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PROLOGO
"La Legión de María" es una Asociación de católicos, que tiene por fin la
santificación personal de sus propios miembros, mediante la oración y la
colaboración activa, bajo la dirección de la Jerarquía, a la obra de la Iglesia y de
María en aplastar la cabeza de la serpiente infernal, y ensanchar las fronteras
del reinado de Cristo". Tal es el perfil escueto del "legionario" con su entereza,
gallardía y universalidad. Su tipo no es confundible con el de otra Asociación
piadosa. Ante todo y sobre todo intenta ser "bonus miles Christi", buen soldado
de Cristo. La oración le sirve de adiestramiento y recuperación de energías
para sus batallas. Su santificación depende de su actividad, no de su
"activismo", y no es activismo, porque la nutre, la aguija, la frena, la dirige con
la plegaria y la obediencia a la Jerarquía. Tiene ante sí las palabras de Pío Xl a
un prelado: "Oración, sí, mucha oración; pero también acción, mucha acción", y
las de Pío Xli: "No es hora de lamentarse, sino de obrar."
A la actividad la impelen y urgen los emblemas que escogió como expresión y
paradigmas de su temple, uno divino y otro sublime: el Espíritu Santo, que se
movía sobre las aguas infecundas, en los días de la Creación, para vivificarías;
el que, como viento huracanado, sembrador de llamas, conmovía en Jerusalén
a los representantes de toda la tierra, y creaba otro mundo sobrenatural
fecundado Él, "agua que salta hasta la vida eterna", y María, la Inmaculada, no
la extática, sino la conculcadora de la cabeza de la serpiente, la "terrible como
ejército dispuesto a la batalla", la operante, la Mediadora que distribuye las
gracias en forma de rayos luminosos sobre todo el orbe.
A esta manifiesta protección del Cielo hay que atribuir la buena fortuna en las
hazañas de la "Legión". Su método de apostolado en apariencia es tan natural,
que tal vez achacaran sus resultados al conocimiento de la sicología aplicada
oportunamente, o a la sugestión de la psiquiatría actuando sobre aquellas
vidas rotas y degradadas. Nada más lejos de esto. Mr. Duff sale al paso de
tales suposiciones -insostenibles si se lee bien esta historia-, declarando que
nada deben a tales procedimientos sino a la fuerza del catolicismo y de la
caridad.
Con este realismo pudiera escribirse una novela cruda y tremenda pero Mr.
Duff posee la elegancia de la discreción y de la caridad. Escenario, personajes,
asunto dramático y cómico darían materia para obras teatrales y películas
neorrealistas. Pero la lectura de estas páginas a nadie escandalizará. Tiene la
delicadeza de sustituir por otros los nombres verdaderos, cuya autenticidad
pudiera avergonzar a sus poseedores. Algunos serán acaso identificables en los
lugares donde se sitúan los hechos.
Esto no quiere decir que estemos ante una seca información de prensa. Palpito
mucha vida en esta historia. Toda ella es movimiento y peripecia. Pero no es
una sucesión de acontecimientos exteriores. El autor caía en la psique de los
personajes y su caridad encuentra una muy humana explicación en los
extraviados. A veces destilo unas leves gotas de humor para endulzar con una
sonrisa el agrio gesto de lo trágico. Aun en los antros de corrupción percibe su
fino olfato secretas fuentes de espiritualidad, que aprovecha para las almas
sedientas. La presencia de lo sobrenatural es constante, pero sin apelar a
milagrerías, como la cosa más natural para el alma que obra con rectas
intenciones, por amor al prójimo y por la gloria de Dios. Sin que estas
observaciones deriven en sermoneos. En cuanto a su arte narrativo, hay que
notar su habilidad, que deja en suspenso el resultado de unas gestiones, el
desenlace de un episodio, al fin de un capítulo, con lo que es polea e intriga el
interés impaciente.
Tal es el libro que tienen tus manos y que devorarán tus ojos. Es los "Hechos
de los Apóstoles de la Legión de María", si es lícita la comparación en un
ámbito restringido y humano con aquellos otros de San Lucas, revelados y
divinos. Ellos te demostrarán que contemplas una obra de Dios, como lo
indican su origen impremeditado, su espíritu sobrenatural y sus obstáculos
ladinos o patentes, que ha de vencer en constante lucha, esta lucha que son
los aires natales y vivificadores de la "Legión de María".
CAPITULO I
EN LOS COMIENZOS
Algún tiempo antes de tomar posesión de ella, Myra House había sido
prácticamente abandonada. Se habilitó un cuarto como "Club", local de
hombres, y en las mañanas de los domingos se prestaba el salón grande a la
Conferencia, para que ésta diera desayuno gratuito a los niños.
Hablando con los niños en los desayunos, uno de los hermanos vino a dudar
con bastante fundamento de que muchos de ellos no tuvieran necesidad, en
realidad, del desayuno; con el tiempo se hizo una lista de los nombres y
direcciones de los niños que vinieron cierto día y se dedicó un lunes de Pascua
a visitar sus casas.
Al cabo del día vino a descubrirse que solamente en un caso estaba justificado
el desayuno gratuito. Los padres de los niños eran todos empleados; pero se
cuidaban de enviar los niños al desayuno gratuito como a un acto religioso,
porque esto significaba que los niños serían bien cuidados y llevados a Misa. La
consecuencia del descubrimiento fue resolver no dar más desayunos.
Hubo, sin embargo, gran desconsuelo entre las señoras, cuando se les anunció
que iba a terminar el motivo que tenían para permanecer en Myra House. Pero,
"nada muere sin que algo comience a ser... "
Todos los del Consejo estaban activamente ocupados en una u otra de las
actividades centradas hoy en Myra House. Los hombres se ocupaban en visitar
las casas o los hospitales. Las señoras se ocupaban de los casos especiales o
en la enseñanza del catecismo u otras materias.
La respuesta fue: "¿Tenéis ayuda? ¿Hay alguna más entre vosotras?" Siguieron
adelante y al cabo de un rato, entre el sonar de las tazas, volvieron y dijeron:
"Hemos preguntado a unas cuantas y ya tenemos seis". La respuesta fue:
"Bien; seis ya es un número para ser tenido en cuenta; y no hay razón para no
comenzar". Juntáronse las seis y discutieron el asunto. Quedó fijada una junta
para el miércoles siguiente a las ocho de la noche, que era hora conveniente, y
en la parte posterior de la casa. Se dijo a todos que divulgaran el hecho entre
sus amigos, en espera de ayuda.
Llegó el miércoles por la noche y se reunió la junta. Junto con el Padre Toher
había quince señoras y señoritas. GRANDE SORPRESA LA SUYA, CUANDO
VIERON QUE ANTE ELLAS ESTABA AQUELLA CUYO NOMBRE HABIAN DE LLEVAR.
Ahora bien, nadie sabe quién arregló así las cosas. A nadie se dieron
instrucciones con este fin. No queremos decir con esto que fuera cosa de
milagro; pero alguien fue inspirado para ello. Comenzó la junta y se usó el
formulario de San Vicente de Paúl. Se rezó la invocación y oración al Espíritu
Santo, siguieron cinco decenas del Rosario y las jaculatorias: Inmaculado
Corazón de María, ruega por nosotros; San José, ruega por nosotros; San
Vicente de Paúl, ruega por nosotros, y estas fueron las oraciones dichas por los
"legionarios" durante mucho tiempo. La oración final fue la misma de las
Conferencias de San Vicente, que se dijo por algún tiempo hasta que se
compuso nuestra propia oración. Acabadas las preces iniciales, hubo lectura
espiritual. Luego, los presentes se sentaron y, sin darse cuenta realizaron uno
de los grandes acontecimientos históricos del mundo: diseñar la "Legión de
María".
La primera cuestión que se presentó eran los auspicios bajo los cuales iban a
trabajar. La respuesta firme fue que se habían juntado para servir a Nuestra
Señora. Decidido esto, lo demás estaba claro, a saber: que iban a celebrar
junta semanal y hacer trabajo semanal.
¿Cuál habría de ser el marco de tal junta? Qué hermoso se presentaba ante
ellas el altarcito...; tal habría de ser la disposición en cada junta. ¿Y en cuanto a
oraciones?, ¿qué otras sino las que acababan de decir?
En la primera junta se nombró una secretaria y muy buena, por cierto; ella dio
la pauta para todos los secretarios futuros. Se acordó que las visitas se harían
de dos en dos, señalando una sala a cada par; y, cuando se vino a señalar la
sala del cáncer, casi hubo una riña entre las señoritas, sobre quiénes habían de
ser designadas... ¡todas querían hacerlo!
Luego, trataron con gran detención, del espíritu con que habían de hacer el
trabajo; esto es, habían de mirar en cada uno de los visitados a la persona del
Señor. Se tomó, leyó y explicó el capítulo 25 del Evangelio de San Mateo.
Siguió la discusión sobre los métodos y disciplina que han forjado a la "Legión",
de entonces acá. Finalmente, se les urgió el uso de la Medalla Milagrosa en sus
trabajos. La próxima junta quedó convenida para el mismo día y hora de la
semana siguiente.
Todas las visitas deberían terminar antes de ese tiempo y habría que dar
informes de cada caso.
Y todo esto se había perdido por no pensar y por un sólo día. Sin embargo,
muy pronto ocurrió que, de haber razonado, lo hubieran echado todo a perder;
pues, de haberse juntado el día 8, lo hubieran hecho a las 8 de la noche,
cuando expiraba la fiesta, siendo así que se reunieron cuando la Iglesia
celebraba las primeras vísperas de la Fiesta. Así, la "Legión" vino a esta vida
con la primera fragancia de la misma Fiesta; NACIMOS REALMENTE CON
MARIA.
El grupo volvió a juntarse el miércoles siguiente y todo fue como una seda.
Como hoy, se dijeron las preces y a cada uno de los miembros se le pidió el
informe. El Padre Toher vino a ser el Director Espiritual. La Presidenta fue la
Sra. Kirwan, antes mencionada. Entre otras cosas de valor, trajo ella a la Junta
la nota de Pobreza; era ella, sin género de duda, la persona más Pobre en
aquel cuarto. La Sra. Kirwan fue la causa de que, desde la primera junta,
quedara como grabada la nota, la nota real de la "Legión", que es: la ausencia
de toda distinción social y humana entre sus miembros.
Demostró la Sra. Kirwan ser una Presidenta admirable. En aquel cuarto, era
ella la persona de más edad; pero se granjeó el afecto y confianza de las
jóvenes que la rodeaban. Gobernó la "Legión" con vara de hierro; algún tiempo
después, introdujo en la junta la lectura mensual de cuatro puntos, que eran
esbozos de las Ordenanzas Fijas que hoy se leen en las juntas.
Entonces no se dieron cuenta de que este punto era también parte del
sistema. Como la "Legión" comenzó a crecer las presidentas eran escogidas y
enviadas a otras partes: y así como muchos lectores han pasado por la
experiencia de presentarse a los posteriores presidentes del Concilium, antes
de ocupar sus nuevos cargos así entonces, tales "legionarios" eran citados en
la casa de Sra. Kirwan. Ella les daba instrucciones y vanos avisos, uno de los
cuales era mostrarles el Crucifijo y decirles: "¡Consérvalo limpio e invoca al
Espíritu Santo!"
Y así creció la "Legión", una rama después de otra, y surgieron las dificultades.
Se hizo necesario enseñar a los nuevos reclutas lo esencial de su trabajo y de
la cualidad de socio, y procurar los medios de tener constantemente ante los
ojos del alma esas cosas esenciales. De esta forma comenzaron las que hoy
conocemos por "ORDENANZAS FIJAS", cuya lectura se prescribió cada cuatro
semanas. A primera vista, esto parecía una innovación; pero no era tal. No era
más que volver a la práctica original, conservada todavía en cada Praesidium
nacido directamente de Nuestra Señora de la Merced.
Otra cosa, que algunos pensaron ser innovación, fue la Allocutio; pero ésta
durante varios años formó parte de cada junta de la "Legión". El Padre Creedon
y el Padre Toher llevaron, entre los dos, todas las juntas de la "Legión", y las
exhortaciones fueron parte integral de cada junta. Sin embargo, conforme la
"Legión se extendía, se celebraron juntas, a las cuales ninguno de ellos ni
ningún Director Espiritual se hallaban presentes y en estas juntas no había
Allocutio. Su falta se notó en el curso del tiempo y entonces se estableció la
costumbre de que alguien hiciera la exhortación. Entonces era regla que la
Allocutio se diera al final de la junta y antes de las oraciones finales; porque así
se hizo en los primeros tiempos.
CAPITULO II
EL SEGUNDO PRAESIDIUM
De pronto, sin embargo, ocurre algo que nos mete de cabeza en un nuevo
trabajo. Y esta vez fuimos al extremo opuesto, desde la más sencilla a la más
difícil de toda las ocupaciones, la de trabajar por la chica de la calle. Se había
discutido largo y tendido entre algunos de nosotros aun antes del nacimiento
mismo de la "Legión", la idea de hacer algo por esta desgraciada clase, pero,
por lo que toca a los modos y medios de hacerlo... eso ya era otro cantar.
Recuerdo con toda viveza mi primera experiencia en una de estas casas (Núm.
25...). Ello fue años antes de los acontecimientos que voy relatando. Visitaba
yo la calle y una tarde entré en el Núm. 25, por la sencilla razón de que
buscaba el 24. Por un momento no me di cuenta de dónde estaba. Lo vi
después y quedé tan atemorizado que al punto salí de allí sin decir palabra. Mi
retirada era típica de la actitud que entonces se presentaba el problema.
Una idea que entonces se discutió seriamente fue interesante porque nos
demostró cuán diferentes son las cosas en la actualidad. Se sugirió que
abriéramos una casa de huéspedes barata y que se podría con ello atraer a
esta clase de gente. En tal proyecto, el requisito más importante habría de ser
un par de señoritas que quisieran vivir allí y actuar como dirigentes, desde
luego, como voluntarias, y que infundieran a la obra un profundo espíritu
religioso. La obra estaría basada en la idea de establecer relaciones amistosas
con las chicas, en forma tal, que, a medida que pasaba el tiempo, muchas de
ellas vinieran a probar que eran dóciles a la influencia de las señoritas. La
depresión que sigue al exceso de bebida o a un maltrato parecía ofrecería
oportunidades provechosas de influir sobre ellas. Cae de su peso que tal
trabajo vendría a ser intolerable, tratándose con gentes que actualmente
vivieran en pecado. Nada que no fuera espíritu de heroísmo y hambre
verdadera de almas, podría hacer que las señoritas se consagraran a tal
ocupación. Estos fueron los primeros balbuceos de la naciente organización;
así, ya en los comienzos pensaba en un servicio "legionario" total, sin dudar en
modo alguno de que se realizaría muy pronto. Ahora y siempre
desconoceríamos la dirección que hubiéramos tomado de no haber intervenido
la Providencia de la manera que voy a contar.
En el mes de mayo o junio de 1922, esto es, apenas ocho meses después de
comenzar la "Legión", recibí una carta de Sor Concepción de las Hermanas de
la Caridad de Baldoyle, dándome informes de dos señoritas que había en
Holiday Home; eran la señorita Plunkett y la señorita Scratton. Ardían en
deseos de trabajar en la "Legión". Yo quise verlas y escribí citándolas para el
sábado siguiente en el Hospital de San Vicente; y allí nos encontramos.
Recordé entonces quiénes eran aquellas señoritas. Una vez me encontré con
ellas en la despedida a Lady Molony, la madre Patricia, Madre General de las
Hermanas de San Columbano, cuando marchaba a las Misiones de China. Las
animé a que hablaran y me dispuse a escucharlas.
Así acabó nuestra entrevista. Después había que dar los pasos para establecer
la segunda rama, que se convirtió en el Praesidium de Nuestra Señora del
Sagrado Corazón (que ahora ha cambiado el nombre por el de Sancta María),
siendo dos de sus oficiales la señorita Plunkett y la señorita Scratton. El trabajo
que se comenzó a hacer fue el mismo de la unidad Madre, esto es, las visitas al
Unión. Porque este Praesidium estuvo destinado poco después a desempeñar
un papel tan importante con relación a la primera hospedería de la "Legión",
hay cierta tendencia a olvidarse de que, aun en el supuesto de que jamás se
hubiera ocupado de la hospedería, su creación fue ya un acontecimiento de
primer orden en la "Legión". Pues fue el segundo Praesidium de la "Legión de
María".
Creo que el nuevo Praesidium no había celebrado más que dos juntas, cuando
ocurrieron los hechos extraordinarios que habían de cambiar el curso de su
carrera y también influenciar en el de la "Legión" entera ir y, por añadidura,
llevar a cabo muy grandes cambios en las condiciones sociales de la ciudad y
de otras muchas ciudades.
Pero esto no podía durar siempre. Cuatro libras diarias resultaban veintiocho
por semana; y además, entre otras razones, estaba claro que esto sólo era salir
del paso. Debía buscarse una solución permanente. Razonando así, el P.
Creedon convocó una junta de todos aquellos que antes habían discutido la
teoría de este problema, que se había convertido en realidad. La junta se tuvo
en Myra House, en el cuarto de enfrente, a las 9:30 de la noche del 11 de julio
de 1922.
"Lo temo como algo propio; pero no puedo permitir que se marchen así". Todo
el mundo debe admitir lo razonables que son sus dudas. Había tres o cuatro
razones especiales -y tan de peso- por las cuales ella no podía acceder. Algún
tiempo antes había inaugurado su casa de retiro de fin de semana, y desde
luego, sería una cosa terrible que se corriera la voz de que en el convento
hacían los Ejercicios chicas del arroyo. Inmediatamente supondría la gente que
usaban éstas la casa de retiro. Lo cual no podría menos de producir resultados
desastrosos. En segundo lugar, las hermanas tenían allí su casa de descanso. Y
la misma consideración podía aplicarse a ésta que a la casa de retiro.
"Yo debo de estar loca; pero no puedo decirles que no. Acaso lo diga con toda
probabilidad la Madre General. Pero si ella no lo dice, he aquí lo que les
propongo:
Tenemos nuestra escuela nacional. Pueden convertirla en dormitorios. El jardín
de las monjas será su campo de recreo; los recibidores de las monjas, los
refectorios. Pueden hacerse la comida en la cocina de las monjas. El oratorio de
las monjas será la capilla. Para nada necesitamos tocar ni la casa de descanso
ni la casa de retiro. ¿No podríamos buenamente llegar a un arreglo?"
Así habló una de las más heroicas mujeres que haya habido. Hoy a nadie es
posible medir la real grandeza de su acto; pues muchos de los gravísimos
temores y falsas ideas que impedían poner en práctica tan especial obra, ya
han desaparecido. Pero esto sucedía en julio de 1922; y la Madre Ángela Walsh
(aunque como decía ella se le partía el corazón) dio el consentimiento y nos
proporcionó la alegría que nos trajeron nuestros enviados.
CAPITULO III
EJERCICIOS SIN PRECEDENTES
Según habíamos convenido, todos nos juntamos aquella tarde en Myra House;
y esta vez en el cuarto interior donde la "Legión" había nacido. Allí escuchamos
sin respirar la narración de los acontecimientos del día con su clima
espléndido. Acabado el relato, siguió un buen intervalo en el cual quedamos
sentados y mirándonos unos a otros sin decir palabra. Esta pausa, a pesar de
ser tan corta, llevaba en sí una gran transición. Nos permitió saborear el gozo
por solo uno o dos segundos. Absorbió luego nuestra atención el futuro con su
incertidumbre. Ya teníamos casa para nuestros Ejercicios; pero ¿querrían las
chicas tomar este agradable remedio que les preparábamos? La fría razón nos
decía que difícilmente querrían. Sin embargo, se notaba en la atmósfera algo
sobrenatural que nos daba esperanza.
Era obvio que el paso inmediato sería entrevistarse con las chicas y
exponerles la idea de los ejercicios; y a cinco de nosotros se requirió para ir a
la calle Blank Street a las once de la mañana siguiente. Era cuanto podíamos
hacer, para arreglarlo definitivamente, pero allí permanecimos sentados largo
tiempo, hablando sobre las diferentes alternativas que el asunto podía tomar
en caso de que nuestra misión fallara al día siguiente.
Reunidas todas sus ocupantes, les propusimos con todo detalle la idea de los
Ejercicios. Aquello parecía algo fantástico, aun a nosotros, teniendo en cuenta
la atmósfera matinal y los sórdidos alrededores. De buenas a primeras, pareció
algo fantástico a las seis primeras chicas a quienes invitábamos. No querían oír
tal cosa. Y así hablamos y hablamos. En primer lugar, hubimos de explicarles
qué eran unos Ejercicios cerrados. Les asegurábamos que todo era tal como se
lo explicábamos; no se verían forzadas a permanecer contra su voluntad, o a
hacer cosa alguna que no quisieran hacer; los Ejercicios eran en realidad tal y
como se los habíamos descrito; unos días que dedicarían a Dios y a pensar en
el porvenir. Poco a poco, se iban rindiendo y al cabo de media hora lo
logramos. Las seis dieron un consentimiento firme, al parecer. Respiramos
aliviados. No había aún terminado nuestro trabajo; pero, al menos, habíamos
colocado otra piedra miliaria.
Seguimos al cuarto inmediato; y allí nos dirigimos a sus ocupantes, que eran
cuatro. Se produjo la misma desagradable discusión; surgieron las mismas
dudas y temores, y les volvimos a dar las mismas explicaciones, seguridades e
invitaciones. Y luego, por fin, ¡el éxito! Dejamos la habitación para ir al tercer
cuarto. Pero aquí nos acechaba el desastre. Encontramos que las seis primeras
habían fallado. No es que fueran maliciosas o insinceras. Sino que, en el mismo
momento que dejamos su cuarto, los agentes del mal se metieron por medio
para deshacer nuestra labor contradiciendo todas y cada una de las palabras
que les habíamos dicho.
El argumento más efectivo contra nosotros era el rumor, que como un
incendio se propagó por el lugar, de que todo aquello no era más que una
intriga del gobierno para sacadas de allí y encarcelarías de por vida.
Y así, en aquella gran casa vinimos a hacer un verdadero Vía Crucis, siendo
cada cuarto una agonizante estación. Duró cinco horas largas; pero al fin
logramos el consentimiento de casi todas ellas. Les anunciamos que a las once
treinta del día siguiente, tendríamos dispuesto en Myra House un gran vehículo
para llevarlas a Baldoyle. Luego, exhaustos casi por completo, salimos de la
casa, nos abrimos paso entre la simpática multitud que oraba afuera, y nos
separamos, dejando también convenido que las señoritas Plunkett y Scratton y
la señora Davis harían los Ejercicios con las chicas y las cuidarían de manera
especial.
¡Ahora, por fin, podíamos sentarnos! Y era también, más que de sobra, hora
de musitar algunas palabras de oración (cosa imposible durante los febriles
acontecimientos del día). Pero, no. No habíamos de vernos libres del torbellino,
ni aun en lo poco que del día quedaba. Aún no nos habíamos puesto en
contacto con lo que podríamos llamar mundo cuando ya empezaron a
hacérsenos cargos de apresuramiento, estupidez y locura; unos se oponen a
los detalles del plan otros lo atacan de raíz de pies a cabeza... Las metáforas se
embarullan unas con otras; pero algo de esto se necesitaba para indicar el
carácter enfático de las críticas con que tropezamos. Nadie podía echar en
saco roto la tormenta que se nos vino encima; que en gran parte procedía de
los prudentes, llenos de bondad y de buena voluntad con nosotros
personalmente. Así pues, se convocó una junta de emergencia, y aquella tarde,
a las ocho de la noche, en las habitaciones del P. Toher, en la calle Francis,
tuvimos otra reunión de la familia con el fin de considerar estas críticas. Esta
vez las señoras quedaron excluidas. No se podía esperar que simpatizaran con
los plintos de vista que habían de ser discutidos; y tal vez se escandalizaran de
los forcejeos sobre los innumerables peligros a que se ha de exponer uno para
salvar un alma.
Pues hablando con claridad, esa era la cuestión que estaba en juego. Era
evidente que nos hallábamos frente a una situación seria. Cada paso que
dábamos lo ponía más en claro. Éramos como gente que va por un arenal;
cada paso adelante hacía la vuelta más difícil. Oh, si todo el negocio acabara
en desastre, como parecía cosa cierta, qué habladurías y qué ridículo nos
esperaba! ¡Supongamos que nuestras "palomas silvestres" llevaran consigo
bebidas y acabaran por escaparse! ¡Suponed otras cosas que pensamos
nosotros! Cada uno de los que intervinieron en esto seria señalado con la nota
que manifestara la imborrable y pecaminosa locura del fracaso. Cualquier cosa
que tocaran sus manos pecadoras sería condenada de antemano. La "Legión"
misma, tan rica en promesas, la niña de nuestros ojos, habría de perecer
ignominiosamente, y, por otra parte, era cosa fácil retroceder en aquel punto.
Aún podíamos calmarnos con la reflexión de que era positivamente un error
poner en la balanza, así como así, todo el futuro de la "Legión".
Hoy, después de haber pasado tantos años, más que misterios hay en el
rosario, no es fácil reproducir aquella nuestra posición y atmósfera. Las mismas
almas que entonces hubieran dudado con toda cerrazón, hoy mirarían al
pasado desde el proverbial butacón y censurarían galantemente nuestras
terribles horas de discusiones y salir con un "Oh, vosotros, los de poca le". Aun
nosotros mismos encontramos hoy difícil de comprender cómo dudamos, ni
siquiera por un momento, a la vista del hecho abrumador de que treinta chicas
-encenegadas en el pecado, empecatadas toda su vida y que arrastraban a
innumerables a cometerlo y a habituarse a él- nos habían dicho: "Queremos ser
buenas". Pero dudamos... aunque sólo fuera por poco tiempo. Y cuando al fin
terminaron nuestras dudas, fue con aire de verdaderos mártires, que no con
espíritu de fe confiada, como tomamos la decisión unánime de lanzarnos a
ciegas en ese mañana irrevocable.
El día siguiente era viernes, 14 de julio. Y también era un hermoso día. A las
nueve, nuestro representante se vio con el P. Felipe. Oh, era San Antonio en
persona! Se le detallaron los extraños acontecimientos que habían ocurrido, y
se le anticipó la sorprendente proposición de que el P. Felipe, a quien ninguno
de nosotros había conocido ni en pintura, debía hacerse cargo de aquellos
Ejercicios sin precedentes. El no se sorprendió y sólo pronunció unas palabras a
guisa de comentario. Acabada la narración hizo esta pregunta: "Padre, ¿querrá
usted ayudarnos?". La respuesta fue firme:
"¡Cómo no, con sumo gusto -dijo-. Me habéis ganado el corazón. Pero debo
comunicarlo a mis superiores. Vuelva dentro de dos horas y le diré el
resultado". Bueno, con aquello iban a ser las once y media; precisamente a la
hora en que las chicas saldrían de Myra House en su vehículo. ¿Y qué ocurriría
si la sentencia era negativa? Pero por otra parte, ¿qué se podía hacer sino
esperar?
¡Oh, Mana! Susténtanos en esta insoportable espera y haz que esos señores
importantes accedan a nuestros ruegos.
CAPITULO IV
POR FIN BALDOYLE
Como nuestra inquietud no había detenido las manillas del reloj, tampoco
pudo impedir que corrieran. Eran las once, cuando nuestras asociadas iban
llegando a Myra House. Algunas tenían que pasar cerca de Blank Street. Y así
pasaron por allí para ver qué cariz presentaban las cosas. Ya dije que ni
nosotros mismos estábamos seguros de las promesas que las chicas nos
hicieron el día anterior. Aún más, con dificultad nos aventuramos a
prometérnoslas felices, con tal de que hubiera alguna siquiera que rompiera la
marcha. Por eso, con una mortal aprensión dimos vuelta a la esquina, desde la
que se ofrecía una vista lateral de la calle Blank Street, pues esta calle
presentaba la extraña forma de ángulo recto.
