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Varias autoras

Yo no era feminista
Primera edición, 2018

Coordinación del proyecto de Verónica del Pozo Saavedra

Edición General de Patricia Cocq Muñoz

Dirección de Arte de Karina Cocq Muñoz

Diseño y diagramación de Juan Rosales Garrido

Ilustración de portada de Sol Undurraga

Impreso en Fugar Impresores

Yo no era feminista
© Cocorocoq Ediciones
Santiago de Chile
www.cocorocoq.com
ISBN 978-956-9806-02-5
Índice

Introducción 9

Prólogo 12

Relato de María Gracia Sandoval Iturralde 19

Relato de Laura Lacayo Espinoza 23

Relato de María Francisca Stuardo Vidal 27

Relato de Laura Sofía Martínez Quijano 33

Relato de Catalina Bosch Carcuro 37

Relato de Lesly Mirel Ruiz Brindis 41

Relato de Ana María Fernández Ureta 47

Relato de Verónica del Pozo Saavedra 51

Relato de Laura Sánchez Gil 55

Relato de Eugenia Guareschi 59

Relato de Grettel Salazar Chacón 63

Agradecimientos 69
Dedicado a Amanda, Teba y a todas las niñas
que están aprendiendo a ser mujeres, a quienes
esperamos entregar un mundo más justo y libre.
Introducción

Nadie nace mujer, señalaba Simone de Beauvoir, sino que una llega
a serlo. A través del proceso de socialización, nos enseñan nuestra
posición, roles, características y hasta las emociones que podemos
sentir en base a nuestro sexo biológico. Es lo que el feminismo ha
denominado como género.

Pero también es cierto que nadie nace feminista, como ha señalado


Marta Lamas Encabo, entre muchas otras. El feminismo es una toma
de conciencia progresiva sobre la posición y condición subordinada en
la que nos encontramos las mujeres en un sistema patriarcal, presente
tanto en el hogar como en la vida pública. Esa toma de consciencia
es inspirada en miles de experiencias, reflexiones, libros. Pero, sobre
todo, por lo menos en mi caso, inspirado en otras mujeres. Amigas,
compañeras, conocidas, profesoras, referentes.

Para muchas mujeres que hoy somos adultas, ese grado de consciencia
ha tardado mucho en llegar. Algunas, en cambio, han sido criadas en
una visión crítica del patriarcado desde su nacimiento, pero aún así
han requerido trabajar diferentes aspectos en los que la crianza entra
en conflicto con la cultura hegemónica.

Todo depende de nuestras biografías, de nuestra experiencia vital


personal, que nos dota de subjetividad para enfrentar la realidad. Así
lo podemos constatar al leer la historia de las primeras mujeres que
escribieron en contra de la dominación patriarcal y que se convirtieron
en referentes para todas nosotras. Todas ellas experimentaron de
alguna forma la sensación de vivir oprimidas, y desde esa experiencia
personal, con mucha valentía, cuestionaron el patriarcado y la

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construcción de los roles de género. Porque, como se sostiene desde
el marxismo, son las condiciones materiales de existencia las que
determinan la conciencia que tenemos sobre la realidad.

“Yo no era Feminista” no es un libro académico, es un libro íntimo,


anecdótico. Nace en medio de la vorágine que fue la creación de la
primera Asociación de Abogadas Feministas de Chile (ABOFEM),
en la que participo como una de sus directoras junto a un grupo
de mujeres admirables, y de la enorme respuesta que ha tenido la
Asociación por parte de actores políticos y sociales. A unos meses de su
creación, aterrada, me encontré preguntándome cómo fue que llegué a
ser feminista y a pertenecer a una agrupación con esas características,
cuestión que me parecía lejana unos años atrás.

Nace también de la necesidad de revisitar mi propia biografía. Soy


educadora en derechos humanos, tengo esperanza en el cambio, por lo
que me interesan las historias de transformación. Por eso tenía también
interés en conocer otros caminos, de otras mujeres con las que me
relaciono cotidianamente. Quizás porque, como señala la psiquiatra
Jean Shinoda Bolen, con las biografías pasa algo similar que con los
arquetipos: “nos vemos reflejadas en la experiencia de otra mujer y
nos hacemos conscientes de algún aspecto de nosotras mismas del que
no nos dábamos cuenta previamente, así como de lo que tenemos en
común como mujeres”.

Así que le pedí a las mujeres que siento cerca, aunque hoy están por
toda Latinoamérica, que me dieran sus testimonios. Algunas se han
sumado tardíamente, como yo, y otras llevan mucho tiempo estudiando
y trabajando en ello. Pero todas han llegado a auto-etiquetarse como
feministas.

La pregunta era simple: ¿cómo te hiciste feminista? Quería saber


cuáles fueron las personas, situaciones, reflexiones y sensaciones que
las llevaron a adquirir conciencia sobre la condición de nuestro género
y denunciarlo.

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“Yo no era Feminista” contiene sus relatos, acompañados por
ilustraciones inspiradas en ellos, con el propósito de ayudarnos a
digerir cada historia desde las sensaciones y no sólo desde lo cognitivo.
Son relatos que siguen escribiéndose, porque tenemos mucho que
aprender y des-aprender en este camino.

En ellos hay muchos tópicos comunes: la inquietud o disconformidad,


la dependencia emocional, las frustraciones y desafíos profesionales, la
teoría y los libros. Pero algo que atraviesa con fuerza todos los relatos,
es la inspiración de otras mujeres. Pareciera que es verdad la consigna:
para iniciar una revolución feminista sólo necesitas una amiga.

Con todo, aprovecho esta introducción para hacer un “disclaimer”: en


un contexto latinoamericano de sociedades ultra segregadas, nuestros
círculos más íntimos casi siempre están compuestos por personas en
condiciones similares a las nuestras. Como resultado de ello, este libro
carece de diversidad de género, clase y edad, pues, como señalaba,
nace como un proyecto íntimo, un experimento sororo entre amigas y
no pretende reflejar a la amplia diversidad de mujeres. Sin embargo,
mientras ha ido avanzando el proyecto, se nos presenta la necesidad
de realizar una segunda parte en la que podamos incluir perspectivas
diversas en sexo, género, clase y rango etario, sumando nuevos relatos.

Espero que disfruten de esta primera versión, dedicado a toda


persona que tenga interés en reflexionar sobre su propio camino en
el feminismo, sin importar en qué parte del mismo nos encontramos.
Espero también, sinceramente, que estos relatos resuenen en ustedes,
que sirvan para generar mayores grados de autoconocimiento y para
resignificar sus propias historias.

Verónica del Pozo Saavedra,

Coordinadora libro Yo no era Feminista.

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Prólogo

Libertad, igualdad y fraternidad. El ideal de la República impulsado


por una revolución, la Revolución Francesa.

Sería lógico pensar que ese momento icónico de la historia universal


no fue sólo una lucha contra la monarquía y sus abusos, sino un avance
para todos. Para todos y todas. Pero no.

Como recuerdan Nuria Varela y Antonia Santolaya en su libro


“Feminismo para Principiantes” (y yo mientras más leo sobre género
más principiante me siento) la Revolución Francesa fue profundamente
machista.

De poco sirvió que ellas protagonizaran la marcha sobre Versalles en


busca del rey y la reina. Como recuerda una mujer anónima de la época,
a pesar de que los “revolucionarios” decían que un noble no podía
representar a un plebeyo, los hombres sí se sintieron con el derecho
de hablar por las mujeres y las dejaron fuera de la Asamblea Nacional.

El colmo fue cuando ese Parlamento gritó a los cuatro vientos la


Declaración de Derechos el Hombre y del Ciudadano. Así tal cual, del
Hombre y del Ciudadano. Sólo de ellos.

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Para denunciar esta discriminación, Olympe de Gouges escribió la
Declaración de los Derechos de la Mujer y de la Ciudadana. Después
de éste y de otros actos de rebeldía, Olympe terminó… en la horca.

¿Era feminista Olympe? Lógico, ella buscaba algo tan simple como
difícil de entender para muchos: la igualdad, pero la igualdad de veras;
no sólo para los hombres. ¿Sabía que era feminista y cuándo comenzó
a serlo? Imposible de responder, lo que sí es evidente es que la realidad
le hizo imposible mirar para el lado.

Y así nos ha pasado a muchas. Desde lo cotidiano, hemos sido testigos


del desbalance de poder entre hombres y mujeres. Primero en el espacio
doméstico; con madres que si trabajaban a la par fuera de casa, además
lo hacían en solitario al interior del hogar.

Luego, aprendimos de machismo en la publicidad que nos dedica


en exclusiva productos como detergentes que nos harán felices
porque tendremos más tiempo para… cuidar a los hijos. Como si no
necesitáramos horas extra para nosotras, como si las tareas del hogar
fueran nuestra responsabilidad y los hijos también.

Y claro además vimos en la esfera pública la ausencia o escasez de


mujeres en la política, en la economía. Los sueldos dispares, los puestos
aún en 2018 vedados. Nunca una Ministra de Hacienda en Chile, nunca
una Presidenta de la Corte Suprema.

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“Yo no era feminista” se llama este libro y eso dura poco. Con la
conciencia despierta, al vivir, el feminismo se hace una necesidad.
Porque el feminismo no es más que un sinónimo de igualdad sólo
que en el campo del género. Es simplemente querer que hombres y
mujeres nazcan y vivan libres e iguales en dignidad y derechos, en
oportunidades y en la libertad de elegir los roles que asumen y la
forma en que deciden vivir.

Leo emocionada en este libro testimonios de México, Colombia o


Nicaragua. Reconozco historias comunes y ellas me llevan (una vez
más) a agradecer esa oleada feminista que en mayo de 2018 llegó hasta
un país como Chile: de extensas costas y aún estrechas posibilidades
para millones de mujeres.

Porque las jóvenes que se tomaron las calles, pusieron los reclamos
femeninos en el centro el debate público, porque nos hicieron
cuestionarnos, porque me obligaron a leer más, porque me animaron a
seguir hablando de emparejar una cancha sumamente dispareja.

Sé que vivo esta lucha por mayores grados de igualdad desde una
posición de privilegio, pero eso me obliga y nos obliga a todas las que
comparten alguna tribuna pública o que tenemos mayores recursos, a
mirar por otras. A ayudar a que ninguna se quede atrás, a que el género
no sea límite.

Porque el machismo, como toda forma de desigualdad (y bien lo saben


quienes escribieron este libro) afecta siempre más a quien tiene menos.
A esa niña que le enseñarán en la escuela pública menos matemáticas
que a su compañero de banco. A la obrera que luego de dedicar un par
de horas a andar en transporte público para llegar a su trabajo, volverá
a su casa a asumir sola las tareas domésticas.

