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FREUD
L'na vida de nuestro tiempo
Leer este libro es entrar en el mundo de Sigmund
-ra.c como nunca se habla hecho antes: su familia,
. ; ¿dad, sus problemas profesionales, su larga, tor­
ra :$: . extraordinariamente fructífera vida. Le vemos
-■ ra en la época de la decadencia del liberalismo,
e-.tre los horrores de la guerra, las dificultades de la
-■iz. la subida al poder de Hitler y la caída de Austria.
7-rasen ta ante nosotros elaborando y revisando
rara- zonas que harían época. Estamos allí con él
iraando da a luz dolorosamente a todos sus descubri-
- e-.:os, fascinado por los problemas que él mismo se
? ralea. meditando tristemente acerca de sus publica-
. "es, riñendo constantemente con sus discípulos. Y
raic:-tramos a Freud, siempre enérgico, a menudo
ixsac-mbrado y a veces rencoroso, mientras sus
: 11 • se an extendiendo desde el pequeño círculo vie-
-es -rara toda Europa y a través del océano hacia los
E_--j: :s Unidos... y el mundo entero.
Bisándose en una instructiva serie de documentos
rara ::s ocluyendo cientos de cartas hasta ahora des-
. -craso inaccesibles. Peter Gay explora la mente
:: Freud. nos descubre sus pasiones y sigue paso a
raras: í - asombrosa carrera. Analiza al Freud psicoa-
-. z ;: mo político que busca apoyo para sus con-
ra rara ras descubrimientos. Desmenuza por primera
■: ■: dimensiones del amor que sentía Freud por su
■ a na y sus poco ortodoxos análisis. Nos ofrece un
: . : - - jcioso. detallado y fascinante acerca de las
re ra-•: -.es de Freud con sus problemáticos seguidores.
.: - : - -na ; Ferenczi. Trata con franqueza las centra­
ra ra rae siempre han rodeado el asunto de las apa­
ratera amistades de Freud, así como su vida amera­
ra ra. novaciones teóricas que. como afirmaba el
ira ra F rara, agitaron el sueño de la humanidad.
- rara quiza lo más importante y valioso de todo esto
- _ra ningún biógrafo anterior había integrado con
_ ■ j segundad en la propia vida de Freud la crónica
.: rasos, los documentos técnicos, su estética espe-
... i ■ ras incursiones en la prehistoria y la critica
. ra Los capítulos que conforman este libro y en
. ra Peter Gay expone lúcidamente las teorías de
re ra rarara de los sueños y la sexualidad, el desaira­
ra neurosis, el amor y el odio, apuntan hacia una
. - - ira ncepción de la educación liberal en el pen-
ra ra rara: analítico. mucho más discutida que
ra ra rara inmersión en las preocupaciones e inte-
■<- .. .rara más íntimos de Freud consigue que
_ra ra iras lleguen a tener vida propia.
i rara - recordará durante mucho tiempo el Freud
-■ ra 3i;. nos revela aquí: estudiante, médico, psi-
3Hnei »«»ante, marido, padre, amigo, científico, pole-
- _ .ra: cuma y triunfador. Este libro, brillante-
- - e .raocrabido y escrito, no sólo evoca una época.
j - - ra. ra -.ida y las ideas de un hombre que. en
. . ■ ra ra * H. Auden. «no es una persona, sino
... .n tsaoo de opinión».
Freud
Una vida de nuestro tiempo
Para
Bill y Shirley Kahn
Dick y Peggy Kuhns
Indice

Prefacio, 15

Fundamentos: 1856-1905
Uno. Hambre de conocimiento, 25
ALIMENTO PARA LOS RECUERDOS, 27 EL ATRACTIVO DE LA INVESTI­
GACION, 45 FREUD ENAMORADO, 62

Dos. La construcción de la teoría, 81


UN AMIGO (Y ENEMIGO) NECESARIO, 81 HISTERICAS, PROYECTOS Y
DIFICULTADES, 96 AUTOANALISIS, 115

Tres. Psicoanálisis, 133


EL SECRETO DE LOS SUEÑOS, 134 UNA PSICOLOGIA PARA PSICOLO­
GOS, 148 DE ROMA A VIENA: UN PROGRESO, 163 UN MAPA DE LA
SEXUALIDAD, 174

Elaboraciones: 1902-1915
Cuatro. Retrato de un precursor en orden de batalla, 185
A LOS CINCUENTA AÑOS, 185 PLACERES DE LOS SENTIDOS, 195 LA
SOCIEDAD PSICOLOGICA DE LOS MIERCOLES, 206 LOS EXTRANJEROS,
212
[ 12] Indice

Cinco. Políticapsicoanalítica, 233


JUNG: EL PRINCIPE DE LA CORONA, 233 INTERLUDIO AMERICANO, 242
VIENA VERSUS ZURICH, 250 JUNG: EL ENEMIGO, 263

Seis. Terapia y técnica, 283


UN PRINCIPIO PROBLEMATICO, 285 DOS LECCIONES CLASICAS, 294
SU PROPIA FUENTE: LEONARDO, SCHREBER, FLIESS, 307 SU PROPIA
CAUSA: LA POLITICA DEL HOMBRE DE LOS LOBOS, 326 UN MANUAL
PARA TECNICOS, 334

Siete. Aplicaciones y consecuencias, 349


CUESTIONES DE GUSTO, 349 LOS FUNDAMENTOS DE LA SOCIEDAD, 368
LA DESCRIPCION DE LA MENTE, 380 EL FINAL DE EUROPA, 388

Revisiones: 1915-1939
Ocho. Agresiones, 407
GRANDES Y TRASCENDENTALES COSAS, 407 UNA PAZ DIFICIL, 421
LA MUERTE: EXPERIENCIA Y TEORIA, 437 EROS, EL YO Y SUS ENEMI­
GOS, 452

Nueve. La muerte contra la vida, 467


LA MUERTE RONDA, 467 ANNA, 479 EL PRECIO DE LA POPULARI­
DAD, 498 VITALIDAD: EL ESPIRITU DE BERLIN, 512

Diez. Luces vacilantes sobre continentes negros, 525


RANK Y LAS CONSECUENCIAS, 525 LOS DILEMAS DEL DOCTOR, 546
LA MUJER, EL CONTINENTE NEGRO, 558

Once. La naturaleza humana en acción, 583


CONTRA LAS ILUSIONES, 583 LA CIVILIZACION: LA CONDICION HUMA­
NA, 605 LOS NORTEAMERICANOS FEOS, 616 TROFEOS Y NECROLO­
GICAS, 635
Indice .[ 13]

Doce. Morir en libertad, 653


LA POLITICA DEL DESASTRE, 653 EL DESAFIO COMO IDENTIDAD, 662
FINIS AUSTRIAE, 677 LA MUERTE DE UN ESTOICO, 697

Abreviaturas, 721
Notas, 723
Ensayo bibliográfico, 819
Reconocimientos, 873
Indice analítico, 881
Prefacio

En abril de 1885, en una carta muy citada, Sigmund Freud le anunció a


su prometida que casi “había completado una empresa que algunas perso­
nas, aún no nacidas pero destinadas a la desdicha, lamentarán considera­
blemente”. Se estaba refiriendo a sus biógrafos. “He destruido todas mis
notas de los últimos catorce años, así como cartas, resúmenes científicos
y manuscritos de mis obras. Entre las cartas, sólo se salvaron las de
familia.” Con todo el material borroneado amontonándose en torno a él,
se sentía como una esfinge hundida en arenas movedizas hasta la altura de
la nariz, que era lo único que emergía (bromeó) de las pilas de papeles.
No tuvo piedad con los que alguna vez escribirían sobre su vida: “Que
los biógrafos trabajen y se afanen; no queremos hacérselo demasiado
fácil.” Ya había previsto hasta qué punto iban a equivocarse con él. *1
Mientras yo investigaba y escribía este libro, a menudo visualicé la esce­
na siguiente: la esfinge Freud se libera de las montañas de papel que
habrían ayudado incomparablemente al biógrafo. Años más tarde, Freud
reiteró ese gesto destructor más de una vez, y en la primavera de 1938, al
prepararse para dejar Austria con destino a Inglaterra, se deshizo de mate­
riales que una vigilante Anna Freud, inducida por la princesa Marie Bona-
parte, rescató del cesto.
Freud encontró también otros modos de desalentar a sus futuros bió­
grafos. Por cierto, alguno de los comentarios que hizo acerca de la redac­
ción de biografías deberían hacer vacilar a cualquiera que escriba sobre su
vida. “Los biógrafos —anotó en 1910, en su trabajo sobre Leonardo da
[ I«] Prefacio

demostrado ser incluso más virulentas que las concernientes a sus teorías.
Freud mismo favoreció la atmósfera en la que puede florecer el rumor, for­
mulando aforismos memorables pero desorientadores, y dejando tras de sí
evaluaciones inexactas de su propia obra. Esto es paradójico: la creación
de Freud, el psicoanálisis, está después de todo comprometida con la inda­
gación más implacable; se presenta como la Némesis del ocultamiento, de
la hipocresía, de las evasiones bien educadas de la sociedad burguesa. Sin
duda, Freud se enorgullecía bastante de ser el destructor de las ilusiones,
un siervo fiel de la veracidad científica. “La verdad —le escribió a Sándor
Ferenczi en 1910— es para mí la meta absoluta de la ciencia.” *» Dos
décadas más tarde, repitió sus expresiones dirigiéndose a Albert Einstein:
“Ya no considero uno de mis méritos el decir siempre la verdad en la
medida de lo posible; se ha convertido en mi oficio”. *10

Sabemos mucho acerca de Freud. Mantuvo una vasta correspondencia,


que yo he leído casi por completo; tanto en tono informal como íntimo,
ésta revela muchas verdades importantes sobre el hombre. Produjo una
obra prolífica, en parte abiertamente y en parte encubiertamente autobio­
gráfica. Sus cartas y publicaciones contienen fragmentos que sin duda
deben aparecer en todas las biografías de Freud, incluso en ésta: he tratado
de ser más preciso que perturbador. Incluso considerando con cuánto cuida­
do ha sido sometido a indagación, y la cantidad de indicios importantes
que ha dejado, en el mapa de su vida quedan grandes áreas en blanco, y
requieren una exploración adicional. El padre de Freud, ¿se casó dos o tres
veces? ¿Tuvo Freud una relación amorosa con su cuñada Minna Bemays, o
bien esto es una fantasía de un contemporáneo hostil, o la de un biógrafo-
detective ingenioso? ¿Por qué consideró Freud aconsejable psicoanalizar a
su hija Anna, teniendo en cuenta que sus trabajos sobre técnica caracteri­
zan con severo desagrado que el analista sea alguien cercano a su analizan­
do? ¿Plagiaba Freud, y a continuación excusaba esas apropiaciones ilícitas
quejándose de mala memoria, o tales imputaciones suponen una honesta
incomprensión de su modo de proceder, o tal vez maliciosas calumnias
dirigidas contra un investigador concienzudo? ¿Fue Freud adicto a la cocaí­
na y produjo sus teorías psicoanalíticas bajo la influencia de la droga, o su
uso de esa droga era moderado y en última instancia inocuo?
Quedan aun más interrogantes. ¿Fue Freud el positivista científico que
afirmaba ser, o estaba principalmente en deuda con la brumosa especula­
ción de los románticos, o con el misticismo judío? ¿Estaba tan aislado del
establishment médico de su época como demostraban sus quejas? El
hecho, tan a menudo declarado, de que detestaba Viena, ¿era en realidad una
pose, su rasgo más vienés, o un disgusto auténtico? ¿Es cierto que su pro­
greso académico se vio retrasado porque era judío, o es ésta una leyenda
difundida por el tipo de susceptibles recolectores de quejas, que detectan
Prefacio [ 19]

antisemitismo en todas partes? El abandono en 1897 de la denominada


teoría de la seducción, ¿fue un ejemplo de notable coraje científico, un
acto de piedad filial, o una retirada cobarde en la que abandonaba una gene­
ralización que lo hacía impopular entre sus colegas? ¿Hasta dónde llegaban
los que él llamó sus sentimientos “homosexuales”concernientes a su ami­
go íntimo de la década de 1890, Wilhelm Fliess? ¿Fue el caudillo autode-
signado de un clan de discípulos cerrado y sometido, un Luis XIV de la
psicología, que proclamaba la psychanalyse, c' est mol, o un guía genial,
aunque algunas veces severo, que indicaba el camino hacia las leyes ocul­
tas de la mente, y reconocía sin trabas las aportaciones de colegas y prede­
cesores? ¿Era lo suficientemente vanidoso como para haberse hecho foto­
grafiar en un retrato de grupo subido a un pequeño cajón, con el objeto de
no aparecer más pequeño que hombres más altos, o tal vez ésta es también
la fantasía de un biógrafo en busca de material capaz de desacreditar a
Freud?
Tales controversias biográficas, aunque absorbentes en sí mismas, tie­
nen un interés más que biográfico. Inciden en el interrogante más amplio
que la obra de Freud suscita: ¿es el psicoanálisis una ciencia, un arte o una
impostura? Esta consecuencia se debe a que, a diferencia de otras grandes
figuras de la historia de la cultura occidental, Freud parece tener la obliga­
ción de ser perfecto. Nadie que esté familiarizado con la psicopatología de
Lutero o Gandhi, Newton o Darwin, Beethoven o Schumann, Keats o
Kafka, se aventuraría a sugerir que sus neurosis perjudicaron sus creacio­
nes o comprometieron su grandeza. En agudo contraste, los defectos de
Freud, reales o imaginarios, se han aducido como prueba concluyente de la
bancarrota de su creación. Golpear al psicoanálisis golpeando a su creador.
Se ha convertido en una táctica común, como si denigrar con éxito el
carácter de este último equivaliera a destruir su obra. Desde luego, una dis­
ciplina tan francamente autobiográfica como la psicología profunda de
Freud, y tan subjetiva en sus materiales, necesariamente debe presentar
huellas de la mente del fundador. Pero sin duda la validez de las proposi­
ciones psicoanalíticas no depende de lo que pueda descubrirse acerca de su
creador. Se puede imaginar a Freud como un perfecto caballero que propa­
ga una psicología fundamentalmente imperfecta, o pensar en él, lleno de
defectos, o incluso vicios, como el psicólogo más significativo de la his­
toria.
Por supuesto, no hay ninguna razón para que Freud sea inmune al
escrutinio psicoanalítico, ni para que sus escritos y recuerdos (precisos o
distorsionados) no proporcionen información biográfica. Es justo que lo
hagan: Freud, después de todo, apuntaba a una psicología general que
explicaría no sólo la conducta de un puñado de contemporáneos neuróti­
cos, sino la de todos los seres humanos en todas partes, y que también lo
explicaría a él mismo. Por cierto, el propio Freud indicó el camino.“No
[20] Prefacio

debe considerarse una cuestión indiferente o carente de significado —escri­


bió en su trabajo sobre Goethe— la de cuáles son los detalles de la vida de
un niño que han escapado a la amnesia general.” En no menor medida,
la conducta adulta invita a ese tipo de atención profunda. “El que tiene
ojos para ver y oídos para oír —escribió en un fragmento célebre— se
convence de que los mortales no pueden guardar ningún secreto. Si la boca
está en silencio, murmuran con las puntas de los dedos; la traición se abre
camino por todos los poros de la piel.” *12 Freud formula esta reflexión en
su historial de “Dora”, pero se le aplica a él tanto como a sus analizandos.
En el curso de una carrera de arqueólogo de la mente, prolongada y sin
émulos, Freud desarrolló un cuerpo de teorías, investigaciones empíricas y
técnicas terapéuticas que, en manos de un biógrafo escrupuloso, puede des­
cubrir los deseos, las angustias y conflictos del propio maestro, un
amplio repertorio de motivos que sin dejar de ser inconscientes contribu­
yeron a dar forma a su vida. Por lo tanto, no he vacilado en emplear tales
descubrimientos y, en la medida de lo posible, tales métodos, para explo­
rar la historia de la vida de Freud. Pero no permití que monopolizaran mi
atención. Como historiador, situé a Freud y su obra en el seno de sus
diversos ambientes: la profesión psiquiátrica que él subvirtió y revolucio­
nó, la cultura austríaca en la que se vio obligado a vivir como judío no
creyente y médico no convencional, la sociedad europea que durante el
tiempo en que él vivió sobrellevó los espantosos traumas de la guerra y
las dictaduras totalitarias, y la cultura occidental como un todo, una cultu­
ra cuyo sentimiento acerca de sí misma el propio Freud transformó más
allá de todo reconocimiento, para siempre.
No he escrito este libro para halagar ni para denunciar, sino para com­
prender. En el texto en sí no discuto con nadie: he tomado posición acerca
de los problemas polémicos que siguen dividiendo a los analistas de Freud
y del psicoanálisis, pero sin esbozar el itinerario que me llevó a mis con­
clusiones. Para los lectores interesados en las controversias que hacen tan
fascinante la investigación de la vida de Freud, presento como apéndice un
ensayo amplio y razonado que les permitirá descubrir las razones de las
posturas que he asumido, y encontrar materiales que despliegan opiniones
opuestas.
Un intérprete de Freud con el que no coincido es el propio Freud. Tal
vez esté en lo correcto en términos literales, pero engaña en lo esencial,
cuando dice que su vida es “externamente tranquila y sin contenido”, que
se puede “ordenar con unas pocas fechas”. Desde luego, superficialmen­
te, la vida de Freud se parece a las de muchos otros médicos del siglo
XIX, con educación superior, inteligentes y activos: nació, estudió, viajó,
se casó, ejerció su profesión, dio conferencias, publicó libros, polemizó,
envejeció, murió. Pero su drama interior es lo bastante absorbente como
para imponerse a la atención vacilante de cualquier biógrafo. En la célebre
Prefacio [ 21 ]

carta a su amigo Fliess, que ya he citado, Freud se llamó a sí mismo


“conquistador”. Este libro es la historia de sus conquistas. Se verá que la
más dramática de esas conquistas, aunque incompleta, fue la de sí mismo.

—Peter Gay
Uno

Hambre de conocimiento

El 4 de noviembre de 1899, la editorial de Franz Deu-


ticke (Leipzig y Viena) publicó un grueso volumen
de Sigmund Freud, Die Traumdeutung. Pero la fecha
que aparecía en la portada de La interpretación de los
sueños era de 1900. Si bien en la superficie esa infor­
mación bibliográfica incongruente no reflejaba más
que una convención editorial, retrospectivamente simboliza con perti­
nencia el patrimonio intelectual de Freud y su influencia final. Su “libro
del sueño”, como le gustaba llamarlo, era el producto de una mente con­
formada en el siglo XIX, pero se ha convertido en la propiedad (elogia­
da, denigrada, inevitable) del siglo XX. El título del libro, especialmen­
te en su lacónico alemán (“La interpretación del sueño”) era bastante
provocador. Hacía pensar en ese tipo de folletos de poco precio, dirigi­
dos a los crédulos y supersticiosos, que catalogaban los sueños como
predicciones de calamidades o de buena fortuna.. El había “osado”,
comentó Freud, “tomar partido por los antiguos y la superstición, con­
tra las objeciones de la ciencia severa.” *i
Pero por cierto tiempo La interpretación de los sueños no demostró
atraer mucho interés general: en el curso de seis años sólo se vendieron
351 ejemplares, la segunda edición no apareció hasta 1909. Si, como
Freud llegó a creer, su destino era agitar el sueño de la humanidad, eso
ocurriría años más tarde. Resulta juicioso comparar esa recepción tibia y
desganada con la que se brindó a otro clásico revolucionario que dio for­
ma a la cultura moderna: me refiero a El origen de las especies, de Char-
[ 26] Fundamentos: 1856-1905

les Darwin. Publicado el 24 de noviembre de 1859, casi cuarenta años


antes que el libro del sueño de Freud, la totalidad de su primera edición
de 1250 ejemplares se agotó enseguida, y rápidamente se lanzaron nue­
vas ediciones revisadas. Puesto que el libro de Darwin era subversivo,
estaba en el ojo de la tormenta de un gran debate acerca de la naturaleza
del animal humano, y había sido ansiosamente esperado. El libro de
Freud, que demostró ser no menos subversivo, al principio pareció sola­
mente esotérico y excéntrico, destinado exclusivamente a un puñado de
especialistas. Según se vio, las esperanzas que el autor pudo haber alber­
gado en cuanto a una rápida y amplia aceptación carecían de realismo.
El trabajo de Freud había sido prolongado; casi rivalizaba con las
décadas de preparación silenciosa que Darwin dedicó al suyo; su interés
por los sueños databa de 1882, y había comenzado a analizarlos hacia
1894. Pero por muy lentamente que La interpretación de los sueños se
haya abierto camino, constituye la pieza central de la vida del maestro.
En 1910 dijo que consideraba el libro como su “obra más importante”.
Y agregó: “Si encontrara reconocimiento, también la psicología normal
tendría que asentarse sobre una nueva base”*2 En 1931, en su Prefacio a
la tercera edición inglesa, Freud volvió a rendirle al libro del sueño su
reconocido homenaje. “Incluso para mi juicio actual, contiene el más
valioso de todos los descubrimientos que he tenido la fortuna de realizar.
Una comprensión como ésta nos toca en suerte sólo una vez en la
vida.”*3
El orgullo de Freud no estaba fuera de lugar. A pesar de las inevita­
bles partidas en falso y de los no menos inevitables rodeos de sus prime­
ras investigaciones, todos los descubrimientos freudianos de las décadas
de 1880 y 1890 desembocaron en La interpretación de los sueños. Más
aun: gran parte de lo que Freud descubriría más adelante, y no sólo sobre
los sueños, estaba implícito en esas páginas. Con su material autobio­
gráfico abundante e inmensamente revelador, el libro tiene una autoridad
sin parangón para el biógrafo de Freud. Recapitula todo lo que había
aprendido —en realidad, todo lo que era— desde el laberinto de su com­
plicada infancia.
Hambre de conocimiento [ 27]

Alimento para los recuerdos

Sigmund Freud, el gran descifrador de enigmas huma­


nos, creció entre problemas y confusiones suficientes
como para aguijonear el interés de un psicoanalista.
Nació el 6 de mayo de 1856 en el pequeño pueblo
moravo de Freiberg, hijo de Jacob Freud, un comer­
ciante judío en lana por lo general escaso de dinero, y
de su esposa Amalia. *1*4 En la Biblia familiar, el padre lo inscribió con los
nombres de “Sigismund Schlomo”, también nombre del abuelo paterno, y
después de experimentar con “Sigmund” durante sus últimos años en la
escuela secundaria, lo adoptó algún tiempo después de ingresar en la Uni­
versidad de Viena en 1873. • *5
La Biblia de los Freud también registra que Sigismund “entró en la
alianza judía” —es decir, fue circuncidado— una semana después de su
nacimiento, el 13 de mayo de 1856. *6Esto es bastante probable; la
mayor parte de las otras informaciones es mucho menos segura. Freud
pensaba tener “razones para creer” que la familia de su padre había “vivido
durante mucho tiempo en el Rin (en Colonia), huyó al este como resulta­
do de una persecución de judíos en los siglos XIV y XV, y en el curso del
siglo XIX volvió a emigrar desde Lituania a la Austria germana, pasando
por Galitzia” *7 En este punto Freud se atenía a una tradición familiar: un
día el secretario de la comunidad judía de Colonia se encontró con su padre
por casualidad, y le explicó todo el linaje de los Freud, hasta llegar a sus
raíces en aquella ciudad, en el siglo XIV. *8 Esta prueba acerca de los ante­
pasados puede ser plausible pero resulta insuficiente.
La evolución afectiva de Freud no fue tanto producto de este detalle
actuarial y del saber histórico, como de la desconcertante trama de las rela­
ciones familiares que para él fue muy difícil evitar. En el siglo XIX eran
muy comunes las redes domésticas más enmarañadas; en esa época se pro­
ducía con suma frecuencia la muerte temprana como consecuencia de
enfermedades o en el parto, y las viudas o viudos solían volverse a casar
pronto. Pero los enigmas con que se enfrentaba Freud eran más intrincados
de lo habitual. Cuando Jacob Freud se casó con Amalia Nathansohn, su
tercera esposa, en 1855, tenía cuarenta años, veinte más que la desposada.
Dos hijos de su primer matrimonio —Emanuel, el mayor, casado y con

1 Incluso entonces continuó dudando: en 1872, todavía en la escuela secun­


daria, firmó una carta como “Sigmund”, pero tres años tarde, mientras estudiaba
medicina en la Universidad de Viena, escribió “Sigismund Freud, stud. med.
1875” en su ejemplar de Die Abstammung des Menschen, traducción alemana de
El origen del hombre, de Darwin. Puesto que nunca comentó las razones que
tuvo para abreviar su nombre, todas las conjeturas acerca del significado que
esto tenía para él no pueden salir del ámbito especulativo.
[28] Fundamentos: 1856-1905

hijos propios, y Philipp, soltero— vivían cerca. Y Emanuel tenía más


edad que la joven y atractiva madrastra que su padre había importado de
Viena, mientras que Philipp era sólo un año menor. Para Sigismund
Freud no resultaba menos desconcertante el hecho de que uno de los hijos
de Emanuel, su primer compañero de juegos, fuera un año mayor que él,
que era su pequeño tío.
Freud recordaría a ese sobrino John como un inseparable amigo y
“compañero de fechorías”. *’ Una de éstas (uno de los más antiguos recuer­
dos de Freud, cargado retrospectivamente con una fuerza emocional erótica
que probablemente no tuvo en el momento de los hechos) fue perpetrada
cuando él tenía aproximadamente tres años: Sigismund y John cayeron
sobre la hermana del último, Pauline, en una pradera donde habían estado
recogiendo flores, y cruelmente le arrebataron su ramillete. A veces los
dos chicos, con la misma intensidad en la enemistad y en la amistad, se
agredían recíprocamente. Cuando Freud todavía no tenía dos años se pro­
dujo un episodio violento que entró en los anales de las leyendas familia­
res. Un día, el padre de Freud le preguntó por qué había golpeado a John,
y Freud, pensando —aunque todavía no hablando— con claridad, asumió
con habilidad su propia defensa: “Le pegué porque él me pegó”. *10
Para enmarañar aun más la intrincada pauta de las relaciones familia­
res de Freud, a éste le parecía que su joven y hermosa madre formaba
mejor pareja con su medio hermano Philipp que con su padre, pero era
con el padre con quien Amalia Freud compartía el lecho. En 1858, antes
de que él tuviera dos años y medio, este problema se hizo particularmente
acerbo: nació su hermana Anna. Recordando aquellos días, Freud pensaba
haber comprendido que la hermanita salió del cuerpo de su madre. Lo que
le parecía más difícil de escudriñar era cómo su medio hermano Philipp
había ocupado de algún modo el lugar de su padre compitiendo por el afec­
to de la madre. ¿Acaso le había dado Philipp a su madre esa nueva pequeña
rival aborrecible? *
n Todo era muy confuso y, de algún modo, saber más
resultaba tan necesario como peligroso.
Esos rompecabezas infantiles dejaron un sedimento que Freud repri­
mió durante años, y que sólo volvió a captar, a través de sueños y de un
laborioso autoanálisis, a fines de la década de 1890. Su mente fue confor­
mándose a través de estas cosas: su joven madre embarazada con un rival,
su medio hermano como compañero de su madre de algún modo misterio­
so, un sobrino mayor que él, su mejor amigo que era también su mayor
enemigo, un padre afable que podría haber sido su abuelo. A partir de tales
experiencias íntimas habría tejido la trama de sus teorías psicoanalíticas.
Cuando las necesitó, volvieron a él.
A Freud no le resultó necesario reprimir algunas realidades familiares
notables. “Mis padres eran judíos”, observó sucintamente en su breve
Presentación autobiográfica de 1925. Con visible desdén por los correli­
gionarios que habían procurado protegerse del antisemitismo en el refugio
Hambre de conocimiento [ 29]

del bautismo, agregó: “También yo he seguido siendo judío”. *12 Era un


judaismo sin religión. Jacob Freud se había emancipado de las prácticas
jasídicas de sus antepasados: su matrimonio con Amalia Nathanson se
celebró mediante una ceremonia reformista. Con el tiempo, descartó prác­
ticamente todas las observancias religiosas; celebraba principalmente
Purim y Pascua como festividades familiares. El padre, recordó Freud en
1930, le permitió “crecer con una completa ignorancia de todo lo concer­
niente al judaismo ” * i 3 Pero aunque luchaba por la asimilación, Jacob
Freud nunca se avergonzó de su condición judía esencial, nunca intentó
negarlo. Seguía leyendo la Biblia en el hogar, en hebreo, para su edifica­
ción, y “hablaba la lengua santa —creía Freud— tan bien como el alemán,
o mejor”. *1 “ De modo que Jacob Freud creó una atmósfera que llevó al
pequeño Freud a sentirse perdurablemente fascinado por la “historia bíbli­
ca”, es decir, por el Antiguo Testamento, cuando “apenas había adquirido
el arte de la lectura”. *15
Pero en su niñez, Freud no estuvo rodeado solamente por judíos, y
también esto provocó complicaciones. La niñera que lo cuidó hasta apro­
ximadamente los dos años y medio era una devota católica romana. La
madre de Freud la recordaba como madura, fea y lista; nutría al niño con
historias piadosas y lo arrastraba a la iglesia. “Después —le dijo a Freud
la madre— cuando volvías a casa, predicabas y nos decías lo que hace
Dios Todopoderoso.” *16 Esta niñera hizo más, aunque no está claro cuán­
to: Freud sugirió de una manera un tanto oblicua, que ella actuó como su
maestra en materia sexual. La mujer era tajante y muy exigente con el
muchachito, pero sin embargo —pensaba Freud— él la había amado por
eso.
Fue un amor interrumpido con rudeza: durante el período del parto de
Anna, su medio hermano Philipp denunció a la niñera por un pequeño
robo, y la mujer fue enviada a prisión. Freud la echó de menos dolorosa­
mente. Su desaparición, que coincidió con la ausencia de la madre, generó
un vago y desagradable recuerdo que sólo logró clarificar e interpretar
muchos años más tarde. Recordaba haber buscado con desesperación a la
madre, gritando sin cesar. Entonces Philipp abrió un armario —en Aus­
tria, un Kasten— para que viera que ella no estaba presa allí. Esto no cal­
mó a Freud; no se apaciguó hasta ver a la madre en Ja puerta, “delgada y
hermosa”. ¿Por qué le mostró Philipp a Sigismund un armario vacío, res­
pondiendo a sus llamamientos a la madre? En 1897, cuando su autoanáli­
sis estaba en el momento de mayor intensidad, Freud halló la respuesta: él
le había preguntado al medio hermano adónde había ido la niñera, y Phi­
lipp le contestó que estaba eingekastelt — encajonada”—, una referencia
humorística al hecho de que estaba en la cárcel. *>« Evidentemente, Freud
temió que también su madre estuviera encajonada. La rivalidad infantil con
un hermano mayor que presumiblemente le había dado un niño a la madre,
una curiosidad sexual no menos infantil acerca de los bebés que salen del
[ 30] Fundamentos: 1856-1905

cuerpo, y una triste sensación de privación por la pérdida de la niñera, agi­


taban al niño, demasiado pequeño para captar las conexiones pero no para
sufrir. Esa niñera católica, vieja y antipática como era, significó mucho
para Freud, casi tanto como su amada madre. Lo mismo que algunas figu­
ras que más tarde iban a poblar su imaginación —Leonardo, Moisés, por
no hablar de Edipo— el pequeño Freud disfrutó de la atención de dos
madres. *»
A pesar de todos los cuidados que brindaban al pequeño Sigismund,
Jacob y Amalia eran pobres. Cuando Freud nació, en 1856, ocupaban una
única habitación alquilada en una casa modesta. Su pueblo, Freiberg, esta­
ba dominado por el alto y agudo campanario de la iglesia católica, con sus
famosos juegos de campanas, elevándose por encima de algunas casas
importantes y muchas viviendas más modestas. Sus principales atracti­
vos, aparte de la iglesia, eran una hermosa plaza de mercado y agradables
alrededores llenos de extensiones de fértil tierra cultivada, bosques frondo­
sos y suaves colinas; a lo lejos se percibían trémulamente los montes
Cárpatos. A fines ue ta década de 1850, el pueblo tenía más de 4.500 habi­
tantes; unos 130 eran judíos. Los Freud vivían en Schlossergasse 117, en
una sencilla casa de dos pisos; el propietario, Zajík, un herrero, ocupaba
la planta baja. Allí nació Freud, encima de una fragua. *20

Los Freud no permanecieron mucho tiempo en Freiberg. Primero se


mudaron por un breve lapso de tiempo a Leipzig, en 1859, y el año
siguiente a Viena. Recordar la pobreza de su familia parece haber sido
penoso para Freud; en un fragmento autobiográfico disfrazado que insertó
en un trabajo de 1899, se describió como “el hijo de padres originariamen­
te acomodados que, según creo, vivían en ese agujero provinciano bastante
confortablemente”. Esta hipérbole constituye un ejemplo moderado de lo
que más tarde Freud llamaría la “novela familiar”, la ampliamente difundi­
da tendencia a atribuir a los padres más prosperidad o fama que las que tie­
nen en realidad, o quizás incluso a inventar un parentesco distinguido.
Freud estaba simplificando los motivos que tuvo su familia para dejar
Freiberg, y embelleciendo su vida en el lugar. Después de una “catástrofe
en la rama de la industria en la que trabajaba mi padre —escribió—, perdió
su fortuna”. En última instancia, Jacob Freud nunca pudo conservar por
completo aquello de lo que en realidad nunca había disfrutado. De hecho,
por algún tiempo, aunque su situación mejoró gradualmente, la mudanza
de los Freud a Viena sólo les procuró un alivio pequeño: “Entonces vinie­
ron largos años duros —escribió Freud más tarde—; creo que no hubo en
ellos nada que valga la pena recordar”.
La precariedad de su situación económica no se veía aliviada por la
fertilidad de Amalia. Jacob Freud y su mujer habían llegado a Viena con
dos hijos, Sigismund y Arma (otro hijo, Julius, había muerto en Freiberg
en abril de 1858, a los siete meses de edad). Después, en rápida sucesión,
Hambre de conocimiento [31]

entre 1860 y 1866, Freud se encontró con cuatro hermanas —Rosa,


Marie, Adolfine y Pauline— y un hermano menor, Alexander. 2 En 1865 y
principios de 1866, el rigor de esos años se vio exacerbado por el proceso,
la condena y el encarcelamiento de Josef Freud, hermano de Jacob, por
pasar rublos falsificados. Esta catástrofe fue traumática para la familia. A
Freud no le gustaba su tío Josef, que invadía sus sueños, y en La inter­
pretación de los sueños recordó que la calamidad hizo encanecer de pena a
su padre en unos pocos días. *22 Es probable que la pena de Jacob Freud
estuviera mezclada con angustia: hay pruebas de que él y sus hijos mayo­
res, que habían emigrado a Manchester, estaban implicados en los planes
de Josef Freud. *23
El ahogo económico y la desgracia familiar no eran las únicas razones
que llevaban a Freud a no considerar dignos de recuerdo sus primeros años
en Viena. Estaba muy triste por la pérdida de Freiberg, en especial de la
amada campiña que rodeaba el pueblo. “Nunca me sentí realmente cómodo
en la ciudad —confesó en 1899—; pienso ahora que nunca me abandonó el
anhelo de los hermosos bosques de mi hogar, en los cuales (como atesti­
gua un recuerdo obsesivo de aquellos días), apenas capaz de caminar, solía
escaparme de mi padre.” Cuando en 1931 el alcalde de Príbor descubrió
una placa de bronce en la casa natal de Freud, éste (entonces tenía setenta
y cinco años), en una carta de agradecimiento, reseñó brevemente las vici­
situdes de su vida, y singularizó una reliquia indestructible de su pasado
distante: “Profundamente dentro de mí, soterrado, todavía vive ese niño
feliz de Freiberg, primogénito de una madre joven, que recibió las prime­
ras impresiones indelebles de ese aire, de ese suelo.” *a Esto es más que
palabrería accidental o cortesía; la retórica rítmica —“de ese aire, de ese
suelo”— lleva consigo su propia validación. Se hunde hasta las capas más
secretas de la mente de Freud, dejando al descubierto su nunca extinguida
nostalgia por los días en que amaba a su madre, joven y hermosa, y se
escapaba de su anciano padre. No sorprende que Freud nunca superara sus
confusos sentimientos con respecto a Viena.

Martin, el huo de Freud, ha sugerido que la a menudo reiterada con­


denación verbal de Viena por parte de su padre, en realidad era una declara­
ción de amor encubierta. ¿Acaso no es característico del vienés auténtico
deleitarse en encontrar defectos a su adorada ciudad? Por cierto, alguien que
odiaba Viena tan ferozmente como Freud decía a todos que lo hacía,
demostró poseer una resistencia poco común viviendo en ella. Tenía un

2 Hay una tradición familiar de la que habló Anna, la hermana de Freud, en


cuanto a que el nombre “Alexander” fue elegido en una reunión de familia, y que
lo sugirió el propio Freud, que entonces tenía diez años, en recuerdo de la mag­
nanimidad de Alejandro y sus hazañas como líder militar. (Véase Jones I, 18.
Sobre ésta y otras abreviaturas, véase la pág. 721).
[ 32] Fundamentos: 1856-1905

inglés excelente, buenas relaciones extranjeras, repetidas veces se lo invitó


a instalarse en otro lugar, pero él permaneció allí todo el tiempo que
pudo. “El sentimiento de triunfo por la liberación está muy intensamente
mezclado con la aflicción —escribió, siendo ya un hombre muy anciano,
inmediatamente después de llegar a Londres a principios de junio de
1938—, pues uno ha amado hasta la prisión de la cual ha sido libera­
do.”* ^
Evidentemente, su ambivalencia era profunda; por más que hubiera
amado a Viena, se había convertido en una prisión. Pero Freud repartió
declaraciones de odio a través de su correspondencia mucho antes de que
los nazis entraran en su país. En ellas no hay nada deliberado, nada de
pose. “Te ahorraré toda referencia a la impresión que Viena me ha causado
—le comentó a los dieciséis años a su amigo Emil Fluss después de vol­
ver de Freiberg—. Me disgusta.” *27 Más tarde, escribiéndole desde Berlín
a su prometida Martha Bemays, confesaba: “Viena me oprime quizá más
de lo conveniente”. Conveniente para él, desde luego. Le dijo a su novia
que, la catedral de San Esteban, que domina el horizonte vienés, era sólo
“ese abominable campanario”. Reconoció que algo cuidadosamente
enterrado estaba emergiendo en esos dardos disfrazados de comentario hos­
til. Pensaba que su odio a Viena bordeaba lo personal, “y, en contraste
con el gigante Anteo, yo almaceno nuevas fuerzas cuando levanto el pie
del suelo de la ciudad” *29 Viena nunca dejó de ser por completo para él el
escenario de la penuria, del fracaso repetido, de la soledad prolongada y
odiosa, de desagradables incidentes, de odio al judío. El hecho de que Freud
pasara sus vacaciones en las montañas y en largas excursiones por el cam­
po,, es también un indicio de sus sentimientos. Viena no era Freiberg.
Este diagnóstico tiene también su lado improbable. Nada parece más
desesperadamente urbano que el psicoanálisis, esa teoría y terapia inventa­
das por y para burgueses integrados en la ciudad. Freud también fue un
habitante quintaesencial de la ciudad; trabajaba todos los días en su consul­
torio, y en su estudio todas las noches, y daba sus paseos cotidianos por
la Viena moderna erigida en la época en que él era estudiante y joven
médico. En efecto, la mayoría de los observadores han visto en el psicoa­
nálisis, lo mismo que en su fundador, no sólo un fenómeno urbano, sino
específicamente vienés. Freud se opuso con vehemencia: cuando el psicó­
logo francés Pierre Janet sugirió que el psicoanálisis sólo podía haber sur­
gido de la atmósfera sensual de Viena, Freud consideró que esa insinuación
era una calumnia maliciosa y en el fondo antisemita. *30 En realidad Freud
podría haber desarrollado sus ideas en cualquier ciudad dotada de una escue­
la médica de primera línea y de un público educado lo suficientemente
amplio y opulento como para proveerle pacientes. Obviamente Freud,
aunque nunca olvidó los bosques de Freiberg, no era un rústico itinerante
atrapado por el destino en la ciudad opresora. Pero la Viena que Freud
poco a poco se construyó para sí mismo no era la Viena de la corte, el
Hambre de conocimiento [ 33]

café, el salón o la opereta. Esas Vienas hicieron muy poco por el progreso
del trabajo de Freud. No es casual que su prometida fuera de Hamburgo, y
sus discípulos favoritos de Zurich, Budapest, Berlín, Londres, e incluso de
lugares más lejanos; sus teorías psicológicas tomaron forma en un univer­
so cultural lo suficientemente grande como para abarcar toda la cultura
occidental.

No obstante, en Viena Freud se estableció y permaneció. Su padre


no era un hombre que facilitara las cosas. Optimista incurable, por lo
menos en la superficie, se trataba de un pequeño comerciante cuyos recur­
sos no bastaban para enfrentarse con éxito al mundo que se industrializaba
en tomo a él. Tenía un carácter agradable, generoso, abierto al placer, y
estaba firmemente persuadido de los dones singulares de su hijo Sigis­
mund. Su nieto Martin Freud recuerda que todos lós miembros de la fami­
lia lo querían; era “terriblemente amable con nosotros, los niños peque­
ños”; les llevaba regalos y les contaba historias divertidas. Todos “lo
trataban con gran respeto”. *31 Pero para su hijo Sigmund, Jacob Freud
sería mucho más problemático que todo eso.
La atrayente juventud y la buena presencia de su madre tampoco facili­
taba la tarea emocional del joven Freud. Más tarde iba a recapturar una
experiencia infantil, uno de esos “detalles significativos” que rescató de la
amnesia generalizada que oculta los primeros años de todas las personas.
Ese recuerdo volvió a él en octubre de 1897, en medio de su autoanálisis
mientras los descubrimientos sobre su vida inconsciente irrumpían violen­
tamente con una profusión vertiginosa. En algún momento, entre los dos
años y los dos años y medio —le dijo a su amigo íntimo Wilhelm
Fliess—, su “libido ad matrem había despertado” durante un viaje noctur­
no en ferrocarril desde Leipzig a Viena, cuando tuvo la “oportunidad de
verla nudam ”, Inmediatamente después de sacar a la luz ese recuerdo ator­
mentador, Freud también se acuerda de que había acogido con satisfacción
la muerte de su hermano menor Julius, nacido unos diecisiete meses des­
pués que él, con “deseos malévolos y auténticos celos infantiles”. Ese her­
mano, y John, el sobrino de Freud, un año mayor que él mismo, “determi­
nan ahora lo que de neurótico, pero también lo que de intenso, hay en
todas mis amistades”. El amor y el odio, esas fuerzas elementales que
luchan en el destino humano, fuerzas que sobresaldrían considerablemente
en los escritos psicológicos del Freud maduro, estaban enfrentándose en
ese recuerdo.
A veces Freud comete errores notables al recordar su pasado infantil, y
el siguiente es uno de ellos: en realidad tenía cerca de cuatro años, y no
sólo algo más de dos, cuando pudo vislumbrar a su madre desnuda; era
más grande, más fuerte, más propenso al voyeurismo y al deseo explícito
de lo que conscientemente se permitía serlo al recuperar el recuerdo de
haber visto a la matrem nudam. No menos sorprendente es el hecho de que
[ 34] Fundamentos: 1856-1905

incluso a los cuarenta y un años, ya convertido en el menos convencional


de los exploradores de los reinos prohibidos de la sexualidad, Freud no
pudiera describir ese excitante incidente sin caer en un latín seguro y dis-
tanciador.
Fuera cual fuere la naturaleza exacta del episodio, no hay duda de que
su madre era enfáticamente cariñosa, enérgica y dominadora, mucho más
que su padre, agradable pero un tanto holgazán, quien lo dotó para una
vida de investigación intrépida, fama elusiva y éxito claudicante. Su capa­
cidad para superar una dolencia de los pulmones —la hija menor de Freud,
Anna, la denominó “enfermedad tuberculosa” *33 —, la cual lo llevó a pasar
varios veranos en balnearios con manantiales minerales, demuestra su
vitalidad. Finalmente, Freud nunca dilucidó por completo el significado de
sus apasionados lazos inconscientes con esa figura materna dominante. Si
bien muchos de sus pacientes fueron mujeres, y escribió mucho acerca de
ellas, durante toda la vida le gustó decir que la Mujer había seguido siendo
un continente desconocido para él. Parece sumamente probable que parte
de ese desconocimiento se hubiera originado en la autoprotección. 3
Los sentimientos equívocos de Freud con respecto a su padre estaban
mucho más cerca de la superficie. Lo atestigua otro de sus cruciales
recuerdos infantiles, más patético que excitante. Es un recuerdo que a la
vez lo turbaba y fascinaba. “Yo tendría diez o doce años cuando mi padre
comenzó a llevarme con él en sus paseos” y a hablarle sobre el mundo que
había conocido. Un día, para demostrarle cuán radicalmente había mejora­
do la vida para los judíos en Austria, Jacob Freud le contó a su hijo la
siguiente historia: «Cuando era joven, un sábado salí a caminar por la
calle del lugar donde naciste, elegantemente vestido, con un gorro de piel
nuevo. En el camino apareció un cristiano, de un golpe me derribó el
gorro, que cayó en el estiércol, y me gritó: “¡Judío, fuera del camino!”»
Interesado, Freud le preguntó al padre:“¿Y tú qué hiciste?” El le respondió
tranquilo: “Bajé a la calle y recogí el gorro.” Freud recordó fríamente, tal
vez con cierta falta de generosidad, que la reacción del padre “no le pareció
heroica”. ¿No era su padre un “gran hombre fuerte”?
Aguijoneado por la imagen de un judío envileciéndose cobardemente
ante un gentil, Freud desarrolló fantasías de venganza. Se identificó con el
espléndido e intrépido semita Aníbal, que había jurado vengar a Cartago
por más poderosos que fueran los romanos, y lo elevó a la categoría de
símbolo del “contraste entre la tenacidad del judaismo y la organización de
la Iglesia Católica”. *35 Nunca lo verían a él, Sigmund Freud, recoger el
gorro del arroyo inmundo. 3 4 Este era el muchacho que, a los catorce años,

3 Sobre el continente negro, la Mujer, véanse las págs. 558-581.


4 Sospecho que Freud tenía también otra razón para elegir como héroe
favorito al jefe inmortal que casi conquistó a la odiada y odiosa Roma contra
todas las probabilidades, una razón de la cual posiblemente él no era conscien-
Hambre de conocimiento [ 35 ]

recitaba el papel de Bruto, un monólogo del drama revolucionario de Frie-


drich Schiller titulado Los bandidos. *36 Desde sus días de infancia en ade­
lante, un enérgico despliegue de independencia intelectual, cólera controla­
da, valor físico y autorrespeto como judío se refundieron en el carácter de
Freud en una amalgama altamente personal e indestructible.
Si los sentimientos de Freud con respecto a sus padres eran intrinca­
dos, su fe en sí mismo parecía ser absoluta. Cuando cumplió treinta y
cinco años, el padre le regaló a su “querido hijo” su Biblia, con una ins­
cripción en hebreo. “Fue en el séptimo año de tu edad —decía— cuando el
espíritu de Dios empezó a impulsarte a aprender.” *37 En realidad, para los
Freud, los augurios felices de futura fama precedieron mucho tiempo a la
pasión precoz del hijo por la lectura. En La interpretación de los sueños,
tratando de explicar uno de sus sueños de ambición, Freud recuerda un
cuento que “muy a menudo escuché narrar en mi infancia”. Parece que
cuando nació, “una anciana campesina le profetizó a mi madre, feliz con
su primogénito, que le había dado al mundo un gran hombre”. Freud
comentó cínicamente que “tales profecías deben de ser muy frecuentes; son
muchas las madres llenas de anticipaciones jubilosas, y muchas las ancia­
nas campesinas u otras viejas arrugadas cuyo poder en el mundo ya ha
desaparecido y que por lo tanto se han volcado hacia el futuro. No irá ello
en descrédito de los profetas”. Pero su escepticismo era tibio: no se
resistía a confiar, en alguna medida, en esa grata previsión. Y pensó que el
clima de un hogar en el que se narraban y volvían a narrar tales anécdotas
no podía menos que alimentar su anhelo de grandeza.
Otro episodio, que él recuerda con total precisión, reforzó la convic­
ción de los padres en cuanto a que albergaban un genio. Tenía once o doce
años, y estaba con sus padres en uno de los restaurantes del Prater, el
famoso parque vienés. Un poetastro vagabundo vagaba de mesa en mesa,
improvisando, a cambio de unas pocas monedas, algunos versos sobre
cualquier tema que se le propusiera. “Me mandaron a llamar al poeta a

te. Así como, al llamar Alexander a su hermano menor, había celebrado a un


conquistador más grande que el padre, Felipe de Macedonia —que era un gran
hombre por derecho propio—, del mismo modo Aníbal podía identificarse ima­
ginariamente con otra poderosa figura cuya fama superó a la del padre, Amílcar,
quien, como Felipe de Macedonia, fue un estadista y líder militar de estatura
histórica. En su Psicopatología de la vida cotidiana, el propio Freud relacionó
con su padre la elección de Aníbal: en La interpretación de los sueños cometió
un curioso lapsus, llamando Asdrúbal al padre de Aníbal, en lugar de Amílcar, y
pensaba que esto.estaba relacionado de algún modo con la insatisfacción que le
suscitaba la conducta de Jacob Freud para con los antisemitas. (Véase Psycho­
pathology of Every day Life, SE VI, 219-220). Pero lo más probable es que en
las elecciones de Freud hubiera también un elemento edípico: podía mostrarse
superior a su padre —es decir, vencer en la lucha edípica— sin tener que desme­
recerlo demasiado. En consecuencia, Freud podía, con comodidad, vencer a “su
enemigo” sin dejar de respetarlo. (Véase también la pág. 163.)
[ 36] Fundamentos: 1856-1905

nuestra mesa, y el se mostró agradecido para con el mensajero. Después de


pedir el tema, dejó caer unos cuantos versos sobre mí e, inspirado, declaró
probable que algún día yo me convirtiera en ministro.” *39 En el clima
liberal que prevalecía en Austria en la década de 1860, la profecía no tenía
por qué parecer irrazonable. Retrospectivamente, Freud atribuyó su plan de
estudiar derecho a impresiones de ese tipo.

Era perfectamente natural que aquel joven inmensamente prome­


tedor fuera considerado el favorito de la familia. Su hermana Arma atesti­
gua que él siempre tuvo su cuarto propio, fuera cual fuere la estrechez por
la que pasaban los padres. Cuando los Freud llegaron a Viena, se estable­
cieron en el barrio tradicional judío, Leopoldstadt, que se extendía a través
del extremo noroeste de la ciudad. Alguna vez había sido el gueto de Viena
y, al absorber un flujo creciente de inmigrantes judíos de la Europa orien­
tal, de nuevo se estaba convirtiendo en algo así como un gueto. Casi la
mitad de los 15.000 judíos que vivían en Viena hacia 1860 se arracimaban
en el barrio. Leopoldstadt no era exactamente un barrio paupérrimo; algu­
nas familias judías prósperas habían optado por vivir allí. Pero la mayoría
se amontonaba en viviendas atestadas y desagradables. Los Freud pertene­
cían a esa mayoría. *40
Al cabo de cierto tiempo, Jacob Freud comenzó a disfrutar de una
módica prosperidad; lo más probable es que lo ayudaran sus dos hijos
mayores, más afortunados, quienes al establecerse en Manchester habían
progresado mucho. Pero incluso después de que pudiera permitirse tener
sirvientes, hacer pintar un cuadro de sus siete hijos más pequeños, realizar
expediciones al Prater, y vivir en una casa más espaciosa, su familia y él
tenían que arreglárselas con seis habitaciones. Esa casa, a la que se muda­
ron en 1875, cuando Freud era estudiante universitario, no era muy cómo­
da para una familia tan considerable. Alexander, el hijo menor, las cinco
hermanas de Freud y los padres debían apiñarse en tres dormitorios. Sola­
mente Freud contaba con su propio “gabinete” como dominio privado, una
habitación “larga y estrecha, con una ventana que daba a la calle”, cada vez
más atestada de libros, que fueron el único lujo del Freud adolescente. Allí
estudiaba, dormía y a menudo comía a solas, para ahorrar tiempo y dedi­
carlo a la lectura. Y allí recibía a sus amigos de la universidad: sus “com­
pañeros de estudio”, decía su hermana Anna, no sus compañeros de
juego. *41 Era un hermano atento pero algo autoritario; ayudaba a su her­
mano y a sus hermanas en sus lecciones, y les daba conferencias acerca del
mundo: su vena didáctica fue notable desde aquellos días. También actuaba
como un censor más bien presumido. A los quince años —recordó su her­
mana Anna— vio con malos ojos que ella leyera a Balzac y Dumas, lo
que consideraba inconveniente.
La familia aceptaba el autoritarismo pueril de Freud con serenidad, y
alentaba su sentimiento de que era excepcional. Si las necesidades de Freud
Hambre de conocimiento [ 37 ]

entraban en colisión con las de Anna o las de los otros, prevalecía él sin
ninguna duda. Cuando, dedicado a sus libros de texto, se quejó del ruido
de las lecciones de piano de Anna, el piano desapareció para no volver
nunca. La madre y la hermana lo lamentaron mucho, pero sin rencor apa­
rente. Los Freud deben de haber sido una de las pocas familias centroeuro-
peas de clase media que no tenían piano, pero ese sacrificio palidecía ante
la gloriosa carrera que imaginaban para el estudioso y vivaz escolar del
gabinete.

En la Vena de la juventud de Freud, a pesar de ciertas descalificacio­


nes sociales que todavía afectaban al trabajo de los judíos austríacos, el
abrigar altas aspiraciones para los jóvenes judíos de talento estaba lejos de
ser utópico. Desde 1848, año de revoluciones en todo el continente, y del
ascenso al trono del emperador Francisco José, el pesado imperio multina­
cional de los Habsburgo se había visto arrastrado a la reforma política;
aunque se resistía con todas sus fuerzas, estaba siendo introducido en el
siglo XIX. A partir de 1860 (el año en que los Freud se instalaron en el
Leopoldstadt vienés), una serie de edictos destinados a apuntalar la autori­
dad tradicional tuvieron el efecto no deseado de liberalizar el Estado. Con­
juntamente, la prensa, liberada de sus cadenas, y los jóvenes partidos polí­
ticos que luchaban por el poder, instruyeron a los austríacos en la retórica
del debate público, mientras las campañas electorales se hacían cada vez
más venenosas; el nuevo Reichsrat, cuyas funciones iniciales eran sola­
mente consultivas, se convirtió en una verdadera legislatura, que iniciaba
la discusión de leyes y sancionaba el presupuesto. A pesar de todos estos
osados experimentos de gobierno representativo, el público político
seguía siendo sólo una pequeña minoría de la población. Incluso las refor­
mas electorales de 1873, saludadas como un gran paso adelante, conserva­
ban el obstáculo de la calificación fundada en la propiedad: elegir a los
representantes del pueblo seguía siendo el privilegio del 6 por ciento de
los adultos varones. En resumen, la autocracia limitada estaba dejando su
lugar a un constitucionalismo limitado. *«
El remedio de aspecto más espectacular, en última instancia, demostró
ser poco más que un cosmético. En una época de nacionalismo feroz, el
régimen de los Habsburgo apenas podía contener los intereses políticos en
disputa, o controlar los grupos étnicos hostiles; fueran cuales fueren las
soluciones que idearan los políticos austríacos, en el mejor de los casos
no podían ser más que provisionales. “En el lapso de dos décadas” —ha
escrito con propiedad el historiador Usa Barea— no menos de “ocho cons­
tituciones austríacas fueron promulgadas, retiradas, revisadas, y se experi­
mentó con el federalismo y el centralismo, el voto indirecto y directo, el
gobierno autoritario y el representativo.” *43 El ostentoso oropel de la
monarquía y la alta sociedad no llegaba a ocultar la bancarrota general de
las ideas o el ahogo recíproco de fuerzas irreconciliables. Guerras impru-
[ 38] Fundamentos: 1856-1905

dentes y desastrosas iniciativas diplomáticas competían por la atención del


público con la legislación social progresista.
Sin embargo, durante algunos años, quienes apostaron por las mejoras
continuas en política, en economía y en las relaciones sociales, contaron
con algunas pruebas convincentes a su favor. A fines de la década de 1860,
el gabinete imperial quedó en manos de burócratas y políticos de clase
media, cultos y dedicados a sus funciones: no en vano se le llamó “minis­
terio burgués”. Bajo este Bürgerministerium y sus inmediatos sucesores,
el gobierno transfirió el control de la educación y el matrimonio a las
autoridades seculares, abriendo el camino a los matrimonios entre contra­
yentes de distinta religión, e introdujo un código penal humanitario. Junto
con estas irrupciones en el liberalismo, el comercio y la banca, la indus­
tria, el transporte y las comunicaciones austríacos realizaron avances
impresionantes: la revolución industrial llegó tarde al imperio austro-hún­
garo, pero llegó. Sin embargo, todo quedó cuestionado por el derrumbe del
mercado de valores el 9 de mayo de 1873, el “viernes negro”, que arrojó
sombras sobre tantos y tantos logros. Las bancarrotas generalizadas y las
quiebras bancarias arruinaron a especuladores imprudentes, ahorradores des­
venturados, hombres de negocios sin suerte, artesanos, campesinos. “Los
austríacos —escribió un perspicaz visitante alemán en junio— han perdi­
do todo su dinero o, más bien, han descubierto que nunca tuvieron diñe-
ro.” *44
Ante la súbita pérdida de sus ahorros o inversiones, y en busca de una
víctima propiciatoria, los austríacos se permitieron una orgía de estallidos
antisemitas. Los periodistas culpaban del colapso a las “maquinaciones”
de los banqueros judíos; los caricaturistas populares presentaban a corredo­
res de nariz ganchuda y pelo crespo gesticulando desenfrenadamente a las
puertas de la bolsa de Viena. * No es casual que Freud situara en sus años
de universidad (en la que ingresó en el otoño de 1873) « la aparición de su
particular conciencia judía. Pero el tono exacerbado de la propaganda anti­
semita no era el único ingrediente amenazador de la retórica política extre­
mista de la época. Esta ya se estaba inflamando debido al feroz faccionalis-
mo partidista, una emergente conciencia de la clase obrera, y el implacable

5 En realidad, los judíos austríacos sufrieron lo mismo que el resto de la


gente como consecuencia de la “Gran Quiebra”. Por ejemplo, el padre de Arthur
Schnitzler, “como muchas otras víctimas inocentes, perdió todo lo que había
ahorrado hasta entonces”. (Arthur Schnitzler, Jugend in Wien, 1968, 48.)
6 Recordando esos días en una carta a J. Dwossis, su traductor hebreo de
Jerusalén, en 1930, Freud habló explícitamente del “antisemitismo germano”.
(Freud a Dwossis, 15 de diciembre, 1930. Freud Museum, Londres). Y, por cier­
to, a principios de la década de 1870 había emergido algo muy similar en Ale­
mania, con la misma retórica fanática. Pero la variedad austríaca no necesitó
ningún impulso procedente de los vecinos del norte, como tampoco lo necesitó
más tarde.
Hambre de conocimiento [ 39]

descontento de las minorías nacionales, de los polacos, los checos y otros.


Los frágiles logros de la década de 1860 estaban en gran medida en peli­
gro.
Sin embargo, para los judíos austríacos aquella seguía siendo una épo­
ca prometedora. Desde 1848, la situación legal de los judíos en las tierras
de los Habsburgo había ido mejorando constantemente. El año de la revo­
lución trajo consigo la legalización de los servicios religiosos judíos, el
fin de impuestos onerosos y humillantes, y la igualdad con los cristianos
en cuanto al derecho a los bienes raíces, a ejercer cualquier profesión u
ocupar cargos públicos. La década de 1850 presenció la caída de monu­
mentos al fanatismo tan irritantes como las leyes que prohibían a las
familias judías emplear sirvientes cristianos y a las familias gentiles utili­
zar los servicios de comadronas judías. Hacia 1867, prácticamente todos
los restos de discriminación legal habían sido suprimidos. *45 Por lo
menos para los judíos, los resultados de esas reformas legales eran estimu­
lantes.
Lo que es más, en 1860 una facción liberal empezó a dominar en Vie­
na e inauguró un reinado en el que los sólidos burgueses judíos podían
contar con la aceptación social, e incluso con su promoción política. Por
cierto, después del compromiso de 1867, el Ausgleich, que transformó los
extensos dominios de los Habsburgo en la monarquía doble de Austria y
Hungría, varios miembros del “ministerio burgués” fueron judíos. Esa era
la época en la que Freud y sus padres se encontraron con el poeta-profeta
en el restaurante del Prater, una época en la que —escribió él más tarde en
La interpretación de los sueños— “todo muchacho judío diligente llevaba
en su cartera un portafolio de ministro”.
Hay algo un poco patético en el hecho de que Freud parafrasee a fines
de la década de 1890 el memorable aforismo revolucionario de Napoleón,
según el cual todo soldado llevaba un bastón de mariscal en su mochila.
El apuesto y extraordinariamente popular demagogo Karl Lueger, que
había hecho del antisemitismo una tabla de su oportunista plataforma
política, se convirtió en 1897 en el poderoso alcalde de Viena. El odio a
los judíos había sido durante cierto tiempo un ingrediente de la política
vienesa: en 1885 Freud le escribió a su prometida que el día de la elección,
el 1Q de junio, tuvieron lugar “tumultos y manifestaciones antisemitas”.
Pero Lueger pasó a ser el catalizador de la nueva política de la década
de 1890. Si bien tenía amigos judíos, y era mucho más afable con los
judíos en privado que en la fachada histriónica exhibida ante su público de
adoradores, muchos de quienes lo apoyaban eran más fanáticos que su
líder, y totalmente consecuentes en su antisemitismo. De modo que su
llegada al poder selló la bancarrota del liberalismo austríaco con una deter­
minación irrevocable. *48 Pero durante más de treinta y cinco años
—mientras Freud crecía, estudiaba, se casaba, formaba su familia y se
abría camino hacia las formulaciones del psicoanálisis— el liberalismo
[ 40] Fundamentos: 1856-1905

fue un hilo conductor muy importante, aunque cada vez más deshilachado,
de la política vienesa. Ese era el tipo de atmósfera en la que Freud se sen­
tía cómodo. Al recordar en su vejez esas décadas violentas, se consideró a
sí mismo “un liberal de la antigua escuela”. *49
Durante la década de 1860 y más allá, en efecto, el liberalismo fue
para los judíos de Viena una posición a la vez de principios y prudente:
las alternativas del sionismo y el socialismo todavía no habían surgido
en su horizonte. Al igual que muchos otros de sus hermanos emancipa­
dos, Freud se hizo liberal porque la cosmovisión liberal congeniaba con
él y porque, según el dicho, era buena para los judíos. Freud era pesi­
mista acerca de la naturaleza humana, y por lo tanto escéptico con res­
pecto a las panaceas políticas de cualquier tipo, pero no era conservador.
Como burgués que se respetaba a sí mismo, los aristócratas arrogantes
lo impacientaban; y aun en mayor medida los clérigos represores. Consi­
deraba que la Iglesia Romana y sus esbirros austríacos eran los principa­
les obstáculos para la completa integración de los judíos en la sociedad
austríaca. Sabemos que incluso como estudiante había dado forma a ela­
boradas y agradables fantasías en las que imaginariamente se vengaba de
todos los antisemitas de los libros. El exuberante crecimiento del antise­
mitismo populista racial le proporcionó nuevos objetos de odio, pero
nunca olvidó al antiguo enemigo, el catolicismo romano. Para Freud, y
para otros judíos asimilados, los liberales austríacos presentaban un con­
traste sumamente alentador tanto con los demagogos como con los
sacerdotes.
Podemos ver las razones. Después de todo, fueron los liberales quie­
nes garantizaron a los judíos austríacos derechos civiles completos en
1867. Es notable que Neue Freie Presse, el único periódico vienés de
reputación internacional, considerara necesario recordarle a sus lectores, en
1883, con oportunidad de una manifestación antisemita, que “el primer
dogma del liberalismo” es que “los ciudadanos de todas las confesiones
gozan de iguales derechos”. *50 No sorprende que Neue Freie Presse fuera
el alimento cotidiano de Freud; sustentaba sus mismas opiniones libera­
les.
En la época en que el joven Freud despertaba a esas realidades políti­
cas, tales opiniones eran comunes entre los judíos de Austria. En medio
de la campaña electoral de 1879, Adolf Jellinek, el gran rabino de Viena,
declaró que “alineándose con sus más vitales intereses, los judíos de Aus­
tria deben adherirse a la constitución y a las fuerzas del liberalismo” *51 El
publicista y rabino Joseph Samuel Bloch recitó un verdadero catálogo de
las virtudes del liberalismo: más que una doctrina, más que un principio
conveniente, era el asilo espiritual del judío, su puerto seguro, su derecho
a la libertad, su diosa protectora, la reina de su corazón. Y los judíos de
Austria depositaban sus votos allí donde estaba su corazón: su alianza con
los candidatos liberales era abrumadora. Freud votó por éstos siempre que
Hambre de conocimiento [ 41 ]

pudo. 7 El clericalismo, el ultramontanismo, un federalismo que favorecía


a los elementos no germanos del imperio austro-húngaro: tales eran los
enemigos de los judíos. Las pasiones políticas de Freud no eran muy
intensas, pero la misma parquedad de comentarios críticos en sus cartas de
las décadas liberales sugiere su satisfacción general, su acuerdo esencial
con Jellinek, con Bloch, con Neue Freie Presse. Iba a tener más que decir
desde la década de 1890 en adelante, cuando en la ciudad gobernaban Lue­
ger y sus compinches.

La llegada de liberalismo a la política y la cultura significó algo


más que la constitución de un club de políticos de mentalidad análoga en
el poder. Sus emblemas estaban en todas partes. Al igual que otras capita­
les del siglo XIX (Berlín, París, Londres), Viena estaba creciendo y cam­
biando con deslumbrante rapidez. En 1860 tenía aproximadamente medio
millón de habitantes; veinte años más tarde, cuando Freud completaba sus
estudios de medicina, había más de 700.000 vieneses, muchos de los cua­
les, como Freud, no habían nacido en la ciudad. En gran medida, a seme­
janza de París, que el enérgico, imaginativo y despiadado prefecto barón
Haussmann reconstruyó hasta volverla casi irreconocible, en esas dos
décadas Viena cambió de rostro para siempre. En 1857, Francisco José
había autorizado la demolición de las antiguas fortificaciones que rodeaban
la ciudad interior; siete años más tarde, la mayoría de ellas habían desapa­
recido, y la Ringstrasse, avenida con el trazado de una gran herradura, esta­
ba tomando forma. En 1865, cuando un Freud de nueve años de edad ingre­
saba en el Leopoldstadter Kommunal-Real-und Obergymnasium, el
emperador y la emperatriz inauguraron formalmente ese gran bulevar. Edi­
ficio público tras edificio público, separados por grandes casas de aparta­
mentos, surgían por todas partes, celebrando la cultura y el constituciona­
lismo liberales. El nuevo teatro de la ópera se terminó en 1869; dos
grandes y vistosos museos, doce años más tarde; la neoclásica casa del
parlamento y el ayuntamiento neogòtico, enunciados arquitectónicos cos­
tosos y expresivos de la ideología liberal, quedaron habilitados en 1883
para cumplir con sus importantes funciones.
Todo era muy impresionante y muy precario. Muchos años más tarde,
tratando de captar la esencia de la “doble monarquía”, el ensayista y nove­
lista austríaco Hermann Broch recordó, con una frase muy citada, “el ale­
gre apocalipsis de alrededor de 1880”. El apocalipsis estaba bien disfraza­
do, ataviado con efusiones sentimentales autoprotectoras concernientes al
hermoso Danubio azul, la efervescencia de la cultura superior, y el festivo

7 El 2 de junio de 1885, Freud le escribió a su prometida Martha Bernays:


“Las elecciones fueron ayer, un día muy agitado para Viena. El partido liberal
perdió cuatro escaños; en Mariahilf y el distrito de Badner, fueron elegidos
antisemitas”. (Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
[42] Fundamentos: 1856-1905

sonido de los valses. Broch contó con la guía de una visión retrospectiva,
pero incluso en aquella época hubo unos pocos espíritus críticos —no
Freud, ocupado en ese entonces con la medicina y el amor— para los que
el Danubio era un lodazal, el champagne algo rancio y el vals un baile
desesperado al borde de un volcán rugiente.
A lo largo de esas décadas, Viena fue el refugio favorito de los inmi­
grantes judíos del este. Llegaban continuamente, en mayor número que a
cualquier otra ciudad germana, porque incluso aunque las señales prove­
nientes de Austria parecían contradictorias en las otras partes la situación
era peor. Hacia fines del siglo XIX, los judíos de Viena constituían un
grupo heterogéneo: familias de rancio abolengo; inmigrantes extranjeros,
principalmente de Rusia; recién llegados procedentes de las tierras de los
Habsburgo: Galitzia, Hungría o (como los Freud) Moravia. Era asimismo
un grupo fluctuante; así como miles de judíos se apiñaban en la ciudad
refugiándose de la persecución, muchos partían, para establecerse en Ale­
mania o en ultramar. *» En las décadas de 1880 y 1890 debieron de existir
momentos en los que también Freud pensó en emigrar, tal vez a Estados
Unidos, o con más probabilidad a la Inglaterra que había amado desde su
juventud.

El efecto de la invasión judía (como les gustaba llamarla a los anti­


semitas de todo tipo) enfrentó a los judíos asimilados de Viena con un
dilema que sus hermanos de otras partes, Berlín o Londres, también afron­
taban en esos años, aunque menos agudamente. Un cierto grado de simpa­
tía por los refugiados de una ignorante Europa oriental, agobiados por la
pobreza y a menudo traumatizados, solía quedar soterrado por un rechazo
defensivo ante sus costumbres y su aspecto. Freud no estuvo exento de
tales sentimientos. A los dieciséis años, al volver de una visita a su nati­
vo Freiberg, se encontró con un “sumamente honorable viejo judío y su
correspondiente vieja judía, provistos de la hijita melancólica y lánguida,
y con un hijo descarado y ambicioso”; le describió su repugnancia a su
amigo Emil Fluss, judío como él mismo. Le pareció que la compañía de
esa familia era “más intolerable que cualquier otra”, y creía haber identifi­
cado en el hombre a un tipo bien conocido de Freiberg. “Así era el hijo,
con quien él estaba hablando de religión. Era del tipo de madera con la que
el destino talla al embaucador cuando llega el tiempo propicio: taimado,
embustero, alentado por sus queridos parientes en la creencia de que tiene
talento, pero sin principios ni visión de la vida.” Un acosador profesio­
nal de judíos difícilmente podría haberse expresado con más violencia.8

8 A falta de otros elementos de prueba, esta altanera descripción sigue


siendo un tanto misteriosa. Tal vez se tratara sólo de la jactancia que un educa­
do judío de lengua alemana podía compartir con sus amigos íntimos. Pero pues­
to que la madre de Freud era innegablemente de lengua europeooriental, hay que
Hambre de conocimiento [ 43 ]

Muchos de los inmigrantes de las aldeas miserables del este vestían,


hablaban y gesticulaban de maneras extrañas y desagradables para los vie-
neses; eran demasiado exóticos para ser familiares, y no lo bastante exóti­
cos como para resultar encantadores. Llegaban como buhoneros y peque­
ños comerciantes, pero muchos de sus hijos ingresaban en empleos
vulnerables a la crítica fanática y a la denigración fácil: la banca, el
comercio al por mayor o el periodismo. En la década de 1880, por lo
menos la mitad de todos los periodistas, médicos y abogados vieneses eran
judíos. Cuando Freud, en el Gymnasium, pensaba en la posibilidad de
estudiar medicina o derecho, manifestaba una inclinación perfectamente
convencional. Era eso lo que hacían muchos jóvenes judíos de Viena.
Demostrando su proverbial hambre de aprender, se volcaban hacia las ins­
tituciones educativas y, concentrados como estaban en unos pocos distri­
tos, quedaban arracimados en unas cuantas escuelas, hasta el punto de que
los cursos parecían grandes clanes familiares. Freud acudió a su Gymna­
sium durante ocho años, entre 1865 y 1873; en ese lapso de tiempo, el
número de alumnos judíos pasó de 68 a 300, ascendiendo del 44 al 73 por
ciento de la población escolar total. *55
Los gentiles austríacos se sentían sitiados por esa creciente presencia
judía, y se inquietaban por ella en las revistas humorísticas, en los clubes
sociales y en las reuniones políticas. Hacían chistes angustiados, aboga­
ban por la asimilación de los invasores “extranjeros”; algunos reclamaban
con estridencia su expulsión. En 1857, cuando Freud tenía un año, según
el censo había 6000 judíos en Viena, poco más del 2 por ciento de la
población; diez años más tarde, como consecuencia de la legislación
favorable y de las mejores oportunidades económicas, los judíos habían
emigrado a la ciudad en grandes oleadas: ascendían a 40.000, el 6 por cien­
to. En 1872, Jacob Burckhardt, el gran historiador suizo del Renacimien­
to, que detestaba la prisa y el nerviosismo de la civilización moderna, y
veía en los judíos su corporeización suprema, en una de sus visitas afirmó
de modo áspero que los judíos estaban gobernando Viena. Con aprobación
evidente, observó “la creciente aversión hacia los todopoderosos judíos y
su prensa completamente venal”. *57 Pero la invasión todavía no había ter­
minado; hacia 1880, cuando ya sumaban 72.000, uno de cada diez habitan­
tes de Viena era judío. Burckhardt volvió a la ciudad en 1884, y la encon­
tró completamente “judaizada” (verjudet). *58 Es éste un término repulsivo
que iba a hacer una ominosa carrera a lo largo de la vida de Freud. Por
cierto, expresaba una percepción ampliamente difundida.
De modo que el siglo XIX, aunque en él se produjera la emancipación
judía en toda Europa, demostró ser un difícil interludio entre el antisemi­
tismo antiguo y el nuevo. La emancipación misma provocó la reacción.

preguntarse si Freud negaba los orígenes de su madre o, más sutilmente y


menos conscientemente, se rebelaba contra ella.
[44] Fundamentos: 1856-1905

El judío arrogante, que se elige a sí mismo como favorito de Dios, el ase­


sino de Cristo, se convierte en el judío especulador, inescrupuloso y cos­
mopolita corrosivo. Naturalmente, los niños son un eco de sus padres, y
las conversaciones antijudías desbordaban la demagogia pública y los pre­
juicios familiares, para entrar en las burlas cotidianas de los escolares. En
las clases superiores de su Gymnasium, también Freud empezó a recono­
cer “las consecuencias de provenir de una raza ajena”. Como la “agitación
antisemita entre mis compañeros de escuela me incita a tomar posi­
ción” *5 ’, él se identificó lo más estrechamente posible con el semita Aní­
bal, aquel héroe de su juventud.
Al mismo tiempo, las oportunidades que atraían a los judíos austría­
cos emancipados se ampliaron hasta más allá del beneficio económico o el
progreso profesional. Los judíos participaban de modo destacado en la vida
cultural de Viena como productores e intermediarios: eran editores, directo­
res de publicaciones, propietarios de galerías de arte, promotores teatrales
y de conciertos, poetas, novelistas, directores de orquesta, virtuosos, pin­
tores, científicos, filósofos e historiadores.9 Nombres como los de Arthur
Schnitzler, Karl Kraus o Gustav Mahler, no son más que indicios de la
diversidad de ese formidable despliegue de talentos. En la burocracia de la
doble monarquía y en su ejército, los judíos lograban, en gran medida
hacer carrera después de convertirse al catolicismo, pero algunos llegaban
a los más altos rangos sin pasar por el bautismo. Algunas familias judías
recibieron títulos nobiliarios, por su riqueza o sus servicios al Estado, sin
que negaran (y mucho menos renegaran de) sus orígenes.
Arthur Schnitzler, seis años menor que Freud, médico, psicólogo,
novelista y dramaturgo, recordó esa situación ambigua en su autobiografía:
«En aquellos días —el período de liberalismo en florecimiento tardío— el
antisemitismo existía, como ha existido siempre, como una emoción en
los numerosos corazones que se inclinaban ante él, y como una idea con
grandes posibilidades de desarrollo, pero no desempeñaba un papel impor­
tante política o socialmente. Ni siquiera se había inventado todavía la pala­
bra, y aquellos a quienes no les gustaban los judíos eran llamados, burlona­
mente, “devoradores de judíos” (Judenfresser)». Schnitzler podía pensar en
un solo tipo, impopular por lo que tema de petimetre, jactancioso y estúpi­
do. Entendía que el antisemitismo de esos años no era respetable ni peli­

9 Recordando su estancia en Viena a fines de siglo, el novelista judío ale­


mán Jakob Wassermann subrayó que, en contraste con lo que ocurría en Alema­
nia, “casi todas las personas con las que he estado en contacto cordial o inte­
lectual eran judíos... Pronto reconocí que toda la vida pública estaba dominada
por judíos. La banca, la prensa, el teatro, la literatura, las funciones sociales,
todo estaba en manos de judíos”. Puesto que la aristocracia austríaca no tenía
nada que ver con tales empresas, fueron abandonadas a unos pocos inconfor­
mistas... y a los judíos. (Jakob Wassermann, Mein Weg ais Deutscher und
Jude, 1922, 102).
Hambre de conocimiento [ 45]

groso. Pero lo llevaba a sentirse ansioso y amargado. *“ El odio al judío


constituía una molestia que se fue haciendo cada vez más desagradable, más
amenazadora, con el transcurso de los años. Otro educado testigo vienés, el
doctor Valentín Pollak, nacido en 1871, recuerda: “En mi primera, juven­
tud, aún sólo se trataba de odio oculto”, no “aceptado por la buena socie­
dad”, pero se hacía sentir mucho; había que defenderse de brutales embosca­
« Los judíos de Austria habían esperado
das de pandilleros adolescentes. *
algo mejor. Pero hasta el despliegue completo del antisemitismo racial, a
fines de la década de 1890, el optimismo prevaleció por encima de las pre­
moniciones sombrías. En esa época, los escolares judíos, entre ellos Freud,
acariciaban en sus fantasías un uniforme de general, un atril de profesor,
una cartera de ministro o un escalpelo de cirujano.

El atractivo de la investigación

Ambicioso, aparentemente confiado en sí mismo, bri­


llante en la escuela y voraz como lector, el adolescente
Freud tenía todas las razones para creer que se abría
ante él una carrera distinguida, tan distinguida como lo
permitiera la fría realidad. “En el Gymnasium —resu­
mió concisamente—, fui el primero de la clase durante
siete años, ocupé una posición privilegiada, fui muy poco examinado.”*62
El boletín de calificaciones que conservó da testimonio reiterado de su
conducta ejemplar y de su trabajo destacado en el aula. Naturalmente, sus
padres le auguraban grandes cosas, y otras personas, como su maestro de
religión y paternal amigo Samuel Hammerschlag, de buena gana compar­
tían esas expectativas llenas de cariño y extravagancia.

Pero antes de sentar cabeza para dar cumplimiento a las esperanzas


de sus padres, y a las suyas propias, Freud sobrellevó un rito iniciático
adolescente: el primer amor. En 1872, cuando tenía dieciséis años, hizo
una visita a Freiberg. Uno de sus compañeros de andanzas fue Eduard Sil-
berstein, su más íntimo amigo de aquellos años. Los dos habían formado
una secreta y exclusiva “Academia española”, de la que eran los únicos
miembros; se llamaban entre sí con los nombres de dos perros de un rela­
to de Cervantes, * intercambiaban cartas confidenciales en castellano, y

* Es la “novela ejemplar” El coloquio de los perros. Véase el “Ensayo


bibliográfico”, pág. 747. [R.]
[46] Fundamentos: 1856-1905

mantenían una correspondencia más expansiva en alemán. En una nota


emocional, Freud confesó experimentar un “sentimiento agradable y
melancólico” en ausencia de su amigo, y un “anhelo” de alguna conversa­
ción “sincera”. *» Otro de sus mensajes confidenciales a su “Queridísimo
Berganza” llevaba la advertencia: “No mano otra toque esa carta”. *< * En
esa carta Freud volcaba sus más privados sentimientos amorosos.
El ostensible objeto de los desvelos de Freud era Gisela Fluss, un año
menor que él, hermana de otro amigo del colegio, también de Freiberg. Se
sintió muy cautivado por aquella “chica medio candorosa, medio cultiva­
da”, pero no exteriorizó sus sentimientos, culpando a su “absurdo hamle-
tismo” y a su timidez por no poder darse el gusto de conversar con la
joven. * « Continuó refiriéndose a Gisela Fluss (como lo había hecho
durante algunos meses) con un juego de palabras erudito, llamándola
“ictiosauria”: Fluss significa “río” en alemán, y el ictiosaurio era una cria­
tura de río, ya convenientemente extinguida. *66 Pero ese “primer arroba­
miento”, como él lo denominó, nunca fue más allá de algunas alusiones
tímidas y de unos pocos encuentros lancinantes. *67
La confesión de Freud a su amigo Silberstein, en realidad, sugiere con
vehemencia que toda la experiencia constituyó esencialmente un apasiona­
miento edípico tardío: se demora y enumera con deleite los encantos de la
madre de Gisela, una opulenta matrona de Freiberg: habla de su inteligen­
cia, su condición de persona cultivada y de múltiples talentos, de su inva­
riable jovialidad, de sus maneras suaves para con los hijos y de su cordial
hospitalidad, que no era lo menos importante para él. *68 De modo que,
mucho más que su hija Gisela, era Frau Fluss el blanco de su taciturna y
efímera pasión adolescente. “Parece —reconoció, anticipando intuitivamen­
te el tipo de percepción al que habría de dedicar su vida— que he transferido
el respeto hacia la madre a sentimientos amistosos dirigidos a la hija.
Pero pronto Freud comenzó a pensar en cosas más serias. Estaba a
punto de ingresar en la universidad, y la elección de la carrera, lo mismo
que su esperanza de alcanzar la fama, supusieron conflictos interiores y
penosos y recordados contratiempos. En su Interpretación de los sueños
rememora un incidente humillante que se produjo cuando tenía siete u ocho
años. Una noche se había orinado en el dormitorio de sus padres, en presen­
cia de ellos. Más tarde, el Freud psicoanalista explicaría las razones de que
los niños pequeños hagan eso. Exasperado, Jacob Freud le dijo al niño que
nunca llegaría a nada. El recuerdo de ese episodio persiguió al joven Freud
durante años. Había sido “un terrible golpe a mi ambición”, y continuó
reactualizándolo en sus sueños. *7° Tal vez el incidente no sucedió exacta­
mente de ese modo. Pero puesto que los recuerdos distorsionados no son
menos reveladores que los exactos —posiblemente lo sean más—, esa
rememoración parece dominar sus deseos y sus dudas. Siempre que reapare-

En castellano en el original. [T.]


Hambre de conocimiento [ 47]

cía —confesó Freud—, él realizaba un recitado rápido de sus éxitos, como


para demostrarle triunfalmente al padre que, después de todo, había llegado
a algo.10 Si de verdad se orinó en el dormitorio de los padres, debió de tra­
tarse de un momento poco habitual en la casa de los Freud: el niño dueño
de sí cediendo a un impulso irresistible aunque momentáneo, y el padre
afectuoso explotando en un acceso efímero de irritabilidad. En general, el
niño dorado de los Freud no podía hacer nada mal, y no lo hacía.
Los impulsos que animaban en Freud la búsqueda de la grandeza
—entre los cuales no pueden excluirse la necesidad de revancha y de rei­
vindicarse a sí mismo— estaban lejos de ser transparentes. En consecuen­
cia, resulta difícil desentrañar los motivos que determinaron la elección de
la carrera de médico, y el curso de la vida de Freud posterior a ese momen­
to. El relato del propio Freud, aunque preciso, requiere interpretación y
elaboración. El registra sus conflictos, pero simplifica su resolución con
desenvoltura. “Bajo la poderosa influencia de la amistad de un compañero
de Gymnasium un poco mayor, que más tarde se convirtió en un político
bien conocido, yo también quise estudiar derecho y llegar a ser socialmen­
te activo”. Ese amigo del colegio era Heinrich Braun, luego uno de los
más importantes líderes políticos y periodistas socialdemócratas. «Sin
embargo, las doctrinas de Darwin, en aquel entonces muy difundidas, me
atrajeron poderosamente, porque prometían un extraordinario progreso en
nuestra comprensión del mundo, y sé que la lectura del hermoso ensayo de
Goethe titulado “Sobre la Naturaleza”, en una conferencia popular del pro­
fesor Cari Brühl, un poco antes de mis exámenes finales, me decidió a
inscribirme en medicina» *71
La historia lleva la marca del mito o, por lo menos, de la excesiva
condensación. Cari Bemhard Brühl, un destacado especialista en anatomía
comparada y profesor de zootomía en la universidad de Viena, era un cauti­
vador conferenciante popular. El fragmento que cambió el pensamiento de
Freud es un himno emocional y exaltado que celebra una Naturaleza eroti-
zada como si fuera una madre siempre renovada que abraza y casi ahoga.
Tal vez diera el impulso final a una decisión que durante algún tiempo ya
había estado madurando en la mente de Freud. Es lo que él manifestó más
de una vez. *72 Pero de ningún modo constituyó una revelación súbita.

10 Freud narró esta escena como parte de la interpretación de su sueño del


conde Thun. Según han señalado correctamente los comentadores, hay comple­
jidades que están más allá de las complejidades. Parece posible que Freud inva­
diera el dormitorio de sus padres por curiosidad sexual, y luego orinara excita­
do. Viene más al caso el hecho de que, en 1914, Freud agregara como
comentario que la enuresis (que él padecía a veces a los dos años de edad, y que
asociaba estrechamente con la escena primaria) está relacionada con el rasgo
caracterológico de la ambición. (Véase Interpretation of Dreams, SE IV, 216).
Para el mejor resumen, véase Didier Anzieu, Freud's Self-Analysis (2a ed.,
1975, trad. de Peter Graham, 1986), 344-346.
[ 48] Fundamentos: 1856-1905

Demasiadas cosas habían pasado antes como para que un fragmento con el
estilo de Goethe tuviera la importancia que Freud le asigna. Después de
todo, ni siquiera pertenecía a Goethe.
Fuera cual fuere el devenir exacto de las reflexiones de Freud, a media­
dos de marzo de 1873 le informó a su amigo Emil Fluss, en un tono que
con toda conciencia describió como oracular, que “tenía algunas noveda­
des, tal vez las más importantes de mi pobre vida”. A continuación vaci­
ló, con su característico estado de ánimo irónico y ambivalente. El tema
no había aún madurado lo bastante como para desembocar en la decisión y
la discusión. “No quiero dar como un hecho algo sin terminar, sólo para
desdecirme más tarde.” *74 Hasta el le de mayo, Freud no logró abrirse
camino hacia una claridad total. “Si levanto el velo, ¿te sentirás defrauda­
do?”, le preguntó a Fluss. “Juzga tú mismo: he decidido convertirme en
un científico natural.” El derecho quedaba abandonado. Pero, manteniéndo­
se en una vena festiva, Freud conservó el vocabulario jurídico, como para
sugerir un persistente afecto por la carrera que estaba dejando: “Examinaré
los documentos milenarios de la naturaleza, quizá fisgonearé personalmen­
te en sus litigios, y compartiré mis conquistas con todo el que quiera
aprender”. Esto es vivaz, incluso ingenioso, pero sugiere la obstina­
ción en conflictos superados o, más bien, resueltamente descartados. En
realidad, en agosto de ese año Freud adjuntó en una carta a Silberstein una
tarjeta de visita impresa que decía: “Sigismund Freud/stud. jur.” *7« Tal
vez fuera una broma, pero una broma que sugería pena.
En 1923, Fritz Wittels, médico vienés que era uno de los seguidores
más independientes de Freud y fue su primer biógrafo, especuló perspicaz­
mente que el lugar atribuido al fragmento “Sobre la Naturaleza” en la vida
del padre del psicoanálisis hacía pensar en un recuerdo encubridor, el tipo
de rememoración inocua que oculta detrás de su claridad espuria una expe­
riencia pasada más seria, menos inequívoca. *77 La visión maternal conju­
rada por el fragmento que Brühl leyó en voz alta, con su promesa de pro­
tección afectuosa, calidez acogedora y alimento nutritivo inagotable,
podrían haber atraído a Freud, que era en aquel entonces un adolescente
impresionable. Pero, fuera cual fuere el efecto que tuviera, “Sobre la Natu­
raleza” cayó en tierra fértil.
En todo caso, es sumamente improbable que un consejo formal y
práctico de los padres presentara la medicina como más atractiva que el
derecho: Freud tuvo el cuidado de poner en letras de imprenta que, aunque
su familia “vivía en condiciones muy estrechas, mi padre insistió en que
yo eligiera mi profesión atendiendo solamente a mis inclinaciones”. En
consecuencia, si el recuerdo de Freud acerca de “Sobre la Naturaleza” fue
realmente un recuerdo encubridor, debió ocultar motivos no reflexivos
sino emocionales. Si bien eligió la carrera de médico con libertad —escri­
bió en su Presentación autobiográfica— “en aquellos primeros años, ni,
dicho sea de paso, más tarde, no sentía ninguna predilección por la posi­
Hambre de conocimiento [49]

ción y la actividad del médico. Más bien me motivó una especie de ham­
bre de conocimiento”. *78 Estas palabras se cuentan entre los más sugeren-
tes fragmentos autobiográficos que Freud haya publicado nunca. Más tar­
de, el Freud psicoanalista identificaría la curiosidad sexual de los jóvenes
como la verdadera fuente del espíritu inquisitivo del científico. Es razona­
ble especular que el episodio en el dormitorio de sus padres a los siete u
ocho años fue una expresión directa, más bien tosca, de la misma curiosi­
dad, posteriormente refinada y convertida en investigación.

El estudio de la medicina le prometía a Freud recompensas psicoló­


gicas que iban más allá de la sublimación de su primitiva hambre de cono­
cimiento. Cuando era joven —observó más tarde— todavía no había capta­
do los usos de la observación (que implica distancia y objetividad) al
servicio de su curiosidad insaciable. No mucho antes de su matrimonio,
esbozó para su prometida un pequeño autorretrato que sugiere esa misma
falta de tranquila distancia: se sentía el heredero de “todas las pasiones de
nuestros antepasados cuando defendían su templo”. Pero, impotente, inca­
paz de expresar sus “ardientes pasiones con una palabra o en un poema”,
siempre se había “reprimido”. *79 Cuando, muchos años más tarde, su bió­
grafo Emest Jones le preguntó cuánta filosofía había leído, Freud replicó:
“Muy poca. De joven me sentía fuertemente atraído hacia la especulación,
y refrené esa atracción despiadadamente”. *«° En el último año de su vida,
todavía habló con el mismo espíritu de “cierta reserva ante mi propensión
subjetiva a concederle demasiada importancia a la imaginación en la inves­
tigación científica”. *81 Sin duda, Freud consideraba esencial conducir la
imaginación científica con total libertad, en especial durante los años de
descubrimientos. Pero sus autoevaluaciones —en cartas, trabajos científi­
cos reveladores de su intimidad y conversaciones registradas— reflejaban
cierto temor a perderse en un cenagal especulativo y un fuerte deseo de
autocontrol. Incluso cuando ya estaba en su tercer año de la universidad, en
1875, Freud seguía pensando en “lograr un doctorado en filosofía basado en
la filosofía y la zoología”. *82 Pero finalmente prevaleció la medicina, y su
giro hacia esa disciplina, un estudio riguroso, minucioso, empírico, res­
ponsable, fue un modo, no de abrazar a la Madre Naturaleza y su amor
asfixiante, sino de huir de ella, o por lo menos de mantenerla a distancia.
La medicina formó parte de la conquista de sí mismo por parte de Freud.
Incluso antes de graduarse brillantemente en el Gymnasium, en junio
de 1873, Freud reconoció que la naturaleza que más ansiaba comprender
era la humana. Su hambre de conocimiento —observó retrospectivamen­
te— se “dirigía más a los asuntos humanos que a los objetos natura­
les”. *83 Demostró precozmente esa disposición en cartas a sus amigos
más íntimos, llenas de una curiosidad ajena a toda vergüenza y de percep­
ciones psicológicas. A los dieciséis años, en septiembre de 1872, le escri­
bió a Emil Fluss: “Me proporciona placer aprehender la apretada textura
[ 50] Fundamentos: 1856-1905

que las hebras relacionadas entre sí que el azar y el destino han entretejido
en tomo a todos nosotros.” *84 Joven como era, Freud ya consideraba
sumamente sospechosas las meras comunicaciones superficiales. “He
observado —se quejó a Eduard Silberstein en el verano de 1872— que sólo
me haces conocer una selección de tus experiencias, pero te reservas total­
mente tus pensamientos.” *85 Ya buscaba revelaciones más profundas. Al
comentar la muestra internacional reunida en Viena en la primavera de
1873, la consideró agradable y bonita, pero lejos de resultar deslumbrante.
“No logro hallar un cuadro vasto y coherente de la actividad humana, así
como no consigo descubrir los rasgos de un paisaje en un herbario.” La
“grandeza del mundo” —continuó— reposa en la multiplicidad de posibili­
dades, pero lamentablemente “no constituye una base firme para nuestro
autoconocimiento ”. *86 Estas son las palabras de un psicólogo nato.

La ambivalencia de Freud acerca de la práctica de la medicina no era


lo bastante acentuada como para mutilar su deseo de curar o el placer que
le procuraban las curas. En 1866, siendo un escolar de diez años de edad,
ya había desplegado fuertes inclinaciones humanitarias, implorando a sus
maestros que organizaran una campaña para proporcionar vendas a los sol­
dados austríacos heridos en la guerra contra Prusia. Casi una década más
tarde, en septiembre de 1875, después de haber estado enrolado durante dos
años en el cuerpo médico, le confesó a Eduard Silberstein: “Ahora tengo
más de un ideal. Al ideal teórico de mis primeros años se ha agregado un
ideal práctico. El año pasado, si me hubieran preguntado cuál era mi
mayor deseo, habría respondido: un laboratorio y tiempo libre, o un buque
en el oceáno con todos los instrumentos que necesita el investigador.” Se
ve con claridad que, al elaborar esa fantasía, Freud pensaba en su admirado
Darwin, que había pasado años fructíferos en el Beagle. Pero el descubri­
miento de verdades científicas no era el único deseo de Freud. “Ahora
—proseguía— dudo en cuanto a si no debería decir mejor: un gran hospi­
tal y mucho dinero, para abreviar algunos de los males que le sobrevienen
a nuestro cuerpo, o para suprimirlos del mundo.” *87 Ese deseo de atender
las enfermedades hacía erupción periódicamente. “Hoy llegué a la casa de
mis pacientes sin saber en absoluto cómo brindarles la simpatía y la aten­
ción necesarias”, le escribió a su prometida en 1883. “Me sentía muy can­
sado y apático. Pero en cuanto empezó a quejarse”, la letargía de Freud “se
desvaneció, al advertir que yo tenía una tarea allí, una tarea con significa­
do”. *88
Pero la sublimación más coherente de su curiosidad infantil apuntaba
a las investigaciones científicas, a los enigmas de la mente y la cultura.
En 1927, retrospectivamente, insistió en que nunca había sido en realidad
un médico, y en que había reencontrado el camino hacia su vocación ver­
dadera después de un viaje prolongado y tortuoso. *89 Una vez más, su
visión autobiográfica final (el texto de 1935, escrito cuando tenía cerca de
Hambre de conocimiento [ 5 1]

ochenta años) relevó el “desarrollo regresivo” que había seguido después de


“un rodeo de toda una vida a través de las ciencias naturales, la medicina y
la psicoterapia”, para volver a “esos problemas culturales que una vez
habían fascinado al joven, apenas despierto al pensamiento”. Hemos de
demostrar que ese rodeo lo desvió menos de lo que estas palabras sugieren.
Como dicen los psicoanalistas, todo era agua para su molino.

En la universidad de Viena, Freud tropezó pronto con el irritante


factor del antisemitismo, lo bastante memorable y enfurecedor como para
que ocupara un lugar prominente en su autobiografía, escrita medio siglo
más tarde. Hizo hincapié en señalar que había respondido de modo desa­
fiante, incluso con fiereza. Por lo general, convirtió la rabia en una venta­
ja. Los compañeros gentiles esperaban con impertinencia que él se “sintie­
ra inferior” y ajeno al pueblo austríaco —nicht volkszugehdrig— “porque
era judío”. Pero Freud rechazó “resueltamente” esa invitación a la humil­
dad: “Nunca comprendí por qué tendría que avergonzarme de mi origen o,
como se estaba empezando a decir, de mi raza”. Con el mismo autorrespe-
to, “sin mucha pena”, abandonó el dudoso privilegio de sentirse pertene­
ciente a ese ambiente, sintiendo que su aislamiento le sería útil. Pensaba
que el ser condenado a la oposición nutría su tendencia a “cierta
independencia de juicio”. Recordando al honesto y valiente doctor Stock-
mann de Un enemigo del pueblo, de Ibsen, Freud afirmaba haber disfruta­
do del hecho de estar estrictamente excluido de la “mayoría compac­
ta”. n *91
No estaba precisamente jactándose. Hay pruebas de coraje moral y
físico de Freud. A principios de 1875 le dijo a Eduard Silberstein que
había menguado su confianza en lo que era generalmente aceptado, y que
al mismo tiempo se había fortalecido su “disposición secreta favorable a
las opiniones minoritarias”. Esa actitud le apoyó en sus enfrentamien­
tos con las instituciones médicas y sus opiniones inmovilistas. Pero
reservaba un furor especial para los antisemitas. En 1883, en un viaje en
tren, se encontró con algunos. Irritados porque él abrió la ventanilla para
respirar un poco de aire puro, le llamaron “miserable judío”, hicieron
comentarios ofensivos sobre su egoísmo no cristiano, y amenazaron con

11 Hacia la Navidad de 1923, Freud leyó un ejemplar aún inédito de su bio­


grafía escrita por Fritz Wittels, y anotó comentarios a discreción. Al hablar de
los primeros años de Freud, Wittels había escrito: “Su destino como judío en el
área cultural germana le transmitió muy pronto un sentimiento de inferioridad,
que ningún judío germano puede evitar”. El comentario que Freud puso al mar­
gen fue “!”, su modo de expresar un fuerte desacuerdo. Es posible que la enfática
afirmación de Freud en cuanto a la ausencia en él de un sentimiento de inferiori­
dad constituyera una respuesta indirecta a la caracterización de Wittels (véanse
las págs. 14-15 del ejemplar de Freud de la biografía de Wittels, Sigmund
Freud, Freud Museum, Londres).
[ 52] Fundamentos: 1856-1905

“darle una lección”. Aparentemente imperturbable, Freud invitó a sus con­


trincantes a acercarse, les increpó y triunfó sobre “la chusma”. *” Con el
mismo espíritu, su hijo Martin recordó que en 1901, en Thumsee, un pue-
blecito de veraneo bávaro, Freud dispersó a una pandilla de unos diez hom­
bres y algunas mujeres que los apoyaban, quienes habían estado gritando
ofensas antisemitas a Martin y a su hermano Oliver. Freud cargó furiosa­
mente contra ellos, blandiendo su bastón. *94 En esos momentos, Freud
debió de haber sentido un halagador contraste con el sometimiento pasivo
de su padre al ser intimidado.
Esos estallidos de furia iban a acentuarse en el futuro. La vida univer­
sitaria de la década de 1870 todavía no se había visto sobresaltada por los
tumultos estudiantiles antisemitas, como lo sería más tarde. Por el
momento, todo lo que Freud necesitaba era coraje moral, y algún tipo de
guía. Se lanzó a su carrera universitaria muy tempranamente, a los dieci­
siete años, la terminó tarde, en 1881, a los veinticinco. Su vasta curiosi­
dad y su preocupación por la investigación le impidieron obtener su título
de médico en los cinco años habituales. La universalidad de los intereses
de Freud era programática. “En cuanto al primer año en la universidad —le
anunció a su amigo Silberstein—, lo dedicaré totalmente a estudiar temas
humanísticos, que no tienen nada que ver con mi profesión futura, pero
que no serán inútiles para mf’. Juraba que, si se le preguntaba por sus pla­
nes, él se negaría a dar “una respuesta definitiva y se limitaría a decir: oh,
ser un científico, un profesor, algo así”. *95 Por crítico que se estuviera
volviendo con respecto a la filosofía y a quienes, como Silberstein, se
habían “rendido a la filosofía por desesperación”, *96 Freud mismo leyó
mucha filosofía en esos años. Pero es significativo que el pensador que
estudió con mayor provecho fuera Ludwig Feuerbach. “Entre todos los
filósofos —le informó a Silberstein en 1875— a quien más culto rindo y
a quien más admiro es a este hombre.” *’7

Un heredero de la Ilustración del siglo XVIII como era Freud tenía


que encontrar mucho de admirable en Feuerbach, intelectualmente el más
robusto de los hegelianos de izquierda. Feuerbach había cultivado un estilo
exento de las áridas abstracciones que estropean la prosa académica alema­
na, y maneras pugilísticas que encantaban o aterraban a sus lectores cuan­
do él se alzaba en armas contra los “juicios necios y pérfidos” *98 de sus
detractores. Tenía mucho que enseñarle a Freud, tanto en contenido como
en estilo: consideraba que su tarea era desenmascarar la teología, descubrir
sus raíces demasiado mundanas en la experiencia humana. La teología
tenía que convertirse en antropología. Estrictamente hablando, Feuerbach
no era ateo; rescatar la verdadera esencia de la religión de las manos de los
teólogos le interesaba más que destruirla por completo. Pero su enseñan­
za, y su método, estaban destinados a formar ateos. El fin esencial de su
obra sobre la religión —según escribió en su libro más célebre, La esen-
Hambre de conocimiento [ 53]

eia del cristianismo, publicado por primera vez en 1841— era “la destruc­
ción de una ilusión”, una ilusión “totalmente perniciosa”, después de
todo. Freud, que llegó a verse como un destructor de ilusiones, descu­
brió que esa posición le resultaba sumamente afín.
Feuerbach era afín a Freud también por otras razones: criticaba la
mayor parte de la filosofía como lo hacía con la teología. Ofrecía su pro­
pio modo de filosofar como la verdadera antítesis (la “disolución”) de la
“especulación, absoluta, inmaterial, autosatisfecha”. *100 En realidad, él
reconocía (o más bien advertía), en gran medida como Freud lo haría más
tarde, que carecía de talento para lo “filosófico-formal, lo sistemático, lo
metodológico-enciclopédico ”. *101 No buscaba sistemas, sino la realidad, e
incluso le negaba a su filosofía el nombre de filosofía, y se negaba a sí
mismo el título de filósofo. “No soy más que un investigador intelectual
de la naturaleza” (un geistiger Naturforscher). *102 Freud podía apropiarse
de esa denominación para él mismo.
Las exploraciones filosóficas de Freud en su época de joven estudiante
universitario lo introdujeron en el refrescante y seductor ambiente del filó­
sofo Franz Brentano; asistió a no menos de cinco cursos de conferencias y
seminarios ofrecidos por ese “maldito tipo listo”, ese “genio”, *103 y le
solicitó entrevistas privadas. Brentano, un ex sacerdote, era un exponente
claro de la filosofía aristotélica y la psicología empírica. Maestro estimu­
lante que creía en Dios y al mismo tiempo respetaba a Darwin, hizo que
Freud cuestionara las convicciones ateas que llevó consigo a la universi­
dad. Cuando la influencia de Brentano estaba en su punto álgido, Freud le
confesó a Silberstein: “Ya no soy un materialista, pero tampoco todavía
un teísta”. *104 Pero nunca se convirtió en teísta; según le dijo a su amigo
a fines de 1874, en su corazón era “un estudiante de medicina empirista y
sin Dios. *105 Después de abrirse camino a través de los argumentos per­
suasivos con los que Brentano lo había abrumado, Freud volvió a su
incredulidad y permaneció en ella. Sin embargo, Brentano había complica­
do y estimulado el pensamiento de Freud, y sus escritos psicológicos deja­
ron sedimentos significativos en la mente de este último.
Toda esta actividad intelectual parece más bien alejada del estudio de la
medicina, pero Freud, aparentemente a la deriva, era un aprendiz de explo­
rador echando raíces por todas partes. Las reservas que toda la vida tuvo
con respecto a la medicina fueron un legado de esos años.12 Salvo por las
oportunidades que le procuró de asistir a conferencias memorables y de rea­
lizar investigaciones que lo fascinaban, sin duda alguna la educación médi­
ca representó para Freud una dudosa ventaja. Sin embargo, sus profesores
eran de lo mejor que podía haber deseado. Mientras formó parte de la Uni­
versidad de Viena como alumno e investigador, el cuerpo médico docente

12 Esta actitud fue un ingrediente de mucha importancia en su defensa de los


analistas legos. Véanse las págs. 546-557.
[ 54] Fundamentos: 1856-1905

constituía una fraternidad de primera línea, altamente seleccionada. La


mayoría de sus miembros provenían de Alemania: Cari Claus, que estaba
al frente del Instituto de Anatomía Comparada, había llegado recientemen­
te de Gotinga; Emst Brücke, el famoso fisiólogo, y Hermann Nothnagel,
jefe de la División de Medicina Interna, nacieron ambos en Alemania y se
formaron en Berlín; Theodor Billroth, un celebrado cirujano, excelente
músico aficionado, y uno de los más íntimos amigos de Brahms, se había
sentido atraído por Viena y dejaba tras de sí cátedras en su Alemania natal
y en Zurich. Esos profesores, luminarias de sus respectivos campos, otor­
gaban un aire de distinción intelectual y un hálito cosmopolita a la Viena
provinciana. No fue casual que en esos años la escuela médica atrajera a
decenas y decenas de estudiantes extranjeros, provenientes de otras partes
de Europa y de Estados Unidos. En su informal e informativa Guide to
American Medical Students in Europe, publicada en 1883, el neurólogo
norteamericano Henry Hun dedicó a Viena sus mayores elogios: “Además
de sus ventajas desde el punto de vista de la medicina —escribió—, Viena
es una ciudad deliciosa para vivir”. Alabó la “vida de café”, su teatro de la
ópera y sus jardines públicos; también merecían su admiración los viene-
ses, “bonachones, distinguidos y consagrados al placer” *10«
Freud habría objetado muchos de esos pródigos elogios. Había tenido
experiencias no demasiado gratas con los vieneses, frecuentaba poco los
cafés, y raramente acudía a la ópera. Pero hubiera suscrito de buena gana
la descripción del cuerpo médico de Viena como un conjunto de hombres
distinguidos de reputación internacional. Sus profesores tenían incluso
otra virtud a sus ojos: no les gustaba en absoluto la agitación antisemita
que se extendía como una mancha atravesando la cultura vienesa. El libe­
ralismo de esos hombres confirmaba a Freud en su sentimiento de ser
alguien mejor que un paria. Nothnagel, en cuyo departamento comenzó a
trabajar Freud poco después de haber obtenido su título de médico, era un
campeón declarado de las causas liberales. Conferenciante público invete­
rado, en 1891 se contó entre los fundadores de la Sociedad para la Lucha
contra el Antisemitismo; tres años más tarde, irrumpieron en sus confe­
rencias estudiantes antisemitas armando alboroto. Brücke, tan culto como
Nothnagel, aunque no tan implicado en esas luchas, tenía amigos judíos,
y además era un liberal político confeso, lo que significaba que compartía
la hostilidad de Freud hacia la Iglesia de Roma. De modo que Freud tenía
buenas razones políticas y científicas para recordar a sus profesores como
hombres que podía “respetar y tomar como modelos”. *i< ”

A principios del verano de 1875, Freud puso alguna distancia entre


él y el abominable campanario de San Esteban. Visitó a sus medio herma­
nos en Manchester, viaje éste durante mucho tiempo prometido y pos­
puesto. Inglaterra había ocupado su imaginación durante años; desde la
infancia había leído y disfrutado mucho con la literatura inglesa. En 1873,
Hambre de conocimiento [ 55]

dos años antes de que viera el país por primera vez, le había informado a
Eduard Silberstein: “Estoy leyendo poemas ingleses, escribiendo cartas en
inglés, declamando versos ingleses, escuchando descripciones inglesas y
anhelando paisajes ingleses”. Si eso duraba, bromeó, iba a contraer “la
enfermedad inglesa”.13 *108 Después de su visita a los parientes de Inglate­
rra, siguió preocupado por su futuro tanto como antes. La recepción cor­
dial que le brindaron en Manchester, y las impresiones que le produjo en
general Inglaterra, lo llevaron a preguntarse si no le convendría establecer­
se allí. Le gustaba Inglaterra mucho más que su tierra natal —le dijo a
Silberstein— a pesar de “la niebla y la lluvia, el alcoholismo y el conser-
vadorismo”. *i» La visita siguió siendo inolvidable: siete años más tarde,
en una emocionada carta a su prometida, recordó las “impresiones imbo­
rrables” con las que había vuelto de allí, la “sobria laboriosidad” de Ingla­
terra y su “generosa consagración al bien público”, por no hablar del
“inquebrantable y sensitivo sentido de la justicia de sus habitantes”. La
experiencia de Inglaterra —le dijo— había sido “una influencia decisiva”
en su vida. *no
La excursión de Freud otorgó más precisión al foco de sus intereses.
Los libros científicos ingleses —le escribió a Silberstein—, los escritos
de “Tyndall, Huxley, Lyell, Darwin, Thomson, Lockyer y otros”, harían
que siempre fuese partidario de su país. Lo que más le impresionó fue su
empirismo coherente, su disgusto por la metafísica ostentosa. De inme­
diato agregó otro pensamiento: “Desconfío más que nunca de la filoso­
fía”. *ni Gradualmente, las enseñanzas de Brentano iban desdibujándose en
un segundo plano.
En realidad, durante cierto tiempo, Freud necesitó poco de la filosofía.
A su vuelta se concentró en su trabajo en el laboratorio de Cari Claus, y
éste —que era uno de los más eficaces y prolíficos propagandistas de Dar­
win en lengua alemana— pronto le procuró a Freud una oportunidad de
distinguirse. Lo habían llevado a Viena para que modernizara el departa­
mento de zoología; y él lo puso al nivel de otros departamentos de la uni­
versidad, y logró fondos para establecer una estación experimental de bio­
logía marina en Trieste. *112 Parte del dinero se destinó a unos pocos
estudiantes privilegiados que realizarían allí investigaciones limitadas.
Freud, que sin duda estaba en buenas relaciones con Claus, se contó entre
los primeros que éste eligió, y en marzo de 1876 partió hacia Trieste.
Tuvo así una primera imagen del mundo mediterráneo, que con tanta dili­
gencia iba a explorar en años ulteriores, verano tras verano, con inagota­
ble deleite. Tenía una tarea asignada que reflejaba el antiguo interés de
Claus por el hermafroditismo: poner a prueba la reciente afirmación de un
investigador polaco, Simone de Syrski, en cuanto a que había observado

13 “La enfermedad inglesa” (die englische Krankheit) era el sobrenombre


alemán del raquitismo.
[ 56] Fundamentos: 1856-1905

gónadas en anguilas. Este era un descubrimiento sorprendente, si podía


confirmarse. Pues —según planteó Freud el problema en su informe— se
habían realizado “a lo largo de los siglos innumerables esfuerzos” tenden­
tes a hallar los testículos de la anguila, y todos habían fracasado. Si
Syrski estaba en lo cierto, quedaba demostrado que carecía de fundamento
la concepción tradicional de la anguila como criatura hermafrodita.
Los primeros intentos de Freud fueron fútiles. “Todas las anguilas que
he abierto —le confió a Silberstein— son del sexo débil”. *114 Pero no
todos sus informes versaban sobre ciencia pura; Freud se permitió intere­
sarse no sólo en las anguilas, sino también en las jóvenes de Trieste. Sus
cartas sugieren que ese interés fue distante, claramente académico. Dejando
traslucir una cierta ansiedad ante la tentación de las sensuales “diosas ita­
lianas” que veía en sus paseos, Freud comentó su aspecto y sus cosméti­
cos, y se mantuvo alejado de ellas. “Puesto que no está permitido disecar
seres humanos —escribió, encubriendo con el humor una cierta timidez—
en realidad no tengo nada que ver con ellas.” *115 Tuvo más suerte con las
anguilas: después de dos estancias en Trieste y de haber disecado unos cua­
trocientos especímenes, Freud pudo confirmar en parte, y de modo no con­
cluyente, la teoría de Syrski.
Fue una aportación elogiable, pero al recordar más tarde sus primeras
aventuras con la investigación rigurosa, Freud habló de ella con algún des­
dén. 14 Al evaluar su carrera intelectual, podía ser totalmente injusto consi­
go mismo. La búsqueda de gónadas en las anguilas adiestró a Freud en la
observación precisa y tranquila, el tipo de atención concentrada que más
tarde consideraría tan indispensable para escuchar a sus pacientes. Fueran
cuales fueren sus razones —entre las cuales no puede excluirse una oscura
antipatía—, en las referencias de Freud a su trabajo con Claus alienta un
cierto malestar, consigo mismo no menos que con otros. Es sorprendente
que Freud no encontrara ningún lugar para el nombre de Claus en sus
escritos autobiográficos.
Fue radical el contraste con los sentimientos que suscitó en él su
siguiente mentor, el gran Brücke. “En el laboratorio de fisiología de Emst

14 Cuando, en 1936, el psiquiatra suizo Rudolf Brun le pidió a Anna Freud


que le enviara algunos de los “primeros escritos neurológicos” de su padre, ella
contestó que él no los consideraba muy importantes. “Piensa que usted se vería
defraudado si se ocupara de ellos.” (Anna Freud a Rudolf Brun, 6 de marzo de
1936, Freud Collection, Bl, LC).
Durante mucho tiempo resultó tentador considerar que la búsqueda por parte
de Freud de los testículos de la anguila constituyó un temprano ejemplo de su
interés por la sexualidad. Pero esa reconstrucción hipotética de su biografía
interior corre pareja con la pretensión de que hay un significado profundo en el
hecho de que Freud, el descubridor del complejo de Edipo, en el examen final
del Gymnasium, tuviera que traducir treinta y tres versos del Edipo rey de Sófo­
cles. Después de todo, en ambos casos se trató de tareas asignadas.
Hambre de conocimiento [ 57]

Brücke —escribió— encontré por fin tranquilidad y una satisfacción com­


pleta”. Se sentía libre para admirar, y para luchar por imitar, al “mismo
Maestro Brücke” y a sus asistentes. A uno de ellos, Emst von Fleischl-
Marxow, una “personalidad deslumbrante”, llegó a conocerlo bien. *n« Asi­
mismo, Freud halló en el círculo de Brücke un amigo cuya participación en
la creación del psicoanálisis iba a ser decisiva: Josef Breuer, un médico
muy cultivado, de éxito, opulento, y eminente fisiólogo que le llevaba
catorce años. Muy pronto los dos hombres se entendieron a las mil maravi­
llas; Freud adoptó a Breuer como una más de una serie de figuras paternas,
y se convirtió en visitante habitual de la casa del médico, siendo de alguna
manera tan buen amigo de Mathilde, la encantadora y maternal esposa de
Breuer, como de Breuer mismo. Este no fue el único dividendo que Freud
obtuvo de la relación con Brücke. Durante seis años, entre 1876 y 1882,
trabajó en su laboratorio, resolviendo los problemas que el reverenciado
profesor le planteaba, con evidente satisfacción por parte de Brücke, y por
la suya propia. Descifrando los enigmas del sistema nervioso, primero de
peces inferiores, y después de seres humanos, dando satisfacción a las
expectativas y requerimientos de su riguroso maestro, Freud se sentía sin­
gularmente feliz. En 1892, inmediatamente después de la muerte de su
mentor, Freud le puso a su cuarto hijo el nombre de Ernst, precisamente
por Brücke. Fue el más hondo tributo que le rindió. Para Freud, Brücke fue
y siguió siendo “la mayor autoridad que influyó sobre mf’. *117
El apego de Freud a Brücke parece evidentemente filial. Es cierto que
Brücke tenía casi cuarenta años más que Freud, casi la edad del padre de
este último. También es cierto que el acto de investir a un ser humano
con los atributos e importancia de otro puede entrañar saltos mucho más
improbables que el que dio Sigmund Freud al poner a Ernst Brücke en el
lugar de Jacob Freud. La “transferencia”, como iba a llamar el Freud psi­
coanalista a ese cambio de sentimientos intensos, es acrobática y ubicua.
Pero gran parte del atractivo que tenía Brücke para Freud se fundaba preci­
samente en el hecho de que no era el padre de Freud. Brücke se había gana­
do su autoridad sobre Freud, y ésta no se debía al accidente del nacimiento;
en esa coyuntura crítica, cuando Freud se estaba formando como investiga­
dor profesional de los misterios humanos, esa autoridad le resultaba nece­
saria. Jacob Freud era una persona afable y de buen carácter; blando, com­
placiente, prácticamente invitaba a la rebelión. En contraste con el,
Brücke era reservado, preciso hasta la pedantería, un examinador intimi­
dante y un jefe exigente. A Jacob Freud le gustaba leer y tenía una cierta
erudición hebrea. Brücke tenía una inteligencia versátil: fue un pintor
dotado con intereses estéticos que sostuvo durante toda su vida, muy aleja­
do del amateurismo, y una influencia civilizadora sobre sus discípulos,

15 Erna Lesky, la historiadora de la escuela médica de Viena, observó que:


“Al realizar sus paseos cotidianos por el laboratorio, Brücke no sólo se
[ 58] Fundamentos: 1856-1905

Por uno de sus rasgos faciales —los ojos— se asemejaba sorprendente­


mente, no al padre de Freud, sino a Freud mismo; quienes conocieron a
Freud, por más que difirieran ampliamente en el resto de su descripción, se
han referido por igual a sus ojos penetrantes y escudriñadores. Brücke
tenía unos ojos de este tipo, e invadieron memorablemente los sueños de
Freud. En uno de ellos, el denominado “Non vixit”, analizado con detalle
en La interpretación de los sueños, Freud aniquila a un rival con una
“mirada penetrante”. En el autoanálisis, esto resultó ser el recuerdo distor­
sionado de una experiencia muy real en la cual había sido Brücke, y no
Freud, el verdadero aniquilador: “Brücke había descubierto que unas pocas
veces yo había llegado tarde al laboratorio de los estudiantes”, en el que
Freud era entonces ayudante. “Así, un día fue puntualmente a la hora en
que empezaba el trabajo y me esperó. Lo que dijo fue conciso y concreto,
pero no fueron las palabras lo que importaba. Lo abrumador fueron los
terribles ojos azules con los que me miró, y ante los cuales me derrum­
bé.” Quienquiera que recordara “los ojos del gran maestro —continúa
Freud—, maravillosamente hermosos en su vejez, y que alguna vez lo
hubiera visto encolerizado, fácilmente comprenderá las emociones del una
vez joven pecador”. *118 Lo que Brücke le otorgó a Freud, el joven pecador,
fue el ideal de la autodisciplina profesional en acción.
La filosofía de la ciencia de Brücke no tuvo para Freud menor valor
formativo que aquel profesionalismo. Brücke era positivista por tempera­
mento y convicción. El positivismo no era tanto una escuela organizada
de pensamiento como una actitud profunda con respecto al hombre, la
naturaleza y los estilos de investigación. Sus devotos esperaban poder lle­
var el programa de las ciencias naturales, sus descubrimientos y métodos,
a la investigación de toda acción y todo pensamiento humanos, privados y
públicos. Es característico de esta tendencia intelectual que Auguste Com-
te, el profeta del positivismo en su forma extrema, a principios del siglo
XIX, considerara posible fundar el estudio del hombre en sociedad sobre
una base fiable; inventó el término “sociología” y la definió como una
especie de física social. Nacido en el seno de la Ilustración del siglo
XVIII, rechazando la metafísica de un modo sólo marginalmente menos
decisivo que la teología, el positivismo había prosperado en el siglo XIX
con los triunfos espectaculares de la física, la química, la astronomía... y
la medicina. Brücke era su representante más eminente en Viena.
Se había traído de Berlín su estilo científico seguro y ambicioso. En
Berlín, a principios de la década de 1840, todavía estudiante de medicina,
se había unido a su brillante compañero Emil Du Bois-Reymond para
anejar solemnemente al montón de basura de la superstición todo panteís-

consideraba un maestro de fisiología, sino el representante de una idea cultural


general”. (Ema Lesky, The Vienna Medical School of the 19th Century, 1965;
trad. ingl. de L. Williams e I.S. Levij, 1976,231).
Hambre de conocimiento [ 59 ]

mo, todo misticismo natural, toda mención de fuerzas divinas ocultas


manifestándose en la naturaleza. El vitalismo, la filosofía romántica de la
naturaleza, entonces corriente entre los científicos naturales, con su vago
discurso poético acerca de poderes innatos misteriosos, suscitaban su
resistencia y estimulaban sus talentos para la polémica ingeniosa. Soste­
nían que sólo las fuerzas “fisicoquímicas comunes” están “activas en el
organismo”. Los fenómenos inexplicables debían abordarse exclusivamen­
te con el “método fisicomatemático”, o dando por sentado que si hay “nue­
vas” fuerzas “intrínsecas en la materia” tienen que ser “reducibles a com­
ponentes de atracción y repulsión”. *n» Según las palabras de Du
Bois-Reymond, su investigador ideal era el científico de la naturaleza que
no estuviera influido por “preconceptos teológicos”. Cuando Hermann
Helmholtz, ese renacentista del siglo XIX, a punto de adquirir fama mun­
dial por sus aportaciones a una desconcertante variedad de campos —la
óptica, la acústica, la termodinámica, la física, la biología— se unió a
Brücke y Du Bois-Reymond, la “escuela” quedó completa. Su influencia
se difundió rápida e irresistiblemente; sus miembros y seguidores ocupa­
ron prestigiosas cátedras en las más importantes universidades y estable­
cieron un tono para los periódicos científicos. Mientras Freud estudiaba en
Viena, los positivistas tenían el control.
A fines de 1874, Freud decidió ir directamente a las fuentes y pasar el
semestre de invierno en Berlín, donde asistiría a las conferencias de Du
Bois-Reymond, Helmholtz, y el celebrado patólogo (y político progresis­
ta) Rudolf Virchow. Le escribió a Silberstein que la perspectiva de hacerlo
lo ponía “contento como un niño”. *121 Finalmente, no ocurrió nada de
eso, pero Freud pudo beber en las fuentes sin abandonar su casa. Ese mis­
mo año, Brücke esbozó sus principios, lúcida y extensamente, en un cur­
so que iba a publicarse en 1876 con el título de Conferencias sobre fisio­
logía. Estas encarnaban el positivismo médico en su forma más
materialista: Brücke sostenía que todos los fenómenos naturales son fenó­
menos de movimiento. Freud asistió a la exposición de esas ideas, consi­
derándolas obvias. Por cierto, su coincidencia con la concepción funda­
mental de la ciencia que tenía Brücke sobrevivió a su giro desde las
explicaciones fisiológicas a las explicaciones psicológicas de los hechos
mentales. Cuando en 1898, cuatro años después de la muerte de Helm­
holtz, el amigo del futuro padre del psicoanálisis, Wilhelm Fliess, le
envió los dos volúmenes de las conferencias de aquél como regalo de
Navidad, sabía que ellas significarían mucho para Freud, i« El hecho de
que Freud aplicara los principios de su mentor de modo que Brücke no
habría previsto fácilmente, y que no habría aplaudido con entusiasmo, no
reduce la deuda que Freud contrajo con él. Para Freud, Brücke y sus bri-

16 El hecho de que se tratara de un regalo de Navidad constituye una indica­


ción significativa de las actitudes esenciales de Freud con respecto al judaismo.
[ 60] Fundamentos: 1856-1905

liantes colaboradores eran los herederos elegidos de la filosofía. La enérgi­


ca afirmación de Freud en cuanto a que el psicoanálisis no tenía ninguna
cosmovisión propia, y que nunca podría generarla, fue su modo de rendir
tributo a sus maestros positivistas años más tarde: el psicoanálisis (según
su resumen del tema en 1932) “es un fragmento de la ciencia y puede
adherirse a la cosmovisión científica”. *i» En pocas palabras, el psicoaná­
lisis, como todas las ciencias, se consagra a la búsqueda de la verdad y a
desenmascarar ilusiones. Lo mismo podría haber dicho Brücke.
La confianza en sí mismo de Brücke y la de su grupo de colegas de
mentalidad afín recibían apoyo de la obra de Darwin, que había hecho
época. A principios de la década de 1870, aunque contaba con muchos
partidarios influyentes, la teoría de la selección natural seguía siendo
objeto de polémicas; aún tenía el aroma embriagador de una innovación
sensacional y peligrosa. Darwin había emprendido la tarea de emplazar
con firmeza al hombre en el reino animal, y se había aventurado a expli­
car su aparición, supervivencia y desarrollo divergente sobre bases entera­
mente seculares; las causas que operaban para determinar cambios en el
orden natural de ios seres vivos, esas causas que Darwin había desplegado
ante un mundo atónito, no necesitaban relacionarse con ninguna deidad,
ni siquiera remota. Todo se debía al trabajo de fuerzas profanas ciegas que
chocaban entre sí. El Freud zoólogo, estudiando las gónadas de las angui­
las, el Freud fisiólogo estudiando las células nerviosas de los cangrejos
de río, el Freud psicólogo estudiando las emociones de los seres huma­
nos, estaban comprometidos en una empresa única. Con el riguroso tra­
bajo histológico sobre el sistema nervioso que Freud realizó para Brücke,
participaba en el vasto esfuerzo colectivo tendente a demostrar las huellas
de la evolución. Para él, Darwin nunca dejó de ser “el gran Darwin”; *124
las investigaciones biológicas atraían a Freud más que el hecho de atender
pacientes. Se estaba preparando para su profesión —le escribió a un ami­
go en 1878— optando por “maltratar animales” en lugar de “torturar a
seres humanos”. *125
Lograba llevar a buen fin sus investigaciones. Algunos de los prime­
ros trabajos publicados de Freud, escritos entre 1877 y 1883, detallan des­
cubrimientos que están lejos de ser triviales. Confirman el proceso evolu­
tivo revelado en las estructuras nerviosas del pez que examinaba en el
microscopio. Lo que es más, retrospectivamente resulta claro que esos tra­
bajos constituyen el primer eslabón de la cadena de ideas que condujo al
proyecto de una psicología científica intentado en 1895. Freud estaba tra­
bajando en dirección hacia una teoría que especificara los modos en que las
células y fibras nerviosas funcionan como una unidad. Pero pasó a otras
investigaciones, y cuando, en 1891, H.W.G. Waldeyer publicó la memo­
rable monografía sobre la teoría de la “neurona”, la investigación pionera
de Freud resultó ignorada. “No fue la única vez —ha observado Emest
Jones— que Freud se quedó a un paso de lograr la fama, al principio de su
Hambre de conocimiento [ 61 ]

vida, por no atreverse a llevar sus pensamientos hasta su conclusión lógi­


ca, y nada lejana.” *126

Mientras todavía vivía en su casa, pero con la mente concentrada en


el trabajo, Freud fue madurando en el laboratorio de Brücke y bajo la
supervisión de Brücke. En 1879 yl88O debió abandonar sus tareas durante
un año para cumplir con el servicio militar obligatorio. Esto significaba
en gran medida atender a soldados enfermos y aburrirse. Pero los oficiales
a los que estaba subordinado Freud lo elogiaron sin reservas. Lo evaluaron
como “honorable” y “jovial”, “muy fervoroso” y celoso de su deber, y lo
describieron como de carácter “firme”; pensaban que era “muy fiable”, y
también “muy considerado y humano con sus pacientes”. *127
No obstante, Freud, a quien este interludio forzado le resultaba tedioso
en extremo, se entretuvo durante sus prolongados ratos de ocio traduciendo
cuatro ensayos de las obras completas de John Stuart Mili. El responsable
de la edición alemana de Mili, Theodor Gomperz, un eminente erudito e
historiador clásico austríaco del pensamiento griego, había estado tratando
de ampliar su equipo estable de traductores; la asociación de Freud con
Brentano le procuró esa bien acogida diversión: Brentano lo recomendó a
Gomperz.
Pero lo que demoró a Freud fue la fascinación de la investigación,
mucho más que el servicio militar; hasta la primavera de 1881 no logró
su título de médico. Su nueva situación cambió en realidad muy pocas
cosas en su modo de vida: aún con la esperanza de conseguir la fama gra­
cias a las investigaciones médicas, continuó trabajando con Brücke. Sólo
en el verano de 1882, abandonó por consejo de Brücke el ambiente protec­
tor del laboratorio, para ocupar un puesto muy subordinado en el Hospital
General de Viena. La razón formal de este cambio fue su pobreza. *128 Esa
era una parte de la historia, pero sólo una parte. La pobreza lo estaba preo­
cupando como nunca antes. En abril de 1882 había conocido a Martha Ber-
nays, cuando ésta visitaba a una de sus hermanas en la casa de la familia.
Era delgada, vivaz, morena y más bien pálida, con ojos expresivos: decidi­
damente atractiva. Freud se enamoró en seguida, como lo había hecho diez
años antes. Pero Martha Bemays era algo distinto. Ella era la realidad, no
una fantasía, no otra Gisela Fluss, que invitaba a la muda adoración ado­
lescente. Valía la pena trabajar y esperar por ella.
[ 62] Fundamentos: 1856-1905

Freud enamorado

Al ver a Martha Bemays, Freud supo lo que quería, y


su impetuosidad dominadora la arrastró hacia él. El 17
de junio de 1882 se comprometieron. Los dos tenían
plena conciencia de que no se trataba de algo prudente.
La madre viuda de ella, enérgica y obstinada, tenía
dudas acerca de la conveniencia de ese compromiso. No
sin razones: Martha Bemays tenía prestigio social pero nada de dinero;
Freud no tenía ni una cosa ni la otra. Era innegablemente brillante, pero
parecía condenado a muchos años de inopia, sin ninguna perspectiva
inmediata de hacer una gran carrera o realizar algún descubrimiento cientí­
fico que le aportara fama y (lo que importaba mucho más) prosperidad. No
podía esperar nada de su anciano padre, que también necesitaba ayuda eco­
nómica. Y se respetaba demasiado como para depender de modo permanen­
te del apoyo de su paternal amigo Josef Breuer, quien a veces le daba dine­
ro con el pretexto de que se trataba de préstamos. La lógica de su
situación era apremiante; Brücke se limitó a decir en voz alta lo que Freud
tenía que estar pensando. La práctica privada era el único camino hacia los
ingresos sustanciales necesarios para establecer el hogar de clase media en
el que se obstinaban él y Martha Bemays.
Con el objeto de prepararse para su práctica médica, Freud tenía que
reunir experiencia clínica con pacientes, experiencia que nunca podría
adquirir asistiendo a conferencias o experimentando en laboratorios. A
alguien apasionadamente preocupado por la investigación como lo estaba
Freud, la práctica clínica le imponía sacrificios penosos; solamente el pre­
mio que le esperaba le llevaba a aceptar la idea de hacerlos. En realidad, el
compromiso puso a prueba hasta su extremo la resistencia de la pareja. Si
no zozobró, fue gracias a la sincera perseverancia de Freud e, incluso más,
al tacto, la dulzura y el claro poder de estabilización afectiva de Martha
Bemays. Pues Freud demostró ser un amante tormentoso.
Cortejaba a Martha Bemays del modo que estaba bien visto en su cla­
se y su cultura: besos y abrazos eran todo lo que la pareja se permitía.
Durante el compromiso, la virginidad de la joven permaneció intacta.
También Freud debió de haberse abstenido de relaciones sexuales en todo
ese tiempo; no hay pruebas firmes en sentido contrario. Pero aquellos más
que interminables cuatro años de espera dejaron su sello en la formación
de las teorías freudianas sobre la etiología sexual de la mayoría de las
dolencias mentales; cuando en la década de 1890 teorizó sobre el malestar
sexual propio de la vida moderna, en parte escribía sobre él mismo. Era
inmensamente impaciente. Tenía casi veintiséis años, y destinaba a un
único objeto todas sus emociones, casi tanto su cólera como su amor: esa
gran carga emocional en gran medida sofocada.
Hambre de conocimiento [ 63 ]

Martha Bemays, cinco años menor que él, popular entre los jóvenes,
le resultaba a Freud sumamente deseable. La cortejaba con una fogosidad
de la que él mismo casi se asustaba, y que hacía necesarios todos los
recursos del sentido cormín de la pareja y, en los momentos críticos, su
misma habilidad para mantener el cariño fomentado y amenazado por la
posesividad de él. Para exacerbar las cosas, durante la mayor parte de ese
frustrante compromiso ella vivió con la madre en Wandsbek, cerca de
Hamburgo, y su prometido era demasiado pobre como para poder visitarla
con frecuencia. Emest Jones ha calculado que la pareja estuvo separada
durante tres o cuatro años y medio que mediaron entre su primer encuentro
y el matrimonio. *13° Pero se escribían casi todos los días. A mediados de
la década de 1890, cuando ya llevaban diez años de casados, Freud dijo
como de pasada que su esposa estaba sufriendo un bloqueo en su escritu­
ra. *131 Seguramente no presentó características de ese síntoma mientras
duró el noviazgo. Pero sus separaciones no llevaban la calma a sus rela­
ciones. Es probable que la zona de tensión más seria fuese la religión:
Martha Bemays había crecido en una familia judía ortodoxa estrictamente
observante y aceptaba sus prácticas piadosas, mientras que Freud no sólo
era un incrédulo indiferente, sino un ateo de principios determinado a
librar a su prometida de todo aquel sinsentido supersticioso. Se mostraba
obstinado e imperioso en su reiterada y a menudo colérica exigencia de que
abandonara todo lo que ella nunca, ni por un momento, había llegado a
cuestionar hasta ese extremo.
De hecho, Freud no dejó duda en Martha Bemays en cuanto a que él
quería ser el jefe de la familia. En noviembre de 1883 le comentó un ensa­
yo sobre la emancipación de las mujeres que había traducido durante su
servicio militar, *132 elogiando a John Stuart Mili por su capacidad para
trascender “los prejuicios comunes”, pero de inmediato él mismo cayó en
esos prejuicios. Se quejó de que a Mili le faltaba “sensibilidad para el
absurdo”. El despropósito que Mili había defendido era la idea de que las
mujeres pueden ganar lo mismo que los hombres. Esto —pensaba
Freud— pasaba por alto realidades domésticas: mantener un hogar en
orden, cuidar y educar hijos, es una ocupación que ocupa todo el tiempo y
que prácticamente excluye la posibilidad de que la mujer trabaje fuera del
hogar. Lo mismo que otros burgueses convencionales de su época, Freud
daba mucha importancia a las diferencias entre los sexos, “lo más signifi­
cativo en lo que a ellos respecta”. Contrariamente a lo que decía Mili, las
mujeres no estaban oprimidas como si fueran esclavas blancas: “Aunque
no tenga derecho al voto o capacidad legal, toda muchacha a la que un
hombre le besa la mano y por cuyo amor se atreve a todo, debería dejarlo
todo por él”. Enviar a las mujeres a luchas por la existencia fuera del
hogar era una idea “abortada”; pensar en ella, Martha Bemays, su “querida
y tierna niña”, como virtual competidora, le parecía a Freud una completa
necedad. Estaba de acuerdo en que llegaría el día en que un sistema educati­
[ 64] Fundamentos: 1856-1905

vo diferente crearía nuevas relaciones entre hombres y mujeres, y que las


leyes y las costumbres otorgarían a las mujeres derechos de los que enton­
ces se veían privadas. Pero la emancipación completa significaría el fin de
un ideal admirable. Después de todo —concluía—, la “naturaleza” había
destinado a la mujer, “a través de la belleza, el encanto y la dulzura, a algo
distinto”. A partir de ese manifiesto impecablemente conservador,
nadie podría haber imaginado que Freud estaba a punto de producir las teo­
rías más subversivas, perturbadoras y anticonvencionales acerca de la natu­
raleza y la conducta humanas.

La correspondencia de Freud con Martha Bemays lo muestra en un


papel desacostumbrado: el de amante romántico. Era afectuoso e íntimo,
por momentos impulsivo, exigente, exaltado, deprimido, didáctico, chis­
moso, dictatorial, y en unos pocos casos arrepentido. Siendo ya un corres­
ponsal enérgico y ameno, Freud se hizo entonces prolífico en un género
que nunca había practicado antes: la carta de amor. Fanfarroneaba, era des­
considerado en su franqueza, cruel con los sentimientos de la joven e
incluso más con los suyos propios; llenaba sus cartas con relatos circuns­
tanciales de conversaciones y anécdotas sencillas de colegas y amigos. Así
como, en esas cartas, examinaba sus propios sentimientos, también anali­
zaba los que le enviaba su prometida, prestando una atención a las minu­
cias digna de un detective... o de un psicoanalista. Algún detalle sutil,
alguna omisión sospechosa, le hablaban del ataque de una enfermedad
sobre el que todavía no tenía noticias, o tal vez de la inclinación de Mar­
tha por otro hombre. Pero aunque las cartas de amor de Freud son a menu­
do agresivas y exentas de adulación, en ocasiones alcanzaban un lirismo
conmovedor.
Esas cartas, por cierto, llegan a constituir una verdadera autobiografía
de Freud a principios de la década de 1880. Era muy poco lo que le oculta­
ba a su novia. Además de registrar abiertamente sus sentimientos con res­
pecto a su trabajo, a sus colaboradores a menudo insatisfactorios y a sus
incontroladas ambiciones, reflejaban todos los deseos que sentía por ella.
Le preocupaban todos los besos que no podía darle por estar tan lejos. En
una carta justificó con la ausencia de Martha su adicción a los cigarros:
“Fumar es indispensable si uno no tiene nadie a quien besar”. *>« En el
otoño de 1885, durante su estancia en París, subió a una de las torres de
Notre Dame, y evocó su anhelo al narrar su ascenso a la cima: “Se ascien­
de a través de trescientos escalones; está muy oscuro y solitario; en cada
escalón te habría dado un beso si hubieras estado conmigo, y habrías lle­
gado arriba sin aliento y aturdida”. *135 Ella le respondía a su “querido teso­
ro”*136 con menos locuacidad, menos imaginativamente, menos apasiona­
damente tal vez, pero con bastante dulzura, enviándole en respuesta
saludos y besos cariñosos. *13’
A veces, tratando de moldear a su antojo a Martha Bemays, Freud se
Hambre de conocimiento [ 65 ]

convertía en pedagogo. Le dio una amable conferencia sobre la necesidad


de que el médico mantuviera una distancia emocional con respecto a todos
los pacientes, e incluso a los amigos: “Podría imaginar muy bien lo
penoso que sería para ti saber cómo me siento junto a un lecho de enfer­
mo para observar, de qué manera trato el sufrimiento humano como un
objeto. Pero, niña mía, ello no puede hacerse de otro modo, y a mí debe
parecerme distinto que a otros.” Pero, abandonando rápidamente ese tono
un tanto superior, agregaba que había un ser humano, sólo uno, que en
caso de enfermar haría que olvidara su objetividad: “No necesito decirte
cómo se llama, y por lo tanto quiero que esté siempre bien”. *138 Después
de todo, estaba escribiendo cartas de amor.
El amor subvirtió la confianza de Freud en sí mismo. Sus intermiten­
tes ataques de celos bordeaban a veces lo patológico por su intensidad, por
su cólera completamente irracional. Cuarenta años más tarde, Freud anali­
zó los celos moderados como un “estado afectivo”, análogo al duelo, que
bien podría considerarse “normal”; su ausencia acentuada —pensaba— tie­
ne que ser un síntoma de la depresión profunda. *139 Pero los celos de
Freud iban más allá del comprensible resentimiento que un amante puede
albergar con respecto a sus rivales. Martha Bemays no podía llamar de
modo familiar a un primo por su nombre de pila, sino que tenía que
emplear formalmente el apellido. No debía demostrar una predilección tan
visible por dos de sus admiradores, uno compositor y el otro pintor; como
artistas —escribió Freud con malhumor— disfrutaban de una ventaja
injusta sobre un simple científico como él. Por encima de todo, ella debía
apartarse de todo el mundo. Pero entre esos intrusos se contaban la madre
de Martha y su hermano Eli, que pronto iba a casarse con la hermana del
propio Freud, Anna. Martha Bernays se negó a satisfacer las celosas exi­
gencias de que rompiera con ellos. Esto generó tensiones que costó años
disipar.
Freud se observaba a sí mismo más que nunca, y tema algún atisbo de
su precario estado. “Soy tan exclusivista con lo que amo...”, le dijo a
Martha dos días después de que se comprometieran. *1« Reconoció con tris­
teza: “Por cierto, tengo predisposición hacia la tiranía”. *141 Pero ese relám­
pago de autorreconocimiento no hizo que fuera menos tiránico. Es cierto
que Martha Bemays ya había rechazado un pretendiente y resultaba probable
que tuviera otros. Sin embargo, los esfuerzos de Freud por monopolizar a
la joven que amaba no dan tanto prueba de un peligro evaluado con realis­
mo como de una autoestima fluctuante. Los irresueltos conflictos reprimi­
dos de su infancia, en la que el amor y el odio habían estado entretejidos
confusamente, volvían a él y le perseguían cuando se preguntaba si era
realmente dignó de su Martha. El le decía una y otra vez que ella era su
princesa, pero a menudo dudaba de ser él mismo un príncipe. A pesar de
haber sido el querido Sigi de su madre, se comportaba como un amado hijo
único cuya posición se ve socavada por la llegada de un hermano.
[ 66] Fundamentos: 1856-1905

Finalmente, Freud no permitió que una cólera ingenua y unos celos


amenazadores envenenaran su compromiso; no era Otelo. Nunca dudó de
su elección, y a menudo obtuvo de ella un placer inmaculado. La perspec­
tiva de una vida doméstica le enardecía, y alegremente dedicó tiempo a
enumerar los requisitos de lo que él llamaba su esperado “pequeño mundo
de felicidad”. Iban a tener un par de habitaciones, algunas mesas, camas,
espejos, sillas cómodas, alfombras, vasos y porcelanas para uso cotidiano
y para las ocasiones festivas, sombreros con flores artificiales, grandes
manojos de llaves y vidas llenas de significativa actividad, afable hospita­
lidad y mutuo amor. “¿Estarán nuestros corazones pendientes de esas
pequeñas cosas? En la medida en que un prometedor destino no golpee a
nuestra pacífica puerta, sí, y sin ninguna duda.” *1« La imaginación de
Freud solía hacer hincapié en su prometedor destino, pero podía abordar
con evidente fruición fantasías que compartía con un número incalculable
de burgueses de su época, ni distinguidos ni memorables.
Para realizar esas fantasías Freud debía seguir el consejo de Brücke, y
seis semanas después de haberse comprometido con Martha Bemays ingre­
só en el Hospital General de Viena. Permaneció en él durante tres años,
mientras experimentaba con una variedad de especialidades médicas al ir
pasando de un departamento a otro: cirugía, medicina interna, psiquiatría,
dermatología, enfermedades nerviosas y oftalmología. Freud trabajó con
resolución y los ojos puestos en la meta final: el matrimonio. Pero debía
ser realista, por lo menos un poco; la escala de las promociones en la pro­
fesión médica austríaca era escarpada y tenía muchos peldaños. Freud
empezó en la más baja de las posiciones posibles en el Hospital General,
como Aspirant, una especie de asistente clínico,*143 y ascendió a Sekun-
dararzt en mayo de 1883, cuando se unió a la clínica psiquiátrica de Theo-
dor Meynert. Habría de dar otros pasos; en julio de 1884 se convirtió en
Sekundararzt “Sénior”, y más de un año después, a continuación de algu­
nas contrariedades, logró el codiciado rango de Privatdozent. 17 Esa posi­
ción otorgaba prestigio pero no le correspondía ningún salario adicional;
resultaba deseable principalmente porque permitía un primer paso hacia la
cátedra en un futuro lejano. No proporcionaba ninguna base para el matri­
monio. No sorprende que Freud imaginara fantasías hostiles, que no
excluían el deseo de muerte, dirigidos contra colegas que obstaculizaban su
avance. “Siempre que en el mundo hay orden jerárquico y promoción
—reflexionó más tarde acerca de esos días—, está abierto el camino para
los deseos que exigen la supresión.” *144

17 El “Referat” que recomendaba la promoción de Freud a Privatdozent con


la mayor energía posible, fue sometido a consideración del claustro de profeso­
res el 28 de febrero de 1885; lo firmaban “E. Brücke, Meynert, Nothnagel”.
Pero la designación no se vio confirmada por el ministerio hasta septiembre.
(Fotocopia del “Referat”, manuscrito de cuatro páginas, Freud Museum, Lon­
dres).
Hambre de conocimiento [ 67]

Freud no se contento con desear. En octubre de 1882 le solicitó con


éxito a Hermann Nothnagel (quien recientemente se había hecho cargo de
la prestigiosa cátedra de Medicina interna) un lugar en su departamento.
Junto con Briicke, Nothnagel se convirtió en uno de sus más firmes apo­
yos, mientras Freud avanzaba con lentitud hacia el reconocimiento públi­
co y un modesto nivel de solvencia. Después del primer encuentro, Freud
describió al hombre como completamente ajeno a él: “Es siniestro ver a
un hombre que tiene tanto poder sobre nosotros y sobre el que nosotros
no tenemos ningún poder. No —agregó—, ese hombre no es de nuestra
raza. Un leñador germánico. Pelo, cabeza, mejillas, cuello totalmente
rubios”. *!« Sin embargo, halló a Nothnagel benévola y complaciente­
mente dispuesto a ayudarlo a avanzar en su carrera. Con el tiempo, el
famoso profesor aguijoneó la ambición de Freud y le proporcionó una
norma para comparaciones envidiosas. “En circunstancias favorables —se
jactó Freud con su prometida en febrero de 1886— yo podría lograr más
que Nothnagel, respecto a quien me siento muy superior.” *««
Esta era una confrontación estrictamente privada. Con el anatomista
cerebral y psiquiatra Theodor Meynert, no menos distinguido que Nothna­
gel, Freud habría de enfrentarse finalmente en público. Fue trasladado al
departamento de Meynert después de estar medio año con Nothnagel, y en
“el gran Meynert” encontró tanto un rival como un protector. *i“7 Las
cosas habían sido distintas en otro momento. El trabajo y la personalidad
de Meynert impresionaron a Freud cuando éste todavía era estudiante de
medicina. *148 Sin duda, la postura filosófica de Meynert representaba para
él una confirmación y un estímulo. De mentalidad polemista, Meynert
aspiraba a una psicología científica, y era un determinista estricto que des­
cartaba el libre albedrío como algo ilusorio; a su juicio, la mente obedecía
a un orden fundamental oculto que aguardaba al analista sensible y profun­
do que habría de descubrirlo. Sin embargo, casi desde el principio de su
asociación, Freud se quejó de que era difícil trabajar con Meynert, “lleno
de excentricidades y quimeras”; *149 “no quiere ni escucharlo ni entenderlo a
uno”. *15° En la década de 1890, los dos hombres se enfrentaron con rela­
ción a problemas muy reales: el hipnotismo y la histeria.

El resentimiento y la ira que desarrolló en otro momento de ese


mismo período (esa vez dirigidos contra sí mismo) permanecieron adorme­
cidos durante años, hasta emerger, instructivamente distorsionados, en un
autorretrato que esbozó el propio Freud cuatro décadas más tarde: “Mirando
hacia atrás, podría aquí relatar que fue culpa de mi prometida el hecho de
que no me hiciera famoso en aquellos años tempranos.” *151 Se trata de la
historia de una oportunidad no aprovechada: Freud realizó una aportación
casi espectacular a la práctica de la cirugía. A principios de la primavera de
1884, le escribió a Martha Bemays que se había interesado por las propie­
dades de la cocaína, entonces una droga poco conocida, que un cirujano
[ 68] Fundamentos: 1856-1905

militar alemán había estado empleando para reforzar la resistencia física de


sus hombres. Comentó que podría o no llegar a algo, pero tenía previsto
experimentar con sus posibles usos en el alivio de trastornos cardíacos y
en casos de agotamiento nervioso, tales como la “condición miserable”
resultado de la abstinencia de morfina. *152 El interés de Freud tenía una
dimensión personal. Esperaba que la cocaína pudiera ayudar a su compañe­
ro Emst von Fleischl-Marxow, que padecía las dolorosas consecuencias de
una infección, a desprenderse de su adicción a la morfina, que había estado
tomando como anestésico. Pero más tarde, en ese verano, Freud se permi­
tió una de sus raras visitas a Wandsbek, después de estar más de un año
separado de su prometida. Su soledad debió de haber sido extrema, incluso
para su mirada retrospectiva: habló de no haber visto a Martha en “dos
años” o incluso “más de dos años”, dos lapsus sintomáticos y conmovedo­
res. *153
Su impaciencia condujo a Freud a precipitar sus investigaciones.
Completó en junio un artículo técnico titulado “Sobre la coca”, una com­
binación fascinante de informe científico y enérgica defensa, y lo publicó
en una revista médica vienesa al mes siguiente. A principios de septiem­
bre, Freud fue a visitar a Martha Bemays, pero antes de haber hablado
sobre su trabajo con la cocaína, y sus propiedades a la vez calmantes y
estimulantes, con su amigo Leopold Kónigstein, un oftalmólogo. Cuando
Freud volvió a Viena después de ese interludio, descubrió que no era
Kónigstein, sino otro colaborador, Cari Koller, “al que también yo le
había hablado de la cocaína, [quien] realizó los experimentos decisivos con
ojos de animales, y los expuso en el congreso oftalmológico de Heidel-
berg”. *is4 Según recordaba Freud, un colega se quejaba de dolores intesti­
nales, y él le prescribió una solución de cocaína al cinco por ciento, la
cual había producido una sensación peculiar de adormecimiento en los
labios y la lengua. Koller había estado presente en esa ocasión, y (Freud
estaba seguro) ése fue su “primer trato” con las propiedades anestésicas de
la droga. *155 Incluso así —estimaba Freud—, “con todo derecho se consi­
dera a Koller el descubridor de la anestesia local con cocaína, que se ha
hecho tan importante en la cirugía menor”, especialmente en operaciones
de los ojos. “Pero no he abrigado ningún resentimiento para con mi pro­
metida por mi negligencia de esa época”,18 *156 lo que significa que al mis­
mo tiempo no la culpaba y la culpaba un poco.
Ese modo ingenioso de atribuir a otra persona la responsabilidad por
el hecho de que él mismo no siguiera un trabajo hasta el final, es poco
frecuente en Freud. Ello sugiere que incluso desde un punto de vista segu­

18 Freud le escribió lo siguiente a su cuñada Minna Bernays el 29 de octu­


bre de 1884: “El negocio de la cocaína sin duda me ha aportado mucho honor,
pero la parte del león se la llevaron otros.” (Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe).
Hambre de conocimiento [ 69 ]

ro, distante y retrospectivo, la cocaína conservaba para él un significado


incómodo, no totalmente reconocido. Los hechos eran más claros de lo
que daban a entender sus penosos recuerdos. Si bien Freud reconoció desde
el principio que Koller había merecido sin reservas su celebridad instantá­
nea, le irritaba haber perdido por un pelo en la carrera hacia la fama, y con
ello, hacia el matrimonio. Lo que es peor, su lírico alegato en favor de la
cocaína como panacea para el dolor, el agotamiento, el abatimiento y la
adicción a la morfina, demostró ser tristemente erróneo. Freud mismo
comenzó a tomar la droga como estimulante para controlar su estado de
ánimo intermitentemente deprimido, mejorar su sensación general de bie­
nestar, favorecer la relajación en encuentros sociales tensos y, simplemen­
te, sentirse más como un hombre. » La recomendaba con temeridad; inclu­
so le hizo llegar cantidades moderadas a Martha Bemays cuando pensó que
sus indisposiciones lo justificaban. En junio de 1885 —no fue la única
vez—, envió a Wandsbek un pequeño frasco de cocaína que contenía apro­
ximadamente medio gramo, y sugirió que ella se preparara “8 dosis peque­
ñas (o 5 grandes)”. *157 Martha acusó muy pronto recibo del envío; se lo
agradecía calurosamente, y le dijo que, si bien no necesitaba nada, dividiría
la droga y tomaría un poco. *158 Pero no hay pruebas de que ella, o el pro­
pio Freud, llegaran a habituarse.
La cocaína que Freud le prescribió a su amigo Fleischl-Marxow
demostró no ser inofensiva. ¡Si por lo menos lograra aliviarse el dolor!:
Freud le expresó ese anhelo a su prometida, a principios de 1885. *159 Su
deseo ferviente no se vio realizado. Fleischl-Marxow, poco a poco, mar­
chitándose lastimosamente, era en todo caso más entusiasta que el propio
Freud con respecto a las propiedades curativas de la cocaína, y terminó
tomando grandes cantidades todos los días. Pero el remedio no hacía más
que exacerbar sus sufrimientos: en el curso del tratamiento, Fleischl-Mar­
xow se volvió adicto a la cocaína, como antes lo había sido a la morfina.
Sin duda, la experimentación de Freud con drogas no lo perjudicó
mucho al principio en lo que sardónicamente denominaba “la caza de dine­
ro, posición y reputación”. *i«o Su artículo sobre la coca y los que publicó
poco después le procuraron algo de renombre en los círculos médicos de
Viena, e incluso en el extranjero, y el posible carácter adictivo de la cocaí­
na no se puso de manifiesto hasta algún tiempo después. Pero sin duda
Koller cosechó la mayor parte del prestigio derivado del descubrimiento de
la cocaína como anestésico local, y el éxito de Freud, estrictamente limi­
tado, tema para él el sabor del fracaso. Además, su desencaminada aunque
totalmente bienintencionada intervención en el caso de Fleischl-Marxow,
y ni qué decir tiene que su igualmente errada recomendación de administrar

19 Así, el 2 de junio de 1884 amenazó en broma a Martha Bernays con pre­


sentarse más fuerte que ella, como “un gran hombre salvaje con el cuerpo lleno
de cocaína”, la próxima vez que se encontraran. (Jones I, 84).
[ 70] Fundamentos: 1856-1905

la cocaína por medio de inyecciones, le dejaron una carga de sentimientos


de culpa residuales. La realidad le proporcionada a Freud buenas bases para
la autocrítica. Nadie podría haber hecho nada para aliviar los sufrimientos
de Fleischl-Marxow, pero otros médicos que experimentaron con la cocaí­
na descubrieron que la droga, administrada en inyección subcutánea, podía
tener los efectos secundarios más infortunados, æ
Esta desdichada aventura siguió siendo uno de los episodios más per­
turbadores de la vida de Freud. Sus sueños revelan una persistente preocu­
pación relacionada con la cocaína y sus consecuencias; él continuó usán­
dola en pequeñas cantidades hasta mediados de la década de 1890. 21 No
sorprende que pretendiera minimizar los efectos que provocó en su vida
todo el asunto. Fritz Wittels dice en su biografía que Freud había “pensado
mucho tiempo y con dolor en cómo eso podía haberle sucedido a él”;
Freud lo negó, escribiendo la palabra “¡Falso!” en el margen. Tampo­
co puede sorprender que inconscientemente encontrara útil desplazar la res­
ponsabilidad hacia la persona por la cual él había intensificado su peligro­
sa búsqueda de la fama.

Mientras suspiraba por su prometida del lejano Wandsbek, Freud


llenaba sus horas vacías releyendo el Quijote; lo hacía reír, y le recomen­
dó calurosamente el libro a Martha Bernays, incluso aunque parte de él era
más bien “vulgar” y no precisamente una lectura adecuada para su “prince-
sita”. *i® Este era el joven médico pobre que compraba más libros que los
que podía permitirse, y que leía las obras clásicas por la noche, profunda­
mente conmovido y no menos profundamente divertido. Freud se procuró
maestros de muchos siglos: los griegos, Rabelais, Shakespeare, Cervan­
tes, Molière, Lessing, Goethe, Schiller, incluso un agudo conocedor afi­
cionado de la naturaleza humana, Georg Christoph Lichtenberg, alemán
del siglo XVHI, médico, viajero y autor de aforismos memorables. Esos
clásicos significaron más para él que aquel psicólogo intuitivo moderno
llamado Friedrich Nietzsche. Freud lo había leído cuando era un joven
estudiante, y gastó una buena cantidad de dinero en sus obras completas a
principios del 1900, año de la muerte de Nietzsche. Según le dijo a su
amigo Fliess, esperaba “encontrar las palabras para lo mucho que sigue
mudo en mí”. Pero la actitud de Freud, con respecto a los textos de
Nietzsche era que debían resistirse antes que estudiarse. Es sintomático que

20 Este es un problema complicado: Fleischl-Marxow se inyectó cocaína, y


en ese momento Freud no lo reprobó. Más tarde, Freud descartó ese procedi­
miento, y negó que alguna vez hubiera abogado por él.
21 Véanse sobre todo los importantes sueños de la inyección de Irma y de
la monografía botánica, analizados en The Interprétation of Dreams (SE IV,
106-121, 169-176). Al narrar el primero, soñado y analizado en 1895, Freud
observó que poco tiempo antes había usado cocaína para reducir algunas hin­
chazones de la nariz. (Ibid., IV, 111).
Hambre de conocimiento [ 71 ]

después de comunicar la compra de sus obras, de inmediato añade que toda­


vía no las ha abierto. “Por el momento estoy demasiado indolente.” *163
Como principal motivo de ese tipo de maniobra defensiva, Freud adu­
jo su resistencia a dejarse distraer de su sobrio trabajo por “un exceso de
interés”; *164 prefería la información clínica que podía recoger durante un
análisis a las intuiciones explosivas de un pensador que, a su manera per­
sonal, había anticipado algunas de las más radicales conjeturas freudia-
nas.22 Freud insistió en no haber pretendido nunca la prioridad (negativa
demasido inequívoca como para ser totalmente exacta), y destacó los escri­
tos psicológicos del médico y filósofo alemán Gustav Theodor Fechner
como los únicos que le habían resultado útiles. Ellos le clarificaron la
naturaleza del placer. Aunque le gustara leer y sacara provecho de sus lec­
turas, Freud gustaba más de la experiencia, y también la aprovechaba en
mayor medida.
A principios de la década de 1880, mientras estaba formándose para la
práctica privada, las principales preocupaciones de Freud eran más profe­
sionales que teóricas. Pero los misterios de la mente humana estaban
absorbiendo su atención de manera creciente. En febrero de 1884 le citó a
su “dulce princesita” uno de sus poetas favoritos, Friedrich Schiller, un
poco sentenciosamente: “Hambre y amor: ésa, después de todo, es la ver­
dadera filosofía, como ha dicho nuestro Schiller”. *1« Años más tarde,
Freud iba a recurrir a esas palabras más de una vez para ilustrar su teoría
de las pulsiones: el hambre representa las “pulsiones yoicas” que sirven a
la supervivencia del ser, mientras que el amor, desde luego, era el nombre
decoroso de las pulsiones sexuales, que sirven a la supervivencia de la
especie.
Sería anacrónico ver a Freud como un embrión de psicoanalista en la
década de 1880. El continuaba con sus investigaciones en anatomía, espe­
cialmente en anatomía cerebral. Pero estaba empezando a concentrarse en
la psiquiatría, con un ojo puesto en sus ingresos. “Desde un punto de vis­
ta práctico —escribió claramente más tarde— la anatomía cerebral no
representaba sin duda ningún progreso con respecto a la fisiología. Tuve
en cuenta consideraciones materiales para iniciar el estudio de las enferme­
dades nerviosas”. Esa era entonces una rama de la medicina poco practicada
en Viena; ni siquiera Nothnagel tema mucho que ofrecerle en ese campo.

22 En 1931, mirando hacia atrás, escribió: “Como me falta, por naturaleza,


talento para la filosofía, he hecho de la necesidad una virtud”; se había formado
para “reducir los hechos que se me revelan” de una manera tan “abierta, despre­
juiciada y espontánea” como fuera posible. El estudio de un filósofo reforzaría
inevitablemente un inaceptable punto de vista predeterminado. “Por lo tanto,
he rechazado el estudio de Nietzsche aunque —no, porque— estaba claro que “en
él iba a encontrar intuiciones muy similares a las psicoanalíticas.” (Freud a
Lothar Bickel, 28 de junio de 1931. Ejemplar mecanografiado, con permiso de
Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
[ 72] Fundamentos: 1856-1905

“Uno tiene que ser su propio maestro”. Su apetito de prestigio y prosperi­


dad se nutría con todo lo que había a su alcance, lo mismo que su avidez
de conocimientos. Necesitaba más que lo que Viena podía proporcionarle.
Cuarenta años después, recapturando toda la intensidad de una experiencia
fresca, escribió que en París, en la distancia, brillaba el gran nombre de
Charcot.” *i«7

En marzo de 1885, cuando todavía faltaban unos meses para su


designación como Privatdozent, Freud solicitó a sus superiores una beca
para viajar. Sólo le asignaron un magro sueldo y una licencia no menos
magra de seis meses, pero él estaba obsesionado con ese viaje y siguió
comentando sus perspectivas en sus cartas a Martha Bernays. “Ah, no
estoy contento en absoluto —le escribió a principios de junio, con su
típico estilo analítico—; me siento insuperablemente perezoso, y sé la
razón: las expectativas siempre hacen que los seres humanos descuiden el
presente”. Todo solicitante necesitaba un protector en la comisión que
otorgaba los sueldos. “El mío es Briicke, un defensor muy honorable pero
nada enérgico”. *168 Aparentemente, Freud subestimaba a Brücke;»
Fleischl-Marxow, que sabía lo que decía, le comentó a Freud que la situa­
ción “había sido extremadamente desfavorable para ti, y sólo puedes atri­
buir el éxito que ha significado la sesión de hoy al hecho de que Brücke se
movió por ti, y al categórico y apasionado alegato que hizo en tu favor, y
que provocó mucho revuelo”. *169 Sin duda, el aval de Brücke era lo bas­
tante positivo, pero Freud tuvo la recompensa en su bolsillo sólo a
mediados de junio, después de ciertas disputas de comité dignas de un pre­
mio más pródigo. No dudó ni un momento en cuanto al modo en que divi­
diría su tiempo: primero iría a visitar a Martha y a su familia, antes de
dirigirse a París. Después de una visita de seis semanas a Wandsbek, don­
de por fin desarmó completamente las persistentes objeciones de Frau Ber­
nays ante aquel noviazgo, Freud llegó a París a mediados de octubre.
Una vez instalado, de inmediato exploró la ciudad, recogiendo sus pri­
meras impresiones: las calles, las iglesias, el teatro, los museos, los jardi­
nes públicos. Las cartas que le envió a Martha Bemays están animadas por
detalles gratos: su arrobamiento ante el “obelisco real de Luxor”, en la
Place de la Concorde; los elegantes Champs-Elysées, sin comercios pero
llenos de carruajes; la ruidosa y plebeya Place de la République, y los
tranquilos jardines de las Tullerías. Freud se deleitó especialmente en el
Louvre, demorándose ante las antigüedades, “una hueste de estatuas, pie­
dras sepulcrales, inscripciones y ruinas griegas y romanas. Algunas cosas

23 No sorprende que el posterior relato público realizado por Freud no


reproduzca perfecta o completamente sus sentimientos privados; en lugar de
ello, dijo que había obtenido su beca gracias al “caluroso alegato de Brücke”.
(“Selbstdarstellung”, GW XIV, 37; “Autobiographical Study”, SE XX, 12).
Hambre de conocimiento [ 73]

extremadamente hermosas, dioses antiguos representados innumerables


veces; he visto también a la famosa Venus de Milo sin brazos”; descubrió
asimismo bustos impresionantes de emperadores romanos, y “reyes asi­
rios, altos como árboles, que sostienen leones en los brazos como perros
falderos, animales-hombre alados con el pelo hermosamente ejecutado,
inscripciones cuneiformes tan nítidas como si fueran de ayer, bajorrelieves
pintados en Egipto con colores ardientes, verdaderos colosos de reyes,
esfinges reales, un mundo como el de un sueño”. Sabía que volvería a
visitar muchas veces los salones asirio y egipcio. “Para mí —comentó—
estas cosas tienen más valor histórico que estético”. *i™ Pero su excita­
ción deja vislumbrar algo más que interés académico; prefigura una predi­
lección por la estatuaria antigua del Mediterráneo y el Cercano Oriente, un
gusto al que le abriría paso cuando tuviera espacio y dinero suficientes.
Pero en 1885, en París, tenía poco tiempo, y muy poco dinero. Si iba
al teatro, era para ver a la maravillosa Sara Bemhardt, una obra de teatro
bien construida de Victorien Sardou, que él consideraba jactancioso y tri­
vial, o comedias de Molière, que le resultaban brillantes y que utilizaba
como “lecciones de francés”. *171 En general adquiría localidades baratas, a
veces en “quatrième loge de côté, en realidad palcos que son gallineros ver­
gonzosos”, de un franco con cincuenta. *172 Estaba viviendo con dinero
prestado y se sentía obligado a ser avaro con elementos mundanos tales
como fósforos y el papel de escribir. “Siempre bebo vino, que es muy
barato, un tinto fuerte, por otra parte tolerable”, le escribió a Minna Ber-
nays, la hermana de Martha, poco después de su llegada. “En lo que con­
cierne a la comida, se puede conseguir por cien francos o por tres, sólo
hay que saber dónde.” *1” Solitario al principio, se sentía inclinado a ser
rígido y un tanto farisaico. Era también patriótico: “Como ves, mi cora­
zón es alemán provinciano, y en todo caso no ha venido conmigo.” Pensa­
ba que los franceses eran buscadores inmorales de sensaciones, “el pueblo
de las epidemias psicológicas, de las convulsiones históricas de ma­
sas”. *174
A veces, no sin dudar, le confiaba a Martha Bemays algunas prudentes
estratagemas psicológicas. A fines de 1885 realizaba visitas semanales,
quizá no totalmente necesarias, a una aburrida paciente austríaca, esposa de
su médico de familia —“de maneras no muy afortunadas, terriblemente
afectada”— porque “es una cuestión de buen sentido estar en buenos térmi­
nos con un colega vienés”. *175 Pero esa conducta manipulativa hacía que
se sintiera incómodo; antes, confesando su “furia de trabajo”, le había con­
fesado a su prometida que debía tener mucho cuidado para no hacer nada
que pudiera interpretarse como “deshonesto”, en su “anhelo de trabajo y de
éxito”. *176
Pero, lo que es más importante, desde el principio Freud quedó des­
lumbrado por Jean-Martin Charcot. Dedicó unas seis semanas al estudio
microscópico de cerebros de niños en el Laboratorio Patológico de Char-
[ 74] Fundamentos: 1856-1905

cot en la Salpêtrière; algunas extensas publicaciones sobre la parálisis


cerebral en niños y sobre la afasia, darían más tarde testimonio de su inte­
rés continuado —aunque gradualmente decreciente— por la investigación
neurològica. Pero la poderosa presencia de Charcot lo apartó del microsco­
pio, impulsándolo en una dirección hacia la cual ya había presentado una
notable inclinación: la psicología.
El estilo científico y el encanto personal de Charcot lo subyugaban
incluso más que sus enseñanzas específicas. Era “siempre estimulante,
instructivo y espléndido —le dijo Freud a Martha Bemays—, y en Viena
lo echaré de menos terriblemente”. En busca de expresiones que hicie­
ran justicia a su exaltación ante la presencia de Charcot, recurrió a un len­
guaje religioso, o por lo menos estético: “Charcot —confesó—, que es
uno de los grandes médicos, un genio y un hombre sensato, simplemente
arranca de raíz mis opiniones e intenciones. Después de algunas conferen­
cias salgo como de Notre Dame, con una nueva percepción de la perfec­
ción”. Sólo la retórica de la procreación podía traducir sus emociones;
Freud, tan orgullos amente resuelto a tener una mente independiente, no
estaba sino ansioso porque lo fecundara ese brillante científico y no
menos brillante actor dramático. “No sé si la semilla dará fruto algún día,
pero estoy seguro de que ningún otro ser humano ha actuado nunca sobre
mí de este modo”. *178
Sin duda, Charcot era teatral; siempre lúcido, habitualmente serio,
pero a veces humorístico para llevar sus demostraciones a buen puerto.
Cada una de sus “fascinantes” conferencias —según pensaba Freud— era
“una pequeña obra de arte por su construcción y composición”. Por cierto
—observaba Freud—, “nunca parece más grande ante sus oyentes que des­
pués de haber realizado el esfuerzo de reducir el abismo entre maestro y
alumno, brindando el más detallado informe de su cadena de pensamientos,
con la mayor franqueza acerca de sus dudas y vacilaciones”. *1” Como
conferenciante y polemista, Freud, que explotaba con habilidad sus pro­
pias incertidumbres, no iba a proceder de otro modo.
Al observar esas presentaciones en la Salpêtrière, Freud obtenía un
intenso placer de la excitación intelectual que animaba a Charcot cuando
diagnosticaba e identificaba desórdenes mentales específicos; esos procedi­
mientos le recordaban a Freud el mito de Adán distinguiendo y poniendo
nombres a los animales. *180 Freud, el insuperado creador del nomenclátor
del psicoanálisis, para lo cual actuó como el Adán de su disciplina, en
éste, como en muchos otros aspectos, fue un verdadero discípulo de Char­
cot. Diferenciar una enfermedad mental de otra, y de los trastornos físicos,
era un arte raro en aquellos días: en esa época, Freud, todavía totalmente
ignorante de las neurosis, podía diagnosticar los dolores de cabeza crónicos
de un neurótico como meningitis, y “autoridades de Viena más grandes
que yo solían diagnosticar la neurastenia como un tumor cerebral”. *181
Charcot era mucho más que un actor. A la vez luminaria médica y
Hambre de conocimiento [ 75]

persona muy apreciada en sociedad, que disfrutaba de un prestigio sin par,


había diagnosticado la histeria como una dolencia auténtica, y no como
refugio de individuos falsamente enfermos. Lo que es más, descubrió que
también podía afectar a los hombres, no menos que a las mujeres, contra­
diciendo de ese modo todas las nociones tradicionales. Con una osadía aun
mayor, Charcot había rescatado a la hipnosis de las manos de saltimban­
quis y charlatanes, para ponerla al servicio de los propósitos serios de la
curación mental. Freud quedó sorprendido e impresionado al ver a Charcot
inducir y curar parálisis histéricas por medio de la sugestión hipnótica
directa. ™
La hipnosis no fue una revelación total para el Freud de 1885. Como
estudiante de medicina ya se había convencido de que, a pesar de su mala
reputación, el estado hipnótico era un fenómeno auténtico. Pero resultaba
grato que Charcot confirmara lo que él creía desde hacía tiempo, e impre­
sionante ver lo que sucedía con las pacientes de Charcot durante y después
de sus hipnosis. Según dijo Pierre Janet, el más famoso alumno de Char­
cot, ellas desarrollaban una “pasión magnética” por el hipnotizador, un
sentimiento afectuoso de naturaleza filial, maternal o abiertamente eróti­
ca. *182 Como Freud iba a descubrir no mucho tiempo después, esa pasión
tenía su inconveniente; un día terrible en Viena, una de sus primeras
pacientes, liberada de sus dolores histéricos después de una sesión de hip­
nosis, le echó los brazos al cuello a su curador. Freud recordó que esa
experiencia embarazosa le había proporcionado una clave del “elemento
místico” oculto en la hipnosis. *183 Más tarde identificó ese elemento
como un caso de transferencia, y lo empleó como herramienta poderosa de
la técnica psicoanalítica.

Una vez instalado en su rutina, Freud dejó de pensar que su estancia


en París era un sueño confuso, no siempre agradable, y se concentró furio­
samente en sus investigaciones, lo bastante furiosamente como para con­
siderar necesario asegurarle a su prometida que todavía reinaba de modo
supremo sobre todos sus otros sentimientos. “Si tú quisieras pedirme
declaraciones de amor —le escribió en diciembre— podría garabatear cin­
cuenta páginas completas iguales a ésta, pero después de todo eres muy
buena y no me lo pides”. Sin embargo, le juró que se había “sobrepuesto
al amor a la ciencia en cuanto él se interpuso entre nosotros, y ahora sólo
te quiero a ti”. Con todo, no lo abandonaron por completo los pensamien­
tos acerca de su pobreza. Un poco patéticamente, dirigiéndose a Martha, se
describió a sí mismo como “un ser humano joven y pobre atormentado
por deseos ardientes y tristezas sombrías”, lleno de “esperanzas de

24 Durante algunos años después de su retorno a Viena, ensayó la técnica


con sus pacientes; exceptuando algunos éxitos notables, obtuvo resultados más
bien indiferentes.
[ 76] Fundamentos: 1856-1905

pordiosero” (Schnorrerhoffnungen), concretamente, la esperanza de que


uno de sus amigos opulentos le prestara dinero. *184
Pero su trabajo prosperaba y, al cabo de cierto tiempo, también lo
hizo su vida social. En enero y febrero de 1886 fue invitado a unas recep­
ciones en la suntuosa casa de Charcot. Se sentía torpe e inseguro de su
francés hablado, por lo cual se parapetaba tras una dosis de cocaína, se
vestía formalmente, y acudía con el corazón agitado. La correspondencia
con Martha atestigua su ansiedad y su alivio al no hacer el ridículo en pre­
sencia de Charcot. Una noche de fines de febrero, al volver de una recep­
ción en la casa del gran hombre, después de las doce le escribió a su “ama­
do dulce tesoro”. “Gracias a Dios, terminó”. La reunión había sido
“insulsa hasta reventar, sólo ese poco de cocaína me salvó de ella. Piensa
solamente en las cuarenta o cincuenta personas que había esta vez, de las
cuales yo sólo conocía a tres o cuatro. Nadie fue presentado a nadie, todos
quedaron librados a sí mismos para hacer lo que quisieran”. Pensaba que
había hablado mal, peor que de costumbre. Pero había participado en una
discusión política, en la que no se identificó “ni como austríaco ni como
alemán”, sino como “judío”. Después, cerca de la medianoche, tomó una
taza de chocolate. “No debes pensar que estoy decepcionado; no se puede
esperar otra cosa de un jour fixe. Sólo sé que no estableceremos uno para
nosotros. Pero no le digas a nadie lo aburrido que fue”. *185 Sin embargo,
si bien Freud podía pensar que esas reuniones sociales eran tediosas, o su
francés inadecuado, Charcot le dedicó una particular atención. Esa cordiali­
dad no hizo más que convertir a Charcot en alguien sumamente viable
como modelo.
Lo que más le importaba a Freud era que su modelo estaba obviamen­
te dispuesto a tomar en serio la conducta extraña de sus pacientes, y no
menos dispuesto a formular hipótesis extrañas. Al prestar la más cuidado­
sa y penetrante atención a sus materiales humanos, Charcot era un artista:
según su propio testimonio, un visuel, un “hombre que ve”. Confiaba en
lo que veía, y defendía la práctica por encima de la teoría; una observación
que dejó caer en una oportunidad prendió en la mente de Freud: La théo­
rie, c’est bon, mais ça n’empêche pas d’exister. Freud nunca olvidó esa
agudeza, y años más tarde, mientras conmovía al mundo con hechos
increíbles, nunca se cansó de repetirla: la teoría está muy bien, pero no
impide que los hechos existan. *is<> Esa era la principal lección que Char­
cot impartía: la obediencia sumisa del científico a los hechos no es adver­
saria, sino fuente y sierva de la teoría.

Un interrogante concreto que Charcot no resolvió de un modo com­


pletamente satisfactorio a juicio de Freud (y que inquietó a este último
durante algunos años) concernía a la naturaleza de la hipnosis. Incluso
para quienes la apoyaban, e incluso en Francia, la hipnosis estaba lejos de
ser un fenómeno indiscutible. Charcot y sus discípulos definían el estado
Hambre de conocimiento [ 77]

hipnótico como “una condición morbosa producida artificialmente, una


neurosis”; *i«? en pocas palabras, un desorden nervioso, en concreto la his­
teria, con inequívocos componentes orgánicos. Y Charcot aducía que el
estado hipnótico sólo podía provocarse en histéricos. Pero la escuela rival
de Nancy, inspirada por Ambroise Auguste Liébeault, un oscuro médico
privado, y por su activo y prolífico discípulo Hippolyte Bernheim, seguía
directivas diferentes: entendía que la hipnosis era una pura cuestión de
sugestión; por lo tanto, casi todas las personas podían ser hipnotizadas.
Durante unos pocos años, Freud dudó. Con magnífica imparcialidad, tra­
dujo un volumen de las Conferencias sobre las enfermedades del sistema
nervioso de Charcot en 1886 y, dos años más tarde, el tratado principal de
Bernheim, Sobre la sugestión y sus aplicaciones a la terapia. Siguió incli­
nándose hacia las teorías de Charcot, pero cuando visitó a Bernheim en
Nancy, en 1889, pensó que el viaje (emprendido para mejorar sus técnicas
hipnóticas) había sido uno de los más provechosos de su vida. El psicoa­
nálisis, tal como Freud lo desarrolló a mediados de la década de 1890,
representaba una emancipación respecto de la hipnosis. Pero unos cuantos
artículos y reseñas de principios de esa década dejan ver sus raíces en la
experimentación hipnótica, y en realidad la hipnosis subsistió en el reper­
torio técnico de Freud durante algunos años.
De regreso a Viena (después de un alto en Berlín para estudiar enfer­
medades infantiles) el problema de Freud ya no consistía en decidir con
qué escuela francesa iba a alinearse, sino en cómo tratar con el incrédulo
establishment médico. Su prefacio para el libro de Bernheim refleja con
claridad su descontento con los colegas locales. “El médico —escribió,
pensando en gran medida en los recalcitrantes médicos vieneses— ya no
puede permanecer alejado del hipnotismo”. El conocimiento del fenómeno
destruiría la creencia dominante de que “el problema de la hipnosis está
todavía rodeado, como afirma Meynert, por un halo de absurdo”. Freud
insistió en que Bernheim y sus asociados de Nañcy habían demostrado que
las manifestaciones del hipnotismo, lejos de ser excéntricas, en realidad
estaban vinculadas “con fenómenos familiares de la vida psicológica nor­
mal y del sueño”. Por lo tanto, el estudio serio de la hipnosis y de la
sugestión hipnótica sacaba a la luz “las leyes psicológicas” que goberna­
ban la vida mental de “la mayoría de las personas sanas”. En un tono lige­
ramente intimidatorio para con sus colegas, Freud llegaba a la conclusión
de que “en cuestiones de ciencias de la naturaleza, es siempre solamente la
experiencia, y nunca la autoridad sin experiencia, lo que genera la solución
final” en cuanto a si una idea ha de aceptarse o rechazarse. *188
Un instrumento de persuasión con el que Freud contaba era el informe
que sometió a la consideración de sus superiores médicos en la Pascua de
1886. Explayándose sobre las deudas intelectuales que había contraído en
París, desplegó en su relato un entusiasmo inagotable: puesto que los tra­
bajadores científicos de Alemania (o, para el caso, Austria) sólo tenían
[ 78] Fundamentos: 1856-1905

escasos contactos con los franceses, los descubrimientos de la neuropato-


logía francesa, “en parte sumamente notables (hipnotismo), en parte
importantes en la práctica (histeria)”, habían tenido poco reconocimiento
en los países de lengua alemana. El mismo confesó haberse sentido fuerte­
mente atraído por la “vivacidad, la jovialidad y la perfecta elocuencia [de
Charcot], que estamos acostumbrados a atribuir al carácter nacional de los
franceses”, y por su “paciencia y amor al trabajo, que como regla reivindi­
camos como propios de nuestra nación”. Después de haber disfrutado de
ese “intercambio científico y personal” con él, Freud pasaba a convertirse
en su abogado. El mensaje más estimulante y perdurable que llevaba de
retomo al hogar se refería a la perspectiva abierta por Charcot en cuanto a
la tarea siguiente del neuropatólogo. “Charcot solía decir que, en su con­
junto, la anatomía había terminado su trabajo y la teoría de las enfermeda­
des orgánicas podía considerarse completa; ahora ha llegado el momento
de las neurosis”. *18’ A los superiores de Freud, estas palabras les parecie­
ron desagradables, pero constituyen una oscura predicción de su futuro.
Al llegar ese futuro, él conservó muy vivos tales recuerdos de Charcot.
Lo convirtió en otro Brücke, en un padre intelectual que podía respetar y
tratar de emular. Incluso después de haber cuestionado ciertos aspectos de
las enseñanzas de Charcot, continuó rindiendo homenaje a su autoridad.
Además de traducir al alemán sus conferencias, siguió difundiendo las ideas
de aquel maestro y citando sus respetadas opiniones cada vez que resultara
adecuado. Freud había adquirido un grabado de André Brouillet, titulado L a
Leçon clinique du Dr Charcot, que muestra a Charcot presentando una his­
térica a una audiencia extasiada en la Salpêtrière; más tarde, después de
mudarse a Berggasse 19, lo colgó con orgullo en su consultorio, sobre una
vitrina atestada de pequeñas esculturas antiguas. Más aun: en 1889, Freud
le puso a su primer hijo, conocido como Martin, los nombres de Jean Mar­
tin, en homenaje a Charcot, tributo que el maestro agradeció con una breve
y cortés respuesta y “todas mis felicitaciones ”.25 *190 Cuando Charcot
murió, en 1893, Freud escribió para el Wiener Medizinische Wochensch­
rift un afectuoso obituario; aunque en él no se refiere directamente a sí
mismo, hay que situar ese texto entre los fragmentos autobiográficos de
Freud, como testimonio directo de su propio estilo científico.

Todo esto sucedió algunos años más tarde. En la primavera de 1886,


las perspectivas de Freud parecían tan inciertas como lo habían sido siem­
pre. De regreso a Viena, sin embargo, reconoció que los meses pasados en

25 El mensaje de Charcot era breve y alusivo: expresaba la esperanza de que


“el Evangelista y el generoso centurión”, cuyos nombres llevaba el hijo de
Freud, “le traigan buena suerte”. Sin duda, Charcot esperaba que Freud entendie­
ra sus referencias al Evangelista Juan y al caballero pagano Martín, que le
entregó la capa a un mendigo y terminó siendo un santo cristiano.
Hambre de conocimiento [ 79 ]

Francia habían representado algo más que un intermedio; eran un punto


final. Renunció al Hospital General y el domingo de Resurrección, el 25
de abril, la edición matutina de Neue Freie Presse incluyó entre sus noti­
cias locales una pequeña nota: “Herr Dr. Sigmund Freud, Docente de
Enfermedades Nerviosas de la Universidad, ha vuelto de su viaje de estu­
dios a París y Berlín, y atiende en [Distrito] 1, Rathhausstrasse N° 7, de 1
a 2,30”. *1«1 Breuer y Nothnagel le enviaron pacientes, algunos de los cua­
les pagaban honorarios, y, mientras continuaba investigando en el nuevo
laboratorio anatómico de Meynert, su principal preocupación era ganarse
la vida. No tenía mucha confianza en vencer en “la batalla de Viena”, *192
y flotaba en la atmósfera la idea de la emigración. Prevaleció la perseve­
rancia; algunos de los enfermos nerviosos que trataba le parecieron cientí­
ficamente interesantes, mientras que algunos de sus otros pacientes, más
aburridos, lo recompensaban pagándole las facturas. Su pobreza era peno­
sa; confesó que a veces no podía permitirse tomar un coche para realizar
visitas domiciliarias.
En algunos raros momentos, cuando sus ingresos parecían lo suficien­
temente sólidos como para poner el matrimonio a su alcance, Freud dis­
frutaba de ráfagas de euforia. No facilitaba las cosas el hecho de que se
encontrara dando batalla a sus colegas. El entusiasmo de Freud con respec­
to a las innovaciones francesas no hizo más que reforzar el escepticismo
que había comenzado a suscitar como paladín de la cocaína. En el otoño de
1886 dio una conferencia ante la sociedad vienesa de médicos; su tema era
la histeria masculina, y propuso para ella etiologías psicológicas. Tuvo
una repercusión confusa. Un viejo cirujano, a quien Freud nunca olvidaría,
objetó la tesis, importada de París, según la cual los hombres pueden ser
histéricos: ¿acaso el nombre mismo de “histeria”, derivado de la palabra
griega que designaba la matriz, no dejaba bien claro que sólo las mujeres
podían padecer esa enfermedad? *193 Otros médicos fueron más receptivos,
pero, con su sensibilidad exasperada, Freud optó por interpretar la actitud
de sus colegas como un rechazo obtuso y completo. Pensaba que en ade­
lante iba a estar en oposición al establishment médico. Después de todo,
incluso Meynert, durante mucho tiempo uno de sus partidarios más decla­
rados, había decidido romper con él.
Pero en esa época tema buenas razones para estar contento. Los pro­
pios ahorros de Freud, aunque magros y constantemente menguantes,
sumados a la herencia y la dote, ambas modestas, de su prometida, más
los regalos de boda en metálico que le haría la familia de ella y, sobre
todo, los préstamos y regalos de amigos ricos, le permitieron finalmente
casarse con Martha Bemays. La ceremonia civil tuvo lugar en Wandsbek
el 13 de septiembre. Pero complicaciones legales imprevistas exigieron
una segunda ceremonia. Si bien el matrimonio civil en el que había insis­
tido Freud era suficiente en Alemania, la ley austríaca exigía una ceremo­
nia religiosa. De modo que, el 14 de septiembre, Freud, enemigo jurado de
[ 80] Fundamentos: 1856-1905

todo ritual y de toda religión, se vio obligado a recitar las respuestas


hebreas que había memorizado rápidamente para dar validez a su matrimo­
nio. Ya casado, Freud se desquitó o, por lo menos, hizo las cosas a su
manera; una prima de Martha Bemays (entonces Martha Freud) comentó:
“Recuerdo muy bien que ella me dijo que el hecho de que la primera noche
de viernes después de la boda no se le permitiera encender las velas del
Sabbath fue una de las experiencias que más la perturbaron en su vi­
da”. *194 En problemas de la importancia del estilo religioso —o más bien
irreligioso— de su hogar, Freud afirmó su autoridad con dureza.
Al cabo de un año de matrimonio, le envió espléndidas noticias a su
familia. El 16 de octubre de 1887 se las transmitió con exuberancia a Frau
Bemays y Minna Bemays en Wandsbek: “Estoy terriblemente cansado y
todavía tengo que escribir muchas cartas, pero lo primero es escribirles a
ustedes. Por el telegrama ya saben que tenemos una hijita”, Mathilde.
“Pesa tres mil cuatrocientos gramos, lo cual es muy respetable, es terri­
blemente fea, se ha chupado la mano derecha desde el primer momento,
por otra parte parece muy alegre y se comporta como si realmente estuvie­
ra en su elemento”. *195 Cinco días más tarde había descubierto buenas
razones para cambiar de tono: todos le decían que la pequeña Mathilde “se
parece muchísmo a mí”, y en realidad “se ha vuelto mucho más bonita, a
veces pienso que ya completamente hermosa.” *196 Le había puesto ese
nombre como tributo a su buena amiga Mathilde Breuer, “naturalmen­
te”. *197 Un mes más tarde conoció en el círculo del esposo de ésta a un
visitante de Berlín, Wilhelm Fliess, que iba a convertirse en el más decisi­
vo amigo de su vida.
Dos

La construcción
de la teoría
Un amigo (y enemigo) necesario

“Mi vida emocional siempre ha necesitado de un ami­


go íntimo y un enemigo odiado”, confesó Freud en
La interpretación de los sueños. “Siempre supe cómo
procurármelos, una y otra vez”. En ocasiones, agregó,
los dos estaban unidos en la misma persona. *> En su
primera infancia, ese doble rol había sido desempeñado
por su sobrino John. Después del matrimonio, y durante la década de los
descubrimientos, Freud convirtió a Wilhelm Fliess en ese necesario ami­
go y, más tarde, enemigo.
Fliess, especialista en garganta, nariz y oído, de Berlín, había ido a
Viena en el otoño de 1887 para estudiar. Siguiendo el consejo de Breuer,
asistió a algunas de las conferencias de Freud sobre neurología, y a fines
de noviembre, ya de regreso en Berlín, recibió una sincera propuesta de
Freud. “Si bien mi carta de hoy tiene un motivo práctico —escribió
Freud—, debo iniciarla con la confesión de que albergo la esperanza de
continuar la relación con usted, y de que usted me ha impresionado pro­
fundamente”. *2 Este estilo era a la vez más formal y más emocional que
el habitual en Freud, pero la amistad con Fliess iba a ser única en su
experiencia.
Al desarrollar la teoría del psicoanálisis, Freud tendría más enemigos,
y menos amigos, de los que hubiera querido. El fracaso era probable; la
[ 82] Fundamentos: 1856-1905

hostilidad y el ridículo, prácticamente seguros. Fliess fue precisamente el


íntimo que necesitaba: audiencia, confidente, estímulo, admirador entu­
siasta y compañero de especulaciones que no se sentía escandalizado por
nada. “Tú eres el único Otro —escribió Freud en mayo de 1894—, el
alter.” *3 En el otoño de 1893, Freud, enunciando una intuición que des­
pués se negaría a tomar en cuenta durante siete u ocho años, señaló que
“realmente desactivas todas mis facultades críticas”. *4 Tal credulidad com­
pleta en una persona como él, orgullos a de ser un perspicaz hombre de
ciencia, reclama una interpretación.
Esa credulidad parece muy sorprendente porque a Fliess ahora se le
considera un numerólogo desequilibrado, patológico. Pero el declive de su
reputación se inició más tarde. Sus teorías más preciadas suenan extrava­
gantes en exceso: según Fliess, la nariz es el órgano dominante que difun­
de su influencia sobre la salud y la enfermedad humanas. Además, procla­
maba un esquema de ciclos biorrítmicos de 23 y 28 días, a los que
consideraba que hombres y mujeres estaban sometidos y que —según
creía— permitían al médico diagnosticar todo tipo de estados y dolencias.
Pero hacia fines del siglo, estas ideas, ahora casi totalmente desacreditadas,
hallaban un público muy dispuesto e incluso un cierto grado de apoyo por
parte de investigadores respetables de varios países. Después de todo, sus
credenciales eran impecables: Fliess era un reputado especialista con una
sólida práctica que se extendía mucho más allá de su base en Berlín. Ade­
más, las ideas con las que estaba jugando Freud al principio no parecían
menos ridiculas que las nociones de Fliess. Y Breuer se lo había recomen­
dado, lo que para el Freud de fines de la década de 1880 constituía práctica­
mente una garantía de probidad intelectual.
La erudición científica de Fliess era amplia, y su ambición vasta;
impresionaba a los demás —menos necesitados que Freud— con su aspec­
to, su erudición, su carácter cultivado. Incluso en 1911, mucho después de
que Fliess y Freud se hubieran separado con amargura, Karl Abraham, un
leal seguidor de Freud y observador sensato, encontró en Fliess una perso­
na amigable, sutil, original: quizás el conocimiento más valioso (pensa­
ba) que “podía haber hecho entre los médicos de Berlín”. *5 Freud había
sentido precisamente eso cuando él y Fliess se conocieron. El aislamiento
de ambos como médicos subversivos no podía sino llevarlos a congeniar.
“Estoy mucho más solo aquí con el desciframiento de las neurosis —le
escribió Freud a Fliess en la primavera de 1894—. En gran medida me
consideran un monomaniaco”. *6 A Freud y Fliess su correspondencia
debió de parecerles una conversación entre dos monomaniacos en posesión
de verdades profundas y todavía no reconocidas.
Fliess desplegó una comprensión firme de la teorización de Freud, y le
proporcionó tanto ideas como apoyo. Fue un lector diligente y sensible de
los manuscritos de Freud. Le procuró una comprensión de la unidad esen­
cial de toda la cultura y del valor demostrativo de todas las manifestacio­
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 83 ]

nes humanas: en junio de 1896, Freud le dijo con gratitud: “Me has ense­
ñado que detrás de toda locura popular acecha una pizca de verdad”. *7 Ayu­
dó a Freud a centrar su atención en los chistes como material útil para el
escrutinio psicoanalítico. Incluso especuló acerca de la sexualidad infantil
en sus escritos publicados a mediados de la década de 1890, años antes de
que Freud estuviera dispuesto a hacer coherentemente suya una idea tan
escandalosa. Si bien Freud parece haber sido el primero que insistió en que
hay algún tipo de malestar sexual en el núcleo de toda neurosis, Fliess, a
su vez, auspició la idea de la bisexualidad humana, y observó a Freud ela­
borarla como principio cardinal.
Dicho esto, la irracionalidad final de las fantasiosas nociones de Fliess
y de sus esfuerzos tendentes a demostrarlas tendría que haber resultado
obvia mucho antes del momento en que lo hizo, especialmente para Freud.
Desde luego, se puede defender el intento de altos vuelos de Fliess, desti­
nado a fundar la biología en la matemática. Tampoco era intrínsecamente
ridicula la proposición de que cierto órgano corporal en concreto arroja su
sombra sobre los otros. Podría esperarse que un psicoanalista se interesara
de una forma malsana por la nariz, que recuerda tanto a los genitales mas­
culinos por su forma, y al aparato sexual femenino por su tendencia a san­
grar. La idea del desplazamiento desde una parte del cuerpo a otra, no sólo
de pensamientos sino también de síntomas, iba a convertirse en una de las
principales bases del diagnóstico en psicoanálisis. Un científico de la
mente como Freud, al borde de postular zonas erógenas cambiantes en el
curso del desarrollo humano, podría haber hallado plausible una teoría que
sostenía que los “lugares genitales” situados en la nariz influían en el cur­
so de la menstruación y del parto. Lo que tendría que haber hecho pensar a
Freud, incluso antes de que las investigaciones posteriores convirtieran en
absurdas las obsesiones de Fliess, era el dogmatismo de este último, su
incapacidad para reconocer la riqueza y la frustrante complejidad de las cau­
sas que gobiernan los asuntos humanos. Pero mientras el elogio de Fliess
era “néctar y ambrosía” *8 para él Freud no iba a plantear, ni siquiera a
pensar, en dudas inconvenientes.
La misma ceguera deliberada dominó el juego de Freud con la numero-
logia biomédica de Fliess. La concepción de ciclos sexuales masculinos,
en vista de la existencia de ritmos menstruales femeninos, no era en sí
misma absurda. Es significativo que Havelock Ellis (ese entusiasta y
romántico investigador del sexo) dedicara un largo capítulo a “los fenóme­
nos de la periodicidad sexual” en un volumen de su Estudio de psicología
sexual, prácticamente contemporáneo de La intepretación de los sueños.
Incansable coleccionista de materiales pertinentes y recónditos sobre cues­
tiones sexuales en muchos países, Ellis había leído el trabajo de Fliess
acerca de los períodos sexuales, y lo consideró interesante aunque, en últi­
ma instancia, no muy persuasivo, sin duda no en lo concerniente a los rit­
mos masculinos: “Aunque Fliess presenta un cierto número de casos
[ 84] Fundamentos: 1856-1905

minuciosamente observados, no puedo decir que me haya convencido de la


realidad de este ciclo de 23 días”. Con su característica generosidad, supuso
que “estos intentos tendentes a probar la existencia de un nuevo ciclo
fisiológico merecen un cuidadoso estudio e investigación adicional”, pero
llegó a la conclusión de que, si bien “hay que tener presente la posibilidad
de tales ciclos”, en este momento “no se justifica mucho que los acepte­
mos”. *’ Ellis advirtió que la manipulación por parte de Fliess de sus
números claves 23 y 28, sus intervalos y sus sumas, le permitían demos­
trar cualquier cosa. Investigadores posteriores fueron más impacientes con
Fliess que Ellis, y manifestaron no estar convencidos en absoluto.
Pero Freud siguió convencido durante algunos años, y con diligencia
aportó material a la colección de números demostrativos reunida por
Fliess: los intervalos entre sus jaquecas, los ritmos de las dolencias de sus
hijos, las fechas de los períodos menstruales de su esposa, la extensión de
la vida de su padre. En esta caída en la ingenuidad científica había involu­
crado algo que no era adulación, algo que era más que pura necesidad.
Freud, el gran racionalista, no estaba totalmente exento de supersticiones,
en especial de la superstición de los números. Es cierto que en 1886, él y
su flamante esposa se mudaron a la casa de apartamentos erigida en el
solar del Ring-Theater de Viena, que había sido ardido provocando más de
cuatrocientas víctimas fatales cinco años antes: fue precisamente su desa­
fío a la superstición lo que le permitía a Freud no compartir ciertos temo­
res comunes. Pero algunos números le provocaban angustia. Durante años
albergó la obsesiva creencia de que estaba destinado a morir a la edad de
cincuenta y un años; más tarde, la cifra fue sesenta y uno o sesenta y dos;
se sentía perseguido por esos números fatales como recordatorios de su
mortalidad. Incluso el número telefónico que se le asignó en 1899 (14362)
fue como una confirmación: había publicado La interpretación de los sue­
ños a los cuarenta y tres años, y estaba convencido de que los dos últimos
dígitos constituían un aviso ominoso de que sesenta y dos años iba a ser
sin duda la duración de su vida. *10 Alguna vez Freud interpretó la supers­
tición como una máscara de deseos asesinos, deseos de muerte, y sus pro­
pias supersticiones como un deseo reprimido de inmortalidad. *n Pero este
autoanálisis no lo liberó por completo de esa pizca de irracionalidad, y ese
residuo de lo que él denominó su “misticismo específicamente judío” *12
lo hacía vulnerable a las más descabelladas especulaciones de Fliess.
Más allá del interés profesional, era mucho lo que relacionaba a Freud
con Fliess. Los dos eran al mismo tiempo miembros aceptados y rechaza­
dos del establishment médico: tenían una formación superior, y trabajaban
en las fronteras de la investigación aceptable, o más allá de ellas. Lo que
es más, ambos eran judíos que afrontaban problemas y perspectivas casi
idénticas en su sociedad, destinados a intimar con la naturalidad de herma­
nos de una tribu perseguida. Emocionalmente hablando, Fliess era el suce­
sor de Breuer: el apego de Freud al primero se intensificó a medida que
LA CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 85 ]

comenzaba a desvanecerse el que lo unía al segundo. Es una ironía que


invita a pensar en el hecho de que fuera Breuer quien reunió a Freud y
Fliess.
Tal vez llevando el alcance del término más allá de su ámbito legíti­
mo, Freud le impuso a Fliess un rol afín al del psicoanalista en aspectos
muy importantes. La prolongada imposibilidad de Freud de evaluar de
modo realista a su amigo íntimo (prácticamente su negativa a hacerlo)
sugiere que era presa de una intensa relación transferencial. Freud idealizó
a .Fliess más allá de toda medida, y le atribuyó las más admirables cualida­
des de Brücke o Charcot. Incluso quiso ponerle el nombre de Fliess a un
hijo, deseo frustrado, en 1893 y 1895, por el nacimiento de sendas niñas,
Sophie y Anna. Volcó sus secretos más íntimos en la correspondencia con
su Otro de Berlín, y también lo hizo al verse con él personalmente, duran­
te sus cuidadosamente preparados y ansiosamente anticipados “congresos”.
Le confió a Fliess que a fines de 1893 había empezado a padecer dolores
pectorales y arritmia, un estado cardíaco perturbador y molesto que Fliess
atribuyó a sus hábitos de fumador. En abril de 1894, volviendo a ese desa­
gradable tema, Freud le advirtió que a su mujer no le había confesado sus
“delirios cardíacos”. *13 El verano anterior le reveló a Fliess que Martha
estaba disfrutando de una sensación de “renovación”, puesto que “por el
momento, por un año, no tiene que esperar un hijo”. Añadió con todas las
letras: “Ahora estamos viviendo en la abstinencia”. *14Este es el tipo de
cosas que un burgués decente sólo le confesaría a su analista. Fliess era el
hombre al que Freud podía decirle todo. Y se lo dijo, más de lo que le dijo
a ningún otro sobre su mujer, de lo que su mujer dijo sobre él mismo.

Por cierto, una de las razones por las cuales a Freud le resultaba
tan indispensable Fliess consistía en que su mujer no actuaba como su
confidente en lo relativo a las investigaciones a las que estaba consagrando
toda su atención. Abrumada por la deslumbrante presencia de su marido,
Martha Freud parece más bien una figura oscura. Si bien legó a la posteri­
dad —a veces contra su voluntad— documentos sumamente profusos, las
huellas de sí misma que dejó o que pueden advertirse son escasas. Los
comentarios casuales de visitantes, y algunos del esposo, permiten supo­
ner que para los íntimos era simplemente una Hausfrau modelo, que admi­
nistraba la casa, se ocupaba de las comidas, supervisaba a los sirvientes y
educaba a los hijos. Pero su contribución a la vida de la familia era mucho
más que un trabajo esencialmente penoso, concienzudo e impagado. La
familia giraba en tomo a Freud. No carece de interés el hecho de que fuera
él quien eligió los nombres de los seis hijos, nombres de sus amigos o
mentores; en 1891, cuando nació su segundo hijo, Freud le puso el nom­
bre de su admirado Oliver Cromwell. *15 Pero el hijo mayor de Freud,
Martin, recordó a la madre como una persona a la vez bondadosa y firme,
eficaz y precavida con respecto a los importantísimos detalles domésticos
[ 86] Fundamentos: 1856-1905

y a los no menos importantes preparativos para los viajes, capaz de auto­


control tranquilizador, nunca aturdida. Ella insistía en la puntualidad (una
cualidad que, según observó Martin, era rara en la informal Viena), con lo
cual logró para el hogar de Freud un aire de fiabilidad e incluso, —como
Arma Freud se quejaría más tarde— de regularidad obsesiva. *1« Max
Schur, el último médico de Freud, quien llegó a conocerla bien en sus
últimos años, pensaba que muchos la subestimaban; aprendió a apreciarla
mucho, aunque ella regularmente se quejaba de que él se sentara en la
cama y la desordenara, al examinar al esposo. *17
Tal como sugiere ese boceto, Martha Freud era la burguesa total.
Afectuosa y eficiente con su familia, la dominaba un inflexible sentido de
su vocación por los deberes domésticos, y era severa con las violaciones a
la moral de la clase media.12Siendo ya una anciana dama que vivía en Lon­
dres, dijo que la lectura constituía su única “diversión”, pero agregó en
seguida, a la vez disculpándose y alegremente, “sin embargo, sólo por la
noche, en la cama”. Se escatimaba ese placer durante el día, contenida por
su “buena educación”. *« Freud le confió a Fliess que su mujer se mostra­
ba extremadamente reservada y lenta a la hora de hacer amistad con extra­
ños. Si bien por lo general no era exigente, sabía persistir cuando se obse­
sionaba con un deseo que consideraba razonable. A juzgar por lo que
sabemos de las cartas de Freud y de sus fotografías, pronto cambió su del­
gada juventud por una nítida mediana edad, ligeramente gris; no hizo
mucho por resistirse a ese estilo de envejecimiento, entonces aceptado,
que implacablemente convertía a la joven esposa en una majestuosa
matrona.2 *i’ Desde el principio de su noviazgo, Freud le había dicho con
franqueza que no era realmente hermosa en el sentido literal, pero que por
su aspecto parecía “dulce, generosa y razonable”. Ya casada, ella dedicó
poco tiempo a cuidar la belleza que hubiera podido tener.
Sus implacables y continuos embarazos no fueron por cierto inocuos:
los Freud tuvieron seis hijos en nueve años. Poco antes de casarse, ella
había soñado con tres. Hubiera sido más fácil. “Mi pobre Martha lleva
una vida atormentada”, observó el esposo en febrero de 1896, *21 cuando
su último vástago, Anna, tenía poco más de dos meses. Lo más fastidioso

1 Ella nunca le perdonó a Stefan Zweig —a pesar de su lamentable fin (se


suicidó en Brasil en 1942 después de padecer prolongados ataques depresivos)—
que hubiera abandonado a su esposa Friderike por una mujer más joven, con la
que después de casó. Le dijo a Friderike que no podía comprender “la infidelidad
de nuestro amigo para contigo”. Ni siquiera la muerte del hombre —agregó—
había mitigado su resentimiento. (Martha Freud a Friderike Zweig, 26 de agosto
de 1948. Freud Collection, B2, LC.)
2 Desde luego, las normas en cuanto a lo que es la edad mediana y la vejez
eran diferentes entonces. En la década de 1890 Freud podía hablar de una “solte­
rona que envejece (aproximadamente treinta años)”. (Freud a Fliess, Borrador H,
adjunto en la carta del 24 de enero de 1895. Freud-FUess, 107 [108].)
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 87 ]

era que Martha debía afrontar una enfermedad infantil detrás de otra. Freud
le daba la mano, escuchaba las quejas de los hijos o, en las vacaciones de
verano, encabezaba expediciones para recoger setas en las montañas. Era
un padre activo cuando tenía tiempo, y afectuoso. Pero la principal carga
de la vida doméstica caía sobre los hombros de la esposa.
A pesar de su amor a los libros (cuando se lo consentía), Martha
Freud no fue una compañera para su marido en su largo y solitario avance
hacia el psicoanálisis. Ayudó a Freud de un modo natural para ella, presi­
diendo un escenario doméstico en el que él podía sentirse cómodo, en parte
permitiendo que el hombre lo diera por sentado. En respuesta a una carta
de condolencia después de la muerte de Freud, consideró como “un débil
consuelo el que en los 53 años de nuestro matrimonio, no haya habido
entre nosotros ni una sola palabra airada, y que yo siempre haya tratado en
la medida de lo posible, de apartar de su camino la misère de la vida de
todos los días”. *22 Sentía que había sido un privilegio el haber podido cui­
dar a “nuestro querido jefe” durante todas aquellas décadas. *23 Esto signifi­
caba mucho para él, pero no lo era todo. Su mujer hizo a Fliess práctica­
mente necesario.
En sus recuerdos sobre los Freud, el psicoanalista francés René Lafor­
gue, quien los conoció en la década de 1920, elogió a Martha Freud como
“mujer práctica, maravillosamente hábil en la creación de una atmósfera de
paz y joie de vivre". Pensaba que era un ama de casa excelente y trabajado­
ra, que no vacilaba en ayudar en la cocina y que “nunca cultivó esa palidez
enfermiza a la moda de tantas intelectuales”. Pero, agregó, para ella las
ideas psicoanalíticas de su esposo eran “una forma de pornografía” *24 En
medio de un hogar animado y atestado, Freud estaba solo. El 3 de
diciembre de 1895 le anunció a Fliess el nacimiento de la pequeña Annerl,
informándole de que estaban bien tanto la madre como la niña, “una
pequeña hembra hermosa y completa”.*25 En la carta siguiente, cinco días
más tarde, se alegró de la vista de la escritura de Fliess, que le permitía
“olvidar mucha soledad y privación”. *26 La asociación es patética; Freud
amaba a su familia y no se las hubiera arreglado sin ella. Pero la familia
no mitigaba su desalentadora sensación de aislamiento. Esa era la tarea de
Fliess.

