo en su encarnación,
vida, muerte y resurrección. Aquel que había sido la imagen según la cual
Dios creó a la humanidad ahora se manifestó como humano para vencer en
nombre de la humanidad.
Puede mostrarse con evidencia que el Verbo, que desde el principio estaba
en Dios, aquel por medio del cual fueron hechas todas las cosas y que desde
siempre estaba presente en el género humano, en los últimos tiempos, en el
momento predeterminado por el Padre, se unió a lo que él mismo había
modelado y se hizo hombre capaz de padecer.
Porque no era posible que el hombre, una vez vencido y destruido por la
desobediencia, pudiese reconstruir y recuperar por sí mismo la palma de la
victoria, como tampoco era posible que el que había caído bajo el pecado
obtuviese él mismo su salvación. Por esto el Hijo operó lo uno y lo otro.
Siendo Verbo dé Dios, descendió del Padre y se encarnó, descendió hasta la
muerte y llevó a su término el designio de nuestra salvación. (Contra las
herejías 3.18.1, 2; GAF 5: 365)
Porque efectivamente luchó y venció, ya que era un hombre que luchaba por
sus padres, pagando con su obediencia la desobediencia. El encadenó al que
era fuerte y libertó a los débiles y dio la salvación a la obra de sus manos,
destruyendo el pecado. (Contra las herejías 3.18.6; GAF 5:369)
Así pues, por la obediencia a que se sometió hasta la muerte, pendiente del
madero, destruyó la desobediencia antigua cometida en el árbol.
(Demostración 34; GAF 5:679)
Esto no quiere decir, sin embargo, que el Verbo que se encarnó en
Jesucristo no haya estado presente a través de la historia humana hasta el
momento de esa encarnación. Al contrario, por medio de sus dos manos, el
Verbo y el Espíritu Santo, Dios ha seguido plasmando a la humanidad
preparándola para el momento de la encarnación. Esto es de suma
importancia para Ireneo, pues buena parte de los sistemas gnósticos
declaraban que el mundo era ajeno a Dios, quien no tenía nada que ver con
él hasta que le fue enviado un mensajero de lo alto quien, tomando
apariencia humana, pero sin ser verdaderamente humano, vino para traer un
nuevo mensaje de salvación. Frente a esto, Ireneo subraya la continuidad de
la obra de Dios a través de toda la historia, particularmente en lo que se
refiere a la historia de Israel. Concretamente, fue este Verbo que habría de
encarnarse en Jesucristo quien se manifestó repetidamente a Israel. Él es el
cumplimiento de las profecías, el esperado de las naciones, la estrella de
Jacob, el vástago de Jesé, el rey prometido, el siervo sufriente. Esta
presencia del Verbo en la historia toda de Israel se ve, por ejemplo, en el
modo en que Ireneo interpreta la historia de Moisés:
Fue el Verbo quien en la zarza ardiente conversó con Moisés y dijo: “He visto
los sufrimientos de mi pueblo en Egipto y he bajado para liberarlo”. Él subía y
bajaba para liberar a los oprimidos arrancándolos del poder de los egipcios,
es decir, de toda clase de idolatría e impiedad, salvándolos del mar Rojo, es
decir, liberándolos de las turbulencias homicidas de los gentiles y las aguas
amargas de sus blasfemias. Estos acontecimientos eran continua repetición
de lo que a nosotros se refiere en el sentido que el Verbo de Dios mostraba
entonces anticipadamente en tipo las cosas futuras, mientras ahora nos
arranca de veras de la servidumbre cruel de los gentiles. Y en el desierto hizo
brotar con abundancia un río de agua de una roca. Y la roca es él.
(Demostración 46; GAF 5:686-87)
Ireneo frecuentemente se refiere a la obra de Cristo como una
‘recapitulación”. Este término requiere de cierta explicación, pues no quiere
decir, como en nuestros días, un mero repaso o resumen de todo lo anterior.
La palabra que Ireneo emplea en este contexto es la misma que aparece en
Efesios 1:10, donde se nos dice que el misterio de la voluntad de Dios, que
se había propuesto en sí mismo, era “reunir todas las cosas en Cristo”
(RVR-1960). Literalmente, quiere decir juntar las cosas bajo una sola
cabeza, reencabezar. Así es correcta la RVA-2015: “que en Cristo sean
reunidas bajo una cabeza todas las cosas”. Luego, lo que Jesucristo hace no
es sencillamente repasar o resumir toda la historia anterior, sino que es
llevarla toda a su culminación. Y es además crear una nueva humanidad
bajo una nueva cabeza. De igual manera que Adán era la cabeza de la vieja
humanidad, ahora Jesucristo es la cabeza de una nueva humanidad que es
la iglesia. Jesucristo lleva a su culminación toda la historia desde la creación,
creando una nueva humanidad que, a diferencia de la humanidad
encabezada por el primer Adán, es liberada de la esclavitud del pecado y de
la muerte. Jesucristo
...en el momento en que se encarnó y se hizo hombre, recapituló en sí mismo
la larga línea de la raza humana entera y nos concedió en compendio nuestra
salvación, de manera que lo que perdimos en Adán, es decir, el ser “a imagen
y semejanza de Dios”, esto mismo lo recibiéramos en Jesucristo. (Contra las
herejías 3.18.1; GAF 5:365)
Luego, el drama cósmico que se inicia en la creación y caída del ser
humano llega a su punto culminante en la encarnación, muerte y
resurrección de Jesucristo. La humanidad, que estaba sometida al pecado y
al Maligno porque su cabeza, Adán, la había sometido, queda ahora liberada
por la victoria de una nueva cabeza, el segundo Adán, Jesucristo.
Ese drama que culmina en la victoria del Señor resucitado se desenlaza
por fin en los últimos tiempos. Ireneo le dedica buena parte del libro quinto
de Contra las herejías a la escatología. En su esfuerzo por rechazar las
doctrinas harto espiritualizantes de los gnósticos, Ireneo afirma y arguye que
los justos literalmente han de recibir la tierra por heredad. Así dice:
Es necesario también declarar a este respecto que en primer lugar los justos
deben recibir la heredad prometida por Dios a los padres y reinar en ella en
este mundo renovado, después de resucitar a continuación de la aparición del
Señor; solamente entonces tendrá lugar el juicio de todos los hombres.
Porque es justo que en este mismo mundo en el que ellos han sido afligidos y
han sido probados de todas las maneras por la paciencia, reciban el fruto de
esa paciencia; que en el mundo, donde sufrieron muerte violenta a causa de
su amor a Dios, sean vivificados; que puedan reinar en este mismo mundo en
que han sufrido esclavitud. (Contra las herejías 5.32.1; GAF 5:640)
En todo esto se ve la influencia del Apocalipsis de Juan y del milenarismo
que hemos encontrado antes en los fragmentos de Papías. Esa influencia se
ve también en su discusión de la bestia apocalíptica, que es cabeza y
resumen de toda la maldad. Resulta interesante notar que, de manera
semejante a como Ireneo ve en Jesucristo una tarea de recapitulación, así
también la bestia recapitula el mal y la rebelión contra Dios:
Por eso, en la bestia que ha de venir tendrá lugar la recapitulación de toda
iniquidad y de todo engaño, a fin de que todo el poder de la apostasía,
confluyendo en ella y encerrado en ella, sea arrojado al estanque de fuego.
Es justo, pues, que el número de la bestia sea el 666, porque recapitula en sí
toda maldad que se desencadenó antes del diluvio a causa de la apostasía de
los ángeles; porque no tenía 600 años cuando el diluvio vino sobre la tierra y
destruyó a los seres vivientes de ella, a causa de la generación perversa de
Noé y para recapitular también todo error idolátrico posterior al diluvio y la
muerte de los profetas y el suplicio del fuego infligido a los justos; último,
porque la estatua erigida por Nabucodonosor tenía 60 codos de altura y 6
codos de anchura... Así pues, los 600 años de Noé, en cuyo tiempo tuvo lugar
el diluvio a causa de la apostasía, y el número de codos de la estatua, a
causa de la cual fueron arrojados los justos al horno de fuego, significa el
número 666 del nombre de este hombre, en quien será recapitulada toda la
apostasía, injusticia, iniquidad, falsa profecía y engaño de 6000 años de
duración, a causa de los cuales sobrevendrá también el diluvio de fuego.
(Contra las herejías 5.29.2; GAF 5:633-34)
Aunque algunos pasajes como el que acabamos de citar nos recuerdan
que Ireneo era un hombre del siglo segundo y, por tanto, enfrascado al igual
que sus contemporáneos en especulaciones numerológicas, no debemos
permitir que esto nos oculte la importancia de su pensamiento en primer
lugar para su propio tiempo, pero también para la posteridad.
En cuanto a lo primero, los argumentos de Ireneo contra las diversas
formas del gnosticismo, pero particularmente contra el gnosticismo de
Valentín, vinieron a ser fuente de la que bebieron muchos otros escritores
antiheréticos. Su insistencia en la doctrina de la creación y, por tanto, en el
valor positivo de la realidad material, les puso coto a quienes se dejaban
llevar por la tendencia de la época de considerar que lo material carecía de
todo valor, y que lo único importante era lo espiritual. Su visión de toda la
historia que lleva desde la creación hasta la consumación como un gran
drama cósmico le dio unidad a la doctrina cristiana, de modo que no se
deshiciera en una multitud de enseñanzas separadas. Como parte de ese
drama, Ireneo insistía en la continuidad entre la historia de Israel y la de la
iglesia, pues el personaje central de ese drama es el Verbo de Dios que les
habló a Abraham, Moisés y los profetas, y que se ha encarnado en
Jesucristo.
En cuanto a lo segundo, es decir, el impacto de Ireneo sobre la
posteridad, cabe señalar que por siglos el occidente no le dio a Ireneo la
importancia debida. Quienes le estudiaban lo hacían principalmente porque
en sus obras se encuentran datos importantes para entender la formación
del canon del Nuevo Testamento, o para conocer la sucesión de los obispos
en algunas iglesias. En cuanto a su teología, puesto que buena parte de su
obra se presentaba como una refutación de las doctrinas gnósticas, una vez
que la iglesia llegó al consenso de rechazar tales doctrinas esa obra pareció
perder importancia. Cuando las teorías de Valentín y de otros como él ya no
parecía amenazar a la iglesia, la magna obra de Ireneo, que le dedicaban
tanto tiempo y espacio a la exposición de esas teorías, no parecía ya ser de
gran valor. Empero en tiempos relativamente recientes, sobre todo a partir
de mediados del siglo veinte, la teología de Ireneo ha despertado nuevo
interés, no ya como refutación de antiguas teorías gnósticas, sino más bien
como una magna visión del drama cósmico que va desde la creación hasta
la consumación y que involucra toda la historia de la humanidad.
CAPÍTULO 6
Clemente de Alejandría
Su vida
Al parecer, Clemente de Alejandría nació en Atenas allá por el año 150.
Sus padres eran paganos, y no se sabe cómo se convirtió al cristianismo. En
todo caso, aparentemente ya como cristiano en busca de mayor sabiduría,
emprendió una serie de viajes que le llevaron a Italia, Siria, Palestina y por
fin a la ciudad de Alejandría, en la desembocadura del Nilo. El propio
Clemente cuenta acerca de esos viajes y los maestros a quienes conoció en
ellos:
Uno de ellos era un jónico en Grecia, otro en la Magna Grecia. Uno era
procedente de Celesiria, y otro de Egipto. Y otros estaban en el oriente: uno
de ellos era asirio y el otro era un hebreo en Palestina. Pero por fin di con el
último, quien en realidad era el primero por su poder. Le busqué hasta que le
encontré escondido en Egipto, y allí descansé. Este, la verdadera abeja
siciliana, recogió el néctar de las flores del campo profético y apostólico, y
engendraba un conocimiento permanente en las almas de quienes le
escuchaban. (Tapices 1.1; PG 8:700)
Esta “abeja siciliana” a quien Clemente se refiere era posiblemente el
famoso maestro Panteno, quien había viajado hasta la India y ahora en
Alejandría dirigía una escuela cristiana. Allí en Alejandría Clemente pasó los
años más productivos de su vida, hasta que por fin, alrededor del año 202,
se vio obligado a huir a causa de la persecución de Septimio Severo. Se
refugió entonces en Capadocia, donde vivió hasta su muerte, poco más de
una década más tarde.
Lo que Clemente dice acerca de su maestro, a quien compara con una
abeja que va recogiendo néctar de flor en flor, también se le aplica a él. En
sus escritos se han encontrado casi 400 referencias a otros autores, en su
mayoría paganos. Esto es índice del carácter y propósito de la teología de
Clemente, quien se propone por una parte mostrarles a los paganos que la
fe cristiana es intelectualmente respetable, y por otra llevar a los cristianos a
un entendimiento más profundo de su fe, basado en parte en el uso de la
sabiduría clásica.
Una trilogía
Como en el caso de los demás escritores de la antigüedad cristiana,
algunas de las obras de Clemente se han perdido. De ellas, la más
importante es una serie de comentarios bíblicos, en ocho libros, de los
cuales solamente se conservan breves citas en otros autores. Tres de las
que todavía existen forman una especie de trilogía: la Exhortación a los
griegos, el Pedagogo y los Tapices. Además, merece discusión aparte su
tratado Quis dives salvetur? (¿Quién es el rico que se salva?).
La Exhortación a los griegos es una obra de carácter apologético. Pero, a
diferencia de otros apologistas a quienes ya hemos analizado, Clemente no
se dedica a desmentir las falsas acusaciones que se hacían contra los
cristianos, sino que se propone más bien invitar a sus lectores paganos a
seguir el camino del cristianismo. En esto, esta obra se asemeja a otras de
la antigüedad pagana cuyo propósito era exhortar a una vida mejor.
Posiblemente el mejor ejemplo de este tipo de literatura en la antigüedad
sea el Hortensio de Cicerón.
Puesto que su propósito no es refutar, sino convencer e invitar, la
Exhortación empieza un bello pasaje en el que, tras declarar que los
antiguos poetas frecuentemente se proponían corromper la vida humana,
Clemente declara que su canto es otro:
Pero no así mi canto, que ha venido para romper rápidamente las amargas
cadenas de los demonios opresores, y a llevarnos de nuevo al yugo suave y
amable de la piedad, para así llamar al cielo a quienes habían quedado
derribados por tierra. Este canto ha calmado a los seres humanos, los más
reacios de todas las bestias... Pero si sólo una de esas víboras se muestra
dispuesta a arrepentirse, siguiendo al Verbo de Dios, se vuelve pertenencia
de Dios... De tales bestias salvajes, cantos de piedra, el canto celestial ha
hecho dóciles seres humanos... Tal es el poder de este nuevo canto. De las
bestias y de las piedras ha hecho verdaderos seres humanos. Quienes
estaban como muertos, pues no participaban de la verdadera vida, viven de
nuevo por el solo hecho de escuchar este canto... Del ser humano, hecho a
su imagen, el Señor ha hecho un instrumento musical viviente. (Exhortación
1; PG 8:53)
Por otra parte, Clemente tiene un profundo interés en mostrar que la
verdad cristiana, aunque se haya revelado recientemente, tiene profundas
raíces que llegan hasta el origen mismo del universo. El canto a que
Clemente se refiere no es cosa nueva, como una casa recién construida,
sino que es el canto de las edades, por el cual todas las cosas fueron
hechas. Según el propio Clemente afirma, mucho antes de que existieran los
antiguos pueblos de los frigios y los egipcios, ya existía este canto de Dios:
Este es el nuevo canto, la manifestación del Verbo que era desde el principio
y aun antes del principio. El Salvador, que existía desde antes, se ha
manifestado en estos últimos tiempos. Este Verbo quien está en quien
verdaderamente es, puesto que estaba con Dios, y por quien todas las cosas
fueron hechas, ahora se ha manifestado como nuestro Maestro. El Verbo que
al principio nos dio la vida como creador al formarnos nos ha enseñado ahora
como nuestro Maestro. (Ibid.)
En contraste con el Dios de los cristianos, los antiguos dioses de los
paganos eran demonios, pues las fechorías que de ellos se cuentan les
hacen inferiores a los humanos. Quien a pesar de todo esto les siga, está
verdaderamente muerto, pues esos dioses demoniacos son seres muertos.
Los paganos adoran al Sol, la Luna y los astros. Pero Clemente no se
conforma con esto:
Lo que busco es al Señor del fuego, a quien hizo el universo, a quien alumbró
el sol. Lo que busco es a Dios mismo, y no sus obras... Porque el sol nunca
nos mostrará al verdadero Dios. Quien lo hará es el Verbo, quien es el sol del
alma, y el único que, al levantarse en lo profundo del alma, ilumina su ojo.
(Exhortación 6; PG 8:171)
Como antes habían dicho otros apologistas, Clemente afirma que cuanto
de bueno hay en la filosofía y la literatura clásicas se debe a la iluminación
del Verbo, aun cuando los filósofos y los autores de la antigüedad no lo
supieran. Pero al mismo tiempo tiene que refutar a quienes argumentan que
no hay por qué abandonar la antigua verdad que los paganos conocieron
para abrazar esta nueva enseñanza de los cristianos:
Ustedes objetan que no hay razón para subvertir las antiguas costumbres que
hemos recibido de nuestros antepasados. ¿Por qué entonces es que no
seguimos ya nutriéndonos sencillamente de leche, tal como nos enseñaron
nuestras nodrizas cuando nacimos? ... ¿Por qué ya no vomitamos sobre el
pecho de nuestros padres, ni seguimos haciendo aquellas cosas que
hacíamos cuando nos nutríamos del pecho de nuestras madres, y hacíamos
cosas dignas de risa? (Exhortación 10; PG 8:201)
Clemente termina entonces su tratado con una exhortación en la que
emplea la imagen de las carreras de carrozas que eran tan populares en su
tiempo:
Corramos por tanto a toda prisa nosotros quienes amamos a Dios y quienes
somos como imágenes divinas del Verbo. Corramos, vayamos a toda prisa
para tomar su yugo. Aceptemos para conducirnos a la inmortalidad al buen
conductor de carrozas. Amemos a Cristo... quien, habiendo uncido bajo un
mismo yugo a Dios y a la humanidad, dirige ahora su carroza hacia la
inmortalidad. De este modo, llevándonos al cielo, cumple lo que ya indicó
antes al cabalgar en su entrada a Jerusalén. (Exhortación 12; PG 8:243)
La segunda parte de la trilogía de Clemente es el Pedagogo. Lo que
Clemente se propone aquí no es enseñar ni explicar la doctrina cristiana,
sino más bien conducir a sus lectores a la vida cristiana. Como él mismo
dice, “el pedagogo es educador práctico y no teórico; su objetivo es la
mejora del alma, no la enseñanza; es guía de una vida virtuosa, no erudita”
(Pedagogo 1.1.4; GAF 3:44). En manos y en presencia de este gran
Pedagogo que es Jesucristo, todos somos niños. Además, tanto los varones
como las mujeres gozan de la misma igualdad ante Dios y de la misma
instrucción por parte del Pedagogo divino:
Porque si uno es el mismo Dios para los dos, también hay un único pedagogo
para ambos. Sólo hay una iglesia, una misma modestia, un mismo pudor: el
alimento es común y común el vínculo matrimonial. La respiración, la vista, el
oído, el conocimiento, la esperanza, la obediencia y el amor, todo es igual.
Los que tienen en común la vida tienen también en común la gracia de la
salvación; y, en común también, la virtud y la educación. (Pedagogo 1.4.2;
GAF 3:52)
El resto de este primer libro del Pedagogo se dedica a describir quién es
este pedagogo, y cómo enseña. En los otros dos libros, el segundo y el
tercero, Clemente pasa a cuestiones más concretas respecto a la vida
cristiana. Así, por ejemplo, trata acerca de lo que se ha de comer y beber, y
cómo hacerlo; de la risa y su justa medida; del calzado; del baño; y de otras
cosas parecidas. Posiblemente las declaraciones más interesantes acerca
de la vida cristiana en estos dos últimos libros del Pedagogo son las que se
refieren a las riquezas y su uso. Pero, puesto que volveremos sobre ese
tema al discutir otro libro de Clemente, ¿Quien es el rico que se salva?,
dejamos lo que Clemente dice acerca de él para cuando tratemos sobre esa
otra obra.
Al final del Pedagogo, Clemente indica que se ha de esperar una tercera
obra de él, posiblemente llamada Maestro:
Pero no me corresponde a mí, dice el Pedagogo, el enseñar estas cosas.
Para la explicación de estas santas enseñanzas necesitamos la ayuda de un
Maestro, al cual dirigir nuestros pasos. Así que ha llegado el momento de que
yo cese en mi oficio de Pedagogo y de que vosotros escuchéis al Maestro.
(Pedagogo 3.97.3; GAF 3:294)
Esta tercera parte de la trilogía de Clemente prometía ser una exposición
sistemática de las doctrinas del cristianismo. Pero en lugar de esa obra
sistemática que llevaría el título de “Maestro”, lo que Clemente nos ha
dejado son los ocho libros de Tapices. En ellos sigue un género literario
bastante usado en la antigüedad, que consistía en una serie de comentarios
y discusiones sobre diversos temas, sin tratar de darles unidad ni de
sistematizarlos. De los ocho libros de Tapices, los que más nos interesan
son los primeros dos, pues cinco de los restantes se dedican principalmente
a la refutación del gnosticismo, y el ultimo es una serie de apuntes
inconexos que aparentemente el propio Clemente nunca pensó publicar.
El tema que se destaca en los dos primeros libros de Tapices es el de la
relación entre la filosofía y la fe cristiana. Posiblemente esta sea la más
importante de todas las contribuciones de Clemente al desarrollo de la
doctrina cristiana. A semejanza de Justino, Clemente trata de construir
puentes entre la filosofía clásica y la fe cristiana, y lo hace sobre la base de
la misma doctrina del logos. Pero, mientras Justino dirige su argumento
hacia los paganos que menosprecian al cristianismo porque les parece una
fe burda que los intelectuales han de despreciar, Clemente parece dirigirse
más bien a aquellos cristianos que necesitan principios mediante los cuales
relacionar su fe con la cultura circundante, particularmente con su filosofía.
Comparando la vida cristiana con el cultivo de las uvas, Clemente dice:
Hay algunos que se creen particularmente dotados, y que no quieren tener
nada que ver ni con la filosofía ni con la lógica, ni siquiera con nada que se
relacione con las ciencias naturales. Quieren bastarse con la fe, y por tanto
son como quienes quieren cosechar los racimos de uvas sin antes dedicarse
a la tarea de cultivar la vid... Tenemos que podar, cargar, atar y llevar a cabo
todas las otras tareas. (Tapices 1.9; PG 8:740)
Frente a tales opiniones, Clemente insiste en el valor de la filosofía como
camino que lleva a Dios:
Antes de la venida del Señor, los griegos necesitaban de la filosofía para
poder practicar la justicia, y ahora esa misma filosofía lleva a la piedad. Es
una especie de adiestramiento para quienes han de alcanzar la fe mediante la
demostración... Porque Dios es la causa de todas las buenas cosas. Algunas
de ellas las causa directamente, como el Antiguo Testamento y el Nuevo, y
otras indirectamente, como la filosofía. Posiblemente la filosofía misma les
haya sido dada a los griegos de manera directa y primaria, hasta que viniera
el Señor para llamar directamente a los griegos. Porque la filosofía era como
un maestro que debía llevar a la mente griega a Cristo, así como la ley
llevaba a los hebreos también a Cristo. Por lo tanto, la filosofía era como una
especie de preparación, que preparaba el camino para quien ha de ser
entonces perfeccionado en Cristo. (Tapices 1.5; PG 8:717)
Así como muchos hombres tirando de una nave no son tantas otras
causas, sino una causa que consiste de varias... así también, aunque la
verdad es una, muchas cosas cooperan en su búsqueda, pero su
descubrimiento tiene lugar mediante el Hijo. (Tapices 1.20; PG 8:813)
Dios ha hecho un nuevo pacto con nosotros, puesto que ya ha pasado lo
que les pertenecía a los griegos y a los judíos. Pero nosotros, los cristianos, le
adoramos de una nueva y tercera manera. Porque se ve claramente que el
único Dios era conocido por los griegos de una manera gentil, y por los judíos
de una manera judía, pero por nosotros de una manera nueva y espiritual. Lo
que es más, el mismo Dios que dio ambos testamentos es quien les dio la
filosofía a los griegos, de tal manera que pudiera ser glorificado entre ellos.
(Tapices 6.5; PG 9:261)
Por otra parte, eso no quiere decir que Clemente esté dispuesto a
aceptar sin más lo que los filósofos dicen, ni tampoco a declarar que la
filosofía y la lógica han de tomar el lugar de la fe. El conocimiento lógico o
filosófico se construye sobre el fundamento de una serie de principios o
axiomas que ellos mismos son indemostrables. Tales axiomas se aceptan
por fe, y no por demostración. Luego, al tiempo que la fe tiene que buscar
entendimiento, el entendimiento es imposible sin la fe; al menos esa fe con
la que se aceptan los axiomas o principios fundamentales.
Si alguien sostiene que el conocimiento se basa en la demostración mediante
un proceso racional, debe saber que los primeros principios no pueden ser
demostrados... De aquí se sigue que la causa fundamental del universo
solamente puede ser percibida por la fe. Esto es así porque el conocimiento
se puede enseñar, y lo que se enseña se basa sobre lo que ya se sabe; pero
la primera causa del universo no es conocida previamente... Por lo tanto, la fe
es una medida superior al conocimiento. Esta no es suposición, lo cual no es
sino una pobre imitación de la fe, de igual manera que el adulador se hace
pasar por amigo y el lobo parece perro... Por lo tanto, el conocimiento se
caracteriza por la fe y la fe, en una relación recíproca, se caracteriza por el
conocimiento. (Tapices 2.5; PG 8:957-59)
Es sobre la base de esa relación recíproca entre la fe y el conocimiento
que Clemente construye un puente entre lo mejor de la cultura y filosofía
paganas la fe cristiana. Si la filosofía necesitaba de la revelación para llegar
a conocer verdaderamente el primer principio del universo, los creyentes en
Jesucristo han de hacer uso de esa misma filosofía para conocer y entender
su fe. De ese modo evitan el peligro de que su fe, en lugar de serlo
verdaderamente, no sea sino una suposición disfrazada de fe.
Su vida
Tertuliano era natural del norte de África. Esto es significativo, pues fue
en esa región, más bien que en Roma o en cualquier otro lugar de Europa,
que estuvo el centro de la teología en lengua latina durante todo el tiempo
de que nos ocupamos en el presente libro. Como veremos más adelante, fue
allí que florecieron Cipriano, Agustín y muchos otros. Tertuliano parece
haber nacido alrededor del año 160, y pasó después algún tiempo en Roma,
donde se dedicó al estudio de las leyes. Por ello Eusebio nos dice que
Tertuliano era “exacto conocedor de las leyes romanas y varón insigne por
otros conceptos e ilustrísimo en Roma” (Hist. Ecles. 2.2.4; BAC 349:68). Lo
que es más, es posible que nuestro Tertuliano sea el mismo que se cita con
ese nombre en algunos pasajes importantes de la jurisprudencia romana. En
todo caso, Tertuliano tendría unos 40 ó 50 años cuando se convirtió. Acerca
de su conversión no nos dice mucho, aunque sí da algunos indicios de que
su vida anterior dejaba bastante que desear. Tras su conversión regresó a
Cartago, y fue allí que se dedicó a una vasta producción de literatura
cristiana. Sus muy variados escritos incluyen obras de apologética frente a
los paganos, refutaciones de las enseñanzas de Marción y de varios otros
herejes, y un buen número de tratados morales y ascéticos acerca de la vida
cristiana. A mediados de ese período de vasta producción literaria, Tertuliano
se apartó del resto de la iglesia y se unió a los montañistas. Estos eran un
grupo de tendencias rigoristas que pensaban que el resto de la iglesia se
había apartado del camino estrecho, y que ellos mismos habían recibido una
revelación especial del Espíritu Santo. Según cuentan algunos escritores
antiguos, hacia el final de su vida Tertuliano se apartó de los montañistas y
creó su propia secta, llamada los “tertulianistas”. Pero tal dato no es del todo
seguro. Excepto en unos pocos casos en los que se ve la huella del
montañismo, es difícil decir mucho acerca del orden cronológico de las obras
de Tertuliano. Por ello, en lugar de seguir un orden cronológico para
discutirlas, seguiremos más bien un orden temático, comenzando por las
obras de carácter apologético, para luego pasar a las antiheréticas y
terminar con las demás.
Pero antes de pasar a la discusión de algunas de sus obras por separado
conviene hacer algunos comentarios acerca del estilo de Tertuliano. Él
escribe en un estilo terso que combina la retórica con la frase tajante, con
argumentos que nos recuerdan su trasfondo en el estudio de las leyes y con
la ironía. Como escritor, no cabe duda de que el estilo de Tertuliano es
agudo y frecuentemente hasta mordaz, cargado de frases inolvidables, de
paradojas irreconciliables y de burlas contra sus contrincantes. Así, por
ejemplo, refiriéndose al supuesto Dios supremo de Marción, inferior al
Creador, Tertuliano se burla de ese supuesto Dios supremo que no es capaz
de producir ni siquiera un triste pepino. El resultado es que muchos de los
dichos de Tertuliano —a veces no citados con toda exactitud— se han vuelto
frases lapidarias: “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué tiene
que ver la academia con la iglesia?”; “la sangre de los cristianos es semilla”;
“creo porque es absurdo”. Más adelante veremos algo del sentido de esas
frases, pero conviene verlas en conjunto como señal del estilo de Tertuliano.
Obras apologéticas
Las obras que Tertuliano dedica a refutar el paganismo, y sobre todo a
defender a los cristianos contra la persecución, son varias. Entre ellas, el
tratado en dos libros A los gentiles o A las naciones parece ser más bien una
colección de apuntes que Tertuliano hizo en preparación para su principal
obra apologética, Apología contra los gentiles en defensa de los cristianos,
generalmente conocida sencillamente como la Apología. A esto se deben
añadir otros tratados más breves: Del testimonio del alma, y A Scapula.
Desde sus primeras líneas, la Apología da muestras del trasfondo de
Tertuliano en la práctica de las leyes, pues se presenta como un alegato
contra un juicio que la persecución misma hace imposible:
Magistrados del Imperio Romano, que presidís los tribunales de justicia en
lugar visible y elevado, casi en lo más alto de la ciudad, si vosotros no podéis
examinar en audiencia pública qué hay de cierto en la causa contra los
cristianos; si sólo en este asunto vuestra autoridad teme o se avergüenza de
indagar en público con diligente justicia; si finalmente, como acaba de
suceder, el odio a nuestra secta, valiéndose de indicios de nuestros propios
domésticos, obstruye el camino a la defensa, déjese a la verdad llegar a
vuestros oídos, siquiera sea por la oculta vía de un silencioso escrito.
(Apología 1.1; GAF 4:45)
En aquel tiempo se seguía todavía la política establecida por el
emperador Trajano en su correspondencia con Plinio, según la cual no se
debía buscar a los cristianos, pero quienes fueran acusados de serlo y no se
retractaran debían ser castigados, si no por sus crímenes, al menos por su
obstinación. Como buen abogado, Tertuliano muestra la contradicción
implícita en tal política:
¡Sentencia por necesidad ilógica! Niega se busquen como inocentes y manda
se castiguen como delincuentes. Perdona y se ensaña; cierra los ojos y
castiga. ¿Por qué, oh censor, te envuelves a ti mismo con una censura? Si
condenas, ¿por qué no inquieres también? Si no inquieres, ¿por qué también
no absuelves? Para seguir la pista a los ladrones, asignado hay en cada
provincia un puesto militar; contra los reos de lesa majestad y de lesa
sociedad todo hombre es soldado, extendiéndose la inquisición a los
cómplices y confidentes. Sólo al cristiano no es lícito examinarle, buscarle, y
en cambio se le puede denunciar, como si la busca tuviese objeto distinto que
la denuncia.
Pero, además, no nos tratáis tampoco según las formas del procedimiento
judicial, pues cuando los otros acusados niegan, les aplicáis el tormento a fin
de que declaren, y a los cristianos sólo a fin de que nieguen ser tales.
(Apología 2.8-10; GAF 4:49)
De ahí pasa Tertuliano a refutar las acusaciones más comunes que se
hacen contra los cristianos, acusaciones fundamentadas solamente en la
maledicencia, tales como la de incesto, infanticidio y antropofagia. Tertuliano
argumenta sencillamente que no es razonable pensar que los cristianos,
quienes sostienen posturas morales mucho más elevadas que las del resto
de la sociedad, practiquen tales cosas. Tampoco es cierto que los cristianos
adoren a una cabeza de asno, como se rumora. Si se dice que los cristianos
cometen un crimen de lesa majestad al negarse a adorar al emperador,
Tertuliano responde diciendo, primero, que el culto al emperador es
completamente irracional; segundo, que no es cierto que los dioses protegen
al emperador, sino que es este último quien protege a los dioses; y, tercero,
que al orar al verdadero y único Dios por el emperador los cristianos le
ofrecen un servicio mayor que todos los sacrificios idolátricos de los
paganos. Como Tertuliano dice:
Puesta la mirada en alto, con las manos extendidas por ser inocentes, con la
cabeza descubierta porque no nos avergonzamos, sin que nadie nos lo
sugiera porque oramos con el corazón, los cristianos pedimos siempre por
todos los emperadores larga vida, imperio tranquilo, palacio seguro, ejército
fuerte, senado fiel, pueblo leal, orbe apaciguado y todo cuanto puede un
hombre y un César anhelar. (Apología 30.4; GAF 5:125)
A través de todo el tratado Tertuliano va declarando también algunas de
las principales creencias de los cristianos, sobre todo respecto al único Dios
que ha creado el mundo y le ha dado orden.
Todo va a terminar entonces con las célebres palabras:
Pero de nada sirven cualesquiera de vuestras más refinadas crueldades;
antes son un estímulo para nuestra secta. Nos hacemos más numerosos
cada vez que nos cosecháis: es semilla la sangre de los cristianos. (Apología
50.13; GAF 5:172)
Ya en la Apología Tertuliano había declarado que el alma es por su
propia naturaleza cristiana. Lo que quería decir con esto es que, no importa
cuáles sean sus creencias, el alma se inclina hacia el único Dios. Este es el
argumento esencial del tratado Del testimonio del alma. Allí, como buen
abogado, Tertuliano coloca al alma pagana en la posición de testigo del
único Dios. Tras mostrar que el alma añora por ese Dios y por la vida eterna,
Tertuliano concluye que el alma, por negarse a aceptar la fe cristiana, se
vuelve no solo testigo, sino también reo:
No hay una sola alma humana que no proclame por la luz que ella misma
tiene precisamente las mismas cosas que no se nos permite decir
abiertamente. Por lo tanto, el alma no es sólo testigo, sino también reo. En la
misma medida en que da testimonio de la verdad, muestra su error, y por
tanto en el día del juicio se encontrará ante el tribunal divino sin tener una
palabra que decir. Tú misma, oh alma, proclamas que hay un Dios, pero no
buscas conocerle. Detestas los espíritus malignos, pero al mismo tiempo los
adoras. (Del testimonio del alma 6; PL 1:692)
El tratado A Scapula va dirigido a quien gobernaba como procónsul de
África por el año 212. Aunque es imposible darles fecha a las demás obras
de Tertuliano, sabemos que esta fue escrita en el año 212 o poco después,
pues se refiere a un eclipse solar que tuvo lugar en esa fecha. Este breve
tratado comienza con la declaración de que los cristianos no presentan su
defensa por interés propio, a fin de evitar el castigo, sino que lo hacen más
bien por amor a quienes les persiguen, con el propósito de evitar que sean
castigados por haber perseguido a los cristianos. En breves palabras que
bien pueden haber inspirado un tratado mucho más extenso que más tarde
escribiría Lactancio, Tertuliano se refiere a los castigos que han sufrido
algunos de los persecutores, quienes han perdido la vista o han muerto
comidos de gusanos. Pero todo eso es poco comparado con el castigo
eterno que les está deparado. Por tanto, Tertuliano concluye exhortando a
Scapula: “Ten piedad de ti mismo, ya que no la tienes de nosotros los
miserables cristianos. Ten piedad de Cartago, si no de ti mismo” (A Scapula
5; PL 1:784).
Posiblemente entre los escritos apologéticos de Tertuliano debamos
incluir el tratado Contra los judíos, en el cual se sigue una argumentación
muy parecida a la que ya hemos visto en el Diálogo con Trifón de Justino.
Sin embargo, hay fuertes dudas acerca de la paternidad de este escrito,
sobre todo en su segunda parte, que es difícil atribuirle a Tertuliano.
Obras polémicas
Las obras polémicas de Tertuliano, dirigidas contra varias posturas
heréticas, son numerosísimas, en parte porque el carácter mismo de
Tertuliano se inclinaba hacia la polémica. La más extensa de ellas es Contra
Marción, en cinco libros. Pero Tertuliano también escribió Contra
Hermógenes, Contra los Valentinianos y Contra Práxeas. Además, para
refutar a quienes despreciaban el cuerpo, tanto de Cristo como del resto de
la humanidad, escribió De la carne de Cristo y De la resurrección de la
carne. Para refutar a los gnósticos que despreciaban el martirio, escribió
Contra el escorpión, Scorpiace. Contra quienes interpretaban el alma
fundamentándose en doctrinas platónicas escribió Del alma, donde refuta la
teoría de la transmigración de las almas y afirma —siguiendo a los estoicos
— que el alma es material, aunque de una materia más sutil que el cuerpo.
Es también allí que afirma que Dios no crea las almas individuales, sino que
estas se transmiten de los padres al igual que los cuerpos. Todas estas
obras son importantes para entender el pensamiento de Tertuliano y los
múltiples retos a que se enfrentaba la iglesia en aquel tiempo. Pero sin lugar
a dudas la más importante obra antiherética de Tertuliano es su Prescripción
contra los herejes.
Para entender el título y el propósito de esta última obra es necesario
decir una palabra acerca del uso del término “prescripción” en las prácticas
legales de entonces. Dos eran los usos más comunes de ese término: Por
una parte, una prescripción en un juicio era un argumento previo al juicio
mismo en el que se determinaba si había lugar para el juicio, si el juez tenía
jurisdicción sobre el caso, y otras cuestiones parecidas. En segundo lugar,
había lo que se llamaba la “prescripción de largo tiempo”, según la cual una
práctica cualquiera que hubiera tenido lugar por largo tiempo sin que se le
cuestionara ante las autoridades se volvía un derecho. Tal es el caso, por
ejemplo, de quien ocupa una tierra y paga los impuestos correspondientes
por largo tiempo, lo cual viene a concederle el derecho de propiedad. Luego,
el argumento de Tertuliano en este breve pero importantísimo tratado no va
dirigido contra alguno de los errores de los herejes, sino más bien contra el
derecho mismo de los herejes a entrar en la discusión. Según Tertuliano, los
herejes no tienen derecho a argüir sobre la base de las Escrituras, pues
estas pertenecen a la iglesia, y esa posesión no ha sido disputada
anteriormente. “Se ve claramente a quién pertenecen las Escrituras, de
modo que a nadie que no tenga tal derecho se le debe permitir usarlas”
(Prescripción 15; PL 2:29).
Esto lleva a Tertuliano a discutir la sucesión apostólica. Puesto que
algunos de los herejes decían tener una tradición secreta que Jesús le había
pasado a algún discípulo favorito, Tertuliano responde que nunca hubo tal
tradición secreta. Jesús compartió sus enseñanzas con todos los apóstoles.
Estos a su vez les confiaron esas enseñanzas a las mismas personas en
cuyas manos confiaron las iglesias. Por tanto, son esas iglesias que pueden
mostrar que sus líderes son parte de una sucesión recibida de los apóstoles
las que tienen el derecho de determinar en qué consiste la doctrina
verdadera. Y solo ellas y otras iglesias que concuerdan con ellas, y entre las
cuales hay un consenso, son poseedoras de las Escrituras, y son por tanto
sus legítimos intérpretes.
Es también aquí que aparecen las tan citadas palabras de Tertuliano:
“¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén? ¿Qué tiene que ver la academia
con la iglesia? ¿Qué tienen que ver los herejes con los cristianos?”
(Prescripción 7; PL 2:20). Tertuliano le atribuye a la filosofía la principal culpa
por el origen de las herejías. Según él ve las cosas, lo que ha acontecido es
que algunos se han dejado llevar por las vanas especulaciones filosóficas y
se han apartado de la sana doctrina. Este es un tema que aparece
repetidamente en las obras de Tertuliano. Pero al mismo tiempo hay que
reconocer que en su propio entendimiento de la fe hay fuertes indicios del
influjo de la filosofía estoica que reinaba en la porción occidental del imperio
romano; pues aparentemente para él la “filosofía” que rechaza es
principalmente el platonismo, pero no el estoicismo. Por otra parte, su gusto
por las paradojas y frases sorprendentes ha contribuido a la fama de
Tertuliano como antiintelectual. En su tratado De la carne de Cristo se
encuentran otras palabras frecuentemente citadas en apoyo de esa fama:
El Hijo de Dios nació. No me avergüenzo de ello, aunque sea vergonzoso. El
Hijo de Dios murió. Y esto ha de ser creído porque es absurdo. Y, sepultado,
resucitó. Esto es cierto porque es imposible. (De la carne de Cristo 5; PL
2:761)
Pero al leer la totalidad de los escritos de Tertuliano resulta claro que lo
que él sostiene no es que la imposibilidad de algo sea motivo para creerlo,
sino sencillamente que hay ciertos elementos en la fe cristiana que no se
pueden demostrar por la razón, y hasta que parecen ser contrarios a ella,
pero que no por eso dejan de ser verdad.
Esto se ve en otro escrito antiherético de Tertuliano que ha dejado
profunda huella en el curso de la teología cristiana, su tratado Contra
Práxeas. No se sabe i ciencia cierta quién era el tal Práxeas. Algunos
sugieren que era el obispo de Roma, a quien Tertuliano no menciona por
nombre. En todo caso, Práxeas insistía de tal modo en la unidad entre el
Padre y el Hijo que no parecía haber distinción alguna entre ellos. Al mismo
tiempo, rechazaba lo que el montanismo sostenía sobre la actividad del
Espíritu Santo. Por eso, en una de sus frases típicas, Tertuliano declara que
Práxeas “sirvió al Diablo en Roma de dos modos: echando la profecía e
introduciendo la herejía; echando al Paracleto y crucificando al Padre”
(Contra Práxeas 1; 2:156). Aparentemente, el argumento de Práxeas era
que, puesto que Dios es omnipotente, bien podía hacerse Hijo y ser
crucificado. A esto responde Tertuliano con unas palabras irónicas que
muestran que argumentar a partir de la omnipotencia de Dios no tiene
sentido. Ciertamente, Dios puede hacer cualquier cosa; pero lo importante
no es lo que Dios puede hacer, sino lo que ha hecho. Así, dice Tertuliano
...no hemos de suponer que, porque Dios puede hacer todas las cosas, haya
hecho lo que no hizo. Lo que hemos de investigar es si de veras lo ha hecho.
Si Dios lo hubiera querido, pudo haberle dado al ser humano alas para volar,
como se las dio a las aves de presa. Pero no hemos de llegar festinadamente
a la conclusión de que lo hizo sencillamente porque podía hacerlo. De igual
manera pudo haber destruido a Práxeas y a todos los otros herejes de un solo
golpe. Pero el solo hecho de que pudo hacerlo no quiere decir que lo hizo.
(Contra Práxeas 10; PL 2:165)
Pero el tratado Contra Práxeas va mucho más allá. Entre las muchas
palabras que Tertuliano acuñó, y a las cuales dio un sentido particular dentro
del contexto de la teología cristiana, posiblemente no haya otra más
importante que las de “sustancia” y “persona”. Haciendo uso de definiciones
tomadas en buena medida del campo de las leyes, Tertuliano declara que
Dios es una sola sustancia, pero que existe en tres personas. Se ha
discutido mucho acerca del sentido exacto en que Tertuliano empleó esas
palabras; pero no cabe duda de que fuera él quien propuso estos términos
que han sido repetidamente empleados y constantemente discutidos en el
curso de la teología cristiana. De manera semejante, al discutir la
encarnación del Verbo en este mismo tratado, Tertuliano dice que en
Jesucristo hay dos sustancias —la divina y la humana— unidas en una sola
persona. Más adelante los teólogos preferían usar en este contexto el
término “naturaleza” en lugar de “sustancia”.
Obras prácticas
Además de sus escritos apologéticos y antiheréticos, Tertuliano escribió
toda una serie de tratados acerca de distintos aspectos de la vida cristiana.
Uno de los más interesantes de estos tratados es Del bautismo, un breve
escrito en el que Tertuliano intenta refutar las enseñanzas de una mujer en
Cartago llamada Quintila. A quienes piensan que el bautismo no es
importante, o que carece de poder, hoy esa obra nos sirve como una de las
principales fuentes que tenemos para conocer las prácticas bautismales de
la iglesia antigua. Refiriéndose al antiguo símbolo de Cristo como un pez,
Tertuliano dice que, al igual que el pez, los creyentes nacen en el agua. Por
otra parte, la sencillez misma del rito y del agua que se emplea no ha de ser
obstáculo para reconocer el poder que en él hay. Desde el principio mismo
de la creación, el Espíritu Santo se movía sobre las aguas, y ahora ese
mismo Espíritu viene a reposar sobre quien entra al agua. En preparación
para el bautismo, debe haber un período de oración, ayunos y vigilias, y
sobre todo de confesión de pecados. En cuanto al bautismo de niños,
Tertuliano da por sentado que se practica y que es válido, pero al mismo
tiempo sugiere que es mejor posponerlo por dos razones: primera, que los
niños todavía no han cometido sus peores pecados y, por tanto, deben
reservar el bautismo para otra ocasión; y, segunda, que quienes se
comprometen a guiar al niño por las sendas de la fe corren el riesgo de
hacer promesas que no podrán cumplir. Lo que es más, los solteros también
deben posponer el bautismo hasta que el matrimonio, la edad, o la
continencia comprobada les eviten caer en el pecado. Quienes de veras
entiendan la importancia del bautismo temerán más recibirlo que posponerlo.
Aunque normalmente el bautismo se ha de administrar por las autoridades
establecidas en la iglesia para ello, en circunstancias particulares cualquier
laico puede administrarlo. Pero al afirmar esto Tertuliano deja bien claro que
se refiere solamente a los varones, y que las mujeres no tienen derecho
para bautizar. En cuanto a la fecha, el bautismo se debe realizar
preferiblemente en Pascua de Resurrección, o si no en Pentecostés. Y, en
cuanto a la forma en que el bautismo se administra, Tertuliano indica que la
persona se introduce en el agua (demissus) y que luego se le vierte agua
(tinctus) al tiempo que se pronuncian unas pocas palabras; aparentemente
la fórmula trinitaria, que Tertuliano afirma en todo este escrito. Al salir del
agua, la persona es ungida en señal de que ahora es parte del sacerdocio
de Dios, y se le imponen las manos al tiempo que se invoca al Espíritu
Santo. Aunque ese tratado es muy breve, fue la principal fuente que tuvimos
para estudiar las antiguas prácticas bautismales hasta que, en fecha
relativamente reciente, se descubrió la Tradición apostólica ce Hipólito,
sobre la que trataremos en otro capítulo. En sus líneas generales, lo que
Tertuliano dice acerca de las prácticas bautismales concuerda con los
informes más detallados de Hipólito; excepto en que este último no propone
posponer el bautismo.
Obras diversas
Las otras obras de Tertuliano que se conservan son tantas, y sobre tan
diversos temas, que es difícil resumirlas aquí. A los mártires, aparentemente
uno de los primeros escritos de Tertuliano, va dirigido a un grupo de
prisioneros que han confesado la fe cristiana y que pronto serán condenados
a muerte. Aunque es un escrito breve, ha sido uno de los más admirados y
leídos de todos los de Tertuliano. De la oración va dirigido a quienes se
preparan para el bautismo, e incluye una discusión y exposición del
Padrenuestro. De los espectáculos reseña los orígenes y significado de
varios espectáculos públicos, tales como los que tienen lugar en el circo o en
la palestra. Los rechaza todos por ser inmorales, excitar las pasiones y llevar
al alma por malos caminos. En todo caso, el espectáculo incomparable será
la venida del Señor en gloria, que irá acompañada de la resurrección de los
santos, la alabanza de las huestes celestiales y el reino de Dios. Ese
espectáculo, que será visto tanto por los creyentes como por quienes ahora
se burlan de ellos y les persiguen, eclipsará todos los espectáculos que
ahora atraen a las multitudes. Un rechazo semejante a las prácticas
comunes de la sociedad se encuentra en el tratado De la corona, en el que
Tertuliano rechaza la práctica pagana de coronar a los soldados, y además
declara que los cristianos no han de ser parte del ejército. Del atavío de las
mujeres sigue la misma pauta, declarando que el seguir las modas de la
sociedad y adornarse con oro y piedras preciosas no es compatible con la fe
cristiana. Aunque la mayor parte del escrito se refiere a las mujeres, hacia el
final dice que lo mismo se les aplica también a los varones. Todo esto se
debe a que mejor le conviene al creyente la firmeza del hierro que el lustre
del oro. En De la paciencia, Tertuliano exhorta a sus lectores a practicar esta
virtud de la cual él mismo se confiesa falto. De la penitencia trata sobre el
arrepentimiento que es necesario antes del bautismo, y también sobre los
pecados graves cometidos tras el bautismo, acerca de los cuales Tertuliano
declara que hay una oportunidad de arrepentimiento, pero no más. Los
tratados De la castidad, De la monogamia y A su mujer tratan
específicamente sobre la posibilidad de un segundo matrimonio después de
la muerte de un cónyuge. En el primero de ellos, Tertuliano se dirige a un
viudo a quien llama a no casarse de nuevo, lo cual según él es casi
fornicación. El segundo igualmente declara que tal matrimonio no es lícito.
En el que dirige a su propia esposa, escrito antes de que el montañismo le
llevara a posiciones más rígidas, Tertuliano le da a su esposa instrucciones
acerca de su vida después que él muera. Entre esas instrucciones le dice
que, si no puede continuar como viuda, al menos debe casarse con un
cristiano. En Del velo de las vírgenes, Tertuliano declara que el pudor y la
castidad requieren que las vírgenes se cubran el rostro con un velo tanto en
la iglesia como en la vida pública. Al tratar De la fuga en tiempos de
persecución, Tertuliano muestra sus convicciones montanistas al declarar,
en contradicción a la práctica que el resto de la iglesia propugnaba, que en
tiempos de persecución no es lícito huir ni esconderse. En Del ayuno,
Tertuliano ataca al resto de la iglesia que no practica el ayuno con el mismo
rigor que los montañistas. A pesar de su título, De la modestia es un ataque
contra la práctica de la iglesia según la cual eran los obispos quienes
declaraban el perdón de los pecadores. Según Tertuliano, tal autoridad debía
ser reservada para hombres de una pureza espiritual especial. Este sería un
tema que resurgiría repetidamente en la iglesia del norte de África, y que
llevaría a amargas disputas y divisiones. Por último, en su brevísimo escrito
Del palio, Tertuliano responde a quienes lo criticaban por haber desechado
la toga romana y adoptado la vestimenta más humilde del palio. Según
Tertuliano, mientras la toga es símbolo de autoridad poder, el palio indica
humildad y, por tanto, conviene más como vestimenta para el cristiano.
Esa larga lista de escritos sobre diversos aspectos de la vida, desde el
matrimonio hasta la vestimenta, muestra el interés de Tertuliano en la vida
moral y en la obediencia a las reglas de conducta más estrictas; este interés
le llevó a romper con la iglesia, que le parecía demasiado laxa, y unirse al
partido de los montañistas. Pero esa tendencia rigorista y hasta legalista de
Tertuliano no ha de ocultarnos su enorme importancia en la historia de la
literatura y la teología cristianas, pues fue él quien creó el vocabulario que
hasta el día de hoy empleamos los cristianos que hablamos lenguas
derivadas del latín.
Aunque su estilo tajante y su gusto por las paradojas frecuentemente lo
ocultan, el hecho es que Tertuliano no solo nos dio el lenguaje que hemos
heredado, sino también fórmulas trinitarias y cristológicas que continúan en
uso hasta el día de hoy.
CAPÍTULO 8
Otra literatura del mismo período
Buena parte de la literatura que hemos discutido o al menos mencionado
en los capítulos anteriores pertenece también a este período de fines del
siglo segundo. Tal es el caso, por ejemplo, de la Segunda epístola de
Clemente a los corintios, así como de varias de las actas de los mártires y
de buena parte de la literatura apócrifa. Naturalmente, las obras que hemos
citado y discutido en esos capítulos anteriores no constituyen la totalidad de
la literatura cristiana del siglo segundo. No cabe duda de que es mucho más
lo que se perdió que lo que se ha conservado. En los escritos de Eusebio,
Jerónimo y otros tenemos abundantes referencias a obras perdidas de
algunos de los autores que hemos citado. En los mismos escritos se citan
fragmentos de otros prolíficos autores cuyas obras se han perdido.
Posiblemente el más importante entre ellos sea Hegesipo.
Casi todo lo que sabemos acerca de Hegesipo nos ha llegado a través
de referencias y citas de Eusebio de Cesarea. Según Eusebio, Hegesipo
parece haber sido un cristiano de origen judío quien escribió acerca de las
diversas sectas y herejías que existían tanto entre judíos como entre
cristianos. Pero, puesto que lo que le interesa a Eusebio son los datos que
Hegesipo da acerca de la iglesia antigua, las citas que Eusebio ha
conservado no nos dicen mucho acerca de su estilo ni del contenido de sus
escritos.
Otros dos escritos posiblemente producto del siglo segundo son las Odas
de Salomón y los Oráculos sibilinos. Estas obras son importantes porque
nos dan a conocer los orígenes de la poesía cristiana. Las Odas parecen
haber sido escritas originalmente en hebreo o arameo, pero el texto que fue
descubierto a principios del siglo veinte está en siríaco, y parece haber sido
traducido del griego. Aunque algunos comentaristas sostienen que las
tendencias dualistas de algunas de las Odas son indicio de sus orígenes
gnósticos, el carácter poético del escrito hace difícil determinar si algunas de
las frases aparentemente dualistas han de ser tomadas literalmente o no.
Como ejemplo del carácter de estos poemas, podemos citar la oda número
6:
Así como las manos se mueven sobre el arpa y hacen resonar las cuerdas,
así hace hablar mi cuerpo el espíritu del amo, y yo hablo gracias a su amor,
que hace desaparecer todo lo que es extraño y amargo.
Así era desde el principio y será hasta el fin.
Nada puede ser su adversario ni levantarse contra él.
El amo ha multiplicado el conocimiento de sí mismo,
y se afana en que estas cosas sean conocidas,
las cuales por su gracia nos han sido concedidas.
Aquello que fue un arroyo ha llegado a ser un río grande y ancho
que inundó y disolvió todo a su paso y trajo aguas al Templo,
y las barreras de los hijos de los hombres no fueron capaces de detenerlas,
ni los artificios de aquellos cuya ocupación es contener las aguas.
Y se han extendido sobre toda la faz de la tierra,
y lo han llenado todo,
y a todos los sedientos se les ha dado de beber.
Toda sed fue aliviada y extinguida.
Desde lo alto se nos brindó la copa.
Benditos son aquellos a quienes se les dio esa agua.
Calmaron sus labios secos, los desfallecidos fueron levantados.
(Odas de Salomón 6; https://salmistascb.files.wordpress.com/2011/10/odas-
de-salomon.pdf)
Los ya mencionados Oráculos sibilinos son una colección en 14 libros, de
los cuales dos se han perdido. Desde antes del advenimiento del
cristianismo, algunos judíos habían compuesto oráculos atribuidos a alguna
sibila con el propósito de atraer a los paganos al judaísmo. En el siglo
segundo, algún cristiano desconocido siguió esa pauta, en parte
componiendo sus propios oráculos, y en parte interpolando ideas cristianas
en algunos oráculos aparentemente ya existentes, tanto paganos como
judíos.
En todo caso, un escrito de este período que no hemos mencionado pero
que merece atención especial es el Octavio, de Minucio Félix. Los eruditos
debaten todavía si Minucio Félix fue anterior a Tertuliano, o viceversa. No
cabe duda de que hay grandes semejanzas entre la Apología de Tertuliano y
el Octavio. Lo que se debate es cuál de esos dos escritos sirvió de fuente
para el otro. Puesto que la obra de Tertuliano fue escrita en el año 198, la de
Minucio Félix puede ser producto de la segunda mitad del siglo segundo, o
la primera del tercero.
En todo caso, aunque hay grandes semejanzas de contenido entre el
escrito de Tertuliano y el de Minucio Félix, hay una enorme diferencia en el
estilo. Tertuliano es tajante y áspero, y su latín está repleto de helenismos.
En contraste, el de Minucio Félix es frecuentemente alabado como una joya
literaria, digna expresión del lenguaje pulido de Cicerón y los otros autores
clásicos de Roma. En cuanto al propio Minucio Félix, poco se sabe de su
vida. Ciertamente fue abogado en Roma antes de su conversión, y
probablemente era oriundo del norte de África, como lo eran también los dos
interlocutores que aparecen en su obra.
La obra misma es una apología. Se presenta en forma de un diálogo
entre un cristiano amigo de Minucio, Octavio, y un pagano de nombre
Cecilio. Los tres, Octavio, Cecilio y Minucio Félix, van camino a Ostia cuando
Cecilio hace un gesto de adoración a Serapis y Octavio le critica. El
resultado es una discusión amigable, pero firme, en la que Cecilio y Octavio
discuten sobre la validez de la fe cristiana, y Minucio Félix sirve como juez y
moderador de la discusión. Los argumentos de Cecilio son semejantes a los
que ya hemos encontrado anteriormente: los cristianos son ignorantes, y se
atreven a hablar de lo que no saben; no tienen altares ni templos, y su Dios
es invisible; los dioses han hecho grande a Roma y, por tanto, los romanos
no deben abandonarles; se dice que los cristianos beben la sangre de un
niño y practican el incesto; etc. Octavio le responde con argumentos
semejantes a los que ya hemos encontrado. En cuanto a las acusaciones de
inmoralidad, sencillamente las niega, argumentando que los cristianos,
quienes proclaman y practican un género de vida superior, jamás caerían en
tal degradación. La pobreza misma de los cristianos, y su baja condición
social, les ayudan a ver las realidades eternas como los ricos no pueden
verlas:
Los ricos están atados a sus propios bienes y acostumbrados a ocuparse más
del oro que del cielo, mientras que nuestra clase de gente, aunque pobres,
han descubierto la verdad y se la han proclamado a otros. La inteligencia no
proviene de la riqueza, ni siquiera del estudio, sino del modo en que la mente
se forma... Lo que se busca no es la autoridad de quien disputa, sino más
bien la verdad de lo que se arguye. Lo que es más, mientras menos pulido el
estilo, más fuerza tiene el razonamiento, puesto que no se reviste con la
pompa de la elocuencia y la gracia, sino más bien con la ley recta. (Octavio,
16; PL 3:295)
Esta respuesta resulta particularmente interesante por cuanto el propio
Minucio Félix no escribe como persona del vulgo, sino en el estilo pulido que
ya hemos mencionado.
En cuanto al argumento de Cecilio, que fueron los dioses quienes
hicieron grande a Roma y que, por tanto, no se les ha de abandonar, Octavio
responde que Roma se hizo grande mediante el hurto y la rapiña y que, por
tanto, su poderío no se debe a su piedad, sino todo lo contrario.
Aparentemente porque Cecilio, al igual que Octavio, proviene de las
regiones subyugadas de África, Cecilio parece aceptar ese argumento. Tras
el discurso de Octavio, todos meditan en lo que se ha dicho. Minucio Félix
declara que
...todos guardamos silencio, y en nuestro rostro se veía la reflexión. En cuanto
a mí, quedé sobrecogido con admiración de que Octavio había expresado tan
elegantemente cosas que es más fácil sentir que pronunciar. Y lo había hecho
mediante argumentos y ejemplos, mediante citas de otros autores. Así había
rechazado las críticas malévolas de sus detractores con las mismas armas
filosóficas de ellos. (Octavio 39; PL 3:373-74)
Mientras todavía Octavio guardaba silencio, aparentemente esperando
que Minucio, como moderador de la discusión, ofreciera su juicio, Cecilio
dijo:
Nos felicito tanto a Octavio como a mí mismo, y en este momento tranquilo
que tenemos no espero por la decisión. Porque en realidad ambos hemos
vencido. Eso no quiere decir que yo reclame la victoria. Porque, aunque él es
mi vencedor, yo también resulto vencedor del error. Por tanto, en cuanto al
tema principal de discusión, confieso lo que se ha dicho acerca de la
providencia y me entrego a Dios y afirmo la validez de este estilo de vida que
ahora es mío. Pero todavía me quedan muchas dudas, no porque resista la
verdad, sino porque necesito una enseñanza perfecta. Pero ya el sol se
acerca al ocaso, y por tanto mañana discutiremos con más tiempo y de mejor
manera. (Octavio 40; PL 3:374-75)
Y Minucio concluye:
En cuanto a mí, me regocijo aún más por todos nosotros. Porque también
Octavio me ha conquistado, de tal manera que ya no tengo la difícil tarea de
juzgar... Después de estas cosas, nos apartamos, todos alegres y gozosos:
Cecilio, a regocijarse en lo que había creído; Octavio, porque había tenido
buen éxito; y yo, porque el uno había creído y el otro había vencido. (Octavio
41; PL 3:375-76)
TERCERA PARTE
La literatura cristiana
en el siglo tercero
Introducción
El siglo tercero fue todavía un tiempo de persecución. Lo que es más, fue
tiempo de una persecución mucho más sistemática que en tiempos
anteriores, pues ahora se empezó a exigir que toda la población sacrificara
ante los dioses y tuviese un certificado comprobando de que lo había hecho.
Además, para evitar el crecimiento del cristianismo, la persecución ahora se
concentró por una parte sobre los nuevos conversos y, por otra, sobre los
líderes de la iglesia, hasta llegar a la gran persecución a principios del
próximo siglo. Esto llevó a varios autores cristianos a continuar la labor
apologética de siglos anteriores.
Pero hubo también otra literatura cristiana que comenzaba a tomar
nuevas direcciones y nuevos vuelos. El autor más destacado en este
período fue Orígenes, quien produjo el primer intento de sistematizar la
totalidad de la teología cristiana. Pero a la vez su obra dio lugar a
discusiones y aclaraciones que llevarían a los grandes debates del siglo
cuarto. Ya entre los discípulos de Orígenes en el mismo siglo tercero se veía
algo de los debates y disputas que surgirían en el siglo cuarto en torno a la
doctrina de aquel gran maestro.
Además, otros dos temas se destacan durante este período. En primer
lugar, la cuestión de qué hacer con los que habían abandonado la fe en
tiempos de persecución o habían cometido algún otro pecado grave vino a
ser tema central de discusión. Esto se ve, por ejemplo, en los escritos de
Cipriano y de Novaciano. El segundo tema tiene que ver con el culto
cristiano. En la obra de Hipólito tenemos una de las principales fuentes que
hoy nos ayudan a conocer y entender el culto cristiano de aquellos tiempos,
particularmente el bautismo y la comunión.
CAPÍTULO 9
Hipólito
Su vida
Aunque hasta hace unos dos siglos prácticamente se le desconocía y se
le menospreciaba, una serie de descubrimientos y de estudios detallados le
han dado una importancia nueva y singular a Hipólito y su obra. Hipólito
parece haber nacido alrededor del año 175, aunque no se sabe dónde. Los
detalles de su vida y la lista de sus escritos son tan confusos que algunos
eruditos han sugerido que hubo en realidad dos personajes del mismo
nombre. Pero tal opinión es discutible, y la mayoría de los estudiosos la
rechaza. Al parecer, Hipólito pasó la mayor parte de su vida en Roma, donde
Orígenes le escuchó predicar en el año 212. Pero por la misma época tuvo
serios conflictos con el obispo Ceferino (199-217), particularmente en torno a
la doctrina trinitaria. Ceferino no parece haber estado muy interesado en
cuestiones teológicas, y durante su episcopado se introdujeron en Roma
fuertes corrientes modalistas. (El modalismo era una doctrina acerca de la
Trinidad que disminuía la distinción entre las tres personas divinas, diciendo
que eran sencillamente modos o rostros de Dios). Hipólito se oponía
fuertemente a tales doctrinas, y hasta llegó a sugerir que Ceferino no solo
las toleraba, sino que también las favorecía. Cuando Ceferino murió, y le
sucedió su secretario Calixto, la controversia recrudeció. Hipólito acusaba a
Calixto no solo de herejía respecto a la doctrina trinitaria, sino también de
malversación de fondos antes de haber llegado a ser secretario de Ceferino.
Además, Calixto estaba dispuesto a recibir de nuevo en la iglesia, tras
señales de arrepentimiento, a quienes habían cometido pecados tales como
el adulterio y el homicidio. El resultado fue un cisma, cuando una facción
dentro de la iglesia de Roma eligió a Hipólito como su obispo, de modo que
ahora había en Roma dos obispos rivales. Cuando Calixto murió, y le
sucedió Ponciano, el cisma continuó. Por fin, bajo la persecución de
Maximino Tracio, ambos obispos rivales fueron exiliados, y se cuenta que en
el exilio se reconciliaron. Cuando tanto Ponciano como Hipólito murieron en
el destierro, sus cuerpos fueron llevados a Roma, donde se les recibió con
honores. Todo esto ha resultado en la anomalía de que Hipólito es el único
antipapa a quien la Iglesia Católica Romana también considera santo. En el
siglo dieciséis se descubrió en un cementerio en Roma una estatua del siglo
tercero que representa un hombre sentado que lleva el nombre de Hipólito, y
en la que están inscritos los títulos de varias de sus obras. En tiempos más
recientes esa lista de títulos se ha empleado para determinar que algunas
obras que se les habían atribuido a otros autores son en realidad de Hipólito.
La Tradición apostólica
La otra obra principal de Hipólito, la Tradición apostólica, también ha
tenido una historia confusa. El título de esta obra se encuentra en la lista de
escritos de Hipólito grabada en su estatua, pero por largo tiempo se pensó
que la obra misma se había perdido. Fue a principios del siglo veinte que
varios eruditos comprobaron que un documento que era generalmente
conocido como el Orden eclesiástico egipcio era en realidad la perdida
Tradición apostólica de Hipólito. Este documento existe en la iglesia oriental
en varias traducciones al copto, el árabe y el etíope. Hay también una
traducción latina del siglo cuarto. Esta última es tan literal que a partir de ella
se puede reconstruir buena parte del texto griego original. A través de estas
traducciones, el escrito de Hipólito parece haber tenido fuerte influencia en la
iglesia oriental, donde todavía se siguen varias de las prácticas que allí
aparecen.
La importancia del descubrimiento y la reconstrucción de este documento
es enorme. Los principales escritos más antiguos que se refieren a las
prácticas del culto en la iglesia son la Didajé y la Apología de Justino, pero lo
que dicen es bastante breve. Poco después, tenemos el tratado Del
bautismo, de Tertuliano. Además, puesto que a pesar de todas las
controversias en que Hipólito estuvo involucrado no parece haber habido en
la iglesia quien rechazara o criticara lo que Hipólito dice acerca del culto y
del orden de la iglesia, bien podemos decir que lo que allí se describe eran
prácticas generalmente aceptadas y seguidas entre la mayoría de los
cristianos, al menos en Roma. Si a esto se añade el hecho de que Hipólito
era una persona harto conservadora, quien está escribiendo con el propósito
de que se continúen las prácticas que ha conocido desde su juventud, bien
podemos suponer que está describiendo prácticas bastante generalizadas
en el siglo segundo. Por todo esto, la Tradición apostólica sirvió como fuente
principal para algunos de los más influyentes documentos posteriores sobre
el culto y el gobierno de la iglesia —por ejemplo, las Constituciones
apostólicas del siglo cuarto—, y hasta vino a ser uno de los principales
factores que llevaron a la renovación litúrgica de fines del siglo veinte y
principios del veintiuno.
El espíritu conservador de Hipólito se manifiesta desde la introducción
misma de su obra, donde dice que la ha compuesto
...a fin de que quienes han recibido la buena doctrina guarden la tradición que
ha subsistido hasta el presente, tal como la exponemos, y conociéndola sean
consolidados en ella —recientemente hay quien se ha apartado de la misma
por ignorancia o debido a los ignorantes. Que el Espíritu Santo dé su plena
gracia a los que tienen una fe recta y sepan, quienes están al frente de las
iglesias, de qué manera deben transmitir y guardar todas estas cosas.
(Tradición apostólica 1; Murcia: Instituto Teológico “San Fulgencio”, s.f., p. 23)
Con esa perspectiva en mente, la Tradición empieza con una discusión
acerca de los diversos oficios en la iglesia, y cómo se ha de reconocer e
instalar a las personas que los han de ocupar. Los obispos han de ser
elegidos por la congregación y consagrados mediante la imposición de
manos por otros obispos presentes, mientras los presbíteros permanecen de
pie y en silencio. Entonces un obispo particularmente designado le impondrá
la mano al ordenando y pronunciará sobre él una oración que Hipólito
incluye en su texto. Después de esto se le dará el beso de paz y los
diáconos traerán al frente la ofrenda para la comunión, que consiste
principalmente de pan y vino.
Los diáconos le presentarán la oblación y él, imponiendo las manos
sobre ella, junto con todo el presbiterio dirá, dando gracias:
—El Señor esté con vosotros.
Todos dirán:
—y con tu espíritu.
—Elevad vuestros corazones.
—Los tenemos en el Señor.
—Demos gracias al Señor.
—Es digno y justo. (Tradición 4; edición de Murcia, p. 26).
A esto sigue una oración en la que se incluye lo principal de la obra
salvífica de Jesús y la institución de la Cena del Señor. También es posible
que alguien traiga aceite, queso y aceitunas, y también sobre estos dones se
darán gracias.
La ordenación de un presbítero es algo diferente, pues en este caso son
el obispo y los otros presbíteros quienes le imponen las manos y oran sobre
él. Los diáconos, por otra parte, solo recibirán imposición de manos por
parte del obispo. Los confesores —es decir, quienes sufrieron y se
mantuvieron firmes en la persecución— que son hechos presbíteros o
diáconos no recibirán imposición de manos, pues ya su propia confesión les
ha consagrado.
De aquí pasa Hipólito a hablar sobre otros oficios. Dos de ellos están
reservados para mujeres, el de viuda y el de virgen. Una viuda que decide
consagrarse a la vida de la iglesia no será reconocida como tal hasta tanto
no haya sido viuda por algún tiempo y resulte claro que no se casará de
nuevo. Ni sobre ella ni sobre las mujeres que decidan vivir en castidad se
impondrán las manos, sino que basta con la palabra de dedicación. En
cuanto a los dones de sanidad, Hipólito declara que “si alguien dice 'he
recibido la gracia de curación en una revelación no se le impondrá la mano.
Su mismo obrar manifestará si hubiera dicho la verdad.” (Tradición 14;
edición de Murcia, p. 32).
En el capítulo 15 empieza una de las porciones más interesantes de la
Tradición apostólica, que trata acerca de los nuevos miembros y su admisión
al bautismo. Al leer esta sección, resulta claro que la iglesia aplicaba
extrema cautela en el proceso de aceptar nuevos miembros. La primera
etapa en ese proceso era la de “oyente”. Hipólito muestra cuán seria era la
indagación que se hacía sobre cualquier candidato a oyente:
Los que son conducidos por primera vez a escuchar la palabra, serán
conducidos primeramente ante los doctores, antes que haya llegado el
pueblo, y se les interrogará acerca de la causa por la que quieren acceder a
la fe. Y aquellos que los han conducido hasta allí prestarán testimonio en
favor de ellos, acerca de si son capaces de escuchar la palabra. Se les
interrogará sobre su tipo de vida: sobre si tiene esposa o es esclavo. Si algún
fiel es esclavo y su dueño se lo permite, escuchará la palabra. Si su dueño no
da testimonio de él afirmando su bondad, no se le admitirá.
Si su dueño es pagano, se le enseñará a complacer a su dueño, para que
no dé motivo a la maledicencia. Si uno tiene esposa, o la mujer esposo, se les
enseñará que se contenten, el esposo con su esposa y la esposa con su
esposo. Si uno no vive con esposa, se le enseñará a no cometer fornicación y
a tomar esposa de manera legítima o a permanecer tal como está. Si uno
está poseído del diablo, no escuchará la palabra de la doctrina mientras no
esté purificado.
Se investigará sobre cuáles son los oficios y las ocupaciones de los que
se acercan a recibir instrucción. No seguirá (la instrucción) o no será admitido
el que regenta un prostíbulo o sustenta meretrices. A los escultores o
pintores, se les enseñará que no hagan ídolos: o bien que no sigan o que no
sean admitidos. No proseguirá o no será admitido el actor o el que actúa en
un teatro. Es bueno que no prosiga el que se dedica a la enseñanza de los
niños; si no tiene (otro) oficio, se le permitirá (enseñar). Igualmente, no
proseguirá o no será admitido el auriga que compite o toma parte en la lucha.
No proseguirá o no será admitido el gladiador, el que enseña a luchar a los
gladiadores, el que lucha con animales en la arena o el que tiene a su
cuidado los juegos de gladiadores. No proseguirá o no será admitido el
sacerdote de los ídolos o el custodio de los ídolos.
El soldado que haya recibido la orden de hacerlo, no matará a nadie. Si se
lo mandan, que no ejecute la orden ni preste juramento. Si rehúye hacerlo así,
que no sea admitido. No proseguirá o que sea expulsado el que tiene el poder
de la espada o el magistrado de la ciudad que viste la púrpura. El catecúmeno
o el fiel que quieren ser soldados serán expulsados, porque han despreciado
a Dios. (Tradición 15-16; edición de Murcia, pp. 33, 34).
Y la lista continúa con toda una serie de otras razones por las cuales no
se admitirá a alguien ni siquiera a la categoría de oyente.
Los oyentes han de pasar tres años como catecúmenos, aunque en
casos excepcionales el tiempo puede reducirse. En el entretanto, estos
catecúmenos orarán en la iglesia, los varones apartados de las mujeres. Y
no participarán del beso de la paz, pues todavía no han sido purificados. Las
mujeres han de tener la cabeza cubierta con un paño grueso, puesto que un
velo no basta. Al terminar esta oración de los catecúmenos, el maestro o
instructor de cada cual le impondrá la mano, orará sobre él o ella y le
despedirá.
Por fin, tras ese largo período de prueba e instrucción, se determina si
los catecúmenos son dignos de recibir el bautismo. En un acto formal “se
examinará la vida de quienes hayan sido elegidos para recibir el bautismo:
sobre si han vivido honestamente mientras eran catecúmenos, si han tratado
con honor a las viudas, si han visitado a los enfermos, si han ejercido toda
buena obra” (Tradición 20; edición de Murcia, p. 35). Quienes sean
aprobados, se prepararán para el bautismo con abluciones purificadoras el
jueves de la Semana Santa, y con ayuno durante el Viernes Santo. Al
amanecer del Domingo de Resurrección se procederá al bautismo de los
catecúmenos que estén listos. Los catecúmenos serán bautizados
desnudos, primero los pequeñuelos, luego los varones y por fin las mujeres.
Esta es la primera referencia explícita que tenemos al bautismo de párvulos.
No cabe duda de que se trata del bautismo de párvulos, pues Hipólito
instruye que “los que no puedan hablar por sí mismos, serán sus padres o
alguno de su familia quienes hablen por ellos” (Tradición 21; edición de
Murcia, p. 36).
El rito del bautismo que Hipólito describe no es tan sencillo como
podríamos pensar. Como parte de la preparación para él, el obispo debe dar
gracias sobre el aceite, que se llama “óleo de la acción de gracias”, y
pronunciar un exorcismo sobre otra porción de aceite sobre la cual debe
pronunciar un exorcismo y que recibirá el nombre de “óleo del exorcismo”.