Estaba llena de gente, y esto impedía a lino juzgar cuál sería su posición. Por
entre la multitud hubimos de seguir nuestro camino hasta cierta distancia
antes de ver lo que deseábamos y esto hasta muy cerca del número 25.
¡Cuál no sería nuestro gozo! Allí estaban las chicas dispuestas para la marcha;
unas, en las escaleras de la casa, y otras, entre la multitud de curiosos. Todas
ellas bien vestidas; y las maletas, que contenían todas sus riquezas en este
mundo, desparramadas acá v allá, cerca de ellas; provisiones para un viaje que
había de llevar a sus dueñas muy lejos, por cierto. Aquellas maletas
simbolizaban no un desplazamiento cualquiera, sino, en nuestro caso, ¡un
movimiento, un gran movimiento! No podía uno pensar cuántas se habían
dispuesto a seguirnos. Pero era cosa evidente que venían muchas; de la atenta
observación de lo que veíamos, dedujimos que no menos de la mitad de las
treinta y una se habían decidido a favor nuestro.
Fuimos de una a otra diciéndoles alguna palabrilla de aliento y enhorabuena;
luego, algunas advertencias: "Será mejor irnos ya; ya se acerca la hora; no
vayáis en grupo, que llamaréis la atención. Id de dos en dos o de tres en tres.
Dios os bendiga". Y a la verdad que por todas partes se oía esta invocación. La
conducta de la multitud fue algo admirable. Ni una palabra se dijo que pudiera
molestar. La actitud de la gente fue de simpatía, de moderación, mejor, de
oración.
Cuando nosotros, que abríamos aquel tan extraño cortejo llegamos y entramos
en Myra House, encontramos allí a las restantes de nuestras camaradas.
Pudimos alegrar sus corazones con la buena nueva de que una gran mayoría
de las chicas había sido fiel a su palabra y de que estaban en camino. Fuimos
al vestíbulo y allí esperamos para dar la bienvenida a las que pronto habían de
llegar. También estaba con nosotros un hombre muy simpático lleno de
asombro, uno cuyo nombre recuerda hechos importantes de la historia. Era el
doctor Frank O'reilly, Director de la Catholic Truth Society, que se distinguió
más tarde por su actuación como organizador del Congreso Eucarístico de
Dublín de 1932. Las posesiones de esa Sociedad y cuanto tenía en la calle
O'Connell hacía poco habían perecido en el cataclismo de tiroteos e incendios
que destruyeron gran parte del centro de la ciudad. Por eso las Conferencias
de San Vicente de Paúl le habían ofrecido hospitalidad en la parte posterior de
Myra House, incluido el cuarto en que la "Legión" vio la luz.
Las chicas van llegando; una a una traspasan el umbral. El primer objeto con
que habrían de tropezar sus ojos seria una gran imagen del Sagrado Corazón,
que estaba en el vestíbulo para dar la bienvenida, y ante la cual siempre fue
costumbre que cada miembro de la casa se arrodillara al entrar y salir para
orar unos momentos. En otros tiempos solía yo gloriarme de haber sido quien
escogió la estatua. "Su mirada antes fue hermosa", como reza el Vía Crucis de
San Alfonso María de Ligorio; pero desde que la retocaron, quedó algo
desfigurada. Sin embargo, es la misma de antes, con ese rostro tan
singularmente atractivo, que acoge a las pródigas que van entrando: "Venid a
Mi".
Son las once y media, hora fijada para la salida, pero aún siguen llegando las
chicas, que se abren paso por entre la multitud, cada vez mayor y más
apiñada. Terminan de llegar; mas aún esperamos y nos vemos recompensados
con la llegada de una o dos rezagadas, que se suman a las demás. Luego era
ya cosa fija que la última había llegado. Y tuvimos que salir. La gente nos
espera al otro lado. Sin embargo, no estamos seguros de si no quedaría sin
soldar algún importante eslabón de esta cadena. Recordad que aún no
habíamos conseguido el sacerdote que había de dar los Ejercicios!
"Con cuanto gusto me iría con ustedes en ese hermoso auto bus; pero creo
que no debemos llamar mucho la atención del público. Así que,
inmediatamente les seguiré en tren"
Aquel cortísimo viaje llegaba a su fin. El signo "Baldoyle Road" nos indicaba,
como a través de los años lo viene haciendo con los que acuden a las carreras
de caballos, el punto por donde debíamos desviarnos en ángulo recto de la
carretera de la costa para subir a Baldoyle y su famoso hipódromo. Media milla
más y nos hallamos al fin de nuestro viaje. Nuestro vehículo se encaminó hacia
la entrada del Convento de las Hermanas de la Caridad.
Sin duda, que reflexionando sobre sus posibilidades, había ido más lejos que
nosotros; pero nadie sabia qué obstáculos nos habríamos de encontrar.
Recuérdese, sin embargo, que la medida de la Madre Ángela era el grado de
peligro que pensaba ella estaba arrostrando.
-Madre, mírelas usted; y creo que no tomará la cosa tan por lo trágico.
-Dígales que entren. -Y saltaron ágilmente de los estribos del vehículo. Hasta
cierto punto, creo que no debo aplicar a las tres "legionarias" esta necesaria
exhibición de acrobacia; pero había que hacerlo y ellas se las arreglaron.
Pasaron todas por la puerta, presentándose limpias, acicaladas y jóvenes. No
daban señales de bebidas alcohólicas, ni por asomo se parecían a unas
desesperadas. Parecía que habría que descartar el asesinato en todas sus
formas. ¿ Quedaría la Madre Ángela desilusionada porque se le iba, al parecer,
de entre las manos, la corona del martirio? ¿Quién sabe? Su rostro permaneció
impasible, mientras observaba cómo entraban las veintitrés; se veía que otras
mil cosillas atraían su atención. Por ejemplo, la colocación y acomodo tenía que
hacerse de nuevo. Había que cambiar las cosas por entero. A cada uno de
nosotros había que enseñarle su ocupación.
Pronto nos hallamos trabajando intensamente, porque sin parecerse en nada a
una normal Casa de Retiro, había que acondicionar totalmente nuestra casa de
Ejercicios. La escuela de dos pisos estaba destinada a dormitorios y salón.
Había que cambiar gran cantidad de pupitres y bancos. En esto nos
hallábamos, cuando se nos anunció la llegada del carretón de Gorevan, que
traía las camas. Había que descargarlas. Había que unir los hierros y armarlas.
Como esto era oficio de hombres, lo hicimos el criado de Gorevan y yo. Luego,
se nos despachó a otras ocupaciones, porque el arreglo de las camas y ropas
se juzgó que "excedía nuestras fuerzas"; y así las señoritas se encargaron de
esta tarea. Entre tanto, todos los recibidores de las monjas quedaron señalados
y dispuestos para otros varios menesteres. Dos de ellos, para comedores; y el
tercero vino a ser el Cuartel General de las "legionarias" que habían venido en
el coche y de otras que cada día habrían de venir a ayudarnos en los Ejercicios.
Este cuarto estaba destinado a ser un punto importante, el centro nervioso de
los Ejercicios, su cámara legislativa y el núcleo o célula de la futura "Sancta
Maria" y de todas las Sanctas Marias.
-Este patio pronto deshace los nervios de cualquiera -observó-. Será mejor que
ocupen el jardín de las monjas.
Y así fue. Se abrió su puerta y ¡qué magnífico campo para Ejercicios demostró
ser el jardín de las monjas! El recuerdo de las horas empleadas en pasear en
aquel cercado, lleno de árboles y flores, aún perdura hoy día.
Hubo un corto silencio. Luego, una de las dos mencionadas, alta, muy
despierta, guapa, habló desde las filas, detrás del Padre:
-Yo quiero hacer los Ejercicios lo mismo, lo mismo que mis compañeras.
Inmediatamente, la otra chica, morena, también agradable y alta, se expresó
en el mismo sentido.
¡Cuán bueno filé esto! No vino el temido colapso. Al contrario, vimos que
habíamos ganado terreno. Tranquilamente entraron todas en el Convento y
comenzaron los Ejercicios que harían época.
CAPITULO V
CONSEJOS DE GUERRA
Los Ejercicios, de los cuales me atreví a decir que harían época, habían
comenzado. Eran los primeros Ejercicios de mujeres a que yo asistía. Durante
las pláticas, yo me sentaba en la parte trasera de la capilla. La suerte nos
favorecía, porque, vivía en aquellos días como huésped en Holiday Home, una
cieguecita de Merrion, fundación de las Religiosas de la Merced, que tenía voz
de ángel. Cada conferencia era precedida y seguida de un himno, cantado por
ella y acompañado de armónium; y aún resuenan en los oídos de quienes las
oyeron las notas argentinas de aquellos cantos.
Observo también las filas de las chicas, conforme estaban sentadas mirando la
morena figura del que les hablaba. Allí no se daban señales de la inquietud que
debía bullir en el interior de sí mismas. Prestaban mucha atención, mejor dicho,
estaban absortas. Las dificultades se presentaron en otras ocasiones durante
los Ejercicios; pero ni una durante las conferencias. Mas guárdeme yo de
cometer un error. Cuando hablo de problemas y dificultades, no quiero con ello
significar que se manifestaran al exterior o que se aproximara a mal
comportamiento. Las dificultades eran por completo interiores. Se veía a las
claras que las disposiciones de las chicas eran excelentes. No cabía pedir mejor
buena voluntad. Impresionó hasta a las monjas, que estaban acostumbradas a
ver tandas de ejercitantes semanales en la Casa de Ejercicios. Debo decir de
paso, que sólo unas pocas monjas sabían la clase de gente que hospedaban.
Se hacía pasar aquella tanda como si fueran miembros de la asociación del
Sagrado Corazón de la ciudad.
¿Y por qué no? Al menos esto era una sugerencia que nos hacia dar un paso
adelante. Desde luego, era casi seguro que nada harían en nuestro favor;
especialmente teniendo en cuenta el factor tiempo. Pero, ¿quién podía
asegurarlo? De todos modos había que hacer algo, y no hallamos otra
escapatoria. Se convino que al día siguiente el P. Creedon, el P. Devane y yo,
procuraríamos tener una entrevista con Mr. Cosgrave, que era entonces el
Ministro, y le haríamos ver nuestros apuros.
Así terminó nuestro Consejo de Guerra. Y menos mal que llegamos a una
decisión, pues ya no disponíamos de más tiempo para hablar. Había terminado
la comida de las chicas, y seguía un rato de recreo. Estos tiempos libres eran
los más difíciles de los Ejercicios. Eran los puntos débiles por donde podía
sobrevenir alguna catástrofe. Era preciso no dejar a las chicas mucho tiempo
consigo mismas en estos ratos, sin tener nada que hacer, excepto pensar o
hablar una con otra. Y así acabaríamos la rutina habitual en Ejercicios cerrados.
No insistimos en la observancia del silencio en los tiempos libres. Los
"legionarios" aprovechaban estos ratos para ir de una a otra de las chicas y
trabar conversación. Además, todos los días durante algún tiempo, el P. Felipe
organizaba juegos en los que casi todas tomaban parte. En verdad que el P.
Felipe era el enviado del cielo. No faltaba su presencia en ninguno de los mil
aspectos que tuvieron estos Ejercicios heterodoxos.
Acabo de referirme a los juegos. La confianza inspirada a las chicas fue tan
grande que, a pesar de que la Madre Ángela les dejaba de par en par la puerta
que daba al hipódromo, ninguna se escapó y eso que no tenían más que andar
un corto trecho para coger el tren que las llevara a Dublín.
De tal forma pasaban las horas; y los actos, uno tras otro, se ejecutaban con
perfección. Exactos resultaban los Ejercicios y... agotadores, pero llenos de
consuelo. No sabíamos cómo acabarían, pero su desenvolvimiento era algo
admirable. No me cabe en la cabeza haya habido Ejercicios más excitantes ni
tan ordenados y completos.
"Por oscuro que sea el día y el camino largo, siempre llega la alegría del canto
de la tarde", y aun aquella cadena de tantos anillos, como fue el 14 de julio de
1922, vino a su fin... Dichoso fin. Después de una última conferencia, las chicas
se retiraron a descansar; y la paz más completa vino a coronar aquel día de
supremas ansiedades. Algunos de entre nosotros quedamos en Baldoyle hasta
hora muy avanzada, para ver que todo quedaba en calma.
Al día siguiente, 15 de julio, a la una de la tarde, los tres que habíamos sido
designados para esta misión, llegamos al edificio del Gobierno en Upper
Merrion Street y pedimos una entrevista con el Ministro. El primero a quien
vimos fue al Secretario del Departamento, el Sr. E. P. Mac Carron. Le
explicamos el objeto de nuestra visita, y nos presentó al Ministro. Terminados
los saludos, al punto comenzamos nuestra historia. Le Contamos lo ocurrido
con más detalles de los consignados en estas páginas. Si alguno olvidaba
acentuar suficientemente algún punto, otro le suplía. Era evidente que
nuestros oyentes encontraron atrayente la narración hecha a retazos.
Luego puso papel ante nosotros y nos pidió que le hiciéramos un resumen de
los sucesos admirables que le habíamos contado. El Gobierno celebraría junta
aquella noche y él presentaría a los Ministros nuestra demanda. Y ya se vería
qué podía hacerse.
Tengo delante de mí la carta que escribimos y la copio aquí para que la leáis.
Para vosotros será tal vez un mero documento histórico y como un trozo dc
película en vuestras manos y donde veríais unos cuadritos impresos. Pero para
nosotros es como proyección de esa película, cuando puesta en su máquina
rememora sucesos que tiempo ya pasaron. Yo quisiera que vuestros ojos así la
leyeran:
"Su conducta en los Ejercicios nos asegura que sus actuales disposiciones son
excelentes. Pero si nos vemos forzados a permitirles que vuelvan a su anterior
ambiente, estamos igualmente seguros de que la necesidad las obligará a
volver a su anterior vida. En vista de lo que ya se ha logrado, esta posibilidad
nos llena de pena.
Sin embargo, no hay que hacerse la ilusión de que todo fuera como la seda.
Tenían buena intención y cumplían exactamente los detalles de los Ejercicios.
Pero allí había también una corriente subterránea de nerviosismo, que de vez
en cuando afluía a la superficie y despertaba nuestros temores y nos tenía
siempre en brasas. Cada momento nos traía un problema, y parecía como si
todo el resultado de los Ejercicios dependiera de la solución de aquel problema.
Aun la atmósfera de depresión o de mal humor de alguna de las chicas podía
ser cosa seria, por contagiarse rápidamente. Podía ocurrir que alguna tuviese
una escapada violenta. Temíamos siempre que, así como las chicas acudieron
a nosotros como una sola, así también, en cualquier momento y como una
sola, podían írsenos de repente. A cada momento, dificultades internas de una
u otra clase, atacaban a algunas de las chicas.
Ocurría que llamaban con los nudillos a la puerta de aquel recibidor, que
designamos como nuestro pequeño Cuartel General; o nos enviaban algún
aviso al jardín o a dondequiera que estábamos para decirnos que Molly o
Janette de tal y tal estaba intranquila por algo. Nuestro grande apoyo en tan
frecuentes dificultades era el Padre Creedon. Tan sorprendentemente feliz se
mostró en tratar los pocos casos que al principio se dieron, que todos nosotros,
de común acuerdo y eso que estábamos acostumbrados a manejar esta clase
de gente, resolvimos encargarle a él el deber particular de discutir con las
chicas y disipar sus dudas conforme se levantaban.
Advertimos claramente que tuvo una gracia especial para estos casos; y esta
comprobación nuestra quedó confirmada con lo que aconteció después. De las
muchas crisis que se presentaron en estos tres días, no hubo ni una sola que él
no resolviera con acierto. Así, vino a ser él, como ya lo era, un apoyo seguro
entre nosotros.
Además, todos nosotros nos habíamos sentido, paso a paso, como guiados por
una casi visible Providencia; y todos pensábamos que había que mantenerse
en este último trance. En esta forma se argumentó en pro y en contra durante
el día en las comidas y en cuantas ocasiones tuvimos de hablar con libertad.
Entretanto, los Ejercicios seguían su ritmo de modo admirable aun incluyendo
las no pocas alarmas de poca monta a que antes nos referimos.
Durante todo el día las confesiones fueron en aumento. ¡A buen seguro que
jamás hubo confesores tan ocupados con un grupo tan extraordinario! El
acontecimiento más feliz del día fue la reconciliación con la Santa Madre Iglesia
de una chica muy guapa, de veinte años de edad, que a última hora de la tarde
confesó haber renegado formalmente de la Iglesia. ¡Qué lío se armó! La misma
chica y todos nosotros quedamos terriblemente angustiados, temiendo que al
día siguiente no pudiese recibir con las demás la Sagrada Comunión. Para ello,
previamente había de ser recibida de nuevo en el seno de la Iglesia aquella
misma noche. Y se planteó la cuestión de que se necesitaban las licencias. Y no
había teléfono, pues éste había sido destruido por la guerra civil. Se dijo allí -
¡qué poco caritativos!- que yo era en casa el que no tenía ocupación precisa, y
así convinieron en mandarme a Dublín a verme con el Vicario General, Mons.
Fitzpatrick, y pedirle las licencias. Fui a toda prisa corriendo la media milla que
distaba el tranvía y en la misma forma los trechos intermedios.
Provisto de manera tan singular, con las licencias, me volví a Baldoyle con el
mismo ritmo de velocidad que llevaba a la ida. La chica fue conducida a la
capilla, y allí tuvimos una ceremonia impresionante en extremo. Y así terminó
el tercer día de los Ejercicios, llenando los corazones de todos nosotros de una
paz que sobrepuja toda ponderación. Uno tras otro, nuestros ayudantes
apenados, parecía como si no quisieran separarse de nosotros para volver a la
ciudad y a casa; me quedé solo.
El recelo que a todos nos juntó era el ya viejo de si el local sería a propósito,
teniendo en cuenta la vecindad del distrito en que se hallaba.
Veíamos todo esto con la claridad del sol. Asustados cogimos el teléfono y
llamamos a sir José Glynn. Era un muy buen amigo de la "Legión" y nuestro
personal. Dirigía una hospedería para criados sin trabajo. Estaba en un barrio
algo peor. Le preguntamos si nos podía dejar por un mes, poco más o menos,
aquella hospedería. Durante ese tiempo pagaríamos la manutención de sus
actuales acogidos en cualquiera otra hospedería o fonda. De buenas a primeras
pensó sir José que aquello era una broma. Pero cuando se dio cuenta de que
íbamos en serio le faltó tiempo para decirnos que no. Aquello cayó como una
bomba. Y el dilema se nos presentó en toda su terrible crudeza la propiedad
que nos habían ofrecido o la anterior casa de las chicas, número 25 de Blank
Street. Aun el más indeciso de los nuestros veía que había que descartar el
número 25. ¡Así que... aceptamos la finca que nos habían dado! Llegados a
este punto, todos los temores se desvanecieron hasta el punto de que casi nos
avergonzamos de haberlos tenido. Y no teníamos por qué avergonzarnos. Ellos
indican que la necesidad nos había dejado ciegos, pero que además de esto no
debíamos cerrar los ojos.
Tom Fallon fue luego al Departamento del Gobierno Local en busca de las
llaves de "Sancta Maria". A los cinco minutos estaba de vuelta, con las llaves
en una mano y en la otra un cheque de veinticinco libras que le dio E. P. Mc.
Carron para ayudarnos en la obra. Nos separamos después de acordar
juntarnos al atardecer en nuestra nueva residencia. Los PP. Creedon y Toher se
fueron en seguida a Baldoyle en la creencia de hallar aún allí a la gente.
"Señor Healy, si usted piensa que algo no está bien, ya sabe usted cuál es el
remedio. Coja usted un cuaderno y anote cada objeto que nos llevamos e
informe a la Junta de la Casa; ella se encargará de ajustarnos las cuentas. De
momento, quítese usted de delante y no estorbe. Tenemos que llevarnos estos
cachivaches"
Mas aquí debo hacer una digresión para dar a conocer el resultado del
rendimiento de cuentas. En la reunión inmediata de la Junta de la Casa, el
señor Healy presentó personalmente serias quejas contra dos de sus
miembros. Les pareció muy justa la actitud amenazadora de ambos; y es cierto
que nada se omitió en la realmente formidable lista de cosas que se decía
habían llevado. Ya se entiende que dicha Junta vio mucho de comedia donde
Healy no vio más que tragedia. Cuando éste salió de la sala, los miembros de
la Junta se miraron unos a los otros y se rieron un rato. Luego se pusieron
serios al considerar otros aspectos de aquel negocio. Parecía como si nada les
importaran las pérdidas de la Casa... Antes, al contrario, lo miraban como si la
Casa saliera ganando. Compusieron una carta para nosotros, que aún dura
para eterna honra suya. La carta no tenía ni una palabra de protesta. Nos
regalaban las cosas que habíamos cogido. Tenía dentro un cheque de cinco
libras para ayudarnos en otras cosas que necesitáramos. Decía finalmente que
sus corazones estaban con nosotros en nuestra formidable empresa, y decía
también que rogarían por nuestro éxito.
Interesa recordar que el Presidente de aquella Junta era el difunto Jaime José
Nagle, tío del actual Secretario del "Concilium Legionis".
Conforme iban entrando los artículos, eran llevados con toda ligereza arriba y
abajo. Todas atendían las indicaciones de las señoritas Plunkett y Scratton, que
estaban en su dominio y a pie firme, dirigiendo cada cosa a su propio lugar.
Antes de marcharse el carretón de Connolly, las dos señoritas, que tenían
guardado algún mobiliario suyo propio, le encargaron fuera a recogerlo. Así, en
un par de horas, se obró un no pequeño milagro. La lámpara mágica de Aladino
no habría podido hacer más. De repente se convirtió en una hospedería,
equipada con todo lo necesario. La familia ya estaba aposentada en casa. Sin
tener más contacto con la "Legión" que unas cuantas semanas, allí habían de
vivir y dirigir la casa las señoritas Plunkett y Scratton. La hospedería tenía su
capellán y su Praesidium -providencialmente fundado no hacía más de quince
días para dirigirla. Sólo faltaba una cosa allí... la primera comida. Entre las
chicas apareció una experta cocinera. Pero fue Gabbett quien preparó la
comida.
Todos teníamos que lavarnos. Nuestro duro bregar nos había puesto
mugrientos de pies a cabeza. Y así nos fuimos en busca de agua y jabón. Y nos
dimos cuenta de que necesitábamos abundante jabón y agua bien caliente.
Por fin, todos limpios y lustrosos, nos reunimos en el salón grande. Un gran
semicírculo humano se formó delante del cuadro del Sagrado Corazón,
colocado ahora encima de la repisa. Este cuadro ya tenía entonces su historia.
Formaba parte del botín traído de Myra House; pero años antes había presidido
un importante taller, dirigido por Gabbett. Cuando el taller se cerró, regaló el
cuadro a Myra House; y ahora volvió a cogerlo para que ocupara su puesto en
otro lugar.
Con toda seguridad, aquella gracia especial se nos daría. No era posible que
toda aquella lucha fuera pura bambolla y nuestra obra algo pasajero destinado
a perecer ruidosamente al día siguiente.
Acabadas las preces, hay un silencio de espera. Piden que se digan algunas
palabras que señalen el momento. Y se pronuncian una media docena de
sinceros, sencillos y brevísimos discursitos. Cada uno desarrolla un punto
distinto; y el resultado es que todo queda fijado: desde la piedad hasta las
reglas de conducta. Aquello nos emociona hasta el extremo. Charlamos un rato
más y nos vamos, dejando a las señoritas Plunkett y Scratton con sus chicas. El
día de mañana... ¿qué les reservará? Nosotros vamos rumiando calle abajo
aquel pensamiento torturante.
CAPITULO VII
DESPUES DE LA TEMPESTAD VIENE...
Comienzo por avisar a los lectores que, en este capítulo, las cosas llevarán un
paso muy moderado...
En el Centro de una de las paredes del salón grande, había una alcoba
espaciosa, que excitó nuestra curiosidad. Las borrosas palabras de la
consagración, que rodeaban el óvalo y serpenteaban en lo alto, indicaban que
en tiempos pasados allí hubo un altar. Pero no conocíamos la historia.
Y subimos a lo más alto, al quinto piso, para inspeccionar los dormitorios altos.
Diré de paso, que el elevadísimo tragaluz de arriba, que ilumina todo lo hondo
de la escalera, era el mismo por donde, un año o dos antes, Miguel Collins hizo
una increíble escapada al tejado, cuando se descubrió su presencia en la casa
y quedó Cercado, de improviso.
Todos parecían Contentos; y más que nadie, las señoritas Plunkett y Scratton
que estaban radiantes de satisfacción. Habían logrado lo que por mucho
tiempo buscaban. Aquí tenían lo que hambreaban sus corazones: ocupar todos
los minutos con almas necesitadas. Hablaron de los nuevos pasos que habrían
de dar, y mi pensamiento voló a aquella primera conversación que tuve con
ellas hacía unas semanas en la que decían puras fantasías y yo las escuchaba
con lástima... y he aquí que su locura y mi confianza quedaron justificadas al
mismo tiempo. El agua se había solidificado bajo sus pies. Al salir de la Casa,
mis pensamientos se convirtieron en profunda meditación. Creo que si
estuvieran los otros miembros de nuestra tropa, reaccionarían del mismo modo
que yo.
Aquí tengo que retrasar un poco el relato pues aún hay materia importante.
Recordarán mis lectores que fue incorrecta mi petición de licencias al Vicario
General, Mons. Fitzpatrick, para la reconciliación con la Iglesia de una de las
ejercitantes de Baldoyle. Cuando el día anterior los Padres Creedon y Toher
volvieron de Baldoyle y hallaron que no sólo había llegado a casa todo el
grupo, sino que parecía que aquello era duradero, fueron inmediatamente a
entrevistarse con Monseñor, y volvieron a contarle la historia que yo le había
esbozado en la noche del domingo. Era él un anciano de mucho aplomo.
Escuchó toda aquella serie de acontecimientos singulares, que para otros
hubieran sido objeto de admiración, poco más o menos como si hubiera que
darlos por descontados. Y esto lo digo, porque Monseñor que había sido
muchos anos de su vida Capellán de la Prisión de Mountjoy, tenía mucha
experiencia de esa clase de chichas de que tratábamos.
"¿Cuántas esperan ustedes conservar? -fue una de sus primeras preguntas.
"Espero que usted estará en lo cierto. Conozco muy bien la debilidad de esas
gentes con quienes ustedes tratan; y lo que puedo decirles es que, si logran
conservar aunque no sea más que un pequeño porcentaje, habrán conseguido
mucho. Dios bendiga los esfuerzos que hacen"
Y con esto dio al P. Creedon todas las facultades para confesar y para cuantos
problemas de orden espiritual surgieran en relación con la hospedería. Así,
animados, los dos sacerdotes se despidieron de él y volvieron a la hospedería
para la ceremonia de la Entronización que ya he descrito.
Pero, conforme vamos leyendo, vemos que en todo aquello nada hubo
superficial o baladí al tratar los problemas que nos acosaban. A primera vista,
ya vimos con claridad cuál era la misión de la Hospedería. Ni imaginamos
siquiera que pudiera sustituir al inapreciable e indispensable Convento del
Buen Pastor. Vimos que habría de ser como anillo adicional del sistema -y esto
quiero subrayarlo bien- ¡el eslabón perdido de la cadena! De tal manera que su
falta fuese una lamentable deficiencia en la ciudad donde no hubiera una
Sancta María. Esto habría de ser la Hospedería. El proyecto no era únicamente
acoger en ella a las chicas. Lo que intentábamos era volver al número 25 de
Blank Street y conquistar a aquellas otras chicas que no pudimos cuando los
primeros Ejercicios; y además intentábamos, si fuera necesario, seguir siempre
en este empeño. Y lo que es más, queríamos ir a todos los otros números 25 de
Blank Street que hubiera en la ciudad y seguir visitándolos de igual modo. Y
para colmo, en las primeras juntas se combinaron las cosas para visitar todas
las semanas el Lock Hospital y ciertos hospitales que caen naturalmente en el
ámbito de la obra de la Hospedería. Por descontado que tendríamos pérdidas.