La amistad de Freud con Fliess maduró con rapidez, de un modo


poco característico en una época en la que la confianza se desarrollaba len­
tamente y a veces no surgía ni siquiera después de décadas de estrecha aso­
ciación. La primera carta de Freud a Fliess, escrita en noviembre de 1887,
sirve como elocuente indicio de la impulsiva emoción que él hacía cuanto
podía por dominar. En ella se dirigió a Fliess como a su “¡Estimado ami­
go y colega!” (Verehrter Freund undKollege!). En agosto de 1888, Fliess
se había convertido en “¡Estimado amigo!” (Verehrter Freund!). *27 Dos
años más tarde, a veces era un “querido” e incluso un “queridísimo” amigo
[ 88] Fundamentos: 1856-1905

(Liebster Freund!) Ese siguió siendo el tratamiento que prefirió Freud


hasta el verano de 1893, cuando elevó el tono a “¡Amado amigo!”
(Geliebter Freund!) *» En esa época ya hacía un año que se tuteaban,
mientras Freud continuaba dirigiéndose a Frau Fliess, de modo más dis­
tante, con un formal Sie. *30
Durante esa fase inicial de la dependencia de Freud con respecto a su.
Otro de Berlín, fue creciendo su insatisfacción con las técnicas que se
empleaban en el control de pacientes neuróticos. “Entre 1886 y 1891
—reconoció Freud— realicé poco trabajo científico y no publiqué casi
nada. Estaba ocupado en abrirme camino en mi nueva profesión y en ase­
gurar la subsistencia material para mí mismo y para mi familia en rápido
crecimiento”. *31 Estas palabras parecen demasiado severas para referirse a
un período de incubación: Freud estaba sentando las bases de una revolu­
ción. Su traducción del libro de Bernheim sobre el hipnotismo y la suges­
tión, y su visita a Nancy en 1889, fueron etapas de su autoeducación
como psicoterapeuta.
Incluso su estudio de la afasia, su primer libro, publicado en 1891 y
dedicado a Breuer, indica sutilmente el creciente compromiso de Freud con
la psicología. La concepción de las afasias (Estudio crítico) es una destaca­
da monografía neurològica, pero entre sus abundantes y completamente
documentadas citas de autoridades, Freud esparció significativamente refe­
rencias a filósofos como John Stuart Mili y psicólogos como Hughlings
Jackson. Al criticar las concepciones dominantes de esa extraña familia de
trastornos del lenguaje, un tanto pagado de sí mismo, se describió como
“perfectamente aislado”. Estaba empezando a convertir su sensación de
soledad en marca de fábrica. De hecho, La concepción de las afasias, a su
modo técnico aunque diáfano, es un libro revisionista. El “intento [de
Freud], que tiende a subvertir una teoría de las perturbaciones del lenguaje
cómoda y atractiva”, llegaba a introducir un elemento psicológico en el
cuadro clínico. De acuerdo con la tendencia de la época a atribuir los
hechos mentales a causas físicas, otros especialistas abrigaban pocas dudas
en cuanto a que el deterioro afásico del lenguaje o la comprensión tenía
que deberse a lesiones cerebrales localizadas. Por el contrario, Freud abogó
por el reconocimiento de que “la significación del elemento de localización
[fisiología del cerebro] ha sido sobreestimada en la afasia, y de que es jus­
to que nos preocupemos una vez más por las condiciones funcionales del
aparato del lenguaje”. Rodeado por neurólogos, Freud estaba empezan­
do a buscar causas psicológicas para los efectos psicológicos.
Más o menos fríamente, siguió empleando la sugestión hipnótica para
aliviar a sus pacientes de sus síntomas, y en el invierno de 1892 publicó
un breve historial en el que detalló uno de sus éxitos terapéuticos. *33 “Si
uno quiere ganarse la vida con el tratamiento de pacientes con trastornos
nerviosos -—comentó secamente más tarde— obviamente tiene que hacer
algo por ellos”. *34 A su juicio, el tratamiento convencional de la neuras-
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 89]

tenia —la electroterapia, que también ensayó con sus pacientes— era
incluso mucho más insatisfactorio que el hipnotismo, y a principios de la
década de 1890 “dejó a un lado el aparato eléctrico”, con un suspiro de ali­
vio. *35
La correspondencia de Freud de esos años sugiere innovaciones de
alcance mucho mayor, en especial relacionadas con una actitud en estado
de alerta, prácticamente sin precedentes, ante el probable efecto de los con­
flictos sexuales en las enfermedades nerviosas. A principios de 1893 había
traducido sus conjeturas en convicciones firmes. En uno de los extensos
memorandos que le envió a Fliess a lo largo de los años, para que él los
comentara, Freud planteó la cuestión llanamente (después de advertirle a
su amigo que no pusiera el manuscrito al alcance de las manos de su
joven esposa): “Podría darse por sabido que la neurastenia es una conse­
cuencia frecuente de una vida sexual anormal. Sin embargo, lo que me
gustaría afirmar y poner a prueba con observaciones es que la neurastenia,
de hecho, sólo puede ser una neurosis sexual”. Freud no excluye como
posible causa la predisposición hereditaria, pero estaba empezando a insis­
tir en que la “neurastenia adquirida” tema motores sexuales: el agotamien­
to provocado por la masturbación, o el coitus interruptus. Las mujeres
(acerca de cuya sensualidad subyacente Freud no tenía ninguna duda) pare­
cían comparativamente inmunes a la neurastenia, pero cuando la padecían,
sus orígenes eran los mismos que en el caso de los hombres, Freud extraía
la conclusión de que las neurosis eran completamente evitables y comple­
tamente incurables. Por lo tanto, “la tarea del médico ha pasado a ser por
completo la profilaxis”.
Todo el memorando muestra a Freud seguro de sí mismo al máximo,
y refleja su interés por las consecuencias sociales de la enfermedad nervio­
sa; ya en su primera época se consideró un médico de la sociedad. Adujo
que la sexualidad sana reclamaba la prevención de las enfermedades venére­
as y, como alternativa a la masturbación, las “relaciones sexuales libres”
entre jóvenes solteros de ambos sexos. Por lo tanto, se necesitaba un anti­
conceptivo superior al preservativo, que no era seguro ni agradable. *37 El
memorando parece una rápida incursión en territorio enemigo; en la
monografía que en aquel entonces Freud estaba preparando con Breuer,
Escritos sobre la histeria, la dimensión erótica iba a batirse en retirada una
vez más. Sobre la base de ese libro —observó Freud más tarde, con evi­
dente sarcasmo— “habría sido difícil conjeturar la importancia que tiene la
sexualidad en la etiología de la neurosis”. *38

Aunque Escritos sobre la histeria sólo se publicó en 1895, 3 el más

3 La “Comunicación preliminar”, escrita conjuntamente por Breuer y Freud,


apareció en 1893. Fue reimpresa en 1895 como el capítulo primero de los
Escritos sobre la histeria.
[ 90] Fundamentos: 1856-1905

antiguo caso considerado en el libro, el encuentro histórico de Breuer con


“Anna O.”, databa de 1880. Se lo considera el caso fundador del psicoaná­
lisis: más de una vez impulsó a Freud a atribuirle la paternidad de la disci­
plina a Breuer, en lugar de a él mismo. Sin duda Breuer merece un puesto
prominente en la historia del psicoanálisis; al confiarle a su joven amigo
Freud la fascinante historia de Anna O., generó en este último más ideas
inquietantes que las que el propio Breuer estuvo dispuesto a tomar en con­
sideración. Una de esas sesiones confidenciales tuvo lugar en una sofocan­
te noche de verano de 1883. La escena —según Freud la reconstruyó más
tarde para su prometida— puso de manifiesto la espontánea confianza
mutua de dos amigos y el alto nivel de su charla profesional. “Hoy ha
sido el día más caluroso, más penoso de toda la estación; me sentía débil
como un niño, a causa del agotamiento. Advertí que necesitaba algo que
me levantara el ánimo, y me fui por lo tanto a casa de Breuer, de la cual
acabo de volver tan tarde. El tenía dolor de cabeza, pobre hombre, y toma­
ba salicilato. Lo primero que hizo fue empujarme al baño, del que emergí
rejuvenecido. Mientras aceptaba su húmeda hospitalidad, pensaba en que,
si mi pequeña Martha hubiera estado allí, habría dicho que es así como
también nosotros queremos organizar las cosas”. Tal vez pasarían años
antes de que pudieran hacerlo —reflexionó— pero sucedería, para lo cual
bastaba que ella siguiera estando a gusto con él. “Entonces —Freud volvía
a su relato— tomamos nuestra cena en el piso de arriba en mangas de
camisa (ahora escribo con una bata más ligera), y después tuvimos una
larga conversación médica acerca de la ‘locura moral’, las enfermedades
nerviosas y casos extraños”. La conversación fue tomando un tono más
personal cuando empezaron a hablar, “una vez más” *39, de una amiga de
Martha, Bertha Pappenheim. Esa fue la paciente que Breuer inmortalizó
con el seudónimo de “Anna O.”.
Breuer comenzó a tratar a esa interesante histérica en diciembre de
1880, y siguió con el caso durante un año y medio. A mediados de
noviembre de 1882, por primera vez le habló a Freud de ella. *40 Después,
aquella calurosa noche de verano de 1883 —según Freud le escribió a su
prometida—, Breuer le reveló “algunas cosas” sobre Bertha Pappenheim
que «se supone que repetiré sólo “una vez casado con Martha”». *41 En
París, Freud intentó interesar a Charcot en ese notable caso, pero “el gran
hombre” *«• probablemente convencido de que sus propios pacientes eran
ya bastante extraordinarios, se mostró indiferente. Sin embargo, Freud,
intrigado por Anna O. y defraudado por los efectos terapéuticos de la suges­
tión hipnótica, hizo que Breuer volviera a hablarle de la mujer. Cuando los
dos especialistas de los nervios reunieron sus estudios sobre la histeria a
principios de la década de 1890, Anna O. ocupó un lugar prominente.
Una de las razones de que Anna O. fuera una paciente tan ejemplar
residía en que ella misma realizó gran parte del trabajo imaginativo. En
vista de la importancia que Freud aprendió a atribuirle a la capacidad del
LA CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 91]

analista para escuchar, es coherente que una paciente contribuyera a la


construcción de la teoría psicoanalítica tanto como el terapeuta (Breuer),
o, para el caso, como el teórico (Freud). Un cuarto de siglo más tarde,
Breuer sostuvo con justicia que su tratamiento de Bertha Pappenheim con­
tenía “la célula germinal de todo el psicoanálisis”. *« Pero fue Anna O.
quien realizó descubrimientos trascendentales, y sería Freud, no Breuer,
quien iba a cultivarlos laboriosamente hasta obtener de ellos una cosecha
rica e insospechada.
En las sucesivas versiones del caso hay contradicciones y puntos
oscuros, pero está más o menos más allá de toda discusión el hecho de que
en 1880, cuando Anna O. cayó enferma, tenía veintiún años. Dijo Freud
que ella era una joven “excepcionalmente culta e inteligente”, *44 amable y
humanitaria, inclinada a realizar obras de caridad, enérgica y a veces obsti­
nada, y extremadamente inteligente. En su infórme, Breuer anotó: “Física­
mente sana, tiene la menstruación con regularidad... Inteligencia conside­
rable, excelente memoria, [dotada con] sorprendente agudeza [para] las
combinaciones y la intuición penetrante; por lo tanto fracasaron todos los
intentos de engañarla”. Agregó que su “fuerte intelecto” podía “también
digerir alimento sólido”, pero si bien necesitaba ese alimento, no lo reci­
bía desde que había dejado la escuela. *« Y así, condenada a una existencia
gris en el seno de su anticuada familia judía, se había inclinado con deci­
sión a huir hacia el “ensueño sistemático”, hacia lo que le complacía en
llamar su “teatro privado”. Breuer exterioriza la simpatía que la joven sus­
citaba en él al observar su estrechez doméstica. “Vida muy monótona,
totalmente limitada a la familia —informa con su estilo telegráfico—;
busca sustituto en el apasionado amor al padre, que la malcría, y gratifica­
ción en un talento poético imaginativo altamente desarrollado”. *46 Según
Freud recordó con asombro e irritada incredulidad, Breuer pensaba que la
joven era, desde el punto de vista sexual, “sorprendentemente inma­
dura”. *47
El acontecimiento que precipitó su histeria fue la enfermedad mortal
del padre, a quien estaba sumamente unida, como Breuer no dejó de obser­
var. Hasta dos meses antes de que el hombre muriera, y ella estuviera
demasiado enferma como para atenderlo, la joven lo había cuidado con
devoción, incansablemente, en detrimento de su propia salud. En esos
meses, durante los cuales fue su enfermera, había desarrollado síntomas
que cada vez la afectaban más: debilidad provocada por la falta de apetito y
una fuerte tos nerviosa. En diciembre, al cabo de medio año de llevar esa
vida agotadora, empezó a padecer estrabismo convergente. Hasta entonces
había sido una joven enérgica y vital; se convirtió en la víctima patética
de trastornos que la dejaban postrada. Sufría dolores de cabeza, experimen­
taba intervalos de excitación, curiosas perturbaciones de la visión, paráli­
sis parciales y pérdida de las sensaciones.
A principios de 1881, su sintomatología se hizo aun más extravagan­
[92] Fundamentos: 1856-1905

te. Tenía lagunas mentales, prolongados episodios de somnolencia, cam­


bios rápidos de estado de ánimo, alucinaciones con serpientes negras, hue­
sos y esqueletos, y crecientes dificultades de lenguaje. A veces experimen­
taba regresiones en su sintaxis y su gramática; otras, sólo podría hablar en
inglés, o en francés e italiano. Asimismo desarrolló dos personalidades
distintas, sumamente opuestas, una de ellas ingobernable en grado sumo.
Cuando el padre murió, en el mes de abril, respondió con una excitación
horrorizada, que fue extinguiéndose para dar lugar a cierto estupor, y su
despliegue de síntomas pasó a ser incluso más alarmante que antes. Breuer
la visitaba a diario, por la noche, mientras ella se encontraba en un estado
de hipnosis autoprovocada. La joven le relataba cuentos, triste, a veces
encantadora, y (según ella y Breuer descubrieron juntos) esa conversación
la aliviaba temporalmente de sus síntomas. De tal modo, se inició una
colaboración que hizo época entre una paciente dotada y su solícito médi­
co. Anna O. encontró una expresión feliz para designar ese procedimiento,
al que llamo “curación por la palabra” o “por la conversación” (talking
cure) o, con humor, “limpieza de chimenea” (chimney sweeping). *48 El
método demostró ser catártico, pues despertó importantes recuerdos y pro­
dujo poderosas emociones que la paciente no podía recordar o expresar con
su personalidad normal. Cuando Breuer le contó a Freud sus confidencias
sobre Anna O., no omitió hablarle sobre ese proceso de catarsis.
El punto decisivo de la curación por la palabra sobrevino durante la
cálida primavera de 1882, cuando Anna O. sufrió un trastorno semejante a
la hidrofobia. Aunque se moría de sed, no podía beber; finalmente, una
noche, mientras estaba en su estado hipnótico, le dijo a Breuer que había
visto a su dama de compañía inglesa (que no le gustaba) darle a beber agua
a su perrito con un vaso. Después de que saliera a la luz ese disgusto
reprimido, la hidrofobia desapareció. Breuer quedó impresionado, y adoptó
ese método no ortodoxo para aliviar a su paciente. Hipnotizaba a Anna O.
y observaba que bajo hipnosis ella podía seguir la pista de cada uno de sus
síntomas, por turno, hasta llegar a la situación que lo había provocado
durante la enfermedad de su padre. De este modo —comentó Breuer— se
dedicaron a “charlar” (wegerzahlt) de los diversos síntomas de la joven, de
sus contracciones paralíticas y de sus anestesias, de su visión doble distor­
sionada, de sus múltiples alucinaciones y de todo lo demás. Breuer asegu­
raba que esa elaboración verbal había estado lejos de ser fácil. Los recuer­
dos de Anna O. eran a menudo vagos, y los síntomas reaparecían con
penosa intensidad en el mismo momento en que ella estaba limpiando la
chimenea de su mente. Pero su participación en la curación por la palabra
se fue haciendo cada vez más intensa (Breuer elogió esa actitud unos doce
años más tarde, con sincera admiración). Resultaba que sus síntomas eran
residuos de sentimientos e impulsos que se había visto obligada a repri­
mir. En junio de 1882 —anotó Breuer como conclusión—, todos los sín­
tomas de Anna O. habían desaparecido. “Después ella dejó Viena para rea­
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 93]

lizar un viaje, pero todavía debió pasar bastante tiempo antes de que recu­
perara por completo su equilibrio mental. Desde entonces ha gozado de
completa salud”. *49
En este punto del relato de Breuer surgen algunos interrogantes. La
verdad es que al concluir el tratamiento Breuer envió a Anna O. al Belle-
vue, el muy prestigioso sanatorio suizo del doctor Robert Binswanger, en
Kreuzlingen. A mediados de septiembre de 1882, tres meses después de la
presunta desaparición de sus síntomas, Anna O. realizó una valerosa tenta­
tiva de explicar su estado. Todavía estaba en Kreuzlingen y (según infor­
maba en un inglés casi perfecto) se veía “totalmente privada de la facultad
de hablar, entender o leer alemán”. Además estaba sufriendo un “fuerte
dolor neurálgico” y “ausencias más o menos prolongadas”, que ella llama­
ba “timemissing” (extravío, omisión del tiempo). Sin duda, había mejora­
do mucho. “Sólo me siento nerviosa, angustiada y con ganas de llorar
cuando me embarga el miedo a olvidar de nuevo por más tiempo la lengua
alemana, miedo para el cual tengo demasiados motivos”. *50Ni siquiera un
año más tarde se encontraba realmente bien; estaba sufriendo recaídas
constantes. Su carrera posterior fue notable: se convirtió en pionera del
trabajo social, en una líder eficaz de causas feministas y de organizaciones
de mujeres judías. Esos logros dan prueba de un grado sustancial de recu­
peración, pero Breuer, en Escritos sobre la histeria, confundió, con pocas
garantías, un período de mejoría difícil y a menudo interrumpido, con una
curación total.
Al describir a Anna O. en 1895, Breuer observó como de pasada que
había “suprimido una gran cantidad de detalles sumamente interesan­
tes”. *51 Según sabemos por la correspondencia de Freud, eran más que
interesantes: en primer lugar constituían la razón de que Breuer se hubiera
resistido tanto a publicar el relato del caso. Una cosa era reconocer los sín­
tomas de conversión histéricos como la respuesta significativa a traumas
particulares, y la neurosis como consecuencia posible de un ambiente
sofocante —y no simplemente como florecimiento de una disposición
hereditaria—, pero otra totalmente distinta era admitir que el origen últi­
mo de la histeria, y algunas de sus manifestaciones más evidentes, eran de
naturaleza sexual. “Confieso —escribió Breuer más tarde— que no me
gusta sumergirme en la sexualidad, ni en teoría ni en la práctica.” *52 Toda
la historia de Anna O., a la que Freud aludió aquí y allí con frases veladas,
era un teatro erótico extremadamente desconcertante para Breuer.
Muchos años después, en 1932, escribiéndole a Stefan Zweig, uno de
sus defensores más apasionados, Freud recordó “lo que realmente sucedió
con la paciente de Breuer”. Mucho tiempo antes, Freud le había dicho lo
siguiente: «La noche del día en que todos sus síntomas quedaron bajo con­
trol, le llamaron para que la viera una vez más; la encontró confundida y
retorciéndose con dolores abdominales. Cuando se le preguntó qué le pasa­
ba, respondió: “Ahora viene el niño del doctor B.”» En ese momento,
[94] Fundamentos: 1856-1905

comenta Freud, Breuer tuvo “la clave en sus manos”. Pero no podía o no
estaba dispuesto a usarla, y “la dejó caer. Con un honor convencional,
huyó y le cedió la paciente a un colega”. *53 Es sumamente probable que
Breuer se estuviera refiriendo a ese embarazo histérico cuando aquella
noche de julio de 1883 le contó a Freud ciertas cosas que éste sólo podría
repetir después de que Martha Bemays se convirtiera en Martha Freud.

El caso de Anna O. hizo más por dividir a Freud y Breuer que por
unirlos; aceleró la triste decadencia y el colapso final de una amistad pro­
longada y gratificante. Según Freud lo veía, él fue el explorador que tuvo
el coraje de asumir los descubrimientos de Breuer; al llevarlos hasta sus
últimas consecuencias, con todos sus matices eróticos, inevitablemente se
estaba alejando del benéfico mentor que presidió la primera parte de su
carrera. Breuer dijo una vez de sí mismo que quien lo guiaba era “el demo­
nio ‘Pero’ ”, *54 y Freud se sentía inclinado a interpretar tales reservas
—cualquier reserva— como una cobarde deserción del campo de batalla.
Sin duda, igualmente irritante era el hecho de que Freud le debiera a Breuer
un dinero que éste no quería cobrar. Sus desagradables gruñidos contra
Breuer en la década de 1890 constituyen un caso clásico de ingratitud, el
resentimiento de un deudor orgulloso contra su benefactor de más edad.
A lo largo de más de una década, Breuer le proporcionó a Freud, sin
limitaciones, y durante años con el cálido aprecio del destinatario, aliento,
afecto, hospitalidad y apoyo económico, todo lo cual le resultaba a Freud
muy necesario. El gesto, característico de Freud, de ponerle a su primera
hija el nombre de Frau Breuer, la atractiva amiga del joven médico pobre y
ambicioso, significaba reconocer con alegría un mecenazgo solícito que
seguía su curso. Eso ocurrió en 1887. Pero ya en 1891, las relaciones
entre los dos hombres empezaron a cambiar. Ese año Freud se sintió pro­
fundamente defraudado por la recepción que Breuer le brindó a La concep­
ción de las afasias, que, como sabemos, Freud le había dedicado. “A duras
penas me lo agradeció —le escribió Freud a su cuñada Minna, un poco
desconcertado—; se sintió muy embarazado y dijo todo tipo de cosas
malas e incomprensibles acerca del trabajo; no recordó nada bueno; final­
mente, para apaciguarme, [me hizo] el cumplido de decir que la escritura es
excelente.” *55 Al año siguiente, Freud informó sobre algunas “batallas”
con su “compañero”. *56 En 1893, cuando él y Breuer publicaron su infor­
me preliminar conjunto acerca de la histeria, Freud estaba impacientándose
cada vez más, y pensaba que Breuer estaba “obstaculizando mi progreso en
Viena”. *57 Un año después comunicó que “los contactos científicos con
Breuer han cesado”. *58 En 1896 evitaba a Breuer; declaró que ya no necesi­
taba verlo. *59 Su idealización del viejo amigo, predestinada a la decepción
como lo están tales idealizaciones, dejó paso en él a algunas reacciones
vitriólicas. “Mi irritación con Breuer recibe continuamente nuevo aliento”,
escribió en 1898. Uno de sus pacientes le comentó que Breuer estaba
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 95]

diciéndole a la gente que había “renunciado a sus contactos” con Freud


porque “no podía estar de acuerdo con mi estilo de vida ni con el control
de mis finanzas”. Freud, que todavía era deudor de Breuer, consideró que
eso era “duplicidad neurótica”. *60 Esa actitud paternal, tal vez fuera de
lugar, tenía más derecho a ser considerada una “preocupación amistosa”.
Después de todo la deuda de Freud con Breuer era más que pecuniaria.
Fue Breuer quien lo ilustró útilmente acerca de la catarsis y lo ayudó a
liberarse de las fútiles terapias mentales habituales de la época; Breuer
aceptó hablarle de Anna O., proporcionándole los detalles más sugerentes
a pesar de que, después de todo, ese caso le provocaba sentimientos confu­
sos. Además, el procedimiento científico de Breuer le sirvió a Freud como
modelo, en términos generales, admirable: Breuer era a la vez un fértil
generador de conjeturas científicas y un observador detallista, incluso aun­
que a veces su fertilidad fuera más rápida que sus observaciones, lo mismo
que la de Freud. Sin duda, Breuer tenía demasiada conciencia del abismo
que existe entre la conjetura y el conocimiento; en Escritos sobre la his­
teria citó a Theseus, el personaje de El sueño de una noche de verano,
quien dice acerca de la tragedia: “Las mejores no son más que sombras”.
El expresó la esperanza de que por lo menos hubiera alguna corresponden­
cia entre la idea de la histeria que tenía el médico y la cosa real. *61
Por otra parte, Breuer no negó la influencia de los conflictos sexuales
en el trastorno neurótico. Pero parece que Anna O., con sus atractivos
juveniles, con su encantador desamparo, y con su mismo nombre, Bertha,
despertó en Breuer todos su anhelos edípicos adormecidos: su madre, tam­
bién llamada Bertha, había muerto joven cuando él tenía tres años. *62
Hubo momentos, a mediados de la década de 1890, en los que Breuer
declaró haberse convertido a las teorías sexuales de Freud, sólo para verse
desbordado por su ambivalencia, por su demonio “Pero”. A continuación
se replegaba a una postura más conservadora. “No hace mucho tiempo
—le escribió Freud a Fliess en 1895— Breuer pronunció un gran discurso
sobre mí” ante la sociedad vienesa de médicos, “y se presentó como un
partidario convertido de la etiología sexual” de las neurosis. «Cuando se lo
agradecí en privado, destruyó mi placer al decir: “A pesar de todo, no lo
creo”». La retractación desconcertó a Freud: “¿Entiendes esto? Yo no”.
Cinco años más tarde, con sólo un poco menos de contrariedad, Freud le
comentó a Fliess que Breuer le había enviado una paciente que había sufri­
do grandes frustraciones y con la que él logró un pasmoso éxito psicoana-
lítico. Cuando ella le habló a Breuer de su “extraordinaria mejoría”, éste
«palmeteó y exclamó reiteradamente: “Entonces él tiene razón, después de
todo”». Pero Freud no se sintió inclinado a apreciar ese tardío tributo,
incluso aunque, obviamente, Breuer le había demostrado su confianza
enviándole esa paciente difícil; lo descartó como procedente de “un adora­
dor del éxito”. Por esa época, se había extinguido todo recuerdo que
Freud pudiera tener de la leal ayuda que le brindó su amigo; Breuer no
[ 96] Fundamentos: 1856-1905

podía hacer nada bien. Freud estuvo en condiciones de considerar a Breuer


con más sensatez sólo después de haber emprendido su propio autoanáli­
sis, de que se hubieran apaciguado algunas de sus tormentas emocionales
y de que fracasara su amistad con Fliess. “Hace mucho tiempo que no lo
menosprecio —le manifestó a Fliess en 1901—; he sentido su fuerza”. *65
Sin duda no carece de significación el hecho de que Freud, al cabo de
varios años de autoanálisis, estuviera en condiciones de realizar ese descu­
brimiento. Pero, a pesar de toda su fuerza, Breuer había llegado a conside­
rar el caso de Anna O. como excesivamente exigente y abiertamente emba­
razoso. Recordó que: “En esa época me juré que nunca volvería a pasar por
una experiencia como ésa”. *« Fue un caso que nunca olvidó, pero no un
caso del que alguna vez sacara verdaderamente partido. Cuando Franz Wit-
tels, el biógrafo de Freud, sugirió que después de algún tiempo Breuer
había logrado desprenderse del recuerdo de Arma O., Freud escribió acre­
mente en el margen: “¡Absurdo!” *67 El proceso psicoanalítico es una
lucha contra las resistencias, y el rechazo por parte de Breuer de las verda­
des elementales y terribles que ese proceso puede sacar a la luz constituye
un caso claro de tal maniobra. Fliess, el amigo necesario de Freud, demos­
tró ser mucho más receptivo.

Histéricas, proyectos y dificultades

Freud tenía resistencias propias con las que debía bata­


llar y a las que debía superar, pero según se deduce de
los casos presentados en Escritos sobre la histeria,
hizo una especie de programa a partir del aprendizaje
con sus clientes. Era un aprendiz bien dispuesto, muy
consciente de lo que hacía: en 1897, escribiéndole a
Fliess, denominó su “instructora” (Lehrmeisterin) a la paciente “Frau
Cäcilie M.” Sin duda, Cäcilie M., en realidad la baronesa Arma von
Lieben, había sido uno de los primeros casos interesantes de Freud, y al
que más tiempo dedicó. Ella era su “principal cliente”, *69 su «prima don-
na». *7» Rica, inteligente, sensible, aficionada a la lectura, perteneciente a
un poderoso clan de eminentes familias judías austríacas que Freud llegó a
conocer bien, durante años la habían atormentado una variedad de síntomas
extraordinarios y desconcertantes: alucinaciones, espasmos y el extraño
hábito de convertir los insultos o las críticas en fuertes neuralgias facia­
les, prácticamente en “bofetadas en el rostro”. Freud la había enviado a ver
a Charcot y, en 1889 la llevó con él en su visita de estudios al hipnotiza­
dor Bernheim en Nancy. *71 A lo largo de los años, ella le había enseñado
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 97]

mucho acerca del significado de los síntomas y sobre la técnica terapéuti­


ca. Pero también las otras histéricas fueron instructoras de Freud. Con el
tiempo, habría de recordar aquellas tempranas aventuras en el análisis psi­
cológico con acentuado desdén. En 1924, refiriéndose a su informe sobre
“Frau Emmy von N.”, escribió: “Sé que ningún analista puede leer esa
historia sin una sonrisa piadosa”. *72 Pero esto era demasiado severo y
totalmente anacrónico. Desde luego, el tratamiento que Freud aplicó a
Emmy von N. y a las otras pacientes fue primitivo si se juzga desde la
perspectiva de una técnica psicoanalítica completamente desarrollada. Pero
la significación de esas enfermas para la historia del psicoanálisis deriva de
la capacidad que tuvieron para demostrarle a Freud algunos de sus rudimen­
tos más importantes.
Las histéricas que Freud trató en esos días heroicos desplegaron un
sorprendente ensamblaje de síntomas de conversión, desde dolores en las
piernas hasta escalofríos, desde estados de ánimo depresivos hasta alucina­
ciones intermitentes. Freud no estaba todavía preparado como para descar­
tar en sus diagnósticos el elemento hereditario, el legado “neuropàtico”.
Pero ya prefería buscar experiencias traumáticas tempranas como claves
que lo condujeran a las fuentes ocultas de aquellos singulares trastornos.
Había llegado a convencerse de que los secretos de sus neuróticas eran lo
que Breuer denominó secrets d’alcòve, conflictos sexuales desconocidos
por los propios sujetos que los padecían. Por lo menos, esto era lo que él
pensaba que estaban diciéndole, aunque a veces del modo más oblicuo.
Para Freud, la escucha se convirtió en más que un arte; pasó a ser un
método, una senda privilegiada hacia los conocimientos que sus pacientes
revelaban para él. Una de las guías a las que Freud nunca dejó de estar
agradecido fue Emmy von N., en realidad la baronesa Fanny Moser, una
viuda rica de edad mediana, a la que Freud vio en 1889 y 1890, y trató con
la técnica hipnoanalítica de Breuer. Padecía tics convulsivos, inhibiciones
espásticas del lenguaje, y alucinaciones recurrentes y horribles sobre ratas
muertas y serpientes que se retorcían. En el curso del tratamiento emergie­
ron recuerdos traumáticos que Freud consideró sumamente interesantes: el
de una prima enviada a un asilo psiquiátrico, su madre yacente en el piso
después de un ataque. Pero había algo incluso mejor: ella se convirtió para
su médico en una notable lección práctica oral. Cuando Freud insistía en
hacerle preguntas, ella se enfadaba, se ponía “furiosa” y le exigía que deja­
ra de “preguntarle de dónde provenía esto o aquello, sino que le permitiera
decirme lo que ella tenía que decir”. *73 Ya había reconocido que, por tedio­
sos y repetitivos que fueran sus recitados, no ganaba nada interrumpiéndo­
la; tenía que escuchar sus laboriosos relatos hasta el final, episodio tras
episodio. Emmy von N., según él mismo le dijo a su hija en 1918, tam­
bién le enseñó otra cosa: “El tratamiento por medio de la hipnosis es un
procedimiento absurdo e inútil”. Ese fue un momento decisivo; lo impul­
só a “crear la más sensible terapia psicoanalítica”. *74 Si hubo alguna vez
[ 98] Fundamentos: 1856-1905

un médico inclinado a convertir sus errores en fuentes de comprensión, ése


fue Freud.
Al permitirle advertir que la hipnosis era de hecho “absurda e inútil”,
Emmy von N. lo ayudó a liberarse de Breuer. En su “Comunicación preli­
minar” conjunta de 1893, Freud y Breuer habían, sostenido, en una expre­
sión memorable, que “el histérico sufre principalmente de reminiscen­
cias”. *« Desde principios de la década de 1890, Freud había intentado
obtener, por medio de la hipnosis, a la manera de Breuer, los recuerdos
más significativos que sus pacientes se resistían a producir. Las escenas
que llegaban a la mente de ese modo tenían a menudo un efecto catártico.
Pero algunos pacientes no eran hipnotizables, y el discurso sin censura
impresionó a Freud como un recurso muy superior para la investigación.
Al ir abandonando gradualmente la hipnosis, Freud no sólo estaba convir­
tiendo en virtud un defecto; el cambio llegó a constituir la adopción tras­
cendental de un nuevo modo de tratamiento. Estaba construyéndose la téc­
nica de la asociación libre.
Freud celebró los brillantes resultados que esa nueva técnica podía
producir, demorándose en la historia de “Fräulein Elisabeth von R.”, a la
que primero había estado hipnotizando por un lapso de tiempo breve. Su
informe sobre esta paciente, que fue a visitarlo en el otoño de 1892,
demuestra cuán sistemáticamente cultivaba su talento para la observación
atenta. EL primer indicio para el diagnóstico de la neurosis de Elisabeth
von R. fue su excitación erótica cuando él, durante el examen físico, le
presionaba o pellizcaba los muslos. “Su rostro —observó Freud— asumía
una expresión peculiar, de placer más que de dolor; gritaba —no puedo
evitar pensar que un poco como si se tratara de un cosquilleo voluptuo­
so—; se sonrojaba, echaba hacia atrás la cabeza, cerraba los ojos, su tron­
co se inclinaba hacia atrás.” *76 Estaba experimentando el placer sexual que
se negaba en la vida consciente.
Pero fue la palabra, más que la observación, e incluso que la observa­
ción perceptiva, lo que demostró ser la clave de su cura. En este análisis,
“el primer análisis completo de una histeria que yo emprendf’, Freud y
Elisabeth von R. sacaron a la luz “el material psicológico patogénico”.
Fue un procedimiento que “nos gustaba comparar con la técnica de desen­
terrar una ciudad enterrada”. Freud animó a su paciente para que efectua­
ra asociaciones libres. Cuando, durante sus silencios, él le preguntaba qué
estaba sucediendo en su cabeza, y ella contestaba “Nada”, Freud se negaba
a aceptar esa respuesta. Había otro significativo mecanismo psicológico
cuya existencia le fue demostrada por sus pacientes más cooperantes (o,
más bien, por las que menos cooperaban): Freud estaba adquiriendo cono­
cimientos sobre la resistencia. Era la resistencia la que impedía que Elisa­
beth von R. hablara; Freud pensaba que, para empezar, era su olvido
intencional lo que producía los síntomas de conversión. El único modo de
liberarse del dolor era hablar de él con detenimiento.
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [ 99]

Ese caso inundó de ideas a Freud. Los síntomas de Elisabeth von R.


empezaron a “tener algo que decir, también”: se exacerbaban en el momen­
to en que su embestida verbal estaba en su apogeo, y amainaban después
de que la paciente completara su relato. Pero Freud iba a tener que absor­
ber una lección más dura: la de que el tratamiento no era una explosión
melodramática de intuiciones. Un único recitado pocas veces bastaba; el
trauma tema que ser “elaborado”. El ingrediente final de la recuperación de
Elisabeth von R. fue una interpretación del material por parte de Freud, a
la que la mujer se resistió con vehemencia durante algún tiempo: ella
amaba a su cuñado y había reprimido un anhelo pecaminoso referente a
que su hermana muriera. La aceptación de ese deseo inmoral puso fin a su
sufrimiento. “En la primavera de 1894 —informó Freud— supe que iba a
acudir a un baile privado, en el que logré entrar, y no perdí la oportunidad
de ver a mi ex paciente bailando velozmente una animada danza.” *78
Más tarde, hablando con su hija, Elisabeth von R. (nacida liona Weiss
en Budapest en 1867) negó que Freud hubiera resuelto sus síntomas neu­
róticos. Describió a Freud como “sólo un especialista de los nervios,
joven y barbudo, al que me enviaron”. El había tratado de “convencerme
de que yo estaba enamorada de mi cuñado, pero eso no era realmente así”.
Sin embargo —agrega la hija—, la historia de la familia de la madre pre­
sentada por Freud era sustancialménte correcta, y el matrimonio de su
madre fue feliz. *7« Tal vez la paciente, más o menos conscientemente,
haya optado por reprimir la interpretación que Freud dio a sus trastornos.
O quizás Freud detectó pasiones inaceptables en la corriente de elocuencia
libre y desinhibida de la mujer. En todo caso, allí estaba una de sus ex
pacientes —una histérica que antes sufría fuertes dolores en las piernas al
caminar o al estar de pie— bailando durante toda la noche. El Freud inves­
tigador-médico, ambivalente acerca de su carrera de medicina, podía hallar
satisfacción en la vitalidad restaurada de la enferma.

En 1892, cuando “Miss Lucy R.” inició su tratamiento con Freud, él


ya había reconocido el valor de la atención deliberada. El síntoma más
importuno de la paciente (que Freud logró suprimir después de trabajar con
ella durante nueve semanas) era una intensa sensación olfativa de desagra­
dable olor a budín quemado, asociada con sentimientos depresivos. En
lugar de minimizar esa peculiar alucinación perceptiva, Freud dejó que lo
guiara hacia los orígenes del malestar de Miss Lucy. Las leyes de la mente
y el pintoresco lenguaje de los síntomas estaban aclarándose para él: tenía
que haber una razón real y suficiente para que un olor particular estuviera
ligado a un estado de ánimo particular. Pero reconocía que tal vínculo se
hacía visible sólo si aquella aturdida gobernanta inglesa podía recapturar
los recuerdos pertinentes. Ahora bien, esto sólo ocurriría si ella “permitía
que su crítica descansara”, *80 si dejaba que sus pensamientos serpentearan
sin controlarlos con objeciones racionales. De ese modo, Freud continuó
[100] Fundamentos: 1856-1905

aplicando con Lucy R. lo que había estado practicando con Elisabeth von
R.: la asociación libre. Al mismo tiempo, Lucy R. le dejó claro a Freud
que los seres humanos no están dispuestos a que la crítica descanse; son
capaces de rechazar sus asociaciones sobre la base de que son triviales,
irracionales, repetitivas, no pertinentes u obscenas. Durante la década de
1890, Freud siguió siendo un oyente sumanente activo, casi agresivo;
interpretaba las confesiones de sus pacientes rápida y escépticamente, son­
deando niveles más profundos del conflicto. Pero la pasividad en estado de
alerta del psicoanalista, que Freud habría de llamar más tarde “atención
suspendida” o “flotante”, *81 estaba empezando a entrar en su repertorio de
técnicas. Le debía mucho a Elisabeth von R., a Lucy R, y a sus otras his­
téricas. En 1892, ya había reunido los rudimentos de las técnicas psicoa-
nalíticas; la observación atenta, la interpretación exacta, la asociación
libre no obstaculizada por la hipnosis, y la elaboración.
Freud tenía también otra lección reservada, una lección que lo preocu­
pó a lo largo de toda su carrera. En una encantadora anécdota, a propósito
de una especie de análisis de sesión única, describió el caso de “Kathari-
na”, una campesina de dieciocho años que lo había servido en un albergue
de las montañas austríacas. “No hace mucho tiempo —le informó a Fliess
en agosto de 1893—, vino a consultarme la hija del posadero en el Rax;
fue un hermoso caso para mí.” Katharina se dio cuenta de que Freud era
médico, y se aventuró a confiarle sus síntomas nerviosos (respiración agi­
tada, desvanecimientos, una espantosa sensación de ahogo) y a pedirle
consejo. Freud, de vacaciones, ansioso por escapar de sus neurasténicos y
hallar esparcimiento en una excursión de ascenso al Rax, se encontró en
cambio volviendo a la práctica de su profesión. Las neurosis parecían bro­
tar por todas partes. Resignado e intrigado, Freud mantuvo con su
“paciente” una entrevista frontal. Ella reveló que cuando tenía catorce años
un tío suyo había realizado varios intentos de seducirla, toscos pero frus­
trados; aproximadamente dos años después, lo había visto tendido sobre
una de sus primas. Entonces empezaron sus síntomas. Como niña inocen­
te y falta de experiencia, las atenciones de su tío le resultaron sumamente
desagradables, pero sólo cuando lo vio sobre la prima las relacionó con la
cópula. El recuerdo le disgustó y generó una neurosis de angustia combi­
nada con histeria. La ingenua confesión de la joven la ayudó a descargar
sus sentimientos, su talante melancólico le abrió paso a una vivacidad bri­
llante y sana, y Freud confiaba en que de esa conversación pudiera derivar
algún beneficio duradero. “No volví a verla.” *83
Pero pensó en ella: tres décadas más tarde, Freud añadió en Escritos
sobre la histeria una nota al pie de página de tono confidencial, en la que,
renunciando a la discreción, confesaba que quien había tratado de molestar
a Katharina no había sido el tío, sino el padre. Freud fue severo consigo
mismo. Había mejores modos de ocultar la identidad de un paciente: “Una
deformación como la que realicé en este caso tiene que evitarse siempre en
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [101]

un historial.” *84 Sin duda los dos objetivos gemelos del psicoanálisis
—proporcionar terapia y generar teoría— son por lo general compatibles e
interdependientes. Pero a veces colisionan: los derechos del paciente a la
intimidad pueden entrar en conflicto con la exigencia de consideración
pública característica de la ciencia. Esa era una dificultad con la que Freud
volvió a tropezar, y no sólo con sus pacientes; lo mismo que a sus anali-
zandos más reveladores, desvelarse a sí mismo le resultaba a la vez penoso
y necesario. Las soluciones de transacción que articuló nunca fueron total­
mente satisfactorias, ni para él ni para sus lectores.
Con todos sus problemas, los casos como éste, hermosos o no como
el de Katharina, hacían progresar por igual la técnica y la teoría: en 1895,
en Escritos sobre la histeria y en sus comunicaciones confidenciales a
Fliess, Freud estaba moviéndose hacia algunas generalizaciones de largo
alcance. Al acumular y ordenar las piezas de ese gran rompecabezas que es
la mente, desarrollaba las ideas y el vocabulario psicoanalíticos, que se
convertían en canónicos hacia fines del siglo. Mantuvo a Fliess perfecta­
mente informado a medida que sus ideas evolucionaban y cambiaban,
enviando a Berlín grandes cantidades de anécdotas de casos, aforismos, sue­
ños, sin olvidar los “borradores”, esos ensayos previos de artículos y
monografías en los cuales registraba sus descubrimientos y experimentaba
con ideas, borradores sobre la angustia, sobre la melancolía, sobre la para­
noia. “Un hombre como yo —le escribió Freud a Fliess el mismo año en
que se publicó Escritos sobre la histeria, con la jactancia de un observador
obsesionado— no puede vivir sin una manía, sin una pasión dominante,
sin (para hablar como Schiller) un tirano, y él ha llegado a mi vida. Y a
su servicio ya no conozco moderación ninguna. Es la psicología.” *85

Aunque exigente, el tirano Freud invadió pero no comprometió su


tranquilidad doméstica. Su vida privada era tan estable y serena como él le
permitía serlo. En el otoño de 1891 los Freud se habían mudado a Berggas-
se 19, a un apartamento de un vecindario no muy distinguido pero (según
resultó) sumamente conveniente. Esa casa fue su cuartel general durante
cuarenta y siete años. Aunque ocupado y preocupado, Freud no desatendía
las necesidades de la familia. En octubre de 1895 presidió una fiesta de
cumpleaños, “de veinte personas”, *86 para celebrar los ochos años de Mat­
hilde, y se tomó tiempo para otras alegres reuniones domésticas. Cuando,
en la primavera de 1896, se casó su hermana Rosa, descubrió que su hija
Sophie (entonces de tres años), con “pelo ensortijado y una corona de
nomeolvides en la cabeza” era “lo más hermoso” de la boda. *87 Freud sen­
tía un visible cariño por sus “polluelos” y, siguiendo con la comparación,
por sus “gallinas”. *88
La “segunda generación”, *89 en particular, estaba constantemente pre­
sente en la mente de Freud. En sus cartas interrumpía a menudo el flujo de
conjeturas abstrusas o historias clínicas con noticias sobre su progenie.
[102] Fundamentos: 1856-1905

Le comentó a Fliess algunas de las divertidas ocurrencias de Oliver: cuan­


do una tía “entusiasta” le preguntó al niño qué quería ser, él le contestó:
“En febrero, tía, [quiero tener] cinco años.” Freud hace un comentario
sobre esas palabras, y sobre sus hijos en general: “En su variedad, son
muy divertidos”. *90 Igualmente divertido, Freud le habló a Fliess de su
hija menor, Anna, cuya agresividad, un tanto precoz a los dos años, le
parecía cautivadora: “No hace mucho, Annerl se quejó de que Mathilde se
había comido todas las manzanas, y pidió que alguien le abriera la barriga
(como en el cuento del cabrito). La niña se está desarrollando encantadora­
mente.” *91 En cuanto a “Sopherl”, había entrado, “a los tres años y
medio, en la etapa de la belleza”, y nosotros añadiríamos que permane­
ció allí. Tal vez el hijo que le procuraba a Freud el entretenimiento más
constante era Martin, que empezó a escribir versitos a edad muy temprana,
se llamaba a sí mismo poeta, y con intermitencia sufría ataques de “poeti-
tis inofensiva”. *» Quizá una media docena de las producciones infantiles
de Martin figuran en las cartas de Freud a Fliess. La primera que menciona
decía, en su totalidad:

Dice la coneja: “Liebre,


¿todavía te duele la garganta cuando tragas?”-*

En aquel entonces, Martín aún no tenía ocho años. Al año siguiente,


con la mente puesta en el zorro (lo mismo que muchos niños centroeuro-
peos), en ese animal astuto e inescrupuloso, y por lo tanto el más popular
en las fábulas y en los cuentos folclóricos, perpetró algunos versos sobre
“La seducción del ganso por el zorro”. En la versión de Martin Freud, la
declaración del zorro decía lo siguiente:

Te amo,
De cabo a rabo.
¡Vamos, bésame!
Entre todos los animales
Yo podría ser el que más te admirara.

“¿No crees que la estructura es notable?”, preguntó Freud alegremente.4


5
Pero con demasiada frecuencia, el placer que a Freud le procuraban
sus hijos se veía malogrado por la ansiedad. “Mucha alegría podrían dar­
nos los pequeños —escribió— si no hubiera tantos sobresaltos.” *94 El

4 «“Hase’, sprich das Reh,/’Tut’s Dir beim Schlucken im Halse noch weh?”»
(Freud a Fliess, 16 de mayo de 1897. Freud-FUess, 260 [244]).
5 “Ich liebe Dich,/herzinniglich,/komm, küsse mich,/Du kónntest mir von
allen/Tieren am besten gefallen”. (Freud a Fliess, 24 de marzo de 1898. Ibíd.,
334 [304]).
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [103]

principal y casi monótono drama por entregas de su familia estrechamen­


te unida se centraba en tomo a las continuas enfermedades de los niños,
todas ellas debidamente narradas a Fliess, quien por su parte también
tenía cuatro hijos. Los hijos de Freud compartían un modo bien conocido
en las familias numerosas de contagiar las enfermedades a sus hermanos.
Freud afrontaba los interminables trastornos estomacales, catarros y vari­
celas con la serenidad de un padre experimentado o (como atestigua una
prolongada retahila de partes destinados a Fliess) con la alarma de un
padre ansioso.
Por fortuna, las buenas noticias familiares sobrepasaban a las malas.
“Mi pequeña Annerl está bien de nuevo —dice un informe de los más típi­
cos— y los otros animales también, están otra vez creciendo y pastando
como corresponde.” *95 Del mismo modo las cosas mejoraban desde el
punto de vista económico... en algunos momentos. Condenado durante
mucho tiempo a ahorrar sus florines, Freud disfrutó de gratos intervalos de
abundancia. A fines de 1895 tuvo la satisfacción de poder “empezar a esti­
pular mis honorarios”. Así es como debía ser, según comentó con firme­
za: “No se puede prescindir de las personas que tienen el coraje de pensar
nuevas cosas antes de poder demostrarlas”. *96 Pero ni siquiera a fines del
siglo estaba libre de deudas; incluso después de haberse convertido en un
especialista prestigioso, a veces sucedía que su consultorio estaba vacío.
Entonces se entregaba a cavilaciones sobre sus hijos y acerca de su futuro
económico.
Un ingrediente indispensable del orden doméstico del hogar de Freud
era su cuñada Minna. Durante el compromiso con Martha Bernays, le
había escrito a Minna cartas íntimas y afectuosas; las firmaba como “Tu
hermano Sigmund”, *" y la llamaba “Mi tesoro”. *98 En aquellos días,
también ella había estado comprometida, con Ignaz Schönberg, uno de
los amigos de Freud. Pero Schönberg murió joven, en 1886, de tubercu­
losis y, después de ese suceso, Minna Bernays, aparentemente, se resignó
a la soltería. Aumentó de peso, se volvió más mofletuda, extremadamen­
te vulgar; parecía mayor que su hermana Martha, aunque en realidad tenía
cuatro años menos. Visitante muy bien acogida en Berggasse 19, a media­
dos de la década de 1890 pasó a ser allí un adorno permanente. Era la her­
mana intelectual, conocida por sus observaciones ingeniosas y capaz de
seguir el vuelo imaginativo de Freud por lo menos en parte de su recorri­
do. *" En los años pioneros, Freud la consideró su “confidente más ínti­
ma”, *100 junto con Fliess.6 Siguió estando cerca de él; en verano, ocasio­
nalmente visitaban juntos y solos lugares de descanso suizos o ciudades

6 En la década de 1890 (según le dijo Freud a Marie Bonaparte muchos años


más tarde) Fliess y Minna Bernays fueron los únicos que creyeron en él. (Marie
Bonaparte a Ernest Jones, 16 de diciembre de 1953). Papeles de Jones, Archivos
de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
[104] Fundamentos: 1856-1905

italianas.7 Siempre fue un miembro integrante de la familia y del hogar;


ayudaba a cuidar de los chicos y los llevaba a lugares de veraneo.

Si bien a mediados de la década de 1890 su vida doméstica y (con


algo menos de seguridad) su práctica médica parecían estables y seguras,
las perspectivas científicas de Freud todavía resultaban difíciles de prede­
cir. Estaba publicando artículos sobre la histeria, las obsesiones y las
fobias, y la neurosis de angustia: a su modo exploratorio, eran todos
informes enviados desde los campos de batalla de la psicología. A pesar de
la seguridad que le procuraba el constante apoyo y la amistad de Fliess, a
menudo Freud se sentía ahogado por la indiferencia, el silencio, la hostili­
dad. Cuando Escritos sobre la histeria mereció una reseña bibliográfica
ambigua y zumbona, pero que estaba lejos de ser desdeñosa, realizada por
el eminente neurólogo Adolf von Strümpell, Freud la caracterizó, con sen­
sibilidad exagerada, como “mediocre”. *i01 Sin duda, la reseña carecía de
equilibrio y era un tanto superficial; Strümpell no proporcionaba a sus
lectores atisbo alguno de las historias de casos, y dedicaba un espacio
innecesariamente amplio a lamentar el empleo del hipnotismo en el trata­
miento de histéricos. Pero al mismo tiempo dio la bienvenida al libro
como una “prueba grata” de que la percepción esencialmente psicogénica
de la histeria estaba ganando terreno. *102 Llamar niederträchtig a una rese­
ña así significaba presentar una vulnerabilidad ante la crítica que estaba
amenazando con convertirse en un hábito de Freud.
Sus tensiones emergieron en ataques de depresión y dolorosos sínto­
mas físicos, algunos de ellos sin duda psicosomáticos. En dos o tres opor­
tunidades, asediado por un catarro nasal, renunció a regañadientes a sus
amados cigarros por orden de Fliess. Para Fliess, proscribir los cigarros
era demasiado fácil; su único defecto —pensaba Freud— era que no fuma­
ba. *103 Pero Freud no podía atenerse a la prohibición por mucho tiempo
y, con ánimo desafiante, pronto recaía en el hábito. “No estoy observando
tus órdenes sobre el fumar —escribió a Fliess en noviembre de 1893—;
¿crees que es un destino tan glorioso vivir muchos años en la desdi­
cha?” *1M Necesitaba los cigarros para el trabajo. Sin embargo, incluso
cuando fumaba, sus momentos de euforia, transitorios estallidos de ale­
gría, eran subvertidos por intervalos de duda y melancolía. Su estado
(según él mismo lo resumió) era “alternativamente orgulloso y feliz, atur­
dido y desdichado”. *105 Sus cartas a Fliess revelan los atribulados altibajos
de sus emociones. “¿Insensata, no es cierto, mi correspondencia?”, excla­
mó un día de octubre de 1895. “Durante dos semanas escribí febrilmente;

7 El rumor (lanzado por Carl G. Jung) de que Freud tenía una relación amoro­
sa con Minna Bernays carece de fundamentos convincentes. (Para un examen
detallado de este problema, véase el ensayo bibliográfico correspondiente a este
capítulo).
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [105]

aunque el secreto ya me pertenecía, ahora sé que no lo tengo aún.”. “Sin


embargo —insistía— no estaba descorazonado”. *106
Y no lo estaba. “Ahora escucha”, fue su saludo a Fliess unos días más
tarde. “La semana pasada, durante una laboriosa noche, con la carga de ese
grado de dolor que leva a su punto óptimo mi actividad cerebral, las barre­
ras se alzaron súbitamente, cayeron los velos, y todo se volvió transparen­
te, desde los detalles de las neurosis hasta los determinantes de la concien­
cia.” *107 Sólo once días después, Freud ya no tema tanta confianza. Estaba
“muerto de cansancio”, había sufrido uno de sus ataques de jaqueca, y
declaró que “las explicaciones de la histeria y las neurosis obsesivas en
términos de placer-dolor, anunciadas con tanto entusiasmo, se han vuelto
dudosas para mí”. *108 Se había “rebelado” contra su tirano, la psicología
—le dijo a Fliess—; se sentía “agotado por el trabajo, cansado, confuso,
aturdido y desilusionado, y se preguntaba por qué había llegado a molestar
a Fliess exponiéndole sus ideas. Pensaba que algo faltaba todavía. *1(»
Pero siguió trabajando. Los síntomas que tan desesperadamente estaba tra­
tando de comprender eran, en parte, los suyos propios; en medio de sus
periódicos dolores de cabeza, le envió a Fliess un memorando sobre la
jaqueca. *no Es fácil ver por qué Freud anhelaba que le tranquilizaran.

La aventura que desencadenó en Freud las fantasías más descabella­


damente oscilantes de fama y fracaso fue un ambicioso proyecto de psico­
logía científica, que concibió a principios de la primavera de 1895. Pensa­
ba nada menos que en “investigar qué forma toma la teoría del
funcionamiento mental si uno introduce el punto de vista cuantitativo,
una especie de economía de las fuerzas nerviosas; y, segundo, extraer de la
psicopatología un provecho para la psicología normal.” Esa era la psico­
logía que estaba llamándolo desde lejos ya hacía mucho tiempo.
Su “Psicología para neurólogos” *112 según la denominó escribiéndole
a Fliess en abril, lo “atormentaba”. “He dedicado todos los minutos libres
de las últimas semanas, he pasado las noches entre las once y las dos fan­
taseando, traduciendo y conjeturando”, escribió en mayo. Estaba tan abru­
mado por el trabajo, que ya no podía desarrollar ningún interés por la prác­
tica ordinaria. Por otro lado, sus pacientes neuróticos le proporcionaban
un “gran placer”, puesto que aportaban mucho a sus investigaciones.
“Casi todo se confirma diariamente, aparecen cosas nuevas, y me hace
bien la certidumbre de tener entre las manos el corazón del asunto.” *113 El
Freud de esos años podría haberse descrito a sí mismo como de mediana
edad, pero tenía la vivaz resistencia y (ante decepciones intermitentes) la
intrépida flexibilidad de un investigador joven.
Necesitaba todas las energías concentradas con las que pudiera contar.
Cualquiera de los dos objetivos científicos de Freud —introducir el punto
de vista cuantitativo, o lograr que la psicopatología animara la psicología
general— era, por sí solo, de vasto alcance. Juntos, constituían una
[106] Fundamentos: 1856-1905

empresa utópica. En septiembre y a principios de octubre de 1895, des­


pués de uno de sus “congresos” con Fliess, en un acceso de creatividad
febril, volcó al papel su “Psicología para neurólogos”. El 8 de octubre
envió el material a Fliess, para que lo comentara. Su tarea autoimpuesta
le hacía sufrir. En el trabajo de composición, sus investigaciones se ase­
mejaban a una agotadora ascensión por una montaña; las cumbres sucesi­
vas que iba alcanzando lo dejaban sin aliento. En noviembre ya no podía
entender «el estado mental en el que fragüé la “Psicología”». *»4 Se sentía
como un explorador que lo hubiera apostado todo a una senda prometedora
que finalmente no conducía a ninguna parte. Le parecía que las recompen­
sas inmediatas de su febril labor eran difusas e insustanciales. Nunca se
tomó el trabajo de terminar el proyecto, y lo ignoró estudiadamente en sus
comentarios autobiográficos retrospectivos. Pero si fue un fracaso, se tra­
tó de un fracaso soberbio. La “Psicología” no parece precisamente un
borrador temprano de la teoría psicoanalítica, pero las ideas freudianas
sobre las pulsiones, la represión y la defensa, sobre la economía mental
con sus fuerzas energéticas contendientes, y sobre el animal humano
como el animal que desea, fueron todas ellas esbozadas en ese trabajo. *“s
La intención de Freud, tal como anunció en el inicio de su abultado
memorando, era “proporcionar una psicología científiconatural, es decir,
representar los procesos psíquicos como estados cuantitativamente deter­
minados de partículas materiales especificables, y de tal modo hacer esos
procesos gráficos y coherentes”. *nó Quería mostrar el modo en que trabaja
la maquinaria mental, cómo recibe, domina y descarga las excitaciones.
Mientras estructuraba el proyecto, en una explosión de optimismo, le
escribió a Fliess: “Todo parecía entretejerse, los engranajes armonizaban,
se tenía la impresión de que la cosa era ya realmente una máquina que
pronto se pondría en marcha por sí misma. Los tres sistemas de neuronas,
los estados libre y ligado de la cantidad, los procesos primario y secunda­
rio, la tendencia principal y la tendencia de compromiso del sistema ner­
vioso, las dos reglas biológicas de la atención y la defensa, las indicacio­
nes de cualidad, realidad y pensamiento, la condición del grupo
psicosexual —la determinación sexual de la represión—, y finalmente, los
factores de la conciencia como una función de la percepción: ¡todo eso era
conecto y sigue siéndolo hoy! Naturalmente, no quepo en mí de puro pla­
cer”. *U7
Las metáforas mecanicistas de Freud y su vocabulario técnico (“neuro­
nas”, “cantidad”, “reglas biológicas de la atención y la defensa”, etcétera)
constituían el lenguaje de su mundo, de su formación médica y del Hospi­
tal General de Viena. El intento de establecer la psicología como una cien­
cia natural sobre la sólida base de la neurología se adecuaba a las aspira­
ciones de los positivistas con los que Freud había estudiado, y cuyas
esperanzas y fantasías él trataba entonces de realizar con su trabajo. Nunca
abandonó su ambición de fundar una psicología científica. En su Esque­
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [107]

ma del psicoanálisis (el resumen final que escribió en Londres durante su


último año de vida y que, lo mismo que el Proyecto de una psicología
para neurólogos, iba a dejar inconcluso) Freud sostiene llanamente que el
énfasis del psicoanálisis en lo inconsciente le permitía “ocupar su lugar
como una ciencia natural igual a las otras”. *n» En el mismo sustancioso
fragmento especuló que, en el futuro, los psicoanalistas podrían “ejercer
una influencia directa, por medio de sustancias químicas particulares,
sobre las cantidades de energía y su distribución en el aparato mental”. *1»
Ésa formulación es. un ecos casi palabra por palabra, de su programa de
1895.
Con mucha justicia, se ha denominado “newtoniano” el proyecto de
Freud. *12° Es newtoniano por su esfuerzo tendiente a subordinar las leyes
de la mente a las leyes del movimiento, algo que los psicólogos habían
estado tratando de hacer desde mediados del siglo XVm. También es new­
toniano en su búsqueda de proposiciones abiertas a la verificación empíri­
ca. Sus admisiones de ignorancia recuerdan el estilo científico de Newton,
su celebrada modestia filosófica. Newton había reconocido con franqueza
que la naturaleza de la gravedad seguía siendo un misterio, pero al mismo
tiempo insistió en que ello no impedía que el científico reconociera su
fuerza y midiera su acción. Adoptando la misma postura agnóstica, Freud
adujo, en 1895 y mucho después, que si bien los psicólogos no habían
aprehendido los secretos de las energías mentales, no teman por qué renun­
ciar a observar su operación, ñi a reducirla a leyes. En 1920, tomando
directamente sus palabras de Newton, Freud todavía sostenía con firmeza
que “no nos sentimos autorizados para formular ninguna hipótesis” sobre
los “procesos excitadores” de la mente. *121 Pero dentro de esas limitacio­
nes cuidadosamente demarcadas, Freud estaba seguro de que era mucho lo
que podía comprenderse del funcionamiento mental.
Sin embargo, las dificultades desalentaban. Algunos de los principales
animadores que gobernaban la maquinaria mental le parecían a Freud per­
fectamente claros. La mente obedecía al principio de constancia, según el
cual ella descarga los estímulos perturbadores que la invaden desde dentro
o desde fuera. “Este es el principio de la inercia neuronal”, en los términos
de la formulación técnica del propio Freud: “las neuronas tienden a despo­
jarse de la Cantidad”. *122 Lo hacen porque el estado de quietud, de calma
que sigue a la tormenta, proporciona placer, y la mente busca el placer o
(lo que a menudo es lo mismo) elude el dolor. Pero la “fuga ante el estí­
mulo” *123 no puede de por sí sola explicar la totalidad de la actividad men­
tal; el principio de constancia se ve violado reiteradamente. Los recuerdos,
que desempeñaron un papel tan prominente en el pensamiento freudiano,
en aquel entonces y más tarde, se acumulan en la mente en tanto ésta
almacena estímulos. Más aun: la mente en busca de satisfacción procura
conseguirla actuando en el mundo real, percibiéndolo, razonando sobre él
y modificándolo para que satisfaga deseos persistentes. Por lo tanto, una
[108] Fundamentos: 1856-1905

psicología científica que apunte a explicar toda la vida mental tiene que dar
cuenta de la memoria, la percepción, el pensamiento y la planificación,
tanto como de la satisfacción de la relajación que sigue a la descarga de los
estímulos.
Freud pensaba que uno de los modos de hacer justicia a esa diversidad
del trabajo mental consistía en postular tres tipos de neuronas: las adecua­
das para recibir estímulos, las pertinentes para transmitirlos y las que
transportan los contenidos de la conciencia. Estaba especulando, aunque
no descabelladamente, y con la compañía de otros psicólogos reputados.
Pero ese esquema exigía muchas cosas, especialmente una comprensión de
la naturaleza y de las actividades de la conciencia, que frustraban los
esfuerzos de Freud, así como las dificultades ligadas a conjeturas similares
estaban frustrando los esfuerzos de sus colegas. En todo caso, las ideas de
Freud, mientras él redactaba las notas para su “Psicología”, estaban empe­
zando a moverse en una dirección muy diferente. Se encontraba al borde,
no de una psicología para neurólogos, sino de una psicología para psicó­
logos. Los sustratos fisiológico y biológico de la mente nunca perdieron
su importancia para Freud, pero durante varias décadas se retiraron a un
segundo plano mientras él exploraba los dominios de lo inconsciente y
sus manifestaciones en pensamiento y actos: lapsus, chistes, síntomas,
defensas y sueños (que eran lo más enigmático).

En algún momento de la noche del 23 al 24 de julio de 1895 —pro­


bablemente, pensaba Freud, en la madrugada— tuvo un sueño histórico,
que iba a ingresar en el cuerpo de doctrina psicoanalítico como “el sueño
de la inyección de Irma”. Más de cuarenta años después, en La interpreta­
ción de los sueños, Freud le otorgó una estatura excepcional, usándolo
como paradigma para su teoría de que los sueños son realizaciones de de­
seos. En la época en que tuvo ese sueño, estaba trabajando con empeño en
el proyecto, pero agradablemente alojado en un ambiente tranquilo en
Bellevue, la villa de descanso en las afueras de Viena a la que Freud solía
trasladarse durante las vacaciones. El lugar y el momento eran ideales, no
tanto para soñar —Freud soñaba profusamente durante todo el año— como
para reflexionar sobre los sueños en el tiempo libre. Más tarde, Freud
observó que ése fue el primer sueño que había “sometido a una interpreta­
ción detallada”. *124 Pero aunque esmerado, minucioso y aparentemente
exhaustivo, su informe acerca de esa interpretación es fragmentario. Des­
pués de rastrear cada elemento del sueño por separado hasta llegar a sus
fuentes en la experiencia reciente y remota, Freud se detiene: “No pretendo
haber revelado por completo el significado de este sueño, ni que su inter­
pretación carezca de grietas. Todavía podría demorarme mucho tiempo en
él, extraer conclusiones adicionales, y examinar nuevos enigmas que sus­
cita. Yo mismo sé cuáles son los fragmentos a partir de los cuales podría
continuarse con una serie de pensamientos, pero consideraciones propias
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [109]

de todo sueño reprimen mi trabajo de interpretación”. En efecto, algo de lo


que Freud confesaba públicamente estaba lejos de ser meritorio; en conse­
cuencia, una módica medida de intimidad no parecía más que su derecho,
un derecho que Freud estaba dispuesto a reclamar: “Que quienes esgrimen
un reproche por mi reserva, traten de ser más francos que yo”. *125 Obser­
vación correcta; eran pocas las personas, incluso las más desinhibidas, dis­
puestas a revelar tanto sobre sí mismas.
Curiosamente, las cartas de Freud a Fliess, por lo general una fuente
inagotable, no hacen más que complicar el misterio de su sinceridad selec­
tiva. El 24 de julio, pocas horas después de su sueño decisivo, Freud le
envió a su amigo de Berlín un mensaje inusualmente lacónico, llamándolo
(tal vez un poco ambiguamente) su “daimon”, su destino, su inspiración.
Se preguntaba por qué Fliess no le había escrito últimamente y si a Fliess
todavía le importaba su trabajo (el de Freud); le solicitaba sus propias
ideas, preguntaba por su salud y su mujer, y reflexionaba sobre si los dos
estaban destinados a ser amigos solamente en épocas de infortunio. A la
manera de un buen amigo que le escribe a otro, termina un tanto incone­
xamente, comentando que él y su familia se encontraban “viviendo muy
contentos” en Bellevue. No hallamos ni una palabra sobre “Irma” ni sobre
el trabajo de interpretación que debe de haberlo absorbido ese día. *IM
En agosto, Freud le manifestó a Fliess que después de mucho trabajo
intelectual había logrado comprender “la defensa patológica y, con ello,
muchos importantes procesos psicológicos”. *127 Esto parece una alusión
oblicua a las ideas emergentes de su análisis del sueño de Irma. Cuando se
encontró con Fliess en Berlín, a principios de septiembre, es muy posible
que examinara el sueño con él. Pero no fue antes de junio de 1900 (casi
cinco años más tarde) cuando Freud le recordó enfáticamente a Fliess ese
momento de triunfo. De nuevo estaba en Bellevue. Después de comentarle
trivialmente las noticias familiares y los placeres de úna primavera tardía,
perfumada por las flores, le pregunta retóricamente a Fliess: «¿Crees real­
mente que algún día, en esta casa, se podrá leer en una placa de mármol:
“Aquí se le reveló, el 24 de julio de 1895, el secreto del sueño al Dr.
Sigm. Freud”?» *128 Era un interrogante retórico, oscuramente desconfiado.
Mensajes complejos, que van mucho más allá del anhelo de fama de
Freud, se agolpan en su frecuentemente citada fantasía. Su tono jovial pare­
ce ocultar un reproche sutil, indicio tardío de que mientras Freud resolvía el
enigma de su sueño ese día de verano de 1895, le estaban preocupando tam­
bién los defectos radicales de Fliess. Sherlock Holmes habría comprendido
que el prolongado silencio de Freud, como el del perro que no ladró en la
noche, estaba cargado de significación. Lo que Freud no le dijo a Fliess el
24 de julio de 1895, ni a los lectores de La interpretación de los sueños,
era que el sueño de la inyección de Irma representaba un guión argumental
cuidadosamente construido y sumamente intrincado, destinado por lo
menos en parte a rescatar la imagen idealizada de Flies que tenía Freud, en
[110] Fundamentos: 1856-1905

abierto desafío a algunas pruebas que la condenaban. Una interpretación de


este sueño más completa y menos velada que la que Freud publicó conduce
a lo que debe de haber sido el episodio más desalentador de su vida.
El sueño de Irma que Freud recordó al despertar es (como la mayoría de
sus sueños) rico y diáfano. En la superficie hay una mezcla de noticias
familiares y preocupaciones profesionales Aparece un gran salón en el que
los Freud están recibiendo a muchos invitados, entre ellos a “Irma”, que
Freud identifica como una amiga de la familia, “una joven que yo había
estado tratando psicoanalíticamente”. Freud la aparta para reprocharle que no
aceptara su “solución” y le dice, tuteándola con familiaridad, que si todavía
tiene dolores “en realidad la culpa es tuya”. Ella contesta que los dolores
sofocantes que experimentaba en la garganta, el estómago y el abdomen,
eran más intensos de lo que él suponía. Desconcertado, Freud examina a
Irma y le pregunta si no ha pasado por alto alguna enfermedad física. Le
revisa la garganta, y después de que ella, vacilando, abre la boca de modo
adecuado, ve una mancha blanca y costras grisáceas con la forma de los hue­
sos de la nariz. En la escena aparecen a continuación amigos médicos de los
Freud, todos ellos con disfraces adecuados: Oscar Rie, pediatra de los hijos
de Freud; Breuer, aquella eminencia de los círculos médicos vieneses; y tam­
bién Fliess, en la figura de un inteligente especialista con el que Freud esta­
ba en buenísimas relaciones. De algún modo, todos esos médicos —¡todos
menos Fliess!— habían sido responsables de los persistentes dolores de
Irma. Por cierto, Freud soñó que su amigo “Otto” —Oscar Rie— le había
puesto irreflexivamente una inyección a Irma. “Una preparación de propil,
propils... —tartamudeaba Freud— ácido propiónico... trimetilamina”, y
“probablemente con una jeringa que no estaba limpia”. *1»
En consideraciones que preceden a su interpretación, Freud revela que
los síntomas de la angustia histérica de Irma habían mejorado en el curso
de su análisis, pero todavía sufría de molestos dolores somáticos. El día
anterior, Freud se había encontrado con Rie, quien (le pareció a Freud) lo
hizo objeto de una crítica oblicua por no haber curado totalmente a Irma;
tratando de justificarse, Freud redactó para Breuer un informe sobre el
caso. Si bien Freud no lo dice, es obvio que, por tensas que hubieran
pasado a ser las relaciones entre ellos, Breuer seguía siendo una autoridad
para Freud, alguien cuyo juicio continuaba valorando y cuya crítica temía.
Esos eran los antecedentes que Freud ofrecía para explicar los orígenes
del sueño y el deseo que ese sueño distorsionaba y dramatizaba. Interpretó
el sueño imagen por imagen, palabra por palabra: la recepción de los invi­
tados le recordó un comentario de la esposa anticipando la fiesta de cum­
pleaños de ella; la trimetilamina, las teorías de su amigo Fliess sobre la
química sexual; la jeringa sucia, su orgullo por el modo en que él mismo
mantenía limpias sus jeringas cuando administraba dos inyecciones diarias
de morfina a un paciente mayor. Al seguir una huella tras otra, los pensa­
mientos de Freud se ramificaron. Volvieron a un caso trágico en el que
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [1H]

una droga que él había prescrito de buena fe y sobre la base de opiniones


autorizadas, provocó la muerte del paciente, y a otro caso en el que su
intervención expuso al enfermo a riesgos innecesarios; también pensó en
su mujer, que había sufrido trastornos venosos durante sus embarazos, y
que (cosa que no se le dice al lector) en ese momento estaba de nuevo
embarazada. Freud interpretó todos estos recuerdos (o su mayoría) como
asociaciones centradas en tomo a su habilidad como médico. De modo que
el deseo que el sueño reflejaba era que de los sufrimientos de Irma no
había que culparle a él, sino a otros. “En resumen, yo soy escrupulo­
so.” *130 De manera bastante conveniente, el mismo amigo que parecía
haber criticado al sensible Freud era en el sueño un médico irresponsable y
en el que no se podía confiar. En consecuencia, Freud optó por interpretar
el sueño de la inyección de Irma como un sueño de venganza y autoafir-
mación de sí mismo: todas sus ideas reunidas podían etiquetarse (conclu­
yó) como “preocupación por la salud, la propia y la de los otros, y una
escrupulosidad de médico.” *131
Freud mencionó algunos temas adicionales entretejidos en la trama de
este sueño (por ejemplo, una enfermedad de su hija mayor, Mathilde),
pero tuvo el cuidado de eludir otros en su ingeniosa interpretación.
El hecho de que Freud apremiara a la paciente a aceptar su solución, el
de que Irma se negara a abrir la boca adecuadamente, y ni qué decir tiene
que la jeringa sucia que había usado su amigo Otto, son elementos que
invitan al lector de inclinaciones psicoanalíticas a reflexionar sobre las
fantasías sexuales de Freud. Pero había también una omisión más impor­
tante y menos visible que éstas, pues la interpretación de Freud constituye
un desplazamiento general: el médico cuya escrupulosidad quería dejar
establecida con ese sueño, mucho menos que él mismo, era Fliess.
La clave de esta interpretación está en la compleja identidad de la pro­
pia Irma. Como la mayoría de las figuras centrales de los sueños, era
—según señaló Freud con insistencia— una Sammelperson, un “com­
puesto”. *132 Lo más probable es que Freud tomara sus principales rasgos
de Anna Lichtheim, hija de su maestro de religión, Samuel Hammersch-
lag, viuda joven y una de sus pacientes favoritas. Pero de modo inequívo­
co —por su juventud, su viudez, su histeria, su trabajo con Freud, su rela­
ción con la familia Freud, y probablemente sus síntomas físicos— Anna
Lichtheim se asemejaba mucho a otra paciente de Freud, Emma Eckstein.
Y fue Emma Eckstein la protagonista de un melodrama médico a princi­
pios de 1895, en el cual Freud, y en mayor medida Fliess, desempeñaron
papeles poco envidiables. En el inconsciente de Freud, al elaborarse el
sueño, las figuras de Emma Eckstein y de Anna Lichtheim parece que se
mezclaron para convertirse en Irma.
Además de sus síntomas de angustia histérica, Emma Eckstein padecía
intensos dolores y hemorragias nasales. Si bien Freud pensaba que esas
hemorragias eran psicógenas, le pidió a Fliess que examinara a la pacien­
[112] Fundamentos: 1856-1905

te, para no correr el riesgo de, mientras buscaba las raíces del malestar psi­
cológico, poder pasar por alto un trastorno físico. Fliess había ido a Viena
y operó de la nariz a Emma Eckstein. Pero esa operación no produjo nin­
gún alivio: los dolores de la mujer no cedieron, y se vieron agravados por
abundantes hemorragias y un olor fétido. Alarmado, Freud consultó a
algunos cirujanos vieneses, y el 8 de marzo de 1895 le relató a Fliess lo
que había sucedido. Su viejo amigo Ignaz Rosanes, un reputado especia­
lista, se reunió con Freud en la casa de Emma Eckstein. Ella estaba san­
grando por la nariz y por la boca, y el “olor fétido era muy intenso”.
Rosanes “limpió los bordes de la cavidad, arrancó coágulos adheridos, y de
pronto empezó a tirar de algo así como una hebra y siguió tirando”. Antes
de que él y Freud pudieran detenerse para reflexionar, “se había sacado de la
cavidad de un buen medio metro de gasa. De inmediato siguió una efusión
de sangre, y la paciente palideció, con ojos desencajados y sin pulso”.
Rosanes actuó con prontitud, envolviendo la cavidad con gasa nueva, y la
hemorragia se detuvo. Todo había sucedido en medio minuto, pero bastó
para que Emma Eckstein resultara “irreconocible”. Freud captó en un ins­
tante lo que había sucedido; ante la calamidad, se descompuso. Después de
que la nariz quedara vendada, él “huyó” a la habitación contigua para
beberse una botella de agua, viéndose a sí mismo como una figura muy
patética. Se recuperó gracias a un poco de coñac. Cuando volvió al lado de
la paciente, “un poco tambaleante”, Emma Eckstein lo recibió con una
observación “superior”: “Así que ése es el sexo fuerte...” *133
Freud adujo que no había sido la sangre lo que lo acobardó, sino más
bien “la presión de las emociones”. Podemos conjeturar cuáles fueron.
Pero incluso en su primera carta, escrita bajo la impresión de ese episodio
desconcertante, Freud se mostró ansioso por proteger a Fliess de la obvia
imputación de descuido, casi de intervención defectuosa y fatal. “Así que
hemos sido injustos con ella”, concedió. Emma Eckstein era perfectamen­
te normal; sus hemorragias nasales no habían sido de origen histérico,
sino provocadas por “una pieza de gasa yodofórmica que se desgarró cuan­
do tiraste de ella y quedó dentro durante dos semanas”. Freud asumió la
responsabilidad y exculpó a su amigo: no tendría que haber apremiado a
Fliess para que operara en una ciudad ajena, donde no podía realizar el
seguimiento de la paciente. El accidente con la gasa podía haberle sucedido
al “más afortunado y prudente de los cirujanos”. Ese era el tipo de excusa
defensiva que el Freud psicoanalista pronto iba a denominar negación.
Pero no todavía. Citó a otro especialista, quien habría confesado que una
vez a él le había sucedido lo mismo, y agregó tranquilizadoramente: “Por
supuesto, nadie está reprochándote nada.” *134
En realidad, según Freud sugirió con delicadeza en una carta de princi­
pios de abril, un especialista vienés —otorrinolaringólogo como Fliess—
le había insinuado que las hemorragias profusas y constantes de Emma
Eckstein fueron provocadas por la desastrosa intervención de Fliess; el
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [113]

hecho de que hubiera dejado gasa en la nariz era sólo la peor consecuen­
cia. *135 Fliess parece que se ofendió, pero Freud trató de apaciguarlo: fuera
lo que fuere lo que pensaran todos esos expertos, “para mí sigues siendo el
médico, el tipo de hombre en cuyas manos uno pone con confianza su
propia vida y la de la propia familia”. *>3e Pero no quedó satisfecho con
reafirmar su completa confianza en las aptitudes y la habilidad de Fliess;
hizo a Emma Eckstein responsable de toda la catástrofe. A fines de abril,
en una carta dirigida a su “Querido Mago”, se refirió a la paciente, que en
ese momento estaba mejorando gradualmente, como “mi íncubo y el
tuyo”. *137 Un año más tarde volvió sobre el tema, comunicándole a Fliess
“una solución totalmente sorprendente de las hemorragias de Emma Ecks­
tein, que te agradará mucho”. *138 Freud pensaba que podía demostrar que
Fliess había estado siempre en lo cierto, que “sus hemorragias eran histé­
ricas, que se producían por anhelo”. *139 Escribió palabras halagadoras: “Tu
nariz ha vuelto a oler bien”. Las hemorragias de Emma Eckstein eran
“hemorragias de deseo”. *uo
El hecho de que la paciente se estuviera recuperando “brillantemen­
te” *141 no hacía más que facilitar la tarea de Freud dedicada a hallar para su
amigo una coartada irrefutable. Mantuvo un silencio lleno de tacto acerca
de la embarazosa cuestión de si la decisión de operar tomada por Fliess
había sido razonable, un silencio lleno de tacto sobre la gasa que Fliess
había permitido que provocara la infección. La culpa de todo la tenía
Emma Eckstein. Resultaba indudable que a ella le gustaba sangrar, pues el
síntoma le hacía posible demostrar que sus diversas enfermedades eran rea­
les y no imaginarias, y esto le daba derecho a reclamar el afecto de otras
personas. Desde luego, Freud adujo algunas pruebas clínicas en cuanto a
que la paciente probablemente había estado sacando partido de sus hemo­
rragias durante años. Pero eso no podía absolver a Fliess; su actitud evasi­
va es ostensible. Lo que en realidad importaba no era que pudiera presu­
mirse que su molesto íncubo se había provocado sus trastornos para ser
amada, sino saber si su cirujano chapucero era o no tan irreprochable
como Freud necesitaba que lo fuera. Incluso aunque en gran medida Freud
tomó a Anna Lichtheim como modelo de Irma, la sorprendente semejanza
de ambas mujeres hacía casi inevitable que también Emma Eckstein inva­
diera el sueño de Irma. Tal como Freud lo narró, Fliess aparecía sólo bre­
vemente en el sueño, y el propio Freud se preguntó: “Este amigo, que
desempeña un papel tan grande en mi vida, ¿no debería aparecer más en el
contexto mental del sueño?”. *1« La respuesta es que lo hizo. El sueño de
la inyección de Irma revela, entre otras cosas, la ansiedad de Freud por
ocultar sus dudas acerca de Fliess, y no sólo por ocultárselas a Fliess,
sino también por ocultárselas a sí mismo.
Es una paradoja: allí estaba Freud, que luchaba por aprehender las
leyes de las operaciones mentales inconscientes, exculpando al culpable y
difamando al inocente, con el objetivo de conservar su necesaria ilusión.
[114] Fundamentos: 1856-1905

En los años que siguieron, Freud estableció más allá de cualquier duda que
la contradicción es, aunque no deseable, el inevitable destino del hombre.
Le gustaba citar un verso de uno de sus escritores favoritos, el poeta suizo
Contad Ferdinand Meyer acerca del “hombre con todas sus contradiccio­
nes”. Llegó a reconocer la influencia de la ambivalencia (la tensa coexis­
tencia de amor y odio) en la mente humana. Algunos de sus primeros
pacientes le habían enseñado que los seres humanos pueden saber y no
saber al mismo tiempo, entender intelectualmente lo que emocionalmente
se niegan a aceptar. Una mayor experiencia psicoanalítica permitiría con­
tar con un apoyo clínico abrumador para la observación de Shakespeare
referente a que el deseo es el padre del pensamiento. Una manera mu>
corriente de abordar complicaciones molestas (por más inoportunas que
sean) consiste/en mandarlas al diablo. Eso es lo que hizo Freud durante la
primavera y el verano de 1895.
En todo ese tiempo, y después, Fliess siguió siendo el Otro irreem­
plazable de Freud. “Mira lo que sucede”, le escribió Freud incluso en
1899, poco después de uno de sus encuentros. “Aquí vivo taciturno en i.
oscuridad hasta que tú vienes; me regaño a mí mismo, enciendo mi luz
fluctuante frente a la constancia de la tuya, vuelvo a sentirme bien, y des­
pués de tu partida tengo de nuevo ojos para ver, y lo que veo es hermosc
y bueno”. *1« Nadie más, ni en Viena ni en ningún otro lugar, podía pres­
tarle a Freud ese servicio, ni siquiera su despierta e inteligente cuñadz
Minna Bemays. Pero el Fliess que de ese modo se adecuaba a la idea que
se hacía Freud del oyente perfecto, en parte era una invención del prop: ?
Freud.
Una de las razones de que ese retrato idealizado permaneciera intactc
durante tanto tiempo residió en que a Freud le costó años llegar a recor. o -
cer, y elaborar, el ingrediente erótico de esa dependencia. “Nadie puede
reemplazar para mí —le confesó a Fliess en una oportunidad— la compa­
ñía del amigo, exigida por una vertiente especial, tal vez femenina”. ’ -
Eso ocurrió ya hacia el final de su amistad, en 1900. Un año más tarde
volvió sobre el tema, con un matiz de reproche deslizándose en su objeti­
vo comentario autobiográfico: “No comparto tu desprecio por la amisted
entre hombres, probablemente porque en gran medida me interesa. En m
vida, como bien sabes, la mujer nunca ha reemplazado al camarada. .
amigo.” *145 Freud efectuó esa autoevaluación cuando su intimidad ccr.
Fliess estaba decreciendo y podía permitirse la perspicacia. En 191 ‘
recordando todo aquel fatal episodio, Freud le dijo llanamente a varios de
sus discípulos más próximos que en su apego a Fliess había existido _r
elemento homosexual.8 Pero en 1895 y 1896 Freud sofocó sus dudas acer­
ca de Fliess. Iba a costarle cinco años o más liberarse de esa servidumbre

8 Véanse las págs. 314-318.


[116] Fundamentos: 1856-1905

pues él mismo lo desea. Era —agregó Freud, utilizando el luctuoso tiem­


po pasado mientras Jacob Freud todavía respiraba— un ser humano intere­
sante, interiormente muy feliz”, y se estaba yendo “con decencia y digni­
dad”, *isi En agosto se produjo alguna remisión temporal, brotó una
última llama de los rescoldos, y Freud pudo tomarse unas breves vacacio­
nes. Pero el 23 de octubre murió Jacob Freud, comportándose “valiente­
mente hasta el fin, pues en general estaba lejos de ser un hombre co­
mún”. *«2 No era el momento para evaluaciones críticas objetivas; el
hombre que había recogido el gorro del arroyo y que no logró el bienestar
económico en Viena fue cariñosamente olvidado. Por una vez, Freud no
estuvo más que orgulloso de su padre.
Pero se inició la reacción inevitable; incluso empezó a resultarle difí­
cil escribir cartas. “A través de algunas de esas sendas oscuras que están
detrás de la conciencia oficial —le escribió a Fliess, agradeciéndole sus
condolencias—, la muerte del viejo me ha conmovido mucho. Lo he que­
rido mucho, lo comprendí con mucha exactitud, y él hizo mucho en mi
vida con su característica mezcla de profunda sabiduría y fantástica felici­
dad”. La muerte del padre, agregaba Freud, había despertado todo el pasado
de su personalidad más íntima. “Tengo ahora una sensación de desarraigo
total”. Esta no era una respuesta característica de un hijo de mediana edad
ante el fin de un padre anciano que se había “sobrevivido mucho a sí mis­
mo”; *153 el luto de Freud tuvo una intensidad excepcional. También fue
excepcional el modo en que lo utilizó con fines científicos, distanciándose
un tanto de su pérdida, y al mismo tiempo reuniendo material para sus
teorías.
Un fenómeno que observó en sí mismo durante esos días pesarosos
fue el que denominó culpa del superviviente, n Unos pocos años más tarde
confirmó dramáticamente su existencia. En 1904, al visitar Grecia por pri­
mera vez, experimentó una curiosa sensación de irrealidad. ¿Era realmente
la Acrópolis como a él le habían enseñado en la escuela? Su presencia
allí, ¿no resultaba demasiado bonita como para ser cierta? Mucho más per­
plejo, la relacionó con un anterior sentimiento de culpa: él había superado
a su padre, y eso estaba de algún modo prohibido. *154 Freud descubrió en
su autoanálisis que es tan peligroso vencer en las propias batallas edípicas
como perderlas. Las raíces de su reconocimiento retrocedían hasta los días
inmediatamente posteriores a la muerte del padre, cuando tradujo sus senti­
mientos en una teoría. La acusación de que Freud estaba siempre trabajan­
do tema alguna razón de ser.

11 En una carta, Freud escribió sobre “el autorreproche que aparece regular­
mente entre los supervivientes”. (Freud a Fliess, 12 de noviembre de 1896,
Freud-Fliess, 214 [202]).
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [117]

De modo que la muerte del padre constituyó una profunda expe­


riencia personal, de la que Freud extrajo consecuencias universales;
actuó como una piedra arrojada en un lago tranquilo, generando sucesi­
vos círculos de insospechada magnitud. Al reflexionar sobre el hecho en
1908, en el prefacio de la segunda edición de La interpretación de los
sueños, comentó que para él el libro tenía un poderoso significado sub­
jetivo que sólo pudo “comprender después de haberlo terminado”. Había
llegado a verlo como “una pieza de mi autoanálisis, mi reacción ante la
muerte de mi padre, es decir, ante el acontecimiento más importante,
ante la pérdida más decisiva, de la vida de un hombre”. *155 La confusión
entre autobiografía y ciencia ha invadido el psicoanálisis desde sus
comienzos. La célebre observación de Freud reconociendo la significa­
ción inigualable de la muerte del padre es no menos notable por lo que
omite que por lo que dice: ¿sería realmente cierto que la muerte de la
madre es menos dura? La madre de Freud, dueña de sí misma y domi­
nante, vivió hasta 1930, llegando a los noventa y cinco años de edad, y
exigiendo el homenaje y la lealtad de su progenie, incluidos los de su
primogénito y favorito niño dorado. Era casi como si su prolongada
vida activa hubiera permitido al hijo psicoanalista ir bordeando las con­
secuencias completas del combate edípico acerca del cual, después de
todo, él fue el primero que llamó la atención. Es importante para la his­
toria del psicoanálisis el hecho de que Freud fuera en gran medida el
hijo de su padre, que soñara y, se preocupara más por las relaciones con
el padre que por las relaciones con la madre, *i5<> y que inconscientemen­
te estuviera ansioso por dejar sin analizar parte de su ambivalencia con
respecto a la madre.
En general, Freud advirtió la naturaleza peculiar del material que pre­
sentaba. En 1895, al informar sobre Elisabeth von R., escribió un tanto a
la defensiva que “los casos que escribo parecen novelas y, por así decir, les
falta el marchamo de seriedad del método científico”, lo cual le resultaba
extraño. Se tranquilizó aduciendo que era “la naturaleza del tema, más que
mi predilección, lo que evidentemente debe considerarse responsable de
este resultado”. *157 Pero la acusación de que Freud se inclinaba a tomarse
el pulso a sí mismo para adivinar el clima general de la opinión, no iba a
ser refutada por esos fáciles consuelos. Ya en 1901, al frente de la van­
guardia de un ejército de personas que dudaban, Fliess atacó a Freud dicien­
do que “el lector del pensamiento lee en los otros solamente sus propios
pensamientos”. *158
Desde entonces, nunca se acalló la objeción de que Freud, simple e
ilegítimamente, tradujo sus propios traumas psicológicos en tanto preten­
día formular las denominadas leyes de la mente. Podemos ver cómo surgió
y por qué ha persistido. Muchas de las más perturbadoras ideas de Freud
provinieron de fuentes autobiográficas reconocidas o encubiertas. Se
explotó a sí mismo continuamente como testimonio, y se convirtió en el
[118] Fundamentos: 1856-1905

más informativo de sus pacientes. En las ciencias estrictamente naturales,


la subjetividad del observador no presenta ningún problema. Los motivos
de las dificultades neuróticas de un médico o un biólogo sólo tienen inte­
rés para su familia y sus amigos... y para su biógrafo. La validez de sus
conclusiones debe determinarse mediante pruebas objetivas, por la repeti­
ción de sus experimentos o del cálculo de sus cadenas de razonamiento
matemático. Idealmente, con la psicología tendría que aplicarse el mismo
procedimiento austero. Lo que tiene que importarle al estudioso de la psi­
cología, en última instancia, no es si Freud tenía (o imaginó tener) un
complejo de Edipo, sino que la afirmación de que todos debemos atravesar
ese complejo pueda sustentarse con observaciones independientes o experi­
mentos ingeniosos. Freud no consideró que sus propias experiencias fue­
ran automáticamente válidas para toda la humanidad. Puso a prueba sus
ideas confrontándolas con las experiencias de sus pacientes y, más tarde,
con los textos psicoanalíticos; pasó dos años elaborando, refinando, revi­
sando sus generalizaciones. Sus casos más famosos reflejan con elocuen­
cia su compromiso simultáneo con la individualidad y la generalidad; cada
caso describe un paciente irrepetible que al mismo tiempo pertenece a una
cierta categoría.
De modo que Freud reconocía que nadie, ni siquiera él mismo, es
todo-el-mundo. Pero, con la debida cautela, haciendo sitio a las variacio­
nes que hacen de cada individuo precisamente eso —un individuo—,
Freud estaba dispuesto a interpretar su propia experiencia mental para
aprehender mejor la de sus semejantes. Aunque inclinado a conservar su
intimidad, y contrario a revelar su vida interior a los extraños, en benefi­
cio de su ciencia cedía a la presión y podía llegar a ser indiscreto acerca de
sí mismo. Era simplemente una fuente más de material. Freud esperaba
fundar su propio caso sobre pruebas puramente psicoanalíticas y el poder
explicativo de sus formulaciones. Para él, la pérdida del padre había sido
la más decisiva, pero podía sostener que el efecto de esa tragedia sería dis­
tinto, incluso drásticamente, en otros hijos. Sin embargo, la raíz princi­
pal de su convicción no impidió que Freud desarrollara una teoría sobre el
duelo e (incluso con mayor amplitud) una teoría sobre el eterno drama
familiar, con su siempre diversa pero en gran medida predecible trama de
deseos, gratificaciones, frustraciones y pérdidas, muchas de ellas incons­
cientes.

La muerte del padre en octubre de 1896 le proporcionó a Freud un


poderoso impulso para erigir la estructura que estaba empezando a conver­
tir en la obra de su vida. Pero para poder aprovechar por completo su dolo-
rosa pérdida, antes tenía que rectificar un serio paso en falso que dominó
su pensamiento a mediados de la década de 1890. Debía echar por la borda
su denominada teoría de la seducción, según la cual todas las neurosis eran
la consecuencia de un abuso sexual padecido en la infancia, a manos de un
LA CONSTRUCCION DE LA TEORIA [H9]

adulto, por lo general el padre. 12 La teoría de la seducción, con toda su


intransigencia, parece intrínsecamente implausible; sólo un fantaseador
como Fliess podía haberla aceptado y aplaudido. Lo que sorprende no es
que Freud finalmente abandonara la idea, sino que en un principio la adop­
tara.
Pero el atractivo que tuvo para él es claro. Durante toda su vida, el
pensamiento teórico de Freud osciló fructíferamente entre la complejidad y
la simplicidad, lo cual, como acabamos de ver, es perceptible en sus his­
toriales. El reconocimiento de la complejidad hacía justicia a la sorpren­
dente diversidad de la experiencia humana, mucho más rica de lo que
pudieron pensar los psicólogos que se concentraron en la mente conscien­
13 En contraste con esto, Freud acariciaba también el ideal de la simpli­
te. 12
cidad; su meta en la investigación científica era la reducción de aconteci­
mientos mentales aparentemente distintos a unas pocas categorías bien
definidas. En su experiencia clínica, Freud había sido testigo de muchas
cosas que sus colegas médicos vieneses no consideraban respetables: los
efectos misteriosos del hipnotismo, los requerimientos amorosos de las
pacientes, la eliminación de síntomas histéricos por obra de la palabra, la
acción oculta de la sexualidad. De hecho, estaba perfectamente preparado
para creer cosas incluso más increíbles que ésas. Además, a mediados de la
década de 1890, mientras todavía se procuraba una reputación por medio de
sus originales aportaciones científicas —reputación que hasta entonces no
había logrado— Freud acogió de buen grado la teoría de la seducción como
una clara generalización que podría explicar toda una gama de trastornos
médicos, atribuyéndolos a un tipo único de acto salvaje: la seducción o
violación incestuosas.
En vista de la idea de Freud referente a que la “neurastenia” se debía en
gran medida a problemas sexuales, para conseguir que una teoría como ésa
le resultara plausible no necesitaba dar un gran salto intelectual. Desde
luego, no se había convencido fácilmente; como buen burgués, Freud
adoptó la idea sólo después de superar una fuerte resistencia interior. Algu­
nos de los maestros y colegas que más admiraba —Charcot, Breuer, y su

12 Si bien la mayoría de las víctimas de tales asaltos eran niñas, los chicos
no estaban a salvo de ellos, como Freud sabía. En 1895, cuando la confianza
que tenía en la teoría estaba en su punto álgido, le comentó a Fliess que uno de
sus pacientes neuróticos “me ha dado lo que esperaba: (terror sexual, es decir,
abuso infantil con histeria masculina)". Freud a Fliess, 2 de noviembre de 1895.
Freud-Fliess, 153 [149]).
13 Freud materializó su percepción de la complejidad en el concepto de
“sobredeterminación”, término que propuso por primera vez en 1895: los sínto­
mas; sueños u otros productos de la mente inconsciente necesariamente tienen
varias causas, provenientes de la herencia y el ambiente, la predisposición y los
traumas, y tales productos tienden a condensar una diversidad de impulsos y
experiencias en desarrollos engañosamente simples.
[120] Fundamentos: 1856-1905

conocido Rudolf Chrobak, un eminente ginecólogo vienés— habían suge­


rido en términos generales que los trastornos nerviosos siempre envuel­
ven, según la expresión de Breuer, secrets d’alcdve. Pero Freud “olvidó”
pronto las observaciones incidentales que ellos habían realizado y las anéc­
dotas que relataron en su presencia. A principios de 1886, durante una
recepción en la casa de Charcot, oyó a su anfitrión sostener con su estilo
vivaz, que una joven gravemente perturbada tenía trastornos nerviosos
como consecuencia de la impotencia o de la torpeza sexual del esposo. En
tales casos, exclamó Charcot, se trata, siempre, siempre, del asunto geni­
tal: “Mais, dans des cas pareils —insistió— c’est toujours la chose géni-
tale, toujours... toujours... toujours”. Un año más tarde, Chrobak envió a
Freud una paciente interesante. Padecía ataques de angustia aparentemente
faltos de sentido, y Chrobak, de una manera clínica y poco característica,
atribuyó esos ataques a la incapacidad del esposo para desenvolverse bien
en la cama. Sólo una prescripción resultaría eficaz —le dijo a Freud—■,
una prescripción que el esposo nunca podría cumplir:

“Penis normalis
dosim
repetatur!”

Esos juicios improvisados, de una sabiduría mundana pero de ningún


modo integrados en una explicación general del mal funcionamiento men­
tal, obraron silenciosamente en Freud hasta aproximadamente 1893,
momento en el que ya estuvo preparado para incorporarlos a una teoría de
las neurosis. Sabemos que en un memorando que le envió a Fliess en
febrero de ese año, expuso con concisión su deseo de postular y poner a
prueba la idea de que “en realidad la neurastenia sólo puede ser una neuro­
sis sexual”. *i«> Por cierto, en las historias de casos que él aportó a Escri­
tos sobre la histeria había sugerido, aunque a veces más bien débilmente,
que los síntomas de sus pacientes tenían origen sexual.
Cuando empezó a reflexionar sobre la parte que le correspondía a la
memoria en la formación de los desórdenes nerviosos, Freud hizo retroce­
der a los primeros años de la vida del paciente el daño mental o físico res­
ponsable del trastorno. Las neurosis “actuales” —neurosis causadas por
experiencias del presente, y no por experiencias remotas— rápidamente
fueron perdiendo interés para él. “¿Ya te he comunicado el gran secreto clí­
nico, oralmente o por escrito? —le preguntó a Fliess en octubre de 1895,
mientras todavía estaba imbuido en su proyecto—. La histeria es la conse­
cuencia de un sobresalto sexual presexual. La neurosis obsesiva es la con­
secuencia de un placer sexual presexual, que posteriormente se transforma
en [auto-] reproche”. Por aquel entonces Freud estaba insatisfecho con la
vaguedad de las categorías diagnósticas demasiado amplias, como por
ejemplo la de neurastenia, y empezaba a clasificar las neurosis de modo
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [121]

más preciso. Pero su palabra “presexual” sugiere que la idea de la sexuali­


dad infantil estaba todavía más allá de su vista, aunque revoloteaba en el
horizonte. «“Presexual” —le explicó a Fliess— significa en realidad ante­
rior a la pubertad, anterior a la liberación de sustancias sexuales; los
hechos pertinentes sólo producen efecto como recuerdos». *161 Ahora bien,
esos hechos pertinentes, según paciente tras paciente recordaban para él,
eran traumas sexuales —resultados de la persuasión locuaz o del asalto
brutal— padecidos en la infancia.
En 1896, Freud estaba dispuesto a decirlo en letras de imprenta. En un
artículo sobre “las neuropsicosis de defensa” escrito a principios de año,
sobre la base de trece casos, sostuvo que los traumas que provocaban his­
teria “deben pertenecer a la primera infancia (la época anterior a la puber­
tad), y su contenido debe consistir en una irritación real de los genitales
(procedimientos que se asemejen al coito)”. *162 Como el neurótico obsesi­
vo parecía haber sido precoz en su actividad sexual, también él presentaba
síntomas histéricos; por lo tanto también él debía de haber sido en primer
lugar víctima durante la infancia. Los episodios infantiles que descubría el
análisis —agrega Freud— eran “graves”, en ocasiones “completamente
repugnantes”. Los “malos” eran sobre todo “niñeras, institutrices, y otros
sirvientes”, así como también, lamentablemente, maestros y hermanos
“inocentes”.
El mismo año, el 21 de abril, pronunciando una conferencia en la
Sociedad para la Psiquiatría y la Neurología local, sobre “La etiología de
la histeria”, Freud se comprometió con la teoría de la seducción ante una
audiencia profesional selecta. Todos sus oyentes eran expertos en los
caminos desviados y retorcidos de la vida erótica. El gran Richard von
Krafft-Ebing, que había elaborado una psicopatología sexual propia, ocu­
paba la presidencia. La conferencia de Freud fue una especie de defensa
tribunalicia, animada y sumamente hábil. El estudioso de la histeria
—dijo— es como un explorador que descubre los restos de una ciudad
abandonada, con paredes, columnas y placas cubiertas de inscripciones a
medio borrar; puede cavar, sacarlas a la luz y limpiarlas: entonces, si tie­
ne suerte, las piedras hablan (saxa loquuntur). Dedicó todo su esfuerzo
retórico a persuadir a sus incrédulos oyentes de que debían buscar el ori­
gen de la histeria en abusos sexuales padecidos en la infancia. Los diecio­
cho casos que él había tratado —observó Freud— invitaban a extraer esa
conclusión. *i* Pero esa mezcla de elocuencia colorista y sobriedad cien­
tífica fue energía dilapidada en vano. Unos días más tarde le escribió a
Fliess que la conferencia «tuvo una recepción gélida por parte de los
asnos, y un juicio singular por parte de Krafft-Ebing: “Suena como un
cuento de hadas científico”. ¡Y esto —exclama Freud—, después de que
uno les ha presentado la solución de un problema milenario, una de las
fuentes del Nilo!”. Bien, añade con rudeza, “todos ellos, por decirlo eufe-
místicamente, pueden irse al infierno (sie können mich alle gern ha-
[122] Fundamentos: 1856-1905

ben)”. *165 En apariencia, Freud no se sinceraba por completo ni siquiera


con Fliess.
Fue una noche que Freud decidió no olvidar nunca; el residuo traumá­
tico que dejó en él se convirtió en la base de expectativas modestas, en
una justificación de su pesimismo. Sintió que la atmósfera que lo rodeaba
era más fría que nunca, y estaba seguro de que su conferencia lo había con­
denado al ostracismo. Le escribió a Fliess que había circulado alguna
“contraseña” que indicaba “abandonarme”, “pues todo lo que me rodea se
aparta de mí”. *1« Manifestaba estar sobrellevando su aislamiento “con
ecuanimidad”, pero le preocupaba no tener nuevos pacientes. No obstante,
no dejó de investigar, y durante cierto tiempo continuó aceptando como
verdaderos los fantásticos relatos de sus pacientes. Después de todo, se
había preparado concienzudamente para escucharlos. Pero, poco a poco,
las dudas que lo asaltaban fueron haciéndose irresistibles. En mayo de
1897 soñó que experimentaba “sentimientos abiertamente tiernos” hacia
su hija mayor, Mathilde, e interpretó que ese sueño erótico expresaba el
deseo de hallar un “pater” como causa de la neurosis. Esto —le anunció a
Fliess— había aplacado sus permanentes “dudas perturbadoras” acerca de la
teoría de la seducción. *167 Era una interpretación extraña, poco convincen­
te, pues más que calmarlo, el sueño debía haber contribuido a acrecentar la
incomodidad de Freud. Sabía perfectamente que no había asaltado sexual-
mente a Mathilde ni a ninguna de sus otras hijas, y que un deseo sexual
no es lo mismo que un acto sexual. Lo que es más, su credo científico
decía que el deseo de ver una teoría confirmada no es lo mismo que confir­
marla. Pero por el momento consideró que aquel sueño proporcionaba una
base a su idea favorita.
Las dudas de Freud no llegaron a su punto álgido hasta el verano y
principios del otoño de 1897. Al volver, a mediados de septiembre, de sus
vacaciones veraniegas, “fresco, animado y más pobre”, le confió a Fliess
“el gran secreto” que había estado “apuntando lentamente en mí en los
últimos meses. Ya no creo en mi Neurótica”, en su demasiado simple
explicación de las neurosis. Esa carta del 21 de septiembre de 1897 es qui­
zá lo más revelador de ésta ya de por sí reveladora correspondencia. Con
detalles persuasivos, Freud le proporcionó a Fliess un relato “histórico” de
las razones por las cuales finalmente había perdido confianza en la teoría
de la seducción: no podía completar ninguno de sus análisis; perdía a sus
pacientes a mitad de camino, o lograba un éxito sólo parcial sobre otras
bases. Además, el sentido común había intervenido para estropear su
esquema simplista; puesto que la histeria estaba ampliamente difundida,
sin que perdonara ni siquiera a la familia de Freud, se deducía de ello que
“en todos los casos, había que acusar al padre de perverso, sin excluir al
mío propio”. El Freud de la década de 1890 no estaba dispuesto a idealizar
a su padre tan completamente como idealizó a Fliess, pero incluir a Jacob
Freud entre los pervertidores de menores le resultaba absurdo. Además, si
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [123]

los ataques paternos eran la única fuente de la histeria, tal conducta debía
de ser prácticamente universal, puesto que tenía que haber menos casos de
histeria que causas posibles de histeria. Después de todo, no enfermaba la
totalidad de las víctimas. “Una perversión contra los niños tan amplia­
mente difundida es escasamente probable”. Por lo demás, “en el incons­
ciente no hay ninguna huella de la realidad”, y por lo tanto no existe
modo de diferenciar la verdad de la ficción cargada emocionalmente. *168
Freud estaba entonces preparado para aplicar la lección de escepticismo
metódico que recogió de su experiencia clínica. Las “revelaciones” de sus
pacientes eran por lo menos en parte producto de la imaginación de ellos.
El colapso de esta teoría no llevó a Freud a abandonar su creencia en la
etiología sexual de las neurosis, ni la convicción de que por lo menos algu­
nos neuróticos habían sido víctimas sexuales de los padres. Lo mismo que
otros médicos, había encontrado tales casos.14 Es notable que en diciembre
de 1897, casi tres meses después de que presumiblemente hubiera renuncia­
do a la teoría de la seducción, todavía pudiera escribir que su “confianza en
la etiología paterna ha crecido mucho”. *t» Menos de dos semanas después,
le comunicó a Fliess que una de sus pacientes le había hecho un relato
horrible que él estaba dispuesto a creer: a la edad de dos años, había sido
bestialmente violada por el padre, un pervertido que necesitaba infligir
lesiones sangrientas para obtener gratificación sexual. *i7» En realidad,
Freud no se desprendió definitivamente de la teoría durante dos años, y no
hizo profesión pública de su cambio de opinión hasta seis años más tar­
de. *>’> Incluso en 1924, casi tres décadas después de liberarse de lo que con
arrepentimiento caracterizó como “un error que he reconocido y corregido
repetidamente desde entonces”, Freud insistió en que no todo lo que había
escrito a mediados de la década de 1890 sobre el abuso sexual con niños
merecía el rechazo: “La seducción ha conservado una cierta significación
para la etiología”. Explícitamente observó que dos de sus primeros casos,
el de Katharina y el de una tal “Fraulein Rosalía H.”, eran mujeres que
habían sido asaltadas por sus padres. *02 Freud no tenía ninguna intención
de cambiar una especie de credulidad por otra. Para dejar de creer en todo lo
que decían los pacientes no necesitaba caer en la trampa sentimental de sos­
tener que los burgueses serios eran incapaces de repugnantes agresiones
sexuales. Lo que Freud repudió era la teoría de la seducción como explica­
ción general del modo en que se originan todas las neurosis.

14 Si bien el tema era tratado con considerable reserva en los textos médi­
cos, los asaltos sexuales a hijas muy jóvenes fueron examinados públicamente
desde principios del siglo XIX. Ya en 1821, el famoso psiquiatra francés Jean
Etienne Esquirol había conmunicado uno de esos casos, el intento realizado por
un padre con su hija de 16 años, que condujo al colapso nervioso de la niña y a
repetidas tentativas de suicidio. (Véase “Suicide”, en Dictionnaire des Sciences
Médicales, por “Un grupo de médicos y cirujanos”, Lili [1821], 219-220. Debo
esta referencia a Lisa Lieberman.)
[124] Fundamentos: 1856-1905

Esa renuncia abrió un nuevo capítulo en la historia del psicoanálisis.


Freud sostuvo que no se sentía “trastornado, confuso ni cansado”, y profé-
ticamente se preguntó “si esa duda no representa solamente un episodio
del avance hacia otros descubrimientos”. Reconocía que le había dolido
perder “la expectativa de un renombre eterno”. Fue “muy hermosa”, lo
mismo que la esperanza de disfrutar de “cierta riqueza, completa indepen­
dencia, viajes, de poner a los niños por encima de las preocupaciones que
a mí me privaron de mi juventud”. *173 Al recordar mucho más tarde ese
momento crítico, escribió que, cuando la teoría de la seducción, que había
sido “casi fatal para la joven ciencia”, se derrumbó bajo el peso de “su
propia imposibilidad”, su primera respuesta fue “una etapa de completa
perplejidad”. “Se había perdido el fundamento de la realidad”. *1™ Había
sido demasiado entusiasta y un poco ingenuo.
Pero ese desaliento duró poco. “Por fin vino la reflexión de que, des­
pués de todo, uno no tiene derecho a abatirse sólo porque se ve defraudado
en sus expectativas”. Esto era característico de Freud. Consciente de que el
mundo no es una madre que protege con sus alas, pródiga en provisiones
para sus hijos necesitados, él aceptó el universo. Si se había perdido la
base de la realidad, se había ganado la de la fantasía. Después de todo,
Krafft-Ebing casi había estado en lo cierto; lo que Freud les había contado
a sus colegas médicos aquella noche de abril de 1896 fue sin duda un cuen­
to de hadas o, mejor, una colección de cuentos de hadas que primero sus
pacientes le habían narrado a él. Pero entonces —como Fliess había alen­
tado a Freud a reconocerlo— los cuentos de hadas albergan verdades ente­
rradas. La respuesta de Freud a su liberación de la teoría de la seducción
consistió en tomar las comunicaciones —las de sus pacientes o las suyas
propias— con más seriedad que antes, pero mucho menos literalmente.
Llegó a considerarlas mensajes codificados, distorsionados, censurados,
significativamente disfrazados. En pocas palabras, pasó a escuchar con una
atención mayor y un discernimiento más fino que nunca. Fue un período
intenso y perturbado, pero las recompensas resultaban deslumbrantes. “Ser
completamente honesto con uno mismo es un buen ejercicio”, escri­
bió. *175 Estaba abierto el camino hacia su autoanálisis sostenido, hacia el
reconocimiento del complejo de Edipo.

Hablar de autoanálisis parece contradictorio. Pero la aventura de


Freud se ha convertido en la más preciada pieza central de la mitología
psicoanalítica. Freud —dicen los analistas— inició un autoanálisis a
mediados de la década de 1890, y lo emprendió de modo sistemático desde
fines de la primavera o principios del verano de 1897 en adelante; ese acto
de paciente heroísmo, que iba a ser admirado y pálidamente imitado pero
nunca repetido, fue el acto fundador del psicoanálisis. “Para nosotros es
difícil hoy en día imaginar lo trascendente que fue ese logro —ha escrito
Ernest Jones—; esa dificultad es el destino de la mayoría de las proezas
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [125]

pioneras. Pero subsiste la singularidad de la hazaña. Una vez realizada, lo


está para siempre. Pues ninguno puede volver a ser el primero en explorar
esas profundidades”. *176
El propio Freud fue menos categórico. Sabemos que a su juicio L a
interpretación de los sueños formaba parte de su autoanálisis, y sus cartas
a Fliess abundan en referencias al progreso, y a los obstáculos, de su auto-
sondeo continuo e implacable. Pero a veces se quedaba sorprendido. “Mi
autoanálisis —le escribió a Fliess en noviembre de 1897— sigue inte­
rrumpido. He llegado a saber por qué. Sólo puedo analizarme mediante un
conocimiento logrado objetivamente (como un extraño)”. La conclusión
era triste: “El verdadero autoanálisis es imposible, de otro modo no habría
ninguna enfermedad”. Pero Freud se permitió una falta de coherencia que
solamente la total ausencia de precedentes de la tarea abordada ayudaba a
explicar. En la misma carta en la que declaraba que el autoanálisis es
imposible, recordó que antes de las vacaciones de verano le había dicho a
Fliess que “el paciente más importante para mí era mi propia persona, y
después de mi viaje de vacaciones de pronto se inició mi autoanálisis, del
que hasta entonces no había ninguna huella”. *i’7 Más tarde, en otras oca­
siones, Freud defendió el autoanálisis como una manera de conseguir que
el analista reconozca, y de tal modo neutralice, sus propios complejos.
Pero al mismo tiempo sostuvo que ser analizado por otra persona es una
senda hacia un autoconocimiento notablemente superior, is Resulta bastan­
te interesante que Freud no equiparara sistemáticamente su autoescrutinio
con un análisis completo. En su difundida Psicopatología de la vida coti­
diana habló de él en términos modestos, denominándolo “autoobserva-
ción”. *i7s Pensando en el año 1898, señaló que “a los cuarenta y tres años
empecé a centrar mi interés en los restos de mi recuerdo de mi propia
infancia”. *i” Esto suena menos estricto, menos exaltado, sin duda menos
grandioso que “autoanálisis”.
Las vacilaciones y los modestos circunloquios de Freud son pertinen­
tes. La situación psicoanalítica supone un diálogo, aunque sea unilateral.
El analista, si bien es en gran medida un compañero silencioso, ofrece
interpretaciones que se presume que el analizando no podría alcanzar por
sus propios medios. Para hablar como Freud, si pudiera alcanzarlas no
habría neurosis. Mientras que el paciente, henchido de grandiosidad o ago­
biado por sentimientos de culpa, distorsiona el mundo y su lugar en él, el

15 En 1935, Freud le recordó con energía al psiquiatra Paul Schilder (con


quien el establishment había chocado antes acerca del problema de los análisis
de formación) que en la primera generación de analistas los que no habían sido
analizados “nunca se enorgullecieron de ello”. De hecho, “siempre que fue posi­
ble” analizarse, “se hizo: Jones y Ferenczi, por ejemplo, soportaron análisis
prolongados”. Hablando de sí mismo, Freud sugirió que “uno podría quizá afir­
mar el derecho a una posición de excepción”. (Freud a Schilder, 26 de noviembre
de 1935. Freud Collection, B4, LC.)
[126] Fundamentos: 1856-1905

analista, por su lado, sin elogiar ni condenar, sino señalando concisamente


lo que el analizando dice en realidad, proporciona una visión terapéutica de
la realidad. Y —lo que es aun más importante, y por completo imposible
en el autoanálisis— el analista, relativamente anónimo y en un estado de
atención pasiva, se ofrece a sí mismo como una especie de pantalla sobre
la cual el analizando proyecta sus pasiones, su amor y su odio, su afecto y
su animosidad, su esperanza y su angustia. Esta transferencia, de la que
tanto depende la acción curativa del proceso psicoanalítico, es por defini­
ción una transacción entre dos seres humanos. Tampoco es fácil imaginar
de qué modo el autoanálisis podría reproducir la atmósfera regresiva que el
analista proporciona con su presencia invisible, incluso con su tono de
voz y con sus largos silencios. En pocas palabras, el psicoanalista es para
su analizando lo que Freud hizo de Fliess: el Otro. ¿Cómo hubiera podido
Freud, por osado u original que fuera, convertirse en su propio Otro?
Como quiera que lo llamemos, a fines de la década de 1890 Freud se
sometió a un autoescrutinio sumamente completo e intransigente, un cen­
so elaborado, profundo e incesante de sus recuerdos fragmentarios, de sus
deseos y emociones ocultos. Encarnizándose en el ordenamiento de trozos
y piezas, reconstruyó fragmentos sumergidos de su vida anterior, y con la
ayuda de tales reconstrucciones altamente personales, combinadas con su
experiencia clínica, trató de esbozar el perfil de la naturaleza humana. Para
su trabajo no contaba con precedentes ni maestros, sino que tenía que
inventar él mismo las reglas pertinentes a medida que avanzaba. Si se
comparan con el Freud explorador de su propia persona, los más desinhi­
bidos autores de autobiografías, desde San Agustín hasta Jean-Jacques
Rousseau, por profundas que hayan sido sus comprensiones y francas sus
revelaciones, resultan un tanto reservados. La hipérbole elogiosa de Emest
Jones puede aplicarse a muchas cosas. Pero hay detalles vitales del autoa­
nálisis de Freud que probablemente permanecerán osemos. Sin duda lo rea­
lizaba todos los días, pero ¿empleaba el tiempo libre que tenía por la
noche, o se analizaba en los momentos en que no había tanta actividad
durante las horas de consulta? ¿Continuaba con sus intensas meditaciones,
a menudo perturbadoras, cuando daba su paseo de la tarde, para descansar
de su condición de oyente profesional y comprar sus cigarros?
Lo que sabemos es lo siguiente. El método que Freud empleó para su
autoanálisis era el de la asociación libre, y el material en el que principal­
mente se apoyó fue el que le proporcionaban sus sueños.16 Desde luego,
no se limitaba a ellos; también recogía sus recuerdos, sus lapsus orales o
escritos, sus olvidos de ciertos versos o de los nombres de sus pacientes,

16 El 16 de diciembre de 1953, Marie Bonaparte le dijo a Emest Jones que,


en el autoanálisis de Freud, “predominantemente el análisis de sus propios sue­
ños (como usted señala con tanta pertinencia) fue su más firme sostén”. (Papeles
de Jones,. Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres).
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [127]

y permitía que esos indicios lo llevaran de idea en idea a través del “rodeo
usual” de la asociación libre. *18° Pero los sueños constituían su fuente
más fiable y abundante de información sumergida. A mediados de la década
de 1890 había dilucidado el núcleo de las neurosis de sus pacientes sobre
todo mediante la interpretación de sus sueños y, según pensaba, “fueron
sólo esos éxitos los que me animaron a perseverar”. Freud continuó su
“autoanálisis, cuya necesidad pronto se volvió clara para mí, con la ayuda
de una serie de mis propios sueños que me condujeron a través de todos
lós acontecimientos de mi infancia”. *181 Aunque pululaban en tomo a él
“montones de enigmas espeluznantes” —le dijo a Fliess— la “elucidación
de los sueños” parecía ser “el más sólido” de los recursos». *182 No sor­
prende que ese mismo autoanálisis diera forma a sueños que a continua­
ción interpretaba. Soñó que el “viejo Brücke” le asignaba la extraña tarea
de disecar la parte inferior de su propio cuerpo; interpretó que ese sueño,
sumamente condensado, se refería al autoanálisis, vinculado como estaba
con el registro de los sueños y con el descubrimiento de sus propios senti­
mientos sexuales infantiles. *183
Las cartas de Freud a Fliess demuestran que ese era un trabajo duro, a
la vez estimulante y frustrante. “Está fermentando e hirviendo a fuego len­
to en mí” escribió en mayo de 1897; sólo estaba esperando un nuevo
impulso hacia adelante. *184 Pero la comprensión no se producía obede­
ciendo a órdenes. A mediados de junio confesó que tenía una pereza total,
que intelectualmente estaba en úna pausa, vegetando en un bienestar vera­
niego: (“Desde el último impulso, nada se ha movido y nada ha cambia­
do”. *185 Pero sentía que grandes cosas estaban a punto de estallar. Cuatro
días más tarde escribió: “Creo que estoy en embrión, y sabe Dios qué cla­
se de bestia saldrá arrastrándose”. *186 Con sus pacientes había adquirido
conocimientos sobre la resistencia; en ese momento estaba exerimentán-
dola en sí mismo. “Todavía no sé lo que está sucediendo en mí”, confesó
a principios de julio. “Algo que proviene de las profundidades de mi pro­
pia neurosis ha opuesto resistencia contra cualquier progreso en la com­
prensión de las neurosis, y de algún modo esto te ha arrastrado a ti”. El
hecho de que Fliess quedara oscuramente implicado en las dificultades de
Freud convirtió esa pausa en sumamente desagradable. Pero “por algunos
días, me parece, se ha estado preparando algo que emerge de esta oscuridad.
Lo advertí mientras realizaba progresos de toda clase en mi trabajo; de
hecho, de vez en cuando algo se me aparece de nuevo”. Freud nunca subes­
timó la influencia del medio sobre la mente, y pensaba que el calor del
verano y el exceso de trabajo habían contribuido a generar esa parálisis
momentánea. *187 Sin embargo, siempre le sostenía la convicción de que,
si esperaba y seguía analizando, el material sumergido emergería a la
superficie de su conciencia.
Pero su confianza en sí mismo era débil. “Después de haberme ani­
mado mucho aquí —escribió Freud en agosto, desde su lugar de descanso
[128] Fundamentos: 1856-1905

en Aussee—, ahora estoy disfrutando de un período de malhumor”. Había


estado trabajando en la resolución de su “pequeña histeria, muy intensifi­
cada por mi trabajo”, pero el resto de su autoanálisis estaba en un
impasse. Reconoció que ese análisis era “más difícil que cualquier otro”,
pero se manifestó seguro de que “debe hacerse”. Constituía una parte
esencial de su trabajo. *188 Freud tenía razón; su autoanálisis era una eta­
pa necesaria en su camino hacia una teoría de la mente. Poco a poco, su
resistencia se desmoronó. A fines de septiembre, de retomo de las vaca­
ciones, Freud le escribió a Fliess la célebre carta que anunciaba el colap­
so de su fe en la teoría de la seducción. En octubre se había abierto paso
hasta una temeraria mezcla de autoconocimiento y claridad teórica.
“Durante cuatro días —le comunicó a Fliess a principios del mes— mi
autoanálisis, que considero indispensable para la clarificación de todo el
problema, ha estado continuando con sueños, y me ha proporcionado las
explicaciones e indicios más valiosos”. *18’ En ese momento recordó a la
niñera católica de su infancia, su visión de la madre desnuda, sus deseos
de muerte respecto del hermano menor, y otros acontecimientos reprimi­
dos de su niñez. No todos eran recuerdos precisos, pero como fantasías
demostraron ser puntos de referencia indispensables para el autoconoci­
miento.
Cuando su resistencia se exacerbaba, siguieron acosando a Freud bre­
ves y penosas interrupciones. Después le llegaban más recuerdos, más
ideas. Según se describió pintorescamente a sí mismo a fines de octubre,
se sentía como si estuviera siendo arrastrado con violencia a través de
todo su pasado, mientras sus pensamientos establecían rápidas conexio­
nes: “Los estados de ánimo cambian como los paisajes para el viajero de
un tren”. Su práctica profesional era “desesperadamente pobre”, de modo
que vivía «sólo para el trabajo “interior”». Citó al Fausto de Goethe
para transmitir una impresión acerca de su estado mental: sombras ama­
das emergían como un mito antiguo y un tanto descolorido, trayendo
con ellas la amistad y el primer amor. “También primeros sobresaltos y
disensiones. Muchos tristes secretos de la vida retroceden aquí hasta sus
primeras raíces; muchos orgullos y privilegios toman conciencia de sus
modestos orígenes”. Según dijo, había jomadas en las que se arrastraba
de aquí para allá porque no lograba sondear el significado de un sueño o
fantasía, y después llegaban “los días en que un relámpago de luz ilumi­
naba las conexiones y me permitía entender lo que había sucedido antes
como una preparación para el presente”. *i’° Le parecía que no sólo todo
era infinitamente difícil, sino también sumamente desagradable; casi
todos los días, el autoanálisis arrojaba deseos perversos y actos vergon­
zosos. Sin embargo, se sentía animado al desprenderse de una ilusión
tras otra acerca de sí mismo. A principios de octubre de 1897 le escribió
a Fliess que hallaba imposible transmitirle “cualquier idea acerca de la
belleza intelectual del trabajo”. Belleza intelectual: en Freud siempre
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [129]

hubo algo de sensibilidad estética ante la eventual elegancia de sus des­


cubrimientos y formulaciones.
En ese momento, todo ocupaba su lugar. Estableció que sus recorda­
das “pasión hacia la madre y celos del padre” eran algo más que una idio-
sincracia personal. Más bien —le dijo a Fliess— la relación edípica del
niño con sus padres es “un hecho general en la primera infancia”. Estaba
seguro de que se trataba de una “idea de valor general” capaz de explicar
“la fuerza cautivadora de Edipo Rey", y quizá la de Hamlet. *192 Otros
descubrimientos alarmantes se amontonaron en esos días: el sentimiento
de culpa inconsciente, las etapas del desarrollo sexual, el vínculo causal
entre los mitos generados internamente (“endopsíquicos”) y las creencias
religiosas, la “novela familiar” (en la cual muchos niños despliegan
grandiosas fantasías acerca de sus padres), la naturaleza reveladora de los
lapsus y los actos fallidos, la fuerza de los sentimientos agresivos repri­
midos, y (siempre los tenía presentes) los intrincados mecanismos de la
producción de los sueños. Incluso recordó una explicación psicológica de
la adicción: era una masturbación desplazada, idea ésta de peculiar impor­
tancia para él, en vista de su irreprimible necesidad de fumar cigarros”.

A pesar de ese torrente de comprensiones, que se concentraron


sobre todo entre el otoño de 1897 y el de 1898, todavía lo abrumaban, con
intermitencia, momentos de aridez y desaliento. De un modo extraño en
él, Freud (que había confesado no saber beber en absoluto: “la menor hue­
lla de alcohol me vuelve completamente estúpido”) *193 estaba recurriendo
al vino a discreción. Buscaba “fuerza en una botella de Barolo”, *194 le
pedía ayuda al “amigo Marsala”, *195 y declaraba que el vino era “un buen
amigo”. *i» Un vaso o dos le permitían sentirse más optimista que estan­
do sobrio, pero no podía mitigar sus dudas por mucho tiempo. Además lo
avergonzaba —le dijo a Fliess— el “abandonarme a un nuevo vicio”. *197
Admitió que a veces era como si estuviera “reseco; alguna fuente dentro de
mí se seca y todos los sentimientos se marchitan. No quiero describirlo
demasiado, pues se parecería demasiado a una queja”. *198
Por fortuna, los hijos seguían deleitándolo mientras crecían ante su
mirada, y mantuvo informado a Fliess sobre una molesta diarrea de Sop-
hie, las más agudas observaciones de Oli, o la escarlatina de Ernstl.
“Annerl esta desarrollándose encantadoramente; es del tipo de Martin,
física y mentalmente”, dice un afectuoso texto. “Las versificaciones de
Martin, combinadas con ironías respecto de él mismo, son de lo más
divertidas”,*1" Tampoco olvidaba el interés de Fliess en recoger mate­
rial concerniente a sus teorías de los ciclos biorrítmicos. Su hija mayor,
Mathilde, estaba madurando con rapidez, y en junio de 1899, con la pre­
cisión que Fliess buscaba, Freud le informó de que la niña había empe­
zado a menstruar. “El 25 de junio, Mathilde selló su entrada en la femi­
neidad, un poco prematuramente”. *2™ Pero la tensión de escribir el libro
[130] Fundamentos: 1856-1905

de los sueños a menudo le entristecía. Se preguntaba si estaba enveje­


ciendo (tenía algo más de cuarenta años) o quizá padeciendo “oscilacio­
nes periódicas” en sus estados de ánimo. *201 Esos cambios periódicos
afectaban a Freud una y otra vez, pero su efecto era breve, y se había
acostumbrado lo suficiente a ellos como para no prestarles atención.
Seguía necesitando a Fliess como audiencia; para su infinito deleite,
Fliess continuaba proporcionándole “el regalo de un Otro”, un “crítico y
lector” de la calidad más alta. Reconoció que no podía realizar su trabajo
sin contar con algún público, pero se manifestó contento con un público
de uno; contento —le aseguró a Fliess— de estar “escribiendo sólo para
ti”. *202
Sin embargo, la dependencia de Freud estaba a punto de marchitarse.
Uno de los beneficios de su autoanálisis consistió en que fue descubrien­
do gradualmente las enmarañadas raíces de su confianza en su “daimon”
de Berlín, con lo cual aceleró su emancipación respecto del Otro. Siguió
compartiendo sus pensamientos con Fliess, le envió capítulos del libro
de sueños, y atendió a sus consejos acerca de cuestiones de estilo y de
anonimato de sus sujetos. Incluso permitió que Fliess vetara un epígrafe
“sentimental” de Goethe. *203 Su sometimiento al juicio editorial de
Fliess iba a ir incluso más allá: ante la insistencia de su amigo, y no
sin alguna protesta, Freud suprimió del texto un sueño importante. “Un
bello sueño y ninguna indiscreción —escribió resignado— son dos cosas
que no se dan juntas”. *204 Pero siguió lamentándolo. *205 No obstante, el
prolongado trabajo de Freud con su obra maestra estaba a punto de llegar
a su fin. “El tiempo de gestación pronto se habrá cumplido”, le escribió
a Fliess en julio de 1898. *206 Se refería a Ida Fliess, la esposa de su
amigo, pero resultaba evidente la asociación con su propio estado, con
su largo y creativo tiempo de elaboración. Fliess, la comadrona del psi­
coanálisis, había cumplido con su deber y pronto podría retirarse del
escenario.
Freud no prescindió de Fliess sólo porque ya no lo necesitaba.
Cuando por fin advirtió el verdadero perfil de la mente de Fliess (su mis­
ticismo subyacente y su obsesivo compromiso con la numerología), y
cuando llegó a reconocer que algunas apasionadas convicciones de Fliess
eran desesperadamente incompatibles con las suyas, la amistad quedó
condenada. A principios de agosto de 1900, los dos hombres se encontra­
ron en el Achensee, cerca de Innsbruck, un lugar idílico pensado para el
relax y el descanso del turista veraniego. Pero discutieron con violencia.
Se atacaron recíprocamente en sus puntos más sensibles y ferozmente
defendidos: el valor, la validez misma del trabajo de cada uno. Ese fue su
último “congreso”, la última vez que se vieron. Siguieron manteniendo
correspondencia por algún tiempo, cada vez más espaciadamente. Al
escribirle a Fliess en el verano de 1901, Freud volvió a recitar, agradeci­
damente, las deudas que tenía con el berlinés, pero con brusquedad le
La CONSTRUCCION DE LA TEORIA [131]

manifestó que ya estaban separados y que tanto en lo personal como en


lo profesional “tú has alcanzado los límites de tu perspicacia”. *207 Fliess
había desempeñado un papel distinguido en la prehistoria del psicoanáli­
sis, pero después de 1900, al desarrollarse la historia de la disciplina, la
parte que le tocó en suerte fue mínima.
Tres
----------- I.'.';.... .. -I---------------

Psicoanálisis

Freud utilizó por primera vez el decisivo término “psi­


coanálisis” en 1896, en francés y después en ale­
mán. *1 Pero había estado avanzando había el psicoa­
nálisis con su trabajo desde algún tiempo antes. Por
cierto, el famoso diván analítico, regalo de una pacien­
te agradecida, formaba parte del mobiliario de su con­
sultorio cuando se mudó a Berggasse 19, en septiembre de 1891.1 Al prin­
cipio había estado bajo la influencia de Breuer, pero después pasó, como
hemos visto, de la hipnosis a la cura catártica, mediante la palabra, y con­
tinuó adaptando gradualmente los métodos de Breuer, hasta que a mediados
de la década de 1890 se vio lanzado al psicoanálisis. Algunas de sus ideas
más iconoclastas, prenunciadas sin que se reconociera toda su importan­
cia, databan de sus investigaciones y observaciones clínicas de principios
de la década. Freud las elaboró, primero sin prisa, y después, desde 1897
en adelante, a medida que su autoescrutinio producía resultados, apurando
la marcha, esparciéndolas en un puñado de artículos publicados y en suce­
sivas cartas a Fliess. Durante más de tres décadas, Freud continuó corri­
giendo y precisando su mapa mental, redefiniendo la técnica psicoanalíti-

1 Entre algunos apuntes que Marie Bonaparte reunió para una biografía de
Freud, se cuenta la siguiente anotación sin fecha, escrita en francés: “Madame
Freud me informó de que el diván analítico (que Freud llevó consigo a Londres)
le fue regalado por una paciente agradecida, Madame Benvenisti, aproximada­
mente en 1890”. (Ibíd.)
[134] Fundamentos: 1856-1905

ca, revisando sus teorías de las pulsiones, de la angustia, y de la sexuali­


dad femenina; además hizo una incursión en la historia del arte, la antro­
pología especulativa, la psicología de la religión y la crítica de la cultura.
Pero en la época en que publicó La interpretación de los sueños, a fines de
1899, los principios del psicoanálisis ya estaban en su puesto. Sus Tres
ensayos sobre teoría sexual, publicados en 1905, fueron el segundo texto
cardinal que explicaba esos principios, pero el libro de los sueños fue el
primero, y Freud lo consideraba la clave de su obra. “La interpretación de
los sueños — dijo con énfasis— es el camino real hacia el conocimiento
de lo inconsciente en la vida mental.” *2*

El secreto de los sueños

La interpretación de los sueños trata sobre algo más


que los sueños. Es una autobiografía a la vez sincera y
digna, tan cautivadora por lo que omite como por lo
que revela. Incluso en la primera edición (que es más
breve que las siguientes) hay un inventario de las ideas
psicoanalíticas fundamentales —el complejo de Edipo,
el trabajo de represión, la lucha entre deseo y defensa— y un rico material
proveniente de los historiales. Incidentalmente, proporciona nítidas viñe­
tas del mundo médico vienés, en el que proliferaban las rivalidades y la
búsqueda de un estatus, y de la sociedad austríaca, corroída por el antisemi­
tismo al final de sus décadas liberales. Se abre con un exhaustivo informe
bibliográfico acerca de los textos sobre el sueño, y concluye, en el difícil
capítulo séptimo, con una amplia teoría de la mente. En resumen, el
género de la obra maestra de Freud es indefinible.
Pero su argumento es la lucidez misma. Sin embargo, Freud, un esti­
lista escrupuloso, tenía reparos en cuanto a la forma de presentación. L a
interpretación de los sueños —confesó en el Prefacio de la segunda edi­
ción— era “difícil de leer”. *3 Sus evaluaciones vacilaban mientras traba­
jaba en el libro. “Estoy absorto en el libro de los sueños, escribiéndolo
fluidamente”, *4 le comunicó a Fliess a principios de febrero de 1898, y
unas semanas más tarde declaró que “el libro de los sueños”, del que ya
había escrito varios capítulos, “está gestándose atractivamente”. *5 Pero
en mayo criticó el capítulo que Fliess leía en ese momento, como “esti­
lísticamente todavía muy tosco, y en algunas partes mal presentado, es
decir, sin vigor”. *6
Sus recelos no desaparecieron al acercarse el momento de la publica­
ción. El esfuerzo le estaba provocando “una gran zozobra”, *7 y temía que
PSICOANALISIS [135]

el hecho resultaría perceptible en el libro, aunque el material de los sueños


fuera en sí mismo inexpugnable. “Lo que me disgusta —observó en sep­
tiembre de 1899, mientras leía las pruebas— es el estilo, totalmente inca­
paz de hallar la expresión noble y simple, que cae en circunloquios gracio­
sos, orientados a presentar imágenes.” Dio desahogo a su desilusión con
un chiste tomado del semanario satírico alemán Simplicissimus, que él
leía regularmente, y del que disfrutaba. «Conversación entre dos camaradas
militares: “Camarada, ¿te has comprometido con una novia sin duda encan­
tadora, hermosa, ingeniosa, graciosa? —Cuestión de gustos; a mí no me
gusta.” Esa es exactamente mi situación ahora.» *8 Aguijoneado por su
fuerte “sentido de la forma”, por su “apreciación de la belleza como una
especie de perfección”, temía que las “oraciones tortuosas de mi libro de
los sueños, bizqueando ante las ideas e inflándose con sus palabras obli­
cuas, hayan ofendido seriamente un ideal interior”, y que indicaran “un
dominio inadecuado del material”. *’
No estaba en absoluto sereno. El enigmático lema tomado del libro
séptimo de la Eneida de Virgilio (que eligió después de que Fliess vetara el
“sentimental”, recogido en Goethe) sugiere sutilmente que se sentía a la
vez nervioso y dispuesto a encolerizarse. Su propia interpretación de Flec-
tere si nequeo Superos, Acheronta movebo2 era bastante directa: el verso
resume concisamente la tesis fundamental de que los deseos, rechazados
por “las autoridades mentales superiores”, recurrían al “submundo mental
(el inconsciente)” para lograr su meta. 3*>° Pero el tono truculento de esas
palabras, pronunciadas por una Juno enfurecida después de que las otras
diosas del Olimpo frustraran sus deseos, sugiere algo más. Se adecuaban
al ánimo desafiante de Freud. Al leer las pruebas de imprenta en septiem­
bre de 1899, le predijo a Fliess que se produciría “un clamor ultrajado”,
una verdadera “tempestad de truenos” por el disparate, la tontería que había
producido: “¡Entonces voy a tener realmente noticias de ellos!” *n El
libro de los sueños iba a dejar impasibles a los poderes superiores de Vie-
na; los profesores carentes de imaginación que habían dicho que sus ideas
eran un cuento de hadas, los burócratas mojigatos que no le otorgaban el
título de profesor, con toda probabilidad no se convertirían a su modo de
pensar. No importaba: levantaría contra ellos a los poderes del infierno.

El disgusto de Freud con su presentación estaba tan injustificado


como su anticipación de que estallaría una tormenta de truenos. Como en

2 “Si no puedo dominar los poderes superiores, moveré las regiones infer­
nales.”
3 Cuando Freud le mencionó por primera vez esas palabras a Fliess, en una
carta de fines de 1896, comentó que quería emplearlas como lema del apartado
sobre la formación de síntomas en un libro que estaba proyectando acerca de la
psicología de la histeria. (Véase Freud a Fliess, 4 de diciembre de 1896, Freud-
Fliess, 217 [205].)
[136] Fundamentos: 1856-1905

muchos otros casos, Freud no era entonces un juez impecable de su propia


obra. Desde luego, a la arquitectura de su libro de los sueños le faltaba
cohesión, y el conjunto se vio inflado mediante material que el autor fue
añadiendo edición tras edición. En los primeros cuatro capítulos, Freud
enuncia su teoría general de los sueños con paso vivo, deteniéndose sólo
en los sueños a modo de ejemplo y su interpretación, pero de allí en ade­
lante se vuelve más pausado y se permite el lujo de ser expansivo, al deta­
llar las diversas variedades de sueños y rastrearlos desde sus motivos inme­
diatos hasta sus orígenes en causas lejanas. El capítulo sexto, sobre el
trabajo realizado por los sueños, fue ampliado en ediciones posteriores
hasta pasar a ser casi tan largo como los primeros cinco juntos. Y el capí­
tulo final, el famoso séptimo capítulo, “filosófico”, es austero, altamente
técnico. Pero la solidez de la presentación y la elegancia de las pruebas no
se vieron afectadas.
Freud desplegó sagazmente sus tácticas estilísticas al servicio de su
mensaje: los ejemplos de sueños presentan el argumento, la anticipación
de objeciones desarma la crítica, y el tono coloquial, así como las alusio­
nes literarias, aligeran la carga del lector. Citó con facilidad soberana a
Sófocles y Shakespeare, Goethe y Heine, Mozart y Offenbach, y las can­
ciones populares. Según su propia metáfora maestra, La interpretación de
los sueños, no era un edificio, sino un excursión con guía: “Todo está dis­
puesto como la fantasía de un paseo. Al principio, el bosque oscuro de los
autores (que no ven los árboles), desesperado, lleno de caminos equivoca­
dos. Después una oculta y estrecha senda a través de la cual conduzco al
lector —mi sueño modelo con sus peculiaridades, detalles, indiscreciones
y chistes malos—, y de pronto la cumbre, el panorama y la pregunta: Por
favor, ¿adónde quiere usted ir ahora?” *12 A pesar de sus lamentaciones
acerca de las “superficies ásperas” del texto, *13 de todas sus dudas, Freud
invitaba a su audiencia a que confiaran en él como cicerone.
De manera adecuada, Freud inicia el libro con una provocadora mues­
tra de confianza: “En las páginas siguientes proporcionaré pruebas de que
hay una técnica psicológica que permite la interpretación de los sueños, y
que con la aplicación de ese procedimiento todo sueño se revela como una
estructura psíquica significativa, que puede insertarse en un punto concreto
de las actividades mentales de la vida consciente”. *14 Freud sostenía no
sólo que los sueños tienen significados abiertos a la interpretación, sino
también que sólo pueden interpretarse si se sigue su procedimiento.
Advertía al lector que estaba a punto de lanzarse a un trabajo de gran
envergadura.
Freud subrayó esas pretensiones empezando por examinar, con pacien­
te escrupulosidad, los textos sobre los sueños: tratados filosóficos y
monografías psicológicas, antiguos y modernos. En febrero de 1898,
mientras se entregaba a la desagradable tarea de estudiar los escritos de sus
predecesores en el tema, se quejó con amargura (en una carta a Fliess) de
PSICOANALISIS [137]

aquel trabajo ineludible pero desalentador: “¡Si no tuviera también que


leer! La pequeña literatura ya existente me disgusta mucho.” *a Confec­
cionar su informe bibliográfico le pareción “un castigo horrible”. *16 Y lo
que es peor, con el correr de los meses descubrió que tenía que leer mucho
más de lo que había imagindo. Todavía en agosto de 1899, con parte del
libro ya en la imprenta, Freud seguía descontento. Pero reconocía que el
capítulo introductorio actuaba como un escudo de todo el resto; no quería
poner en manos de los “sabios” (escribió la palabra entre comillas burlo­
nas) “un hacha para matar al pobre libro”. *w La caminata por el oscuro
bosque de los autores anteriores realizada en ese capítulo servía para poner
de manifiesto la pobreza esencial de las teorías ya existentes sobre los sue­
ños.
A cada tesis —se quejaba Freud— es posible encontrarle una contrate­
sis. Tuvo palabras apreciativas para algunos investigadores. El autor alemán
F.W. Hildebrandt había percibido la estructura del trabajo del sueño en su
estudio Los sueños y su utilización en la vida, publicada en 1875; el archi­
vista, etnógrafo e historiador de la magia francés, Alfred Maury había reali­
zado algunos brillantes experimentos sobre su propia producción de sueños,
e informó acerca de ellos en El dormir y los sueños, en 1878; el prolijo
pero imaginativo profesor de filosofía Kart Albert Schemer (cuyo interés
principal era la estética) había encontrado el significado de los símbolos y
publicado sus hallazgos en una monografía de 1861, La vida de los sueños.
Con agradecimiento, Freud manifiesta su reconocimiento a esos y otros
pensadores que captaron una huella de la verdad. Pero ninguno la poseía por
completo. Era necesario empezar de nuevo.
Por lo tanto, el segundo capítulo, en el que Freud abordaba el método
de la interpretación de los sueños, se completaba con el análisis de un sue­
ño modelo: el sueño de la inyección de Irma. Pero antes de que se sintiera
listo para exponer su método, Freud anunciaba un tanto maliciosamente la
afinidad de sus descubrimientos con las supersticiones populares. Después
de todo, con la excepción del ilegible Scherner, ningún investigador
moderno había considerado que los sueños merecieran una interpretación
seria; las interpretaciones quedaron reservadas a la “opinión lega”, *« a las
masas ignorantes que de modo oscuro sentían que los sueños son mensajes
legibles.
Son mensajes —coincidía Freud—, pero no los que espera el público
lego. Su significado no puede develarse con el método común de asignar a
cada detalle onírico una significación simbólica definida, única; tampoco
sirve leer el sueño como un criptograma que hay que decodificar por medio
de una clave ingenua. Freud declara llanamente que “ambos procedimien­
tos interpretativos populares” son inútiles. En lugar de ellos, recomendaba
el método catártico de Breuer, tal como él lo elaboró y modificó en su
propia práctica: el que sueña debe emplear la asociación libre, abandonan­
do su acostumbrada crítica racional de los meandros mentales, para recono-
[138] Fundamentos: 1856-1905

cer su sueño como lo que es: un síntoma. Tomando cada elemento del sue­
ño por separado (como en el antiguo método descodificador, de tal modo
aprovechado con propósitos científicos) y usándolo como punto de partida
para la asociación libre, el que sueña o su analista finalmente descifraban
su significado. Freud sostenía haber interpretado con esta técnica más de
mil sueños propios y de sus analizandos. El resultado fue una ley general:
“Los sueños son realizaciones de deseos.” *»
Esta formulación suscita de inmediato un interrogante, del que Freud
se desembaraza en el más breve de los capítulos. La realización de deseos
¿es la ley universal de los sueños, o simplemente la lectura adecuada del
sueño de la inyección de Irma? Freud presenta un variado catálogo de
ejemplos, e insiste en que esa ley es válida para todos los sueños, aunque
pueda parecer lo contrario. Cada excepción aparente a esa afirmación tajan­
te, al ser examinada, se convertía a juicio de Freud en una prueba más.
Cada una era una variación sutil de un tema único.4

Uno de los primeros sueños que proporcionaron a Freud un indicio


de esta ley precedió en casi cinco meses al sueño de la inyección de Irma.
Era un “sueño de indolencia”, (Bequemlichkeitstraum), divertido y translú­
cido, que tuvo un médico joven e inteligente, conocido suyo (en realidad,
sobrino de Breuer). Disfrazado como “Pepi” en La interpretación de
los sueños, era alguien a quien le gustaba dormir hasta tarde. Una mañana,
cuando su patrona trató de despertarlo llamándolo a través de la puerta,
Pepi soñó que ya estaba en el hospital, de modo que no necesitaba levan­
tarse. Se dio la vuelta y continuó durmiendo. *21 Pero —insistirá el críti­
co—, muchos sueños no parecen realizar ningún deseo. Pueden representar
o suscitar angustia, o desarrollar un argumento neutral, por completo
exento de emociones. ¿Por qué habría que considerar que tales sueños
angustiosos o indiferentes son casos de realización de deseos? ¿Y por qué
tendrían que disfrazar su significado? “Cuando en el trabajo científico la
solución de un problema presenta dificultades —replica Freud—, a menu­
do es bueno abordar un segundo problema, del mismo modo que resulta
más fácil abrir dos nueces apretando una contra la otra que tomándolas por
separado.” *22 La solución reside en la distorsión, que proporciona la clave
esencial del trabajo que quien sueña realiza de modo inconsciente mientras
está soñando.
Para preparar la explicación de la distorsión, Freud introduce una dis­

4 Sólo en 1920, en una comunicación dirigida a un congreso internacional


de psicoanálisis, Freud hizo lugar a una excepción: la clase de los sueños trau­
máticos, sueños que recuerdan accidentes recientes o traumas infantiles. E inclu­
so éstos resultaron no ser una excepción absoluta: los sueños traumáticos tam­
bién encajan en la teoría de la realización de deseos en cuanto materializan el
deseo de dominar el trauma por medio de su elaboración. (Véase “Complementos
a la doctrina de los sueños” [1920], SE XVIII, 4-5.)
PSICOANALISIS [139]

tinción crucial entre el sueño manifiesto y los pensamientos oníricos


latentes. El primero es lo que el individuo sueña y recuerda más o menos
vagamente al despertar; los segundos, los pensamientos latentes del sue­
ño, están ocultos, y si emergen lo hacen sólo densamente velados, y hay
que decodificarlos. Los sueños de los niños, que constituyen una excep­
ción, son a la vez, y paradójicamente, aburridos e informativos: “Los sue­
ños de los niños pequeños son frecuentemente puras realizaciones de de­
seos”, y por lo tanto “no presentan enigmas que haya que resolver”, pero
son “de inestimable valor para la demostración de que los sueños, en su
naturaleza más íntima, significan la realización de un deseo”. Con total
desnudez, en tales sueños se come un dulce prohibido o se realiza una
excursión prometida. Prácticamente no requieren ninguna interpretación.
Para ilustrar este punto, Freud recoge sueños de sus pequeños hijos e
hijas; en un ejemplo encantador aparece Anna, la futura psicoanalista,
citada por su nombre. A los diecinueve meses de edad, la niflita había
vomitado una mañana, y tenía que ayunar todo el día. Por la noche, los
padres la oyeron gritar con excitación en sueños, usando su propio nom­
bre (como era su costumbre en aquel entonces) para querer decir que estaba
tomando posesión de algo: “Anna F’eud, f’esas, f’esas silvestres, om’let,
budín”. Ese “menú” —comenta Freud— “incluía casi todo lo que debía de
parecerle una comida deseable”
En los adultos, por otro lado, el disimulo se convierte en una segunda
naturaleza: la buena educación en la vida cotidiana y, dramáticamente, la
censura de la prensa, son los modelos que los que sueñan imitan cuando
encubren sus deseos con máscaras de aspecto inocuo y prácticamente
impenetrables. En pocas palabras, el sueño manifiesto es lo que la censura
interior del que sueña permitirá que emerja a la superficie de la conciencia:
“De modo que podríamos establecer el origen de la forma de los sueños en
dos fuerzas (corrientes, sistemas) psíquicas, de las cuales una da forma al
deseo que debe expresarse mediante el sueño, mientras que la otra ofrece la
censura de ese deseo del sueño y provoca una distorsión de su expre­
sión”. *M El reconocimiento de que el sueño incluye tanto un contenido
manifiesto como pensamientos latentes le permite al intérprete llegar has­
ta los conflictos que los sueños encaman y disfrazan.
Estos conflictos se zanjan usualmente mediante la confrontación vio­
lenta de las pulsiones que quieren gratificación con las defensas que quieren
negarla. Pero el sueño puede también presentar enfrentamientos de otra cla­
se: los deseos pueden chocar entre sí. En 1909, en la segunda edición de
La interpretación de los sueños, probablemente irritado por las objeciones
puestas a su teoría, Freud agregó un notable ejemplo de ese conflicto
inconsciente; sus pacientes, «resistiéndoseme», por lo general producían
sueños en los cuales existía un deseo visiblemente frustrado. Esos “sueños
antideseo”, como los denominó él, desplegaban el deseo de demostrar
que Freud estaba equivocado. Pero no lo llevaron a dudar de que estaba en
[140] Fundamentos: 1856-1905

lo cierto; incluso el sueño de angustia, que parecía una espectacular refuta­


ción de la teoría freudiana, no lo era en absoluto. Se trataba de un sueño
que representaba un deseo producido en el inconsciente pero repudiado por
el resto de la mente; de ahí que el sueño manifiesto estuviera cargado de
angustia.5 Por ejemplo, un niño reprime como totalmente inaceptable el
deseo sexual que le despierta su madre, pero ese deseo persiste en el incons­
ciente y habrá de emerger de un modo u otro, quizás en un sueño de angus­
tia. Lo que Freud proponía en ese punto, en consecuencia, no era una reti­
rada con respecto a su formulación original, sino una ampliación: “Un
sueño es la realización (disfrazada) de un deseo (suprimido, reprimido)". *“

Con la primera proposición general encauzada ya a su gusto, Freud


deja de lado el tema de la realización de los deseos y vuelve sobre sus
pasos, enfocando la teoría del sueño desde “un nuevo punto de partida” para
sus “vagabundeos” a través de los problemas del sueño”. Apunta entonces
a sus materiales y fuentes característicos. Una vez preparado el camino
mediante la distinción entre los aspectos manifiesto y latente del sueño,
procede a demostrar que aunque uno y otro están significativamente vincu­
lados, difieren en alto grado. Un sueño se basa invariablemente en mate­
riales recientes, pero sometido a interpretación conduce a un pasado muy
distante; por deshilvanado o extravagante que sea el argumento recordado,
apunta a problemas de importancia cardinal para el que sueña. Freud con­
cluye de modo y un poco ominoso: “No hay incitadores del sueño indife­
rentes; por lo tanto, tampoco hay sueños inocentes”. *27
Una paciente de Freud soñó que había colocado una vela en un cande­
labro, pero la vela se rompió, de modo que no podía sostenerse adecuada­
mente. Siempre en su sueño, los compañeros de escuela le decían que era
torpe, pero el maestro afirmó que ella no tema la culpa. En el universo
freudiano, una vela que no se sostiene evoca la imagen de un pene flácido.
Hoy en día esto no parece nuevo, pero cuando Freud publicó ese sueño, y
otros análogos, sus interpretaciones eróticas ofendieron a un público a la
defensiva y escandalizado, al que le parecieron signos de una monomanía
indecente. Sin desalentarse, Freud, al interpretar ese sueño, afirmó que su
simbolismo era “transparente”. Después de todo, “una vela es un objeto
que puede excitar los genitales femeninos; cuando está rota, de modo que

5 Freud elaboró este capcioso argumento en una larga nota a pie de página
agregada en 1919 (véase La interpretación de los sueños, SE V, 580-581 n).
Ese planteamiento da lugar a la incómoda pregunta de si pretende estar en lo
cierto en todas las situaciones, de modo que su teoría no puede ser refutada: un
sueño fácilmente interpretable como una realización de deseos la confirma, y
también lo hace un sueño angustiado, que parece ser exactamente lo opuesto.
La explicación reside en la concepción freudiana de la mente como un conjunto
de organizaciones en conflicto recíproco; lo que quiere una parte de la mente,
es probable que otra lo rechace, a menudo con la aparición de mucha angustia.
PSICOANALISIS [141]

no puede sostenerse convenientemente, significa la impotencia del hom­


bre”. Cuando Freud se preguntó en voz alta si esa joven bien educada y
cuidadosamente protegida tenía alguna idea de ese posible uso de una vela,
la propia paciente lo ilustró. Pudo recordar que en una oportunidad, yendo
en un bote de remos por el Rin, junto a ella y su esposo había pasado
otro bote, lleno de estudiantes que cantaban animadamente una canción
sobre “la reina de Suecia que, con las persianas cerradas... con velas Apo­
lo”. Ño había oído o entendido las palabras intermedias, que eran “se mas-
turbaba”, de modo que el esposo le había explicado de qué se trataba. La
asociación libre la llevó desde “las persianas cerradas” de aquellos versos
obscenos a la torpe acción que ella había realizado alguna vez en el inter­
nado y que estallaba en el sueño para prestar a sus pensamientos sexuales
un manto inofensivo. ¿Y “Apolo”? Era una marca de velas, y relacionaba
ese sueño con otro anterior en el que aparecía algo acerca de la “virginal”
Palas Atenea, «Sin duda —repitió Freud lacónicamente—, todo esto está
lejos de ser inocente.»
Sin embargo, los incitadores inmediatos del sueño son en general bas­
tante inofensivos. Todo sueño, sostenía Freud, presenta “un punto de con­
tacto con los acontecimientos del día anterior. Todos los sueños que he
considerado, míos o de otra persona, confirmaron siempre esta experien­
cia”. *M Esos “restos diurnos” (como los llamó) suponen a menudo el
acceso más fácil a la interpretación. Tomemos, por ejemplo, el breve sue­
ño de Freud acerca de la monografía botánica, en el cual vio ante sí un
libro ilustrado que había escrito, con un espécimen vegetal seco pegado en
cada ejemplar; el incitador de ese sueño había sido una monografía sobre
ciclámenes que vio en el escaparate de una librería la mañana anterior. *3°
Sin embargo, en casi todos los casos, el sueño toma en última instancia
sus ingredientes esenciales de la infancia del que sueña.
Investigadores anteriores como Maury ya habían observado que el
material infantil podía abrirse camino hasta el sueño manifiesto del adul­
to; los sueños recurrentes, que se empiezan a tener en la infancia y vuel­
ven años más tarde a obsesionar las noches de quien sueña, son otra mues­
tra de la ágil acrobacia de la memoria humana. Pero para Freud sólo el
material infantil que puede descubrir la interpretación, el material oculto
en los pensamientos oníricos latentes, era verdaderamente atractivo. Tan
atractivo le parecía que le dedicó todo un apartado del libro, y narró algu­
nos de sus propios sueños, completados con revelaciones autobiográficas
extensas y sumamente íntimas. Estaba dispuesto a demostrar, a partir de
sus recuerdos personales, que “aún puede encontrarse niño, con sus
impulsos, subsistiendo en el sueño”. *31 Es en esas páginas donde Freud
confesó sus ambiciones, explayándose en detalles penosos, y relató el epi­
sodio del poeta ambulante del restaurante del Prater, que le predijo un gran
futuro político. También allí reveló su atormentado deseo, durante mucho
tiempo acariciado y frustrado, de visitar Roma.
[142] Fundamentos: 1856-1905

Uno de los mas indiscretos sueños autobiográficos que Freud analizó


en La interpretación de los sueños es el muy citado sueño del conde Thun.
En su análisis reúne un registro detallado de los acontecimientos diurnos
que lo desencadenaron, y una interpretación aun más detallada. Los aconte­
cimientos diurnos del sueño sobre el conde Thun muestran a Freud con su
ánimo más expansivo, incluso belicoso. En la Estación Oeste de Viena,
de camino a unas vacaciones veraniegas en Aussee, ve al conde Thun, el
político reaccionario austríaco que fue durante poco tiempo primer minis­
tro, en su actitud más arrogante, y se llena de “todo tipo de ideas insolen­
tes y revolucionarias”. Tararea para sí la famosa aria del primer acto de
Las bodas de Fígaro, en la que el plebeyo desafía con atrevimiento al con­
de para que baile, y después la asocia con la excitante comedia de Beau-
marchais que sirvió de base al libreto de Da Ponte para la ópera de Mozart.
Freud había visto la obra en París y (esto es importante) recordaba la fir­
me protesta del héroe contra el gran caballero que no tenía otro mérito que
el de haberse tomado el trabajo de nacer. 6*32
Ese era el Freud político, el burgués liberal que se consideraba tan
bueno como cualquier conde. Pero al descubrir la energía que impulsa el
sueño del conde Thun, gracias al rastreo de una elaborada red de asociacio­
nes, Freud estaba retrotrayéndose a episodios infantiles durante mucho
tiempo olvidados. Eran menos políticos que los incitadores inmediatos del
sueño, pero tenían la misma pertinencia, y sin duda formaban parte de los
fundamentos de sus actitudes políticas de autorrespeto. El más significati­
vo de tales episodios, al que ya nos hemos referido, presentaba a Freud
orinando en el dormitorio de los padres, tal vez a los siete u ocho años,
cuando el padre le dijo que nunca llegaría a nada. «Tuvo que haber sido un
golpe terrible para mi ambición —comentó Freud—, pues en mis sueños
seguían reapareciendo alusiones a esa escena, regularmente vinculadas con
enumeraciones de mis logros y éxitos, como si yo quisiera decir: “Ya lo
ves, después de todo he llegado a algo”.» *33
No necesariamente toda fuente significativa del sueño tiene que rastre­
arse hasta la infancia. El sueño sobre la monografía botánica llevó a Freud
a pensar en su esposa (a la que sólo en raras ocasiones le regalaba flores),
en su monografía sobre la planta de la coca, en una conversación reciente
con su amigo el doctor Kónigstein, en su sueño de la inyección de Irma,
en su ambición como científico, y también en el día remoto (tenía en
aquel entonces cinco años y la hermana no llegaba a tres) en que el padre

6 La letra del aria, tal como Freud la cita, dice: “Se vuol ballare, signor
contino,/Se vuol ballare, signor contino,/Il chitarino le suonerò”. Freud no
menciona a Heinrich Heine, uno de sus poetas satíricos favoritos aunque muy
bien podía haberlo tenido en mente. Heine había utilizado esos mismo versos
como lema de Los baños de Lucca, su devastador ataque dirigido al conde Pla-
ten, el poeta homosexual, de quien imaginaba que era su enemigo y que se
encontraba a la cabeza de una conspiración contra él.
PSICOANALISIS [143]

le dio un libro con láminas coloreadas para arrancar, un recuerdo feliz y


aislado de sus primeros años.

De caza en las frondosas selvas de la experiencia infantil, Freud


retornó con algunos trofeos fascinantes, ninguno tan espectacular, o tan
polémico, como el complejo de Edipo. Por primera vez anunció esa idea
trascendental en el otoño de 1897, escribiéndole a Fliess.7 Ahora bien, en
La interpretación de los sueños la elaboró sin emplear todavía el nombre
con el cual entró en —en realidad dominó— la historia del psicoanálisis.
La introdujo, de modo bastante adecuado, en una sección sobre sueños
típicos, entre los cuales los concernientes a la muerte de seres queridos
requerían algún comentario sobrio. Las rivalidades entre hermanos, las
tensiones entre madres e hijas o padres e hijos, los deseos de muerte diri­
gidos contra miembros de la familia, son hechos que parecen perversos y
antinaturales. Ofenden la piedad oficial más apreciada, pero —observó
Freud secamente— no son un secreto para nadie. El complejo de Edipo,
encamado en mitos, tragedias, y sueños, no menos que en la vida diaria,
está implicado en todos esos conflictos privados. Se retira a lo inconscien­
te, con lo cual se acrecienta su influencia. Según Freud diría más tarde, el
complejo de Edipo es “el complejo nuclear” ** de las neurosis. Pero desde
el principio insistió en que “estar enamorado de un componente de la pare­
ja formada por los padres y odiar al otro componente” *35 no es algo que
monopolicen los neuróticos. Aunque de modo menos espectacular, es tam­
bién el destino de todos los seres humanos normales.
Las primeras formulaciones del complejo de Edipo realizadas por
Freud eran relativamente simples; con el paso de los años fue complicán­
dolas considerablemente. Si bien la idea suscitó pronto una fuerte oposi­
ción, la predilección del propio Freud por el complejo creció sin cesar: lo
veía como una explicación del modo en que se originan las neurosis,
como un punto crucial en la historia del desarrollo del niño, como un sig­
no diferencial de la maduración sexual masculina y femenina; incluso
—en Tótem y tabú.— como el motivo profundo de la fundación de civili­
zaciones y de las creación de la conciencia. Pero en La interpretación de
los sueños (aunque no haya que ir muy lejos para buscar las consecuencias
profundas) la lucha edípica desempeña una parte más modesta. Al explicar
los sueños asesinos acerca de la muerte de cónyuges o progenitores, aporta
pruebas en favor de la teoría de que los sueños representan los deseos
como ya realizados. Más allá de esto, contribuye a explicar por qué los
sueños son producciones tan singulares; los seres humanos, todos los
seres humanos, albergan deseos que no pueden permitirse ver expuestos a
la luz del día en su forma no censurada.
De modo que todo sueño es el resultado de un trabajo, y de un trabajo

7 Véase la pág. 129.


[144] Fundamentos: 1856-1905

duro. Si la presión de los deseos que tratan de llegar a la conciencia fuera


menos apremiante, el trabajo sería más fácil. Actuando como guardián del
dormir, el “trabajo del sueño” tem'a la función de convertir los impulsos y
recuerdos inaceptables en una historia lo bastante inofensiva como para
limar sus aristas y permitir que se expresaran. La variedad del trabajo del
sueño es prácticamente inagotable, puesto que los que sueñan tienen a su
disposición una infinidad de residuos diurnos e historias vitales concretas.
Pero, a pesar de su aspecto densamente caótico y desordenado, ese trabajo
sigue reglas establecidas. El censor que maquilla los pensamientos oníri­
cos latentes para su aparición en el sueño manifiesto, goza de una conside­
rable libertad y demuestra poseer un ingenio impresionante, pero sus ins­
trucciones son concisas, y son pocos los mecanismos con que cuenta.
Freud dedicó el capítulo más largo del libro a esas instrucciones y
mecanismos. Consideraba que el intérprete del sueño era en parte paleógra­
fo, en parte traductor, en parte descifrador. “Los pensamientos y los conte­
nidos del sueño están ante nosotros como dos versiones de los mismos
contenidos en dos idiomas diferentes o, mejor dicho, los contenidos del
sueño se nos aparecen como una transcripción de los pensamientos del
sueño a otro modo de expresión, con cuyos caracteres y leyes sintácticas
se supone que nos familiarizaremos comparando el original con la traduc­
ción.” Modificando la metáfora, Frued identificó el sueño con un jeroglífi­
co, un acertijo gráfico de aspecto disparatado, quedólo podemos aprender a
leer si dejamos de sorprendemos por su carácter absurdo y “reemplazamos
cada figura por una sílaba o palabra”. *»
Las principales herramientas del equipo utilizado para el trabajo del
sueño son la condensación, el desplazamiento y lo que Freud denominó
“preocupación por la representabilidad”.8*37 No están relacionadas exclusi­
vamente con el sueño, sino que pueden detectarse en la creación de los sín­
tomas neuróticos, los lapsus verbales y los chistes. Pero Freud los descu­
brió y describió su funcionamiento en los sueños. Había encontrado
incluso un cuarto mecanismo, la “revisión secundaria”, el desbrozamiento
del confuso relato del sueño al despertar, pero no estaba seguro de poder
considerarlo una herramienta del trabajo del sueño.
Ahora bien, los sueños pueden comunicar su significado interior tam­
bién de otro modo: mediante símbolos. Freud asignó a éstos un papel
sólo marginal; en las primeras ediciones de La interpretación de los sue­
ños los mencionó como de pasada, y más tarde añadió un importante apar­
tado sobre el tema principalmente a instancias de Wilhelm Stekel y otros
de sus primeros discípulos. El carácter puramente mecánico de la interpre­
tación de los símbolos nunca dejó de preocuparle. “Quiero prevenir enérgi­

8 En su divulgación Sobre los sueños (1901), Freud enumeró “la condensa­


ción, el desplazamiento y la dramatización” como los instrumentos más impor­
tantes para el trabajo del sueño. (GW II-III, 699ISE V, 685.)
PSICOANALISIS [145]

camente contra la sobres limación de la importancia de los símbolos en la


interpretación de los sueños”, escribió en 1909, y continuó advirtiendo
que no debía restringirse “la traducción del trabajo del sueño a la traduc­
ción de los símbolos”, ni abandonarse “la técnica de describir detallada­
mente las asociaciones del que sueña”. *38 Un año más tarde, le dijo cate­
góricamente a su amigo suizo, el “pastor-psicoanalista” Oskar Pfister:
“Tiene usted mi completo consentimiento si no confía demasiado en todas
la exigencia de un símbolo (Symbolzurnu.tu.ng) hasta que se le imponga de
nuevo en virtud de la experiencia”. Después de todo, “el mejor conjunto de
instrumentos del y A9 consiste en conocer el diccionario del dialecto sin­
gular de lo inconsciente”. *39
De modo que la enumeración que hace Freud de los mecanismos que
emplea el sueño está llena de una cierta ironía. La interpretación de los
símbolos había sido la base principal de los libros de sueños durante
siglos e iba a convertirse en el juego de salón favorito de los aficionados
al psicoanálisis en la década de 1920. La técnica de interpretación de los
sueños que el propio Freud consideraba más cuestionable, una vez difundi­
do el psicoanálisis, pasó a ser la técnica que despertó más curiosidad en
muchas personas. Como veremos, éste no es el único ejemplo del tipo de
popularidad que Freud deploraba y de la que pensaba que podía prescindir.

La primera de las herramientas realmente importantes del trabajo del


sueño, la condensación, es simplemente lo que su nombre indica. Los
pensamientos del sueño que inundan la mente del soñador infinitamente
más ricos que el sueño manifiesto, que, “en comparación, es escaso, mez­
quino, lacónico”. Algunas de las asociaciones que el que sueña producirá
pueden ser nuevas, pero la mayoría surgen del sueño mismo. Cada ele­
mento de los contenidos manifiestos del sueño está sobredeterminado; apa­
rece representado varias veces en los pensamientos latentes del sueño. Los
personajes de los sueños son figuras compuestas: Irma es un buen ejem­
plo; representaba a varias personas de las que tomó rasgos y característi­
cas. Las palabras cómicas inventadas o los neologismos improvisados,
tan frecuentes en los sueños, son otros ejemplos del modo en que la con­
densación concreta las ideas con una especie de economía fanática. Así, el
sueño de Freud sobre la monografía botánica estaba constituido por una
escena única, por una brevísima impresión visual, pero contema y com­
prendía los más diversos materiales provenientes de varias etapas de la
vida de Freud. También “Autodidasker”, una palabra que Freud soñó,
demostró ser una condensación de “autor”, “autodidacto” y “Lasker”, el
nombre de un político liberal judío-alemán, al que Freud asociaba el nom­
bre del socialista judío-alemán Ferdinand Lassalle; estos nombres lo lleva-

5 En su correspondencia informal, Freud y sus colegas usan a menudo la


abreviatura yA en lugar de la palabra “psicoanálisis”.
[146] Fundamentos: 1856-1905

ron, a través de algunos tortuosos rodeos, al campo minado de las preocu­


paciones eróticas, con las que realmente tenía que ver su sueño. Lasker y
Lassalle tuvieron muertes igualmente desdichadas por culpa de mujeres: el
primero murió de sífilis; el segundo, en un duelo. Freud encontró otro
nombre oculto en “Autodidasker” como anagrama de “Lasker”: el de su
hermano Alexander, llamado “Alex” en la familia; un deseo que el sueño
contenía era que el hermano se casara felizmente algún día. *40 El ingenio
de la condensación es asombroso.
La condensación no tiene por qué involucrar al censor, pero el trabajo
de desplazamiento, en cambio, procura una especie de certificado de buena
conducta. Primero actúa para reducir la intensidad de las pasiones que arden
en deseos de expresarse, y después para transformarlas. De ese modo per­
mite que tales pasiones (a menudo mutiladas en su apariencia pública) elu­
dan la resistencia movilizada por la censura. Como resultado, los deseos
reales que animan un sueño puede que no aparezcan en él en absoluto.
Esta es la razón obvia de que los soñadores que procuran entender sus pro­
ducciones deban efectuar asociaciones tan libres como les sea posible, y de
que el analista tenga que desplegar todo su talento interpretativo para com­
prender lo que esas producciones dicen.
Puesto que un sueño es un acertijo gráfico con una lógica absurda
totalmente propia, el intérprete del sueño debe entender algo más que el
desplazamiento y la condensación. También la preocupación por la repre-
sentabilidad desempeña su parte. Las categorías que damos por sentadas en
la vida de vigilia no tienen cabida en el sueño; el sueño no conoce causali­
dad, ni contradicción, ni identidad. Representa pensamientos con figuras,
ideas abstractas por medio de imágenes concretas: la noción de que alguien
es superfino puede traducirse en agua que se derrama de una bañera. Un
elemento onírico que sigue a otro en el tiempo sugiere la relación lógica
de causa y efecto; la frecuencia con la que aparece un elemento subraya
gráficamente su importancia. Dado que el sueño no cuenta con ningún
modo directo de expresar la negación, lo hace representando personas,
acontecimientos y sentimientos, por medio de sus opuestos. Los sueños
son equívocos y tramposos; bromean o simulan actividad intelectual.
De manera que estaba perfectamente justificado el espacio que Freud
dedicó a las estratagemas con que cuenta el trabajo del sueño. Muchos sue­
ños contienen palabras, que casi invariablemente son citas, y reproducen
lo que el que sueña ha oído en alguna parte. Pero el trabajo del sueño reco­
ge esas palabras tan reales, no para clarificar el significado del sueño, sino
en beneficio de su tortuoso esfuerzo tendiente a disimular ante el censor
materiales que están lejos de ser inocentes. Asimismo, los sueños suelen
estar llenos de afectos que —advierte Freud— el intérprete no debe tomar
literalmente, puesto que es probable que el trabajo del sueño los debilite o
que exagere su fuerza, que disfrace sus metas reales o, como ya hemos vis­
to, que los convierta en lo opuesto. Uno de los más conocidos ejemplos
PSICOANALISIS [147]

de Freud, su sueño de “Non vixit”, ilustra el modo de actuar del sueño tan­
to con palabras como con sentimientos. No sorprende que Freud lo consi­
derara “hermoso”. Estaba lleno de amigos, algunos muertos. En el sueño,
uno de ellos, Josef Paneth, no entendía lo que Fliess estaba diciendo, y
Freud explica que el hecho se debía a que Paneth no estaba vivo: “Non
vixit”. Como advierte Freud en el mismo sueño, esto es un error en la
expresión latina, que significa “No vivió”, y no “No vive” (Non vivit).
En ese momento, Freud aniquila a Paneth con una mirada; simplemente se
evapora, lo mismo que Fleischl-Marxow. Cada uno de ellos no es más que
un revenant, una aparición que podía suprimirse a voluntad, y al que sue­
ña, ese pensamiento le resulta delicioso. *41
La fuente de esa fantasía onírica en la que Freud reducía a Paneth a la
nada con una mirada penetrante no era un misterio: se trataba de la trans­
formación, en beneficio propio, de una escena humillante en la que su
mentor, Brücke, miró fijamente a Freud, su perezoso asistente, reducién­
dolo a la nada. Pero, ¿“Non vixit"? Freud finalmente sigue la pista de
estas palabras hasta llegar a una oración no oída sino vista: recordó que
aparecían en el pedestal del monumento al emperador José II en el palacio
imperial de Viena: Saluti patriae vixit / non diu sed totus (“Por el bienestar
de su patria, vivió no mucho pero intensamente”). El sueño de Freud tomó
esas palabras para aplicarlas a otro Josef Paneth, que había sido su sucesor
en el laboratorio de Brücke y murió joven en 1890; evidentemente, Freud
experimentaba pesar por la muerte prematura del amigo, pero también se
sentía triunfante por haberlo sobrevivido. Esos eran algunos de los senti­
mientos que el sueño de Freud registró y distorsionó; otros —agregó—
eran la ansiedad por la operación a la que iba a someterse su amigo Fliess,
el sentimiento de culpa por no dirigirse a Berlín para acompañarlo, y la
irritación que le produjo el mismo Fliess, porque éste le dijo que no
hablara de la operación con nadie, como si él, Freud, fuera indiscreto por
naturaleza y necesitara ese tipo de recomendaciones. Los revenants del sue­
ño retrotrayeron a Freud a su infancia: representaban a amigos y enemigos
de mucho tiempo atrás. El placer de vivir más que otros y el deseo de
inmortalidad, subyacen en los triviales sentimientos de superioridad y los
igualmente triviales sentimientos de fastidio en los que abundaba el sueño
del “Non vixit”. El argumento en su conjunto le recordaba a Freud un vie­
jo cuento: un cónyuge, ingenuo, egoísta, le dice al otro: “Si uno de noso­
tros muriera, yo me iría a vivir a París”. *42 A esta altura debería haber
quedado claro por qué Freud pensaba que ningún sueño puede ser objeto de
una interpretación que lo agote; la textura de sus asociaciones es demasia­
do rica, sus mecanismos son demasiado astutos como para permitir que
los enigmas que plantea queden clarificados por completo. Pero Freud
nunca vaciló en afirmar que en el fondo de todo sueño hay un deseo, deseo
que es infantil y que la sociedad respetable probablemente consideraría
indecente.
[148] Fundamentos: 1856-1905

Una psicología para psicólogos

En la evolución del pensamiento psicoanalítico de


Freud, La interpretación de los sueños ocupa el centro
estratégico, como él sabía. Es sumamente significativo
que eligiera el sueño como el modelo más instructivo
del funcionamiento mental: soñar es una experienca
normal y universal. Puesto que, en la época en que tra­
baja con su libro de los sueños, proyectaba realizar también otros estudios
sobre los procesos psicológicos comunes y normales, bien podría haber
optado por un punto de partida diferente. A fines de la década de 1890,
Freud había empezado a recoger las anécdotas más notables sobre todo tipo
de deslices y lapsus que iba a publicar en 1901 con el sugestivo título de
Psicopatología de la vida cotidiana. Además, en junio de 1897 le comentó
a Fliess que había empezado a coleccionar, “sugestivos cuentos judíos”, *«
también ellos formarían parte de un libro, en el que examinó la relación de
los chistes con lo inconsciente. Tanto los deslices más comunes como los
chistes más refinados lo condujeron a las más remotas regiones de la men­
te. Pero para Freud el sueño era la guía privilegiada. A la vez lugar común
y misterioso, extraño pero abierto a la explicación racional, extiende sus
ramificaciones a prácticamente todas las áreas del funcionamiento mental.
Por lo tanto, en el teórico capítulo séptimo de La interpretación de los
sueños, Freud demostró detalladamente su insuperable importancia.
También es muy reveladora la selección de materiales efectuada por
Freud para su libro sobre los sueños. Como observó en el Prefacio de la
primera edición, los sueños de los neuróticos presentan características
especiales que podrían afectar a su representatividad y por lo tanto compro­
meter la aplicación general de la teoría. *44 Esa fue la razón de que recogie­
ra los sueños de sus amigos y de sus hijos, sueños registrados en obras
literarias, y —ni qué decir tiene— los suyos propios. Finalmente, le pare­
cieron irresistibles algunos de los aportados por sus pacientes, pero queda­
ron empequeñecidos por la masa de ejemplos que tomó de relatos de lo que
le gustaba llamar personas normales. Estaba determinado a no permitir
que la senda hacia el conocimiento psicoanalítico partiera del dominio
especializado, restringido, de sus analizandos histéricos u obsesivos.
Al mismo tiempo, si bien los materiales que le proporcionaban sus
analizandos podían no ser representativos, no distorsionaban seriamente la
investigación. Desde luego, el hecho de que Freud acudiera en muchas oca­
siones a los neuróticos era una consecuencia obvia de sus ocupaciones
cotidianas: los neuróticos estaban a su alcance y eran interesantes. Pero al
elaborar su teoría de la neurosis, Freud descubrió que el neurótico aclara
tantas cosas acerca de la persona normal, porque en realidad uno y otra no
PSICOANALISIS [149]

son tan diferentes entre sí. Los neuróticos, y a su manera extravagante los
psicóticos, presentaban los mismos rasgos de los mortales menos pertur­
bados; lo hacían de un modo histriónico, pero por lo tanto más instructi­
vo. “No es posible una comprensión general satisfactoria de las perturba­
ciones neuropsicóticas —le anunció Freud a Fliess en la primavera de
1895— si uno no puede tender conexiones con supuestos claros acerca de
los procesos mentales normales.” *45 En la misma época en que tema en
mente su “proyecto de psicología”, también lo atormentaba el enigma de
las neurosis. Para su propio modo de ver, las dos investigaciones siempre
estuvieron ligadas, y no podían separarse con provecho. No es casual que
diera vida a sus memorandos teóricos abstractos con ejemplos tomados de
sus casos clínicos. Servían como materiales para una psicología general.

No siempre Freud apreció a sus analizandos, por mucha información


que le proporcionaran. A veces las muchas y agotadoras horas que pasaba
con ellos hacían que se sintiera abrumado, y su trabajo terapéutico parecía
apartado de los enigmas del universo. Pero su práctica contradice esta idea:
su experiencia clínica y sus investigaciones teóricas por lo general se fer­
tilizaban recíprocamente. Freud gustaba de describir su carrera médica
como una prolongada desviación desde una pasión adolescente por los
enigmas filosóficos profundos hasta el retorno final de un hombre viejo a
las especulaciones fundamentales, después de un largo e indeseado exilio
entre los médicos. En realidad, los interrogantes “filosóficos” nunca estu­
vieron muy lejos de su conciencia, ni siquiera después de que (para decirlo
con sus drásticas palabras) se hubiera “convertido en terapeuta contra mi
voluntad”. A los cuarenta años, recordando su juventud, le dijo a Fliess en
1896: “No tenía más anhelo que el de la comprensión filosófica, y ahora
estoy en vías de satisfacerlo, al dirigirme desde la medicina hacia la psico­
logía”. *46 Compartía los sentimientos de su amigo de Berlín, que parecía
estar yendo en la misma dirección. En una reflexiva carta de Año Nuevo,
escrita el 1° de enero de 1896, Freud le manifestó: “Veo que tú, dedicándo­
te a la medicina como rodeo, estás alcanzando tu primer ideal, comprender
a los seres humanos como fisiólogo, así como yo debo alimentar la espe­
ranza de alcanzar mi meta original, la filosofía”. *47 Por enérgico que fuera
el desdén que le inspiraban la mayoría de los filósofos y sus fútiles juegos
de palabras, él mismo persiguió sus propias metas filosóficas durante toda
la vida. Esta falta de coherencia es más aparente que real. Freud le daba a
la “filosofía” un significado especial. A la manera de la Ilustración, consi­
deraba que el filosofar de los metafísicos sólo conducía a abstracciones
inútiles. Se sentía igualmente hostil a los filósofos para los que la mente
era sólo conciencia. Su filosofía era empirismo científico encamado en
una teoría científica de la mente.
El estudio de los sueños llevó a Freud directamente a albergar esas
aspiraciones de altos vuelos. Puesto que el sueño es en el fondo un deseo
[150] Fundamentos: 1856-1905

en acción, consideró necesario emprender incursiones sistemáticas y de lar­


go alcance en los fundamentos mismos de la psicología. Sólo ellas podían
hacer inteligible el significado de la actividad del sueño. De ahí, que las
“contraseñas” psicoanalíticas de Freud (entre las que se contó el breve catá­
logo mínimo que diferenciaba su psicología de otras) no aparecieran sólo
en el riguroso último capítulo analítico del libro de los sueños. El princi­
pio del determinismo psicológico, la concepción de la mente como algo
constituido por fuerzas en conflicto, el concepto del inconsciente dinámico
y el poder oculto de las pasiones en toda la actividad mental, penetran la
totalidad de la trama del libro.
En la teoría de Freud, el hecho de que nada sea accidental en el universo
de la mente es un punto crucial. Freud nunca negó que los seres humanos
estén expuestos al azar; al contrario, insistió en que ello ocune: “Nos gus­
ta olvidar que en realidad todo en nuestra vida es azar, desde nuestra génesis
por obra del encuentro de un óvulo y un espermatozoide hasta todo lo
demás” *48. Tampoco negó que las opciones humanas son reales; una de las
metas de la terapia psicoanalítica era precisamente “darle al yo del paciente
libertad para decidir en un sentido u otro”. *4’ Pero ni el “azar” ni la “liber­
tad” de Freud son manifestaciones espontáneas, fortuitas o arbitrarias. En
su concepción de la mente, todo acontecimiento, por accidental que parezca,
es algo así como un nudo en una trama de hilos causales entretejidos, de
origen muy remoto, muy numerosos y de interacción demasiado compleja
como para que resulte fácil identificarlos. Es cierto que salvar la libertad de
las garras de la causalidad se cuenta entre los deseos ilusorios (y por los
tanto más tenaces) que con mayor intensidad acaricia la humanidad. Pero
Freud advirtió con firmeza que el psicoanálisis no ofrecía el menor aliento
a tales fantasías ilusorias. La teoría de la mente de Freud, en consecuencia,
es estrictamente y francamente determinista.

Es también enfáticamente psicológica, y por lo tanto fue revoluciona­


ria para su tiempo. Freud desarrolló su programa dentro del marco de la
psicología contemporánea, pero se salió de tal esquema en sucesivos pun­
tos cruciales. Sus colegas más eminentes del campo de la psiquiatría eran
en el fondo, neurólogos. En 1895 (el año de los Escritos sobre la histeria
de Freud y Breuer) Krafft-Ebing publicó una monografía, Nerviosismo y
estados neurasténicos, que ilustra a la perfección el punto de vista domi­
nante. El pequeño libro constituye un valeroso intento que se propone
arrojar un poco de luz sobre la confusión entonces corriente en el empleo
de términos diagnósticos. Krafft-Ebing definió el “nerviosismo” como
“en su mayor parte, una disposición patológica innata, y, con menos fre­
cuencia, un cambio patológico adquirido del sistema nervioso central" *50
La herencia es la fuente principal del trastorno: “La mayor parte de los
individuos que padecen una disposición nerviosa son nerviosos desde su
primeros años, sobre la base de influencias congénitas”. Krafft-Ebing
PSICOANALISIS [151]

saludó con un respeto solemne, casi reverente, “la poderosa ley biológica
de la herencia, que interviene de modo decisivo en todo lo que tiene natura­
leza orgánica”; su influjo en la vida mental —pensaba— es indiscutible y
poderoso. El nerviosismo adquirido, por su parte, surge cuando la “rela­
ción correcta entre la acumulación y el gasto de fuerza nerviosa” se ve per­
turbada. La falta de sueño, la dieta insuficiente, los excesos alcohólicos, el
carácter “antihigiénico” de la civilización moderna, con su precipitación,
sus excesivas exigencias a la mente, su política democrática, su emancipa­
ción de las mujeres, son todos factores que convierten a las personas en
nerviosas. Pero el nerviosismo adquirido —lo mismo que la variedad con­
gènita— es una cuestión de “cambios materiales, aunque extremadamente
leves, del sistema nervioso”.
Esa enfermedad más grave “neurastenia” es para Krafft-Ebing ner­
viosismo en sentido amplio, una enfermedad “funcional” en la que la vida
mental “ya no puede establecer el equilibrio entre la producción y el con­
sumo de fuerza nerviosa”. La metáfora mecánica no es casual; para Krafft-
Ebing, la neurastenia consistía esencialmente en el desorden del sistema
nervioso. Lo mismo que en el caso del nerviosismo, el médico debía bus­
car en la herencia la etiología principal. En la variedad adquirida podían
rastrearse causas fisiológicas, un infortunado conjunto de traumas, o un
ambiente destructivo: enfermedades de la niñez debidas a una “constitución
neuropàtica”, *s> la masturbación o (una vez más) las tensiones excesivas
impuestas al sistema por la vida moderna. Incluso cuando la causa de la
neurastenia resultara ser un episodio psicológico, por ejemplo de ansiedad
o tensión mental, el elemento perturbador de última instancia era de natu­
raleza neurològica. Krafft- Ebing estaba dispuesto a considerar factores
“sociológicos”, pero su “causa original” también retrocedía hasta “una
constitución nerviosa”. Los tratamientos que Krafft-Ebing recomentaba se
inclinaban naturalmente por la dieta, la medicación, la fisioterapia, la elec­
troterapia, los masajes. *« Como especialista destacado en el campo de
las aberraciones sexuales, no pasa por alto lo que denomina Neurasthenia
sexualis, pero sólo la ve como una pequeña parte del cuadro clínico, no
como una causa. *»
En resumen, Krafft-Ebing abordó en gran medida el sufrimiento psico­
lógico como una cuestión de fisiología. En 1895 no se había movido de
la psicología adoptada dieciséis años antes en su texto de psiquiatría: “La
locura es una enfermedad del cerebro”. Estaba hablando para su profe­
sión. Durante el siglo XIX la ciencia de la psicología había realizado
avances impresionantes y magníficos. Pero su posición era paradójica: se
había emancipado de la filosofía, como antes lo había hecho de la teolo­
gía, sólo para aceptar el abrazo imperioso de un nuevo amo, la fisiología.
Desde luego, la idea de que la mente y el cuerpo están vinculados por los
lazos más íntimos tenía tras de sí una tradición antigua y honorable. A
mediados del siglo XVIU, Laurence Sterne había declarado que “el cuerpo
[152] Fundamentos: 1856-1905

de un hombre y su mente, lo digo con el mayor respeto por ambos, son


exactamente como un justillo y su forro: si arrugamos uno, se arruga el
otro”. *« Los estudiosos de la mente del siglo XIX suscribían esa propo­
sición e iban más allá; con confianza, especificaban qué era el justillo y
qué era el forro. La mente —sostenían— depende del cuerpo, del sistema
nervioso, del cerebro.
En 1876, el prestigioso neurólogo austríaco William Hammond,
especialista (entre otras cosas) en impotencia masculina y femenina,
expresó el consenso abrumador de los expertos. “La moderna ciencia de la
psicología —declaró— no es ni más ni menos que la ciencia de la mente
considerada como una función física”. *56 Las cursivas son de Hammond.
En Inglaterra, el influyente y prolífico psiquiatra Henry Maudsley no era
menos enfático. En 1874, hablando de la locura, escribió: “No es nuestro
trabajo, no está a nuestro alcance explicar psicológicamente el origen y la
naturaleza de cualquiera de [los] instintos depravados” que el demente pone
de manifiesto. “La explicación, cuando se encuentre, no vendrá del lado
mental, sino del lado físico”. *« Los psicólogos y psiquiatras de la Europa
continental no divergían acerca de este problema, de sus colegas ingleses y
norteamericanos; a principios de siglo, el distinguido psiquiatra francés
lean-Etienne Esquirol había definido “la locura, la alienación mental”
como “una afección de ordinario cerebral y crónica” *58 y esta definición
conservó su influencia hasta el fin del siglo y más allá, en toda Europa y
en Estados Unidos. En 1910, Freud le dijo al Hombre de los Lobos, uno
de sus pacientes más famosos: “Tenemos los medios de curar eso que le
está provocando sufrimiento. Hasta ahora, usted ha estado buscando las
causas de su enfermedad en el orinal”. Al recordarlo años más tarde, el
Hombre de los Lobos ratificó tal vez un poco demasiado enfáticamente:
“En aquellos días la gente trataba de llegar a los estados psíquicos por
medio de lo físico. Lo psicológico era completamente ignorado”. 10*59
Habían existido unos pocos disidentes, como por ejemplo los médicos
cuáqueros ingleses, que hacia 1800 desarrollaron lo que denominaban “tra­
tamiento moral” para sus pacientes desequilibrados. Ellos trataban de

10 El 6 de marzo de 1917, el eminente psiquiatra norteamericano William


Alanson White, uno de los primeros que conceptuó a Freud de modo positivo,
le escribió a W.A.Robison: “Si usted está familiarizado con el cuidado de los
llamados locos en este país conocerá el hecho notable de que sólo en los últi­
mos años las enfermedades mentales se han estado tratando como enfermedades
mentales. Más comúnmente fueron tratadas como pruebas de desorden físico.
Nosotros hemos estado afrontando el tema desde un punto de vista mental desde
hace mucho tiempo, y en años recientes lo hemos abordado desde una perspec­
tiva psicoanalítica. Seguimos el trabajo del profesor Freud y estamos usando
sus métodos psicoanalíticos, pero sin dogmatizar al respecto ni sumarnos a
ningún culto especial.” (Carta incluida en Gerald N. Grob ed., The Inner
World of American Psychiatry, 1890-1940: Selected Correspondence [1985],
107.)
PSICOANALISIS [153]

poner remedio a los trastornos de los desdichados locos y locas que esta­
ban a su cargo mediante la persuasión moral, la disciplina mental y la
bondad, en lugar de las drogas o el maltrato físico, y lograron algunos éxi­
tos. Pero prácticamente todos los otros neurólogos, psiquiatras y guardia­
nes de asilos para desequilibrados trabajaban basándose en el supuesto de
que el efecto del cuerpo sobre la mente es mucho más significativo que el
de la mente sobre el cuerpo.
Las brillantes investigaciones realizadas en el siglo XIX con la anato­
mía del cerebro (que contribuyeron en gran medida a trazar el mapa de los
complicados mecanismos de la visión, la audición, el lenguaje y la
memoria) no hicieron más que brindar apoyo a esa concepción neurològica
de los procesos psicológicos. Incluso los frenólogos —con sus ideas
curiosas y en última instancia absurdas— influyeron en el fortalecimiento
del influjo de este enfoque sobre la opinión educada. Si bien en la segunda
mitad del siglo XIX los anatomistas cerebrales escépticos demostraron la
falsedad de la doctrina frenológica según la cual cada pasión y cada capaci­
dad mental tenía una ubicación sumamente específica, por otro lado no
rechazaron por completo la idea fundamental de los frenólogos, en cuanto
a que las funciones mentales se originan en regiones concretas del cerebro.
El gran Hermann Helmholtz y científicos amigos como Emil Du Bois-
Reymond reforzaron la autoridad de la concepción materialista de la mente
con su delicado trabajo experimental sobre la velocidad y el recorrido de
los impulsos nerviosos. Cada vez más, la mente aparecía como una peque­
ña máquina alimentada por fuerzas químicas y eléctricas que podían rastre­
arse, esquematizarse y medirse. Con un descubrimiento tras otro, parecía
absolutamente segura la posibilidad de llegar a encontrar un sustrato fisio­
lógico para todos los hechos mentales. La neurología era la reina.
Como discípulo y admirador de Brücke, (portador del mensaje de
Helmholtz y Du Bois-Reymond a Viena), Freud había estado sometido sin
restricciones a la influencia de ese enfoque, y nunca lo abandonó por com­
pleto. Era mucho lo que en su práctica apoyaba estas ideas; sus pacientes
analíticos le habían enseñado que, si bien muchos síntomas físicos son
conversiones histéricas, la naturaleza de otros es realmente orgánica, n
Una razón importante de la atracción considerable que ejercía sobre Freud
la tesis de que las neurosis tienen su origen en el mal funcionamiento
sexual residía en que, “después de todo, la sexualidad no es un asunto
puramente mental. Tiene también un lado somático”. *60 En consecuencia,
como le dijo a Fliess en 1898, Freud no estaba en absoluto “dispuesto a

11 Esa desafortunada teoría de la seducción de mediados de la década de


189.0 especificaba explícitamente un trauma físico como causa de todas las neu­
rosis. E incluso después de que Freud se sintiera obligado a arrojar por la borda
dicha teoría, nunca renunció a la idea de que a menudo existe alguna base somá­
tica para los hechos mentales.
[154] Fundamentos: 1856-1905

mantener lo psicológico en suspenso sin una base orgánica”. *61 La sub­


versión por parte de Freud de la ortodoxia reinante fue el resultado de un
cambio de mentalidad lento y en absoluto planificado. Cuando finalmente
realizó su revolución, ésta consistió, no en descartar la teoría neurològica,
sino en invertir la jerarquía aceptada de la interacción mente-cuerpo. El le
otorgó la primacía a la dimensión psicológica del funcionamiento mental,
pero no el monopolio.
Hasta que Freud cuestionó el consenso materialista prevaleciente, eran
pocas las disputas acerca de la naturaleza básicamente física de la máquina
mental. Después de todo, incluso en 1895, el propio Freud había caracteri­
zado su proyecto inconcluso como una “psicología para neurólogos”. Pero
al abordar la cuestión de qué es lo que determina que esa máquina falle,
Freud se sumaba a un debate antiguo y poco convincente. En conjunto,
los psiquiatras estaban de acuerdo en que los trastornos mentales son casi
todos manifestaciones de una lesión en el cerebro, pero estaban divididos
acerca de la posible etiología de esa lesión. A fines de la década de 1830,
Esquirol todavía proponía un catálogo ecléctico, más bien indiscriminado,
de probables causas. “Las causas de la alteración mental son tan numero­
sas como variadas”, escribió. “No sólo el clima, las estaciones, la edad, el
sexo, el temperamento, la profesión y el modo de vida influyen en la fre­
cuencia, el carácter, la duración, las crisis y el tratamiento de la locura;
esta enfermedad queda también modificada por las leyes, la civilización,
las costumbres y la situación política de las naciones.” *62 Pero a media­
dos de siglo, el candidato favorito, la herencia, había eclipsado —aunque
no eliminado— a los otros factores. Conservó una posición de predominio
durante décadas. Los historiales ofrecían pruebas profusas (y, en opinión
de algunos, concluyentes) en cuanto a que el enfermo mental sobrellevaba
necesariamente la carga de una historia familiar anormal. La monografía
de Krafft-Ebing sobre la neurastenia era totalmente característica en este
sentido. También Freud, en sus primeros informes sobre casos, incorporó
detalles concernientes a la familia “neuropàtica” del paciente; investigó
cuidadosamente la estancia de la madre de un enfermo en un asilo para
desequilibrados, o la severa hipocondría de un hermano. Después, la psico­
logía ocupó el lugar principal. En 1905, en los Tres ensayos sobre teoría
sexual, Freud llegó al punto de poder criticar a sus colegas psiquiatras por
asignar demasiada importancia a la herencia. *«
Los sentimientos de Freud acerca de otras presuntas causas del trastor­
no mental no eran menos confusos. Como atestigua el estudio de Krafft-
Ebing sobre la neurastenia, las etiologías rivales ocupaban sólo un segun­
do puesto que pretendían rivalizar con la herencia entendida como causa
pura, pero tenían sus partidarios en los libros sobre el tema. Pocos psiquia­
tras excluían los shocks súbitos o las enfermedades prolongadas (por cierto,
durante algunos años tampoco lo hizo Freud), y muchos se interesaban par­
ticularmente por lo que pensaban que eran los efectos laterales perniciosos
PSICOANALISIS [155]

de la cultura moderna. De hecho, acerca de este último diagnóstico Freud


votaba con la mayoría, aunque por razones propias. Lo mismo que muchos
otros observadores contemporáneos, estaba convencido de que la civiliza­
ción industrial, burguesa y urbana de su época contribuía marcadamente a
la existencia del nerviosismo que (según creía) aumentaba visiblemente.
Pero mientras que los otros autores sostenían que la civilización moderna
era responsable del nerviosismo por sus prisas, su bullicio, sus comunica­
ciones rápidas y la sobrecarga de la maquinaria mental, Freud la culpaba
más bien por su excesiva restricción de la conducta sexual.
Esa desviación respecto de la posición de la mayoría está en el núcleo
de las concepciones de Freud sobre los orígenes de la enfermedad mental.
El no dudaba de que todos los fenómenos que los psiquiatras aducían
desempeñaban un importante papel en la formación de las neurosis obsesi­
vas, las histerias, la paranoias, y el resto de toda esa funesta colección.
Pero llegó a estar persuadido de que la profesión había fallado en la inves­
tigación de su naturaleza oculta. Por encima de todo, prácticamente la
totalidad de los médicos había eludido el papel crucial de la sexualidad y de
los conflictos inconscientes que ese impulso genera. Esa era la razón de
que hubieran preferido exagerar la importancia de la prehistoria remota de
sus pacientes (su herencia), pasando por alto esa otra prehistoria mucho
más importante (la infancia) en la que surgían los conflictos sexuales. L a
interpretación de los sueños fue el primer enunciado, amplio aunque toda­
vía lejos de ser completo, de esas ideas, de su psicología para psicólogos.

“Vimos poco a papá durante las vacaciones de verano de 1899”, recor­


dó Martin Freud muchos años más tarde. Eso no era lo habitual, puesto
que Freud apreciaba el tiempo que pasaba en las montañas con sus hijos.
Pero ese verano, con la urgencia de completar su libro y empezar a leer las
pruebas de imprenta, “se concentró en un trabajo que no podía descuidar”.
No obstante discutió abiertamente el libro con su familia, lo que en su
caso era excepcional. “Nos había hablado a todos sobre él [el libro], e
incluso nos alentó a que le contáramos nuestros sueños, lo cual hicimos
con entusiasmo.” Como hemos visto, algunos de los especímenes que
aportaron los hijos de Freud resultaron publicables. “Incluso nos explicó
en un lenguaje simple —continúa Martin— lo que podía entenderse acerca
de los sueños, de su origen y significado” *64 El libro, que pretendía ser
una aportación trascendental a la psicología general, no podía permanecer
como un empeño esotérico.
Sin duda, la empresa freudiana necesitaba incorporar algún tipo de
secreto. Si bien documentó con total libertad el poder incitador de los
deseos y conflictos sexuales de otras personas, se negó a explorar los orí­
genes libidinales de sus propios sueños con la misma ausencia de inhibi­
ciones. Pero esa ambivalencia con respecto a explotar la cantera de su pro­
pio pasado, y de sus propios sueños, en busca de materia prima, no dejó
[156] Fundamentos: 1856-1905

de tener un precio. Más tarde, algunos de los más atentos lectores de Freud,
en su mayoría colegas analistas, se sintieron bastante impresionados por su
parcial resistencia a prestar atención al material personal. Karl Abraham le
preguntó abiertamente a Freud si se había abstenido de modo deliberado de
completar su interpretación del sueño de la inyección de Irma; después de
todo, las alusiones sexuales intervienen cada vez más hacia el final del rela­
to de Freud. *65 En el tono confidencial de los primeros analistas, Freud
respondió pronto y con franqueza: “En él hay una oculta megalomanía
sexual. Las tres mujeres —Mathilde, Sophie, Arma— son las tres madri­
nas de mis hijas, ¡y las tengo a todas!” *66 Cari G. Jung demostró ser no
menos perceptivo. Invitado a comentar la tercera edición de La interpreta­
ción de los sueños (que estaba a punto de aparecer) objetó que las interpre­
taciones que había hecho Freud de sus sueños y de los de sus hijos eran
superficiales. El y sus discípulos —agregó— habían pasado por alto el “sig­
nificado esencial (personal)”, la “dinámica libidinal” de sueños tales como
el de Irma, y “lo más doloroso y personal de sus propios sueños”; sugirió
que Freud utilizara los sueños de sus pacientes, “en los que los verdaderos
motivos finales son puestos al descubierto sin piedad” *67 Freud estuvo de
acuerdo y prometió hacer revisiones en el texto, pero no revelaciones pro­
fundas: “El lector no merece que me desnude aun más frente a él”. *68 De
hecho, de los enigmáticos indicios de su pasado erótico en que los colegas
querían que profundizara, ninguno se vio abordado en las ediciones poste­
riores. Una de las tensiones que recorren La interpretación de los sueños es
precisamente el choque, en gran medida subterráneo, entre la autorrevela-
ción y la autoprotección. Pero Freud no creía que su falta de disposición a
desnudarse más comprometiera de algún modo la exposición de su teoría.

