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Yo no era feminista
Primera edición, 2018
Yo no era feminista
© Cocorocoq Ediciones
Santiago de Chile
www.cocorocoq.com
ISBN 978-956-9806-02-5
Índice
Introducción 9
Prólogo 12
Agradecimientos 69
Dedicado a Amanda, Teba y a todas las niñas
que están aprendiendo a ser mujeres, a quienes
esperamos entregar un mundo más justo y libre.
Introducción
Nadie nace mujer, señalaba Simone de Beauvoir, sino que una llega
a serlo. A través del proceso de socialización, nos enseñan nuestra
posición, roles, características y hasta las emociones que podemos
sentir en base a nuestro sexo biológico. Es lo que el feminismo ha
denominado como género.
Para muchas mujeres que hoy somos adultas, ese grado de consciencia
ha tardado mucho en llegar. Algunas, en cambio, han sido criadas en
una visión crítica del patriarcado desde su nacimiento, pero aún así
han requerido trabajar diferentes aspectos en los que la crianza entra
en conflicto con la cultura hegemónica.
9
construcción de los roles de género. Porque, como se sostiene desde
el marxismo, son las condiciones materiales de existencia las que
determinan la conciencia que tenemos sobre la realidad.
Así que le pedí a las mujeres que siento cerca, aunque hoy están por
toda Latinoamérica, que me dieran sus testimonios. Algunas se han
sumado tardíamente, como yo, y otras llevan mucho tiempo estudiando
y trabajando en ello. Pero todas han llegado a auto-etiquetarse como
feministas.
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“Yo no era Feminista” contiene sus relatos, acompañados por
ilustraciones inspiradas en ellos, con el propósito de ayudarnos a
digerir cada historia desde las sensaciones y no sólo desde lo cognitivo.
Son relatos que siguen escribiéndose, porque tenemos mucho que
aprender y des-aprender en este camino.
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Prólogo
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Para denunciar esta discriminación, Olympe de Gouges escribió la
Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Después
de éste y de otros actos de rebeldía, Olympe terminó… en la horca.
¿Era feminista Olympe? Lógico, ella buscaba algo tan simple como
difícil de entender para muchos: la igualdad, pero la igualdad de veras;
no sólo para los hombres. ¿Sabía que era feminista y cuándo comenzó
a serlo? Imposible de responder, lo que sí es evidente es que la realidad
le hizo imposible mirar para el lado.
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“Yo no era feminista” se llama este libro y eso dura poco. Con la
conciencia despierta, al vivir, el feminismo se hace una necesidad.
Porque el feminismo no es más que un sinónimo de igualdad sólo
que en el campo del género. Es simplemente querer que hombres y
mujeres nazcan y vivan libres e iguales en dignidad y derechos, en
oportunidades y en la libertad de elegir los roles que asumen y la
forma en que deciden vivir.
Porque las jóvenes que se tomaron las calles, pusieron los reclamos
femeninos en el centro el debate público, porque nos hicieron
cuestionarnos, porque me obligaron a leer más, porque me animaron a
seguir hablando de emparejar una cancha sumamente dispareja.
Sé que vivo esta lucha por mayores grados de igualdad desde una
posición de privilegio, pero eso me obliga y nos obliga a todas las que
comparten alguna tribuna pública o que tenemos mayores recursos, a
mirar por otras. A ayudar a que ninguna se quede atrás, a que el género
no sea límite.
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Por eso todos quienes aspiran a la libertad, igualdad y fraternidad,
debieran ser feministas. Por eso los hombres debieran ser también
feministas y renunciar a los privilegios que les acompañan desde
la cuna y que de permanentes se les vuelven invisibles. Porque este
mundo será mucho más justo y feliz cuando ellos digan “yo no era
feminista… y ahora lo soy”.
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Relatos
María Gracia Sandoval Iturralde, Ecuador, 35 años.
Ilustración de Pau Gasol Valls
El botón. Sí, el botón cosido por mí esa tarde fue la razón para que mi
papá entre cucharada y cucharada de sopa me respondiera: “Pues me
parece muy bien que hayas cosido tú el botón. Ahora que sabes coser
ya puedes aprender a cocinar también”.