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Por eso todos quienes aspiran a la libertad, igualdad y fraternidad,
debieran ser feministas. Por eso los hombres debieran ser también
feministas y renunciar a los privilegios que les acompañan desde
la cuna y que de permanentes se les vuelven invisibles. Porque este
mundo será mucho más justo y feliz cuando ellos digan “yo no era
feminista… y ahora lo soy”.

Los pesimistas podrán decir: una oleada y otra de feminismo a lo largo


de la historia y en la playa la arena sigue estando seca. Pero sucede que
la playa ya no es la misma y nosotras no somos las mismas.

Mónica Rincón, Periodista, Chile.

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Relatos
María Gracia Sandoval Iturralde, Ecuador, 35 años.
Ilustración de Pau Gasol Valls

A mi uniforme del colegio le faltaba un botón. El hecho no importaría


tanto si no fuera porque el uniforme era de un colegio de monjas en
Quito, pequeña capital de mi país, y que ese día cosí el botón al llegar
a mi casa, recordando cómo veía coser a mi abuela y bueno, no me voy
a desmerecer, con un poco de sentido común.

Tenía 12 años, estábamos en la mesa de la cocina, esa donde ocurren


todas las conversaciones cotidianas de las familias, la mía era bastante
tradicional. Esa noche mi papá se puso muy tradicional. Por alguna
razón les comenté sobre el botón que pegué en el saco de color rojo
oscuro, que se combinaba con una falda de cuadros, haciendo ver a
todas las niñas sin diferencia alguna, perfectamente uniformadas
y adiestradas. En mi casa nunca se rezó el Ave María ni un rosario
madrugado pero, si de educación de calidad se trataba, entonces no
tuvimos problemas en fingir interés por las misas de los miércoles.

El botón. Sí, el botón cosido por mí esa tarde fue la razón para que mi
papá entre cucharada y cucharada de sopa me respondiera: “Pues me
parece muy bien que hayas cosido tú el botón. Ahora que sabes coser
ya puedes aprender a cocinar también”.

De modo ipso facto, sin duda alguna, un calor hizo que me hirviera la
sangre y se me encrisparan los pelos. Respiré hondo y sin hacer pausa
moví mi boca para pronunciar: ”Te cuento, papá, que coser y cocinar,
son cosas que no están en mis planes”.

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Una respuesta que no era de una niña de 12 años. Corrección: que en
esa época se esperara de una niña de 12 años. A mi papá lo sorprendió
la solvencia y la inmediatez con la que repliqué.

Pero la afirmación y la respuesta no importan, la magia vino


inmediatamente después. Apenas respondí cruzamos miradas con
mi mamá y pude ver su sonrisa cómplice, una línea orgullosa y de
medio lado que se dibujó en su boca. Ese justo momento mi mamá y yo
fuimos compañeras, amigas, aliadas y, sin siquiera conocer la palabra,
ni ella ni yo, sentimos como una corriente eléctrica, la sororidad.

Mi papá se sorprendió e inmediatamente miró a mi mamá esperando


una explicación por mi irreverencia. Mi mamá mantuvo su sonrisa llena
de significados y no dijo absolutamente nada, pues ambas sabíamos
que no había nada que explicar.

Ese botón flojo estaba revelando que mi papá no veía en mi los planes
que, a los 12 años, yo si lograba visualizar. Fue el punto rojo que nos
hizo hablar y poner muy en claro que es lo que no quería hacer – porque
siempre me ha sido más útil tener la certeza de lo que no quiero hacer,
por sobre las cosas que quisiera hacer -.

Ese mandato social se convirtió en mi mayor miedo desde entonces, y


traté de expresarlo de diversas maneras: mutilé mi largo y lacio pelo
para llevar una melena corta bien pegada a la cabeza, me negué por
años a usar otros colores que no fueran azul y negro y mi armario
guardaba solo pantalones de inmensas bastas que se arrastraban en
cada paso. Solo hoy puedo entender que fue mi manera de negarme a
ser esa niña-molde que se esperaba que fuera.

Yo quería más, pero llevaba a rastras inseguridad, la que se nos impone


desde niñas y nos acecha hasta vencernos en ciertos momentos, porque
lo que nos han enseñado sobre ser mujer es aterrador y desgastante.
Pero a pesar de ello, me he podido refugiar en un espacio abrigador
que es la sororidad, y con eso me quiero quedar.

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Tengo la suerte de sentirla a diario, no pasa un día en que no comparta
esa sensación con otras mujeres, en las situaciones más banales y en las
cifras más duras de la injusticia. Ahí está pasando en mi cuerpo y en mi
cabeza esa corriente contenedora, incluso con mujeres que no conozco.

A partir de ese día el botón quedó bien pegado. Entre mi mamá y yo


hay un entendimiento de la vida de la otra más allá de la obvia relación
madre-hija: hemos sido compañeras, mujeres que se solidarizan y se
apoyan. Y fue con ella que me sumergí en el vaivén de la danza árabe,
espacio que ha sido especialmente significativo. Ahí descubrí con otras
mujeres a amar el cuerpo que nos enseñan a odiar, a sentirme cómoda
y contenida con ellas y a fortalecernos en libertad.

Ahora pego y despego botones flojos todos los días deconstruyendo


ideas, las mías y las de otres, sobre lo que significa ser mujer y ahí, sin
máscaras, está la sororidad.

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Laura Lacayo Espinoza, Nicaragua, 27 años.
Ilustración de Diego Flisfisch.

No sé qué día me convertí en feminista, pero sé que se lo debo a las


mujeres fuertes de mi familia, esas que hoy no se llaman a sí mismas
feministas. Sus historias de vida, que son también parte de mi historia,
me enseñaron de las injusticias, contradicciones, desafíos y luchas que
enfrentamos las mujeres.

Mi bisabuela nació hace 97 años en el norte de Nicaragua, pero muy


pequeña se trasladó con su papá a una comunidad campesina en el
occidente del país. Ahí se casó cuando era adolescente y Dios le mandó
9 hijas y 3 hijos. Nunca me contaron detalles, pero de chica escuché
que mi bisabuelo le daba una “mala vida”. La violencia que sufrió, la
poca posibilidad de decidir y planificar su maternidad, su fidelidad
abnegada incluso en la viudez y la muerte de su hija menor por un
cáncer cérvico uterino jamás diagnosticado, me fue enseñando sobre
las injusticias de ser mujer campesina en mi país.

Mi abuela también nació en el campo y se casó a los 18 años. Ella y mi


abuelo creían que la educación, que ellos no tuvieron, era la posibilidad
de bienestar y libertad para sus 3 hijas y 3 hijos. A los 36 años se
trasladaron a la capital donde ya estaban sus hijas mayores estudiando.
Mi abuela abrió un negocio en Managua y desde la independencia
económica, su personalidad fuerte y su liderazgo cautivador en su
barrio y su iglesia, desafió en el ámbito público el rol que se le había
asignado por ser mujer. Pero, en el hogar, ella seguía asumiendo la
cocina, sirviendo y lavando los platos de su esposo y perdonando
setenta veces siete como Dios manda, todas las infidelidades de mi
abuelo. Su historia me fue enseñando las contradicciones de ser mujer
trabajadora en mi país.

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Mi mamá vivió la mayor parte de su vida en Managua. De pequeña,
aún en el campo, asumió el rol de la hermana mayor cuidando a sus
hermanos. De joven, colaboró con la lucha contra la dictadura Somocista
y, en el periodo de la Revolución Popular Sandinista en Nicaragua, fue
voluntariamente a la guerra para defender el proyecto revolucionario.
Posteriormente, lideró una organización local que trabaja por la salud
sexual y reproductiva de las mujeres, donde conoció muy de cerca la
violencia que sufren las niñas, adolescentes y mujeres en el supuesto
“sexto mejor país para ser mujer” (de acuerdo al Foro Económico
Mundial). Mi mamá aprendió a ser valiente, fuerte y racional en la
montaña, el partido y el mundo laboral para ganarse respeto en los
espacios de liderazgo tradicionalmente masculinos. Esos valores
fueron trascendentales para ser madre soltera y económicamente
independiente cuando mi papá falleció y mi hermana y yo éramos
aún pequeñas. Hoy, muchos años después, está aprendiendo a abrazar
las emociones y a encontrar la realización personal más allá de la
abnegación de la maternidad. Su historia me enseñó, los desafíos de
ser madre y mujer profesional en nuestra sociedad.

La historia de estas 3 grandes mujeres sigue con mi historia. De


pequeñas jugué con barbies, pelones y cocinitas tanto como con
rompecabezas, libros y ajedrez. Me perforaron las orejas al nacer, me
vistieron de rosado y canté – y confieso que aún canto- a todo pulmón
canciones de Shakira dónde el amor es dolor, dependencia a tu pareja
y eliminación de tu identidad como persona. Sin embargo, mi mamá y
mi papá nos enseñaron a mi hermana y a mi –con palabras y acciones-
que podíamos ser lo que quisiéramos ser. Fue, tal vez, mi primer
aprendizaje en el camino del feminismo.

En ese andar fue trascendental mi primera marcha a los 15 años, a la


que fui con mi mamá y una de mis mejores amigas desde entonces.
Era el 2006 y se estaba retrocediendo 100 años en derechos sexuales
y reproductivos de las mujeres en Nicaragua al eliminar la figura
del aborto terapéutico y penalizarlo completamente. La indignación
que me generó esa decisión de los partidos políticos de Nicaragua,
en abierta alianza con la Iglesia Católica, fue el inicio de mi cercanía

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al activismo feminista y a sumarme a creer y defender que nosotras
debemos decidir sobre nuestros cuerpos.

Recuerdo que en ese entonces no quería llamarme a mí misma


feminista, me daba miedo. Pero no porque me pareciera ofensivo, si
no porque lo veía como un honor que no merecía, como un título que
sólo algunas con más experiencia, coherencia, estudios y canas que las
mías merecían llevar.

Y aún con el miedo a la etiqueta, mis comentarios me delataban y fui


muchas veces la “loca feminista” en espacios en mi universidad, mi
trabajo y mi voluntariado. Fui reflexionando mientras crecía, junto
a libros y conversaciones con otras amigas brujas, sobre nuestras
experiencias personales: el primer acoso, la dependencia de caminar
con un hombre para sentirnos seguras, la primera relación abusiva de
pareja, el miedo de los hombres a las mujeres arrechas (como se dice
en Nicaragua a las personas que tienen actitud fuerte o enojada), las
expectativas del amor romántico, las presiones sobre el deber ser de
nuestros cuerpos, las frustraciones al no ser escuchadas por hombres en
roles de poder, el cuestionamiento de jefes hombres en mi trabajo sobre
mi activismo feminista, la petición de apoyo de mujeres para salir del
círculo de la violencia, la violación de una amiga que no reconocimos
como tal hasta muchos años después o las llamadas de apoyo para
acceder a un aborto seguro en un Estado que lo penaliza. Mi historia
me ha enseñado la lucha personal y política que implica reconocerse
como mujer feminista en nuestra sociedad.