El grado de fe que poseíamos no nos quitaba esta certeza. ¿Pérdidas? ¿De qué
clase? La negativa en admitir que fueran cosa cierta, era total. En cuanto
dependía de nosotros las seguiríamos continuamente hasta lograr juntarlas de
nuevo y con seguridad en el aprisco. Ninguna de las chicas, que hubiera sido
una de las liberadas milagrosamente del profundo mar del pecado en aquella
primera redada, jamás podría ser olvidada de nosotros o abandonada a su
propia rebeldía. De igual modo, aquellas que nos dejasen con éxito estarían ya
en contacto con nosotros, no únicamente para asegurar su perseverancia, sino
para hacerlas progresar en bondad.
Cada chica habría de ser tratada como un problema separado y distinto, que
habría de ser atendido, como si no hubiera ninguna más que cuidar en la
Hospedería. Desde luego, lo primero que había que hacer, era lograr que su
fatigado sistema nervioso se repusiese hasta restablecer la normalidad. Cosa
fácil de decir, mas no de lograr! La dificultad principal estaba en suprimir las
bebidas alcohólicas a que estaban habituadas en diversos grados de cantidad y
calidad. Algunas habían ingerido a todo pasto alcoholes metílicos con
resultados pésimos. La bebida, más que cosa alguna, había sido la maroma
que las tuvo amarradas al mar de la desgracia. ¿Podrían alguna vez verse
libres de ella?
Venía luego la cuestión del tabaco. Para ellas la vida había sido encender un
cigarrillo tras otro. En los comienzos decidimos no prohibirles el fumar. En su
vida anterior, las chicas se habían dado tanto a fumar, que pensamos sería una
crueldad y una imprudencia forzarlas a abandonar de repente una costumbre
que después de todo no era pecado. Además, el temor de perder los cigarrillos
podía en muchos casos decidir en las vacilantes que la balanza se inclinara
contra la idea de ingresar en la Hospedería. En realidad, se hizo algo más que
permitir que las chicas fumaran. A cada fumadora empedernida se le daba una
ración diaria de cinco cigarrillos de una marca conocida y económica.
"Hermanas de la Merced,
Baldoyle.
"Ayer precisamente llegó su carta; ofrece hoy tan poca seguridad el correo.
Sus noticias fueron muy bien recibidas y del mayor interés para todas las
Hermanas de la Casa; pues todas ofrecen sus oraciones, penitencias y trabajos
por la continuación y perseverancia de las chicas. Hemos visitado por dos
veces "Sancta Maria" y quedamos pasmados del aire de felicidad que se nota
en las caras de las chicas. Lo que allí vimos es clara prueba de la gracia de
Dios."
"Si encuentran ustedes todas las puertas cerradas para otros Ejercicios,
háganmelo saber, vengan y hablaremos."
¡Ejercicios! Ya veis que la palabra se nos viene como si fuera idea fija. Apenas
habíamos entrado en la Hospedería, cuando ya se volvía a hablar de Ejercicios
por segunda Vez; casi al mismo tiempo acudimos a la Madre Ángela, para que
otra vez nos prestara su casa. En aquellos primeros días y durante algún
tiempo después dábamos una importancia capital, y tal vez desproporcionada,
a la idea de comenzar Ejercicios.
El primer grupo comenzó una tanda; y fue un éxito extraordinario; tanto, que
no podíamos por menos de mirarlo como inspirado por Dios y como la norma
de lo que en lo futuro habíamos de hacer. De allí que, al segundo día de vivir
en la Hospedería, se presentó un problema atormentador, cuando Maggie
Perrin llamó a la puerta diciendo que quería dejar su mala vida y pedía ser
admitida. Problema difícil para las señoritas encargadas de la casa. Era bien
claro que no debían dejarla marchar, ni podían admitirla; porque era cosa
determinada que los Ejercicios fueran la puerta de entrada y no había entonces
a la vista Ejercicios. He aquí una nueva crisis que exigía otro consejo de guerra.
Sin más, las señoritas Plunkett y Scratton se arreglaron y con Maggie se fueron
a Myra House.
Pero aquí estaba lo difícil del caso. No había por entonces Ejercicios; y
nosotros nos agarrábamos, más que con tesón, a lo que mirábamos como
nuestro sistema. Estábamos persuadidos de que a nadie debíamos recibir, si no
era por la puerta de los Ejercicios. Nosotros atribuimos a esto, en gran parte, el
espíritu de buena intención y de constancia que allí podía notarse. Nos parecía,
por consiguiente, que la llegada de esta chica de buena presencia y cara
ovalada no era más que una amenaza al sistema de la Hospedería; porque
todo dependía de la solidez de tal sistema. No, no podíamos admitirla, si no era
pasando por los Ejercicios. Esperábamos, sí, tener otros Ejercicios pronto, tan
pronto como camináramos con pie firme y nos arregláramos con algunas de las
que teníamos en la Hospedería. Pero, ¿ cuánto tiempo tardaríamos? No lo
sabíamos. Y entretanto, ¿qué hacíamos con Maggie?
Era una solución ideal; y respiramos de nuevo con toda libertad. Solucionaba
todos los puntos en cuestión y dejaba intacto nuestro sistema. Así, pues, nos
fuimos la señorita Plunkett y yo con Maggie, para asegurarnos de que ningún
estorbo en el camino al convento hiciera naufragar el piadoso propósito de la
chica. Y así pusimos en salvo en el asilo a Maggie Perrin fue ya era el número 1
del grupo segundo-, que esperó a que fuera tiempo para los Ejercicios. Pero era
natural que esta solución no pudiera en sí misma agradar a las monjas, que no
admiten a sus penitentes en un plazo de duración limitada.
Mientras que otra -con gran pena nuestra- había vuelto a su anterior modo de
vivir. Siendo al punto designados dos "legionarios" para seguirle los pasos.
Y así una semana después de otra seguimos incansables, hasta que aquellas
semanas se sucedieron todos los años.
Bueno, pero esto es avanzar demasiado... Y no hay que olvidar que aún
estamos en 1922. Y todavía muy lejos de la seguridad de tener una existencia
continuada. Un documento escrito de aquel tiempo declara:
Las cifras siguientes representan la estadística del grupo a fines de 1922. Las
estadísticas podrán ser algo frías, y que no ofrece interés -cuestión de signos
fatídicos-, como dijo un célebre estadista nada amigo de cifras. Pero, lector, si
estuvieras inclinado a pensar así, recuerda que no son los números, sino los
hechos, aquí conservados como reliquias, los que enfervorizaron nuestros
esfuerzos y en los que gravita el interés de esta historia:
Y aún podrá preguntarse: ¿Y con toda seguridad esos números revelan algo
estable? Y según pasaba el tiempo, ¿cuál fue su desgaste? Pues tengo delante
de mí el registro, llevado al día hasta hoy, con un verdadero fichero sobre cada
una. Este registro dice que no hemos retrocedido y que siempre avanzamos.
Las que entonces ganamos, siguen; y hemos recuperado las que entonces
fallaron. De todas las que tenemos en lista no se encuentra más que un solo
caso penoso. Es un caso muy triste. En resumen, fue así:
"Volvió a su vida anterior. Fue admitida en la Hospedería varias veces; pero
hizo poco o ningún esfuerzo. En enero de 1933 perdió la vida en circunstancias
trágicas, en un período en que estaba fuera de la Hospedería"
De las restantes del grupo, una sola ha dc catalogarse entre las malas del
registro; y ésta apenas puede ser catalogada en la categoría de chica del
arroyo.
¡Qué demostración tan gozosa del hecho de que, amparados con la palabra de
Dios, no hay cosa imposible! Pues, ¿podrá negarse que lo que se juzgaba
imposible se ha logrado, o que los resultados de 1938 son digna secuela de los
providenciales sucesos de 1922? La historia de la regeneración de esta clase
de gente ¿ofrece paralelo semejante? Lo dudo.
El primer matrimonio fue a modo de un luto. Pero tal vez este acontecimiento
interesante quedará mejor enmarcado en otro capítulo.
CAPITULO VIII
LOS SEGUNDOS EJERCICIOS
La primera abjuración fue otro hecho notable. Recordará el lector las dos
chicas protestantes que insistieron en acudir a las pláticas, cuando el P. Felipe
les indicó que, durante las mismas, ellas podían quedarse fuera. Luego pidieron
que se les instruyera, y así se hizo. El 27 de agosto fue recibida en la Iglesia la
primera de ellas (que había sido la primera en hablar) El período de su
instrucción fue intenso y piadoso; nadie mejor preparada que ella. Tuvo lugar
la ceremonia en la capillita cercana a la sacristía en la calle Francis. Ofició el P.
Creedon y estuvimos presente seis o siete de nosotros. Aquel acontecimiento
está en la memoria de los que fuimos privilegiados como algo único a causa de
la felicidad y de la evidencia de la gracia. Al terminar la ceremonia hubo una
ligera pausa. La recién nacida para la Santa Madre Iglesia, estaba arrodillada
aún, y nosotros esperábamos de pie, cuando el P. Creedon puso de manifiesto
nuestros unánimes sentimientos:
"Eva, nos has hecho muy felices. Te damos la bienvenida en nuestra Iglesia."
A veces leemos que la gente suele llorar de gozo. No es cosa que se vea todos
los días. Hay que pasar por ello para comprenderlo bien. Nosotros vimos
entonces... el prolongado e incontenido llanto del gozo más puro. No era cosa
fácil el contenerse y no llorar, aunque uno lo quisiera. Creo que cada uno dijo lo
mismo. Algunos lloraron sin tratar de ocultarlo. He asistido después a otras
muchas abjuraciones, dos veces mas en el mismo oratorio, con las mismas
circunstancias... y también ¡cosa rara!, con chicas de "Sancta Maria", y siempre
he visto que el gozo perfecto se derrama en torrentes de lágrimas. Fue algo
admirable en verdad, cada una de estas tres ocasiones; pero el caso de Eva
fue, tal vez por ser el primero, el mayor de todos. Lloraban ellas como debió de
haber llorado María Magdalena cuando su Amado la miró arrepentida y le dijo:
Una de las oficiales de la casa salió del recibidor exterior y me cerró el paso.
"¿Qué quería yo?" Y repetí mi cuento de Queenie y Peg. Otra vez me dijeron
que no estaban allí, y de nuevo indiqué que acaso usaran nombres falsos, y
que yo quería buscarlas por mí mismo y ver a todas las chicas. Me dijeron que
yo no podía husmear así por la casa. No hice caso, y dije a la mujer con quien
hablaba que mi investigación no sería muy intensa; pasé adelante a las salas y
a los pisos. Me pareció mejor subir primero a los cuartos superiores. Y pensé
que el armarme una camorra les sería más fácil abajo que no arriba, en el
tercer piso, pues la ley de la inercia haría que no se movieran y me dejaran en
paz. Pero me equivoqué. Estaba ya para llegar a lo alto, cuando oí que unos
pesados zapatones golpeaban de modo salvaje las escaleras. Un hombre subía
a toda prisa. Aquello no iba bien para mí. Significaba o una pelea o ser lanzado
con ignominia. Sin embargo, me di más prisa y ya estaba hablando con las
chicas que ocupaban el cuarto alto de frente, cuando mi perseguidor entró
furioso.
A esto último, la réplica era cosa fácil, pues si la "Sancta Maria" era una
prisión... ¿cómo pudo escaparse con tanta facilidad Josie? Además de que si el
que una o dos se fueron de la hospedería fuese una razón en contra, el que se
quedaran otras veinte chicas eran tantas razones a favor. Al llegar a este punto
pedí ayuda efectiva a mi acompañante, que era asiduo asistente a las carreras
de caballos, para que confirmara él que esos casos aislados daban una
proporción de diez por uno en favor de la Hospedería. Su asentimiento, un poco
dudoso, causó risa entre las chicas, que yo aproveché para recalcar que el caso
daba una proporción de veinte por uno, pues se había dicho que Josie estaba
casi resuelta a volver. El razonamiento y las críticas crecían con buen humor.
Apenas resuelta una dificultad venía otra: "¿No estaban las chicas en "Sancta
Maria" medio locas por falta de tabaco y de bebidas?" "No; no lo estaban.
Tenían cigarrillos como para enterrarlas con ellos. Y no parecía se acordaran
mucho de la bebida". Mas esto último no parecía convencerlas, y en cada
cuarto se repetía la canción de mi incredulidad. ¡Caramba! ¡Si la sola mención
de la bebida ponía ya sedientas de una copita a la mitad de las chicas que me
rodeaban! Y argüían según su propio sentir. Estaban acostumbradas a muchas
copas por día... y algunas, por hora. Las copas eran una necesidad para ellas.
¿Cómo podrían vivir todo el día de Dios sin una sola copa? Esta era la objeción
más dura. Se podía leer en las caras de los oyentes. Y lo único que yo podía
argüirles era: "Lo que han hecho vuestras compañeras... ¿no podéis hacerlo
vosotras? ¡Probadlo!"
Por fin se acabó la visita. Cada uno de los cuartos fue registrado y a cada una
de las chicas se le había hecho una invitación. Eran entre todas unas quince,
incluidas tres de dieciocho años de edad. Todas quedaron muy interesadas. A
pesar de la presencia de la directiva, que ejercía cierta presión, algunas de las
chicas me dijeron allí mismo que vendrían. Ya se ve que era mucho lo logrado.
Pero tal vez se precisara otra visita u otras, para asegurar los SI y cambiar los
NO y fijar la resolución de aquellas que aún no se habían decidido ni por lo uno
ni por lo otro. ¡Y qué doloroso presentimiento el mío! ¿Se nos permitiría volver
a hacerlo?
Una de las chicas, de dieciocho años, era protestante. Otra era apóstata. Cada
caso tenía mil circunstancias interesantes; pero es obvio que el interés nacía
de sus locas vidas.
Cuando aquel día salimos del número 48, inmediatamente nos pusimos a
hacer los preparativos para los segundos Ejercicios. De nuevo Baldoyle sería el
sitio. Y ¿quién daría los Ejercicios? ¿Qué otro mejor que el Padre Felipe, que
dirigió aquellos memorables anteriores? Y, a Dios gracias el P. Felipe podía
darlos. Quedó todo fijado para el siguiente lunes, 11 de septiembre de 1922.
Los Ejercicios se harían según el plan de los primeros.
En los días anteriores al 11, los legionarios visitaron todos los días el número
48. Y para sofocar de una vez todas las dudas que aún tenían sobre "Sancta
Maria", se juzgó conveniente llevar en una ocasión un par de chicas de la
Hospedería. Su evidente satisfacción, su presencia notablemente mejorada y
su testimonio fueron de gran fuerza.
Era indudable que, al revés de los días de julio, éstos no tenían aquella calidad
de tempestuosos. Pero no nos engañaron con una falsa impresión. No fueron
tiempo de placer. Fueron días de ansiedad agotadora, con momentos que
significaron para nosotros algo así como ataques de corazón. Comparados unos
y otros nos sentimos más seguros de ellas y de todo.
¡Por fin, el lunes, día 11! El día se presenta adornado con todo el primor
tradicional para nuestros días de Ejercicios. El vehículo -el mismo de la vez
anterior- está listo enfrente de Myra House. Las chicas van presentándose, y se
juntan los curiosos aunque no tantos ni tan excitados como la primera vez. Las
cosas se van tomando con la tranquilidad que da lo conocido; así es más
saludable. Al llegar el momento de la partida, las chicas han llegado a ser
tantas como para indicarnos que no fallan los Ejercicios por falta de número.
Sentimos gran placer viendo entre ellas a la dudosa Daisy. También estaba allí
Queenie, la de la Compañía Peg & Queenie. Había sido descubierta en otra
fonducha. No nos damos prisa porque suban al vehículo. Había Corrido el
rumor de que algunas personitas, que dábamos por perdidas, estaban en
camino. No queríamos perder ni una sola chica por una servil sujeción a la
puntualidad. Por fin contamos veintiséis, que eran el resultado de otras veinte
nuevas y de seis que aún quedaban en "Sancta Maria"; ésta quedó cerrada
durante el tiempo que duraron los Ejercicios. A ellas nos añadimos nosotros.
Todos encajonados en el vehículo, se dijeron y gritaron adioses y... en marcha!
Parecen muy distintos de los de la otra vez los actuales presagios, algo así
como la diferencia que hay entre ir por una carretera asfaltada o abriéndose
camino por inexplorada selva. Esta vez tenemos cierto sentimiento de
seguridad. Por mucho habíamos pasado ya y mucho habíamos aprendido. Estos
Ejercicios son ya para nosotros algo rutinario, sentíamos que podíamos mirar
adelante con confianza y dar realidad al fantasma del futuro. Pero, cuando así
pensábamos, vino a amenazarnos un rudo golpe. Poco después del té, una de
las mujeres -un carácter dominante (¡Señor, y... por qué esta clase de
caracteres han de inclinarse al peor lado!)- se vino a nosotros para
manifestarnos su intención de marcharse en aquel mismo momento. No tenía
ninguna queja; pero quería marcharse. Le suplicamos sin ningún resultado y
fue a arreglarse para la marcha. Cuando volvió traía consigo, y vestidas para
marcharse, a dos o tres de las que más que hacer nos habían dado para
atraerlas: las chicas de dieciocho años. Aquello era aterrador. Las rodeamos,
les rogamos, suplicamos, les razonamos. Pero no hicieron caso de cuanto les
dijimos. Y las tres se perdieron en la oscuridad de una tarde de otoño para
meterse en la trágica lobreguez de la gracia rechazada.
a) Se leyó una carta muy satisfactoria de Filly Mac Daid. Era aquella que fue
devuelta a la Santa Madre Iglesia en los primeros Ejercicios. Se casó el día 3 de
septiembre. Su marido fue recibido en la Iglesia el día anterior. Él hizo su
Primera Comunión momentos antes de la ceremonia del matrimonio.
c) Otros dos casos hallados por nuestros operarios. Demasiado tarde para los
Ejercicios; pero fueron puestas en seguro en Asilos de la Magdalena. Una de
ellas, de treinta y seis anos, es una delincuente que tiene una ficha de haber
sido convicta ciento seis veces. La otra, créase o no, era un caso peor.
d) Recordar las tres que se nos fueron en la primera tarde de los Ejercicios.
Ellie Wilson, que era una de ellas, protestante jovenzuela de dieciocho años se
fue a la Hospedería el domingo 17 de septiembre, diciendo que quería cambiar
de vida y hacerse católica. Se dispuso darle un cursillo de instrucción, a lo que
entonces no asintió. Siendo esto, no un cambio de parecer en ella, sino una
dilación. El acta del 19 de diciembre siguiente contiene la noticia de que fue
recibida en la Iglesia el viernes día 15, y que recibió la Confirmación e hizo la
Primera Comunión el día 17. El miércoles siguiente, día 20, se casó con Sidney
Dyer, también recibido en la Iglesia. El día de la boda lo pasamos en... el
Convento de Baldoyle.
En verdad, ¿Acaso no es esto una lluvia de gracias que recuerdan las palabras
del Evangelista, como Un colmarse la medida y apretarse y moverse y
sobreabundarse? Por este tiempo tuvimos una experiencia única en su clase.
Las señoritas Plunkett y Scratton estaban enfermas con un violento ataque de
gripe que las postró en cama. No podíamos reemplazarlas. Otra cosa hubiera
sido hoy cuando la "Legión" ha crecido; mas hay que recordar que aquellos
eran días de balbuceo y de cuna. En aquel periodo de enfermedad "Sancta
Maria" fue, literal y absolutamente, gobernada por algunas de las chicas más
antiguas. Desde luego, las instrucciones se las daban nuestras enfermas. Pero
ellas tenían las llaves, hacían las compras y llevaban todo el tejemaneje de la
casa. En aquella temporada teníamos el alma en vilo. Y, sin embargo, aquello
fue la perfección misma. Era cosa admirable dejar la casa por la noche y oír
cómo detrás de nosotros cerraban la puerta las chicas encargadas de las
llaves. Nos parecía imposible que no ocurriera algo desagradable. Y allí no
hubo ni la mis pequeña y leve cosa de esta clase. No puede uno decir si aquello
era porque las chicas encargadas se sentían en su puesto, en vista de la gran
responsabilidad a ellas confiada, o si era una especial iluminación de la gracia;
pero el hecho es así. Entre nosotros vino a considerarse como algo épico la
historia de cómo las chicas dirigieron la casa en la semana que duró la
enfermedad de aquellas hermanas nuestras.
"Quiero ver a Josefina Plunkett". Y a esto hubo quien añadió: "No, porque
Josefina ya la estaría esperando a la puerta". ¡Descansen en paz estas dos
nobles "legionarias"! ¡Protejan ellas para siempre la obra, cuyos pilares
gemelos fueron en otro tiempo!
Hablé en el capítulo anterior de Daisy Warner. Y hablé también de "cosas
notables" de nuestra historia. Pues bien; Daisy nos ha proporcionado una de
estas cosas notables... ¡La primera marimorena! Recordaréis que de propósito
acostumbraba emborracharse todos los días como preparación próxima para
su vida callejera. El no poder pasarse un solo día sin emborracharse fue la
primera excusa que nos dio para no acudir a los Ejercicios propuestos. Grande
sorpresa fue para nosotros el que, al fin, viniera. Y una segunda y gozosa
sorpresa fue también el que declarara ser católica y no protestante, como
antes nos había dicho. Hizo los Ejercicios admirablemente. Ya no manifestó
señal alguna de inclinación a la bebida ni durante los Ejercicios ni algún tiempo
después de volver a "Sancta Maria". Y la cosa resultaba una maravilla, porque
no podíamos esperar que durase mucho. Pues Daisy no era de esa clase de
personas en quienes después de curados, ya nunca se da volver atrás.
Sospechamos que en su temperamento era ordinario, caer ahora para
levantarse luego con la gracia de Dios. Pasaron seis semanas antes de que
viniera la crisis; y cuando llegó, fue sin dar señales de su llegada. Declarando
que se marchaba para siempre, una tarde se fue con viento fresco.
Pero a las siete de la tarde volvió con buena cantidad de alcohol en el cuerpo, y
fue admitida. Paseó y habló sin inmutarse; la prolongada costumbre le había
dado facilidad para ello. Nada ocurrió durante un rato. Cuando una de las
chicas le dijo alguna broma o reproche, al punto estalló la tempestad. Como
una verdadera pantera se lanzó sobre la agresora y la abrumó a bofetadas y
puñetazos. Luego se volvió vengativa contra un par de chicas que trataron de
apartarla de su presa, y en un momento las aporreó como a la primera. En la
casa, además de las señoritas Plunkett y Scratton, había otras "legionarias" de
servicio. Por verdadera suerte se libraron de las peores consecuencias del
zipizape.
Sin embargo, no hay que pensar que tales sensaciones eran para nosotros el
pan de cada día. ¡Nada de eso! Eran casos raros y que aún se fueron haciendo
más raros a medida que el sistema de la Hospedería avanzaba en edad e
influencia e imponía su ligero yugo, siempre creciendo en robustez entre
nuestras fogosas clientes, gobernándolas de veras. Después de tantos y tan
venturosos años, considerase como el veredicto de la persona más competente
para juzgar, el de nuestra vecina: "Las chicas han sido extraordinariamente
buenas."
"No se apuren ustedes por mí. Mi modo de pensar es muy diferente. Mi penar
fue por sus admirables "legionarias" y por lo que debieron de sufrir anoche. Por
lo que a mí toca, me siento muy honrada con tener cerca de mí tal obra. Por
fuerza ha de atraer la bendición de Dios sobre mi casa. A veces es inevitable
sufrir ciertas molestias. Debemos esperarlas y mostrarnos cristianos cuando se
nos presentan. Así miro yo la cosa, y creo que todos mis huéspedes piensan lo
mismo."
Mientras iban ocurriendo estas cosas, otra piedra blanca marcaba la vida de la
"Legión". Nacía el tercer Praesidium. Un acontecimiento como éste no debe
pasarse en silencio; y así lo anoto, aunque no estaba relacionado precisamente
con las cosas que voy contando.
Fue privilegio suyo ayudar en los comienzos de una obra que habría de ser
parte vital de la actividad "legionaria". Más tarde, los dos vinieron a ser
"legionarios" activos.
Las siguientes frases tomadas del "Manual" manifiestan la relación íntima que
esta obra tiene con el ideal de la "Legión":
"Mientras la "Legión" no pueda decir con verdad en cada uno de sus centros
que sus miembros conocen personalmente, y que de un modo u otro están en
contacto con todas y cada una de las personas de las clases degradadas, ha de
mirar su obra como si aún estuviera en panales. El primer obstáculo serán
temores falsos. Pero sean falsos o fundados, alguien tiene que hacer esta
obra."
Tales fundamentos originaron cuatro Praesidia. Llegar a este número nos llevó
un año. Hoy, en un solo día nacen otros tantos. Y ahora volvamos a "Sancta
Maria"; pero será mejor hacer capítulo aparte.
CAPITULO X
LA CENICIENTA ENTRE LAS CASAS DE EJERCICIOS
Seguían sin parar por todo este tiempo nuestras visitas a las fonduchas. La
Hospedería iba siendo conocida. Las chicas llamaban a sus puertas.
Recordaréis nuestro método de tratar a las futuras internas, enviándolas a
alguna institución, donde esperaran hasta el tiempo de Ejercicios. Y ahora
teníamos ya muchas chicas que esperaban en calidad de "tales asiladas". La
prolongada espera produjo desasosiego entre ellas, y algunas perdieron la
paciencia y lo dejaron todo. La señorita Whyte, que era la matrona del Hospital
Lock (que por algún tiempo había estado sujeto a nuestras visitas) estaba
ansiosa de encomendarnos algunas de ellas. Y dicho sea de paso, la señorita
Whyte nos sirvió de gran ayuda. En ella se unían la capacidad profesional con
miras de apostolado. Nunca perdió de vista los intereses espirituales de las que
estaban a su cargo.
Una de las asiladas merece "mención honorífica". Era ella Ellie Cusack. Se la
encontró en circunstancias doblemente interesantes, teniendo en cuenta el
hecho que las relaciona con un segundo y muy importante campo de
operaciones "legionarias". No lejos de la Hospedería (y para ser más preciso,
detrás de la iglesia de los Carmelitas) había una institución conocida por el Seis
y Medio de la calle de los Frailes Blancos. Era un anillo de un indigno y raro
sistema, conocido por el pueblo con el nombre de "Proselitismo". Poseyendo
grandes recursos financieros, recaudados por contribución entre personas que
con toda calma miran el casi total descreimiento patente dentro de su secta y
que arden en celo monomaníaco por la conversión de los romanistas, sea como
sea, el Seis y Medio llevaba adelante su obra desde 1878, tiempo en que hubo
un hombre no muy notable. Esta obra no servía más que para explotar las
necesidades de los más pobres y de los más ignorantes.
Les daban los domingos un desayuno gratuito, pero entreverado éste con un
servicio religioso y un sermón, basado siempre en la idea de destruir la fe
católica.
Era la obra aquella un crimen contra el Cielo y contra la sociedad. Era también
la única esperanza, para renovar aquellos elementos decaídos, volverlos al
nervio religioso que el Seis y Medio se empeñaba en destruir, fuera cuales
fueran sus intenciones.
Admitió la persona que atendía a los destinos de aquel lugar el hecho de que
ningún católico salía de allí ganancioso, y esto lo amplío con esta sencilla
comparación: El católico, que sentía el influjo de esta obra, quedaba agostado
como por el aliento de una bruja. Quedaban envenenadas su fe y su hombría
de bien. Acabaron locos muchos de ellos.