Dos diáconos, cada cual con uno de estos dos óleos, se colocarán a la
derecha y la izquierda del presbítero, quien entonces dirigirá a cada
candidato en una renuncia explícita al mal: “Renuncio a ti, Satanás, a tu
culto y a tus obras”. Entonces se le ungirá con el óleo del exorcismo,
diciendo: “Huya de ti todo espíritu maligno”. En el acto mismo del bautismo
se usará una serie de preguntas que reflejan la evolución a la que había
llegado en esa fecha el credo que hoy se llama “Apostólico”:
Cuando el que ha de ser bautizado desciende al agua, el que bautiza,
imponiendo la mano sobre él, le preguntará: “¿Crees en Dios Padre
omnipotente?”. Y el que es bautizado dirá a su vez: “Creo”. Inmediatamente,
manteniendo la mano impuesta sobre su cabeza, lo bautizará por primera
vez. Y después preguntará: “¿Crees en Jesucristo, el Hijo de Dios, que nació
de María Virgen por el Espíritu Santo y fue crucificado bajo Poncio Pilato y
murió y resucitó vivo, al tercer día, de entre los muertos, subió a los cielos y
está sentado a la derecha del Padre; que vendrá a juzgar a los vivos y a los
muertos?” Y al responder él: “Creo”, será bautizado una segunda vez. Y de
nuevo preguntará: “¿Crees en el Espíritu Santo y en la santa iglesia y en la
resurrección de la carne?”. El que es bautizado dirá: “Creo”. Y así es
bautizado una tercera vez. (Tradición 21; edición de Murcia, p. 37)
Entonces, al salir del agua se le ungirá por segunda vez, ahora con el
óleo de acción de gracias, tras lo cual cada cual se secará y vestirá, y todos
irán entonces a la iglesia, donde la congregación ha estado reunida por
algún tiempo. Allí serán ungidos una vez más con el óleo de acción de
gracias, haciendo con él la señal de la cruz sobre la frente del neófito.
Entonces este recibirá por primera vez el ósculo de paz, del que hasta
entonces no había podido participar. Por fin, unidos ahora al resto de la
iglesia, los neófitos participarán por primera vez de la oración de los fieles,
de la cual nunca habían participado antes, pues se les despedía de la iglesia
antes de llegar a este punto. Aunque Hipólito no lo explica, sabemos por
otras fuentes que esta oración de los fieles era una oración de intercesión
unos por otros, por el resto del mundo, y hasta por el emperador que les
perseguía. La visión teológica tras esta práctica era que la iglesia está
llamada a ser un pueblo sacerdotal, y que ahora, ungidos por primera vez
como lo habían sido los sacerdotes del antiguo Israel, los neófitos por fin
eran parte de ese pueblo y participaban de la responsabilidad de orar en
intercesión por el resto del mundo.
Prosigue entonces la comunión, en la que se repite buena parte de lo
que ya hemos dicho, con la salvedad de que en esta ocasión —y solamente
en ella— los neófitos han de recibir, además del cáliz de vino, uno de agua,
para que el bautismo no sea solamente cuestión externa, sino que alcance a
las entrañas mismas. Y han de recibir también otro cáliz de leche mezclada
con miel, en señal de que están entrando en la tierra prometida.
A esto siguen otras instrucciones acerca de la comunión, que ha de
celebrarse el domingo, y del ayuno, al que han de dedicarse todos, pero
especialmente las viudas y las vírgenes. Si algún creyente está enfermo e
imposibilitado de acudir a la comunión, los diáconos se la llevarán a su casa.
El resto de la Tradición apostólica incluye más detalles e instrucciones
acerca de algunas ceremonias particulares, pero sobre todo de las funciones
y obligaciones de cada persona según su oficio, del ayuno, de cómo los
diáconos y presbíteros se han de reunir cada día para instrucción de los
fieles, de la oración y de la sepultura. Por último, antes de dejar nuestra
discusión de este documento, merece citarse un curioso párrafo que se
encuentra hacia el final:
Estos son los frutos que se bendicen: uvas, higos, granadas, aceitunas,
peras, manzanas, moras, melocotones, cerezas, almendras, ciruelas; pero no
se bendicen: las sandías, ni el melón, ni los pepinos, ni los champiñones, ni
los ajos, ni las otras legumbres. A veces también se ofrecen flores. Se
ofrecerán rosas y lirios, pero no otras flores. (Tradición 32; edición de Murcia,
p. 43)
Otras obras
El tratado de Hipólito Del anticristo es la discusión más antigua de ese
tema que se ha conservado. Hipólito comienza exhortando a su lector a
recordar que se trata de doctrinas serias que no han de ser esparcidas y
discutidas entre personas indignas. Así, le recomienda a cierto Teófilo a
quien dirige el libro “que te ocupes de no entregar estas cosas para ser
discutidas entre gentes de lenguas incrédulas y blasfemas” (Del anticristo 1;
PG 10:728). Además, al tiempo que Hipólito insiste en que estas cosas no
han de ser dadas a los indignos, también señala que el amor de Dios es tal
que adapta su revelación de tal modo que nadie quede excluido:
¿Te importa saber cómo el Verbo de Dios les comunicó en la antigüedad sus
revelaciones a los benditos profetas? Este Verbo muestra su compasión al
negarse a hacer cualquier acepción de personas entre los santos,
iluminándoles y adaptándoles para lo que les ha de ser de provecho, de igual
modo que lo hace un buen médico que se adapta a las debilidades humanas.
El Verbo se complace en enseñar a los ignorantes y llevar a los errantes por
el camino verdadero; quienes viven por fe le encuentran con facilidad; y al
llamado de quienes, con visión pura y corazón santo, tocan a su puerta,
inmediatamente les abre. No rechaza a ninguno de sus siervos como indigno
de conocer los misterios divinos. No piensa que el rico sea más digno que el
pobre, ni tampoco rechaza al pobre por su pobreza. No desdeña al bárbaro ni
se aparta del eunuco. No odia a la mujer por razón de la primigenia
desobediencia de la mujer, ni rechaza al varón por la transgresión [de Adán].
Al contrario, va en busca de todos, y a todos desea salvar, de modo que todos
sean sus hijos e invitando todos los santos a formar un ser humano perfecto.
(Del anticristo 2; PG 10:729).
El resto del tratado consiste principalmente de una serie de citas de los
profetas —particularmente Daniel, Ezequiel e Isaías— y del Nuevo
Testamento, particularmente del Apocalipsis. Aparentemente el propósito de
Hipólito es rechazar la opinión de algunos que sustentaban que el imperio
romano era el anticristo. Sin defender al imperio, que según él es la cuarta
bestia de la visión de Daniel (Dan. 7:7), Hipólito intenta mostrar que el
anticristo está todavía por venir. Ese tratado es la primera y más completa
discusión del anticristo que tenemos de toda la época patrística. Marcó
pauta hasta el día de hoy para el modo en que algunos abordan el tema. Por
otra parte, cabe señalar que, contrariamente a la opinión de algunos, el
anticristo no es horripilante ni se presenta como destructor, sino que es
literalmente el anticristo, es decir, una falsa representación que se hace
pasar por Cristo, pero no lo es.
El engañador busca presentarse como el Hijo de Dios: Cristo es un león, y
también lo es el anticristo. Cristo es rey; y también lo es el anticristo. El
Salvador se mostró como cordero, y de igual manera el anticristo aparecerá
como cordero, aunque en realidad es lobo. ... El Salvador reunió en torno
suyo a las ovejas que estaban esparcidas, y el anticristo reunirá a gentes que
estaban esparcidas. El Señor selló a quienes creyeron en él, y él también
sellará a los suyos. El Salvador se presentó en forma humana, y así también
lo hará el anticristo. (Del anticristo 6; PG 10:733).
El breve tratado Contra Noeto parece ser en realidad la conclusión de
una obra más extensa que se ha perdido. Es bien poco lo que se sabe
acerca del mencionado Noeto. Aparentemente era oriundo de Asia Menor,
probablemente de Esmirna, o si no de Éfeso. Lo que sí resulta claro es que
Noeto sostenía la doctrina que se ha llamado “modalismo” o
“patripasionismo”: es decir, la doctrina que de tal modo identifica al Hijo con
el Padre que se llega a la conclusión de que el Padre sufrió la pasión. Según
Hipólito, Noeto “afirmó que Cristo es el mismo Padre, y que fue el Padre
mismo quien nació, sufrió y murió” (Contra Noeto 1; PG 10:804). Frente a
esto, Hipólito argumenta que el que haya un solo Dios no quiere decir que
ese Dios sea solitario, sino que el Padre mismo, sin dejar de ser uno, ha
engendrado al Hijo y producido al Espíritu Santo. Dios, “al tiempo que es
uno, es plural” (Contra Noeto 10; PG 10:817). Las tres divinas personas
comparten un solo poder, que es el poder único de Dios. El Hijo se relaciona
con el Padre como “una luz que sale de la luz, o agua que corre de una
fuente, o un rayo del sol” (Contra Noeto 11; PG 10:817). Pero, en su interés
por rechazar el patripasionismo, Hipólito tiende a caer en un
subordinacionismo que hace al Hijo y el Espíritu Santo seres subordinados
al Padre: “quien manda es el Padre, quien obedece es el Hijo, y quien da
entendimiento es el Espíritu Santo” (Contra Noeto 14; PG 10:821).
Del tratado Contra Berón y Hélix solamente se conservan algunos
fragmentos. Estos tratan particularmente sobre la encarnación, y muestran
que al menos parte de la terminología que vimos antes en Tertuliano
subsiste en Hipólito:
Mediante su carne, [Jesucristo] hizo obras que son propias de la divinidad,
mostrando así que tenía ambas naturalezas, la divina y la humana, en una
substancia [o existencia] verdadera y natural. De manera que es a la vez Dios
infinito y hombre finito, pues tiene perfectamente cada una de las dos
naturalezas de tal manera que las dos subsisten cada cual de ellas con sus
propiedades naturales y sin cambio alguno. (Contra Berón 1; PG 10:832).
Además, Hipólito escribió numerosos comentarios sobre los textos
bíblicos. De la mayoría de ellos no quedan sino breves fragmentos,
frecuentemente en traducciones cuya exactitud deja lugar a dudas. Por
ejemplo, del comentario sobre el Cantar de los Cantares, aparte de terminar
en el capítulo 3, versículo 7 nos ha llegado solamente en una traducción al
georgiano que a su vez es tomada de una traducción del griego al armenio.
Además, no es del todo seguro que algunos de los fragmentos que se le
atribuyen sean verdaderamente obra de Hipólito. Dadas tales condiciones,
no es posible decir mucho acerca del contenido de los comentarios bíblicos
de Hipólito.
Por último, Hipólito escribió también dos obras de carácter cronológico,
ambas inspiradas por cuestiones prácticas. La primera de ellas es su
Crónica, cuyo propósito parece ser mostrar que la consumación de los
tiempos no está tan cercana como algunos pretenden. Sumando datos
bíblicos, como muchos lo han hecho después, Hipólito llegó a la conclusión
de que el mundo había sido creado 5.738 años antes. Puesto que para el
Señor un día son como mil años, y puesto que los seis días de la creación
en Génesis son una tipología de la historia futura, antes de que venga el
Señor será necesario que se cumplan 6.000 años, cuando vendrá el eterno
sábado de la eternidad. Por lo tanto, según dice Hipólito al escribir en el año
234, faltan todavía 262 años para la consumación; que entonces, según los
cálculos de Hipólito, debió haber tenido lugar en el año 496. La Crónica
incluye también toda una serie de detalles acerca de la cuenca del
Mediterráneo que Hipólito parece haber tomado de otros escritos anteriores.
La otra obra cronológica de Hipólito trata sobre La fecha de la Pascua.
Aparece inscrita en la estatua de Hipólito que ya hemos mencionado. En ella
aparentemente Hipólito trataba de resolver la disputa que existía entre las
iglesias de ese tiempo en cuanto a la celebración de la Pascua, y ofrecía un
modo de calcular los plenilunios. Puesto que ya para la cuarta década del
siglo cuarto el cálculo está errado, esto comprueba que la famosa estatua
fue erigida antes, probablemente alrededor del año 252.
CAPÍTULO 10
Orígenes
Su vida
Fuera de toda duda, Orígenes fue el escritor cristiano más prolífico de los
primeros tres siglos. De él se conservan los títulos de más de 6.000 obras.
Aunque la mayoría de ellas se ha perdido, las que restan son extensas y
numerosas.
Orígenes nació en Alejandría, aproximadamente en el año 185, en el
seno de una familia profundamente cristiana. Durante la persecución de
Septimio Severo, cuando Orígenes tendría unos 17 años, su padre Leónidas
sufrió el martirio. Según nos cuentan antiguos cronistas, el joven Orígenes
quiso acompañarle en el suplicio, y para que no lo pudiera hacer su madre le
escondió las ropas. En aquella ocasión Orígenes le escribió a su padre,
exhortándole para que no negara su fe con el propósito de evitar el dolor que
su muerte les produciría a su esposa e hijos.
Ya para esa época, según nos cuenta el historiador Eusebio de Cesarea,
el joven alejandrino se había distinguido por sus dotes intelectuales, y
particularmente por su conocimiento de las Escrituras cristianas. Además, su
vida ascética causaba la admiración de muchos, tanto cristianos como
paganos. Tendría unos 18 años de edad cuando el obispo Demetrio le puso
a cargo de la escuela catequética en la que se preparaban los candidatos
para el bautismo. Poco después, tomando literalmente las palabras de Jesús
respecto a quienes por amor al reino de los cielos se hicieron eunucos, él
mismo se castró. Aunque al principio Demetrio declaró su admiración ante
tal hazaña, más tarde cambió de opinión.
Al tiempo que se dedicaba a la preparación de los catecúmenos para el
bautismo, Orígenes proseguía estudios de toda clase. Entre otras cosas,
asistía a las conferencias del célebre filósofo platónico Amonio Saccas,
quien en esos días le daba inicio a lo que después vino a llamarse
“neoplatonismo”. Pero sobre todo se dedicaba a la escritura, en lo cual le
apoyaba Ambrosio, un creyente rico que había sido discípulo del propio
Orígenes. Eusebio nos cuenta cómo fue que Orígenes pudo ser un autor tan
prolífico:
Cuando dictaba, tenía a mano más de siete taquígrafos, que se relevaban
cada cierto tiempo ya fijado, un número no menor de copistas y también
algunas jóvenes prácticas en caligrafía. Lo necesario para todos ellos lo
proporcionaba Ambrosio en gran abundancia. Más todavía, [Ambrosio]
contribuyó con celo indecible al estudio afanoso de los divinos oráculos y con
ello empujaba a Orígenes a componer los Comentarios. (Historia eclesiástica
6.23.2; BAC 350:389)
Orígenes tendría unos 45 años cuando tuvo serios conflictos con el
obispo y otras autoridades eclesiásticas en Alejandría, quienes se quejaban
de que, sin el permiso de ellos, Orígenes había sido ordenado presbítero en
Cesarea. A la postre el resultado fue que Orígenes partió de Alejandría y fue
a establecerse en Cesarea, donde transcurrió casi todo el resto de su vida.
Allí fundó una escuela a la que acudían personas de tierras distantes.
Cuando hubo en Arabia un serio debate acerca de la Trinidad, se le invitó a
acudir a esa región para ayudar a resolver las dificultades. Cuando a
mediados del siglo tercero se desató la persecución de Decio, Orígenes fue
encarcelado y torturado, aunque no muerto. Murió por fin en la ciudad de
Tiro en el año 253.
Contra Celso
Entre las numerosísimas obras de Orígenes, bien podemos comenzar
discutiendo su escrito apologético Contra Celso. Este escrito es una
refutación de la obra de Celso llamada Palabra verdadera. No se sabe quién
había sido el tal Celso, quien aparentemente escribió hacia fines del siglo
segundo o principios del tercero. El propio Orígenes no tenía noticias acerca
de él, aparte de las que podía derivar de su escrito. Ciertamente, por lo que
Orígenes nos dice, sabemos que Celso era un filósofo de tendencias
platónicas; o al menos, pretendía serlo, puesto que Orígenes declara que de
filósofo no tiene mucho. En todo caso, Ambrosio, el protector de Orígenes y
de sus labores, le pidió a este último que refutara lo que Celso había escrito.
Al leer esta obra de Orígenes resalta el hecho de que, con todo y haber sido
Orígenes un verdadero estudioso de Platón y de la filosofía clásica, y haber
aceptado buena parte de ella, declara firmemente que no está convencido
de que argumentos tales como los que Ambrosio le ha pedido en realidad
puedan llevar a alguien a la fe. En el prólogo, Orígenes dice que, tras haber
escrito el libro que Ambrosio le había pedido, teme que alguien pueda
pensar que sus argumentos tienen el propósito de llevar a la fe. Por eso, el
prólogo deja bien claro que el libro ha sido escrito a petición de Ambrosio y
no por iniciativa propia, y que en todo caso su propósito no es convencer a
los no creyentes acerca de la verdad del cristianismo. Allí dice que, si el
propio Jesucristo fue atacado y llevado hasta la muerte sin pretender
justificarse ni defenderse, tampoco les compete a los cristianos hacer tal
cosa. Pero, según dice Orígenes dirigiéndose a su benefactor:
Tú, empero, piadoso Ambrosio, no sé por qué razón has querido componga
yo una apología contra los falsos testimonios que Celso ha levantado a los
cristianos y contra las acusaciones a la fe de las iglesias que consigna en su
libro. (Contra Celso prólogo. 1; BAC, 35)
Orígenes continúa entonces expresando las profundas dudas que tiene
acerca del poder de la apología para llevar a alguien a la fe, y hasta dice:
“Me atrevería a decir que la defensa que me pides debilitará la apología de
la realidad y oscurecerá el poder de Jesús, que salta a los ojos de quienes
no sean insensatos” Contra Celso prólogo: 3; BAC, 36). Luego el libro que
Orígenes ha escrito no va dirigido a los creyentes, como si ello pudiera
darles fe. El autor espera que se entienda que no ha sido escrito “para
quienes tienen fe cabal, sino para quienes no han gustado en absoluto la fe
en Cristo o para aquellos que el Apóstol llamó ‘flacos en la fe’” (Contra Celso
prólogo. 6; BAC, 38).
Es importante señalar esto, porque el uso constante que Orígenes hace
de la filosofía platónica podría dar a entender que pensaba que se puede
llegar a la fe cristiana mediante el puro razonamiento filosófico. Nada está
más lejos de la verdad. Al tiempo que Orígenes sí cree que Dios les dio a los
gentiles la filosofía como preparación para el evangelio, no cree que la
filosofía ni el raciocinio por si solos puedan llevar a la verdadera fe.
Esta convicción por parte de Orígenes se ve claramente cuando
responde a las acusaciones de Celso en el sentido de que los libros
sagrados de los cristianos no tienen la misma elegancia que los de Platón y
otros filósofos, sino que son más bien sencillos. A pesar de que él mismo
entendía que había algunos cristianos más sabios y otros mucho más
sencillos, como veremos más adelante, Orígenes rechaza el elitismo
implícito en la crítica de Celso:
Aquellos, empero, que se desentienden en absoluto de la gente vulgar, como
de seres serviles, incapaces de seguir la ilación de los discursos bien dichos y
de los razonamientos bien ordenados; los que sólo miran a los que se han
formado en las letras y ciencias, esos limitan lo que debiera ser bien común a
un sector realmente muy estrecho y limitado.
Esto digo para defender la sencillez de estilo de las Escrituras, que
recriminan Celso y otros como él, y que parece quedar en la sombra ante la
brillantez de la dicción de los griegos. La verdad es que nuestros profetas,
Jesús y sus apóstoles miraban a una manera de decir que no solo contuviera
la verdad, sino que pudiera también atraer al pueblo. Luego, una vez
convertidos e iniciados, cada uno se levantaría según sus fuerzas a las cosas
misteriosamente dichas en el lenguaje al parecer sencillo. (Contra Celso 6.1-
2; BAC, 388)
En todo caso, a pesar de que Celso se las daba de filósofo, y Orígenes
era uno de los filósofos más distinguidos de su tiempo, este último no hace
de su libro una disquisición filosófica. Las acusaciones de Celso eran más
bien criticas tales como la falta de educación de los cristianos, la escasa
elegancia de sus escritos, su fe en los milagros, y muchas cosas parecidas.
Por tanto, la respuesta de Orígenes no es una obra de la profundidad
filosófica de un Justino, sino que es más bien una refutación de las críticas,
algunas de ellas bastante ridículas, que Celso hacía del cristianismo.
Otras obras
Aunque los comentarios bíblicos y homilías constituyen la mayor parte de
lo que se conserva de Orígenes, es preciso señalar que también escribió
algunos tratados más prácticos sobre temas tales como la oración y el
martirio. Además, llevó a cabo una extensísima correspondencia que se ha
perdido, con excepción de dos cartas. Una de ellas es la epístola a Sexto
Julio Africano que ya hemos citado, y la otra es una carta a Gregorio
Taumaturgo a la que nos referiremos en el próximo capítulo.
La importancia de la obra de Orígenes fue enorme. Su impacto se puede
ver en toda la teología en lengua griega a partir de entonces. Pero las
aventuradas especulaciones de Orígenes y sus interpretaciones alegóricas
frecuentemente exageradas tuvieron por resultado que, al tiempo que
prácticamente toda la teología griega lleva su sello, buena parte de esa
misma teología rechaza sus enseñanzas.
CAPÍTULO 11
Otros autores en lengua griega
El impacto de Orígenes en la teología oriental fue tal que durante todo el
siglo tercero los autores más distinguidos fueron o bien sus discípulos o bien
sus opositores.
Gregorio Taumaturgo
Entre los discípulos o seguidores de Orígenes se destaca Gregorio
Taumaturgo, título que quiere decir “el hacedor de maravillas”. Gregorio
escribió, entre varias otras obras, un Panegírico a Orígenes en el que, antes
de pasar a describir los métodos de enseñanza de su maestro, cuenta el
proceso mediante el cual la divina Providencia le llevó a Cesarea, donde
conoció a Orígenes. Sobre la base de lo que Gregorio dice allí, y de otros
indicios menores esparcidos en la literatura antigua, parece ser que Gregorio
era natural de la ciudad de Neocesarea en el Ponto. Aparentemente su
nombre fue originalmente Teodoro, y fue después de su bautismo que tomó
el de Gregorio. Su familia parece haber pertenecido a la aristocracia media.
En todo caso, Gregorio cuenta que todo comenzó cuando un alto funcionario
hizo llevar por la fuerza a Beirut al cuñado de Gregorio, para que allí le
sirviera. Algún tiempo después el cuñado logró que se le permitiera traer a
su esposa a Beirut, y mandó oficiales a Neocesarea para que la llevaran a
Beirut. Gregorio, que ya para ese tiempo estaba interesado en el estudio de
las leyes, decidió ir con su hermano para acompañar a su hermana, en parte
para protegerla y en parte porque en Beirut había una famosa escuela de
leyes. Pero al llegar a Cesarea conocieron a Orígenes, quien rápidamente
les cautivó. Según cuenta Gregorio, él y su hermano “nos sentíamos
constantemente atraídos por el poder de sus razonamientos como si
fuéramos impelidos por una fuerza superior” (Panegírico 6; PG 10:1072). El
hogar de Gregorio había sido pagano, aunque ya por algún tiempo el joven
se había sentido atraído por una búsqueda de la verdad. En todo caso, fue
el encuentro con Orígenes y sus enseñanzas lo que llevó a Gregorio a la fe
cristiana. Según él mismo cuenta:
Como una chispa que iluminaba la interioridad de nuestra alma, el amor se
encendió y se volvió una llama dentro de nosotros. Era un amor dirigido a la
vez al santo Verbo, que es el objeto más digno de todo amor y que nos atrae
irresistiblemente hacia sí mismo por su propia belleza y a este hombre
[Orígenes] que es amigo y anunciador del Verbo. Estando entonces atrapado
por tal amor, quedé persuadido de abandonar todo lo que antes me parecía
deseable —entre otras cosas mis estudios de leyes. (Panegírico 6; PG
10:1072)
Gregorio parece haber pronunciado este discurso alrededor del año 238,
cuando se preparaba a partir de Cesarea para dirigirse a su Neocesarea
natal. Algún tiempo después fue hecho obispo de esa ciudad, a cuya
evangelización se dedicó con gran éxito. De él se contaban tantos milagros y
maravillas que se le dio el nombre por el que hoy se le conoce: Gregorio
Taumaturgo. Algún tiempo después de su muerte, Gregorio de Nisa —sobre
quien trataremos más adelante— escribió una Vida de Gregorio en la que se
cuentan muchos de sus milagros.
En esa Vida de Gregorio, su homónimo de Nisa cita una declaración de
fe que vino a ser uno de los escritos más citados del Taumaturgo:
Un Dios, Padre del Verbo viviente, su sabiduría subsistente y su imagen y
poder eternos. El perfecto que genera al perfecto. Padre del unigénito Hijo.
Un Señor, único del único, Dios de Dios, imagen y semejanza de la divinidad,
Verbo activo, sabiduría que abarca la naturaleza del universo, poder que
efectúa toda la creación, verdadero Hijo de verdadero Padre, invisible del
invisible, incorruptible del incorruptible, inmortal del inmortal y eterno del
eterno.
Un Espíritu Santo cuya existencia viene de Dios y que se manifiesta a
través del Hijo, imagen perfecta del Hijo perfecto, vida que causa toda vida,
santidad que lleva a la santificación, mediante quien se manifiesta Dios el
Padre, quien está por encima de todo y en todo, y Dios el Hijo, quien está a
través de todo.
Perfecta Trinidad que no se divide ni se disputa la gloria, la eternidad y la
soberanía.
Pues no hay en la Trinidad nada creado ni inferior, ni se ha introducido
nada que no existiera antes. Por lo tanto, nunca le faltó al Padre el Hijo, ni le
faltó Hijo al Espíritu, sino que la misma Trinidad siempre ha permanecido sin
cambio ni alteración. (Vida de Gregorio 4.32; PG 46:912-13)
El hecho mismo de que Gregorio de Nisa escoja este documento para
citarlo es indicio de uno de los principales problemas que tenemos al tratar
de recuperar y redescubrir el pensamiento cristiano en el oriente del imperio
romano en los tiempos que siguieron a Orígenes. La teología del siglo cuarto
—es decir, el siglo de Gregorio de Nisa— se vio dominada por los debates
en torno a la Trinidad. Por eso, al leer las obras de sus predecesores en el
siglo tercero, los autores del cuarto se interesaban sobre todo en lo que esos
predecesores dijeron acerca de las cuestiones trinitarias. De igual manera,
los copistas les dieron preferencia a aquellos escritos del siglo tercero que
trataban sobre ese tema. El resultado es que al tratar sobre los autores
cristianos en el oriente griego después de Orígenes nos vemos parcialmente
limitados a aquellos documentos que parecieron ser importantes en tiempos
del debate trinitario. Es precisamente por eso que Gregorio de Nisa
conserva la declaración de fe de Gregorio Taumaturgo arriba citada.
En parte por esas razones, se conservan de Gregorio Taumaturgo dos
tratados teológicos. El primero, A Teopompo, trata sobre “la impasibilidad y
pasividad de Dios”. El segundo, A Filagrio, trata sobre la consustancialidad
de Dios. El texto original en griego de estas dos obras se ha perdido, y solo
se conserva una versión al siríaco. (Trad. al inglés: M. Slusser, St. Gregory
Thaumaturgus: Life and Works [Washington: Catholic University Press,
1998]).
El primero de esos tratados se presenta en forma de diálogo. Según
cuenta Gregorio, yendo camino a su casa se topó con un cierto Teopompo,
quien le preguntó si Dios es impasible. Gregorio le dio una respuesta rápida,
pero su interlocutor no se contentó con eso, sino que le siguió hasta su casa
y allí le interpeló una vez más, pidiéndole más detalles. En breve, el
problema que Teopompo plantea es que la impasibilidad de Dios parece
imposibilitarle toda respuesta a las pasiones y acontecimientos humanos.
Según el diálogo se va desarrollando, Gregorio le hace ver a su interlocutor
que la voluntad de Dios no está limitada por su impasibilidad; al menos, por
la impasibilidad como los humanos la entendemos. El poder soberano de
Dios es tal que el Dios impasible puede hacerse partícipe de las pasiones
humanas. Claramente, lo que está en juego es la posibilidad de la
encarnación, en la que Dios mismo participa de las pasiones y sufrimientos
humanos. Respecto a esto, Gregorio dice:
Quienes no están dispuestos a aceptar esta suprema sabiduría y voluntad
que en su majestad se esconde de todos, quienes niegan el poder
insuperable del Dios por cuya muerte la impasibilidad le fue ofrecida a todos,
quienes se burlan de la venida de Dios a la muerte misma sin corrupción
como si fuera una fábula insulsa, todos estos están atascados en la oscuridad
de sus errores y destinados a la muerte y corrupción. Cuando un rey u oficial
va a una prisión para declarar sentencia contra los malhechores que allí
están, según le corresponde a cada cual, y soporta el mal olor y las palabras
violentas al entrar en la prisión, haríamos mal en decir que el rey mismo es
uno de los malhechores, puesto que fue por su propia voluntad que llegó a la
prisión de los malos. Es así que hemos de pensar de Dios. Gracias a su
impasibilidad no sufre la mortalidad, y gracias a esa inmortalidad puede
pisotear a la muerte. (A Teopompo 8; Slusser, pp. 159-60)
Gregorio continúa su argumento señalando que en la historia de los
grandes personajes griegos hay numerosos casos de personas que dieron
su vida por alguna causa, y ahora son objeto de admiración. Esto es lo que
hace Dios, aunque no necesita de la admiración de otros. La gloria de Dios
no está solo en su poder e impasibilidad, sino también en el modo en que
ese poder y el amor le permiten hacerse partícipe de los sufrimientos
humanos. En fin de cuentas, Gregorio invita a Teopompo a no pensar en un
Dios que “solo se ama a sí mismo, se revuelca en sus riquezas y se goza en
su gloria, pero no se deja conmover para acudir en ayuda a ningún otro” (A
Teopompo 15; Slusser, p. 170). Y el tratado concluye con unas palabras de
alabanza a Dios en su encarnación:
Por lo tanto —¡gran bienaventuranza!— Dios vino. Vino Jesús, quien reina
sobre todas las cosas, para sanar las agudas pasiones de los seres
humanos, pues él es sobre todas las cosas bienaventurado y generoso. Pero
siguió siendo lo que es, y las pasiones fueron destruidas por su propia
impasibilidad, así como la luz destruye las tinieblas. Vino por lo tanto con
toda premura para hacernos bienaventurados y ricos en todas las cosas,
inmortales en lugar de mortales, y nos ha renovado y recreado para siempre.
A este quien es el rey glorioso sea la gloria por siempre. Amén. (A Teopompo
17; Slusser, pp. 172-73)
El tratado A Filagrio —que algunos piensan no fue escrito por Gregorio, y
se lo atribuyen a Gregorio de Nisa o a Gregorio de Nacianzo— es bastante
más breve. Aparentemente Filagrio —de quien no se sabe más que esto—
le había escrito a Gregorio preguntándole cómo el Dios único puede ser
Padre, Hijo y Espíritu Santo. Gregorio no está dispuesto a aceptar la
solución fácil según la cual “la sustancia sufre división según la aplicación de
los nombres” (A Filagrio 3; Slusser, p. 175). Hay solo una sustancia divina,
pero esto no ha de llevar a rechazar la fórmula tripartita de “Padre, Hijo y
Espíritu Santo”. Gregorio emplea el ejemplo de las ideas que existen en la
mente. Estas ideas todas son diferentes, pero cada una de ellas es idea de
la mente en su totalidad. “De igual manera que no hay división ni ruptura
entre la mente, la idea y el alma, tampoco la hay entre el Espíritu Santo y el
Salvador y el Padre” (A Filagrio 7; Slusser, pp. 176-77). Tras este y otros
ejemplos, Gregorio excusa la brevedad de su tratado señalando que para
buenos entendedores como Filagrio y sus compañeros con pocas palabras
basta.
Por último, antes de abandonar a Gregorio Taumaturgo, cabe mencionar
que también se conservan de él una paráfrasis del Eclesiastés y una
epístola comúnmente conocida como “Epístola canónica” porque se la
incluye entre los cánones de la iglesia oriental. Esta epístola, dirigida a un
personaje desconocido —posiblemente otro obispo— fue escrita a raíz de
una invasión germánica que trajo grandes tribulaciones a la región. Por una
parte, había quienes llevaban una profunda carga de conciencia porque,
prisioneros de los bárbaros, habían comido carnes sacrificadas a los ídolos.
También había quien quería culpar a las mujeres que habían sido violadas
por los invasores. Y —lo que más le preocupaba a Gregorio— hubo quien se
aprovechó de las circunstancias para enriquecerse a costa de otros. La
epístola de Gregorio trata acerca de estas cosas, declarando que, según la
ley deuteronómica, no se ha de culpar a la mujer que ha sido violada. Y,
sobre la base del apóstol Pablo y de las palabras de Jesús, el comer carne
sacrificada a los ídolos tampoco ha de achacarse a los prisioneros. Mucho
más serio es el caso de quienes se han aprovechado del desorden reinante
para enriquecerse a costa de otros. “Solamente personas impías e inicuas
se atreverían a pensar, en tiempos de la invasión, en medio de tanto dolor y
lamentaciones, que aquello que había provocado la ruina de otros fuese
para ellos oportunidad de ganancia” (Epístola canónica 2; PG 10:1026).
Estas personas, y otras que han actuado maliciosamente, merecen castigo y
disciplina por parte de la iglesia. Es por ello que Gregorio escribe esta
epístola, para instruir a un colega acerca de lo que él mismo está haciendo
respecto a quienes han caído en tales pecados, de modo que su práctica
pueda servir de ejemplo. Según Gregorio recomienda, quienes se dejaron
llevar por la invasión al extremo de colaborar con los invasores procurando
la muerte o el saqueo de otros han de ser excluidos de la iglesia, en la cual
no han de permanecer ni siquiera como oyentes hasta tanto un sínodo
determine lo que ha de hacerse con ellos. Quienes tomaron la propiedad de
otros invadiendo sus casas, si lo confiesan y restituyen lo robado, pueden
incluirse entre los penitentes. Y en todo caso, quienes guardaron los
mandamientos y no tomaron lo que no les pertenecía no han de esperar por
ello recompensa alguna, pues eso es lo que compete a un creyente fiel.
Firmiliano de Cesarea
Firmiliano, obispo de Cesarea en Capadocia altamente respetado en su
tiempo, fue también admirador y discípulo de Orígenes. Según el testimonio
de Eusebio de Cesarea, y más tarde de Jerónimo, Firmiliano invitó a
Orígenes a visitarle, y además él mismo fue a visitar a Orígenes en Cesarea
de Palestina. Según Jerónimo, Firmiliano permaneció con Orígenes en
Cesarea de Palestina “por largo tiempo”. También parece haber tenido un
papel importante en el debate que tuvo lugar en torno a Pablo de Samosata,
y en los sínodos que fueron parte de ese debate.
Desafortunadamente, de este autor solamente se conserva una carta
dirigida a Cipriano de Cartago, sobre quien volveremos más detalladamente
en otro capítulo. Según dice la carta misma, fue escrita en respuesta a otra
de Cipriano. Pero esta última se ha perdido, y por ello la extraña anomalía
de que en el epistolario de Cipriano se incluye una carta (la 75) que en
realidad es de Firmiliano a Cipriano. El tema mismo de la carta es el debate
que bullía entonces respecto a la validez del bautismo ofrecido por los
herejes. Esteban, el obispo de Roma, había declarado que el bautismo de
los herejes era válido y que, por tanto, los herejes bautizados en el nombre
del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo no debían rebautizarse al volver a la
iglesia. Cipriano y los obispos del norte de África habían rechazado tal
opinión, con la consecuencia de que Esteban había roto la comunión con
ellos. En la carta de Firmiliano, éste toma el partido de Cipriano frente al
obispo de Roma, y le asegura que los obispos de Capadocia concuerdan
con él. Además, se queja de que, mientras siempre ha habido diversidad de
opiniones en la iglesia, ahora Esteban ha llevado esa diversidad al cisma:
Cualquiera puede saber que los de Roma no observan toda la tradición
original, y vanamente alegan la autoridad de los apóstoles; y puede verse
esto en lo relativo a la celebración de los días de la Pascua y sobre otras
muchas cuestiones y ritos religiosos en los que tienen algunas divergencias y
no observan allí todo de la misma forma que en Jerusalén; como en otras
muchas provincias varían muchos puntos según los lugares y las personas,
sin que por esto se haya roto alguna vez la paz y la unidad de la iglesia
católica. Ahora se ha atrevido Esteban a hacer esto, rompiendo con vosotros
la paz que conservaron siempre sus antecesores con vosotros en amor y
honor mutuo. (Ep. 75.6.1; BAC 241:708)
Dionisio de Alejandría
El más notable de los sucesores de Orígenes en Alejandría fue sin lugar
a dudas Dionisio, conocido como “el Grande”. Dionisio era natural de
Alejandría. Pagano de nacimiento, la conversión que cuentan sus biógrafos
es una de las más extraordinarias de que tenemos noticia. Según se nos
dice, Dionisio siguió siendo pagano a través de toda su juventud, hasta que
Dios le dio una visión mandándole que se dedicara a estudiar y defender la
doctrina de la iglesia. En esos días el obispo era Heraclas, quien todavía no
había tenido con Orígenes los conflictos que a la postre llevaron al exilio de
este último. Por tanto, Dionisio estudió tanto con Heraclas como con
Orígenes. Cuando Orígenes partió, Dionisio le sucedió en la labor
catequética. Y cuando Heraclas murió, Dionisio le sucedió como obispo de
Alejandría.
Tristemente, la mayor parte de los escritos de Dionisio se ha perdido. Lo
que se conserva se debe mayormente a la admiración de Eusebio de
Cesarea, quien le estimó tanto que le dedicó prácticamente todo un libro de
su Historia eclesiástica, citándole frecuentemente. También Atanasio le citó
extensamente, aunque sus citas se refieren sobre todo a la correspondencia
entre Dionisio de Alejandría y Dionisio de Roma respecto a la doctrina
trinitaria.
Dionisio era fiel seguidor del método alegórico de Orígenes. Esto se puso
de manifiesto cuando un obispo egipcio de nombre Népote publicó una
Refutación de los alegoristas en la que decía que “las promesas hechas a
los santos en las divinas Escrituras deben interpretarse más al modo judío”
(según Eusebio, Historia eclesiástica 7.24.1; BAC 350:471-72). Esto le dio
ocasión a una controversia en la que Dionisio acudió en defensa de sus
maestros alejandrinos y de sus interpretaciones alegóricas. Resultado de
ello fueron sus libros Sobre las promesas, en los que Dionisio refutaba los
argumentos de Népote y sus seguidores. Aunque la obra de Dionisio se ha
perdido, Eusebio le cita extensamente. En estos libros, Dionisio informaba
acerca de una larga reunión que tuvo en la región de Arsinoé, en Egipto,
donde prevalecía la oposición a toda interpretación alegórica. Según
Dionisio informa, “pude entonces admirar sobremanera el equilibrio, el amor
a la verdad, la facilidad de comprensión y la inteligencia de los hermanos
cuando, por orden y con moderación, íbamos desarrollando las preguntas,
las objeciones y los puntos de coincidencia” (citado por Eusebio, Historia
eclesiástica 7.24.8; BAC 350:473-74).
Puesto que parte del debate tenía que ver con el modo en que debía
interpretarse el Apocalipsis de Juan, Dionisio escribió extensamente sobre la
cuestión, llegando a una interesante conclusión en la que afirma que
Apocalipsis debe tener sentidos ocultos, aun cuando él mismo no los
comprende:
Yo, por mi parte, no podría atreverme a rechazar el libro, pues son muchos
los hermanos que lo toman en serio, pero aun dado que el pensamiento que
encierra excede a mi propia inteligencia, supongo que el sentido de cada
pasaje está en cierto modo encubierto y es bastante admirable, porque,
incluso si no lo comprendo, no obstante sospecho al menos que las palabras
encierran alguna intención más profunda. (Citado por Eusebio, Historia
eclesiástica 7.25.4; BAC 350:475)
Todo esto le lleva a discutir la autoría de Apocalipsis, y a la siguiente
conclusión:
No contradiré que él se llamaba Juan y que el libro este es de Juan, porque
incluso estoy de acuerdo en que es obra de un hombre santo inspirado por
Dios. Pero yo no podría convenir fácilmente en que este fuera el apóstol, el
hijo de Zebedeo y hermano de Santiago...
Yo creo que hubo muchos con el mismo nombre del apóstol Juan, los
cuales, por amor a él y por admirarlo y escucharlo y por querer ser amados
lo mismo que él por el Señor, se aficionaron a ese mismo nombre, de igual
manera que entre los hijos de los fieles abundan los nombres de Pablo y de
Pedro. (Citado por Eusebio, Historia eclesiástica 7.25.7.14; BAC
350:475,478)
Se conservan varios fragmentos de cartas y de comentarios bíblicos por
Dionisio citados por autores posteriores. De ellos el más importante es una
obra en cuatro libros que Dionisio de Alejandría le envió a su homónimo
Dionisio de Roma, obispo de esa ciudad. Aparentemente, alguien había
criticado a Dionisio de Alejandría porque en su refutación del
patripasionismo había hecho una distinción excesiva entre el Padre y el Hijo,
a tal punto que bien podría parecer que Dionisio negaba la divinidad
absoluta del Hijo. Los comentarios llegaron a Roma, cuyo obispo escribió a
Alejandría indagando sobre el asunto. La respuesta de Dionisio de
Alejandría, al menos en las citas que se conservan, es tajante:
Puesto que el Padre es eterno, también el Hijo es eterno, luz de luz. No
puede haber padre si no hay también hijo. Si no hay hijo, ¿cómo puede
haber un padre? Los dos son Padre e Hijo eternamente. (Citado por
Atanasio, De la declaración de Dionisio 15; PG 25:501)
Esta correspondencia entre los dos Dionisio (el de Alejandría y el de
Roma) cobró gran importancia en el siglo cuarto, cuando se discutía
precisamente la consustancialidad entre las personas de la Trinidad. Fue por
ello que Atanasio escribió un tratado Acerca de la sentencia de Dionisio que
mencionaremos más adelante al tratar sobre las obras de Atanasio.
Testimonios a Quirino
Sus nuevas funciones como obispo parecen ser el motivo que impulsó
Cipriano a escribir la más extensa de sus obras, Testimonios a Quirino, en
tres libros. Esta es una colección de textos bíblicos que se aplican en primer
lugar a la polémica contra el judaísmo, tratando de mostrar que Jesús es el
Mesías prometido. En todo esto Cipriano continuaba y expandía una vieja
tradición que parece haber existido entre cristianos, pues las citas del
Antiguo Testamento por los diversos autores de los primeros siglos siguen
patrones comunes, y por esa razón los eruditos creen que debió haber libros
de “testimonios” bíblicos para probar los principales puntos de la fe cristiana.
Más tarde, Cipriano seguiría el mismo procedimiento en otro escrito
semejante, A Fortunato. El tercero de los tres libros de Testimonios a Quirino
es también una colección de citas bíblicas, pero dirigiéndose ahora no a la
polémica contra el judaísmo, sino más bien a la vida práctica de los
creyentes. Incluye por tanto una serie de enseñanzas y principios de
conducta fundamentados en los textos bíblicos que se citan. Aunque el libro
es importante por ser la más antigua de las colecciones de testimonios
bíblicos que se conservan, y también porque sus citas no se limitan al
Antiguo Testamento, sino que incluyen también el Nuevo, en realidad tiene
poco de original, pues las citas bíblicas ocupan la casi totalidad del texto, y
las interpretaciones de Cipriano siguen las líneas generales de otros autores
anteriores.
A Donato
El tratado A Donato es una especie de testimonio autobiográfico en
forma de epístola. Cipriano cuenta una conversación que dice tuvo con su
amigo Donato en la tranquilidad de un huerto. No solo es tranquilo el
ambiente, sino también sencillo el lenguaje, pues Cipriano comienza
diciendo:
Que la oratoria ampulosa haga ostentación de sus recursos en los tribunales
y asambleas, pero cuando se habla de Dios nuestro Señor, la auténtica
sencillez de las palabras, al dar argumentos en favor de la fe, no debe
apoyarse en la habilidad de la elocuencia, sino en la verdad del contenido.
Por ello, escucha no discursos grandilocuentes, sino sólidos; no palabras
adornadas con las galas de un lenguaje culto para halago de los oídos del
público, sino con un estilo llano para anunciar con la simple verdad la
misericordia de Dios. (A Donato 2; BAC 717:193)
Cipriano empieza hablando del tiempo cuando “yo yacía en las tinieblas
de la oscura noche e, indeciso, seguía el camino del error” (A Donato 3; BAC
717:195). Pasa entonces a una descripción de la triste condición del mundo
y la romanidad: los caminos plagados de ladrones, los mares infestados de
piratas, las cruentas guerras. Y el mal no solo está en el desorden, sino que
alcanza al orden mismo de la sociedad, pues “cuando uno comete un
homicidio, se considera un crimen, pero se le llama virtud cuando se realiza
oficialmente” (A Donato 6; BAC 717:199). El catálogo de males continúa
tanto en la vida pública como en la privada, donde se cometen los más
graves crímenes y las más sórdidas acciones. En resumen, hasta el bien del
mundo no es tal cosa:
Lo que piensas que son honores, esos cargos, esa abundancia de riquezas,
el poderío militar, el brillo de la púrpura de los magistrados, la potestad
ilimitada del príncipe: en todas esas grandezas se oculta el veneno del mal
seductor, y la apariencia agradable de la maldad esconde el engaño
atrayente de una miseria oculta. Es como un veneno elaborado con jugos
mortales pero al que se le ha dado un falso dulzor. (A Donato 11; BAC,
717:205)
Hacia el fin de su tratado, Cipriano exhorta a Donato a apartarse de las
incertidumbres y desorden del mundo y acogerse a un orden diferente:
Así pues, la única tranquilidad segura y confiada, la única seguridad sólida y
firme la encuentra solo quien, apartándose de estas inquietudes y torbellinos
del mundo, se acoge al amparo de un puerto de salvación, es decir, quien en
la tierra levanta los ojos al cielo y, después de recibir la gracia del Señor y
puesto su corazón en él, se gloría de tener por vil aquello que a los demás,
en las cosas mundanas, les parece grande y sublime. Nada puede apetecer
ya, nada puede desear de este mundo quien está por encima del mundo. (A
Donato 14; BAC 717:209)
Ante la plaga
Otros dos grandes temas tienen importancia capital en la obra de
Cipriano: la plaga que se desató a mediados de siglo, y la cuestión de si se
debía rebautizar a quienes, bautizados por herejes, venían ahora a la iglesia.
Los efectos de la plaga fueron desastrosos de varias maneras. En primer
lugar, la mortandad fue enorme, a tal punto que había cadáveres
amontonados en las calles que nadie se atrevía a enterrar por temor a
contagiarse. El descalabro económico y social fue profundo. Las autoridades
resultaban incapaces de detener los robos y saqueos en casas
abandonadas. En segundo lugar, una vez más surgió la vieja acusación por
parte de los paganos, que las calamidades que sufrían se debían a que los
dioses ancestrales habían quedado abandonados y que, por tanto, debía
culparse por ellas a los cristianos. Y, en tercer lugar, los creyentes mismos,
dejándose llevar por el ambiente circundante, perdían la 17 1.1-2; BAC
717:465) esperanza, abandonaban a los enfermos y hasta se dedicaban
también al pillaje. Todo esto provocó la respuesta de Cipriano.
Cipriano respondió a lo que se decía acerca de cómo el abandono de los
dioses era la causa de los males reinantes en un tratado que dirige A
Demetriano. No se sabe quién era este Demetriano. Parece haber sido un
funcionario civil, o quizá sacerdote de alguno de los antiguos dioses. Según
Cipriano, Demetriano había estado “ladrando y aullando” contra los
cristianos, culpándoles por las calamidades circundantes. Por un tiempo
Cipriano prefirió no responder a lo que le parecían ser insensateces; pero a
la postre decidió que era mejor hacerlo. En lo esencial, la respuesta de
Cipriano a lo que se decía acerca de las razones por las calamidades de la
época se fundamenta en lo que habían dicho anteriormente otros autores,
en el sentido de que el mundo iba envejeciendo y por eso no era tan
saludable como antes: “Debes saber en primer lugar que el mundo ha
entrado ya en su senectud, que ya no conserva las fuerzas que tenía antes
ni el vigor y la firmeza en que antes se apoyaba. El mismo mundo os lo está
diciendo, aunque no lo digamos nosotros” (A Demetriano 3; BAC 717:315).
Si tiene razón Demetriano al culpar a los cristianos por las señales de la
senectud del mundo, entonces bien podrían los ancianos también culpar a
los cristianos porque van perdiendo la fuerza, el oído y la vista.
Además, los males que están acaeciendo se deben también a que la
sociedad ha violado los preceptos de Dios. La gente se rebela contra Dios
haciendo lo que les parece, y Cipriano pregunta:
¿Y tú te extrañas y te lamentas de que, permaneciendo vosotros en esta
obstinación y menosprecio, llueva pocas veces, de que la tierra se cubra de
un polvo sucio, de que produzca hierbas débiles y pálidas,... de que las
fuentes se agoten por la sequía, de que se infecte el aire con la peste y las
enfermedades acaben con los hombres, cuando todos estos males se deben
a vuestros pecados y Dios se irrita cada vez más porque tantos y tales males
no sirven para nada? (A Demetriano 7; BAC 717:319)
Los ídolos paganos no son verdaderos dioses. Si en alguna ocasión
parecen serlo, esto se debe no a los ídolos, sino a los demonios que los
emplean. Esto se ve en la reacción de las personas a quienes los cristianos
exorcizan, pues al salir de ellos los demonios van aullando.
Pasando entonces al campo de lo legal, y empleando un argumento
tomado de Tertuliano, Cipriano señala la contradicción implícita en el trato
que se les da a los cristianos:
Ahora bien, elige una de dos: el ser cristiano es un delito o no; si es delito,
¿por qué no matáis al que declara serlo? Si no es delito, ¿por qué perseguís
a un inocente? (A Demetriano 13; BAC 717:327)
Por último, Cipriano señala el contraste entre la actitud de los paganos y
la vida de los cristianos, e invita a sus lectores a participar del mismo gozo y
tranquilidad:
No envidiamos vuestros bienes y no escondemos los beneficios de Dios.
Pagamos vuestros odios con la benevolencia y os mostramos el camino de la
salvación a cambio de los tormentos y torturas que nos infrigís. Creed, vivid y
alegraos eternamente con nosotros, vosotros que nos perseguís por un breve
tiempo. (A Demetriano 25; BAC 717:341)
Cipriano escribió también varios tratados, además de muchas cartas,
como medios de guiar a su grey a enfrentarse debidamente tanto a la
persecución como a la plaga. Su tratado sobre La mortalidad es una
exhortación a los fieles a permanecer firmes y gozosos ante las calamidades
de un mundo caduco. Quienes se quejan de que la plaga azota por igual a
los cristianos y a los paganos han de recordar que no aceptaron la fe
cristiana para evitar los males de este mundo ni tampoco para disfrutar de su
felicidad temporal, sino más bien en pro de una dicha imperecedera.
Mientras los cristianos estén en el mundo, seguirán sujetos a la condición
humana, y serán partícipes de los sufrimientos de toda la humanidad, de
igual manera que cuando un barco naufraga mueren todos los que en él van.
Por todo eso, los cristianos no han de temer la muerte, sino que han de verla
como puerta hacia la eternidad.
También el tratado Del bien de la paciencia va dirigido a los cristianos
exhortándoles a practicar esa virtud. Se trata en parte de una retoma del
tratado de Tertuliano sobre la paciencia, y en parte de una ampliación de un
sermón que Cipriano había predicado sobre este tema. El tratado De las
obras y la limosna exhorta a los creyentes a practicar las buenas obras de
amor, y sobre todo la limosna y el apoyo hacia los necesitados aun en medio
de la plaga. Los ricos que emplean sus bienes para el bien de los pobres
hacen el uso adecuado de ellos, y tal no es el caso de quienes sencillamente
se dedican a acumular riquezas, o quienes temen que si ayudan a otros
perderán lo suyo. Tampoco es lícito decir que la razón por la cual no se
ayuda a los pobres es por defender el patrimonio de los hijos y herederos.
Tal preocupación no es la de un buen padre, pues lo que tal padre debe
procurar es que sus hijos aprendan de la verdadera sabiduría del padre. Aun
en medio de estos difíciles tiempos, los creyentes tienen la obligación de
practicar el amor, particularmente en forma de apoyo y ayuda a los
necesitados.
Otros escritos
Además de las obras mencionadas, Cipriano produjo varios otros escritos
sobre temas tales como la oración del Señor y el mal de los celos y la
envidia. También, hacia el fin de sus días, escribió un tratado A Fortunato,
que era una exhortación a enfrentarse al martirio con firmeza y valentía. El
año después de haber escrito esa exhortación, el propio Cipriano seguía sus
recomendaciones enfrentándose al martirio.
La Vida y martirio de Cipriano
Una de las razones por las que podemos dar tantos detalles de la vida de
Cipriano, y darles a casi todas sus obras una fecha al menos aproximada es
que el diácono Poncio, quien acompañó a Cipriano durante buena parte de
su vida, escribió una biografía del celebrado y ya difunto Cipriano.
Aparentemente Poncio conoció a Cipriano poco después de la elección de
este último al episcopado. Más tarde, durante la persecución, le acompañó
en el exilio. Su Vida y martirio de Cipriano es, por tanto, una fuente valiosa
para el historiador; aunque, como sucede en tales casos, hay que tomar en
cuenta el deseo de Poncio de exaltar a Cipriano, y por ello tiende a
desentenderse o a minimizar las controversias en que Cipriano estuvo
envuelto, así como la oposición que sufrió por parte de algunos en la propia
Cartago y las regiones circundantes.
Existe también una serie de Actas proconsulares que incluyen el juicio, la
condena y el suplicio de Cipriano. Indudablemente, se trata de documentos
de gran antigüedad. Al menos uno de ellos, que trata acerca de la
comparecencia de Cipriano ante el procónsul, fue escrito casi
inmediatamente, y antes del martirio de Cipriano, pues existe una carta
dirigida a Cipriano que se refiere ya a ese documento. El resto de la
colección, que trata sobre el juicio de Cipriano y su ejecución, bien puede
haber sido escrito uno o dos años después de la muerte del obispo.
Arnobio de Sica
También en el norte de África floreció Arnobio de Sica, o Sicca, ciudad en
la provincia romana de Numidia. Poco se sabe acerca de su juventud y su
vida anterior a su conversión, cuando tenía más de 60 años. Tampoco se
sabe mucho acerca de su vida después de su conversión. En sus tiempos
paganos, fue un respetado profesor de retórica en Sica. Jerónimo cuenta
que su conversión tuvo lugar a través de un sueño en el cual Dios le mostró
el error y la vanidad de las religiones paganas. En vista de ese testimonio de
Jerónimo, resulta interesante notar que en su propia obra Arnobio
desacredita los sueños. Jerónimo también afirma que cuando Arnobio quiso
unirse a la iglesia cristiana y el obispo se mostraba escéptico en cuanto a su
conversión, Arnobio escribió la única obra que de él se conserva, Adversas
nationes, o Contra las naciones. Se trata de una obra en siete libros.
(Anteriormente se pensó que tenía ocho libros, pero hoy sabemos que lo
que entonces parecía ser un octavo libro en el escrito de Arnobio era en
realidad el Octavio de Minucio Félix a que nos hemos referido en otro
capítulo). Se desconoce la fecha de su muerte, aunque parece haber vivido
lo suficiente como para haber visto el fin de la persecución y algo del nuevo
orden bajo Constantino.
En Contra las naciones Arnobio ofrece un testimonio claro de su
conversión, aunque no dice cómo o por qué se hizo cristiano:
Poco ha veneraba, ¡oh ceguera, imágenes que acababan de salir de los
hornos, divinidades hechas en yunques a golpe de martillo, huesos de
elefante, pinturas, cintas colgantes de vetustos árboles; y si alguna vez veía
alguna piedra ungida y embadurnada con aceite de oliva, yo la ensalzaba,
como si hubiese en ella una fuerza poderosa, le dirigía la palabra y pedía
beneficios a un tronco totalmente insensible. Pero ahora, guiado por tan gran
maestro hacia las vías de la verdad, sé lo que son todas las cosas, albergo
sentimientos dignos en torno a quien es digno, y no hago afrenta alguna al
nombre divino. (Contra las naciones 1.39; BAC 622:89)
Al principio mismo de su obra, Arnobio nos hace ver que parte de su
propósito es refutar las acusaciones que se hacían en el sentido de que las
calamidades de la época se debían a que buena parte de la población
estaba abrazando el cristianismo y que, por tanto, los antiguos dioses
abandonaban a quienes les habían abandonado a ellos. Así dice:
Una vez convencido de que algunos, persuadidos de la superioridad de sus
convicciones, creen saber muchísimo, se vuelven locos, deliran y declaran,
como si se tratase de la revelación de un oráculo, que desde que en el mundo
empezó a haber cristianos, la tierra fue camino a la ruina, la humanidad se vio
afligida con muchos y muy variados males, e incluso los mismos dioses
celestes, como resultado del abandono de las ceremonias solemnes por las
cuales en otro tiempo solían preocuparse de nuestros asuntos, han sido
arrojados de las regiones terrestres, he decidido, en la medida de mi
capacidad y de la mediocridad de mi lenguaje, oponerme a su malevolencia y
refutar sus calumniosas acusaciones. (Contra las naciones 1.1; BAC 632:61)
La ampulosidad misma de estas primeras líneas nos da una muestra del
estilo de todo el escrito. A todo lo largo de su obra, Arnobio parece hacer
alarde de sus conocimientos retóricos, haciendo uso constante de ellos, a tal
punto que frecuentemente se hace difícil descifrar el contenido de lo que
dice. Además, Arnobio gusta de la sátira para ridiculizar a sus contrincantes.
Por tales razones, quienes intentan traducirlo hoy a lenguas modernas
tropiezan con la seria dificultad de reflejar un estilo hoy prácticamente
desconocido.
En el primer libro, Arnobio empieza refutando la idea misma de que las
calamidades se amontonan de manera insólita. Por una parte, señala que
todas las calamidades que ahora se achacan a los cristianos siempre
existieron, y se dan también entre otros pueblos más allá de las fronteras del
imperio romano. Por otra parte, pone en duda le idea misma de que tales
acontecimientos sean verdaderas calamidades. Lo que sucede es más bien
que pensamos que todo cuanto nos molesta o no nos satisface es por sí
mismo malo. La naturaleza y los elementos no tienen por qué doblegarse
ante los gustos y deseos humanos, sino que siguen su propio orden y “no
deben ser medidos por nuestros pequeños intereses, sino según los planes
y el orden de la naturaleza” (Contra las naciones 1.10; BAC 632:69).
Algunos eruditos señalan que mucho de este argumento acerca del orden de
la naturaleza ha sido tomado de los filósofos epicúreos.
En el resto de ese primer libro Arnobio argumenta que el conocimiento
del Dios verdadero es innato, y que son las enseñanzas posteriores las que
lo ocultan: “¿Quién no tiene una idea innata, a quién no le ha sido inculcado
en el corazón mismo, más aún, impreso desde el mismo seno materno, que
existe un Rey y Señor, Moderador de todas las cosas?” (Contra las naciones
1.33; BAC 622:83). Pero también se ha señalado que lo que Arnobio piensa
acerca de los antiguos dioses no está del todo claro. En los escritos de otros
cristianos encontramos, o bien que esos antiguos dioses no existen, o bien
que son demonios, y que esos demonios actúan en los ídolos que los
representan. Pero a veces Arnobio parece dar a entender que quizá sean
como dioses inferiores, pues “se cree que ellos son inmortales, perpetuos y
jamás sujetos a un término. Pero esto es también un don y favor de Dios
Padre, que hayan merecido mantenerse idénticos en los siglos sin fin,
cuando en realidad son caducos y sujetos a la disolución por naturaleza”
(Contra las naciones 1.28; BAC 632:80).
De ahí, sobre todo a partir del libro segundo, Arnobio pasa a una
refutación de las acusaciones contra el cristianismo, particularmente en lo
que se refiere a la posibilidad de que Dios se haya encarnado en Jesucristo.
Respecto a esto, su principal argumento es que los dioses de los paganos
fueron en su mayoría seres humanos a quienes se atribuyen la inmortalidad
y otros poderes divinos y que, por tanto, nada tiene de extraño el que Dios
se haya presentado en este ser humano Jesucristo. Buena parte de este
segundo libro se presenta a modo de respuestas a objeciones que los
paganos puedan hacer respecto a la divinidad, la vida y la muerte de
Jesucristo. La cristología que Arnobio refleja allí es lo que más tarde los
estudiosos llamarían una “cristología divisiva”; es decir, una cristología en la
que se subraya la diferencia entre las dos naturalezas de Cristo,
atribuyéndole unas acciones a su divinidad, y otras a su humanidad. Así, por
ejemplo, ante la pregunta retórica que Arnobio coloca en labios de los
críticos paganos, acerca de si Dios colgó de la cruz, Arnobio responde que
quien colgó y murió fue “el hombre del que se había revestido y que él
llevaba consigo” (Contra las naciones 1.62; BAC 622:106).
En este segundo libro se encuentra también un interesante pasaje acerca
de la naturaleza de las almas. Arnobio parece pensar que una de las
razones por las cuales los pecadores actúan como lo hacen es que están
convencidos de la inmortalidad del alma y piensan, por tanto, que lo que
hagan no tendrá mayores consecuencias. Pero según Arnobio, las almas
son en realidad seres intermedios a los cuales Dios puede conceder
inmortalidad y vida eterna. Ciertamente, las almas no son, como piensan
algunos platónicos, emanaciones de Dios. Es por esto que no todas piensan
o actúan de igual manera.
El resto de la obra se ocupa principalmente de una descripción y
refutación de toda clase de cultos y creencias. Por lo tanto, se ha dicho con
razón que la obra de Arnobio, escrita originalmente para refutar tales
creencias, se ha vuelto uno de los mejores modos que tenemos hoy para
saber algo acerca de mitos y cultos de los que de otro modo no tuviéramos
noticias.
Lactancio
El influjo de Arnobio continuó a través de su discípulo más famoso,
Lactancio. Es poco lo que se sabe acerca de su vida. Jerónimo, en su obra
Varones ilustres —de que trataremos más adelante—, dice que fue discípulo
de Arnobio, y que durante el reinado de Diocleciano —quien subió al trono
en 284— fue invitado a enseñar retórica en Nicomedia. Aparentemente era
pagano de nacimiento, pero nada sabemos acerca de su conversión.
Cuando comenzó la terrible persecución ordenada por Diocleciano,
Lactancio, que ya para entonces era cristiano, abandonó la ciudad, en la
cual en todo caso su éxito no había sido grande, pues la lengua que allí se
hablaba era el griego, y Lactancio era profesor de retórica latina. Más tarde,
tras el edicto de Milán, fue tutor del hijo mayor del emperador Constantino,
Crispo, después ejecutado por orden de Constantino. Esto es prácticamente
todo que se sabe de la vida de Lactancio, quien parece haber muerto
alrededor del año 320. Eusebio de Cesarea ni siquiera le menciona en su
Historia eclesiástica.
Como profesor de retórica que era, Lactancio escribe en un estilo pulido,
elegante y claro. Todo lo que escribió mientras fue pagano se ha perdido.
Pero sí se conservan varias de sus obras cristianas, algunas de las cuales
llegaron a tener gran prestigio, aunque no tanto por su originalidad como por
su elegancia.
Sus dos obras más conocidas son De la muerte de los persecutores e
Instituciones divinas. La primera de estas dos obras fue escrita después de
terminada la persecución de Diocleciano. Puesto que Lactancio menciona la
muerte de Diocleciano, que tuvo lugar por el 315, este escrito data al menos
de esa fecha. Y, puesto que Lactancio se refiere a Constantino y Licinio
como si todavía fueran colaboradores, la obra debe haber sido terminada
antes de 321, cuando se produjo la ruptura definitiva entre estos dos
emperadores. Al inicio del escrito, Lactancio se regocija porque las
persecuciones han terminado, y anuncia el tema principal de la obra:
Me pareció bien publicar la historia de estos hombres [los persecutores] para
que tanto quienes están lejos como quienes vivirán en el futuro sepan cómo
el todopoderoso manifiesta su poder y su grandeza soberana deshaciendo y
destruyendo a todos los enemigos de su nombre. (De la muerte de los
persecutores 1; PL 7:192-93)
De ahí continúa la historia, comenzando con Nerón hasta llegar a la
persecución de Diocleciano. Nerón “no escapó impune, sino que Dios vio la
aflicción de su pueblo y el tirano, desprovisto de toda autoridad y
desplomado del trono imperial, sencillamente desapareció, de tal manera
que ni siquiera se conoce su tumba” (De la muerte de los persecutores 2; PL
7:197). Domiciano no solo fue asesinado en su propio palacio, sino que
también, a pesar de sus grandes obras públicas, su nombre fue borrado de
los anales romanos. Decio, quien era una bestia salvaje, murió a manos de
los bárbaros, quienes le rodearon mataron. Por tanto, ni siquiera se le
sepultó, sino que su cuerpo desnudo y abandonado fue devorado por las
bestias y las aves carnívoras. Valeriano, capturado por los persas, fue usado
por el rey persa Sapor como banqueta que empleaba para subir a su
caballo. Aureliano fue asesinado por sus más allegados. Todo esto, que
debió haber servido de advertencia a los tiranos, no tuvo efecto, sino que las
persecuciones continuaron.
Todo esto lo resume Lactancio en los primeros seis capítulos de su obra.
El resto de un total de 52 se dedica a la persecución de Diocleciano y la
muerte que sufrieron sus principales secuaces. Esta es posiblemente la
parte más valiosa de toda esta obra —al menos, para los historiadores—,
pues es una de las principales fuentes que tenemos para conocer el curso
de la persecución en tiempos de Diocleciano, y los debates en torno a ella
en la corte imperial. En cuanto al propio Diocleciano, Lactancio dice que su
abdicación se debió al desengaño por sus fracasos, y que sufrió
convulsiones y demencia, al punto que dejó de alimentarse y murió en medio
de la desesperación.
Las Instituciones divinas son la obra principal y más extensa de
Lactancio. Consta de siete libros. Lactancio parece haber comenzado el libro
primero poco después del inicio de la persecución de Diocleciano, cuando
partió al exilio. Y el séptimo libro fue escrito después de terminadas las
persecuciones. Luego, la obra debe haberle tomado unos 10 u 11 años
(desde 303 o 304 hasta algo después de 311).
Los primeros tres libros de las Instituciones divinas son continuación de
la larga historia de apologistas de habla latina y procedentes de África que
ya hemos visto: Tertuliano, Cipriano y Arnobio, entre otros. El primer libro se
dedica a probar la falsedad de los dioses paganos. Al tiempo que Lactancio
reconoce el valor de los esfuerzos de quienes han abandonado lujos y
comodidades para dedicarse a la búsqueda de la sabiduría, también insiste
en que la mente humana no alcanza para descubrir las grandes verdades de
Dios y que, por tanto, es necesaria la revelación divina:
Los secretos del sumo Dios que hizo todas las cosas no pueden ser
abarcados por nuestra inteligencia y sentidos. Si no fuera así no habría
ninguna diferencia entre Dios y el hombre, ya que el pensamiento humano
podría llegar a las decisiones y disposiciones de la majestad eterna de Aquél.
Y como no pudo suceder que los designios divinos se abrieran al hombre a
través de sus propios esfuerzos, Dios no consintió que el hombre, en su
búsqueda de la luz de la sabiduría, permaneciese más tiempo en el error y
vagara a través de inextricables tinieblas sin obtener ningún resultado por sus
esfuerzos: le abrió al fin los ojos y convirtió en regalo suyo el conocimiento de
la verdad, para demostrar que el conocimiento de los hombres es nulo, y
enseñar al que vagaba en el error el camino para conseguir la inmortalidad.
(Instituciones divinas 1, prefacio; trad. E. Sánchez Salor, Madrid: Gredos,
1998,1:86)
De ahí pasa Lactancio a una lista de testimonios de quienes han sabido
algo acerca de Dios, empezando por los profetas, y continuando por los
poetas y filósofos, para pasar después a los oráculos sibilinos y otros. De
estos saca Lactancio algunas de las características fundamentales de la
divinidad, para entonces pasar a subrayar la necedad de creer en dioses
muchos de los cuales no son sino seres humanos glorificados, y cuyas
acciones y principios morales dejan mucho que desear.
El segundo libro, “Sobre el origen del error”, continúa con el mismo tema
acerca de la indignidad de los dioses paganos, y la necedad de adorar a
ídolos hechos por los humanos o a los astros celestiales. Tampoco han de
creerse las declaraciones de los adivinos, augures e intérpretes de sueños.
Si en el segundo libro se les achacaba la idolatría a las supersticiones y
errores de los menos entendidos, en el tercero, “Sobre la falsa sabiduría”,
Lactancio trata de probar que el error politeísta se debe en parte también a
los filósofos, cuyas contradicciones mutuas son tales que poco de lo que
dicen es digno de crédito. Por tanto, la sabiduría humana es incapaz de
alcanzar la verdad:
¿A quién pueden sanar los enfermos o a quién pueden conducir los ciegos?
Entre ellos incluimos a todos los que han tenido alguna preocupación por la
sabiduría. O ¿es que vamos a esperar a que Sócrates sepa algo, Anaxágoras
encuentre la luz en la oscuridad, Demócrito saque la verdad del pozo,
Empédocles ensanche la senda de su alma, o a que Arcesilao y Carnéades
vean, sientan y perciban? ¡He aquí que del cielo nos viene la voz que nos
enseña la verdad y que nos muestra una luz más clara que el propio sol! ¿Por
qué nos vamos a martirizar y vamos a intentar encontrar la sabiduría que
hombres doctos no pudieron encontrar nunca a pesar de haber perdido en su
búsqueda toda su vida? Quien quiera ser sabio y feliz, que escuche la voz de
Dios, que aprenda la justicia, que conozca el misterio de su nacimiento, que
desprecie lo humano y acepte lo divino, para que pueda alcanzar el sumo
bien para el cual ha nacido. (Instituciones divinas 3.30; trad. Sánchez Salor,
1:341)
Si tal es el caso, es necesario entonces exponer la verdad tal como les
ha sido revelada a los cristianos. Esta es la tarea que Lactancio emprende
en el cuarto libro de su obra, “Sobre la sabiduría y religión verdaderas”. Este
cuarto libro se centra en la persona de Jesucristo, quien “nació dos veces:
primero en espíritu, después en carne” (Instituciones divinas 4:8; trad.
Sánchez Salor, 2:24), y en él Lactancio cuenta toda la vida de Jesucristo,
desde su nacimiento hasta su ascensión, mostrando cómo los profetas y
algunos de los antiguos oráculos anunciaron cada uno de estos
acontecimientos.
Aquí Lactancio acude a lo que habían dicho antes Justino y otros acerca
del Hijo de Dios y la doctrina filosófica del logos:
Pero es mejor el término griego, logos, que los nuestros “verbo” o “palabra”:
logos, en efecto, significa “palabra” o “razón”, ya que alude a la voz y a la
sabiduría de Dios. Esta palabra divina no fue ignorada ni siquiera por los
filósofos. (Instituciones divinas 4.9; trad. Sánchez Salor, 2:27)
Finalmente, en el último capítulo de este cuarto libro, Lactancio se refiere
a las herejías que han surgido entre cristianos:
Pero dado que ha habido muchas herejías y que el pueblo de Dios se ha visto
escindido por las asechanzas de los demonios, debemos delimitar
brevemente la verdad y colocarla en su sitio, para que, si alguien desea beber
del agua de la vida, no se acerque a fuentes secas que no tienen manantial,
sino que conozca la fecundísima fuente de Dios, con cuya agua tendrá luz
eterna. Ante todo conviene que sepamos que él mismo y sus discípulos
profetizaron que iba a haber muchas sectas que rompieran la concordia de
este santo cuerpo, y conviene saber que nos aconsejaron que procuráramos
con mucha prudencia no caer en los lazos y engaños de aquel enemigo...
para que nadie, en su deseo de abandonar el error, caiga en uno mayor por
no conocer los secretos de la verdad. (Instituciones divinas 4.30; trad.
Sánchez Salor, 2:95, 98)
El quinto libro, “Sobre el bien”, trata particularmente de la injusticia que
se comete contra los cristianos al juzgarles sin darles oportunidad de que su
causa sea escuchada. Los argumentos que allí aparecen claramente se
derivan de Cipriano, Tertuliano y Arnobio. Pero Lactancio va más allá,
refiriéndose a una justicia primigenia en la que no había propiedad privada,
de tal manera que unos destituyeran a otro del uso de los dones de la
naturaleza. Todo esto ha dado en violencia y guerra, y continuará siendo así
mientras se siga adorando a los falsos dioses. Pero si, por el contrario, la
humanidad se vuelve al Dios verdadero, tales injusticias y violencias
cesarán:
Quienes piensan, pues, que no existe ningún justo tienen ante sus ojos la
justicia, pero no quieren verla. Aprended, pues, si es que tenéis algo de
sentido común, que los hombres son malos y perversos porque adoran a los
dioses, y que todos los males aumentan cada día más en las situaciones
humanas porque Dios, creador y rector de este mundo, ha sido abandonado,
porque se han aceptado religiones impías en detrimento de la ley divina, y
finalmente porque no dejáis que Dios sea adorado ni siquiera por unos pocos.
Si fuera adorado sólo Dios, no habría disensiones ni guerras, ya que los
hombres sabrían que son hijos de un solo Dios y que por ello están unidos
por el sagrado e inviolable vínculo del parentesco divino. (Instituciones divinas
5.8; trad. Sánchez Salor, 2:122-23).
Es en medio de esta discusión acerca de la justicia que Lactancio escribe
unas líneas que son testimonio del modo en que aquellos cristianos, todavía
en el siglo cuarto, entendían la justicia y compartían los bienes:
Alguien dirá: “¿No hay entre vosotros pobres, ricos, siervos y señores? ¿Acaso
no hay diferencia entre cada uno de ellos?” Ninguna: la única causa por la que
nos damos mutuamente el nombre de hermanos es porque creemos que
somos iguales, ya que, como medimos todas las cosas humanas no con el
cuerpo sino con el espíritu, a pesar de que la condición material sea distinta,
no tenemos, sin embargo, siervos, sino que a éstos los consideramos y
llamamos hermanos en el espíritu, consiervos en la religión. Además, las
riquezas no hacen más ilustres a los hombres sino en la medida en que
pueden hacerlos más dignos por buenas obras; son, en efecto, ricos no porque
tengan riquezas, sino porque las utilizan para obras de justicia; en cuanto a los
que son aparentemente pobres, son en realidad ricos, porque no necesitan ni
desean nada. Así pues, si bien somos iguales los libres a los esclavos y los
ricos a los pobres en la sencillez del alma, sin embargo, ante Dios, nos
diferenciamos por la virtud: cada uno es tanto más sublime cuanto más bueno.
Y es que el bien consiste en hacerse igual a los que están debajo, aunque ya
se sobresale por el propio hecho de igualarse con los que están debajo.
(Instituciones divinas 5.16; trad. Sánchez Salor, 2:147).
El sexto libro, “Del culto verdadero”, no trata, como podríamos pensar,
del modo en que ha de conducirse la adoración, sino más bien de los dos
elementos esenciales del verdadero culto: en primer lugar, que sea culto al
único Dios verdadero; y en segundo, que sea también servicio al resto de la
humanidad y a la imagen de Dios que en ella se encuentra. Luego, aquí una
vez más Lactancio se refiere a la necesidad de compartir lo que se tiene, de
hacer el bien sin esperar recompensa, de darle a quien sabemos no podrá
devolver lo que le damos.
Finalmente, el séptimo libro, “Sobre la vida feliz”, comienza discutiendo y
rechazando lo que los estoicos por una parte y los epicúreos por otra
consideran ser la vida feliz. La plena felicidad ha de llegar al fin de los
tiempos, cuando Dios castigue a unos y premie al resto con vida eterna.
Antes de ese momento final, después de destruir la maldad y juzgar a la
humanidad, habrá mil años de preparación para el día final. Esto será una
renovación del mundo de tal manera que el Sol brillará con una claridad
siete veces mayor, y la Luna también reflejará esa luz. Durante esos mil
años el diablo estará atado, pero hacia el final de ellos Dios le librará, y
habrá una gran batalla cuyo resultado será que los malos perecerán y los
justos se pasearán por un mundo lleno de huesos y cadáveres. Y Lactancio
termina con una invitación y una promesa:
Esta es nuestra herencia, que no puede sernos quitada ni transferida a otro.
