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MÓDULO 3ro

PRÁCTICAS DEL LENGUAJE


CURSO: 3er AÑO
PROFESORA: Romina Andrea Petullo
CICLO LECTIVO: 2023
UNIDAD I
EL PESCADOR Y EL GENIO (Las mil y una noches, anónimo)
Había una vez un pescador de bastante edad y tan pobre que apenas ganaba lo necesario para alimentarse
con su esposa y sus tres hijos. Todas las mañanas, muy temprano, se iba a pescar y tenía por costumbre
echar sus redes no más de cuatro veces al día.
Una mañana, antes de que la luna desapareciera totalmente, se dirigió a la playa y, por tres veces, arrojó
sus redes al agua. Cada vez sacó un bulto pesado. Su desagrado y desesperación fueron grandes: la primera
vez sacó un asno; la segunda, un canasto lleno de piedras; y la tercera, una masa de barro y conchas. En
cuanto la luz del día empezó a clarear dijo sus oraciones, como buen musulmán; y se encomendó a sí
mismo y sus necesidades al Creador. Hecho esto, lanzó sus redes al agua por cuarta vez y, como antes, las
sacó con gran dificultad. Pero, en vez de peces, no encontró otra cosa que un jarrón de cobre dorado, con
un sello de plomo por cubierta. Este golpe de fortuna regocijó al pescador. —Lo venderé al fundidor —dijo
—, y con el dinero compraré un almud de trigo.
Examinó el jarrón por todos lados y lo sacudió, para ver si su contenido hacía algún ruido, pero nada oyó.
Esto y el sello grabado sobre la cubierta de cobre le hicieron pensar que encerraba algo precioso. Para
satisfacer su curiosidad, tomó su cuchillo y abrió la tapa. Puso el jarrón boca abajo, pero para su sorpresa,
nada salió de su interior. Lo colocó junto a sí y mientras se sentó a mirarlo atentamente, empezó a surgir un
humo muy espeso, que lo obligó a retirarse dos o tres pasos.
El humo ascendió hacia las nubes y, extendiéndose sobre el mar y la playa, formó una gran niebla, con
extremado asombro del pescador. Cuando el humo salió enteramente del jarrón, se reconcentró y se
transformó en una masa sólida: y ésta se convirtió en un Genio dos veces más alto que el mayor de los
gigantes. A la vista de tal monstruo, el pescador hubiera querido escapar volando, pero se asustó tanto que
no pudo moverse.
El Genio lo observó con mirada fiera y, con voz terrible, exclamó:
—Prepárate a morir, pues con seguridad te mataré.
— ¡Ay! — Respondió el pescador—, ¿por qué razón me matarías? Acabo de ponerte en libertad, ¿tan
pronto has olvidado mi bondad?
—Sí, lo recuerdo —dijo el Genio—, pero eso no salvará tu vida. Sólo un favor puedo concederte.
— ¿Y cuál es? —preguntó el pescador.
—Es —contestó el Genio— darte a elegir la manera como te gustaría morir.
—Más, ¿en qué te he ofendido? —Preguntó el pescador—. ¿Esa es tu recompensa por el servicio que te he
hecho?
—No puedo tratarte de otro modo —dijo el Genio—. Y si quieres saber la razón de ello, escucha mi historia:
“Soy uno de esos espíritus rebeldes que se opusieron a la voluntad de los cielos. Salomón, hijo de David, me
ordenó reconocer su poder y someterme a sus órdenes. Rehusé hacerlo y le dije que más bien me
expondría a su enojo que jurar la lealtad por él exigida. Para castigarme, me encerró en este jarrón de
cobre. Y a fin de que yo no rompiera mi prisión, él mismo estampó sobre esta tapa de plomo su sello, con el
gran nombre de Dios sobre él. Luego dio el jarrón a otro Genio, con instrucciones de arrojarme al mar.
Durante los primeros cien años de mi prisión, prometí que si alguien me liberaba antes de ese período, lo
haría rico. Durante el segundo, hice juramento de que otorgaría todos los tesoros de la tierra a quien
pudiera liberarme. Durante el tercero, prometí hacer de mi libertador un poderoso monarca, estar siempre
espiritualmente a su lado y concederle cada día tres peticiones, cualquiera que fuese su naturaleza. Por
último, irritado por encontrarme bajo tan largo cautiverio, juré que, si alguien me liberaba, lo mataría sin
misericordia, sin concederle otro favor que darle a elegir la manera de morir”
—Por lo tanto —concluyó el Genio—, dado que tú me has liberado hoy, te ofrezco esa elección.
El pescador estaba extremadamente afligido, no tanto por sí mismo, como a causa de sus tres hijos, y la
forma de mi muerte, te conjuro, por el gran nombre que estaba grabado sobre el sello del profeta Salomón,
hijo de David, a contestarme verazmente la pregunta que voy a hacerte.
El Genio, encontrándose obligado a dar una respuesta afirmativa a este conjuro, tembló. Luego, respondió
al pescador:
—Pregunta lo que quieras, pero hazlo pronto.
—Deseo saber —consultó el pescador—, si efectivamente estabas en este jarrón. ¿Te atreves a jurarlo por
el gran nombre de Dios?
—Sí —replicó el Genio—, me atrevo a jurar, por ese gran nombre, que así era.
—De buena fe —contestó el pescador— no te puedo creer. El jarrón no es capaz de contener ninguno de
tus miembros. ¿Cómo es posible que todo tu cuerpo pudiera yacer en él?
— ¿Es posible —replicó el Genio— que tú no me creas después del solemne juramento que acabo de
hacer?
—En verdad, no puedo creerte —dijo el pescador—. Ni podré creerte, a menos que tú entres en el jarrón
otra vez.
De inmediato, el cuerpo del Genio se disolvió y se cambió a sí mismo en humo, extendiéndose como antes
sobre la playa. Y, por último, recogiéndose, empezó a entrar de nuevo en el jarrón, en lo cual continuó
hasta que ninguna porción quedó afuera. Apresuradamente, el pescador cogió la cubierta de plomo y con
gran rapidez la volvió a colocar de plomo y con gran rapidez sobre el jarrón.
—Genio —gritó—, ahora es tu turno de rogar mi favor y ayuda. Pero yo te arrojaré al mar, donde te
encontrabas. Después, construiré una casa en la playa, donde residiré y advertiré a todos los pescadores
que vengan a arrojar sus redes, pero que se que hay un Genio tan malvado como tú, que has hecho
juramento de matar a la persona que te ponga en libertad. El Genio empezó a implorar al pescador
—Abre el jarrón —decía—; dame la libertad te prometo satisfacerte a tu entero agrado.
—Eres un traidor —respondió el pescado. Volvería a estar en peligro de perder mi vida, no soy tan loco
como para confiar en ti.

Actividad:
Lee el siguiente texto y responde:

¿Materiales artísticos?
Así como el material color no alcanza para diferenciar una obra pictórica de una mancha o de una
tintura para el pelo, y así como el material sonido no basta para diferenciar una pieza musical
artística de una alarma, o de las melodías de espera telefónica; la consideración de la palabra como
material que constituye la literatura no permite distinguir una novela de una anécdota cotidiana o
una poesía de un mail.

Según el texto, ¿podemos concluir diciendo que las obras de literatura son todas aquellas que se hagan con
palabras? ¿Por qué?

 Teniendo en cuenta tu respuesta anterior, ¿cómo definirías la literatura?

1.- Indica con V las afirmaciones verdaderas y con F las falsas. Reescribe las frases falsas de tal modo que
sean correctas.

____ El pescador era un hombre avaro que pescaba muchas veces al día.

____ El pescador descubre el jarrón donde está encerrado el genio la cuarta vez que arroja su red al mar.

____ El genio le promete al pescador cumplirle tres deseos si lo libera.

____ David se encargó de encerrar al genio en el jarrón como castigo por su rebeldía.

____ El genio no sabe que el pescador intenta engañarlo para encerrarlo nuevamente.

2.- Completa las oraciones para armar un resumen de la historia.

Salomón hizo encerrar al genio debido a que _________________________________________________

El pescador al encontrar el jarrón piensa ____________________________________________________

y luego se sorprende cuando _____________________________________________________________


El genio quiere dar muerte al pescador porque _______________________________________________

y no cede a pesar de que el hombre _______________________________________________________

Entonces el pescador, con astucia, _________________________________________________________

para probar que pudo entrar en el jarrón, el genio ____________________________________________

El pescador aprovecha para _____________________________ y le dice que _______________________

3. Responde las siguientes preguntas:

a) ¿Cuáles son las cuatro promesas que se propone cumplir el genio a quien lo libere?

b) ¿Qué hechos mágicos o sobrenaturales aparecen en el texto?

4. Analiza el texto “Historia del pescador y el genio” con los elementos que definen el concepto de
literatura, revisa dichos elementos para completar esta actividad.

Literatura: Etimológicamente este texto es literatura porque está formada por______________ .

Ficción: La historia que cuenta está basada en la realidad de otro tiempo y lugar; por ejemplo, hay un
pescador pobre con una familia necesitada, pero hay partes que evidentemente son parte de ficción.
Menciona qué partes están basadas en la realidad y qué otras son partes de la ficción.

Realidad: ______________________________________________________________________

Ficción: _______________________________________________________________________

Orales o escritos: Este relato no tiene ___________ por eso en el título se indica que es anónimo.

Por lo tanto, este es producto de la tradición ___________, pero llegó a nosotros de forma_______.

Lector: Tú como lector de este cuento. ¿Qué sentimientos provoco en ti? ¿Cómo imaginaste el
ambiente de la historia?

“Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, de Gabriel García Márquez

Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que tiene dos hijos, uno de 17 y una
hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué
le pasa y ella les responde: “No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a
sucederle a este pueblo".
El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a tirar una carambola sencillísima, el otro jugador le
dice: "Te apuesto un a que no la haces". Todos se ríen. El se ríe. Tira la carambola y no la hace. Paga su peso
y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla. Y él contesta: "Es cierto, pero me ha quedado
la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este
pueblo".
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde está con su mama, o una nieta,
o en fin, cualquier pariente, feliz con su peso dice y comenta:
-le gané este peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto.
- ¿Y por qué es un tonto?
- Porque no pudo hacer una carambola sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy
con la idea de que algo muy grave va a suceder en este pueblo.
Y su madre le dice:
- No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen…
Una pariente oye esto y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero: "Deme un kilo de carne". y en el
momento que la está cortando, le dice: "Mejor córteme dos, porque andan diciendo que algo grave va a
pasar y lo mejor es estar preparado
-El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar un kilo de carne, le dice: "Mejor lleve
dos porque hasta aquí lega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y
comprando cosas”
Entonces la vieja responde: "Tengo varios hijos, mejor deme cuatro kilos.". Se lleva los cuatro kilos, y para
no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata a otra vaca, se vende
toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo en el pueblo está esperando
que pase algo, Se paralizan las actividades y de pronto a las dos de la tarde, alguien dice:
-¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
Tanto calor que es pueblo donde los músicos tenían instrumentos remendados con brea y tocaban siempre
a la sombra porque si tocaban al sol se les caían a pedazos.
-Sin embargo-dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.
-Pero a las dos de la tarde es cuando hace más calor.
-Sí, pero no tanto calor como ahora.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre la voz: "Hay un pajarito en la
plaza". Y viene todo el mundo espantado a ver el pajarito.
- Pero señores, siempre ha habido pajaritos que bajan.
-Sí, pero nunca a esta hora.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos están desesperados por irse y
no tienen el valor de hacerlo.
-Yo si soy muy macho -grita uno-. Yo me voy.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y atraviesa la calle central donde todo
el pueblo lo ve. Hasta que todos dicen: "Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos". Y empiezan a
desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los animales, todo. Y uno de los últimos que
abandona el pueblo, dice: "Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa", y
entonces la incendia y otros incendian también sus casas. Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como
en un éxodo de guerra, y en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio que le dice a su hijo que está a
su lado: “¿Viste, mi hijo, que algo muy grave iba a suceder en este pueblo?"
TIPOS DE NARRADOR Y PERSONAJES:

INFIERNO GRANDE (CUENTO), DE GUILLERMO MARTÍNEZ

Muchas veces, cuando el almacén está vacío y sólo se escucha el zumbido de las moscas, me acuerdo del
muchacho aquel que nunca supimos cómo se llamaba y que nadie en el pueblo volvió a mencionar. Por
alguna razón que no alcanzo a explicar lo imagino siempre como la primera vez que lo vimos, con la ropa
polvorienta, la barba crecida y, sobre todo, con aquella melena larga y desprolija que le caía casi hasta los
ojos. Era recién el principio de la primavera y por eso, cuando entró al almacén, yo supuse que sería un
mochilero de paso al sur. Compró latas de conserva y yerba, o café; mientras le hacía la cuenta se miró en
el reflejo de la vidriera, se apartó el pelo de la frente, y me preguntó por una peluquería.
Dos peluquerías había entonces en Puente Viejo; pienso ahora que si hubiera ido a lo del viejo Melchor
quizá nunca se hubiera encontrado con la Francesa y nadie habría murmurado. Pero bueno, la peluquería
de Melchor estaba en la otra punta del pueblo y de todos modos no creo que pudiera evitarse lo que
sucedió. La cuestión es que lo mandé a la peluquería de Cervino y parece que mientras Cervino le cortaba el
pelo se asomó la Francesa. Y la Francesa miró al muchacho como miraba ella a los hombres. Ahí fue que
empezó el maldito asunto, porque el muchacho se quedó en el pueblo y todos pensamos lo mismo: que se
quedaba por ella.
No hacía un año que Cervino y su mujer se habían establecido en Puente Viejo y era muy poco lo que
sabíamos de ellos. No se daban con nadie, como solía comentarse con rencor en el pueblo. En realidad, en
el caso del pobre Cervino era sólo timidez, pero quizá la Francesa fuera, sí, un poco arrogante. Venían de la
ciudad, habían llegado el verano anterior, al comienzo de la temporada, y recuerdo que cuando Cervino
inauguró su peluquería yo pensé que pronto arruinaría al viejo Melchor, porque Cervino tenía diploma de
peluquero y premio en un concurso de corte a la navaja, tenía tijera eléctrica, secador de pelo y sillón
giratorio, y le echaba a uno savia vegetal en el pelo y hasta spray si no se lo frenaba a tiempo. Además, en
la peluquería de Cervino estaba siempre el último Gráfico en el revistero. Y estaba, sobre todo, la Francesa.
Nunca supe muy bien por qué le decían la Francesa y nunca tampoco quise averiguarlo: me hubiera
desilusionado enterarme, por ejemplo, de que la Francesa había nacido en Bahía Blanca o, peor todavía, en
un pueblo como éste. Fuera como fuese, yo no había conocido hasta entonces una mujer como aquella. Tal
vez era simplemente que no usaba corpiño y que hasta en invierno podía uno darse cuenta de que no
llevaba nada debajo del pulóver. Tal vez era esa costumbre suya de aparecerse apenas vestida en el salón
de la peluquería y pintarse largamente frente al espejo, delante de todos. Pero no, había en la Francesa
algo todavía más inquietante que ese cuerpo al que siempre parecía estorbarle la ropa, más perturbador
que la hondura de su escote. Era algo que estaba en su mirada. Miraba a los ojos, fijamente, hasta que uno
bajaba la vista. Una mirada incitante, promisoria, pero que venía ya con un brillo de burla, como si la
Francesa nos estuviera poniendo a prueba y supiera de antemano que nadie se le animaría, como si ya
tuviera decidido que ninguno en el pueblo era hombre a su medida. Así, con los ojos provocaba y con los
ojos, desdeñosa, se quitaba. Y todo delante de Cervino, que parecía no advertir nada, que se afanaba en
silencio sobre las nucas, haciendo sonar cada tanto sus tijeras en el aire.
Sí, la Francesa fue al principio la mejor publicidad para Cervino y su peluquería estuvo muy concurrida
durante los primeros meses. Sin embargo, yo me había equivocado con Melchor. El viejo no era tonto y
poco a poco fue recuperando su clientela: consiguió de alguna forma revistas pornográficas, que por esa
época los militares habían prohibido, y después, cuando llegó el Mundial, juntó todos sus ahorros y compró
un televisor color, que fue el primero del pueblo. Entonces empezó a decir a quien quisiera escucharlo que
en Puente Viejo había una y sólo una peluquería de hombres: la de Cervino era para maricas. Con todo,
creo yo que si hubo muchos que volvieron a la peluquería de Melchor fue, otra vez, a causa de la Francesa:
no hay hombre que soporte durante mucho tiempo la burla o la humillación de una mujer.
Como decía, el muchacho se quedó en el pueblo. Acampaba en las afueras, detrás de los médanos, cerca de
la casona de la viuda de Espinosa. Al almacén venía muy poco; hacía compras grandes, para quince días o
para el mes entero, pero en cambio iba todas las semanas a la peluquería. Y como costaba creer que fuera
solamente a leer el Gráfico, la gente empezó a compadecer a Cervino. Porque así fue, al principio todos
compadecían a Cervino. En verdad, resultaba fácil apiadarse de él: tenía cierto aire inocente de querubín y
la sonrisa pronta, como suele suceder con los tímidos. Era extremadamente callado y en ocasiones parecía
sumirse en un mundo intrincado y remoto: se le perdía la mirada y pasaba largo rato afilando la navaja, o
hacía chasquear interminablemente las tijeras y había que toser para retornarlo. Alguna vez, también, yo lo
había sorprendido por el espejo contemplando a la Francesa con una pasión muda y reconcentrada, como
si ni él mismo pudiese creer que semejante hembra fuera su esposa. Y realmente daba lástima esa mirada
devota, sin sombra de sospechas. Por otro lado, resultaba igualmente fácil condenar a la Francesa, sobre
todo para las casadas y casaderas del pueblo, que desde siempre habían hecho causa común contra sus
temibles escotes. Pero también muchos hombres estaban resentidos con la Francesa: en primer lugar, los
que tenían fama de gallos en Puente Viejo, como el ruso Nielsen, hombres que no estaban acostumbrados
al desprecio y mucho menos a la sorna de una mujer.
Y sea porque se había acabado el Mundial y no había de qué hablar, sea porque en el pueblo venían
faltando los escándalos, todas las conversaciones desembocaban en las andanzas del muchacho y la
Francesa. Detrás del mostrador yo escuchaba una y otra vez las mismas cosas: lo que había visto Nielsen
una noche en la playa, era una noche fría y sin embargo los dos se desnudaron y debían estar drogados
porque hicieron algo que Nielsen ni entre hombres terminaba de contar; lo que decía la viuda de Espinosa:
que desde su ventana siempre escuchaba risas y gemidos en la carpa del muchacho, los ruidos
inconfundibles de dos que se revuelcan juntos; lo que contaba el mayor de los Vidal, que en la peluquería,
delante de él y en las narices de Cervino... En fin, quién sabe cuánto habría de cierto en todas aquellas
habladurías.
Un día nos dimos cuenta de que el muchacho y la Francesa habían desaparecido. Quiero decir, al muchacho
no lo veíamos más y tampoco aparecía la Francesa, ni en la peluquería ni en el camino a la playa, por donde
solía pasear. Lo primero que pensamos todos es que se habían ido juntos y tal vez porque las fugas tienen
siempre algo de romántico, o tal vez porque el peligro ya estaba lejos, las mujeres parecían dispuestas
ahora a perdonar a la Francesa: era evidente que en ese matrimonio algo fallaba, decían; Cervino era
demasiado viejo para ella y por otro lado el muchacho era tan buen mozo... Y comentaban entre sí con
risitas de complicidad que quizá ellas hubieran hecho lo mismo.
Pero una tarde que se conversaba de nuevo sobre el asunto estaba en el almacén la viuda de Espinosa y la
viuda dijo con voz de misterio que a su entender algo peor había ocurrido; el muchacho aquel, como todos
sabíamos, había acampado cerca de su casa y, aunque ella tampoco lo había vuelto a ver, la carpa todavía
estaba allí; y le parecía muy extraño -repetía aquello, muy extraño- que se hubieran ido sin llevar la carpa.
Alguien dijo que tal vez debería avisarse al comisario y entonces la viuda murmuró que sería conveniente
vigilar también a Cervino. Recuerdo que yo me enfurecí, pero no sabía muy bien cómo responderle: tengo
por norma no discutir con los clientes. Empecé a decir débilmente que no se podía acusar a nadie sin
pruebas, que para mí era imposible que Cervino, que justamente Cervino... Pero aquí la viuda me
interrumpió: era bien sabido que los tímidos, los introvertidos, cuando están fuera de sí son los más
peligrosos. Estábamos todavía dando vueltas sobre lo mismo, cuando Cervino apareció en la puerta. Hubo
un gran silencio; debió advertir que hablábamos de él porque todos trataban de mirar hacia otro lado. Yo
pude observar cómo enrojecía y me pareció más que nunca un chico indefenso, que no había sabido crecer.
Cuando hizo el pedido noté que llevaba poca comida y que no había comprado yoghurt. Mientras pagaba,
la viuda le preguntó bruscamente por la Francesa. Cervino enrojeció otra vez, pero ahora lentamente,
como si se sintiera honrado con tanta solicitud. Dijo que su mujer había viajado a la ciudad para cuidar al
padre, que estaba muy enfermo, pero que pronto volvería, tal vez en una semana. Cuando terminó de
hablar había en todas las caras una expresión curiosa, que me costó identificar: era desencanto. Sin
embargo, apenas se fue Cervino, la viuda volvió a la carga. A ella, decía, no la había engañado ese farsante,
nunca más veríamos a la pobre mujer. Y repetía por lo bajo que había un asesino suelto en Puente Viejo y
que cualquiera podía ser la próxima víctima.
Transcurrió una semana, transcurrió un mes entero y la Francesa no volvía. Al muchacho tampoco se lo
había vuelto a ver. Los chicos del pueblo empezaron a jugar a los indios en la carpa abandonada y Puente
Viejo se dividió en dos bandos: los que estaban convencidos de que Cervino era un criminal y los que
todavía esperábamos que la Francesa regresara, que éramos cada vez menos. Se escuchaba decir que
Cervino había degollado al muchacho con la navaja, mientras le cortaba el pelo, y las madres les prohibían a
los chicos que jugaran en la cuadra de la peluquería y les rogaban a sus esposos que volvieran con Melchor.
Sin embargo, aunque parezca extraño, Cervino no se quedó por completo sin clientes: los muchachos del
pueblo se desafiaban unos a otros a sentarse en el fatídico sillón del peluquero para pedir el corte a la
navaja, y empezó a ser prueba de hombría llevar el pelo batido y con spray.
Cuando le preguntábamos por la Francesa, Cervino repetía la historia del suegro enfermo, que ya no
sonaba tan verdadera. Mucha gente dejó de saludarlo y supimos que la viuda de Espinosa había hablado
con el comisario para que lo detuviese. Pero el comisario había dicho que mientras no aparecieran los
cuerpos nada podía hacerse. En el pueblo se empezó entonces a conjeturar sobre los cadáveres: unos
decían que Cervino los había enterrado en su patio; otros, que los había cortado en tiras para arrojarlos al
mar, y así Cervino se iba convirtiendo en un ser cada vez más monstruoso. Yo escuchaba en el almacén
hablar todo el tiempo de lo mismo y empecé a sentir un temor supersticioso, el presentimiento de que en
aquellas interminables discusiones se iba incubando una desgracia. La viuda de Espinosa, por su parte,
parecía haber enloquecido. Andaba abriendo pozos por todos lados con una ridícula palita de playa,
vociferando que ella no descansaría hasta encontrar los cadáveres. Y un día los encontró.
Fue una tarde a principios de noviembre. La viuda entró en el almacén preguntándome si tenía palas; y dijo
en voz bien alta, para que todos la escucharan, que la mandaba el comisario a buscar palas y voluntarios
para cavar en los médanos, detrás del puente. Después, dejando caer lentamente las palabras, dijo que
había visto allí, con sus propios ojos, un perro que devoraba una mano humana. Me estremecí; de pronto
todo era verdad y mientras buscaba en el depósito las palas y cerraba el almacén seguía escuchando, aún
sin poder creerlo, la conversación entrecortada de horror, perro, mano, mano humana.
La viuda encabezó la marcha, airosa. Yo iba último, cargando las palas. Miraba a los demás y veía las
mismas caras de siempre, la gente que compraba en el almacén yerba y fideos. Miraba a mí alrededor y
nada había cambiado, ningún súbito vendaval, ningún desacostumbrado silencio. Era una tarde como
cualquier otra, a la hora inútil en que se despierta de la siesta. Abajo se iban alineando las casas, cada vez
más pequeñas, y hasta el mar, distante, parecía pueblerino, sin acechanzas. Por un momento me pareció
comprender de dónde provenía aquella sensación de incredulidad: no podía estar sucediendo algo así, no
en Puente Viejo.
Cuando llegamos a los médanos el comisario no había encontrado nada aún. Estaba cavando con el torso
desnudo y la pala subía y bajaba sin sobresaltos. Nos señaló vagamente en torno y yo distribuí las palas y
hundí la mía en el sitio que me pareció más inofensivo. Durante un largo rato sólo se escuchó el seco vaivén
del metal embistiendo la tierra. Yo le iba perdiendo el miedo a la pala y estaba pensando que tal vez la
viuda se había confundido, que quizá no fuera cierto, cuando oímos un alboroto de ladridos. Era el perro
que había visto la viuda, un pobre animal raquítico que se desesperaba alrededor de nosotros. El comisario
quiso espantarlo a cascotazos pero el perro volvía y volvía y en un momento pareció que iba a saltarle
encima. Entonces nos dimos cuenta de que era ése el lugar, el comisario volvió a cavar, cada vez más
rápido, era contagioso aquel frenesí, las palas se precipitaron todas juntas y de pronto el comisario gritó
que había dado con algo; escarbó un poco más y apareció el primer cadáver. Los demás apenas le echaron
un vistazo y volvieron enseguida a las palas, casi con entusiasmo, a buscar a la Francesa, pero yo me
acerqué y me obligué a mirarlo con detenimiento. Tenía un agujero negro en la frente y tierra en los ojos.
No era el muchacho. Me di vuelta, para advertirle al comisario, y fue como si me adentrara en una
pesadilla: todos estaban encontrando cadáveres, era como si brotaran de la tierra, a cada golpe de pala
rodaba una cabeza o quedaba al descubierto un torso mutilado. Por donde se mirara muertos y más
muertos, cabeza, cabezas.
El horror me hacía deambular de un lado a otro; no podía pensar, no podía entender, hasta que vi una
espalda acribillada y más allá una cabeza con venda en los ojos. Miré al comisario y el comisario también
sabía, nos ordenó que nos quedáramos allí, que nadie se moviera, y volvió al pueblo, a pedir instrucciones.
Del tiempo que transcurrió hasta su regreso sólo recuerdo el ladrido incesante del perro, el olor a muerto y
la figura de la viuda hurgando con su palita entre los cadáveres, gritándonos que había que seguir, que
todavía no había aparecido la Francesa. Cuando el comisario volvió caminaba erguido y solemne, como
quien se apresta a dar órdenes. Se plantó delante de nosotros y nos mandó que enterrásemos de nuevo los
cadáveres, tal como estaban. Todos volvimos a las palas, nadie se atrevió a decir nada. Mientras la tierra
iba cubriendo los cuerpos yo me preguntaba si el muchacho no estaría también allí. El perro ladraba y
saltaba enloquecido. Entonces vimos al comisario con la rodilla en tierra y el arma entre las manos. Disparó
una sola vez. El perro cayó muerto. Dio luego dos pasos con el arma todavía en la mano y lo pateó hacia
adelante, para que también lo enterrásemos.
Antes de volver nos ordenó que no hablásemos con nadie de aquello y anotó uno por uno los nombres de
los que habíamos estado allí. La Francesa regresó pocos días después: su padre se había recuperado por
completo. Del muchacho, en el pueblo nunca hablamos. La carpa la robaron ni bien empezó la temporada.
REALISMO MÁGICO:
“Un señor muy viejo con alas enormes” (Gabriel García Márquez)
Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su
patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se
pensaba que era causa de la pestilencia. El mundo estaba triste desde el martes. El cielo y el mar eran una
misma cosa de ceniza, y las arenas de la playa, que en marzo fulguraban como polvo de lumbre, se habían
convertido en un caldo de lodo y mariscos podridos. La luz era tan mansa al mediodía, que cuando Pelayo
regresaba a la casa después de haber tirado los cangrejos, le costó trabajo ver qué era lo que se movía y se
quejaba en el fondo del patio. Tuvo que acercarse mucho para descubrir que era un hombre viejo, que
estaba tumbado boca abajo en el lodazal, y a pesar de sus grandes esfuerzos no podía levantarse, porque
se lo impedían sus enormes alas. Asustado por aquella pesadilla, Pelayo corrió en busca de Elisenda, su
mujer, que estaba poniéndole compresas al niño enfermo, y la llevó hasta el fondo del patio. Ambos
observaron el cuerpo caído con un callado estupor. Estaba vestido como un trapero. Le quedaban apenas
unas hilachas descoloridas en el cráneo pelado y muy pocos dientes en la boca, y su lastimosa condición de
bisabuelo ensopado lo había desprovisto de toda grandeza. Sus alas de gallinazo grande, sucias y medio
desplumadas, estaban encalladas para siempre en el lodazal. Tanto lo observaron, y con tanta atención,
que Pelayo y Elisenda se sobrepusieron muy pronto del asombro y acabaron por encontrarlo familiar.
Entonces se atrevieron a hablarle, y él les contestó en un dialecto incomprensible, pero con una buena voz
de navegante. Fue así como pasaron por alto el inconveniente de las alas, y concluyeron con muy buen
juicio que era un náufrago solitario de alguna nave extranjera abatida por el temporal. Sin embargo,
llamaron para que lo viera a una vecina que sabía todas las cosas de la vida y la muerte, y a ella le bastó con
una mirada para sacarlos del error. - Es un ángel –les dijo-. Seguro que venía por el niño, pero el pobre está
tan viejo que lo ha tumbado la lluvia. Al día siguiente todo el mundo sabía que en casa de Pelayo tenían
cautivo un ángel de carne y hueso. Contra el criterio de la vecina sabia, para quien los ángeles de estos
tiempos eran sobrevivientes fugitivos de una conspiración celestial, no habían tenido corazón para matarlo
a palos. Pelayo estuvo vigilándolo toda la tarde desde la cocina, armado con un garrote de alguacil, y antes
de acostarse lo sacó a rastras del lodazal y lo encerró con las gallinas en el gallinero alumbrado. A media
noche, cuando terminó la lluvia, Pelayo y Elisenda seguían matando cangrejos. Poco después el niño
despertó sin fiebre y con deseos de comer. Entonces se sintieron magnánimos y decidieron poner al ángel
en una balsa con agua dulce y provisiones para tres días, y abandonarlo a su suerte en altamar. Pero
cuando salieron al patio con las primeras luces, encontraron a todo el vecindario frente al gallinero,
retozando con el ángel sin la menor devoción y echándole cosas de comer por los huecos de las
alambradas, como si no fuera una criatura sobrenatural sino un animal de circo. El padre Gonzaga llegó
antes de las siete alarmado por la desproporción de la noticia. A esa hora ya habían acudido curiosos
menos frívolos que los del amanecer, y habían hecho toda clase de conjeturas sobre el porvenir del cautivo.
Los más simples pensaban que sería nombrado alcalde del mundo. Otros, de espíritu más áspero, suponían
que sería ascendido a general de cinco estrellas para que ganara todas las guerras. Algunos visionarios
esperaban que fuera conservado como semental para implantar en la tierra una estirpe de hombres alados
y sabios que se hicieran cargo del Universo. Pero el padre Gonzaga, antes de ser cura, había sido leñador
macizo. Asomado a las alambradas repasó un instante su catecismo, y todavía pidió que le abrieran la
puerta para examinar de cerca de aquel varón de lástima que más parecía una enorme gallina decrépita
entre las gallinas absortas. Estaba echado en un rincón, secándose al sol las alas extendidas, entre las
cáscaras de fruta y las sobras de desayunos que le habían tirado los madrugadores. Ajeno a las
impertinencias del mundo, apenas si levantó sus ojos de anticuario y murmuró algo en su dialecto cuando
el padre Gonzaga entró en el gallinero y le dio los buenos días en latín. El párroco tuvo la primera sospecha
de impostura al comprobar que no entendía la lengua de Dios ni sabía saludar a sus ministros. Luego
observó que visto de cerca resultaba demasiado humano: tenía un insoportable olor de intemperie, el
revés de las alas sembrado de algas parasitarias y las plumas mayores maltratadas por vientos terrestres, y
nada de su naturaleza miserable estaba de acuerdo con la egregia dignidad de los ángeles. Entonces
abandonó el gallinero, y con un breve sermón previno a los curiosos contra los riesgos de la ingenuidad. Les
recordó que el demonio tenía la mala costumbre de recurrir a artificios de carnaval para confundir a los
incautos. Argumentó que si las alas no eran el elemento esencial para determinar las diferencias entre un
gavilán y un aeroplano, mucho menos podían serlo para reconocer a los ángeles. Sin embargo, prometió
escribir una carta a su obispo, para que éste escribiera otra al Sumo Pontífice, de modo que el veredicto
final viniera de los tribunales más altos. Su prudencia cayó en corazones estériles. La noticia del ángel
cautivo se divulgó con tanta rapidez, que al cabo de pocas horas había en el patio un alboroto de mercado,
y tuvieron que llevar la tropa con bayonetas para espantar el tumulto que ya estaba a punto de tumbar la
casa. Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de
tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel. Vinieron curiosos hasta de la
Martinica. Vino una feria ambulante con un acróbata volador, que pasó zumbando varias veces por encima
de la muchedumbre, pero nadie le hizo caso porque sus alas no eran de ángel sino de murciélago sideral.
Vinieron en busca de salud los enfermos más desdichados del Caribe: una pobre mujer que desde niña
estaba contando los latidos de su corazón y ya no le alcanzaban los números, un jamaicano que no podía
dormir porque lo atormentaba el ruido de las estrellas, un sonámbulo que se levantaba de noche a
deshacer dormido las cosas que había hecho despierto, y muchos otros de menor gravedad. En medio de
aquel desorden de naufragio que hacía temblar la tierra, Pelayo y Elisenda estaban felices de cansancio,
porque en menos de una semana atiborraron de plata los dormitorios, y todavía la fila de peregrinos que
esperaban su turno para entrar llegaba hasta el otro lado del horizonte. El ángel era el único que no
participaba de su propio acontecimiento. El tiempo se le iba buscando acomodo en su nido prestado,
aturdido por el calor de infierno de las lámparas de aceite y las velas de sacrificio que le arrimaban a las
alambradas. Al principio trataron de que comiera cristales de alcanfor, que, de acuerdo con la sabiduría de
la vecina sabia, era el alimento específico de los ángeles. Pero él los despreciaba, como despreció sin
probarlos los almuerzos papales que le llevaban los penitentes, y nunca se supo si fue por ángel o por viejo
que terminó comiendo nada más que papillas de berenjena. Su única virtud sobrenatural parecía ser la
paciencia. Sobre todo en los primeros tiempos, cuando le picoteaban las gallinas en busca de los parásitos
estelares que proliferaban en sus alas, y los baldados le arrancaban plumas para tocarse con ellas sus
defectos, y hasta los más piadosos le tiraban piedras tratando de que se levantara para verlo de cuerpo
entero. La única vez que consiguieron alterarlo fue cuando le abrasaron el costado con un hierro de marcar
novillos, porque llevaba tantas horas de estar inmóvil que lo creyeron muerto. Despertó sobresaltado,
despotricando en lengua hermética y con los ojos en lágrimas, y dio un par de aletazos que provocaron un
remolino de estiércol de gallinero y polvo lunar, y un ventarrón de pánico que no parecía de este mundo.
Aunque muchos creyeron que su reacción no había sido de rabia sino de dolor, desde entonces se cuidaron
de no molestarlo, porque la mayoría entendió que su pasividad no era la de un héroe en uso de buen retiro
sino la de un cataclismo en reposo. El padre Gonzaga se enfrentó a la frivolidad de la muchedumbre con
fórmulas de inspiración doméstica, mientras le llegaba un juicio terminante sobre la naturaleza del cautivo.
Pero el correo de Roma había perdido la noción de la urgencia. El tiempo se les iba en averiguar si el
convicto tenía ombligo, si su dialecto tenía algo que ver con el arameo, si podía caber muchas veces en la
punta de un alfiler, o si no sería simplemente un noruego con alas. Aquellas cartas de parsimonia habrían
ido y venido hasta el fin de los siglos, si un acontecimiento providencial no hubiera puesto término a las
tribulaciones del párroco. Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes
del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de la mujer que se había convertido en araña por
desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel,
sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y
al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror. Era una tarántula espantosa del tamaño
de un carnero y con la cabeza de una doncella triste. Pero lo más desgarrador no era su figura de disparate,
sino la sincera aflicción con que contaba los pormenores de su desgracia: siendo casi una niña se había
escapado de la casa de sus padres para ir a un baile, y cuando regresaba por el bosque después de haber
bailado toda la noche sin permiso, un trueno pavoroso abrió el cielo en dos mitades, y por aquella grieta
salió el relámpago de azufre que la convirtió en araña. Su único alimento eran las bolitas de carne molida
que las almas caritativas quisieran echarle en la boca. Semejante espectáculo, cargado de tanta verdad
humana y de tan temible escarmiento, tenía que derrotar sin proponérselo al de un ángel despectivo que
apenas si se dignaba mirar a los mortales. Además los escasos milagros que se le atribuían al ángel
revelaban un cierto desorden mental, como el del ciego que no recobró la visión pero le salieron tres
dientes nuevos, y el del paralítico que no pudo andar pero estuvo a punto de ganarse la lotería, y el del
leproso a quien le nacieron girasoles en las heridas. Aquellos milagros de consolación que más bien
parecían entretenimientos de burla, habían quebrantado ya la reputación del ángel cuando la mujer
convertida en araña terminó de aniquilarla. Fue así como el padre Gonzaga se curó para siempre del
insomnio, y el patio de Pelayo volvió a quedar tan solitario como en los tiempos en que llovió tres días y los
cangrejos caminaban por los dormitorios. Los dueños de la casa no tuvieron nada que lamentar. Con el
dinero recaudado construyeron una mansión de dos plantas, con balcones y jardines, y con sardineles muy
altos para que no se metieran los cangrejos del invierno, y con barras de hierro en las ventanas para que no
se metieran los ángeles. Pelayo estableció además un criadero de conejos muy cerca del pueblo y renunció
para siempre a su mal empleo de alguacil, y Elisenda se compró unas zapatillas satinadas de tacones altos y
muchos vestidos de seda tornasol, de los que usaban las señoras más codiciadas en los domingos de
aquellos tiempos. El gallinero fue lo único que no mereció atención. Si alguna vez lo lavaron con creolina y
quemaron las lágrimas de mirra en su interior, no fue por hacerle honor al ángel, sino por conjurar la
pestilencia de muladar que ya andaba como un fantasma por todas partes y estaba volviendo vieja la casa
nueva. Al principio, cuando el niño aprendió a caminar, se cuidaron de que no estuviera cerca del gallinero.
Pero luego se fueron olvidando del temor y acostumbrándose a la peste, y antes de que el niño mudara los
dientes se había metido a jugar dentro del gallinero, cuyas alambradas podridas se caían a pedazos. El ángel
no fue menos displicente con él que con el resto de los mortales, pero soportaba las infamias más
ingeniosas con una mansedumbre de perro sin ilusiones. Ambos contrajeron la varicela al mismo tiempo. El
médico que atendió al niño no resistió la tentación de auscultar al ángel, y encontró tantos soplos en el
corazón y tantos ruidos en los riñones, que no le pareció posible que estuviera vivo. Lo que más le
asombró, sin embargo, fue la lógica de sus alas. Resultaban tan naturales en aquel organismo
completamente humano, que no podía entender por qué no las tenían también los otros hombres. Cuando
el niño fue a la escuela, hacía mucho tiempo que el sol y la lluvia habían desbaratado el gallinero. El ángel
andaba arrastrándose por acá y por allá como un moribundo sin dueño. Lo sacaban a escobazos de un
dormitorio y un momento después lo encontraban en la cocina. Parecía estar en tantos lugares al mismo
tiempo, que llegaron a pensar que se desdoblaba, que se repetía a sí mismo por toda la casa, y la
exasperada Elisenda gritaba fuera de quicio que era una desgracia vivir en aquel infierno lleno de ángeles.
Apenas si podía comer, sus ojos de anticuario se le habían vuelto tan turbios que andaba tropezando con
los horcones, y ya no le quedaban sino las cánulas peladas de las últimas plumas. Pelayo le echó encima
una manta y le hizo la caridad de dejarlo dormir en el cobertizo, y sólo entonces advirtieron que pasaba la
noche con calenturas delirantes en trabalenguas de noruego viejo. Fue esa una de las pocas veces en que
se alarmaron, porque pensaban que se iba a morir, y ni siquiera la vecina sabia había podido decirles qué se
hacía con los ángeles muertos. Sin embargo, no sólo sobrevivió a su peor invierno, sino que pareció mejor
con los primeros soles. Se quedó inmóvil muchos días en el rincón más apartado del patio, donde nadie lo
viera, y a principios de diciembre empezaron a nacerle en las alas unas plumas grandes y duras, plumas de
pajarraco viejo, que más bien parecían un nuevo percance de la decrepitud. Pero él debía conocer la razón
de estos cambios, porque se cuidaba muy bien de que nadie los notara, y de que nadie oyera las canciones
de navegantes que a veces cantaba bajo las estrellas. Una mañana, Elisenda estaba cortando rebanadas de
cebolla para el almuerzo, cuando un viento que parecía de alta mar se metió en la cocina. Entonces se
asomó por la ventana, y sorprendió al ángel en las primeras tentativas del vuelo. Eran tan torpes, que abrió
con las uñas un surco de arado en las hortalizas y estuvo a punto de desbaratar el cobertizo con aquellos
aletazos indignos que resbalaban en la luz y no encontraban asidero en el aire. Pero logró ganar altura.
Elisenda exhaló un suspiro de descanso, por ella y por él, cuando lo vio pasar por encima de las últimas
casas, sustentándose de cualquier modo con un azaroso aleteo de buitre senil. Siguió viéndolo hasta
cuando acabó de cortar la cebolla, y siguió viéndolo hasta cuando ya no era posible que lo pudiera ver,
porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar.