No sé qué día me convertí en feminista, pero poco a poco, al abrazar


mi historia familiar, personal y la de otras mujeres, fui entendiendo
que ser feminista no es un título que hay que merecer o un punto
de llegada. Es dejarse inspirar por otras mujeres y sumarse a este
camino vital y liberador donde nos vamos encontrando, cuestionando,
deconstruyendo y logramos perder el miedo a ser incómodas, a
ponernos las gafas violetas, levantar la bandera morada y la pañoleta
verde para luchar cotidianamente por nuestros derechos.

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María Francisca Stuardo Vidal, Chile, 31 años.
Ilustración de Héctor Ruiz “Chaochato”.

Siempre se ríen de mí porque cuento las historias en espiral. Tardo


años en narrar cómo pisé un charco cuando fui a comprar pan, me
interesa más describir la textura de una tela que aclarar para qué sirve
y mis criterios de noticia van más de la mano de la rareza que de la
relevancia social. Es que me gustan los detalles.

Por eso, quiero dar contexto a mi historia personal: dos mujeres como
hermanas, familia heteronormativa, colegio católico de mujeres,
participante activa de grupos religiosos y provinciana en un Chile que
se resume a lo que se pueda conseguir en Santiago. En mi mundo, se
respeta la siesta del papá porque “pobre, trabaja toda la semana”. En
este micro universo el aborto es sinónimo de locura, la virginidad es
un control de calidad e integridad; el lenguaje y su apropiación está
vinculado con la biología.

También vengo de esa parte de Chile matriarcal, que se esboza con


una familia de guerreras, de mujeres que cuidan y de tías que asumen
sobrinos como hijos, de viudas que sacan adelante a la camada, de
mujeres para las que el fin de mes es una amenaza constante. No lo
tomaría en cuenta sino hasta mucho más tarde, pero me remite a una
fuerza femenina que fluye por mis venas, una herencia de lucha que no
puedo, que no quiero desconocer.

De niña era incómoda, testaruda, preguntona, inquisidora. Me decían


“la Gladys Marín”, a modo de desprecio. Yo lo recibía firme, mientras
por dentro me cuestionaba el mundo, que me daba lecciones, en vez de
explicarme el porqué de las cosas.

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A esa edad, mi sueño era más aprender a dibujar que convertirme
en bailarina. No tanto porque no me gustara sentir el cuerpo en
movimiento, sino porque mis tías decían que era muy “eléctrica” para
hacerlo bien. Yo era chistosa, pero no grácil.

Cuando crecí, el humor fue mi refugio para lo que no tenía. En realidad,


para lo que creí que no tenía. También lo fue la lectura, las ganas de
aprender. El soñar que algún día contaría historias desde distintas
latitudes, que interpretaría muchas voces y que sería la mejor en eso.
Mientras, allá afuera, en ese cosmos rodeado de colegialas, ser deseada
era la vía libre hacia el reconocimiento público, una autopista hacia la
realización personal.

Años después, graduada de periodismo, cumplí mi sueño y me fui


de voluntaria a Haití, un año después de ocurrido el terremoto que
desplazó a más de 600 mil personas. Le avisé a mi editor que no
seguiría más en el diario, comprimí la vida en un par de maletas y
partí. Dejé atrás los cuestionamientos de por qué renunciar a mi trabajo
—un buen y prestigioso trabajo— y a un novio —un buen hombre que
quizás no me esperaría— para “probar suerte”.

Aquel viaje fue la posibilidad de experimentar la felicidad profunda


de sentirme universal, encontrar mi voz, contar historias a través de
imágenes, abrazar mis posiciones políticas sin miedo a defenderlas y
aferrarme a la esperanza radical de cambiar el mundo. Recorrí mercados
abrazando a mujeres que no conocía, extasiada por su fuerza y su
alegría de luchar contra la violencia que las acechaba a diario; compartí
risas y chistes sin importar el idioma, bailé en la calle, celebrando los
atardeceres. Amé, me amé profundamente y en absoluta libertad.

Confieso que lo más difícil de salir de Chile fue volver. Retornar a


los antiguos cuestionamientos, sobre mí, mis decisiones, el revival de
aquella niña preguntona e inquisidora. Pese a ello, todavía no me
adentraba a entender por qué, cuándo y cómo la balanza jamás se
inclinaba a nuestro favor.

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Pasaron unos meses en los que transité un micro hábitat, muy mío,
con el cuerpo en un lugar, pero la cabeza y el corazón repartidos. Me
prometí no volver a quedarme en Chile por demasiado tiempo, por
miedo a transformarme en una caparazón sin contenido.

Ahí estuvieron mis otras hermanas, mis amigas y maestras. Esas que
fui recolectando en viajes, trabajos, cafés desprevenidos, tragos y bailes.
Las que se entusiasmaron con cada decisión, sin importar lo que trajera
por delante. Las que fueron volcando semillas de inquietud, frases al
azar, abrazos sentidos. Esas, se convirtieron en mi familia. Confort.
Confianza. Amor.

Durante los años que siguieron, visité muchos países de América


Latina, algunos con ruta fija y otros por plazo indefinido, como hoy,
que sigo fuera de Chile coleccionando recuerdos e historias. Muchos
de ellos sola. Sola. Qué peso tiene esa palabra cuando te preguntan: “Y
usted, ¿Se vino sola? ¿No tiene familia?” como si contar con mi energía
y mi cuerpo saludable no fuera suficiente. Igual que a los nueve, a los
29 ser mujer y no calzar con la idea predestinada de quién debiera ser
me volvía un personaje insuficiente.

Por primera vez, me enfrenté a construir un hogar sólo para mí.


A habitarlo y con ello, transitar un nuevo espacio en el que fui
transformando lugares agrestes en espacios familiares; entendí que la
mesa se ve igual de linda cuando sólo un plato la decora; ejercité el
hábito de preguntarme las mismas cosas y responderme, a ver si en
una de esas me sorprendía. Aprendí a sacar fotos mentales, a capturar
la luz de esos espacios y envolverme en ella, al son de la música, al
compás de un buen libro.

A lo largo de ese recorrido, el hogar fue tomando otra dimensión y se


construyó como una caparazón que llevo en mi espalda y me acompaña
donde quiera que vaya. Transitando ese camino, también mi cuerpo se
expuso y se dejó traspasar por los asesinatos de tantas hermanas, a
manos de quienes no conciben que sean sólo de ellas. Las lágrimas me

29
brotaron una y otra vez repasando noticias, con la impotencia de saber
que ése podría ser el destino de cualquier de nosotras, las viajeras.

Hubo noticias que me desgarraron, que me privaron de la paz de vivir


sola. Mi cuerpo se estremeció con la violencia que nos azota en las
calles, en los barrios. El paso de la pena a la rabia fue ligero: sentí que al
vulnerar su cuerpo era también el mío que se extendía como un campo
de batalla, dentro de una guerra que no elegimos pelear.

De la violencia física, fui descubriendo aquellas otras en las que la lucha


es mucho más sutil. Esa que tuve con mi cuerpo, con hablar mucho, con
reír fuerte, con calentarme, con provocar debate y demostrar disidencia.
Con entender que el derecho, la economía y la prensa se usan para
mantenernos donde nos quisieran tener siempre: acorraladas.

El feminismo se transformó entonces en una trinchera y la aguja que


enhebra mi relato, que le da sentido y que me permite ver hoy todas las
incomodidades que enfrenté. Es el medidor de mis desconfianzas, mis
miedos, mis inseguridades. El feminismo me dio sentido y sustento.
Me enseñó a habitarme, a recorrer el territorio con un lente crítico, pero
alerta. Me quitó los pesos y me enseñó que el amor por otras mujeres
no era sino una muestra clara de que nuestra realidad es compartida.

El feminismo también me entregó la posibilidad de abrazarme y


“apapachar” o “abrazar con el corazón”, como dicen los mayas. De
construir danzas colectivas, sentirme protegida y cuidar, como una
responsabilidad para hacer que esta lucha perdure. De memorizar
frases que destapan nuevos caminos para transitar. De revisitar amores,
construir alianzas. De tomarme la mano con otra, sin importar quién
sea, porque tenemos tanto en común que no necesitamos presentarnos.

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Hoy, ya no hay culpas por no parir, por opinar, por contradecir, por
cuestionar. Hoy sí puedo ser atractiva, divertida, inteligente y cercana.
Hoy puedo ser lo que yo proponga y todo estará bien. No importa lo
que el mundo allá afuera diga, hoy por fin soy perfecta para mí. Mi
casa a cuestas y yo lo creemos así.

31
Laura Sofia Martínez Quijano, Colombia, 33.
Ilustración de Carolina Celis.

Debo confesar que nunca me he considerado activamente feminista.


De hecho, me negaba a decir que lo era, por un lado, porque no me
identificaba con el concepto, pero también porque considero que me
cuesta incorporarlo en mi cotidianeidad, me cuesta utilizar el lenguaje
inclusivo, incluso me burlé de su uso, me complico y me enredo al
referirme a mí misma, niñas o mujeres (cis o trans) como “una” en
vez del tan normalizado, idiota y generalizado “uno”, y, todavía,
incluso rodeada de las más admirables amigas feministas, siento que
día a día estoy “construyendo” un concepto que me sigue pareciendo
totalmente nuevo.

Pero obligada a ver mi historia, me pregunto también, ¿Cómo es


que no fui una feminista desde la cuna? ¿Cómo es que rodeada de
tantas mujeres que me han marcado y guiado el camino, que me han
enseñado con acciones y ejemplos lo que es la valentía, la fuerza, la
determinación y sobre todo el poder de las mujeres…cómo es que no
me hago cargo de eso siendo una implacable feminista?

Este último año la vida me ha obligado a hacer un ejercicio de


autoconocimiento profundo, me ha puesto a prueba de una manera de
la que siempre pensé que sería inmune y esas vivencias me llevaron
a reconstruir y a identificar quiénes han sido las personas que me
marcaron y por las cuáles hoy tengo una identidad “definida”….¡y
todas han sido mujeres! Mujeres adelantadas a su época, mujeres
guerreras, mujeres campesinas, mujeres hermosas, y, como decimos en
Colombia, mujeres berracas.