¿Hay alguien que quiera alcanzar y disponer de estos bienes? Que vengan
los hambrientos: saciados del alimento eterno, desaparecerá para ellos por
siempre el hambre; que vengan los sedientos: beberán a boca llena agua
saludable de la fuente inagotable. Con esta comida y bebida de Dios los
ciegos verán, los sordos oirán, los mudos hablarán, los cojos andarán, los
necios serán sabios, los enfermos sanarán y los muertos resucitarán. Y es
que, a quien rechace con su virtud la corrupción de esta tierra, a ése el sumo
y veraz árbitro lo levantará hacia la vida y la luz perpetua. (Instituciones
divinas 7.27; trad. Sánchez Salor, 2:349)
Además de estas dos obras principales a que nos hemos referido —De la
muerte de los persecutores e Instituciones divinas— se conservan de
Lactancio un tratado De la ira divina y un resumen o Epítome de las
Instituciones divinas que bien puede proceder de la pluma de Lactancio.
También se le atribuyen un poema sobre el ave Fénix y otro sobre la pasión
de Jesús, ambos de dudosa autoría.
Victorino de Petovia
Victorino fue obispo de Pettau o Petovia en Panonia, lo que hoy es
Hungría. El nombre mismo de “Petovia” ha llevado a algunos autores al error
de declararle obispo de Poitiers. Es difícil saber si se le ha de clasificar entre
los autores latinos o entre los griegos. Aparentemente conocía mejor el
griego que el latín, pero sus abundantes comentarios bíblicos fueron escritos
mayormente en latín. Jerónimo criticaría fuertemente su latín, dando a
entender que su estilo no alcanza al nivel de su contenido. Según Jerónimo,
Victorino escribió comentarios sobre varios libros del Antiguo Testamento,
además de una refutación de las herejías y un comentario sobre el
Apocalipsis. De toda la obra de Victorino, solamente se conserva su
comentario sobre Apocalipsis, que Jerónimo tradujo del griego al latín,
además de un extenso fragmento de su tratado De la creación del mundo.
Su interpretación de Apocalipsis es claramente milenarista, y el libro todo
se interpreta como un programa o bosquejo de los tiempos por venir. En
algunos casos su interpretación resulta novedosa. Por ejemplo, de los cuatro
jinetes que aparecen en el capítulo 6 de Apocalipsis, el primero no
representa algún mal, sino que es más bien el Espíritu Santo. Dice Victorino:
Al decir que abrió el primer sello y vio un caballo blanco con una corona y un
arco [se refiere al Espíritu Santo], puesto que esto fue lo primero que sucedió:
que después que nuestro Señor ascendió al cielo y lo abrió todo, envió al
Espíritu Santo, cuyas palabras habladas por los predicadores son como
flechas que hieren el corazón humano y conquistan la incredulidad. Y el
Espíritu Santo promete que sus predicadores llevarán una corona.
(Comentario al Apocalipsis 6.1; PL 5:328)
Otros escritores
Un autor de quien prácticamente no se sabe nada es Comodiano. La
mayoría de los eruditos se inclina a pensar que vivió en el norte de África,
aunque en realidad no hay prueba decisiva al respecto. Tampoco se pueden
dar fechas definitivas en torno a su vida. Aunque algunos han llegado a
sugerir una fecha tan tardía como el siglo quinto, lo más probable parece ser
que escribiera a fines del siglo tercero. De él se conservan dos obras en
verso, las Instrucciones a favor de la doctrina cristiana, y el Himno
apologético. Las Instrucciones son un conjunto de 86 poemas, de los cuales
el más breve tiene seis versos, y el más extenso 48. Cada uno de esos
poemas es también un acróstico, de modo que las primeras letras de cada
verso son o bien una palabra o bien una frase que se relaciona con el tema.
En dos de ellos, esas primeras letras son sencillamente un orden alfabético.
Aquí Comodiano empieza comentando acerca de los dioses individualmente
—Saturno, Júpiter, Mercurio, Neptuno, Baco y otros— para después pasar a
una serie de consejos. Los primeros de esos consejos van dirigidos a
personas en diversas condiciones. Por ejemplo, a los ricos se les
recomienda que sean humildes, y a los jueces que sean justos y no se
dobleguen ante los ricos. Tras un ataque a los judíos, Comodiano se dirige a
los cristianos, una vez más dándoles consejos a diversas categorías: los
catecúmenos, los penitentes, quienes buscan el martirio, los ministros, etc.
El otro escrito de Comodiano, su Himno apologético, es una sola
composición de 530 pareados de dos versos cada uno. La poesía fluye
mejor, pues aquí el autor no fuerza la lengua para producir acrósticos. En
cuanto a su contenido, Comodiano sencillamente repite, ahora en verso, lo
que ya hemos encontrado en otros apologistas.
Quienes se dedican al estudio de la poesía en latín nos hacen ver que
como poeta Comodiano dejaba mucho que desear. Sus versos no parecen
haber sido escritos para ser leídos por las élites intelectuales, sino más bien
como medio de enseñanza para personas de poca educación formal. En tal
caso, tanto la métrica —a veces forzada— como el uso de acrósticos
podrían ser de utilidad.
Del mismo período que estamos estudiando parecen ser varios
fragmentos y obras anónimas de origen desconocido o discutido. Así, por
ejemplo, se conservan extensos fragmentos de un escrito contra el
montañismo que algunos asocian con el nombre de Asterio Urbano, de
quien se sabe muy poco. Otro tratado anónimo contra Novaciano parece
haber sido escrito cuando este todavía vivía. De la misma época es un
tratado anónimo De la repetición del bautismo, a que ya nos hemos referido
en el capítulo sobre Cipriano y que parece haber sido escrito por algún
obispo del norte de África quien no concordaba con la postura de Cipriano y
de la mayoría de sus colegas en la región.
Ya hemos mencionado a varios de los corresponsales cuyas cartas
dirigidas a Cipriano se encuentran en el epistolario de este último,
particularmente Firmiliano y Novaciano. Pero además de los mencionados
hay otros cuyos únicos escritos son los que aparecen en este epistolario:
Celerino, Luciano, Caldonio, Lucio, Félix. De la mayoría de ellos no se sabe
más que lo que se descubre por sus cartas y las respuestas de Cipriano. De
importancia particular es la correspondencia entre Cipriano y Cornelio, el
obispo de Roma, que indica cómo el cisma de Novaciano creó vínculos entre
de Roma y Cartago. Estas cartas, junto a la ya mencionada correspondencia
entre Dionisio de Roma y Dionisio de Alejandría, constituyen la casi totalidad
de los escritos que se conservan de los obispos de Roma en el siglo tercero.
Posiblemente el más discutido de los fragmentos que se conservan del
siglo tercero —o quizá del segundo— sea un documento descubierto en el
siglo dieciocho por el erudito Ludovico Muratori y que, por tanto, se conoce
como el “fragmento muratoriano”. Es posible que este documento nos
provea el más antiguo canon o lista de libros del Nuevo Testamento que ha
llegado hasta nuestros días. Pero en realidad es muy difícil fijar su fecha,
que bien puede ser de fines del siglo segundo o hasta de mediados del
cuarto. El carácter del latín que se emplea en este escrito lleva a muchos a
sugerir que se trata en realidad de una traducción al latín de un original
griego. El canon del Nuevo Testamento que aparece en este documento
incluye, además de los cuatro Evangelios y Hechos, trece epístolas paulinas
—pero no Hebreos—, dos de Juan, la de Judas —pero no las de Pedro y
Santiago— y el Apocalipsis de Juan. Además, incluye varios libros que no
llegaron a formar parte de la Biblia: la Sabiduría de Salomón, el Apocalipsis
de Pedro —que según el fragmento mismo no gozaba de una autoridad
indiscutida— y el Pastor de Hermas.
CUARTA PARTE
De Nicea a
Constantinopla
Introducción
El siglo cuarto le trajo a la iglesia cambios inesperados. En la primera
década de ese siglo, la iglesia se enfrentaba a la persecución más cruenta
que hasta entonces había conocido. A principios de la próxima década, en el
313, los emperadores Constantino y Licinio le pusieron fin a la persecución.
A partir de entonces los cambios fueron vertiginosos. Pronto Constantino se
hizo dueño de todo el imperio. Aunque no se declaró cristiano sino cuando
se bautizó ya en su lecho de muerte, Constantino fue favoreciendo a la
iglesia cada vez más. Su madre, Elena, hizo construir grandes edificios en
los lugares sagrados del cristianismo. Quienes antes criticaban al
cristianismo y hasta lo perseguían hora corrían a las fuentes bautismales.
Con la notable excepción de Juliano, casi todos los emperadores a partir de
entonces fueron cristianos. El cristianismo, antes perseguido, ahora era
tolerado y visto con simpatía. Ese proceso llegó a tal punto que antes de
terminar el siglo el cristianismo era la religión oficial del imperio.
No es este el lugar para detallar los enormes cambios que tuvieron lugar
en cuanto al culto sagrado, el prestigio de los obispos y otros líderes, la
rápida desaparición del catecumenado, las grandes basílicas, etc. En cuanto
a lo que aquí nos interesa, este fue el siglo de oro en la literatura cristiana
antigua. Los nombres de Atanasio, Hilario, Basilio de Cesarea, Gregorio de
Nacianzo, Gregorio de Nisa, Ambrosio, Jerónimo y otros adornan la literatura
cristiana de aquel período. También San Agustín —cuya obra
consideraremos en la próxima parte de esta obra, al tratar sobre el siglo
quinto— vivió, sin embargo, buena parte de su vida en aquel siglo cuarto.
Sin embargo, todo esto no quiere decir que ahora todos los problemas
estuvieran resueltos. Lo que sucedió fue más bien lo contrario. El siglo de
oro fue también siglo de hierro. Si bien el fin de las persecuciones proveyó
oportunidad para mayores contactos entre los cristianos de diversas partes
del mundo, y para que algunos se dedicaran a las labores literarias, aquel
siglo fue también época de controversias teológicas como la iglesia nunca
antes había visto. Casi puede decirse que todo el siglo quedó dominado por
las controversias en torno al arrianismo, con sus dos puntos culminantes, los
concilios de Nicea (en el año 325) y de Constantinopla (en el 381). Entre
esos dos puntos, puede darse la fecha del año 362 como línea divisoria de
las aguas, creando nuevas corrientes que por fin llevaron al rechazo
definitivo del arrianismo en Constantinopla. Es por eso que en la sección que
sigue dividimos nuestros temas en torno a esta última fecha, discutiendo
primero a quienes florecieron antes de ella, y después al resto.
Finalmente, hay que recalcar que el contexto de todo esto fue el cambio
radical que llevó de una iglesia perseguida a una iglesia favorecida. Las
controversias de aquel siglo no se limitaban a cuestiones teológicas, sino
que tenían también dimensiones políticas. A cambio de su favor a la iglesia,
los emperadores esperaban su obediencia y pleitesía. Las repetidas
intervenciones por parte del estado en las controversias arriba mencionadas,
y en otras cuestiones que antes habían sido de la sola incumbencia de la
iglesia, no crearon condiciones saludables para la reflexión y discusión
teológica. Por eso, muchas de las grandes figuras que acabamos de
mencionar —Atanasio, Basilio de Cesarea, Ambrosio y muchos otros—
chocaron repetidamente con las autoridades imperiales. Luego, buena parte
de su obra manifiesta el profundo interés y difícil tarea de retener lo esencial
de la fe y vida cristianas de tiempos anteriores en circunstancias
radicalmente diferentes e inesperadas.
CAPÍTULO 14
Eusebio de Cesarea
El fin de las persecuciones
Posiblemente ningún otro autor del siglo cuarto pueda ayudarnos a
entender los cambios que tuvieron lugar al principio de ese siglo como lo
hacen la vida y obra de Eusebio de Cesarea. Eusebio parece haber nacido
alrededor del año 260, quizá en Cesarea de Palestina, donde transcurrió la
mayor parte de su vida. Tampoco se sabe si su familia era cristiana o no,
aunque la mayoría de los estudiosos se inclina a pensar que sí lo era, pues
no hay testimonio alguno de una conversión por parte de Eusebio. Lo que sí
se sabe sin lugar dudas es que la figura dominante en su juventud fue
Pánfilo; a tal punto que más tarde él mismo se daría el nombre de “Eusebio
de Pánfilo”.
Pánfilo había nacido en Beirut, pero la mayor parte de sus estudios
habían tenido lugar en Alejandría, donde estudió bajo el origenista Pierio,
quien más tarde, tras el martirio de Pánfilo, escribió su biografía; de la cual
nos dan testimonio varios escritores antiguos, pero que se ha perdido.
Llegado a Cesarea, el obispo de esa ciudad le puso a cargo de la biblioteca
que Orígenes había compilado, y a la cual Pánfilo añadió buena cantidad de
manuscritos. Para esta tarea reclutó a un número de colaboradores entre los
cuales se encontraba el joven Eusebio. Tras el martirio de Pánfilo en el 309,
Eusebio continuó la tarea, y fue esa biblioteca la que le proveyó la mayor
parte de los materiales con los que luego compondría su famosa Historia
eclesiástica.
En el año 303, siendo emperador Diocleciano, comenzó lo que más tarde
los cristianos llamarían la Gran Persecución. Aparentemente la persecución
tardó algo en llegar a Palestina, y en todo caso los mártires no fueron tantos
como en otros lugares. Pero uno de ellos fue Pánfilo, quien fue encarcelado
en 307 y ejecutado en 309. Eusebio escribió entonces una biografía de
Pánfilo en la cual según él mismo cuenta incluía la lista de los documentos
que Pánfilo había podido coleccionar. Tristemente, esa biografía, que sería
de gran utilidad para conocer muchos detalles de la literatura de la época, se
ha perdido. No se sabe exactamente cómo Eusebio logró sobrevivir durante
la persecución. Parte de la respuesta se encuentra en el hecho de que la
persecución iba dirigida particularmente contra los líderes de la iglesia, y
Eusebio era todavía joven. En todo caso, mientras Pánfilo estaba en la
cárcel, Eusebio le visitó repetidamente, y juntos compusieron una Apología
de Orígenes.
La persecución en Palestina amainó poco después de la muerte de
Pánfilo, y en 311 Galerio, junto a los otros tres que con él compartían el
gobierno del imperio, decretó un edicto de tolerancia. Esto no le puso fin a
toda persecución, pues todavía uno de los emperadores, Maximino, continuó
persiguiendo a los cristianos. Por fin, en febrero de 313, los emperadores
Constantino y su cuñado Licinio promulgaron el famoso Edicto de Milán, que
cambiaría el curso de la historia de la iglesia y que Eusebio mismo citaría:
Cuando yo, Constantino Augusto, y yo, Licinio Augusto, nos reunimos
felizmente en Milán y nos pusimos a discutir todo lo que importaba al
provecho y utilidad públicas, entre las cosas que nos parecían de utilidad
para todos en muchos aspectos decidimos sobre todo distribuir unas
primeras disposiciones en que se aseguraban el respeto y el culto a la
divinidad, esto es, para dar, tanto a los cristianos como a todos en general,
libre elección en seguir la religión que quisieran, con el fin de que lo mismo a
nosotros que a cuantos viven bajo nuestra autoridad nos puedan ser
favorables la divinidad y los poderes celestiales que haya. (Historia
eclesiástica, 10.5.4; BAC 350:622)
Este edicto, y las otras acciones imperiales que le sucedieron, marcaron
un hito en la vida de Eusebio, así como de la iglesia toda. Aunque por varios
años Eusebio se dedicó principalmente al cuidado de su grey en Cesarea,
ya para entonces varios de sus escritos circulaban ampliamente, y su fama
era tal que muchos le pedían consejo y se le invitaba a ocasiones
especiales.
Eusebio y el arrianismo
Pero entonces, pasadas las persecuciones, estallaron los debates
teológicos. El principal de ellos tuvo lugar en torno a la doctrina del
presbítero alejandrino Arrio, quien sostenía que el Hijo era inferior al Padre,
y no eterno como él. Aunque Eusebio no concordaba totalmente con el
arrianismo, sí se inclinaba hacia él. Cuando el conflicto recrudeció, y
Alejandro, el obispo de Alejandría, condenó las doctrinas de Arrio, Eusebio
le escribió a otro Eusebio, este obispo de Nicomedia, diciendo que Alejandro
estaba errado, y pidiéndole a Eusebio de Nicomedia que se dirigiera a
Alejandro para convencerle de su error:
Cuando hayas recibido mi carta y la hayas estudiado según la gracia y el
conocimiento que Dios te ha dado, te ruego que te dirijas tan pronto como te
sea posible a mi señor Alejandro. Estoy seguro de que si le escribes podrás
convencerle de que tienes razón. (Citado por Teodoreto, Historia eclesiástica,
1.5; PG 82:916)
La controversia continuó, y Eusebio, sin declararse abiertamente arriano,
ciertamente se inclinaba hacia Arrio y sus defensores, aparentemente en
parte por sus propias convicciones teológicas, pero también en parte porque
pensaba que Alejandro había actuado demasiado precipitadamente en el
caso de Arrio. El resultado fue que el obispo de Antioquía, partidario de
Alejandro de Alejandría, convocó a un sínodo que excomulgó, entre otros, a
Eusebio de Cesarea. Por fin, cuando su legado Hosio de Córdoba le informó
a Constantino que no había logrado ponerle fin a la contienda, el emperador
decidió convocar a un gran concilio de obispos de toda la iglesia. Este tuvo
lugar en Nicea en julio de 325.
Atanasio —sobre quien volveremos en otro capítulo— nos ha preservado
una carta que Eusebio le escribió a su congregación explicándoles lo que
había acontecido en el concilio, posiblemente porque sabía que algunos de
entre su grey pensarían que había abandonado su postura anterior. En esa
carta, Eusebio afirma que fue él quien le presentó a la asamblea el credo
bautismal que se utilizaba en Cesarea, y que ese credo recibió el apoyo de
los congregados, con la salvedad de que Constantino sugirió que se
incluyera en él la palabra “consustancial”: homousios. El resultado fue un
credo —que bien puede ser el documento más importante en toda la historia
de la iglesia aparte del Nuevo Testamento— que decía como sigue:
Creemos en un Dios Padre Todopoderoso, hacedor de todas las cosas
visibles e invisibles; y en un Señor Jesucristo, el Hijo de Dios, engendrado
como el unigénito del Padre, es decir, de la sustancia del Padre; Dios de
Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no hecho,
consustancial al Padre, mediante el cual todas las cosas fueron hechas,
tanto las que están en los cielos como las que están en la tierra; quien para
nosotros y para nuestra salvación descendió y se hizo carne, y se hizo
hombre, y sufrió, y resucitó al tercer día, y vendrá a juzgar a los vivos y los
muertos; y en el Espíritu Santo.
A esto se añadían declaraciones de anatema contra ciertas afirmaciones
que contradirían este credo. Con algunas añadiduras y aclaraciones, esta
fórmula, conocida como el Credo Niceno, vino a ser el credo más
generalmente aceptado en toda la iglesia cristiana, mucho más que el
llamado Credo Apostólico, cuyo alcance se limita a la iglesia occidental.
Luego, si lo que Eusebio cuenta es cierto —aunque algunos historiadores lo
ponen en duda, pues piensan que Eusebio sencillamente está tratando de
justificarse ante su congregación— Eusebio tuvo parte importante en la
autoría del principal credo cristiano.
Por otra parte, la reacción de Eusebio ante el concilio mismo es indicio
del modo en que las cosas estaban cambiando para los cristianos. Según
Eusebio cuenta, en el concilio había presentes más de 250 obispos,
mientras que los presbíteros y otros que les acompañaban eran mucho más
numerosos. Eusebio nos da un atisbo de la triunfante sorpresa de aquel
momento:
Los más distinguidos de entre los ministros de Dios de todas las iglesias que
abundaban en Europa, África y Asia estaban allí reunidos. Y una sola casa de
oración, como si hubiese sido ampliada por Dios, bastaba para incluir a una
vez a sirios y cilicios, a fenicios y árabes, a delegados de Palestina, y a otros
de Egipto, a tebanos y libios, juntamente con quienes venían de la región de
Mesopotamia. También había en la conferencia un obispo persa, y ni aun
faltaba entre ellos un escita. El Ponto, Galacia y Panfilia, Capadocia, Asia y
Frigia, cada región envió a sus prelados más distinguidos. Y tampoco dejaron
de asistir quieres vivían en los distritos más remotos de Tracia y Macedonia,
de Acaya y del Epiro. Hasta de la misma España, uno de fama universal
ocupó su puesto como un individuo en la gran asamblea. (Vida de
Constantino, 3.7; PG 20:1060-61)
Y Eusebio continúa:
Al llegar la fecha en que el concilio debía reunirse para resolver lo que se
debatía, todos se reunieron en la estructura central del palacio, que parecía
ser la mayor de todas. A cada lado del interior había asientos para quienes
habían sido invitados a participar, organizados según el rango de cada cual.
Tan pronto como la asamblea se sentó en orden, hubo un silencio general en
expectativa de la llegada del Emperador… Poniéndose todos de pie al
anunciarse la entrada del Emperador, éste entró a la asamblea como un
mensajero enviado por Dios desde el cielo, vestido en tropas luminosas como
si fueran rayos de luz que reflejaban la luminosidad de su capa de púrpura, y
adornado con la refulgencia del oro y las piedras preciosas. (Vida de
Constantino, 3.10; PG 20:1064-65)
Estas palabras, y muchas otras de semejante cariz, han llevado a
algunos historiadores a declarar que Eusebio era sencillamente un adulador
oportunista. Pero hay que recordar que cuando Eusebio escribió esas líneas
Constantino mismo acababa de morir. Probablemente sería mucho más
exacto decir que Eusebio, entusiasmado por los cambios que la política de
Constantino trajo a la iglesia, no les prestó suficiente atención a las muchas
faltas del emperador, ni tampoco a las consecuencias negativas que las
nuevas políticas podrían acarrear. Constantino murió en 335, y Eusebio le
elogió con la Vida que acabamos de citar. Después de eso continuó su labor
literaria y pastoral, involucrándose menos en los debates teológicos, hasta
que murió en 339.
Obras de Eusebio
La obra literaria de Eusebio comenzó mucho antes de terminado el
período de persecuciones, cuando todavía colaboraba con su admirado
mentor Pánfilo. Ya hemos mencionado la Apología de Orígenes, hoy
perdida, compuesta en colaboración con Pánfilo. Aparentemente unos años
antes había escrito Contra Hierocles, quien había argumentado que el
filósofo pitagórico Apolonio de Tiana sobrepasaba a Jesús. Igualmente,
había publicado una sinopsis acerca de las profecías que apuntaban hacia el
advenimiento de Jesús.
Alrededor del año 311, cuando todavía prevalecía la persecución,
Eusebio publicó la Crónica, que consta de dos partes. La primera de ellas es
una cronología de la historia universal tal como se conocía en tiempos de
Eusebio. La segunda relaciona esa historia con la del pueblo de Dios,
comenzando con Abraham. Su propósito parece haber sido a la vez
didáctico, para dar una visión en conjunto de la historia universal, y
apologético, para mostrar que la fe cristiana tiene antiguas raíces en la fe de
Abrahán y sus descendientes. Aunque el original griego de esta obra se ha
perdido, el texto completo se conserva en armenio, y su segunda parte
también en latín, en traducción de Jerónimo. Por la misma época, escribió
De los mártires de Palestina, que en algunos manuscritos ha venido a ser
una especie de apéndice al octavo libro de la Historia eclesiástica de
Eusebio. Ya hemos citado también su Vida de Constantino, a la que pronto
añadió una Loa de Constantino. Además, se conservan de él algunas cartas,
así como comentarios y discusiones de temas bíblicos. Entre estos últimos,
el más interesante es Cánones de los Evangelios, en los que distingue entre
aquellos pasajes que se incluyen en los cuatro Evangelios, los que aparecen
solamente en tres o dos de ellos, y finalmente los que se encuentran
solamente en uno de ellos.
La mayor parte de la obra de Eusebio se dedicó a la apología y la
historia. En el campo de la apología, ya hemos mencionado, entre sus
primeras obras, Contra Hierocles y la Crónica. Bastante más adelante, hacia
el final de su vida, escribiría la Teofanía, de la que solamente se conserva
una versión en siríaco, y en la que Eusebio vuelve sobre el tema de las
profecías acerca de Jesús. Pero su gran obra apologética es la combinación
de la Preparación evangélica y la Demostración evangélica.
La Historia eclesiástica
Pero la obra más famosa y valiosa de Eusebio es su Historia eclesiástica,
en diez libros. Aunque había escrito la mayor parte de esta obra antes del
advenimiento de Constantino y la paz de la iglesia, después de esos
acontecimientos le añadió otros capítulos acerca de ellos, y corrigió lo que
había escrito antes, ahora en vista de las nuevas condiciones. Como en
varios de sus otros escritos, al principio mismo de esta obra Eusebio expone
su propósito:
Es mi propósito consignar las sucesiones de los santos apóstoles y los
tiempos transcurridos desde nuestro Salvador hasta nosotros; el número y la
magnitud de los hechos registrados por la historia eclesiástica y el número de
los que en ella sobresalieron en el gobierno y en la presidencia de las iglesias
más ilustres, así como el número de los que en cada generación, de viva voz
o por escrito, fueron los embajadores de la palabra de Dios; y también
quiénes y cuántos y cuándo, sórdidos por el error y llevando hasta el extremo
sus novelerías, se proclamaron públicamente a sí mismos introductores de
una mal llamada ciencia, y esquilmaron sin piedad, como lobos crueles, al
rebaño de Cristo; y además, incluso las desventuras que se abatieron sobre
toda la nación judía enseguida que dieron remate a su conspiración contra
nuestro Salvador, así como también el número, el carácter y el tiempo de los
ataques de los paganos contra la divina doctrina y la grandeza de cuantos,
por ella, según las ocasiones, afrontaron el combate en sangrientas torturas; y
además los martirios de nuestros propios tiempos y la protección benévola y
propicia de nuestro Salvador. (Historia eclesiástica, 1.1.1-2; BAC 349:4-5)
Todo el primer libro de la Historia eclesiástica se dedica a los tiempos
anteriores a Jesús, y luego a su nacimiento en tiempos de Augusto César, y
lo que aconteció en tiempos de Tiberio. Es aquí que se incluye la leyenda
según la cual el rey de Edesa le envió un mensaje a Jesús y este respondió
con una carta que Tadeo llevó a Edesa. El segundo libro trata acerca de los
primeros días de la iglesia y de lo que sucedió en Palestina tras la ascensión
de Jesús. También incluye la expansión del cristianismo a otros lugares y los
primeros martirios. El tercero continúa con la historia de los apóstoles, de la
guerra de los judíos contra Roma y de la persecución de Domiciano. El
cuarto se ocupa de la sucesión de los obispos en Roma y Alejandría, de las
herejías del siglo segundo, de Justino, el martirio de Policarpo, y otros temas
semejantes. En el próximo encontramos detalles acerca de los mártires en
Galia, la continuación de la lista de obispos en Roma y en Jerusalén, la
historia de Montano, y muchos otros temas de la época. Y así continúa la
Historia eclesiástica, contando las diversas persecuciones, las herejías, los
personajes ilustres y otros autores menos conocidos, para culminar todo en
el libro décimo con el fin de las persecuciones gracias a Constantino, cuando
“se nos ha considerado dignos de contemplar tales maravillas y de celebrar
grandes solemnidades, como muchos de nuestros antepasados, realmente
justos y mártires de Dios, desearon ver sobre la tierra, y no vieron; oír, y no
oyeron” (Historia eclesiástica, 10.1.4; BAC 350:591).
En toda esta obra Eusebio continúa la práctica que hemos notado antes,
de citar numerosas autoridades, a veces incluyendo largos párrafos de sus
obras. Por esa razón, Eusebio es sin lugar a dudas la fuente más importante
con que contamos hoy para conocer la historia de la iglesia en sus primeros
siglos. Muchos de los personajes que él menciona hubieran quedado
completamente olvidados de no ser por él. Muchos de los fragmentos de
obras perdidas a que nos hemos referido en capítulos anteriores son en
realidad parte de su Historia eclesiástica.
Por otra parte, como todo historiador, Eusebio tiene sus agendas y
propósitos. Puesto que el eje central de lo que cuenta es mostrar que el
imperio romano fue establecido para que un día se uniera a la iglesia,
Eusebio parece dar a entender que las persecuciones se debían a que los
gobernantes romanos tenían información errada en cuanto a la naturaleza
del cristianismo, cuando la verdad más bien parece ser que mientras más
los gobernantes sabían de la nueva fe más la perseguían.
En todo caso, Eusebio y su carrera son como un puente simbólico que
nos lleva rápidamente de la más cruenta de las persecuciones, a través de
la paz de la iglesia, para ir a desembocar en un período de serias
desavenencias teológicas de las cuales los debates en torno al Concilio de
Nicea no son sino el inicio. La paz externa que la iglesia alcanzó al terminar
las persecuciones no fue acompañada de una paz interna.
CAPÍTULO 15
Atanasio
Sin lugar a dudas, el escritor cristiano más importante durante los primeros
años del siglo cuarto fue Atanasio, a quien dedicaremos el presente capítulo.
Pero en torno a él, unas veces defendiendo las decisiones del Concilio de
Nicea y otras veces atacándolas, hubo una multitud de tratados, cartas y
otros documentos que debemos al menos mencionar antes de pasar a los
escritos de Atanasio. En varios de esos escritos se ponen de manifiesto las
dudas acerca del Concilio de Nicea que ya hemos visto en un personaje tan
distinguido como Eusebio de Cesarea, así como una defensa de Arrio y sus
posturas. Desafortunadamente, la mayoría de esos textos se han perdido, y
no quedan sino fragmentos de tratados más extensos y una que otra carta
de alguno de los personajes más importantes.
Arrio y el arrianismo
Puesto que la controversia que ocupó buena parte de la vida de la iglesia
durante el siglo cuarto giraba en torno a las doctrinas de Arrio, conviene que
comencemos refiriéndonos a él. De la que parece haber sido su obra más
importante, que consistía en una exposición de su fe en verso, solamente
quedan algunos fragmentos citados por Atanasio para refutarlos. Según un
historiador arriano, Arrio escribió estos versos para que, cantados con
música popular, hicieran circular sus opiniones y les ganaran adeptos y
defensores. Sí hay tres cartas de Arrio, o a lo menos partes importantes de
cada una de ellas.
La primera de estas tres cartas iba dirigida a Eusebio de Nicomedia,
quien pronto vendría a ser el principal defensor del arrianismo. En esta carta,
Arrio se queja de la injusticia que ha sido cometida contra él y contra todos
los que, al igual que Eusebio, habían sido discípulos de Luciano de
Antioquía. Refiriéndose a Alejandro, dice:
Nos ha expulsado de la ciudad como si fuésemos ateos porque no estamos
de acuerdo con lo que él anuncia públicamente, que tanto Dios como el Hijo
han existido siempre; que el Hijo es igual al Padre; que existe junto a Dios sin
ser engendrado; que es eterno; que de ninguna manera, ya sea en la mente o
en el tiempo, Dios es anterior al Hijo; Dios siempre fue, y el Hijo siempre fue;
que es engendrado por el ingénito; que el Hijo es Dios mismo… No podemos
soportar tales herejías, aunque se nos amenace con mil muertes. Nosotros
creemos y enseñamos que el Hijo no es ingénito en modo alguno; … Y que
antes de ser engendrado o creado o propuesto o establecido no existía.
(Citado por Teodoreto, Historia eclesiástica, 1.4; PG 82:912)
La segunda carta, escrita poco después, va dirigida a Alejandro. También
en ella se encuentra una declaración de la fe de Arrio, aunque quizá algo
suavizada:
El Hijo salió del Padre fuera del tiempo, creado y constituido antes de los
siglos, no existía antes de nacer, sino que, nacido fuera del tiempo antes de
todas las cosas, recibe el ser él solo del Padre solo. Pero no es eterno, ni
coeterno, ni increado juntamente con el Padre, ni tiene su ser a la vez con el
Padre, … Sino que como Dios es la unión y el principio de todas las cosas,
así existe con anterioridad a todo. Por lo cual existe también antes que el Hijo.
(Citado por Hilario, La Trinidad, 4.13; BAC 461:154)
Por último, la tercera carta de Arrio que se conserva va dirigida al
emperador Constantino un par de años después del Concilio de Nicea. Su
tono es bastante más conciliador, pues nada dice acerca de si el Hijo es
eterno o no. Un elemento interesante en esa carta es que Arrio parece
entender que quien puede suspender su excomunión no son las autoridades
eclesiásticas, sino el emperador, a quien le pide “ser reunidos a nuestra
madre, la iglesia” (Sócrates, Historia eclesiástica, 1.26; PG 67:152)
Como ya se ha dicho, el principal promotor y defensor del arrianismo fue
Eusebio de Nicomedia. Aunque tenemos abundantes datos acerca de sus
posturas teológicas, y sobre todo de sus gestiones políticas para deshacer lo
hecho en Nicea, de sus escritos no se conservan más que fragmentos
citados por autores antiarrianos y buena parte de dos cartas, la segunda de
ellas de origen dudoso. La primera iba dirigida a Paulino, obispo de Tiro,
poco antes del Concilio de Nicea. En ella Eusebio se queja de que Paulino
no ha acudido en apoyo de Arrio. La segunda, que dice ser escrita por
Eusebio y Theognis de Nicea e ir dirigida a los principales líderes del
Concilio de Nicea, da a entender que Arrio ha sido restaurado a la comunión
de la iglesia —lo cual no parece haber sido cierto— y, por tanto, ruega que
Eusebio y Theognis reciban el mismo trato.
Aunque en los escritos de autores posteriores se conservan fragmentos
de varios autores arrianos y se mencionan otros —tales como Theognis, a
quien acabamos de citar, y Asterio el Sofista— de estos solo se conservan
fragmentos citados por quienes buscan refutarles y que, por tanto, no son
del todo confiables, pues pueden ser citados fuera de contexto o torcidos de
alguna otra manera.
Aunque Alejandro de Alejandría y Osio de Córdoba fueron dos de los
principales protagonistas del proceso que llevó por fin al Concilio de Nicea,
ni de Alejandro ni de Osio se conservan más que unas pocas cartas. Las
dos de Osio son bastante posteriores al Concilio de Nicea, y en realidad se
refieren más bien a los debates que tuvieron lugar después del concilio, que
consideraremos en otro capítulo. La primera de las cartas que tenemos de
Alejandro es una extensa epístola que Alejandro le escribe a su contraparte
en Constantinopla —llamado también Alejandro— poco después de estallar
la controversia en Alejandría, informándole acerca de las doctrinas de Arrio,
de las acciones que contra él se han tomado y de la negativa por parte de
Arrio de someterse a la atondad de Alejandro y del resto de la iglesia. Frente
a las propuestas de Arrio, Alejandro argumenta que si el Padre ha de ser
eternamente Padre, también ha de tener eternamente un Hijo junto a sí. Tras
criticar las enseñanzas de Arrio como una negación de la verdadera
divinidad del Hijo, Alejandro le comunica al obispo de Constantinopla que
Arrio y sus seguidores han logrado el apoyo ce tres obispos en la región de
Siria. (Aunque Alejandro no da sus nombres, sabemos por la carta de Arrio a
Eusebio de Nicomedia citada más arriba que eran Eusebio de Cesarea,
Paulino de Tiro y Teodoto de Laodicea).
La segunda carta de Alejandro es una epístola encíclica, dirigida “a
nuestros amados y muy honorables colegas en el ministerio de la iglesia
católica en todas partes” (citado por Sócrates, Historia eclesiástica, 1.6; PG
67:44). En ella, Alejandro da cuenta de las doctrinas de Arrio y de la acción
que se ha tomado contra él. Esta carta, escrita unos años antes del Concilio
de Nicea, da fe del modo en que el debate se iba extendiendo, según tanto
Arrio por una parte como Alejandro por otra buscaban apoyo entre sus
simpatizantes. Es por tanto un documento importante al tratar de reconstruir
el proceso que llevó de lo que originalmente fue una disputa en Alejandría al
gran Concilio de Nicea y a las controversias que lo siguieron.
Uno de los principales opositores del arrianismo en el Concilio de Nicea
fue Marcelo de Ancira, cuyos escritos más importantes se han perdido, pero
de quien sí se conserva una carta citada por Epifanio. En contraste con
Arrio, quien subrayaba la distinción entre el Padre y el Hijo, Marcelo se
inclinaba más hacia el sabelianismo; es decir, una doctrina que tendía a
confundir las tres personas de la Trinidad. Condenado por un concilio en
Constantinopla, el destierro le llevó a Roma, donde conoció no solo a
Atanasio, sino también a Julio, el obispo de Roma. En su carta, dirigida a
Julio, Marcelo se queja de que algunos opositores del Concilio de Nicea “se
han atrevido a escribirle a vuestra reverencia que mis opiniones no son
ortodoxas ni concuerdan con la iglesia, y de ese modo han tratado de
responder a la acusación contra ellos con otra contra mí”. En la confesión de
fe que incluye en su carta, Marcelo declara que:
Siguiendo las sagradas Escrituras, creo que hay un Dios y su Hijo unigénito,
el Verbo, quien está siempre junto al Padre y no tuvo jamás comienzo, sino
que es verdaderamente Dios —no creado, no hecho, sino siempre existente…
Este Hijo, este poder, sabiduría, verdaderamente y de hecho Verbo de Dios,
nuestro Señor Jesucristo, es un poder que no se puede separar de Dios, y por
quien todas las cosas que han sido hechas fueron hechas… De las sagradas
Escrituras he aprendido que la divinidad del Padre no se puede diferenciar de
la del Hijo, pues si se separa el Hijo o Verbo del Dios todopoderoso, será
necesario pensar que hay dos dioses. (Citado por Epifanio, Herejías, 3.72; PG
42:385, 388)
La vida de Atanasio
Con ese trasfondo, podemos tornar la atención a la principal figura en el
debate que tuvo lugar inmediatamente después del Concilio de Nicea,
Atanasio de Alejandría. Poco se sabe acerca de los primeros años de la vida
de Atanasio. Puesto que hablaba el copto, y algunos de sus enemigos se
burlaban del color oscuro de su piel, podemos suponer que sería parte de la
población copta, es decir, de los antiguos egipcios que habían sido
conquistados sucesivamente por los griegos y los romanos, y que ahora
eran marginados tanto por la sociedad alejandrina como por el gobierno
alejandrino. Aunque los detalles no están del todo claros, en su juventud
tuvo contacto con los monjes del desierto egipcio. Ciertamente más tarde, en
medio de sus luchas, el apoyo de esos monjes le sería de gran utilidad.
Atanasio tendría unos 25 años o poco más al reunirse el Concilio de Nicea,
donde estuvo presente como diácono al servicio de Alejandro de Alejandría.
A la muerte de este último, Atanasio fue hecho obispo de Alejandría. En esa
fecha, tres años después del concilio (328), la política imperial comenzaba a
volverse en contra de lo hecho en Nicea y, por tanto, la vida de Atanasio se
vio marcada por conflictos constantes con las autoridades y repetidos exilios.
Uno de esos exilios le llevó a Roma, donde —como acabamos de decir—
conoció al obispo Julio así como a Marcelo de Ancira —a quien bien pudo
haber conocido antes en Nicea— y otros. Sin gozar jamás del apoyo del
estado, Atanasio continuó su larga serie de exilios y retornos, hasta que por
fin murió en Alejandría en 373. Durante los primeros años después del
Concilio de Nicea, Atanasio se dedicó a defenderlo contra toda crítica, por la
cual algunos historiadores le acusan de haber creado la idea de un
“arrianismo” que no era tal, sino que era más bien una expresión de las
preocupaciones existentes en torno a lo que se había decidido en Nicea.
Más adelante, Atanasio se percató de que muchos entre quienes
rechazaban las decisiones de ese concilio lo hacían porque les parecía que,
al declarar que el Hijo es “de la misma sustancia” del Padre, el concilio había
caído en el error sabeliano, de no distinguir suficientemente entre las
personas de la Trinidad. Esto llevó a Alejandro a no insistir estrictamente en
el vocabulario de Nicea. Los anatemas de aquel concilio fulminaban a
cualquiera que dijera que el Hijo era de una “sustancia” o “hipóstasis”
diferente del Padre. Pero, tras escuchar las preocupaciones de quienes
criticaban al concilio, Atanasio convocó a un sínodo que se reunió en
Alejandría en 362 y que tomó en cuenta y aceptó el posible uso de
diferentes palabras para afirmar tanto la unidad como la distinción entre las
tres personas de la Trinidad.
La Vida de Antonio
La Vida de Antonio fue escrita en 357, un año después de la muerte del
famoso asceta, y su propósito es dar a conocer la vida y las enseñanzas de
Antonio, particularmente fuera de Egipto; al menos, así lo da entender el
encabezado de la versión latina, que afirma que esta vida iba dirigida “a los
hermanos en el extranjero”. Fuera tal el caso o no, no cabe duda de que la
Vida de Antonio fue un fuerte estímulo al desarrollo del monaquismo en
occidente. Según Atanasio, Antonio nació en una familia cristiana,
acomodada y “egipcia”, lo cual probablemente quiere decir que eran coptos.
Cuando todavía era joven, inspirado por el ejemplo de los apóstoles, decidió
dejarlo todo e irse a vivir en pobreza en el desierto. Allí su lucha fue larga y
difícil, pues
…el demonio, que odia y envidia lo bueno, no podía ver tal resolución en un
hombre joven, sino que se puso a emplear sus viejas tácticas contra él.
Primero trató de hacerlo desertar de la vida ascética recordándole su
propiedad, el cuidado de su hermana, los apegos de su parentela, el amor al
dinero, el amor a la gloria, los innumerables placeres de la mesa y de todas
las cosas agradables de la vida. Finalmente le hizo presente la austeridad de
todo lo que va junto con esta virtud, despertó en su mente toda una nube de
argumentos, tratando de hacerlo abandonar su firme propósito. (Vida de San
Antonio, 5; traducción anónima en
http://www.mercaba.org/TESORO/vita_antonii-1.htm)
En su retiro, Antonio insistía en su soledad, sin permitir visitas u otras
distracciones, y en lucha constante con los demonios, según cuenta
Atanasio. Toda esta primera parte de la obra se ocupa principalmente de
esas luchas, de las tentaciones de Antonio y de cómo logró vencerlas. Por
fin, Atanasio nos dice:
Así pasó casi veinte años practicando solo la vida ascética, no saliendo nunca
y siendo raramente visto por otros. Después de esto, como había muchos que
ansiaban y aspiraban imitar su santa vida, y algunos de sus amigos vinieron y
forzaron la puerta echándola abajo, Antonio salió como de un santuario, como
un iniciado en los sagrados misterios y lleno del Espíritu de Dios. Fue la
primera vez que se mostró fuera del fortín a los que vinieron hacia él. Cuando
lo vieron, estaban asombrados al comprobar que su cuerpo guardaba su
antigua apariencia: no estaba ni obeso por falta de ejercicio ni macilento por
sus ayunos y luchas con los demonios: era el mismo hombre que habían
conocido antes de su retiro.
El estado de su alma era puro, pues no estaba ni encogido por la aflicción,
ni disipado por la alegría, ni penetrado por la diversión o el desaliento. No se
desconcertó cuando vio la multitud ni se enorgulleció al ver a tantos que lo
recibían. Se tenía completamente bajo control, como hombre guiado por la
razón y con gran equilibrio de carácter. (Vida de San Antonio, 14)
Llegamos así al centro de la obra, que es un largo discurso a los monjes
—en la lengua copta, según Atanasio aclara— acerca de las virtudes,
actitudes y prácticas necesarias para la vida monástica. El tema central de
toda esta sección es la renuncia a las cosas del mundo y un cambio radical
de valores:
No miremos hacia atrás, hacia el mundo… Aunque fuéramos dueños de toda
la tierra y renunciaremos a toda la tierra, nada sería comparado con el reino
de los cielos. … ¿Por qué no poseer más bien aquellas cosas que podamos
llevar con nosotros —prudencia, justicia, templanza, fortaleza, entendimiento,
caridad, amor a los pobres, fe en Cristo, humildad, hospitalidad? Una vez
que las poseamos, hallaremos que ellas van delante de nosotros,
preparándonos la bienvenida en la tierra de los mansos. (Vida de San
Antonio, 14)
Para completar esta obra, después del largo discurso de Antonio,
Atanasio cuenta el resto de la vida del asceta, su intervención en contra del
arrianismo, sus milagros, sus disputas con los paganos acerca de la
idolatría, y por fin su muerte.
El impacto de este escrito de Atanasio fue enorme. Al tiempo que
circulaba por toda la región oriental del imperio, se le traducía al latín y de
ese modo se le utilizaba para llevar al occidente el conocimiento del
monaquismo egipcio. En parte debido al escrito de Atanasio, se llegó a
pensar que Antonio fue el primero de los monjes del desierto, cuando en
realidad bien pudo tener varios precursores. En todo caso, la Vida de San
Antonio vino a ser el patrón y modelo para lo que se esperaba de un monje,
y también para otros autores posteriores que escribieron biografías de
santos al estilo de la de Atanasio.
Hilario de Poitiers
El más distinguido escritor latino de la primera mitad del siglo cuarto fue
Hilario de Poitiers. Nacido probablemente en la ciudad de Poitiers alrededor
del año 310, poco más se sabe de sus primeros años. Se discute hasta si
nació en una familia cristiana o pagana. Al principio de su gran obra De la
Trinidad, Hilario habla de una conversión. Sobre esa base, tradicionalmente
se ha pensado que Hilario fue pagano hasta que se convirtió al cristianismo.
Pero en fecha más reciente algunos han sugerido que los pasajes acerca de
esa conversión no son una nota autobiográfica, sino más bien una invitación
literaria a buscar la verdad. Lo que Hilario dice al respecto puede resumirse
en algunas palabras. Tras hablar de las diversas opiniones acerca de la
existencia de Dios, dice:
Pero en medio de todo esto, mi alma estaba inquieta, esforzándose en seguir
el camino necesario y útil para el conocimiento de su Señor… Mientras
meditaba internamente estas cosas y otras muchas semejantes, tropecé con
aquellos libros que, según la tradición de la religión hebrea, habían sido
escritos por Moisés y los profetas… Mi alma, absorta en el esfuerzo por llegar
a estos piadosos pensamientos y doctrinas, descansaba como en un retirado
lugar de observación de estas bellísimas ideas… [Y tras una búsqueda] mi
espíritu descansaba alegre en su esperanza en este reposo consciente de su
seguridad, hasta el punto de que no temía la venida de la muerte, pues la
consideraba como camino para la eternidad. (De la Trinidad, 1.4, 5; 8.14; BAC
481:33,45)
Tampoco se sabe la fecha exacta en que fue hecho obispo de Poitiers,
aunque debió haber sido a mediados de siglo. Poco después, escribió un
Comentario a San Mateo. A esto siguió un Comentario a los Salmos algo
más extenso. Su Tratado de los misterios se ocupa principalmente del
Pentateuco y de los libros de Josué y Oseas. En este mismo campo de la
interpretación bíblica, escribió también un tratado sobre Job que se ha
perdido. El método favorito de Hilario para interpretar los textos bíblicos es el
llamado “tipológico”, que ve no solamente en las palabras, sino sobre todo
en los hechos que se narran en las Escrituras, tipos o figuras ante todo de
Jesucristo, pero también tipos o figuras que los creyentes y la iglesia han de
imitar. Así, por ejemplo, comentando sobre el bautismo de Jesús dice que
…se reflejaba en él la economía de un misterio celeste. Pues una vez
bautizado Jesús se abren las puertas del cielo, es enviado el Espíritu Santo y
es reconocido como visible bajo el aspecto de una paloma, y de este modo se
efunde sobre Jesús la unción del amor paterno… A la vez podemos
reconocer, a partir de lo que se cumplía en Cristo, que después del baño con
el agua, de las puertas del cielo vuela sobre nosotros el Espíritu Santo y
también a nosotros se nos infunde la función de la gloria, y por la adopción de
la voz del Padre somos hechos hijos de Dios. En efecto, la verdad ha
prefigurado, en los efectos de la realidad, la imagen del misterio preparado
para nosotros. (Comentario a San Mateo, 2.6; BAC 694:19)
Pero los escritos más importantes de Hilario son los que tienen que ver
con la doctrina de la Trinidad y el debate en torno al arrianismo. Su De la
Trinidad es la obra más completa sobre este asunto en lengua latina hasta
tiempos de San Agustín. A esto se une su Libro sobre los sínodos, que es
una fuente importante para conocer la historia de los debates en torno al
arrianismo y cómo se llegó por fin a un acuerdo bastante general. También
escribió varios tratados más breves como parte de su oposición al
arrianismo: A Constancio —emperador hijo de Constantino— Contra
Constancio y Contra Ausencio —obispo arriano de Milán— y Contra Valente
y Ursacio, obispos arrianos, de las regiones que hoy son Croacia y Serbia.
Además, compuso varios himnos, de los cuales el más conocido —Ante
saecula qui manes— es una declaración de fe ortodoxa frente al arrianismo,
como se ve desde las primeras líneas de sus 18 estrofas: “Antes de los
siglos tú eras, y siempre nacido, siempre junto al Padre”.
Volviendo entonces al tratado De la Trinidad, el propio Hilario expone
tanto el propósito como la estructura del tratado. Inmediatamente después
de referirse a la tranquilidad y seguridad que mencionamos más arriba,
Hilario continúa:
Surgieron algunos espíritus de impía temeridad, sin esperanza para sí
mismos y crueles con los demás; de aquellos que reducen la poderosa
naturaleza de Dios a los límites de la debilidad de la suya. No querían
elevarse hasta el infinito para juzgar acerca de las cosas infinitas, sino que
encerraban lo que no tiene límites en las fronteras de su pensamiento…
Basándose en que solo la confesión de un solo Dios es ortodoxa, niegan el
nacimiento del Dios unigénito. (De la Trinidad, 1.15-16; BAC 481:46)
En otras palabras, lo que lleva a Hilario a escribir esta obra son las
enseñanzas arrianas, que según él las entiende niegan la eterna divinidad
del Hijo. Con el propósito de responder a ese reto, Hilario explica que
proyecta una obra en 12 libros que irán ascendiendo hacia la verdad,
dirigiéndose primero hace quienes menos entienden de estas cosas, y
llegando por fin a los niveles más altos del entendimiento de la fe y las
Escrituras. Pero de hecho Hilario no se somete siempre al plan que ha
bosquejado en el primer libro, pues en ocasión, llevado por el entusiasmo o
por el interés en un texto bíblico cualquiera, se adelanta a su propio
argumento. En todo caso sí puede verse el progreso de la argumentación.
Los primeros tres libros, tras los comentarios introductorios a que ya nos
hemos referido, son esencialmente una exposición de la fe, aunque
naturalmente subrayando los puntos en que Hilario considera que el
arrianismo se aparta de la verdadera fe. De ahí pasa Hilario, en el libro
cuarto, a tratar más específicamente sobre el arrianismo, empezando por
una detallada discusión de la carta que Arrio le había escrito a Alejandro de
Alejandría. Por último, como parte de la refutación del arrianismo, Hilario
busca refutar y corregir las interpretaciones arrianas de diversos pasajes
bíblicos.
El tratado De la Trinidad ocupó a Hilario por espacio de varios años.
Luego, es bueno verlo a la luz de su Libro sobre los sínodos, que —como
hemos dicho— junto a otros escritos más breves de Hilario nos ayuda a
entender el curso del debate y su relación con la vida del propio Hilario.
Aunque al escribir el Comentario a San Mateo Hilario no se había
involucrado activamente en la controversia arriana, ya en esa obra puede
verse su preocupación por el avance del arrianismo. Pero pronto Hilario se
vio profundamente involucrado en el debate. En 355 el emperador
Constancio forzó a un sínodo reunido en Milán a declarar que Atanasio era
hereje. Aparentemente Hilario no estaba presente en el sínodo de Milán,
pero en todo caso pronto se reunió con los obispos de las Galias, quienes se
declararon a favor de Atanasio y contra los principales opositores a lo hecho
en el Concilio de Nicea, entre ellos, Ursacio y Valente. En respuesta, al año
siguiente, bajo los auspicios del emperador, un sínodo a cuyos miembros
Hilario declaró ser “apóstoles falsos” declaró hereje a Hilario —quien estaba
presente, pero a quien no se le permitió presentar su causa— y le pidió a
Constancio que le condenara al exilio.
Ese exilio, que comenzó en 356, fue de gran provecho para la causa
nicena. Allá, en tierra para él remota, Hilario conoció a varios obispos que,
sin ser arrianos, no aceptaban, sin embargo, la decisión de Nicea. Allí se
percató de que esa oposición no era un bloque sólido, sino que había en ella
diversos grupos. Los más radicales afirmaban que el Hijo es “diferente” del
Padre. A estos se les ha dado el nombre de anomoeanos, que deriva de una
palabra griega que significa “diferente”. Otros preferían dejar a un lado lo
que se había hecho en Nicea sugiriendo que, en lugar de referirse a la
“sustancia” de Dios, y de discutir si el Hijo es “consustancial” al Padre, se
dijera sencillamente que el Hijo es “semejante” al Padre. Esto se conoce
como homoeano, que deriva de una palabra griega que significa
“semejante”. A este bando pertenecían Ursacio y Valente, contra quienes
Hilario escribió un tratado. Ellos buscaban prohibir toda discusión de la
“sustancia” de Dios y, por tanto, su postura parecía ser un intento no muy
velado de desautorizar al Concilio de Nicea. Y, en tercer lugar, la mayoría de
quienes se oponían a la fórmula nicena, que el Hijo es “consustancial” al
Padre, o “de la misma sustancia”, estaban dispuestos a decir que el Hijo es
de una sustancia semejante a la del Padre. Estos eran el partido conocido
como homoiusiano, es decir, los que sostenían la fórmula “de semejante
sustancia”, en contraste con los defensores de Nicea, quienes insistían en
que el Hijo no es sencillamente “de una sustancia semejante” a la del Padre,
sino que es necesario afirmar que es “de la misma sustancia”: no
homoiusios, sino homousios. Por largo tiempo los principales defensores del
Concilio de Nicea —entre ellos Atanasio e Hilario— insistían en la fórmula
“de la misma sustancia”, y rechazaban todas las demás posturas come si
fueran sencillamente diversos modos de negar la completa divinidad del
Hijo. Ahora tanto Hilario como Atanasio comenzaron a percatarse de que los
llamados “homoiusianos” no se oponían en realidad a la completa divinidad
del Hijo, sino que sencillamente temían que se aboliera toda distinción entre
el Padre y el Hijo. En 357, mientras Hilario estaba en el exilio, un sínodo
reunido en Sirmio rechazó lo que había sido hecho en Nicea y prohibió toda
discusión de la “sustancia” del Padre o del Hijo. La respuesta no se hizo
esperar. Tanto los defensores de la estricta fórmula nicena —“de la misma
sustancia”— como los homoiusianos vieron en esto un triunfo para el
arrianismo extremo y una negación de la completa divinidad del Hijo. Al ver
la reacción de los obispos en torno suyo, la mayoría de los cuales pertenecía
al partido homoiusiano, Hilario comenzó un proceso de acercamiento con los
líderes de ese partido.
Ese proceso de acercamiento no fue fácil. El emperador Constancio
seguía apoyando la causa arriana. Fue en medio de esas luchas que Hilario
compuso sus tratados contra Constancio, contra Ausencio y contra Ursacio y
Valente. Pero Constancio insistía en su postura y por fin, en lo que parece
haber sido un acto de desobediencia suprema, Hilario abandonó su exilio en
el oriente de habla griega para regresar a las Galias. Aunque no se conoce
la fecha exacta en que emprendió ese viaje, lo más probable es que Hilario
haya estado ya de camino cuando las legiones se rebelaron y declararon
emperador a Juliano, comúnmente conocido como “Juliano el apóstata”.
Poco después murió Constancio y Juliano quedó como dueño de todo el
imperio. El nuevo emperador se esforzaba por restaurar la antigua religión
pagana y, por tanto, abandonó la política de Constancio de obligar a los
obispos a concordar en una u otra postura. El resultado fue que las
conversaciones comenzadas por Atanasio e Hilario llevaron por fin al
acercamiento definitivo entre los nicenos y los homoiusianos. Pero el camino
fue largo, y ni Atanasio ni Hilario —quien murió en 367— llegaron a ver la
solución definitiva. Eso les correspondería a otros pensadores de quienes
trataremos en otro capítulo.
Todo esto fue el contexto turbulento en el que Hilario compuso los 12
libros De la Trinidad. Un pasaje en el décimo libro da a entender que al
menos los primeros 10 libros fueron compuestos en el exilio, y en ellos se
encuentran ecos de las dificultades a que Hilario se enfrentaba. Pero
también una discusión extensa al final del último libro acerca del Espíritu
Santo parece señalar que Hilario terminó toda la obra estando todavía en el
oriente, pues fue allí que comenzó el partido de los “pneumatómacos” a que
ya nos hemos referido al tratar sobre Atanasio, y ese partido, que logró
bastantes adherentes en el oriente griego, no tuvo igual éxito en el occidente
latino hasta bastante después.
Una vez dicho todo esto, hay que recalcar que esta extensa obra de
Hilario no es una polémica puramente racional, sino que para él es parte de
su servicio a Dios. Casi al principio de su obra, Hilario eleva a Dios una
oración en la que dice:
Soy consciente, Dios Padre omnipotente, de que tengo el deber, como tarea
principal de mi vida, de que toda mi palabra y mi pensamiento hablen de ti,
porque el uso de la palabra que tú me has concedido no me puede traer
ningún beneficio mayor que el de servirte dando testimonio de ti y darte a
conocer como tú eres. (De la Trinidad, 1.37; BAC 481:68)
Y el mismo espíritu aparece centenares de páginas después, en otra
oración al final de la obra:
Conserva, te ruego, inmaculado el sentimiento de mi fe y dame, hasta el
momento de la partida de mi espíritu, estas palabras que expresan mi
convicción, para que siempre me conserve fiel a lo que confesé en el
símbolo de mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo; es decir; que te adore a ti, Padre nuestro, y a tu Hijo
juntamente contigo, y que merezca a tu Espíritu Santo, que procede de ti por
medio de tu unigénito. Porque tengo como testigo idóneo para mi fe a mi
Señor Jesucristo; … él permanece siempre en ti, ha nacido de ti y es siempre
Dios junto a ti y es bendito por los siglos de los siglos. Amén. (De la Trinidad,
4.57; BAC 481:695)
Eusebio de Vercelli
Aunque de él no se conservan más que unas pocas cartas —y varias de
ellas de dudosa autenticidad— Eusebio de Vercelli merece al menos una
mención. Nacido en la isla de Cerdeña en 283, Eusebio fue llevado a Roma
por su madre tras el martirio de su padre. En Roma sirvió como lector en la
iglesia, pero tras su regreso a Cerdeña fue hecho obispo de Vercelli. Cuando
en 355 se reunió en Milán el concilio que ya hemos mencionado, y que
declaró hereje a Atanasio, Eusebio se negó a participar de esa decisión, lo
que le costó vejaciones públicas y la decisión del emperador Constancio de
exiliarle primero a Siria, luego a Capadocia, y por último a la remota región
de Tebaida, en Egipto. Al igual que en el caso de Hilario, la muerte de
Constancio y el acceso al trono de Juliano le permitieron a Eusebio regresar
del exilio. Camino hacia su patria desde la Tebaida, tuvo ocasión de pasar
por Alejandría, donde estuvo presente en el sínodo convocado por Atanasio
en 362 a que ya nos hemos referido. Ese sínodo marcó un hito importante
en la historia de la controversia arriana, pues en él Atanasio y otros de los
defensores más acendrados del Concilio de Nicea aceptaron la ortodoxia de
los homoiusianos —es decir, de quienes preferían decir, en lugar de “de la
misma sustancia”, “de semejante sustancia”— siempre que no negaran la
plena divinidad del Hijo. También en el mismo concilio afirmó la divinidad
plena del Espíritu Santo, frente al reto de los pneumatómacos. De Alejandría
Eusebio pasó a Antioquía, donde intentó ponerle fin al llamado “cisma de
Meletio”, aunque no lo logró. De regreso a Cerdeña, continuó su oposición al
arrianismo, de manera particular su oposición al obispo arriano de Milán,
Ausencio, a quien ya hemos mencionado. Entre sus escritos auténticos, el
más interesante es la carta que les envió secretamente desde su exilio a los
fieles de Vercelli, describiendo los malos tratos que él y sus compañeros
sufrían a manos del obispo arriano, quien era prácticamente su carcelero,
pero también regocijándose en el poder de Dios y exhortando a los fieles en
Vercelli a permanecer firmes.
Lucifer de Cagliari
Al igual que Eusebio de Vercelli, también Lucifer era de Cerdeña. Buena
parte de su vida fue paralela a la de Eusebio, pues él también tuvo que partir
hacia el exilio al negarse a aceptar las decisiones del sínodo arriano de
Milán del 355, y sus lugares de exilio fueron semejantes a los de Eusebio:
primero a la región de Siria, de ahí a Palestina, y por último a la Tebaida.
Testimonio del contacto entre estos dos líderes de la oposición al arrianismo
es una carta que todavía se conserva en la que Lucifer le escribe a Eusebio
acerca del sínodo convocado a reunirse en Milán en 355. Y, al igual que
Eusebio, cuando iba de regreso del exilio Lucifer se detuvo en Antioquía.
Pero allí su postura fue muy diferente de la de Eusebio, pues mientras este
último procuraba sanar el cisma Lucifer se mostró inflexible y rechazó no
solo a los verdaderos arrianos, sino también al partido moderado que
buscaba una solución mediante la fórmula “de semejante sustancia”.
Esto último es índice de la actitud de Lucifer, quien resultó ser uno de los
más intransigentes entre los defensores de la doctrina de Nicea. Para él,
quien tuviera reservación alguna respecto a esa doctrina o a las palabras
con las que el gran concilio la había expuesto era sencillamente un hereje de
quien era necesario apartarse. Sus escritos son breves opúsculos en los que
ataca vehementemente tanto a cualquiera que tuviera inclinaciones
supuestamente arrianas como hasta al emperador mismo. En uno de ellos,
De apartarse de los herejes, declara que los arrianos son en realidad tan
idólatras como los paganos, y que lo mismo es cierto del emperador
Constancio, quien les defiende. En otro tratado, De los reyes apóstatas,
Lucifer le advierte a Constancio que su apostasía no será perdonada, aun
cuando el juicio de Dios se demore. Cuando el emperador inquirió acerca de
si en verdad Lucifer había escrito tales cosas, este respondió con otro
opúsculo, Que no hay que tener misericordia de los enemigos de Dios. Y
cuando Constancio, quien no parece haber tomado muy en serio a Lucifer,
se mostró relativamente tolerante hacia él, Lucifer escribió otro panfleto, Hay
que morir por Dios Hijo. El mismo tono aparece en la obra más extensa de
Lucifer, En defensa de Atanasio, en dos libros. En este escrito Lucifer trata
principalmente sobre el concilio de Milán del 355 y del error e injusticia que
hubo tanto en el proceso de convocarlo y dirigirlo como en la decisión de
condenar a Atanasio en ausencia y sin darle oportunidad a explicar sus
posturas.
Aunque estos escritos nos recuerdan la vehemencia de Tertuliano,
ciertamente carecen de su elegancia. Tanto es así, que los estudiosos de la
historia del latín los utilizan como recurso para estudiar el desarrollo del latín
vulgar en el siglo cuarto. El propio Lucifer se jactaba de no ser persona
ilustrada.
La oposición de Lucifer a toda componenda con los supuestos arrianos,
por muy moderados que fuesen, le hizo ver las decisiones del sínodo de
Alejandría en 362 a que ya nos hemos referido, y que tomaban en cuenta las
preocupaciones de los más moderados entre los críticos de Nicea, como una
gran apostasía. El resultado fue un cisma que perduró hasta bien avanzado
el siglo cuarto, los llamados “luciferianos”.
Otros autores
Un personaje interesante, aun cuando los detalles de su vida son
confusos, fue Potamio, obispo de Lisboa a mediados del siglo cuarto y, por
tanto, contemporáneo de Eusebio y Lucifer. No cabe duda de que unas
veces tomó el partido arriano y otras el niceno. Lo que no está claro es
cuándo siguió un camino y cuándo otro. Ciertamente, cuando en 362 en el
ya mencionado sínodo alejandrino se produjo un acercamiento entre los
nicenos y los falsamente considerados arrianos moderados, Potamio siguió
el camino de la ortodoxia. Ninguna de las obras que de él se conservan son
verdaderamente arrianas. Las dos que tratan sobre este asunto son una
Epístola a Atanasio y una Epístola sobre la sustancia.
Mucho más interesantes, pero sin gran valor literario, son sus otras dos
obras, De Lázaro y Del martirio de Isaías. En ellas se ve la inclinación de
Potamio hacia lo dramático, llegando al punto de mal gusto. Así, al tratar
acerca de la resurrección de Lázaro, Potamio parece regodearse en los
elementos más macabros de la muerte y la corrupción del cuerpo,
interesándose particularmente en la putrefacción y sus señales. Igualmente,
al tratar sobre el martirio de Isaías —antigua tradición de fuentes
extrabíblicas— Potamio describe detalladamente el descuartizamiento del
profeta.
Como era de esperarse, muy poco se conserva de los escritos de los
primeros arrianos. La mayor parte nos ha llegado solamente en citas que
otros incluyeron en sus escritos para refutarles. Así, en su tratado Contra los
sermones de los herejes San Agustín va citando lo que parece ser un
sermón arriano para entonces refutar cada uno de sus puntos. Otros
documentos arrianos de fecha dudosa han logrado subsistir porque se les
atribuyeron a otros autores. Así, por ejemplo, entre los escritos de Orígenes
se encuentra un Comentario a Job que ciertamente es posterior a Orígenes
y cuya teología es claramente arriana. Y entre los de Juan Crisóstomo se
incluye una Obra imperfecta sobre Mateo, que es una colección de
sermones sobre ese Evangelio de cariz arriano. Enmendada para corregir su
teología, esta obra circuló ampliamente durante la Edad Media, y fue una de
las favoritas de Santo Tomás de Aquino.
Además de las obras ya citadas, hay en torno a estas y a la controversia
arriana toda una pléyade de escritos cuyos autores y fechas de composición
no se pueden determinar con certeza. Todos estos son escritos menores, y
no afectan en gran manera el curso de la historia que estamos narrando.
CAPÍTULO 17
Otros autores griegos de principios
del siglo cuarto
Aunque en los capítulos anteriores hemos centrado la atención sobre los
grandes personajes que florecieron durante la primera mitad del siglo cuarto,
particularmente Eusebio de Cesarea, Atanasio e Hilario, aquella fue una
época de gran actividad literaria entre los cristianos, ahora librados del
constante temor de la persecución, y también involucrados en nuevas
controversias que en buena parte se debían a la creciente facilidad de
comunicaciones entre creyentes de diversas regiones. Por otra parte, las
controversias de aquel tiempo tomaron un giro nuevo alrededor del año 360,
cuando primero la muerte de Constancio, luego el régimen de Juliano el
Apóstata, y por fin el sínodo alejandrino de 362 proveyeron la oportunidad
para la clarificación de ideas y un nuevo espíritu de reconciliación entre los
defensores más ardientes del Concilio de Nicea y quienes, al tiempo que
afirmaban la plena divinidad del Hijo, tenían reparos respecto al uso del
término “homousios”, “de la misma sustancia”.
Por tanto, hemos tomado esa fecha como línea divisoria en nuestra
discusión del siglo cuarto. Los personajes que hasta aquí hemos estudiado
florecieron mayormente antes de ella. Lo mismo es cierto de los otros
autores a quienes dedicaremos este capítulo. Más adelante pasaremos a los
autores que florecieron después de esa fecha, dedicándoles algunos
capítulos a los más importantes entre ellos, y dos capítulos a los personajes
secundarios: uno a los autores de lengua griega, y otro a los latinos.
Eustatio de Antioquía
Aunque la narración de Eusebio de Cesarea dice poco acerca de él, no
cabe duda de que uno de los principales personajes en el Concilio de Nicea
fue Eustatio de Antioquía. Tras servir como obispo de la ciudad que hoy
recibe el nombre de Alepo, Eustatio fue trasladado a la importantísima sede
de Antioquía poco antes del Concilio de Nicea, quizá en el mismo año 325.
Como obispo de Antioquía, ciertamente su participación tuvo gran peso en el
concilio. Según el antiguo historiador Teodoreto, cuando Constantino se
presentó en el concilio, Eustatio “coronó al emperador con las flores de un
panegírico alabándole por su cuidadosa atención a las cuestiones de la
iglesia” (Historia eclesiástica, 1.6: PG 82:920). El hecho de que Eusebio de
Cesarea le dé poco realce a Eustatio parece deberse, no solo a diferencias
doctrinales, sino también al recelo de Eusebio porque el Concilio de Nicea
colocó a toda Siria y Palestina bajo la jurisdicción de Antioquía; y, por tanto,
a Eusebio por debajo de Eustatio. Inmediatamente después del concilio,
Eusebio comenzó a atacar a Eustatio, acusándole de sabelianismo; es decir,
de no hacer de las tres personas de la Trinidad más que tres aspectos o
rostros de Dios.
Inmediatamente después del concilio, el partido arriano emprendió una
campaña contra los principales líderes de aquella asamblea y, por tanto,
también contra Eustatio. Teodoreto cuenta el modo en que los arrianos
lograron deshacerse de Eustatio. Según Teodoreto, Eusebio de Nicomedia y
otros proponentes de las doctrinas de Arrio inventaron una peregrinación a
Tierra Santa cuyo verdadero propósito era destruir a Eustatio. Cuando,
camino de Constantinopla a Palestina, pasaron por Antioquía, Eustatio les
recibió con amistad y honores. Pero en Palestina se reunieron con varios de
sus correligionarios y tramaron la caída de Eustatio. Teodoreto cuenta que
convocaron a un sínodo al cual Eustatio asistió. Entonces…
Sobornaron a una mujer que vivía vendiendo su hermosura, comprándole la
lengua. Fueron entonces al concilio, les ordenaron a todos los espectadores
que salieran, y presentaron a la mujer. Esta traía cargado un infante que
según ella decía descaradamente era hijo de Eustatio. Este pidió que se
trajeran testigos. Pero ella dijo que no los tenía… y aquellos jueces tan
“amantes de la verdad” le condenaron por adúltero. Cuando los otros
obispos… se opusieron a la sentencia, instando a Eustatio a no aceptarla, los
conspiradores acudieron al emperador… y así lograron que se exiliara a este
campeón de la fe y de la castidad como adúltero y tirano. (Teodoreto, Historia
eclesiástica, 1.20; PG 82:968)
Eustatio partió al exilio, primero en Tracia y después en Macedonia. En el
año 343, un concilio reunido en Sárdica —hoy Sofía— le reivindicó, aunque
aparentemente ya para esa fecha había muerto.
Poco queda de las muchas obras de Eustatio. Entre esas obras perdidas
en su casi totalidad se cuentan su amplio tratado Contra los arrianos, y otro
Del alma, en el que criticaba a la filosofía platónica y de allí pasaba a acusar
a los arrianos de sostener que el Verbo encarnado no tomó un alma
humana, sino solamente un cuerpo. Igualmente se ha perdido casi toda su
correspondencia. Lo que queda, aparte de un tratado contra Orígenes sobre
el episodio bíblico de la adivina de Endor, es un buen número de fragmentos
citados por autores posteriores. Entre esos, posiblemente los más valiosos
sean los que han sido tomados de su Homilía sobre Proverbios 8.22, donde
la Sabiduría declara que Dios le “poseía en el principio, ya de antiguo, antes
de sus obras”. Además, puesto que después de su reivindicación el nombre
de Eustatio cobró gran prestigio, existe un buen número de obras espurias
que se le atribuyeron.
En su homilía sobre Proverbios, de la cual Teodoreto ha conservado más
de una docena de fragmentos, Eustatio hace uso de ese pasaje para
reafirmar la eternidad del Verbo, contra la doctrina arriana según la cual este
era una criatura. La “Sabiduría”—o “Sofía”— a la que Proverbios se refiere
es el mismo Verbo que aparece en el Evangelio de Juan, y que se encarnó
en Jesucristo. Según Eustatio, Dios “no creó a la Sabiduría ni al Verbo en
quien residía todo el poder desde el principio” (Teodoreto, Diálogos, 2; PG
18:677).
Pero Eustatio va más allá, pues plantea claramente el problema
cristológico que ocuparía a los principales teólogos del siglo siguiente, y que
llevaría a serias contiendas y divisiones: la necesidad de afirmar a la vez la
plena y eterna divinidad del Hijo y su encarnación en un ser también
plenamente humano. Así dice:
Si el Verbo estaba desde el principio con Dios y con el Padre, y si afirmamos
que todo cuanto hay fue hecho por él, entonces [tenemos que afirmar que] es
este quien es la causa de todo cuanto ha sido creado. No fue él mismo
formado en una mujer, sino que es por su propia naturaleza Dios, que existe
por sí mismo, y es infinito e incomprensible. Y este Verbo fue hecho hombre,
formado en la matriz de la Virgen por obra del Espíritu Santo. (Citado por
Teodoreto, Diálogos, 1; PG 18:677)
Como veremos en capítulos subsiguientes, no solo Eustatio, sino
también sus seguidores en lo que vino a llamarse la “escuela de Antioquía”,
subrayaban la necesidad de la plena humanidad de Jesucristo, sin que esto
negara su plena divinidad. Lo que es más, la imagen típicamente
antioqueña, según la cual el Verbo habitó en Jesús “como en un templo”
aparece ya en Eustatio.
También en su interpretación teológica Eustatio resulta ser un claro
exponente de la tradición antioqueña. Normalmente, esta tradición se oponía
a la práctica de la interpretación alegórica al estilo de Orígenes que se había
impuesto en Alejandría. En el único tratado de Eustatio que se conserva en
su totalidad, y que discute el episodio de la adivina en Endor, De la
necromancia de Orígenes, Eustatio interpreta el pasaje literalmente,
rechazando los elementos alegóricos en la interpretación que había hecho
Orígenes. Por otra parte, lo que estaba en discusión en esa interpretación
era si quien Saúl había visto era el propio Samuel o un demonio, pues según
Orígenes el alma de un hombre justo como Saúl no podía estar en el Hades.
Frente a esto, Eustatio arguye que si un hombre parcialmente justo como
Saúl no podía estar en el Hades, Jesús tampoco hubiera podido descender
a él. Lo que estaba en juego aquí era también una postura firme de la
escuela antioqueña frente a los primeros alejandrinos, afirmando que para
ser plenamente humano Jesús tenía que tener también un alma humana, y
no solo un cuerpo.
Marcelo de Ancira
Otro de los principales opositores del arrianismo en el Concilio de Nicea
fue Marcelo, obispo de Ancira, hoy Ankara, en Turquía. El curso de la vida
de Marcelo fue semejante al de Eustatio. Declarado hereje y depuesto por
varios sínodos de tendencia arriana, también fue elogiado y restaurado por
otros de la tendencia opuesta. Parece haber muerto alrededor del año 375.
Seis años más tarde, en 381, el Concilio de Constantinopla —hoy
considerado el Segundo Concilio Ecuménico— rechazó sus enseñanzas.
Es difícil saber exactamente en qué consistían esas enseñanzas. Por el
hecho mismo de que a la postre se le declaró hereje, casi todo lo que
escribió Marcelo se ha perdido, aunque se conservan numerosos
fragmentos, particularmente de su Contra Asterio, quien era un famoso
teólogo arriano. En su tratado Contra Marcelo, Eusebio de Cesarea cita una
carta de Marcelo: “Comenzaré por la carta que él escribió y refutaré cada
punto falso de su doctrina. Dice que cree en el Padre, Dios todopoderoso, y
en su Hijo, el unigénito de Dios, nuestro Señor Jesucristo, y en el Espíritu
Santo. …Cuando dice esto, lo acepto todo. …Pero cuando,
desentendiéndose de la autoridad divina, nos dice por razón de una
especulación compleja y puramente humana que el Padre y Hijo no lo son
sino de una manera humana, tal especulación resulta atrevida” (Eusebio de
Cesarea, Contra Marcelo, 1.4; PG 24:754, 756). En la refutación que sigue,
resulta claro que Eusebio acusa a Marcelo de sabelianismo; es decir, de
sostener que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son sino tres modos o
rostros consecutivos en que Dios se presenta en diversos tiempos. Luego, al
parecer Marcelo entendía la aseveración de la consustancialidad del Hijo
con el Padre —es decir, el homousios— como una afirmación de que las
distinciones entre ellos no eran eternas. Es por esto que la actitud de
Atanasio hacia Marcelo siempre fue ambigua, unas veces apoyándole y
otras no.
