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CLAROSOCUROS

POR JAIME BAYLY

Cuando era niño, mi madre solía decirme: En los cuadros más lindos hay luces y hay
sombras y para apreciar las luces tienes que saber apreciar las sombras. Cuando era
niño, solo quería estar al lado de mi madre y nos unía un amor infinito, un amor más
grande que el mar. Recuerdo que cuando me dejó a solas el primer día de clases en el
colegio, no podía alejarme de ella, no podía dejar de llorar. Y sobre todo recuerdo que
cuando solía quejarme por los desencuentros y las asperezas que solía tener con mi
padre, ella era muy noble y jamás hablaba mal de mi padre y repetía algo que entonces
me resultaba irritante, pero que ahora vuelve a mí como un eco cargado de sabiduría:
Tienes que aprender a querer a tu papi, porque si no aprendes a quererlo, nunca vas a
querer a nadie. Cuánta razón tenía mi madre. Estos días he pasado por algunos túneles
de los cuales, al salir, al reencontrarme con el fulgor de la luz, he sabido agradecer que
aún puedo ver, que todavía sale el sol, he podido apreciar el resplandor de las luces
porque me había hundido antes en las tinieblas, he podido disfrutar de la magia del arco-
iris porque había sido eclipsado por la sombra pasajera de una nube. Todo en la vida
(las relaciones humanas, las obras de arte, los grandes emprendimientos) parece estar
marcado por luces y sombras y es un viaje impredecible por zonas de claroscuros. No
todo puede brillar, relucir. Es preciso conocer la oscuridad más descorazonadora para
admirar la luminosidad que nos devuelve la fe en la vida, es preciso estar avisados de
que el viaje no estará exento de placeres, pero tampoco de accidentes, pesares y
sufrimientos, y que no conviene quejarse por éstos ni suponer que aquéllos serán todo
lo perdurables que quisiéramos. De la misma manera que no siempre recorremos dos
puntos por el camino más corto, a veces es inevitable extraviarnos en los laberintos del
amor y las pasiones para, en medio de la desesperación y la rabia por sabernos
perdidos, de pronto encontrar la salida, ver la luz al final del túnel. Tal vez no seríamos
capaces de apreciar y atesorar la nobleza de una persona si no hubiéramos conocido y
padecido la vileza de otra. Gracias a mi madre, he comprendido que los profesionales
de la crueldad nos educan a distinguir a los que cultivan la amistad y el amor. Gracias a
ella, he aprendido que la traición de los innobles nos permite reconocer a quienes nos
serán leales. Gracias a ella, ahora sé distinguir mejor a los que me quieren bien de los
que me quieren mal. Por respeto a mi madre y a la memoria de mi padre, por respeto a
las mujeres que he amado y sigo amando (aunque ellas por ahora prefieran el silencio,
pero yo siempre estaré esperándolas con los brazos abiertos), por respeto a Silvia y al
bebé que si Dios quiere nacerá en pocos meses, no debo odiar a nadie, no debo
quejarme por el odio o la maldad de nadie, debo entender que esas sombras tal vez me
ayudarán a distinguir mejor las luces que guíen mi camino. Debo dar gracias a quien
corresponda por las cosas buenas que me han sido dadas (comenzando por el amor de
mi madre y terminando por el milagro de una vida que está por llegar) y debo dar gracias
también a las cosas que el azar ha querido poner como escollos en mi camino, para que
aprenda a caerme, a levantarme y a sortear aquellos obstáculos que me tumbaron, pero
que no me dejarán tirado en el suelo, lamentando mi suerte contrariada. No: si algo me
enseñó mi madre, que fue una gran amazona, una campeona de saltos ecuestres, es
que no debes tenerles miedo a las vallas más elevadas y debes seguir saltando hasta
traspasarlas. Debes entender que la vida es un recorrido accidentado por un número de
obstáculos cada vez más peligrosos, que, si eres valiente, aprenderás a ir sorteando sin
perder el aplomo y la sonrisa. Tengo la suerte de ir saltando vallas con mi madre al lado
como instructora, y la verdad es que si no fuera por ella, creo que ya no me levantaría
más y me rendiría. Pero gracias a ella, encuentro fuerzas para no desmayar, para
aprender del dolor y el sufrimiento y para reconocer que en la experiencia humana, como
en toda obra de arte, hay luces y hay sombras, hay desgarros y éxtasis, hay dolores y
goces, hay un perpetuo viaje por los claroscuros de la vida.

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