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Cuentos de la selva

Horacio Quiroga

Exportado de Wikisource el 6 de septiembre de 2022

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Había una vez en una colmena una abeja que no quería
trabajar, es decir, recorría los árboles uno por uno para
tomar el jugo de las flores; pero en vez de conservarlo para
convertirlo en miel, se lo tomaba del todo.

Era, pues, una abeja haragana. Todas las mañanas apenas el


sol calentaba el aire, la abejita se asomaba a la puerta de la
colmena, veía que hacía buen tiempo, se peinaba con las
patas, como hacen las moscas, y echaba entonces a volar,
muy contenta del lindo día. Zumbaba muerta de gusto de
flor en flor, entraba en la colmena, volvía a salir, y así se lo
pasaba todo el día mientras las otras abejas se mataban
trabajando para llenar la colmena de miel, porque la miel es
el alimento de las abejas recién nacidas.

Como las abejas son muy serias, comenzaron a disgustarse


con el proceder de la hermana haragana. En la puerta de las
colmenas hay siempre unas cuantas abejas que están de
guardia para cuidar que no entren bichos en la colmena.
Estas abejas suelen ser muy viejas, con gran experiencia de
la vida y tienen el lomo pelado porque han perdido todos
los pelos al rozar contra la puerta de la colmena.

Un día, pues, detuvieron a la abeja haragana cuando iba a


entrar, diciéndole:

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—Compañera: es necesario que trabajes, porque todas las
abejas debemos trabajar.

La abejita contestó:

—Yo ando todo el día volando, y me canso mucho.

—No es cuestión de que te canses mucho —respondieron


—, sino de que trabajes un poco. Es la primera advertencia
que te hacemos.

Y diciendo así la dejaron pasar.

Pero la abeja haragana no se corregía. De modo que a la


tarde siguiente las abejas que estaban de guardia le dijeron:

—Hay que trabajar, hermana.

Y ella respondió en seguida:

—¡Uno de estos días lo voy a hacer!

—No es cuestión de que lo hagas uno de estos días —le


respondieron—, sino mañana mismo. Acuérdate de esto. Y
la dejaron pasar.

Al anochecer siguiente se repitió la misma cosa. Antes de


que le dijeran nada, la abejita exclamó:

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—¡Si, sí, hermanas! ¡Ya me acuerdo de lo que he
prometido!

—No es cuestión de que te acuerdes de lo prometido —le


respondieron—, sino de que trabajes. Hoy es diecinueve de
abril. Pues bien: trata de que mañana veinte, hayas traído
una gota siquiera de miel. Y ahora, pasa.

Y diciendo esto, se apartaron para dejarla entrar.

Pero el veinte de abril pasó en vano como todos los demás.


Con la diferencia de que al caer el sol el tiempo se
descompuso y comenzó a soplar un viento frío.

La abejita haragana voló apresurada hacia su colmena,


pensando en lo calentito que estaría allá adentro. Pero
cuando quiso entrar, las abejas que estaban de guardia se lo
impidieron.

—¡No se entra! —le dijeron fríamente.

—¡Yo quiero entrar! —clamó la abejita—. Esta es mi


colmena.

—Esta es la colmena de unas pobres abejas trabajadoras le


contestaron las otras—. No hay entrada para las haraganas.

—¡Mañana sin falta voy a trabajar! —insistió la abejita.

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—No hay mañana para las que no trabajan— respondieron
las abejas, que saben mucha filosofía.

Y diciendo esto la empujaron afuera.

La abejita, sin saber qué hacer, voló un rato aún; pero ya la


noche caía y se veía apenas. Quiso cogerse de una hoja, y
cayó al suelo. Tenía el cuerpo entumecido por el aire frío, y
no podía volar más.

Arrastrándose entonces por el suelo, trepando y bajando de


los palitos y piedritas, que le parecían montañas, llegó a la
puerta de la colmena, a tiempo que comenzaban a caer frías
gotas de lluvia.

—¡Ay, mi Dios! —clamó la desamparada—. Va a llover, y


me voy a morir de frío. Y tentó entrar en la colmena.

Pero de nuevo le cerraron el paso.

—¡Perdón! —gimió la abeja—. ¡Déjenme entrar!

—Ya es tarde —le respondieron.

—¡Por favor, hermanas! ¡Tengo sueño!

—Es más tarde aún.

—¡Compañeras, por piedad! ¡Tengo frío!

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—Imposible.