Por otra parte, en una carta de Marcelo defendiendo su ortodoxia y
dirigida a Julio, obispo de Roma, tenemos uno de los textos más antiguos de
lo que ha venido a ser el “Credo Apostólico”, aunque hay textos parecidos
bastante más antiguos:
Creo en Dios Padre todopoderoso. Y en Jesucristo, su único Hijo, Señor
nuestro, quien nació del Espíritu Santo y de la virgen María; fue crucificado
bajo Poncio Pilato, y sepultado; el tercer día se levantó de los muertos;
ascendió al cielo, y está sentado a la diestra del Padre, de donde ha de venir
a juzgar a los vivos y los muertos. Y en el Espíritu Santo; la santa iglesia; el
perdón de los pecados; la resurrección de la carne. (Citado por Epifanio,
Herejías 72.3; PG 42:385, 388)
Basilio de Ancira
El sucesor de Marcelo en la sede de Ancira fue Basilio, quien fue uno de
los líderes del partido homoiusiano y, por tanto, uno de aquellos con quienes
Atanasio tuvo que negociar para llegar a una reconciliación entre ellos y
quienes afirmaban la doctrina de Nicea. La mayor parte de su obra se ha
perdido; lo más importante entre lo que resta es parte de su correspondencia
citada por Epifanio, quien se opone a lo que Basilio dice, declarándolo
herejía. Por tanto, al leer esa correspondencia hay que hacerlo con la
sospecha de que posiblemente Epifanio no lo haya transcrito todo
literalmente. En todo caso, la postura de Basilio, según la cual el Hijo es “de
semejante sustancia” al Padre fue aceptada por Atanasio, y luego por otros,
siempre que no se quisiera decir con esto que el Hijo sea menos divino que
el Padre.
Dídimo el Ciego
Un personaje muy respetado y admirado durante la primera mitad del
siglo cuarto fue Dídimo el Ciego. Según cuentan sus biógrafos de aquellos
días, Dídimo quedó ciego a la edad de cuatro años debido a alguna
enfermedad. Aunque esto significó que jamás fue a la escuela llegó a ser,
sin embargo, un erudito famoso. Entre sus discípulos y biógrafos se cuenta
el traductor e historiador Rufino, quien dice que tarde en la noche Dídimo
frecuentemente seguía despierto, como un animal rumiando su alimento. Y
otro discípulo de Dídimo, el eruditísimo Jerónimo, muestra su enorme
admiración:
Dídimo de Alejandría, quien quedó ciego cuando era muy joven, y por lo
tanto no pudo hacer ni los estudios más fundamentales, manifestó una
inteligencia tan prodigiosa que aprendió perfectamente la dialéctica y hasta
la geometría —ciencias que requieren una habilidad especial. Escribió
muchas obras admirables: comentarios sobre todos los Salmos, comentarios
sobre los Evangelios de Mateo y de Juan, un tratado sobre las doctrinas, dos
libros contra los arrianos, y uno sobre el Espíritu Santo (que yo [Jerónimo] he
traducido al latín), dieciocho volúmenes sobre Isaías, tres sobre Oseas que
me dedicó a mí, y cinco sobre Zacarías, a petición mía. También escribió
comentarios acerca de Job, y tantas otras cosas que ocuparse de todas
requeriría una obra aparte. Todavía vive, y ha sobrepasado los 83 años.
(Vidas de varones ilustres, 109; PL 23:744)
Y en el prólogo a su traducción del tratado de Dídimo sobre el Espíritu
Santo, Jerónimo, al tiempo que reconoce la falta de estudios formales y
particularmente de formación retórica de Dídimo, exalta su sabiduría una vez
más. (El que Jerónimo haya traducido el tratado de Dídimo Del Espíritu
Santo resulta particularmente valioso, por cuanto el original griego se ha
perdido y todo lo que nos queda es la traducción de Jerónimo al latín).
También Atanasio reconoció el genio de Dídimo, pues parece haberle puesto
a la cabeza de la escuela catequética de Alejandría que antes Orígenes
había dirigido.
Naturalmente, Dídimo no escribió sus obras de su puño y letra. Algunos
biógrafos antiguos dicen que varias de sus obras fueron en realidad notas
que sus discípulos tomaron según él les enseñaba. Las demás fueron
dictadas.
Desafortunadamente, Dídimo siguió a Orígenes en algunas de sus
teorías más atrevidas, tales como la preexistencia de las almas y la
salvación universal. Por esa razón, el Concilio de Constantinopla reunido en
553, más de siglo y medio después de su muerte, le declaró origenista, y
pronunció sobre él los mismos anatemas que pronunció contra Orígenes.
Aparentemente por esa razón fueron pocos quienes se ocuparon de copiar
sus obras y, por tanto, la mayoría de ellas han desaparecido. Parte de
algunos de los comentarios que se consideraban perdidos fueron
redescubiertos a mediados del siglo veinte: comentarios sobre los primeros
capítulos de Génesis, Zacarías, Job, y posiblemente Salmos y Eclesiastés.
(La historia del descubrimiento misma es interesante. Durante la Segunda
Guerra Mundial los británicos que ocupaban Egipto mandaron hacer
excavaciones en una cantera abandonada a unos 20 km fuera del Cairo
para que sirviera de almacenaje. Quienes excavaban descubrieron una
enorme cantidad de papiros antiguos enterrados entre los escombros. Los
que los encontraron los vendieron en el mercado negro, y a partir de
entonces los anticuarios e historiadores han ido recuperando parte de aquel
tesoro ahora disperso). Estos documentos son interesantes porque ponen
de manifiesto la enorme erudición de Dídimo. Pero, por lo general,
sencillamente siguen el método alegórico de Orígenes, de modo que al
comentar sobre cualquier texto Dídimo salta del texto que comenta a una
pléyade de otros pasajes bíblicos que relaciona con el texto bajo discusión
mediante interpretaciones alegóricas frecuentemente bastante forzadas.
Además de esos comentarios, se conservan de Dídimo tres obras de
carácter teológico: el tratado Del Espíritu Santo a que ya nos hemos referido,
un breve escrito Contra los maniqueos, y su obra en tres libros De la
Trinidad. Esta última fue escrita en fecha bastante tardía, ciertamente
después del Concilio de Constantinopla del 381. Por tanto, refleja lo que a
través de todo el debate desde Nicea hasta Constantinopla se había ido
resolviendo y decidiendo. Por eso, además de defender la fórmula de Nicea,
como antes lo había hecho junto a Atanasio, también rechaza la postura de
quienes negaban la divinidad del Espíritu Santo. En todo caso, el escrito
todo es en su mayor parte una colección de textos bíblicos que apoyan lo
decidido en Nicea y Constantinopla.
El tratado Del Espíritu Santo, que como hemos dicho subsiste solamente
en la traducción latina de Jerónimo, es anterior a De la Trinidad.
Ciertamente, fue escrito antes del año 381, cuando Ambrosio lo utilizó como
fuente para su obra acerca del Espíritu Santo. Lo más probable es que haya
sido escrito alrededor de la fecha del sínodo de Alejandría, que tuvo lugar en
362. El motivo del escrito parece haber sido el deseo de responder a las
peticiones de otros monjes de refutar los errores que circulaban respecto al
Espíritu Santo y ofrecer una doctrina más correcta. Casi al principio, Dídimo
declara:
Por lo general lo que más le conviene a quien es fiel y reverente y está en
dominio de su mente es callar, dejando pasar en silencio la cuestión presente,
y no someterla a los peligros de su propia interpretación. Pero algunos se han
lanzado a investigar cuestiones celestiales mediante el atrevimiento más bien
que mediante la vida justa, y afirman ciertas cosas acerca del Espíritu Santo
que no se encuentran en las Escrituras ni en los antiguos escritores en la
iglesia. Por eso me siento obligado responder a la petición repetida de los
hermanos de expresar nuestra opinión acerca del Espíritu Santo mediante
textos escriturarios, de modo que quienes tienen opiniones contrarias no
puedan engañar a otros por desconocimiento de tan importante doctrina. (Del
Espíritu Santo, 1; PG 39:1033)
Tras una introducción de unos breves párrafos, Dídimo se introduce
directamente en la cuestión de la naturaleza del Espíritu y de su actividad,
para pasar después a su relación con el Padre y el Hijo, y afirmar por fin la
plena divinidad del Espíritu y su relación con las otras dos personas de la
Trinidad. Las citas bíblicas y las discusiones de textos específicos son
abundantísimas. Además, resulta interesante notar que Dídimo fundamenta
sus enseñanzas acerca de la divinidad del Espíritu no solamente en
argumentos racionales y en citas de la Biblia, sino también en la obra misma
del Espíritu. De manera semejante a como Atanasio arguye que la nueva
creación que es principalmente obra del Hijo requiere un ser tan divino como
el autor de la primera creación, ahora Dídimo usa un argumento semejante
en pro de la plena divinidad del Espíritu Santo. Así dice que:
Continuando con lo que nos falta por decir, podemos asegurarnos de que el
Espíritu Santo es de la misma sustancia que el Padre y el Hijo por lo
siguiente: de igual manera que tanto el Padre como el Hijo santifican y
purifican a los creyentes mediante la comunión con ellos, así también el
Espíritu Santo les santifica y purifica mediante la comunión con él. (Del
Espíritu Santo 53; 3-6:1078)
Eusebio de Emesa
Eusebio de Emesa era natural de la ciudad de Edesa —en el sudeste de
lo que hoy es Turquía—, donde la lengua común era el siríaco. Pero desde
joven aprendió el griego, lo cual le permitió viajar y estudiar tanto en
Antioquía como en Alejandría. Su prestigio fue tal que se le ofreció la sede
de Alejandría; pero en aquellos años turbulentos Eusebio prefirió continuar
con sus estudios, hasta que más tarde fue hecho obispo de Emesa, la
ciudad que hoy se conoce como Homs. Según Jerónimo, Eusebio fue un
autor prolífico; pero casi toda su obra se ha perdido, y no quedan más que
algunos fragmentos de sus comentarios bíblicos y una colección de
sermones originalmente predicados en griego, pero que han subsistido
sobre todo en traducciones al armenio y al siríaco. Por otra parte, aunque
sus escritos en esa dirección han desaparecido, Eusebio también fue
conocido como matemático y astrólogo. Por esa razón tuvo dificultades con
su congregación en Emesa, y pasó algún tiempo al servicio del emperador
Constancio II, quien le empleaba como consejero.
Al leer los sermones de Eusebio resaltan su dramatismo, su visión de las
dimensiones cósmicas de la obra de Cristo y su interpretación tipológica de
las Escrituras. Esto se ve en el siguiente párrafo, tomado de un sermón
acerca de la pasión de Cristo:
Aquel día de su crucifixión fue también el día de la transgresión de Adán. Dios
creó a Adán en el sexto día, y en ese día pecó. También en ese mismo día se
hizo obediente y sufrió a la hora sexta, cuando Adán comió del fruto. Esto fue
así para que en Cristo fuésemos vencedores en la misma hora en que fuimos
vencidos en Adán. El árbol de vida en el huerto es el árbol de la Cruz. Hubo
una mujer a través de la cual el pecado entró en el mundo, y aquí hay una
virgen que escuchará a Jesús decir: “He ahí tu madre”. En ese día Adán
extendió la mano hacia el mal, y Jesús extiende sus santos brazos para el
bien. Adán se acercó al árbol, y Jesús colocó sus manos y sus pies en el
árbol donde los clavos le sujetaron. …Adán escuchó este juicio: “la tierra te
producirá cardos y espinas”. Nuestro Jesús por su propia voluntad fue
coronado con las espinas de Adán. Adán mereció su maldición, pero Jesús, a
quien los condenados bendicen, murió como maldito colgado del madero. (De
los sufrimientos y muerte de nuestro Señor, traducido por S. C. Malan;
www.tertullian.org/fathers/eusebius_of_emesa)
CAPÍTULO 18
Los Grandes Capadocios
Una familia y un amigo
Tradicionalmente, se habla de los “los Tres Grandes Capadocios”. Estos
son Basilio de Cesarea, su hermano Gregorio de Nisa, y el amigo de ambos,
Gregorio de Nacianzo. Pero en realidad, los grandes capadocios fueron
cuatro, pues Macrina, la hermana mayor de Basilio y de Gregorio de Nisa,
ocupó un lugar importante en la vida e historia de los grandes capadocios.
Los padres de Macrina y de sus hermanos eran cristianos. El abuelo
materno sufrió el martirio durante la persecución de Diocleciano. Durante la
misma persecución, los abuelos paternos abandonaron sus tierras y vivieron
escondidos en los bosques por espacio de siete años, hasta que terminó la
persecución. Pasada la persecución, la familia regresó a sus tierras, donde
tuvieron varios hijos. El padre de Macrina, de Basilio y de Gregorio —
llamado también Basilio, como su propio padre y el más famoso de sus hijos
— era un respetado abogado y profesor de retórica en la ciudad de Cesarea,
en Capadocia. La madre, Emelia, pertenecía a las clases relativamente
acomodadas de la región. Basilio el padre pasaba parte del tiempo en sus
tierras, y otra parte en la ciudad de Cesarea, dedicado a las leyes y la
retórica. Este Basilio y Emilia tuvieron al menos diez hijos, de los cuales no
todos vivieron hasta llegar a ser adultos. Cuando su hijo Basilio —a quien la
posteridad conocería como Basilio el Grande— tenía unos 14 años de edad,
sus padres le enviaron a estudiar en Cesarea; no Cesarea en Palestina, sino
la ciudad del mismo nombre en Capadocia. Allí conoció a otro joven de
nombre Gregorio, y con él trabó una amistad que perduraría hasta el fin de
sus vidas.
Este otro Gregorio, a quien la posteridad conoce como Gregorio de
Nacianzo, o Gregorio Nacianceno, era hijo del obispo de esa ciudad,
también. Llamado Gregorio, y había llegado a Cesarea a estudiar junto a su
hermano Cesáreo. Algún tiempo después, el joven Gregorio y su hermano
partieron hacia Alejandría, donde conocieron a Atanasio, quien a la sazón
estaba en el exilio. Pero Gregorio quería estudiar en la famosa escuela de
Atenas, y pronto siguió camino hacia esa ciudad. Poco después Basilio se le
reunió en la misma escuela. Entre los compañeros de estudio de aquellos
dos jóvenes estaba el también joven Juliano, quien más tarde llegaría a ser
emperador y sería conocido como Julián, el Apóstata. Terminados sus
estudios, Gregorio partió hacia Constantinopla y Basilio regresó a Cesarea.
Allí tuvo gran éxito como profesor de retórica, a tal punto que, según cuenta
su propio hermano, se hinchó de orgullo, considerándose superior a todos
los demás habitantes de la ciudad.
Fue entonces que Macrina intervino, llamando a su hermano a novedad
de vida.
Macrina
La hermana mayor de Basilio había seguido una vida muy diferente de la
de Basilio. Mientras Basilio buscaba la fama mediante sus indudables dones
retóricos y de administración, Macrina había decidido no casarse y dedicarse
a la vida austera y a la oración. Aunque no tenemos escrito alguno
procedente de su mano, su hermano menor Gregorio de Nisa nos ha dejado
testimonio de ella en dos obras, la Vida de Macrina y el diálogo Del alma y la
resurrección. La primera de estas obras es una biografía de carácter
hagiográfico que, al tiempo que dice mucho acerca de la santidad de
Macrina, no ofrece mucha información en cuanto a su pensamiento. Por esa
razón, el diálogo Del alma y la resurrección es mucho más interesante, pues
se presenta en forma de diálogo en el que el personaje principal es Macrina,
y es muy posible que las palabras que Gregorio pone en boca de su
hermana sean relativamente fidedignas.
Al principio mismo del diálogo, Gregorio cuenta que, transido de dolor por
la muerte de su hermano Basilio, fue a visitar a su hermana, a quien llama
“la Maestra”, título que le da a través de toda la obra. Al verla, se llenó una
vez más de dolor, puesto que resultaba evidente que Macrina estaba en su
lecho de muerte. Esto da ocasión a un diálogo en el que Gregorio
sencillamente plantea dudas, preguntas y objeciones, y Macrina le contesta.
El resultado de la conversación no es solamente la convicción de la
inmortalidad del alma y la resurrección del cuerpo, sino también una gran
visión de dimensiones cósmicas. Cuando Gregorio le pregunta qué decirles
a quienes se desaniman ante las calamidades de la vida y del mundo,
Macrina le contesta que ha de decirles:
Es necio que os preocupéis y quejéis por razón de toda esta serie de
realidades de la vida. ¿No sabéis la meta hacia la cual se mueve toda la
administración del universo? ¿No sabéis que todas las cosas han de ser
llevadas a la naturaleza divina de acuerdo al hermoso plan de su autor,
siguiendo cierto orden y regla? Ciertamente, fue para esto que los seres
intelectuales fueron creados, es decir, para que hubiera dónde depositar las
riquezas de las bendiciones divinas. La Sabiduría que lo creó todo hizo estas
almas, estos receptáculos con libre albedrío, como si fueran vasos creados
para recibir sus bendiciones y crecer constantemente según esas bendiciones
los van llenando. Tales son las maravillas que produce la participación en las
bendiciones divinas: engrandecen y amplían el alma. Y hasta la capacidad
misma del alma se va ampliando y nunca deja de crecer… Entonces, ¿por
qué os preocupáis al ver que nuestra naturaleza va marchando hacia su meta
según el camino que nos ha sido designado? (Del alma y la resurrección; PG
46:105)
Basilio de Cesarea
Según Gregorio de Nisa, fue Macrina quien le señaló a su hermano
Basilio que a pesar de todos sus triunfos y glorias iba por mal camino. El
propio Basilio habla de cómo “de momento desperté de mi pesado sueño, vi
la luz sublime de la verdad evangélica y reconocí la vanidad de la sabiduría
de los príncipes del mundo” (Epístolas, 223.2; PG 32:824). Tan pronto como
le fue posible, recibió el bautismo que había pospuesto, y se dedicó a seguir
el camino del evangelio. Influido por Macrina, y quizá por otros personajes
en su entorno, Basilio entendía que esto requería una vida ascética. Por esa
razón, dedicó algún tiempo a visitar los famosos centros monásticos en
Egipto, Siria, Palestina y hasta Mesopotamia. De regreso tras ese largo
viaje, repartió sus posesiones entre los pobres y se dedicó a la vida
monástica en un lugar apartado. Pero, como en tantos otros casos, allá le
siguieron otros buscando dirección para la santidad de vida, y el resultado
fue un monaquismo cenobítico; es decir, un monaquismo, no en la soledad
del ermitaño, sino en el seno de una comunidad. Los monjes que eran parte
de aquella comunidad, así como otros visitantes —entre ellos Gregorio de
Nacianzo, quien fue a visitarle en 358— le planteaban preguntas y casos
concretos referentes a la vida monástica. Las respuestas de Basilio,
aparentemente algunas de ellas anotadas taquigráficamente por sus
interlocutores, forman la base de la llamada Regla de San Basilio. Aunque
no cabe duda de que esta Regla refleje las prácticas y enseñanzas del
propio Basilio, es difícil determinar cuánto de ella proviene directamente de
él y cuánto son añadiduras posteriores. Y, para complicar las cosas, hay
varias versiones diferentes de la Regla. En todo caso, no cabe duda de que
este documento refleja el modo en que Basilio entendía la vida monástica, y
que ciertamente buena parte procede de él. Y sin lugar a dudas, aunque
varios de los otros escritos de Basilio tienen un lugar importante en la
historia del pensamiento teológico, la Regla es el que ha tenido una
influencia más directa en la vida cristiana, sobre todo en el oriente de habla
griega.
Dentro de este contexto de la vida ascética, también tenemos de Basilio
una colección de principios para la vida cristiana, Moralia. En esta colección,
tras una breve exposición de cada principio en cuestión, Basilio discute una
serie de pasajes bíblicos que lo apoyan y aclaran. Así, por ejemplo, la regla
número 11: “Que no se han de tomar a la ligera los juicios de Dios, sino que
han de temerse aun cuando la retribución no sea inmediata”, va seguida de
cinco breves párrafos dedicados a Mateo 18:28; Juan 5:14; Lucas 13:1-6;
Romanos 1:28; y Lucas 4:25, 26.
En este campo de las enseñanzas para la vida práctica, merece citarse el
breve tratado A los adolescentes, que Basilio dirige a sus sobrinos, y que
trata del agudo problema de la relación entre la cultura pagana y la fe
cristiana. La literatura clásica incluía mitos acerca de los dioses y otras
cuestiones semejantes que eran contrarias a las enseñanzas cristianas. Por
esa razón, muchos cristianos se negaban a ir a las escuelas donde se
enseñaba esa literatura, con lo que al mismo tiempo se privaban de la
instrucción retórica que el propio Basilio había recibido y que de tanto le
servía. Y también los paganos veían esa diferencia, pues en tiempos de
Basilio el emperador Juliano prohibió que los cristianos enseñaran la
literatura clásica, por temor a que la interpretaran a su propio modo.
Escribiéndoles entonces a sus sobrinos, Basilio sostiene que
… las Sagradas Escrituras, enseñándonos palabras divinas, nos conducen a
la vida eterna. Pero, puesto que nuestra propia incapacidad nos dificulta los
más profundos pensamientos, adiestramos nuestras percepciones
espirituales mediante el estudio de los escritos profanos, que no son
completamente diferentes, y en los cuales percibimos la verdad como por
espejo o entre sombras. (A los adolescentes, 2; PG 31:565)
Basilio, al igual que su hermano Gregorio de Nisa y su amigo Gregorio de
Nacianzo, participó activamente en los debates teológicos de su tiempo,
particularmente en los que llevaron a la reafirmación del Concilio de Nicea
en el Concilio de Constantinopla, celebrado en el 381 y considerado el
Segundo Concilio Ecuménico.
El tono práctico de las enseñanzas y la vida de Basilio se descubre
particularmente en sus 50 sermones y bastante más de 300 cartas que han
sobrevivido. Esas cartas son una de las principales fuentes con que
contamos hoy para seguir el desarrollo de la polémica en torno al arrianismo
durante la segunda mitad de siglo cuarto. Entre los sermones de Basilio se
destacan sus nueve homilías acerca de los seis días de la creación, que
predicó durante la cuaresma. En ellas rechaza categóricamente el
alegorismo de los alejandrinos, defiende la interpretación más literal de los
textos bíblicos que había cobrado fuerzas tanto en Siria como en Asia
Menor. Aparentemente cuando algunos criticaron el modo en que
interpretaba las Escrituras, sin buscar en ellas recónditos sentidos
alegóricos, Basilio respondió en la última de estas homilías:
Conozco las leyes de la alegoría, no tanto porque yo las haya practicado, sino
leyendo las obras de otros. Ciertamente hay quienes rechazan el sentido
común de las Escrituras, personas para quienes el agua no es agua, sino otra
cosa, quienes ven en una planta o en un pez lo que mejor les parece, que
cambian la naturaleza de los reptiles y las bestias salvajes según conviene a
sus alegorías… Para mí, la hierba es hierba. Tomo en su sentido literal las
plantas, los peces, las bestias salvajes y los animales domésticos. (Sobre el
Hexámeron, 9.1; PG 29:188)
Pero probablemente lo más interesante en los sermones de Basilio sea el
modo en que responden a las difíciles condiciones económicas de la época,
cuando la concentración de las riquezas y de las tierras en unas pocas
manos llevaba a la pobreza, al hambre, y hasta obligaba a algunos padres a
vender a sus hijos en esclavitud. Los sermones de Basilio tratan
repetidamente sobre estos temas y sobre la obligación de los cristianos de
responder a tales circunstancias. En uno de ellos, sobre la parábola en el
Evangelio de Lucas del hombre que decidió construir graneros más amplios
y ese mismo día murió, Basilio exhorta a quien le escucha: “Sé consciente
de los bienes ajenos que tienes en tus manos: te alegran por un breve
espacio de tiempo, después, colándose como el agua, desaparecen, pero [a
la postre] te pedirán cuenta de ellos pormenorizadamente (Homilías, 6.2;
BAC 657: 565). Y hacia el final de su homilía les dice a los avaros:
¿Qué cosas son tuyas, dime? ¿De dónde lo has cogido, poniéndolo entre tus
bienes? Es como si alguien, porque ha ocupado un sitio en el teatro, luego
prohibiese entrar a los que vinieran después, pues considera como particular
lo que está puesto para utilidad común de todos. Así son los ricos, porque
después de apropiarse de los bienes comunes, los convierten en particulares,
por el hecho de haberlos tomado con antelación. Pues si cada uno cogiera
para calmar su propia necesidad y dejara lo restante para el necesitado, nadie
sería rico, pero tampoco nadie sería pobre ni necesitado. (Homilías, 6.7; BAC
657:572).
Y en otra homilía, predicada en tiempos de hambre y sequía, exhorta a
quienes les escuchan a entender la enormidad del hambre y, por tanto, a
compartir de lo que tienen:
La enfermedad del hambriento, el hambre, es un sufrimiento espantoso. El
hambre es la más importante de las desgracias humanas y el final más
mísero de todas las muertes… Es un mal más lento que prolonga el dolor,
una enfermedad que está tranquilamente sentada y aguardando en su
madriguera, una muerte siempre presente, pero que siempre tarda en llegar…
La carne se pega a los huesos como tela de araña, la piel pierde el color,
pues, al faltarle la sangre, huye el color rojizo; no hay tampoco blancura,
ennegreciéndose la superficie por la debilidad; el cuerpo se vuelve lívido, ya
que por el sufrimiento se mezclan de una manera lamentable la palidez y la
negrura. Las rodillas no se sostienen, … la voz es débil y lánguida; los ojos,
debilitados en sus cuencas… El estómago está vacío y contraído. (Homilías,
8.7; BAC 657: 601-2).
Aunque aquí nos ocupamos principalmente de la literatura, es necesario
mencionar al menos el modo en que Basilio intentó responder a esta
situación, no solo con palabras, sino también en hechos. Así, fundó una
comunidad diseñada particularmente para beneficio de los pobres. Según
cuenta su amigo Gregorio de Nacianzo en su Panegírico a Basilio, conocido
también como su Homilía 43:
Salid un poco a las afueras de la ciudad, y veréis una nueva ciudad, lugar
donde se almacena ese tesoro común de los ricos, la piedad, donde las cosas
superfluas de sus riquezas, y aun a veces las necesarias, se conservan
gracias a las exhortaciones [de Basilio], libres del poder de la polilla y de la
mirada avariciosa de los ladrones. (Panegírico a Basilio, 43.63; PG 36:493)
En aquella ciudad se les proporcionaba trabajo y adiestramiento a los
obreros, cuidado a los enfermos y alimento a los pobres. Pronto aquella
empresa logró admiradores y emuladores, a tal punto que surgieron otras
ciudades semejantes en regiones cercanas.
En el campo estrictamente teológico, las dos obras principales de Basilio
son Contra Eunomio y Del Espíritu Santo. Eunomio fue el líder principal del
partido arriano en tiempos de los capadocios. Poco se sabe de su juventud,
pero sí sabemos que fue hecho diácono en el año 360, es decir, poco antes
del sínodo de Alejandría de 362 que hemos tomado como punto divisorio en
nuestra historia del siglo cuarto. Algún tiempo después fue hecho obispo de
Cicico, una población pequeña en lo que hoy es Turquía. Cuando el pueblo
de esa ciudad se rebeló contra él y le expulsó, se refugió en Constantinopla,
a la sazón bajo el control arriano. Contra él escribieron no solo Basilio, sino
también Dídimo el Ciego, Gregorio de Nisa y varios otros. Puesto que a fines
del siglo cuarto, por orden imperial, sus libros fueron sistemáticamente
destruidos, muy poco se conserva de su amplia producción literaria. En las
controversias de su tiempo, cuando los opositores del Concilio de Nicea se
dividieron, Eunomio adoptó la postura más extrema, es decir, la de quienes
sostenían que el Padre es de una sustancia y el Hijo de otra. Esto se ve
claramente en una declaración de fe que aparece al final del único libro suyo
que se conserva, la Apología:
Hay un solo Dios, no engendrado y sin comienzo, y no hay nada anterior a él,
porque nada puede ser anterior al que no es engendrado. Tampoco había
algo con él, porque el Dios no engendrado es uno y único, pues es el Ser
sencillo y sin composición. Este es el uno y único, siempre el mismo, el
creador y hacedor de todas las cosas. En particular lo es del unigénito, pero
también de todas las cosas que fueron hechas por él. Porque él engendró,
creó e hizo solamente al Hijo antes de todas las cosas, y antes de toda
creación. Lo hizo por su poder y energía, pero no compartiendo con él nada
de su propia sustancia no engendrada. Dios es incorruptible, inseparable e
indivisible, y tal ser no comparte su sustancia, ni tampoco produce otro que
subsista en él, porque solamente él es no engendrado. Dios no le creó de su
sustancia, sino de su voluntad. Y también a través de él Dios hizo al Espíritu
Santo, el mayor y primero de todo el resto … Y después de esto mediante su
Hijo hizo todas las criaturas que están en el cielo y en la tierra, visibles e
invisibles, corpóreas incorpóreas. (Apología, 28; PG 30:868)
Fue contra este arrianismo extremo, que hacía seres inferiores o
criaturas tanto del Hijo como del Espíritu Santo, que Basilio escribió Contra
Eunomio. Basilio no escatima las palabras contra Eunomio, a quien llama
“mentiroso, necio, avaricioso, falso y blasfemo” (Contra Eunomio, 1:1; PG
29:501). Al tiempo que cita repetidamente a Eunomio, Basilio le refuta tanto
mediante una cuidadosa exégesis de algunos de los pasajes que Eunomio y
otros aducían a su favor, como mediante una serie de argumentos
filosóficos. En estos argumentos Basilio señala que Eunomio se equivoca al
declarar que la esencia de Dios está en ser “no engendrado”. Naturalmente,
cuando así se plantea la cuestión, resulta claro que el Hijo, quien ha sido
engendrado del Padre, no puede participar de la esencia de Dios. De ahí
pasa Basilio a refutar lo que Eunomio dice acere a del Espíritu Santo, que es
una criatura hecha por Dios mediante el Verbo, y que se incluye entre el
“todas las cosas” que según el Evangelio de Juan fueron hechas por Dios
mediante el Verbo.
La otra obra estrictamente teológica de Basilio es Del Espíritu Santo. Lo
que provocó este escrito fue que alguien criticó a Basilio por no usar
exactamente las mismas palabras que otros empleaban en la doxología.
Estos otros decían: “Gloria al Padre mediante el Hijo y en el Espíritu Santo”.
Basilio, por su parte, acostumbraba decir: “Gloria al Padre, con el Hijo y el
Espíritu Santo. Al principio de este tratado, Basilio trata de mostrar que no se
trata de una nimiedad, pues las palabras tienen importancia. La importancia
de las palabras más pequeñas se manifiesta en que “las palabras ‘sí’ y ‘no’
son solamente dos sílabas, pero en ellas va involucrada toda la diferencia
entre el supremo bien, la verdad, y el máximo mal, la mentira” (Del Espíritu
Santo, 1.1; PG 32:69). El resto del tratado se dedica a mostrar por qué hay
que rendirle igual gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Las palabras de
la doxología que otros emplean podrían entenderse como si la gloria última
le perteneciera solamente al Padre, y no también al Hijo y al Espíritu Santo.
Las palabras que Basilio emplea señalan claramente que la gloria les
pertenece por igual a los tres; en otras palabras, que los tres son igualmente
divinos.
Este tratado Del Espíritu Santo tuvo gran influencia, pues no se le leyó
solamente en griego y en el oriente, sino que también Ambrosio —sobre
quien volveremos en otro capítulo— lo usó en su propio tratado sobre el
mismo tema, a tal punto que algunas secciones del escrito de Ambrosio
parecen ser meras traducciones al latín de lo que Basilio había escrito antes
en griego. Luego, la obra de Basilio contribuyó a darle forma a la doctrina del
Espíritu Santo tanto en el oriente de habla griega como en el occidente de
habla latina.
Gregorio de Nacianzo
Este amigo y compañero de estudios de Basilio el Grande tenía un
carácter muy diferente. Mientras Basilio era un personaje enérgico que se
enfrentaba a las dificultades con firme resolución, y que buscaba soluciones
prácticas a los problemas que le confrontaban, Gregorio prefería la
tranquilidad de una vida monástica dedicada a la oración, el estudio y la
escritura. Era todavía joven cuando su padre, también llamado Gregorio y
obispo de Nacianzo, quiso ordenarle presbítero para que le asistiera en las
funciones pastorales, pero Gregorio se negó. Cuando la congregación
comenzó a insistir en que aceptara la ordenación, Gregorio huyó a
refugiarse con su amigo Basilio. Pero a la postre, accediendo a la presión,
regresó a Nacianzo, donde fue ordenado presbítero. Entre sus sermones,
tenemos uno, bajo el título de De la fuga, en el que explica su decisión y nos
ofrece un atisbo de la incomodidad que le causaba la oposición de otros:
Fui vencido y confieso mi derrota… La causa de mi anterior desasosiego y
cobardía, por la que huí, y, peregrinando por el extranjero, estuve ausente de
vosotros y de vuestro deseo; y también la causa de mi presente humildad y
retorno, por el cual me entrego de nuevo a vosotros, la juzgaréis y sacaréis a
relucir de muy distinta manera, según sintáis odio o amor hacia mí. Unos no
me libraréis de culpa. Otros, por el contrario, me alabaréis. En efecto, nada
hay tan sabroso y tan agradable para los hombres como hablar de cosas
ajenas. Sobre todo si son traídas a colación con esa cierta benevolencia o
con el odio que tan a menudo suelen desterrar la verdad. (De la fuga, 1;
Colección ecclesia aeterna, I, Salamanca, s.f., 17-18)
Aquel primer episodio marcó pauta para lo que habría de seguir.
Repetidamente, por presiones externas, Gregorio aceptó cargos a los que
pronto renunció. El punto culminante de esa historia tuvo lugar en
Constantinopla en el año 381. Un par de años antes, cuando todavía los
arrianos gozaban del poder, un pequeño grupo ortodoxo en Constantinopla
invitó a Gregorio a dirigirles. En consecuencia, cuando en 381, ahora que el
reinado de Teodosio favorecía la causa nicena, y el emperador convocó a un
gran concilio en Constantinopla —concilio que hoy se reconoce como el
Segundo Concilio Ecuménico— le tocó a Gregorio, como patriarca de esa
ciudad, presidir sobre la asamblea. Pero cuando algunos expresaron dudas
en cuanto a su autoridad para ocupar tal posición, Gregorio sencillamente
renunció al obispado de Constantinopla. Subió entonces al púlpito y predicó
una extensa homilía de despedida en que se pone de manifiesto su deseo
de evitar conflictos y enemistades:
Os ruego por la Trinidad misma, esa Trinidad a que tanto vosotros como yo
adoramos, por nuestra común esperanza, y por la unidad de este pueblo, que
se me conceda un favor: despedidme con vuestras oraciones. Sea esta la
proclamación al final de mis luchas. Dadme mi certificado de retiro, como se
los dan los gobernantes a los soldados. Y si os parece, dadme buen
testimonio, de modo que pueda honrarme en él. Pero si no, haced lo que os
plazca, pues no me importa hasta que Dios me juzgue. (Homilías, 42.25; PG
488-89)
Entonces sencillamente regresó a Nacianzo para asegurarse de que se
nombrara un obispo ortodoxo para esa ciudad, y se retiró a una vida de
oración y producción literaria, evitando que se le volviera a inmiscuir en los
asuntos del mundo o los de la iglesia. En esto tuvo tanto éxito, que se
desconoce la fecha de su muerte.
A pesar de haberse dedicado en buena parte a escribir, Gregorio no dejó
tras de sí amplios tratados a semejanza de los de Basilio. Lo que nos ha
dejado es una colección de homilías de las que ya hemos citado algunas,
una amplia correspondencia, y una extensísima colección de poemas.
Entre todas estas obras, lo que más se acerca a un tratado de teología
sistemática son sus cinco Discursos teológicos, que forman parte de su
colección de homilías. Estos discursos van dirigidos contra Eunomio, el líder
del partido anomoeano a quien ya nos hemos referido, cuyo impacto fue tal
que a partir de entonces frecuentemente se llamaba a todo el partido
“eunomianos”. Es principalmente por razón de estos cinco discursos que
tradicionalmente se conoce a Gregorio, no solamente como “Gregorio de
Nacianzo”, sino también como “Gregorio el Teólogo”. En el primero de estos
discursos, Gregorio establece los parámetros de la buena teología:
No, mis amigos, no a todos les corresponde hacer filosofía acerca de Dios.
No a todos, puesto que no se trata de un tema tan bajo y común. Y me
atrevo a añadir que tampoco se ha de hacer ante toda audiencia, ni en
cualquier momento, ni sobre todos los puntos, sino solamente ante ciertas
audiencias, en ciertas ocasiones y con ciertos límites. No todos han de
hacerlo, sino solo aquellos que han sido examinados y son verdaderos
maestros de la meditación, quienes han purificado su cuerpo y alma, o por lo
menos están en el proceso de purificación. Es peligroso para lo impuro tocar
lo puro, de igual manera que es peligroso para el ojo débil contemplar los
rayos del sol. …Y en cuanto a los temas sobre los cuales podemos hacer
filosofía, tienen que ser temas a nuestro alcance, y también temas que estén
al alcance de nuestra audiencia.
…
Filosofad entonces acerca del mundo o los mundos, de la materia, del alma,
de los seres racionales, del bien y del mal, de la resurrección, del juicio, de la
recompensa, o de los sufrimientos de Cristo. Respecto a todos estos temas,
dar en el blanco es útil, y fallar en algo no es peligroso. Pero en cuanto a
Dios, en la presente vida no hemos de tratar sino con ciertos límites, con la
esperanza de que más adelante podamos conocerle más perfectamente en
este nuestro Señor Jesucristo, a quien sea la gloria por siempre. (Homilías,
27.3, 9; PG 36:13,25)
La segunda homilía se ocupa principalmente de las características
necesarias para hacer este “filosofar” acerca de Dios. Se trata allí
principalmente de la práctica de las virtudes, y también de la dedicación a la
oración y la meditación. La tercera y la cuarta se dedican a la persona del
Hijo y su plena divinidad. Buena parte de ellas busca aclarar lo que significa
el término “engendrado” cuando se refiere al Hijo en relación al Padre. Y la
última se enfoca sobre el tema del Espíritu Santo y su relación con el Padre
y el Hijo. Aquí Gregorio refuta la postura de los “pneumatómacos”, es decir,
de quienes estaban dispuestos a afirmar la divinidad del Hijo, pero no la del
Espíritu Santo. Señala que, mientras el Hijo es “engendrado” por el Padre, el
Espíritu Santo “procede” de él.
Pero buena parte del impacto de Gregorio en la vida de la iglesia —sobre
todo la de habla griega— se debió a sus himnos y poemas, de los cuales se
conservan unos 400. Fueron escritos mayormente después que Gregorio
renunció al patriarcado de Constantinopla y se retiró a la contemplación. En
ellos sigue la métrica y los recursos poéticos de la Grecia clásica y, por
tanto, son difíciles de traducir en forma poética a las lenguas modernas; por
esta razón rara vez se les encuentra en los himnarios modernos. Algunos de
ellos son poemas teológicos, sobre todo acerca de la Trinidad y su gloria.
Puesto que, como afirman los historiadores de la liturgia, lo que se hace y
dice en el culto le da forma a lo que se cree, estos himnos de Gregorio han
moldeado la fe y religiosidad de la iglesia de habla griega a través de los
siglos; y esta es otra de las razones por las cuales se le llama “Gregorio el
Teólogo”. Uno de los más famosos de esos himnos es “Tres luces que son
una”. Hay también poemas acerca de las virtudes, y otros acerca de otras
personas o del propio Gregorio. Uno de ellos es prácticamente toda una
autobiografía cuyos 1.949 versos son de enorme importancia para entender
tanto la vida y teología de Gregorio como buena parte de las controversias
de su tiempo.
Gregorio de Nisa
Ya hemos mencionado al hermano menor de Macrina y de Basilio.
Gregorio, cuando hablamos de su diálogo con Macrina acerca del alma y la
resurrección. Puesto que era bastante más joven que Macrina y Basilio,
estos fueron sus principales mentores y quienes dirigieron sus estudios. Al
igual que antes Macrina le había hecho a él, Basilio trató de apartarle de los
estudios y la práctica de la retórica, y llevarle a la meditación y las labores
eclesiásticas. Parece que se casó, pues hay una carta de Gregorio de
Nacianzo en la cual le da pésames por la muerte de una señora amada que
probablemente fuera su esposa. Su hermano Basilio le obligó a aceptar el
episcopado de Nisa, que era poco más que una aldea, aparentemente para
aumentar el número de obispos ortodoxos con quienes podía contar. Aunque
Gregorio no huyó como su homónimo de Nacianzo, aceptó el episcopado de
mala gana, y Basilio tuvo repetidas ocasiones en las que le llamó la atención
por sus escasas dotes de administración y por no guiar a su grey con
firmeza. Entre bastidores, en la elección de Gregorio y su elevación a el
episcopado había muchas fuerzas en juego. Parece que otros candidatos de
inclinación arriana tenían el apoyo del emperador Valente, y al no alcanzar el
puesto deseado hicieron todo lo posible por entorpecer y estorbar la labor de
Gregorio. En parte porque Gregorio no sabía cómo manejar las dificultades,
y en parte porque en ese momento los vientos políticos soplaban en contra
de la ortodoxia y a favor del arrianismo, en el año 376 un sínodo arriano le
depuso y condenó al exilio. Tras la muerte de Valente, Gregorio pudo
regresar a Nisa, donde aparentemente se le recibió con gran regocijo, pues
a pesar de sus incapacidades como administrador su grey le amaba. Tras la
muerte de Basilio en 379, Gregorio comenzó a participar más activamente
en las luchas de aquellos tiempos, aparentemente tratando de llenar el vacío
dejado por su hermano. Junto a Gregorio de Nacianzo, participó en el gran
Concilio de Constantinopla en el 381.
Mientras Basilio era el enérgico administrador y líder de la causa
ortodoxa, involucrado constantemente en los grandes debates de aquellos
tiempos, y Gregorio de Nacianzo era el orador y poeta, Gregorio de Nisa era
más bien filósofo, y gran admirador de Orígenes. Como este último, y en
contraste con Basilio, gustaba de la interpretación alegórica de las
Escrituras. Pero su admiración y respeto hacia su hermano mayor eran tales
que cuando escribió el tratado Sobre la creación del ser humano, poco
después de la muerte de Basilio, hizo un esfuerzo explícito por ajustarse a la
exégesis literal de Basilio y no dejarse llevar por vuelos alegóricos. Lo
mismo es cierto de otro escrito algo posterior, Apología sobre el hexámeron.
Empero el propio Gregorio prefiere la interpretación alegórica, que le parece
dar un entendimiento más profundo de las Escrituras que la interpretación
literal. Así, por ejemplo, en su Vida de Moisés hace amplio uso de la
interpretación alegórica al interpretar el episodio de la zarza ardiente como
indicación de que la verdad de Dios ilumina a los ojos del alma. Y también
entiende el mismo episodio como señal del nacimiento virginal, que no
destruyó la virginidad de María de igual modo que el fuego tampoco
destruyó la zarza.
Su admiración hacia Orígenes y hacia su interpretación alegórica se
pone de manifiesto en todas sus obras. Siguiendo tal interpretación,
Gregorio hace un estudio de los títulos de los Salmos, y llega a la conclusión
de que todo el libro es una escalera mística en cinco pasos por los que el
alma va ascendiendo. De manera semejante, en sus Homilías sobre el
Cantar de los cantares, Gregorio sigue la interpretación que se ha vuelto
tradicional, según la cual el libro todo es un cántico de amor entre el alma y
Dios. Pero en ocasión Gregorio sí se muestra dispuesto a apartarse de
Orígenes. Por ejemplo, en su tratado Sobre la adivina de Endor sigue la
interpretación que hemos señalado antes de Eustatio de Antioquía en
contraste con la de Orígenes.
También en algunos puntos doctrinales Gregorio se aparta de Orígenes.
Esto es particularmente cierto respecto a la cuestión de la preexistencia de
las almas, que Orígenes había sugerido y que ahora resultaba claro que se
oponía a la doctrina de la iglesia. En este caso, Gregorio declara que las
almas preexisten únicamente en la mente de Dios, y absolutamente rechaza
las teorías de Orígenes acerca de la transmigración de las almas. Pero sí
concuerda con Orígenes en su visión escatológica en la cual no hay tal cosa
como un castigo eterno, sino que los sufrimientos del infierno son un modo
en que los seres espirituales —las almas, los ángeles y hasta el mismo
Satanás— son purificados para poder participar de la consumación final.
Volviendo a las obras de Gregorio de Nisa sobre las Escrituras, cabe
mencionar, además de aquellas a que ya nos hemos referido, ocho homilías
sobre las bienaventuranzas, y cinco sobre el Padrenuestro.
En el campo de la teología sistemática o de la dogmática, la obra más
importante de Gregorio fue toda una serie de tratados contra Eunomio.
Desafortunadamente, a través de la tradición escrita, estos tratados se han
confundido y entremezclado, de manera que lo que ahora tenemos es una
combinación de ellos. Sus argumentos son semejantes a los de Gregorio de
Nacianzo, aunque con mayor uso de la filosofía. En otro escrito, Que no hay
tres dioses, dirigido a cierto Ablabio quien preguntaba por qué, si tanto el
Padre como el Hijo y el Espíritu Santo son divinos, no decimos que hay tres
dioses. De igual manera que Pedro, Santiago y Juan son tres personas.
Gregorio responde de manera típicamente platónica, haciéndole ver que
aunque Pedro, Santiago y Juan sean tres personas, entre todos ellos hay el
vínculo de una sola humanidad. Entonces, según va progresando el tratado,
Gregorio va mostrando que las distinciones entre las tres personas de la
Trinidad tienen que ver con relaciones internas. Pero en todo caso aquí se
ve lo que será la diferencia entre la doctrina trinitaria oriental y la occidental:
mientras esta última tiende a subrayar la unidad de Dios, la primera tiende a
subrayar la distinción de las personas. Además, puesto que la discusión
acerca de la Trinidad había dado en la cuestión de la divinidad del Espíritu
Santo, Gregorio compuso también un sermón contra los pneumatómacos.
Por último, entre sus escritos doctrinales hay uno Contra Apolinario. En
otro capítulo trataremos con más detalle acerca de las enseñanzas de
Apolinario. Pero por lo pronto es necesario señalar que Apolinario entendía
la encarnación de tal manera que el Verbo o Hijo de Dios había venido a ser
como el alma racional de Jesús, de modo que la humanidad de Jesús se
limitaba a tener un cuerpo humano, mientras que su alma racional era
puramente divina. Citando a Apolinario, Gregorio dice que según Apolinario:
“El hombre que se unió con Dios no tiene su propio intelecto” (Contra
Apolinario, 8; PG 45:1144). Contra tal doctrina, Gregorio recurre a la
afirmación de que Cristo fue hecho en todo semejante a nosotros, excepto
en el pecado. El hecho de que Jesús fue tentado en el desierto quiere decir
que ciertamente tenía un alma racional humana, pues el Verbo mismo, por
razón de ser divino, no puede ser tentado.
Empero la principal obra teológica de Gregorio es su Gran catecismo,
escrito, como él mismo dice, para ayudar a quienes han de instruir a quienes
se acercan a la iglesia. Puesto que tales personas vienen de distintos
trasfondos religiosos, será necesario enseñar a cada cual según su
trasfondo:
No puedes emplear la misma cura para el politeísmo del griego que para el
judío que no cree en el Dios Unigénito. Y respecto a quienes se han
apartado y caído en la herejía, tampoco podrás usar los mismos argumentos
en cada caso. (Gran catecismo, prefacio; PG 45:9)
A partir de ese punto, Gregorio dedica los primeros cuatro capítulos de
su catecismo a la naturaleza de Dios. En el capítulo 3 se encuentra la
interesante afirmación de que el cristianismo ha aprendido del judaísmo
sobre la unicidad de Dios, y del helenismo sobre la distinción de personas
dentro de la divinidad. La mayor parte del tratado, los capítulos 5 al 32, se
dedica al misterio de la encarnación, tratando de mostrar que no es tan
irracional como algunos dicen. Dentro de este contexto, en el capítulo 27
encontramos un ejemplo en el que Gregorio parece aludir a Apolinario. Así
como quien lava la ropa no se ocupa solamente de parte de la mugre y
olvida el resto, así tampoco en su encarnación Dios asume el cuerpo
humano, y no el alma, donde también se asienta el pecado. Entonces,
puesto que se trata de ofrecer ayuda a quienes preparan a los catecúmenos,
Gregorio les dedica los capítulos del 33 al 36 a los sacramentos: primero,
con más detalles, al bautismo, y luego el capítulo 37 a la eucaristía. Los
capítulos 38 y 39 vuelven al tema de la Trinidad. Aquí el argumento de
Gregorio se fundamenta en el rito bautismal mismo, que tiene lugar en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Hemos recibido en el evangelio las tres personas y nombres mediante
los cuales tiene lugar la generación o nacimiento de los creyentes [el
bautismo]. Quien ha nacido por obra de esta Trinidad ha sido engendrado
igualmente por el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo… Lo que ha nacido en
la persona bautizada manifiesta su poder según la actitud del corazón de la
persona. Quien confiesa la Santísima Trinidad como no creada participa
entonces de una vida firme e inalterable. Pero quien, por error, cree que la
Trinidad es creada y es bautizado en su nombre habrá nacido una vez más a
una vida pasajera. (Gran catecismo, 39; PG 45:100).
Por último, el capítulo 40 afirma el punto fundamental que no puede
olvidarse, es decir, que la verdadera regeneración solamente tiene lugar
cuando la persona también se aparta del mal y lleva una vida conforme a las
enseñanzas de Cristo.
Este último punto nos lleva a otra categoría entre las obras de Gregorio,
que se ocupa de la vida práctica y ascética. Estas obras incluyen
exhortaciones a la virginidad y a la búsqueda de la perfección cristiana. A
esto han de añadirse varios otros sermones y discursos que no hemos
mencionado, así como un número limitado de cartas, unas 30.
Aunque en este libro estamos centrando la atención sobre los escritos de
los diversos personajes mucho más que sobre su teología, antes de dejar el
tema de los grandes capadocios es necesario señalar que estos fueron las
figuras dominantes del discurso teológico en lengua griega durante la
segunda mitad del siglo cuarto. Fueron ellos quienes con cuidado definieron
la diferencia entre las palabras griegas “usía” e “hipóstasis”, con lo cual
llevaron al triunfo final de la fe nicena en el Concilio de Constantinopla.
CAPÍTULO 19
Otros autores griegos de la
segunda mitad del siglo cuarto
Puesto que hemos tomado como punto aproximado de división el sínodo
que tuvo lugar en Alejandría en 362, y les hemos dedicado el capítulo
anterior a los grandes capadocios, quienes fueron las figuras dominantes en
la literatura y teología de la iglesia oriental, conviene que ahora, antes de
pasar a considerar los grandes autores en lengua latina que florecieron por
los mismos días, les prestemos atención a otros autores en lengua griega.
El monaquismo
En el capítulo 15 dijimos algo acerca de la primera literatura monástica
del siglo cuarto. Pero fue durante la segunda mitad de ese siglo que
comenzaron a surgir los grandes autores monásticos. De ellos el primero y
más famoso parece haber sido Macario, conocido como “el Grande”.
Contemporáneo de San Antonio, aunque quizá algo más joven, Macario —
probablemente de origen copto— se apartó para llevar una vida solitaria en
el desierto de Egipto. Pero allí se le unieron varios otros monjes, y pronto
surgió una comunidad en la que se le conocía como “el joven anciano” por
razón del modo en que su sabiduría parecía sobrepasar a su edad.
Aunque son varios los escritos que se le atribuyen a Macario, la autoría
de todos ellos todavía se discute. Aparentemente la mayoría no procede de
su pluma, sino que son más bien escritos de otros monásticos de tendencias
heterodoxas conocidos como los “mesalianos”. Este movimiento,
aparentemente surgido en Mesopotamia durante la segunda mitad del siglo
cuarto, fue rechazado por varias autoridades eclesiásticas, e incluso por el
Concilio de Constantinopla. Aunque se sabe poco de ellos, aparentemente
se trataba de un monaquismo extremo con ideas exageradas acerca de la
posibilidad de ver a Dios. Según dicen algunos, los mesalianos pretendían
estar poseídos a tal grado por el Espíritu Santo que podían ver la esencia
misma de Dios con los ojos físicos. Según otros, permanecían en vela hasta
que caían en un sueño en que tenían visiones tanto de los demonios como
de Dios. Según la mayoría de los eruditos, lo más probable es que las obras
atribuidas a Macario, particularmente sus 50 Homilías espirituales no sean
de él, sino que procedan más bien de círculos mesalianos, en los que
alguien se las atribuyó al famoso Macario para que así ganaran autoridad.
Quien tal hizo tuvo un éxito indudable, puesto que las homilías de Macario
circularon ampliamente; aunque en algunos casos en manuscritos en que
las tendencias más claramente mesa- lianas se habían expurgado.
En todo caso, las Homilías espirituales proclaman la absoluta pureza de
vida como resultado de la presencia de Dios:
Así como cuando el alma sale de él el cuerpo queda muerto y ya no vive la
misma vida que antes, ni tampoco escucha y camina, así también cuando
nuestro máximo sacerdote celestial, Cristo, mediante la gracia de su poder,
hiere y le da muerte a nuestra vida para el mundo nuestra vida muere para
todo el mal en que había antes vivido, y ya no escucha, ni habla, ni retiene
ninguna ciudadanía en la oscuridad del pecado, puesto que la gracia que ha
entrado en ella ha expulsado del alma todas las pasiones malas. (Homilías
espirituales, 1.6; 34:456)
Sin lugar a dudas, el autor monástico más importante de esta segunda
mitad del siglo cuarto fue Evagrio, conocido como “Evagrio Póntico” por
razón de su país de origen. Fue poco después del Concilio de
Constantinopla que Evagrio se retiró al desierto de Egipto. Antes de eso,
había sido discípulo de Basilio el Grande y de Gregorio de Nacianzo, y luego
había vivido en Jerusalén. En Egipto, Evagrio parece haber conocido a
Macario, cuyas enseñanzas siguió.
Evagrio fue un autor prolífico cuya obra ha dejado su huella sobre la
religiosidad y las prácticas monásticas principalmente en el oriente de habla
griega, pero también en la iglesia occidental. Su obra principal, Antirrheticus
—título que posiblemente podría traducirse como Manual de respuesta—, es
la guía contra los que Evagrio considera ser los principales ocho
pensamientos o inclinaciones que apartan al alma de Dios. De esto resulta
una lista de ocho pecados principales, lista que después se transformó en
siete. El título mismo da a entender que lo que aquí Evagrio ofrece es una
serie de respuestas tanto a los demonios como a los pensamientos que
estos inspiran. Como modelo para sus respuestas, Evagrio señala por una
parte a los Salmos, donde el poeta responde a diversas clases de
tentaciones, y por otra a Jesús, quien en el desierto le responde al demonio
con citas bíblicas.
La obra se presenta como respuesta a la petición del monje Lucio, quien
le había escrito a Evagrio:
Te ruego, padre, que sistematices la lucha contra los habitantes de la
oscuridad, y que tu santidad me dé un tratado claro acerca de ella, de tal
modo que pueda conocer toda la perfidia de los demonios con la que intentan
apartarnos del camino monástico. (Manual de respuestas, epístola
introductoria; traducción del siríaco: W. Frankenburg, Talking Back,
Collegeville, Cistercian Publications, 2009, p. 45)
Evagrio le responde con otra carta acompañada del tratado a que nos
referimos. Siguiendo la petición de Lucio, clasifica los malos pensamientos
que los demonios producen haciendo una lista de ocho. El primero de ellos
es la gula. Dando por sentado que sus lectores ya entienden lo que es la
gula, Evagrio sencillamente ofrece una lista de 69 textos bíblicos contra ella.
De igual modo ofrece respuestas bíblicas a las otras siete principales
tentaciones: la fornicación, el amor al dinero, la depresión, la ira, la desidia,
la vanagloria y la soberbia.
La segunda obra importante de Evagrio es El monje, una lista de 150
consejos o enseñanzas para la vida monástica. Los primeros 100 van
dirigidos a los monjes cuyo nivel Evagrio considera “práctico”, y las restantes
a los monjes de mayor entendimiento, a quienes llama “gnósticos”; aunque
hay que aclarar que esto no quiere decir que sean gnósticos al estilo de los
antiguos herejes, sino más bien que tienen un conocimiento superior,
usando la palabra “gnóstico” en el mismo sentido en que antes la habían
empleado Clemente de Alejandría y Orígenes.
Esta última observación nos lleva a señalar que una de las razones por
las cuales muchos de los escritos de Evagrio se han perdido es que su
origenismo era tal que cuando, en el año 553, el Segundo Concilio de
Constantinopla condenó varias de las posturas de Orígenes, el prestigio de
Evagrio decayó, con el resultado de que buena parte de sus obras se
perdieron. Muchas de ellas subsistieron solamente en traducciones al latín,
el siríaco, el armenio y otras lenguas.
Mucho de lo que sabemos acerca de los primeros años del monaquismo
egipcio se debe a la obra de Paladio, quien al igual que Evagrio era oriundo
de lo que hoy es Turquía. Buscando la paz monástica se fue a Jerusalén, y
luego, unos pocos años después que Evagrio, a Egipto. Después de pasar
algún tiempo en Alejandría, se fue al desierto para aprender más de la vida
monástica. Tras algunos años con Macario el Grande y con Evagrio Póntico,
su salud le hizo abandonar el desierto y regresar a sus regiones nativas,
donde fue hecho obispo a fines de siglo. Entonces participó en las
controversias en torno a la persona de Juan Crisóstomo, que discutiremos
más adelante.
Buena parte de los conocimientos que hoy tenemos acerca de aquello s
primeros años del monaquismo egipcio se deben a la obra de Paladio,
Historia lusiaca, sobre la que volveremos al tratar sobre los historiadores y
traductores de fines del siglo cuarto y principios del quinto.
Tito de Bostra
La ciudad de Bostra era la capital de la provincia romana de Arabia.
Aparentemente el cristianismo llegó allá desde fecha bien temprana. En todo
caso, a mediados del siglo cuarto el obispo de esa ciudad era Tito. Sabemos
por el historiador Sozómeno, y también por una carta del emperador Juliano,
que cuando hubo desórdenes por motivos religiosos en la ciudad Tito le
escribió al emperador diciéndole que quienes habían creado los desórdenes
no eran los cristianos, a quienes tanto él como los demás maestros
exhortaban a la paz, sino el resto de la población de la ciudad. La respuesta
de Juliano fue todo lo contrario de lo que Tito esperaba, pues el emperador
le escribió a la ciudad diciendo que el obispo cristiano les acusaba
falsamente de sedición y que, por tanto, debían expulsarle. Aparentemente
esto no se hizo, pues Tito parece haber permanecido en la ciudad hasta su
muerte.
La única obra que se conserva de Tito, aparte de algunos fragmentos, es
Contra los maniqueos, en cuatro libros. Sabemos que fue escrita después
del año 363, puesto que en ella Tito se refiere a un terremoto que tuvo lugar
en 362 y a la muerte de Juliano, en 363.
El principal punto de conflicto entre los cristianos y los maniqueos era el
rigen y la naturaleza del mal. Mientras los maniqueos afirmaban la existencia
ce dos principios eternos, uno del bien o de la luz y otro del mal o de las
anieblas, los cristianos afirmaban que hay un solo principio eterno, Dios, y
que este principio eterno es creador de todas las cosas. Es por esto que casi
al principio de su obra Tito declara que, según las enseñanzas de la iglesia
…hemos de afirmar con todo vigor que Dios no es culpable de las injusticias
que existen entre los humanos. Al considerar cómo es que pecamos, puesto
que Dios no quiere que lo hagamos, no acusamos a Dios de grandes cosas,
puesto que, al igual que él [Mani] deseamos defenderle respecto a todas las
cosas, aun las más pequeñas. Al contrario, ya que poseemos el recto camino
de la verdad tanto por las Escrituras como por el sentido común, marchamos
confiadamente hacia la discusión que surge de esto, y sin temor alguno nos
acusamos a nosotros mismos de tales cosas. (Contra los maniqueos, 1.11.2;
PG 18:1069)
Partiendo de ese punto, Tito afirma que el origen del mal es la voluntad
humana, y no la de Dios. El mal no se debe, como dirían los maniqueos, a
que cay otra realidad aparte de Dios, de tal modo que la creación toda por
su propia naturaleza se resista al bien. Al contrario, Dios es creador de todo
cuanto hay, y la creación es buena siempre que no intervengan en ella los
malos impulsos de la voluntad de las criaturas. Tras estos argumentos
mayormente racionales, Tito dedica los últimos dos libros de su obra a una
discusión de las Escrituras. Buena parte de esa discusión tiene que ver con
la autoridad del Antiguo Testamento, que los maniqueos rechazaban
precisamente porque afirma la doctrina de la creación. En cuanto al Nuevo
Testamento, la discusión con los maniqueos tiene que ver principalmente
con las interpretaciones de estos últimos, que Tito rechaza y refuta
detenidamente.
Apolinario de Laodicea
Apolinario era algo más joven que Atanasio, y unos 15 a 20 años mayor
que los Grandes Capadocios. Era natural de la ciudad de Laodicea en Siria,
que no ha de confundirse con la ciudad del mismo nombre en Asia Menor a
que se refiere el Apocalipsis de Juan. Por largo tiempo fue amigo y
colaborador tanto de Atanasio como de los capadocios en las luchas en
torno a la fe proclamada por el Concilio de Nicea. Como parte de su lucha,
escribió tratados Contra Eunomio y Contra Marcelo de Ancira. Puesto que el
primero era arriano, y el segundo se inclinaba hacía el sabelianismo —es
decir, todo lo contrario— Apolinario seguía un curso medio entre un extremo
y otro. Su extensa obra de 30 libros Contra Porfirio era ampliamente usada
para responder a las objeciones de ese filósofo neoplatónico. Según
Jerónimo, sus escritos exegéticos eran “innumerables”. Pero prácticamente
todo esto se ha perdido, porque Apolinario fue declarado hereje por el
Concilio de Constantinopla en 381 y, por tanto, sus obras cayeron en
desuso.
Como veremos más adelante al discutir las controversias que son
cristológicas del siglo quinto, bien puede decirse que esas controversias
empezaron antes, en torno a la cristología de Apolinario. Al tiempo que este
concordaba con los capadocios en cuanto a la eterna divinidad del Hijo,
difería de ellos en cuanto al modo de la encarnación. Según Apolinario, en la
encarnación el Verbo eterno de Dios asumió cuerpo humano, y habitó en
ese cuerpo como habita el alma racional en cualquiera de nosotros. En otras
palabras, mientras el cuerpo de Jesús era humano, su mente era
exclusivamente divina. Los capadocios y otros muchos le refutaron,
insistiendo en la necesidad de que la encarnación fuese la presencia del
Verbo de Dios en un ser humano completo.
Aunque el que se le haya declarado hereje hizo que muchas de sus
obras desaparecieran, otras han subsistido porque algunos de entre sus
seguidores las hicieron circular como si fuesen obra de otros personajes
respetados tales como Atanasio y Gregorio el Taumaturgo. Así, tenemos de
él unos pocos tratados más breves. Además, parte de sus escritos pueden
reconstruirse sobre la base de citas en algunas obras escritas contra él,
particularmente por Gregorio de Nisa.
Anfiloquio de Iconio
Amigo y colaborador de los Grandes Capadocios, y aparentemente
pariente de Gregorio de Nacianzo, Anfiloquio colaboró con ellos en la lucha
contra el arrianismo. Aparte de su correspondencia con los capadocios, muy
poco queda de los escritos de Anfiloquio. Posiblemente el más importante
sea una carta que les escribió a otros obispos siguiendo instrucciones dadas
por un sínodo que tuvo lugar en Iconio, y que afirmó la absoluta y completa
divinidad del Espíritu Santo, contra los pneumatómacos.
Nemesio de Emesa
Poco se sabe acerca de la vida de Nemesio, quien vivió en la ciudad
oriental de Emesa —hoy Homs— a fines del siglo cuarto. Lo poco que se
sabe, o se supone, se destila de sus propios escritos. Así, por ejemplo, se
dice que era médico porque cita repetidamente las diversas obras del gran
médico griego Galeno, y porque el mismo título de su principal obra, De la
naturaleza humana, refleja la obra del gran médico griego Hipócrates, más
de tres siglos antes de los tiempos de Nemesio. Pero sobre todo resulta
claro que Nemesio era un nombre instruido en la filosofía de su tiempo, y
particularmente en el renacimiento neoplatónico que estaba teniendo lugar.
En todo caso, el tratado De la naturaleza humana es una obra de carácter
apologético, tratando de mostrar a un público culto que el modo en que los
cristianos entienden la naturaleza del ser humano no es solamente
razonable, sino que concuerda con lo mejor del pensamiento griego, tanto
filosófico como médico. Casi al principio de su obra, Nemesio señala que el
humano es un ser que, por una parte, participa de la naturaleza de la
creación física y, por otra parte, la sobrepasa como ser racional que es.
Es de todos sabido que el ser humano tiene algunas cosas en común con las
criaturas inanimadas, que comparte la vida de las plantas y los animales, y
que al mismo tiempo también participa de la inteligencia que tienen los seres
intelectuales [es decir, además del ser humano, los ángeles, demonios,
dominios, potestades, etc.]. Al igual que los seres inanimados, el humano
tiene un cuerpo material en el que se mezclan los cuatro elementos [es decir,
la tierra, el fuego, el agua y el aire]. Al igual que las plantas no solo tiene tal
cuerpo físico, sino que también es capaz de nutrirse y multiplicarse. Como los
animales irracionales también tiene todo esto en común, a lo que se añade el
movimiento voluntario, además de facultades tales como el apetito, la ira, los
sentimientos y la respiración. Todas estas cosas son propiedad común tanto
del humano como de los animales irracionales, aunque no siempre de igual
manera. Por último, como ser racional, el humano comparte con los intelectos
racionales incorpóreos [los ángeles y otros] el poder de aplicar la razón, el
entendimiento y el juicio según su voluntad. Y así es capaz de buscar las
virtudes y de seguir aquella vida que es la meta de toda virtud. (De la
naturaleza humana, 1; PG 40:505, 508)
La meta y culminación de toda la creación es el ser humano. Es por esta
razón que Dios no lo creó hasta haber preparado de antemano todo lo que
era necesario. Además, el ser humano es el vínculo o ser intermedio entre el
mundo material y los seres intelectuales. El ser humano no fue creado
inmortal, pues desde el principio necesitaba comer, y los seres puramente
intelectuales no necesitan comida corporal. Pero ese ser sí tenía la
posibilidad de llegar a la perfección mediante el progreso moral, de modo
que era potencialmente inmortal. Todo esto se detuvo debido a la caída, que
le ha imposibilitado al humano servir de verdadero vínculo entre lo material y
lo intelectual. Para subsistir en el mundo material el ser humano necesitaba
la colaboración de otros, y este es el origen del orden social. Entre las
prerrogativas de este ser humano que ha pecado, todavía le queda la del
arrepentimiento, que puede llevar a la inmortalidad no solo del alma, sino
también del cuerpo. En consecuencia:
Cuando tomamos en cuenta todo esto, resulta imposible exagerar la dignidad
del lugar que se le ha dado al humano en la creación. En su persona se unen
las criaturas mortales con las inmortales, y las racionales con las irracionales.
En sí mismo lleva el reflejo de toda la creación, y es por tanto un verdadero
microcosmo. Es una criatura a la que Dios concede tal dignidad y providencia
especial que es por ella que todas las demás criaturas existen, tanto las que
existen ahora como las que habrá en el futuro. Y esta criatura humana es la
criatura en favor de la cual Dios se hizo humano, para que pudiera salvarse
de la corrupción y alcanzar la incorrupción, para que reinara en lo alto, por ser
hecha a imagen y semejanza de Dios. Con Cristo esta criatura vive como hija
de Dios, y por lo tanto con él puede alcanzar un sitial por encima de todas las
demás criaturas. (De la naturaleza humana, 10; PG 40:532-33)
De ahí pasa Nemesio a discutir el alma y su unión con el cuerpo. En todo
este material hace uso abundante de la filosofía circundante y de los
conocimientos y teorías heredadas de la tradición helénica. El cuerpo está
formado por los cuatro elementos: la tierra, el agua, el aire y el fuego. En
toda esta sección se hace también uso amplio de las teorías médicas de la
época, que frecuentemente se combinan con las teorías filosóficas. Y lo
mismo es cierto de la larga sección que sigue, que trata acerca de las
facultades humanas tales como la imaginación, la vista, el tacto, el gusto, el
oído y el olfato. Pero por encima de todo eso están las facultades del
intelecto, que incluyen el criterio, la aprobación, la negación y el ensayo o
prueba. También aquí Nemesio expone las opiniones de la época,
declarando por ejemplo que la memoria se encuentra en el cerebelo,
mientras los sentidos se encuentran en las porciones frontales del cerebro.
Pero también hay en el alma una parte irracional, que incluye en primer lugar
las pasiones. Estas incluyen la concupiscencia, el placer, el duelo, el temor y
la ira. Y esta parte irracional también incluye aquello que podría llamarse la
vida vegetativa, es decir, la nutrición, el pulso, la respiración, la generación y
otras. Y hay además la voluntad, que lleva a Nemesio a una clasificación de
las acciones humanas, de las cuales unas son involuntarias y otras
voluntarias. Las primeras son las que se hacen o bien por obligación o bien
inconscientemente. En las primeras el agente es externo, y en las segundas
interno. Aquí pasa Nemesio a lo que bien podría llamarse un tratado sobre
ética en el que discute temas tales como las acciones que se deben a la
ignorancia, cuándo esa ignorancia es culpable, y el lugar que tiene la
deliberación en la acción voluntaria, así como la cuestión de cómo escoger
entre diversas posibles acciones. En este contexto, Nemesio afirma la
libertad de la voluntad humana y rechaza toda forma de predeterminismo —
en particular formas tales como la astrología. Ciertamente, no todos tienen
las mismas opciones libres. Por ejemplo, no se puede decir que ni el rico ni
el pobre lo sean normalmente por su propia voluntad, sino que hay muchos
otros factores involucrados en las condiciones económicas de una persona.
Todo esto, sin embargo, no contradice el hecho fundamental de que el ser
humano es mudable por el mero hecho de ser criatura, y que tiene libre
albedrío, puesto que esto es parte de la naturaleza intelectual misma. Por lo
tanto
…quien critique a Dios por haberle dado al ser humano la capacidad de hacer
el mal, gracias al libre albedrío, en realidad está criticando a Dios por haber
hecho al ser humano un ser racional. No hay otro camino. El ser humano
puede ser irracional o racional. En este último caso, tendrá la capacidad de
actuar de diversas maneras, y por lo tanto tendrá libre albedrío. (De la
naturaleza humana, 41; PG 40:780)
Por último, Nemesio le dedica los últimos tres capítulos de su obra al
tema de la providencia. Aquí no se trata ya tanto de la naturaleza humana
como de una reflexión acerca de la relación entre el libre albedrío y la
providencia divina. La diferencia entre esta parte del libro y lo anterior es tal
que en algunos casos circuló como una obra independiente, De la
providencia. Aquí, haciendo uso abundante de Platón, Nemesio enumera y
clasifica las distintas objeciones a la existencia de una providencia divina, y
las refuta. Al final de todo el tratado, Nemesio vuelve al tema de la ética,
tratando sobre temas tales como el homicidio y la avaricia. Respecto a esta
última, dice:
Estos principios se les aplican de igual manera a quienes codician y se
apropian de los bienes de otros. Bien puede ser que, en cuanto a quien pierde
sus posesiones, esto resulte para bien. Pero así y todo, quienes codiciaron
sus posesiones hicieron mal, por cuanto al cometer su robo lo hicieron por
codicia, y no pensando en el bien de sus víctimas. (De la naturaleza humana,
44; PG 40:816-17)
Cirilo de Jerusalén
Cirilo de Jerusalén llegó a ser obispo de esa ciudad en el año 348.
Puesta que en esa época los arrianos estaban en ascendencia política,
algunos historiadores antiguos sugirieron que Cirilo tenía tendencias
arrianas, mientras otros le defendieron. En todo caso, resulta interesante
que, a pesar de vivir en un tiempo en el que el conflicto entre el arrianismo y
los defensores del Concilio de Nicea estaba en su apogeo, Cirilo procuró no
involucrarse en ese conflicto, aunque las condiciones del momento eran
tales que repetidamente, aunque aparentemente de mala gana, se vio
envuelto en él. De él no nos queda más que una homilía, una carta al
emperador Constancio y su valiosísima serie de 25 Conferencias
catequéticas, dictadas a mediados del siglo cuarto. En esta larga serie de
conferencias Cirilo no parece referirse al debate sobre la consustancialidad
del Hijo, sino quizá en alguna alusión muy velada y sujeta a diversa’
interpretaciones. Sí sabemos que participó en el Concilio de Constantinopla
en 381, donde se reafirmó y aclaró lo hecho en el Concilio de Nicea.
La importancia de las Conferencias catequéticas es enorme para quienes
estudian la historia del culto y sobre todo la historia del sistema catequético
mediante el cual la iglesia preparaba los candidatos al bautismo. En tiempos
de Cirilo, cuando una persona pedía el bautismo, se le incluía oficialmente
en la lista de catecúmenos; es decir, en la lista de quienes estaban
recibiendo instrucción para el bautismo. Tras un largo período de
preparación en el que asistían solamente a la primera parte del culto —el
“servicio de la palabra”— y no a la comunión misma o “servicio de la mesa”,
llegaban los últimos días de preparación para recibir el bautismo. Ese es el
contexto de las Conferencias catequéticas. Su importancia se debe en parte
a que son el documento más antiguo que tenemos que va a dirigido a los
catecúmenos mismos. Naturalmente, debido a la importancia que la
instrucción siempre tuvo en la vida de la iglesia, desde fecha temprana hubo
documentos preparados para servir en esa instrucción. Tal es, por ejemplo,
el caso de la Didajé y de otros documentos inspirados en ella. Pero ese es
un libro de instrucción general, que no se dirige específicamente a los
catecúmenos. También nos hemos referido al discurso catequético de
Gregorio de Nisa. Pero este, además de ser posterior a las conferencias de
Cirilo, no va dirigido a los catecúmenos mismos, sino más bien i sus
maestros. Algo semejante puede decirse del escrito, aun más tardío, de San
Agustín, De la instrucción de los rudos. Luego, las Conferencias
catequéticas de Cirilo no son solamente la obra más antigua dirigida a los
catecúmenos mismos, sino que también carecen de paralelo.
Gracias a la información que podemos obtener de otros autores,
sabemos algo acerca del lugar y la época del año en que estas conferencias
fueron dictadas. Fue en la gran basílica que Constantino había hecho
construir en lo que hoy se llama “Santo Sepulcro”, y entonces se llamaba
“Iglesia de la Resurrección”. También sabemos que fueron dictadas en
Jerusalén durante la cuaresma. En Palestina, lo que entonces se llamaba
“Cuadragésima” y que hoy llamamos “Cuaresma”, duraba seis semanas,
mientras que en otros lugares duraba siete. Las introducciones a toda la
serie y las primeras 18 de las Conferencias catequéticas de Cirilo serían
entonces dictadas durante ese período de ayuno y de preparación para el
Domingo de Resurrección. La última de estas 18 sería dictada entonces en
la noche del Viernes Santo, o quizá de madrugada el sábado siguiente. Las
próximas cinco conferencias, del número 19 al 23, se conocen como las
Conferencias mistagógicas; es decir, conferencias sobre los “misterios” o
sacramentos. Serían entonces conferencias dictadas a los neófitos recién
bautizados, a quienes todavía se conocía como “párvulos”. En algunas
ediciones, el nombre de Conferencias catequéticas se reserva para las
primeras 18, y estas últimas cinco se consideran una obra aparte. En todo
caso, al final de la conferencia 18 Cirilo anuncia las conferencias
mistagógicas en las que se les daría mayor instrucción a los recién
bautizados:
Después del santo día de salvación que es la Resurrección, empezando el
segundo día de la semana, vendréis cada día después de terminada la
asamblea al lugar santo de la Resurrección y allí, con el favor de Dios, oiréis
otras conferencias en las que se os enseñarán de nuevo las razones por las
que hemos hecho cada cosa. (Conferencias catequéticas, 18.33; PG 33:1056)
Estas acciones a que se refiere Cirilo son los ritos bautismales y de
comunión, que son precisamente el tema de las Conferencias mistagógicas.