De modo ipso facto, sin duda alguna, un calor hizo que me hirviera la
sangre y se me encrisparan los pelos. Respiré hondo y sin hacer pausa
moví mi boca para pronunciar: ”Te cuento, papá, que coser y cocinar,
son cosas que no están en mis planes”.
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Una respuesta que no era de una niña de 12 años. Corrección: que en
esa época se esperara de una niña de 12 años. A mi papá lo sorprendió
la solvencia y la inmediatez con la que repliqué.
Ese botón flojo estaba revelando que mi papá no veía en mi los planes
que, a los 12 años, yo si lograba visualizar. Fue el punto rojo que nos
hizo hablar y poner muy en claro que es lo que no quería hacer – porque
siempre me ha sido más útil tener la certeza de lo que no quiero hacer,
por sobre las cosas que quisiera hacer -.
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Tengo la suerte de sentirla a diario, no pasa un día en que no comparta
esa sensación con otras mujeres, en las situaciones más banales y en las
cifras más duras de la injusticia. Ahí está pasando en mi cuerpo y en mi
cabeza esa corriente contenedora, incluso con mujeres que no conozco.
21
Laura Lacayo Espinoza, Nicaragua, 27 años.
Ilustración de Diego Flisfisch.
23
Mi mamá vivió la mayor parte de su vida en Managua. De pequeña,
aún en el campo, asumió el rol de la hermana mayor cuidando a sus
hermanos. De joven, colaboró con la lucha contra la dictadura Somocista
y, en el periodo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, fue
voluntariamente a la guerra para defender el proyecto revolucionario.
Posteriormente, lideró una organización local que trabaja por la salud
sexual y reproductiva de las mujeres, donde conoció muy de cerca la
violencia que sufren las niñas, adolescentes y mujeres en el supuesto
“sexto mejor país para ser mujer” (de acuerdo al Foro Económico
Mundial). Mi mamá aprendió a ser valiente, fuerte y racional en la
montaña, el partido y el mundo laboral para ganarse respeto en los
espacios de liderazgo tradicionalmente masculinos. Esos valores
fueron trascendentales para ser madre soltera y económicamente
independiente cuando mi papá falleció y mi hermana y yo éramos
aún pequeñas. Hoy, muchos años después, está aprendiendo a abrazar
las emociones y a encontrar la realización personal más allá de la
abnegación de la maternidad. Su historia me enseñó, los desafíos de
ser madre y mujer profesional en nuestra sociedad.
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al activismo feminista y a sumarme a creer y defender que nosotras
debemos decidir sobre nuestros cuerpos.
25
María Francisca Stuardo Vidal, Chile, 31 años.
Ilustración de Héctor Ruiz “Chaochato”.
Por eso, quiero dar contexto a mi historia personal: dos mujeres como
hermanas, familia heteronormativa, colegio católico de mujeres,
participante activa de grupos religiosos y provinciana en un Chile que
se resume a lo que se pueda conseguir en Santiago. En mi mundo, se
respeta la siesta del papá porque “pobre, trabaja toda la semana”. En
este micro universo el aborto es sinónimo de locura, la virginidad es
un control de calidad e integridad; el lenguaje y su apropiación está
vinculado con la biología.
27
A esa edad, mi sueño era más aprender a dibujar que convertirme
en bailarina. No tanto porque no me gustara sentir el cuerpo en
movimiento, sino porque mis tías decían que era muy “eléctrica” para
hacerlo bien. Yo era chistosa, pero no grácil.
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Pasaron unos meses en los que transité un micro hábitat, muy mío,
con el cuerpo en un lugar, pero la cabeza y el corazón repartidos. Me
prometí no volver a quedarme en Chile por demasiado tiempo, por
miedo a transformarme en una caparazón sin contenido.
Ahí estuvieron mis otras hermanas, mis amigas y maestras. Esas que
fui recolectando en viajes, trabajos, cafés desprevenidos, tragos y bailes.