33
Paulette, mi abuela paterna, belga, decidió en 1940 en plena Segunda
Guerra Mundial, tomar un barco a Estados Unidos para encontrarse
con mi abuelo, un estudiante de medicina con el que se casó por correo
a través del consulado. Es la típica película de amor, en la que una
mujer lo deja todo por el hombre amado y prometido, quien la salvará
a ella de ser parte de la tragedia de una guerra. Todo lo contrario, fue
una mujer que con 20 años se negó a ser parte de una sociedad europea
aburrida, se buscó un latino guapetón, le pidió casarse y arregló todo
a distancia para irse a vivir una aventura que ella misma escribió. Se
negó tanto a depender (como se hacía en esa época) de que un hombre
la defendiera que se compró un arma para garantizar su propia
seguridad y lideró un grupo de mujeres extranjeras en Colombia para
que se emanciparan de sus maridos.

Sofía, mi hermosa abuela materna, nació en una ciudad donde las


mujeres se conocen por ser “de carácter”, fuertes, de voz alta y genio
saltón, todas con connotaciones negativas y estigmatizaciones de
mujeres “complicadas”. Una mujer tan hermosa que Neruda mismo le
escribió un poema cuando la conoció en Colombia. Cuando le decíamos
que era por su belleza, ella siempre respondía: “No me ofendan, no fue
por la belleza, sino por el carácter”. Siempre recordaré cómo me contaba
que su único sueño no cumplido fue no haber estudiado derecho, por
que su padre y sus hermanos se lo prohibieron, “por que una mujer,
jamás podrá dominar las leyes”. Gracias a su “carácter” y fortaleza,
a pesar de no haber tenido su título de abogada, hasta sus últimos
días buscó hacer justicia a las personas más excluidas de la sociedad
bogotana. Una de sus grandes amigas, hoy una de las más reconocidas
poetas (militante del Partido Comunista) en Colombia, cuando iba a su
casa a tomar el té, me sentaba a su lado y me decía: “Mijita, si nosotras
no somos quienes escribimos las historias y tenemos la voz en alto,
el mundo seguirá siendo contado por los hombres, y así no vamos a
llegar a ningún lado”.

Años después tuve el gran privilegio de trabajar mano a mano con unas
mujeres y ahora amigas, absolutamente valientes y ejemplo infalible
de resiliencia. Consu, Emita, Rocío, Inés, y otras tantas lideresas me

34
enseñaron con su trabajo y con el amor a su familia que cuando una
es leal a lo suyo y a las personas que la rodean, no hay forma de no
sobrevivir y salir adelante.

Inés es una lideresa que viene de Los Llanos, una región de Colombia
muy marcada por la guerra. Luego de ser desplazada de sus tierras,
llegó a los asentamientos ubicados en la periferia de Bogotá, un lugar
donde se reproduce y se replica la violencia y la exclusión del conflicto
armado, aquel que ha dejado como mayores víctimas a las mujeres.
Apenas llegó a Brisas del Volador, organizó un grupo de mujeres
llamado ASOMUMEVIR, Asociación de Mujeres por un Mejor Vivir,
con el fin de darle a las mujeres de su barrio un espacio para el encuentro,
la acogida, la unión y un proceso de reconstrucción. Un lugar donde
pudieran, además, buscar alternativas para una mejor calidad de vida
que la guerra, la violencia de género, el patriarcado y las estructuras
sociales no les permitieron tener. Inesita, luego de tantos años, sigue
leal a sus vecinas y compañeras, porque siempre nos contaba que era
la única forma de enfrentar las injusticias que la vida le puso a ellas.

Profesoras, maestras, compañeras de deporte, de fiesta, de discusiones


y de viajes, abuelas, madre y amigas, todas mujeres…son quienes
en cada etapa importante de la vida, me han enseñado lo potente e
indomable que es la fuerza de una mujer, y cómo ésta es millones de
veces mayor cuando se alía a otra.

Reconstruyendo mi historia, me doy cuenta que soy una firme creyente


de que la lealtad entre mujeres no encuentra rival. Que las verdaderas
rivales de las mujeres son las creencias que nos ha impuesto el
patriarcado impulsándonos a competir, a tenernos envidia, odio y
celos para dividirnos y disminuir la gran fuerza y verdadero poder
que genera un grupo de mujeres.

Me cuestiono entonces, con toda esta responsabilidad en mis manos de


seguir el ejemplo de ellas, ¿Cómo es posible que no sea una verdadera
y profunda feminista? ¿Qué me está faltando para serlo? ¿O ya lo soy
y no me considero como tal?

35
Catalina Bosch Carcuro, Cuba, 44 años.
Ilustración de Sofía Flores Garabito.

Nací en La Habana de los 70´s, lugar al que decidió llegar mi madre,


exiliada chilena tras el Golpe de Estado, junto a mi padre que, aunque
era cubano, llevaba varios años fuera deambulando por el mundo y el
desarraigo.

Ser niña en esa Cuba era ser pionera, querer ser como el Che y ser parte
de cada momento en el que se aplaudía a Fidel. Recuerdo haberme
preparado para ir a las marchas en la Plaza de la Revolución y sentir
la emoción al ver aparecer al Comandante. Gracias a él, y a quienes lo
acompañaron en la lucha contra la dictadura de Batista, vivíamos en
un mundo encantado. Ni siquiera el Imperialismo Yanqui nos había
logrado vencer en Playa Girón y sentía la plena certeza de que si nos
invadían de nuevo perecerían en el intento de doblegarnos. Mi tierra
era un lugar seguro. No nos faltaba para comer, para divertirnos, para
educarnos, para sanarnos y para llenarnos el corazón de esperanzas
compartidas. Por eso una parte de mí siempre estaba tranquila,
confiada y alegre.

Pero otra parte no. Había un lugar donde no llegaba la Revolución, ni


Fidel, ni el ejemplo del Che, ni las esperanzas. En mi casa mi papá nos
pegaba, nos gritaba, nos insultaba, rompía cosas por cualquier motivo
que lo enojara. Era un clásico de domingo: mi mamá no alcanzaba
a tener el almuerzo a la hora que él quería y entonces se despertaba
el monstruo, arrasando con todos a su paso. Muchas veces traté de
impedir los golpes hacia ella y hacia mi hermano pequeño, aprendí
a hacer las cosas de la casa y la comida para lograr tener todo listo
cuando él quería.

37
Ya en los 80´s, mi mamá comenzó a trabajar en la sede cubana de una
organización internacional para mujeres. Allí realizaban la hermosa
labor de fortalecer, reunir y capacitar a mujeres líderes de distintos
países de América Latina. Ellas trabajaban arduamente contra todas
las injusticias, tanto las que ocurrían afuera como adentro de sus casas.
Fue allí cuando conocí a Abuelas de Plaza de Mayo, Combatientes
de Nicaragua y El Salvador, Campesinas Peruanas, Dirigentas
Comunitarias de Brasil y tantas otras. Con sus lindos trajes y acentos,
con su energía, convicción, valentía y dulzura, me permitían escuchar
una canción extraña y fascinante. Hablaban de las dictaduras y guerras
que aquejaban a sus pueblos, del hambre, la miseria, de la violencia
contra las mujeres y el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos.

En Cuba no se hablaba de género, ni de patriarcado, ni de machismo, ni


de maltrato infantil, ni de abuso sexual. Se suponía que la Revolución
y el Socialismo habían acabado con todas las problemáticas sociales.
Lo único que recuerdo cercano a estos conceptos era “la caballerosidad
proletaria”, valor que en el discurso se le trataba de fomentar a los
niños, con la idea de que fueran amables en el trato a las niñas.

Pero gracias a esa red de mujeres que traían ideas de otros lugares y a
que mi madre por ser extranjera se le permitían ciertas “desviaciones
ideológicas” fui escuchando de feminismo, de género, de igualdad
entre hombres y mujeres. Entonces esa parte de mí que nunca había
sentido esperanza comenzó a sonreír.

Me convertí en una adolescente. Se cayó el Muro de Berlín. En Cuba


se gritaba Socialismo o Muerte. En la escuela leímos Casa de Muñecas
y fui feliz encontrando por primera vez un espacio para hablarles a
mis compañeros y a la profesora de lo que significaba “El Portazo de
Nora” para el movimiento de mujeres. A esa altura ya había terminado
una relación de noviazgo en la que sufrí muchos tipos de violencia
durante más de un año, nos habíamos ido de casa sin mi padre y me
seguía escondiendo asustada de un vecino, padre de mi mejor amiga
de infancia, para que no volviera a tocarme los genitales.

38
En estos días oscurece más tarde en Santiago de Chile, donde vivo hace
un cuarto de siglo. Se impone la primavera con sus ciruelos en flor y el
cántico de los pájaros. En los primeros años de estar aquí no distinguía
esa belleza y rondaba persistente mi anhelo por el Mar Caribe. Esta
ciudad era demasiado gris, azul, café y negra como la ropa de la gente.
No estaba bien hablar de exilios, desaparecidos o torturas. Las mujeres
llamaban “mejorarse” cuando iban a parir y de “estar indispuestas”
cuando tenían la regla. Había hijos ilegítimos, ninguna pareja se podía
divorciar y no estaba permitida la interrupción del embarazo bajo
ninguna circunstancia. Nunca escuchaba “Te Recuerdo Amanda”,
salvo en alguna nostálgica y recóndita Peña de Izquierda.

Santiago era oscuro, pero fue cambiando de color. Hoy mi hija va con
su pañuelo verde al cuello a la marcha por la legalización del aborto.
Mi generación de la Universidad redacta una declaración pública
apoyando a las víctimas del abuso machista. Muchos pintan lienzos de
morado y se habla de género, entendiendo por fin que no es el material
con el que se hace la ropa, sino aquel que muchas veces nos amordaza
la boca. Hoy mis pacientes sobrevivientes de abuso sexual se atreven a
contar lo que les pasó y van, como un canto de pájaro sobre ciruelo en
flor, a conquistar la alegría que antes les negaron.

39
Lesly Mirel Ruiz Brindis, México, 33 años.
Ilustración de Cristián Garrido.

Al tiempo que escucho la sesión histórica en el Senado de la Nación


Argentina sobre la interrupción voluntaria del embarazo, impresionada
por el nivel de debate, por lo aberrante de ciertos argumentos y lo
brillante de otros, imagino el sentir de mis compañeras argentinas, de
las pibas poderosas. De igual manera, me emociono por escribir sobre
mi experiencia feminista.