ESQUEMA ACTANCIAL:
“El Hombrecito del Azulejo” Manuel Mujica Laínez
Los dos médicos cruzan el zaguán hablando en voz baja. Su juventud puede más que sus barbas y que sus
levitas severas, y brilla en sus ojos claros. Uno de ellos, el doctor Ignacio Pirovano, es alto, de facciones
resueltamente esculpidas. Apoya una de las manos grandes, robustas, en el hombro del otro, y comenta:
Esta noche será la crisis.
- Sí responde el doctor Eduardo Wilde; - hemos hecho cuanto pudimos.
- Veremos mañana. Tiene que pasar esta noche. . . Hay que esperar...
Y salen en silencio. A sus amigos del club, a sus compañeros de la Facultad, del Lazareto y del Hospital del
Alto de San Telmo, les hubiera costado reconocerles, tan serios van, tan ensimismados, porque son dos
hombres famosos por su buen humor, que en el primero se expresa con farsas estudiantiles y en el
segundo con chisporroteos de ironía mordaz. Cierran la puerta de calle sin ruido y sus pasos se apagan en la
noche. Detrás, en el gran patio que la luna enjalbega, la Muerte aguarda, sentada en el brocal del pozo. Ha
oído el comentario y en su calavera flota una mueca que hace las veces de sonrisa. También lo oyó el
hombrecito del azulejo.
El hombrecito del azulejo es un ser singular. Nació en Francia, en Desvres, departamento del Paso de Calais,
y vino a Buenos Aires por equivocación. Sus manufactureros, los Fourmaintraux, no lo destinaban aquí,
pero lo incluyeron por error dentro de uno de los cajones rotulados para la capital argentina, e hizo el viaje,
embalado prolijamente el único distinto de los azulejos del lote. Los demás, los que ahora lo acompañan en
el zócalo, son azules corno él, con dibujos geométricos estampados cuya tonalidad se deslíe hacia el blanco
del centro lechoso, pero ninguno se honra con su diseño: el de un hombrecito azul, barbudo, con calzas
antiguas, gorro de duende y un bastón en la mano derecha.
Cuando el obrero que ornamentaba el zaguán porteño topó con él, lo dejó aparte, porque su presencia
intrusa interrumpía el friso; mas luego le hizo falta un azulejo para completar y lo colocó en un extremo,
junto a la historiada cancela que separa zaguán y patio, pensando que nadie lo descubriría. Y el tiempo
transcurrió sin que ninguno notara que entre los baldosines había uno, disimulado por la penumbra de la
galería, tan diverso. Entraban los lecheros, los pescadores, los vendedores de escobas y plumeros hechos
por los indios pampas; depositaban en el suelo sus hondos canastos, y no se percataban del menudo
extranjero del zócalo. Otras veces eran las señoronas de visita las que atravesaban el zaguán y tampoco lo
veían, ni lo veían las chinas crinudas que pelaban la pava a la puerta aprovechando la hora en que el ama
rezaba el rosario en la Iglesia de San Miguel. Hasta que un día la casa se vendió y entre sus nuevos
habitantes hubo un niño, quien lo halló de inmediato.
Ese niño, ese Daniel a quien la Muerte atisba ahora desde el brocal, fue en seguida su amigo. Le apasionó el
misterio del hombrecito del azulejo, de ese diminuto ser que tiene por dominio un cuadrado con diez
centímetros por lado, y que sin duda vive ahí por razones muy extraordinarias y muy secretas. Le dio un
nombre. Lo llamó Martinito, en recuerdo del gaucho don Martín que le regaló un petiso cuando estuvieron
en la estancia de su tío materno, en Arrecifes, y que se le parece vagamente, pues lleva como él unos largos
bigotes caídos y una barba en punta y hasta posee un bastón hecho con una rama de manzano.
¡Martinito! ¡Martinito!
El niño lo llama al despertarse, y arrastra a la gata gruñona para que lo salude. Martinito es el compañero
de su soledad. Daniel se acurruca en el suelo junto a él y le habla durante horas, mientras la sombra teje en
el suelo la minuciosa telaraña de la cancela, recortando sus orlas y paneles y sus finos elementos vegetales,
con la medialuna del montante donde hay una pequeña lira.
Martinito, agradecido a quien comparte su aislamiento, le escucha desde su silencio azul, mientras las
pardas van y vienen, descalzas, por el zaguán y por el patio que en verano huele a jazmines del país y en
invierno, sutilmente, al sahumerio encendido en el brasero de la sala.
Pero ahora el niño está enfermo, muy enfermo. Ya lo declararon al salir los doctores de barba rubia. Y la
Muerte espera en el brocal.
El hombrecito se asoma desde su escondite y la espía. En el patio lunado, donde las macetas tienen la
lividez de los espectros, y los hierros del aljibe se levantan como una extraña fuente inmóvil, la Muerte
evoca las litografías del mexicano José Guadalupe Posada, ese que tantas "calaveras, ejemplos y corridos"
ilustró durante la dictadura de Porfirio Díaz, pues como en ciertos dibujos macabros del mestizo está
vestida como si fuera una gran señora, que por otra parte lo es.
Martinito estudia su traje negro de revuelta cola, con muchos botones y cintas, y a gorra emplumada que
un moño de crespón sostiene bajo el maxilar y estudia su cráneo terrible, más pavoroso que el de los
mortales porque es la calavera de la propia Muerte y fosforece con verde resplandor. Y ve que la Muerte
bosteza.
Ni un rumor se oye en la casa. E1 ama recomendó a todos que caminaran rozando apenas el suelo, como si
fueran ángeles, para no despertar a Daniel, y las pardas se han reunido a rezar quedamente en el otro
patio, en tanto que la señora v sus hermanas lloran con los pañuelos apretados sobre los labios, en el
cuarto del enfermo, donde algún bicho zumba como si pidiera silencio, alrededor de la única lámpara
encendida.
Martinito piensa que el niño, su amigo, va a morir, y le late el frágil corazón de cerámica. Ya nadie acudirá
cantando a su escondite del zaguán; nadie le traerá los juguetes nuevos, para mostrárselos y que conversen
con él. Quedará solo una vez más, mucho más solo ahora que sabe lo que es la ternura. La Muerte,
entretanto, balancea las piernas magras en el brocal poliédrico de mármol que ornan anclas y delfines. El
hombrecito da un paso y abandona su cuadrado refugio. Va hacia el patio, pequeño peregrino azul que
atraviesa los hierros de la cancela asombrada, apoyándose en el bastón. Los gatos a quienes trastorna la
proximidad de la Muerte, cesan de maullar: es insólita la presencia del personaje que podría dormir en la
palma de la mano de un chico; tan insólita como la de la enlutada mujer sin ojos. Allá abajo, en el pozo
profundo, la gran tortuga que lo habita adivina que algo extraño sucede en la superficie, y saca la cabeza
del caparazón.
La Muerte se hastía entre las enredaderas tenebrosas, mientras aguarda la hora fija en que se descalzará
los mitones fúnebres para cumplir su función. Desprende el relojito que cuelga sobre su pecho fláccido y al
que una guadaña sirve de minutero, mira la hora y vuelve a bostezar. Entonces advierte a sus pies al enano
del azulejo, que se ha quitado el bonete y hace una reverencia de Francia.
- Madame la Mort...
A la Muerte le gusta, súbitamente, que le hablen en francés. Eso la aleja del modesto patio de una casa
criolla perfumada con alhucema y benjuí; la aleja de una ciudad donde, a poco que se ande por la calle, es
imposible no cruzarse con cuarteadores y con vendedores de empanadas. Porque esta Muerte, la Muerte
de Daniel, no es la gran Muerte, como se pensará, la Muerte que las gobierna a todas, sino una de tantas
Muertes, una Muerte de barrio, exactamente la Muerte del barrio de San Miguel en Buenos Aires, y al oírse
dirigir la palabra en francés, cuando no lo esperaba, y por un caballero tan atildado, ha sentido crecer su
jerarquía en el lúgubre escalafón. Es hermoso que la llamen a una así: "Madame la Mort." Eso la aproxima
en el parentesco a otras Muertes mucho más ilustres, que sólo conoce de fama, y que aparecen junto al
baldaquino de los reyes agonizantes, reinas ellas mismas de corona y cetro, en el momento en que los
embajadores y los príncipes calculan las amarguras y las alegrías de las sucesiones históricas.
- Madame la Mort...
La Muerte se inclina, estira sus falanges y alza a Martinito. Lo deposita, sacudiéndose como un pájaro, en el
brocal.
- Al fin reflexiona - la huesuda señora pasa algo distinto.
Está acostumbrada a que la reciban con espanto. A cada visita suya, los que pueden verla, los gatos, los
perros, los ratones huyen vertiginosamente o enloquecen la cuadra con sus ladridos, sus chillidos y su
agorero maullar. Los otros, los moradores del mundo secreto los personajes pintados en los cuadros, las
estatuas de los jardines, las cabezas talladas en los muebles, los espantapájaros, las miniaturas de las
porcelanas fingen no enterarse de su cercanía, pero enmudecen como si imaginaran que así va a
desentenderse de ellos y de su permanente conspiración temerosa. Y todo, ¿por qué?, ¿porque alguien va
a morir?, ¿y eso? Todos moriremos; también morirá la Muerte.
Pero esta vez no. Esta vez las cosas acontecen en forma desconcertante. El hombrecito está sonriendo en el
borde del brocal, y la Muerte no ha observado hasta ahora que nadie le sonriera. Y hay más. El hombrecito
sonriente se ha puesto a hablar, a hablar simplemente, naturalmente, sin énfasis, sin citas latinas, sin
enrostrarle esto o aquello y, sobre todo, sin lágrimas. Y ¿qué le dice?
La Muerte consulta el reloj. Faltan cuarenta y cinco minutos.
Martinito le dice que comprende que su misión debe ser muy aburrida y que si se lo permite la divertirá, y
antes que ella le responda, descontando su respuesta afirmativa, el hombrecito se ha lanzado a referir un
complicado cuento que transcurre a mil leguas de allí, allende el mar, en Desvres de Francia. Le explica que
ha nacido en Desvres, en casa de los Fourmaintraux, los manufactureros de cerámica. "rue de Poitiers", y
que pudo haber sido de color cobalto, o negro, o carmín oscuro, o amarillo cromo, o verde, u ocre rojo,
pero que prefiere este azul de ultramar. ¿No es cierto? N'est-ce pas? Y le confía cómo vino por error a
Buenos Aires y, adelantándose a las réplicas, dando unos saltitos graciosos, le describe las gentes que
transitan por el zaguán: la parda enamorada del carnicero; el mendigo que guarda una moneda de oro en la
media; el boticario que ha inventado un remedio para la calvicie y que, de tanto repetir demostraciones y
ensayarlo en sí mismo, perdió el escaso pelo que le quedaba; el mayoral del tranvía de los hermanos
Lacroze, que escolta a la señora hasta la puerta, galantemente, "comme un gentilhomme", y luego
desaparece corneteando...
La Muerte ríe con sus huesos bailoteantes y mira el reloj. Faltan treinta y tres minutos.
Martinito se alisa la barba en punta y, como Buenos Aires ya no le brinda tema y no quiere nombrar a
Daniel y a la amistad que los une, por razones diplomáticas, vuelve a hablar de Desvres, del bosque trémulo
de hadas, de gnomos y de vampiros, que lo circunda, y de la montaña vecina, donde hay bastiones ruinosos
y merodean las hechiceras la noche del sábado. Y habla y habla. Sospecha que a esta Muerte parroquial le
agradará la alusión a otras Muertes más aparatosas, sus parientas ricas, y le relata lo que sabe de las
grandes Muertes que entraron en Desvres a caballo, hace siglos, armadas de pies a cabeza, al son de los
curvos cuernos marciales, "bastante diferentes, n'est-ce pas, de la corneta del mayoral del tránguay",
sitiando castillos e incendiando iglesias, con los normandos, con los ingleses, con los borgoñones.
Todo el patio se ha colmado de sangre y de cadáveres revestidos de cotas de malla. Hay desgarradas
banderas con leopardos y flores de lis, que cuelgan de la cancela criolla; hay escudos partidos junto al
brocal y yelmos rotos junto a las rejas, en el aldeano sopor de Buenos Aires, porque Martinito narra tan
bien que no olvida pormenores. Además no está quieto ni un segundo, y al pintar el episodio más
truculento introduce una nota imprevista, bufona, que hace reír a la Muerte del barrio de San Miguel, como
cuando inventa la anécdota de ese general gordísimo, tan temido por sus soldados, que osó retar a duelo a
Madame la Mort de Normandie, y la Muerte aceptó el duelo, y mientras éste se desarrollaba ella produjo
un calor tan intenso que obligó a su adversario a despojarse de sus ropas una a una, hasta que los soldados
vieron que su jefe era en verdad un individuo flacucho, que se rellenaba de lanas y plumas, como un
almohadón enorme, para fingir su corpulencia.
La Muerte ríe como una histérica, aferrada al forjado coronamiento del aljibe.
- Y además...- prosigue el hombrecito del azulejo.
Pero la Muerte lanza un grito tan siniestro que muchos se persignan en la ciudad, figurándose que un ave
feroz revolotea entre los campanarios. Ha mirado su reloj de nuevo y ha comprobado que el plazo que el
destino estableció para Daniel pasó hace cuatro minutos. De un brinco se para en la mitad del patio, y se
desespera. ¡Nunca, nunca había sucedido esto, desde que presta servicios en el barrio de San Miguel! ¿Qué
sucederá ahora y cómo rendirá cuentas de su imperdonable distracción? Se revuelve, iracunda,
trastornando el emplumado sombrero y el moño, y corre hacia Martinito. Martinito es ágil y ha conseguido,
a pesar del riesgo y merced a la ayuda de los delfines de mármol adheridos al brocal, descender al patio, y
escapa como un escarabajo veloz hacia su azulejo del zaguán. La Muerte lo persigue y lo alcanza en
momentos en que pretende disimularse en la monotonía del zócalo. Y lo descubre, muy orondo, apoyado
en el bastón, espejeantes las calzas de caballero antiguo.
- El se ha salvado - castañetean los dientes amarillos de la Muerte, pero tú morirás por él.
Se arranca el mitón derecho y desliza la falange sobre el pequeño cuadrado, en el que se diseña una fisura
que se va agrandando; la cerámica se quiebra en dos trozos que caen al suelo. La Muerte los recoge, se
acerca al aljibe y los arroja en su interior, donde provocan una tos breve al agua quieta y despabilan a la
vieja tortuga ermitaña. Luego se va, rabiosa, arrastrando los encajes lúgubres. Aún tiene mucho que hacer y
esta noche nadie volverá a burlarse de ella.
Los dos médicos jóvenes regresan por la mañana. En cuanto entran en la habitación de Daniel se percatan
del cambio ocurrido. La enfermedad hizo crisis como presumían. El niño abre los ojos, y su madre y sus tías
lloran, pero esta vez es de júbilo. El doctor Pirovano y el doctor Wilde se sientan a la cabecera del enfermo.
Al rato, las señoras se han contagiado del optimismo que emana de su buen humor. Ambos son ingeniosos,
ambos están desprovistos de solemnidad, a pesar de que el primero dicta la cátedra de histología y
anatomía patológica y de que el segundo es profesor de medicina legal y toxicología, también en la
Facultad de Buenos Aires. Ahora lo único que quieren es que Daniel sonría. Pirovano se acuerda del tiempo
no muy lejano en que urdía chascos pintorescos, cuando era secretario del disparatado Club del Esqueleto,
en la Farmacia del Cóndor de Oro, y cambiaba los letreros de las puertas, robaba los faroles de las fondas y
las linternas de los serenos, echaba municiones en las orejas de los caballos de los lecheros y enseñaba
insolencias a los loros. Daniel sonríe por fin y Eduardo Wilde le acaricia el frente, nostálgico, porque ha
compartido esa vida de estudiantes felices, que le parece remota, soñada, irreal.
Una semana más tarde, el chico sale al patio. Alza en brazos a la gata gris y se apresura, titubeando todavía,
a visitar a su amigo Martinito. Su estupor y su desconsuelo corren por la casa, al advertir la ausencia del
hombrecito y que hay un hueco en el lugar del azulejo extraño. Madre y tías, criadas y cocinera, se
consultan inútilmente. Nadie sabe nada.
Revolucionan las habitaciones, en pos de un indicio, sin hallarlo. Daniel llora sin cesar. Se aproxima al brocal
del aljibe, llorando, llorando, y logra encaramarse y asomarse a su interior. Allá dentro todo es una fresca
sombra y ni siquiera se distingue a la tortuga, de modo que menos aún se ven los fragmentos del azulejo
que en el fondo descansan. Lo único que el pozo le ofrece es su propia imagen, reflejada en un espejo
oscuro, la imagen de un niño que llora.
El tiempo camina, remolón, y Daniel no olvida al hombrecito. Un día vienen a la casa dos hombres con
baldes, cepillos y escobas. Son los encargados de limpiar el pozo, y como en cada oportunidad en que
cumplen su tarea, ese es día de fiesta para las pardas, a quienes deslumbra el ajetreo de los mulatos
cantores que, semidesnudos, bajan a la cavidad profunda y se están ahí largo espacio, baldeando y
fregando. Los muchachos de la cuadra acuden. Saben que verán a la tortuga, quien sólo entonces aparece
por el patio, pesadota, perdida como un anacoreta a quien de pronto trasladaran a un palacio de losas en
ajedrez. Y Daniel es el más entusiasmado, pero algo enturbia su alegría, pues hoy no le será dado, como el
año anterior, presentar la tortuga a Martinito. En eso cavila hasta que, repentinamente, uno de los
hombres grita, desde la hondura, con voz de caverna:
- ¡Ahí va algo, abarájenlo!
Y el chico recibe en las manos tendidas el azulejo intacto, con su hombrecito en el medio; intacto, porque si
un enano francés estampado en una cerámica puede burlar a la Muerte, es justo que también puedan
burlarla las lágrimas de un niño.