Las que se entusiasmaron con cada decisión, sin importar lo que trajera
por delante. Las que fueron volcando semillas de inquietud, frases al
azar, abrazos sentidos. Esas, se convirtieron en mi familia. Confort.
Confianza. Amor.
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brotaron una y otra vez repasando noticias, con la impotencia de saber
que ése podría ser el destino de cualquier de nosotras, las viajeras.
30
Hoy, ya no hay culpas por no parir, por opinar, por contradecir, por
cuestionar. Hoy sí puedo ser atractiva, divertida, inteligente y cercana.
Hoy puedo ser lo que yo proponga y todo estará bien. No importa lo
que el mundo allá afuera diga, hoy por fin soy perfecta para mí. Mi
casa a cuestas y yo lo creemos así.
31
Laura Sofia Martínez Quijano, Colombia, 33.
Ilustración de Carolina Celis.
33
Paulette, mi abuela paterna, belga, decidió en 1940 en plena Segunda
Guerra Mundial, tomar un barco a Estados Unidos para encontrarse
con mi abuelo, un estudiante de medicina con el que se casó por correo
a través del consulado. Es la típica película de amor, en la que una
mujer lo deja todo por el hombre amado y prometido, quien la salvará
a ella de ser parte de la tragedia de una guerra. Todo lo contrario, fue
una mujer que con 20 años se negó a ser parte de una sociedad europea
aburrida, se buscó un latino guapetón, le pidió casarse y arregló todo
a distancia para irse a vivir una aventura que ella misma escribió. Se
negó tanto a depender (como se hacía en esa época) de que un hombre
la defendiera que se compró un arma para garantizar su propia
seguridad y lideró un grupo de mujeres extranjeras en Colombia para
que se emanciparan de sus maridos.
Años después tuve el gran privilegio de trabajar mano a mano con unas
mujeres y ahora amigas, absolutamente valientes y ejemplo infalible
de resiliencia. Consu, Emita, Rocío, Inés, y otras tantas lideresas me
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enseñaron con su trabajo y con el amor a su familia que cuando una
es leal a lo suyo y a las personas que la rodean, no hay forma de no
sobrevivir y salir adelante.
Inés es una lideresa que viene de Los Llanos, una región de Colombia
muy marcada por la guerra. Luego de ser desplazada de sus tierras,
llegó a los asentamientos ubicados en la periferia de Bogotá, un lugar
donde se reproduce y se replica la violencia y la exclusión del conflicto
armado, aquel que ha dejado como mayores víctimas a las mujeres.
Apenas llegó a Brisas del Volador, organizó un grupo de mujeres
llamado ASOMUMEVIR, Asociación de Mujeres por un Mejor Vivir,
con el fin de darle a las mujeres de su barrio un espacio para el encuentro,
la acogida, la unión y un proceso de reconstrucción. Un lugar donde
pudieran, además, buscar alternativas para una mejor calidad de vida
que la guerra, la violencia de género, el patriarcado y las estructuras
sociales no les permitieron tener. Inesita, luego de tantos años, sigue
leal a sus vecinas y compañeras, porque siempre nos contaba que era
la única forma de enfrentar las injusticias que la vida le puso a ellas.
35
Catalina Bosch Carcuro, Cuba, 44 años.
Ilustración de Sofía Flores Garabito.
Ser niña en esa Cuba era ser pionera, querer ser como el Che y ser parte
de cada momento en el que se aplaudía a Fidel. Recuerdo haberme
preparado para ir a las marchas en la Plaza de la Revolución y sentir
la emoción al ver aparecer al Comandante. Gracias a él, y a quienes lo
acompañaron en la lucha contra la dictadura de Batista, vivíamos en
un mundo encantado. Ni siquiera el Imperialismo Yanqui nos había
logrado vencer en Playa Girón y sentía la plena certeza de que si nos
invadían de nuevo perecerían en el intento de doblegarnos. Mi tierra
era un lugar seguro. No nos faltaba para comer, para divertirnos, para
educarnos, para sanarnos y para llenarnos el corazón de esperanzas
compartidas. Por eso una parte de mí siempre estaba tranquila,
confiada y alegre.