Todos los domingos, por la mañana, y por espacio de tres horas, nuestros
"legionarios" se estacionaban a la salida de aquel lugar, haciendo llamamientos
a los mejores instintos de los que entraban y encaminándolos a una institución
católica, donde también se daba comida gratuita. Cierta mañana se acercó allá
una mujer, cuyo porte sobresalía aun en medio de aquella fantástica corriente
de humanidad abyecta. Borracha y hecha una lástima, parecía como si
enteramente vestida se hubiera revolcado en el barro. El barro se había
solidificado y resecado sobre ella. Sus pasos inseguros le acercaron a un
"legionario". Llegó a un paso de distancia, y cuando se le habló, luego volvió
aquella carucha, que revelaba su vida sucia. Lo que parecía haber sido un
sombrero se le cayó de adelante atrás, y quedó como colgando de una sola
trenza de pelo. Escuchó ella primero con ira; luego, más dócil. Sí, sabía ella que
no debía entrar en un tan vil lugar. Se alejaría de allí. ¡Ah, sí, hacía mucho
tiempo que no se acercaba a los sacramentos. Sí, mucho tiempo hacía que
llevaba esa vida tan arrastrada. No quería vivir así. ¡Pero es tan difícil salir!...
Sí, había oído hablar de la Hospedería; tal vez probaría algún día... Después de
un rato logró mantenerla de pie y guiarla hacia la calle Francis, siendo la pareja
objeto de interés y regocijo para las multitudes endomingadas. Cuando
hubieron llegado se entrevistó con el P. Creedon, que ya estaba revestido para
decir Misa. Y, habiéndole ganado por completo la voluntad, fue llevada en un
taxi a uno de los Asilos de la Magdalena. La idea era que allí esperara hasta los
próximos Ejercicios de la Hospedería. Pero para mayor contento nuestro, quiso
quedarse en el Convento de por vida, ganándose este juicio de las monjas: "Es
la mejor penitente que jamás hemos tenido". Algunos años más tarde, una
pasión arrebatadora la sacó fuera. Y arrastrándose así por una pendiente fatal,
vino al fin a caer en las redes de la Hospedería. Para desde allí, después de
algún tiempo, volver al Convento, donde aún está (194O), y es un modelo de
santidad y hermoso ejemplo para todos. Hallándome precisamente escribiendo
estas líneas, me llega una carta suya. Dice así:
Fui yo quien la ayudó aquella mañana por la calle Francis arriba, y su corazón
agradecido conserva el recuerdo. No pasa ni una sola de las grandes fiestas sin
que yo reciba una de estas esquelas.
Desde luego que para salir a escena allí estaban las personas de nuestra
confianza. El P. Felipe, el invariable P. Felipe, estaba de nuevo allí para dirigir
los Ejercicios. Era entonces presidenta de "Sancta Maria" la señorita May
Massey, que aún sigue fiel a su labor "legionaria" (1940). Son obra de la
señorita May Woodhead las actas de aquellas juntas que voy escudriñando y
que llegan al 21 de noviembre de 1922.
Entonces le sucedió como secretaria la señorita Estela Condell, que hoy tiene a
su cargo la dirección de la Hospedería. Los registros estuvieron desde el
principio a cargo de la señorita María Stallard, una muy galante y espiritual,
menudita operaria, destinada a ocupar, no obstante su innata delicadeza, una
serie de presidencias y a formar muchos Praesidia.
Los peregrinos de la segunda peregrinación de la "Legión" a Lourdes la
recordarán siempre como un estuche. Poco después pasó a mejor vida a recibir
su galardón.
Ya están reunidas todas las chicas. Nuestra nueva Capilla se ve llena por
primera vez; y con la conferencia de apertura comienza nuestro atrevido
experimento.
CAPITULO XI
HACIA LO DESCONOCIDO
"Los Ejercicios han sido un gran éxito. Nos han animado a seguir adelante; y
se sugirió que deberíamos probar el tener unos Ejercicios cada mes."
¡Una vez cada mes... Aquello sería dar una marcha forzada al péndulo. De un
estado de cosas en que no podríamos tener Ejercicios, pasábamos a tenerlos.
¡A tanda por mes!... Pero no hay que mirar esto como una exageración
histérica de una idea buena. Porque ello significaba la confianza más segura de
recoger un puñado de chicas para cada nueva tanda; luego, dirigirlas y
colocarlas, para conservar después el contacto con todas las que hubieran
pasado por nuestras manos.
Y ahora, queridos lectores, ¿me permitís filosofar un poco sobre todo esto?
Hasta ahora me lo habéis permitido. Y así espero que no os molestará sentaros
por unos momentos y escucharme pacientemente. ¿Habéis llegado a
considerar como la cosa más natural, según habéis leído, que aquellas chicas
pudieran ser reunidas así en gran número, sacándolas de su mala vida?
Recordáis también que todas bebían profusamente. Precisamente a estos
últimos Ejercicios vinieron dos completamente borrachas. Y al oír esto no
pongáis en absoluto cara avinagrada. Se necesita valor para obligar al propio
yo a rechazar su personal modo de vivir y aceptar una real abnegación. Así que
mirad con ojos compasivos a aquellas que, aun irresolutas, han de sacar del
fondo de una botella tales ánimos. Los nervios de todas ellas están en cruel
tensión. Sin embargo se lanzan de corazón a unos Ejercicios de tres días,
sujetándose a condiciones tan poco ventajosas, como os he dicho. Tan
extrañas ejercitantes pasan aquellos días entre el pequeño oratorio tan lleno
que se ahogan en él-, sus dormitorios y una ancha sala que les sirve de
comedor, de lugar de reunión y de campo. ¿No sería esto una verdadera
prueba aun para personas piadosas y resueltas? Y a pesar de eso no se
experimenta dificultad mayor en llevarlas y los resultados espirituales son de
primer orden.
La mayoría de cuantos me vais leyendo conocéis cuánta es la miseria de la
naturaleza humana. Y conociéndola, apreciaréis que aquellas cosas, que
comenzaron en julio de 1922 y van siguiendo por febrero de 1923, no son
naturales, sino sobrenaturales y manifiestamente milagrosas. Milagro tan
prolongado ha pasado a ser cosa rutinaria, normal, por un catolicismo
sencillamente creído y practicado. "Sancta Maria" fue un sistema que trataba
de volver la gracia a aquellas almas, y que, en primero y segundo lugar y
siempre, contaba únicamente con la ayuda de la gracia. Los resultados fueron
un triunfo del sistema del catolicismo. No fueron producto de una organización
demasiado refinada, ni de ningún proceso de elevación psicológica. Y aun a
riesgo de parecer pesado en notar la cosa, vuelvo a repetir que, al aspecto
religioso de la obra, hay que darle todo el crédito por ser la base de sus éxitos.
En estos nuestros ultra científicos días, cuando todo tiene que ser explicado,
pudiera haber entre nosotros alguna tendencia a blasonar de nuestro proceso
de reforma. Pero a mí no me cabe en la cabeza que el éxito de "Sancta Maria"
venga por ahí. Nadie podrá negar que una institución, que trabaje a base de
tales procesos psicológicos, pueda obtener algún resultado. Pero me atrevo a
negar, y esto de la manera más absoluta, que tal institución pueda recoger tal
número de chicas que llevan una vida tan aterradora, alcoholizada y casi sin
voluntad para salir de su miseria, y hacer con ellas cuanto se logró en estos
siete meses, y lo que es más, que estos resultados sean firmes, y lo que aún es
mucho más, que perseveren y vayan mejorando en los largos años que
siguieron.
La mención del suceso anterior, por relación con una de nuestras dos
conversas, nos recuerda otra cosita de la segunda. El registro consigna
curiosamente que Eva tuvo que extraerse algunos dientes, y que mientras se
hallaba anestesiada ¡decía oraciones preciosísimas!
Pero, ¿qué era Bentley Place para figurar así como una región de misterio y de
imaginación? Y ¿qué ocurrió cuando, según nuestro método ordinario de
actuar, inmediatamente seguimos la pista de Lizzie Manley y de Catalina
Deegan hacia Bentley Place? ¡Pero aquí estribaba nuestra pena! De momento
no fuimos tras ellas. Quedamos desconcertados y perplejos. No podíamos
seguirlas. Se nos decía que... sencillamente no podíamos ni intentarlo. La fuga
de las dos chicas a Bentley Place valía tanto como si hubieran cruzado los
mares. Aún más era aquello pues si se hubieran ido a otro país, no podíamos
dudar de que, al fin, hallaríamos allí quien por nosotros cuidara de ellas. Pero el
hecho de hallarse en Bentley Place -aunque era corta la distancia que nos
separaba-, significaba que se habían alejado de nosotros y de toda
probabilidad de influencia. Visitar Bentley Place por personas como nosotros no
habría que pensarlo ni en sueños.
Es claro que no era ésta la primera vez que oíamos hablar de aquel sitio. Todo
el mundo había oído algo de aquel lugar, y aun había muchos que decían
saberlo y conocerlo bien. Cuando la realidad era que, fuera de la vaga idea de
su emplazamiento, nada o casi nada se conocía del mismo. Fuera de aquella
vaga generalidad, todo lo demás era una espesa y revuelta cortina de humo de
fábulas e historietas, chismes, anécdotas malsonantes y alusiones a cosas las
más terroríficas que imaginarse pueden. Cuando nuestra atención trató de
concentrarse en aquel lugar y cuando comenzamos a merodear por los
alrededores a la caza de los hechos, poco recogimos que valiera la pena. Los
poquísimos, en comparación, que frecuentaban el lugar y que podían ponernos
al corriente con claridad se callaban, como es natural. También la gente que
vivía cerca del lugar y otros que estaban deseosos de ayudarnos, no nos
facilitaban más información que vaguedades supinas, algo así como las que
arrancamos a nuestras chicas. Éstas, aunque sumamente dispuestas a
orientarnos en lo posible, nos sirvieron de poca ayuda por lo que se refiere a
estadísticas y pormenores concretos, que es lo que buscábamos. El misterio de
Bentley Place resistía a toda clase de pruebas.
¡Y eso era todo! Salvo que existía aquel sitio y que estaba dedicado al vicio,
muy poco más era lo que lográbamos conocer. El barrio era compacto,
claramente diferenciado y separado del excesivamente poblado territorio que
le rodeaba; y que era de gente pobre. Se parecía mucho a lo que leemos en los
cuentos de hadas... Corría por allí una línea divisora o lindero; al otro lado
existía aquel coto, todo él saturado de aquella fantástica y maligna cualidad de
misterio. Así lo entendía todo el mundo. Merece la pena aducir aquí el resumen
que hacía un admirable y buen operario (mencionado ya antes en esta
historia). Era éste Tom Fallon, quien durante muchos y largos años había
trabajado por los alrededores sin entrar jamás en aquel lugar. "El diablo -decía
él- ha envuelto todo el terreno con una espesa niebla que desfigura todo lo que
no puede ocultar". Era imposible separar lo real de lo imaginario. La corrupción
que campeaba dentro del perímetro era, al parecer, tan extensa, tan
irrespirable, las historias que corrían por allí eran tan aterradoras, que aun los
más santos y valientes estaban convencidos de que nada que no fuera daño se
sacaría con intentar poner remedio a tanto mal.
¡Desagradable historia... mejor sería no contarla!, dirá alguno. Pero, ¿por qué
no? ¿Acaso no puede hacerse verdadera historia? Y Bentley Place, visto de
cualquier forma, es historia. Y además esta historia -tomada en su conjunto- no
es una historia ruin. ¿Fue acaso ruin la Redención porque le precedió la vileza
del pecado? Cuando consideramos todos los hechos en su justa medida, y
ahondamos hasta el sorprendente fin nos encontramos con el extrañamente
feliz remate de que todos y cada uno, así como suena, salen airosos del largo y
penoso drama. Por eso diremos con el rabí Ezra: "Mirad todos... no temáis!" A
mí me parece que los anales de la Iglesia tendrán páginas brillantes como
estos últimos episodios de Bentley Place. Nos revelan ese asalto irresistible de
la Gracia a las más escondidas y, al parecer invulnerables trincheras del propio
demonio. Manifiestan un cristianismo milagroso... tan poderoso como lo fue en
cualquier época, para derretir en masa corazones de piedra... para hacer
conversiones de multitudes... para ganarse no solamente a una endurecida
Magdalena, sino también gran número de ellas, y ver que ya no pecan más; y
no serán ya las "chicas" solas, sino sus "cabecillas" y rufianes. Estos
acontecimientos muestran a la fe en todo su espléndido poder, al ritmo de
nuestros días, de nuestras calles, de nuestra "Legión". Vaya si es una historia
la que habremos de contar!
Aunque Bentley Place sólo era el nombre de una calle, siempre se lo dimos a
toda la zona infectada. Pues cl nombre significaba algo más que una zona.
Representaba un sistema y una anomalía. El sistema no era otro sino el
tremendo del vicio organizado y tolerado. Era la anomalía, el tener en una
ciudad, muy buena en general, zona densa y entregada al vicio. No había
ningún otro distrito como éste en la ciudad, ni en ninguna otra ciudad de
Irlanda o de Inglaterra o de Escocia. Desde luego, todo aquel negocio era
ilegal. Representaba una violación consentida de la ley común, que prohibía
con penas severas no sólo una zona como aquélla, sino más aun, una sola casa
dedicada al tráfico, que constituía la base que sostenía a aquel territorio. El
negocio era la trata de blancas. Bueno, ¿pero de qué otra cosa va usted
tratando en toda su narración?, se me preguntará. No, lo que llevo tratado es
la triste convivencia que las chicas tienen en las casas de huéspedes. Muchas
de estas fondillas no eran lugares amenos; sólo eran fondas. En ellas no se
consentía que el pecado se cometiera bajo el mismo techo. Para eso la chica se
iba afuera. Pero en Bentley Place las casas desempeñaban su papel; y no sólo
para las chicas que allí vivían, sino para cualquier chica que allí fuera con su
compañero y tratara de acomodarse.
Tal era la triste reputación que había alcanzado nuestra ciudad, tan buena
como es. Y a decir verdad, por lo que conocemos, no había en el mundo un
punto que se asemejara a Bentley Place, un lugar que fuera más traído y
llevado de boca en boca, una incitación más deslumbrante para cualquier
hombre, donde el vicio fascinaba de manera insólita, libre de toda publicidad, y
fácil siempre que se obrara conforme a las normas locales-, y donde, por
añadidura a la tentación fundamental, y como suplemento de la misma, se
servían a todas horas bebidas, sin restringido permiso.
Esto último complicaba la cosa aún más, porque atraía a Bentley Place a
muchísimos que de otro modo no hubieran ido. Después de las horas
acostumbradas para el cierre de casas públicas y tabernas y teatros, los
hombres se dejaban caer por allí, con el único fin de seguir bebiendo. Seguían
luego otros malos pasos, y ya los teníamos en la categoría de asiduos clientes.
Allí era bien recibido quienquiera que estuviera dispuesto a gastar dinero y se
conformara con las normas establecidas. Así también habría de resultarle caro.
Todo iría suavemente, mientras uno se conformara con la rutina del lugar,
pagando cada cosa y portándose en general conforme al punto de vista local.
Tal hombre no sólo saldría de allí sano y salvo, sino que llegaría a ser una
figura popular. Sin embargo, debería estar dispuesto a pasar por ciertas cosas.
Se le habría de importunar para que bebiera, y pagaría las bebidas a un precio
de 500 por cien sobre el precio ordinario en tabernas y otros lugares. Las
instrucciones que tenían las chicas eran emborrachar primero a un hombre en
lo posible, para despojarle luego hasta del último céntimo. Este robo
organizado y metódico era parte integrante del sistema; y por confesión de los
jefes de la zona, era la fuente más lucrativa del negocio local. El visitante que
fuera tan imprudente como para llevar consigo una grande suma (hubo
muchísimos imprudentes; corrían rumores de haberse dado golpes de mando
maestro de 100, 500 y hasta de 1,000 libras esterlinas) debía darla por perdida
y sin resollar. Mientras se contentara con patalear de rabia, se lo tolerarían
-después de todo, ¿no era un parroquiano ofendido? Qué cosa más natural que
pataleara-. Pero si lo tomaba tan a pecho como para armar camorra, ya se
podía preparar, pues el peligro le esperaba a la puerta... Se veía rodeado de
unos cuantos brutos y... podría ocurrirle cualquier cosa desagradable.
Era cosa corriente ver llegar a coches llenos de marineros, directamente desde
sus barcos, que procedían de todos los climas.
Las causas profundas de esta situación hay que buscarlas muy hondo en el
pasado. Con toda probabilidad existía ya esta zona hace más de un siglo. En el
curso de su historia variaron algún tanto sus límites y los nombres de sus calles
cambiaron varias veces. En nuestros días, las calles, que en un principio eran el
núcleo de la zona, se habían convertido de lodazales en barrios bajos. Algún
tiempo anterior a "Sancta Maria" la corrompida zona abarcaba Bentley Place y
dos calles más. Dispuestas las tres como formando una gran F invertida
ocupando Bentley Place como el trazo medio de la letra.
Sin embargo, Juan Ross, tuvo bastante con lo suyo. Quedó atemorizado con los
clamores que levantó su medida. No siguió adelante en su empeño y las cosas
volvieron seguramente a su primitivo estado. Esto hizo que la tradición
considerara la cosa como impenetrable a cualquier tentativa.
CAPITULO XII
LA VISPERA DE NUESTRA FORMIDABLE EXCURSION HACIA EL MISTERIO
Ya hemos visto como Juan Ross comenzó valerosamente y fracasó. Mejor será
decir que se paró en sus comienzos. Así procedió toda acción en el caso, a
compás del péndulo, de un extremo a otro, de la represión radical sin las
contemplaciones de la persuasión moral, al abandono más completo y a la
vuelta a la vieja teoría de que aquello no tenía remedio... ¿No era acaso prueba
suficiente el hecho de haber permanecido así durante más de cien años? Los
hombres eran eso precisamente, hombres, y había que prevenirlos. Es uña
locura exponerse a que el contagio se propague. Y no había más que ver en
qué había parado la experiencia de Juan Ross.
Una vez dentro, a condición, desde luego, de guardar las antedichas reglas de
conducta, se encontraba uno convenientemente seguro y era difícil ser
descubierto. Después de todo, cuando un visitante se juntaba con otro, se
juntaba el hambre con las ganas de comer; ninguno tenía nada que decir del
otro.
Ahora bien, éste era el escenario general tal y como se nos presentaba a
principios de 1923. Otros detalles del sistema irán apareciendo a medida que
se desarrolle nuestra aventura, que vale tanto como decir a medida de como
fuimos conociéndolo nosotros.
¿Y qué frutos podría uno esperar de una situación como aquella histórica,
firmemente arraigada, aceptada por todos, preñada de peligros? Nuestra
capacidad de reflexión nada nos sugería y nuestros corazones se encogían al
solo pensamiento de intentarlo. Pero, en este asunto, no éramos
completamente libres para hacer o no hacer. Circunstancias muy diversas nos
hacían pensar, conmovían nuestros corazones y aun movían nuestros pasos. El
habernos interesado por Bentley Place, el conocer que las cosas iban mal, fue
consecuencia de nuestras conversaciones sobre aquello y de preguntarnos qué
podríamos hacer. Vino luego el momento de llenarnos de esperanzas, cuando
tratamos de medir nuestros miedos, y de poner en la balanza las dificultades
que suponíamos insuperables, con los créditos que ya teníamos a nuestro
favor. El primero de estos créditos era cl hecho de que ya habíamos penetrado
en todas las guaridas de esas chicas del arroyo, a excepción de Bentley Place...
Y resultaba irritante vernos ahora parados, aunque sólo fuera porque lo
creíamos imposible. Habíamos vencido de manera sorprendente. De buenas a
primeras, nosotros mismos habíamos comenzado con la íntima persuasión de
que una chica del arroyo, casi por necesidad, tenía que ser un caso
desesperado; y para dicha nuestra, hubimos de desechar esa ilusión. Habíamos
comprobado que incluso casas enteras de tales muchachas podían ser
conquistadas. Nuestras experiencias parecían indicar que, muy lejos de ser
aquella pobre clase de gente la más difícil e incurable, la realidad era muy
distinta. Entonces, ¿por qué?... ¿por qué habríamos de dejarnos hipnotizar por
el estribillo de que Bentley Place era un hueso duro de roer, aun cuando el
estribillo anduviera de boca en boca?
Las chicas de Bentley Place eran, ni más ni menos, como aquellas que habían
sido nuestra preciada caza. No cabía duda de que de la misma manera
ejerceríamos nuestra influencia con tal que se nos permitiera acercarnos a
ellas, y aplicarles el método ordinario de nuestro apostolado. Pero, ¿nos lo
permitirían? No había boca que no dijera: NO. La opinión común era que tal
aproximación nos sería negada; y que, si persistíamos en nuestra terquedad,
nos arrojarían con una violencia proporcionada a nuestra obstinación. Y no
faltaban detalles como para dejarnos sin sangre... en las venas. Nos darían
patadas, nos golpearían bárbaramente, las dos opuestas técnicas de asalto se
agrandaban como cristales de aumento: la del saco y la de la porra nudosa; y
se insistía en hacernos notar que no era plato de gusto el que una botella rota
viniera a estrellársenos en la cara por su parte mellada. Y lo que, sobre todo,
habíamos de marcar a fuego en nosotros -por terminar ello en una horrible
interrogante- era una vivísima película imaginaria: dos "legionarias" que son
llamadas a un zaguán; detrás de ellas, una puerta que se cierra furtiva pero
seguramente; luego, ¡nunca más vuelve a oírse cosa alguna acerca de aquella
pareja temeraria! ¿Cómo?, bien les está por haber sido tan locas.
Si; todo esto será para reírse hoy; pero entonces sonaba a algo muy cierto y
espantoso. Si nosotros hubiéramos sido sólo un grupo de individuos sin
organización alguna, no me cabe duda de que toda aquella insinuante letanía
de argumentos, que iba de la A a la Z, que pasaba del orden público al riesgo
personal, y desde la inutilidad de meternos en camisa de once varas hasta el
colmo de la locura... hubiera echado por tierra nuestro afán de ayudar a
aquellas chicas y nos hubiera paralizado en aquella enorme confusión de no
acertar con el camino verdadero. Mas nosotros no éramos sólo individuos y
aislados. Éramos la "¡Legión de María!", y aquello ya era cosa muy distinta y
que proporciona a la sicología un estudio muy interesante. De paso nos enseña
también cómo la clase humilde del pueblo es capaz de hacer cualquier cosa, si
sus decisiones se suceden una tras otra, como los eslabones de una cadena, y
si los brotes de un espiritual idealismo algún tanto espasmódicos, encuentran
el suplemento y firmeza de la disciplina.
¿Cómo obró todo esto en relación con el enigma de Bentley Place? En primer
lugar, el problema fue extendiéndose metódicamente y todas las
deliberaciones eran precedidas y seguidas de la oración. Todo aquello se hacía
alrededor de nuestro altarcito de María Inmaculada, que suscitó en nuestras
almas santos y elevados pensamientos, como nos decía Pío XI de grata
memoria. Considerábamos a María como a nuestra Capitana, y a nosotros,
como a su Ejército; el sistema exigía ejemplos de valor y sacrificio no menos
viriles que los que requieren los ejércitos del mundo, los cuales pueden decir
confiados a sus hombres: "Es tu deber y quizá tu muerte".
¿Quiénes habrían de ser los visitadores? Una revisión general acabó señalando
a dos. Y dicho sea de paso, nada hubo allí que oliera a alistamiento previo. Los
dos escogidos tenían ansias locas de que se les permitiera salir. Uno de ellos
fue Josefina Plunkett. La señorita Plunkett murió antes de que llegaran los días
de mayor expansión de la "Legión"; y pocos de los actuales "legionarios"
llegaron a conocerla. Es una lástima; porque conocerla era educarse en
"Legión". Poseía una fe al rojo vivo. Su mansedumbre y amabilidad eran
absolutas. No había cosa que pudiera asustarla y para mejor decir, no había
miedo que la hiciera echar pie atrás. Era persona que iba derecha al objetivo.
Si un alma estaba en peligro, allí acudía ella sin más consideraciones. Sólo eso
le importaba. Casi debiera decir que se cegaba y no veía más. A Dios gracias,
hoy tenemos muchísimos como ella.
No es que por ello estuvieran abrumados de pesar, ni que sus camaradas les
hubieran hecho objeto de lástima y conmiseración, no; porque todos hubieran
querido para sí el mismo empleo.
"De ningún modo puedo acceder a su petición. Si yo intentara tan sólo entrar
en aquellos lugares, creo que mis rodillas vendrían como a quebrarse. Sin
embargo, veo que ustedes hacen la cosa más apropiada. Mucho quisiera yo ir
con ustedes y ayudarles como un hombre; pero mi posición me impide
enfrentarme con las con secuencias que de ello pudieran seguirse."
CAPITULO XIII
PENETRAMOS EN LA ZONA PELIGROSA
No le preguntamos cuáles eran las zonas que pudiera tener, ni él nos las dijo.
Pero acaso nos dé la clave aquella alusión suya a una posible trampa. Pues, si
te metes en una zona donde se tirotean a botellazos y ladrillazos, será ir de
cabeza a un lugar donde se traman toda clase de calumnias y vejaciones. El
peligro de estas cosas nos lo advertían a son de trompeta y con frecuencia en
el período de nuestras deliberaciones. No es necesario que yo me pare aquí a
recalcar toda su fuerza amenazadora. Tom Fallon las consideró como el mayor
peligro que hallamos en todo este negocio.
El señor Russell, aunque no nos ayudó en la forma que nosotros queríamos, se
ofreció a ayudarnos de otro modo. Nos llevaría él a una persona que podría
informarnos y, aun tal vez, ayudarnos de modo más práctico. Era ésta la
señora Brewer, que ahora llevaba una vida decente, pero que en sus años
turbulentos fue una de las bellezas del bajo mundo y que, al igual de Pink
Leroy, fue conocida de polo a polo. El señor Russell nos contó la historia de
esta mujer. Fue primero una de las chicas en una de aquellas grandes casas, y
luego subiendo, subiendo, vino a ser propietaria de buen número de ellas, y
con una clientela de buen tono. Por fin se desprendió de esas propiedades y
cuando ocurrían los hechos que narramos, vivía en las cercanías de aquella
zona. El señor Rusell nos llevó a dar una vuelta por los alrededores de la casa
de aquella mujer en la noche del 21 de marzo; esto es, en la víspera de nuestra
horrenda excursión a las regiones del misterio.
La señora Brewer era una persona que causaba honda impresión. Tenía de
estatura unos seis pies. Aunque algo entrada en años, aún conservaba rasgos
de su primera hermosura. Vestía con modestia; mejor dicho, con distinción. El
señor Russell nos presentó a ella, y se fue, dejándonos en conversación con la
misma. Charlamos por largo tiempo, pero sin lograr de ella mucha más
información de la que teníamos. De lo que más nos hablaba era de sí misma,
de la consideración que allí le habían tenido, de la gran influencia que tuvo con
las chicas, etc., etc.
-"Les suplico que no hagan tal cosa. Cuarenta y cinco años he vivido en
Bentley Place y en sus alrededores; conozco cuanto hay que conocer acerca
del lugar. Y si con tal intento se meten ustedes allí, no respondo de sus vidas ni
por un minuto. Además perderán miserablemente el tiempo tratando de sacar
de allí aunque sólo sea una chica. Se reirán de ustedes hasta el escarnio."
¡Caramba! Aquello parecía una rabiosa dentellada o una hoz. ¿Y quién podría
decir que no lo fuera? El hecho es que nos produjo amarga impresión. De haber
venido antes, ¿quién sabe si la balanza no se hubiera inclinado en favor de lo
que la mujerona nos decía? Pero había pasado ya el tiempo de pesar y medir.