ACTIVIDAD: CUADRO SINÓPTICO


“EL RELATO DE VIAJES COMO TEXTO NARRATIVO”
Como todos los textos narrativos, los relatos de viajes son textos que se caracterizan por presentar un
relato de acontecimientos- reales o imaginarios- ordenados en un eje temporal. Este eje puede ser
cronológico lineal, es decir, que respeta el orden en el que se van sucediendo los hechos, o bien involucra
distintos planos: saltos temporales o elipsis (o bien el relato de hechos que se dan por sobreentendidos);
distenciones o expansiones (descripciones que ralentizan el relato); y desplazamientos hacia delante
(anticipación o flashforward) o hacia atrás (retrospección o flashback).
Este tipo de textos presentan un tema central, argumento o hilo conductor a partir del cual los hechos
relatados cobran sentido y perspectiva dentro de la trama.
En cuanto a su estructura interna pueden pensarse en función de tres momentos diferenciados.
Planteo o introducción Presentación de los personajes en un tiempo y espacio
determinados
Pistas o indicios sobre lo que sucederá
Nudo o conflicto Experiencia o situaciones que enfrenta el personaje durante el relato
Resolución o desenlace Resolución del conflicto: puede ser de modo abierto o cerrado,
previsible o sorprendente.

Dentro de los textos de trama narrativa predominantemente, el relato de viajes tiene una estructura
particular, ya que la introducción, el nudo y el desenlace están acotados a la duración y los objetivos que
tenga el viaje. Los textos narrativos pueden narrarse en tercera persona (narrador omnisciente), en primera
persona (narrador protagonista o testigo) y, más raramente, en segunda persona. En el caso específico de
los relatos de viajes estos suelen narrarse en primera persona.

Por último, en estos relatos el espacio de la narración casi siempre cobra un valor especial, ya que se
cuenta la relación del narrador/protagonista con el lugar, las personas, animales y objetos que lo habitan
(que, se dijo antes, suelen ser reales o imaginarios).

CIRCUITO DE LA COMUNICACIÓN: COMPETENCIAS LINGÜÍSTICAS:

Actividades
1) Leer el siguiente fragmento de un diálogo entre el detective Sherlock Holmes y su compañero Watson:

No es difícil, mediante el examen del surco que separa el dedo índice del pulgar de la mano izquierda,
sacar la conclusión segura de que usted no se propone invertir su capital en campos mineros.

- No veo la relación entre una cosa y la otra.

- Es muy probable que no la vea; pero yo puedo hacerle ver la relación estrecha que existe. He aquí los
a) La huella de tiza en la mano de Watson, ¿puede considerarse un mensaje? ¿Por qué?
b) la siguiente definición: “la comunicación es un proceso mediante el cual los seres humanos
interactúan entre sí intercambiando información, opiniones, sentimientos, ideas etc”. ¿consideran
que, a partir de esta definición la huella de tiza podría considerarse un mensaje? Justifica tu
respuesta.
2) Compare los siguientes diálogos y resuelvan si ambos dicen lo mismo. Justifica tu respuesta:
¿Te apetece ir a la piscina? ¿Quieres ir a la pileta?
- Que no, que queda lejos - No, queda lejos
- ¡Anda! Vamos, no hemos hecho nada en todo el día - ¡Dale! Vamos, no hicimos nada en todo el día

3) Además de la información explícita, ¿qué otra información podría deducirse de estos diálogos?
4) Lean el siguiente diálogo y resuelve las consignas:
Lucho: - Ma, tengo que hablar con Ana porque ayer nos peleamos y no sé cómo empezar.
Madre: - Decile: “Ana, hablemos sin pelos en la lengua”, y listo.
Lucho: - Voy a parecer la abuela. No le puedo decir eso a Ana, mamá.
Madre: - A ver esto: “Ana, tengamos una conversación franca” ¿Qué te parece?
Lucho: - Así voy a parecer la directora. ¡Estás tremenda hoy!
a) Explicar por qué Lucho rechaza las opciones que le propone la madre. ¿Están de acuerdo con él?
Justifica tu respuesta.
b) Buscar otras expresiones sinónimas de “hablar sin pelos en la lengua” y explicar en qué situaciones
se podría usar.

LECTOS, BARRERAS Y REGISTROS:


ACTIVIDAD: COMPETENCIAS COMUNICATIVAS:

1. ¿Por qué crees que el Modelo de Kerbrat Orecchioni supera el modelo de comunicación de Jackobson?
2. ¿Cuál es el objetivo del nuevo esquema?
3. Explique en función de la historieta cómo se puede interpretar el mensaje ¿Quién es el emisor? ¿Cuál es
receptor? ¿Cuál es el mensaje? ¿Qué componentes del nuevo circuito comunicativo entran en juego?
¿Por qué?
4. ¿Qué tipo de lecto y registro se pueden apreciar en la historieta? Justifica.
5. En cuanto al canal, se puede observar que los personajes de historieta se comunican a través de un canal
oral, de modo que pueden interactuar desde sus competencias lingüísticas y paralingüísticas. Defina qué
es una competencia paralingüística y qué se observa de los comportamientos no verbales de cada
personaje.
6. Diseñe una entrevista de trabajo (reproduzca un diálogo) en el que usted sea el postulante y su receptor
el empleador. Para este diálogo deberá utilizar su imaginación. Puede expresarlo mediante una historieta,
donde se pueda observar la imagen visual, además del mensaje lingüístico. En el diálogo debe
manifestarse un conflicto derivado de un malentendido lingüístico, paralingüístico, psicológico, de
competencia cultural y/o ideológica. Explicar cómo se resolvería.
CLASE DE PALABRAS: USO Y FUNCIONES
SUSTANTIVOS:

ADJETIVOS:

ADVERBIOS:

PREPOSICIONES:
A - ante – bajo – cabe – con – contra – de – desde – durante – en – entre – hacia – hasta – mediante –
para – por – según – sin – so – sobre – tras – versus - vía.
PRONOMBRES:

ACTIVIDAD: Lectura interpretativa / Clases de palabras y su uso en la lengua


1) Marcar e clasificar en el siguiente fragmento: 5 sustantivos, 5 adjetivos, 3 pronombres, 2 adverbios
y 5 preposiciones
2) ¿Cuáles son los temas que aparecen en este texto?
3) Según el narrador, ¿es bueno que te regalen un reloj? ¿Por qué? Justifica tu respuesta con citas
textuales.
4) Según tu opinión, ¿es bueno que te regalen un reloj? ¿Por qué?
5) ¿Cómo relacionarías el objeto reloj con la muerte?

PREÁMBULO A LAS INSTRUCCIONES PARA DAR CUERDA AL RELOJ (JULIO CORTÁZAR)


Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un
calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure
porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero
que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te
regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que
atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la
necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te
regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en
el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se
rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la
tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te
ofrecen para el cumpleaños del reloj.
UNIDAD II Ciencia ficción:
“Robot masa” (Sebastián Szabo)
Somos unos pocos los que conservamos nuestro aspecto humano. Los que somos de carne y hueso. Todos
los demás se plegaron a la moda, todos son de metal. Todos son robots-humanos. Desde que el Rectorado
aprobó la robotización, hace ya 300 años, todos se fueron operando y adoptaron el cuerpo de metal. De
humanos sólo conservan el cerebro y el corazón que ahora bombea un líquido neutro.
Es fácil, es una operación de rutina, no duele nada, me dicen los robots.
– Tenés que probarlo. Unite al mundo.
Desde que la robotización apareció, se modificó el mundo. Todo se rige por ella. Nadie puede ser dirigente
si no es robots. Los líderes, los artistas… todos son robots.
Somos unos pocos los que no nos robotizados. Nos miran raro, nos ridiculizan.
Hace tres días que no veo a Urla. La extraño. Es la primera vez que desaparece.
Cuando salgo a la calle siento que se clavan en mí las miradas de las viejas robots. Viejas conventilleras que
no perdieron su “capacidad de chisme y odio”, a pesar de su operación. No entiendo cómo se enamoran, si
no se distinguen los hombres de las mujeres. Cómo pueden obtener satisfacción de sus cuerpos de metal.
La presión de los medios, de la sociedad, del Rectorado del planeta, para que nos roboticemos es terrible.
No nos dejan en paz. Nos apedrean en la calle. Nos arrestan por subversivos. Nos condenan por el solo
hecho de no querer cambiar. Con Urla, mi novia, juramos que no cambiaríamos, que seríamos humanos, de
carne y hueso, hasta la muerte. Hace tres meses que no veo a Urla. Ya comienzo a olvidarla. La ciudad sigue
igual. Todos son robots. Hace mucho que no veo a un humano. Tal vez sea el último de los de carne y
hueso.
Tengo que vivir escondido, sólo salgo de noche. Recorro los bares humanos, donde solíamos reunirnos los
últimos, y no encuentro a nadie. Todos han desaparecido.
Alguien golpea la puerta de mi casa. Alguien entra. Viene hacia mí.
– Hola –me dice- Soy yo, Urla ¿te acordás de mí?
No le contesto, la miro. No puedo creer que sea un robot. Ella se ha operado, es una máquina más.
Hace horas que corro. Trato de alejarme de la ciudad, de esa horrible imagen de Urla. Ella me traicionó. No
la odio. No le guardo rencor.
Pobre, la presión era muy fuerte. No la pudo soportar. Yo tampoco puedo hacerlo. Me detengo y giro.
Vuelvo a la ciudad.
Estoy acostado en la camilla. Dos robots me conducen al quirófano.
– “¡¡¡Extra, extra!!! El último de los humanos ya es robot”- pregonan los robots canillitas en toda la ciudad.

UN AZUL PARA MARTE de José Saramago


Anoche hice un viaje a Marte. Pasé allí diez años (si la noche dura en los polos seis meses, no sé por qué no
han de caber diez años en una noche marciana) y tomé muchas notas sobre la vida que allí llevan. Me
comprometí a no divulgar los secretos de los marcianos, pero voy a faltar a mi palabra. Soy hombre y deseo
contribuir, en la medida de mis escasas fuerzas, al progreso de la humanidad a la que me enorgullece
pertenecer. Este punto es muy, muy importante. Y espero, si algún día los marcianos me vienen a pedir
cuentas de mis actos, es decir, del perjuicio cometido, que los no sé cuántos billones de hombres y mujeres
que hay en la tierra se apresten, todos, a mi defensa.
En Marte, por ejemplo, cada marciano es responsable de todos los marcianos. No estoy seguro de haber
entendido bien qué quiere decir esto, pero mientras estuve allí (y fueron diez años, repito), nunca vi que un
marciano se encogiera de hombros. (He de aclarar que los marcianos no tienen hombros, pero seguro que
el lector me entiende.) Otra cosa que me gustó de Marte es que no hay guerras. Nunca las hubo. No sé
cómo se las arreglan y tampoco ellos supieron explicármelo; quizá porque yo no fui capaz de aclararles qué
es una guerra, según los patrones de la tierra.
Hasta cuando les mostré dos animales salvajes luchando (también los hay en Marte), con grandes rugidos y
dentelladas siguieron sin entenderlo. A todas mis tentativas de explicación por analogía, respondían que los
animales son animales y los marcianos son marcianos. Y desistí. Fue la única vez que casi dudé de la
inteligencia de aquella gente. Con todo, lo que más me desorientó en Marte fue el no saber qué era campo
y qué era ciudad. Para un terrestre eso es una experiencia muy desagradable, os lo aseguro. Acaba uno por
habituarse, pero se tarda. Al fin, ya no me causaba extrañeza alguna ver un gran hospital o un gran museo o
una gran universidad (los marcianos tienen esto, como nosotros) en lugares para mí inesperados. Al
principio, cuando yo pedía explicaciones, la respuesta era siempre la misma: el hospital, la universidad, el
museo estaban allí porque eran precisos. Tantas veces me dieron esta respuesta que pensé que mejor sería
aceptar con naturalidad, por ejemplo, la existencia de una escuela, con diez profesores marcianos, en un
sitio donde solo había un niño, también marciano, claro. No pude callar, desde luego, que me parecía un
desperdicio que hubiera diez profesores para un alumno, pero ni así los convencí. Me respondieron que
cada profesor enseñaba una asignatura diferente, y que la cosa era lógica. En Marte les impresionó saber
que en la tierra hay siete colores fundamentales de los que se pueden sacar millones de tonos. Allí sólo hay
dos: blanco y negro (con todas las gradaciones intermedias), y ellos sospecharon siempre que habría más.
Me aseguraron que era lo único que les faltaba para ser completamente felices. Y aunque me hicieron jurar
que no hablaría de lo que por allá vi, estoy seguro de que cambiarían todos los secretos de Marte por el
proceso de obtener un azul. Cuando salí de Marte, nadie vino a acompañarme a la puerta. Creo que, en el
fondo, no nos hacen caso. Ven de lejos nuestro planeta, pero están muy ocupados con sus propios asuntos.
Me dijeron que no pensarán en viajes espaciales hasta que no conozcan todos los colores. Es extraño, ¿no?
Por mi parte, ahora tengo mis dudas. Podría llevarles un pedazo de azul (un jirón de cielo o un pedazo de
mar), pero ¿y después? Seguro que se nos vienen aquí, y tengo la impresión de que esto no les va a gustar.

EL RUIDO DE UN TRUENO (Ray Bradbury)