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Ya en los 80´s, mi mamá comenzó a trabajar en la sede cubana de una
organización internacional para mujeres. Allí realizaban la hermosa
labor de fortalecer, reunir y capacitar a mujeres líderes de distintos
países de América Latina. Ellas trabajaban arduamente contra todas
las injusticias, tanto las que ocurrían afuera como adentro de sus casas.
Fue allí cuando conocí a Abuelas de Plaza de Mayo, Combatientes
de Nicaragua y El Salvador, Campesinas Peruanas, Dirigentas
Comunitarias de Brasil y tantas otras. Con sus lindos trajes y acentos,
con su energía, convicción, valentía y dulzura, me permitían escuchar
una canción extraña y fascinante. Hablaban de las dictaduras y guerras
que aquejaban a sus pueblos, del hambre, la miseria, de la violencia
contra las mujeres y el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos.
Pero gracias a esa red de mujeres que traían ideas de otros lugares y a
que mi madre por ser extranjera se le permitían ciertas “desviaciones
ideológicas” fui escuchando de feminismo, de género, de igualdad
entre hombres y mujeres. Entonces esa parte de mí que nunca había
sentido esperanza comenzó a sonreír.
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En estos días oscurece más tarde en Santiago de Chile, donde vivo hace
un cuarto de siglo. Se impone la primavera con sus ciruelos en flor y el
cántico de los pájaros. En los primeros años de estar aquí no distinguía
esa belleza y rondaba persistente mi anhelo por el Mar Caribe. Esta
ciudad era demasiado gris, azul, café y negra como la ropa de la gente.
No estaba bien hablar de exilios, desaparecidos o torturas. Las mujeres
llamaban “mejorarse” cuando iban a parir y de “estar indispuestas”
cuando tenían la regla. Había hijos ilegítimos, ninguna pareja se podía
divorciar y no estaba permitida la interrupción del embarazo bajo
ninguna circunstancia. Nunca escuchaba “Te Recuerdo Amanda”,
salvo en alguna nostálgica y recóndita Peña de Izquierda.
Santiago era oscuro, pero fue cambiando de color. Hoy mi hija va con
su pañuelo verde al cuello a la marcha por la legalización del aborto.
Mi generación de la Universidad redacta una declaración pública
apoyando a las víctimas del abuso machista. Muchos pintan lienzos de
morado y se habla de género, entendiendo por fin que no es el material
con el que se hace la ropa, sino aquel que muchas veces nos amordaza
la boca. Hoy mis pacientes sobrevivientes de abuso sexual se atreven a
contar lo que les pasó y van, como un canto de pájaro sobre ciruelo en
flor, a conquistar la alegría que antes les negaron.
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Lesly Mirel Ruiz Brindis, México, 33 años.
Ilustración de Cristián Garrido.
41
No ubico necesariamente un momento específico en el que comenzó mi
camino feminista, por decirlo de alguna forma, pero logro identificar
algunos pensamientos y varios dilemas que me han acompañado.
Aquí cuento un poquito.
Salí fascinada, palpé, vibré y para hacer el cuento corto, salí tan
motivada que a partir de ese momento me propuse leer, admirar y
aprender de las mujeres; compré libros, consulté artículos, observé
42
documentales sobre mujeres, sus experiencias personales; me sumergí
realmente en el mundo de las mujeres, aquellas de las que no sabía
nada, de esas extrañas que me habían estado hablando y, sin prestarles
atención, yo había continuado mi camino sin su guía. Afiné entonces
mi oído para descubrir de manera consciente la sabiduría de tantas,
en sus versos, en sus cantos, en sus performances, en sus obras, en sus
consejos, en sus mitos.
Desde afuera hacia adentro, pasé por muchas etapas; ¿iré al Encuentro
Nacional Feminista? pero qué dirían de mí. Asistí a marchas feministas,
¿me quito el brassiere? Infinitas dudas y cuestionamientos del por qué
me sentía tan contenta y motivada a la vez que apenada y avergonzada
de estarme “convirtiendo” en feminista. Conocí muchos colectivos,
unos más políticos que otros, unos más empáticos que otros; no
lograba encontrar mi lugar. Tenía ganas de pertenecer y de poder decir
con toda coherencia que era feminista, pero no sabía si era adecuado
decirlo, si estaba lista, si era digna; faltaba y falta camino por recorrer.