En vista de la importancia central del determinismo en el pensamien­


to de Freud, no es extraño que mientras estudiaba los sueños también reu­
niera material sobre lo que denominó psicopatología de la vida cotidiana.
Los resultados no le sorprendieron: el lugar común, la “patología nor­
mal”, le ofrecían literalmente incontables ejemplos de “accidentes” que el
análisis demostraba que no eran en absoluto accidentales. Pronunciar mal
un nombre con el que se está familiarizado, olvidar un poema favorito,
extraviar misteriosamente un objeto, no enviarle a la esposa el ramillete
de flores habitual en su cumpleaños: todos éstos eran mensajes que prácti­
camente empezaban a decodificarse. Eran claves de deseos o ansiedades que
el actor no estaba en condiciones de reconocer ni siquiera para sí mismo.
Esos descubrimientos conformaban el inequívoco respeto freudiano por el
funcionamiento de la causalidad. La ventaja diagnóstica implícita en su
conclusión es demasiado obvia. Al invitar a la lectura científica de hechos
aparentemente inexplicables y carentes de causa, y sirviéndose como testi­
monio de las experiencias más comunes, pone de manifiesto el orden
oculto que gobierna la mente humana.
PSICOANALISIS [157]

Aparentemente, Freud se interesó por la importancia teórica de los


lapsus a fines de 1897, cuando no pudo hallar una dirección que necesitaba
en una visita a Berlín. Prestar atención a su propia experiencia no era nada
nuevo para él, pero en esos años de autoanálisis tenía una sensibilidad
excepcional al más ligero indicio que pudiera conducirlo al trayecto desvia­
do y tortuoso de la mente. *69 Desde el verano de 1898 en adelante, condi­
mentó sus informes a Fliess con curiosos ejemplos de su psicopatología
mundana. “Finalmente he comprendido una fruslería a la que llevaba dan­
do vueltas durante mucho tiempo”, le escribió en agosto. Había “olvida­
do” el nombre del autor de un poema que él conocía bien, y podía demos­
trar que había reprimido ese nombre por razones personales cuya pista
siguió hasta la infancia. *70 Pronto siguieron otros casos, en especial el
hecho de que no pudiera recordar el nombre de Signorelli, el “gran pintor”
autor del Juicio final de Orvieto, y de que lo reemplazara por nombres
tales como Botticelli y Boltraffio. En el análisis, Freud descubrió una
compleja trama de asociaciones y represiones, que incluía una conversa­
ción reciente sobre la muerte y la sexualidad, “ahora bien, ¿a quién le haré
creer esto?” *71 Creíble o no, a Freud le pareció que ese ejemplo de olvido
intencional era lo bastante interesante como para que lo publicara; apare­
ció a fines de 1898, completado con un complejo diagrama, en una publi­
cación profesional dedicada a la neurología y la psiquiatría. *77
Freud produjo un ejemplo aun más extraño de psicopatología de la
vida cotidiana en el verano de 1899, cuando corregía el manuscrito de La
interpretación de los sueños. Le escribió a Fliess que, aunque había inten­
tado con todas sus fuerzas perfeccionar el libro, éste todavía contenía
“2467 errores”. *73 Desde luego, el número parece totalmente arbitrario:
todo lo que Freud quiere decir es que el libro de los sueños estaba desfigu­
rado por una gran cantidad de errores. Pero para Freud no había en la acti­
vidad mental ninguna acción meramente caprichosa, y en consecuencia
analizó el número en una posdata. De hecho, Freud valoraba lo bastante
esa pequeña pieza de trabajo detectivesco como para pedirle a Fliess, un
año más tarde, que le devolviera la nota que lo describía. *74 Apareció a su
tiempo en la Psicopatología de la vida cotidiana, con una interpretación
más elaborada. Freud había leído en el periódico que se retiraba un general
que él conoció mientras servía en el ejército. Esa nota lo llevó a calcular
cuándo podría retirarse también él, y combinando diversos números que se
le ocurrieron, decidió que todavía tenía ante sí veinticuatro años de trabajo.
Freud había llegado a la mayoría de edad a los 24 años; en ese momento
tenía 43. Sumados, daban 67, y el 24 y el 67 juntos explicaban el 2467
que de manera casual escribió en su carta a Fliess. El número aparente­
mente accidental, en pocas palabras, corporizaba el deseo de disfrutar de
otras dos décadas, más o menos, de vida activa. *75
Freud completó el manuscrito de la Psicopatología de la vida cotidia­
na en enero de 1901. En mayo leía las primeras pruebas del libro, que le
[158] Fundamentos: 1856-1905

disgustaba sinceramente, y expresó la esperanza de que a los otros les dis­


gustara incluso más. *76 Lo que estaba en juego no era sólo el ánimo
deprimido que habitualmente visitaba a Freud cuando uno de sus escritos
se aproximaba a la publicación; el libro estaba profundamente ligado a sus
relaciones con Fliess, que se estaban deteriorando. La “Vida cotidiana"
—le escribió a Fliess— “está llena de referencias a ti; unas manifiestas,
para las cuales tú proporcionaste el material, y otras ocultas, cuyo motivo
retrocede hasta ti. El lema es también un regalo tuyo”. En general, Freud
veía el libro como un testimonio del “papel que has desempeñado para mí
hasta ahora”. *77
Ese papel fue más importante de lo que Freud había estado dispuesto a
admitir, y con un notable despliegue de franqueza presentaba pública y por-
menorizadamente la injusticia que había cometido con Fliess, como una
demostración más de la psicopatología de la vida cotidiana. En uno de sus
encuentros, Freud había informado a Fliess —sin duda como si se tratara de
un descubrimiento— que sólo se podían comprender las neurosis sobre la
base del supuesto de que el animal humano está dotado de una constitución
bisexual. Fliess llamó la atención de Freud sobre el hecho de que él mismo
—Fliess— había formulado esa idea años antes, y que en aquel entonces
Freud no había pretendido compartir su concepción. Al reflexionar sobre la
afirmación de Fliess durante la semana que siguió recordó por fin Freud el
episodio y reconoció que Fliess tenía derecho a reclamar la prioridad. Pero
—agregó— él había olvidado realmente la comunicación de Fliess. Al
reprimir la conversación anterior, se había apropiado de un mérito que no le
correspondía. Lamentándola, señaló su amnesia intencional: es difícil
renunciar a la pretensión de originalidad. 12 En la Psicopatología de la vida
cotidiana, Freud situó ese incidente en un capítulo sobre el olvido de
impresiones e intenciones. *78 Esa ubicación oculta al lector la estocada
emocional. Pero para los dos amigos —que pronto dejarían de serlo— el
episodio era desagradable, e incluso doloroso en extremo.
Desde luego, el mundo no tenía modo de saberlo, y el casi perverso
deseo de Freud de que a nadie le gustara su Vida cotidiana no se vio realiza­
do. El libro no estaba destinado a permanecer como propiedad privada de
unos pocos especialistas. El lenguaje técnico que incluye es mínimo;
Freud lo atiborró con decenas de anécdotas, compilando una entretenida
antología de enores motivados, suyos o de otras personas, y reservó sus
ideas teóricas sobre el deterninismo, el azar y la superstición para el últi­
mo capítulo. Uno de sus relatos más felices (que encontró en su periódico
favorito, el Neue Freie Presse) se refiere al presidente de la cámara baja del
parlamento austríaco; previendo una sesión tormentosa, la abrió ceremo­
niosamente declarando: “Se cierra la sesión”. *79 Imposible equivocarse

12 Más tarde, Freud, dio el nombre técnico de “criptomnesia” a ese tipo de


olvido “útil”.
PSICOANALISIS [159]

acerca del deseo secreto que había detrás de un lapsus tan ostensible. Pero a
lo largo de todo el libro, Freud sostiene que otros errores de pensamiento,
lenguaje o conducta, aunque menos legibles, apuntaban sistemáticamente
hacia la misma conclusión: la mente está gobernada por leyes. La Psico­
patología de la vida cotidiana no añadía nada a la estructura teórica del psi­
coanálisis, y sus críticos se quejaron de que algunos de sus ejemplos resul­
taban excesivamente forzados, o de que el concepto mismo del acto fallido
freudiano era tan vago que no se podía someter a pruebas científicas de veri­
ficación. Incluso así, éste es el libro más leído de Freud; tuvo no menos de
once ediciones y fue traducido a doce idiomas en vida del autor. i3*so

Freud creía que el orden oculto de la mente no había sido advertido


por los psicólogos debido a que muchas operaciones mentales —después
de todo las más importantes— son inconscientes. Freud no descubrió lo
inconsciente; en la época de las luces algunos estudiosos sensibles de la
naturaleza humana habían reconocido la existencia de la mente inconscien­
te. Uno de los ingenios alemanes del siglo XVIII favoritos de Freud
—Georg Christoph Lichtenberg— recomendó el estudio de los sueños
como la avenida que conduciría a un autoconocimiento de otro modo inac­
cesible. Goethe y Schiller (a quienes Freud podía citar durante horas) ha­
bían buscado en el inconsciente las raíces de la creación poética. Los poe­
tas románticos, tanto en Inglaterra y Francia como en los estados
alemanes, rindieron tributo a lo que Coleridge denominó “los reinos cre­
pusculares del inconsciente”. En la propia época de Freud, Henry James
vinculó explícitamente el inconsciente con los sueños; el narrador de su
novela corta Los papeles de Aspern habla de “la inconsciente actividad
mental del dormir”. *81 Freud podía descubrir formulaciones muy similares
en los memorables epigramas de Schopenhauer y Nietzsche. Su contribu­
ción particular consistió en tomar una noción indefinida, podríamos decir
poética, y otorgarle precisión, conviniéndola en el fundamento de una psi­
cología, mediante la especificación de los orígenes y contenidos del
inconsciente y sus imperiosos modos de pugnar por la expresión. «A tra­
vés del estudio de la represión patológica, el psicoanálisis se vio forzado a
tomar en serio el concepto de lo “inconsciente”», observó más tarde. *82.
Freud vinculó lo inconsciente con la represión desde los primeros días
de la teorización psicoanalítica. Algunos encadenamientos del pensamien­
to consciente parecen conjuntos fortuitos de elementos discretos sólo por­
que la mayor parte de sus conexiones asociativas han sido reprimidas. El13 *

13 En vista del determinismo freudiano, algunos psicoanalistas han señala­


do con justicia que la técnica de la asociación libre no tiene un nombre correc­
to. Después de todo, las secuencias de ideas y recuerdos que el analizando pro­
duce en el diván, tienen interés precisamente porque están invisible pero
indisolublemente ligadas entre sí.
[160] Fundamentos: 1856-1905

propio Freud decía que su teoría de la represión es “la pieza clave para la
comprensión de las neurosis”... *83 pero no sólo de las neurosis. Lo
inconsciente está constituido en su mayor parte por materiales reprimidos.
Este inconsciente —tal como Freud lo conceptualiza— no es el segmento
de la mente que alberga pensamientos no visualizados en un momento
dado pero fácilmente recordables; esto es lo que él denominó preconscien­
te. Lo inconsciente propiamente dicho se asemeja a una prisión de máxi­
ma seguridad que mantiene encerrados a elementos antisociales, recién lle­
gados o que llevan allí años, tratados con dureza y severamente
custodiados, pero más bien incontrolados y siempre intentando fugarse.
Sólo logran irrumpir con intermitencia y a un alto precio, tanto para sí
mismos como para otros. El psicoanalista que trabaja con el objeto de
destruir las represiones, por lo menos en parte, tiene en consecuencia que
reconocer los graves riesgos que esto supone, y respetar el poder explosi­
vo del inconsciente dinámico.
Puesto que las obstrucciones que la resistencia levanta en el camino
son poderosas, hacer consciente lo inconsciente es, en el mejor de los
casos, muy difícil. El deseo de recordar se enfrenta al deseo de olvidar.
Este conflicto, incorporado en la estructura del desarrollo mental práctica­
mente desde el nacimiento, es la obra de la cultura, ya opere externamente
como policía o internamente como conciencia moral. El mundo teme las
pasiones incontroladas, y a lo largo de toda la historia que conocemos
consideró necesario marcar a fuego como mal educados, inmorales, e
impíos, los más insistentes impulsos humanos. Con procedimientos que
van desde la publicación de libros sobre la etiqueta hasta la prohibición de
desnudarse en las playas, desde la prescripción de la obediencia a los supe­
riores hasta la prédica del tabú del incesto, la cultura canaliza, limita, frus­
tra el deseo. La pulsión sexual, lo mismo que otras pulsiones primitivas,
pugna de modo implacable por obtener gratificación, frente a las prohibi­
ciones rigurosas y a menudo excesivas. El áutoengaño y la hipocresía, que
sustituyen las razones reales por “buenas razones”, son la compañías
conscientes de la represión; niegan las necesidades apasionadas por el bien
de la concordia familiar, la armonía social o la respetabilidad. Niegan esas.
necesidades, pero no pueden destruirlas. A Freud le gustaba el fragmento
de Nietzsche que le citó uno de sus pacientes favoritos, el Hombre de las
Ratas: «“Yo hice esto”, dice mi Memoria. “No puedo haber hecho esto”,
dice mi Orgullo, y permanece inexorable. Finalmente, la Memoria
cede.» *84 El orgullo es la mano coactiva de la cultura; la memoria, el
registro del deseo en el pensamiento y la acción. Es posible que el orgullo
prevalezca, pero el deseo sigue siendo el rasgo más exigente de la humani­
dad. Esto nos lleva de nuevo a los sueños; ellos demuestran exhaustiva­
mente que el hombre es el animal que desea. Sobre esto trata La interpre­
tación de los sueños: sobre los deseos y su destino.
Freiberg, en Moravia (actualmente Pfíbor, en Checoslovaquia), lugar de nacimiento de Freud. El pueblo
aparece dominado por la torre de la iglesia y rodeado de campos que constituyen las delicias de la niñez de
Freud y dejaron una huella imborrable en su memoria. (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wiven-
hoe)
Freud, de unos ocho años de edad, con su padre
Jacob, que entonces rondaba los cincuenta, en
una fotografía de estudio tomada después de
que la familia se instalase en Viena. (Copyrights
de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

El Prater, famoso parque de Viena con sus numerosos paseos y restaurantes. En los años finales de la década
de 1860 los padres de Sigmund Freud lo llevaron a menudo a este lugar. (Bild-Archiv der Österreichischen
Nationalhibliothek, Viena)
Viena a vista de pájaro en 1873, el año en que Freud entró en la Universidad de Viena. Litografía. (Direktion
der Museen der Stadt Wien)

Viernes negro, dibujo de J.E. Hörwarter. Trata de reflejar las escenas que se produjeron ante la bolsa el 9 de
mayo de 1873, después de la gran quiebra del mercado de valores. Muchos de los agentes de bolsa que
gesticulan salvajemente muestran los rasgos que los antisemitas atribuían gustosamente a todos los judíos.
(Bild-Archiv der Österreichischen Nationalbihliothek, Viena)
Freud, a la edad de 16 anos, con su adorada madre Amalia. [Copyrights de M.ary Evans/Sigmund Freud, Wi-
venhoe)
Samuel Hammerschlag, profesor de religión de Freud en el gimnasio y amigo generoso
y paternal suyo, con Betty, su mujer. (Copyrights de fAary Evans/Sigmund Freud, Wi-
venhoe)

La familia Freud en 1876. Sigmund, de 20 años de edad, está de pie en el centro frente a la cámara; su medio
hermano Emanuel le da la espalda. En la fila de atrás, de izquierda a derecha, están además sus hermanas
Pauline, Anna, Rosa y Marie («Mitzi»), y Simon Nathansohn, sobrino de Amalia. Sentados en la segunda
fila aparecen la hermana de Sigmund Adolfine («Dolfi») y sus padres. El niño del sillon es probablemente
Alexander, hermano de Sigmund. Se desconoce la identidad de los otros dos niños. (Copyrights de M.ary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Laboratorio del centro experimental de Trieste, donde Freud investigó sobre las gónadas de las anguilas en
la primavera de 1876. (Greti Mainx)

Dibujos de Freud para su artículo sobre la lamprea, que él describió como «el ínfimo de los peces». Su
estudio «Sobre los ganglios y la médula espinales del Petromyzon» lo escribió en 1878, mientras trabajaba en
el laboratorio de Ernst Brúck. (Fue publicado en Sitzungsber. d.k. Akad. d. Wissensch. Wien. Math.-
Naturwiss. Kl.)
Martha Bernays en 1880, aproximadamente dos Martha Bernays en 1884, ala edad aproximada de
años antes de conocer a Freud. (Copyrights de Mary 23 años. Durante su compromiso, cuando estaba
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe) apasionadamente enamorado de ella, Freud llegó
al convencimiento de que las fotografías no refleja­
ban suficientemente su personalidad. (Copyrights
de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Minna Bernays, hermana de Martha Bernays y


más joven que ella; a mediados de la década de
1890 se integró en el hogar de Freud. (Copy­
right! de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
El gran filósofo alemán Ernts Brücke -más
tarde Ernst von Brücke-, que influyó en Freud
más que ningún otro de sus profesores. (Institut
für Geschichte der Medizin der Universität, Vie­
na)

Hermann Nothnagel, profesor de medicina inter­ Theodor Meynert, profesor de psiquiatría en la


na en la Universidad de Viena. Freud trabajó para Universidad de Viena, quien en su día gozó de un
él como asistente clínico en 1882-1883. amplio prestigio internacional.
PSICOANALISIS [161]

Desde luego, Freud, que —como hemos dicho— no fue el descubri­


dor del inconsciente, tampoco fue el primero en afirmar la fuerza elemen­
tal de los deseos apasionados. Filósofos, teólogos, poetas, dramaturgos y
ensayistas habían celebrado —o lamentado— esa fuerza, por lo menos des­
de la época en que se escribió el Antiguo Testamento. También durante
siglos —como atestiguan, por ejemplo, los nombres de Platón, San
Agustín y Montaigne— los hombres sondearon la acción de las pasiones
en. su vida interior. En la propia época de Freud, ese tipo de autoexámenes
se había convertido en un lugar común en los salones y cafés de Viena. El
siglo XIX fue el siglo psicológico por excelencia. En esa época las auto­
biografías confidenciales, los autorretratos informales, las novelas auto­
biográficas, los diarios íntimos y los diarios secretos, dejaron de brotar
como gotas y se convirtieron en un diluvio acentuándose notablemente el
despliegue de subjetividad, de interioridad deliberada. Lo que sembraron
Rousseau —con sus penosamente sinceras Confesiones— y Goethe —con
sus autopunitivas y autoliberadoras Desventuras del joven Werther— en el
siglo XVm, las décadas de Byron y Stendhal, de Nietzsche y William
James fue cosechado en el siglo XIX. Thomas Carlyle habló perceptiva­
mente de “estos autobiográficos tiempos nuestros”. *85 Pero esa preocupa­
ción moderna por el yo de ningún modo era una ventaja. “La clave del
período —escribió Ralph Waldo Emerson hacia el final de su vida— pare­
ce ser que la mente se ha vuelto, consciente de sí misma.” Con la “nueva
conciencia” —pensaba— “los jóvenes nacían con cuchillos en el cerebro,
tendencia a la introversión, a la autodisección, a la anatomización de los
motivos”. *86 Fue una época de Hamlets.
Muchos de esos Hamlets eran austríacos. Cada vez más, su cultura los
autorizaba a revelar lo que había en sus mentes, con una libertad próxima
al exhibicionismo. A fines de 1896, el escritor satírico Karl Kraus realizó
la disección del estado de ánimo reinante con una precisión corrosiva:
“Apenas se había terminado con el sólido realismo, y el Griensteidl [un
café muy frencuentado por los literatos] quedó bajo el signo del Simbolis­
mo. “¡Nervios secretos!” era entonces la contraseña; se empezó a observar
“el estado del alma” y se procuraba huir de la distinción de las cosas en los
términos del lugar común. Pero uno de los slogans más importantes era
“Vida”, y todas las noches uno se reunía para agarrarse a la Vida o, cuando
las cosas realmente se animaban, para interpretar la Vida”. *87Tal vez la
obra más expresiva de tales preocupaciones fue el dibujo realizado en 1902
por Alfred Kubin, titulado Autoexamen. Presenta una figura de pie, semi-
desnuda y sin cabeza, vista desde atrás, y en el fondo, de frente al especta­
dor, una cabeza demasiado grande para ese cuerpo decapitado; mira con
fijeza y ciegamente, mientras la boca abierta descubre unos dientes separa­
dos y terribles.
Aunque no lo era, ese dibujo parece una ilustración para La interpre­
tación de los sueños. A Freud le interesaba poco ese sobreexcitado univer­
[162] Fundamentos: 1856-1905

so vienés. Lo mismo que todo el mundo en Viena, leía el original y bri­


llante periódico Die Fackel, azote ingenioso y devastador de la corrupción
política, social y lingüística, publicado y casi totalmente escrito por Karl
Kraus. Lo que es más, tenía un alto concepto de los cuentos, novelas y
piezas teatrales de Arthur Schnitzler, por la sensibilidad con la que desnu­
daban el mundo interior (principalmente el sensual) de los personajes.
Schnitzler invadió incluso el campo especializado de Freud con un cuarte­
to que describía los sueños como “deseos impúdicos”, “anhelos sin coraje”
que, perseguidos y empujados a los recovecos de la mente, sólo se atreven
a escurrirse por la noche:

Traüme sind Begierden ohne Mut,


Sind freche Wünsche, die das Licht des Tags
Zurückjagt in die Winkel unsrer Seele,
Daraus sie erst bei Nacht zu kriechen wagen. *88

Freud manifestó que las obras de Schnitzler le producían un placer


continuo, y en una carta que le dirigió al escritor, (y que era algo más que
adulación cortés) dijo que le envidiaba su “conocimiento secreto” *8’ del
corazón humano. Pero en general, como hemos dicho, se mantenía alejado
de los poetas y pintores modernos y de los filósofos de café, mientras con­
tinuaba con sus investigaciones en el austero aislamiento del consultorio.
Un descubrimiento irresistible, que constituye un tema central de L a
interpretación de los sueños y del psicoanálisis en general, fue el de que
los deseos humanos más persistentes tienen un origen infantil, la sociedad
no los acepta y en su mayor parte están tan hábilmente ocultos que en la
práctica permanecen más allá del alcance de la investigación consciente.
Freud comparaba esos “deseos atentos, por así decir inmortales, de nuestro
inconsciente” a los titanes de la mitología; llevan sobre sí las montañas
enormes con que los cargaron dioses victoriosos pero a veces son capaces
de enderezar las piernas. Esas son las fuerzas soterradas que subyacen en
todos los sueños. Freud dice que el pensamiento diurno incitador del sueño
es como un empresario con ideas pero sin capital; el capitalista que pro­
porciona el dinero para la aventura es “un deseo del inconsciente”. *90
Estos roles no siempre se presentan separados de un modo nítido; el capi­
talista puede convertirse en empresario. Lo importante es que, para que
pueda surgir, el sueño necesita un incitador y una fuente de energía.
Esto plantea el interrogante de por qué el capitalista se siente impulsa­
do a invertir su superávit. La respuesta que da Freud recuerda su fracasado
proyecto de 1895: el organismo humano lucha por reducir las excitaciones,
pero también activa recuerdos para recordar antiguos placeres, tal vez para
asegurar su repetición. Así es como nacen los deseos. Generan conflictos
en el inconsciente porque, al faltarles moderación, se enfrentan a los man­
damientos de las instituciones culturales entre las que crece el niño. Pero,
PSICOANALISIS [163]

aunque reprimidos, no se debilitan: “los deseos inconscientes siempre per­


manecen activos”. De hecho —concluye Freud— son “indestructibles. En
el inconsciente no se le puede poner término a nada, nada queda concluido u
olvidado”. Pero es como si al cabo de algún tiempo esos deseos se refina­
ran. Lo que Freud denominó “proceso primario” (el conjunto de energías
mentales primitivas no domesticadas que la mente alberga desde el princi­
pio) sigue estando enteramente bajo el gobierno del principio del placer:
quiere satisfacción, ciega y brutalmente, y no tiene paciencia ni con el pen­
samiento ni con la demora. Pero con los años de desarrollo, la mente logra
sobreimponer un “proceso secundario” que toma en cuenta la realidad; éste
regula el funcionamiento mental con menos pasión y más eficacia, median­
te la introducción del pensamiento, el cálculo, la capacidad para posponer
las satisfacciones con la finalidad de disfrutarlas más tarde. Freud advirtió
que no se sobrestimara la influencia del proceso secundario; el proceso pri­
mario conserva su persistente voracidad durante toda la vida. En consecuen­
cia (según el lacónico enunciado de Freud en las ediciones ulteriores de su
libro) el estudioso de los sueños tiene que reconocer que “la realidad psíqui­
ca es una forma particular de existencia, que no debe confundirse con la rea­
lidad material" * Al cerrar el libro con esa nota, Freud reivindicaba
triunfalmente el ambicioso programa del que había partido. En 1910 escri­
bió esperanzado que si La interpretación de los sueños, su “obra más
importante”, lograba “reconocimiento”, tenía que colocar también a la “psi­
cología normal sobre una nueva base”

De Roma a Viena: un progreso

Entre las claves de su propia mente que Freud reflejó


en La interpretación de los sueños, tal vez la más
enigmática, y sin duda una de las más punzantes, es el
tema de Roma, resplandeciendo en la distancia como
premio supremo e incomprensible amenaza. Era una
ciudad que él tenía deseos de visitar, pero éstos se
encontraban extrañamente subvertidos por una especie de prohibición fóbi-
ca. Estuvo de vacaciones en Italia más de una vez, pero en su acercamien­
to a la ciudad nunca pasó del lago Trasimero, que está a unos ochenta
kilómetros de distancia. Hasta allí había llegado Aníbal. A fines de 1897
soñó, que él y Fliess tenían en Roma uno de sus “congresos” *93 y a prin­
cipios de 1899 barajó la idea de que se encontraran allí en Pascua. *94 Un
año más tarde escribió que le parecía una idea espléndida “conocer primero
las leyes eternas de la vida en la Ciudad Eterna”. *95 Estudió la topografía
[164] Fundamentos: 1856-1905

de Roma en lo que denominó un tormento anhelante, *96 consciente de que


en su obsesión había algo extraño. “A propósito —le escribió a Fliess—
mi obsesión con Roma es profundamente neurótica. Está relacionada con
mi entusiasmo de escolar por el héroe semita Aníbal.” *97 Según sabe­
mos, Freud interpretaba su Gymnasialschwarmerei como una expresión de
su apasionado deseo de hacer frente y derrotar a los antisemitas. Conquis­
tar Roma significaba triunfar en la sede —el verdadero cuartel general— de
los más implacables enemigos de los judíos: “Aníbal y Roma simbolizan
para el joven el contraste entre la tenacidad del judaismo y la organización
de la Iglesia Católica”. Había algo más; su deseo de visitar Roma
—observó— encubría y simbolizaba “varios otros deseos cálidamente
anhelados”. *»« Sugirió que eran de carácter edípico; recordó el antiguo orá­
culo según el cual el primero de los tarquines que besara a la madre gober­
naría Roma. 14*99 Símbolo sobrecargado y ambivalente, Roma representa­
ba los deseos eróticos ocultos más poderosos de Freud, y sus deseos
agresivos sólo ligeramente menos ocultos; permitía vislumbrar su histo­
ria secreta.
Cuando Freud publicó La interpretación de los sueños, todavía no
había conquistado Roma. Le pareció que eso era de algún modo convenien­
te; se adecuaba a la sensación de soledad y frustración que lo acosaba en
esos años tempestuosos de clarificación interior y teorización osada. El
libro había estado mucho tiempo en proceso de elaboración, y completarlo
constituyó una pérdida. Durante algún tiempo estuvo deprimido, y a prin­
cipios de octubre de 1899 suscribió la observación de Fliess en cuanto a
que es “un sentimiento penoso” desprenderse de algo que ha sido “en gran
medida nuestra propiedad particular”. Después de sus anteriores autocríti­
cas, había llegado a amar el libro que iba a publicarse: no mucho, pero sí
algo más. Aquella publicación le resultó sumamente dolorosa, “puesto
que lo que se separaba de mí no era una propiedad intelectual sino emocio­
nal”. *100 Las débiles y todavía lejanas señales de tormenta relativas a su
posible separación de Fliess, otra preciada propiedad emocional de esos
años, no contribuían a levantarle el ánimo. En este sentido, tampoco
podía aportarle serenidad el hecho de enterarse de que una vez más, había
sido ignorado como candidato a la cátedra. Envió como regalo de cumplea­
ños a Fliess uno de las dos primeros ejemplares del libro de los sueños, y
estoicamente se armó de valor para recibir la respuesta del público: “Me
he reconciliado con ello ya hace tiempo y asumo su fortuna con... resig­
nada expectación”. *i°i
La expectación de Freud era bastante real, pero no su resignación.

14 El significado psicoanalítico de ese beso (aunque Freud no lo dice explí­


citamente) es el triunfo sobre el padre. Pero podría haber misterios más profun­
dos, y más significativos; Freud no proporciona material suficiente para _
especulación.
PSICOANALISIS [165]

Malhumorado, desatento, irritado, reaccionó con furia contra los primeros


lectores del libro de los sueños, que señalaban deslices menores en lugar
de elogiar el conjunto. Si bien no se produjo el alboroto de protesta para
el que se había preparado, la primera referencia a La interpretación de los
sueños, que apareció pronto, en diciembre, le disgustó. Como crítica era
simplemente “insensata”, según le dijo a Fliess, e “insatisfactoria” como
reseña. El autor de la nota, un tal Cari Metzentin, se redimió parcialmente
a los ojos de Freud sólo por una expresión: afirmó que el libro “hacía épo­
ca” *102 Eso no bastaba. A Freud, la actitud de los vieneses ante sus ideas
le pareció “extremadamente negativa”, y trató de animarse a sí mismo con
el pensamiento de que él y Fliess eran intrépidos pioneros: “Después de
todo, estamos terriblemente por delante de todos”. Pero su melancolía no
cedió. “Ahora no tengo fuerzas para el trabajo teórico. Así que, por la
noche, me siento terriblemente aburrido.” *1M El aburrimiento es a menu­
do un síntoma de cólera y angustia, y probablemente ése fue el caso de
Freud, turbado creador de una obra maestra inclasificable.
El nuevo año no trajo consigo ningún alivio. A principios de enero de
1900, una reseña bibliográfica que apareció en Die Zeit, un popular diario
vienés, lo impresionó como algo “idiota”, “un poco lisonjera e inusual­
mente incomprensiva”. *104 Otra, publicada en Nation por un conocido
suyo, el poeta y dramaturgo Jakob Julius David, era “bondadosa y sensi­
ble”, si bien “algo vaga”. No hizo mucho por consolarlo. “La ciencia me
resulta cada vez más difícil. Por la noche me gustaría algo que me alegrara
la vida, que refresque, que me despeje, pero estoy siempre solo”. *105 Esto
suena sospechosamente a autocompasión. Parecía decidido a sentirse
rodeado de vacío, y a no prever nada más que incomprensión y desdén.
“Prácticamente me he apartado del mundo exterior —escribió en marzo de
1900—. No se ha movido ni una hojita para revelar que La interpretación
de los sueños haya conectado con la mente de alguien. Sólo ayer me sor­
prendió un artículo más bien cordial en el suplemento de un diario, el
Wiener Fremdenblatt". Unicamente las buenas noticias lo sorprendían.
“Me entrego a mis fantasías, juego al ajedrez, leo novelas inglesas; todo
lo serio está prohibido. Hace dos meses que no escribo ni una línea de lo
que estoy aprendiendo o conjeturando. En consecuencia, en cuanto dejo mis
ocupaciones vivo como filisteo sibarita. Tú sabes qué limitados son mis
excesos; no puedo fumar nada bueno, el alcohol no me ayuda en absoluto,
ya no voy a engendrar más hijos, he cortado mi contacto con la gente. De
modo que vegeto, inofensivo, intentando apartar mi atención del tema en
el que trabajo durante el día.” *106 Parecía agotado.
Las razones del desaliento de Freud eran en parte económicas, y la prác­
tica de su profesión no le aportaba mucho. Apeló, para salvarse, a su auto­
disciplina, a su duramente adquirido equilibrio mental, pero lo más que
consiguió fue indiferencia. “En general —escribió el 7 de mayo de 1900,
agradeciendo las felicitaciones por su cumpleaños que le envió Fliess—.
[166] Fundamentos: 1856-1905

Soy demasiado sensato como para quejarme, salvo en mi punto débil: el


miedo a la pobreza.” Reconocía “cuánto tengo y qué poco derecho tiene
uno a ello si se tiene en cuenta las estadísticas de la miseria humana”. *107
Pero a veces su incapacidad para comprender, y ayudar, a algunos de su ana-
lizandos más difíciles lo hundía en la desesperación, y cuando se atascaba
en ese estado de ánimo, esos pacientes le resultaban un verdadero tormen­
to. *i°8 A fines del invierno de 1900, anhelando la primavera y el sol,
habló sombríamente de “castástrofe” y de “colapso”; se había visto obliga­
do a “demoler” todos “sus castillos en el aire”. Sin embargo, estaba hacien­
do cuanto podía para “reunir un poco de coraje y volver a construirlos”. *i»
El desdén público y la aflicción privada se reforzaban recíprocamente.
Se asemejaba a Jacob luchando con el ángel; derrotado y sin aliento, le
rogó al ángel que lo dejara en paz. Formuló la predicción más desatinada­
mente inexacta de su vida: “Será un justo castigo para mí que ninguna de
las provincias ignoradas de la vida mental en las que yo he sido el primer
mortal en entrar, nunca haya de llevar mi nombre ni obedecer a mis
leyes”. Todo lo que había obtenido de su duelo con el ángel era una cojera,
y chapoteaba en esa melancólica caricatura de su decadencia prematura.
“Si, ya tengo realmente cuarenta y cuatro años —escribió en mayo de
1900—, soy un viejo israelita con su ropa un tanto raída.” *no Ante su
familia, asumió la misma actitud malhumorada. Al agradecer a sus sobri­
nas de Berlín los buenos deseos que le enviaron para su cumpleaños, se
caracterizó como “un viejo tío” *m. Al año siguiente, observó con resig­
nación que le había pedido a la familia (desde luego en vano) que “se abs­
tuviera de hacer nada para celebrar los cumpleaños de los viejos”, y dijo de
sí mismo que era una especie de monumento decrépito, y no “un niño que
se alegra con su cumpleaños”. *112 Más que su ropa raída, en adelante iba a
obsesionarle su edad.
Esas elocuentes elegías siempre en clave menor, sugieren lo vulnera­
ble que era Freud todavía en 1900, a pesar de su autoanálisis. Eludía los
riesgos del éxito invocando el espectro del fracaso. Tendría que haber sabi­
do que la originalidad y el carácter desagradable de sus ideas invitaban al
silencio desconcertado o a la desaprobación ultrajada; podría haber conside­
rado que uno y otra eran por igual cumplidos involuntarios. Pero estaba
descontento con sus comentaristas bibliográficos, con sus pacientes, con
sus amigos, consigo mismo. Sin duda, el nacimiento de su “hijo del sue­
ño” había sido laborioso.

A Freud le resultó descorazonador el hecho de que la finalización de


su tratado (del que había esperado tanto) hiciera tan poco por resolver sus
frustraciones o aliviar su sensación de soledad forzada. En marzo de 1900
recordó con nostalgia el verano anterior, en el que “con actividad febril”
había completado el libro de los sueños. Después, tontamente, se había
“embriagado una vez más con la esperanza de haber dado un paso más
PSICOANALISIS [167]

hacia la libertad y la paz. La recepción que suscitó el libro y el silencio


que se produjo desde entonces han destruido una vez más la relación
embrionaria con mi medio”. *114 Pero poco a poco salió de su depresión.
En septiembre de 1901, ayudado por su autoanálisis, superó finalmente la
inhibición que había soportado durante tanto tiempo, y se encontraba visi­
tando Roma, en compañía de su hermano Alexander. Lo mismo que
muchos otros europeos del norte al entrar en Roma por primera vez, igual
que Gibbon, Goethe o Mommsen, recorrió la ciudad deslumbrado y gozo­
so. La Roma cristiana le resultó inquietante, la Roma moderna, le pareció
atractiva y simpática, pero eran la Roma antigua y la renacentista las que
le exaltaban mientras arrojaba una moneda a la fontana de Trevi, le deleita­
ban las ruinas o contemplaba fascinado el Moisés de Miguel Angel.15 La
visita según dijo llanamente, sin intentar ninguna hipérbole— fue “un
punto álgido” *ns de su vida.
Todos los días enviaba mensajes exuberantes a su familia, y se pre­
guntaba qué lo había privado durante tanto tiempo de proporcionarse ese
placer supremo. El 3 de septiembre, “a mediodía, frente al Panteón”, le
escribió a su mujer: “¡Así que es esto lo que temí durante años!” *116
Roma le pareció encantadoramente cálida, y la luz romana, extraordinaria.
No había ninguna razón para que se preocuparan por él, le aseguró a la
esposa dos días más tarde; la vida que estaba llevando era “espléndida para
el trabajo y el placer, en la cual uno se olvida de sí mismo y de otras
cosas”. *117 De nuevo, el 6 de septiembre, todavía en Roma, con su ele­
gante estilo telegráfico, y su regocijo intacto, escribió: “Esta tarde unas
pocas impresiones, una de las cuales perdurará durante años”. *n» Más tar­
de, en sus frecuentes visitas a Italia, provocarían su entusiasmo las belle­
zas de Venecia *>» y el paisaje que rodea Nápoles (si bien no los napolita­
nos). 15
16 Pero Roma, “esta ciudad divina”, *1M iba a seguir siendo la única
favorita. En una de aquellas visitas, escribiéndole a su hija Mathilde, le
dijo que no había querido permanecer en Fiesole, ese hermoso lugar situa­
do en las colinas que dominan Florencia, “porque me siento atraído por la
austera seriedad de Roma”. Sin duda, “esta Roma es una ciudad muy nota­
ble... muchos ya la han visto así.” *121
Pronto Freud sacó partido de las oportunidades psicológicas que la
conquista de Roma puso a su alcance. Su visita fue a la vez emblema e
instrumento de una mayor libertad interior, prenuncio de una nueva flexi­
bilidad para la maniobra política y social; lo ayudó sustancialmente a

15 Sobre el significado que esta escultura y Moisés tenían para Freud, véan­
se las págs. 357-60.
16 El ls de septiembre de 1902, Freud le envió una tarjeta postal a su mujer
desde Nápoles; elogiaba la ubicación de la ciudad, en especial la vista del Vesu­
bio. Pero —agregó—, “la gente es desagradable, parecen galeotes. Aquí hay
tanta confusión y suciedad como en la Edad Media. Sobre todo, hace un calor
inhumano”. (Freud Museum, Londres.)
[168] Fundamentos: 1856-1905

emerger de ese limbo ambiguo, a medias gratificante y a medias descora­


zonado^ de su “espléndido aislamiento". *122 En el otoño de 1902, Freud
empezó a reunir en Berggasse 19, los viernes por la noche, a un pequeño
número de médicos (sólo cinco al principio), que creció muy lentamente,
y a unos cuantos legos interesados, para discutir, bajo su indiscutible pre­
sidencia, informes sobre casos, teoría psicoanalítica y aventuras psicobio-
gráficas. ” Poco más de seis meses después, en febrero, logró finalmente
la cátedra que había codiciado y merecido durante años. En adelante, a
Freud nunca volvieron a faltarle ni estatura social, ni resonancia pública,
ni seguidores ardientes ni controversias de gabinete.

La tortuosa historia del progreso académico de Freud arroja mucha


luz sobre los caminos (a la vez laberínticos y cómodos) mediante los que
uno podía promocionarse en el imperio austro-húngaro. La originalidad no
era necesariamente un impedimento, el mérito no obligatoriamente un
requisito. Sólo las relaciones, denominadas Protektion, podían asegurar el
avance profesional. Freud había sido Privaídozent desde 1885. Doce largos
años después, en febrero de 1897, dos de sus más influyentes colegas
mayores, Hermann Nothnagel y Richard von Krafft-Ebing, lo propusieron
para el rango de Ausserordentlicher Professor (Professor Extraordinarius).
Era una posición valorada en gran medida por el prestigio (y los privile­
gios) que la acompañaban, puesto que el título en sí no suponía ni un
mayor salario ni ingreso en el consejo de profesores del cuerpo docente.
No importaba: según dijo Freud con toda llaneza, el profesorado “en nues­
tra sociedad convierte al médico en un semidiós para los pacientes”. *123
Otros miembros de la generación de Freud ascendían sin cesar en la jerar­
quía profesional, pero Freud seguía como Privatdozent. El comité de siete
miembros que debía nominarlo se reunió en marzo de 1897 y le brindó su
apoyo unánime. En junio, el claustro médico respaldó la recomendación
por 22 votos contra 10. El Ministerio de Educación no hizo nada.
Observando en silencio, Freud veía pasar, año tras año, el desfile de
las promociones, que nunca lo incluía. Se negaba a entrar en la “resbaladi­
za pendiente” que suponía conseguir abogados que apelaran a sus cone­
xiones con los burócratas de alto rango. Pensaba que el sistema austríaco
de la Protektion era detestable. *125 Por otro lado, no se consideraba un
caso desesperado, alguien que no pudiera alcanzar su meta sin recurrir a
dicho sistema. Después de todo, tenía todo el derecho a que le tuvieran en
cuenta; sus sustanciales monografías sobre la afasia y sobre la parálisis
cerebral infantil (una publicada en 1891, la otra seis años más tarde) eran
demostraciones impresionantes de su competencia en dominios médicos
perfectamente tradicionales. Pero no había cátedra para Freud: no la hubo
en 1897, ni en 1898 o 1899, ni siquiera en 1900, año en el que el empera-

17 Véanse las págs. 206-212.


PSICOANALISIS [169]

dor Francisco José confirmó algunas de las promociones propuestas.


Entonces, a fines de 1901, Freud decidió cambiar de rumbo. Expresando
disgusto y reconociendo sentimientos de culpa conscientes, pasó de la
pasividad a la actividad. Los resultados fueron rápidos y espectaculares: el
22 de febrero de 1902 el emperador firmó el decreto que otorgaba a Freud
el título de Professor Extraordinarius. Fue un momento espléndido para
toda la familia; Marie, la hermana de Freud, comunicó rápidamente la
novedad a Manchester, y su medio hermano Phillip respondió muy con­
tento por las buenas noticias concernientes a “nuestro amado hermano
Sigismund”, pidiendo más detalles sobre la promoción. *i“
Una carta de Freud a Fliess (una de las últimas de la correspondencia
entre ellos) registra esos detalles con una abundancia penosa. Fliess había
felicitado a Freud por ser finalmente un Herr Professor, y empleó palabras
tales como “reconocimiento” y “maestría”. En respuesta, Freud, movido
por su “acostumbrado y perjudicial impulso hacia la sinceridad”, confesó
con disgusto que él mismo lo había gestado todo entre bambalinas. Des­
pués de regresar de Roma en el mes de septiembre, se encontró con menos
pacientes; en vista del creciente distanciamiento entre él y Fliess, se sentía
más solo que nunca, y reconoció que sentarse a esperar el título podía lle­
varle el resto de su vida. “Y yo quería ver Roma de nuevo, atender a mis
pacientes y mantener contentos a mis hijos.” Todo esto lo impulsaba
hacia la pendiente resbaladiza que suponía la búsqueda de Prolektion. “Así,
entonces decidí romper con la virtud estricta y dar los pasos apropiados,
como los demás mortales.” Durante cuatro años había permanecido inmó­
vil; en ese momento apeló a Sigmund von Exner, profesor de fisiología
que había sido maestro suyo, quien más bien ásperamente le aconsejó que
tratara de neutralizar los sentimientos hostiles del Ministerio de Educa­
ción, y que se procurara una “contrainfluencia personal”. En consecuencia,
Freud movilizó a su “antigua amiga y ex paciente” Elise Gomperz, cuyo
esposo era Theodor Gomperz, el eminente clasicista que le había encarga­
do al joven Freud la traducción de varios ensayos para la edición alemana
de John Stuart Mili. Ella intervino, y fue informada de que Freud tenía
que conseguir que Nothnagel y Kraft-Ebing renovaran su propuesta ante­
rior. Así lo hicieron, pero por el momento sin ningún resultado. *127
Entonces otra amiga y paciente, la baronesa Ferstel, de una clase
social más alta incluso que Frau Professor Gomperz, tomó en sus manos
la causa de Freud. Logró que le presentaran al ministro de educación, y lo
convenció para que ofreciera una cátedra al “médico que le había devuelto
la salud”. El soborno —según informó Freud— era una “pintura moderna”
de Emil Orlik para la galería que el ministro proyectaba fundar. Freud
comenta sardónicamente que si “un cierto Bócklin” (presumiblemente más
deseable que un simple Orlik) hubiera sido propiedad de Marie Ferstel y
no de su tía, “yo habría sido designado tres meses antes”. Pero Freud se
reservó para sí mismo los sarcasmos más mordaces. Si bien el Wiener
[170] Fundamentos: 1856-1905

Zeitung todavía no había publicado la designación —le dijo a Fliess— “la


noticia de que es inminente se ha difundido con rapidez desde los ámbitos
oficiales. El interés de la gente es muy grande. Incluso ahora llueven las
felicitaciones y las flores, como si el papel de la sexualidad hubiera sido
de pronto oficialmente reconocido por Su Majestad, el significado de los
sueños confirmado por el Consejo de Ministros, y la necesidad de la tera­
pia psicoanalítica de la histeria aceptada en el Parlamento por una mayoría
de dos tercios”. Finalmente había aprendido que “este viejo mundo está
gobernado por la autoridad como el nuevo lo está por el dólar”. Agregó
que después de haber dado muestras de obediencia, por primera vez, a esa
autoridad, podía esperar la recompensa. Pero había sido un tonto, un asno,
por esperar tan pasivamente: “En todo el asunto hay una persona con ore­
jas muy largas, que no es lo suficientemente apreciada en tu carta: yo”.
Con toda claridad, “si hubiera dado estos pocos pasos hace tres años,
habría sido designado hace tres años, y me habría ahorrado muchas cosas.
Otros han tenido esa perspicacia sin necesidad de viajar primero a Ro­
ma”. *12S Suena casi como si hubiera ido a Cañossa, bajo la nieve y con
los pies desnudos. El placer que el nuevo título le proporcionaba a Freud
era bastante real, pero lo hacía peligrar la incomodidad suscitada por las
vergonzosas estratagemas que había empleado para conseguir lo que debía
haberle sido concedido sin ellas.
Algo más surge con claridad en todos estos documentos: la carrera aca­
démica de Freud estaba siendo demorada notablemente (se diría que delibe­
radamente). Muchos médicos con el título de Privaídozent eran nominados
—algunos incluso a cátedras con todos los derechos— al cabo de cuatro o
cinco años, o incluso después de sólo uno. Desde 1885 en adelante, duran­
te el tiempo de espera de Freud, el lapso medio entre una Dozentur y una
designación para una cátedra era de ocho años. El gran neurólogo Julius
von Wagner-Jauregg, designado Privaídozent en 1885, el mismo año que
Freud, logró su título de catedrático cuatro años más tarde. Freud tuvo que
esperar diecisiete. Excepción hecha de un puñado de profesionales que nun­
ca llegaron a ser catedráticos, solamente cuatro de los aproximadamente
cien aspirantes designados Privaídozent en los últimos quince años del
siglo XIX tuvieron que esperar más tiempo que Freud. *1M Exner estaba
en lo cierto; había algún prejuicio contra Freud en los círculos oficiales.
Desde luego, no puede excluirse el antisemitismo. Si bien los judíos
—incluso los que rechazaban el ventajoso refugio del bautismo— seguían
escalando posiciones de prestigio en la profesión médica austríaca, la
difundida infección del antisemitismo no dejó de alcanzar a los burócratas
influyentes. En 1897, cuando Nothnagel le informó a Freud que él y
Krafft-Ebing lo habían propuesto para la nominación, también le advirtió
que no esperara demasiado: “Usted ya conoce las otras dificultades”. *130
Nothnagel sugería claramente la atmósfera, desfavorable para los judíos,
que invadía la Viena gobernada por Lueger. Como hemos visto, el antise­
PSICOANALISIS [171]

mitismo de la década de 1890 era más virulento, más abierto, que el anti­
semitismo de principios de la década de 1870, cuando Freud había hecho
frente a algunas de sus manifestaciones como estudiante universitario. En
1897, seguramente, atrincherado, Lueger podía manipular el odio contra
los judíos con propósitos políticos propios. No era un secreto sino un
lugar común, el hecho de que ese clima afectaba a la carrera profesional de
los judíos en Austria. En la novela de Arthur Schnitzler titulada El cami­
no de la libertad, que aborda acontecimientos que sucedieron hacia finales
de siglo, uno de los personajes judíos, un médico, le dice al hijo, que pro­
testa contra el fanatismo dominante: “La personalidad y la valía de cada
uno siempre terminarán por prevalecer. ¿Qué hay de malo para ti? Que
alcanzarás tu cátedra unos años después que algún otro”. *131 Eso precisa­
mente le sucedió a Freud.
Pero es probable que el antisemitismo no fuera la única razón de que
Freud estuviera languideciendo en el limbo profesional durante tanto tiem­
po. Sus escandalosas teorías sobre los orígenes de las neurosis no eran
ninguna garantía para quienes mejor podían allanarle el camino. Freud
vivía en una cultura tan ávida de respetabilidad como cualquiera, y más
ávida de títulos que la mayoría. No había pasado tanto tiempo desde 1896,
cuando pronunció su conferencia sobre la etiología sexual de la histeria,
su “cuento de hadas científico”, ante la Sociedad para la Psiquiatría y la
Neurología de Viena. Los motivos que tenía el gobierno para mostrarse
renuente a reconocer y recompensar los méritos científicos de Freud esta­
ban “sobredeterminados” —para decirlo con un término freudiano—; son
complejos y muy difíciles de desentrañar.
Los motivos de Freud, tanto para su paciente como para ese cambio
abrupto que lo impulsó a adoptar tan vigorosa táctica, resultan más trans­
parentes. Siempre anheló la fama, pero la fama no comprada, el tipo de
reconocimiento que es el más dulce de todos: la recompensa exclusiva del
mérito. No quería ser como el hombre que organiza su propia fiesta de
cumpleaños, y se da a sí mismo la sorpresa, por miedo a que el mundo
olvide la atención que le debe. Pero esa espera frustrante en las antecáma­
ras del estatus acabó resultando exasperante para él. El realismo prevaleció
sobre las fantasías y sobre sus exigentes normas de conducta. Tenía que
aceptar a Viena como era. Desde luego, Freud sabía desde mucho antes que
aquel título le abriría puertas y mejoraría sustancialmente sus ingresos.
Pero las preocupaciones monetarias, por sí solas, no lo hubieran converti­
do en lo que en tono de burla denominó un “arribista” (Streber). Des­
pués de todo, esas preocupaciones eran para él una compañía antigua y
familiar. Lo que más bien ocurrió fue que la nueva capacidad de Freud para
satisfacer su deseo de ver Roma, para llegar de ese modo más lejos que su
héroe Aníbal, le permitió asumir una actitud un tanto más benévola con
respecto a sus otros deseos. No se trata precisamente de que Freud decidie­
ra darle rienda suelta a su conciencia; estaba demasiado bien atrincherada
[172] Fundamentos: 1856-1905

como para que fuera posible librarse de ella. Pero en aquella época encon­
tró modos de obligarla a moderar sus tenaces exigencias de rectitud.

Todo esto, y mas, surge de las cartas confidenciales que Freud envió
Fliess. Su tono, una mezcla de desafío y disculpa, demuestra cuánto le
estaba costando su nueva determinación. Mientras esperaba —le dijo a
Fliess— “ni un solo ser humano se hubiera molestado por mí”. Pero des­
pués de su conquista de Roma, se había “acrecentado un tanto” el placer
que encontraba “en la vida y el trabajo”, mientras que había “disminuido
un tanto” el placer que hallaba en “el martirio”. *133 Esas expresiones
deben de contarse entre las más reveladoras que Freud formulara jamás
sobre sí mismo. Su conciencia no sólo era severa; estaba castigándolo. El
martirio era la expiación de crímenes cometidos o repetidos en la fantasía,
durante sus primeros años, ya asumiera la forma de la pobreza, de la sole­
dad, del fracaso o de la muerte intempestiva. Freud no fue exactamente un
masoquista moral, pero encontraba algo del placer en el dolor.
Su costumbre de dramatizar su aislamiento intelectual da testimonio
de esa disposición. Tenía algo de abogado y algo de novelista, profesiones
ambas que recurren a las descripciones llenas de colores vivos y perfiles
acentuados. Tenía además algo de héroe pagado de sí mismo, que se identi­
ficaba con gigantes históricos mundiales como Leonardo da Vinci y Aní­
bal, y ni qué decir tiene que con Moisés, y esos juegos de la imaginación,
tan serios como frívolos, prestan a sus tendencias épicas una cierta y mag­
nífica simplicidad. Pero si bien los relatos autobiográficos de Freud estili­
zan sus batallas, también captan una verdad emocional: reflejan el modo
en que él sentía sus luchas. Incluso ya en la madurez avanzada, las cicatri­
ces continuaban doliéndole. En 1897 se unió a la logia “Wien” de la B’nai
B’rith, fundada dos años antes, y comenzó a pronunciar conferencias de
divulgación para sus miembros. Se sentía como“condenado al ostracis­
mo”, de modo que buscó “un círculo selecto” de hombres que le dieran una
buena acogida, sin que les importara “mi audacia”. *134 Recordar esos días
siempre lo entristecía. “Durante más de una década después de mi separa­
ción de Breuer, no tuve ningún simpatizante”, escribió un cuarto de siglo
más tarde. “Estaba completamente aislado. En Viena se apartaban de mí.
En el extranjero, nadie me conocía.” En cuanto a La interpretación de los
sueños, apenas aparecieron comentarios “en las publicaciones especializa­
das”. *135
Todos estos enunciados son un tanto engañosos. El distanciamiento
entre Freud y Breuer no fue abrupto sino gradual, y se vio sesgado por
momentos de aproximación. En todo caso, desde luego nunca se encontró
completamente solo: Fliess, y en menor medida Minna Bemays, le brinda­
ron su apoyo durante los años más críticos de la investigación. Tampoco
era cierto que lo esquivaban en los círculos médicos de Viena. Especialis­
tas eminentes estaban dispuestos a recomendar a un descarriado cuyas teo­
PSICOANALISIS [173]

rías consideraban (en el mejor de los casos) extravagantes; como hemos


visto, Krafft-Ebing (que en 1896 calificó de “cuento de hadas” la conferen­
cia sobre el origen de las neurosis) propuso al año siguiente que se otorga­
ra a Freud el título de catedrático. Además, si bien pasó cierto tiempo,
tanto en Austria como en el extranjero, hasta que se comenzó a prestar
atención al libro de los sueños, éste tuvo algunas reseñas bibliográficas
apreciativas, incluso entusiastas. Sin duda Freud tenía buenas razones para
considerarse un pionero arriesgado en terreno peligroso; las publicaciones
especializadas tildaban sus ideas de absurdas, y también les aplicaban otros
calificativos más burlones. Pero acariciaba su soledad tenazmente, prestan­
do poca atención, y a veces ninguna, a las pruebas más alentadoras. Era
como si insistiendo supersticiosamente en su trabajo y en su inminente
muerte evitara provocar la ira de los dioses celosos, a los que nada molesta
tanto como un éxito clamoroso. Pero la superstición —según señaló el
propio Freud— es la anticipación de dificultades a través de la proyección
hacia afuera de deseos hostiles y desagradables; la superstición de Freud
tenía que ver con los conflictos inconscientes que envenenaron su infan­
cia, con sus fantasías agresivas y su rivalidad con los hermanos, y desde
luego con el miedo a las represalias por sus deseos perversos.
A fines de la década de 1890, con la muerte del padre, el progreso de
su autoanálisis y el ritmo acelerado de su teorización psicoanalítica, Freud
parecía revivir sus conflictos edípicos con una ferocidad peculiar. Al escri­
bir La interpretación de los sueños estaba desafiando a sus padres adopti­
vos: los maestros y colegas que lo habían alentado pero a los que estaba
dejando atrás.18 Asumiendo riesgos que parecían más extremos con cada
mes que pasaba, seguía su propio camino. Aquella primera visita a Roma
en septiembre de 1901 selló su independencia. Al vagar por aquella atmós­
fera lóbrega, desafiando su necesidad de martirio y al mismo tiempo dis­
frutando de ella, Freud pagaba pomposamente sus deudas psicológicas.
Pero estaba trabajando, y el trabajo siempre lo equilibraba. En el año
de 1901 estuvo muy ocupado. Más bien con desgana, escribió un resu­
men de La interpretación de los sueños, publicado ese año con el título de
Sobre el sueño. Volver a atravesar un terreno que tan arduamente ya había
recorrido lo aburría y exasperaba. Le procuró mucho placer terminar la
Psicopatología de la vida cotidiana, que, como sabemos, también fue

18 La “profunda confianza en sí mismo” de Freud —según escribió Ernest


Jones— “había estado oculta por extraños sentimientos de inferioridad, incluso
en la esfera intelectual”; él trató de dominarlos elevando a sus mentores a una
posición inalcanzable, lo cual le permitía seguir dependiente de ellos. Freud
“idealizó seis figuras que desempeñaron un papel importante en su juventud”;
Jones enumera a Brücke, Meynert, Fleischl-Marxow, Charcot, Breuer y Fliess.
Pero después —insiste Jones—, el autoanálisis de Freud lo llevó a una “com­
pleta madurez” e hizo que tales construcciones resultaran innecesarias. (Jones
II, 3.) Mi propia opinión es menos categórica.
[174] Fundamentos: 1856-1905

publicada ese año. Sin embargo, más enigmático fue el caso de una histé­
rica, la famosa “Dora”; redactó la mayor parte del material al respecto en
enero, pero no lo publicó hasta 1905. 19 El psicoanálisis del chiste, que
también se convirtió en tema de un libro publicado en 1905, lo ocupaba
con intermitencia. Sin embargo lo mejor de todo era que, hasta cierto pun­
to para su sorpresa, sus ideas sobre la sexualidad, durante mucho tiempo
dispersas, estaban empezando a reunirse en una teoría amplia.

Un mapa de la sexualidad

' || Cuando Freud vio La interpretación de los sueños


t comentada en la prensa, algunas de su ideas sobre la
JMjp sexualidad empezaron a hervir en él. “Las cosas están
moviéndose en el piso de abajo”, le escribió a Fliess
p’gfiy* en octubre de 1899. “Una teoría de la sexualidad
—--------- --------- —agregó proféticamente— puede convertirse en la pró­
xima sucesora del libro de los sueños.” *136 Aunque la vida parecía árida,
de manera constante, lenta y más bien terca, Freud estaba gestando su
siguiente obra. En enero de 1900 ya podía informar que se hallaba “reco­
giendo material para la teoría sexual y esperando que una chispa encienda
la leña”. *137Tuvo que esperar algún tiempo. “Ahora —dice un documento
de febrero de 1900— la suerte me ha abandonado; ya no encuentro nada
Útil.” *138
Al trabajar en dirección a una teoría de la sexualidad siguió la ruta
hacia el descubrimiento con la que más coincidía y que casi le resultaba
necesaria: ideas más o menos incipientes, tomadas de sus pacientes, su
autoanálisis y sus lecturas, flotaban en su mente y, por así decir, reclama­
ban coherencia. Freud nunca se contentaba con observaciones aisladas;
sentía un impulso irresistible tendente a armonizarlas en una estructura
ordenada. A veces realizaba irrupciones temerarias que lo llevaban a un
territorio desconocido a partir de un entramado muy exiguo de hechos,
sólo para terminar retrocediendo, con bastante cordura, a la espera de
refuerzos. Confiaba en que su preconsciente lo ayudaría. “En cuanto a mi
trabajo —le escribió a Fliess en noviembre de 1900—, las cosas no están
exactamente en punto muerto, probablemente están avanzando con vigor
en un nivel subterráneo, pero sin duda no es tiempo de cosecha, de domi­
nio consciente”.13» Hasta que llegaba a ver las conexiones, vivía en un
estado de agitación continua, apenas controlado por la paciencia que había

19 Véanse las págs. 285-294.


PSICOANALISIS [175]

cultivado tan trabajosamente. Sólo la sensación de que existían interrela-


ciones le proporcionaba alivio.

Ese alivio, con los Tres ensayos sobre teoría sexual, sólo llegó en
1905. Su teoría de la libido se desplegó con lentitud, lo mismo que sus
otros enunciados teóricos fundamentales. En cada paso del camino, el
Freud burgués convencional tema que sostener una batalla con Freud, el
conquistador científico. Sus proposiciones sobre la libido eran para él
mismo casi tan escandalosas como para la mayoría de sus lectores. ¿Por
qué había “olvidado” las observaciones de Charcot, Breuer y Chrobak
sobre la presencia ubicua de la “cosa genital” en los trastornos nerviosos?
Un olvido de ese tipo, como el propio Freud documentó ampliamente en
Psicopatología de la vida cotidiana, era una resistencia.
Pero él superó esa resistencia más pronto y más completamente que la
mayoría de los médicos o que el público educado. En el delicado ámbito de
la sexualidad, llegó a enorgullecerse enfáticamente de su iconoclasia, de su
capacidad para subvenir la mojigatería de la clase media. Al escribirle al
eminente neurólogo norteamericano James Jackson Putnam, se confesó
reformador solamente en esa área. “La moral sexual —tal como la define
la sociedad en su forma más extrema, la norteamericana— me parece muy
despreciable. Abogo por una vida sexual incomparablemente más li­
bre.” *140 Realizó esta declaración inequívoca en 1915, pero diez años
antes, respondiendo a una encuesta sobre la reforma de la ley de divorcio
en el imperio austro-húngaro —en aquel entonces no había divorcio para
los católicos, sino sólo separación legal—, Freud había propugnado que
se asegurara “una mayor dosis de libertad sexual”, condenando la indisolu­
bilidad del matrimonio como contraria a “principios significativos éticos e
higiénicos, y a experiencias psicológicas”, agregó que la mayoría de los
médicos subestimaban considerablemente “el poderoso impulso sexual”, la
libido. *141
La apreciación por parte de Freud de ese impulso, y de sus efectos en
la vida tanto normal como patológica, databa, desde luego, de principios
de la década de 1890. Dio pruebas de esa apreciación artículo tras artículo.
Por otro lado, el abandono de la teoría de la seducción en el otoño de 1897
no supuso que cambiara de posición. Por el contrario, ello le permitió ras­
trear los anhelos y desengaños sexuales hasta llegar a las fantasías infanti­
les. 20 El complejo de Edipo —otro descubrimiento de ese período— era,
significativamente, una experiencia erótica.
Pero, si bien Freud le recordaba al mundo lo que' el mundo no quería
oír, él no fue el único ni el primero en reconocer el poder de la sexualidad.
Por cierto, los Victorianos, aunque por lo común circunspectos, fueron
mucho menos mojigatos en cuestiones eróticas de lo que solían acusarlos

20 Véanse las págs. 121-124.


[176] Fundamentos: 1856-1905

sus calumniadores, Freud entre ellos. *142 No obstante, eran los sexólogos
los que iban a la cabeza. Krafft-Ebing publicó su Psychopathia Sexualis en
1886, y a pesar de su esotérico título, cuidadosamente elegido, y del latín
con el que presentaba las más excitantes viñetas, n se convirtió en un éxi­
to editorial, en un clásico moderno del estudio científico de la perversión.
El libro de Krafft-Ebing, repetidamente revisado y ampliado, abrió un nue­
vo continente a la investigación médica seria; todos —incluso Freud—
estaban en deuda con él. A fines de la década de 1890, a Psychopathia
Sexualis se unieron los escritos de Havelock Ellis, ese valiente, entusias­
ta, desinhibido, incluso vulgar compilador de informes sobre las espléndi­
das variedades de la conducta sexual. En 1905, el año de los Tres ensayos
sobre teoría sexual de Freud, un pequeño ejército de sexólogos empezó a
publicar monografías y alegatos jurídicos sobre temas hasta entonces con­
finados a los chistes masculinos, las novelas pornográficas y los artículos
de oscuras publicaciones médicas.
En los Tres ensayos, Freud rindió tributo a los nuevos textos. En la
primera página del libro citó los “bien conocidos escritos” *143 de no
menos de nueve autores, que iban desde los pioneros Krafft-Ebing y Have­
lock Ellis hasta Iwan Bloch y Magnus Hirschfeld. Sin dificultad podría
haber agregado otros. Algunos de esos expertos en la vida erótica eran
defensores especializados, que propugnaban actitudes más tolerantes con
respecto a lo que en aquel entonces todos llamaban “inversión sexual”.
Pero también los propagandistas tenían la pretensión de indagar con obje­
tividad: Freud, aunque sin compartir los gustos sexuales del compilador,
consideró sumamente útil el Anuario para los estados sexuales interme­
dios, de Hirschfeld. Si bien los más líricos de los sexólogos, como Have­
lock Ellis, eran bastante vulnerables a la persecución legal, la literatura
que produjeron amplió notablemente el dominio de lo que resultaba posi­
ble discutir. Ellos sacaron a la superficie cuestiones secretas tales como la
homosexualidad y las perversiones, tanto para los médicos como para el
público lector en general.

21 El siguiente es un ejemplo. En la “Observación Ns 124”, Krafft-Ebing


registra un informe de un médico homosexual: “Una noche estaba sentado en la
ópera junto a un caballero mayor. Me hizo la corte. Me reí sinceramente del
viejo tonto y entré en su juego. Exinopinato genitalia mea prehendit, quo fac­
ía statim penis meus se erexit”. Viendo con alguna alarma que después de que el
viejo le echara mano al pene experimentaba una erección, el médico quiso
saber qué tenía en mente su vecino.\“Me dijo que estaba enamorado de mí.
Puesto que en el hospital yo había oído hablar de los hermafroditas, pensé que
se trataba de uno de ellos.” Tuvo entonces la curiosidad de ver los genitales del
viejo: "Curiosus factus genitalia eius videre volui". Pero en cuanto descubrió el
pene del hombre totalmente erecto, emprendió la fuga: "Sicuti penem máximum
eius erectum adspexi, perterritus effugi". (Richard von Krafft-Ebing, Psycho­
pathia Sexualis [11* ed., 1901], 218-219.) Cualquier lector con educación
secundaria podría descifrar esta exposición sin dificultades.
PSICOANALISIS [177]

A pesar de esa compañía alentadora, Freud siguió vacilando durante


varios años antes de aceptar totalmente la sexualidad infantil, una idea fun­
damental, sin la cual su teoría de la libido quedaba seriamente incompleta.
Fliess, y un puñado de especuladores antes que él, ya habían postulado los
tempranos orígenes de la vida sexual. Ya en 1845, en un folleto sobre los
burdeles, un oscuro médico de provincias alemán llamado Adolf Patze
observó en una nota a pie de página “el impulso sexual ya se manifiesta
en los niños pequeños de seis, cuatro e incluso tres años de edad”. *144 Y
en 1867, el más conocido psiquiatra inglés Henry Maudsley ridiculizó la
noción de que “el instinto de propagación” no se ponía de manifiesto “has­
ta la pubertad”. Descubrió “frecuentes manifestaciones de su existencia
durante los primeros años de la vida, tanto en los animales como en los
niños, sin que haya conciencia de la meta o designio del impulso ciego.
Quienquiera que afirme otra cosa —agrega Maudsley con severidad— debe
de haber prestado muy poca atención a los juegos de los animales jóvenes,
y olvida extraña o hipócritamente los hechos de sus propios primeros
años”. *145 No hay pruebas de que Freud tuviera noticias del folleto de Pat­
ze, pero sí conocía la obra de Maudsley, y en la segunda mitad de la década
de 1890 empezó a considerar la idea de una sexualidad infantil, al menos
especulativamente. En 1899, en su Interpretación de los sueños, todavía
observó como de pasada que “ensalzamos la felicidad de la infancia, porque
todavía no conoce el apetito sexual”. *i46Esas palabras constituyen un tri­
buto a la tenacidad de la opinión aceptable, o de sus residuos, incluso en
un investigador tan intrépido como Freud.22 Pero en el mismo libro, con
las primeras referencias publicadas al complejo de Edipo, Freud demostró
que consideraba a los niños como dotados de sentimientos sexuales. Y en
los Tres ensayos ya no quedan dudas. “Sexualidad infantil”, el segundo de
los ensayos, constituye la pieza central del conjunto.

22 El fragmento sobre la inocencia infantil —como han observado los edi­


tores ingleses de Freud—es “sin duda una reliquia de un borrador anterior del
libro”. (“Nota del editor”. Tres ensayos, SE VII, 129.) Incitado por Jung, que
protestó contra el fragmento “sobre la base de la teoría freudiana del sexo”
(Jung a Freud, 14 de febrero de 1911, Freud-Jung, 433 [392]), Freud agregó una
rectificación en la edición de 1911, una simple nota a pie de página, pero con­
servó intacta la oración. La explicación que le dio a Jung (según la cual La
interpretación de los sueños era una introducción elemental a la teoría del sue­
ño y, publicado como lo fue en 1899, no podía presuponer el conocimiento de
ideas que él no publicó hasta 1905) es singularmente poco convincente. (Véase
Freud a Jung, 17 de febrero de 1911, Ibíd., 435-436 [394-395].) Como hemos
señalado, ya en 1899 había aceptado en gran medida la idea de la sexualidad
infantil; además fueron tan pocos los ejemplares vendidos de su libro que tenía
que saber que estaba dirigiéndose a un público de especialistas, los que en 1911
ya estaban familiarizados con los Tres ensayos y hubieran brindado una buena
acogida a una revisión.
[178] Fundamentos: 1856-1905

A veces Freud parece demasiado modesto en su opinión acerca de los


Tres ensayos. En realidad, tenía dos opiniones distintas en cuanto a su
importancia real. Así, en 1914, en el Prefacio de la tercera edición, previe­
ne a los lectores contra excesivas esperanzas: de esas páginas no podía
derivarse ninguna teoría completa de la sexualidad. Resulta sin duda
llamativo que el primero de esos tres ensayos vinculados entre sí no abor­
de la amplia extensión de la vida erótica “normal”, sino el campo más res­
tringido de las “aberraciones sexuales”. Pero gradualmente, a medida que
una edición seguía a otra, Freud fue descubriendo los usos estratégicos de
los Tres ensayos y de sus teorías en la defensa del psicoanálisis contra sus
detractores. Los utilizó como una especie de piedra de toque, separando a
aquellos que realmente aceptaban su teoría de la libido de quienes no esta­
ban dispuestos a otorgar a la sexualidad el lugar prominente que él mismo
le había asignado, o que consideraban prudente tomar distancia respecto de
sus escandalosas ideas. En todo caso, el lector tiene derecho a atribuir a
los Tres ensayos más méritos que los que el propio Freud estaba dispuesto
a reconocerles. Su libro del sexo, abriendo en ediciones sucesivas perspec­
tivas cada vez más amplias sobre los impulsos libidinales y sus diversos
destinos, constituye un complemento esencial del libro de los sueños, y
es equiparable a éste, si no en extensión, sí en estatura. Por momentos,
también Freud pareció pensarlo. “La resistencia a la sexualidad infantil
—le escribió a Abraham en 1908— fortalece en mí la opinión de que los
tres ensayos son un logro de valor comparable al de La interpretación de
los sueños.” *148

El primer ensayo, tan notable por su tono frío y clínico como por
su alcance, presenta sin sonrisas afectadas ni lamentaciones una colección
ricamente diversificada de condiciones e inclinaciones eróticas: el herma­
froditismo, la homosexualidad, la pedofilia, la sodomía, el fetichismo, el
exhibicionismo, el sadismo, el masoquismo, la coprofilia, la necrofilia.
En unos pocos pasajes, Freud parece crítico y convencional, pero su cora­
zón no se inclinaba a la censura. Después de enumerar lo que denominó
“las más desagradables perversiones”, las describe de modo neutro, incluso
aprobándolas; ellas han realizado “una parte del trabajo mental”, al que, “a
pesar de su éxito atroz”, no se le puede negar el “valor de una idealización
de la pulsión”. Sin duda, “la omnipotencia del amor quizá nunca se mues­
tre con más fuerza que en aberraciones como ésas”. *149
La intención de Freud al compilar ese catálogo consistía en poner
orden en un confuso despliegue de placeres eróticos. Los clasificó en dos
grupos: las desviaciones con respecto al objeto sexual normal, y las des­
viaciones respecto de la meta sexual normal; después los insertó en el
espectro de las conductas humanas aceptables, Como ya había hecho a
menudo antes, sugirió que los neuróticos arrojaban una luz deslumbradora
sobre los fenómenos más generales, en virtud de los excesos mismos de
PSICOANALISIS [179]

su vida sexual. Una vez más surge con claridad sorprendente el intento
freudiano de desarrollar el gran diseño de una psicología general, al partir
de sus materiales clínicos. El psicoanálisis descubre que “las neurosis en
todas sus manifestaciones forman una cadena ininterrumpida hacia la
salud”. Maliciosamente, cita al psiquiatra alemán Paul Julius Moebius, en
el sentido de que “todos somos un poco histéricos”. Todos los seres
humanos son perversos innatos; los neuróticos (cuyos síntomas constitu­
yen una especie de contraparte negativa de las perversiones) no hacen más
que desplegar esa disposición primitiva universal con más énfasis que las
personas “normales”. Los síntomas neuróticos “son la actividad sexual del
paciente”. *150 De modo que, para Freud, una neurosis no es una enferme­
dad remota y exótica, sino una consecuencia totalmente común del desa­
rrollo incompleto, es decir, de conflictos infantiles no controlados. La
neurosis es una condición en la que el enfermo regresa a sus más antiguos
conflictos; en pocas palabras, está tratando de poner fin a un asunto incon­
cluso. Con esta fórmula, Freud alcanza el más delicado de los temas: la
sexualidad infantil.

El psicoanálisis es una psicología del desarrollo que tuvo un notable


desarrollo propio. Freud no presentó su evaluación final del crecimiento
psicológico, con sus fases y conflictos dominantes, hasta principios de la
década de 1920, con la hábil colaboración de analistas, más jóvenes, como
Karl Abraham. En la primera edición de los Tres ensayos, Freud es toda­
vía totalmente parco acerca de la historia sexual del animal humano; hasta
1915 no añadió el apartado sobre el crecimiento de la organización sexual.
Pero en la primera edición encontró lugar para la discusión de las “zonas
erógenas”, esas partes del cuerpo —principalmente la boca, el ano y los
genitales— que, en el curso del desarrollo, se convierten en focos de la
gratificación sexual. En 1905, asimismo, abordó lo que denominaba “pul­
siones componentes”. *151 Para la teoría de Freud fue esencial desde el
principio considerar que la sexualidad no es una fuerza biológica simple y
unitaria, ya completamente formada al empezar a existir en el momento
del nacimiento o en la pubertad.
En consecuencia, en su ensayo sobre la sexualidad infantil, Freud tra­
zó una línea de continuidad desde la turbulencia de la primera infancia has­
ta la turbulencia de la adolescencia, pasando por los años relativamente
tranquilos de la latencia. Sin pretender la prioridad en el descubrimiento,
se recreó en señalar la significación que atribuía a las manifestaciones de
las pasiones sexuales en la infancia. Aun reconociendo que los textos se
referían ocasionalmente a una “actividad sexual precoz”, por ejemplo a
“erecciones, masturbación e incluso movimientos como los del coito”,
observa que tales actividades se presentan siempre como “curiosidades, o
como casos horribles de depravación precoz”. Nadie antes que él —puntua­
liza con visible orgullo— reconoció claramente la ubicuidad de “una pul­
[180] Fundamentos: 1856-1905

sión sexual en la infancia”. *152 Y había escrito el segundo de los -.re­


ensayos relacionados sobre la sexualidad para remediar esa omisión.
Para Freud, el hecho de que casi universalmente se hubiera ignorad? •
actividad sexual de los niños se debía a la mojigatería y el decoro, perc r
solamente a eso. El período de latencia, que abarca desde los cinco añ:.
hasta la pubertad, esa fase del desarrollo en la cual el niño realiza enorrr..
progresos intelectuales y morales, relega a un segundo plano la expres:: -
de los sentimientos sexuales del niño. Lo que es más, una amnesia ins.-
perable oculta los primeros años de la infancia como un pesado mam: .
opinión aceptada de que la vida sexual se inicia en la pubertad ha corrn:
con la bien acogida confirmación del correspondiente testimonio del arr.r.; -
sico. Pero es lógico que Freud dirija hacia lo obvio su curiosidad científ: -
ca; todos, desde hacía mucho tiempo, tenían conciencia de esa amr.e $ i
universal, pero nadie pensó en analizarla. Lo que esa amnesia pavores i-
mente eficaz borraba, según sostuvo, era la experiencia erótica del niñ:
junto con el resto de su agitada vida.
Freud no afirmaba el absurdo de que la sexualidad infantil se man::. :
ta exactamente de la misma manera que la sexualidad adulta. No lo perr?
tían ni el estado físico ni el estado psicológico del niño. Por el contrar.
las emociones y los deseos sexuales infantiles asumen muchas y variadts
formas, no todas ellas declaradamente eróticas: la succión del pulgar
otros despliegues de autoerotismo, la retención de las heces, la rivalidad
entre hermanos, la masturbación. Con este último tipo de juego, err.r •
zan a verse implicados los genitales de niños y niñas. “Entre las zonas
erógenas del cuerpo del niño hay una que sin duda no desempeña la parí
principal, y no puede ser portadora de los impulsos sexuales más am_-
guos, pero que está destinada a grandes cosas en el futuro.” Desde lueg:
Freud se refiere al pene y la vagina. “Las actividades sexuales de esa zoca
erógena, que pertenece a los órganos sexuales propiamente dichos, sor. s -
duda, el inicio de la vida sexual ulterior, ‘normal’ ”, Las comillas
encierran la palabra “normal” son elocuentes: cualquier parte del cuerp:
todo objeto concebible, puede proporcionarse satisfacción sexual. Las ■
laciones tempranas, ya se trate de seducción o estupro, estimulan le :..
Freud denomina, con delicadeza, las inclinaciones “perversas polimorfas
del niño, pero la “aptitud” para tal perversión es innata. Lo que
acostumbran a llamar “normal” en la conducta sexual es en realidad .
punto final de un peregrinaje largo y a menudo interrumpido, una me .
que muchos seres humanos nunca alcanzan, y que muchos de ellos >?
alcanzan raramente. La pulsión sexual en su forma madura es un vertía¿e?:
logro.

Los años de la pubertad y la adolescencia, a los que Freud dedica .


último de los tres ensayos, son el gran tiempo de prueba. Ellos ccr.s:
dan la identidad sexual, reaniman afectos edípicos mucho tiempo soterra­
PSICOANALISIS [181]

dos y establecen el predominio de los genitales para la obtención de satis­


facción sexual. Esa primacía no proporciona a los genitales un dominio
exclusivo de la vida sexual; las zonas erógenas que tanta importancia
tuvieron en los primeros años continúan proporcionando placer, aunque se
ven limitadas a la producción de un “placer previo” que sustenta y realiza
el “placer final”. Vale la pena señalar que para Freud ese placer final cons­
tituye una nueva experiencia que sólo aparece con la pubertad. A pesar de
su notorio énfasis en la perdurable influencia y en la significación diag­
nóstica de la infancia, Freud nunca restó importancia a las experiencias
que mujeres y hombres afrontan en la vida adulta. Como dijo en una opor­
tunidad, se trataba sólo de que los adultos hablan con elocuencia por sí
mismos, y de que había llegado el momento de que un psicólogo actuara
como abogado de los primeros años de la vida, hasta entonces tan desdeño­
samente pasados por alto.

En su primera edición, los Tres ensayos sobre teoría sexual eran un


pequeño libro de poco más de ochenta páginas, algo así como un folleto,
tan compacto como una granada de mano y no menos explosivo. En
1925, cuando apareció la sexta edición —la última publicada en vida de
Freud— había crecido hasta las 120 páginas. Subsistían algunos misterios
que no se propuso resolver: la definición del placer, la naturaleza funda­
mental de las pulsiones sexuales y de la excitación sexual en sí misma.
Sin embargo, era mucho lo que la síntesis de Freud había aclarado. Al
hacer retroceder los orígenes de los sentimientos sexuales hasta los prime­
ros años de vida, pudo explicar, sobre una base totalmente naturalista y
psicológica, la aparición de frenos emocionales tan poderosos como la
vergüenza y la repugnancia, de normas concernientes al gusto y la moral,
de actividades culturales tales como el arte y la investigación científica
(incluso el psicoanálisis). También desentrañó las enmarañadas raíces del
amor adulto. Todo está relacionado en el universo de Freud: incluso los
chistes y las producciones estéticas, y el “placer previo” que generan, lle­
van la marca de las pulsiones sexuales y sus vicisitudes.
La generosa visión freudiana de la libido convirtió a Freud en un
demócrata psicológico. Puesto que todos los seres humanos comparten la
vida erótica, hombres y mujeres son hermanos y hermanas por debajo de
sus uniformes culturales. Los más radicales le han reprochado a Freud lo
que denominan su ideología genital, el hecho de que consideraba la cópula
heterosexual adulta con un compañero al que se ama tiernamente, y prece­
dida de un módico juego previo, como el ideal al que deben aspirar todos
los seres humanos. Pero puesto que Freud separó'ese ideal de la monoga­
mia, su ideología era profundamente subversiva para su época. No menos
subversiva fue su postura neutral, en absoluto censora, con respecto a las
perversiones, pues estaba convencido de que la fijación sexual con respec­
to a objetos tempranos que no había podido superarse —ya se tratara de
[182] Fundamentos: 1856-1905

fetichismo o de homosexualidad — no era un crimen, ni un pecado, ni una


enfermedad, ni una forma de locura o un síntoma de decadencia. Esto sona­
ba muy moderno, muy poco respetable; en suma, era una nota muy poco
burguesa.
Pero se debe insistir en que Freud no fue pansexualista. Rechazó el
adjetivo con considerable aspereza, no porque reverenciara unilateralmente
la libido sólo en secreto sino porque, sencillamente, pensaba que sus
detractores estaban equivocados. En 1920, en su Prefacio a la cuarta edi­
ción de los Tres ensayos, les recordó a sus lectores, con una cierta satis­
facción malsana, que había sido el filósofo alemán Arthur Schopenhauer,
y no él, el rebelde y marginal, quien hizo que la humanidad se enfrentara
“hace algún tiempo, con el grado en que sus metas y acciones están deter­
minadas por impulsos sexuales”. Este era un hecho de la historia cultural
convenientemente olvidado por los críticos que insistían en que el psicoa­
nálisis lo explica todo mediante el sexo”. “Ojalá que todos los que miran
con desdén al psicoanálisis desde su punto de vista superior recuerden cuán
estrechamente la sexualidad desarrollada por el psicoanálisis coincide con
el Eros del divino Platón.” *154 Cuando quería, Freud, el positivista y con­
vencido antimetafísico, no vacilaba en citar a un filósofo como antepasado
intelectual.
Elaboraciones

1902-1915
Cuatro

Retrato de un precursor
en orden de batalla
A LOS CINCUENTA AÑOS

El 6 de mayo de 1906, Freud cumplió cincuenta años.


Los años que acababan de pasar habían estado llenos de
satisfacciones y promesas. Entre fines de 1899 y
mediados de 1905, había publicado dos textos clave,
La interpretación de los sueños y Tres ensayos sobre
teoría sexual; un estudio técnico, El chiste y su rela­
ción con lo inconsciente; un libro popular sobre la psicopatología de la
vida cotidiana, y el historial de “Dora”, el primero y todavía el más polé­
mico de sus historiales. Finalmente, se había movido para conseguir el
título de Ausserordentlicher Professor, y después de haber hallado unos
cuantos partidarios entre los médicos vieneses, su sensación de aislamien­
to profesional había comenzado a ceder. Pero si por un momento creyó
que publicar dos libros que hicieron época, recibir un título honorífico y
ganar algunos seguidores le traería la serenidad, estaba equivocado. Los
años siguientes fueron no menos agitados que la década de 1890. La orga­
nización del movimiento psicoanalítico demostró ser un trabajo arduo, y
absorbió muchas de las mejores energías de Freud. Las distracciones nun­
ca lo apartaron de reflexionar sobre la teoría y la técnica psicoanalíticas:
los quince años que siguieron fueron una época de elaboraciones e indicios
de revisiones futuras. Pero las presiones de la política psicoanalítica a
menudo le robaban tiempo de una manera irritante.
[186] Elaboraciones: 1902-1915

Para celebrar su quincuagésimo cumpleaños, los admiradores de Freud


le regalaron un medallón que en una cara representaba su rostro de perfil, y
en la otra a Edipo resolviendo el enigma de la Esfinge. La inscripción, en
griego, tomada del Edipo Rey, tenía la clara intención de ser un cumplido
para Freud, el Edipo moderno: “Resolvió el famoso enigma y fue un hom­
bre muy poderoso”. Según Jones, en el acto de la entrega, al leer la leyen­
da, Freud “se puso pálido y agitado”. Todo ocurrió “como si se hubiera
encontrado con un revenan?’. Y así era. Como estudiante universitario,
vagando por el patio lleno de arcos y adornado con los bustos de las lumi­
narias difuntas de la casa, Freud había albergado la fantasía de que algún
día también su propio busto estaría allí, con la inscripción de las mismas
palabras que sus seguidores eligieron para el medallón. *1 Era sintomático
de la impresión que Freud estaba empezando a causar el hecho de que
hubieran adivinado con tanta sensibilidad, y ratificado de una manera tan
bella, su ambición más cuidadosamente oculta. Por lo menos un puñado
de personas lo había reconocido, a él, el explorador de lo inconsciente,
como un gigante entre los hombres.
Freud necesitaba la ceremonia. Su amistad con Fliess, durante mucho
tiempo agonizante, había acabado de expirar en un público estallido final
de desagradable cólera, y los recuerdos que la ruptura evocó lo afectaban
seriamente. Después de su violenta disputa en el verano de 1900, en la que
Fliess cuestionó el valor de las investigaciones psicoanalíticas freudianas,
los dos hombres no habían vuelto a encontrarse. Pero, con intervalos cre­
cientes entre carta y carta, su correspondencia continuó arrastrándose
durante dos años más, como si su antigua cordialidad tuviera un impulso
residual propio.
Después, a principios del verano de 1904, Fliess le escribió a Freud una
carta quisquillosa. Acababa de descubrir el libro Sexo y carácter, de Otto
Weininger, publicado el año anterior. El libro, una curiosa mezcla de espe­
culaciones biológico-psicológicas y fantasiosa crítica cultural, había adquiri­
do rápidamente la condición de objeto de culto, en lo cual tuvo mucho que
ver el suicidio melodramático del autor. A los veintitrés años, dotado, pre­
coz y loco, judío converso que detestaba a los judíos no menos que a las
mujeres, se había disparado un balazo en Viena, en la casa de Beethoven.
Para consternación de Fliess (según le comunicó con brusquedad a Freud) en
el libro de Weininger había encontrado sus “ideas sobre la bisexualidad y la
naturaleza de la atracción sexual que es consecuencia de ella: los hombres
femeninos atraen a las mujeres masculinas y viceversa”. *2 Esa era una tesis
que Fliess consideraba prácticamente haber patentado, y que le había comu­
nicado a Freud, de modo confidencial, algunos años antes. Pero todavía no
la había publicado en su totalidad. Al verla en letras de imprenta, le pareció
indudable que su antiguo amigo íntimo que ya no lo era, tenía que haberle
transmitido indiscretamente la idea a Weininger, de modo directo a través de
Hermann Swoboda, amigo del anterior, y psicólogo paciente de Freud.
Retrato de un precursor en orden de batalla [187]

Como hemos visto, la idea de que un sexo alberga elementos del otro,
y la reclamación de Fliess en cuanto a la prioridad en el desarrollo de esta
teoría, ya había provocado algunas interesantes dificultades entre él y
Freud algún tiempo antes. En 1904, enfrentándose a una acusación de
indiscreción, Freud tergiversó las cosas. Admitió que en el curso del trata­
miento le había hablado a Swoboda de la bisexualidad; ese tipo de cosas
—escribió— suceden en todos los análisis. Swoboda debía de haberle
pasado la información a Weininger, a quien en esa época preocupaba el
problema de la sexualidad. “El difunto Weininger —le manifestó a
Fliess— era un ladrón utilizando una llave que se había encontrado.”
Agregó que resultaba perfectamente posible que Weininger hubiera recogi­
do la idea en otra parte; después de todo, durante años había aparecido en
los textos técnicos. *3 Fliess no se sintió vencido. Un amigo común le
había dicho que Weininger le mostró a Freud el manuscrito de Sexo y
carácter, y que Freud le había aconsejado a Weininger que no publicara ese
disparate. Pero obviamente no le advirtió que estaba a punto de cometer
un robo intelectual. *4
Ese recordatorio, preciso en todos sus aspectos, llevó a Freud a admi­
tir, con contrariedad, más hechos que los que había puntualizado antes:
Weininger, en efecto, fue a verlo, pero con un manuscrito muy diferente
del libro impreso. Freud pensaba que era una lástima —dijo con severidad
y, en su vulnerable posición, más bien con imprudencia— que Fliess
hubiera reanudado su correspondencia sólo para enarbolar un incidente tan
trivial. Después de todo, el robo intelectual se realiza con toda facilidad,
pero —protestó— él siempre había reconocido el trabajo de los otros, y
nunca se había apropiado de nada que perteneciera a otra persona. Ese no
era el mejor lugar ni el mejor momento para que Freud afirmara su ino­
cencia en aquel litigio de las ideas en competencia por la prioridad. Pero,
para prevenir disputas adicionales, Freud le ofreció a Fliess la posibilidad
de echar una ojeada al manuscrito todavía inconcluso de sus Tres ensayos
sobre teoría sexual, de modo que Fliess pudiera estudiar los fragmentos
sobre la bisexualidad y hacer revisar los que encontrara irritantes. Ofreció
incluso posponer la publicación de los Tres ensayos hasta que Fliess
hubiera editado su propio libro. *5 Esos eran gestos honrados, pero Fliess
optó por no aceptarlos.
Ese fue el final de la correspondencia entre Freud y Fliess, aunque no
el final de la disputa. A principios de 1906, Fliess publicó por fin su trata­
do, ambiguamente titulado El curso de la vida: fundamento de la biología
exacta, que desplegaba sus teorías de la periodicidad y la bisexualidad con
exhaustivos detalles. Al mismo tiempo, un tal A.R. Pfennig, biblioteca­
rio y publicista (inspirado, según Freud, por Fliess), lanzó un folleto com­
bativo en el que denunciaba como plagiarios a Swoboda y Weininger, y
acusaba a Freud de haber sido el hilo conductor a través del cual se permitió
el acceso a la propiedad original de Fliess. Lo que más irritó a Freud en esa
[188] Elaboraciones: 1902-1915

polémica fue que tomaran citas de sus comunicaciones privadas a Fliess.


Pero devolvió golpe a golpe en una carta a Karl Kraus. *6 Admitía sobria­
mente la verdad de la afirmación de Pfennig en cuanto a que Weininger
había llegado a conocer indirectamente las teorías de Fliess a través de él, y
por otro lado criticaba el hecho de que Weininger rio hubiera reconocido su
deuda. Por lo demás, rechazó las acusaciones de Pfennig —y en conse­
cuencia las de Fliess como miserables calumnias.
En esa oportunidad, expresar su indignación no le brindó ningún ali­
vio; la controversia le resultó una experiencia perturbadora. Su culpa no
residía tanto en la indiscreción que cometió al discutir la bisexualidad con
Swoboda como en el hecho de que no hubiera sido franco con Fliess acer­
ca de la visita de Weininger. Era perfectamente posible que —como dijo
Freud— el original que él leyó y el libro que se convirtió en un best
seller de moda tuvieran poco en común, i En todo caso, le había aconseja­
do a Weininger que no lo publicara. Sin embargo, tratándose de la parte
que le correspondía a Fliess en los descubrimientos freudianos, Freud des­
plegaba una capacidad impresionante para reprimir recuerdos inconvenien­
tes. Durante más de una década, Fliess había sido su confidente más ínti­
mo (y en los aspectos críticos, el único), depositario de sus emociones
más profundas. En consecuencias, en 1906 a Freud le resultó imposible
dominar con serenidad la separación final. En esas circunstancias difíciles,
era tranquilizador tener seguidores dispuestos a compararlo con Edipo.

A los cincuenta años, Freud era intelectualmente fértil y físicamente


vigoroso, pero con intermitencia se perseguía a sí mismo con sombrías
ideas de decrepitud. Cuando, en 1907, Karl Abraham lo visitó en Viena
por primera vez, deploró advertir que “lamentablemente, parece oprimirlo
un complejo de vejez”. *7 Sabemos que a los cuarenta y cuatro años ya se
había calificado burlonamente de viejo israelita con la ropa raída. Esa pre­
ocupación se convirtió en un estribillo constante; en 1910 le escribió a un
amigo: “Observemos sin embargo que hace algún tiempo decidí morir
solamente en 1916 ó 1917”. *8 Pero la productividad y la resistencia de
Freud desmentían esa preocupación neurótica. Aunque sólo de mediana
estatura —aproximadamente un metro setenta centímetros— se destacaba
de entre la multitud por la autoridad de su presencia, por su aspecto cuida­
do y sus ojos observadores.
Los ojos de Freud merecieron muchos comentarios. Fritz Wittels,
allegado de Freud en aquellos años, los describió como “castaños y bri­
llantes”, con una “expresión inquisitiva”. Hubo quienes los consideraron
inolvidables. Por ejemplo Max Graf, un cultivado musicólogo vienés
muy interesado en la psicología del acto creador, que conoció a Freud en
1 El tema preocupaba a Freud incluso aún en 1938. Insistió en haber sido
“el primero que leyó su manuscrito [el de Weininger]...y que lo condenó”. (Freud
a David Abrahamsen, 14 de marzo de 1938, Freud Collection, BB3, LC).
Retrato de un precursor en orden de batalla [ 18 9]

1900, y poco después se unió a su círculo íntimo, dijo que los ojos de
Freud eran “hermosos” y “serios”, que “parecían mirar al hombre desde las
profundidades”. *’ La psicoanalista inglesa Joan Riviere, que lo conoció
después de la Primera Guerra Mundial, observó que, si bien Freud estaba
dotado de un “humor encantador”, su formidable presencia quedaba marcada
por “el empuje hacia adelante de su cabeza y por la crítica mirada explora­
dora de sus ojos profundamente penetrantes”. *10 Si (como dijo el propio
Freud alguna vez) la mirada es un sustituto civilizado del tacto, sus ojos
penetrantes, a los que no se les escapaba casi nada, eran sumamente apro­
piados para él. Wittels recordó que tenía “las espaldas cargadas del estudio­
so”. *n Pero esto no parecía afectar su imponente aspecto.
Se trataba de un aspecto de poder disciplinado. Incluso sus bigotes y
su barba puntiaguda eran sometidos a los cuidados diarios de un peluquero.
Freud había aprendido a utilizar sus apetitos —sus emociones volcánicas,
su anhelo especulativo y sus inquietas energías— para orientarlos hacia la
persecución concentrada de su misión.2 “No puedo imaginar la vida sin
trabajo como realmente grata”, le escribió a su amigo el pastor de Zurich,
Oskar Pfister, en 1910. “En mi caso, la fantasía y el trabajo coinciden;
ninguna otra cosa me divierte.” *22 Su heroico esfuerzo por lograr el auto­
dominio al servicio del trabajo concentrado lo encadenaba a una agenda
sumamente rígida. Como el buen burgués que era, y que no se avergonza­
ba de ser, “vivía” (según palabras de su sobrino Emst Waldinger) “para el
reloj”. *13
Incluso las variaciones que animaban la vida cotidiana de Freud esta­
ban incluidas de antemano en el esquema: sus partidas de naipes, sus
caminatas por la ciudad, sus vacaciones de verano, eran cuidadosamente
programadas, y totalmente predecibles. Se levanta a las siete, y atendía
pacientes psicoanalíticos desde las ocho hasta las doce. Almorzaba pun­
tualmente a la una: cuando sonaba el reloj, la familia se reunía en torno
de la mesa; Freud salía de su estudio, su esposa se sentaba frente a él en
el otro extremo, y se materializaba la doncella, llevando la sopera. Des­
pués salía a caminar, para estimular la circulación de la sangre, a veces
para entregar pruebas de imprenta o comprar cigarros. A las tres empeza­
ban las consultas, y a continuación veía a más pacientes analíticos, con
frecuencia hasta las nueve de la noche. Llegaba entonces el momento de
la cena, había a veces una breve partida de naipes con su cuñada Minna,
o un paseo con su mujer o una de sus hijas, que a menudo terminaba en
un café, donde leía los diarios o, en verano, comía un helado. Pasaba el
resto de la noche escribiendo, leyendo y realizando tareas editoriales rela­
cionadas con las publicaciones psicoanalíticas que, desde 1908 en adelan-

2 Wittels, en su biografía, describió a Freud como de “naturaleza volcánica”;


en el margen Freud dibujó un signo de admiración. (Véase la página 20 del ejem­
plar de Freud del libro de Wittels, Sigmund Freud, Freud Museum, Londres.)
[190] Elaboraciones: 1902-1915

te, difundían sus ideas y le complicaban la vida. Se acostaba a la


una. *14
Freud pronunciaba sus conferencias en la universidad invariablemente
los sábados, de cinco a siete de la tarde, y también invariablemente se diri­
gía después a la casa de su amigo Leopold Kónigstein para jugar al taroc
o, antiguo juego de naipes para cuatro participantes, muy popular en Aus­
tria y Alemania. No podía pasarse sin sus “Tarockexzess”. *w Los domin­
gos por la mañana visitaba a su madre; al final del día escribía las cartas
que le habían quedado pendientes durante la semana. Las vacaciones de
verano, anticipadas con ansiedad por todo el clan familiar, eran algo serio;
los planes para esos meses que se pasaban fuera de Viena ocupaban una
parte sustancial de la correspondencia de Freud. “Sé —le escribió a Abra-
ham en la primavera de 1914— cuán difícil es el problema del verano.” *16
En el mundo burgués que la gran guerra destruyó en gran medida, el
Sommerproblem exigía la atención más cuidadosa. A menudo Freud
empezaba a buscar a principios de la primavera el lugar adecuado para
recuperarse de su trabajo clínico, para las visitas de los íntimos y (cuando
bullía en él una idea importante) para semanas de soledad. Al llegar el
verano, después de meses de fatigosas horas de análisis, los Freud —los
padres, los seis hijos y la tía Minna— se instalaban en un hotel tranquilo
de las montañas de Bad Gastein en Austria, o en Berchtesgaden en Bavaria,
para pasar allí semanas juntos, recogiendo setas y frutas, yendo a pescar y
entregados a fatigosas caminatas. Durante la última parte del verano (agos­
to y principios de septiembre) Freud se iba con su hermano Alexander, o
un colega afortunado como Sándor Ferenczi, a explorar Italia. Una vez, en
1904, con su hermano, realizó una inolvidable visita breve a Atenas; ano­
nadado ante la Acrópolis, reflexionó sobre lo extraño que resultaba ver por
fin en la realidad lo que durante tanto tiempo y tan bien había conocido
sólo a través de los libros. *17
En su célebre estudio La ética protestante y el espíritu del capitalis­
mo, publicado en 1904 y 1905, mientras Freud estaba completando sus
Tres ensayos, el sociólogo alemán Max Weber habló crudamente de una
jaula de hierro en la que está confinado el hombre moderno, en tanto vícti­
ma de la puntualidad forzada, del trabajo destructor del alma y de la buro­
cracia insensata. Pero el metódico ritmo dé vida de Freud era una precondi­
ción y estaba al servicio del placer, no menos que del trabajo. Fue injusto
consigo mismo al decir que sólo el trabajo lo divertía. Visitantes de Berg-
gasse 19, y compañeros de sus excursiones de verano, dieron testimonio
de la inigualable receptividad de Freud a las experiencias nuevas, durante
toda la década de los 50 a los 60 años, y también después. A veces descon­
certaba a sus invitados reflexionando en silencio durante una comida,
dejando la conversación a cargo de su familia. *18 Pero con mayor frecuen­
cia era un anfitrión cordial. Después de que Abraham volviera de visitar a
Freud en diciembre de 1907, todavía eufórico, le escribió a su amigo Max
Retrato de un precursor en orden de batalla [ 191]

Eitingon: “Tuve en su casa una recepción extremadamente cordial. El mis­


mo, la esposa, la cuñada y la hija me llevaron a recorrer Viena, las colec­
ciones de arte, el café, al editor Heller y a una librería de viejo, etcétera.
Fueron días deliciosos”. *»
Si bien Freud, a pesar de su vitalidad, no estaba a salvo de depresio­
nes, huía de cualquier mediación sombría que se prolongara demasiado. Al
recordar más tarde su visita a Estados Unidos en 1909, comentó: “Enton­
ces tenía solamente cincuenta y tres años, me sentía joven y sano”. *20
Cuando su hijo Martín escribió sobre esos años, recordó especialmente a
su “padre alegre y generoso”. Volviendo, en busca de precisión, a su ale­
mán natal, reiteró que el padre tenía «“ein froehliches Herz”, palabras tal
vez no perfectamente traducidas como “un corazón jubiloso”» *21 Anna
Freud coincide con su hermano mayor; la personalidad real de su padre
—le dijo a Emest Jones— no surge por completo de sus cartas, pues
siempre estaban dirigidas a alguien, “para informarle, o sosegarlo, o alen­
tarlo, o para compartir problemas y cuestiones”. En general era “de humor
estable, optimista e incluso alegre”; pocas veces se indisponía o perdía un
día de trabajo por enfermedad”. 3 *“
El Freud enfurruñado con el que nos han familiarizado las fotografías
no es una ilusión; encontraba muchos motivos de disgusto al mirar a su
alrededor y a su prójimo, y no sólo a sus seguidores disidentes. Pero él era
algo más que eso. Emest Jones ha observado que a Freud no le gustaba
que lo fotografiaran; por eso sus imágenes formales son más sombrías que
el hombre mismo. *23 Solamente sus hijos, cámara en mano, pudieron
sorprenderlo con la guardia baja y captar un rostro menos formidable. El
Freud que se deleita ante un paisaje de montaña, una seta particularmente
suculenta o un panorama urbano que no había visto antes, es tan auténtico
como Freud, el Newton de la mente, viajero solitario de los extraños
mares de pensamiento, o como el fundador que prohíbe y mira desde arriba
a un hereje, con ojos amenazadores.
Regularidad no significa rigidez. Sin duda, su gusto por las organiza­
ciones informales y por los no menos informales acuerdos con editores y
traductores provocó mucha confusión. Pero, más allá de todo esto, a Freud
le resultaba posible cambiar de opinión acerca de algunas de sus más pre­
ciadas ideas. Salvo cuando se trataba de principios del psicoanálisis tan
esenciales como el de la sexualidad infantil, la etiología sexual de las neu­

3 El 28 de enero de 1952, después de leer las cartas de su padre a Abraham y


Eitingon, le escribió a Jones lo siguiente: “A menudo me he sorprendido el
hecho de que en estas cartas él se quejara de su salud, mientras que nosotros nun­
ca le oímos tales quejas en casa, todo lo contrario. De algún modo he llegado a
la conclusión de que éste era un modo de defenderse de lo que se le pedía desde
afuera”. Desde luego —continúa Anna Freud— “en relación con Fliess, en la que
ansiaba la compañía del otro”, no había empleado esa maniobra defensiva.
(Papeles de Jones, Archivos de la Sociedad Ps ico analítica Británica, Londres.)
[192] Elaboraciones: 1902-1915

rosis y el trabajo de la represión, estaba abierto a desviaciones teóricas y


terapéuticas que resultarían prometedoras, e incluso ávido de ellas. La
improvisación no le daba miedo. Su conversación, lo mismo que su estilo
epistolar, eran un modelo de lucidez y vigor, que abundaba en formulacio­
nes originales. Su reserva de chistes, en especial de agudos cuentos judíos,
y su insuperable memoria, que retenía fragmentos pertinentes de poetas y
novelistas, lo convertían en alguien especialmente dotado para la sorpresa
apropiada tanto en el lenguaje oral como en el escrito. Según se sabe, era
un conferenciante cautivador, de elocución lenta, clara y enérgica. Todos
los sábados, en la universidad —recuerda Wittels— hablaba “sin recurrir a
notas durante casi dos horas, y sus oyentes se sentían subyugados”. El
método de exposición de Freud era “el de un humanista germano, aligerado
por un tono coloquial que probablemente había adquirido en París. Ningu­
na pomposidad y ningún manierismo”. Incluso en el discurso más técnico
irrumpían su humor y su informalidad. Le gustaba —continúa Wittels—
“utilizar el método socrático. Interrumpía sus exposiciones formales para
formular preguntas o invitar a la crítica. Cuando le hacían objeciones, las
abordaba con ingenio y energía”.
Freud no se apegaba obsesivamente al dinero, como podía haber sido
natural en alguien que fue pobre durante tanto tiempo, y siempre preocu­
pado por las finanzas de su familia. Aparentemente contrariado, se privó
de algunos placeres familiares, como por ejemplo asistir al debut en Viena
de su sobrina Lilly Freud Marlé, una conocida recitadora, porque creyó que
no podía permitirse perder ese tiempo. Su disculpa, fue que él era “una
simple máquina de ganar dinero”, “un jornalero muy dotado”. *25 Pero no
se abstenía de ser generoso con quienes lo necesitaban. Alrededor de 1905
(Freud tema cerca de cincuenta años) el joven poeta suizo Bruno Goetz,
que entonces estudiaba en Viena, fue a su consulta por unos dolores de
cabeza que ningún medicamento lograba aliviar. Uno de los profesores de
Goetz le recomendó a Freud, del que le dijo que era un médico que podía
ayudarlo y, para allanar el camino, le envió a nuestro hombre alguno de
los poemas del muchacho. Freud hizo que su visitante se pusiera cómodo,
le pidió que narrara la historia de su vida, completada con detalles sexuales
íntimos como, por ejemplo, ocasionales aventuritas juveniles con marine­
ros, y llegó a la conclusión de que el psicoanálisis no era lo indicado en
su caso. Le hizo una receta, y en apariencia de modo casual, consiguió que
Goetz hablara de su pobreza. “Sí —dijo Freud—. La severidad con uno
mismo tiene algo intrínsecamente bueno. Pero no hay que extralimitarse.
¿Cuando comió usted su último bistec?” Goetz admitió que debía de haber
sido unas cuatro semanas antes. “Eso pensaba”, replicó Freud, y entonces,
según recuerda Goetz, “casi con embarazo”, le dio algunos consejos sobre
la dieta, y un sobre. “No se ofenda conmigo, pero yo soy un doctor madu­
ro y usted es todavía un joven estudiante. Acépteme este sobre y permíta­
me desempeñar el papel de padre, aunque sólo sea por esta vez. Una peque-
Retrato de un precursor en orden de batalla [193]

ña recompensa por el placer que me ha proporcionado con sus versos y


con la historia de su juventud. Adiós, y vuelva a llamarme alguna vez. Es
cierto que estoy muy ocupado, pero una media hora, o una hora completa
libre siempre la habrá. Auf Wiedersehnl Cuando Goetz llegó a su habita­
ción y abrió el sobre, encontró doscientas coronas. “Yo estaba en un esta­
do tal de agitación —recordó— que tuve que echarme a llorar ruidosamen­
te.” Freud también ayudó a colegas más jóvenes, incluso a pacientes,
con oportunas aportaciones ofrecidas siempre con tacto y aceptadas con
gratitud.

El modo de actuar de Freud como padre era coherente con sus carac­
terísticas como orador, escritor y filántropo menor. Si bien muchas de las
costumbres domésticas del siglo XIX persistieron en él durante toda su
vida, él era un pater familias burgués algo diferente. Martha Freud, como
todos sabían, consagraba su esfuerzo a que el tiempo y las energías de su
esposo estuvieran totalmente disponibles para investigar y escribir; los
arreglos prácticos domésticos quedaban en sus competentes y voluntario­
sas manos.4
Pero era característico de la familia que los hijos de Freud estuvieran
bien educados (bien educados, no intimidados). Según recuerda el hijo
mayor, la madre tenía un carácter a la vez bondadoso y firme. “No había
ninguna falta de disciplina.” Los Freud valoraban el buen rendimiento
escolar sin enfatizarlo excesivamente y, sin duda, el código imperante de
buena conducta no prohibía las rondas de chistes ni la alegría. “Yo sé
—recordó Martín Freud— que nosotros, los hijos de Freud, hacíamos y
decíamos cosas que a otras personas les parecían extrañas”; consideraba
que la suya había sido una educación liberal. “Nunca se nos ordenaba que
hiciéramos esto o que no hiciéramos aquello; nunca se nos dijo que no
hiciéramos preguntas. Nuestros padres siempre respondían a las preguntas
sensatas o nos daban explicaciones; nos trataban como a individuos, como
a personas por derecho propio.” *27 Se trataba de la teoría educacional psi-
coanalítca aplicada con cordura: reinaba una moderna liberalidad en conjun­
ción con un decoro propio de la clase media. Martha Freud atestiguó que
por “deseo expreso” de su esposo, ninguno de sus tres hijos varones
“siguió sus pasos”.5 Pero la hija menor, su Annerl, se convirtió de todos
modos en psicoanalista.“Con la hija no pudo impedirlo.” La historia
de los años posteriores de Freud demuestra que en el fondo dio una caluro­
sa acogida a ese desafío a sus deseos.
Un conmovedor episodio de la adolescencia de Martín Freud ilustra el

4 Acerca de una excepción importante, después de la Primera Guerra Mun­


dial, véase la pág. 431-432.
5 Habría que añadir que ninguno de los tres hijos varones de Freud pareció
demostrar vocación o talento algunos para seguir la carrera del padre.
[194] Elaboraciones: 1902-1915

estilo doméstico de su padre. Un día de invierno, Martín estaba patinando


con su hermana mayor, Mathilde, y su hermano menor, Emst; los dos
muchachos, deslizándose juntos, chocaron con un caballero ya mayor que
tenía que desplazarse cómicamente de aquí para allá con el objeto de no
caerse. Emst hizo algunos comentarios rudos y totalmente innecesarios
sobre aquellas maniobras torpes, y un hábil patinador que había observado
el incidente y creyó que Martín había sido el culpable se acercó y lo abofe­
teó. Martín Freud, imbuido de ideas juveniles acerca del honor y la caba­
llerosidad, lo consideró una profunda humillación. Para empeorar las
cosas, el encargado le confiscó el carnet de socio, y otro patinador, gordo
y desmañado, acercándose con esfuerzo, se presentó como abogado y ofre­
ció representar al muchacho en el tribunal. Esto, recordó Martín Freud,
“no hacía más que aumentar mi sentimiento de desesperación”: recurrir a
una acción legal violaba el código medieval en el que entonces creía. Se
negó con indignación. Mathilde logró que le devolvieran a su hermano el
carnet de socio, y los hijos de Freud, con todas estas noticias, corrieron al
hogar para contarlas. Sólo Martín se quedó deprimido por el curso de los
acontecimientos. “Me parecía que todo mi futuro había sido destruido por
aquella desgracia.” Estaba seguro de que cuando tuviera que hacer el servi­
cio militar “nunca podría ser un oficial. Lo pondrían a pelar patatas”, o tal
vez no pasaría de humilde soldado raso destinado a vaciar los cubos de
basura o limpiar las letrinas. Se sentía completamente deshonrado.
Freud escuchó con atención su animado relato, y después de que los
chicos se calmaran, llevó a Martín a su estudio, y le pidió que le contara
todo de nuevo, desde el principio al fin. Martín Freud, aunque recordando
el resto del episodio con profusos detalles, no pudo acordarse más tarde de
lo que su padre le dijo; sí, en cambio, de que “la tragedia destructora del
alma” quedó reducida a “una fruslería desagradable y absurda”. *» Sea lo
que fuere lo que Freud hizo por su hijo aquel día, lo importante es que no
era un hombre demasiado preocupado ni demasiado severo, ni un padre dis­
ciplinado y demasiado estricto, sino que podía brindarle a su hijo la afec­
tuosa atención curativa que consideraba adecuada.
Como un típico burgués de su época y de su cultura nórdica, Freud no
era muy extravertido. Según recordó su sobrino Harry, mantenía “siempre
unas relaciones muy amistosas con sus hijos”, pero no era “expansivo”,
sino más bien “siempre un poco formal y reservado”. Por cierto, “pocas
veces besaba a alguno de ellos; casi podría decir que en realidad nunca lo
hacía. E incluso a la madre, a la que quería mucho, sólo la besaba por
fuerza al despedirse”. *30 Pero en 1929, en una carta a Emest Jones, Freud
habló de “una fuente de ternura” que había dentro de él, con la que siempre
se podía contar. Tal vez no fuera muy proclive a exhibir esos sentimien­
tos, “pero en mi familia los conocen”. *si Es probable que lo que negaba a
sus muchachos lo entregara de buena gana a las chicas; en una de sus visi­
tas, Jones vio a una de las hijas de Freud, “entonces una escolar ya crecidi-
Retrato de un precursor en orden de batalla [195]

ta, sentada en su regazo”. *32 Las muestras de afecto de Freud, los indicios
sutiles que su paciencia transmitía a sus hijos, bastaban para crear un
ambiente emocional de calidez y sustancial confianza. “Los abuelos —le
escribió a Jung en 1910— pocas veces son ásperos, y quizá yo tampoco
lo he sido como padre.” *33 Sus hijos atestiguaban con alegría esa autoe-
valuación.

Placeres de los sentidos

De modo que Freud no fue un rigorista. Tampoco un


asceta. Su actividad sexual parece que se fue reduciendo
desde edad temprana; sabemos que en agosto de 1893,
cuando sólo tenía treinta y siete años, estaba viviendo
en la abstinencia sexual. Pero ése no fue el fin. Anna,
su último hijo, nació en diciembre de 1895. Al año
siguiente informó a Fliess (siempre en busca de ritmos biológicos) que
regularmente, cada veintiocho días, “no tengo ningún deseo sexual y soy
impotente, lo que, después de todo, tampoco es algo normal en mi ca­
so” *34 Y en 1897 le comunicó un sueño en el que aparecía subiendo por
una escalera con muy poca ropa puesta, seguido por una mujer. El senti­
miento correspondiente no era de “angustia sino de excitación erótica”. *35
Es cierto, como hemos visto, que en 1900 señaló que había dejado de
procrear. *36 Pero hay algunas pruebas enigmáticas en el sentido de que no
había dejado aún de experimentar excitaciones sexuales, ni, sin duda, de
practicar el coito, y que no iba a hacerlo en los siguientes diez años o
más. En julio de 1915 tuvo una serie de sueños que pronto registró y ana­
lizó. En uno de ellos aparecía su mujer. “Martha viene hacia mí, se supo­
ne que estoy anotándole algo... escribo en una libreta, saco un lápiz...
Todo se vuelve muy confuso.” Al interpretar el sueño, Freud presenta
diversos restos diurnos para explicarlo, entre ellos, inevitablemente, su
“significado sexual”: el sueño “tiene que ver con el magnífico coito del
miércoles por la mañana”. *37 Entonces tenía cincuenta y nueve años. De
modo que cuando, ese mismo año, Freud le dijo a James Jackson Putnam
que había “hecho muy poco uso” *38 de la libertad sexual que preconizaba,
en lo esencial estaba expresando su aversión a las aventuras extramatrimo­
niales. Lo mismo que algunos de sus sueños, algunos de sus artículos y
comentarios ocasionales sugieren frondosas fantasías eróticas persistentes
a lo largo de los años. Tal vez fueron fantasías en su mayor parte. “Noso­
tros, las personas cultas (kulturmenschen) —les comentó a sus seguidores
con resignación sardónica a los cincuenta y un años— estamos todas
[196] Elaboraciones: 1902-1915

inclinadas a la impotencia psicológica”. Frívolamente, con algo más que


un toque de melancolía, sugirió algunos meses más tarde que sería útil
revivir una institución antigua: “una academia del amor, donde se enseñe
el ars amandi”. *3’ Nunca dejó entrever la medida en que él mismo practi­
caba lo que hubiera enseñado en esa academia. Pero la mención especial
del “magnífico coito” de 1915 permite pensar que debieron de existir oca­
siones en las que fracasaba.
La renuncia de Freud fue consecuencia en parte del marcado disgusto
que le provocaban todos los métodos conocidos entonces de control de la
natalidad. Sabemos que a principios de la década de 1890, mientras explo­
raba —en sus pacientes y, como parece sumamente probable, también en
su propio matrimonio— el origen sexual de las neurosis, deploró las fas­
tidiosas consecuencias psicológicas de la anticoncepción. Creía que, salvo
en las circunstancias más favorables, era probable que el empleo del pre­
servativo produjera malestar neurótico. El coitus interruptus y otras prác­
ticas no eran mejores; según el método que se empleara, era probable que
el hombre o la mujer terminaran como víctimas de la histeria o de una
neurosis de angustia. “Si Freud hubiera continuado con sus propios
esfuerzos en esa dirección —ha observado Janet Malcolm— se habría con­
vertido en el inventor de un buen preservativo, y no en el fundador del psi­
coanálisis.” *40 Tal como fueron las cosas, supo sacar partido de las difi­
cultades resultantes de los efectos de las anticoncepción como lo había
hecho de otras tantas claves concernientes al funcionamiento de la mente
humana, incluyendo la propia, en sus ámbitos más secretos. En los
memorandos que le envió a Fliess sobre este delicado tema no se mencio­
na a sí mismo, sino a sus pacientes y a los modos en que su teoría apro­
vechaba las francas confesiones que ellos le hacían. Pero sus borradores, a
la vez confiados y apasionados, hablan también de un compromiso perso­
nal. En ellos resuena sutilmente su más bien insatisfecha experiencia
sexual.
De un modo aun más sutil, la renuncia de Freud parece haber estado
relacionada con su expectativa de una muerte temprana. En 1911, le dijo a
Emma, la esposa de Jung: “Mi matrimonio ya está caducado desde hace
mucho tiempo, ahora no queda nada más que hacer salvo... morir”. *«
Pero también encontraba en la abstinencia algún motivo de orgullo. En su
artículo sobre la moral sexual civilizada, publicado en 1908, observó que
la civilización moderna plantea exigencias extraordinarias a la capacidad
para la contención sexual, especialmente en quienes pretenden dedicarse a
la cultura; pide a las personas que se abstengan del intercambio sexual
hasta que estén casadas, y, después, que limiten su actividad sexual a un
único compañero. Freud estaba convencido de que para la mayoría de los
seres humanos tales exacciones son imposibles de satisfacer, o bien se
satisfacen a un costo emocional exorbitante. “Solo una minoría logra el
dominio a través de la sublimación, a través del desvío de las fuerzas ins-
Retrato de un precursor en orden de batalla [197]

tintivas sexuales hacia metas culturales superiores, e incluso en ese caso


sólo con intermitencia.” La mayoría de los otros, “se vuelven neuróticos
o sufren otro tipo de perturbaciones”. *42
Pero Freud no pensaba que él mismo fuera un neurótico o estuviera
perturbado; por el contrario, no tenía dudas en cuanto a que había sublima­
do sus instintos y estaba realizando un trabajo cultural del más alto rango.
Sin embargo, el viejo Adán no estaba sojuzgado: en sus últimos años,
Freud disfrutaba visiblemente con la admiración de mujeres hermosas; la
bella y formidable Lou Andreas-Salomé fue sólo la más impresionante de
entre ellas. En 1907, escribiendo desde Italia en una época en la que presu­
miblemente ya había avanzado mucho en la sublimación de sus impulsos,
le dijo a Jung que había tropezado con un joven colega de éste, que parecía
“haber estado de nuevo con alguna hembra. Esa práctica dificulta la teo­
ría”. El episodio lo llevó a reflexionar sobre su propia práctica: «Cuando
haya vencido por completo mi libido (en el sentido más común de la pala­
bra) iniciaré una “vida de Amor a la Humanidad”». *« En apariencia, en
1907 todavía no había vencido a su libido, en el sentido más común de la
palabra.

De modo que Freud siguió aceptando durante mucho tiempo los pla­
ceres de los sentidos. Manifestó alguna simpatía por la famosa sentencia
de Horacio, carpe diem (“aprovecha el día presente”), una defensa filosófica
de la actitud de aferrarse al placer del momento, que apela a “la incertidum-
bre de la vida y la esterilidad de la renuncia virtuosa”. Después de todo
—confesó— cada uno de nosotros ha tenido horas e instantes en los que
ha admitido que esta filosofía de la vida es correcta”. En tales momentos,
podemos criticar la despiadada severidad de las enseñanzas morales: “Ellas
sólo saben exigir, sin ofrecer compensaciones”.6 *44 Moralista severo
como era, Freud no le negó su tumo al placer.
Los objetos acumulados por Freud en su casa a lo largo de los años
hablan del tipo de gratificación sensual que él, médico y hombre de fami­
lia, encontraba al mismo tiempo agradable y aceptable. Berggasse 19 era
un pequeño mundo que reflejaba elecciones deliberadas; situaba con seguri­
dad a Freud en el seno de su cultura más amplia, tanto por lo que contenía
como por lo que, sorprendentemente, no contenía. Freud era un típico bur­
gués educado de su época; sin embargo, su actitud con respecto a lo que su

6 En un pequeño y delicioso ensayo sobre la transitoriedad, escrito (es


importante observarlo) durante esa insensata carnicería que fue la Primera Guerra
Mundial, Freud sostuvo que si bien toda belleza está destinada a la decadencia,
esta verdad no entraña ni nostalgia por cierta inmortalidad mítica ni melancolía
plañidera: “Si una flor dura solamente una noche, no por eso su plenitud debe
parecer menos espléndida”. Lo que importa es la emoción que la belleza y la per­
fección suscitan en el momento mismo en que lo hacen. (“Vergänglichkeit”
[1916], GW X, 359 / “On Transience”, SE XIV, 306.)
[198] Elaboraciones: 1902-1915

clase profesaba apreciar y a menudo apreciaba realmente (las artes plásti­


cas, la música, la arquitectura, la literatura) no resultaba totalmente prede­
cible. Estaba lejos de la insensibilidad a la belleza creada por el hombre.
En 1913 le resultó grato saber que Karl Abraham estaba pasando unos días
en un lugar de descanso holandés de Noordwijk aan Zee, donde él había
pasado antes algunas vacaciones. “Sobre todo los crepúsculos —recordó—
eran gloriosos.” Pero apreciaba incluso más las obras realizadas por el
hombre. “Los pequeños pueblos holandeses son encantadores. Delft es una
pequeña joya.” *« Los pintores y escultores —y los arquitectos— le pro­
curaban muchos placeres visuales, más placer incluso que los paisajes
naturales.
Sensible o no a la belleza, en general los gustos de Freud se orienta­
ban hacia lo convencional. Las cosas que eligió para que le acompañaran
en su vida cotidiana no comprometían su conservadurismo, su celebración
de las tradiciones bien establecidas. Le gustaba el tipo de recuerdos que la
mayoría de los burgueses del siglo XIX consideraban tan indispensables
para su bienestar: fotografías de los miembros de la familia y amigos ínti­
mos, souvenirs de lugares visitados y recordados con placer, grabados y
piezas escultóricas que, por así decir, eran legados del antiguo régimen en
las artes: todos ellos académicos, sin osadía. Las revoluciones que en los
ámbitos de la pintura, la poesía y la música estallaban en tomo de él no
llegaban a afectarlo; cuando se imponían a su conocimiento (lo que era
poco frecuente) las desaprobaba con energía. A juzgar por los cuadros de
Freud, nadie diría que cuando se mudó a Berggasse 19 el impresionismo
francés ya llevaba algún tiempo en actividad, o que Klimt y Kokoschka, y
más tarde Schiele, ya estaban trabajando en Viena. Al comentar con vehe­
mente disgusto un retrato dibujado de Karl Abraham “sumamente moder­
no”, le dijo al modelo que le horrorizaba comprobar «con cuánta crueldad
tiene que ser castigada su tolerancia o simpatía por el “arte” moderno». *46
Las comillas sarcásticas que encierran la palabra “arte” son expresivas.
Enfrentando al impresionismo, Freud le admitió francamente a Oskar Pfis-
ter que él era un filisteo. *47
De manera coherente, los muebles que atestaban el apartamento de
Freud ignoraban todos los diseños experimentales que en aquel entonces
transformaban las viviendas de las familias vienesas más al día. La familia
de Freud vivía en medio de un sólido confort Victoriano, con sus manteles
bordados, sus sillas tapizadas en felpa, los retratos fotográficos enmarca­
dos, y una profusión de tapetes orientales. En su apartamento se respiraba
un eclecticismo totalmente aceptado, que se reflejaba en una acumulación
de objetos, los cuales, lejos de obedecer al programa de un decorador,
hablan de la búsqueda de placeres domésticos, a lo largo de los años, sin
ninguna complicación. Para los Freud, esa plenitud amazacotada, que gus­
tos más austeros podrían haber desdeñado como opresiva, era aparentemen­
te tranquilizadora; cumplía con el programa para la vida doméstica que
Retrato de un precursor en orden de batalla [199]

Freud estipuló antes de casarse, y daba testimonio tanto de la prosperidad


finalmente alcanzada, como de experiencias recordadas con cariño. Por
cierto, la prosperidad y los recuerdos pusieron su sello en las habitaciones
profesionales de Freud —su consultorio y su estudio privado— no menos
que en las otras estancias de Berggasse 19. Su análisis del arte fue mucho
más radical que sus gustos estéticos.

Un conflicto muy semejante penetraba las actitudes de Freud con


respecto a la literatura. Sus tratados, monografías y artículos proclaman la
amplitud de sus lecturas, su memoria y su exigente sentido del estilo.
Como sabemos, a menudo recurría a sus clásicos alemanes favoritos, en
especial a Goethe y Schiller, y a Shakespeare, quien le planteaba enigmas
fascinantes, y al que podía recitar in extenso en su inglés casi perfecto.
Ingenios como Heinrich Heine y humoristas menos sutiles como Wil-
helm Busch le proporcionaban ejemplos mordaces. Pero al elegir a sus
favoritos, desdeñó a la vanguardia europea de su época; conocía a Ibsen,
principalmente como valeroso iconoclasta, pero no parece que le gustaran
mucho poetas como Baudelaire o dramaturgos como Strindberg. Entre los
vieneses (que en aquellos días estaban escribiendo, pintando y componien­
do música en una atmósfera electrizada con irreprimibles impulsos moder­
nistas) hemos visto que sólo Arthur Schnitzler merecía su aplauso inequí­
voco, por sus profundos estudios psicológicos sobre la sexualidad en la
sociedad vienesa contemporánea.
Esto no significa que Freud no reservara algo de su tiempo para leer
novelas y ensayos por puro placer. Lo hacía, y sus gustos eran universa­
les. Cuando necesitaba relajarse (en especial durante las convalecencias de
sus operaciones, hacia el final de su vida), saciaba su gusto por los miste­
rios y los asesinatos con autores clásicos de novelas policíacas, como
Agatha Christie y Dorothy Sayers. *48 Desde luego, por lo general su
material de lectura era más elevado. En 1907, en respuesta a un interroga­
torio de su editor Hugo Heller, que le pedía una lista de diez libros “bue­
nos”, Freud incluyó dos escritores suizos, dos franceses, dos ingleses, un
ruso, un holandés, un austríaco y un norteamericano: Gottfried Keller y
Conrad Ferdinand Meyer, Anatole France y Emile Zola, Rudyard Kipling
y Lord Macaulay, Dmitri Merezhkovski, “Multatuli”, Theodor Gomperz y
Mark Twain. *« Lo mismo que sus preferencias en artes plásticas, las
literarias eran relativamente seguras, bastante menos atrevidas de lo que
podía haberse esperado en semejante inconformista. Pero por lo menos
presentaban un poco de rebeldía. “Multatuli”, el ensayista y novelista
holandés Eduard Douwes Dekker, tenía algo de reformador político y
moral; El libro de la selva, de Kipling, podía leerse como una imaginativa
protesta contra la artificiosidad de la civilización moderna, y sin duda
Mark Twain era el más irrespetuoso de los humoristas.
Por cierto, algunos de los favoritos de Freud, como los ensayos resuel­
[200] Elaboraciones: 1902-1915

tamente optimistas sobre la cultura inglesa de los siglos XVII al XIX, de


Macaulay, y la no menos resueltamente liberal historia de la filosofía de la
antigua Grecia, de Gomperz, eran libros un tanto subversivos a su modo.
Nos recuerdan la imborrable deuda de Freud con el pensamiento de la Ilus­
tración dieciochesca, con su espíritu crítico y sus esperanzas para la huma­
nidad, tal como lo experimentó directamente a través de sus lecturas de
Diderot o Voltaire, o indirectamente, tal como se filtró en sus herederos del
siglo XIX. El tema principal, tanto de la obra de Macaulay como de la de
Gomperz, era la difusión triunfante de la luz y la razón en un mundo pro­
fundamente ensombrecido por la superstición y la persecución. Sabemos
que a Freud le gustaba decir que estaba malgastando su vida en destruir ilu­
siones, pero a pesar de su firme pesimismo, a veces disfrutaba jugando con
la ilusión de que el progreso fuera posible, y tal vez acumulativo, en lo que
se refiere a los asuntos humanos. Vale la pena observar que cuando escri­
bía, para su publicación, sobre la psicología del individuo, de las masas o
de la cultura como un todo, era menos esperanzado. Mientras leía por pla­
cer, aparentemente Freud se permitía algunas de las fantasías gratificantes
que reprimía con severidad durante sus horas de trabajo.
No sorprende que los veredictos literarios de Freud fueran a menudo
claramente políticos; una de las razones de que eligiera a Anatole France
era que este autor desplegaba un franco anti-antisemitismo; una de las
razones de que atribuyera a Dmitri Merezhkovski, autor de La novela de
Leonardo da Vinel, un mérito mucho mayor que el que merecía, era que
Merezhkovski elogiaba a un artista del Renacimiento al que Freud admi­
raba por su independencia y su coraje intelectual. Pero la mayoría de los
escritores favoritos de Freud lo eran por su condición de inteligentes psi­
cólogos amateurs. Podía aprender de ellos, así como —según pensaba—
los biógrafos y los antropólogos podían aprender de él. Esto no significa
reducir a Freud a la condición de filisteo consecuente, incluso aunque él
se aplicara ese calificativo a sí mismo. Pero es innegable el matiz utili­
tario de sus gustos. Tal como confesó en 1914, en su artículo sobre el
Moisés de Miguel Angel: “A menudo he notado que el tema de una obra
de arte me atrae con más fuerza que sus propiedades formales y técnicas,
las cuales, después de todo, son las que el artista principalmente valora.
Sin duda, me falta una comprensión adecuada de muchos de los métodos
y algunos de los efectos del arte”. *5° Freud reconocía la distinción entre
el placer puramente formal, estético, y el placer que puede proporcionar
el tema de la obra plástica o literaria. Pero allí se detenía, en parte por­
que pensaba que los modos de actuar de los artistas estaban más allá de
toda comprensión posible. “Para estos hombres el significado importa
poco; todo lo que les interesa es la línea, la forma, la armonía de los
contornos. Están entregados al Lustprinzip.” 7 En *« agudo contraste, en

7 Freud fue un distinguido estilista y un implacable crítico de sus propias


Retrato de un precursor en orden de batalla [20i]

Freud el principio de realidad afirmaba su predominio sobre el principio


de placer.
Esa manera práctica de pensar dio forma inevitablemente a la relación
de Freud con la música, más bien distante y estrafalaria. Puso énfasis en
proclamar su ignorancia en materias musicales, y admitió que no tema
oído. En su Interpretación de los sueños prácticamente se jactó de ello: al
canturrear el desafío de Fígaro al conde Almaviva en el primer acto de Las
bodas de Fígaro, pensaba que “tal vez algún otro no hubiera reconocido la
melodía”. *» Los que se vieron obligados a oírle tararear arias de las ópe­
ras de Mozart confirmaron que ese comentario era demasiado cierto. *53 No
buscaba la compañía de músicos y, según observó parcamente su hija
Arma, “nunca fue a conciertos”. *54 Pero disfrutaba de la ópera, o mejor,
de algunas óperas. Sus hijas, repasando sus recuerdos, pudieron encontrar
cinco: Don Giovanni, Las bodas de Fígaro y La flauta mágica, de Mozart;
Carmen, de Bizet; y Los maestros cantores, de Wagner. La lista es tan
segura como mezquina: nada de Claude Debussy ni de Richard Strauss.
Entre las óperas de Wagner, sin duda Los maestros cantores (después de
obras tempranas como por ejemplo El holandés errante) es la más accesi­
ble. Y Carmen, aunque le costó algún tiempo conquistar París después de
su estreno en la ciudad en 1875, rápidamente se convirtió en una de las
más famosas en los países de lengua alemana. Brahms, Wagner y Tchai-
kovsky (que estaban de acuerdo en muy pocas otras cosas) coincidieron en
que la última ópera de Bizet era una obra maestra; Nietzsche, que asistió a
por lo menos veinte representaciones de esa obra, invocó su vitalidad y su
encanto galo en su polémica andanada contra los dramas musicales teutó­
nicos de Wagner, pesados y decadentes; Bismarck, un bien informado
amante de la música, se jactaba de haberla escuchado veintisiete veces. *56
Para disfrutar con esas óperas no se necesitaba ser un partidario de la van­
guardia. Sin duda Freud las conocía lo suficientemente bien como para
citarlas al servicio de sus fines; en distintas oportunidades se refirió al aria
de Fígaro “Se vuol bailare, signor contino”; a la declaración de Sarastro a
la princesa Pamina, en La flauta mágica, en el sentido de que él no podía
obligarla a amarlo; a Leporello enumerándole impúdicamente a Donna
Elvira el catálogo de las conquistas de Don Giovanni. *57
El atractivo que ejercía la ópera en alguien con tan poca sensibilidad
musical como Freud está lejos de ser misterioso. Después de todo, la ópe-

producciones. Su don para “la autocrítica —le escribió a Ferenczi— no es agra­


dable”, pero, junto con su coraje, consideraba que constituía su mejor rasgo. Fue
su autocrítica la que “ha hecho una selección estricta de mis publicaciones. Sin
ella, podría haberle ofrecido al público tres veces más”. (Freud a Ferenczi, 17 de
octubre de 1910, Freud-Ferenczi Correspondence, Freud Collection, LC.) Esto
parece más bien excesivo, pero puesto que Freud tenía la costumbre de destruir
sus borradores y notas, podría ser cierto. Sin embargo, ello no lo convierte en
un crítico literario.
[202] Elaboraciones: 1902-1915

ra es música con palabras, canto fundido con acción dramática. Al igual


que la mayor parte de sus lecturas, le podía ofrecer la agradable conmoción
del renacimiento; a su modo extravagante, a menudo melodramático, la
ópera trataba sobre los problemas psicológicos que preocuparon a Freud
durante toda su vida adulta: el amor, el odio, la codicia, la traición. Más
allá de esto, la ópera, es también un espectáculo, y Freud era particular­
mente sensible a las impresiones visuales. Esa es la razón de que mirara a
sus pacientes con tanta intensidad como los escuchaba. Lo que es más, la
ópera describe la aparición de perturbadores conflictos morales con resolu­
ciones morales satisfactorias; presenta protagonistas locuaces enzarzados
en el combate del bien y el mal. De las cinco óperas favoritas de Freud,
todas salvo Carmen, y de modo más obvio La flauta mágica y Los maes­
tros cantores, pintan el triunfo de la virtud sobre el vicio, un desenlace qué
procura placer a los oyentes más refinados, además de proporcionar infor­
mación sobre las luchas que desgarran las mentes de hombres y mujeres.8

La opera y, en el mismo sentido, también el teatro, eran diversiones


poco frecuentes en la vida de Freud. En cambio, uno de sus más regulares y
recurrentes placeres cotidianos era la comida. Freud no fue nunca ni un
gourmet ni un gourmand; como sabemos, no toleraba muy bien el vino.
Pero sus comidas le gustaban lo bastante como para consumirlas con una
concentración silenciosa. Durante los meses que pasaba en Viena, la comida
principal, la Mittagessen, servida puntualmente a la una, constaba de sopa,
carne, verduras y postre, “el almuerzo habitual de tres platos, modificado en
ciertas temporadas como cuando, en primavera, tenemos un plato adicional
de espárragos”. A Freud le gustaban especialmente las alcachofas italianas,
la carne de vaca guisada (flindfleisch) y el rosbif con cebolla, pero no la
coliflor y el pollo. *58 Era aficionado a la comida bürgerliche, sólida, que
deja satisfecho, sin el menor toque de la refinada cocina francesa.
En cambio, no había ningún matiz de reparo en su gusto por los ciga­
rros. Era fatalmente adicto a ellos; cuando a principios de la década de
1890, Fliess (después de todo, especialista en nariz y garganta) se los
prohibió para poder curar sus catarros nasales, Freud cayó en la desespera­
ción y le rogó patéticamente que no lo hiciera. Había comenzado a fumar
a los veinticuatro años, al principio cigarrillos, pero pronto sólo cigarros.
Afirmaba que ese “hábito o vicio” —como lo llamaba— aumentaba consi-

8 Debe observarse que en la ópera preferida de Freud, Don Giovanni, este


triunfo es extremadamente ambiguo. Don Giovanni, que desafía las normas
imperantes de la moral y la religión, termina en el infierno, pero su búsqueda
del placer es tan despreocupada, y su conducta frente a la condenación y la muer­
te tan heroica, que la ópera invita a una respuesta más compleja que —diga­
mos— la que suscita la reconciliación de Las bodas de Fígaro. Pero, puesto que
no tenemos comentarios detallados de Freud sobre Don Giovanni, nos resulta
imposible conjeturar lo que esta ópera significaba para él.
Retrato de un precursor en orden de batalla [203]

derablemente su capacidad para trabajar y lograr el autocontrol. Significati­


vamente, el padre, “un gran fumador” que “siguió siéndolo hasta sus
ochenta y un años”, había sido su modelo. *5’ En aquellos días, desde lue­
go, el Freud fumador de cigarros contaba con una apreciable compañía. En
las reuniones semanales celebradas en su casa, la criada distribuía cenice­
ros en la mesa, uno para cada invitado. Un miércoles por la noche, ya tar­
de, después de que uno de esos encuentros concluyera, Martín Freud pudo
echar una mirada —o, más bien, aspirar una bocanada de esa atmósfera. La
habitación “estaba todavía llena de humo y me pareció una maravilla que
seres humanos hubieran podido vivir en ella durante horas, por no decir
vivir en ella sin ahogarse”. *60 Cuando su sobrino Harry tema diecisiete
años, Freud le ofreció un cigarrillo; el joven lo rechazó, y el tío le dijo:
“Muchacho, fumar es uno de los mayores y más baratos goces de la vida,
y si de antemano decides no fumar, no puedo hacer más que sentirlo por
ti”. *6i Se trataba de una gratificación sensual que Freud no podía negarse
y por la que iba a pagar un precio exorbitante en dolor y sufrimiento.
Sabemos que en 1897 —compartiendo una intuición que nunca desarrolló
en un artículo— le dijo a Fliess que las adicciones (y explícitamente
incluyó la adicción al tabaco) son sólo sustitutos del «único gran hábito ,
la “adicción primordial”», la masturbación. *«z Pero no pudo traducir su
comprensión psicológica en una decisión que le obligara a dejar de fumar.

Asi como el irremediable amor de Freud por los cigarros atestigua la


supervivencia de necesidades orales primitivas, el gusto por coleccionar
antigüedades revela residuos, en la vida adulta, de goces anales no menos
primitivos. Lo que él alguna vez llamó su “predilección por lo prehistóri­
co” *63 era, como le dijo a su médico Max Schur, “una adicción que sólo
seguía en intensidad a su adicción a la nicotina”. *M El consultorio donde
Freud atendía a sus analizandos, y el estudio contiguo, fueron quedando
gradualmente atestados de tapetes orientales, fotografías de amigos, placas,
etcétera. Las estanterías cerradas con cristales estaban llenas de libros y
cubiertas de objetos; las paredes, tapizadas con fotos instantáneas y graba­
dos. El famoso diván era todo un dechado de ingenio por sí mismo; en él
se amontonaban infinidad de almohadones y había una alfombra a sus pies
para uso de los pacientes cuando hacía frío; lo recubría un tapiz persa, un
Shiraz. Pero las presencias que más abundaban en las habitaciones de
trabajo de Freud eran las esculturas esparcidas sobre todas las superficies
disponibles: formaban filas apretadas en los estantes, se amontonaban
sobre las mesas y en las vitrinas, e invadían el ordenado escritorio de
Freud, donde las mantenía bajo su mirada afectuosa mientras escribía sus
cartas y redactaba sus artículos.
Esa selva de esculturas era lo que sus pacientes y visitantes recordaban
con mayor intensidad. Hanns Sachs, miembro del círculo íntimo de Freud,
observó que, si bien la colección estaba “todavía en sus etapas iniciales”
[204] Elaboraciones: 1902-1915

cuando él visitó por primera vez Berggasse 19 en 1909, “algunos de los


objetos atraían de inmediato la mirada del visitante”. Poco después de
iniciar su análisis al año siguiente, también al Hombre de los Lobos los
objetos antiguos de Freud le parecieron fascinantes: “Había siempre una
sensación de paz y calma sagradas” en los “dos estudios contiguos” de
Freud, que le recordaban, no “el consultorio de un médico sino más bien
el estudio de un arqueólogo. Había todo tipo de estatuillas y otros objetos
inusuales, que incluso el profano podía reconocer como hallazgos arqueo­
lógicos del antiguo Egipto. En las paredes, aquí y allí se veían placas de
piedra que representaban escenas diversas de épocas hace mucho tiempo
extinguidas”. *«
Todos esos objetos habían sido reunidos amorosamente. Coleccionar
antigüedades fue para Freud un entretenimiento que cultivó toda la vida, en
el que persistió con devoción y tenacidad. Cuando su viejo amigo Ema-
nuel Lówy, profesor de arqueología en Roma y más tarde en Viena, visita­
ba la ciudad, iba a ver a Freud y le llevaba noticias del mundo antiguo. Por
su parte, Freud leía con avidez todo lo que podía sobre ese mundo cuando
tenía tiempo, y seguía las excavaciones con excitación de aficionado y
conocedor. “He hecho muchos sacrificios por mi colección de antigüedades
griegas, romanas y egipcias —le dijo a Stefan Zweig en sus últimos
años—, y en realidad he leído más arqueología que psicología.” *67 Esto es
sin duda una hipérbole alegre: el foco de su curiosidad organizada fue siem­
pre la vida de la mente, y las bibliografías que acompañan sus escritos dan
prueba de su dominio de los textos técnicos. Pero disfrutó enormemente
con sus estatuillas y fragmentos, con las primeras compras que a duras
penas pudo permitirse y, más tarde, con los regalos que amigos y seguido­
res le llevaban a Berggasse 19. En años posteriores, cuando miraba a su
alrededor desde el cómodo sillón tapizado que estaba detrás del diván, podía
ver una gran imagen de un templo egipcio de Abu Simbel, una pequeña
reproducción de un dibujo de Ingres que representaba a Edipo interrogando a
la Esfinge, y una réplica en yeso de un relieve antiguo, la “Gradiva”. En la
pared opuesta, sobre una vitrina llena de objetos antiguos, había una ima­
gen enmarcada de la Esfinge de Gizeh: otro recordatorio de enigmas (y de
conquistadores intrépidos como Freud, que los resolvían).
Una pasión tan aguda invita a la interpretación, y Freud no tuvo
inconvenientes en proporcionarla. Le dijo al Hombre de los Lobos que “el
psicoanalista, lo mismo que el arqueólogo en sus excavaciones, debe des­
cubrir cada una de las capas de la psique del paciente para llegar a los teso­
ros más profundos y valiosos”. *« Pero esta importante metáfora no agota
el significado que esta adicción tema para Freud. Sus objetos antiguos le
proporcionaban un placer puramente visual y táctil; Freud los acariciaba
con los ojos o con las manos al sentarse en su escritorio. A veces se lle­
vaba una nueva adquisición al comedor para estudiarla y manipularla allí.
Y también eran emblemas. Recordaban a amigos que se habían tomado la
Retrato de un precursor en orden de batalla [205]

molestia de acordarse de lo aficionado que era él a esos objetos, y del mis­


mo modo hacían que se acordara del sur: de regiones soleadas que había
visitado, de las que quería visitar, y de las demasiado remotas o inaccesi­
bles que ya no tenía esperanza de visitar. Al igual que muchos nórdicos,
desde Winckelmann hasta E.M.Forster, amaba la civilización del Medite­
rráneo. “Ahora he adornado mi habitación con réplicas en yeso de estatuas
florentinas”, le escribió a Fliess a fines de 1896. “Fue para mí una fuente
de extraordinaria renovación; quiero llegar a ser rico para repetir esos via­
jes.” Como Roma, su colección representaba oscuras apelaciones a la
vida. “¡Un congreso en suelo italiano! (Nápoles, Pompeya)”, exclama en
una carta a Fliess, en un acceso de deseo, después de haberle hablado de las
réplicas florentinas en yeso. *69
Incluso de un modo más oscuro, sus antigüedades parecían recordato­
rios de un mundo perdido hasta el que él y su pueblo, los judíos, podían
rastrear sus remotas raíces. En agosto de 1899 le anunció a Fliess desde
Berchtesgaden que el próximo día lluvioso “marcharía” a su “amada Salz-
burgo”, donde poco tiempo antes había “desenterrado algunas antigüedades
egipcias”. “Las cosas —observó— me hacen saltar de gozo y hablan de
tiempos y países lejanos.” Mientras estudiaba sus preciadas posesio­
nes, “extraños anhelos secretos” surgían en él (según le confesó a Ferenczi
muchos años más tarde), “quizá desde mi herencia atávica, anhelos del
Oriente y del Mediterráneo y de una vida totalmente distinta: deseos de la
niñez tardía que nunca se realizarán y que no están adaptados a la reali­
dad”, *71 No es una coincidencia que el hombre cuya historia vital le pro­
porcionaba a Freud el mayor de los placeres, y al que probablemente envi­
diaba más que a ningún otro, fuera Heinrich Schliemann, el celebrado
excavador y descubridor de las ruinas misteriosas y cargadas de mitos de
Troya. Freud consideraba tan extraordinaria la carrera de Schliemann por­
que al descubrir “el tesoro de Príamo” había encontrado la verdadera felici­
dad: “La felicidad es sólo la realización de un deseo infantil”. *72 Era preci­
samente el tipo de deseo que, según intuía Freud durante sus horas bajas,
tan pocas veces se había hecho realidad en su propia vida.
Pero, según Freud le dijo al Hombre de los Lobos, su perdurable pre­
dilección por los objetos antiguos adquiere su significación más amplia
como metáfora maestra del trabajo de su vida. “Saxa loquuntur!”, había
exclamado en 1896, en su conferencia sobre la etiología de la histeria ante
sus colegas médicos de Viena; “¡Las piedras hablan!” *73 Por lo menos las
piedras le hablaban a él. En una exuberante carta a Fliess, comparó el des­
cubrimiento de Troya con un éxito analítico del que estaba disfrutando.
Con la ayuda de Freud, un paciente había encontrado, profundamente ente­
rrada en sus fantasías, “una escena de su período primigenio (antes de los
veintidós meses) que satisface todas las exigencias y en la que nacen todos
los enigmas latentes; lo es todo al mismo tiempo: sexual, inocua, natu­
ral, etcétera. Apenas me atrevo a creerlo realmente. Es como si Schlie-
[206] Elaboraciones: 1902-1915

mann hubiera desenterrado la legendaria Troya una vez más”. *74 Esta
metáfora nunca perdió su eficacia para Freud: en su Prefacio al historial
del caso de Dora, comparó los problemas de “la falta de coherencia de mis
resultados analíticos” con los que afrontaban “aquellos exploradores lo
bastante afortunados como para sacar a la luz, después de haber permaneci­
do enterrados durante mucho tiempo, los inapreciables aunque mutilados
restos de la antigüedad”. Había realizado cierta tarea de restauración, pero
lo mismo que “un arqueólogo consciente”, no dejó de “mencionar en cada
caso en qué puntos de mi reconstrucción se complementa lo auténti­
co”. *75 Tres décadas más tarde, en El malestar en la cultura, al ejemplifi­
car “el problema general de la preservación en la mente”, empleó una
amplia analogía con Roma tal como se despliega ante el turista moderno:
una sucesión de ciudades cuyos fragmentos sobreviven en yuxtaposición o
han sido recuperados por las excavaciones arqueológicas. *7« De modo que
en la colección de antigüedades de Freud convergían el trabajo y el placer,
impulsos tempranos y refinadas sublimaciones adultas. Sin embargo, sub­
siste el sabor de la adicción. Hay algo poético en el hecho de que en la pri­
mera sesión de la Sociedad Psicológica de los Miércoles, en el otoño de
1902, el tema de discusión fuera el efecto psicológico del tabaco. *77

La sociedad psicologica de los miércoles

El grupo de los miércoles por la noche apareció


modesta e informalmente en el otoño de 1902, cuando
“cierto número de médicos más jóvenes se reunieron
en tomo a mí con el propósito declarado de aprender,
practicar y difundir el psicoanálisis. Todo empezó con
un colega que había experimentado en sí mismo los
efectos benéficos de la terapia analítica”. *78 Así resumió Freud los princi­
pios de la Sociedad aproximadamente una década más tarde. Seguramente
su posterior enfado con Wilhelm Stekel (o su discreción) fue la causa de
que se abstuviera de mencionar el nombre de ese colega, por cuya sugeren­
cia el grupo empezó a reunirse. Stekel, un imaginativo y prolífico médico
vienés, se había sometido con Freud a un tratamiento analítico breve y
durante algún tiempo fructífero, para remediar síntomas de impotencia psi­
cológica. Ese fue uno de los vínculos. Había otro: el trabajo de Stekel
sobre el simbolismo del sueño; como atestiguan las ediciones sucesivas
de La interpretación de los sueños, con el reconocimiento explícito por
parte de Freud de su deuda con Stekel, sus relaciones con este partidario
suyo (lo mismo que con algunos otros) eran mutuamente beneficiosas. A
Retrato de un precursor en orden de batalla [207]

sus primeros íntimos, Freud les enseñó mucho más que lo que aprendió de
ellos, pero también estaba abierto a su influencia. En aquellos primeros
años, según dice Stekel en su autobiografía con característica grandilo­
cuencia, él era “el apóstol de Freud, ¡que era mi Cristo!”’ *7’
De haber vivido Freud lo suficiente como para poder leer esa afirma­
ción, habría identificado a Stekel con Judas, pues llegó a juzgarlo con una
dureza excepcional. Pero en 1902 Stekel patrocinó una idea cuya utilidad
Freud percibió con rapidez. En realidad, le resultó muy oportuna; fueran
las que fueren las características de los hombres que se reunían con él
todos los miércoles por la noche en su salón, en aquellos primeros días le
proporcionaron el eco psicológico que anhelaba. Eran más o menos un
sustitutivo de Fliess, y le brindaban parte de los aplausos que había espe­
rado lograr con La interpretación de los sueños. Al principio —observó
Freud más tarde, un poco ansiosamente— había tenido todas las razones
para estar satisfecho. *80
Por más que en sus inicios la Sociedad Psicológica de los Miércoles
contara con pocos miembros, tenía una vivacidad exuberante. Freud envió
tarjetas invitando a tres médicos vieneses (además de Stekel): Max Kaha-
ne, Rudolf Reitler y Alfred Adler. Estos hombres formaron el núcleo de lo
que en 1908 iba a convertirse en la Sociedad Psicoanalítica de Viena,
modelo de decenas de otras sociedades análogas en todo el mundo. Kahane,
como Freud, había traducido un volumen de las conferencias de Charcot al
alemán; también le había presentado a Stekel, y le había hecho conocer
los escritos de este último. Reitler, que murió prematuramente en 1917,
fue el segundo analista del mundo, a continuación de Freud, *81 un profe­
sional cuya obra éste citaba con respeto, y cuyas intervenciones en las
sesiones de los miércoles por la noche estaban caracterizadas por críticas
incisivas, a veces hirientes. Es probable que el fichaje más formidable fue­
ra Alfred Adler, un médico socialista que había publicado un libro de
medicina para el gremio de los sastres, pero que estaba interesado cada vez
más en los usos sociales de la psiquiatría. Las primeras sesiones del grupo
de los miércoles —recordó Stekel con orgullo— “fueron inspiradoras”.
Había una “completa armonía entre los cinco, ninguna disonancia; éramos
como pioneros en una tierra recién descubierta, y Freud era el líder. Pare­
cía que saltaban chispas de una mente a otra, y cada noche era como una
revelación”. *82
Las metáforas de Stekel son lugares comunes, pero su informe capta
la atmósfera; la desavenencias y disensiones quedaban para el futuro. Sin
duda, algunos de los primeros miembros consideraban que aquella termi-

’ Cuando Freud leyó su biografía escrita por Wittels, y tropezó con el extra­
vagante comentario acerca de que Stekel merecía un monumento, escribió en el
margen, con visible irritación: “Demasiado Stekel”. (Véase la pág. 47 del ejem­
plar de Freud del libro de Wittels, Sigmund Freud, Freud Museum, Londres.)
[208] Elaboraciones: 1902-1915

nología teológica era perfectamente adecuada. “Las reuniones —recordó


Max Graf— seguían un ritual definido. Primero, uno de los miembros
presentaba un trabajo. Después se servían café negro y pastelillos; en la
mesa había cigarros y cigarrillos, y eran consumidos en grandes cantida­
des; después de un cuarto de hora de formalidades sociales, empezaba la
discusión. La decisiva y última palabra siempre la pronunciaba el propio
Freud. En aquella habitación había un clima parecido al de los inicios de
una religión. Freud era el nuevo profeta, que hacía que todos los métodos
anteriores prevalecientes en la investigación psicológica parecieran super­
ficiales.” *83 Este no era un lenguaje que Freud apreciara realmente. Le
gustaba verse a sí mismo como más flexible, menos autoritario, de lo que
podía serlo cualquier “profeta”. Pero se diría que una cierta sensación de
exaltación imperaba en el grupo, y al cabo de unos años se volvió lo bas­
tante asfixiante como para que algunos miembros (como Graf) se retira­
ran, a pesar de su gran admiración por Freud, i»

El reclutamiento para la Sociedad de los Miércoles se realizaba por


consentimiento unánime, pero en el clima cordial de los primeros años
esto era sólo una formalidad. Un miembro presentaba a otro; desertaron
unos pocos, solamente unos pocos. En 1906, el año en que Freud cum­
plió cincuenta, había diecisiete miembros, y él siempre podía contar con
una docena para intercambios verbales animados, cada vez más agresivos.
En octubre de ese año, el estilo de la Sociedad de los Miércoles cambió de
un modo sutil pero claro. Al poco tiempo de iniciar el quinto año de exis­
tencia, los miembros decidieron emplear un secretario a sueldo, Otto
Rank, para registrar la asistencia, controlar las cuotas y tomar extensas
notas de cada reunión.

10 En vista de la persistente acusación de que Freud había fundado una reli­


gión secular, vale la pena observar que a Ernest Jones le pareció que esa crítica
merecía una defensa frontal. A uno de los capítulos de su autobiografía lo tituló
«El “Movimiento”Psicoanalítico», señalando que había escrito la palabra
“Movimiento” entre «comillas para ponerla en la picota, por así decir... La
palabra se aplica con propiedad a actividades tales como las del movimiento
tractariano, el movimiento carlista, y cientos de otros, caracterizados por el
ardiente deseo de promulgar... creencias que se consideran extremadamente pre­
ciosas...
»Este elemento fue el que suscitó la crítica general según la cual nuestras
pretendidas actividades científicas compartían la naturaleza de los movimientos
religiosos, trazándose así divertidos paralelos. Freud, desde luego, era el Papa de
la nueva secta, si no un personaje aun más alto, al que todos debían obediencia;
sus escritos eran el texto sagrado, en el que debían creer obligatoriamente los
supuestos fieles que habían experimentado necesaria conversión, y no faltaban
los heréticos expulsados de la Iglesia. Se trataba de una caricatura totalmente
obvia, pero el pequeño elemento de verdad que había en ella hacía que sirviera
para reemplazar la realidad, que era muy diferente.» (Ernest Jones, Free Associa-
tions: Memories of a Psycho-Analyst [1959], 205.)
Retrato de un precursor en orden de batalla [209]

Las notas de Rank registran el examen, por parte del grupo, de histo­
rias de casos, psicoanálisis de obras literarias y de figuras públicas, rese­
ñas bibiográficas de los nuevos libros de psiquiatría, y anticipos de publi­
caciones futuras debidas a la pluma de sus miembros. En esas noches se
hacían confesiones: en octubre de 1907, Maximilian Steiner, un dermató­
logo y especialista en enfermedades venéreas, dijo que había sufrido todo
tipo de síntomas psicosomáticos durante un período de abstinencia sexual,
síntomas que desaparecieron tan pronto como inició una relación íntima
con la esposa de un amigo impotente. *84 Asimismo, a principios de
1908, Rudolf von Urbantschitsch, director de un sanatorio, entretuvo a
sus colegas con un trabajo extraído de su diario sobre “mis años de desa­
rrollo” —es decir, de su desarrollo sexual— “hasta mi matrimonio”, en el
cual confesaba una masturbación temprana y cierto gusto por el sadoma-
soquismo. En su comentario final, Freud observó secamente que Urbants­
chitsch le había ofrecido al grupo una especie de regalo. El grupo aceptaba
el regalo sin parpadear: la Sociedad Psicológica de los Miércoles se enor­
gullecía de esa especie de autoexhibición científica. *85
Algunos de los miembros del grupo que asistían a las reuniones des­
pués de 1902 eran entonces desconocidos, y siguieron siéndolo. Pero un
puñado de ellos contribuyeron a hacer la historia del psicoanálisis. Entre
estos últimos se contó Hugo Heller, librero y editor, que tenía un salón
para intelectuales y artistas y añadió títulos psicoanalíticos a su catálogo,
y Max Graf, cuyo hijo de cinco años iba a ganarse un cierto grado de
inmortalidad como “el pequeño Hans”, uno de los más extraordinarios
casos de Freud. Estos eran dos de los legos a quienes Freud apreciaba par­
ticularmente, preocupado como estaba siempre por la posibilidad de que el
psicoanálisis se convirtiera en monopolio de los médicos. Pero algunos de
los médicos de la sociedad estaban destinados a asumir posiciones domi­
nantes en el movimiento psicoanalítico en Austria y en el extranjero.
Paul Federa, que rápidamente se convirtió en uno de los partidarios de
Freud que gozó de mayor confianza, fue un teórico original e influyente;
Isidor Sadger, un hábil analista y compañero estimulante, introdujo en el
grupo a su sobrino Fritz Wittels; Eduard Hitschmann, que se unió a la
Sociedad en 1905, se ganó seis años después la gratitud especial de Freud
por su exposición popular del psicoanálisis, que con mucho tacto definió
en el título como creación de Freud: Las teorías de las neurosis de
Freud *8<s Lo mismo que Federa, y a través de todas las vicisitudes que tra­
jeron los años, Hitschmann demostró ser un lugarteniente fiable.

Tal vez el más sorprendente de los participantes fuera Otto Rank.


Mecánico profesional, pequeño, antipático, perseguido durante años por
una salud insegura, escapó de las miserias de su familia judía, pobre e
infeliz, desarrollando una inagotable ansia de aprendizaje. Lejos de ser un
autodidacto típico, tenía una inteligencia y una capacidad de asimilación
[210] Elaboraciones: 1902-1915

excepcionales. Leía de todo. Alfred Adler, su médico de cabecera, le había


hecho conocer los escritos de Freud, y Rank los devoró. Lo deslumbraron,
le pareció que ofrecían la clave de todos los enigmas del mundo. En la pri­
mavera de 1905, a la edad de veintiún años, le regaló a Freud el manuscri­
to de un pequeño libro, El artista, una incursión en la aplicación cultural
de las ideas psicoanalíticas. Poco más de un año después fue nombrado
secretario de la Sociedad de los Miércoles. Freud se interesó paternalmente
por él; con afecto, dejando entrever sólo un toque de condescendencia, lo
llamaba “el pequeño Rank”; le dio empleo como ayudante para la revisión
de sus escritos, y bondadosamente le allanó el camino para que realizara
unos tardíos estudios en el Gymnasium y la Universidad de Viena. En la
Sociedad de los Miércoles, Rank no fue un simple amanuense: en octubre
de 1906 (su primer mes en el puesto) presentó fragmentos de su enorme
monografía, que estaba a punto de ser publicada, sobre el motivo del
incesto en la literatura. *«?
Durante la gestión de Rank tal vez hubo más pérdidas que ganancias,
aunque no por su culpa. En las reuniones llegó a existir un clima de sus­
picacia, incluso de acritud, puesto que los miembros discutían por posi­
ciones, alardeaban de originalidad, o expresaban disgusto con respecto a
sus compañeros, con una hostilidad brutal disfrazada de franqueza analítica.
A principios de 1908, el grupo celebró discusiones formales con el fin de
“reformar” los procedimientos, y debatió una propuesta relativa a la aboli­
ción del “comunismo intelectual” (geistiger Kommunismus); en adelante,
cada idea sería considerada propiedad privada de quien la presentara. Freud
propuso una solución de compromiso: que las aportaciones de cada miem­
bro fueran tratadas como él lo deseara, como posesión común o suya pro­
pia; él mismo —declaró— seguía dispuesto a considerar todo lo que había
dicho como de dominio público. *88
Otros miembros fueron menos generosos y menos contenidos. En
diciembre de 1907, en una velada típica, Sadger leyó un trabajo que anali­
zaba al poeta suizo del siglo XIX Conrad Ferdinand Meyer, en el cual
subrayaba el amor no correspondido de Meyer por su madre. Aunque este
tipo de análisis edípico coincidía con los hábitos intelectuales del grupo,
los colegas de Sadger consideraron que su presentación era demasiado cru­
da. Fedem se manifestó ultrajado; Stekel expresó su conmoción y protestó
contra las simplificaciones excesivas que no podían más que perjudicar la
buena causa. Wittels salió en defensa de su tío y censuró esas “erupciones
personales de rabia e indignación”. La disputa movió a Freud —que tenía
sus propias reservas acerca del trabajo de Sadger— a aconsejar moderación.
Cuando lo consideraba necesario, sabía ser devastador, pero le gustaba
reservar la artillería pesada para las grandes ocasiones. En su respuesta,
irritado por el tratamiento que había recibido, Sadger expresó su desilu­
sión; había esperado aprender y sólo iba a volver a su casa con unas pocas
palabras de condena. *8’
Retrato de un precursor en orden de batalla [211]

En 1908, estos acres encontronazos fueron cada vez más frecuentes.


Con demasiada regularidad, la vehemencia reemplazaba a la falta de pene­
tración. Pero el degradado funcionamiento de la Sociedad de los Miércoles
era algo más que un síntoma de la mortaja con que la mediocridad tiende a
invadir poco a poco a cualquier grupo. Las pullas mutuas entre individuos
sensibles, y a menudo poco estables, necesariamente producen chispazos
de hostilidad. Lo que es más, la naturaleza provocadora del tema de la inda­
gación psicoanalítica, que incide con rudeza en los puntos más rígidamen­
te custodiados de la psique humana, se estaba cobrando sus honorarios
provocando una irritabilidad generalizada. Después de todo, entre los hom­
bres que en esos años heroicos de exploración invadieron sin tacto alguno
y confiadamente los santuarios más íntimos de los demás, y también los
propios, ninguno había sido analizado (el tratamiento de Stekel por parte
de Freud fue breve, y jamás llegó a terminarse). Freud, desde luego, se
había analizado, pero por su propia naturaleza aquel autoanálisis era irrepe­
tible. Los otros, la mayoría de los cuales hubiera obtenido provecho de un
psicoanálisis, no habían gozado de sus beneficios. A principios de 1908,
Max Graf observó con tristeza: “Ya no somos la fraternidad que alguna
vez fuimos”. *’°
No mucho antes, Freud, todavía con una autoridad indiscutible sobre
sus inquietas tropas, había tratado de tener en cuenta las nuevas condicio­
nes, proponiendo la disolución del grupo informal y su reconstitución
como la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Esa reorganización proporcio­
naba a los miembros que ya no tenían interés o que habían dejado de sim­
patizar con las metas de Freud, la oportunidad de renunciar discretamente.
*91 Era un recurso elegante, pero nada más; no existía ningún modo de que
Freud pudiera obligar a los otros a elevarse por encima de su nivel natural.
En diciembre de 1907, Karl Abraham fue invitado por primera vez a una
reunión, y de manera sagaz y despiadada le describió sus sensaciones a su
amigo Max Eitingon: “No estoy demasiado impresionado por los socios
vieneses. Estuve en la sesión del miércoles. El está demasiado lejos, a la
cabeza de los otros. Sadger es como un talmudista; interpreta y observa
cada regla del Maestro con una severidad de judío ortodoxo. Entre los
médicos, el doctor Fedem es el que me causó mejor impresión. Stekel es
superficial, Adler unilateral, Wittels demasiado locuaz, los otros insignifi­
cantes. El joven Rank parece muy inteligente, el doctor Graf igual...” *92
En la primavera de 1908, Emest Jones hizo su propia experiencia y coin­
cidió. Más tarde recordó que al visitar Viena y observar al grupo de los
miércoles por primera vez, no quedó “demasiado impresionado” por los
discípulos vieneses de Freud. Con la fría perspectiva del extranjero, los
vio como “un acompañamiento indigno del genio de Freud, pero en la
Viena de esos días, tan llena de prejuicios contra él, era difícil hacerse con
un discípulo que tuviera una reputación que perder, de modo que debió aga­
rrarse a lo que pudo.” *”
[212] Elaboraciones: 1902-1915

Había intervalos animados: entre 1908 y 1910 ingresaron nuevos


miembros, como Sándor Ferenczi de Budapest, el inteligente pero muy
neurótico jurista Víctor Tausk, el maestro de escuela y socialdemócrata
Cari Furtmüller, el ingenioso abogado Hanns Sachs. Su número se vio
engrosado por una corriente de visitantes que se dirigían en tropel a Viena
para conocer a Freud y asistir a las sesiones de los miércoles por la noche:
los “suizos” (psiquiatras y estudiantes avanzados de medicina que trabaja­
ban en Zurich y en otras partes de Suiza) empezaron a llegar ya en 1907.
Freud los saludó (a Max Eitingon, Cari G. Jung, Ludwig Binswanger,
Karl Abraham) como a sus nuevos discípulos más interesantes. Al año
siguiente, otros visitantes de importancia para el futuro del psicoanálisis
llegaron a Viena para conocer a Freud y a su grupo vienés: A. A. Brill (el
apóstol y traductor norteamericano de Freud); Ernest Jones (que iba a con­
vertirse en su más influyente partidario inglés), y el pionero del psicoaná­
lisis en Italia, Edoardo Weiss.
Freud consideró que el contraste entre esas aves de paso y los habitua­
les de Viena era más bien penoso. Aunque a menudo permitió que sus
afectuosos deseos prevalecieran sobre su experiencia al juzgar a las perso­
nas, no se engañaba acerca de sus seguidores locales. Después de una reu­
nión, un miércoles por la noche de 1907, visiblemente desencantado, le
dijo al joven psiquiatra suizo Ludwig Binswanger: “¡Bien, ya ha visto a la
pandilla!” Tal vez había un poco de adulación sutil en ese comentario
sucinto y burlón; Freud cortejaba a sus nuevos partidarios suizos. Pero
Binswanger, al recordar la escena muchos años después, la interpretó con
más caridad, tal vez con mayor exactitud: le demostraba cuán aislado toda­
vía se sentía Freud en medio de aquella multitud. *» “Ninguno de mis vie-
neses —le dijo a Abraham ásperamente en 1911— llegará a nada, con la
excepción del pequeño Rank.” *» Entre los vieneses había algunos perso­
najes prometedores: Rank, Federn, Sachs, quizá Reitler, Hitschmann,
incluso Tausk. Pero a medida que pasaron los años, Freud depositó cada
vez más sus esperanzas en el extranjero y en los extranjeros.

LOS EXTRANJEROS

Cuatro de esos extranjeros (Max Eitingon y Karl Abra­


ham en Berlín, Ernest Jones en Londres, y Sándor
Ferenczi en Budapest) iban a ser abanderados del psico­
análisis a lo largo de años de arduo servicio a la causa:
editando, debatiendo, organizando, consiguiendo dine­
ro, formando candidatos, realizando interesantes y a
Retrato de un precursor en orden de batalla [213]

veces problemáticas aportaciones clínicas y teóricas propias. En agudo


contraste con la colaboración dramática y con la no menos dramática coli­
sión que caracterizaron las relaciones de Freud con Jung, la asociación de
esos cuatro hombres con Freud, aunque a veces tensa, fue sumamente pro­
vechosa para todas las partes.
Max Eitingon fue el primero de los “suizos” que apareció en Bergga­
sse 19. Era un judío ruso, rico, generoso, modesto, que estudiaba medici­
na en Zurich; le escribió a Freud a fines de 1906, presentándose como
“subasistente” del Hospital Mental Burghólzli; sus superiores, “el profe­
sor Bleuler y el doctor Jung”, habían hecho que prestara atención a los
escritos de Freud. “El estudio detenido de estas obras me ha persuadido
cada vez más del sorprendente alcance de su concepción de la histeria y del
gran valor del método psicoanalítico.” *96 Freud, como era habitual en él
expresó sin demora el placer que le proporcionaba ver a un joven “atraído
por el contenido genuino de nuestras enseñanzas”. *’7 En aquellos días,
Freud se consideraba “un pescador de hombres”, *98 y hacía cuanto podía
por vivir en consonancia con esa autocalificación bíblica. En enero de
1907, Eitingon fue a Viena para realizar una consulta relativa a un pacien­
te no tratable, y permaneció allí durante dos semanas. Así se inició su
amistad con Freud, fortalecida por unas cuantas “sesiones” de análisis muy
poco convencionales: Freud se llevaba a Eitingon a caminar por Viena, y
mientras lo hacían, Freud analizaba al nuevo fichaje. Recordando la infor­
malidad de aquellos días, Emest Jones exclamó más tarde: “¡Ese fue el pri­
mer análisis didáctico!” *» En el otoño de 1909, después de otros paseos
analíticos con Freud, Eitingon se mudó de Zurich a Berlín, seguramente
como “alumno” de Freud. *i<» Su práctica fue ampliándose lentamente; en
ocasiones le pedía a Freud que le enviara pacientes, y Freud lo complacía.
*ioi En compensación, Eitingon lo inundaba de regalos. “Durante tres días
—le escribió Freud con exuberancia a su alumno berlinés, a principios de
1910— han estado lloviendo obras de D... en mi casa.” *102 Eitingon
había estado enviándole un volumen de Dostoievski tras otro, pidiéndole
que prestara particular atención a Los endemoniados y a Los hermanos
Karamazov. *103 La correspondencia entre los dos hombres se hizo cada vez
más afectuosa e íntima. “Sé que me seguirá siendo fiel”, le aseguró Freud
en julio de 1914. “Somos un pequeño grupito que no incluye ningún
devoto, pero tampoco traidores.” *104 Nunca tuvo razones para lamentar su
fe en Eitingon, que se convirtió en uno de los más generosos patrocinado­
res del psicoanálisis durante la vida de Freud.

El mas estrecho aliado de Eitingon en Berlín, Karl Abraham, tuvo


que luchar para conseguir la independencia económica que su amigo de
toda la vida tenía asegurada. Cuatro años mayor que Eitingon, había naci­
do en la ciudad portuaria de Bremen en 1877, en el seno de una familia
judía desde mucho tiempo antes asentada en Alemania. Su padre, maestro
[214] Elaboraciones: 1902-1915

de religión, tenía una mente inusualmente liberal para su tiempo; cuando


Karl Abraham, que estaba a punto de ocupar un puesto como psiquiatra, le
dijo que ya no podía respetar el Sabbath y otras prácticas religiosas judías,
el viejo Abraham le contestó que obedeciera a su propia conciencia. *105
Como perro guardián del psicoanálisis, Abraham demostró ser a veces
menos tolerante que su paite. Sus colegas analistas lo consideraban tran­
quilo, metódico, inteligente, no dado a las especulaciones o las efusiones.
Tal vez era un poco frío; Ernest Jones lo describió como “emocionalmen­
te contenido”. Pero la reserva de Abraham le permitió proporcionar auto­
control y sentido común a un movimiento que los necesitaba en alto gra­
do. Para citar de nuevo a Jones, era “sin duda el miembro más normal del
grupo” que rodeaba a Freud. *10« Su jovialidad llegó a ser casi proverbial
entre sus colegas; Freud, que a menudo se animaba con las previsiones
felices de Abraham, decía de él que era un optimista incurable.
Abraham llegó a la psiquiatría desde la medicina. Conoció a Freud en
1907, a los treinta años, y ese encuentro cambió su vida. Durante tres
años había trabajado en el Burghölzli, el hospital para enfermos mentales
cercano a Zurich donde Jung era médico residente jefe, pero ya bajo la
influencia de Freud se aventuró a iniciar la práctica psicoanalítica privada
en Berlín. Fue un paso arriesgado para Abraham, en un país en el que pre­
valecía totalmente la psiquiatría tradicional. Aquellos a quienes Freud lla­
maba brulonamente “la chusma oficial” *107 de Berlín sabían poco de psi­
coanálisis, y detestaban lo que sabían. “Usted debe de estar luchando
duramente en Berlín”, le observó Ernest Jones a Abraham incluso en
1911, ofreciéndole desde Londres su simpatía fraternal. *108 De hecho,
durante algunos años, como señaló Freud con admiración, Abraham fue el
único que practicaba el psicoanálisis en la capital de Alemania. Abraham,
siempre esperanzado contra toda esperanza, no necesitaba mucho aliento,
pero Freud, en parte para mantener alta su propia moral, lo estimulaba
desde Viena: “Todo resultará bien”. *«»
Estusiasta por naturaleza, acogía gustoso el más ligero signo de apo­
yo. Cuando, a fines de 1907, el psiquiatra berlinés Otto Juliusburger leyó
un trabajo en defensa de las ideas psicoanalíticas, Freud le escribió una
carta de agradecimiento por su valentía. Con el apoyo de estos sutiles sig­
nos positivos, Abraham fundó la Sociedad Psicoanalítica de Berlín en
agosto de 1908, con un total de cinco miembros; además de él, entre ellos
estaban Juliusburger y el combativo sexólogo Magnus Hirschfeld. Desde
el principio, Freud le dio un buen consejo: que no permitiera que el dis­
gusto general con respecto a Hirschfeld lo llevara a albergar prejuicios
contra aquel apasionado y nada desinteresado partidario de los derechos de
los homosexuales. *no

Entre Freud y Abraham no todo era cuestión de psicoanálisis; los


dos hombres, con sus respectivas familias, pronto se hicieron lo bastante
Retrato de un precursor en orden de batalla [215]

íntimos como para visitarse recíprocamente. Freud ponía de manifiesto


una preocupación paternal por los hijos de Abraham.11 En mayo de 1908
le comentó con agradecimiento: “Mi mujer me habló mucho sobre el cor­
dial recibimiento de que fue objeto en su casa”. Se manifestó satisfecho,
pero no sorprendido, por haber realizado “un buen diagnóstico” acerca de la
hospitalidad de Abraham. *m
Al cabo de algunos años difíciles, Abraham llegó a ser un famoso
terapeuta y el principal difusor del método analítico para la segunda gene­
ración de candidatos a psicoanalistas de los dos continentes. En 1914,
agradeciéndole su importante artículo sobre el voyeurismo, Lou Andreas-
Salomé elogió en particular la claridad de la presentación y su disposición
para seguir el material sin imposición de dogmas. *112 En ese año, Abra­
ham ya era lo bastante destacado como para que el psicólogo norteamerica­
no G. Stanley Hall, presidente de la Clark University, le pidiera una foto­
grafía “para adornar las paredes de nuestro seminario”. *113
El éxito llevó consigo la prosperidad. A principios de 1911 pudo
comunicarle a Freud que su práctica “durante un cierto tiempo” había sido
“intensa” *i» incluso “turbulenta”. *115 Estaba haciendo análisis ocho
horas por día. Pero toda aquella actividad le parecía una bendición un tanto
ambigua; observó, lamentándolo, con un acento característicamente freu-
diano, que le dejaba “poco tiempo para la ciencia”. *116 En 1912 tenía diez
analizandos, y su práctica se había vuelto incluso más lucrativa que antes.
Durante los primeros seis meses del año había ganado 11.000 marcos, una
suma muy respetable, y proyectaba aumentar sus honorarios. “Ya lo ve
—le dijo a Freud—, ni siquiera en Berlín sigue siendo un martirio el
hecho de ser partidario suyo.” *117 Abraham pocas veces tenía quejas; en
todo caso, no se referían a sus pacientes sino a sus colegas. “Mi práctica
—le escribió a Freud en la primavera de 1912— me absorbe.” *118 No
obstante, se sentía impulsado a afirmar con acritud que, para un psicoana­
lista interesado en la teoría, “Berlín no es más que una tierra estéril”. *n»
Si bien los encuentros de la sociedad psicoanalítica marchaban bien, “fal­
tan las personas adecuadas”. *120 No importaba: su relativa soledad intelec­
tual constituía para Abraham el mayor incentivo de su propio trabajo.
Los miembros del clan psicoanalítico disfrutaban casi umversalmente
de una vitalidad exuberante, pero Abraham tenía más energía que la mayo­
ría de los otros. Sin embargo, parte de su fogosa actividad era el resultado

ii La viuda de Abraham recordó que “el profesor” se interesaba mucho “por


la salud y el desarrollo de nuestros niños, y también a menudo comentaba los
acontecimientos de su propia familia. Cuando nos visitó después del congreso
de Haag (1920) nos dio el dinero que había sobrado de cierta suma que le fue
entregada por su estancia en Holanda, y me pidió que comprara bicicletas (síc)
para nuestros hijos, como regalo de Navidad, para así satisfacer los deseos de su
corazón”. (Hedwig Abraham a Jones, 1 de abril de 1952, Papeles de Jones,
Archivos de la Sociedad Psicoanalítica Británica, Londres.)
[216] Elaboraciones: 1902-1915

de un acto de voluntad; obligado desde la infancia a luchar con una ligera


asma y con una constitución un tanto frágil, se dedicó al tenis, la natación
y, más tarde, a su deporte favorito: escalar montañas. *121 Esta era una for­
ma de ejercicio físico popular entre muchos de los sedentarios psicoanalis­
tas; incluso Freud, aunque menos aficionado que algunos de sus seguido­
res a los deportes enérgicos, disfrutaba con las caminatas por las
montañas, prolongadas y sin descansos.
La determinación que convirtió a Abraham en un escalador de monta­
ñas también alimentó su trabajo profesional. Reclutaba partidarios, presi­
día reuniones y dirigía su interés a una gama impresionante de temas; su
bibliografía incluye informes sobre los textos analíticos de la época, estu­
dios clínicos o ensayos sobre psicoanálisis aplicado a materias tan diver­
sas como el arte moderno y la religión egipcia. Más consecuencias tuvie­
ron aun en la historia del psicoanálisis sus importantes trabajos sobre el
desarrollo de la libido, que sirvieron para reorientar el propio pensamiento
de Freud, años más tarde. Por otra parte, no estaba tan ocupado como para
no dirigir su experta mirada a la política psicoanalítica de los centros de
agitación, Viena y Zurich. Su predisposición excepcionalmente jovial (tan
distinta de la de Freud) se combinaba de modo curioso con una cauta vigi­
lancia, atenta a las desviaciones de sus colegas analistas, y a la más peque­
ña nube de deserción que apareciera en el horizonte.
Pero, aunque buen servidor de la causa, Abraham no era servil con
Freud. En realidad, conservó la independencia suficiente como para enta­
blar relaciones amistosas con Fliess, cuya ruptura con Freud no era un
secreto para él. A principios de 1911, Fliess, al enterarse de que Abraham
había descubierto ciclos “fliessianos” en uno de sus analizandos, lo invitó
a que lo visitara. Escrupulosamente, Abraham le hizo conocer esa invita­
ción a Freud, y éste respondió con cautela. “No veo por qué no tendría que
visitarlo”, le escribió, y predijo que Abraham “conocería a un ser humano
muy respetable, sin duda fascinante”. La visita podría brindarle la oportu­
nidad de “enfocar científicamente la parte de verdad contenida en las doctri­
nas periódicas [de Fliess]”. Al mismo tiempo, Freud le advirtió a Abra­
ham que Fliess sin duda intentaría convencerlo de que se apartara del
psicoanálisis “y, según él espera, de mf’, para arrastrarlo hacia su propia
órbita. Fliess, continuó bruscamente, es “fundamentalmente un ser huma­
no duro, malvado”, y agregó: “en particular le prevengo contra su mujer,
estúpida y a la vez avispada, maligna, una verdadera histérica; en una pala­
bra: perversión, no neurosis”.
Esa advertencia no impidió que Abraham cultivara el trato de Fliess.
Acusó recibo de la prevención, prometió “tener la necesaria pruden­
cia”, *123 y mantuvo a Freud minuciosamente informado de sus visitas. Lo
tranquilizó en cuanto a que Fliess no estaba realizando esfuerzo alguno
para apartarlo del psicoanálisis ni de su fundador y, que en todo caso, no le
había impresionado como un ser fascinante. *1M Pero, con ese toque de
Retrato de un precursor en orden de batalla [217]

reserva que constituía su firma, no hizo ningún comentario sobre la carac­


terización peyorativa de Frau Dr. Fliess. *125 Tampoco notificó a Freud, ni
en ese momento ni más tarde, que él y Fliess estaban intercambiando
separatas. Sin duda, Freud exageró los peligros de la vinculación de Abra­
ham con su ex íntimo amigo. Es cierto que Fliess, de modo indecente,
agradecía las separatas de Abraham como si contuvieran revelaciones psi-
coanalíticas que el propio Freud nunca habría sido capaz de transmitir:
“¡Mantenga los ojos abiertos!” *i“ Pero aparentemente no trató de seducir
a Abraham para que abandonara a Freud. Y si lo hubiera intentado, no
habría tenido éxito. Abraham era lo bastante perspicaz y dueño de sí mis­
mo como para resistirse a tales halagos. En todo caso, el hecho de que su
propia intimidad con Abraham sobreviviera a esa provocación es un signo
de los sentimientos cordiales de Freud y de su confianza incólume.

Ernest Jones no podía haber sido más diferente de Abraham. Los dos
congeniaban, y a través de la tormentosa evolución del movimiento psicoa-
nalítico internacional siguieron siendo aliados constantes. Compartían una
vehemente admiración por Freud, la adicción al trabajo y (lo que estaba
lejos de ser trivial) el amor al ejercicio físico. Abraham escalaba montañas,
y Jones, macizo, activo, desbordante de vitalidad, prefería el patinaje artís­
tico (de hecho, encontró tiempo para escribir un tratado erudito sobre el
tema).12 Pero, desde el punto de vista emocional, los dos hombres habita­
ban en mundos totalmente diferentes. Voluble y provocador allí donde
Abraham era (o por lo menos parecía) sereno y sensato, repetida y a veces
perturbadoramente involucrado en aventuras eróticas, mientras que Abra­
ham era sobrio y monógamo, Jones fue el más obstinado y (como Freud se
complacía en reconocer) el más combativo de los seguidores, un infatigable
escritor epistolar, un organizador imperioso y un polemista militante.
Ernest Jones descubrió a Freud no mucho después de la publicación
del historial de Dora, en 1905. Como médico joven que se especializaba
en psiquiatría, le había defraudado penosamente el fracaso de la ortodoxia
médica contemporánea en lo que se refiere a la explicación del funciona­
miento y los problemas de la mente. Ese desencanto facilitó su conver­

12 Jones publicó en 1931 la primera edición de su libro The Elements of


Figure Skating, una obra técnica pero escrita con elegancia y profusamente ilus­
trada; en 1952 apareció otra edición, revisada y ampliada. Presenta diagramas
cuidadosamente dibujados que despliegan una variedad sorprendente de figuras
posibles, y en apariencia está muy alejado de los intereses profesionales del
autor, pero pone de manifiesto un impulso erótico irreprimible. En la introduc­
ción, Jones afirma que “todo arte, por refinada, disfrazada y elaborada que sea su
técnica, brota en útlima instancia del amor al cuerpo humano y del deseo de
dominarlo” (pág. 15). Y el libro se demora con evidente goce en el placer que
pueden proporcionar el movimiento gracioso y el deslizarse con alegría y sin
esfuerzo aparente.
[218] Elaboraciones: 1902-1915

sión. En la época en que leyó el trabajo sobre Dora, su alemán era todavía
vacilante, pero salió de aquella lectura “con la profunda impresión de que
había un hombre en Viena que realmente escuchaba cada una de las pala­
bras que le decían sus pacientes”. Fue como una revelación. “Yo mismo
estaba tratando de hacerlo, pero no sabía de nadie más que lo hiciera.”
Reconoció que Freud era esa “rara avis, un verdadero psicólogo”. 33 *127
Después de pasar algún tiempo con Jung en el Burgholzli, aprendien­
do más sobre el psicoanálisis, Jones se presentó a Freud en la primavera
de 1908, en el congreso de psicoanalistas de Salzburgo, donde lo escuchó
pronunciar una disertación memorable sobre uno de sus pacientes, el
Hombre de las Ratas.13 14 Sin pérdida de tiempo, a continuación de ese
encuentro, en mayo, realizó una visita a Berggasse 19, donde fue recibido
con cordialidad. *1M Después de eso, él y Freud se vieron a menudo, y lle­
naron las brechas entre tales reuniones con notas frecuentes y extensas. En
la vida de Jones siguieron algunos años de penosos combates interiores;
lo acosaban dudas sobre el psicoanálisis. Pero una vez afirmado, comple­
tamente persuadido, se convirtió en el más enérgico de los defensores de
Freud, primero en Norteamérica, después en Inglaterra, y finalmente en
todas partes.
El hecho de que Jones iniciara su campaña en beneficio de las ideas
freudianas en Canadá y en el Noreste de Estados Unidos no fue simple­
mente una cuestión de libre elección. El aliento del escándalo rodeó los
primeros tiempos de su carrera médica en Londres: dos veces había sido
acusado de mal comportamiento con niños que estaba revisando y exami­
nando. 15 Despedido de su empleo en un hospital pediátrico, consideró pru­
dente mudarse a Toronto. Ya instalado, comenzó a pronunciar conferencias
sobre el psicoanálisis ante audiencias de Canadá y Estados Unidos, por lo
general poco receptivas; en 1911 se aplicó activamente a la fundación de
la Asociación Psicoanalítica Americana. Dos años más tarde, en 1913,
estaba de vuelta en Londres, practicando el psicoanálisis y organizando
una pequeña banda de seguidores ingleses de Freud. En noviembre, le
informó triunfalmente a éste de que “la Sociedad Psicoanalítica de Londres

13 Había tenido noticias por primera vez de la existencia de Freud por boca
de su amigo Wilfred Trotter (que más tarde se convirtió en su cuñado); éste era
un brillante cirujano y psicólogo social. Pero fue el caso Dora el que lo convir­
tió.
14 Véase las págs. 300-305.
15 En su autobiografía, Jones relata esos episodios con detalles francos y
tranquilizantes, y sostiene, con bastante plausibilidad, que los niños protago­
nistas de esos incidentes habían proyectado sobre él sus propios sentimientos
sexuales; naturalmente, en la atmósfera médica de la Inglaterra anterior a la Pri­
mera Guerra Mundial, esa explicación no convenció a nadie. En la época de tales
incidentes, Jones ya estaba totalmente persuadido de que el psicoanálisis era la
única psicología profunda verdadera. (Free Associations, 145-152.)
Retrato de un precursor en orden de batalla [219]

quedó debidamente constituida el jueves último, con nueve miem­


bros”. *129
Prácticamente el único gentil en el círculo íntimo de Freud, Jones
estaba a la vez dentro y fuera. Se sirvió de chistes y modismos judíos con
su inspiración habitual, convirtiéndose en una especie de judío honorario,
adaptándose de manera casi perfecta (si no totalmente perfecta) a la relati­
vamente cerrada y reticente cultura psicoanalítica de Viena y Berlín. Sus
trabajos, que abarcan todos los temas analíticos, incluso el psicoanálisis
aplicado, están caracterizados por su lucidez y por un cierto brío, más que
por la originalidad, tal como él mismo lo reconoció al describirse como
femenino. “Para mí —le dijo a Freud— el trabajo es como una mujer que
cría a un hijo; para hombres como usted, supongo que se parece más a la
fecundación por parte del macho.”16 *130 Original o no, Jones fue el más
convincente de los divulgadores del psicoanálisis y el más tenaz de los
polemistas. “Hay pocos hombres —le dijo Freud, no sin admiración—
tan capaces de abordar de esta manera los argumentos de otros.” *131 Uno
de sus servicios, y no precisamente el menos importante, fue la vasta
correspondencia que mantuvo con Freud en inglés. Al principio se quejó
de “no estar familiarizado con los caracteres del alemán antiguo” —la
caligrafía “gótica” de Freud— y Freud, en lugar de limitarse a cambiar su
escritura manuscrita, se pasó al inglés.17 *132 De modo totalmente inci­
dental, esto obligó a Freud a mejorar el dominio de su idioma extranjero
favorito.18
En 1910, el compromiso de Jones con el psicoanálisis era entusiasta,
aunque en ocasiones todavía lo inquietaban algunos escrúpulos (y también
Freud, aunque un poco menos). Pero en esa época ya resultaba menos

16 Pero Jones no era simplemente un seguidor ciego; en la década de 1920,


disintió con firmeza de Freud acerca de la naturaleza de la sexualidad femenina,
así como antes, durante la Gran Guerra, no se había puesto de acuerdo con el
maestro en lo que se refiere al bando que iba a triunfar.
17 Exceptuando las cartas que envió durante la Primera Guerra Mundial, y las
de los últimos años, Freud le escribió a Jones en inglés. Lamentablemente,
Jones se tomó el trabajo de corregir los largos fragmentos de las cartas de Freud
que citó en su magistral biografía en tres tomos, de modo que quedaron “perfec­
cionadas” aquellas formulaciones ocasionalmente altisonantes o encantadora­
mente incorrectas.
18 Jones, que al cabo de cierto tiempo, llegó a dominar el alemán tanto
como Freud el inglés, o quizá más, siguió escribiendo en aquel idioma, porque
Freud no le pidió que lo hiciera en inglés. Pero Freud sí se pasó a la lengua de
Shakespeare, advirtiéndole a Jones: “usted es el responsable de mis errores”.
(Freud a Jones, 20 de noviembre de 1908, Freud Collection, D2, LC.) El 18 de
junio de 1911, Jones se disculpó con Abraham por escribirle en inglés, “pero
estoy seguro de que su inglés es mejor que mi alemán”. Sin embargo, a juzgar
por cartas posteriores (por ejemplo, la larga carta a Abraham del 19 de enero
[1914], perfecta en todos los detalles) Jones aprendió pronto. (Papeles de Karl
Abraham, LC.)
[220] Elaboraciones: 1902-1915

impenetrable para sus nuevos amigos psicoanalíticos, pues al principio


los había impresionado como alguien difícil de interpretar y más difícil de
predecir. En el verano de 1908, Jung le confió a Freud que “Jones es para
mí un ser humano enigmático. Lo encuentro misterioso, incomprensible.
¿Hay muchísimo en él, o demasiado poco? En todo caso, no es un hombre
simple, sino un mentiroso intelectual”. A continuación, Jung pregunta si
no tenía “demasiado de admirador, por una parte, y demasiado de oportu­
nista por la otra”. *133 Freud no disponía de una respuesta fácil. “Creo que
usted sabe sobre Jones más de lo que yo pueda saber”, escribió en su res­
puesta. “Me parece un fanático que me sonríe por timidez.” Pero en el
caso que fuera realmente mentiroso, “le miente a otros, no a nosotros”.
Fuera cual fuere la verdad acerca de Jones —concluye Freud— sin duda “la
mezcla racial en nuestro grupo es muy interesante para mí. El es celta, y
por lo tanto no demasiado accesible para nosotros, hombres teutónicos y
del Mediterráneo”. *134 Pero Jones demostró ser un buen alumno, y supo
atribuir a una autodefensa irracional su cuestionamiento de las ideas de
Freud. «En pocas palabras —le dijo a Freud en diciembre de 1909— mis
resistencias han surgido no de objeciones a sus teorías, sino en parte de
las influencias de un fuerte “complejo paterno”». *im
Freud aceptó esa explicación con gusto. “Sus cartas son para mí fuen­
te continua de satisfacción”, le escribió en 1910, “sin duda, me maravillan
su actividad, la amplitud de su erudición y la reciente sinceridad de su esti­
lo.” Freud estaba contento de que se hubiera negado a “escuchar las voces
internas que le sugerían renunciar”. En ese momento todo estaba claro, y
“confío en que caminaremos y trabajaremos mucho juntos” *136 escribió
Freud. Dos años más tarde, reflexionó sobre el momento en el que había
decidido que Jones, después de todo, era digno de confianza. Había sido en
septiembre de 1909, después de que ambos mantuvieran una larga conver­
sación en la Clark University, de Worcester, Massachusetts. “Me es muy
grato que sepa cuánto le aprecio, y cuánto me enorgullecen los altos pode­
res mentales que usted ha puesto al servicio del y A”, le escribió a Jones.
“Recuerdo la primera vez en la que tomé conciencia de ésta, mi actitud con
respecto a usted; era mala cuando usted dejó Worcester después de un cier­
to período de inconsistencias por parte suya y yo tuve que afrontar la idea
de que estaba apartándose y convirtiéndose en un extraño para nosotros.
Entonces sentí que no tenía que ser así, y no pude demostrarlo más que
acompañándolo al tren y estrechándole la mano antes de que se fuera. Tal
vez usted me entienda; en todo caso, después ese sentimiento demostró ser
justo y usted ha resultado ser finalmente brillante.” *137
De ahí en adelante, Jones avanzó sin interrupciones. En 1913 fue a
Budapest para realizar un breve análisis con Sándor Ferenczi, y le comentó
a Freud que los dos estaban pasando “mucho tiempo juntos manteniendo
conversaciones científicas”, y que el húngaro era “muy paciente con mis
excentricidades y cambios de estado de ánimo”. *138 Al escribirle a Freud,
Retrato de un precursor en orden de batalla [221]

Jones nunca fue renuente a la autocrítica. A su vez, Freud adoptó con


Jones una postura de tío, a veces característicamente ostentosa; Jones
tenía veintitrés años menos que él, y le gustaba animarlo con elogios cáli­
dos y frecuentes. “Usted está realizando un gran trabajo *1» —le escri­
bió—; me gusta la frecuencia de sus cartas, y como ve, me apresuro a
responderlas.” *1« También: “Soy muy aficionado a sus cartas y artícu­
los”. *141 Freud no regateó el tiempo que le llevaba conservar unido a la
Causa a aquel importante fichaje.
Desde 1912 en adelante, Freud analizó a Loe Kann, la atractiva amante
de Jones, adicta a la morfina, y a la que todos, incluso Freud, se referían
como la esposa de Jones. Dejando a un lado la regla sagrada del carácter
confidencial de las manifestaciones del paciente, Freud informó a Jones
sobre el progreso de la mujer y sobre las dosis decrecientes de morfina con
las que estaba aprendiendo a vivir.» A veces, Freud le daba a Jones conse­
jos personales. Al enterarse de una nueva relación amorosa en la que su
discípulo se había involucrado, Freud le suplicó: “Hágame el favor perso­
nal de no convertir el matrimonio en el próximo paso de su vida, sino de
aplicar al tema mucha selección y reflexión”. *1« Un poco después, como
vistiéndose con la toga del retórico patriota romano Catón el Viejo, que le
recordaba al senado la existencia del enemigo, Cartago, Freud asumió un
tono más severo: “Cet. censeo. Sea cauteloso con las mujeres y esta vez
no estropee su situación”. *1« Afirmaba no tener ningún “motivo espe­
cial” para tal intromisión; sólo estaba “desnudando mi mente ante us­
ted”. *144 Jones se lo tomó muy bien. Estos intercambios confidenciales le
prestaban un aura de amistad al compromiso conjunto de los dos hombres
con el movimiento psicoanalítico. Con ocasión del quincuagésimo cum­
pleaños de Jones, Freud le escribió, con su característica amalgama de sin­
ceridad y adulación: “Siempre lo he contado entre los miembros de mi
familia más íntima”. Su afecto se había puesto de manifiesto por primera
vez el día en que acompañó a Jones a la estación ferroviaria de Worcester.
Fueran cuales fueren los desacuerdos que podían haber tenido, o que tuvie­
ren en el futuro —agregó Freud con suavidad— nunca podría tratarse más
que de desacuerdos de familia. *145

is Una de las pocas críticas publicadas de Jones acerca de Freud, afirmaba


que éste podía ser notablemente indiscreto: “De modo bastante extraño, Freud no
era un hombre al que le resultara fácil guardar el secreto de algún otro... Varias
veces me dijo cosas concernientes a las vidas privadas de ciertos colegas, lo que
no debería haber hecho”. (Jones, II, 409). En una carta a Max Schur, escrita des­
pués de que hubiera sido publicado el segundo volumén de su biografía de Freud,
Jones puntualizó un caso de lo que tenía en mente. Freud —le dijo Jones a
Schur— le había confiado “la naturaleza de la perversión sexual de Stekel, lo que
no debía haber hecho, y algo que yo nunca repetí a nadie”. (Jones a Schur, 6 de
octubre de 1955, Papeles de Jones, Archivos de la Sociedad Psicoanalítica Britá­
nica, Londres.)
[222] Elaboraciones: 1902-1915

En agudo contraste, Sándor Ferenczi, el más complicado y vulnera­


ble de los primeros psicoanalistas, representó para Freud una sangría emo­
cional mucho más grande. Si Jones a veces encolerizaba a Freud, Ferenczi
podía hacerlo infeliz. Pues Ferenczi, como observó Jones no sin una pizca
de envidia, se convirtió en el miembro principal del círculo cerrado de los
confidentes profesionales de Freud, y “el más próximo a él”. *1« Nació en
Budapest en 1873; era hijo de un librero y editor. Durante toda su vida
luchó contra su insaciable hambre de amor. Había tenido diez hermanos,
su padre murió joven y la madre debió ocuparse del negocio y de la abun­
dante prole, de modo que desde el principio de su vida se vio privado de
afecto. “Cuando niño —anotó en su diario Lou Andreas-Salomé, que llegó
a conocerlo bien— padeció un insuficiente aprecio de sus cualidades.” *147
De adulto, arrastró su necesidad como una herida siempre abierta.
Ferenczi estudió medicina en Viena a principios de la década de 1890,
y se estableció en su ciudad natal para ejercer como psiquiatra. Su primera
toma de contacto con las ideas psicoanalíticas no fue prometedora; hojean­
do precipitadamente La interpretación de los sueños, las rechazó como
vagas y carentes de carácter científico. Pero después tuvo noticias de los
experimentos con las asociaciones de palabras desarrollados por Jung y
sus colegas. Y, por así decirlo, adquirió convicciones freudianas entrando
por la puerta trasera. Los médicos del Burghólzli les presentaban a sus
pacientes listas de palabras, y a continuación anotaban el tiempo que cada
uno tardaba en responder con el primer vocablo que le pasara por la mente.
Entonces Ferenczi (según recordó muchos años más tarde su alumno y ami­
go, el psicoanalista húngaro Michael Balint) «se compró un cronómetro,
y nadie quedó a salvo de él. A quienquiera que encontrara en los cafés de
Budapest (novelistas, poetas, pintores, encargadas de guardarropías, cama­
reros, etcétera) lo sometía al “experimento de la asociación”». *148 Esa
manía —sugiere Balint— tuvo una ventaja: indujo a Ferenczi a estudiar
los textos psicoanalíticos con una atención cuidadosa. Una lectura prolija
del libro de los sueños de Freud terminó de convencerlo, y en enero de
1908 le escribió solicitándole una entrevista. Freud lo invitó a ir a Ber-
ggasse 19 un domingo por la tarde. *149
Los dos hombres se hicieron amigos rápidamente; la disposición espe­
culativa de Ferenczi intrigaba a Freud, quien durante toda su vida sintió en
su persona la presión de la misma tendencia, y al mismo tiempo luchó
contra ella. Ferenczi desarrolló la intuición psicoanalítica llevándola al
nivel de un arte elevado;- Freud podía contar con su compañía en sus más
altos vuelos sólo para encontrarse a veces observando cómo su alumno se
remontaba más que él hasta perderse de vista. Emest Jones, colega y anali­
zando de Ferenczi, lo describió como un hombre con “una hermosa imagi­
nación, quizá no siempre totalmente disciplinada, pero siempre sugeren-
te”. *150 A Freud le parecida que ese poder sugerente era irresistible, y por
él estaba dispuesto a pasar por alto la falta de disciplina. “Me encantó que
Retrato de un precursor en orden de batalla [223]

se ocupara de los acertijos —le escribió a Ferenczi al principio de su aso­


ciación—. Usted sabe que el acertijo exhibe todas las técnicas que el chiste
oculta. Un estudio paralelo sin duda podría ser instructivo.” *151 Ni Freud
ni Ferenczi profundizaron después en esa prometedora conjetura, pero
encontraron muchas otras cosas para discutir: historias de casos, el com­
plejo de Edipo, la homosexualidad femenina, la situación del psicoanálisis
en Zurich y Budapest.
En el verano de 1908 eran tan íntimos que Freud hizo los arreglos
necesarios pará que Ferenczi se alojara en un hotel de Berchtesgaden próxi­
mo a su casa. “Para usted nuestra casa está abierta. Pero conserve su liber­
tad.” *1« Un año más tarde, en octubre de 1909, Freud encabezaba sus car­
tas a Ferenczi con la expresión “Querido amigo”, saludo cordial que
reservaba a muy pocos. *1S3 Pero Ferenczi demostró ser una adquisición
problemática. Sus más fecundas (y discutibles) aportaciones al psicoanáli­
sis concernían a la técnica. Eran tan fecundas y discutibles, en gran medida
porque surgían de su extraordinario don para la empatia, de su capacidad
para expresar y despertar amor. Lamentablemente, la avidez de Ferenczi
por dar sólo era equiparable al hambre de recibir que la acompañaba. En
sus relaciones con Freud, esto significaba una idealización ilimitada y un
anhelo de intimidad que el maestro (desilusionado después del calamitoso
destino de su afecto por Fliess) en absoluto estaba dispuesto a satisfacer.
En el primer año de su amistad emergieron algunos indicios débiles de
futuras tensiones: Freud consideró necesario reprender con amabilidad a su
seguidor por esforzarse “demasiado ansiosamente” en confirmar una conje­
tura sobre las fantasías. *154 Más de una vez Ferenczi presionó severamen­
te a Freud para que actuara como confesor suyo; le confió detalles de su
vida amorosa (complicada, como la de muchos solteros de aquella época) y
se quejó de su soledad en Budapest. En un viaje realizado hacia el final del
verano los dos hombres fueron juntos a Sicilia, en 1910, la experiencia
no resultó del todo agradable para Freud, porque Ferenczi aprovechó la
oportunidad para tratar de convertirlo en un amante padre.
Ese era un papel que a Freud, a pesar de su vena paternal, no le agra­
daba. Le dijo a Ferenczi que si bien recordaba “con sentimientos de cali­
dez y simpatía” el tiempo que había pasado en su compañía, en su
momento ya deseó que abandonara “su papel infantil para colocarse junto
a mí como compañero e igual, lo que usted no logró hacer”. *i» Un año
más tarde, con renuencia, aunque con un paciente buen humor, Freud se
prestó a desempeñar el papel que Ferenczi estaba imponiéndole. “Admito
gustosamente que preferiría un amigo independiente —escribió— pero si
usted pone tantas dificultades, tendré que adoptarlo como un hijo.” Y
concluye: “Ahora adiós y cálmese. Con un saludo paternal”. *15fi En la
carta siguiente continuó con el juego, dirigiéndose a Ferenczi como a su
“Querido hijo”, y glosó el saludo como sigue: “(Hasta que usted me per­
mita abandonar ese tratamiento).” *157 Una semana más tarde, Freud vol-
[224] Elaboraciones: 1902-1915

vió a su habí tal “Querido amigo”, *‘5’ después de haber señalado lo que
quería.
Aunque esa dependencia acabó siendo tan mal recibida como incura­
ble, la imaginación volátil, la intensa lealtad y la brillantez de Ferenczi (y
ni qué decir tiene que su trabajo como analista en Budapest) determinaron
que Freud se irritara con su discípulo húngaro favorito menos de que lo
habría hecho con cualquier otro tan exigente. Finalmente, Freud descubrió
en Abraham un alma reservada que guardaba los secretos con discreción
total. “Veo que usted estaba en lo cierto —le escribió a Jones en 1920—;
el prusianismo de Abraham es realmente fuerte”. *159 Pero no había nin­
gún “prusianismo” en Ferenczi. Para Freud, Ferenczi era un compañero
encantador, en honor al cual cultivaba la virtud de la paciencia.

Casi todos los primeros fichajes de Freud eran buenos candidatos a


una carrera psicoterapéutica. Con unas pocas excepciones (en especial
Sachs y Rank) se trataba de médicos, y algunos de ellos (como Jung, Abra­
ham y Eitingon) ya estaban familiarizados con el tratamiento de enfermos
mentales. Tausk, que había estudiado derecho, y que trabajó como juez y
periodista, siguió la carrera de medicina sólo después de haber decidido
estudiar con seriedad psicoanálisis. Pero, por su misma naturaleza las ideas
de Freud atrajeron a algunos legos, en gran medida para alivio del fundador,
que se sentía “intelectualmente aislado” en Viena (según le dijo a un corres­
ponsal inglés en 1910), “a pesar de mis numerosos discípulos médicos”; le
pareció que constituía un gran paso adelante el hecho de que, por lo menos
en Suiza, “algunos investigadores no médicos” se hubieran interesado en
“nuestro trabajo”. *16° Entre esos seguidores legos se destacan dos: Oskar
Pfister y Lou Andreas-Salomé. Ambos iban a ser amigos de Freud durante
más de un cuarto de siglo. Parecían socios improbables para él: uno era un
religioso, y la otra una grande dome y coleccionista de poetas y filósofos.
La aptitud de Freud para disfrutar de sus visitas y sus cartas, y el perdurable
afecto que sintió por los dos, dan prueba de su hambre de vida, de variedad
y de nuevas fronteras que estuvieran más allá de los confines de Viena.
Pfister, un pastor protestante de Zurich, se había abierto camino
impulsado por una preocupación desesperadamente severa por la psicolo­
gía, años antes de que tropezara, en 1908, con los escritos de Freud. Había
nacido en un suburbio de Zurich en 1873, el mismo año en que Freud
ingresó a la escuela de medicina; muy pronto empezó a detestar las dispu­
tas sobre dogmas teológicos y a calificarlas de mera charlatanería. Le irri­
taban en cuanto constituían un abandono supremo del primer deber del
pastor, que es curar las almas y la desdicha espiritual. Los tratados en los
que había buscado una psicología eficaz de la religión le parecieron tan
obtusos como la teología que había tenido que estudiar en el seminario.
Entonces descubrió a Freud, y sintió como si “una antigua premonición
se hubiera convertido en realidad”. Allí no había “interminables especula­
Retrato de un precursor en orden de batalla [225]

ciones sobre la metafísica del alma, ninguna experimentación con fruslerí­


as que dejan intactos los grandes problemas de la vida”. Freud había ideado
un “microscopio del alma” que permitía comprender los orígenes de las
funciones mentales y su desarrollo. *161 Durante algún tiempo pensó en
convertirse en médico, lo mismo que había hecho su padre, un pastor libe­
ral, para ayudar a sus feligreses. Pero Freud lo disuadió de estudiar medici­
na, *i«2 y Pfister pasó a ser y siguió siendo el “pastor del análisis”
{Analysenpfarrer} y el buen amigo de Freud. *163
Pfister tomó contacto con Freud enviándole uno de sus primeros artí­
culos, sobre los suicidios de escolares. “He recibido un artículo de su
valiente amigo Pfister —le informó Freud a Jung en enero de 1909—, que
tengo pensado agradecerle con la mayor efusión.” Freud empezó a percibir
la ironía de que el psicoanálisis ateo se estuviera enrolando en la lucha
contra el pecado. *164 Pero enseguida abandonó ese tono bromista; más que
un aliado que pudiera usarse, Pfister resultó ser un compañero para disfru­
tar. Durante los primeros años de su amistad, hubo momentos en los que
algunos de los más íntimos asociados de Freud (en especial Abraham) se
interrogaron acerca de la ortodoxia psicoanalítica de Pfister y previnieron a
Freud contra él. No lo convencieron: por lo que a él concernía, la adhesión
de Pfister era sincera. Por una vez, su a veces desacertada intuición acerca
de las personas demostró ser conecta.
Una de las razones por las cuales Freud confiaba tanto en Pfister resi­
día en que había tenido abundantes oportunidades de observarlo de cerca.
La primera visita de Pfister a Berggasse 19, en abril de 1909, fue un gran
éxito, no sólo con el cabeza de familia, sino con todos sus miembros.
Pfister —según Freud le comentó a Ferenczi— “es una persona encantado­
ra que se ganó nuestros corazones, un entusiasta lleno de bondad, mitad
Salvador, mitad flautista de Hamelín. Pero nos separamos como buenos
amigos”. *165 Anna Freud recordó que, al principio, Pfister le había pareci­
do “una aparición de un mundo extraño”, pero digna de ser bien acogida.
Sin duda alguna, el pastor, por su lenguaje, su modo de vestir, sus hábi­
tos, presentaba un sorprendente contraste con los otros visitantes que se
sentaban a la mesa de Freud y se quedaban para hablar del negocio psicoa-
nalítico. A diferencia de esos admiradores unilaterales, Pfister no desaten­
dió a los niños en favor de su famoso padre.20 *166 Era un hombre alto, de

20 El visitante que se quedaba a comer —recordó Martín Freud— “demostraba


poco interés por los platos que se le ofrecían, y tal vez menos por mamá y por
nosotros, los chicos. Sin embargo, siempre se esforzaba por mantener una con­
versación educada con la dueña de la casa y sus hijos, la mayoría de las veces
sobre teatro y deportes, no siendo el clima un recurso útil como lo es en Ingla­
terra en tales ocasiones. Pero no era nada difícil ver que todo lo que querían era
terminar con aquellas formalidades sociales y retirarse con papá a su estudio,
para escucharlo hablar de psicoanálisis”. (Martín Freud, Sigmund Freud: Man
andFather [1958], 108.)
[226] Elaboraciones: 1902-1915

aspecto vigoroso, con un “bigote viril” y “ojos bondadosos e inquisiti­


vos”. *167 También era valiente. Su protestantismo psicoanalítico antidog­
mático chocó más de una vez con el establishment teológico suizo, y
durante algunos años el peligro de que se viera privado de su parroquia fue
algo real. Pero, alentado por Freud, no retrocedió, consciente de que,
mientras que él le estaba prestando un servicio valioso al movimiento psi-
cianalítico, recibía su recompensa. Años más tarde le habló a Freud de su
“vehemente hambre de amor”, y agregó: “Sin análisis me habría desmoro­
nado ya hace mucho tiempo”. *168
Más de quince años después de su primera visita a los Freud, Pfister
le recordaba con afecto; le escribió a Freud que se había enamorado del
“espíritu libre y alegre de toda su familia”. En esa época, Anna, “que hoy
escribe artículos totalmente serios para el Internationale Psychoanalytis­
che Zeitschrift, todavía llevaba falda corta, y su segundo hijo —Oliver—
faltó al Gymnasium para introducir a aquel pastor abunido y con levita en
la ciencia del Prater”. Si alguien le preguntara cuál es el lugar más agrada­
ble del mundo —concluye Pfister— él le contestaría: “Pregunte en la casa
del Profesor Freud”. *169
A lo largo de los años, mientras Pfister empleaba el psicoanálisis
para ayudar a los miembros de su congregación, él y Freud escudriñaron
en la psicología de los pacientes, y debatieron en el seno de una amistad
sin nubes las cuestiones que los dividían, en especial la creencia religiosa.
Según Pfister, Jesús, al elevar el amor a la condición de principio central
de sus enseñanzas, había sido el primer psicoanalista, y Freud no era judío
en absoluto. “Nunca hubo un mejor cristiano”, le escribió.21 *170 Desde
luego Freud, que con mucho tacto ignoró ese cumplido bienintencionado,
no podía considerarse a sí mismo el mejor de los cristianos. Pero sentirse
el mejor de los amigos lo hacía feliz. “¡Siempre el mismo!”, exclamó en
una carta a Pfister, cuando hacía ya más de quince años que se conocían.
“¡Valiente, honesto, bondadoso! ¡Sin duda su carácter ya no cambiará ante
mis ojos!” *171
Lou Andreas-Salomé tocaba otras teclas de la vida emocional de
Freud. Pfister vestía de negro y blanco; Andreas-Salomé, espectacular y
seductora. En su juventud había sido bella, con una frente alta, boca gene­
rosa, rasgos fuertes y figura voluptuosa. A principios de la década de 1880
fue amiga de Nietzsche —no se sabe bien cuán íntima, porque ella frustró
constantemente todas las investigaciones acerca de esa parte de su vida—,
y también de Rilke y de otros hombres distinguidos. En 1887 se había

21 Al volver sobre esa carta muchos años después, a Anna Freud con toda
razón, le pareció incomprensible. “¿Qué demonios quiso decir Pfister, y por qué
quizo cuestionar el hecho de que mi padre es judío, en lugar de aceptarlo?” (Anna
Freud a Ernest Jones, 12 de julio de 1954, Papeles de Jones, Archivos de la
Sociedad Psicoanalítica Británica, Londres.)
Retrato de un precursor en orden de batalla [227]

casado con Friedrich Carl Andreas, un orientalista de Gotinga, donde final­


mente se quedó a vivir. Pero, emancipada de las represiones burguesas,
coleccionaba amantes cuando y donde le placía. Cuando conoció a Freud
en el congreso de psicoanálisis que se reunió en Weimar en 1911 (al que
acudió como compañera del psicoanalista sueco Poul Bjerre) tenía cin­
cuenta años y era todavía bella y atractiva. Su deseo de hombres —espe­
cialmente de hombres brillantes— permanecía intacto.
En una oportunidad, Freud calificó afectuosamente a Lou Andreas-
Salomé como una “musa”. *172 Pero “Frau Lou” (como a ella le gustaba
que la llamaran) era mucho más que la mujer dócil que brinda apoyo al
genio; se trataba de una fecunda mujer de letras por derecho propio, dotada
de una inteligencia impresionante aunque excéntrica, y de una no menos
impresionante capacidad para asimilar ideas nuevas. Una vez atraída por el
pensamiento de Freud, leyó por su propia cuenta sus escritos; Abraham,
que la conoció en Berlín en la primavera de 1912, le comentó a Freud que
nunca antes se había “encontrado con una comprensión tan amplia del psi­
coanálisis”. *173 Seis meses más tarde, Freud se alegró al recibir una infor­
mación de “Frau Lou Andreas-Salomé, que quiere venir por algunos meses
a Viena, exclusivamente para estudiar psicoanálisis”. *174 Tal como estaba
anunciado, invadió Viena en el otoño, y conquistó sin demora al esta­
blishment psicoanalítico. A fines de octubre, Freud rindió tributo a su for­
midable presencia, llamándola “una mujer de inteligencia peligrosa”. *175
Pocos meses más tarde reconoció, con mucha menos petulancia, que “sus
intereses son en realidad de naturaleza puramente intelectual. Es una mujer
de mucho valor.” *i7« Este fue un veredicto que Freud nunca se sintió
impulsado a revisar.
Las actas de las reuniones de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, a las
que Frau Lou asistió regularmente, registran por primera vez su presencia
el 30 de octubre; la semana anterior, Hugo Heller había leído un tra­
bajo sobre “Lou Andreas-Salomé como escritora”. Esto da la medida
de con cuánta rapidez y cuán completamente se integró en el círculo de
Viena: desde el 27 de noviembre en adelante Otto Rank ya la registraba
entre los invitados simplemente como “Lou”. *i7’ En Viena no sólo parti­
cipó en cuestiones puramente intelectuales: probablemente tuvo una breve
relación amorosa con Tausk, mucho más joven que ella y muy atractivo
para las mujeres. Por otro lado, al principio su adhesión a Freud no fue
absoluta; en los primeros tiempos de su estancia en Viena, coqueteó con
las ideas de Adler, ya entonces consideradas proscritas en el campo freudia-
no.22 Pero Freud ganó la batalla; en noviembre de 1912, cuando Lou faltó
a una de sus conferencias de los sábados, él advirtió su ausencia y la hala­
gó diciéndoselo. *18° Al empezar el nuevo año, los dos ya habían inter­
cambiado fotografías, y antes de que ella se fuera de Viena, a principios de

22 Sobre Adler, véanse las págs. 253-262.


[228] Elaboraciones: 1902-1915

la primavera de 1913, Freud ya la había invitado varias veces a Berggasse


19. A juzgar por el diario de Frau Lou, esos domingos fueron felices: ella
no era la única capaz de desplegar el arte de la seducción. Pero a Freud le
gustaba auténticamente aquella visitante que con tanta asiduidad cortejó;
con el correr de los años, ella comenzó a practicar el psicoanálisis en
Gotinga, sin dejar en ningún momento de cultivar la amistad de Freud con
cartas afectuosas, y ganándose cada vez más su simpatía. Tener seguidores
como ella y Pfister, y ni qué decir tiene que Abraham, Ferenczi y Jones,
fue una compensación que alivió las tensiones provocadas por el hecho de
ser un fundador. Sus seguidores de Viena eran otra cosa, en su conjunto
mucho menos grata. No porque tuviera que preocuparse por la cantidad de
discípulos vieneses; le preocupaba su calidad y fiabilidad.