El anuncio en la pared parecía temblar bajo una móvil película de agua caliente. Eckels sintió que
parpadeaba, y el anuncio ardió en la momentánea oscuridad:
SAFARI EN EL TIEMPO S.A. SAFARIS A CUALQUIER AÑO DEL PASADO. USTED ELIGE EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEVAMOS ALLÍ, USTED LO MATA.
Una flema tibia se le formó en la garganta a Eckels. Tragó saliva empujando hacia abajo la flema. Los
músculos alrededor de la boca formaron una sonrisa, mientras alzaba lentamente la mano, y la mano se
movió con un cheque de diez mil dólares ante el hombre del escritorio.
- ¿Este safari garantiza que yo regrese vivo?
- No garantizamos nada -dijo el oficial-, excepto los dinosaurios. -Se volvió-. Este es el señor Travis, su guía
safari en el pasado. Él le dirá a qué debe disparar y en qué momento. Si usted desobedece sus
instrucciones, hay una multa de otros diez mil dólares, además de una posible acción del gobierno, a la
vuelta.
Eckels miró en el otro extremo de la vasta oficina la confusa maraña zumbante de cables y cajas de acero, y
el aura ya anaranjada, ya plateada, ya azul. Era como el sonido de una gigantesca hoguera donde ardía el
tiempo, todos los años y todos los calendarios de pergamino, todas las horas apiladas en llamas. El roce de
una mano, y este fuego se volvería maravillosamente, y en un instante, sobre sí mismo. Eckels recordó las
palabras de los anuncios en la carta. De las brasas y cenizas, del polvo y los carbones, como doradas
salamandras, saltarán los viejos años, los verdes años; rosas endulzarán el aire, las canas se volverán negro
ébano, las arrugas desaparecerán. Todo regresará volando a la semilla, huirá de la muerte, retornará a sus
principios; los soles se elevarán en los cielos occidentales y se pondrán en orientes gloriosos, las lunas se
devorarán al revés a sí mismas, todas las cosas se meterán unas en otras como cajas chinas, los conejos
entrarán en los sombreros, todo volverá a la fresca muerte, la muerte en la semilla, la muerte verde, al
tiempo anterior al comienzo. Bastará el roce de una mano, el más leve roce de una mano.
-¡Infierno y condenación! -murmuró Eckels con la luz de la máquina en el rostro delgado-. Una verdadera
máquina del tiempo. -Sacudió la cabeza-. Lo hace pensar a uno. Si la elección hubiera ido mal ayer, yo quizá
estaría aquí huyendo de los resultados. Gracias a Dios ganó Keith. Será un buen presidente.
-Sí -dijo el hombre detrás del escritorio-. Tenemos suerte. Si Deutscher hubiese ganado, tendríamos la peor
de las dictaduras. Es el antitodo, militarista, anticristo, antihumano, antintelectual. La gente nos llamó, ya
sabe usted, bromeando, pero no enteramente. Decían que, si Deutscher era presidente, querían ir a vivir a
1492. Por supuesto, no nos ocupamos de organizar evasiones, sino safaris. De todos modos, el presidente
es Keith. Ahora su única preocupación es…
Eckels terminó la frase:
-Matar mi dinosaurio.
-Un Tyrannosaurusrex. El lagarto del Trueno, el más terrible monstruo de la historia. Firme este permiso. Si
le pasa algo, no somos responsables. Estos dinosaurios son voraces.
Eckels enrojeció, enojado.
-¿Trata de asustarme?
-Francamente, sí. No queremos que vaya nadie que sienta pánico al primer tiro. El año pasado murieron
seis jefes de safari y una docena de cazadores. Vamos a darle a usted la más extraordinaria emoción que un
cazador pueda pretender. Lo enviaremos sesenta millones de años atrás para que disfrute de la mayor y
más emocionante cacería de todos los tiempos. Su cheque está todavía aquí. Rómpalo.
El señor Eckels miró el cheque largo rato. Se le retorcían los dedos.
-Buena suerte -dijo el hombre detrás del mostrador-. El señor Travis está a su disposición.
Cruzaron el salón silenciosamente, llevando los fusiles, hacia la Máquina, hacia el metal plateado y la luz
rugiente. Primero un día y luego una noche y luego un día y luego una noche, y luego día-noche-día-noche-
día. Una semana, un mes, un año, ¡una década! 2055, 2019, ¡1999! ¡1957! ¡Desaparecieron! La Máquina
rugió. Se pusieron los cascos de oxígeno y probaron los intercomunicadores. Eckels se balanceaba en el
asiento almohadillado, con el rostro pálido y duro. Sintió un temblor en los brazos y bajó los ojos y vio que
sus manos apretaban el fusil. Había otros cuatro hombres en esa máquina. Travis, el jefe del safari, su
asistente, Lesperance, y dos otros cazadores, Billings y Kramer. Se miraron unos a otros y los años
llamearon alrededor.
-¿Estos fusiles pueden matar a un dinosaurio de un tiro? -se oyó decir a Eckels.
-Si da usted en el sitio preciso -dijo Travis por la radio del casco-. Algunos dinosaurios tienen dos cerebros,
uno en la cabeza, otro en la columna espinal. No les tiraremos a éstos, y tendremos más probabilidades.
Aciérteles con los dos primeros tiros a los ojos, si puede, cegándolo, y luego dispare al cerebro.
La máquina aulló. El tiempo era una película que corría hacia atrás. Pasaron soles, y luego diez millones de
lunas.
-Dios santo -dijo Eckels-. Los cazadores de todos los tiempos nos envidiarían hoy. África al lado de esto
parece Illinois.
El sol se detuvo en el cielo. La niebla que había envuelto la Máquina se desvaneció. Se encontraban en los
viejos tiempos, tiempos muy viejos en verdad, tres cazadores y dos jefes de safari con sus metálicos rifles
azules en las rodillas.
-Cristo no ha nacido aún -dijo Travis-. Moisés no ha subido a la montaña a hablar con Dios. Las pirámides
están todavía en la tierra, esperando. Recuerde que Alejandro, Julio César, Napoleón, Hitler… no han
existido.
Los hombres asintieron con movimientos de cabeza.
-Eso -señaló el señor Travis- es la jungla de sesenta millones dos mil cincuenta y cinco años antes del
presidente Keith.
Mostró un sendero de metal que se perdía en la vegetación salvaje, sobre pantanos humeantes, entre
palmeras y helechos gigantescos.
-Y eso -dijo- es el Sendero, instalado por Safari en el Tiempo para su provecho. Flota a diez centímetros del
suelo. No toca ni siquiera una brizna, una flor o un árbol. Es de un metal antigravitatorio. El propósito del
Sendero es impedir que toque usted este mundo del pasado de algún modo. No se salga del Sendero.
Repito. No se salga de él. ¡Por ningún motivo! Si se cae del Sendero hay una multa. Y no tire contra ningún
animal que nosotros no aprobemos.
-¿Por qué? -preguntó Eckels. Estaban en la antigua selva. Unos pájaros lejanos gritaban en el viento, y había
un olor de alquitrán y viejo mar salado, hierbas húmedas y flores de color de sangre.
-No queremos cambiar el futuro. Este mundo del pasado no es el nuestro. Al gobierno no le gusta que
estemos aquí. Tenemos que dar mucho dinero para conservar nuestras franquicias. Una máquina del
tiempo es un asunto delicado.
Podemos matar inadvertidamente un animal importante, un pajarito, un coleóptero, aun una flor,
destruyendo así un eslabón importante en la evolución de las especies.
-No me parece muy claro -dijo Eckels.
-Muy bien -continuó Travis-, digamos que accidentalmente matamos aquí un ratón. Eso significa destruir las
futuras familias de este individuo, ¿entiende?
-Entiendo.
-¡Y todas las familias de las familias de ese individuo! Con sólo un pisotón aniquila usted primero uno, luego
una docena, luego mil, un millón, ¡un billón de posibles ratones!
-Bueno, ¿y eso qué? -inquirió Eckels.
-¿Eso qué? -gruñó suavemente Travis-. ¿Qué pasa con los zorros que necesitan esos ratones para
sobrevivir? Por falta de diez ratones muere un zorro. Por falta de diez zorros, un león muere de hambre.
Por falta de un león, especies enteras de insectos, buitres, infinitos billones de formas de vida son arrojadas
al caos y la destrucción. Al final todo se reduce a esto: cincuenta y nueve millones de años más tarde, un
hombre de las cavernas, uno de la única docena que hay en todo el mundo, sale a cazar un jabalí o un tigre
para alimentarse. Pero usted, amigo, ha aplastado con el pie a todos los tigres de esa zona al haber pisado
un ratón. Así que el hombre de las cavernas se muere de hambre. Y el hombre de las cavernas, no lo olvide,
no es un hombre que pueda desperdiciarse, ¡no! Es toda una futura nación. De él nacerán diez hijos. De
ellos nacerán cien hijos, y así hasta llegar a nuestros días. Destruya usted a este hombre, y destruye usted
una raza, un pueblo, toda una historia viviente. Es como asesinar a uno de los nietos de Adán. El pie que ha
puesto usted sobre el ratón desencadenará así un terremoto, y sus efectos sacudirán nuestra tierra y
nuestros destinos a través del tiempo, hasta sus raíces. Con la muerte de ese hombre de las cavernas, un
billón de otros hombres no saldrá nunca de la matriz. Quizás Roma no se alce nunca sobre las siete colinas.
Quizá Europa sea para siempre un bosque oscuro, y sólo crezca Asia saludable y prolífica. Pise usted un
ratón y aplastará las pirámides. Pise un ratón y dejará su huella, como un abismo en la eternidad. La reina
Isabel no nacerá nunca, Washington no cruzará el Delaware, nunca habrá un país llamado Estados Unidos.
Tenga cuidado. No se salga del Sendero. ¡Nunca pise afuera!
-Ya veo -dijo Eckels-. Ni siquiera debemos pisar la hierba.
-Correcto. Al aplastar ciertas plantas quizá sólo sumemos factores infinitesimales. Pero un pequeño error
aquí se multiplicará en sesenta millones de años hasta alcanzar proporciones extraordinarias. Por supuesto,
quizá nuestra teoría esté equivocada. Quizá nosotros no podamos cambiar el tiempo. O tal vez sólo pueda
cambiarse de modos muy sutiles. Quizá un ratón muerto aquí provoque un desequilibrio entre los insectos
de allá, una desproporción en la población más tarde, una mala cosecha luego, una depresión, hambres
colectivas, y, finalmente, un cambio en la conducta social de alejados países. O aun algo mucho más sutil.
Quizá sólo un suave aliento, un murmullo, un cabello, polen en el aire, un cambio tan, tan leve que uno
podría notarlo sólo mirando de muy cerca. ¿Quién lo sabe? ¿Quién puede decir realmente que lo sabe? No
nosotros. Nuestra teoría no es más que una hipótesis. Pero mientras no sepamos con seguridad si nuestros
viajes por el tiempo pueden terminar en un gran estruendo o en un imperceptible crujido, tenemos que
tener mucho cuidado. Esta máquina, este sendero, nuestros cuerpos y nuestras ropas han sido
esterilizados, como usted sabe, antes del viaje. Llevamos estos cascos de oxígeno para no introducir
nuestras bacterias en una antigua atmósfera.
-¿Cómo sabemos qué animales podemos matar?
-Están marcados con pintura roja -dijo Travis-. Hoy, antes de nuestro viaje, enviamos aquí a Lesperance con
la Máquina. Vino a esta Era particular y siguió a ciertos animales.
-¿Para estudiarlos?
-Exactamente -dijo Travis-. Los rastreó a lo largo de toda su existencia, observando cuáles vivían mucho
tiempo. Muy pocos. Cuántas veces se acoplaban. Pocas. La vida es breve. Cuando encontraba alguno que
iba a morir aplastado por un árbol u otro que se ahogaba en un pozo de alquitrán, anotaba la hora exacta,
el minuto y el segundo, y le arrojaba una bomba de pintura que le manchaba de rojo el costado. No
podemos equivocarnos. Luego midió nuestra llegada al pasado de modo que no nos encontremos con el
monstruo más de dos minutos antes de aquella muerte. De este modo, sólo matamos animales sin futuro,
que nunca volverán a acoplarse. ¿Comprende qué cuidadosos somos?
-Pero si ustedes vinieron esta mañana -dijo Eckels ansiosamente-, debían haberse encontrado con
nosotros, nuestro safari. ¿Qué ocurrió? ¿Tuvimos éxito? ¿Salimos todos… vivos?
Travis y Lesperance se miraron.
-Eso hubiese sido una paradoja -habló Lesperance-. El tiempo no permite esas confusiones…, un hombre
que se encuentra consigo mismo. Cuando va a ocurrir algo parecido, el tiempo se hace a un lado. Como un
avión que cae en un pozo de aire. ¿Sintió usted ese salto de la Máquina, poco antes de nuestra llegada?
Estábamos cruzándonos con nosotros mismos que volvíamos al futuro. No vimos nada. No hay modo de
saber si esta expedición fue un éxito, si cazamos nuestro monstruo, o si todos nosotros, y usted, señor
Eckels, salimos con vida.
Eckels sonrió débilmente.
-Dejemos esto -dijo Travis con brusquedad-. ¡Todos de pie! Se prepararon a dejar la Máquina. La jungla era
alta y la jungla era ancha y la jungla era todo el mundo para siempre y para siempre. Sonidos como música
y sonidos como lonas voladoras llenaban el aire: los pterodáctilos que volaban con cavernosas alas grises,
murciélagos gigantescos nacidos del delirio de una noche febril. Eckels, guardando el equilibrio en el
estrecho sendero, apuntó con su rifle, bromeando.
-¡No haga eso! -dijo Travis.- ¡No apunte ni siquiera en broma, maldita sea! Si se le dispara el arma…
Eckels enrojeció.
– ¿Dónde está nuestro Tyrannosaurus?
– Lesperance miró su reloj de pulsera.
-Adelante. Nos cruzaremos con él dentro de sesenta segundos. Busque la pintura roja, por Cristo. No
dispare hasta que se lo digamos. Quédese en el Sendero. ¡Quédese en el Sendero!
Se adelantaron en el viento de la mañana.
-Qué raro -murmuró Eckels-. Allá delante, a sesenta millones de años, ha pasado el día de elección. Keith es
presidente. Todos celebran. Y aquí, ellos no existen aún. Las cosas que nos preocuparon durante meses,
toda una vida, no nacieron ni fueron pensadas aún.
-¡Levanten el seguro, todos! -ordenó Travis-. Usted dispare primero, Eckels. Luego, Billings. Luego, Kramer.
-He cazado tigres, jabalíes, búfalos, elefantes, pero esto, Jesús, esto es caza -comentó Eckels -. Tiemblo
como un niño.
– Ah -dijo Travis.
-Todos se detuvieron.
Travis alzó una mano.
-Ahí adelante -susurró-. En la niebla. Ahí está Su Alteza Real.
La jungla era ancha y llena de gorjeos, crujidos, murmullos y suspiros. De pronto todo cesó, como si alguien
hubiese cerrado una puerta.
Silencio.
El ruido de un trueno.
De la niebla, a cien metros de distancia, salió el Tyrannosaurusrex.
-Jesucristo -murmuró Eckels.
-¡Chist!
Venía a grandes trancos, sobre patas aceitadas y elásticas. Se alzaba diez metros por encima de la mitad de
los árboles, un gran dios del mal, apretando las delicadas garras de relojero contra el oleoso pecho de
reptil. Cada pata inferior era un pistón, quinientos kilos de huesos blancos, hundidos en gruesas cuerdas de
músculos, encerrados en una vaina de piel centelleante y áspera, como la cota de malla de un guerrero
terrible. Cada muslo era una tonelada de carne, marfil y acero. Y de la gran caja de aire del torso colgaban
los dos brazos delicados, brazos con manos que podían alzar y examinar a los hombres como juguetes,
mientras el cuello de serpiente se retorcía sobre sí mismo. Y la cabeza, una tonelada de piedra esculpida
que se alzaba fácilmente hacia el cielo, En la boca entreabierta asomaba una cerca de dientes como dagas.
Los ojos giraban en las órbitas, ojos vacíos, que nada expresaban, excepto hambre. Cerraba la boca en una
mueca de muerte. Corría, y los huesos de la pelvis hacían a un lado árboles y arbustos, y los pies se hundían
en la tierra dejando huellas de quince centímetros de profundidad. Corría como si diese unos deslizantes
pasos de baile, demasiado erecto y en equilibrio para sus diez toneladas. Entró fatigadamente en el área de
sol, y sus hermosas manos de reptil tantearon el aire.
-¡Dios mío! -Eckels torció la boca-. Puede incorporarse y alcanzar la luna.
-¡Chist! -Travis sacudió bruscamente la cabeza-. Todavía no nos vio.
-No es posible matarlo. -Eckels emitió con serenidad este veredicto, como si fuese indiscutible. Había visto
la evidencia y ésta era su razonada opinión. El arma en sus manos parecía un rifle de aire comprimido-.
Hemos sido unos locos. Esto es imposible.
-¡Cállese! -siseó Travis.
-Una pesadilla.
-Dé media vuelta -ordenó Travis-. Vaya tranquilamente hasta la máquina. Le devolveremos la mitad del
dinero.
-No imaginé que sería tan grande -dijo Eckels-. Calculé mal. Eso es todo. Y ahora quiero irme.
-¡Nos vio!
-¡Ahí está la pintura roja en el pecho!
El Lagarto del Trueno se incorporó. Su armadura brilló como mil monedas verdes. Las monedas,
embarradas, humeaban. En el barro se movían diminutos insectos, de modo que todo el cuerpo parecía
retorcerse y ondular, aun cuando el monstruo mismo no se moviera. El monstruo resopló. Un hedor de
carne cruda cruzó la jungla.
-Sáquenme de aquí -pidió Eckels-. Nunca fue como esta vez. Siempre supe que saldría vivo. Tuve buenos
guías, buenos safaris, y protección. Esta vez me he equivocado. Me he encontrado con la horma de mi
zapato, y lo admito. Esto es demasiado para mí.
-No corra -dijo Lesperance-. Vuélvase. Ocúltese en la Máquina. -Sí.
Eckels parecía aturdido. Se miró los pies como si tratara de moverlos. Lanzó un gruñido de desesperanza.
-¡Eckels!
Eckels dio unos pocos pasos, parpadeando, arrastrando los pies. -¡Por ahí no!
El monstruo, al advertir un movimiento, se lanzó hacia adelante con un grito terrible. En cuatro segundos
cubrió cien metros. Los rifles se alzaron y llamearon. De la boca del monstruo salió un torbellino que los
envolvió con un olor de barro y sangre vieja. El monstruo rugió con los dientes brillantes al sol.
Eckels, sin mirar atrás, caminó ciegamente hasta el borde del Sendero, con el rifle que le colgaba de los
brazos. Salió del Sendero, y caminó, y caminó por la jungla. Los pies se le hundieron en un musgo verde. Lo
llevaban las piernas, y se sintió solo y alejado de lo que ocurría atrás.
Los rifles dispararon otra vez. El ruido se perdió en chillidos y truenos. La gran palanca de la cola del reptil
se alzó sacudiéndose. Los árboles estallaron en nubes de hojas y ramas. El monstruo retorció sus manos de
joyero y las bajó como para acariciar a los hombres, para partirlos en dos, aplastarlos como cerezas,
meterlos entre los dientes y en la rugiente garganta. Sus ojos de canto rodado bajaron a la altura de los
hombres, que vieron sus propias imágenes. Dispararon sus armas contra las pestañas metálicas y los
brillantes iris negros.
Como un ídolo de piedra, como el desprendimiento de una montaña, el Tyrannosaurus cayó. Con un
trueno, se abrazó a unos árboles, los arrastró en su caída. Torció y quebró el Sendero de Metal. Los
hombres retrocedieron alejándose. El cuerpo golpeó el suelo, diez toneladas de carne fría y piedra. Los
rifles dispararon. El monstruo azotó el aire con su cola acorazada, retorció sus mandíbulas de serpiente, y
ya no se movió. Una fuente de sangre le brotó de la garganta. En alguna parte, adentro, estalló un saco de
fluidos. Unas bocanadas nauseabundas empaparon a los cazadores. Los hombres se quedaron mirándolo,
rojos y resplandecientes.
El trueno se apagó.
La jungla estaba en silencio. Luego de la tormenta, una gran paz. Luego de la pesadilla, la mañana.
Billings y Kramer se sentaron en el sendero y vomitaron. Travis y Lesperance, de pie, sosteniendo aún los
rifles humeantes, juraban continuamente.
En la Máquina del Tiempo, cara abajo, yacía Eckels, estremeciéndose. Había encontrado el camino de
vuelta al Sendero y había subido a la Máquina. Travis se acercó, lanzó una ojeada a Eckels, sacó unos trozos
de algodón de una caja metálica y volvió junto a los otros, sentados en el Sendero.
-Límpiense.
Limpiaron la sangre de los cascos. El monstruo yacía como una loma de carne sólida. En su interior uno
podía oír los suspiros y murmullos a medida que morían las más lejanas de las cámaras, y los órganos
dejaban de funcionar, y los líquidos corrían un último instante de un receptáculo a una cavidad, a una
glándula, y todo se cerraba para siempre. Era como estar junto a una locomotora estropeada o una
excavadora de vapor en el momento en que se abren las válvulas o se las cierra herméticamente. Los
huesos crujían. La propia carne, perdido el equilibrio, cayó como peso muerto sobre los delicados
antebrazos, quebrándolos.
Otro crujido. Allá arriba, la gigantesca rama de un árbol se rompió y cayó. Golpeó a la bestia muerta como
algo final.
-Ahí está- Lesperance miró su reloj-. Justo a tiempo. Ese es el árbol gigantesco que originalmente debía caer
y matar al animal.
Miró a los dos cazadores: ¿Quieren la fotografía trofeo?
-¿Qué?
-No podemos llevar un trofeo al futuro. El cuerpo tiene que quedarse aquí donde hubiese muerto
originalmente, de modo que los insectos, los pájaros y las bacterias puedan vivir de él, como estaba
previsto. Todo debe mantener su equilibrio. Dejamos el cuerpo. Pero podemos llevar una foto con ustedes
al lado.
Los dos hombres trataron de pensar, pero al fin sacudieron la cabeza. Caminaron a lo largo del Sendero de
metal. Se dejaron caer de modo cansino en los almohadones de la Máquina. Miraron otra vez el monstruo
caído, el monte paralizado, donde unos raros pájaros reptiles y unos insectos dorados trabajaban ya en la
humeante armadura.
Un sonido en el piso de la Máquina del Tiempo los endureció. Eckels estaba allí, temblando.
-Lo siento -dijo al fin.
-¡Levántese! -gritó Travis.
Eckels se levantó.
-¡Vaya por ese sendero, solo! -agregó Travis, apuntando con el rifle-. Usted no volverá a la Máquina. ¡Lo
dejaremos aquí!
Lesperance tomó a Travis por el brazo. -Espera…
-¡No te metas en esto! -Travis se sacudió apartando la mano-. Este hijo de perra casi nos mata. Pero eso no
es bastante. Diablo, no. ¡Sus zapatos! ¡Míralos! Salió del Sendero. ¡Dios mío, estamos arruinados Cristo
sabe qué multa nos pondrán! ¡Decenas de miles de dólares! Garantizamos que nadie dejaría el Sendero. Y
él lo dejó. ¡Oh, condenado tonto! Tendré que informar al gobierno. Pueden hasta quitarnos la licencia.
¡Dios sabe lo que le ha hecho al tiempo, a la Historia!
-Cálmate. Sólo pisó un poco de barro.
-¿Cómo podemos saberlo? -gritó Travis-. ¡No sabemos nada! ¡Es un condenado misterio! ¡Fuera de aquí,
Eckels!
Eckels buscó en su chaqueta.
-Pagaré cualquier cosa. ¡Cien mil dólares!
Travis miró enojado la libreta de cheques de Eckels y escupió.
-Vaya allí. El monstruo está junto al Sendero. Métale los brazos hasta los codos en la boca, y vuelva.
-¡Eso no tiene sentido!
-El monstruo está muerto, cobarde bastardo. ¡Las balas! No podemos dejar aquí las balas. No pertenecen al
pasado, pueden cambiar algo. Tome mi cuchillo. ¡Extráigalas!
La jungla estaba viva otra vez, con los viejos temblores y los gritos de los pájaros. Eckels se volvió
lentamente a mirar al primitivo vaciadero de basura, la montaña de pesadillas y terror. Luego de un rato,
como un sonámbulo, se fue, arrastrando los pies.
Regresó temblando cinco minutos más tarde, con los brazos empapados y rojos hasta los codos. Extendió
las manos. En cada una había un montón de balas. Luego cayó. Se quedó allí, en el suelo, sin moverse.
-No había por qué obligarlo a eso – dijo Lesperance.
-¿No? Es demasiado pronto para saberlo. -Travis tocó con el pie el cuerpo inmóvil.
-Vivirá. La próxima vez no buscará cazas como ésta. Muy bien. -Le hizo una fatigada seña con el pulgar a
Lesperance-. Enciende. Volvamos a casa. 1492. 1776. 1812.
Se limpiaron las caras y manos. Se cambiaron las camisas y pantalones. Eckels se había incorporado y se
paseaba sin hablar. Travis lo miró furiosamente durante diez minutos.
-No me mire -gritó Eckels-. No hice nada.
-¿Quién puede decirlo?
-Salí del sendero, eso es todo; traje un poco de barro en los zapatos. ¿Qué quiere que haga? ¿Que me
arrodille y rece?
-Quizá lo necesitemos. Se lo advierto, Eckels. Todavía puedo matarlo. Tengo listo el fusil.
-Soy inocente. ¡No he hecho nada!
1999, 2000, 2055.
La máquina se detuvo.
-Afuera -dijo Travis.
El cuarto estaba como lo habían dejado. Pero no de modo tan preciso. El mismo hombre estaba sentado
detrás del mismo escritorio. Pero no exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio.
Travis miró alrededor con rapidez.
-¿Todo bien aquí? -estalló.
-Muy bien. ¡Bienvenidos!
Travis no se sintió tranquilo. Parecía estudiar hasta los átomos del aire, el modo como entraba la luz del sol
por la única ventana alta.
-Muy bien, Eckels, puede salir. No vuelva nunca.
Eckels no se movió.
-¿No me ha oído? -dijo Travis-. ¿Qué mira?
Eckels olía el aire, y había algo en el aire, una sustancia química tan sutil, tan leve, que sólo el débil grito de
sus sentidos subliminales le advertía que estaba allí. Los colores blanco, gris, azul, anaranjado, de las
paredes, del mobiliario, del cielo más allá de la ventana, eran… eran… Y había una sensación. Se
estremeció. Le temblaron las manos. Se quedó oliendo aquel elemento raro con todos los poros del cuerpo.
En alguna parte alguien debía de estar tocando uno de esos silbatos que sólo pueden oír los perros. Su
cuerpo respondió con un grito silencioso. Más allá de este cuarto, más allá de esta pared, más allá de este
hombre que no era exactamente el mismo hombre detrás del mismo escritorio…, se extendía todo un
mundo de calles y gente. Qué suerte de mundo era ahora, no se podía saber. Podía sentirlos cómo se
movían, más allá de los muros, casi, como piezas de ajedrez que arrastraban un viento seco.
Pero había algo más inmediato. El anuncio pintado en la pared de la oficina, el mismo anuncio que había
leído aquel mismo día al entrar allí por vez primera.
De algún modo el anuncio había cambiado.
SEFARI EN EL TIEMPO. S. A. SEFARIS A KUALKUIER AÑO DEL PASADO USTE NOMBRA EL ANIMAL
NOSOTROS LO LLEBAMOS AYI. USTE LO MATA.
Eckels sintió que caía en una silla. Tanteó insensatamente el grueso barro de sus botas. Sacó un trozo,
temblando.
-No, no puede ser. Algo tan pequeño. No puede ser. ¡No!
Hundida en el barro, brillante, verde, y dorada, y negra, había una mariposa, muy hermosa y muy muerta.
-¡No algo tan pequeño! ¡No una mariposa! -gritó Eckels.
Cayó al suelo una cosa exquisita, una cosa pequeña que podía destruir todos los equilibrios, derribando
primero la línea de un pequeño dominó, y luego de un gran dominó, y luego de un gigantesco dominó, a lo
largo de los años, a través del tiempo. La mente de Eckels giró sobre si misma. La mariposa no podía
cambiar las cosas. Matar una mariposa no podía ser tan importante. ¿Podía?
Tenía el rostro helado. Preguntó, temblándole la boca:
– ¿Quién… quién ganó la elección presidencial ayer?
El hombre detrás del mostrador se rio.
-¿Se burla de mí? Lo sabe muy bien. ¡Deutscher, por supuesto! No ese condenado debilucho de Keith.
Tenemos un hombre fuerte ahora, un hombre de agallas. ¡Sí, señor! -El oficial calló-. ¿Qué pasa?
Eckels gimió. Cayó de rodillas. Recogió la mariposa dorada con dedos temblorosos.
-¿No podríamos -se preguntó a sí mismo, le preguntó al mundo, a los oficiales, a la Máquina,- no podríamos
llevarla allá, no podríamos hacerla vivir otra vez? ¿No podríamos empezar de nuevo? ¿No podríamos…?
No se movió. Con los ojos cerrados, esperó estremeciéndose. Oyó que Travis gritaba; oyó que Travis
preparaba el rifle, alzaba el seguro, y apuntaba.
VERBOS Y VERBOIDES:
Actividades
1- Escribe a continuación la persona, el número y el tiempo si es posible.
VERBO NUMERO PERSONA TIEMPO
SUBO
GRITABAS
LIMPIABAS
DORMIREMOS
CANTÉ
SALTARÁS

2.- Completa la tabla de verbos a continuación.


VERBOS INFINITIVO CONJUGACION MODO
Sabré
Soy
Escribíamos
Pintaré
Anduve
Tomaré
Habían dirigido
Mintieron
Comer

3. Rellena los espacios en blanco con el tiempo verbal más oportuno.


PLANES PARA MI FUTURO
¡Hola a todos! Me llamo Isabel y soy una estudiante española que ahora piensa mucho en su futuro. Mi
novio se llama Manuel. Salimos juntos hace tres años y nos va bien. Actualmente los dos (estudiar) (1) ……..
…………… en la universidad de Toledo; yo estudio Bellas Artes y Manuel Educación Física. Suponemos que
(terminar) (2) ……..…………… el año próximo. Y, cuando nosotros (acabar) (3) ……..…………… de estudiar,
(tener) (4) ……..…………… que buscar trabajo y después (casarse) (5) ……..…………… La verdad es que ahora no
tenemos dinero, pero si lo (tener) (6) ……..……………, (independizarse) (7) ……..…………… de nuestros padres y
(poder) (8) ……..…………… vivir juntos. Yo no creo que (poder) (9) ……..…………… vivir como profesora de arte
pues es muy difícil (encontrar) (10) ……..…………… trabajo en esa especialidad. Posiblemente (trabajar) (11)
……..…………… como administrativa en el negocio de mis padres. Ellos tienen un gran supermercado y
siempre me piden que les (ayudar)(12) ……..…………… Pero Manuel no está satisfecho con esta idea y le
gustaría que yo (trabajar) (13) ……..…………… en algo relacionado con el Arte. El año pasado les (rogar) (14)
……..…………… a mis padres que me (permitir) (15) ……..…………… estudiar en Salamanca, pero ellos me
(responder) (16) ……..…………… que era mejor que (estudiar) (17) ……..…………… en Toledo, pues así (estar)
(18) ……..…………… más cerca de mi familia. Antes de que (empezar) (19) ……..…………… el nuevo curso,
Manuel y yo (ir) (20) ……..…………… de vacaciones a la costa durante unos días.
4. Lean las oraciones y escriban el verbo en infinitivo. Luego reflexionen: ¿Qué cambios se produjeron en
los verbos conjugados?
Merezco una explicación. __________________/ Apriete el botón.
___________________________

5. Complete el siguiente cuadro.


INFINITIVO 1° P. SINGULAR/PRESENTE. 1° P. SINGULAR/PRESENTE. 1° P. PLURAL /M. IMPERATIVO
PODER
COMER
PRODUCIR
SALIR
SENTIR

6. Escribir la irregularidad que presenta cada verbo.


7. Completen cada oración con el verbo conjugado según indica.
a. Le pedí que ____________________ con tolerancia (conducir: pretérito)
b. No _________________los apuntes que me prestaron. (encontrar: 1° p. sing. Presente
Mod.indicativo)
c. Espero que ___________________ su problema. (resolver: 3° p. sing Presente. Mod. subjuntivo)

TEXTO EXPOSITIVO:
CONOCIENDO MAR DEL PLATA
Mar del Plata, esta increíble y enorme ciudad está ubicada sobre el Océano Atlántico, a 404 Km. de la
ciudad de Buenos Aires. No sólo es la localidad balnearia más importante del país, sino uno de los destinos
turísticos más visitados.
Fundada por Patricio Peralta Ramos quien obtuvo los terrenos en el año 1860, pero no fue hasta el 10
febrero de 1874 que se reconoció como pueblo y el 19 de julio de 1907 como ciudad. En la actualidad la
ciudad de Mar del Plata cuenta con una población estable de aproximadamente 700.000 habitantes, que en
verano supera los 2.000.000.
Mar del Plata tiene 47 Km. de costa, alternando entre playas y rocosos acantilados; y es la mejor equipada
para recibir a turistas, disponiendo de más de 54 mil plazas hoteleras distribuidas en establecimientos de 1
a 5 estrellas, aparts y spas, y unas 260 mil plazas hoteleras entre campamentos y viviendas de alquiler. Las
enormes playas, tanto las populares como las más alejadas y tranquilas, los bosques, las sierras y lagunas
son la razón por la cual Mar del Plata es la capital del turismo nacional.
Tiene atracciones para todos, locales y turistas, jóvenes, niños y adultos, tanto de día como de noche.
Es conocida por sus obras teatrales sobre todo en temporada alta, musicales, casinos, bingos, mega discos,
fútbol de verano, recitales en las playas, parque acuático, y mucho más.
Está vinculada a la Capital Federal por una moderna autovía de 2 carriles por mano en la que se puede
llegar a la ciudad en un promedio de 4 horas, o 5 en tren u ómnibus. Cuenta también con un aeropuerto
que se encuentra a 20 minutos de la ciudad.
El clima en la ciudad de Mar del Plata es generalmente templado con influencia marítima lo que produce
veranos con días agradablemente calurosos y noches ligeramente frescas, ideal para vacacionar. La ciudad
de Mar del Plata es sin duda uno de los puntos más prometedores y atractivos que ofrece la costa
argentina.