Encontré entonces que yo era muy diversa, que podía gritar contra los
feminicidas y las violaciones al tiempo que quería irme a vivir a África
para aprender de aquellas mujeres preservadoras de la vida, aquellas
que conservan las semillas y que alimentan con casi nada a sus hijos e
hijas. Quería ser parte de todo pues encontraba sentido en todos lados
sobre los motivos, razones y causas que yo quería y quiero seguir.
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Acepté entonces que, en mi diversidad, era parte de un gran, gran
colectivo igual de diverso, heterogéneo, pero con puntos en común,
con subordinaciones en común, con dolores y frustraciones en común.
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¡Descubrí el feminismo! mi liberación y la liberación de las demás de
mis expectativas sobre ellas, de la aceptación de mi cuerpo al tiempo que
dejaba de ver la piel de las demás, de estar cerca de las mujeres que amo
para abrazarlas en cada uno de sus dilemas (que capaz son los míos),
del respeto por el proceso personal, el mío por supuesto, pero también
de aquellas que van hacia caminos distintos, de entender la diferencia
entre la empatía y la exigencia; de querer ser, para ti compañera, lo que
alguien fue para mi. Especialmente para mi sobrina a la que no pediré
que sea feminista, sino que de mi experiencia feminista ella pueda
encontrar compasión y amor hacia sus decisiones, hacia su sexualidad,
hacia su libertad; que sepa que tiene una tía feminista claro, que sepa
siempre que el feminismo ha sido mi camino, el que elegí porque me
ha permitido ser cada vez más yo, “más mala porque puedo ser peor”
(ahora entiendo esa frase).
45
Ana María Fernández Ureta, Chile, 32 años.
Ilustración de Sol Díaz.
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8 y 30% de las tierras agrícolas las administran mujeres. Lo irónico
es que, de acuerdo a la FAO, en los países en desarrollo las mujeres
campesinas generan entre el 60 y el 80% de la producción de alimentos.
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Me di cuenta también, de que en el mundo rural quedan principalmente
los adultos mayores, los más jóvenes se fueron a la ciudad a estudiar
y/o trabajar. Encontrarme en un mundillo de viejos y viejas me hizo
revalorar también espacios que tradicionalmente ejercían las mujeres
y que el mundo no ha sabido valorar: la artesanía, los productos
campesinos (mermeladas, licores, etc), el cultivar en tu huerta
tus propios alimentos y los de tu familia, el cuidado de otros, el
conocimiento de hierbas medicinales, etc. Caí en cuenta de que esto del
feminismo es para mí una construcción y deconstrucción constante.
49
Verónica del Pozo Saavedra, Chile, 34 años.
Ilustración de Elisa María Monsalve.
51
imitación yanqui. La pubertad de las niñas estaba marcada por la
construcción del amor romántico envasado por Disney y el anhelo de
ser como las modelos de los video clip gringos que pasaban por la tele.
En un colegio privado, donde tu posición se definía en base al aspecto,
vi cómo algunas compañeras sufrían de anorexia para intentar calzar
con el canon de extrema delgadez y cómo las que no calzaban iban
quedando relegadas. Ser niña era como estar en una vitrina, insegura y
expuesta a la apreciación externa permanentemente.
No existían referentes de mujeres inteligentes, capaces, fuertes,
independientes. No se promovía la actitud crítica. Una vez mandaron
a llamar a mis padres porque estaba hablando de las elecciones en el
patio con una compañera. Estaba prohibido el proselitismo político.
Y tampoco existía el enfoque de género. Los profesores de ciencias
exactas se reían ocasionalmente de las niñas, y en particular, de las
niñas rubias, como yo, aunque a mí me iba muy bien. “Repito para las
rubias”, decía uno.