Luego, estas serían dictadas en la semana siguiente al Día de Resurrección,
de lunes a viernes.
Las cuatro primeras Conferencias catequéticas son una especie de
introducción al resto, tratando primero acerca de temas tales como el
arrepentimiento y —de manera muy breve— el bautismo. La cuarta es una
especie de bosquejo del resto. En la quinta se discute la fe y se prepara el
camino para entrar más directamente al tema de las doctrinas de la iglesia.
Aquí resulta interesante notar que al concluir esa conferencia Cirilo les
enseñó a sus oyentes el credo con que serían bautizados. Según Cirilo, el
propósito de ese credo es servir de resumen de las enseñanzas bíblicas:
Puesto que no todos pueden leer las Escrituras, unos por falta de
conocimiento y otros por falta de tiempo, para que el alma no se pierda en la
ignorancia, resumimos toda la doctrina de la fe en unas pocas líneas.
(Conferencias catequéticas, 5.12; PG 33:520)
Pero mucho más interesante que eso son las instrucciones que Cirilo les
da a sus oyentes, prohibiéndoles que escriban estas palabras, y
exhortándoles a que las aprendan de memoria:
Quiero que ustedes se aprendan de memoria estas palabras según yo las voy
diciendo, y que las practiquen y estudien diligentemente entre ustedes, pero
que no las escriban en papel, sino que más bien las graben en el corazón
mediante la memoria, asegurándose de que ningún catecúmeno pueda
escuchar estas cosas que os han sido enseñadas. (Conferencias
catequéticas, 5.12; PG 33:521)
(La prohibición de enseñarles estas cosas a los “catecúmenos”, cuando
de hecho el propio Cirilo estaba dándoselas a los candidatos al bautismo, se
debe a que cuando se aproximaba la fecha de su bautismo y estaban
recibiendo estas últimas lecciones, los catecúmenos no eran ya llamados
tales, sino que se les llamaba “competentes” o “los que están en proceso de
iluminación”).
Aunque, siguiendo sus propias instrucciones, Cirilo no ofrece por escrito
el texto del credo que se usa en su iglesia, sí es posible reconstruirlo porque
el bosquejo de buena parte del resto de las conferencias sigue ese orden y
prácticamente lo va citando. Examinándolo detalladamente, vemos que se
asemeja mucho al Credo de Nicea, aunque con algunas variantes. Por
ejemplo, donde el credo de Nicea dice “creador de todas las cosas visibles e
invisibles”, el de Jerusalén dice “creador del cielo y la tierra, y de todas las
cosas visibles e invisibles”. Pero las diferencias más notables se encuentran
en la segunda cláusula, que trata acerca del Hijo. El credo de Jerusalén, al
tiempo que afirma la divinidad completa y absoluta del Hijo, no emplea las
palabras típicamente nicenas de “sustancia” y “consustancial”. Mientras el de
Nicea dice que el Verbo es “de la misma sustancia del Padre”, el de
Jerusalén se contenta con afirmar la divinidad del Verbo sin usar tales
palabras. Lo que en Jerusalén era la frase “Dios verdadero”, en Nicea es
“Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero”. Puesto que
algún tiempo antes, según nos cuenta Eusebio de Cesarea, en Cesarea de
Palestina se usaba un credo que él presentó ante el Concilio de Nicea, y que
con ciertas correcciones vino a ser el credo promulgado por ese concilio, y
puesto que el credo que Eusebio presenta es semejante al de Cirilo, es muy
probable que lo que tengamos aquí sea sencillamente una modificación de
la fórmula tradicional utilizada en Palestina. En todo caso, esos credos eran
lo suficientemente semejantes como para que cualquier cristiano que
hubiera aprendido uno de ellos pudiera reconocer los demás. Y también
para que esos mismos creyentes pudieran reconocer el error en cualquier
credo arriano que se les presentara.
Las Conferencias mistagógicas—es decir, las Conferencias catequéticas
19-23— son una riquísima fuente para el estudio del culto en tiempos de
Cirilo. Como se ha indicado, fueron dictadas la semana después de Semana
Santa, de lunes a viernes. En la primera de ellas, Cirilo explica por qué se
espera hasta después del bautismo para dar esta instrucción más detallada:
A vosotros los que habéis nacido verdaderamente como hijos bienamados de
la iglesia, por largo tiempo he querido hablaros acerca de estos misterios
espirituales y celestiales. Pero, puesto que sé que el ver tiene más poder que
el escuchar, esperé para este tiempo, de modo que la experiencia que
vosotros habéis tenido os lleve de la mano al brillante y fragante paraíso que
se os abre. Esto tanto más puesto que se os ha considerado capaces de
recibir el bautismo divino que da vida. Puesto que ahora lo que falta es servir
ante vosotros una mesa de enseñanzas más perfectas, os enseñaré estas
cosas con más detenimiento, de modo que podáis entender lo que os ha
acontecido en esa noche de vuestro bautismo. (Conferencias catequéticas,
19.1; P 33:1065)
Cirilo va entonces narrando lo que tuvo lugar en la ceremonia bautismal.
Los neófitos fueron llevados al vestíbulo del bautisterio, y se les instruyó
para que, mirando hacia el occidente, extendieran la mano como para
detener a los poderes del mal, y dijeran: “Renuncio a ti, Satanás, y todas tus
obras y pompas v a todo tu servicio”. Después se les llevó a la piscina
bautismal y se les preguntó si creían en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo,
y se les introdujo tres veces a agua. Al salir del agua se les ungió, de igual
manera que ahora, junto a Cristo —es decir, junto al Ungido— ellos también
son ungidos y, por tanto, en cierto sentido son “cristos” o “cristianos”.
De igual manera, aunque no podamos entrar aquí en detalles, Cirilo
describe el rito de la comunión. Al comienzo de ese rito, un diácono le da al
presbítero oficiante agua para lavarse las manos, en señal de la pureza de
vida. A esto sigue el ósculo de la paz, que es señal de que todos los
creyentes son uno y toda enemistad se ha olvidado. Tras el ósculo de la paz
se pronuncian las palabras que ya vimos antes al tratar acerca de Hipólito:
“Elevad vuestros corazones”, con la respuesta “Los elevamos al Señor”. Y el
diálogo continúa “Demos gracias al Señor”, con la respuesta de la
congregación: “Dárselas es digno y justo”. Tras ese diálogo tradicional hay
una oración al Espíritu Santo, pidiendo su presencia y su acción sobre el pan
y el vino, a lo que sigue una oración de intercesión que termina con el
Padrenuestro. Después de esa oración, sigue una invitación dicha o cantada
para que los creyentes se acerquen a tomar la comunión. Estos recibirán el
pan en la mano derecha colocada sobre la izquierda, a manera de un trono
dispuesto a recibir a su grey, y dirán “Amén”. Tomarán entonces del cáliz y
dirán también “Amén”.
Como vemos, las costumbres que antes describió Hipólito continuaban
practicándose todavía en tiempos de Cirilo.
CAPÍTULO 20
Ambrosio de Milán
Su vida
Volvemos ahora al occidente de habla latina, donde la figura más
destacada de la segunda mitad del siglo cuarto fue Ambrosio de Milán.
Ambrosio nació en la ciudad de Tréveris poco antes del año 340. Su padre,
también llamado Ambrosio, era el prefecto pretoriano que desde su capital
en Tréveris gobernaba buena parte de la Europa occidental. Nuestro
Ambrosio era el tercer hijo del prefecto. La mayor, Marcelina, más tarde se
dedicaría a la vida ascética en Roma, donde fue consagrada a esa vida por
el obispo Liberio. Su hermano Sátiro siguió una carrera política en la que
alcanzó el rango de gobernador de provincia, y que abandonó cuando
Ambrosio, ahora obispo de Milán, le rogó que fuera a ayudarle.
Poco se sabe acerca de la infancia de Ambrosio, aparte de algunas
historias probablemente legendarias contadas por sus biógrafos. Muerto el
padre, Ambrosio y su familia se trasladaron a Roma, donde Ambrosio
completó su educación básica, que incluía literatura, retórica y filosofía. Pero
de esta última le interesaban solamente las enseñanzas prácticas y morales,
y no las especulaciones metafísicas. También estudió jurisprudencia, que
era un buen punto de partida para la carrera de administración política que
tanto él como su hermano proyectaban. Allí tuvo como maestro en estudios
religiosos al presbítero Simpliciano, con quien trabó amistad y quien más
tarde continuaría guiándole en asuntos doctrinales y teológicos. Tras pasar
unos tres años junto a su hermano en Sirmio, donde ambos practicaban la
carrera legal, Ambrosio fue hecho gobernador de la provincia de Emilia-
Liguria, cuya capital era Milán.
Tras el inevitable período de dudas y desconfianzas que siguió a su
llegada, Ambrosio pronto se ganó el respeto y la admiración de la población,
así como del emperador, y todo parecía prometer una distinguida carrera
política cuando la muerte de Auxencio, el obispo de Milán, vino a cambiarlo
todo. Auxencio era arriano, y había sido elevado al episcopado en tiempos
en que el arrianismo gozaba del favor imperial. Su muerte dejaba vacante el
importante obispado de Milán, y la elección de su sucesor prometía ser difícil
y quizá hasta violenta, pues tanto el partido arriano como el ortodoxo
buscaban posesionarse de la sede milanesa. Ambrosio acudió a la elección
con la esperanza de que su presencia ayudara a calmar los ánimos y evitar
desórdenes. Para su sorpresa —algunos dicen que a instancias de un niño
que le proclamó obispo— el pueblo reunido aclamó a su gobernador para
que fuera su próximo obispo.
Para Ambrosio aquello significaría el fin de su carrera política y, por tanto,
hizo todo cuanto pudo por evitar que se le hiciera obispo. Pero la noticia
llegó a oídos del emperador Valentiniano quien, aparentemente complacido
por el hecho de que la población milanesa quisiera hacer obispo de su
gobernador, ordenó que Ambrosio fuera hecho obispo y declaró criminal a
cualquier persona que le diese refugio; pues Ambrosio había optado por huir
y esconderse.
En vista de todo esto, Ambrosio accedió, con la condición de que quienes
le consagraran serían obispos ortodoxos. Aunque se había criado en una
familia cristiana, Ambrosio nunca había recibido el bautismo. Además, ya
para esa época había toda una jerarquía de órdenes que seguir antes de
llegar al episcopado. El resultado fue que, de manera insólita, tras ser
bautizado un domingo en noviembre de 373, al día siguiente Ambrosio fue
elevado a ostiario, y en los próximos días a lector, exorcista, acólito,
subdiácono, diácono y presbítero. El próximo domingo, una semana
después de ser bautizado, fue consagrado como obispo de Milán.
Para ayudarle en aquella tarea, Ambrosio acudió por una parte a su
antiguo maestro Simpliciano, quien le ayudaría ahora en sus estudios
teológicos, y por otra a su hermano Sátiro, quien renunció a su gobernación
provincial para venir a ayudarle. La ayuda de Sátiro le fue de gran valor, y su
presencia le alentó y fortaleció. Pero aquella feliz condición no duró mucho,
pues Sátiro murió a los dos años de su venida a Milán. Ambrosio,
profundamente conmovido, subió al púlpito y declaró:
Carísimos hermanos, ninguna cosa de entre todas las de la tierra me
resultaba más valiosa, ninguna más digna de amor, ninguna más querida que
un hermano tal. Pero los asuntos públicos deben estar antes que los
privados…
Y a todo esto debo añadir que no puedo ser ingrato ante Dios, puesto que
debo más bien gozarme en haber tenido un hermano tal que dolerme por
haberlo perdido. Porque lo primero es un don; y lo último, una deuda que ha
de ser pagada. Y por ello, hasta donde pude, me regocijé con motivo del
préstamo que se me había hecho. Pero ahora el dueño del préstamo lo ha
cobrado… Y así, mientras mayor haya sido el préstamo, mayor debe ser la
gratitud… (De la muerte de Sátiro, 1.2; PL 16:1291)
Empero Ambrosio no ocultaba su dolor:
Pero ahora, mi hermano, ¿a dónde iré, o hacia dónde me volveré? El buey
busca su compañero con el cual quiere tirar del arado. Y yo, hermano mío,
¿cómo no he de desear tu presencia? ¿Cómo he de olvidarme de ti, con
quien siempre tiré del arado de la vida? (De la muerte de Sátiro, 1.8; PL
16:1293)
En cuanto a Simpliciano y los estudios a que este le introdujo, Ambrosio
continuó con ellos asiduamente. Nunca le interesó sobremanera la
especulación metafísica o teológica, pero sí se interesó profundamente en el
estudio de las Escrituras y de varios autores, tanto latinos como griegos,
quienes pudieran guiarle tanto en la práctica ministerial como en los debates
teológicos de la época, y particularmente en su lucha contra el arrianismo.
Cuanto tiempo tenía libre lo dedicaba al estudio, y años más tarde San
Agustín expresaría su admiración porque —a diferencia de lo que casi todos
hacían entonces— Ambrosio leía “pasando la vida por encima de las
páginas, penetrando su alma en el sentido sin decir palabra ni mover la
lengua” (Confesiones, 6.3.3; BAC 11:277).
En el discurso acerca de la muerte de Sátiro, Ambrosio nos hace ver que
no era solamente él quien estaba de luto, sino que los visigodos saqueaban
los territorios romanos, matando a muchos y llevando a otros cautivos. En
vista de tal situación, Ambrosio hizo derretir los vasos sagrados de la iglesia
y utilizó los metales preciosos así obtenidos para comprar la libertad de los
cautivos, acción que los arrianos aprovecharon para criticarle. Algún tiempo
más tarde, Ambrosio mismo contaría y comentaría:
En cierta ocasión me gané el odio por destruir los vasos sagrados para
redimir a los cautivos, lo cual no era del agrado de los arrianos… La iglesia no
tiene oro para almacenarlo, sino para darlo, y para gastarlo en favor de los
necesitados. (De los deberes del clero, 2.28.136-37; PL 16:140).
La lucha contra el arrianismo fue larga y dificultosa. Mientras en España
y la Galia transalpina el arrianismo prácticamente había desaparecido, era
solamente hacia el este de Milán, particularmente en las regiones del
Danubio que quedaban centros de resistencia a la fe nicena. Pero ahora en
Milán las cosas parecían cambiar en sentido contrario. Muchos de los
habitantes de la región del Danubio que acudían a la ciudad huyendo de los
visigodos seguían la fe arriana. Por un tiempo, bajo el reinado del emperador
Graciano, la fe ortodoxa gozó del poder político, y Ambrosio llegó a ser
consejero del emperador, a cuya petición escribió un tratado en dos libros
De la fe, dedicados a Graciano.
Pero la situación política no era tan fácil, pues el gobierno en la región
occidental del imperio no estaba solamente en manos de Graciano, sino
también de Valentiniano II, quien a la sazón era todavía bastante menor de
edad. En consecuencia, el gobierno quedó en manos de la regente Justina,
madre de Valentiniano II. Justina era decididamente arriana, y chocó
repetidamente con Ambrosio. Los primeros conflictos tuvieron lugar en torno
a la elección de un nuevo obispo para la ciudad de Sirmio, cuando Ambrosio
logró deshacer los planes de la emperatriz para la elección de un obispo
arriano. Pero pronto el conflicto se tornó hacia la cuestión de la posesión de
las iglesias en Milán. Según la ley, los edificios de la iglesia eran propiedad
del estado y, por tanto, Justina tenía derecho de hacer con ellos lo que
quisiera. Debido a las ya mencionadas invasiones, y también porque Justina
se hizo rodear de godos y otras personas de convicción arriana, el
arrianismo iba en rápido aumento en la ciudad de Milán. Cuando Justina
exigió que una iglesia les fuese entregada a los arrianos, Ambrosio se negó,
con lo cual comenzó un conflicto abierto que duró por largo tiempo. La
población de Milán resistía las órdenes de Justina, quien tampoco podía
contar con la fidelidad de buena parte de sus tropas.
El punto culminante de aquel conflicto fue el famoso episodio que tuvo
lugar en la llamada Basílica Nueva, donde Ambrosio se encerró con buen
número de creyentes mientras fuera los soldados montaban guardia
esperando que quienes estaban en la iglesia a la postre se cansarían y
cederían. Por su parte, Ambrosio y quienes le acompañaban acudieron al
recurso de los himnos. En tiempos en que la música eclesiástica tendía a
complicarse, Ambrosio había propuesto una música más sencilla y fácil de
cantar, que consistía principalmente en cantos antífonos entre dos coros. La
mayoría de lo que se cantaba eran los Salmos. Pero además de eso el
propio Ambrosio compuso algunos himnos. Aunque son muchísimos los que
se le atribuyen, solamente cuatro de ellos son indudablemente suyos,
mientras otro buen número está en duda, y otros ciertamente son obra de
alguna otra persona. El cántico no solamente alentaba a los sitiados dentro
de la basílica, sino que también desalentaba a los soldados que les sitiaban.
A la postre, estos últimos fueron retirados, y Ambrosio y sus seguidores
retuvieron el uso de la basílica.
Ambrosio cuenta parte de lo acontecido en una carta que le escribió a su
hermana Marcelina, en Roma. El Consejo imperial le ordenó entregar la
llamada “basílica nueva”, que era la principal iglesia de la ciudad. Ambrosio
se negó, y pronto su grey se declaró a favor de él. El próximo domingo,
mientras Ambrosio estaba ocupado en otros asuntos —explicándoles el
credo a los candidatos al bautismo— hubo un tumulto en el que la
muchedumbre se abalanzó sobre un sacerdote arriano. Al celebrar la
comunión, Ambrosio pidió fervientemente que no hubiera derramamiento de
sangre, y además envió a varios de sus clérigos para que rescataran al
sacerdote arriano. El gobierno respondió encarcelando y de otras maneras
castigando a quienes apoyaban a Ambrosio. Poco después, cuenta
Ambrosio, “me aterroricé al saber que se habían enviado hombres armados
a tomar la basílica, pues temía que hubiera derramamiento de sangre y una
matanza debido a los que estaban defendiéndola” (Epístolas, 20.9; PL
16:997). Al día siguiente las tensiones aumentaron. El gobierno dudaba de la
fidelidad de los soldados, cuyas simpatías no eran arrianas. Cuando los
soldados se enteraron de que Ambrosio les había ordenado a sus fieles
abstenerse de la comunión con ellos, algunos empezaron a entrar a la
iglesia, lo cual produjo algún pánico. Pero los soldados indicaron que no
habían venido a pelear, sino a orar. En su sermón, Ambrosio comentó sobre
lo que estaba aconteciendo, para llegar por fin al texto bíblico: “Oh Dios, los
gentiles han venido a tu heredad” (Sal. 79:1). Según hablaba sobre este
tema, los soldados fueron abandonando las armas y uniéndose a él. A la
postre, cuenta Ambrosio, “me llegó la noticia de que el Emperador había
mandado que los soldados se apartaran de la basílica y que se les
devolvieran las multas que se habían cobrado contra los mercaderes [que
me apoyaron]” (Epístolas, 20.26; PL 16:1002).
A partir de entonces, a pesar de algunas altas y bajas según las
vicisitudes políticas de la época, la autoridad de Ambrosio fue cada vez
mayor, llegando a su cumbre cuando, a partir del año 379, Teodosio
ascendió al trono imperial. Las relaciones de Ambrosio con este emperador
no fueron siempre cordiales. Tampoco podemos decir que en los conflictos
que surgieron la justicia estuviera siempre de parte de Ambrosio. Por
ejemplo, cuando en la pequeña ciudad de Calínico, en la ribera del Éufrates,
el obispo impulsó al pueblo a saquear y quemar la sinagoga, Teodosio
ordenó que el obispo sufragara los gastos de reconstrucción de la sinagoga
y que los incendiarios fueran castigados. Ambrosio intervino arguyendo que
esto obligaría a los creyentes a escoger entre la apostasía y el martirio. A la
postre Teodosio se doblegó, y la sinagoga no fue reconstruida ni los
incendiarios castigados. Otro ejemplo, en el sentido contrario, es lo que
aconteció a raíz de un motín en Tesalónica al que Teodosio respondió
ordenando la matanza de buena parte de la población. En una famosa
confrontación, posiblemente dramatizada y exagerada por los cronistas,
Ambrosio se negó a admitir a Teodosio a la comunión hasta tanto este último
no mostrara arrepentimiento por ese grave pecado, dictando también
instrucciones para que esto nunca más volviera a suceder.
Ambrosio murió en 397; según cuentan algunos, en la noche del Sábado
Santo. Su antiguo tutor Simpliciano le sucedió como obispo, y su fama
perduró por largo tiempo. Poco antes, también el emperador Teodosio había
muerto.
Irónicamente, entre todas las obras y acciones de Ambrosio, ninguna fue
tan importante como una de la que parece no haberse percatado. Un joven
de origen africano y profesor de retórica en la ciudad de Milán, oyendo de la
fama de Ambrosio como predicador, fue a escucharle, no para oír lo que
decía, sino más bien para ver cómo lo decía. Pero, para sorpresa suya,
pronto el profesor se vio cautivado por lo que Ambrosio decía y por el modo
en que interpretaba las Escrituras, y decidió por fin aceptar la fe cristiana de
su madre y de Ambrosio, que hasta entonces le había parecido irracional.
Aquel joven profesor a quien Ambrosio bautizó, y que nunca se atrevió a
hablar demasiado con él por no interrumpirle, se llamaba Aurelio Agustín,
pero se le conoce generalmente como San Agustín.
Obras exegéticas
El número de escritos de Ambrosio que se conservan es enorme. Baste
decir que en la Patrología latina de Migne, en la que todos los autores
anteriores ocupan 13 volúmenes, las obras de Ambrosio ocupan cinco.
Sobre la Biblia, escribió buen número de comentarios. Siguiendo el orden
del canon, y empezando por tanto por Génesis, esas obras incluyen, entre
muchas otras: seis libros Del Hexámeron, uno Del paraíso, dos De Caín y
Abel, uno De Noé y el arca, dos De Abraham, uno De José, y otros Del
patriarca José, y De las bendiciones de los patriarcas. Además de esto,
escribió ampliamente sobre el resto del Antiguo Testamento, particularmente
los Salmos y el Cantar de los Cantares, así como ensayos sobre episodios
particulares tales como el ayuno de Elías, la viña de Nabot, y el pecado y
arrepentimiento de David. Sobre los libros deutero-canónicos, escribió
acerca de Tobías y también de los Macabeos. En cuanto al Nuevo
Testamento, nos ha dejado un Comentario sobre Lucas en 10 libros, además
de comentarios sobre todas las epístolas de Pablo, desde Romanos hasta
Filemón.
Todo esto muestra por una parte el profundo interés de Ambrosio por
conocer y dar a conocer las Escrituras y, por otra, su actividad como
predicador, pues buena parte de estos escritos tienen señales de haber sido
predicados, quizá antes de ser escritos. Por eso, al clasificar sus obras,
algunos autores colocan algunas de ellas entre las obras exegéticas y otras
entre las homiléticas.
En todo caso, en su método exegético Ambrosio sigue el principio,
sugerido antes por Clemente de Alejandría, Orígenes y otros, según el cual
en el texto sagrado hay varias capas o niveles de sentido. Por lo general,
estos son al menos tres. Al nivel básico, las Escrituras tienen un sentido
literal o histórico, en el que las palabras significan exactamente lo que dicen.
En segundo lugar, aplicando el texto a las situaciones de la vida, hay un
sentido “moral”, en el que se ofrecen directrices para la vida. Y, por último,
hay el nivel más profundo del sentido alegórico o místico, que apunta hacia
los grandes misterios de la fe. Así, por ejemplo, comentando sobre la historia
del siervo del centurión que aparece en Lucas 7, Ambrosio empieza
comentando sobre la historia misma, luego usándola como ejemplo para la
vida presente, y por último llevando a lo que él llama el “sentido místico”:
¡Qué signo de humildad divina, que el Señor del cielo no haya desdeñado
visitar al siervo de centurión! Brilla la fe en las obras, pero la humanidad obra
más eficazmente en los sentimientos. No hacía esto porque no pudiese curar
a distancia, sino para darnos un ejemplo de humildad que imitar, enseñando a
ser deferentes con los humildes como con los grandes…
En cuanto al sentido místico, … él [el centurión] ha creído en la palabra,
adivinando que era en virtud de un poder no humano, sino divino, por el que
Cristo daba a los hombres la salud; en cuanto al misterio, él ha visto que
Cristo no podía penetrar los corazones aún paganos. (Comentario sobre
Lucas, 5.84, 86; BAC 257:270-71)
Epistolario
Ya hemos tratado más arriba acerca de la contribución de Ambrosio a la
himnología y, por tanto, basta aquí con mencionarla. Pero sí debemos
señalar la importancia del epistolario de Ambrosio.
Se conservan unas 90 cartas de Ambrosio. (Este número es aproximado
porque hay algunas de ellas de cuya autenticidad se duda). Entre ellas hay
varias dirigidas a los emperadores, a veces en respuesta a otras recibidas
de ellos, otras a su hermana Marcelina haciéndole partícipe de sus conflictos
con los arrianos, contándole acerca de temas tales como el descubrimiento
de los supuestos mártires Gervasio y Protasio y otros episodios semejantes,
y un buen número dirigidas a otros líderes dentro de la iglesia. Entre todas
ellas, una de las más interesantes es la número 51, dirigida al emperador
Teodosio después de la matanza en Tesalónica a que ya nos hemos
referido. En ella, con una actitud de respeto, pero de firmeza, le señala al
emperador la enormidad de su crimen y cómo este es resultado de no haber
refrenado su impetuosidad, para a la postre decirle que no le permitirá al
emperador participar de la comunión hasta tanto no se arrepienta:
Óyeme, Augusto emperador. No puedo negar que eres celoso en la fe, y
declaro que eres temeroso de Dios. Pero tienes una impetuosidad tal que si
alguien te calma rápidamente te inclinas hacia misericordia. Si alguien la
provoca, tu ira se inflama a tal punto que difícilmente puedes refrenarla…
Lo que aconteció en Tesalónica no tiene precedente… Cuando me enteré
estaba reunido en un sínodo con los obispos galos. Todos ellos lo lamentaron
y lo tomaron con gran pesar. El hecho de que estuvieras en comunión con
Ambrosio no te excusa. Y tampoco tendría yo excusa y se me culparía
justamente si no declarara que tienes que reconciliarte con Dios…
Te insto, te ruego, te exhorto, te advierto, porque me preocupa
grandemente el que tú que fuiste un ejemplo de inusitada piedad y quien
fuiste reconocido por tu clemencia, … no estés de duelo ante la muerte de
tantos…
No me atrevo a ofrecer la comunión si tú pretendes estar presente.
(Epístolas, 51; PL 16:1160-63)
CAPÍTULO 21
Jerónimo
Su vida y su carácter
Pocos de aquellos antiguos escritores cristianos a quienes la tradición dio
en llamar “padres de la iglesia” han tenido tanta influencia como Jerónimo. Y,
al mismo tiempo, pocos de ellos han sido irascibles y belicosos al nivel en
que lo fue Jerónimo.
Jerónimo nació en la pequeña ciudad de Estridón, hacia el extremo
nordeste de lo que hoy es Italia, alrededor del año 347. Su familia era
cristiana, aunque aparentemente no de muy profunda convicción o
dedicación. Tras estudiar en su tierra natal por algún tiempo, sus padres le
enviaron a continuar sus estudios en Roma, aparentemente con la
esperanza de que siguiera una carrera política o administrativa. Allí, en
compañía de varios amigos, se interesó cada vez más en la fe y en la vida
ascética, y poco antes de cumplir los 20 años fue bautizado. Además,
aprovechó el tiempo que pasó en la gran capital para comenzar lo que vino a
ser una amplia biblioteca, copiando manuscritos tanto de autores clásicos
como cristianos. En compañía de esos manuscritos y de uno de sus amigos,
partió hacia Tréveris, y fue aparentemente allí que decidió abandonar
cualquier plan para una carrera administrativa bien remunerada y dedicarse
al estudio y la vida ascética. Algún tiempo después sus viajes le llevaron a la
ciudad de Aquleia, donde se reunió con un grupo que exploraba la vida
ascética, y entre los cuales se encontraba su amigo Rufino, con quien había
compartido también en Roma.
No se sabe por qué razón Jerónimo decidió partir de Aquleia, donde
según sus propios informes su estancia fue grata. Algún tiempo más tarde,
cuando Rufino estaba en Egipto, Jerónimo le escribió una carta en la que
mencionaba su propia partida de Aquleia y le decía que
…un súbito torbellino me arrebató de tu lado… [y] emprendí mi peregrinación
errando al azar; atravesé Tracia, el Ponto y Bitinia, recorrí todo el camino de
Galacia y Capadocia, me quebrantó el calor ardiente de Cilicia y me acogió
Siria, puerto segurísimo para el náufrago. (Epístolas, 3.3; BAC 219:44-45)
En Siria, según él mismo le cuenta a Rufino, una fiebre le hizo perder un
ojo. Pero a pesar de ello continuó sus estudios cada vez con mayor ahínco.
Al mismo tiempo, se dedicó a perfeccionar su conocimiento del griego.
Había decidido consagrarse al estudio de las Escrituras, pero al mismo
tiempo continuaba estudiando y leyendo a los autores clásicos, tanto
romanos como griegos. Fue probablemente allí, en Antioquía, que tuvieron
lugar las luchas sobre las que años más tarde le escribiría a su amiga,
discípula y colega Eustoquia:
Hace de ello ya muchos años. Por amor del reino de los cielos me había yo
separado de mi casa, padres, hermana, parientes y, lo que más me costó, de
la costumbre de comer regaladamente, y, antes de entrar en la milicia,
emprendí un viaje a Jerusalén. Pero no podía desprenderme de mi biblioteca
que, con extrema diligencia y trabajo, había allegado en Roma. Así, pues,
triste de mí, ayunaba para leer luego a Tulio [es decir, a Cicerón]. Después de
las largas vigilias de la noche, después de las lágrimas que me arrancaba de
lo hondo de mis entrañas el recuerdo de los pecados pasados, tomaba en las
manos a Plauto. Si luego volvía en mí mismo y me dedicaba a leer un profeta,
repelíame el estilo desaliñado y, no viendo la luz por tener ciegos los ojos,
pensaba no tener la culpa los ojos, sino el sol. (Epístolas, 22.30; BAC
219:191)
Abrumado estaba Jerónimo por esta tensión entre las letras clásicas y las
cristianas cuando, según sigue contando en la misma carta, contrajo una
seria enfermedad y ya se pensaba que estaba a punto de morir cuando
…arrebatado súbitamente en el espíritu, soy arrastrado hasta el tribunal del
juez. Allí había tanta luz e irradiaban los asistentes tal fulgor de claridad que,
derribado por tierra, no me atrevía a levantar los ojos. Interrogado acerca de
mi condición, respondí que era cristiano. Pero el que estaba sentado:
“Mientes”, dijo, “ciceroniano eres, no cristiano”. (Epístolas, 22.30; BAC
219:191-9 2)
Aquella visión no le llevó a abandonar por completo las letras clásicas,
que siempre continuó leyendo e imitando. Tampoco se deshizo de su
biblioteca, que pronto llevaría consigo al desierto. Pero sí decidió dedicarse
asiduamente al estudio de las Escrituras. Y sería ese estudio el que le haría
famoso.
Quizá impulsado por aquella visión, Jerónimo partió de Antioquía, donde
había pasado algo más de un año, para retirarse al desierto en las afueras
de la ciudad y vivir como ermitaño dedicado a la vida ascética y al estudio. A
partir de entonces el desierto vino ser para Jerónimo sinónimo de una vida
ascética e idílica. Así, en una de sus cartas se refiere a él: “¡Oh yermo que
goza de la familiaridad de Dios!” (Epístolas, 14.10; BAC 219:14). Pero esto
es solamente una cara de la moneda. En la misma carta a Eustoquia citada
más arriba, Jerónimo comenta:
¡Oh cuántas veces, estando yo en el desierto y en aquella inmensa soledad
que, abrazada de los ardores del sol, ofrece horrible asilo a los monjes, me
imaginaba hallarme en medio de los deleites de Roma! Me sentaba solo,
porque estaba rebosante de amargura. Se erizaban mis miembros, afeados
por un saco, y mi sucia piel había tomado el color de un etíope. Mis lágrimas
eran de cada día, de cada día mis gemidos, y si alguna vez, contra mi
voluntad, me vencía el sueño repentino, estrellaba contra el suelo unos
huesos que apenas si estaban ya juntos. (Epístolas, 22.7; BAC 219:163)
Lo cierto es que, aunque a menudo se le representa como un ermitaño
dedicado al estudio solitario, Jerónimo solamente llevó esa vida por espacio
de poco más de dos años. Aprovechó ese tiempo para continuar copiando
libros y así aumentar su biblioteca, y para comenzar sus estudios de hebreo.
Dejando entonces el desierto, regresó a Antioquía, donde se unió a
quienes defendían la ortodoxia nicena más estricta contra el arrianismo;
aunque en realidad a Jerónimo nunca le interesaron sobremanera las
especulaciones teológicas, y se contentaba con aceptar las posturas y
definiciones de sus correligionarios. En Antioquía, Jerónimo continuó sus
estudios bíblicos, en parte bajo la dirección de Apolinario de Laodicea, a
quien más tarde el Concilio de Constantinopla declararía hereje, como ya
hemos visto. Jerónimo cuenta que “en Antioquía oí con frecuencia a
Apolinario de Laodicea y cultivé su amistad. Me instruyó en las santas
Escrituras, pero jamás acepté su discutible doctrina acerca de la inteligencia
de Cristo” (Epístolas, 84.3; BAC 220:12).
De Antioquía, Jerónimo continuó sus viajes, y estaba en Constantinopla
en 381, cuando se reunió allí el hoy llamado Segundo Concilio Ecuménico.
Allí aprovechó la oportunidad para conocer a varias de las figuras
distinguidas que acudieron a la capital para la reunión del concilio; entre
ellas a Gregorio de Nacianzo, quien presidiría en la primera sesión del
concilio. Gregorio, quien seguía los métodos exegéticos de Orígenes, ayudó
a Jerónimo a profundizar en esos métodos. Por fin, tras una ausencia de 15
años, Jerónimo regresó a Roma.
En Roma, el obispo Dámaso, admirador de sus escritos, le hizo su
secretario. Aparentemente fue Dámaso quien primero le invitó a producir una
nueva traducción de la Biblia, pues la que se empleaba para el Antiguo
Testamente era una traducción al latín basada, no en el original hebreo, sino
en la traducción al griego conocida como la Septuaginta. Fue durante su
estancia en Roma que Jerónimo hizo sus primeros intentos en esa dirección.
Pero probablemente lo más importante de aquella estancia en Roma haya
sido la relación que Jerónimo estableció con un grupo de mujeres devotas e
interesadas no solamente en la vida ascética, sino también en el estudio.
Una de las principales entre aquellas mujeres era Marcela, quien
repetidamente le planteaba a Jerónimo preguntas acerca de las Escrituras.
Con ella Jerónimo estableció una amplia correspondencia, de la cual se
conservan 16 cartas (las epístolas números 23-29, 32, 34, 37, 38, 40-44 y
59). Como muchos han observado, debido a las preguntas que Marcela le
planteaba, buena parte de las respuestas de Jerónimo son en realidad
tratados eruditos en los que explica sobre todo cuestiones que tienen que
ver con las Escrituras, particularmente con el texto hebreo. También en
Roma Jerónimo estableció contacto con otro grupo de mujeres devotas entre
las que se encontraban Paula y su hija Eustoquia. También se conservan
varias de las cartas dirigidas por Jerónimo a estas dos mujeres, que no
fueron solamente sus discípulas, sino también más tarde sus colaboradoras.
Pero, al tiempo que Jerónimo se destacó por la colegialidad que pudo
establecer con estas mujeres, también se destacó durante toda su vida por
su actitud frecuentemente belicosa hacia otros varones, particularmente
aquellos que pudieran hacerle sombra. Jerónimo pronto chocó con varios de
ellos. Aunque muchos le atacaban y criticaban, el obispo Dámaso le
protegía. Pero a la muerte de Dámaso en 384 Jerónimo perdió esa
protección, y pronto la vida se le hizo imposible.
Por fin Jerónimo decidió partir de Roma hacia Tierra Santa. También
Paula y Eustoquia dejaron la ciudad con el mismo propósito, y se reunieron
con Jerónimo camino a Tierra Santa, quizá en Chipre, o quizá en Antioquía.
Llegados a Tierra Santa, emprendieron una peregrinación que les llevó
hasta Alejandría, donde Jerónimo tuvo ocasión de reunirse con Dídimo el
Ciego, quien amplió lo que Jerónimo había aprendido de Gregorio de
Nacianzo acerca de los métodos de estudio e interpretación bíblica de
Orígenes.
No fue sino hasta el año 386 que Jerónimo y sus compañeras se
asentaron por fin en Belén. Algún tiempo antes Rufino, el amigo de
Jerónimo, había establecido una comunidad monástica y de estudio cerca
de Jerusalén, y cerca de aquella comunidad la noble Melania —una
distinguida mujer romana con quien Rufino había establecido relaciones
semejantes a las que tenía Jerónimo con Marcela, Paula y Eustoquia—
estableció otra comunidad de mujeres. Jerónimo volvió a establecer su
amistad con Rufino, pues ambos estaban dedicados al estudio y en ocasión
tomaban prestados libros uno de otro para producir nuevas copias. Mientras
tanto, tanto la comunidad de mujeres como la de varones crecían, aunque la
de mujeres mucho más rápidamente que la de varones.
Fue allí, en Belén, que Jerónimo pasó los últimos 34 años de su vida,
entregado al mismo tiempo al estudio y a las numerosas controversias en
que se vio involucrado tanto por las condiciones de aquellos tiempos como
por su propia belicosidad. Por fin, poco después de la muerte de Eustoquia
en 419, Jerónimo murió. Hasta sus últimos días, continuó dedicado al
estudio de las Escrituras, y la muerte le alcanzó cuando comentaba sobre el
libro del profeta Isaías.
Repetidamente hemos hablado acerca de la belicosidad de Jerónimo y
de las disputas que tuvo con colegas varones que a la postre le dejaron
prácticamente sin amigos. Esto se debió en parte a su propio orgullo.
Convencido como estaba (y con razón) de su propio genio, temía que otros
no lo reconocieran. Índice de ello es el hecho de que en su obra De los
varones ilustres, tras hacer la lista de los grandes autores y pensadores
cristianos que le precedieron, Jerónimo se coloca a sí mismo al final de la
lista: “Yo, Jerónimo, hijo de Eusebio… Llevo escrito hasta el año actual, es
decir, el decimocuarto del emperador Teodosio, todo lo que a continuación
sigue: [y aquí incluye una lista de sus obras hasta ese momento]” (De los
varones ilustres, 135; BAC 593:7).
Entre las muchas disputas en que se vio involucrado, y que a la postre le
dejaron prácticamente sin amigos, cabe mencionar dos ejemplos: las que
tuvo con Rufino y con Agustín.
La amistad de Jerónimo con Rufino tenía profundas raíces en la juventud
de ambos. Por largo tiempo, aun en la distancia, Rufino siguió siendo amigo
predilecto de Jerónimo. En la misma carta ya citada en la que comenta cómo
fue arrancado de la comunidad en Aquleia por “un súbito torbellino”,
Jerónimo se dirige a Rufino, quien estaba en Egipto junto a la compañía de
Melania:
¡Oh, si en este momento tuviera a bien el Señor Jesucristo trasladarme
repentinamente a tu lado, como a Felipe cerca del eunuco o a Habacuc junto
a Daniel! ¡Con qué abrazos me estrecharía a tu cuello, qué besos imprimiría
en aquella boca que en otro tiempo erró conmigo o conmigo fue discreta!
Pero no merezco esa dicha. (Epístolas, 3.1; BAC 219:43)
Como hemos dicho, cuando por fin Jerónimo y sus compañeras se
establecieron en Belén, Rufino y Melania tenían ya comunidades monásticas
cerca de Jerusalén. Por algún tiempo, los amigos se reunían para
intercambiar manuscritos e ideas. Aquellos fueron algunos de los años más
felices y productivos en la vida de Jerónimo, quien compuso buena parte de
sus obras en ese tiempo.
Pero entonces intervino el desacuerdo. Este surgió en torno a Orígenes y
el origenismo. Jerónimo era admirador de los estudios bíblicos de Orígenes,
y de lo que este había escrito acerca de las Escrituras, pero no se dejaba
llevar por sus especulaciones filosóficas acerca de cuestiones tales como la
preexistencia de las almas, el alcance de la salvación y otras. Rufino, por su
parte, también admiraba a Orígenes, pero también quería defender sus
doctrinas, que ofendían a muchos. Por una serie de razones que no es
necesario discutir aquí, se desató una controversia en torno al origenismo
que Rufino y otros defendían. Todo esto se complicó con una serie de
intrigas tanto en Jerusalén como en Roma. Aunque Jerónimo nunca se
había ocupado mucho de tales cosas, sino que le interesaba más la labor
bíblica de Orígenes, ahora se vio obligado a involucrarse en el debate. El
resultado fue una amarga ruptura con su amigo de la juventud Rufino. Hubo
acusaciones mutuas y públicas. Rufino escribió una Apología, y Jerónimo
respondió con su propia Apología contra los libros de Rufino. La amistad de
antes se perdió, y la enemistad habría crecido aún más de no haber sido
porque, tras ocho años de idas y venidas, Rufino sencillamente abandonó la
contienda no respondiendo más a lo que Jerónimo decía acerca de él.
La querella con Agustín se debió en parte a malas lenguas y cartas
perdidas, pues alguien hizo correr la voz de que Agustín había escrito un
libro contra Jerónimo, y la carta en que Agustín le decía a Jerónimo que esto
no era cierto no llegó a su destino. Enterado del asunto, Jerónimo le escribió
a Agustín aceptando sus disculpas, aunque también aprovechando la
oportunidad para hacerle ver a Agustín su autoridad como persona mayor
que él: “Resta que ames a quien te ama, y no retes, joven que eres, a un
viejo en el palenque de las Escrituras” (Epístolas, 102:2; BAC 220:167). Pero
las tensiones continuaron, sobre todo cuando Agustín se atrevió a criticar la
gran obra de Jerónimo, su versión de la Biblia al latín que hoy se conoce
como la Vulgata. Tras contarle de una disputa que surgió porque Jerónimo
no traducía el nombre de la planta que vino a cobijar a Jonás como una
hiedra, según lo hacía la vieja traducción al griego conocida como la
Septuaginta, sino que decía más bien que era un calabacín, Agustín se
atrevía a aconsejar a Jerónimo. Tomando al pie de la letra la leyenda según
la cual la Septuaginta había sido divinamente inspirada, Agustín le aconseja
a Jerónimo que en lugar de traducir el Antiguo Testamento del hebreo
original lo haga de la Septuaginta o versión de los Setenta:
Mucho te agradecería tuvieras a bien explicarme lo que opinas sobre la
diferencia que hay, en muchos pasajes, entre el texto hebreo y la versión que
se llama de los Setenta. Porque no es pequeña la autoridad de uña versión
que así ha merecido divulgarse y de la que se valieron los apóstoles, como la
realidad misma lo demuestra y tú mismo recuerdo que lo atestiguas. Por eso
harías obra muy provechosa si volvieras a la verdad latina aquella Escritura
que trabajaron los Setenta. (Epístolas, 104.6; BAC 220:175)
La reacción de Jerónimo fue fulminante, sobre todo por cuanto lo que le
llegó fue una copia de la carta sin la firma de Agustín. Atribuyéndoles tales
opiniones a otras personas, Jerónimo le dice a Agustín:
Lo que tú buscabas era tu gloria, dar que hablar y ganar aura popular,
engrandeciéndote así a mi costa. Todo el mundo se daría cuenta de ser tú
quien retabas y yo un cobarde. Tú escribirías como un sabio, y yo me echaría
punto en boca como un ignorante. Por fin habría yo hallado quien pusiera coto
a mi garrulería.
Y entonces, volviendo sobre su edad supuestamente mucho más
avanzada que la de Agustín —quien en realidad era solo unos pocos años
más joven—Jerónimo continúa:
Ahora, si quieres ostentar o ejercitar tu erudición o ciencia, búscate jóvenes y
elocuentes y famosos… Que puedan y se atrevan a medir sus armas
contigo… Yo fui antaño soldado y ahora soy veterano. (Epístolas, 105.2-3;
BAC 220:178)
Afortunadamente, la querella no continuó, aunque más tarde en otra
carta. Agustín parece referirse a ella al decirle a Jerónimo: “Cierto que en
años eres más viejo que yo; pero aun también yo, que te consulto, soy ya
viejo” (Epístola 131.1; BAC 220:691). Pero lo que en fin de cuentas calmó
los ánimos fue el hecho de que cuando el pelagianismo apareció en
Palestina Jerónimo, sabiendo que aunque en temas escriturarios aventajaba
a Agustín, tenía que confesar que en temas más bien teológicos era Agustín
quien llevaba la ventaja. Por ello, puso a un lado sus malquerencias con
Agustín y consultó con él acerca de las doctrinas de Pelagio y cómo
responderle.
Todo esto parecería dibujar la silueta de un hombre rígido y
malhumorado. Pero lo cierto es que a veces, particularmente en sus cartas
—especialmente aquellas que iban dirigidas a colegas del sexo femenino—
Jerónimo se permite algo de humor. Por ejemplo, cuando una joven decidió
rechazar el matrimonio y seguir el camino monástico como esposa de Cristo,
Jerónimo le dice a la madre, molesta por la decisión de su hija: “¿Te dignas
de que no haya querido ser esposa de un soldado, sino del emperador?
Gran beneficio te ha hecho, pues has empezado a ser suegra de Dios”
(Epístolas, 22.20; BAC 219:177).
La Vulgata
Aunque algunas de las numerosas obras de Jerónimo tratan sobre otros
temas, la inmensa mayoría de ellas son el resultado y reflejo de sus estudios
bíblicos. Y entre todas ellas ninguna ha ejercido más influencia a través de
las edades que la Vulgata. Cuando Jerónimo trabajaba en Roma al servicio
del obispo Dámaso, había ya empezado a revisar la traducción latina de los
Evangelios que se empleaba entonces. Sus primeros pasos en esa dirección
fueron moderados, pues sabía que tanto los textos de los Evangelios como
de los Salmos que se leían y repetían en el culto no podrían cambiarse
fácilmente sin causar ofensa a los creyentes. Por eso, durante sus años en
Roma, Jerónimo se limitó a corregir tanto en los Evangelios como en los
Salmos solamente aquellas traducciones que tergiversaban en el sentido del
original, dejando lo demás tal como estaba. Pero al mismo tiempo comenzó
a hacer estudios serios comparando los diversos textos del Antiguo
Testamento para determinar su sentido original. Después, inspirado por la
Hexapla de Orígenes, pasó a una serie de comparaciones entre el texto
hebreo y la Septuaginta o versión de los Setenta. Por fin, se lanzó a la
traducción al latín a partir de las lenguas originales: el griego para el Nuevo
Testamento y el hebreo para el Antiguo. No se sabe exactamente cuándo
empezó, ni el orden y la fecha de las traducciones de diversos libros.
Aparentemente el primer libro traducido del hebreo fue el de Job. En todo
caso, Jerónimo distinguía claramente entre el canon del Antiguo Testamento
que los judíos aceptaban —y que él mismo sigue— y el canon de la
Septuaginta, que incluye los libros llamados deuterocanónicos. Por fin, hacia
fines de la primera década del siglo quinto, Jerónimo completó esta magna
obra, que incluía los libros deuterocanónicos.
Aunque al principio hubo fuertes elementos de resistencia, como los que
ven en la ya citada epístola de Agustín al respecto, paulatinamente la
Vulgata fue imponiendo hasta llegar al punto en que fue la Biblia oficial de
toda la iglesia de habla latina. Esto se debió principalmente a dos razones.
La primera de ellas era la indudable erudición de Jerónimo y su minucioso
cuidado de ser tan fiel al texto hebreo y griego como le fuera posible. La
segunda era la calidad literaria de la traducción de Jerónimo. Aunque dijera
que desde mucho antes había dejado de ser ciceroniano para ser
verdaderamente cristiano, la verdad es que Jerónimo siempre siguió
emulando el estilo de Cicerón y de los otros clásicos. Luego, su traducción,
además de ser cuidadosa, era elegante. Esto es particularmente cierto de
los Salmos, en los que Jerónimo llevó a buen término la difícil tarea de
traducir la poesía hebrea a los cánones de la poesía latina sin desvirtuarla.
El impacto de esa traducción de los Salmos fue tal que hasta el día de hoy
en traducciones a idiomas romances modernos —incluso el castellano— se
escuchan ecos de la obra de Jerónimo.
Obras exegéticas
Como hemos visto repetidamente, Jerónimo rara vez se ocupó de los
debates teológicos de su época, y aun cuando se vio arrastrado a ellos no
escribió extensamente sobre ese tema. Lo que le interesaba eran los
estudios bíblicos, y fue a ellos que dedicó casi toda su vida. Pero no se
trataba sencillamente de estudios sobre el texto tal como existía, sino que se
trataba también de estudios filológicos para determinar el sentido del texto y
de estudios geográficos y hasta en cierta medida arqueológicos para
entender las circunstancias físicas de las narraciones bíblicas. Entre otras
cosas, cuando vivía en Tierra Santa se dedicó a hablar con los habitantes de
la región, así como con eruditos judíos para entender mejor tanto el sentido
de las palabras en el texto como su entorno físico.
Los escritos de Jerónimo sobre la Biblia son numerosísimos. Lo que es
más, muchos de ellos no se nos presentan en forma de comentario, sino en
cartas extensas en las que responde a preguntas acerca del texto bíblico.
Como ejemplo de esto, podemos citar las ya mencionadas cartas a las
mujeres que estudiaba: y colaboraban con él, así como una carta a Dámaso
sobre los serafines que Isaías vio en torno al trono del Señor. Y lo mismo
puede decirse de las homilías que de él se conservan, muchas de las cuales
son comentarios casi palabra por palabra sobre el pasaje del día.
En cuanto a comentarios bíblicos en el sentido más estricto, Jerónimo
escribió varios de ellos: comentarios sobre Génesis, Salmos, Isaías, Jeremía
Ezequiel, Daniel, los profetas menores, los Evangelios de Mateo y de
Marcos, así como sobre varias epístolas paulinas. A esto se añade un
extenso libro De la interpretación de los nombres hebreos, en el que trata de
dar el significado etimológico de los nombres propios de personas y lugares
que aparecen en el Antiguo Testamento. En todos estos comentarios llama
la atención el hecho de que, a pesar de su enorme admiración hacia
Orígenes, Dídimo, Gregorio de Nacianzo y otros intérpretes alegóricos, lo
que le interesa a Jerónimo es sobre todo aclarar el sentido literal del texto.
Aunque por lo general evita los debates teológicos de su época, en ocasión
los trae a colación. Por ejemplo, al comentar sobre Mateo 26:38, donde
Jesús dice: “Mi alma está muy triste…”, Jerónimo se refiere a las
enseñanzas de Apolinario: “Digan los que sospechan que Jesús asumió un
alma irracional cómo es que se entristece y conoce el tiempo de la tristeza”
(Comentario sobre Mateo, 26:38; BAC 624:381).
El valor de lo que Jerónimo anota en sus comentarios y otras obras de
erudición bíblica es tal que hasta el día de hoy los eruditos bíblicos acuden a
él como fuente de información.
Las traducciones
Jerónimo siempre pensó que una parte importante de su tarea consistía
en darle a conocer al mundo latino los estudios bíblicos y la teología del
mundo griego. Por eso, buena parte de su obra consistió en traducciones.
Naturalmente, la más famosa de ellas es la Vulgata, de que ya hemos
tratado. Pero además tradujo numerosas homilías de Orígenes sobre
diversos pasajes bíblicos; aunque, por razones que ya hemos indicado más
arriba, se abstuvo de traducir las obras en las que Orígenes les daba rienda
suelta a sus especulaciones de tendencias heterodoxas. De Dídimo el
Ciego, tradujo el tratado Del Espíritu Santo. Hacia el final de su vida, unos
monjes egipcios le pidieron que tradujera al latín varios documentos de
Pacomio o atribuidos a él que hasta entonces estaban solamente en copto.
Con ese propósito, los monjes los tradujeron al griego, y Jerónimo del griego
al latín. Esta producción se conoce como la Pacomiana latina.
Por último, cabe mencionar su traducción de la Crónica de Eusebio de
Cesarea, cuyo texto griego original se ha perdido, y solo se conoce hoy
gracia a la traducción de Jerónimo.
CAPÍTULO 22
Otros autores latinos de la
segunda mitad del siglo cuarto
Aunque ya para la fecha que estamos estudiando los autores son tantos que
es imposible mencionarlos todos, hay unos pocos escritores en lengua
latina, además de los grandes que ya hemos discutido, que merecen
consideración.
Ambrosiaster
Puesto que dos capítulos atrás estudiamos a Ambrosio, cabe empezar
esta discusión de autores diversos refiriéndonos al que ha recibido el
nombre de Ambrosiaster (o “Ambrosiastro”, es decir, “Estrella de Ambrosio”).
Ese nombre es totalmente ficticio, pues fue solamente en el siglo dieciséis
que se inventó el nombre de Ambrosiaster, que se debe sencillamente a que
nadie sabe quién fue este personaje, buena parte de cuya obra se le
atribuyó antiguamente a Ambrosio. En otras palabras, todo lo que se quiere
decir con su nombre es que se trata de un falso Ambrosio. No se trata de
que el propósito del autor haya sido engañar o hacerse pasar por Ambrosio.
Lo que sucedió fue más bien que con el correr del tiempo su obra, admirada
por muchos y, por tanto, repetidamente copiada, vino a añadirse al corpus
de las obras de Ambrosio.
De Ambrosiaster no se sabe siquiera si antes de su conversión fue judío
pagano. En sus escritos, se ve que era buen conocedor de los cultos
paganos que existían en Roma en su tiempo. Pero esto puede deberse, no a
que él mismo haya sido pagano, sino más bien a que era estudioso de las
religiones circundantes. Lo mismo acontece respecto a su conocimiento del
judaísmo de su tiempo, que ha llevado a algunos a pensar que antes de su
conversión Ambrosiaster había sido judío. Algunos han tratado de probar
que se trata de un alto oficial en Roma, otros que se trata de un judío de
nombre Isaac, quien primero se hizo cristiano y luego abandonó la fe, y otros
han tratado de identificarle con algún autor conocido por otras obras. Pero
en realidad todo lo que podemos decir acerca de Ambrosiaster es que no se
sabe quién fue.
La principal obra de Ambrosiaster, que fue la que llevó a darle a él ese
nombre, fue un excelente Comentario sobre las epístolas de San Pablo, que
frecuentemente se incluyó con las obras de Ambrosio. Es el comentario más
antiguo que tenemos en latín sobre esas epístolas, y no cabe duda de que
tanto San Agustín como su contrincante Pelagio los leyeron y estudiaron.
Más tarde, comparando este escrito con otro que se incluía tradicionalmente
entre las obras de San Agustín, Cuestiones sobre el Antiguo y el Nuevo
Testamentos, se ha llegado a la conclusión de que esta obra es también
producto de la pluma del mismo autor a quien se había dado el nombre de
Ambrosiaster.
El Comentario sobre las epístolas de San Pablo es un comentario
ordenado detallado de todas las epístolas de Pablo, desde Romanos hasta
Filemón. No hay aquí los vuelos alegóricos que encontramos en Orígenes y
el resto de la escuela Alejandrina. Lo que le interesa a Ambrosiaster es que
sus lectores entiendan el sentido literal del texto. En ocasión se detiene a
explicar alguna frase que podría resultar oscura, mientras en otros casos
comenta acerca de un pasaje más largo. Por esa razón algunos le han
asociado con la escuela antioqueña, que siempre se interesó más en el
sentido literal e histórico de los textos bíblicos que en posibles
interpretaciones alegóricas. Esto no quiere decir, sin embargo, que
Ambrosiaster no emplee su comentario para discutir cuestiones teológicas,
particularmente las herejías que circulaban en su tiempo.
Como ejemplo de este modo de comentar sobre el texto sagrado,
podemos citar las palabras de Ambrosiaster en el prefacio a su comentario
sobre Corintios:
Pablo permaneció en Corinto por espacio de 18 meses enseñándoles la
Palabra de Dios. Por eso les trata con cariñoso afecto y mucha confianza,
unas veces advirtiéndoles acerca de algo y hasta condenándoles, y otras
como si fueran sus propios hijos. Les escribió por muchas razones: En primer
lugar, había creyentes fieles que sin embargo se dividían en partidos, unos
declarándose seguidores de Pablo, otros de Pedro o de Apolos más bien que
de Cristo. Pablo les reprende fuertemente… En segundo lugar, los corintios
empezaban a deleitarse en la filosofía y la elocuencia del mundo, de tal modo
que aunque se llamaban cristianos se dejaban llevar por ideas filosóficas
contrarias a la fe. Tercero, estaban henchidos de ira y frustrados porque Pablo
no les había visitado. Cuarto, los corintios le habían permitido a un fornicario
permanecer en la comunidad de la iglesia. Quinto, Pablo sentía la necesidad
de recordarles a los corintios sobre lo que les había escrito en otra carta
anterior. Sexto, los corintios se engañaban y pleiteaban entre sí y acudían a
los tribunales paganos. Séptimo, aunque Pablo tenía derecho de recibir
sostén económico se negaba a hacerlo para no darles lugar a apóstoles
falsos. Octavo, los herejes empezaban a sembrar confusión respecto al
matrimonio. Noveno, Pablo quería insistir en la necesidad de que todos
permanecieran fieles en lo que él les había enseñado. Décimo, Pablo les
había dado instrucciones acerca de las vírgenes, lo cual parecía necesario.
Además de esto hubo otras razones que se verán en el texto del comentario
mismo. (Comentario sobre las epístolas de San Pablo, prefacio a Corintios;
PL 17:193)
La otra obra acerca de la cual los eruditos concuerdan en que es de
Ambrosiaster es Cuestiones sobre el Antiguo y el Nuevo Testamentos. El
estudio de esta obra presenta serias dificultades, pues se ha conservado en
tres formas diferentes con distinta extensión y en las que las preguntas que
se plantean no son siempre las mismas. Los eruditos no concuerdan en
cuanto a cuáles de esas diversas formas son obra de Ambrosiaster, o si
también se ve aquí la mano de algún compilador posterior. Además, algunos
eruditos le han atribuido a Ambrosiaster varios escritos y fragmentos
anónimos; pero tales teorías no han sido confirmadas.
En cuanto a su teología, posiblemente lo más interesante en la obra de
Ambrosiaster sea su afirmación repetida de que la justificación no viene a
través de la ley, sino solamente por la fe en Cristo. Lo que es más, la
presciencia divina hace que Dios sepa quiénes le obedecerán, y por tanto es
a esas personas que les da la fe necesaria para la salvación. Todo esto es
semejante a lo que Agustín diría más tarde, y es uno de los muchos indicios
de que Agustín había leído y estudiado los comentarios de Ambrosiaster.
Egeria
Allá por el año 379 o poco después, es decir, aproximadamente en
tiempos del Concilio de Constantinopla, una mujer notable viajaba por las
tierras bíblicas y dejaba un recuento detallado de sus viajes y experiencias.
Cuando ese recuento fue descubierto a fines del siglo diecinueve, se le
atribuyó a una mujer de origen francés llamada Silvia. Pero estudios
posteriores parecen indicar que era de origen ibérico, de la región de Galicia,
y que su nombre era Egeria. De ella no se sabe más que el nombre y lo que
ella misma cuenta en el informe de su viaje. No sabemos ni siquiera quiénes
le acompañaban, aunque Egeria escribe en plural, dando a entender que
había un grupo de peregrinos junto a ella.
Los viajes de Egeria la llevaron a tierras muy lejanas de su Iberia nativa,
pues tras pasar por Palestina siguió hacia la península del Sinaí, Egipto y
luego Siria, donde se adentró más allá del río Éufrates, en las regiones de
Edesa. Cuando por fin llegó a Constantinopla les mandó a sus “hermanas”
en Iberia el recuento de sus viajes y experiencias (¿monjas, o sencillamente
hermanas en Cristo?). Aunque tanto el principio como el fin de este
documento se han perdido, lo que resta es de enorme interés.
La porción que ha llegado hasta nuestros días empieza cuando ya Egeria
había completado un largo viaje y llegó por fin al monte Sinaí. Cuenta
Egeria:
Según caminábamos, llegamos a cierto sitio donde las montañas que
atravesábamos se abrían para dar el lugar a un extenso valle, llano y
bellísimo, y más allá del valle veíamos el Sinaí, la montaña sagrada de Dios…
Teníamos que cruzar ese valle para llegar al monte. Era el grande y extenso
valle donde los hijos de Israel esperaron a Moisés, quien había subido al
monte y pasó allí cuarenta días y cuarenta noches. Fue en ese valle que se
hicieron el becerro de oro, y hasta el día de hoy una gran piedra marca el
lugar. Fue a la entrada de este valle que el santo Moisés apacentaba los
rebaños de su suegro y donde Dios le habló en la zarza ardiente. Nuestro
plan fue ascender al monte por el lado frente a nosotros, donde la subida era
más fácil, para luego descender y llegar a la entrada misma del valle, donde
estaba la zarza, pues este era el mejor modo de bajar del monte. (Traducción:
G. E. Gingras, Egeria: Diary of a Pilgrimage, New York, Newman Press, 1970,
pp. 49-50)
La narración continúa. Egeria cuenta que la subida al monte no era fácil,
pues era casi vertical, pero que pudieron hacerla gracias a la ayuda de los
monjes, y que al llegar por fin a la cima encontraron allí un santo varón y
varios sacerdotes con quienes celebraron la comunión tras leer toda la
historia de Moisés y el monte.
Por fin, bajando de las montañas, cuenta Egeria que llegaron al lugar de
la zarza ardiente, que según ella “todavía vive y echa renuevos”. En toda
esa narración, Egeria no cuenta solo de sus experiencias religiosas, sino
también de los lugares que visitaba, de su topografía, flora, etc. Además, al
llegar a cada lugar nos dice quiénes la recibieron y algo de cómo vivían.
Puesto que la mayor parte de estas personas eran monásticas, este
documento nos dice también mucho acerca del monaquismo, no solo en
ciudades como Jerusalén y Antioquía, sino también en lugares remotos de
Arabia y Mesopotamia. Al narrar su visita a Edesa, Egeria cuenta acerca de
la supuesta correspondencia entre Jesús y el rey Abgaro, y luego añade lo
que le contaron allí de las leyendas acerca del poder de la carta de Jesús.
Por ejemplo, dice que en cierta ocasión cuando los persas atacaron a Edesa
el rey tomó la carta de Jesús y la llevó a la puerta de la ciudad, lo que
produjo una oscuridad que cegó a los persas.
Pero lo que más les interesa a los historiadores es lo que Egeria cuenta
del culto en ese tiempo, particularmente en la ciudad de Jerusalén. Tras
contar acerca de las horas especiales de oración y las ceremonias que
tenían lugar en los santos lugares, Egeria describe los servicios dominicales,
acerca de los cuales dice que “siguen el uso acostumbrado en todas partes
en el día del Señor”; lo cual quiere decir que había ya gran semejanza entre
lo que se hacía en las lejanas tierras de Galicia de donde Egeria era natural
y lo que se hacía en Jerusalén. Lo que es más, además de contar acerca de
esas oraciones diarias y del servicio dominical, Egeria relata lo que se hacía
en días especiales tales como la Epifanía. Respecto a la Cuaresma, cuenta
lo que se hacía cada día de la semana. Al llegar a la última semana antes el
día de Resurrección, que ella llamaba la “Semana Pascual”, pero que en el
oriente era la “Gran Semana”, la narración abunda en detalles de sumo
interés para quienes estudian la historia del culto cristiano. Y a todo esto
añade Egeria abundantes datos sobre otros días especiales tales como el de
la Ascensión y Pentecostés.
El relato de Egeria es también una de las fuentes principales que
tenemos para conocer la historia del catecumenado o proceso de
preparación para recibir el bautismo. Según ella, ocho semanas antes del
día de Resurrección el sacerdote recibía y anotaba los nombres de todos los
catecúmenos. Al día siguiente, en una especie de tribunal presidido por el
obispo, los candidatos al bautismo eran presentados individualmente, y el
obispo les preguntaba a los vecinos de cada cual acerca de su vida y
costumbres. Si alguno era hallado falto, el obispo decía: “Endereza tus
caminos, y cuando lo hayas hecho ven a la fuente”. Tras cinco semanas con
tres horas diarias de instrucción sobre las Escrituras, se les enseñaba el
Credo y su significado. Al empezar la Semana Santa, cada candidato tenía
que presentarse individualmente y recitar el Credo en público en presencia
del obispo. Tras su bautismo, los neófitos recibían una instrucción especial
en la que el obispo les explicaba el sentido de las ceremonias en que habían
participado. A esa instrucción solamente podían asistir los bautizados; es
decir, los neófitos y los que habían sido bautizados antes, pero no los
catecúmenos, quienes debían esperar a ser bautizados para recibir esa
instrucción. Puesto que entre el pueblo había quien hablaba griego y quien
hablaba siríaco, todo esto se hacía en lengua griega al tiempo que alguien
traducía al siríaco.
Desafortunadamente, la conclusión del documento se ha perdido, de
manera que lo último que nos dice Egeria es que “En el cuarto día…”.
Rufino de Aquilea
Anteriormente nos hemos referido ya a Rufino de Aquilea,
particularmente en el contexto de su amistad y conflictos con Jerónimo. Esos
conflictos giraron particularmente en torno al origenismo, que Rufino
defendía y Jerónimo rechazaba. Rufino nació cerca de la ciudad de Aquilea,
en Italia, en 345. Nacido dentro de una familia cristiana, tras haber recibido
una excelente educación se dedicó a la vida monástica, y fue entonces que
trabó amistad con Jerónimo. Después pasó algún tiempo en Egipto, donde
fue ávido seguidor de Dídimo el Ciego. Ese tiempo en Egipto le hizo
profundo conocedor y admirador de las obras de Orígenes.
Fue principalmente como traductor que Rufino se dio a conocer. Primero
tradujo la Defensa de Orígenes que Pánfilo de Cesarea había escrito, y
luego se dedicó a la traducción de la principal obra sistemática de Orígenes,
De los primeros principios. Fue la publicación de esa traducción lo que trajo
el gran conflicto con Jerónimo, pues Rufino parecía implicar que su amigo
era partícipe de su admiración hacia Orígenes, y ese primer desacuerdo se
complicó después con todo un enredo de cartas perdidas, comentarios por
parte de amigos y enemigos, etc. En todo caso, Rufino nunca aceptó todas
las enseñanzas y teorías de Orígenes pues, como él mismo dice en su
traducción de De los primeros principios, se sentía libre para corregir
aquellos puntos en los que Orígenes no parecía ser ortodoxo.
Además de las traducciones ya mencionadas, Rufino tradujo también
varios de los comentarios de Orígenes, así como gran número de sus
homilías. A esto se añaden varios escritos por Basilio de Cesarea, Gregorio
de Nacianzo, Evagrio Póntico y otros.
Sus obras originales fueron pocas. En el campo de la hermenéutica
bíblica, escribió un tratado sobre Las bendiciones de los patriarcas. Su
Comentario sobre el Credo de los Apóstoles es un recurso valioso para
reconstruir la evolución del antiguo credo romano. También escribió una
continuación de la Historia eclesiástica de Eusebio. Aquella terminaba en el
año 324, y ahora Rufino la continuó hasta el año 395, cuando murió el
emperador Teodosio. Esto marcó pauta para otros autores quienes, como
veremos en otro capítulo, se propusieron continuar la labor de Eusebio de
Cesarea.
En torno al donatismo
Aunque el gran tema de controversia teológica durante el siglo cuarto fue
el arrianismo, hubo otros que también ocuparon la atención de muchos y
dieron lugar a cierta producción literaria. El principal entre ellos fue la
cuestión de la posible restauración de quienes habían abandonado la fe en
tiempos de persecución. Como hemos visto en un capítulo anterior, fue
precisamente esa cuestión la que provocó el cisma de Novaciano en Roma
en el siglo tercero. La cuestión se planteó con más fuerza cuando el Edicto
de Milán les puso fin a las persecuciones, y muchos de quienes habían
abandonado la fe en tiempo de persecución querían volver al seno de la
iglesia. Aunque hubo debates semejantes en otros lugares, el más virulento
y el que produjo un cisma de mayor duración fue el que tuvo lugar en las
provincias de habla latina en el norte de África. En este caso, el gran crimen
contra la fe cometido por los caídos era haber entregado las Escrituras para
ser destruidas por el gobierno, obedeciendo las órdenes de Diocleciano. Por
eso, quienes habían caído recibían el nombre de traditores, es decir,
“entregadores”. Puesto que uno de sus principales líderes de la oposición a
la fácil readmisión de los traditores era Donato, se les dio el nombre de
donatistas.
Por razón de sus posturas teóricas, los donatistas subrayaban el valor
del martirio y, por tanto, varias de las “actas de los mártires” procedentes de
los siglos cuarto y quinto incluyen indicios de las convicciones donatistas de
sus autores.
Entre los primeros líderes de movimiento donatista se destacó
Parmeniano, quien fue obispo donatista en Cartago. Escribió una obra en
cinco libros Contra la iglesia de los traditores, además de comentarios sobre
los Salmos y cartas. Sabemos algo de sus argumentos gracias a las
refutaciones de Ticonio y Optato de Milevi, y algo después de San Agustín;
sobre este trataremos más adelante en otro capítulo.
Ticonio es un personaje interesante, pues era de convicciones
donatistas, pero no concordaba con las posturas más extremas de
Parmeniano, contra quien escribió varias obras. El resultado fue que los
donatistas le excomulgaron. Pero no por eso se pasó Ticonio al partido
católico, sino que sencillamente se dedicó al estudio. La principal obra suya
que todavía existe es un extraño Libro de las siete reglas, que trata sobre
principios para la interpretación de la Biblia; aunque más bien que reglas
hermenéuticas, estos principios son en su mayoría afirmaciones teológicas
que todo intérprete de la Biblia debe tener en cuenta.
Posiblemente la obra más influyente de Ticonio sea su Comentario al
Apocalipsis, buena parte del cual se ha perdido. La importancia de ese
comentario radica mayormente en el hecho de que fue una de las fuentes
que empleó Agustín para su famosa tesis de las dos ciudades en su obra La
Ciudad de Dios.
Optato de Milevi fue el principal escritor antidonatista hasta tiempos de
Agustín y sus detalladas refutaciones del donatismo. Optato escribió una
obra en siete libros Contra las calumnias de los donatistas, hoy
frecuentemente llamada Contra Parmeniano. Parte de esta obra es de
carácter histórico, pues Optato repasa el origen del cisma con el propósito
de mostrar que los supuestamente puros donatistas eran en buena medida
tan culpables como los traditores a quienes condenaban. En cuanto a la
iglesia, Optato declara que ha de ser necesariamente universal y que, por
tanto, una iglesia limitada a una región, como la de los donatistas, no es
verdadera iglesia. Además, los donatistas, que se las dan de más santos,
cometen repetidas atrocidades contra quienes no aceptan su postura. Buena
parte del debate tiene que ver con el uso de la fuerza en cuestiones de
religión, pues Optato por una parte condena la violencia de los donatistas y
por otra justifica las intervenciones imperiales contra ellos. No es sino en el
quinto libro que Optato llega por fin al punto neurálgico del debate entre
donatistas y ortodoxos, es decir, si la validez y eficacia de los sacramentos
—particularmente del bautismo— dependen de la pureza o dignidad de
quien los ofrece. El argumento de Optato es esencialmente que quien actúa
en el bautismo no es el ministro, sino Dios, y pretender que el pecado del
ministro obstaculice la acción de Dios en otra persona es un error. Por
último, hacia el final del libro, Optato vuelve sobre el tema de la violencia y
los estropicios cometidos por los donatistas.
Mientras todo esto sucedía en el norte de África, en Europa todavía
continuaba el cisma iniciado por Novaciano en el siglo anterior. Así, por
ejemplo, en Barcelona el obispo Paciano escribió tratando de refutar la tesis
de los novacianos, según la cual la iglesia, por ser el cuerpo de Cristo, tiene
que ser pura, y no incluir en su seno a los pecadores. Como Opiato en el
norte de África contra los donatistas, Paciano, ahora en España y contra los
novacianos, hace un resumen de la historia del movimiento al que se opone.
De ahí pasa a una serie de pasajes bíblicos en los que se trata del perdón
de los pecadores. En su discusión sobre estas cuestiones, Paciano
establece una especie de escala entre diversos niveles y actitudes entre los
pecadores, tratando así de evitar la acusación por parte de los novacianos
de que la iglesia era demasiado laxa en cuanto a la restauración de los
pecadores.
El priscilianismo
El caso de Prisciliano y sus seguidores es uno de los episodios más
confusos y bochornosos en la historia de la iglesia durante el siglo cuarto. Es
confuso, porque a Prisciliano se le acusó de tantas y tan variadas herejías
que es muy difícil saber precisamente en qué consistieron sus doctrinas. Es
bochornoso, porque fue un proceso plagado de envidias y maledicencia,
pero sobre todo porque culminó con la decapitación de Prisciliano y sus
principales seguidores. Esta fue la primera ocasión en que alguien fue
condenado a muerte por motivo de herejía.
Todos concuerdan en que Prisciliano era un hombre de dotes
particulares, particularmente en la oratoria. La mayor parte de los testigos de
aquellos tiempos, incluso varios de quienes rechazaron sus doctrinas,
afirman que fue un hombre de vida pura y ejemplar. La principal fuente que
tenemos para conocer aquellos acontecimientos es el informe de Sulpicio
Severo hacia el final de su Historia sagrada. Allí, Sulpicio declara que
Prisciliano era “de origen noble, muy rico, atrevido, inquieto, elocuente y muy
instruido mediante las lecturas”, pero al mismo tiempo muestra que no siente
simpatía alguna hacia las doctrinas —reales o atribuidas— de Prisciliano:
“Llegamos entonces a nuestros propios días, a la vez difíciles y peligrosos,
cuando la iglesia ha sido profanada por un mal extraordinario y todo ha
quedado confuso” (Historia sagrada 2.46; PL 20:155). Sulpicio afirma que las
doctrinas de Prisciliano procedían del oriente, particularmente de Egipto, y
que eran de carácter gnóstico.
Es dudoso que Prisciliano fuera verdaderamente gnóstico o, como dicen
otros, maniqueo. De lo que no cabe duda es que era un personaje enérgico,
de profundas convicciones, y dedicado a la vida ascética. Repetidamente se
le acusó de encratismo —es decir, de rechazar el matrimonio como pecado
— y es probable que algunas de sus aseveraciones hayan dado pie para
tales acusaciones. En todo caso, resulta claro que algunos obispos, quizá
airados porque la vida austera de Prisciliano les avergonzaba, le acusaron
de hereje. Otros acudieron en su defensa, y le hicieron obispo de Ávila.
Cuando por fin sus enemigos lograron que se le declarara hereje, Prisciliano
fue a Italia en busca de apoyo por parte de los obispos de Roma y de Milán,
Dámaso y Ambrosio. Pero ni el uno ni el otro le prestó ese apoyo,
aparentemente convencidos de que al menos algunas de las doctrinas de
Prisciliano eran heréticas. De regreso en España, Prisciliano fue objeto de
amargos debates entre sus acusadores y sus defensores. A la postre, tras
complicadas idas y venidas, el emperador Máximo, quien había usurpado el
trono, le condenó a muerte, acusado de practicar la magia y de llevar una
vida inmoral. Hasta los obispos que le habían perseguido se horrorizaron
ante tal hecho. Varios de quienes antes no le habían dado apoyo a
Prisciliano —entre ellos Ambrosio— expresaron su disgusto, y los
principales acusadores de Prisciliano fueron depuestos. Pero el precedente
estaba allí, y llevaría al punto en que se hizo práctica común el que las
autoridades eclesiásticas entregaran a los herejes al “brazo secular”, para
que este les castigara.