Los discípulos vieneses de Freud no eran los únicos que ponían a


prueba su paciencia. Sus adversarios del establishment psiquiátrico de Ale­
mania y Austria, asentados en prestigiosas cátedras universitarias o en la
dirección de reputados hospitales para enfermos mentales, nutrían genero­
samente su exasperación. Sabemos que Freud se inclinaba a describir su
situación con demasiada rigidez, pero era realmente rígida; la resistencia al
psicoanálisis, a través del rechazo obtuso, de la murmuración maliciosa o
del silencio significativo, seguía siendo inamovible y penosa. Desde lue­
go, esperar algo distinto hubiera sido carecer de realismo; si Freud estaba
en lo cierto, psiquiatras eminentes, la mayoría de ellos demasiado viejos
como para cambiar de ideas, tendrían que arrojar a la basura los artículos y
libros de texto que habían escrito. Pero la circunstancia de que algunos de
sus críticos más obstinados fueran jóvenes, constituyó un hecho desagra­
dable en la vida de Freud. Uno de ellos, del que Freud nunca se olvidó, era
un Assistent de psiquiatría que en 1904 publicó un libro contra el psicoa­
nálisis, tomando como blanco ciertas nociones —por ejemplo, la teoría de
la seducción— que el propio Freud ya había descartado. Para empeorar las
cosas, admitía no haber leído aún La interpretación de los sueños. *181
Tanto en Europa como en Estados Unidos se encontraban pruebas que
confirmaban ese rechazo fundado en una ignorancia sublime. Congresos de
especialistas en desórdenes mentales ignoraban las ideas de Freud, aplaudí­
an trabajos que las denunciaban como farragosas afirmaciones fantásticas
sin demostración posible, o (lo que aparentemente deleitaba más a los crí­
ticos) como un desabrido ramillete de indecencias. Después de que Freud
publicara, en 1905, Tres ensayos sobre teoría sexual, quienes querían acu­
sarlo de ser un pansexualista de mente sucia contaron, desde luego, con
mucho material útil para sus malas interpretaciones. Ellos dijeron que
Freud era “un libertino vienés”, caracterizaron los trabajos psicoanalíticos
como “historias pornográficas sobre vírgenes puras”, y el método psicoa-
nalítico como una “masturbación mental”. En mayo de 1906, en un con­
greso de neurólogos y psiquiatras realizado en Baden-Baden, Gustav
Retrato de un precursor en orden de batalla [229]

Aschaffenburg, profesor de neurología y psiquiatría en Heidelberg, con


unas pocas palabras rechazó el método psicoanalítico como algo erróneo,
discutible e innecesario. *182
Unos cuantos corresponsales amigos de Freud lo mantenían informado
sobre todos estos veredictos sumarios. En 1907, Jung, que se había
enfrentado a Aschaffenburg con la pluma y desde la tribuna, le comunicó
que “Aschaffenburg trató a una neurótica obsesiva, y cuando ella quiso
empezar a hablar sobre complejos sexuales, le prohibió que lo hicie­
ra”. *183 Ese mismo año, en un gran congreso internacional de psicólogos,
neurólogos y psiquiatras reunido en Amsterdam (también estaba allí
Aschaffenburg), cierto Konrad Alt, director de un sanatorio en Sajonia,
lanzó un ataque “terrorista” contra Freud —según le hizo saber Jung—;
dijo que “nunca enviaría un paciente a un médico de convicciones freudia-
nas para que lo tratara, alegando falta de escrúpulos, obscenidad, etcétera.
Un gran aplauso, y felicitaciones al orador por parte del profesor Ziehen
de Berlín”. En medio de una aprobación general y vehemente, a aquella
disertación la siguieron aun más “burradas” dirigidas contra el psicoanáli­
sis. *184
Cuando envió esas cartas, Jung, histriónico y combativo, se encontra­
ba en la primera etapa de su devoción filial hacia Freud. Pero espíritus
más tranquilos, como Karl Abraham, informaban sobre escenas análogas
en otras partes. En noviembre de 1908 Abraham habló ante la Sociedad
para la Psiquiatría y las Enfermedades Nerviosas de Berlín, sobre el delica­
do tema de la neurosis y el matrimonio entre parientes próximos. Con
diplomacia, hizo hincapié en la coincidencia de sus puntos de vista con
los del neurólogo berlinés Hermann Oppenheim, que se encontraba entre
el público; evitó temas provocativos como el de la homosexualidad, y se
limitó a mencionar el nombre de Freud “con no demasiada frecuencia”,
pues todavía era “como el capote rojo” para todos aquellos toros reunidos
allí. Abraham pensaba que la noche había sido un completo éxito. Había
cautivado la atención de sus oyentes, y algunos de los participantes en el
debate posterior se mostraron interesadísimos. Pero Oppenheim, aunque
con cortesía, objetó áspera e inequívocamente la noción misma de sexuali­
dad infantil; Theodor Ziehen —el hombre que había aplaudido el “terroris­
mo” contra Freud en Amsterdam— “asumió una actitud académica arro­
gante”, y despotricó contra los escritos de Freud, calificándolos de
irresponsables, un disparate. Después, tras algunas intervenciones razona­
bles, un “colega arribista” adoptó el tono moralista de un orador popular.
Abraham se había referido al amor por la madre del escritor suizo Conrad
Ferdinand Meyer (el mismo tema que en su momento provocó una disputa
en la Sociedad de los Miércoles), y su crítico que se quejó de que, al hablar
de los afectos sexuales edípicos de los hombres, Abraham había hecho
peligrar los “ideales germanos”. Abraham no encontró en aquella asamblea
totalmente unida ni un solo aliado entusiasta, pero en privado hubo quie­
[230] Elaboraciones: 1902-1915

nes le dijeron que su charla había sido refrescante; que era bueno oír hablar
de algo nuevo, para variar. Abraham salió con la impresión de que un
buen número de colegas “volvieron a sus casas por lo menos medio con­
vencidos”. *185
Freud aplaudió a Abraham, despedazando a sus adversarios con agrios
comentarios. «Algún día —escribió— Z [iehen] pagará caro su “dispara­
te”.» *186 En cuanto a Oppenheim —observó Freud con acritud— era
“demasiado cerrado; espero que usted pueda desenvolverse sin él dentro de
poco tiempo”. *i87 La sexualidad infantil siguió siendo un tema provocati­
vo en Berlín, y el nombre Freud continuó suscitando reacciones afectivas
violentas hasta mucho después de 1909. Ese año, Albert Molí, un respeta­
do sexólogo berlinés, publicó un libro sobre la vida sexual de los niños
que contradecía todo lo que Freud había estado afirmando acerca de la mate­
ria durante casi una década. En letras de imprenta, en una nota que agregó
al año siguiente a sus Tres ensayos, Freud rechazó el libro de Molí (titula­
do La vida sexual del niño') como realmente incoherente. *188 En privado,
reaccionaba con una vehemencia más gratificadora. Molí —le dijo a Abra­
ham— “no es un médico sino un picapleitos” (un Winkeladvocat). *18’
Cuando Molí visitó a Freud, en 1909, fue recibido de una manera muy
brusca; Freud le comentó a Ferenczi que casi lo echó a patadas. “Es un
individuo cáustico, repulsivo, un leguleyo envidioso.” *i» Por lo general,
Freud se sentía mejor después de haber tenido la oportunidad de sacar a
relucir su cólera; prefería la oposición expresa, por obtusa que fuera, al
silencio. Después de 1905, el silencio en torno al psicoanálisis había sido
definitivamente roto, y junto con la controversia llegaron los seguidores,
pero la crítica emocional continuó ensombreciendo la marea de la aproba­
ción, que iniciaba un suave ascenso. Incluso en 1910, el profesor Wil-
helm Weygandt, que había realizado, no muy generosamente, el comenta­
rio bibliográfico de La interpretación de los sueños en 1901, *1’1 llegó a
exclamar, en el Congreso de Neurólogos y Psiquiatras de Hamburgo, que
las teorías de Freud eran un asunto inadecuado para discutirlo en una reu­
nión científica, más apto para la policía.
Mientras tanto, Freud estaba recibiendo informes análogos desde el
otro lado del océano. En abril de 1910, Emest Jones se quejó de un profe­
sor de psiquiatría de Toronto que había atacado a Freud tan venenosamente
que “¡un lector común podría creer que usted aboga por el amor libre, la
supresión de todas las restricciones y la vuelta al salvajismo!!!” *193 Tres
meses antes, Jones le había enviado a Freud el relato detallado de una reu­
nión celebrada en Boston, a la que asistieron psiquiatras y neurólogos. El
gran neurólogo de Harvard James Jackson Putnam, en esa época el más
eminente de los partidarios de Freud en Estados Unidos, habló con calidez
acerca del psicoanálisis. Pero la mayoría de los otros fueron severos,
incluso devastadores. Una dama intentó refutar la teoría de Freud acerca del
sueño como producción egoísta, narrando algunos sueños propios de
Retrato de un precursor en orden de batalla [231]

carácter marcadamente altruista. Lo que es peor, el petulante y agresivo


psicopatòlogo Boris Sidis «lanzó un feroz ataque general contra usted,
hizo chistes baratos acerca de “la loca epidemia del freudismo que ahora
invade América” , dijo que su psicología nos devuelve a la oscura Edad
Media, y a usted lo calificó como “otro de esos piadosos botánicos que
clasifican las plantas por el sexo”». *>’♦ Evidentemente, las teorías freu-
dianas de la sexualidad preocupaban mucho a Sidis. Al año siguiente,
denunció al psicoanálisis como “nada más que otro aspecto de la piadosa
literatura charlatana sobre temas sexuales”, *!’5 y en 1914 dijo que era un
“culto a Venus y a Príapo” que alentaba la masturbación, la perversión y
lo prohibido.
Incluso en reuniones destinadas a explicar y elogiar a Freud emergía
alguna nota de acritud. El 5 de abril de 1912, el New York Times informó
que el neurólogo norteamericano Moses Alien Starr (que había trabajado
brevemente con Freud en Viena durante la década de 1880) “causó sensa­
ción anoche, en una atestada reunión del Departamento Neurològico de la
Academia de Medicina, al denunciar las teorías de Sigmund Freud”, a
quien el Times describe (sólo un poco erróneamente) como “el psicólogo
vienés cuyas conclusiones afirman que toda la vida psicológica de los
seres humanos se basa en el impulso sexual y que ha ganado considerable
apoyo entre los médicos norteamericanos”. Starr declaró ante la sorprendi­
da asamblea, convocada por los más notables partidarios de Freud, que
“Viena no es una ciudad particularmente moral”, y que “Freud no era un
hombre del que hubiera que tener un concepto particularmente alto. No era
un reprimido. No era un asceta”, y —pensaba Starr— “su teoría científica
es en gran medida el resultado de su medio y de la vida un tanto especial
que llevó”. De hecho, el Freud de Starr había desviado hacia “una vena frí­
vola la nueva ciencia realmente seria del psicoanálisis”. *>’7 Un paciente
de Freud, en ese momento de visita en Nueva York, le llevó el recorte del
Times, y Freud respondió entre divertido e irritado. Manifestó no recordar
en absoluto a Starr (que por su parte pretendía conocerlo bien), y le pre­
guntó retóricamente a Jones: “Ahora bien, ¿qué significa esto? ¿Son la
calumnia y la mentira deliberadas un arma usual entre los neurólogos nor­
teamericanos?” *!58 Ni siquiera los periodistas que estaban a su favor sabí­
an lo bastante (ni se tomaban el trabajo de informarse) como para ser pre­
cisos. En marzo de 1913, también el New York Times publicó un largo y
amistoso artículo bajo el título de “Los sueños del loco pueden ser de gran
ayuda para su curación”. Identificaba a Freud como un profesor de Zurich.
*199
Cinco

Política psicoanalítica

Jung: el principe de la corona

A principios de abril de 1906 —Freud iba a cumplir


cincuenta años al mes siguiente— Carl G. Jung le
envió un ejemplar de Estudios de asociación diagnós­
tica, obra que había compilado y en la que incluyó un
importante trabajo propio. Jung ya disfrutaba de cierta
reputación como psiquiatra clínico y experimental.
Había nacido en 1875 en la aldea suiza de Kesswil, sobre el lago de Cons­
tanza, hijo de un pastor, y en sus primeros años fue con sus padres de una
parroquia rural a otra. Aunque a los cuatros años llegó a vivir cerca de
Basilea, no estuvo en pleno contacto con la vida urbana hasta ingresar en
el Gymnasium de la ciudad, a los once años. Desde su primera infancia,
Jung tuvo sueños desconcertantes, y muchas décadas después, cuando
escribió su altamente subjetivo y anecdótico autorretrato, titulado
Recuerdos, sueños, reflexiones, los recordó como acontecimiento de sig­
nificación singular. En esa autobiografía, lo mismo que en algunas de las
entrevistas que de buena gana concedía, se recreó gustosamente en esa vida
interior rica y poblada de sueños.
Su tendencia introspectiva se vio alentada por la discordia que reinaba
entre sus padres y el humor inestable de la madre. El alimentó además su
fantasía con lecturas voraces y en modo alguno sistemáticas. Por otra par­
te, el ambiente teológico en el que vivía (la mayoría de los hombres de la
[234] Elaboraciones: 1902-1915

familia eran pastores) no compensaba su tendencia al ensimismamiento.


Creció con la convicción, muy justificada, de que de algún modo era dife­
rente de los chicos de su edad que lo rodeaban. Al mismo tiempo, esto no
le impedía tener amigos, y disfrutaba haciendo travesuras. Desde el princi­
pio de su vida, Jung dejaba las impresiones más contradictorias en quienes
lo conocían; era sociable pero difícil, divertido a veces y taciturno otras,
aparentemente seguro de sí mismo, pero vulnerable a la crítica. Tiempo
después, ya psiquiatra itinerante y oráculo de los periodistas, parecía con­
fiado, incluso sereno. Pero hubo años —incluso después de que se hubiera
convertido en un profesional conocido intemacionalmente— en los que se
vio acosado por terribles crisis religiosas. Fueran cuales fueren sus con­
flictos privados, desde su juventud emanaba de él una sensación de fuerza;
tenía rostro teutónico vigorosamente tallado, de huesos grandes y estructu­
ra fuerte, y una elocuencia torrencial. Para Ernest Jones, que lo conoció en
1907, era “una personalidad dinámica” dotada de “un cerebro incesantemen­
te activo y rápido”. Era también “de temperamento fuerte o incluso domi­
nador”, rebosante de “vitalidad y alegría”, sin duda “una persona muy
atractiva”. *i Este fue el hombre elegido por Freud como príncipe herede­
ro.
A diferencia del resto de su familia, Jung quiso ser médico, e inició
sus estudios de medicina en la Universidad de Basilea en 1895. Pero, a
pesar de toda su educación científica, a lo largo de los años no perdió su
interés por lo oculto ni la fascinación que ejercían sobre él las religiones
esotéricas ni ocioso es decirlo, su desbocada fantasía. A fines de 1900 se
sumó al personal del sanatorio Burghólzli, que en aquel entonces era la
clínica psiquiátrica de la Universidad de Zurich. No podía haber elegido un
lugar mejor. Bajo la inspirada dirección de Eugen Bleuler, el Burghólzli
iba abriéndose camino hacia el primer plano de la investigación sobre
enfermedades mentales. En él convergían médicos de muchos países, como
observadores, y por su parte los profesionales del sanatorio viajaban fre­
cuentemente al extranjero; a fines de 1902, Jung (como Freud casi dos
décadas antes) pasó un semestre en la Salpêtrière, ese irresistible imán
para los psiquiatras jóvenes, donde escuchó a Pierre Janet disertar sobre
psicopatología teórica.
Detrás de Jung estaba Eugen Bleuler, su elusivo y un tanto enigmáti­
co jefe, figura dominante entre los psiquiatras de su tiempo. Bleuler, que
había nacido un año después de Freud, en 1857, estudió en París con
Charcot y a continuación volvió a Suiza. Como psiquiatra de varios hos­
pitales psiquiátricos, adquirió una impresionante experiencia clínica. Pero
era mucho más que un clínico; observador e investigador imaginativo,
aprovechó su trabajo con los desequilibrados para alcanzar fines científi­
cos. En 1898 fue designado sucesor de Auguste Forel como director del
Burghólzli, y convirtió aquella ya reputada institución en un centro de
renombre mundial en el ámbito de la investigación de las enfermedades
Politica psicoanalitica [235]

mentales. Siguiendo a Charcot, se contó entre los pioneros que pusieron


orden en los sumamente imprecisos diagnósticos de las enfermedades psi­
cológicas; lo mismo que Charcot, elaboró una nomenclatura que acabó
siendo muy influyente. Algunas de las palabras que acuñó, como esquizo­
frenia, ambivalencia y autismo, quedaron definitivamente incorporadas al
vocabulario psiquiátrico.
A pesar de la reputación internacional del Burghólzli, Jung recordó los
primeros años que pasó allí como un período caracterizado por la rutina
trivial y estéril, un verdadero ataque al pensamiento original y a la excen­
tricidad creadora. *2 Pero el lugar le facilitó su acceso al psicoanálisis.
Forel ya conocía el trabajo de Breuer y Freud sobre la histeria; Bleuler,
poco después de la llegada de Jung, le pidió a éste que preparara un infor­
me para el cuerpo médico sobre La interpretación de los sueños. El libro
dejó su impronta en Jung, quien pronto incorporó a sus propias investiga­
ciones las ideas del libro de los sueños, de los primeros trabajos sobre la
histeria y, después de 1905, la historia del caso de Dora. Siempre hombre
de opiniones firmes, se declaró ardoroso partidario de Freud, y defendió
enérgicamente las innovaciones psicoanalíticas en congresos médicos y en
sus publicaciones. Su interés por las teorías de Freud fue intensificándose
a medida que las aplicaba con éxito a la esquizofrenia (o demencia precoz,
como todavía se la llamaba), la psicosis en la cual se había especializado
y a la cual debía su reputación. En el verano de 1906, en el Prefacio de su
muy elogiada monografía Psicología de la demencia precoz, destacó las
“concepciones brillantes” de Freud, quien aún no había “recibido el reco­
nocimiento y la apreciación que merecía”. Jung confiesa que al principio,
naturalmente, se había “planteado todas las objeciones que se le formulan
a Freud en los textos”. Pero —continúa diciendo— llegó a la conclusión
de que el único modo legítimo de refutar a Freud consistía en reproducir su
trabajo. A falta de ello, no se debía “juzgar a Freud; en caso contrario, se
está actuando como aquellos célebres hombres de ciencia que se negaron a
mirar por el telescopio de Galileo”. Sin embargo, insistiendo públicamen­
te en su independencia intelectual, Jung se pregunta si la terapia psicoaná-
litica es realmente tan eficaz como Freud pretende. Además, él no atribuía
“al trauma sexual de la juventud la significación excluyeme que en apa­
riencia Freud le asigna” *3. Esta era una reserva de mal agüero, que iba a
influir en las relaciones entre Freud y Jung desde el principio hasta el
final.
No obstante, en 1906, Jung sostuvo que “todas estas cosas son de
importancia secundaria”; “desaparecen por completo ante los principios psi­
cológicos cuyo descubrimiento es el gran mérito de Freud”. En el texto cita
repetidamente a Freud, con un notable aprecio. *4 Pero no se contentó con
el mero hecho de polemizar en defensa de las ideas de Freud; también reali­
zó un innovador trabajo experimental que afianzó las conclusiones freudia-
nas. De ese modo, en 1906, en un notable artículo sobre la asociación de
[236] Elaboraciones: 1902-1915

palabras, presentó abundantes pruebas experimentales en apoyo de la teoría


de la asociación libre. *5 A juicio de Emest Jones, ese artículo fue «gran­
dioso», y constituyó “quizá su más original contribución a la ciencia”. *6
Freud se mostró agradecido por las atenciones de Jung y, a su modo,
se expresó con una franqueza que vencía todas las resistencias. Le agrade­
ció a Jung el envío de Estudios de asociación diagnóstica, que contenía el
artículo seminal de Jung, reconociendo que, “naturalmente” ese artículo
era el que más le había gustado. Después de todo, Jung, “confiando en la
experiencia”, había tenido la bondad de insistir en que Freud no hacía más
que iluminar “la verdad sobre las hasta ahora inexploradas regiones de
nuestra disciplina”. La osada perspectiva de contar en el extranjero con un
propagandista respetado, que tenía acceso a pacientes interesantes y a
médicos interesados de un hospital mental famoso, era algo que para Freud
iba más allá de toda expectativa razonable. Pero procuró excluir con pru­
dencia toda sospecha acerca de que pretendiera un apostolado ciego: “Cuen­
to confiadamente con que usted estará a menudo dispuesto a ratificar mis
ideas, pero también aceptaré con gusto cualquier objeción”. *7
En el otoño de 1906, Freud retribuyó el envío de Jung con un ejem­
plar que recogía su recopilación de artículos sobre la teoría de las neurosis,
que acababa de publicarse. En su carta de agradecimiento, Jung asumió la
postura de adalid y misionero de Freud. Le informó con entusiasmo, aun­
que prematuramente, que si bien Bleuler, al principio, se había resistido
con vigor a las ideas freudianas, en ese momento estaba “completamente
convertido”. *« En su respuesta, Freud, cortésmente, tomó aquellas buenas
noticias como un triunfo personal de Jung: “Me han complacido mucho
su carta y las noticias de que ha convertido a Bleuler”. Cuando arrojaba
cumplidos agradecidos a sus corresponsales, Freud podía a veces rivalizar
con el más suave de los cortesanos. Pero no perdía el tiempo: en la mis­
ma carta no vacila en caracterizarse como un pionero que está envejecien­
do, preparado para pasar la antorcha a manos más jóvenes. Al hablar del
egregio Professor Aschaffenburg y sus desmedidos ataques contra el psico­
análisis, describe el debate de los psiquiatras sobre esta disciplina como la
lucha entre dos mundos: pronto resultaría claro cuál de ellos estaba en
decadencia, y cuál se encaminaba hacia la victoria. Aunque él no viviera
para ver ese triunfo, “mis alumnos, espero, estarán allí, y espero además
que quienquiera que pueda superar la resistencia interior en beneficio de la
verdad, de buena gana se contará entre mis alumnos y erradicará de su pen­
samiento los residuos de inseguridad”. *’ La amistad entre Freud y Jung
había empezado.

Una vez iniciada, aquella amistad floreció con fuerza. En un inter­


cambio cortés, los dos hombres examinaron el papel de la sexualidad en la
génesis de las neurosis, se enviaron recíprocamente separatas y libros, así
como anécdotas de casos que los intrigaban particularmente. Jung era res­
Politica psicoanalitica [237]

petuoso, pero nunca servil. Confiaba en no tergiversar a Freud; atribuía


algunos de sus escrúpulos con respecto al psicoanálisis a su propia inex­
periencia, a su subjetividad y a la falta de contacto personal con Freud;
justificaba el tono prudente que había adoptado en sus defensas públicas
del maestro invocando el arte de la diplomacia. Envió notas que sabía que
Freud iba a apreciar. “Sus puntos de vista están realizando rápidos progre­
sos en Suiza”; *«> y también: “yo mismo soy un partidario entusiasta de
su terapia”. *n
Freud aceptó las flores que le arrojaba Jung con la actitud complacien­
te de un padre. “Encuentro extremadamente agradable que usted prometa
confiar provisionalmente en mí cuando su experiencia no le permita deci­
dir”, pero apresurándose a suavizar su eventual presión sobre Jung, agrega:
“Desde luego, sólo hasta que ella le permita hacerlo”. Freud se creía más
flexible de lo que el mundo pensaba que era, y le agradaba que Jung hubie­
ra advertido ese rasgo. «Como usted sabe, he tenido que vérmelas con
todos los demonios que puede albergar un “innovador”; entre ellos no es el
más inofensivo la necesidad de aparecer ante los propios partidarios como
un gruñón irritado, farisaico e incorregible, lo que en realidad no soy».
Con un seductor despliegue de modestia, concluye: “Siempre he estado
convencido de mi propia falibilidad”. *12 Solicitó la opinión de Jung acerca
de un paciente que presentaba síntomas de lo que podía ser una demencia
precoz. Elogió el estilo de Jung, adornando su entusiasmo con críticas
estratégicamente situadas, sin olvidar nunca la Causa: “Abandone en
seguida el error de suponer que su libro sobre la demencia precoz no me
gustó enormemente. El hecho mismo de que le haya hecho algunas críti­
cas debería demostrárselo. Pues si no fuera así, hubiera sido lo suficiente­
mente diplomático como para ocultárselo. Después de todo, sería suma­
mente imprudente insultarle a usted, la mejor ayuda que me ha deparado el
destino hasta el momento”. *« Freud debió de sentir que, con alguien
como Jung, un cierto grado de sinceridad crítica constituía una forma de
halago más absoluta que el aplauso incondicional.

A Freud le gustaba auténticamente Jung, abrigaba grandes esperan­


zas respecto de él, y necesitaba idealizar a alquien como había idealizado a
Fliess. Sin duda, Jung resultaba útil. Pero, fueran cuales fueren las impu­
taciones que no tardó en realizar cierta crítica capciosa, Freud no se limitó
a explotarlo como una respetable y gentil fachada, detrás de la cual los
psicoanalistas judíos pudieran realizar su obra revolucionaria. Jung era el
hijo favorito de Freud. Una y otra vez, en sus cartas a sus amigos judíos,
elogió a Jung por realizar un trabajo “espléndido, magnífico”, compilan­
do, teorizando o aplastando a los enemigos del psicoanálisis. *is “No sea
celoso —le escribió a Ferenczi en diciembre de 1910— e incluya a Jung
en sus cálculos. Estoy más convencido que nunca de que él es el hombre
del futuro”. *16 Jung iba a asegurar que el psicoanálisis sobreviviera des­
[238] Elaboraciones: 1902-1915

pués de que su fundador abandonara el escenario, y Freud lo amaba por


ello. Lo que es más, en las intenciones de Freud no había nada tortuoso o
secreto. En el verano de 1908, al anunciar a Jung que pensaba visitarlo, le
dijo que esperaba una discusión profesional en toda regla, revelando su
“intención egoísta, que naturalmente confieso con franqueza”; se trataba de
“establecer” a Jung como el analista que continuaría y completaría “mi
obra”. Pero esto no era todo, ni mucho menos. “Además, siento mucho
afecto por usted (habe ich Sie ja auch lieb)". Pero —agregó— “he aprendi­
do a no magnificar ese elemento”. Los beneficios que esperaba obtener de
Jung eran bastante personales, pues Freud se identificaba con su creación,
el psicoanálisis. Sin embargo, mientras cubría a Jung de adjetivos halaga­
dores, y lo ponía sagazmente por encima de sus partidarios vieneses,
Freud pensaba en la prosperidad de su movimiento, más que en cualquier
beneficio privado. Como “una personalidad fuerte, independiente, como
teutón (Germane)", Jung parecía estar mejor dotado para ganarse la simpa­
tía y el interés del mundo exterior en beneficio de la gran empresa. *17
Freud se lo dijo honradamente. Jung no era vienés, no era viejo, y (lo
mejor de todo) no era judío: tres méritos negativos que Freud consideró
irresistibles.
Jung, por su parte, se enorgullecía de la resplandeciente aprobación de
Freud. “Le agradezco con todo mi corazón esta demostración de confian­
za”, escribió en febrero de 1908, después de que Freud se hubiera dirigido a
él como a su “Querido amigo”. Ese “presente inmerecido de su amistad
significa para mí un indudable hito en mi vida, que no puedo celebrar con
palabras altisonantes”. En su carta, Freud había mencionado a Fliess, y
Jung, adiestrado como estaba en la caza psicoanalítica de indicios, no
podía dejar pasar ese nombre sin un repliegue explícito; se sintió impulsa­
do a pedirle a Freud que le permitiera “gozar de su amistad no como algo
propio de iguales, sino como si fuéramos padre e hijo. Esa distancia me
parece apropiada y natural”. *i» Ser designado heredero del magnífico lega­
do de Freud, y ser elegido por el propio fundador, le pareció a Jung el
principio de la gloria.

Como terapeutas ocupados, ninguno de los dos deseaba robar tiem­


po a sus apremiantes deberes, de modo que Freud y Jung no pudieron
encontrarse antes de principios de marzo de 1907, casi un año después de
haber iniciado su correspondencia. Jung fue a Berggasse 19 acompañado
por su mujer Emma y su joven colega Ludwig Binswanger. La visita a
Viena constituyó una orgía de conversaciones profesionales, sólo inte­
rrumpida por una reunión de la Sociedad Psicoanalítica de los Miércoles y
por comidas familiares. Martin Freud, que participaba en ellas, junto con
los otros chicos, recuerda que Jung no hablaba más que de sí mismo y de
sus casos, con una verborrea que parecía no tener fin. “Nunca realizó el
menor intento de entablar alguna conversación cortés con mamá o con
Politica psicoanalitica [239]

nosotros, los chicos, sino que se limitaba a proseguir el debate interrum­


pido por la cena. En esas ocasiones sólo hablaba Jung, y papá, con visi­
ble deleite, se contentaba con escuchar”. *1» Jung recordó la discusión que
mantuvieron él y Freud como muy igualada en sus respectivas interven­
ciones, aunque interminable. Dice que hablaron durante trece horas, prácti­
camente sin interrupción. *20 Jung impresionó a los Freud como un hom­
bre de vitalidad explosiva, y —escribió Martin— dotado de “una presencia
imponente. Era muy alto y ancho de hombros, más parecido a un soldado
que a un médico y hombre de ciencia. Su cabeza era puramente teutónica,
con la mandíbula fuerte, un pequeño bigote, sus ojos azules y el pelo cor­
to y ralo”. *21 Parecía disfrutar enormemente.1
Esta primera visita del suizo debió ser agotadora, pero tuvo también
su parte relajada. Binswanger nunca olvidó la conversación cordial y alen­
tadora del anfitrión, ni “la atmósfera libre, amistosa” que rodeó todo el
episodio desde el principio. Con veintiséis años cumplidos, Binswanger
admiró “la grandeza y dignidad” de Freud, pero sin sentirse amedrentado ni
intimidado. El hecho de que a Freud no le gustara “ninguna formalidad ni
etiqueta, su encanto personal, su sencillez, su carácter despreocupadamente
abierto y bondadoso” parece que ahuyentaron toda ansiedad. Sintiéndose
cómodos, los tres hombres se interpretaron recíprocamente los sueños,
compartieron paseos y comidas. “El rebaño de niños se comportaba con
mucha tranquilidad en la mesa, aunque también en su caso prevalecía un
tono completamente libre de coacciones”. *22 Freud declaró que sus visi­
tantes le habían procurado mucho placer; Jung se manifestó abrumado.
Poco después de regresar a Zurich, le escribió a Freud que su estancia en
Viena había sido “un acontecimiento en todos los sentidos de la palabra”,
y que le había causado “una tremenda impresión”; se estaba desmoronando
su resistencia a la “amplia concepción de la sexualidad” de Freud. *23
Freud, a su vez, reiteró lo que le había dicho en Viena: “Su persona me ha
llenado de confianza en el futuro”. Comprendía que él mismo era “tan
prescindible como cualquiera”, pero, agregó, “estoy seguro de que usted
nunca dejará el trabajo de lado”. ¿Estaba Freud tan seguro? Entre los
sueños de Jung había uno que, según la interpretación que le dio Freud,
expresaba el deseo de destronarlo. *25
Ni Jung ni Freud consideraron que aquel sueño fuera un augurio
inquietante. La estructura de su amistad, rápidamente asentada, parecía
tallada en piedra. Intercambiaron informes sobre casos como otras tantas
muestras de estimación; exploraron modos de ampliar las ideas psicoanalí-
ticas al estudio de las psicosis y la cultura, y ridiculizaron los “necios
lugares comunes” (el adjetivo es de Jung) de los psiquiatras académicos
que se negaban a admitir la verdad de las enseñanzas de Freud. *26 Aunque1

1 Según Jung, fue durante esa visita cuando se le habló de una relación
entre Freud y su cuñada Minna Bernays.
[240] Elaboraciones: 1902-1915

desarrolló con rapidez su pericia clínica y su polémica experiencia, durante


años Jung siguió siendo el discípulo. “Es grato —le escribió Freud en
abril de 1907— que me pregunte tantas cosas, incluso aunque sepa que
sólo puedo responder una pequeña parte”. Freud no era el único que
recurría al halago en este diálogo epistolar. Jung le dijo que se estaba dan­
do un festín con las exquisiteces que él iba repartiendo y que vivía de “las
migas que caen de la mesa del rico”. Freud objetó esa metáfora opulen­
ta, prefiriendo poner el acento en el valor que Jung tenía para él. A punto
de salir de vacaciones, en julio de 1907, le dijo que las noticias que iba
recibiendo de él “casi se han convertido en una necesidad”. Al mes
siguiente tuvo la oportunidad de tranquilizar a Jung, que se lamentaba de
los defectos de su propio carácter: “Lo que usted considera histérico en su
personalidad, la necesidad de causar impresión en las personas e influir en
ellas es precisamente lo que le permite ser un maestro y un guía”. *30
A pesar de estos agradables intercambios entre el gobernante y su
príncipe de la corona, el debate que potencialmente podía separarlos, acerca
de la sexualidad, nunca se extinguió por completo. Jung vacilaba, mien­
tras que Abraham (en sus últimos meses en el Burghólzli) se mostraba
más receptivo a la teoría freudiana de la libido. Este rival situado en su
propia retaguardia provocó los celos de Jung. Freud no le ocultó que le
gustaba Abraham porque “ataca el problema sexual de modo directo”. *31
Pero los celos y la envidia eran hábitos emocionales tan próximos a la
superficie en la mente de Jung, que no se molestaba en ocultarlos, y
mucho menos en reprimirlos. A principios de 1909 le confesó a Ferenczi,
con una franqueza que hacía inútil toda crítica, que, debido a que Freud
había elogiado mucho un trabajo del mismo Ferenczi (algo que no siempre
ocurría con los escritos de Jung) él, Jung, tenía que deshacerse en esa carta
de “un innoble sentimiento de envidia”. *32 Con todo, Jung continuó pro­
fesando nada menos que su “devoción incondicional” a las teorías freudia-
nas, y su igualmente “incondicional veneración” a la persona de Freud.
Reconocía en esa “veneración” una cualidad de «entusiasmo “religioso”»,
lo cual, “a causa de su innegable matiz erótico”, le parecía a la vez “repul­
sivo y ridículo”. Ya lanzado en el camino de la confesión, Jung no se
detuvo: atribuyó aquel fuerte disgusto por ese apasionamiento cuasi reli­
gioso a un incidente de su infancia; en efecto, “de niño, sucumbí a un ata­
que homosexual de un hombre al que antes había reverenciado”. *33 Freud,
que en esa misma época cavilaba sobre sus propios sentimientos homoe-
róticos con respecto a Fliess, encajó la revelación de Jung sin darle dema­
siada importancia. Una transferencia religiosa —comentó, con más sabi­
duría de la que él supuso— sólo puede terminar en la apostasía. Pero él
estaba haciendo cuanto podía para contrarrestarla; trató de persuadir a Jung
de que “soy inadecuado como objeto de culto”. *34 Llegaría un tiempo en
el que Jung coincidiría con Freud acerca de este punto.
Política psicoanalítica [241]

En sus cartas a Abraham (que proporcionan un sobrio comentario


sobre la correspondencia de Jung) Freud describió sin reservas las virtudes
peculiares de la conexión de Zurich. Durante los tres años que pasó en el
Burghólzli, Abraham se había llevado bien con Jung (tan atractivo como
brusco) pero albergaba dudas con respecto a él. Después, mientras ejercía
en Berlín, no perdió ninguna oportunidad de irritar a su ex superior, en
especial cuando se encontraban en congresos psicoanalíticos. Freud, que
sostenía la necesidad de tener paciencia y cooperar, interpretaba con mode­
ración la actitud más bien fría de Abraham con respecto a Jung, como una
inocua y casi inevitable rivalidad entre hermanos. “Sea tolerante —le reco­
mendó a Abraham en mayo de 1908— y no olvide que es realmente más
fácil para usted”, como judío, aceptar el psicoanálisis, mientras que Jung,
“como cristiano e hijo de un pastor”, puede “encontrar el camino que le
conducirá a mí sólo luchando con grandes resistencias internas”. Por lo
tanto, “su adhesión es sumamente valiosa. Casi diría que sólo su apari­
ción ha podido salvar al psicoanálisis del peligro de convertirse en una
preocupación nacional judía”. *35 Freud estaba convencido de que mientras
el mundo percibiera el psicoanálisis como una “ciencia judía”, la carga’ que
debían soportar sus subversivas ideas no podía hacer otra cosa que multi­
plicarse. “Nosotros somos y seguiremos siendo judíos —le escribió a un
corresponsal judío algún tiempo después—; los otros sencillamente siem­
pre nos explotarán y nunca nos entenderán ni apreciarán”. *36 En una acer­
ba y célebre ocurrencia, dirigiéndose a Abraham, tomó el apellido más
inequívocamente austríaco y cristiano que se le ocurrió, para resumir todas
las desdichas de la condición judía: “Esté seguro de que si yo me llamara
Oberhuber, mis innovaciones, a pesar de todo, habrían encontrado mucha
menos resistencia”.
Con este espíritu de autodefensa, Freud previno claramente a Abraham
contra las “preferencias raciales”. Precisamente porque los dos hombres, y
Ferenczi en Budapest, se entendían tan perfectamente, tales consideracio­
nes debían ocupar un lugar secundario. Su propia intimidad les serviría
para tomar precauciones contra “el hecho de descuidar a los arios, que son
fundamentalmente extraños a mí”. *38 No tenía duda alguna: “Nuestros
camaradas arios, después de todo, son totalmente indispensables para
nosotros; de otro modo, el psicoanálisis caería víctima del antisemitis­
mo”. *39 Vale la pena repetir que, a pesar de esta necesidad de partidarios
gentiles, Freud no estaba recurriendo a la manipulación al alentar a Jung;
tenía un concepto de él mucho mejor que el de Abraham. *4<> Al mismo
tiempo, Freud no desestimaba el valor profesional y personal de lo que, en
la jerga de la época, llamaba “parentesco racial (Rassenverwandtscluift)'' y
que lo vinculaba con Abraham. “¿Podría decir que son sus rasgos judíos
consanguíneos lo que me atrae de usted?” Escribiendo con toda confianza,
de judío a judío, Freud le confesó a Abraham su preocupación por “el anti­
semitismo oculto del suizo”, y recomendó la resignación como única
[242] Elaboraciones: 1902-1915

política viable: “Nosotros, como judíos, si queremos integrarnos en cual­


quier parte, debemos desarrollar un poco de masoquismo”, e incluso estar
preparados para soportar cierto grado de injusticia. *41 También le recordó a
Abraham (poniendo de manifiesto —de paso— su completo desconoci­
miento de la larga tradición del misticismo judío) que: “En general, para
nosotros, los judíos, es más fácil, puesto que nos falta el elemento místi­
co”. *42
Según el punto de vista de Freud, estar felizmente libre del elemento
místico significaba estar abierto a la ciencia, tener la única actitud adecua­
da para la comprensión de sus ideas. Jung, hijo de un pastor, albergaba
peligrosas simpatías por místicos de Oriente y Occidente, lo mismo que,
aparentemente, muchos otros cristianos. Para un psicoanalista, judío o
no, era mucho mejor ser ateo, como el propio Freud. Lo que importaba
era reconocer que el psicoanálisis es una ciencia, con respecto a cuyos des­
cubrimientos los orígenes religiosos de quienes lo practican carecen por
completo de pertinencia. “No debe haber una ciencia judía o una ciencia
aria diferentes”, le manifestó Freud a Ferenczi en una oportunidad. *43 Pero
también consideraba que las realidades de la política psicoanalítica obliga­
ban a tener presentes las diferencias religiosas de sus seguidores. En con­
secuencia, hacía cuanto podía por cultivar tanto a los judíos como a los
gentiles. Seducía a Jung con afecto paternal, a Abraham con afinidades
“raciales”, sin perder de vista la Causa. En 1908 estaba manteniendo
correspondencia con Abraham y Jung prácticamente de modo idéntico; la
estrategia parecía estar dando resultados.
Sin duda, en esos años Freud no tenía duda alguna de que Jung seguía
firme en su fe. El propio Jung lo había dicho con bastante frecuencia.
“Puede estar seguro —le escribió a Freud en 1907— de que nunca abando­
naré una parte de su teoría esencial para mí. Estoy demasiado comprometi­
do para ello”. *44 Dos años más tarde, le dio seguridades una vez más: “Ni
ahora ni en el futuro, ocurrirá algo del tipo Fliess”. *45 Esta era una pro­
mesa solemne y enfática que Freud (si se hubiera permitido aplicar sus
propias técnicas detectivescas) podría haber considerado un indicio omino­
so acerca de algo del tipo Fliess que se produciría en el futuro.

Interludio americano

En 1909, el mismo año de la promesa de firme lealtad


por parte de Jung, Freud se vio inesperadamente alivia­
do en lo referente a sus preocupaciones políticas, y
obtuvo una todavía más inesperada distinción, lejos de
su país. El 10 de septiembre (un viernes) por la noche,
Política psicoanalitica [243]

en el gimnasio de la Clark University, de Worcester, Massachusetts, reci­


bió el título de doctor honoris causa en leyes. El espaldarazo llegó por
sorpresa. Tenía un puñado de seguidores en Viena; poco tiempo antes
había conseguido partidarios en Zurich, Berlín, Budapest, Londres e inclu­
so Nueva York. Pero éstos representaban una pequeña y atrincherada
minoría dentro de la profesión psiquiátrica; las ideas de Freud seguían
siendo patrimonio de unos pocos, y un escándalo para la mayoría.
Ahora bien, el presidente de la Clark University, G. Stanley Hall, que
organizó las ceremonias en las cuales Freud recibió su título honorario,
era un psicólogo emprendedor que, lejos de temer la controversia, la culti­
vaba. “Tiene algo de fabricante de reyes”, sentenció Freud. *« Hall, excén­
trico y entusiasta, había hecho mucho por popularizar la psicología, en
especial la psicología infantil, en Estados Unidos. En 1889 había sido
designado primer presidente de la Clark University, la cual, bien provista
de fondos, aspiraba a emular a la Johns Hopkins University, y a superar a
Harvard en su programa para licenciados. Fue la plataforma ideal para
Hall, que era más un infatigable publicista y un abogado con ideas nuevas
que un investigador original. Inquieto, ambicioso e incurablemente ecléc­
tico, Hall absorbía con rapidez las nuevas corrientes psicológicas proce­
dentes de Europa. En 1899 había importado a una autoridad suiza, Augus-
te Forel, ex director del Hospital Mental Burghólzli, para que informara
sobre los últimos avances, y Forel le había hablado a su audiencia acerca
de la obra sobre la histeria de Freud y Breuer. En los años que siguieron,
otros conferenciantes informaron a Clark acerca del psicoanálisis de Viena,
y en 1904, en su voluminoso tratado en dos tomos titulado Adolescence,
Hall aludió más de una vez, con aprobación evidente, a las difamadas ideas
de Freud sobre la sexualidad. En una reseña bibliográfica sobre la obra, un
psicólogo educacional de renombre, Edward L. Thomdike, arrrugó el entre­
cejo ante la franqueza sin precedentes de Hall, y en privado denunció el
libro como “atestado de errores, masturbación y Jesús”. El autor —dijo—
“es un loco”. *47
Ese era el hombre que invitó a Freud a pronunciar una serie de confe­
rencias. La ocasión que Hall eligió fue el vigésimo aniversario de la fun­
dación de la Clark University. También invitó a Jung, entonces amplia­
mente conocido como especialista en esquizofrenia y el más importante
seguidor de Freud. “Creemos —le escribió Hall a Freud en diciembre de
1908— que un enunciado conciso de sus propios resultados y de su punto
de vista sería ahora sumamente oportuno, y tal vez en algún sentido haga
época en la historia de estos estudios en este país”. *«
Entre un agradecimiento breve e improvisado', Freud dijo con orgullo
que esa ceremonia de entrega del título honorario constituía “el primer
reconocimiento oficial de nuestros esfuerzos”. *49 Cinco años más tarde,
estaba todavía bajo la impronta de aquella grata impresión. Se sirvió de la
generosidad y la amplitud intelectual americanas como de un garrote con
[244] Elaboraciones: 1902-1915

el que golpear a los europeos, y definió su visita a Clark como “la prime­
ra vez que se me permitió hablar públicamente de psicoanálisis”. El hecho
de que hubiera pronunciado cinco conferencias en alemán sin perder su
audiencia no hacía más que realzar su apreciación del acontecimiento. Asi­
mismo, no ahorró a sus lectores europeos el acre recordatorio de que “la
introducción del psicoanálisis en Norteamérica tuvo lugar con detalles par­
ticularmente honoríficos”. Freud admitía que no esperaba eso: “Para nues­
tra sorpresa, nos encontramos con que los hombres sin prejuicios de esa
universidad pequeña pero reputada conocían toda la literatura psicoanalíti­
ca”, y la empleaban en sus conferencias. Suavizando esta apreciación con
ese menosprecio ritual de América que era endémico entre los europeos
cultivados, agregó: “En la mojigata América uno podía, por lo menos en
los círculos académicos, discutir con libertad y tratar científicamente todo
lo que se considera impropio en la vida ordinaria”. *5° Una década más tar­
de, recordando el episodio en su presentación autobiográfica observó que
su expedición americana había hecho mucho por él. “En Europa me sentía
como alguien excomulgado; allí los mejores me recibieron como a un
igual. Subir a la tribuna en Worcester fue como la realización de un sueño
increíble”. Quedó claro entonces que “el psicoanálisis ya no era una ilu­
sión; se había convertido en una parte importante de la realidad”. *51
Al principio, Freud pensó que no podía aceptar la invitación de Hall.
Programadas para junio, las ceremonias habrían interrumpido su año pro­
fesional y reducido sus ingresos, lo cual era siempre una cuestión delicada
para él. Le dijo a Ferenczi que lamentaba tener que negarse, pero «sin
embargo, me parece que la demanda de sacrificar tanto dinero por la opor­
tunidad de pronunciar conferencias allí es demasiado “americana”». Tuvo
un acceso de dureza: “América debe procurarme dinero, no costarme dine­
ro”. Y el dinero no era la única razón de la resistencia de Freud a hablar
públicamente en Estados Unidos. Temía que él y sus colegas se vieran
condenados al ostracismo en cuanto los norteamericanos descubrieran “el
cimiento sexual de nuestra psicología”. *52 Pero la invitación lo intrigaba.
Cuando Hall tardó en responder a sus cartas, él se impacientó por el silen­
cio, aunque afirmando en seguida, como para protegerse de la desilusión,
que en todo caso no tema ninguna confianza en los norteamericanos y
temía “la pudibundez del nuevo continente”. *» Unos días más tarde, cam­
biando el tono con apariencia algo más ansioso, le volvió a escribir a
Ferenczi: “Sin novedades de EE.UU.”
Pero Hall modificó su propuesta; dejó las ceremonias para septiembre
y aumentó sustancialmente los gastos de viaje asignados a Freud. Este le
comentó a Ferenczi que esos gestos hacían posible, “y sin duda conve­
niente, aceptar la invitación”. *« Y le preguntaba a Ferenczi, como ya lo
había hecho antes, si le gustaría ir con él. Ferenczi respondió que sí,
mucho. Ya en enero le había dicho a Freud que podía permitirse el via­
je, *5« y en marzo empezó a pensar en “ciertos preparativos para la excur­
Politica psicoanalitica [245]

sión a ultramar”, que incluían el perfeccionamiento de su “defectuoso”


inglés y algunas lecturas sobre Estados Unidos. *57 A medida que transcu­
rrían las semanas, también aumentaba visiblemente la excitación de Freud
ante aquella perspectiva. “América domina la situación”, escribió en mar­
zo y, lo mismo que Ferenczi, empezó a prepararse para la aventura, com­
prando libros sobre Estados Unidos y “puliendo” su inglés. Probablemen­
te se iba a tratar de “una gran experiencia”; *58 al anunciarle a Abraham que
iba a pronunciar conferencias en Estados Unidos, exclamó con exuberan­
cia: “Y ahora las grandes noticias”. *59 A la manera de un viajero prudente
y experimentado, Freud empezó a reunir información sobre la travesía;
sopesando diversas alternativas. Finalmente se decidió por el vapor George
Washington, de la Norddeutsche Lloyd, porque le permitía dedicar una
semana a visitar cosas que le interesaban de Estados Unidos, antes de apa­
recer en la Clark University. “Podemos ir al Mediterráneo cualquier otro
año. América no se repetirá tan pronto”. *«
Freud se daba cuenta con disgusto de su ambivalencia acerca de aquella
“aventura del viaje”, y la consideraba —le dijo a Ferenczi— «una verdade­
ra ilustración de las profundas palabras de La flauta mágica: “No puedo
obligarte a amar”. América no me importa nada, pero espero mucho de
nuestro viaje juntos»2 *« Asimismo, estaba feliz de que Jung formara par­
te de la expedición: “Me agrada enormemente por las razones más egoís­
tas”, le hizo saber a Jung en junio. Pero también le agradaba —agregó-
ver cuánto prestigio se había’ganado ya Jung en los círculos psicológi­
cos. *62
Aunque en sus vacaciones de verano Freud se llevó consigo, escrupu­
losamente, algunos libros sobre Estados Unidos, después no los leyó.
“Quiero que me sorprendan” *&, le dijo a Ferenczi, y le aconsejó a Jung
que cultivara la misma espontaneidad. *« Finalmente, su única irrupción
en Estados Unidos demostró ser en parte vacaciones y en parte progreso
psicoanalítico. Pero empezó con un episodio poco alentador: el 20 de
agosto, los tres viajeros almorzaron juntos en Bremen antes de embarcar­
se; Jung comenzó a hablar, y continuó hablando, sobre ruinas prehistóri­
cas en las que se estaba excavando al norte de Alemania. Freud interpretó
que ese tema, y la insistencia de Jung, ocultaban un deseo de muerte diri­
gido contra él, y se desvaneció. No fue la única vez que lo hizo en pre­
sencia de Jung. Pero prevaleció la grata perspectiva de los momentos que
les esperaban, y al día siguiente, Freud, Jung y Ferenczi partieron de Bre­
men alegremente. Durante la travesía, que duró ocho días, se entretuvieron
con uno de los pasatiempos favoritos de aquellos primeros analistas: se
analizaron los sueños unos a otros. Según Freud le comentó más tarde a
Jones, entre los momentos más memorables del viaje se contó el hecho de

2 Para un análisis detallado del antinorteamericanismo de Freud, véanse las


págs. 625-634.
[246] Elaboraciones: 1902-1915

que descubriera a su camarero leyendo La psicopatología de la vida coti­


diana. Desde luego, uno de los objetivos de Freud al escribir ese libro
había sido llegar a un público profano, y tenía la satisfacción de encontrar
pruebas concretas de que sin duda había logrado cautivar a un sector de lec­
tores más amplio.
El trío se reservó una semana para quedarse en Nueva York. Emest
Jones y A. A. Brill (los dos psicoanalistas que estaban allí) los llevaron a
conocer la ciudad. Jones viajó desde Toronto para atender a los distingui­
dos invitados. Pero su cicerone casi profesional fue Brill, que vivía en
Nueva York desde 1889, cuando llegó de su nativa Austria-Hungría, solo,
con quince años de edad y tres dólares en el bolsillo. El conocía la ciudad
—al menos Manhattan— por dentro y por fuera. Se había ido de Europa
para escapar de su familia. El padre era ignorante y autoritario; la madre
quería que fuera rabino. América lo salvó al mismo tiempo de una carrera
indeseada y de progenitores “asfixiantes”. *« En la adolescencia rechazó
con igual determinación la religión y la dictadura doméstica del padre, pero
—como ha dicho con justicia Nathan G. Hale— “conservó el respeto reve­
rencial típicamente judío por los maestros y los sabios. Buscaba un guía,
no un sargento mayor”.
Desesperadamente pobre, pero impulsado por su voluntad, Brill se
abrió camino en la Universidad de Nueva York mientras se mantenía con
una variedad de empleos para salir del paso, incluido el de maestro de
escuela. Después de algunos años de privaciones —le contó más tarde a
Emest Jones— pensó que tema dinero suficiente como para iniciar su for­
mación médica en la Universidad de Columbia, pero no le alcanzaba para
pagar los derechos de examen. «Apelar a las autoridades pidiendo ayuda o
una exención era inútil; tenía que confiar en sus propios recursos, y vol­
vió a la enseñanza durante un año más. Sin duda, iba a resultarle penoso,
pero entonces se dijo: “No le eches la culpa a nadie más que a ti mismo.
Nadie te pidió que escogieras la medicina.” Y avanzó con valentía.» Jones
no puede ocultar su admiración. “Se le podría considerar un diamante en
bruto, pero no cabía duda alguna de que era un diamante”. *68 En 1907
había ahorrado el dinero suficiente como para pasar un año en el Burghólz-
li estudiando psiquiatría. Allí descubrió a Freud, y de ese descubrimiento
surgió la vocación de su vida. Decidió que volvería a Nueva York, se pre­
pararía para convertirse en portavoz del psicoanálisis y hacer editar en
inglés los libros de Freud. En ese momento, a fines del verano de 1909,
podía, con entusiasmo y autoridad, pagar parte de su deuda con Freud.
Con un apetito joven e intacto de explorador urbano, Freud demostró
ser infatigable. No era aún lo bastante famoso como para que lo asediaran
fotógrafos y periodistas, y uno de los matutinos de Nueva York ni siquie­
ra escribió bien su apellido; respetuosamente, registró la llegada del “Pro­
fesor Freund de Viena”. *« Esto no pareció perturbar a Freud, atareado
como estaba en recorrer Nueva York. Vio el Central Park y la Universidad
Política psicoanalitica [247]

de Columbia, Chinatown y Coney Island, y se reservó tiempo para ins­


peccionar sus amadas antigüedades griegas en el Metropolitan Museum. El
15 de septiembre llegaron a Worcester. Los otros fueron alojados en el
Standish Hotel; Freud, obviamente el huésped principal, había sido invita­
do a hospedarse en la elegante casa de G. Stanley Hall.

Las cinco conferencias de Freud, ensayadas previamente en sus


paseos matutinos con Ferenczi, fueron bien recibidas; ante sus oyentes
americanos sacó buen partido de su habilidad como orador. Abrió la serie
con un generoso tributo a Breuer, a quien reconoció como el verdadero
fundador del psicoanálisis —tributo que, tras reflexionar, llegó a
considerar excesivo— y presentó una rápida historia de sus propias ideas y
técnicas, junto con advertencias contra las excesivas expectativas que
pudieran albergarse con respecto a una ciencia que era todavía tan joven.
Al final de la tercera conferencia ya había familiarizado a sus oyentes con
los conceptos esenciales del psicoanálisis: regresión, resistencia, interpre­
tación de los sueños, y todos los demás. En la cuarta abordó el delicado
tema de la sexualidad, incluyendo la sexualidad infantil. Nunca había des­
plegado con mejor propósito sus habilidades para el alegato dialéctico;
jugó diestramente la carta de triunfo de la conexión americana. El testigo
al que apeló en su apoyo era Standford Bell, por fortuna miembro del cuer­
po directivo de la Clark University. En 1902, tres años antes de que apare­
cieran los Tres ensayos sobre teoría sexual de Freud, Bell había publicado
en el American Journal of Psychology un artículo en el que ratificaba el
fenómeno de la sexualidad infantil con numerosas observaciones. En el
hecho de no ser original y único había algo que suavizaba las resistencias,
y Freud lo explotó a fondo. Cerró la serie con una osada mezcla de crítica
cultural y psicoanálisis aplicado, y para finalizar agradeció la oportunidad
que se le había brindado de pronunciar esas conferencias, y la atención con
la que lo habían seguido sus oyentes.
Freud no tema muchas razones válidas para quejarse de aquella visita;
la mayoría de sus cavilaciones posteriores suenan forzadas, cualquier cosa
menos generosas o incluso razonables. Es cierto que la cocina norteameri­
cana, tanto el agua helada como la comida pesada, hicieron estragos en su
digestión, que ya antes no funcionaba muy bien. *7° Sin duda, Freud esta­
ba convencido de que su estancia en Estados Unidos había “agravado nota­
blemente” su enfermedad intestinal *71 y Jones lo acompañó en su convic­
ción. “Espero fervientemente —le escribió a Freud algunos meses
después— que su indisposición física sea ahora una cosa del pasado. Es
indignante que América le haya asestado un golpe bajo a través de su coci­
na”. *72 Pero Freud exageró mucho el efecto adverso de la comida nortea­
mericana, pues ya hacía mucho tiempo que lo acosaban las dificultades
intestinales. ¿Y qué decir de su afirmación acerca de que esa visita a Esta­
dos Unidos había determinado el deterioro de su escritura manuscrita? *73
[248] Elaboraciones: 1902-1915

Incluso el fiel Jones tuvo que llegar a la conclusión de que, en el fondo, el


antinorteamericanismo de Freud “en realidad no tiene nada que ver con la
propia América”. *74
De hecho, la recepción que brindaron a Freud en Norteamérica, tanto
las personas que conoció como la prensa, fue cordial; en muchos casos,
claramente receptiva. El titular que apareció en el Worcester Telegram
(“Todo el mundo en Clark... Los hombres con cerebro privilegiado tam­
bién tienen tiempo para sonrisas ocasionales”) constituye un ejemplo del
periodismo popular en su nivel más bajo, pero fue una excepción. *«
Algunas de las personas que asistieron a las conferencias de Freud conside­
raban totalmente sorprendentes sus teorías de la sexualidad, y la prensa tra­
tó con conveniente brevedad y con decoro la cuarta conferencia, que exami­
naba ese delicado tema. Pero Freud no tenía motivos para sentirse
despreciado —no digamos ya rechazado— por sus oyentes norteamerica­
nos. *76 Es más, figuras importantes de la psicología norteamericana viaja­
ron a Worcester especialmente para conocerlo. William James, el psicólo­
go y filósofo más influyente y celebrado de Estados Unidos, pasó un día
en Clark para escucharlo y dar un paseo con él. Fue una caminata que
Freud nunca olvidó. James ya padecía la enfermedad cardíaca de la que
moriría un año después. En su presentación autobiográfica, Freud narra
cómo James se detuvo de pronto, le pasó su cartera de mano y le pidió que
siguiera caminando; iba a tener un ataque de angina de pecho y lo alcanza­
ría en cuanto hubiera terminado. “Desde entonces —comentó Freud—
siempre he deseado tener una valentía similar ante el fin de la vida”. *77 A
Freud le pareció admirable, incluso envidiable, el estoicismo cortés de
aquel hombre, que había estado tratando con la muerte durante años.
James seguía los escritos de Freud desde 1894, cuando reparó en la
“comunicación preliminar” sobre la histeria, de Freud y Breuer. Entonces,
con la amplitud de miras con la que normalmente consideraba las teorías
que lo intrigaban aunque le parecieran inaceptables, simpatizó con Freud y
los freudianos. James, estudioso profesional de la religión, alguien que
había elevado la experiencia religiosa al nivel de la verdad más alta, estaba
lleno de reservas acerca de lo que veía como hostilidad freudiana hacia la
religión, una hostilidad programática y obsesiva. Pero esto no eliminó su
interés por la empresa. Al despedirse de Ernest Jones en Worcester, le
pasó un brazo por los hombros y le dijo: “El futuro de la psicología perte­
nece al trabajo de ustedes”. *78 James tenía fuertes sospechas de que Freud,
“con su teoría del sueño, fuera un completo halluciné”. Sin embargo, pen­
saba que había «contribuido en gran medida a nuestra comprensión de la
psicología “funcional”, que es la psicología real». *7’ Asimismo, inmedia­
tamente después del encuentro de Clark, escribiéndole al psicólogo suizo
Théodore Flournoy, se manifestó preocupado por las “ideas fijas” de
Freud; confesó que no sabía qué hacer con la teoría freudiana de los sue­
ños, y denunció como peligrosos los conceptos psicoanalíticos sobre el
Politica psicoanalitica [249]

simbolismo. Pero tenía la esperanza de que “Freud y sus discípulos lleven


sus ideas hasta sus últimas consecuencias, para que podamos saber en qué
consisten. No pueden dejar de arrojar luz sobre la naturaleza humana”. *8°
Esto era amable, pero dubitativo, y un tanto vago. James tenía un
mejor concepto de Jung, cuyas simpatías por la religión se acercaban a las
suyas. Sin duda, las conferencias que Jung pronunció en Clark sobre psi­
cología infantil y los experimentos de asociación de palabras *81 eran
menos provocadoras que las de Freud para la teología filosófica que James
defendió con tanta elocuencia. Si bien Freud no había predicado el ateísmo
en Clark, estaba claramente comprometido con el tipo de convicciones
científicas que rechazaban toda pretensión del pensamiento religioso refe­
rente a la búsqueda de la verdad. Pero eran precisamente esas pretensiones
las que James había formulado durante años, elevando la religión por enci­
ma de la ciencia; lo había hecho del modo más vigoroso en sus celebradas
Conferencias Gifford, The Varieties of Religious Experience, obra publi­
cada unos pocos años antes, en 1902. En agudo contraste, James Jackson
Putnam apoyó a Freud con entusiasmo, y demostró ser un adalid del psi­
coanálisis en Estados Unidos mucho más eficaz de lo que podía serlo
James. Profesor de Harvard, como James, Putnam era un neurólogo que
disfrutaba de un prestigio inigualado entre sus colegas. Por lo tanto, era
muy importante que, mientras trataba pacientes histéricos en el Hospital
General de Massachusetts, hubiera declarado que el método psicoanalítico
estaba lejos de ser inútil. Leyó a Freud con simpatía, y ése fue el primer
eco real que las ideas psicoanalíticas encontraron en el establishment
médico de Estados Unidos. Putnam siempre conservó su independencia y
se negó a cambiar su orientación filosófica, que incluso proclamaba una
divinidad más bien abstracta, por el positivismo ateo de Freud, lo que
éste, hasta cierto punto, lamentaba. Pero las conferencias de Clark, refor­
zadas por intensas discusiones con Freud y sus acompañantes, persuadie­
ron a Putnam de que las teorías y modos de tratamiento psicoanalíticos
eran esencialmente correctos. En cierto sentido, esa conquista fue el legado
más perdurable del interludio americano de Freud.

Una vez concluidas las celebraciones en Clark, Freud, Jung y


Ferenczi pasaron varios días en la propiedad de Putnam en los Adiron-
dacks, continuando con sus conversaciones profesionales. El 21 de sep­
tiembre, después de sus últimos dos días en Nueva York, los tres compa­
ñeros se embarcaron en otro vapor alemán, el Kaiser Wilhelm der Grosse.
Soportaron un tiempo desagradablemente tormentoso, pero esto no impi­
dió que Freud analizara a Jung, para beneficio de éste, según afirmó el pro­
pio Jung. Ocho días más tarde entraron en el puerto de Bremen; Améri­
ca había pasado a ser un recuerdo vivido, rico y complejo. “Estoy muy
contento de estar lejos de allí, y aun más de no tener que vivir allí” le
escribió Freud a su hija Mathilde. “Tampoco puedo decir que vuelva muy
[250] Elaboraciones: 1902-1915

fresco y descansado. Pero fue extremadamente interesante y probablemente


muy significativo para nuestra causa. En general, puede decirse que fue un
gran éxito”. A principios de octubre, Jung, confesando que extrañaba a
Freud, estaba de nuevo trabajando en Zurich. *84 También Freud había
vuelto al trabajo. Al regresar a su hogar llevó consigo un título de doctor
en leyes, junto con otras halagüeñas pruebas de que su movimiento ya era
verdaderamente internacional.
Después de tales satisfacciones, Viena prometía poco más que un des­
censo. A principios de noviembre, la exasperación de Freud con sus segui­
dores locales tocó fondo una vez más. “A veces estoy tan irritado con mis
vieneses —le escribió a Jung, parafraseando al emperador romano Calígu-
la— que querría que tuvieran un solo trasero, para poder zurrarlos a todos
con un palo”. Pero un desliz significativo traicionó la incomodidad repri­
mida que sentía Freud con respecto a Jung: en lugar de ihnen (“ellos”)
escribió Ihnen (“usted”), con lo cual daba a entender que era el trasero de
Jung el que merecía la zurra. *85 Pero la primera fractura seria de la unidad
psicoanalitica se originó en Viena, e incluía a dos de los primeros asocia­
dos de Freud: Wilhelm Stekel y Alfred Adler. Jung le brindó a Freud su
apoyo y simpatía, permaneciendo con firmeza en el campo de este último.

Viena versus Zurich

En un momento de extrema exasperación (uno entre


tantos a lo largo de esos años), Freud se refirió a Ste­
kel y Adler como a “Max y Moritz”, esos dos típicos
niños malos del famoso cuento humorístico de Wil­
helm Busch sobre las travesuras deliberadas y crueles,
y su terrible castigo: “Esos dos me fastidian incesante­
mente”. *86 Pero los dos, aunque amigos y aliados, eran muy diferentes
entre sí, provocaban el desaliento de Freud por diferentes causas, y le die­
ron distintos motivos para la acción drástica.
Stekel, a pesar de todas sus contribuciones a la organización de la
Sociedad Psicológica de los Miércoles y a la teoría del simbolismo, había
tenido algo de irritante desde el principio. Era intuitivo e infatigable,
periodista prolífico, dramaturgo, cuentista y autor de tratados psicoanalíti-
cos. Aunque divertido como compañía, se ganaba muchas antipatías por
su jactancia y por su falta de escrúpulos en el empleo de las pruebas cien­
tíficas. Avido de comentar cualquier trabajo que se presentara en la Socie­
dad, inventaba pacientes que fueran adecuados para la discusión. «El
paciente de los miércoles de Stekel” —recordó Emest Jones— se convirtió
en un chiste habitual». Aparentemente, la imaginación de Stekel era
Politica psicoanalítica [251]

demasiado densa como para que pudiera controlarla. En uno de sus trabajos
formuló la alarmante teoría de que los nombres tienen a menudo una
influencia subterránea en la vida de la gente, y “documentó” su afirmación
con nombres de analizandos suyos. Cuando Freud le regañó por violar el
secreto médico dando nombres reales, Stekel lo tranquilizó: ¡los nombres
eran todos inventados! *«» No puede sorprender que Freud, mientras todavía
estaba en buenos términos con él, llegara a la conclusión de que Stekel era
“débil en la teoría y el pensamiento”, aunque estaba dotado de “instinto
para el significado de lo oculto e inconsciente”. *»’
Esto sucedía en 1908. Pronto fue germinando en Freud la idea de la
expulsión, encolerizado por lo que denominó “celos mezquinos propios de
un imbécil” (schwachsinnige Eifersüchteleien). *’° En su resumen final,
caracterizó a Stekel como “al principio muy prometedor, más tarde total­
mente descarriado”. 3 *’i Veredicto severo, pero muy moderado en compara­
ción con sus explosiones privadas; en las cartas confidenciales, Freud lla­
mó a Stekel mentiroso impúdico, *92 “individuo intratable, un mauvais
sujet”, *93 incluso un “cerdo”. *94 Ese adjetivo acerbo le gustó tanto que lo
probó en inglés: “that pig, Stekel” (“ese cerdo, Stekel”), escribió en una
carta a Emest Jones, quien, pensaba Freud, estaba dándole mucha impor­
tancia a Stekel. *95 Muchos de los vieneses que no se atrevían a ponerle
motes estaban de acuerdo en que Stekel, aunque estimulante, era una per­
sona por completo irresponsable, a menudo divertida sin intención de ser­
lo y, para decirlo todo, intolerable. En 1911 todavía era un miembro repu­
tado de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, leía trabajos y participaba en
las discusiones. En abril de ese año, la Sociedad dedicó incluso una noche
a realizar comentarios (sumamente críticos en lo esencial) sobre el libro de
Stekel El lenguaje de los sueños. *96 Aunque tal vez fuera intolerable,
durante varios años Stekel fue tolerado.

Había mas seguidores vieneses que irritaban a Freud tanto como Ste­
kel, pero tenía otras cosas que también le preocupaban. En esa época
Freud se enfadó con Karl Kraus, un adversario ingenioso y temible, des­
pués de haber disfrutado recíprocamente algunos años de relaciones amis­
tosas, aunque no estrechas. Kraus, nunca irreverente con el propio Freud,
objetó con vehemencia la aplicación rudimentaria de las ideas freudianas a
figuras de la literatura, incluso a él, costumbre que en aquel entonces esta­

3 En su autobiografía inédita, Fritz Wittels dice que al enterarse de que iba a


realizarse una nueva impresión de la “contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico” le pidió a Freud que moderara aquel “malévolo” pasaje sobre el
“abandono” de Stekel. Freud, aunque no estaba dispuesto a suprimir sus críticas,
aceptó emplear “una palabra más suave”. Pero finalmente quedó verwahrlost.
(Fritz Wittels, Wrestling with the Man: The Story of a Freudian, 169-170, ori­
ginal mecanografiado, Fritz Wittels Collection, Box 2. A. A. Brill Library,
New York Psychoanalytic Institute).
[252] Elaboraciones: 1902-1915

ba de moda. Una de estas aplicaciones, elaborada por su ex amigo y cola­


borador Fritz Wittels, que trató de diagnosticar el famoso periódico de
Kraus, Die Fackel, como si fuera un mero síntoma neurótico, lo exasperó
particularmente, y se revolvió contra el psicoanálisis con algunos dardos
puntiagudos y a veces envenenados. Leal a su grupo, a su vez contrariado,
Freud, a quien la vulgarización del método psicoanalítico le gustaba casi
tan poco como al propio Kraus, denunció a éste (en privado) con el más
inmoderado de los lenguajes: “Usted conoce la desenfrenada vanidad y falta
de disciplina de este bruto con talento, K.K.”, le escribió a Ferenczi en
febrero de 1910. Dos meses más tarde confió a Ferenczi que había adivina­
do el secreto de Kraus: “Es un loco mediocre con un gran talento histrió-
nico”, lo que le permitía imitar la inteligencia y la indignación. Ese dicta­
men era más el producto de un impulso airado que un juicio sensato, y
estaba completamente fuera de lugar, a pesar de los estallidos de Kraus,
envenenados e irracionales.
Pero ésos eran problemas marginales. A medida que el movimiento
psicoanalítico cobraba impulso, Freud tenía que cultivar y mantener a raya
fichajes extranjeros influyentes e indecisos. Su correspondencia iba
haciéndose más internacional con el curso de los años, y se parecía cada
vez más a la de un general que planificara campañas, o a la de un diplomá­
tico que intentara atraerse aliados. Puede que el caso más perturbador, sin
duda el de mayores consecuencias, entre los nuevos prosélitos conseguidos
por Freud, fuera el de Eugen Bleuler, el eminente jefe de Jung. Durante
algún tiempo, Bleuler fue valioso miembro del clan freudiano. Estuvo
presente en 1908 en un pequeño congreso internacional en Salzburgo (el
primero de muchos: un grupo que se denominaba a sí mismo “Amigos del
psicoanálisis” con gente procedente de Viena, Zurich, Berlín, Budapest,
Londres, e incluso Nueva York, se reunió para escuchar la lectura de traba­
jos de Jung, Adler, Ferenczi, Abraham y Jones —y, desde luego, Freud—
y para promover una cooperación más estrecha). Un resultado alentador
fue la fundación de la primera publicación psicoanalitica, Jahrbuch für
psychoanalytische und psychopathologische Forschungen, con Bleuler y
Freud como directores y Jung como “editor”. El colofón era el símbolo
gratificador de una alianza entre Viena y Zurich, y la prueba no menos
satisfactoria de la adhesión de Bleuler a la causa freudiana.
Las relaciones entre Bleuler y Freud eran perfectamente amigables en
la superficie, si bien un tanto distantes. Sin embargo, Bleuler, aunque
muy impresionado por las ideas de Freud, seguía teniendo dudas en cuan­
to a si el énfasis en la sexualidad estaba realmente justificado. Y esa
vacilación, unida a su incómoda sensación de que Freud estaba erigiendo
una máquina política estrechamente controlada, hizo que fluctuara en su
actitud con respecto al establishment psicoanalítico que se estaba for­
mando. «Este “Quien no está con nosotros está contra nosotros” —le
manifestó a Freud en 1911, al renunciar a la recientemente organizada
Politica psicoanalítica [253]

Asociación Psicoanalítica Internacional— este ‘todo o nada’ es, en mi


opinión, necesario para las comunidades religiosas, y útil para los parti­
dos políticos. En esos casos puedo entender el principio como tal, pero
para la ciencia lo considero dañino». *’7 Freud podría haber acogido de
buen grado esa amplitud de miras, esa postura en principio verdadera­
mente científica, pero estaba demasiado comprometido en su batalla
como para adoptarla. 4 En consecuencia, continuó cultivando a Bleuler y
denunciándolo en cartas a sus íntimos. “Bleuler —le confió Freud a
Ferenczi— es insufrible”. *98

Por fastidiosas que pudieran parecerle a Freud las escrupulosas


vacilaciones de Bleuler, tenía cuestiones más graves que solucionar en
Viena, en especial el tema del lugar de Alfred Adler en la Sociedad Psicoa­
nalítica de Viena. Las relaciones entre Freud y Adler fueron más complica­
das que las de Freud con Stekel y, a largo plazo, más importantes. Adler
era complaciente y melancólico; sus detractores del círculo de Freud lo
consideraban carente de humor y ávido de aplausos. Jones, por ejemplo, lo
describe como “huraño y patéticamente ansioso de reconocimiento”.
Pero quienes lo conocieron como frecuentador de los cafés de Viena veían
un hombre diferente: relajado y bromista. Fuera cual fuere el Adler “real”,
su influencia entre sus colegas sólo podía envidiar a la de Freud. Pero
Freud no temía a Adler, ni lo trataba como a un rival. Por el contrario,
durante algunos años, le otorgó un crédito intelectual prácticamente ilimi­
tado. En noviembre de 1906, cuando Adler leyó un trabajo sobre los fun­
damentos psicológicos de las neurosis, Freud lo elogió cálidamente. No le
gustaba mucho la expresión favorita de Adler, Minderwertigkeit (“inferio­
ridad de los órganos”) y habría preferido otra más neutra, como por ejem­
plo “una particular variabilidad de los órganos”. Pero en cuanto a lo
demás, el trabajo de Adler, lo mismo que su obra en general, le pareció
útil para él y significativa. Otros de los psicoanalistas que comentaron esa
noche el trabajo de Adler se sumaron a los elogios de Freud, con la excep­
ción de Rudolf Reitler, que perspicazmente percibió algo problemático en
el énfasis casi exclusivo que Adler ponía en el papel de la fisiología y de
la herencia en la generación de las neurosis. *1°°
A Adler no lo disuadieron estas picaduras de mosquito, y continuó
construyendo su psicología bajo la sombrilla protectora del psicoanálisis
de Freud. En la superficie, él y Freud parecían estar ampliamente de acuer­

4 “Nunca luché contra las diferencias de opinión dentro del círculo de la


investigación yA —le escribió en una oportunidad a Lou Andreas-Salomé—, en
especial porque habitualmente tengo más de una opinión acerca de un problema
(es decir, antes de publicar una de ellas). Pero uno debe aferrarse a la homoge­
neidad del núcleo, pues en caso contrario se trata de otra cosa”. (Freud a Lou
Andreas-Salomé, 7 de julio de 1914, Freud-Salomé, 21 [19].)
[254] Elaboraciones: 1902-1915

do; ambos consideraban que la herencia y el medio participaban por igual


en la etiología de las neurosis. Al subrayar los estragos que la inferioridad
de los órganos puede provocar en la mente humana, Adler adoptaba una
orientación biológica, pero se trataba de un punto de vista que Freud no
rechazó por completo. Al mismo tiempo, como socialista y activista
político interesado en el desarrollo de la humanidad a través de la educa­
ción y la acción social, Adler también asignaba una importancia real al
medio en la formación de las mentes. Freud, como sabemos, insistía enfá­
ticamente en los efectos del mundo de la infancia en el desarrollo psicoló­
gico, en el papel de los padres, hermanos, niñeras, compañeros de juego,
en la génesis de los traumas sexuales y de los conflictos no resueltos.
Pero la concepción que Adler tenía del medio no era la de Freud. De
hecho, Adler cuestionaba abiertamente la tesis freudiana fundamental,
según la cual el desarrollo sexual temprano es decisivo en la constitución
del carácter. Al revisar y redefinir las proposiciones que había formulado
desde el inicio de su giro hacia la psiquiatría, Adler, con fuerza aunque no
con elegancia, desplegó una original familia de ideas. Sus estudios, sus
comentarios sobre los trabajos dé otros, sus artículos y su primera mono­
grafía psicológica se convirtieron en inequívocamente “adlerianos”; todos
se centraban en su convicción de que el neurótico busca compensar alguna
imperfección orgánica. Por más seriamente que Adler observara el mundo
externo, en su psicología convirtió la biología en destino. Pero nada de
esto privó a Adler del simpático interés de la pequeña comunidad psicoana-
lítica, que todavía avanzaba a tientas.
La inferioridad de los órganos siguió siendo un tema obsesivo de las
conversaciones y los escritos de Adler durante todos los años en los que
perteneció al círculo de Freud. Empleó la expresión por primera vez en
1904, en un artículo breve y exhortatorio sobre el médico como educador,
en el cual hizo referencia a la imperfección de algún órgano corporal como
causa de la timidez, el nerviosismo, la cobardía, y otras enfermedades que
acosaban a los niños. Siempre habló en contra de la exageración del efecto
de los traumas en la mente. “Nuestra propia constitución —escribió—
encuentra sus traumas sexuales”. *101 La mente detecta alguna incapacidad
física o mental, e intenta compensarla, a veces con éxito, pero otras, muy
frecuentes, fracasando. En otras palabras, Adler definía esencialmente la
neurosis como una compensación frustrada de sentimientos de inferioridad.
Sin embargo, consideraba que la mayoría de las inadecuaciones mutilado-
ras que la mente procura contrarrestar eran innatas. Por ejemplo, Adler
pensaba que el sadismo y el grupo de rasgos que, según Freud, caracteriza­
ban el carácter anal (ordenado, ahorrativo, obstinado) tenían raíces heredita­
rias, y que esto podía demostrarse. En una discusión de la Sociedad de los
Miércoles sobre el esclarecimiento sexual de los niños, Adler incluso
rechazó la afirmación de Freud según la cual ese esclarecimiento, aunque
tal vez no fuera una panacea, era una medida profiláctica útil para prevenir
Política psicoanalítica [255]

la neurosis: “Los traumas infantiles tienen significado sólo en conexión


con la inferioridad de los órganos”. *««

Si bien las ideas tuvieron mucho que ver en la separación de Freud y


Adler, en el asunto también intervino la política psicoanalítica, que exa­
cerbó los desacuerdos. En una oportunidad, escribiéndole a Abraham,
Freud observó: “La política echa a perder el carácter”. *103 Tenía en mente
sus problemas con Stekel, pero bien podía haber estado pensando en los
efectos de la política en su propia persona. Pues Freud haciendo política
era un verdadero político, más tortuoso que en el resto de su conducta, y
sus luchas con Adler sacaron a la luz todas sus habilidades latentes para
navegar entre fuerzas opuestas y proseguir con su programa.
Freud se enfrentó seriamente con Adler y sus aliados, por primera vez,
en la primavera de 1910, durante el congreso internacional de psicoanálisis
de Nümberg y después de él, cuando trató de organizar el movimiento psi-
coanalítico de acuerdo con sus ambiciosos deseos. Sus esfuerzos posterio­
res por aplacar los egos que había herido no fueron menos políticos; éstos
nos hacen ver a Freud en su faceta política, diferente de su faceta militan­
te. El congreso de Nümberg tuvo algo de triunfo. Le procuró a Freud nue­
vas energías. “Con el Reichstag de Nümberg —le escribió a Ferenczi ani­
madamente, unos días después de que terminaran las reuniones— ha
concluido la infancia de nuestro movimiento. Esa es mi impresión. Espe­
ro que ahora siga un período de juventud próspero y bello”. *104 Sin
embargo, cuando Freud dijo esto sabía perfectamente que el congreso tam­
bién generó feroces resentimientos y una rebelión abierta. Al hacerle lle­
gar a Jones noticias de Nümberg, observó: “Todos están llenos de nuevas
esperanzas y prometen trabajar. Yo me estoy retirando a un segundo pla­
no, como corresponde a un caballero mayor (¡No más cumplidos!)”. *105
Esto no era totalmente sincero. Después de todo, fue en Nümberg donde
Freud se lanzó al más emocional de sus enfrentamientos con analistas.
Todo comenzó con una intervención de Ferenczi. Actuando como
representante de Freud ante el congreso, propuso la constitución de una
asociación psicoanalítica internacional: Jung iba a ser el presidente perma­
nente, y Franz Riklin, otro psiquiatra suizo y pariente de Jung, ocuparía
el cargo de secretario. Para los primeros partidarios de Freud, éste ya era
un trago bastante amargo, pero Ferenczi los exasperó aún más con algu­
nas críticas innecesarias sobre la Sociedad Psicoanalítica de Viena. Al vol­
ver a pensar sobre el congreso poco tiempo después, Freud se culpó a sí
mismo, no menos que a Ferenczi, por “no haber calculado suficientemente
el efecto [de la propuesta] sobre los vieneses”. *10« Esta autocrítica era jus­
ta; Freud no tendría que haberse sorprendido por la reacción que provocó.
Ni siquiera la más diplomática de las exposiciones podría haber ocultado
las consecuencias del programa de Freud: Viena entraba en decadencia.
Los analistas vieneses se opusieron enérgicamente. Wittels recuerda
[256] Elaboraciones: 1902-1915

que celebraron una reunión en el Grand Hotel, “para discutir la difícil


situación. De pronto hizo su aparición Freud, que no había sido invitado.
Nunca antes lo había visto tan excitado”. En público, Freud siempre daba
la impresión de un perfecto autocontrol. «Dijo: “La mayoría de ustedes
son judíos, y por lo tanto no pueden ganar amigos para la nueva enseñan­
za. Los judíos tienen que contentarse con el modesto papel de preparar el
terreno. Es absolutamente esencial que yo establezca lazos con el mundo
de la ciencia general. Estoy envejeciendo, y estoy cansado de que siempre
me ataquen. Todos estamos en peligro”». El relato de Wittels, que incluye
la característica apelación de Freud a su edad y a su cansancio (todavía no
tenía cuarenta y cuatro años) y el dramático llamamiento final, resultan
convincentes. «Cogiéndose las solapas de su abrigo, continuó: “No quie­
ren dejarme ni un abrigo para cubrirme las espaldas. El suizo nos salvará,
me salvará a mí, y también a todos ustedes”». *107 Finalmente, se llegó a
un compromiso para cubrir las apariencias: Jung ejercería la presidencia
durante un período de sólo dos años. Pero esto no modificó la impresión
que tenían los vieneses de que Freud estaba despreciándolos, a ellos, sus
primeros seguidores, para cortejar a sus nuevos fichajes de Zurich.
Estas quejas eran razonables. Después de todo, desde 1906 Freud había
estado manteniendo con Jung una correspondencia cada vez más íntima.
No era un secreto que, a partir de 1907, con las visitas de Jung y de otros
profesionales de Zurich, la afinidad había madurado hasta convertirse en
amistad y (en el caso de Freud) en grandes expectativas. El congreso de
Nümberg no hizo más que acentuar la incomodidad de los vieneses, al
transformarla en desagradable certidumbre. Freud tenía perfectamente claro
su programa. “Juzgué —escribió retrospectivamente— que la conexión
con Viena no era ningún beneficio para el joven movimiento, sino más
bien un obstáculo.” Zurich, en el corazón de Europa, era mucho más pro­
metedora. Además, agregó, presentando hábilmente su obsesión por la
edad y la muerte como una justificación para sus estratagemas, él no se
estaba haciendo más joven. La causa psicoanalitica, que necesitaba una
orientación autorizada, debía confiarse a un hombre más joven que la saca­
ra adelante cuando el fundador ya no estuviera al frente. Después de ver el
modo en que la “ciencia oficial” había excomulgado y boicoteado solemne
y sistemáticamente a los médicos que aplicaban el psicoanálisis, él tenía
que trabajar con vistas al día en que hubiera institutos de formación para
asegurar la autenticidad de la enseñanza y la competencia del educando.
“Era esto y no otra cosa lo que yo quería lograr fundando la Asociación
Psicoanalitica Internacional”.5 *108

5 En marzo de 1911, en medio de su batalla final con Adler, Freud le


escribió a Ludwig Binswanger: “Cuando el reino que yo fundé quede huérfano,
nadie más que Jung lo heredará todo. Ya lo ve, mi política persigue invariable­
mente esa meta, y mi conducta con respecto a Stekel y Adler se adapta al
Freud en la época en que fue nombrado Privatdozent, en 1885. (Freud Collection, LC)
Freud y Martha Bernays en Wandsbek en
1885, un año antes de su matrimonio. (Copy­
rights de Mary Fvans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Mathilde Freud, la mayor de los seis hijos de


Freud, a la edad de cinco meses. (Copyrights de
Mary Fvans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Alexander, el hermano más joven de Sigmund, con Josef Breuer y su mujer Mathilde, amigos íntimos
quien congenió a las mil maravillas. (Copyrights de de Sigmund Freud hasta mediados de la década de
Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe) 1890. (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud,
Wivenhoe)

André Brouillet, La leçon clinique du Dr. Charcot. Sigmund Freud colocó una reproducción de este cuadro en
su consulta. (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Bertha Pappenheim, la famosa histérica «Arma
O.,» paciente de Breuer entre 1880 y 1882. Tiene
el mérito de haber sido, en un sentido muy real, la
paciente fundadora del psicoanálisis.

El salón de la Gesellschaft der Ärzte, la


asociación vienesa de médicos, donde
Freud pronunció una conferencia sobre
la histeria masculina en 1886. (Bild-
Archiv der Österreichischen Nationalbi­
bliothek, Viena)
Freud y Wilhelm Fliess. Por los años 1890 Fliess fue el amigo
más importante y problemático de todos los que había tenido
Freud. (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Una página de la importante carta que


Freud le envió a Fiiess el 21 de septiem­
bre de 1897; en ella le explicaba por qué
había dejado de parecerle convincente la
teoría de la seducción para explicar la
neurosis. (Freud Collection, LC)
La fachada de Bergasse 19, la casa donde vivie­
ron Freud y su familia desde septiembre de
1891 hasta junio de 1938, cuando, después de
la anexión de Austria, emprendieron el camino
de Gran Bretaña. (Photograph ® Edmund Engel­
man)

El famoso sofá del análisis; se lo regalaron a Freud hacia 1890. (Photograph ® Edmund Engelman)
Algunas de las antigüedades -una de las grandes y perdurables
aficiones de Freud- que se amontonaban en su consulta y en el
estudio adjunto. (Photograph ® Edmund Engelman)

Bellevue, balneario cerca de Viena donde, el 24 de julio de 1895, Freud consiguió por primera vez
interpretar un sueño de forma más o menos completa. (Bild-Archiv der Österreichischen Nationalbibliothek,
Viena)
Freud en 1891, ano en que publicó Sobre las
afasias. {Copyrights de Mary Evans/Sigmund
Freud, Wivenhoe)

Jacob, el padre de Sigmund Freud, en sus


últimos años. {Copyrights de Mary Evans/
Sigmund Freud, Wivenhoe)
Politica psicoanalítica [257]

Los vieneses no quedaron convencidos de que las preocupaciones de


Freud estuvieran realmente justificadas, y por lo tanto, de que sus innova­
ciones organizativas fueran realmente necesarias. Incluso el fiel Hitsch-
mann se quejó de que, “tomados como raza”, los miembros del contingen­
te de Zurich eran “completamente distintos de nosotros, los vieneses”. *iw
Sin embargo, a principios de abril, cuando la Sociedad Psicoanalítica de
Viena sostuvo una discusión post-mortem sobre el congreso que acababa
de concluir, hubo mucho descontento, pero también mucha cortesía. Y el
compromiso acerca de la presidencia, y el patético reconocimiento de que
después de todo Freud era todavía indispensable, habían logrado hacer des­
cender la temperatura. Freud hizo lo que pudo para calmar aun más las
emociones; con un hábil gesto de apaciguamiento, propuso que Adler ocu­
para su puesto como presidente (Obmann) de la Sociedad, y que se editara
una nueva publicación, la mensual Zentralblatt für Psychoanalyse, dirigi­
da conjuntamente por Adler y Stekel. Diplomático a su vez, Adler declaró
en primer lugar que la retirada de Freud de la presidencia era un “acto
superfino”, pero a continuación aceptó el puesto y, con Stekel, la direc­
ción de la nueva publicación. *no
Freud interpretó todos estos despliegues de buena voluntad con su
vena más sardónica. “Los vieneses de aquí —le confió a Ferenczi—, en su
reacción ulterior a Nümberg, fueron muy afectuosos y estuvieron absolu­
tamente dispuestos a fundar una república con el Gran Duque a la cabe­
za”. *m Pero una transacción adicional hizo que todos se sintieran felices
(más o menos felices): si bien Adler fue elegido Obmann por aclamación,
se inventó un nuevo cargo, el de presidente científico (wissenschaftlicher
Vorsitzender), y se designó a Freud para que lo ocupara. *112 Más tarde,
Freud señaló esos movimientos conciliatorios como prueba de que las
quejas de Adler, en el sentido de que había sido hostigado, eran infundadas
e irracionales. *113 Pero esto resultó ser falso. El propio Freud le escribió
con franqueza a Ferenczi, en plena elaboración de su estrategia, que estaba
cediendo a Adler el liderazgo del grupo de Viena, “no por afecto o satisfac­
ción, sino porque él, después de todo, es el único personaje real, y porque
en esta posición podría verse obligado a unirse a la defensa del territorio
común”. *U4 Si no podía persuadir a Adler, tal vez lograra asociarse a él.

Pero, como hemos visto, la política psicoanalítica no basta para


explicar por completo la tensa coexistencia y la separación final de Freud
y Adler. Imperativos organizativos, conflictos inconscientes, incompatibi­
lidad de temperamentos, y enfrentamientos ideológicos fueron influyendo
en los dos hombres hasta precipitarlos al inevitable clímax. No importó

mismo sistema”. (Freud a Binswanger, 14 de marzo de 1911, citado en Ludwig


Binswanger, Erinnerungen an Sigmund Freud [1956], 42.)
[258] Elaboraciones: 1902-1915

tanto que fueran personalidades opuestas en casi todos los sentidos. Parti­
darios contemporáneos de ambos contendientes atestiguan que el modo de
vestir, los estilos personales y las maneras terapéuticas de Freud y Adler
no podrían haber sido más distintos: Freud, pulcro, elitista y empeñado en
conservar una distancia clínica; Adler, descuidado, democrático e intensa­
mente comprometido. *115 Pero, en última instancia, fue el choque de con­
vicciones lo que los separó; si, al cabo de sólo un año desde el momento
en que documentaron sus diferencias, Freud pudo caracterizar la posición
de Adler como reaccionaria, y preguntar si de verdad era psicólogo, no se
debió a razones tácticas ni a pura animosidad.« La paz en Viena resultaba
sumamente deseable para Freud; en 1911, la conexión de Zurich estaba
empezando a parecer algo frágil. Pero la divergencia irreparable entre el
pensamiento de Adler y el de Freud era inequívoca (ya lo era en 1911). Sin
duda, Freud se había dado cuenta de la situación hacía ya varios años, si
bien sólo llegó a apreciar la gravedad de las desviaciones de Adler después
de mucho tiempo. Ya en junio de 1909 había descrito a Adler en una carta
a Jung como “un teórico, sagaz y original, pero no orientado hacia lo psi­
cológico; apunta más bien a lo biológico”. Sin embargo, inmediatamente
agregó que lo consideraba “decente” y que no era “probable que deserte
pronto”. En la medida de lo posible, comentó concluyendo, “tenemos que
retenerlo”. *!16 Dos años más tarde, ese tono pacífico era ya imposible
para Freud: Adler —le dijo a Oskar Pfister en febrero de 1911— “se ha
creado para sí mismo una visión del mundo sin amor, y yo estoy empeña­
do en llevar a cabo la venganza de la diosa Libido contra él”. *117
Cuando llegó a esa drástica conclusión y puso las cartas sobre la
mesa, el demorado asunto ya se había estado gestando durante algunos
meses. “Con Adler —le dijo Freud a Jung en diciembre de 1910— las
cosas están yendo realmente mal”.67 *118 Antes, Freud había oscilado entre
la esperanza de oír de labios del propio Adler alguna aportación a su pro­
pio pensamiento, y la incómoda preocupación por la depreciación que rea­
lizaba el mismo Adler de los procesos libidinales inconscientes. Pero
poco a poco fue perdiendo toda esperanza. Su impaciencia ante lo que
denominó la falta de tacto y la conducta desagradable de Adler creció a

6 En términos generales, Freud estaba predispuesto a descartar las explica­


ciones racionales o intelectuales de las discordias. Alguna vez observó que
cuando las diferencias de opinión hacen imposibles las relaciones amistosas,
“no son las diferencias científicas lo que es tan importante; es habitualmente
otro tipo de animosidad, celos o venganza, lo que impulsa la enemistad. Las
diferencias científicas vienen después”. (Joseph Wortis, Fragments of an
Analysis with Freud [1954], 163.) En todo caso, el propio Freud se inclinaba a
hacer lo contrario: convertir los desacuerdos intelectuales en el fundamento de
querellas más bien emocionales.
7 Según admitió Freud, el problema consistía en que Adler estaba suscitan­
do recuerdos de Fliess.
Politica psicoanalitica [259]

medida que se intensificaban sus reservas acerca de las ideas de aquel hom­
bre. Podemos imaginar por qué Freud no quería enfrentarse a esa realidad;
a fines de 1910 había momentos en los que tales disputas, y los efectos
que causaban en él, exacerbado por las incertidumbres que lo acosaban res­
pecto de fichajes molestos como Bleuler, le parecían una condena. Sufría
ataques de fatiga y depresión, y le confió a Ferenczi que las luchas que
tenía que soportar en Viena hacían que añorara su antiguo aislamiento:
“Le aseguro que a menudo me sentía mejor cuando estaba solo”. *119
No fue Freud quien precipitó la crisis, sino Hitschmann, que era, de
entre los seguidores de Freud, el que más simpatizaba con Adler. En
noviembre de 1910, Hitschmann propuso que Adler expusiera sus ideas
con algún detalle, para discutirlas a fondo. Después de todo, muchos
miembros de la Sociedad, incluso el propio Freud, habían tratado las pro­
puestas de Adler como un complemento valioso de las teorías psicoanalí-
ticas, y no como amenazantes sustitutos de estas últimas. Adler se prestó
a hacerlo de buena gana, y en enero y febrero de 1911 presentó dos estu­
dios; el segundo, titulado “La protesta masculina como problema nuclear
de la neurosis”, bosquejaba su posición con tanta claridad que Freud ya no
podía ignorarla. Tampoco podía incorporarla con calzador a su propio sis­
tema de pensamiento. Después de la primera lectura de Adler, había per­
manecido en silencio; después de la segunda, volcó sus objeciones y su
exasperación acumulada.
Las observaciones de Freud constituyeron prácticamente un “contra­
estudio”. Para empezar, consideró que las formulaciones de Adler eran tan
abstractas que a menudo resultaban incomprensibles. Además, Adler tenía
tendencia a darles nuevos nombres a ideas que ya eran familiares: «Uno
tiene la impresión de que de algún modo bajo la “protesta masculina” está
oculta la represión»; más aun, a “nuestra antigua bisexualidad” Adler la
llamaba “hermafroditismo psíquico, como si se tratara de otra cosa”.8**120
Pero la originalidad espuria, manufacturada, era lo menos importante: la
teoría expuesta desatendía lo inconsciente y la sexualidad. Era sólo “psico­
logía general”, a la vez “reaccionaria y retrógrada”. Si bien manifestaba
seguir respetando la inteligencia de Adler, Freud lo acusó de estar compro­
metiendo el estatus autónomo de la psicología, al subordinarla a la
biología y a la fisiología. “Todas estas doctrinas de Adler —predijo som­
bríamente— causarán gran impresión, y le harán mucho daño al psicoaná­
lisis”. *12> Por debajo de la vehemencia de Freud había un persistente
temor a que sus ideas de más difícil asimilación consiguieran popularizar­

8 El perceptivo Ferenczi había advertido esta tendencia de Adler más de dos


años antes. «Sin duda, la doctrina de Adler de la inferioridad —escribió el 7 de
julio de 1908— no es la última palabra en este litigio; en realidad constituye
una explosión ampliada de su idea de la “complacencia somática”» (Correspon­
dencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC).
[260] Elaboraciones: 1902-1915

se sólo en la versión descafeinada de Adler, que echaba por la borda con­


cepciones radicales como el complejo de Edipo, la sexualidad infantil y la
etiología sexual de las neurosis. Para Freud, la aceptación del psicoanáli­
sis en su modalidad adleriana constituía una amenaza mayor que el rechazo
abierto pero honrado.
Adler se defendió con valentía, insistiendo en que en sus teorías las
neurosis tenían un origen no menos sexual que en las de Freud. Pero esta
retractación aparente ya no podía seguir ocultando el desacuerdo. Los gla­
diadores estaban en la arena, condenados a combatir. *122 Ante la escisión,
varios miembros angustiados de la Sociedad se refugiaron en la negación:
manifestaron no hallar ninguna incompatibilidad entre Freud y Adler. Ste­
kel llegó a elogiar el punto de vista de Adler, por profundizar y desarrollar
“los hechos que hemos descubierto hasta ahora”; “simplemente sigue
construyendo basándose en los fundamentos freudianos”. Pero Freud no
estaba interesado en estas transacciones forzadas. Si Stekel —comentó
secamente— no encuentra contradicción entre las concepciones de los pro­
tagonistas, “uno se ve obligado a señalar que dos de los participantes sí
encuentran contradicción, a saber: Freud y Adler”. *123
El desenlace era sólo cuestión de tiempo. A fines de febrero de 1911,
Adler abandonó su cargo de presidente de la Sociedad Psicoanalitica de
Viena, y Stekel, el vicepresidente, “aprovechó la oportunidad para demos­
trarle su amistad” *124 y siguió su ejemplo. En junio, Freud logró separar
a Adler del Zentralblatt (Stekel continuó como “editor”) y consiguió que
renunciara a la Sociedad. Una vez irritado, Freud continuaba irritado.
Durante mucho tiempo había escuchado pacientemente a Adler, pero eso
había terminado. En su estado de ánimo, ni siquiera reconocía que algunas
de las ideas de Adler —como su teoría de una pulsión agresiva indepen­
diente— podían ser aportaciones valiosas al pensamiento psicoanalítico.
Por el contrario, le dedicó los más hirientes términos psicológicos de su
vocabulario. En agosto de 1911, le dijo a Jones que “en cuanto a la disen­
sión interna con Adler, era probable que se produjera, y yo hice madurar la
crisis. Es la rebelión de un individuo anormal enloquecido por la ambi­
ción; su influencia sobre los otros se basa en su carácter terrorista y sádi­
co”. *125 Freud, que muy poco tiempo antes, en 1909, había calificado a
Adler de persona decente, se convenció de que Adler padecía delirios de per­
secución paranoides. 9 *126 Esto era la denuncia en forma de diagnóstico.
Al principio, el tono de Adler fue sin duda más moderado. En julio de

9 En 1914 cuando Abraham leyó el manuscrito de la “Contribución a la his­


toria del movimiento psicoanalítico”, objetó la palabra “persecución”: “Afdler]
se defenderá de que le llamen paranoide”. Freud, si bien insistió en que Adler
realmente había hablado de persecuciones, aceptó retirar el término. Pero cuan­
do se publicó la polémica obra la palabra Verfolgungen apareció en letras de
imprenta. (Abraham a Freud, 2 de abril de 1914, Freud-Abraham, 165 [169].
Véase también Freud a Abraham, 6 de abril de 1914, ibíd., 166 [170].)
Politica psicoanalitica [261]

1911, al comentarle a Jones detalles de la disputa, afirmó que “las mejores


cabezas y las personas independientes y honestas” estaban de su lado. *1«
Deploró lo que llamaba “posturas de espadachín” de Freud, e insistió en
que si bien, “como todo autor”, él luchaba por el reconocimiento, “nunca
excedí los límites más moderados en lo que podía esperar, y nunca me dis­
gustó que alguien fuera de diferente opinión”. Ampliando considerable­
mente el tiempo durante el cual hizo propaganda para la Causa, le dijo a
Jones que había abogado incansablemente por el psicoanálisis en Viena
“durante quince años”. Sostuvo que si “hoy en día los círculos clínicos e
intelectuales vieneses toman en serio la investigación psicoanalítica y la
aprecian, si no se ríen de ella y no la condenan al ostracismo —en Vie­
na— entonces también yo habré realizado mi pequeña aportación para que
así sea”. Obviamente, valoraba la opinión de Jones: “No quiero que usted
me entienda mal”. A fines del verano se hizo más enfático, quejándose
a Jones de “la absurda castración” que Freud proyectaba realizar pública­
mente, “ante los ojos de todos”. Pensaba que la persecución de la que
Freud lo hacía objeto era “propia de él”. *129 Freud no era el único que uti­
lizaba el diagnóstico psicológico como una forma de agresión.

Las largas vacaciones de verano interrumpieron el enfrentamiento,


pero la crisis, cuya maduración había provocado Freud, alcanzó su clímax
cuando la Sociedad Psicoanalítica de Viena se reunió en el otoño. “Maña­
na —le anunció Freud a Ferenczi a principios de octubre— tenemos la
primera sesión de la Sociedad”, en la que iba a realizarse un intento de
“expulsar a la pandilla de Adler”. *120 En el encuentro, Freud anunció que
Adler y tres de sus más entusiastas partidarios habían renunciado y forma­
do un grupo adleriano, que, según declaró Freud, era “una competencia
hostil”. Esta formulación excluía toda retirada. Insistió en que la pertenen­
cia a la nueva asociación era incompatible con la pertenencia a la Sociedad
Psicoanalítica de Viena, y exigió que todos los presentes eligieran entre
una y otra en el plazo de una semana. En un fútil intento final destinado a
reparar lo irreparable, Cari Furtmüller, quien iba a convertirse en uno de
los más íntimos asociados de Adler, defendió con algún detenimiento la
tesis de la compatibilidad. Pero Freud, secundado por Sachs, Federn y
Hitschmann, fue inexorable. Cuando se impusieron sus puntos de vista,
seis partidarios de Adler renunciaron a la Sociedad. Freud quedó “un poco
cansado después de la batalla y la victoria”, según le comentó a Jung con
satisfacción cuando todo hubo terminado. “Toda la pandilla de Adler” se
había ido. “Fui drástico pero no injusto”. Con algún fastidio, continuó
informándole a Jung que «ellos han fundado una sociedad para el “yA
libre”, en contraste con la nuestra, que no es libre, proyectan editar una
publicación especial». Sin embargo, los adlerianos siguieron reclamando
el derecho a ser miembros de la Sociedad Psicoanalítica de Viena, confian­
do, “naturalmente”, a su modo “parasitario”, en aprovecharse de ella y des­
[262] Elaboraciones: 1902-1915

virtuarla. “He hecho que esta simbiosis resulte imposible”. *131 Freud y
los freudianos tenían para ellos la Sociedad Psicoanalitica de Viena. Sólo
permaneció Stekel, como para recordarle a Freud una tarea inconclusa que
debía realizar.
Incluso en mayor medida que Freud, Adler vio la ruptura como algo
determinado principalmente por una lucha de ideas. Cuando estaban al bor­
de de la separación, en una cena privada Freud le pidió que no desertara de
la Sociedad. Adler preguntó retóricamente: “¿Por qué tendría que realizar
siempre mi trabajo a su sombra?” Es difícil saber si la pregunta fue una
queja o un desafío. Más tarde Adler interpretó su dolorida reclamación
como una expresión de temor a que se lo hiciera “responsable de las teo­
rías freudianas de las cuales él más o menos renegaba, mientras que su
propia obra era tergiversada por Freud y sus seguidores, o bien dejada a un
lado”. *132 No sólo fue Freud quien rechazó a Adler; también Adler rechazó
a Freud, con no menos vehemencia (o por lo menos así contempló él la
ruptura).

En junio de 1911, en una carta a Jung, Freud, concisa y un tanto pre­


maturamente, exclamó: “Por fin me he desembarazado de Adler”. Era un
grito de triunfo. Pero en las capas más profundas de la mente de Freud
aparentemente nada era definitivo, nada había cambiado: en lugar de end-
lich (“por fin”), Freud, con un desliz revelador, escribió endlos (“intermi­
nable”). *n3 Parecía presentir problemas futuros. Pero todavía tenía a Jung
a su lado, como el sucesor elegido. Durante el período de las dificultades
en Viena, la administración del psicoanálisis —encuentros, congresos,
publicaciones, ni que decir tiene que Bleuler— fue ocupando cada vez más
espacio en su correspondencia con Jung, aunque no cesaron el intercambio
de historiales ni los comunicados sobre la guerra contra los fariseos. En
congresos sucesivos, y con voluminosas publicaciones psicoanalíticas,
Jung había consolidado su influencia, reconocida inicialmente en 1910,
cuando fue elegido presidente de la Asociación Psicoanalitica Internacio­
nal, que acababa de formarse. Un año más tarde, en el congreso internacio­
nal reunido en Weimar en septiembre de 1911, no mucho después de la
secesión de Adler, la posición de Jung parecía inexpugnable. Fue reelegido
presidente, y Riklin secretario, por aclamación. Como antes, en sus fre­
cuentes cartas Freud seguía dándole el tratamiento íntimo de “Querido
amigo”. Pero sólo un mes más tarde del congreso de Weimar, en octubre,
Emma Jung detectó alguna tensión entre su esposo y el venerado mentor.
“Me ha atormentado la idea —le escribió a Freud, armándose de valor— de
que su relación con mi esposo no es como podría y debería ser”. *134
Según Freud le comentó a Ferenczi, respondió a esa carta “afectuosamente
y con muchos detalles”, pero sin entender el mensaje. *135 Por el momen­
to, Frau Jung era más perceptiva y avistaba el futuro mejor que los pro­
pios protagonistas. Algo andaba mal.
Politica psicoanalitica [263]

Jung: el enemigo

Recordando con animosidad, Jung rastreó las raíces de


su ruptura con Freud hasta un episodio del verano de
1909, en el George Washington, cuando él, Freud y
Ferenczi se dirigían a Estados Unidos. Jung —según
su relato— había interpretado un sueño de Freud lo
mejor que pudo, sin contar con detalles adicionales de
su vida privada. Freud no había querido proporcionárselos; miró a Jung
con suspicacia, y le advirtió que no podía analizarlo; eso equivaldría a
poner en peligro su autoridad. Jung recordó que con esa negativa empezó a
declinar el poder que Freud tenía sobre él. Freud, el autoproclamado após­
tol de la integridad científica, ponía la autoridad personal por encima de la
verdad.10 *136
Con independencia de lo que realmente sucedió, Jung estaba impacien­
tándose bajo la autoridad de Freud y, a pesar de todas sus protestas, no se
encontraba dispuesto a seguir tolerándola mucho tiempo más. Incluso en
1912 Freud le escribió a Pfister que confiaba en que Jung se sintiera lo
suficientemente libre como para disentir de él “sin mala conciencia”.
Pero eso era exactamente lo que Jung no podía hacer. La cólera, la contun­
dente ferocidad que inunda las últimas cartas de Jung a Freud, dan prueba,
sin duda, de una muy mala conciencia.
Alguna vez Jung adujo causas más complejas para su separación de
Freud. Sugirió que Freud se había negado a tomar en serio las conferencias
que pronunció en Estados Unidos, publicadas a fines de 1912 con el título
de Psicología del inconsciente. “Escribir ese libro me costó la amistad con
Freud —recordó— porque él no pudo aceptarlo”. *138 Pero más tarde
enmendó y complicó el diagnóstico: el libro no fue tanto la “causa real”
como la “causa final” de la ruptura, “porque ésta tuvo una larga prepara­
ción”. Pensaba que, globalmente, toda aquella amistad, en cierto sentido,
había sido sólo una preparación para su airado desenlace.
“Tengo que decirle que desde el principio tuve una reservado mentalis.
No podía estar de acuerdo con muchas de sus ideas”, *í3’ en especial con
las ideas de Freud sobre la libido. Esto era bastante razonable: los más
tenaces desacuerdos de Jung con Freud, que atraviesan toda la secuencia de
sus cartas como un subtexto ominoso, incluían lo que alguna vez el suizo
caracterizó suavemente como su incapacidad para definir la libido (lo que,
traducido, significaba que no estaba dispuesto a aceptar la definición de
Freud). Jung trató constantemente de ampliar el significado del término de

io En una versión ligeramente distinta, Jung, pretendiendo conocer una


relación entre Freud y su cuñada, relacionó el sueño que Freud no interpretó con
su presunta infidelidad. (Véase el ensayo bibliográfico para el capítulo 2).
[264] Elaboraciones: 1902-1915

Freud, para que no sólo representara la pulsión sexual sino una energía
mental general.
Pero Freud, ofuscado con la idea de que había designado un heredero
seguro, sólo al cabo de mucho tiempo llegó a reconocer la persistencia y
profundidad de la “reserva mental” de Jung. Y Jung, por su parte, durante
varios años, ocultó sus verdaderos sentimientos (incluso se los ocultó a sí
mismo). Freud seguía siendo “como Hércules viejo”, un “héroe humano y
un dios superior”. *1« En noviembre de 1909, apenado por no haber escri­
to con más prontitud después de haber vuelto a Suiza, tras la visita a la
Clark University, Jung le confesó sumisamente a su “padre” que había
pecado: “Paler peccavi”. *141 Dos semanas más tarde, de nuevo apeló a
Freud como a la autoridad suprema, en su estilo más filial: “A menudo
me gustaría tenerlo cerca. Siempre tengo cosas que preguntarle”. *1«
De hecho, hasta el momento en que la grieta se hizo visible, Jung
contempló sus desacuerdos con los conceptos freudianos como una imper­
fección personal suya. Si tenía algún problema con ellos, esto, “obvia­
mente”, tenía que deberse a que todavía no había “adaptado suficientemente
mi posición a la suya”. *143 Los dos hombres continuaban con su relación
social y pasaban algún tiempo juntos siempre que se lo permitían sus abi­
garradas agendas. Siempre había temas importantes sobre los que tenían
que hablar o escribirse. El 2 de enero de 1910, Freud le hizo saber a Jung
que estaba especulando acerca del “desamparo infantil" como fuente de la
necesidad humana de religión. *344 Esa nota excitada constituye un signo
de la confianza que Freud tenía puesta en Jung; exactamente un día antes
le comentó a Ferenczi que acababa de comprender las raíces de la religión,
el día de Año Nuevo. *145 Jung, por su parte, atascado en una crisis domés­
tica producida por lo que denominaba sus “componentes poligámicos”, *146
le dijo confidencialmente a Freud que estaba reflexionando sobre “el pro­
blema ético de la libertad sexual”. *147
Esos problemas privados provocaban en Freud una cierta aprensión;
amenazaban con distraer la atención de Jung del asunto principal: el psico­
análisis. Le pidió a Jung que fuera paciente. “Tiene que seguir perseveran­
do y conducir nuestra causa hacia su conclusión”. *1« Eso sucedía en enero
de 1910. Al mes siguiente le dijo a Ferenczi que las cosas estaban “de
nuevo difíciles y tensas” en el “reino erótico y religioso” de Jung; las car­
tas de Jung —comenta Freud con sensibilidad— parecen renuentes y dis­
tantes. *149 Sólo algunas semanas más tarde Freud pudo alegrarse al ver
que Jung emergía de sus “confusiones personales”, y “rápidamente hice las
paces con él, puesto que, después de todo, yo no estaba enfadado sino sólo
preocupado”. *150 Con la serenidad aparentemente recuperada, Jung inició
el análisis de su esposa. Freud (a quien Jung le comunicó esa grosera vio­
lación de las reglas técnicas) atravesaba un estado de ánimo complaciente.
Poco antes había ayudado a Max Graf en el análisis del hijo de este últi­
mo, el pequeño Hans, y pensó que Jung podría tener éxito con su mujer,
Política psicoanalítica [265]

incluso aunque sin duda le resultaría imposible superar por completo sus
sentimientos no analíticos.
Cuando Jung se ponía quisquilloso, Freud lo apaciguaba. Reflexio­
nando sobre la posible aplicación del psicoanálisis a las ciencias culturales
(un interés que Jung compartía con entusiasmo) Freud expresó el anhelo
de que a ese trabajo contribuyeran “los estudiosos de la mitología, los lin­
güistas y los historiadores de la religión”. “De lo contrario, tendremos que
hacerlo todo nosotros mismos.” *151 Un tanto extrañamente, Jung interpre­
tó la fantasía de Freud como una crítica: “Creo que con esto usted quiere
decir que yo no soy adecuado para este trabajo”. *152 Eso no era en absolu­
to lo que Freud tema en mente. “El hecho de que se haya ofendido —con­
testó— fue música para mis oídos. Me encanta que usted mismo asuma
este interés con tanta seriedad, que usted mismo quiera constituirse en ese
ejército auxiliar.” *153 Cuando emergían esas tensiones, Freud procuraba
suavizarlas. “Quédese tranquilo”, le escribió a su “querido hijo”, descri­
biéndole el panorama de los grandes triunfos que lo esperaban. “Estoy
dejando para usted la conquista de lo que ni yo mismo puedo controlar;
¡toda la psiquiatría y la aprobación del mundo civilizado, que está acos­
tumbrado a considerarme como un salvaje!” *154
A lo largo de todo este intercambio, Jung conservó la posición del
hijo favorito, afectuoso, desobediente sólo en algunos momentos. A prin­
cipios de 1910, camino a Estados Unidos, desde donde lo habían llamado
para una lucrativa consulta que podría hacerlo llegar tarde al congreso de
Nürnberg, le envía a Freud, desde París, una infantil nota de disculpa:
“¡No se enfade por mis travesuras!” *153 A continuación declara su “senti­
miento de inferioridad con respecto a usted, que frecuentemente me subyu­
ga”, y el placer poco común que le produjo una carta en la que Freud le
manifestó su aprecio: “Después de todo, soy muy receptivo a cualquier
reconocimiento que provenga del padre”. *156 Pero, a veces, la rebelión
inconsciente de Jung resultaba irreprimible. Freud había estado trabajando
en los estudios que iban a conducirlo a Tótem y tabú y, sabiendo que a
Jung le interesaba ese tipo de prehistoria especulativa, le pidió algunas
sugerencias. La reacción de Jung a esa “carta muy grata” fue defensiva; le
dio las gracias calurosamente a Freud, pero agregando de inmediato: “Sin
embargo, es muy embarazoso para mí que usted aborde esta área, la psico­
logía de la religión. Usted es un competidor peligroso, si es que se quiere
hablar de competencia”. *>57 Evidentemente, Jung necesitaba ver a Freud
como un competidor, aunque —una vez más— culpó de ello a su carácter
lleno de debilidades. Se enorgullecía de promover el psicoanálisis, obra
que (esperaba que Freud estuviera de acuerdo) era mucho más importante
que “mi torpeza o mis rasgos desagradables”. ¿Podría ser —preguntó
ansiosamente— “que usted desconfíe de mí?” Le aseguró a Freud que no
había razones para que lo hiciera; sin duda Freud no se opondría a que él
tuviera su propio punto de vista. Sin embargo, insistió en que tenía que
[266] Elaboraciones: 1902-1915

“luchar para cambiar mis opiniones, siguiendo el juicio de alguien que


sabe más que yo. Nunca me hubiera puesto de su parte si en mi sangre no
hubiera un poco de herejía”. *158 Algunos meses después de la ruptura final
de Freud con Adler, Jung reafirmó enfáticamente su lealtad: “No estoy dis­
puesto a imitar a Adler ni en lo más mínimo”. *159
Aunque se sintiera ansioso por pasar por alto esas sintomáticas nega­
ciones, Freud no podía encontrar tranquilizadoras las seguridades de Jung.
Pero, del modo más delicado, trató de recomponer la trama de la intimidad
que les unía y que lentamente se estaba deshilacliando. Rechazó el severo
autodiagnóstico de Jung, reemplazando “torpeza” y “rasgos desagradables”
por la expresión más moderada de “estados de ánimo”; agregó que el único
problema que había entre ellos era el intermitente descuido, por parte de
Jung, de sus obligaciones como presidente de la Asociación Psicoanalitica
Internacional. Un poco ansiosamente le recordó a Jung que “El fundamen­
to indestructible de nuestra relación personal es nuestro compromiso con
el yA, pero era tentador construir sobre esa base algo hermoso, aunque
más inestable, una solidaridad íntima: ¿podría ser de otro modo?” *16° Ese
era un llamamiento desde las profundidades del ser de Freud; respondiendo
escrupulosamente a todos los problemas que Jung estaba planteando, se
manifestó perfectamente de acuerdo con la afirmación, por parte de Jung,
de su independencia intelectual. Jung le había citado un extenso pasaje de
Así hablaba Zaratustra, de Nietzsche, para reforzar su defensa de la autono­
mía. “Uno recompensa pobremente a un maestro si sólo sigue siendo el
discípulo”, eran las primeras palabras del fragmento. “¿Y por qué no quie­
res arrancarme la corona?” *161 Freud respondió un tanto azorado. “Si
alguien más leyera este pasaje, me preguntaría cuándo intenté suprimirlo a
usted intelectualmente, y yo tendría que decir: No lo sé”. Una vez más,
con bastante mordacidad, trató de apaciguar las preocupaciones de Jung:
“Esté seguro de la constancia de mi interés afectivo, y piense en mí ami­
gablemente, aunque sólo me escriba de tanto en tanto”. *>»

Todo ocurrió como si este llamamiento de Freud se hubiera escrito


en el agua. Jung, si es que llegó a darle alguna respuesta, lo consideró un
intento de seducción. En mayo de 1912 estaba enzarzado con Freud en una
disputa sobre el significado del tabú del incesto, detrás de la cual asomaba
el problema nunca resuelto de la sexualidad. En ese intercambio, el tono
de Freud fue confuso; se negaba con desesperación a reconocer que su
amistad con Jung estaba sentenciada. Pero Jung parecía ofendido, como
alquien que ya ha roto con un amigo y está exponiendo sus razones. No es
casual que la ruptura definitiva se desencadenara con un incidente trivial.
En abril de 1912, Ludwig Binswanger, poco antes designado director
de Kreuzlingen, en el lago Constanza, fue operado de un tumor maligno.
Alarmado ante la perspectiva de perder a “uno de sus jóvenes más prome­
tedores” a manos de una muerte irracional, Freud le envió al enfermo una
Politica psicoanalitica [267]

carta angustiada. Se describió a sí mismo como “un hombre viejo que no


debe quejarse de que su vida vaya a terminar dentro de unos pocos años (y
que está decidido a no quejarse)”, pero a quien la noticia de que la vida de
Binswanger podía estar en peligro le resultó “particularmente penosa”.
Después de todo —dijo Freud—, Binswanger era uno de aquellos que iban
a “continuar mi propia vida”. En algunos momentos, el deseo de Freud de
que sus hijos o sus seguidores le procuraran una inmortalidad emergía a la
superficie de. la conciencia. Ese deseo había influido sutilmente en sus
relaciones con Jung, pero pocas veces encontró una expresión más aguda
que cuando pensó que Binswanger podía morir.n Binswanger le pidió a
Freud que no comentara con nadie su problema, y Freud le hizo una visita
precipitada; el paciente estaba muy bien.
Ahora bien, la casa de Jung en Küsnacht estaba a sólo unos sesenta y
cinco kilómetros de Kreuzlingen, pero Freud, apremiado por el tiempo, no
podía detenerse en la región. *164 Indiferente a las obligaciones múltiples
de Freud, Jung se ofendió; le envió una carta haciéndole reproches aunque
sin culparlo; atribuía lo que dio en llamar “el gesto de Kreuzlingen” al dis­
gusto de Freud ante su conducta independiente. *165 En la respuesta, Freud
se tomó el trabajo de detallar sus movimientos, sin mencionar la opera­
ción de Binswanger, 12 y le recordó a Jung que en otras oportunidades el
hecho de que tuvieran diferencias profundas no había impedido que lo visi­
tara. “Hace algunos meses usted probablemente me habría ahorrado esta
interpretación”. La excesiva sensibilidad de Jung con respecto al “gesto de
Kreuzlingen” hizo que Freud se extrañara: “En esta observación suya
encuentro una duda con respecto a mi persona”. *166

La incomodidad de Freud se contagió rápidamente a sus íntimos.


En junio, Ernest Jones visitó Viena; vio a Ferenczi, y aprovechó la oca­
sión para examinar la amenaza de disensiones adicionales en el campo psi-
coanalítico. Las heridas emocionales que la partida de Adler había dejado
en Freud y en sus partidarios aún no estaban cicatrizadas, y las dificultades
con Jung parecía tan probables como calamitosas. Entonces Jones tuvo
una de esas ideas que hicieron historia psicoanalítica: consideró que lo que
se necesitaba era una organización pequeña y cerrada de miembros leales,
un “comité” clandestino, que rodeara a Freud como una guardia pretoriana
de confianza. Los miembros del comité compartirían entre sí las noticias
y las ideas y, en la intimidad más estricta, se encargarían de discutir cual-

11 Finalmente, Binswanger vivió hasta 1966.


12También le ocultó la situación a los otros. “En Pentecostés —le escribió
a Abraham— pasé dos días en Constanza como invitado de Binswanger” (3 de
junio de 1912, papeles de Karl Abraham, LC). Véase también su carta a Ferenc­
zi, en la que simplemente le informó de que había pasado un fin de semana en
la casa de Binswanger, sin mencionar la razón real de ese viaje. (30 de mayo de
1912. Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC).
[268] Elaboraciones: 1902-1915

quier deseo “de apartarse de alguno de los principios fundamentales de la


teoría psicoanalitica” (la represión, lo inconsciente o la sexualidad infan­
til). *167 Ferenczi adoptó con entusiasmo la propuesta de Jones, lo mismo
que Rank. Muy animado, Jones le hizo llegar la sugerencia a Freud, que
estaba descansando del trabajo del año en el balneario de Karlsbad.
Freud abordó la idea con entusiasmo. “Lo que de inmediato invade mi
imaginación es su idea de un consejo secreto compuesto por los mejores y
más fiables de nuestros hombres, para que cuide del desarrollo posterior
del yA y defienda la causa contra personalidades y circunstancias cuando
yo ya no esté”. La propuesta de Jones le gustó lo bastante como para que
intentara reclamar su paternidad: “Usted dice que fue Ferenczi quien expre­
só esta idea, pero podría ser mía, elaborada en mejores tiempos, cuando
confiaba en que Jung reuniría un círculo de ese tipo en tomo a él, com­
puesto por las cabezas oficiales de las asociaciones locales. Ahora lamento
decir que tal unión ha de formarse con independencia de Jung y de los pre­
sidentes electos”. Sin duda ese comité haría que “vivir y morir” resultara
“más fácil para mí”. Freud consideraba que el primer requerimiento consis­
tía en que el comité fuera “estrictamente secreto" en su existencia y sus
acciones. Tendría pocos miembros: Jones, Ferenczi y Rank, en quienes se
había originado la propuesta, eran candidatos obvios, lo mismo que Abra­
ham. Este era también el caso de Sachs, “en quien mi confianza es ilimi­
tada a pesar de que hace poco tiempo que nos conocemos”. *168 Asumiendo
el espíritu de la propuesta, prometió la máxima discreción.
El plan dice mucho acerca de la obsesiva inseguridad de aquellos pri­
meros psicoanalistas. Freud pensaba que “quizás podría adaptarse para
satisfacer las necesidades de la realidad”, pero reconoció con franqueza que
“en esa concepción” *169 había “también un elemento adolescente y quizá
romántico”. *no Jones había empleado el mismo lenguaje: “La idea de un
pequeño cuerpo unido, destinado, como los paladines de Carlomagno, a
custodiar el reino y la política de su amo, fue un producto de mi propio
romanticismo”. *171 En realidad, el Comité operó satisfactoriamente duran­
te algunos años.

A lo largo del verano de 1912 siguó siendo evidente la insistencia


de Jung en sentirse ofendido por el “gesto de Kreuzlingen”, la cólera de
Jung alimentó los recelos de Freud. La carta que había recibido de Jung
—le escribió Freud a Jones a fines de julio— “sólo puede interpretarse
como un repudio formal de nuestras relaciones hasta ahora amistosas”. Lo
lamentaba, no por razones personales sino profesionales, y estaba decidido
a “dejar que las cosas se enfríen y a no tratar de influir más en él”. Des­
pués de todo, el “yA ya no es asunto mío, sino que le concierne a usted y
también a muchos otros igualmente”. *177 Unos días más tarde, le comentó
con tristeza a Abraham (recordando el ya crónico desagrado que a este últi­
mo le producía Jung): “Estoy ocupado con los acontecimientos de Zurich,
Politica psicoanalitica [269]

que están confirmando una vieja profecía suya, que yo había querido igno­
rar”. *173 En toda su correspondencia de esos meses se ve a un Freud preo­
cupado por encontrar la manera de asegurar el futuro de su movimiento, es
decir, en términos emocionales, su propio futuro: “Sin duda no contribui­
ré en nada a una ruptura, y espero que la comunidad administrativa pueda
permanecer intacta”. *174 Al enviarle a Ferenczi la carta de Jung en la que
le decía que no iba a visitar Küsnacht, Freud la interpretó como una prue­
ba evidente de que la neurosis de Jung debía de estar en su punto álgido.
Con tristeza admitió el fracaso de su esfuerzo tendiente a amalgamar “judí­
os y goyim al servicio del yA”. Lamentablemente, “se separan como el
aceite y el agua”. *i’s La cuestión, sin duda, lo preocupaba; al mes
siguiente, le dijo a Rank que había confiado en lograr “la integración de
judíos y antisemitas en el terreno del yA”. Esa seguía siendo la meta
de Freud, incluso en la adversidad.
Pero Freud pensó que a Ferenczi le agradaría el modo en que él se lo
estaba tomando todo: “con total desapego emocional y superioridad inte­
lectual”. *177 r>e hecho, el desapego de Freud era menor de lo que quería
demostrar, pero en septiembre todavía aceptaba el pronóstico de Jones en
cuanto a que “no hay gran peligro de separación entre Jung y yo”. Quería
ser razonable: “Si usted y la gente de Zurich inician una reconciliación
formal, yo no pondré ningún obstáculo. Sería sólo una formalidad, pues
no estoy enfadado con él”. Pero —agregaba— “mis anteriores sentimien­
tos para con él no pueden volver a la vida”. *178 Tal vez el hecho de que
estuviera de vacaciones en su amada Roma lo llevaba a guardar más espe­
ranzas de lo que resultaba lógico.
Pero Jung le daba a Freud cada vez menos razones para que conservara
un matiz de optimismo. En noviembre, de regreso de Estados Unidos,
donde había pronunciado una serie de conferencias, le escribió recreándose
en sus agravios. Al hablar en Fordham (que Freud consideraba “una peque­
ña universidad desconocida dirigida por jesuítas”) *17’ y en otras partes,
Jung había arrojado por la borda la mayor parte del equipaje psicoanalítico
(la sexualidad infantil, la etiología sexual de las neurosis, el complejo de
Edipo), y además redefinió abiertamente la libido. En la narración que le
hizo a Freud, le señaló animadamente que su versión del psicoanálisis
había convencido a muchas personas hasta entonces escépticas por culpa
del “problema de la sexualidad en la neurosis”. Pero, continuaba, tenía
derecho a decir la verdad tal como él la veía. Sin embargo, aunque insis­
tiendo en que “el gesto de Kreuzlingen” le había causado una herida perdu­
rable, esperaba que no se interrumpieran sus relaciones personales y amis­
tosas con Freud. Después de todo —observó, esforzándose por ser
amable— él le debía mucho. Pero lo que esperaba de Freud no era enfados
sino juicios objetivos. “En mí no se trata de una cuestión de capricho,
sino de dejar bien claro lo que considero que es una verdad”. *180
[270] Elaboraciones: 1902-1915

La carta de Jung era un manifiesto truculento, una declaración de


independencia que bordeaba la grosería. Pero también le recordaba a Freud
que Zurich no era la única fuente de novedades desagradables. “Me he ente­
rado —comenta Jung— de que han surgido dificultades con Stekel”. Con
su tono belicoso, agregó que Stekel tenía que ser despedido del Zentral-
blatf, ya había hecho “bastante daño con su indecente fanatismo con res­
pecto a la confesión, por no decir exhibicionismo”. *181 Freud estuvo de
acuerdo con Jung, probablemente por última vez. A lo largo de 1912, Ste­
kel había continuado asistiendo a las reuniones de la Sociedad Psicoanalí-
tica de Viena; en los primeros meses del año, participó de modo destacado
en una serie de discusiones sobre la masturbación, y en octubre fue confir­
mado como “editor” del Zentralblatt. *182 Pero entonces se peleó con
Tausk, y el episodio, el último de una retahila de provocaciones, colmó la
paciencia de Freud. En su autobiografía. Stekel es más bien vago acerca de
esa ruptura, y no se queja; tal vez (conjetura) Jung pudo estar conspirando
contra él. Sin duda Freud favoreció al agresivo Tausk, considerado por
Stekel como un enemigo. *183 De hecho, el desenlace final fue una conse­
cuencia directa de la gestión editorial de Stekel en el Zentralblatt. Al prin­
cipio, según Freud reconoció con gratitud, había sido un editor “excelen­
te”, en agudo contraste con Adler. *184 Pero pronto empezó a concebir el
periódico como su coto privado, y trató de impedir que aparecieran las
reseñas de Tausk. A Freud le pareció que “no podía permitir” *185 esa arbi­
trariedad y, finalmente, en noviembre de 1912, le anunció a Abraham que
“Stekel está siguiendo su propio camino”. En consecuencia, él experimen­
taba un gran alivio: “Esto me gusta mucho; usted no sabe lo que he sufri­
do tratando de defenderlo de todo el mundo. Es un ser humano insoporta­
ble”. *186 La creciente convicción de Freud en cuanto a que Stekel era un
mentiroso “irremediablemente desvergonzado” hizo que la ruptura fuera
irreparable; Stekel —le comentó Freud a Jones— le había dicho a la gente
de Zurich que existió un intento de “sofocar la libertad de su mente”, pero
se abstuvo de mencionar sus disputas con Tausk y su intención de que el
Zentral blatt fuera “propiedad suya”. *187 Freud, que tenía firmes principios
morales, consideraba que aquel embuste frustraba cualquier posible rela­
ción institucional. Pensaba que Stekel había degenerado en un predicador
“a sueldo del adlerismo”. *i88

Pero el asunto Stekel no distrajo a Freud por mucho tiempo del


desafío que le planteaba el nuevo tono de Jung. Jung había sido un “Que­
rido amigo” (Lieber Freund) de Freud durante varios años; después de la
carta de mediados de noviembre, Freud sacó sus propias conclusiones. En
la cabecera de su respuesta escribió “Lieber Herr Dokior”. “Lo saludo en
su retomo a América, no con tanto afecto como antes de Nümberg —usted
ha logrado disuadirme de que lo haga— pero todavía con bastante simpa­
tía, interés y satisfacción por su éxito personal.” Sin embargo, se pregun­
Politica psicoanalitica [271]

taba en voz alta si aquel éxito no había puesto en peligro las teorías psi-
coanalíticas de más largo alcance. Si bien seguía confiando en que subsis­
tieran sus buenas relaciones personales, Freud permitió que una nota de
irritación se deslizara en su carta. «Su insistencia en “el gesto de Kreuzlin­
gen” es, desde luego, tan incomprensible como insultante, pero hay cosas
que no pueden ponerse por escrito». *189 Freud todavía deseaba hablar con
Jung, mientras que sus seguidores estaban listos para deshacerse de él. El
11 de noviembre, el mismo día en que Jung le recordaba, una vez más, “el
gesto de Kreuzlingen”, Eitington le escribió a Freud desde Berlín: “El psi­
coanálisis está ahora lo bastante desarrollado y maduro como para poder
recuperarse de esos procesos de descomposición y eliminación”.
A fines de noviembre, los dos protagonistas aprovecharon la ocasión
que les brindó una pequeña conferencia psicoanalítica en Munich para sen­
tarse y mantener una prolongada conversación privada sobre el episodio de
Binswanger. El resultado fue que Jung se disculpó, y se produjo un nuevo
acercamiento entre ellos. “Resultado —le informó Freud a Ferenczi: tanto
los lazos personales como los intelectuales seguirán siendo estrechos
durante años. No se habló nada de separación ni de deserción”. Esta visión
optimista era una pieza casi desesperada de autoengaño, y no se correspon­
día con la realidad. Freud se estaba haciendo cada vez más cauto y, por
más que lo deseara, no podía confiar por completo en una resolución pací­
fica así. Le comentó a Ferenczi que Jung le recordaba a un borracho que
incesantemente berrea: “¡No piensen que estoy arruinado!”
La reunión de Munich se vio malograda por uno de los desvaneci­
mientos de Freud, el segundo en presencia de Jung. Lo mismo que en Bre-
men tres años antes, la escena era el final de una comida ligera; como
aquel día, se había producido una animada discusión entre Freud y Jung, y
una vez más Freud interpretó lo que Jung decía como revelador de un
deseo de muerte dirigido contra él. En la discusión, Freud había deplorado
que Jung y Riklin publicaran en Suiza artículos psicoanalíticos sin men­
cionar su nombre. Jung defendió la práctica; después de todo —dijo— el
nombre de Freud era bien conocido. Pero Freud insistió. “Recuerdo haber
pensado que estaba tomándose la cuestión de un modo más bien personal”,
dijo más tarde Jones, que estaba presente. “De pronto, para nuestra cons­
ternación, cayó al suelo totalmente inconsciente. El robusto Jung lo llevó
en seguida a un sofá de la antesala, donde pronto volvió en sí”. *192 Para
Freud, ese incidente tenía todo tipo de significados ocultos, que él analizó
en cartas a sus íntimos. Fueran cuales fueren las causas físicas que acecha­
ban en un segundo plano (fatiga, dolor de cabeza) Freud no tenía duda
alguna de que el principal agente de su desvanecimiento había sido un con­
flicto psicológico. De un modo oscuro, Fliess estaba implicado en ello,
lo mismo que la vez anterior. Es decir, Freud todavía estaba tratando de
ajustar sus cuentas afectivas con su ex amigo. Jung, por su parte, con
independencia del modo en que se tomara aquel momento de alarma, rápi­
[272] Elaboraciones: 1902-1915

damente puso por escrito el evidente alivio que le procuraba su reconcilia­


ción con Freud. Se mostró apenado, solícito, una vez más un hijo cariño­
so. “Por favor —le escribió a Freud el 26 de noviembre—, perdone mis
errores, que no intentaré excusar ni atenuar”. *»3
Se trató de una falsa recuperación. Jung estaba decidido a que le ofen­
dieran e interpretaba los cumplidos como insultos. El 29 de noviembre,
Freud, escribiéndole a Jung, diagnosticó el episodio del desmayo como
una jaqueca con ciertos “ingredientes psíquicos”; en pocas palabras, con
ciertos “elementos de neurosis”. Y en la misma carta elogió a Jung por
haber “limpiado el enigma de todo misticismo”. *v* A Jung (que aparente­
mente olvidó sus muestras de afecto de la carta anterior) le pareció un ata­
que; una vez más, Freud estaba subestimando su trabajo. Se aferró al
hecho de que Freud admitiera albergar en sí un elemento de neurosis sin
analizar. Era ese “elemento” —consideraba Jung, desplegando su “ordina­
ria helvética”— lo que impedía que Freud apreciara en su justo valor el
trabajo que él realizaba. Después de haber empleado durante años la expre­
sión “complejo paterno”, y de haber proporcionado pruebas ostentosas
tomadas de su propia conducta en apoyo de la teoría, en ese momento
Jung la rechazó atribuyéndola al gusto vienés por las etiquetas. Observó
con pena que todos los psicoanalistas eran demasiado propensos a explotar
su profesión con fines de denuncia. *195
Reuniendo sus últimos restos de paciencia, Freud se abstuvo de sutile­
zas con respecto al “nuevo estilo” de Jung, se manifestó de acuerdo en que
resultaba penoso el mal uso que se hacía del psicoanálisis, y sugirió “un
pequeño remedio casero”: que “cada uno de nosotros se ocupe de su propia
neurosis con más celo que de la neurosis del prójimo”. *196 En su respues­
ta, Jung bajó el tono por un momento, y le informó a Freud que estaba
preparando una reseña devastadora de un nuevo libro de Adler. *i" Freud
manifestó su aprobación, pero recordándole a Jung lo que los separaba: la
“innovación” junguiana concerniente a la teoría de la libido. *198 Esto fue
demasiado para el inconsciente de Jung; a mediados de diciembre, en una
breve nota, cometió uno de esos lapsus de los que viven los psicoanalis­
tas. “Ni siquiera los cómplices de Adler —escribió— quieren considerarme
como uno de ellos”. Pero en lugar de ihrigen (“de ellos”), que era lo que
pedía el contexto, Jung inconscientemente repudió a Freud escribiendo
Ihrigen (“de los de usted”). *»» Freud ya se había sorprendido a sí mismo
cometiendo un desliz muy similar, que apuntaba a su hostilidad incons­
ciente para con Jung, varios años antes.13 En ese momento, tomando el
falso error como clave de los verdaderos sentimientos de Jung, y ya com­
pletamente harto, no resistió la tentación de comentarlo. Maliciosamente,
le preguntó a Jung si podría movilizar la suficiente “objetividad” (ésta era

13 Véase la pág. 250.


Política psicoanalitica [273]

una de las palabras agresivas favoritas de Jung) como para considerar ese
lapsus sin acritud. *200
Jung no pudo. En su tono más jactancioso, dio rienda suelta a lo que
alguna vez Freud había llamado su “sana ordinariez”. *201 “¿Me permite
que le diga unas pocas palabras serias? Reconozco mis fluctuaciones con
usted, pero tengo tendencia a ver la situación de un modo sincero y entera­
mente honesto. Si usted lo duda, el problema es suyo. Me gustaría lla­
marle la atención sobre el hecho de que su técnica de tratar a sus discípu­
los como a sus pacientes es blunder. De ese modo usted produce hijos
esclavos o impúdicos bribones (Adler-Stekel y toda la desvergonzada pan­
dilla que ahora se pavonea en Viena). Soy lo bastante objetivo como para
adivinar su truco”. *202 Después de repudiar el complejo paterno, una vez
más lo exhibe en su plenitud: el modo que tenía Freud de detectar acciones
sintomáticas —continuó— era la manera de reducir a todos al nivel de
hijos e hijas que admitían sus faltas con rubor. “Mientras tanto, usted está
sentado en la cima, como padre”. Jung manifestó que ese servilismo le
parecía inútil. Por un momento, fue como si Freud aún estuviera dis­
puesto a razonar con Jung, mientras veía cómo se derrumbaban los planes
que había acariciado para el futuro del psicoanálisis. Al redactar la respues­
ta, observó que la reacción de Jung ante el hecho de que se le llamara la
atención sobre su lapsus había sido excesiva, y se defendió de la imputa­
ción de que mantuviera a sus discípulos en una situación de dependencia
infantil; por el contrario, en Viena lo criticaban por no preocuparse lo
suficiente de analizarlos. *204
Los comentarios de Freud acerca de la reacción excesiva de Jung invi­
tan a su vez a realizar ciertas consideraciones. En su correspondencia y en
sus conversaciones, los psicoanalistas de la primera generación empleaban
un estilo impertinente que habría estado completamente fuera de lugar en el
discurso de los otros mortales. Con atrevimiento, se interpretaban los sue­
ños entre sí; se cebaban en los lapsus orales o escritos de los otros; libre­
mente, demasiado libremente, empleaban los términos diagnósticos tales
como “paranoide” y “homosexual” para caracterizar a sus compañeros, y
también para caracterizarse a sí mismos. Todos ellos practicaban en su cír­
culo el tipo de análisis que condenaban en los ajenos como falto de tacto,
anticientífico y contraproducente. Esa retórica irresponsable probablemente
les servía para descansar del trabajo austero que conllevaba la práctica psi­
coanalítica, como una especie de ruidosa recompensa por permanecer en
silencio y ser discretos la mayor parte del tiempo. Freud participaba en ese
juego junto con el resto, incluso aunque sensatamente previniera a sus
colegas sobre el empleo del psicoanálisis como arma. En consecuencia,
puesto que esa actitud de interpretar a diestro y siniestro se contagiaba de
modo irresistible, proliferando y convirtiéndose en una práctica familiar,
Freud tenía derecho a pensar que la respuesta de Jung a su interpretación del
desliz había sido desproporcionada, y por lo tanto altamente sintomática.
[274] Elaboraciones: 1902-1915

A fines de diciembre, Freud reconoció finalmente que ya no había


tiempo de señalar tales sutilezas. Ya no podía aspirar a convertirse en un
gran estadista. “En lo que concierne a Jung —le escribió a Jones en una
carta sumamente reveladora— parece haber perdido el juicio, se está com­
portando como un loco. Después de algunas cartas afectuosas me escribió
una sumamente insolente, demostrando que su experiencia de Munich —la
reconciliación de noviembre— no ha dejado en él ninguna huella”. Reac­
cionar ante el lapsus revelador de Jung había sido “una provocación muy
leve”, después de la cual “él se revolvió con furia, proclamando que no era
en absoluto un neurótico”. Sin embargo, Freud no deseaba una “separa­
ción oficial”; por el bien de “nuestro interés común”, aquello no era con­
veniente. Pero le aconsejó a Jones que no diera “más pasos hacia la recon­
ciliación, es inútil”. Freud estaba seguro de que Jones podía imaginar las
acusaciones de Jung: “Yo fui el neurótico, yo eché a perder a Adler y Ste-
kel, etc. Es el mismo mecanismo y una reacción idéntica a la del caso de
Adler”. Era lo mismo y sin embargo no lo era; frente a esta última desilu­
sión, de importantes consecuencias, Freud no pudo evitar su desaliento, y
trazó una distinción un tanto patética con un juego de palabras complejo:
«Desde luego, Jung es por lo menos un “Aiglon”». *M5 Podemos interpre­
tar esta calificación de modos opuestos, que reflejan los sentimientos con­
tradictorios del propio Freud: “Aiglon”, que en francés significa “aguilu­
cho”, era una referencia a Adler, apellido que en alemán significa “águila”.
Pero también lleva a pensar en el hijo de Napoleón “Napoleón II”, apoda­
do 1’Aiglon, y que no vivió para realizar la misión a la que su padre lo
había destinado; del mismo modo, en Jung, elegido sucesor de Freud, se
habían depositado expectativas que nunca satisfizo. Las ambiciones de
Jung, de las que Freud había esperado que “lo pongan a mi servicio”,
demostraron ser incontrolables. Freud le dijo a Emest Jones que la carta de
Jung había suscitado en él un sentimiento de vergüenza. *207
Freud también informó a Jones de que había redactado “una respuesta
muy suave”, pero que no se la envío, porque Jung habría interpretado “una
reacción tan mansa como signo de cobardía”, sintiéndose de lo más impor­
tante. *208 El seguía esperando contra toda esperanza. La amistad de Jung
“no merece que se desperdicie tinta”, le comentó a Jones el l9 de enero de
1913, pero si bien él mismo “no tenía ninguna necesidad de su compa­
ñía”, había que tener en cuenta, “mientras fuera posible”, los “intereses
comunes” de la asociación y la prensa psicoanalítica. Dos días más
tarde, en una carta a Jung que sí le envió, subrayó con énfasis la amistad
que había parecido tan prometedora. Esa carta decía que él no encontraba
manera de responder a las acusaciones de Jung. “Entre los analistas está
establecido que ninguno de nosotros tiene por qué avergonzarse de su ele­
mento de neurosis. Pero quien, en medio de una conducta anormal, grita
incesantemente que es normal, despierta la sospecha de que es incapaz de
percibir su enfermedad. En consecuencia, le sugiero que renunciemos por
Politica psicoanalitica [275]

completo a nuestras relaciones personales”. Permitiendo que emergiera su


pena, agregó: “Con esto no pierdo nada, pues durante mucho tiempo he
estado ligado emocionalmente a usted por un débil hilo, el efecto subsis­
tente de decepciones anteriores”. *210 Fliess todavía estaba presente en la
mente de Freud. Sin duda, sabía que ese hilo se había cortado sin posibili­
dad alguna de recomponerse; en la intimidad de sus cartas privadas, decía
que Jung se había vuelto “descaradamente insolente”, mostrándose como
“el necio ostentoso y el tipo brutal que es”. *ai Jung aceptó la decisión de
Freud. “El resto es silencio”, escribió a modo de respuesta, con un poco
de grandilocuencia. *212
Pero todavía quedaban cosas por decir. Por más ampliamente que las
concepciones que Jung acababa de cristalizar divergieran de las de Freud,
para todo el mundo Jung seguía siendo el más eminente portavoz del psi­
coanálisis freudiano, después del propio fundador. Además, como presiden­
te de la Asociación Psicoanalítica Internacional, era el más importante
personaje oficial del movimiento internacional. No sin justicia, Freud
veía su propia situación como precaria en extremo; existía el peligro real
de que Jung y sus seguidores, que controlaban el aparato organizativo y
periodístico del psicoanálisis, se afirmaran en el poder y lo expulsaran a él
junto con sus partidarios y no era el único que se preocupaba por esta
posiblidad. A mediados de marzo de 1913, Abraham hizo circular la pro­
puesta de que en el mes de mayo los grupos psicoanalíticos de Londres,
Berlín, Viena y Budapest pidieran la renuncia de Jung. No puede sorpren­
der que encabezara su memorando, sólo destinado a unas pocas personas,
con la palabra: “¡Confidencial!” *213
Freud estaba preparado para lo peor. “Según las noticias que nos lle­
gan de Jones —le dijo a Ferenczi en mayo de 1913— sólo podemos espe­
rar perversidades por parte de Jung.” “Naturalmente —agregó con amargu­
ra— todo lo que se desvía de nuestras verdades cuenta con el aplauso
oficial de sus seguidores. Es perfectamente posible que esta vez realmente
nos entierren, después de habernos tarareado con tanta frecuencia la marcha
fúnebre en vano”. Y agregaba desafiante: esto “no cambiará mucho nues­
tro destino, y nada el de la ciencia. Estamos en posesión de la verdad;
estoy tan seguro como hace quince años”. *214
Estaba movilizando toda su confianza en sí mismo, espontánea o cul­
tivada, mientras que Jung exponía sus diferencias con Freud en el ámbito
de las conferencias. En julio de 1913, Jones le envió a Freud, sin ningún
comentario, el anuncio impreso de un «trabajo del Dr. C. G. Jung, de
Zurich, titulado “Psicoanálisis”», que sería leído ante la Sociedad Psico-
médica de Londres. A Jones y a Freud debió parecerles siniestro que el ora­
dor fuera identificado como “una de las mayores autoridades en psicoanáli­
sis”, *215 especialmente en vista de que, al mes siguiente, hablando de
nuevo en Londres, Jung volvió a anunciar con toda claridad el programa
que se había aventurado a proponer en Nueva York diez meses antes: libe­
[276] Elaboraciones: 1902-1915

rar el psicoanálisis de su énfasis exclusivo en la sexualidad. En esas confe­


rencias de Londres, por primera vez Jung denominó a sus doctrinas revi­
sionistas, no “psicoanálisis”, sino “psicología analítica”.
La teoría de los sueños de Freud era otro de los blancos de la revisión
junguiana. Adoptando un tono didáctico, casi paternal, que parecía invertir
sus acostumbrados roles, en julio de 1913 Jung hizo llegar a Berggasse 19
una carta en la que afirmaba que Freud evidentemente había interpretado
mal “nuestra concepción”. Jung estaba hablando en nombre del grupo de
Zurich, así como Freud habló durante mucho tiempo en nombre de los
vieneses. La supuesta incomprensión de Freud se refería al lugar que Jung
asignaba a los conflictos del presente en las formaciones oníricas. “Noso­
tros —ilustraba Jung— aceptamos sin reservas que la teoría [freudiana] de
la realización de los deseos es correcta”, pero, por considerarla superficial,
había ido más allá. *216
Esa actitud condescendiente ante Freud debió de procurarle a Jung un
placer exquisito. El estaba realizando un trabajo difícil, elaborando una
psicología propia; todas las ideas habitualmente asociadas con la psicolo­
gía analítica junguiana datan de ésos años: los arquetipos, el inconsciente
colectivo, la ubicuidad de lo misterioso, la simpatía respecto de la expe­
riencia religiosa, la fascinación por el mito y la alquimia. Como psiquia­
tra y clínico practicante, que pretendía haberlo aprendido casi todo de sus
pacientes, Jung desarrolló una psicología que naturalmente presenta mar­
cadas afinidades con el psicoanálisis freudiano. Pero las diferencias son
fundamentales. Así, por ejemplo, la famosa definición junguiana de la
libido no era nada más que un fracaso nervioso, una ansiosa retirada frente
a las verdades incómodas acerca de las pulsiones sexuales que habitan en el
animal humano. La teoría junguiana de los arquetipos tampoco tiene una
contrapartida real en las concepciones de Freud. El arquetipo es un
principio fundamental de la creatividad, anclado en las cualidades raciales,
una potencialidad humana que se manifiesta concretamente en las doctrinas
religiosas, los cuentos de hadas, los mitos, los sueños, las obras de arte y
la literatura. Su equivalente en biología es la “pauta de conducta”. *217
Además de que entre ambos existían incompatibilidades específicas,
Jung y Freud diferían radicalmente en sus actitudes esenciales con respecto
a la empresa científica. Es importante que se acusaran recíprocamente, con
idéntica vehemencia, de apartarse del método científico y de haber caído en
el misticismo. «Critico en la psicología freudiana —escribió Jung— una
cierta estrechez y prejuicio y, en los “freudianos”, un cierto espíritu falto
de libertad, intolerante y fanático». Freud —pensaba Jung— había descu­
bierto cosas sobre la mente, pero era demasiado propenso a abandonar las
bases sólidas de “la razón crítica y del sentido común". *2i» Freud, por su
parte, criticaba en Jung el que se mostrara tan crédulo con respecto a
supuestos fenómenos ocultos, y que lo apasionaran las religiones orienta­
les; acogía con un escepticismo sardónico e irreprimible la defensa que
Politica psicoanalitica [277]

hacía Jung de los sentimientos religiosos como un elemento integrante de


la salud mental. Para Freud, la religión era una necesidad psicológica pro­
yectada sobre la cultura, los sentimientos infantiles de desamparo que
sobreviven en los adultos, que debían analizarse más que admirarse. En
una época en la que todavía sus relaciones con Jung eran relativamente
buenas, Freud ya lo había acusado de ocultarse detrás de “una nube religio-
so-libidinal”. Como heredero de la Ilustración del siglo XVin, Freud
no aceptaba sistemas de pensamiento que borraran las diferencias irreconci­
liables y negaran la interminable guerra entre la ciencia y la religión.
El abismo que separaba a Freud de Jung en cuestiones doctrinarias se
vio ampliado por los conflictos psicológicos existentes entre ellos. En
vista de la profunda satisfacción que le procuraba el desarrollo de su propia
psicología original, Jung afirmó más tarde que no había vivido su separa­
ción de Freud como una excomunión o un exilio. Para él fue una libera­
ción. Una interpretación freudiana serviría de mucho para iluminar los
más histriónicos gestos de Jung durante los pocos años de intimidad con
su “padre” de Viena: el hijo edípico había luchado por liberarse, sufriendo
y al mismo tiempo infligiendo sufrimiento. Jung lo había dicho todo en
una carta que le envió a Freud el día de Navidad de 1909: “Es un duro des­
tino verse obligado a trabajar al lado del creador”. *220 Sin duda, lo que
Jung obtuvo de esos años fue más que una disputa privada y una amistad
rota; generó una doctrina psicológica reconocible como suya propia.

La correspondencia entre Jung y Freud fue decayendo hasta quedar


limitada a comunicaciones administrativas formales. Mientras tanto,
Freud estaba ocupado tratando de rescatar del naufragio todo lo que pudiera.
Mientras que en el pasado, especialmente en “apartes” con Abraham, había
sugerido una lectura “racial” de su conflicto con Jung, en adelante se resis­
tió con fuerza a tratar aquel asunto como una batalla entre judíos y genti­
les. Si el psiquiatra suizo Alphonse Maeder, uno de los más estrechos
colaboradores de Jung, prefería ver la lucha de ese modo, estaba en su dere­
cho, le dijo Freud a su confidente Ferenczi. Pero, enfáticamente, ése no
era el punto de vista de Freud. “Sin duda existen grandes diferencias con el
espíritu ario”: de este modo esbozó Freud el argumento que Ferenczi
podría adoptar en respuesta a Maeder. “Por lo tanto seguramente deben de
haber diferentes Weltanschauungen en uno y otro caso”. Pero “no debe
haber ninguna ciencia aria o judía. Sus resultantes tienen que ser idénti­
cos; sólo su presentación podría variar”. Sin duda, resultados diferentes
sólo podrían demostrar que “tiene que haber algo equivocado”. Ferenczi
podía tranquilizar a Maeder —agregó Freud sarcásticamente— en cuanto a
que “no tenemos ningún deseo de atacar su Weltanschauung ni su reli­
gión”. También podía decirle a Maeder que al parecer Jung había declarado
en Estados Unidos que “el yA no es una ciencia sino una religión”. Si lo
había hecho, allí estaba la explicación de toda la disputa. “Pero el espíritu
[278] Elaboraciones: 1902-1915

judío lamenta no poder acompañarlo. . Un poco de mofa no puede hacer


daño”. *221 En medio de estas desalentadoras disputas, Freud encontró tiem­
po para declarar su fidelidad a la austera disciplina impuesta por la búsque­
da de la objetividad científica. El psicoanálisis como ciencia tenía que ser
independiente de toda consideración sectaria, pero también independiente de
todo “padrinazgo ario”. *222
A pesar de su fatigado pesimismo, Freud trató de continuar trabajando
con Jung, quien, sin embargo, se mostraba frío en su cooperación. Con
muy pocas ilusiones, y sólo las más modestas expectativas, asistió al
congreso internacional de Munich a principios de setiembre de 1913, con­
greso éste más concurrido que los anteriores: contó con ochenta y siete
participantes, entre miembros e invitados. *223 Pero la atmósfera estaba
cargada de partidismo, incluso aunque muchos de los participantes no
tuvieran la menor idea de que el liderazgo se hallaba irreparablemente divi­
dido. *224 Las sesiones —se quejó Freud— fueron “agotadoras y nada ejem­
plares”; Jung había actuado como presidente “de una manera inamistosa e
incorrecta”. Los votos de la reelección de Jung demostraron la emergencia
de un amplio descontento: veintidós de los participantes se abstuvieron
como manifestación de protesta, mientras que cincuenta y dos votaron por
el candidato. Freud resumió el congreso como sigue: “Nos separamos sin
ningún deseo de volver a vemos”. *225 Allí estuvo Lou Andreas-Salomé y,
comparando a Freud con Jung, juzgó a este último con dureza. «Basta una
mirada a uno y otro —escribió en su diario— para ver cuál de los dos es
más dogmático, más amante del poder. Allí donde hace dos años, en el
caso de Jung, una especie de alegría robusta, una vitalidad abundante, se
expresaban a través de su risa estruendosa, su seriedad de ahora es símbolo
de la agresividad pura, la ambición, la brutalidad mental. Freud nunca
estuvo tan cerca de mí como aquí: no sólo a causa de su ruptura con su
“hijo” Jung, al que amaba, y en beneficio del cual, por así decirlo, había
trasladado su causa a Zurich, sino precisamente en razón de la forma de la
ruptura, como si Freud la hubiera llevado a cabo simplemente por testaru­
dez», un espejismo que Jung había fabricado en abierto desafío a la reali­
dad. *226
Jung se negó a abandonar el campo con rapidez y en silencio. En
octubre, “interpretando a la inocencia injuriada” *227 —según las palabras
dé Freud— dimitió como “editor” del Jahrbuch, aduciendo con brusquedad
“razones de naturaleza personal” y “renunciando a una discusión públi­
ca!”. *228 No menos bruscamente, a Freud le explicó que había actuado
motivado por su conocimiento, a través de Maeder, de que él, Freud,
ponía en duda su “bona fides”, *229 fuera lo que fuere lo que esto significa­
ra, lo cual —manifestó— hacía imposible cualquier hipotético trabajo
conjunto. Freud ya entonces totalmente receloso, pensó que la renuncia
de Jung, con su oscuro pretexto, era una mera astucia. “Está perfectamen­
te claro por qué renunció —le dijo a Jones—. Quiere que Bleuler y yo
Politica psicoanalitica [279]

abandonemos y quedarse con todo”. *230 Percibiendo la necesidad de actuar


con presteza, llamó “urgentemente” a Ferenczi a Viena. *ai Jung, a quien
entonces veía como “brutal, mentiroso, deshonesto”, *232 podría negociar
con los editores para quedarse con el control del Jahrbuch. Lo que era
peor, Jung era todavía presidente de la organización en la que Freud había
invertido tanto.
Freud se movió con decisión para recuperar su periódico y su organi­
zación. Era un trabajo desagradable, pero expresó su confianza en que,
“como algo natural”, él y sus seguidores “nunca imitarían la brutalidad de
Jung”. *233 Esa negativa a ser brutal habría sido más efectiva si Freud la
hubiera extendido a su propia correspondencia, mostrándose menos salva­
je. Y sus aliados de Berlín y Londres se sentían igualmente afectados por
la oposición. Emest Jones envió cartas urgentes y agraviadas en búsqueda
de una estrategia vencedora. «Uno está encolerizado con Jung —le escribió
a Abraham a fines de 1913— hasta que descubre que es sólo torpemente
estúpido, “estupidez emocional”, como la llaman los psiquiatras». *234 El
estilo polémico de Freud era sin duda contagioso. Durante algún tiempo,
Jones aconsejó la disolución de la Asociación Psicoanalítica Internacional.
“Mi principal razón para pensar que es deseable disolverla ahora es lo ridí­
culo de la situación; asistir a otro congreso [como el de Munich del mes
de septiembre pasado] me haría enrojecer de vergüenza por nuestros ex
colaboradores. [...] Asimismo, cuanto más tiempo se permita que la
escuela de Zurich se identifique con el Ps-A, más difícil será repudiarlos.
Tenemos que separamos”. *235 Su amigo Abraham no era menos enfático.
Para él la unión de freudianos y junguianos había sido “un matrimonio
antinatural” desde el principio. *23«.
A Freud le resultó grato —aunque no le sorprendió— tener tales enér­
gicos partidarios. Pero su principal recurso en aquellos días fue el trabajo
con su “Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico”, algo
que le resultó útil para contener su rabia. Para él era un panfleto en el que
exponía su versión de las disensiones que habían estado carcomiendo el
movimiento durante los últimos años. Por primera vez sugirió sus inten­
ciones a principios de noviembre de 1913, en una nota a Ferenczi: estaba
pensando en una “historia del yA con una crítica abierta a Adler y Jung”.
*237 Dos meses más tarde pudo comunicar: “Estoy trabajando furiosamente
en la historia”; *23« el adverbio resultaba adecuado para expresar tanto su
velocidad como su estado de ánimo. La “Historia” fue la declaración de
guerra de Freud. A medida que la escribía, furiosamente, enviaba los borra­
dores a sus íntimos, y llegó a llamarla afectuosamente “la bomba”.
Incluso antes de que “la bomba” se hiciera explotar oficialmente,
Freud tuvo la satisfacción de ver que sus adversarios de Zurich cometían lo
que él consideró errores tácticos. Secamente extrajo la conclusión de que
trabajaban para él. A principios de la primavera de 1914, Jung le dio a
Freud lo que éste quería: el 20 de abril renunció a la presidencia de la Aso-
[280] Elaboraciones: 1902-1915

dación Psicoanalítica Internacional. Dos días más tarde, los berlineses


enviaron un alegre telegrama a Berggasse 19: “Por las noticias de Zurich
cordiales felicitaciones de Abraham, Eitingon”. *2» Respirando aliviado,
Freud le comentó a Ferenczi que la decisión de Jung “ha facilitado mucho
la tarea”. *M0
La “bomba”, arrojada a mediados de julio, hizo el resto. Separó de
modo tajante a Freud y sus partidarios de quienes, como Jung, ya no eran
aceptados por ellos como psicoanalistas. “No puedo sofocar un hurra”, le
escribió Freud a Abraham, exultante. *241 Su regocijo no se disipó rápida­
mente. “De modo que nos lo hemos sacado de encima —observó más de
una semana después—, al brutal santo Jung y sus loros devotos (Nachbe-
ter)”. Al leer el panfleto inmediatamente antes de su publicación,
Eitingon se sintió impulsado a desplegar una acostumbrada elocuencia y
una ensalada de metáforas. Había recorrido la “Historia” —le dijo a
Freud— “con agitación y admiración”. La pluma de Freud, que en el pasa­
do había sido “como un arado que roturaba nuestro suelo más oscuro y
más fértil”, se convirtió en “una afilada navaja” usada con suma destreza.
“Usted pone el dedo en la llaga, y quedarán las cicatrices” en “los ya-no-
nuestros”. +243 La hipérbole no era inexacta. Así como la partida de Adler
había dejado en manos de Freud y los freudianos la Sociedad Psicoanalítica
de Viena, del mismo modo la partida de Jung, mucho más significativa,
dejaba a la Asociación Psicoanalítica Internacional convertida en un orga­
nismo sólido para la discusión y difusión de las ideas de Freud. Con inde­
pendencia de los otros efectos que pudo haber tenido el asunto Jung, ayudó
a definir públicamente lo que Freud pensaba que el psicoanálisis represen­
taba en realidad.

Retrospectivamente, la relación de Freud con Jung parece una


nueva edición de anteriores amistades fatales. Freud mismo proporciona
material para esa lectura: los nombres de Fliess y de otros aliados perdidos
aparecen continuamente en su correspondencia de esos años. Y Jung,
como si se hubiera contagiado de las atormentadas alusiones de Freud, res­
pondió significativamente a ellas. Lo mismo que en amistades anteriores,
Freud, con rapidez, casi atolondradamente, depositó su afecto, pasó a una
cordialidad casi sin reservas, y concluyó con una separación irreparable y
furiosa. En julio de 1915, cuando ya todo había terminado, calificó a
Jung, desdeñosamente, como un “santo converso”. Le había gustado el
hombre —escribió— hasta que Jung se vio invadido por «una “crisis” éti­
co-religiosa», completaba “con una renacida moralidad superior”, por no
hablar de “mentiras, brutalidad y condescendencia antisemita con respecto
a mí”. *244 El único sentimiento que Freud no se permitió en esa tempes­
tuosa alianza fue la indiferencia.
Esta trayectoria emocional suscita el interrogante de si no se trataba
de que, de algún modo, Freud necesitaba convertir a sus amigos en enemi­
Politica psicoanalitica [281]

gos. Primero Breuer, i* después Fliess, a continuación Adler y Stekel, en


ese momento Jung, y más tarde otras rupturas. Se entienden las razones de
que pudiera ver a Jung simplemente como otro Fliess. Pero esta equipara­
ción no aclara tanto las cosas: Freud y Fliess tenían prácticamente la mis­
ma edad; entre Freud y Jung había una diferencia de casi veinte años: cuan­
do iniciaron su correspondencia, en 1906, Freud tenía cincuenta, y Jung
treinta y uno. Por otro lado, a pesar de todo su afecto paternal, Freud nun­
ca le ofreció a Jung el emblema final de la familiaridad germana, el du del
tuteo, cosa que sí había hecho con Fliess. En el punto álgido de su inti­
midad, después de que Freud ungiera a Jung como príncipe de la corona del
movimiento psicoanalítico, sus cartas siguieron conservando un cierto
grado de formalismo: Freud se dirigía a Jung como a su “Querido amigo”,
pero Jung nunca fue más allá del “Querido Herr Professor". Lo que estaba
en juego en la amistad de Freud con Jung era tan importante como lo que
ya lo había estado en la amistad con Fliess, pero se trataba de cosas dife­
rentes. La situación de Freud había cambiado drásticamente; si abrazó a
Fliess como único compañero de una expedición excéntrica y temeraria, a
Jung lo consideró como a alguien que con su vigor aseguraría la persisten­
cia de un movimiento todavía en orden de batalla, pero que ya disfrutaba
de un apoyo creciente.
Además, Freud no era víctima de ninguna oscura compulsión a la
repetición. Cuando en 1912, en medio de la lucha le dijo a Abraham que
“todos los días aprendo a ser un poco más tolerante”, sin duda se esta­
ba viendo a sí mismo como una persona más conciliadora de lo que era en
realidad. Ni Adler en 1911, ni Jung en 1912, habrían reconocido ese auto­
rretrato cordial. Pero Freud contó con amistades de toda la vida, siempre
armoniosas, no sólo con quienes nunca amenazaron su posición en el
movimiento psicoanalítico, sino también con hombres como el oftalmó­
logo Leopold Kónigstein y el arqueólogo Emanuel LCwy y lo que es más
sintomático, algunos de sus asociados profesionales más próximos, inclu­
so aunque estuvieran lejos de ser sistemáticamente “ortodoxos”, nunca
debieron de experimentar más que el latigazo ocasional y perfectamente
tolerable de la desaprobación de Freud expresada con franqueza. Paul
Fedem, Emest Jones y otros de sus partidarios más destacados tuvieron

14 El distanciamiento de estos dos viejos amigos era total. El 21 de


noviembre de 1907, Breuer le escribió a Auguste Forel: “En cuanto a mí, ahora
estoy separado de Freud por completo”. Agregó que, “naturalmente”, ése no
había sido “un proceso totalmente indoloro”. Generoso como de costumbre,
seguía considerando que la obra de Freud era “magnífica: erigida a partir del
estudio más laborioso en su práctica privada, y de la mayor importancia, aun
cuando —se sintió obligado a añadir— una parte considerable de su estructura
volverá a desmoronarse”. (Citado en su totalidad en Paul F. Cranefield, “Joseph
Breuer’s Evaluation of His Contribution to Psycho-Analysis”, Int. J. Psycho-
Anal., XXXIX [1958], 319-320).
[282] Elaboraciones: 1902-1915

dificultades con Freud acerca de cuestiones importantes de técnica o teoría,


sin verse proscriptos como renegados o traidores. El psiquiatra suizo Lud-
wig Binswanger, que durante toda su vida luchó a brazo partido con el pro­
blema del lugar que le correspondía al psicoanálisis en su pensamiento
psiquiátrico, y que desarrolló una psicología existencial sumamente perso­
nal, se mantuvo en los términos más amistosos con Freud a lo largo de
varias décadas. Lo mismo ocurrió con el pastor protestante Oskar Pfister,
a pesar de todo el desdén beligerante que Freud sentía hacia la religión.
Freud fue sumamente sensible a la imputación de que necesitaba rom­
per con su amigos; tan sensible, que procuró negarla en letras de impren­
ta. En su breve autobiografía de 1925, frente a aquellos con quienes había
roto (“Jung, Adler, Stekel y unos pocos más”) opuso “una gran cantidad
de personas” como “Abraham, Eitingon, Ferenczi, Rank, Jones, Brill,
Sachs, el pastor Pfister, van Emden, Reik y otros” que habían trabajado
lealmente con él durante más o menos quince años, “por lo general con
una amistad sin problemas”.15 Cuando Freud le dijo a Binswanger que
“para mí la duda independiente es sagrada para todos”, lo pensaba en serio,
si bien, en la pasión del combate, a veces olvidaba este precepto científi­
co-humanista.

15 J. E. G. van Emden era un psicoanalista holandés que Freud conoció en


1910. Sobre Theodor Reik, véanse las págs. 546-548.
Seis

Terapia y técnica

Las reuniones semanales en el apartamento de Freud,


con el correr de los años, se habían vuelto cada vez
más irritantes, pero él siguió usándolas como caja de
resonancia. Mucho antes de que publicara los historia­
les que pronto se hicieron famosos, informó a sus
seguidores acerca de sus analizandos más interesantes.
Una ocasión memorable abarcó dos sesiones. El 30 de octubre de 1907, y
de nuevo una semana más tarde, el 6 de noviembre, Freud habló en la
Sociedad Psicológica de los Miércoles de un paciente que entonces estaba
analizando. “Es un caso muy instructivo de neurosis obsesiva (ideas obse­
sivas) —dijo lacónicamente, según el registro de Rank— concerniente a
un joven de 29 años (Dr. jur.)”. Esa fue la semilla a partir de la cual
iba a crecer el historial del Hombre de las Ratas.
Al año siguiente, en abril de 1908, Freud habló ante el congreso
internacional de psicoanálisis reunido en Salzburgo, también sobre ese
caso, mientras el Hombre de las Ratas todavía estaba en tratamiento.
Arrastró con él a su encandilada audiencia. Emest Jones, que acababa de
conocer a Freud, nunca lo olvidó. Medio siglo más tarde escribiría:
“Hablaba sin recurrir a las notas”, la exposición de Freud “empezó a las
ocho, y a las once propuso concluir. Pero todos estábamos tan subyuga­
dos por su fascinante exposición que le rogamos que continuara, y él así
lo hizo durante otra hora. Nunca llegué a ser tan ajeno al paso del tiem­
po”. *2
Jones coincidió con Wittels en su admiración por el estilo de las con­
[284] Elaboraciones: 1902-1915

ferencias de Freud, y le impresionó particularmente su tono coloquial, su


“facilidad de expresión, su ordenamiento magistral de un material tan com­
plejo, su conspicua lucidez, y su intensa seriedad”. Tanto para Jones como
para los otros, ese historial fue “al mismo tiempo una fiesta intelectual y
artística”. *3 Por fortuna, la política psicoanalítica no absorbió prioritaria­
mente la atención de Freud, ni siquiera en esos tiempos turbulentos. Tam­
bién era importante, y quizá más, lo que hacía en su laboratorio.
El laboratorio de Freud era el diván. Desde principios de la década de
1890, los pacientes de Freud le habían enseñado mucho de lo que sabía,
obligándolo a refinar su técnica, abriendo vertiginosas perspectivas sobre
nuevas posibilidades teóricas, justificando u obligando la corrección —o
incluso el abandono— de conjeturas sobre las que ya estaba seguro. Esta
es una de las razones de que Freud diera tanta importancia a sus historia­
les; constituían un registro de su educación. Resultó gratificante que
demostraran ser igualmente educativos para otros, así como instrumentos
de persuasión eficaces y elegantes.1 Cuando Freud afirmó acerca del caso
del Hombre de las Ratas que era muy instructivo, quiso decir que podía
servir como texto didáctico para sus partidarios, incluso más que para él
mismo. Freud nunca especificó por qué elegía los historiales de ciertos
pacientes para publicar, y no los de otros. Pero tomadas en conjunto, esas
historias representan el relevo del terreno ya trillado del sufrimiento neuró­
tico, y aventuran las reconstrucciones más imaginativas (y arriesgadas).
Freud presenta a histéricos, obsesivos y paranoicos, a un chico fòbico que
vio sólo una vez durante el tratamiento, y al interno psicòtico de un hos­
pital psiquiátrico al que no vio nunca. Los sujetos de algunos de esos
retratos elaborados e íntimos, en especial el caso de Dora, han desbordado
su marco para convertirse en algo más parecido a personajes de novelas
memorables, actores por derecho propio, o por lo menos testigos, en las
interminables controversias acerca del carácter moral de Freud, de su com­
petencia como terapeuta y de sus concepciones esenciales acerca del ani­
mal humano, tanto la mujer como el hombre.

1 Ernest Jones, como hemos visto (págs. 217-218) ingresó en el campo


psicoanalítico después de leer el historial de Dora, escrito por Freud. Fue el
más inteligente de los partidarios de Freud al que le convencieron algunos de
esos historiales. Vistos retrospectivamente, esos informes clínicos ya clásicos
pueden parecer más admirables por su valor didáctico que como ejercicios tera­
péuticos. En décadas recientes, con la perspectiva del tiempo y con refinadas
técnicas de diagnóstico, algunos psicoanalistas han vuelto sobre ellos con
mucho cuidado, llegando a la conclusión de que los más célebres analizandos de
Freud padecían en general patologías más graves que las indicadas por el maes­
tro. Pero como recursos para la enseñanza siguen siendo modelos autorizados,
en una época que parece haber olvidado cómo escribir historiales.
Terapia y tecnica [285]

Un principio problematico

La joven mujer que ahora el mundo conoce como Dora


«e presentó por primera vez en el consultorio de Freud
en el verano de 1898, a los dieciséis años, e inició su
tratamiento psicoanalítico dos años más tarde, en octu­
bre de 1900. *4 Lo abandonó en diciembre, después de
unos once meses, cuando todavía faltaba realizar la
mayor parte del trabajo psicoanalítico. Ya a mediados de octubre, Freud le
había informado a Fliess que tenía “un nuevo caso”, una chica de diecio­
cho años, “abriéndose suavemente ante la colección de llaves maestras con
las que contamos” (una metáfora erótica cuyos segundos sentidos no
exploró). *5
En enero de 1901, después de la interrupción del tratamiento de Dora,
escribió su historia rápidamente, concluyendo el 25 de ese mes. “Es lo
más sutil que he escrito hasta ahora”, anunció, permitiéndose un momen­
to de satisfacción por su propia tarea. Pero de inmediato frena su júbilo
con predicciones de una desaprobación general: no tenía dudas de que ese
estudio sorprendería a la gente más de lo habitual. “De todos modos
—agregó, con su característica mezcla de resignación estoica y pensamien­
tos autotranquilizadores— uno cumple con su deber y sin duda no escribe
sólo para el día de hoy”. *6 Finalmente, no publicó la historia de Dora
hasta 1905. Esa demora le proporcionó una oportunidad menor: pudo agre­
gar el informe sobre una interesante visita que su ex paciente le hizo en
abril de 1902, visita que rubricó con elegancia el fracaso de Freud.
Las razones de esta prolongada gestación no son totalmente transpa­
rentes. Eran muchas las cosas que podían haber incitado a Freud a publicar
la historia lo antes posible. Dado que la consideraba “fragmento” de un
caso “agrupado en tomo a dos sueños”, constituía “en realidad una conti­
nuación del libro de los sueños” *7: La interpretación de los sueños aplica­
da al diván. También proporcionaba una ilustración notable de un comple­
jo de Edipo no resuelto, que había intervenido en la formación del carácter
de Dora y de sus síntomas histéricos. Freud adujo diversas explicaciones
para esa demora, en especial la discreción médica, pero todas parecen un
poco vagas. Sin duda lo había desalentado la recepción crítica del trabajo
por parte de su amigo Oscar Rie, y no menos el declive de su más apasio­
nada amistad. “Retiré mi última obra de la imprenta —le dijo a Fliess en
marzo de 1902— porque poco tiempo antes había perdido mi última
audiencia: tú”. *8 Esa reacción parece algo excesiva: Freud tenía que saber
que el caso podía significar mucho para toda persona interesada en el psi­
coanálisis. Además, se adecuaba perfectamente a la pauta de sus publica­
ciones clínicas. Dora era una histérica, el tipo de neurótica que había sido
el principal apoyo de la atención psicoanalítica desde mediados de la década
[286] Elaboraciones: 1902-1915

de 1890, de hecho desde la Arma O. de Breuer, casi veinte años antes. Sin
duda, el caso tenía para Freud un significado peculiar, vagamente amenaza­
dor; cuando retrospectivamente se refirió a él, de modo sistemático lo
situó en 1899 (en lugar de hacerlo, conforme a la realidad, en 1900), sín­
toma éste de alguna preocupación no analizada. *’ La cautela de Freud
sugiere razones íntimas: aquello le desconcertaba y por eso guardaba el
manuscrito en su escritorio.
Una prueba sorprendente de que Freud no se sentía totalmente cómodo
es el Prefacio que incorporó al informe sobre Dora: inusualmente comba­
tivo, incluso para un escritor aficionado a la polémica animada. Presenta­
ba el caso —escribió Freud— para instruir a un público renuente y poco
comprensivo acerca de los usos del análisis de los sueños y su relación
con la comprensión de la neurosis. Sin duda su título original, “Sueño e
histeria”, resumía de modo adecuado los puntos en los que Freud quería
hacer hincapié. Pero la manera en que había sido recibida su Interpreta­
ción de los sueños le demostró cuán faltos de preparación estaban los
especialistas con respecto a sus verdades (por el tono de sus palabras, se
sentía un tanto agraviado). “Lo nuevo siempre ha suscitado confusión y
resistencia”. *10 A fines de la década de 1890 —observó— había sido criti­
cado por no proporcionar información sobre sus pacientes; en ese momen­
to esperaba que le criticaran por informar demasiado. Pero el analista que
publica historiales de histéricos tiene que entrar en los detalles de la vida
sexual del paciente. De modo que la discreción, deber supremo del médico,
entra en colisión con las exigencias de la ciencia, que vive de la discusión
abierta y sin inhibiciones. Sin embargo, desafiaba a sus lectores a que
intentaran identificar a Dora.
A pesar de esa atmósfera pesada, Freud no estaba aún dispuesto a abor­
dar el asunto que tenía entre manos. Acusó a “muchos médicos” de Viena
de interesarse de un modo malsano en el tipo de material que estaba a pun­
to de presentar, de leer “tales historiales, no como contribuciones a la psi-
copatología de las neurosis, sino como un román á clef destinado a entre­
tenerlos”. Esto, probablemente, era cierto, pero la vehemencia un tanto
gratuita de Freud sugiere que su implicación emocional con Dora suponía
un trastorno mayor de lo que él sospechaba.

El mas mundano de los lectores se habría sentido sorprendido, inclu­


so escandalizado, ante la telaraña sexual en la cual vivía la joven Dora.
Tal vez sólo Arthur Schnitzler, cuyos relatos y obras de teatro, llenos de
desencanto, esbozaban la intrincada coreografía de la vida erótica vienesa,
podría haber imaginado tal argumento. Había dos familias entregadas a
una danza de complacencia sensual encubierta, envuelta en el decoro más
concienzudo. Los protagonistas eran el padre de Dora, un industrial prós­
pero e inteligente que, padeciendo las secuelas de la tuberculosis y de una
infección sifilítica contraída antes de su matrimonio, había sido paciente
Terapia y tecnica [287]

de Freud, y que fue quien le llevó a Dora; la madre, a juzgar por todos los
informes, tonta e inculta, fanática y obsesivamente dedicada a limpiar la
casa; el hermano mayor, con el que las relaciones de la paciente eran muy
tensas y que se ponía del lado de la madre en las disputas domésticas, y
ella, Dora, que siempre constituía el apoyo de su padre. 2 El caso se com­
pletaba con los miembros de la familia K, a los que Dora y los suyos
estaban muy unidos: Frau K. había cuidado al padre de Dora durante una
de sus más graves enfermedades, y Dora había cuidado a los niños K. A
pesar de las discordias en el hogar de la paciente, el elenco parecía consti­
tuir algo muy parecido a dos familias burguesas, respetables, caseras, que
se ayudaban amistosamente una a otra.
Pero había más que eso. Cuando Dora tenía dieciséis años, y se estaba
convirtiendo en una joven atractiva, agraciada, declaró de modo abrupto
que detestaba a Herr K., hasta entonces su afectuoso amigo adulto. Cuatro
años antes, había empezado a presentar algunos signos de histeria, espe­
cialmente jaquecas y una tos nerviosa. En ese momento se habían intensi­
ficado sus afecciones. Anteriormente atractiva y vivaz, desarrolló todo un
repertorio de síntomas desagradables: además de la tos, una afonía histéri­
ca, intervalos de depresión, hostilidad irracional, incluso ideas de suicidio.
La propia joven tenía una explicación para su infeliz estado: Herr K., que
durante mucho tiempo le había gustado, y en quien había confiado, se le
insinuó sexualmente durante un paseo; profundamente ofendida, ella lo
abofeteó. Al ser acusado, Herr K. negó la imputación, y pasó a la ofensi­
va: a Dora lo único que le importaba era el sexo y le excitaba la literatura
lasciva. Su padre se inclinó a creer a Herr K„ y descartó como fantásticas
las acusaciones de Dora. Pero a Freud, después de empezar a analizar a
Dora, le llamaron la atención ciertas contradicciones del relato del padre, y
decidió reservar su juicio. Ese fue el momento de mayor simpatía en la
relación psicoanalítica de Freud con Dora, relación que se vería frustrada a
causa de una mutua hostilidad y de cierta insensiblidad por parte del analis­
ta. Freud se propuso esperar las revelaciones de Dora.
Quedó demostrado que valía la pena. El padre había dicho la verdad
solamente en un punto: la esposa no le proporcionaba ninguna satisfacción
sexual. Pero mientras hacía ostentación ante Freud de su mala salud, en
realidad estaba compensando sus frustraciones domésticas con una apasio­
nada relación amorosa con Frau K. Esa relación no era un secreto para
Dora. Observadora y desconfiada, llegó a estar convencida de que su adorado
padre se había negado a creer en su angustiada denuncia por razones propias
y escabrosas: al entregarla a Herr K„ podía seguir durmiendo sin problemas
con Frau K. Pero aun había otra corriente transversal erótica; descubriendo

2 “Así —comenta Freud plácidamente— la habitual atracción sexual había


unido al padre y la hija por un lado, y a la madre y el hijo, por el otro.”
(“Dora”, GW V, 178 / SE VII, 21.)
[288] Elaboraciones: 1902-1915

la verdad de aquella relación ilícita, la propia Dora había pasado a ser una
cómplice más o menos consciente. Antes de que interrumpiera su análisis
de once semanas con Freud, él había descubierto en su paciente sentimien­
tos apasionados con respecto a Herr K., su padre y Frau K., sentimientos
que la propia Dora confirmó en parte. El amor infantil, el incesto y los
deseos lesbianos competían por el predominio en su angustiada mente ado­
lescente. Por lo menos así era como Freud interpretó el caso de Dora.
A juicio de Freud, la proposición amorosa de Herr K. de ningún modo
bastaba para explicar los abundantes síntomas histéricos de Dora, que se
habían presentado incluso antes de su resentimiento por la mezquina trai­
ción del padre. Freud pensaba que aquella histeria no podía tampoco ser la
consecuencia de un incidente traumático anterior que Dora le descubrió;
por el contrario, consideró que la reacción de la paciente demostraba que la
histeria ya existía cuando el incidente se produjo. Cuando Dora tenía
catorce años, dos años antes de la discutida insinuación de Herr. K., el
mismo hombre le había tendido una trampa en su oficina, abrazándola de
pronto y besándola apasionadamente en los labios. Ante ese asalto, ella
había reaccionado con disgusto. Freud interpretó que ese disgusto era una
inversión de afecto y un desplazamiento de sensaciones; todo el episodio
le produjo la impresión de una perfecta escena histérica. El intento erótico
de Herr K. —dice Freud sin ambages— constituyó “seguramente la típica
situación que suscita un sentimiento distinto de excitación sexual en una
niña inocente de catorce años”, sentimiento provocado en parte por la sen­
sación del pene erecto del hombre apretado contra su cuerpo. *12 Pero Dora
había desplazado la sensación hacia arriba, hacia la garganta.
Freud no estaba insinuando que Dora tuviera que haber cedido a las
embestidas de Herr K. a los catorce años (o, para el caso, a los dieciséis).
Pero le parecía obvio que ese tipo de encuentros generaba un cierto grado
de excitación sexual, y que la respuesta de Dora era un síntoma de su his­
teria. Esa interpretación es una consecuencia naturalmente, de la posición
de Freud como detective psicoanalítico y como crítico de la moral burgue­
sa. Dispuesto a ahondar en las superficies sociales más decorosas, y com­
prometido con la idea de que la sexualidad moderna se veía encubierta por
una mezcla casi impenetrable de negación inconsciente y mentira cons­
ciente, sobre todo entre las clases respetables, Freud se sintió prácticamen­
te obligado a interpretar el rechazo vehemente de Herr K. por parte de Dora
como una defensa neurótica. El había conocido al hombre y, después de
todo, le pareció una persona agradable y atractiva. Pero la incapacidad de
Freud para penetrar en la sensibilidad de Dora habla de un fracaso de la
empatia, que le hizo llevar el caso como si se tratara de un todo. El se
negó a reconocer la necesidad que tenía la joven, como todo adolescente,
de contar con una guía fiable en un mundo adulto cruelmente egoísta, con
alguien que comprendiera su conmoción ante el hecho de que un amigo
íntimo se convirtiera en un pretendiente ardoroso, y su indignación ante
Terapia y tecnica [289]

aquel grosero abuso de confianza. *13 Esa negativa da también prueba de la


dificultad general que tenía Freud para visualizar los encuentros eróticos
desde la perspectiva de la mujer. Dora quería desesperadamente que la cre­
yeran, no que la consideraran una mentirosa o alguien que veía visiones; y
Freud estaba dispuesto a aceptar su historia, y no las negaciones de su
padre. Pero no estaba preparado para llegar más lejos en la actitud de com­
partir el punto de vista que tenía el paciente.
Las agresiones sexuales de Herr K. no fueron las únicas escenas del
drama de Dora cuyas consecuencias Freud no supo explorar con compren­
sión. Rechazando Casi por principio las dudas de Dora acerca de sus inter­
pretaciones, estuvo asimismo a punto de interpretar las negativas de la
paciente como afirmaciones encubiertas. Seguía las directrices de su prác­
tica de aquella época, posteriormente muy modificada, presentando inter­
pretaciones inmediatas y enérgicas. Al insistir en que la joven estaba ena­
morada del padre, tomó su “más enfática afirmación en sentido contrario”
como prueba de que la conjetura era correcta. «El “No” que uno oye de
labios de un paciente después de haberle presentado a su percepción cons­
ciente, por primera vez, un pensamiento reprimido, no hace más que
registrar la represión y su carácter decisivo, y, por así decirlo, mide su
fuerza. Si uno no toma este “No” como la expresión de un juicio impar­
cial, del cual el paciente en realidad no es capaz, si no lo tiene en cuenta y
continúa con el trabajo, pronto aparecerán pruebas de que “No”, en tales
casos, significa el deseado “Sí”». *14 De tal modo se hacía vulnerable a la
imputación de insensibilidad y, lo que es peor, de pura arrogancia dogmá­
tica: aunque dedicado profesionalmente a escuchar, no estaba escuchando,
sino forzando lo que le decían sus analizandos para que se adecuara a una
pauta predeterminada. Esa pretensión de virtual omnisciencia en gran
medida implícita, invitaba a la crítica; sugería la certidumbre por parte de
Freud de que toda interpretación psicoanalítica es automáticamente correc­
ta, sin importar que el analizando la acepte o la desdeñe. “Sí” significa
“Sí”, pero “No” también significa “Sí”.3

3 Freud no tuvo en cuenta en esa época los peligros de esta posición; lo


hizo explícitamente sólo años más tarde. “Si el paciente está de acuerdo con
nosotros —escribió en uno de sus últimos artículos en 1937, parafraseando a
algún crítico que no menciona—, entonces está en lo cierto; si nos contradice,
entonces se trata sólo de un signo de resistencia, lo que de nuevo nos da la
razón. De este modo siempre tenemos razón contra el pobre individuo desvali­
do que estamos analizando, sea cual fuere la actitud que adopte con respecto a
nuestras imputaciones”. Y citó el dicho inglés "Heads I win, tails you lose"
(“Si sale cara, gano yo; si sale cruz, tú pierdes”) como condensación de lo que
generalmente se pensaba que era el procedimiento psicoanalítico. Pero en reali­
dad —objetó— no es así como trabaja el analista, tan escéptico con relación al
asentimiento del analizando, como con respecto a sus negaciones. (“Konstruk-
tionen in der Analyse” [1937], GW XVI, 41-56 / “Constructions in Analysis”,
SE XXIII, 257-260).
[290] Elaboraciones: 1902-1915

Las interpretaciones de Freud dejan la impresión de que en Dora veía


menos a una paciente pidiendo ayuda que un desafío que tenía que vencer.
Muchas de sus intervenciones demostraron ser beneficiosas. Al examinar
las relaciones de su padre con Frau K., Dora había insistido en que se trata­
ba de relaciones amorosas, pero también en que él era impotente, contradic­
ción que resolvió diciéndole a Freud, ingenuamente, que ella sabía que era
posible lograr la satisfacción sexual de muchas formas. Freud asoció estas
palabras con los síntomas perturbadores (su deteriorada elocución y la gar­
ganta irritada) y le dijo a Dora que debía de estar pensando en el sexo oral
o, como él mismo afirmó incurriendo por delicadeza en el latín, en “la
satisfacción sexual per os”, Dora, tácitamente, confirmó la validez de aque­
lla interpretación olvidándose de su tos. *1S Pero la insistencia casi colérica
de Freud en que Dora confirmara las verdades psicológicas que le estaba
ofreciendo, requiere por sí misma una interpretación especial. Después de
todo, en 1900 Freud tenía conciencia de que es perfectamente previsible que
surjan resistencias ante las revelaciones desagradables, pues el analista son­
dea recovecos que el paciente ha protegido cuidadosamnte de la luz del sol
durante años. Pero todavía no había advertido que someter a presión a un
paciente es un error técnico. Con pacientes posteriores fue menos exigente,
menos dominante, en parte debido a las lecciones que recibió de Dora.
Las interpretaciones enérgicas y volubles que Freud proporcionó a esa
joven teman un aire dictatorial. En el primero de dos sueños reveladores,
Dora vio un pequeño joyero que su madre quería rescatar de una casa incen­
diada, a pesar de las protestas del padre, que insistía en salvar a los niños.
Al escuchar el relato, Freud se detuvo en el joyero que tanto parecía valorar
la madre. Cuando le pidió a Dora que lo asociará con algo, ella recordó que
Herr K. le había regalado un costoso cofre de ese tipo. Ahora bien, la pala­
bra Schmuckkästchen —le recordó Freud— se utilizaba para designar los
genitales femeninos. Dijo Dora: “Sabía que usted diría eso”. Respuesta de
Freud: «Es decir, usted lo sabía. El significado del sueño ahora se vuelve
incluso más claro. Usted se dijo a sí misma: “El hombre me persigue,
quiere abrirse camino hasta mi habitación, mi ‘joyero’ está en peligro, y si
sucede algo horrible será culpa de papá”. Por eso introduce en el sueño una
situación que expresa lo opuesto, un peligro del que su padre la salva. En
esa región de los sueños por lo general todo se convierte en lo opuesto;
pronto sabrá por qué. El secreto, sin duda, está en su madre. ¿Cómo entra
aquí su madre? Como usted sabe, ella es su ex rival por los favores de su
padre». Sin detenerse, Freud emite un verdadero torrente de interpretaciones,
según las cuales la madre de Dora representa a Frau K., y el padre de Dora a
Herr K.; es a Herr K. a quien quiere entregarle su joyero a cambio del rega­
lo que él le hizo. “De modo que usted está preparada para darle a Herr K.
como presente lo que su mujer le niega. Aquí tiene el pensamiento que
debe ser reprimido con tanta energía, que necesita de la conversión de todos
los elementos en sus opuestos. Como ya le había dicho antes, el sueño
Terapia y tecnica [291]

confirma una vez más que usted está volviendo a despertar su antiguo amor
por su padre para protegerse de su amor por K. Pero, ¿qué demuestran todos
estos esfuerzos? No sólo que usted teme a Herr K.; usted se teme incluso
más a sí misma, a la tentación de ceder a él. De este modo usted confirma
cuán intenso era su amor por él”. *16
A Freud no le sorprendió la manera en que Dora recibió esta efusión:
“Naturalmente, Dora no quiso seguirme en esta pieza de interpreta­
ción”. *w Pero el interrogante que la interpretación suscita no es el de si la
lectura que hizo Freud del sueño de Dora fue correcta o meramente inge­
niosa. Lo que importa es el tono insistente, su negativa a tomar las dudas
de Dora como algo más que negaciones convenientes de verdades inconve­
nientes. Esa fue la responsabilidad de Freud en el fracaso final.
Desde luego, el fracaso, tanto reconocido como no reconocido, fue la
culminación del análisis, pero —paradójicamente— ese mismo fracaso
determinó su significación para la historia psicoanalítica. Sabemos que
Freud lo consideró una demostración de los usos del análisis de los sueños
en el tratamiento psicoanalítico y una confirmación de las reglas que,
según él había descubierto, gobernaban la construcción de los sueños.
Además, ponía bellamente de manifiesto las complejidades de la histeria.
Pero una razón crucial por la que finalmente Freud publicó el historial de
“Dora” fue su incapacidad para seguir analizando a aquella paciente difícil.
A fines de diciembre de 1900, Freud trabajó con el segundo sueño de
Dora, que confirmaba por completo su hipótesis de que había estado
inconscientemente enamorada de Herr K. durante todo el tiempo. Pero al
principio de la siguiente sesión, Dora anunció alegremente que aquella era
la última vez que iba al consultorio. Freud acogió con frialdad la inespera­
da novedad, propuso que utilizaran aquella hora final para continuar el aná­
lisis, y le interpretó a Dora, con nuevos detalles, los sentimientos más
íntimos que ella experimentaba con respecto al hombre que la había ofen­
dido. “Ella escuchó, sin contradecirme como hacía siempre. Parecía con­
movida, dijo adiós del modo más amistoso, formulando cálidos deseos
para el Año Nuevo... y no volvió”. *18
Freud interpretó este gesto como una venganza, impulsada por el
deseo neurótico de hacerle daño. Ella lo había abandonado en el momento
en que “mis expectativas de terminar con éxito el tratamiento estaban en
su punto álgido”. Se preguntó en voz alta si podría haber conservado a
Dora en tratamiento mediante la estratagema de exagerar teatralmente la
importancia que ella tenía para él, proporcionándole de ese modo un susti­
tuto del afecto que la joven anhelaba. “No lo sé”. Sólo sabía que: “Siem­
pre evité interpretar un papel, y me contenté con el modesto arte de la psi­
cología”. Más tarde, el l9 de abril de 1902, Dora volvió a visitarlo,
supuestamente para pedirle ayuda una vez más. Freud, observándola, no
quedó convencido. Ella dijo que, salvo durante cierto período de tiempo, se
había estado sintiendo mucho mejor. Había conseguido que Frau y Herr K.
[292] Elaboraciones: 1902-1915

se echaran atrás, logrando que confesaran; lo que había dicho de ellos


resultó cierto. Pero durante un par de semanas había estado padeciendo una
neuralgia facial. Freud anota que en ese momento sonrió: exactamente dos
semanas antes los periódicos habían anunciado que se le otorgaba la cáte­
dra, de modo que podía interpretar los dolores faciales de Dora como una
forma de autocastigo por haber abofeteado alguna vez a Herr K. y después
haberle transferido su rabia a él, el analista. Freud le dijo a Dora que la
perdonaba por haberlo privado de la oportunidad de curarla por completo.
Pero, por lo que parece, no pudo perdonarse totalmente a sí mismo.
La perplejidad en la que Freud quedó sumido cuando Dora lo abandonó
recordaba a su confusión del verano de 1897, cuando su teoría de la seduc­
ción demostró ser insostenible. Convirtió la primera derrota en fundamen­
to de descubrimientos teóricos de largo alcance. Ante el nuevo fracaso,
exploró las causas, y consiguió que la técnica psicoanalítica diera un paso
gigantesco. Admitió con franqueza que no había logrado “dominar oportu­
namente la transferencia”; sin duda, había “olvidado tomar la precaución de
prestar atención de los primeros signos de la transferencia”. Cuando
Freud trabajó con Dora, la ligazón emocional entre analizando y analista
sólo estaba empezando a comprenderse. El había aventurado algunos esbo­
zos anticipadores en Escritos sobre la histeria, y sus cartas a Fliess de
fines de la década de 1890 demuestran que ya tenía una visión más o
menos clara —aunque aún no había sido captada por completo— del fenó­
meno. Con Dora, por razones propias, no logró ir más allá en lo que
había empezado a comprender. El caso, al parecer, fue el que en gran medi­
da le clarificó el problema, pero sólo después de que concluyera.
La transferencia es el modo en que el paciente, con sutileza o explíci­
tamente, atribuye al analista cualidades que en sentido estricto les corres­
ponden a las personas amadas (u odiadas), pasadas o presentes, del mundo
“real”. Freud pudo entonces reconocer que esta maniobra psicológica, “que
parece destinada a convertirse en el mayor obstáculo para el psicoanálisis”,
está también en condiciones de llegar a ser “su auxiliar más poderoso
cuando puede descubrirse y traducirse para el paciente”. Pero no lo descu­
brió mientras trabajaba con Dora, sin duda no en el momento oportuno; y
a su manera decidida y un tanto desagradable, ella le había demostrado cuál
era el precio de tal descuido. Por no haber advertido el “apasionamiento”
que la joven había sentido respecto a él, que era sólo un sustituto de los
sentimientos secretos que ella albergaba con respecto a otros, Freud le per­
mitió que lo hiciera objeto de la venganza destinada a Herr K. “De ese
modo ella activó una parte esencial de sus recuerdos y fantasías, en lugar
de reproducirlos en el tratamiento”, lo cual inevitablemente condujo al fra­
caso del trabajo analítico”. *21
Freud pensaba que ese abrupto final le había hecho daño a Dora; des­
pués de todo, la paciente había estado a punto de recuperarse. Pero tam­
bién hirió a Freud. “Aquel que, como yo, despierta los demonios más per­
Terapia y tecnica [293]

versos con los que se puede enfrentar —exclamó en el pasaje más retórico
de su texto— demonios que moran en el animal humano sólo parcialmen­
te domesticados, debe estar preparado para sufrir él mismo algún daño en
este contexto”. *22 Pero si bien sentía la herida, no pudo definirla con cla­
ridad, pues era demasiado íntima. Freud comprobó que no había reconoci­
do la transferencia de Dora, pero (lo que había sido peor) no supo recono­
cer su propia transferencia con respecto a Dora: la acción de lo que llegaría
a llamar “contratransferencia” se le había escapado por completo a su auto-
observación analítica.
Según Freud la definió más tarde, la contratransferencia es un afecto
que surge en el analista como consecuencia “de la influencia del paciente en
los sentimientos inconscientes” del primero. *B El autoanálisis ininterrum­
pido de Freud se había convertido casi en una segunda naturaleza para él,
pero la influencia problemática del paciente en el analista nunca dominó en
su mente ni en sus estudios técnicos.4 Sin embargo, no tenía duda alguna
de que esa contratransferencia constituye una obstrucción insidiosa de la
benévola neutralidad del analista, una resistencia que debe ser diagnosticada
y derrotada. Es para el psicoanalista lo que los prejuicios no reconocidos
son para el historiador. El analista —escribió duramente en 1910— “tiene
que reconocer esta contratransferencia en sí mismo y dominarla”, pues
“ningún psicoanalista puede llegar más lejos de lo que le permitan sus pro­
pios complejos y resistencias internas”. Pero, como demuestra su con­
ducta en las sesiones analíticas con Dora, él mismo estuvo lejos de ser
invulnerable a los esfuerzos de la joven por seducirlo, así como a su irri­
tante hostilidad. Esa fue una lección del caso: Freud podía verse asaltado
por emociones que a veces nublaban sus percepciones como terapeuta.5
Con todo, éste fue el mismo caso con respecto al cual Freud proclamó
la soberanía del observador capacitado, que puede obtener información par­
tiendo del movimiento más tímido, de la vacilación más leve. “Quien tie­
ne ojos para ver y oídos para oír —escribió en un famoso pasaje— se
convence de que los mortales no pueden guardar ningún secreto. Si la boca
está en silencio, murmuran con las puntas de los dedos; la traición se abre
camino por todos los poros de la piel”. Mientras Dora estaba tendida

4 En años recientes, algunos analistas han destacado que les resulta útil
recurrir a los sentimientos inconscientes que sus analizandos suscitan en ellos
para profundizar su comprensión de las mentes de los pacientes. Pero esta posi­
ción no habría contado con la simpatía de Freud.
5 A mediados de la década de 1920, las instituciones psicoanalíticas con­
fiaban en que los candidatos descubrirían, y dentro de lo posible dominarían,
sus complejos y resistencias por medio del análisis didáctico, que en aquel
entonces se consideraba una parte indispensable de su formación; los psicoana­
listas experimentados, por su lado, consultaban a un colega si tenían razones
para creer que no estaban escuchando a un analizando con la actitud clínica ade­
cuada. Cuando Freud escribió “Dora”, no se contaba con tales recursos.
[294] Elaboraciones: 1902-1915

en el diván, recreándose en el relato de sus desdichas en el hogar, narrando


sus aventuras con la familia K., y tratando de hallar el significado de un
sueño, jugaba con su pequeño portamonedas, abriéndolo y cenándolo,
metiendo y sacando el dedo una y otra vez. En seguida, Freud interpretó
este gesto como un simulacro de masturbación. Pero las emociones de
Freud que estaban en juego con respecto a Dora son más difíciles de inter­
pretar que el gesto de ella con el monedero. “Desde luego —como él le
confesó alguna vez a Emest Jones— existe una gran dificultad para reco­
nocer los procesos psíquicos actuales” de la propia persona.
Sería ingenuo insinuar que Freud se enamoró de aquella adolescente
agraciada y difícil, por atractiva que resultara en algunos momentos. Sus
principales sentimientos con respecto a Dora parece que fueron más bien
negativos. Además de un puro interés por Dora como una histérica fasci­
nante, demostró cierta impaciencia, irritación y, finalmente, una decepción
ostensible. Se sentía poseído por una furia curativa. Era una pasión que
más tarde Freud ridiculizaría como enemiga del proceso psicoanalítico.
Pero con Dora él estaba en las garras de ese sentimiento. Se sentía muy
seguro de haber llegado a la verdad acerca de la tortuosa vida emocional de
la paciente, pero Dora no aceptó esa verdad, incluso aunque él le demostró
el poder curativo de las interpretaciones convincentes. ¿Acaso no había
exorcizado su tos nerviosa por medio de la interpretación? Estaba en lo
cierto acerca de ella, sabía que lo estaba, y se sentía totalmente frustrado
ante el hecho de que Dora pusiera de manifiesto tanta determinación para
demostrarle que se equivocaba. Lo que sorprende en el historial de Dora no
es que Freud retrasara su publicación durante cuatro años, sino que final­
mente llegara a publicarlo.

DOS LECCIONES CLASICAS

En un agradable contraste con el caso Dora, el del


pequeño Hans fue totalmente gratificante para Freud.
En los cuatro años que mediaron entre la publicación
de estos dos historiales, muchas cosas habían sucedido
en su vida. En 1905 publicó, además de “Dora”, los

6 Laurence Sterne, ese novelista psicológico que se adelantó a su época,


ya había dicho algo muy semejante un siglo y medio antes: “Hay miles de
aberturas inadvertidas —continuó mi padre— que permiten al ojo penetrar en
seguida en el alma de un hombre; y sostengo —agregó— que un hombre cuerdo
no deja el sombrero al entrar en una habitación, o lo recoge al salir de ella,
sin que de ello escape algo que lo descubra”. (Tristan Shandy, libro VI, cap. 5).
Terapia y tecnica [295]

memorables ensayos concernientes a la teoría de la sexualidad, y su estu­


dio psicoanalítico del chiste. En 1906, el mismo año en que cumplió cin­
cuenta, transformó la Sociedad Psicológica de los Miércoles nombrando
secretario a Rank, amplió la base del movimiento psicoanalítico entrando
en contacto con psiquiatras interesados de Zurich, rompió públicamente
con Fliess, y presentó en letras de imprenta su primera compilación
importante de estudios sobre las neurosis. En 1907 recibió por primera
vez en su casa a Eitingon, Jung, Abraham y otros importantes partidarios.
En 1908, el año en el que el pequeño Hans ocupó su atención, reorganizó
su grupo de los miércoles por la noche, convirtiéndolo en la Sociedad Psi­
coanalítica de Viena; presidió el primer congreso internacional de psicoa­
nálisis en Salzburgo, y visitó su amada Inglaterra por segunda vez en su
vida. En 1909 fue recibido en la Clark University en su única visita a
Estados Unidos, donde dio conferencias y se le otorgó un título honorario;
además, lanzó el Jahrbuch für psychoanalytische und psychopathologis-
che Forschungen, con la historia del pequeño Hans como principal aporta­
ción del número inicial. Estaba muy contento con ella.

