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Gabriel Wolfson
Me pregunto por mi rechazo a la tecnología. ¿Rechazo? Claro que no. Un lápiz es tecnología.
Una espátula. Hablar con mi hermano. Saber que mi madre vio su teléfono en la mañana. Me
estaré refiriendo, entonces, a la fascinación, la celebración sin celebración, ese irse de boca y
encima agradecerlo. Como quien va a un Costco a pasar una buena tarde, su premio semanal,
como vivir feliz en un Costco, en Disney. ¿Es mi disfraz de simpático anacronismo? Hay un
coqueteo, supongo, en desfasarse ligeramente y a voluntad. Debe ser más bien una superstición,
el fantasma romántico que desdice mi orden, la rutina, la anticipación. O estar ya a la mitad del
camino y ese peso cayendo, sin saberlo uno. Quiero conjurar el riesgo de estar fuera de época
pero también el de estar dentro: atajar la cuadratura del pensamiento generacional, otra
imposición tecnológica.
La paranoia –seductora pero a veces hosca, seca– de que nuestro lenguaje ha sido copado
por el lenguaje de las redes. Y redes, claro, ya sólo significa una cosa. Hay variaciones,
deformaciones increíbles, palabras que vuelven a dar de sí, ortografías que hacen presente un
timbre de voz, un salto, una huida. Pero todo es ocurrencia y oportunidad vueltas forma, la forma
del aforismo al por mayor, en galones de veinte litros. Caja con doscientos paquetes individuales.
Treinta donas por el precio de ocho. No podemos hilar dos frases largas, como aquí mismo: se
atraviesa la oferta única, un parpadeo dirigido sólo a mí, a ti. Quiero escapar de mi paranoia en
este caso sin pastillas. Aprender a escribir de otra manera, un sonido áspero inabordable en
nuestras pantallas. Una respiración con el aviso continuo de tos. Buscar con mis estudiantes
secuencias de los ingenuos trumpistas en el Capitolio. Trump, me imagino, podría sentarse con
ellos, y más como anfitrión que una sola tarde tira migajas a sus devotos. Pero no le interesan, y
los meterá a la cárcel si reditúa. Alguien habló de otras imágenes que en cierta época me fueron
familiares, las del 23-F español. El candor peninsular con que cada vez más se entregan a esa
numeronimia parece corresponder, a nuestra distancia, con el de esas otras imágenes: el tricornio
ridículo, el hombrecito de bigote castizo que pega unos gritos y unos balazos en el Congreso.
Pero la Decena Trágica fue un moridero acaso calculado y un golpe sucio. Triste. Y el
hombrecito del tricornio y sus aliados rancios eran militares y querían el poder. Los MAGAs del
Capitolio se hacen selfis. Los MAGAs, como Aznar, aquel otro patético en su reunión con Bush
Jr., suben los pies al escritorio. Chapotean. Piden pizza. Sorprendidos, cumplen sus pequeñas
Muchos vivían confinados antes de la pandemia. Por ejemplo este hombre: entró a la
Universidad de Missouri a los 19 años; ocho después, tras doctorarse, fue contratado ahí mismo
en el escalafón más bajo (“an instructorship”) y, sin nunca subir siquiera a profesor asistente,
enseñó hasta su muerte, 38 años después, en memoria de lo cual sus colegas donaron un
Una vida confinada, diríamos (pocos deportes más regulares para el profesor universitario que
despreciar la vida del profesor universitario). Pero creo que uno de los objetivos de Stoner,
novela de John Edward Williams de 1965, era sugerir que esos casi cincuenta años recluido en
un campus fueron para el profesor Stoner su largo y verdadero desconfinamiento. Desconfinarse
hacia la soledad. Los primeros 19 años de Stoner transcurrieron en una granja de cerdos con unos
padres envejecidos y sin hermanos. Trabajo extenuante, noches silenciosas frente a una lámpara
de queroseno. Una noche su padre le dice que irá a la universidad a estudiar agronomía, y ésa es
la vez que Stoner va a escuchar más palabras salidas de la boca paterna. Él no entiende nada, no
monocromatismo. Ganarse ese imparable crepúsculo, bajo el cual, dentro del cual, reina la
Buscar un lenguaje fuera cuando no hay afuera. No hay, si se quiere, más que márgenes.
En las pantallas, buscar construir el rechazo a las pantallas, olfatearlo. Rogar que esté por ahí, al
acecho, para poderlo olfatear. Hemos sorteado ya meses así, y con mejor resultado del que yo
esperaba. Pero el problema no son las técnicas, los recursos, las tonterías pedagógicas
disfrazadas de pedagogía. Nos tragamos tan mansamente ese espíritu administrativo, la parodia
gubernativa que nos desdibuja. Pero el ruido. El ruido de hojas quebradizas, alguien se duerme,
se respira tedio, de pronto las bancas en una estructura idónea, chocan algunos volúmenes, no
hay frío, entidades comibles y entidades que ingieren, respiran, raspan, incisiones homologables,
incluso lápices, olor a humanidad, animalidad, plasticidad, tejidos maleables, valores entendidos,
superficies blandas y rígidas, planos acoplados, contrapesos para los músculos, gradación de la
voz, frases contrapesadas, ideas encarnadas, alguien duerme, algo se ríe o chirría, no hay frío
pero no hay milagro. Nada es milagro ahí. Hay lo presente, pura contingencia, y eso es, ganando