TEXTO ARGUMENTATIVO: RECURSOS ARGUMENTATIVOS O IMÁGENES RETORICAS:

TEXTO ARGUMENTATIVO: (Modelo)


“Ortografía en Internet: ¿llegó el fin de las reglas?”
Por Matthias Erlandsen
La mensajería instantánea, la rapidez de publicación y un excesivo uso de anglicismos son los
determinantes de que la ortografía en Internet esté cada vez más deteriorada.
Internet le está ganando al buen uso del lenguaje. No es un fenómeno que se esté dando únicamente en el
Español, sino que se ha trasladado a la mayoría de los idiomas. La rapidez con que se deben publicar los
contenidos, la aparición de las redes sociales, los softwares de mensajería instantánea y - para el caso del
castellano – la lucha por introducir palabras inglesas a como dé lugar en el léxico ya existente, ha hecho que
la calidad de los contenidos en línea se vaya deteriorando.
(INTRODUCCIÓN / TÉSIS)
El fenómeno lleva mucho tiempo. De hecho, Gabriel García Márquez, en el I congreso Internacional de la
Lengua Española, hizo notar la inutilidad de la existencia de ciertas reglas ortográficas plasmándolas en un
polémico discurso que proponía “jubilar la ortografía” y que algunos catalogaron de una burla, una broma o
una decisión frívola del Premio Nobel.
Escribir de la forma correcta es un ejercicio que dejó de practicarse con la introducción masiva de los
programas de mensajería instantánea y ahora, más recientemente con las redes sociales. En un nuevo
escenario donde la rapidez y la efectividad en la entrega del mensaje prima, se pierde la calidad del mismo,
pasando por alto reglas y convenciones. Muchos abogan que la razón para acortar palabras o cambiar una
letra por otra es la manera que se tiene de “personalizar el mensaje” cuando no se entrega cara a cara.
Pero, los errores ortográficos, ¿también son una personalización? Aunque a veces podemos cometer
errores de tipeo, o simplemente saltarnos una tilde, los errores ortográficos más frecuentes vistos en
Internet corresponden a la confusión de letras V-B, C-S-Z, Q-K, o algunas faltas de H. Estas son muchas
veces inofensivas, pero pueden confundir al lector.
Las tildes son, sin duda, uno de los grandes baches en la web. Dado que los buscadores reconocen su falta o
su mala ubicación dentro de la palabra, mucha gente ha optado por suprimirlos de su gramática, lo que a la
larga genera posibles problemas para el lector al no poder comprender fácilmente el mensaje.
Álvaro Peláez, miembro de la Fundación del Español Urgente, dijo a El País que “en este proceso en el que
la escritura se convierte en pública, adquiere un valor diferenciador. Si leemos una opinión bien escrita,
otra mal escrita y en ningún caso conocemos al autor, lo normal es hacerle más caso a la primera. Mucha
gente es consciente de esto y hace esfuerzo en mejorar”
(DESARROLLO/ARGUMENTOS)
En una sociedad tan poco preocupada de estos detalles, respetar la ortografía es una carta de presentación
completamente válida. De hecho, en los foros de discusión en línea corre el dicho “si no puedes con su
argumento, métete con su ortografía”, demostrando que aún quedan personas preocupadas por recuperar
el lenguaje en su forma original.
(CONCLUSIÓN)

TEXTO ARGUMENTATIVO:
(Texto 1)
“Penal Capital”
¿Quiere usted mantener cómodamente y para siempre, dándole de comer y buen albergue – para que
nunca pase necesidades – al asesino de la jovencita Gabriela Ceppi? ¡ Ah, usted no! ¿Y usted? ¡No! ¿Y
usted? ¡No! ¿Yo? ¡Tampoco! ¿Quién quiere? ¡Nadie!
Pues, lo tendremos que mantener por el resto de su vida, que va a ser más larga que la vida de la pobrecita
de quince años que él ultrajó y asesinó salvajemente.
¿Qué pasa entonces? ¡Estamos locos! Cuidamos esmeradamente a todos nuestros monstruos y luchamos
para que no se les haga daño. Dejamos vivir y proliferar la escoria humana.
Somos ya, sobre el planeta, cinco mil millones de almas, que se multiplican aceleradamente y sin enemigos
naturales. Y aun así no tratamos de mejorar la raza.
La pena de muerte es necesaria para quien, como en este caso, es irrecuperable. ¿Con qué objeto se lo
cuida, viste y alimenta? ¿Para qué y para quién? Basta de farsas – no disfrazarse de humanitarios -; hay que
actuar de verdad.
Un buen jardinero destruye las malezas para que se robustezcan las plantas nobles y se embellezcan los
jardines.
La comida que se gasta en alimentar asesinos hay que dársela a los que pasan hambre y que son esperanza
de buen futuro.
Matilde Larraburu

(Texto 2)
“Carta al lector”
Señor Lector:
Supongamos que una raza superior a la nuestra invadiera la Tierra, os sojuzgara, no utilizara para cometer
experimentos científicos con nuestros niños extirpándoles el páncreas o la glándula tiroides o les inyectara
células cancerosas para ver qué pasa; o sea lo que hicieron los médicos nazis en los campos de
concentración con judíos. ¿Qué diríamos, quién haría caso de nuestros gritos o aullidos, del horror que
sufrían los padres o novios de los sufrientes?
Esto es exactamente lo que pasa en los países avanzados de nuestro planeta con los perros, cobayos,
conejos y monos. No sólo en las naciones científicamente más destacadas, también aquí. Millones de
indefensos animales sufren y mueren cada año en hospitales y en centros de investigación de todo el
mundo, y cientos de miles de estos sacrificios en nuestro país. Diversas especies son envenenadas,
infectadas, contagiadas de cáncer y sometidas a cirugía experimental.
La discusión de si esos experimentos son necesarios desde el estricto punto de vista científico demuestra la
amoralidad de la ciencia, ajena a principios religiosos y éticos. Esa ciencia que según creían los
deslumbrados fanáticos del progreso iba a resolver no sólo los males físicos del hombre sino también los
metafísicos. En este ocaso del siglo XX, animales esclavizados, enjaulados, indefensos e inocentes – como
sólo pueden serlo los animales – son atormentados hasta su muerte, lo que revela que el famoso progreso
– que ellos escribían con mayúscula – nada tiene que ver con los supremos valores del espíritu humano.
¿No es hora de volver la vista hacia esos pobres seres que Francisco de Asís consideraba como sus
hermanos?
Ernesto Sábato
CUENTO FANTÁSTICO:
Continuidad en los parques (Julio Cortázar)
Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla
cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los
personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una
cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los
robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una
irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde
y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los
protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse
desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en
el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los
ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y
movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa;
ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la
sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una
pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de
serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el
cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro
cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de
esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.
Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella
debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr
con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma
malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El
mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre
galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una
escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta
del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo
verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

RESEÑA: RAFAELA DE MARIANA FURIASSE


Título: Rafaela Editorial: SM
Saga: no Páginas: 184
Autora: Mariana Furiasse
Rafaela tiene 16 años y se siente gorda, a diferencia de su madre y de su hermana Aitana, que parecen
modelos. Además, es tímida, y en su curso se siente “invisible” ante todos, salvo para unas pocas amigas.
Un día se cae por las escaleras de la escuela, pierde un aro… y encuentra a Simón. Pero los prejuicios no son
fáciles de desterrar cuando se tienen 16 años.
Cuando me había enterado de Rafaela no puedo negar que no me haya sentido identificada con la trama de
la historia: chica blogger que no se quiere a si misma por el peso que tiene. No había pensado en leerlo,
pero cuando se me dio la oportunidad se lo pedí a SM para ver qué onda.
Rafaela es una novela que no llega a pasar la página 200 pero nos somete a la historia de Rafaela y todo lo
que le ocurre. La protagonista es como cualquier chica de 16 años con amigas, con familiar, sale a bailar
cada tanto; pero ella no se quiere a si misma: se compara todo el tiempo con su madre, hermana y sus
amigas. Rafaela piensa que es fea, que nadie la va a querer…. Cabe decir que todas las chicas a esta edad
pasamos por esta etapa, es algo totalmente común.
Los chicos le agreden, le dicen cosas como “vaca”, “gorda” y “fea”; a Rafaela le molesta, le hace sentir mal,
pero no hace nada para cambiarlo, ella tiene miedo de salir y mostrarse porque tiene el temor de que la
sigan agrediendo. Hasta que, tras un accidente, la protagonista pierde un arito (o pendiente) y un chico
llamado Simón se lo devuelve.
Rafaela y Simón durante la historia van a intercambiar emails, se van a ir conociendo y quizá sentirán cosas
el uno por el otro…
“Están los que todo el mundo conoce. Los insoportables que molestan a todo el mundo y se creen muy
divertidos, muy piolas. Están esos a los que los anteriores gastan todo el día. Los que ni van ni vienen, los
que son queridos, pero no son tan conocidos. Y están los que son como yo, los que en realidad no están”.
Para serles franca esta novela me ha decepcionado, yo creía que tenía un foco en un punto de vista más
adolescente, más fuerte… pero está dirigido a un público un poco preadolescente (12-13 años). Las
actitudes de Rafaela son un tanto infantiles, pero digamos que por el otro es entendible porque su
personalidad es así, por el otro yo me he detenido a pensar “Yo a esa edad no tenía esa misma actitud”.
La trama de la novela es delicada y muy rápida, al ser una historia corta los sucesos también lo son, pero
esto no quiere decir que estos no sean especiales. Lo que me gusto es que Mariana Furiasse se mete en la
piel de esta chica de 16 años y literalmente la escritura es como someterte en la cabeza de una chica así.
Me sentí en muchas veces identificada con Rafaela a partir de cómo se sentía, a pesar de que a mí no me
pasaran las mismas cosas. La novela genera un golpe en el lector y me gustaría que muchas chicas tanto de
12 años en adelante tengan la posibilidad de leerlo para generar conciencia sobre estos temas.
La historia romántica entre Rafaela y Simón te deja con ganas de más, pero también es tierna y delicada. No
es lo típico que esperamos del término juvenil, pero es lindo y atrapante.
Si tuviera que decir algo negativo diría que muchos personajes no estaban muy bien construidos, me
hubiera gustado una historia más larga y no me gusto el final. Por favor, ¿Qué clase de final es ese? ¿De
verdad vas a terminar una novela así? ¿Really?
En definitiva, Rafaela de Mariana Furiasse es una novela cortita que es relatada por una chica de 16 años
donde nos va contando su vida. Es una historia bonita, delicada y sencilla; sinceramente me he quedado
con ganas de más.

POLIFONÍA: DISCURSO REFERIDO Y CONOTACIÓN Y DENOTACIÓN:


“Lucas, sus compras”, de Julio Cortázar
En vista de que la Tota le ha pedido que baje a comprar una caja de fósforos, Lucas sale en piyama porque
la canícula impera en la metrópoli, y se constituye en el café del gordo Muzzio donde antes de comprar los
fósforos decide mandarse un aperital con soda. Va por la mitad de este noble digestivo cuando su amigo
Juárez entra también en piyama y al verlo prorrumpe que tiene a su hermana con la otitis aguda y el
boticario no quiere venderle las gotas calmantes porque la receta no aparece y las gotas son una especie de
alucinógeno que ya ha electrocutado a más de cuatro hippies del barrio. A vos te conoce bien y te las
venderá, vení en seguida, la Rosita se retuerce que no la puedo mirar.
Lucas paga, se olvida de comprar los fósforos y va con Juárez a la farmacia donde el viejo Olivetti dice que
no es cosa, que nada, que se vayan a otro lado, y en ese momento su señora sale de la trastienda con una
kódak en la mano y usted, señor Lucas, seguro que sabe cómo se la carga, estamos de cumpleaños de la
nena y dese cuenta justo se nos acaba el rollo, se nos acaba. Es que tengo que llevarle fósforos a la Tota,
dice Lucas antes que Juárez le pise un pie y Lucas se comida a cargar la kódak al comprender que el viejo
Olivetti le va a retribuir con las gotas ominosas, Juárez se deshace en gratitud y sale echando putas
mientras la señora agarra a Lucas y lo mete toda contenta en el cumpleaños, no se va a ir sin probar la torta
de manteca que hizo doña Luisa, que los cumplas muy felices dice Lucas a la nena que le contesta con un
borborigmo a través de la quinta tajada de torta. Todos cantan el apio verde tuyú y otro brindis con
naranjada, pero la señora tiene una cervecita bien helada para el señor Lucas que además va a sacar las
fotos porque ahí no tienen mucha cancha, y Lucas atenti al pajarito, ésta con flash y ésta en el patio porque
la nena quiere que también salga el jilguero, quiere.
—Bueno —dice Lucas— yo voy a tener que irme porque resulta que la Tota.
Frase eternamente inconclusa puesto que en la farmacia cunden alaridos y toda clase de instrucciones y
contraórdenes, Lucas corre a ver y de paso a rajar, y se encuentra con el sector masculino de la familia
Salinsky y en el medio el viejo Salinsky que se ha caído de la silla y lo traen porque viven al lado y no es cosa
de molestar al doctor si no tiene fractura de coxis o algo peor. El petiso Salinsky que es como fierro con
Lucas se le agarra del piyama y le dice que el viejo es duro pero que el pórlan del patio es peor, razón por la
cual no sería de excluir una fractura fatal máxime cuando el viejo se ha puesto verde y ni siquiera atina a
frotarse el culo como es su costumbre habitual. Este detalle contradictorio no se le ha escapado al viejo
Olivetti que pone a su señora al teléfono y en menos de cuatro minutos hay una ambulancia y dos
camilleros, Lucas ayuda a subir al viejo que vaya a saber por qué le ha pasado los brazos por el pescuezo
ignorando por completo a sus hijos, y cuando Lucas va a bajarse de la ambulancia los camilleros se la
cierran en la cara porque están discutiendo lo de Boca versus River el domingo y no es cosa de distraerse
con parentescos, total que Lucas va a parar al suelo con el arranque supersónico y el viejo Salinsky desde la
camilla jódete, pibe, ahora vas a saber cómo duele.
En el hospital que queda en la otra punta del ovillo, Lucas tiene que explicar el fato, pero eso es algo que
lleva su tiempo en un nosocomio y usted es de la familia, no, en realidad yo, pero entonces qué, espere que
le voy a explicar lo que pasó, está bien pero muestre sus documentos, es que estoy en piyama, doctor, su
piyama tiene dos bolsillos, de acuerdo pero resulta que la Tota, no me va a decir que este viejo se llama
Tota, quiero decir que yo tenía que comprarle una caja de fósforos a la Tota y en eso viene Juárez y. Está
bien, suspira el médico, bajale los calzoncillos al viejo, Morgada, usted se puede ir. Me quedo hasta que
llegue la familia y me dan plata para un taxi, dice Lucas, así no voy a tomar el colectivo. Depende, dice el
médico, ahora se usan indumentos de alta fantasía, la moda es tan versátil, hacele una radio de cúbito,
Morgada.
Cuando los Salinsky desembocan de un taxi Lucas les da las noticias y el petiso le larga la guita justa pero
eso sí le agradece cinco minutos la solidaridad y el compañerismo, de golpe no hay taxis por ninguna parte
y Lucas que ya no puede más se larga calle abajo pero es raro andar en piyama fuera del barrio, nunca se le
había ocurrido que es propio como estar en pelotas, para peor ni siquiera un colectivo rasposo hasta que el
final el 128 y Lucas parado entre dos chicas que lo miran estupefactas, después una vieja que desde su
asiento le va subiendo los ojos por las rayas del piyama como para apreciar el grado de decencia de esa
vestimenta que poco disimula las protuberancias, Santa Fe y Canning no llegan nunca y con razón porque
Lucas ha tomado el colectivo que va a Saavedra, entonces bajarse y esperar en una especie de potrero con
dos arbolitos y un peine roto, la Tota debe estar como una pantera en un lavarropas, una hora y media
madre querida y cuándo carajo va a venir el colectivo.
A lo mejor ya no viene nunca se dice Lucas con una especie de siniestra iluminación, a lo mejor esto es algo
así como el alejamiento de Almotásim, piensa Lucas culto. Casi no ve llegar a la viejita desdentada que se le
arrima de a poco para preguntarle si por casualidad no tiene un fósforo.
UNIDAD III
Carta formal

COMPONENTES DEL SUJETO Y PREDICADO: repaso


USOS DEL “SE”

“SE” con valor pronominal y función sintáctica


CATEGORIA GRAMATICAL FUNCION EJEMPLO
1. “SE” pronombre personal átono CI Equivale a: Le di el libro /Se lo di.
de 3era pers o “falso se” A él/ella Les entregué el trabajo / se los
A ellos/ellas entregué
“Se utiliza en lugar de le/les cuando
esta presente otro pronombre de
3era pers”
2. “SE” pronombre reflexivo CD Admite refuerzo: Carlos se (CD) peina
Sustituye a un SN que coincide con CI* A sí mismo Carlos se (CI) peina el pelo
el sujeto. En las oraciones
reflecivas, el sujeto ejecuta una *será CI cuando en *(Alterna con las restantes
acción que recae sobre sí mismo. la oración ya haya personas: me, te, nos, os)
Admite el refuerzo “A sí mismo” expreso un CD

3. “SE” pronombre recíproco CD Admite el refuerzo: María y Carmen se (CD) vieron


Aparece cuando dos o mas sujetos CI* Mutuamente, el uno al Los jugadores se (CI) cambiaron las
ejecutan sobre otro idéntica otros, los unos los otros. camisetas (CD)
acción. *será CI cuando en
Se usa de la misma manera que el la oración se haya *(Alterna con las restantes
anterior, pero cuando el sujeto es expresado un CD personas: me, te, nos, os)
múltiple o plural y se entiende que
cada individuo del sujeto realiza la
acción del verbo hacia el otro o los
otros.
COORDINACIÓN/SUBORDINACIÓN: Conjunciones y su uso

Tipos de conjunciones coordinantes:

EJERCICIOS
1) Distingue en las siguientes oraciones las conjunciones coordinantes y las subordinantes. Di de qué clase
es cada una de ellas:
a) Tiene quince años, es decir, la edad de las ilusiones.
b) Si llevaras el automóvil con cuidado, no habrías chocado.
c) Trajimos pollos e hicieron una comida estupenda.
d) ¿Sales o entras?
e) No es mi tía, sino mi hermana.
f) Aunque intentamos ir, nos fue imposible.
g) ¿Prefieres té o café?
h) Unas veces viene contento y otras triste.
2) Subraya las conjunciones que encuentres en las oraciones. Di a qué clase pertenecen.
a) Al pan, pan; y al vino, vino.
b) Si levantas la voz, te oiremos mejor.
c) Aunque se dio prisa, no llegó a tiempo.
d) Lo dijo porque le obligaron.
e) Iré a la playa o a la montaña.
f) ¿Qué deseas, limonada u horchata?
g) Busqué la pelota, pero no la encontré.
h) Llevaba un sombrero, mas no era de su agrado.
i) No quise estropearlo, sino arreglarlo.
j) Si te esfuerzas, lo conseguirás.
k) Hicieron el dibujo todos, salvo los más pequeños.

GÉNERO POLICIAL
La muerte y la brújula (Jorge Luis Borges)
De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño -tan
rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta
de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. En verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el
último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de
Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo
segundo apodo es Scharlach el Dandy. Este criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de
Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero
algo de aventurero había en él y hasta de tahúr.
El primer crimen ocurrió en el Hôtel de Nord - ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el
color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la
numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día 3 de diciembre
el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y
ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había
permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron
un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea.
Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard
sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffer
del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4, a las once y tres minutos a.m., lo llamó por teléfono un
redactor de la Yidische Zeitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, la levemente
oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al
corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto,
entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el
problema.
- No hay que buscarle tres pies al gato - decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro-. Todos sabemos
que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado
por aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece?
- Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor
obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las
hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo
preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón.
Treviranus repuso con mal humor:
- No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este
desconocido.
- No tan desconocido -corrigió Lönnrot- Aquí están sus obras completas. - Indico en el placard una fila de
altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Flood; una traducción
literal de Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una
monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El
comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego se echó a reír.
- Soy un pobre cristiano -repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en
supersticiones judías.
- Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías- murmuró Lönnrot.
- Como el cristianismo -se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zeitung. Era miope, ateo y muy
tímido.
Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de
papel con esta sentencia inconclusa:
La primera letra del Nombre ha sido articulada.
Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con
los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a
estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la
secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragramaton, que es el inefable Nombre de Dios;
otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de
cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad - es decir, el
conocimiento inmediato de todas las cosas que sarán, que son y que han sido en el universo. La tradición
enumera los noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico
temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre - el Nombre
Absoluto.
De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zeitung. Éste quería
hablar del asesinato; Lönnrot prefirió de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres
columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el
nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos
tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una
edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim.
El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios
occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio
en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba
enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos
amarillos y rojos, había unas palabras con tiza. El gendarme las deletreó… Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se
dirigieron a la remota escena del crimen. A la izquierda y a la derecha del automóvil, la ciudad se
desintegraba; crecía
el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su
pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta
de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los
antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en
ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último
representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las
palabras de tiza eran las siguientes:
La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del
comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o
Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable. Los hechos de los dos
sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator.
Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en
carnaval) Treviranus indagó que le había hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon - esa
calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias.
Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi arruinado
por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un
tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón
le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un
hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que
destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo;
Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto;
apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé
cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron
que tenía una máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie puedo
no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de
Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero les respondió con frialdad; cambiaron unas
palabras en yidish - él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas - y subieron a la pieza del fondo. Al
cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros.
Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó
los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la
dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del
cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova.
Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía:
La última de las letras del Nombre ha sido articulada.
Examinó, después, la piecita de Gryphius - Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los
rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín
- el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden - con varias notas manuscritas. Treviranus mirón con
indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario
interrogaba a los contradictorios testigos del posible secuestro. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de
Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo:
- ¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro?
Erik Lönnrot sonrió y leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima
tercera del Philologus:
Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Eso quiere decir agregó-: El día
hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer.
El otro ensayó una ironía.
- ¿Ese es el dato más valioso que usted ha recogido esta noche?
- No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg.
Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó
con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó "las
demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para eliminar tres
judíos"; la Yidische Zeitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, "aunque muchos
espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio"; el más ilustre de los pistoleros del Sur,
Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable
negligencia al comisario Franz Treviranus.
Éste recibió, la noche del 1° de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta
firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta
profetizaba que el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue
de Toulon y el Hôtel du Nord eran "los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico"; el plano
demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento
more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot - indiscutible merecedor de tales locuras.
Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de
diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también… Sintió, de pronto que estaba por
descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió. Pronunció la
palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo:
- Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema.
Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos.
- Entonces ¿no planean un cuarto crimen?
- Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. -Lönnrot colgó el tubo.
Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de
Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de
curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés,
medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier
cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota
posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó… Virtualmente, había descifrado
el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y
carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria
investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en el triángulo anónimo y en una
polvorienta palabra griega, El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien
días.
El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que
parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio
perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía agua crapulosa
de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como
los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en
el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre.
Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado.
Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la
mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con
una pasividad laboriosa, el portón entero cedió. Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas
generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en
inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un
segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble
balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba su sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había
rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana.
La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las
preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los
encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida.
Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos
fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas
veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó
en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado
jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en
tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce
los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente.
La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi
desconocimiento, la soledad.
Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran
amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña
estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y
le dijo:
- Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día.
Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz.
- Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto?
Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para
recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del
universo, una tristeza no menor que aquel odio.
No -dijo Scharlach-. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito
de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó, e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me
sacaron del tiroteo con una bala policial en mi vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada
quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba
horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos,
dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me
repetía la sentencia de los goyim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de
esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos,
aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde
agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras
y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había
encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula,
una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería.
El primer término de la serie me fue deparado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas - entre
ellos, Daniel Azevedo - el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó y acometió la empresa el
día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de
Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas
notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: La primera letra del Nombre ha
sido articulada. Azevedo le intimó al silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría
todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo;
medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar… A los diez días yo supe por
la Yidische Zeitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky.
Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios
había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en
busca de ese Nombre secreto habían llegado a cometer sacrificios humanos… Comprendí que usted
conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura.
Marcelo Yarmolinsky murió la noche del 3 de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la noche del 3 de
enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue
la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el
plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos
de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada.
El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius -
Ginzberg - Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba
postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el
estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa
escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé
repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio
en el norte, otros en el Este y en el Oeste, reclamaban un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton - el
nombre de Dios, JHVH - consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro
términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos
computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada
mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El
punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde la exacta muerte lo espera.
Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para traerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy. Lönnrot evitó
los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y
rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento
jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes
simétricas y periódicas.
- En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta.
En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando
en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8
kilómetros de A, luego un tercer crimen en C a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos.
Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como
ahora va a matarme en Triste-le-Roy. - Para la próxima vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese
laberinto, que consta de una sola recta y que es invisible, incesante. Retrocedió unos pasos. Después, muy
cuidadosamente, hizo fuego.

Actividad: “La muerte y la brújula”


1) Completar el siguiente cuadro con las características de los personajes
Treviranus (comisario) Lönnrot (detective)

2) Ahora, completá con los crímenes ocurridos:


DATOS PRIMER CRIMEN SEGUNDO CRIMEN TERCER CRIMEN
LUGAR
DIA
VICTIMA
ARMA UTILIZADA

3) Leé atentamente la siguiente cita extraída del cuento: “(…) El día hebreo empieza al anochecer y dura
hasta el siguiente anochecer.” ¿Qué información nueva con respecto al día de los crímenes nos aporta esta
cita?
4) En los policiales clásicos, el detective siempre llega a la verdad de los hechos y atrapa al culpable.
Además, siempre sabe más que el policía y es más astuto. Teniendo en cuenta esta afirmación: ¿por qué
podemos decir que este relato altera las leyes del policial clásico?
5) ¿Por qué creés que, aun sabiendo que él iba a ser la última víctima, se dirigió a la trampa que le tendió
Scharlach?
6) ¿Qué tipo de narrador tiene el texto? Justifica.

“Orden jerárquico” (Eduardo Goligorsky)