¿Qué cómo me hice feminista?, ufff, siempre quise que alguien me


hiciera esta pregunta y que estuviera dispuesto/a a escuchar de mi voz
lo que este proceso ha sido para mi. Tanta veces me habían preguntado:
¿por qué eres feminista? ¿para qué? Yo di muchas explicaciones,
quizás para convencerme de que tenía sentido; agotada de explicar
mis razones, mis motivos, mis dilemas, defendiéndome para mostrar
que mi postura feminista no es un disparate y que no es pura emoción
irracional (aunque ahora sé que sí viene de las entrañas, de la rabia, la
indignación y el dolor, pero también de la alegría de saberme poco a
poco más libre y de sentirme acompañada por tantas).

Mi conversión al feminismo, como si se tratase de una religión, inició


hace varios años. Lo digo así porque a ojos extraños pareciera que me
adherí a una secta, que me fui a vivir a un lugar oscuro, que me acerqué
a lugares misteriosos, espacios de brujas, de mujeres malas; ante ojos
suspicaces, cambié, me volví “radical”, “demasiado intensa”. Y qué
paradójico que ante mis ojos, los que al final cuentan, mi experiencia
feminista ha consistido en aceptar mi “oscuridad” y que aquello que
se piensa y dice sobre las feministas es lo que hoy reconozco que soy.

41
No ubico necesariamente un momento específico en el que comenzó mi
camino feminista, por decirlo de alguna forma, pero logro identificar
algunos pensamientos y varios dilemas que me han acompañado.
Aquí cuento un poquito.

Antes de irme de Chile, de vuelta a México, compré varios libros. Sin


tanto análisis, esperando seguir aprendiendo de ese país (que fue mi
casa durante dos años), compré “Mujeres chilenas, fragmentos de una
historia”, una compilación que llamó mucho mi atención ya que en la
portada tiene una foto en blanco y negro con decenas de niñas de entre
4 a 12 años, vestidas con sus abrigos, ninguna sonriente, como en una
foto escolar; una compilación exquisita sobre las mujeres en el Chile
prehispánico, sobre la vida cotidiana de las esclavas negras, la escritura
de las mujeres en la época colonial, sobre oficios y profesiones, de las
mujeres chilenas en la teología, entre otras. Una experiencia similar,
ya en México, fue para mi visitar el que hoy es mi museo preferido,
el Museo de la Mujer, de reciente creación (2011), ubicado en el centro
de la Ciudad de México; museo pequeño y medio escondido, poco
concurrido pero lindo, silencioso e ingeniosamente dispuesto para
llevar a los y las visitantes en un trayecto de reconocimiento de las
mujeres en la historia de México. Desde la época pre colonial hasta
la modernidad, desde las diosas mexicas Coatlicue y Coyolxauhqui,
madre e hija en disputa, hasta la llegada de la píldora anticonceptiva a
México y la revolución sexual de las mexicanas. Este museo me resultó
apasionante pues no conocía a casi ninguna de las gloriosas mujeres de
las que se hablaba en la muestra. Casi todas eran extrañas para mí, pero
también para la historia. En ciertos espacios del museo se nombraba a
las mujeres como colectivo: “las mujeres en la colonia”, ”las mujeres
en la revolución”, mujeres sin nombre propio, sin personalidad, sin ser
recordadas desde su individualidad sino como aquellas que rondaban
por ahí en torno a los hombres de la historia de México.

Salí fascinada, palpé, vibré y para hacer el cuento corto, salí tan
motivada que a partir de ese momento me propuse leer, admirar y
aprender de las mujeres; compré libros, consulté artículos, observé

42
documentales sobre mujeres, sus experiencias personales; me sumergí
realmente en el mundo de las mujeres, aquellas de las que no sabía
nada, de esas extrañas que me habían estado hablando y, sin prestarles
atención, yo había continuado mi camino sin su guía. Afiné entonces
mi oído para descubrir de manera consciente la sabiduría de tantas,
en sus versos, en sus cantos, en sus performances, en sus obras, en sus
consejos, en sus mitos.

Me comencé a formar académicamente en el feminismo, seminarios,


diplomados, conversatorios, maestría. Mis profesoras me cambiaron
la vida, aprendí de economía y género, de salud y género, de justicia y
género, de historia y género, de feminismos e historia, del feminismo
y la ecología, del transfeminismo y la teoría queer. Me hacía más
preguntas, me encontraba en mis subordinaciones y cuestionaba mi
posición e intereses como mujer en el mundo. Mi experiencia feminista
entonces, partió del conocimiento de otras para reflejarme en ellas y
conocerme por primera vez de la forma más honesta y sincera, sin
miedo a ser mala, sin miedo a ser bruja, porque había brujas sabias a
mi alrededor.

Desde afuera hacia adentro, pasé por muchas etapas; ¿iré al Encuentro
Nacional Feminista? pero qué dirían de mí. Asistí a marchas feministas,
¿me quito el brassiere? Infinitas dudas y cuestionamientos del por qué
me sentía tan contenta y motivada a la vez que apenada y avergonzada
de estarme “convirtiendo” en feminista. Conocí muchos colectivos,
unos más políticos que otros, unos más empáticos que otros; no
lograba encontrar mi lugar. Tenía ganas de pertenecer y de poder decir
con toda coherencia que era feminista, pero no sabía si era adecuado
decirlo, si estaba lista, si era digna; faltaba y falta camino por recorrer.
Encontré entonces que yo era muy diversa, que podía gritar contra los
feminicidas y las violaciones al tiempo que quería irme a vivir a África
para aprender de aquellas mujeres preservadoras de la vida, aquellas
que conservan las semillas y que alimentan con casi nada a sus hijos e
hijas. Quería ser parte de todo pues encontraba sentido en todos lados
sobre los motivos, razones y causas que yo quería y quiero seguir.

43
Acepté entonces que, en mi diversidad, era parte de un gran, gran
colectivo igual de diverso, heterogéneo, pero con puntos en común,
con subordinaciones en común, con dolores y frustraciones en común.

Aquel 24 de abril de 2016 (#24), la #PrimaveraVioleta mexicana como se


llamó acá, en una convocatoria histórica, salimos a las calles llamadas
por colectivos, movimientos, organizaciones de mujeres, todas con
una misma voz en contra de los feminicidios, de las desapariciones de
niñas y mujeres, y de todas las violencias machistas vividas, sufridas,
experimentadas por cada una de nosotras. Volteaba a cualquier lado,
veía los rostros enfurecidos, con lágrimas, otros cantando y alegres,
con lágrimas; las madres de las víctimas al frente de los contingentes,
todas siguiéndolas, todas exigiendo justicia, gritando: ¡NO están
solas!, #NiUnaMenos, ¡Porque Vivas Nos Queremos!, vestidas de lila,
morado, magenta, negro, cabellos, estilos y atuendos distintos, y por
qué no decirlo, de espacios socioeconómicos desiguales; divididas en
algún sentido, pero nunca tan juntas. En tal encuentro decían por ahí:
“la alegría de sabernos juntas”. Saliendo de la marcha me volví a sentir
sola y con miedo al caminar de regreso a mi casa por la ciudad.

En estos años he ido recogiendo algunas pistas de lo que es ser feminista


para mi, entendí que yo lo defino, que no es una exigencia más, que
no tengo que llenar los zapatos feministas porque hay muchos estilos
disponibles, y que entonces los que calzaran bien conmigo, que no
me lastimaran, ni sacaran callitos o me hicieran sentir insegura, eran
los adecuados para mi. Descubrí entonces que no es lo mismo ser
especialista en “gender issues” y ser feminista, que no por ser mujer
eres feminista y, sobre todo, que no estás obligada a serlo, que no
debía exigirle a mis compañeras mujeres ser feministas, que no debía
proyectar mi experiencia en la de las demás, que no podía esperar que
todas siguieran un mismo camino y que, en la empatía con ellas, mis
compañeras, con sus cuerpos, sus almas y mentes, podía yo ser libre.

44
¡Descubrí el feminismo! mi liberación y la liberación de las demás de
mis expectativas sobre ellas, de la aceptación de mi cuerpo al tiempo que
dejaba de ver la piel de las demás, de estar cerca de las mujeres que amo
para abrazarlas en cada uno de sus dilemas (que capaz son los míos),
del respeto por el proceso personal, el mío por supuesto, pero también
de aquellas que van hacia caminos distintos, de entender la diferencia
entre la empatía y la exigencia; de querer ser, para ti compañera, lo que
alguien fue para mi. Especialmente para mi sobrina a la que no pediré
que sea feminista, sino que de mi experiencia feminista ella pueda
encontrar compasión y amor hacia sus decisiones, hacia su sexualidad,
hacia su libertad; que sepa que tiene una tía feminista claro, que sepa
siempre que el feminismo ha sido mi camino, el que elegí porque me
ha permitido ser cada vez más yo, “más mala porque puedo ser peor”
(ahora entiendo esa frase).

Quisiera sí que todas seamos feministas porque encontrarme con


todas caminando sobre la Avenida Reforma en la Ciudad de México, el
#24A, alegres de sabernos juntas, ha sido una de las experiencias más
poderosas de mi vida. Quisiera que todas seamos feministas porque
en este camino me encuentro más sana, más ligera; ahora camino sin
tacones, con el pelo suelto, maquillada (cuando quiero y porque es
divertido), soltera desde hace tres años y no sola, conmigo y en grupo,
conmigo y serena. Esta etapa tan mía, en constante elaboración, es mi
experiencia feminista, sin que esta sea la única forma de vivirlo, sin que
esto signifique que entiendo del todo lo que pasa en mi mente, lo que
atraviesa mi cuerpo y mis emociones, sin que esta sea una experiencia
acabada, al contrario, una que al parecer me acompañará toda la vida.
¡Qué encanto lo que falta por recorrer!

45
Ana María Fernández Ureta, Chile, 32 años.
Ilustración de Sol Díaz.

Viví mi niñez en el mundo rural. Mi infancia fue un mundo de juegos


al aire libre con los primos, en el campo, corriendo entre cañas de maíz
y caminos de tierra. El sistema de valores y creencias en que crecí fue
una mezcla muy de campo chileno, donde a nadie le causaba conflicto
ponerle una medallita a un niño junto a una cinta roja, para que la
virgencita le proteja del mal de ojo. Aprendí de mi abuela a recolectar
y usar hojitas de tilo y boldo según la ocasión. Si me dolían los oídos, se
me trataba con un cucurucho con humo de tabaco. En fin, ir al hospital
era para cuando fallaba todo remedio natural, como dice una vecina, al
hospital del pueblo uno va a morirse. De ella también aprendí que aquí
llueve cuando al amanecer o atardecer las nubes cubren la punta de
los cerros, que es más cierto que lo que dicen los del tiempo en la tele.