Así se lo explicamos a la señora Brewer, diciéndole que nos otros íbamos allí
porque nos lo habían ordenado. Y una orden es una orden; por consiguiente, lo
que a nosotros nos importaba era tratar de que la aventura tuviera éxito y que
esperábamos nos prestaría su inapreciable ayuda.
Fue su respuesta que aquel negocio era cosa muy seria; ¡no podíamos
comprender lo serio que era! Imposible de todo punto para ella ayudarnos en
absoluto en empresa tan descabellada como la nuestra. Debíamos prometerle
que, si alguna vez la viésemos en aquella zona, no debíamos dar muestras de
haberla conocido antes. Quedamos aturdidos con su actitud.
En nuestra marcha tuvimos que atravesar un pasillo que formaba ángulo recto
con la sala. Pasamos cerca de una puerta abierta; y lo que vimos a través de
ella nos produjo una sacudida. Las paredes de aquel cuarto estaban adornadas
de objetos para uso de señoritas. Aun nuestra furtiva mirada nos reveló que allí
había objetos de una calidad tal, que no podían tener competencia en el pobre
barrio que rodeaba a Bentley Place, como el ancho mar rodea a una isleta. Y en
frente de la puerta, había precisamente un hermoso espejo de cuerpo entero.
Preguntaréis, acaso, ¿por qué podían espantarnos unas cuantas pieles y
algunos tejidos de seda? Pues bien: todo aquello nos revelaba una sola cosa:
que la señora Brewer era la modista de Bentley Place. En aquella triste
vecindad, la modista era una gran lapa. Una mujer cualquiera se hacía con
unas libras esterlinas, y ya podía negociar con estas chicas desgraciadas. Aquel
negocio era como un papel atrapamoscas, y además con usura. Cada compra
se hacía fiada, y no fiada como lo entendemos corrientemente, sino un
préstamo con interés... y ¡qué interés!
Así terminó nuestra entrevista con la Pink Leroy de otros tiempos. Esto prueba
la firmeza del sistema de la Legión, tan joven entonces -y tan firme ya, que ni
aun la alarma tan bien informada de aquella mujer fue capaz de espantarnos ni
de obligarnos a convocar una junta extraordinaria. Después de citarnos para la
mañana siguiente, nos fuimos tranquilitos a casa.
Los dos aventureros debían juntarse a las doce en punto, y con exacta
puntualidad lo hicieron... y eso que uno de ellos, al salir de casa, a poco estuvo
de ser atropellado por un coche de una panadería que iba como una
exhalación. El lugar de la cita distaba unos diez minutos de Bentley Place. La
acera silenciosa no es muy baja por aquellas calles. Una vuelta a la derecha, y
helos aquí en lo que en otro tiempo fue la arteria principal del tráfico maldito y
que, desde mucho antes, sólo era la estampa de la pobretería y miseria. Se
acercan al mismo Bentley Place; la próxima vuelta a la derecha será el lugar
que buscan. Se les acelera el pulso. Late a un ritmo acelerado a medida que el
temor crecía; también ellos apretaban sus crucifijos. Estaban a punto de
zambullirse en lo desconocido, tan buscado y tan temido. ¡Están ya en la
esquina misma de su destino incierto!
Por primera vez vieron ante sí cómo se extendía Bentley Place. Una fotografía
daría una idea de la posición de la calle, pero nunca podría reproducir su
ambiente, que era peculiar y vitando. Aquel lugar siempre dio la impresión de
lobreguez y de misterio. Aunque el sol brillaba en todo su esplendor aquel día,
aún se dejaban sentir aquella lobreguez y aquel misterio. Pasar a Bentley Place
desde la calle próxima, era algo así como meterse en un zaguán oscuro desde
una calle bien soleada.
Tal vez no serán más que coincidencias innumerables, esa multitud de cosas
en que los legionarios quieren ver el toque suave de la mano de su Madre. O
tal vez no sean ni eso siquiera; porque la coincidencia, como la goma elástica,
tiene su limite de distensión. Pero sea de esto lo que quiera, nosotros vimos
detrás de lo meramente superficial de aquel primer incidente ocurrido en
Bentley Place un significado profundamente simbólico. El poeta dice que la
alegoría vive en un palacio de cristal. Y nuestra alegoría residía en una
transparente ruina... la ruina de un hombre, el cual era a propósito, pues venía
a ser el tipo de vida arrastrada que nosotros ambicionábamos reconstruir.
-Es la que está en la cama -fue la respuesta. Siguieron algunas preguntas más:
En el viejo libro de actas de aquel tiempo se lee que la enfermera dijo que la
chica no hubiera vivido más de dos horas, sin la asistencia médica. Pero lo que
en realidad dijo filé "una hora". Lograda esa asistencia, la chica revivió y aun
duró dos meses. En todo ese tiempo hizo una muy fervorosa preparación para
la muerte. En varias ocasiones dijo a las Legionarias visitantes que no deseaba
curarse, porque nunca como entonces estaría tan bien preparada. Poco antes
de morir pidió ella misma que en la sala se rezara el Rosario; lo rezó con todos,
y al terminarse éste, murió tranquilamente.
Fue su funeral el más concurrido que yo jamás vi. El P. Creedon dijo por ella
una Misa de Réquiem en Lock Hospital y le ayudé yo. Casi todas las chicas de
"Sancta María" acudieron al funeral; y también muchos Legionarios, y un
amable grupo de amigos y simpatizantes de María Weber, procedentes de
Bentley Place; arrancados éstos del marco ordinario de su vida, presentaban
un aspecto aún más agresivo. En circunstancias ordinarias no hubiera habido
fuerza capaz de reunirlos. Pero las circunstancias de la muerte de la chica y
nuestras Visitas (ya para entonces habían transcurrido dos meses desde la
primera visita) habían excitado la imaginación de aquellos ciudadanos en alto
grado y algo así como una oleada de sobrenaturalismo invadía aquel territorio.
Después de la Misa, siguió el entierro... todos fueron en coches. En el
cementerio Glasnevin nos encontramos con el P. Flanagan, ocupado en otro
funeral. Casi se desmaya el Padre cuando vio llegar aquella colección de seres
humanos, tan increíblemente variada y casi fantástica. En varias ocasiones he
visto yo, en rostros humanos, miradas que infundían espanto; pues bien,
aquella fue una. ¡Palabra!
CAPITULO XIV
LA LEGION AVANZA
"Pero, ¿qué voy a hacer? Tengo que vivir". Le pregunté si querría hacer unos
Ejercicios, y cuando le expliqué cómo eran me dijo que quería hacerlos. Y allí
en aquel entonces mismo garrapateé una nota de presentación del muchacho
para el P. Devane, que estaba muy interesado por aquella zona y sus
problemas. Mi "Valentino" presentó, como Dios manda, aquella carta, hizo unos
Ejercicios de fin de semana, e inmediatamente después fue enviado a
Liverpool; allí se portó como bueno y luego se caso.
Cuando acabamos con aquel cuarto, cogimos por nuestra cuenta el inmediato.
Y ahora, ¡con qué clase de gente nos topamos! Tal vez no podáis imaginaros
mayor diversidad de tipos de mujeres que allí encontramos. Aquí corrían en
escala descendente, desde las chicas guapas, acicaladas, bien vestidas, hasta
los ejemplares más horrendos de la especia humana. Esta última categoría
bien se merece una mención honorífica. Entramos en un cuarto donde había un
nido de cinco. Estaban en una cama... ¡las cinco! Aparecían algunas cabezas,
pues las otras estaban cubiertas con las sábanas. En cada rincón de la cama se
apelotonaban piernas, cabezas, etc..., era una cosa fantástica; no podíamos
adivinar cuánta gente había allí. Estaban en el primer sueno de una
borrachera. Nunca en nuestra vida vimos cosa parecida. Desconcertados, las
miramos por algún tiempo. ¿Qué íbamos a sacar de hablar con gentes en tales
condiciones? Por un momento estuvimos tentados de dejarlas y seguir
adelante. No; tenemos que conocerlas.
Cogimos una de aquellas cabezas y le dimos uno o dos golpes allí donde
estaba sujeta aquella maraña de pelos que debiera ser el orgullo femenino.
¡Oh!, ¿cuándo habría pasado por allí el peine? Unos gruñidos y balbuceos y la
dueña despertó. Mirándonos con ojos enrojecidos, notó que nuestro aspecto no
era el ordinario de su vida. Se movió en ademán de levantarse. Estaba
completamente vestida. Parecía cosa perdida, pero en cuatro frases le dimos a
conocer nuestra intención. Era de esperar que cualquiera, en tal estado y
despertada de aquella forma, mostrara su disgusto con palabrotas. Pues, no
fue así; la pobre criatura escuchó mansamente, y cuando habló, sólo lo hizo
para dar excusas de su estado. Le pedimos que despertara a las demás, y lo
hizo.
En esa tarde fue aquel el último lugar a donde arribamos en Bentley Place. Al
marcharnos de allí, nos llevamos con nosotros la íntima persuasión de que
temamos la misma fuerza irresistible que había influido en nuestro trabajo
desde el mes de julio anterior. Estábamos molidos de cansancio y confortados
con los sucesos del día. Todas aquellas profecías espeluznantes se habían
disipado, como humo que lleva el viento. HABIAMOS ENTRADO. ¡Y lo que es
más, habíamos sido bien recibidos! Y aun mucho más, habíamos, en la persona
de María Weber, asegurado una pesca estupenda. Teníamos una maravillosa
lista de otros peces gordos (no menos de cuarenta promesas) que, de llegar a
ser realidad, creo que difícilmente podríamos arrastrar la red.
"¡Con qué maestría había vendado el diablo los ojos de todos!", exclamó Tom
Fallon, cuando oyó la facilidad con que habíamos entrado. Ya anteriormente
dije cuán lúgubre era la opinión de Tom con relación a esta empresa.
Y ahora vamos a los mismos Ejercicios. Acudimos a la autoridad eclesiástica
en busca de permiso para tenerlos. Nos la concedió de muy buena gana,
declarando estar muy satisfecha con nuestra obra. Luego había que
apresurarnos en arreglarlo todo. Teníamos que llenar algunos vacíos en el
acondicionamiento de nuestra capillita. Dos de los nuestros fueron el viernes
por la mañana al taller de Bull, a escoger una imagen del Sagrado Corazón,
regalo que las Conferencias de San Vicente de Paúl de Myra House hacían a la
Hospedería. Encontramos una preciosa, que inmediatamente ordenamos nos la
llevaran.
Aquel día, que era viernes, fuimos otra vez a Bentley Place; y allí tuvimos otra
larga sesión. ¡Esta vez aún fueron las cosas más suaves que la anterior! Buen
número de los que encontramos nos saludaban como a viejos amigos.
Recorrimos el mismo campo, confirmando la resolución de las que nos habían
dado su palabra. Roturamos un nuevo terreno y logramos algunas promesas
más. Volvimos a encontrar algunas o a todas las de nuestro famoso quinteto.
No sabré decirlo si fue mayor conocimiento o serena apreciación por nuestra
parte, pero es el caso que tal como encontramos aquellas cinco chicas,
convinimos que no podían salir de allí en aquella situación... de no ser en coche
cerrado. Estaban en un estado inverosímil... era evidente que teníamos que
hacer algo para procurarles vestidos. ¡Vaya por Dios! Ya me parece oír una
preguntita como ésta hecha con retintín: ¿Y qué se ha hecho de la regla de no
prestar ayuda material? Pues bien, podría responder que hay que tener en
cuenta las circunstancias; pero creo que la más sencilla escapatoria es decir
que el Manual aún no existía ni por asomo.
Otra de aquellas brujas danzantes -¡y aun peor que Marcela Deen!- era Josefina
Mc. Guines, vulgarmente conocida por la reina de los borrachos. Veintidós años
había vivido en el arroyo. También ella estaba -así como suena- saturada de
alcohol metílico. Sería preciso que vierais y conocierais a esta gente, apegada
a esa clase de alcohol, y así podríais daros cuenta de la gran desmoralización
que produce; hace que sus víctimas parezcan y obren como demonios, pues
mientras beben alcohol metílico nunca están en su sano juicio. Después de
emborrachadas y dormir "la merluza" pueden renovar su efecto en todo su
vigor con beber simplemente un vaso de agua. Sin embargo, Josefina fue otra
de las que, al día siguiente, vinieron a confundir nuestro pesimismo,
presentándose ella misma en los Ejercicios, y después de éstos, vino a
demostrarnos de la manera más cabal, no volviendo a beber jamás, ¡que los
caminos de Dios no son nuestros caminos!
He mencionado que aquel día era la fiesta de la Anunciación. Los Ejercicios los
daría el P. Felipe. La cosa se presentaba excelente; pero quedó patente que fue
una de las tardes más amargas de nuestras vidas. Ya podíamos haber olido
algo por adelantado. Aquellos Ejercicios eran el primer golpe m9rtal que
dábamos al imperio del Príncipe de las Tinieblas en Bentley Place. ¿Cómo,
pues, pasaría sin que ocurriera algo gordo? ¿Recordáis a la voluntariosa Dora
Warner, la heroína de nuestra primera marimorena? Pues bien, la habíamos
retenido con nosotros hasta aquel mismo día, aunque al principio, y con
bastante frecuencia, nos pareció más que imposible la chica. Esa tarde
precisamente estaba borracha, muy borracha, y cuando se encontraba en ese
estado, era como un ciclón. Y el ciclón se desata con toda furia cuando llega el
P. Felipe para comenzar los Ejercicios. Gritaba desaforadamente, y a voz en
cuello pedía que se la dejara salir -más para llamar la atención, que porque en
realidad quisiera salir-. Todos fuimos por turno a tratar de ponerla en razón y a
suplicarle que callara. Los ratitos que se callaba eran seguidos de mayores
arrebatos de furor. Nadie sospechaba cómo pudiéramos comenzar así los
Ejercicios. Luego, cuando la cosa iba poniéndose más fea, logró hacerse con las
llaves, abrió la puerta y salió disparada a la calle. Fue una tragedia después de
haberla perseguido tanto tiempo.
A pesar de como era, todos queríamos a esta chica, de carácter tan fuerte. Ya
sabíamos que la hazaña siguiente sería metérsenos por la ventana. Y no fue
así. Al cabo de un minuto sonó la campanilla furiosamente. ¡Estaba de vuelta!
Se abrió la puerta; pero no en seguida, ni de par en par. Descargó el ciclón con
toda su fuerza sobre cuantos hallaba al paso y los lanzaba despiadadamente
contra las paredes. Allí cerca, a mano izquierda, había un gran cuadro. Alzó el
puño, y con él hizo migas el cristal, hiriéndose lastimosamente. Su objetivo
inmediato era el reloj de pared, una preciosidad antigua y propiedad de la
señorita Scratton. Esta se lanzó dispuesta a dar la vida por su precioso reloj, y
Dora soltó un terrible puñetazo que por fortuna no dio en el blanco. Al llegar a
este punto, aquel Hermano que fue su contrincante en la primera gresca, se
echó sobre Dora como el lobo sobre el rebaño y salvó a la señorita Scratton.
Replicó Dora, golpeándole una y otra vez en la cara con la mano herida; así
que, en menos del tiempo que se dice, estaban los dos cubiertos con la sangre
de la chica. Siguió una violenta lucha antes de que pudiera agarrarla.
Pero también leemos que el Buen Pastor piensa siempre en aquella única, aun
con daño aparente de las noventa y nueve. Con Él siempre debemos razonar
así: "¿Qué sería de aquella pobre alma dejada a su mala aventura?"
Concluidos aquellos Ejercicios (los más notables desde los primeros), comenzó
el doble proceso de arreglos y preparación para los próximos. La rápida y
permanente rehabilitación de muchas vidas, que durante muchos años habían
ido a la deriva de tan destructora manera, prueba que aun los mayores males
del mundo pueden ser aliviados, sólo con que puedan hallarse suficientes
operarios que estén dispuestos a prestar atención particular a los individuos
que la hayan menester. Del fichero de vidas reconstruidas saco un ejemplo que
merece ser propuesto entre nuestras PRIMERAS series. Fue nuestro primero
(único) matrimonio en masa. Tres de las chicas que formaban parte del primer
contingente del Bentley Place se casaron en la misma tarde del 29 de mayo.
Ofició la ceremonia el P. Creedon en presencia de un grupo de los nuestros.
Luego, las tres felices parejas fueron agasajadas con un té en "Sancta Maria".
El rasgo principal de aquel té fue un impresionante discurso de uno de los
novios. Dijo él que tenía que proclamar bien alto la profunda gratitud de todos
los miembros de aquel grupo de recién casados, por la transformación que se
había operado en sus vidas. Claro que aquel dicho hubiera sido para nuestros
operarios pan comido. Podía no haber sido más que la acostumbrada canción
de sobremesa sin más trascendencia; pero no fue así. De haber estado
vosotros allí y visto aquellos rostros, por fuerza teníais que haber llorado.
¿Y por qué no ocurrió algo tan lógico? Si no fue así en los comienzos, ¿ por qué
no lo sería a medida que se desarrollaba nuestra campaña, cuando ya se veía
que nosotros no solamente éramos enemigos de la industria local, sino que
también destruíamos el comercio, sacando triunfantes y llevándonos a las
chicas? Violábamos, por ejemplo, el secreto de aquella guarida del vicio.
Imaginaos la cara de vergüenza que pondría un caballero cuando de manos a
boca se encontró allí, cara a cara, con dos "legionarios" que trabajaban con él
en la misma oficina de la ciudad.
Descubrimos que eran éstas las razones de permanecer indemnes allí, según
las vamos analizando: no entramos en aquel lugar como si fuéramos en busca
de las chicas y tratásemos de hacernos amigos de ellas solas, sino de todos.
Nunca llegamos a la conclusión de que, porque las chicas eran en cierto modo
explotadas, y esto estaba a la vista, no eran ellas las que pecaban, sino los
otros los que pecaban contra ellas. Eran ya los villanos verdaderos corifeos de
la tragedia, los capitostes, las matronas y los hombres que allí acudían. No
hicimos causa común con nadie, ni tomamos parte en sus querellas o disputas,
y cualesquiera prejuicios que nos hubiéramos forjado los disimulábamos dentro
de nosotros. Procuramos precisar nuestros pensamientos sólo en el sentido de
las almas que allí encontramos: un montón de almas perdidas, tan mala una
como la otra, destruyéndose las unas a las otras; y que, a pesar de todo,
ninguna poseía una dosis terrible de malicia.
Lo más extraño entre todo fue que al primer vistazo conocieron la naturaleza
de nuestra misión y dieron crédito a la pureza de intenciones que allí nos
llevaban. Comprendieron que a nadie queríamos hacer daño; que no teníamos
segundas intenciones. Nuestras operaciones fueron acogidas por aquella
ciudad de almas sin ley como verdaderos esfuerzos del Dios Bueno para
atraparlas, y aun las más duras acabaron por ablandarse en cierta manera y
responder a la llamada.
Así fue cómo el pueblo de Bentley Place se sometió a nuestras correrías por su
reino. También es verdad que, hasta cierto punto, pusimos a todos a la
defensiva, tanto que tuvieron y presenciaron sin ofenderse las negociaciones
que acabaron por destruir el modo de vivir de todos y cada uno de ellos. Sólo
pensar en aquellos sucesos tan lejanos es, ya por sí, extraordinario. El hecho
mismo FUE extraordinario. Pero aquella miseria era, ni más ni menos, una
delgada costra, como tengo dicho; debajo de ella bramaba un volcán que, en
cualquier paso en falso, aun de una manera inocente y accidental, podía
explotar y abrasarnos a todos. Y no había por qué pararse a pensar en
musarañas. Así, por ejemplo, el siguiente incidente pudo habernos cerrado la
salida para siempre.
Encontramos un día a dos chicas en el cuarto superior del número l de la calle
Trustes (una de las tres calles infectadas que formaban la zona conocida por
Bentley Place). Estaban en la cama, y eso que bien entrado era ya el día. Las
chicas estaban de buen humor y tuvimos una larga charla con ellas. Una de
ellas, Ana Carey, era católica; la otra, protestante y conocida por Manchester
May. El remoquete publicaba su lugar de origen. Había venido a Dublín con un
hombre; se separaron y ella vino a caer en Bentley Place. Mientras
charlábamos con la pareja, logramos inclinarlas a nuestro modo de pensar y la
promesa de Ana Carey de que al día siguiente se vendría con nosotros. Y nos
retiramos todos tan contentos.
Comprobamos que con un poco de fuerza se las podía hacer saltar. La ventana
no tenía el cerrojo echado y se abrió con facilidad. Mientras estábamos en esta
faena esperábamos por momentos la llegada de hombres airados, forzudos,
decididos a tomar venganza. Pero nadie se presentó a estorbarnos. Los
mirones optaron por tomarlo a chunga. Saltamos por la ventana, subimos la
escalera y hallamos a nuestra pareja dormida profundamente.
Las despertamos y nos encontramos con que Ana Carey había cambiado de
modo de pensar en cuanto a venirse con nosotros y estaba reacia. Fue inútil
todo razonamiento y acabó por volvernos la espalda, disgustada y dispuesta a
seguir durmiendo. Y ocurrió lo que menos esperábamos. Manchester May nos
escuchó mansamente y dijo que ella era la que se vendría con nosotros. Y sin
más se levantó de la cama. Poco después nos hallábamos camino de la
Hospedería. Esta maravilla tuvo su digno remate. Un mes más tarde, aquellos
dos "legionarios" estaban de pie, uno a cada lado de Manchester May, en la
capillita lateral en San Nicolás Street. El P. Creedon era quien la recibía en la
Iglesia y ellos eran sus padrinos. El paso inmediato fue la restauración de una
familia deshecha y el retorno de May con sus pobres hijos. Aquel feliz arreglo,
que nunca volvió ya a trastornarse, fue el resultado de nuestro asalto con
allanamiento de morada. Desde luego, que en aquella atmósfera traicionera la
cosa fue un arriesgarse por todo lo alto. Pero el premio alcanzado demostraba
que habíamos obrado bien y prudentemente. Muchas cosas hechas en aquellos
animados tiempos de Bentley Place podrían ser igualmente juzgadas como
imprudentes. Pero no son los críticos los que ganan las batallas. Jamás aquellos
actos fueron impensados, ni palos de ciego; y de ordinario daban en el clavo, o,
por lo menos, no hacían daño. Nunca se hubiera comenzado a hacer aquella
campaña, y estoy seguro de que no se habría completado, si hubiéramos
centrado nuestros pensamientos en la delicada operación de bailar al son que
nos tocaran quienes, por lo general, emplean equivocadamente la palabra
PRUDENCIA.
He aquí la prueba, como nos tiene dicho el gran Papa Pío XI:
La señora Curley era allí la más rica propietaria. Tenía ocho casas con otras
tantas matronas al frente. Regía una sencilla distribución de dividendos. De
toda ganancia se hacían tres lotes: uno para la señora Curley, para la matrona
el otro y el tercero para la chica. Las ganancias procedían:
CAPITULO XVI
DAMOS UN GOLPE MORTAL
¡Encanto! Lo será tal vez... en tanto en cuanto la palabra dé idea del brillo de
oropel. ¡Pero si llegaseis a conocer tan sólo lo que vimos en el curso de
nuestras aventuras en Bentley Place! Las vidas de aquellas pobres chicas
desgraciadas eran tan solo negocios sucios y comercio de lo más vil que se
puede concebir, siempre agarrotadas con la perentoria necesidad de dinero
para ir cubriendo sus deudas y procurarse bebida.
Y aquél era el sitio encantador, a donde los hombres acudían en tropel. Tal era
aquella diversión que más de una joven honrada y pobre vio con suficiente
reflexión, pero de lejos.
Se vendían bebidas en cada casa; mejor, en cada cuarto. Allí vivía mucha
gente que sólo se dedicaba a la venta de bebidas y no a otro negocio más
sucio.
La usura estaba a la orden del día, como es natural. Para cualquier cosa los
visitantes habían de pagar al contado sin remisión; pero entre los habitantes
del lugar era más ordinario hacerlo al fiado y no al contado, y el interés que se
cargaba era algo asombroso.
A los caballeros visitantes no les hacía mucha gracia el ser entrevistados; sin
embargo, algunos fueron menos esquivos. A éstos les hacíamos caer en la
cuenta de sus vidas. Con frecuencia tomaban a risa las fatigas de nuestros
"legionarios"; pero nunca fueron tratados con rudeza. Alguna que otra vez
lograron los nuestros alguna buena respuesta, y aun algunas promesas. ¿Cuál
sería su resultado?
Mientras iba nuestra gente cualquiera de aquellas tardes hacia Bentley Place,
quedábamos los demás, sin imaginar siquiera lo que pudiera aguardarles.
Acaso viniera a ocurrirles el siempre temido contraataque... desencadenado al
fin por nuestra táctica devastadora. Pudiera acaso convertirse en un avance
triunfal, esto es, en nuevas conquistas. Sería más probable pensar que,
después de horas y horas de hablar hasta el agotamiento, volvieran a casa sin
fruto aparente.
Lo ordinario era que cuando una chica, después de pasar por todos los grados
de la duda, se inclinara hacia la persuasión y aceptara el venirse con nosotros,
enviáramos a cualquier persona en busca de un coche -casi siempre de
aquellos antiguos de cuatro ruedas y en él salíamos intrepitosamente para
"Sancta Maria". Allí nos recibían con júbilo. Las chicas se amontonaban en el
zaguán, curiosas por saber quién era la última. Las antiguas compañeras
renovaban amistades.
Ya desde mucho antes habéis visto en esta narración uno de los lados de
nuestro cuadro: la "pesca" de las chicas. Pero el manejarlas era mucho más
difícil, sin comparación. ¡Qué infinita paciencia, qué abnegación infinita, que
infinita fe necesitaban para cada caso! Pero aquella sencilla simiente, a la
manera de la de Cristo, daba una dorada cosecha en medio de las espinas y
pedregales, como si hubiera sido puesta en tierra abundante y fértil. Seguía sin
cesar el sistema de acomodo de chicas que ingresaban y salían de la
Hospedería, que marchaban a sus empleos en hospitales, a los Asilos de la
Magdalena; que se dirigían a sus casas; que eran bien casadas, instruidas,
recibidas en el seno de la Iglesia; y algunas que fallaban, pero esto sólo
significaba que había que ponerlas de nuevo en la lista de "búsqueda". La
espina dorsal y fundamento de toda esta actividad era una sola cosa: la
abnegación de los sacerdotes y de las mujeres que dirigían la Hospedería.
Alguno tenia que descubrir esto. Su amor por almas tan difíciles era indomable,
heroico. Sobrepasaba todo razonamiento, era invencible, hasta cuando era
derrotado; confiaba, incluso cuando toda esperanza había sido muerta y
sepultada.
-"¿Qué es eso?" -preguntó. Con esta pregunta el espíritu del mal debió de
meterse en el "legionario".
-"Nance, esto es una cosa de la cual nada entiendes".
-"No importa, dime, ¿qué es?"
-"Será inútil, ¿para qué? ¡Si no entenderás nada!"
-"No digas eso. Después de todo, quiero saber qué es"
-"Oh, es una cosa que está muy lejos de tus alcances. Pertenece a un mundo
muy distinto del tuyo".
-"Mira, me lo dices, o me muero de curiosidad. Sé mucho más de lo que
crees".
-"¡Tal vez!, pero, tú de esto no entiendes nada. Y aunque te lo enseñe, no te
interesará".
Y así siguieron hasta que Nance vino casi a enfermar, con tanto mortificarle la
curiosidad. Por fin, su atormentador le dijo resignado:
Dice un antiguo refrán que la verdad suele ser más novelesca que la novela
misma. Tan extraña es la historia de Nance que, de novela, sería algo
fantástico; y siendo verdad, como lo es, tiene que ser un milagro. De entre
todos los malvados de una ciudad, se escoge con todo conocimiento de causa
a uno que parece estar más alejado de toda conversión. Y, sin embargo, en
aquel preciso momento, aquella chica estaba destinada a ser la primera en
caer. Dormiría bajo el techo de Sancta María aquella misma noche.