Tuve buena suerte en el amor, como se dice de alguien que siempre
tiene pareja. Si no, hubiese sido muy difícil conseguir permiso
para salir de noche. Emocionalmente dependiente, descuidaba mi
desarrollo personal y priorizaba las necesidades e intereses de ellos
permanentemente. Pero nada de andar “regalándose” a cualquiera. Eso
estaba permitido sólo a los hombres. Las mujeres podíamos ensuciar
nuestra reputación, como en la canción de Arjona.
Pese a todo, nunca reflexioné sobre lo que significaba ser niña en ese
contexto. Adormecida, me sentí relativamente feliz, me reí y hasta
lo pasé bien. Nunca pensé en cómo se metía debajo de mi piel un
aprendizaje que me costaría años des-aprender: la sobrevaloración de
lo externo, la falta de confianza y comodidad para establecer vínculos
con otras mujeres, no aspirar nunca a cargos de poder y sentirme
incómoda ocupando espacios de liderazgo por temor a ser criticada, no
saber ser sola, el valor de la abnegación. A las mujeres nos enseñaron a
ser y hacer de esa manera ¡y ni siquiera nos dimos cuenta!
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Hasta que algo en mi despertó. La sensación de ahogo me obligó a
salir de una relación que me hubiese condenado a reproducir el papel
de mujer-madre del barrio alto. Volví a respirar, a sentirme libre,
como cuando era una niña en el cerro. Todavía desorientada, empecé
a conectarme con mi sentido de justicia e igualdad, mi amor por el
aprendizaje y mi fortaleza. Conocí a hombres y mujeres que fueron
referentes nuevos sobre la masculinidad y la feminidad. Mi ser
ideológico se disociaba de mi contexto social y de clase. Pero aún no
conocía el feminismo.
El feminismo lo conocí cuando llegué a ser mujer. Una dolorosa ruptura
me obligó a matar la idea del amor romántico. Me doy cuenta del cliché,
pero ese fue el primer impulso que me llevó a leer más sobre teoría
feminista. Quería sanarme y Marcela Lagarde me enseñó que la forma
en que las mujeres amamos y somos amadas es desigual. Que, como
a mi mamá, a las mujeres nos construyen como “seres de amor” y que
por eso se convierte en el centro de nuestras vidas. Fue un salvavidas.
Aún así, me costó un tiempo auto-denominarme feminista. Porque,
pensaba, era una etiqueta que anulaba mis otras convicciones políticas.
Mi compromiso político estaba en la igualdad de clase y la garantía
de los derechos humanos: denominarme feminista era reduccionista.
Pero entre más leía, más se hacía evidente la interseccionalidad,
cómo la desigualdad de género atraviesa todo y se entrecruza con la
pobreza, la raza, la nacionalidad y todas las condiciones que ponen
a las personas en situación de subordinación respecto de otras. Por
otro lado, me daba pudor llamarme así, pues el feminismo pertenecía a
mujeres realmente valientes, con trayectoria, estudios y, sobretodo, con
muchas menos contradicciones que yo. Pero fui descubriendo que no
existe un momento en el que una llega a serlo, que no es una meta que
se cruza de una vez y que nadie te asigna esa etiqueta. El feminismo es
una decisión.
53
Laura Sánchez Gil, Colombia, 25 años.
Ilustración de Antonia Johnson.
55
Ese grupo de feministas defendía algo con lo que me sentía muy de
acuerdo. Pero era algo que aún se seguía sintiendo distante a mis
convicciones personales vinculadas al trabajo por pobreza, ciudadanía
y otras temáticas que para ese momento creía distantes del tema de
género. Decidí conocer un poco más sobre el tema, así que tomé una
clase electiva sobre género en la maestría.
56
Sin embargo, mientras este viaje avanza y me reconozco en él, me
voy sintiendo libre, conocedora, empoderada y dueña de mi historia
junto a muchas otras que van viajando conmigo. Creo que no hay
palabras para expresar esa sensación de libertad. Como todo viaje,
sigo descubriendo, observando y cuestionando. Definitivamente hay
un mundo por reconfigurar.