A mi prima, que era buena para la pataleta, la llevaban tanto a ver


al cura como a santiguarse con una vecina, a ver si se le pasaba. La
mayoría de las mujeres adultas de este mundito rural eran dueñas de
casa, pocas trabajaban en labores agrícolas, menos aún en el pueblo.
Para mi abuelo la educación de sus hijos e hijas era la herencia más
importante, mis papás también creían en esto y nos incentivaron a mis
hermanos y a mí a que estudiáramos en la universidad.

Eso hice, estudié agronomía y después una maestría en desarrollo rural.


Y fue estudiando el mundo rural cuando por primera vez me cuestioné
el hecho de que pocas mujeres trabajan fuera de su casa, que las cifras
cuentan que la mayor parte de la tierra es administrada por hombres y
que aún hay partes en América Latina y el mundo donde las mujeres
no tienen acceso a la Tierra. Según PNUD, en América Latina entre

47
8 y 30% de las tierras agrícolas las administran mujeres. Lo irónico
es que, de acuerdo a la FAO, en los países en desarrollo las mujeres
campesinas generan entre el 60 y el 80% de la producción de alimentos.

Combiné mis años de estudios en la universidad con el trabajo con


dirigentes sociales y sus comunidades. Me di cuenta de que muchas
veces, me atrevería a decir que la mayoría, las comunidades eran
lideradas por mujeres. Fue trabajando con ellas donde aprendí,
desaprendí y aprehendí sobre lo femenino y el feminismo. Fue
trabajando con estas mujeres que aprendí que el milagro de la
multiplicación de los panes y los peces no es otra cosa que la olla
común. También que la crianza compartida entre vecinas es el eslabón
clave de desarrollo de la sociedad más vulnerable, que las matemáticas
y la economía básica se aprenden con la rutina de la supervivencia.

Desde entonces he pasado por diferentes períodos. Al comienzo, mis


esfuerzos y rebeldías se concentraron en la toma de espacios que
antes sólo eran reservados para hombres. Acompañar a las dirigentes
sociales a tomarse esos espacios y exigir no sólo sus derechos sino
también los de sus comunidades, leer sobre feminismo, debatir con los
amigos y la familia, ir a marchas, ir a seminarios, etc. Tuve la suerte de
trabajar por diferentes partes de América Latina al inicio de mi carrera,
conocí a otras mujeres en mis mismas búsquedas en diferentes países,
diferentes contextos, pero de ideales parecidos.

Luego, la vida me llevó de vuelta al mundo rural donde crecí. Esta


vuelta a mis orígenes también ha traído una vuelta de tuerca a lo
que entendía por feminismo. Me di cuenta de que el campo había
cambiado bastante desde mi niñez. No sólo se asfaltaron los caminos
de tierra de mi infancia, sino que las plantaciones de frutales trajeron
la incorporación de la mujer rural al trabajo con mucha mayor fuerza;
primero a las tareas de packing y de a poco hacia lo demás. De todas
formas, siguen faltando mujeres en las organizaciones gremiales,
administrando sus tierras, con trabajo agrícola no temporero, de eso
no hay duda.

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Me di cuenta también, de que en el mundo rural quedan principalmente
los adultos mayores, los más jóvenes se fueron a la ciudad a estudiar
y/o trabajar. Encontrarme en un mundillo de viejos y viejas me hizo
revalorar también espacios que tradicionalmente ejercían las mujeres
y que el mundo no ha sabido valorar: la artesanía, los productos
campesinos (mermeladas, licores, etc), el cultivar en tu huerta
tus propios alimentos y los de tu familia, el cuidado de otros, el
conocimiento de hierbas medicinales, etc. Caí en cuenta de que esto del
feminismo es para mí una construcción y deconstrucción constante.

Hoy mi lucha feminista tiene una ambivalencia similar a la del sistema


de valores en el que crecí. Por un lado, creo que es necesario seguir
peleando por abrirnos espacio a las mujeres rurales en la política, las
dirigencias gremiales, las jefaturas, la administración de sus propias
tierras y cargos directivos. Por otro lado, también creo necesario el
poner en valor, tanto afectiva como económicamente, a los roles y
espacios ejercidos tradicionalmente por las mujeres rurales. Me muevo
entre esas dos visiones de manera cíclica, como si fueran el invierno
y el verano, al ritmo de lo que la naturaleza me mueva a hacer, en la
búsqueda de ese equilibrio dinámico que, como si fuésemos la tierra
a cultivar, nos lleve a sacar el mejor potencial de lo que podemos ser.

49
Verónica del Pozo Saavedra, Chile, 34 años.
Ilustración de Elisa María Monsalve.

No me di cuenta de lo que significaba nacer niña hasta que fui mujer.


Pasé mi infancia en una parcela en las afueras de Santiago a fines de los
ochenta, rodeada de primos y hermanos, jugando en el cerro, vistiendo
buzos y zapatillas, con el pelo amarrado y el jockey hacia atrás. Me
sentía libre para ser y hacer igual que ellos. Teníamos la misma fuerza
y destreza física. Me dejaron ser lo que quería ser, y eso, unido a los
privilegios de clase, me dotó de una sensación de gran libertad. Ser
niña era para mí un dato biológico sin significancia cultural.
Mi madre trabajaba en la crianza ajena -era profesora de párvulos- y,
aunque amaba su trabajo y asumía la mitad de la carga económica
familiar, llegaba temprano a la casa y nos hacía su prioridad. Era alegre
y muy sociable. No le gustaban las discusiones políticas, probablemente
porque muchas veces terminaban con mis tíos parándose enojados y
tildando a mi papá de “comunista”, lo que parecía ser un insulto. Mi
padre, de esa generación en que los hombres no lloran ni tienen carencias
emocionales por falta de tiempo y de dinero, era serio, participaba en
política, demostraba el cariño con hechos y era muy protector. Nunca
reparé en ello, pero los roles estaban definidos: ella era piel y risas, él
era fortaleza y racionalidad. Ambos me enseñaron la empatía con el
dolor ajeno, a reírme fuerte, a disfrutar del placer, la importancia de
aprender, de la verdad y de actuar por la justicia. Nunca me di cuenta
de que, con su ejemplo, también modelaron para mi la idea del hombre
y la mujer, de lo propiamente femenino y masculino.
Luego llegó la pubertad, y el patriarcado, de la mano del capitalismo,
hizo lo suyo. Eran los noventa, la década de la post-dictadura, del
silencio incómodo, del “salto al desarrollo”, del neoliberalismo y la

51
imitación yanqui. La pubertad de las niñas estaba marcada por la
construcción del amor romántico envasado por Disney y el anhelo de
ser como las modelos de los video clip gringos que pasaban por la tele.
En un colegio privado, donde tu posición se definía en base al aspecto,
vi cómo algunas compañeras sufrían de anorexia para intentar calzar
con el canon de extrema delgadez y cómo las que no calzaban iban
quedando relegadas. Ser niña era como estar en una vitrina, insegura y
expuesta a la apreciación externa permanentemente.
No existían referentes de mujeres inteligentes, capaces, fuertes,
independientes. No se promovía la actitud crítica. Una vez mandaron
a llamar a mis padres porque estaba hablando de las elecciones en el
patio con una compañera. Estaba prohibido el proselitismo político.
Y tampoco existía el enfoque de género. Los profesores de ciencias
exactas se reían ocasionalmente de las niñas, y en particular, de las
niñas rubias, como yo, aunque a mí me iba muy bien. “Repito para las
rubias”, decía uno.
Tuve buena suerte en el amor, como se dice de alguien que siempre
tiene pareja. Si no, hubiese sido muy difícil conseguir permiso
para salir de noche. Emocionalmente dependiente, descuidaba mi
desarrollo personal y priorizaba las necesidades e intereses de ellos
permanentemente. Pero nada de andar “regalándose” a cualquiera. Eso
estaba permitido sólo a los hombres. Las mujeres podíamos ensuciar
nuestra reputación, como en la canción de Arjona.
Pese a todo, nunca reflexioné sobre lo que significaba ser niña en ese
contexto. Adormecida, me sentí relativamente feliz, me reí y hasta
lo pasé bien. Nunca pensé en cómo se metía debajo de mi piel un
aprendizaje que me costaría años des-aprender: la sobrevaloración de
lo externo, la falta de confianza y comodidad para establecer vínculos
con otras mujeres, no aspirar nunca a cargos de poder y sentirme
incómoda ocupando espacios de liderazgo por temor a ser criticada, no
saber ser sola, el valor de la abnegación. A las mujeres nos enseñaron a
ser y hacer de esa manera ¡y ni siquiera nos dimos cuenta!

52
Hasta que algo en mi despertó. La sensación de ahogo me obligó a
salir de una relación que me hubiese condenado a reproducir el papel
de mujer-madre del barrio alto. Volví a respirar, a sentirme libre,
como cuando era una niña en el cerro. Todavía desorientada, empecé
a conectarme con mi sentido de justicia e igualdad, mi amor por el
aprendizaje y mi fortaleza. Conocí a hombres y mujeres que fueron
referentes nuevos sobre la masculinidad y la feminidad. Mi ser
ideológico se disociaba de mi contexto social y de clase. Pero aún no
conocía el feminismo.
El feminismo lo conocí cuando llegué a ser mujer. Una dolorosa ruptura
me obligó a matar la idea del amor romántico. Me doy cuenta del cliché,
pero ese fue el primer impulso que me llevó a leer más sobre teoría
feminista. Quería sanarme y Marcela Lagarde me enseñó que la forma
en que las mujeres amamos y somos amadas es desigual. Que, como
a mi mamá, a las mujeres nos construyen como “seres de amor” y que
por eso se convierte en el centro de nuestras vidas. Fue un salvavidas.
Aún así, me costó un tiempo auto-denominarme feminista. Porque,
pensaba, era una etiqueta que anulaba mis otras convicciones políticas.
Mi compromiso político estaba en la igualdad de clase y la garantía
de los derechos humanos: denominarme feminista era reduccionista.
Pero entre más leía, más se hacía evidente la interseccionalidad,
cómo la desigualdad de género atraviesa todo y se entrecruza con la
pobreza, la raza, la nacionalidad y todas las condiciones que ponen
a las personas en situación de subordinación respecto de otras. Por
otro lado, me daba pudor llamarme así, pues el feminismo pertenecía a
mujeres realmente valientes, con trayectoria, estudios y, sobretodo, con
muchas menos contradicciones que yo. Pero fui descubriendo que no
existe un momento en el que una llega a serlo, que no es una meta que
se cruza de una vez y que nadie te asigna esa etiqueta. El feminismo es
una decisión.