Visitar Bentley Place era algo así como irse a otra parte del globo, es la frase
que a uno se le ocurre, al repasar las notas de las experiencias, escritas por
diversos "legionarios". Aquel porte "exótico" no provenía de la clase de
visitantes que allí encontrarais (aunque sí crecía con ello) como por ejemplo
aquella gran partida de turcos perfectos con su fez rojo que allá se fueron
derechos desde su barco. Y dicho sea de paso, aquella visita acabó a farolazos
sin compasión, porque a varios de ellos les habían robado todo. Aquel lugar
estaba lleno dc vivos contrastes, a los que se añadía nuestra presencia. La
suciedad se aliaba con la limpieza. Los andrajos y el vestido de última moda
iban del bracete como amigotes. Allí ni comida tenían algunos pobrecitos, y
verías también desayunos suculentos intactos, mientras que sus dueños
bebían champaña, o cerveza si sois de paladar más sencillo. Por doquier y en
cualquier parte, os exponíais a encontraros con la sin par Pink Leroy, figura
imponente, de más colorido que su propio nombre, enjoyada de pies a cabeza,
haciendo su recorrido con una mano extendida (por decirlo de algún modo)
para recoger las deudas semanales por los vestidos prestados, o por el dinero
fiado; y la otra mano, cosa extraña de decir, haciendo la colecta para sus
favoritas obras de caridad. ¿Habría en toda la comarca mentalidad como ésta?
Las presas que allí logramos eran típicas del lugar, una verdadera mezcolanza.
Algunas de ellas estaban estropeadas totalmente; otras eran guapas,
encantadoras, si así lo preferís. Ni que decir tiene que estas últimas no hacía
mucho tiempo que llevaban aquella arrastrada vida.
Vistas las cosas con este color, infaliblemente habían de vérselas con nosotros
las autoridades. Y en tal caso quedaríamos desacreditados para siempre. Los
admirables resultados obtenidos hasta entonces, serian desconocidos y aun
negados con descaro. ¿Y quién puede razonar con uno que se atreve a negarlo
todo? No habrá quien le haga apearse del burro; preséntesele un milagro y se
quedará en sus trece; vendríamos a ser copia exacta de la leyenda de don Juan
Ross de Bladensburg, constituyendo así un nuevo soporte moral a la antigua
práctica de necia inactividad. Dejada en paz la viciada zona, recobraría nueva y
pujante vida. Nos quedaríamos sin fuerzas, sin apostolado. Y he de decíroslo:
aquella tolerancia no sería tal, sino más bien aliento y apoyo del vicio.
Sin embargo, como algunos de los temas no os serán conocidos, os los voy a
dar resumidos:
De aquí se deduce bien claro que ninguna de las antedichas categorías puede
representar el tan temido contagio, la aparición de las casas, como hongos, en
otras partes de la ciudad. Creemos que en los comienzos tres o cuatro de las
chicas pueden hallar ocasión en alguna de las ya existentes casas secretas o
(para ponernos en lo peor) en alguna nueva que abra alguna de las harpías
desahuciadas de Bentley Place. Esta posibilidad es cosa muy distinta del
fantaseado crecimiento como hongos. Y aun concedido sin dificultad, podemos
seguir un poco mas en el supuesto caso y ver qué es lo que implica. En primer
lugar, esa casa hará una fracción del daño que hará su número opuesto en
Bentley Place. Habrá de ser mantenida con mucho miramiento. Tales casas
suprimidas de la zona tolerada, caen ya bajo la férula de la policía que las
vigilará y visitará sin contemplaciones. De ahí que debería ser ocultada su
calidad aun a los vecinos más próximos. Pues éstos la denunciarían a la policía.
De ahí que cuidarían de no hacer ruido; la tapadera estaría a presión. Por
necesidad tendrá que haber bebidas. Pero siempre, serían racionadas. Porque,
el desenfrenado y estimulado beber de Bentley Place acarrearía escenas
capaces de llamar la atención de toda una calle. Conclusión: llegada
apresurada de los policías, cierre de la casa, y unas buenas multas a todo bicho
viviente.
De hecho, la existencia de tal casa sería un secreto para todo el mundo, fuera
de un reducido círculo de adictos, gente resuelta a satisfacer el vicio, que en
todo caso lo lograrían. Tal casa sería desconocida al hombre ordinario y no le
serviría de tentación. Además, el fin del continuo beber no sería ya el señuelo
que la arrastrara al principal negocio y a complicar a éste con la locura, el robo
y otras cosas.
Pero había en cambio errores que compensaban los fallos. Y aquel no era más
que el primer obstáculo como una cadena de montanas que dominan y se
extienden en perspectiva, sin contar que las ganancias, a veces, se tornan en
pérdidas; y éstas, en ganancias reales. Y en nuestro caso, el resultado viene a
ser lo mismo, poco más o menos.
Tal era la carta. Ya tengo dicho que no se envió. Si se hubiera enviado, ¿qué
efecto habría producido? Acaso ninguno: acaso un efecto contrario, cosa que
en sí sería una consideración interesante. Y así entró Dios a dirigir las cosas por
otro camino... y de qué modo! (si se me permite usar de este americanismo
tan expresivo que ahorra cincuenta superlativos), porque, a decir verdad, lo
que se siguió puede justamente ser descrito como una de las páginas más
notables de la historia religiosa. Si hay alguna más brillante, quiere decir que, o
los historiadores no le han hecho justicia, o yo no he leído aún lo suficiente. Y
aquí va lo que sucedió.
Pues bien; en el año de 1925, tocó en suerte a los Jesuitas, dar la misión anual
de Cuaresma en la calle Marlborough o Parroquia de la Pro-Catedral. Cada una
de las Ordenes Religiosas entraba en el turno para dar estas misiones. La
primacía de esta Parroquia aconsejaba que el privilegio de darle misiones fuera
por turno. Tres sacerdotes fueron designados para esta misión, que habría de
durar tres semanas, y que comenzaría el domingo de quincuagésima.
A las ocho de la noche se inauguró la Misión. Hacia las ocho y media entramos
en la Pro-Catedral. Estaba en el pulpito el P. Devane, predicando el sermón de
apertura. Poco más que mediada de gente estaba la iglesia. No era para
entusiasmarse, si se consideraba el hecho de que era la mayor parroquia de la
ciudad (unas 60,000 almas) y que la iglesia no era en sí de mucha capacidad.
En años más recientes un ingenioso cambio de disposición ha aumentado su
capacidad.
Al bajar del pálpito el P. Devane, fuimos a la sacristía y hablamos con él.
Fuimos luego al Hotel Belvedere, en la calle Great George, al Norte. Aquel hotel
sería el cuartel general de los tres misioneros. En circunstancias ordinarias
hubieran vivido en el colegio Belvedere que dista como un tiro de piedra. Pero
entonces no pudo aposentarlos. Lo cual vino a sernos provechoso. Porque las
conferencias de media noche, que en las tres semanas siguientes nos fueron
de gran valor, no se hubieran podido tener en el Colegio. En el hotel tratamos
por primera vez con los otros dos sacerdotes, los PP. Mackey y Roche. No
conociéndolos, era más que dudoso que quisieran tomar sobre si el riesgo de
atacar a Bentley Place. Pero nuestras primeras impresiones fueron favorables,
y a medida que íbamos metiéndonos en el negocio, nos afianzábamos más y
más. ¡Cómo!, ¿por qué habíamos temido? Bueno, es cosa sabida cómo un
grupo de hombres suele tomar un problema difícil. Piensan algunos que, para
ser prácticos, han de obrar "aunque sea metiendo la cabeza por una pared";
mientras que nunca falta alguno de prudencia maliciosa, suficiente para
asustarse a sí mismo y a los demás hasta paralizarse Resultado ordinario: la
inacción o su prima hermana Pero, aquí en Belvedere, no hubo opinión dividida
o contraria. Aquellos tres misioneros estaban ocupados en el negocio de las
almas y dispuestos a pagar por ellas el precio que se les pidiera. Se discutió
hasta en los menores detalles la situación en su totalidad. A medida que las
cosas iban tomando cuerpo, fuimos todos de una sola opinión:
El ataque a Bentley Place tenía que formar parte de la Misión. Y surgió un plan
original. Era grande, atrevido y no se olvidaba detalle alguno. Abarcaba a todos
en Marlborough Street, desde el más santo hasta el más empedernido. Lo
movilizaba todo, desde la fe sencilla hasta el aparato, bombos y platillos.
Luego, como en tantas otras crisis, nos quedamos mirándonos unos a otros. La
cosa estaba bien pensada. Pero, ¿resultaría? ¿Sería contraproducente? Luego,
el P. Mackey reflejó el pensamiento de todos nosotros y al mismo tiempo
expresó nuestra verdadera fórmula de acción.
"La chica de Halma Cottages era una muchacha inteligente de unos quince
anos. Jamás confesó ni comulgó. Tengo que investigar con cuidado su
bautismo. Desarrollada normalmente su estatura, más bien metida en carnes,
vestida pobremente y sus botas con lazos. Rasgos claros y bien definidos, pelo
negro y mate, ojos negros y brillantes, llenos de malicia. Debido a la influencia
de tal madre, esta horrible chica parece haber heredado un colmo de vicios.
Fue algo singular su reacción a vista del Crucifijo que puse en sus manos. Nada
extraño habría sido que lo hubiera arrojado al suelo y blasfemado de él."
Aun hoy el P. Mackey habla del sentimiento de horror que le produjo la vista
de aquella muchacha.
Como nota de especial interés digo que María Duffy, nuestra delegada en
América, ingreso en la "Legión" y éste fue el primer trabajo "legionario" que
tuvo.
Por su parte, los Hermanos de San Vicente de Paúl, que por entonces visitaban
las fonduchas de la ciudad, fueron también reunidos y arengados por los
Misioneros. Se les encargó que vagasen por las calles, a caza de haraganes por
las esquinas, tabernas, clubes y a cuantos hallaran parados en las puertas.
Era algo por lo que nada se podía hacer. Pero ahora todo iba a cambiar. Y
entraba de lleno la tercera parte del plan. Consistía ésta en que muy
frecuentemente Bentley Place fuera mencionado con descrédito desde el
púlpito. No se hacía esto en son de acusación, sino de pena por el infinito daño
que se infería a las almas. Luego, como algo secundario, se ponía de relieve la
vergonzosa mancha que con ello caía sobre la parroquia y la ciudad. Para los
oyentes era ésta una nueva luz que se proyectaba sobre aquella vieja cuestión,
que venía tomándose como una de tantas cosas notables en la ciudad. Crecía
el interés y tomaban a pecho los repetidos llamamientos que se les hacían,
para que oraran porque aquel crónico mal se extirpase... Esto se repitió como
estribillo. La respuesta a la Misión era tan evidente que conmovió y animó a los
misioneros. Se les ocurrió incorporar al plan de la Misión una novena al
Sagrado Corazón en reparación del "CRONICO MAL" local, pidiendo que se
extirpase. La novena era, sí, una añadidura; pero brotó espontánea del mismo
éxito. Significaba sacar a Bentley Place de debajo del caparazón, de todo el
caparazón, y exponerlo a la clara luz del día, como objetivo principal de la
Misión.
Así, un día (la costumbre marca medio día de descanso para los misioneros, en
que se les da vacación desde las doce hasta las seis de la tarde), el P. Mackey
se acercó al P. Flanagan para conseguir el permiso para la novena. Una vez
obtenido, se filé a la tienda de Bull a pedirle prestada una gran imagen del
Sagrado Corazón. Mientras él andaba en estos trotes, el resto de nuestra tropa
hizo una escapada, una excursión a Scalp, que es un sitio precioso en las
montañas del Condado de Wicklow, con el empeño de quitarnos de la cabeza a
Bentley Place, siquiera por unas horas. Y en esto si que no tuvimos éxito, como
podéis suponer; en todo el viaje no hablamos de otra cosa.
La casa de Bull nos proporcionó una bonita imagen. Fue colocada de manera
bien visible en el presbiterio, muy bien adornada de luces y flores, y comenzó
la novena. A todos se pidió que asistieran de lleno a los actos de la novena. Se
pidió comulgasen. Todos habrían de orar, y orar como nunca antes lo habían
hecho. La gente respondió, como el petróleo responde al fuego, con la
diferencia de que este fuego fue continuo. La devoción era notable. Creo
indicarla suficientemente con decir que en aquellos nueve días se hicieron no
menos de veinte mil comuniones. Y esto fue una parte nada más de la
frecuente oración que caracterizó la segunda y tercera semana de la Misión, y
que se puso de manifiesto tanto en las casas y calles como en la iglesia. El
pueblo se había movido de verdad. Cada uno hizo cuanto pudo. Y en ninguna
parte se notó esto más que en la misma zona viciada. De allí fueron pocos, es
verdad, los que asistieron a la Misión personalmente; pero su influencia se
manifestaba en su actitud y disposiciones.
Y tengo que detenerme aquí. Porque en lo que precede me he adelantado no
poco. Entre el lunes de la invasión y el de nuestro corretear por Scalp pasó
toda una semana de aventuras, una semana espeluznante con sucesos
extraños para Bentley Place. Así que me vuelvo al primer lunes y cojo el hilo de
Bentley Place en el cabo donde quedó suelto, en mi afán de mostraros el modo
como la Misión quedó sobre ascuas. Salimos de la zona, dejándola más muerta
de curiosidad que otra cosa. Después de lo cual los sacerdotes no volvieron a
poner el pie en ella hasta el final, tan digno de recuerdo. Entraba muy dentro
de lo posible el que su presencia allí, a medida que iba aumentando la tensión,
pudiera producir críticas, excitación e incluso tal vez desorden... y no
queríamos que se mezclara con nuestro plan. Desde aquel momento hicimos
de intermediarios entre los misioneros y la zona.
El plan se desarrolló sin demora. Aquel mismo lunes por la tarde, cuando aún
Bentley Place estaba fermentando, allá se encaminó uno de los nuestros. La
recepción que se le hizo fue algo que merece describirse por entero. Aunque
empeñado en la campana de la "Legión" contra aquel lugar, por razón del trato
ya antiguo con todos, era mirado como amigo universal. Y ahora, con rapidez
desconcertante, había tomado a su cargo desempeñar un papel nuevo y
desagradable. Se había hecho aliado de formidables fuerzas que venían de no
sé dónde, y se mostraban hostiles a cara descubierta. Sin más rodeos se fue
derecho al número 1 de Trusty Place, ya mencionado. Vivía allí Betty Gray, que
era propietaria y matrona de tres casas de la zona. En circunstancias normales
hubiera sido ella una persona bastante amable; pero aquella su ocupación
sórdida le había como avinagrado el temple y dejado otros estigmas.
Pongamos siquiera esto a su favor. Siempre fue cortés y considerada con
nosotros; y eso que nuestras andanzas eran una constante amenaza para su
negocio.
Se celebraría en casa de una hija suya, que vivía en Carpenter Street, ya fuera
de la zona y no lejos de ella. Arreglado esto, se despidió nuestro enviado
dándole las gracias.
Si Betty Gray no acudía a la cita, era casi seguro que los demás con quienes
deseábamos entrevistarnos adoptarían la misma actitud. Y si se frustrara
nuestra idea de apelar individualmente a los personajes del lugar, esto echaría
por tierra todo el fundamento en que se basaba nuestro ambicioso plan, el cual
dependía por igual de la persuasión y del recurso a la religión. Podéis con esto
imaginaros qué pensaríamos mientras la espera. Pasaba el tiempo, y como el
cuervo que Noé envió desde el arca, la hija de Betty no volvía. Ni volvió el
marido, que se ofreció luego a ir, y ver qué obstáculo había. Así que quedamos
dueños de la casa. Permanecimos en una penosa incertidumbre. Nuestro
ataque se convertía en humo, aun antes de comenzar; luego fue enviado
nuestro original emisario en seguimiento de los otros. Fue un alivio lo que
siguió después. Ya que, después de todo, no había intentado Betty burlarse de
nosotros. Con toda verdad había querido ser fiel a la palabra que nos dio. Pero
la espera la había puesto excesivamente nerviosa. Así que acabó por acogerse
al viejo, y tan viejo, procedimiento de "cruzarse de brazos". Aplicada bien, pero
no prudentemente la receta, la había dejado en un estado nulo cuando llegó la
hora nula. Y así la encontró su hija... y el marido de su hija también. Y llovieron
sobre ella recriminaciones; y aún continuaban cuando llegó el emisario número
3. Pero nada de provecho podría hacerse. No estaba Betty para discusiones
como la que le teníamos preparada. Llorando dio sus excusas... por haber
resultado todo una burla a los Padres, como ella decía. Pero con toda seguridad
acudiría al día siguiente. Era sincera y parecía resuelta. Así que nueva cita en
el mismo lugar y a la misma hora de la tarde siguiente. Con esto había que
contentarse. Luego, con una advertencia final apremiante para que no volviera
a engañarnos, nuestro emisario se dio prisa para volver a Carpenter Street y
dar seguridades a los misioneros que allí esperaban.
Aquella asombrosa discusión duró dos horas. En toda ella no se esgrimió otro
argumento que el moral, el llamamiento de la gracia. Y respondió la mujer. Al
fin nos había dado una promesa de que cerraría sus casas tan pronto como se
le dijera; y con tan dichoso presagio acabaron nuestras deliberaciones. Apenas
podíamos creer que las cosas fueran tan bien; pero aún mayor fortuna se nos
metía puertas adentro. Y salimos a recibirla. Hasta entonces todavía no
habíamos determinado a quién entrevistaríamos después. Y aquí nos sobrevino
una agradable sorpresa. Esperando fuera la conclusión de nuestra conferencia
estaba la hija casada de la señora Curley, otra de las matronas. Ya hemos
dicho que la señora Curley era la mayor propietaria de la zona. Su posesión
comprendía ocho "casas", cada una con su encargada como matrona.
Y ahora era ella misma quien, por mediación de su hija, pedía una entrevista
con nosotros. Era evidente que habían llegado a comprender que aquel
Tribunal de Seguridad Pública nuestro operaba suavemente e inclinábase a
ayudar cuanto pudiera. Convinimos en ver a la señora Curley a la tarde
siguiente, a las seis, y en la casa de su hija en Somerset Street, bastante
distante de la zona infectada. Luego en seguida salieron los sacerdotes para
sus obligaciones nocturnas en la Misión.
CAPITULO XIX
PARLAMENTOS
La historia es curiosa; pero era corriente por los alrededores cuando años
después estamos nosotros allí. El sensacional punto culminante del episodio
podría muy bien explicarse por el sólo hecho de recordar que el vino corría en
abundancia en una ocasión como aquella; y que la mayoría o todos los allí
presentes tenían su buena dosis de vino en el cuerpo. Por otra parte está el
hecho de que a la mañana siguiente cinco de las chicas que se dice haber sido
testigos del caso, entraron en el Asilo de la Magdalena, en la calle Gloucester.
Un paso como este -y menos aún el de un movimiento concertado como el
dicho- no suele ser lo acostumbrado en una gente que se imagina ver cosas en
un ambiente de borrachera. Si así fuera, las casas públicas serían las mejores
misiones.
Ahora tenéis ya algo así como una pintura psicológica de la clase de mujer que
estaba frente a nosotros en la calle Somerset número 26. En tanto nos dure la
vida conservaremos la memoria de la importante conferencia que siguió.
Ligada con ella en mi mente, de tal modo que el pensamiento de la una evoca
automáticamente el de la otra, es la narración evangélica de la conversión de
Zaqueo. ¡Y no os riáis! Seguid leyendo. Recordáis vosotros cómo aquel
diminuto jefe de alcabalas, al convertirse repentinamente, dijo en voz alta al
Señor: "Señor, doy a los pobres la mitad de mis bienes; y si en algo he
defraudado a alguno, yo le devuelvo el cuádruplo". Entonces Jesús le dijo: "Hoy
ha entrado la salvación a esta casa".
Todas las tardes tenía lugar una de estas entrevistas. Anoto aquí algunas más
dignas de mención. La lástima es que aquellos episodios únicos en su género
no puedan serlos descritos sino de manera muy diluida. Aunque tuviéramos a
manos informes orales, las figuras vivientes resultarían desvaídas, así como
aquel ambiente peculiar. Así, conforme vayáis leyendo, dejad libre vuestra
imaginación para dar vida a la anémica palabra escrita.
Maggie Carr, mejor conocida por Kitten, era otra de la cadena de dueñas que
poseía, o mejor, tenía en renta dos casas que dirigía ella misma. Era, en
verdad, un cuerpecillo misterioso, un tipejo a quien los dos largos años de
nuestra campaña en Bentley Place nunca pudimos echar el guante. Se suponía
que era católica, aunque nunca dio muestras de su fe. Y de hecho, le dejaba a
uno como en suspenso. Su apariencia exterior era algo especial. Mas en
particular su complexión era realmente extraña. El efecto que producía estaba
muy lejos de ser agradable. Pero en el pasado no nos había estorbado ni hecho
mal alguno. Con facilidad accedió a la sugerencia de tener una conferencia, y
ahora estaba presente a ella. Tenía dominio propio; era casi de hielo; su actitud
era invariable. Pero no podía descubrírsele falta alguna en su actitud hacia
nosotros durante la larga discusión. Admitía querer convenir con nuestros
planes y cerrar el negocio si los demás se ponían de acuerdo con ella.
Como Betty Gray, decía que tenía deudas. Echaba la culpa de esto a la renta
exorbitante que había de pagar a su señor -tan elevada era, según ella, que no
podía hacer frente sino manteniendo una casa de mala nota-. Las chicas le
eran fieles, aun cuando su modo de vivir fuese libre. La creímos; porque no lo
decía con la boca chiquita. Además, la deuda parecía ser una parte inevitable
del sistema, casi su espina dorsal, algo así como el fondo con el cual muchas
firmas siguen adelante. Y así, como de paso, preguntamos sobre qué era lo que
ella poseía, y en nuestra mente tomamos nota cuidadosamente de los detalles
que nos daba, pero no hicimos comentario alguno. La cosa era casi idéntica a
la de Betty Grey. La deuda total de cada una era un poco menos de cuarenta
libras esterlinas.
Estas cifras eran pequeñas, pero con todo presentaban una dificultad para
nosotros. Si esta gente no podía pagarlas cerrando el negocio a petición
nuestra, sin duda apelarían a nuestra bondad. Kitten estaba aun en peor
situación que Betty; porque esta última tenía un medio de vivir distinto, que no
se daba en el caso de Kitten.
La principal de nuestras entrevistas fue sin duda la que tuvimos con Pink
Leroy, la rumbosa y extravagante reina de días idos, de la cual ya hicimos una
descripción. La recordaréis como la señora que logró un éxito de su antiguo
comercio, comenzando, como suele decirse, de grumete hasta capitán, para
luego llegar a ser la modista de Bentley Place. Ella era el personaje principal de
aquel mundillo con el cual nos habíamos puesto en contacto. En el curso de
nuestras visitas de dos años a dicha zona logramos muchos informes acerca de
la misma; pero muy poco en favor suyo. Hablando en general ante nosotros
presentaba un agradable aspecto; pero era un enemigo que podía hacernos
mucho daño. Todo el daño posible. Si bien en aquel tiempo no estaba metida
en el negocio de manera inmediata para poder decir que gobernaba una de las
casas, sus intereses estaban en mantener el desorden de Bentley Place.
Simpatizaba con todo aquello cuanto nosotros pudimos hacerle desembuchar;
no veía daño alguno en la cosa. Pretendía que su negocio era legítimo -algo así
como filantropía-. No obstante esto y ser aquella mujer un rompecabezas,
afirmaba que frecuentaba los sacramentos. Su evangelio era muy sencillo: los
hombres eran incorregiblemente malos, y todo en relación con ellos debía ser
regulado para sacar el mayor provecho posible del hecho y hacer de su malicia
algo fácil y provechoso.
Con todo, esto lo digo de paso. Desde luego, Pink Leroy no era para el tribunal
más que una consecuencia natural. La entrevista con ella quedó fijada en el
Hotel Belvedere. Se encaminó a dicho lugar en un coche de gran ostentación,
algo así como un landó con un caballo de elegante marcha y un cochero de
librea. No poseía ella tal arreo y, así, hay que presumir que lo había alquilado
para aquella ocasión. Bajó de él, ricamente vestida como majestuoso
personaje, aunque con sobriedad y gusto; tenía como unos seis pies de altura.
Por aquel tiempo no podía estar muy lejos de los setenta años de edad.
"Joven, ¿qué sabe usted de estas cosas?" Otros intentos de llevar la discusión
al campo religioso fueron desvanecidos de igual manera. Tenía la sartén por el
mango y sencillamente nos quedamos b9quiabiertos ante su sofistería
campesina. Tomó como principio fundamental que no podía haber otra norma
de conducta sino la que ella y su tribu deseaban y de la cual vivían. "Padres,
ustedes conocen a los hombres y saben lo que necesitan", etcétera. Y así, de
este modo, fue ella explayándose. Fue machacona en este tópico para unos y
otros.
Su mente no hizo sino dar vueltas sobre lo mismo. Los que la escuchábamos
conocíamos la esencial falacia de cada una de sus palabras, y aun así no
podíamos salirle al encuentro de una manera eficaz. Todo esto nos hizo caer en
la cuenta de cuán mortal podía ser una conversación como aquella, para
excitar un terror irracional y para hacer creer que la única acción segura era la
inacción:
Y así siguió. Fuimos tratados por ella como un grupo de criaturas, que no
conocía nada del asunto discutido y que tenían que ser tomados a broma. Hizo
con tal aire de bondad sufrida, que nos dejó desarmados. Estábamos frente a
frente con nuestra primera derrota, ¡y bien que lo sabíamos!
Pues bien; el P. Mackey salvó la situación aquella tarde, y la salvó del único
modo posible. Paró la corriente con una explosión. Hizo notar un punto de los
de aquella mujer, que no era ni mejor ni peor que cualquiera otro de los suyos,
y se dio por insultado. Se levantó frente a la mesa y le dio un ladrido. En tono
airado le preguntó si sabía qué era lo que estaba diciendo. ¿Había venido ella
con su único propósito de insultarnos? Y así siguió, en tanto que la mujer
permanecía muda por lo inesperado del ataque. El contraataque se hizo de
manera artística y acabó por rendirla. Cuando la tormenta repentina había
pasado, la Pink se desvaneció hablando de una manera metafórica. Entonces
fue cuando a ella le tocó escucharnos, y se llevó una buena ración sobre el
objeto de su horrible negocio y de su ultrajante punto de mira.
La Pink Leroy presente al final de la sesión era una persona mucho, más limpia
que la Pink que abrió la misma sesión. La que había entrado como un león
rugiente salió "mansa como un cordero lechal". Consintió estar en línea como
cualquiera otra, y aun accedió a perdonar sus deudas a las chicas que
acabaran por obrar bien.
Aquella fue la sesión más notable que tuvimos. Duró unas cuatro horas.
Llegada la hora de los actos piadosos de la Misión, el P. Devane tuvo que salir
para dirigirlos. Luego el P. Roche salió también para ayudar en el confesionario.
Cuando al fin de todo, Pink Leroy se despidió de manera amistosa y se
embarcó en su coche, cuyo cochero debía de estar entonces bien fresquito, ya
que estuvo esperando todo aquel tiempo, los que quedamos conversamos
algún tiempo más. Todos estuvimos de acuerdo en que jamás, ni de la manera
más remota nos habíamos encontrado con alguien que se le pareciera, y que
seria muy difícil imaginar un tipo más pretencioso.
CAPITULO XX
PODER OCULTO
La otra entrevista fue con la señora Grane. Vivía en la calle Carpenter, no lejos
de la humilde casita de la hija de Betty Gray, donde tuvimos la primera
conferencia. La señora Grane era algo así como una cantidad desconocida.