A Carlos y María Elena
Abascal lo perdió de vista, sorpresivamente, entre las sombras de la calle solitaria. Ya era casi de
madrugada, y unos jirones de niebla espesa se adherían a los portales oscuros. Sin embargo, no se inquietó.
A él, a Abascal, nunca se le había escapado nadie. Ese infeliz no sería el primero. Correcto. El Cholo
reapareció en la esquina, allí donde las corrientes de aire hacían danzar remolinos de bruma. Lo alumbraba
el cono de luz amarillenta de un farol.
El Cholo caminaba excesivamente erguido, tieso, con la rigidez artificial de los borrachos que tratan de
disimular su condición. Y no hacía ningún esfuerzo por ocultarse. Se sentía seguro.
Abascal había empezado a seguirlo a las ocho de la noche. Lo vio bajar, primero, al sórdido subsuelo de la
Galería Güemes, de cuyas entrañas brotaba una música gangosa. Los carteles multicolores prometían un
espectáculo estimulante, y desgranaban los apodos exóticos de las coristas. Él también debió sumergirse,
por fuerza, en la penumbra cómplice, para asistir a un monótono desfile de hembras aburridas. Las carnes
fláccidas, ajadas, que los reflectores acribillaban sin piedad, bastaban, a juicio de Abascal, para sofocar
cualquier atisbo de excitación. Por si eso fuera poco, un tufo en el que se mezclaban el sudor, la mugre y la
felpa apolillada, impregnaba al aire rancio, adhiriéndose a la piel y las ropas.
Se preguntó qué atractivo podía encontrar el Cholo en ese lugar. Y la respuesta surgió, implacable, en el
preciso momento en que terminaba de formularse el interrogante.
El Cholo se encuadraba en otra categoría humana, cuyos gustos y placeres él jamás lograría entender. Vivía
en una pensión de Retiro, un conventillo, mejor dicho, compartiendo una pieza minúscula con varios
comprovincianos recién llegados a la ciudad. Vestía miserablemente, incluso cuando tenía los bolsillos bien
forrados: camisa deshilachada, saco y pantalón andrajoso, mocasines trajinados y cortajeados. Era, apenas,
un cuchillero sin ambiciones, o con una imagen ridícula de la ambición. Útil en su hora, pero peligroso, por
lo que sabía, desde el instante en que había ejecutado su último trabajo, en una emergencia, cuando todos
los expertos de confianza y responsables, como él, como Abascal, se hallaban fuera del país. Porque
últimamente las operaciones se realizaban, cada vez más, en escala internacional, y los viajes estaban a la
orden del día.
Recurrir al Cholo había sido, de todos modos, una imprudencia. Con plata en el bolsillo, ese atorrante no
sabía ser discreto. Abascal lo había seguido del teatrito subterráneo a un piringundín de la 25 de Mayo, y
después a otro, y a otro, y lo vio tomar todas las porquerías que le sirvieron, y manosear a las coperas, y
darse importancia hablando de lo que nadie debía hablar. No mencionó nombres, afortunadamente, ni se
refirió a los hechos concretos, identificables, porque si lo hubiera hecho, Abascal, que lo vigilaba con el oído
atento, desde el taburete vecino, habría tenido que rematarlo ahí nomás, a la vista de todos, con la
temeridad de un principiante.
No era sensato arriesgar así una organización que tanto había costado montar, amenazando, de paso, la
doble vida que él, Abascal, un verdadero técnico, siempre había protegido con tanto celo. Es que él estaba
en otra cosa, se movía en otros ambientes. Sus modelos, aquellos cuyos refinamientos procuraba copiar,
los había encontrado en las recepciones de las embajadas, en los grandes casinos, en los salones de los
ministerios, en las convenciones empresarias. Cuidaba, sobre todo, las apariencias: ropa bien cortada,
restaurantes escogidos, starlets trepadoras, licores finos, autos deportivos, vuelos en cabinas de primera
clase. Por ejemplo, ya llevaba encima, mientras se deslizaba por la calle de Retiro, siguiendo al Cholo, el
pasaje que lo transportaría, pocas horas más tarde, a Caracas. Lejos del cadáver del Cholo y de las
suspicacias que su eliminación podría generar en algunos círculos.
En eso, el Doctor había sido terminante. Matar y esfumarse. El número del vuelo, estampado en el pasaje,
ponía un límite estricto a su margen de maniobra. Lástima que el Doctor, tan exigente con él, hubiera
cometido el error garrafal de contratar, en ausencia de los auténticos profesionales, a un rata como el
Cholo. Ahora, como de costumbre, él tenía que jugarse el pellejo para sacarles las castañas del fuego a los
demás. Aunque eso también iba a cambiar, algún día. Él apuntaba alto, muy alto, en la organización.
Abascal deslizó la mano por la abertura del saco, en dirección al correaje que le ceñía el hombro y la axila.
Al hacerlo rozó, sin querer, el cuadernillo de los pasajes. Sonrió. Luego, sus dedos encontraron las cachas
estriadas de la Luger, las acariciaron, casi sensualmente, y se cerraron con fuerza, apretando la culata.
El orden jerárquico también se manifestaba en las armas. Él había visto, hacía mucho tiempo, la
herramienta predilecta del Cholo. Un puñal de fabricación casera, cuya hoja se había encogido tras infinitos
contactos con la piedra de afilar. Dos sunchos apretaban el mango de madera, incipientemente
resquebrajado y pulido por el manipuleo. Por supuesto, al Cholo había usado ese cuchillo en el último
trabajo, dejando un sello peculiar, inconfundible. Otra razón para romper allí, en el eslabón más débil, la
cadena que trepaba hasta cúpulas innombrables.
En cambio, la pistola de Abascal llevaba impresa, sobre el acero azul, la nobleza de su linaje. Cuando la
desarmaba, y cuando la aceitaba, prolijamente, pieza por pieza, se complacía en fantasear sobre la
personalidad de sus anteriores propietarios. ¿Un gallardo "junker" prusiano, que había preferido dispararse
un tiro en la sien antes que admitir la derrota en un suburbio de Leningrado? ¿O un lugarteniente del
mariscal Rommel, muerto en las tórridas arenas de El Alamein? Él había comprado la Luger, justamente, en
un zoco de Tánger donde los mercachifles remataban su botín de cascos de acero, cruces gamadas y otros
trofeos arrebatados a la inmensidad del desierto.
Eso sí, la Luger tampoco colmaba sus ambiciones. Conocía la existencia de una artillería más perfeccionada,
más mortífera, cuyo manejo estaba reservado a otras instancias del orden jerárquico, hasta el punto de
haberse convertido en una especie de símbolo de status. A medida que él ascendiera, como sin duda iba a
ascender, también tendría acceso a ese arsenal legendario, patrimonio exclusivo de los poderosos.
Curiosamente, el orden jerárquico tenía, para Abascal, otra cara. No se trataba sólo de la forma de matar,
sino, paralelamente, de la forma de morir. Lo espantaba la posibilidad de que un arma improvisada,
bastarda, como la del Cholo, le hurgara las tripas. A la vez, el chicotazo de la Luger enaltecería al Cholo,
pero tampoco sería suficiente para él, para Abascal, cuando llegara a su apogeo. La regla del juego estaba
cantada y él, fatalista por convicción, la aceptaba: no iba a morir en la cama. Lo único que pedía era que,
cuando le tocara el tumo, sus verdugos no fueran chapuceros y supiesen elegir instrumentos nobles.
La brusca detención de su presa, en la bocacalle siguiente, le cortó el hilo de los pensamientos.
Probablemente el instinto del Cholo, afinado en los montes de Orán y en las emboscadas de un Buenos
Aires traicionero, le había advertido algo. Unas pisadas demasiado persistentes en la calle despoblada. Una
vibración intrusa en la atmósfera. La conciencia del peligro acechante lo había ayudado a despejar la
borra¬chera y giró en redondo, agazapándose. El cuchillo tajeó la bruma, haciendo firuletes, súbitamente
convertido en la prolongación natural de la mano que lo empuñaba.
Abascal terminó de desenfundar la Luger. Disparó desde una distancia segura, una sola vez, y la bala
perforó un orificio de bordes nítidos en la frente del Cholo.
Misión cumplida.
El tableteo de las máquinas de escribir llegaba vagamente a la oficina, venciendo la barrera de aislación
acústica. Por el ventanal panorámico se divisaba un horizonte de hormigón y, más lejos, donde las moles
dejaban algunos resquicios, asomaban las parcelas leonadas del Río de la Plata. El smog formaba un
colchón sobre la ciudad y las aguas.
El Doctor tomó, en primer lugar, el cable fechado en Caracas que su secretaria acababa de depositar sobre
el escritorio, junto a la foto de una mujer rubia, de facciones finas, aristocráticas, flanqueada, en un jardín,
por dos criaturas igualmente rubias. Conocía, de antemano, el texto del cable: "Firmamos contrato". No
podía ser de otra manera. La organización funcionaba como una maquinaria bien sincronizada. En eso
residía la clave del éxito.
"Firmamos contrato", leyó, efectivamente. O sea que alguien -no importaba quién- había cercenado el
último cabo suelto, producto de una operación desgraciada.
Primero había sido necesario recurrir al Cholo, un malevito marginado, venal, que no ofrecía ninguna
garantía para el futuro. Después, lógicamente, había sido indispensable silenciar al Cholo. Y ahora el círculo
acababa de cerrarse. "Firmamos contrato" significaba que Abascal había sido recibido en el aeropuerto de
Caracas, en la escalerilla misma del avión, por un proyectil de un rifle Browning calibre 30, equipado con
mira telescópica Leupold M8-100. Un fusil, se dijo el Doctor, que Abascal habría respetado y admirado, en
razón de su proverbial entusiasmo por el orden jerárquico de las armas. La liquidación en el aeropuerto,
con ese rifle y no otro, era, en verdad, el método favorito de la filial Caracas, tradicionalmente partidaria de
ganar tiempo y evitar sobresaltos inútiles.
Una pérdida sensible, reflexionó el Doctor, dejando caer el cable sobre el escritorio. Abascal siempre había
sido muy eficiente, pero su intervención, obligada, en ese caso, lo había condenado irremisiblemente. La
orden recibida de arriba había sido inapelable: no dejar rastros, ni nexos delatores. Aunque, desde luego,
resultaba imposible extirpar todos, absolutamente todos, los nexos. Él, el Doctor, era, en última instancia,
otro de ellos.
A continuación, el Doctor recogió el voluminoso sobre de papel manila que su secretaria le había entregado
junto con el cable. El matasellos era de Nueva York, el membrete era el de la firma que servía de fachada a
la organización. Habitualmente, la llegada de uno de esos sobres marcaba el comienzo de otra operación. El
código para descifrar las instrucciones descansaba en el fondo de su caja fuerte.
El Doctor metió la punta del cortapapeles debajo de la solapa del sobre. La hoja se deslizó hasta tropezar,
brevemente, con un obstáculo. La inercia determinó que siguiera avanzando. El Doctor comprendió que
para descifrar el mensaje no necesitaría ayuda. Y le sorprendió descubrir que en ese trance no pensaba en
su mujer y sus hijos, sino en Abascal y en su culto por el orden jerárquico de las armas. Luego, la carga
explosiva, activada por el tirón del cortapapeles sobre el hilo del detonador, transformó todo ese piso del
edificio en un campo de escombros.

Emma Zunz, de Jorge Luis Borges


El catorce de enero de 1922, Emma Zunz, al volver de la fábrica de tejidos Tarbuch y Loewenthal, halló en el
fondo del zaguán una carta, fechada en el Brasil, por la que supo que su padre había muerto. La engañaron,
a primera vista, el sello y el sobre; luego, la inquietó la letra desconocida. Nueve diez líneas borroneadas
querían colmar la hoja; Emma leyó que el señor Maier había ingerido por error una fuerte dosis de veronal
y había fallecido el tres del corriente en el hospital de Bagé. Un compañero de pensión de su padre firmaba
la noticia, un tal Feino Fain, de Río Grande, que no podía saber que se dirigía a la hija del muerto.
Emma dejó caer el papel. Su primera impresión fue de malestar en el vientre y en las rodillas; luego de
ciega culpa, de irrealidad, de frío, de temor; luego, quiso ya estar en el día siguiente. Acto continuo
comprendió que esa voluntad era inútil porque la muerte de su padre era lo único que había sucedido en el
mundo, y seguiría sucediendo sin fin.
Recogió el papel y se fue a su cuarto. Furtivamente lo guardó en un cajón, como si de algún modo ya
conociera los hechos ulteriores. Ya había empezado a vislumbrarlos, tal vez; ya era la que sería.
En la creciente oscuridad, Emma lloró hasta el fin de aquel día del suicidio de Manuel Maier, que en los
antiguos días felices fue Emanuel Zunz. Recordó veraneos en una chacra, cerca de Gualeguay, recordó
(trató de recordar) a su madre, recordó la casita de Lanús que les remataron, recordó los amarillos losanges
de una ventana, recordó el auto de prisión, el oprobio, recordó los anónimos con el suelto sobre «el
desfalco del cajero», recordó (pero eso jamás lo olvidaba) que su padre, la última noche, le había jurado
que el ladrón era Loewenthal. Loewenthal, Aarón Loewenthal, antes gerente de la fábrica y ahora uno de
los dueños. Emma, desde 1916, guardaba el secreto. A nadie se lo había revelado, ni siquiera a su mejor
amiga, Elsa Urstein. Quizá rehuía la profana incredulidad; quizá creía que el secreto era un vínculo entre
ella y el ausente. Loewenthal no sabía que ella sabía; Emma Zunz derivaba de ese hecho ínfimo un
sentimiento de poder. No durmió aquella noche, y cuando la primera luz definió el rectángulo de la
ventana, ya estaba perfecto su plan. Procuró que ese día, que le pareció interminable, fuera como los otros.
Había en la fábrica rumores de huelga; Emma se declaró, como siempre, contra toda violencia. A las seis,
concluido el trabajo, fue con Elsa a un club de mujeres, que tiene gimnasio y pileta. Se inscribieron; tuvo
que repetir y deletrear su nombre y su apellido, tuvo que festejar las bromas vulgares que comentan la
revisación. Con Elsa y con la menor de las Kronfuss discutió a qué cinematógrafo irían el domingo a la tarde.
Luego, se habló de novios y nadie esperó que Emma hablara. En abril cumpliría diecinueve años, pero los
hombres le inspiraban, aún, un temor casi patológico... De vuelta, preparó una sopa de tapioca y unas
legumbres, comió temprano, se acostó y se obligó a dormir. Así, laborioso y trivial, pasó el viernes quince,
la víspera.
El sábado, la impaciencia la despertó. La impaciencia, no la inquietud, y el singular alivio de estar en aquel
día, por fin. Ya no tenía que tramar y que imaginar; dentro de algunas horas alcanzaría la simplicidad de los
hechos. Leyó en La Prensa que el Nordstjärnan, de Malmö, zarparía esa noche del dique 3; llamó por
teléfono a Loewenthal, insinuó que deseaba comunicar, sin que lo supieran las otras, algo sobre la huelga y
prometió pasar por el escritorio, al oscurecer. Le temblaba la voz; el temblor convenía a una delatora.
Ningún otro hecho memorable ocurrió esa mañana. Emma trabajó hasta las doce y fijó con Elsa y con Perla
Kronfuss los pormenores del paseo del domingo. Se acostó después de almorzar y recapituló, cerrados los
ojos, el plan que había tramado. Pensó que la etapa final sería menos horrible que la primera y que le
depararía, sin duda, el sabor de la victoria y de la justicia. De pronto, alarmada, se levantó y corrió al cajón
de la cómoda. Lo abrió; debajo del retrato de Milton Sills, donde la había dejado la antenoche, estaba la
carta de Fain. Nadie podía haberla visto; la empezó a leer y la rompió. Referir con alguna realidad los
hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo
que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no
creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y
confunde? Emma vivía por Almagro, en la calle Liniers; nos consta que esa tarde fue al puerto. Acaso en el
infame Paseo de Julio se vio multiplicada en espejos, publicada por luces y desnudada por los ojos
hambrientos, pero más razonable es conjeturar que al principio erró, inadvertida, por la indiferente
recova... Entró en dos o tres bares, vio la rutina o los manejos de otras mujeres. Dio al fin con hombres del
Nordstjärnan. De uno, muy joven, temió que le inspirara alguna ternura y optó por otro, quizá más bajo que
ella y grosero, para que la pureza del horror no fuera mitigada. El hombre la condujo a una puerta y
después a un turbio zaguán y después a una escalera tortuosa y después a un vestíbulo (en el que había una
vidriera con losanges idénticos a los de la casa en Lanús) y después a un pasillo y después a una puerta que
se cerró. Los hechos graves están fuera del tiempo, ya porque en ellos el pasado inmediato queda como
tronchado del porvenir, ya porque no parecen consecutivas las partes que los forman.
¿En aquel tiempo fuera del tiempo, en aquel desorden perplejo de sensaciones inconexas y atroces, pensó
Emma Zunz una sola vez en el muerto que motivaba el sacrificio? Yo tengo para mí que pensó una vez y que
en ese momento peligró su desesperado propósito. Pensó (no pudo no pensar) que su padre le había hecho
a su madre la cosa horrible que a ella ahora le hacían. Lo pensó con débil asombro y se refugió, en seguida,
en el vértigo. El hombre, sueco o finlandés, no hablaba español; fue una herramienta para Emma como ésta
lo fue para él, pero ella sirvió para el goce y él para la justicia. Cuando se quedó sola, Emma no abrió en
seguida los ojos. En la mesa de luz estaba el dinero que había dejado el hombre: Emma se incorporó y lo
rompió como antes había roto la carta. Romper dinero es una como tirar el pan; Emma se arrepintió,
apenas lo hizo. Un acto de soberbia y en aquel día... El temor se perdió en la tristeza de su cuerpo, en el
asco. El asco y la tristeza la encadenaban, pero Emma lentamente se levantó y procedió a vestirse. En el
cuarto no quedaban colores vivos; el último crepúsculo se agravaba. Emma pudo salir sin que lo advirtieran;
en la esquina subió a un Lacroze, que iba al oeste. Eligió, conforme a su plan, el asiento más delantero, para
que no le vieran la cara. Quizá le confortó verificar, en el insípido trajín de las calles, que lo acaecido no
había contaminado las cosas. Viajó por barrios decrecientes y opacos, viéndolos y olvidándolos en el acto, y
se apeó en una de las bocacalles de Warnes. Pardójicamente su fatiga venía a ser una fuerza, pues la
obligaba a concentrarse en los pormenores de la aventura y le ocultaba el fondo y el fin.
Aarón Loewenthal era, para todos, un hombre serio; para sus pocos íntimos, un avaro. Vivía en los altos de
la fábrica, solo. Establecido en el desmantelado arrabal, temía a los ladrones; en el patio de la fábrica había
un gran perro y en el cajón de su escritorio, nadie lo ignoraba, un revólver. Había llorado con decoro, el año
anterior, la inesperada muerte de su mujer - ¡una Gauss, que le trajo una buena dote! -, pero el dinero era
su verdadera pasión. Con íntimo bochorno se sabía menos apto para ganarlo que para conservarlo. Era muy
religioso; creía tener con el Señor un pacto secreto, que lo eximía de obrar bien, a trueque de oraciones y
devociones. Calvo, corpulento, enlutado, de quevedos ahumados y barba rubia, esperaba de pie, junto a la
ventana, el informe confidencial de la obrera Zunz.
La vio empujar la verja (que él había entornado a propósito) y cruzar el patio sombrío. La vio hacer un
pequeño rodeo cuando el perro atado ladró. Los labios de
Emma se atareaban como los de quien reza en voz baja; cansados, repetían la sentencia que el señor
Loewenthal oiría antes de morir.
Las cosas no ocurrieron como había previsto Emma Zunz. Desde la madrugada anterior, ella se había
soñado muchas veces, dirigiendo el firme revólver, forzando al miserable a confesar la miserable culpa y
exponiendo la intrépida estratagema que permitiría a la Justicia de Dios triunfar de la justicia humana. (No
por temor, sino por ser un instrumento de la Justicia, ella no quería ser castigada.) Luego, un solo balazo en
mitad del pecho rubricaría la suerte de Loewenthal. Pero las cosas no ocurrieron así.
Ante Aarón Loeiventhal, más que la urgencia de vengar a su padre, Emma sintió la de castigar el ultraje
padecido por ello. No podía no matarlo, después de esa minuciosa deshonra. Tampoco tenía tiempo que
perder en teatralerías. Sentada, tímida, pidió excusas a Loewenthal, invocó (a fuer de delatora) las
obligaciones de la lealtad, pronunció algunos nombres, dio a entender otros y se cortó como si la venciera
el temor. Logró que Loewenthal saliera a buscar una copa de agua. Cuando éste, incrédulo de tales
aspavientos, pero indulgente, volvió del comedor, Emma ya había sacado del cajón el pesado revólver.
Apretó el gatillo dos veces. El considerable cuerpo se desplomó como si los estampidos y el humo lo
hubieran roto, el vaso de agua se rompió, la cara la miró con asombro y cólera, la boca de la cara la injurió
en español y en ídisch. Las malas palabras no cejaban; Emma tuvo que hacer fuego otra vez. En el patio, el
perro encadenado rompió a ladrar, y una efusión de brusca sangre manó de los labios obscenos y manchó
la barba y la ropa. Emma inició la acusación que había preparado («He vengado a mi padre y no me podrán
castigar...»), pero no la acabó, porque el señor Loewenthal ya había muerto. No supo nunca si alcanzó a
comprender.
Los ladridos tirantes le recordaron que no podía, aún, descansar. Desordenó el diván, desabrochó el saco
del cadáver, le quitó los quevedos salpicados y los dejó sobre el fichero. Luego tomó el teléfono y repitió lo
que tantas veces repetiría, con esas y, con otras palabras: Ha ocurrido una cosa que es increíble... El señor
Loewenthal me hizo venir con el pretexto de la huelga... Abusó de mí, lo maté... La historia era increíble, en
efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz,
verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran
falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios.

NOVELA:
EL JURAMENTO DE CENTENERA (Capítulo 5)
Aquella tarde había un baile de despedida. Los que viajábamos en la tercera teníamos derecho a hacer una
fiesta con música en la cubierta una vez cada tres semanas, pero aquella era especial y participaron todos
los pasajeros mayores de edad.
Los chicos, oficialmente, debían permanecer a un lado, pero la verdad es que la alegría es contagiosa y,
aunque fuera en los rincones, todos bailaban. Francisco habría podido bailar con alguna chica, que las había
y muy lindas, pero prefirió no perdernos de vista.
La orquesta del barco estaba compuesta por pasajeros que eran músicos más o menos profesionales a los
que se les hacía un descuento en el pasaje a cambio de colaborar con esos momentos de esparcimiento,
tan importantes en viajes largos. Tocaban principalmente música italiana y española y, si a alguien quería
cantar de buena voluntad, se aceptaba. No era necesario insistir mucho para que la gente se animara a salir
a la pista improvisada. Algunos hasta llevaban sombreros o chales o zapatos especiales para la celebración.
Había un gran jolgorio aquel día. La expectativa de la llegada era para casi todos el comienzo de una gran
aventura y el fin de muchas penurias. Pocos, como nosotros, no tenían idea de adónde iban a ir a parar,
otros tenían algún familiar esperándolos para alojarlos y darles trabajo, pero la sensación de nerviosismo
nos recorría a todos por igual. Queríamos bajar de ese barco y comenzar una nueva vida. Dejar de hablar y
soñar y comenzar a hacer.
En medio del estruendo y la algarabía, una señora, que bailaban muy cerca de donde estábamos, enganchó
con el tacón los flecos de su mantilla y se cayó. Su esposo intentó ayudarla a incorporarse y cuando estaban
los dos agachados, otra pareja de bailarines, que retrocedía sin mirar atrás, cayó encima de ellos y luego,
otros dos. Se creó un momento de confusión donde algunos reían, otros gritaban y otros protestaban
tratando de sacarse pies y manos de encima. Domingo se acercó para ayudar a una niñita que había
quedado atrapada entre los que se habían caído y lloraba a moco tendido preguntando por su mamá.
Francisco le tendió el brazo a un hombre para ayudarlo a levantarse y Salvador y yo caminamos
encandilados hacia las trenzas desechas de una rubia italiana que se acomodaba el vestido arremangado en
la confusión. Después de unos minutos de alboroto, todos estaban de pie nuevamente y los músicos
arrancaron otra pieza. Cuando volvimos a nuestro banco, María no estaba. La buscamos con la vista al
principio, porque no podía estar muy lejos. Luego, deambulamos los cuatro con el cogote estirado entre los
bailarines. Después preguntamos a varios, especialmente a los que no bailaban y a los músicos, pero nadie
había visto a María. De haber estado allí mi padre, habría hecho parar la orquesta, se habría subido al
escenario y desde allí dado la voz de alarma, pero nosotros éramos jóvenes y el susto nos paralizó, así que,
en vez de hacer lo correcto, perdimos tiempo echándonos la culpa unos a otros por haberla dejado sola.
Para cuando la noticia de la desaparición de María llegó la capitán y se difundió su descripción por
altavoces, ya habían pasado más de dos horas. El barco era muy grande y a todos lados entraba Francisco
hecho un loco y escoltado por dos marineros para que no matara a alguien si llegaba a encontrar algo que
no le gustaba. Los hombres nos daban palmadas de aliento y hasta algunas mujeres que no tenían niños se
incorporaban a la búsqueda.
- Ya aparecerá, tranquilos- nos decían – no puede estar muy lejos.
Las amigas de María, Candelaria y Elisa buscaron separadamente por distintas partes del barco con idéntico
resultado. Durante las primeras horas, nosotros cuatro estábamos aterrados, pero la solidaridad de la gente
nos sostenía. Varios marineros dividieron el barco en sectores y distribuyeron a la gente con instrucciones
precisas de dónde no debían entrar y qué puertas debían permanecer cerradas por seguridad. La segunda
requisa, en cambio, fue mucho más exhaustiva y el mismo capitán, un tal D’ Onofrio, acompañó a la gente
para que entrara en la sala de máquinas, en las bodegas, en las sentinas y en los calabozos que, por
supuesto, estaban vacíos.
Cuando anocheció, el ánimo había cambiado. Los hombres estaban frustrados. ¿Cómo no encontraban a
una niña escondida, no importa cuán astuta fuera? Claro que el barco era enorme, y la mayoría de ellos no
tenía idea de cuánto hasta que empezaron a recorrerlo. Pero de todos modos una niña no es una rata, que
de esas sí habían visto varias.
Todo fue en vano. María había desaparecido.
Francisco fue a buscar al capitán. Le pidió que anduviera hacer al médico de abordo un escrito donde se
estableciera el día, la hora y las circunstancias de la desaparición de María. El capitán le dijo entonces que
ya estaba todo anotado en su bitácora. Mi hermano no sabía, no tenía por qué saberlo siendo apenas un
muchacho, qué cosa era la bitácora y no pidió más información. Con el tiempo, supimos que se había
cuidado muy bien el capitán de anotar nada sobre mi hermana.
Francisco también pidió una lista con el nombre de los pasajeros, sus edades y sus procedencias, cosa que
el capitán se negó a proporcionarle. La lista la conseguiríamos más tarde y por otros medios. De todos
modos, mi hermano también le preguntó, ya esto por su propia cuenta, cuál era su opinión sobre lo que
había pasado.
- ¿Por qué no me dijiste que tu hermana era retardada? – contesto el capitán.
- Porque lo único importante es que se ha perdido- respondió Francisco.
- Estoy de acuerdo. Sin embargo, su comportamiento puede haberla puesto en riesgo.
- No entiendo- replico Francisco, terco.
- Quisiera encontrar las palabras para explicarlo mejor ¿Deambulaba por el barco tu hermana?, ¿era una
niña imprudente?
- ¿Por qué dice usted “era”? – retrucó Francisco.
Con un movimiento de manos, el capitán intentó hacer desaparecer la palabra equivocada.
- Quiero decir, entes de esta situación.
- No. Deambulaba cuando puede, pero nunca lejos de nosotros.
- Sin embargo, aprovechó un descuido muy rápidamente, ¿verdad? ¿hablaba con la gente?
- No, solo hablaba con nosotros – respondió Francisco ignorando el verbo en tiempo pasado – y con un
par de personas, todas muy buena gente.
Durante un tiempo siguieron las preguntas, casi todas del mismo tenor y con un solo objetivo: plantar en la
cabeza de Francisco la idea de que María podía no estar escondida.
No fue sino hasta muy tarde, por la noche, que alguien lo dijo. En realidad, lo susurró. Y no es que no se nos
hubiera ocurrido antes porque, en esos casos, uno siempre piensa lo peor, pero ponerlo en palabras fue
como cuando un chorro de vapor revienta una cañería. El pavor se diseminó entre los pasajeros y cada
padre tomó a su niño de la mano y se retiró a descansar.
El capitán dijo que hiciéramos lo mismo. Él se encargaría de seguir buscando y nos informaría si había
novedades.
- No se preocupen. ¿Adónde va a ir la niña? Tiene que estar por acá – nos aseguró con movimientos
nerviosos.
Pero nosotros entumecidos de frío por el viento filoso que nos cortaba la cara, nos quedamos dando
vueltas y llamando a María una y otra vez hasta que nuestras gargantas enmudecieron. Yo pensaba que, si
estaba escondida mirándonos desde algún lugar secreto, al vernos tan desesperados saldría y acabaría la
pesadilla.
Tres marineros de guardia nos hicieron compañía. Eran corpulentos y tenían el pelo muy corto. Nos
contaron historias de polizones imaginativos que habían cruzado todos los mares del mundo escondidos en
los rincones más increíbles de los barcos. Y a la historia de uno se sumaba la del otro y cada quien, claro, le
agregaba un condimento para no ser menos hasta que, disparaba la inventiva, cada uno tenía apuro por
contar su historia y superponía el comienzo de la suya con el final de la de su compañero, obligándonos a
girar la cabeza de uno a otro. Y luego, un poco de empujones con esos brazos duros que parecían de
madera, y un poco de risotadas por las exageraciones y algo de alcohol que tenían en una botellita plana en
su bolsillo y que con un guiño nos dieron a probar, hicieron que pasara la noche más larga que recuerdo en
mi vida.
Al día siguiente, el último del viaje, el tema de María parecía haberse agotado. Se hacía evidente que mi
hermana no estaba a bordo después de la intensa búsqueda y no había nada que los compañeros pudieran
hacer por nosotros, como no fuera ofrecernos sus condolencias, cosa que nadie hizo, al menos de forma
convencional. No porque fueran desalmados, sino porque no sabían que decir. […]
Lydia Carreras de Sosa.