Cuando de literatura se trata, el caso de Prisciliano y sus seguidores es
igualmente confuso. Jerónimo afirma conocer buen número de los escritos
de Prisciliano. Pero lo que nos ha llegado es una confusa masa de escritos
que parecen defender las posturas de Prisciliano, pero que bien pueden ser
de él de alguno de sus seguidores. El único de esos escritos que sin duda
procede de del propio Prisciliano es sus Cánones de las epístolas de Pablo,
que es una especie de introducción a la teología paulina, presentada en 90
puntos principales, y cada uno de ellos seguido por una serie de citas
paulinas. Entre los otros libros que pueden ser de Prisciliano o no se
cuentan un Libro a Dámaso, que parece haber sido presentado al obispo de
Roma cuando Prisciliano buscaba su apoyo. El Libro apologético tiene el
propósito de mostrar la ortodoxia de Prisciliano y sus seguidores,
describiendo y rechazando una larga lista de herejías que se les achacaban.
Posiblemente el más interesante sea el Libro de los apócrifos y de la fe,
cuyo autor afirma que no todos los libros inspirados por el Espíritu Santo son
parte del canon. Aunque los libros apócrifos contienen muchas herejías y
errores, eso se debe principalmente a interpolaciones hechas por herejes
para darles autoridad a sus doctrinas; pero los libros mismos bien pueden
haber sido inspirados por el Espíritu Santo. Aparentemente el propósito de
este escrito no es defender los libros apócrifos, sino más bien afirmar la
constante actividad del Espíritu Santo, y por tanto la inspiración de
Prisciliano y sus seguidores.
Otras lenguas
Durante el período que nos ocupa, el cristianismo se extendió entre los
godos, principalmente a través de la obra de Ulfila o Wulfila, cuyo nombre
quiere decir “lobato” en lengua goda. Como parte de su empresa misionera,
Ulfila estableció un alfabeto para escribir el godo y tradujo o hizo traducir la
Biblia a esa lengua. De esa antigua traducción, que aparentemente se
empleó en España hasta el siglo séptimo, no quedan sino fragmentos,
algunos de ellos extensos.
El cristianismo se expandió también hacia Etiopía durante este período.
Pero el único testimonio literario que queda de la presencia del cristianismo
en la región son traducciones de libros de la Biblia, incluso de algunos libros
que el resto de la iglesia no consideraba canónicos, como Enoc y Jubileos.
En las provincias romanas del norte de África, en torno a la antigua
Cartago, se hablaba todavía la antigua lengua púnica de los cartagineses,
aunque con fuerte influencia del bereber. Sabemos que el cristianismo se
expandió entre la población púnica y bereber, porque fue entre ella que el
donatismo —sobre todo en su forma más extrema, los circunceliones—
encontró mayor arraigo. Pero la literatura cristiana en esas lenguas se limita
a algunas inscripciones funerarias.
QUINTA PARTE
El siglo quinto
Introducción
Si un elemento importante en la sección que acabamos de estudiar
fueron las controversias teológicas, ese elemento se torna aun más
dominante durante el siglo quinto. Las controversias en torno al
nestorianismo y el monofisismo ocuparon el centro de la atención, y a ellas
se dedica buena parte de la literatura cristiana durante todo ese tiempo. La
diferencia y distancia entre la iglesia oriental de habla griega y la occidental
de habla latina se iba acrecentando. Las intervenciones imperiales en
cuestiones teológicas se volvieron cada vez más frecuentes. Las invasiones
de los pueblos germánicos y otros crearon nuevos retos, sobre todo en el
occidente. Mientras en el oriente el antiguo imperio romano —ahora
frecuentemente llamado imperio bizantino— continuaría por otros mil años,
en el occidente el supuesto imperio no era más que una sombra que
oficialmente desaparecería en el año 476. En consecuencia, las
intervenciones imperiales, que tuvieron tanta importancia en el oriente de
habla griega, difícilmente se ocuparon de lo que acontecía en la iglesia
latina. Al mismo tiempo, esa iglesia tenía que enfrentarse a la difícil tarea de
reconstruir lo destruido por las invasiones y adaptarse a las nuevas
condiciones y cultura.
Esto no quiere decir, sin embargo, que aquel siglo quinto haya quedado
desprovisto de grandes luminarias. Fue a principios de ese siglo —y fines
del anterior— que floreció el más grande e influyente de todos los teólogos
occidentales, Agustín de Hipona. Algo después, a mediados de siglo, León
el Grande no solo le dio nuevo prestigio a la sede romana, sino que también
produjo algunas de las mejores homilías de la antigüedad. En el oriente
floreció uno de los más grandes predicadores de todos los tiempos Juan
Crisóstomo, y hubo además distinguidos historiadores, poetas y exégetas.
CAPÍTULO 24
Cronistas e historiadores
De igual manera que al comienzo de nuestra sección sobre el siglo cuarto
empezamos tratando acerca de Eusebio de Cesarea, también ahora
conviene que empecemos tratando acerca de este nuevo siglo mencionando
los cronistas e historiadores que nos cuentan los acontecimientos de
aquellos tiempos, y que son también fuente importante para mucho de lo
que diremos acerca de otros autores. Muchos de ellos tuvieron como modelo
otras obras que ya hemos mencionado, particularmente la Historia
eclesiástica de Eusebio de Cesarea —a la que Rufino había añadido dos
libros continuándola hasta el año 395— y la lista De los varones ilustres, de
Jerónimo.
Sulpicio Severo
Sulpicio Severo nació en Aquitania alrededor del año 360, en medio de
una familia acomodada, y por algún tiempo siguió una carrera en leyes, en la
cual se distinguió. A la muerte de su esposa decidió dedicarse a la vida de
contemplación, inspirado en parte por su suegra Basula. En medio de esa
vida, encontró apoyo e inspiración en Martín de Tours, y fue gracias a los
escritos de Sulpicio que ese santo alcanzó gran popularidad. La obra más
conocida e influyente de Sulpicio es su Vida de San Martín, un libro
relativamente breve en 27 capítulos donde aparece la famosa historia según
la cual cuando Martín encontró un mendigo desnudo y tiritando de frío a la
puerta de la ciudad de Amiens, y no tenía qué darle, cortó su capa en dos y
le dio la mitad al mendigo. Según cuenta Sulpicio, aquella noche, mientras
dormía, Martín vio al Señor vestido con la mitad de la capa que le había
dado al mendigo y quien le decía: “cuantas veces lo hicisteis por uno de
estos mis hermanos más pequeñitos, por mí lo hicisteis”.
También se conservan de Sulpicio otros escritos acerca de San Martín.
Tres de ellos son diálogos en los que compara las virtudes de Martín con la
de los monjes de Egipto. Hay también tres cartas, también acerca de Martín,
en parte defendiéndole ante quienes le acusaban de tendencias
heterodoxas, y en parte contando acerca de su muerte. En la tercera de
ellas, dirigida a su suegra, encontramos una interesante queja por parte de
Sulpicio, quien se muestra airado porque Basula hace circular lo que
Sulpicio había escrito para uso privado:
Si les fuera lícito a los hijos llevar a sus padres ante los tribunales, yo lo haría
con justificada ira... No me has dejado nada de lo que he escrito, ni un libro, ni
siquiera una carta. Me robas tales cosas y las publicas al mundo. Si algo
escribo de manera íntima a un amigo, o si dicto algo para distraerme
esperando que sea cuestión privada, todas esas cosas parecen llegar a ti
antes de que yo las haya dicho o escrito. Ciertamente, mis amanuenses te
deben mucho, puesto que es a través de ellos que conoces cualquier cosa
que escribo. (Epístola 3; PL 20:181)
Pero esto no parece ser más que una queja amistosa, pues la queja
concreta de Sulpicio es que Basula se ha enterado de una carta que él
escribió al diácono Aurelio (su segunda epístola) contando de acerca de la
muerte de Martín, y ella ahora le pide que se la cuente a ella, lo que Sulpicio
hace gustoso.
A pesar de su interés en Martín, la obra más extensa de Sulpicio es su
Historia sacra, en dos libros. Todo el primer libro, y bastante más de la mitad
del segundo, son mayormente un resumen de lo que se encuentra en la
Biblia. Toda la historia de la iglesia hasta tiempos de Constantino se
despacha en cuatro capítulos que son poco más de dos o tres páginas. Dos
capítulos se dedican a la obra de Elena, la madre de Constantino, y 11 a la
controversia arriana. Por fin, en el capítulo 46 del segundo libro, llegamos al
tiempo de Sulpicio mismo. Y los últimos seis capítulos se dedican al
priscilianismo. Esta es la parte más importante del tratado, pues Sulpicio
indudablemente conocía esa historia más directamente, y es una de
nuestras principales fuentes para conocerla.
Paulo Orosio
Otro historiador notable de fines de siglo cuarto y principios del quinto fue
Paulo Orosio. Orosio nació alrededor del año 380, aparentemente en lo que
hoy es la ciudad de Braga, Portugal. Eran tiempos difíciles en aquella zona,
agitada por una parte por el pricilianismo y por otra por las invasiones de los
suevos. Poco se sabe de su juventud, aunque obviamente tuvo oportunidad
de recibir una buena educación. Él mismo cuenta acerca de sus peripecias y
huidas:
Me refiero a mí mismo cuando de momento me vi ante unos bárbaros a
quienes jamás había visto. Cuando me atacaban, los evité. Cuando se
apoderaron de mí, los suavicé. A pesar de su infidelidad, les rogué. Cuando
me tenían prisionero, escapé de ellos cubierto por una niebla repentina. Me
perseguían en el mar, lanzándome piedras y flechas. Casi me alcanzaban con
sus manos. Cuento todo esto para que otros lo escuchen y lloren de emoción.
Al mismo tiempo sufro silenciosamente porque quienes me oyen no lo
entienden, y me molesta la insensibilidad de quienes no entienden lo que no
tuvieron que sufrir. (Historias contra los paganos, 3.20; PL 31:839)
Sus viajes le llevaron al norte de África, donde conoció a Agustín, y al
oriente, donde conoció también a Jerónimo. De él se conservan tres obras.
Las de menor importancia son un Libro apologético contra Pelagio y un
Conmonitorio a Agustín contra los errores de los priscilianistas y los
origenistas. A este último respondió Agustín con su propio Libro a Orosio
contra los priscilianistas y los origenistas. Pero sin lugar a dudas su obra
más importante es Historias contra los paganos, en siete libros. Los primeros
seis cuentan toda la historia de la humanidad desde los tiempos de Adán
hasta los de Augusto César. El último cubre todo el período desde el
nacimiento de Jesús hasta el tiempo del propio Orosio.
No se sabe exactamente cuándo fue que Orosio escribió sus Historias.
Parece haber sido durante la segunda década del siglo quinto, quizá por el
año 416. Poco antes Roma había sido saqueada por los godos, lo cual había
conmovido al mundo y había resultado en la teoría de algunos, que la caída
de Roma se debía a que había abandonado a sus antiguos dioses. Agustín
le había pedido a Orosio que respondiera a tales teorías. Luego, en cierto
modo las Historias de Orosio son un ensayo de responder a las mismas
acusaciones que llevaron a Agustín algún tiempo más tarde a escribir su
magna obra La ciudad de Dios.
La obra de Orosio se distingue por ser el primer intento de contar toda la
historia de la humanidad, tal como se conocía entonces, desde una
perspectiva cristiana. La amplitud de la visión de Orosio se ve desde los
primeros capítulos de su primer libro, donde da datos geográficos acerca del
contexto en el cual la historia humana tiene lugar. Así, dice que Asia llega
hasta el “Océano Oriental”, donde desemboca el río Ganges; aunque, como
era de esperarse, sus descripciones del mundo mediterráneo son mucho
más correctas y detalladas que las de tierras más lejanas. Además, resulta
interesante que en toda esa obra, al tiempo que responde a las opiniones de
los paganos sobre la caída de Roma, Orosio se muestra respetuoso
admirador de los logros de la humanidad aun aparte de la fe en Cristo.
La visión que Orosio tiene de la historia es que los imperios van
sucediéndose unos a otros. Así, trata primero sobre el imperio babilónico,
luego sobre el macedónico, después sobre el cartaginés, y por último sobre
el romano. Como era de esperarse, a pesar de esta amplia visión, Orosio les
presta principal atención a los acontecimientos relacionados con Hispania.
Además, aparentemente con el propósito de mostrar cuán efímeros son
todos los imperios humanos, Orosio parece interesarse sobre todo en las
derrotas y los sufrimientos de los derrotados. Con fuerte ironía, refutando a
quienes dicen que los antiguos tiempos fueron mejores que los presentes,
Orosio comenta acerca de los tiempos de Jerjes:
¡Bellos tiempos aquellos que nos llenan de nostalgia! ¡Días serenos que
ahora nos parecen brillantes a quienes estamos en medio de las tinieblas!
Días en los que en bastante poco tiempo, un solo país produjo nueve millones
de hombres que murieron en tres guerras guiadas por tres reyes uno tras
otro. Y ¿qué decir de la pobre Grecia, que derrotó a esa enorme horda a
costa de su propia destrucción?
En conclusión, Orosio comenta sobre ese episodio:
¿A qué conclusión podemos llegar, sino que aunque nadie esté contento con
ellos todos los tiempos son buenos, o quizá que nunca hubo tiempos
verdaderamente buenos? (Historias, 2.11; PL 31:775)
Más adelante, comentando acerca de las invasiones germánicas, Orosio
dice que aunque ha habido matanzas y rapiñas eso no es cosa nueva, pues
lo que ahora hacen los bárbaros en Hispania antes lo hicieron los romanos.
Y a todo esto sigue un largo catálogo de desórdenes y usurpaciones entre
los romanos. Luego, la idea de que el mundo era más feliz mientras Roma
adoraba a sus antiguos dioses, o que fueron esos dioses los que hicieron a
Roma grande y feliz, es un craso error. Y más adelante, a manera de
conclusión, Orosio declara que aceptaría las críticas que se hacen al
impacto del cristianismo si alguien pudiera mostrarle que verdaderamente
hubo antes un tiempo mejor. Lo que es más, gracias al cristianismo se han
evitado muchas guerras, desórdenes políticos y crueldades. Y termina el
libro con unas palabras a Agustín, quien se lo había pedido originalmente:
Según me mandaste, bendito padre Agustín, con la ayuda de Cristo, tan
brevemente y sencillamente como me ha sido posible, he mostrado las
pasiones que llevan al pecado y el castigo que resulta de él, las luchas del
mundo en contraste con los designios de Dios, desde el principio mismo hasta
hoy. Pero he separado los tiempos cristianos de los tiempos confusos e
incrédulos para así mostrar la benéfica presencia de Cristo en nuestros
tiempos. ...En cuanto al valor de lo que he hecho, serás tú, quien me lo
pediste, quien tendrás que decidir. Si lo das al público, será juicio tuyo, como
también lo será si decides destruirlo. (Historias, 7.43; PL 31:1174)
Genalio
El tercer historiador en lengua latina durante el siglo quinto que hemos de
considerar fue Genadio. Aunque Genadio compuso varias obras, es poco lo
que resta de su pluma. De su vida prácticamente no se sabe nada, excepto
por su propio comentario en De los autores eclesiásticos, donde, siguiendo
el ejemplo de Jerónimo, De los varones ilustres, Genadio se incluye a sí
mismo:
Yo, Genadio presbítero de Marsella, escribí ocho libros contra todas las
herejías, cinco contra Nestorio, diez contra Eutiques, tres contra Pelagio, y
una obra sobre el milenio en el Apocalipsis de Juan. Esta, junto a una carta
sobre mi fe, iba dirigida al bienaventurado Gelasio, obispo de la ciudad de
Roma. (De los autores eclesiásticos 97; PL 58:1120)
Aparte de esta obra misma, de toda esa lista solo existen fragmentos.
Pero sí hay entre los escritos tradicionalmente atribuidos a Agustín uno que
lleva por título De las doctrinas eclesiásticas que los eruditos atribuyen a
Genadio.
La lectura de estas dos obras lleva a la conclusión de que Genadio era
parte de un movimiento que, sin aceptar las doctrinas de Pelagio, tampoco
aceptaba las de Agustín y, por tanto, recibe el nombre de
“semipelagianismo”. Además, sabemos que el sur de lo que hoy es Francia
fue el principal centro de ese movimiento, y cabe notar que Genadio era de
Marsella.
Sócrates Escolástico
Mientras tanto Sulpicio Severo como Paulo Orosio escribieron en latín,
también hubo importantes historiadores en lengua griega. Entre ellos se
destacan Sócrates Escolástico, Sozómeno y Teodoreto de Ciro. Puesto que
este último fue también un importante exégeta y teólogo, le discutiremos en
otro capítulo.
El título de “escolástico” se le da a este Sócrates para distinguirle de su
famoso homónimo ateniense, y puede tener diversos significados, como
ocurre hoy con el título de “licenciado”. Otros le llaman sencillamente
“Sócrates de Constantinopla”. Es bien poco lo que se sabe de su vida. Nació
en Constantinopla por el año 380 o poco después, y pasó casi toda su vida
en esa ciudad, quizá con algunos breves viajes a tierras cercanas como
Chipre y Tesalia. Se desconoce la fecha de su muerte, aunque tiene que
haber sido después del año 439, hasta donde llega su Historia eclesiástica.
Lo que Sócrates se propone en esta obra es continuar la famosa obra del
mismo título por Eusebio de Cesarea. Por tanto, su narración comienza
donde termina la de Eusebio, en el año 323. La divide en siete libros, cada
uno de ellos dedicado particularmente a uno de los principales emperadores
durante ese tiempo.
Al igual que Eusebio, Sócrates no se preocupaba en demasía por los
detalles de las diversas posturas teológicas, aunque sí aceptaba las
decisiones de la iglesia sobre tales cuestiones. Esto se debe en parte a su
deseo de ser imparcial en su narración, en parte quizá a que no entendía
todo lo que cada postura teológica involucraba, pero sobre todo a que era un
hombre de espíritu irénico que no creía que tales detalles debieran llevar a
las amargas contiendas de su época. Posiblemente pensaba en lo que
estaba teniendo lugar en sus propios días en torno al monofisismo cuando,
comentando sobre los debates que siguieron al Concilio de Nicea, dice:
Al tiempo que se ocupaban de investigaciones demasiado detalladas sobre lo
que cada cosa quería decir, provocaban una enemistad mutua. Era como una
lucha en medio de la noche, puesto que ninguno de los bandos parecía
entender por qué el otro le atacaba. Quienes no gustaban del término
homousios pensaban que quienes lo empleaban sostenían las posiciones de
Sabelio y de Montano, y por tanto los acusaban de blasfemos que subvertían
la esencia misma de Dios. Y por otra parte quienes defendían ese término
acusaban a sus contrincantes de politeístas, y de haber introducido en la fe
cristiana supersticiones paganas. (Historia eclesiástica, 1.23; PG 67:141-44)
Su postura respecto a las ceremonias y prácticas de la iglesia era
semejante. Describe varias de ellas, haciendo ver que no todos concuerdan,
y que no es necesario escoger una opción y descartar las demás como
erradas. Así, por ejemplo, comentando acerca de la fecha del Día de
Resurrección, que todavía se discutía, dice que ni unos ni otros tienen razón
para ser tan obstinados. Él mismo prefiere que se siga el ejemplo de lo que
se hace en Roma, en toda la iglesia occidental y en buena parte del oriente.
Según él, cuando los cuartodecimanos pretenden que lo que hacen les fue
legado por el apóstol Juan no pueden probarlo, y el partido contrario
tampoco tiene pruebas para su aseveración de que lo que hacen les fue
enseñado por Pedro y Pablo. Además, en Roma se acostumbra ayunar por
tres semanas antes del Día de Resurrección, mientras que en otros lugares
son seis semanas, es decir, cuarenta días si no se cuentan los domingos,
que no pueden ser día de ayuno sino de celebración. Lo mismo sucede con
las prácticas de abstinencia, pues unos se abstienen de unas comidas y
otros de otras.
A pesar de esa actitud mediadora, Sócrates era bastante rigorista en
cuanto a la vida moral, por lo que se le ha acusado de tendencias
novacianas. Ciertamente, Sócrates habla favorablemente del rigor moral de
Novaciano, y también de varios otros líderes de ese movimiento. Además,
no cabe duda de que Sócrates tiene cierta inclinación rigorista. Pero su
actitud de respeto hacia el novacianismo no parece deberse a que se
considere parte de ese movimiento, sino más bien a su deseo de ser justo e
imparcial.
Sozómeno
Sozómeno, cuyo nombre completo era Salamino Hermias Sozómeno,
nació en la región de Gaza a principios del siglo quinto. Su familia había sido
pagana hasta que su abuelo se convirtió. Puesto que la familia tenía bienes,
el abuelo de Sozómeno, y luego sus padres, apoyaron económicamente la
vida monástica de la región, y fue aparentemente entre aquellos monjes que
el joven Sozómeno cursó sus primeros estudios. Después estudió en la
famosa escuela de leyes en Berito —hoy Beirut— y de allí pasó a
Constantinopla para dedicarse al derecho. Murió en esa ciudad alrededor del
año 450. Era ya un hombre maduro cuando empezó a escribir una historia
de la iglesia que, como la de Sócrates, también comenzaba donde
terminaba la de Eusebio de Cesarea. De esta obra se conservan casi
completos nueve libros, que llevan del año 312 al 425. La última parte del
noveno libro, en la que Sozómeno tenía el propósito de llevar su historia
hasta 439, no ha llegado a nuestros días.
La principal fuente que Sozómeno empleó para su Historia eclesiástica
fue la obra con el mismo título de Sócrates Escolástico. Más de las dos
terceras partes de su material proceden de la información provista por ese
otro autor, y en algunos casos hasta se emplean las mismas palabras y
frases. Lo que es más, la estructura misma de su obra es semejante a la de
Sócrates, pues Sozómeno también organiza su narración siguiendo la
historia de los emperadores. Así, los dos primeros libros tratan sobre el
tiempo de Constantino, el tercero sobre Constante, el cuarto sobre
Constancio, el quinto sobre Juliano, el próximo sobre Valente, y los tres
últimos sobre Teodosio, Arcadio y Valentiniano III respectivamente. Y, al igual
que Sócrates, Sozómeno no parece estar sobremanera interesado en las
disputas teológicas, sobre todo aquellas que tratan de puntos minuciosos.
¿Cuál sería entonces el propósito de Sozómeno al escribir esta obra?
¿Se proponía sencillamente plagiar o repetir lo que Sócrates había dicho?
Aunque algunos responden afirmativamente a esta última pregunta, sí hay
algunas diferencias importantes entre los dos historiadores. Mientras para
Sócrates la historia parece ser un proceso de altas y bajas, en el que a los
buenos tiempos suceden los malos, para después volver a mejores tiempos,
para Sozómeno la historia parece progresar. Ciertamente, hay momentos
difíciles. Pero en términos generales Dios va llevando la historia hacia su
culminación, y el historiador puede verlo.
El otro punto importante en que Sozómeno se diferencia de Sócrates es
en su visión de la relación entre la iglesia y el estado, particularmente con
respecto al progreso de la historia. Sócrates estaba más interesado en la
historia de la iglesia misma, y empleaba los reinados de los diversos
emperadores como un marco en el cual contar esa historia. En
consecuencia, la meta de la historia que Sócrates contaba era la fidelidad de
la iglesia, en la que debían reinar la paz y la concordia. Para Sozómeno, la
fidelidad de la iglesia y la de los gobernantes están estrechamente ligadas.
Cuando hay buenos gobernantes son los mejores tiempos para la iglesia, y
también aquellos en que la iglesia no solo florece, sino que es más fiel. Los
malos gobernantes acarrean corrupción en la iglesia, y aunque haya fieles
en esta última que resistan ante las malas influencias del gobierno, buena
parte de la iglesia sucumbe a esas influencias. Luego, la meta final de la
historia, hacia la cual según Sozómeno todo se va moviendo, es la
existencia tanto de un gobierno ideal como de una iglesia que, influida por tal
gobierno y sostenida por él, sea también fiel y obediente.
Además de lo ya dicho, buena parte de la contribución de Sozómeno
está en su interés en la expansión misionera del cristianismo, no solo en el
imperio romano, sino también más allá de sus fronteras. Es gracias a él que
tenemos algunos conocimientos importantes acerca de los comienzos del
cristianismo en otros lugares. Como él dice casi al principio mismo de su
obra:
Tuve que decidir si debía limitarme a contar los acontecimientos
de la vida de la iglesia bajo el gobierno romano. Pero me
pareció más sabio incluir en la medida de lo posible los hechos
que acontecieron también respecto a la religión entre los persas
y los bárbaros. (Historia eclesiástica, 1.1; PG 67:861)
CAPÍTULO 25
Agustín
No hay en toda la historia de la iglesia un personaje más reconocido que
Agustín de Hipona. El impacto total de su pensamiento y de sus escritos se
hace sentir todavía hoy, dieciséis siglos más tarde, sobre todo en las
diversas ramas de la iglesia occidental, tanto la católica como las
protestantes. Aparte de los escritores bíblicos ninguno es más citado que
Agustín, aun por personajes tan diversos como Santo Tomás de Aquino,
Lutero y Calvino.
Obras dogmáticas
Al tiempo que estudiaba y comentaba sobre las Escrituras, Agustín
también produjo varias obras de carácter más bien sistemático. Poco
después de ser ordenado escribió el tratado De la fe y el credo, que
solamente dio a la publicidad a insistencia de quienes lo conocían. También
a ese nivel de introducción básica a la vida de fe escribió bastante más tarde
el Enquiridion o manual para la vida cristiana, que fue uno de sus libros más
leídos durante todo el medioevo, y que a veces recibe también el título De la
fe, la esperanza y la caridad.
Sus Dos libros a Simpliciano sobre diversas cuestiones van dirigidos al
mentor teológico y sucesor de Ambrosio. Más tarde Agustín confesaría que
al escribir ese tratado, posiblemente alrededor del año 398, no subrayó
suficientemente la importancia de la gracia como inicio de la fe. Luego, ese
tratado es importante pues nos ayuda a entender el proceso que llevó a
Agustín a sus posiciones frente al pelagianismo.
Empero la obra sistemática más importante de Agustín es De la Trinidad.
La producción de esta obra tomó largos años. Según cuenta el propio
Agustín, había llegado a mediados del libro 12, y no tenía prisa por terminar
la obra, cuando por “retenerlos más tiempo de lo que podía sufrir la
impaciencia de los que anhelaban vivamente poseerlos, me fueron hurtados,
menos limados de lo que debían y podían serlo si yo quisiera publicarlo”
(Retractaciones, 15:1; BAC 39:115; véase también Epístola 174; BAC
99:553). Esto le obligó a completar los 15 libros de que ahora se compone la
obra.
El propio Agustín ofrece un resumen del modo en que él entiende el tema
de cada uno de los libros de su obra (De la Trinidad, 15.3.5; BAC 39:835-
39). Los primeros siete libros son en esencia un resumen de lo que ya en
tiempos de Agustín había venido a ser la doctrina de la Trinidad
generalmente aceptada. El resto de la obra es bastante más original, y se
caracteriza por las numerosas analogías que Agustín emplea para explicar e
interpretar el misterio trinitario. De todas ellas la más conocida, y
probablemente la más apropiada, es la que compara la unidad del único
Dios con la unidad de la mente y la diversidad de sus facultades: memoria,
inteligencia y voluntad.
Y estas tres facultades, memoria, inteligencia y voluntad, así como no son
tres vidas, sino una vida, ni tres mentes, sino una sola mente, tampoco son
tres substancias, sino una sola substancia. La memoria, como vida, mente y
substancia, es en sí algo absoluto; pero en cuanto memoria tiene sentido
relativo. Lo mismo es dable afirmar por lo que a la inteligencia y a la voluntad
se refiere, pues se denominan inteligencia y voluntad en cuanto dicen relación
a algo. En sí mismas, cada una es vida, mente y esencia. Y estas tres cosas,
por el hecho de ser una vida, una mente, una substancia, son una sola
realidad. Y así, cuando se refiere a cada una de estas cosas le doy un
hombre singular, no plural, incluso cuando las considero en conjunto. (De la
Trinidad, 10.11.18)
Esta fue una de las obras más influyentes de Agustín, pues fue el
fundamento de buena parte de lo que los teólogos de la Edad Media
escribieron acerca de la Trinidad. En particular, el modo en que Agustín ve
en la mente humana y en otras criaturas analogías para entender la Trinidad
llevó a los pensadores medievales a desarrollar toda una jerarquía de seres,
cada cual con el sello de la Trinidad que la había creado, aunque en
diferentes niveles: imágenes, semejanzas, vestigios y hasta sombras.
Particularmente común se hizo la analogía que acabamos de citar, en la que
la mente humana, en semejanza a la Trinidad, es solo una mente, pero es a
la vez memoria, intelecto y voluntad.
Agustín nunca estuvo satisfecho con esta obra. En el año 416, cuando
recién la había terminado, le escribió al obispo de Cartago, Aurelio,
diciéndole que hubiera preferido completar el libro con menos premura: “Si
yo hubiese podido realizar mi plan, las opiniones serían idénticas, pero los
libros serían más claros y sencillos” (Epístolas, 174; BAC 99:555). Pero la
insatisfacción de Agustín no se debía solamente al poco tiempo que tuvo
para terminar la obra, sino también y sobre todo a que estaba convencido de
que el misterio de la Trinidad es tal que todo lo que el ser humano pueda
decir sobre él queda extremadamente corto. Por eso, al final del libro 15
aparece una oración que expresa la humildad del teólogo ante el tema que
aborda:
Cuando arribemos a tu presencia cesarán estas muchas cosas que ahora
hablamos sin entenderlas, y tú permanecerás todo en todos, y entonces
modularemos un cántico eterno, loándote a un tiempo todos a ti.
Señor, Dios uno y Dios Trinidad, cuanto con tu auxilio queda dicho en
estos mis libros conózcanlo los tuyos; si algo hay en ellos de mi cosecha,
perdóname tú, Señor, y perdónenme los tuyos. Así sea. (De la Trinidad,
15.28.51; BAC 39:943)
La ciudad de Dios
Entre las muchas obras de Agustín, no hay ninguna de alcance más
amplio que La ciudad de Dios. Su motivo propulsor inicial fue la caída de
Roma, conquistada por los visigodos en 410. Entre quienes se dolían de
aquella tragedia, había quienes afirmaban que Roma había perdido su
antigua preponderancia porque había abandonado a los dioses que la
hicieron grande. Luego, había que abandonar el cristianismo y volver a la
vieja religión, a la que ahora los cristianos llamaban “paganismo”; es decir,
religión de los rudos e iletrados. Ante tal interpretación de la caída de Roma,
Agustín se propuso escribir una refutación. Casi inmediatamente después de
terminarla, Agustín comentó acerca del propósito de esta obra:
En el entretanto, Roma fue destruida por la invasión e ímpetu arrollador de los
godos, acaudillados por Alarico. Los adoradores de muchos dioses falsos,
cuyo nombre, corriente ya, es el de paganos, empeñados en hacer
responsable de dicho asolamiento a la religión cristiana, comenzaron a
blasfemar del Dios verdadero con una acritud y un amargor desusado hasta
entonces. Por lo cual yo, ardiendo en celo por la casa de Dios, tomé por mi
cuenta escribir estos libros de La Ciudad de Dios contra sus blasfemias o
errores. La obra me tuvo ocupado algunos años, porque se me interponían
otros mil asuntos que no podía diferir. (Retractaciones, 43.1; BAC 171-172:56)
Los “algunos años” a que se refiere Agustín fueron 13, desde el 413
hasta el 426. Aunque Agustín dice que esto se debió a que estaba ocupado
por muchos otros asuntos, se debió también a lo ambicioso del proyecto,
que no se limitaba a responder a los reclamos de los paganos, sino que se
volvió todo un recuento de buena parte de la historia tanto bíblica como
romana.
Para refutar lo que decían los paganos, Agustín acude a la imagen de
dos ciudades que antes habían empleado, entre otros, el Apocalipsis de
Juan y Ticonio. En palabras frecuentemente citadas, Agustín fundamenta
esas dos ciudades en dos “amores” o principios de acción:
Dos amores fundaron, pues, dos ciudades, a saber: el amor propio hasta el
desprecio de Dios, la terrena, y el amor de Dios hasta el desprecio de sí
mismo, la celestial. La primera se gloría en sí misma, y la segunda en Dios,
porque aquélla busca la gloria de los hombres, y ésta tiene por máxima gloria
a Dios. (La Ciudad de Dios, 14.28; BAC 171-172:985)
El propio Agustín explica que de los 22 libros de la obra los primeros diez
se dedican a probar que no es cierto que los dioses paganos hayan sido los
causantes de la prosperidad romana, y a quienes piensan que los males
presentes nada tienen que ver con deidad alguna. Los otros 12 libros de la
obra se dividen en tres secciones: los libros 11 al 14 tratan sobre los
orígenes de las dos ciudades, los próximos cuatro sobre su historia, y los
últimos, del 19 al 22, sobre sus fines. El resultado de tal bosquejo es que
Agustín dedica buena parte de los primeros libros a la historia y los mitos de
los romanos, y en el resto de la obra comienza con la creación y continúa la
historia bíblica con la caída del ser humano, y todo un libro en el que resume
la historia desde los tiempos de Noé hasta los profetas y otro que lleva de
los profetas hasta Cristo. Esto incluye también una amplia sección en la que
ofrece un paralelismo cronológico entre la historia de Roma y la que narra la
Biblia. Repetidamente en los últimos libros de esta obra se encuentran
referencias a otros temas que Agustín había discutido antes. Por ejemplo,
respecto al tema que discutimos en el acápite anterior, es decir, el alcance
del libre albedrío en distintas etapas de la historia, Agustín dice que: “El
primer libre albedrío que se dio al hombre cuando Dios lo creó correcto
consistía en poder no pecar; pero podía también pecar. El último será
superior a aquel y consistirá en no poder pecar” (La ciudad de Dios, 22.30.3;
BAC 171- 172:1718).
En todo este esquema Agustín divide la historia en siete etapas,
paralelas a los seis días de la creación y el séptimo de descanso. Así, a
llegar al fin de esta extensísima obra, Agustín se excusa por no haber
podido contar con mayores detalles todo lo acontecido en las seis edades
que son paralelas a los seis días de la creación:
Sería muy largo tratar ahora al detalle de cada una de estas edades. Baste
decir que la séptima será nuestro sábado, que no tendrá tarde, que concluirá
en el día dominical, octavo día y día eterno, consagrado por la resurrección
de Cristo y que figura el descanso eterno no sólo del espíritu, sino también del
cuerpo. Allí descansaremos y veremos; veremos y amaremos; amaremos y
alabaremos. He aquí la esencia del fin sin fin. Y ¡qué fin más nuestro que
arribar al reino que no tendrá fin! (La ciudad de Dios, 22.30.5; BAC 171-
172:1722)
Las Retractaciones
Como dijimos al principio de este capítulo, en las Confesiones Agustín
nos ha dejado una obra sin precedentes, es decir, una autobiografía
espiritual. Es gracias a esa obra que conocemos las dudas y angustias de
Agustín que por fin le llevaron a la conversión. Ahora, hacia el final de sus
días, poco después de terminar La Ciudad de Dios, Agustín nos ofrece otra
obra sin precedentes. Se trata de las Retractaciones. Al igual que en el caso
de las Confesiones tuvimos que explicar que no se trataba, como podría
parecer a primera vista, de una confesión de pecados, ahora en el caso de
las Retractaciones también tenemos que explicar que lo que Agustín está
haciendo aquí no es sencillamente retractarse. Se trata más bien de un
volver sobre todo lo que había escrito hasta entonces y caminar de nuevo el
camino andado, colocándolo todo en su contexto y explicando los propósitos
de sus diversas obras. Ciertamente, cuando encuentra en los escritos que
va leyendo algún error o alguna opinión que ha abandonado, Agustín lo
reconoce y se retracta de su error. Por ejemplo, rechaza las opiniones con
las que coqueteó en su juventud acerca de la preexistencia del alma. Pero lo
más importante es que en esta obra, escrita hacia el final de sus días,
Agustín nos ofrece un inusitado atisbo del camino que le llevó desde el
huerto de Milán hasta La Ciudad de Dios.
CAPÍTULO 26
En torno a San Agustín
En el capítulo anterior, al discutir a San Agustín, le colocamos en el siglo
quinto, aunque buena parte de su vida transcurrió en el cuarto. Hemos
hecho esto porque, si bien varias de las obras de Agustín aparecieron en el
siglo cuarto, fue en el quinto que hicieron su mayor impacto. Tanto es así,
que son pocos los autores latinos de las primeras décadas del siglo quinto
que no son o bien opositores, o bien defensores, o al menos cuestionadores
de San Agustín.
Juan Casiano
Es poco lo que se sabe acerca de los años mozos de Juan Casiano.
Indudablemente recibió una excelente educación y, por tanto, es probable
que su familia haya sido relativamente acomodada. Aunque la fecha exacta
de su nacimiento es desconocida, aparentemente nació en Marsella
alrededor del año 360, lo cual le hace contemporáneo de San Agustín. Era
todavía joven cuando se inició en la vida monástica en Belén. Tras algún
tiempo allí, él y otro compañero decidieron visitar Egipto para allí explorar las
profundidades de la vida monástica. Casiano conoció allí a varios de los
monjes egipcios más distinguidos, y pasó varios años visitando los lugares
más recónditos donde los monjes egipcios procuraban esconderse del
mundo. De Egipto pasó a Constantinopla, donde fue ordenado diácono por
el patriarca de aquella ciudad, Juan Crisóstomo. Cuando —como veremos
en otro capítulo— Juan Crisóstomo fue depuesto y perseguido por las
autoridades imperiales, las controversias que esto produjo tuvieron entre
otros muchos resultados el que Juan Casiano fuera enviado a Roma como
uno de varios representantes de la causa de Crisóstomo. No se sabe cuánto
tiempo Casiano permaneció en Roma. Es notable, sin embargo, el que allí
conoció a un arcediano de nombre León, quien más tarde llegaría a ser
obispo de la ciudad y se le conocería como León el Grande. Fue León quien
más adelante, en vista de los conocimientos que Casiano tenía de los
debates que estaban teniendo lugar en el oriente, le instaría a que escribiera
un tratado refutando las doctrinas de Nestorio.
Tras su estancia en Roma, Casiano fue a Marsella, donde fundó dos
monasterios, uno para varones y otro para mujeres. Ya para esa fecha,
particularmente más al norte, en el valle del Loira, el monaquismo había
comenzado a abrirse paso, particularmente gracias a la inspiración de Martín
de Tours e Hilario de Poitiers. Ahora, en Marsella, Casiano pronto vino a ser
líder no solo de su propio monasterio, sino también de todo el movimiento,
de tal manera que el monasterio de San Víctor, que él fundó, llegó a ser
centro para todo el monaquismo en la región, y además atrajo personas de
lugares lejanos que venían a San Víctor para aprender de la vida monástica,
como antes el propio Casiano lo había hecho en Egipto.
Allí en San Víctor, Casiano escribió sus dos obras más influyentes,
ambas acerca de la vida monástica. La primera de ellas consta de 12 libros,
bajo el extenso título de Sobre las instituciones de los cenobios y sobre los
remedios de los ocho vicios principales, generalmente conocida como
Instituciones cenobíticas, es decir, aplicadas al “cenobismo” o vida en
común. Esta obra intenta aplicarle a la vida monástica occidental buena
parte de lo que Casiano había aprendido en Siria y Egipto, aunque
adaptándolo a las tradiciones occidentales. En los primeros cuatro libros
Casiano se ocupa principalmente de la organización de la vida monástica.
En el primero trata acerca de la vestimenta o hábito de los monjes; en los
próximos dos, acerca de las prácticas y horas de oración; y en el cuarto
acerca del noviciado por el que han de pasar los candidatos a la vida
monástica para asegurarse de que tienen verdadera vocación. El resto de la
obra se dedica a la manera en que los monjes han de evitar los principales
vicios: el quinto, a la gula; el sexto, a la fornicación; el séptimo, a la avaricia;
el octavo, a la ira; y los que siguen, al espíritu de melancolía, a la acidia, a la
vanagloria y al orgullo. Debido a la diferencia entre los primeros cuatro y los
últimos ocho libros de esta obra, a veces los últimos ocho circularon aparte
del resto bajo el título De los ocho vicios principales.
La segunda obra de Casiano sobre la vida monástica es su serie de 24
Conferencias —también llamadas Colaciones—, que se presentan a modo
de discusiones con algunos de los abades más reconocidos del
monaquismo egipcio. En cierto modo, no se trata de una obra aparte de la
que acabamos de discutir, pues al escribir las Instituciones ya Casiano tenía
planes de escribir también su serie de conferencias, que en cierto modo son
un apéndice o serie de aclaraciones sobre lo dicho en la primera obra. En
ambas, Casiano está trayendo al monaquismo occidental lo que aprendió de
su congénere egipcio, aunque siempre presentado de una manera más afín
a la cultura y tradiciones occidentales. Esta obra resulta particularmente
interesante porque en ella se encuentran algunas aseveraciones que
parecen ir dirigidas contra Agustín y que, por tanto, le han valido a Casiano
título de “semipelagiano”. Por ejemplo, en la tercera conferencia
encontramos las siguientes palabras:
Luego, la protección divina jamás se separa de nosotros, y está siempre
presente. Tan grande es la benevolencia del creador hacia sus criaturas que
su providencia no solo nos acompaña, sino que hasta va delante de
nosotros... Y cuando ve en nosotros los inicios de una buena voluntad nos
fortalece, ilumina e impulsa para que marchemos hacia la salvación,
acrecentando lo que él mismo había puesto en nosotros o lo que ve que
surge por nuestro propio esfuerzo. (Conferencias 13.8; PL 49:912-13)
Como vemos en esa cita, por una parte Casiano parece afirmar, como
Agustín, que es Dios quien coloca en el creyente la buena voluntad; pero
entonces parece abrirle camino al pelagianismo al decir que Dios ve el bien
que aparece en el ser humano por sus propios esfuerzos.
El impacto de las dos obras que acabamos de discutir sobre el
monaquismo occidental fue enorme. Aunque frecuentemente se afirma que
quien le dio verdadera forma al monaquismo occidental fue San Benito,
cuando este último escribió su Regla, casi 100 años después de la muerte
de Casiano, reconoció repetidamente lo que le debía a su precursor. Así, en
la regla benedictina encontramos que Benito instruye a sus monjes de modo
que
...en todo tiempo, ya sea de ayuno o de reflexión... siéntense todos juntos y
lea uno las Colaciones o las Vidas de los padres... Si fuese día de ayuno,
dichas las Vísperas, tras un breve intervalo acudan enseguida a la lectura de
las Colaciones. (Regla, 42.3, 4; BAC 115:539-41)
Por último, debemos mencionar la única obra dogmática de Casiano,
quien no se consideraba a sí mismo teólogo, pero a petición de León el
Grande compuso un extenso tratado De la encarnación del Señor contra
Nestorio. No es una obra particularmente profunda ni cuidadosamente
estructurada, pero resulta interesante porque en ella Casiano relaciona el
nestorianismo con el pelagianismo, pues el primero afirma —al menos, así lo
entiende Casiano— que Jesucristo ha sido unido a Dios por sus méritos, y
esto se acerca mucho al pelagianismo. Luego, aunque ya hemos citado
palabras de Casiano que le han costado el ser llamado “semipelagiano”,
aquí le vemos claramente refutando las enseñanzas de Pelagio y sus
seguidores.
Próspero de Aquitania
Durante los últimos años de vida de Agustín, e inmediatamente después
de su muerte, el más decidido defensor de las posturas de Agustín frente al
pelagianismo fue Próspero de Aquitania. Poco se sabe acerca de su vida.
Ciertamente, recibió una esmeradísima educación, pues su manejo tanto del
latín como del griego es ejemplar. Aunque era originario de Aquitania, fue a
vivir en Marsella, donde admiraba el monasterio de San Víctor que Casiano
había creado. Pero no se unió a ese monasterio ni a ningún otro. Llevaba ya
algún tiempo en Marsella cuando, pocos años antes de la muerte de
Agustín, comenzaron a aparecer las críticas de los llamados
“semipelagianos”. Próspero le escribió a Agustín dejándole saber de sus
preocupaciones al respecto, y Agustín le respondió enviándole sus dos
obras —que originalmente habían sido una sola—: Del don de la
perseverancia y De la perseverancia de los santos. Poco después de la
muerte de Agustín, Próspero comenzó a hacer gestiones para que la sede
romana se declarara en contra del semipelagianismo. En parte debido a sus
gestiones, el papa Celestino les escribió a los obispos de Galia
advirtiéndoles contra el semipelagianismo. Pero la advertencia no le pareció
suficientemente fuerte a Próspero, quien regresó a Marsella para dedicarse
a refutar a quienes le parecía que negaban las enseñanzas de Agustín,
particularmente a Casiano. Después de la muerte de este último, Próspero
regresó a Roma, donde comenzó a escribir sobre temas más amplios que la
mera defensa de Agustín. Entre otras cosas, algunos cronistas antiguos
afirman que colaboró con León en la elaboración de su famosa Epístola
dogmática a Flaviano, a que nos referiremos en el próximo capítulo.
La obra literaria de Próspero fue amplia y variada. Además de la
correspondencia que tuvo tanto con Agustín como con Rufino al principio de
la controversia con Casiano y sus seguidores, poco antes de la muerte de
Agustín escribió un poema de más de 1.000 versos que se dedican primero
al pelagianismo, luego al semipelagianismo, y por último a la relación entre
ambos. A esto se añadieron varias otras obras sobre el mismo tema. Entre
ellas probablemente la más discutida en su propio tiempo fue De la gracia y
del libre albedrío contra los colacionistas; es decir, los seguidores de las
Colaciones de Casiano. Además, siguiendo el ejemplo de los cronistas e
historiadores que hemos discutido en otro capítulo, Próspero escribió una
extensa Crónica que comienza con la creación y continúa hasta el año 455,
y a la que más tarde otros añadieron apéndices para continuar la narración.
Pero su obra más importante —aunque algunos eruditos dudan que sea
en realidad obra de Próspero— es Del llamado a todas las naciones, que
tiene la distinción de ser la primera obra cristiana en que se discute el tema
de la salvación de los gentiles o pueblos no creyentes. Parece ser producto
de los años maduros de Próspero. Mientras al principio había sido seguidor
fiel de todo lo que Agustín afirmaba acerca de la gracia y la predestinación,
con el correr de los años Próspero fue moderando sus posturas. El problema
que se planteaba era que, por una parte, Próspero quería afirmar, como
Agustín, que el inicio de la fe —initium fidei— está en la gracia de Dios, y no
en el esfuerzo humano. Pero, por otra parte, no quiere caer en la
consecuencia última de tal afirmación, según la cual quien se pierde lo hace
porque Dios no le ha predestinado para darle esa gracia. Próspero estaba
convencido de la voluntad salvífica universal de Dios; es decir, que Dios
quiere que todos se salven. Pero, si tal es el caso, ¿cómo es que algunos no
reciben esa gracia que necesitan como inicio de la fe? El propio Próspero
plantea la dificultad claramente al inicio de su obra:
Por largo tiempo ha habido una disputa entre quienes defienden el libre
albedrío y quienes defienden la gracia de Dios. La cuestión fundamental está
en si Dios quiere que todos sean salvos. Puesto que esto no puede negarse,
nos preguntamos entonces, ¿cómo es que la voluntad del todopoderoso no
se cumple? Si decimos que se debe a la voluntad humana, parece que la
gracia queda invalidada. Pero si la gracia se recibe a causa de los méritos,
obviamente no será ya una gracia, sino más bien un pago. Luego, hay que
preguntarse cómo es que este don no les es dado a todos, puesto que sin él
nadie puede ser salvo, y Dios quiere que todos sean salvos. Por esa razón las
discusiones resultan interminables entre tanto no se distinga entre lo que
podemos saber y lo que permanece oculto. (Del llamado a todas las naciones,
1.1; PL 51:648-49)
De manera semejante, al principio del segundo libro Próspero reitera los
tres puntos que es necesario afirmar, aun cuando no sepamos cómo
reconciliarlos:
En primer lugar, tenemos que afirmar que Dios quiere que todos sean salvos
y lleguen al conocimiento de la verdad. En segundo lugar, no cabe duda de
que toda persona que llega a tal conocimiento de la verdad y a la salvación
no lo hace por razón de sus propios méritos, sino más bien por la ayuda
eficaz de la gracia divina. En tercer lugar, tenemos que confesar que el
entendimiento humano es incapaz de penetrar las profundidades de los
juicios divinos, y no debemos preguntarnos por qué Dios, quien desea que
todos sean salvos, no los salva a todos. (Del llamado a todas las naciones,
2.1; PL 51:686-87)
A través de toda la obra Próspero se debate entre estos tres principios
irreconciliables. La explicación que ofrece es que Dios les da a todos una
gracia general, y a algunos de ellos la gracia especial mediante la cual
responder positivamente a la gracia ofrecida. Naturalmente, esto no resuelve
la dificultad, y a la postre Próspero tiene que acudir a la inescrutabilidad de
los designios divinos: puesto que no nos es posible penetrar el misterio de
tales designios, todo lo que podemos hacer es afirmar a un tiempo que Dios
desea que todos sean salvos, y que quienes son salvos lo son por razón de
la gracia de Dios. En fin de cuentas, el propio Próspero ofreció ya esa
respuesta en las palabras del primer capítulo que hemos citado arriba: “Las
discusiones resultan interminables entre tanto no se distinga entre lo que
podemos saber y lo que permanece oculto”.
La importancia de esta obra de Próspero no está en lo que dice o no dice
acerca de la gracia y el libre albedrío, sino más bien en su interés por el
destino de las naciones que no han escuchado el evangelio. En cierto modo,
esto resulta ser una cuestión ineludible al leer La ciudad de Dios de San
Agustín. Cuando se observa la historia humana en los términos amplios en
que Agustín lo hace, inmediatamente nos preguntamos dónde está la obra
de Dios, la ciudad de Dios, entre los muchos pueblos que no han tenido la
oportunidad de escuchar el mensaje evangélico. Ahora Próspero, al
preguntarse acerca de la vocación o llamado de todas las naciones, está
ampliando la visión de la iglesia más allá de sus horizontes tradicionales. Se
trata de un momento en la historia en que el imperio romano todavía
subsiste en teoría, pero no es ya una realidad política, pues los reyes
germánicos, aun cuando algunos se declaren súbditos del imperio, en
realidad no lo son. Luego, en las siguientes líneas encontramos ecos no solo
de Agustín y La ciudad de Dios, sino también de un nuevo orden político que
va surgiendo:
La gracia del cristianismo no se limita a las fronteras de Roma, de modo que
ahora esa misma gracia ha colocado bajo el cetro de la Cruz de Cristo a
muchos pueblos a los que Roma no pudo conquistar mediante las armas.
Ahora Roma, gracias a su primacía en el sacerdocio apostólico, resulta
grande no tanto como fuente de poder, sino más bien como ciudadela de la
religión.
Bien puede ser que, de igual manera que antes hubo pueblos que
quedaron excluidos de la comunión de los hijos de Dios, ahora haya en los
lugares más remotos del mundo pueblos que no hayan recibido la luz de la
gracia del Salvador. Mas no hemos de dudar que en los secretos designios
divinos también ha sido señalado un tiempo en que serán llamados, cuando
escucharán y aceptarán el evangelio que ahora desconocen. (Del llamado a
todas las naciones, 2.16-17; PL 51:704)
Vicente de Lerins
En el año 434, bajo el seudónimo de “Peregrino”, alguien publicó un
influyente tratado bajo el título de Conminatorio; es decir, “Advertencia”.
Unos 60 años más tarde, Genadio —a quien nos hemos referido en el
capítulo 24— afirmó que el tal Peregrino era en realidad Vicente, monje en el
monasterio de Lerins, en la región de Marsella, y tal es la opinión
generalmente aceptada hasta el día de hoy. Puesto que ese monasterio era
en esa época foco de las doctrinas semipelagianas, comúnmente se dice
que Vicente sostenía esas doctrinas. La verdad es que, aunque el
Conminatorio no afirma explícitamente el semipelagianismo, sí parece ir
dirigido contra Agustín y contra aquellas entre sus doctrinas que los
semipelagianos rechazaban.
Originalmente Vicente escribió dos obras separadas, o dos partes de la
misma. Pero la segunda parte de algún modo le fue robada, y Vicente, en
lugar de volverla a escribir, sencillamente añadió al final de la que tenía el
resumen que había hecho de la segunda. Por eso los capítulos 29 hasta el
33 se presentan como un resumen de un segundo conmonitorio que no
tenemos. Pero en ese resumen no se dice mucho diferente de lo que sí
tenemos en el primer conmonitorio.
El libro tal como nos ha llegado consta de 33 capítulos. Ya en los
primeros dos “Peregrino” no solamente señala el propósito de su escrito,
sino que también indica cuál será el carácter de su respuesta. En cuanto a lo
primero, indica que su propósito no es ser “autor” —es decir, creador— sino
sencillamente narrar lo que se ha recibido de los antepasados y ahora ha de
conservarse. En cuanto a lo segundo, Vicente declara que:
Lo que hemos de sostener es lo que ha sido creído en todo lugar, siempre, y
por todos. Como la palabra misma y su sentido lo indican, lo que es
verdadera y estrictamente “católico” incluye el ser universal. Esto requiere que
sigamos tres principios: la universalidad, la antigüedad y el consenso.
Afirmaremos la universalidad si la fe que declaramos como verdadera es la
misma que toda la iglesia en todas partes del mundo declara. Afirmamos la
antigüedad si en nada nos apartamos de las interpretaciones claramente
declaradas de nuestros antepasados y padres. Y afirmamos el consenso si al
mirar a la antigüedad misma nos hacemos partícipes de las definiciones y
aclaraciones hechas por todos, o al menos por casi todos los sacerdotes y
doctores. (Conminatorio, 2; PL 50:640)
Los tres principios enunciados en la primera oración de esa cita, “en todo
lugar, siempre, y por todos” —quod ubique, quod semper; quod ab ómnibus
— es lo que se ha dado en llamar el “canon vicentino”, y a partir de entonces
se ha usado repetidamente contra cualquier doctrina que pudiera parecer
diferente o innovadora. Vicente no siente gran admiración y respeto hacia
quienes considera herejes, y así, por ejemplo, llega a llamar a los pelagianos
“ranas, pulgas y moscas”. Pero al mismo tiempo Vicente afirma que hasta
estos herejes son empleados por la divina Providencia para probar a la
iglesia y para ayudarla a refinar y fortalecer su fe.
Ciertamente, Vicente está convencido de que la primera autoridad en
cuestiones de religión son las Escrituras. Pero también sabe que todos los
principales herejes de la antigüedad fundamentaban sus enseñanzas sobre
ellas, y que en la Biblia misma hasta el diablo la cita para tentar a Jesús.
Esto se debe a que es posible interpretar un mismo texto de diversas
maneras, y requiere que tengamos otros principios de juicio respecto a
cualquier interpretación. Luego, aunque las Escrituras son la fuente de toda
la autoridad, los criterios que hemos de usar al juzgar cualquier
interpretación doctrinal es que sostenga —o al menos que no contradiga—
lo que se ha creído en todo lugar, siempre y por todos. Por eso hacia el final
de su escrito afirma que la práctica de la iglesia siempre ha sido entender la
fe mediante dos caminos: la autoridad del canon sagrado y la tradición de la
iglesia. Como sabemos, esto vino a ser un punto fuertemente debatido entre
católicos y protestantes en tiempos de la Reforma.
Esto no quiere decir, sin embargo, que las doctrinas no evolucionen.
Vicente sabe que a través de los siglos que han corrido desde los tiempos
de Jesús hasta los de él la iglesia ha ido refinando y precisando sus
doctrinas; por ejemplo, la doctrina de la Trinidad. Pero esto no quiere decir
que esté construyendo doctrinas nuevas, sino más bien que la doctrina va
creciendo y evolucionando de manera semejante a como el cuerpo humano
crece y se desarrolla. Según el cuerpo va creciendo, comienza a haber
diferencias entre lo que fue antes y lo que es ahora; pero sigue siendo el
mismo cuerpo. De igual manera, la evolución de las doctrinas es necesaria y
valiosa, pues es un modo en que se va entendiendo mejor y más
exactamente el sentido de la fe; pero tal evolución ha de tener lugar de tal
manera que no se trate de una nueva realidad, sino del desarrollo de la
anterior. Así como el cuerpo crece y el brazo de un adulto no es igual al de
un niño, pero la diferencia no quiere decir que para que una persona siga
siendo la misma se le deba amputar el brazo, así también las doctrinas van
recibiendo nuevas pruebas, y entendiéndose y definiéndose mejor, aunque
sin que se abandone su esencia.
Otros autores
Naturalmente, debido a su creciente número, en las primeras páginas de
este capítulo solamente hemos podido discutir los ejemplos más notables.
Pero hay varios otros autores contemporáneos de Agustín o poco después
que al menos son dignos de mención.
Mario Mercátor se enfrentó en Roma con el líder pelagiano Celestio, y a
partir de entonces se dedicó a escribir en defensa de las doctrinas de
Agustín contra el pelagianismo. Lo principal que de él se conserva son dos
advertencias o “conminatorios”, el primero contra Celestio y el segundo
contra ambos Pelagio y Celestio. Ambos escritos, más que obras originales,
son un resumen de las acciones que varios cuerpos eclesiásticos habían
tomado contra el pelagianismo, así como de las doctrinas del mismo.
Quodvultdeus era el nombre del obispo de Cartago que tuvo que
abandonar la ciudad cuando los vándalos conquistaron el norte de África. De
él se conservan varios sermones, dos de ellos relacionados con la
explicación del Credo en relación al bautismo, mientras los demás son
advertencias contra el arrianismo, que nunca se había abierto paso en
África, pero que ahora los invasores vándalos traían consigo. Más
interesante es su Libro de las promesas y predicciones de Dios, en el que
repasa toda la historia bíblica en 153 capítulos, frecuentemente
interpretando esa historia en términos tipológicos, de tal modo que en los
eventos pasados se puede ver la promesa y el anuncio de la venida y obra
de Jesucristo.
Salviano de Marsella (c. 418-c. 472), aunque oriundo del norte de Galia,
viajó con su mujer e hija al sur, donde por algún tiempo se dedicaron a una
vida ascética dentro de la familia. A la postre, aparentemente por común
acuerdo, Salviano y su mujer se separaron para dedicarse a la vida célibe.
Salviano se unió primero al monasterio de Lerins donde estaba Vicente, y
luego al de San Víctor, que Casiano había fundado, y aparentemente pasó
allí el resto de su vida. Aunque tenemos los títulos de varias de sus obras,
solo dos de ellas, y unas pocas cartas, han llegado hasta nuestros días. La
primera de las dos obras que tenemos, De la avaricia, se destaca por su
estilo elegante, y a veces hasta rebuscado. En ella discute sobre todo el
tema de las posesiones, que en realidad no son más que un préstamo de
Dios, y la necesidad de compartirlas con los necesitados. Ese compartir es
tan necesario como cualquier otro aspecto de la vida santa. La segunda
obra, Del gobierno de Dios, intenta explicarles a los creyentes por qué Dios
ha permitido las invasiones germánicas y todos sus estropicios. La
respuesta de Salviano es que, más bien que culpar a Dios por lo acontecido,
los creyentes han de entender que la razón por la que los bárbaros han
podido conquistarles es la infidelidad misma del pueblo supuestamente
creyente. Esa infidelidad es tal que en ocasiones Salviano declara que entre
los bárbaros no se ven las injusticias que existen en la civilización
supuestamente cristiana, y que por tanto los bárbaros son moralmente
superiores.
Un elemento en el pensamiento de Agustín que después sería
generalmente aceptado, pero que por lo pronto trajo alguna controversia, fue
su afirmación de que el alma es incorpórea. Fausto de Riez (c. 410-c. 495),
quien llegó a encabezar el famoso convento de Lerins, escribió un tratado
De la gracia y del libre albedrío en el que afirmaba que solo Dios es
incorpóreo, y que pretender que el alma humana también lo sea es confundir
al creador con las criaturas. En respuesta a esto, Claudiano Mamerto (?
-473), en su Condición del alma, salió en defensa de la doctrina de Agustín,
argumentando que, si el alma humana ha de ser capaz de llevar la imagen
de Dios, ha de ser incorpórea, como lo es Dios.
Además, es importante señalar que el siglo quinto vio el gran
florecimiento de la poesía cristiana. Ya en el Nuevo Testamento
encontramos algunos pasajes poéticos que los antiguos cristianos parecen
haber cantado, además de los salmos hebreos. Después encontramos otros
pasajes semejantes en varios de los escritores que hemos discutido.
Clemente de Alejandría fue también poeta. Y antes nos hemos referido a los
himnos y poemas de otros personajes tales como Claudiano y Ambrosio.
Había en la antigüedad un tipo de poesía que consistía en tomar versos
aislados de diversos poetas famosos y juntarlos para crear un nuevo poema
con otro sentido. Tales poemas, llamados “centones”, no tenían gran valor
literario, pero se empleaban como un medio de memorizar y aprender
lecciones. Los cristianos también produjeron poemas de ese tipo. El más
importante de ellos fue compuesto por Petrona Proba, una mujer de posición
relativamente cómoda en Roma que compuso un centón de casi 700 versos
en los que repasaba toda la historia bíblica. Es probablemente a ella, y a
otros como ella, que se refiere Jerónimo con palabras harto despectivas y
misóginas. Tras citar a Proba, Jerónimo dice:
De arte pareja se pica la vieja parlera, de esta el viejo caduco, de esta el
solecista hablador, de esta todo el mundo, y todo se despedazan, enseñando
antes de aprender. Otros, con grave sobrecejo, poniendo en balanza palabras
sonoras, filosofan entre mujerzuelas de las sagradas letras; otros van a
aprender —¡oh vergüenza!— de mujeres lo que quieren enseñar a hombres,
y, como si esto fuera poco, con alguna facilidad de palabra o, por mejor decir,
con bastante descaro, disertan ante los demás sobre lo que ellos mismos no
entienden. (Epístolas, 53.7; BAC 219:438-39)
Es precisamente a principios del siglo quinto que los orígenes de la
poesía cristiana encuentran su más alto exponente en la antigüedad en la
persona de Aurelio Prudencio (348-c. 412). Prudencio era natural de
España, aunque hasta el día de hoy varias ciudades y regiones del país se
disputan el honor de haberle servido de cuna. Puesto que nunca se refiere a
su conversión, es probable que haya nacido en una familia cristiana.
Ciertamente recibió una educación esmerada, particularmente en lo que se
refiere a la literatura de la Roma clásica. Por algún tiempo siguió una carrera
política, llegando a ocupar posiciones importantes junto al emperador
Teodosio. En los últimos años del siglo cuarto abandonó la carrera civil para
dedicarse a la vida ascética y a la poesía cristiana. Él mismo publicó la
colección de sus poemas en 405, y después de esa fecha desaparece de la
historia. Afortunadamente, esa colección va acompañada de un prefacio y
de un epílogo que nos ayudan a conocer más de su vida y de sus
propósitos. En el Prefacio nos dice:
Tengo en la actualidad cincuenta y siete años. Se aproxima el fin, y Dios va
mostrando a mi ancianidad el día vecino.
Dos veces goberné ciudades nobles con las riendas de las leyes, e hice
justicia, siendo la égida de los buenos y el terror de los malos.
Por fin la liberalidad del príncipe [Teodosio] me puso en el escalafón
militar, destinándome cerca de sí en un orden próximo a su persona.
(Prefacio, 1-3.17-22; BAC 58:5-7)
La mayoría de los poemas de Prudencio, aunque escritos en latín, tienen
títulos en griego, a imitación de lo que habían hecho varios de los poetas
latinos clásicos. La primera colección lleva el título de Cathemérinon, es
decir, algo así como “para todos los días”. Los primeros seis de los doce
poemas de que se compone esta colección son una serie de himnos para
distintas horas durante el día: cuando canta el gallo, por la mañana, para
antes de la comida, para después de la comida, para cuando se encienden
las lámparas, para antes del sueño. Los otros seis tienen el propósito de
servir en ocasiones particulares: el ayuno, la Navidad, la Epifanía, etc.
La segunda colección, Apoteosis, es en realidad un solo poema largo de
más de 1.000 versos que a veces lleva el título De la divinidad, y que en
realidad es una defensa de la doctrina trinitaria contra diversas herejías.
A esto sigue Hamartigenia —es decir el, “el origen del pecado”— donde,
en casi 1.000 versos, retoma el problema que tanto había preocupado al
joven Agustín y concluye que todo cuanto Dios ha hecho es bueno, pero es
el alma la que por su propia voluntad hace el mal. La mayor parte de este
poema se presenta en forma de un debate y refutación de Marción, quien
había pretendido resolver el problema proponiendo la existencia de dos
dioses.
En la cuarta pieza, casi tan extensa como las anteriores, y bajo el título
de Psicomaquia —es decir, “la lucha del alma”— Prudencio presenta una
especie de batalla del alma contra el paganismo. Y a estos siguen dos libros,
también en verso, Contra Símaco, quien había propuesto restaurar al
Senado romano el altar de la diosa Victoria.
El Peristéfanon —es decir, “en torno a Esteban”— incluye 14 himnos a
distintos mártires y santos.
El Dittoqueo —título cuyo sentido exacto se debate entre los eruditos—
es una obra diferente del resto a tal punto que algunos piensan que no es en
realidad de Prudencio. Es una colección de 49 estrofas que tienen el
propósito de servir de explicaciones o notas al pie de una serie de pinturas
para alguna iglesia, aunque no sabemos cuál. Las primeras 24 estrofas
tratan sobre el Antiguo Testamento, empezando por Adán y Eva y llegando
hasta tiempos del rey Ezequías. La número 25 se refiere a la Anunciación.
Las otras 24 tratan sobre el Nuevo Testamento, empezando en Belén y
llevando hasta el Apocalipsis. Esa configuración da a entender que el plan
era colocar la historia veterotestamentaria a un lado de la iglesia, la
Anunciación al centro —posiblemente en el ábside— y entonces al otro lado
las ilustraciones del Nuevo Testamento. Esto parece indicar que la iglesia
sería dedicada a la Anunciación.
Aunque Prudencio no tenía el propósito de que sus himnos tuvieran uso
litúrgico, pronto empezaron utilizarse de ese modo, particularmente en el
Breviario que los benedictinos y otros monásticos emplean en sus oraciones.
Aun aparte de eso, Prudencio fue el poeta latino más influyente a través de
toda la Edad Media. Comenzó a olvidársele según se fue perdiendo el uso
del latín, pues la versificación latina es muy diferente de la de dos idiomas
modernos, y resulta harto difícil traducir poemas en las lenguas clásicas a
esos idiomas.
Como ejemplo de esa dificultad, podemos considerar los siguientes
versos, que se encuentran en el Epílogo:
Alter et pecunia
recidit, unde uictitent egeni.
Nos cito iambicos
sacramus et rotatiles trochaeos
sanctitatis indigi
nec ad leuamen pauperus potentes.
Approbat tamen
Deus pedestre carmen et benignus audit.
La traducción literal al castellano es:
Otros entregan su dinero, con el que vivan los menesterosos; yo,
necesitado de virtud, e imposibilitado para socorrer a los pobres, ofrezco
estos rápidos yambos o los versátiles troqueos. (Epílogo, 5-8; BAC 58:761)
Una traducción al castellano tendría que dejar a un lado muchos de los
detalles del texto original y decir algo así como:
Algunos a los pobres
con dinero socorren.
Yo, quien virtud no tengo
y de plata carezco
con humildad ofrezco
las líneas de estos versos
Gracias al poeta argentino Federico Pagura tenemos una traducción en
castellano, aunque no literal, de uno de los himnos más famosos de
Próspero:
Fruto del amor divino,
génesis de la creación:
él es Alfa y es Omega,
es principio y conclusión
de lo que es, de lo que ha sido,
de lo nuevo en formación
y por siempre así será.
(Cántico nuevo, Buenos Aires: Methopress, 1962, #39)
CAPÍTULO 27
León el Grande
Su vida
León nació en Roma o cerca de Roma hacia fines del siglo cuarto, allá
por 395. Desde muy joven vivió en la vieja capital, y pasó allí casi toda su
vida hasta que murió a fines de 461. Es poco lo que se sabe acerca de su
vida antes de ser electo obispo de Roma. Sabemos que estuvo
profundamente involucrado en esa iglesia y que tuvo profundas inquietudes
por los debates teológicos que en ese momento tenían lugar tanto en el
occidente como en oriente. En el occidente se debatía todavía el tema del
pelagianismo, así como el del donatismo, que aún continuaba en África, y el
priscilianismo que se abría paso en España. En el oriente era el tiempo de
las grandes controversias cristológicas que llevaron a los concilios de Éfeso
y de Calcedonia. En todas estas cuestiones se interesó León bastante antes
de ser obispo, procurando entre otras cosas que se produjeran sólidas
refutaciones de las teorías que le parecían heréticas. Por ejemplo, como ya
hemos visto, le pidió a Juan Casiano que escribiera una refutación de la
teología de Nestorio.
El tiempo y lugar en que le tocó vivir a León presentaban circunstancias
difíciles. León, apenas adolescente, estaría en Roma en el año 410, cuando
los visigodos, al mando de Alarico, tomaron y saquearon la ciudad. Por
todas partes se manifestaba la decadencia del viejo imperio. Viendo la
península italiana invadida por diversos pueblos, los emperadores
abandonaban la ciudad para ir a refugiarse en Ravena u otros lugares del
sur, de donde podrían fácilmente huir hacia Constantinopla.
León ocupaba el trono pontificio en Roma cuando Atila y sus hunos
invadieron la provincia. Sus hordas parecían indetenibles, y tras tomar y
saquear las ciudades de Aquilea, Milán y Pavía, marcharon hacia Roma. El
emperador Valentiniano III había huido a Rávena, y todo parecía perdido,
pues la ciudad estaba prácticamente indefensa. Se decidió entonces
enviarle a Atila una embajada bajo la dirección de León que incluía a dos los
más prestigiosos líderes de la ciudad. No se sabe qué fue lo que León le dijo
a Atila. Algunos sugieren que le advirtió que, si saqueaba la ciudad sagrada,
le pasaría lo mismo que a Alarico, quien la había saqueado poco más de 30
años antes y murió casi inmediatamente. En todo caso, Atila no solo
perdonó a Roma, sino que marchó hacia el norte, abandonando Italia.
Algo semejante sucedió cuatro años más tarde, aunque no con el mismo
éxito. Los vándalos, al mando de Genserico, amenazaron y por fin tomaron
la ciudad, a pesar de todos los esfuerzos por parte de León de evitarlo. Aun
así, los romanos vieron los esfuerzos que su obispo hacía por ellos, y le
dieron crédito por haber logrado moderar las rapiñas y violencias de los
vándalos.
Mientras todo esto sucedía, León también seguía laborando por el bien de la
iglesia. Cuando en el oriente surgió el debate en torno al monofisismo —
sobre el que volveremos más adelante— León intervino escribiendo una
famosa carta que a la postre recibiría el endoso del Concilio de Calcedonia
en el año 451, es decir, el mismo año en que León se enfrentó a Atila.
El espíritu conciliador de León se manifestó también cuando resurgió el
viejo debate acerca de la fecha en que debía celebrarse la Pascua de
Resurrección. Poco más de 100 años antes, en el Concilio de Nicea, se
había decidido abandonar los reclamos de los cuartodecimanos y celebrar
esa fecha siempre en domingo. Entonces, debido a la dificultad en tales
cálculos, y porque la ciudad de Alejandría por largo tiempo se había
distinguido por las ciencias astronómicas, se decidió que el patriarca de
Alejandría, con la ayuda de sus astrónomos, circulara por toda la iglesia la
fecha en que la Resurrección debía celebrarse cada año. En tiempos de
León, algunos obispos en el occidente sembraron dudas acerca del modo en
que Alejandría calculaba la fecha del día de Resurrección, pero León calmó
las aguas, argumentando que era más importante guardar la unidad que
entrar en controversias por razón de fechas.
León murió a fines de 461, tras haber servido como obispo de Roma por
espacio de 21 años. Pronto se le dio el título de “el Grande”, o “Magno” por
el que todavía se le conoce.
Homilías
León no fue un escritor prolífico como Agustín o Jerónimo. Lo que de él
se conserva son casi 100 homilías o sermones y un número algo mayor de
cartas. Como siempre sucede en tales casos, no hay certeza absoluta en
cuanto a cuántas de las homilías y de las cartas son verdaderamente de
León. Pero sí hay un fuerte consenso sobre la mayoría de ellas. Existe
además un Sacramentarlo de León que no parece merecer ese título en
forma alguna.
Algunas de las homilías de León se cuentan entre las joyas literarias y
teológicas más preciosas de la antigüedad cristiana, aunque otras no
parecen ser tan valiosas. Las principales de entre estas últimas son las cinco
homilías acerca de su propia elección al episcopado y de sus tareas y
celebraciones (Homilías 1-5). Otras seis (6-11) se dedican al tema de las
colectas para los pobres. En ellas, León reafirma lo que fue por largo tiempo
la enseñanza de la iglesia, en el sentido de que la limosna y la ayuda a los
necesitados son elementos esenciales de la fe cristiana.
Pero es a partir de la Homilía 12 que vemos el modo magistral en que
León combina los tiempos y las celebraciones de la iglesia con doctrinas que
le parece necesario afirmar, y lo hace todo con suprema elocuencia. Aunque
no fue en ese orden que León las predicó, la mayoría de las ediciones las
ordenan siguiendo el esquema del año eclesiástico, de modo que, tras las 11
homilías que ya hemos mencionado, las próximas nueve se dedican al
adviento, otras 10 a la Navidad, ocho a la Epifanía, 12 a la Cuaresma, y así
sucesivamente hasta llegar al Pentecostés. Después de esto, la colección
incluye homilías sobre otras fiestas religiosas, sobre el ayuno en septiembre
y sobre las bienaventuranzas. Dada la importancia del tema, la colección
termina con broche de oro en la homilía 96, que trata sobre las dos
naturalezas de Cristo que tanto se debatían en ese tiempo.
Un buen ejemplo para mostrar el modo en que León combina las fechas
del calendario eclesiástico con la teología es su primera homilía sobre la
Navidad. Al leerla, es bueno recordar que León está predicando esta homilía
al mismo tiempo que la iglesia se ve sacudida por debates acerca de la
unión de las dos naturalezas en Jesucristo. Cuando así la leemos, vemos el
modo en que León entreteje la fecha litúrgica con la fe del pueblo de tal
manera que le instruye sobre temas teológicos profundos e importantes:
Hoy, amadísimos, ha nacido nuestro Salvador. Alegrémonos. No es justo dar
lugar a la tristeza cuando nace la vida para acabar con el temor de la muerte
y llenarnos de gozo con la eternidad prometida. Nadie se crea excluido de
participar en este regocijo, pues una misma es la causa de la común alegría,
ya que nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, así como a nadie
halló libre de culpa, así vino a librar a todos del pecado. Exulte el santo,
porque se acerca el premio; alégrese el pecador, porque se le invita al
perdón; anímese el gentil, porque se le llama a la vida.
Al llegar la plenitud de los tiempos, señalada por los inescrutables designios
del divino consejo, tomó el Hijo de Dios la naturaleza humana para
reconciliarla con su amor y vencer al diablo inventor de la muerte, por la
misma naturaleza que antes había dominado. En esa lucha emprendida para
nuestro bien se peleó según las mejores y más nobles reglas de equidad,
pues batió el Señor todopoderoso al cruelísimo enemigo no en su majestad,
sino en nuestra humildad, oponiéndole una naturaleza humana, mortal como
nosotros...
Así, pues, el Verbo, el Hijo de Dios, que en el principio estaba con Dios, por
quien han sido hechas todas las cosas y sin el cual ninguna cosa ha sido
hecha, se hace hombre para libertar a los hombres de la muerte eterna. Para
tomar la bajeza de nuestra condición sin que fuese disminuida su majestad,
se ha abajado de tal forma, que, permaneciendo lo que era y asumiendo lo
que no era, unió la condición de siervo a la que él tenía igual al Padre,
realizando entre las dos naturalezas una unión tan estrecha, que ni lo inferior
fue absorbido por esta glorificación ni lo superior fue disminuido por esta
asunción. Al salvarse las propiedades de cada naturaleza y reunirse en una
sola persona, la majestad se reviste de humildad; la fuerza, de debilidad; la
eternidad, de caducidad; para pagar la deuda debida por nuestra condición, la
naturaleza inviolable se une a una naturaleza pasible, verdadero Dios y
verdadero hombre se asocian en la unidad de un solo Señor. (Homilía 21.2;
BAC 291:70-71)
Esta homilía, y muchas otras como ella, nos muestran por qué León se
preocupaba tanto por las doctrinas cristológicas que circulaban en el oriente
en ese tiempo, y que le parecían amenazar el centro mismo de la fe
cristiana.