Durante los dos años de campaña en Bentley Place habíamos oído hablar dc
ella con frecuencia; pero esto no nos hizo más conocedores del asunto. Antes
de nuestra llegada a Bentley Place se apartó de la primera línea y ahora estaba
viviendo en una especie de retiro. Pero nos habían indicado muchos que era la
propietaria de las casas donde Betty y Kitten Carr hacían su negocio.
Ignorábamos los demás intereses que podía tener en aquella zona.
Indudablemente que estaba en relación más íntima con los acontecimientos
del lugar, de lo que parecía por el solo hecho de mera propietaria.
La sesión que tuvimos con ella tuvo lugar en su propia casa. Fue la más sosa
de todas. Fue la última de la serie. Por entonces ya ella se dio cuenta de dónde
soplaba el viento. Descubrimos que era una mujer alta, bien vestida y bien
conservada, de unos sesenta y cinco años. Su porte era muy distinguido. Con
toda probabilidad en los días de su juventud fue de buena presencia. Nuestra
larga discusión con ella nos proporcionó poco más de lo que ya sabíamos
acerca de ella y de la zona. Insistió en que no tenía nada que ver allí con el
negocio actual; ella no era más que la propietaria de cinco de aquellas casas;
maldecía el deshonroso fin a que estaban dedicadas; miraría con muy buenos
ojos verse libre de todo aquello; frecuentemente las había ofrecido a la
Corporación, pero ésta había rehusado. Debo explicar que la buena mujer no
las había ofrecido por una nonada. Su proposición era que las casas debían
formar parte de un plan de alquileres, lo cual en aquel tiempo era considerado
como un medio de hacerse millonario de la noche a la mañana. Ciertamente
que una combinación mercantil como ésta proporcionaba el único medio de
reconciliar las opuestas exigencias de la virtud y del bolsillo, del espíritu y de la
carne Como aquella solución ideal no vino a concretarse, se había visto
obligada a la fuerza a continuar aceptando los pagos considerables que le
hacían la señora Gray y Kitten.
En cuanto su actitud le permitió, fue cordial con nosotros. Reiteró su afán por
verse libre de aquellas casas. Prometió conformarse con cuantos arreglos
pudiéramos hacer para cerrarlas, y en este punto terminó lo que parecía ser
una entrevista completamente satisfactoria.
Una cosa lamento en relación con esta serie de entrevistas. Debiéramos haber
tenido en ellas un taquígrafo, cuya única ocupación debiera haber sido tomar
nota de cuantas palabras en ellas se dijeran. El resultado de esto hubiera sido
tener hoy documentos de valor histórico. Tal como estaban las cosas, uno de
nosotros hacía de secretario; pero aquella ocupación había de estar unida con
el oficio crítico de preguntar y escuchar, lo cual no es compatible con el apunte
exacto de las frases. Y así, cuanto quedó a guisa de informes de todos aquellos
procesos sin precedentes, sólo fueron unas notas con carácter de borradores. Y
estas notas sólo podían versar sobre los puntos principales que nos hemos
esforzado en evocar. Y como parecía llenar innecesariamente la memoria, no
se escribieron, ni se puso cuidado de ello, y a estas fechas ya nada queda. Lo
cual es una lástima.
No puedo fijar con exactitud el día de aquella junta. Fue en la primera parte de
la segunda semana de la Misión, con toda probabilidad, el martes. Se había
fijado para las seis. Precisamente cuando llegamos a aquella hora sólo estaban
presentes unas pocas. Parecía como si nuestro primer fracaso hubiera venido
precisamente donde el éxito era imperioso con las mismas chicas. Sin
embargo, era evidente que andaban atisbando en la vecindad, para ver
quiénes pasaban a nuestro lado; y en caso contrario, prevenirse contra toda
sorpresa. Pues tan pronto como llegamos, comenzaron a presentarse como con
cuentagotas. Al final hubo un buen número, casi la mitad del total de chicas.
No lo habíamos hecho tan mal. Hubiera sido absurdo esperar a todas
fácilmente hubiera podido suceder que no hubiese ninguna. En tales
circunstancias y con tal clase de gente, el temple es mucho pero intangible,
tan sujeto a cambios como el mismo viento.
Pero todo esto estaba por venir. En aquel momento, a pesar de nuestra bien
fundada esperanza, éramos víctimas de pensamientos torturantes.
CAPÍTULO XXI
NUESTRA FIEL GUARNICIÓN
Muy lejos había ido nuestro ataque (demasiado lejos para permitirnos darle el
empuje final que anhelábamos), y había superado nuestras esperanzas. Si
hubiera prevalecido, hubiera sido algo excelente. Pero ¿y si no? Pues bien
entonces hubiéramos sido pulverizados. La atmósfera que prevalecía entre los
críticos, en parte amistosa, pero adversa en su mayor parte, se hubiera
convertido, en caso de fracaso, en un a explosión devastadora. Nuestro destino
hubiera sido el ridículo, el descrédito y hasta el ostracismo. La misma gran
Compañía de Jesús hubiera temblado del golpe que sus tres terribles hombres
le hubieran acarreado. Y por lo que toca a la pobrecita "Legión de María",
apenas iniciado lo que con todo cariño esperaba, hubiera sido para ella una
carrera mortal. ¡Cómo habría desaparecido de la faz de la tierra! El daño que
acarrearía a los otros era el que nos atormentaba, más que la consideración
puramente personal. Sin embargo, como llevo dicho, nos echamos de cabeza
en eso, lo cual quiere decir que no hubo ni la más remota idea de replegarse.
Nuestra preocupación especial era que el tiempo corría a toda prisa. Nos
hallábamos ya bien metidos en la segunda semana de la Misión, y aún
quedaba un sinfín de cosas por hacer. Nunca podríamos ajustarlas a las tres
semanas de Misión. Bueno, y ¿Por qué meter tanta prisa con las tres semanas?
La prisa era ésta: Un misionero es una especie de rey en una parroquia
mientras dura la Misión; pero el día que termina ésta, queda depuesto como se
depone a un rey. No entra dentro del protocolo que él continúe visitando allí ni
aun a las gentes que trató durante la Misión; y así lo que los tres misioneros
quisieran hacer, debía quedar hecho durante su breve reinado. Y estos días
iban pasando rápidamente en esa ida sin vuelta.
Algunos días después se convocó una segunda junta general de chicas, con el
fin de ganar las que no habían asistido a la primera. La junta se celebró
también en la cocina de la señora Curley. Creo que fue la tarde del viernes.
Hubo, poco más o menos, la misma asistencia; pero de composición fue algún
tanto distinta, y cuanto queda escrito sobre la primera junta podría aplicarse a
ésta. Gran parte de las muchachas estuvo entonces presente. El hecho de que
muchas habían venido por segunda vez era prueba evidente de resolución
firme en ellas. La presencia de las nuevas era prueba de que una favorable
impresión había sido el resultado de la primera junta. Y si hubiéramos buscado
toda clase de consuelo, hubiéramos podido encontrar para aquellas que no
asistieron, excusas más probables que una ciega obstinación, por ejemplo, un
cambio de posición, un compromiso, o acaso unas copas de más. A pesar de
nuestros presentimientos, la situación iba inclinándose a nuestro favor. En su
mayor parte nuestras conferencias importantes ya se habían celebrado. Las
señales eran claramente favorables. Las promesas podían perfectamente
tenerse por buenas. Desde luego, no podíamos estar seguros de algunas que
habían prometido. Pero si hubiéramos de apuntarnos un éxito, por pequeño
que fuera, mejoraría con creces el concepto que nos formamos de aquellas
gentes.
Decía una: "Una familia en cada uno de aquellos cuartos habría de ser una
guarnición invencible. Y así escojamos entre estas pobres y míseras familias de
los cuartos matrimoniales. Como consecuencia de poseer un cuarto, se
reorganizarían". La otra parte se conformaba con la mitad de aquella
proposición: "Es verdad, por todos los medios posibles hay que traer aquí a los
que se encuentran sin habitación. Pero hay que escoger los mejores. No los
escojamos de los cuartos matrimoniales; forzando la ayuda a los más
miserables en aquel problema de la vivienda, podemos poner en peligro la
solución de nuestro propio problema terrorífico, que es el de salvaguardar el
futuro de aquellos cuartos, y así prevenir que aquel distrito vuelva a su antiguo
ser. Si aquellos tipos defectuosos de las habitaciones matrimoniales son traídos
aquí, lo único que harán será dejarse llevar de la corriente de las cosas y
acabar por ser del grupo de los mansos o aliados del mal, en lugar de ser el
punto fuerte de defensa contra él". Era un argumento terminante.
Estaba condensado en un estribillo que por sí mismo valía casi como la misma
victoria: "No te empeñes en amontonar una caridad sobre otra, porque
vendrán al suelo la una y la otra".
Pero también había argumentos fuertes por la otra parte, como éste: El
escoger los mejores exigía más tiempo, y cada minuto puede ser de vital
importancia. Además, ¿serían ellos lo suficientemente fuertes contra aquel
lugar que permanecería duro aun cuando el mal mayor hubiera desaparecido?
¿Los mejores serían lo suficientemente fuertes para constituir una declarada
presión por echarlo fuera? Era cuestionable que los despedidos de las
habitaciones matrimoniales habrían de tomar las cosas según vinieran en
aquella dirección. Porque, una vez puestos en posesión de su propio cuarto, se
necesitaría toda la fuerza de la ley para echarlos de él. De ordinario, toda
táctica brutal sería para ellos poco más que un rato de recreo.
Había también otra dificultad. Nadie entre aquella pobre gente tenía
mobiliario. Lo que poseían como tal en sus madrigueras pertenecía a los
dueños de aquellas casas. Y así se hacía preciso encontrar mobiliario para
ellos. Pero esta falta concreta, según pensamos, tendría pronto remedio. Cada
uno de aquellos cuartos en Bentley Place estaba amueblado, algunos con cierto
gusto, y otros no tanto, pasando por toda la gama de la escala hasta llegar a
los cuartos habitados por los sempiternos borrachos y los pobres diablos
alcoholizados por el metílico; estos cuartos estaban tan vacíos y tan miserables
como cualquiera de los cuartuchos de las habitaciones matrimoniales.
Podíamos sospechar que todo el mobiliario, bueno o no tan bueno, sería más o
menos malvendido, si ocurría la evacuación planeada. Y si pudiera lograrse así,
¿por qué no comprarlo, pala aquellos pobres que nada tenían y a quienes
tratábamos de alistar para nuestro servicio?
Ocurrió que tuve que hablar de este asunto a una persona cuyo nombre fue
mencionado antes en un punto de nuestro relato, esto es, relacionado con la
adquisición de nuestra misma Sancta Maria. Era el E. P. Mc Carron, Secretario
del Departamento del Gobierno Local. Hablarle a él de alguna necesidad fue
siempre Poner en movimiento las ruedas de la ayuda y del consejo más
prudente. Y así fue también en esta ocasión. Su respuesta fue algo
característica. Nosotros compraríamos cuanto mobiliario se presentara y fuera
necesario y él cargaba con el coste.
CAPÍTULO XXII
PASÓ LO INVETERADO
Creo que fue el lunes de la primera semana, o sea la víspera del día del cierre,
cuando sucedió algo notable, demasiado notable para encerrarlo en la palabra
coincidencia. Había estado yo dando una gran vuelta en bicicleta para recorrer
las habitaciones matrimoniales en aquellas fondas, y con el propósito de
entrevistarme con algunos designados como voluntarios para tomar cuartos
que podían quedar vacantes en Bentley Place. Precisamente volvía yo de una
fonda situada en la calle Bridgefoot y cruzaba el río por el puente de la calle
Winetavern, cuando vi la alta figura del P. Fidel Griffin, O.F.M., que se dirigía
hacia su iglesia, siempre erróneamente llamada de Adán y Eva. Me encontraba
ya en el límite extremo de la prisa, y no quería pararme por nada ni por nadie.
Pero el buen Padre era para mi cosa distinta; y así di la vuelta y me fui en
dirección a él. Era el Guardián de los franciscanos y sus favores con nosotros
habían sido considerables. Recordarán los lectores el modo cómo nos dieron al
P. Felipe tan pronto como lo pedimos para los primeros Ejercicios Espirituales,
dificultosísimos y que hicieron época, y fueron el manantial de la corriente de
prodigios que hacia tres años habían estado floreciendo. El P. Felipe dio los
primeros cuatro Ejercicios. De los que después siguieron, el P. Antonio, O.F.M.,
y el mismo P. Fidel habían dado algunos. Siempre estuvieron prontos a la más
pequeña señal nuestra, y eso lo digo sin exageración. Tal actitud merecía algo
más que una señal de aprobación, y ahora precisamente una recompensa
conveniente se la íbamos a proporcionar nosotros, o, por lo menos, seríamos
los intermediarios. Acaso fuera la cosa que más querían. Y así fue. Se hallaban
muy necesitados de un local para la sacristía, que formaba parte de su plan de
reconstrucción, entonces ya completado. Algún tiempo antes habían comprado
un solar, en el cual había, sin embargo, dos casas de alquiler llenas hasta el
tope. No había duda de que en el proyecto había parecido cosa fácil encontrar
acomodo para las familias comprendidas allí; pero no era tan sencillo como
parecía. Ya antes he hablado del hambre de habitaciones. Nada sabía yo de
esto cuando me dirigí hacia el P. Fidel y paré mi bicicleta en la curva. Después
de cambiar un saludo hablamos de los sucesos del día. Escuchó pasmado de
admiración. Todo le cogía de nuevas. Siguió luego este diálogo:
Y se lo expliqué. Cuando recibió toda la dosis, varias veces tragó saliva. Luego
se dirigió a mí con un tono de voz como el que adoptáis cuando suplicáis por
vuestra propia vida o por la vida de vuestros hijos: "Sencillamente usted no se
da cuenta de que yo precisamente soy el hombre que trata de regalar
inquilinos, multitud de ellos, precisamente allí, en el pasadizo de Rosemary. Ya
me voy quedando calvo de tanto buscar habitaciones para ellos y no puedo
encontrarlas. Casi he venido a hacerme un inquilino de las escaleras del
Ayuntamiento, pidiendo acomodación, y siempre me dicen que no pueden
ayudarme. Véngase usted conmigo ahora mismo y le voy a dar dos casas
atiborradas de familias".
Había otras importantes cosas que ver todavía. ¿Podréis suponeros que en el
próximo martes tuvo lugar el gran cierre y que Bentley Place quedó convertido
en un recuerdo amargo? El negocio sucio había sido el eje en que giraba toda
la vida de aquel lugar. Destruido el eje, había de resultar un desequilibrio
económico extraordinario. Algunos de los ocupantes tenían oficios accesorios
que les permitía luchar. Pero habría allí muchos casos de pérdida completa de
ingresos. Había que hacer frente a la calamidad que resultaría. Tendríamos
mucho que sufrir, para prevenir que la barriada no volviera atrás y tener que
añadir una pobreza aguda a la lista contra nosotros. Aquel distrito viciado
formaba parte nominalmente del sector de una Conferencia de San Vicente de
Paúl. Pero de hecho, aquel sitio era tierra de nadie. La Conferencia no
traspasaba sus límites; ni había allí hasta entonces razones especiales de
pobreza para que la Conferencia lo hiciera así. Pero ahora precisamente
reconocimos que la Conferencia era algo necesario. Podía ocuparse de los más
graves aspectos de la pobreza que había y, en general, habría de tratar de
suavizar la transición económica. Así, pues, visitamos a su santo Presidente, el
señor M. R. Lalor. Se convino con él en establecer una nueva Conferencia para
trabajar exclusivamente dentro de aquella tierra de nadie. Se escogieron
miembros especialmente emprendedores para esta difícil empresa. El
Presidente de la unidad sería el señor Pedro Corbally, quien después llegó a ser
"legionario". Se convino en que la Conferencia había de llamarse de San
Gerardo, y de que habría de comenzar a existir en el caso -según la fórmula
oficial- cuando el cierre tuviera lugar.
Y aún queda otra cosa no menos importante: el que "Sancta Maria" habría de
ser puesta a tono. Si las cosas seguían bien, la Hospedería soportaría mayor
esfuerzo económico que hasta entonces, por el aumento de gente que había de
acoger. Si Bentley Place desaparecería, bien podía presumirse que las chicas,
en su mayoría, habrían de ir a "Sancta Maria", aunque algunas entraran en el
Asilo de la Magdalena o se fueran a su casa. En "Sancta Maria" no había
espacio para tan gran afluencia de gente. Sin embargo, no se podía despedir a
nadie. Fijaos bien en el problema. Podéis imaginaros el angustioso comadreo
que las "legionarias" de "Sancta Maria" -¡tened presente que eran mujeres!-
habrían de tener, cuando se enfrentaran con el hecho de que debían acomodar
probablemente a sesenta personas en una casa que resultaba ser pequeña
para menos de la mitad de dicho número. ¿Dónde estaban las camas y las
ropas? ¿Dónde estaban las mesas y las sillas? ¿Dónde la batería de cocina?
¿Dónde todo lo demás? Y por encima de todo, ¿Dónde había espacio, si no era
colocando a las chicas en el jardín y en una tienda de campaña? Y había que
resolver el problema. Desde luego, se puso en el papel un plan de movilización
general. El cuarto de baño, la portería, el zaguán y el recibidor, todas estas
habitaciones, se adoptaron a las necesidades y aparecían en el plan como
probables dormitorios. Un mobiliario extra se pidió prestado y fue comprado.
Amanece el martes; pero no había por qué lanzarse a toda prisa a Bentley
Place con el sol! Nadie podía decir nada allí. Ni entonces, ni horas después. Una
visita hecha a tiempo no lograría mayores informes acerca de lo que allí iba a
ocurrir. Y así dejamos que la mañana fuera pasando. Naturalmente,
empleamos aquellas horas en especular con desasosiego. Acaso no ocurriría
cosa alguna; acaso fuera aquel día como otro cualquiera en aquel lugar, como
fue en los cien años pasados; acaso Bentley Place no haría más que seguir
adelante.
Como hacia las diez de la mañana nos acercamos. Allí ocurría algo especial.
Había un movimiento hacia el bien. Nuestros peores presentimientos eran
infundados. Pero no podía uno afirmar en absoluto que fuera todo como una
seda. Se mascaban en el ambiente las conversaciones sobre el cierre. Pero no
implicaba el que las puertas fueran cerradas de hecho. Seguían abiertas como
de costumbre. Pero era porque la gente tenía que entrar y salir, como de
ordinario. Los elementos positivos de aquella situación descansaban en el
hecho de que la propietaria mayor, la señora Curley, había anunciado de
manera definitiva que ella iba a cerrar. Además, se encontraba uno con
algunas de las chicas ya vestidas, cosa que no era acostumbrada. Decían que
iban a ir a "Sancta Maria"; se rumoreaba que algunas ya se habían ido.
Si esto era verdad, la cosa iba bien. Luego, una llamada telefónica nos hizo
saber que un par de ellas habían llegado ya. Pero un par de chicas de la calle
aunque en sí era un grupo y una señal, manifestaban un claro síntoma de un
cierre general y de una completa emigración de las chicas de Bentley Place
hacia "Sancta Maria".
Las otras propietarias no pudieron ser encontradas. Pero algunas de sus chicas
manifestaron su intención de ir a "Santa Maria". Decían que no sabían lo que
iba a ocurrir en relación con las casas particulares a que ellas pertenecían;
habían oído que se trataba de cerrarlas; sin embargo, nada se sabía de cierto.
No podíamos nosotros esperar mucho para poner más en claro la cuestión,
porque una misión importante nos requería en otros puntos. Y era a movilizar a
nuestra guarnición. El cierre qué la señora Curley hizo significaba que gran
número de cuartos habrían de quedar vacantes o que ya lo estaban; y aún
quedaban más. Estos cuartos debían ser reservados en conformidad con
nuestro plan de colocar inquilinos traídos a ellos. Esto debía hacer-se al
momento. Lo deseable -aunque posible, pero no práctico- era que en cada uno
de los cuartos vacantes durmiera una familia aquella misma noche. Así que
teníamos que ir a notificarlo a nuestros futuros inquilinos y tratar de inducirles
a que se mudaran aquel mismo día. Antes de salir de aquel lugar vimos a
Santiago Curley, el cual consintió en hacer una lista de todos los cuartos que
habían de quedar vacantes en el curso de aquel día. Debíamos disponerlos
nosotros con las cien libras esterlinas del mobiliario que habíamos comprado;
de suerte que cada una de las familias que viniera encontrara una casa
dispuesta a recibirla. Siguió una limpieza general por las fonduchas, y la noticia
de las cuartos vacantes se hizo circular lo más que se pudo. Era arriesgarse un
tanto obrar así, porque entonces era extremadamente vaga la idea que
teníamos del número total de cuartos que habían de quedar vacantes. Podía
ser desastroso para muchos llegar y quedar defraudados. Sin embargo,
teníamos que pasar por aquel riesgo con el fin de asegurar un número
suficiente de los que habían de venir, ya que algunos de los que habían
consentido en venir estaban ausentes y otros habían cambiado de parecer.
Pero tuvimos la satisfacción de ver que algunos de ellos ya entonces estaban
haciendo los preparativos para trasladarse a Bentley Place.
Había que hacer algunas otras cosas más. Una de ellas era notificar a las
Conferencias de San Vicente de Paúl que el cierre, al fin, se llevaba a cabo, y
que su nueva Conferencia debía estar pronta para entrar en acción. Luego una
visita a "Sancta Maria". Entonces algunas chicas habían ingresado en la
residencia, y se decía que otras estaban en camino, o que por lo menos lo
intentaban. No era esto nada malo, ocurriera lo que ocurriese. Así que se envió
aviso a los franciscanos que los Ejercicios de tres días, que ya estaban
apalabrados, comenzarían aquella noche para el grupo que había ingresado.
Luego, vuelta a Bentley Place y volando. Porque allí había algún desorden,
según decían generalmente en "Sancta Maria", que procedía de los rumores de
las recién llegadas. De ser verdadero el rumor, podía manifestar una situación
peligrosa y el fin de nuestras esperanzas. No había más que un solo medio de
asegurarse. Ir y ver.
CAPÍTULO XXIII
EL DÍA DEL CIERRE
No vayáis a pensar por esto que todo iba como una seda. Una vez
inspeccionado aquel lugar se pudo apreciar que la mayoría de las Casas
estaban cerradas y que muchas de las chicas se habían ido ya a "Sancta
Maria"; pero quedaban todavía allí cinco abiertas. Y el número de chicas que en
ellas había resultaba tan grande como el que se había trasladado de las casas
cerradas. La discusión de los dirigentes dio por resultado obtener respuestas
sin compromiso, tales como ésta: "Todavía no hemos tomado una resolución
final". Entonces traté de verme con las propietarias de aquellas casas. Eran
Betty Gray y Kitten Carr, ya descritas en el relato de las entrevistas con los
propietarios. No estaban en casa, ni por ningún lado había nadie que pudiera
decir si sabían dónde paraban. Un recorrido general del lugar, que no era muy
grande, fue infructuoso. Lo cual parecía una amenaza. Porque la pareja
raramente abandonaba su puesto. Todo la cual sugería que había algo más por
medio que una mera indecisión; que su decisión era contraria; que las
promesas formales que nos hicieron estaban quebrantadas.
Lamento que esta omisión mía fuese provocada por la muerte sentida de una
de aquellas "legionarias" (1942). Era ésta Molly Mac Carthy, que llegó a ser la
primera secretaria del Concilium, cuando éste se formó. Descanse en paz su
hermosa alma.
La narración seria incompleta sin sus nombres, y así los pongo aquí: Nell
Owens, May Massey, María
Stallard, Sally Mac Namara, Rose Donnelly, Celia Shaw, Josephine Plunkett,
Rose Scratton, Estella Condeil, Mollie Mac Carthy, Nora Moynihan, Kathleen
Shannon, Josephine Ryan, Kathleen Hanvey, Helena Raleigh, María Molloy,
Teenie Mac Cleary, Teresa Cully, María Rowe y May Mohan.
Se presionaría de mil maneras. Todos aquellos cuyos medios de vida les habían
sido como arrancados (y a quienes debíamos haber procurado un empleo en lo
mejor de las circunstancias) habían de ser explotados en interés de la
campana. Luego, con hombres y mujeres, llevados a la desesperación y
ofuscados y buscando camorra, ésta no tardaría en venir.
Este modo de pensar nos era penoso. Procuramos apartarnos del mismo para
agarrarnos aunque fuera a un clavo ardiendo. Uno de estos ardientes clavos
era la esperanza de que en realidad todo estaba perfectamente bien; de que
las dos propietarias cerrarían, porque hasta entonces todavía era mediodía.
Recordamos nuestras discusiones con las propietarias. Convinimos todos en la
aparente sinceridad de Betty Gray que había sido la primera con quien nos
entrevistamos. No pensábamos de la misma manera acerca de aquella singular
persona llamada señora Carr. Pero, después de haber sacado a colación y
discutido cada una de estas ideas, era evidente que en aquel momento no
teníamos otro camino abierto sino el de tratar de encontrar a la pareja perdida
y renovar nuestras consultas con ella. Así terminó aquello, que debió de ser
una de las comidas más inapetentes a que jamás asistimos. Luego nos
separamos para ir cada uno a nuestros diversos empleos. Los múltiples
deberes de la Misión serían cumplidos con tanta atención como si no existiera
cosa tan deprimente como Bentley Place. Lo que a mí se me encomendó fue el
tratar de establecer contacto con las fugitivas. Y así, algunos de nuestros
miembros dedicaron el resto del día a la caza de las mismas. Pero aquella
dichosa pareja, que de ordinario era la gente más fácil de encontrar, no podía
ser localizada. Era cosa clara que se habían escondido de propósito, siendo
ésta una manera fácil de decirnos que se colocaban al otro lado del pacto
convenido.
Nuestras emociones eran tan poco agradables, como para estropearnos lo que
de otro modo hubiera sido un espectáculo tan divertido como alentador. Era la
movilización de nuestros inquilinos, que ya había comenzado e iba
aumentando cada vez más. Valía la pena observarlo. Algunos de ellos nada
poseían ni traían consigo sino lo puesto. Los más afortunados, tales como los
del pasadizo de Rosemary, traían consigo su sencillo y completo ajuar. Otros
iban "mal que bien" en grado descendente. Aquella pobre gente había resuelto
sus problemas de transporte de mil modos. Sus cachivaches llegaban en toda
suerte de pequeños vehículos, desde el carretón tirado por un par de caballos o
de asnos, hasta el ridículo carrito de mano, sin que tomara parte ni tan siquiera
uno de motor, según recuerdo. Conforme llegaba una nueva familia, era
encaminada a su nueva vivienda y ayudada a instalarse. Aquellos que no
tenían conveniente moblaje o acaso ninguno, se les proporcionó los comprados
en la tienda, según ya queda descrito. No tardó mucho tiempo el arreglo de
aquellas sencillas familias. Muchos de los nuevos colonos habían llevado una
vida tan vagabunda o errante que, aun en la primera noche de Bentley Place,
no pudieron sentirse gente extraña. Algunos de ellos durmieron por primera
vez en su vida en una casa que podrían llamar con verdad suya.
El hecho de encontrarle significaba más que otra cosa que él era quien
deseaba encontrarse conmigo. De otra manera, como las otras dos, él hubiera
aparecido en su propio ambiente. Yo lo tomé así y lo recibí como señal
favorable. Dije que deseaba hablarle de la situación. Consintió en ello, y me
llevó al cuarto delantero (que entonces era cuarto de dormir) de aquella su
casa no oficial. Nuestra discusión comenzó de mala manera. Ya no estaba de
buen temple, y él aparecía fríamente terrible. Sin proponerlo siquiera con
ninguna clase de palabras, ya adoptó el papel de representante de las dos
señoras; lo cual, desde luego, era su posición exacta. No se anduvo por las
ramas y dijo con toda la rudeza que no debían cerrar. Me referí a los solemnes
compromisos que habían tomado en contrario. Él anuló mi respuesta diciendo
que ambas habían seguido en lo mismo desde entonces y que veían
claramente que no podían cumplir sus promesas, por mucho que lo hubieran
deseado. Obrar así significaba dejarles sin un ochavo y muertas de hambre.