LOS DOCE PASOS DEL HÉROE


1- EL MUNDO ORDINARIO.
Es necesario que el mundo ordinario atrape al lector, sugiera hacia dónde se dirige y vierta una gran
cantidad de información. Los personajes se encuentran dentro de un contexto determinado. En un
principio se debe mostrar el tono que va a tomar la historia y el estado de ánimo que se va a experimentar.
- El título, importante para definir la historia.
- Diferencias entre el mundo ordinario y el mundo especial, que es aquello que se transforma dentro del
mundo ordinario.
- Los presagios, que son muy útiles para introducir de una forma directa al lector o espectador en la
historia.
- Problemas internos y externos. Los personajes sin desafíos internos resultan planos y escasamente
atractivos. Puede tratarse de un problema de personalidad o de un dilema moral al que dar solución.
- Identificación, con claves que deben darse al principio de la historia. Para ello se les otorgan a los
personajes valores, objetivos, deseos, necesidades...
- Carencias del héroe.
- Defectos trágicos: por ejemplo, el héroe es tan orgulloso que no se deja aconsejar ni ayudar. Ello le pone
en contra de su destino y le puede llevar a la destrucción. Un héroe perfecto nunca puede resultar
interesante (“Superman” es vulnerable a la criptonita).
- Antecedentes y exposición: toda la información que necesitamos para entender el momento en el que nos
encontramos.
- El tema hay que determinarlo como si se pudiese resumir en una palabra.
2- LA LLAMADA A LA AVENTURA.
Vogler lo define como un catalizador, un desencadenante que va a propiciar los acontecimientos. Dentro de
este apartado, también se distinguen diferentes fases:
- Sincronización: coincidencias que conducen al héroe a la aventura.
- Heraldos del cambio: alteran la vida del héroe y le ponen en movimiento por medio de un desafío.
- No hay opciones para el héroe: no le queda más remedio que intervenir en esa aventura, ya sea física o
emocional.
- Esta llamada va a significar un proceso de selección, es decir, una situación inestable en el contexto social
del protagonista.
3- EL RECHAZO DE LA LLAMADA.
Nos situamos en el punto de vista del protagonista y suele aparecer el miedo. Se debe recalcar que la
aventura es peligrosa, con el fin de que nos identifiquemos con el protagonista. Aquí se puede distinguir
varias opciones:
- La evitación: los héroes reaccionan dubitativamente a la llamada.
- Las excusas: el protagonista da una excusa para no ir a la aventura.
- Rechazo persistente: éste puede dar lugar a una tragedia.
- Rechazos positivos: cuando la llamada puede causar un mal al héroe.
- Guardianes del umbral: son las personas que ponen a prueba a los héroes, cuestionando su capacidad
para realizar la misión.
- Puerta secreta: presenta los límites establecidos por los mentores, que normalmente son violados. Es
como una especie de advertencia que se transgrede y provoca una serie de acontecimientos.
4- ENCUENTRO CON EL MENTOR.
Es la etapa en la que le héroe obtiene conocimientos y confianza, necesarias para vencer sus miedos y
adentrarse a la aventura. El mentor proporciona al héroe conocimiento mágico para cruzar el umbral del
miedo. Puede haber una orientación errónea: el mentor puede ser un personaje negativo.
5- LA TRAVESÍA DEL PRIMER UMBRAL.
En este caso, el héroe se dispone a emprender la aventura. No obstante, no siempre tiene que ser de forma
voluntaria, sino que puede venir desencadenada por una serie de acciones. Ello implica que el héroe deja el
confort de la vida cotidiana y cruza el umbral hacia lo desconocido. Es el punto de no retorno, la frontera
que separa el mundo ordinario del mundo especial. Puede tratarse de una frontera física o de índole
emocional.
6- PRUEBAS, ALIADOS Y ENEMIGOS.
Es cuando el héroe se introduce, con todas las consecuencias, en el mundo especial y es probado bajo
presión. Todo esto implica que debe aprender las nuevas reglas y los nuevos valores. Se enfrenta a los
nuevos enemigos y crea nuevas alianzas.
- El contraste: se establece una diferencia con el mundo ordinario y en el mundo nuevo se proyectan
sensaciones y prioridades diferentes, por lo que este mundo está regido por otro tipo de normas.
- Las pruebas: son importantes para probar al héroe, plantearle una serie de complicaciones y prepararle
para dificultades mayores que se presentarán posteriormente. El grado de dificultad no va a ser máximo.
- Aliados y enemigos: los aliados tienen la obligación de dar toda la información que necesite el héroe. Los
enemigos serán las personas que traten de matar al héroe o que le dificulten su camino hacia la aventura.
- Compañeros: son los que acompañan al héroe en la aventura. Son leales y proporcionan un desahogo
cómico, además de ayuda.
- Los equipos: se pueden formar en las etapas de pruebas.
- El rival: se diferencia con el enemigo en el sentido de que éste es competidor con el protagonista en
asuntos de amor, de negocios, deportes... Es decir, que no pretende la aniquilación del héroe.
- Las nuevas reglas: el héroe debe de asimilar rápidamente las nuevas reglas que rigen el mundo especial.
7- LA APROXIMACIÓN A LA CAVERNA MÁS PROFUNDA
Indica que el héroe se va acercando a lo más profundo de la aventura y debe de estar preparado para
enfrentarse al reto mayor de la historia. Sus aliados son probados y los roles pueden, incluso, cambiar
- Funciones de la aproximación: indica que el héroe puede dedicar un tiempo para hacer planes, relajarse e
incluso tener encuentros amorosos, mientras se aproxima a lo más temible del mundo especial.
- El cortejo: el héroe tiene encuentros amorosos.
- La preparación de la odisea: es un momento en el que el héroe se siente descorazonado o contrariado.
Estos reveses de fortuna se denominan “complicaciones dramáticas”.
8- LA ODISEA O CALVARIO.
El héroe se enfrenta a su mayor miedo. Es una muerte simbólica, la crisis de la historia. Se produce el
primer gran conflicto.
- La crisis: es el acontecimiento principal de la historia, es decir, aquel punto en el que las fuerzas opuestas
se encuentran en su momento de máxima tensión.
- La muerte y el renacimiento: el héroe suele sobrevivir a esta primera prueba, pero también puede
fracasar y sobrevivir al final.
- El cambio: después de vencer la prueba, el héroe vuelve de nuevo a su mundo ordinario, pero
transformado.
9- LA RECOMPENSA.
El héroe es recompensado por ese sufrimiento. Es una persona mucho más humana, más completa, con
más experiencia. Es el momento de tomar posesión del “tesoro”. Tiene una mayor capacidad psíquica, es el
momento de celebración, de amor...
La escena de amor: se puede producir antes o después de la crisis, y se introduce el argumento secundario.
- La toma de posesión: el héroe encuentra lo que estaba buscando.
- Robo del elixir: no siempre el héroe consigue lo que busca, por lo que, a veces, tendrá que robárselo a
alguien.
- Nuevas percepciones: después de la crisis, el héroe tiene un punto de vista diferente de su situación. - La
conciencia de sí mismo: es cuando el héroe descubre en realidad quién es y cuál es el lugar que ocupa en el
mundo y en los acontecimientos.
- La epifanía: consiste en que las demás personas que rodean al héroe se tienen que dar cuenta de que éste
ha cambiado.
- La distorsión: se produce cuando el éxito se les sube a los personajes a la cabeza y se vuelven engreídos o
se ven tentados por el mal.
10- EL CAMINO DE REGRESO.
Aquí se produce un dilema en el héroe: tiene que decidir si permanece en el mundo especial o comienza el
camino de retorno al mundo ordinario con los valores aprendidos en el mundo especial.
- Las represalias o venganzas: siempre suele aparecer un contragolpe o también el hecho de que el héroe,
en algunas ocasiones, huye del mundo especial por temor a las represalias.
- La huida del villano: el antagonista es el perseguido.
- Los reverses de la fortuna: son una serie de sucesos adversos para el destino del héroe.
11- LA RESURRECCIÓN.
Se produce el clímax de la historia, es decir, el momento de mayor tensión. Se produciría un
enfrentamiento definitivo con la muerte, ya sea física o espiritual.
- Dos grandes odiseas: pueden darse dos momentos muy críticos.
- La elección: es tomar una decisión cumbre entre varias opciones para demostrar que el héroe ha
aprendido
- Elección romántica: el héroe opta por volver con la persona amada.
- El clímax: el último gran acontecimiento de la historia.
- El arco del personaje: es la evolución que ha tenido el héroe desde el principio hasta el final.
- La transformación: se manifiesta mediante un sigo externo, como puede ser la apariencia del héroe o
mediante las acciones.
12- EL RETORNO.
Es el final de la historia. El héroe regresa al punto de partida, vuelven a casa o continúan el viaje, pero
siempre con la sensación de que comienzan una nueva vida o de que en ellos se ha producido una
transformación.
- El desenlace: es el momento en el que todo se soluciona.
- Dos tipos de finales: puede ser abierto o cerrado. Si se da el primer caso, implica que se dejan algunas
cuestiones en el aire, y si es cerrado es que todas las líneas argumentales han sido resueltas.
- Factor sorpresa: si el retorno es insípido, se introduce una sorpresa para que la acción tome un giro
brusco
. - Recompensa y castigo: es el típico final feliz.
- Dificultades durante el retorno: el desenlace ha de quedar bien encajado y no ha de realizarse de manera
brusca, es decir, que todo ha de ser coherente.
- Enfoque: una historia no está bien enfocada si no cierra los temas originales o los planteados en un
principio.
Extraído del libro El viaje del escritor, de Christopher Vogler. Editorial MA NON TROPPO.

MITO DE EDIPO
EL ORÁCULO DE DELFOS
EDIPO
Escucha...
Escucha la terrible historia de aquel que los dioses, antes de su nacimiento, ¡habían condenado a matar a
su padre y a casar-se con su madre!
Así es: todo comenzó en Tebas, la ciudad que gobernaba el rey Layo. Un día, Yocasta, su joven esposa, le
comunica que es-pera un hijo. Entonces, Layo se dirige al santuario de Delfos. ¿Conoces el santuario de
Delfos? Imagina un templo rodeado de extrañas fumarolas... Allí, una vieja mujer sirve de intermediaria
entre los dioses y los hombres. ¡Es la pitonisa! Sí, la pitonisa responde a quienes la interrogan, les revela a
veces su origen y más a menudo su futuro.
-Quiero saber -le pregunta entonces Layo-, qué glorioso destino será el de nuestro hijo.
La pitonisa levanta al cielo una mirada alucinada.
Masculla:
-¡Te nacerá un hijo que matará a su padre y que se casará con su madre!
Layo, espantado, cree haber oído mal. Quisiera gritar:
-¡No, es imposible, te equivocas!
Pero la pitonisa no puede mentir. ¿Y qué humano, así se trate del rey de Tebas, puede oponerse a la
voluntad de los dioses?
Desesperado, el rey regresa a Tebas, La verdad es demasiado horrible para que pueda darla a conocer e
incluso revelársela a su esposa. ¡ En secreto, se jura así mismo hacer todo lo posible para que esta
predicción no se realice!.
Poco después, la reina Yocasta da a luz a su hijo. Es muy lindo bebé, alegre y lleno de vida.
-¿Cómo lo llamaremos?.- pregunta a su esposo.
Sin responder, el rey se aleja con el recién nacido. ¡Qué sentido tiene darle un nombre, si no debe vivir!
Layo hace venir al capitán de su guardia. Le ordena:
-Toma a este bebé. Llévalo lejos de aquí. Mátalo. Luego, deja que los animales devoren su cadáver.
¡Obedece sin hacer preguntas!.
El capitán se inclina; con el bebé en brazos, deja el palacio. Es un soldado rudo. ¿Matar? Es su oficio. Pero
resulta que mientras que su caballo recorre la llanura al galope, el niño se pone a gemir y a llorar. ¿Tiene
hambre? ¿Tiene frío? ¿Adivina el destino que le espera?.
Entonces, el capitán siente que su corazón de debilita, acelera la marcha y se dirige hacia el monte Citerón,
al que sube. Llegado a la cima, se detiene. Allí, un viento frío sopla sobre la vegetación árida.
El capitán desenvaina su espada, los llantos del bebé recrudecen. El soldado intrépido no retrocedería,
estando solo, ante un arma enemiga. Aquí se niega a realizar ese asesinato cobarde. Suspira:
-No. Decididamente no puedo… ¡Dejemos pues a las bestias ocuparse de esta desagradable tarea! Nadie se
enterará.
Agujerea los pies de bebe, arranca un junco, lo pasa a través de los agujeros que sangran y le ata así los
tobillos. Cuelga al niño de una rama cabeza abajo. Luego, monta su caballo y regresa a Tebas sin darse
vuelta.
Aquel día, el pastor Forbante y sus compañeros hacen pastar a sus rebaños en las laderas del monte
Citerón… Forbante está lejos de su patria, Corinto. Si ha hecho un camino tan largo, es para encontrar más
allá del istmo, una hierba más densa y más verde. Por supuesto, su atención es atraída rápidamente por
extraños vagidos y por los ladridos furiosos de sus perros. Acude y descubre, estupefacto, al bebé así atado
y colgado.
-¡Pobre criatura! ¿Quién te ha abandonado a tan triste destino?
Invadido por la piedad, Fortabante libera al niño cuyos pies, perforados, están muy hinchados. Y como sus
gritos recrudecen, el pastor va a ordeñar una de sus ovejas para darle leche al bebé hambriento.
-¿De quién puede ser?- pregunta a sus compañeros.
-¿Qué crees, Forbante?- exclaman los demás- ¡Es un niño abandonado! Sus padres han querido deshacerse
de él.
¡He aquí a Forbante a cargo de un huérfano! ¿Qué hacer con él? Un mes más tarde, cuando los pastores
regresaban a su patria, Forbante se lleva al bebé. Satisfecho con la leche de oveja, balbucea y sonríe.
Al acercarse a Corinto, Forbante se cruza con su reina en persona. Ella se sorprende de ver a ese pastor con
un recién nacido.
-Si mis perros no lo hubiesen descubierto, habría muerto- explica Forbante- pero no sé qué hacer con él…
La reina de Corinto nunca pudo tener hijos, es estéril. Si convence a sus súbditos que ese bebé es suyo, ¡el
trono tendrá un sucesor!.
-Y bien, yo lo educaré- le dijo la reina en voz muy baja- ¡Toma, Forbante, aquí tienes con qué indemnizar tu
esfuerzo y pagar tu silencio!
De regreso al palacio, le entrega el bebé a su marido, Pólibo.
-¡Los dioses nos envían este bebé!- exclama el soberano, encantado- Has hecho bien en comprárselo a
Forbante. Haremos de él un príncipe.
-¿Cómo vamos a llamarlo?
-Edipo- respondió Pólibo, ya que ese nombre significa “pies hinchados”.
En el palacio de Corinto, Edipo crecía en el bien y en la belleza. A los dieciocho años, se convierte en un
muchacho que posee todas las cualidades, aunque a veces es impulsivo y soberbio, como suelen ser a
menudo los príncipes. Sus padres están muy orgullosos de él..
Pero un malvado rumor circula por la ciudad: ¡El futuro rey de Corinto no sería el verdadero hijo de sus
soberanos! Al principio, Edipo no presta atención a esos cuentos. A la larga, fastidiado por su insistencia,
interroga al viejo Pólibo.
-¡Veamos, Edipo, claro que eres nuestro hijo, único y querido!
Pero la duda anida desde entonces en el alma de Edipo, como un gusano que roe lentamente un fruto. Un
día, declara:
-¡Voy a interrogar a los oráculos! Quiero saber la verdad…
Delfos queda tan solo a una semana de marcha y la distancia es rápidamente salvada. Admitido en el
santuario, Edipo se encuentra frente a la pitonisa. Pero sin iluminar a Edipo acerca de su pasado, los dioses,
por boca de vieja mujer, le revelan su futuro.
-Estás destinado a un porvenir del que no puedes escapar: terminarás matando a tu padre y casándote con
tu madre…
¡Edipo está espantado! ¿Cómo impedir que horrores tales tengan lugar?.
-¡No regresaré nunca a Corinto!- decide-. No volveré a ver a mis padres. ¡Pondré entre ellos y yo tal
distancia que estas predicciones jamás podrán realizarse!.
Esa misma noche, Edipo se pone en marcha.
Pero creyendo alejarse del lugar de su nacimiento no hace más que acercarse a él. Al huir de sus padres
adoptivos, va al encuentro de sus progenitores.
Al día siguiente, mientras entra en Beocia, Edipo penetra en el estrecho desfiladero que conduce a la
ciudad de Dáulide. De repente, ve ante sí una comitiva: Se trata de un carro rodeado por una escolta de
soldados.
-¡A un lado!- le ordenan.
Pero resulta que Edipo es hijo de un rey. Y, por instinto, un príncipe no obedece.
-Con calma- dice, sin apartarse- Usted no sabe quién soy.
Irritado por ese contratiempo, el anciano que están sentado en el carro se levanta. Increpa al desconocido
que se niega a cederle el paso. Ofendido por esa falta de educación, Edipo responde con un insulto.
-¿Te atreves a oponerte a mí?- dice el anciano, desenvainando su espada- No- agrega dirigiéndose a los
soldados que quieren interponerse-, hagan avanzar el carro. ¡Y déjenme darle una lección a este
mequetrefe!
El convoy se pone en movimiento; y antes de que Edipo pueda hacerse a un lado, una rueda le pasa por
encima del pie. Ahora bien, los pies de Edipo son frágiles.
-¡Viejo maldito!- grita, esquivando el golpe que le estaba destinado.
Con el canto de la mano, golpea la nuca de su atacante, que se derrumba en el suelo. Los soldados dan un
salto, unos para socorrer a su amo, otros para lanzarse a perseguir al agresor.
¡Pero Edipo ya está lejos! Aprovechando la confusión, se escurrió por las laderas del desfiladero. Ya está, ha
desaparecido…
-¡La desgracia se ha abatido sobre nosotros!- exclama uno de los soldados- ¡Nuestro rey ha muerto!.
El anciano, en efecto, no volverá a levantarse: Edipo lo ha matado.
Ignora que ese hombre se llama Layo, que se trata del rey de Tebas y que acaba de asesinar a su padre.
Transcurren los días y las semanas. Edipo se acerca a Tebas. En el camino, no se cruza más que con viajeros
enloquecidos. Detiene a uno de ellos que le explica:
-Ah, joven extranjero, ¡ no vayas más lejos! Tebas está inaccesible: un monstruo llegado del monte Citerón
monta guardia a las puertas de la ciudad. Impide a cualquiera salir o entrar. Lo llaman la Esfinge.
-¿Tan temible es esa Esfinge?
-Sí: detiene a los viajeros y les propone un enigma. ¡Si no saben responder, los mata y los devora sin
piedad!
-¿Y como recompensa a quién resuelve sus enigmas?
-¡ Ay!, hasta ahora, ¡nadie consiguió hacerlo! Creonte, el nuevo rey de Tebas, ha prometido la mano de su
hermana Yocasta al que libre a Tebas de semejante flagelo.
-¿Creonte? Creía que Tebas estaba gobernada por Layo.
-Nuestro rey acaba de ser asesinado. El hermano de la reina Yocasta gobierna provisoriamente. Está
esperando que la soberana vuelva a casarse para ceder el trono a su nuevo esposo.
En un relámpago, Edipo vislumbra un porvenir inesperado: el pobre viajero que es puede convertirse en rey
mañana mismo.
-Enfrentaré a la Esfinge- dijo a su interlocutor- Entraré en Tebas vencedor. O moriré… ¿qué importa?
Morir, piensa, ¡sería una buena manera de engañar a los dioses!
He aquí que Edipo se acerca a las puertas de la ciudad. No ve a ningún monstruo. ¿La Esfinge quiere acaso
salvarlo?
-¡Detente, joven imprudente!
La voz es imperativa, extraña y ronca. Edipo levanta la cabeza. ¡Allí, trepado sobre una roca, se alza un
animal fabuloso! Es una fiera provista de alas. Posee el busto, la cabeza y el rostro de una mujer. Una mujer
de belleza ponzoñosa. Los brazos y las piernas tienen garras. Su cola es la de un dragón.
-¿Ignoras que, para pasar, debes resolver un enigma?
-Lơ sé. Estoy listo. Te escucho.
Edipo observa que la Esfinge hace equilibrio al borde de barranco. ¿Quién sabe si, precipitándose hacia ella,
no podría hacerla caer?
-Esta es mi pregunta -dice el monstruo mirando de arriba abajo al extranjero con una burla altanera-. ¿Cuál
es el animal que camina en cuatro patas a la mañana, en dos patas al mediodía y en tres a la noche?
Edipo reflexiona. Adivina que las palabras de este enigma tienen un sentido oculto: se trata de una
metáfora. Dirige a los dioses un ruego mudo y exclama de repente:
-¡Ese animal es el hombre! El hombre que, en la infancia, anda en cuatro patas; el hombre que, adulto,
camina sobre sus dos piernas, y el hombre que, ya viejo, se ayuda con un bastón.
El rostro de la Esfinge expresa el asombro más profundo. De pronto, el monstruo cae al vacío, y su
interminable caída va acompañada de un rayo de fuego.
De lo alto de los muros de Tebas, los habitantes no se han perdido nada de este espectáculo. Increíble: ¡un
desconocido. Resolvió el enigma de la Esfinge y liberó a la ciudad de ese flagelo!
Una inmensa ovación sube de la ciudad. Abren las puertas y conducen triunfalmente al vencedor de la
Esfinge al palacio.
Así es como Edipo se convierte en rey. La boda de Edipo y de Yocasta es celebrada con grandes
festividades. La reina le parece a Edipo muy seductora y bella. Por cierto, ella es mayor que él, pero es
todavía lo bastante joven como para darle cuatro hijos: dos mujeres, Antígona e Ismene, y dos varones,
Eteocles y Polinices. Durante más de diez años, el reino de los soberanos transcurre sin nubes. Una
mañana, el adivino Tiresias pide una audiencia en el palacio.
-Mi rey -le dice a Edipo-, ¡se ha declarado la peste en Tebas!
Los presagios son funestos... Temo el porvenir.
Tiresias es un sabio. Como la pitonisa, sabe leer el futuro.
-¡Cállate, pájaro de mal agüero! -le responde Yocasta.
Pero Tiresias ha dicho la verdad: pasan los meses, los años y la peste causa estragos. En los campos ya no
crece cereal alguno. La hambruna se instala. El pueblo gime su infortunio y les pide a los soberanos que
actúen.
-La cólera de los dioses se cierne sobre nosotros! -declara un día Tiresias.
-¿De veras? -responde Edipo al adivino-. ¡Y bien, ve a Delfos a interrogar los oráculos! Y regresa lo antes
posible.
En cuanto regresa, el adivino, muy pálido, anuncia:
-He aquí, según la pitonisa, la causa de nuestros males: el asesino de Layo jamás ha sido encontrado. ¡Hay
que identificarlo y castigarlo!
-Que así sea. Hagamos lo necesario para encontrar al culpable. ¡Su castigo será terrible! Quiero que se
presenten aquí los testigos de aquel drama.
Convocados, los soldados no reconocen a Edipo. Han pasado demasiados años. A sus ojos, el asesino de
Layo era un simple extranjero que venía de Corinto. ¡Muy rápidamente, la fecha y el lugar del crimen hacen
comprender a Edipo que podría ser él mismo ese asesino! Aterrorizado, recuerda entonces el oráculo:
"Matarás a tu padre...". ¡Pero Layo no era su padre! "Te casarás con tu madre..." Pero Yocasta no puede...
De golpe, los rumores que corrían en Corinto sobre el origen de su nacimiento le vuelven a la memoria. Es
imposible, pero quiere cerciorarse. Y si Yocasta fuera su madre, habría tenido un hijo veinte años antes. La
interroga.
-¡No! -responde tan espantada como él-. No, jamás tuve otros hijos que los que hemos concebido, salvo...
Edipo contiene la respiración. Es necesario que Yocasta diga la verdad.
-Salvo un bebé que Layo mandó degollar al nacer. ¡No podíamos dejarlo vivir! Un oráculo había predicho...
-¿Quién lo degolló? ¿Lo mató realmente? ¡Quiero saber!
Yocasta convoca al capitán a quien el rey Layo había encargado la siniestra tarea. El viejo soldado baja los
ojos y confiesa:
-No pude matar al bebé. Le perforé los pies, lo colgué de un árbol y lo abandoné en el monte Citerón...
-¡No! -grita Edipo-. ¡No!
Edipo quiere reconstruir toda la verdad, sea cual fuere. El mismo día, convoca a Tiresias y le ordena:
-Ve a Corinto. Pide una audiencia con mi padre Pólibo...
-Pólibo -responde el adivino- no es tu padre. Ya lo has comprendido.
Sin embargo, Tiresias obedece. De regreso, confirma:
-No eres el hijo natural de los soberanos de Corinto, sino un niño encontrado en el Citerón por un tal
Forbante...
El viejo pastor aún vive y es convocado al palacio.
-¡Si! -confiesa-. Yo encontré un bebé que la reina adoptó...
Allí, en un rincón de la sala del trono, Tiresias agacha la cabeza.
Edipo lo acusa con voz aterrorizada:
-Tú sabías... ¡Tú, el adivino, lo sabías todo-y no me habías dicho nada!
-¿Qué sentido tiene revelar lo que no se quiere oír? Era necesario, Edipo, que tú desearas la verdad. Y que
la descubrieras tú mismo.
Yocasta se levanta. Mira a Edipo, espantada.
-Así que has matado a tu padre. Y yo, tu mujer, soy tu madre...
Deja el palacio gritando a la vez su vergüenza y su dolor.
-Sí -murmura Edipo aterrado-. Soy dos veces culpable.
¡Pobre Edipo! Se acusa de asesinato y de incesto. ¿Pero cómo habría podido escapar al designio que los
dioses le tenían reservado? ¿Es responsable de esos crímenes inscriptos en su destino?
Poco después, una joven envuelta en llantos entra en la sala del trono. Es Antígona. Antígona: ¡su hija... y su
hermana! Murmura, sollozando:
-Yocasta acaba de ahorcarse, está muerta.
Lleva en la mano el cinturón que debió haber utilizado la reina. Entonces, Edipo agarra la hebilla y, con.la-
punta, traspasa sus ojos y se los arranca.
-¡Padre! -grita Antígona-.¿Qué has hecho? ¡Ahora estás ciego! ¿Por qué?
-¡Estaba ciego cuando tenía dos ojos, Antígona! ¿Qué me importa ver ahora? Cuando creemos que
decidimos nuestros pasos, son siempre los dioses los que nos están guiando..
-Y bien, desde ahora -murmura-, soy yo quien te guiará.
Con los ojos ensangrentados, Edipo se aferra al brazo de Antígona, quien jura que ya no lo abandonará. Y
mientras se alejan del palacio, los habitantes de Tebas se reúnen en las calles para ver pasar.a su soberano
destituido. Allí están Polinices, Eteocles, Ismene. Y el hermano de la reina muerta.
-Creonte -murmura Edipo-. Te confío el trono y a mis tres hijos.
-¿Adónde irás, adónde irán? -pregunta Creonte.
-A Colono... si su rey tiene a bien recibirnos. Adiós. ¡Que mi alejamiento disipe las desgracias de Tebas!
Y bien, no: el anhelo de Edipo no será realizado. No tardarán en llegar nuevos dramas que enlutarán a
Tebas: los dos hijos de se matarán entre sí por el poder, y Antígona tendrá un fin atroz...
¡Ya conoces la trágica historia de Edipo!
ENSAYO MODELO
“Este es mi amigo Strozzo” (Fabián Casas)
Ahora que, tal vez, me halle en il mezzo del camino de mi vida, me puse a pensar en los amigos que tuve y
tengo. Y en la amistad. En realidad, todo se disparó por un amigo puntual al que quiero mucho: Pablo
Strozza. El sábado pasado Pablo estaba en la cancha mientras yo estaba en mi casa [...] viendo San Lorenzo-
Vélez. Y en el entretiempo del partido hablamos por teléfono intercambiando opiniones sobre lo que
estaba pasando.
[…] Pero lo que me quedó de ese sábado no solo fue la victoria de San Lorenzo sobre la hora sino también
el placer de hablar con un amigo en medio de una tarde fría.
¿Por qué alguien se convierte en nuestro amigo? Como, por ejemplo, Pablo Strozza. Michel Houelleberq
escribió alguna vez en uno de sus virulentos ensayos que "las sociedades humanas y animales tienen
diferentes sistemas de diferenciación jerárquica. El aristocrático (por nacimiento), la belleza, inteligencia o
fortuna. Todos estos criterios me parecen, por otra parte, igualmente despreciables. Yo los refuto. La única
superioridad que reconozco es la de la bondad".
Bien, yo pienso lo mismo. [..] Ser bondadoso, en realidad, es un valor supremo difícil de sostener en una
sociedad caníbal y exitista como la que vivimos. Entiendo por una persona buena a alguien que, entre
muchas de sus preocupaciones, tiene la de dar amor a los demás Y que no utiliza a la bondad como una
patología para salvar sus culpas sino como algo que le sale naturalmente. Es decir, dar amor le produce
placer. Así que un componente central de una persona que me interesa es el de la bondad. Claro que un
amigo también nos tiene que seducir.
A mí me seducen hasta las cosas que, a veces, me molestan de los amigos. Por ejemplo: Strozza es un gritón
demoledor. Y es, a veces, un fundamentalista: Beck copia a Drake, por eso Sea Changes es malo. Para
reafirmar esto repite una frase que ya se convirtió en un clásico de su repertorio: "Cuando Beck en Buenos
Aires estaba tocando Loser ¡me fui a comer un pancho!". A lo largo de nuestras sobremesas, cuando se
hable del tema, sé que lo va a decir, invariablemente. Y esta misma pasión que pone para sostener sus
mantras, está puesta al servicio de las cosas que tienen corazón. Eso es algo que para mí es fundamental.
Realmente me saco el sombrero ante la gente generosa, con un alto grado de lealtad: no a lo que dicta la
ética de la época, sino a sus sentimientos elementales. [...] Eso es lo que hay que hacer. No hay vueltas.
John Carpenter, siempre preocupado por la lealtad en sus películas, da una muestra de este fenómeno
cuando en Vampiros, James Woods (el cazador principal) y Daniel Baldwin (su lugarteniente) se despiden
en el final del film.
Baldwin ha sido mordido por un vampiro y, con el pasar de las horas, se va a convertir en uno de ellos.
Woods lo sabe. Entonces lo abraza y le dice: "Sabés que te voy a tener que perseguir y matar. Pero te doy
dos dias de ventaja" [...] Aun cuando creamos que un amigo pueda convertirse en vampiro, hay que darle,
como mínimo, dos días de plazo antes de caerle encima.
Lo contrario a la amistad como yo la entiendo está en la amistad de los "famosos". [.] Los famosos, aunque
no se hayan visto nunca en la vida, ya se estuvieron viendo de manera virtual, en fotos de vidrieras de
diarios y revistas, en la televisión, etcétera. Por eso, cuando se cruzan en algún lugar, la famosidad que
despiden mutuamente los hermana y, acto reflejo, se besan y se abrazan como si se conocieran desde
siempre.
Estas amistades son de superficie, banales y duran menos que un día de franco. Pero a veces tienen
resultados trágicos. Por ejemplo, el caso de Fernandito Olmedo, hijo de Alberto. Fernandito era un ser
querido para mí y para mi familia.
Un día va a un restaurant nocturno, se lo cruza con el bailantero Rodrigo. Alguien le dice a Rodrigo que ese
chico es el hijo de Olmedo. Automáticamente se empieza a segregar la famosidad y Rodrigo, que hasta
entonces no reparaba en Fernandito, se funde en un abrazo con él y lo invita a viajar esa misma noche a La
Plata para presenciar un show suyo. Se lleva de trofeo al hijo de un famoso. [...] La famosidad de Olmedo
padre, pasa a Rodrigo. El final de la historia ya es conocido.
En definitiva: la amistad no es algo horizontal, es algo vertical. Un amigo es alguien que nos abre, con sus
virtudes y defectos, las ventanas de nuestra pequeña mónada. Recuerdo ahora a mi primer amigo. El hijo
de una amiga íntima de mi mamá. Mi amigo Alfredo, conocido se en Boedo y alrededores como "Máximo
Disfrute". Él fue el arquetipo primordial -como una idea platónica- que después se replicaría en miles de
amigos que vendrían más tarde. Como Pablo Strozza.
UNIDAD IV
BIOGRAFÍA:
Gloria Fuertes. Biografía
Gloria Fuertes (Madrid, 28 de julio de 1917 - Madrid, 27 de
noviembre de 1998) escritora de narrativa, poesía, teatro y prolífica
autora de literatura infantil y juvenil. Su interés por las letras
comienza a la temprana edad de cinco años, cuando ya escribía y
dibujaba sus propios cuentos. Publica su primer poema con tan sólo
catorce años en 1932, bajo el nombre de Niñez, juventud, vejez…
persiguiendo desde joven la edición de sus escritos. A los quince ya
recita sus versos en Radio España de Madrid y a los diecisiete da
forma a su primer libro de poemas, Isla ignorada.
La década de los 40 supone su incursión en el mundo literario
profesional. En los cinco primeros años se estrenan algunas de sus
obras de teatro infantil y poemas escenificados en varios teatros de
Madrid. Comienza a trabajar como redactora en la revista infantil
Maravillas (de 1939 a 1953) donde publica semanalmente cuentos,
historietas y poesía. En 1942 conoce a Carlos Edmundo de Ory,
integrándose en el movimiento poético denominado Postismo,
participando activamente en las revistas Postismo y Cerbatana junto a Ory, Eduardo Chicharro y Silvano
Sernesi. También colabora en otra revista, Chicas (de 1940 a 1945), publicando cuentos de humor, y en el
diario Arriba con las historietas Coletas y Pelines. Paralelamente funda el grupo Versos con faldas junto a
María Dolores de Pueblos y Adelaida Lasantas, dedicado durante dos años a ofrecer recitales y lecturas por
los bares y cafés de la capital.
En 1950 publica Pirulí, dos años después estrena su primera obra de teatro en verso Prometeo que le lleva a
recibir el Premio Valle-Inclán, y en 1954 lanza Antología Poética y Poemas del suburbio. Durante estos
primeros años de la década organiza una biblioteca infantil ambulante por pequeños pueblos con afán de
paliar el analfabetismo, y funda junto a Antonio Gala, Rafael Mir y Julio Mariscal la revista poética
Arquero, que dirige hasta 1954. De 1955 a 1960 estudia Biblioteconomía e Inglés en el International
Institute.
En 1960 viaja por tres años a EEUU tras obtener la beca Fullbirght para impartir literatura española en la
Universidad de Bucknell, en el Mary Baldwin College y en el Bryn Mawr College. A su vuelta su
producción poética se enriquece con Ni tiro, ni veneno, ni navaja (1966), Poeta de Guardia (1968) y otro de
los títulos de su corpus poético Cómo atar los bigotes al tigre (1969).
En 1972 recibe la beca de la Fundación Juan March de Literatura Infantil, lo que le permite dedicarse
enteramente a la literatura. Se suman dos nuevos títulos a su obra poética: Sola en casa y Cuando amas
aprendes geografía (1973). A mitad de la década recibe por la obra Cangura para todo el diploma de honor
del Premio Internacional de Literatura Infantil Hans Christian Andersen, lo que la sitúa entre los grandes
autores universales de literatura infantil. Asímismo colabora en diversos programas de literatura infantil de
TVE, los más populares Un globo, dos globos, tres globos y La cometa blanca que, junto a numerosas
composiciones de letras de canciones infantiles, la convierten definitivamente en la poeta de los niños.
También escribe para las revistas La codorniz y Discóbolo.
A partir de estos años y durante los ochenta la actividad de Gloria Fuertes es imparable e intensa: lecturas,
entrevistas, radio, homenajes, periódicos, pregones, viajes, visitas a colegios y publicaciones constantes.
Destacan sus cuentos para niños: La pájara pinta (1972), La gata chundarata y otros cuentos (1974), La
momia tiene catarro (1978), La ardilla y su pandilla (1980), Cocoloco pocoloco (1985) y El pirata mofeta y
la jirafa coqueta (1986).
El conjunto de la obra de Gloria Fuertes se caracteriza por la ironía con la que trata temas tan universales
como el amor, la soledad, el dolor o la muerte. Despuntan las metáforas, los juegos lingüísticos y el carácter
fresco y sencillo que dotan a sus poemas de una gran musicalidad y cadencia cercana al lenguaje oral. Su
acento lírico es uno de los más personales, auténticos y distintivos entre los poetas contemporáneos.