57
Eugenia Guareschi, Argentina, 37 años.
Ilustración de Paula Bustamante.
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y cirugía estaban destinadas a los hombres y otras, como pediatría y
ginecología, a las mujeres.
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Sanar es cultura, patrimonio de los pueblos. A los médicos nos enseñan
que Hipócrates es el “padre” de la medicina. No nos aclaran que de
un tipo de medicina, la hegemónica y patriarcal. Hoy en día, en pleno
debate sobre la legalización del aborto, médicos y clínicas reclaman el
derecho a la objeción de conciencia. Algunos alegan que su decisión
responde al juramento hipocrático que reza ”me abstendré igualmente
de suministrar a mujeres embarazadas pesarios o abortivos”. Incapaces
de notar la sutileza: ya se realizan abortos y la academia decide no
involucrarse. Estas experiencias continuarán siendo clandestinas.
Como en tiempos antiguos, donde los ciclos de vida-muerte-vida
estaban en manos de curanderas, parteras, mujeres sabias, brujas,
quienes han sido desde siempre guardianas de conocimiento. Ironías
del destino: la primera mujer santa por decreto papal es Hildergard
de Bingen, monja, médica y compositora musical. También bruja,
sanadora, canalizadora, gemoterapeuta. Todo un combo new age
medieval.
61
Grettel Salazar Chacón, Costa Rica, 33 años.
Ilustración de Andrea Mahnke.
Se nos enseña a ser y a hacer según nuestro sexo y no según los deseos del
alma (que muchísimas veces también son ideales políticos). Mis padres
no escaparon a eso y yo sigo intentando escapar cuando considero que
es lo mejor. Más o menos de eso se trata ser feminista.
63
Tenía 5 años y estábamos en el preescolar. La niña moderaba el diálogo,
pero el grupo decidía los temas (en el pueblo se le dice niña a las
maestras que no están casadas, mientras que a los hombres solamente
se les dice profe, sin distinción alguna según su estatus civil). Melvin,
sin ninguna mala intención, levantó la mano y dijo: “Yo si me quiero
casar, yo tengo novia”. La niña pregunta quién es “la afortunada” y
él -con la tremenda seguridad que le caracteriza- dijo: Grettel. Sentí
que mi cuerpo se descomponía, ya no participaba más de la carcajada
colectiva que más antes disfruté. ¿Por qué nadie me preguntó si quiero
ser su novia? ¿Quiero ser su novia? No, no quiero.
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mejor preparada –inserte emoticón tapándose la cara- pero sentía que
debía cuidarle, protegerle, evitarle su dolor).
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Definitivamente mis clases de universidad en una facultad con
un marcado enfoque de Derechos Humanos y feminismo (con
sus evidentes y aberrantes excepciones, claro está) fue un punto
determinante para guiar mi posición política ante los temas de género.
De ninguna manera podría obviar el aporte de los insumos que
profesoras y profesores me brindaron; así como el de las reflexiones
de compañeros y compañeras con quienes, a corazón abierto, pasamos
semestres enteros preguntándonos cómo sacar el sistema patriarcal de
la profundidad de las venas de nuestra sociedad. Incluyendo nuestros
cuerpos y la forma en la que vivimos -o no vivimos- nuestro deseo.
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de chocolate caliente al frente, me dijo: “su abuelita murió de tristeza
al no superar el engaño de su abuelo…no puede usted permitirse
lo mismo”. Sabrá Dios (como decimos en el pueblo) cuánto le habrá
costado poner en palabras su preocupación en un tema tan lejano a
nuestras conversaciones, pero lo hizo y me conmovió en lo profundo.
Entonces, se hacía imperativo encarnar aquellas ideas de libertad y
autodeterminación que tanto predicaba. Una y otra vez. Algunas veces
solo lo intenté, otras veces lo logré. Pero juro que todas las veces lo hice
por mí y lo hice por todas.
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Agradecimientos
Pamela Ohlbaum
Lorena de Ferrari
FES Comunicación
Y a todas las personas que nos apoyaron para que este libro fuera
posible. Todo nuestro amor.
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Ilustraciones