Sus acreedores, grandes casas de negocio de la ciudad, no tomarían en cuenta
los sacrificios que estaban haciendo, y reclamarían en cambio el pago
completo cuando, por el contrario, sus deudores, que eran toda la gente de
Bentley Place, podía esperarse se declararan insolventes en aquellas
circunstancias únicas. Esta posición no era aceptable y hasta que ellas lograran
un trato adecuado, no veían la manera de cerrar sus casas.
CAPÍTULO XXIV
ENTRA EN ESCENA LA POLICÍA
Y estamos a miércoles. El principal asunto del día era la entrevista con Ned
Curran a las dos de la tarde. Desperté con este pensamiento. Pasó la mañana
en asuntos de inquilinos, es decir, tuve que ir de una parte a otra en busca de
probables y tratando de levantar el ánimo de los apocados. Pero todo el tiempo
estuvo mi mente fija en las manecillas del reloj que se movían hacia las dos.
-"Usted me dijo ya antes todo esto, y yo no le digo más que lo que ellas dicen.
Es una mala partida. Quisiera yo servir de alguna ayuda; pero ellas se agarran
a que su deuda es de mil quinientas libras, y no están dispuestas a cerrar
mientras no logren esa cantidad. Y esto es una resolución definitiva".
Hubo una pausa. Así, frente a frente al desastre, tenía sentimientos que
podían ser descritos como de tigre. Ni siquiera por un momento pensé en
someterme a su vil petición -ni siquiera a conceder un chelín más. Si la
conversación de Ned Curran iba dirigida a iniciar una sesión de regateo, él y las
personas por quienes él obraba se equivocaban de medio a medio. Entonces
hablé, inclinándome lo mejor que pude hacia la indiferencia: "Lo siento, señora
Curran, nosotros hicimos una oferta decente, para sacarlas de un apuro. Pero
no estamos dispuestos a comprarlas como en un negocio. Lo siento mucho.
Hasta el presente se ha usado con ellas de medidas caballerosas. Pero han
fallado. Veremos ahora qué drásticas medidas se seguirán".
Con esto di media vuelta, y, sin volverle a mirar, dejé el lugar. Me dirigí
derecho al hotel Belvedere, donde los misioneros estaban esperando
ansiosamente el resultado de la entrevista con Curran. Incidentalmente,
habíamos de comer juntos y pensábamos darle categoría de celebración de
victoria. En cambio, fue como la comida de un hombre condenado a muerte.
Desde mí triunfo con Ned Curran, en la noche del martes, habíamos vivido en
un sueno de locura. Ahora nuestro gozoso sueño tuvo un triste despertar.
Si una de las partes en una guerra estuviera armada únicamente con guantes
de boxeo, habría dc ser sin duda derrotada. ¡Más aún, sería una cosa ridícula!
En segundo lugar, la gran mayoría de la gente de Bentley Place se había
puesto ahora del lado de la virtud. Eran débiles, deseaban llevar una vida
decente. Todo se había preparado con éxito para disponerlos a obrar así en el
futuro. Y ahora un puñado de tres se había puesto del otro lado y ponía en
peligro todo el hermoso plan y proyecto. Era su "ultimátum": 1,500 libras y si
no...
Desgraciadamente no era este caso uno de esos en que cada una de las
partes puede escoger su camino y seguir adelante pensando en principios
generales de libertad. Porque las razones dadas en mi análisis de este mismo
punto en el capítulo anterior, no podían dar margen al fracaso en nuestro
empeño final. No cabían las medias tintas. No había lugar para hacer el
balance de ganar o perder. Recordaréis mi analogía de un incendio apagado
parcialmente, que pronto vuelve de nuevo a propagarse. Esto no es un puro
razonamiento; constituye un hecho evidente por sí mismo; por consiguiente,
aquellas cinco casas malas habían de ser objeto de trato especial. El negocio
no es únicamente de moralidad común, sino que va más allá, hasta el límite de
la amenaza pública. De la misma manera que un perro rabioso, que corre
suelto, es mucho más que un problema de veterinaria. Aquel perro no se
contenta únicamente con estar rabioso, necesita morder e inocular su mortal
virus a todos. Y ahora aquellas rebeldes propietarias eran como dos perros
rabiosos. Tolerarlas significaría que pronto su hidrofobia moral habría de
comunicarse de nuevo al resto de la población de aquella zona.
El General aún no había vuelto cuando llegamos allí; y así, esperamos. Llegó
poco después y fuimos introducidos a él. Ya os daréis cuenta de que ésta era la
hora más inoportuna para abordar a un hombre con negocios. Pero hay que
admitir que el General merecía muy alta estima por su paciencia. Se sentó con
toda tranquilidad a escucharnos. Y descubriendo más tarde la magnitud del
negocio, hizo que su esposa se fuera sola a casa y nos prestó la más completa
atención.
Ya los tres solos, le dimos cuenta detallada de todo lo que había ocurrido en
los tres años anteriores a la Misión, y en las tres semanas de la misma. Su
porte exterior manifestaba cuán grandemente le conmovía nuestra narración.
Pero, ¿quién no se conmovería? Y en aquel caso, había algo de interés
adicional y agudo porque el asunto se relacionaba con el problema más
espinoso de su propio departamento.
En el curso de la conversación, nos interrumpió alguna que otra vez con sus
preguntas. Al fin, aquel interminable desfile de sucesos llegó a su fin. El
comentario del Jefe comisionado fue breve:
Le dijimos con toda claridad cómo todo el negocio quedaba afectado porque
revocaron el pacto aquellas dos propietarias. Le explicamos por qué
pensábamos nosotros que a la situación que resultaba no debía permitírsele
seguir su curso, sino que debía recibir algún trato drástico por quien pudiera
dárselo. Hasta vinimos a mencionarle nuestra terrible solución sobre este
punto. Procedimos luego a poner nuestras consideraciones finales y urgentes
en cuanto a la necesidad de la intervención de la policía. Interrumpió él: "Esta
es cosa que no deben discutir o tratar conmigo. Creo que es un sencillo caso de
intervención y he de ayudarles con todo el poder de que dispongo. Cuanto
crean ustedes que deba ser hecho, trataré de cumplirlo a la letra. Quisiera oír
su modo de pensar acerca del método que podemos seguir".
¡Bueno!, ¡aquel fue un golpe placentero! ¡Qué actitud tan reconfortante! ¡Allí
no se trataba de esconder la mano! ¡Allí no se daba ni un centímetro al
pastelero oficial! ¡No había ni una palabra que se hubiera de conferenciar o de
esperar hasta la semana próxima! Lo único que allí había era humanidad y
cristianismo espontáneo, respaldadas por una decisión y resolución rápidas.
Pasamos luego a considerar los detalles. ¿De qué naturaleza especial había de
ser la intervención? Pronto coincidimos en esto. Acordamos que el primer
elemento debía ser acción inmediata, irresistible y completamente decisiva
-aplastar los restos rebeldes y formar una especie de eco a aquella promesa de
medios drásticos que se le había hecho a Curran y compañía- participando así
de la cualidad de nemesis con relación a ellos por su reciente sucia táctica.
Aquella intervención debía ser un acto formal que adoptaría el carácter de
ceremonial (aunque ceremonial rudo y violento) que mareara la conquista de
Bentley Place por la ley y la devolución de aquel territorio criminal a la ciudad,
dentro de la cual él estaba, pero que no le pertenecía. Aquella demostración de
la ley debía dar la aprobación a cuanto habíamos hecho y debía proseguir de la
misma manera con perfecta continuidad, manifestando a todos de una manera
dramática que el antiguo orden de cosas había pasado a la historia, cediendo
el lugar a otro nuevo. ¿Cómo todo esto habría de ser llevado a la práctica? La
respuesta que habíamos rumiado era que la policía atacara o cercara. ¿Y
cuándo? En aquel mismo momento, a ser posible. Pero no era posible, ya que
innumerables detalles habrían de ser preparados por la Comisaría y no unos
pocos por nosotros mismos. Y no debía permitir un desliz. Una cosa sobre todo,
habíamos de continuar dirigiendo a nuestros inquilinos. Recordaréis lo que dije
antes acerca de su importancia estratégica.
Se fijó la hora del ataque. Sería en la media noche del jueves; esto es, al cabo
de unas treinta horas. Entretanto, la orden del día había de ser el secreto más
absoluto. Terminada aquella entrevista, la más agradable e importante, cada
uno se fue por su lado. El general se fue a su casa, el P. Mackey a unirse a sus
compañeros en el trabajo de la Misión y yo a "Sancta Maria", donde se me
esperaba con las noticias de los últimos acontecimientos.
Encontré a "Sancta Maria" hecha una balsa de aceite por su paz. Reinaba allí
con toda suavidad una atmósfera de Ejercicios. ¡Qué contraste con el torbellino
del día en que yo estaba metido! Allí encontré al P. Creedon y a nuestros
valientes. Tenía yo mucho que contar. Pero, cumpliendo con la orden de
guardar secreto, a nadie dije nada del proyectado ataque, sino sólo al Padre
Creedon. No vayáis a pensar con esto que nuestra gente era una partida de
lenguas sueltas. Estaban muy lejos de ser así. Siempre ha sido objeto de noble
orgullo para nosotros el que los legionarios, sin juramentos o paradas de chin-
chin, podían guardar en secreto las cosas que se suponían habían de quedar en
silencio. Pero nos habíamos obligado a nosotros mismos a limitar en absoluto
este asunto particular a solos los principales.
¡Así terminó el miércoles!, ¡otro día que nos pareció como un año!
CAPÍTULO XXV
EL ASALTO LLEGA A LOS ULTIMOS REDUCTOS
El asunto de los inquilinos venía a exigir otra vez nuestra atención; buscarlos,
ponerlos en sus casas, amueblarlos. Este proceso de formar casas de ordinario
es algo que regocija, pero pesaba sobre nosotros la angustia como si fuera una
niebla haciéndonos ver todas las cosas en los colores de aquella gran miseria
suya. Ya he descrito suficientemente la situación calamitosa de aquella pobre
gente. Al fin, ahora ya iban a conseguir habitaciones propias. ¿Serían capaces
de conservarlas? Si nuestro plan saliera al revés, ellos tendrían que cargar con
la parte del desastre que les correspondiera. Casi con certeza absoluta habrían
de quedar como yertos -¿no será mejor decir habrían de quedar abrasados?-
por la gentuza victoriosa. Pero no nos asustamos mucho por esto. Hablaríamos
sin corazón silo dijéramos. ¿Y qué se nos va en ello? ¿Por qué no habrían de
estar ellos dispuestos a sufrir y luchar y valerse de todas las oportunidades
para una nueva vida como cualquier otro nuevo colono? Además, formaba
parte de la atmósfera de aquellos momentos que no podíamos nosotros
considerarlos como soldados nuestros o parte dc nuestra guarnición.
Y así despertó aquel día de prueba. ¿Ya conocéis lo que antes dijimos sobre el
vivir o estar sentados en un volcán? Así lo sentíamos nosotros y este
sentimiento tenso e intolerable creció más y más a medida que se acercaba la
medianoche. Al hacerse de noche, a eso de las siete, ocurrió algo que nos hizo
creer que aquel sentimiento tenía algo de una admonición justificada. Se nos
indicó por persona bien informada que algunos de los mismos policías no
simpatizaban con lo que allí ocurría; se manifestaban hostiles de modo
particular contra la idea del asalto y estaban resueltos a no poner el mayor
empeño para que la cosa quedara en agua de borrajas. Esta sugerencia nos
electrizó, más aún, nos aterrorizó; porque venía a planear de modo muy
natural en el terreno de la actitud ya hecha historia de la policía, de mero
fatalismo en relación con Bentley Place. Sería completamente desastroso el
que el asalto quedara reducido a puro juego. Siempre en adelante podría
decirse que nuestra causa había fallado a pesar de todo cuanto se había hecho
por ello, a pesar de los dos años de esfuerzos sobrehumanos allí empleados
que habían culminado con la poderosa empresa de las últimas semanas y que
había sido respaldado finalmente por la antedicha drástica acción policíaca. ¡Y
pensar en un fracaso a pesar de todo! ¡Y por consiguiente, ya nunca jamás
habría alguien tan loco que se atreviera a intentarlo de nuevo! No seríais
capaces ya de oír el gran coro de los incrédulos Tomases: "Ya os lo dijimos. No
podéis ir contra la corriente de la naturaleza humana".
Y colgó el teléfono. Se volvió a nosotros y nos dijo que pensaba él que con
esto ya quedaríamos aquietados. Y lo estábamos. Nos separamos de él. Y se
volvió al boxeo. Y nosotros a "Sancta Maria".
Allí todas las chicas se habían acostado y no cabe duda de que estaban
cansadas del largo día del Retiro. Era el último día de los Ejercicios que habían
empezado el martes y el día de la gran clausura. Todo había marchado como
una seda. Todas se habían acercado al confesionario y todo estaba listo para la
misa final y Sagrada Comunión del día siguiente. El P. Antonino que había
dirigido los Ejercicios se había ido a su Convento que se hallaba en Merchanté
Quey. Pero la directiva estaba aún de pie. Allí estaban la señorita Plunkett, la
señorita Stratton, que vivían en la Hospedería, y las señoritas Condell y
Stallard, que acostumbraban a permanecer allí la mayor parte de estos
Ejercicios. Habría probablemente alguno más, pero no me acuerdo.
Era el primer tiempo libre que habían tenido en todo el día. Nos unimos a ellas
para tomar una taza de té y contar lo ocurrido aquel día a ellas y a nosotros.
Pero no voy a tratar yo de meteros mis dudas aun estando tentado a ello,
como si al fin de un capítulo fuera realmente necesario. Voy a deciros ahora lo
que ocurrió.
No hubo tropiezo ni nadar a dos aguas. Una larga procesión de carros apareció
repentinamente en el lugar de la escena y se formó un cordón apretado
alrededor del infame lugar. Dada una señal muchos grupos se dieron a trabajar
para sacar las cosas de aquel sitio. Dicho sea de paso se dispararon muchos
tiros, no puedo decir quiénes los dispararon; pero no queda recuerdo de que
alguno fuera herido. Se entró en todas las habitaciones y todo el mundo se vio
precisado a cuidar de sí mismo. Debía apreciarse en aquella ocasión que no
había tiempo que perder. Y si una puerta no se abría después de un período
razonable, sencillamente se la abría y las fuerzas de la ley entraban dentro,
como si dijéramos, pasaban por encima del cuerpo muerto.
Aquellos que se sentían feroces o con ganas de pelear eran cogidos y puestos
sin ninguna clase de ceremonias en los carros que esperaban. Algunos
muebles y objetos de adorno de los cuales había muchos en los cuartos mejor
amueblados quedaron rotos en estos forcejeos. Como resultado de todo esto,
cierto volumen de daños era inevitable. Desde luego no solamente se puso la
mano sobre aquellos de carácter más turbulento, sino que se hizo una redada
general de todos aquellos que de ordinario participaban en el tráfico. Por
ejemplo todas las chicas fueron recogidas no solamente las que pertenecían a
la zona sino también otras chicas que habían acudido allí aquella noche.
Formaba parte también del sistema el que un cuarto podía ser alquilado por los
visitantes en sólo diez chelines. Unas con otras, las chicas arrestadas fueron
cuarenta y cinco.
Finalmente, los jefes fueron capturados, a saber: Betty Grey, "The Kitten",
Carr, y su principal Ned Curran.
Corrió la voz algo así como el rayo y se decía que algunas personas muy bien
conocidas quedaban envueltas en esto. Cualquier Tom, Dick o Harry os diría ya
en el tren o en la esquina de la calle los nombres de por lo menos dos
notabilidades que allí fueron atrapadas. De hecho, sin embargo, algunos de
nosotros que oímos estos nombres podemos decir que no estuvo enredado
ningún personaje.
Entre ellas en una celda se encontraba Betty Gray y en otra la señora Carr.
Esta última manifestaba su manera de ser cursi y sarcástica, se encontraba
muy tranquila a pesar de lo que le había ocurrido. Pero Betty estaba sumida en
la más profunda consternación confusa y llorosa. Por su porte exterior podía
uno juzgar que se había pasado la noche llorando. Probablemente así fue
porque a pesar de sus medios inhumanos de vivir, Betty era una mujer de
natural suave y buena.
Aquella misma noche comenzaron los Ejercicios las nuevas chicas. El grupo
suplementario de legionarias que habían permanecido en la Hospedería para
ayudar a las regulares y que siguiendo el curso ordinario habrían de volver a
sus casas en aquel día, hubieron de conformarse a prolongar sus esfuerzos.
Pero tengo que volver sobre mis pasos. Porque habían ocurrido varias cosas.
Bently Place se había recalentado hasta el punto de hallarse todos en una
verdadera furia. Al principio, sin duda alguna, aquellas gentecillas habían
quedado algún tanto como atontadas por la violencia y la rapidez del golpe
dado por la Policía. Además, aunque muchos no se habían ido a dormir aquella
noche, la oscuridad hacía muy difícil el figurarse un cuadro completo de los
efectos del asalto, aun incluyendo a los que se habían perdido. Pero a las pocas
horas de amanecer una discusión general y enfurecida había dado a Bentley
Place un cuadro completo de la catástrofe.
No se nos dejó por mucho tiempo ignorantes de las intenciones que tenían.
Tan pronto como yo salí de Bridewell, me buscó un buen a migo que teníamos
y era Tom Greene. Le habían pedido gentes que nos miraban bien en la zona
de Bentley Place que tratará de encontrarme y me hiciera saber la que se
estaba preparando. Y lo que me dijo era bastante para tener miedo. Traducido
al lenguaje corriente, la primera vez que por allí apareciéramos iban ellos a
meternos en sitio de donde no saldríamos. Tom Geene era hombre de carácter
de insólita manera afectuoso. Sus amores eran muy fuertes. Sufría el pobre de
manera muy patética con sólo pensar en que nos fuéramos a meter en algún
grave lío.
Tras el señor Greene, se nos iban dando las mismas noticias por otros
caminos. Y en cada caso se nos hacía un urgente llamamiento para que no
fuéramos por allí mientras las cosas siguieran como estaban.
Pero había algo que lo enredaba. Todos los viernes por espacio de dos años
Bentley Place había sido visitado. Además, durante los Ejercicios y al acercarse
éstos teníamos nosotros que ir allí frecuentemente y a veces a diario. Las
noches de los viernes y las mañanas de los domingos eran las ocasiones fijas e
invariables. Permanecer alejados en cualquier otro tiempo no daría lugar a
comentarios. Pero sí los daría nuestra ausencia en día de viernes. Y este día
era precisamente viernes. ¿Qué habría que hacer?
CAPÍTULO XXV
EL ASALTO LLEGA A LOS ULTIMOS REDUCTOS
El asunto de los inquilinos venía a exigir otra vez nuestra atención; buscarlos,
ponerlos en sus casas, amueblarlos. Este proceso de formar casas de ordinario
es algo que regocija, pero pesaba sobre nosotros la angustia como si fuera una
niebla haciéndonos ver todas las cosas en los colores de aquella gran miseria
suya. Ya he descrito suficientemente la situación calamitosa de aquella pobre
gente. Al fin, ahora ya iban a conseguir habitaciones propias. ¿Serían capaces
de conservarlas? Si nuestro plan saliera al revés, ellos tendrían que cargar con
la parte del desastre que les correspondiera. Casi con certeza absoluta habrían
de quedar como yertos -¿no será mejor decir habrían de quedar abrasados?-
por la gentuza victoriosa. Pero no nos asustamos mucho por esto. Hablaríamos
sin corazón silo dijéramos. ¿Y qué se nos va en ello? ¿Por qué no habrían de
estar ellos dispuestos a sufrir y luchar y valerse de todas las oportunidades
para una nueva vida como cualquier otro nuevo colono? Además, formaba
parte de la atmósfera de aquellos momentos que no podíamos nosotros
considerarlos como soldados nuestros o parte dc nuestra guarnición.
Y así despertó aquel día de prueba. ¿Ya conocéis lo que antes dijimos sobre el
vivir o estar sentados en un volcán? Así lo sentíamos nosotros y este
sentimiento tenso e intolerable creció más y más a medida que se acercaba la
medianoche. Al hacerse de noche, a eso de las siete, ocurrió algo que nos hizo
creer que aquel sentimiento tenía algo de una admonición justificada. Se nos
indicó por persona bien informada que algunos de los mismos policías no
simpatizaban con lo que allí ocurría; se manifestaban hostiles de modo
particular contra la idea del asalto y estaban resueltos a no poner el mayor
empeño para que la cosa quedara en agua de borrajas. Esta sugerencia nos
electrizó, más aún, nos aterrorizó; porque venía a planear de modo muy
natural en el terreno de la actitud ya hecha historia de la policía, de mero
fatalismo en relación con Bentley Place. Sería completamente desastroso el
que el asalto quedara reducido a puro juego. Siempre en adelante podría
decirse que nuestra causa había fallado a pesar de todo cuanto se había hecho
por ello, a pesar de los dos años de esfuerzos sobrehumanos allí empleados
que habían culminado con la poderosa empresa de las últimas semanas y que
había sido respaldado finalmente por la antedicha drástica acción policíaca. ¡Y
pensar en un fracaso a pesar de todo! ¡Y por consiguiente, ya nunca jamás
habría alguien tan loco que se atreviera a intentarlo de nuevo! No seríais
capaces ya de oír el gran coro de los incrédulos Tomases: "Ya os lo dijimos. No
podéis ir contra la corriente de la naturaleza humana".
Y colgó el teléfono. Se volvió a nosotros y nos dijo que pensaba él que con
esto ya quedaríamos aquietados. Y lo estábamos. Nos separamos de él. Y se
volvió al boxeo. Y nosotros a "Sancta Maria".
Allí todas las chicas se habían acostado y no cabe duda de que estaban
cansadas del largo día del Retiro. Era el último día de los Ejercicios que habían
empezado el martes y el día de la gran clausura. Todo había marchado como
una seda. Todas se habían acercado al confesionario y todo estaba listo para la
misa final y Sagrada Comunión del día siguiente. El P. Antonino que había
dirigido los Ejercicios se había ido a su Convento que se hallaba en Merchanté
Quey. Pero la directiva estaba aún de pie. Allí estaban la señorita Plunkett, la
señorita Stratton, que vivían en la Hospedería, y las señoritas Condell y
Stallard, que acostumbraban a permanecer allí la mayor parte de estos
Ejercicios. Habría probablemente alguno más, pero no me acuerdo. Era el
primer tiempo libre que habían tenido en todo el día. Nos unimos a ellas para
tomar una taza de té y contar lo ocurrido aquel día a ellas y a nosotros.
Pero no voy a tratar yo de meteros mis dudas aun estando tentado a ello,
como si al fin de un capítulo fuera realmente necesario. Voy a deciros ahora lo
que ocurrió.
No hubo tropiezo ni nadar a dos aguas. Una larga procesión de carros apareció
repentinamente en el lugar de la escena y se formó un cordón apretado
alrededor del infame lugar. Dada una señal muchos grupos se dieron a trabajar
para sacar las cosas de aquel sitio. Dicho sea de paso se dispararon muchos
tiros, no puedo decir quiénes los dispararon; pero no queda recuerdo de que
alguno fuera herido. Se entró en todas las habitaciones y todo el mundo se vio
precisado a cuidar de sí mismo. Debía apreciarse en aquella ocasión que no
había tiempo que perder. Y si una puerta no se abría después de un período
razonable, sencillamente se la abría y las fuerzas de la ley entraban dentro,
como si dijéramos, pasaban por encima del cuerpo muerto.
Aquellos que se sentían feroces o con ganas de pelear eran cogidos y puestos
sin ninguna clase de ceremonias en los carros que esperaban. Algunos
muebles y objetos de adorno de los cuales había muchos en los cuartos mejor
amueblados quedaron rotos en estos forcejeos. Como resultado de todo esto,
cierto volumen de daños era inevitable. Desde luego no solamente se puso la
mano sobre aquellos de carácter más turbulento, sino que se hizo una redada
general de todos aquellos que de ordinario participaban en el tráfico. Por
ejemplo todas las chicas fueron recogidas no solamente las que pertenecían a
la zona sino también otras chicas que habían acudido allí aquella noche.
Formaba parte también del sistema el que un cuarto podía ser alquilado por los
visitantes en sólo diez chelines. Unas con otras, las chicas arrestadas fueron
cuarenta y cinco.
Además, los hombres identificados como matones y apresados fueron una
docena. También los caballeros visitantes de aquel lugar que fueron cogidos
dieron la cifra de cincuenta.
Finalmente, los jefes fueron capturados, a saber: Betty Grey, "The Kitten",
Carr, y su principal Ned Curran.
Entre ellas en una celda se encontraba Betty Gray y en otra la señora Carr.
Esta última manifestaba su manera de ser cursi y sarcástica, se encontraba
muy tranquila a pesar de lo que le había ocurrido. Pero Betty estaba sumida en
la más profunda consternación confusa y llorosa. Por su porte exterior podía
uno juzgar que se había pasado la noche llorando. Probablemente así fue
porque a pesar de sus medios inhumanos de vivir, Betty era una mujer de
natural suave y buena.
Aquella misma noche comenzaron los Ejercicios las nuevas chicas. El grupo
suplementario de legionarias que habían permanecido en la Hospedería para
ayudar a las regulares y que siguiendo el curso ordinario habrían de volver a
sus casas en aquel día, hubieron de conformarse a prolongar sus esfuerzos.
Pero tengo que volver sobre mis pasos. Porque habían ocurrido varias cosas.
Bently Place se había recalentado hasta el punto de hallarse todos en una
verdadera furia. Al principio, sin duda alguna, aquellas gentecillas habían
quedado algún tanto como atontadas por la violencia y la rapidez del golpe
dado por la Policía. Además, aunque muchos no se habían ido a dormir aquella
noche, la oscuridad hacía muy difícil el figurarse un cuadro completo de los
efectos del asalto, aun incluyendo a los que se habían perdido. Pero a las pocas
horas de amanecer una discusión general y enfurecida había dado a Bentley
Place un cuadro completo de la catástrofe.
No se nos dejó por mucho tiempo ignorantes de las intenciones que tenían.
Tan pronto como yo salí de Bridewell, me buscó un buen a migo que teníamos
y era Tom Greene. Le habían pedido gentes que nos miraban bien en la zona
de Bentley Place que tratará de encontrarme y me hiciera saber la que se
estaba preparando. Y lo que me dijo era bastante para tener miedo. Traducido
al lenguaje corriente, la primera vez que por allí apareciéramos iban ellos a
meternos en sitio de donde no saldríamos. Tom Geene era hombre de carácter
de insólita manera afectuoso. Sus amores eran muy fuertes. Sufría el pobre de
manera muy patética con sólo pensar en que nos fuéramos a meter en algún
grave lío.
Tras el señor Greene, se nos iban dando las mismas noticias por otros
caminos. Y en cada caso se nos hacía un urgente llamamiento para que no
fuéramos por allí mientras las cosas siguieran como estaban.
Pero había algo que lo enredaba. Todos los viernes por espacio de dos años
Bentley Place había sido visitado. Además, durante los Ejercicios y al acercarse
éstos teníamos nosotros que ir allí frecuentemente y a veces a diario. Las
noches de los viernes y las mañanas de los domingos eran las ocasiones fijas e
invariables. Permanecer alejados en cualquier otro tiempo no daría lugar a
comentarios. Pero sí los daría nuestra ausencia en día de viernes. Y este día
era precisamente viernes. ¿Qué habría que hacer?
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PROLOGO