«Me agrada que usted advierta la importancia del “klein Hans”», le


escribió a Emest Jones en junio de ese año. También él había comprendi­
do la importancia de ese “Análisis de la fobia de un niño de cinco años”,
según señaló. “Nunca logré una comprensión más sutil del alma de un
niño”. *28 Por otra parte, el afecto de Freud por el más joven de sus
“pacientes” no se desvaneció después de que el tratamiento terminara; el
niño siguió siendo “nuestro pequeño héroe”. La idea general que Freud
quiso subrayar con este historial era la de que la “neurosis infantil” del
pequeño Hans corroboraba las conjeturas que los pacientes adultos le ha­
bían alentado a explorar: el “material patógeno” que los hacía sufrir podía
rastrearse siempre hasta “los mismos complejos infantiles que podían des­
cubrirse detrás de la fobia de Hans”. *3° Como hemos visto, la historia de
Dora, con su análisis exhaustivo de dos sueños, había demostrado la perti­
nencia de La interpretación de los sueños en el escenario clínico, y el
importante papel que desempeñan los sentimientos edípicos en la consti­
tución de la histeria. El informe sobre el pequeño Hans podía resultar
complementario ilustrando las conclusiones que Freud había bosquejado de
manera lapidaria en su segundo tratado fundamental, los Tres ensayos
sobre teoría sexual. Como de costumbre, el Freud clínico y el Freud teóri­
co nunca se perdían recíprocamente de vista.7
En “Dora”, Freud había hablado poco de su técnica, y menos aun dijo
sobre ella en el historial del pequeño Hans. Y tenía buenas razones: si

7 Freud también utilizó material del caso del pequeño Hans en dos artícu­
los breves que publicó en esa época, uno sobre las teorías sexuales de los
niños, y otro sobre su educación sexual.
[296] Elaboraciones: 1902-1915

bien había visitado al niño, llevándole un regalo, cuando cumplió tres


años, después trabajó casi exclusivamente a través del padre, que sirvió de
intermediario. De modo que, aunque sus consecuencias teóricas eran muy
amplias, el caso del pequeño Hans, con esta técnica sumamente heterodo­
xa, no podía recomendarse como paradigma. Debía seguir siendo único. El
niño de cinco años al que analizó era el hijo del musicólogo Max Graf,
que había sido miembro durante algunos años del grupo de los miércoles.
La “hermosa” *31 madre del niño (el adjetivo es del propio Freud) era una
ex paciente de Freud, y ambos padres se contaron entre los primeros parti­
darios del psicoanálisis. Estuvieron de acuerdo en educar al niño de acuerdo
con los principios freudianos, con la menor coerción posible; eran pacien­
tes con él, se interesaban en su charla, registraban sus sueños y se entrete­
man con su infantil promiscuidad amorosa. Estaba enamorado de todos: de
su madre, de las hijas de una familia amiga, de un primo. Sin ocultar su
admiración, Freud observó que el pequeño Hans se había convertido en
“¡un dechado de perversiones”! *32 Cuando empezó a presentar síntomas
neuróticos, sus padres, coherentemente con sus principios, resolvieron no
intimidarlo.
Al mismo tiempo, este estilo psicoanalítico de educación no impidió
que los Graf cayeran en los clichés culturales dominantes. Cuando, a los
tres años y medio, la madre encontró al pequeño tocándose el pene, le
advirtió que llamaría al doctor para que le cortara la “colita”. Más o menos
en la misma época nació la hermanita (“el gran acontecimiento de la vida
de Hans”) y a sus padres no se les ocurrió nada más original para preparar­
lo que el cuento de la cigüeña. *33 Con respecto a este punto Hans era más
razonable que sus padres, en apariencia tan ilustrados. Sus investigaciones
sobre los hechos de la vida, en especial sobre el proceso del nacimiento,
acreditaban un progreso temprano e impresionante y, en el curso de su
análisis, le hizo saber al padre, con astucia típicamente infantil, que no se
creía en modo alguno el cuento de la cigüeña. Más tarde, le explicaron un
poco más las cosas, diciéndole que los bebés crecen dentro del cuerpo de la
madre y después son empujados hacia afuera con dolor a la manera de un
“lumf ’ (así llamaba Hans a los excrementos). Pero aparte de desplegar una
cierta precocidad en sus observaciones, su lenguaje y sus intereses eróti­
cos, el pequeño Hans estaba creciendo como un alegre y simpático niño
burgués.
Entonces, en enero de 1908, ocurrió algo extraño y desagradable. El
pequeño Hans empezó a experimentar un miedo paralizador a que un caba­
llo lo mordiera. Temía también que los grandes caballos que arrastraban
carretones llegaran a caerse, y empezó a evitar los lugares donde podía
encontrarse con ellos. Max Graf, al mismo tiempo padre, héroe, villano y
médico privado de su hijo, inició una serie de entrevistas con el niño,
interpretando los significados de las fobias de Hans, sobre lo cual informa­
ba a Freud con frecuencia y detalladamente. Se inclinaba a atribuir la
Terapia y tecnica [297]

angustia del niño a una sobrestimulación sexual provocada por la ternura


excesiva de la esposa. Otra de sus sospechas, que el pequeño llegó a com­
partir, era que la fuente de esa angustia estaba en la masturbación. Pero
Freud, como de costumbre dispuesto a esperar antes de presentar un diag­
nóstico, no quedó convencido. Según sus primeras teorizaciones sobre la
angustia, conjeturó que el problema provenía más bien de “deseos eróticos
reprimidos” que apuntaban a la madre, a quien, a su manera infantil, esta­
ba tratando de seducir.«*34 Sus deseos reprimidos eróticos y agresivos se
transformaban en angustia, que a continuación se fijaba en un objeto par­
ticular que debía temerse y evitarse: esa era la fobia a los caballos.
El modo en que Freud atendió el síntoma del pequeño Hans era carac­
terístico de su estilo analítico: registró con toda seriedad los estados men­
tales, por absurdos o triviales que pudieran parecer. “Una idea tonta, típica
de la angustia de un niño, se podría decir. Pero, lo mismo que un sueño,
una neurosis nunca dice nada tonto. Siempre reprendemos —comenta
Freud, amonestando a sus lectores— “cuando no entendemos. Esto nos
facilita las cosas”. *35 En una de las pocas observaciones sobre la técnica
que realiza en este estudio, Freud se atreve a criticar al padre de Hans por
presionar demasiado al niño: “Pregunta demasiado e investiga de acuerdo
con sus propios supuestos, en lugar de permitir que el pequeño se expre­
se”. Freud había cometido ese error con Dora, pero ahora tenía más expe­
riencia, y lo que estaba emocionalmente en juego no era tan importante
(por lo menos, no lo era para él). Seguir el método de Max Graf, previno,
significaba realizar un análisis “impermeable e inseguro”. *36 El psicoaná­
lisis —como Freud había estado diciendo desde la década de 1890, y como
solía recordar— es el arte y la ciencia de escuchar con paciencia.
La fobia del pequeño Hans fue en aumento. Pocas veces salía de su
casa pero, cuando lo hacía, a veces se sentía impulsado a mirar a los caba­
llos. En el zoológico evitaba a los animales grandes (que antes le gusta­
ban) pero seguía disfrutando con los chicos. Los penes de los elefantes y
jirafas, evidentemente, lo hacían sentirse mal; la preocupación de Hans
por los genitales (los suyos propios, los del padre, los de la madre, los de
la hermanita, los de los animales) amenazaba con convertirse en una obse­
sión. Pero Freud consideró necesario cuestionar la obvia deducción de Max
Graf en cuanto a que su hijo temía los penes grandes. El final de una con­
versación sobre el tema favorito del pequeño Hans, registrada por el padre
para Freud, proporcionó un indicio inestimable: “Probablemente te asus­
taste —está hablando el padre— al ver la gran colita del caballo, pero no
hay que asustarse de eso. Los animales grandes tienen colitas grandes; los
animales pequeños, colitas pequeñas”. Respuesta de Hans: “Y todas las
personas tienen colita. Y mi colita crecerá conmigo cuando yo crezca; des­
pués de todo, está pegada”. *37 Para Freud, esa fue una clara señal de que el

8 Sobre las teorías freudianas de la angustia, véanse las págs. 539-542.


[298] Elaboraciones: 1902-1915

pequeño Hans temía perder su propia “colita”. El nombre técnico de ese


temor es “angustia de castración”.

En esa etapa del análisis, el joven paciente y su padre acudieron a la


consulta de Freud, quien por primera vez escuchó y vio un material que
determinó un importante progreso en la resolución del malestar del peque­
ño Hans. Los caballos amenazadores representaban en parte al padre, quien
llevaba un gran bigote negro, del mismo modo que los caballos tenían
grandes cabezadas negras. Según pudo verse, Hans tenía un miedo mortal
a que el padre se irritara con él porque no podía contener el desbordante
amor que sentía por la madre, ni los oscuros deseos de muerte que alberga­
ba con respecto al propio padre. El caballo que mordía era un doble de su
padre irritado; el caballo que se caía, un doble de su padre muerto. De
modo que el miedo del pequeño Hans a los caballos constituía una refinada
evasión, un modo de controlar emociones que no se atrevía a confesar a
otros ni a confesarse a sí mismo. ’ Experimentaba sus conflictos del modo
más penoso, porque también amaba al padre del que imaginaba ser el
rival, del mismo modo que cobijaba deseos sádicos con respecto a la
madre, junto a un afecto apasionado por ella. El trabajo del pequeño Hans
subrayó para Freud el ubicuo funcionamiento de la ambivalencia en la
vida mental. Hans le pegaba al padre y después le daba un beso en el lugar
donde le había golpeado. Esto era emblemático de una disposición humana
general; la ambivalencia es la regla del triángulo edípico, no la excepción.
A partir del momento en que Freud interpretó bondadosamente estas
realidades a su paciente de cinco años, la fobia de Hans empezó a retroce­
der, y su angustia a desaparecer. Había distorsionado sus deseos inacepta­
bles y sus miedos convirtiéndolos en síntomas. Su manera de entender la
evacuación intestinal, los “lumfs” que salían, era característico de esa dis­
torsión defensiva: pensaba sobre ellos inquisitivamente, pero transformaba
en vergüenza inconsciente, y después en abierta expresión de disgusto, las
agradables y excitantes asociaciones que acompañaban a sus conjeturas
(los bebés son como “lumfs”). Del mismo modo, la fobia de Hans, esa
fuente de desasosiego, era la consecuencia de actividades, como jugar

5 El psicoanalista norteamericano Joseph William Slap ha presentado una


interesante interpretación complementaria (más que contradictoria) del miedo
del pequeño Hans a los caballos: en febrero de 1908, en el segundo mes de su
neurosis, el niño fue operado de las amígdalas (véase “Little Hans”, SE X, 29),
y en ese momento su fobia empeoró. Poco después identificó explícitamente
los caballos blancos como caballos que mordían. Sobre la base de ese hecho, y
de pruebas relacionadas con él que se encuentran en el historial de Freud, Slap
sugiere que el pequeño Hans probablemente añadió su miedo a los cirujanos
(con máscara y guardapolvo blancos) a su miedo al padre con bigotes. (Joseph
William Slap, “Litte Hans’s Tonsillectomy”, Psychoanalytic Quarterly, XXX
[1961], 259-261).
Terapia y tecnica [299]

desenfrenadamente al caballito, que alguna vez le habían procurado un


goce intenso. Su caso constituía una espléndida ilustración de los meca­
nismos de defensa que operan en la fase edípica.
Cuando el análisis de Hans cobró impulso, y el niño desarrolló su
libertad interior, pudo admitir que albergaba deseos de muerte contra su
hermanita. También logró abordar y hablar sobre su teoría del “lumf” y
sobre la idea de ser a la vez madre y padre de sus hijos, que expulsaba por
el ano. Esas fueron confesiones a modo de tentativas, que retiraba inme­
diatamente después de haberlas hecho. Dijo que quería los hijos y (añadió
precipitadamente) que no los quería. Pero aceptar tales sentimientos y con­
jeturas representaba inequívocamente un progreso hacia la curación. Sin
duda, a través de su tratamiento, el pequeño Hans demostró una extraordi­
naria agudeza analítica; rechazaba las ideas del padre acerca de su neurosis
cuando se las exponía en un momento inoportuno o con una intensidad
intolerable; distinguía con inteligencia entre pensamientos y acciones. A
la edad de cinco años sabía que desear y hacer no son lo mismo.
Insistía en alegar inocencia por sus deseos más agresivos. Cuando le
dijo al padre que pensaba —en realidad, era un deseo— que la hermanita
podría caerse en el agua del baño y morir, el progenitor interpretó la
observación: “Y entonces tú te quedarías solo con mami. ¡Y un niño bue­
no no desea eso!”. El pequeño Hans, sin desconcertarse, replicó: “Pero
puede pensarlo". Cuando su padre objetó: “Eso no es bueno”, él ya tenía
una respuesta preparada: "Si lo piensa, es igual de bueno, así que uno
puede escribírselo al profesor”. El profesor no podía ocultar su admira­
ción: “¡Bravo, Hans! A ningún adulto podría pedirle una mejor compren­
sión del psicoanálisis”. *38 La resolución de su complejo de Edipo fue
igualmente inspirada: imaginó al padre casado con su propia madre (la del
padre); de ese modo, él, el pequeño Hans, podía mantener con vida al viejo
Graf y al mismo tiempo casarse con la madre y tener hijos con ella.
La senda que Freud siguió para descubrir el misterio del drama psico­
lógico del pequeño Hans era mucho más corta, mucho menos tortuosa,
que la que habría tenido que atravesar si, al cabo de una docena de años
más tarde, se le hubiera pedido que analizara a Hans ya mayor. “El médico
que trata psicoanalíticamente a un adulto, por medio de- su trabajo de des­
cubrimiento de formaciones psíquicas, capa tras capa, llega finalmente a
ciertas hipótesis sobre la sexualidad infantil, en cuyos componentes cree
haber encontrado las fuerzas causantes de todos los síntomas neuróticos de
la vida ulterior”. *39 Con el pequeño Hans no había ninguna necesidad de
realizar esa profunda excavación. Si Freud, con una evidente satisfacción,
atribuía al caso “una significación típica y ejemplar”, *40 era precisamente
porque condensaba con toda claridad lo que el análisis de adultos se’veía
obligado a descifrar mediante una labor prolongada.
Una teoría que ese psicoanálisis no convencional de un niño ejempli­
ficaba era la del complejo de Edipo, que, como sabemos, Freud había ido
[300] Elaboraciones: 1902-1915

haciendo considerablemente más complicada desde el momento en que por


primera vez se le ocurrió la idea, más o menos una década antes. El peque­
ño Hans resultó también igualmente informativo acerca del trabajo de
represión; de hecho, constituía un verdadero caso.de libro de texto, con sus
transparentes maniobras de autoprotección. Un niño de cinco años, aunque
ya está casi preparado para levantar defensas psicológicas como la ver­
güenza, el asco y la mojigatería, todavía no las ha consolidado. Por cierto
—sostuvo Freud con su mejor estilo antiburgués— están todavía lejos de
ser las fortificaciones escarpadas y sólidas que cercarán protectoramente al
adulto, en particular en la cultura de la clase media moderna. Esa mirada a
la historia de la represión en un niño en desarrollo le permitió a Freud
decir algunas palabras tajantes en favor de la franqueza en el examen de las
cuestiones sexuales con los chicos. De modo que el estudio sobre el
pequeño Hans es algo más que una densa antología de propuestas psicoa-
nalíticas: sugiere la incidencia que el pensamiento de Freud iba a alcanzar
fuera del consultorio (aunque no todavía en 1909, ni tampoco hasta unos
cuantos años después).
A Freud le satisfizo el hecho de que el análisis del pequeño Hans no
hubiera contado con las dudosas ventajas de la sugestión; el cuadro clínico
tenía sentido, y el paciente asintió a las interpretaciones sólo cuando eran
adecuadas. Además, Hans superó sus angustias y su fobia. En un breve
post scriptum agregado trece años más tarde, en 1922, Freud comenta
triunfalmente la visita de “un robusto joven de diecinueve años”, *41 el
pequeño Hans ya crecido. Herbert Graf, que más tarde se convirtió en un
conocido productor y director de óperas, estaba ante él. Freud no pudo
hacer otra cosa que alegrarse de que las espantosas predicciones de sus crí­
ticos no se hubieran visto confirmadas. Ellos habían aducido que el análi­
sis privó al niño de su inocencia, con lo cual le había arruinado el futuro.
Freud pudo decirles que estaban totalmente equivocados. Los padres de
Hans se habían divorciado y vuelto a casar, pero el hijo sobrevivió a la
prueba, lo mismo que a la de la pubertad, sin daño aparente. Lo que Freud
halló particularmente interesante fue la observación de su visitante en
cuanto a que, cuando leía el historial, le parecía que el protagonista era un
perfecto extraño. Esto se asemejaba a lo que le ocurrió a Martin Freud,
incapaz de recordar lo que su padre le dijo para lograr que recuperara su
autorrespeto después del episodio humillante en la pista de patinaje.10 El
comentario de Hans recordó a Freud que los análisis más provechosos son
los que el analizando olvida después de su conclusión.

Dora era histérica, el pequeño Hans fóbico, y el Hombre de las


Ratas, otro de los pacientes clásicos de Freud, obsesivo. De modo que
resultaba sumamente conveniente incluirlo en el repertorio de los historia­

10 Véanse las págs. 193-195.


Terapia y tecnica [301]

les publicados por Freud. Sabemos que Freud consideraba muy instructivo
este caso, a su modo tanto como lo había sido el de Dora. Pero le gustaba
mucho más: fue el propio Freud quien se refirió informalmente a su
paciente, con cierto grado de afecto, como Rattenmann, *« o, en inglés,
“man ofthe rats”. *« El tratamiento se inició el 1° de octubre de 1907, y
duró menos de un año, con un ritmo que los analistas de generaciones
posteriores considerarían vertiginoso. Pero Freud sostuvo que bastó para
aliviar los síntomas del Hombre de las Ratas. Sin embargo, no pudo
derrotar a la historia. En una nota al pie de página agregada al historial en
1923, observó sombríamente: “El paciente murió, lo mismo que muchos
otros jóvenes valiosos y prometedores, en la gran guerra”, es decir, en esa
gran carnicería que fue la Primera Guerra Mundial. *44
El caso lo tenía todo a su favor. Emst Lanzer, un abogado de veinti­
nueve años, impresionó a Freud en su primer encuentro como alguien
inteligente y sutil. *« Era también entretenido; le contó a su analista
divertidas historias y le recordó una oportuna cita de Nietzsche acerca del
poder del orgullo sobre la memoria, pasaje que Freud repitió con gusto
más de una vez. n Los síntomas obsesivos de Lanzer eran alienantes y
extraños. En su práctica, Freud había descubierto que los neuróticos obse­
sivos, con sus contradicciones y su lógica perversa, pueden ser interesan­
tes. Racionalistas y supersticiosos al mismo tiempo, presentan síntomas
que ocultan y revelan sus orígenes, y se ven acosados por dudas enloquece­
doras. El Hombre de las Ratas desplegaba esa sintomatología de un modo
más estridente que el de la mayoría: a medida que su tratamiento progresa­
ba, oscilando entre las comunicaciones del paciente y las interpretaciones
del analista, la enfermedad adulta y los apetitos infantiles, las necesidades
sexuales contrariadas y los deseos agresivos, se fue convirtiendo en mode­
lo para la dilucidación de las neurosis obsesivas tal como Freud las enten­
día entonces.
Ese modelo hacía falta. Según observa Freud en la introducción a su
historial, los neuróticos obsesivos son mucho más difíciles de interpretar
que los histéricos: las resistencias que movilizan en el escenario terapéuti­
co son notables por sus ingeniosas triquiñuelas. Pues, si bien “el lenguaje
de la neurosis obsesiva” está a menudo exento de confusos síntomas de
conversión, es, por así decir, “sólo un dialecto del lenguaje histérico”. Para
aumentar la oscuridad, el obsesivo simula estar sano el mayor tiempo posi­
ble, y no busca la ayuda del psicoanalista a menos que se encuentre verda­
deramente muy enfermo. Todo esto, combinado con la necesidad de ser dis­
creto, impidió que Freud presentara un historial completo del caso. No
podía ofrecer más que “migajas de comprensión” que —según él creía—
quizás no fueran en sí mismas muy satisfactorias. “Pero el trabajo de otros
investigadores tal vez pueda relacionarse con ellas”. *46 El año en el que

11 Véase la pág. 161.


[302] Elaboraciones: 1902-1915

Freud escribió esas palabras, después de todo, era 1909; en aquel entonces
había otros investigadores con los cuales pensaba que podía contar.
Con la excepción de un puñado de interesantes desviaciones, los histo­
riales que Freud publicó seguían por lo general las notas que él tomaba
todas las noches. En la primera entrevista el paciente se presentó y
enumeró sus quejas: miedo a que algo terrible le ocurriera a su padre y a
una joven que él (el paciente) amaba; impulsos criminales como el deseo
de matar gente, y otros de autocastigo, como el de cortarse la garganta con
una navaja; preocupaciones obsesivas, algunas de ellas centradas en cues­
tiones ridiculamente insignificantes, como por ejemplo saldar deudas ínfi­
mas. Después proporcionó de buen grado algunos detalles de su vida
sexual. Cuando Freud le preguntó por qué había tocado el tema, el Hom­
bre de las Ratas reconoció que pensaba que esto era propio de las teorías de
Freud, de las cuales en realidad no sabía prácticamente nada. Pero, de ahí
en adelante, el Hombre de las Ratas actuó por cuenta propia.
Después de esa primera hora, Freud le hizo conocer la “regla funda­
mental” del psicoanálisis: tenía que decir todo lo que le pasara por la cabe­
za, aunque fuera trivial o carente de sentido. El paciente empezó a hablar
sobre un amigo cuyos consejos apreciaba mucho, en particular cuando
más lo trastornaban sus impulsos asesinos o suicidas, y a continuación
—“de un modo totalmente abrupto”, comentó Freud— se lanzó a relatar
su vida sexual durante la infancia. *48 Como ocune en todas las primeras
sesiones de un psicoanálisis, esa elección de los temas iniciales (su amis­
tad masculina y su ansia de mujeres) tema un significado que el análisis
iba a descifrar gradualmente. Los temas que el Hombre de las Ratas eligió
apuntaban a la emergencia episódica de fuertes impulsos homosexuales en
su infancia y adolescencia, y también a pasiones heterosexuales aun más
fuertes, precozmente desarrolladas.
De hecho, al cabo de poco tiempo resultó obvio que la actividad
sexual del Hombre de las Ratas se había iniciado inusualmente pronto.
Recordaba a hermosas institutrices jóvenes a las que había espiado en
seductores paños menores o cuyos genitales había acariciado. También sus
hermanas habían representado intereses sexuales absorbentes para él;
observándolas, jugando con ellas, prácticamente había consumado el
incesto. Pero pronto el joven Hombre de las Ratas descubrió que su curio­
sidad sexual (incluso el apremiante deseo de ver mujeres desnudas) se veía
socavada por el “sentimiento siniestro” de que tema que impedir que tales
pensamientos surgieran, para no provocar la muerte del padre. De modo
que, en la fase inicial del tratamiento, el Hombre de las Ratas tendió un
puente entre el pasado y el presente: el padre había muerto algunos años
antes, pero su temor por él de algún modo persistía. Ese sentimiento
siniestro, experimentado por primera vez cuando tenía más o menos seis
años, pero que todavía seguía siendo para él extremadamente perturbador,
había sido —le dijo a Freud— “el comienzo de mi enfermedad”. *49
Terapia y tecnica [303]

Sin embargo, Freud tenía un diagnóstico diferente: los acontecimien­


tos correspondientes a los seis o siete años del paciente fueron “no sólo el
comienzo de su enfermedad, sino ya esa enfermedad en sí misma”. Para
comprender “la complicada organización de su enfermedad posterior”
—pensaba Freud—, era necesario reconocer que el niño de seis años, ese
“pequeño sibarita”, ya presentaba “una neurosis obsesiva completa, en la
que no faltaba ningún elemento, a la vez núcleo y prototipo de su enfer­
medad posterior”. *50
Era un comienzo prometedor. Pero el Hombre de las Ratas no perdió
el ritmo; le contó a Freud con profunda emoción el acontecimiento que lo
había decidido a psicoanalizarse. En las maniobras militares había oído a
un capitán describir un castigo particularmente horrible practicado en
Oriente. En aquel momento, interrumpiéndose dramáticamente, el Hombre
de las Ratas abandonó el diván y le rogó a Freud que le ahorrara el resto.
En lugar de ello, Freud le dio una breve lección sobre su técnica. Negando
cualquier inclinación de crueldad, insistió en que no podía otorgar lo que
no estaba a su alcance. “Superar las resistencias es una ley del tratamien­
to”. Lo que podía hacer era ayudar al Hombre de las Ratas a terminar la
historia, frase por frase. Así lo hizo: ataban al convicto de un crimen, y
ponían sobre sus nalgas un recipiente con ratas; las ratas, encerradas (el
paciente entró de nuevo en un estado de agitación profunda), se abrían
camino por... “Por el ano”: Freud pronunció la última palabra decisi-
va.12 *51
Al observar al Hombre de las Ratas mientras hablaba, Freud advirtió
en su rostro “una expresión compleja y extraña”, que sólo podía interpre­
tar como “horror ante un placer suyo desconocido para él”. *52 Fue sólo un
leve indicio, nada más, que Freud archivó para usarlo más tarde. Fueran
cuales fueren los ocultos y confusos sentimientos que suscitaba en el
Hombre de las Ratas el castigo que describió, le dijo a Freud que imagina­
ba al padre, y a la joven que adoraba, padeciendo esa prueba. Entonces,
cuando lo invadían esas ideas espantosas, acudía, para escapar de ellas, a
elaborados pensamientos y acciones obsesivas.
Esas operaciones salvajes se resistían a la comprensión racional y
planteaban a Freud enigmas estéticos y clínicos de primer orden. El Hom­
bre de las Ratas le narró una historia enmarañada, apenas coherente, apa­
rentemente fútil, sobre algo de dinero que le debía a un oficial compañero
suyo, o tal vez a una empleada de correos, por un paquete que contema
unas gafas que había pedido. Freud glosó ese relato minucioso de las preo­
cupaciones absurdas y las extrañas ideas del paciente manifestando que
comprendía lo que podrían experimentar los lectores. “No me sorprendería

12 Psicoanalistas posteriores se habrían contenido, permitiendo que el


Hombre de las Ratas vacilara, y después habrían interpretado sus atormentadas
dudas.
Terapia y tecnica [305]

material de lo inconsciente”. *57 Al mostrar cómo le enseñaba psicoanáli­


sis al Hombre de las Ratas, Freud también se lo estaba enseñando a sus
lectores.
Al “nuevo material” concerniente a su padre que él exploró en respues­
ta a la interpretación de Freud, el Hombre de las Ratas lo llamaba su “cur­
so de pensamiento”; insistió en que era inocuo, pero de algún modo estaba
relacionado con una niña que había amado a los doce años. Freud no se
conformó con esta formulación vaga y eufemística, tan típica del discurso
del Hombre de las Ratas. Por el contrario, interpretó ese curso de pensa­
miento como un deseo, un deseo de hecho, de que su padre muriera. El
Hombre de las Ratas protestó enérgicamente: ¡precisamente tenía miedo de
que ocurriera esa calamidad! ¡Amaba a su padre! Freud no lo discutió en
absoluto, pero insistió en que ese amor estaba acompañado de odio, y esas
dos poderosas emociones habían coexistido en el analizando desde sus pri­
meros años. *58

La comprensión de la ambivalencia fundamental del Hombre de las


Ratas quedó más allá de toda duda, de modo que Freud pudo enfrentarse al
enigma de las obsesiones del enfermo. Con paciencia, fue avanzando cen­
tímetro a centímetro hasta el episodio en el que el sádico capitán había
descrito del castigo oriental y precipitado la neurosis actual del Hombre de
las Ratas. Las notas de Freud sobre este caso revelan que el paciente había
empleado ratas como símbolos de muchas cosas: juego relacionado con el
dinero, penes, el propio dinero, niños, su madre. *» Freud siempre había
sostenido que la mente da los saltos más acrobáticos, los más improba­
bles, desafiando la coherencia y la racionalidad, y el Hombre de las Ratas
confirmó ampliamente esa convicción. Lo que en este caso parecía menos
plausible, las ceremonias y prohibiciones, resultaron ser un compendio de
las ideas neuróticas del paciente, y conducían de modo sutil a regiones
inexploradas de su mente. Eran indicios de su sadismo reprimido y repu­
diado, lo que explicaba el horror y el interés lascivo que simultáneamente
suscitaba en el la crueldad (allí estaba el origen de aquella extraña expre­
sión confusa del rostro del Hombre de las Ratas que Freud había vislum­
brado en el inicio mismo del tratamiento).
Explorando esas claves, Freud propuso una solución para el interro­
gante de lo que había significado para el Hombre de las Ratas la historia
narrada por el capitán. Esta giraba en tomo a los sentimientos conflictivos
del paciente con respecto a su padre. Freud consideró sumamente significa­
tivo el hecho de que cuando, varios años después de la muerte del progeni­
tor el Hombre de las Ratas experimentó por primera vez los placeres de la
relación sexual, en su mente se abrió camino un extraño pensamiento:
“¡Pero si esto es maravilloso! ¡Por esto uno podría matar a su propio
padre!” *«0 Para Freud era también muy significativo que algunos años
atrás, exactamente antes de que el padre del paciente muriera, éste empezó
[304] Elaboraciones: 1902-1915

que en este punto el lector dejara de seguirme”. Incluso a Freud, interesado


sobre todo en encontrar un significado en los pensamientos y ceremonias
del Hombre de las Ratas, algunos de ellos le parecían “carentes de sentido
e incomprensibles”. *53 Pero el Hombre de las Ratas experimentaba sus
síntomas (inexplicables o risibles) como prácticamente insoportables.
Freud tenía en cuenta el hecho; sin embargo, a veces se sentía casi perdido
en la desesperación. Con esos extraordinarios gastos de energía dedicados a
cosas carentes de importancia, con su aparente falta de pertinencia y su ile­
gibilidad, con su carácter repetitivo, los síntomas obsesivos podían con­
vertirse en tan aburridos como irracionales.
Freud, el más literario de los psicoanalistas, no podía quedar satisfe­
cho presentando un informe árido o una colección de observaciones mal
digeridas; quería reconstruir un drama humano. Pero el material que el
Hombre de las Ratas esparcía con tal desgana —material extraño, copioso,
aparentemente anodino— amenazaba con eludir el control de Freud. Se
quejó a Jung mientras estaba completando el historial: “Me resulta muy
difícil, casi supera mis capacidades para la redacción, probablemente será
incomprensible para todos, salvo para los que están más cerca de nosotros.
¡Qué chapuceras son nuestras reproducciones, qué lastimosamente desme­
nuzamos estas grandes obras de arte de naturaleza psíquica!” *54 Jung, en
privado, estuvo de acuerdo. Escribiéndole a Ferenczi, refunfuñó que, si
bien el estudio de Freud sobre el Hombre de las Ratas era maravilloso,
también resultaba “muy difícil de comprender. Pronto tendré que leerlo por
tercera vez. ¿Soy especialmente estúpido? ¿O es el estilo? Prudentemente,
me pronuncio por lo último”. *55 En cambio Freud le había echado la cul­
pa al tema.
En su aturdimiento, Freud recurrió a la técnica para proporcionar un
mapa del laberinto. No se trataba de ponerse a resolver racionalmente los
enigmas planteados por el paciente, sino de permitirle que siguiera su pro­
pio camino, y escucharlo. De hecho, convirtió el historial del Hombre de
las Ratas en un pequeño festín de técnica psicoanalítica aplicada y explica­
da; interrumpió repetidamente su relato con breves incursiones en el tema
del procedimiento clínico. Instruía a sus pacientes sobre la diferencia entre
la mente consciente y la mente inconsciente, sobre la transitoriedad de la
primera y la permanencia de la segunda, señalando las antigüedades que
había en su consultorio: “En realidad, eran sólo objetos procedentes de
tumbas; el hecho de que hubieran sido entenadas, las preservó. Sólo ahora
estaba siendo destruida Pompeya, desde el momento de su descubrimien­
to”. *56 Asimismo, después de relatar que a su paciente una interpretación
le pareció plausible pero no lo convenció, Freud comenta para beneficio
del lector: “La intención de tales discusiones nunca consiste en generar
convicción. Sólo se supone que introducen en la conciencia los complejos
reprimidos, que iluminan el conflicto existente entre ellos en el terreno de
la actividad mental consciente, y que facilitan la emergencia de nuevo
Terapia y tecnica [305]

material de lo inconsciente”. *37 Al mostrar cómo le enseñaba psicoanáli­


sis al Hombre de las Ratas, Freud también se lo estaba enseñando a sus
lectores.
Al “nuevo material” concerniente a su padre que él exploró en respues­
ta a la interpretación de Freud, el Hombre de las Ratas lo llamaba su “cur­
so de pensamiento”; insistió en que era inocuo, pero de algún modo estaba
relacionado con una niña que había amado a los doce años. Freud no se
conformó con esta formulación vaga y eufemística, tan típica del discurso
del Hombre de las Ratas. Por el contrario, interpretó ese curso de pensa­
miento como un deseo, un deseo de hecho, de que su padre muriera. El
Hombre de las Ratas protestó enérgicamente: ¡precisamente tenía miedo de
que ocurriera esa calamidad! ¡Amaba a su padre! Freud no lo discutió en
absoluto, pero insistió en que ese amor estaba acompañado de odio, y esas
dos poderosas emociones habían coexistido en el analizando desde sus pri­
meros años. *58

La comprensión de la ambivalencia fundamental del Hombre de las


Ratas quedó más allá de toda duda, de modo que Freud pudo enfrentarse al
enigma de las obsesiones del enfermo. Con paciencia, fue avanzando cen­
tímetro a centímetro hasta el episodio en el que el sádico capitán había
descrito del castigo oriental y precipitado la neurosis actual del Hombre de
las Ratas. Las notas de Freud sobre este caso revelan que el paciente había
empleado ratas como símbolos de muchas cosas: juego relacionado con el
dinero, penes, el propio dinero, niños, su madre. *» Freud siempre había
sostenido que la mente da los saltos más acrobáticos, los más improba­
bles, desafiando la coherencia y la racionalidad, y el Hombre de las Ratas
confirmó ampliamente esa convicción. Lo que en este caso parecía menos
plausible, las ceremonias y prohibiciones, resultaron ser un compendio de
las ideas neuróticas del paciente, y conducían de modo sutil a regiones
inexploradas de su mente. Eran indicios de su sadismo reprimido y repu­
diado, lo que explicaba el horror y el interés lascivo que simultáneamente
suscitaba en el la crueldad (allí estaba el origen de aquella extraña expre­
sión confusa del rostro del Hombre de las Ratas que Freud había vislum­
brado en el inicio mismo del tratamiento).
Explorando esas claves, Freud propuso una solución para el interro­
gante de lo que había significado para el Hombre de las Ratas la historia
narrada por el capitán. Esta giraba en tomo a los sentimientos conflictivos
del paciente con respecto a su padre. Freud consideró sumamente significa­
tivo el hecho de que cuando, varios años después de la muerte del progeni­
tor el Hombre de las Ratas experimentó por primera vez los placeres de la
relación sexual, en su mente se abrió camino un extraño pensamiento:
“¡Pero si esto es maravilloso! ¡Por esto uno podría matar a su propio
padre!” *«° Para Freud era también muy significativo que algunos años
atrás, exactamente antes de que el padre del paciente muriera, éste empezó
[306] Elaboraciones: 1902-1915

a masturbarse, pero desde entonces había logrado dejar de hacerlo, en tér­


minos generales, porque la práctica lo avergonzaba. En términos genera­
les, pero no por completo; en algunos momentos hermosos y elevados,
como al leer un pasaje conmovedor de la autobiografía de Goethe, no
podía resistir el impulso. Freud interpretó ese curioso fenómeno como un
caso de “prohibición y desafío de un mandamiento”. *61
Estimulado por la construcción analítica de Freud, el Hombre de las
Ratas mencionó un incidente memorable y sugerente, que databa de la
época en que él tenía entre tres y cuatro años. El padre le había dado una
zurra por alguna fechoría sexual relacionada con la masturbación, y en un
acceso de furia, él empezó a maldecirlo. Pero como no conocía muchos
insultos, le dijo «todos los nombres de las cosas que se le ocurrían, como
“¡Lámpara, torre, plato!”»’ Sorprendido, el padre se vio impulsado a prede­
cir que el hijo sería un gran hombre o un gran criminal, y nunca volvió a
pegarle. Al emerger esa historia, el Hombre de las Ratas ya no podía
seguir dudando de que, oculto en el interior de su amor por su padre, ace­
chaba un odio igualmente fuerte. Esa ambivalencia gobernaba la vida del
Hombre de las Ratas; era una ambivalencia insoportable, característica de
todo pensamiento obsesivo, y se reflejaba en sus relaciones con la mujer
que amaba. Freud concluye señalando que esos sentimientos conflictivos
“no eran independientes entre sí, sino que estaban construidos por parejas.
El odio hacia su amada estaba necesariamente relacionado con el afecto que
sentía por el padre y viceversa”. *62
Freud profundizó en esta interpretación. El Hombre de las Ratas no
sólo estaba en lucha con el padre sino que también se identificaba con él.
El padre había sido un militar que disfrutaba mucho contando anécdotas
sobre su carrera. Y es más, había sido una “rata”, una “rata del juego”
(Spielratte) que había llegado por ese motivo a deber una cantidad de dine­
ro que no pudo pagar, hasta que un amigo le hizo un préstamo oportuno.
Más tarde, el Hombre de las Ratas tuvo razones para creer que al padre,
próspero en la vida civil, le resultó imposible devolver ese generoso prés­
tamo por no encontrar la dirección del amigo que lo había salvado. El
paciente de Freud juzgaba con suma dureza ese pecadillo de juventud del
padre, por más que lo amara. Aquí había otra relación con su peculiar
obsesión por devolver las sumas ínfimas que alguien había desembolsado
por él, y también con las ratas. Cuando, durante las maniobras, oyó narrar
la historia sádica del castigo de las ratas, se despertaron recuerdos, al igual
que los restos del erotismo anal de su niñez. “En los delirios obsesivos
—observó Freud— había fabricado un verdadero papel moneda de ratas
para sí mismo”. *« El relato había provocado que todos los impulsos
sexuales más crueles del Hombre de las Ratas atravesaran la represión. Al
absorber este conjunto de interpretaciones y aceptarlo, el paciente fue acer­
cándose cada vez más a la salida del laberinto de su neurosis. El “delirio de
las ratas” —las compulsiones y prohibiciones obsesivas— desapareció,
Terapia y tecnica [307]

con lo cual el Hombre de las Ratas llegó a graduarse en lo que Freud deno­
minó bellamente su “escuela de sufrimiento”. *65
A pesar de los problemas que le creó a su analista, el Hombre de las
Ratas fue uno de los favoritos de Freud desde el principio. En las notas
correspondientes al 28 de diciembre hay unas palabras crípticas que atesti­
guan la impresión que le produjo el paciente: Hungerig und wird gelabt,
“Famélico y fue confortado”.13 *« Freud lo había invitado a comer. En un
psicoanalista, ése fue un gesto herético: gratificar a un paciente permitién­
dole el acceso a la vida privada del analista, y actuar con él como una
madre al darle comida en un marco amistoso y no profesional, era algo
que violaba los austeros preceptos técnicos que Freud había desarrollado en
esos años y que estaba tratando de inculcar a sus seguidores. Pero es evi­
dente que Freud no vio nada malo en apartarse de sus propias reglas. Sin
duda, a pesar de tales desvíos, el relato de Freud sigue siendo ejemplar
como exposición de una neurosis obsesiva clásica.14 Sirvió de modo bri­
llante para reforzar sus teorías, en especial las que postulaban las raíces
infantiles de la neurosis, la lógica interior de los síntomas más espectacu­
lares e inexplicables, y la presión poderosa, a menudo oculta, de los senti­
mientos ambivalentes. Freud no era lo suficientemente masoquista como
para limitarse a publicar fracasos.

Su propia fuente: Leonardo, Schreber, Fliess

La mayor parte de los escritos de Freud llevan las hue­


llas de su propia vida. Están entretejidos —en gran
medida pero no a la manera de un obstáculo— con sus
conflictos privados y con sus estrategias pedagógicas.
La interpretación de los sueños es una efusión de reve­

13 La traducción de la Standard Edition no reproduce el laconismo de la


anotación de Freud; el prosaico “He was hungry and was fed” (“Tenía hambre y
fue alimentado”) no aprehende el matiz arcaico de hungerig ni la resonancia
bíblica de gelabt. (Véase el comentario de la compiladora en Sigmund Freud,
L’Homme aux rats. Journal d'une analyse, comp. de Elza Ribeiro Hawelka
[1974], 211 n.)
i* Críticos posteriores, volviendo a analizar el caso, han acusado a Freud
de que no prestara suficiente atención a la madre del Hombre de las Ratas ni (en
vista de la espectacular obsesión del paciente por las ratas) a su erotismo anal.
Ambos factores tienen un poco más de importancia en las notas del proceso
que en el texto del historial. Al principio, cuando Freud le explica el procedi­
miento psicoanalítico y estipula sus términos, el Hombre de las Ratas dice que
tiene que consultar con su madre. (Véase Freud, L'Homme aus rats, Hawelka,
comp., 32, y “Rat Man”, SE X, 255).
[308] Elaboraciones: 1902-1915

laciones personales puestas al servicio de la ciencia. El caso de Dora des­


pliega una confrontación entre las necesidades emocionales y los deberes
profesionales. El “pequeño Hans” y el Hombre de las Ratas son algo más
que simples documentos clínicos; Freud redactó esos historiales para dar
apoyo a las teorías que había desarrollado en sus profundamente subversi­
vos Tres ensayos de teoría sexual. Sin duda, la selección de los casos para
la publicación no siempre tenía sus raíces en atormentadas luchas interio­
res ni venía dictada por las presiones de la política psicoanalítica. La pura
fascinación ejercida por el material también decidía sus opciones. Por lo
general, las necesidades personales de Freud, los cálculos estratégicos y la
excitación científica se superponían y reforzaban recíprocamente. Sin
duda, por debajo de las superficies pulidas de los historiales de Schreber y
el Hombre de los Lobos (publicados después que el Hombre de las Ratas),
estaba actuando algún asunto psicológico inconcluso que obsesionaba a
Freud. Esto mismo también es válido con respecto a Un recuerdo infantil
de Leonardo da Vinci.

Freud nunca pensó que su extenso trabajo sobre Leonardo da Vinci


fuera un historial, aun cuando en una oportunidad, con mucho sentido del
humor, le dijo a Ferenczi que “estaba maravillado” con su nuevo e “ilus­
tre” analizando. *67 Por el contrario, consideró que aquel estudio era una
incursión de reconocimiento destinada a preparar la invasión generalizada
de los temas culturales que él proyectaba emprender, con las armas del psi­
coanálisis en la mano. “El dominio de la biografía también debe llegar a
ser nuestro”, le escribió a Jung en octubre de 1909, anunciando triunfal­
mente que “el enigma del carácter de Leonardo da Vinci se ha vuelto súbi­
tamente transparente para mí. Este, entonces, sería el primer paso de la
biografía”. *« Pero se verá que, como ejercicio de biografía psicoanalítica,
esta descripción oficial del “Leonardo” era incompleta.
Si bien el ensayo sobre un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci
resultó sumamente polémico, a Freud le agradaba y le siguió agradando
mucho, en parte porque le gustaba mucho el propio Leonardo. Confesó
que, “lo mismo que muchos otros, he sucumbido a la atracción que emana
de ese hombre grande y misterioso”, *® y citó la evaluación admirativa de
Jacob Burckhardt acerca de ese “genio universal cuyos perfiles podemos
conjeturar, pero no profundizar”. *70 Sabemos que, para Freud, Italia era un
preciado tesoro, y que la visitaba siempre que podía, casi todos los vera­
nos. Entre muchas otras, Leonardo era una de las razones importantes.
Durante un tiempo considerable Freud había estado pensando en él. Ya
en 1898 le recordó a Fliess (que en aquel entonces reunía material sobre la
zurdería) que “Leonardo, al que no se le conoció ninguna relación amoro­
sa” era “tal vez el zurdo más famoso”. *71 Aventurarse en el personaje
terrible y enigmático de Leonardo le proporcionó a Freud un placer exqui­
sito. A fines de 1910, mientras se dirigía a Italia desde un balneario de la
Terapia y tecnica [309]

costa holandesa, pasó brevemente por el Louvre para admirar una vez más
la tela de Leonardo titulada “Santa Ana, la Virgen y el Niño”. *72 El inter­
cambio con el maestro (incluso sin presumir de ser como él) era uno de
los dividendos que Freud podía obtener escribiendo biografías psicoanalíti-
cas.

En noviembre de 1909, no mucho después de su regreso de Estados


Unidos, Freud se quejó de su salud en una carta a Ferenczi; “podría ser
mejor”, le dijo, pero, agregó de inmediato: “En la medida en que pueden
hacerse oír, mis pensamientos están con Leonardo da Vinci y con la mito­
logía”. *73 En marzo de 1910 se disculpó con el mismo Ferenczi (de una
manera un poco exculpante) por escribirle una carta tan breve: “Quiero
escribir sobre Leonardo”. *74 Ese “Leonardo” —le dijo a Lou Andreas-
Salomé casi una década después de su publicación, en un acceso de nostal­
gia, fue “lo único hermoso que he escrito”. *75
Su inclinación no cegaba a Freud ante los riesgos que estaba asumien­
te. Al comentarle por primera vez a Ferenczi, en noviembre de 1909,
quién era su nuevo analizando ilustre, adujo que no tenía “nada más
importante” en mente. *76 Con idéntico estado de ánimo, desvalorizó el
estudio en una carta a Emest Jones: «No debe esperar mucho de “Leonar­
do”, que aparecerá el mes próximo. Ni el secreto de la Virgen de las rocas,
ni la solución del enigma de la Jvlonna Lisa. Mantenga sus expectativas
en un nivel bajo y es probable que así le guste más».*77 Asimismo, le
advirtió al artista alemán Hermann Struck que el “folleto” sobre Leonardo
era una “producción medio novelesca” (halbe Romandichtung) y observó:
“No querría que usted juzgara la seguridad de nuestras investigaciones de
acuerdo con esta pauta”. *78
Algunos de los primeros lectores de esa pequeña seminovela se nega­
ron a aceptar la pobre evaluación que respecto de ella hacía el propio
Freud, y él agradeció tales juicios. “El L[eonardo] parece gustarle a los
camaradas”, observó alegremente en junio de 1910. *7’ Les gustaba, y
mucho. “Este análisis —escribió Abraham, que acababa de leer el ejem­
plar que Freud le envió— es tan elegante y perfecto en su forma que no
conozco nada que pueda comparársele”. *80 Jung fue incluso más lírico. El
“Leonardo” —le escribió a Freud— “es maravilloso”. *81 Havelock Ellis,
el primer reseñador, se mostró “amistoso como siempre”, *82 para alegría
de Freud. Esa recepción le permitió a Freud utilizar el “Leonardo” como
piedra de toque para separar a propios y ajenos; “les gusta a todos los ami­
gos —le escribió a Abraham en el verano de 1910— y, según espero, pro­
vocará el aborrecimiento de todos los ajenos”. *83
En sí, el tono del trabajo sobre Leonardo está lejos de ser asertivo; es
exploratorio, acérrimamente modesto. Incluso empieza con una reserva: la
investigación psiquiátrica —observa Freud— no pretende denigrar lo gran­
dioso ni “arrastrar lo sublime por el polvo”. Pero Leonardo, “ya admirado
[310] Elaboraciones: 1902-1915

por sus contemporáneos como uno de los más grandes hombres del Rena­
cimiento italiano”, era humano como todos, y “nadie es tan grande como
para que sea una desgracia para él estar sujeto a las leyes que gobiernan
con igual severidad la actividad normal y la patológica”. En el cuerpo
del texto, Freud justificó que escribiera una patografía de Leonardo sobre
la base de que los biógrafos ordinarios, “fijados” en su héroe, sólo logran
presentar “una figura fría, extraña, ideal, en lugar del ser humano con el
que podríamos sentimos relacionados a distancia”. Freud asegura a sus lec­
tores que el ensayo intenta solamente descubrir los determinantes del
“desarrollo mental e intelectual” de Leonardo. Si amigos conocedores de
psicoanálisis lo acusaran de haber escrito sólo “una novela psicoanalítica,
les contestaría que en modo alguno sobrestimo la seguridad de estos resul­
tados”. is *85 Después de todo —concede Freud— los materiales biográficos
fiables sobre Leonardo eran al mismo tiempo escasos y poco informati­
vos. Con un ánimo más lúdico que otra cosa, estaba tratando de armar un
rompecabezas del que faltaban la mayor parte de las piezas, y algunas de
las que había eran prácticamente indescifrables.

Estas son las defensas que Freud erige ante las críticas quisquillo­
sas. Pero no pueden ocultar el hecho de que el “Leonardo”, a pesar de toda
la brillantez de sus deducciones, presenta grietas importantes. Gran parte
de las pruebas aducidas para trazar el retrato no son concluyentes ni inta­
chables. Ese bosquejo caracterológico es una probabilidad plausible: Leo­
nardo es el artista con perpetuas dificultades para terminar sus obras, y que
en sus últimos años rechazó el arte y optó por la ciencia; es el apacible
homosexual reprimido que legó al mundo uno de los más grandes enigmas
del arte, la sonrisa de Monna Lisa. Pero, sea cual fuere la verosimilitud
del retrato trazado por Freud, reposa sobre bases que no son las que él eli­
gió como punto de apoyo.
La argumentación de Freud es perfectamente frontal. Propuso abordar
a Leonardo y su obra partiendo de dos momentos de su vida: una experien­
cia adulta y un recuerdo infantil, éste último evocado por la primera.La
experiencia formadora que Freud tema en mente era la de pintar el retrato
de Monna Lisa, y esperaba reconstruir e interpretar el recuerdo que las
sesiones suscitaron en Leonardo, recuerdo de un material que él podía des­
cubrir. Freud tuvo suerte, la suerte de los que están bien preparados; descu-

15 Todavía en 1931 escribía: “Una vez osé abordar a uno de los más gran­
des, del que, lamentablemente, es muy poco lo que se sabe, Leonardo da Vinci.
Pude por lo menos plantear como probable que “Santa Ana, la Virgen y el
Niño”, que usted puede ver diariamente en el Louvre, resulte incomprensible sin
conocer la peculiar historia de la niñez de Leonardo”. (Freud a Max Schiller, 26
de marzo, 1931, Briefe, 423).
16 Freud estaba siguiendo algunas consideraciones teóricas que había desa­
rrollado no mucho antes, en un artículo sobre el creador literario y la fantasía.
Terapia y tecnica [3U]

brió la clave que estaba buscando en medio del amplio marasmo de los
cuadernos de notas de Leonardo. En esa apiñada compilación (un revoltijo
de caricaturas, experimentos científicos, diseños de armas y fortificacio­
nes, meditaciones sobre las costumbres y la mitología, y cálculos finan­
cieros), Leonardo se refiere a su infancia sólo una vez, mientras reflexiona
sobre el vuelo de las aves. Freud se aferró a ese raro hallazgo, reconocien­
do todo su valor. Leonardo estaba recordando un encuentro extraño y de
apariencia onírica. La traducción de Freud dice: “Parece que desde el princi­
pio estaba destinado a ocuparme atentamente del buitre, pues siempre vie­
ne a mi mente un recuerdo muy temprano: mientras estaba de pequeño en
mi cuna, un buitre descendió hasta mí, me abrió la boca con la cola, y me
golpeó muchas veces los labios con ella”. *86 Freud estaba convencido de
que esto era una fantasía tardía y no un recuerdo literal; una fantasía que,
convenientemente examinada, podría proporcionar un acceso a la evolu­
ción emocional y artística de Leonardo.
Freud desplegó una erudición considerable acerca del ave que había
asaltado a Leonardo en la cuna. En el antiguo Egipto, como Leonardo
debía saber, el buitre era el jeroglífico correspondiente a la palabra
“madre”. Y es más, en la leyenda cristiana (que Leonardo posiblemente
también conocía) el buitre es siempre hembra, no existe pájaro macho en
esa especie: símbolo poético del nacimiento de la virgen, la hembra es
fecundada por el viento. Ahora bien, Leonardo había sido “un niño-buitre
que tuvo madre pero no padre”. Ese era el modo poético de decir que Leo­
nardo fue hijo natural. En consecuencia —conjetura Freud—, en su prime­
ra infancia Leonardo disfrutó del amor exclusivo y apasionado de su deso­
lada madre. Ese amor “debió ejercer la influencia más decisiva en su vida
interior”. Eso significaba que en la época en que se establecieron los
cimientos del carácter de Leonardo, él no tenía padre: “La vehemencia de
las caricias a las que apunta su fantasía del buitre era perfectamente natu­
ral; la pobre madre olvidada tenía que volcar en su amor de madre caricias
de las que había disfrutado, así como su anhelo de otras nuevas; se sentía
impulsada no sólo a obtener una compensación por no tener esposo, sino
también a compensar al niño por no tener un padre que quisiera acariciar­
lo. De modo que, a la manera de todas las madres insatisfechas, puso a su
hijo en el lugar del esposo y le robó una parte de su masculinidad a través
de la demasiado precoz maduración de su erotismo”. *87 Así, inadvertida­
mente, la madre de Leonardo preparó el escenario para su posterior homo­
sexualidad.
En la carta a Jung en la que le anunciaba la solución del misterio de
Leonardo, Freud agregó, provocando su interés sin ofrecerle ningún detalle
adicional: “Recientemente he encontrado a su doble (sin su genio) en un
neurótico”. *88 Esa era una de las razones de que estuviera tan seguro de
poder reconstruir los primeros años de Leonardo, acerca de los cuales no
había prácticamente documentos: la fantasía del buitre estaba a su juicio
[312] Elaboraciones: 1902-1915

cargada de asociaciones clínicas. Como ya hemos tenido la oportunidad de


señalar, el diván y el escritorio de Freud estaban física y emocionalmente
muy próximos entre sí. No tenía duda alguna acerca de que el recuerdo de
Leonardo representaba a la vez la introducción homosexual pasiva de un
pene en la boca, y la succión feliz, por parte del niño, del seno de la
madre.
Desde luego, un principio muy conocido del psicoanálisis, que los
pacientes de Freud le habían confirmado una y otra vez, decía que las tra­
bazones emocionales de los primeros años y las pasiones de la vida adulta
están inevitablemente vinculadas. En particular, “todos nuestros homose­
xuales” —observa Freud— han desarrollado las relaciones resultantes de
manera prácticamente idéntica: “En su primera infancia, más tarde olvida­
da”, habían experimentado “un intenso apego erótico a una persona de
sexo femenino, por lo general la madre, provocado y alentado por la ternu­
ra excesiva de la propia madre, reforzado adicionalmente por la retirada del
padre de la vida del niño”. Para Freud, ésa era una etapa preliminar del
desarrollo homosexual; la siguiente era un estadio en el que “el niño repri­
me su amor por la madre poniéndose en el lugar de ella; se identifica con
ella, y se toma a sí mismo como modelo en el que basarse para elegir sus
nuevos objetos amorosos.” “Así—continúa Freud—, se convierte en
homosexual; en realidad se desliza por el autoerotismo anterior, puesto
que los muchachos que el joven en desarrollo ama ahora son, después de
todo, sólo sustitutos y reflejos de su propia persona infantil, muchachos a
los que ama como su madre lo había amado a él cuando niño”. En pocas
palabras, los psicoanalistas dicen que “encuentra sus objetos amorosos en
la senda del narcisismo, puesto que los mitos griegos llaman Narciso a un
joven al que nada le agradaba tanto como ver su propia imagen refleja­
da”. *8’ Esta frase supone un momento crítico en la historia del psicoanáli­
sis. Con ella Freud introdujo, por primera vez en su obra, el concepto de
narcisismo, una etapa temprana de autoamor erótico que a su juicio apare­
cía entre el autoerotismo primitivo del niño y el amor objetal del mucha­
cho en desarrollo. El narcisimo iba a ocupar pronto un lugar central en su
pensamiento.
El hecho de que Leonardo fuera educado inicialmente sin padre —pen­
saba Freud— debió otorgar una forma especial a su carácter. Pero ese
carácter también sufrió la influencia de otra drástica intervención del mun­
do adulto. Poco después de su nacimiento, el padre se casó, y tres años
después —suponía Freud— adoptó al hijo y se lo llevó a vivir a su casa.
De modo que Leonardo creció con dos madres. Poco después de 1500,
cuando empezó a pintar la Monna Lisa, su sonrisa ambigua, brumosa, le
recordó con opresiva claridad a las dos jóvenes amantes y hermosas que,
juntas, habían imperado en su infancia. La chispa creadora que constituye
el arte, entre la experiencia y el recuerdo, concedió la inmortalidad al retra­
to de la enigmática y seductora Monna Lisa. Después, cuando Leonardo
Terapia y tecnica [313]

pintó el terceto sacro de “Santa Ana, la Virgen y el Niño”, llevó al lienzo


a sus dos madres tal como recordaba, o sentía, que habían sido: ambas de
la misma edad y sonriendo sutilmente con la sonrisa inefable de la Gio­
conda.
Ninguna de estas pistas —vale la pena repetirlo— sedujo a Freud lo
suficiente como para hacerle creer que había descubierto el secreto del
genio de Leonardo. Pero creía haber hallado el hilo que lo conduciría al
núcleo de su carácter. Al identificarse con el padre —el hombre que lo
había engendrado y después abandonado— Leonardo trataba a sus “hijos”
precisamente del mismo modo: se apasionaba en la elaboración, lo impa­
cientaban los detalles tediosos, era incapaz de seguir su inspiración hasta
el final. Pero asimismo, rebelándose contra el padre, Leonardo encontró su
camino hacia la ciencia; de ese modo pudo sustituir la obediencia a la
autoridad por una lealtad superior: la obediencia a las pruebas. Casi con un
signo audible de aprobación, Freud cita las «audaces palabras de Leonardo
que contienen la justificación de toda investigación libre: “Quien en
medio de una lucha de opiniones apela a la autoridad, obra con su memo­
ria y no con sus razones”.» Leonardo había sublimado enérgicamente
sus pasiones sexuales en la pasión de la investigación científica indepen­
diente. No se sabe con claridad exactamente cuándo, y con qué intensidad,
Freud se identificó con Leonardo, pero al citar esa orgullosa máxima que
guía al investigador inconformista, coincidía totalmente con su sujeto.

El afecto que sentía Freud por este experimento de biografía psi-


coanalítica no estaba totalmente fuera de lugar. Su esquemático mapa
del camino real que conducía a la homosexualidad —un intenso afecto edí-
pico, excesivamente prolongado, por una madre tierna; regresión a esa eta­
pa; identificación con la madre; amor hacia otros adolescentes varones
como si fueran él mismo, el hijo amado— conservan todo su interés y
gran parte de su validez. Asimismo, las observaciones que Freud propuso
acerca de la estratagema defensiva que denominó sublimación sigue siendo
sugerente, aun cuando no pueda resolver la cuestión vital de cómo pone la
psique exactamente las energías instintivas al servicio de fines culturales
como el arte o la ciencia. Pero si se examina atentamente, la delicada tra­
ma de la argumentación de Freud comienza a deshilacharse. Su afirmación
de que la idea de pintar a Santa Ana como una joven fue en mayor o
menor medida original de Leonardo, resulta insostenible, si bien es cierto

17 El historiador del arte Kenneth Clark, que no es freudiano, ha aceptado


“La interpretación bella y, creo yo, profunda” de Freud sobre la tela de Leonar­
do que presenta al terceto sagrado y, lo mismo que Freud, en los rostros de las
mujeres ve “el recuerdo inconsciente” de las dos madres de Leonardo. (Kenneth
Clark, Leonardo da Vinel: An Account of His Development as an Artist [1939;
ed. rev., 1958], 137).
[314] Elaboraciones: 1902-1915

que la elección por parte de Leonardo de la convención de presentar a


madre e hija como personas de la misma edad podría constituir un indicio
de su estructura mental. Por otro lado, la conjetura de Freud acerca de que
el padre de Leonardo se llevó a su hijo a casa sólo al cabo de tres años,
también contradice algunas pruebas que se han aducido.«
Esto es bastante molesto, pero la hebra más débil del tejido del razo­
namiento freudiano es la fantasía del buitre. Freud se había basado en las
traducciones alemanas de los cuadernos de notas de Leonardo, que errónea­
mente interpretaban la palabra “nibbio” del original como “buitre”, siendo
que en realidad quiere decir “milano”. En vista de esa equivocación —seña­
lada por primera vez en 1923, *’> pero nunca reconocida por Freud ni por
ningún psicoanalista en vida de Freud— el constructo buitre-madre, con
todas sus tremendas consecuencias, quedaba desacreditado. El buitre era
una criatura muy amada en el mito; el milano es sólo un pájaro. El pre­
sunto recuerdo de Leonardo sobre el pájaro que lo atacó sigue siendo una
dramatización vivida, que tal vez remita a la lactancia, a un encuentro
homosexual o, lo que es más probable, a una fantasía homosexual (puede
que condense todas estas cosas). Pero la superestructura que Freud erigió
sobre la base de esa traducción equivocada se derrumba en el polvo.
Tomados en su conjunto, estos deslices reducen considerablemente la
autoridad del esbozo caracterológico trazado por Freud. Es cierto que con
ésta, su composición favorita, sus pretensiones eran más bien modestas.
Pero podemos considerar sumamente probable que Freud supiera que una
versión errónea había convertido un buitre en un milano, no obstante lo
cual nunca la corrigió. A lo largo de su extensa carrera como teórico psi-
coanalítico, siempre se mostró dispuesto a revisar teorías mucho más
importantes y aceptadas durante más tiempo. Pero nunca revisó su “Leo­
nardo”.

Había mas de una razón para la obstinada lealtad de Freud. Sin duda,
el estudio sobre Leonardo le proporcionó halagadoras recompensas profe­
sionales. En una carta a Jung sobre el “analizando” Leonardo, Freud, casi
como una asociación, observó que: “Me inclino cada vez más a apreciar
las teorías de la sexualidad infantil, que, entre paréntesis, he tratado con
una vaguedad criminal”. Este era un innecesario recordatorio de que no
se sentía inclinado a transigir con respecto a la explosiva y conflictiva
cuestión de la libido. En esta década de guerra total, la insistencia en pun-

18 Aparentemente Freud no tuvo en cuenta un estudio francés sobre Leonar­


do, del que tenía un ejemplar que había subrayado, en el que se sostenía que el
padre de Leonardo se llevó al hijo ilegítimo a su casa el mismo año de su boda.
Desde luego, Freud podría haber rechazado ese argumento, pero sin duda lo
conocía. (Véase Jack J. Spector, The Aesthetics of Freud: A Study in Psychoa­
nalysis and Art [1972], 58).
Terapia y tecnica [3 15]

tos polémicos (dirigida a adversarios declarados o a partidarios vacilantes)


nunca estuvo lejos del foco de las intenciones de Freud.
Pero en éste obraban ahora fuerzas más elusivas, menos manifiestas:
el 2 de diciembre de 1909 (al día siguiente de que informara sobre sus
investigaciones acerca de Leonardo a la Sociedad Psicoanalítica de Viena)
le escribió a Jung, con una mezcla de alivio y autocrítica, que a él mismo
no le había gustado la disertación, pero que esperaba que, después de
haberla pronunciado, su obsesión le daría algún respiro. *” “Obsesión” es
una palabra fuerte, pero Freud quiso decir “obsesión” casi literalmente.
Sin ella, no podría haber escrito en modo alguno su novela psicoanalítica.
La energía secreta que animaba esa obsesión dejó huellas evidentes en
la correspondencia y la conducta de Freud de aquellos años. Su fuente esta­
ba en recuerdos de Fliess, con quien (erróneamente) creía haber terminado
para siempre. Los recuerdos de su antiguo amigo íntimo, que había dejado
de serlo, obligaron a Freud a explorar una vez más su economía afectiva;
dieron lugar a que su autoanálisis tomara un cariz angustioso, i’ En
diciembre de 1910 informó a Ferenczi: “Ahora tengo que superar lo de
Fliess (usted tema mucha curiosidad acerca de esto)”. Y añadió inmediata­
mente, en una inequívoca asociación: “Adler es un pequeño Fliess redivi­
vo, igualmente paranoide. Stekel, como apéndice suyo, por lo menos se
llama Wilhelm”. *’■* Freud veía a Wilhelm Fliess en todas partes, en la
persona de otros. Adler —le escribió a Jung— “despierta en mí el recuerdo
de Fliess, una octava más abajo. La misma paranoia”. *« Cuando escribió
esto, ya estaba trabajando en el caso Schreber, que ilustraría detalladamen­
te una tesis que él había sustentado durante cierto tiempo: el agente ele­
mental de la paranoia es la homosexualidad oculta. “Mi ex amigo Fliess
—le había escrito ya a Jung en 1908— desarrolló una hermosa paranoia
después de haberse desprendido de su inclinación, en modo alguno leve,
hacia mí”. Siempre preparado para traducir los conflictos privados en teo­
ría analítica, Freud sostuvo que la conducta de Fliess lo había conducido a
aquella conclusión, conclusión que varios de sus pacientes habían confir­
mado profusamente. **>
Entonces, en el vocabulario técnico que Freud había desarrollado, lla­
mar a alguien paranoico equivalía a decir que era homosexual, por lo
menos homosexual latente, y lo que estaba bullendo en Freud eran restos
de sentimientos homoeróticos inconscientes. Con independencia de lo que
le escribiera a Jung, estaba tratando de analizar sus sentimientos con res­
pecto a Fliess, y no los sentimientos de Fliess con respecto a él; procurá­

is “Freud estaba expresando [en el ensayo sobre Leonardo] conclusiones


que con toda probabilidad provenían de su autoanálisis, y que por lo tanto tie­
nen gran importancia para el estudio de su personalidad. Sus cartas de la época
plantean con toda claridad la excepcional intensidad con la que se había lanza­
do a esa investigación”. (Jones II, 78).
[316] Elaboraciones: 1902-1915

ba analizarlos y, dentro de lo posible, librarse de ellos. En el otoño de


1910, rechazando los exorbitantes pedidos de intimidad que le formulaba
Ferenczi, Freud le advirtió que, “desde el caso de Fliess, en cuya supera­
ción usted acaba de verme ocupado, esta necesidad se ha extinguido en mí.
Una parte de la carga homosexual se ha retirado y se utiliza ahora para la
ampliación de mi propio yo. He tenido éxito allí donde el paranoico fraca­
sa”. *’7 En una confidencia a Jung, le dijo que creía que esa “carga homo­
sexual” estaba lejos de ser irresistible. A fines de septiembre, en una carta
enviada desde Roma, se quejó de Ferenczi, “una persona a la que aprecio
mucho, pero un poco torpe, soñador e infantil con respecto a mí”, excesi­
vamente admirativo y pasivo. “Ha permitido que hayamos hecho las cosas
por él, como una mujer, y después de todo mi homosexualidad no llega
tan lejos como para aceptarlo como una mujer”. *» Sin embargo, recono­
cía en sí mismo lo que alguna vez denominó un cierto elemento “andrófi-
lo”.
Dos años más tarde, al analizar uno de sus muy discutidos desvaneci­
mientos, presentó un autodiagnóstico no menos implacable. Como sabe­
mos, en noviembre de 1912, en Munich, Freud se desmayó en un pequeño
encuentro privado con psicoanalistas, en presencia de Jung. Buscó una
explicación particularmente perentoria, porque no se trataba del primer
episodio de ese tipo. Como le comentó a Ernest Jones, hubo dos más
antes de aquel, en 1906 y en 1908 había “padecido síntomas similares
aunque no tan intensos en la misma habitación del Park Hotel; en todos
los casos tuve que dejar la mesa”. *100 Después se desmayó de nuevo en
1909 en presencia de Jung, en Bremen, antes de que embarcaran en el
vapor que iba a llevarlos a Estados Unidos. Reflexionando sobre esa histo­
ria, Freud le hizo saber a Ferenczi que estaba completamente recuperado y
que “en un sentido analítico, ya se había desembarazado del conjuro del
desvanecimiento en Munich”. Consideraba que esos episodios “están sig­
nificativamente relacionados con muertes experimentadas en una edad muy
temprana”. Estaba pensando en su hermanito, que falleció cuando el pro­
pio Freud tenía menos de dos años, y ante cuya desaparición experimentó
un perverso alivio. *101
Pero exactamente un día antes, en una carta a Ernest Jones, Freud
expuso una explicación de mayor alcance: estaba fatigado, había dormido
poco y fumado mucho, se enfrentaba a un cambio en las cartas de Jung,
que pasó de “la ternura a una insolencia abrumadora”. Más ominoso era el
hecho de que la habitación del Park Hotel donde había sufrido desvaneci­
mientos suscitaba en él una asociación indeleble. “Vi Munich por primera
vez cuando visité a Fliess durante su enfermedad —escribió—. Esta ciudad
parece haber adquirido una fuerte conexión con mi relación con ese hom­
bre. En la raíz de la cuestión hay algún fragmento de ingobernables senti­
mientos homosexuales”. *102 Jones se sentía lo suficientemente próximo a
Freud como para expresar un interés considerable en “su ataque de
Terapia y tecnica [317]

Munich, en especial porque he creído detectar un elemento homosexual,


siendo éste el sentido de mi observación al despedimos en la estación,
cuando le dije que a usted le resultaría difícil renunciar a sus sentimientos
con respecto a Jung (quise decir que pudiera haberle transferido ciertos
afectos ya existentes en usted)”. *103 En seguida Freud adoptó la formula­
ción de Jones: “Usted está en lo cierto al suponer que he transferido a Jung
sentimientos homosex[uales] de otra parte, pero me complace descubrir
que no tengo ninguna dificultad en retirarlos de la circulación. Le prometo
una buena conversación sobre el tema”.
Algunas de las emociones que le suscitaba Jung —como Freud advir­
tió correctamente— provenían “de otra parte”: Jung, lo mismo que antes
Adler, era un Fliess redivivo. Vale la pena observar que la visita de Freud
a Fliess enfermo en Munich (es decir, la visita que había dado origen a esa
cadena de recuerdos) databa de 1894, casi dos décadas antes. No podía
negarse que los sentimientos de Freud con respecto a Fliess habían sido
persistentes.
Por otra parte, eran sentimientos confusos, como siempre suelen serlo
los sentimientos eróticos. Poco tiempo después, al volver a examinar el
episodio con Binswanger, Freud reiteró que “sentimientos sofocados, esta
vez contra Jung, como antes contra un predecesor suyo, desempeñaron
naturalmente el papel principal”. *105 Mientras sus recuerdos continuaban
acosándolo, los únicos sentimientos que Freud podía en aquel entonces
desplegar, con respecto a Fliess o a sus posteriores sustitutos, eran la
antítesis drástica del afecto que alguna vez había despilfarrado en su Otro
de Berlín. Con la mente ya exasperada por la conducta de Adler y de Ste-
kel, Freud se sintió acosado por lo que interpretó como deseos de muerte
por parte de Jung con respecto a él, y por la reminiscencia de sus propios
deseos de muerte dirigidos contra su hermano menor. Pero detrás de todos
esos sentimientos estaban las ruinas de sus antiguos sentimientos apasio­
nados con respecto —o contra— Fliess, unas ruinas que no iba a olvidar
con facilidad, ni se desmantelarían con rapidez.
Era siniestro: Fliess seguía invadiendo la vida de Freud en los lugares
más sorprendentes. En 1911, Freud explicó uno de los más devastadores
dolores de cabeza que padeció recurriendo a una periodización que tomó de
Fliess, con la cuenta de los días transcurridos desde su cumpleaños: “Des­
de el 29 de mayo (mayo 6 + 23) he permanecido muy abatido con una gra­
ve migraña”. *106 Más de un año después, preocupado por Jung, Freud se
encontró otra vez recreándose en su historia pasada: “Acabo de ver Don
Giovanni”, le informó a Ferenczi. En el segundo acto, durante la cena fes­
tiva del protagonista, la orquestina ejecuta un fragmento de un aria de Las
bodas de Fígaro, y Leporello observa: “Esa música me parece muy fami­
liar”. Freud cree que “aquello muy bien puede aplicarse a la situación pre­
sente. Sí, también esta música me parece muy familiar. Ya experimenté
todo esto antes de 1906” —es decir, los largos años de amistad frustrada—
[318] Elaboraciones: 1902-1915

las mismas objeciones, las mismas profecías, las mismas proclamas de


las que ahora acabo de librarme”. *107 Sería exagerado atribuir a los senti­
mientos inconscientes de Freud, en especial a sus sentimientos reprimidos
con respecto a Fliess, la responsabilidad total de los trabajos sobre Leo­
nardo y sobre Schreber. Sin duda, la acumulación fortuita de interesantes
pacientes paranoides tuvo algo que ver en la definición del foco de sus pre­
ocupaciones clínicas y teóricas en torno a 1910. Por otro lado, el hecho de
que Freud se inspirara en su ininterrumpido autoanálisis de ningún modo
compromete el valor científico de sus hallazgos. Al proclamar que había
superado el episodio con Fliess y demostrar que no lo había hecho, Freud
utilizó su inconsciente al servicio de una buena causa. Había sido perfecta­
mente sincero cuando, a principios de 1908, hablando sobre lo que le gus­
taba llamar la paranoia de Fliess, le dijo a Jung: “Uno debe tratar de apren­
der algo con todo”. * ios y en todo se incluía a sí mismo.

Mientras Freud leía las pruebas de imprenta de su “Leonardo”, a


principios de la primavera de 1910, empezó a reflexionar sobre un caso
nuevo, y no menos singular: el del distinguido jurista sajón y notable
paranoico Daniel Paul Schreber. Emocionalmente, cronológicamente, y
también en otros sentidos, el trabajo de Freud sobre Schreber forma un
díptico perfecto con su “Leonardo”. Freud nunca vio a ninguno de estos
dos “analizandos”; en el caso de Leonardo tenía notas y pinturas; en el de
Schreber, nada más que una memoria autobiográfica. Lo mismo que Leo­
nardo, Schreber era un homosexual, de modo que Freud pudo continuar
con un tema que en aquellos años lo preocupaba profundamente. Lo mis­
mo que Leonardo, Schreber era un homosexual, de modo que Freud pudo
continuar con un tema que en aquellos años lo preocupaba profundamente.
Lo mismo Schreber fue para él una fuente de verdadero placer. Afectuosa­
mente, Freud dijo que Schreber era “maravilloso”, y de modo jocoso sos­
tuvo que tendría que haber sido “profesor de psiquiatría y director de un
hospital para enfermos mentales”. *><»
Cuando Freud tropezó con Schreber ya llevaba dos años o más pen­
sando en la paranoia. En febrero de 1908 escribió a Ferenczi que acababa
de ver a una paciente afligida por una paranoia “totalmente en su eclo­
sión”. Pensaba que aquella paciente estaba “quizás más allá de los límites
de la influencia terapéutica]”, pero se sentía autorizado a aplicarle un tra­
tamiento: “En todo caso, se puede aprender algo de ella”. Seis sema­
nas más tarde, al considerar el caso de la misma mujer, reiteró su credo
científico y desapego simultáneos. No veía ninguna perspectiva de éxito

20 En algún momento de abril de 1907, Freud le había escrito a Jung una


especie de memorando (que recordaba los memorandos que solía enviarle a
Fliess en la década de 1890) sobre la paranoia; en él todavía no insiste en el
componente homosexual del desorden. (Véase Freud-Jung, 41-44 [38-40]).
Terapia y tecnica [319]

terapéutico, “pero necesitamos estos análisis para llegar por lo menos a


una comprensión de todas las neurosis”. *m El provocativo misterio de la
paranoia le resultaba absorbente. ‘Todavía sabemos demasiado poco sobre
ella —le dijo a Ferenczi en la primavera de 1909— y debemos recopilar y
aprender”.21 *112 La sistemática evaluación que Freud hacía de sí mismo
como un investigador más interesado en la ciencia que en la curación, reci­
be un persuasivo apoyo en estos preceptos. En el otoño del mismo año,
Freud informó a Abraham que estaba inmerso en el “más duro trabajo” y
que había “penetrado, un poco más profundamente en la paranoia”. *113 En
esa época, el Caso Schreber se había convertido en otra de las obsesiones
de Freud, equiparable a su obsesión anterior con Leonardo.
Con sus evidentes síntomas que mostraban con sorprendente claridad
los estragos de su psicosis, Schreber era ideal para provocar esas fuertes
reacciones. Había nacido en 1842, hijo de Daniel Gottlob Moritz Schre­
ber, médico ortopedista, autor prolífico, y conocido reformador educacio­
nal. Se había distinguido como funcionario del sistema judicial de Sajo­
rna, y, más tarde, como juez. En octubre de 1884 se presentó a las
elecciones para integrar el Reichstag como candidato conjunto de los parti­
dos conservador y nacional-liberal, que representaban la ley y el orden bis-
marckianos, pero sufrió una grave denota a manos de un socialdemócrata
que era el gran favorito local. Su primer colapso mental que, lo mismo
que los otros, él atribuyó a un exceso de trabajo, siguió muy de cerca a
esa denota. Empezó a padecer delirios hipocondríacos y pasó varias sema­
nas en un hospital para enfermos mentales; en diciembre se internó en la
Clínica Psiquiátrica de Leipzig. Pero en junio de 1885 se le dio el alta, y
al año siguiente se hizo cargo de un juzgado. En 1893, siendo claramente
un hombre de demostrada competencia, ascendió a la corte suprema de
Sajonia, de la que fue presidente. Pero comenzó a quejarse de insomnio,
intentó suicidarse, y a fines de noviembre ingresó de nuevo en la clínica
de Leipzig donde había sido paciente unos nueve años antes. Era esta
segunda y más tenaz enfermedad mental (que se prolongó hasta 1902) la
que describió con detalles gráficos en un voluminoso memorando, las
Memorias de un neurópata, publicado como libro al año siguiente. Un
episodio final, que nuevamente exigió la hospitalización, ensombreció los
últimos años de Schreber. Cuando murió, en abril de 1911, el historial
que le dedicó Freud estaba en galeradas.
En el verano de 1910, Freud se llevó a Italia las Memorias del maravi­
lloso Schreber (el único material con el que contó). Trabajó sobre el caso

21 Escribiendo sobre las formaciones simbólicas en los sueños (el dominio


especial de Stekel, de quien Freud había empezado a desconfiar) Freud comentó
en 1911 que era “una cuestión oscura... Tenemos que observar y recopilar
datos, durante mucho tiempo”. (Freud a Ferenczi, 5 de junio, 1911, Correspon­
dencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC).
[320] Elaboraciones: 1902-1915

en Roma, *im y más tarde, a lo largo del otoño, ya de regreso en Viena.


Entre los “pacientes” cuyas historias Freud consideró dignas de ser regis­
tradas, es probable que Daniel Paul Schreber fuera el que ostentaba los
síntomas más espectaculares. Paranoico hasta un extremo casi heroico,
fue —como demuestran suficientemente sus Memorias— un sincero
comentarista de su propia condición y un abogado elocuente de su causa:
escribió esa extensa apología para asegurarse de que iban a sacarlo del hos­
pital en el que estaba confinado. Sus primeros lectores entre los psiquia­
tras (en especial Bleuler y Freud) revolvieron en ese alegato en favor de la
libertad —elocuente, circunstanciado, barroco, repleto de la lógica de la
locura— en busca de gemas que dieran testimonio de una mente extravia­
da. Para su psicoanalista, Schreber no fue más que un libro, pero Freud
pensó que podía aprender a leerlo.
La preocupación más bien maníaca que Schreber provocó en Freud
sugiere la acción de algún interés oculto: Fliess. Pero Freud no estaba pre­
cisamente a merced de sus recuerdos; Schreber fue motivo de un buen tra­
bajo y le procuró un gran alivio cómico; incluso utilizó neologismos
tomados del libro de Schreber en sus cartas privadas. Eran los famosos
schreberismos, invenciones fantásticas (“contactos de los nervios”, “asesi­
nato del alma”, ser “milagreado”), imaginativos, evocativos y eminente­
mente citables. Los corresponsales de Freud recogieron la sugerencia y le
contestaron de la misma manera; el vocabulario de Schreber se convirtió
en una especie de taquigrafía entre los iniciados, en otras tantas muestras
de reconocimiento e intimidad. Freud, Jung, Abraham y Ferenczi se dedi­
caron a utilizar gozosamente “asesinato del alma” y otras perlas del reper­
torio.
Sin embargo, el trabajo de Freud sobre Schreber no estuvo totalmente
libre de angustia. Se encontraba en medio de su pugilística batalla con
Adler por la que —le dijo a Jung— tuvo que pagar un alto precio “porque
había vuelto a abrir las heridas del asunto Fliess”. Adler había roto su
tranquilidad “durante mi trabajo sobre la paranoia” (el estudio dedicado a
Schreber). “Esta vez no estoy seguro de la libertad que utilicé para resguar­
darlo de mis propios complejos”. * ns Su sospecha de que existían algunas
conexiones subterráneas estaba totalmente justificada, aunque esas cone­
xiones no eran precisamente las que suponía Freud. Culpó a sus recuerdos
de Fliess de interferir en su trabajo sobre Schreber, pero también fueron la
causa de su intensa concentración en el caso. Estudiar a Schreber era recor­
dar a Fliess, pero recordar a Fliess era también entender a Schreber. ¿Aca­
so ambos —pensaba Freud— no habían sido víctimas de la paranoia? Sin
duda, ésta era una interpretación sumamente tendenciosa de la historia
mental de Fliess. Pero, justificadamente o no, Freud utilizó a Schreber
para volver a movilizar y elaborar lo que denominó sus “complejos”
(como una amistosa deferencia a Jung, que había inventado el término).
Jung —que más tarde pretendió haber sido quien llamó la atención de
Terapia y tecnica [321]

Freud acerca de Schreber—, * ne al principio saludó el trabajo como algo


“delicioso y desenfrenadamente divertido”, y “escrito con brillantez”. *u?
Pero eso era a principios de 1911, cuando Jung todavía decía ser el hijo
fiel de Freud. Más tarde, Jung iba a declararse penosamente insatisfecho
con la interpretación de Schreber propuesta por Freud. No es nada extraño:
la historia freudiana del caso Schreber confirmaba las teorías psicoanalíti-
cas, én especial las teorías sobre la sexualidad, y de ese modo, lo mismo
que anteriormente el trabajo sobre Leonardo, constituía una crítica implí­
cita al sistema psicológico de Jung, que entonces estaba emergiendo. “Ese
pasaje de su análisis de Schreber donde usted toca el problema de la libido”
—le escribió Jung a Freud a fines de 1911— era uno de “los puntos en
los que una de mis sendas mentales deja de correr paralela a una de las
suyas”. *118 Un mes más tarde, Jung formuló su incomodidad con menos
ambages: el caso Schreber había provocado “un eco violento” en él, revi­
viendo todas sus antiguas dudas acerca de la pertinencia de la teoría freudia­
na de la libido con respecto a los psicóticos. *119

En sus Memorias, Schreber elaboró una ambiciosa teoría del univer­


so, completada con una intrincada teología, asignándose a sí mismo un
papel mesiánico que exigía un cambio de sexo. Era como si el mismo
Dios lo hubiera inspirado para su obra. Con una apertura poco común,
que Freud consideraba digna de mención, Schreber no negaba sus delirios,
y el tribunal que le devolvió la libertad no tuvo más que resumirlos: “Se
considera llamado a redimir el mundo y a restituirle su felicidad perdida”
(un estado mental que Freud identificó explícitamente con sentimientos
voluptuosos). “Pero sólo podría hacerlo después de haberse transformado
en mujer”. *120 Ese pintoresco programa podía tal vez provocar sonrisas,
pero la diversión se desmoronaba ante los patéticos sufrimientos de Schre­
ber. Había algo de insensibilidad en el modo en que Freud y sus corres­
ponsales intercambiaban schreberismos cómicos; el propio Schreber había
padecido una angustia aterradora. Lo acosaban terribles ansiedades acerca de
su salud, horribles síntomas físicos, un intenso pánico de morir y de ser
torturado. A veces sentía que estaba viviendo sin partes esenciales de su
cuerpo, que teman que serle repetidamente restituidas por medio de mila­
gros. Sufría angustiosas alucinaciones auditivas: había voces que se burla­
ban de él llamándolo “Señorita Schreber”, o se manifestaban sorprendidas
de que pretendiera ser un juez importante, él, alguien que “se dejaba
j ” 22*121 a veces pasaba horas totalmente obnubilado; a menudo deseaba
la muerte. Tenía visiones misteriosas, tratos con Dios y con demonios.
También lo atormentaban delirios de persecución, ese síntoma clásico de

22 Freud desaprobaba la actitud “vergonzante” de los editores de las Denk­


würdigkeiten de Schreber; no se animaron a escribir con todas sus letras las
palabras “joder” y “caga”. (Véase “Schreber”, GW VIII, 252n ¡SE XII, 20n.).
[322] Elaboraciones: 1902-1915

la paranoia: sobre todo, se sentía acosado por el doctor Flechsig, su ex


médico de la Clínica Psiquiátrica de Leipzig (el “asesino del alma” de
Schreber). *122 Pero después todos, incluso Dios, se confabularon en la
conspiración que se había organizado contra él. El Dios que construyó
Schreber era muy peculiar, tan limitado a su modo como un ser humano
exigente y sumamente imperfecto. No entendía a los seres humanos, trata­
ba a Schreber de idiota, y lo urgía a defecar preguntándole repetidamente:
*
“¿Por qué no c...? 123
Freud no perdió las espléndidas oportunidades de interpretación que le
brindaba cada página de las Memorias. La franca sensualidad anal y genital
de Schreber, sus sugerentes invenciones, su femineidad transparente, eran
todas claves clarísimas del funcionamiento de su mente. Durante décadas,
Freud había estado convencido de que las absurdas ideas de los psicóticos
más regresivos eran otros tantos mensajes, racionales a su propia y retor­
cida manera. En concordancia con esa convicción, optó por traducir las
confidencias de Schreber en lugar de desestimarlas. Interpretó su sistema
del mundo como un conjunto coherente de transfiguraciones destinadas a
hacer llevadero lo insoportable: Schreber había otorgado a sus enemigos
(el doctor Flechsig o Dios) un poder tan maligno porque habían sido
importantes para él. En pocas palabras, Schreber había llegado a odiarlos
tan profundamente porque antes los había amado mucho; según Freud, la
paranoia era el trastorno mental que desplegaba con insuperable claridad
las defensas psicológicas de la formación reactiva o transformación en lo
contrario, e (incluso más) de la proyección.23 El “núcleo del conflicto en
la paranoia de un hombre” es —según la afirmación que Freud inmortalizó
en el historial— un “deseo-fantasía homosexual de amar a un hom­
bre”. El paranoico convierte la declaración “yo te amo” en su opuesta,
“yo te odio”; ésa es la formación reactiva. A continuación prosigue dicien­
do: “yo te odio porque me persigues”; ésta es la proyección. Freud no se
consideraba paranoide; le manifestó a Ferenczi que él había tenido éxito en
el esfuerzo de conseguir que sus emociones homoeróticas se pusieran al
servicio de su yo. Pero sintió que la espectacular transformación del amor
en odio que sufría Schreber tenía alguna aplicación, aunque fuera mínima,
a su propio caso.
Pero el caso Schreber, y los estudios freudianos adjuntos sobre la

23 La proyección es la operación de expulsar sentimientos o deseos que al


individuo le resultan totalmente inaceptables —demasiado vegonzosos, obsce­
nos, peligrosos— atribuyéndolos a otros. Se trata de un mecanismo de acción
destacada, por ejemplo, en la psicología del antisemita, que tiene la necesidad
de transferir a los judíos sentimientos propios que considera bajos o sucios;
después “detecta” esos sentimientos en el judío al que se los atribuyó. Esta es
una de las defensas más primitivas, fácilmente observable en la conducta nor­
mal, aunque en este caso es mucho menos destacada que entre los neuróticos y
los psicóticos.
Terapia y tecnica [323]

paranoia, no eran autobiografía sino ciencia. Según atestigua ampliamente


la correspondencia de esos años, él insistió en que su osada construcción
en lo que se refiere al modo en que operaba la paranoia requería, para
alcanzar su confirmación, que se realizara un considerable trabajo empírico
con pacientes paranoides. Pero asimismo tenía confianza en que su hipóte­
sis general esbozaba con corrección la secuencia fatal. *12í De acuerdo con
el esquema de Freud, el paranoico reconstruye el mundo para (casi literal­
mente) sobrevivir. Esa reconstrucción, que es un trabajo desesperadamente
difícil, implica una regresión al narcisismo, la etapa relativamente primi­
tiva de la sexualidad infantil sobre la que Freud había llamado la atención
algunos meses antes en su trabajo sobre Leonardo da Vinci. En su
momento se aventuraba a delinearla un tanto más acabadamente. Después
de haber pasado por la etapa inicial del desarrollo erótico, un autoerotismo
difuso, el niño concentraba sus pulsiones sexuales para lograr un objeto
amoroso. Pero empezaba eligiéndose a sí mismo, a su propio cuerpo,
como tal objeto, antes de buscar a algún otro para amarlo.
Freud estaba llegando a entender esta etapa narcisista intermedia como
un paso esencial en el camino hacia el amor heterosexual adulto. Afirmó
que los principales pasos eran la fase oral primitiva, seguida por la anal,
la fúlica y, más tarde, la genital. Este camino es largo, a veces intransita­
ble; aparentemente son muchos los que nunca se liberan por completo de
su narcisismo infantil, utilizándolo en su posterior vida amorosa. Estas
personas —y Freud pedía que se les prestara una atención especial— pue­
den elegir sus propios genitales como objeto amoroso y después pasar a
amar a otras personas dotadas de genitales semejantes a los suyos. La fija­
ción narcisista —como la denominó Freud— genera en la vida adulta la
homosexualidad abierta o la sublimación de las inclinaciones homosexua­
les en amistades apasionadas o (en una etapa amplificatoria) en el amor a
la humanidad. El camino hacia la maduración no sólo es largo y tal vez
intransitable; es también tortuoso y a veces gira sobre sí mismo: las per­
sonas cuyo desarrollo sexual ha tomado la dirección homoerótica pueden
empantanarse en medio de oleadas de excitación erótica y sentirse impulsa­
das a retirarse a una etapa anterior de la integración sexual, etapa que creen
más segura: el narcisismo.
El psicoanalista encuentra en los paranoicos los casos más dramáticos
de esta regresión defensiva. Ellos tratan de protegerse distorsionando gro­
seramente sus percepciones y sentimientos con todo tipo de fantasías
extrañas. Schreber, por ejemplo, se veía perseguido por la visión de que el
fin del mundo estaba próximo. Freud sostuvo que estas fantasías terrorífi­
cas no son en absoluto infrecuentes en quienes padecen paranoia; han
negado su amor a los otros y al mundo como un todo, y proyectan en lo
extemo su “catástrofe interior”, convenciéndose de que es inminente la mi­
na universal. Su gran tarea constructiva comienza en ese punto: habiendo
sido destruido el mundo, el paranoico lo construye de nuevo, no con
[324] Elaboraciones: 1902-1915

mayor esplendor, pero por lo menos de manera tal que de nuevo puede
vivir en él”. De hecho, “Lo que tomamos como producción patológica, la
formación delirante, es en realidad un intento de recuperación, la recons­
trucción”. *126
El mapa que Freud trazó del proceso paranoide sobre la base de un
solo documento fue un brillante tour de force. Sus nítidos perfiles han
sido ligeramente retocados por investigaciones posteriores, pero su autori­
dad sigue sustancialmente intacta. Con una lucidez sin precedentes, Freud
demuestra en el caso Schreber de qué modo la mente despliega sus defen­
sas, qué sendas puede tomar la regresión, y qué precio puede imponer la
ambivalencia. Algunos de los símbolos, las conexiones y transformacio­
nes detectados por Freud en Schreber parecen obvios después de que él los
hubo señalado: el sol (acerca del cual Schreber desarrolló densísimas fanta­
sías) que simboliza al padre; la identificación análoga del Dr. Flechsig y
(aun más significativamente) de Dios con el viejo Schreber, que también
había sido médico; la enigmática identificación de religiosidad y lascivia
en un hombre que había sido irreligioso y remilgado durante la mayor par­
te de su vida; y, sobre todo, la transformación del amor en odio. La histo­
ria de Schreber según Freud proporcionaba a los lectores un placer intelec­
tual tal vez no menor que el del propio autor.

Puesto que había identificado la infancia como la etapa crítica para la


constitución del conflicto psicológico, Freud, sin demasiado entusiasmo,
intentó informarse sobre el ambiente en el que había crecido el pequeño
Schreber. Tenía conciencia de que ese conocimiento adicional era de gran
utilidad, pues las Memorias de Schreber habían sido expurgadas por la
familia. “De modo que tendré que estar satisfecho —escribió con evidente
insatisfacción— si logro interpretar el núcleo de su formación delirante,
con alguna certeza, a partir de motivos humanos familiares”. *127 Le pidió
al doctor Arnold Stegmann (uno de sus partidarios alemanes, que no vivía
lejos del territorio de Schreber) que “averiguara todo tipo de datos persona­
les sobre el viejo Schreber. De esos informes dependerá cuántas de esas
cosas voy a decir en público”. *128 Los resultados de la indagación de Steg-
mann no debieron ser muy espectaculares, pues en su historial publicado
Freud no se alejó mucho del texto que le había proporcionado su descono­
cido analizando. Pero en su correspondencia aventuró algunas especulacio­
nes. «¿Qué pensaría usted —le preguntó a Ferenczi retóricamente,
utilizando con soma las palabras del propio Schreber— si el viejo doctor
Schreber hubiera realizado “milagros” como médico? Pero, aparte de esto,
¿era un tirano doméstico que le gritaba a su hijo “y lo entendía tan poco
como el Dios inferior” de nuestros paranoicos?». Y agregó que acogería de
buen grado cualquier aportación que pudiera hacerle a su interpretación de
Schreber. *1»
Era una conjetura perspicaz, pero lamentablemente, por falta de infor­
Terapia y tecnica [325]

mación fiable, Freud no le siguió la pista. Ni siquiera examinó los escri­


tos publicados del “viejo doctor”, que hubieran sido tan reveladores para él
como populares fueron en su tiempo. Freud no necesitaba ninguna inves­
tigación para saber que los textos del doctor Schreber habían difundido su
nombre en todos los terrenos. El viejo Schreber había adquirido una repu­
tación nacional por propugnar “la educación armónica de los jóvenes”, y
por ser “el fundador de la gimnasia terapéutica en Alemania”. *i> Durante
algunos años dirigió una reputada clínica ortopédica en Leipzig, pero se lo
conocía más como enérgico promotor de lo que se dio en llamar Schre­
bergärten, pequeños terrenos que las ciudades reservaban para permitir que
sus habitantes más nostálgicos cultivaran una huerta, unos pocos árboles
frutales, o simplemente tuvieran un tranquilo espacio verde de su propie­
dad.
Deducir la formación del carácter del pequeño Schreber a partir del
tesoro psicológico oculto en los escritos del padre habría proporcionado a
Freud una poderosa corroboración de su ya antigua tesis según la cual la
mente pone en práctica un ingenio extraordinario para entretejer represen­
taciones con los materiales recogidos del mundo exterior. El conocimiento
de las monografías del viejo Schreber le habría permitido añadir algunos
matices a su análisis frontal de su inapreciable paranoico. Sin embargo,
por la razón que fuere, Freud se contentó con reconstruir los tristes esfuer­
zos de Schreber referentes a la recuperación de su compostura mental,
hecha añicos como la obra de un buen hijo que amaba al padre con un
amor homosexual prohibido; de hecho, Freud atribuyó el restablecimiento
parcial de Schreber precisamente a que su “complejo paterno” tenía un
“matiz esencialmente positivo”. *13i
El hecho de que Freud no profundizara en el carácter del doctor Daniel
Gottlob Moritz Schreber, ni en su conjetura de que pudo haber sido un
tirano doméstico, era perfectamente comprensible. El viejo Schreber pare­
cía un hombre excelente. “Con toda seguridad, un padre que se prestaba
para convertirse en un dios en el tierno recuerdo de su hijo”. *132 Lo que
Freud no sabía era que ese padre digno y admirable fue más o menos indi­
rectamente responsable de algunos de los más exquisitos tormentos que su
hijo se vio obligado a padecer. En sus Memorias, el hijo se refiere a una
terrible Kopfzusammenschnürungsmaschine, una máquina que le mantiene
unida toda la cabeza. Aunque constituía un elemento más de su sistema
delirante, se trataba de una versión distorsionada de un enderezador mecáni­
co de la cabeza que Moritz Schreber había utilizado para mejorar la postura
de sus hijos, incluso de su hijo Daniel Paul. Si bien no se cuenta con
muchos detalles precisos de la vida familiar de los Schreber, no queda duda
alguna de que Daniel Paul Schreber construyó gran parte de su extravagan­
te mundo de torturas mecánicas sobre la base de máquinas que debieron
atormentar su niñez. Las consecuencias de este descubrimiento son difíci­
les de evaluar. En lo esencial, el diagnóstico de Freud está más allá de toda
[326] Elaboraciones: 1902-1915

disputa. Pero, oculta tras el amor que —según pensaba Freud— Schreber
le profesó a su excelente padre, parece existir una reserva de silencioso
resentimiento y odio impotente, que nutrieron su sufrimiento y su rabia.
Sus construcciones paranoicas eran caricaturas de quejas realistas. El
Schreber de Freud es fascinante, pero con una investigación más completa
habría sido más fascinante todavía.

SU PROPIA CAUSA: LA POLITICA DEL


HOMBRE DE LOS LOBOS

En la época en que Freud completó su informe sobre


Schreber, en diciembre de 1910, *133 había estado anali­
zando al Hombre de los Lobos, quien resultó su
paciente más notable, durante casi un año. Cuando
Sergei Pankejeff, un rico, apuesto y joven aristócrata
ruso, se presentó a Freud se encontraba en un estado
psíquico lamentable; parecía haberse deslizado más allá de la neurosis,
hacia una telaraña de síntomas paralizadores.24 Viajaba con todos los
lujos, con su propio médico y acompañante, y se había sometido a un tra­
tamiento tras otro, consultando a toda una serie de costosos especialistas,
sin ningún resultado. Su salud se había colapsado después de una gonorrea
que contrajo a los diecisiete años y, según la evaluación de Freud, había
llegado a ser “enteramente dependiente”, incapaz de cuidar de sí mismo
(existenzunfahig). *134
Sin duda, Freud se sintió particularmente impulsado a aceptar aquel
desesperado caso al saber que dos médicos eminentes que él consideraba
enemigos suyos (Theodor Ziehen en Berlín, y Emil Kraepelin en Munich)
se habían dado por vencidos con aquel interesante joven. Al cabo de algu­
nos años de interés sincero aunque un tanto confuso por el psicoanálisis,
Ziehen, entonces jefe de psiquiatría en el famoso hospital Charité de Ber­
lín, se había convertido en uno de los más combativos detractores de
Freud. Kraepelin —incluso más prestigioso que Ziehen, por haber puesto
orden en la nosología psiquiátrica— ignoró casi totalmente a Freud, cuan­
do no lo perjudicó atribuyéndole ideas en las que éste ya no creía. Por lo
menos hasta que ocupó su cátedra en Berlín, Ziehen se había hecho eco de
los escritos de Freud y Breuer de mediados de la década de 1890 con sus

24 Lo mismo que en otros casos, analistas posteriores que volvieron sobre


el material que Freud ha dejado para su estudio, han llegado a pensar que el
Hombre de los Lobos estaba más profundamente perturbado de lo que sugiere el
término diagnóstico freudiano “neurosis”.
Terapia y tecnica [327]

comentarios favorables sobre el arte de la escucha psiquiátrica y la “abreac­


ción” de los sentimientos del paciente, pero Kraepelin, por su lado, nunca
encontró nada de valor en las ideas o en los médicos clínicos freudianos.
Esos dos especialistas se contaban entre los más notables representantes
de la psiquiatría académica alemana en la época en que Freud estaba esta­
bleciendo y elaborando su sistema de ideas. Pero no habían podido ayudar
al Hombre de los Lobos.
Freud pensó que tal vez él podría hacerlo. “Consecuente con su seria
recomendación de que me permita algún descanso —le escribió a Ferenczi
en febrero de 1910—, he aceptado un nuevo paciente de Odessa, un ruso
muy rico con sentimientos compulsivos”. *135 Después de atenderlo duran­
te algún tiempo en una clínica, en cuanto pudo incluirlo en su agenda lo
invitó a convertirse en uno de sus pacientes de Berggasse 19. Allí, el
Hombre de los Lobos descubrió la serenidad y el sosiego curativo del con­
sultorio de Freud, y encontró en éste un oyente atento que simpatizaba
con él, y que le daba esperanzas de una recuperación final.

El historial del Hombre de los Lobos pertenece a la serie de estu­


dios que también incluye los de Schreber y Leonardo. Todos ellos preten­
dían ser aportaciones clínicas y teóricas, pero, al mismo tiempo, sean cua­
les fueren sus méritos y defectos en tanto textos psicoanalíticos, servían
también como paladines de su propia causa. Freud esperaba que su infor­
me clínico sobre el Hombre de los Lobos lo ayudara con tanta eficacia
como los que lo precedieron, en especial para la discusión pública, más
que para las disputas internas. Tal como señaló con agudeza en su primera
página, lo había escrito con el objeto de combatir “las reinterpretaciones
retorcidas” de las verdades psicoanalíticas que afirmaban Jung y Adler. *136
No era casual que lo redactara en el otoño de 1914; consideraba que ese
historial formaba un díptico con su “Contribución a la historia del movi­
miento psicoanalítico”, el grito de batalla para que sus leales cerraran
filas, que había publicado a principios de ese año.
Freud hizo gala de sus intenciones agresivas desde el título mismo:
“De la historia de una neurosis infantil”. Después de todo, observó, Jung
había optado por centrarse en “la actualidad y la represión, [y] Adler en los
motivos egoístas”; éste era un modo abreviado de decir que, para Jung, el
recuerdo de la sexualidad infantil era una fantasía proyectada sobre el pasa­
do, mientras que para Adler, los impulsos tempranos aparentemente eróti­
cos no son de naturaleza sexual sino agresiva. Pero, insistió Freud, lo que
esos hombres estaban desdeñando como un error constituía “precisamente
lo que es nuevo en el psicoanálisis y le pertenece específicamente”. Al
descartar las teorizaciones de Freud, a Jung y Adler les había resultado
fácil rechazar “los avances revolucionarios del incómodo psicoanáli­
sis”. *138 Por esa razón Freud eligió centrarse en la neurosis infantil del
Hombre de los Lobos, más que en la situación prácticamente psicòtica de
[328] Elaboraciones: 1902-1915

aquel ruso de veintitrés años que se había presentado ante él en febrero de


1910, cuando estaba dándole los últimos toques a su “Leonardo”.
El Hombre de los Lobos le pareció a Freud idealmente adecuado para
desplegar sus “incómodas” teorías, no contaminadas por compromisos
pusilánimes. Si hubiera publicado rápidamente el historial, podría haberlo
sumado a su campaña tendiente a clarificar sus diferencias con Jung y
Adler. Pero el curso de los acontecimientos obstaculizó sus planes; el
informe sobre el caso fue una baja más de la Primera Guerra Mundial, que
prácticamente condenó al silencio las publicaciones psicoanalíticas. Cuan­
do el trabajo finalmente apareció en 1918, la necesidad de la confirmación
clínica ya no resultaba tan urgente. Pero Freud nunca dejó de valorar el
caso, y es fácil comprender por qué. El torbellino psicológico que agitaba
al enfermo parecía potencialmente tan iluminador, que Freud publicó frag­
mentos provisionales mientras el análisis todavía estaba realizándose, y
pidió a otros analistas que le proporcionaran material capaz de arrojar luz
sobre experiencias sexuales tempranas, y que le fueran de utilidad para el
caso de su notable paciente.
En este caso resonaban los ecos de anteriores historias de Freud. Lo
mismo que Dora, el Hombre de los Lobos proporcionó la llave maestra de
su neurosis en la forma de un sueño. Lo mismo que el pequeño Hans,
había sufrido una fobia relacionada con animales en su primera infancia.
Lo mismo que el Hombre de las Ratas, durante cierto tiempo había pade­
cido compulsivas ceremonias obsesivas y una actividad mental típicamen­
te neurótica. El Hombre de los Lobos proporcionó a algunos de los
recientes intereses teóricos de Freud (como las teorías sexuales de los
niños o el desarrollo de la estructura del carácter) la autoridad de la expe­
riencia vivida. Pero, si bien este análisis resumía gran parte del trabajo de
Freud desde la primera vez que lo vio, en 1910, también era profètico; se
adelantaba a la tarea que abordaría después del término del tratamiento,
cuatro años más tarde.
El análisis se inició con bastante dramatismo. Freud informó confi­
dencialmente a Ferenczi, después de la primera sesión, que su nuevo
paciente “me confesó las siguientes transferencias: estafador judío, le gus­
taría darme por detrás y cagarse en mi cabeza”. *139 Sin duda alguna, un
caso prometedor pero probablemente difícil. En realidad, la historia emo­
cional que Freud le fue arrancando laboriosamente al Hombre de los Lobos
era un cuento horripilante de excitación sexual precoz, angustias devasta­
doras, gustos eróticos muy especiales, y una neurosis obsesiva completa­
mente desarrollada, que habían ensombrecido su infancia. Cuando tenía
poco más de tres años, su hermana lo había iniciado en los juegos sexua­
les, toqueteándole el pene. Ella era dos años mayor que él: una niña desin-
hibida, sensual, resuelta, que el paciente admiraba y envidiaba. Pero, dado
que la veía más como rival que como compañera en el juego erótico infan­
til, se resistió a ella, y en compensación trató de seducir a su amada niñe­
Terapia y tecnica [329]

ra, a su Nanya, exhibiéndose ante ella y mas turbándose. Esta captó el sig­
nificado de aquel primitivo juego erótico y le previno solemnemente que a
los niños que hacían esas cosas les quedaba “una herida” en aquel lugar.
Esta amenaza velada tardó algún tiempo en surtir su efecto (como siempre
ocurre con tales amenazas) pero después de que el Hombre de los Lobos
viera orinar a su hermana y a una amiga, con lo cual pudo comprobar que
algunas personas no tenían pene, empezó a obsesionarse con la castración.
Aterrorizado, el pequeño Hombre de los Lobos retrocedió a una fase
anterior del desarrollo sexual, al sadismo y masoquismo anales. Torturaba
con crueldad a mariposas, y se torturaba a sí mismo no menos cruelmente
con horribles pero excitantes fantasías masturbatorias en las que se veía
golpeado. Puesto que su niñera lo había rechazado, él, de una manera ver­
daderamente narcisista, eligió a su padre como objeto sexual; anhelaba que
él le golpeara, y al permitirse paroxismos verbales, provocaba al padre (o
más bien lo seducía) para que le administrara castigos físicos. Su carácter
cambió, y su famoso sueño sobre los lobos silenciosos, que se convirtió
en el núcleo de su análisis con Freud, se produjo poco después, exacta­
mente antes de su cuarto cumpleaños. Soñó que era de noche y estaba en
su cama, situada (como en la vida real) frente a la ventana. De pronto la
ventana se abrió, aparentemente por sí misma, y él, aterrorizado, advirtió
que había seis o siete lobos sentados en las ramas de un gran nogal. Eran
blancos y más bien parecían zorros o perros pastores, con sus largas colas
y sus orejas atentas y erguidas. “Con gran astucia, evidentemente por
temor a que me devoraran los lobos, grité y me desperté”, en un estado de
angustia, añade Freud. *14<> Medio año más tarde su neurosis de angustia ya
se había desarrollado totalmente, aderezada con fobia a los animales.
Empezó a distraerse con adivinanzas religiosas infantiles, practicaba com­
pulsivamente una gran variedad de rituales, sufría ataques de cólera feroz, y
luchaba con su sensualidad, en la que los deseos homosexuales desempe­
ñaban una parte en gran medida invisible.
Esos episodios traumáticos infantiles facilitaron la aparición de la
conducta sexual neurótica del Hombre de los Lobos. Algunas consecuen­
cias de esas experiencias terribles, que obedecían a lo que los psicoanalis­
tas llaman el principio de la acción postergada, sólo mucho después emer­
gieron como dificultades psicológicas serias, al comienzo de su edad
adulta; no experimentó esos episodios como traumas hasta que su organi­
zación estuvo —por así decirlo— madura para ellos. Pero de algún modo
conformaron sus gustos amorosos: su búsqueda compulsiva de mujeres
con grandes nalgas que pudieran satisfacer su apetito de relaciones sexuales
vinculadas con la sodomía, y su necesidad de degradar sus objetos amoro­
sos, deseando sólo criadas o campesinas.
Antes de que Freud pudiera empezar a pensar en reparar la desgarrada
trama de la vida erótica del Hombre de los Lobos, creyó necesario investi­
gar sus dramáticos relatos de los episodios infantiles, tan excitantes como
[330] Elaboraciones: 1902-1915

perjudiciales, que implicaban a su hermana y a su niñera. El Hombre de


los Lobos insistía en que eran auténticos, pero Freud, naturalmente, quería
saber más. Sin embargo, aunque se hubieran producido exactamente como
los relataba el Hombre de los Lobos, ajuicio de Freud eran insuficientes
para explicar la gravedad de la neurosis infantil del paciente. Las causas de
aquella prolongada desdicha siguieron permaneciendo oscuras durante
varios años de tratamiento. La luz empezó a aparecer gradualmente con el
análisis de su sueño decisivo, el sueño del que se derivó el sobrenombre
del Hombre de los Lobos.
Este sueño del Hombre de los Lobos es el segundo en importancia de
la literatura psicoanalítica, sólo superado en este sentido por el sueño his­
tórico de la inyección de Irma, que Freud había analizado unos quince años
antes, en 1895. Freud no tenía seguridad acerca del momento exacto en
que el Hombre de los Lobos le había relatado su sueño; más tarde, este
último recordó —y Freud estuvo de acuerdo— que debía de haber sido más
o menos al inicio del tratamiento; ese sueño iba a ser interpretado una y
otra vez a lo largo de los años. En todo caso, después de sacarlo a colación
en su análisis, el Hombre de los Lobos, artista por vocación, realizó un
dibujo que mostraba a los lobos -—sólo cinco en esta versión— sentados
sobre las ramas de un gran árbol, y mirando al hombre que soñaba. *14>
Estableciendo asociaciones con ese sueño, que databa de diecinueve
años antes, el Hombre de los Lobos sacó a la luz algunos recuerdos muy
interesantes: su tenor ante la imagen de un lobo en un libro de cuentos
que la hermana le mostraba con evidente placer sádico: rebaños de ovejas
en las proximidades de la propiedad de su padre, la mayoría de las cuales
había muerto durante una epidemia; un relato que le narró el abuelo sobre
un lobo al que le habían arrancado la cola; cuentos tradicionales como
“Caperucita Roja”. Estos indicios le sonaban a Freud como signos de un
primitivo y profundo temor al padre. También el temor a la castración
estrechamente relacionado con todo ello, desempeñó una parte importante
en ese sueño, lo mismo que el deseo del niño de obtener gratificación
sexual con el padre, deseo transformado en angustia por el pensamiento de
que satisfacerlo significaría que había sido castrado, transformado en niña.
Pero en ese sueño no todo era el deseo y su efecto, la angustia. La impre­
sión realista que transmitía y la perfecta inmovilidad de los lobos (caracte­
rísticas a las que el paciente atribuía gran importancia) llevaron a Freud a
sugerir que se había reproducido un fragmento de realidad, distorsionado en
el contenido manifiesto del sueño. Esa conjetura era una aplicación de la
regla freudiana según la cual el trabajo del sueño transforma invariable­
mente las experiencias o deseos, a menudo en lo opuesto. Esos lobos
silenciosos e inmóviles teman que significar que el pequeño soñador había
presenciado en realidad una escena agitada. Cooperando a su manera
pasiva, descuidada e inteligente, con el desciframiento freudiano, el Hom­
bre de los Lobos interpretó la súbita apertura de la ventana como el
Terapia y tecnica [331]

momento en que el sueño comunicaba que él se había despertado para


observar esa escena, fuera cual fuere.
En ese punto del historial, Freud considera adecuado realizar una pau­
sa, introduciendo un comentario. Era consciente de que su capacidad para
eliminar el escepticismo, incluso entre sus seguidores menos críticos,
chocaba con ciertos límites. “Me temo —escribió, preparándose para lan­
zar su sensacional revelación— que es aquí donde la confianza de mi lector
habrá de abandonarme”. *1« Lo que Freud estaba a punto de afirmar era que
el soñador había sacado a la luz, desde las profundidades de su recuerdo
inconsciente, adecuadamente adornado y densamente velado, el espectáculo
de los padres en el curso de una relación sexual. No había nada vago en la
reconstrucción de Freud: los padres del Hombre de los Lobos habían reali­
zado tres coitos, por lo menos uno a tergo, posición que le permitió al
niño espectador la visión de los genitales de ambos progenitores. Esto era
bastante arriesgado, pero Freud no se detuvo; se convenció de que el Hom­
bre de los Lobos había presenciado aquella actividad erótica a la edad de un
año y medio.
Pero entonces Freud se sintió asaltado por un acceso de prudencia e
impulsado a registrar dudas, no sólo en beneficio de su lector, sino tam­
bién de sí mismo. La tierna edad del observador no le molestaba excesiva­
mente; adujo que los adultos, por lo general, subestiman la capacidad de
los niños para ver, y para comprender lo que ven. Pero se preguntó si la
escena sexual que con tanta confianza había descrito tuvo realmente lugar,
o fue una fantasía del Hombre de los Lobos, basada en su observación de
animales copulando. A Freud le interesaba la verdad de la cuestión, pero
con firmeza llegó a la conclusión de que resolver aquella duda no era “real­
mente muy importante”. Después de todo, “las escenas de observación de
las relaciones sexuales parentales, de ser seducido en la infancia, y de ser
amenazado con la castración, son sin duda un patrimonio heredado, pero
también pueden ser adquisiciones de la experiencia personal”. & *143 Fanta­
sía o realidad, su influencia en una mente joven sería exactamente la mis­
ma. Por el momento, Freud dejó la cuestión abierta.
Desde luego, la cuestión de la realidad y la fantasía no era nueva para
él. Como hemos visto, en 1897 había echado por la borda la teoría de que
los hechos reales —la violación o seducción de los niños— fueran la úni-

25 Encontramos aquí, y volveremos a encontrar, uno de los compromisos


intelectuales del Freud más excéntrico y menos defendible. Freud aceptaba una
versión de la doctrina lamarckiana (lo más probable es que la encontrara en los
escritos de Darwin, quien también suscribía en parte esa teoría), según la cual
las características adquiridas (en este caso, el “recuerdo” de haber sido seducido
en la infancia o de haber sido amenazado con la castración) pueden heredarse.
Pocos biólogos reputados de la época estaban dispuestos a atribuir validez a
esa tesis, y pocos analistas se sentían cómodos con ella. Pero Freud la conser­
vó. Véanse las págs. 377-8, 414-5 y 715.
[332] Elaboraciones: 1902-1915

ca causa de las neurosis, adoptando otro punto de vista, que atribuía a las
fantasías el papel dominante en la constitución de los conflictos neuróti­
cos. De modo que una vez más reivindicó la influencia formativa de proce­
sos mentales internos, en gran medida inconscientes. Freud no sostuvo
que los traumas psicológicos son sólo el producto de episodios grosera­
mente inventados. Más bien consideraba que las fantasías eran fragmentos
entretejidos de cosas vistas y oídas, y conservadas en un tapiz de realidad
mental. *144 Casi al final de su Interpretación de los sueños había afirmado
que la “realidad psíquica" es diferente de la “realidad material”, pero no
menos significativa que ella. *1« Al analizar el sueño de los lobos silen­
ciosos, Freud consideró que esa perspectiva era indispensable, tanto por
razones polémicas como científicas. Su insistencia en que el recuerdo de
una escena primaria debe tener alguna base en la realidad —sea en la
observación de los padres o de animales, o en tempranas fantasías elabora­
das— estaba francamente dirigida contra Jung: lo importante era que una
neurosis adulta se originaba en experiencias infantiles, por distorsionadas
y fantásticas que se presentaran en su apariencia posterior. De modo que
las raíces de las neurosis eran profundas, y no, como sugería Jung, el sim­
ple producto de un contrabando tardío. “La influencia de la infancia
—escribió Freud con el mayor énfasis posible— ya se hace sentir en la
situación inicial de la formación de la neurosis, en cuanto ayuda a deter­
minar, de modo decisivo, si y en qué punto el individuo no logrará domi­
nar los problemas reales de la vida". *146

Un fracaso crucial en el dominio de los problemas de la vida adulta


del Hombre de los Lobos, como hemos visto, residía en sus sistemática­
mente infelices afectos eróticos. No fue casual, sin duda, que Freud estu­
viera reflexionando sobre la teoría del amor durante los años en que anali­
zó al Hombre de los Lobos, y mientras redactaba su historial. Freud
escribió varios artículos sobre el tema después de 1910, pero nunca los
reunió en un libro. *147 “Ya se ha dicho todo”, *148 afirmó en alguna opor­
tunidad, y es como si hubiera aplicado esa aceptación hastiada y exhausta
al amor, no menos que a otras interesantes cuestiones de la pasión. Pero,
en vista del lugar principal que asignaba a las energías sexuales en la eco­
nomía mental humana, no podía soslayar este tema interminablemente
discutido, prácticamente indefinible. Año tras año escuchaba a pacientes
cuya vida afectiva de alguna manera andaba mal. Freud definió “una actitud
completamente normal en el amor” como la confluencia de “dos corrien­
tes”, la “tierna y la sensual”. *149 Hay quienes son incapaces de desear
cuando aman y no pueden amar cuando desean, *150, pero esa separación es
un síntoma de un deficiente desarrollo emocional; la mayoría de las perso­
nas que padecen ese trastorno experimentan la escisión como una penosa
carga. Ahora bien, esa desviación es sumamente común, pues el amor,
como su rival, el odio, emerge durante los primeros días de la infancia en
Terapia y tecnica [333]

formas primitivas, y le están destinadas algunas trabajosas vicisitudes en


el curso de la maduración: la fase edípica, entre otras cosas, es un tiempo
de experimentación e instrucción en el dominio del amor. Por una vez de
acuerdo con los autores contemporáneos más respetables que habían escri­
to sobre el tema, Freud consideraba que la ternura sin pasión era amistad,
y la pasión sin ternura, lujuria. Una meta principal del análisis era dar lec­
ciones realistas de amor, y armonizar sus dos corrientes. Con el Hombre
de los Lobos, las probabilidades de esa resolución, durante mucho tiempo,
parecieron sumamente remotas. Su erotismo anal sin ninguna resolución
aparente, su igualmente irresuelta fijación en el padre, y su deseo oculto
de engendrar hijos de su padre, obstaculizaban el camino hacia ese desarro­
llo, y también la conclusión favorable del tratamiento.

El análisis del Hombre de los Lobos duró casi exactamente cuatro


años y medio. Se hubiera prolongado más de no haber decidido Freud
emplear una maniobra sumamente heterodoxa. Le parecía que “no se podía
pedir más” del caso en materia de “dificultades fructíferas”. Pero durante
cierto tiempo sus dificultades fueron más notables que su fecundidad. “Los
primeros años de tratamiento apenas produjeron algún cambio”. El Hom­
bre de los Lobos era la cortesía misma, pero se mantenía “fuertemente
atrincherado” en una actitud de “sumisa indiferencia. Escuchaba, compren­
día, y no permitía que nada le afectara”. A Freud le resultaba muy frustran­
te: “Su indiscutible inteligencia parecía desconectada de las fuerzas instin­
tivas que gobernaban su conducta”. *151 Pasaron demasiados meses antes de
que el Hombre de los Lobos empezara a participar en el trabajo del análi­
sis, y después, cuando sintió la presión del cambio interior, volvió a
adoptar sus maneras suavemente saboteadoras. Sin duda sentía que su
enfermedad era demasiado preciosa como para cambiarla por los beneficios
inseguros de una salud relativa. En tal situación, Freud decidió fijar una
fecha para el término del tratamiento —a un año de distancia— y atenerse
a ella inflexiblemente. Los riesgos eran grandes, si bien Freud no realizó
aquella jugada hasta sentirse seguro de que el apego que experimentaba con
respecto a él el Hombre de los Lobos tema ya una fuerza suficiente como
para prometer el éxito.
La estratagema dio resultado; el Hombre de los Lobos llegó a ver a
Freud como alguien “inexorable”, y bajo esa “despiadada presión” cedió su
resistencia, y renunció a su “fijación por estar enfermo”. En rápida suce­
sión produjo todo el “material” que Freud necesitaba para franquear sus
inhibiciones y aliviar sus síntomas. *1S2 En junio de 1914, Freud lo consi­
deró más o menos curado, y también el propio paciente se veía de ese
modo. Se sentía un hombre sano y estaba a punto de casarse. m Para Freud

26 El futuro obligaría a Freud a añadir trazos más sombríos a esta evalua­


ción de la condición mental del Hombre de los Lobos. En 1919 —entonces
[334] Elaboraciones: 1902-1915

fue un caso muy gratificante, pero (y esto no es en absoluto sorprendente)


lo que siguió interesándole por encima de todo era una cuestión de técnica:
su “método chantajista” destinado a lograr que el Hombre de los Lobos
cooperara en la sesión de análisis. Fue una táctica —advirtió Freud casi un
cuarto de siglo más tarde— que sólo podía llevar al éxito si se utilizaba en
el momento preciso. Pues, observó, “uno no debe ampliar el límite tem­
poral después de haberlo fijado; de otro modo, a partir de entonces pierde
el derecho a toda autoridad”. Esa fue una de las aportaciones más osadas y
problemáticas de Freud a la técnica psicoanalítica. Retrospectivamente
satisfecho, concluyó suscribiendo con énfasis un antiguo proverbio: “El
león salta solamente una vez”. *'53

Un manual para técnicos

Cada uno de los principales historiales de Freud era en


sí mismo, de un modo más o menos explícito, un cur­
so condensado de técnica psicoanalítica. Las notas de
trabajo que se han conservado en parte de un caso, el
del Hombre de las Ratas, también documentan la sobe­
rana disposición de Freud a pasar por alto sus propias
reglas. La comida con la que obsequió a su más conocido paciente obsesi­
vo —que estaba hambriento y fue reconfortado— provocó durante décadas
los comentarios de los círculos psicoanalíticos, un tanto burlones y lige­
ramente envidiosos. Pero lo que convertía en algo diferente al psicoanáli­
sis eran las reglas que Freud estableció para ese arte, mucho más que las
licencias que se permitía él mismo al interpretarlas.
Freud comenzó muy pronto a discutir el arte de la psicoterapia, en
1895, en los informes sobre casos incluidos en los Estudios sobre la

refugiado de la Revolución Rusa y necesitado de apoyo económico (que le pro­


porcionaron Freud y algunos amigos)— el Hombre de los Lobos volvió por
poco tiempo a practicar el análisis con Freud. Freud reconoció y comunicó más
tarde que parte de la transferencia del Hombre de los Lobos no había sido aún
eliminada. A mediados de la década de 1920, bajo la presión de un episodio
paranoide, se sometió a un análisis intensivo adicional con Ruth Mack Bruns­
wick. Pero ya había logrado una independencia psicológica suficiente como
para casarse, afrontar la pérdida de la fortuna familiar con una cierta resigna­
ción madura, y tener un trabajo. Sin embargo, durante toda su vida fue un indi­
viduo atormentado; nunca llegó a concretar sus considerables talentos, y pare­
cía atraer los desastres. Hasta el fin siguió apreciando y admirando a Freud,
bastante satisfecho de ser el paciente más famoso del más famoso de los cura­
dores.
Terapia y tecnica [335]

histeria. Incluso en su vejez siguió escribiendo sobre la técnica: sus


artículos titulados “Análisis terminable e interminable” y “Construccio­
nes en el análisis” se publicaron en 1937, cuando tenía más de ochenta
años. Fáustico en sus ambiciones pero normalmente modesto en sus
expectativas terapéuticas, Freud nunca quedó totalmente satisfecho, ni
se entregó al descanso. Casi al final de su vida llegó a preguntarse si la
medicación química no podría algún día reemplazar al laborioso procedi­
miento de tender al paciente en el diván y decirle que hablara. Pero con­
sideraba que hasta que llegara ese día, la entrevista psicoanalítica segui­
ría siendo el camino más fiable para la liberación del sufrimiento
neurótico.
La historia de las recomendaciones de Freud a los terapeutas a lo largo
de cuarenta años es en sí misma un estudio del cultivo de la pasividad aler­
ta. A fines de la década de 1880 había empleado el hipnotismo; a princi­
pios de la de 1890, trató de lograr que los pacientes le confesaran lo que
los perturbaba y que dejaran de eludir los puntos dolorosos, frotándoles la
frente e interrumpiendo sus relatos. Su informe sobre la resolución, en
una sola sesión, de los síntomas histéricos de Katharina, durante sus vaca­
ciones de verano en los Alpes, en 1893, todavía tienen la apariencia de
una confianza arrogante y desmesurada en sus poderes curativos, mientras
que sus interpretaciones abusivas del caso Dora reflejan un estilo autorita­
rio que estaba a punto de abandonar. Sin duda, en 1904, cuando escribió el
artículo “El método psicoanalítico de Freud” para Manifestaciones psíqui­
cas obsesivas, de Leopold Lowenfeld, la mayor parte de sus ideas más
características sobre la técnica ya estaban definidas.
Pero en 1910, al leer en el congreso de Nürnberg su trabajo titulado
“Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica”, expuso su renovado
y corregido punto de vista, que, según se vio, era el que iba a perdurar.
Advirtió a sus colegas analistas que todavía teman que enfrentarse a pro­
blemas técnicos difíciles, y les dijo que en el campo de la técnica “casi
todo... espera su determinación definitiva y es mucho lo que sólo ahora
está empezando a aclararse”. Esto incluía la contratransferencia del analista
en su relación con el analizando, y las modificaciones técnicas que el
repertorio en constante ampliación del tratamiento psicoanalítico estaba
empezando a imponer a los profesionales. * i»
El mismo año, Freud publicó un enérgico artículo en el que atacaba lo
que denominó análisis “salvaje”. Consideraba el uso (en realidad, el abuso)
abundante y descuidado del vocabulario psicoanalítico que se puso de moda
en la década de 1920. «Sobre el psicoanálisis “salvaje”» demostró ser un
trabajo profètico. Freud recordó la visita embarazosa de una “dama
mayor”, una divorciada de casi cincuenta años, “muy bien conservada” y
que “evidentemente todavía no había dilapidado toda su feminidad”. Des­
pués de divorciarse, empezó a padecer estados de angustia, que no hicieron
más que intensificarse después de que la viera un médico joven, quien le
[336] Elaboraciones: 1902-1915

dijo sin ambages que sus síntomas se debían a una “necesidad sexual”. Le
había presentado tres opciones para recuperar la salud: volver con su espo­
so, buscarse un amante, o masturbarse. Ninguna de tales alternativas le
resultaba atractiva a la “dama mayor”. Pero, dado que el médico había
mencionado a Freud como el inventor de las funestas teorías que había
desplegado ante ella, sugiriendo que él confirmaría su diagnóstico, ella no
lo había dudado ni un minuto. *155
En lugar de sentirse halagado o agradecido, Freud se encolerizó. Sabía
que los pacientes, en especial los acosados por desórdenes nerviosos, no
son necesariamente los informadores más fiables. Pero incluso aunque la
aturdida dama que estaba ante él hubiera distorsionado, o inventado, las
insensibles prescripciones del médico, parecían necesarias unas palabras
de advertencia. Para empezar, aquel psicoterapeuta médico aficionado
había supuesto de manera ignorante que para los analistas la “vida sexual”
es exclusivamente el coito, y no un dominio mucho más diferenciado de
sentimientos conscientes e impulsos inconscientes. Freud aceptaba que la
paciente podía estar padeciendo una “neurosis real”, un desorden causado
por factores somáticos —en su caso, la reciente interrupción de su activi­
dad sexual—; en tal situación, era bastante natural aconsejarle “un cam­
bio en su actividad sexual somática”. Pero lo más probable era que el
médico hubiera interpretado mal lo que ocurría y, de ser así, su prescrip­
ción resultaba inútil. Sin embargo, sus errores técnicos habían sido más
graves que los de diagnóstico: pensar que el mero hecho de decirle a un
paciente lo que parece estar mal, aunque el diagnóstico sea correcto, pue­
de llevar a la curación, constituye una distorsión grosera del proceso psi-
coanalítico. La técnica psicoanalítica debe servir para superar las resis­
tencias. “Los intentos de sorprender al paciente comunicándole con
brusquedad los secretos que el médico ha adivinado en una primera visita
al consultorio son técnicamente dudosos”. Lo que es más, estos intentos
“se castigan a sí mismos”, al someter al analista a “la franca enemistad
del paciente”: descubrirá que de ese modo ha perdido toda su influencia.
En pocas palabras, antes de aventurarse a ofrecer comentarios analíticos
de cualquier tipo, hay que saber mucho sobre los “preceptos psicoanalíti­
cos”. Estos deben dejar sitio para esa virtud indefinible que es “el tacto
del médico”. *156
Para impedir ese tipo de análisis salvaje y codificar lo que había
aprendido en su práctica clínica, Freud publicó una serie de artículos sobre
la técnica entre 1911 y 1915. Aunque de tono moderado, tenían también
un filo claramente polémico. “Su asentimiento a mi más reciente artículo
técnico —le escribió Freud a Abraham en 1912— fue muy valioso para
mí. Usted tiene que haber advertido mis intenciones críticas”. *1S7 Había
empezado a considerar la posibilidad de escribir sobre el tema varios años
antes, mientras estaba analizando, o inmediatamente después de haber ter­
minado de analizar, a algunos de los pacientes cuyos casos tuvieron las
Terapia y tecnica [337]

mayores consecuencias en el desarrollo de la disciplina. Como de costum­


bre, su experiencia clínica y sus escritos publicados se alimentaban recí­
procamente. “Salvo el domingo —le escribió a Ferenczi a fines de
noviembre de 1908—, apenas llegué a escribir unas pocas líneas sobre
una metodología general del psicoanálisis, de la cual hasta ahora hay 24
páginas”. *158 Estaba avanzando lentamente, más lentamente de lo que
esperaba el siempre entusiasta Ferenczi; dos semanas después, Freud tenía
otras diez páginas, y pensaba que en Navidad, cuando se había previsto que
Ferenczi visitara Berggasse 19, podría mostrarle sólo unas pocas más. *>»
En febrero de 1909 proyectaba dejar ese trabajo provisionalmente hasta las
vacaciones de verano, *160 y en junio sólo pudo escribirle a Jones que “el
ensayo sobre la técnica está a medio terminar, pues no tengo tiempo libre
ahora para ponerle fin”. *161 Pero si bien su trabajo analítico le impedía
redactar los artículos sobre la técnica, también le proporcionaba un mate­
rial invalorable. “Los pacientes] me hastían y me dan una oportunidad
para realizar nuevos estudios técnicos”, le informó a Ferenczi en octu­
bre. *162
Sus proyectos en este sentido se hicieron más ambiciosos. Al diri­
girse al congreso psicoanalítico de Nümberg, Freud anunció que “en bre­
ve” se esforzaría por abordar la interpretación, la transferencia y el resto
de la situación clínica «en una “Metodología General del Psicoanáli­
sis”». *163 Pero el “en breve” de Freud se convirtió en casi dos años.
“¿Cuándo saldrá su libro sobre la Methodik?”, preguntó Jones a fines de
ese año. “Debe de haber muchas personas esperándolo ansiosamente, tan-'
to amigos como enemigos”. *164 Fue necesario que tuvieran paciencia; la
primera entrega, “El uso de la interpretación de los sueños en el psicoa­
nálisis”, no apareció hasta diciembre de 1911. Los otros artículos sobre
técnica, una media docena, fueron imprimiéndose poco a poco a lo largo
de varios años. Otros trabajos urgentes, y las exigencias de la política
psicoanalítica, provocaron el retraso de Freud. Lo que es más, se estaba
tomando la tarea muy en serio, y lo había hecho así desde el principio.
“Creo —le predijo a Ferenczi cuando no tenía más de dos docenas de
páginas— que la metodología “debe empezar a tener una importancia
fundamental para quienes ya están realizando análisis”. *165 El tiempo le
daría la razón.

El articulo de Freud titulado “La iniciación del tratamiento”, con


su tono tranquilizador y razonable, es representativo de toda la serie; pre­
senta sugerencias flexibles, más que edictos rigurosos. La feliz metáfora
—aperturas ajedrecísticas— a la que recurrió para examinar el estratégico
momento inicial del psicoanálisis, logra persuadir a sus lectores. El juga­
dor de ajedrez, después de todo, no está obligado a seguir una línea única e
impuesta. Sin duda, observó Freud, es justo que el psicoanalista pueda
elegir entre varias opciones: las historias de los pacientes individuales son
[338] Elaboraciones: 1902-1915

demasiado distintas como para permitir la aplicación de reglas rígidas y


dogmáticas. Sin embargo, Freud no deja duda alguna en cuanto a que cier­
tas tácticas están claramente indicadas: el analista debe seleccionar a sus
pacientes con el debido cuidado, puesto que no todos son lo bastante esta­
bles, o lo bastante inteligentes, como para soportar los rigores de la situa­
ción psicoanalítica. Es preferible que el paciente y el analista no se hayan
tratado antes en un escenario social o médico (por cierto, una de las reco­
mendaciones que el propio Freud se sentía más inclinado a burlar). A con­
tinuación, después de haber seleccionado debidamente al paciente y de fijar
el momento de iniciación del tratamiento, se aconseja al analista que con­
sidere las primeras entrevistas como otras tantas oportunidades de sondeo;
durante más o menos una semana, debe reservarse el juicio de si el psicoa­
nálisis es realmente el tratamiento indicado.
Estas sesiones provisionales no son como consultas; de hecho, duran­
te esos sondeos de prueba, el psicoanalista debe ser incluso más silencioso
que de costumbre. Entonces, si decide abandonar el caso, “uno le ahorra al
paciente la impresión de haber asistido a un intento de curación aborta­
do”. *166 Pero el período de exploración experimental no concluye con esas
sesiones. Los síntomas del paciente que se presenta como un histérico
leve o un neurótico obsesivo pueden en realidad estar enmascarando el pri­
mer acceso de una psicosis no tratable en psicoanálisis. Especialmente en
las primeras semanas —previene Freud— el analista no debe sucumbir a
la intensa ilusión de estar en lo cierto.
A continuación el período de prueba se integra totalmente en el proce­
b
so analítico: el paciente se tiende en el diván, con el analista detrás, fuera
de su campo de visión, escuchando atentamente. Las innumerables carica­
turas que muestran al analista en su sillón con el cuaderno de notas en el
regazo, o a un lado, han perpetuado una concepción errónea que Freud con­
signó explícitamente en esos antiguos artículos; advirtió al analista que
no tomara notas durante las sesiones, puesto que al hacerlo lo único que
conseguiría sería distraer su atención. Además, podía confiar en que su
memoria retendría lo que necesitaba. Reconoció que el diván y el analista
invisible eran una herencia del hipnotismo, y que él tenía una razón subje­
tiva para insistir en ese arreglo: “No puedo soportar que otros me miren
durante ocho horas (o más) al día”. Pero también adujo una base menos
subjetiva para recomendar esos “ceremoniales”: dado que durante la hora
analítica se entregaba a su inconsciente, no quería que los pacientes obser­
varan sus expresiones faciales, para que las respuestas no influyeran inde­
bidamente en ellos. *16J
Se admite que la situación analítica, ese estado de privación cuidadosa­
mente orquestado, produce mucha tensión al analizando. Pero esa es preci­
samente su única virtud. “Sé —escribió Freud— que muchos analistas
actúan de otro modo, pero no sé si es la pasión de actuar de otro modo, o
una ventaja que han descubierto en ello, lo que desempeña la parte más
Terapia y tecnica [339]

importante en esa desviación”. *1«« En cuanto a él, no tenía duda alguna: la


situación psicoanalítica suscita la regresión del paciente, lo invita a libe­
rarse de las coacciones que impone el intercambio social común. Todo
ordenamiento que aliente esa regresión (el diván, el silencio del analista o
el tono neutro), sirve de ayuda en la tarea del análisis.
Desde el primer día, mientras el análisis va encarrilándose, analista y
analizando tienen cuestiones prácticas, mundanas, que resolver. Como
sabemos, el psicoanálisis es alérgico —profesional y casi proverbialmen­
te— a avergonzarse de muchas cosas. Los temas que la cultura de clase
media del siglo XIX consideraba tan delicado disentir —en especial el sexo
y el dinero— son tan densos emocionalmente, que enmascararlos con un
silencio decoroso o (lo que tal vez sea peor) con circunloquios, equivaldría
a mutilar la indagación psicoanalítica desde el principio. El analista debe
prever que los hombres y mujeres cultos que lo visitan en su consultorio
habrán de “tratar las cuestiones de dinero como tratan las cuestiones de
sexo, con la misma incoherencia, mojigatería e hipocresía”. Freud recono­
cía que el dinero sirve principalmente para la autoconservación y el poder,
pero insistía en que en la actitud que se asume con respecto a él también
están implicados “poderosos factores sexuales”. *16’ En consecuencia, la
sinceridad es esencial. Tal vez el paciente no lo reconozca de inmediato,
pero en las negociaciones prácticas coinciden su propio interés y el interés
del analista. El paciente alquila una cierta hora del tiempo del analista, y
paga por ella, la aproveche o no. Esto —observó Freud— puede parecer
avaricioso, o incluso perentorio, tratándose de un médico, pero es evidente
que ningún otro arreglo resulta viable. Los favores en cuestiones de dinero
hacen peligrar la subsistencia del analista; según atestiguan las cartas que
Freud dirigió a sus íntimos en esos años, se alegraba con la novedad de
que su práctica fuera próspera. Pero su disgusto ante cualquier posible
renuncia a los honorarios tenía en cuenta algo más que los ingresos del
analista; estos compromisos también ponen en peligro la continuidad e
intensidad de la participación analítica del paciente, al alentar la resisten­
cia. Si un analizando padece una enfermedad auténticamente orgánica, el
analista interrumpe el análisis, dispone con libertad de su hora, y vuelve a
recibir al paciente, después de la recuperación, en cuanto puede incluirlo
en su agenda.
Para asegurar la continuidad y la intensidad, Freud veía a la mayoría
de los pacientes seis veces por semana. Eran una excepción los casos
leves y los que estaban a punto de concluir el tratamiento, en los cuales
tres días parecían suficientes. Incluso la interrupción del domingo tenía su
precio; por ello, los analistas, escribió, hablan en broma de “el caparazón
del lunes”. Lo que es más, el análisis debe necesariamente abarcar un
período sustancial; no se le hace ningún favor al analizando ocultándole el
hecho de que su tratamiento puede durar varios años. En este problema, y
en todos los casos de la situación analítica, la franqueza con el paciente es
[340] Elaboraciones: 1902-1915

literalmente la mejor política: “En general considero más honrado, pero


también más apropiado, llamar su atención desde el principio acerca de las
dificultades y sacrificios de la terapia analítica, sin que necesariamente
esto tenga que asustarlo; así uno lo priva de cualquier derecho a quejarse
más tarde de que se le haya seducido para que se embarcara en un trata­
miento cuya extensión y significado no conocía”. *170 En cambio, el ana­
lista deja al analizando la libertad de interrumpir el análisis en cualquier
momento, una libertad que algunos de sus primeros pacientes —dijo Freud
un tanto lastimosamente— estuvieron demasiado dispuestos a aprovechar.
No podía olvidar a Dora, y Dora no había sido la única persona que deser­
tó del diván de Freud.

Entre las comunicaciones del analista a su paciente durante el ini­


cio mismo del análisis, la de la “regla fundamental” es verdaderamente
indispensable: prescribe al analizando que se entregue a la asociación libre,
que diga absolutamente todo lo que le pase por la mente. Sin duda es
importante para el analizando ser puntual y pagar los honorarios. Pero si
descuida estas obligaciones, sus deslices pueden ser objeto de análisis.
Como a los analistas les gusta decir, son agua para el molino. Pero la
desobediencia sistemática a la regla fundamental hace naufragar el análisis.
En su artículo “La iniciación del tratamiento”, Freud se explayó con
locuacidad acerca de esta regla. *171 Es cierto que dirigía ese artículo, y los
que lo acompañaron, a sus colegas analistas. “Quien todavía siga afuera
—le dijo a Ferenczi con respecto a la “metodología” que se proponía des­
cribir— no entenderá ni una palabra”. *172 Pero parece un poco ansioso,
incluso en relación con ese público selecto, y por ello es demasiado enfá­
tico como para que uno pueda estar totalmente seguro de que se entenderá
bien. El intercambio verbal del paciente con el analista no se asemeja a
una conversación corriente: se supone que el primero prescindirá en su dis­
curso de todo orden, de sintaxis, lógica, disciplina, decoro y consideracio­
nes estilísticas, por no ser pertinentes, y sí más bien perjudiciales. Lo que
el paciente es menos propenso a mencionar es precisamente lo que con
más urgencia necesita ser ventilado. La prescripción maestra de Freud para
todo analizando es la sinceridad absoluta, que resulta tan imposible de
imponer completamente, como fatal sería dejarla de lado.
El arma del analizando en su lucha contra la neurosis es el lenguaje;
el arma del analista es la interpretación, un tipo de lenguaje muy diferente.
Pues mientras que la actividad verbal del analizando debe ser tan desinhibi­
da como resulte posible, la del analista, en agudo contraste, debe ser cuida­
dosamente dosificada. En esa extraña empresa que es el psicoanálisis,
mitad batalla y mitad alianza, el analizando deberá cooperar tanto como su
neurosis se lo permita. Por otra parte, es de esperar que el analista no se
vea obstaculizado por su propia neurosis; en todo caso, se le exige el des­
pliegue de un tipo de tacto sumamente especializado, que adquiere en parte
Terapia y tecnica [341]

en su análisis didáctico, y en parte en su experiencia con los pacientes.


Tiene que reprimirse, permanecer en silencio ante la mayoría de las pro­
ducciones del analizando, y comentar sólo unas pocas. Por lo general, el
paciente experimentará las interpretaciones de su analista como preciosos
regalos que este último concede con demasiada contención.
La interpretación psicoanalítica es subversiva; suscita dudas alarman­
tes, a menudo incómodas, acerca de los mensajes ostensibles que el anali­
zando cree transmitir. En pocas palabras, la interpretación del analista
orienta la atención del analizando hacia lo que él está realmente diciendo o
haciendo. Interpretar los lobos silenciosos e inmóviles del sueño del
Hombre de los Lobos como representaciones distorsionadas de un vigoro­
so acto sexual equivale a expulsar un recuerdo, a la vez terrorífico y fasci­
nante, del cubil de la represión. Interpretar las ceremonias obsesivas del
Hombre de las Ratas como expresiones de odio inconsciente hacia las per­
sonas que más amaba, significó sacar a la luz del día lo que había estado
reprimido. La recompensa a las interpretaciones de ningún modo eran en
todas las ocasiones tan espectaculares, pero por lo menos su propósito
consistía siempre en desmenuzar el autoengaño.
La decisión de qué interpretar, y de cuándo hacerlo, es una cuestión
sutil, con la que está relacionado el carácter esencial de la terapia psicoana­
lítica. Al reaccionar con irritación al psicoanálisis salvaje, Freud ya había
criticado de modo implacable las interpretaciones precipitadas y volubles
que, por más correctas que fueran, necesariamente debían conducir el análi­
sis hacia un final prematuro y calamitoso. Después, dirigiéndose directa­
mente a sus colegas en el artículo “La iniciación del tratamiento”, Freud
volcó su desprecio sobre esos analistas perezosos, pavos reales más intere­
sados en desplegar su brillantez que en ayudar a sus pacientes: “Para un
analista con mucha práctica no es difícil detectar los deseos ocultos del
paciente, que emergen ostensiblemente de sus quejas e informaciones acer­
ca de su enfermedad, pero ¡hasta qué punto tiene que ser pagado de sí mis­
mo y falto de consideración para decirle a un extraño no familiarizado con
los presupuestos psicoanalíticos, sobre la base del más breve de los tratos,
que está obsesionado incestuosamente con su madre, que alberga deseos de
muerte contra su supuestamente amada esposa, que tiene la firme inten­
ción de engañar a su jefe, etcétera! He oído que hay analistas que se jactan
de tales diagnósticos instantáneos y tratamientos rápidos, pero les pido a
todos que no sigan tales ejemplos”. *173
El psicoanalista prudente siempre persigue sus metas terapéuticas de
modo indirecto, interpretando primero la resistencia de su analizando, y

27 La exigencia de que todo aquel que se prepare para ser analista se someta
a un análisis de formación propio no aparece en estos artículos, casi ninguno
de los psicoanalistas a los que estaban dirigidos se había analizado. Ese reque­
rimiento es una idea de los años que siguieron a la Primera Guerra Mundial.
[342] Elaboraciones: 1902-1915

después su transferencia. Su tarea será la de conseguir la confesión de crí­


menes infantiles, a menudo mucho más imaginarios que reales.
El examen realizado por Freud de la resistencia sitúa cabalmente el
fenómeno en el contexto terapéutico, al que obviamente pertenece. En L a
interpretación de los sueños ya lo había definido con claridad: "Todo lo
que perturba el progreso del trabajo es una resistencia”. *174 Después, en su
artículo “Sobre la dinámica de la transferencia”, hizo hincapié en su per­
sistencia: “La resistencia acompaña al tratamiento en cada uno de sus
pasos; cada asociación, cada acto del paciente, debe tener en cuenta su
resistencia, representa una transacción entre las fuerzas que procuran la
curación y las que se oponen a ella”. *175 La experiencia clínica les estaba
enseñando, a Freud y a sus colegas, lo ingeniosa e infatigable que podía
ser la resistencia de los analizandos, incluso en los más sinceramente
comprometidos con su análisis. La resistencia parecía poder aprovecharlo
prácticamente todo en la sesión analítica: el olvido de sueños, la perma­
nencia silenciosa en el diván, el intento de convertir el tratamiento en una
discusión intelectual sobre la teoría psicoanalítica, la retención de infor­
mación esencial, la impuntualidad sistemática, tratar al analista como a un
enemigo, eran otras tantas de sus posibles formas. Las estratagemas defen­
sivas de este tipo sólo constituían los más obvios recursos al alcance de
las fuerzas de la resistencia. También podía disfrazarse de complacencia
con los presuntos deseos del analista. El denominado “buen paciente”
—que sueña en abundancia, establece asociaciones sin vacilar, considera
brillantes todas las interpretaciones, nunca llega tarde, paga sin retrasarse
los honorarios— representa un caso en especial intratable, precisamente
porque sus intenciones son muy difíciles de descifrar.
Los esfuerzos utilizados para resistirse a la curación pueden parecer
peculiarmente irracionales. Es fácil reconocer la utilidad que tiene la resis­
tencia para los masoquistas, que hallan placer en el dolor, pero parece fuera
de lugar en pacientes que presuntamente recurren al análisis para aliviar sus
síntomas. El hecho de que acepten realizar los esfuerzos y pagar los gastos,
y de que se presten al desagradable tratamiento psicoanalítico, atestiguaría la
sinceridad de sus deseos de sentirse bien. Pero lo inconsciente obedece a
leyes propias diferentes, que a duras penas pueden desentrañarse. Una neuro­
sis es una transacción que permite al neurótico llegar a convivir —aunque
sea de modo lastimoso— con deseos y recuerdos reprimidos. Hacer cons­
ciente lo inconsciente, que es la meta explícita de la terapia analítica, signi­
fica amenazar al paciente con la salida a la superficie de sentimientos y
recuerdos que es preferible mantener enterrados. El argumento de que el neu­
rótico se sentirá mejor si recuerda el material reprimido, por muy penoso
que sea, es persuasivo en términos racionales. Y en el interior del paciente
hay elementos listos para cerrar filas en favor de la salud; sin ellos, ningún
análisis sería posible. Pero tales factores tienen que luchar con una oposi­
ción que quiere dejar todo tal como está. El analista trata de movilizar las
Terapia y tecnica [343]

fuerzas “normales” de la psique del analizando, y aliarse con ellas. El analis­


ta, después de todo, es un compañero fiable: alguien que escucha sin que le
cause sorpresa ninguna revelación, sin que lo aburra ninguna repetición, que
no censura ninguna perversión. Como el sacerdote en el confesionario, invi­
ta a la confidencia; a diferencia del sacerdote, nunca sermonea, nunca impo­
ne penitencias, ni siquiera leves. Freud tema esta alianza en mente cuando
observó que el analista debía empezar a revelar los más profundos secretos
del paciente sólo después de que el analizando hubiera establecido una sólida
transferencia, una “relación regular” con él.28 *176

Freud tampoco descuidó el hecho de que la transferencia está cargada


de contradicciones. El caso de Dora ya le había dejado bien claro que la
ligazón emocional que el paciente trata de imponer al analista, constituida
por trozos y fragmentos de afectos dirigidos a otras personas, apasionados
y por lo general más antiguos, es el impedimento que opone más resisten­
cia para alcanzar la curación y a la vez su agente más eficaz. Ahora bien,
en sus artículos sobre la técnica, en especial en “Sobre la dinámica de la
transferencia” o, incluso más, en “Puntu.alizacion.es sobre el amor de
transferencia”, Freud estipuló con mayor detalle el funcionamiento paradó­
jico de la transferencia: es el arma suprema de la resistencia, y también la
diosa vengativa que la aniquila.
Estos roles conflictivos no son misterios dialécticos. Freud diferencia­
ba tres tipos de transferencia emergentes en la situación psicoanalítica: la
negativa, la erótica y la sensata. La transferencia negativa (una carga de
sentimientos hostiles, agresivos, dirigidos contra el psicoanalista) y la
transferencia erótica (que lo convierte en objeto de un amor apasionado) son
por igual guardianes de la resistencia. Pero por suerte hay también un tercer
tipo, el más racional y menos distorsionado, que ve al terapeuta como a un
aliado benévolo que brinda apoyo en la lucha contra la neurosis. Después
de que las dos primeras formas de la transferencia hayan sido sacadas a la
luz, de que se asimile la lección que brindan, y de que se las desmantele,
llevándolas a la conciencia durante el análisis —Freud lo llamó “el campo
de batalla de la transferencia”—* i ?7 puede empezar a operar la última trans­
ferencia, más cuerda, que entonces ya casi no encuentra obstáculos, y puede
ayudar en el prolongado y arduo proceso de la curación. Pero esta razonable
alianza con el analista sólo puede llegar a denotar las otras formas de la
transferencia cuando es lo bastante intensa, y cuando el paciente está madu­
ro para sacar partido de las interpretaciones del analista. “Nuestras curas

28 Más recientemente, los analistas han empezado a llamar a esta relación


“alianza de trabajo” o “alianza terapéutica”, pero no es necesario entregarse al
culto de los antepasados para volver a leer los artículos de Freud sobre la técni­
ca y llegar a la conclusión de que una vez más el maestro se había anticipado
en gran medida a tal concepción.
[344] Elaboraciones: 1902-1915

—le había dicho Freud a Jung a fines de 1906— se producen a través de la


fijación de una libido que gobierna en lo inconsciente (transferencia)”. Y
esa transferencia “proporciona el impulso para comprender y traducir lo
inconsciente; cuando ella se niega a actuar, el paciente no se toma ningún
trabajo, o no nos escucha cuando presentamos la traducción que hemos
hallado. Se trata esencialmente de una cura por medio del amor”. *17«
Todo esto parece muy claro, pero Freud tema conciencia de que ese
amor es una ayuda muy poco fiable. La transferencia sensata es muy vul­
nerable: con demasiada frecuencia, los sentimientos cálidos y la coopera­
ción activa del paciente degeneran en anhelos eróticos, que no sirven para
la resolución de la neurosis, sino que la perpetúan. Para decirlo claramen­
te, los analizandos se inclinan a enamorarse del analista, hecho de la vida
psicoanalítica que pronto se convirtió en un montón de chistes malos e
insinuaciones socarronas. Freud pensaba que prácticamente era inevitable
ese malicioso chismorreo; el psicoanálisis ofendía demasiados sentimien­
tos piadosos como para que fuera inmune a la calumnia. Pero había episo­
dios reales, embarazosos, lo suficientemente perturbadores como para que
Freud dedicara al tema un artículo independiente. Escrito a fines de 1914,
y publicado a principios de 1915, “Puntualizaciones sobre el amor de
transferencia” fue el último de sus ensayos dedicados a la técnica y, según
le comentó a Abraham, pensaba que era “el mejor y el más útil de toda la
serie”. Por lo tanto —agregó sardónicamente—, estaba “preparado para
que provocara la más fuerte desaprobación”. Pero en gran medida lo
escribió para alertar a los analistas acerca de los peligros del amor de
transferencia, y de ese modo quitarle armas a la crítica.
El amor de transferencia es a la vez angustioso y cómico, inevitable y
endemoniadamente difícil de resolver. En la práctica médica corriente,
escribió Freud, se presentan tres vías de escape posibles: paciente y médi­
co se casan; se separan, o mantienen una relación clandestina y continúan
con el tratamiento. Freud pensaba que la primera de tales alternativas era
poco frecuente; la segunda, aunque común, resultaba inaceptable para los
psicoanalistas, porque la ex paciente habrá de repetir su conducta con el
siguiente médico que la atienda; la tercera estaba vetada por “la moral de la
clase media y la dignidad médica”. *180 Lo que debe hacer el analista, cuan­
do se encuentra en la halagadora situación de que la paciente le declare su
amor, es analizar. Debe mostrarle que su apasionamiento no hace más que
repetir una experiencia más antigua, prácticamente casi infantil. La pasión
de la paciente por su analista no es un amor auténtico, sino una forma de
transferencia y resistencia.29

29 En esta discusión, Freud trabajó con un modelo simplificado: analista


hombre y paciente mujer. Pero lo mismo vale para analistas mujeres que traten
pacientes hombres, y también para analistas que atiendan a pacientes del mis­
mo sexo. El ingenio de la transferencia erótica es prácticamente ilimitado.
Terapia y tecnica [345]

En esa delicada situación —dice Freud con firmeza— el analista debe


resistirse a todo compromiso, por plausible o humanitario que pueda creer
que es. Discutir con la paciente, o tratar de desviar su deseo por canales
sublimados, demuestra ser ineficaz. La posición ética fundamental del ana­
lista, que coincide con sus obligaciones profesionales, debe seguir siendo
su guía: “El tratamiento psicoanalítico se funda en la confianza”. Tampo­
co puede ceder a las solicitudes de la paciente, incluso aunque esté conven­
cido de que sólo pretende ganar su confianza para acelerar la cura. Pronto
se desilusionaría: “La paciente lograría su meta, pero el analista nunca
alcanzaría la suya”. Esa solución inaceptable le recordaba a Freud una
divertida anécdota relacionada con un sacerdote y un agente de seguros. En
su lecho de muerte, el agente, un incrédulo, se ve obligado a soportar los
servicios del sacerdote, convocado por su familia con la desesperada espe­
ranza piadosa de que en presencia de la muerte, él hombre agonizante per­
cibiría finalmente la luz de la fe religiosa. “La conversación dura tanto que
los familiares empiezan a esperanzarse. Por fin la puerta de la habitación
del enfermo se abre. El incrédulo no ha sido convertido, pero el sacerdote
sale del lugar con un seguro de vida”. *181
El reconocimiento sensato de que el amor de la paciente es sólo amor
de transferencia le permite al analista mantener la distancia emocional y,
por supuesto, la física. “Para el médico, ello representa una iluminación
preciosa y una útil advertencia contra cualquier contratransferencia que
pueda albergar en su interior. Debe reconocer que el apasionamiento de la
paciente es consecuencia de la situación analítica, y no puede atribuirse a
los méritos de su persona; que, en resumen, no tiene ninguna razón para
enorgullecerse de esa “conquista”, como podría llamársela fuera del análi­
sis”. En esa situación, que es sólo un caso especial de la situación analíti­
ca en general, el analista debe negarse a las demandas de gratificación reali­
zadas por la paciente. “La cura debe llevarse a cabo en abstinencia; por
esto no entiendo sólo la autonegación física, ni la negación de todo deseo,
pues tal vez ninguna paciente pueda tolerar esto. Pero quiero enunciar el
principio de que uno debe permitir que la necesidad y el anhelo sigan sien­
do fuerzas que favorezcan el trabajo y el cambio, y que hay que cuidarse de
no aliviarlos con sustitutos”. *182
Esta drástica prescripción era una regla firme, universal, para el traba­
jo del psicoanalista. Por inseguro que pueda parecer Freud en muchas de
sus recomendaciones, acerca de la abstinencia fue categórico. Pero en este
punto crucial, el don de Freud para elaborar metáforas vividas dio lugar a
un cierto grado de confusión y desencadenó un debate sobre la técnica, que
aún continúa. Como modelo, Freud propuso a sus colegas la persona del
cirujano, que “deja a un lado todos sus afectos e incluso su compasión
humana, y apunta a una meta única para sus fuerzas mentales: llevar a
cabo la operación tan conecta y eficazmente como sea posible”. Después
de todo, la ambición del terapeuta respecto al logro de curaciones especta­
[346] Elaboraciones: 1902-1915

culares es la antagonista de esas mismas curaciones. El deseo demasiado


humano de aproximarse al paciente es no menos perjudicial. Por lo tanto,
Freud consideraba justificado recomendar la “frialdad de sentimientos” del
cirujano, que prevendría contra tales aspiraciones, comprensibles pero no
profesionales. De modo que revelar detalles íntimos de la propia vida inte­
rior o de sus relaciones familiares constituye un serio error técnico por
parte del terapeuta. “El médico debe ser opaco para el paciente y, como un
espejo, no mostrar nada más que lo que se le muestra”. *183
Estas imágenes frígidas exponen una posición freudiana decidida y
desapasionada que algunos de sus otros textos, e incluso en mayor medida
su práctica, invalidan en parte. Lo hemos visto suavizar sus reglas y a
veces violarlas, con un sentido soberano del dominio y por razones huma­
nitarias. Renunciaba a sus honorarios cuando los pacientes pasaban por
momentos económicamente difíciles. Se permitía realizar comentarios
cordiales durante la sesión. Se hizo amigo de sus pacientes favoritos.
Como sabemos, llevó a cabo análisis informales en algunos escenarios
desconcertantes; el análisis de Eitingon realizado durante paseos vesperti­
nos por Viena fue sólo el más espectacular de sus experimentos informa­
les. *18 “ Pero en sus artículos sobre la técnica se prohibió el menor atisbo
de ese tipo de evasiones.
Desde luego, no había lugar para ellas en el manual que Freud estaba
preparando para sus colegas. Había escrito que todo lo que obstruye el aná­
lisis es resistencia, y todo lo que distrae al paciente de seguir la regla fun­
damental es una obstrucción. Incluso en el mejor de los casos, los pacien­
tes mismos introducen resistencias más que suficientes por su parte; no
hay necesidad alguna de que el analista se sume a ellas con muestras de
afecto, con discusiones racionales de la teoría o con aspiraciones fervoro­
sas respecto al autodesarrollo del analizando. Gratificar a los pacientes
amándolos, tranquilizándolos o dándoles seguridades, o haciéndoles cono­
cer los planes que uno tiene para las vacaciones, significa dar sustento a
los mismo hábitos de pensamiento que se pretende superar mediante el
análisis. Puede parecer insensible, pero el analista no debe permitir que lo
abrume la piedad por los pacientes que sufren; ese mismo sufrimiento es
un agente del proceso curativo.30 El atajo de la tranquilización consoladora
no hace más que mantener instalada la neurosis. Se podría decir que equi­
vale a ofrecerle una aspirina a San Sebastián para aliviarle el dolor. Pero
recurrir, como metáforas del procedimiento del analista, al trabajo frío del
cirujano o a la superficie vacía de un espejo, supone desatender la solidari-

3» No mucho después, dirigiéndose a sus colegas del congreso de Budapest


a fines de septiembre de 1918, declaró: “Por cruel que parezca, debemos procu­
rar que los sufrimientos del paciente... no concluyan prematuramente”. (“Wege
der psychoanalytischen Therapie” [1919], GW XII, 188 / “Lines of Advance in
Psycho-Analytic Therapy”, SE XVII, 163).
Terapia y tecnica [347]

dad, a la vez taciturna y muy humana, que le brinda al ser infeliz tendido
en el diván.

Incluso aunque el analista y el analizando observen escrupulosamen­


te todos los mandatos técnicos de Freud, el trabajo curativo del análisis es
siempre lento e incierto. Freud excluía del tratamiento analítico muchos
tipos de desorden mental, en especial las psicosis, sobre la base de que el
psicòtico no puede establecer la transferencia necesaria con el analista.
Pero también los histéricos y los neuróticos obsesivos, particularmente
adecuados para el tratamiento analítico, a menudo presentaban un progreso
lentísimo y desalentadoras recaídas. Los recuerdos elusivos, los síntomas
tenaces y el continuo aferrarse a hábitos neuróticos demostraban ser pode­
rosas obstrucciones en el camino de las interpretaciones eficaces y del tipo
de transferencia que ayuda en la cura. Las obstrucciones más exasperantes
eran las transferencias que inducían al paciente a repetir la conducta ante­
rior, en lugar de recordarla. Freud veía con claridad que el rasgo de carácter
que menos podía permitirse el analista era la impaciencia. La experiencia
clínica demostraba que no era suficiente que el analizando comprendiera
algo intelectualmente. Pero a la larga llegaría el momento en que el
paciente, que padecía continuas recaídas y olvidaba de manera sistemática
comprensiones duramente adquiridas, iba a empezar a absorber, a “elabo­
rar” su conocimiento logrado con tanto trabajo. “El médico” —señaló
Freud en su artículo “Recordar, repetir y reelaborar”— sólo tiene que
“esperar y dejar que las cosas sigan su curso, lo cual no puede evitarse ni
tampoco acelerarse”. *185 Una vez más, los dos miembros de la pareja ana­
lítica deben cultivar la paciencia: “Esta elaboración de la resistencia puede
convertirse en la práctica en una tarea tediosa para el analizando y en una
prueba de paciencia para el analista. Pero es la parte del trabajo que tiene
el mayor efecto transformador en el paciente”, y la que, sin duda, diferen­
cia al psicoanálisis de todos los tratamientos que intentan influir en el
paciente por medio de la sugestión. El analista no es simplemente pasivo
en esta importante fase; si cuenta con la complacencia del paciente, debe
tratar de “dar a todos los síntomas de la enfermedad un nuevo significado
transferencia!, para reemplazar su neurosis común por una neurosis de
transferencia”. Esa neurosis de transferencia es un tipo único de enferme­
dad, un desorden peculiar —y necesario— del tratamiento. El analista pue­
de librar de ella al paciente “por medio del trabajo terapéutico”. *186 Sigue
una especie de coda, la fase de la conclusión, sobre la cual Freud sólo ofre­
ció unos pocos comentarios dispersos. No ignoraba que producía afliccio­
nes peculiares; las denominó “dificultades de la despedida” (Abschiedssch-
wierigkeiten). *187 Después de haberse encarrilado el análisis y elaborado
el nuevo conocimiento adquirido, reforzada igualmente la neurosis de
transferencia, llegará el final deseado.
[348] Elaboraciones: 1902-1915

A pesar de toda su retórica conciliatoria y cordial, Freud presentó


estos artículos con un aire de convicción completa, el aire de un fundador
y de un profesional experimentado. No hacía más que exponer los métodos
que le habían resultado más eficaces en su propia práctica; tal vez otros
quisieran proceder de distinto modo. Pero no obstante esa diplomática
liberalidad, no dejaba duda alguna en cuanto a que esperaba que sus reco­
mendaciones ejercieran entre sus seguidores una autoridad imperiosa. Esa
autoridad se la había ganado; nadie más podría haber escrito esos ensayos,
y sus lectores los admiraron con franqueza, los citaron con profusión y los
aprovecharon en abundancia. En 1912, Eitingon le agradeció de modo
entusiasta el artículo “Consejos al médico sobre el tratamiento psicoanalí-
tico”, con el cual —escribió— “pude aprender mucho”. *188 Y Eitingon no
era el único. La serie de artículos sobre la técnica se convirtió en un indis­
pensable manual de la profesión: y es exactamente eso. Su brillantez no
es mayor que la de cualquier otro texto que haya escrito. No se trata de que
constituyan la última palabra sobre cómo conducir un análisis; no son ni
siquiera la última palabra del propio Freud. Tampoco conforman un trata­
do exhaustivo o formal. Pero, tomados en conjunto, como recomendacio­
nes acerca del modo de conducir el encuentro clínico, de sus oportunidades
y peligros latentes, es tan rico su vigoroso sentido analítico, tan perspicaz
su anticipación a las críticas, que después de todos estos años siguen cons­
tituyendo una guía para el aspirante a analista, y una fuente para el analis­
ta practicante.
Una cuestión que dejaron sin resolver, y que ni siquiera abordaron, es
la de cuántos pacientes analíticos llegan a curarse. Este fue en aquel enton­
ces, y sigue siendo ahora, un tema sumamente polémico. Pero en los años
en que Freud redactó estos artículos, tanto él como sus discípulos pensa­
ban que, dentro de los límites que ellos mismos se habían fijado, el regis­
tro de los éxitos analíticos salía favorecido si se comparaba con los esfuer­
zos terapéuticos de sus rivales. Por otra parte, Freud no permitió que
cualquier duda que pudiera albergar sobre estas cifras ensombreciera su
confianza en su creación como instrumento intelectual para explicar el
funcionamiento de la mente. Esa confianza no había brotado por genera­
ción espontánea. Los ecos gratificantes provenientes del mundo exterior
ya no eran tan escasos como lo fueron alguna vez. En 1915, cuando Freud
publicó el último de su serie de artículos sobre la técnica, estaba lejos de
ser el pionero aislado del período de Fliess, o de los primeros años de la
Sociedad Psicológica de los Miércoles. Y sus estudios de artes plásticas y
literatura, de religión y prehistoria, no hicieron más que fortalecer su con­
fianza en que las leyes de la psicología, tan persuasivamente presentadas
en sus historiales, eran válidas para todo.
Siete

Aplicaciones y
consecuencias
Cuestiones de gusto

--------------------El implacable programa de trabajo de Freud durante


esos años turbulentos hace que nos preguntemos cómo
encontraba tiempo para cultivar un poco su vida priva­
da. Entre 1905 y 1915, inundado de trabajo clínico,
historiales, tareas editoriales y las agotadoras exigen­
cias de la políticia psicoanalítica, publicó artículos
sobre literatura, derecho, religión, educación, artes plásticas, ética, lin­
güística, folclore, cuentos de hadas, mitología, arqueología, la guerra y la
psicología de los niños en edad escolar. Pero puntualmente a la una de
cada día se presentaba para participar en la comida principal de la familia,
jugaba semanalmente su partida de taroc los sábados por la noche, visita­
ba sin falta a su madre los domingos por la mañana, daba su paseo de la
tarde, atendía a sus visitantes y (aunque esto era muy raro) asistía a repre­
sentaciones de óperas de Mozart.
Además de estar tan ocupado, a medida que crecía su notoriedad, reci­
bió invitaciones para dirigirse oralmente o por escrito a un público popu­
lar; en algunos casos, las aceptó. En 1907 publicó, entre otros artículos
breves, una “Carta abierta al doctor M. Fürst”, director de una publicación
especializada en higiene social, titulada “El esclarecimiento sexual del
niño”, en la que hizo la defensa de la franqueza. El mismo año pronunció
una agradable conferencia sobre el lugar de la fantasía en el trabajo creador
[350] Elaboraciones: 1902-1915

del escritor de ficción, el Dichter Habló ante un público en gran medida


profano en el salón de Hugo Heller, su amigo y editor, y en consecuencia
convirtió la charla en una accesible exposición del modo en que se produ­
cen ciertas creaciones culturales. Ese fue también su primer intento
(exceptuadas una pocas indicaciones de La interpretación de los sueños) de
aplicar a la cultura las ideas psicoanalíticas.
A pesar de su agilidad, esta conferencia, publicada al año siguiente
con el título de “El creador literario y el fantaseo”, es una seria aportación
a la estética psicoanalítica. El trabajo de lo inconsciente, la psicología de
la realización de los deseos y la influencia de la infancia en la vida poste­
rior son los puntos centrales de su argumentación. Freud comienza pre­
guntando, con sencillez y tacto, algo que era probable que interesara a
todos los profanos: ¿de qué fuentes extraen su material los escritores?
Observa que la respuesta nunca parece satisfactoria y, para hacer aun más
profundo el misterio, incluso aunque fuera satisfactoria, ese conocimiento
nunca convertiría al profano en un poeta o dramaturgo. Agrega, de la
manera más modesta, que tal vez se podría hallar alguna aclaración preli­
minar sobre los métodos del Dichter si se descubriera alguna actividad
similar común a todos los seres humanos. Dejando a un lado cualquier
tipo de negativa, por sensata que sea, Freud expresa la esperanza de que ese
enfoque no resulte “infructuoso”.
Después de estas disculpas, Freud da uno de sus característicos saltos
acrobáticos, conectando entre sí dos gamas distintas de la experiencia
humana. La caza de paralelismos es un deporte peligroso, en especial si
fuerza deducciones que vayan más allá de lo lícito, pero las analogías o
paralelismos válidos pueden sacar a la luz relaciones antes desconocidas y,
lo que es incluso mejor, vínculos causales insospechados. El salto que da
Freud es de este tipo: todo niño que juega —dice— se comporta como un
Dichter, “en cuanto crea su propio mundo para sí mismo o, dicho de modo
más conecto, traslada la cosas de su mundo a un orden nuevo que le agrada
más”. Al jugar, el niño lo hace muy seriamente, pero sabe que está inven­
tando: “Lo opuesto del juego no es la seriedad, sino... la realidad”. *12 El
poeta o novelista procede en gran medida de la misma manera; reconoce
que las fantasías que está elaborando son fantasías, pero ello no las con­
vierte en algo menos importante que —digamos— el compañero de juegos
imaginario del niño. Los niños disfrutan jugando, y puesto que los seres
humanos son muy renuentes a olvidar un placer con el que alguna vez
gozaran, como adultos desean encontrar un sustituto. En lugar de jugar,
fantasean. Ambas actividades son como espejos que se reflejan entre sí:
las dos son activadas por un deseo. Pero mientras que el juego del niño
expresa el deseo de ser mayor, las fantasías de los adultos son infantiles.

1 El práctico e intraducibie término alemán Dichter se aplica por igual al


novelista, el dramaturgo y el poeta.
Aplicaciones y consecuencias [351]

En este sentido, tanto el juego como la fantasía reflejan estados de insatis­


facción: “Se podría decir que la persona feliz nunca fantasea; sólo la insa­
tisfecha lo hace”. En pocas palabras, la fantasía es, lo mismo que el deseo
que se expresa en el juego, “una corrección de la realidad insatisfactoria”.
*3 Las revisiones imaginativas que los adultos imponen a la realidad
incluyen ambiciones no realizadas o deseos sexuales irrealizables; estas
ambiciones y deseos se mantienen ocultos, porque la sociedad respetable
los ha apartado del discurso social, incluso del familiar.
Allí encuentra el Dichter su tarea cultural. Impulsado por su voca­
ción, expresa sus ensueños y de ese modo da a conocer las fantasías secre­
tas de sus contemporáneos menos elocuentes. Lo mismo que el que sueña
por la noche, el creador imaginativo combina una experiencia poderosa de
su vida adulta con un recuerdo distante que ha vuelto a despertar, y a conti­
nuación transforma en literatura el deseo suscitado por esta combinación.
Lo mismo que un ensueño, su poema o novela es una criatura mezcla de
presente y pasado, tanto de impulsos externos como de impulsos internos.
Freud no niega que la imaginación desempeñe un importante papel en la
creación de las obras literarias, pero las ve principalmente como realidad
reformada, bellamente distorsionada. No era un romántico que celebrara al
artista como a un hacedor casi divino; es evidente su resistencia a recono­
cer los aspectos puramente creadores del trabajo del escritor y del pintor.
De modo que el análisis que realiza Freud de la creatividad literaria es
más sobrio que rapsódico; se concentra en las transacciones psicológicas
entre el creador y su infancia, entre productor y consumidor. Puesto que en
el fondo todos los deseos son egoístas, su exposición probablemente repe­
lería al público ocupado en soñar sus propias fantasías centradas en el yo.
El poeta supera esas resistencias “sobornando” a sus lectores u oyentes
con el “placer preliminar” de la forma estética, un placer preliminar que
promete placeres mayores por venir, y permite a los lectores contemplar
sus propias fantasías “sin ningún autorreproche o vergüenza”. Precisamen­
te en ese acto de soborno —pensaba Freud— consiste “el Ars poética pro­
piamente dicha”. En su opinión, “el placer real de una obra imaginativa
surge de una liberación de las tensiones en nuestras mentes”. *- El artista
pone en el anzuelo el cebo de la belleza: así podría glosarse el argumento
esencial de Freud.

A pesar de todas sus responsabilidades, de toda su actividad, la ruti­


na de Freud siguió incluyendo (como siempre había hecho) tradicionales
placeres familiares, tanto veraniegos como invernales. Hasta 1909, cuando
Martin ingresó en la universidad y empezó a vivir su vida, Freud pasó sus
preciosas vacaciones en las montañas con la totalidad de la familia: su
mujer, su cuñada y todos los hijos; el mismo año, 1909, constituyó otro
hito de la vida familiar de Freud; su hija Mathilde, la mayor, fue la prime­
ra en casarse. Desde su nacimiento en octubre de 1887 había sido causa de
[352] Elaboraciones: 1902-1915

alegría y placer para el padre, pero también de preocupaciones angustiadas.


Una operación de apenaicitis de 1906, aparentemente mal realizada, había
afectado mucho a su salud; dos años más tarde sufrió una fiebre altísima
que hizo que Freud pensara en una peritonitis, *5 y otro par de años des­
pués de esto, “valiente como siempre”, tuvo que someterse a otra opera­
ción seria. *6Sus enfermedades intermitentes, sus rasgos un tanto insulsos
y la tez pálida hicieron estragos en la autoestima de Mathilde; le confió a
Freud su temor de carecer de atractivo, lo cual proporcionó a éste la opor­
tunidad de tranquilizarla con su afecto paternal. “Durante mucho tiempo he
sospechado —le escribió en marzo de 1908, cuando ella estaba en un bal­
neario recuperándose de su última enfermedad— que, siendo tan racional
como eres, te sientes herida pensando que no eres lo bastante hermosa y
que por lo tanto no atraerás a ningún hombre.” Pero, continúa Freud, él
había estado observándola sonriendo. “A mí me pareces bastante hermo­
sa.” En todo caso, tenía que recordar que desde hacía mucho tiempo “lo
decisivo” no era “la belleza formal de una chica sino más bien la impre­
sión que causa su personalidad”. Invitó a la hija a mirarse al espejo; para
su alivio, descubriría que sus rasgos no eran vulgares ni repulsivos. Lo
que es más (y éste era anticuado, el mensaje que su “amante padre” quería
transmitirle), “los jóvenes razonables, después de todo, saben lo que deben
buscar en una mujer: un carácter dulce, jovialidad, y la capacidad para
hacerles la vida más grata y cómoda”. *7 Por anacrónicas que empezaran a
parecer las actitudes de Freud, incluso en 1908, se diría que a Mathilde la
carta le resultó reconfortante. En todo caso, en el siguiente mes de febrero,
a los veintiún años, se casó con un vienés, un hombre de negocios doce
años mayor que ella, Robert Hollitscher. Freud, entonces en el esplendor
de su amistad con Sándor Ferenczi, le dijo a éste que lo habría preferido a
él como yerno, *8 pero nunca le manifestó disgusto a su hija por la elec­
ción: muy pronto Hollitscher se convirtió en “Robert”, un apreciado
miembro del clan de Freud.
Cuatro años más tarde, en enero de 1913, la segunda hija de Freud,
Sophie, también lo abandonaba. Freud apenas tardó en aceptar a su novio,
el fotógrafo hamburgués Max Halberstadt. Había visitado el estudio de
Halberstadt y tenía una impresión favorable de su futuro yerno. A princi­
pios de julio de 1912 todavía se dirigía a él un tanto formalmente como
“Querido Señor” (Sehr geehrter Herr), y le escribió un poco sentenciosa­
mente que se sentía feliz al ver a Sophie seguir sus inclinaciones como
cuatro años antes lo había hecho su hermana mayor Mathilde. *9 Dos
semanas más tarde, Halberstadt se había convertido en “Mi querido yerno”,
aunque Freud seguía tratándolo con el distante Sie. *10 Pero estaba sin duda
complacido con el nuevo miembro de la familia. Halberstadt —le escribió
a Mathilde, felicitándola a ella al mismo tiempo— era “evidentemente un
ser humano muy fiable, serio, tierno, refinado y sin embargo en absoluto
débil”; consideraba sumamente probable que los Freud fueran testigos, por
Aplicaciones y consecuencias [353]

segunda vez, de la rareza de un matrimonio feliz en el seno de la familia.


*>• El 27 de julio Halberstadt pasó a ser “Querido Max”, *> 2 y finalmente,
dos semanas más tarde, Freud lo aceptó en el círculo íntimo familiar tra­
tándolo de du *13 Pero su sensación de que ganaba algo se vio levemente
ensombrecida por una impresión de pérdida. En una tarjeta postal que
envió desde Roma, en septiembre, a su futuro yerno, se despedía con
“Cordiales recuerdos de un padre que se ha quedado totalmente huérfa­
no”. 2 *14

Pero era el psicoanálisis lo que prevalecía en la atención de Freud.


Hans Sachs, que lo conoció en esa época, no exageraba mucho al decir que
lo vio “dominado por una idea despótica”, una devoción al trabajo que su
familia apoyaba “con la mayor vehemencia, sin una queja”. *15 Su concen­
tración mental en esos días de expansión era quizás mayor que nunca:
había llegado el momento de aplicar los conocimientos psicoanalíticos
fuera del consultorio. “Cada vez estoy más convencido del valor cultural
del i|íA —le escribió Freud a Jung en 1910— y deseo que una persona bri­
llante extraiga de él las consecuencias pertinentes para la filosofía y la
sociedad”.3 *16 Tenía aún algunos momentos de duda o incertidumbre, aun­
que eran raros, y además continuaron decreciendo. “Me resulta muy difícil
—escribió el mismo año, en respuesta a los extravagantes saludos de Año
Nuevo que le envió Ferenczi— comentar el valor de mis escritos y su
influencia en la futura formación de la ciencia. A veces creo en él, a veces
tengo dudas.” En una frase que estaba convirtiéndose en favorita para él,
agregó: “Es posible que ni siquiera el Señor lo sepa todavía”. *17
Pero aunque Freud podía enorgullecerse, o incluso llegar a jactarse, de
su aptitud para la autocrítica, *‘8 la perspectiva de una interpretación psi­
coanalítica de la cultura lo llevaba a la euforia. Confiaba en que ésa era la
próxima tarea que tenía asignada. En 1913, resumiendo el trabajo de
ampliación fuera del consultorio que el psicoanálisis ya había realizado,
esbozó un ambicioso programa para lograr mayores conquistas. El psicoa­
nálisis —afirmó— puede arrojar mucha luz sobre los orígenes de la reli­
gión y la moral, sobre el derecho y la filosofía. “La totalidad de la historia
de la cultura” estaba aguardando a su intérprete psicoanalítico.4 *19

2 Cuando nació el primer hijo de Sophie, lo saludó con una exclamación de


sorpresa. “Anoche —le escribió a Ferenczi en una tarjeta postal el 11 de marzo
de 1914— aproximadamente a las 3, ¡un muchachito como primer nieto! ¡Muy
notable!¡Un sentimiento de edad madura, respeto ante las maravillas de la sexua­
lidad!” (Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.)
3 En su entusiasmo, Freud escribió Welt (“mundo”) en lugar de Wert
(“valor”), un lapsus leve pero sugerente del alcance que atribuía a sus ideas.
4 Lo que en 1925 le dijo al socialista flamenco Hendrik de Man había sido su
firme convicción durante década y media: “Siempre he sido de la opinión de que
las aplicaciones extramédicas del psicoanálisis son tan significativas como las
[354] Elaboraciones: 1902-1915

Algunos de los artículos de Freud sobre psicoanálisis aplicado eran


incursiones breves e inconclusas en campos en los que no pretendía ser
experto. Sabía que no era arqueólogo ni historiador, ni filólogo ni aboga­
do. Pero en aquel entonces —como él mismo observó con una mezcla de
rudeza y satisfacción— los profesionales de las disciplinas más cercanas,
por ignorancia o timidez, no parecían dispuestos a aprovechar los descu­
brimientos que los psicoanalistas les estaban ofreciendo. Su resistencia era
tan inexorable como la del establishment psiquiátrico, pero proporcionaba
a Freud una envidiable libertad de maniobra, y le permitía consentirse el
lujo de un tono especulativo, a menudo juguetón.

Freud nunca dudo de que la personalidad brillante que sabría extraer


las consecuencias del psicoanálisis era él mismo. Pero disfrutaba dispo­
niendo de otros hombres de vanguardia *M entre los psicoanalistas que se
le habían unido. Jung se había recreado en el psicoanálisis de la cultura,
especialmente en su lado oculto, como si estuviera satisfaciendo un apeti­
to sensual. A principios de la primavera de 1910, le confesó a Freud que
estaba entregándose al “placer prácticamente autoerótico de mis sueños
mitológicos”. *21 Estaba tan decidido a lograr acceso a los secretos del
misticismo “con la llave de la teoría de la libido”, que Freud le pidió que
“volviera, antes de que fuera tarde, a las neurosis. Allí —agregó con énfa­
sis— está la madre patria en la que debemos empezar asegurando nuestro
dominio contra todo y contra todos”. *22 A pesar de todo su interés por el
psicoanálisis aplicado, Freud insistía en empezar por el principio.
Pero Karl Abraham y Otto Rank, aunque de un carácter menos místico
que el de Jung, no estaban menos excitados. En 1911, Abraham publicó
una pequeña monografía psicoanalizando al pintor tirolés del siglo XIX
Giovanni Segantini, que había muerto joven y en aquel entonces era muy
admirado por sus escenas místicas campesinas. Abraham se enorgulleció
bastante de este esfuerzo pionero, y al año siguiente sumó otra aportación
al psicoanálisis aplicado: un artículo sobre el faraón egipcio Amenhotep
IV, el histórico innovador religioso que más tarde habría de ser objeto de la
atención de Freud en su libro sobre Moisés y el monoteísmo.5 Al mismo
tiempo Rank, lector omnívoro y escritor fluido, combatía en varios frentes

médicas; sin duda, las primeras podrían tener tal vez una influencia mayor en la
orientación mental de la humanidad”. (Freud a Hendrik de Man, 13 de diciembre de
1925, Archief Hendrik de Man, Instituto Internacional de Historia Social, Amster-
dam.) Esa era la voz del médico ambivalente, cuyo corazón estaba en otra parte.
5 Fliess, tratando de agradar a Abraham, cosa que le gustaba hacer, cuando
recibió una separata del artículo de este último sobre Amenhotep, respondió
diciéndole al autor que en adelante intentaría “reflexionar sobre esa personalidad
de nuevo, a la luz de su concepción”. (Fliess a Abraham tarjeta postal], 12 de
octubre de 1912, Papeles de Karl Abraham, LC.)
Aplicaciones y consecuencias [355]

estudiando la psicología del artista, el tema del incesto en la literatura y los


mitos que rodean el nacimiento del héroe.
En 1912, en asociación con Hanns Sachs, Rank fundó ¡mago, una
publicación especializada, como proclamaba su lema, en la aplicación del
psicoanálisis a las ciencias culturales. Originalmente, según le comentó
Freud a Jones, esta “nueva publicación en absoluto médica”, iba a llamar­
se Eros y Psique. * » El nombre que sus fundadores adoptaron finalmente
era un tributo a la literatura; explícitamente recordaba una novela reciente,
Imago, del poeta suizo Cari Spitteler, que celebraba el poder de lo incons­
ciente en una brumosa historia de amor. Al principio a Freud le preocupó
que, incluso aunque Imago fuera editada por “dos muchachos brillantes y
honestos”, no llegara a tener “una andadura tan fácil como la de los
otros órganos”. *25 Pronto se hizo evidente que esta preocupación no esta­
ba justificada. A Imago —pudo comentar Freud en junio de 1912— le
estaba “yendo sorprendentemente bien”; el número de suscriptores, 230,
principalmente de Alemania, le parecía muy satisfactorio, aunque le
inquietaba la falta de interés en Viena. Los editores encontraron en
todas partes psicoanalistas ansiosos por publicar en el periódico, y entre
sus autores el propio Freud no era el menos importante. El supervisaba a
los “dos muchachos brillantes y honestos”, y les envió algunos de sus
artículos especulativos más osados.
Los escritos que se apartaban del aspecto clínico del círculo íntimo
generaron oportunidades en las que abundaron los buenos deseos y las feli­
citaciones mutuas. Freud dio la bienvenida a la importante aportación de
Jones a Imago sobre eLsignificado simbólico de la sal; Jones le manifestó
a Abraham que había leído cuidadosamente su “encantador estudio” sobre
Segantini “con el mayor interés”; *27 Abraham, por su parte, leyó dos
veces el Tótem y tabú de Freud, “con creciente fruición”. *2« Por supuesto,
algunas de las patografías de artistas plásticos y poetas producidas en el
círculo de Viena eran ingenuas y precipitadas, y en ocasiones suscitaron la
franca irritación de Freud. Pero, trabajo honesto o chapuza, el psicoanáli­
sis aplicado fue casi desde el principio una aventura en equipo. Freud con­
sideró grato ese amplio interés, pero él no necesitaba que otros le anima­
ran para que tendiera la cultura en el diván.
Los principios que gobernaban las exploraciones a vista de pájaro de
Freud en el dominio de la cultura eran pocos, fáciles de enunciar, pero difí­
ciles de aplicar: todo responde a leyes, todo está oculto, todo está relacio­
nado. En sus propias palabras, el psicoanálisis establece vínculos íntimos
entre “los logros psicológicos de los individuos y la sociedad, postulando
la misma fuente dinámica para unos y otros”. La “principal función de los
mecanismos mentales” es “liberar a la persona de las tensiones que sus
necesidades crean en ella”. El individuo logra alivio en parte “extrayendo
satisfacción del mundo externo” o “hallando algún otro modo de disponer
de los impulsos insatisfechos”. En consecuencia, la indagación psicoa-
[356] Elaboraciones: 1902-1915

nalítica aplicada a las artes plásticas o la literatura, lo mismo que la inda­


gación de las neurosis, debe ser una búsqueda de deseos ocultos satisfechos
o de deseos ocultos frustrados.
Equipado con estos principios esenciales simples, Freud se movió
entre las más altas creaciones de la cultura, esa privilegiada descendencia
de la mente, abarcando un área inmensa. Pero en todas sus exploraciones
su foco siguió siendo el psicoanálisis. Lo que le importaba era menos lo
que podía aprender de la historia del arte, de la lingüística y todo lo demás,
que lo que esas disciplinas podían aprender de él; entraba en territorio aje­
no como conquistador y no como suplicante.6 Como hemos visto, su
ensayo sobre Leonardo fue un experimento biográfico pero al mismo
tiempo una investigación psicoanalítica acerca de los orígenes de la homo­
sexualidad y el funcionamiento de la sublimación. En este sentido resultó
ejemplar, a pesar de sus otras aventuras en el análisis cultural. El psicoa­
nálisis, como él mismo dijo, siempre siguió siendo su madre patria.

Freud disfrutaba enormemente con estas incursiones. Pero su preo­


cupación psicoanalítica acerca de los productos de la cultura no era simple­
mente una actividad refrescante o recreativa para distraer las horas libres.
La compulsividad, tan evidente en su actitud con respecto a los historiales
y a las investigaciones teóricas, también estaba presente en su pensamien­
to sobre las artes plásticas y la literatura. Como hemos visto, había expe­
rimentado el enigma de Leonardo y los acertijos más divertidos planteados
por Schreber como otras tantas obsesiones que tenía que satisfacer y solu­
cionar. Los misterios del Rey Lear y el Moisés de Miguel Angel lo acosa­
ron con igual intensidad. Durante toda su vida, Freud se sintió impulsado
a descifrar secretos. Cuando en 1909 Emest Jones le propuso enviarle su
trabajo sobre el complejo de Edipo de Hamlet, Freud se manifestó muy
interesado. El artículo de Jones consistía en la ampliación de unas páginas
célebres de La interpretación de los sueños, dedicadas a los sentimientos de
culpa suscitados en Hamlet por su amor a la madre y su odio al padre,
páginas éstas que Freud recordaba con evidente orgullo: “Cuando redacté lo
que me parecía la solución del misterio, no estaba emprendiendo una
investigación especial sobre los valores literarios de Hamlet, pero sabía
cuáles eran los resultados de nuestros escritores germanos, y vi que inclu­
so Goethe había errado el blanco”. *30 Freud encontró una fuente de satis­
facción (difícil de apreciar para un extranjero) en el hecho de haber supera­
do al propio Goethe.

6 Como reacción a la biografía de Goethe escrita por Emil Ludwig (libro que
no valoraba mucho), le comentó a Otto Rank: “El reproche que se le ha hecho a
nuestras biografías y A puede aplicarse mucho más a esta [biografía], así como a
todas las otras no analíticas”. (Freud a Rank, 10 de agosto de 1921, Rank
Collection, Box Ib. Rare Book and Manuscript Library, Columbia University.)
Aplicaciones y consecuencias [357]

En resumen, las investigaciones más serias y tenaces no eran total­


mente una cuestión de libre elección. En junio de 1912, cuando se acercaba
la anhelada pausa del verano, le dijo a Abraham que “ahora mi actividad
intelectual se limitará a las correcciones de la cuarta edición de mi [Psicoa-
patología de la] Vida Cotidiana, si súbitamente no se me hubiera ocurrido
que la escena inicial de Lear, el juicio de París, y la elección de cofres en
El Mercader de Venecia se basan en realidad en el mismo tema que ahora
estoy investigando”. *31 Simplemente “tema” que investigarlo. No sorpren­
de que se refiera a su relación con ciertas ideas empleando expresiones ade­
cuadas para describir el sufrimiento. “Hoy me atormenta —le escribió a
Ferenczi en la primavera de 1911— el secreto de la escuela trágica, que
seguramente no resistirá al yA”. Nunca desarrolló esa críptica indica­
ción, y tal vez nunca sepamos qué escuela trágica tenía en mente. Por una
vez, su tormento lo abandonó sin que le obligara a descifrarlo mediante un
tenaz trabajo intelectual. Pero, en general, los más poderosos intereses de
Freud se asemejaban sospechosamente a presiones exigentes, a tensiones
no resueltas. “He empezado a estudiar Macbeth, que ha estado atormentán­
dome durante mucho tiempo —le escribió a Ferenczi en 1914— sin hallar
la solución hasta el momento”. *33 Freud dijo más de una vez que trabajaba
mejor cuando no se sentía totalmente bien; lo que nunca comentó fue que
su necesaria indisposición era por lo menos en parte el signo visible de
pensamientos que luchaban por alcanzar su expresión.
Al emerger en la mente de Freud, un acertijo era como un cuerpo
extraño e irritante, el grano de arena que la ostra no podía ignorar y que
finalmente tal vez diera origen a la perla. Según la teoría freudiana, la
curiosidad científica del adulto es la elaboración demorada de la búsqueda
que emprende el niño para hallar la verdad sobre las diferencias entre los
sexos y los misterios de la concepción y el nacimiento. En este caso, la
propia impertinente curiosidad de Freud reflejaba una necesidad inusual­
mente intensa de iluminar esos secretos. Lo habían desconcertado en grado
sumo mientras pensaba sin cesar en la notable disparidad de edades entre
sus padres y en la presencia de hermanos tan mayores como la madre, y
claro está, de un sobrino que era mayor que él mismo.

Q-.l> ninguno de los escritos de Freud sobre artes plásticas revele


con más elocuencia su carácter compulsivo que el ensayo sobre el Moisés
de Miguel Angel, publicado en 1914. Freud había quedado fascinado ante
esa estMna monumental en su primer viaje a Roma, en 1901; nunca dejó
de considerarla enigmática y espléndida. Nunca ninguna obra de arte lo
había impresionado tanto. **
»En 1912, durante otra de sus vacaciones en
Roma, le escribió a su esposa que estaba yendo a ver a Moisés de Miguel
Angel a diario, y pensaba que podría escribir “algunas palabras” sobre
él. Resultó que se encariñó mucho con las pocas palabras que escribió,
aunque las hizo imprimir en Imago con la firma “ * * *”. Bastante razona­
[358] Elaboraciones: 1902-1915

blemente, Abraham se sorprendió del anonimato: “¿No cree usted que se


reconocerá la garra del león?” * » Pero Freud insistió en denominar a su
artículo “un hijo del amor”. En marzo de 1914, inmediatamente des­
pués de que el “Moisés” volviera a sus manos desde la imprenta, en una
carta a su “querido Jones”, Freud se preguntó si “no sería mejor no reco­
nocer este hijo ante el público”; *M esa negación al reconocimiento duró
diez años. Pero lo apreciaba casi tanto como a la estatua que analiza.
Mientras Freud trabajaba en ese ensayo, Ernest Jones visitó Roma, y
Freud le escribió, en un acceso de nostalgia: “Lo envidio por haber visto a
Roma tan pronto y en edad tan temprana. Llévele mi más profunda devo­
ción al Moisés, y escríbame sobre él”. *3’ Jones, sensible a lo que le
pedía, no lo defraudó. “Mi primer peregrinaje al día siguiente a mi llegada
—le escribió a Freud— fue para transmitir sus saludos al Moisés, y creo
que cedió un poco en su arrogancia. ¡Qué estatua!”*40
Lo que más intrigaba a Freud de la gran estatua de Migual Angel era
precisamente que lo intrigara tanto. *41 Siempre que visitaba Roma, iba a
ver al Moisés, lleno de proyectos. “En 1913, a lo largo de tres solitarias
semanas de septiembre —recordó—, permanecí diariamente de pie ante la
estatua, en la iglesia, estudiándola, midiéndola, dibujándola, hasta que lle­
gué a comprender lo que sólo me atrevía a expresar anónimamente en el
« El Moisés era ideal para suscitar la curiosidad de Freud;
artículo.” *
durante mucho tiempo había provocado admiración y conjeturas. La
monumental figura presenta en la frente los cuernos míticos que simboli­
zan el resplandor del rostro del Moisés después de haber visto a Dios.
Miguel Angel, inclinado a lo heroico, a lo descomunal, hizo de Moisés
un viejo vigoroso, musculoso, imperioso, con una barba fluvial que se
cogía con la mano derecha y el pulgar de la izquierda. Está sentado, ceñu­
do, mirando con severidad a la izquierda y sosteniendo las Tablas de la Ley
bajo el brazo derecho. El problema que fascinaba a Freud era el de qué
momento quiso describir Miguel Angel. Citó con gusto al historiador del
arte Max Sauerlandt al decir que “ninguna obra de arte del mundo ha sido
objeto de juicios tan contradictorios como ese Moisés con cabeza de Pan.
La interpretación misma de la figura está abierta a contradicciones comple­
tas”. *43 La tensión de las piernas sugiere una acción iniciada o que acaba
de completarse, pero, ¿está Moisés poniéndose de pie, o se acaba de sen­
tar? Ese era el enigma que Freud se sentía obligado a resolver. ¿Había
retratado Miguel Angel a Moisés como emblema eterno del legislador que
vio a Dios, o estaba ese Moisés atravesando un momento de furia contra
su pueblo, dispuesto a romper las tablas que había traído del monte Sinaí?
En 1912, Freud se llevó a su casa una pequeña réplica en yeso de la
estatua, pero sus ideas todavía no habían madurado lo bastante como para
que las volcara sobre el papel. Deseando ayudarle, Emest Jones le complicó
las cosas. “Jones me envió fotos de una estatua de Donatello de Florencia
—le escribió Freud a Ferenczi en noviembre— que han hecho vacilar mi
Aplicaciones y consecuencias [359]

punto de vista.” *44 De esas fotografías surgía la posibilidad de que Miguel


Angel hubiera tallado su estatua obedeciendo más a pautas artísticas que a
presiones emocionales. A fines de diciembre de 1912, agradeciéndole a
Jones su ayuda, Freud, casi con vergüenza, le pidió un favor: “Si es que
puedo molestarlo pidiéndole algo más —esto es más que imprudente— per­
mítame decir que deseo una reproducción, aunque sea dibujada, del notable
contorno inferior de las Tablas, que es más o menos así, según unos apun­
tes que tomé”. Explicó lo que quería con un boceto de aficionado, aunque
útil, que mostraba los bordes inferiores de las Tablas de la Ley. *45 Jones
cumplió enseguida; conocía la importancia de tales detalles. *46
Mientras abordaba su artículo sobre el Moisés y tomaba notas para él,
Freud seguía vacilando. En agosto de 1913 le envió a Ferenczi una tarjeta
postal desde Roma en la que se veía la polémica estatua. *47 Y en septiem­
bre le escribió a Emest Jones: “He visitado de nuevo al viejo Moisés, y
ello me ha reafirmado en mi explicación de su postura, pero algo en el
material comparativo que usted recogió para mí, hizo vacilar mi confian­
za, que aún no está restablecida”. *48 A principios de octubre informó desde
Viena que acababa de volver, “todavía un poco embriagado con la belleza
de los 17 días pasados en Roma”. *4’ Pero ni siquiera en febrero de 1914
estaba totalmente seguro: “En el asunto de Moisés me estoy contradicien­
do a mí mismo de nuevo”. *50
Como era de esperar, Freud desarrolló una interpretación propia.
Exceptuados unos pocos que habían visto en la estatua de Miguel Angel
un monumento a la grandeza intemporal, la mayoría de los historiadores
consideraban que representaba la calma antes de la tormenta: al encontrar a
los hijos de Israel rindiendo culto al becerro de oro, Moisés está a punto
de estallar en cólera y de romper las Tablas. Pero Freud, investigando con
atención detalles como la posición de la mano derecha del patriarca, y la de
las Tablas mismas, llegó a la conclusión de que Miguel Angel quiso mos­
trar a Moisés frenando su tormenta interior, “no el inicio de una acción
violenta sino los restos de un movimiento terminado”. Sabía perfectamen­
te que su interpretación contradecía las Escrituras; en su furia soberana,
dice el Exodo, Moisés rompió las Tablas. Pero esta autoridad no llegó a
hacer vacilar la conclusión final de Freud: su Moisés es un Moisés muy
humano, un hombre que, lo mismo que Miguel Angel, era propenso a los
estallidos temperamentales, y que en ese momento supremo se está con­
trolando virilmente. Por lo tanto, Miguel Angel “hizo su Moisés para el
mausoleo del Papa no sin un reproche para con el muerto, como una
admonición a sí mismo, elevándose con esta autocrítica por encima de su
propia naturaleza”. *51
En gran medida, esto lleva a pensar que la interpretación que hizo
Freud de Miguel Angel fue una interpretación de sí mismo. Una y otra
vez resulta claro que su vida era una lucha en pos de la autodisciplina, por
el control de sus impulsos especulativos de su cólera, contra el odio que
[360] Elaboraciones: 1902-1915

sentía hacia sus enemigos y (lo que resultaba aun más difícil de controlar
hacia sus propios partidarios que consideraba limitados o desleales).7 Si
bien el Moisés de Miguel Angel lo había fascinado a primera vista, en
1901, no llegó a ver la estatua como un objeto que debía interpretar hasta
1912, cuando su asociación con Jung se estaba agriando. Y redactó “El
Moisés de Miguel Angel” a fines de 1913, inmediatamente antes de empe­
zar su “Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico”, la
“bomba” que proyectaba arrojar contra Jung y Adler. Esa polémica mantu­
vo su furia bajo control (aunque a duras penas) para servir mejor a su cau­
sa. 8 Pero se sentía tan irritado que no estaba en absoluto seguro de con­
servar el férreo dominio de sí mismo que había atribuido a su esjatua
favorita.
En octubre de 1912, le escribió a Ferenczi: “En mi estado de ánimo
actual, me comparo más bien con el Moisés histórico, y no con el Moisés
de Miguel Angel que he interpretado”. * « El punto cardinal de este ejerci­
cio de detección en el ámbito de la historia del arte, pues, consistía en
enseñarse a sí mismo la virtud de imitar al estadista autocontrolado de
Miguel Angel, y no al líder impulsivo de cuyo temperamento fogoso el
Exodo proporciona una prueba tan elocuente. Sólo una interpretación bio­
gráfica de este tipo puede explicar las visitas cotidianas de Freud para ver
la estatua, sus mediciones minuciosas, sus dibujos detallados, su lectura
cuidadosa de monografías, todo ello un tanto desproporcionado en vista de
los resultados, que en el mejor de los casos no iban a consistir más que en
una nota a pie de página en la interpretación psicoanalítica del arte. Pero
no fue solamente Freud el político, en busca de autodisciplina, el que dedi­
có todas esas horas al Moisés de Miguel Angel. Fue también Freud, el
investigador compulsivo, que no tenía la libertad de negarse a las exigen­
cias de un enigma que lo poseía.

7 Como veremos más adelante, esa furia tenía también dimensiones incons­
cientes; lo más probable era que se basara en su decepción por verse cada vez
más desplazado de su privilegiada posición como hijo único de la madre, a medi­
da que Amalia Freud le presentaba a su primogénito un hermano tras otro.
8 «El invierno de 1913-1914, a continuación del desdichado Congreso de
Munich en el septiembre anterior, fue la peor época del conflicto con Jung. El
Moisés fue escrito el mismo mes que los extensos ensayos en los que Freud expu­
so la gravedad de las divergencias entre sus opiniones y las de Jung (“Introduc­
ción al Narcisismo” y “Contribución a la historia del movimiento psicoanalíti­
co”) y no quedan dudas de que en ese momento experimentaba una amarga
decepción por la deserción del suizo. Esta le costó una lucha interior para contro­
lar sus emociones con la firmeza suficiente como para poder decir con calma lo
que sentía que tenía que decir. Uno no puede evitar la conclusión bastante obvia
de que en esa época, y probablemente antes, Freud se había identificado con Moi­
sés y luchaba por emular la victoria sobre las pasiones que Miguel Angel había
pintado en su estupenda obra.» (Jones II, 366-367.)
Aplicaciones y consecuencias [361]

Freud limito sus observaciones sobre la estética a artículos y mono­


grafías. El “desciframiento de los secretos de la creación artística”, *
« que
Max Graf reclamó en una de las sesiones de los miércoles por la noche a
fines de 1907, siguió siendo una tarea inconclusa en los escritos de Freud.
Esta deficiencia se debió en gran medida a razones personales. Como sabe­
mos, Freud experimentaba una aguda ambivalencia con respecto a los
artistas. “A menudo me he preguntado con sorpresa —le escribió a Arthur
Schnitzler, agradeciéndole las felicitaciones por su quincuagésimo cumple­
años— dónde puede usted adquirir este o aquel conocimiento secreto que
yo he logrado a través de laboriosas investigaciones”. *54 Nada podía ser
más cortés, y en las cartas de agradecimiento nadie está bajo juramento.
Pero, durante mucho tiempo, la penetración psicológica del artista imagi­
nativo, aparentemente conseguida sin esfuerzo, había sido la causa del
resentimiento de Freud. Esa virtud del artista era precisamente el don para
la especulación, intuitivo, y sin trabas, que Freud sentía tan necesario
desarrollar en sí mismo, como una disciplina.
Para hacer el caso aun más personal, la capacidad de seducción del artis­
ta había exasperado a Freud mucho tiempo antes, cuando cortejaba a Mar-
tha Bemays. Como amante imperioso e irritable, consumido por los celos
ante la existencia de dos rivales jóvenes, ambos artistas, había proclamado
que “hay una enemistad general entre los artistas y los que nos dedicamos a
los detalles del trabajo científico”. Había observado con visible envidia que
los poetas y pintores “poseen en su arte una llave maestra para abrir con
facilidad todos los corazones femeninos, mientras que nosotros nos senti­
mos desvalidos ante las extrañas formas de la cerradura, y primero tenemos
que atormentarnos para descubrir una llave que sea adecuada”. * » A veces,
los comentarios de Freud sobre los poetas parecen la venganza de un cientí­
fico contra los artistas. La tortuga difama a la liebre. El hecho de que
tuviera ambiciones artísticas propias, como demuestra ampliamente su
estilo literario, no hacía más que agriar su envidia en sumo grado.
Pero su carta a Schnitzler también muestra que se trataba de envidia
mezclada con admiración. Después de todo, si bien Freud describió en
algunos casos al artista como un neurótico que busca satisfacciones susti-
tutivas de sus fracasos en el mundo real, también le atribuyó dones analí­
ticos poco comunes. Después de analizar Gradiva, una novela menor del
dramaturgo y novelista alemán Wilhelm Jensen, publicada por primera vez
en 1903, Freud le envió al autor un ejemplar de su ensayo. Con cortesía,
Jensen le respondió que aceptaba la interpretación de Freud, pero dejando
bien claro que cuando escribió la obra no tenía el menor conocimiento del
pensamiento psicoanalítico. *56 ¿Cómo podía entonces haber “psicoanali-
zado” a los personajes que creó para Gradiva, o construido su novela prác­
ticamente como una cura analítica? Freud resolvió este enigma llegando a
la conclusión de que “nosotros —el escritor y el analista— probablemente
bebemos en la misma fuente, trabajamos sobre el mismo objeto, cada uno
[362] Elaboraciones: 1902-1915

con un método diferente”. Mientras que el analista observa el incons­


ciente de sus pacientes, el escritor observa su propio inconsciente, y da
forma a sus descubrimientos en una exteriorización expresiva. De modo
que el novelista y el poeta son psicoanalistas aficionados, en el mejor de
los casos no menos profundos que cualquier profesional. *57 El elogio no
podía haber sido más sincero, pero era un elogio al artista como ana­
lista.

Las investigaciones analíticas de Freud sobre alta cultura no dejan de


ser fragmentarias, pero abordan las tres dimensiones principales de la
experiencia estética: la psicología de los personajes, la psicología del
público y la psicología del creador. Esas dimensiones se superponen e ilu­
minan recíprocamente. Así, el psicoanalista puede interpretar Hamlet
como una creación estética cuyo héroe, acosado por un complejo de Edipo
no resuelto, invita por sí mismo al análisis; como una clave de los com­
plejos de amplias audiencias, profundamente conmovidas al reconocer en
la tragedia su propia historia secreta;910y como un testimonio oblicuo del
drama edípico del autor, de la situación emocional inconclusa con la que
todavía estaba luchando. i° En resumen, la investigación psicoanalítica de
Hamlet, personaje de ficción que ha fascinado y confundido a tantos de sus
estudiosos, puede explicar los más oscuros resortes de la acción, su sobre­
cogedor poder sobre centenares de admiradores, y la visión interior del cre­
ador. Tal investigación prometía una lectura mucho más completa y sutil
que la que pudieron realizar los intérpretes anteriores, en especial los críti­
cos formalistas que (como expresó Eitingon con concisión) se mostraban
cautelosos ante “los contenidos y las fuerzas que determinan estos conteni­
dos”. *58
Pero los críticos de la estética de Freud pronto objetaron que la críti­
ca psicoanalítica normalmente presenta el defecto inverso: una tendencia
a desatender el arte, la forma, el estilo, en favor de los contenidos. El
psicoanalista busca con empeño los significados ocultos de un poema,
una novela o una pintura; es probable que esa búsqueda lo lleve a prestar
una atención excesiva a la trama, la narración, las metáforas y los perso­
najes, en detrimento del hecho de que los productos culturales surgen de
manos inteligentes y adiestradas, y de una tradición a la que el artista

9 “Cada espectador —le dijo Freud a Fliess— era al mismo tiempo, embrio­
nariamente y en su fantasía, un Edipo así.” (Freud a Fliess, 15 de octubre de
1897, Freud-Fliess, 293 [272].)
10 Freud le escribió a Fliess que, como por casualidad, se le había ocurrido
preguntarse si las huellas del complejo inconsciente de Edipo no “podrían estar
también en el fondo de Hamlet. No estoy pensando en una intención consciente
de Shakespeare, pero creo, más bien, que un hecho real estimuló al poeta en la
realización de su retrato, en cuanto su inconsciente comprendió lo inconsciente
del héroe”. (Ibíd.)
Aplicaciones y consecuencias [363]

obedece, modifica o deja a un lado de manera desafiante. Por lo tanto, la


interpretación satisfactoria y completa de la obra de arte plástica o litera­
tura probablemente sea mucho menos metódica de lo que sugieren las
nítidas formulaciones psicoanalíticas. Pero Freud tenía confianza en que
“el análisis nos permite suponer que la gran riqueza, aparentemente ina­
gotable, de los problemas y situaciones que los creadores literarios abor­
dan, puede rastrearse hasta un pequeño número de temas primordiales,
que en su mayor parte provienen de material experiencial reprimido de la
vida mental infantil, de modo que las producciones imaginativas corres­
ponden a nuevas ediciones de esas fantasías de la infancia, disfrazadas,
embellecidas, sublimadas”. *5’
Realizar, a partir de una obra, deducciones fáciles acerca del creador era
por lo tanto una tentación permanente para los críticos psicoanalíticos.
Sus análisis de los creadores de obras plásticas y literarias, y de sus públi­
cos respectivos, amenazaban con convertirse en ejercicios de reduccionis-
mo, incluso aunque los emprendieran manos hábiles y delicadas.11 A un
freudiano podía parecerle perfectamente obvio que Shakespeare sufriera la
experiencia edípica que dramatizó de modo tan absorbente. ¿Acaso no fue
humano? Si se hería, ¿no sangraba? Pero la verdad es que el dramaturgo
no tiene por qué haber compartido las emociones que retrata de manera tan
emocionante. Por lo demás, esas emociones, ocultas o manifiestas, no
despiertan necesariamente las mismas emociones en el público. La catar­
sis (como el psicoanálisis sabía de buena tinta) no pretende generar imita­
ción sino eliminarla: leer una novela violenta o ser espectador de una tra­
gedia sangrienta puede purgar, más que estimular la cólera. En los escritos
de Freud se encuentran sugerencias —pero nada más— de que llegó a vis­
lumbrar tales complejidades, pero sus ideas sobre el arte, si bien abrieron
perspectivas fascinantes, también suscitaron problemas, casi tan fascinan­
tes como aquéllas.