—¡Por última vez! ¡Me voy a morir! Entonces le dijeron:

—No, no morirás. Aprenderás en una sola noche lo que es


el descanso ganado con el trabajo. Vete.

Y la echaron.

Entonces, temblando de frío, con las alas mojadas y


tropezando, la abeja se arrastró, se arrastró hasta que de
pronto rodó por un agujero; cayó rodando, mejor dicho, al
fondo de una caverna.

Creyó que no iba a concluir nunca de bajar. Al fin llegó al


fondo, y se halló bruscamente ante una víbora, una culebra
verde de lomo color ladrillo, que la miraba enroscada y
presta a lanzarse sobre ella.

En verdad, aquella caverna era el hueco de un árbol que


habían trasplantado hacia tiempo, y que la culebra había
elegido de guarida.

Las culebras comen abejas, que les gustan mucho. Por eso
la abejita, al encontrarse ante su enemiga, murmuró
cerrando los ojos:

—¡Adiós mi vida! Esta es la última hora que yo veo la luz.

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Pero con gran sorpresa suya, la culebra no solamente no la
devoró sino que le dijo: —¿qué tal, abejita? No has de ser
muy trabajadora para estar aquí a estas horas.

—Es cierto —murmuró la abeja—. No trabajo, y yo tengo


la culpa.

—Siendo así —agregó la culebra, burlona—, voy a quitar


del mundo a un mal bicho como tú. Te voy a comer, abeja.

La abeja, temblando, exclamo entonces: —¡No es justo eso,


no es justo! No es justo que usted me coma porque es más
fuerte que yo. Los hombres saben lo que es justicia.

—¡Ah, ah! —exclamó la culebra, enroscándose ligero —.


¿Tú crees que los hombres que les quitan la miel a ustedes
son más justos, grandísima tonta?

—No, no es por eso que nos quitan la miel —respondió la


abeja.

—¿Y por qué, entonces?

—Porque son más inteligentes.

Así dijo la abejita. Pero la culebra se echó a reír,


exclamando:

—¡Bueno! Con justicia o sin ella, te voy a comer, apróntate.

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Y se echó atrás, para lanzarse sobre la abeja. Pero ésta
exclamó:

—Usted hace eso porque es menos inteligente que yo.

—¿Yo menos inteligente que tú, mocosa? —se rió la


culebra.

—Así es —afirmó la abeja.

—Pues bien —dijo la culebra—, vamos a verlo. Vamos a


hacer dos pruebas. La que haga la prueba más rara, ésa
gana. Si gano yo, te como.

—¿Y si gano yo? —preguntó la abejita.

—Si ganas tú —repuso su enemiga—, tienes el derecho de


pasar la noche aquí, hasta que sea de día. ¿Te conviene?

—Aceptado —contestó la abeja.

La culebra se echó a reír de nuevo, porque se le había


ocurrido una cosa que jamás podría hacer una abeja. Y he
aquí lo que hizo:

Salió un instante afuera, tan velozmente que la abeja no


tuvo tiempo de nada. Y volvió trayendo una cápsula de
semillas de eucalipto, de un eucalipto que estaba al lado de
la colmena y que le daba sombra.

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Los muchachos hacen bailar como trompos esas cápsulas, y
les llaman trompitos de eucalipto.

—Esto es lo que voy a hacer —dijo la culebra—. ¡Fíjate


bien, atención!

Y arrollando vivamente la cola alrededor del trompito como


un piolín la desenvolvió a toda velocidad, con tanta rapidez
que el trompito quedó bailando y zumbando como un loco.

La culebra se reía, y con mucha razón, porque jamás una


abeja ha hecho ni podrá hacer bailar a un trompito. Pero
cuando el trompito, que se había quedado dormido
zumbando, como les pasa a los trompos de naranjo, cayó
por fin al suelo, la abeja dijo:

—Esa prueba es muy linda, y yo nunca podré hacer eso.

—Entonces, te como —exclamó la culebra.

—¡Un momento! Yo no puedo hacer eso: pero hago una


cosa que nadie hace.

—¿Qué es eso?

—Desaparecer.

—¿Cómo? —exclamó la culebra, dando un salto de


sorpresa—. ¿Desaparecer sin salir de aquí?

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—Sin salir de aquí.

—¿Y sin esconderte en la tierra?

—Sin esconderme en la tierra.

—Pues bien, ¡hazlo! Y si no lo haces, te como en seguida


— dijo la culebra.