53
Laura Sánchez Gil, Colombia, 25 años.
Ilustración de Antonia Johnson.

Una compañera de trabajo le reclamó a un compañero por una


broma que le hizo a otro. Básicamente se burló del color rosa de su
camisa. La imprudencia, el reclamo, el silencio después del reclamo, la
incomodidad de mis amigos - el de la broma, el de camisa y el de otros
que también lo pensaron-. Las risas imprudentes, las personas que
todavía no entendíamos por qué estuvo mal, si sólo fue una “broma”,
un “inofensivo comentario”. Fue tema para toda la oficina.

Mientras, entre gracia y asombro, muchas personas comentamos la


anécdota, no sabía que esta conversación estaba abriendo mi puerta
de entrada a un mundo de conversaciones, saberes y nuevas prácticas
por descubrir.

En mi proceso de adaptación después de salir de mi casa en Colombia,


y en el camino de formar una familia en Chile, me hice de nuevas
amigas y dentro de ellas reconocí a dos o tres muy especiales: “las
feministas” del grupo.

Me fuí acercando al tema a través de ellas, de nuevas conversaciones,


nuevas perspectivas. En todas me recuerdo callada, expectante e
incluso incómoda por momentos. Al principio intentando entender,
después asimilando y reconociendo en mí, en mi historia, muchas de
las inquietudes, reclamos, angustias y anécdotas que se planteaban. A
veces eran hechos cotidianos, otras veces conversaciones más teóricas,
todas con muchos matices y detalles que me mostraban un nuevo y
amplio enfoque desde el cual mirar la realidad.

55
Ese grupo de feministas defendía algo con lo que me sentía muy de
acuerdo. Pero era algo que aún se seguía sintiendo distante a mis
convicciones personales vinculadas al trabajo por pobreza, ciudadanía
y otras temáticas que para ese momento creía distantes del tema de
género. Decidí conocer un poco más sobre el tema, así que tomé una
clase electiva sobre género en la maestría.

Jamás olvidaré esa noche. Llegué cansadísima a mi casa después del


trabajo, no quise entrar, me quedé caminando en la plaza. Estaba
muy cansada, física y mentalmente. No pude evitar llorar, tenía que
reconocer lo que me estaba afectando: Un grave conflicto familiar
que no sabía manejar y porque ahí estaba yo, luchando por ignorar
lo mucho que me estaba costando ser mujer en un círculo de decisión
masculino en mi trabajo.

Esa noche no lloré por tristeza, lloré de cansancio y de rabia; estaba


viendo desigualdad de género en mi familia, en mi trabajo, en mi
universidad, en mis redes sociales, EN TODO. Me agoté. ¡Qué fuerte
cuando ves desigualdades de género en todo!, le dije a una amiga; eso
pasa cuando te pones los lentes violeta del feminismo, me dijo ella. Y
sí, no sólo tenía los lentes puestos, esa realidad que estaba viendo me
dolía y me afectaba. ¿Cómo no lo vi antes? ¿Cuánto tiempo lo ignoré?
¿Cómo es tan invisible para algunas personas? Ese día me descubrí
feminista.

Entre papers, documentales, conversaciones con amigas, con amigos y


reflexiones personales, comencé a surfear entre ideas enormes que me
cuestionaban replanteaban desde los aspectos más básicos y cotidianos
de mi vida hasta los más estructurales y profundos de la sociedad que
conozco.

Al principio fue doloroso: si bien llevo bastantes años trabajando y


estudiando sobre la desigualdad, no fue fácil reconocerme y reconocer
a muchas en el lado oprimido ante las desigualdades de poder.

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Sin embargo, mientras este viaje avanza y me reconozco en él, me
voy sintiendo libre, conocedora, empoderada y dueña de mi historia
junto a muchas otras que van viajando conmigo. Creo que no hay
palabras para expresar esa sensación de libertad. Como todo viaje,
sigo descubriendo, observando y cuestionando. Definitivamente hay
un mundo por reconfigurar.

En medio del viaje una amiga me invitó a este proyecto ¿Escribir


sobre feminismo? ¿Qué tengo yo por decir?, pensé. Pero ahora creo
que tenemos mucho por decir, sobre todo cuando es nuestra historia
la que siempre se ha callado. Y qué importante empezar por acá, por ir
descubriendo la propia historia.

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Eugenia Guareschi, Argentina, 37 años.
Ilustración de Paula Bustamante.

Nací en Córdoba, Argentina. Ciudad de voces melodiosas, ánimo


alegre, pícaro, mente ingeniosa y espíritu crítico. Me eduqué en un
colegio religioso, con buena educación y reproductor de relaciones
sociales de clase/elite. Claro que eso no lo notaba. No sabía que éramos
conservadores. En mi imaginario idealista prefería olvidarme de esto
último y elegía adscribirme a la identidad de rebeldía. La historia estaba
a mi favor: 100 años atrás los estudiantes de la Universidad Nacional
de Córdoba iniciaban una reforma de fondo reclamando el co-gobierno
de la institución. Los jóvenes no estaban dispuestos a seguir tolerando
una educación autoritaria “monárquica y monástica” con profesores
conformando castas, elegidos “por derecho divino”. La revolución
estudiantil se extendió como pólvora por todo el continente, agitando
reformas en las universidades públicas. En 1969 la mecha se volvió
a encender con el Cordobazo, nuestro mayo francés local. Obreros y
estudiantes unidos en una revuelta popular en tiempos de dictadura.

Me gustaría contarles lo maravillosa que fue mi experiencia universitaria


en la Facultad de Medicina, casi 90 años después de la Reforma. Pero
junto a las noches de estudio insomne, recuerdo el machismo y la
misoginia de los profesores, la tensa organización jerárquica y el
silencio en clases en las que no nos atrevíamos a preguntar. Recuerdo
un profesor que nos ofreció una beca para un congreso y luego nos
quiso pedir nuestros números de teléfono. Los médicos mayores
diciéndonos “piropos” y dándonos guiños. El cirujano que le dijo a
una amiga, durante su examen final oral, que por encima de ellos solo
estaba Dios y que perdía el tiempo porque las mujeres estaban hechas
para la cocina. La creencia de que especialidades como anestesiología

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y cirugía estaban destinadas a los hombres y otras, como pediatría y
ginecología, a las mujeres.

Ante la desilusión, lo que me salvó la vida fue la participación


comunitaria. Afuera de la academia, en los barrios, las mujeres
ponían patas para arriba todo lo que me enseñaban en las aulas. Los
profesores tienen la tendencia a hablar de “mitos” en los que exponen
la ignorancia de la gente. “Es imposible, la gente no sabe”. Ahí decidí
que me interesaba escuchar y no tratar de convencer a las demás
personas de que sanen con mis protocolos.

Y es que, aunque no salga en las noticias, otras maravillas ocurren: Las


mujeres empezamos a organizarnos y encontrarnos. Hace un año se
creó la red “feministas trabajando-Córdoba (mujeres, trans, tortas)”.
La Grupa, como la llamamos cariñosamente, nació en Facebook para
facilitar oportunidades laborales a las mujeres. Se han organizado
ferias masivas apoyando los proyectos autogestivos. También se han
formado grupos satélites según intereses: vivero, red de trueque, red
de alquileres, grupos de salud, etc.

En lo personal, necesité reinventar-me para proseguir en el camino


de sanación más allá de las desilusiones. Necesitaba tiempo para
digerir lo que la vida me trajo: exploración, nuevos aprendizajes,
permacultura, ecología, experiencias de autoconstrucción de vivienda
natural, soberanía alimentaria, auto elaboración de medicinas, sanación
natural. En el medio de un viaje por tierras chilenas, en una ecoaldea
de Rari, una viajera me mostró un fanzine fotocopiado que llevaba en
su mochila. Estaba marcado, subrayado, apropiado. Era el Manual de
Introducción a la Ginecología Natural de Pabla Pérez San Martín. Un
trabajo de recuperación de los saberes de la medicina tradicional local
como propuesta política de autonomía femenina. La experiencia floreció
y se multiplicó con talleres, círculos de mujeres, textos, recopilaciones
y distintos formatos de encuentro que nos permiten unirnos, recordar
y crear juntas un cuerpo de conocimientos y saberes que es legado de
nuestras tierras y nuestras ancestras. Medicina contrahegemónica y
emancipadora. Amor a primera vista.

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Sanar es cultura, patrimonio de los pueblos. A los médicos nos enseñan
que Hipócrates es el “padre” de la medicina. No nos aclaran que de
un tipo de medicina, la hegemónica y patriarcal. Hoy en día, en pleno
debate sobre la legalización del aborto, médicos y clínicas reclaman el
derecho a la objeción de conciencia. Algunos alegan que su decisión
responde al juramento hipocrático que reza ”me abstendré igualmente
de suministrar a mujeres embarazadas pesarios o abortivos”. Incapaces
de notar la sutileza: ya se realizan abortos y la academia decide no
involucrarse. Estas experiencias continuarán siendo clandestinas.
Como en tiempos antiguos, donde los ciclos de vida-muerte-vida
estaban en manos de curanderas, parteras, mujeres sabias, brujas,
quienes han sido desde siempre guardianas de conocimiento. Ironías
del destino: la primera mujer santa por decreto papal es Hildergard
de Bingen, monja, médica y compositora musical. También bruja,
sanadora, canalizadora, gemoterapeuta. Todo un combo new age
medieval.

A veces me escriben pidiéndome un “chequeo médico”, un “control”.


Me contengo las ganas de responder que “no te puedo ayudar en
eso, porque prefiero que te des-controles”. Es que por muchos años
se creyó que nos empoderábamos con la Ginecología patriarcal y su
cultura del control sobre el cuerpo femenino, la mutilación de úteros,
la medicalización de la sexualidad y de los ciclos femeninos para que
continúen siendo funcionales al sistema capitalista-explotador. Que
debemos minimizar las reacciones adversas y los dolores. Nos enseñan
a naturalizar el dolor de un DIU de cobre: “aguantando unos meses
los dolores, luego pasa”. Porque pareciera ser un detalle menor que
las hormonas anticonceptivas, el parche, el implante y el DIU mirena
interfieran en nuestra libido y deseo sexual. Te preguntaste alguna
vez ¿porqué no existe una especialidad médica similar que controle el
cuerpo masculino?

La propuesta del autocuidado feminista sanador es habitar el cuerpo,


nuestro propio territorio. Desde esta convicción, me hice feminista.

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Grettel Salazar Chacón, Costa Rica, 33 años.
Ilustración de Andrea Mahnke.

Nací en un pueblo de campos verdes, aire puro y puertas de las casas


abiertas todo el día, se los juro, así de lindo como se lee. Un pueblo
hermoso y machista (sin que una cosa anule la otra, ¡claro!). Solo para
ilustrar, todo el mundo te sonríe en la calle y casi ningún hombre se
sirve su propia comida.