Fecha de actualización: marzo de 2017


AUTOBIOGRAFÍA:
Autobiografía por Rodolfo Walsh
Me llaman Rodolfo Walsh. Cuando chico, ese nombre no terminaba de convencerme: pensaba que no me
serviría, por ejemplo, para ser presidente de la República. Mucho después descubrí que podía pronunciarse
como dos yambos aliterados, y eso me gustó.
Nací en Choele-Choel, que quiere decir "corazón de palo". Me ha sido reprochado por varias mujeres.
Mi vocación se despertó tempranamente: a los ocho años decidí ser aviador. Por una de esas confusiones,
el que la cumplió fue mi hermano. Supongo que a partir de ahí me quedé sin vocación y tuve muchos
oficios. El más espectacular: limpiador de ventanas; el más humillante: lavacopas; el más burgués:
comerciante de antigüedades; el más secreto: criptógrafo en Cuba.
Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban
Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje
físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó
como única herencia. Este se llamaba "Mar Negro", y marcaba dieciséis segundos en los trescientos: mucho
caballo para ese campo. Pero esta ya era zona de la desgracia, provincia de Buenos Aires. Tengo una
hermana monja y dos hijas laicas.
Mi madre vivió en medio de cosas que no amaba: el campo, la pobreza. En su implacable resistencia resultó
más valerosa, y durable, que mi padre. El mayor disgusto que le causo es no haber terminado mi
profesorado en letras.
Mis primeros esfuerzos literarios fueron satíricos, cuartetas alusivas a maestros y celadores de sexto grado.
Cuando a los diecisiete años dejé el Nacional y entré en una oficina, la inspiración seguía viva, pero había
perfeccionado el método: ahora armaba sigilosos acrósticos.
La idea más perturbadora de mi adolescencia fue ese chiste idiota de Rilke: Si usted piensa que puede vivir
sin escribir, no debe escribir. Mi noviazgo con una muchacha que escribía incomparablemente mejor que
yo me redujo a silencio durante cinco años. Mi primer libro fueron tres novelas cortas en el género policial,
del que hoy abomino. Lo hice en un mes, sin pensar en la literatura, aunque sí en la diversión y el dinero.
Me callé durante cuatro años más, porque no me consideraba a la altura de nadie. Operación masacre
cambió mi vida. Haciéndola, comprendí que, además de mis perplejidades íntimas, existía un amenazante
mundo exterior. Me fui a Cuba, asistí al nacimiento de un orden nuevo, contradictorio, a veces épico, a
veces fastidioso. Volví, completé un nuevo silencio de seis años.
En 1964 decidí que, de todos mis oficios terrestres, el violento oficio de escritor era el que más me
convenía. Pero no veo en eso una determinación mística. En realidad, he sido traído y llevado por los
tiempos; podría haber sido cualquier cosa, aun ahora hay momentos en que me siento disponible para
cualquier aventura, para empezar de nuevo, como tantas veces. En la hipótesis de seguir escribiendo, lo
que más necesito es una cuota generosa de tiempo. Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero
nacionalismo a la izquierda; lustros en aprender a armar un cuento, a sentir la respiración de un texto; sé
que me falta mucho para poder decir instantáneamente lo que quiero, en su forma óptima; pienso que la
literatura es, entre otras cosas, un avance laborioso a través de la propia estupidez.
Rodolfo Walsh

GÉNERO LÍRICO: RIMA


“Le digo a un sauce”
Sauce: en verdad te digo que me das compasión;
como si fuera un nido se te ve el corazón.
Tu pecho, verde claro, no puede guardar nada;
te penetra hasta el fondo la primera mirada.
Cuando desciende el sol, ¡Oh sauce!, al iluminarte,
te atraviesa como un puñal de parte a parte;
Y a través de tus ramas, perezosas y bellas,
filtra toda la noche con su millón de estrellas.
Aprende, sauce, de ese ciprés fúnebre y mudo,
grave como un secreto y prieto como un nudo.
Baldomero Fernández Moreno (1886-1950)

Soneto
Un soneto me manda hacer Violante,
que en mi vida me he visto en tal aprieto;
catorce versos dicen que es soneto:
burla burlando van los tres delante.
Yo pensé que no hallara consonante
y estoy a la mitad de otro cuarteto;
mas si me veo en el primer terceto
no hay cosa en los cuartetos que me espante.
Por el primer terceto voy entrando
y parece que entré con pie derecho,
pues fin con este verso le voy dando.
Ya estoy en el segundo, y aún sospecho
que voy los trece versos acabando;
contad si son catorce, y está hecho.

Lope Félix de Vega Carpio (1562-1635)

MIS DESEOS (Tomás de Iriarte)


Si Dios omnipotente me mandara
sus deseos tomar el que quisiera,
ni el oro ni la plata le pidiera,
ni imperios ni coronas deseara.
Si un sublime talento me bastara
para vivir feliz, yo le eligiera;
más, ¡cuántos sabios referir pudiera
a quien su misma ciencia costó cara!
Yo sólo pido al Todopoderoso
propicios me conceda estos tres dones,
con que vivir en paz y ser dichoso:
un fiel amigo en todas ocasiones,
un corazón sencillo y generoso
y juicio que dirija mis acciones.
RECURSOS ESTILITISTCOS

Poética (Joaquín Giannuzzi)


La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
.total y textualmente
Usted, al despertarse esta mañana,
vio cosas, aquí y allá,
objetos, por ejemplo
Sobre su mesa de luz
digamos que vio una lámpara
una radio portátil, una taza azul.
Vio cada cosa solitaria
y vio su conjunto
Todo eso ya tenía nombre
Lo hubiera escrito así
¿Necesitaba otro lenguaje,
otra mano, otro par de ojos, otra flauta?
No agregue. No distorsione.
No cambie
la música de lugar
Poesía
es lo que se está viendo
Cenizas (Alejandra Pizarnik)
Hemos dicho palabras,
palabras para despertar muertos,
palabras para hacer un fuego,
palabras donde poder sentarnos
y sonreír
Hemos creado el sermón
del pájaro y del mar,
el sermón del agua,
el sermón del amor.
Nos hemos arrodillado
y adorado frases extensas
como el suspiro de la estrella,
frases como olas,
frases como alas.
Hemos inventado nuevos nombres
para el vino y para la risa,
para las miradas y sus terribles
caminos
Yo ahora estoy sola
-como la avara delirante
sobre su montaña de oroarrojando
palabras hacia el cielo,
pero yo estoy sola
y no puedo decirle a mi amado
aquellas palabras por las que vivo

Son los ríos (Jorge Luis Borges)


Somos el tiempo. Somos la famosa
parábola de Heráclito el Oscuro.
Somos el agua, no el diamante duro,
la que se pierde, no la que reposa.
Somos el rio y somos aquel griego
que se mira en el rio. Su reflejo
cambia en el agua del cambiante espejo,
en el cristal que cambia como el fuego.
Somos el vano rio prefijado,
rumbo a su mar. La sombra lo ha cercado.
Todo nos dijo adiós, todo se aleja
La memoria no acuña su moneda
Y sin embargo hay algo que se queda
y sin embargo hay algo que se queja.
BLACKOUT POETRY

PROSA POÉTICA

Jorge Luis Borges


Jorge Francisco Isidoro Luis Borges Acevedo (Buenos Aires 1899- Suiza 1986). procedía de una familia de
próceres que contribuyeron a la independencia del país. Es considerado como un gran erudito y una de las
grandes figuras de la literatura en lengua española del siglo XX. Publicó ensayos, cuentos, poemas y relatos
breves, entre los que destacan Ficciones (1944), El Aleph (1949) y El Hacedor (1960). La familia Borges se
trasladó por Europa donde el joven adolescente Jorge Luis Borges devoraba incansablemente las obras de
los escritores franceses, como Víctor Hugo.
Después se traslada con su familia a España, donde tiene relación con grandes escritores como Juan Ramón
Jiménez.
Regresó a Buenos Aires y en 1923 escribió su primer libro de poesía Fervor en Buenos Aires. En 1938,
comienza a trabajar en la Biblioteca Nacional, y en el mismo año, sufre un grave accidente, provocado por
su enfermedad degenerativa de la vista.
En 1950, es nombrado presidente de la Sociedad Argentina de Escritores. Al agudizarse su ceguera, Borges
deberá resignarse a dictar sus cuentos fantásticos y desde entonces, requerirá permanentemente de la
ayuda de su madre, la cual le acompañará hasta poco antes de morir. Galardonado con numerosos
premios, Borges fue un personaje polémico, con posturas políticas que se estima fueron la causa para no
ganar el Premio Nobel de Literatura al que fue candidato durante casi treinta años.
EL AMENAZADO
Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus
espadas,
la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,
los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del
sueño?
Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la
paz.
Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo
sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

Jorge Luis Borges (1899-1986)


https://www.youtube.com/watch?v=eczi9czCRZE (“El amenazado” interpretada)

NOTA DE OPINIÓN: Recursos argumentativos


EL Guardián de Añatuya | Opinión
¿QUÉ ESTAMOS ESPERANDO PARA ACABAR CON EL BULLYING? ( Pascual Quinterno)
Después de los últimos casos de acoso escolar que se dieron a conocer a través de videos viralizados,
¿hasta qué punto debe llegar la violencia para que erradiquemos el builying de nuestras escuelas?
¿Cuántas víctimas más tienen que vivir sufriendo, con miedo, sin ganas de seguir existiendo para que
comprendamos la urgencia de tomar en serio y con responsabilidad el drama del acoso escolar?
Una encuesta realizada por un equipo de psicólogos de la UNNor junto con la Comunidad antibullying
Argetina arrojó cifras escalofriantes sobre lo que experimentan nuestros hijos e hijas en las escuelas del
país. El 60% de los chicos se siente solo. El 45% tiene miedo de ser agredido. El 35% fue amenazado por sus
compañeros. El 78% reconoce que existe agresión física dentro y fuera del colegio. El 54% menciona que el
hostigamiento va más allá del ámbito escolar para producirse incluso a través de las redes sociales.
Por su parte, un estudio llevado a cabo por la ONG internacional Bullying sin fronteras
(https://bullyingsinfronteras.blogspot.com/) muestra un incremento del 30% en las denuncias formuladas
en todo el país y casos más violentos que en años anteriores. Los últimos, de público conocimiento, hacen
evidente ese nivel de violencia, y los mensajes que nos llegan desde todos los puntos de nuestro territorio
confirman un dato escalofriante: según la Organización Mundial de la Salud, el acoso escolar es la primera
causa de suicidio adolescente en el mundo.
Es que las consecuencias del bullying marcan a fuego la dignidad de los chicos que lo sufren y distorsionan
la forma en la que se ven a sí mismos hasta minar su autoestima. Si nuestros niños, niñas, adolescentes no
desarrollan una autoestima sana, tendrán mayores dificultades para superar sus miedos y confiar en sus
capacidades para sobreponerse a conflictos, lo que seguramente influirá en las decisiones que tomen
cuando sean adultos.
El 60% de los estudiantes aseguran que los docentes y las autoridades escolares no saben cómo hacer
frente al problema. Y este es un punto clave: no se capacita a los maestros y directivos de las escuelas del
país, ni se les brindan herramientas concretas para detectar, atender y trabajar sobre el acoso escolar.
El bullying nos afecta como sociedad y nos golpea a todos. Es un fenómeno más complejo que un conflicto
entre pares, y su erradicación depende de la sociedad en su conjunto.
Es imprescindible modificar la ley actual por otra que defina claramente la problemática del acoso y las
acciones, herramientas y equipos interdisciplinarios que deben actuar frente a una situación en nuestras
instituciones educativas.
Es urgente. ¡No podemos seguir esperando! Estado, políticos, organizaciones de la sociedad civil, familias,
la
comunidad toda, tenemos que ponernos a trabajar mancomunadamente en el fomento de la cultura de la
convivencia Propiciar el diálogo, el reconocimiento y aceptación de las diferencias, la escucha, la
solidaridad, el compromiso y el respeto para que nuestros chicos y chicas puedan construir y disfrutar un
presente distinto que les permita vivir un futuro aún mejor.
*Pascual Quinterno es psicólogo social especialista en acoso escolar (UNNor).

CARTA AL LECTOR:
Vivimos en un mundo en el que muchos niños y adolescentes han sufrido alguna vez acoso o bullying, pero
solo el 20% de los casos sale a la luz, y en general trascienden más la violencia física que el maltrato
psicológico. Para estos chicos, la vida se convierte en un verdadero calvario.
Pascual Quinterno afirma que el acoso "es un fenómeno más complejo que un conflicto entre pares", por lo
que “es imprescindible modificar la ley actual". Sin embargo, el problema tiene una solución mucho más
sencilla: se trata simplemente de inculcar valores más sólidos a nuestros hijos, como la tolerancia y el
respeto. Se trata de educar en casa, como enseñamos a comer con la boca cerrada o a pedir permiso. No
tengo dudas de que este hecho, sumado a la aplicación de sanciones escolares más duras, permitirá
superar el bullying.

Mari Sosa, DNI 9.325.266


UNIDAD V
MONOGRAFÍA.
Actividad 1:
Determinar tema, Investigación, Organizar ideas, Realizar Plan Monográfico
1) A partir del tema designado escriban una lista de subtema central sobre los que les interesaría realizar la
monografía.
Temas a designar:
a) Realismo en la literatura
b) Vanguardias y rupturas
c) Ciencia ficción en la literatura
d) Género fantástico en la literatura
e) Origen y desarrollo del género dramático
f) Realismo Mágico en la literatura.
2) Buscar información en Internet para hacerse de un corpus de lecturas. Prestar atención a los distintos
ejes que aparecen sobre el tema. Luego completen el siguiente cuadro:
TEMA DE INVESTIGACION
EJE 1
EJE 2
EJE 3

3) Delinear de la manera más concreta posible el objeto que quieren trabajar. Es decir, realicen un recorte
del tema desde cierta perspectiva de análisis. Seguir los siguientes pasos:
a) Definan qué aspecto específico les interesa abordar del tema
b) Escribir el objeto de estudio y detallar las características específicas
4) Buscar información, esta vez del objeto de estudio ya delimitado. Completar el cuadro con la información
obtenida:
TÍTULO DE LA OBRA SITIO WEB FUENTES MENCIONADAS

5) Releer el material obtenido y determinar las fuentes más importantes (autores y obras más influyentes
en el área de su investigación). Para ello tener en cuenta lo siguiente:
a) Jerarquizar la información, destacar los aportes valiosos y resumirlos.
b) Estar atentos de las coincidencias o diferencias entre los distintos autores, ya que ese será el
punto
central de la investigación.
c) Identificar si las obras ofrecen una exposición general sobre el tema o si presentan un punto de
vista
muy marcado.
d) Organizar la información de cada obra de la siguiente manera: título, autor, referencia bibliográfica
(ciudad, editorial, fecha de publicación) o sitio web, ideas principales, comentarios sobre la lectura.
TÍTULO DE LA OBRA Y NOMBRE DEL AUTOR O LA IMPORTANCIA EN EL ÁREA DE INVESTIGACIÓN
INSTITUCIÓN QUE PUBLICA LA INFORMACIÓN
1
2
3

6) Realizar un plan monográfico a partir de la información que reunieron y analizaron en la etapa de


investigación.
Esto servirá para evaluar la información, distinguir las partes de la investigación, ordenar el material e
identificar la idea central.
7) Realizar un primer borrador en el que se distribuya la información en las siguientes partes de la
monografía:
a) Introducción: presentación del tema y de los objetivos de la investigación: explicitación de la
hipótesis.
b) Contenido o cuerpo: presentación de la información y el contexto, definición de los conceptos,
presentación de los subtemas.
c) Conclusión: evaluación de la información, posibles soluciones, cierre.

Actividad 2: Realizar Monografía


1) Con toda la información obtenida y el plan monográfico realizado, escribir la monografía. Para ello seguir
los siguientes pasos:
a) En primer lugar, desarrollar el cuerpo de la monografía. De esta manera, podrán concentrar la
atención en exponer la información obtenida. Hacer una exposición de lo que sostiene cada uno de
los autores reconocidos en la materia. Utilizar un párrafo para cada publicación, autor o idea
recopilada. Pueden utilizar frases como: “De acuerdo con el autor X…” o “Según plantea X en su
artículo [ nombre del artículo entrecomillado]...”
b) Después de concluir la primera escritura del cuerpo, en el que básicamente expusieron las ideas y
los textos más importantes del área de investigación, revisen el cuaderno de notas y los ejercicios
realizados durante la investigación. De allí, revisar lo escrito en el cuerpo con lo expuesto en sus
notas para observar si están completas las ideas que se desean analizar en la monografía.
c) Redactar la introducción en al menos tres párrafos que contengan:
- Cuál es el campo o área de investigación en que se inscribe su monografía
- Expresar claramente cuál es el objeto de estudio que se propone analizar.
- Exponer la hipótesis o idea central sobre el tema.
d) Por último, redactar la conclusión, en donde se recapitulen o resuman las ideas más importantes
de la investigación y se demuestre la validez o no de la hipótesis formulada. Además, si las hubiera,
mencionen las posibles soluciones o recomendaciones que se plantean sobre el objeto de la
investigación, y establezcan los problemas pendientes para futuras investigaciones, propias o de
otros, mostrando una continuidad posible al trabajo realizado.
GÉNERO DRAMÁTICO
ANTÍGONA, de Sófocles
ACTIVIDAD:
1. ¿Qué trama textual prevalece en las obras teatrales? ¿por qué?
2. Copia dos acotaciones que aparezcan en el texto vinculados con los gestos que debe realizar el
personaje de Antígona.
3. Determine cuál es el momento de mayor tensión en el enfrentamiento entre Antígona y Creonte
¿Cómo se resuelve?
4. ¿Qué relación une a Antígona e Ismena? ¿Qué pasó con sus hermanos?
5. ¿Quién es Creonte? ¿Por qué llegó al trono?
6. ¿Qué dispuso él en relación con Polinices y Etéocles? ¿A qué se debe esto?
7. ¿Qué decidió Antígona sobre el edicto de Creonte? ¿Cuál es el parecer de Ismena sobre esa
determinación?
¿Con qué argumentos intenta convencer a Antígona de que no lo haga?
8. ¿Cuáles son los argumentos que Creonte esgrime para defender su posición?
9. ¿Cuál es el argumento principal con el cual Antígona justifica su decisión de sepultar el cadáver?
10. ¿Qué adjetivos recibe Antígona de los diferentes personajes? Su hermana, por ejemplo, le dice
infortunada.
Menciona tres más que aparezcan en el texto.
11. Determinen con qué significado es utilizada la palabra máximas en el texto.
a. Más grande que cualquier otro en su especie
b. Límite superior a que puede llegar algo
c. Sentencia, apotegma o doctrina buena para dirigir las acciones morales
12. Identifiquen el término yugo empleado en el parlamento de Creonte. Busquen en el diccionario su
significado y expliquen con sus palabras el sentido con que lo utiliza.
Actividades: Antígona 2da parte
1. ¿En cuál característica personal de Antígona encuentra el Corifeo la causa de su muerte?
2. ¿Por qué creen que Antígona destaca tantas veces su soledad a lo largo de este fragmento?
3. ¿Con qué rituales propios de una piadosa ciudadana cumplió Antígona?
4. Según su punto de vista, ¿En qué caso no hubiera ido tan lejos con su desobediencia? Copien la
respuesta en el texto y reformúlenla con sus propias palabras.
5. Averigüen el significado de desgraciada e infortunada ¿Qué tienen en común?
6. Busquen el significado de libación y expliquen la frase libaciones funerarias
7. Escriban dos sinónimos para las siguientes palabras: INAUDITA-INICUAMENTE
8. ¿Qué relación se establece entre los términos impía y piedad?
9. Identifícate con el personaje de Antígona, en una situación en la que debas defender tus propias ideas
a pesar de sufrir un gran castigo, ¿Cómo crees que actuarías? Justifica tu respuesta exponiendo tus
argumentos.
INTERTEXTUALIDAD:

Fig 6

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