El caso es que mientras el trompito bailaba, la abeja había


tenido tiempo de examinar la caverna y había visto una
plantita que crecía allí. Era un arbustillo, casi un yuyito, con
grandes hojas del tamaño de una moneda de dos centavos.

La abeja se arrimó a la plantita, teniendo cuidado de no


tocarla, y dijo así:

—Ahora me toca a mi, señora culebra. Me va a hacer el


favor de darse vuelta, y contar hasta tres. Cuando diga
"tres", búsqueme por todas partes, ¡ya no estaré más!

Y así pasó, en efecto. La culebra dijo rápidamente:"uno...,


dos..., tres", y se volvió y abrió la boca cuan grande era, de
sorpresa: allí no había nadie. Miró arriba, abajo, a todos
lados, recorrió los rincones, la plantita, tanteó todo con la
lengua. Inútil: la abeja había desaparecido.

La culebra comprendió entonces que si su prueba del


trompito era muy buena, la prueba de la abeja era

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simplemente extraordinaria. ¿Qué se había hecho?, ¿dónde
estaba?

No había modo de hallarla.

—¡Bueno! —exclamó por fin—. Me doy por vencida.


¿Dónde estás?

Una voz que apenas se oía —la voz de la abejita— salió del
medio de la cueva.

—¿No me vas a hacer nada? —dijo la voz—. ¿Puedo contar


con tu juramento?

—Sí —respondió la culebra—. Te lo juro. ¿Dónde estás?

—Aquí —respondió la abejita, apareciendo súbitamente de


entre una hoja cerrada de la plantita.

¿Qué había pasado? Una cosa muy sencilla: la plantita en


cuestión era una sensitiva, muy común también aquí en
Buenos Aires, y que tiene la particularidad de que sus hojas
se cierran al menor contacto. Solamente que esta aventura
pasaba en Misiones, donde la vegetación es muy rica, y por
lo tanto muy grandes las hojas de las sensitivas. De aquí
que al contacto de la abeja, las hojas se cerraran, ocultando
completamente al insecto.

La inteligencia de la culebra no había alcanzado nunca a


darse cuenta de este fenómeno; pero la abeja lo había

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observado, y se aprovechaba de él para salvar su vida.

La culebra no dijo nada, pero quedó muy irritada con su


derrota, tanto que la abeja pasó toda la noche recordando a
su enemiga la promesa que había hecho de respetarla.

Fue una noche larga, interminable, que las dos pasaron


arrimadas contra la pared más alta de la caverna, porque la
tormenta se había desencadenado, y el agua entraba como
un río adentro.

Hacía mucho frío, además, y adentro reinaba la oscuridad


más completa. De cuando en cuando la culebra sentía
impulsos de lanzarse sobre la abeja, y ésta creía entonces
llegado el término de su vida.

Nunca, jamás, creyó la abejita que una noche podría ser tan
fría, tan larga, tan horrible. Recordaba su vida anterior,
durmiendo noche tras noche en la colmena, bien calentita, y
lloraba entonces en silencio.

Cuando llegó el día, y salió el sol, porque el tiempo se había


compuesto, la abejita voló y lloró otra vez en silencio ante
la puerta de la colmena hecha por el esfuerzo de la familia.
Las abejas de guardia la dejaron pasar sin decirle nada,
porque comprendieron que la que volvía no era la
paseandera haragana, sino una abeja que había hecho en
sólo una noche un duro aprendizaje de la vida.

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Así fue, en efecto. En adelante, ninguna como ella recogió
tanto polen ni fabricó tanta miel. Y cuando el otoño llegó, y
llegó también el término de sus días, tuvo aún tiempo de dar
una última lección antes de morir a las jóvenes abejas que la
rodeaban:

—No es nuestra inteligencia, sino nuestro trabajo quien nos


hace tan fuertes. Yo usé una sola vez de mi inteligencia, y
fue para salvar mi vida. No habría necesitado de ese
esfuerzo, sí hubiera trabajado como todas. Me he cansado
tanto volando de aquí para allá, como trabajando. Lo que
me faltaba era la noción del deber, que adquirí aquella
noche. Trabajen, compañeras, pensando que el fin a que
tienden nuestros esfuerzos —la felicidad de todos— es muy
superior a la fatiga de cada uno. A esto los hombres llaman
ideal, y tienen razón. No hay otra filosofía en la vida de un
hombre y de una abeja.

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