La misma combinación se ve en la primera de sus homilías sobre la
Resurrección del Señor:
Puesto que nosotros hemos querido trabajar por la observancia de los
cuarenta días para sentir algo de la cruz durante el tiempo de la pasión del
Señor, esforcémonos también por unirnos a la resurrección de Cristo y pasar
de la muerte a la vida mientras estamos aún en este cuerpo. Pues, para
cualquier hombre, pasar por la conversión, de cualquier naturaleza que sea,
de un estado a otro, significa el fin de alguna cosa: no ser lo que era y
comenzar a ser otra cosa; es decir, ser lo que no era. Mas importa conocer
para quién se muere y para quién se vive, pues hay una muerte que hace
vivir y una vida que hace morir... Muramos, pues, al diablo y vivamos para
Dios. Muramos a la iniquidad para resucitar a la justicia. Desaparezca lo
antiguo para que se levante nuevo...
Debemos alegrarnos mucho de este cambio, que nos hace pasar de la
oscuridad terrestre a la dignidad celeste por un efecto de la inefable
misericordia de aquel que para elevarnos hasta sus dominios ha descendido
al nuestro, pues no ha tomado solo la sustancia, sino también la condición de
la naturaleza pecadora, y ha permitido que su impasible divinidad sufra todo
que, en su extrema miseria, experimenta la humana mortalidad. (Homilía
71.1-2; BAC 291:293-94)
Las homilías de León, en su mayoría relativamente breves, se han usado
repetidamente en el curso de los siglos para ayudar a los cristianos a
hilvanar su culto y devoción con las doctrinas de la iglesia. En particular,
varias de ellas aparecen en los oficios de lectura del Breviario.
Epístolas
El consenso de los eruditos es que al menos 123 de las cartas que se le
atribuyen son en realidad producto de la pluma de León. Muchas de estas
cartas son de carácter administrativo, pues se refieren a cuestiones de orden
dentro de la iglesia. Así, por ejemplo, la número 4 trata sobre algunas de las
condiciones e impedimentos para la ordenación: si los esclavos, los que han
contraído segundas nupcias, o los usureros han de ser ordenados. La
número 12 trata sobre una serie de cuestiones prácticas, entre ellas cómo se
ha de tratar a la virgen consagrada que ha sido violada por los bárbaros. La
número 14, dirigida al obispo de Tesalónica, da directrices acerca de la
conducta de los obispos y de sus nombramientos. Hay también un buen
número de cartas que se dedican a refutar las diversas doctrinas que León
considera heréticas, por ejemplo, el priscilianismo (carta número 15). Y hay
varias que tienen que ver principalmente con el culto y cuestiones litúrgicas
tales como el modo y tiempo del bautismo (carta número 16). Esa variedad
de temas e intereses aparece en todo el epistolario de León.
Pero ese epistolario es particularmente interesante por cuanto nos ayuda
a ver la participación de León en la controversia monofisita. En la carta 20,
con fecha de junio de 448, le responde al primer proponente del
monofisismo, Eutiques, quien le había escrito quejándose de que en
Constantinopla el nestorianismo había resurgido, y declarándose defensor
de la ortodoxia. Como sabemos tanto por otras fuentes como por el curso
posterior de la controversia, Eutiques y quienes le apoyaban se oponían
radicalmente al nestorianismo, que afirmaba que en Jesucristo había dos
naturalezas y dos personas, de tal modo que Jesús hacía unas cosas como
Dios y otras como humano. En el año 431, el Concilio de Éfeso había
rechazado el nestorianismo, puesto que si la unión de las dos naturalezas no
es real es difícil ver cómo elementos tales como la crucifixión de Jesús
pueden ser más que la trágica e injusta crucifixión de un hombre. Pero al
rechazar la excesiva distinción entre la humanidad y la divinidad de
Jesucristo se corría el peligro de llegar a tal punto que la divinidad
sobrecogiera y eclipsara a la humanidad. La doctrina de Eutiques y de los
monofisitas que le seguían y apoyaban era precisamente eso. Un modo en
que lo expresaban era decir que, si bien había dos naturalezas antes de la
encarnación, después de ella solamente existía una, la divina.
Cuando los obispos reunidos en Constantinopla declararon que la
doctrina de Eutiques era errada, este les escribió a León y a otros obispos
importantes acerca de la injusticia que creía se había cometido con él. En
una carta breve y amigable León acusó recibo de lo que Eutiques le mandó.
Más adelante, cuando Flaviano, el patriarca de Constantinopla, le escribió
diciéndole que había condenado las enseñanzas de Eutiques, León no se
apresuró a tomar partido, sino que le pidió más detalles a Flaviano (carta
23). Por fin, tras repetida correspondencia, León se convenció de que la
cuestión era importante y que Flaviano tenía razón. Fue entonces que
escribió su famosa carta número 28, también conocida como su Epístola
dogmática y como el Tomo de León.
En esa carta, León empieza por explicarle a Flaviano por qué le prestó
atención a la primera carta de Eutiques: “Lo que al principio nos parecía
oscuro, se nos aparece en toda su claridad. Eutiques, que parecía digno de
honor por su dignidad de sacerdote, ahora se nos resalta como muy
imprudente e incapaz”. Ahora entiende bien que Eutiques se cuenta entre
quienes “son maestros del error porque no han querido ser discípulos de la
verdad”. Citando las actas de los obispos en Constantinopla, León dice:
Examinado e interrogado Eutiques por ti [es decir, por Flaviano], respondió:
“Confieso que nuestro Señor Jesucristo tuvo dos naturalezas antes de su
unión, pero que tuvo una sola después de la unión”, me admira cómo una
profesión de fe tan absurda y perversa no haya encontrado en los jueces una
severa reprensión y que un discurso tan tonto haya podido pasar como si no
tuviera nada de ofensivo. Es igualmente impía la afirmación: que el Hijo
unigénito de Dios antes de la encarnación haya tenido dos naturalezas, y la
otra afirmación que después que el Verbo se hizo carne, haya habido en él
una sola naturaleza.
Al principio de la carta, tras un resumen de algunos de los otros puntos
de la fe cristiana, León expresa su opinión:
Salvadas entonces las propiedades de cada una de las dos naturalezas, que
concurrieron a formar una sola persona, la majestad se reviste de humildad;
la fuerza, de debilidad; la eternidad, de lo que es mortal; y para poder anular
la deuda de nuestra condición, una naturaleza inviolable se une a una
naturaleza capaz de sufrir; y para que, tal como lo exigía nuestra condición,
un idéntico mediador entre Dios y los hombres, el hombre Jesucristo pudiese
morir según una naturaleza, y no pudiese morir según la otra. En la completa
y perfecta naturaleza de hombre verdadero, entonces, nació el Dios
verdadero, completo en sus facultades, completo en las nuestras. Cuando
decimos “nuestras” entendemos aquellas facultades que el creador puso en
nosotros desde el principio, y que ha asumido para restaurarlas. Pero, de
hecho, aquellos elementos que el engañador introdujo, y que el hombre
engañado aceptó, no dejan huella alguna en el Salvador. Ni porque quiso
participar en todo en las humanas miserias, fue por ello partícipe de nuestros
pecados. Tomó la forma de un siervo sin la mancha del pecado, elevando lo
que era humano sin rebajar lo que era divino, porque por ese rebajamiento
por el cual de invisible se hace visible, y aun siendo Señor y creador de todas
las cosas, quiso ser de los mortales, fue condescendencia de la misericordia,
no debilidad del poder...
Cada naturaleza conserva, de hecho, sin defecto aquello que le es propio.
Y como la naturaleza divina no suprime la de siervo, así la naturaleza de
siervo no trae ningún daño a la divina...
El Hijo de Dios, descendiendo de la sede de los cielos, sin cesar de ser
partícipe de la gloria del Padre, hace ingreso en este mundo bajo, generado
según un orden y un nacimiento totalmente nuevos, porque, siendo invisible
por su naturaleza divina, se hizo visible en la nuestra, porque siendo
incomprensible, quiso ser comprendido; siendo atemporal, comenzó a existir
en el tiempo; siendo Señor de todas las cosas, asumió la naturaleza de
siervo, escondiendo la inmensidad de su majestad; siendo, en cuanto Dios,
incapaz de sufrir, no desdeñó hacerse hombre sujeto al sufrimiento,
finalmente, porque siendo inmortal, quiso someterse a las leyes de la muerte.
(Las citas son de la traducción castellana en
http://www.oocities.org/iglesia_catolica/conciliocalcedonia/calcedonial.html)
Aunque con ello traspasemos en algo los límites de la historia de la
literatura para entrar a la historia de la iglesia y de sus doctrinas, es
necesario decir algo acerca del curso posterior de esta carta, que le ha dado
enorme importancia. La controversia en torno a las doctrinas de Eutiques
llegó a tal punto que el emperador Teodosio II decidió convocar un concilio
que debía reunirse en Éfeso en el año 449. Como presidente de ese
concilio, Teodosio nombró al patriarca de Alejandría, Dióscoro, decidido
enemigo de Flaviano y por tanto defensor de Eutiques, y decretó que el
principal teólogo entre quienes se oponían a Eutiques, Teodoreto de Ciro, no
podría participar en las deliberaciones. Luego, antes de que el concilio se
reuniera sus decisiones ya parecían predeterminadas. Cuando el concilio se
reunió, no se permitió leer la carta de León, y el maltrato de que se hizo
objeto a Flaviano fue tal que murió a los pocos días.
León no podía aceptar aquello que llamaba el “latrocinio” de Éfeso
(Epístola 95.2). Pero no podía hacer nada, pues el emperador defendía las
decisiones de Éfeso. Entonces, inesperadamente, Teodosio murió y las
circunstancias cambiaron. Fue posible entonces convocar un nuevo concilio,
que se reunió en la ciudad de Calcedonia, frente a Constantinopla, y que
tuvo lugar en 451. León le había escrito al nuevo emperador sugiriéndole
que el concilio fuera presidido por sus legados. El emperador accedió, y los
legados papales ocuparon la mesa presidencial justo al patriarca de
Constantinopla. En realidad, se trataba de un concilio de la iglesia oriental,
pues del occidente no estaban presentes más que los dos legados romanos.
Pero, aunque ausente, la presencia de León se hacía sentir. Cuando fue
leída la epístola que había sido suprimida en el “latrocinio de Éfeso”, fue
recibida con aprobación y entusiasmo. Aunque hay fuertes indicios de que
buena parte de la iglesia oriental no concordaba en todo con León, a la
postre —particularmente en el occidente— su epístola vino a tener una
autoridad paralela a la Definición de fe emitida por el concilio, y esa
definición se leyó a la luz de la epístola.
Por todo esto, al reflexionar en conjunto sobre los escritos de León,
podemos ver en ellos énfasis paralelos. En los sermones, León relaciona las
doctrinas esenciales de la fe con las fechas y ocasiones litúrgicas y al mismo
tiempo con la vida práctica y cotidiana de los creyentes. En las cartas, al
tiempo que en algunas de ellas se ocupa de cuestiones prácticas y
administrativas, León las relaciona frecuentemente con temas doctrinales y
con las prácticas de quienes
han de dirigir el culto. Luego, aun cuando se le llama “el Grande”
principalmente por razón de sus actividades administrativas y de su éxito en
la embajada ante Atila, lo cierto es que su grandeza se debe sobre todo al
modo en que combinó la fe con la práctica, y la liturgia con ambas.
CAPÍTULO 28
Juan Crisóstomo
Mientras Agustín escribía las obras que dejarían una huella indeleble en
toda la teología occidental, al otro lado del imperio, en el oriente de habla
griega, Juan Crisóstomo llevaba el púlpito cristiano a la cumbre más alta a
que llegó durante toda la antigüedad. Como en el caso de Agustín, bien
podemos incluir a Crisóstomo en el siglo cuarto, pues ambos fueron
lumbreras que iluminaron el paso de uno a otro siglo. Si le hemos pospuesto
por el siglo quinto es porque fue a principios de ese siglo que su obra llegó a
su cumbre, y también porque el propio Crisóstomo nos ayuda a entender
buena parte de las controversias que conmovieron a la iglesia oriental en el
siglo quinto.
Su vida
Su nombre de nacimiento era sencillamente Juan, y lo de “Crisóstomo”,
que quiere decir “boca de oro”, le fue dado algún tiempo después de su
muerte. Pero ese calificativo le describía con tanta exactitud que ha venido a
ser usado prácticamente como si fuera su apellido.
Juan nació a mediados del siglo cuarto en la ciudad de Antioquía, donde
su padre era oficial del ejército romano. Pero el padre murió poco después
de nacer el pequeño Juan, quien fue criado por su madre, de nombre
Antusa. En lugar de contraer nuevas nupcias, Antusa se dedicó a criar y
educar al recién nacido. Al igual que Agustín con su madre Mónica Juan
siempre se mostró agradecido hacia Antusa. Lo que es más, varios autores
modernos hacen comparaciones entre los dos hijos y sus dos madres. La
gran diferencia está en que Juan nunca pasó por un período de rebeldía o
de búsqueda de la fe, como Agustín. Hasta donde sabemos, nunca tuvo las
angustias que Agustín cuenta en sus Confesiones. Pero, al igual que
Mónica, Antusa se percató pronto de las dotes excepcionales de su hijo, e
hizo todo cuanto pudo para procurarle la mejor educación posible. Esa
educación llegó a su culminación cuando Juan empezó a estudiar bajo la
dirección de Libanio, el orador más famoso en todo el imperio romano. Su
fama era tal, que las personas más cultas y poderosas de todo el imperio,
cuando tenían ocasión, se apresuraban a escucharle. Afortunadamente,
Libanio residía en Antioquía y, por tanto, Juan no tuvo que abandonar a
Antusa para proseguir sus estudios. Juan tenía a la sazón 20 años de edad,
y estudió bajo Libanio por espacio de dos años.
Libanio era un pagano convencido aun cuando en su tiempo la vieja
religión había perdido casi toda su fuerza, y se estudiaba a los antiguos
poetas griegos, no para conocer de su religión y sus dioses, sino más bien
para aprender de ellos la elegancia de estilo. Hasta algún tiempo antes, los
creyentes cristianos ni estudiaban ni enseñaban las letras clásicas, llenas
como estaban de historias de los viejos dioses. Ahora, aunque las cosas
habían cambiado, Libanio era todavía un devoto fiel de los viejos dioses, y
para él los estudios literarios eran también religiosos. Por eso, Juan diría
más tarde que este famoso profesor con quien estudió era extremadamente
supersticioso. Pero a pesar de esas diferencias, Juan aprendió de Libanio el
mejor uso del griego en toda su antigua pureza y elegancia, y más tarde este
sería uno de los factores que le harían merecedor del título de “Crisóstomo”.
Y fue también allí en aquella escuela que compartió estudios con Teodoro de
Mopsuestia, a quien volveremos en otro capítulo.
Cuando decimos que Crisóstomo permaneció fiel a la fe cristiana aun
cuando su maestro era un pagano convencido, no se trata solamente de que
continuara profesando la fe cristiana. Se trata mucho más de no permitir que
los valores de su maestro empañaran los suyos. Libanio estaba convencido
de que la retórica y la belleza del lenguaje eran el don más alto de los dioses
a la humanidad. También se enorgullecía sobremanera por sus habilidades,
e instaba a sus discípulos a enorgullecerse también por las suyas. Pero no
así Crisóstomo, quien más tarde, cuando todos le admiraban, trataría de
colocar las cosas en su justo lugar afirmando que mucho más importante
que la oratoria es el amor o caridad. Predicando sobre el Evangelio de
Mateo, dijo:
Suprimida la elocuencia, ningún daño vendría a la vida, puesto que mucho
tiempo existió sin ella; pero si se suprime la caridad, todo perece y se pierde.
Como no es posible navegar por el mar si no hay puertos y fondeaderos, así
tampoco es posible que tenga consistencia la vida presente, si de ella se
eliminan la compasión, el perdón y la caridad. (Homilías sobre San Mateo,
52.4; BAC 146:116)
Y en otro pasaje escrito bastante antes declara que si su habla tuviera “la
suavidad de Isócrates, la majestad de Demóstenes, la gravedad de
Tucídides y la sublimidad de Platón”
...todo eso lo dejo a un lado y nada se me da del superfluo adorno de los
escritores profanos, ni de su dicción y períodos. Muy bien que la expresión
sea pobre y la composición de las palabras sencilla y corriente; lo que a nadie
se le consiente es que no tenga un conocimiento exacto de las doctrinas.
(Sobre el sacerdocio, 4.7; BAC 169:709-10)
Firme como estaba en su fe cristiana, Juan se hizo inscribir en la lista de
los catecúmenos, y tras un período de preparación recibió el bautismo. Tras
dejar los estudios con Libanio se dedicó por algún tiempo a la abogacía, que
era el principal uso que entonces tenía la retórica. Pero siempre le atraía la
vida monástica, y Crisóstomo se hizo el propósito de retirarse de la sociedad
para vivir como monje. Esos propósitos se deshicieron cuando se lo dijo a
Antusa, quien, como él cuenta, “tomóme de la mano y me introdujo en la
habitación a ella sola reservada y, sentándose cerca de la cama en que me
había dado a luz, soltó las fuentes de sus lágrimas”. Crisóstomo sigue
contando las palabras de Antusa, quien le recordó todo lo que había pasado
en 20 años de viudez, por el bien de Juan. Y terminó diciéndole:
Solo quiero pedirte una gracia en pago de todos estos beneficios: No me
hagas otra vez viuda; no despiertes un dolor tiempo ha dormido. Espera el fin
de mis días... Así pues cuando me hubieres entregado a la tierra y puéstome
junto a los huesos de tu padre, emprende entonces largos viajes y navega por
los mares que te plazca, pues nadie habrá que te lo impida. Mas en tanto que
yo aliente, consiente en vivir a mi lado. (Sobre el sacerdocio, 1.5; BAC
169:607-9)
Así lo hizo Crisóstomo. En lugar de partir a algún lugar remoto,
permaneció en su hogar, donde comenzó a llevar la vida disciplinada de un
monje. Cuando Antusa murió, Crisóstomo fue con tres amigos a
establecerse como monje en las montañas cercanas. Pero seis años más
tarde decidió que no era a la vida monástica que Dios le llamaba, y regresó
a la ciudad. Allí, muy en contra de su voluntad, fue ordenado sacerdote, y la
ciudad pudo gozar de su predicación. Pero su fama era tal que cuando
quedó vacante el obispado en la capital, Constantinopla, el emperador envió
en secreto agentes que fueron a Antioquía y secuestraron al famoso
predicador para hacerle obispo o patriarca de Constantinopla. Fue allí que la
fama de Crisóstomo llegó a la cumbre. De todas partes acudían personas a
escuchar al famoso obispo de Constantinopla.
Pero las tareas episcopales eran mucho más que la predicación.
Crisóstomo estaba consciente de los complicados manejos políticos que
tenían lugar en la corte, y de cómo tales manejos se reflejaban también en la
vida de la iglesia. Tras dedicarse primero a reformar las costumbres de su
propio clero, Crisóstomo se lanzó a la difícil tarea de reformar la vida de la
ciudad toda y sobre todo de su élite. Pronto sus conflictos con la corte
imperial fueron tales que Crisóstomo fue juzgado y condenado al exilio. El
resultado fue una serie de protestas de tal magnitud que el gobierno se vio
obligado a perdonar al exiliado obispo, e invitarle a regresar a la ciudad.
Pero eso no resolvió las dificultades, y Crisóstomo partió en un nuevo exilio.
Los motines que resultaron llevaron a un incendio que destruyó la famosa
catedral de Santa Sofía. Esta vez, empero, en lugar de permitirle a
Crisóstomo regresar a la ciudad, se le envió a un lugar de exilio más lejano,
y murió camino a ese lugar.
Tratados ascéticos y otros
Aunque a Crisóstomo se le conoce principalmente como orador, y la
inmensa mayoría de sus escritos son sermones o discursos, desde antes de
alcanzar fama como predicador Crisóstomo había escrito varios tratados.
Después continuó escribiendo acerca de temas tan variados como la
educación de los niños, la virginidad y el sufrimiento. Dos de esas primeras
obras tuvieron por ocasión la decisión de su amigo Teodoro, quien más tarde
sería obispo de Mopsuestia, de abandonar la vida monástica por razón de
una mujer que le atraía. Crisóstomo estaba todavía en el tiempo en que se
creía que esa vida era la más alta vocación de cualquier creyente, y escribió
dos exhortaciones que llevan por título A Teodoro caído. Crisóstomo parece
estar convencido de que lo que Teodoro ha hecho es un gran pecado, y le
recrimina con visiones del infierno, comparaciones con los ninivitas y
llamados al arrepentimiento. El tono de ambos tratados se ve ya al principio
del primero:
Acaso algunos de los que ven ahora tu desolación y ruina tengan por increíble
lo que voy a decir: Yo me doy golpes y lloro, y seguiré golpeándome y
llorando, hasta que nuevamente te contemple en tu esplendor primero...
Porque si el diablo tuvo fuerza bastante para derribarte de la cumbre y cima
de la virtud a lo más profundo de la maldad, mucho más la tendrá Dios para
levantarte nuevamente a la pasada confianza y santidad. (A Teodoro caído,
1.1; BAC 169: 298-99)
Más difícil es ponerles fecha a otros de estos tratados menores de
Crisóstomo. Varios de ellos tratan sobre los sufrimientos y adversidades, y
cómo sobreponerse a ellos. Cuando ya era patriarca de Constantinopla
escribió sobre la virginidad y su virtud, y sobre todo contra la práctica de las
“vírgenes subintroductas”; se daba este nombre a las mujeres consagradas
a la virginidad que vivían bajo el mismo techo que algunos varones también
igualmente consagrados a la vida célibe. También, en parte debido a la
experiencia con su madre, y en parte por sus fuertes tendencias ascéticas,
escribió instando a las viudas a no contraer segundas nupcias. Y escribió
también otro tratado, De la vanagloria y de la educación de los hijos, en el
que esos dos temas se conjugan, hablando primero de la vanagloria como
causa de muchos males, a tal punto que cada cual quiere aparentar que
tiene más de lo que en realidad tiene, y hay quien se muere de hambre por
no dar a conocer su necesidad. Pero la causa de esa vanagloria es que se
les ha inculcado a los hijos desde pequeños. Por tanto, es necesaria una
nueva forma de disciplina que, al tiempo que respete a los hijos, les
establezca leyes y principios. Este tratado, que después llegó a ser
relativamente popular, no parece haber influido mucho en los siglos
inmediatamente posteriores, pues de él se conservan solo unos pocos
manuscritos.
Mucho más influyente fue y sigue siendo su obra en seis libros Sobre el
sacerdocio, que Crisóstomo presenta en forma de un diálogo con su amigo
Basilio cuando tanto él como Basilio fueron elegidos obispos. Se ha
discutido mucho acerca de quién pueda ser este “Basilio”, pues el tono
mismo del tratado parece indicar que se trata de una ficción, de tal modo
que el tal Basilio nunca existió. Una buena razón para pensar así es que el
modo en que Crisóstomo trata a su supuesto amigo, hasta burlándose de él,
no es siempre ejemplo de una buena amistad. Además, Crisóstomo habla de
su amistad con este Basilio en términos tales que sorprende el que nunca
más le haya mencionado en todos sus escritos y sermones. Pero del lado
contrario se puede argumentar que en este escrito se encuentran suficientes
datos acerca de la vida de Crisóstomo acerca de los cuales es difícil dudar.
Un ejemplo de ello es el episodio en que su madre le pidió que no abrazara
la vida monástica mientras ella viviera, que Crisóstomo narra aquí con lujo
de detalles.
Sea verdad o sea ficción, la obra comienza informándonos de una
estrecha amistad entre Basilio y Crisóstomo; amistad que sufrió cuando el
primero decidió dedicarse a la vida monástica y Crisóstomo todavía se
sentía atado al mundo. Mientras Basilio le instaba a hacerse monje, Antusa
le rogaba que no lo hiciera. En esto estaban las cosas cuando les llegó el
rumor de que se proyectaba ordenarlos a ambos. Basilio le rogó a
Crisóstomo que tomaran una decisión de mutuo acuerdo, y Crisóstomo le
prometió que así lo haría. Pero Crisóstomo no se consideraba a sí mismo
digno de la ordenación, y estaba seguro de que Basilio sí lo era. Cuando
vinieron a ordenarles, Crisóstomo se escondió, y Basilio fue ordenado en
contra de su voluntad, pero convencido de que Crisóstomo le había seguido
en lo prometido. Al saber lo que en realidad había acontecido, Basilio se
molestó y fue a casa de Crisóstomo a quejarse. La escena que el propio
Crisóstomo cuenta es sorprendente:
Viéndole, pues, yo todo lloroso y lleno de turbación, como sabía bien la
causa, di en reír de muy buena gana... Mas cuando mi amigo me vio tan
jubiloso y risueño, se dio cuenta de que yo le había engañado y sintiólo y se
irritó más todavía. (Sobre el sacerdocio, 1.6; BAC 169:611)
Basilio expresa su ira no solo por el engaño, sino también porque se le
hace imposible explicarles lo que ha sucedido a quienes le preguntan, y
sobre todo a quienes se burlan de él o le acusan de haber buscado el
episcopado para su propia gloria. Las quejas de Basilio son largas y
profundas, sobre todo porque este es el amigo en quien ha confiado por
tantos años.
La respuesta de Crisóstomo es sorprendente. En un largo discurso, le
dice a Basilio que le ha engañado con buen propósito, y que el engaño no es
malo, pues es mediante él que los grandes generales alcanzan victorias, y
los buenos médicos a veces engañan a sus pacientes para que sigan sus
instrucciones. Y hasta llega a declarar que el apóstol Pablo en ocasión
engañó a quienes leían sus cartas para hacerles bien.
Llegamos así al segundo libro de la obra, en el que Crisóstomo le explica
a Basilio que la razón por la cual le engañó era que Basilio tenía la fe, las
dotes y las actitudes necesarias para practicar el sacerdocio, mientras él
mismo carecía de ellas. El buen sacerdote tiene que ser sabio al cuidar de
las almas, para corregir con firmeza y castigar con moderación y amor.
Encontrar y guiar a las ovejas descarriadas no es tarea de la que todos sean
capaces. En consecuencia, Crisóstomo dice que la razón por la que se
escondió es que no quería hacerles injuria a quienes le habían elegido,
permitiéndoles ordenar a un personaje indigno. Y la razón por la que engañó
a Basilio era que estaba convencido de que su amigo sí estaba
verdaderamente llamado a practicar el sacerdocio.
El tercer libro se dedica mayormente a las explicaciones de Crisóstomo
acerca de por qué rechazó la ordenación. No lo hizo para poder continuar
una carrera según las ambiciones del mundo, sino que lo hizo más bien por
el enorme respeto que le tiene al sacerdocio. La idea que Crisóstomo tiene
de las funciones pastorales es tan exaltada que no se considera digno de
ellas.
De paso, es aquí que encontramos algunas de las palabras con las que
Crisóstomo más fuertemente expresa su prejuicio antifemenino:
La ley divina excluyó a las mujeres de este ministerio; pero ellas, contra viento
y marea, pugnan por meterse dentro y, ya que por sí mismas nada pueden, lo
manejan por medio de otros. Y hasta tal punto se alzan contra el mando que
en su mano está aprobar o rechazar a los sacerdotes que a ellas les dé la
gana. Y así todo anda cabeza abajo. (Sobre el sacerdocio, 3.9; BAC 169:655)
Esto es parte de toda una lista de requisitos e impedimentos para la tarea
pastoral que son parte de lo que lleva a Crisóstomo a considerarse indigno
de tal llamamiento. No se debe seguir tal camino por razones de ambición ni
de vanagloria, pues el pastor está para servirlos a todos y no lo contrario.
Además, hay que ser sagaz como si se tuvieran mil ojos. Todo esto quiere
decir que la vida pastoral es más difícil que la vida monástica. Lo que es
más, aunque es fácil practicar la moderación exterior para dominar el cuerpo
a la vista de todos y de sí mismo, es mucho más difícil practicar la
mortificación interior, en la que se ponen a un lado las inclinaciones
naturales del alma. Todo esto lo aduce Crisóstomo para declarar que no se
siente digno de ser ordenado.
Y hay también el argumento absolutamente contrario, pues las
elecciones toman un carácter tal que ellas mismas son una negación de la fe
de la iglesia:
Asómate a las públicas festividades en que se acostumbra principalmente
hacer las elecciones para las dignidades de la iglesia, y allí verás que llueven
sobre el sacerdote tantas acusaciones cuanta es la muchedumbre de sus
súbditos. Porque todos los que tienen poder de conferir ese honor se dividen
entonces en mil banderías y no hay manera de que el colegio de los
presbíteros se ponga de acuerdo consigo mismo ni con el obispo. Cada uno
se mantiene en sus trece y uno prefiere a uno y otro a otro. Y la causa es
porque no miran todos a lo único que se debería mirar: a la virtud del alma,
sino que son muy otros los motivos que procuran este honor. (Sobre el
sacerdocio, 3.15; BAC 169:668)
Frente a todo esto, en lo que queda del tercer libro Crisóstomo se dedica
a exaltar las virtudes necesarias para el ministerio cristiano.
El cuarto libro se caracteriza sobre todo por las fuertes palabras que allí
se encuentran en cuanto al castigo que merecen quienes han entrado
indignamente al ministerio sacerdotal. También serán castigados quienes
eligen a un sacerdote por razones indignas. Y de allí pasa Crisóstomo una
vez más a tratar acerca de las habilidades que son necesarias: hay que
tener facilidad de palabra; hay que saber cómo combatir a los herejes y otros
que se oponen a la fe; hay que conocer profundamente las leyes de la lógica
y la dialéctica. Pablo fue ejemplo de todo esto, y Crisóstomo nos insta a que
tengamos las mismas cualidades.
El quinto libro es uno de los manuales de homilética mejores y más
antiguos que han llegado hasta nuestros días. Crisóstomo —a quien un día
se le daría el título de “boca de oro”, pero sencillamente se consideraba a sí
mismo “Juan”— trata acerca de la necesidad de estudiar en preparación
para la predicación, y de trabajar arduamente en lo que se ha de decir. En
todo esto, hay que tener cuidado de no dejarse llevar por el deseo de
popularidad, predicando lo que les gusta a los oyentes. Esta es una de las
razones por las cuales el predicador tiene que saber bien lo que está
diciendo y cómo lo dice, pues de otro modo sus palabras más fuertes serán
despreciadas como producto de la ignorancia o motivo de burla. Al mismo
tiempo, sin embargo, el predicador tiene que respetar a quienes le critican,
aunque sea sin razón. Hay que tener cuidado, porque “los que aman los
elogios consumen su alma con una especie de hambre, y eso no solo
cuando son vituperados sin razón, sino simplemente cuando no se los alaba
de continuo, sobre todo si son gente acostumbrada a los elogios y oyen que
se alaba a otros” (Sobre el sacerdocio 5.4; BAC 169:721).
Por último, el sexto libro vuelve al tema inicial de discusión, pues Basilio
pensaba que al hacerle ordenar Crisóstomo le había privado de la vida
superior de la contemplación y la ascesis. Pero Crisóstomo le sorprende
haciéndole saber que entre la vida activa y la contemplativa la primera ha de
preferirse, y es hasta más difícil que la segunda. Es más fácil practicar la
virtud cuando se está solo que cuando se vive en medio de una comunidad y
se es responsable por otras personas. Y aquí Crisóstomo incluye una
pregunta de Basilio y una respuesta que son dignas de cuidadosa reflexión:
BASILIO. —¿Conque eso tienes tú por grande hazaña y piensas en absoluto
que vas a salvarte a ti mismo, si no has sido también de provecho a los otros?
CRISÓSTOMO. —Muy bien y certeramente has apuntado, pues ni yo mismo
me resigno a creer pueda salvarse quien nada trabaja para la salvación de su
prójimo. (Sobre el sacerdocio, 6.10; BAC 169:748)
Otras homilías
Aunque en cierto sentido todas las homilías de Crisóstomo tienen su
base en la exégesis de la Biblia, las que acabamos de mencionar se
presentan como series de estudios y predicaciones cuya unidad está en la
lectura ordenada de algún libro de la Biblia. Pero hay otras que tratan sobre
temas específicos y se ordenan en torno a esos temas.
Tenemos, por ejemplo, una serie de ocho sermones Contra los judíos, en
los que al parecer la preocupación de Crisóstomo no es por los judíos
mismos, sino más bien por el atractivo que algunas de las festividades y
prácticas del judaísmo tienen para los cristianos; lo cual no evita que se
haga eco de los prejuicios contra los judíos que por entonces circulaban.
Hay también una serie de homilías De las estatuas que Crisóstomo
predicó cuando estaba todavía en Antioquía y una muchedumbre amotinada
destruyó las estatuas del emperador Teodosio y otras. Todos temían la ira
del emperador, cuya venganza esperaban. Crisóstomo predicó estos
sermones en los que al tiempo que intenta alentar al pueblo le recuerda
también sus maldades que le han traído a tales circunstancias. La última
celebra el perdón imperial que el obispo de Antioquía y otros habían logrado
obtener.
Además, aunque en todos sus sermones Crisóstomo enfatiza los
principios morales del cristianismo, hay algunos que les dedican
especialmente a ese tema. Uno de ellos, De la limosna, vuelve sobre la
cuestión del trato a los pobres que ya hemos discutido. Otro, Contra los
juegos del circo y el teatro, advierte contra la violencia y las costumbres
licenciosas que tales espectáculos aprueban y promueven.
Como era de esperarse, Crisóstomo predicó también algunas homilías
cuyo tema es alguna ocasión especial en el año eclesiástico, particularmente
Navidad y Semana Santa. También son valiosas sus homilías dirigidas a
quienes se están preparando para recibir el bautismo. En ellas encontramos
bellas metáforas acerca de la renovación bautismal, pero al mismo tiempo
se incluye también mucha enseñanza moral y hasta moralizante acerca de
temas tales como la vestimenta de las mujeres.
Pocos de los sermones de Crisóstomo son estrictamente doctrinales,
aunque en muchos de ellos aparecen extensos pasajes acerca de la
doctrina cristiana. Las 12 homilías que tenemos de Crisóstomo que tratan
directa y específicamente sobre cuestiones doctrinales son refutaciones del
arrianismo extremo que todavía circulaba. Pero es interesante notar que,
aparte de este ataque contra doctrinas ya rechazadas por la mayoría de los
cristianos, Crisóstomo no emplea el púlpito para criticar o refutar a otros con
cuyas doctrinas no está en perfecto acuerdo.
Por último, hay algunos de los sermones de Crisóstomo que nos abren
vistas inesperadas sobre la vida y las tensiones de ese tiempo. Ya hemos
mencionado las homilías predicadas en ocasión de la destrucción de las
estatuas en Antioquía. Hay también dos que se relacionan con Eutropio.
Este personaje poderoso en Constantinopla había sido por largo tiempo el
promotor de la oposición del gobierno a Crisóstomo. Cuando Eutropio cayó
de la gracia imperial, tuvo que ir a refugiarse en la iglesia, donde asido al
altar recibió santuario. La primera de las dos homilías de Crisóstomo sobre
ese tema fue predicada en presencia de Eutropio, y trataba acerca de cómo
pasa la vanidad del mundo. La segunda fue predicada cuando Eutropio,
intentando huir de la iglesia, fue capturado y muerto. Bajo la misma
categoría histórica podemos incluir los dos sermones que Crisóstomo
predicó al ser exiliado en el año 403: el primero de ellos, antes de partir al
exilio, y el segundo después de regresar.
Para terminar este capítulo sobre el más grande de los predicadores de
la antigüedad, conviene hacerlo del mismo modo en que él concluye muchas
de sus homilías, con una doxología en la que se combina la invitación a la fe
y la obediencia con la proclamación de la gloria de Dios:
Por consiguiente, sabiendo estas cosas, huyamos de los malvados banquetes
de lujo, y consagrémonos a una mesa sencilla: para que teniendo buenos
hábitos tanto de alma como de cuerpo, podamos practicar toda virtud, y
consigamos los bienes futuros, por la gracia y misericordia de nuestro señor
Jesucristo, para quien sea, conjuntamente con el Padre y el Espíritu Santo,
gloria, poder, honor, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén
(Homilías sobre la primera carta a los corintios, 39.9; BAC 706:1013)
CAPÍTULO 29
Los alejandrinos
Las nuevas circunstancias
Como hemos visto, en la antigüedad no todos los cristianos concordaban
en todos los puntos, sino que había también diferencias de énfasis y de
interpretaciones. Desde fecha bien temprana el cristianismo occidental —es
decir, el de habla latina— se inclinó a relacionar la fe con el interés romano
en la ley y, por tanto, a subrayar más las dimensiones legales y morales de
la fe cristiana, y menos los elementos especulativos. Desde esta
perspectiva, la obra salvífica de Jesús consiste ante todo en pagar la deuda
que la humanidad había contraído a causa del pecado. Ya vemos indicios de
esto en la obra de Tertuliano, pero sobre todo en otros autores occidentales
que le siguieron. Por la misma época, en Alejandría, donde a la sazón
florecían los filósofos más famosos, existió por largo tiempo un fuerte interés
en relacionar la fe con lo mejor de la filosofía clásica. Desde esta
perspectiva, lo más importante acerca de Jesús es que sea maestro de
verdades eternas, revelación de la voluntad del Padre. Y había también, en
la región de Siria y en cierta medida también de Asia Menor, una tercera
perspectiva para la cual lo importante de la obra de Jesucristo fue que en él
Dios asumió la humanidad para librarla de su sujeción al pecado y a la
muerte.
Durante los primeros siglos, estas diferencias no llevaron a rupturas ni a
serios desacuerdos. Pero hacia fines del siglo cuarto, y particularmente en el
quinto, esto cambió, sobre todo en el oriente de habla griega. Esto se debía
en parte a razones políticas. Los patriarcas de Alejandría y de Antioquía se
disputaban la supremacía. Puesto que había en el oriente un tercer
patriarca, el de Constantinopla, cuya iglesia no era tan antigua como las de
Antioquía y Alejandría, pero estaba en la capital del imperio, la pugna entre
Alejandría y Antioquía frecuentemente giraba en torno a si el patriarca de
Constantinopla sería partidario de Alejandría o de Antioquía.
Ahora las diferencias entre Alejandría y Antioquía se concentrarían en
diferencias en cuanto a la persona de Jesucristo y cómo entender la unión
en él de la divinidad con la humanidad. No es este el lugar para discutir las
sutilezas de las diversas posturas cristológicas que surgieron entonces, ni
tampoco todo el curso de las controversias y maniobras políticas
involucradas. (He discutido lo primero en el libro Historia del pensamiento
cristiano; y lo segundo en Historia del cristianismo). Baste decir, en cuanto a
la historia de los acontecimientos, que fueron estos debates los que llevaron
al Concilio de Éfeso en 431, al concilio en la misma ciudad en 449 que León
el Grande llamó un “latrocinio”, y por fin al Concilio de Calcedonia en 451.
Pero las querellas no terminaron con ese concilio, y de todo este proceso
surgieron las primeras divisiones dentro de la iglesia que persisten hasta el
día de hoy. En cuanto a la historia de la teología, y particularmente de la
cristología, baste señalar por el momento que la cristología alejandrina era lo
que teólogos posteriores han llamado una “cristología unitiva”, mientras que
la antioqueña era una “cristología disyuntiva”. Lo que esto quiere decir es
que lo que más les preocupaba a los alejandrinos era la unidad de la
persona de Jesucristo, aun cuando esto opacara o eclipsara su humanidad.
Frente a esto, los antioqueños querían asegurarse de que se respetara y
afirmara la completa humanidad de Jesucristo, y por eso tendían a buscar
modos de asegurarse de que la divinidad no eclipsara a la humanidad,
normalmente buscando modos de aislar la una de la otra; esta es
precisamente la razón por la que su cristología recibe el nombre de
“disyuntiva”.
En lo que concierne a la historia de la literatura cristiana, la principal
consecuencia de todo esto es que buena parte de los escritos de esa época
procedentes de la iglesia griega que perduran hasta hoy son de carácter
altamente polémico y frecuentemente hasta virulento. Además, según cada
bando procuraba refinar sus posturas en respuesta a las críticas de sus
contrincantes, la cristología de la época se fue volviendo cada vez más sutil,
menos práctica, y más difícil de compaginar con el Jesús de los Evangelios.
Teófilo de Alejandría
Si buscamos los orígenes de la querella, bien podemos encontrarlos en
el conflicto entre Teófilo de Alejandría y Juan Crisóstomo. Como hemos
visto, este último estaba mucho más interesado en la predicación y en la
justicia entre los cristianos que en las sutilezas teológicas. Pero Crisóstomo
era oriundo de Antioquía y, por tanto, su elevación al patriarcado de
Constantinopla causó celos y resentimientos en Alejandría. El patriarca de
Alejandría, Teófilo, fue el principal enemigo que Crisóstomo tuvo, y la causa
principal de los infortunios que sufrió. Fue Teófilo quien repetidamente acusó
a Crisóstomo no solo de herejía, sino también de sedición contra la
autoridad imperial. Y fue él quien en el llamado “Sínodo del Roble”, que se
reunió en Calcedonia en 403, siguiendo en buena medida las directrices
imperiales, logró que se declarara hereje a Crisóstomo y que se ordenara su
exilio.
Aun en los escritos de sus defensores, Teófilo no se nos presenta como
un personaje admirable. En sus acciones y posturas teológicas se encuentra
una buena dosis de ambiciones políticas y de manejos dudosos. Como
alejandrino que era, fue fiel defensor de Orígenes hasta que se le acusó de
origenismo, y se volvió entonces decidido opositor de la postura de que
antes se le acusó. Fue por iniciativa suya que un sínodo reunido en
Alejandría en el año 401 y presidido por él declaró que las doctrinas de
Orígenes eran heréticas. Pero así y todo, cuando unos pocos años más
tarde supo que Sinesio de Cirene —quien tenía buenas relaciones con las
autoridades imperiales— había sido electo obispo de la Pentápolis en Siria,
acogió su elección con beneplácito, aun cuando Sinesio era conocido por
sus posturas origenistas; por ejemplo, afirmaba la preexistencia de las almas
y la eternidad del mundo, al tiempo que rechazaba la doctrina de la
resurrección del cuerpo. Pero esto no parecía importarle al ahora campeón
antiorigenista Teófilo, pues Sinesio, además de tener influencia política, era
su amigo personal.
Poco resta de la extensa labor literaria de Teófilo. Además de unas pocas
homilías, tenemos algunas de sus cartas y fragmentos de otras. En varios de
esos textos relativamente breves se encuentran repetidos ataques a sus
enemigos, tanto en lo teológico como en lo político. También escribió un
tratado en el que proponía las fechas para el Domingo de Resurrección por
espacio de un siglo a partir de 380. Se lo envió al emperador Teodosio,
aparentemente con el propósito de que este lo adoptara como parte del
calendario imperial, dándoles así mayor prestigio tanto a la sede alejandrina
como al propio Teófilo. Pero el emperador no accedió a sus deseos.
La mayor parte de la obra literaria de Teófilo se ha perdido. Quedan de
él, además del escrito ya mencionado acerca de las fechas para el Domingo
de Resurrección, unas pocas cartas y homilías. Varias de las cartas son
continuación de la tradición ya establecida en Alejandría de escribir una
carta circular en ocasión de cada Pascua de Resurrección. Otras son parte
de una breve correspondencia con Jerónimo. De las homilías, la única que
se conserva en griego trata sobre el juicio final. Hay otras tres y algunos
fragmentos, que existen solamente en una antigua traducción al copto.
Aparentemente su principal obra fue un largo ataque a Orígenes, que se ha
perdido.
Cirilo de Alejandría
Teófilo murió en 412, y dos días después su sobrino Cirilo le sucedió
como patriarca de Alejandría. Cirilo era mucho más cuidadoso que su tío en
cuanto a sus posturas teológicas, y bastante más escrupuloso en sus
manejos políticos. Estuvo presente junto a su tío en el Sínodo del Roble que
condenó a Crisóstomo, y su oposición a la teología antioqueña no era
menos firme que la de Teófilo. Por esa razón, aunque por lo pronto no centró
su atención en su oposición a la teología antioqueña, se negó a añadir el
nombre de Crisóstomo a los dípticos de Alejandría hasta el año 417; es
decir, diez años después de la muerte del famoso predicador. (El término
“díptico”, que se refería originalmente a cualquier escritura en dos tabletas
articuladas entre sí, vino a emplearse en la iglesia para referirse a la lista de
personas por quienes se oraba en el servicio de comunión. La acción de
borrar un nombre de los dípticos equivalía a romper comunión con esa
persona). Pero a pesar de ello, por espacio de 16 años el nuevo patriarca de
Alejandría dedicó la atención particularmente a los estudios bíblicos y a
producir escritos controversiales contra el arrianismo, el apolinarismo, y
otras posturas que la iglesia ya había rechazado. Además, escribió una
magna obra Contra Juliano, de la cual solo queda aproximadamente la
tercera parte; sin embargo, esto es por sí solo una extensísima obra en diez
libros.
La tradición continúa
El concilio del 451 fue solamente un hito más en la larga historia de la
tradición alejandrina. Cuando, en el Concilio de Calcedonia, fueron
condenados los alejandrinos más extremos, y en particular fue depuesto su
líder Dióscoro, esto no le puso fin a aquella tradición. Muchos en Egipto
veían en el Concilio de Calcedonia una imposición por parte del imperio y,
por tanto, entre el pueblo copto del país Dióscoro vino a ser un gran héroe.
Pronto la iglesia copta se separó de la iglesia imperial, nombrando su propio
patriarca de Alejandría. En respuesta, la iglesia imperial les dio a estos
coptos el título de “monofisitas”. De Egipto, esta forma de monofisismo pasó
a Etiopía. Algo semejante sucedió en algunas regiones en Siria, y allí
también surgió otra iglesia monofisita. Armenia, una de las regiones donde el
cristianismo había avanzado más desde temprana fecha, se vio invadida por
los persas precisamente cuando se preparaba el Concilio de Calcedonia, y
por tanto no estuvo representada en ese concilio. Además, aunque el
imperio romano o bizantino les prometió ayuda, esta nunca llegó. Por esas
razones, la iglesia de Armenia también fue llamada “monofisita”. Esas
iglesias continúan hasta el día de hoy.
CAPÍTULO 30
Los antioqueños
Al principio del último capítulo mencionamos las diferencias, tanto teológicas
como políticas, que existían entre Alejandría y Antioquía. Como vimos,
buena parte del conflicto entre Juan Crisóstomo y Teófilo de Alejandría se
debía a tales diferencias. Luego, Crisóstomo es representante fiel de la
escuela antioqueña y de su teología, aunque nunca se dedicó a atacar la
teología alejandrina. Pero no era él el único —ni tampoco el principal—
objeto de los ataques por parte de los alejandrinos. Ya en tiempos del propio
Crisóstomo había otros cuyas posturas teológicas, expresadas quizá de
manera más tajante que las de Crisóstomo, provocaron aun más la ira y los
ataques de los alejandrinos. Lo que es más, desde bastante más temprano,
incluso antes de la controversia arriana, las diferencias entre la teología
alejandrina y la antioqueña eran notables. En aquellos tiempos, el gran
maestro de la escuela antioqueña había sido Luciano, y por tanto Arrio,
cuando Alejandro de Alejandría rechazó sus posturas, les escribió a quienes
junto a él habían estudiado con Luciano, llamándoles “colucianistas”. Pero
Luciano escribió poco, y lo poco que escribió se ha perdido. Sí sabemos que
se dedicó al estudio detallado de los textos griegos tanto del Antiguo
Testamento como del Nuevo, y que insistía en el sentido literal de los textos.
Luego, puesto que no sabemos más acerca de Luciano, bien podemos decir
que el primer autor de la escuela antioqueña que podemos estudiar es
Diodoro de Tarso.
Diodoro de Tarso
Cuando Juan Crisóstomo y Teodoro de Mopsuestia —a quien nos
referiremos más adelante en este capítulo— decidieron dedicarse a la vida
monástica, lo hicieron bajo la dirección del ya célebre Diodoro, quien más
tarde sería obispo de Tarso. Aunque escribió abundantemente, lo único que
nos ha llegado de su pluma es su Comentario a los salmos 1-51. Acerca de
todas esas obras perdidas, el historiador Sócrates Escolástico nos dice que
“escribió muchos tratados en los que limitaba su interés al sentido literal de
las Escrituras, dejando a un lado todo lo que fuera místico” (Historia
eclesiástica, 6.3; PG 67:665-68). Pero la pérdida de estas obras parece
haber comenzado temprano, pues el historiador Sozómeno indica que no
habían llegado a sus manos al declarar que “se me ha dicho que dejó
muchas de sus obras escritas en las que explicaba el sentido del texto
sagrado evitando la alegoría” (Historia eclesiástica, 8.2; PG 67:1516). En
todo caso, entre los fragmentos de sus escritos que se conservan se
encuentra la clara afirmación de que “nosotros preferimos lo histórico más
bien que lo alegórico”.
Diodoro era fiel representante de la escuela antioqueña no solamente en
lo que se refiere a la interpretación bíblica, sino también en cuanto a su
cristología. Su oposición a la cristología alejandrina, que le parecía deshacer
la humanidad de Jesucristo, era firme. Por eso Cirilo de Alejandría escribió
un libro contra él y contra Teodoro en el que declaraba que las doctrinas de
Nestorio no eran sino la continuación de las de Diodoro. El resultado fue que
años después de muerto Diodoro se le declaró hereje, lo cual contribuyó a la
pérdida de sus obras. Esto resulta particularmente trágico en vista de que
Diodoro había sido uno de los grandes defensores del cristianismo durante
la campaña del emperador Juliano en contra del cristianismo y a favor del
paganismo.
Teodoro de Mopsuestia
Es poco lo que se sabe acerca de la vida de Teodoro de Mopsuestia; y
buena parte de lo que nos dicen de él los documentos de la época fue
escrito o bien para defenderle o bien para declararle hereje. Teodoro nació
alrededor del año 350, y murió alrededor de 428. Luego, fue contemporáneo
y amigo de Juan Crisóstomo, con quien estudió retórica bajo el célebre
Libanio. Después, también junto a Juan, se retiró a la vida monástica bajo la
dirección de Diodoro de Tarso. Por algún tiempo dejó esa vida, y esto motivó
el escrito de Crisóstomo A Teodoro caído, que ya hemos mencionado en el
capítulo 28. Teodoro tendría poco más de 40 años cuando vino a ser obispo
de Mopsuestia, posición que ocupó hasta su muerte.
Teodoro se dedicó sobre todo a la labor exegética, y por ello
frecuentemente se le dio el título de “el Intérprete”. Una de sus obras
principales era un comentario sobre Génesis que se ha perdido.
Afortunadamente, un siglo después de su muerte el autor Juan Filopón le
citó tan extensamente que es posible reconstruir buena parte del comentario
perdido. También se conservan fragmentos de otros escritos suyos sobre
Éxodo, Jueces y otros libros del Antiguo Testamento. Lo que hasta nosotros
ha llegado de manera más completa es su Comentario sobre los 12 profetas
y su Comentario sobre los Salmos. Además, se ha descubierto una versión
al siríaco de su Comentario sobre el Evangelio de Juan, y una versión latina
de su Comentario sobre las epístolas menores de Pablo. Se ha perdido su
comentario sobre las principales cuatro epístolas paulinas, y solamente
tenemos algunos fragmentos.
Aparte de estos escritos exegéticos, la principal obra de Teodoro que se
conserva es su serie de 16 Homilías catequéticas, que sigue un orden
semejante al de las que ya hemos discutido de Cirilo de Jerusalén. Por largo
tiempo perdidas, fueron descubiertas a principios del siglo veinte en una
versión siríaca. Junto a las de Cirilo y a otras semejantes, estas homilías son
una fuente valiosa para la historia de la catequesis, así como de la liturgia
bautismal y eucarística. Además, de manera fragmentaria, hay una larga
serie de tratados de Teodoro sobre los temas teológicos entonces debatidos;
pero tales fragmentos, frecuentemente citados por sus enemigos, no nos
proveen una visión completa y fidedigna de sus posturas teológicas.
Volviendo al tema de Teodoro como intérprete de la Biblia, podemos decir
que en su Comentario sobre los Salmos Teodoro pone de manifiesto su
método exegético, que es esencialmente histórico. Puesto que está
convencido de que todos los salmos son obra de David, trata de colocarlos
dentro del contexto del tiempo de David. Cuando algunos de los salmos se
refieren a acontecimientos o condiciones posteriores al tiempo de David,
Teodoro sencillamente declara que David estaba profetizando acerca del
futuro.
Es en su Comentario sobre los 12 profetas que vemos más claramente el
método exegético de Teodoro, que es esencialmente histórico y adverso a
las interpretaciones alegóricas. Esto se puede ver contrastando el modo en
que Cirilo de Alejandría interpreta los primeros versículos del libro de Joel
con el modo en que Teodoro los interpreta. Tras reconocer que Israel fue
invadido repetidamente, Cirilo dice:
Si quieres encontrar un sentido moral dentro de estas historias, no te
equivocas. Esto quiere decir que el alma se ve frecuente y constantemente
atacada por la pasión y está al borde de perder una virtud tras otra. Cae bajo
esos ataques seguidos a causa de la indiferencia, y por eso el profeta dice: “lo
que dejó la oruga se lo comió el saltón; lo que dejó el saltón se lo comió el
revoltón, y la langosta se comió lo que el revoltón había dejado”. Los poderes
perversos e inmundos que atacan nuestra mente y que la muerden con
dientes insaciables nos dañan tanto como la epidemia y otros males.
(Comentario sóbrelos 12 profetas, Joel 1.4; PG 71:332-33)
En contraste, Teodoro comenta sobre el mismo pasaje:
De manera simbólica quiere decirles de los males inminentes. Como
siempre, los que vienen después son peores que los anteriores. El rey de
Asiria, Tiglat-Pileser, vino como langosta, y destruyó buena parte de lo que
ustedes tenían. Después vino Salmanser, como otra langosta que destruía
lo que tenían. A estos les siguió Senaquerib, como una nueva langosta que
hizo estropicios en las doce tribus de Israel. Y luego como otra epidemia
vino al ataque de los babilonios, quienes llevaron al pueblo de Judá a la
esclavitud. (Comentario sobre los 12 profetas, Joel 1.4; PG 66:213)
Esta comparación ilustra el método exegético de Teodoro, que es
histórico y se cierne al texto mismo siempre que sea posible. En sus escritos
se refiere a los “mitólogos”, quienes desconocen toda la historia sagrada y
profana y, por lo tanto, no entienden lo que leen y le dan el sentido que les
parece. Pero también escribió toda una obra en cinco libros —
desafortunadamente perdida— Contra los alegoristas. A diferencia de los
“mitólogos”, los alegoristas tienen conocimientos; pero no los aplican para
entender el texto en sí mismo, sino más bien buscándole sentidos ocultos y
místicos.
Nestorio
La teología antioqueña llevó a la trágica historia de Nestorio, quien llegó
al patriarcado de Constantinopla en el año 428. Puesto que por largo tiempo
los alejandrinos y los antioqueños se habían disputado la posesión de ese
puesto importante, era de esperarse que Nestorio, por ser antioqueño,
pronto se ganara la enemistad de los alejandrinos. Pero esa enemistad se
exacerbó porque Nestorio llevó las posturas antioqueñas a la exageración y
de ese modo se hizo vulnerable a las acusaciones por parte de los
alejandrinos. El debate giró en torno al título de theotokos —madre o
paridora de Dios— que se le daba a la virgen María. Como hemos indicado
al discutir a Cirilo de Alejandría en el capítulo anterior, lo que se discutía no
era tanto el honor debido a María, sino más bien la naturaleza de la unión
que había tenido lugar en Jesucristo. Puesto que los alejandrinos sostenían
lo que antes hemos llamado una cristología unitiva, insistían en que todo lo
que se dijera de la humanidad de Cristo podía decirse también de su
divinidad. Frente a ellos, los antioqueños sostenían que era necesario
distinguir entre la divinidad y la humanidad de Jesucristo, de tal manera que
la humanidad no quedara sumergida por la divinidad. En otras palabras, lo
que se discutía era lo que técnicamente se llama la communicatio
idiomatum, o la transferencia de lo que se dice respecto a una de las
naturalezas en Cristo a la otra. La pregunta era entonces: Quien nació de
María, ¿era Dios, o no? Los alejandrinos respondían en la afirmativa,
mientras Nestorio declaraba lo contrario. En esto, Nestorio estaba yendo
más lejos que los antioqueños habían ido anteriormente, pues personajes
tales como Teodoro de Mopsuestia habían declarado que, efectivamente,
quien nació de María era Dios.
Sin entrar en detalles respecto a todo lo que aconteció y los manejos
políticos involucrados, Nestorio fue declarado hereje por el Concilio de Éfeso
en 431. Puesto que Juan, el patriarca de Antioquía, le defendía, la disputa
fue larga y difícil. Pero a la postre se llegó a un acuerdo entre los
alejandrinos y los antioqueños, la deposición de Nestorio fue confirmada, y
el propio Nestorio se vio obligado a retirarse primero a un monasterio en
Siria y más tarde a un lejano oasis en el desierto de Egipto.
En todo ese proceso, en parte por otras razones y en parte por los
manejos de Cirilo, el emperador Teodosio II se volvió enemigo acérrimo de
Nestorio. En el año 435, cuatro años después del Concilio de Éfeso y por
orden del emperador, se prohibió que las obras de Nestorio fueran copiadas,
leídas o conservadas, y se ordenó que las que existían fuesen destruidas.
Por esa razón, la inmensa mayoría de las obras de Nestorio se han perdido.
Sabemos, por ejemplo, que escribió un tratado Contra los teopasquistas; es
decir, contra los alejandrinos, quienes afirmaban que Dios no solo había
nacido en Jesús, sino que también había sufrido en él. De sus muchos
sermones, solamente se conservan unos pocos —aparentemente cuatro—
que sobrevivieron porque erróneamente se les incluyó entre los sermones
de Juan Crisóstomo. También se conservan algunas cartas, no solamente en
el original griego, sino también algunas en traducciones al latín y el siríaco.
Debido a la persecución de que eran objeto dentro del imperio romano, buen
número de los seguidores de Nestorio se refugió fuera de las fronteras del
imperio, donde principalmente se hablaba el siríaco. Por eso la casi totalidad
de las obras de Nestorio que se han conservado existen solamente en
traducciones a esa lengua.
A fines del siglo diecinueve fue descubierta una traducción al siríaco de
la última obra de Nestorio, El bazar de Heraclides. Nestorio escribió esta
obra hacia fines del año 451 o principios del próximo. En 451 se reunió el
Concilio de Calcedonia, en el que los antioqueños lograron que se
condenaran las posturas extremas de algunos alejandrinos. Dióscoro, el
patriarca de Alejandría y sucesor de Cirilo, huyó antes que se le declarara
hereje. Cuando escribió El bazar de Heraclides, Nestorio parece haber
sabido de la fuga de Dióscoro, pero no de la decisión final del concilio. Así y
todo, estaba convencido de que la fuga misma de Dióscoro, y las demás
noticias que llegaban de Calcedonia, constituían una reivindicación de sus
posturas. El año anterior, Teodosio II había fallecido en un accidente, y
Nestorio veía en ello un castigo divino. La traducción siríaca que ha llegado
hasta nuestros días data aproximadamente del año 535.
Al principio del manuscrito en el que la conserva esta obra, el traductor al
siríaco intenta explicar el título que Nestorio le dio a su obra diciendo que se
trata del “bazar del conocimiento espiritual”. En cuanto a “Heraclides”, el
traductor supone que se trata de alguien que vivió cerca de Damasco y que
fue reconocido por sus virtudes e imparcialidad.
Entonces el mismo traductor ofrece un bosquejo que resume
adecuadamente el contenido de la obra:
Primeramente, [Nestorio] escribió un tratado en el que se refiere a todas las
herejías contra la iglesia y a todas las sectas que existen respecto a la fe de
los 318 [el Concilio de Nicea]. Allí argumenta fuertemente contra los más
famosos entre ellos. En la segunda parte ataca a Cirilo, sobre todo en cuanto
a sus acusaciones y las determinaciones de los jueces. La tercera constituye
su propia defensa, con la comparación de los documentos o cartas de ambos.
Con esto termina el primer libro.
El segundo libro se divide en dos partes: primeramente, la refutación y
defensa respecto a aquellas cosas por las cuales se le declaró anatema; y en
segundo lugar todo lo que aconteció entre esa decisión y el fin de sus días.
(El bazar de Heraclides, prefacio, 6; [ed. G. R. Driver, Oxford: Clarendon,
1925], p. 5)
No es necesario entrar aquí en todos los detalles acerca de la cristología
de Nestorio, pues es un tema que pertenece más bien a la historia el
pensamiento cristiano, tema sobre el que he tratado extensamente en otros
lugares. Como literatura, el Bazar es ante todo una diatriba primeramente
contra Cirilo, pero también contra Teodosio II. En cuanto a Cirilo, Nestorio se
queja de que siempre le tuvo por enemigo y que no le permitió defensa
alguna. Refiriéndose al Concilio de Éfeso, dice:
Puesto que él [Cirilo] estaba en el escaño de los jueces, ¿qué puedo decir
acerca de ese tribunal? El era todo el tribunal, puesto que todo lo que él decía
ellos repetían y por tanto no cabe duda de que para ellos él era el tribunal. [Lo
que debió haber sucedido era que] todos los jueces se reunieran y los
acusadores hablaran por turno, y los acusados hicieran lo mismo, y todos
tuvieran la misma libertad de palabra. Pero en lugar de eso él era a la vez
acusador, emperador y juez. Tras usurpar la autoridad de quien había sido
nombrado por el Emperador, todo lo hizo él por su propia autoridad,
exaltándose a sí mismo, y reuniendo a quienes él deseaba... Y fui convocado
por Cirilo, quien había reunido el concilio, y quien era su jefe. ¿Quién era el
juez? Cirilo. ¿Quién era el acusador? Cirilo. ¿Quién era el obispo de Roma?
Cirilo. Cirilo lo era todo. (El bazar de Heraclides, 2.1; ed. Driver, p. 132)
Y Nestorio termina su libro con amargas palabras acerca de Teodosio II,
implicando que sus infortunios y los de todo el imperio se debían, en parte al
menos, a la injusticia cometida contra él, no solo por Cirilo y por Teodosio,
sino también por León el Grande, quien a pesar de sostener lo que Nestorio
consideraba recta doctrina no acudió en su ayuda:
Porque como sabes, primero viste que la muerte se llevó a la hija de quien
gobernaba y luego viste que el gran demonio del adulterio cayó sobre la
emperatriz con insulto y contumacia. Y viste que las ciudades de África y
España... y la misma Roma fueron entregadas a la rapacidad de los bárbaros
vándalos Y pronto volverá el bárbaro contra Roma, y entonces León, quien
ciertamente sostuvo la recta doctrina, pero estuvo de acuerdo con las
injusticias que se cometieron contra mí sin examen y sin juicio, con sus
propias manos entregará los vasos sagrados del santuario en manos de los
bárbaros...
En cuanto a mí, he sufrido los tormentos de mi vida como si fueran
solamente los de un día. Y ahora he llegado al tiempo en que me disuelvo, y
diariamente le pido a Dios que acabe de disolverme, pues mis ojos han visto
la salvación de Dios.
¡Regocíjate por mí, desierto, mi padre adoptivo que eres el lugar donde
vivo, quien eres mi madre en el exilio, y quien después de mi muerte cuidarás
de mi cuerpo hasta la resurrección gracias a la voluntad de Dios! Amén. (El
bazar de Heraclides, 2.2; ed. Driver, pp. 379-80)
Ibas de Edesa
Otro de los principales defensores de la teología antioqueña fue Ibas,
quien vino a ser obispo de Edesa en 435; es decir, cuatro años después del
Concilio de Éfeso. La elección de Ibas fue disputada, y a la postre Ibas fue
acusado de herejía ante Teodosio II. El principal escrito de Ibas fue una carta
al persa Mari, de quien poco se sabe, pero quien bien puede haber
encabezado la iglesia persa. Esa carta, escrita en el año 433 cuando gracias
a un formulario de reunión se había establecido cierta medida de paz entre
los alejandrinos y los antioqueños, defendía la posición de estos últimos, al
tiempo que atacaba a los primeros —particularmente a Cirilo— por su
actuación en el Concilio de Éfeso de 431. En todo el proceso que llevó al
“latrocinio” de Éfeso de 449, la carta de Ibas fue empleada por sus enemigos
para declararle nestoriano. En ese concilio, completamente dominado por
Dióscoro, el obispo de Alejandría y por los representantes de Teodosio II, los
principales defensores de las posturas antioqueñas fueron declarados
herejes y depuestos. Entre ellos se contaba, además del propio Ibas,
Teodoreto de Ciro, otro de los principales portavoces de la teología
antioqueña.
Teodoreto de Ciro
Sin lugar a dudas, el más importante defensor de las posturas
antioqueñas después de Teodoro de Mopsuestia fue Teodoreto de Ciro.
Nacido en Antioquía a fines del siglo cuarto, Teodoreto se dedicó desde
temprano a los estudios, y no cabe duda de que conocía bien no solamente
el griego y el siríaco, sino también el hebreo y quizá algo de latín. El mismo
se declara discípulo tanto de Teodoro de Mopsuestia como de Diodoro de
Tarso, aunque es probable que ese discipulado haya consistido en lecturas
de las obras de estos dos teólogos antioqueños más bien que en una
relación directa. Tendría unos 30 años de edad cuando fue hecho obispo de
Ciro, una pequeña ciudad hacia el interior de Siria. Allí se distinguió como
administrador y como pastor de su grey.
Teodoreto estaba en Antioquía reunido con otros obispos de la región
cuando llegaron cartas de Cirilo de Alejandría y de Celestino de Roma
haciéndoles saber que habían rechazado las enseñanzas de Nestorio y las
habían unido a una amenaza de excomunión. Los obispos reunidos en
Antioquía le escribieron a Nestorio instándole a aceptar el término theotokos,
que parecía ser la causa de la disputa. Generalmente se piensa que esa
carta fue redactada por Teodoreto. Pero entonces Cirilo publicó sus Doce
anatemas, cuyo tono y contenido eran tales que parecían ser una
declaración de guerra contra los antioqueños. Juan, el obispo de Antioquía,
le escribió a Teodoreto haciéndole llegar los anatemas de Cirilo y pidiéndole
que los refutara. Teodoreto escribió una Refutación de los anatemas de
Cirilo, y se la mandó a Juan junto a una carta. En esa carta le habla de su
desconsuelo al ver a la iglesia dividida de esta manera, y el modo en que lo
que él consideraba el error de Cirilo estaba dañando a la grey. Teodoreto le
dice a Juan:
Estoy desolado al leer los anatemas que me has mandado con
la petición de que los refute por escrito, y que le muestre al
mundo su herejía. Me duele pensar que quien había sido
nombrado como pastor, y se le había encargado una grey tan
grande para sanar a sus ovejas enfermas, él mismo está
enfermo y trata de infectar a sus ovejas con la misma
enfermedad. Está atrapando a las ovejas de su grey con una
crueldad mayor que la de las bestias salvajes. Estas atacan y
hieren a las ovejas que están dispersas y separadas del rebaño.
Pero él está en medio del rebaño mismo, y al tiempo que se
hace pasar por su guardián y salvador introduce secretamente el
error entre quienes son víctimas de su confianza. Contra un
asalto externo es posible precaverse. Pero cuando el ataque se
hace bajo el matiz de la amistad, la víctima está desprevenida y
se le daña fácilmente. Luego, los enemigos que atacan desde
dentro son más peligrosos que los que atacan desde fuera.
(Epístolas, ISO; PG 83:1414)
El resultado fue una querella constante entre Teodoreto y Cirilo, hasta
que este último murió en 444. Pero el sucesor de Cirilo, Dióscoro, no
solamente sostenía las mismas posturas, sino que estaba dispuesto a ir
mucho más lejos para lograr la condenación de todos los antioqueños. Tras
una serie de maniobras, por fin lo logró en el concilio que se reunió en Éfeso
en 449, y que León el Grande llamó el “latrocinio de Éfeso”. Allí Teodoreto
fue depuesto, como lo fueron también Ibas de Edesa y todos los demás
líderes del partido antioqueño. En esto estaban las cosas cuando un
accidente de equitación causó la muerte del emperador Teodosio II, decidido
defensor de Dióscoro. Su sucesora, la emperatriz Pulqueria, a instancias de
León el Grande, convocó un nuevo concilio que se reunió en Calcedonia en
451. En aquel concilio, Teodoreto rechazó tanto las doctrinas de Nestorio
como las del monje Eutiques, que había venido a ser símbolo del partido
alejandrino. Todo lo que había sido declarado y hecho en Éfeso dos años
antes ahora fue deshecho. Ahora absuelto de herejía, Teodoreto se dedicó
principalmente a los estudios y a escribir, al tiempo que gozaba de gran
respeto excepto entre los alejandrinos más extremos. La fecha exacta de su
muerte es desconocida, aunque parece que vivió al menos hasta 458.
Las obras de Teodoreto son numerosísimas. De él se conservan más de
200 cartas, pero de sus sermones no quedan más que fragmentos citados
por otros autores. Debido a la controversia cristológica, sus obras
dogmáticas tienen especial interés. Pero en realidad la mayor parte de sus
escritos tratan sobre el texto bíblico o sobre la historia eclesiástica.
En cuanto a las obras dogmáticas, varias de ellas se han perdido, pues al
siglo siguiente, en el año 553, el Segundo Concilio de Constantinopla le
declaró hereje, y a partir de entonces sus escritos no circularon
ampliamente. La mayoría de los que tenemos sobrevivieron porque por
algún tiempo se le atribuyeron erróneamente a algún otro autor. Ya nos
hemos referido a la Refutación de los anatemas de Cirilo, escrita a petición
de Juan de Antioquía. Aunque el original griego se ha perdido, todavía es
posible reconstruirlo porque al contestarle Cirilo le citó extensamente. Este
escrito, anterior al Concilio de Éfeso de 431, marcó la entrada de Teodoreto
a la controversia cristológica. De su otra obra extensa contra Cirilo, llamada
Pentalogio, no quedan sino fragmentos. Irónicamente, otras dos obras, De la
Santa Trinidad y De la encarnación del Señor se conservan porque por algún
tiempo se las tuvo como obra de Cirilo. Pero hoy sabemos que en realidad
proceden de la pluma de Teodoreto. Entre las obras falsamente atribuidas a
otros autores se encuentran una Exposición de la recta doctrina que también
procede de Teodoreto, y una serie de 61 Preguntas y respuestas a los
ortodoxos que bien pueden ser de él.
La más importante de las obras dogmáticas de Teodoreto es El mendigo,
frecuentemente citada por su título griego, Eranistes. Teodoreto se refiere a
los monofisitas o alejandrinos extremos como mendigos, pues según él van
recogiendo migajas de acá y de allá entre todos los herejes. La obra se
presenta como un extenso diálogo entre un mendigo —es decir, un
monofisita— y un creyente ortodoxo. Tras tres libros dedicados a ese
diálogo, el cuarto es un resumen sistemático de lo que precede. El
argumento de toda la obra gira en torno a la inmutabilidad de Dios y cómo
esa inmutabilidad se relaciona con la humanidad de Jesucristo. Como buen
antioqueño, Teodoreto quiere asegurarse de que la humanidad del Salvador
no quede eclipsada por su divinidad y, por tanto, insiste en distinguir entre
ambas. Así, en el resumen final Teodoreto dice, entre otras cosas:
Si Cristo es tanto divino como humano, como nos enseña la sagrada Escritura
y los ilustres padres consistentemente han predicado, entonces sufrió como
hombre; pero como Dios siguió siendo impasible. (El mendigo, 4.2.13; PG
83:231)
Entre las obras dogmáticas de Teodoreto también podemos considerar
su gran obra apologética, los Diez discursos sobre ¡a providencia, pues las
demás se han perdido. En estos discursos o sermones, Teodoreto va
comparando la filosofía griega con la doctrina cristiana, y mostrando la
superioridad de esta última.
Aunque frecuentemente se estudia a Teodoreto por razón de su
participación en los debates cristológicos, Teodoreto fue ante todo exégeta e
intérprete de las Escrituras. Muy influyente fue su comentario a Génesis,
seguido de otros tres a Josué, Jueces y Rut, y por tanto comúnmente
llamado Discusiones del Octateuco. A esto sigue una obra similar sobre los
libros de Reyes y Crónicas. Igualmente, escribió comentarios sobre Salmos,
Cantar de los Cantares, Isaías, Jeremías, Ezequiel, Daniel y los doce
profetas menores. En el Nuevo Testamento escribió un comentario sobre las
epístolas paulinas.
A pesar de su tradición antioqueña, Teodoreto no vacila en hacer uso de
la alegoría en su interpretación bíblica. Así, por ejemplo, interpreta el Salmo
23 relacionándolo con la obra de Cristo, así como con el bautismo y la
comunión:
Este salmo representa el gozo de las naciones a quienes él pastorea.
Describe la fiesta mística que quien las pastorea ha aderezado ante ellas.
...Todos los que gozan de la comida salvadora claman: “El Señor me
pastorea, y nada me faltará” ...
“En lugares de delicados pastos me hará descansar”: Después de llamar
“pastor” a quien provee todo cuanto es bueno, era justo también emplear el
lenguaje figurado refiriéndose a la comida de las ovejas. Lo que aquí llama
“pastos” es la enseñanza sagrada de los dichos divinos: primero nos instruye
con la palabra, y luego nos enseña la comida más mística.
“Junto a aguas de reposo me pastoreará”: Aquí apunta hacia el agua del
nuevo nacimiento, en la que la persona bautizada busca la gracia y se
deshace de la ancianidad del pecado y se vuelve joven en lugar de anciana.
(Comentario sobre los Salmos, 23.1-2; PG 80:1025)
Por otra parte, Teodoreto también fue historiador. Sus cinco libros de
Historia de las herejías es un resumen histórico de las herejías, desde los
tiempos bíblicos hasta los debates de tiempos de Teodoreto. Su Historia del
monaquismo es en realidad la narración de las vidas de 31 personas, tres de
ellas mujeres y el resto varones, que se dedicaron a la vida ascética en Ciro
y sus alrededores.
Posiblemente la obra más importante de Teodoreto sea su Historia
eclesiástica, que Teodoreto compuso durante su exilio tras el “latrocinio” de
Éfeso. En su prólogo a esta obra, al tiempo que describe bellamente la labor
del historiador, también se declara sucesor y continuador de Eusebio de
Cesarea:
Cuando los artistas pintan los acontecimientos de la antigua historia en
cuadros o paredes, al tiempo que deleitan el ojo, también iluminan por largo
tiempo la memoria del pasado. En lugar de cuadros, los historiadores usan
libros, y en lugar de pigmentos, la descripción lúcida. Así le dan a la memoria
del pasado más fuerza y permanencia, pues el arte del pintor no perdura a
través del tiempo. Por esa razón trataré de contar por escrito los
acontecimientos de la historia eclesiástica que hasta aquí no se han
discutido... Cuando comparo mis habilidades con la amplitud de lo que
pretendo hacer, me siento sobrecogido. Pero confiando en la bondad de quien
es creador de todo don perfecto me lanzo a una tarea que sobrepasa mis
fuerzas.
Eusebio de Palestina ha escrito una historia de la iglesia desde tiempos de
los santos apóstoles hasta el gobierno de Constantino, el príncipe amado de
Dios. He de comenzar mi historia donde termina la de él. (Historia
eclesiástica, 1. prólogo; PG 82:881)
Pero ningún historiador es absolutamente objetivo, sino que siempre en
la narración misma tiene su propósito. Parte del de Teodoreto se descubre al
notar que la historia que narra termina con el elogio de Teodoro de
Mopsuestia y Diodoro de Tarso:
Teodoro, obispo de Mopsuestia, doctor de toda la iglesia y hábil combatiente
contra toda hueste herética, terminó sus días. Había gozado de la enseñanza
del gran Diodoro y era amigo y colaborador del santo Juan [Crisóstomo]
porque ambos habían sido bendecidos por la bebida espiritual que Diodoro
les sirvió. Llevaba 36 años en el episcopado. (Historia eclesiástica, 5.39; PG
82:1277)
La tradición continúa
Las decisiones de Calcedonia no le pusieron fin al debate. Al contrario,
de igual manera que la tradición alejandrina continuó en varias iglesias
apartadas de la ortodoxia griega, algo semejante sucedió con la tradición
antioqueña. Puesto que muchos de sus líderes se consideraban
perseguidos, o al menos excluidos, cruzaron la frontera para asentarse en la
ciudad de Nisibe, donde establecieron una escuela cuyos discípulos pronto
se esparcieron por todo el imperio persa. Hasta el día de hoy hay todavía en
el Medio Oriente cristianos que se llaman “asirios”, y cuyas raíces históricas
se encuentran en los grandes maestros antioqueños.