En general, lo que hacía que los lectores de Freud se sintieran


incómodos era menos su ambivalencia con respecto al artista que sus
certidumbres acerca del arte. Probablemente la más polémica de sus ideas11

11 “El análisis clínico de artistas creadores —escribió alguna vez en un sin­


cero fragmento el psicoanalista e historiador del arte Ernst Kris— sugiere que la
experiencia vital del artista es a veces, sólo en un sentido limitado, la fuente de
su visión; que su poder para imaginar conflictos podría trascender en mucho la
gama de sus propias experiencias o, para decirlo con mayor precisión, que por lo
menos algunos artistas poseen el don particular de generalizar a partir de lo que
haya sido su propia experiencia.” Buscar a Shakespeare en Falstaff o en el Prín­
cipe .Hal sería “fútil”, y “contrario a lo que parece indicar la experiencia clínica
con artistas como sujetos analíticos. Algunos grandes artistas parecen igualmente
próximos a varios de sus personajes, y podrían sentir a muchos de ellos como
partes de sí mismo. El artista ha creado un mundo, no se ha permitido un ensue­
ño.” (Ernst Kris, Psychoanalytic Explorations inArt [1952], 288.)
[364] Elaboraciones: 1902-1915

fue la de que los personajes literarios pueden analizarse como si fueran


personas reales. La mayoría de los estudiosos de la literatura han sido
cautos ante tales intentos: un personaje de una novela o de una obra de
teatro —señalaron— no es un ser humano con una mente real, sino un
títere animado al que su creador le ha prestado una vida ficticia. Hamlet
no tenía ninguna existencia antes, o fuera, del drama que lleva su nom­
bre; indagar en lo estados mentales que precedieron a su primer parla­
mento, o analizar sus emociones como si se tratara de un paciente en el
diván, significa confundir las categorías de la ficción y la realidad. Pero
sin desalentarse en absoluto, Freud vadeó osadamente esa ciénaga con su
encantador estudio sobre la Gradiva deJensen. Le comunicó a Jung que
lo había escrito en “días soleados”, y la redacción le procuró “mucho
placer. Es cierto que no nos trae nada nuevo, pero creo que nos permite
disfrutar de nuestra riqueza”. *60 El análisis de Freud ilustra bellamente
lo que puede lograr, y los azares con que se enfrenta, este tipo de psicoa­
nálisis literario.
El paciente-protagonista de Gradiva, Norbert Hanold, es un excavador
de lo desconocido, un arqueólogo. Con toda probabilidad la profesión de
Hanold, y su ámbito especial de trabajo, Italia, fueron lo que primero atrajo
a Freud de la novela de Jensen. Pero Gradiva tenía también implicaciones
psicológicas que podían despertar su interés. Hanold es el producto reclui­
do, espiritual, del frío clima nórdico, y hallará la claridad, y una cura muy
freudiana gracias al amor, en el sur calcinado por el sol, en Pompeya.
Había reprimido el recuerdo de una joven, Zoé Bertgang, con la que había
crecido y con la que había mantenido una relación afectiva. Mientras obser­
va una colección de antigüedades en Roma, llega a un relieve que representa
a una encantadora joven con un modo muy particular de andar. La llama
“Gradiva”, que significa “la que avanza”, y cuelga una réplica en yeso de la
pieza en “un lugar privilegiado de la pared de su estudio”. Más tarde,
Freud colocaría su propia réplica en yeso de “Gradiva” en su consultorio.
La posición de la joven fascina a Hanold, pues —lo que todavía no
reconoce— le recuerda a la chica que había amado y después “olvidado”
para mejor entregarse a su vocación aislada y solitaria. En una pesadilla ve
a “Gradiva” el día de la destrucción de Pompeya, y teje una intrincada y
delirante red acerca de la figura, lamentando su muerte como si ella fuera
una contemporánea de él, y no sólo una víctima más entre los miles de
seres humanos que murieron bajo la lava del Vesubio casi dos mil años
antes. “Toda su ciencia” —observó Freud en el margen de su ejemplar de
Gradiva de Jensen— está “al servicio de la f[antasía]”. *62 Acosado por sen­
timientos oscuros y obsesiones inexplicables, Hanold termina en Pompe­
ya, donde se encuentra con “Gradiva” e imagina estar en el día fatal del año
79 después de Jesucristo, cuando entró en erupción el Vesubio. Pero su
visión se convierte en realidad: la “Gradiva” que aparece es, desde luego, la
joven de la que había estado enamorado.
Aplicaciones y consecuencias [365]

Hanold no tiene ninguna experiencia con las mujeres —Freud hizo un


comentario al margen sobre su “represión sex[ual]” *63 y la “atmósfera ase­
xual” en la que vivía—, pero por fortuna su “Gradiva” es tan perspicaz
como hermosa. Zoé, la “fuente” *65 de su enfermedad, también se convierte
en el agente de su resolución; reconociendo como tales los delirios de
Hanold, le devuelve la salud, distinguiendo entre la fantasía y la realidad.
Al caminar delante de él imitando a la “Gradiva” del relieve, encuentra la
clave para la terapia del hombre: el inconfundible modo de caminar de la
joven permite que ingresen en la conciencia de Hanold los recuerdos que
había reprimido acerca de ella.
Esto es psicoanálisis a través de la arqueología. Uno de los dos pasa­
jes que mueven a Freud a escribir “hermoso” (schori) en el margen presen­
ta a la heroína haciendo hincapié en una inteligente puntualización que a
él le recordaba su metáfora favorita. Dice la joven que a Hanold puede
parecerle extraño “que uno tenga que morir primero, para estar vivo”, pero
—agrega— “para la arqueología esto es sin duda necesario”.1213 *66 En su
ensayo publicado sobre la novela, Freud formula explícitamente esta
metáfora una vez más: “En realidad no hay mejor símbolo de la represión
(que al mismo tiempo convierte en inaccesible y preserva algo que está en
la mente) que la desaparición de Pompeya bajo tierra, desde donde la ciudad
reaparece gracias al trabajo de la pala” 13 *67 Gradiva presenta no sólo el
triunfo de la represión, sino también su desciframiento; la cura de Hanold
a cargo de la joven demuestra una vez más “el poder curativo del amor”.
Leyendo el pequeño libro con el lápiz en la mano, Freud deja bien cla­
ro que ese amor era en el fondo sensual. “Interés erótico por los pies”,
anotó en el fragmento en que Hanold observa los zapatos de Zoé, y casi
al final del párrafo, donde Jensen hace que Hanold le pida a Zoé que cami­
ne, delante de él, y ella lo hace con una sonrisa, Freud escribió: “¡Erótico!
Recepción de la fantasía; reconciliación”. *70
Freud tuvo algunas vacilaciones con respecto a su manera un tanto
intrusa de abordar la ficción de Jensen; después de todo, estaba analizando
e interpretando “un sueño que nunca había sido soñado”. *71 Hizo cuanto
pudo por leer la novela concienzudamente: consideró con cuidado, como si
tuviera en el diván a otra Dora, los tres sueños de Hanold y sus conse­
cuencias; *72 prestó atención a sentimientos subsidiarios que operaban en

12 Como sabemos, ya en 1895 había comparado su técnica terapéutica con la


salida a la superficie de una ciudad sepultada, al examinar el caso de su paciente
Elisabeth von R. (Studies on Hysteria, SE II, 139.) El otro pasaje de Gradiva que
Freud elogió como “hermoso” estaba dirigido a sus vehementes sentimientos
antirreligiosos. “Si la fe le llevó la salvación [a Hanold], él soportó una consi­
derable suma de cosas incomprensibles en todos los puntos.” (Gradiva, 140,
Freud Museum, Londres.)
13 Unos tres años más tarde, Freud le explicó al Hombre de las Ratas el tra­
bajo de la represión con la misma analogía.
[366] Elaboraciones: 1902-1915

Hanold, como la angustia, *73 las ideas agresivas, *74 y los celos; *75
observó las ambigüedades y dobles sentidos, *76 y se tomó el trabajo de
rastrear el progreso de la terapia mientras Hanold aprendía gradualmente a
distinguir el delirio de la realidad. *77 Prudentemente, concluye adviniéndo­
se a sí mismo: “Pero aquí debemos detenernos, pues de lo contrario podrí­
amos realmente olvidar que Hanold, y la Gradiva, son sólo criaturas del
autor.” *7«
Pero esas vacilaciones no detuvieron a Freud, ni, como hemos visto,
a sus seguidores; sin pensar en los peligros del camino, los psicoanalistas
de esos años no veían razón alguna para negarle a la cultura su lugar en el
diván. Es cierto que sus trabajos con neuróticos fuera del terreno clínico
suscitaron algún interés entre los especialistas en estética, los críticos
literarios y de espectáculos, y que dieron origen a profundas reevaluciones
en prácticamente todos los campos especializados que Freud invadió. Pero
mientras que él prefería considerar sus charlas sobre los creadores literarios
y la fantasía como “una incursión en un terreno que hasta ahora apenas
hemos abordado, y en el que sería posible instalarse cómodamente”, *79 la
mayoría de los especialistas empezó a pensar que Freud se estaba poniendo
demasiado cómodo.
Los críticos de Freud tenían algunos motivos razonables para inquie­
tarse: el artista creador, la más apreciada de las criaturas humanas, apare­
cía en algunos tratamientos psicoanalíticos como un simple neurótico,
astuto y elocuente, que embaucaba a un mundo crédulo con sus hábiles
invenciones. Los análisis del propio Freud, aunque muy ambiciosos, son
poco valorativos. Freud no sólo cuestionó la “creatividad” del artista crea­
dor; también circunscribió su papel cultural. Al dar a conocer los secretos
de la sociedad, es —según él— poco más que un chismoso autorizado,
sólo útil para reducir las tensiones acumuladas en la mente del público.
Freud consideraba la creación plástica y literaria, lo mismo que su consu­
mo, como una empresa humana semejante a muchas otras, que no mere­
cía ningún estatus especial. No era casual que se refiriera a las recompen­
sas que se obtienen viendo, leyendo o escuchando una obra de arte con
una expresión —placer preliminar— asociada habitualmente con la más
terrenal de las gratificaciones. A su juicio, el placer estético, en gran
medida como el hecho de hacer el amor o la guerra, o las leyes y consti­
tuciones, era un modo de dominar el mundo, o de disfrazar el fracaso sub­
siguiente. La diferencia reside en que las novelas y los cuadros ocultan su
utilitario propósito final con ornamentos hábilmente elaborados, a menu­
dos irresistibles.
Pero Freud estaba seguro de poder eludir la trampa del reduccionismo.
Repetida y enfáticamente tuvo el cuidado de negar que el psicoanálisis
pudiera arrojar luz sobre los misterios de la creatividad. En su “Leonardo”
negó con toda seriedad cualquier pretensión de hacer psicológicamente
“comprensible la obra del gran hombre”, y se declaró dispuesto a “conce­
Aplicaciones y consecuencias [367]

der que la naturaleza del logro artístico es sin duda psicoanalíticamente


inaccesible para nosotros”.14 *80 Indagar en “las leyes de la vida mental
humana”, especialmente en la de “individuos destacados”, es muy atracti­
vo, pero estas investigaciones “no pretenden explicar el genio del poe­
ta”. *81 Tenemos derecho a tomar estas reservas al pie de la letra. Freud
calibró con delicadeza y sinceridad sus actitudes con respecto a lo que
publicaba, abarcando todos los matices, desde la certidumbre dogmática
hasta el completo agnosticismo. Pero, al mismo tiempo, por mucho que
respetara las pavorosas fuerzas secretas de la creatividad, no temía atribuir
mucho valor al estudio psicoanalítico del carácter del artista, de sus moti­
vos al elegir ciertos temas o al aferrarse a ciertas metáforas, y (por supues­
to) del efecto de las obras sobre el público. Lo que Freud omitió destacar
—incluso a juicio de sus lectores más incondicionales— era el pensa­
miento de que reducir la cultura a la psicología parece tan unilateral como
estudiar la cultura excluyendo por completo la psicología.

A pesar de que pueda parecer lo contrario, la concepción freudiana


del arte no pretendía desacreditarlo totalmente. Sean cuales fueren los
ingredientes constitutivos (el ingenio o el suspense, el color deslumbrante
o la composición persuasiva), la máscara estética que oculta pasiones pri­
mitivas proporciona placer. Ayuda a hacer la vida más tolerable tanto para
el creador como para el público. De modo que para Freud las artes son un
narcótico cultural, pero sin el gran precio que hay que pagar por las otras
drogas. La tarea del crítico psicoanalítico consiste entonces en rastrear los
diversos modos en que la lectura, la audición y la visión generan realmen­
te placer estético, sin pretender juzgar el valor de la obra, de su autor o de
su recepción. Freud no necesitaba que nadie le dijera que el fruto no tenía
por qué parecerse a la raíz, y que las flores más bonitas del jardín no pier­
den nada de su belleza porque sepamos que fueron alimentadas con un abo­
no maloliente. Pero él estaba profesionalmente dedicado al estudio de las
raíces. Al mismo tiempo, si optó por leer El mercader de Venecia y E l
rey Lear como meditaciones sobre el amor y la muerte, no por ello Sha­
kespeare se convirtió para él en un asunto de interés puramente clínico. El
Miguel Angel que creó el Moisés era algo más que un paciente interesan­
te. A juicio de Freud, Goethe no perdía estatura como Dichter por el
hecho de que hubiera psicoanalizado un pasaje de su autobiografía, Poesía
y verdad. Pero sigue siendo cierto que, a pesar de su amor por la literatura,
durante toda su vida a Freud le interesó más la verdad que la poesía.

14 A fines de la década de 1920, en un pasaje muy citado, volvió a decir:


“Ante el problema del creador literario, el análisis debe deponer las armas”.
(“Dostojewski und die Vatertötung, 1928, GW XIV, 399/“Dostoievsky and Parri­
cide”, SE XXI, 177.)
[368] Elaboraciones: 1902-1915

LOS FUNDAMENTOS DE LA SOCIEDAD

La aplicación que hizo Freud de sus descubrimientos


a la escultura, la ficción literaria y la pintura era bas­
tante audaz. Pero palidece en comparación con su
intento de excavar hasta los más remotos fundamen­
tos de la cultura. A los cincuenta y cinco años,
emprendió nada menos que la tarea de determinar el
momento en que el animal humano dio el salto a la civilización, prescri­
biéndose los tabúes indispensables para toda sociedad organizada. Freud
había aventurado continuamente algunos indicios de sus intenciones, en
artículos, prefacios y observaciones lacónicas a sus colegas. Con el pas<\
del tiempo, este juego intelectual se volvió cada vez más absorbente
para él. A mediados de noviembre de 1908, le comentó a la Sociedad
Psicoanalítica de Viena: “La indagación sobre la fuente de los sentimien­
tos de culpa no es una tarea que pueda liquidarse con rapidez. Innegable­
mente, son muchos los factores que operan. Lo cierto es que los senti­
mientos de culpa tienen su origen en las ruinas de los impulsos
sexuales”. *82 De nuevo, dos semanas más tarde, comentando un ensayo
de Otto Rank sobre los mitos que rodean el nacimiento del héroe, obser­
vó que el protagonista real de la ficción es el yo. Se redescubre retroce­
diendo al tiempo en el que “era un héroe en virtud de su primera hazaña
heroica: la rebelión contra el padre”. *83 El esquema de Tótem y tabú
estaba tomando forma en la mente de Freud; se trataba de cuatro ensayos
vinculados por un tema común.
Como atestigua la correspondencia de Freud, esta obra supuso la típi­
ca tarea agotadora realizada con pasión. A mediados de noviembre de 1911,
pudo decirle a Ferenczi: “De nuevo estoy ocupado de 8 a 8, pero mi cora­
zón está totalmente con el Tótem, con el que progreso lentamente”. *84
Como de costumbre, examinó la amplia bibliografía sobre el tema, pero
con pocas ganas, porque estaba completamente seguro acerca de lo que
encontraría; continuando con su “obra del tótem” —le escribió a Ferenc­
zi—, estaba “leyendo gruesos libros sin ningún interés real, puesto que ya
conozco los resultados”. *85 En ciertos aspectos importantes, había dado el
salto sin hacer ningún cálculo. A veces experimentaba el placer visceral de
la conclusión: «Hace unos días —le escribió también a Ferenczi a princi­
pios de febrero de 1912— la cuestión tótem-ambivalencia encajó de pron­
to, emitiendo un “clic” audible, y desde entonces he estado prácticamente
“imbécil”». *86
Su progreso era bastante dramático. En marzo de 1912 se publicó en
Imago su ensayo especulativo sobre el horror del incesto, el primero de
los cuatro estudios. Con un autodesprecio total, le dijo a Ernest Jones que
Aplicaciones y consecuencias [369]

el artículo no era “en modo alguno importante”.15 *87 Continuó avanzan­


do. En mayo completó el segundo ensayo y lo leyó en la Sociedad Psicoa-
nalítica de Viena. *88 El trabajo le resultó tan difícil que en algún caso su
inglés, por lo general muy fluido, dejó de servirle para verter lo que inten­
taba decir con la precisión necesaria. “Ahora permítame volver a la cien­
cia”, le escribió a Jones a mediados del verano de 1912, obligado de pron­
to a mezclar dos idiomas. «Espero alcanzar la verdadera fuente histórica de
la Verdrängung en el último de los cuatro ensayos de los cuales Tabú es el
segundo, en el que ha de llamarse “Die infant. Wiederkehr des Totemis­
mus”. También podría responderle ahora. Toda interna (¡al demonio con
mi inglés!) —Jede innere Verdrängungsschranke ist der historische Erfolg
eines äusseren Hindernisses. Also: Verinnerlichung der Widerstände, die
Geschichte der Menschheit niedergelegt in ihren heute angeborenen
Verdrängungsneigungen. ” Después, regresando al inglés, Freud continúa:
“Conozco el obstáculo o la complicación que presenta la cuestión del
matriarcado y todavía no he hallado el camino para superarlo. Pero espero
que todo se aclare”.16 *8’
No encontró la solución de modo inmediato. “Estoy completamente
en manos de la omnipotencia del pensamiento”, le escribió a Ferenczi a
mediados de diciembre, mientras trabajaba obsesivamente —como era
habitual en él— en el tercero de los ensayos, ** > y de nuevo, dos semanas
más tarde, dando otra vez testimonio de su manera de aislarse: “Acabo de
ser todo omnipotencia, un salvaje, total. Es así como uno debe hacerlo si
quiere que los cosas salgan adelante.” *’> En abril de 1913 informó que
estaba rcdactandoel“tfabajo del tótem”, y al mes siguiente se aventuró
a hacer una evaluación aprobadora del conjunto: “Estoy ahora redactando el
Tótem con el sentimiento de que es lo más que he hecho, lo mejor, tal
vez lo último que haga de bueno”.
No estaba siempre tan seguro. Sólo una semana más tarde le envió una
nota a Ferenczi, comentándole: “El trabajo del Tótem listo ayer” compen­
saba “una terrible migr[aña] (una rareza en mí)”. Pero en junio, el dolor
de cabeza y la mayoría de las dudas habían desaparecido... por un tiempo:
“Me he sentido cómodo y alegre desde el final del trabajo del tótem”. *95 En
su Prefacio al libro declaró con modestia que tenía plena conciencia de sus
deficiencias. Algunas de ellas resultaban inevitables en vista de la naturale­

15 Hay que observar que este uso de la palabra “famoso” (en inglés famous)
es característico de los errores que ocasionalmente cometía Freud con palabras
inglesas parecidas a otras alemanas. Sin duda tenía en mente el alemán famos,
que en lenguaje coloquial corresponde a “maravilloso” o “magnífico”, y que de
ningún modo significa “famoso”.
16 Traducido, el texto en alemán dice: «El retorno infant[il] del totemismo.
... Toda barrera interna de la represión es la consecuencia histórica de un obstá­
culo externo. Así: la internalización de las resistencias, la historia de la humani­
dad depositada en las disposiciones a la represión hoy en día innatas.”
[370] Elaboraciones: 1902-1915

za pionera del trabajo, otras las exigía el esfuerzo tendiente a atraer al lector
más o menos culto y a “mediar entre etnólogos, filólogos, folcloristas,
etcétera, por un lado, y los psicoanalistas por el otro”. *96
Tótem y tabú es incluso más ambicioso en su tesis central que en su
búsqueda de un público; a fuerza de ingenio, deja atrás incluso las conjetu­
ras de Jean-Jacques Rousseau, cuyos famosos textos de mediados del siglo
XVm sobre los orígenes de la sociedad humana habían sido explícitamen­
te hipotéticos. Rousseau había invitado profusamente a sus lectores a
dejar de lado los hechos mientras él imaginaba el tiempo en el que la
humanidad pasó de la precivilización a la civilización. Pero, a diferencia de
Rousseau, Freud invitó a sus lectores a aceptar su vertiginosa conjetura
como la reconstrucción analítica de un acontecimiento prehistórico decisi­
vo y largo tiempo olvidado. Se había alejado peligrosamente del íntimo
carácter concreto de sus deducciones clínicas, pero eso no lo llevó a avan­
zar con más lentitud.

Totem y tabu es psicoanálisis aplicado, pero también un documento


político. Cuando el libro estaba todavía en sus primeras etapas, en febrero
de 1911, Freud le dijo a Jung, recurriendo a la seria metáfora de la procrea­
ción: “Durante algunas semanas, he estado embarazado, con el germen de
una síntesis más amplia, y daré a luz en verano”. *97 Como sabemos, el
embarazo duró mucho más de lo que Freud había previsto, y hay una com­
prensible nota triunfal en los anuncios que hizo a sus amigos en mayo de
1913, en cuanto a que el libro estaba terminado en lo esencial. Para Freud,
dar a luz una síntesis de prehistoria, biología y psicoanálisis significaba
anticiparse y sobrepasar a su “heredero” y rival: los ensayos que constituí­
an Tótem y tabú eran armas utilizables en su competencia con Jung.
Freud estaba desplegando en sus propias luchas un aspecto poco señalado
de las guerras edípicas: los esfuerzos del padre por aventajar al hijo. Sobre
todo el último y más militante de sus cuatro ensayos, publicado después
de la ruptura de Jung, era una dulce venganza dirigida contra el príncipe de
la corona que había demostrado ser tan brutal con él y tan traidor hacia el
psicoanálisis. El ensayo iba a aparecer en el número de agosto de Imago y
—como Freud le dijo a Abraham en mayo— serviría “para amputar lim­
piamente todo lo que es religioso-ario”. *»« En septiembre, Freud firmó el
Prefacio del libro, en Roma, la reina de las ciudades.
Página tras página, Tótem y tabú da prueba de que en los combates
que Freud libraba en aquel momento resonaba su historia pasada, cons­
ciente e inconsciente. La antropología cultural y la arqueología lo atraje­
ron durante toda su vida, como documentan ampliamente esas metáforas
tomadas de la antropología. Schliemann, que como adulto pudo realizar
fantasías de la infancia, fue una de las pocas personas a las que Freud real­
mente envidió, pero por su parte se veía a sí mismo como el Schliemann
de la mente. Una vez terminado el trabajo, pagó el tributo de una depre­
Aplicaciones y consecuencias [371]

sión posparto, análoga a la que había padecido después de producir L a


interpretación de los sueños. Empezó a sentirse inseguro de su causa, sín­
toma inequívoco de su profundo compromiso emocional. Por fortuna, la
recompensa del aplauso de sus partidarios más leales no tardó en llegar; la
aprobación de Ferenczi y Jones —escribió Freud a fines de junio— “es el
primer rédito de placer que puedo registrar después de haber completado la
obra”. *” Cuando Abraham le dijo a Freud que había disfrutado “el trabajo
del Tótem” desde el principio al final, y que había quedado completamente
convencido. *10<> Freud respondió en seguida con sincera gratitud. “Su vere­
dicto sobre el trabajo del Tótem fue particularmente importante para mí,
puesto que he atravesado un período de dudas, acerca de su valor después de
completarlo. Pero los comentarios de Ferenczi, Jones, Sachs y Rank fue­
ron similares a los suyos, de modo que gradualmente he recuperado mi
confianza”. Al publicar lo que reconocía como fantasías científicas, acogió
con especial beneplácito el intento de Abraham de rubricar su trabajo con
“coníribuciones, adiciones, deducciones”. Le dijo a Abraham que estaba
preparado para recibir “ataques sucios”, pero que desde luego no permitiría
que le desconcertaran. *101 Uno se pregunta cuánto había en esto de sereni­
dad recuperada, y cuánto de fanfarronada.

La genealogía intelectual de Tótem y tabú es impresionante, un


tanto empañada ahora sólo por el paso del tiempo y el creciente refina­
miento de las disciplinas afines que habían sugerido a Freud algunas de
sus conjeturas más subversivas. Manifestó haber recibido el primer
impulso para sus investigaciones de la “nada analítica” Völkerpsycholo­
gie de Wilhelm Wundt, y de los escritos psicoanalíticos de la escuela de
Zurich, de Jung, Riklin y los otros. Pero con algún orgullo observó que,
si bien había sacado partido de esas dos líneas de pensamiento, en realidad
disentía de ambas. *102 También se había inspirado en James G. Frazer, el
prolifico enciclopedista de las religiones exóticas y primitivas; en el emi­
nente erudito bíblico inglés W. Robertson Smith, que tenía escritos sobre
la comida totèmica; y en el gran Edward Burnett Tylor y su antropología
evolucionista, 17 por supuesto, en Charles Darwin y sus pintorescas conje­
turas sobre las condición social del hombre primitivo.
A juicio de R.R. Marett, el primer antropólogo británico que reseñó
la edición inglesa de Tótem y tabú, a principios de 1920, el libro explica­
ba que las cosas son así por el simple hecho de que así son, lo que a Freud

17 Asemejándose mucho a Auguste Comte casi un siglo antes, Freud postulo


una secuencia de tres etapas de pensamiento: la animista o mitologica, la religio­
sa y la científica. (Véase Totem and tabu, SE XIII. 77.)
Ese esquema supone una sucesión en el tiempo, así como una jerarquía de
valores. En la época en la que Freud escribía, y sin duda en las décadas posterio­
res a la publicación de Tótem y tabú, los antropólogos culturales rechazaban ese
esquema, a veces desdeñosamente.
[372] Elaboraciones: 1902-1915

le pareció lo bastante ingenioso como para agradecérselo un tanto diverti­


do. “Marett, el crítico de T & T —le dijo a Emest Jones— tiene derecho a
decir que el y A deja a la antropología con todos sus problemas, tal como
la encontró, en la medida en que él rechaza las soluciones proporcionadas
por el y A. De haberlas aceptado, podría haber encontrado otra cosa. Pero
Freud pensaba que el chiste de Marett no era malo. “El hombre es bueno,
sólo le falta fantasía.” *103 No era ésta una carencia que nadie pudiera atri­
buirle a Freud: no después de Tótem y tabú. Pero Freud mezclaba osadía y
prudencia; después de todo, observó en 1921, sólo había formulado “una
hipótesis como muchas otras con las que los prehistoriadores han intenta­
do iluminar la oscuridad de los tiempos arcaicos”. Sin duda, añadió con
algo más de confianza, “es honroso para esta hipótesis el hecho de que
demuestre ser adecuada para crear coherencia y comprensión en dominios
siempre nuevos”. *1M
Freud no basó su alegato exclusivamente en sus formidables antece­
dentes no analíticos. Sin su experiencia clínica, su autoanálisis y sus teo­
rías psicoanalíticas, nunca habría escrito Tótem y tabú. También aparecía
el fantasma de Schreber, pues en este caso ejemplar de paranoia Freud
había investigado las relaciones de los hombres con sus dioses como deri­
vadas de las relaciones con el padre. Según Freud le comentó a Jung,
Tótem y tabú es una síntesis; entreteje especulaciones de la antropología,
la etnografía, la biología, la historia de las religiones... y el psicoanálisis.
El subtítulo es revelador: Varias congruencias en la vida mental de salva­
jes y neuróticos. El primero de los ensayos, el más breve, sobre el horror
al incesto, abarca en sus consideraciones desde los melanesios y bantúes
hasta muchachos en la fase edípica y mujeres neuróticas de la propia cul­
tura de Freud. El segundo explora la teorías sobre antropología cultural
más corrientes en la época, y vincula el tabú y la ambivalencia con los
mandamientos y prohibiciones obsesivos que Freud había observado en
sus pacientes. El tercer ensayo examina la relevancia del animismo (en
aquella época considerado precursor de la religión) en el pensamiento
mágico, y a continuación vincula a ambos con la creencia infantil —rela­
cionada con el deseo— en la omnipotencia del pensamiento. En este pun­
to, y a todo lo largo de Tótem y tabú, Freud va/ínás allá del contrato sus­
crito con sus lectores a través del subtítulo. Le interesaba algo más que la
congruencia entre los modos de pensar que denominaba “primitivo” y neu­
rótico; quería descubrir qué luz podía arrojar la disposición mental primiti­
va sobre cualquier pensamiento, incluso sobre el pensamiento “normal”, y
sobre la historia. Llegó a la conclusión de que el estilo mental de los “sal­
vajes” revela con los contornos más nítidos lo que el psicoanalista se ha
visto impulsado a reconocer en sus pacientes y, al observar el mundo, en
todas las personas: la presión de los deseos sobre el pensamiento, los orí­
genes completamente prácticos de toda actividad mental.
Todo esto es bastante imaginativo, pero en el último y más extenso
Aplicaciones y consecuencias [373]

de los cuatro ensayos, en el cual Freud pasa del tabú al tótem, se lanza a
su vuelo más ingenioso. Sus críticos piensan que fue el vuelo temerario y
fatal de Icaro, pero Freud no lo consideraba en absoluto terrorífico, aunque
no se inscribiera por completo en el ámbito del lugar común. Después de
todo, los tótems son tabúes: objetos sagrados. Tienen interés para el his­
toriador de la cultura porque dramatizan lo que Freud ya había examinado
en el ensayo inicial: el horror al incesto. La obligación más sagrada
impuesta a las tribus que practican el totemismo consiste en que los indi­
viduos no deben casarse con miembros de su propio clan totémico, y en
que de hecho deben huir de todo contacto sexual con ellos. Esto —observa
Freud— es “la famosa y misteriosa exogamia, vinculada con el totemis­
mo”. *105
En la rápida excursión de Freud por las teorías contemporáneas que
explicaban los orígenes del totemismo no faltan algunas glosas apreciati­
vas. Pero después de su rodeo a través de las conjeturas de Charles Darwin
y Robertson Smith, su propia explicación vuelve al diván analítico. Dar­
win había supuesto que el hombre prehistórico vivía en pequeñas hordas,
cada una de ella gobernada por un macho dominante sexualmente celoso;
según la hipótesis de Robertson Smith, el sacrificio ritual en el que se
come el animal totémico constituye el elemento esencial de todo totemis­
mo. Adoptando la estrategia comparativa típica de su teorización, Freud
vinculó esas conjeturas no demostradas, totalmente inseguras, con las
zoofobias de niños neuróticos, y a continuación llevó el complejo de Edi-
po (que había estado revoloteando al margen) al centro mismo del escena­
rio. Como mediador entre la Viena de principios del siglo XX y las épo­
cas más lejanas y oscuras del pasado humano, propuso nada menos que al
pequeño Hans, el inteligente y simpático niño de cinco años que temía a
los caballos y vivía un profundo conflicto con su padre. Y añadió otros
dos jóvenes testigos: un niño que padecía una fobia hacia los perros, estu­
diado por el psicoanalista ruso M. Wulff, y un caso que le había comuni­
cado Ferenczi, el del “pequeño Arpad”, que simultáneamente se identifica­
ba con pollos y disfrutaba viéndolos matar. La conducta de esos
jovencitos perturbados ayudó a Freud a interpretar el animal totémico
como representación del padre. En virtud de esta lectura, Freud consideraba
sumamente probable que todo el “sistema totémico”, «como la zoofobia
del “pequeño Hans” y la perversión gallinácea del “pequeño Arpad”, hubie­
ran surgido de las condiciones del complejo de Edipo». *106
A juicio de Freud, la comida del sacrificio es una base social vital; al
sacrificar el tótem (cuya sustancia es la misma que la de los hombres que
lo comen) el clan reafirma su fe en sus dios, y se identifica con él. Se tra­
ta de una acción colectiva, saturada de ambivalencia: la muerte del animal
totémico es un acontecimiento penoso seguido de regocijo. Sin duda, la
fiesta, secuela del asesinato, es una saturnal exuberante y desinhibida, que
acompaña al duelo de una manera peculiar pero necesaria. Al haber alean-
[374] Elaboraciones: 1902-1915

zado Freud este punto de su argumentación, ya nada podía detenerlo; ya


estaba en condiciones de presentar su reconstrucción histórica.
Freud tiene la elegancia de reconocer que esa reconstrucción segura­
mente puede parecer fantástica, pero, en su opinión, era perfectamente
plausible: el padre feroz y celoso que dominaba la tribu y se reservaba a
las mujeres para sí mismo, expulsaba a sus hijos a medida que crecían.
“Un día los hermanos que habían sido expulsados se unieron, golpearon al
padre hasta matarlo, y lo devoraron, y esto puso fin a la tribu patriarcal.
Unidos, se atrevieron a hacer, y lograron hacer, lo que para el individuo
hubiera seguido siendo imposible.” Freud se preguntaba si tal vez alguna
adquisición cultural (por ejemplo, la capacidad para manejar una nueva
arma) fue lo que procuró a los hermanos rebeldes un cierto sentimiento de
superioridad sobre su tirano. Freud pensaba que, por supuesto, se habían
comido al padre poderoso que acababan de matar; así eran esos “salvajes
caníbales”. “El violento padre primordial había sido seguramente el mode­
lo envidiado y temido por cada miembro de la tropa fraternal. En el acto de
devorarlo, consumaban su identificación con él; cada uno de ellos se apro­
piaba de una parte de su fuerza.” Una vez comprendidos sus orígenes, la
comida totémica, “tal vez la primera fiesta de la humanidad”, resultaba ser
“la repetición y conmemoración de ese memorable acto criminal”. *107
Según Freud, ese debió de ser el origen de la historia humana.
Advirtió que la vaguedad era inevitable en cualquier reconstrucción de
aquel crimen prehistórico primero cometido y luego celebrado: “Sería tan
absurdo pretender la exactitud con este material, como irrazonable exigir
certidumbre”. *108 Subrayó enfáticamente que sus vertiginosas conclusio­
nes no debían tomarse como prueba de que hubiera pasado por alto la
“naturaleza compleja de los fenómenos”; todo lo que había hecho era “aña­
dir otro elemento a las fuentes, ya conocidas o todavía desconocidas, de la
religión, la moral y la sociedad”. Pero, alentado por su ensueño psico-
analítico, Freud realizó las deducciones más sorprendentes. Supuso que la
banda asesina de hermanos estaba “dominada por los mismos sentimientos
contradictorios acerca del padre” que los psicoanalistas pueden demostrar
que existen en “la ambivalencia de los complejos paternos” que obsesio­
nan a niños y neuróticos. Los hermanos habían odiado y a la vez amado a
la figura formidable del padre, por lo cual cayeron víctimas de remordi­
miento, que se puso de manifiesto en una emergente “conciencia de cul­
pa”. Muerto, el padre se volvía más poderoso de lo que nunca había sido
en vida. «Lo que antes había impedido por su misma existencia”, los
hijos, a continuación, “se lo prohibieron a sí mismos en la situación psi­
cológica —“obediencia retroactiva”— tan familiar para nosotros en los
psicoanálisis.» Entonces los hijos, por así decir, borraban su acto de parri­
cidio “declarando inadmisible matar al sustituto del padre, el tótem, y
renunciaban a sus frutos negándose las mujeres que habían sido liberadas”.
De tal modo, oprimidos por la culpa, establecieron los “tabúes fundamen­
Aplicaciones y consecuencias [375]

tales del totemismo, que tenían que corresponder con precisión a los dos
deseos reprimidos del complejo de Edipo”: el asesinato del padre y la con­
quista de la madre. *110 Al convertirse en culpables y reconocer su culpa,
crearon la civilización. Toda la sociedad humana está construida sobre la
complicidad en un gran crimen.
Esta conclusión severa y grandiosa invitaba incluso a otra deducción
que a Freud le pareció irresistible: “Un acontecimiento como la elimina­
ción del padre primordial por parte de la banda de hermanos —escribió—
tiene que haber dejado huellas imborrables en la historia de la humani­
dad”. *
in Consideraba demostrable que esas huellas penetran toda la cultu­
ra. La historia de la religión, el atractivo de la tragedia de los modelos del
arte, todo apuntaba a la inmortalidad del crimen primordial y de sus conse­
cuencias. Pero esta conclusión —admitía Freud— dependía de dos ideas
extremadamente discutibles: la existencia de una “mente colectiva que
experimenta procesos mentales como si fuera un individuo”, y la capaci­
dad de esa mente para hacer llegar “a través de muchos miles de años” el
sentimiento de culpa que empezó por oprimir a una banda prehistórica ase­
sina. *112 En pocas palabras, los seres humanos podrían heredar los cargos
de conciencia de sus antepasados biológicos. Esto era un puro disparate,
sobreañadido a la insensatez anterior de la pretensión de que el asesinato
primordial había sido un acontecimiento histórico. Pero a través del labo­
rioso sendero que había seguido, Freud sostuvo con firmeza su improbable
reconstrucción. Los primitivos no son como los neuróticos; mientras que
el neurótico confunde su pensamiento con un acto, el primitivo actúa
antes de pensar. El final del trabajo, una cita del Fausto, es tan oportuno
que uno siente la tentación de preguntarse si Freud no recorrió toda esa
distancia para poder cerrar el texto con las famosas palabras de Goethe:
“En el principio era el acto”. *113

Como hemos visto, para Freud, la hazaña de los hijos, ese “acto cri­
minal memorable”, fue el acto fundador de la civilización. Había estado en
el inicio de muchas cosas de la historia humana: “la organización social,
las coerciones morales, y la religión”. * u 4Sin duda alguna, a Freud todos
estos ámbitos de la cultura le parecían de interés absorbente al emprender
la exploración de la historia de la cultura desde su punto de vista psicoana­
lítico. Pero el enumerado en último término —la religión— era aparente­
mente el que más lo cautivaba. Descubrir sus fundamentos en un asesina­
to prehistórico le permitía combinar su antiguo y beligerante ateísmo con
el hecho nuevo de detestar a Jung. Podríamos recordar que con el ensayo
final de Tótem y tabú esperaba poder librarse de “todo lo que es religioso-
ario”; sacaría a luz las raíces que la religión hunde en necesidades primiti­
vas, ideas primitivas y actos no menos primitivos. “En la novela trágica
de Ernst Barlach, acerca de la vida familiar Der Tote Tag —escribió Jung
como crítica a Freud— la madre-demonio dice al final: “Lo extraño es que
[376] Elaboraciones: 1902-1915

el hombre no aprenda que Dios es su padre”. Eso es lo que Freud nunca


aprendió, y lo que todos aquellos que comparten su modo de ver se prohí­
ben aprender”. * ns
Pero lo que Freud había aprendido, y lo que estaba enseñando en
Tótem y tabú, aunque realizaba su fomulación de modo más impío, era
que el hombre convierte a su padre en un dios. Citando con algún deteni­
miento a James G. Frazer y Robertson Smith, fue acercándose a la expli­
cación del panicidio primitivo al señalar que la forma más primitiva de las
religiones, el totemismo, establecía tabúes que no podían violarse, bajo
pena de padecer los castigos más horrendos, y que consecuentemente el
animal sacrificado en antiguos ritos sagrados era idéntico al animal totè­
mico primitivo. Ese animal representaba al dios primitivo; el rito recorda­
ba y celebraba el crimen fundacional de forma disfrazada, volviendo a con­
sumar los actos de matar y comer al padre. En ello se “reconoce, con una
sinceridad que es difícil superar, que el objeto del acto sacrificial ha sido
siempre el mismo, el mismo que ahora es adorado como dios, es decir, el
padre”. *116 Freud ya había sugerido en algunas de sus cartas a Jung que la
religión se funda en la sensación de desamparo o impotencia. Con Tótem
y tabú le dio a su sugerencia una forma más compleja al agregar que la
religión surge también de un acto de rebelión contra esa impotencia. Jung
había empezado a creer que reconocer a Dios como padre del hombre reque­
ría una comprensión benévola y el redescubrimiento de la dimensión espi­
ritual. En Tótem y tabú, Freud sostuvo que esta posición constituía la
prueba de que se había producido una retirada de las posiciones de la cien­
cia, una negación de los hechos fundamentales de la vida mental; en una
palabra, se trataba de misticismo.
En cambio, el hecho de la vida en el que más insistió Freud en su
libro, el que actúa como hilo conductor, es el complejo de Edipo. En ese
complejo “convergen los orígenes de la religión, la moral, la sociedad y el
arte”. *117 Como sabemos, esto no era algo que acabara de descubrir de
pronto o por primera vez; su primera sugerencia registrada concerniente al
drama familiar edipico databa de 1897; apareció en uno de los memorandos
a Fliess sobre los deseos hostiles dirigidos contra los padres. En los años
siguientes, aunque la idea prevalecía cada vez más en su pensamiento, no
se refirió a ella muchas veces. Pero inevitablemente daba forma a su modo
de ver los problemas de sus analizandos; la explicó brevemente en el his­
torial de Dora, *n« y consideró que el pequeño Hans era un “pequeño Edi­
po”. Sin embargo, no identificó claramente el “complejo familiar”
como el “complejo de Edipo” hasta 1908, en una carta inédita a Ferenc­
zi; no lo caracterizó como “el complejo nuclear de las neurosis” hasta
1909, en su historial del Hombre de las Ratas; *121 Sólo en 1910 empleó
por primera vez la memorable expresión en un trabajo impreso (uno de
sus artículos breves sobre las vicisitudes del amor). *122 En esa época,
Freud ya había aprendido a atribuir a las tensiones emocionales de la
Aplicaciones y consecuencias [377]

ambivalencia una importancia considerable; ésa fue una de las lecciones


del pequeño Hans. En aquel momento advirtió que ese complejo de Edipo
clásico (el amor del niño a la madre y su odio al padre) constituía en reali­
dad una rareza por su forma simple y pura. Pero, a juicio de Freud, la
diversidad misma del complejo no hacía más que subrayar su papel central
en la experiencia humana. “A todo ser humano que llega a la vida se le
asigna la tarea de dominar el complejo de Edipo”, dijo Freud más tarde,
resumiendo la argumentación que desarrolló desde fines de la década de
1890 en adelante. “Quien no logre controlarlo cae presa de la neurosis. El
progreso del trabajo psicoanalítico ha bosquejado la significación del com­
plejo de Edipo cada vez más con mayor nitidez; su reconocimiento se ha
convertido en la contraseña que separa a los partidarios del psicoanálisis de
sus oponentes.” *123 Sin duda, separaba a Freud de Adler e, incluso más
decisivamente, de Jung.

A medida que los estudiosos del animal humano refinaban sus méto­
dos y revisaban sus hipótesis, los defectos comprometedores de la argu­
mentación de Tótem y tabú fueron saliendo a la luz cada vez con mayores
consecuencias (y los únicos que no llegaron a verlo fueron los más acríti­
cos acólitos de Freud). Los antropólogos culturales demostraron que, si
bien algunas tribus totémicas practican el ritual de la comida totémica
sacrificial, la mayoría no lo hace; lo que Robertson Smith había conside­
rado la esencia del totemismo resultó ser una excepción. Del mismo
modo, las conjeturas de Darwin y otros acerca de la tribu prehistórica
gobernada autocráticamente por un macho polígamo y monopólico no se
sostenían ante investigaciones adicionales, en especial el tipo de investi­
gaciones concernientes a los primates superiores con las que no se contaba
cuando Freud escribió Tótem y tabú. El inquietante retrato freudiano de la
mortal rebelión fraterna contra el patriarcado se fue volviendo cada vez
más implausible.
Empezó a parecer sumamente fantástico, porque exigía un apoyo teó­
rico que la biología moderna desacreditaba de modo decisivo. Cuando
Freud escribió Tótem y tabú, todavía había responsables estudiosos del
hombre dispuestos a creer que los caracteres adquiridos pueden transmitirse
genéticamente de generación en generación. En 1913, la ciencia genética
estaba aún dando sus primeros pasos, y podía albergar las más diversas
conjeturas sobre la naturaleza de la herencia. Después de todo, el propio
Darwin, aunque cáustico en sus referencias a Lamarck, había sido hasta
cierto punto lamarckiano al aceptar la hipótesis de que ciertas característi­
cas adquiridas eran hereditarias. Pero con independencia del hecho de que
Freud podía legítimamente apoyarse en el prestigio que, aunque mengua­
do, aún le quedaba a esta doctrina, él siguió siendo partidario de ella por­
que creía que ayudaba a completar la estructura teórica del psicoanálisis.
Resulta irónico que la realidad histórica del crimen primordial en
[378] Elaboraciones: 1902-1915

modo alguno era esencial para la argumentación freudiana. Los sentimien­


tos de culpa pueden transmitirse mediante mecanismos menos fantasiosos,
más aceptables desde el punto de vista científico. Los neuróticos, como el
propio Freud señaló en Tótem y tabú, imaginan asesinatos edípicos, pero
nunca los llevan a cabo. Si hubiera estado dispuesto a aplicar esta com­
prensión clínica a su relato del crimen primordial del mismo modo en que
había empleado otros conocimientos obtenidos del diván, podría haber
anticipado y desarmado las críticas más devastadoras formuladas a Tótem
y tabú. La presentación de su asombroso relato, no como un hecho, sino
como una fantasía milenaria de los jóvenes enfrentados a los padres, le
habría permitido abandonar su tesis lamarckiana. La universidad de la
experiencia familiar, de las rivalidades íntimas y de los sentimientos mez­
clados —en pocas palabras, del ubicuo complejo de Edipo— habría basta­
do para explicar la recurrencia de sentimientos de culpa y para hacerlos
encajar sin problemas en su teoría de la mente.1819 A fines de la década de
1890, Freud se había salvado del absurdo de la teoría de la seducción, des­
plazándola de la realidad a la fantasía. Pero en este caso, aunque vaciló con
respecto a sus afirmaciones y presentó respetuosamente las pruebas en
contra, adoptó finalmente una posición firme: ¡en el principio era el acto!
El hecho de que esta explicación del modo en que surge el sentimiento de
culpa recordara sorprendentemente la doctrina cristiana del pecado original,
no contribuía precisamente a acrecentar el prestigio de la construcción
visionaria de Freud. *124.
Tal obstinación contrasta agudamente con sus anteriores dudas y, por
supuesto, con su ideal científico. Lo que quería obtener de los expertos era
la corroboración; se aferraba a sus argumentos cuando sostenían el de él;
en caso contrario, no los tenía en cuenta. En el verano de 1912 le escribió
a Ferenczi que había extraído “las mejores confirmaciones de mis hipóte­
sis del Tótem” del libro de Robertson Smith sobre la religión de los semi­
tas. *125 Temía que Frazer y las otras autoridades a las que había recurrido
no aceptaran su solución de los misterios del tótem y el tabú, pero esto
no socavaba su confianza en la corrección de las conclusiones con las que
ya se había comprometido (no socavaron su confianza en aquel entonces
ni más tarde). Pocas dudas pueden quedar de que su tenacidad brotaba

18 Los psicoanalistas no eran los únicos que sugerían esa alternativa. Según
palabras del antropólogo norteamericano Alfred L. Kroeber, en un texto en el que
reconsideró Tótem y tabú en 1939 (antes había hecho la reseña del libro en
1920), “Ciertos procesos psíquicos siempre tienden a ser operativos y a hallar
expresión en las instituciones humanas”. ("Totem and Taboo in Retrospect”,
American Journal of Sociology, LV [1939] 447.)
19 “Todavía hoy me aferro a esta construcción —escribió ya cerca del fin de
su vida—. Repetidamente he tenido que escuchar vehementes reproches por no
haber cambiado de modo de ver en ediciones posteriores de mi libro, después de
que etnólogos más recientes rechazaran unánimemente la hipótesis de Robertson
Aplicaciones y consecuencias [379]

de la misma fuente psicológica que sus anteriores dudas. Sus primeros lec­
tores así lo sospecharon: tanto Jones como Ferenczi le señalaron la posi­
bilidad de que las penosas reservas que expresó después de la publicación
de Tótem y tabú tuvieran razones personales más profundas que la mera
ansiedad de autor, fácilmente comprensible. Los dos habían leído el libro
en pruebas de imprenta, y estaban convencidos de su grandeza. “Sugeri-
jnos que en su imaginación había vivido las experiencias descritas en su
libro —escribió Jones—; que su alegría representaba la excitación de
matar y comerse al padre, y que sus dudas no eran más que la reac­
ción”. *127 Freud estaba dispuesto a aceptar esa pizca de psicoanálisis de
intramuros, pero no a revisar su tesis. En La interpretación de los sueños
—le dijo a Jones— sólo había descrito el deseo de matar al padre; en
Tótem y tabú presentaba el parricidio real, y “después de todo hay un gran
paso entre un deseo y un hecho”. *12» Era un paso, desde luego, que Freud
nunca dio. Pero representar el crimen primordial como un acontecimiento
único que arroja una sombra inmortal —y no como fantasía profunda y
demasiado humana— le permitía a Freud mantener a cierta distancia sus
propias luchas edípicas con el padre: por así decir, le hacía posible recla­
mar la exculpación que un mundo racional tenía que otorgar a los verdade­
ros inocentes que se limitaban a imaginar que cometían el parricidio. En
vista de la demostración realizada por el propio Freud en cuanto a que el
mundo de la mente es cualquier cosa salvo algo racional, esto constituyó
un intento un tanto patético de huir de las implicaciones asesinas de sus
agresiones edípicas.
De modo que, fuera cual fuere el valor objetivo del intento de Freud
tendiente a descubrir los fundamentos de la religión en el complejo de Edi-
po, es sumamente probable que algunos de los impulsos que están detrás
de la argumentación freudiana en Tótem y tabú provinieran de su vida
oculta; en algunos aspectos, el libro representa un episodio más de su
nunca concluida lucha con Jacob Freud. Y también fue una muestra de su
no menos persistente evasión con respecto a los complicados sentimien­
tos que suscitaba en él Amalia Freud. Pues resulta notable que, en su
reconstrucción, Freud no diga prácticamene nada sobre la madre, incluso

Smith, proponiendo en parte otras teorías completamente distintas. Debo respon­


der que conozco perfectamente tales supuestos progresos. Pero no he quedado
convencido de la corrección de estas innovaciones ni de los errores de Robertson
Smith. Contradecir no es refutar, una innovación no es necesariamente un progre­
so.” Concluye con una disculpa que sugiere algún componente no analizado en su
pensamiento sobre este punto: “Sobre todo, no soy un etnólogo, sino un psicoa­
nalista. Tenía derecho a seleccionar en la literatura etnológica lo que podía usar
para mi trabajo analítico”. (Der Mann Moses und die monotheistische Religion.
Drei Abhandlungen [1939], GW XVI, 240/ Moses and Monotheism, SE XXIII,
131.)
[3 80] Elaboraciones: 1902-1915

aunque el material etnográfico que se refiere a la fantasía del devoramiento


de la madre sea más rico que el concerniente al devoramiento del padre. El
pequeño Arpad de Ferenczi (al que Freud adujo como prueba en Tótem y
tabú) quería comerse a su “madre en conserva”; según describió gráfica­
mente, “Se pondría a mi madre en una olla y se la cocinaría; entonces
sería una madre en conserva y yo podría comerla”. * '»Pero Freud optó por
ignorar esta declaración. Sin embargo, lo mismo que gran parte de la obra
de Freud, Tótem y tabú tradujo de modo productivo sus más íntimos con­
flictos y sus disputas más privadas, conviniéndolos en material para la
investigación científica.

LA DESCRIPCION DE LA MENTE

A Freud sus investigaciones sobre artes plásticas, lite­


ratura y prehistoria, le resultaban al mismo tiempo
gratificantes e impresionantes. Servían para confirmar­
le su imagen de explorador que por primera vez descri­
be una tierra misteriosa e inhóspita, en la que sus pre­
decesores habían fracasado. Pero en sus incursiones
intelectuales no se apartaba de su trabajo teórico esencial. Una preocupa­
ción alimentaba a las otras. Los historiales de casos lo conducían a temas
culturales; las reflexiones sobre la creación literaria lo devolvían al com­
plejo de Edipo. A pesar de las diversificadas tareas que tenía que realizar,
nunca descuidó lo que consideraba su trabajo central: perfeccionar su mapa
de la mente. Si bien en el momento mismo no tenía conciencia de ello,
también estaba avanzando a tientas hacia la revisión de ese mapa.
Entre los artículos teóricos que publicó entre 1908 y 1914, tres de
ellos —sobre el carácter, sobre los principios fundamentales de la mente y
sobre el narcisismo— llaman la atención de modo peculiar. Los dos pri­
meros son muy breves, y el último no es muy largo, pero su carácter
sucinto no constituye una medida de su importancia. En “Carácter y ero­
tismo anal”, Freud se aparta de su experiencia clínica para proponer algu­
nas hipótesis generales sobre la formación del carácter. Ya en 1897 había
supuesto que los excrementos, el dinero y la neurosis obsesiva estaban de
algún modo íntimamente ligados; *130 una década más tarde, le sugirió a
Jung que los pacientes que obtienen placer con la retención de las heces
presentan típicamente los rasgos caracterológicos de orden, tacañería y la
obstinación. En su conjunto, esos rasgos son “por así decir, las sublima­
ciones del erotismo anal”. *131
En su informe sobre el Hombre de las Ratas, Freud había desplegado
observaciones adicionales sobre esta estructura. *132 En el artículo sobre el
Aplicaciones y consecuencias [381]

carácter marcado por el erotismo anal, sobre la base de un considerable


número de sus pacientes, se aventuró a generalizar su conjetura. En la teo­
ría psicoanalítica, el carácter es definido como una configuración de rasgos
estables. Pero ese agrupamiento ordenado no necesariamente connota una
seriedad persistente; como conjunto de fijaciones a las que la historia vital
del individuo lo ha ligado, a menudo el carácter representa la organización
de los conflictos interiores, y no su resolución. Lo que a Freud le intere­
saba particularmente —y que ya había investigado en Tres ensayos sobre
teoría sexual tres afíos antes— era el papel que esos rasgos desempeñan en
la constitución de lo que pronto iba a llamar el “yo”. Lo mismo que otros
trabajos de esos años, “Carácter y erotismo anal” ofrece al mismo tiempo
un resumen de ideas enunciadas mucho tiempo antes, y una perspectiva de
revisiones futuras.

Con su “Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíqui­


co”, Freud amplió aun más su red de generalizaciones. En busca de un des­
cubrimiento mucho más importante que el del erotismo anal, su aspira­
ción era describir nada menos que la relación de las pulsiones con la
experiencia del desarrollo. *133 Leyó el trabajo ante la Sociedad Psicoanalí­
tica de Viena el 26 de octubre de 1910, pero la discusión consiguiente no
le resultó satisfactoria. “Tratar con estas personas cada vez se vuelve más
difícil”, le confió a Ferenczi a la mañana siguiente. Lo que se conseguía
era “una mezcla de admiración tímida y contradicción estúpida”. *134 Sin
desanimarse, Freud lo intentó de nuevo. Una vez más, mientras volvía a
formular ideas esbozadas a mediados de la década de 1890 y desarrolladas
en el capítulo séptimo de La interpretación de los sueños, entreveía al
mismo tiempo enunciaciones futuras.
El artículo traza una distinción nítida entre los dos modos en que fun­
ciona la mente: el proceso primario (el primero que emerge) se caracteriza
por la incapacidad para tolerar la modulación de los deseos o cualquier
demora en su satisfacción. Obedece al principio de placer. Por otro lado,
está el proceso secundario, que madura con el curso del desarrollo, y des­
pliega la capacidad humana para el pensamiento, de modo que es agente de

20 «La caracterología psicoanalítica —escribió Otto Fenichel en su manual


clásico de 1945— es la rama más joven del psicoanálisis» porque éste comenzó
con «la investigación de los síntomas neuróticos, es decir, con fenómenos aje­
nos al yo que no encajan en el “carácter”, en el modo acostumbrado de compor­
tarse». Sólo cuando “emprendió la consideración de experiencias mentales de
superficie” el psicoanálisis pudo “empezar a comprender que no solamente los
estados mentales inusuales y que irrumpen de modo abrupto, sino también los
modos de conducta corrientes, la manera habitual de amar, odiar y actuar en situa­
ciones diversas, pueden ser genéticamente comprendidos como dependientes de
condiciones inconscientes”. Y sólo entonces es posible el estudio analítico sis­
temático del carácter. (Otto Fenichel, The Psychoanalytic Theory of neurosis
[1945], 463.)
[382] Elaboraciones: 1902-1915

la sensatez, del diferimiento beneficioso. Obedece al principio de realidad


(por lo menos durante parte del tiempo).
Todo niño debe experimentar la entronización del principio de realidad
como “un paso consecutivo” *133 que la vida obliga a dar. Cuando el niño
descubre que imaginar la realización de sus deseos no basta para asegurar
su satisfacción real, empieza a cultivar sus dones para comprender y —en
lo posible— manipular y controlar el mundo exterior. En concreto, esto
significa que el niño aprende a recordar, a prestar atención, a juzgar, a pro­
yectar, a calcular, a tratar al pensamiento como a una forma experimental
de acción, a poner a prueba la realidad. No hay nada fácil, y mucho menos
automático, en este proceso secundario: el incauto e imperioso principio
de placer sólo lentamente cede su influencia sobre el joven ser en creci­
miento, y a veces incluso la reafirma. Sin duda el niño, con su agudo con­
servadurismo, recuerda placeres que alguna vez disfrutó, y no está dispues­
to a renunciar a ellos, ni siquiera por la perspectiva de satisfacciones
posteriores, mejores, más seguras. De modo que ambos principios coexis­
ten de manera incómoda, y a menudo entran en conflicto.
Freud no sostuvo que este conflicto fuera inevitable, y de hecho se
entregó momentáneamente a un optimismo desacostumbrado en él. “En
realidad, la sustitución del principio de placer por el principio de realidad
no significa la deposición del principio de placer sino sólo su protec­
ción.” La relación última entre ambos principios es necesariamente
distinta en cada problema, pero la “realidad externa” adquiere una “impor­
tancia acrecentada” con el paso del tiempo. *137 Sin embargo Freud recono­
cía que las pulsiones sexuales tienen una resistencia particular a la educa­
ción, puesto que pueden satisfacerse mediante la actividad autoerótica, en
el propio cuerpo de la persona. Y la resistencia de esas pulsiones a aceptar
las imposiciones de la realidad fertiliza el terreno para neurosis posterio­
res. Por ello es esencial para la cultura negociar con el principio de placer
al servicio del principio de realidad, lograr que el “yo placer” ceda, por lo
menos en parte, al “yo realidad'. También por esto la conciencia tiene un
importante trabajo que realizar en el funcionamiento mental: su función
consiste principalmente en asegurar la influencia de la realidad en la men­
te. Pues —según Freud recuerda a sus lectores— en el inconsciente, en el
oscuro reino de la represión y las fantasías, la prueba de la realidad no tie­
ne ningún poder. La única moneda válida en ese país —observa Freud con
su mejor estilo metafórico— es “el dinero neurótico”. *13« En consecuen­
cia, los momentos de tregua no pueden oscurecer el hecho de que, a juicio
de Freud, la vida mental es una guerra más o menos continua.
El ensayo sobre el funcionamiento mental aborda la mente individual,
principalmente el perturbado tráfico entre sus dominios inconsciente y
consciente. Pero, implícitamente, Freud allanaba el camino para una psi­
cología social psicoanalítica. Las fuerzas que primero impelen al niño a
negociar con el principio de realidad, cuando todavía se atiene a la razón
Aplicaciones y consecuencias [383]

sólo de manera provisional e intermitente, son en su mayor parte exter­


nas: acciones de otras personas con autoridad. La ausencia temporal de la
madre, el castigo paterno, las inhibiciones que alguien implanta (la niñe­
ra, el hermano mayor, un compañero de escuela) son el gran “NO” social:
frustran deseos, canalizan apetitos, obligan a diferir la satisfacción. Des­
pués de todo, incluso la más íntima de las experiencias, el complejo de
Edipo, emerge y sigue su curso en una situación exquisitamente social.
En 1911 (el año en que publicó su artículo sobre el yo placer y el yo
realidad) Freud estaba completamente convencido de que la psicología
individual no se puede separar de la psicología social. a Tres años antes,
ya había señalado lo mismo en un trabajo informal: “La moral sexual
‘cultural’ y la nerviosidad moderna”. Allí había sugerido que lo que veía
como la gran difusión de las enfermedades nerviosas en su época era la
consecuencia de una autonegación excesiva que la sociedad respetable de
clase media imponía a las necesidades sexuales de los seres humanos
corrientes. En pocas palabras, el inconsciente no puede huir de la cultura.
Su artículo sobre los dos principios del funcionamiento mental, pues,
junto al trabajo sobre el nerviosismo, apuntaban sutilmente a nuevos
puntos de partida.

Los escritos de Freud de los años anteriores a la Primera Guerra


Mundial, con su rostro de Jano, pretendían al mismo tiempo realizar un
resumen e incitar a la revisión; ese carácter doble es más espectacular en el
subversivo artículo sobre el narcisismo (es decir, subversivo con respecto
a los propios puntos de vista freudianos siempre). En su estilo caracterís­
tico, Freud lo etiquetó de introductorio. No se trataba de falsa modestia; se
quejó de que redactar ese trabajo le había resultado desagradable y que tuvo
dificultades para encerrar dentro de aquel marco los pensamientos que lo
desbordaban. Pero estaba seguro de poder usarlo como un arma en su cru­
zada contra sus oponentes: “El Narcisismo, supongo, madurará durante el
verano” le escribió a Ferenczi inmediatamente antes de salir de Viena para
tomarse sus vacaciones veraniegas de 1913; a su juicio, era “el ajuste de
22 *09 A principios dé octubre, cuando acaba­
cuentas científico con Adler”. 21
ba de volver de sus “17 deliciosos días” *140 pasados en Roma, pudo infor­
mar que el ensayo estaba prácticamente listo. *141 Le comentó a Ernest
Jones que le gustaría hablar sobre aquel trabajo con él, y también “con
Rank y Sachs”. *142

21 Freud examinó la relación entre la psicología individual y la social en


Psicología de las masas y análisis del yo. Véase la pág. 453.
22 “Introducción al narcisismo” fue también un ajuste de cuentas con Jung,
aunque, como observó Abraham después de leer un borrador del ensayo, Freud
podría haber subrayado con más fuerza aun el contraste entre “la terapia de Jung
y el psicoanálisis”. (Abraham a Freud, 2 de abril de 1914, Freud-Abraham, 165
[169].)
[384] Elaboraciones: 1902-1915

Sus partidarios estaban ansiosos por recoger cualquier clarificación


que Freud pudiera ofrecer; Jones atestiguó que el ensayo les resultó “per­
turbador” a todos. *143 En realidad, tampoco el propio Freud se sentía
cómodo, sino más incómodo que de costumbre. Dándole un tono sombrío
a una de sus metáforas favoritas, le dijo a Abraham, en marzo de 1914,
que el ensayo “había sido un parto difícil y presenta todas las deformacio­
nes consiguientes. Naturalmente, no me gusta demasiado, pero por ahora
no puedo ofrecer ninguna otra cosa”. *144 Completarlo no le procuró nin­
gún alivio; por el contrario, persistieron en él desagradables síntomas físi­
cos: dolores de cabeza y trastornos intestinales. *345 En consecuencia, le
encantó que Abraham le dijera que el artículo era realmente brillante y
convincente: *146 se sintió encantado, conmovido, pero no totalmente tran­
quilizado. “Tengo una sensación muy fuerte de que allí falla algo.” *147
Desde luego, durante esos meses, Freud se encontraba en un estado de áni­
mo batallador; estaba redactando la bomba contra Adler y Jung, al mismo
tiempo que pulía el ensayo sobre el narcisismo. Pero en él se agitaba algo
más escurridizo. Estaba al borde de una nueva reflexión sobre la psicolo­
gía que sólo había proyectado explicar.
“Introducción al narcisismo” lleva más lejos, y da una complejidad
mayor y más adecuada a las ideas sobre el desarrollo mental que Freud
había lanzado unos cinco años antes. Ya en noviembre de 1909, al comen­
tar un artículo de Isidor Sadger en la Sociedad Psicoanalítica de Viena,
había sugerido que el narcisismo, “el apasionamiento hacia la propia per­
sona (= hacia los propios genitales)” es “uria etapa necesaria del desarrollo
en la transición desde el autoerotismo hasta el amor objeta!”. *148 Como
hemos visto, había formulado por primera vez esa proposición en letras de
imprenta en su ensayo sobre Leonardo; volvió a referirse a ella en el traba­
jo sobre Schreber, y de nuevo lo hizo, concisa pero sugestivamente, en
Tótem y tabú. “Narcisismo” era un término atractivo que recordaba a
uno de los más queridos mitos griegos de Freud: el del hermoso joven que
murió de amor por sí mismo; se había inspirado (reconociéndolo explíci­
tamente) en el psiquiatra alemán Paul Nacke y en Havelock Ellis. Pero
sus posibilidades explosivas no se pusieron de manifiesto hasta que redac­
tó, en 1914, el artículo dedicado al tema.
En Tótem y tabú, Freud había observado que la etapa narcisista nunca
se supera por completo, y que parece constituir un fenómeno muy gene­
ral. En el nuevo trabajo puntualizó las implicaciones de sus pensamientos

23 Allí escribió que, rastreando la energía sexual en evolución (libido) hasta


la infancia, los psicoanalistas se habían visto impulsados a dividir en dos etapas
más tempranas el autoerotismo. En la primera de esas fases, un conjunto de pul­
siones parciales independientes busca una satisfacción primitiva en el cuerpo,
mientras que en la segunda, las pulsiones sexuales, ya unificadas, toman como
objeto al propio yo. Esta segunda fase es en sentido propio la etapa del "narci­
sismo” (Tótem und Tabú, GWIX, 109/Totem and Taboo, SE XIII, 89.)
Aplicaciones y consecuencias [385]

fragmentarios. Originalmente, la denominación “narcisismo” se aplicó a


una perversión: los narcisistas eran desviados que sólo podían logran satis­
facción sexual tratando sus propios cuerpos como objetos eróticos. Pero
—observó Freud— esos pervertidos no tenían el monopolio de aquel tipo
de erotismo centrado en la propia persona. Después de todo, también los
esquizofrénicos *149 retiraban su libido del mundo exterior sin que se extin­
guiera; más bien —aducía Freud— cargaban con ella su propia persona.
Esto no era todo: los observadores psicoanalíticos también habían descu­
bierto pruebas generalizadas de rasgos narcisistas en neuróticos, niños y
tribus primitivas. En Tótem y tabú, Freud ya había añadido los amantes a
su cada vez más larga lista. No podía eludir la conclusión de que, en su
sentido más amplio, el narcisismo no era “una perversión, sino el com­
plemento libidinal del egotismo del instinto de conservación”. *15<>La pala­
bra adquirió un ámbito de significación en rápido desarrollo, primero en
las propias manos de Freud, y después, mucho más irresponsablemente,
en el uso general, con gran perjuicio para su empleo diagnóstico. Cuando
“narcisismo” entró en el discurso culto, en la década de 1920 y después,
empezó a emplearse de modo impreciso, no sólo como etiqueta de una per­
versión sexual o de una etapa del desarrollo, sino también de un síntoma
de la psicosis y de una variedad de relaciones objétales. De hecho, algunos
lo explotaron como término cómodo para designar una corrupción de la
cultura moderna, o incluso como sinónimo vago de la autoestima exage­
rada.
Aun antes de que esa proliferación de significados hubiera agotado
prácticamente su precisión, el “narcisismo” suscitó algunos problemas
inconvenientes, que Freud se resistió un poco a abordar: “Uno se resiste a
la idea de abandonar la observación por estériles controversias teóricas”.
Pero, agregó, se tiene la obligación de realizar “un intento de clarifica­
ción”. *isi Ese intento imponía el reconocimiento de que el sujeto puede
elegirse a sí mismo (y lo hace) como objeto erótico del mismo modo que
elige a otros. En resumen, hay una “libido del yo” igual que hay una
“libido objetal”. El tipo narcisista, bajo el imperio de la libido del yo,
ama lo que es, lo que fue alguna vez, lo que le gustaría ser, o a la persona
que formó parte del propio sujeto. Pero no constituye una curiosidad o
una aberración rara: en todo cuarto de baño parece haber oculto algo de
narcisismo. Incluso el amor de los progenitores, “conmovedor, fundamen­
talmente tan infantil”, no es “más que el narcisismo renacido de los
padres”. *152 Mientras Freud iba compilando su cada vez más larga lista,
un tanto tendenciosa, reconoció tortuosamente que el mundo parecía estar
lleno de narcisistas, incluyendo entre éstos a mujeres, niños, gatos, crimi­
nales y humoristas.24

24 Desde luego, el punto más ofensivo de esa lista es el de las “mujeres”,


como el propio Freud reconoció: “Tal vez no sea superfino afirmar que”, al
[386] Elaboraciones: 1902-1915

Era perfectamente razonable que Freud se preguntara qué sucedía con


exactitud con toda la carga narcisista de la primera infancia. Después de
todo, el niño disfruta mucho con ese autoamor que parece tan natural, y
no puede renunciar a esa satisfacción (o a otras) sin sostener una lucha.
Freud siempre había insistido en esto. El tema hizo que Freud afrontara
problemas que no logró resolver por completo hasta después de la guerra.
En “Introducción al narcisismo” sostuvo que el niño en crecimiento, ante
las críticas de sus padres, sus maestras, o la “opinión pública”, renuncia al
narcisismo erigiendo un sustituto al que puede rendir homenaje en lugar de
su persona imperfecta. Este es el famoso “ideal del yo”, las voces censoras
del mundo convertidas en una voz propia. Como aberración patológica,
surge con la forma del delirio de estar siendo observado (reaparece
Schreber), pero en su forma normal es primo camal de lo que denomina­
mos la conciencia moral, que actúa como custodio del ideal del yo.
Al leer el artículo, Abraham quedó particularmente impresionado con
lo que Freud escribió sobre el delirio de ser observado, sobre la conciencia
moral y sobre el ideal del yo. Pero no realizó ningún comentario inmedia­
to acerca de la modificación que Freud introducía en su teoría de las pul­
siones. *153 Sin embargo, éste era el aspecto del artículo que Ernest Jones
consideró más perturbador. Si hay una “libido del yo” así como una “libi­
do objeta!”, ¿en qué iban a convertirse las distinciones en las que hasta ese
momento habían confiado los psicoanalistas? Allí residía la dificultad:
durante mucho tiempo Freud había dado por supuesta, y la expresó explí­
citamente en 1910, la idea de que las pulsiones humanas se dividen de
modo tajante en dos clases: las yoicas y-las sexuales. Las primeras son las
responsables de la autoconservación del individuo; no tienen nada que ver
con lo erótico. Las últimas reclaman la satisfacción erótica y sirven a la
conservación de la especie. *154 Pero si también el yo puede estar cargado
eróticamente, también las pulsiones yoicas deben ser de carácter sexual.
En el caso de que tal conclusión fuera correcta, se seguían consecuen­
cias radicales para la teoría psicoanalítica; pues contradice palpablemente
la formulación anterior de Freud, según la cual las pulsiones yoicas no
eran sexuales. Después de todo, ¿tenían razón los críticos que imputaban a
Freud el ser un pansexualista, un voyeur que detectaba el sexo en todas
partes? Freud lo había negado repetidamente y con vehemencia. ¿O bien
estaba en lo cierto Jung al definir la libido como una fuerza universal que
indiscriminadamente penetra todo esfuerzo mental? Freud se declaró imper­
térrito. Invocando la autoridad de su experiencia clínica, manifestó que las

describir a la mujer como narcisista, “estoy lejos de cualquier intención de deni­


grarla ”. Y negó albergar la menor inclinación a tendenciosidades de ese tipo.
(“Narzissmus”, GW X, 156 / “Narcissism”, SE XIV, 89.) Pero véanse las págs.
558-581.
Aplicaciones y consecuencias [387]

categorías de “libido del yo” y “libido objeta!” que acababa de introducir


eran una “ampliación indispensable” *155 del viejo esquema psicoanalítico,
e insistió en que en ellas no había nada muy nuevo, y sin duda nada en
absoluto que fuera perturbador. Sus partidarios en modo alguno estaban
tan seguros; vislumbraban las consecuencias radicales del ensayo con más
claridad que el propio autor. Emest Jones recordó que: “Le dio un desagra­
dable vuelco a la teoría de los instintos con la que el psicoanálisis había
trabajado hasta ese momento”. *156 “Introducción al narcisismo” puso muy
nerviosos a Jones y a sus amigos.
Esas evaluaciones contradictorias afectaban a los fundamentos de la
psicología como ciencia. Freud nunca quedó completamente satisfecho con
su teoría de las pulsiones, ni en su forma inicial ni en la posterior. En
“Introducción al narcisismo” se lamentó por “la completa falta de una teo­
ría de las pulsiones (Trieblehre)" que pudiera proporcionarle al investiga­
dor psicológico una orientación fiable. *157 Esa ausencia de claridad teórica
se debía en gran medida a la incapacidad de los biólogos y psicólogos para
generar un consenso acerca de la naturaleza de las pulsiones o instintos. A
falta de tal guía, Freud construyó su propia teoría observando los fenóme­
nos psicológicos a la luz de la información biológica de la que se dispo­
nía. Para entender la pulsión se necesita de ambas disciplinas, pues, según
sus propias palabras, está en el límite entre lo físico y lo mental. 23 Es
una incitación fisiológica traducida en un deseo.
En la época en que apareció “Introducción al narcisismo”, Freud toda­
vía declaraba estar más o menos resignado a una clasificación de las pul­
siones en las que apuntan a la autoconservación y las que apuntan a la
satisfacción sexual. Desde la década de 1880, como sabemos, gustaba de
citar las palabras de Schiller según las cuales el amor y el hambre mueven
al mundo. *158 Pero había empezado a advertir que al interpretar el narcisis­
mo como autoamor sexual, y no sólo como una perversión especializada,
liquidaba la simplicidad de su antiguo esquema. Aunque lo intentara, ya
no podía mantener una separación clara entre las dos clases de pulsiones
que le habían servido durante dos décadas: el hecho era que el amor a sí
mismo y el amor a otros sólo diferían por su objeto, no por su naturaleza.
En la primavera de 1914, la necesidad de reclasificar las pulsiones y de
realizar otros ajustes igualmente perturbadores en la teoría psicoanalítica
esteba convirtiéndose en demasiado obvia. Pero de una manera súbita, ines­
perada y molesta, lo mundano se entrometió y durante un tiempo desarticu­
ló los pensamientos de Freud con la mayor espectacularidad y brutalidad
imaginables. Había completado “Introducción al narcisismo” en marzo de
1914; lo hizo publicar en el Jahrbuch hacia fines de junio. Agotado por un
largo año de lucha cuerpo a cuerpo y una agenda atiborrada de pacientes,
Freud esperaba unas prolongadas vacaciones en Karlsbad y contar con algún

23 Véase la pág. 410.


[388] Elaboraciones: 1902-1915

tiempo para trabajar a solas. Pero al cabo de un mes descubrió que tenía
poco tiempo, y menos ganas, para explorar la dirección subversiva que su
pensamiento estaba tomando. Mientras Freud estaba a punto de realizar
grandes revisiones, la civilización occidental se volvía loca.

El final de Europa

El 28 de junio de 1914, el Hombre de los Lobos dio


un largo paseo por el Prater, reflexionando sobre los
instructivos y finalmente provechosos años que había
pasado en Viena tratándose con Freud. Más tarde recor­
dó que fue “un domingo muy caluroso y sofocante”.
Estaba a punto de terminar su análisis y de casarse con
una mujer que Freud aprobaba; toda parecía estar bien, y él volvió de su
paseo con un estado de ánimo esperanzado. Pero en cuanto llegó a su casa
la criada le entregó una edición extra con noticias asombrosas: el archidu­
que Francisco Fernando y su consorte habían sido asesinados en Sarajevo
por jóvenes activistas bosnios. *15’ Era ya un comentario demoledor sobre
aquel desvencijado anacronismo que era el multinacional imperio austro-
húngaro, que sobrevivía desafiante en una época de nacionalismo febril.
Las consecuencias de Sarajevo no fueron inmediatamente claras. Escri­
biéndole a Ferenczi “bajo la impresión del sorprendente asesinato”, Freud
estimó que la situación era impredecible y observó que en Viena la “sim­
patía personal” para con la casa imperial era muy poca. *16°Sólo tres días
antes, Freud había subrayado la aparición de su “Contribución a la historia
del movimiento psicoanalítico” con un agresivo comentario dirigido a
Abraham: “Ahora explotó la bomba”. *161 Después de Sarajevo, pareció
sin duda una bomba muy privada, muy mezquina. El estallido de la Prime­
ra Guerra Mundial estaba a sólo seis semanas de distancia.
Para el historiador de la cultura, el efecto de esa catástrofe tiene algo
de paradoja. La mayor parte de los movimientos artísticos, literarios e
intelectuales que hicieron tan estimulante la década de 1920 se iniciaron
mucho antes de 1914: la arquitectura funcional, la pintura abstracta, la
música dodecafónica, las novelas experimentales... y el psicoanálisis. Al
mismo tiempo, la guerra destruyó un mundo para siempre. Recordando a
fines de 1919 la época anterior a la gran locura, el economista inglés John
Maynard Keynes la describió como un momento de progreso extraordina­
rio. La mayor parte de la población —escribió en un célebre fragmento—
“trabajaba duramente y tenía un bajo nivel de vida, pero, a juzgar por
todas las apariencias, estaba razonablemente contenta con esa suerte. Sin
embargo cualquier hombre de capacidad o carácter superiores al promedio
Aplicaciones y consecuencias [389]

podía escapar a ese destino e ingresar en las clases media y alta, y la vida
le ofrecía, a bajo costo y con mínimos problemas, comodidades, confort y
cosas agradables que habían estado fuera del alcance de los más ricos y
poderosos monarcas de otras épocas”.
Un trabajador social o un radical convencido que observara la situación
podría haberle dicho a Keynes que ése era un modo demasiado optimista de
juzgar el bienestar y la movilidad social de los pobres. Pero en lo que res­
pecta a la importante clase media, la apreciación resultaba bastante exacta.
“El habitante de Londres podía pedir por teléfono, mientras tomaba el té en
la cama, los variados productos de toda la tierra, en las cantidades que con­
siderara adecuadas, y esperar razonablemente una pronta entrega a domici­
lio; al mismo tiempo y por los mismo medios podía arriesgar su fortuna
en los recursos naturales y en nuevas empresas de cualquier rincón del
mundo, y compartir, sin esfuerzo ni siquiera molestia, sus frutos y venta­
jas futuros.” Si lo deseaba, ese londinense disfrutaba de placeres análogos
en el extranjero, “sin pasaporte ni ninguna formalidad”. Simplemente man­
daba a “su criado a la sucursal cercana de un banco para que lo proveyeran
de la cantidad de metales preciosos que considerara conveniente”, y después
podía viajar al extranjero, “sin conocer la religión, el idioma o las costum­
bres, llevando consigo oro acuñado”; por lo demás, se hubiera sentido
“sumamente vejado y muy sorprendido ante el menor obstáculo”. Keynes
concluye su enumeración nostálgica señalando que “lo más importante de
todo” era que “consideraba ese estado de cosas como normal, seguro y per­
manente, salvo en la dirección de un perfeccionamiento adicional, y veía
toda desviación con respecto a aquél como aberrante, escandalosa y evita­
ble”. El militarismo y el imperialismo, las rivalidades culturales y racia­
les, y otros problemas, “eran poco más que las distracciones que le propor­
cionaba su periódico”, y no tenían una influencia real en su vida. *1®
El mismo lirismo de ese réquiem por un modo de vida ya extinguido
documenta cuánta devastación y desesperación dejó la guerra detrás de sí.
En comparación, el mundo anterior a agosto de 1914 resplandecía como
una tierra feliz de fantasías realizadas. Era una época en la que Freud podía
enviar una carta de Viena a Zurich o Berlín, el lunes, y confiar en recibir
la respuesta el miércoles; una época en la que podía decidir en cualquier
momento visitar Francia, o cualquier otro país civilizado, sin ningún trá­
mite previo ni documentos formales. Solamente Rusia, considerada una
avanzadilla de la barbarie, exigía un visado para permitir la entrada de
turistas.
Durante el medio siglo relativamente pacífico anterior a agosto de
1914 habían existido militaristas que rogaban por la guerra, generales que
la planificaban, profetas de la ruina que la predecían. Pero sus voces cons­
tituían una inequívoca aunque ruidosa minoría; cuando, en 1908, el bri­
llante psicólogo social inglés Graham Wallas previno que “los horrores
de una guerra mundial” eran un peligro real, *164 la mayoría de su contem­
[390] Elaboraciones: 1902-1915

poráneos se negaron a creer en esa aterradora fantasía. Sin duda, la forma­


ción de bloques hostiles de grandes potencias, con Gran Bretaña y Francia
enfrentadas a la Triple Alianza de Alemania, Austria-Hungría e Italia,
representaba un presagio amenazante; otro era la carrera armamentista, en
especial la intensificada rivalidad naval de Inglaterra y Alemania. Por otra
parte, el Kaiser Guillermo anhelaba lo que denominaba “un lugar al sol”,
y esto significaba una Alemania compitiendo por colonias con las otras
potencias en Africa y el Pacífico, en desafío a la tradicional supremacía
marítima británica. Los tempestuosos discursos del Kaiser, y sus vagas
referencias a una lucha a muerte entre las razas teutónicas y eslava, daban
razones adicionales para sentirse nervioso. Su retórica era el eco de una
interpretación establecida y vulgarizada de las enseñanzas de Darwin, que
las consideraba una recomendación de las luchas sanguinarias entre los
pueblos o “razas” como una vía hacia la salud, sin duda necesaria para la
supervivencia nacional.
Lo que es más, desde 1900 en adelante, fue un lugar común considerar
los Balcanes como “un polvorín”: la prolongada agonía del Imperio Oto­
mano, que había ido perdiendo influencia durante un siglo en sus dependen­
cias africanas y balcánicas, tentaba a los políticos aventureros a realizar
despliegues belicosos y expediciones temerarias. Además, la prensa sensa-
cionalista de las grandes ciudades también hizo lo que pudo, echando leña al
fuego de la excitación chauvinista. El 9 de diciembre de 1912, con los Bal­
canes una vez más alborotados, Freud le comentó a Pfister, al pasar, que *
aunque todo estaba bien en su casa, “la expectativa de la guerra nos hace
perder el aliento”. *1« El mismo día le escribió a Ferenczi que “el ánimo
bélico domina nuestra vida cotidiana”. *166 Pero el hecho de que se hablara
de confrontaciones en preparación, y el afanoso armamentismo con vistas a
la contienda, no hacía inevitable una gran guerra. Además, la Primera Gue­
rra Mundial, por su duración y su precio, no se asemejó en modo alguno a
los temores —o esperanzas— de quienes la habían predicho.
Habían existido muchos argumentos persuasivos en favor de la paz,
entre ellos la pura conveniencia. La red en expansión del comercio mundial
convertía la guerra en una perspectiva calamitosa para los comerciantes,
banqueros e industriales. El animado tráfico de las artes plásticas, la
literatura y las ideas filosóficas a través de las fronteras había establecido
una fraternidad internacional civilizada, en sí misma agente informal de la
paz. El psicoanálisis no era el único movimiento intelectual cosmopolita.
Recordando los hechos, Freud escribió con tristeza que se había esperado
que el “elemento educativo” de la coerción moral pusiera freno a todo aque­
llo, y que en “la espléndida comunidad de intereses creada por el comercio y
la producción” dicha coerción hallara su inicio. *167 Las grandes potencias,
todavía ligadas entre sí en el concierto de Europa, actuaban para que las
guerras locales no dejaran de ser locales. Encontraban un aliado inesperado
en el movimiento socialista internacional, cuyos líderes predecían con toda
Aplicaciones y consecuencias [391]

confianza que las maquinaciones de los malévolos traficantes de guerras se


verían malogradas por una huelga de los proletarios con conciencia de clase
de todo el mundo. Los deseos de los comerciantes pacíficos y de los radica­
les pacifistas se vieron patéticamente frustrados; durante unas pocas sema­
nas frenéticas, se desencadenaron fuerzas agresivas claramente suicidas que
la mayoría de la gente consideraba controladas para siempre.

En las semanas que siguieron al episodio de Sarajevo, los políticos


y. diplomáticos austríacos asumieron una línea dura, apoyados por la segu­
ridad de Alemania. Si hubiera tenido acceso a sus despachos confidencia­
les, Freud los habría interpretado como expresiones de hombres angustia­
dos que se sentían presionados a desplegar su virilidad. Hablaban de cortar
con violencia el nudo gordiano, de deshacerse de los serbios de una vez por
todas, de la necesidad de actuar “ahora o nunca”, del miedo a que el mundo
pudiera interpretar una política austríaca conciliatoria como una confesión
de debilidad. En otras palabras, sentían que era esencial sustraerse al estig­
ma de la indecisión, el afeminamiento, la impotencia. *168 El 23 de julio,
los austríacos se enfrentaron a los serbios con una nota imperiosa, prácti­
camente un ultimátum; cinco días más tarde, aunque la respuesta fue rápi­
da y apaciguadora, Austria declaró la guerra.
La medida gozó de una inmensa popularidad en Austria. “Este país
—observó el embajador británico— enloqueció de alegría ante la perspec­
tiva de una guerra con Serbia, y posponerla o impedirla habría provocado
sin duda una gran decepción.” *i6 ’ Después de mucho tiempo, por fin era
posible mantenerse en pie erguido. “Hay realmente grandes festejos y
demostraciones de alegría”, le informó Alexander Freud, desde Viena, a su
hermano Sigmud, que había estado en Karlsbad durante dos semanas.
“Pero —agregó, debilitando un tanto la descripción del contento gene­
ral—, en general la gente está muy abatida, pues todos tienen amigos y
conocidos que están siendo reclutados”. Esto no le impedía hacer gala de
cierta agresividad. Estaba contento de que, “a pesar de toda la aflicción”,
Austria se hubiera decidido a actuar y a defenderse. “Las cosas no podían
seguir así.” *170 Esa posición, como Alexander Freud no dejó de observar,
era también la de su hermano en esa época; Freud estaba padeciendo un
inesperado acceso de patriotismo. “Quizá por primera vez en treinta años
—le escribió a Abraham a fines de julio—me siento austríaco y me gusta­
ría darle sólo una vez más una oportunidad a este imperio no demasiado
prometedor.” 2« *ni Acogió con entusiasmo la actitud rígida de Austria con

26 Casi tres décadas antes, durante su estancia en París, Freud se había pre­
sentado como un poco patriota, realizando comparaciones, entre él mismo y los
frívolos parisienses, desfavorables para estos últimos. Pero incluso entonces su
lealtad nacional estaba lejos de ser inquívoca. Recordemos que ante un patriota
francés se había declarado, no austríaco ni alemán, sino judío.
[392] Elaboraciones: 1902-1915

respecto a Serbia, y se congratuló por el apoyo alemán a la posición de su


país.
De ningún modo puede considerarse que todas las maniobras diplomá­
ticas de esos días fueran ostentación de activismo y virilidad; hasta el
final, británicos y franceses procuraron atemperar las reacciones. Sin nin­
gún resultado: los responsables políticos de las Potencias Centrales
—Austria-Hungría y Alemania— tenían intenciones más tortuosas,
menos pacíficas. Proyectaban mantener neutral a Gran Bretaña y —lo que
era más siniestro— trataron de atribuirle la responsabilidad de todo el enre­
do a los rusos, a los que describían como intransigentes e impulsivos. Sin
embargo, sólo pocos creían en la proximidad de una gran conflagración, y
Freud no se contó entre ellos. En caso contrario, habría insistido en que
su hija Anna interrumpiera el viaje que estaba realizando a Inglaterra a
mediados de julio, *172 no habría salido de Viena aproximadamente al mis­
mo tiempo, ni invitado a Eitingon con su nueva mujer a que lo visitara
en Karlsbad a principios de agosto. *173
Como veremos, Freud tenía la mente puesta en Anna y el psicoanáli­
sis, no en la política internacional: las cartas emocionales de Ferenczi le
resultaban una carga, de modo que le dijo con franqueza que iba a inte­
rrumpir su correspondencia con él por algún tiempo, para concentrarse en
el trabajo, “por lo cual no puedo dedicarme a ser sociable”. *174 Pero el
mundo no lo dejó en paz. “¿Qué dices tú, desde allí, sobre las probabilida­
des de la guerra y la paz?”, le preguntó su hermana Mathilde el 23 de
julio. *175 Evidentemente, él preveía, o tal vez sería más preciso decir,
tenía la esperanza de un conflicto estrictamente limitado. “Si la guerra
queda localizada en los Balcanes —le escribió a Abraham el 26 de julio—
no será demasiado mala.” Pero —agregó—, con los rusos uno nunca
sabe. *176
La inseguridad de Freud reflejaba la sensación general de suspense.
Incluso el 29 de julio, se preguntó en voz alta si tal vez al cabo de dos
semanas el mundo, medio avergonzado, no iba a olvidar toda esa excita­
ción o si la largamente anunciada “decisión de los destinos” estaba enton­
ces al alcance de la mano. *177 Abraham, como de costumbre, siguió risue­
ño. “Creo —le escribió a Freud el mismo día— que ninguna gran potencia
provocará una guerra general.” * ' 7« Cinco días después, el 3 de agosto, sir
Edward Grey, secretario de relaciones exteriores británico, previno a los
alemanes sobre las consecuencias que acarrearía la violación por parte de
estos últimos de la neutralidad de Bélgica. Al final del día, Grey, de pie
frente a la ventana de su oficina, observó con tristeza, acompañado por un
amigo, cómo afuera se encendían las luces. “Las luces están apagándose
en toda Europa”, dijo, y profetizó memorablemente: “No las volveremos a
ver encendidas en nuestra vida”. *i 7«
En Viena, la tensión estaba centrada en lo que haría Gran Bretaña. Ita­
lia se había declarado neutral, aduciendo justificaciones legalistas por no
Aplicaciones y consecuencias [393]

cumplir con las obligaciones contraídas con la Triple Alianza. El 4 de


agosto, Alexander Freud le escribió a su hermano que esa actitud era de
esperar. Pero en ese momento todo dependía «de la actitud de Inglaterra; la
decisión se conocerá esta noche. Los románticos sostienen que Inglaterra
permanecerá al margen; un pueblo civilizado no tomará partido por los
bárbaros, etcétera. A diferencia de su hermano, Alexander Freud era anglò­
fobo, y de ningún modo romántico, por lo menos con respecto a ese tema.
“Mi buen y viejo odio a la perfidia inglesa probablemente estará en lo
cierto; ellos no tendrán inconveniente en tomar partido por los ru­
sos.”27 *18° Pérfida o no, ese día, el 4 de agosto, después de que se confir­
mara la invasión de Bélgica por Alemania, Gran Bretaña entró en la gue­
rra. El viejo orden europeo había desaparecido.

La guerra que estallo a fines de julio y se extendió a principios de


agosto de 1914 llegó a absorber a la mayor parte de Europa y territorios
adyacentes: el imperio austro-húngaro, Alemania, Gran Bretaña, Francia,
Rusia, Rumania, Bulgaria, Turquía. La causa de los aliados se vería más
tarde fortalecida por la participación de Italia y Estados Unidos. Pocos sos­
pechaban que la guerra iba a durar mucho; la mayoría de los observadores
del campo de las Potencias Centrales predijeron que los eficientes ejércitos
alemanes llegarían a París en Navidad. El frío pronóstico de Alexander
Freud en cuanto a que el conflicto sería largo y costoso más bien consti­
tuía una rareza. “Ningún hombre razonable duda de que finalmente triunfa­
rán los alemanes”, le escribió a su hermano el 4 de agosto. “Pero cuánto
tiempo transcurrirá hasta que se alcance el éxito final, qué inmensos sacri­
ficios en vidas, riqueza y fortuna costará el asunto, ésa es la cuestión que
nadie se atreve a afrontar.” *»«
Lo más extraordinario de esos calamitosos acontecimientos no era tan­
to que se hubieran producido como el modo en que se los recibió. Europe­
os de todo tipo se unieron en un saludo a la guerra que tenía casi el fervor
de una experiencia religiosa. Aristócratas, burgueses, obreros y compesi-
nos; reaccionarios, liberales y radicales; cosmopolitas, chauvinistas y
regionalistas; soldados feroces, eruditos preocupados y suaves teólogos:
todos se sumaban en un goce belicioso. La ideología trinfante era el
nacionalismo, incluso entre la mayoría de los marxistas; un nacionalismo
llevado al punto álgido de la histeria. Algunos dieron la bienvenida a la
guerra como oportunidad para ajustar viejas cuentas, pero —lo que era

27 Los dos hermanos, que coincidían en muchas cosas, no estaban de acuerdo


acerca de Inglaterra, a la que, como sabemos, Freud admiraba mucho, lo mismo
que su hijo Martin. “Las noticias de que Inglaterra está del lado de nuestros opo­
nentes —escribió a su padre dos días después de que se declarara la guerra— eran
de esperar, pero no dejan de ser un duro golpe para nuestros sentimientos”. Agre­
gaba: “¿Tienes noticias de Anneri?” (Martin Freud a Freud, 6 de agosto de 1914,
Freud Museum, Londres.)
[394] Elaboraciones: 1902-1915

más siniestro— para la mayoría la lucha sacaba a la luz la virtud del pro­
pio país y el carácter malvado del enemigo. Los alemanes se complacían
en pintar a los rusos como bárbaros incurables, a los ingleses como tende­
ros hipócritas, a los franceses como cerdos libidinosos; ingleses y france­
ses, por su parte, descubrieron de pronto que los alemanes eran una amal­
gama maloliente de burócrata abyecto, metafísico confuso y sádico huno.
La familia europea de la alta cultura quedó destruida cuando los profesores
devolvieron los títulos honorarios otorgados por países enemigos, y se
prestaron a poner sus conocimientos al servicio de la demostración de que
la pretendida educación y cultivo de los adversarios no eran más que una
máscara basada en la codicia o la erótica del poder.
Ese era el estilo de pensamiento que a Freud empezó a parecerle in­
creíble. Los oradores, en prosa y en verso, saludaban a la guerra como a
un rito de purificación espiritual. Estaba destinada a restaurar las antiguas
virtudes heroicas, casi perdidas, y a servir de panacea para remediar la
decadencia que los críticos de la cultura ya hacía mucho tiempo que habían
observado y deplorado. La fiebre bélica patriótica atacó a novelistas, histo­
riadores, teólogos, poetas, compositores, en todos los bandos, pero tal vez
con mayor fervor en Alemania y Austria-Hungría. El poeta alemán Rainer
María Rilke, mezcla única de refinamiento y misticismo, celebró el esta­
llido de las hostilidades con “Cinco cantos”, que datan de agosto de 1914,
en los cuales veía al “más remoto e increíble Dios de la Guerra” irguién­
dose de nuevo: “Por fin un Dios. Puesto que muchas veces ya nos aferra­
mos al ser pacífico, el Dios de la Batalla súbitamente nos aferra a noso­
tros, arroja la tea”. *182 Hugo von Hofmannsthal, el prolífico esteta
vienés, se convirtió en un asiduo propagandista oficial de la causa austría­
ca y se jactó —o permitió que otros se jactaran en beneficio suyo— de su
valor militar. *is3 Incluso Stefan Zweig, más tarde un pacifista clamoroso,
tuvo ambiciones militares en los primeros días de la guerra, y hasta el
momento en que se convirtió a la causa de la paz sirvió alegremente a la
máquina de propaganda austríaca, en gran medida como lo estaba haciendo
Hofmannsthal. “¡Guerra! —exclamó Thomas Mann en noviembre de
1914—, Lo que sentíamos era purificación, liberación, y una enorme
esperanza”; ella “enciende los corazones de los poetas” con una sensación
de alivio: “¿Cómo podría el artista, el soldado qüe hay en el artista, no
alabar a Dios por el colapso de un mundo pacífico con el que se le alimen­
taba, ¡con el que se le alimentaba tanto!”28 *184

28 Algunos toques de esa excitación alcanzaron incluso a las muy pocas per­
sonas —como Arthur Schnitzler— que se negaron heroicamente a intercambiar
sus sentimientos humanitarios por aquel patriotismo fácil con el que uno podía
embriagarse a sí mismo. Fritz Wittels recordó haberse encontrado con Arthur
Schnitzler después de un hecho extraño como fue una victoria austríaca sobre los
rusos, y le sorprendió descubrir que el más áspero de los escritores se sentía con­
movido y deleitado: «Me dijo: “Usted sabe cuánto odio casi todo lo de Austria,
Aplicaciones y consecuencias [395]

Como su devastador crítico Karl Kraus se deleitaba en señalar, los


escritores que lanzaban ese frenético llamamiento a las armasr casi demen­
te, luchaban con energía y éxito para eludir el servicio en el frente. Pero
esa contradicción no los perturbaba ni los silenciaba. Su estallido consti­
tuía un clímax congruente con las décadas de irritación suscitada por lo
que a ellos y a sus antepasados de vanguardia les gustaba denunciar como
cultura burguesa embotada, segura, desgastada; esos arranques resumían un
frívolo, refinado e irresponsable apasionamiento con el absurdo, la purifi­
cación y la muerte. En el verano de 1914, tal tipo de discurso arrastró a
poblaciones completas en una contagiosa psicosis de guerra. Fue un ejem­
plo notable de lo susceptible a la regresión colectiva que pueden ser perso­
nas presumiblemente sensibles y educadas.

Al principio, los optimistas alemanes y austríacos, fréneticos o no,


se apoyaron ampliamente en los comunicados militares. Hacia fines de
agosto, Abraham le anunció a Freud “novedades deslumbrantes”. “Las tro­
pas alemanas están a 100 kilómetros escasos de París. Bélgica está liqui­
dada; Inglaterra, en tierra, no menos.” *185 Dos semanas más tarde, infor­
mó que “nosotros”, en Berlín, «nos hemos tranquilizado mucho por la
derrota total de los rusos en Prusia Oriental. En los próximos días espera­
mos noticias favorables de las batallas sobre el Mame”. Cuando se hubie­
ra vencido en ellas, Francia quedaría “esencialmente liquidada”. *186 A
mediados de septiembre, Eitingon le manifestó su admiración a Freud por
“el comienzo incomparablemente espléndido en el este y el oeste”, aunque
admitía que “el tiempo parece haberse vuelto un tanto más lento”. *187
Lo mismo que sus seguidores, también Freud, durante cierto tiempo,
se permitió una credulidad partidista, mientras llegaban del frente noticias
animosas, incluso triunfantes. Pero nunca se entregó por completo a la
exaltación casi religiosa, irracional, de un Rilke o un Mann. En septiem­
bre, al visitar a su hija Sophie Halberstadt para ver a su primer nieto,
Emst, descubrió que sus reacciones de nuevo estaban adquiriendo una cier­
ta complejidad. “No es la primera vez que estoy en Hamburgo —le escri­
bió a Abraham— pero por primera vez no me encuentro aquí como si
estuviera en una ciudad extranjera.” Sin embargo, confesó, hablaría «del
éxito de “nuestra” prestación de guerra, y descubriría las probabilidades de
“nuestra” batalla de millones»; *188 esas extrañas comillas sugieren una
cierta sorpresa consigo mismo.
Mientras Freud se preparaba para su viaje a Hamburgo, se preguntó si

pero cuando me enteré de que se había superado el peligro de una invasión rusa,
me sentí como de rodillas y besando este suelo nuestro”». (Wittels, “Wrestling
with the Man”, 5.) Esto no era excitación chauvinista, sino el tipo de sentimien­
tos antirrusos que compartían casi todos los autríacos, incluso Freud.
[396] Elaboraciones: 1902-1915

no se encontraría en Alemania cuando llegaran “las noticias de una victo­


ria ante París”. *189 Pero era demasiado escéptico como para abandonar por
completo la posición analítica, y la conservó desde el principio mismo de
las hostilidades. A fines de julio comentó: “Se observan en todas las per­
sonas los más auténticos actos sintomáticos”. *19° Además, su simpatía de
toda la vida por Inglaterra impedía en él un chauvinismo totalmente afir­
mado. El 2 de agosto le escribió a Abraham que apoyaría la guerra “con
todo mi corazón si no supiera que Inglaterra está en el lado erróneo”. *191
También a Abraham le resultaba embarazosa esa perspectiva, especialmen­
te cuando entre los que estaban en el lado erróneo se encontraba su buen
amigo e indispensable aliado Emest Jones. «¿También a usted —le pre­
guntó a Freud— le produce un sentimiento extraño que él esté entre nues­
tros “enemigos”?» *192 Freud sentía esa extrañeza agudamente. “¡Se ha
decidido en general —le dijo a Jones en octubre— no considerarlo a usted
un enemigo!” *193 No menos importante que su palabra fue el hecho de que
continuara carteándose con el discípulo inglés, el enemigo que no era ene­
migo, a través de países neutrales como Suiza, Suecia y los Países Bajos,
realizando solamente el gesto de escribir en alemán. *194

Sin duda, la principal razón por la cual el celo patriótico de Freud


pronto comenzó a declinar era que la guerra llegó a su casa desde el princi­
pio. Antes de que concluyera, sus tres hijos varones habían participado en
acciones, dos de ellos durante buena parte de la contienda. Lo que es más,
el estallido de las hostilidades prácticamente condenó a la ruina a su prácti­
ca; sus pacientes potenciales fueron reclutados, o bien les preocupaba más
la guerra que sus neurosis. “Estos son tiempos duros”, escribía ya el 14 de
agosto, con “nuestros intereses desvalorizados”. *195 En la primavera de
1915, estimó que el conflicto ya le había costado más de 40.000 coro­
nas. *196 Sin duda, la guerra representó un serio peligro para la superviven­
cia misma del psicoanálsis. El primer desastre se abatió sobre el congreso
de psicoanalistas que se proyectaba realizar en Dresden en septiembre de
1914. Después, uno tras otro, los seguidores de Freud fueron siendo llama­
dos al servicio militar; la mayoría de ellos eran médicos y por lo tanto pas­
to muy deseable para el Moloch castrense. Eitingon fue reclutado pronto; a
Abraham lo destinaron a una unidad quirúrgica cercana a Berlín. Ferenczi
fue incorporado a los húsares húngaros, en provincias, y sus obligaciones
resultaron ser más aburridas que exigentes; tenía más tiempo para sí mis­
mo que los otros analistas de uniforme. “Ahora usted es realmente el único
—le escribió Freud a Ferenczi en 1915— que está trabajando junto con
nosotros. Todos los otros están paralizados militarmente.”2’*192

29 Desde principios de 1916 en adelante, Ferenczi quedó incluso menos para­


lizado que antes: trasladado a Budapest como psiquiatra a media jornada de un
hospital militar, pudo reasumir algo de su actividad psicoanalítica. (Véase Mi-
Aplicaciones y consecuencias [397]

Pero el servicio al que se convocaba a sus seguidores médicos era más


molesto que peligroso; les permitía conseguir el tiempo suficiente para
responder a las ideas que el maestro vertía sobre ellos. Naturalmente, les
impedía la práctica analítica; tampoco podían seguir escribiendo y publi­
cando con la antigua eficiencia. A Freud, el futuro del psicoanálisis lo pre­
ocupaba lo bastante como para informar con alegría que el miope Hanns
Sachs había sido excluido del servicio militar. Mientras, tanto, su
amanuense de confianza, Otto Rank, se portó con valentía para no ser
incorporado al ejército, “defendiéndose de la patria como un león” *>» le
escribió Freud a Ferenczi. Las necesidades del psicoanálisis, lo mismo que
las noticias de sus hijos en el frente, pusieron a prueba los límites del
patriotismo de Freud.
Se vio empujado hasta tales límites en 1915, si no antes, cuando
Rank quedó finalmente preso en la red del reclutamiento militar; las fuer­
zas austríacas teman que enfrentarse a un nuevo enemigo, Italia, y estaban
dispuestas a echar mano incluso de los inútiles. Se le obligó a prestar ser­
vicio durante dos años, bastante lastimosamente, como editor de un perió­
dico de Cracovia. Rank estaba inmovilizado, “como prisionero de la direc­
ción de Krakauer Zeitung, y se siente un tanto deprimido”, le escribió
Freud a Abraham a fines de 1917. *200 Le parecía que condenar a Rank a
esa ocupación tediosa era sin duda alguna un desperdicio criminal.
No sorprende que quedara poco tiempo, y que hubiera aun menos dine­
ro, para destinar a las publicaciones psicoanalíticas; el Jahrbuch dejó de
editarse, mientras que Imago y el Internationale Zeitschrift für Psychoa-
nalyse (fundado en 1913) subsistieron con obstinación y muchas menos
páginas. La Sociedad Psicoanalítica de Viena, que durante años se había
reunido puntualmente todos los miércoles por la noche, pasó a hacerlo
quincenalmente y, desde principios de 1916, sólo cada tres semanas, o
incluso más esporádicamente. Desde luego, era por completo imposible
organizar los congresos internacionales de psicoanalistas que Freud y sus
seguidores consideraban la savia de su ciencia. En una malhumorada carta
de Navidad a Ernest Jones, enviada durante el primer año de la guerra,
Freud trazó un sombrío balance y realizó una no menos sombría predic­
ción: “No me ilusiono: la primavera de nuestra ciencia se ha interrumpido
abruptamente, nos encaminamos hacia un mal período; lo único que pode­
mos hacer es mantener algunas brasas encendidas en unos pocos corazo­
nes, hasta que un viento más favorable vuelva a levantar llamas. Lo que
Jung y Adler dejaron del movimiento, está pereciendo ahora en la contien­
da de las naciones”. Lo mismo que cualquier otra cosa internacional, la
asociación psicoanalítica había dejado de parecer algo viable, y los periódi-

chael Bálint, “Einleitung des Herausgebers”, en Sandor Ferenczi, Schriften zur


Psychoanalyse, 2 vols. [1970], I, xiii.)
[398] Elaboraciones: 1902-1915

eos psicoanalíticos agonizaban. “A todo lo que uno quería cultivar y cui­


dar, ahora hay que permitirle que prolifere salvajemente.” A largo plazo,
tenía confianza en la suerte “de la causa a la que usted consagra una adhe­
sión conmovedora”. Pero el futuro inmediato parecía oscuro, desesperado.
“No culparé a ninguna rata que vea abandonando el barco que se hun­
de.” *M1 Unas tres semanas más tarde, lo resumió todo con concisión: “La
ciencia duerme”. *202
Todo esto era bastante perturbador, pero tenía mayor importancia que
los hijos de Freud quedaran a salvo. Su hija menor, Anna, que había ido a
visitar Inglaterra a mediados de julio, fue sorprendida allí por el estallido
de las hostilidades. *203 Con la diligente ayuda de Jones, logró regresar a su
casa a fines de agosto, a través de una ruta tortuosa que pasó por Gilbraltar
y Génova. La gratitud de Freud fue elocuente. En octubre, le escribió a
Jones que “Todavía no he tenido la oportunidad, en estos tiempos desdi­
chados que nos empobrecen en bienes tanto ideales como materiales, de
agradecerle por el modo hábil y adecuado con que me envió de regreso a
mi pequeña hija, y por toda la amistad implícita en ello”. *204 Había sido
un gran alivio.
Después de dejar de preocuparse por el peligro que podía correr su
hija (en realidad, esa preocupación nunca fue muy aguda), Freud tenía que
tratar de salvaguardar a tres hijos mayores. Incluso en la primera erupción
de sus recobrados sentimientos austríacos, Freud pensó más en proteger a
sus muchachos que en las necesidades de la máquina de guerra austro-hún­
gara. “Por fortuna, mis tres hijos no han sido aceptados para el servicio”,
le confió a Abraham a fines de julio de 1914; las autoridades austríacas
rechazaron difinitivamente a dos de ellos, y excluyeron al tercero. *205
Prácticamente con las mismas palabras, en una carta dirigida a Eitingon
dos días más tarde, le repitió las mismas buenas noticias, comentando
que sus hijos estaban “afortunada e inmerecidamente” seguros. 3« *20« Pero
Martin, el mayor, se presentó como voluntario a principios de agosto.
“Hubiera sido intolerable para mí —le escribió al padre— permanecer
solo atrás, mientras todos los otros están partiendo”. Además, agregaba,
el servicio en el frente oriental le procuraría “la mejor oportunidad de
expresar con rudeza mi aversión a Rusia”; de ese modo, como soldado,
podría cruzar la frontera rusa sin el permiso especial que el imperio zaris­
ta les exigía a los judíos. *207 “Dicho sea de paso, desde que soy soldado
—volvió a escribirle al día siguiente— he estado esperando la primera
acción militar como una palpitante ascención por las montañas.” *208 No
se vio defraudado; logró ingresar en la artillería (donde había servido en

30 A fines de 1912, cuando ya existían ruidosos rumores de guerra, a Freud ya


le había preocupado la posibilidad de llegar a tener “3 hijos en el frente al mis­
mo tiempo”. (Freud a Ferenczi, 9 de diciembre de 1912. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.)
Aplicaciones y consecuencias [399]

tiempo de paz), y pronto participó en batallas en los frentes oriental y


meridional.
Oliver, el segundo hijo de Freud, siguió excluido del servicio militar
hasta 1916, pero (aunque por lo general menos expuesto que sus herma­
nos) tomó parte en una variedad de proyectos de ingeniería para el ejército.
Ernst, el menor, ingresó como voluntario en octubre (más bien tarde
como para participar en las acciones, pensaban sus camaradas), y prestó
servicios en el frente italiano. El yerno de Freud, Max Halberstadt, el
esposo de Sophie, participó en acciones en Francia, y en 1916 fue herido
y exento del servicio activo. A juzgar por sus condecoraciones y ascensos,
la valentía y el deleite de aquellos jóvenes con lo que estaban haciendo
rayaba a la misma altura que su retórica. 31 Freud no podía hacer más que
enviarles dinero y paquetes de comida, *209 y esperar lo mejor. “Nuestro
estado de ánimo —le escribió a Eitingon a principios de 1915— no es tan
brillante como en Alemania; el futuro nos parece impredecible, pero la
fuerza y la confianza alemanas tienen su influencia.” *210 No obstante las
perspectivas de victoria fueron haciéndose con toda claridad marginales en
el interés de Freud a medida que crecía su preocupación por la seguridad de
sus hijos, su yerno y su sobrino. Las referencias a las aventuras militares
de esos jóvenes representan un conmovedor contrapunto paternal de las
cuestiones prácticas que llenan sus cartas. Era raro que Freud escribiera a
sus asociados, incluso a Emest Jones, sin informarles de cómo les iba a
los soldados de su familia. Cuando volvían a casa con permiso, posaban
en uniforme para las fotografías familiares, acicalados y sonrientes.

A pesar de sus angustiadas reservas siguió identificándose con la


causa de las Potencias Centrales, y lo irritaba la indefectible confianza de
Jones en el triunfo final de los aliados. “Escribe sobre la guerra como un
verdadero anglo”, se quejó Freud a Abraham en noviembre de 1914. “Hun­
dan unos cuantos superacorazados más o realicen algunos desembarcos, de
lo contrario no se les abrirán los ojos.” Pensaban que a los británicos los
animaba “una increíble arrogancia”. *2!I Le advirtió a Jones que no creyera
en lo que decían los diarios sobre las potencias centrales: “No olvide que
ahora se miente mucho. No estamos padeciendo restricciones, ni epide­
mias, y nuestro ánimo es bueno.” Al mismo tiempo, reconocía que aque­
llos eran “tiempos lamentables”. *212 A fines de noviembre, con un estilo
que ya no era el de un pretencioso estratega aficionado, le confesó a Lou
Andreas-Salomé una moderada desesperación: “No tengo dudas de que la
humanidad también superará esta guerra, pero estoy convencido de que yo
y mis contemporáneos no volveremos a ver un mundo alegre. Es demasia­

31 Según resultó finalmente, la familia Freud tuvo más suerte que la mayoría;
sólo uno de su miembros —Hermann Graf, único hijo de Rosa, la hermana de
Freud— murió en acción.
[400] Elaboraciones: 1902-1915

do vil”. Lo que Freud consideraba más triste era que los pueblos estuvie­
ran comportándose precisamente como el psicoanálisis había predicho que
harían. Por ello, le dijo Freud a su amiga, él nunca había compartido el
optimismo de ella; había llegado a creer que la humanidad es “orgánica­
mente inadecuada para esta cultura. Tenemos que salir del escenario, y el
gran Desconocido, él o ello, algún día repetirá un experimento cultural
análogo con otra raza”. *213 Su retórica es un poco sobrecargada, pero
registra su desaliento y sus crecientes recelos con respecto al lugar común
de su lealtad a la causa germanoaustríaca.
No pasó mucho tiempo antes de que Freud empezara a preguntarse si
esa causa (con independencia de los méritos que pudiera acreditar) tenía
mucho futuro. El poco impresionante rendimiento de los ejércitos austría­
cos contra los rusos lo hizo vacilar. A principios de septiembre de 1914,
después de sólo un mes de lucha, le había dicho a Abraham: “Sin duda, las
cosas parecen ir bien, pero no hay nada decisivo, y hemos renunciado a la
esperanza de una rápida resolución de la guerra” por medio de victorias
abrumadoras. “La tenacidad se convertirá en la principal virtud.” Poco
después, incluso Abraham permitió que una cierta prudencia invadiera sus
cartas. “En el frente —le escribió a Freud a fines de octubre—, éstos son
días duros. Pero en general, uno sigue lleno de confianza.” *215 Ese era un
nuevo tono, tratándose del “querido optimista incurable” de Freud. *216 En
noviembre, Abraham observó que en Berlín, el estado de ánimo “es ahora
de expectativas muy positivas”. *217 En esa época, Freud había dejado de
ser positivo y de tener expectativas. “No hay final a la vista”, le escribió a
Eitingon a principios de enero de 1915. *218 “Sigo pensando —comentó
lúgubremente un poco más tarde, ese mismo mes —que ésta es una larga
noche polar, y hay que esperar hasta que vuelva a salir el sol.” *21’
Su metáfora era pedestre, pero muy correcta. La guerra se prolongaba
fastidiosamente. Negándose a aceptar el repetido y animoso pronóstico de
Ernest Jones sobre una victoria de los aliados, Freud se aferró a su tibio
patriotismo. En enero de 1915, al agradecerle a Jones un saludo de Año
Nuevo, insistió en una advertencia anterior: “Lamentaría pensar que tam­
bién usted cree todas las mentiras difundidas contra nosotros. Tenemos
confianza y estamos resistiendo”. *220 Con intermitencia, recargaba las
gastadas baterías de su fe en las hazañas de los germanos, celebrando las
noticias de sus proezas. En febrero de 1915 todavía esperaba la victoria de
las Potencias Centrales y se permitió un momento de “optimismo”. *221
Tres meses más tarde, el hecho de que Italia amenazara con desertar y unir­
se a los aliados turbó sus esperanzas, pero, como le dijo a Abraham,
“¡nuestra admiración por nuestro gran aliado crece diariamente!” *222 En
julio, atribuyó nada menos que su “acrecentada capacidad de trabajo” a
“nuestras hermosas victorias”. *223
Pero en el verano de 1915, a pesar de las extensas operaciones milita­
res en todos los frentes, desde tiempo antes los adversarios se encontraban
Aplicaciones y consecuencias [401]

en un devastador estancamiento recíproco, tan sangriento en el desgaste


como la más feroz de las batallas. Y también las batallas seguían impo­
niendo su alto precio, pues los comandantes ordenaban ofensivas no
menos costosas que fútiles. “Los rumores de que habrá paz en mayo se
niegan a ceder”, le escribió Freud a Ferenczi a principios de abril de 1915.
“Es manifiesto que provienen de una necesidad profunda, pero me parecen
absurdos.” *22d Ya no negaría su pesimismo habitual. “Si esta guerra dura
un año más ^-le escribió a Ferenczi en julio—, como es probable, no
quedará nadie que haya presenciado su estallido.” *225 En realidad, todavía
se iba a prolongar durante más de tres años, imponiendo una sangría de la
que Europa nunca se recuperó por completo.

En alguien que soñaba tanto como Freud, era tal vez inevitable que
Martin, Oliver y Ernst invadieran su vida nocturna. Durante la noche del 8
al 9 de julio de 1915, tuvo lo que denominó “un sueño profètico”, cuyo
contenido manifiesto era “muy claramente la muerte de mis hijos, Martin
el primero de todos”. 32 *226 Unos pocos días más tarde, Freud descubrió
que el mismo día de ese sueño, Martin fue realmente herido en el frente
ruso (aunque, por fortuna, sólo ligeramente, en el brazo). Esto lo llevó a
preguntarse (como hizo varias veces) si los informes sobre los casos abor­
dados por el ocultismo no merecían ser objeto de investigación. Nunca se
declaró convencido, pero durante algunos años se interesó, con reservas y
casi a tientas, en estos fenómenos. Tenía buenas razones para saber que la
mente humana era después de todo capaz de esas extravagantes e inespera­
das tretas. Pero a medida que pasaban los meses y la guerra continuaba,
Freud se veía obligado a pensar, no tanto en el carácter extraño de la men­
te, como en las profundidades en las que la humanidad podía hundirse. La
guerra parecía una acumulación de actos sintomáticos desagradables, una
horrible aventura en el ámbito de la psicosis colectiva. Como le dijo a
Frau Lou, era demasiado vil.
Por lo tanto, en 1915, hablando por sí mismo y en nombre de otros
europeos racionalistas, Freud publicó un par de artículos sobre la desilu­
sión que había provocado la guerra, y sobre la actitud moderna con respecto
a la muerte: una alegría para una civilización que se destruía a sí mis­
ma. *227 Había dado por sentado —escribió— que mientras las naciones
existieran en planos económicos y culturales diferentes, algunas guerras
podrían ser inevitables. “Pero nos atrevíamos a esperar otra cosa”, a esperar
que los líderes de las “grandes naciones de raza blanca que dominan el mun­
do”, “ocupadas en el cultivo de intereses de amplitud mundial”, fueran capa­
ces de arreglar “de otro modo los conflictos de intereses”. Jeremías había
proclamado que la guerra es el destino del hombre. “No quisimos creerlo,
pero, si la guerra llegaba, ¿cómo la imaginábamos?” Sería un asunto

32 Sobre otra parte de este importante sueño, véase la pág. 195.


[402] Elaboraciones: 1902-1915

valiente, del que estarían excluidos los civiles, “un caballeresco tránsito a
las armas”. Esa era una afirmación sensible: la mayoría de los que espera­
ban el despliegue del poder higiénico de la guerra había imaginado una ver­
sión sanitaria y romantizada de batallas libradas mucho tiempo antes. En
realidad, agregó Freud, la guerra había degenerado en un conflicto más san­
griento que cualquiera de los anteriores y había producido un “fenómeno
prácticamente inconcebible”, ese estallido de odio y desprecio al enemi­
go. *22« Freud, un hombre al que muy pocas cosas turbaban, quedó sorpren­
dido por el horrendo espectáculo de la naturaleza humana en la guerra.
En los ensayos sobre la guerra y la muerte, Freud abordó esos hechos
horribles. Empezó con bastante frialdad, en el primer artículo, describien­
do la sensación de incomodidad e incertidumbre que acosaba a muchos de
sus contemporáneos (y a él mismo). El bosquejo que trazó era por lo
menos en parte un autorretrato. “Arrastrados por el torbellino de este tiem­
po de guerra, informados tendenciosamente, sin distancia con respecto a
los grandes cambios que ya se han producido o están empezando a produ­
cirse, y sin saber qué futuro está en proceso de formación, empezamos a
sentirnos confusos con respecto a la significación de las impresiones que
nos invaden y a los juicios que formulamos.” Aquellos eran sin duda
tiempos terribles: “Nos parece como si nunca antes un acontecimiento
hubiera destruido tantas preciosas posesiones comunes de la humanidad,
confundido a tantos de los intelectos más sobresalientes, degradado de
modo tan completo a los superiores. La ciencia misma —continúa Freud
implacablemente— ha perdido su imparcialidad desapasionada”. Le entris­
tecía ver que “sus siervos más profundamente resentidos” la usaran como
fábrica de armas. “Los antropólogos consideran necesario declarar al adver­
sario inferior y degenerado; los psiquiatras, proclamar el diagnóstico de su
enfermedad mental o espiritual.” En tal situación, la persona no implicada
directamente en el combate, y que no se ha “convertido en una pequeña
partícula de la gigantesca máquina de guerra”, tiene que sentirse a la vez
azorada e inhibida en su capacidad para el trabajo. La consecuencia más
predecible es el desengaño, la desilusión. *229
A juicio de Freud, el psicoanálisis podría mitigar un poco esos senti­
mientos, distanciándonos de ellos. Estos reposan en un modo de ver la
naturaleza humana que no resiste el examen realista. Los impulsos huma­
nos elementales, primitivos, ni buenos ni malos en sí mismos, buscan
expresión, pero resultan inhibidos por controles sociales y frenos inter­
nos. Este proceso es universal. Ahora bien, la presión de la civilización
moderna tendiente a domesticar las pulsiones había sido excesiva, lo mis­
mo que las expectativas con respecto a la conducta humana. Por lo
menos, la guerra había privado a todos de la ilusión de que la humanidad
era originalmente buena. En realidad, nuestros conciudadanos “no han caído
tan bajo como temíamos, porque de ningún modo se habían elevado tanto
como pensamos”. *230
Aplicaciones y consecuencias [403]

El artículo de Freud es un intento de consolación, el inusual ejercicio


de un estoico que se negaba a creer que el psicoanálisis pudiera o debiera
negociar con esa mercadería. “Pierdo el coraje de plantearme ante mis
semejantes como un profeta —les diría gravemente en El malestar en la
cultura— y acepto su reproche de que no sé cómo llevarles consuelo, pues
esto es lo que fundamentalmente piden, el más salvaje de los revoluciona­
rios no menos que los más conformistas y piadosos creyentes”. *231 Pero
eso era en 1930. En 1915, él mismo podría haber pedido un poco de con­
suelo. A pesar de reconocer la posible existencia de “una necesidad bioló­
gica y psicológica de sufrir en beneficio de la economía de la vida huma­
na”, Freud, sin embargo, condenaba “la guerra y sus medios y fines, y
anhelaba el cese de todas las guerras”. *232 Si la guerra había destruido esa
esperanza, si había dejado bien claro que ese anhelo era una ilusión, pensa­
ba sin embargo que el realismo psicoanalítico podría ayudar a sus lectores
a sobrevivir a los años de conflicto menos deprimidos, menos desespera­
dos.
El artículo de Freud sobre la muerte, por sombrío que pueda parecer su
tema, también menciona las aportaciones del psicoanálisis a la compren­
sión de la mente moderna, y toma las calamidades de la guerra como una
prueba más de que el psicoanálisis está cerca de la verdad esencial sobre la
naturaleza humana. Freud sostenía que el hombre moderno niega la reali­
dad de su propia muerte y recune a mecanismos imaginativos para mitigar
el efecto que la muerte de los otros podría tener sobre él. Por ello las
novelas y el teatro le resultan tan agradables: le permiten identificarse con
la muerte del héroe pero sobreviviéndolo. “En el reino de la ficción encon­
tramos la pluralidad de vidas que necesitamos.”
También al hombre primitivo su condición de mortal le resulta irreal
e inimaginable, pero en un aspecto está más cerca de las realidades psico­
lógicas ocultas que el hombre moderno cultivado, reprimido: disfruta
abiertamente con la muerte de sus enemigos. Sólo al aparecer la concien­
cia moral en las sociedades civilizadas, el mandamiento “No matarás”
pudo convertirse en una ley fundamental de la conducta. Pero el hombre
moderno, en gran medida como el primitivo, en el fondo, en su incons­
ciente, no es mejor que un asesino. Aunque él la niegue, la agresividad
yace oculta debajo de la cortesía y la benevolencia. Sin embargo, la agre­
sión no es solamente un peligro; como Freud observó en un fragmento
muy citado, la agresión primitiva que se convierte en lo opuesto en virtud
de la estratagema defensiva de la formación reactiva puede ser útil para la
civilización. “Los que de niños son los más completos egoístas pueden
convertirse en los ciudadanos más útiles, los más capaces de autosacrifi-
cio. La mayoría de los entusiastas de la compasión (Mitleidsschwarmer),
amigos de la humanidad, protectores de animales, han evolucionado a par­
tir de pequeños sádicos y torturadores.” *234
Freud termina llegando a la conclusión de que lo que la gran guerra
[404] Elaboraciones: 1902-1915

había hecho, era sacar a plena luz verdades desagradables, exponiendo en


su realidad el disimulo cultivado. La guerra, dice, nos “ha despojado de
nuestras superposiciones culturales tardías, y ha permitido iluminar al
hombre primigenio que hay en nuestro interior”. Esa exposición a la luz
podría tener su utilidad. Hace que los hombres se vean a sí mismos de un
modo más verdadero que antes, y los ayuda a descartar ilusiones que han
resultado perjudiciales. “Recordamos el antiguo proverbio Si vis pacem,
para bellum. Si quieres preservar la paz, ármate para la guerra. Sería opor­
tuno parafrasearlo: Si vis vitam, para mortem. Si quieres sobrellevar la
vida, prepárate para la muerte.” *233 En los años siguientes, llegaría el
momento de que Freud pudiera poner a prueba en sí mismo su propia pres­
cripción.
Ocho

Agresiones

Grandes y trascendentales cosas

—-i Freud, lo mismo que millones de personas, vivió la


gran guerra como un desgarramiento destructivo, apa­
rentemente interminable. Pero a él mismo le sorpren­
dió un poco que, a pesar de su tristeza y de sus accesos
de aprensión, esos años de excitación y angustia tuvie-
—1 ran consecuencias beneficiosas para su trabajo. Estaba
atendiendo pocos pacientes, realizaba tareas editoriales muy ligeras y no
tenía que asistir a congresos psicoanalíticos. Con casi todos sus seguido­
res en el ejército, estaba solo. “A menudo me siento tan solo como en los
primeros diez años, cuando me rodeaba el desierto”, se lamentó a Lou
Andreas-Salomé en julio de 1915. “Pero era más joven y todavía tenía una
ilimitada energía para resistir.” *> Echaba de menos el trabajo que le falta­
ba en el consultorio; por lo común el estímulo de los pacientes encendía
la mecha de su teorización, y los honorarios le permitían cumplir con sus
deberes como proveedor fiable. “Mi constitución psíquica —le escribió a
Abraham a fines de 1916— me apremia a la adquisición y el gasto de
dinero para mi familia como satisfacción de mi complejo paterno, que
conozco tan bien”. *2 Pero los años de guerra estaban lejos de haber sido
inútiles. El ocio que no había buscado ni acogido con gusto por un lado
lo desmoralizó, pero por otro puso a su disposición el tiempo libre nece­
sario para empresas a gran escala.
[408] Revisiones: 1915-1939

En noviembre de 1914, reflexionando en una carta dirigida a Lou


Andreas-Salomé sobre la guerra y la inadaptación a la civilización del ani­
mal humano, ya había apuntado que “en secreto” se estaba ocupando de
“grandes y trascendentales cosas” *3 Es sumamente probable que hubiera
empezado a pensar en producir un enunciado autorizado de las ideas analíti­
cas fundamentales. *4 En diciembre le escribió a Abraham que, si su depre­
sión no terminaba por estropear su apetito por el trabajo, podría “preparar
una teoría de las neurosis con capítulos sobre el destino de las pulsiones,
la represión y lo inconsciente. *5 Ese lacónico anuncio contiene la esencia
bosquejada de sus planes secretos. Un mes más tarde, alzó otro velo al
escribirle a Frau Lou que su “descripción del narcisismo” “algún día” sería
llamada “metapsicológica" J *6 La conexión que estableció entre narcisis­
mo y metapsicología era crucial. Cuando Freud reflexionó primero sobre
el narcisismo, antes de la guerra, no llegó a atravesar el umbral de la puer­
ta que había abierto. Pero ya estaba en condiciones de explorar sus más
importantes consecuencias.
Freud empezó a redactar su “teoría de las neurosis” con rapidez y ener­
gía, a principios de 1915; se trata del conjunto de textos que más tarde
pasaron a conocerse como los artículos sobre metapsicología. La tortuosa
historia del libro que estaba proyectando —incluso más que los fragmen­
tos que sobrevivieron— sugiere que trabajaba en algo significativo (o que
algo significativo trabajaba en él). A mediados de febrero de 1915, le pidió
a Ferenczi que le remitiera su “cuartilla sobre la melancolía directamente a
Abraham”; *7 el libro iba a contener un capítulo sobre la melancolía.
Como siempre le había gustado hacer, sobre todo con Fliess, hizo circular
borradores entre sus íntimos. A principios de abril informó a Ferenczi que
había completado dos capítulos, y atribuyó su “productividad probable­
mente a la espléndida mejoría de la actividad de mis intestinos”. Obvia­
mente, no se excluía a sí mismo del tipo de escrutinio analítico que no le
ahorraba a otros: “Dejo abierta la cuestión de si debo esto a un factor
mecánico, la dureza del pan de guerra, o a uno psicológico, mi obligada­
mente distinta relación con el dinero”. *8 Ese estado de ánimo persistió; a
fines de abril le comunicó a Ferenczi que “Pulsiones, Represión, Incons-

1 A medida que Freud trabajaba con el término que había acuñado de “meta-
psicología”, y que empleó por primera vez en una carta a Fliess, el 13 de febrero
de 1896 (Freud-Fliess, 181 [172]), fue definiéndolo cada vez con mayor rigor,
como una psicología que analiza el funcionamiento de la mente desde tres puntos
de vista: el dinámico, el económico y el tópico. El primero de estos puntos de
vista supone el sondeo de los fenómenos hasta sus raíces en fuerzas inconscien­
tes conflictivas, que se originan en (pero no se limitan a) las pulsiones; el
segundo intenta especificar las magnitudes y vicisitudes de las energías mentales;
el tercero procura distinguir ámbitos disímiles dentro de la mente. En conjunto,
estos puntos de vista definitorios diferencian al psicoanálisis de otras psicolo­
gías.
Agresiones [409]

cíente”, los primeros tres capítulos, ya estaban listos, y se publicarían en


el curso del año en el Internationale Zeischrift für Psychoanalyse. No pen­
saba que el artículo “introductorio” sobre las pulsiones fuera “muy seduc­
tor”, pero en general se sentía contento y consideraba necesario otro
artículo que comparara los sueños con la demencia precoz. “También ése
está ya bosquejado.” *’
Pronto siguieron varios otros artículos: uno sobre el antiguo tema
favorito de Freud, los sueños, y otro, un estudio engañosamente breve
titulado “Duelo y melancolía”. En estos dos trabajos, Freud amplificó la
fértil e inquietante cadena de pensamientos que había iniciado en el artícu­
lo sobre el narcisismo: trataban sobre los modos en que la libido puede
retirarse de los objetos externos, durante el sueño y en momentos de
depresión. A mediados de junio, Freud pudo decirle a Ferenczi: “Es cierto,
estoy trabajando muy lentamente, pero con constancia. Diez de los doce
artículos están listos. Sin embargo, dos de ellos (conciencia y angustia)
necesitan revisión. Acabo de completar [el artículo sobre] la histeria de
conversión; faltan todavía la neurosis obsesiva y la síntesis de la neurosis
de transferencia”. *10 A fines de julio, le escribió a Lou Andreas-Salomé
que “el fruto” de esos meses sería “probablemente un libro consistente en
12 ensayos, introducidos por [un capítulo sobre] las pulsiones y sus desti­
nos”. Agregó que “acabo de terminarlo, salvo en lo que se refiere a la
n Con guerra o sin ella, parecía que el libro de
necesaria reelaboración”. *
Freud sobre metapsicología iba a publicarse al cabo de poco tiempo.

Como Freud le había dicho a Fliess en marzo de 1898, la metapsi­


cología estaba destinada a explicar esa parte de su psicología que iba más
allá o que —como decía él— estaba “detrás” de la conciencia. *12 Obvia­
mente, la intención era que el término tuviera un ímpetu polémico: la
metapsicología iba a rivalizar con, y a superar, la metafísica, ese grandio­
so y fútil ensueño filosófico. *13 Pero cuando Freud empleó por primera
vez la palabra, dos años antes, aún no había determinado su significado
preciso. En diciembre de 1896 escribió que la metapsicología era su «hijo
ideal y su hijo más problemático». *14 A principios de 1915, no menos
ideal pero no tan problemática, y además ya no tan niña, la metapsicolo­
gía parecía estar lista para su presentación formal y definitiva. El libro, le
escribió Freud a Abraham en mayo, se denominaría “Ensayos preparato­
rios para la metapsicología”, y lo entregaría a “un mundo no comprendido
en tiempos más tranquilos”. *15 Si bien Freud daba la impresión de tener
confianza y seguridad, el título sugiere alguna vacilación final, una actitud
de tanteo. Sabemos que Freud no era un hombre modesto; mientras se
dedicaba a escribir esos ensayos, le dijo a Ferenczi con toda franqueza: “La
modestia: soy lo bastante amigo de la verdad o, digamos más bien, amigo
de la objetividad, como para no conocer esta virtud”. *16 Al definir el libro
que debía aparecer en la correspondencia con Abraham, lo clasificó como
[410] Revisiones: 1915-1939

“de tipo y nivel del 7S capítulo de La interpretación de los sueños”. Pero


en la misma carta observó: “En general, pienso que representará un avan­
ce”. *17 Evidentemente —el cauteloso título no hacía más que confirmar­
lo— tuvo una sospecha de que el libro que estaba completando representa­
ba tanto un nuevo punto de partida como la vuelta a una teorización
anterior. Podría ser obsoleto en el momento de su publicación.
En realidad, los artículos de Freud sobre metapsicología tienen algo
más que interés histórico. De haberlos escrito en la década de 1920, habría
expresado algunas cosas de modo diferente, incluso habría visto ciertas
cosas de distinta manera. Habría agregado material nuevo. Pero a pesar de
esa remodelación, la casa del psicoanálisis seguiría siendo reconocible.
Entre los artículos que Freud finalmente optó por publicar, el primero,
sobre las pulsiones, es el que probablemente exigió una revisión más
completa, pues, según la “Introducción al narcisismo”, puso incómoda­
mente de manifiesto, su división de las pulsiones en sexuales y yoicas
demostraba ser insostenible. Sin duda, en el ensayo de 1915 sobre las pul­
siones Freud admitió francamente que su “arreglo” probablemente tenía
que ser objeto de una nueva reflexión: “No puede pretender la significación
de una premisa necesaria”, sino que era “una mera construcción auxiliar,
que ha de conservarse sólo en la medida en que demuestre ser útil”.
En ese artículo introductorio, recapituló en lo esencial la definición de
la pulsión que había proporcionado una década antes, en Tres ensayos
sobre teoría sexual', la pulsión era el “representante psíquico” de “estímu­
los que se originan dentro del cuerpo, que alcanzan la mente”: para citar
otras palabras suyas muy repetidas, era “la demanda de trabajo impuesta a
la mente por su conexión con el cuerpo”. Señaló que para investigar el
funcionamiento de una pulsión (también en este punto seguía a los Tres
ensayos) podemos diferenciar entre su “empuje” (su incesante actividad
energética), su “meta” (la satisfacción, lograda mediante la remoción del
estímulo), su “objeto” (que puede ser extraordinariamente diverso, puesto
que casi cualquier cosa, incluso el propio cuerpo y las lecciones de las
experiencias agradables, pueden proporcionar sendas para la satisfacción),
y su “fuente” (los procesos somáticos de los que surgen los estímulos, y
que están más allá de la competencia de la psicología). Freud se tomó
un trabajo especial en comentar la movilidad de las pulsiones, sobre todo
las sexuales: la historia del amor atestigua en gran medida ese fenómeno.
El amor —les recordó Freud a sus lectores— comienza como una autoab-
sorción narcisista, y después, trepando por la complicada escala del desa­
rrollo, se une con los instintos sexuales para proporcionar un amplio
repertorio de gratificaciones. Y el odio, que forma pareja con el amor,
como opuesto y compañero, proporciona aun más material para la diversi­
dad. No sorprende que la ambivalencia, la coexistencia en la misma perso­
na de amor y odio por el mismo objeto, sea el más común y natural de
los estados. Es como si los seres humanos estuvieran destinados a navegar
Agresiones [411]

entre opuestos: el amor y el odio, el amor y la indiferencia, amar y ser


amado. En pocas palabras, concluye el artículo, los destinos de las pulsio­
nes están determinados por “las tres grandes polaridades que dominan la
vida mental”: las tensiones entre actividad y pasividad, entre uno mismo y
el mundo externo, y entre placer y displacer. *’-» Freud no tuvo que redibu­
jar esta parte del mapa.

Al seguir la pista a las vicisitudes de las energías instintivas, Freud


observó que sus transformaciones les permiten lograr una satisfacción par­
cial incluso cuando la gratificación directa está bloqueda por lo que él
denominó, con enigmática brevedad, “modos de defensa contra las pulsio­
nes”. *21 En este artículo sobre las pulsiones, volviendo a algunas de sus
teorizaciones de fines de la década de 1890, puntualizó algunas de esas tác­
ticas defensivas; más tarde elaboró el tema y las diferenció. Pero en otro
artículo de 1915, “La represión”, optó por agruparlas a todas bajo ese
nombre único. Incluso cuando después de mediados de la década de 1920
exhumó el antiguo término “defensa”, y redujo la “represión” a la condi­
ción de sólo uno entre varios mecanismos posibles, a sus ojos la repre­
sión siguió siendo el modelo de la actividad defensiva. Según su enfático
lenguaje gráfico, era la piedra básica, el cimiento en el que reposaba el edi­
ficio del psicoanálisis: “su parte más esencial”. *22
Freud siempre se enorgulleció mucho de ese descubrimiento. Creía
haber sido el primero en excavar hasta el fondo del funcionamiento men­
tal; cuando Rank le mostró un pasaje de Schopenhauer que se le anticipa­
ba en décadas, comentó secamente que él debía su originalidad a sus “esca­
sas lecturas”. *23 En cierto sentido, su Unbelesenheit no hacía más que
subrayar lo innovador que era, y le agradaba particularmente señalar que
sus teorías provenían de su fuente de información favorita: la sesión de
análisis. Escribió que después de haber traducido en palabras la resistencia
de su paciente, ya tenía la teoría de la represión en el puño.
De modo que en 1915 Freud empleó la palabra “represión” para desig­
nar un conjunto de maniobras mentales principalmente destinadas a
excluir de la conciencia un deseo pulsional. ¿Por qué —se preguntaba
Freud— aparece la represión? Después de todo, gratificar una pulsión es
agradable, y parece extraño que la mente se niegue su propia satisfacción.
No explicitó detalladamente la respuesta, pero estaba implícita en su con­
cepción de la mente como un campo de batalla. Hay demasiados placeres
en perspectiva que se convierten en penosos porque la mente humana no
es monolítica. Lo que desesperadamente desea, a menudo —con no menor
desesperación— lo desprecia o teme. El complejo de Edipo en sus diversas
materializaciones es el caso más notable de estos conflictos intestinos: el
deseo del niño hacia la madre llega a parecer inmoral, prohibido, cargado
de peligro; su deseo de muerte contra el padre, otro deseo, amenaza con la
autocondenación u otras consecuencias catastróficas.
[412] Revisiones: 1915-1939

Acerca de estos problemas teóricos, Freud presentó sólo apuntes elusi­


vos. Con su estilo más concreto, prefirió ilustrar su argumentación gene­
ral con casos clínicos. En una paciente que sufría una histeria de angustia,
un anhelo erótico por el padre, mezclado con temor hacia él, había desapa­
recido de la conciencia para ser reemplazado por una fobia hacia los anima­
les. Otra paciente, con histeria de conversión, intentaba reprimir no tanto
sus deseos escandalosos como los afectos originalmente ligados a ellos.
Finalmente, un neurótico obsesivo reemplazaba sus impulsos hostiles
dirigidos contra los seres queridos con todo tipo de curiosos sustitutivos:
excesiva escrupulosidad, autorreproches y preocupaciones por trivialidades.
En esos llamativos ejemplos, algunos de los más conocidos pacientes de
Freud —el Hombre de los Lobos, Dora, el Hombre de las Ratas— eran
presentados como testigos.
Una forma primitiva de represión surge muy pronto en la vida del
niño, y subsecuentemente se ramifica como para incluir en su trabajo de
censura no sólo el impulso al que hay que negar expresión sino también
sus derivados. Freud subraya que es preciso repetir una y otra vez sus enér­
gicas operaciones: “La represión exige un continuo gasto de energía”. *“
Lo reprimido no es eliminado. El antiguo dicho está equivocado: no es
cierto que “Ojos que no ven corazón que no siente”; lo que no se ve no
está fuera de la mente. Sólo ocurre que el material reprimido se ha almace­
nado en el desván inaccesible del inconsciente donde exuberante continúa
presionando en busca de satisfacción. Por lo tanto, los triunfos de la repre­
sión son en el mejor de los casos temporales, siempre dudosos. Lo repri­
mido retornará como formación sustitutiva o como síntoma neurótico.
Por eso Freud consideraba que los conflictos que acosan al animal humano
son en esencia inaplacables, perpetuos.

En “Lo inconsciente”, el tercero, y significativamente el más exten­


so de sus artículos publicados sobre metapsicología, Freud reveló con
algún detalle la palestra en la que tienen lugar esas luchas y conflictos.
Aunque su teoría de lo inconsciente fue una de las aportaciones más origi­
nales de Freud a la psicología general, su concepción de la mente tenía
una larga y prestigiosa prehistoria. Platón había imaginado al alma como
dos briosos caballos alados, uno noble y hermoso, el otro rudo e insolen­
te, que tiran en direcciones divergentes y prácticamente están fuera del con­
trol del auriga. *26 Con un ánimo más bien diferente, los teólogos cristia­
nos pensaban que, al caer Adán y Eva, la humanidad quedó desgarrada entre
sus deberes para con su creador divino y sus impulsos carnales. Sin duda,
las ideas de Freud sobre lo inconsciente estaban en la atmósfera del siglo
XIX, y ya habían asumido algunas formas refinadas.2 Poetas y filósofos
habían estado especulando sobre la noción de actividades mentales ubica-

2 Véase la pág. 159.


Agresiones [413]

das fuera del alcance de la comprensión consciente; un siglo antes de que


Freud empezara a ocuparse de lo inconsciente, un romántico como Cole­
ridge habló de “los reinos crepusculares de la conciencia”, mientras que
a Goethe, el clásico romántico, la idea de que en la psique hay varias capas
de profundidad, le resultaba supremamente atractiva. En su Prelude,
Wordsworth había celebrado las profundas entrañas de su corazón como el
reino en el que moraba con más placer. “Sostengo una relación incons­
ciente con la belleza”, escribió. “En mi mente hay cavernas a las que el
sol / Nunca podría llegar.” *2« Algunos influyentes psicólogos del siglo
XIX (Johann Friedrich Herbart fue sólo el más eminente entre ellos) atri­
buyeron igualmente importancia a este concepto. Y entre los filósofos a
cuya influencia Freud se resistía, sin poder evitarla por completo, Scho­
penhauer y Nietzsche advirtieron repetidamente contra la sobrestimación
de la conciencia a expensas de las fuerzas inconscientes de la mente.
Lo que le daba a la teoría freudiana su inigualable rango explicativo
era el hecho de que Freud atribuía a lo inconsciente, con la mayor preci­
sión posible en esa área oscura, un rol estelar en la formación y perpetua­
ción del conflicto psicológico. En 1915 no podía aún asignar los mecanis­
mos inconscientes a sus instancias mentales adecuadas; para ello, hubo
que esperar que completara su denominado sistema estructural, en la década
de 1920. Sí podía afirmar de modo inequívoco que, puesto que la psique
está sometida a leyes estrictas, el postulado de un dominio mental secreto
es prácticamente obligatorio; sólo ello permitía explicar fenómenos tan
diversos como el hipnotismo, los sueños, los lapsus verbales y escritos,
los actos sintomáticos, la conducta contradictoria y aparentemente irracio­
nal. Sostuvo que el supuesto de un inconsciente dinámico no sólo estaba
justificado, sino que era necesario.
Para clarificar y precisar lo que diferencia el material de verdad incons­
ciente de aquello que no tenemos en mente en un momento dado, Freud
volvió a formular una distinción, que ya había trazado en La interpreta­
ción de los sueños, entre lo preconsciente y lo inconsciente. Es lo último,
ese depósito desordenado de los más explosivos materiales viejos y nue­
vos, lo que conserva las ideas y afectos reprimidos, así como las pulsio­
nes en su forma prístina; las pulsiones, dice Freud llanamente, no pueden
convertirse en conscientes sin mediación o disfraz. Es un lugar extraño,
ese inconsciente dinámico: lleno hasta el borde de deseos, totalmente inca­
paz de albergar dudas, tolerar demoras o entender la lógica. Casi totalmen­
te inaccesible a la inspección directa, el psicoanalista descubre sus huellas
en todas partes. En los artículos metapsicológicos que estaban producien­
do tan rápidamente, Freud procuró dejar establecida su importancia cardi­
nal, inequívocamente, de una vez por todas.

Pero de algún modo oscuro, algo andaba mal en relación con el


libro. A mediados de junio de 1915, le sugirió a Ferenczi que no se sentía
[414] Revisiones: 1915-1939

totalmente feliz con los artículos, que les faltaba la conclusión adecua­
» Dos meses más tarde, también en una carta a Ferenczi, escribió:
da. *
“Los doce artículos están, por así decir, listos”. *30 La pequeña reserva de
Freud, “por así decir” (sozusagen'), era significativa. Estaba revisando,
reflexionando, reteniendo, aparentemente incapaz de dominar alguna insa­
tisfacción que persistía. El primer terceto de artículos (sobre las pulsiones,
la represión y lo inconsciente) apareció según lo previsto en 1915. Pero
después, silencio.
Sin duda, a Freud le resultó una empresa azarosa distanciarse de los
detalles clínicos para lograr una visión general amplia. Esto volvió a des­
pertar su impulso a hacer volar su pensamiento sin obstáculos; le resultó
prácticamente imposible doblegar su anhelo de especulación. En abril,
después de completar el artículo sobre la represión en una carta a Ferenczi
definió su escritura, su “mecanismo de producción”, como “la sucesión del
osado despliegue de la imaginación y una implacable crítica realista”. *31
Pero al avanzar la primavera, silenció las críticas y dio rienda suelta a su
imaginación. En julio le envió a Ferenczi un borrador de lo que denominó
una “fantasía filogenética”, *32 fantasía que llevaba más lejos las conjetu­
ras imaginativas que primero había ensayado en Tótem y tabú. Ese era el
duodécimo y último de los artículos metapsicológicos. Representaba nada
menos que un intento tendente a demostrar que los deseos y angustias
modernos, transmitidos a través de las épocas, tienen su fundamento en la
infancia de la humanidad. Una consecuencia particularmente amplia de esta
fantasía lamarckiana3 quedaba materializada en la propuesta de disponer la
sucesión de las neurosis en una correspondiente secuencia histórica (o,
más bien, prehistórica). Estaba conjeturando que las edades relativas en las
cuales los hombres modernos contraen sus neurosis tal vez recapitularan
el curso de acontecimientos del lejano pasado humano. De este modo, la
histeria de angustia podría ser una herencia de la era glacial, cuando la
humanidad primitiva, amenazada por el frío planetario, convirtió la libido
en angustia. Ese estado de tenor tema que haber generado el pensamiento
de que en aquel medio gélido la reproducción biológica era enemiga de la
conservación individual, y los esfuerzos por lograr el control de la natali­
dad debían haber producido histeria. Y así se procedía con todo el catálogo
de las enfermedades mentales. *33 Ferenczi le declaró su apoyo, incluso con
entusiasmo, pero la especulación conjunta de los dos quedó finalmente
colapsada; perdió toda credibilidad por la distancia enorme e insalvable que

3 Durante la guerra (según le comentó a Abraham), barajó la posibilidad de


incorporar a Lamarck a las filas de la causa psicoanalítica, demostrando que la
idea lamarckiana de “necesidad” no se refería más que al «poder de las ideas
inconscientes sobre el propio cuerpo, poder del cual vemos restos en la histeria;
en pocas palabras, “la omnipotencia del pensamiento”». (Freud a Abraham, 11 de
noviembre de 1917, Freud-Abraham, 247 [261-262].)
Agresiones [415]

la separaba de cualquier prueba empírica, hecho que fue haciéndose dema­


siado obvio. Pero, mientras duró, la fantasía filogenética de Freud repre­
sentó para él una fuente de regocijo y, a la vez, de perturbación.

No todo el tiempo de Freud estaba ocupado por la teorización y las


fantasías, ni por la lectura angustiosa de los periódicos y la no menos
angustiosa espera de noticias de sus hijos en el frente. En los períodos lec­
tivos del invierno de 1915-1916 y 1916-1917, pronunció tres series de
conferencias introductorias generales ante públicos numerosos y cada vez
mayores, con la intención de publicarlas. Habló en su horario de siempre,
el sábado por la tarde, y en su foro acostumbrado, la Universidad de Viena,
tratando de familiarizar a “una audiencia mixta de médicos y legos de
ambos sexos” *34 con los principios fundamentales del psicoanálisis. Entre
sus oyentes más atentos estaba su hija Atina. *35 Empezó con un grupo
breve de cuatro conferencias sobre los actos fallidos, pasó a una serie más
profunda sobre los sueños, y concluyó con la serie más extensa, sobre la
teoría de las neurosis.
Durante casi dos décadas, Freud había estado actuando como el mejor
de sus propios divulgadores. Condensó su extensa y difícil Interpretación
de los sueños en un lúcido epítome, “Sobre el sueño”. Aportó capítulos
para volúmenes colectivos sobre psiquiatría y artículos para enciclopedias.
Dio conferencias sobre el psicoanálisis antes sus cofrades de la B’nai
B’rith. En 1909, en la Clark University, destiló brillantemente en cinco
sesiones la esencia de sus descubrimientos. Pero ninguna de esas aventuras
más o menos periodística fue tan amplia y tan próspera como estas confe­
rencias introductorias. Fueron muy leídas y traducidas: en vida de Freud, tal
vez se vendieron en Alemania unos 50.000 ejemplares, y hubo por lo
menos quince traducciones, incluso al chino, el japonés, el servocroata, el
hebreo, y el idish; también se editaron en Braille *36. Freud, ya maduro gra­
cias a sus años de experiencia, empleó en ellas todo su poder de convicción.
Aligeró la carga intelectual para no abrumar a oyentes y lectores; pasó jun­
to a los más intrincados problemas teóricos, limitándose a rozarlos; desple­
gó anécdotas bien elegidas y citas adecuadas; anticipó genialmente las posi­
bles objeciones, y admitió, aquí y allá, su ignorancia o el carácter
fragmentario de sus conocimientos. La secuencia misma de las conferencias
representa un astuto intento de seducción: al empezar con los actos fallidos,
Freud introducía a su audiencia en las ideas psicoanalíticas por medio de
hechos corrientes, a menudo divertidos, mundanos; después se ocupaba de
los sueños, otra experiencia mental familiar para todos, apartándose sólo
lenta y cuidadosamente de la base sólida del sentido común. A continuación
de haber expuesto el carácter de las leyes de la mente y la ubicuidad de lo
inconsciente —no antes— se lanzaba a una indagación de las neurosis y de
la terapia psicoanalítica. Abraham no fue el único que elogió esas entregas
por su carácter “elemental”, en el mejor sentido de la palabra, es decir, por
[416] Revisiones: 1915-1939

imponer una exigencia sólo limitada a la audiencia. El modo acabado y


totalmente confiado con el que Freud transmitía su mensaje —a juicio de
Abraham— no podía dejar de ser eficaz. *37
Abraham estaba en lo cierto, pero Freud se inclinaba a ser muy severo
con esas hábiles recapitulaciones de su pensamiento. También él durante
mucho tiempo consideró “elementales” *38 las conferencias, pero en su
caso esto significaba que no “contienen absolutamente nada” que a lectores
informados como Lou Andreas-Salomé pudiera “decirle algo nuevo”. *39
Menospreciando injustamente sus expresiones oportunas y sus formula­
ciones innovadoras, Freud encontró muy poco que le agradara en sus pre­
sentaciones. Le escribió a Frau Lou que se trataba de un “material tosco,
« Era el tipo de material en el que trabajaba —le
destinado a la multitud”. *
dijo a Abraham— cuando se sentía “muy cansado”. *41

La fatiga era un estado del que Freud se estaba quejando mucho.


“Las tensiones aún no resueltas de los años de guerra —le escribió a
Ferenczi ya en abril de 1915— tienen un efecto agotador.” *42 En mayo de
1916 cumplió sesenta años, y al agradecerle las felicitaciones a Max Eitin-
gon, se describió como entrando en “la edad de la chochez”, su Greisenal-
« En la primavera siguiente, Abraham recibió una observación análo­
ter. *
ga, pero aun más enfática. Al felicitar a Freud por su sexagésimo primer
cumpleaños, habló animadamente de la “frescura y el deleite” que Freud
hallaba “en la creatividad”, *44 en respuesta, Freud lo reprendió amablemen­
te por construir una imagen idealizada de él mismo, y repitió su queja: “En
realidad, me he vuelto viejo, un poco frágil, y estoy cansado”. *45
Pero el cansancio de Freud era periódicamente aliviado por las enigmá­
ticas vueltas que el mundo continuaba dando. La muerte del emperador
Francisco José el 21 de noviembre de 1916, después de haber ocupado el
trono durante casi sesenta y ocho años, no le importó demasiado, mucho
más le interesaban las buenas noticias que le comunicó a Frau Lou dos días
más tarde sobre sus hijos en el frente: sus “guerreros” estaban bien. *46 Un
poco después, la amplia ofensiva alemana con submarinos, lanzada el 1Q de
febrero de 1917, atrajo su atención. Abraham estaba convencido de que
aquella campaña conduciría pronto a la victoria y la paz, *47 pero Freud,
mucho menos optimista, prefirió conceder a los submarinos un plazo de
medio año para que demostraran su valor. En abril le escribió a Ferenczi:
“Si en septiembre no quedara demostrada la eficacia abrumadora de los sub­
marinos, Alemania se despertará de una ilusión, y las consecuencias serán
terribles”. *48 Seis semanas después de que los alemanes hubieran perdido
sus submarinos, Freud anotó lacónicamente en su calendario familiar, por
lo común reservado para cumpleaños y aniversarios: “Revolución en
Rusia”. *49 La Revolución de Febrero había barrido la dinastía de los
Romanof, reemplazándola en la gestión del Estado por un gobierno provi­
sional lleno de promesas liberales, y que buscaba una paz por separado.
Los seis hijos de Freud en 1899. De izquier­
da a derecha: Sophie, Mathilde, Anna, Oli­
ver, Martin y Ernst. (Copyrights de Mary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Freud, su madre y su mujer, durante unas vacaciones veraniegas en Aussee, en 1905. (Copyrights de Mary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Wilhelm Stekel, un temprano y convencido parti­ Alfred Adler, sin duda el más eminente y, después
dario de Freud, quien rompió con él después de de Freud, el más influyente miembro de la Asocia­
1910. ción Psicológica del Miércoles, hasta que la difícil
asociación de ambos se. dio por terminada en
1911.

Eduard Hitschmann, uno de los más fidedig­


nos lugartenientes vieneses de Freud.
Cari Gustav Jung, durante algunos años tempes­ Oskar Pfister, pastor protestante en Zurich que se
tuosos pasó por ser el sucesor indiscutible y seguro convirtió en un incansable polemista en favor del
de Freud. (Kurt Niehus, Badén, Suiza) psicoanálisis, y especialmente de su aplicación en
pedagogía y en el trabajo pastoral.

Max Eitingon, un defensor generoso y serio de


los puntos de vista de Freud, con quien le unió
una estrecha amistad. Fundó la primera clínica
psicoanalítica en Berlín en 1920.
Freud, a la edad aproximada de 50 años, en una El relieve pompeyano conocido como «Gradiva»,
instantánea tomada por uno de sus hijos y, por eso del que Freud tenía una reproducción en escayola
mismo, menos estilizada que sus otras fotografías. en su consulta. El original se conserva en los Mu­
Como era habitual, Freud sostiene un puro en su seos Vaticanos. (Minan/Mi Resources)
mano. (Freud Collection, LC)

Anverso del medallón, realizado por el escultor Reverso del medallón. Representa a Edipo en el
Karl Maria Schwerdtner, entregado a Freud por momento de solucionar el enigma de la esfinge.
sus admiradores con ocasión de su quincuagésimo (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wiven­
aniversario. Obsérvese el error en la interpretación hoe)
del nombre propio de Freud. (Copyrights de Mary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Grupo de los participantes en el tercer congreso internacional de psicoanalistas, celebrado en Weimar, en
septiembre de 1911. Freud está en el centro. A su derecha, en un plano ligeramente inferior, se ve a Sándor
Ferenczi; a su izquierda, inclinado, está Carl G. Jung. Sentada, quinta por la izquierda, está Lou
Andreas-Salomé. (Copyrights de M.ary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Celebración de las bodas de plata matrimoniales de los Freud, el 14 de septiembre de 1911, con todos los
hijos, y la tía Minna. De izquierda a derecha: Oliver, Ernst, Anna, Sigmund y Martha Freud, Mathilde,
Sophie, Minna Bernays, Martin. (Freud Collection, LC)
Sophie Freud con su madre durante unas vacaciones veraniegas, hacia 1912. (Copyrights de Mary Evans/
Sigmund Freud, Wivenhoe)

Freud durante unas vacaciones veraniegas en


los Alpes Dolomíticos en 1913, con Anna, en­
tonces de 17 años. (Copyrights de Mary Evans/
Sigmund Freud, Wivenhoe/W/E. Freud)
El poderoso Moisés de Miguel Angel, que se en­
cuentra en la iglesia de San Pietro ad Vincula,
Roma. Freud analizó esta escultura en «El Moisés
Leonardo da Vinci, La Virgen, santa Ana y el niño de Miguel Angel». (Aliñan/Art Resources)
Jesús, uno de los cuadros analizados por Freud en
«Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci». El
original se encuentra en el Louvre. (Cliché des Mu­
sées Nationaux, París)

Freud en 1909. (Copyrights de Mary Evans/


Sigmund Freud, Wivenhoe)
Freud en 1916, con sus hijos soldados Ernst (izquierda) y Martin, en casa durante uno de sus permisos.
(Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Freud con Sándor Ferenczi, entonces de servi­


cio en el ejército húngaro, en 1917. (Copyrights
de M.ary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Agresiones [417]

Freud prestaba una gran atención a las novedades, de modo que resulta
sorprendente que en sus “Conferencias de introducción al psicoanálisis” no
tuviera prácticamente nada que decir sobre la guerra. Fue como si concen­
trándose en su tarea de resumir y popularizar hubiera podido escapar duran­
te cierto tiempo a la carga diaria de circunstancias opresivas. Pero no
logró resistirse por completo a recordar a sus oyentes que ellos estaban
allí, reunidos en la universidad, mientras en el horizonte asomaba una
nube de la que llovía muerte y destrucción. “Aparten la vista del individuo
para mirar la gran guerra que todavía está asolando Europa —manifestó en
un pasaje excepcionalmente retórico—; piensen en los excesos de brutali­
dad, crueldad y maldad que ahora se extienden a su antojo sobre el mundo
civilizado.” A la luz de tales honores, ¿se podía sostener que sólo “un
puñado de hombres sin escrúpulos y ambiciosos” fueran los responsables
de “dejar en libertad a todos aquellos espíritus del mal”? ¿“Los millones de
reclutados” no eran “también culpables en parte”? ¿Podía uno atreverse a
sostener que “la constitución mental de la humanidad” no contenía un cier­
to grado de perversidad? *5(l El significado completo de la guerra en la rees­
tructuración del pensamiento freudiano, especialmente sobre la agresión,
no se hizo claramente visible hasta algunos años más tarde. Pero ese
párrafo enérgico, casi fuera de lugar en una conferencia sobre la censura del
sueño, atestigua de qué modo insistente la belicosidad humana ocupó la
mente de Freud durante aquellos años.
En 1917, anhelaba sobre todo que la matanza concluyera. La entrada
de Estados Unidos en la guerra, en abril, del lado de los aliados, determi­
nó que la perspectiva de una victoria de las Potencias Centrales apareciera
como sumamente remota. En octubre, más pesimista que nunca, Freud
declaró que la campaña de los submarinos alemanes era un fracaso. *51
Para exacerbar su humor sombrío, la guerra se acercaba cada vez más al
frente interno. La vida en Viena se estaba haciendo progresivamente más
difícil; escaseaba la comida, y más aun el combustible. La acumulación
de mercaderías y la inflación otorgan siempre un carácter exasperante a
las privaciones de todo tipo; los precios oficiales, ya altísimos, se veían
desde luego muy superados en el floreciente mercado negro. Freud refun­
fuñaba con sus íntimos; lo hizo especialmente en invierno, cuando a su
familia le faltó comida, y a él se le helaban los dedos al sentarse en su
estudio sin calefacción tratando de escribir. En enero de 1918, encabezó
dramáticamente una carta a Abraham con la expresión “Kaltetremor!”
(“¡Temblor de frío!”). *52 Los envíos de comida que Ies hicieron llegar
Ferenczi desde Budapest y sus amigos de los Países Bajos aliviaron oca­
sionalmente a los Freud, pero en el mejor de los casos no fueron más que
remedios temporales. *53
En esa lúgubre, situación Freud sopesó con cautela ciertos rumores
acerca de que se le podría otorgar el Premio Nobel. El último de los pre­
miados en las especialidades de fisiología o medicina había sido el médico
[418] Revisiones: 1915-1939

austríaco Robert Barany, y éste había propuesto a Freud. Pero en esa cate­
goría no se había vuelto a otorgar el galardón desde 1914. De todos
modos, Freud mantuvo los ojos abiertos. El 25 de abril de 1917 anotó
concisamente en su calendario: “Nada de Premio Nobel en 1917”. *54 Sin
duda, en vistas de la resistencia que preveía, ser elegido lo hubiera sorpren­
dido mucho. *55 Pero anhelaba con vehemencia ese honor; habría acogido
con gusto el reconocimiento y le hubiera venido bien el dinero.
Sin duda, en 1917, después de tres años de guerra, casi todo le producía
nada más que irritación. Se mantenía más o menos animado coleccionando
chistes malos sobre la guerra, la mayoría de ellos juegos de palabras primi­
tivos e intraducibies. Sólo uno o dos, apenas dignos de ser rescatados,
sobrevivirían en otro idioma. El siguiente es un ejemplo: “Queridos padres
—escribe un judío que combate en el ejército ruso—, nos está yendo muy
bien. Nos retiramos diariamente unos cuantos kilómetros. Si Dios quiere,
espero estar en casa para Rosh Hashaná.” Pero Ernest Jones seguía
encolerizando a Freud con sus predicciones; cuando en el otoño de 1917
sugirió, con total falta de tacto, que era probable que la resistencia alemana
prolongara la guerra, Freud dijo que ésas eran “auténticas maneras ingle­
sas”. En noviembre de 1917 le escribió a Abraham que desde luego “las
cosas son todavía muy interesantes”. Pero al mismo tiempo, agregó: “Uno
envejece con rapidez, y a veces surge la duda de si vivirá para ver el fin de
la guerra, de si vivirá para verlo de nuevo a usted, etc.”. En todo caso, esta­
ba actuando como si “fuera inminente el fin de todo”, y acababa de decidir
la publicación de dos más de sus artículos metapsicológicos. *5« Algo que
naturalmente despertó su interés fue la revolución bolchevique y el ascenso
de Lenin al poder, lo cual libró a Rusia de la guerra. Le agradaron mucho
las novedades sobre el armisticio entre el régimen bolchevique y las Poten­
cias Centrales en diciembre. También le gustó la Declaración Balfour, que
prometía un hogar nacional para los judíos. *59 En esa época ya había des­
cartado todas las ilusiones que le quedaban sobre la justicia de “su” causa y
la invencibilidad de las armas germanas. “Juzgo los tiempos con sumo
pesimismo”, le escribió a Ferenczi en octubre. Empezó a pensar que “si no
hay ninguna revolución parlamentaria en Alemania”, la guerra continuaría
hasta un amargo final. *«> Freud había creído que las potencias aliadas habí­
an mentido acerca de sus objetivos; en aquel entonces estaba convencido de
que su propio bando no era menos despreciable. Según escribió a Abraham
a fines de 1917, estaba en pie de guerra con la escritura y con muchas otras
cosas, entre ellas “su querida patria alemana”. *61 La gran ofensiva alemana
de marzo de 1918 lo dejó indiferente: “Me confieso a mí mismo hastiado y
enfermo de la guerra”. Suponía que la idea de una victoria alemana (que
todavía parecía posible) podría levantarle el ánimo a Abraham, pero no se
lo levantaba a él. Estaba ávido de provisiones: “He sido carnívoro; tal vez
esta dieta extraña está contribuyendo a mi indiferencia”. * «Todo el mundo
(salvo quizás el alto mando alemán) esperaba febrilmente que llegara la paz,
Agresiones [419]

cuando el programa del presidente Woodrow Wilson, los Catorce Puntos


que había bosquejado ante el Congreso y el mundo en enero de 1918, dio
nuevas esperanzas de que se llegara al final de la matanza. También Freud
había previsto el día de la paz como “una fecha ardientemente aguarda­
da”. *«3

Durante todo ese tiempo, Freud había intrigado a sus amigos con
referencias a su libro sobre metapsicología. En la primavera de 1916, pen­
sando en voz alta con Lou Andreas-Salomé, le dijo que “no se puede
imprimir antes del final de la guerra”. Como de costumbre, cuando Freud
insistía en la muerte estaba también hablando de la suya propia: “La dura­
ción de la vida no puede calcularse”, y anhelaba ver su libro impreso. *<
Es bastante interesante que convirtiera la muerte en un tema destacado de
“Duelo y melancolía”, uno de los dos artículos metapsicológicos que
finalmente publicó a fines de 1917. En mayor medida tal vez que cualquier
otra cosa escrita en esos años, y rivalizando en ese sentido con “Introduc­
ción al narcisismo”, este ensayo apunta a una revisión de su pensamiento
que llevaría a su plenitud después de la guerra.
La melancolía, sostuvo Freud, se asemeja al duelo en cuanto está
marcada por la pérdida de interés por el mundo exterior, abatimiento per­
sistente, indiferencia hacia el trabajo y el amor. Pero, más allá de esto, el
melancólico se flagela con autorreproches, desarrolla una baja autoestima,
y prevé de modo delirante alguna especie de castigo. Los melancólicos
están de luto, pero de un modo particular: han perdido un objeto al que se
sentían muy apegados y con el que se identificaban. Durante años, Freud
había estado diciendo que prácticamente todo amor es ambivalente y con­
tiene elementos de ira y hostilidad. La furia de los melancólicos contra sí
mismos, su semi-odio y semi-tormento, eran, entonces, expresiones
gozosas de la rabia sádica con el objetivo perdido. Los enfermos de ese
desorden recurrían al suicidio (obviamente la consecuencia más extrema
de la melancolía) sólo cuando sus yoes se trataban a sí mismos con seve­
ridad implacable como objetos de odio. Años antes de que Freud elevara
formalmente la agresión como pulsión al mismo nivel de la libido, perci­
bió claramente el poder de la agresividad, en este caso dirigida contra uno
mismo.
Este fue uno de los sentidos en que “Duelo y melancolía” resultó pro­
fètico. El breve examen que realizó Freud del autocastigo era otro. La
autohumillación y autodenigración de los melancólicos, escribió, consti­
tuyen pruebas persuasivas de que su yo se ha escindido de una parte de sí
mismo. Su yo ha creado, por así decir, una instancia mental especial des­
tinada a juzgar, normalmente a condenar. Freud observó que ésa era una
forma extrema, sin duda, morbosa, de lo que la gente comúnmente deno­
mina la conciencia moral. El no tenía aún ningún nombre especial para
esa instancia censora, pero no hay duda de que estaba íntimamente relacio­
[420] Revisiones: 1915-1939

nada con lo que después iba a denominar ideal del yo y que más tarde
exploraría con el nombre de “superyó”.4
“Duelo y melancolía”, entonces, presenta a un Freud en transición.
Pero, ¿qué decir de los otros siete artículos, todos escritos pero sin proyec­
to de publicación? Todos ellos —le dijo Freud a Ferenczi en noviembre de
1917— merecían la supresión y el silencio: Der Rest darf verschwiegen
werdenl *6S Había estado dejando caer, en sus cartas al comprensivo Abra­
ham, oscuras confidencias en cuanto a que ése no era un buen momento
para el libro. *66 Aparentemente, tampoco mejoró con el paso de los
meses. A principios del verano de 1918, protestó, un tanto misteriosa­
mente, en una carta a Lou Andreas-Salomé (quien lo había estado presio­
nando mucho para que publicara los ensayos), que no era sólo la fatiga lo
que lo retenía, sino “también otras indicaciones”. *67 Fueran cuales fueren
esas indicaciones, finalmente prevalecieron. En algún momento, mientras
disparaba esas salvas intermitentes de sugerencias y excusas, Freud puso
fin a su incertidumbre destruyendo los artículos restantes.
Ese fue, y sigue siéndolo, un gesto enigmático. Los problemas teóri­
cos nunca habían reducido a Freud al silencio en oportunidades anteriores;
las dificultades de presentación nunca lo había aterrorizado. Desde luego,
la guerra explica mucho. Con sus “guerreros” Martin y Ernst en peligro
constante, a Freud los tiempos no le parecían propicios para la originali­
dad. Pero en sus doce artículos sobre metapsicología no se proponía ser
original. Además, tema más tiempo del que podía desear o usar producti­
vamente, y había descubierto que el trabajo, cuando podía obligarse a
hacerlo, le resultaba relajante. El libro sobre metapsicología podría haber
sido una bienvenida evasión de los periódicos. Las razones reales del
colapso de su proyecto yacían ocultas en el proyecto mismo.
El drama silencioso y elocuente del libro nunca terminado reside sobre
todo en su oportunidad. Los fundamentos que Freud intentaba asentar de
modo definitivo para sus partidarios y contra sus rivales estaban cambian­
do en sus propias manos. No estaba padeciendo una transformación; las
contraseñas del psicoanálisis (el inconsciente dinámico, el trabajo de la
represión, el complejo de Edipo, los conflictos entre pulsiones y defensas,
los orígenes sexuales de las neurosis) seguían intactas. Pero muchas otras
cosas quedaban abiertas al cuestionamiento. El artículo sobre el narcisis­
mo había sido un síntoma temprano y ostensible de algunos reparos

4 Freud examinó el trabajo de autocastigo realizado por esta instancia espe­


cial, todavía no bautizada, en otros dos artículos breves de la época, ambos
publicados en 1916: “Los arruinados por el éxito” (en el que mostró que quienes
han desarrollado trastornos neuróticos, en el caso de triunfar, no pueden disfrutar
de su situación en virtud de su conciencia moral punitiva) y "Criminales por
sentimiento de culpa” (en el que analizó la necesidad neurótica de castigo). En
los dos trabajos, los crímenes edípicos infantiles, más imaginarios que reales,
aparecen como incitadores importantes.
Agresiones [421]

importantes, y la destrucción de siete artículos sobre metapsicología fue, a


su manera, igualmente sintomática. El Freud de los años de la guerra toda­
vía no veía con mucha claridad lo que necesitaba hacer. A finales de la
década de 1890, se encontraba en una de sus fases oscuramente creadoras,
en la cual el conflicto era un signo de grandes cosas futuras, vagamente
consciente de que (como él mismo podría haber dicho) otra vez estaba
fecundado y engendrando.

Una paz difícil

Durante todo el otoño de 1918, Viena se vio agitada


por rumores de paz. Las conversaciones secretas que
diplomáticos austríacos habían iniciado en la primavera
de 1917 para lograr una paz por separado, a espaldas de
Alemania, fueron chapuceras, carentes de profesionalis­
mo y, como podía predecirse, no llegaron a nada. Pero
a principios de septiembre de 1918, después de un año más de costosa
lucha, el gobierno de Viena, ante el hambre en la retaguardia y una derrota
casi segura en el frente, intentó una apertura de mayor alcance con los alia­
dos. Propuso que los beligerantes se reunieran para negociar y poner fin a
la guerra. A principios de año Austria se había enfrentado a pecho descu­
bierto a huelgas y motines, de modo que se encontraba dispuesta a realizar
amplias concesiones territoriales, aunque no a abandonar el principio del
imperio multinacional. A mediados de octubre, las potencias aliadas, cami­
no de la victoria, rechazaron la oferta; el acuerdo propuesto por los austría­
cos no iba lo bastante lejos. En los ministerios se estaba cerca del caos; un
historiador comparó esa situación con “la agitación frenética y sin sentido
de un hombre que se ahoga”. *“ Esa sensación de confusión se difundía
también entre el público. Freud, escribiéndole a Eitingon el 25 de octubre,
dijo que la época era “espantosamente estremecedora”. Y agregó: “Es bueno
que lo viejo muera, pero lo nuevo no está aquí todavía”. *69
En aquellos momentos, el teatro de la guerra se había reducido; aunque
la matanza continuaba sin mengua en el frente occidental, en el este la
lucha perdía aliento. Rusia estaba definitivamente fuera del conflicto béli­
co desde principios de marzo, cuando las potencias centrales, inexorables y
vengativas, impusieron el draconiano Tratado de Brest-Litovsk al nuevo e
inexperto régimen soviético. Otro triunfo menor para las potencias centra­
les se produjo en mayo, cuando Rumania, desde mucho tiempo antes ocu­
pada en parte por sus tropas, también firmó la paz. Por otro lado, Bulga­
ria, que había oscilado entre los beligerantes antes de jugarse su destino
con los alemanes y austríacos a fines de 1915, se vio obligada a firmar un
[422] Revisiones: 1915-1939

armisticio con los aliados a fines de septiembre de 1918. Al mes siguien­


te, después de espectaculares y casi legendarias hazañas en el cercano
oriente, los británicos también forzaron la rendición de Turquía.
Finalmente, no fueron los deseos piadosos de los civiles, sino las
armas aliadas, junto con las grandiosas visiones de Woodrow Wilson, lo
que puso fin a la gran guerra. Las tropas inglesas y francesas y, más tarde,
las norteamericanas, hicieron retroceder la vigorosa ofensiva de primavera
emprendida en Francia por los alemanes. A principios de junio de 1918,
los alemanes fueron detenidos a unos sesenta y cinco kilómetros de París,
y a mediados de julio empezó la gran contraofensiva. En adelante, los alia­
dos no dejaron de avanzar. Hacia fines de septiembre, el general
Ludendorff, con la intención de mantener a cualquier precio a las tropas
aliadas fuera del territorio alemán, pidió negociaciones. El colapso de las
fuerzas del Kaiser, una de las más formidables máquinas de guerra de la
historia, estaba al alcance de la mano, lo mismo que la paz.
En septiembre, el mes en el que Ludendorff reconoció lo inevitable,
un congreso internacional de psicoanalistas que se reunió en Budapest5
levantó aun más el ánimo de Freud. El último encuentro anterior había
tenido lugar en Munich en 1913. Freud necesitaba angustiosamente las
alentadoras reuniones que el cónclave prometía; no había visto a Abraham
en los últimos cuatro años, desde el estallido de las hostilidades. En agos­
to le escribió que se había sentido “demasido furioso y demasiado
hambriento” *70 como para responder a su última carta (lo que, en aquel
corresponsal infatigable, constituía un síntoma seguro de una moral muy
baja. El congreso, primero proyectado para Breslau, tuvo lugar en Buda­
pest el 28 y 29 de septiembre. Necesitariamente muy parcial y con poca
concurrencia, de los cuarenta y dos participantes, dos eran holandeses, tres
alemanes, y treinta y siete provenían de Austria-Hungría. Con todo, era
un congreso. Freud pronunció, no su acostumbrada alocución informal,
sino una conferencia en toda regla en la que bosquejó procedimientos téc­
nicos y pidió el establecimiento de clínicas psicoanalíticas que permitieran
a los pobres beneficiarse del tratamiento. Se trató de una ocasión festiva,
completada con recepciones y habitáculos espléndidos; los analistas fueron
alojados en el elegante Gellert Hotel. Un mes más tarde, Freud todavía
saboreaba el recuerdo de aquellos días; con abierta satisfacción le recordó a
Abraham “los hermosos días de Budapest”. *71

s Durante el verano de 1918, Freud tenía un motivo adicional para estar ale­
gre. Antón von Freund, un rico cervecero de Budapest, había reaccionado a una
operación de cáncer con una neurosis, y Freud, aparentemente, lo libró de ella.
Con gratitud, y con la conciencia de que el cáncer podía reaparecer, von Freund
tomó medidas para financiar una editorial que se especializaría en publiaciones
psicoanalíticas e independizaría a Freud —y al psicoanálisis en general— de
otros editores. Esto se llevó a cabo, y Freud tuvo que asumir la tarea de supervi­
sar la Verlag.
Agresiones [423]

Como ha observado Ernest Jones, el congreso fue el primero “en el


que estuvieron presentes representantes de algún gobierno, en este caso de
los gobiernos de Austria, Alemania y Hungría”. Las razones eran comple­
tamente prácticas: “la creciente apreciación del papel desempeñado por las
‘neurosis de guerra’ en los cálculos militares”. *72 La presencia de observa­
dores oficiales ejemplificó, a su modo, la extraña dialéctica de la vida y la
muerte en la historia del psicoanálisis. Las ideas de Freud, que en tiempos
de paz los psiquiatras se habían resistido tanto a tomar en serio, recogían
en aquel entonces el prestigioso apoyo de médicos asignados a hospitales
militares y enfrentados con soldados que padecían neurosis de guerra. Para
algunos, la gran guerra fue un enorme laboratorio que permitió poner a
prueba las proposiciones psicoanalíticas. En 1917, el psiquiatra británico
W.H.R.Rivers observó que “el destino parece habernos procurado en la
época actual una oportunidad inigualable para poner a prueba la verdad de
la teoría freudiana de lo inconsciente, en la medida en que tiene que ver
con la producción de desórdenes nerviosos mentales y funcionales”. *73 En
el pasado, ante la presión de las autoridades militares, los psiquiatras no se
habían resistido a la noción fácil (en realidad, y en general, la habían com­
partido) de que un soldado que presentaba los síntomas de una “neurosis de
guerra” fingía estar enfermo y tenía que ser enviado de vuelta al frente sin
contemplaciones, cuando no sometido a un consejo de guerra. Pero tanto
entre los médicos de los aliados como entre los de las potencias centrales
se fue adquiriendo una conciencia cada vez mayor de que, en palabras de
Freud, “sólo la más pequeña proporción de neuróticos de guerra... fingían
estar enfermos”. *74 El congreso de Budapest tomó el carácter bastante
limitado de un simposio sobre el psicoanálisis de las neurosis de guerra,
para el que prepararon trabajos Ferenczi, Abraham y Emst Simmel. Sim-
mel, un médico alemán, era un fichaje particularmente bien acogido; había
descubierto el psicoanálisis en un hospital psiquiátrico para soldados,
durante la guerra. Pero, finalmente, nada surgió del ambicioso proyecto,
propuesto por los delegados en Budapest de las potencias centrales, de
constituir centros en los que se tratara con métodos puramente psicológi­
cos a los enfermos de neurosis de guerra. Las revoluciones que barrieron
las naciones derrotadas intervinieron con irresistible velocidad.

Las lacónicas anotaciones del calendario de Freud, puntuadas con


signos de exclamación, registran el torrente de los acontecimientos casi día
por día. 30 de octubre: “Revolución Viena y Budapest”. 1Q de noviembre:
“Tránsito entre Alemania y Hungría interrumpido”. 2 de noviembre:
“Oli[ver] de vuelta. ¿República en Bulgaria?” 3 de noviembre: “Armisticio
con Italia. ¡Terminó la guerra!” El 4 de noviembre, encontró tiempo para
pensar en sus propios asuntos: “Premio Nobel descartado”. 6 de noviem­
bre: “Revolución en Kiel”. 8 de noviembre: “¡República en Bavaria!! Trán­
sito con Alem[ania] interr[umpido]”. 9 de noviembre: “República en Ber­
[424] Revisiones: 1915-1939

lín. Guillermo abdica”. 10 de noviembre: “Ebert canciller alemán. Condi­


ciones de armisticio”. 11 de noviembre: “Fin de la guerra. Efmperador]
Cfarlos] [de Austria] renuncia [al trono]”. 12 de noviembre: “República y
Anschluss con Alemania (ese último comentario era un tanto prematuro;
los vencedores no permitieron que Austria y Alemania se unieran); partici­
paron en el pánico”. Cuatro días más tarde, el 16 de noviembre: “República
en Hungría”. *75 El “mal sueño de la guerra” *76 por fin había terminado.
Otros sueños, que no tenían mucho menos de pesadilla, aguardaban su
turno. Martin, en el frente italiano, había dejado de comunarse con la
familia durante algunas semanas; sólo el 21 de noviembre Freud pudo
anotar en su calendario: “Martín prisionero desde el 27 de oct[ubre]”. *77
Los italianos habían capturado la unidad completa después del final de las
hostilidades. Por otro lado, el tenso mundo de la política no le procuraba a
Freud ninguna tranquilidad; la carnicería que abatió a la dinastía de los
Romanof no perdonaría a las casas imperiales de los Hohenzollem y los
Habsburgo. Para la más bien torva satisfacción de Freud, el imperio aus­
tro-húngaro estaba siendo desmantelado. No se hacía ilusiones acerca de la
supervivencia del imperio, ni (en esa época) tampoco lamentaba su fin. A
fines de octubre, antes de que el destino de aquella entidad política quedara
decidido, Freud ya le había escrito a Eitingon: “No derramo ni una lágrima
por esta Austria ni por esta Alemania”. *78
Si bien Freud halló alivio en pensar que la nueva Alemania no se vol­
vería bolchevique, predijo (con bastante corrección) que el colapso de la
Alemania imperial (dirigida durante tanto tiempo y con tanta arrogancia
por ese “romántico incurable” que fue Guillermo II) se produciría en
medio de choques sangrientos. *79 Pero reservó su mayor furia para la
dinastía bajo cuyo gobierno había vivido toda su vida: “los Habsburgo no
han dejado detrás de sí más que un montón de basura”. *80 A fines de octu­
bre, dando un consejo congruente con desdeñoso punto de vista, apremió a
Ferenczi, “un patriota húngaro”, a retirar su libido de la patria y transferir­
la al psicoanálisis, para beneficio de su equilibrio mental. *81 Un poco
más adelante, esa misma semana, observó burlonamente que estaba tratan­
do de simpatizar con los húngaros, pero había descubierto que no lo logra­
ba. *82 Entre sus asociados, sólo Hanns Sachs pudo extraer algo de humor
de la revolución en Austria, que fue mucho menos sangrienta que las de
otras partes; para hacer sonreír a Jones, Sachs imaginó carteles que decían:
“La Revolución tendrá lugar mañana a las dos y media: en caso de mal
tiempo se realizará en un lugar cubierto”. *83
En realidad, no hubo nada divertido en los meses que siguieron al cese
de las hostilidades. Las batallas campales entre los ejércitos en el frente
fueron reemplazadas por batallas campales entre militantes radicales y
reaccionarios en las calles; meses de desorden determinaron que el futuro
político de Alemania, Austria y Hungría cayera presa de la especulación y
los pronósticos más desalentadores. Hacia fines de noviembre, Eitingon le
Agresiones [425]

escribió a Freud: “Lo viejo que parecía totalmente sólido llegó a pudrirse
tanto, que cuando se removió no hubo signos visibles de resistencia”. *84
A fines de diciembre de 1918 (volviendo a escribir en inglés, ya que la
guerra había terminado), Freud le comunicó a su “querido Jones” que no
“nos espere a mí ni a ninguno de nosotros en Inglaterra la próxima prima­
vera; parece totalmente improbable que podamos viajar dentro de pocos
meses; negociarán la paz hasta junio o julio”. En una carta a su fiel ami­
go, Freud se sintió con la libertad suficiente como para incluir un ruego
junto con su informe social: “Estoy seguro de que usted no puede hacerse
una idea de cuál es realmente nuestro estado aquí. Pero tiene que venir tan
pronto como pueda, ver lo que fue Austria y”, no olvidó mencionarlo,
“traiga el equipaje de mi hija”.
En enero de 1919, Freud resumió concisamente la nueva situación:
“El dinero y los impuestos son ahora temas por completo repulsivos.
Realmente nos estamos comiendo a nosotros mismos. Los cuatro años de
guerra fueron un chiste comparados con la amarga gravedad de estos
meses, y seguramente también con la de los próximos”. *86 Al reflexionar
sobre la caótica escena política de Europa central, Freud admitió ante
Jones que las advertencias que alguna vez rechazó como chauvinismo
inglés habían demostrado ser correctas: “Todas sus predicciones sobre la
guerra y sus consecuencias se han vuelto ciertas”. Estaba “dispuesto a
confesar que el destino no ha sido injusto y que una victoria alemana
podría haber representado un golpe aún más duro a los intereses de la
humanidad en general”. Pero este generoso reconocimiento no aliviaba la
suerte de Freud y su familia. “No es ningún alivio simpatizar con el ban­
do vencedor si el propio bienestar está ligado al bando perdedor.” Y ese
bienestar estaba siendo constantemente socavado. “Todos nosotros vamos
perdiendo lentamente la salud y la barriga.” Pero enseguida añade que él y
su familia estaban lejos de ser los únicos que sufrían “en esta ciudad, se lo
aseguro. Las perspectivas son negras”. *87
La lenta y debatida elaboración de los tratados de paz no hacía que estas
perspectivas fueran más brillantes. Reunidas en París en enero de 1919 para
redibujar el mapa de la Europa central, las naciones victoriosas no se mos­
traron tan unidas en la mesa de conferencias como lo habían estado en la
conducción de la guerra. El primer ministro británico David Lloyd George
proclamó su determinación de colgar al Kaiser y exprimir a los alemanes
“hasta que estallen las semillas”. Después de tomar asiento para negociar,
por lo demás, fue más conciliador, pero su colega francés, Georges Cle-
menceau, era implacable. Desde luego, Francia tendría que recuperar la
Alsacia-Lorena, que había caído en manos de Alemania en 1871, después de
la guerra franco-prusiana. Las tierras alemanas del Rin, ricas en recursos
naturales, representaban para los franceses otras recompensas posibles.
Pero los vencedores tenían que contar con Woodrow Wilson, el profeta del
oeste, embriagado con su propio mensaje, que pronunciaba discursos a ira-
[426] Revisiones: 1915-1939

vés de Europa, sembrando palabras deslumbrantes como autodeterminación,


democracia, diplomacia abierta y, sobre todo, esperanza. A sus oyentes de
Manchester, en uno de sus discursos típicos en diciembre de 1918, les dijo
que creía que “los hombres están empezando a ver, no quizá la edad dorada,
pero sí una edad que de todos modos cobra brillo de década en década, y que
alguna vez nos conducirá a una altura desde la cual podremos ver las cosas
que el corazón de la humanidad anhela. *88
Otros tenían visiones del futuro menos exaltadas. Freud, por ejemplo,
se sentía cada vez más incómodo con las profecías de Wilson e, incluso en
mayor medida con su carácter; los salvadores nunca se contaron entre sus
favoritos.6 Pero al principio de la misión europea de Wilson, Freud había
quedado no menos perplejo y poco menos impresionado que la mayoría de
la gente. “Recientemente —le informó a Abraham a principios de 1919—
tuve la visita de un norteamericano asesor de Wilson.” Sin duda, Freud se
había convertido en un sabio con reputación internacional. “Vino con dos
cestas de provisiones y las cambió por ejemplares de las Conferencias [de
introducción al psicoanálisis] y de [Psicopatología de la] Vida.cotidiana.”
Lo que es más, “nos confesó que tiene fe en el presidente”. *8« Por Edward
Bemays, el sobrino norteamericano de Freud, sabemos que esas provisio­
nes incluían una caja de sus “amados habanos”. No sorprende que, en
abril, Freud pareciera positivamente sereno en medio de las privaciones y
la incertidumbre. “La primera ventana abierta en nuestra jaula —le escribió
a Emest Jones—. Puedo escribirle a usted directamente y en sobre cerra­
do.” La censura del tiempo de guerra había terminado. Lo que es más,
Freud ya no se sentía aislado. “Me ha agradado extremadamente saber
—agregó— que cinco años de guerra y separación no lograron deteriorar
sus sentimientos afectuosos para con nuestro grupo.” Había algo incluso
mejor: “estoy contento porque de todas partes me llegan noticias de un
psicoanálisis floreciente”.

En el curso de 1919, una serie de tratados ratificaron oficialmente el


colapso de los imperios centroeuropeos. En junio, los alemanes se vieron
obligados a firmar el Tratado de Versalles. Perdieron la Alsacia-Lorena,
que volvió a manos de Francia; los pequeños pero estratégicos distritos de
Eupen y Malmédy, adjudicados a Bélgica; sus colonias de Africa y el Pací­
fico, que se convertirían en mandatos bajo supervisión aliada, y partes de
las provincias orientales de Posen y Prusia Occidental, con las cuales,
sumadas a territorios de Austria y Rusia, los vencedores lograron dar for­
ma a una Polonia rediviva. La nueva Alemania era una monstruosidad
geográfica, un país dividido en dos; Prusia Oriental quedó como una isla
rodeada de territorio polaco. Es posible que aun más destructivo para la

6 Acerca de Freud sobre Wilson, véanse las págs. 612-625.


Agresiones [427]

moral de los alemanes fuera el hecho de que su gobierno firmara el impor­


tante artículo 231 del tratado de paz, que declaraba a su país totalmente
responsable de haber provocado la guerra.
El tumo de los austríacos llegó en septiembre de 1919, cuando acepta­
ron un tratado casi igualmente duro en St. Germain. Renunciaron a lo que
iba a convertirse en una Hungría truncada, así como a las tierras de Bohe­
mia y Moravia, fundidas en una nueva creación, la Checoslovaquia inde­
pendiente. Además, los austríacos cedieron territorios como el Trentino y
el Tirol Meridional, que pasaron a Italia. Para hacer lugar a las provincias
austríacas sureñas de Bosnia y Herzegovina, los ajetreados topógrafos
inventaron una mezcla balcánica llamada Yugoslavia. Como sabemos, la
perspectiva de que la antigua Austria fuera fragmentada le había procurado
a Freud una considerable satisfacción casi un año antes de que el Tratado
de St. Germain oficializara la escisión. Su nuevo país, al que se le
prohibía explícitamente la unión con la república alemana, era una cons­
trucción curiosa, que invitaba a observar con acritud que Austria se había
convertido en un monstruo hidrocéfalo. Pronto la comparación pasó a ser
un lugar común, pero era adecuada: una metrópolis, Viena, una ciudad de
dos millones de habitantes, presidía un estrecho hinterland de sólo cinco
millones más. Desde meses antes de que el tratado de paz fuera finalmente
firmado, los aliados habían hecho conocer con toda claridad sus intencio­
nes. “Hoy sabemos —había escrito Freud en marzo de 1919— que no se
nos permite unimos a Alemania, pero debemos ceder el Tirol Meridional.
Por supuesto, no soy un patriota, pero resulta penoso pensar que casi todo
el mundo será territorio extranjero”.
Stefan Zweig, uno de los conocidos recientes de Freud, recordó más
tarde esa Austria de posguerra precisamente así, como “una sombra incier­
ta, gris, inanimada de la antigua monarquía imperial”. Los checos y las
otras nacionalidades habían desgajado sus territorios; lo que quedaba era
“un trasero mutilado, que sangraba por todas las arterias”. Con frío, ham­
bre y miseria, los austríacos germanos tenían que afrontar el hecho de que
“las fábricas que alguna vez enriquecieron el país” quedaran en territorio
extranjero, “los ferrocarriles se habían reducido a patéticos descampados”,
y “la banca nacional había sido privada de su oro”. No había “harina, pan,
carbón, petróleo; parecía inevitable una revolución, o alguna otra solución
catastrófica”. En aquellos días, “el pan tenía gusto a alquitrán y cola; el
café era una cocción de cebada tostada; la cerveza, agua amarilla; el choco­
late, arena coloreada; las patatas estaban heladas”. Para no olvidar por
completo el gusto de la carne, la gente criaba conejos o cazaba ardillas. Lo
mismo que hacia el final de la guerra, los especuladores mantenían un flo­
reciente mercado negro, y el público volvió al trueque más primitivo para
conservar juntos el alma y el cuerpo. *94 Más tarde, Arma Freud confirmó
la descripción de Zweig. Recordó que el pan era “mohoso” y que no había
“patatas ni para muestra” *95 En cierto momento, Freud escribió un artícu­
[428] Revisiones: 1915-1939

lo para un periódico húngaro, y pidió que se le pagara, no con dinero sino


con patatas; el editor, que vivía en Viena, llevó la bolsa sobre los hom­
bros a Berggasse 19. «Mi padre siempre se refería a ese artículo como el
“Kartoffelschmarm”» En marzo de 1919, Freud le informó a Ferenczi
que el gobierno proyectaba “abolir las semanas de veda de carne, y reem­
plazarlas por meses de veda. ¡Un tonto chiste hambriento!” *97
Freud pudo encajar esas irritantes y debilitadoras consecuencias de la
guerra con más serenidad que otros austríacos, porque una de sus mayores
angustias —concerniente a su hijo Martin— se había visto felizmente
desvanecida. Después de haber sido capturado por los italianos a fines de
octubre, Martin se perdió de vista por algún tiempo. Casi un mes más tar­
de se supo que estaba vivo, pero internado en un hospital; Freud hizo ave­
riguaciones, envió dinero, y diseminó en sus cartas pequeños comunicados
sobre su hijo prisionero. En abril de 1919 le escribió a Abraham que las
noticias de Martin eran escasas pero no desagradables, *’8 y en mayo le
informó a su sobrino inglés Samuel que, si bien Martin seguía prisionero
cerca de Génova, “parece en buen estado, a juzgar por sus cartas”. Fue
liberado unos meses más tarde, “en excelente estado”. *1<X) Martin tuvo
suerte; más de 800.000 soldados austro-húngaros habían muerto en el
frente o como consecuencia de enfermedades durante la guerra.
La situación del propio Freud y de su familia inmediata, sin embargo,
era desesperada. La preocupación por la mera supervivencia prevaleció en
su vida —y en su correspondencia— durante dos años o más. En Viena, la
comida era desagradable e inadecuada, y los materiales para la calefacción
escaseaban tanto como durante los dos últimos años de la guerra. El
gobierno racionó severamente todas las mercaderías; incluso la leche resul­
taba difícil de obtener. Hubo semanas en las que sólo se dispuso de carne
de vaca para los hospitales y para empleados públicos tales como los
bomberos y los conductores de tranvías. Se proponía el arroz como susti­
tuto de la carne, y se suponía que el sauerkraut podía reemplazar a las
patatas. Incluso quienes tenían cupones de racionamiento para jabón no
encontraban el producto en los comercios. No había prácticamente petró­
leo ni carbón, y en enero de 1919 sólo se entregaba media vela por fami­
lia. Individuos y organizaciones sensibles de todo el mundo occidental,
comisiones constituidas en un país tras otro, respondieron a la desesperada
apelación de los políticos y realizaron colectas para Austria. A principios
de 1919, los ex enemigos estaban enviándole montones de productos de
primera necesidad. Pero nunca resultaban suficientes. “A pesar de la mag­
nanimidad de los aliados, nuestra nutrición es todavía escasa y lastimosa
—escribió Freud en abril de 1919—, realmente una dieta de hambre
(Hungerkost)". *101 La mortalidad infantil crecía con un ritmo alarmante, lo
mismo que la tuberculosis. Una autoridad científica austríaca, un fisiólogo
llamado During, estimó que en el invierno de 1918-1919 cada persona
consumía diariamente no más de unas 746 calorías. *i°2
Agresiones [429]

Las cartas de Freud documentan con franqueza el efecto de la pobreza


general en su propio hogar. Estaba escribiendo en una “habitación cruel­
mente fría” *103 y buscaba en vano una estilográfica utilizable. *10 Hasta
en 1920 lo enloquecía la escasez de papel. *105 No se consideraba un queji-
ca. “Aquí todos nos hemos convertido en mendigos hambrientos —le
escribió a Ernest Jones en abril de 1919. Pero no oirá quejas. Todavía
estoy en pie y no me considero responsable en absoluto del absurdo de
este mundo.” *106 Sin embargo, en lo que le gustaba llamar su “alegre
pesimismo”, la tristeza estaba desplazando cada vez más a la alegría. *107
Sin duda, a Freud nada le agradaba menos que ser un mendigo, pero sobre­
viviendo ajetreadamente en la Viena de posguerra, no vacilaba en revelar­
les a otros su precaria situación. Nunca había cultivado el mutismo ascéti­
co, y se estaba limitando a hacer conocer a los demás, obviamente mal
informados, el estado de su familia. En mayo de 1919, con algo de indig­
nación, regañó a Jones: “Si me presiona para que le informe dónde y cuán­
do nos reuniremos este verano o este otoño, si habrá un congreso ordina­
rio o en su lugar una sesión de comité, no puedo sino deducir que no sabe
nada de las condiciones en que vivimos, y que con sus periódicos no se
entera de nada de lo que sucede en Austria”. El no tenía la menor idea de
cuándo podría volver a viajar normalmente. “Todo depende del estado de
Europa en general, y de este descuidado e infeliz rincón en particular; de la
firma de la paz, del fortalecimiento de nuestra moneda, de la apertura de las
fronteras, etc.”*108 ¡Pero no se estaba quejando!
En realidad, había mucho de qué quejarse. A pesar de las noticias con­
soladoras sobre la difusión del psicoanálisis, y de la postura laboriosa y
estoica de Freud, éste tenía que admitir que la vida no era alegre. “Atrave­
samos malos tiempos —le escribió a su sobrino Samuel en la primavera
de 1919—, como sabes por los periódicos, privaciones e incertidumbre en
todas partes”. *1M Una conmovedora carta de agradecimiento que Martha
Freud le envió a Emest Jones en abril de 1919 demuestra hasta dónde lle­
gaban las privaciones. Jones le había hecho llegar una “absolutamente
hermosa chaqueta”, que no sólo le caía muy bien a ella sino también a
“Annerl”; por lo tanto, las dos la usarían alternativamente en el vera­
no. *110 Pero a mediados de mayo Martha Freud enfermó de “una auténtica
neumonía gripal”. Los médicos le dijeron a Freud que no se preocupa­
ra, *in aunque la gripe era una dolencia preocupante en quienes, como
Martha Freud, tenían que luchar contra ella en condiciones de subalimenta­
ción, consumidos por años de supervivencia en circunstancias difíciles. En
realidad, la “gripe española” (que a menudo conducía a una neumonía mor­
tal) había estado matando a miles de personas desde el invierno anterior.
Ya a principios del otoño de 1918, las escuelas y teatros vieneses cerraron
sus puertas con intermitencia para reducir los riesgos de contagio. Todo en
vano, pues la enfermedad, ola tras ola, azotaba a las poblaciones más vul­
nerables. Las mujeres eran más susceptibles que los hombres, pero tam­
[430] Revisiones: 1915-1939

bién éstos morían en cantidades aterradoras. Antes de que la epidemia de


gripe declinara, más de dos años después, perecieron unos 15.000 viene-
ses. *112 Pero Martha Freud superó su gripe, aunque ésta fue tenaz; dos
semanas después de que cayera enferma, estaba todavía “en cama con una
fuerte gripe, superó una neumonía pero no presenta ningún indicio de que
vaya a recobrar la fuerza y hoy mismo ha empezado a tener fiebre de nue­
vo”. * n 3 Hasta principios de julio, Freud no pudo informar de que su
mujer estaba completamente recuperada. *’>4

En el verano de 1919, mientras la esposa estaba convaleciente en un


sanatorio, Freud logró pasar un mes en su balneario austríaco favorito,
Bad Gastein, acompañado por su cuñada Minna. Intentó disculparse por
haber elegido un lugar tan costoso, pero defendiéndose sobre la base de que
la estación fría que se avecinaba hacía necesario reunir el mayor número de
fuerzas posible. “Quién sabe —le observó a Abraham— cuántos de noso­
tros resistirán el próximo invierno, del cual ha de esperarse mucho mal”.
*ns A fines de julio tuvo el gusto de informarle a Jones que estaba “casi
completamente recobrado de los arañazos y cardenales de la vida de este
año”. *n« A los sesenta y tres años, tenía todavía capacidad de reacción.
Pero de regreso a Viena, Freud se enfrentó de nuevo con la inflexible
realidad. “La vida es muy dura con nosotros”, escribió en octubre, en res­
puesta a una pregunta de su sobrino Samuel. “No sé lo que dicen los
periódicos ingleses; quizá no exageren. La escasez de provisiones y el
deterioro de la moneda están presionando principalmente a la clase media y
a quienes se ganan la vida con el trabajo intelectual. No pierdas de vista el
hecho de que todos hemos perdido 19/20 de lo que teníamos en efectivo.”
Una corona austríaca valía menos de un penique en ese momento, y seguía
depreciándose su valor. Además, “Austria (Deutsch-Oesterr.) nunca podría
producir todo lo que necesita”; Freud le recordaba a su sobrino que “no
sólo las ex provincias del Imperio sino también nuestro propio campo
están boicoteando a Viena del modo más temerario, que la industria ha lle­
gado a un punto muerto por necesidad de carbón y materiales, y que com­
prar e importar de los países extranjeros es imposible”. *117 La desfavora­
ble balanza de pagos, la fuga de capitales, la necesidad de importar
materias primas y víveres cada vez más caros, la caída en picada de la pro­
ducción de bienes para la exportación en lo que quedaba de las tierras aus­
tríacas, produjeron una inflación creciente y devastadora. En diciembre de
1922, la corona austríaca, que antes del estallido de la guerra valía la quin­
ta parte de un dólar, se cambiaba a razón de aproximadamente 90.000 por
dólar. El colapso de la moneda sólo concluyó después de complejas nego­
ciaciones con los banqueros internacionales y los gobiernos extranjeros.

Samuel Freud, un próspero comerciante de Manchester, se convirtió


en el destinatario favorito de las intencionadas jeremiadas de Freud. La
Agresiones [431]

familia —le escribió Freud— estaba “viviendo a dieta restringida. El pri­


mer arenque, hace algunos días, fue un festín para mí. Nada de carne, pan
insuficiente, nada de leche, patatas y huevos extremadamente preciados,
por lo menos en coronas”. Por fortuna, su cuñado Levi, que vivía en Esta­
dos Unidos, “se ha convertido en un hombre muy rico”, y su ayuda “nos
ha permitido salvar la existencia de los miembros femeninos de la fami­
lia”. El clan Freud —agregó— “se está dispersando rápidamente”. Dos de
las hermanas, Dolfi y Pauli, y su madre, habían sido enviadas al balneario
de Ischl para pasar allí el invierno en condiciones menos severas. Su cuña­
da Minna, que no podía permanecer congelándose en Viena, había huido a
Alemania, que por otra parte estaba mucho mejor. Con la excepción de
Anna, que “será la única hija que nos queda”, todos los vástagos se encon­
traban fuera de casa. Hablando de sí mismo, Freud observó pragmática­
mente: “Sabes que tengo mucho renombre y no me falta trabajo, pero no
gano lo suficiente y estoy comiéndome mis reservas”. En respuesta al
“bondadoso ofrecimiento” de Samuel, enumeró los “artículos alimenticios
que más necesitamos: manteca, carne de vaca, chocolate, té, galletas y
todo lo demás”.7 Mientras tanto, Max Eitingon, en Berlín, rico y con­
siderado, le prestaba dinero, pero eso, le dijo Freud con franqueza, era un
gesto inútil en cuanto se tratara de moneda austríaca. El mismo tenía
“más de cien mil” coronas sin valor. Pero Eitingon también le mandaba
comida (Lebensmittel), “medios de vida”, como se la llama en alemán,
con una expresión feliz. Eitingon no olvidó hacerle llegar también ciga­
rros, por lo cual Freud se manifestó reconocido, acuñando un neologismo
para el caso: Arbeitsmittel, “medios de trabajo”. Ellos le proporcionaban
apoyo para continuar resistiendo.
Infatigablemente, Freud movilizó a sus parientes del extranjero para
que las provisiones siguieran llegando a Viena. “Por indicación de Mar­
tha”, le pidió a su sobrino Samuel, a principios de 1920, que eligiera para
él “una tela suave de lana shetland —mezclilla o gris ratón, o castaño
oscuro— suficiente para un traje” adecuado para “la primavera y el oto­
ño”. *120 Freud continuó haciendo encargos de ese tipo a Inglaterra y Esta­
dos Unidos durante varios años. Incluso en 1922 le pidió a su familia de
Manchester que le comprara unas “botas fuertes” de la "mejor calidad”, ya
que el par que él había adquirido en Viena se había roto. *121 Controlaba
escrupulosamente los encargos que llegaban y comparaba su contenido con
lo anunciado en las cartas que comunicaban cada despacho.