Adoro a mis padres con todo mi corazón, pero de manera especial,


admiraba el trabajo político y social de mi papá en el ámbito local.
Siempre estaba en reuniones, hablaba de temas que parecían
trascendentales y constantemente podía verlo tomar decisiones que
impactaban la comunidad. Al lado suyo, había otros hombres y también
mujeres. Mujeres que cocinaban y servían el café en las reuniones… no
por eso menos importantes, por supuesto, pero siempre me pregunté…
¿Tendrían cosas que decir y nunca se atrevieron?

Mi mamá, un ejemplo impecable de bondad y paz interior. Siempre


estaba en casa, preparaba la comida para las reuniones políticas de
mi papá y avisaba cuando estaba servida, pero pocas veces (o tal vez
ninguna) la vi salir a relacionarse con la gente. Ayudaba a la comunidad
desde la casa, casi siempre cocinando y más por efecto colateral de
la participación de su marido. Esto, claro está, no le quita nada a la
persona maravillosa que es.

Se nos enseña a ser y a hacer según nuestro sexo y no según los deseos del
alma (que muchísimas veces también son ideales políticos). Mis padres
no escaparon a eso y yo sigo intentando escapar cuando considero que
es lo mejor. Más o menos de eso se trata ser feminista.

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Tenía 5 años y estábamos en el preescolar. La niña moderaba el diálogo,
pero el grupo decidía los temas (en el pueblo se le dice niña a las
maestras que no están casadas, mientras que a los hombres solamente
se les dice profe, sin distinción alguna según su estatus civil). Melvin,
sin ninguna mala intención, levantó la mano y dijo: “Yo si me quiero
casar, yo tengo novia”. La niña pregunta quién es “la afortunada” y
él -con la tremenda seguridad que le caracteriza- dijo: Grettel. Sentí
que mi cuerpo se descomponía, ya no participaba más de la carcajada
colectiva que más antes disfruté. ¿Por qué nadie me preguntó si quiero
ser su novia? ¿Quiero ser su novia? No, no quiero.

Rompí a llorar. La maestra trató de consolarme pero no lo logró hasta


que mi mamá llegó por mí. Aquél día, llorar e irme a casa fue mi forma
de decir que no aceptaba ser la novia de alguien sin que yo estuviera
de acuerdo. Permitir que me fuera de la clase y yo decidiera cuando
me sentía a gusto para volver, fue apoyar mi autodeterminación como
mujer. Racionalmente, mi mamá no lo veía así, estoy segura, pero
siguió su corazón y lo hizo.

Pasaban mis nueve años y mi maestra de cuarto grado organizó una


votación para elegir la presidencia de la clase. Realmente quería ganar,
me encantaba liderar espacios como había visto a mi papá hacerlo toda
su vida. Melvin (sí, el mismo del kínder) era encantador (aún lo es),
lograba hacer reír a cualquier persona con la que interactuaba, llenaba
de energía los lugares a los que llegaba y tenía una influencia bastante
evidente en todo el grupo. Compartíamos mucho cariño y complicidad
y éramos las dos opciones a la presidencia.

Di mi discurso con una seguridad que hubiera querido tener en muchos


otros momentos de mi vida (sobre todo para mandar al carajo a unos
cuantos), impresionante. Luego, hice algunas preguntas a Melvin y
él empezó a llorar, diciendo que yo estaba mejor preparada que él.
La votación resultó a mi favor, pero a pesar de mi alegría, enfrenté
el dilema de si debía ceder el puesto a Melvin para que no llorara
(porque, modestia aparte, estaba de acuerdo con él en que yo estaba

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mejor preparada –inserte emoticón tapándose la cara- pero sentía que
debía cuidarle, protegerle, evitarle su dolor).

Sin entenderlo en ese momento, aceptar el cargo y ejercerlo con pasión,


fue una afirmación de que no debía ceder el poder político que merecía
y para el cual estaba capacitada. Para dicha de quienes aprendimos
algo de aquella situación, tuve al lado una educadora (sería lindo que
no le digamos niña, porque lo que realmente importa es que es una
persona y, además, realiza una labor fundamental para el mundo)
que me escuchó, validó mis capacidades y me hizo ver que no debía
renunciar a lo que merecía.

Tenía 11 años y regresando a casa en autobús, luego de visitar a mi


abuela enferma, un hombre se masturbó en el asiento al otro lado del
pasillo (¿tengo que explicar el terror que sentí?). A mis 14, al cruzarme
un grupo de chicos en una acera, uno de ellos aprovechó el movimiento
y pasó su mano entre mis piernas. Años después, cuando logré vencer
la culpa y la vergüenza que aquellas situaciones me producían y
empecé a narrar ambas experiencias, me di cuenta que todas mis
amigas tenían historias similares. Mujeres de otros pueblos, mujeres
de ciudades, mujeres de diversos países, mujeres de otros continentes.
Todas, sin excepción, pasaron por algo así alguna o más veces en su
vida. ¿Alguien puede saber esto y no indignarse profundamente?

Mis épocas de secundaria y universidad trajeron muchos momentos


que afirmaban aquella determinación que ilustré antes. Cuando tuve
problemas para mi primera matrícula de carrera, mi mamá dijo: “¿Por
qué mejor no hace un curso de costura aquí en el la casa?” Una semana
después, estaba estudiando lo que yo quería y donde yo quería,
aunque eso implicara unos 100km y 3 autobuses desde el pueblo. Eso
fue gracias a mi intuición, pero también a mi hermana, quien al verme
asustada, dijo conocer la universidad y me acompañó (en realidad ella
no había ido nunca a las instalaciones y no tenía idea de cómo llegar,
pero disimuló a la perfección y su paz fue también la mía. Su paz, aún
es la mía cuando la necesito).

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Definitivamente mis clases de universidad en una facultad con
un marcado enfoque de Derechos Humanos y feminismo (con
sus evidentes y aberrantes excepciones, claro está) fue un punto
determinante para guiar mi posición política ante los temas de género.
De ninguna manera podría obviar el aporte de los insumos que
profesoras y profesores me brindaron; así como el de las reflexiones
de compañeros y compañeras con quienes, a corazón abierto, pasamos
semestres enteros preguntándonos cómo sacar el sistema patriarcal de
la profundidad de las venas de nuestra sociedad. Incluyendo nuestros
cuerpos y la forma en la que vivimos -o no vivimos- nuestro deseo.

De pronto (¡y gracias al universo!) la teoría empezó a volverse algo


cotidiano, ya no era solamente tema de discusión en el aula o la
cafetería de ciencias sociales.

Ahora encontraba un motivo claro para la molestia por el silbido en


la calle. El toqueteo innecesario del dueño de la pulpería al darme el
cambio, ya no me parecía una incomodidad personal, sino un asunto
de interés público. Ahora estaba segura que el cuestionamiento del
novio de la amiga a su forma de vestir, no era algo aceptable. Ahora
podía ver, claramente, el hilo que unía los chistes machistas de las
redes sociales, con las expresiones más violentas de la desigualdad de
género.

Pero también, hubo (y hay) muchos momentos en que no lograba darle


voz a mis derechos y deseos con la naturalidad que lo hacía de niña,
momentos en que la práctica cotidiana me demostraban que aún me
faltaba trabajo en la interiorización de mis ideales y en su integración a
mis prácticas más íntimas de relacionamiento conmigo misma, con mis
parejas y con las demás personas.

En mis relaciones de pareja, por ejemplo, experimenté los golpes más


duros de las ideas patriarcales del amor romántico y la sumisión,
cediendo mil veces mi poder personal ante la culpa y la manipulación.
Una de las pocas veces que mi mamá me habló de amor, con dos tazas

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de chocolate caliente al frente, me dijo: “su abuelita murió de tristeza
al no superar el engaño de su abuelo…no puede usted permitirse
lo mismo”. Sabrá Dios (como decimos en el pueblo) cuánto le habrá
costado poner en palabras su preocupación en un tema tan lejano a
nuestras conversaciones, pero lo hizo y me conmovió en lo profundo.
Entonces, se hacía imperativo encarnar aquellas ideas de libertad y
autodeterminación que tanto predicaba. Una y otra vez. Algunas veces
solo lo intenté, otras veces lo logré. Pero juro que todas las veces lo hice
por mí y lo hice por todas.

También ahí, en la trampa repetitiva de romantizar relaciones nocivas,


experimenté un nuevo elemento para afianzar mi posición feminista: el
amor profundo y genuino de la sororidad. Recibí sororidad de amigas
cercanas que me abrazaron una y otra vez, respetando mi proceso por
absurdo que pareciera. Construí sororidad en el encuentro íntimo
del dolor con aquellas mujeres que debían ser mis rivales según el
mandato patriarcal, pero que, desafiando esa tentación, fueron guías
amorosas para recorrer el camino de vuelta a mi centro, reconectar con
la determinación de mi niñez e intentar, cada día y todos los días, vivir
desde el amor en su sentido más universal.

La conexión con la indignación naturalmente humana ante la injusticia,


el abrazo y las palabras pertinentes de otras mujeres, los libros y
las discusiones de la universidad, las conversaciones fraternas en
grupos de amigos/as, conocidos/as y hasta desconocidos/as... Una
compleja red de elementos que todos los días promueven y alimentan
el privilegio de construir mi posición feminista y reinventarme a mí
misma en el proceso (si, creo que es un privilegio, uno que tenemos el
deber y la responsabilidad de democratizar).

Según yo, esto de ser feminista no se trata de ser o alcanzar un producto


terminado, sino de resignificar y construirme/nos todos los días.

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Agradecimientos

Alfonso Martínez Roa

Rodrigo Bustos Bottai

Paloma Abett de la Torre Díaz

Rodrigo Del Pozo Muñoz

Juan Pablo Duhalde

Mariela Infante Erazo

Pamela Ohlbaum

Lorena de Ferrari

Rebecca Zamora Picciani

Karen Lagües Farías

Matías Asún Hamel

Eduardo Grajeda Blandón

Verónica Saavedra Bascuñan

María Cecilia Bottai Monreal

Edith Brindis Álvarez

FES Comunicación

Y a todas las personas que nos apoyaron para que este libro fuera
posible. Todo nuestro amor.

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Ilustraciones

Pau Gasol Diego Flisfisch Héctor Ruiz Caro Celis


(España) “Chaochato”
(México)

Sofia Flores Cristián Garrido Sol Díaz Elisa María


Garabito Monsalve

Antonia Johnson Paula Andrea Mahnke Sol Undurraga


Bustamante
El libro Yo no era feminista fue impreso en los talleres de Fugar
Impresores. La primera edición consta de 1.000 ejemplares. Se utilizó
papel bond de 106 grs. Interior y la composición del texto de hizo en
familia Palatino.

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