CAPÍTULO 31
Otros horizontes
Los autores que hasta aquí hemos estudiado escribieron en latín y en
griego, las dos grandes lenguas del imperio romano. Pero para la época que
estudiamos, y en cierta medida desde bastante antes, la fe cristiana se iba
abriendo paso entre otros pueblos allende las fronteras del imperio.
Ya hemos dicho que en el siglo cuarto Ulfilas o Wulfila sirvió como
misionero entre los godos allende del Danubio, y como parte de esa tarea
desarrolló un alfabeto para escribir la lengua de los godos, y luego tradujo la
Biblia a esa lengua. Pero, puesto que los godos pronto se establecieron
dentro de las fronteras del imperio romano, pronto se asimilaron
culturalmente, y no produjeron una literatura extensa en su propia lengua
ancestral.
Fue principalmente hacia el oriente persa y Egipto que el cristianismo
comenzó a desarrollar literatura en otras lenguas. Hacia el oriente, la lengua
siríaca se empleaba ampliamente. Puesto que esta era también la lengua de
muchos de los cristianos en Siria, sirvió de puente para una extensa labor
misionera que a la postre llegaría hasta la India. Ya nos hemos referido a
alguna de esa literatura; por ejemplo, la obra de Afrahat y de Efrén el Sirio.
Pero fue a partir del siglo quinto que comenzó la edad de oro de la literatura
cristiana en siríaco. Un contemporáneo de San Agustín, Filoxeno de Maburg,
produjo una traducción de la Biblia al siríaco y varios comentarios bíblicos;
pero de esas obras solamente quedan fragmentos, particularmente algunos
de su comentario sobre San Mateo.
Una figura cimera en ese movimiento en el oriente fue Narsés, quien
nació alrededor del año 420 en una aldea cerca de Mosul. Por algún tiempo
enseñó dentro de los confines del imperio bizantino; pero cuando el
emperador Zenón hizo cerrar su escuela se trasladó a Nisibe, que vino a ser
centro de la teología cuyos enemigos llamaban “nestoriana”. Escribió
comentarios sobre buena parte de los libros del Antiguo Testamento; pero la
mayoría de estos se ha perdido. Por los fragmentos que quedan es posible
decir que Narsés, siguiendo la tradición antioqueña, interpretaba los textos
primeramente en términos de su gramática y su sentido literal, y luego sobre
la base de una tipología que no negaba la historicidad del texto mismo. Esto
se ve, por ejemplo, en su comentario acerca del sacrificio de Isaac, que
Narsés estudia primero aclarando el sentido literal de cada frase para luego
pasar a mostrar cómo aquella historia de Isaac apunta hacia la historia de
Jesucristo. Además, dejó una historia de lo acontecido en el Concilio de
Éfeso en 431 que cuestiona la actuación de Cirilo, y que muchos
historiadores consideran ser más fidedigna que la que vino a predominar en
la Iglesia Ortodoxa. También se conservan de él buen número de homilías e
himnos. Estos últimos le ganaron el título de “el arpa del Espíritu”.
Posiblemente el escritor cristiano más importante en lengua siríaca fue
Babai el Grande, quien hacia fines del siglo sexto y principios del séptimo
escribió aproximadamente 80 libros, entre los que se incluían comentarios
bíblicos. A estos añadió vidas de algunos de los grandes héroes de la fe, así
como himnos. Su obra más importante es el Libro de la unión, que es una
defensa de la cristología antioqueña por la que Nestorio había sido
condenado. Uno de sus himnos basta para mostrar su adherencia a la
cristología antioqueña, con su clara distinción entre la humanidad y la
divinidad de Jesucristo:
Uno es Cristo, el Hijo de Dios, a quien todos adoran en dos naturalezas. En
su divinidad fue engendrado por el Padre sin principio alguno y antes de todos
los tiempos. En su humanidad nació de María en la plenitud del tiempo. Unido
en un solo cuerpo, ni su divinidad es de la naturaleza de la madre, ni su
humanidad de la naturaleza del Padre. Las dos naturalezas continúan en sus
esencias en una persona y un solo Hijo. Himno de alabanza (Teshbokhta);
http://assyrianpost.blogspot.com/2006/05/hymn-of-praise-teshbokhta.html
Armenia, anclada entre los dos grandes imperios romano y persa, abrazó
el cristianismo cuando el rey y su familia recibieron el bautismo en el año
314. Unos 100 años más tarde, Mesrob, quien sirvió como secretario del rey
y después fue monje y misionero, produjo un alfabeto que permitió los
comienzos de la literatura en armenio. Junto a él, y apoyados por el patriarca
que gobernaba a la iglesia en Armenia, un grupo de eruditos comenzó a
traducir literatura cristiana tanto del griego como del siríaco. Es por esa
razón que en los capítulos anteriores repetidamente hemos mencionado
antiguos escritos que se han perdido en las lenguas originales y que
solamente existen en armenio.
Un discípulo de Mesrob, Gorium, tras estudiar en Constantinopla regresó
a Armenia y junto a otros se dedicó a producir una traducción de la Biblia,
así como varias de las obras clásicas del cristianismo. Además de esas
traducciones, pronto comenzó a surgir literatura cristiana autóctona. El
propio Gorium escribió una Vida de Mesrop. Eznik o Yeznig de Colb, quien
pertenecía al mismo círculo de traductores, produjo una obra a la que los
estudiosos modernos han puesto el título de Refutación de las sectas, pues
el manuscrito en que se conserva no lleva título. En ella describe y refuta las
opiniones de los paganos, de los adoradores del sol —práctica tradicional en
los territorios persas— de los filósofos griegos y de los maniqueos. Fausto o
Pavsdos de Estambul, así llamado porque estudió en Constantinopla, tras
regresar a Armenia escribió sobre la historia del país y de su religión.
Akatangheos, secretario real, escribió una Historia de la vida y hechos de
Tiridates, el rey armenio que llevó al país a la fe cristiana. También, entre las
fuentes para la historia de Armenia, se encuentra la Historia de Vardán y la
guerra de Armenia, que narra la resistencia de los cristianos armenios ante
la invasión persa, y muestra por qué los armenios sintieron que los cristianos
de Constantinopla les habían abandonado. Pero la literatura armenia no
cobró fuerza sino en fecha bastante posterior, mayormente en el siglo
octavo.
En Egipto, antes de la conversión de Constantino, el cristianismo se
había expandido principalmente entre los coptos; es decir, los habitantes
originales del país antes de las invasiones griega y romana. Aunque
después de Constantino la iglesia egipcia había quedado bajo el dominio del
gobierno en Constantinopla, cuya lengua era el griego, siempre hubo una
buena parte de la población egipcia que se mantenía algo alejada de esa
iglesia ahora abrazada por los poderosos. Entre estos cristianos coptos que
retenían su lengua, ya en el siglo cuarto comenzaron varias traducciones
parciales de la Biblia. Pero los antiguos documentos en copto que más han
interesado a los historiadores de tiempos recientes son los escritos
gnósticos de Nag Hamadi, a que ya nos hemos referido. Tales documentos
no son escritos originales en copto, sino más bien traducciones del griego
que se conservaron debido a las condiciones climáticas de Egipto mientras
los originales griegos se perdían. Lo mismo puede decirse de algunos
escritos maniqueos que también se han encontrado, así como de buen
número de textos apócrifos tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo: el
Apocalipsis de Elías, el Apocalipsis de Moisés, los Hechos de Pedro y Pablo,
y muchísimos más. Posiblemente el texto cristiano ortodoxo más antiguo
traducido al copto sea el sermón acerca de la Pascua de Resurrección de
Melitón de Sardis, a que nos hemos referido bastante antes, y que parece
haber sido traducido hacia fines del siglo segundo o principios del tercero.
Después de esa fecha comenzaron a aparecer traducciones al copto de
obras de grandes personajes tales como Atanasio, Basilio de Cesarea, Cirilo
de Alejandría, Gregorio de Nacianzo, Juan Crisóstomo y otros. También por
la misma época hubo traducciones de algunas de las actas de los mártires.
La primera literatura cristiana original en lengua copta fue producto de los
monasterios, particularmente de Pacomio y sus seguidores. Pronto siguieron
actas de los mártires coptos, escritas en imitación de las actas que se
habían traducido del griego.
Después del Concilio de Calcedonia, cuando la iglesia copta se separó
de la que guardaba comunión con Constantinopla, varios escritos de Cirilo
de Alejandría, el gran defensor de la antigua teología alejandrina, fueron
traducidos al copto. Lo mismo sucedió rápidamente con otros de los grandes
héroes de esa iglesia, en su lucha contra la iglesia imperial. Uno de ellos fue
Dióscoro, a quien los coptos veneraron como un santo.
Más adelante, cuando en el siglo sexto Justiniano logró imponer una vez
más el poder imperial en Egipto, se produjo alguna literatura de resistencia,
particularmente biografías de algunos de los santos coptos.
De Egipto la fe cristiana pasó a Etiopía, donde se produjeron primero una
traducción de la Biblia que contribuyó a darle forma a la lengua del país y
luego varios otros escritos, particularmente algunos acerca de la vida
monástica y una colección de traducciones del griego que lleva el nombre
colectivo de Cirilo, aunque en realidad los escritos de Cirilo no son sino los
primeros de esa colección.
Lo que aquí he resumido en estas pocas páginas no le hace justicia a
toda esa literatura en lenguas más allá del latín y el griego. Tristemente, toda
esa literatura no ha sido suficientemente estudiada, en parte porque son
pocos los eruditos que conocen esas lenguas. Pero se trata de un extenso
cuerpo literario que todavía queda por estudiar y clasificar. Baste decir que la
colección de textos que se está publicando desde el año 1904 bajo el título
de Patrologia orientalis ya va por el medio centenar de gruesos tomos, y
está todavía bastante incompleta.
SEXTA PARTE
El ocaso
Introducción
Con lo que ya hemos dicho llegamos a la conclusión de la historia que
nos hemos propuesto narrar. El terminar esa historia, nos asomamos a un
período en que se perdió buena parte de la vitalidad intelectual y literaria de
los siglos anteriores y que, por tanto, bien podemos llamar el ocaso de la
literatura cristiana antigua.
En el oriente de habla griega, las controversias cristológicas siguieron
ocupando el centro de la atención, volviéndose cada vez más sutiles y más
amargas. Involucradas como estaban esas controversias en los celos entre
Alejandría y Antioquía, y además en los comienzos de una resistencia más
activa al dominio de Constantinopla, pronto se abandonó el proyecto de
resolver los conflictos, y se siguió el camino del cisma. Los defensores del
partido antioqueño que se consideraron rechazados por el Concilio de Éfeso
y su secuela se refugiaron en territorios persas, desde donde continuaron
atacando la doctrina de sus adversarios, particularmente en lengua siríaca.
Esa iglesia, frecuentemente olvidada por los historiadores occidentales,
continuó expandiéndose hacia el oriente, al punto de llegar a China en el
siglo séptimo. Quienes optaban por la posición opuesta, y recibieron el
nombre poco exacto de “monofisitas”, también se apartaron de la iglesia
ortodoxa bizantina, creando iglesias independientes en parte por razón de
las diferencias doctrinales, pero también para afirmar su independencia de
las autoridades en Constantinopla; iglesias tales como la de Armenia y la
Iglesia Copta en Egipto. A esto se añadieron en el siglo séptimo las
invasiones musulmanas. Pronto tanto Antioquía como Alejandría quedaron
en manos árabes, y Constantinopla no pudo ya ejercer su autoridad sobre
las iglesias en esas regiones. En todo caso, aquellas controversias hicieron
poco por fomentar la literatura cristiana original, pues buena parte del
esfuerzo literario se dedicaba principalmente a refutar las posturas opuestas,
frecuentemente con argumentos y hasta frases que otros antes habían
empleado.
En el occidente, la crisis había comenzado bastante antes, aunque no
fue igualmente severa. Los pueblos germánicos que invadieron los territorios
romanos a la postre se asimilaron a la cultura de los conquistados, y así le
dieron origen a lo que hoy llamamos civilización occidental. Pero el proceso
tomó algún tiempo, y en el entretanto el desorden y las guerras no proveían
un contexto propicio para el desarrollo de una literatura cristiana como la que
había tenido lugar en la edad de oro del siglo cuarto. Y allí también se hizo
sentir la invasión musulmana, que pronto cubrió toda la costa norte de
África, hasta entonces centro de actividad teológica y literaria, así como la
Península Ibérica.
Pero aun tras la puesta del sol siempre quedan luminarias en el
firmamento. De igual manera, tras el ocaso de la literatura cristiana antigua
todavía hubo autores importantes cuya obra marcó pauta para los siglos
subsiguientes, y en algunos casos preservó y transmitió algo de la
antigüedad perdida. Es sobre esas luminarias que trataremos en esta última
sección, aunque no detalladamente, sino solo para dar una idea somera de
su relación con quienes les precedieron y de su importancia en los siglos
posteriores. Y no trataremos sobre todas ellas, sino solamente sobre unas
pocas de las más notables.
CAPÍTULO 32
La literatura cristiana en el
occidente de habla hispana
Como cierre a nuestra historia conviene que digamos unas palabras acerca
de la literatura que sirvió como puente entre la producción literaria de la
antigüedad y la que tendría lugar más adelante según fue pasando el tiempo
caótico de las invasiones y fue surgiendo la civilización occidental del
medioevo. En esa literatura se destacan varios personajes tanto por el
impacto que tuvieron después como por su labor de interpretar la antigüedad
cristiana y darle forma a la nueva cristiandad que iba surgiendo.
Ciertamente, la figura cimera en ese proceso fue San Agustín, cuyos
escritos fueron ampliamente leídos en siglos posteriores y le dieron su forma
particular al cristianismo occidental de la Edad Media. Pero hay otros tres
personajes posteriores a Agustín que también requieren mención especial
como puentes entre la antigüedad y el medioevo. Esos tres personajes son
Benito de Nursia, Gregorio el Grande e Isidoro de Sevilla.
Benito y su Regla
De los tres escritores que hemos de mencionar en el presente capítulo,
Benito fue el menos prolífico. Su enorme impacto no se debe a que haya
escrito mucho, sino a un solo escrito suyo conocido como la Regla de San
Benito o como la Santa regla, cuya importancia está en que fue el principal
documento que le dio forma a todo el monaquismo occidental.
Resulta interesante notar que este personaje cuya importancia para la
historia de la iglesia occidental sería enorme pasó la vida prácticamente
desconocido. Puesto que se dedicó a la vida monástica y a ordenarla, no
participó en grandes controversias y tampoco produjo obras monumentales.
Lo que es más, si no fuera porque Gregorio el Grande le dedicó a la vida de
Benito una extensa porción de sus Diálogos, prácticamente no sabríamos
nada acerca de su vida.
Benito nació alrededor del año 480 y, por tanto, le tocó vivir en tiempos
caóticos en los que Italia se vio invadida por diversas tribus germánicas.
Benito no había nacido todavía cuando los hérulos, bajo el mando de
Odoacro, destituyeron al último emperador romano (año 476). El desorden
político y social fue el trasfondo en el cual Benito se formó y en el que
transcurrió buena parte de su vida. En medio de ese caos hubo un breve
período de tranquilidad y progreso cuando los ostrogodos, bajo el mando de
Teodorico, se propusieron restaurar el orden y recuperar las glorias de la
antigüedad. Fue durante ese breve tiempo —que perduró desde el año 492,
cuando Benito tenía solamente unos 12 años hasta la muerte de Teodorico
en 526— que Benito se formó, hizo sus primeros ensayos en la vida ascética
y creó sus primeras comunidades monásticas.
La obra restauradora de Teodorico apenas había comenzado cuando
Benito, quien todavía no tendría 20 años, fue a estudiar en Roma. Aunque la
antigua ciudad había perdido mucho de su esplendor, todavía era del centro
del mundo occidental, y quienes la visitaban cantaban sus maravillas. Pero
tras algún tiempo en esa ciudad, Benito decidió dedicarse a la vida ascética.
El proceso fue largo. Primero se dedicó a la vida solitaria, donde un
ascetismo extremo le llevó a acciones tales como la de revolcarse entre las
zarzas para ahogar los deseos de la carne. Allí su fama fue tal que muchos
venían a visitarle como maestro de la vida ascética. A la postre, se le invitó a
dejar su soledad para venir a ser el abad de un monasterio que existía en las
cercanías. Aquello fue un desastre. Los monjes le consideraban un tirano, y
hasta intentaron envenenarle. Por fin, Benito decidió regresar a su soledad.
Pero todavía allí le seguían buscando quienes procuraban sus
enseñanzas, y Benito se convenció de que era necesario organizar algún
tipo de monasterio. Para esta nueva organización se inspiró en lo que sabía
del monasterio fundado bastante antes en Egipto por Pacomio. Benito trató
de organizar a sus discípulos formando 12 monasterios, cada uno de ellos
con 12 monjes. Pero aquello también fracasó, en parte debido a la oposición
de las autoridades eclesiásticas que le veían con recelo.
Fue entonces que, con un pequeño grupo de sus seguidores más fieles,
Benito se asentó en Montecasino. Allí organizó a sus seguidores en una sola
comunidad compacta en la que todo era común: todos vivirían bajo un
mismo techo, siguiendo las mismas horas de oración, comiendo juntos y
durmiendo en un solo dormitorio común. Sobre todo, la propiedad debía ser
común, de modo que cada monje fuera pobre, pero no sufriera miseria.
A fin de asegurarse de todo esto, Benito compuso su famosa Regla, en
73 capítulos. Aunque es imposible determinar la fecha exacta en que
escribió dicho documento, todo parece indicar que sería alrededor del año
529 o 530. Teodorico había muerto poco antes, y el caos avanzaba una vez
más sobre Italia, donde el emperador bizantino Justiniano procuraba
restablecer la autoridad imperial. Todo aquello hizo de aquel primer
monasterio benedictino en Montecasino un remanso de paz y orden en
medio de la violencia y el caos. Pronto fueron surgiendo otros monasterios
que también seguían la Regla de San Benito.
Ese documento le daría forma a la vida monástica occidental en parte
porque unía lo que Benito había aprendido tanto a través de su experiencia
como gracias a sus estudios del monaquismo oriental con lo mejor de la
tradición romana, que subrayaba la necesidad de ley y de orden. En parte
debido a sus experiencias anteriores, Benito estaba convencido de que la
mejor vida monástica es vida en comunidad. Pero también estaba
convencido de que dentro de esa comunidad debía haber un orden
establecido que todos siguieran, y que se llevara la vida ascética con juicio y
moderación. Por ello, la Regla vino a ser una especie de constitución a la
que todos, incluso el abad, estaban sujetos y que al mismo tiempo proponía
moderación en la vida ascética. Esto lo expresa en el prólogo mismo de la
Regla: “Vamos, pues, a establecer una escuela del servicio divino, en cuya
institución no esperamos ordenar nada duro, nada penoso” (Regla prólogo,
45-46; BAC 115:301-03).
Uno de los principios fundamentales del monaquismo benedictino es la
estabilidad, es decir, que el verdadero monje no debe andar vagando de un
monasterio a otro según sus gustos o conveniencias. Benito no considera
que tales monjes “giróvagos” sean verdaderos monjes. Al principio mismo de
su Regla, donde distingue entre varias clases de monjes, llega a la última,
que le parece la más despreciable:
El cuarto género es el de los monjes que llaman giróvagos, que a lo largo de
su vida se hospedan tres o cuatro días por diversas regiones, en distintos
monasterios, siempre vagabundos y nunca estables, sirviendo a sus propias
voluntades y a los deleites de la gula... De la misérrima vida de todos los
cuales es mejor callar que hablar. (Regla 1.10-12; BAC 115:313)
Otro de los principios fundamentales de la Regla es la humildad, que se
combina con la obediencia que se le debe al abad. Al tratar sobre las
funciones y condiciones de este último, Benito dictamina:
No haya acepción de personas en el monasterio. No ame a uno más que a
otro, si no es al que hallare mejor en las buenas obras y en la obediencia. No
se anteponga el noble al que procede de condición servil, de no existir otra
causa razonable; mas, si dictándolo la justicia, así le pareciere al abad, lo
hará de cualquier rango que sea; de lo contrario, conserven sus propios
puestos, porque tanto el esclavo como el libre, todos somos uno en Cristo.
...Tenga, pues, igual caridad con todos, observando con todos la misma línea
de conducta, según los méritos. (Regla 2.16-22; BAC 115:325)
Por otra parte, la autoridad del abad ha de emplearse según la sabiduría
de la comunidad toda:
Siempre que hubieren de tratarse cosas de importancia en el monasterio,
convoque el abad a toda la comunidad y exponga él mismo de qué se trata. Y
oído el consejo de los monjes, examínelo consigo mismo y haga lo que
juzgue más útil. Y hemos dicho que sean todos llamados a consejo, porque a
menudo revela Dios a un joven lo que es mejor. (Regla 3.1-3; BAC 115:335)
Pero, aunque el abad ha de consultar a la comunidad en cuestiones
importantes, la humildad monástica requiere la obediencia, pues “el primer
grado de humildad es una obediencia sin demora” (Regla 5.1; BAC 115:339).
Aparentemente, el texto original terminaba con el capítulo 7 y, por tanto,
era relativamente breve. Pero poco después Benito se dedicó con más
detalle a describir y ordenar primero las prácticas de oración en común de
que los monjes han de participar, y luego el modo en que el monasterio ha
de ser organizado, cómo se distribuirán las responsabilidades y otras
actividades de los monjes.
En cuanto a la oración en común, cada día habrá ocho períodos
específicos dedicados a ella. Llamando al salmista “profeta”, y citando el
Salmo 119, Benito declara:
Como dice el profeta: Siete veces al día canté tus alabanzas. Cumpliremos
este sagrado número septenario, si llenamos todos los deberes de nuestra
servidumbre al tiempo de Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y
Completas, ya que de estas horas diurnas dijo el salmista: Siete veces al día
te alabé. Puesto que de las Vigilias nocturnas dice el mismo profeta: A media
noche me levantaba para alabarte. Por tanto, ofrezcamos en estas horas a
nuestro Creador nuestras alabanzas por los juicios de su justicia, esto es,
Laudes, Prima, Tercia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas, y levantémonos
de noche a confesar su nombre. (Regla 16; BAC 115:427-29)
En conjunto, todas estas obras son la “obra de Dios” u “oficio divino”:
opus Dei. Esta obra de Dios es la principal tarea de la comunidad monástica,
que ora no solamente por ella misma sino también por el resto de la
humanidad.
Pero la vida monástica no ha de limitarse a la oración y la devoción. Al
contrario, el principio que Benito propone es “ora y labora”: ora et labora.
Sobre la base de ese principio, Benito establece el horario que han de seguir
los monjes:
La ociosidad es enemiga del alma; por eso en determinados tiempos deben
los monjes ocuparse en el trabajo manual y a ciertas horas en la lección
divina.
Razón por la cual, juzgamos deber ordenar ambos tiempos con arreglo a
este plan: desde Pascua hasta el 14 de septiembre, por la mañana, saliendo
de Prima, trabajarán en lo que fuere necesario hasta cerca de la hora cuarta.
Mas desde la hora cuarta hasta la sexta aproximadamente, dediqúense a la
lectura. Después de sexta, en levantándose de la mesa, descansarán en sus
lechos con sumo silencio, y si quizás alguno quiere leer, lea para sí, de suerte
que no moleste a otro. Dígase la Nona más temprano, mediada la hora
octava, y vuelvan a trabajar hasta Vísperas en lo que fuere menester. Pero si
las condiciones del lugar o la pobreza exigiesen que se ocupen de recolectar
por sí mismos las mieses, no se contristen, pues entonces son
verdaderamente monjes cuando viven del trabajo de sus manos, como
nuestros padres y los apóstoles. Mas hágase todo con moderación en
atención a los débiles. (Regla 48.1-9; BAC 115:563-65)
La Regla de San Benito hizo un impacto enorme en la naciente
civilización occidental. Aunque se produjeron varias otras reglas monásticas,
a la postre la de Benito llegó a ser la más común, de la cual se deriva la
mayoría de las otras reglas monásticas. El movimiento se expandió por toda
Europa occidental, y los monasterios benedictinos dejaron su huella en toda
la sociedad. Esos monasterios eran prácticamente los únicos centros de
estudio y enseñanza. Servían también de hospedaje a los transeúntes, de
farmacia y centro de servicios médicos para los enfermos, y de lugar donde
los padres llevaban a los hijos para que obtuvieran cierta educación. En
buena parte de Europa, la población que vivía en torno a los monasterios
establecía su propio horario sobre la base de las horas de oración
benedictinas. En lugares remotos se establecieron monasterios que talaron
bosques, desecaron pantanos y establecieron mejores prácticas de
agricultura.
Todo esto no se veía todavía en tiempos de Benito, pues al principio los
monasterios benedictinos fueron pocos. Como hemos dicho, la obra de
Benito era apenas conocida. Fue a fines de ese siglo sexto, cuando Gregorio
el Grande vino a ocupar el papado, que el movimiento benedictino cobró
nuevos vuelos. El propio Gregorio había sido monje benedictino, y ahora
desde su sede episcopal propició el monaquismo benedictino, al que usó
como brazo en sus intereses misioneros y en sus esfuerzos por reorganizar
la vida de la iglesia.
Gregorio el Grande
Como hemos dicho anteriormente, por varios años la Regla benedictina
alcanzó una difusión limitada. Una de las personas que más contribuyó a
hacerla llegar a los rincones más apartados de Europa fue el papa Gregorio
el Grande. (Dos siglos más tarde, Carlomagno, en busca de uniformidad
política y religiosa dentro de los territorios que gobernaba, también
contribuiría a la expansión de la Regla benedictina, que vino a ser la que
seguían casi todos los monasterios).
Pero, a pesar de lo importante que es todo eso, no fue sino una parte
mínima del impacto de Gregorio sobre toda la iglesia occidental. Gregorio
nació en Roma alrededor del año 540 y, por lo tanto, poco después de que
Benito produjera su Regla. Su familia, profundamente cristiana, también
pertenecía a lo que quedaba de la antigua aristocracia romana. En su
juventud, vio los grandes desastres que acaecieron en Roma,
particularmente debidos a las invasiones germánicas, y luego a las guerras
entre los godos y los bizantinos, ambos invasores de Italia. A esto se
añadieron después las invasiones de los lombardos, más aguerridos que los
anteriores. En sus obras se refiere repetidamente a aquellas duras
experiencias, que continuaron a través de casi toda su vida. Famosas son
sus palabras, aparentemente dichas cuando todavía los lombardos no
habían causado sus estropicios:
Doquiera vemos llanto, doquiera oímos gemir, las ciudades destruidas,
deshechos los campamentos, los campos desiertos, desolada ha quedado la
tierra, no hay quien cultive los campos, apenas si ha quedado algún habitante
en las ciudades; y, sin embargo, esas pequeñas reliquias del género humano
a diario y sin cesar van siendo heridas. Y no tienen fin los azotes del cielo,
pero ni aun en medio de los azotes se corrigen las acciones culpables.
Vemos que unos son llevados cautivos, otros quedan mutilados y otros
muertos. ¿Qué es, pues, lo que en esta vida puede agradar, hermanos míos?
Viendo estamos cuál ha quedado Roma, la misma que en otro tiempo parecía
señora del mundo: quebrantada multiplicadas veces con inmensos dolores,
con la desolación de sus ciudadanos, con los ataques de sus enemigos y las
frecuentes ruinas. (Homilías sobre Ezequiel 2.6.22; BAC 170:468)
Tras recibir en Roma la educación más esmerada que era posible en
aquellos tiempos difíciles, y llevado posiblemente por las miserias y el caos
que veía en torno suyo, así como por sus propias tendencias ascéticas,
Gregorio se unió al monasterio de San Andrés, que seguía la Regla de San
Benito. Pero la paz del monasterio no era su destino. Llevaba cuatro años en
San Andrés cuando el papa Benedicto I le dio un cargo en el manejo de la
iglesia, y luego Pelagio II le hizo su nuncio ante la corte de Constantinopla.
Allí pasó seis años, hasta que se le permitió regresar a Roma y a San
Andrés, donde llegó a ser abad. Aquella estancia en Constantinopla le
permitió ver algo del funcionamiento del gobierno civil, y esto más tarde le
sería de gran ayuda, cuando las circunstancias le llevaron a ocuparse de
cuestiones normalmente reservadas para el gobierno. Pero poco después
del regreso de Gregorio el papa Pelagio murió, y Gregorio fue electo obispo
de Roma. A pesar de todos sus intentos de rechazar aquella
responsabilidad, vino a ocupar el trono pontificio en el año 590.
El modo en que Gregorio se desempeñó como Papa es la razón por la
que hoy se le conoce como Gregorio el Grande. Cuando amenazaban
nuevas invasiones, fue Gregorio quien dirigió las negociaciones para salvar
a Roma. Puesto que faltaba el trigo, Gregorio organizó un sistema para
traerlo de Sicilia. Bajo su dirección y la de quienes le seguían se
reconstruyeron los acueductos, se volvieron a desecar las tierras
pantanosas que habían quedado abandonadas, se estableció un sistema
mediante el cual la iglesia almacenaba alimentos y se los distribuía a los
pobres, y en términos generales Roma comenzó a renacer.
Pero la actividad de Gregorio no se limitó a la ciudad de Roma y sus
alrededores. De diversas maneras, Gregorio intervino en la vida de la iglesia
y de la sociedad civil no solo en Italia, sino también en África, Galia y hasta
Inglaterra, a donde envió como misionero al benedictino Agustín de
Canterbury. Repetidamente tuvo conflictos con las autoridades imperiales de
Constantinopla, y su impacto se hizo sentir hasta en Armenia.
Empero lo que aquí nos interesa es la obra de Gregorio como escritor. Su
primera obra que se conserva es su exposición sobre el libro de Job, en 35
libros, que empezó a escribir cuando era nuncio en Constantinopla y terminó
años después. En esa obra Gregorio sigue la antigua distinción entre tres
niveles de sentido en el texto bíblico: el literal, el alegórico y el moral. Por
eso, tras explicar el sentido histórico de cada pasaje, Gregorio interpreta
alegóricamente cada detalle del texto bíblico, pero luego se ocupa
especialmente de buscarles aplicación en la vida de los creyentes, y es
sobre ese sentido moral que cae el énfasis. Por esa razón la obra se conoce
comúnmente como Moralia o Morales. El comentario es tan extenso y
detallado que al terminar los 56 capítulos del primer libro Gregorio solamente
ha discutido los primeros cinco versículos de Job. Por otra parte, las
aplicaciones morales que Gregorio les da a los pasajes que estudia indican
claramente que la obra toda iba dirigida especialmente a las comunidades
monásticas. Este comentario sobre Job, con sus aplicaciones morales, vino
a ser una de las principales fuentes de las discusiones éticas durante los
primeros siglos de la Edad Media.
Mucha mayor influencia tuvo su escrito más breve, Regla pastoral. El
libro se presenta como una respuesta al obispo de Rávena y amigo de
Gregorio, Juan, quien le había criticado por no estar dispuesto a aceptar el
episcopado de Roma de buen grado. Gregorio le escribe entonces para
hacerle ver la seriedad que tienen las responsabilidades pastorales. La obra
se divide en cuatro partes. La primera y la segunda, que tratan en general
sobre las responsabilidades de un pastor y sobre las características y
actitudes necesarias para poder cumplir con esas responsabilidades,
constan de 11 capítulos cada una. La última parte, la cuarta, es un brevísimo
capítulo en el que vuelve sobre ese tema. Pero la parte más extensa de la
obra, la tercera parte, con 40 capítulos, trata detalladamente del modo en
que el pastor se debe acercar a diversas situaciones y condiciones.
En el primer capítulo de toda la obra, Gregorio plantea la necesidad de
que quien se dedica al ministerio pastoral siga un proceso de aprendizaje y
formación:
Sabido es que no hay arte alguno que pueda ser enseñado sin antes haberle
aprendido tras diligente reflexión. Por tanto, con gran temeridad toman los
doctos el magisterio pastoral, siendo, como es, el régimen de las almas, el
arte de las artes; porque ¿quién no sabe que las enfermedades del alma
están más encubiertas que las enfermedades de las entrañas? Y, no
obstante, con frecuencia los que jamás han conocido las reglas del espíritu no
temen profesar de médicos del corazón, cuando los que desconocen la virtud
curativa de las plantas se avergüenzan de ser tenidos por médicos del
cuerpo. (Regla pastoral 1.1.3; BAC 170:108)
Al mismo tiempo, no basta con el estudio, pues hay que vivir según los
resultados de ese estudio y enseñando mediante el ejemplo:
Hay también algunos que con hábil cuidado estudian las reglas del espíritu,
pero conculcan con su vida lo que penetran con la inteligencia: enseñan de
corrida lo que aprendieron, no en la práctica, sino en el estudio; y, claro, lo
que predican con la palabra lo contradicen con las costumbres; de donde
resulta que, marchando el pastor por los despeñaderos, la grey sigue al
precipicio. (Regla pastoral 1.2.4; BAC 170:109)
Pero lo que hizo de este libro lectura obligada durante toda la Edad
Media para quien quisiera ser fiel pastor es su tercera parte, cuyo tema es
“de qué modo debe adoctrinar y amonestar a los súbditos el prelado que
vive bien”. El tenor de toda esta larga sección es que el pastor debe discernir
la condición y necesidades de cada persona antes de decidir cómo se le ha
de tratar. Al principio de esta sección del libro, Gregorio hace una lista de los
principales temas que ha de discutir. Lo que se nota en esa lista es
precisamente la necesidad de tener en cuenta la condición de cada persona
a quien se busca pastorear. Para ver esto, basta con citar el principio de su
larga lista:
1) Porque de un modo se debe exhortar a los hombres y de otro a las
mujeres
2) De un modo a los jóvenes y de otro los ancianos
3) De un modo a los pobres y de otro a los ricos
4) De un modo a los alegres y de otro a los tristes
5) De un modo a los súbditos y de otro a los prelados
6) De un modo a los criados y de otro a los amos
7) De un modo a los sabios y de otro a los rudos
8) De un modo a los descarados y de otro a los ruborosos.
(Regla pastoral 3.1; BAC 170:148-49)
La lista continúa, hasta llegar al número 36. Lo que hemos citado basta
para mostrar el énfasis de Gregorio en la necesidad de tratar a cada persona
según su carácter y sus circunstancias. El impacto de este sencillo libro en la
Edad Media fue enorme. Circulaban también otros libros acerca de las
labores pastorales, como el de Ambrosio sobre los deberes del clero y varios
de Agustín sobre temas semejantes. Pero por su misma sencillez el de
Gregorio fue el que muchos utilizaron como guía para sus labores
pastorales.
La más leída de las obras de Gregorio son sus Cuatro libros de diálogos.
Se presenta en forma de una serie de conversaciones con un diácono de
nombre Pedro, quien expresa dudas acerca de los milagros y santos de
Italia. Gregorio procede entonces a contarle la vida y los milagros de tales
santos. Es una obra llena de portentos y hechos milagrosos, algunos de
ellos difíciles de creer y hasta risibles, pero que da testimonio de las
creencias que circulaban en tiempos de Gregorio. De importancia particular
fue el segundo libro de los Diálogos, que Gregorio le dedica a Benito. Ese
libro, que frecuentemente circuló como una pieza independiente en círculos
monásticos, contribuyó enormemente al prestigio de San Benito y a la
difusión de su Regla.
También se conservan de Gregorio dos colecciones de sermones. Una
de ellas, que consta de 22 sermones divididos en dos libros, trata sobre el
libro de Ezequiel. Su método de interpretación es paralelo al que ya le vimos
emplear en sus comentarios sobre el libro de Job. Al tiempo que Gregorio
busca explicar el sentido literal del texto, lo que más le interesa es lo que él
llama su sentido “místico”, o alegórico. La otra colección de sermones, sobre
los Evangelios, consta también de dos libros, e incluye 40 sermones. Desde
joven, Gregorio había sufrido de alguna dolencia que según él entendía era
un problema estomacal. En todo caso, esa dolencia frecuentemente le
impedía predicar y, por lo tanto, las primeras 20 de estas homilías sobre los
Evangelios fueron escritas por él, pero pronunciadas ante la congregación
por otra persona.
Gregorio expone su pensamiento acerca de la relación entre las
Escrituras y su interpretación en la predicación al principio de la última de
estas homilías, que trata sobre la parábola del rico y Lázaro:
En las palabras de la Sagrada Escritura debe, ante todo, hermanos carísimos,
mantenerse la verdad histórica, y después debe averiguarse el sentido
espiritual mediante la inteligencia de la alegoría; pues fácilmente se
comprende el sentido de la alegoría cuando se apoya en la raíz de la verdad
histórica.
Mas, como a veces la alegoría edifica la fe, y la historia la moralidad,
nosotros, que, gracias a Dios, hablamos a los que ya son fieles, creemos no
estar fuera de lugar el que hablemos alterando aquel orden, y, supuesto que
ya tenéis la fe verdadera, debéis primero oír brevemente algo referente a la
alegoría y reservar para el fin de nuestra exposición lo que en el sentido moral
de la historia os es muy necesario conocer, ya que, por lo regular, suele
recordarse mejor lo último que se ha oído.
Tratemos, pues, brevemente el sentido alegórico para que podamos llegar
más pronto a lo espacioso del sentido moral. (Homilías sobre los Evangelios
2.20.1; BAC 170:769)
El epistolario de Gregorio incluye unas 850 cartas. Este es un número
aproximado, pues la colección incluye un total de 859, pero hay eruditos que
expresan dudas acerca de la paternidad de algunas de ellas.
Desafortunadamente, entre aquellas cuya paternidad se discute se
encuentra la interesantísima y frecuentemente citada correspondencia entre
Gregorio y Agustín de Cantorbery. Todas las cartas de Gregorio que se
conservan datan del tiempo en que fue Papa; es decir, a partir del año 590.
Con algunas excepciones, tratan acerca de cuestiones administrativas a que
se enfrentaba Gregorio y, por tanto, son una valiosísima fuente de
información para los historiadores que tratan de reconstruir los
acontecimientos y la vida y organización de la iglesia en aquellos tiempos.
Pero la importancia de Gregorio como puente entre la antigüedad y la
Edad Media va mucho más lejos. No fue solamente él quien le dio al papado
el poder civil que por largo tiempo tuvo, y quien difundió el monaquismo
benedictino, sino que también fue a través de sus escritos que la Edad
Media interpretó a Agustín, de tal modo que el agustinianismo medieval tiene
tanto de Gregorio como de Agustín.
Isidoro de Sevilla
El tercero de los autores que hemos de discutir en este capítulo —no
como si constituyeran una lista completa, sino más bien como ejemplos del
puente entre la antigüedad y el Medioevo— es Isidoro de Sevilla. No se sabe
a ciencia cierta dónde ni cuándo nació Isidoro, aunque lo más probable es
que haya sido en Sevilla o sus cercanías alrededor del año 560.
Aparentemente pertenecía a la población hispanorromana que subsistía
todavía en medio de las invasiones germánicas y que después de esas
invasiones proveyó los recursos administrativos e intelectuales para la
asimilación de los invasores a lo que quedaba de la antigua civilización
romana. Isidoro era todavía muy joven cuando murieron sus padres. Tenía al
menos tres hermanos mayores, Leandro, Fulgencio y Florentina. El primero
fue obispo de Sevilla; el segundo, de Ecija; y la tercera, virgen consagrada a
la vida monástica. Aparentemente Isidoro era bastante más joven que los
demás, pues en una instrucción sobre la vida monástica que Leandro le
escribe a Florentina, y que se conoce como la Regla de San Leandro, le
dice:
No te olvides del hermano menor Isidoro, que nos encomendaron nuestros
padres a los tres hermanos supervivientes bajo la protección divina cuando,
contentos y sin preocupación por su niñez, pasaron al Señor. Y, puesto que
lo amo como hijo, y prefiero su cariño a todas las cosas temporales, y
descanso reclinado en su amor, ámalo con tanto más cariño y ruega por él
tanto más cuando más tierno era el amor que le tenían los padres. (Regla de
San Leandro 31; BAC 321:75-76)
Aparentemente Isidoro fue a vivir con Leandro al quedar huérfano. Su
hermano mayor se ocupó de su educación y le instruyó en las cuestiones de
la fe, de tal modo que cuando Leandro murió Isidoro le sucedió como obispo
de Sevilla. Sería poco después del año 600 y, por lo tanto, hacia el final del
pontificado de Gregorio el Grande.
Isidoro fue un autor prolífico particularmente interesado en el uso y
significado de las palabras y en su relación con los conocimientos de la
antigüedad. Entre sus obras hay una en dos libros que aparentemente
Isidoro concibió como dos escritos separados pero complementarios. El
primero, De la diferencia de las palabras, se inspira en algunas de las obras
de los más famosos gramáticos de la Roma clásica para discutir una serie
de sinónimos que frecuentemente se emplean de manera intercambiable,
pero que en realidad no significan exactamente lo mismo. El segundo, De la
diferencia de las cosas, no trata en realidad sobre las cosas físicas, sino
más bien sobre los conceptos y la manera en que se relacionan unos con
otros. Otra obra, aparentemente posterior, Los sinónimos, es diferente de las
anteriormente citadas, pues más bien que una discusión acerca de las
semejanzas y diferencias entre los sinónimos es una especie de soliloquio
de tono penitencial en el Isidoro emplea cadenas de sinónimos para decir lo
mismo, aunque con énfasis diferentes. Un ejemplo frecuentemente citado es
el siguiente:
En estrechez se encuentra mi alma; mi espíritu se agita, fluctúa mi corazón y
la poquedad de mi ánimo se apodera de mí. Mi pusilanimidad me aflige; me
encuentro rodeado por todos los males, circundado de tristezas, envuelto por
la adversidad, asediado de miserias, abrumado de infelicidad, oprimido de
escaseces, y no hallo en parte alguna refugio para tanto mal, ni atino con la
razón de tanto dolor, ni veo señales de que tanta calamidad sea acabada, ni
indicios de que sea dominado el dolor, ni traza de huir de mi perdición, sino
que en todas partes, en casa y fuera de ella, me persigue mi infelicidad y mi
calamidad no me abandona. (Sinónimos 1;
www.apostoladomariano.com/pdf/849.pdf).
Isidoro escribió también varias obras en que se ocupa particularmente de
los estudios bíblicos. Aparentemente su primera obra en esa dirección fue
Los proemios, que es mayormente una serie de breves introducciones a
cada uno de los libros de la Biblia, además de una introducción general al
canon. Su interés en clasificarlo y ordenarlo todo se manifiesta también en el
escrito De las personas en la Biblia, inspirado en autores anteriores, y que
según algunos eruditos no es obra de Isidoro. Es una introducción de
carácter relativamente popular a los principales personajes de la Biblia. Y
ese mismo interés en ordenar las ideas se encuentra en su Libro de los
números, que se dedica a explorar el significado de cada número en el texto
bíblico. Así, por ejemplo, dedica largas secciones a discutir el significado del
número 7, o del 5, y sus múltiplos, citando pasaje tras pasaje en el que se
utilizan esos números. Las Alegorías son otra colección de estudios sobre
nombres en la Biblia mostrando su significado alegórico. Las Cuestiones son
mayormente una serie de comentarios alegóricos al Antiguo Testamento
También en el campo de la historia Isidoro se propuso hacer llegar a sus
contemporáneos los conocimientos de la antigüedad, y hacerlo de un modo
ordenado. Su obra más completa en este campo es una Crónica de toda la
historia del mundo desde sus orígenes hasta el año 615, cuando
aparentemente Isidoro la escribió. Siguiendo los ejemplos de Jerónimo y de
Genadio, escribió también De los varones ilustres. Aparentemente para
reclamar su hispanidad frente a las pretensiones bizantinas escribió una Loa
de Hispania, a la que siguieron historias de los godos, los vándalos y los
suevos. Y también entre sus obras históricas pueden incluirse De los herejes
y Del origen de los oficios eclesiásticos, que traspasa los límites de su título
para incluir la historia del culto.
Por otra parte, Isidoro también estaba interesado en el funcionamiento
del mundo y en los fenómenos naturales, y trató sobre ese tema en el
tratado Del universo, escrito a petición del rey godo Sisebuto. El propósito de
esta obra era a la vez explicar los fenómenos naturales y rechazar las
muchas supersticiones que existían en torno a ellos. Allí trata sobre temas
tales como los vientos, los terremotos, los movimientos de los astros y los
eclipses. Frecuentemente, tras dar la explicación del origen de cualquiera de
estos fenómenos, pasa a hacer una interpretación alegórica de su
importancia para la fe y la vida cristiana.
Sin embargo, todo esto —y varias otras obras que ni siquiera hemos
mencionado— parece haber sido mera preparación para la obra magna de
Isidoro, las Etimologías. Aunque hay amplia evidencia de que sus otros
escritos fueron leídos durante el Medioevo, no cabe duda de que fue a
través de las Etimologías que la Edad Media tuvo acceso a buena parte de
los conocimientos de la antigüedad, particularmente en lo que se refiere al
orden del universo.
El título de esta obra puede despistarnos, pues no se trata en realidad de
una serie de etimologías, sino de toda una enciclopedia de los
conocimientos de la antigüedad que al mismo tiempo trata de relacionar
esos conocimientos con la lengua latina y con el origen de los nombres.
Luego, no es una especie de diccionario etimológico donde se explique al
origen de cada palabra —aunque sí hay una larga sección dedicada a tales
orígenes—, sino más bien una enciclopedia en la que, al mismo tiempo que
se discuten los diversos fenómenos y realidades, se explica por qué se les
llama por cierto nombre.
Para mostrar el carácter enciclopédico de la obra, basta con hacer una
lista de los títulos de los 20 libros de que se compone:
1. Acerca de la gramática
2. Acerca de la retórica y la dialéctica
3. Acerca de la matemática
4. Acerca de la medicina
5. Acerca de las leyes y los tiempos
6. De los libros y oficios eclesiásticos
7. Acerca de Dios, los ángeles y los fieles
8. Acerca de la iglesia y las sectas
9. Acerca de las lenguas, pueblos, reinos, milicias, ciudades y
parentescos
10. Acerca de las palabras
11. Acerca del hombre y los seres prodigiosos
12. Acerca de los animales
13. Acerca del mundo y sus partes
14. Acerca de la tierra y sus partes
15. Acerca de los edificios y los campos
16. Acerca de las piedras y los metales
17. Acerca de la agricultura
18. Acerca de la guerra y los juegos
19. Acerca de las naves, edificios y vestidos
20. Acerca de las provisiones y de los utensilios domésticos y
rústicos
Cada uno de esos libros incluye una enorme variedad de temas. Por
ejemplo, el libro cinco, De las leyes y los tiempos, tras 23 capítulos sobre las
leyes incluye otros 48 sobre astronomía. Allí se discute el nombre mismo de
la ciencia, la historia de sus principales maestros, y cómo se diferencia de la
astrología, para pasar entonces a una detallada discusión acerca de los
cuerpos celestes, de los movimientos del sol, de la luna y de los planetas, y
mucho más. En esos capítulos se encuentra lo mejor del conocimiento de la
época. Por ejemplo, en el capítulo 56, “Sobre el curso de la luna”, dice:
La luna sigue la duración de sus meses de acuerdo con las veces que pierde
y recupera su luz. El curso de la luna es oblicuo y no recto, como es el del sol,
precisamente para evitar que coincida con la parte central de la tierra y se
produzcan demasiado frecuentemente los eclipses. Su órbita está cercana a
la de la tierra. Cuando está en creciente, mira hacia oriente con sus cuernos;
en cambio, apunta hacia occidente cuando es menguante: y con toda razón,
puesto que camina hacia su ocaso y va a perder su luz. (Etimologías 3.56;
BAC 473:469)
Estos tres autores, Benito de Nursia, Gregorio el Grande e Isidoro de
Sevilla, ilustran los tres principales modos en que el Medioevo recibió y
adaptó el legado de tiempos anteriores. En primer lugar, Benito nos recuerda
que los monasterios fueron el centro en que se conservaron los
conocimientos de la antigüedad, incluso casi todos los escritos que hemos
discutido en el presente volumen. En segundo lugar, Gregorio ejemplifica el
enorme lugar que la iglesia tendría en ese proceso no solo de conservar los
escritos de la antigüedad y de adaptarlos a nuevas condiciones, sino
también de restaurar cierta medida de orden dentro del cual esos escritos se
conservarían y estudiarían. Por último, Isidoro muestra y abre el camino para
una concepción del conocimiento que consistía mayormente en repetir y
examinar lo que otros habían dicho. Por eso, al llegar a estos tres
personajes, hemos dejado el período que nos habíamos propuesto estudiar
para ir entrando al Medioevo.
CAPÍTULO 33
La literatura cristiana
en el oriente
También en el oriente el siglo sexto mareó la transición de los tiempos
antiguos a una nueva era. Los cambios fueron diferentes de los que tuvieron
lugar en el occidente, pues el imperio bizantino continuaría existiendo por
siglos. Además, al tiempo que en el occidente la iglesia se unificaba y
centralizaba bajo la dirección de personajes tales como Gregorio el Grande,
en el oriente las divisiones se hicieron cada vez más frecuentes. Las
controversias cristológicas, unidas a un sentimiento de resistencia frente a la
autoridad bizantina, llevaron a la formación de nuevas iglesias que subsisten
hasta el día de hoy. Y, mientras en el occidente los invasores germánicos
acabaron por asimilarse a la cultura conquistada y adoptaron su religión, en
el oriente los invasores árabes conservaron su propia religión y lograron
imponerla en la mayoría de las tierras conquistadas. En varias de esas
tierras, las antiguas iglesias cristianas vinieron a ser ahora una pequeña
minoría dentro de una población casi totalmente musulmana.
Por otra parte, las primeras décadas del siglo sexto parecían ser un
tiempo de vitalidad y renacimiento dentro del imperio bizantino. En el año
527 Justiniano vino a ocupar el trono imperial y comenzó todo un programa
de expansión y centralización. Esa expansión le llevó a reconquistar el norte
de África, hasta entonces ocupado por los vándalos, y a intervenir
repetidamente en los asuntos de Italia y otras regiones del occidente. El
programa de centralización incluía, siguiendo la política de muchos otros
emperadores de la época, lograr la reunificación de una iglesia dividida por
las controversias cristológicas. Pero la expansión fue efímera, pues en el
siglo siguiente los árabes conquistaron no solamente el norte de África, sino
también buena parte de los territorios del imperio bizantino en Asia. Esas
invasiones también limitaron el proceso de centralización impulsado antes
por Justiniano. Ahora en las tierras conquistadas por los árabes surgieron
iglesias completamente independientes de Constantinopla y frecuentemente
en oposición a ella.
En todo caso, el reinado de Justiniano marca un hito en la historia del
oriente de habla griega. En 529, dos años después de subir al trono y el
mismo año en que Benito se asentó en Montecasino, Justiniano hizo
clausurar la antigua Academia de Atenas. Aunque esto era un gesto más
bien simbólico, pues ya esa institución no tenía el auge de antes, era señal
de que la antigüedad pasaba y una nueva era comenzaba. Ese mismo año
Justiniano convocó a un equipo de expertos en jurisprudencia y les dio orden
de codificar y unificar las leyes romanas. El documento resultante, conocido
como el Corpus juris civilis, es una de las mejores fuentes que tenemos hoy
para estudiar el antiguo derecho romano. El hecho de que estaba en latín
señala que Justiniano —cuyo nombre también era de origen latino— todavía
pensaba en términos de un imperio unificado y continuador de las antiguas
glorias de Roma. Pero la historia misma de ese documento muestra que los
tiempos iban cambiando. Aunque el Corpus juris civilis pretendía ser un
sistema legal completo, y prohibía que se crearan nuevas leyes, el propio
Justiniano se vio obligado a decretar leyes nuevas. El conjunto de esas
leyes, conocido como las Novellas, fue incorporado al Corpus juris civilis.
Pero lo notable es que, mientras el Corpus juris civilis estaba escrito en latín,
las nuevas leyes de Justiniano fueron decretadas en griego. Justiniano
podría soñar con la restauración del viejo imperio romano, pero la realidad
llevaba en otra dirección.
Al igual que en el capítulo anterior, en el que discutimos algo de la
literatura latina del siglo sexto, en el presente capítulo, en lugar de tratar
acerca de todos los escritores orientales de ese mismo siglo, nos
referiremos a tres de ellos que nos sirven para ilustrar algo del puente que
se tendió entre la literatura y teología de los siglos anteriores y las del
Medioevo. Estos tres son Leoncio de Bizancio, el falso Dionisio el Areopagita
y Juan de Damasco.
Leoncio de Bizancio
Como frecuentemente sucede, es imposible fijar la fecha del nacimiento
de Leoncio, que parece haber tenido lugar en Constantinopla alrededor del
año 475. Sabemos que en el año 519, cuando las controversias cristológicas
y las intervenciones imperiales tendían a crear un cisma entre la iglesia
oriental y la occidental, Leoncio fue a Roma para promover una actitud
conciliatoria. Al año siguiente se estableció en un monasterio cerca de
Jerusalén donde pasó buena parte de su vida, viajando repetidamente a
Constantinopla, donde murió alrededor del año 543.
Leoncio fue probablemente el filósofo bizantino más distinguido del siglo
sexto. Aunque influido por Orígenes y sus tendencias platónicas, su filosofía
era mayormente aristotélica, particularmente en lo que se refiere a la teoría
del conocimiento, como se ve en las siguientes líneas:
La simple percepción de los objetos como un todo nos da una idea general e
imprecisa. Pero mediante el pensamiento dividimos entre los objetos y de ese
modo alcanzamos un conocimiento claro de lo que constituye esos objetos.
(Contra los nestorianos y los eutiquianos 1; PG 86:1296)
Pero a pesar de su interés filosófico la obra literaria de Leoncio está
dominada por las controversias cristológicas. Atraído originalmente por la
cristología antioqueña que hemos llamado “divisiva”, a la postre se dedicó a
defender lo hecho en el Concilio de Calcedonia. Esto se ve en el título
mismo de una de sus principales obras, ya citada: Contra los nestorianos y
los eutiquianos. En ese escrito, así como el resto de su obra, su interés es
cristológico, pues escribe en medio de un ambiente en el que dominaban las
controversias que llevaron al Concilio de Calcedonia, y las que después
surgieron de él. Esto a su vez lleva a un estilo abstracto que frecuentemente
es difícil de seguir. Como ejemplo, podemos citar unas palabras que
aparecen casi al principio de la obra:
[En la persona de Cristo] las propiedades de cada sustancia se le aplican por
igual al todo, y lo que pertenece al todo también es común a cada una de las
dos sustancias, puesto que el todo está en cada una de ellas. Porque no
habría intercambio de predicados [la commuicatio idiomatum] si no
permaneciera intacto el carácter peculiar de cada una de las dos, aun en
medio de la unión. Esa es la unión de que hablamos, que es más unitiva que
la que completamente divide, pero también más rica de la que confunde [las
dos naturalezas], de tal modo que las dos naturalezas no vienen a ser una
sola en virtud de la unión. (Tres libros contra los nestorianos y los eutiquianos
1; PG 86:1304)
Aparentemente algún tiempo después, en vista de la oposición del
monofisita Severo de Antioquía, Leoncio público también una Solución de
los argumentos de Severo y Treinta capítulos contra Severo. También se le
atribuyen varias otras obras de dudosa autoría.
La razón para detenernos a discutir, siquiera brevemente, la obra de
Leoncio es que en ella vemos varias de las características de la literatura del
oriente cristiano de aquellos días. Es una literatura dominada por las
controversias cristológicas, e inclinada cada vez más a las distinciones
sutiles. Es también una literatura que bebe tanto del pozo de Platón como
del de Aristóteles. En todo esto, la obra de Leoncio es señal y precursora de
buena parte de la literatura teológica bizantina durante el medioevo.
Dionisio el Areopagita
Aproximadamente por la misma fecha en que Leoncio escribió sus
tratados teológicos y Justiniano se dedicó a compilar el antiguo derecho
romano, un autor desconocido escribió una serie de obras en las que
pretendía ser el Dionisio que según el libro de Hechos se convirtió en Atenas
tras el discurso de Pablo en el Areópago. Aunque hoy todos concuerdan en
que estos escritos no son de aquel Dionisio, sino de alguien que en el siglo
sexto se hizo pasar por él, poco después de publicadas estas obras
comenzaron a circular ampliamente. Puesto que pretendían ser de un
discípulo de Pablo, pronto se les dio una autoridad casi apostólica.
Nada se sabe de este falso Dionisio sino lo poco que se descubre a
través de sus cinco obras genuinas. Los eruditos concuerdan en que parece
haber escrito a principios del siglo sexto, y era buen conocedor de la
tradición platónica. Pero más allá de eso no se puede decir gran cosa. Las
cinco obras que de él se conservan son La jerarquía celeste, La jerarquía
eclesiástica, De los nombres divinos, Teología mística y una colección de
diez epístolas.
En esas obras se propone un misticismo fundamentado en la estructura
jerárquica del universo, e inspirado en la concepción neoplatónica de un ser
del cual se derivan todos los demás, formando así una jerarquía que
desciende según cada nivel se va apartando del Uno primigenio. Tras
señalar que es imposible ver a Dios directamente, Dionisio presenta su
visión de la realidad toda como una serie de jerarquías por las que el alma
asciende para llegar a Dios. Así dice:
Por eso Dios, principio de perfección de toda institución sagrada,
considerando dignas de imitar de forma maravillosa las jerarquías celestes,
nos ha otorgado nuestra sagrada jerarquía y las llamadas jerarquías
inmateriales revestidas de múltiples figuras y formas materiales para que,
partiendo de estos signos sagrados, en conformidad con nuestra propia
manera de ser, nos elevemos a las realidades espirituales semejantes,
simples e informes. Porque nuestro entendimiento no puede ser elevado a la
imitación y contemplación inmaterial de las jerarquías celestes si no es
ayudado por los medios materiales, según requiere su naturaleza,
considerando las hermosas imágenes que vemos como signo de misterios
sublimes, los buenos olores que percibimos como signos de la comunicación
intelectual, las luces materiales como signo de la copiosa efusión de luz
inmaterial, las distintas disciplinas sagradas corresponden a la plena
capacidad contemplativa del entendimiento, los órdenes de los grados de
aquí abajo corresponden al estado perfecto y acorde con lo divino, la
recepción de la sagrada Eucaristía es signo de la participación con Jesús, y
todo lo demás, que a nosotros se nos concede de manera simbólica pero a
los seres del cielo se les da de forma trascendente. (De la jerarquía celestial
1.3; BAC, Obras completas de Pseudo Dionisio el Areopagita, p. 105)
En esta y en sus demás obras, el pretendido Dionisio dibuja toda una
jerarquía universal en la que, como reflejo de la Trinidad, cada elemento
tiene tres niveles. En el cielo, los seres angélicos se dividen en tres
jerarquías, cada una con tres niveles. La primera de ellas incluye los
serafines, querubines y tronos. La segunda, los dominios, virtudes y
potestades. La tercera, los principados, arcángeles y ángeles. En la tierra, la
iglesia se divide en dos jerarquías, también cada una de ellas con tres
niveles. Primero está la jerarquía sacerdotal, que incluye obispos,
sacerdotes y diáconos. Luego vienen los fieles, que también se dividen en
tres niveles, pues primero vienen los monjes, luego los cristianos fieles que
participan de la comunión, y por último aquellos que no pueden participar de
ella, que también se distinguen en tres niveles: los catecúmenos, los
energúmenos y los penitentes.
Sobre esa base Dionisio propone un ascenso místico mediante la
contemplación de cada uno de esos niveles en un proceso ascendente.
También en ese proceso hay tres etapas que él llama “vías”: Primero es
necesario que el alma se deshaga de sus impurezas mediante la vía
“purgativa”. Una vez purificada, el alma puede seguir la vía iluminativa, en la
que recibe la luz divina. Por último, en un éxtasis, el alma se une a Dios, y
esto es lo que Dionisio llama la vía unitiva. Lo que entonces permite llamar
“cristiano” a este tipo de misticismo, muy semejante al del neoplatonismo
tardío, es esencialmente el hecho de que en cada una de esas etapas el
alma es guiada por Cristo, el Verbo de Dios.
Debido a la autoridad subapostólica que se le daba, el impacto de este
falso Dionisio fue enorme. Poco después de publicadas, sus obras fueron
traducidas al siríaco, luego al armenio y por fin, en el siglo noveno, al latín.
Como resultado, tanto en la iglesia occidental como en la oriental se difundió
el misticismo unitivo que Dionisio proponía.
Este autor es importante para nuestra historia, en primer lugar, porque
dejó un sello indeleble en toda la literatura teológica medieval; pero también
porque señala hasta qué punto se había llegado a unir y hasta confundir la
filosofía clásica con la fe cristiana. Finalmente, porque es un ejemplo más
del modo en que la Edad Media interpretó los primeros siglos del
cristianismo a través de los ojos de personajes que fueron puentes tales
como Agustín, Gregorio el Grande e Isidoro de Sevilla.
Juan de Damasco
Juan de Damasco, a quien la cristiandad oriental considera el último de
los “padres de la iglesia”, es bastante posterior a los otros autores que
hemos discutido en el presente capítulo. Todas las biografías que existen de
él son relativamente tardías y, por tanto, no completamente confiables,
particularmente en lo que se refiere a su juventud. Sí sabemos que nació
hacia fines del siglo séptimo en la ciudad de Damasco, que medio siglo
antes había sido conquistada por los árabes. El nombre árabe de su familia
era “Mansur”, y aparentemente el abuelo de Juan, conocido por los árabes
como “Mansur ibn Sarjun”, había sido un funcionario bajo el emperador
Heraclio, fue parte importante de las negociaciones para la capitulación de
Damasco, y luego siguió sirviendo al Califa. Esto ha llevado a algunos a
sugerir que Juan pertenecía a una familia cristiana de origen árabe o sirio.
Pero es imposible probarlo. Sí sabemos que Juan nació y se formó en una
familia cristiana, y que su padre —como su abuelo y quizá él mismo— fue
funcionario en la corte del Califa.
También sabemos que a principios del siglo octavo —quizá en 706—
Juan entró al monasterio de Mar Saba —San Sabas—, cerca de Jerusalén,
donde transcurrió buena parte de su vida. Unos años después, el emperador
León III, con el primero de una serie de edictos contra las imágenes, hizo
estallar la controversia iconoclasta. Juan participó activamente en ella, en
defensa de las imágenes, y fue por esto que después de su muerte, en el
Segundo Concilio de Nicea —frecuentemente llamado Séptimo Concilio
Ecuménico— se le dio una estatura semejante a la de los más venerados
“padres de la iglesia”.
La obra literaria de Juan de Damasco fue extensa. Además, debido a su
fama, se le atribuyeron obras de otros autores. De ellas posiblemente la más
conocida sea el Diálogo entre un cristiano y un sarraceno, que es de
especial interés porque nos ayuda a ver algo de las relaciones entre
cristianos y musulmanes en el califato de Damasco, pero que no parece ser
producto de la pluma del Damasceno.
En el campo de los estudios bíblicos, Juan nos ha dejado solamente un
comentario sobre las epístolas de Pablo, que es en realidad una compilación
de lo que habían dicho autores anteriores.
Además, al igual que la mayoría de los teólogos de aquellos tiempos, el
Damasceno escribió al menos tres obras dedicadas exclusivamente a la
cristología. Contra la cristología “divisiva” extrema, por entonces conocida
como “nestorianismo”, escribió dos libros Contra los nestorianos. Y contra el
otro extremo escribió Contra los jacobitas y De las dos voluntades y de las
operaciones en Cristo. Esta última obra iba dirigida contra la forma que la
teología unitiva había tomado en su tiempo, y que recibe el nombre de
“monotelismo”.
Como guías para la vida monástica escribió Los ayunos sagrados, Los
ocho espíritus del mal y Las virtudes y los vicios. De su labor homilética se
conserva una docena de sermones entre los cuales se destaca uno
relacionado con la Navidad. Además, escribió buen número de himnos que
todavía forman parte de la liturgia de la iglesia griega y algunos de los cuales
se cantan en otros idiomas. En castellano, tenemos el himno Glorioso día de
la resurrección:
En el glorioso día de la resurrección
celebra el mundo entero la Pascua del Señor.
De muerte a vida eterna, de oscuridad a luz,
con himnos de victoria, condúcenos, Jesús.
(trad. Federico Pagura, Cántico nuevo, 134)
Pero la importancia de Juan de Damasco para la historia de la literatura y
teología cristianas se encuentra por una parte en sus tres Discursos contra
los que rechazan las sagradas imágenes, y por otra en su magna obra La
fuente del conocimiento.
Ya en el primero de los tres discursos en defensa de las imágenes vemos
el meollo del argumento del Damasceno. Allí dice que el mandamiento
contra las imágenes que aparece en el Decálogo fue dado en parte por la
tendencia de los judíos a la idolatría, pero también porque en aquel tiempo
no había imagen adecuada con la cual representar a Dios. Pero esto cambia
radicalmente en vista de la encarnación de Dios en Jesucristo:
Antiguamente era imposible representar a Dios, quien no tiene forma ni
cuerpo. Pero ahora que Dios ha sido visto en la carne y relacionándose con
los humanos, hago una imagen de este Dios a quien veo. No adoro la
materia, sino al creador de la materia que por mi bien se hizo él mismo
materia, quien estuvo dispuesto a residir en la materia, quien a través de la
materia ha alcanzado mi salvación. Jamás dejaré de honrar esta materia que
produjo mi salvación. La honro, pero no como si fuera Dios. ...Por esa razón
me acerco a toda otra materia reverentemente, porque Dios la ha llenado con
su poder y su gracia. A través de la materia me vino la salvación. (Discursos
contra los que rechazan... 1.16; PG 94:1245)
Los otros dos de esta serie de tres discursos reiteran el mismo
argumento, aunque a veces dándoles un giro diferente. En el segundo de
ellos, Juan relaciona el honor y la veneración que se les da a reliquias tales
como la cruz y la lanza que traspasó el costado de Jesús con la veneración
que ha de dárseles a las imágenes:
Si les presto honor y reverencia a la cruz, la lanza, las espinas o la esponja
mediante los cuales quienes asesinaron a Dios se burlaron y mataron a mi
Señor, ¿no debería inclinarme también ante imágenes que los creyentes han
hecho con buena intención, para glorificar y recordarnos los sufrimientos de
Cristo? Si me inclino ante la imagen de la cruz, no importa de qué esté hecha,
¿no debo también venerar la imagen del Crucificado, que alcanzó mi
salvación mediante la cruz? (Discursos contra los que rechazan... 2.19; PG
94:1305)
Por último, el tercero de estos discursos reitera lo dicho en los anteriores.
Tras una interesante lista o clasificación de diversas clases de imágenes, el
Damasceno afirma que quien primero hizo una imagen de Dios fue el mismo
Dios al crear al ser humano.
La gran obra doctrinal de Juan de Damasco, Fuente del conocimiento,
fue precedida de otras obras que bien pueden verse como preparación para
ella. Estas incluyen un tratado De la santísima Trinidad, otro De la doctrina
segura, y una Exposición y declaración de la fe que se cuenta hizo cuando
fue ordenado sacerdote.
Todo esto, junto a sus escritos sobre cristología y su defensa de las
imágenes, es el trasfondo que llegó a su punto culminante en la Fuente del
conocimiento. Sin lugar a dudas, esta es la más importante de todas las
obras de Juan de Damasco. Tanto es así, que se ha llegado a decir que es
la primera suma de teología, precursora de las grandes sumas del
Medioevo. Es una obra en la que el Damasceno está en diálogo con una
multitud de escritores anteriores, a los que cita abundantemente para
construir su impresionante síntesis.
La Fuente del conocimiento se compone de tres partes principales. El
autor mismo resume el propósito de cada una de estas tres partes en el
prefacio general a la obra:
En primer lugar, voy a exponer los mejores aportes de los filósofos griegos,
porque todo cuanto pueda haber de bueno nos ha sido dado a los humanos
por Dios—Después presentaré ordenadamente las necedades de los herejes,
a quienes Dios odia, de tal modo que conociendo la mentira podamos seguir
la verdad más de cerca. Y entonces, mediante la ayuda y gracia de Dios,
expondré la verdad que destruye toda mentira y aleja el error y que como con
una orla de oro ha sido embellecida y adornada por los profetas, por
pescadores a quienes Dios instruyó y por pastores y maestros portadores de
la verdad de Dios. (Fuente del conocimiento prefacio; PG 94:524)
La primera parte, frecuentemente llamada Dialéctica, se compone de 68
capítulos que tratan acerca de todo lo que el autor considera materiales
preliminares al estudio de la teología, tomado principalmente, como él
mismo dice, de la filosofía griega. Como fundamento para lo que ha de decir
después acerca de la persona de Jesucristo, esa sección le dedica
abundante espacio a definir no solamente algunos de los términos
tradicionalmente usados por los filósofos, sino que hace hincapié en los
términos que serán fundamentales en la tercera sección. Esto incluye
palabras tales como “naturaleza”, “forma”, “hipóstasis”, “persona”,
“enhipóstasis” y “anhipóstasis”.
La segunda parte, De las herejías, incluye, además de lo que son
propiamente sectas o herejías dentro del cristianismo, otros sistemas de
pensamiento que también han influido sobre la doctrina cristiana; entre
muchos otros, el judaísmo y el helenismo, así como los pitagóricos,
platónicos, estoicos y epicúreos. Pero entonces el Damasceno pasa a una
discusión relativamente detallada de una larga lista de herejías, muchas de
las cuales son apenas conocidas, y en medio de las cuales aparecen una
vez más temas tales como los escribas, fariseos y saduceos.
La tercera parte de la Fuente del conocimiento, que lleva por título
Exposición exacta de la fe ortodoxa, pero es más comúnmente conocida
como De la fe ortodoxa, es la más importante de toda la obra. Es en ella que
encontramos la teología sistemática o suma teológica a que nos hemos
referido anteriormente. En cierto modo, es un repaso detallado y extenso de
las aseveraciones del Credo Niceno, que parece servirle de bosquejo.
Pronto esta tercera parte, De la fe ortodoxa, comenzó a circular por
separado de las otras dos partes de la obra, al punto que frecuentemente se
le considera un escrito independiente. Aunque el autor originalmente había
dividido esta tercera parte en 100 capítulos, en el occidente latino circulaba
dividida en cuatro libros, quizá para que se mostrara su paralelismo con los
cuatro libros de Sentencias de Pedro Lombardo. Había cierta razón para
esto, pues hasta cierto punto el orden de la obra del Lombardo es paralelo al
del Damasceno. Así, lo que después vino a llamarse el primer libro de la fe
ortodoxa trata principalmente sobre el carácter de Dios mismo como uno y
trino, que es también el tema del primer libro del Lombardo. También el
segundo libro en que el Medioevo latino dividió la obra es paralelo al
segundo libro de Sentencias. El tercero trata acerca de la encarnación y la
obra de Jesucristo, de igual manera que el tercer libro de las Sentencias de
Pedro Lombardo. Pero aquí la división que los medievales hicieron de la
obra de Juan de Damasco no sigue el mismo esquema, pues el tema de la
cristología continúa por varios capítulos del cuarto libro. Por último, a partir
del capítulo 9 del cuarto libro —es decir, el capítulo 82 según la división
original— se trata de los sacramentos y de otras cuestiones que se
relacionan más directamente con la vida de los creyentes y con sus
prácticas.
Es hacia el final de esta última parte de su gran obra que Juan de
Damasco regresa al tema de las imágenes, que para él siempre fue
fundamental, y de su relación con la doctrina de la encarnación. En el
capítulo 16 del cuarto libro — que es el capítulo 89 según la numeración
original— se encuentran algunas de las palabras de este autor más
frecuentemente citadas, que son una de las principales razones por las que
se le consideró campeón de la ortodoxia:
Puesto que algunos nos culpan por reverenciar y honrar imágenes del
Salvador y de Nuestra Señora, y las reliquias e imágenes de los santos y
siervos de Cristo, recuerden que desde el principio Dios hizo al ser humano a
su imagen. ¿Por qué nos reverenciamos unos a otros, si no es porque somos
hechos a imagen de Dios?... Por otra parte, ¿quién puede hacer una copia del
Dios que es invisible, incorpóreo, incircunscribible y carente de figura? Darle
figura a Dios sería el colmo de la locura y la impiedad... Pero puesto que Dios,
por sus entrañas de misericordia y para nuestra salvación, se hizo
verdaderamente hombre... vivió entre los hombres, hizo milagros, sufrió la
pasión y la cruz, resucitó y fue elevado al cielo, y puesto que todas estas
cosas sucedieron y fueron vistas por los humanos... los padres, viendo que no
todos saben leer ni tienen tiempo para hacerlo, aprobaron la descripción de
estos hechos mediante imágenes, para que sirvieran a manera de breves
comentarios... Nosotros no reverenciamos lo material, sino lo que estas cosas
significan. (De la fe ortodoxa 89; PG 94:1288)
Con razón frecuentemente se considera que Juan de Damasco es el
último de los llamados padres de la iglesia. Al tiempo que, por su
conocimiento de los autores anteriores, así como por su lengua y su estilo,
es heredero directo de los escritores que hasta aquí hemos estado
estudiando, sus circunstancias son muy diferentes. Ya no se trataba del
antiguo imperio romano, que perseguía a los cristianos. Pero no se trataba
tampoco del imperio romano cristianizado a partir de los tiempos de
Constantino. Juan de Damasco vivió bajo el régimen de los califas de esa
ciudad. Así, de manera semejante a como Benito de Nursia, Gregorio el
Grande e Isidoro de Sevilla tuvieron que adaptar la fe de sus antepasados a
un nuevo mundo invadido por los pueblos germánicos, Juan de Damasco
tuvo que adaptar la suya a un mundo regido por los califas. Pero, a
diferencia de lo que acontecía en el occidente, en el oriente todavía subsistía
algo del antiguo imperio romano, ahora conocido más bien como el imperio
bizantino. Juan de Damasco no vivió en los confines de ese imperio, pero la
fe ortodoxa que promulgó y defendió era la de Bizancio, aun cuando los
cristianos en torno a él mismo abrazaban cada vez más posturas
divergentes de la ortodoxia bizantina, llegando a ser llamados “nestorianos”
y “monofisitas”.
Pero, a pesar de esas diferencias, resulta claro que tanto como en el
occidente como en el oriente una nueva era había comenzado. Sería una
nueva era con nuevos desafíos, nuevos logros, nuevos errores y nuevos
fracasos. Pero sería todavía una era que se consideraría a sí misma
heredera de aquellos antiguos cristianos cuyas obras hemos venido
estudiando.
EPÍLOGO
Miles y miles de años han transcurrido desde que aquel ignoto antepasado
nuestro tuvo la feliz idea de colocar una piedra encima de otra para que
alguien pudiera seguirle. Mucho después, hace menos de 2.000 años, otros
antepasados nuestros —si no ya en la carne, ahora al menos en la fe—
comenzaron a dejar rastro de sus experiencias y de su fe dejando tras sí
escritos que a través de los siglos le han dado forma al cristianismo.
Probablemente ni aquel remoto antepasado ni esos otros más cercanos de
hace apenas unos siglos imaginaron jamás que en este vigésimo primer
siglo de la era cristiana se sentirían todavía ecos de lo que dejaron detrás. Y,
sin embargo, sin el uno la civilización nunca habría aparecido, y sin los otros
la fe cristiana no habría llegado hasta nuestros días. De todos ellos somos
deudores, y por todos ellos debemos estar agradecidos. Sin el primero,
jamás hubiéramos llegado a los instrumentos electrónicos con los que hoy
escribimos. Sin los otros, tampoco hubiéramos llegado a la fe por la que hoy
vivimos. ¿Qué dirá de nosotros el futuro? ¿Dirá al menos que supimos
conservar y enriquecer tan valiosa herencia? ¡Esperemos en Dios que así
sea!
[1]
He discutido esto más ampliamente en el libro Retorno a la historia del pensamiento
cristiano (Buenos Aires: Kairos, 2004).