7 Su régimen de comidas tenía para Freud un interés absorbente, y no sin


razón. A fines de 1919, le informó a Eitingon de que un tal «Mr.Viereck, perio­
dista, político, escritor, una persona excelente, incluso me ofreció “comida”.
Acepté, con el convencimiento de que un régimen de carne sin duda volverá a ele­
var mi capacidad para producir”. (La palabra “comida” está en inglés ["food"].
Freud a Eitingon, 19 de noviembre de 1919. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Winvenhoe.)
[432] Revisiones: 1915-1939

La preocupación por todas esas cuestiones prácticas le resultaba a


Freud psicológicamente necesaria. Los acontecimientos políticos seguían
siendo fascinantes; sin embargo él no tenía la menor oportunidad de
influir en ellos. «Creo que los próximos meses van a estar llenos de
movimientos dramáticos”, le predijo a Eitingon en mayo de 1919. “Pero
nosotros no somos espectadores, ni actores, en realidad no somos ni
siquiera el coro, ¡sino meramente víctimas!” *122 Apenas lo podía soportar.
“Estoy muy cansado —le confesó a Ferenczi a principios del verano de
1919—, más que eso, airado, corroído por una rabia impotente”. *123 Cui­
dar de su familia era una evasión con respecto a esa impotencia.
Freud demostró ser un proveedor competente. Lejos de encerrarse
como un Herr Professor en su torre de marfil descargando sobre su mujer
todas las tareas domésticas, él preparaba con diligencia las listas de provi­
siones, enviaba detallados pedidos, recomendaba materiales adecuados para
empaquetar (recipientes impermeables para la comida) y maldecía a los
correos. Durante los meses de la revolución, cuando las comunicaciones
con los países extranjeros quedaron prácticamente interrumpidas, Freud,
con realismo, les advirtió a sus protectores del exterior que hacer llegar
ayuda a Viena era muy difícil. Resultaba esencial mandar los paquetes a
través de la misión militar inglesa de Viena; la comida enviada por la vía
común sólo alimentaba a “los guardias de la aduana y a los trabajadores
ferroviarios”. *124 A fines de noviembre de 1919, Freud pudo informar que
“nuestro estado ha mejorado un poco gracias a la ayuda no enviada sino
traída por amigos de Holanda y Suiza; amigos y alumnos, diría”. Estaba
dispuesto a reconocer por lo menos algún consuelo en esos días funestos.
“Una de las cosas buenas de estos tiempos lastimosos —le escribió a su
sobrino de Manchester— es que se ha restablecido la conexión entre noso­
tros.” *125
El hecho de que no pudiera confiarse en los envíos desde el exterior
seguía irritándolo continuamente. El 8 de diciembre de 1919, le informó a
su sobrino que Martin se había casado el día anterior, y añadió práctica­
mente sin transición que no había llegado un paquete prometido. Tenía
poco tiempo para los sentimientos. “No abrigo ninguna esperanza de que
todavía pueda llegamos.” *12« Unos pocos días después, al agradecerle cáli­
damente a Samuel su preocupación (“te comportas tan amistosamente con
tus parientes pobres”), le pidió que no enviara nada más hasta que se le
pudiera decir que los encargos llegaban realmente a Viena. “Pareces no
tener conciencia de toda la estupidez gubernamental de D[eutsch] Oes-
t[erreich].” *127 Tal vez el inglés de Freud fuera demasiado formal, un poco
rígido, pero tenía la mordacidad suficiente como para proporcionarle adjeti­
vos elocuentes y acres que caracterizan a la burocracia austríaca germana.
Para Freud, la denuncia era una forma de acción. Uno de sus poetas
alemanes preferidos, Schiller, dijo alguna vez que contra la estupidez hasta
los mismos dioses luchaban en vano, pero ni siquiera la estupidez de los
Agresiones [433]

funcionarios austríacos redujo a Freud a la desesperanza. “No llegó ningu­


no de tus paquetes —le informó a Samuel a fines de enero de 1920— pero
se nos ha dicho que todavía pueden hacerlo, pues la duración del viaje es a
menudo de más de tres meses”. *128 Pensaba en todos. En octubre de 1920
le comunicó que “han llegado tres de tus envíos”, aunque “uno de ellos
absolutamente vacío de contenido”. Por lo menos, Samuel Freud no sería
el perjudicado: “Se ha levantado un acta aquí, en la oficina de correos
(Protokoll) y se me ha aconsejado que informe al empleado, de modo que
espero que cobres el seguro”. Como siempre, la envoltura tenía importan­
cia. “Los dos paquetes que llegaron felizmente estaban protegidos por arpi­
llera. Trajeron un muy bien acogido refuerzo para nuestras reservas”. Pero
—siempre había un pero en esos días—, casi todas las cosas en excelente
estado, solamente el queso, envuelto en papel, se enmoheció y afectó al
gusto de algunas barras de chocolate”. *129
A veces desahogaba su exasperación. En mayo de 1920 escribió una
virulenta carta a la “Administración” —la American Relief Association de
Viena— quejándose de que un paquete de comida procedente de Estados
Unidos y dirigido a su esposa (en aquel entonces fuera de la ciudad) no le
había sido entregado a su hijo, “el ingeniero O[liver] Freud”, aunque éste
se presentó con “un permiso escrito”. La conducta del organismo parece
rígida, pero los funcionarios de ayuda norteamericanos habían adoptado la
política de entregar cada paquete sólo a su destinatario expreso, porque
eran demasiados los presuntos parientes que habían inundado la oficina
con identificaciones falsas. A Freud no le impresionaron esas excusas.
Oliver había tenido que “esperar, dando vueltas desde las 2:30 hasta las 5”,
y fue despedido sin el paquete. “Su tiempo también tiene algún valor”, de
modo que era excesivo pedirle que “repita varias veces más la misma expe­
riencia”. Puesto que sólo la destinataria podría retirar el envío, “apelo a
usted para que me informe de qué manera podrá darse cumplimiento a las
intenciones de quien realizó este envío”. Freud no había terminado. Furio­
so, alardeó de su talla internacional: “No dejaré de informar al público de
América, donde no soy desconocido, sobre el carácter inadecuado de su
gestión”. *130 El incidente tuvo un epílogo a la vez grotesco y patético. Al
jefe del organismo de ayuda, Elmer G. Burland, que había estudiado algu­
nos de los escritos de Freud unos años antes, en el college, en Berkeley, le
resultó grato entregar personalmente el paquete de comida. Fue tratado con
exquisita rudeza: Freud insistió en que le hablara a Oliver en inglés (aun­
que el alemán de Burland era en aquel entonces de primera clase), para que
Oliver tradujera sus palabras al alemán (si bien, es innecesario decirlo,
Freud lo entendía todo). Después Freud respondía en alemán, y su hijo lo
traducía al inglés (a pesar de que, obviamente, Burland no necesitaba intér­
prete). *>3 ‘ Esa venganza calculada, mezquina, teatral, da la medida de la
cólera y la frustración de Freud.
[434] Revisiones: 1915-1939

Las cartas de Freud de esos años sugieren que tenía que robar tiem­
po para seguir reflexionando y escribiendo. Provoca amargura ver cómo él
(el más independiente de los hombres, que realmente tenía otras cosas en
las que pensar) quedó absorbido en la tarea de conseguir lo esencial para la
familia. Pero no siguió siendo un destinatario pasivo durante mucho tiem­
po. En cuanto pudo, le reembolsó el dinero prestado a Eitingon y empezó
a pagar por el aluvión de provisiones que importaba con tanta eficiencia.
En febrero de 1920 le pidió a su sobrino que aceptara “el cheque adjunto
por £4 (pago de un paciente inglés)”; *132 cinco meses más tarde, le envió
ocho libras, *133 y en octubre insistió, con un cierto tono triunfal: “Te
agradezco de todo corazón tu preocupación y las molestias, pero para que
estos envíos continúen debes hacerme saber lo que te cuestan. He recupe­
rado algo gracias al tratamiento de pacientes extranjeros, y tengo un depó­
sito de moneda legal en La Haya”. *134
En esa época, la situación de Austria había mejorado un poco, y junto
con ella, también la situación de los Freud. Stefan Zweig recordó los años
entre 1919 y 1921 como los más duros. Pero, después de todo, no había
existido mucha violencia, sólo un pillaje totalmente esporádico. En 1922
y 1923 había comida suficiente como para subsistir. *135 El psicoanalista
austríaco Richard Sterba observó que pasaron cinco años desde el fin de la
guerra hasta que “el primer Shlagobers, batido, tan esencial para los aus­
tríacos”, apareció en el “Kaffeehaus”. *136 Al reaparecer la comida y el
combustible en el mercado abierto, “uno estaba vivo —dijo Zweig—, sen­
tía su propia fuerza”. *137 También Freud la sintió. Su trabajo clínico, y la
ayuda que sus seguidores continuaban enviándole, le hicieron posible lle­
var una existencia adecuada. “Me estoy volviendo viejo, innegablemente
indolente y perezoso —le escribió a Abraham en junio de 1920—, tam­
bién maleducado y mimado en exceso por los muchos presentes de provi­
siones, cigarros y dinero que la gente me da y que tengo que aceptar por­
que de otro modo no podría vivir.” *338 En diciembre de 1921 la vida
volvió a ser lo bastante atractiva como para permitirle invitar a Abraham
a alojarse en Berggasse 19; para tentarlo, señaló que la habitación de hués­
pedes de los Freud no sólo era mucho más barata que un hotel, sino que
contaba con calefacción. *8*13’
Sin embargo, como sabemos, la inflación se estaba comiendo los
ahorros de Freud en moneda austríaca.« La política local no era más grata.
“Con las elecciones de hoy —le escribió Freud a Kata Levy, una amiga

8 También se estaba comiendo los ahorros de otros. Todavía el 20 de enero


de 1924, Ferenczi le escribió a Freud: “La devaluación de la corona húng [ara] se
está produciendo rápidamente; pronto alcanzará el punto bajo austríaco. En la
clase media prevalece la miseria; la práctica médica está casi totalmente paraliza­
da. La gente no tiene dinero para enfermar”. (Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.)
Agresiones [435]

húngara y ex paciente suya, en la primavera de 1920— la ola reaccionaria


también ha llegado aquí, después de que la revolucionaria no trajera nada
agradable. ¿Qué chusma es la peor? Seguramente siempre la última que
prevalece”. *14° En política, Freud era un hombre del centro, una posición
sumamente precaria y continuamente puesta en peligro durante los incier­
tos años de la posguerra. No sorprende que cuando, en el verano de 1922,
Eitingon le invitó a instalarse en Berlín, a Freud le pareciera que la idea
no carecía de atractivos. “En el caso de que tengamos que dejar Viena
—reflexionó en una carta a Otto Rank—, porque ya no se pueda vivir aquí
y los extranjeros que necesitan análisis ya no quieren venir, él nos ofrece
un primer refugio. Si yo fuera diez años más joven, tejería todo tipo de
proyectos en tomo a este paso”. *141
Las consecuencias de la guerra privaron de independencia a la mayoría de
los hijos de Freud, que pasaron a depender de él. En el verano de 1919 le
escribió a Emest Jones que estaba “enviando todo lo que puedo ahorrar a mis
hijos de Hamburgo, privados por la guerra de sus medios de subsistencia. De
mis muchachos, sólo Oli, el ingeniero, encontró un trabajo temporal, Ernest
está trabajando en Munich sin cobrar salario, y Martin, a quien esperamos
dentro de unas semanas, estaría en la calle a pesar de sus muchas medallas y
condecoraciones si no tuviera un viejo padre que todavía trabaja”. *>« Tampo­
co se podía confiar en Oliver, pues se veía acosado por dificultades neuróticas
que inquietaban mucho al padre. Oliver, le confesó Freud a Eitingon, “a
menudo me ha preocupado”. Sin duda “necesita terapia”. *1«
Por otra parte, el trabajo de Freud era lo que lo salvaba desde el punto
de vista económico. Los extranjeros que trataba podían pagarle no sólo en
moneda fuerte, sino también en efectivo. A Leonhard Blumgart, un médi­
co de Nueva York que quería someterse a análisis en 1921, le especificó
honorarios de “diez dólares por hora (en dólares reales, no cheques)”. *144
Le explicó las razones al psiquiatra y antropólogo Abram Kardiner, en
aquel entonces su analizando: los diez dólares que cobraba por la hora de
análisis tenían que pagarse “en billetes, no con cheques que sólo puedo
cambiar por coronas” *145 que perdían valor diariamente. Sin los analizan-
dos de Inglaterra y Estados Unidos, a quienes llamaba “esa gente de la
Entente”, sus cuentas no cerraban, según le escribió a Emest Jones. *146
En contraste con la “gente de la Entente”, que tenía dólares y libras, los
pacientes de Alemania o Austria no resultaban tan deseables: “Tengo 4
horas libres ahora —le informó a Jones a principios de 1921— y no me
gustaría alimentarme de pacientes de las potencias centrales (Mittelmách-
tepatients)." Había adquirido “el gusto por la moneda occidental”. * ' 47
Como le dijo a Kata Levy, “uno ya no puede ganarse la vida con vieneses,
húngaros, alemanes”. Lamentaba su pacialidad, y le pidió que conservara
el secreto: “Realmente, no es una conducta adecuada para un anciano dig­
no. C’est la guerre”. *148 En cuestiones económicas era franco, como, en
sus artículos técnicos, les había aconsejado a sus colegas que lo fueran.
[436] Revisiones: 1915-1939

Con esa población distinta de analizandos, el inglés se convirtió en el


idioma principal de la práctica de Freud, que desde mucho tiempo se sentía
atraído por él. Precisamente por esa razón sus defectos hacían que se exas­
peraba consigo mismo, y con el inglés. En el otoño de 1919 tomó un
profesor ‘para pulir’ mi inglés”. *1« Pero los resultados de sus lecciones
no lo satisfacían. “Estoy escuchando de 4 a 6 horas diarias de inglés euro­
peo o americano —observó en 1920— y tendría que haber hecho más pro­
gresos en mi propio inglés, pero me resulta mucho más difícil aprender a
los 64 años que a los 16. Llego a cierto nivel y allí tengo que detener­
me.” *150 Los analizandos que mascullaban sus monólogos o utilizaban el
slang, lo enervaban particularmente. “Me angustia mi inglés —le escribió
a Emest Jones, refiriéndose a dos pacientes que éste le había enviado—,
ambos hablan un idioma abominable.” Ellos lo llevaban a “añorar” la
“distinguida correción” de David Forsyth, un médico inglés que había tra­
bajado con Freud durante cierto tiempo en el otoño de 1919, y se había
ganado su gratitud por el vocabulario refinado y la pronunciación cla­
ra. *151
Sus defectos lingüísticos, menos perjudiciales de lo que imaginaba,
llegaron al adquirir cierto carácter obsesivo. “Escucho y hablo con
ingleses 4-5 horas por día —le escribió a su sobrino en julio de
1921—, pero nunca aprenderé conéctamente su m...o idioma”. *152 Poco
antes, le había propuesto a Leonhard Blumgart, ya listo para dirigirse a
Viena a iniciar su análisis, un pequeño acuerdo autoprotector: “Para mí
sería un gran alivio que usted hablara alemán; si no es así, no deberá
criticar mi inglés”. *153 Esas sesiones en inglés lo cansaban tanto,
según le confesó a Ferenczi a fines de 1920, “que por la tarde no sirvo
para nada”. *154 Esto lo fastidiaba lo bastante como para que insistiera
en ello. Las “5, a veces 6 y 7 horas” que escuchaba y hablaba en inglés
le resultaban tan “extenuantes”, le dijo a Kata Levy a fines de 1920, que
ya no podía contestar cartas por la noche, y dejaba esa tarea para los
domingos. *15s
Pero el dinero que Freud ganó en el trabajo analítico con su “gente de
la Entente” le permitió hacer algo que le gustaba más que recibir: dar. Tra­
tándose de un hombre que se había pasado la vida temiendo que sus hijos
quedaran desamparados, era notablemente generoso con su dinero, que tanto
le costaba ganar. Cuando, en el otoño de 1921, Lou Andreas-Salomé acep­
tó su invitación para que lo visitara a él y a su familia en Berggasse 19 (no
se veían desde hacía cierto tiempo), Freud se atrevió a introducir una suge­
rencia “relacionada con su viaje, sin temor a ser mal interpretado”. En
pocas palabras, le ofreció dinero para el viaje en el caso de que lo necesita­
ra. “Me he convertido en relativamente rico, gracias a la adquisición de bue­
na moneda extranjera (norteamericanos, ingleses, suizos).” Con mucho tac­
to, le aseguró que emplear sus recursos de ese modo le proporcionaría
placer a él'. “A mí también me gustaría conseguir algo con esta nueva
Agresiones [437]

riqueza”.’ *156 Sabía que la práctica psicoanalítica de Frau Lou en Gotinga


sólo le procuraba mezquinos ingresos. En los primeros años de la década de
1920 (tiempos muy duros para Alemania) Freud veló por que se le hicieran
llegar dólares en cantidad adecuada, apoyo sostenido que ella se sintió en
libertad de aceptar. En el verano de 1923, cuando supo de buena fuente
—su hija Arma— que estaba realizando diez sesiones de análisis por día,
dedicó una paternal reprimenda a su “queridísima Lou”, olvidando sus pro­
pios horarios sobrecargados durante años: “Naturalmente, considero que es
un intento de suicidio mal disimulado”. Le suplicó que elevara sus honora­
rios y atendiera menos pacientes. *158 Y le envió más dinero.
Por su parte, hablaba de reducir las horas de análisis; en 1921, le
comentó a Blumgart que estaba aceptando sólo “un número muy restringi­
do de alumnos o pacientes”, y mencionó seis. *15’ Pero durante algunos
meses de aquel año, cansado como estaba, en realidad atendió a diez anali-
zandos. *160 “Soy viejo y tengo derecho a unas vacaciones tranquilas”, le
escribió a Blumgart, insistiendo en su edad avanzada con una especie de
placer masoquista, como ya había hecho durante algunos años. *161 Citan­
do el proverbio alemán que dice Die Kunst geht nach Brot (el arte es
secundario respecto del pan), le dijo concisamente a Jones que “el negocio
está devorando la ciencia”. *162 Pero no se estaba retirando. Realizaba
importantes contribuciones al futuro del psicoanálisis, supervisando lo
que le gustaba llamar “el autoanálisis” de analistas en formación. Más
importante aun era el hecho de que, en medio del tumulto externo e inte­
rior, Freud completó las drásticas revisiones de su sistema psicoanalítico
que había iniciado media década antes.

La muerte: experiencia y teoría

El hambre de trabajo de Freud, que desmentía sus


declaraciones acerca de la senilidad y la decadencia
inminentes, no eran simplemente una respuesta visce­
ral a la mejor comida, los nuevos pacientes y los ciga­
rros importados. El trabajo era también su modo de
afrontar con éxito el duelo. Resultó irónico que, con la
llegada de la paz, Freud se viera obligado a enfrentarse más de una vez con
lo que se le había ahorrado casi por completo durante la guerra: la muerte.
Esta hizo que parecieran triviales todas su incomodidades materiales. A

’ En septiembre de 1922, Freud le envió 20.000 marcos (en moneda infla-


cionada, pero la suma era todavía sustancial). (Freud a Andreas-Salomé, 8 de sep­
tiembre de 1922, Freud Collection, B3, LC.).
[438] Revisiones: 1915-1939

principios de 1920, al hacerle llegar a Jones sus condolencias por el falle­


cimiento del padre, Freud le preguntó, retóricamente: “¿Puede recordar un
tiempo tan lleno de muerte como éste?” Pensaba que había sido “un hecho
feliz” que el anciano Jones hubiera muerto pronto, sin tener que resistir
“hasta que el cáncer lo devorara poco a poco”. Al mismo tiempo, suave­
mente le advirtió acerca de lo que le esperaba: “Pronto descubrirá lo que
esto significa para usted”. El acontecimiento le recordó a Freud el luto por
su propio padre, casi un cuarto de siglo antes: “Yo tenía aproximadamente
su misma edad cuando murió mi padre (43) y ello revolucionó mi
alma”. *163
Pero la primera muerte en el círculo íntimo de Freud, el aterrador sui­
cidio de su discípulo Tausk, no revolucionó su alma en lo más mínimo.
La tomó con una distancia clínica, casi administrativa. Tausk, después de
decidirse por el psicoanálisis (antes había hecho su carrera en los ámbitos
judicial y periodístico) se distinguió rápidamente en los círculos analíticos
de Viena con un puñado de importantes artículos y brillantes conferencias
introductorias que Freud puntualizó en su tributo necrológico oficial. *164
Pero las experiencias de guerra de Tausk habían sido excepcionalmente
perturbadoras, y Freud atribuyó su deterioro mental a las tensiones de su
servicio militar. Sin embargo, había sido minado por algo más que el
agotamiento. Hombre de muchas mujeres (recordemos que probablemente
mantuvo una relación con Lou Andreas-Salomé antes de la guerra), Tausk
se había divorciado, se comprometió con varias mujeres, y estaba a punto
de casarse de nuevo. Muy deprimido, y cada vez más confuso, le pidió a
Freud que lo sometiera a análisis, y se encontró con una negativa. Años
antes, lo había apoyado con generosidad, económica y emocionalmente,
pero en esa oportunidad lo envió a Helene Deutsch, una joven seguidora
que por su parte se estaba analizando con el propio Freud. El resultado fue
un complejo triángulo que no funcionaba bien: Tausk le hablaba a Helene
Deutsch sobre Freud, y ella le hablaba a Freud sobre Tausk. Finalmente,
la depresión de Tausk no cedió, y el 3 de julio de 1919, con un perverso
ingenio, logró ahorcarse y dispararse un tiro al mismo tiempo. Freud
notificó a Abraham tres días más tarde que “Tausk se disparó un tiro hace
varios días. Usted recordará su conducta en el Congreso”. En Budapest, el
anterior septiembre, Tausk había sufrido un ataque de vómitos más bien
espectacular. “Lo abrumaban su pasado y sus últimas experiencias de gue­
rra, se suponía que iba a casarse esta semana, ya no pudo recobrarse. A
pesar de su significativo talento, era ya inútil para nosotros.” *165
La “etiología” del suicidio de Tausk —le escribió Freud a Ferenczi
unos días más tarde, con idéntica frialdad— era “oscura, probablemente
impotencia psicológica y el último acto de su batalla infantil con el
espectro de su padre”. Confesó que “a pesar de apreciar sus dones”, él no
percibía en sí mismo “ninguna simpatía real”. *166 De hecho, Freud esperó
casi un mes antes de comunicarle a Lou Andreas-Salomé el fin del “pobre
Agresiones [439]

Tausk”, repitiendo casi palabra por palabra lo que le había dicho a Abra­
ham. *167 A ella la sorprendió la noticia, pero comprendía la actitud de
Freud, y en gran medida la compartía; había llegado a pensar que Tausk
era de algún modo peligroso para Freud y el psicoanálisis. *168 Freud le
dijo, como antes a otros, que Tausk había resultado inútil para él. Pero, a
juzgar por el modo en que en su carta saltó del suicidio de Tausk a su pro­
pio trabajo, el discípulo muerto debió de haber tenido una cierta utilidad
pòstuma: “Ahora he asumido, como lo que me corresponde en concepto de
jubilación, el tema de la muerte, he tropezado con una extraña idea por la
vía de las pulsiones y ahora tengo que leer todo tipo de cosas que tengan
que ver con ello, por ejemplo Schopenhauer, por primera vez”. *16’ Pronto
tuvo mucho que decir sobre la muerte, no tal como afectó a Tausk u otros
individuos, sino como fenómeno universal.
Por insensible que pudiera parecer Freud en relación con su patético
discípulo vagabundo, su reacción ante otra muerte, la de Anton von
Freund, da prueba de que su capacidad para sentir las pérdidas no se había
atrofiado. Von Freund padeció la temida reactivación de su cáncer, y murió
en Viena a fines de enero de 1920, a la edad de cuarenta años. Su generoso
apoyo al movimiento psicoanalítico, en especial sus empresas editoriales,
eran su mejor monumento funerario. Pero además de benefactor del análi­
sis, von Freund fue amigo de Freud; éste lo visitó diariamente durante su
enfermedad, y mantuvo informados a Abraham, Ferenczi y Jones sobre la
inevitable agonía del hombre. El día siguiente al de la muerte de su ami­
go, Freud le escribió a Eitingon: “Para nuestra causa una grave pérdida,
para mí un agudo dolor, pero que pude asimilar en el curso de los últimos
meses”, cuando se veía con claridad que von Freund se moría. “Cargó con
su condena con claridad heroica, no deshonró al análisis”: en pocas pala­
bras, murió como había muerto el padre de Freud y como él mismo espe­
raba morir. *170

Aunque previsible desde meses antes, la pérdida de von Freund lo


conmovió. Pero la muerte súbita de Sophie, la hija de Freud, su “querida,
floreciente Sophie”, *ni que falleció cinco días después de von Freund, de
gripe complicada con neumonía, representó una conmoción mucho mayor.
Estaba embarazada de su tercer hijo. *172 Sophie Halberstadt fue una vícti­
ma de la guerra (que había dejado a millones de personas en estado vulne­
rable a la infección), tanto como un soldado muerto en el frente de batalla.
“No sé —le escribió Freud a Kata Levy a fines de febrero— si la alegría
volverá alguna vez a visitamos. Mi pobre mujer ha recibido un golpe
demasiado fuerte.” Estaba contento de tener demasiado trabajo como para
“llorar a mi Sophie apropiadamente ”. *n Pero con el tiempo la lloró
como correspondía; los Freud nunca olvidaron esa pérdida. Ocho años más
tarde, en 1928, en uña carta de condolencias a la esposa de Emest Jones,
Katharine, por la muerte de una hija, Martha Freud recordó la pérdida de la
[440] Revisiones: 1915-1939

suya propia: “Ya han pasado ocho años desde la muerte de nuestra So-
pherl, pero siempre me siento sacudida cuando algo similar sucede en el
círculo de nuestros amigos. Sí, yo estuve entonces tan destrozada como
usted lo está ahora; me pareció que había perdido para siempre toda seguri­
dad y toda felicidad”. *
' 74 Y cinco años después de esto, en 1933, cuando la
poeta imaginista Hilda Doolittle (H. D.) se refirió al último año de la
gran guerra durante una sesión de análisis con Freud, «él dijo que tenía
razones para recordar la epidemia, pues en ella perdió a su hija favorita.
“Está aquí”, dijo, y me mostró un pequeño medallón que llevaba, prendido
en la cadena del reloj». *175
Freud se ayudaba de reflexiones filosóficas y lenguaje psicoanalítico:
“La pérdida de un hijo —le escribió a Oskar Pfister— parece una grave
afrenta narcisista; el duelo que pueda existir, sin duda llegará más tarde.”
No podía olvidar la “abierta brutalidad de nuestra época”, que impedía que
los Freud se reunieran con el yerno y los dos nietecitos en Hamburgo. No
había trenes. “Sophie —escribió Freud— deja dos hijos, uno de seis años
y otro de trece meses, y un esposo inconsolable que ahora pagará caro la
felicidad de estos siete años. La felicidad fue de ellos, no externa: guerra,
invasión, graves heridas físicas, pérdidas de los bienes, pero ellos habían
permanecido valientes y alegres.” Y “mañana ella será incinerada, ¡nuestra
pobre niña mimada de la fortuna!” *> 76 A Frau Halberstadt, la madre del
viudo, le escribió: “Sin duda, a una madre no se la puede consolar y,
como estoy descubriendo ahora, a un padre, difícilmente”. *177 En una
emocionante carta de condolencia al desesperado viudo, Freud habló de “un
acto del destino, sin sentido, brutal, que nos ha robado a nuestra Sophie”.
No había nadie a quien culpar, nada sobre lo que lo que reflexionar. “Hay
que inclinar la cabeza ante el golpe, como pobres seres humanos desvali­
dos, con los que juegan los poderes superiores.” Le aseguró a Halberstadt
que sus sentimientos con respecto a él no habían cambiado, y lo invitó a
considerarse hijo suyo mientras lo deseara. Tristemente, firmó como
“Papá”. *178
Durante algún tiempo, mantuvo su estado de ánimo reflexivo. “Es
una gran desgracia para todos nosotros —le escribió al psicoanalista Lajos
Levy, el esposo de Kata, de Budapest—, un dolor para los padres, pero
nosotros aquí, tenemos poco que decir. Después de todo, sabemos que la
muerte forma parte de la vida, que es inevitable y que viene cuando quiere.
No estábamos muy animados ni siquiera antes de esta pérdida. Sin duda,
no es grato sobrevivir a un hijo. El destino no respeta ni siquiera este
orden de precedencia.” *179 Pero resistía. “No se preocupe por mí —tran­
quilizó a Ferenczi—. Soy el mismo, salvo que un poco más cansado.” Por
dolorosa que fuera para él la muerte de Sophie, no modificó su actitud con
respecto a la vida. “Durante años estuve preparado para la pérdida de mis
hijos varones; ahora llega la de mi hija. Puesto que soy el más profundo
de los incrédulos, no tengo a nadie a quien acusar y sé que no existe nin­
Agresiones [441]

gún lugar donde se pueda presentar una denuncia.” Confiaba en la fuerza


apaciguadora de su rutina diaria, pero “en lo más profundo de mi ser expe­
rimento el sentimiento de un intenso dolor narcisista que no olvidaré”. *18°
Seguía siendo el más resuelto de los ateos, y de ningún modo estaba dis­
puesto a renunciar a sus convicciones a cambio de consuelo. En lugar de
ello, trabajaba. “Usted conoce la desgracia que hemos sufrido; es sin duda
deprimente —le escribió a Emest Jones—, una pérdida imposible de olvi­
dar. Pero dejémosla a un lado por un momento, la vida y el trabajo tienen
que continuar mientras subsistamos.” *181 Siguió la misma línea con Pfis­
ter: “Trabajo todo lo que puedo, y doy las gracias por la distracción”. *i«z
Freud trabajaba y estaba agradecido. En el primer congreso psicoanalí-
tico internacional de la posguerra, reunido en La Haya a principios de sep­
tiembre de 1920, presentó un artículo que elaboraba, y hasta cierto punto
revisaba, la teoría de los sueños. Fue una aparición portentosa: llevó con­
sigo a su hija Anna, que pronto iba a convertirse en psicoanalista por
derecho propio, y en su aportación bosquejó la idea de la compulsión a la
repetición, que iba a ocupar un lugar de primera importancia en la teoría
que estaba preparando para su publicación. El congreso de La Haya consti­
tuyó una reunión inquietante para freudianos que hasta dos años antes
habían sido clasificados oficialmente como enemigos mortales. Había
algo conmovedor en el encuentro; analistas medio famélicos de las nacio­
nes derrotadas fueron invitados y festejados en almuerzos y banquetes por
sus generosos anfitriones holandeses.10 Los ingleses —recordó Jones—
homenajearon a Freud y su hija Anna en un almuerzo, en el cual ella pro­
nunció con donaire un “pequeño discurso en muy buen inglés”. *183 Fue un
cónclave muy concurrido y animado: hubo sesenta y dos miembros y cin­
cuenta y siete invitados. Eran pocos los psicoanalistas que sucumbieron al
chauvinismo, de modo que a ingleses y norteamericanos les resultó perfec­
tamente natural sentarse como compañeros junto a sus colegas alemanes,
austríacos y húngaros. Es cierto que en 1920 hubiera sido imposible que
se reunieran en Berlín, aunque Abraham había realizado enérgicas gestio­
nes para conseguirlo. *184 Si bien exentos de xenofobia, los analistas
ingleses y norteamericanos albergaban todavía sentimientos antialemanes.
Pero sólo dos años más tarde, incitada por Abraham, la Asociación Psico-
analílica Internacional eligió a Berlín como sede para su siguiente congre­

10 A los analistas austríacos, húngaros y alemanes, ese congreso no podía


sino recordarles un mundo de abundancia del que ya casi no tenían memoria. Anna
Freud comentó más tarde que ella y su padre no contaban con mucho dinero.
«Pero mi padre, como siempre, fue sumamente generoso. Me daba una cantidad
diaria para frutas (bananas, etc.) que no se habían visto en Viena durante años, e
insistió en que me comprara ropa, sin limitaciones en el gasto: “Todo lo que yo
necesitara.”... No recuerdo que comprara nada para sí mismo, salvo cigarros.»
(Anna Freud a Jones, 21 de enero de 1955. Papeles de Jones, Archives of the Bri­
tish Psycho-Analytical Society, Londres.)
[442] Revisiones: 1915-1939

so, que se desarrolló sin recriminaciones políticas. Fue el último cónclave


al que asistió Freud.

Durante los años de la inmediata posguerra la producción de Freud


fue escasa, casi se podía medir contando las palabras. Escribió artículos
sobre la homosexualidad y acerca del curioso tema de la telepatía, que
siempre le había intrigado. Además publicó tres libros pequeños, en reali­
dad folletos: Más allá del principio de placer, en 1920; Psicología de las
masas y análisis del yo,^ en 1921, y El yo y el ello, en 1923. En conjun­
to, esos escritos no suman tal vez más de doscientas páginas. Pero su
extensión es engañosa; exponen el sistema estructural^ al que Freud
permaneció fiel durante el resto de su vida. Había estado desarrollándolo
desde el final de la guerra, mientras se afanaba pidiendo chocolate y tela a
Inglaterra, y maldiciendo a su pobre estilográfica. “¿Dónde está mi [libro
sobre] metapsicología?”, se preguntó retóricamente en una carta a Lou
Andreas-Salomé. “En primer lugar —respondió con más énfasis que
antes—, sigue sin haber sido escrito.” La “naturaleza fragmentaria de mis
experiencias y el carácter esporádico de mis ideas” no le permitían ofrecer
una presentación sistemática. “Pero —agregó esperanzadamente— si vivo
otros diez años, si sigo siendo capaz de trabajar durante ese tiempo, si no
me siento hambriento y golpeado hasta la muerte, si no quedo demasiado
agotado por la desdicha de mi familia o de las cosas que me rodean —todo
un montón de precondiciones— entonces prometo ofrecer más contribu­
ciones sobre el tema.” La primera de ellas fue Más allá del principio de
placer. *i»5 Este delgado volumen, y los dos que lo precedieron, demostra­
ban por qué no podía publicar el muy anunciado y pospuesto libro sobre
metapsicología. Había modificado y complicado demasiado sus ideas. No
menos importante era el hecho de que esos libros no se enfrentaban lo
suficiente con el tema de la muerte, o, con más precisión, el hecho de que
él no hubiera integrado en su teoría lo que tenía que decir sobre la muerte.

11 Vale la pena señalar aquí el carácter poco feliz de la traducción de este


título al inglés. El original alemán es Massenpsychologie und Ich-Analyse. Los
editores de la Standard Edition lo tradujeron como Group Psychology and the
Analysis of the Ego (“Psicología de los grupos y análisis del yo”). El término
inglés “group” (“grupo”) desdibuja el alemán Masse (literalmente, “masa”). El
propio Freud, en una carta a Jones, habló de su “Psychology of Mass” (“Psicolo­
gía de la masa”). (Freud a Jones, 2 de agosto de 1920. En inglés, Freud Collec-
tion, D2. LC.) Si esta expresión parecía demasiado rispida, “psicología de las
multitudes” (“crowd psychology”) hubiera sido más propia que “psicología de los
grupos”.
12 A este sistema de la posguerra es habitual llamarlo “estructural”, en con­
traste con el “tópico” de los años de la preguerra. Entre uno y otro había nume­
rosas conexiones y afinidades, como resultará obvio a lo largo de estas páginas.
Además, los nombres son accidentes lingüísticos y puramente convencionales;
ambos sistemas describen la tópica y la estructura de la mente.
Agresiones [443]

Resulta tentador interpretar el último sistema psicoanalítico de


Freud, con su énfasis en la agresión y la muerte, como una respuesta a su
aflicción de esos años. En esa época, el primer biográfo de Freud, Fritz
Wittels, no hizo menos: “En 1920 [con Más allá del principio de placer],
Freud nos sorprendió con el descubrimiento de que, en todo lo que vive,
además del principio de placer que, desde los días de la cultura helénica, ha
sido denominado Eros, hay otro principio: lo que vive, quiere morir. Ori­
ginado en el polvo, quiere volver a ser polvo. No sólo está en ello la pul­
sión de vida, sino también la pulsión de muerte. Cuando Freud le comuni­
có esta idea a un mundo atento, estaba bajo la impresión de la muerte de
una hija joven, que perdió después de haberse tenido que preocupar por la
vida de varios de sus parientes más próximos, que estaban en la gue­
rra”. *186 Era una explicación reduccionista, pero sumamente plausible.
De inmediato Freud se disgustó por esa observación. En realidad, se
había anticipado a Wittels en tres años: a principios del verano de 1920
pidió a Eitingon y a otros que atestiguaran —en caso de ser necesario—
haber visto un borrador de Más alia del principio de placer antes de que
muriera Sophie Halberstadt. *187 Al leer la biografía de Wittels, a fines de
1923, admitió que esa interpretación era “muy interesante”: de haber él
realizado el estudio analítico de algún otro que hubiera atravesado esas cir­
cunstancias, habría establecido esa conexión “entre la muerte de mi hija y
la línea de pensamiento propugnada en mi Más allá [del principio de pla­
cer], «Y sin embargo —agregó—, esto es erróneo. Más allá fue escrito en
1919, cuando mi hija estaba todavía sana y floreciente”. Para reforzar su
argumentación, reiteró que había hecho circular el manuscrito práctica­
mente completo entre sus amigos de Berlín ya en septiembre de 1919. “Lo
probable no es siempre lo verdadero.” *188 Tenía buenas razones para no
aceptar esa lectura; Freud no fue más allá del principio de placer a causa de
una muerte en su familia. *189 Pero la ansiedad con la que perceptiblemente
quería dejar bien claro el punto, sin que quedara ninguna duda, sugiere que
no tenía una confianza total en poder asegurar la validez universal de sus
nuevas hipótesis. Después de todo, a menudo, y sin ninguna disculpa,
había extraído proposiciones generales sobre el funcionamiento de la men­
te a partir de su propia experiencia íntima. ¿Fue casual que la expresión
“pulsión de muerte” (Todestrieb) ingresara en su correspondencia una
semana después de la muerte de Sophie Halberstadt? *1’° Esto constituye
un indicio conmovedor de la profundidad con la que la pérdida de su hija lo
había angustiado. Esa pérdida podía desempeñar un cierto papel subsidario,
si no como causa de su preocupación analítica por la destructividad, por lo
menos como determinante de su peso.
La gran carnicería de los años 1914 a 1918, que en los combates y en
belicosos editoriales sacó a la luz la verdad completa sobre el salvajismo
humano, también había forzado a Freud a asignar a la agresión dimensio­
nes realzadas. En una conferencia pronunciada en la Universidad de Viena
[444] Revisiones: 1915-1939

en el semestre de invierno de 1915, le pidió a sus oyentes que pensaran en


la brutalidad, la crueldad y la maldad repartidas entonces por todo el mundo
civilizado, y que admitieran que el mal no podía excluirse de la naturaleza
humana esencial.1’ Pero, en términos importantes, el poder de la agresión
no había sido un secreto para él desde mucho antes de 1914. Después de
todo, Freud había revelado su funcionamiento en sí mismo, privadamente
en sus cartas a Fliess, y públicamente en La interpretación de los sueños.
De no ser por sus confesiones en letras de imprenta, los deseos de muerte
de Freud contra su hermano, sus hostiles sentimientos edípicos dirigidos
contra el padre, o su necesidad de tener un enemigo en la vida, nunca
hubieran sido conocidos por nadie más que por él mismo.13 14 En términos
más generales, ya en 1896 se había referido en un texto impreso a los
autorreproches por “agresiones sexuales en la infancia" característicos de
los neuróticos obsesivos. *1’1 Un poco más tarde, descubrió que los
impulsos agresivos constituyen un poderoso componente del complejo de
Edipo, y en sus Tres ensayos sobre teoría sexual, de 1905, había indicado
que “la sexualidad de la mayoría de los hombres está mezclada con agre­
sión”. *192 Es cierto que en ese pasaje consideraba la agresión como limita­
da a los hombres, pero ése era un residuo de provincianismo que requería
corrección. Desde más de una década antes de que estallara la Primera Gue­
rra Mundial estaba convencido de la presencia de la agresión en todas par­
tes, incluso en la vida sexual, incluso en las mujeres. La guerra —insistió
con alguna justicia una y otra vez— no había sido la única causa del inte­
rés del psicoanálisis por la agresión; más bien confirmó lo que los analis­
tas habían estadoi diciendo sobre ese tema durante todo el tiempo.15
De modo que lo que le intrigaba y confundía —así como intrigaba y
confundía a otros— era que antes hubiera vacilado en asignar a la agresivi­
dad el carácter de rival de la libido. Más tarde, recordando los hechos, se
preguntó: “¿Por qué nosotros mismos necesitamos tanto tiempo para deci­
dimos a reconocer una pulsión agresiva?” *193 Lamentándolo, recordó su
propio rechazo defensivo cuando la idea apareció por primera vez en la
literatura psicoanalítica, y “cuánto tiempo tuvo que pasar hasta que llegué
a ser receptivo a ella”. *194 Pensaba en un trabajo de la brillante analista
rusa Sabina Spielrein, de los días pioneros de 1911 *195, presentado en una

13 Véase la pág. 416.


14 Véanse especialmente las págs. 28 y 81.
15 Véase la carta de Freud de diciembre de 1914 al poeta y psicopatólogo
holandés Frederik van Eeden. La guerra —escribió Freud— no hace más que con­
firmar lo que los analistas ya habían aprendido en “el estudio de los sueños y los
lapsus mentales de las personas normales, así como de los síntomas neuróticos”,
a saber: que los “impulsos primitivos, salvajes y dañinos de la humanidad no se
han desvanecido en ningún individuo, sino que continúan su existencia, aunque
en estado reprimido” y “esperan la oportunidad de desplegar su actividad”. (Cita­
do sn Jones II, 368.)
Agresiones [445]

de las reuniones de los miércoles por la noche en Berggasse 19, y también


en su artículo premonitorio de un año después, “La destrucción como cau­
sa de la evolución”.i6 *ise En aquellos años, simplemente, Freud no estaba
maduro.
Pero sin duda su demora tuvo también otras causas. El hecho mismo
de que Adler se convirtiera en campeón del concepto de la protesta mascu­
lina, por más que éste difiriera de la definición posterior de Freud, obstacu­
lizó la aceptación por parte de éste último de una pulsión destructiva. De
modo análogo, la pretensión de Jung de haberse anticipado a Freud al sos­
tener que la libido apunta a la muerte no menos que a la vida, no podía
acelerar el cambio del punto de vista freudiano. Lo más probable es que en
el carácter vacilante de su reconocimiento existiera una dimensión perso­
nal; podría haberse tratado de una de las maniobras protectoras que movili­
zaba contra su propia agresividad. Culpó a la cultura moderna de rechazar
como blasfema la concepción escéptica de la naturaleza humana que veía
en la agresión una pulsión fundamental. Es posible. Pero esa acusación
puede interpretarse más bien como un caso de proyección, en el que atri­
buyó a los otros sus propias negaciones.

Si bien el espantoso despliegue diario de bestialidad humana aguzó


las reformulaciones de Freud, su reclasificación de las pulsiones se debió
mucho más a problemas internos de la teoría psicoanalítica. Su artículo
sobre el narcisismo, como hemos visto, expuso la inadecuación de la
anterior división de las pulsiones en sexuales y yoicas. Pero ni este artícu­
lo, ni los que lo siguieron, habían proporcionado un esquema más satis­
factorio. Sin embargo, Freud no tenía la intención de diluir la libido, con­
virtiéndola en una energía universal, como había hecho Jung. Tampoco
quería reemplazar la libido por una fuerza agresiva universal, lo que
—según decía— era el error fatal de Adler. En Más allá del principio de
placer singularizó explícitamente la teoría junguiana "monista” de la libi-

16 Véase su artículo “Die Destruktion als Ursache des Werdens”, Jahrbuch


für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen, IV (1912), 465-
503, en el cual especulaba sobre la obra de los impulsos destructivos contenidos
en las pulsiones sexuales mismas. Sabina Spielrein fue uno de los personajes
más extraordinarios entre los analistas más jóvenes. Era rusa; fue a Zurich a estu­
diar medicina y, en un estado de angustia extrema, inició tratamiento psicoanalí-
tico con Jung. Se enamoró de él, y Jung, aprovechándose de su dependencia, la
convirtió en su amante. Después de una lucha penosa, en la que Freud desempeñó
un papel menor pero en absoluto admirable, ella logró liberarse, y se convirtió
asimismo en analista. Durante su breve estancia en Viena participó regularmente
en las discusiones de los miércoles por la noche. Más tarde volvió a Rusia, don­
de practicó el psicoanálisis. Después de 1937 se dejó de tener noticias de ella.
En 1942, tras la invasión nazi a la Unión Soviética, Sabina Spielrein y sus dos
hijas ya mayores fueron asesinadas a sangre fría por soldados alemanes.
[446] Revisiones: 1915-1939

do, presentándola en un contraste desfavorable con su propio esquema


“dualista”. *! ’«
Siguió siendo un dualista convencido por razones clínicas, teóricas y
estéticas. Los casos de sus pacientes confirmaban ampliamente su idea de
que la actividad psicológica está en esencia penetrada por el conflicto. Lo
que es más, el concepto mismo de represión, piedra angular de la teoría
psicoanalítica, presupone una división fundamental de las operaciones
mentales: Freud separaba la energía reprimida del material reprimido.
Finalmente, su dualismo tenía una elusiva dimensión estética. No se tra­
taba de que Freud estuviera desesperadamente obsesionado por la imagen
de dos espadachines furibundos enzarzados en una lucha a muerte; su análi­
sis del triángulo edípico, por ejemplo, demuestra que sabía descartar las
polaridades cuando las pruebas lo exigían. Pero el fenómeno de los opues­
tos dramáticos aparentemente le procuraba una sensación de satisfacción y
finitud: en sus escritos abundan las confrontaciones, de lo activo y lo
pasivo, lo masculino y lo femenino, el amor y el hambre y, después de la
guerra, la vida y la muerte.
Desde luego, la revisión a la que Freud estaba sometiendo sus teorías
no le impedía rescatar un núcleo de sus generalizaciones de preguerra sobre
la estructura y las operaciones de la mente. Algo de lo que los psicoanalis­
tas se quejaron en la época, y de lo que se han estado quejando desde enton­
ces, es que pocas veces Freud precisó el significado de las correcciones que
se estaba imponiendo. No especificó exactamente qué había descartado, qué
modificado, ni qué conservaba intacto de sus anteriores formulaciones; en
cambio, dejó a cargo de los lectores la tarea de acomodar enunciados aparen­
temente inconciliables.17 Pero no cabe duda de que la reformulación que
ofreció en Más allá del principio de placer conservó sin cambios la ubica­
ción psicoanalítica tradicional de pensamientos y deseos en función de su
distancia respecto a la comprensión consciente; el terceto familiar de
inconsciente, preconsciente y conciencia no había perdido su utilidad. Pero
el nuevo mapa de la estructura mental que Freud trazó entre 1920 y 1923
incluyó en el ámbito de la comprensión psicoanalítica áreas más vastas,
hasta entonces insospechadas, del funcionamiento y la disfunción mental,
como por ejemplo el sentimiento de culpa. Tal vez lo más estimulante sea
el hecho de que las revisiones freudianas permitieran el acceso a un región
de la mente que antes el pensamiento psicoanalítico había desatendido gro­
seramente, denominado de manera imprecisa, y entendido muy poco: el yo.
La psicología del yo elaborada por Freud después de la guerra, le permitió
acercarse cada vez más a la realización de una antigua ambición: delinear
una psicología general que, yendo más allá de su primer hábitat restringido
—el de las neurosis— abarcara la actividad mental normal.

17 Hubo algunas excepciones, y señalaremos una al examinar su cambio en


la teoría de la angustia en 1926. Véanse las págs. 542-543.
Agresiones [447]

Mas alla del principio de placer es un texto difícil. La prosa es


tan lúcida como de costumbre, pero la comprensión de nuevas ideas
inquietantes en el más conciso de los desarrollos obstaculiza la rápida
intelección por parte del lector. Sin embargo, lo que más perturba es que
Freud se entrega a vuelos imaginativos tan desinhibidos como los más
libres que hayan salido de su pluma, para alcanzar la letra impresa. En
este caso es sumamente débil, o ausente por completo, la tranquilizadora
familiaridad con la experiencia clínica, rasgo que marca la mayoría de los
artículos de Freud, incluso los más teóricos.1« Para complicar aún más
las cosas, Freud otorga un mayor alcance a sus habituales protestas de
incertidumbre. “Se me podría preguntar -—escribió cerca del final del tra­
bajo— si y hasta qué punto me han convencido a mí mismo las hipótesis
aquí presentadas. Mi respuesta sería que no estoy plenamente persuadido
ni pretendo convencer a otras personas para que tengan fe en ellas. Más
correctamente: no sé hasta dónde creo en ellas.” Con algo de astucia, se
describió como alguien que ha seguido una línea de pensamiento hasta
donde quisiera conducirle, “sólo por curiosidad científica o, si ustedes pre­
fieren, como un advocatus diaboli, que no por ello le vende su alma al
diablo”.
Al mismo tiempo, Freud se declaraba satisfecho porque dos de los tres
progresos recientes en la teoría de las pulsiones —la ampliación del con­
cepto de sexualidad y la introducción del concepto de narcisismo fueran
“traducciones directas de la observación a la teoría”. Pero el tercero, el
énfasis en la naturaleza regresiva de las pulsiones, esencial para el nuevo
dualismo freudiano, parecía mucho menos seguro que los otros dos. Desde
luego, Freud siempre pretendía estar fundándose en materiales observados.
“Pero tal vez he sobrestimado su significación.” Con todo, pensaba que
por lo menos correspondía prestar alguna atención a sus “especu­
laciones”,200 y ellas contaron con esa atención, a veces entusiasta, más a
menudo burlona. A principios de la primavera de 1919, cuando había com­
pletado un borrador del ensayo e iba a enviárselo a Ferenczi, observó que
aquel trabajo lo “divertía”, “mucho”, a él mismo. *M1 No fue una diver­
sión a la que se unieran sus seguidores.
Más allá del principio de placer se inicia con un lugar común entonces
no cuestionado de la teoría psicoanalítica: “El curso de los acontecimien­
tos mentales está automáticamentes regulado por el principio de placer”.
Pero a la luz de la reflexión, teniendo en cuenta el displacer que tantos18 *

18 Max Schur, a quien nadie podría acusar de haber leído a Freud sin simpa­
tía, dice llanamente: “Sólo nos cabe aceptar que las conclusiones de Freud... son
un ejemplo de razonamiento ad hoc para demostrar una hipótesis preconcebida...
Este modo de pensar, tan diferente del estilo científico general de Freud, puede
detectarse a todo lo largo de Más allá del principio de placer'’.(Max Schur, The
Id and the Regulatory Principies of Mental Functioning [1966], 184.)
[448] Revisiones: 1915-1939

procesos mentales parecen generar, Freud atempera esa afirmación categó­


rica dos páginas más adelante: “Existe en la mente una fuerte tendencia
a» Con esta reformulación, Freud afronta la
hacia el principio de placer”. *
cuestión princial de su ensayo: trata de demostrar que hay fuerzas funda­
mentales en la mente que invalidan el principio de placer del modo más
importante. Aduce como prueba el principio de realidad, esa capacidad
adquirida para posponer la satisfacción instantánea e inhibir el impulso
impaciente tendente a lograrla.
En sí misma, esa reformulación no le presentaba ninguna dificultad al
psicoanalista tradicional, como tampoco lo hacía la aserción de Freud en
cuanto a que los conflictos que actúan en todos los seres humanos, en
especial cuando madura el aparato mental, normalmente producen displacer
y no placer. Pero el puñado de ejemplos que Freud aduce en apoyo de esas
ideas no eran ni familiares ni persuasivos, aunque los propuso como prue­
ba inequívoca, o por lo menos impresionante, de la existencia de fuerzas
mentales hasta entonces insospechadas que estaban “más allá” del princi­
pio de placer. Una de sus ilustraciones, aunque más bien divertida y poco
concluyente, se ha vuelto famosa: el juego del fort-da que Freud observó
en su nieto de dieciocho meses, hijo mayor de Sophie. Aunque muy ape­
gado a su madre, el pequeño Emst Wolfgang Halberstadt era un niño “bue­
no” que nunca lloraba cuando ella lo dejaba por un lapso de tiempo breve.
Pero jugaba consigo mismo a un juego misterioso; tomaba un carrete ata­
do en el extremo de un hilo, lo arrojaba por encima del borde de su camita
con cortinas, y decía algo así como o-o-o-o, lo que para la madre y el
abuelo quería decir fort, “se fue”. Después volvía a tirar hacia sí el carrete
y saludaba su reaparición con un feliz da, “aquí está”. Ese era todo el jue­
go, y Freud lo interpretó como un modo de dominar una experiencia abru­
madora: el niño pasaba de la aceptación pasiva de la ausencia de su madre
a la reproducción activa de su desaparición y retomo. O tal vez se vengaba
de la madre, arrojándola, por así decirlo, como si ya no la necesitara.
Ese juego llevó a Freud a formularse varias preguntas. ¿Por qué el
niño reproducía incesantemente una situación tan perturbadora para él?
Freud vacilaba en extraer conclusiones generales a partir de un solo caso,
ejemplificando el antiguo y humorístico mandato analítico: “No generali­
ce a partir de un caso, generalice a partir de dos”. Pero por fragmentaria y
confusa que fuera la conducta que desplegaba ante su observador abuelo,
Ernst Halberstadt suscitó el interrogante de si el principio de placer aferra­
ba en su puño la vida mental con tanta firmeza como habían supuesto los
psicoanalistas. *203
Otras pruebas aducidas tenían un peso más sustancial, al menos para
Freud. En el curso del análisis, el terapeuta trata de llevar a la conciencia
las infelices y a menudo traumáticas experiencias o fantasías que el
paciente ha reprimido. De una manera perversa, el acto de reprimir y la
resistencia del analizando a anular esa represión obedecen al principio de
Agresiones [449]

placer; es más agradable olvidar ciertas cosas que recordarlas. Pero en las
garras de la transferencia —observó Freud— muchos analizandos volvían
una y otra vez a experiencias que nunca podían haber sido agradables.
Ahora bien, era cierto que sus analistas les habían prescrito que hablaran
libremente de todo, para hacer consciente lo inconsciente; pero en ese caso
parecía estar en juego algo más atormentador, una compulsión a repetir
una experiencia dolorosa. Freud advirtió una versión de esa repetición
monótona, destructiva, del displacer, en pacientes que padecían una “neu­
rosis de destino”, es decir, cuyo destino era pasar más de una vez por la
misma calamidad.
Freud, menos inclinado en este ensayo que en la mayoría de sus otros
trabajos a presentar material clínico, ilustró la neurosis de destino recor­
dando una escena de la epopeya romántica de Torcuato Tasso titulada
Jerusalén liberada. En un duelo, Tancredo, el héroe, mata a su amada Clo-
rinda, que se había enfrentado a él disfrazada con la armadura de un enemi­
go. Después del entierro, cuando Tancredo penetra en una ominosa selva
mágica, corta un árbol con la espada, y de él fluye sangre. Entonces oye la
voz de Clorinda, cuya alma hechizada había quedado aprisionada en ese
árbol, acusándolo de herir su amor una vez más. *204 La conducta de los
enfermos de neurosis de destino, y las preocupaciones repetitivas en el tra­
tamiento analítico de los soldados veteranos víctimas de neurosis de gue­
rra, constituían a juicio de Freud excepciones auténticas al imperio del
principio de placer. La compulsión a la repetición de la cual provienen no
recuerda placeres ni proporciona placer de ningún tipo. Sin duda, observó
Freud, los pacientes que presentan esta compulsión hacen cuanto pueden
por reincidir en la desdicha y el daño, y por forzar la interrupción del aná­
lisis antes de terminarlo. Se las ingenian para encontrar pruebas de que
son despreciados. Descubren modos de dar una base realista a sus celos.
Fantasean con proyectos carentes de realismo que no pueden sino condu­
cirlos a la frustración. Es como si nunca hubieran aprendido que todas esas
repeticiones compulsivas no proporcionan placer. Hay algo “demoníaco”
en sus actividades. *M5
La palabra “demoníaco” no deja duda alguna acerca de la estrategia de
Freud. Consideraba la compulsión a la repetición como una actividad
mental sumamente primitiva, que presentaba un carácter “instintual” “en
alto grado”. El tipo de repetición que piden los niños —que se les vuelva
a contar un cuento exactamente igual, sin modificar ningún detalle— es
manifiestamente agradable, pero la reiteración incesante de experiencias
horribles o de calamidades infantiles en la transferencia analítica obedece a
otras leyes. Debe provenir de un impulso fundamental independiente del
apetito de placer, un impulso que a menudo entra en conflicto con aquel
apetito. Freud quedó en consecuencia convencido de que por lo menos cier­
tas pulsiones son conservadoras, obedecen a un impulso contrario a la
innovación y a las experiencias sin precedentes; tienden, en cambio, a la
[450] Revisiones: 1915-1939

restauración de un anterior estado de cosas inorgánico. En pocas palabras,


“La meta de toda vida es la muerte”. El deseo de dominio, junto con otros
candidatos al estatus de pulsión primitiva, con los que Freud había experi­
mentado a lo largo de los años, cayó en una relativa insignificancia. Todo
lo que puede decirse es que “el organismo sólo quiere morir a su propio
modo”. *206 Freud había llegado a la concepción teórica de una pulsión de
muerte.
A continuación, Freud descubre con habilidad sus propias vacilacio­
nes, y duda de su portentoso hallazgo: “Pero reflexionemos, ¡no puede ser
así!” Es impensable que la vida sea sólo una preparación para la muerte.
Las pulsiones sexuales demuestran que verdaderamente es imposible:
están al servicio de la vida. Por lo menos prolongan el camino a la muer­
te; en el mejor de los casos, luchan por una especie de inmortalidad. *207
De modo que la mente es un campo de batalla. Una vez establecida esta
proposición de modo satisfactorio para él, Freud se hunde en la espesura
de la moderna biología especulativa, incluso de la filosofía, en busca de
pruebas corroborativas. Uno recuerda lo que le escribió a su amiga Lou
Andreas-Salomé en el verano de 1919: había tropezado con una extraña
idea por la vía de las pulsiones y estaba leyendo toda clase de cosas,
incluso a Schopenhauer. El resultado fue su concepción de dos fuerzas
opuestas elementales, Eros y Táñalos, enzarzadas en la mente en una
batalla eterna.
En 1920 Freud parecía un tanto inseguro con respecto al temible esta­
do de la cuestión que había bosquejado, pero gradualmente fue comprome­
tiéndose con su dualismo con toda la energía de la que disponía. La defen­
dió con elocuencia, haciendo ceder la resistencia de sus colegas analistas.
“Al principio —recordó más tarde— abogué sólo débilmente por las con­
cepciones formuladas aquí, pero con el correr del tiempo han adquirido tal
poder sobre mí que ya no puedo pensar en otros términos.” *208 En 1924,
en su artículo “El problema económico del masoquismo”, empleó el
esquema dándolo por sentado, como si en él no hubiera nada controverti­
ble, y lo conservó sin modificaciones durante el resto de su vida. Esa con­
cepción da forma al póstumo Esquema del psicoanálisis, publicado en
1940, no menos que a El malestar en la cultura de 1930, o a las Nuevas
conferencias de introducción al psicoanálisis de tres años después. En
1937 escribió que no se trataba de formular “una teoría optimista de la
vida de oposición a otra pesimista. Solamente la colaboración y el con­
flicto de las dos pulsiones primarias, el Eros y la pulsión de muerte,
explican la colorista variedad de los fenómenos de la vida; nunca lo hace
una de aquéllas sola”. *20» Pero aunque estaba convencido de la corrección
de su punto de vista austero, no era invariablemente dogmático al respec­
to. “Naturalmente —le escribió a Ernst Jones en 1935, reseñando una vez
más el conflicto de la vida contra la muerte—, todo esto es especulación a
tientas, hasta que tengamos algo mejor”. *2>o No sorprende que, a pesar de
Agresiones [451]

la autoridad de Freud, no todo el movimiento psicoanalítico haya seguido


su guía en este punto.
Cuando discutieron la nueva teoría freudiana del dualismo instintual,
los psicoanalistas se vieron auxiliados por la distinción que trazó Freud
entre la muda pulsión de muerte (que tiende a reducir la materia viva a un
estado inorgánico) y la ostentosa agresividad (que uno encuentra y cuya
existencia puede comprobar diariamente en la experiencia clínica). Casi
sin excepción, aceptaba la proposición de que la agresividad se cuenta
entre los rasgos del animal humano: no sólo la guerra y el robo, sino
también los chistes hostiles, las calumnias envidiosas, las querellas
•domésticas, las confrontaciones deportivas, las rivalidades económicas... y
los fétidos psicoanalíticos, confirmaban que la agresión anda suelta por el
mundo, según todas las probabilidades nutrida por una inextinguible
corriente de impulsos instintuales. Pero, para la mayoría de los analistas,
la idea freudiana de un oculto impulso primitivo hacia la muerte, de un
masoquismo primario, era —de nuevo— otra cosa. Advertían complicados
problemas de demostración, ya fuera que las pruebas se buscaran en el
ámbito del psicoanálisis o en el de la biología. Al diferenciar la pulsión de
muerte de la pura agresión, Freud permitió a sus seguidores que las separa­
ran que rechazaran la visión épica de una confrontación entre Eros y Táña­
los, conservando no obstante el concepto de dos pulsiones en lucha.1’
Freud tenía conciencia de los riesgos que estaba asumiendo, y no se
arrepentía. “En el trabajo de mis últimos años —escribió en su autorretra­
to de 1925— he soltado las riendas de la durante mucho tiempo refrenada
inclinación a la especulación.” Quedaba por ver, agregó, si su nueva cons­
trucción podría demostrar ser útil. Había aspirado a resolver algunos
importantes enigmas teóricos, pero una vez en camino —hubo de admi­
tir— llegó “mucho más allá del psicoanálisis”. *211 Sus colegas podían
sentirse incómodos con esas incursiones de largo alcance, pero él les daba

19 Algunos de los seguidores de Freud, en especial la analista infantil Mela-


nie Klein y su escuela, fueron más firmes acerca de esta cuestión que el propio
Freud. “Los repetidos intentos tendentes a mejorar la humanidad, en particular a
hacerla más pacífica —escribió M. Klein en 1933— han fracasado, porque nadie
ha comprendido en toda su profundidad los instintos de agresión innatos en cada
individuo.” (“The Early Development of Conscience in the Child” [1933], en
Love, Guilt and Reparation and Other Works, 1921-1945 [1975], 257.) Y por
“instintos de agresión” ella entiende la pulsión de muerte con toda su elemental
fuerza freudiana. En agudo contraste, Heinz Hartmann, el más importante de los
psicólogos del yo, que en gran medida elaboró la fragmentaria teoría estructural
freudiana de la década de 1920, optó por concentrarse en “el concepto de las pul­
siones que realmente encontramos en la teoría psicoanalítica clínica”, y por
hacerlo sin «el otro conjunto de hipótesis de Freud, casi totalmente orientadas
hacia lo biológico, de los “instintos de vida” y “de muerte”». (“Comments on
the Psychoanalytic Theory of the Instinctual Drives” [1948], en Essays on Ego
Psychology: Selected Problems in Psychoanalytic Theory [1964], 71-72.)
[452] Revisiones: 1915-1939

la bienvenida como progresos para su ciencia e, incidentalmente, como


puebas de que su vitalidad intelectual aún no se había atrofiado. “Si el
interés científico, que ahora mismo aún está despierto en mí, sigue des­
pierto cuando pase el tiempo” —le escribió a Jones en el otoño de 1920,
mientras estaba en curso la publicación de Más allá del principio de pla­
cer— todavía podré realizar alguna nueva contribución a nuestro trabajo
inconcluso.” *212 El ensayo empezó a disfrutar de cierto favor, lo cual le
sorprendió mucho, y le provocó disgusto. “Por el Más allá —le informó a
Eitingon en marzo de 1921— he sido bastante castigado; es muy popular,
me trae grandes cantidades de cartas y encomios. Tengo que haber hecho
algo muy estúpido”. *213 Pronto resultó claro que el pequeño libro era sólo
la primera entrega de una empresa más amplia.

Eros, el yo y sus enemigos

Tal vez la vitalidad de Freud siguiera intacta, pero él


no era una máquina de redactar. Tenía que esperar que
su inspiración fluyera libremente. “Estoy en medio de
las inigualables bellezas de nuestros Alpes —le escri­
bió a Ernest Jones desde Bad Gastein en agosto de
1920—, muy agotado, esperando los efectos benéficos
del agua radioactiva y el aire delicioso. He traído conmigo el material para
la Psicología de las masas y análisis del yo, pero hasta ahora mi cabeza se
niega obstinadamente a interesarse en estos profundos problemas”. *214
Había estado trabajando con ellos durante algunos meses, con lentitud e
intermitencia. Con todo, en cuanto lo tuvo claro, el trabajo con la Psico­
logía de las masas progresó rápidamente. En octubre, sus discípulos de
Berlín ya estaban leyendo el manuscrito, y a principios de 1921 realizó las
revisiones finales. *215 “Ahora me siento perfecto —le escribió a Jones en
marzo— y estoy ajetreado corrigiendo el folleto sobre Psicología de las
masas”. *216 Como era habitual en él, tenía sus dudas acerca de ese “folle­
to”; al enviarle un ejemplar a Romain Rolland se puso en guardia contra
eventuales objeciones, empezando por adoptar una posición de autocrítica:
“No es que piense que este libro sea particularmente un éxito, pero señala
un camino para comprender la sociedad a partir del análisis del indivi­
duo”. *217
Expresada en una sola oración, ésa es la meta principal de Psicología
de las masas y análisis del yo. Freud se había impregnado de los ensayos
y las monografías que psicólogos de las multitudes, desde Gustave Le Bon
hasta Wilfred Trotter, habían estado publicando en los últimos treinta
años, y los utilizó como estímulos para su pensamiento. Pero finalmente
Agresiones [453]

su propio Tótem y tabú tuvo en sus conclusiones una influencia mayor


que La psicología de las multitudes de Le Bon. Lo que le interesaba a
Freud era investigar qué mantenía unidos a los grupos, aparte del transpa­
rente motivo racional del propio interés. La respuesta necesariamente lo
llevó al campo de la psicología social. Pero lo que más llama la atención
en su “psicología de las masas” es el generoso empleo por parte de Freud
de proposiciones psicoanalíticas para explicar la cohesión social. “El con­
traste entre la psicología individual y la psicología social o de masas
—empieza— que a primera vista puede parecemos muy importante, si se
examina de cerca pierde mucho de su carácter tajante”. Sin duda, “en la
vida mental del individuo el Otro entra con toda regularidad como ideal,
como objeto, como auxiliar, y como adversario; por lo tanto, la psicolo­
gía individual es desde el principio psicología social al mismo tiem­
po”. *21»
La afirmación es muy amplia, si bien, desde el punto de vista psicoa-
nalítico, es perfectamente lógica. Es verdad que, tanto en la década de 1920
como antes, en la de 1890, estaba dispuesto a reconocer el efecto de la
dotación biológica en la vida mental. Pero para su psicología social viene
más al caso el hecho de que al postular la identidad esencial de la psicolo­
gía individual y la psicología social, Freud dejaba en claro que el psicoa­
nálisis, a pesar de su individualismo intransigente, no podía explicar la
vida interior sin recurrir al mundo extemo. Desde el momento del naci­
miento, el niño está expuesto a un bombardeo de influencias provenientes
de otros, las cuales se amplían y diversifican durante la infancia. A medida
que pasan los años, el niño es sometido al aliento y el desdén, el elogio y
la reprensión, el ejemplo envidiable y el desagradable, por medio de todo
lo cual los otros ejercen sobre él una influencia formadora. El desarrollo
del carácter, los síntomas neuróticos, los conflictos centrados en el amor y
el odio, son formaciones de transacción entre los impulsos internos y las
presiones exteriores.
Freud estaba convencido de que por esta razón el psicólogo, social que
analiza las fuerzas que mantienen unidos a los grupos debe en última ins­
tancia volver al estudio de las cualidades mentaTesTdel individuo, precisa­
mente a esas cualidades que durante un cuarto de siglo habían sido objeto
del interés de los psicoanalistas. “La relación del individuo con sus padres
y hermanos, con su objeto amoroso —escribió Freud—, con su maestro y
su médico, es decir, todas las relaciones que hasta ahora han sido el tema
principal de la investigación psicoanalítica, pueden ser reconocidas como
fenómenos sociales”. *219 Desde luego, la conducta grupal despliega ine­
quívocas características propias; Freud estaba de acuerdo con Le Bon en
que las multitudes son más intolerantes, más irracionales, más inmorales,
más despiadadas, sobre todo más desinhibidas que los individuos. Pero la
masa como tal no inventa nada; sólo libera, distorsiona, exagera los ras­
gos de los miembros individuales. De ello se sigue que sin los conceptos
[454] Revisiones: 1915-1939

elaborados por los psicoanalistas para los individuos —identificación,


regresión, libido— ninguna explicación psicosocial puede ser completa o
profunda. En resumen, la psicología de las masas, y con ella toda psicolo­
gía social, es parásita de la psicología individual; ése es el punto de parti­
da de Freud, que sostiene con persistencia.
De modo que la incursión freudiana en el ámbito de la psicología
colectiva demuestra en la práctica la pertinencia universal de la teoría psi­
coanalítica. En este punto, Freud difiere radicalmente de estudiosos ante­
riores de las organizaciones, las masas y las multitudes. En general, los
psicólogos de las multitudes habían sido aficionados, y aficionados ten­
denciosos: hombres con una misión. Hippolyte Taine, que anatomizó a
las multitudes revolucionarias en su historia de la Revolución Francesa,
fue un crítico literario, historiador y filósofo; Emile Zola, quien hizo de
las multitudes el persónaje protagónico de Germinal, su conmovedora
novela sobre una huelga de mineros, era un agresivo periodista y prolífico
creador literario; Gutave Le Bon, el más ampliamente leído de los psicólo­
gos de las multitudes, había sido un divulgador ecléctico de la ciencia con­
temporánea. Solamente el cirujano Wilfred Trotter podía pretender alguna
competencia profesional en psicología; como amigo íntimo de Ernest
Jones, y más tarde cuñado suyo, se había convertido en un lector de psico­
análisis, un conocedor en modo alguno acrítico.
Todos estos autores quedaron fascinados por la psicología de la multi­
tud al observar lo que consideraban el comportamiento desenfrenado de las
masas modernas. Para Trotter, un inglés que escribió sobre el “instinto
gregario” durante la guerra, la multitud era alemana. Su “inteligente” libro
de 1916, Instincts ofthe Herd in Peace and War —escribió Freud con algo
de disgusto—, “no se ha salvado por completo de las antipatías desatadas
por la reciente gran guerra”. Anteriormente, Zola, que sin duda no fue
un reaccionario nostálgico de los antiguos buenos tiempos, había pintado
multitudes de huelguistas excitados y a menudo violentos como una mez­
cla inflamable de amenazas y promesas. Sus precursores y contemporáne­
os habían sido menos equívocos: escribieron más para prevenir que para
celebrar; para ellos, las masas, en especial las masas agitadas, eran venga­
tivas, sedientas de sangre, borrachas, irracionales: un fenómeno moderno,
la democracia en acción. Freud de ningún modo amaba lo que alguna vez
denominó “el estúpido pueblo común” (das blode Volk)-, *221 su liberalis­
mo anticuado tenía un tinte aristocrático. Pero no era en absoluto la polí­
tica lo que prodominaba en su mente mientras escribía su libro sobre la
psicología de las masas. Estaba haciendo psicoanálisis aplicado.
Como psicoanalista practicante, para Freud los grupos, las multitu­
des, las masas, efímeros o estables, se mantenían unidos en virtud de difu­
sas emociones sexuales —libido con “inhibición de meta”— afines a los
afectos que unen a una familia. “Las relaciones de amor (en términos neu­
trales, los lazos emocionales) también constituyen la esencia de la mente
Agresiones [455]

de la masa”. Esos vínculos eróticos atan a los miembros de un grupo en


dos sentidos: vertical y horizontalmente, por así decir. En las “masas arti­
ficiales” —escribió Freud—, considerando con algún detalle a la Iglesia y
el ejército, “cada individuo está ligado libidinalmente por una parte al líder
(Cristo, el comandante en jefe) y por la otra a los otros individuos de la
masa”. *222 La intensidad de esas conexiones dobles explica la regresión del
individuo cuando se hunde en la masa: allí puede abandonar con seguridad
las inhibiciones adquiridas. Para Freud, de esto se sigue que así como las
relaciones eróticas.constituyen la masa, el fracaso de tales relaciones con­
ducirá a su desintegración. En consecuencia, disentía de los psicólogos
sociales para quienes el pánico era el responsable del debilitamiento de los
vínculos afectivos dentro del grupo. Todo lo contrario, sostenía Freud: ese
pánico aparece sólo después de que se desanuden los lazos libidinales.
Esas alianzas eróticas sublimadas también explican por qué las colecti­
vidades que encadenan a sus miembros con el amor están al mismo tiempo
llenas de odio contra los ajenos. Ya se experimente en la pequeña unidad
familiar o en un grupo mayor (que en realidad es una familia ampliada), el
amor es exclusivista, y lo siguen como una sombra sentimientos hostiles,
“de acuerdo con las pruebas del psicoanálisis casi toda relación emocional
íntima entre dos personas, de cualquier duración”, como por ejemplo el
matrimonio, la amistad, la paternidad o maternidad, “contiene un sedimento
de sentimientos hostiles, agresivos, que se sustraen a la percepción sólo
como consecuencia de la represión”. De modo que, comenta Freud, quien
nunca perdía una oportunidad de disparar sus baterías sobre los católicos,
“una religión, incluso cuando se llame la religión del amor, tiene que ser
dura y distante con quienes no pertenecen a ella”. *223
La Psicología de las masas de Freud, vislumbrando nuevos modos de
pensar sobre la mente en la sociedad, propone sugerencias que todavía no
han sido completamente exploradas. Pero la casi vertiginosa brevedad con
la que abordó los complejos problemas de la cohesión social le da al estu­
dio un aspecto improvisado. El postscriptum (consideraciones suplemen­
tarias) reúne material heterogéneo que Freud no pudo integrar en el cuerpo
del ensayo, con lo cual subraya el carácter provisional y transicional de
este último. En muchos sentidos, la Psicología de las masas recuerda a
estudios anteriores como Tótem y tabú y Más allá del principio de placer.
Pero también mira hacia el futuro. En una reseña publicada en 1922,
Ferenczi puntualizó como particularmente original la comparación que
realiza Freud del apasionamiento amoroso con la hipnosis. Pero, de modo
significativo, pensaba que la “segunda innovación importante” de Freud
pertenecía al campo de la psicología individual, a su “descubrimiento de
una nueva etapa del desarrollo en el yo y en la libido”. *22* Freud estaba
empezando a diferenciar diversos pasos en el desarrollo del yo, y a obser­
var su tensa interacción con el ideal del yo: el superyó, como pronto
comenzaría a llamarlo. La incursión de Freud en el campo de la psicología
[456] Revisiones: 1915-1939

social era un ensayo de enunciados más definitivos sobre el yo. Pero éstos
estaban todavía a dos años de distancia.

Retrospectivamente, El yo y el ello, publicado en 1923, aparece


como la culminación inevitable de una reevaluación a la que Freud se
había lanzado una década antes y que aceleró después de la guerra. Pero
esto significa suponer en su percepción un progreso constante, que en rea­
lidad Freud no llegó a visualizar antes del hecho. En julio de 1922 le
escribió a Ferenczi que estaba realizando algún trabajo especulativo, a con­
tinuación de Más allá del principio de placer, y agregó con prudencia:
“Saldrá en un pequeño libro o no saldrá”. Al mes siguiente le informó
a Otto Rank: “Tengo la mente clara y el estado de ánimo adecuado para el
trabajo. Estoy escribiendo sobre algo que se llama el yo y el ello”. Esto
se convertiría sólo “en un artículo o incluso en un pequeño folleto, como
el Más allá [del principio de placer], del que en realidad es la continua­
ción”. Pero, obedeciendo a su estilo, aguardaba que la inspiración lo
impulsara. “El borrador ha progresado mucho; por otra parte, espera un
estado de ánimo y ciertas ideas sin los cuales no puede quedar completa­
do.” *226 Los anuncios de Freud, provisionales y realizados al azar, ofrecen
un excepcional panorama de sus hábitos de trabajo. Estaba escribiendo el
texto cardinal de sus últimas décadas, pero no tenía niguna certeza acerca
de cuándo o cómo lo completaría, ni tampoco de si sería sólo un artículo
breve o, tal vez, un acompañamiento de Más allá del principio de placer.
Si bien El yo y el ello generó al principio alguna confusión entre los
analistas, encontró poca resistencia y en general contó con una aprobación
enfática. Esto no resulta sorprendente; concordaba con, y profundizaba, la
experiencia clínica y, con su división tripartita de la mente —el ello, el
yo y el superyó— ofrecía un análisis de la estructura y el funcionamiento
mentales mucho más detallado e iluminador que los anteriores. Sólo pro­
vocó algunas tibias protestas el comentario de Freud en cuanto a que El
yo y el ello estaba “bajo el padrinazgo de Groddeck”. *227
Georg Groddeck, que se llamaba a sí mismo “analista silvestre”, era el
tipo de francotirador que el psicoanálisis estaba empezando a atraer en
incómodas cantidades. El y sus pares amenazaban con comprometer la
reputación de médicos sobrios, responsables, que los analistas anhelaban.
Freud lo consideraba inclinado “a la exageración, la estandarización y a
cierto misticismo”. *228 Médico jefe de su sanatorio de Baden-Baden, Grod­
deck había empleado conceptos psicoanalíticos —sexualidad infantil, sim­
bolismo, transferencia, resistencia— ya en 1909, teniendo noticias de
Freud sólo de oídas. Después, en 1912, pero no mejor informado, escribió
un libro en el que criticó con temeridad al psicoanálisis. Su conversión se
produjo un año más tarde, cuando leyó Psicopatología de la vida cotidiana
y La interpretación de los sueños, y se sintió anonadado. Otros habían
tenido antes, y habían elaborado mejor, las mismas ideas que él exhibía
Agresiones [457]

como propias. En una expansiva carta que le dirigió a Freud en 1917, una
muestra muy demorada de su “tardía honestidad”, confesó todos estos
pasos en falso; terminaba afirmando convencido que en adelante se consi­
deraría discípulo de Freud. *229
Freud quedó encantado y, sin prestar atención a las modestas negativas
de Groddeck, lo incorporó a las filas de los analistas. El hecho de que la
conducta de Groddeck tuviera a menudo un carácter provocador no debilitó
la simpatía que Freud le tenía; hallaba algo refrescante en su fervor, en su
gusto por ser original y descarado. A veces Groddeck desbordaba los lími­
tes de la tolerancia de sus colegas. En 1920 llevó a su amante al congreso
de psicoanalistas de La Haya, e inició la lectura del trabajo que presentó
con las muy recordadas palabras “Yo soy un analista salvaje”. Tenía
que haber sabido que eso era precisamente lo que los analistas de su
audiencia luchaban por no ser, o por no parecer. Su aportación de ese día
tenía un aspecto bastante “salvaje”; era un ejercicio divagatorio de asocia­
ción libre sobre lo que más tarde se llamaría medicina psicosomática. Las
enfermedades orgánicas —sostenía Groddeck—, incluso la miopía, son
simplemente expresiones físicas de conflictos emocionales inconscientes,
y por lo tanto susceptibles de tratamiento psicoanalítico. En principio,
los analistas tenían poco que objetar a una concepción de ese tipo modera­
damente expresada; después de todo, los síntomas de conversión de la his­
teria, esa neurosis clásica de la práctica psicoanalítica, daban sustento a la
posición general de Groddeck. Pero éste hablaba con el tono en última
instancia poco persuasivo del entusiasta exagerado, y encontró sólo unos
pocos defensores, entre ellos Freud. Más tarde, Freud le preguntó si pre­
tendía que lo que había dicho se tomara en serio, y Groddeck le aseguró
que así era.
Groddeck tenía otras cartas en la manga. A principios de 1921 confir­
mó su estatus como el salvaje del análisis, al publicar, en la editorial de
Freud, una “novela psicoanalítica” titulada El buscador de almas. Rank le
había puesto ese título feliz; Freud mismo había leído el manuscrito y
disfrutado con él. *232 Lo mismo ocurrió con Ferenczi un poco más tarde;
el húngaro llegó a ser amigo íntimo de Groddeck. “No soy crítico literario
—escribió en la reseña del libro para ¡mago— y no me arrogo el derecho a
formular un juicio sobre el valor estético de la novela. Pero creo que no
puede ser un libro pobre el que logra como éste cautivar al lector desde el
principio al fin.” *233 La mayoría de los colegas analistas de Freud fueron
más anticuados: Ernest Jones lo menospreció como “un libro chispeante,
con algunos pasajes obscenos”; *234 Pfister reaccionó con indignación. Los
psicoanalistas, enemigos jurados de la gazmoñería, parecían ser, a su
modo, sus víctimas y adalides. Freud se mantuvo firme. Lamentó enterar­
se de que a Eitingon no le gustaba Groddeck. “Tiene un poco de visionario
—admitió— pero es un tipo original con el don poco común del buen
humor. No me gustaría prescindir de él.” *235 Un año más tarde, según le
[458] Revisiones: 1915-1939

escribió a Pfister, todavía estaba “defendiendo enérgicamente a Groddeck


contra su respetabilidad. ¿Qué habría dicho usted como contemporáneo de
Rabelais?” *236 Pero Pfister no cedía tan fácilmente. En marzo de 1921 le
dijo a Freud que le gustaba “la mantequilla fresca, pero Groddeck muy a
menudo me recuerda la mantequilla rancia”. Después de todo, advertía la
diferencia entre Rabelais y Groddeck; el primero era un escritor satírico y
no pretendía ser un sabio, mientras que el segundo era como un camaleón,
oscilando entre la ciencia y las letras. *237 Era la mezcla de disciplinas lo
que a Pfister —y a otros— le resultaban tan perturbador.
Pero, para Freud, Groddeck representaba algo más que un simple
bufón autorizado que aligeraba el tono de una profesión demasiado solem­
ne. Más o menos cuando Groddeck publicó su Buscador de almas, empezó
a trabajar en un libro que recapitularía sus enseñanzas innovadoras sobre
medicina psicosomática en un lenguaje accesible para la comprensión
común; las estructuró como una serie de cartas dirigidas a una amiga
receptiva. Cada vez que tenía unos cuantos capítulos escritos, se los
enviaba a Freud, quien se deleitaba con su fluidez, su idioma musical.
“Las cinco cartas son encantadoras”, le escribió a Groddeck en abril de
1921. *M8 Eran más que encantadoras; eran revolucionarias. Groddeck
intercalaba en su texto anécdotas y especulaciones explícitas sobre el
embarazo y el parto, y la masturbación, el amor y el odio, y volvía una y
otra vez sobre la noción de un “Ello” * que había concebido unos años
antes. Ese término de aspecto inocente, tomado de Nietzsche, debía abarcar
un espectro más amplio que el que los psicoanalistas tradicionalmente
asignaban al dominio de lo inconsciente. «Soy de la opinión —escribió
Groddeck en la segunda carta— de que el hombre está animado por lo Des­
conocido. En él hay un Ello, algo maravilloso que regula todo lo que hace
y le sucede. La frase “yo vivo” es sólo condicionalmente correcta; expresa
un pequeño fenómeno parcial de la verdad fundamental: “El hombre es
vivido por el Ello”»
Durante algún tiempo, Freud había estado pensando según directrices
similares, pero de ningún modo idénticas. En abril de 1921, en su carta a
Groddeck, ilustró su nueva concepción provisional del yo con un sugeren-
te pequeño diagrama de la estructura mental, y le comentó: “El yo es en
sus profundidades también profundamente inconsciente y sin cesar fluye
junto con el núcleo de lo reprimido.” *240 El hecho de que Freud insertara
una versión revisada de su boceto en El yo y el ello, dos años más tarde,
constituye otra indicación de cuánto se demoraba en él la germinación de
las ideas. Pero con esas percepciones quedó abierto el camino para la defi­
nitiva concepción freudiana de la mente.

* Escribimos con mayúscula el “Ello” de Groddeck, para diferenciarlo del de


Freud.[T.J
Agresiones [459]

Pero el “ello” de Freud demostró ser más bien diferente del “Ello” de
Groddeck.20 Ya en 1917 Freud le había escrito a Lou Andreas-Salomé que
el Ello de Groddeck “es más que nuestro Ies, no está claramente diferencia­
do de él, pero hay algo real detrás suyo”. Las diferencias entre “Ello” y
“ello” pasaron a ser sumamente visibles a principios de 1923, cuando
Groddeck publicó El libro del Ello, y Freud El yo y el ello sólo unas
semanas después. Al leer el enunciado de Freud, sucinto y definitivo, que
describía su nueva posición, Groddeck se sintió un poco defraudado y no
menos irritado. Pintorescamente, le escribió a Freud que él (Groddeck) era
el arado, y Freud el labrador que lo utilizaba. “En algo estamos de acuerdo,
en que roturamos el suelo. Pero usted quiere sembrar y tal vez, si Dios y
el clima lo permiten, cosechar.” *242 En privado era menos caritativo, y
denunciaba el libro de Freud como “bonito” pero “intrascendente”. Funda­
mentalmente, lo consideraba un intento de apropiarse de ideas tomadas de
Stekel y de él mismo. “Con todo esto, su ello tiene sólo un valor limita­
do para las neurosis. Se introduce en lo orgánico sólo secretamente, ayu­
dado por una pulsión de muerte o destrucción tomada de Stekel y Spiel-
rein. Deja a un lado el aspecto constructivo de mi Ello, presumiblemente
para introducirlo enmascarado la próxima vez”. *243 Este era un resenti­
miento de autor, comprensible y no totalmente irracional, y sugiere lo
difícil que resultaba, incluso para un autodesignado discípulo como Grod­
deck, sostener ese rol.
Por su parte, Freud no tema dificultad alguna en reconocer el efecto
fertilizador en su propio pensamiento de los escritos de Groddeck. La
metáfora del arado y el labrador era bastante adecuada. Pero Freud insistió,
y con razón, en el carácter conflictivo de ambas concepciones. Por supues­
to, desde fines de la década de 1890, él había reiterado muchas veces que
los seres humanos se ven golpeados por elementos mentales que no cono­
cen, y mucho menos comprenden, elementos que ni siquiera tienen la con­
ciencia de albergar. La concepción freudiana del inconsciente y de la repre­
sión era una enérgica demostración de que el psicoanálisis no glorifica la
razón como dueño absoluto de su propia casa. Pero Freud no aceptaba el
aforismo de Groddeck según el cual somos vividos por el Ello. Era un
determinista, no un fatalista: creía que hay fuerzas intrínsecas de la mente,
concentradas en el yo, que conceden a mujeres y hombres el dominio, aun­
que sea parcial, de sí mismos y del mundo exterior. Al enviarle a Grod­
deck sus mejores deseos con motivo de su sexagésimo cumpleaños, Freud

20 Freud empleó como término técnico una palabra alemana perfectamente


común. En realidad, estas palabras —das Es, das Ich y das Über-Ich— correspon­
den exactamente a “el ello”, “el yo” y “el superyó”, pero la Standard Edition, en
lugar de las respectivas formas inglesas ("the It", "the I” y "the Over-I"), ha acu­
ñado, difundido e impuesto en ese idioma los términos latinos "id", "ego" y
"superego".
[460] Revisiones: 1915-1939

formuló en una frase juguetona la distancia que los separaba: “Mi yo y mi


ello felicitan a su Ello”.21 *244
Lo que era más grave, dramatizó esa distancia en el párrafo final de El
yo y el ello: “El ello, al que volvemos al final, no tiene ningún medio de
demostrarle al yo amor u odio. No puede decir lo que quiere; no ha logrado
una voluntad unificada. En él luchan Eros y la pulsión de muerte.” Se
podría representar al ello “como si estuviera bajo la dominación de las
pulsiones de muerte, mudas pero poderosas, que quieren tener paz y,
siguiendo las indicaciones del principio de placer, imponen reposo a Eros,
el creador de problemas. Pero sospechamos que de esto modo subestima­
mos el papel de Eros”. *243 Al referirse a Eros, Freud hablaba de una lucha,
no de una rendición.

Hundido en su “depresión familiar” después de leer las pruebas de


El yo y el ello, Freud le restó méritos; lo consideraba “falto de claridad,
artificialmente construido, y de estilo desaliñado”. Le aseguró a Ferenczi:
“Me juro a mí mismo no permitirme volver a deslizarme por ese hielo
resbaladizo”. Pensaba que desde Más allá del principio de placer había esta­
do cayendo por una pendiente empinada; Más allá todavía estaba lleno de
ideas y bien escrito. *246 Como había hecho tan a menudo, juzgaba mal el
valor de su propio trabajo; El yo y el ello se cuenta entre los textos freu-
dianos más indispensables. En el conjunto de sus escritos, a La interpre­
tación de los sueños y Tres ensayos sobre teoría sexual siempre les corres­
ponderá un lugar de privilegio, pero con independencia de lo que el propio
Freud haya dicho, El yo y el ello es un triunfo de energía mental lúcida.
Las protestas del Freud de la preguerra, en cuanto a que ya era un hombre
viejo; su atormentada lucha con las pérdidas personales; el esfuerzo pura­
mente físico por sobrevivir y ayudar a su familia a sobrevivir en la Viena
de posguerra, eran todas circunstancias desbordantes de excusas virtuales
para que se retirara. Pero lo que otros descubridores habrían dejado a cargo
de sus discípulos, él se sentía obligado a realizarlo por sí mismo. Si El
yo y el ello parece oscuro, esto se debe al extremo carácter condensado de
su trabajo de posguerra.
El Prefacio del pequeño libro tiene un aspecto tranquilizador. Freud
les dice a sus lectores que está prologando ciertas líneas de pensamiento
iniciadas en Más allá del principio de placer, enriquecidas con diversos
hechos de la observación analítica, y exentas de los elementos tomados de
la biología que antes se había permitido recoger. Por lo tanto, el ensayo
estaba “más cerca del psicoanálisis” que su Más allá. Agregó que abordaba

21 Desde luego, ésta era también una amable alusión a los títulos de los
libros que los dos hombres habían publicado, a un mes de distancia entre uno y
otro, tres años antes. Pero la fórmula de Freud sumariza asimismo, con toda con­
cisión, la incompatibilidad de sus ideas.
Agresiones [461]

teorías sobre las que los psicoanalistas no habían trabajado antes, y que no
había podido evitar rozar “teorías formuladas por no analistas o por ex
analistas en su retirada del análisis”. Pero —subrayó con algo de truculen­
cia— si bien siempre le había resultado grato reconocer su deuda con
investigadores anteriores, en este caso no se sentía obligado a ninguna
gratitud.
En el cuerpo de El yo y el ello Freud halló lugar para acreditar una
“sugerencia” de Groddeck, “un autor que, por motivos personales, protesta
en vano que no tiene nada que ver con la severa alta ciencia”: era la suge­
rencia de que nuestra mente “es vivida” por “poderes desconocidos, incon­
trolables”. Para inmortalizar esa afirmación, Freud propone aceptar la
nomenclatura de Groddeck, aunque no totalmente su sentido, y denominar
“ello” a una porción importante del inconsciente. *248 A Groddeck, ese
reconocimiento le hubiera parecido poco generoso. Pero Freud confiaba en
que su propio trabajo, a pesar de su carácter provisional, era sumamente
original. Tenía “más de síntesis que de especulación”, lo que, podría­
mos agregar, era beneficioso. El ensayo de Freud se abre con una repeti­
ción de lo conocido; esa antigua división psicoanalítica entre lo consciente
y lo inconsciente es absolutamente fundamental para el psicoanálisis. Está
fuera de toda duda que su “primera contraseña” *250 no puede ser ignorada:
“En última instancia, la propiedad de ser consciente o no es el único faro
en la oscuridad de la psicología profunda”. Además, lo inconsciente es
dinámico. No es extraño que los analistas lo hayan encontrado por primera
vez en el estudio de la represión. “Para nosotros, lo reprimido es el proto­
tipo de lo inconsciente.”*^
Hasta ese punto, Freud pisaba un terreno familiar para todos los que
conocían su pensamiento. Pero ésa era sólo una base de lanzamiento para
la exploración de territorio desconocido. La represión supone un agente
represor, y los analistas había situado ese agente en “una organización
coherente de los procesos mentales”, el yo. Ahora bien, el fenómeno de la
resistencia, con el que se tropieza en todo tratamiento psicoanalítico, plan­
tea un difícil enigma teórico que Freud había identificado años antes; el
paciente que resiste es a menudo totalmente inconsciente (o sólo lo sospe­
cha de modo oscuro en su desventura neurótica) de que él mismo está obs­
truyendo el progreso de su análisis. Por eso el yo, en el que se originan la
resistencia y la represión, no puede ser totalmente consciente. Si no lo es,
sostiene Freud, la fórmula psicoanalítica tradicional que hace derivar las
neurosis de un conflicto entre lo consciente y lo inconsciente tiene que ser
deficiente. En su importante artículo sobre lo inconsciente, Freud ya había
indicado que su teoría de las neurosis necesitaba una revisión: “La verdad
es que no sólo lo psíquicamente reprimido permanece ajeno a la concien­
cia, sino también una parte de los impulsos que dominan nuestro yo”. En
pocas palabras, «si queremos llegar a una concepción metapsicológica de
la vida mental, tenemos que aprender a emancipamos de la significación
[462] Revisiones: 1915-1939

del síntoma “conciencia”». *M3 Este pasaje, escrito en 1915, recuerda cuán
estrechamente unidos estaban lo viejo y lo nuevo en la teorización freudia­
na. Pero no extrajo todas las consecuencias de su afirmación hasta que
escribió El yo y el ello.
Esas consecuencias eran bastante drásticas. El psicoanálisis reconocía
que lo inconsciente no coincide con lo reprimido; si bien todo lo reprimi­
do es inconsciente, lo que es inconsciente no necesariamente ha sido repri­
mido. “También una parte del yo, Dios sabe qué parte importante del yo,
puede ser inconsciente, es seguramente inconsciente.” El yo empieza en el
desarrollo individual como un segmento del ello; gradualmente se diferen­
cia y es modificado por influencias del mundo exterior. En términos más
simples: “el yo representa lo que se podría llamar razón y reflexión, en
contraste con el ello, que contiene las pasiones”. *254 En la década y media
que le quedaba de vida, Freud no fue totalmente coherente en su asignación
de los poderes respectivos del yo y del ello. Pero pocas veces dudó de que
al ello le correspondía el papel principal. El yo —escribió en El yo y el
ello, dando forma a una célebre analogía— “se asemeja al jinete que se
supone gobierna la fuerza superior del caballo, con la diferencia de que el
jinete lo hace con su propia fuerza, y el yo con la fuerza de otro”, con
fuerza tomada del ello. Freud lleva esa analogía a su extremo: “Así como
a menudo al jinete, si no quiere que el caballo lo derribe, no lo queda otro
remedio que llevarlo a donde el animal quiere ir, también el yo está acos­
tumbrado a traducir la voluntad en acción del ello, como si esa voluntad
fuera la suya propia”. *255
El ello no es el único adversario que le crea problemas al yo. Sabe­
mos que antes de la guerra, en su ensayo sobre el narcisismo, y más tarde
en Psicología de las masas, Freud había reconocido un segmento del yo
que lo vigila críticamente. A ese segmento empezó a llamarlo superyó, y
su dilucidación lo ocupó a todo lo largo de El yo y el ello. El jinete, el
yo, se podría decir que no sólo se afana desesperadamente con las riendas
de su caballo rebelde, el ello, sino que al mismo tiempo se ve obligado a
luchar con una nube de abejas furiosas que lo acosan: el superyó. Vemos
el yo, escribe Freud, como “una cosa pobre, que padece una triple servi­
dumbre y en consecuencia sufre bajo la amenaza de un peligro triple: el
mundo exterior, la libido del ello y la severidad del superyó”. Expuesto a
las angustias que corresponden a esos tres peligros, el yo, para Freud,
lejos de ser un negociador omnipotente que trata seriamente de mediar
entre las fuerzas que lo amenazan y que luchan entre sí, en realidad está
sitiado. Intenta volver dócil al ello ante las presiones del mundo y el
superyó, y al mismo tiempo trata de persuadir al mundo y al superyó de
que satisfagan los deseos del ello. Puesto que está a medio camino entre el
ello y la realidad, corre el peligro de “sucumbir a la tentación de convertir­
se en adulador, oportunista y mentiroso, como un político que, con todo
lo que sabe, todavía quiere conservar el favor de la opinión pública”. *256
Agresiones [463]

Pero este servil y dócil contemporizador controla los mecanismos de


defensa, el don ambiguo de la angustia, el discurso racional, la capacidad
para aprender de la experiencia. Tal vez sea algo muy pobre, pero es el
mejor instrumento de la humanidad para manejar con éxito las exigencias
internas y externas.
Las consecuencias de esas metáforas tienen un alcance incluso mayor
que el que el propio Freud entonces les reconoció sin reservas. Freud
insistió en que el yo es “antes que nada un yo corporal”; es decir, que “en
última instancia procede de sensaciones corporales”. *257 Pero adquiere no
sólo una gran parte de sus conocimientos, sino también de su forma, en
su comercio con el mundo exterior, a partir de sus experiencias con lo que
ve, con lo que oye, con los cuerpos que toca, con los placeres que explora.
En El yo y el ello, Freud no continuó con esta línea de investigación,
aunque en su Psicología de las masas había indagado sobre ciertas relacio­
nes del yo con las influencias externas. En algunos de sus últimos escri­
tos, sin embargo, introdujo estas ideas en ámbitos más amplios.22 Su psi­
cología del yo sirvió para transformar la tragicomedia de salón del
psicoanálisis de preguerra en una obra con referencias mucho más
amplias, un drama histórico ricamente ornamentado. La investigación psi­
coanalítica del arte, la religión, la política, la educación, la historia, el
derecho y la biografía, que a Freud le resultaba tan fascinante, se vio muy
favorecida por su percepción del yo como un jinete que, por esforzada que
fuera su doble tarea de domesticar el ello y apaciguar el superyó, mantenía
al mismo tiempo los ojos abiertos ante el paisaje circundante y, además,
aprendía de la experiencia mientras galopaba.

Definir el yo ya era tema suficiente para todo un ensayo, pero Freud


fue más allá de lo que prometía el título. Con mayor precisión, pero
menos concisamente, tendría que haberlo llamado “El yo, el ello y el
superyó”. Pues como ya hemos observado, al delinear la estructura de la
mente destinó un lugar a lo que denominaba el ideal del yo. Si uno se
atiene a las normas convencionales —escribió— tendrá que decir que cuan­
to “más alto” sube en la escala de la actividad mental, más se acerca a la
conciencia. Pero resulta que ocurre algo totalmente distinto. Como tan a
menudo sucede en El yo y el ello, Freud apeló a la experiencia clínica, de
la cual podía extraerse la lección de que algunos de los más elevados esta­
dos morales (como por ejemplo el sentimiento de culpa) puede que no
ingrese nunca en la conciencia: “No sólo lo más bajo, sino también lo

22 Antropólogos, sociólogos e historiadores con conocimientos de psicoa­


nálisis han estado siguiendo las sugerencias de Freud desde la década de 1930. Se
sintieron autorizados a hacerlo por la nueva concepción freudiana del yo como
instancia que está tanto frente a lo interior como a lo exterior, que lucha, nego­
cia y comercia con el medio, no menos que con el ello y el superyó.
[464] Revisiones: 1915-1939

más alto del yo puede ser inconsciente”. La prueba más acabada que daba
sustento a tal aserción consistía en que entre algunos analizandos “la auto­
crítica y la conciencia moral, es decir, los logros mentales de valoración
extremadamente alta, son inconscientes”. Por lo tanto, salvo mejor opi­
nión, los psicoanalistas se veían obligados a hablar de un “sentimiento de
culpa inconsciente” Freud estaba enfrentando a sus lectores con la idea
del superyó.
La conciencia moral y el superyó no son totalmente la misma cosa.
“El sentimiento de culpa consciente, normal (la conciencia moral) —escri­
bió Freud— no presenta ninguna dificultad de interpretación”; es esencial­
mente “la expresión de una condena del yo por parte de su juez crítico”.
Pero el superyó es una instancia mental más intrincada. Consciente o
inconsciente, alberga por una parte los valores éticos del individuo, y por
la otra observa, juzga, aprueba o castiga la conducta. En los neuróticos
obsesivos y en los melancólicos, los sentimientos de culpa resultantes
llegan a ser conscientes, pero en la mayoría de los otros casos sólo cabe
deducirlos. Por lo tanto, el psicoanalista reconoce una fuente relativamen­
te inaccesible de un tormentoso malestar moral que, precisamente porque
es inconsciente, sólo deja huellas fragmentarias, apenas legibles. La vida
moral del hombre, sugiere Freud, llega a extremos mucho más lejanos que
lo que creían comúnmente los moralistas. En consecuencia, el psicoana­
lista puede suscribir con gusto la paradoja aparente de que “el hombre nor­
mal es no sólo mucho más inmoral de lo que cree, sino también mucho
más moral de lo que sabe”.
Freud presentó el fenómeno de los sentimientos de culpa inconscien­
tes citando el ejemplo de pacientes sometidos a análisis cuyos síntomas
empeoraban cuando el analista expresaba su esperanza de una cura eventual
o elogiaba los progresos que estaban realizando. Cuanto mejor parecían
estar, peor se ponían. Esa era la importante “reacción terapéutica negati-
vd’. Como podía esperarse Freud insistió en que es un error desechar esta
reacción como si fuera una especie de desafío, o un intento jactancioso por
parte del paciente de mostrarse superior a su médico. Esa respuesta más
bien perversa debe interpretarse como un mensaje serio, probablemente
desesperado. El origen de la reacción terapéutica negativa estaba a juicio de
Freud fuera de toda duda: proviene de un sentimiento de culpa inconscien­
te, del deseo de castigo. Pero está por completo más allá de alcance del
analizando. “Este sentimiento de culpa es mudo, no le dice al paciente que
es culpable; éste no se siente culpable sino enfermo.”
En sus Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, la última
exposición realizada por Freud de la teoría psicoanalítica, escrita una déca­
da después de El yo y el ello, tenemos un recapitulación lúcida de este
análisis. Los niños no nacen con un superyó, y su aparición presenta un
gran interés analítico. A juicio de Freud, la formación del superyó depende
del desarrollo de identificaciones. Freud advirtió a sus lectores que estaba a
Agresiones [465]

punto de abordar una cuestión complicada, profundamente relacionada con


los destinos del complejo de Edipo. Esos destinos, para decirlo técnica­
mente, incluían la transformación de las elecciones de objeto en identifica­
ciones. Primero los niños eligen a sus padres como objetos de su amor y
después, obligados a renunciar a esas elecciones por inaceptables, se iden­
tifican con ellos incorporando sus actitudes (sus normas, mandatos y
prohibiciones). En pocas palabras, empiezan por querer poseer a sus
padres y terminan queriendo ser como ellos. Pero no exactamente como
ellos: construyen sus identificaciones, dice Freud, “no sobre el modelo de
sus padres, sino sobre el del superyó parental”. De este modo, el superyó
se convierte en “el vehículo de la tradición, de las valoraciones resistentes
al tiempo que así se han propagado a través de las generaciones”. *261 Por
lo tanto, el superyó, que a la vez preserva los valores culturales y ataca al
individuo en que él habita, se convierte en agente de la vida y la muerte
por igual.
Esto es bastante complicado, pero el asunto lo era aún más: el super­
yó, que internaliza las exigencias e ideales de los padres, es más que un
mero residuo de las más antiguas elecciones de objeto del ello, o de sus
identificaciones. También incluye lo que Freud denominó “una enérgica
formación reactiva” contra unas y otras. Lo mismo que antes, en El yo y
el ello, Freud explicó sus proposiciones técnicas en un lenguaje llano: el
superyó «no se agota en el precepto de “Así (como el padre) es como
debes ser”, sino que también abarca la prohibición “Así (como el padre)
no puedes ser, es decir, no puedes hacer todo lo que él hace; algunas cosas
están reservadas a él”». Conservando la impronta del padre, el superyó
producirá una “conciencia moral o, tal vez, la sensación inconsciente de
culpa”. En una palabra, el “ideal del yo” resulta ser el “heredero del com­
plejo de Edipo”. *M2 De tal modo quedan explicados por medios psicológi­
cos la naturaleza “superior” y los logros culturales del hombre. Freud indi­
ca que esa explicación demostró ser tan elusiva para los filósofos o para
otros psicólogos, precisamente porque la totalidad del ello, la mayor parte
del yo y, por supuesto, la mayor parte del superyó, permanecen incons­
cientes.23

Envejecido, decrépito y decadente —al menos, según su propio tes­


timonio— Freud había legado a la comunidad psicoanalítica internacional
mucho material para la reflexión y el debate. Había modificado mucho,
clarificado mucho, pero también dejado algunas cosas sin resolver. Cuan­

23 Una complicación adicional tuvo que aguardar, para solucionarse, la recon­


sideración por parte de Freud del desarrollo emocional diferencial de niños y
niñas, al que estaba empezando a dedicar su atención durante esos años. Como
veremos, su conclusión fue que el superyó difiere considerablemente en los dos
sexos. Véanse las págs. 576-577.
[466] Revisiones: 1915-1939

do en 1926 Emest Jones le envió un artículo sobre el superyó, Freud no


tuvo inconveniente en reconocer que “todas las oscuridades y dificultades
que usted ha señalado existen realmente”. Pero no creía que el ejercicio
semántico de Jones proporcionara el remedio. “Lo que se necesita son
investigaciones completamente nuevas, impresiones y experiencias acu­
muladas, y sé lo difícil que resulta obtenerlas.” Pensaba que el ensayo de
Jones “es un comienzo oscuro en una materia intrincada”. *263
Mucho dependía de cómo se optara por leer El yo y el ello. En 1930,
Pfister le dijo a Freud que había releído el ensayo de nuevo, “quizá por
décima vez, y he disfrutado viendo cómo usted, a partir de ese trabajo, se
ha vuelto hacia los jardines de la humanidad, después de haber investigado
antes sólo los cimientos y la cloaca de sus casas”, Ese era un modo
razonable de comprender las nuevas formulaciones de Freud, en parte ava­
lado por sus textos; Pfister, después de todo, se contaba entre los muchos
seguidores de Freud que no creían en la “pulsión de muerte”. Pero una
interpretación más sombría no era menos legítima: desde su artículo
“Duelo y melancolía”, Freud había sugerido que el superyó, habitualmente
agresivo y punitivo, estaba a menudo al servicio de la muerte, más que al
servicio de la vida. De modo que la discusión, lejos de quedar zanjada, con­
tinuó.
Nueve

La muerte contra
la vida
La muerte ronda

En 1923, el año de El yo y el ello, la muerte visitó a


Freud otra vez, abatiendo a uno de sus nietos y amena­
zándolo a él. Las calamidades llegaron como crueles
sorpresas. Incluso aunque periódicamente se quejaba
del estómago o los intestinos a Freud no le faltó vigor
durante el año de trabajo. Como en el pasado, anhelaba
las prolongadas vacaciones veraniegas, esos meses que consideraba sagra­
dos: los reservaba para paseos por las montañas, curas en algún balneario,
visitas a Italia, exploraciones de la teoría psicoanalítica. Pocas veces inte­
rrumpía esas vacaciones con sesiones de análisis, aunque se veía acosado
con ofertas lucrativas. En 1922, de vacaciones en Berchtesgaden, “no aten­
dió a la esposa de un rey del cobre —le comentó a Rank— que sin duda
habría cubierto los gastos de mi estancia”, ni tampoco a otra mujer norte­
americana, “que seguramente hubiera pagado 50 dólares por día, puesto
que estaba acostumbrada a pagarle a Brill, en Nueva York, 20 por media
hora”. Pero él no se andaba con excusas: “No venderé mi tiempo aquí”.
Más de una vez, Freud les dijo a sus amigos que su necesidad de reposo y
recuperación era urgente, y por lo general, “en interés del reposo y de
hacer posible el trabajo”, se mantenía firme.1

1 Pero a veces violaba esa resolución, en especial cuando se le pedía que


[468] Revisiones: 1915-1939

A pesar de sus quejas, la abigarrada agenda de Freud, así como su con­


tinua producción de cartas y el flujo de publicaciones importantes, dan tes­
timonio de la existencia en él de envidiables reservas de energía y, en tér­
minos generales, de su buena salud. Pero en el verano de 1922 las cosas
empezaron a ir peor. En junio le escribió a Emest Jones que no se había
sentido cansado “hasta ahora, cuando las sombrías perspectivas de la situa­
ción política se han vuelto obvias”. *2 Yéndose de Viena, Freud huía de la
política, de las irreparables divisiones entre los socialistas y católicos aus­
tríacos, y de los delirios de los fanáticos políticos, por lo menos durante
un tiempo.2 En julio comentó con evidente alivio “la deliciosa paz” de sus
días en Bad Gastein; eran “despejados y serenos”, lo que junto con “el aire
espléndido, el agua, los cigarros holandeses y la buena comida”, hacía que
todo pareciera tan idílico como puede serlo en este infierno de Europa cen­
tral”. *3 Pero en agosto, al escribirle a Rank desde Berchtesgaden en un
tono estrictamente confidencial, se le nota menos animado. Rank le había
preguntado cómo se encontraba, y Freud le respondió con toda franqueza
pidiéndole que a los demás los tranquilizara con una mentira piadosa: ten­
dría que decir que Freud disfrutaba de muy buena salud. En realidad, no
estaba nada bien. “Usted no habrá dejado de advertir que ya hace algún
tiempo que no me siento totalmente seguro de mi salud.” *4 Freud no ima­
ginaba cuánta razón tenía al sospechar de su estado.
Pronto tuvo otros motivos para sentirse abatido. A mediados de agos­
to, su sobrina predilecta, Caecilie Graf, su “querida niña de 23 años”, *5 se
suicidó. Embarazada y soltera, resolvió el problema tomando una sobredo­
sis de veronal. En una nota cariñosa y conmovedora dirigida a su madre,
garabateada después de que hubiera tomado el veneno, declaraba que nadie
tema la culpa, ni siquiera su amante. “No sabía que morir fuera tan fácil
—escribió— y hace que una se sienta tan gozosa.” *6 Freud se sintió “pro­
fundamente sacudido” por el acontecimiento, según le dijo a Emest Jones;
sin duda no sirvieron para apaciguar su tristeza ni “la oscura perspectiva de
nuestro país”, ni “todas las incertidumbres relacionadas con la época”. *7
Pero era su propio cuerpo lo que iba a traicionarlo. En la primavera de
1923, para consternación de todos, ya existían pruebas de que estaba
sufriendo un cáncer de paladar.
A mediados de febrero de 1923, Freud ya había detectado lo que deno­
minó “un crecimiento leucoplásico en mi maxilar y paladar”. Una leuco-
plasia es un crecimiento benigno asociado con el excesivo consumo de

analizara a “un alumno” (un futuro analista) y no a “un paciente”, Así, en 1928,
se ofreció a analizar a Phillip Lehrman, un médico norteamericano, durante el
verano, “en el monte Semmering (2 1/2 h. de Viena), lo que en mí es excepcio­
nal”. (Freud a Lehrman, 7 de mayo de 1928. En inglés, A.A. Brill Library, New
York Psychoanalytic Institute.)
2 Véanse las págs, 498-499.
La muerte contra la vida [469]

tabaco, y Freud, aterrorizado por la posibilidad de que el médico le prohi­


biera entregarse a su adicción, ocultó durante cierto tiempo a todos lo que
había descubierto. Pero dos meses más tarde, comunicándole las noveda­
des a Emest Jones en una carta mitad tranquilizadora y mitad alarmante,
el 25 de abril, “después de haber perdido más o menos una semana por
enfermedad (operación)”, le hizo saber que le habían extirpado la excre­
cencia. *« Algunos años antes, a fines de 1917, había advertido una tume­
facción dolorosa en el paladar. Paradójicamente, pronto se calmó, cuando
un paciente le obsequió una deseada caja de cigarros y él encendió uno de
ellos. *’ Pero en 1923 su crecimiento era ya demasiado grande y persis­
tente como para ignorarlo. “Me han asegurado que es benigno, pero,
como usted sabe, nadie puede garantizar su conducta si se le permite
desarrrollarse más.” Freud fue pesimista desde el principio. “Mi propio
diagnóstico ha sido epitelioma [una afección maligna] pero no me lo
aceptaron. Se acusa al tabaco —admitió— de ser la etiología de esta rebe­
lión de los tejidos”. *10 Cuando finalmente se había sentido capaz de
afrontar los horrores de un futuro sin cigarros, consultó al dermatólogo
Maximilian Steiner, con quien estaba en términos amistosos. Steiner le
pidió a Freud que dejara de fumar, pero le mintió restándole importancia a
la enfermedad.
Unos pocos días más tarde, el 7 de abril, lo visitó Félix Deutsch, que
había sido internista de Freud durante algún tiempo; Freud le pidió que le
mirara la boca, adviertiéndole: “Prepárese para ver algo que no le gustará”.
Estaba en lo cierto. Deutsch recordó que “a la primera mirada” se dio cuen­
ta de que la lesión era cancerosa. Pero en lugar de pronunciar la terrible
palabra, o enunciar el diagnóstico técnico, epitelioma, al que el propio
Freud se inclinaba, el médico se refugió en el eufemismo de “una mala
leucoplasia”. Le aconsejó que dejara de fumar y que se le extirpara la
excrecencia. *
"
Freud era un médico rodeado de médicos. Pero nunca pidió la opinión
de ningún especialista eminente, ni recurrió a un cirujano bucal en el que
tuviera confianza. En lugar de ello, eligió a Marcus Hajek, un rinólogo
—se podría decir que otro Fliess—, aunque anteriormente había expresado
algún escepticismo acerca de su competencia profesional. La elección —el
error— fue, como dijo años más tarde su hija Arma, exclusiva responsabi­
lidad de Freud. Finalmente, Hajek justificó por completo las dudas de
Freud. Sabía que el procedimiento que recomendaba era meramente cosmé­
tico y en realidad anodino; realizó la intervención quirúrgica rápidamente,
en el consultorio externo de su propia clínica. Sólo Félix Deutsch acom­
pañaba a Freud, y no permaneció con él durante la operación; era como si,
tratando la cuestión como una nadería, conjurara el cáncer de Freud. Pero
algo anduvo terriblemente mal en la mesa de operaciones; Freud sangró
mucho durante y después de la intervención, y lo hicieron tender en una
camilla “en una pequeña habitación de guardia del hospital, puesto que no
[470] Revisiones: 1915-1939

había disponible ninguna otra”. *13 Su único compañero era otro paciente,
al que Anna Freud describió más tarde como un “amable y amistoso” ena­
no retrasado. *
«
De hecho, es muy posible que el enano le salvara la vida a Freud. *15
A Martha y Anna Freud se les pidió que le llevaran ropa al paciente, que
tal vez tendría que pasar la noche internado. Lo encontraron cubierto de
sangre, sentado en una silla de cocina. Durante la hora del almuerzo no se
permitía la presencia allí de ningún visitante, de modo que las dos mujeres
fueron obligadas a regresar a su hogar, asegurándoseles que el estado del
paciente era satisfactorio. Pero cuando volvieron, a primera hora de la tar­
de, descubrieron que en su ausencia había sufrido una copiosa hemorragia.
Había tocado la campanilla pidiendo ayuda, pero no funcionaba; sin posi­
bilidades de hacerse oír, Freud se encontraba inmovilizado. Por fortuna, el
enano corrió a avisar a la enfermera, y con algunas dificultades la hemorra­
gia se pudo controlar.
Después de enterarse de ese espantoso episodio, Anna Freud se negó a
separarse de su padre. “Las enfermeras —recuerda—, que no se sentían
libres de culpa con respecto a la campanilla rota, fueron muy amables. Me
dieron café solo y una silla, y mi padre, el enano y yo pasamos la noche
juntos. Estaba débil por la pérdida de sangre, medio narcotizado por las
drogas y muy dolorido.” En el curso de la noche aumentó la preocupación
de ella y la de la enfermera con respecto al estado de Freud; mandaron lla­
mar al interno, pero éste se negó a levantarse. Por la mañana, Anna Freud
“tuvo que ocultarse mientras Hajek y sus asistentes realizaban la inspec­
ción habitual”. *16 Hajek no demostró ningún signo de arrepentimiento
ante su chapucera conducta, que resultó casi fatal, y más tarde, ese mismo
día, dio de alta a Freud.
Este ya no podía mantener el episodio en secreto, pero engañó a sus
corresponsales —y en alguna medida se engañó a sí mismo—con notas
optimistas. En una carta dirigida a su “queridísima Lou” el 10 de mayo,
cuatro días después del cumpleaños de él, le manifestó: “Puedo informarle
que puedo hablar, masticar y trabajar de nuevo; por cierto, incluso fumar
me está permitido, de un modo moderado, prudente, por así decir, peque-
ño-burgués”. Agregaba que el pronóstico era bueno. * n Al repetir esas
buenas noticias, ese mismo día, en una carta a Abraham, aceptó “ensayar
su fórmula optimista [la de Abraham]; ¡muchas felices repeticiones del
día, y ninguna de la nueva excrecencia!” *1« Un poco más tarde, al escribir­
le a su sobrino de Manchester, puso a prueba una fórmula optimista pro­
pia: “Hace dos meses me extirparon del paladar blando una excrecencia que
podría haber degenerado, pero que todavía no lo había hecho”. *> ’
En realidad, Freud estaba mejor informado, aunque nadie le hubiera
dicho la verdad. Hajek le había prescrito inútiles tratamientos de rayos X y
radium, lo que le confirmó su sospecha de que la lesión era cancerosa.
Pero el engaño oficial continuó; Hajek autorizó a Freud a tomarse sus
La muerte contra la vida [471]

habituales vacaciones veraniegas, aunque le pidió noticias frecuentes y una


visita en julio para revisar la cicatriz. Freud fue a Bad Gastein y después a
Lavarone, cruzando la frontera austríaca con Italia. Pero el verano no le
trajo ningún alivio. El dolor seguía haciéndolo sentir tan mal que, ante la
insistencia de Arma, le pidió a Deutsch que fuera a verlo a Bad Gastein.
Deutsch lo hizo sin demora; prescribió una segunda operación, más radi­
cal, pero sin decirle a Freud la verdad completa.

La discreción de Deutsch, bondadosa y fuera de lugar, junto a la de


otros, sugiere un cierto temor reverente ante el gran hombre, y la negativa
ilusionada a aceptar su condición de mortal. Pero Deutsch tenía más razo­
nes para no ser franco. Abrigaba algunas esperanzas de que una segunda
operación eliminaría toda causa de alarma y le permitiría a Freud vivir sin
saber ni siquiera que había padecido un cáncer. Pero, además, se sentía
inquieto por lo que interpretó como una disposición de Freud a suicidarse;
en su reunión crucial del 7 de abril, Freud le había pedido que lo ayudara a
“desaparecer de este mundo con decencia”, si es que estaba condenado a un
sufrimiento prolongado. Si se le decía abiertamente que tenía cáncer,
Freud podría haber intentado convertir en realidad esa amenaza implícita.
Como si esto no bastara, en el verano de 1923 Deutsch tenía una
razón más para velar por la sensibilidad de su paciente. Freud lloraba en
aquel entonces a su amado nieto Heinele, que había muerto en junio.
Durante algunos meses, el niño de cuatro años, hijo menor de su hija
Sophie, había estado de visita en Viena. Toda la familia lo adoraba. “Mi
nietecito que está aquí es el niño más despierto de su edad (4 a[ños])”, le
escribió a Ferenczi el afectuoso abuelo en abril de 1923. “No es menos
flaco y frágil, todo ojos, pelo y huesos.” *21 Era un informe cariñoso con
premoniciones sombrías. “Mi hija mayor, Math[ilde], y su esposo —le
dijo Freud a amigos de Budapest a principios de junio, mientras el niño se
moría— prácticamente lo han adoptado y se han enamorado de él tan com­
pletamente que era imposible preverlo. Era —Freud, resignado, emplea el
tiempo pasado— sin duda un chico encantador, y yo mismo sé que es difí­
cil que nunca haya querido tanto a un ser humano, y sin duda nunca a un
niño, como a él”.3 *22
Durante cierto tiempo, la fiebre alta, los dolores de cabeza y la falta de
síntomas específicos de Heinele no permitieron establecer un diagnóstico.
Pero en junio se tuvo la certidumbre de que padecía una tuberculosis
miliar, y esto, en una palabra, significaba que “el niño está perdido”.
Mientras Freud escribía, el niño yacía en coma, recobrándose por momen­
tos, “y entonces es de nuevo completamente él mismo, así que resulta difí­
cil creerlo”. Freud estaba sufriendo más de lo que hubiera creído posible.

3 En 1896, cuando su padre estaba cerca de la muerte, Freud también empleó


el tiempo pasado, síntoma de que había aceptado lo inevitable.
[472] Revisiones: 1915-1939

“Estoy aceptando esta pérdida muy mal, creo que nunca he experimentado
algo más duro.” Trabajaba mecánicamente. “Fundamentalmente, todo ha
perdido su valor.”
Pensaba que su propia enfermedad intensificaba la conmoción que
estaba experimentando, pero el destino de su nieto le dolía más que el pro­
pio. “No trate de vivir eternamente —escribió, citando el prefacio de Ber­
nard Shaw a El dilema del doctor—, no lo conseguirá”. El fin llegó el
19 de junio. Al morir Heinele, su “querido niño”*25, Freud, el hombre sin
lágrimas, lloró.4 *26 Cuando, a mediados de julio, Ferenczi, pensando sólo
en sí mismo y un poco obtuso, le preguntó a Freud por qué no lo había
felicitado cuando cumplió cincuenta años, la respuesta del maestro fue que
nunca hubiera dejado de hacerlo con un extraño. Pero no creía que la omi­
sión hubiera sido una especie de venganza. “Más bien está relacionada con
mi actual disgusto por la vida. Nunca antes había tenido una depresión,
pero ésta debe de serlo.” *27 Se trata de una afirmación notable: dado que
Freud padeció estados de ánimo depresivos de modo recurrente, el de aquel
momento tuvo que haber sido excepcionalmente severo. “Todavía me ator­
menta mi hocico —le escribió a Eitingon a mediados de agosto— y me
obsesiona el anhelo impotente de estar con mi querido niño.” *M Se descri­
bía como un extraño a la vida y candidato a la muerte. En una carta a su
querido amigo de toda la vida Oscar Rie, le confesó que no podía superar
la pérdida del muchachito. “Para mí él significaba el futuro, y con él me
han arrebatado el futuro.” *2’
Por lo menos, eso le pareció en aquellos días. Tres años más tarde,
cuando Ludwig Binswanger perdió a su hijo de ocho años, enfermo de una
meningitis tuberculosa, e hizo partícipe de su pena a Freud en una delicada
carta, éste respondió con recuerdos de 1923. Estaba contestando —escri­
bió— no con “una superfina palabra de condolencia, sino... sí, de hecho
sólo a partir de un impulso interior, porque su carta ha despertado un
recuerdo en mí... no tiene sentido... que después de todo nunca se adorme­
ció”. Le vinieron a la memoria todas sus pérdidas, en especial la muerte de
su querida hija Sophie, a la edad de veintisiete años. “Pero —agregó—,
eso lo sobrellevé notablemente bien. Fue en el año 1920; uno estaba con­
sumido por la desgracia de la guerra, preparado durante años para enterarse
de que había perdido un hijo o incluso tres hijos. De modo que la resigna­
ción ante el destino estaba bien preparada.” Pero la muerte del hijo menor

4 La ps ico terapeuta Hilde Braunthal, quien en sus años de joven estudiante


trabajó en la casa de Mathilde y Robert Hollitscher, donde Heinele pasó sus últi­
mos meses, piensa que Freud no visitaba “a su nieto con demasiada frecuencia.
Los Freud vivían muy cerca de los Hollitscher. A menudo veía a Freud en la calle
paseando con su perro. Parecía muy absorto en sus pensamientos”. Comunicación
personal, 4 de enero de 1986.) Pero aunque viera a su nieto pocas veces, algunos
de los más obsesivos pensamientos de Freud estaban aparentemente dedicados al
niño.
La muerte contra la vida [473]

de Sophie le había hecho perder su equilibrio. En su mente, Heinele había


representado a “todos mis hijos y a los otros nietos, y desde entonces, des­
de la muerte de Heinele, ya me tienen sin cuidado mis nietos, pero tampo­
co encuentro placer en la vida. Este es también el secreto de la indiferencia
que siento —la gente la ha llamado valor— con respecto al peligro que
corre mi propia vida”. *30 Al compartir los sentimientos de Binswanger,
los recuerdos abrían cada vez más sus viejas heridas. En Freud quedaba
mucha vitalidad, y mucho afecto. Sin embargo, Heinele siguió siendo su
favorito indiscutible. Cuando el hermano mayor del niño, Ernst, vivió
con los Freud en el verano de 1923 durante dos meses, con independencia
de lo que sintieran los otros miembros de la familia, el abuelo, por lo
menos, no encontró en él ningún consuelo. *31

De modo que era ésa, en el verano de 1923, la situación de Freud


con que se enfrentaba Deutsch y que no sabía cómo abordar: Freud era vul­
nerable, mortal como todo el mundo. Deutsch se confió a Rank y, más
tarde, a la guardia pretoriana de Freud, el Comité. Aquel pequeño grupo de
íntimos de Freud (Abraham, Eitingon, Jones, Rank, Ferenczi, Sachs)
estaba entonces reunido en San Cristoforo, en las Dolomitas, al pie de
una gran colina de Lavarone, donde residía Freud. Existía cierta suspicacia
entre ellos; había existido desde el final de la guerra. La Rundbriefe, circu­
lar semanal que empezaron a enviar en octubre de 1920, no bastó para
solucionar los problemas. La finalidad de las circulares había sido mante­
ner en contacto constante a los más cercanos partidarios de Freud en Vie­
na, Budapest, Berlín y Londres. Cuando estaba a punto de publicarse ese
medio de comunicación, Freud le escribió a Jones: “Estoy ansioso por
saber cómo funcionará esta institución. Espero que demuestre ser muy
útil”. *32 Pero aproximadamente al mismo tiempo, Jones había fundado el
International Journal of Psycho-Analysis, y su gestión al frente del perió­
dico había agriado sus relaciones con Rank. A Jones le molestaba lo que
veía como una interferencia autoritaria de Rank en su práctica editorial.
Con la intención de minimizar la aportación alemana a la literatura psico­
analítica en una época en la que los sentimientos antialemanes aún esta­
ban en su punto álgido, e igualmente deseoso de presentar contribuciones
norteamericanas, Jones había aceptado varios artículos que no satisfacían
las altas exigencias que los vieneses consideraban esenciales, y Rank no
vaciló en recurrir a la sutileza para cuestionar las elecciones de Jones. Para
Freud, estas disensiones eran amenazas para la paz necesaria. Dependía de
Rank para las cuestiones administrativas, y más de una vez se lo había
elogiado a Jones; en consecuencia, reprendió amablemente al inglés por su
irritación. “Cuando Rank no está, soy casi un inútil y un mutilado”,
escribió a fines de 1919; *33 un poco más tarde, indicó: “en sus observa­
ciones sobre Rank advierto una rudeza que me recuerda un estado de ánimo
similar con respecto a Abraham. Usted empleó un lenguaje más amable
[474] Revisiones: 1915-1939

incluso durante la guerra. Confío en que no haya enfados entre usted y los
nuestros”. *' Culpaba a Jones por no controlar sus pasiones y estados de
ánimo, y tenía la esperanza de que llegaran días más felices. *35
Pero las irritaciones entre los miembros del comité persistieron. “El
martillo de Rank ha caído una vez más —se quejó Jones en una circular
durante el verano de 1922—; esta vez sobre Londres, y me parece que muy
injustamente”. *36 En contraste, hubo una aproximación entre Jones y
Abraham, a quienes perturbaban de modo creciente las desviaciones de Rank
con respecto a la técnica psicoanalítica ortodoxa. En el cenado círculo de
los siete, Freud se sentía particularmente cerca de Rank y Ferenczi, pero
necesitaba por igual de los otros. Ahora bien, a mediados del verano de
1923, acosado por la enfermedad y el luto, esperaba poder por lo menos
restaurar una fachada de amistad en el Comité beligerante. “Estoy demasia­
do viejo como para renunciar a viejos amigos —escribió poco después—.
Si los más jóvenes pensaran en los cambios que impone la vida, les resul­
taría más fácil mantener buenas relaciones entre ellos.”*37
Pero, al menos por el momento, la esperanza de Freud respecto a que
sus partidarios más jóvenes adoptaron su misma posición pacífica carecía
de realismo. El 26 de agosto, en una carta informativa a su esposa, Emest
Jones captó la atmósfera de San Cristoforo, a la vez de irritación y angus­
tia. “La novedad principal es que F. tiene un cáncer real, en lento creci­
miento, y puede durar años. El no lo sabe, y esto es un secreto absoluto.”
En cuanto a su disputa con Otto Rank, el comité había pasado “todo el día
discutiendo el asunto Rank-Jones. Muy penoso, pero espero que ahora
mejorarán nuestras relaciones”. Sin embargo, tema conciencia de que no
había ninguna mejoría a la vista, pues un episodio desagradable había exa­
cerbado la tensión. “Creo que es difícil que F[erenczi] me dirija la palabra,
pues Brill acaba de estar allí y le dijo que yo califiqué a R[ank] de judío
estafador.” Negaba en parte haber caído en ese fanatismo, insistiendo en
que todo se había exagerado mucho (“completamente übertrieben"). *38
Fuera lo que fuere lo que dijo Jones, tuvo que haber sido bastante
insultante.5 Dos días más tarde, escribiéndole de nuevo a su esposa, le
informó que los miembros del comité habían pasado “horas hablando y
vociferando, hasta que me pareció que me encontraba en un manico-

5 Resulta imposible reconstruir la observación de Jones sobre la base de la


documentación fragmentaria con la que contamos ahora. En 1924, después de que
Rank fuera objeto de la cólera no sólo de Jones sino también de todos los otros,
incluido Freud, éste reconoció con tristeza que Jones había tenido razón en lo que
concernía a Rank durante todo el tiempo. Al escribirle a Abraham, Jones reprodu­
jo una parte de una carta de Freud, y comentó: “De modo que incluso la parte de
mi famosa observación a Brill, que no tuve el valor de defender en San Cristofo­
ro, está al menos justificada (desde luego, no me refiero al erróneo añadido debi­
do al propio Brill)”. (Jones a Abraham, 12 de noviembre de 1924, papeles de
Karl Abraham, L.C.)
La muerte contra la vida [475]

mió”. El grupo decidió que “yo estaba en el lado erróneo del asunto
Rank-Jones; de hecho, que soy un neurótico”. El era el único gentil del
grupo, y lo sentía intensamente. “Un consejo de familia judío exami­
nando a un pecador debe ser algo serio ¡pero imagínate cuando los cinco
insisten en analizarlo [al pecador] en el acto y todos juntos! Si bien
manifestaba ser “lo bastante inglés como para tomarlo todo con buen
humor”, y no irritarse, admitía que aquel día fue toda una experiencia,
una “Erlebnis”. *»
En medio de estas peleas de familia, los miembros del comité se
vieron sacudidos por la noticia de que Freud padecía un cáncer. El dilema
era agudo. Resultaba obvio que había que someterlo a una intervención
quirúrgica drástica, pero no tan obvio cómo se lo dirían y qué tenían que
decirle. Freud proyectaba mostrarle Roma a su hija Anna, y ellos —el
comité— no deseaban estropear ni hacer abortar esas vacaciones larga­
mente planeadas. Por fin, los médicos del comité (Abraham, Eitingon,
Jones, Ferenczi) se impusieron hasta cierto punto, con ayuda del buen
sentido; urgieron seriamente a Freud a volver a Viena para someterse a
una nueva operación después de su excursión a Italia. Pero no le comu­
nicaron el diagnóstico completo; ni siquiera Felix Deutsch se animó a
revelar la verdad desnuda. A éste, su mal interpretada delicadeza iba a
costarle la confianza de Freud y su posición de médico personal del
maestro. No evaluó correctamente la capacidad de Freud para asimilar
malas noticias, ni el resentimiento que le provocó el sentirse protegido.6
También los miembros del comité provocaron el disgusto de Freud;
cuando, años más tarde, descubrió el bienintencionado engaño, montó en
cólera. “¿Con qué derecho?”, le preguntó a Jones: “Mit welchem RechtT
*40 A juicio de Freud, nadie tenía derecho a mentirle, ni siquiera por el
más compasivo de los motivos. Decir la verdad, aunque fuera terrible,
era la mayor bondad.
Después de la reunión del comité en la que Deutsch informó sobre el
estado de Freud, Anna Freud se sumó al grupo para la cena, y por la
noche, a la luz de la luna, ella y Deutsch se dirigieron colina arriba, hacia
Lavarone. La joven intentó hacer hablar al médico. “Medio en broma”, le
preguntó si, en el caso de que ella y su padre lo pasaran muy bien en
Roma, no podrían quedarse un poco más en la ciudad y volver a Viena
después de lo proyectado. Aterrorizado, Deutsch le suplicó que ni siquiera
pensara en ello. «“No haga esto” —le dijo enérgicamente— “por ningún

6 Anna Freud observó años más tarde que Deutsch “había subestimado” el
“sentido de independiencia y la capacidad para afrontar la verdad” de su padre.
(Anna Freud a Jones, 4 de enero de 1956, papeles de Jones, Archivos de la Bri­
tish Psycho-Analytical Society, Londres.) «Lo que mi padre no olvidó fue la
“Bevormundung”.» (Anna Freud a Jones, 8 de enero de 1956, ibíd.) Después de un
período de tensión, que a Deutsch le resultó muy duro, Freud y él reanudaron su
amistad. Pero Freud buscó atención profesional en otros médicos.
[476] Revisiones: 1915-1939

motivo; prométame que no lo hará”». Mucho tiempo después, Arma Freud


comentó que todo había quedado “bastante claro”.7 *41 Pero el anhelado
viaje de Freud a Roma con su hija menor se realizó. Tal como él había
previsto, Arma fue en la ciudad una observadora tan entusiasta como el
propio Freud había sido siempre allí. El 11 de septiembre, Freud le escri­
bió a Eitingon desde Roma que “Anna está saboreando [la ciudad] a fondo,
se abre camino con brillantez, y es igualmente sensible a todos los aspec­
tos de la multidimensionalidad romana”. *« Después del retomo, él le dijo
a Emest Jones que en el “espléndido período de tiempo” que pasó en
Roma, su hija menor “realmente se entregó”. *43
Finalmente se le transmitió a Freud la verdad que durante tanto tiem­
po había sospechado. El 24 de septiembre él mismo se la comunicó a su
sobrino de Manchester con un lenguaje un tanto críptico: “No he supera­
do los efectos de mi última operación en la boca, tengo dolores y dificul­
tad para tragar, y aún no estoy seguro del futuro”. *44 Dos días más tarde,
su posición era bastante clara. Se la expuso a Eitingon por completo y
sin restricciones: “Hoy puedo dar satisfacción a su necesidad de tener
noticias mías. Se ha decidido que tengo que someterme a una segunda
operación, un resección parcial del maxilar superior, puesto que allí ha
surgido la querida y nueva formación. La operación será realizada por el
profesor Pichler”, un eminente cirujano bucal. Esa era la mejor elección,
recomendada por Félix Deutsch. Hans Pichler, le dijo Freud a Eitingon,
era “el mayor experto en estas cosas; también hará la prótesis que se
necesita después. Promete que podré comer y hablar bien en unas cuatro o
cinco semanas”. *45
En realidad, hubo dos operaciones, realizadas el 4 y el 12 de octu­
bre. *■« En términos generales tuvieron éxito, pero en tanto constituían
invasiones drásticas, durante algún tiempo dejaron a Freud incapaz de
hablar y comer. Hubo que alimentarlo con una sonda nasogástrica. Pero
una semana después de su segunda operación, todavía internado, le envió
una nota irreprimible, al estilo de un telegrama, a Abraham: “Querido
optimista incorregible: hoy tampón renovado, me levanté, sobre lo que
queda de mí pusieron ropa. Gracias por todas las noticias, cartas, buenos
deseos, recortes de periódicos. En cuanto pueda dormir sin una inyección,
vuelvo a casa”. *47 Nueve días más tarde fue dado de alta. Pero su lucha
con la muerte no había terminado.

La confrontación fue agotadora, y el adversario, astuto e impla­


cable. Freud se preparó para lo peor. A fines de octubre, considerando que
su “estado actual” tal vez le impidiera seguir ganando dinero, escribió

7 Los sentimientos de Anna con respecto al episodio tenían un carácter con­


fuso: “Por él llegué a disfrutar de una inolvidable visita a Roma, y todavía la
agradezco’”. (Anna Freud a Jones, 8 de enero de 1956, ibíd.)
La muerte contra la vida [477]

algunas notas para su testamento, en forma de carta a su hijo Martin. Le


preocupaban principalmente su esposa y su hija Anna: pidió que los hijos
renunciaran, en favor de la madre, a sus partes de la “herencia, de todas
maneras modesta”, y que la dote de Anna se elevara a £ 2.000. *48 Des­
pués, a mediados de noviembre, Freud dio un paso muy diferente, com­
prensible aunque menos racional que la estipulación de su voluntad final.
Se sometió a una cirugía menor en los testículos, denominada técnica­
mente “ligadura de los conductos deferentes en ambos lados”, *49 operación
asociada al nombre del controvertido endocrinólogo Eugen Steinach. El
procedimiento se había difundido hasta cierto punto porque supuestamente
contribuía a restaurar la potencia sexual en declive, pero, más allá de esto,
algunas autoridades la recomendaban como movilización de los recursos
del cuerpo. Freud, que creía en el método, esperaba que impidiera la reacti­
vación del cáncer e incluso que mejorara su “sexualidad, su estado general
y su capacidad de trabajo”. *50 Una vez realizada la intervención fue ambi­
guo en cuanto a sus efectos, pero por lo menos durante algún tiempo hizo
que aparentemente se sintiera más joven y fuerte. *51
Pero tuvo mayor importancia que, ese mismo mes, Pichler descubrie­
ra algunos restos de tejido canceroso; con valentía le dijo a Freud que
necesitaba otra intervención, a la que éste sé sometió con no menor cora­
je. Pero reconoció que la noticia lo había decepcionado gravemente. Sin
duda, había abrigado con respecto a su cirujano expectativas mágicas de
omnipotencia. A fines de noviembre le escribió a Rank que “emocional­
mente me entregué muchísimo al Prof. Pichler”; pero aquella última ope­
ración lo había despertado con rudeza, provocando un “debilitamiento de
los lazos homosex[uales]”. Sin embargo, por complicados que fueran
sus sentimientos con respecto al médico, la verdad es que Pichler no detec­
tó otro desarrollo canceroso hasta 1936.
Sin embargo, desde 1923 en adelante, Freud no dejó de experimentar
leucoplasias precancerosas o benignas, que había que tratar o extirpar.
Pichler era diestro y bondadoso, pero las treinta o más intervenciones
menores que realizó (algunas no tan menores), y por supuesto las decenas
de ajustes, limpiezas y reajustes de la prótesis de Freud, constituían proce­
dimientos fastidiosos y molestos, a menudo muy dolorosos.8 El placer que
seguir fumando le procuraba a Freud o, más bien, su incurable necesidad
de hacerlo, tuvo que haber sido irresistible. Cada cigarro era una nueva
causa de irritación, un pequeño paso hacia otra penosa intervención. Sabe­
mos que admitió ser adicto a los cigarros, y que consideraba que el fumar,

8 Las operaciones que Freud tuvo que sobrellevar eran de tres tipos, como
indica el modo de realizarlas: en el consultorio del doctor Pichler, con anestesia
local; en el Sanatorio Auersperg con anestesia local y “sueño previamente induci­
do”, y en el sanatorio con anestesia general. (Anna Freud a Jones, 8 de enero de
1956, ibíd.) Además, Freud se sometía a exámenes regulares en una pequeña habi­
tación especialmente acondicionada junto a su consultorio.
[478] Revisiones: 1915-1939

en última instancia, era un sustituto del prototipo de todas las adicciones,


la masturbación. Está claro que su autoanálisis nunca llegó a ciertas pro­
fundidades de su mente, y que en ésta subsistían conflictos que nunca pudo
resolver. La incapacidad de Freud para renunciar a fumar subraya con
intensidad la verdad de su observación acerca de una disposición muy
humana que denominó saber-y-no-saber, un estado de captación racional
del que no resulta una acción adecuada.

A fines de 1923, Freud era como un atleta inválido necesitado de una


drástica rehabilitación física. Había sido un conferenciante magistral y un
conversador brillante, y se ejercitó para volver a hablar, pero su voz nunca
recobró realmente su claridad y resonancia. Las operaciones también afec­
taron su audición; se quejó de un zumbido constante, ♦» y poco a poco se
fue quedando casi sordo del oído derecho. Entonces trasladaron el diván de
una pared a otra, para que pudiera escuchar con el oído izquierdo. *« Al
comer se enfrentaba con dificultades desagradables, y por lo general evita­
ba hacerlo en público. La prótesis, que mantenía separadas las cavidades
bucal y nasal (Jones la describe como una cosa enorme y monstruosa,
“una especie de dentadura postiza agrandada”) *» lo torturaba cada vez que
se la ponía y se la quitaba; excoriaba e irritaba, a menudo con bastante
dolor. En los años que le quedaron de vida, Freud cambió más de una vez
esa dentadura postiza aumentada; a fines de la década de 1920 fue a Berlín a
hacerse otra. Era raro que se viera libre de algún tipo de incomodidad. Pero
se negó a rendirse a la autocompasión; se adaptó a su nuevo estado con
cierta soltura. “Querido Sam —escribió a Manchester en enero de 1924,
dictando la carta a su hija Anna—: Me place hacerte saber que me estoy
recuperando rápidamente, y con el nuevo año pude retomar el trabajo. Mi
lenguaje podría mejorarse, pero tanto la familia como los pacientes dicen
que es perfectamente inteligible”.
Le hacía mucho bien el equilibrio psicoanalítico duramente ganado.
Había sufrido la experiencia de la muerte en la familia, pero por fortuna
los nacimientos se multiplicaban. Los tres hijos estaban haciendo crecer
al clan de los Freud: Ernst “nos anunció el nacimiento de su tercer hijo el
24 de abril”, le comunicó a Samuel Freud en la primavera de 1924. “Hay
dos niños más en camino, el segundo de Martin y el primero de Oliver
(en Düsseldorf). Así que la familia crece y disminuye como las plantas,
comparación que usted podrá encontrar en el viejo Homero.” *57 En octu­
bre de 1924, Alix Strachey, una dotada e irreverente observadora de la
escena analítica, le informó desde Berlín a su esposo James en Londres
que Helene Deutsch, “lo mismo que los otros, me dio las referencias más
brillantes sobre la salud de Freud. Parece que de nuevo ocupa su lugar en
las Vereinigungen, sigue hablando como de costumbre y está de muy
buen ánimo”. *58 Cinco meses más tarde, a principios de 1925, le infor­
mó a su esposo que, si bien Freud seguía teniendo dificultades para
La muerte contra la vida [479]

hablar, “Arma dice que su estado general de salud no deja nada que de­
sear”, *59

Anna

La influencia de Anna Freud sobre su padre había


resultado evidente desde antes de 1923; después de sus
operaciones de aquel afio, quedó más allá de toda dispu­
ta o de cualquier desafío. En abril, a continuación de la
terrible jomada que pasó Freud en la clínica de Hajek,
fue su hija Anna y no su esposa Martha quien perma­
neció con él toda la noche. Este acto selló un cambio con respecto a
Anna, el ancla emocional, en la constelación de la familia Freud.’ El año
anterior, a fines de marzo de 1922, cuando Arma se encontraba lejos, aten­
diendo a su cuñado Max Halberstadt y sus dos hijos, *® Freud había infor­
mado a Ferenczi que “nuestra casa está ahora desolada, pues Anna, que por
la evolución de los acontecimientos la gobierna cada vez más, ha estado
en Hamburgo durante 4 semanas”. *61 Tres semanas antes, cuando sólo lle­
vaba ausente de su casa una semana, Freud le “certificó” en una carta afec­
tuosa que “se te echa mucho de menos. La casa está muy solitaria sin ti, y
en ninguna parte nada puede reemplazarte por completo”. *»
Intimamente, Anna habría preferido quedarse con su padre. Estaba
muy ansiosa por cuidar de él (lo había estado desde la adolescencia). En
1920 pasó parte del verano en Aussee, ayudando a atender al viejo amigo
de los Freud, Oscar Rie, durante su convalecencia de una enfermedad gra­
ve. Rie no le dijo nada a su familia acerca de su estado hasta que ya no
pudo mantener el secreto. La reserva del hombre, y lo que a ella le parecía
una consideración fuera de lugar, llevaron a Anna a pensar en su padre,
como solía hacer en todos los casos. Estaba decidida a no permitir que
Freud adoptara la misma política de labios sellados. “Prométeme —le

’ Pero la madre conservó un control firme de los asuntos domésticos. Cuando


Anna, de viaje, en 1920, escribió que deseaba cambiar por otra una de sus habita­
ciones en Berggasse 19, para trabajar y vivir en dos ambientes adyacentes, Freud,
que aceptó con simpatía su petición, le aconsejó de todas maneras que consultara
con su madre. Le dijo asimismo que la tía Minna estaba dispuesta a cambiar su
habitación por una de las de Anna, pero que su madre no quería ni oír hablar de
cualquier cambio drástico en el apartamento: se mostraba renuente a gastar dinero
en un nuevo empapelado, puesto que en realidad lo que prefería era que se mudaran
a los suburbios. Freud le comentó a Anna que esa mudanza era muy poco práctica.
Sin embargo, tenía que escribirle directamente a su madre. “No puedo forzarla;
siempre la he dejado hacer su voluntad en casa.” (Freud a Anna Freud, 12 de octu­
bre de 1920, Freud Collection, L.C.) Finalmente ganó Anna.
[480] Revisiones: 1915-1939

imploró— que si algún día caes enfermo y yo no estoy allí, me escribirás


de inmediato, para que pueda ir.” De lo contrario, agregó, no tendría paz
en ningún lugar. Había querido abordar el tema en Viena, antes de ir a
Aussee, pero finalmente la venció la timidez. *« Tres años más tarde, des­
pués de la primera operación del padre, ya no había lugar para ser tímida,
y ella le repitió su ruego con insistencia. Freud, resistiéndose débilmente,
accedió. “No quiero rendirme a tu deseo de inmediato —le contestó—. No
debes asumir prematuramente la triste función de enfermera de padres vie­
jos y achacosos”. Escribía desde Viena, donde Hajek le examinaba el pala­
dar. Pero, agregó, estaba dispuesto a hacer una concesión: “Te informare­
mos de inmediato con un telegrama, si se me retiene en Viena por
cualquier razón”. *« Mucho más que Martha, era Arma Freud quien había
quedado a cargo del enfermo.
Resulta muy natural, entonces, que en el verano de 1923 ella fuera al
parecer la primera de la familia en descubrir la verdad acerca del cáncer del
padre. Y la correspondencia de la época de Freud documenta con amplitud
todo lo que su hija llegó a significar para él. Cuando, a mediados de agos­
to, Freud le escribió a Oscar Rie sobre su esposa y su cuñada se limitó al
tema de la salud, pero al hablar de Anna cambió de tono. “Ella está flore­
ciente y es el sostén principal en todos los asuntos.” *65 Como sabemos,
en las vacaciones que se tomó con su padre en Roma durante septiembre,
una especie de última cana al aire para él antes de la segunda operación,
ella se comportó con brillantez.
No hay duda alguna de que Freud se sentía muy unido a todos sus
hijos y se preocupaba por ellos. Hemos visto que cuando su hijo adoles­
cente Martin, humillado en una pista de patinaje, necesitó que el padre lo
tranquilizara, lo encontró en su puesto, paciente, sin ningún reproche,
sensible.10 Cuando su hija Mathilde cayó inesperadamente enferma, en el
verano de 1912, él canceló un viaje a Londres, como si hiciera lo que
debía, por más que hubiera estado anhelando la oportunidad de otra visita a
Inglaterra. Asimismo, era evidente el afecto que sentía por su atractiva
hija Sophie, “la niña mimada de la fortuna” y, más discretamente, la preo­
cupación por los problemas neuróticos de su hijo Oliver.11 Durante la gue­
rra, como sabemos, no ocultó su temor por la vida de sus hijos, sino que

10 Véanse las págs. 193-194.


11 A principios de la década de 1920, Oliver Freud se estaba analizando con
Franz Alexander en Berlín. Algunos años más tarde, escribiéndole a Amold
Zweig, Freud habló con aprecio de los “extraordinarios” dones de Oliver, y de la
amplitud y seguridad de sus conocimientos. “Su carácter es intachable. Después se
abatió sobre él la neurosis y le arrebató todos sus laureles.” “Lamentablemente,
con una fuerte inhibición neurótica”, había tenido “mala suerte” en la vida. A
Freud, la vida problemática de Oliver le resultaba una carga difícil de sobrellevar.
(Freud a Amold Zweig, 28 de enero de 1934. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.)
La muerte contra la vida [481]

diseminó en sus cartas detalles sobre dónde y cómo se encontraban; se


comportaba como si esos temas fueran de interés primordial para sus
corresponsales. “En una gran familia —filosofó alguna vez con un anali­
zando, el médico norteamericano Phillip Lehrman—, siempre hay contra­
tiempos. Quienquiera que haya sido designado, como usted, sostén general
de la familia (un rol también familiar para mí) queda atado a ciertas preo­
cupaciones e intereses para toda la vida”. *<* Podía bromear (un poco)
sobre el papel de padre. “¡Demasiado malo, como dicen en su país —le
escribió a Lehrman—, que usted no tenga paz en su familia! Pero ¿cuándo
a uno de nosotros, judíos, la familia lo dejará en paz? Nunca, mientras no
encuentre la paz eterna”. *67 Fueran cuales fueren las exigencias emociona­
les de sus hijos, Freud trataba de no tener favoritos.
No obstante, a pesar de su imparcialidad, Freud llegó a reconocer que
la hija menor, Annerl, era muy especial. “La pequeña —le dijo a Ferenczi
durante la guerra, utilizando su manera predilecta de llamarla— es una
criatura particularmente simpática e interesante”. *« Admitía que era tal
vez más simpática, y sin duda más interesante, que sus hermanos y her­
manas. “Tú has resultado un poco diferente de Math[ilde] y Sophie —le
dijo a Arma en 1914—; tienes intereses más intelectuales y no quedarás
tan totalmente satisfecha con una actividad puramente femenina”. *6’

El reconocimiento por parte de Freud de la inusual inteligencia de


Anna, y del lugar especial que ella ocupaba en su vida, queda reflejado en
el tono peculiar (consejos afectuosos mezclados con interpretaciones casi
analíticas) que adoptaba con ella. Era un tono en gran medida ausente en
su diálogo con los otros hijos. A su vez, Anna reclamaba una particular
intimidad con su padre con insistencia y fuerza, y fue haciéndolo de modo
cada vez más enérgico. De niña se debilitaba periódicamente, y muchas
veces la enviaron a balnearios para que recobrara la salud, descansara, reali­
zara saludables paseos y ganara algunos kilos adicionales que rellenaran su
figura demasiado delgada. Sus cartas de esa época abundan en noticias
sobre un kilogramo ganado en una semana, o medio kilogramo en otra. Y
están saturadas con el sentimiento de extrañar al padre. En el verano de
1910, escribiéndole a su “querido papá” desde un balneario, a los catorce
años, lo tranquilizó asegurándole que se estaba restableciendo, “ganando
peso, y ya estoy fuerte y gorda”. Aún inmadura, era también maternal con
el padre: “¿No te estropearás el estómago de nuevo en las montañas
Harz?” Confiaba en que sus hermanos, “los chicos”, lo vigilaran, pero
estaba fuera de duda de que ella podría cuidarlo mejor. En general, se mos­
traba implacablemente competitiva con sus hermanos. “A mí también me
gustaría mucho viajar a solas contigo, como Ernst y Oli lo están haciendo
ahora.” Y puso de manifiesto un interés precoz por los escritos de Freud:
le había pedido a su “muy amable” doctor Jekels que le permitiera leer
Gradiva, pero él sólo estaba dispuesto a hacerlo si el propio Freud lo auto­
[482] Revisiones: 1915-1939

rizaba. *70 Nada le gustaba más que los sobrenombres que el padre le ponía:
«Querido papá —le escribió el verano siguiente— hace ya mucho tiempo
que nadie me llama “Diablo Negro”, y lo echo mucho de menos». *71
La mayoría de las dolencias de Arma, como el dolor de espalda, le
parecían a Freud psicosomáticas, en tanto iban acompañadas de cavilacio­
nes y obsesiones mentales que ella misma criticaba severamente por
insustanciales.12 El la animó a que le informara sobre sus síntomas, y no
quedó defraudado; a principios de 1912, todavía quejosa, escudriñó sin res­
tricciones su estado mental en una carta a su padre. Le escribió que no
estaba ni enferma ni bien, pero sí insegura con respecto a lo que padecía.
“Pero de algún modo algo se desprende de mf ’, y entonces se sentía fatiga­
da y preocupada por todo tipo de cosas, incluso por su ociosidad.13 Desea­
ba ser razonable, como su hermana mayor, Mathilde. “Quiero ser un ser
humano sensato, o por lo menos llegar a serlo.” Pero tenía días malos.
“Tú sabes —le recordó a su padre— que no te habría escrito todo esto,
porque no me gusta importunarte.” Pero él mismo le había pedido que lo
hiciera y, añadió Anna en un postscriptum, “no podría escribirte nada más
porque yo misma no sé nada más, pero por supuesto que no te guardo nin­
gún secreto”. Le rogaba que él le respondiera pronto: “Entonces seré sen­
sata, si me ayudas un poco”. *72
Freud estaba totalmente dispuesto a ayudarla. En 1912, con Mathilde
casada y Sophie preparada para seguir el ejemplo de su hermana, Arma se
convirtió en su “querida hija única”, según a él le gustaba llamarla. *73 En
noviembre, cuando Anna acababa de viajar, para pasar varios meses, al
popular balneario de Merano, en el Norte de Italia, él le aconsejó que se
relajara y distrajera; en cuanto se hubiera acostumbrado al ocio y al sol
—le dijo—- seguramente aumentaría de peso y se sentiría mejor. Por su
parte, Anna le recordó a su padre cuánto lo extrañaba. “Siempre como
todo lo que puedo, y soy totalmente sensata —le escribió desde Merano—.
Pienso mucho en ti y espero con ansia que me escribas cuando tengas
tiempo.” *75 Este era un tema constante; ¡el padre era un hombre tan ocu­
pado! Anna propuso volver a casa, pero él la instó a que se quedara más
tiempo, *76 incluso aunque así no pudiera asistir a la boda de Sophie, pro­
yectada para mediados de enero de 1913. Se trataba de una astuta sugeren­
cia terapéutica. Anna le había confesado antes que sus “interminables

12 Algunos de estos problemas de salud (por ejemplo, dificultades menstrua­


les), persistieron. “Me siento particularmente feliz —le escribió a su padre en
1920— porque ayer me indispuse y no añadí ninguna medicación extra, y esta
vez lo he tolerado bien”. (Anna Freud a Freud, 16 de noviembre de 1920, Freud
Collection, LC.)
13 Este también era un tema recurrente en la correspondencia con su padre.
“¿Por qué siempre me siento tan feliz cuando no tengo nada que hacer? —le pre­
guntó con tristeza en el verano de 1919—. Después de todo, me gusta trabajar;
¿o sólo me lo parece?” (Anna Freud a Freud, 2 de agosto de 1919, ibíd.)
La muerte contra la vida [483]

disputas” con Sophie le resultaban “terribles”, puesto que le gustaba


Sophie y la admiraba, pero ésta no le prestaba atención. *77 Esos estallidos
de autodenigración eran, y siguieron siendo, característicos de Anna. Ni
siquiera el padre, que ejercía sobre ella una influencia a menudo decisiva,
podía convencerla por completo de que las cosas eran distintas.
Pero lo intentaba. A su juicio, Anna ya tenía bastante edad como para
absorber algunas verdades psicoanalíticas; en todo caso, ya examinaba su
propio estado mental. Estaba claro que la próxima boda de la hermana sus­
citaba en ella emociones poderosas y conflictivas. Anna reconoció que, al
mismo tiempo, quería volver a casa para ver a Sophie casada, y permane­
cer lejos; por una parte, estaba contenta de poder descansar tan cómoda­
mente en Merano; por otra, lamentaba no ver a Sophie antes de que la her­
mana abandonara el hogar paterno. Pero, sin duda estaba “mucho más
sensata” que antes. “Te sorprendería cuánto, pero desde lejos no puedes
advertirlo. Y llegar a ser tan sensata como tú piensas [que debo serlo]
—concluye con un suspiro casi audible— es demasiado difícil, no sé si lo
aprenderé” *78 Estos autoexámenes le proporcionaban a Freud la oportuni­
dad de intervenir. Las distintas dolencias de la joven —le dijo— tenían un
origen psicológico; provenían de sentimientos confusos acerca de la boda
de Sophie y Max Halberstadt, el futuro esposo. “Después de todo, sabes
que eres un poco rara.” No la culpaba por sus “celos de Sophie”, que data­
ban de años, y que en gran medida consideraba obra de la propia Sophie.
Pero él pensaba que Anna había transferido esos celos a Max, y que eso la
atormentaba. Y estaba ocultándoles algo a los padres, “quizá también a ti
misma”. Suavemente, la instó a “no guardar secretos. No seas vergonzo­
sa”. Parecía estar en el papel del analista que aconseja a su analizando que
hable con libertad. Pero concluye como un padre: “Después de todo, no
tienes que seguir siendo eternamente una niña, sino adquirir el coraje de
mirar a los ojos, con valor, a la vida y a todo lo que supone”. *79

Para Freud, una cosa era animar a Anna para que creciera, y otra
totalmente distinta permitirle crecer. Durante años, ella siguió siendo “la
pequeña”. La afectuosa caracterización “mi querida hija única”, que jugue­
tonamente le aplicó mientras Sophie estaba comprometida, reapareció
regularmente después de que Sophie se casara. En marzo de 1913, Anna
era su “pequeña, ahora hija única”, *80 su “pequeña hija única”, a la que
llevó consigo a Venecia aquella primavera en unas breves vacaciones, que
Anna esperó anhelante y disfrutó inmensamente. Un viaje italiano “conti­
go —exclamó— lo hace todo mucho más hermoso”. *82 Más tarde, en ese
mismo año, Freud le confesó a Ferenczi que su “hijita” Anna le hacía pen­
sar en Cordelia, la hija menor del Rey Lear;i< *83 de allí surgió una con-

1« El tema de la hija menor nunca perdió su actractivo para Freud. En 1933,


cuando Ernest Jones le hizo saber que su mujer estaba embarazada, Freud
[484] Revisiones: 1915-1939

movedora meditación sobre el papel de las mujeres en la vida y la muerte


de un hombre, “El motivo de la elección del cofre”, publicada el mismo
año. Hay una encantadora fotografía de Freud y Anna como compañeros,
tomada en las Dolomitas en esa época: Freud aparece en ropa de campo
con un sombrero airoso, chaqueta con cinturón, pantalones recogidos en
unas gruesas botas; lo coge del brazo una Anna serena, que lleva un senci­
llo vestido de tipo alpino, con falda larga y delantal, ajustado a su delgada
figura.
Incluso en el verano de 1914, cuando Anna tenía casi diecinueve años,
Freud todavía la llamó “mi hijita” *M en una carta a Emest Jones. Pero
esta vez tenía un motivo adicional. Estaba protegiendo a Anna de la
pasión amorosa de Jones. “Sé de muy buena fuente —la alertó el 17 de
julio, cuando ella se preparaba para partir a Inglaterra— que el doctor
Jones tiene serias intenciones de conseguir tu mano.” Se declaraba reacio a
interferir en esa libertad de elección de la que habían gozado las dos herma­
nas mayores. Pero puesto que Anna, en su “joven vida” no había tenido
aún ninguna propuesta, y había vivido “incluso más íntimamente” con
sus padres que Mathilde y Sophie, Freud consideraba adecuado que ella no
tomara ninguna decisión importante sin “estar segura con anticipación de
nuestro (en este caso, mi) consentimiento”. *85
Freud tuvo buen cuidado de recomendar a Jones como un amigo “y
muy valioso colaborador”. Pero “esto podría ser de lo más tentador para
ti”. En consecuencia, se sentía obligado a expresar dos objeciones al
hecho de que Jones y su “hija única” formaran pareja. En primer lugar, “es
nuestro deseo que no te comprometas ni cases antes de haber visto, apren­
dido, vivido un poco más”. Sin duda, no tenía por qué pensar en el matri­
monio en los próximos cinco años. Y, le dijo Freud, hablando desde las
profundidades de su penoso recuerdo de la prolongada y frustrante espera
que representó su noviazgo con Martha Bemays, a ella se le debía ahorrar
una relación de ese tipo, demasiado larga. En segundo término, Jones
tenía treinta y cinco años, es decir, casi la doblaba en edad. Aunque sin
duda era un hombre “tierno, de buen corazón”, “que amaría a su esposa...
y se mostraría muy agradecido por su amor”, necesitaba una mujer mayor,
más mundana. Jones —observó Freud— se había hecho a sí mismo a par­
tir de una “familia muy humilde y que llevaba una vida muy difícil”; esta­
ba en gran medida enamorado de la ciencia, y “le faltaba el tacto y la sutil
consideración” que una persona como Anna, una “malcriada”, “una chica
muy joven y un tanto reservada”, tenía derecho a esperar de su marido. Por
cierto —agregaba Freud, clavando más profundamente el cuchillo— Jones

respondió: “Si éste resultara ser el hijo menor, los hijos menores, como usted
puede ver en mi familia, no son exactamente los peores”. (Freud a Jones, 13 de
enero de 1933, Freud Collection, D2, LC.)
La muerte contra la vida [485]

era “mucho menos independiente y necesitaba mucho más apoyo moral”


de lo que parecía a primera vista. De modo que —era la conclusión—
Anna tenía que ser prudente, afable y amistosa con Jones, pero evitando
quedarse a solas con él. *86
Evidentemente, el hecho de impartir a Anna estas instrucciones cuidado­
samente equilibradas no bastó para mitigar la ansiedad de Freud. Cinco días
más tarde, el 22 de julio, después de que ella llegara a Inglaterra, las reiteró
con suavidad y concisión. Ella no debía evitar la compañía de Jones, tenía
que comportarse con él con libertad y sin ningún embarazo, tanto como le
resultara posible, y ponerse en “un pie de amistad e igualdad” que —le dijo
a Anna— es particularmanete fácil de mantener en Inglaterra. *87 Pero tam­
poco esta segunda prevención atemperó sus preocupaciones. El mismo día
le escribió a Jones “unas pocas líneas” —según le informó en seguida a
Anna—, “que le harán desistir de todo asedio ... sin ofenderlo”. *88
Esas “pocas líneas” constituyen un curioso documento. “Tal vez usted
no la conozca lo bastante —le escribió Freud a Jones—. Ella es la más
dotada y perfecta de mis hijos, y además un carácter valeroso, lleno de
interés por aprender, conocer lugares y llegar a comprender el mundo.” *8’
Esto no era más que lo que ya le había dicho directamente a Anna. *«° Pero
a continuación el tono de Freud cambia, pasando a lo que se podría deno­
minar una idealización victoriana. “Ella no pretende que la traten como a
una mujer, pues aún está muy lejos de albergar anhelos sexuales, y más
bien tiende a rechazar al hombre. Entre ella y yo hay un franco entendi­
miento en cuanto a que no debe pensar en el matrimonio ni en los
preliminares hasta que tenga dos o tres años más. No creo que ella vaya a
romper el pacto.” Sabemos que ese “pacto” era imaginario; sólo existía
una firme sugerencia de Freud a Anna para que todavía no pensara seria­
mente en los hombres. Sin duda, esta estratagema no era traída por los
pelos ni irrazonable: Freud le dijo a otros, y a la propia Anna, que, desde
el punto de vista emocional, la edad de ella era menor que la cronológica.
Pero lo más importante residía en que Freud, de una manera no muy sutil,
estaba advirtiendo a Jones que dejara a su hija en paz. Ahora bien, afirmar
que Anna, una joven desarrollada, no experimentaba sentimientos sexua­
les, parecía propio de un burgués convencional que no hubiera leído a
Freud. Tal vez podría considerarse como parte de la insinuación de Freud
en el sentido de que si Jones ponía las manos sobre Anna, ello equivaldría
a abusar de una niña, velada advertencia a la que Jones, en vista de las acu­
saciones por las que había tenido que abandonar Inglaterra la década ante­
rior, no podía sino ser extremadamente sensible. Pero la negación que
estaba realizando Freud de la sexualidad de su hija no era propia del estilo
freudiano; se puede interpretar como la emergencia del deseo de que su
niña siguiera siendo una niña: la suya.^

15 El único punto comparable de los escritos de Freud, en el que niega sus


[486] Revisiones: 1915-1939

La respuesta de Anna representó otro ejercicio de poca autoestima.


“Lo que me escribes sobre el aprecio del que gozo en la familia —le escri­
bió desde Inglaterra— es muy bonito, pero no puedo creer totalmente que
sea verdad. Por ejemplo, no creo que en casa se notara mucho la diferencia
si yo ya no estuviera. Creo que sólo yo sentiría esa diferencia.” *92 Resulta
difícil decir hasta qué punto exactamente Emest Jones comprendió esa
pequeña comedia, de la cual él era protagonista involuntario. Pero de
algún modo advirtió con mucha claridad el tipo de relación que Freud man­
tenía con su hija. Anna, le respondió al maestro, “tiene un hermoso carác­
ter y sin duda será una mujer notable más adelante, si su represión sexual
no la echa a perder. Desde luego —agregó—, está tremendamente atada a
usted, y éste es uno de esos casos raros en los que el padre real correspon­
de a la imago del padre”. Se trataba de una observación perspicaz, que
no podía sorprender a Freud. Pero éste no estaba preparado para aceptar lo
que suponía.

Como sabemos, Anna Freud, salió sana y salva de su aventura ingle­


sa. Volvió a su casa un mes más tarde, después de recorrer afanosamente
muchos lugares (en algunos casos en compañía de Jones), soltera e intac­
ta. Los años que siguieron —de guerra, revolución y lenta reconstruc­
ción— pueden ser vistos, retrospectivamente, como un ensayo para su
cañera de psicoanalista. Pero la ruta que siguió Anna con el objeto de con­
vertirse en freudiana fue un tanto tortuosa. Estudiaba magisterio; se licen­
ció y, cuando tenía poco más de veinte años, ejerció en una escuela de
niñas. Sin embargo, resultaba claro que no estaba destinada a ser maestra
para siempre.
De niña, recordó años más tarde, solía sentarse a las puertas de la
biblioteca del padre en Berggasse 19 y “escuchar sus discursos con los
visitantes. Eso me resultó muy útil”. *94 El estudio directo de los libros de
Freud lo fue aun más. Durante su prolongada estancia en Merano, en el
invierno de 1912-1913, informó que estaba leyendo “algunos” de ellos.
“Esto no tiene que sorprenderte”, escribió un tanto a la defensiva. “Des­
pués de todo, ya soy grande, y no es nada extraño que me interesen.” *’5
Siguió leyendo, pidiéndole al padre que le explicara términos técnicos
tales como “transferencia”, *’« y en 1916 asistió a la segunda serie de las
conferencias introductorias de Freud, sobre los sueños, en la universi­
dad. *’7 Esas actividades educativas confirmaban en gran medida su ambi­
ción embrionaria de llegar a ser psicoanalista, como su padre. Al año
siguiente, cuando asistió a la última serie de conferencias de Freud, sobre

propias comprensiones con idéntica seguridad, es el pasaje de La interpretación


de los sueños en el que dice que los niños no tienen sentimientos sexuales. (Véa­
se la pág. 176.)
La muerte contra la vida [487]

las neurosis, observó entre los presentes a Helene Deutsch, que llevaba la
bata blanca como símbolo de su profesión de médico. Impresionada, en su
casa le dijo a su padre que quería estudiar medicina con la finalidad de pre­
pararse para ejercer como psicoanalista. Freud no objetó sus planes a largo
plazo, pero no estuvo de acuerdo con su deseo de llegar a ser médico;
Anna Freud no fue el primero ni el último de los seguidores de Freud a
quien él persuadió para que siguiera una carrera de analista lego. *’8
Secundado por un círculo bien dispuesto, Freud introdujo progresiva­
mente a Anna en su familia profesional, y en algún momento de 1918
empezó a analizarla. Ella fue invitada al congreso internacional de psicoa­
nalistas de Budapest ese mismo año, pero no pudo acudir por sus obliga­
ciones de maestra Dos años más tarde, cuando los analistas se reunie­
ron en La Haya, tuvo más suerte, y acompañó a su orgulloso padre a las
sesiones científicas y a las comidas de confratemización. Sus cartas iban
poniéndose a la altura de su creciente refinamiento psicoanalítico. Durante
algunos años le había comunicado a su padre sus sueños más interesantes,
principalmente los más terroríficos, pero ahora se puso a analizarlos;
Freud respondía con interpretaciones. *100 Se descubrió a sí misma incu­
rriendo en lapsus escritos. *101 Anna se contaba entre las primeras personas
que leían las nuevas publicaciones de su padrea6 Asistía a encuentros psi-
coanalíticos, y no sólo en Viena. En una carta que le envió a su padre des­
de Berlín en noviembre de 1920 incluyó algunas evaluaciones agudas y
certeras sobre los seguidores de él, envidiando abiertamente a quienes,
como “la pequeña Miss Schott”, ya estaban analizando niños. “Ya lo ves
—agregó con un tono de autorreproche— todos pueden hacer mucho más
que yo.” *102 En esa época había renunciado a su puesto de maestra, experi­
mentando sentimientos confusos,16 17 y se estaba formando como psicoana­
lista.
Sus primeros “pacientes” fueron sus sobrinos, los hijos huérfanos de
su hermana Sophie, Emstl y Heinele. En 1920 pasó buena parte del tiem­
po con ellos en Hamburgo y, durante el verano, en Aussee. Emstl, que ya
tenía más de seis años, y que a Freud le gustaba mucho menos que el
encantador y frágil Heinele, era su principal preocupación. Logró que el
niño le contara cuentos, y exploró con él misterios tan graves como el de
dónde vienen los bebés y qué significa la muerte. *103 Esas conversaciones
informativas confidenciales permitieron a Anna analizar el miedo del
pequeño a la oscuridad como una consecuencia de la advertencia de su

16 El 16 de noviembre de 1920, escribiendo desde Berlín, le informó a


Freud: “Estoy leyendo con mucho placer tu nueva obra [Más allá del principio de
placer]. Creo que el yo ideal me cae muy bien”. (Freud Collection, LC.)
17 En agosto informó de que “hasta ahora, ni por un minuto he lamentado mi
renuncia a la escuela”. (Anna Freud a Freud, 21 de agosto de 1920, ibíd.) Pero en
octubre se le quejó a su padre de que sentía desdichada y añoraba la escuela. (Véa­
se Freud a Anna Freud, 25 de octubre de 1920, ibíd.)
[488] Revisiones: 1915-1939

madre (en realidad, una amenaza) en cuanto a que si seguía “jugando con
su miembro, se pondría muy enfermo”. *io* Aparentemente no todos los
miembros de la familia obedecían las indicaciones pedagógicas de Freud.
Anna continuó con estos análisis primerizos de niños. Empezó a anali­
zar los sueños de otros, *1« y en la primavera de 1922 escribió un artículo
sobre psicoanálisis que esperaba utilizar como carta de presentación para su
ingreso en la Sociedad Psicoanalítica de Viena (si contaba con el consenti­
miento del padre). Le dijo a Freud que era algo que deseaba mucho. *106 A
fines de mayo, su deseo se convirtió en realidad. El artículo, sobre fanta­
sías de castigo físico, se basaba en parte en su propia vida interior,
pero el origen subjetivo de la argumentación no privaba a la aportación de
su carácter científico. “Mi hija Anna —le informó Freud a Jones, con pla­
cer, a principios de junio— leyó un buen trabajo el pasado miércoles”. *108
Dos semanas más tarde, después de haber realizado todos los trámites for­
males, pasó a ser miembro de pleno derecho de la Sociedad.
Después de esto, la reputación de Anna entre los íntimos de Freud cre­
ció rápidamente. Ya en 1923 Ludwig Binswanger le hizo notar a Freud que
el estilo de la hija no se distinguía del estilo del padre. *1» Y a fines de
1924, Abraham, Eitingon y Sachs escribieron desde Berlín sugiriendo que
se incorporara al círculo íntimo; no trabajaría “sólo como secretaria del
padre” (lo que había hecho durante años), sino que participaría en el inter­
cambio intelectual, y, en ocasiones, en sus encuentros. *110 Desde luego,
sabían que esa especie de tributo agradaría a Freud. Pero la propuesta tam­
bién reflejaba la confianza que los más valorados colegas del maestro ha­
bían llegado a depositar en el juicio de Anna Freud.

Mientras Freud alentaba sin reservas las aspiraciones profesiona­


les de su hija, seguía disconforme con la vida privada de Anna. Las emo­
ciones de ella no se veían oprimidas ni forzadas a seguir vías subterráneas;
Anna Freud disfrutaba ostentosamente de la vida y de los placeres de la
amistad. Su padre reconocía su necesidad de compañía y procuraba animar­
la: cuando invitó a Lou Andreas-Salomé a fines de 1921 a que visitara
Berggasse 19, lo hizo principalmente pensando en su hija. “Anna tiene
una comprensible sed de amistad femenina —le escribió a Eitingon— des­
pués de que la inglesa Loe, la húngara Kata y su Mirra le han sido arreba­
tadas”. Loe Kann, antigua amante de Jones y paciente de Freud, había
vuelto a Inglaterra. Kata Levy, concluido su análisis con Freud, estaba
viviendo en Budapest. Y Mirra, la esposa de Eitingon, se encontraba con
su marido en Berlín. “De paso, para mi alegría, ella está floreciente y ani­
mada —agregaba Freud—; sólo me cabe desear que encuentre pronto una
razón para cambiar su cariño hacia el viejo padre por otro duradero.”
En una carta a su sobrino inglés, se lamentó de que Anna fuera “un éxito
en todo los sentidos, salvo en que no ha tenido la suerte de encontrar un
hombre adecuado para ella”. *112
La muerte contra la vida [489]

El benévolo propósito freudiano de hallarle a su hija una amiga digna


de ella excedió sus esperanzas más queridas. En abril de 1922, Anna reali­
zó una larga visita a su nueva amiga de Gotinga, una mujer “realmente
magnífica”, y reanudó las conversaciones confidenciales, casi analíticas,
iniciadas durante la visita de Lou Andreas-Salomé a Viena el año anterior.
La intimidad entre ambas adquirió matices místicos; Anna aseguraba que
sin la ayuda de Frau Lou, que le fue proporcionada de “un modo extraño y
oculto”, habría sido totalmente incapaz de escribir su artículo sobre las
fantasías de castigo físico. *113 Freud se sentía exultante con ese éxito.
“Ahora ella está profundamente unida” a Frau Lou, le informó a Freud a
Jones en junio de 1922, *n* y al mes siguiente le expresó su gratitud a su
“querida Lou” por su actitud “amorosa” para con “la niña”. Anna —escri­
bió— había anhelado durante años conocerla mejor. Y, “para llegar a algo
—para empezar, confío en que tiene aptitudes— necesita influencias y
asociaciones que satisfagan altas exigencias. Encenada, a través de mí, en
su lado masculino, hasta ahora ha tenido muy mala suerte con sus ami­
gas. Se ha desarrollado lentamente —agregaba—; no sólo en su aspecto
físico parece más joven de lo que en realidad es”. Sin ocultar mucho, per­
mitió que emergieran a la superficie sus deseos contradictorios. “A veces
le deseo que encuentre cuanto antes un hombre bueno, y a veces tiemblo
ante la pérdida.” *115 Las dos mujeres, de edad muy dispar pero que conge­
niaban por sus intereses psicoanalíticos y por su común admiración por
Freud, empezaron pronto a tutearse, y su amistad perduró.
Pero la perturbadora realidad de la soltería de Anna no dejaba en paz a
Freud. En 1925 volvió sobre el tema, de nuevo en una carta a Samuel
Freud: “Por último, pero no lo menos importante: Anna; podemos estar
orgullosos de ella. Es una analista pedagoga, está tratando a niños difíciles
norteamericanos [,] ganando mucho dinero, del que dispone de un modo
muy generoso, ayudando a mucha gente pobre; es miembro de la Asocia­
ción y A Internacional, ha adquirido mucho renombre por sus trabajos
escritos y goza del respeto de sus colaboradores. Pero acaba de cumplir 30
años, no parece decidida a casarse y, ¿quién puede decir si sus intereses
actuales la harán feliz en los años venideros, cuando tenga que afrontar la
vida sin su padre?” * 117 Era una buena pregunta.

Una y otra vez, Anna le hizo saber hasta qué punto ocupaba él sus
pensamientos más afectuosos. “Seguramente no puedes imaginar cómo
pienso continuamente en ti”, escribió en 1920. *>i» Vigilaba las digestio­
nes o el estómago de él con la solicitud de una madre o (tal vez mejor) de
una esposa. A mediados de julio de 1922 dedujo con sensibilidad, a partir
de unos pocos indicios, que podría estar enfermo. “¿Sobre qué tratan tus
dos artículos? —le preguntó, pasando enseguida, ansiosamente, a su preo­
cupación principal—: ¿No estás de buen ánimo, o sólo me lo parece por
tus cartas? ¿No es Gastein tan hermoso como lo era?” Esto ocurría
[490] Revisiones: 1915-1939

más de dos semanas antes de que Freud le admitiera en confianza a Rank


que su salud era dudosa. Ella defendió con celo el derecho del padre a des­
cansar y recuperarse, incluso aunque tuviera que sacrificarse pecuniaria­
mente. “No te dejes atormentar por los pacientes, —lo instó— y deja que
todas las millonadas sigan locas, no tienen ninguna otra cosa que ha­
cer.” *120 Desde 1915 en adelante, años antes de empezar el análisis, y con
la misma intensidad durante el mismo, registró para su padre expresivos
sueños acerca de desórdenes profundos. Su “vida nocturna”, como ella la
llamaba, era a menudo “incómoda”, e incluso con mayor frecuencia,
terrorífica. “Ahora casi siempre ocurre algo malo en mis sueños —le
escribió al padre en el verano de 1919— sobre matar, disparar o mo­
rir.” *122 Algo malo le había estado sucediendo en sus sueños durante años.
Reiteradamente soñó que perdía la vista, lo que la aterrorizaba. *123 Soñó
que tenía que defender una granja perteneciente a ella y a su padre, pero al
sacar el sable descubría que estaba roto y quedaba humillada ante el enemi­
go. *12* Soñó que la prometida del doctor Tausk había alquilado un aparta­
mento en Berggasse 20, frente a la casa de los Freud, para matar a su padre
con un disparo de pistola. *125 Todos estos sueños invitan a una interpreta­
ción que tenga en cuenta los apasionados sentimientos que en ella suscita­
ba el padre. Pero la declaración más transparente, casi un sueño infantil
por su carácter directo, se produjo en el verano de 1915. “Recientemente
soñé —informó Anna— que tú eras un rey y yo una princesa, que cierta
gente quería separamos por medio de intrigas políticas. No fue agradable,
muy agitado.” 18 *12«
A lo largo de los años, Freud obtuvo abundantes pruebas de que la
tierna e imperturbable vinculación de su hija con él bien podría afectar a la
capacidad de ella para encontrar un esposo adecuado. Antes de empezar a
analizarla, respondía a los informes oníricos de Anna como de pasada, casi
con ligereza. Pero le resultaba imposible pasar por alto el apego que sen­
tía por él. *127 En 1929, sin darle importancia, le habló a Eitingon del
“complejo paterno” *12« de su Anna. Sin embargo, aunque era un estudioso
consumado de la política familiar, no llegó a apreciar completamente cuál
era su aportación a la resistencia que sentía su hija para con el matrimo­
nio. Otros lo advirtieron con más claridad. En 1921, cuando los “discípu­
los” norteamericanos se preguntaron por qué Anna Freud, “una joven muy
atractiva, no se casaba, uno de tales analizandos, Abram Kardiner, sugirió
una respuesta que le parecía obvia. “Bien, miren al padre”, le dijo a sus
amigos. “Este es un ideal que muy pocos hombres pueden alcanzar y segu­

18 Ella reconocía totalmente la naturaleza infantil de sus sueños de esa épo­


ca. Tres días antes de enviar ese informe, había narrado un sueño que en gran
medida tenía que ver con el café y la crema batida. Observó que se trataba prácti­
camente de un “retorno” del sueño de las «fresas» que tuvo a los diecinueve meses
y que después leyó en La interpretación de los sueños. (Anna Freud a Freud, 3 de
agosto de 1915, ibíd.)
La muerte contra la vida [491]

ramente sería un revés para ella unirse a un hombre inferior.” *12» De haber
reconocido completamente el poder que tema sobre Anna, Freud habría
vacilado en psicoanalizarla.
Ese análisis fue sumamente irregular, y Freud, lo mismo que su hija,
tuvieron que saberlo por fuerza. Se prolongó durante mucho tiempo. Des­
pués de iniciarse en 1918, continuó durante más de tres años, y volvieron
a él en 1924, ampliándolo un año más. *130 Sin embargo, Freud nunca se
refería a ese análisis en público, y sólo raramente lo hizo en privado;
Anna Freud no fue menos discreta. Continuó proporcionándole al padre-
analista sus sueños y sus atormentadas fantasías, las historias que se con­
taba a sí misma. *131 Pero éste era un tema íntimo del que no hablaba con
casi nadie. En 1919, al cabo de un año de análisis, compartiendo una cura
de verano en Bavaria con una amiga, Margaretl, respondió a las confiden­
cias de esta última sobre sus tratamientos médicos, con una confidencia
propia. “Le dije —le informó Anna a su padre— que tú me estás analizan­
do.”*332 Naturalmente, Lou Andreas-Salomé conocía el secreto, lo mismo
que Max Eitingon, y más tarde, un puñado de personas más. Pero siguió
siendo una cuestión privada celosamente guardada.
No es de extrañar. Las enseñanzas freudianas sobre cómo el analista
debe manejar la transferencia del analizando y su propia contratransferen­
cia, son inequívocas. Su decisión de llevar a Anna al diván parece una cal­
culada transgresión a las reglas que había estipulado con tanta fuerza y pre­
cisión (para los otros). En 1920, al escribirle a Kata Levy después de
haber concluido su análisis con él, le expresó la satisfacción de poder diri­
girse a ella simple y cálidamente, “sin la rudeza didáctica del análisis, sin
tener que ocultar la cordial amistad que siento por usted”. *133 Y después de
que Joan Riviere empezara a analizarse, dos años más tarde, habiendo pre­
viamente realizado un análisis con Emest Jones, Freud interrumpió su
correspondencia con Jones, reprochándole severamente a este último su
conducta analítica para con la mujer. Ella se había enamorado del inglés, y
éste estropeó la relación transferencia!. “Me complace —escribió Freud—
que no haya tenido relaciones sexuales con ella, como sus sugerencias me
hicieron sospechar. Desde luego, fue un error hacerse amigo de ella antes
de que el análisis terminara.” *134
¿Qué decir, entonces, del error técnico que estaba cometiendo Freud en
ese período con su hijo menor? El propio Freud no pensaba ser un trans-
gresor: en los primeros años del psicoanálisis, las reglas que había pro­
puesto se aplicaban a veces y a menudo eran violadas; el ideal de la distan­
cia analítica era todavía fluido y embrionario. Jung, en su período
freudiano, intentó analizar a su esposa; Max Graf había analizado a su
hijo, el pequeño Hans, con Freud como supervisor en la sombra; Freud
había analizado a sus amigos Eitingon y Ferenczi, y Ferenczi, a su vez, a
su colega Ernest Jones. Más aun: a principios de 1920, años después de
que Freud, en sus artículos técnicos, describiera la actitud del analista con
[492] Revisiones: 1915-1939

respecto al paciente como afín a la fría conducta profesional del cirujano,


la pionera del análisis de niños, Melanie Klein, analizó a sus propios
hijos. Cuando el hijo mayor del psicoanalista italiano Edoardo Weiss, que
se preparaba para ingresar en la profesión del padre, le pidió que fuera su
analista, Weiss consultó con Freud. En su respuesta, Freud dijo que un
análisis de ese tipo era “una cuestión delicada”. Dependía por completo de
las dos personas involucradas y de su relación recíproca. Con una hija
menor podría ser más fácil; con un hijo, habría ciertos problemas. “Con
mi propia hija resultó bien.” *i»
Tal vez. Pero, como admitió el propio Freud, el análisis no fue fácil,
ni siquiera cuando volvieron a él en 1924. Había reducido a seis la canti­
dad de pacientes que atendía, pero —como lo escribió a Lou Andreas-
Salomé en mayo— emprendió “un séptimo análisis con sentimientos
especiales: el de mi Anna, que es lo bastante irrazonable como para afe­
rrarse a su anciano padre”. Fue completamente franco con su querida Lou.
“La niña me trae bastantes preocupaciones: cómo sobrellevará la vida en
soledad [después de la muerte de Freud] y cómo puedo sacar su libido del
lugar oculto en el que se ha escondido”. Admitía que “está extraordinaria­
mente dotada para la infelicidad y sin embargo es probable que no tenga
el suficiente talento como para que esa infelicidad la estimule a realizar
una producción de calidad”. Lo consolaba saber que mientras Lou viviera,
su hija Anna “no se quedará sola. ¡Pero ella es mucho más joven que
nosotros dos!” *136 Durante un tiempo, en el verano de 1924, pareció que
el análisis había sido interrumpido, pero continuó. “Lo que usted dice
sobre las probabilidades de Anna en la vida —le escribió Freud a Lou
Andreas-Salomé en agosto— es totalmente adecuado y confirma por com­
pleto mis temores.” Sabía que, después de todo, la ininterrumpida depen­
dencia de Anna con respecto a él constituía “una prolongación inadmisi­
ble de una situación que sólo debía ser una etapa preparatoria”. *137 Pero
que se prolongó. “El análisis de Anna continúa”, le informó Freud a su
“queridísima Lou” durante el mayo siguiente. “Ella no es una persona sin
complicaciones, y no encuentra fácilmente el modo de aplicar a sí misma
lo que ahora ve con mucha claridad en otros. Su transformación en una
analista experimentada, paciente y afable está progresando en términos
excelentes.”
Sin embargo, agregó, la tendencia general de su vida no le agradaba.
“Temo que su genitalidad suprimida pueda algún día jugarle una mala
pasada. No logro liberarla de mí, y nadie está ayudándome a ello.” *138 Un
tiempo antes había formulado su dilema del modo más pintoresco y enfá­
tico; le escribió a Lou Andreas-Salomé que si Anna se fuera de casa, él se
sentiría tan deprimido como si tuviera que dejar de fumar. *137 Sin duda,
Freud se sentía desvalidamente confuso —desgarrado, cansado de la vida—
en su relación con su hija favorita. Estaba preso de sus propias necesida­
des y no podía sustraerse a ellas. “Con todos estos conflictos insolubles
La muerte contra la VIDA [4-93]

—le había confesado a Lou Andreas-Salomé ya en 1922—, es algo bueno


que en algún momento la vida termine”. *140
Sin duda Freud tenía todas las razones para estar tan orgulloso de su
“Annerl” como encariñado con ella. Pero el precio emocional de la forma­
ción como psicoanalista de la joven no había sido calculado. Padre e hija,
durante el resto de la vida de él, siguieron siendo los más íntimos aliados,
prácticamene colegas en pie de igualdad. Cuando en Londres, a fines de la
década de 1920, fueron atacadas las concepciones de Anna Freud sobre el
análisis de niños, Freud defendió a su hija con ferocidad;’’ a su tumo, en
su clásica monografía sobre la psicología del yo y los mecanismos de
defensa, publicada a mediados de la década de 1930, Anna Freud se basó en
su propia experiencia clínica, pero apoyándose en los escritos de su padre
como fuente principal y autorizada de sus afirmaciones teóricas. Era pose­
siva con su padre, sensible a cualquier opinión que pudiera siquiera sugerir
una crítica a la obra de Freud, celosa de hermanos, pacientes o amigos,
que pudieran minar sus prerrogativas.20 A principios de la década de 1920
padre e hija habían llegado a ser intelectual y emocionalmente insepara­
bles, y en adelante nunca dejaron de serlo.

En una etapa posterior de su vida, a Freud le gustaba decir que Anna


era “su Antígona”. *141 No se preocupó por explicar la razones del apodo:
Freud era un europeo educado que les hablaba a otros europeos educados y
había acudido a Sófocles en busca de una comparación cariñosa. Pero los
significados de “Antígona” son demasiado ricos como para dejarlos com­
pletamente de lado. El nombre subraya la identificación de Freud con Edi-
po. Osado descubridor de los secretos de la humanidad, el héroe epónimo
del “complejo nuclear”, el asesino del padre y amante de la madre. Y hay
más. Es bien sabido que todos los hijos de Edipo estaban excepcionalmen­
te unidos a él; puesto que los había engendrado en su propia madre, eran al
mismo tiempo su progenie y sus hermanos. Pero entre ellos sobresalía
Antígona; era su compañera servicial y fiel, del mismo modo que Anna
llegó a ser durante años la camarada preferida del padre. En Edipo en
Colona, es Antígona la que lleva de la mano al padre ciego y, en 1923,

” Véanse las págs. 522-523.


20 Cuando Ernest Jones consultó a Anna, mientras escribía la biografía de
Freud, ella recordó sus celos sin ninguna reserva. “Me ha sorprendido un poco
que usted mencione a Mrs. Riviere”, analista y brillante traductora, entre “las
mujeres de su vida. Debió de desempeñar un cierto papel, puesto que recuerdo
haber estado celosa de ella (¡un signo seguro!)”. Asimismo, cuando Jones men­
cionó que Freud gozó de la ayuda de alguna “secretaria” en 1909, Anna se pregun­
tó quién podría haber sido. ¿Su hermana Mathilde? Probablemente no. “Realmen­
te no lo sé, y ello me pone celosa.” (Anna Freud a Jones, 14 de febrero y 24 de
abril de 1954, papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical
Society, Londres.)
[494] Revisiones: 1915-1939

fue Anna Freud quien se convirtió sin titubeos en secretaria, confidente,


representante, colega y enfermera de su padre herido. Se convirtió en lo
más precioso de la vida de él, su aliado contra la muerte.
El trabajo que Anna Freud realizaba para el padre no se limitaba a
pasar a máquina sus cartas cuando él se encontraba indispuesto, o a leer
sus textos en los congresos y ceremonias. Desde 1923 en adelante, cuidó
su cuerpo del modo más íntimo. Públicamente, Freud también mencionó
a otras personas que lo habían cuidado: “Mi esposa y Anna me atendieron
con ternura”, le escribió a Ferenczi después de su primera operación en la
primavera de 1923; *142 en diciembre, no mucho después de la segunda
serie de operaciones, le comentó Samuel Freud: “Sólo tengo que decir que,
sea cual fuere la fuerza del cuerpo que he salvado de este desastre, se la
debo a las tiernas atenciones de mi esposa y mis dos hijas”. *143 Pero
Anna fue la enfermera en jefe.21 Cuando le costaba ponerse la prótesis, le
pedía ayuda a ella, y por lo menos una vez Anna tuvo que luchar durante
media hora con el tosco dispositivo. *144 Lejos de inspirar en la joven
resentimiento o disgusto, esa intimidad física no hizo más que estrechar al
máximo los lazos entre padre e hija. El llegó a ser tan irreemplazable para
ella como ella para él.
Sin duda, la mayor parte de las seductoras maniobras de Freud tenían
un carácter inconsciente. A veces era franco hasta la ingenuidad acerca de
sus sentimientos ambivalentes sobre la vida que llevaba Anna con él.
“Por cierto, a Anna le va espléndidamente”, le escribió a su “querido Max”
Eitingon en abril de 1921. “Está animada, es trabajadora y vivaz. Me gus­
taría tanto conservarla en mi casa como saber que tiene una propia. ¡Si
para ella fuera lo mismo!” *145 Pero con mayor frecuencia seguía expresan­
do temores con relación a la soltería de Anna. “Anna tiene una salud
espléndida —le escribió a su sobrino en diciembre de 1921— y la felicidad
sería perfecta si no fuera porque cumplió sus 26 años (ayer) viviendo toda­
vía en casa.” *146 Como la Antígona de Sófocles, la Antígona de Freud no
se casó nunca. Pero, para Freud, ésta no era una conclusión predetermina­
da. Entre sus papeles se encontró un sobre, que probablemente data de
mediados de la década de 1920, que sin duda alguna contuvo un regalo en
metálico, seguramente con ocasión de un cumpleaños de Anna. En el fren­
te se lee: “Contribución para una dote o para la independencia”. *147

Es sintomático de la intimidad entre Anna y el padre el hecho de que


Freud la reclutara para sus experimentos telepáticos. Cuando le escribió a

21 En 1926, cuando pasó algunos meses en un sanatorio a causa de un pro­


blema cardíaco, contó con una “enfermera” en la habitación de al lado, que “en el
curso del día” podía ser su mujer o su hija, “pero que por la noche, sin ninguna
duda, era por lo general la última”. (Freud a Eitingon, 6 de marzo de 1926. Con
permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.)
La muerte contra la vida [495]

Abraham, en 1925, que ella poseía “sensibilidad telepática”, *148 sólo bro­
meaba a medias. Según Anna Freud le dijo a Emest Jones con propiedad,
“el tema tiene que haberlo fascinado y también repelido”. *149 Jones atesti­
gua que Freud disfrutaba contando historias de extrañas coincidencias y
voces misteriosas, y el pensamiento mágico lo atraía hasta cierto punto,
aunque nunca de manera firme. *150 Esa influencia del pensamiento mágico
se puso de manifiesto del modo más dramático en 1905, cuando, durante
una peligrosa enfermedad de su hija Mathilde, provocó a los dioses rom­
piendo “accidentalmente” una de sus preciadas antigüedades. *151 Pero lo
que más le intrigaba era la telepatía, por poco concluyentes que fueran las
pruebas.
En una carta de 1921, Freud declaró que él no se contaba “entre quienes
rechazan directamente el estudio de los denominados fenómenos psicológi­
cos ocultos por no ser científicos, por no valer la pena, o incluso por peli­
grosos”. En cambio, se describía como “un completo lego y un recién lle­
gado” en el campo, que por otra parte no podía “deshacerse de ciertos
prejuicios materialistas escépticos”. *152 El mismo año, redactó un memo­
rando, “Psicoanálisis y telepatía”, destinado a la discusión confidencial
entre los miembros del Comité (Abraham, Eitingon, Ferenczi, Jones,
Rank y Sachs); en ese artículo adoptó la misma postura. Un tanto malicio­
samente, adujo que el psicoanálisis no tema ninguna razón para compartir
la opinión establecida, que condenaba con desdén los hechos ocultos. “No
sería la primera vez que [el psicoanálisis] presta apoyo a las oscuras pero
indestructibles intuiciones de la gente común contra la arrogancia autosufi-
ciente de los cultos. “Pero Freud pronto advirtió que gran parte de la deno­
minada investigación de los fenómenos mentales oscuros no era en modo
alguno científica, mientras que los psicoanalistas, por otro lado, eran “fun­
damentalmente mecanicistas y materialistas incorregibles”. *153 Como cien­
tífico, Freud no estaba dispuesto a alentar la superstición y la irracionali­
dad; pero también como científico, aceptaba investigar fenómenos que
parecían misteriosos y desafiaban las soluciones mundanas. Casi todos
esos fenómenos —sostuvo— son susceptibles de explicaciones naturalis­
tas; las profecías sorprendentes, las coincidencias desconcertantes, normal­
mente resultan ser proyecciones de deseos poderosos. Sin embargo, algunas
experiencias ocultas, particularmente en el ámbito de la transmisión del
pensamiento, podrían ser auténticas. En 1921, Freud se manifestó dispues­
to a dejar la cuestión abierta, pero, al mismo tiempo, prefirió confinarla al
círculo más íntimo, por temor a que una discusión franca acerca de la tele­
patía distrajera la atención del psicoanálisis.
Sin embargo, al año siguiente, prescindiendo en parte de su prudencia
(pero no de toda), Freud publicó un artículo más bien experimental, desti­
nado a sus colegas de Viena, sobre los sueños y la telepatía. Del principio
al fin, se declaraba agnóstico. “Con esta conferencia —le previno a su
público— no aprenderán nada sobre el enigma de la telepatía, ni siquiera
[496] Revisiones: 1915-1939

sabrán si yo creo o no en su existencia.” *154 En su conclusión fue igual­


mente ambiguo: “¿Les he dado la impresión de que estoy secretamente dis­
puesto a aceptar la realidad de la telepatía en su sentido oculto? Lamento
mucho que sea tan difícil evitar una impresión de ese tipo. Pues en reali­
dad quiero ser completamente imparcial. Tengo todas las razones para ello,
pues no apoyo ninguna opinión, no sé nada sobre ello.” *155 Uno se pre­
gunta por qué Freud publicó el artículo; los sueños sobre los que habla no
demuestran la autenticidad de la comunicación telepática y, de hecho, dan
razones para una buena dosis de escepticismo. Después de todo, los sue­
ños proféticos o las comunicaciones mentales a distancia tal vez no fueran
otra cosa que actividad de lo inconsciente, afirmó. Parecía que simplemen­
te quería dejar la olla en el fuego. “El deseo de creer —según escribió con
propiedad Emest Jones— luchaba duramente con la consigna en favor del
descreimiento.” *156
Por cierto, en la década de 1920 Freud ya les advirtió a sus colegas
que no asumieran una postura demasiado positiva sobre la materia. En pri­
mer lugar, las pruebas no eran concluyentes. Por otro lado, resultaba peli­
groso que un psicoanalista aceptara abiertamente la telepatía como merece­
dora de una investigación seria. A principios de 1925, Ferenczi les
preguntó a sus colegas más próximos qué dirían si en el siguiente congre­
so internacional de psicoanalistas leía un trabajo sobre los experimentos
de transmisión del pensamiento que había estado realizando con Freud y
Anna. Freud se opuso categóricamente. “Le prevengo contra ello. No lo
haga.” *157
Pero todas esas prudentes precauciones (que Freud siempre acogió con
suspicacia, si es que llegó a acogerlas) lentamente fueron siendo abandona­
das. En 1926 le recordó a Emest Jones que desde mucho tiempo antes
había albergado “un prejuicio favorable a la telepatía” y que se había con­
tenido sólo para proteger al psicoanálisis de una excesiva proximidad con
el ocultismo. Pero recientemente “los experimentos que he emprendido
con Ferenczi y mi hija han adquirido tal poder persuasivo para mí, que las
consideraciones diplomáticas han de ocupar un lugar secundario”.22 La tele­
patía le parecía fascinante —agregó— porque le recordaba (en una escala
reducida) “el gran experimento de mi vida”, cuando tuvo que afrontar la
incomprensión pública como creador del psicoanálisis. También entonces
había tenido que descartar la opinión respetable reinante. Pero —tranquili­

22 Lamentablemente, Ferenczi no proporcionó ningún detalle sobre estos


experimentos. Tampoco lo hizo Anna Freud. Pero mucho más tarde ella informó a
Ernest Jones que habían “actuado” ciertas “supersticiones” mientras buscaban
setas junto con su padre, y que aquella “tontería” resultó divertida en aquella épo­
ca. Pero no hay ninguna duda de que esos experimentos tuvieron que ver con la
“transmisión del pensamiento”. (Anna Freud a Emest Jones, 24 de noviembre de
1955, papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Lon­
dres.)
La muerte contra la vida [497]

zó a Jones—, “si alguien le reprochara a usted mi Caída en el Pecado, tie­


ne entera libertad para contestarle que mi adhesión a la telepatía es un
asunto privado mío, lo mismo que mi judaismo, mi pasión por fumar y
otras cosas, y que el tema de la telepatía es insustancial para el psicoanáli­
sis”. *158 Anna Freud, que conocía mejor que nadie la mente de su padre,
minimizó más tarde su voluntad de creer. Con la telepatía —le dijo a
Jones—, «él estaba tratando de ser “justo”, es decir, de no tratarla como
otras personas habían tratado al psicoanálisis. Nunca vi que creyera en
algo más que en la posibilidad de que dos mentes inconscientes se comu­
nicaran entre sí sin la ayuda de un puente consciente». *1» Esto puede adu­
cirse en defensa de Freud, pero Anna lo estaba protegiendo, como durante
tanto tiempo había hecho, y como nunca dejó de hacerlo.

Mientras Freud encontraba en su hija una compañera que le brin­


daba apoyo, sin duda necesario, su estado mental, lógicamente, era presa
de la inquietud. Escribiéndole a Otto Rank en abril en 1924 se quejó con
algo de irritación de que Abraham no supiera nada de su estado: «El espera
que mi “indisposición” quede pronto superada», y simplemente “no creerá
que ahora mi programa vital y laboral es nuevo y reducido”. *160 Freud le
admitió a Jones en septiembre que estaba trabajando en algo, pero “de
orden secundario”: un esquema autobiográfico. “No hay en mí ningún nue­
vo interés científico, ahora lejano.” *161 Por cierto, en mayo de 1925 se
describió a sí mismo, escribiéndole a Lou Andreas-Salomé, como gradual­
mente hundido en la insensibilidad. Era propio de la naturaleza de las
cosas “empezar a convertirse en inorgánico”. El equilibrio entre las pul­
siones de vida y de muerte, con las cuales estaba entonces ocupado, se
inclinaba gradualmente hacia la muerte. *162 Acababa de “celebrar” su sexa­
gésimo noveno cumpleaños. Pero ocho años más tarde, a los setenta y
siete, todavía impresionó por su vitalidad a su paciente Hilda Doolittle.
“El profesor me dijo hace unos días —anotó H.D. en su diario— que, si
viviera otros cinco años, seguiría fascinado e intrigado por las extravagan­
cias y variaciones de la mente o el alma humanas.” *i® Sin duda, esa
curiosidad lo mantenía trabajando incluso después de sus operaciones: tra­
bajando, y por lo tanto vivo. No mucho después de esas operaciones, a
mediados de octubre de 1923, aún conservaba la esperanza de poder volver
a las sesiones con sus pacientes en noviembre, pero la intervención com­
plementaria realizada por Pichler determinó el carácter poco realista de esa
expectativa. No empezó a ver pacientes hasta el 2 de enero de 1924, y
entonces “sólo” seis por día. Pronto iba a añadir un séptimo paciente:
Anna.
[498] Revisiones: 1915-1939

El precio de la popularidad

A principios de 1925, al escribirle a Abraham, Anna


Freud relacionó la salud de su padre con la de su país
en una eficaz metáfora: “Pichler quiere, como él dice,
sanieren (sanear)” la prótesis definitivamente, “y mien­
tras tanto” su padre estaba “sufriendo con ella, como
Austria con su saneamiento”. *164 Se refería al reciente
Sanierung de la moneda austríaca, saneamiento que, aunque parecía un
paso racional y esencial para la recuperación económica, impuso al país
un alto índice de desempleo, en algunas regiones catastrófico.
La de 1920 fue una década tormentosa, tanto en Austria como en otras
partes, aunque no sin intervalos felices. Los países de la Europa Central
trabajaron para recomponer sus destrozadas economías, con éxito modesto
e intermitente. Se acostumbraron más o menos a vivir con sus territorios
fragmentados y con sus flamantes instituciones políticas, así como sus ex
enemigos, vacilando, a menudo mezquinamente, se acostumbraban a con­
vivir con ellos. La pequeña república austríaca fue admitida en la Liga de
las Naciones en 1920, seis años antes que Alemania. Ese fue un triunfo
diplomático para Austria, uno de los primeros de la potencia derrotada, y
uno de los últimos.
Durante esos años, los austríacos atravesaron un febril período de
experimentación social socavado por la tensión política: la confrontación
latente entre la “Viena Roja” y las provincias católicas, entre los partidos
Socialdemócrata y Socialcristiano, nunca quedó completamente resuelta.
Poderosos grupos políticos provocaban la agitación en el parlamento y en
las calles; el pangermánico Partido del Pueblo, por ejemplo, exteriorizaba
con gran virulencia verbal y fuerte carga emocional la reacción ante el
agravio de la separación de Austria y Alemania. Partidos fácilmente irrita­
bles —los monárquicos, los nacionalsocialistas, y otros— envenenaban la
atmósfera política con su retórica incendiaria, sus marchas provocadoras y
sus enfrentamientos sangrientos. Mientras el gobierno socialista de la ciu­
dad de Viena aplicaba un ambicioso programa de vivienda pública, regula­
ción de alquileres, construcción de escuelas y ayuda a los pobres, el Parti­
do Socialcristiano, que controlaba el resto del país, se distinguía menos
por un programa positivo que por sus odios. Pretendía expulsar a los
socialdemócratas del poder, por la fuerza si era necesario, y sus miembros
estaban saturados de un antisemitismo que se concentraba, principal aun­
que no exclusivamente, en los desventurados inmigrantes judíos fugitivos
de los pogroms polacos, rumanos y ucranianos.
Si bien retrospectivamente la República de Weimar, en esos años de
recuperación, llegó a adquirir un aura dorada de envidiable fertilidad cultu­
ral, los austríacos, por su parte, nunca pretendieron ni siquiera fabricarse
La muerte contra la vida [499]

un autorretrato tan resplandeciente. La leyenda a la que se aferraban se cen­


traba en la brillante cultura de los días de preguerra del Imperio Austro-
Húngaro. Austria realizó ciertas aportaciones a su época, pero principal­
mente a la barbarie moderna: una de sus ofrendas al mundo fue Adolf
Hitler, que nació en 1889 en la pequeña ciudad de Braunau am Inn, y se
educó en la grosera política practicada en Viena en los días del alcalde anti­
semita Karl Lueger: (para Hitler, “el más eficaz alcalde de todos los tiem­
pos”). Fue en Viena donde se empapó de su “filosofía” política, una mez­
cla maligna de antisemitismo racial, hábil populismo, darwinismo social
brutalizado y un vago anhelo de dominio “ario” sobre Europa. Austria, la
tierra tan celebrada por su vida musical, sus dulces jovencitas, la torta
Sacher y su mítico Danubio azul —que en realidad no era azul, sino color
barro— le proporcionó a Hitler las ideas y las orientaciones para la acción
política que más tarde desplegó ante el mundo desde la más alta plataforma
de Alemania.
En 1919, en Munich, licenciado del servicio como veterano incapaci­
tado para la acción hacia el final de la guerra, Hitler se unió a un oscuro
grupo de maniáticos nacionalistas imbuidos de ideas anticapitalistas; al
año siguiente, cuando el grupo se rebautizó Partido Nacional-Socialista
Alemán de los Trabajadores (los nazis, en forma abreviada), Hitler alcanzó
el liderazgo gracias a su presencia carismàtica. Era un político de una nue­
va raza, con un hambre insaciable de poder, que se oponía a los métodos
tradicionales, a la vez astuto y fanático. En 1922, Benito Mussolini, el
más rimbombante de los demagogos, impuso en Italia su dictadura perso­
nal, combinación escuálida de simulación y fuerza. Pero Mussolini, en
muchos aspectos modelo y maestro de los nazis, no podía competir con la
funesta aptitud de Hitler para oscilar entre la crueldad y el oportunismo,
con su talento para manipular por igual las reuniones de masas y a los
grandes empresarios. La historia demostró que el fascismo italiano (aun­
que altisonante, corrupto, histriónico y sanguinariamente cruel) fue mode­
rado si se lo compara con el Nuevo Orden Nazi que Hitler soñó desde sus
días más oscuros e ignorados.23

23 La Italia fascista fue una excepción en la ola de antisemitismo promovida


por los nuevos regímenes, hasta que a fines de la década de 1930, Mussolini,
siguiendo a Hitler, introdujo una legislación antisemita. Freud tuvo un contacto
sólo indirecto con Mussolini, según informó el psicoanalista italiano Edoardo
Weiss. «“Según mi costumbre”, en 1933 “llevé un paciente muy enfermo a ver a
Freud para realizar una consulta. El padre del paciente, que nos acompañaba, era
un amigo íntimo de Mussolini. Después de la consulta, el padre le pidió a Freud
un presente para Mussolini, con una dedicatoria del propio Freud. Yo me sentía
en una posición muy embarazosa, pues sabía que en esas circunstancias Freud no
podía negarse. La obra que eligió, tal vez con una intención definida, era “¿Por
qué la guerra?”», una breve edición de la correspondencia que había mantenido
con Einstein, en la que Freud declaraba sus sentimientos pacifistas. La dedicatoria
fue: “Con el saludo devoto de un hombre anciano, que reconoce al héroe cultural
[500] Revisiones: 1915-1939

Aunque siniestramente proclive a adaptar su retórica a su audiencia


circunstancial, Hitler nunca olvidaba a sus enemigos mortales: la cultura
liberal, los demócratas, los bolcheviques, y sobre todo los judíos. El
putsch que montó en noviembre de 1923 en una cervecería de Munich fra­
casó ignominiosamente, pero él sacó partido de aquella catástrofe: pasó
unos ocho meses confortables, confinado en una fortaleza, escribiendo
Mein Kampf, el libro que se convirtió en la biblia del movimiento nazi.
Sin embargo, cuando la República de Weimar logró controlar la inflación
en 1923, generar un grado inusitado de orden público y una renovada res­
petabilidad diplomática, durante algunos años Hitler se vio confinado al
papel de poco más que un orador menor y marginal, aunque se jactara de
contar con algunos simpatizantes de influencia y con una organización de
partidarios devotos.
De modo que los años pertenecientes a mediados de la década de 1920
estuvieron marcados en Alemania por Gustav Stresemann, el conciliador
ministro de relaciones exteriores, más que por Adolf Hitler, el visionario
fanático. Stresemann empezó a destacarse cuando Alemania volvió a unir­
se a la comunidad internacional e intentó salir del pantano de las reparacio­
nes de guerra. El nombre de Hitler no aparece en Ja correspondencia de
Freud de aquellos años; tenía muy poca importancia; Si bien se producían
todavía tumultos intermitentes en las calles de Alemania, y mientras los
aliados seguían exigiendo el pago de reparaciones que el país casi no podía
permitirse, la novela, el cine, el teatro, la ópera y la opereta, la danza, la
pintura, la arquitectura y la escultura florecieron profusamente. Lo mismo
que el psicoanálisis. Pero a Freud la República de Weimar no le impresio­
naba más que la Austria de posguerra. En 1926 le dijo a un entrevistador,
George Sylvester Viereck: “Mi idioma es el alemán. Mi cultura, mis
logros son germanos. Me consideré intelectualmente germano hasta adver­
tir el crecimiento del prejuicio antisemita en Alemania y en la Austria
germana. Desde ese momento, prefiero considerarme judío”. *165

Freud podría haber hallado alguna alegría en dar la espalda al ancho


mundo para contemplar la fortuna del psicoanálisis después de la gran gue­
rra. No obstante, seguía amargado y descontento. En una carta a Pfister
del día de Navidad de 1920, le comentó que había recibido algunas obras
respetables de divulgación psicoanalítica procedentes de varios países, y se
sentía obligado a admitir que “la causa progresa en todas partes”. Pero de
inmediato canceló su concesión al optimismo: “Usted parece sobrestimar

en el gobernante”; según observa Weiss, se trataba de una alusión a "las excava­


ciones arqueológicas a gran escala" emprendidas por Mussolini, en las que
"Freud estaba muy interesado". (Edoardo Weiss, “Meine Erinnerungen an Sigmund
Freud”, en Freud-Weiss Briefe, 34-35.)
La muerte contra la vida [501]

el placer que hallo en ello. Toda la satisfacción personal que se puede


extraer del análisis ya la disfruté cuando estaba solo, y desde que cuento
con la adhesión de otros me siento más fastidiado que contento”. La cre­
ciente aceptación del psicoanálisis —agregó— no lo llevaba a modificar la
pobre opinión que tenía de la gente, opinión que procedía de los días en
que sus ideas habían sido llana y obtusamente rechazadas. Se preguntaba
si tal vez su actitud no formaba parte de su propia historia psicológica,
una consecuencia de su primitivo aislamiento: “Seguramente, en esa épo­
ca debió de haberse desarrollado entre el resto de la gente y yo una brecha
insalvable.” *16« Un año antes ya le había dicho a Eitingon que desde el
principio mismo de su trabajo, cuando estaba totalmente solo, su “preocu­
pación obsesiva en lo que se refería al futuro” había sido en qué converti­
ría el psicoanálisis “la canalla humana” cuando “yo ya no esté vivo”. *167
Esto parece un tanto deprimente y sin duda grosero. Después de todo,
estaba difundiendo un conjunto de ideas sumamente técnico, ideas, por
otra parte, muy desagradables y escandalosas. El psicoanálisis apuntaba
nada menos que a destronar las escuelas reinantes de psicología y psiquia­
tría y, por supuesto, la injustificada autoestima de los hombres y mujeres
corrientes. En sus Conferencias de introducción, Freud señaló, un tanto
melodramáticamente, que el psicoanálisis le había infligido a la megalo­
manía de la humanidad la última de las tres heridas históricas. Copémico
estableció que la Tierra no es el centro del universo; Darwin incluyó a la
humanidad en el reino animal, y él, Freud, estaba enseñándole al mundo
que el yo es en gran medida siervo de fuerzas inconscientes e incontrola­
bles de la mente. *1« ¿Era de esperar que el mundo entendiera fácilmente
ese mensaje (y que además le diera la bienvenida)?
A la luz del día, la proposiciones del psicoanálisis parecían improba­
bles, incluso absurdas, y las pruebas que pudieran acudir en su apoyo eran
remotas y de difícil acceso; había que dar un salto a la fe, y muchos no
estaban dispuestos a hacerlo. En 1919, cuando en la hambrienta Viena de
la posguerra pululaban extrañas ideas radicales, el psicoanálisis se discutía
calurosamente en los cafés. El filósofo sir Karl Popper recordó que “El
aire estaba lleno de slogans e ideas revolucionarias, y de teorías nuevas y a
menudo agrestes”. *169 El picaresco y muy citado aforismo de Karl Kraus,
según el cual el psicoanálisis es la enfermedad de la que pretende ser la
cura, ya tema en aquel entonces algunos años, pero resumía una reacción
siempre en la brecha y duradera. Popper, por ejemplo, que tenía diecisiete
años, pensaba que había refutado decisivamente la doctrina de Freud, junto
con la psicología adleriana y el marxismo: todos esos sistemas explicaban
demasiado. Sus formulaciones eran tan imprecisas que cualquier hecho,
cualquier acontecimiento, cualquier conducta, no podían más que confir­
marlas. Al encontrar las razones de todo, no encontraban las razones de
nada. Y Popper era sólo el más refinado de entre los muchos “expertos al
instante”. En ese clima de opinión, en el que había tanto en juego, el
[502] Revisiones: 1915-1939

hecho de que el progreso del psicoanálisis fuera sinuoso no tendría que


haber sorprendido a Freud.

La recepción que se le brindaba a las teorías de Freud en los cafés, en


las reuniones sociales, en el teatro, no facilitaba la sobria comprensión de
ese pensamiento. Los términos técnicos y las ideas fundamentales eran
mal interpretados, por lo general adulterados, con el fin de que sirvieran
como una moneda común. Un comentador, Thomas L. Masson, en una
típica reseña de cuatro libros sobre el tema, afirmó en 1923 que “no sólo
invade nuestra literatura, sino que, como resultado lógico, se desliza e
influye en nuestra vida en muchas otras direcciones”. Masson citaba como
ejemplo de esa influencia el creciente empleo del psicoanálisis en las prác­
ticas para controlar personal en las empresas, y expresaba la esperanza de
que finalmente resolvería “los problemas que plantea el Ku Klux Klan”.
Pero enseguida invertía esta esperanza, aunque con algunos matices, al
concluir que “somos francamente escépticos con respecto a este valor
final”. *i70 La mayoría de quienes se sentían movidos a expresar una opi­
nión acerca del tema durante la década de 1920 solían ser no menos francos
en su escepticismo.
La prensa popular, los diarios y revistas por igual también contri­
buían a aumentar la confusión y difundir juicios fáciles, al reducir a Freud
a una caricatura, cómica y a menudo un tanto amenazante, del personaje
real. Al público más amplio, en esos inquietos años de la posguerra, tal
caricatura le resultaba irresistible. Freud era el serio y barbado Herr Pro-
fessor de cómico y fuerte acento centroeuropeo que había incorporado el
sexo a la vida cotidiana. Se decía que sus enseñanzas dejaban lugar a la
más desinhibida autoexpresión erótica. Incluso los pocos reseñadores res­
petuosos, que se enfrentaban a sus escritos en los suplementos dominica­
les, se declaraban más desconcertados que satisfechos por su obra. Una de
ellos, Mary Keyt Isham, tratando de encontrar el sentido de Más allá del
principio de placer y Psicología de las masas, confesó en la sección
bibliográfica del New York Times que “la reseñadora tiene muchas dificul­
tades con las obras de Freud, y en estos dos volúmenes recientes, más que
nunca”, en especial porque intentaban —a juicio de Isham— «presentar
los resultados de sus anteriores investigaciones en una forma “metapsico-
lógica”», mal descrita por ella como “una disciplina recién inventada”. *171
Fueron pocas las personas ilustradas que hicieron algo por corregir las
calumnias acerca de Freud o las interpretaciones erróneas del psicoanálisis.
Predicadores, periodistas y pedagogos denunciaban sus nociones obscenas
y deploraban su funesta influencia. En mayo de 1924, el doctor Brian
Brown, autor de Power of the Inner Mind, hablando en un simposio que
tuvo lugar en Nueva York, en la iglesia de St. Mark’s-in-the-Bowery,
caracterizó las interpretaciones freudianas del inconsciente como “corrup­
tas”. En el mismo simposio, el doctor Richard Borden, director del Club
La muerte contra la vida [503]

de Oratoria de la Universidad de Nueva York, intentó valientemente expli­


car ideas freudianas fundamentales como «Enfermedad del alma, libido,
complejos y el “Viejo Adán’’», pero el doctor Brown le respondió advir­
tiendo que “Freud no enseña psicología”. En realidad, la idea de Freud era
que “había un compartimiento exterior donde se acumulan ideas dañinas,
listas para irrumpir en nuestra conciencia. Además, todo lo resolvía con el
sexo.” *172 La antigua acusación de que Freud estaba obsesionado por el
sexo parecía imposible de erradicar.
Un año después de que el doctor Brown considerara corruptas las ideas
de Freud, Stephen S. Wise, eminente rabino reformista y sionista de Nue­
va York, le hizo la misma acusación con un lenguaje más refinado. En
una charla para estudiantes en la Casa Internacional, los instó a apartarse
de H.L. Mencken y a redescubrir la dulzura y la luminosidad de Matthew
Arnold. Pero —continuaba—, “una sustitución de los viejos dioses por
otros nuevos mucho más grave” que el cinismo de Mencken era “la boga
del freudismo”. Para Wise, lo mismo que para muchos otros observadores
ansiosos, Freud era el profeta seductor de la liberación del instinto. “Me
gustaría yuxtaponer a Freud y Kant”, decía «A la enseñanza de Kant de
“Debes, tienes que, no puedes”», Freud «opone el “Podrías”». Wise con­
cluía pomposamente que el freudismo excava en el lodazal “de nuestros
estados de ánimo y apetitos, nuestros sueños y pasiones”. *03 a otros los
tentaba la frivolidad. En el verano de 1926, también un ingenio teológico,
el reverendo John MacNeill, de la Décima Iglesia Presbiteriana de Filadel­
fia, pronunció una conferencia en Stony Brook. “Una de cada tres personas
—dijo— está hoy en día enloquecida con el tema del psicoanálisis. Si
quieren sacársela de encima rápidamente, pídanle que deletree la pala­
bra.” *174
Esa clase de denuncia era típica de la época, y no sólo en los Estados
Unidos. En noviembre de 1922, Eitingon le escribió a Freud desde su
amado París que el psicoanálisis debía enfrentarse allí a una oposición rui­
dosa: “Probablemente no sea una coincidencia que el mismo día” del lan­
zamiento de la versión francesa de la Psicopatología de la vida cotidiana,
apareciera «un artículo incendiario titulado “Freud et l’éducation”, en el
cual el profesor Amar le pide al gobierno que proteja a los niños del psi­
coanálisis. Está muy enfadado, este Herr Amar». *1« También la cólera era
una defensa contra el mensaje de Freud.
La discusión que rodeaba las ideas de Freud, ya fuera con simpatía o
antagonismo, se desarrollaba a menudo, como decimos, en un nivel terri­
blemente bajo. En 1922, un articulista del Times de Londres, reseñando
las Conferencias de introducción, afirmó que el psicoanálisis estaba
«pasando un mal momento como resultado del excesivo celo de sus após­
toles». Después de empezar como “una contribución a la ciencia psíqui­
ca”, desafortunadamente pasó a ser “una moda, es decir, algo febrilmente
discutido por personas que sólo tenían un leve conocimiento de su signifi­
[504] Revisiones: 1915-1939

cado.” *176 De tal manera, un tanto tendenciosamente, se culpaba sólo a


los seguidores de Freud. Pero la observación de que el psicoanálisis había
“hecho furor”, convirtiéndose en una especie de moda entre quienes no lo
conocían, estaba bastante justificada. El médico sueco Poul Bjerre, que
Freud consideraba partidario suyo, afirmó en 1925 que el freudismo había
“agitado los sentimientos” como si se tratara de «una nueva religión y no
de una nueva área de investigación. Especialmente en los Estados Unidos,
la literatura psicoanalítica ha adquirido dimensiones de avalancha. “Anali­
zarse” está de moda». *177 Un año más tarde, el eminente y prolífico psicó­
logo norteamericano William McDougall reafirmó la evaluación de Bjerre:
“Además de los seguidores profesionales, todo un ejército de legos, educa­
dores, artistas, y dilettanti han quedado fascinados por las especulaciones
freudianas y las han convertido en una desorbitada moda popular, de modo
que algunos de los términos técnicos empleados por Freud se han incorpo­
rado al idioma popular, tanto en los Estados Unidos como en Inglate­
rra”. *178
El continente europeo se mostraba sólo un poco menos sensible a la
seducción del vocabulario freudiano, e igualmente ambivalente en sus res­
puestas. “En la prensa diaria —observaron Abraham, Eitingon y Sachs en
una circular remitida desde Berlín en mayo de 1925— hay mucho que leer
sobre el Psa., principalmente en una dirección negativa, pero no siempre.”
También había algunas buenas noticias: los cursos que ofrecía el Instituto
Psicoanalítico de Berlín, fundado en 1920, estaban atrayendo a grandes
audiencias y a un alentador número de candidatos. Y es más, Abraham y
sus colegas vieron una respuesta a “la frecuentemente hostil respuesta de
la prensa” en el hecho de que Stefan Zweig acabara de dedicarle a Freud un
nuevo libro de ensayos biográficos. Y (para no olvidar un elemento diver­
tido) un tal Friedrich Sommer había publicado recientemente un folleto,
“La medición de la energía espiritual”, en el que declaraba: “Un día conocí
el Psa, y esto me acercó más a la religión cristiana”. *i7’ En octubre,
Abraham envió otro boletín: “Se puede informar desde Alemania que la
discusión del Psa. en los diarios y periódicos es incesante. Se lo menciona
en todas partes”. Era natural que no faltaran “ataques. Pero —agregó tran-
quilizadoramente—, sin duda el interés nunca ha sido tan intenso como
ahora”. *’80 Sin embargo, gran parte de ese interés no estaba mejor infor­
mado que Friedrich Sommer cuando su conocimiento de las ideas de Freud
lo acercó a Dios.
La mezcla de ciertos síntomas, principalmente negativos, caracterizaba
también el clima de la opinión en Viena. Elias Canetti, a quien no podría
considerarse un estudioso apasionado del psicoanálisis, recuerda que cuan­
do vivió en la ciudad, a mediados de la década de 1920, “era difícil que se
mantuviera una conversación sin que apareciera el nombre de Freud”. Las
“principales figuras de la Universidad todavía lo rechazaban con arrogan­
cia”, pero la interpretación de “los lapsus se había convertido en una espe­
La muerte contra la vida [505]

cié de juego social”. El complejo de Edipo no le iba a la zaga: todo el


mundo quería tener el suyo, incluso las personas más altivas y desdeño­
sas. Sin duda, para muchos austríacos las teorías freudianas de la agresión
poseían una pertinencia apremiante. “Toda la crueldad asesina que se había
podido contemplar no estaba olvidada. Habían vuelto muchos de los que
participaron activamente. Sabían bien de lo que —siguiendo órdenes—
habían sido capaces, y con vehemencia se aferraban a todas las explicacio­
nes de la tendencia al asesinato que el psicoanálisis les ofrecía.” *181

Lo mismo que la mayoría de los detractores de Freud, muchos de quie­


nes lo admiraban sólo tenían unas débiles nociones acerca de su particula­
rísimo mensaje. La vaguedad los invadía a todos, y no sólo a los menos
cultos: así, un psicólogo tan eminente como Poul Bjerre empleaba el tér­
mino “subconsciente” (Unterbewusstsein) en lugar de “inconsciente”, en
su exposición popular del psicoanálisis. 24 *182 En un folleto que el editor
norteamericano B.W. Huebsch lanzó en 1920 para promocionar el “estudio
psicoanalítico de Woodrow Wilson” realizado por William Bayard Hale, se
podía leer: “Tal vez sorprende a quienes no han seguido el desarrollo de la
literatura psicoanalítica el ingenio con el que los partidarios de Freud y
Jung descubren el funcionamiento de la mente y el alma humanas”. *183
Esta clase de imprecisión le resultaba a Freud infinitamente irritante, y en
algunas oportunidades se refugiaba en el antiguo dicho de que podía cuidar­
se de sus enemigos, pero necesitaba que lo protegieran de sus amigos.
No era totalmente justo. Las mayores amenazas para la difusión del
psicoanálisis propiamente dicho eran los caprichosos y los aprovechados.
Algunos de los que explotaban el psicoanálisis eran simples y puros char­
latanes. Según observó apropiadamente el New York Times en mayo de
1926, “Del modo más desafortunado para la reputación de Freud, sus teo­
rías se prestan con terrible facilidad a los manejos de la ignorancia y la
charlatanería”. Si bien el propio Freud había “denunciado estos caprichos”,
sus protestas habían tenido “pocos efectos en lo que concierne al público
general”. *>84 No cabía esperar otra cosa; la gran laguna llena de barro de la
curación psicológica invitaba a quienes se llamaban a sí mismos terapeu­
tas a pescar sin licencia. Como ejemplo, Emest Jones cita el anuncio de
una “Compañía Editora Psicoanalítica Inglesa”, que decía: “¿Le gustaría

24 Este era, y sigue siendo, un error común y muy notable. Véase, por ejem­
plo, el libro de un médico contemporáneo de Bjerre, W. Schmidt-Mödling, Der
Ödipus-Komplex der Freudschen Psychoanalyse und die Ehegestaltung des Bols-
chevismus (s.f. [1928?]), 1; infra, en el mismo libro, utiliza “inconsciente”
como sinónimo de “subconsciente”. Con ocasión del septuagésimo cumpleaños
de Freud, dos días antes, el New York Times, bajo un titular que decía “La psico­
logía sabe que él ha vivido”, comentaba que “las teorías [freudianas] del subs-
consciente” seguían siendo muy discutibles. (“Topics of the Times”, New York
Times, 8 de mayo de 1926, 16.)
[506] Revisiones: 1915-1939

ganar £ 1000 al año como psicoanalista? Nosotros podemos enseñarle a


hacerlo. ¡Tome ocho lecciones por correspondencia; el curso cuesta cuatro
guineas!”*185
Gran parte de la excitación que suscitaba Freud era en mayor medida
una tontería inocua, que provocaba menos indignación que diversión,
como un elemento más de la comedia humana de un mundo democrático.
En el verano de 1924, el sensacional juicio por asesinato de Nathan Leo-
pold y Richard Loeb, con el formidable abogado Clarence Darrow a cargo
de la defensa, provocó infinitos titulares periodísticos en todos los Estados
Unidos. El coronel Robert McCormick, imperioso editor del Chicago
Tribuno, le envió a Freud un telegrama ofreciéndole la impresionante
suma de 25.000 dólares “o lo que diga venir Chicago psicoanalizar” a los
dos jóvenes asesinos. *18« Procedentes de familias ricas y acomodadas, en
apariencia sólo motivados por la oscura necesidad de cometer un crimen
perfecto en la persona de un amigo, Leopold y Loeb fascinaron a un
público desconcertado ante ese acto gratuito y, en parte inconscientemen­
te, atraído por los indicios de emociones homoeróticas que aparecían en el
asunto. McCormick tuvo en cuenta que Freud era anciano y enfermizo,
incluso le ofreció recogerlo en un barco. Freud declinó el ofrecimiento.
*187 Más tarde, ese mismo año, Samuel Goldwyn, ya uno de los más
poderosos productores de Hollywood, en un viaje a Europa, le dijo a un
periodista del New York Times que visitaría a Freud, “el especialista en el
amor más grande del mundo”. Su propósito era ofrecerle honorarios
mucho más generosos que los del coronel McCormick: la magnífica suma
de 100.000 dólares. “El amor y la risa son las dos ideas supremas en la
mente de Samuel Goldwyn al producir películas”, observó el periodista,
agregando que Goldwyn intentaría convencer al “experto en psicoanálisis
de que comercialice sus estudios y escriba una historia para la pantalla, o
viaje a América y ayude” a conmover “los corazones de este país”. Des­
pués de todo, como decía Goldwyn, “nada entretiene tanto como una his­
toria de amor realmente hermosa”, y; ¿quién podría estar mejor dotado para
escribirla, o asesorar sobre ella, que Sigmund Freud? “Los guionistas, los
directores y los actores —pensaba Goldwyn— pueden aprender mucho
mediante el estudio verdaderamente profundo de la vida cotidiana. ¿Cuánto
más genuinas serán sus creaciones si saben expresar la auténtica motiva­
ción emocional y los deseos reprimidos?” *188 A Freud le estaba yendo lo
suficientemente bien ganando veinte y más tarde veinticinco dólares por
hora; pero envejecía, y no cejaba su avidez de dinero. De modo que, como
suele decirse, éste era un ofrecimiento que no podía rechazar. Pero un titu­
lar del New York Times del 24 de enero de 1925 informó concisamente
sobre un desenlace distinto: “Freud ignora a Goldwyn / El psicoanalista
vienés no está interesado en la oferta cinematográfica”. En realidad, según
una publicación vienesa, Die Stunde, que afirmaba basar su relato en una
entrevista con el propio Freud, éste respondió a la solicitud de entrevista
La muerte contra la vida [507]

de Goldwyn con una carta de una sola oración: “No tengo intenciones de
ver a Mr. Goldwyn”.

Estos episodios documentan profusamente que a mediados de la


década de 1920 Freud se había convertido en un nombre familiar. La canti­
dad de personas que leyeron (no digamos ya que comprendieron por com­
pleto) y textos esotéricos como Más allá del principio de placer o El yo y
el ello no podía ser grande. Sólo cabía esperar que una minoría selecta
hiciera justicia a las enseñanzas freudianas; lamentablemente, la mayoría
de los que en esos años se pronunciaban sobre el psicoanálisis no pertene­
cían a esa minoría. Pero eran millones los que conocían el nombre de
Freud y su fotografía, en la que se veía a un caballero anciano, serio y cui­
dadosamente vestido, de mirada penetrante y con el inevitable cigarro.
Ahora bien, de los episodios de McCormick y Goldwyn también se puede
deducir por qué esto lo irritaba en lugar de alegrarlo. “La popularidad en sí
me es totalmente indiferente —afirmó en una carta a Samuel Freud a fines
de 1920— en el mejor de los casos, y hay que considerarla un peligro para
logros más serios.” *I5° Su “popularidad actual”, reiteró un año más tarde,
representaba una “carga” para él. Este llegó a ser un estribillo caracte­
rístico de sus cartas; a principios de 1922, lo repitió escribiéndole a Eitin-
gon; su popularidad le parecía “repulsiva”. Lo más que merecía era una
sonrisa burlona. “En Inglaterra y en los Estados Unidos —le había dicho a
Eitingon un año antes— hay ahora un gran alboroto de Psa que, sin embar­
go, no me gusta y que no me aporta más que recortes periodísticos y visi­
tas de entevistadores. Pero pienso que es divertido.” *193 Se trataba de la
fama, pero no de la fama que él quería.
Sabemos que Freud no era indiferente a la aprobación pública; después
de todo, insistía en la originalidad de sus contribuciones a la ciencia de la
mente, por las cuales esperaba reconocimiento. Pero los periodistas ino­
portunos y los artículos ignorantes, los rumores que se publicaban sobre
su salud, los resúmenes de sus ideas fundados en enores, y la avalancha de
cartas que lo abrumaba (y que en su mayoría se sentía obligado a respon­
der) le robaban atención y tiempo para el trabajo científico, y lo exponían,
a él y a su causa, a una vulgarización que temía y detestaba. Sin embargo,
en ocasiones tenía que admitir que esa nueva situación tenía sus compen­
saciones. “Se me considera una celebridad —le escribió a su sobrino
inglés a fines de 1925—. Los judíos de todo el mundo alardean de mi
nombre, equiparándome con Einstein.” Ese alarde no era invención
suya, ni la equiparación provenía solamente de los judíos. En las ceremo­
nias de inauguración de la Universidad Hebrea de Jerusalén en 1925, el
anciano político inglés Lord Balfour relacionó a Freud con Bergson y
Einstein como uno de los tres hombres, todos ellos judíos, que habían
ejercido una gran influencia benéfica sobre el pensamiento moderno. *”5
Ese elogio surgía de una fuente que Freud admiraba mucho; a fines de
[508] Revisiones: 1915-1939

1917, como ministro de relaciones exteriores británico, Balfour había


comprometido el apoyo de su país para la constitución de un hogar nacio­
nal judío en Palestina, y Freud había saludado con alborozo “el experi­
mento de los ingleses con el pueblo elegido”. *w« Su placer no se desvane­
ció con los años. Al acusar recibo de las noticias sobre el discurso de
Balfour, le pidió a Emest Jones que le hiciera llegar un ejemplar de su
Presentación autobiográfica, en agradecimiento por la “honrosa referen­
cia”. *1”
En tal estado de ánimo, podía adoptar una posición filosófica con res­
pecto a su protagonismo. “Después de todo — le escribió a Samuel
Freud— no tengo razones para quejarme ni para pensar con temor en el
cercano fin de mi vida. Después de un prolongado período de pobreza,
estoy ganando dinero sin fatigas y me atrevo a decir que he previsto lo
preciso para mi esposa.” *198 En una o dos oportunidades, se le confirieron
honores que él respetaba: en noviembre de 1921, la Sociedad Holandesa de
Psiquiatras y Neurólogos lo designó miembro honorario, distinción que le
complació. *i» Y con razón; ése era el primer reconocimiento formal que
recibía desde 1909, cuando la Clark University le otorgó un doctorado
honorario en leyes. Siguieron oyéndose voces que calificaban a Freud de
charlatán, pero su reputación se había difundido desbordando el círculo
vicioso de los analistas freudianos más reconocidos. Estaba empezando a
mantener correspondencia con grandes intelectuales, principalmente con
escritores famosos: Romain Rolland, Stefan Zweig, Thomas Mann, Sin­
clair Lewis y desde 1929 en adelante con Amold Zweig, quien se había
hecho un nombre con una novela antibélica, La disputa acerca del sargento
Grischa, dos años antes. “Los escritores y filósofos que pasan por Viena
—le informó Freud a su sobrino de Manchester— me visitan para conver­
sar.” *200 Los días de aislamiento de Freud eran sólo un oscuro recuerdo.

Había una satisfacción que se le continuaba negando: el Premio


Nobel. Cuando, a principios de la década de 1920, Georg Groddeck propu­
so a Freud, como otros habían propuesto antes al propio Groddeck, Freud
le escribió a la esposa de este último, resignadamente, que su nombre
había estado flotando en el ambiente durante años, siempre en vano.
Algunos años más tarde, en 1928, y de nuevo en 1930, el doctor Heinrich
Meng, un joven psicoanalista alemán que se analizó con Paul Federn,
montó una bien orquestada campaña en favor de la concesión del premio a
Freud. Recogió una cantidad impresionante de firmas prestigiosas, que
incluían las de admiradores alemanes, tan prominentes como los novelis­
tas Alfred Dóblin y Jakob Wassermann, y también eminentes pensadores
de lengua no alemana, filosófos como Bertrand Russell, educadores como
A. S. Neill, biógrafos como Lytton Strachey, científicos como Julián
Huxley, y muchos otros muy poco menos conocidos por el público culto.
También Eugen Bleuler, aunque después de algunos años de coqueteo
La muerte contra la vida [509]

había eludido las galanterías de Freud, se unió a los firmantes. Incluso


admiradores tan improbables como el novelista noruego laureado con el
Premio Nobel, Knut Hamsun, y el compositor nacionalista alemán Hans
Pfitzner, que más tarde se convirtieron en simpatizantes del nazismo, con­
sideraron posible suscribir la petición de Meng. Evidentemente pensando
en sí mismo, Thomas Mann se manifestó dispuesto a sumar su firma,
siempre que se tratara del premio de medicina.23 Pero esto, como sabía
Meng, era precisamente lo imposible: el psiquiatra que asesoraba a Ja Aca­
demia Sueca había descartado a Freud como un fraude y una amenaza. Por
lo tanto, la única categoría abierta a su participación era la de literatura.
Pero la evasiva maniobra de Meng en esa dirección también fracasó, de
modo que el nombre de Freud forma parte de la larga lista de estilistas
—de Proust a Joyce, de Franz Kafka a Virginia Woolf— que nunca fueron
a Estocolmo.
Freud debió de acoger con gusto (aunque trató de desanimarlos) todos
estos bienintencionados esfuerzos. Manifestando no conocer las activida­
des de Meng, le preguntó a Emest Jones, retóricamente: “¿Quién es lo
bastante tonto como para meterse en este asunto?” *203 La vehemencia
misma de este interrogante sugiere que, de habérsele ofrecido el premio, lo
hubiera agarrado con las dos manos. En 1932 le dijo a Eitingon que man­
tenía correspondencia con Einstein, con destino a su publicación, sobre la
naturaleza de la guerra y la posibilidad de prevenirla. Pero, agregó, no
esperaba que lo recompensaran por ella con el Premio Nobel. *2M Hay en
esa observación algo de ansiedad, incluso de patetismo. De todos modos
no podía negar que estaba dejando una profunda impronta en la cultura
occidental. Y no sólo en la occidental: en la década de 1920, empezó a car­
tearse con el médico indio Girindrasehkhar Bose. *205 “Creo”, escribió Ste-
fan Zweig en 1929, tratando de resumir la influencia de Freud, «que la
revolución que usted ha provocado en la estructura psicológica, filosófica,
y en toda la estructura moral de nuestro mundo, excede en mucho la parte
meramente terapéutica de sus descubrimientos. Pues hoy en día todas las
personas que no saben nada sobre usted, todo ser humano de 1930, incluso
quien nunca ha oído la palabra “psicoanalista”, ya está indirectamente
influido por su transformación de las almas» *206 A menudo Zweig se deja­
ba llevar por su entusiasmo, pero esa valoración no está lejos de la pura
verdad.

25 Uno de los galardonados con un Premio Nobel que se negó a brindar apo­
yo a la candidatura de Freud fue Albert Einstein, quien el 15 de febrero de 1928 le
escribió a Meng que él no podía ofrecer ninguna opinión fiable sobre la verdad
de las enseñanzas de Freud, y “mucho menos dar un veredicto al que otros atribui­
rían autoridad”. Además, advertía Einstein, le parecía dudoso que un psicólogo
como Freud pudiera obtener el Premio Nobel de medicina, que, “supongo, es el
único que se puede considerar [como posible]”. (Debo esta referencia al profesor
doctor Helmut Lück y la profesora Hannah S. Decker.)
[510] Revisiones: 1915-1939

Afortunadamente, por lo menos parte de la atención de la que


Freud era objeto no eran tan altisonante, sino incluso divertida. El drama­
turgo húngaro Ferenc Molnar, el más ingenioso de los cosmopolitas, iro­
nizó sobre las populares caricaturas de las ideas de Freud con la trama
resumida de una pieza que supuestamente proyectaba escribir, y para la
cual afirmaba tener muy buen material. “Cómo va a desarrollarse, no lo sé
todavía, pero la idea fundamental es muy simple, lo mismo que en todas
las grandes tragedias: un joven, felizmente casado con su madre, descubre
que ella no es en realidad su madre, y se suicida”. *207 A fines de la década
de 1920, en Inglaterra, Ronald Knox, sacerdote, traductor de la Biblia y
cultivado escritor satírico, bromeaba con pseudodiagnósticos psicoanalíti-
cos; por ejemplo, reescribió el Struwwelpeter, ese clásico de la literatura
infantil alemana, en la jerga freudiana. *2«* Aproximadamente al mismo
tiempo, en los Estados Unidos, James Thurber y E.B. White satirizaban
la catarata de volúmenes sobre sexo que inundaban las librerías con Is sex
necessary? or, Why you feel the way you do. Entre los capítulos solemne­
mente burlescos de este pequeño libro se contaban: “La naturaleza del
macho norteamericano: un estudio del pedestalismo” y “¿Qué deben decir­
les los hijos a los padres?” Pensaban bastante en Freud, como demuestra
el glosario de términos técnicos. Definían el “Complejo nuclear” como
“Impresión súbita causada por el hecho de descubrir a una persona del sexo
opuesto con sus verdaderos colores; principio de un desmoronamiento
general”; explicaban el “Exhibicionismo” como “Ir demasiado lejos, pero
en realidad no estar dispuesto”, y describían el “Narcisismo” como
“Intento de ser autosuficiente, con matices”. Servicialmente, Thurber y
White remitían a quienes quisieran conocer el significado de “Principio de
placer” a “Libido”, y en la entrada “Libido” remitían a “Principio de pla­
cer”. *20’ En parte, esto era pueril, pero muchos textos supuestamente
serios no eran más responsables, y sí mucho más perjudiciales que estas
bromas inocuas.
Muy pronto Freud pudo disponer también de estudiosos responsables,
pero los esfuerzos reflexivos de estos últimos, tendentes a difundir una
versión fiable del psicoanálisis, zozobraban a causa de las ideas sobre
Freud que todos aceptaban sin tomarse el trabajo de leerlo. En 1912,
mientras estudiaba “la psicología freudiana” con “mucho entusiasmo”, el
joven Walter Lippmann le dijo al psicólogo social inglés Graham Wallas
que se sentía como se “podrían haber sentido los hombres con respecto a
El origen de las especies. La relectura de William James después de haber
descubierto a Freud le dejó a Lippmann “una curiosa sensación de que el
mundo debía de ser muy joven en la década de 1880”. *210 Al volver a pen­
sar en esos días heroicos, recordó que “los jóvenes serios tomaban a Freud
con total seriedad, como sin duda merecía que le tomaran. La utilización
de Freud como una moda fastidiosa fue posterior, y en general la realiza­
ron personas que no lo habían estudiado y sólo lo conocían de oídas”. *211
La muerte contra la vida [5U]

En defensa propia, los psicoanalistas difundían las ideas de Freud


siempre que tenían oportunidad, dirigiéndose por igual a teólogos y médi­
cos, y escribiendo artículos que publicaban en periódicos más o menos
refinados. Durante la década de 1920, Oskar Pfister pronunció conferencias
en Alemania e Inglaterra, llevando a sus audiencias el mensaje freudiano y
(en conversaciones privadas) tratando de convencer a profesores influyentes
de que podían difundir las verdades freudianas entre sus alumnos. *212 Pfis­
ter y otros analistas produjeron asimismo textos, fiables e incluso legi­
bles, que intentaban ayudar a comprender las doctrinas: el exhaustivo pero
accesible El método psicoanalítico de Pfister se publicó en 1913 y apare­
ció cuatro años más tarde en versión inglesa en Nueva York. No era la
primera obra sobre el tema: en 1911, Eduard Hitschmann había producido
una exposición mucho más concisa, Las teorías de Freud de las neurosis,
pronto traducida al inglés. En 1920, G.A. (más tarde sir Arthur) Tansley
publicó The New Psychology and Its Relation to Life, una investigación
de elegante estilo que alcanzó siete ediciones en dos años. Y, en 1926,
Paul Federn y Heinrich Meng presentaron un compendio psicoanalítico
“para el pueblo”, Das Psychoanalytische Volksbuch, en cuya redacción
involucraron a una cierta cantidad de colegas; el libro cubría todo el campo
del psicoanálisis (incluyendo el análisis del arte y la cultura) en treinta y
siete artículos breves, que evitaban la terminología técnica, traducían las
palabras extranjeras y se servían de ejemplos familiares para introducir a
Freud en los ambientes familiares.
Tal vez Freud se burlara de ella, pero toda esta labor no era totalmente
fútil. En mayo de 1926, diarios y publicaciones periódicas de un país tras
otro recordaron el septuagésimo cumpleaños del fundador del psicoanálisis
con amplias apreciaciones, algunas de ellas bien informadas. Quizá la más
inteligente fuera el ilustrado tributo del ensayista y biógrafo norteamerica­
no Joseph Wood Krutch, publicado en el New York Times. Freud, escri­
bió Krutch, “padre de la teoría del psicoanálisis”, es, con la posible excep­
ción de Einstein, tal vez el científico vivo del que más se habla”. Ese
grato título de “científico” era precisamente el que Freud anhelaba y sólo
lograba raramente. “Desde luego, incluso hoy —concedía Krutch— hay
conductistas y otros antifreudianos no declarados; pero —agregó— se pue­
de decir con seguridad que la influencia de sus principales concepciones
[las de Freud] se refleja cada vez con mayor fuerza en los escritos de la
mayoría de los psicólogos y psiquiatras importantes.” Krutch pensaba que
así como Darwin y sus ideas habían penetrado en toda la cultura moderna,
“ya estamos haciendo un amplio uso de las concepciones freudianas, y con
el correr del tiempo, como ocurrió con la concepción de la evolución, se
convertirán en una parte del acervo mental que toda pensador considerará
indispensable. *2'2 Cuando, aproximadamente en la misma época, a un
profesor de la Brown University empezó a preocuparle que el asesoramien-
to psicológico que la universidad estaba introduciendo expusiera a los
[512] Revisiones: 1915-1939

estudiantes a un “mero análisis en nombre de una ciencia a medio coci­


nar”, un editorialista del New York Times increpó al escéptico: «“A
medio cocinar” parece una expresión mal elegida», decía el titular. &
Observándolo todo desde una distancia sardónica, Freud le comentó a
Amold Zweig: «No tengo fama, tengo “notoriedad”». *215 Estaba en lo
cierto sólo a medias; tenía notoriedad y fama al mismo tiempo.

Vitalidad: El espíritu de Berlín

Incluso el pesimista Freud tuvo que admitir a fines de


la década de 1920 que, con todas sus luchas y disputas,
los institutos psicoanalíticos florecían. En una mirada
retrospectiva de 1935, señaló con orgullo los “grupos
locales de Viena, Berlín, Budapest, Londres, Holanda,
Suiza”, a los cuales se habían agregado otros nuevos
“en París y Calcuta, dos en Japón, varios en los Estados Unidos, más
recientemente uno en Jerusalén y uno en Sudáfrica, y dos en Escandina-
via”. Sin duda, concluía Freud triunfalmente, el psicoanálisis había llega­
do para quedarse. *216
En la época en que Freud realizaba ese balance, varios de los institu­
tos ya tenían tras de sí una historia interesante. Abaham había trasplanta­
do a Berlín el modelo de la Sociedad Psicoanalítica de Viena en 1908, pro­
gramando reuniones regulares en las que se discutía y se leían trabajos;
esas reuniones se realizaban en su apartamento, y se convirtieron en el
núcleo del capítulo berlinés de la Asociación Psicoanalítica Internacional,
fundada en el congreso de Nümberg de 1910. En los Estados Unidos, en
1911, médicos interesados en el psicoanálisis se habían organizado, no sin
atravesar algunos momentos de tensión, en dos cuerpos, aliados y rivales:
la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York y la Asociación Psicoanalítica
Americana. Dos años después, Ferenczi constituyó la Sociedad Psicoanalí­
tica de Budapest, que pudo prosperar durante un breve tiempo después de la
guerra, hasta que el régimen bolchevique fue derrocado en el verano de
1919, tomando el poder en febrero de 1920, el régimen antisemita (y

26 Aparentemente, ese tipo de trabajo nunca se realizó; y sin duda no en la


década de 1920. En los Estados Unidos, aún en 1927, en una reunión de la Ameri­
can Medical Association, Phillip Lehrman tuvo que defender al psicoanálisis de
los ataques de Morris Fishbein, el formidable editor del Journal of the American
Medical Association, al que con valentía —y razón— consideró “mal informado”.
(“Presses the Value of Psychoanalysis / Dr. Lehrman Presents Present-Day
Status of This Aid to the Mental Ill”, New York Times, 22 de mayo de 1927, sec.
2,4.)
La muerte contra la vida [513]

antipsicoanalítico) de Horthy. Budapest produjo algunos de los talentos


más conspicuos de la profesión psicoanalítica: además de Ferenczi, Franz
Alexander, Sándor Radó, Michael Balint, Geza Róheim, René Spitz y
otros. La Sociedad Psicoanalítica Británica se constituyó en 1919, y el
Instituto de Psicoanálisis de Londres, animado principalmente por ese
infatigable organizador que era Emest Jones, inició formalmente sus acti­
vidades a fines de 1924; los franceses, superando la obstinada resistencia
del establishment médico y psiquiátrico, fundaron su instituto psicoanalí-
tico dos años más tarde.27 Los italianos siguieron el ejemplo en 1932; los
holandeses, después de prolongados preliminares, en 1933. Eitingon, que
emigró de Berlín a Palestina a fines de ese año (fue uno de los primeros
analistas que dejaron la Alemania de Hitler), fundó un instituto de psicoa­
nálisis en Jerusalén poco después de llegar. Verdaderamente, como creía
Freud, el psicoanálisis se consolidaba.

En la década de 1920, la más vital de todas esas organizaciones


estaba en Berlín. Al principio, la sociedad de Abraham había sido una ban­
da pequeña y aguerrida; algunos de los primeros miembros (como el sexó­
logo Magnus Hirschfeld, a quien sólo le interesaba la liberación sexual, y
no el psicoanálisis) desertaron. Pero en los primeros años de la República
de Weimar, Berlín se constituyó en el centro neurálgico del psicoanálisis
mundial, a pesar de la precaria salud política de la joven república, amena­
zada por una inflación desbocada, asesinatos políticos, la esporádica ocu­
pación extranjera, y una intermitente y virtual guerra civil. A la luz de
esta tumultuosa historia, resulta irónico que los analistas berlineses pudie­
ran aprovecharse de las grandes desgracias y las persecuciones que se pro­
ducían en otras partes para acrecentar su actividad. Hanns Sachs se mudó
de Berlín a Viena en 1920; Sándor Radó y Franz Alexander, Michael y
Alice Balint, a quienes les resultó imposible soportar la Hungría de
Horthy, llegaron poco después. Otros, como Melanie Klein y Helene
Deutsch, también fueron a Berlín a que las analizaran y a analizar.
Alix Strachey, que se había analizado con Freud antes de hacerlo con
Abraham, prefería con mucho la atmósfera febril y palpitante de Berlín a
la de Viena, comparativamente aletargada. También como analista, prefe­
ría a Abraham, y no a Freud. “No tengo ninguna duda —le escribió a su

27 Durante algunos años, en Francia había existido actividad psicoanalítica


privada —digamos que no organizada—, como la hubo en Inglaterra antes de la
fundación del instituto británico: el 25 de octubre de 1923, el psicoanalista fran­
cés René Laforgue escribió a Freud: “Ahora que el movimiento psicoanalítico ha
tomado forma en Francia, y que se han obtenido los primeros éxitos, siento la
necesidad de entrar en contacto con el maestro del psicoanálisis y con la escuela
vienesa”. (De la correspondencia Freud-Laforgue, traducida al francés por Pierre
Cotet y compilada por André Bourguignon y otros, en “Mémorial”, Nouvelle
revue de Psychanalyse, XV [Abril 1977], 251.)
[514] Revisiones: 1915-1939

esposo en febrero de 1925— de que Abraham es el mejor analista con el


que podía trabajar.” Estaba segura de que “en estos 5 meses” se había reali­
zado “más trabajo psicológico” que “con Freud en 15”. Esto le parecía
curioso, pero observó que otros, como “Frau Klein”, también pensaban
que Abraham era mejor analista que Freud. *217 Sobre todo, estaba enamo­
rada de Berlín. Allí los analistas y los candidatos hablaban y discutían en
reuniones profesionales, en Konditoreien, incluso en reuniones sociales.
Comer tortas y bailar toda la noche no era incompatible con las conversa­
ciones más serias sobre los afectos edípicos y el miedo a la castración. Al
psicoanalista Rudolph Loewenstein, analizado por Hanns Sachs, el instituto
de Berlín le pareció “frío, muy alemán”. *2is Pero incluso él admitía que
podía enorgullecerse de contar con algunos técnicos refinados y maestros
estimulantes. Para un analista de la década de 1920, Berlín se había con­
vertido en el lugar donde se debía estar.
Por una parte, como atestiguan las noticias procedentes de la ciudad,
la atmósfera se estaba volviendo cada vez más hospitalaria para con el psi­
coanálisis. “Este invierno —informaron en diciembre de 1924 Abraham,
Sachs y Eitingon— el interés por el Psa. se ha acrecentado extraordinaria­
mente. Diversos grupos están organizando conferencias populares”. Desde
el exterior llegaron algunos oradores, entre ellos Pfister; sus palabras diri­
gidas a la Sociedad para el Estudio Científico de la Religión, “en general
buenas, sólo débiles y desmañadas en algunos momentos”, recibieron “una
recepción amistosa” en una “audiencia de 150 personas, principalmente
teólogos”. *21’ Tres meses después, Abraham tenía novedades más “favora­
bles” que comunicar: acababa de leer un trabajo en la Sociedad de Gineco­
logía de Berlín sobre “ginecología y psicoanálisis”. El auditorio de la clí­
nica de la universidad quedó atestado. “Al principio”, los médicos
presentes, “en parte hasta entonces muy pobremente informados, adopta­
ron la bien conocida actitud escéptica y sonriente”, pero en el curso de la
noche fueron volviéndose más favorables al orador. En realidad, poco
después la sociedad ginecológica le pidió a Abraham una copia de su con­
ferencia, para publicarla en su revista. “¡Un signo de éxito!”, exclamó
Abraham. *22i

Para los psicoanalistas, la mayor atracción que había en Berlín era


Karl Abraham: seguro, digno de confianza, inteligente, un apoyo sosteni­
do para los jóvenes y los más imaginativos. Lo que alguna vez Freud
denominó “el prusianismo” de Abraham, en el contexto de un Berlín exu­
berante y excitado, no constituía ninguna desventaja. Había también otro
imán: la clínica fundada en 1920 por Ernst Simmel y Max Eitingon, con
dinero de este último. *222 Los fundadores atribuían a Freud la idea esen­
cial, *222 y no lo hacían por cortesía. Al hablar en el congreso de Budapest
de 1918, Freud había imaginado un futuro que —según admitía— podría
parecerle fantástico a la mayoría de sus oyentes. Sólo había un puñado de
La muerte contra la vida [515]

analistas en el mundo, y muchas dolencias neuróticas, en gran parte con­


centradas en tomo a los pobres, hasta entonces fuera del alcance de los
analistas. Pero “algún día, la conciencia de la sociedad despertará y dirá que
los pobres tienen tanto derecho a contar con ayuda para la mente como
con ayuda quirúrgica para salvar la vida, y que las neurosis amenazan la
salud del pueblo no menos que la tuberculosis”. En cuanto esto se recono­
ciera, habría instituciones públicas atendidas por médicos con formación
psicoanalítica para ayudar a hombres que de otro modo sucumbirían ante
el alcoholismo, a mujeres en peligro de desmoronamiento bajo la carga de
sus privaciones, y a niños cuyas únicas opciones parecían ser la delin­
cuencia o la neurosis. “Esos tratamientos serán gratuitos.” Freud suponía
que iba a pasar mucho tiempo antes de que los Estados llegaran a aceptar
el carácter urgente de esas obligaciones. “Es probable que sea la filantropía
la que funde tales instituciones, pero algún día se llegará a esto.” *224 Era
un panorama generoso y, en un liberal a la antigua como Freud, sorpren­
dente.
La clínica de Berlín “para el tratamiento psicoanalítico de las enferme­
dades nerviosas”, y su instituto asociado, eran el primer logro del llama­
miento de Freud a la utopía. Con ocasión del décimo aniversario, en una
pequeña Festschrift, los miembros del instituto hablaron de aportaciones
considerables. Con la clínica del instituto y las facilidades para la enseñan­
za —escribió Simmel—, los psicoanalista de Berlín, además de sus activi­
dades terapéuticas y profesionales, habían iniciado el “tratamiento psicoa­
nalítico de la opinión pública”. *225 De las cifras se deduce que este
autoelogio no era sólo una fantasía de los participantes en la celebración,
que se complacían en ponerse laureles en la cabeza. Otto Fenichel, en
aquel entonces un joven psicoanalistas de Berlín, informó, con una breve
reseña estadística, que entre 1920 y 1930 se habían atendido en el instituto
1955 consultas, de las cuales 721 desembocaron en un psicoanálisis. De
estos análisis, 117 todavía continuaban, 241 se habían interrrumpido, y
47 debían considerarse fracasos. Entre los 316 casos restantes, 116 habían
presentado alguna mejoría, 89 una mejoría clara, y 111 concluyeron con
la curación. *226 Es evidente que en el ámbito del psicoanálisis las preten­
siones de haber logrado mejorías y curaciones no son concluyentes, pero
incluso aunque a los números de Fenichel les faltara certidumbre científi­
ca, atestiguan una ampliación de las actividades psicoanalíticas impensa­
ble una década antes. Un total de 94 terapeutas habían estado trabajando en
el instituto y la clínica de Berlín, y 60 de ellos eran, o llegaron a ser,
miembros de la Asociación Psicoanalítica Internacional. En síntesis, los
neuróticos indigentes que se acercaban en busca de tratamiento no eran
simplemente convertidos en conejillos de indias, sino que podían contar
con que les atendiera, por lo menos en parte, un profesional competente
*227

Mientras tanto, el instituto formaba a sus candidatos, y fue en el Ber­


[516] Revisiones: 1915-1939

lín de la década de 1920 donde se elaboró cuidadosamente (sus críticos dije­


ron “rígidamente”) un programa de estudios. Incluía cursos sobre la teoría
general del psicoanálisis, sobre los sueños, sobre la técnica y sobre la
transmisión de conocimientos analíticos al clínico general, y también
sobre temas generales como la aplicación del psicoanálisis al derecho, la
sociología, la filosofía, la religión y el arte. Como podría esperarse, aun­
que el programa del instituto era variado, se requería la lectura completa de
las obras de Freud. Pero si bien todos los alumnos leían a Freud, no todos
se convertían en psicoanalistas: el instituto distinguía entre candidatos y
oyentes. Los candidatos recibían una formación completa para la carrera
psicoanalítica, mientras que los oyentes —en su mayor parte pedagogos,
junto a algunos legos interesados— esperaban aplicar en sus profesiones
los conocimientos analíticos que lograran asimilar.
Las orientaciones del instituto establecían un análisis de formación;
ese requerimiento se estaba todavía discutiendo en otras partes, pero en
Berlín no podía ejercer el análisis nadie que no hubiera sido antes ana­
lizado. Se esperaba que ese análisis didáctico durara “por lo menos un
año” *228, recomendación que traicionaba un optimismo terapéutico que
ahora parece de una frivolidad total. Pero incluso con un análisis tan bre­
ve, el candidato era puesto a prueba, y ese período correspondía —como
dijo Hanns Sachs— “al noviciado en una iglesia”. La metáfora de
Sachs, que comparaba el instituto con una institución religiosa, era fácil y
desafortunada; se hacía eco de una acusación que comúnmente se dirigía a
los psicoanalistas. Sin embargo, se puede entender por qué la empleó.
Freud se quejó de esto a Jones: “No soy amigo de interpretar el papel de
Sumo Pontífice”. *230 Protestó en vano.
Después de que la preponderancia del Instituto Psicoanalítico de Berlín
se convirtiera en un hecho consumado y bien conocido entre los aspirantes
a analistas, los candidatos convergieron en él. Muchos de ellos eran
extranjeros (ingleses, franceses, holandeses, suecos, norteamericanos). Les
encantaba la informalidad de los atuendos, les sorprendía el entusiasmo de
los participantes y su estimulante seriedad. *231 En su momento, los gra­
duados volvían desde Berlín a sus lugares de origen para iniciar su propia
práctica profesional o fundar institutos. Charles Odier, uno de los prime­
ros psicoanalistas franceses, se analizó en Berlín con Franz Alexander;
Michael Balint, que terminó en Londres, lo hizo con Hanns Sachs; Heinz
Hartmann, que más tarde emigró a Nueva York, con Sándor Radó. La lista
de los analizandos de Karl Abraham se parece a una selección de eminen­
cias psicoanalíticas: los destacados analistas ingleses Edward y James Glo-
ver; Helene Deutsch, que se analizó también con Freud y labró su reputa­
ción con escritos sobre la sexualidad femenina; las importantes
innovadoras teóricas Karen Homey y Melanie Klein, y una aguda observa­
dora inglesa, que más tarde se contaría entre los traductores de Freud: Alix
Strachey.
La muerte contra la vida [517]

Berlín era solo el más espectacular de los centros en los que el psi­
coanálisis aseguraba su futuro. Freud continuó analizando en Viena, con­
centrándose cada vez en los aprendices de psicoanalistas: seguidores
importantes como Jeanne Lampl-de Groot y la princesa Marie Bonaparte,
y, por supuesto, todo un contingente de norteamericanos, se contaban
entre los “alumnos” de Freud tras la guerra.» Más de seis décadas des­
pués, Jeanne Lampl-de Groot, con su afecto intacto, recordó cómo era
Freud en abril de 1922, cuando ella, médica recién licenciada, menuda,
amante de la música, aparentando menos años de los que tenía, se presen­
tó por primera vez en Berggasse 19. Freud tenía entonces casi sesenta y
seis años, y le pareció un caballero de finos modales, “encantador y con­
siderado, al estilo antiguo”. Freud le preguntó si él mismo o sus hijas
podían ayudarla a encontrar alojamiento, y Lampl-de Groot mencionó
entonces que necesitaba un piano. Esto impulsó a Freud a confesarle de
inmediato que él no era aficionado a la música; lo hizo por temor a que si
la joven descubría más tarde esa limitación, ello interfiriera en el análi­
sis. Freud —añade Lampl-de Groot— era “humano” y accesible, y sólo se
mostraba carente de generosidad con la “gente indecente”. Cuando ella le
dijo que su querida hermana mayor, que siempre había sido una chica
fuerte murió de gripe española en cinco días durante el embarazo, Freud le
contó la muerte de su hija Sophie. *M2 En la cordial correspondencia que
mantuvieron después de que la mujer volviera a los Países Bajos, ella se
convirtió pronto en su “querida Jeanne”. *233 No todo analizando llegaba a
conocer a un Freud igualmente encantador, pero a fines de la década de
1920 los hilos de su influencia se entretejían en una intrincada red sobre
Europa y los Estados Unidos.

El psicoanálisis presentaba otros signos de robusta salud. Hasta la


llegada de los nazis al poder en 1933, los congresos internacionales biena­
les de psicoanalistas eran inexcusables; se los aguardaba con ansiedad y se
asistía puntualmente. Freud, preocupado por su prótesis, ya no acudía,
aunque la decisión de quedarse en casa no le resultó fácil de tomar. La pos­
puso todo lo que pudo. En marzo de 1925, mientras avanzaban los prepa­
rativos para el congreso de Bad Homburg, le escribió a Abraham: “Usted
está en lo cierto al observar que de nuevo estoy haciendo planes, pero
cuando llega el momento, me abandona el coraje para llevarlos a cabo.
Por ejemplo, si en los días del congreso no me sintiera con mi prótesis

28 Abram Kardiner, que se analizó con Freud en 1921, recuerda cómo Freud
pasó con sus analizandos de una semana de seis días a otra de cinco. Ante nortea­
mericanos escandalosos que se negaban a ser analizados por ningún otro, él con­
sultó con Anna Freud, que era “algo matemática”, quien le sugirió que podía aten­
der a seis analizandos si le dedicaba cinco horas a cada uno, mientras que con su
antigua agenda sólo podía atender a cinco. (Afbraham] Kardiner, My Analysis
with Freud: Reminiscences [1977], 17-18.)
[518] Revisiones: 1915-1939

mejor que durante la última semana, sin duda no viajaré. De modo que
haga sus planes sin contar conmigo”. *234 Envió a su hija Anna en su
lugar, así que estuvo presente por lo menos en espíritu.
Fue pasando el tiempo y las instituciones quedaron establecidas; las
publicaciones psicoanalíticas brotaron en un país tras otro, añadiéndose a
las fundadas antes de la Primera Guerra Mundial: la Revue Française de
Psychanalyse en 1926, la Rivista Psicanalisi en 1932. No menos alenta­
dor era el hecho de que los escritos de Freud hubieran sido traducidos a
otros idiomas. Esto significaba mucho para él: su correspondencia de la
década de 1920 está sembrada de expresiones de intenso interés por las tra­
ducciones proyectadas y de comentarios sobre traducciones terminadas.
Psicopatología de la vida cotidiana, su libro más ampliamente difundido,
apareció durante la vida de Freud en doce idiomas diferentes; los Tres
ensayos de teoría sexual, en nueve, y La interpretación de los sueños, en
ocho. Las primeras versiones no siempre fueron felices. A.A. Brill, que
en los días heroicos tuvo algo así como el monopolio de las traducciones
de Freud al inglés, se mostró a veces despreocupado o temiblemente
impreciso; por ejemplo, no conocía, o no le preocupaba, la diferencia
entre “chiste” (joke) y “agudeza” (wit). *235 Sin embargo, Brill permitió al
mundo de habla inglesa vislumbrar por lo menos una sombra, aunque
difusa, de las teorías de Freud incluso antes de la guerra: publicó su traduc­
ción de los Tres ensayos sobre teoría sexual en 1910, y la de La interpre­
tación de los sueños tres años más tarde.2’
Después las traducciones empezaron a mejorar: en 1924 y 1925, un
pequeño equipo inglés publicó los Collected Papers de Freud en cuatro
volúmenes.2930 Esto fue obra de James y Alix Strachey y de la incomparable
Joan Riviere, esa “alta belleza eduardiana con sombrero estampado y som­
brilla escarlata”, *236 cuyas versiones captaban la energía estilística de

29 Freud percibía los defectos de Brill como traductor. En 1928 los sugirió
con delicadeza en una carta al aspirante a psicoanalista húngaro Sándor Lorand:
“Hasta donde yo sé, de mi Interpretación de los sueños hay sólo una traducción
inglesa, la del Dr. Brill. Si uno realmente quiere leer el libro, supongo que lo
mejor es hacerlo en alemán”. (Freud a Sándor Lorand, 14 de abril de 1928, Freud
Collection, B3, LC.)
30 Un error obvio de esta traducción era la sustitución de los términos del
alemán corriente que Freud prefería por neologismos esotéricos. Un ejemplo par­
ticularmente monumental es “cathexis”, ahora casi exclusivamente implantado en
la terminología psicoanalítica inglesa y norteamericana. La palabra traduce el
alemán Besetzung, palabra del lenguaje común rica en significados sugeridos,
entre ellos “ocupación” (por tropas) y “carga” (eléctrica). La solución del propio
Freud, que aparentemente nunca comunicó a sus traductores, era ingeniosa y feliz:
en una carta anterior a Ernest Jones, habló de “interés (Besetzung)". (Freud a
Jones, 20 de noviembre de 1908. En inglés, Freud Collection, D2, LC.) [En los
textos en castellano, suelen aparecer, siguiendo el ejemplo inglés, las voces
“catexis” y “catexia”; en otros casos, se emplean “carga”, “investidura” o “inves-
tición” (T.)].
La muerte contra la vida [519]

Freud mejor que todas las otras. Freud quedó impresionado. «Ha llegado el
primer volumen de la “Colección” —le escribió a Jones a fines de 1924—
¡Muy hermoso! ¡Y estimable!» Le preocupaba el hecho de que algunos de
sus artículos “anticuados” tal vez no fueran la mejor presentación del psi­
coanálisis ante el público inglés, pero esperaba algo mejor para cuando
apareciera, unas pocas semanas más tarde, el segundo volumen, con sus
historiales. En todo caso, “veo que usted ha logrado su intención de con­
solidar la literatura psicoanalítica en Inglaterra, y lo felicito por este resul­
tado, que yo casi yá no me hubiera atrevido a esperar”. *237 Un año más
tarde acusó recibo del cuarto volumen con un sincero agradecimiento y su
escepticismo habitual: “No me sorprendería que el libro sólo llegara a
ejercer cierta influencia muy lentamente”. *238
Como de costumbre, se quejaba más de lo necesario. Esta aparición en
inglés de los escritos de Freud tuvo una importancia trascendental para la
difusión de las ideas psicoanalíticas: el conjunto de artículos quedó pronto
establecido como texto normativo para los analistas que no conocían el
alemán. Contema casi todos los trabajos breves de Freud publicados desde
mediados de la década de 1890 hasta mediados de la de 1920: los artículos
esenciales sobre la técnica, la polémica historia del movimiento psicoana-
lítico, todos los artículos publicados sobre metapsicología y psicoanálisis
aplicado, los cinco grandes historiales (Dora, el pequeño Hans, el Hombre
de las Ratas, Schreber, el Hombre de los Lobos). Dado que muchos ana­
listas jóvenes de Inglaterra y los Estados Unidos no tenían talento para los
idiomas, o no estaban dispuestos a tomarse el trabajo de estudiar el ale­
mán hasta dominarlo (como habían hecho Emest Jones, los Strachey y
Joan Riviere), traducir a Freud, y traducirlo bien, era una manera de forta­
lecer los lazos de la familia psicoanalítica internacional.

Como ya hemos visto con claridad, esta familia no vivía en plena


armonía. Algunas de las diferencias que invadían el movimiento desde
principios de la década de 1920, en el fondo eran personales. Muchos ana­
listas pensaban que Groddeck resultaba demasiado corrosivo como para ser
un orador público útil en los congresos (demasiado corrosivo y demasiado
indiscreto).31 Emest Jones estaba resentido con Otto Rank, mientras que

31 El 15 de marzo de 1925, el terceto de Berlín —Abraham, Sachs y Eitin­


gon— informó en su circular que Groddeck (de paso en la ciudad para pronunciar
conferencias), a través de un ciclo de tres charlas, había atraído hacia su persona
una atención que denominaban “desagradable”. En una de ellas, se detuvo aparen­
temente al oír el cláxon de un automóvil que pasaba por la calle, para desarrollar
luego sus asociaciones libres relacionadas con ese ruido. “Según una fuente bien
informada, pasó más de una hora revelando los detalles más íntimos de su vida
privada, y al hacerlo incluyó a su esposa, que se encontraba presente; sus revela­
ciones fueron incesantes y expresadas del modo más grosero.” Uno de los temas
que examinó pudo haber sido el de su actividad masturbatoria. El 13 de abril,
[520] Revisiones: 1915-1939

Ferenczi pensaba que Jones era un antisemita. A Freud le exasperó la noti­


cia de que Alemania estaba prestándose a la realización de una película
sobre el psicoanálisis. Brill, entronado en Nueva York, ponía a prueba la
paciencia de todos, al no contestar las cartas. En encuentros en Londres,
Melitta Schmideberg, una analista de niños, se había enzarzado en una
indecorosa polémica pública con la pionera del análisis de niños, Melanie
Klein.
Pero las concepciones incompatibles y ferozmente defendidas sobre
teoría y técnica psicoanalíticas no eran simples máscaras de enfrentamien­
tos personales, de angustias económicas, o de la comprensible ambición
de tener éxito en un campo altamente competitivo. Provenían en parte de
interpretaciones contradictorias de los textos de Freud, y, también en par­
te, de experiencias clínicas divergentes que abrían nuevas direcciones para
la terapia y la teoría analítica. Constituían oportunidades de realizar apor­
taciones originales, y Freud las apoyaba, siempre dentro de ciertos lími­
tes.
Entre los teóricos de la década de 1920, sin duda fue a Melanie Klein a
quien se debieron las mayores innovaciones. Había nacido en Viena en
1882, pero sólo descubrió a Freud al mudarse a Budapest a la edad de vein­
tiocho años. Leyó a su modo la literatura psicoanalítica, fue analizada por
Ferenczi, y empezó a especializarse en el análisis de niños. Entre sus
pequeños pacientes se contaron sus propios hijos varones y su hija, sobre
los cuales escribió algunos artículos clínicos, disimulando apenas la iden­
tidad de los protagonistas. En aquella época el análisis de niños todavía
parecía una aventura sumamente problemática, pero siempre Ferenczi, y
más tarde Abraham, quedaron fascinados por los descubrimientos de Klein,
y los defendieron de colegas burlones. Ella necesitaba mucho ese apoyo,
pues no tema modelos que pudiera seguir; después de todo, el análisis rea­
lizado por Freud del pequeño Hans había sido en gran medida un análisis
de segunda mano.32 En 1919, Klein empezó a publicar los resultados de su
trabajo clínico con niños, y en 1921, atraída por el interés de Abraham
hacia sus ideas, se estableció en Berlín, analizando, discutiendo, publican­
do.
Alix Strachey llegó a conocer bien a Melanie Klein y a simpatizar
mucho con ella; la acompañó a los cafés y a los salones de baile, admiran­
do su vitalidad, su atractiva energía erótica, su poder retórico. En una carta
a su esposo, James, describió una de las típicas tormentas que solía desen-

Abraham y Eitingon añadieron que un conocido suyo había visitado a Groddeck


en Baden-Baden, y éste le contó “espontáneamente” el episodio de la asociación
libre realizado frente a una audiencia. “Un cierto número de otros detalles muestra
que G. hace con el Psa. lo que le parece en cada momento.” (Ambos textos en los
papeles de Karl Abraham, LC.)
32 Véanse las págs. 294-298.
La muerte contra la vida [521]

cadenar la Klein, salpicando su informe (como era su costumbre) con pala­


bras alemanas. La carta es un vivido tributo al espíritu de contradicción,
pero también a los estímulos intelectuales que penetraban toda la cultura
analítica de Berlín: “La Sitzung de anoche” de la Sociedad Psicoanalítica
de Berlín —escribió— había sido muy estimulante. “Die Klein presentó
sus modos de ver & experiencias sobre el Kinderanalyse, & al final la
oposición mostró su venerable cabeza, & realmente demasiado venerable.
Desde luego, las palabras empleadas eran psicoanalíticas: peligro de debili­
tamiento del Ichideal, etc. Pero pienso que el sentido era puramente antia­
nalítico: no tenemos que decirles a los niños la terrible verdad sobre sus
tendencias reprimidas, etc. Y esto aunque die Klein demostró con total cla­
ridad que esos niños (desde los 2, 3/4 años) ya estaban estropeados por la
represión de sus deseos & por la más aterradora Schuld bewusstsein (=
opresión excesiva o incorrecta por parte del Ueberich). “Alix Strachey
continúa señalando que la oposición había estado representada por «los
doctores Alexander y Radó, y fue puramente afectiva y “teórica”». Des­
pués de todo, con la excepción de “die Melanie” nadie sabía nada sobre
niños. Por fortuna, una orador tras otro “se precipitaron” a “defender a die
Klein. Todos se unieron a ella & atacaron a los 2 húngaros morenos”. *23’
Los dos casos que Klein presentó en apoyo de sus argumentos en esa
tumultuosa reunión fueron, en opinión de Alix Strachey, “especialmente
brillantes”. Por cierto, “si die Klein me informó correctamente, su causa
me parece irresistible. Va a Viena a leer su trabajo, & se espera que
encuentre la oposición de Bemferldt & Eichhom (?), esos pedagogos deplo­
rables y, me temo, la de Anna Freud, esa sentimental abierta o secreta”.
El impulsivo partidismo de Alix Strachey equivalía a un prólogo de los
debates que tuvieron lugar después de que Melanie Klein se mudara a
Inglaterra en 1926, admirando con sus teorías a los sorprendidos colegas.
“Bien —concluye su informe Alix Strachey—, fue sumamente estimulan­
te, y se desataron muchos más sentimientos que de costumbre”.33 * 240
Era cierto: allí donde llegaba Melanie Klein, los sentimientos se des­
bordaban. Incluso quienes se negaban a seguirla en sus innovaciones teóri­
cas quedaban fascinados por la técnica del juego que empleaba en el psico­
análisis de niños. El juego —sostenía con energía— era el mejor modo, a
menudo el único, de hacer emerger las fantasías del niño para someterlas a
interpretación, ya giraran en tomo a la curiosidad sobre las relaciones
sexuales, a los deseos de muerte contra los hermanos o al odio a un proge­
nitor. En manos de Klein, la interpretación se convertía en un arma poten­

33 “Bernfeldt & Eichhom” eran Siegfried Bemfeldt y August Aichhom, dos de


los más prometedores jóvenes de Viena. El primero, más tarde, reunió importante
material biográfico y publicó no menos importantes artículos también biográfi­
cos que Jones utilizó en su propia biografía de Freud. El segundo llegó a ser bien
conocido por su trabajo psicoanalítico con niños delincuentes.
[522] Revisiones: 1915-1939

te pero —según insistía ella misma— en última instancia benéfica. A


diferencia de sus críticos, estaba dispuesta a ser tan franca como resultara
humanamente posible a la hora de interpretarles a sus pequeños pacientes
el significado de sus fantasías. Pero Melanie Klein era algo más que una
terapeuta imaginativa; sus desarrollos de la técnica clínica se fundaban en
(y en parte generaron) desarrollos metapsicológicos. Mientras elaboró su
sistema, durante los años de su estancia en Inglaterra, postuló la aparición
del complejo de Edipo y del superyó en una etapa de la vida muy anterior
a la promulgada por Freud. Según Klein, el mundo interno del niño
pequeño es una masa de fantasías destructivas y angustiosas, saturadas de
imágenes inconscientes de mutilación y muerte. Para Freud, el niño es un
salvaje egoísta; para Klein, un caníbal asesino. Si alguien se tomó en
serio la pulsión de muerte freudiana y todas sus consecuencias, fue Mela­
nie Klein.
Pero en su teorización sobre la infancia se apartaba de la secuencia del
desarrollo que Freud y su hija consideraban más plausible. Al principio,
Freud adoptó una postura escéptica. “El trabajo de Melanie Klein afronta
muchas dudas y contradicciones —le escribió a Emest Jones en 1925—.
En cuanto a mí, no soy muy competente para emitir un juicio en cuestio­
nes pedagógicas.” *241 Dos años más tarde, ya se había definido. En una
vigorosa carta a Jones, insistió en que había tratado de ser imparcial entre
Melanie Klein y Anna Freud; por una parte, el más formidable adversario
de Klein era, después de todo, su hija; por otro lado, el trabajo de Arma
Freud era completamente independiente del trabajo del padre. “Algo que en
todo caso puedo revelarle —agregó— es que la concepción de Frau Klein
sobre la conducta del yo ideal en los niños me parece totalmente imposi­
ble y está en contradicción con todos mis supuestos.” Acogía con gus­
to la demostración kleiniana de que los niños son “más maduros de lo que
solíamos pensar”. Pero también eso “tiene sus límites, y en sí no prueba
nada”. *243
No puede sorprender que el debate entre Melanie Klein y Anna Freud
provocara conflictos mayores, ni que a Freud le resultara imposible man­
tenerse como el ente neutral que afirmaba ser. Pero daba salida a su irrita­
ción más apasionada principalmente en la intimidad de su correspondencia
con Emest Jones, en la que se permitía un lenguaje más bien acerbo. Acu­
só a Jones de haber organizado una campaña contra el modo de analizar
niños de su hija, defendió la crítica que había realizado Anna de las estrate­
gias clínicas de Melanie Klein, y se manifestó resentido por la imputación
referente a que había sido insuficientemente analizada. Este último cargo
golpeaba a Freud en un punto débil; consideraba tales insinuaciones peli­
grosas e inadmisibles. “¿Quién, después, de todo, ha sido lo suficiente­
mente analizado? Le puedo asegurar —replicó con cierto ardor y, por
supuesto, con conocimiento de causa— que Anna ha sido analizada durante
más tiempo y más completamente que, por ejemplo, usted mismo”. *244
La muerte contra la vida [523]

Negó que estuviera considerando las opiniones de su hija como algo sagra­
do e inmune a la crítica; de hecho, si alguien trataba de cerrarle a Melanie
Klein cualquier vía de expresión, él mismo se ocuparía de abrírsela. Pero
Klein y sus aliados eran realmente muy irritantes: llegaban a decir que, en
sus análisis, Arma Freud eludía por principio el complejo de Edipo. El
estaba empezando a preguntarse si aquellos ataques contra su hija no eran
en realidad ataques contra él mismo. *245
Sin embargo, en letras de imprenta era poco lo que Freud decía sobre
el tema; comentó brevemente las ideas de Klein sobre el sentimiento de
culpa y, con aprobación, su observación de que la severidad del superyó de
ningún modo es proporcional a la severidad con que se ha tratado al ni­
ño. Esta discreción política presenta a Freud en el papel de anciano
estadista, de líder que está más allá de la batalla. El análisis de niños,
observó en una nota añadida a su Presentación autobiográfica en 1935,
había recibido un poderoso impulso a través de “la obra de Frau Melanie
Klein y de mi hija, Anna Freud”. Hubo kleinianos desde principios de
la década de 1930; esta orientación llegó a ejercer una influencia profunda
especialmente en Inglaterra, Argentina y algunos institutos analíticos nor­
teamericanos. Pero Freud estaba concentrando su fuego sobre otros blan­
cos, reservando sus energías para cuestiones candentes que a su juicio eran
las que más exigían su intervención: la controvertida definición de la
angustia, la disputa sobre el análisis lego, y la más turbadora de las cues­
tiones: la sexualidad femenina. Participar activamente en los debates que
tales problemas estaban provocando era una manera de seguir vivo.
Diez
--------- ■ 'am---------

Luces vacilantes sobre


continentes negros
Las cuestiones que desde mediados de la década de 1920 preocuparon a
Freud no eran para él puras abstracciones, sino que se habían convertido
en urgentes como consecuencia de ciertos acontecimientos de su vida per­
sonal. Una vez más, ponen de manifiesto el continuo tráfico que se produ­
cía en la mente de Freud entre los sentimientos privados y las generaliza­
ciones científicas, intercambio que no hacía menguar la intensidad de sus
sentimientos ni su pertinencia para su ciencia. Por debajo de la superficie
de su argumentación racional, acecha Freud como padre decepcionado,
mentor preocupado, hijo angustiado.

Rank y las consecuencias

El último de sus partidarios de quien Freud podría


haber esperado que le creara problemas era su apreciado
y (según creía) completamente fiable hijo psicoanalíti-
co Otto Rank. Pero, en 1923, Rank protagonizó algu­
nos episodios desdichados que ya presagiaban la apari­
ción de conflictos; en agosto, por ejemplo, comiendo
con el Comité en San Cristoforo, Arma Freud presenció un estallido que
más tarde describió como “hilaridad histérica”. *1 Tampoco era muy pro­
metedor que Rank hubiera empezado a defender posiciones teóricas y téc-
[526] Revisiones: 1915-1939

nicas que lo apartaban considerablemente de las ideas en las que había


bebido durante dos décadas y que tanto había hecho por difundir. Se con­
virtió en rankiano después de haber sido uno de los freudianos más ortodo­
xos. En la posguerra, Rank había demostrado ser un auxiliar tan grato
—rápido, eficiente, filial— que Freud hubiera deseado tener muchos como
él. *2 Pero sólo unos pocos años más tarde, lo menospreció como “un
impostor por naturaleza” (un Hochstaplernalur). *3 La reacción de Freud no
se limitó a ponerle un mote: asimiló y elaboró esa última e inesperada
decepción proponiendo una revisión fundamental de la teoría psicoanalítica
de la angustia. El ensayo que publicó en 1926 con el título de Inhibición,
síntoma y angustia puso de manifiesto su capacidad intacta para sacar par­
tido de las pérdidas.
Freud se había interesado por Rank de modo incondicional y durante
mucho tiempo. Reconoció enseguida el talento del joven autodidacto que
fue a visitarlo en 1905 llevando el manuscrito de El artista. Le brindó
apoyo para que completara su educación formal, lo designó encargado de
las actas de las reuniones de los miércoles por la noche, lo empleó como
ayudante editorial, ayudó a financiar sus estudios y sus viajes de vacacio­
nes. En 1912, con la delicadeza que ponía de manifiesto con quienes no
disfrutaban de la misma prosperidad que él, Freud invitó a Rank a acompa­
ñarlo en una visita a Inglaterra, y le pidió que considerara esa invitación
“como mi agradecimiento por su más reciente y espléndido libro”. *4 Lo
que es más importante, animó mucho al “pequeño Rank” para que se for­
mara como analista lego, y sistemáticamente demostró su confianza en él
designándolo para cargos con responsabilidad: Rank figuró como fundador
y editor de Imago, en 1912, y del Internationale Zeitschrift. Cuando, en
1919, la generosa donación de von Freund a la causa psicoanalítica hizo
posible establecer una editorial propia, la Verlag, Rank fue uno de sus
fundadores y su director. En aquella época ya llevaba algunos años for­
mando parte del círculo íntimo. Cuando en 1912 se formó el Comité, la
rígida guardia pretoriana que rodeaba a Freud, se dio por supuesto que él
debía formar parte de ella.
La actitud de Freud con respecto a su joven discípulo era afectuosa y
paternal. Siempre tendía a precuparse por Rank. En diciembre de 1918 le
escribió a Abraham sobre la joven que Rank conoció durante su servicio
militar como editor en Cracovia, y con la que se había casado un mes
antes: “Rank parece haberse hecho realmente mucho daño a sí mismo con
su matrimonio, una mujercita judeopolaca con la que nadie simpatiza y en
la que no se advierten intereses superiores. Es una lástima y no demasiado
comprensible. *5 Este era uno de esos irresponsables juicios sumarios que
Freud se permitía a veces y luego descartaba rápidamente; pronto cambió
de opinión sobre Beata Rank, una joven atractiva y reflexiva.1 Al año

1 Es característico que la opinión de Anna Freud sobre Beata Rank coincidie-


Continentes negros [527]

siguiente, le agradeció en letras de imprenta una sugerencia que le había


hecho y que le resultó útil para su artículo sobre “lo extraordinario”; *«
llegó a acoger con gusto las aportaciones de ella a la vida social de su
círculo, y en 1923 allanó el camino a su solicitud de afiliación a la Socie­
dad Psicoanalítica de Viena. Descartada su caprichosa impresión sobre
Beata, a Freud le preocupó aun más que antes la carrera de Rank. Después
de todo le había aconsejado (lo mismo que a su hija Anna y a su amigo
Pfister) que no perdiera el tiempo con estudios de medicina para llegar a
ser psicoanalista. “No estoy totalmente seguro de haber estado acertado en
su momento cuando le hice desistir del estudio de la medicina —observó
en una carta a Rank en 1922—. En general, creo que hice bien cuando
pienso en mi propio aburrimiento mientras estudiaba medicina”. Con un
suspiro de alivio casi audible, concluye que, en vista de que Rank había
ocupado el lugar que le correspondía entre los analistas, ya no consideraba
necesario seguir justificando ese consejo. *’
Por supuesto, Rank no estaba recibiendo favores que no se hubiera
ganado; pagaba a su manera con servicios permanentes, fidelidad incues­
tionable y publicaciones prolíficas. La cantidad y diversidad de sus activi­
dades —editar, escribir, analizar— hicieron que se destacara como un caso
excepcional entre los primeros analistas, que no obstante se caracterizaban
por sus muchas horas de trabajo duro y por su pluma fácil. Incluso Emest
Jones (a quien Rank le desagradaba seriamente) le reconoció una capacidad
insuperable para el control administrativo. Pero esa ajetreada actividad y
esa gran eficacia se vieron puestas a prueba, y destruidas, a mediados de la
década de 1920.
Freud fue el último en desconfiar de Rank. En 1922, cuando éste y
Ferenczi estaban escribiendo un libro sobre técnica que a otros analistas
iba a parecerles extremadamente perturbador, Freud los estimuló. “Su
alianza con Ferenczi —le escribió a Rank— cuenta, como usted sabe, con
mi más completa simpatía. La reciente y osada iniciativa de su proyecto
conjunto es realmente satisfactoria”. Siempre había temido —agregaba
Freud— estar impidiendo que sus íntimos asumieran posiciones indepen­
dientes; en ese momento le resultaba grato “ver pruebas en sentido contra­
rio”. *8 El libro resultante, titulado El desarrollo del psicoanálisis, se
publicó a principios de 1924; contenía mucho material interesante sobre
técnica, pero sugería desatender hasta cierto punto las experiencias infanti­
les del analizando, con el objeto de abreviar los análisis. Su optimismo

ra con la de su padre. Hablando del “cambio de personalidad” de Rank, le escribió


a Emest Jones: “En un primer momento me sentía inclinada a culparla a ella, y
después parecía como si ella fuera, en mayor grado, la víctima”. (Anna Freud a
Jones, 8 de febrero de 1955, Papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-
Analytical Society, Londres).
[528] Revisiones: 1915-1939

terapéutico no coincidía con la idea freudiana de la necesidad de un trabajo


analítico tedioso y prolongado.
Aproximadamente en la misma época, Rank publicó El trauma del
nacimiento, que dedicó a Freud, pero que era potencialmente mucho más
perturbador que su producción conjunta con Ferenczi. Señalaba el trauma
del nacimiento, y la fantasía de volver al seno materno, como mucho más
importantes en la historia de la mente que muchos traumas y fantasías
ulteriores. Pero Freud no se alteró.

La tranquilidad de Freud era algo más que aceptación pasiva. Estaba


cultivando cuidadosamente su credulidad, e hizo cuanto pudo por minimi­
zar los crecientes indicios de que Rank podría convertirse en otro Adler (o
Jung). Insistió en atribuir las tensiones existentes entre sus seguidores a
meras rencillas personales. Los otros no estaban dispuestos a no tomarlas
en serio; sólo Eitingon, optimista por naturaleza y siempre listo para
hacerse eco de las opiniones de Freud, no les dio importancia durante
algún tiempo. Las cuestiones que separaban a Rank y Abraham, le escri­
bió a Freud en enero de 1924, eran “desde luego, desagradables, pero
mucho menos importantes para el movimiento en su conjunto que los
conflictos entre R[ank] y Jones”. *’ En el mismo mes, Freud le recordó al
Comité que, después de todo, él había aceptado que Rank le dedicara el
libro sobre el trauma del nacimiento. Admitía advertir algunos problemas
en las nuevas técnicas sugeridas aquí y allá por Rank y Ferenczi e, incluso
más, en la teoría de Rank acerca del trauma del nacimiento, pero esperaba
que la cordialidad esencial entre colegas no resultara dañada. *10 Todavía en
febrero se manifestó sorprendido ante la grave contrariedad de Abraham por
las recientes publicaciones de Rank y Ferenczi. Aún se mostraba reacio a
entrar en el debate. “Me esfuerzo —le escribió a Eitingon— por no abusar
de mi autoridad y socavar la independencia de mis amigos y partidarios.
No exijo que todo lo que produzcan cuente con mi total asentimiento.
Naturalmente, ello supone —agregó con prudencia— que no abandonen
nuestro terreno común, pero esto, después de todo, es difícil de esperar de
R[ank] o de F[erenczi]”. *n Rank se sintió un tanto decepcionado ante la
respuesta de Freud; le dijo, respetuosa pero francamente, que le impresio­
naba porque no la veía completamente “despejada” o libre de errores. No
obstante, se manifestaba agradecido por la pacífica postura de Freud. *12
Por entonces, Abraham ya había levantado barricadas. A fines de
febrero alertó a Freud acerca de una “preocupación que no ha hecho más
que crecer en semanas de autoexamen sin descanso”. Afirmaba no tener
ninguna intención de organizar una caza de brujas. “Resultados de cual­
quier tipo alcanzados mediante el método analítico tradicional nunca oca­
sionarían desconfianzas graves”, pero se trataba de algo distinto. “Veo sín­
tomas de un desarrollo imperfecto en el que están implicadas cuestiones
psicoanalíticas vitales. Ellas me empujan, para mi más profundo pesar
Continentes negros [529]

—y no por primera vez en mi carrera psicoanalítica—, a asumir el papel


de quien previene”. ♦» Las ideas difundidas por Rank y Ferenczi en su
Desarrollo del Psicoanálisis e, incluso más, únicamente por Rank en su
Trauma del nacimiento, le causaban a Abraham la impresión de ser dema­
siado atrevidas como para que se las pudiera ignorar o disculpar.
Al menos en ese momento, Freud se negó a prestar atención a la alar­
ma que Abraham hacía sonar en Berlín. En marzo, a pesar de las cuestio­
nes inquietantes suscitadas por esas “osadas” iniciativas, Freud pudo toda­
vía escribirle a Ferenczi (el más firme apoyo de Rank en el círculo
íntimo) que “mi confianza en usted y Rank es incondicional. Sería triste
que después de 15 ó 17 años de convivencia a uno todavía pudieran decep­
cionarle”. Reconocía su escepticismo con respecto a la terapia analítica
breve que Rank y Ferenczi estaban recomendando; pensaba que una terapia
de ese tipo “sacrifica el análisis a la sugestión”. Pero el abismo que se
estaba abriendo entre Rank y los otros lo acongojaba. “He sobrevivido al
Comité designado para sucederme, quizá sobreviva a la Asociación Inter­
nacional. Confiemos en que el psicoanálisis me sobrevivirá a mí”. Pero,
por fortuna, cualquier parecido entre Rank y Jung era superficial: “Jung
era un mal tipo”. *14
Freud, diplomático, moderador y paciente, difería de los protagonistas
de la catástrofe en curso, que parecían prepararse para el combate. Ferenc­
zi, colérico en defensa de Rank, denunció a Abraham por sus “ambiciones
y celos desenfrenados”; sólo ellos, le escribió a Rank, podían explicar que
se atreviera a “difamar” sus escritos y los de Rank como “manifestaciones
de deserción”. *« Freud se engañaba al seguir creyendo que Ferenczi no
compartía “la exasperación de Rank con Abraham” (más bien tenía la
esperanza de que así fuera). Pero el viejo guerrero, haciendo ostentación
de su mala salud y del disgusto general que le provocaban aquellos roces a
su alrededor, maniobraba para mantener la paz y conservar a Rank en la
familia. El intento fue valiente pero inútil. A mediados de marzo, Rank
informó confidencialmente a Ferenczi sobre una conversación con Freud,
que le había deparado algunas sorpresas. Aparentemente, el maestro traba­
jaba en un ensayo que criticaría las recientes teorías de Rank, pero se
había mostrado evasivo e incluso mal informado. “El Prof. todavía no
leyó mi libro”, o leyó “sólo la mitad”. Algunos de los argumentos de
Rank, de los que antes había dicho que lo impresionaban, ya no parecían
convencerlo. Con todo, la reunión había sido conciliadora: Freud dejó para
Rank la decisión de cuándo se publicaría esa futura crítica, o incluso de si
había que publicarla. *17 Sin embargo, el desacuerdo era demasiado funda­
mental como para frenarlo, de modo que Freud propuso que los miembros
del Comité se reunieran para examinar todas las cuestiones en juego.
Admitía haber llegado a una posición crítica con respecto a los últimos
escritos de Rank. “Pero me gustaría oír en qué consiste el peligro que
amenaza. Yo no lo veo”. *18 Gradualmente, iban a obligarlo a que lo viera.
[530] Revisiones: 1915-1939

Al discutir El trauma del nacimiento con los miembros de la Socie­


dad Psicoanalítica de Viena, a principios de marzo, Rank les dijo que el
libro tenía su origen en un diario en el que había anotado “impresiones
suscitadas por análisis, en forma aforística. Estaban reunidas, por así
decirlo, como un mosaico”. Además —agregó—, lo había escrito para
analistas. Ahora bien, los analistas lo consideraron lo bastante impor­
tante como para discutirlo en profundidad y criticarlo con vehemencia.
Más tarde, Rank adujo que su tesis central, que presentaba el trauma del
nacimiento como acontecimiento psicológico decisivo, constituía en reali­
dad una elaboración del propio pensamiento de Freud, un pensamiento,
además, que los psicoanalistas conocían desde años antes. Tenía alguna
base para esa afirmación: en 1908, después de que Rank presentara un tra­
bajo sobre los mitos que rodean el nacimiento de las figuras heroicas, se
sabe que Freud observó lacónicamente: “Acto del nacimiento como fuente
de angustia”. Un año más tarde, enumerando una serie de traumas que
afligen a los niños, Freud le recordó a la Sociedad Psicoanalítica de Viena
que “en cuanto a la angustia, uno debe tener presente que el niño padece
angustia desde el acto del nacimiento”. También en 1909, en una nota
adicional a La interpretación de los sueños, volvió a decir, enfáticamente,
en letras de imprenta: “el acto del nacimiento es la primera experiencia de
la angustia y por lo tanto la fuente y el modelo del afecto de la angus­
tia” . *a A eso se debía que en un principio Freud no hallara nada intrínse­
camente implausible en la tesis de Rank.
En realidad, esa tesis era menos una retirada de posiciones psicoanalí-
ticas que una anticipación profètica, aunque unilateral, de desarrollos pos­
teriores de la teoría analítica. Rank realzaba el papel de la madre a expen­
sas del papel del padre, y la angustia prototípica del nacimiento a expensas
del complejo de Edipo. Primero Freud pensó que ello podría ser una apor­
tación a su propio pensamiento. Al aceptar que Rank le dedicara el libro,
citó un bello verso de Horacio: Non omnis moriar (“No moriré por com­
pleto”). En este sentido, a principios de marzo de 1924 le sugirió a
Abraham: “Consideremos el caso extremo: Ferenczi y Rank pretenden
directamente que nos hemos equivocado al detenemos en el complejo de
Edipo, que la decisión real reside de hecho en el trauma del nacimiento”.
Si demostraban estar en lo cierto, los orígenes de las neurosis tendrían que
buscarse en un accidente fisiológico y no “en nuestra etiología sexual”.
En tal caso, sin duda los psicoanalistas deberían modificar su técnica.
“¿Qué mal se produciría entonces? Podríamos permanecer juntos bajo el
mismo techo con una completa paz mental”. Un trabajo de unos pocos
años —pensaba— permitiría determinar quiénes eran los teóricos que
habían estado en lo cierto. *M
La paciencia de Freud se veía reforzada por sus sentimientos paterna­
les respecto de Rank, pero también hablaba como un científico dispuesto
a tomar en cuenta la conjetura de que su descubrimiento favorito, el com­
Continentes negros [531]

piejo de Edipo, no era en absoluto tan esencial en el desarrollo mental


como durante tanto tiempo había creído. Les recordó a los miembros del
Comité que la “completa unanimidad en todas las cuestiones científicas de
detalle y sobre los temas recién introducidos” no era “posible entre media
docena de personas de diferente carácter”. Ni siquiera resultaba deseable. *“
Pero, ofreciendo mucha resistencia, fue soltándose poco a poco, no sin
acusar a quienes lo “prevenían”, en especial Abraham, de emplear procedi­
mientos precipitados y faltos de tacto en su campaña contra Rank. Como
rio estaba dispuesto a reconocer la gravedad de la situación, culpaba a los
mensajeros. Reconocía sin restricciones que Rank era quisquilloso, insen­
sible, tosco y agrio en su modo de expresarse, además de carente de
humor. Sin duda, el propio Rank era el responsable de los problemas que
estaba afrontando. Pero Freud también pensaba que los colegas habían
sido poco amables con él. *26 A lo largo de varios meses, el maestro se
refugió en su olímpica neutralidad, distribuyendo las culpas con mano
equitativa. “La animosidad de la que en parte le han hecho objeto [a Rank]
usted y la gente de Berlín, y que en parte ha imaginado —le escribió a
Emest Jones en septiembre de 1924— ha tenido un efecto perturbador en
su mente”.
Los psicoanalistas del círculo íntimo, conducidos por Freud, iniciaron
una desmañada danza de giros indecisos y cambios inesperados de direc­
ción. pero Abraham seguía implacable. Temía que Ferenczi, y en mayor
grado Rank, estuvieran atrapados en un acto de “regresión científica”.
Algunos psicoanalistas ingleses, en especial Emest Jones y los hermanos
Edward y James Glover, coincidían totalmente con Abraham: Rank estaba
repudiando la enseñanza de Freud sobre el papel del padre en el desarrollo
psicológico. La doctrina del trauma del nacimiento, le dijo vehemente­
mente Jones a Abraham, significaba nada menos que escapar del complejo
de Edipo. Sin duda, los miembros del campo anti-Rank se consideraban en
ese momento más coherentes que el envejecido maestro, más freudianos
que Freud. “Resulta difícil no permitírselo todo —escribió Jones— cuan­
do uno considera todos los factores, la edad, la enfermedad y la propaganda
insidiosa que intenta invadir su propia casa”. Sería una lástima que ellos
terminaran alejados del “Prof” por ser “demasiado” leales “a su obra”. Pero
si tenían que optar entre el psicoanálisis y “consideraciones personales”,
declaraba Jones solemnemente, con toda seguridad el psicoanálisis sería lo
más importante.
No necesitaban preocuparse demasiado. Freud empezó a ironizar cada
vez más acerca del valor de las nuevas ideas de Rank. Tras reflexionar,
pasó a interpretar la insistencia enfática, casi fanática, de Rank en el trau­
ma del nacimiento como un abandono intolerable de teorías psicoanalíti-
cas ya sometidas a la prueba del tiempo, y la propaganda en favor de los
análisis breves llegó a a parecerle un síntoma de la perniciosa furia de la
curación. A fines de marzo de 1924 le dijo a Ferenczi que, si bien antes
[532] Revisiones: 1915-1939

había considerado correctas las dos terceras partes del libro de Rank, en ese
momento limitaba su aprobación a sólo una tercera parte de El trauma del
nacimiento. *30 No mucho después, ese más bien modesto término medio
incluso habría de parecerle excesivo.

En abril De 1924 Rank viajó a los Estados Unidos, y la lucha conti­


nuó por correspondencia. Dio conferencias, dirigió seminarios, analizó
pacientes, supervisó a candidatos a analistas. Era su primera visita a Amé­
rica, una experiencia temeraria, totalmente desorientadora, y estaba mal
preparado para tomársela con calma. A algunos analistas norteamericanos,
el mensaje de Rank los desconcertó. Uno de ellos, el psiquiatra Trigant
Burrow, curiosa amalgama de médico y chiflado, y partidario inconstante
del psicoanálisis (Freud lo consideraba un “charlatán atontado”) *’> le
advirtió al maestro que Rank estaba difundiendo en los Estados Unidos
una peligrosa herejía. Freud lo tranquilizó: “Es sólo una innovación en la
técnica que merece ponerse a prueba. Promete abreviar el análisis; la expe­
riencia mostrará si puede cumplir esa promesa”. A pesar de sus dudas ínti­
mas, Freud aún se sentía en condiciones de formular una declaración de fe:
“El doctor Rank está lo bastante cerca de mí como para permitirme antici­
par que está yendo en la misma dirección que [siguieron] otros antes de
él”. *32
Nunca Rank había disfrutado de tantos elogios como los que recibía
en América, nunca había soñado con ejercer esa influencia, nunca había
visto tanto dinero. Presentaba un doble discurso. En sus conferencias, atri­
buía mucha importancia al hecho de que la angustia del nacimiento y la
terapia analítica breve fueran ideas de Freud. Al mismo tiempo, dejaba en
sus sorprendidos oyentes la impresión de que exponía novedades sensacio­
nales: en la conformación del animal humano importaba la madre, no el
padre (“Im Gegenteil, die Mutter! ¡Por el contrario, la madre!”). *33 Era un
portavoz oficial y un osado revisionista al mismo tiempo, posición que le
resultaba extraordinariamente seductora.2
Pero Rank no podía dejar atrás Viena: Freud lo perseguía por corres­
pondencia, tomándose el trabajo de informarle que sus seis analizandos
más recientes, cinco de los cuales conocían las ideas de Rank, no habían
podido confirmar la tesis del trauma del nacimiento. “A menudo usted me
preocupa mucho”, declaró en julio, sin abandonar su antiguo estilo pater­
nal. No estaba siendo hostil, ni siquiera de modo encubierto; con seriedad
le suplicó a Rank que no adoptara una posición inflexible. “Déjese abierta

2 Las actas de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York revelan que las expo­
siciones de Rank fueron recibidas con seria atención y dieron lugar a animadas
discusiones. Encontró vehementes partidarios y también vehementes detractores.
(Véanse las minutas del 27 de mayo, el 30 de octubre y el 25 de noviembre de
1924, A.A. Brill Library, New York Psychoanalytic Institute).
Continentes negros [533]

una vía de escape”. *34 Pero Rank interpretó el ruego casi desesperado de
Freud como una crítica y una interrupción de la comunicación. “De no
haberlo sabido todo el tiempo —escribió en un borrador de respuesta— su
carta de hoy habría dejado claro, más allá de toda duda, que entendemos es
totalmente imposible”. *35No envió esa carta, pero refleja a la perfección
sus sentimientos agraviados. En ese punto, Freud era más conciliador que
Rank. En una larga carta escrita desde un lugar de descanso veraniego en
Semmering, enumeró importantes cuestiones sobre las cuales otros ana­
listas, incluso Jung en su período psicoanalítico, habían disentido de él
sin caer en modo alguno en desgracia. No le bastaba con tener partidarios
que se limitaran a servirle de eco; Ferenczi, por cierto, “atribuye demasia­
do valor, creo, a estar completamente de acuerdo conmigo. Yo no lo
hago”. Y le aseguró a Rank: “Mis sentimientos para con usted no se han
visto alterados por nada”. *36
Pero habían sido alterados, y profundamente. Ese optimismo veranie­
go estrictamente limitado no duró; Freud estaba aproximándose a los sen­
timientos contrarios a Rank propios de sus íntimos, decididos a cerrarle el
camino a la reconciliación. En septiembre, Eitingon escribió a Viena con
una acritud desacostumbrada: “Nuestro amigo Rank está realmente cabal­
gando muy rápido”; a Eitingon le había ofendido el rumor de que existía
una “conspiración berlinesa” contra Rank. Y, en octubre, Anna Freud
se incorporó con firmeza al bando de los berlineses. “Anna escupe fuego
—le escribió Freud a Eitingon ese mismo mes— cuando se menciona el
nombre de Rank”. *3« Pero Freud todavía dudaba y envió mensajes contra­
dictorios. Por una parte, no quería renunciar aún al Rank hombre. “Me
gustaría separar su persona del trauma del nacimiento”, le escribió a Abra­
ham a mediados de octubre, un tanto ansiosamente. *3’ Por otro lado, unos
días más tarde, cuando Rank volvió a Viena y enseguida le pidió a Freud
una entrevista cuando tuviera un momento libre en su agenda, Freud pen­
só en la reunión con considerable recelo. “No albergo ilusiones —le escri­
bió a Jones— sobre el resultado de esta entrevista”. *40 Su falta de cohe­
rencia daba la medida de su zozobra.
A los vieneses, el nuevo Rank les resultó muy desconcertante. “No
podemos explicar su conducta con respecto a nosotros —le informó Freud
a Jones en noviembre— pero lo seguro es que a todos nos ha dejado a un
lado con gran facilidad y que se prepara para una nueva existencia, inde­
pendiente de nosotros”. Con tal fin, agregó, aparentemente Rank creyó
necesario afirmar que Freud, para empezar, lo había tratado mal. “Al seña­
lársele sus propias e inamistosas afirmaciones, las descartó como chismes
e invenciones”. Entonces a Freud le pareció poco sincero, en modo alguno
creíble. “Lamento mucho que usted, querido Jones, haya estado finalmente
en lo cierto hasta tal punto”. *41 Antes ya había tenido que escribir una
carta de este tipo a Abraham.
De regreso en Viena, todavía embriagado por sus recientes triunfos en
[534] Revisiones: 1915-1939

los Estados Unidos, Rank renunció a sus diversos puestos oficiales; ape­
nas llegó, se puso a pensar en otro viaje a ultramar, de nuevo a América.
Su inquietud era comprensible: sus adversarios habían logrado capturar a
su último aliado, Ferenczi. “No me ha sorprendido —le escribió Emest
Jones a su ‘querido Kart’ Abraham a mediados de noviembre— que Sandor
haya demostrado ser completamente leal”. Eso, comentó, era lo que “se
podía esperar de él, pues siempre ha sido cuando menos un caballero”. *42
Pero Rank, deprimido y culpable, era la irresolución misma. En noviem­
bre su esposa lo acompañó a la estación ferroviaria, pues se iba de viaje a
los Estados Unidos, sólo para que apareciera de nuevo en su casa un poco
después. “Corre de un lado al otro con una terrible mala conciencia” —así
le resumió Freud la situación de Rank a Lou Andreas-Salomé—, con “un
rostro sumamente desdichado, aturdido”; daba “la impresión de alguien que
ha recibido una paliza”. *« Como solía hacer habitualmente ante tales
contratiempos, Freud negó con firmeza que él tuviera alguna responsabili­
dad. Se mantenía tan tranquilo con respecto a la deserción de Rank
—observó—, no sólo porque se estaba volviendo viejo e indiferente, sino
también porque en este sentido no podía reprocharse la menor falta.
Rank se sentía mucho más agitado. A fines de noviembre, partió hacia
América de nuevo, llegó a París, y volvió a Viena una vez más. A media­
dos de diciembre, atrapado en una crisis mental, desgarrado entre las anti­
guas alianzas y las nuevas oportunidades, consultaba a Freud con mucha
frecuencia.
El 20 de diciembre, en una sorprendente circular, le describió a sus
colegas el estado en que se encontraba. Contrito, disculpándose, humillán­
dose, en ese momento podía reconocer —le decía al Comité— que su con­
ducta había sido neurótica, gobernada por conflictos inconscientes. Eviden­
temente, había experimentado el cáncer “del Profesor” como un trauma, y
les había fallado tanto a él como a sus amigos. Al anatomizar sus afliccio­
nes, volvió a la teoría psicoanalítica tradicional y analizó su estado mental
en los términos freudianos más ortodoxos: había estado “actuando” el com­
plejo de Edipo, y además el complejo fraterno. *45 Entre los destinatarios de
su confesión psicoanalítica, Emest Jones, para empezar, no quedó conven­
cido ni apaciguado. “Honestamente no tengo nada contra Rank —le escri­
bió confidencialmente a Abraham a fines de diciembre— manifestando que
lo hacía feliz el hecho de ver a Rank “consiguiendo que vuelvan a compren­
derle”. Pero no estaba dispuesto a tener en cuenta esa comprensión “inte­
lectual”. En síntesis, admitía Jones, “desconfío profundamente de Rank”.
Sería pura ceguera pasar por alto su anterior conducta neurótica, y confiar
en una recuperación completa del antiguo Rank. “El principio de realidad
encuentra modos de vengarse del principio de placer, un poco antes o un
poco después”. Por lo tanto, resultaba esencial no permitir que volviera a
ocupar sus posiciones de responsabilidad. *46
Por su parte, Freud era menos exigente, y dio la bienvenida a la
Continentes negros [535]

Rundbrief de Rank como a una buena noticia. “Aunque sé que usted se ha


sentido alejado de él durante algún tiempo —le escribió a Jones dos sema­
nas después de recibir el autoanálisis casi masoquista de Rank— todavía
espero de su comprensión y benevolencia que dé por cerrado el caso, olvi­
de el pasado y le otorgue un nuevo crédito”. Le producía satisfacción el
hecho de que él (Freud) y sus colegas no se hubieran visto obligados a
“abandonar a uno de los nuestros en el camino, como un accidente fatal o
un vagabundo”, y esperaba volver a ver a Rank luchando con valentía jun­
to a sus camaradas. *47 La retractación de Rank le había impresionado. “No
puedo creer —le dijo al fiable Eitingon en enero de 1925, comentando la
anterior mala conducta de Rank— que algo así pueda repetirse”. *«
Los seguidores de Freud no estaban tan dispuestos a perdonar, y no
digamos ya a olvidar. Compartían totalmente las sospechas de Jones. El
día de Navidad, el grupo de Berlín (Eitingon, Sachs, Abraham) le envió a
su “querido Otto” una carta dándole la bienvenida en su retomo al redil.
Pero la cordialidad del saludo no ocultaba un duro golpe: los tres berline-
nes le recordaban a Rank su conducta neurótica, y le sugerían con énfasis
que mientras se encontrara ocupado con sus revisiones, en ese retomo a
las verdades psicoanalíticas, bien podría abstenerse de seguir publicando.
Podía sacar provecho de esa pausa para someterse a la discusión y la críti­
ca de sus colegas. Unos días después, Ernest Jones se pronunció
siguiendo las mismas directivas en una carta a Rank amistosa pero un tan­
to condescendiente. Le resultaba grata la “más clara comprensión de sí
mismo” de Rank, “y el consiguiente deseo de restablecer la amistad”. Y,
deslizándose hábilmente sobre los cinco años de disputas y animosidad,
Jones le aseguró a su “querido Otto” que la amistad, “por mi parte, nunca
se rompió” y que “por lo tanto” le felicitaba “sin vacilar” por “sus progre­
sos, con toda cordialidad”. Sin embargo, Jones consideró adecuado un
poco de severidad: las palabras, por sí solas, no podían borrar el pasado.
Parafraseando un célebre verso de Goethe, tomado del Fausto, observó:
“En el final está el hecho” (Am Ende ist die Tat). *50 La reacción de Rank
ante tales mensajes a la vez amistosos e inamistosos —hubo otros análo­
gos— consistió en volver a los Estados Unidos a principios de enero. No
permanecería en Viena, no podía hacerlo. Freud, todavía paciente, confiaba
en que, en su nueva aventura americana, Rank pondría remedio “al daño
que había hecho” durante su primera estancia. *51
De hecho, en el invierno y la primavera de 1925, Freud luchó por
recobrar su antigua actitud con respecto a Rank. En marzo, después de que
Rank volviera de su segunda excursión a los Estados Unidos, Freud le
informó a Abraham que “de nuevo” Rank contaba con su “completa con­
fianza”. *52 Todavía en julio, Freud mantenía viva una vacilante llama de
confianza en su impredecible discípulo. *53 Pero las desagradables compa­
raciones de Rank con Jung (las estaban haciendo algunos de sus partida­
rios) impresionaban a Freud como tristemente ciertas, a pesar de sus espe­
[536] Revisiones: 1915-1939

ranzadas expectativas. *« También Jung había ido a los Estados Unidos a


pronunciar conferencias en las que simultáneamente profesó su adhesión a
Freud y proclamó su propia originalidad; también Jung se había asustado
de su propio coraje y se había disculpado profusamente con Freud por su
conducta aberrante, sólo para volver a ella más tarde; Jung, finalmente (así
lo veía Freud al mirar hacia atrás) había sacado mucho partido de su repu­
dio de las teorías de Freud, que no se comprometía en transacciones. Natu­
ralmente, a Rank le encolerizaba que se lo comparara con Jung. Para él y
sus pocos partidarios, esa confusión, suspicaz y envidiosa, tenía todo el
aspecto de una pura etiqueta con muy malas intenciones.

Y en parte lo era. A Rank se lo calificó de desleal, y sus ex amigos


lo hicieron objeto de análisis salvajes: una vieja historia. Incluso Freud,
mientras seguía siendo paternal con él, cedió a la tentación de diagnosti­
carlo como si fuera un antagonista. Oscilaba entre ver a Rank como un
hijo edípico o como un empresario ambicioso. Ya en noviembre de 1923
había interpretado que un sueño de Rank significaba que el “joven David”
(Rank) quería matar al “fanfarrón Goliat” (Freud). “Usted es el formidable
David que, con su trauma del nacimiento, logrará invalidar mi obra”.
Al verano siguiente, Freud le dijo a Rank, con robusta sinceridad, que la
teoría del trauma del nacimiento, que entrañaba “la eliminación del padre”,
constituía una traducción ilegítima de los primeros y desgraciados años del
propio Rank a grandiosos términos teóricos. Si se hubiera analizado, con­
cluía Freud, habría elaborado esas influencias tempranas en lugar de erigir
sobre su neurosis una ambiciosa estructura. *56 Después, en noviembre,
antes del autoanálisis público de Rank, Freud lo describió acerbamente
como alguien “amenazado por mi enfermedad y los peligros que acechan a
su modo de ganarse la vida”, que había “buscado una isla de salvación” y
la había hallado en los Estados Unidos. “Es en realidad el caso de la rata
que abandona el barco que se hunde”. En lucha con un complejo paterno
gravemente neurótico, era evidente que a Rank le resultó irresistible la
cosecha de dólares que le prometía Nueva York. Ese fue el diagnóstico
hostil acerca de Rank que Freud finalmente hizo suyo.
Los psicoanalistas que empujaron a Freud a repudiar a Rank no entra­
ron en sutilezas ante tal abuso analítico. Ernest Jones sostuvo que, si bien
la Primera Guerra Mundial había encubierto de alguna manera la “neurosis
manifiesta” de Rank de 1913, esa neurosis “volvió gradualmente en forma
de carácter neurótico”. Esto implicaba, sobre todo, “la negación del com­
plejo de Edipo” y una “regresión de la hostilidad para con el hermano (yo
mismo)... [transferida] al padre, presumiblemente Freud”. *5« Abraham era
aun más destructivo. Negando toda animosidad, diagnosticó implacable­
mente “el proceso neurótico” de Rank como una evolución con una larga
prehistoria. Rank, según Abraham, había compensado sus sentimientos
negativos con el trabajo concienzudo y con una decreciente necesidad de
Continentes negros [537]

amistad. Se había consentido una conducta tiránica, una quisquillosidad


excesiva, y un interés por el dinero cada vez más abierto. En síntesis,
“una inequívoca regresión sadicoanal”. *59
Esos intentos de asesinato del carácter son ejemplos del tipo de análi­
sis agresivo que los psicoanalistas (con Freud a la cabeza) a la vez practi­
caban y deploraban. Como hemos tenido la oportunidad de observar, éste
era el modo en que los analistas reflexionaban sobre los otros y sobre sí
mismos. Freud había atribuido la deserción de Jung a “fuertes motivos
neuróticos y egoístas”. *«> Al mismo tiempo, podía juzgarse a sí mismo
casi con la misma dureza, y admitir que era “lo bastante egoísta” como
para servirse de su mala salud como coartada para permanecer al margen de
las disputas entre los analistas. *«> De modo que Freud no aplicaba estos
diagnósticos sólo a los otros, pero no por ello el abuso del psicoanálisis
es más válido o agradable. Era algo endémico entre los analistas, una
deformación profesional muy común.

En junio de 1925 ocurrió algo que, de una manera extrañamente con­


movedora, apartó la atención de Freud del asunto Rank, que avanzaba ine­
xorable hacia su desenlace. El amigo paternal de Freud de cuando tenía
treinta años, Josef Breuer, con el que había roto un cuarto de siglo antes,
murió a la edad de ochenta y tres años. En respuesta a la decorosa carta de
condolencias de Freud, el hijo mayor de Breuer, Robert, sin duda le asegu­
ró que el padre había seguido los desarrollos del psicoanálisis con cierto
grado de simpatía —simpatía en la que Freud nunca hubiera creído— pues
éste volvió a escribir enseguida. “Lo que usted dice sobre la relación de su
padre con mi obra posterior es nuevo para mí y ha obrado como un bálsa­
mo sobre una herida dolorosa que nunca cicatrizó”. Según atestigua la
carta, en todos esos años Freud no había pensado en su alejamiento de
Breuer: el hombre que lo apoyó emocional y económicamente, que había
hecho tanto, al hablarle de Anna O., para impulsarlo hacia sus descubri­
mientos psicoanalíticos, y cuyas bondades había recompensado con una
descortesía truculenta. A Freud debió de procurarle una satisfacción pro­
funda saber que todos esos años se había estado equivocando con respecto
a la actitud de Breuer, y que durante mucho tiempo su viejo amigo lo
había estado observando con benevolencia desde lejos (era bueno saberlo,
en especial en ese momento, cuando Rank lo decepcionaba).
Al avanzar el año 1925, Freud tuvo un tema mucho más importante
sobre el que pensar que el de la deserción de Rank: la salud de Karl Abra­
ham. A principios de junio, Abraham le escribía a Freud desde la cama. *63
Había regresado de pronunciar conferencias en los Países Bajos, con sínto­
mas aparentes de bronquitis. Se decía que se había tragado una espina de
pescado que se alojó en sus bronquios. En realidad, seguramente padecía
un cáncer de pulmón no diagnosticado. En julio, Abraham se sintió mejor
y salió con su familia a pasar la temporada veraniega de reposo en Suiza.
[538] Revisiones: 1915-1939

En agosto pudo realizar breves paseos por las montañas, a principios de


septiembre se sintió lo bastante bien como para asistir al congreso inter­
nacional de Bad Homburg, lo que representó un esfuerzo excesivo para su
ya débil constitución, y Freud, que se mantenía en contacto permanente
con él, empezó a preocuparse. “De modo que ocurrió lo que yo temía —le
escribió a mediados de septiembre—. El congreso lo ha agotado, y sólo
me cabe esperar que su juventud supere pronto el desorden”. *«
Los informes desde Berlín siguieron siendo bastante optimistas. A
mediados de octubre, Abraham envió una nota tranquilizadora: se sentía
perfectamente bien. Observó (para disgusto de Freud) que lo estaba aten­
diendo Fliess, elogiando sus “cualidades extraordinarias como médico”.
Pensaba que Flies valía por tres profesores de medicina interna. “De paso
—agregó—, todo el curso de mi enfermedad ha confirmado su teoría de los
períodos del modo más sorprendente”. *65 Pero la mejoría no duró. Los
ataques de fiebre, el dolor y los problemas en la vesícula biliar, indicaban
que la enfermedad era grave. A principios de diciembre la angustia de
Freud era extrema. “No tenemos ánimos como para escribir una circular
este mes —le dijo a Emest Jones el 13 de diciembre—. La enfermedad de
Abraham nos mantiene en suspenso, y nos pone muy tristes que las noti­
cias sean tan indefinidas y parezcan tan siniestras”. *66
Tres días más tarde informó a Jones de que Félix Deutsch había ido a
ver a Abraham, después de lo cual predijo que “esta semana será el período
crítico y debemos estar preparados para lo peor”. Freud se negó a renunciar
a la esperanza: “Es una perspectiva sombría, pero mientras esté vivo pode­
mos aferramos a la esperanza de que su afección muestra a menudo una
oportunidad de recuperación”. No se sentía lo bastante bien como para ir a
Berlín, pero esperaba que Ferenczi lo hiciera, y se preguntaba si la salud
de Jones le permitiría viajar. Freud negaba la realidad que tenía delante de
los ojos. “Con toda intención me abstengo de explicar las consecuencias
que tendrían lugar si ese acontecimiento fatal se produce”. *67
Unos días más tarde, el 21 de diciembre, pareció que era posible un
poco de optimismo. “Sin noticias de Abraham hoy”, le escribió Freud a
Jones, pero la nota más reciente “parecía tranquilizadora”. Lo confortaba el
pensamiento de que Alix Strachey también se había recobrado de un absce­
so en los pulmones, y que el corazón de Abraham estaba respondiendo
bien. *6« Pero la posdata que agregó tenía un tono muy diferente. Acababa
de llamar Deutsch: había dejado a Abraham en un estado satisfactorio, sin
fiebre, pero le avisaban en aquel momento que se había producido una
recaída y que la situación era desesperada. Cuatro días más tarde, el día de
Navidad, todo terminó. Abraham tenía cuarenta y ocho años.
Freud sufrió mucho con la muerte de Abraham. Se había ido el orga­
nizador sensato, el gran analista pedagogo, el optimista indispensable, el
teórico siempre interesante, el amigo leal. “Sólo me cabe repetir lo que
usted dice —le manifestó Freud a Jones el 30 de diciembre—. Debía de
Continentes negros [539]

estar padeciendo prácticamente un shock, pues volvía a escribir en ale­


mán—. La muerte de Abr[aham] es tal vez la mayor pérdida que podía
sucedemos, y ha sucedido. En mis cartas, bromeando, solía llamarlo mi
rocher de bronze; me sentía seguro en la absoluta confianza que me inspi­
raba tanto a mí como a todos los otros”. Agregó que estaba redactando una
breve necrológica y que le aplicaría a Abraham el célebre elogio que Hora­
cio dedica al “hombre íntegro y sin vicios”: Integer vitae scelerisque
purus. Pensaba eso; las declaraciones retóricas que la muerte por lo común
suscita, le dijo a Jones, “siempre me han resultado particularmente emba­
razosas, he tenido el cuidado de evitarlas, pero con esta cita siento que
digo la verdad”. *6’ La desesperada necrológica que escribió Freud contiene,
por supuesto, el verso de Horacio, y la no menos sincera y apesadumbrada
afirmación de que, con Abraham, el movimiento psicoanalítico estaba
enterrando “una de las mayores esperanzas de nuestra joven ciencia, toda­
vía muy atacada; una parte de su futuro tal vez irrecuperable”. *7° Esa
catástrofe colocó en una perspectiva adecuada la posibilidad de la definitiva
pérdida de Rank.

Rank siguió su propio camino, yendo y viniendo entre París y Nueva


York durante cierto tiempo, hasta que se estableció en los Estados Unidos.
Freud tenía otras cosas en la cabeza: a principios de 1926, tuvo un proble­
ma cardíaco (nueva reaparición de un viejo motivo de queja), lo bastante
grave como para que lo internaran en un sanatorio. En marzo, le dijo fría­
mente a Eitingon que tal vez se estuviera muriendo; sin embargo “el úni­
co miedo que realmente tengo es el de una invalidez prolongada sin la
posibilidad de trabajar. Más exactamente: sin la posibilidad de tener ingre­
sos”. *71
Su posición era buena, pero seguir siendo el sustento de su familia
constituía una preocupación para él. Con todo, en abril, cuando Rank
visitó a Freud por última vez, éste ya estaba recuperado, de nuevo en su
casa, analizando pacientes. Rank no había elaborado todavía sus teorías
finales; aparecieron dos o tres años más tarde, con el desarrollo del concep­
to de la voluntad como fuerza humana primordial, como la parte del yo
que domina las pulsiones, por un lado, y el ambiente, por el otro. Pero en
la primavera de 1926, Rank se había excluido del campo freudiano. Cuan­
do fue a despedirse, Freud había terminado con él. “El beneficio de su
enfermedad —juzgó—, en forma de independencia material era muy gran­
de”. *77 En junio hizo el balance final. “No consigo despertar mi indigna­
ción contra Rank —le confesó a Eitingon—. Le concedo el derecho a des­
carriarse y, a cambio, parecer original. Pero está claro que ya no es de los
nuestros”.3 *73

3 En una carta al doctor Frankwood Williams, miembro reputado de la Socie­


dad Psicoanalítica de Nueva York pero admirador de Rank, Freud le manifestó del
[540] Revisiones: 1915-1939

El asunto había sido penoso y se había arrastrado durante mucho


tiempo; lo bueno fue que Freud, reflexionando sobre las descarriadas ideas
de Rank, extrajo algunas lecciones importantes. En el libro resultante,
Inhibición, síntoma y angustia, observó: “El recordatorio de Rank en
cuanto a que el ataque de angustia es, según fui el primero en señalarlo,
una consecuencia del proceso del nacimiento y una repetición de la situa­
ción entonces experimentada, exigía un nuevo examen del problema de la
angustia. Pero —escribió— no llego a nada con su concepción del naci­
miento como un trauma, del estado de angustia como una reacción de con­
trol a ese trauma, de todo nuevo ataque de angustia como un intento ten­
diente a “abreactuar” el trauma cada vez más completamente”. *74 Sin
embargo, se sentía obligado a admitir que Rank había planteado algunas
cuestiones interesantes.
Freud estaba a punto de celebrar (o, más bien, le molestaba estar a
punto de celebrar) su septuagésimo cumpleaños, pero su tendencia habi­
tual a resolver problemas no lo había abandonado. El librito que materiali­
zaba sus nuevos pensamientos sobre la angustia prometía enfrentar a los
psicoanalistas con otros enigmas: tenían que asimilar una nueva revisión
teórica de largo alcance. “Puede predecirse que mi libro más reciente agita­
rá las aguas —le escribió Freud a Lou Andreas-Salomé con obvia satisfac­
ción—. Al cabo de un poco de tiempo, todo volverá a estar claro. No es
malo que la gente advierta que todavía no tenemos derecho a la rigidez
dogmática, y que debemos estar dispuestos a cultivar la viña una y otra
vez”. Pero, agregó, procurando suavizar las cosas, “después de todo, los
cambios propuestos no son muy subversivos”. *75 En Inhibición, sínto­
ma y angustia, lo mismo que en su carta a Lou Andreas-Salomé, la táctica
de Freud consistía en reconocer que había abandonado una anterior posi­
ción teórica, pero minimizando la desviación. “La concepción de la angus­
tia formulada en este ensayo diverge en algo de la que hasta ahora me
había parecido justificada”. *76 Las palabras “en algo” de ningún modo
reflejan la importancia de las innovaciones que estaba introduciendo.
Desde el punto de vista estético, el libro es menos satisfactorio que la
mayoría de los otros escritos de Freud. Enhebra las ideas una tras otra, en
lugar de demostrar su conexión necesaria. Algunas de sus más valiosas
aportaciones al pensamiento psicoanalítico (los pasajes sobre la represión

modo más áspero que la descripción que el doctor hacía de sí mismo como psico­
analista le había sorprendido: “Sólo sé de usted que ha sido un entusiasta de
Rank, y que en una conversación con usted no logré convencerle de que un traba­
jo de unos pocos meses con Rank no tiene nada que ver con el análisis en el sen­
tido que le damos nosotros, ni de que R. ha dejado de ser analista. Si desde
entonces usted no ha sufrido una transformación completa, yo también tendría
que discutir su propio derecho a ese título”. (Freud a Frankwood Williams, 22 de
diciembre de 1929, ejemplar mecanografiado, Freud Museum, Londres.)
Continentes negros [541]

y la defensa, y también sobre la angustia) aparecen diseminados en el tex­


to y recogidos en uno de los apéndices, como si a Freud le hubiera impa­
cientado la fatigosa tarea de renovar su estructura analítica. Parecía ansioso
por terminar de una vez y para siempre con el trabajo de reconstrucción.
Muchos años antes, había afirmado que “una manera de escribir clara y
carente de ambigüedades nos indica que el autor coincide consigo mismo”,
mientras que, en cambio, “donde hallamos una expresión tensa y tortuo­
sa”, reconocemos *la presencia de “un pensamiento insuficientemente asen­
tado, confuso, u oímos 1a voz sofocada de la autocrítica del propio
autor”. *77 Esta era una guía para detectives literarios sobre el uso del esti­
lo como indicio. Pero en este caso no funcionaba: Freud no se sentía críti­
co de sus nuevas ideas. Sin embargo, parece cansadamente indeciso acerca
de cómo ordenar todo el material. El título mismo, Inhibición, síntoma y
angustia, una enumeración lisa y llana, demuestra su inseguridad. El ensa­
yo empieza distinguiendo las inhibiciones de los síntomas, aunque estaba
en realidad mucho más interesado por la naturaleza de los mecanismos de
defensa e, incluso más, por la angustia; de hecho, una versión publicada
en los Estados Unidos se tituló El problema de la angustia. Pero el ensa­
yo es tan desmañado como crucial en el pensamiento freudiano.
Si bien el nombre de Rank aparece en el texto sólo unas pocas veces,
Freud mantuvo con él un debate tácito desde el principio al fin. Ese era su
modo de tratar al discípulo extraviado.4*Pero un ajuste de cuentas privado,
por sí solo, no hubiera convertido al libro en una obra importante. De
hecho, la angustia había llamado la atención de Freud desde mediados de la
década de 1890; su sensación de que el problema exigía una consideración
no sólo clínica sino también teórica demuestra la existencia de un astuto
estado de alerta ante fenómenos que otros investigadores descuidaban.
Cuando Freud empezó a pensar psicoanalíticamente, mientras escribía sus
primeros artículos sobre la histeria y las neurosis de angustia, era muy
poco lo que el establishment psiquiátrico podía decir sobre la angustia.
Los tratados y los libros de texto presentaban principalmente descripcio­
nes fisiológicas superficiales. El reputado Diccionario de medicina psico­
lógica, de D. Hack Tuke, que resumía el saber profesional en tomo a
1890, sólo reservó lugar para la más parca definición de la angustia:
“Malestar mental ante la expectativa de alguna tristeza o prueba. Un esta­
do de agitación y depresión, con sensación de opresión y malestar en la
región precordial”. *7« Eso era todo.
Freud pensaba que había que decir más. Algunos de sus primeros

4 Rank respondió. En 1927, reseñando extensamente Inhibición, síntoma y


angustia para una publicación especializada norteamericana, Mental Hygiene,
insistió en los orígenes del concepto psicoanalítico del trauma del nacimiento,
en las diferencias entre los modos en que lo veían él mismo y Freud, y en las
consecuencias de esas distintas perspectivas. (Véase E. James Lieberman, Acts
ofWill: The Life and Work of Otto Rank [1985], 263-267.)
[542] Revisiones: 1915-1939

pacientes neuróticos habían desarrollado profusos síntomas de angustia, y


puesto que él estaba convencido de que todas las neurosis tenían su origen
en desórdenes sexuales, se vio conducido a extraer la conclusión de que
también la angustia debía tener raíces en el sexo. De modo que su génesis,
a juicio de Freud, no era muy misteriosa, y su fórmula resultaba muy
simple: excitación sexual no descargada. “Sin duda” —según la formula­
ción que Eugen Bleuler, poco después de la Primera Guerra Mundial,
incluyó en su ampliamente utilizado Manual de psiquiatría— la angustia
“está relacionada de algún modo con la sexualidad, hecho que conocemos
desde hace mucho, pero que Freud fue el primero en dejar más claro”. *”
Una cuestión que Freud aclaró fue que la aparición de la angustia no es
simplemente un proceso fisiológico ciego, sino que también tiene su ori­
gen en mecanismos psicológicos: la represión, para decirlo con sus pala­
bras, causa angustia. En ese punto de articulación aparece el íntimo pero
no muy conspicuo vínculo entre los dos temas principales de Inhibición,
síntoma y angustia: la angustia y los mecanismos de defensa. Pero Freud
hizo más que revisar su primera explicación de esa relación. La invirtió.
La represión, estaba diciendo, no crea angustia; la angustia crea represión.
En esta nueva formulación teórica, Freud le asignaba a la angustia una
tarea que ni él ni otros psicólogos habían reconocido antes: el niño, al
desarrollarse, aprende a predecir lo que Freud denominó situaciones de peli­
gro, y responde con angustia a la aparición esperada de tales situaciones.
En otras palabras, la angustia puede actuar como señal de posibles trau­
mas futuros. De modo que Freud, en su nueva concepción, veía la angus­
tia, no como una respuesta pasiva, sino como un elemento de acción men­
tal.
Esa inversión podía parecer sorprendente, pero Freud había tenido con­
ciencia durante décadas de que el estudio serio de la angustia con toda segu­
ridad daría lugar a una gran serie de complejidades. En algunos de sus pri­
meros artículos psicoanalíticos ya había diferenciado la angustia realista y
la angustia neurótica, observando que los ataques de angustia pueden ser
respuestas a presiones internas o a peligros extemos. En cualquiera de los
dos casos, la angustia surge cuando la mente no puede controlar los estí­
mulos que la bombardean. Quedaba por definir la naturaleza de la angustia,
catalogar sus fuentes y, tal vez, diferenciar sus tipos. A esa tarea se consa­
gró Freud en su ensayo de 1926. Para Rank, como sabemos, la experien­
cia del nacimiento era en realidad la única causa de angustia que importa­
ba; todo posterior ataque de angustia representaba simplemente el modo
que tenía la mente de controlar con éxito ese Ur-trauma. Freud, que des­
confiaba de los esquemas simples y de las causas únicas, interpretó la
explicación de Rank como una exageración tendenciosa que privilegiaba
un solo aspecto de la rica y variada experiencia de la angustia.
La angustia, tal como Freud la estaba definiendo, es un sentimiento
penoso acompañado por sensaciones físicas definidas. El trauma del naci­
Continentes negros [543]

miento es el prototipo de todos los estados de angustia; evoca la respuesta


(cambios fisiológicos pronunciados) que estos últimos estados imitarán.
Freud no tenía ninguna duda en cuanto a que el niño tiene en sí mismo un
cierto grado de preparación para la angustia; en una palabra, la reacción de
angustia es innata. Pero los niños pequeños padecen muchas angustias que
no pueden rastrearse hasta la experiencia del nacimiento: miedo a la oscu­
ridad, miedo a la ausencia de las personas que atienden sus necesidades. Si
bien no les asignó una cronología precisa, creía que cada fase del desarro­
llo mental queda someramente esbozada por su propia angustia caracterís­
tica: al trauma del nacimiento le sigue la angustia de separación, a su tur­
no sucedida por el miedo a la pérdida del amor, la angustia de castración,
el sentimiento de culpa y el miedo a la muerte. De modo que las angustias
generadas por un superyó castigador sólo surgen después de que otras
angustias hayan realizado su trabajo. *80
Freud no sostuvo que un tipo de angustia reemplaza a todas las otras.
Todo lo contrario; cada una puede persistir en lo inconsciente a lo largo de
toda la vida, y ser reactivada en cualquier momento. Pero todas las angus­
tias, tarde o temprano, comparten una sensación de perentoriedad, muy
incómoda, de desvalimiento, de incapacidad para controlar excitaciones
abrumadoras (tenores, deseos y emociones). Para recapitular, la formula­
ción más importante de Freud era la siguiente: la angustia es un informe
admonitorio de que más adelante nos espera un peligro. Para el sentimien­
to en sí, no tiene importancia que el peligro sea real o imaginario, evalua­
do racionalmente o sobreestimado histéricamente; sus fuentes varían
muchísimo, y casi lo mismo sus efectos fisiológicos y psicológicos.
Al reformular drásticamente la definición de la angustia, Freud pasó de
lo particular a lo general. Empezó a interesarse por la angustia al escuchar
a sus analizandos; en el nuevo enfoque, que la describía como una señal-
guía que permite a los seres humanos navegar a través de los peligros de
la vida, las conclusiones extraídas de sus exploraciones especializadas en
psicopatología quedaban traducidas a leyes psicológicas aplicables a toda
persona, neurótica o no. Desde la perspectiva de Freud, la leyenda del ino­
cente e intrépido Sigfrido que emprende el aprendizaje del miedo podría ser
la metáfora de un ingrediente esencial de la maduración humana: un modo
de definir la educación consiste en verla como el proceso de descubrir los
usos del miedo y de aprender a diferenciar lo que hay que temer, lo que hay
que evitar y lo que se puede considerar fiable. Privados por completo de
angustia, los seres humanos se encontrarían totalmente indefensos ante
los impulsos intemos y las amenazas externas: serían, sin duda, menos
que humanos.

Las observaciones sobre las defensas que Freud diseminó en Inhibi­


ción, síntoma y angustia demostraron ser tan fértiles para la teoría psicoa­
nalítica como la inversión radical de sus ideas sobre la angustia (quizás
[544] Revisiones: 1915-1939

incluso más fértiles). Pero esas observaciones dieron mucho trabajo a sus
partidarios, durante la vida del maestro y más tarde, pues las páginas de
Freud sobre las defensas son poco más que sugerencias rápidamente bos­
quejadas de grandes posibilidades teóricas. En 1926 Freud dejó perfecta­
mente claro que la angustia y la defensa tienen mucho en común. Si la
angustia es el centinela que hace sonar la alarma, las defensas son las tro­
pas movilizadas para detener al invasor. Las maniobras defensivas pueden
ser mucho más difíciles de detectar que la angustia, pues actúan casi total­
mente bajo la cubierta protectora y apenas penetrable de lo inconsciente.
Pero, lo mismo que la angustia, las defensas están situadas en el yo;
como la angustia, son modos de control demasiado humanos, demasiado
falibles, e indispensables. En realidad, una de las cosas más importantes
que hay que decir sobre las defensas es que, aunque empiecen siendo sier-
vas de la adaptación, pueden convertirse para ésta en obstáculos intransi­
gentes.
Freud reconoció que había descuidado durante mucho tiempo la cues­
tión de cómo exactamente el yo se defiende de sus tres adversarios: el ello,
el superyó y el mundo. «En relación con el examen del problema de la
angustia —escribió con algo de arrepentimiento— he vuelto a un concep­
to o (para decirlo con más modestia) una expresión que sólo empleé al
principio de mis estudios, hace treinta años, para abandonarla más tarde.
Estoy hablando del “proceso defensivo”. Después reemplacé esta expresión
por la palabra “represión”, pero la “relación entre una y otra quedó sin
definir”». Esto no aclaraba casi nada. En realidad, Freud diferenció primero
con claridad diversos mecanismos de defensa, y después confundió todo el
planteamiento al emplear uno de sus conceptos psicoanalíticos preferidos,
el de represión, para caracterizar y designar tanto la técnica mental de
negarle a ciertas ideas el acceso a la conciencia como todos los otros
modos de rechazar las excitaciones desagradables. Estaba dispuesto a corre­
gir esa imprecisión volviendo al «antiguo concepto de “defensa”», como
“designación general de todas las técnicas” que emplea el yo en los con­
flictos capaces de provocar la neurosis, «mientras que “represión” sigue
siendo el nombre de uno de los métodos de defensa». *81
Los beneficios de la reactivación que realizó Freud de sus primeras
formulaciones fueron sorprendentes. La represión conservaba su estatus
privilegiado entre las estratagemas de defensa, y también su lugar históri­
co en la teoría psicoanalítica. Pero, si bien casi todas las tácticas defensi­
vas imitan a la represión en el designio de impedir el acceso a la concien­
cia de cierto material psicológico, por otra parte tienen recursos propios.
A algunos de ellos Freud los había descrito en trabajos anteriores y en sus
historiales. El yo puede defenderse de impulsos instintuales inaceptables
mediante la regresión a una fase anterior de la intergración mental en la
que tales impulsos son enmascarados y desarmados. El neurótico puede
tratar de escapar de sus sentimientos hostiles y destructivos dirigidos con­
Continentes negros [545]

tra personas amadas convirtiendo sus odios prohibidos en un afecto exage­


rado. Esto no es todo; la mente cuenta con otras armas defensivas.
Muchas de ellas, como la proyección, ya eran conocidas por los lectores
de Freud. En Inhibición, síntoma y angustia añadió dos tácticas que no
había mencionado antes: la “anulación retroactiva” y el “aislamiento”. La
primera es una especie de “magia negativa” que procura barrer no sólo las
consecuencias de una experiencia sino la experiencia misma: milagrosa­
mente, lo que ha sucedido no ocurrió nunca. La segunda táctica, que Freud
consideró característica del neurótico obsesivo, consiste en un esfuerzo
tendente a separar las fantasías o recuerdos obscenos, aterradores, vergon­
zosos, de los afectos que en realidad forman parte de ellos. * 82 Sólo la
reimplantación del antiguo nombre colectivo de “defensa” podía —a juicio
de Freud— hacer justicia a los muchos modos en que la mente se protege
de los otros y de sí misma.
Como en el caso de la angustia, con respecto a las defensas la explica­
ción de Freud se fundó en gran medida en las observaciones realizadas en
su lugar favorito: la cómoda silla situada detrás del diván en el que se ten­
dían sus pacientes. En Inhibición, síntoma y angustia volvió a recordar,
casi nostálgicamente, algunos de los casos más preciados: el pequeño
Hans, el Hombre de las Ratas, el Hombre de los Lobos. No veía razón
alguna para desatender esas fuentes de información. Después de todo, las
resistencias que los analizandos desarrollan para impedir el cambio de sus
hábitos neuróticos, para aferrarse a su sufrimiento con tal de no obtener
comprensiones penosas, son defensas en acción. Pero, como Freud bien
sabía, los neuróticos no tienen el monopolio de tales estratagemas; se
limitan a exagerar, en una caricatura inequívoca y fácilmente legible, las
prácticas de los mortales corrientes. Por ejemplo, el aislamiento puede ser
una especialidad de los obsesivos, pero es el equivalente neurótico de la
concentración: retirar la atención de estímulos que nos perturban es un
proceso mental parfectamente normal destinado a permitir la realización
del trabajo. De modo que, lo mismo que la angustia, las defensas son uni­
versales, esenciales para todos los seres humanos. Esto era lo que la refle­
xión sobre El trauma del nacimiento le había enseñado a Freud. Con el
acto mismo de separarse de Freud, Rank le había servido mejor de lo que
suponía.
[546] Revisiones: 1915-1939

LOS DILEMAS DEL DOCTOR

El aspecto más bien poco pulido del libro de Freud


sobre las defensas y la angustia, con sus repeticiones y
defectos formales se pone sobre todo de manifiesto
cuando se lo compara con el nivel habitual del maes­
tro. En todo caso, esas debilidades no anunciaban una
pérdida permanente de las aptitudes literarias, pues en
1926, el mismo año de Inhibición, síntoma y angustia, Freud publicó
otro pequeño libro, en el que desarrollaba su antigua inspiración estilísti­
ca, su acostumbrado ingenio satírico: ¿Pueden los legos ejercer el análi­
sis? Se trata de una mezcla de polémica y divulgación que hay que situar,
como legible introducción al psicoanálisis, entre los más gratos esfuerzos
persuasivos de Freud. Significativamente, Freud optó por desarrollar su
argumentación en forma de diálogo, un recurso literario que invita a la
exposición informal y que había empleado antes más de una vez.
Sin duda el hecho de que el folleto se inspirara en un debate entonces
en curso provocó que Freud movilizara de nuevo esa belicosidad segura de
sí misma que había sido tan típica de él. A fines de 1924, un alto persona­
je del mundo médico austríaco le pidió a Freud una opinión experta sobre
el tema del análisis lego. Freud le escribió a Abraham lleno de optimis­
mo, que “en todas estas cuestiones espero que las autoridades me escu­
chen”. *83 No se trataba de algo muy sencillo. A principios del año
siguiente, los burócratas municipales, aparentemente alertados por Wil-
helm Stekel sobre la presencia en Viena de analistas legos, acusaron a
Theodor Reik de “ejercicio ilegal de la medicina”.*84 Reik, uno de los
seguidores jóvenes de Freud, se presentó ante los magistrados de la ciudad
y explicó sus procedimientos. A continuación hubo acaloradas discusio­
nes, testimonios de expertos y riñas judiciales. Se ordenó a Reik que
abandonara el análisis. En lugar de hacerlo, éste consultó a un abogado,
reclutó el apoyo de Freud, presentó una apelación y durante algún tiempo
continuó con su práctica. *85 Pero en la primavera siguiente, un paciente
norteamericano, Newton Murphy, lo demandó acusándolo de curandero.
Murphy, un médico, había ido a Viena a analizarse con Freud, que no dis­
ponía de horas libres, y lo envió a Reik, con quien el americano parece
que trabajó durante algunas semanas. Los resultados debieron ser suma­
mente insatisfactorios, pues de otro modo Murphy, que obviamente, en
pricipio, no era hostil al psicoanálisis, no habría llevado a Reik ante la
justicia. Freud no vaciló; ¿Pueden los legos ejercer el análisis?, escrito en
el plazo de un mes, fue el resultado.
Freud no convirtió en ningún secreto el hecho de que escribir el folle­
to era el resultado de los acontecimientos de aquel día: el funcionario con
el que había tratado y que le pidió sus documentadas opiniones sobre el
Continentes negros [547]

caso, le sirvió de modelo para la figura del interlocutor interesado pero no


convencido. Estaba claro que el propio Freud aparecía en persona. Pfister,
a quién le envió un ejemplar de ¿Pueden los legos ejercer el análisis?,
exclamó con entusiasmo que ningún otro texto de Freud era tan fácil, tan
comprensible. “Y sin embargo todo brota de las profundidades.” Se podría
sospechar cierta parcialidad en Pfister, que estaba en lucha continua con
los psicoanalistas médicos de Suiza y se sentía orgulloso de ser uno de los
“primeros discípulos legos” *86 de Freud. Pero el polémico texto de Freud
le daba la razón.

Freud lucho por Reik como habría luchado por sí mismo. “No pre­
tendo —le escribió a Paul Fedem en marzo de 1926, cuando el debate
sobre el análisis lego sacudía a la Sociedad Psicoanalítica de Viena— que
los miembros compartan mis opiniones, pero las defenderé en público, en
privado y en los tribunales”. Después de todo, agregó, “la lucha por el
análisis lego tendrá que librarse de un momento a otro. Mejor ahora que
más tarde. Mientras viva, yo me rebelaré contra el hecho de que la medici­
na se trague al psicoanálisis”. *87 En realidad, Freud estaba luchando por
su propia causa: si bien los afanes de Reik ante los tribunales de Viena en
aquel momento impulsaban a Freud a comprometerse en letras de imprenta
en la defensa del análisis lego, su interés por el problema databa de anti­
guo. Freud tenía conciencia de que, de manera más o menos indirecta, era
responsable de las dificultades que afrontaba Reik, y ello debió de intensi­
ficar su vehemencia y su tenacidad.
Los dos hombres se conocieron en 1911, después de que el maestro
leyera la tesis doctoral de Reik sobre el extraño relato de Flaubert titulado
La tentación de San Antonio. Reik nunca olvidó ese primer encuentro.
“Yo estaba en lucha con mis profesores”, que desaprobaban que un estu­
diante de literatura y psicología escribiera una tesis siguiendo directrices
freudianas. Una fortuita observación despectiva de uno de sus profesores de
psicología llevó a Reik a leer la Psicopatología de la vida cotidiana, y a
continuación devoró cuanto texto de Freud cayó en sus manos, como
había echo Otto Rank unos años antes. Le envió a Freud el manuscrito de
su tesis, y éste, intrigado, le invitó a que lo visitara. Al subir por las esca­
leras de Berggasse 19 —recordó Reik muchos años más tarde— “me sentía
como una jovencita que acude a una cita, tan fuerte latía mi corazón”.
Después entró en el consultorio, donde Freud trabajaba “rodeado por las
estatuillas egipcias y etruscas que tanto amaba”. Resultó que “conocía el
libro de Flaubert mucho mejor que yo, y lo discutimos detenidamente”. *88
Pronto empezaron a considerar cuestiones más importantes. Reik pro­
yectaba inscribirse en la facultad de medicina, pero Freud “dijo que no, que
él tenía otros planes para mí. Me recomendó dedicar mi vida al psicoanáli­
sis y a la investigación psicoanalítica”. *8’ Como sabemos, Freud sembra­
ba un tanto discrecionalmente ese tipo de consejos. Pero con Reik no se
[548] Revisiones: 1915-1939

limitó a eso; apoyó su recomendación con una base tangible. Durante


algunos años, le envió regularmente dinero al joven, que no tenía un cén­
timo; además le encontró un empleo. Y lo introdujo en la Sociedad Psico­
analítica de Viena, donde Reik, nunca torpe tratándose de hablar o escribir,
intervino pronto con comentarios y leyó trabajos. “Obviamente tiene
defectos —le escribió Freud a Abraham, que, a petición de Freud, estaba
tratando de allanarle el camino a Reik en Berlín— pero es un buen mucha­
cho, modesto, con una gran dedicación, convicciones firmes y que escribe
bien”. *5» A instancias de Freud, había nacido otro analista lego. Y sobre­
vivió al desafío planteado a su práctica. Los titulares del New York
Times dispuestos sobre el encabezamiento del correspondiente despacho
—“Viena, 24 de mayo de 1927”— resumieron como sigue el desenlace del
juicio contra Reik: “Americano pierde juicio contra Freud / El descubridor
del psicoanálisis dice que puede funcionar sin la ciencia médica”. A Freud
(que, a pesar de esos titulares, no había sido el acusado) se le citaba
diciendo: “Un médico no puede practicar el psicoanálisis porque siempre
tiene en mente la medicina , que no es necesaria en los casos en que mi
tratamiento puede funcionar”. *« Los cargos contra Reik fueron retirados
y, por el momento, el análisis lego quedó a salvo.

Freud advirtió por primera vez los riesgos que corrían quienes no
eran médicos en la práctica analítica unos trece años antes, en 1895, en su
famoso sueño de la inyección de Irma. Había soñado que Irma, paciente
suya, podría estar padeciendo una enfermedad orgánica que él había diag­
nosticado como —o más bien confundido con— un síntoma psicológico.
Ese era el peligro que quienes se oponían al análisis lego repetidamente
citaban como unas de sus principales preocupaciones. Pero Freud pensaba
que se trataba de un problema que podía controlarse. En 1913, en unas
notas preliminares a un libro de Pfister, siguió con su ofensiva, negando
llanamente que los terapeutas psicoanalíticos necesitaran formación médi­
ca. Por el contrario, “la práctica del psicoanálisis tiene mucho menos
necesidad de estudios médicos que de una formación en psicología y de una
clara comprensión humana. La mayoría de los médicos —agregó un tanto
maliciosamente— no están dotados para el trabajo del psicoanálisis”, y
por lo general han fracasado tristemente al intentarlo. *92 En consecuencia,
era natural que algunos de los más destacados partidarios de Freud —de
Otto Rank a Hanns Sachs, de Lou Andreas-Salomé a Melanie Klein, y por
supuesto la psicoanalista de su propia casa, su hija Anna— no fueran
médicos. Además, jóvenes de talento reclutados para la causa eran compa­
ñeros de camino (profesores de literatura como Ella Freeman Sharpe, peda­
gogos como August Aichhom, historiadores del arte como Emst Kris) y
demostraban ser clínicos competentes y teóricos imaginativos. Sus prime­
ros textos dejan bien claro que la defensa que Freud hacía de los analistas
legos no era consecuencia de una necesidad circunstancial de proteger a
Continentes negros [549]

alguno de ellos; sino que era un efecto natural de lo que él percibía como
la naturaleza esencial del psicoanálisis. Freud ya había apostado fuerte­
mente por el análisis lego años antes de que Theodor Reik entrara en con­
flicto con la legislación austríaca.

La defensa realizada por Freud del análisis lego no era un llama­


miento a diagnosticar con ligereza y amateurismo; sostuvo sistemática­
mente que todo analizando potencial tenía que ser sometido primero a un
examen médico. En ¿Pueden los legos ejercer el análisis? subrayó este
punto. Después de todo, era posible que los síntomas físicos que un entu­
siasta analista lego podría atribuir a una conversión histérica —como él
había hecho en el sueño de la inyección de Irma— fueran en realidad sig­
nos de una enfermedad física. Con esta excepción, Freud pensaba que era
probable que la formación médica resultara una desventaja. Durante toda
su vida, Freud quiso preservar la independencia del psicoanálisis respecto
de los médicos, no menos que respecto de los filósofos.
Es cierto que después de la guerra las cuatro quintas partes de sus “dis­
cípulos” eran médicos, pero él nunca se cansó de insistir en que “los médi­
cos no pueden ejercer ninguna reivindicación histórica del monopolio del
análisis”. Un médico mal dotado jugando al análisis no es de hecho mejor
que un curandero. Desde luego, agregaba Freud, es innecesario decir que el
que no es médico tiene que estar completamente versado en todos los ele­
mentos del psicoanálisis y saber algo de medicina, pero “es injusto e
inconveniente que una persona que quiere liberar a otra del tormento de
una fobia o una obsesión sea obligada a dar el rodeo de los estudios médi­
cos”. En síntesis, “no consideramos en absoluto deseable que la medicina
se trague al psicoanálisis —ésta era sin duda una de las metáforas favoritas
de Freud— ni que el psicoanálisis termine en el depósito de los manuales
de psiquiatría”.
Freud estaba tan decidido respecto de esta cuestión que no vaciló en
cuestionar las motivaciones de sus oponentes; afirmó que la resistencia al
análisis lego era en realidad una resistencia al análisis en general. Tenien­
do en cuenta la estatura y los argumentos de los psicoanalistas que estaban
del otro lado acerca de este problema, semejante acusación parece demasia­
do fácil y tendenciosa. Si bien Freud aducía las mejores razones (por lo
menos entre las de tipo intelectual), la oposición no era simplemente
irresponsable o fundada en intereses personales. Un cuarto de siglo más
tarde, abordando el problema desde su punto de vista británico, Ernest
Jones lo consideró “un dilema central del movimiento psicoanalítico, para
el que todavía no se ha hallado solución”. Freud —escribió Jones— esfor­
zándose por ser justo con todos, “se mantenía alejado del torbellino del
mundo exterior, y era lógico que mirara a la distancia y evocara visiones
del futuro lejano”. *94 Desde luego, Freud tenía todo el derecho a permitirse
visiones fantásticas como la de una universidad para psicoanalistas en la
[550] Revisiones: 1915-1939

que a los no fueran médicos se los introduciría en la biología y la psiquia­


tría. *” “Pero quienes ocupábamos posiciones más humildes en la vida
estábamos obligados a mirar más de cerca y a sortear con éxito contingen­
cias más inmediatas.” El grandioso programa de Freud podía ser cautivador
—concluye Jones—, pero mientras tanto había que afrontar realidades más
mundanas.

Esas realidades eran demasiado importantes como para ignorarlas.


Los psicoanalistas se sentían bajo la presión de tener que apaciguar a un
público al que en modo alguno habían logrado convencer, y al mismo
tiempo debían conducir con tacto (a veces incluso con un toque de servi­
lismo) las relaciones con los psiquiatras y médicos de su establishment
local. En 1925, el psicólogo J. McKeen Cattell, entonces presidente de la
Asociación Americana para el Progreso de la Ciencia, menospreció al psi­
coanálisis, afirmando que era “no tanto una cuestión de ciencia como de
gusto, siendo el doctor Freud un artista que vive en el país mágico de los
sueños entre los ogros del sexo pervertido”. *97 Cattell no representaba a
todo el mundo, pero tenía las influencias suficientes como para amenazar
las aspiraciones de los psicoanalistas al reconocimiento profesional.
A los argumentos de Cattell les prestaba un peso adicional la prolifera­
ción de charlatanes que pretendían ser analistas. El mismo año del comenta­
rio despectivo de Cattell, un ciudadano norteamericano llamado Homer
Tyrell fue llevado a un tribunal londinense bajo la acusación de “charlatán
peligroso”. En su consultorio de Gordon Square, una zona residencial de
Bloomsbury, cobraba dos guineas por la hora de consulta, y pronunciaba
conferencias sobre “filosofía del individualismo”. *’8 Si bien algunos ciuda­
danos eminentes, incluido el obispo de Lincoln, dieron buenas referencias
de Lane, el fiscal sugirió oscuramente una “conducta impropia con alumnas
de una escuela de niñas con la que estaba relacionado”. Lane fue condenado
a un mes de prisión, pero finalmente la sentencia fue anulada; se le impuso
una multa de cuarenta chelines y tuvo que prometer que abandonaría Ingla­
terra en el plazo de un mes, para no volver nunca. *” En los documentos
judiciales, Lane era definido como psicoanalista.
También en 1925, en Manhattan, el reverendo Charles Francis Potter,
hablando sobre “psicoanálisis y religión” en la Iglesia Unitaria de West
Side, advirtió que los “charlatanes del psicoanálisis” habían perjudicado a
muchas personas. Su solución consistía en que se exigiera a los analistas
una autorización especial. “Parece increíble pero es un hecho —dijo— que
mientras que un médico debe contar con diez años o más de educación y
preparación para poder tratar los cuerpos de los hombres, un analista, que
presume de poder tratar ese organismo aun más delicado que es la mente
humana, pueda colgar su cartel y cobrar 25 dólares por cada consulta sin
más preparación que la lectura de Freud y Jung durante diez días.” *100 Eso
era precisamente lo que temían los psicoanalistas: charlatanes como Lane
Continentes negros [55 1]

que aparecían en los periódicos, detractores como Potter que con sus opi­
niones endurecían la resistencia de un público más amplio.
En consecuencia, a mediados de la década de 1920, los analistas de
Francia, Inglaterra y, más vehementemente, Estados Unidos, refunfuñaban
que demasiados advenedizos que se llamaban a sí mismos terapeutas esta­
ban tratando de aprovecharse de —y conseguían subvertir— el prestigio ya
alcanzado por el psicoanálisis, fuera éste el que fuere. Según un importan­
te psicoanalista norteamericano, Smith Ely Jelliffe, le escribió a Emest
Jones en 1927, «los muchos “cultos”» como “la Ciencia Cristiana, la
curación mental, el'coueísmo y otros aspectos innumerables de las prácti­
cas pseudomédicas”, nunca habrían llegado a ser tan importantes «si el
“doctor” hubiera estado en su puesto». *10i Fueran quienes fueren los res­
ponsables de ese estrepitoso caos, los verdaderos psicoanalistas tenían que
distanciarse decisivamente de todos los charlatanes. Los “discípulos”
extranjeros de Freud, al volver a sus países de origen para ejercer la profe­
sión, estaban empezando a reflexionar sobre las recompensas de la respeta­
bilidad y a constituir establishments profesionales para salvaguardarlas.
En esa empresa, era probable que los analistas legos aparecieran como
intrusos que contribuían a crear confusión y problemas.

Freud tenia otras ideas. Precisamente porque era médico, podía per­
mitirse hablar sin ningún interés personal en defensa de los legos bien
adiestrados. Orquestó, en consecuencia, una valerosa campaña, pero sus
victorias fueron esporádicas y limitadas. La disputa se hizo más intensa;
generó debates inconclusos en los periódicos psicoanalíticos y resolucio­
nes contemporizadoras en los congresos de psicoanalistas durante toda la
década de 1920, y más allá. Los institutos del mundo occidental realizaban
prácticas diversas, pero la mayoría empezó a exigir un título de médico
como prerrequisito para la admisión, o bien añadió a la formación de legos
molestas restricciones. Sobre esta cuestión (según muchos, sólo sobre
esta cuestión) los analistas, que deificaban a Freud y apelaban a sus escri­
tos como si fueran las sagradas escrituras, hicieron oídos sordos a sus
deseos y se arriesgaron a provocar su disgusto. A.A. Brill dijo lo que pen­
saban muchos de esos leales puntillosos cuando escribió en 1927 que:
“Hace mucho, mucho tiempo aprendí a aceptar lo que el maestro ofrece
incluso antes de quedar convencido de que las cosas son así en función de
mis propios conocimientos, pues la experiencia me ha enseñado que cada
vez que un enunciado [de Freud] me parece poco creíble o incorrecto, pron­
to descubro que estoy equivocado; era mi propia falta de experiencia lo que
provocaba la duda. Sin embargo, durante muchos años he tratado con
empeño de estar de acuerdo con el maestro acerca de la cuestión del análi­
sis lego, pero no he podido aceptar su punto de vista”. En la defensa de su
concepción, el “maestro” había sido “brillante” pero en última instancia
poco convincente. *102
[552] Revisiones: 1915-1939

El tema era tan explosivo que en 1927 Eitingon y Jones decidieron


organizar un simposio internacional; todas las intervenciones se publica­
rían simultáneamente en el Internationale Zeitschrift en alemán y en el
International Journal of Psycho-Analysis en inglés. Más de una veintena
de participantes, prácticamente todos los analistas más famosos de una
media docena de países, expusieron sus posiciones en declaraciones conci­
sas o pequeños ensayos. No hubo sorpresas, salvo (tal vez) con una
excepción: Freud no pudo presentar en formación ni siquiera a sus propias
tropas locales. Desde luego, Theodor Reik, un tanto jocosamente, confesó
que su posición no era muy desinteresada, y defendió el análisis lego,
basándose en una analogía con el saber psicológico que poseían los sacer­
dotes y los poetas. Pero otros vieneses, entre ellos algunos de los más
antiguos partidarios de Freud, rechazaron esa línea de razonamiento.
Eduard Hitschmann, que se había unido al grupo de los miércoles por la
noche en 1905, y que en ese momento dirigía la clínica psicoanalítica de
Viena, dijo llanamente: “Me aferro con fuerza a la norma legal establecida
por el ministro de salud, según la cual el psicoanálisis está en el área de la
medicina”. *103 Isidor Sadger, otro de los primeros partidarios de Freud, no
fue menos categórico: “Sostengo con firmeza y por principio que las per­
sonas enfermas tienen que ser tratadas exclusivamente por médicos, y que
debe evitarse el análisis de tales personas por parte de analistas legos”. *104
Incluso Félix Deutsch, aunque por razones personales deseaba con
extrema ansiedad agradar a Freud, no pudo hacer nada mejor que disimular
su opinión real con definiciones retorcidas, y no resistió a la tentación de
concluir afirmando que “el negocio de curar es un asunto de los médi­
cos”. *105 Desde luego, entre los participantes en el simposio había quie­
nes estaban de aceurdo con Freud: algunos de los psicoanalistas ingleses
(Edward Glover, John Richman y otros) no veían ningún problema en que
terapeutas que no fueran médicos realizaran análisis, siempre y cuando la
terapia se diferenciara de modo tajante del diagnóstico, que debía reservarse
a “personas con calificación médica”. *106 Inglaterra, de hecho, seguía sien­
do un país en el que florecía el análisis lego: aproximadamente el 40 por
ciento de sus analistas —recuerda Jones— no eran médicos. *107 Igualmen­
te alentadora fue para Freud la resolución aprobada por la Sociedad Psicoa­
nalítica Húngara de Budapest, en la que se afirmaba que el análisis lego,
según el libro de Freud demostraba teóricamente, «no sólo se justifica
sino que, para servir mejor al progreso de nuestra ciencia, es incluso de­
seable y, por otro lado, en la práctica, el “análisis lego” en Hungría (...)
hasta el momento no ha provocado ningún daño a los pacientes». *108 Un
participante en el simposio, Hermann Nunberg, uno de los más promete­
dores jóvenes vieneses, llegó a atribuir a quienes se oponían al análisis
lego un interés puramente egoísta. “Tengo la impresión —escribió— de
que la resistencia a la práctica del psicoanálisis por parte de legos no está
siempre basada en consideraciones puramente teóricas. Me parece que tam­
Continentes negros [553]

bién entran en juego otros motivos, como el prestigio médico y razones


de orden económico. En nuestras filas, como en todas partes, la lucha eco­
nómica encuentra su ideología”. *109
En su propia intervención, más tarde impresa como apéndice a ¿Pue­
den los legos ejercer el análisis?, Freud reiteró los argumentos ya conoci­
dos. Con un estado de ánimo nostálgico, insertó una reflexión autobiográ­
fica que ha sido muy citada: “Puesto que yo mismo estoy implicado en la
cuestión, puedo ofrecer a los interesados alguna reflexión sobre mis pro­
pios motivos. Después de cuarenta y un años de actividad médica, mi
autoconocimiento me dice que no he sido realmente un verdadero médico.
Llegué a ser médico como consecuencia de una desviación obligada con
respecto a mi intención original, y el triunfo de mi vida reside en lo
siguiente: después de un gran rodeo, he vuelto a encontrar mi dirección
inicial”. Pensaba que su “predisposición sádica no era muy fuerte, de
modo que necesité desarrollar sus derivaciones”. Tampoco recordaba haber
jugado a ser doctor: “Evidentemente, mi curiosidad infantil tomó otros
rumbos. En mi juventud creció abrumadoramente en mí la necesidad de
entender algo de los enigmas de este mundo y tal vez de contribuir en algo
a su solución”. Estudiar medicina le había parecido la mejor vía para reali­
zar sus ambiciones. Pero desde el principio sus intereses se habían centra­
do en la investigación en zoología, química y, finalmente, en psicología,
“bajo la influencia de von Brücke, la mayor autoridad que ha influido
sobre mí”. Si finalmente inició su práctica médica, lo hizo por razones
económicas: observó que su “situación material” había sido “lastimosa”.
Pero —y esto, desde luego, era lo importante de esa excursión en los días
de su juventud— “creo que la ausencia en mí de una correcta disposición
médica no ha dañado mucho a mis pacientes”.5 *110

Freud tuvo que reconocer que su informe no clarificó mucho la cues­


tión del análisis lego, y es cierto que consiguió sólo unos pocos proséli­
tos para su posición, incluso aunque (señaló con modestia) había tratado
por lo menos de moderar algunas concepciones extremas. *m En diversas
cartas dirigidas a sus íntimos y a extraños por igual, se quejó de la parcia­
lidad de los médicos. “Los analistas que son médicos —escribió en octu­
bre de 1927— se han inclinado demasiado a realizar investigaciones próxi­
mas a lo orgánico, más que investigaciones psicológicas”. *112 Un año

5 Estos capítulos debieron haber demostrado que esta autoevaluación subjeti­


va exige dos correcciones: Freud tenía accesos de motivación humanitaria, si
bien en última instancia la investigación seguía siendo para él un interés más
fuerte que la curación. Y su descripción del curso de su vida como un largo rodeo
que lo apartó del plan original no tiene en cuenta el tipo de trabajo teórico,
incluso filosófico, que realizó no sólo en sus últimos años, desde la década de
1920 en adelante, sino también en una época tan temprana como la década de
1890.
[554] Revisiones: 1915-1939

más tarde, en una carta a Eitingon, se declaró más o menos resignado a la


derrota; ¿Pueden los legos ejercer el análisis? —dijo— “era un fracaso”
(ein Schlag ins Wasser). Había querido crear en los analistas un senti­
miento colectivo con respecto a este problema, pero sin éxito. “Fui, por
así decirlo, un general sin ejército”. *113

No resulto inesperado que los verdaderos malos de la película


—según descubrió Freud— fueran los norteamericanos. Sin duda los psi­
coanalistas norteamericanos eran los que con más intransigencia se opo­
nían al análisis lego en cualquier parte. En sus comentarios publicados al
respecto, Freud expresó su irritación con más prudencia que en su corres­
pondencia: “La resolución de nuestros colegas norteamericanos contra el
análisis lego —escribió en el apéndice de ¿Pueden los legos ejercer el
análisis?— determinada esencialmente por motivos prácticos, me parece
poco práctica, pues no puede alterar uno de los elementos que dominan la
situación. Prácticamente equivale a un intento de represión”. Y para con­
cluir preguntaba si no sería mejor aceptar la existencia de analistas legos y
procurar formarlos del modo más completo posible. *114
Era una pregunta retórica, de la que él conocía la respuesta. Los norte­
americanos eran en gran medida una causa perdida, y lo habían sido más o
menos desde el principio. La Sociedad Psicoanalítica de Nueva York, que
A.A. Brill había fundado en febrero de 1911, estaba constituida por médi­
cos. Sus estatutos reconocían a miembros no plenos, que podían ser aque­
llos que “se interesaban activamente en el psicoanálisis”, *115 pero en la
mente de los miembros plenos quedaban pocas dudas de que sólo a los
médicos se les debía permitir el análisis de pacientes. En 1921, para no
dar lugar al menor equívoco, Brill subrayó con energía ese punto en la
introducción de su popular Fundamental Conceptions of Psychoanalysis;
lamentablemente —escribió— el psicoanálisis ha “atraído a muchos char­
latanes y curanderos que hallan en él un medio para la explotación de las
clases ignorantes por la vía de prometer la cura de todas sus dolencias”.
Desde luego, en todas las ramas de la medicina había tipos de esa calaña,
pero esto no significaba que uno debiera guardar silencio en su propia
especialidad. “Como me siento un tanto responsable del psicoanálisis en
este país, quiero simplemente decir que, si bien el psicoanálisis es un des­
cubrimiento tan maravilloso en la ciencia mental como, digamos, los
rayos X en cirugía, sólo puede ser utilizado por personas con conocimien­
tos formales de anatomía y patología”.6

6 En realidad, Isador Coriat se había anticipado en mucho tiempo a Brill. En


una breve alocución de 1917 estipuló que “la práctica del psicoanálisis” debería
reservarse a personas “perfectamente formadas en la teoría psicoanalítica y en
psicopatología general. Que una persona sin formación emplee el psicoanálisis
es tan censurable como que use el radium alguien que ignora la física de la radio­
actividad, o tan peligroso como intentar una intervención quirúrgica sin conocí-
Continentes negros [555]

Aunque tal vez conscientemente, el símil de Brill era un arma en la


guerra de nervios contra los analistas legos, y una advertencia a quienes
consideraban la posibilidad de tratarse con uno de ellos. En 1921, cuando
Jelliffe, que todavía no militaba en el campo de Brill, apoyó el análisis
lego y empleó ayudantes que no eran médicos, Brill lo reprobó de modo
tajante. *117 Pero sus críticas no se aplicaban a la idea de Freud, que nunca
pretendió que se enviaran pacientes a terapeutas sin formación. La cues­
tión no tenía nada que ver con los rayos X o el bisturí del cirujano; se tra­
taba de si la facultad de medicina proporcionaba la preparación necesaria, a
lo mejor, para la práctica psicoanalítica.
La cuestión se planteó espectacularmente en 1925, cuando Caroline
Newton quiso ingresar en la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York. Culta
y bien informada, en 1921 se había analizado durante cierto tiempo con
Freud, *118 y, de regreso a los Estados Unidos, estaba traduciendo los escri­
tos de Rank. Pero no era médica, lo que para el establishment psicoanalí-
tico de Nueva York constituía un defecto fatal. La sociedad le hizo conocer
sin demora el asunto a Abraham, en aquel entonces presidente de la Aso­
ciación Psicoanalítica Internacional.7 Los neoyorkinos, informó Abraham
en una nota fechada en marzo, habían admitido a Newton sólo como invi­
tada, y le objetaban que hubiera empezado a realizar prácticas clínicas y a
repartir certificados. Además, agregaba Abraham, querían introducir una
enmienda en la constitución de la asociación internacional, con el objeto
de que los miembros de una sociedad no tuvieran que ser automáticamente
aceptados como miembros de cualquier otra. El consideraba que ésa era
una demanda razonable, *119 y, con vacilaciones, también lo consideró
Freud. Pero éste aprovechó la oportunidad para castigar lo que consideraba
el egocentrismo característico de sus colegas norteamericanos. “Me parece
que las pretensiones de los americanos van mucho más lejos —le escribió
a Jones en septiembre— y que responden demasiado a intereses mezquinos
y egoístas”. *120
La desaprobación de Freud no hizo flaquear a la Sociedad Psicoanalíti­
ca de Nueva York. Alarmada y a la defensiva, la sociedad reaccionó al caso
Newton designando un comité de educación que en el futuro filtraría a los
aspirantes a miembros. Las actas correspondientes al 27 de octubre de
1925 observan concisamente que “después de un debate considerable la

mientos de anatomía”. (Isador H. Coriat, What is Psychoanalysis? [1917], 22).


En sí, este enunciado suena un tanto ambiguo, pero Coriat habla permanentemen­
te de “médicos”.
7 Las actas de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York del 24 de febrero de
1925 registran que a Caroline Newton se le habían retirado sus derechos de invi­
tada, y al secretario correspondiente se le dieron instrucciones de que escribiera a
Abraham diciendo que “era esencial, por razones internas y de otro tipo”, “limi­
tar nuestras reuniones a miembros de la profesión” (es decir, por supuesto, a
médicos). (Papeles de A. A. Brill, contenedor 3, LC.)
[556] Revisiones: 1915-1939

institución decidió por unanimidad oponerse a que legos practiquen la tera­


pia psicoanalítica terapéutica”. *121 La burocratización, inevitable en las
organizaciones que van madurando, se respiraba en el aire. El mismo año,
los analistas reunidos en Bad Homburg fundaron una comisión internacio­
nal de formación, que debía establecer normas de admisión en los institu­
tos psicoanalíticos y definir métodos para el entrenamiento psicoanalítico,
cuestiones ambas que hasta ese momento habían sido controladas local­
mente con sublime despreocupación. La comisión de formación demostró
ser una bendición ambigua; generó disputas con institutos ansiosos de
conservar su autonomía. Sin embargo, ayudó a formalizar los requeri­
mientos para la candidatura y la formación de los analistas.
Aunque esa comisión de formación no hubiera existido, los analistas
norteamericanos habrían hecho conocer su opinión. “Desde luego —le
comentó Freud a Jones acerca de la postura de los norteamericanos en el
otoño de 1926—, el destino decidirá la relación final entre yA y medicina,
pero ello no implica que no debamos tratar de influir en el destino, de
intentar darle forma con nuestros propios esfuerzos”. *222 Pero el 30 de
noviembre de 1926 la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York adoptó una
resolución que el año siguiente fue incorporada a la publicación del sim­
posio sobre análisis lego, con lo cual se le dio circulación internacional.
“La práctica del psicoanálisis con fines terapéuticos —dice en una parte-
quedará restringida a los médicos (doctores en medicina) graduados en
facultades médicas reconocidas, que hayan recibido adiestramiento especial
en psiquiatría y psicoanálisis, y que satisfagan los requerimientos de la
legislación sobre la práctica médica a la que están sujetos”. Nada podía
ser más inequívoco.
Freud siguió realizando esfuerzos para convencer a los norteamerica­
nos, pero durante cierto tiempo tales esfuerzos parecieron en gran medida
inútiles. En el verano de 1927 Freud recibió una carta de Brill —la prime­
ra “en no sé cuántos años”, le comentó sarcásticamente a Jones— en la
que el último le aseguraba que «él y todos los otros “seguirán absoluta­
mente leales”» a Freud y a sus principios. Brill —decía Freud— había
tenido noticias de sus «intenciones de echar al grupo de Nueva York de la
asociación y “lamentaría mucho que ocurriera algo así”». Freud consideró
que ésta era una queja imaginaria. Le respondió a Brill “severa y sincera­
mente” diciéndole con franqueza que los americanos le habían defraudado.
Con la misma franqueza, le dijo también que si ellos se iban, la Asocia­
ción Psicoanalítica Internacional no perdería nada, ni en el terreno de la
ciencia, ni en el de la economía, ni en el del compañerismo. “Tal vez
—agregó— ahora estará ofendido, pero ya lo estaba antes. Si controlara su
irritabilidad, que es la expresión de una mala conciencia, todavía podría
producirse una buena relación”.
En 1929, Freud dijo al analista suizo Raymond de Saussure que los
americanos habían establecido una doctrina Monroe que prohibiría a los
Continentes negros [557]

europeos cualquier interferencia en sus asuntos. “En otras palabras, no he


conseguido nada con mi libro sobre el análisis lego; ellos sitúan sus inte­
reses corporativos por encima de la comunidad analítica y no ven los peli­
gros a los que están exponiendo al futuro del análisis”. *125
A principios de 1929, dado que la controversia no iba extinguiéndose,
Freud se preguntó si no sería mejor separarse pacíficamente de los analis­
tas norteamericanos, y seguir firme en la cuestión del análisis lego. *126 La
incómoda sensación de Brill acerca de que Freud tal vez quisiera excluir a
los norteamericanos no era sólo una fantasía sin fundamento. Pero en ese
punto Brill desarrolló cualidades de un estadista; negándose a situar a su
gente en una dudosa independencia, realizó significativas concesiones tác­
ticas, acordando que la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York admitiría a
algunos legos en sus filas. “Me complace extraordinariamente —le escri­
bió Freud a Emest Jones en agosto de 1929, después de que los analistas
se reunieran en Oxford— que el congreso haya concluido de una manera
tan conciliadora, acercando inequívocamente a su punto de vista a los neo-
yorkinos”.8 *127 Brill, observó Freud con gratitud, estaba librando una gran
batalla contra “todos los americanos médicos, analistas en una cuarta,
octava o décimosexta parte”. *i» Más tarde, en ese mismo año, los psicoa­
nalistas de Nueva York, influidos por los esfuerzos pacificadores de Brill,
permitieron de mala gana que analistas legos trabajaran con niños. “La
rendición de Brill en lo tocante a la cuestión del análisis lego americano
—observó triunfalmente Ferenczi en una nota de 1930— por el momento
ha eliminado este problema de la agenda”. *i» Pero acerca del análisis de
adultos, los neoyorkinos siguieron inexorables durante años. La autoridad
de Freud, aunque enorme, tenía límites; su palabra no era ley.

8 Como había estado haciendo durante algunos años, Anna Freud representó a
su padre en este encuentro internacional. Freud le aconsejó que no tomara dema­
siado en serio a Ernest Jones, ni a “todo el congreso”. “Considera Oxford una
aventura interesante, y de todos modos, alégrate de no haberte casado con
Jones”. (Freud a Anna Freud, 25 de julio de 1929, Freud Collection, LC.) A juzgar
por las notas animadas y humorísticas que envió, le hizo caso a su padre. “Más
tradición que confort”, telegrafió el 27 de julio. “¡Mantengan el rumbo!” (Freud
Collection, LC). Dos días más tarde, después de leer un trabajo, envió un segundo
telegrama: “Lectura muy bien acogida. La familia bien. Buen ánimo”. (Ibíd.) Sin
duda, contribuía a su jovalidad el hecho de pensar que no se había casado con
Jones.
[558] Revisiones: 1915-1939

La mujer, el continente negro

En los años durante los cuales las guerras intestinas


sobre la formación y las calificaciones de los candida­
tos a analistas amenazaron con fragmentar la frágil
unidad del movimiento freudiano, los analistas tam­
bién se embarcaron en una discusión sobre la psicolo­
gía de la mujer. El debate fue totalmente cortés, mode­
rado, pero penetraba hasta el núcleo de la teoría de Freud, y la cuestión
continuó acosando al psicoanálisis. A mediados de la década de 1920,
Freud predijo que sus oponentes iban a criticar sus opiniones sobre la
feminidad calificándolas de inamistosas en relación con las aspiraciones de
las mujeres, y tendenciosas en favor de los hombres. Su profecía se vio
cumplida, con más ferocidad de la que él imaginó.
Gran parte de los comentarios posteriores han descuidado la compleji­
dad de las actitudes de Freud sobre este tema que constituyen una intrinca­
da amalgama de lugares comunes aceptados, ensayos explorativos y afir­
maciones poco convencionales. Dijo sobre las mujeres algunas cosas
profundamente ofensivas, pero no todos sus pronunciamientos teóricos u
opiniones privadas fueron contrarios a las mujeres o condescendientes con
ellas. Tampoco fueron todos doctrinarios; acerca de la psicología femeni­
na, en algunos casos Freud fue escéptico. A fines de 1924, tratando de
resolver algunos enigmas planteados por Abraham sobre la sensibilidad
del clítoris y la vagina, Freud confesó que, si bien el tema le interesaba
enormemente, no sabía “absolutamente nada sobre él”. En general, admi­
tía, tal vez con demasiada jovialidad, “el aspecto femenino del problema es
extraordinariamente oscuro para mí”. *130 Incluso en 1928 le dijo a Jones
que “todo lo que sabemos del desarrollo temprano femenino me parece
insatisfactorio e inseguro”. *131 Creía haber intentado sinceramente com­
prender “la vida sexual de la mujer adulta”, pero el tema seguía intrigándo­
lo y confundiéndolo. Tenía algo de "continente negro”. *132
En aquel entonces, por lo menos dos cosas le parecían completamente
ciertas: “La primera concepción del acto sexual es oral: chupar el pene
como antes el seno de la madre; y la renuncia al onanismo del clítoris
debido a la inferioridad de este órgano, penosamente reconocida”. Esto
parecía mucho, pero “sobre cualquier otra cosa tengo que reservar mi jui­
cio”. *133 Aproximadamente en la misma época en que Freud le confesaba
su frustración a Emest Jones, le dijo a Marie Bonaparte que había estado
investigando “el alma femenina” durante treinta años, con muy pocos
resultados. Preguntó: "Was will das Weib? (“¿Qué quiere la mujer?). *134
Esta famosa observación, totalmente acorde con su descripción de la mujer
como un continente negro, es un viejo cliché en versión moderna: durante
siglos, los hombres se han defendido de su oscuro miedo al poder oculto
Continentes negros [559]

de la mujer describiendo a todo el “sexo débil” como insondable. Pero


equivale también a encogerse de hombros desvalidamente; da la medida del
descontento de Freud con respecto a las lagunas de su teoría. Incluso en
1932, todavía escribió que lo que tenía que decir sobre la feminidad era
“sin duda incompleto y fragmentario”; si sus lectores querían saber más
—les aconsejaba— tenían que “consultar a su propia experiencia vital o
volverse hacia los poetas, o aguardar a que la ciencia pueda proporcionar
información más profunda y coherente”. *135 Esas admisiones públicas no
eran sólo artilugios retóricos; como sabemos, Freud diseminó en su
correspondencia privada declaraciones similares de ignorancia. Cuando
Freud estaba seguro de algo, lo decía. Pero con respecto a la mujer no
estaba tan seguro.
Los escritos sobre la psicología de la mujer que Freud publicó entre
1924 y 1933 dominaron un debate que él había ayudado mucho a iniciar
con algunos comentarios fragmentarios a principios de la década de 1920.
Además de Karl Abraham, entre los principales oponentes a sus ideas se
contaban Ernest Jones, que trataba de lograr una posición propia; la joven
psicoanalista alemana Karen Homey, lo suficientemente franca e indepen­
diente como para desafiar públicamente al maestro en su propio campo, y
leales como Jeanne Lampl-de Groot y Helene Deutsch, que adoptaron la
posición final de Freud con pocos reparos y sólo enmiendas menores. A
diferencia de la discutible idea de una pulsión de muerte (que seguía susci­
tando una fuerte resistencia) la concepción freudiana de la feminidad se
impuso en gran medida entre los analistas: desde principios de la década de
1930 quedó establecida como más o menos canónica para la profesión.
Con todo, las disensiones aparecían esporádicamente; nunca desaparecieron
por completo las propuestas tendentes a revisar las ideas freudianas de pos­
guerra sobre las mujeres. Los revisionistas psicoanalíticos no estaban irri­
tados con Freud, como iban a estarlo las feministas, pero lo que había
dicho el maestro les hacía sentir incómodos.

Sin embargo, los escritos de Freud sobre las mujeres constituyen una
demostración más de lo sobredeterminadas que estaban sus ideas: en su
mente interactuaban libremente las fantasías inconscientes, los compromi­
sos culturales y la teorización psicoanalítica. Desde los primeros días de su
vida (para empezar con las fantasías) Freud había estado rodeado de mujeres.
Su madre —joven, hermosa y dominadora— influyó en él más de lo que
suponía. La niñera católica desempeñó una parte un tanto misteriosa,
abruptamente interrumpida pero indeleble, en su vida afectiva infantil. Su
sobrina Pauline (de aproximadamente su misma edad) había sido el primer
blanco de su joven agresividad erótica. Sus cinco hermanas menores llega­
ron en rápida sucesión (la última, también llamada Pauline, nació cuando
él no tenía aún ocho años), privándolo de la atención exclusiva de la que
había disfrutado como hijo único, y presentándose como competidoras ino-
[560] Revisiones: 1915-1939

portunas, a la vez que como audiencia extasiada. El único gran amor de su


vida adulta, la pasión por Martha Bemays que le sorprendió a sus veinticin­
co años aproximadamente, lo golpeó con una ferocidad implacable; descu­
brió en él una salvaje posesividad y lo sometió a ataques de celos irraciona­
les. Su cuñada Minna Bemays, que se sumó al hogar de Freud a fines de
1895, fue una valiosa compañera de conversaciones, paseos y viajes. Freud
pudo decirle a Fliess que las mujeres nunca habían reemplazado para él al
camarada masculino, pero era visiblemente sensible a ellas.
También su vida profesional estuvo llena de mujeres, todas ellas figu­
ras históricas del psicoanálisis. La primera fue Anna O., que hizo época, y
que Freud tomó en préstamo (por así decirlo) al médico de ella. La siguie­
ron las pacientes histéricas de principios de la década de 1890, que le ense­
ñaron mucho sobre el arte de escuchar. Otra maestra fue Dora, sujeto del
primero de sus cinco grandes historiales publicados, a quien le debía las
lecciones que le dio sobre el fracaso, la transferencia y la contratransferen­
cia. Y fueron mujeres, desde luego, quienes en el invierno de 1901-1902
procuraron con su influencia conseguirle una cátedra.
Lo que es más, años después, cuando ya era el más famoso psicoana­
lista del mundo, saboreó la compañía y la admiración de hermosas, intere­
santes y distinguidas discípulas como Lou Andreas-Salomé, y analizandas
como Hilda Doolittle. Algunas de sus favoritas entre esas mujeres —Hele-
ne Deutsch, Joan Riviere, Jeanne Lampl-de Groot, Ruth Mack Brunswick,
Marie Bonaparte y, desde luego, su hija Anna— dejaron su impronta en la
profesión psicoanalítica. En 1910, cuando miembros de la Sociedad Psicoa­
nalítica de Viena estaban sometiendo a revisión sus estatutos, Isidor Sadger
se declaró contrario a la admisión de mujeres, pero Freud disintió con fir­
meza; él vería “como una grave falta de coherencia que por principio se
excluyera a las mujeres”.»*136 Más tarde, no vaciló en sugerir que “analis­
tas mujeres” como Jeanne Lampl-de Groot y Helene Deutsch podrían
profundizar en los primeros años del sexo femenino (esos años tan confu­
sos por el tiempo transcurrido, tan indefinidos) y que podrían hacerlo más
que un analista masculino como él mismo; después de todo, en la transfe­
rencia servían como sustituto de la madre mejor que cualquier hombre. *137
Freud reconocía, pues, que en ciertos aspectos de la práctica psicoanalítica
las mujeres podían ser más competentes que los hombres. Ese era un cum­
plido sustancial, aunque no sin cierta mordacidad: una notable concesión
por parte de un hombre con fama de sustentar inflexibles prejuicios antife­
ministas, y también una sutil expresión de esos mismos prejuicios. La

9 Debería agregar que Adler, que habló inmediatamente antes de Freud, abogó
por la admisión de “médicos femeninos y mujeres seriamente interesadas que
deseen colaborar”. (13 de abril de 1910, Protokolle, II, 440.) El primer miembro
de sexo femenino fue la doctora Margarete Hilferding, cuyo ingreso se aprobó el
27 de abril de 1910, por 12 votos contra 2. (Véase ibíd., II, 461.)
Continentes negros [561]

analista, estaba diciendo Freud, tenía más éxito realizando el trabajo para el
que la había dotado la biología: el de madre.

Este punto tiene implicaciones biográficas casi insondables. Entre las


mujeres que más le importaron a Freud, su madre, aunque no la más cons­
picua, fue probablemente la más apremiante. Su influencia sobre la vida
interior de Freud era tan firme como la que tenían su esposa, su cuñada, e
incluso su hija Anna (quizá más decisiva). Fue Amalia Freud quien encan­
diló a su primogénito de más o menos cuatro años permitiéndole verla por
un instante “nudam” en el curso de un viaje, esa Amalia Freud cuyo amor
él anhelaba y cuya pérdida temía. Cuando era un muchachito, probablemen­
te de poco menos de diez años, *138 Freud había tenido un célebre y angus­
tioso sueño que mencionó y explicó parcialmente en su Interpretación de
los sueños'. “Era muy real y en él aparecía mi amada madre con una calma
peculiar, una expresión facial de durmiente, conducida a la habitación por
dos (o tres) personas con picos de ave, y depositada en la cama”. El desper­
tó gritando. *139 Al recordar ese sueño temprano, no le costó trabajo detectar
las fuentes de las figuras que llevaban a su madre: los picos de ave eran
equivalentes visuales del vulgarismo alemán que designa la cópula, vógeln
(“joder”), el cual deriva de Vogel, es decir, “pájaro”; la otra fuente subya­
cente en la construcción de Freud de ese sensual juego de palabras visual
era una ilustración que presentaba deidades egipcias con cabeza de pájaro,
pertenecientes a la Biblia de la familia que él ojeaba minuciosamente de
pequeño. De modo que su análisis de este sueño reveló, entre otras cosas
mejor ocultadas, el deseo sensual que en él despertaba su madre, un deseo
que desafiaba los más terribles tabúes religiosos.
La madre de Freud tenía que resultar deseable para su hijo, no sólo por
las razones teóricas que él mismo expuso, sino en su bella y turbadora
realidad. Según sabemos, fue un personaje formidable. Martin, el hijo de
Freud, que recordaba bien a su abuela, la describió como “una típica judía
polaca, con todas las deficiencias que ello supone. No era en modo alguno
lo que nosotros llamaríamos ‘una dama’; tenía un temperamento enérgico
y era impaciente, obstinada, de ingenio agudo y sumamente inteligen­
te”. 10 *140 Judith Bemays Heller, sobrina de Freud que en sus años jóvenes
pasó mucho tiempo con su abuela materna, confirma ampliamente la des-

10 Es característico de las contradictorias actitudes de los judíos occidentali-


zados con respecto a sus hermanos de la Europa Oriental que Martin Freud, que
habla llanamente de las “deficiencias” de los judíos polacos “típicos”, se refiera
en el mismo artículo, con franca admiración, al valor de los estudiantes de dere­
cho de la Universidad de Viena. Allí «los despreciados y desdeñados “judíos pola­
cos” resistían, con considerable rudeza física, los ataques de los estudiantes ale­
manes y austríacos, que los superaban muchísimo en número». (Martin Freud,
“Who Was Freud?”, en The Jews of Austria: Essays on Their Life, History and
Destruction, Josef Fraenkel (comp.) [1967], 207.)
[562] Revisiones: 1915-1939

cripción del primo: Amalia Freud —escribió— imponía su voluntad en


cuestiones pequeñas y grandes, era temperamental, enérgica, inflexible,
orgullosa de su aspecto casi hasta su muerte a los noventa y cinco años,
eficiente, competente y ególatra. “Se mostraba encantadora y sonriente
cuando había extraños, pero yo, por lo menos, siempre sentí que con los
íntimos era una déspota, y una déspota egoísta.” Sin embargo, y esto no
podía sino consolidar su poder, no acostumbraba a quejarse y sobrellevó
con su espíritu admirable las penurias de la vida austríaca durante y des­
pués de la Primera Guerra Mundial, lo mismo que las limitaciones
impuestas a sus movimientos por su avanzada edad. “Tenía sentido del
humor, era capaz de reírse de sí misma, y a veces incluso de ridiculizar­
se”. *141 Lo que es más, sin ningún tipo de tapujos rendía culto a su pri­
mogénito, llamándolo (según registra con corrección la leyenda) “mi hijo
dorado”. *142 Era difícil sustraerse a la presencia de una madre así, incluso
después del autoanálisis más completo.
En realidad, no hay pruebas de que el sistemático autoescrutinio de
Freud alcanzara este afecto, el más intenso de los suyos, ni de que explora­
ra, y tratara de exorcizar, el poder de la madre sobre él.11 A lo largo de
toda su vida de analista, reconoció la importancia crucial de la madre para
el desarrollo del niño. No podía ser menos. “Cualquiera que haya sido lo
bastante afortunado como para sustraerse a la fijación incestuosa de su
libido, no por ello elude completamente su influencia —escribió en
1905—. Por encima de todo, un hombre busca la imagen recordada de su
madre tal como ella lo dominó desde el principio de su infancia”. *143
Pero, eludiendo casi deliberadamente esta afirmación, en los historiales de
Freud las madres ocupan una situación marginal. La madre de Dora, abru­
mada por lo que Freud denominó “psicosis del ama de casa”, *144 es una
protagonista menor y silenciosa del melodrama familiar. La madre del
pequeño Hans, aunque el esposo imputaba a su conducta seductora la neu­
rosis del hijo, aparece como menos importante que el marido, analista
ayudante que transmite las interpretaciones de Freud. La madre biológica
del Hombre de los Lobos alcanza sólo una significación muy limitada,
como participante en la escena primaria que el muchachito observó o ima­
ginó, si bien ciertos sustitutos matemos contribuyeron a provocar su neu­
rosis. La madre del Hombre de las Ratas tiene en el historial algunas apa­
riciones rápidas, principalmente como la persona a la que el paciente
consultó antes de empezar su análisis. Por su parte, la madre de Schreber
podría perfectamente no haber existido. *145

11 Max Schur formula la hipótesis que yo estoy planteando con la debida cau­
tela. “En conjunto —le escribió a Emest Jones— hay muchas pruebas de compli­
cadas relaciones pregenitales mantenidas con su madre que tal vez nunca analizó
por completo”. (Schur a Jones, 6 de octubre de 1955, Papeles de Jones, Archivos
de la British Psycho-Anaytical Society, Londres.)
Continentes negros [563]

Esa reducción sumaria del papel de la madre en la historia neurótica de


sus pacientes reflejaba en parte una lamentable insuficiencia de informa­
ción. Freud deploró repetidamente el modo en que la apreciada respetabili­
dad de su época imponía reticencia a las mujeres, que por lo tanto, como
pacientes, resultaban menos provechosamente indiscretas que los hom­
bres. Una consecuencia —observó a principio de la década de 1920— era
que los psicoanalistas sabían mucho más sobre el desarrollo sexual de los
niños que sobre el de las niñas. Pero las declaraciones de ignorancia que
hizo Freud parecen casi obstinadas, como si hubiera cosas sobre las muje­
res que él no quería saber. Es curioso que el único lazo afectivo que Freud
sentimentalizó fuera el amor materno por el hijo.
Mientras que toda relación íntima perdurable —escribió en 1921—,
sea matrimonial, amistosa o familiar, oculta un sedimento de
sentimientos hostiles, tal vez haya “una sola excepción”, “la relación de la
madre con el hijo que, fundada en el narcisismo, no se ve perturbada por
rivalidades ulteriores”. *146 Caracterizó este afecto maternal por el hijo
como “la más perfecta, probablemente la más libre de ambivalencia de
todas las relaciones humanas”. *147 Esto se parece mucho más a un deseo
que a una sobria deducción fundada en material clínico.
Al tratar de explicar la osadía, la independencia y la insuperable curio­
sidad productiva del maestro, Emest Jones señaló “una valentía irreducti­
ble” como “la más alta cualidad de Freud y su don más preciado. ¿Cuál
podría ser la fuente, si no una suprema confianza en el amor de su ma­
dre?” *148 El diagnóstico parece confirmado por el célebre comentario de
Freud (lo hizo dos veces) en cuanto a que el hombre joven que ha sido el
favorito incuestionable de su madre desarrolla una autoestima triunfadora
y, con ella, la fuerza para lograr el éxito en la vida posterior. 12 Pero tam­
bién esto se parece mucho más a un deseo que a una convicción racional o
a una autoevaluación fiable. Los sentimientos de una madre con respecto
al hijo bien pueden ser menos conflictivos que los del hijo con respecto a
la madre, pero no están exentos de ambivalencia, de desencanto e irrita­
ción, incluso de abierta animosidad. Es sumamente probable que Freud se
estuviera defendiendo con vigor del reconocimiento de que los lazos que lo
unían a su madre eran en algún aspecto imperfectos, de que podrían haber
sido afectados, aunque fuera mínimamente, por el amor de ella hacia sus
otros hijos, o manchados por un deseo ilícito de él. En apariencia, afrontó
los conflictos generados por los complejos sentimientos que le despertaba
la madre negándose a afrontarlos.
Es significativo que, en su ensayo de 1931 sobre la sexualidad femeni­
na, Freud especulara que tal vez el niño pueda mantener intacto su afecto
hacia la madre y liquidar su ambivalencia con respecto a ella dirigiendo la

12 Véase Interpretation of Dreams, SE V, 398n (nota añadida en 1911) y “A


Childhood Recollection from Dichtung und Wahrheit” (1917), SE XVII, 156.
[564] Revisiones: 1915-1939

hostilidad hacia el padre. Agregó con prudencia que no había que precipi­
tarse al extraer conclusiones sobre ese punto oscuro, y que lo sensato era
esperar el estudio adicional del desarrollo preedípico. *149 Pero esta reserva
no debería oscurecer la afirmación que la sugerencia supone, no sólo con
respecto a la vida afectiva de los otros, sino también en relación con la
suya propia.
En el artículo sobre la feminidad publicado dos años antes, Freud dejó
entrever una no menos interesante idea acerca de su vida interior. Al esbo­
zar las razones por las que la niña pequeña se vuelve contra la madre y se
inclina hacia el padre, por fuerte que haya sido su primer afecto, sostuvo
que dicho cambio no representaba simplemente la sustitución de un proge­
nitor por el otro, sino que se ve acompañado de hostilidad, incluso de
odio. La más significativa queja de la niña “contra la madre se dispara al
aparecer el siguiente hijo en la habitación de los niños”. Ese rival priva al
primogénito del alimento adecuado y, “resulta extraño decirlo, incluso con
una diferencia de edades de sólo once meses, el niño nunca es demasiado
pequeño como para advertir las circunstancias”. *150 Esto se aproxima a la
situación vivida por el propio Freud: solo diecisiete meses lo separaban de
su hermano menor Julius, a cuya llegada había reaccionado con furia y
perversos deseos de muerte. *131
“Pero el niño —continúa Freud— le envidia al indeseado intruso y
rival no sólo que mame, sino igualmente otras pruebas del cuidado mater­
nal. Se siente destronado, despojado, perjudicado en sus derechos; destina
un odio celoso al hermanito y desarrolla un gran resentimiento contra la
madre desleal, lo cual muy a menudo encuentra su expresión en un desa­
gradable cambio de su conducta”. Se vuelve irritable, desobediente, y efec­
túa una regresión en su control de esfínteres. Todo esto, observa Freud, es
demasiado conocido. “Pero pocas veces tenemos una percepción correcta
de la fuerza de esos impulsos celosos, de la tenacidad con la que persisten,
o de la magnitud de su influencia en el desarrollo ulterior”. Esto es tanto
más cierto cuanto que “en años posteriores de la infancia, estos celos son
constantemente alimentados por cada nuevo hermanito, y se repite todo el
shock. Tampoco determina una gran diferencia —concluye— el hecho de
que el niño siga siendo el preferido de su madre; la demanda de amor del
niño es inmoderada, exige exclusividad, no acepta compartir”. Freud
decía estar hablando de las niñas, pero su retrato se parece sospechosamen­
te a un autorretrato. “¿Acaso, en sus cartas a la novia, no se describió
como celoso, exclusivista, incapaz de tolerar competidores? De modo que
aparentemente había buenas razones para que a Freud el tema de la mujer
le resultara un tanto misterioso, incluso un poco amenazante.

Sin duda, Freud se sintió impulsado a esquivar hábilmente este con­


flicto no resuelto, en gran medida inconsciente, porque su posesividad
masculina estaba a la misma altura que su conservadorismo cultural.
Continentes negros [565]

Freud era un perfecto caballero del siglo XIX en su estilo ético, social e
indumentario. Nunca adaptó sus anticuadas maneras a la nueva época, ni
sus ideales igualmente arcaicos, sus modos de hablar y escribir, sus trajes,
ni siquiera (en gran medida) su ortografía. Le disgustaban la radio y el
teléfono. Consideraba absurdo discutir sobre cuestiones morales, puesto
que, después de todo, pensaba, lo que es decente o indecente, lo correcto o
incorrecto, resulta perfectamente obvio. En síntesis, nunca dudó de su
adhesión a una época que estaba convirtiéndose en historia ante sus pro­
pios ojos. Sus cartas y memorandos a Fliess, y sus historiales de la déca­
da de 1890, proporcionan un pequeño catálogo de convicciones tradiciona­
les —ahora las llamamos prejuicios— sobre las mujeres. Es deber del
esposo ahorrar a su mujer detalles sexuales explícitos, aunque vengan
expresados en términos médicos.13 *153 Una mujer inteligente e indepen­
diente merece ser elogiada porque en ese sentido es prácticamente tan bue­
na como un hombre. *154 La mujer es por naturaleza sexualmente pasiva.
*1« Al mismo tiempo, podía cuestionar esos lugares comunes, recono­
ciendo que gran parte de la pasividad erótica de las mujeres no era natural,
sino impuesta por la sociedad. *>56 Freud percibía la fuerza de la antigua
teoría (tan vieja como Defoe, Diderot y Stendhal) acerca de que cualquier
deficiencia mental que pudiera descubrirse en las mujeres era consecuencia,
no de su acervo natural sino de la represión cultural.
Estas y otras ideas sobre las mujeres, que coexistían con incomodidad,
y a veces contradiciéndose entre sí, incorporaron a su pensamiento, a lo
largo de los años, los demonios de la creencia en la superiodidad masculi­
na que formaba el telón de fondo de su mente. En 1907 pudo afirmar en
“Gradiva” que, en el amor, el papel del hombre es inevitablemente el de
un agresor. *153 Una docena de años más tarde le pidió a Ferenczi que le
hiciera llegar una carta a una dama de Budapest que le había escrito a él
poco tiempo antes “pero, como auténtica mujer (Frauenzimmer)”, había
“omitido poner su dirección, algo que los hombres nunca dejan de ha­
cer”. *‘58 La pequeña diferencia entre los sexos era muy importante para él:
escribiéndole a Emest Jones sobre Joan Riviere, a quien admiraba, comen­
tó: “Según mi experiencia, no hay que rascar muy profundamente la piel
de una llamada mujer masculina para sacar a la luz su feminidad”. *™> las
actitudes de Freud con respecto a las mujeres formaban parte de influencias
culturales más amplias, de su estilo Victoriano. 14
Ese estilo nunca fue monolítico. En el uso que se le da habitualmen­
te, el adjetivo global “Victoriano” es poco más que un cliché cómodo, a

13 Véase la pág. 89.


14 Incluso en 1938 le escribió a Stefan Zweig con inequívoco acento decimo­
nónico que “El análisis es como una mujer que quiere ser conquistada pero sabe
que será muy poco respetada si no ofrece resistencia”. (Freud a Stefan Zweig, 20
de julio de 1938. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
[566] Revisiones: 1915-1939

menudo despectivo, en gran medida engañoso. Evoca la imagen del Angel


de la Casa: la mujer dócil, custodio del hogar, se absorbía en el cuidado de
los niños y en una ajetreada vida doméstica, mientras el esposo dominan­
te, mucho más vital y agresivo, luchaba afuera, en el mundo perverso de
los negocios y la política. Dividir a los Victorianos en dos bandos acerca
de la cuestión de la mujer —el de los feministas y el de los antifeminis­
tas— no tiene más utilidad que el propio adjetivo “Victoriano”. Es cierto
que con relación a este tema los ánimos estaban caldeados y los eslóganes
eran baratos. Pero estas etiquetas son recursos demasiado fáciles que no
dan cuenta de un espectro de opiniones ricamente articulado. Había antife­
ministas partidarios de negar el voto a las mujeres, pero que defendían su
derecho a la educación superior, a la administración de sus propios bienes
y a iniciar juicios de divorcio igual que el hombre. Había feministas
(supuestamente los adversarios de los antifeministas) cuyo programa era
muy similar. Freud, que no ocultaba el disgusto que le inspiraba el movi­
miento feminista, ilustra bellamente esta confusión de alianzas y posicio­
nes. Seguía teniendo como ideal al ama de casa dulce y competente, pero
nunca obstruyó (todo lo contrario: alentó) la carrera de mujeres aspirantes
a analistas, y tomó con seriedad sus puntos de vista. Por cierto, desmintió
sus propios comentarios sobre las mujeres (que iban desde la franca per­
plejidad hasta la cortesía altiva) al encabezar una profesión en la que las
mujeres podían alcanzar la cima. Había adquirido sus convicciones en épo­
ca temprana y siguió considerándolas perfectamente satisfactorias. Pero su
conducta como incuestionable fundador y líder de un movimiento interna­
cional, al que las mujeres realizaron aportaciones inteligentes y reconoci­
das, contradecía su propia retórica.

De modo que, sin ninguna intención de su parte, Freud pasó a partici­


par en la tumultuosa campaña en favor de los derechos de las mujeres que
se desarrolló mientras él vivía. Desde mediados del siglo XIX, en el mun­
do occidental, las feministas habían lanzado incursiones contra las discri­
minaciones económicas, sociales y legales. Poco antes de la Primera Gue­
rra Mundial, militantes sufragistas inglesas recurrieron a la desobediencia
pasiva, y en oportunidades a la violencia abierta, pero la mayoría de las
feministas continuaron su lucha (como siempre habían hecho) con exigen­
cias moderadas y un lenguaje razonable, aunque indignado. La primera
declaración completa de los derechos de la mujer, que surgió en 1848 de
una convención celebrada en Seneca Falls, Nueva York, tenía un tono
conciliador, casi tímido: la reivindicación del sufragio universal casi no se
mencionó en la convención, y después de presentada, casi nadie la sancio­
nó. Quienes despotricaban contra las feministas acusándolas de ser perver­
tidas sin inhibiciones, que pretendían subvertir la familia y las relaciones
“naturales” entre los sexos, sólo podían ser impulsados por la ansiedad.
De hecho, a juzgar por la avalancha de caricaturas, editoriales, sermones y
Continentes negros [567]

andanadas contra las mujeres invasoras, “tragahombres”, y sus partidarios


varones sometidos y afeminados, un buen número de hombres del siglo
XIX experimentaba una ansiedad extrema. Sólo un análisis freudiano
podía explicar esa efusión de sentimientos misóginos en un país tras otro
y en las décadas que siguieron a la convención de Seneca Falls. *15
16°
Las feministas podían parecer amenazantes, y luchaban con valor y
ruidosamente, pero se enfrentaban a una oposición atrincherada con seguri­
dad en la Iglesia, el Estado y la sociedad. Para ensombrecer aun más sus
perspectivas, a fines del siglo XIX el movimiento sufrió traumáticas divi­
siones internas, cada vez más feroces, acerca de cuestiones de estrategia y
de las metas finales. Las feministas socialistas sostenían que sólo la caída
del sistema capitalista podía provocar la liberación de las mujeres; las par­
tidarias de una política táctica insistían en el sufragio universal como
espoleta de todas las demás reformas; las feministas más prudentes se con­
tentaban con dedicarse a abrir puertas, manifestándose en favor del acceso
de las mujeres a la facultad de medicina, o reclamando el derecho femenino
a una cuenta bancaria propia. De este modo, las feministas lograron cam­
bios parciales, esporádicos; nunca, en ninguna parte, se produjeron victo­
rias fáciles. A su modo, y sin jactarse, prominentes mujeres analistas
como Anna Freud y Melanie Klein eran encarnaciones vivientes de las
aspiraciones feministas, fundadas en el coraje solitario de una generación
anterior... y en la actitud de Freud.
En la Austria de Freud, la marcha de la causa feminista era mucho
más lenta que en otros lugares; acumulaba frustración tras frustración.
Una ley de 1867 había prohibido explícitamente a “las personas de sexo
femenino”, lo mismo que a los extranjeros y a los menores de edad, parti­
cipar en actividades políticas; por lo tanto, una asociación feminista dedi­
cada a obtener el sufragio para las mujeres era completamente impensable.
Incluso los socialistas austríacos, que a fines de la década de 1890 se ha­
bían convertido en un movimiento de masas, se resistían a incluir el voto
femenino en las reivindicaciones de su plataforma. Si bien exigían la anu­
lación de todas las leyes que situaban a las mujeres en una posición de
desventaja, les interesaba más satisfacer sus demandas tradicionales; en
1898, su líder, Victor Adler, las enumeró; eran “la explotación económi­
ca, la ausencia de derechos políticos, la servidumbre espiritual”, 1!*161 Se
aseguraba que, después, también las mujeres serían libres. En consecuen­
cia, las mujeres austríacas, cuando llegaban a organizarse, se limitaban a
promover causas seguras, desde mucho tiempo antes identificadas con las

15 En virtud de una curiosa derivación de la ley austro-húngara, una cierta


cantidad de mujeres votaron en las provincias durante la última parte del siglo
XIX (como propietarias, no como mujeres). Incluso los radicales que propugna­
ban el voto femenino se opusieron a ese privilegio más bien peculiar. En todo
caso, el hecho no se producía en Viena.
[568] Revisiones: 1915-1939

preocupaciones femeninas: la educación y la caridad. Pocas soñaban con


desafiar los artículos del código legal de 1811 que designaban oficialmente
al esposo como “cabeza de familia”, y como tal “jefe del hogar”, la mujer
debía cumplir y hacer cumplir órdenes. Esto significaba que si bien el
código austríaco del siglo XIX trataba a las mujeres como personas (había
quienes las felicitaban por disfrutar, en este sentido, de una mejor situa­
ción que las mujeres de Francia), preveía que, sin la aprobación del espo­
so, no podían educar a los hijos, llevar la casa, presentarse ante los tribu­
nales o realizar actividades comerciales. En su autorizado estudio sobre la
ley de familia, publicado en 1907, Helene Weber caracterizó las regulacio­
nes austríacas como “predominantemente patriarcales-germanas”. *162 Esa
calificación no era demasiado severa.
En ese clima legal y político lleno de hostilidad apoyado por las acti­
tudes culturales dominantes, las mujeres austríacas que ambicionaban edu­
cación o independencia debían enfrentarse a una ridiculización implacable.
De modo sutil, esta atmósfera se veía alimentada por las obras literarias
más populares en Austria, entre las cuales los mordaces relatos eróticos de
Arthur Schnitzler eran sólo las más logradas. Se trataba de una literatura
repleta de jovencitas dulces, por lo común pertenecientes a las clases infe­
riores (vendedoras, criadas, bailarinas) como las víctimas deliciosas, dóci­
les, a menudo predestinadas, de oficiales jóvenes, vividores en decadencia,
o ricos burgueses malcriados que las explotaban para su propia diversión.
Cuentos, novelas y obras de teatro presentaban a la süsse Mädel como una
válvula de escape necesaria para la familia de clase media o alta: al proveer
el placer sexual que las jóvenes respetables no se atrevían a ofrecer antes
de casarse, y sólo raramente después, salvaban a los matrimonios del
colapso, o de la neurosis a los hombres hambrientos de sexo. En realidad,
Schnitzler por lo menos, no trazaba un cuadro frívolo de la Viena alegre e
irresponsable; estaba haciendo una crítica mordaz de su crueldad, su insen­
sibilidad y su hipocresía, aunque los lectores superficiales pudieran tomar
tales obras de ficción como una aprobación exuberante de la preocupación
vienesa por el vino, las mujeres y la música (sobre todo por las mujeres).
Esa calumnia, contra la que Freud protestó con energía, no mejoraba pre­
cisamente las perspectivas de las feministas en su país.
Las mujeres de clase media carecían en gran medida de preparación
para asumir su propia causa. En su autobiografía, Stefan Zweig recuerda
que la alta sociedad vienesa protegía asiduamente a sus mujeres jóvenes de
toda “contaminación” y las mantenía “en una atmósfera completamente
esterilizada”, censurando sus lecturas, controlando sus salidas, y distrayén­
dolas de pensamientos eróticos con lecciones de piano, dibujo e idiomas
extranjeros. Eran “educadas y supereducadas”; se las suponía “tontas y sin
instrucción, bien nacidas y confiadas, curiosas y tímidas, inseguras y caren­
tes de sentido práctico, y predestinadas por esa educación etérea a que en el
matrimonio las formara y guiara el marido, sin que ellas pusieran de
Continentes negros [569]

manifiesto una voluntad propia”. *163 En los tiempos de Freud, las muje­
res austríacas eran mucho más que eso, pero Zweig, con su talento para la
hipérbole y las antítesis sorprendentes, captó una hebra singular de la
enmarañada trama de presiones y contrapresiones.
Una de estas contrapresiones era la que ejercían las bien organizadas
mujeres socialistas austríacas, que no tenían tiempo ni inclinaciones para
el tipo de juego erótico, a la vez frívolo y degradante, que inspiraba a los
argumentistas y libretistas de operetas vienesas. Otra provenía de cierto
número de mujeres de la alta burguesía y aristócratas liberales, muchas de
ellas judías, que tenían una educación sólida, a menudo adquirida en el
extranjero, y presidían salones literarios en los que estaban mal vistas las
trivialidades. No todos los literatos vieneses pasaban su tiempo libre en
cotos masculinos como el club o ciertos cafés de moda. Una reformadora
educacional como Eugenie Schwarzwald, que obtuvo su doctorado en
Zurich y después, en 1901, fundó la mejor y más conocida escuela mixta
de Viena, era sin duda excepcional por su dedicación y energía. Pero ejem­
plificaba las posibilidades a las que tenían acceso las mujeres, incluso las
mujeres judías, en la época en que Freud estaba empezando a ser conocido
por sus escritos psicoanalíticos. En 1913, una delegada inglesa que se diri­
gía al Congreso Internacional de Mujeres de Budapest, una cierta Mrs. de
Castro, se detuvo en Viena para asistir a una reunión preliminar, e infor­
mó sobre la eficacia y el entusiasmo de las feministas que conoció allí.
“Me sorprendió el hecho —escribió— de que tantos de los espíritus líderes
del movimiento vienés fueran mujeres judías. En Viena hay un elemento
judío muy vasto y rico, y ellas parecen partidarias muy entusiastas”. *164
Freud, en síntesis, disponía de varios modelos distintos de mujer. No
acudía a los salones, pero en su propio círculo podía asistir a animadas
discusiones sobre la esfera propia de la mujer. Eminentes profesores de
medicina como Karl Rokitansky y Theodor Billroth se habían pronunciado
contra las exigencias de las feministas a propósito de una escolaridad
secundaria más digna para la mujer, temerosos de que el paso siguiente del
programa fuera la lucha por el acceso a la universidad. Por otro lado,
Theodor Gomperz, el no menos eminente clasicista, se declaraba en favor
de una mejor educación para las mujeres. A Freud no le interesaban las
mujeres tontas que Stefan Zweig caracterizó vividamente, y hallaba placer
en la conversación y la correspondencia con algunas de las más cultivadas
mujeres de su época. En una conferencia pronunciada ante los hermanos de
la B’nai B’rith en 1904, cuestionó explícitamente la conocida afirmación
de Paul Julius Moebius en torno a que las mujeres son “fisiológicamente
débiles mentales”; cuatro años más tarde, reiteró su objeción a Moe­
bius en letras de imprenta. El calificativo permaneció alojado en su
mente: en 1927 le pareció útil distanciarse explícitamente de la opinión
“general” según la cual las mujeres padecen una «“debilidad mental fisio­
lógica”, es decir [que tienen] menos inteligencia que los hombres. El
[570] Revisiones: 1915-1939

hecho es discutible; su interpretación, dudosa». Freud admitía que tal vez


se podría demostrar una “atrofia intelectual” de ese tipo en las mujeres,
pero en tal caso la culpa era de la sociedad, que les impedía que ocuparan
sus mentes con lo que más les interesaba: la sexualidad. *167

Es posible que el pensamiento final de Freud sobre las mujeres surgie­


ra incidentalmente, en un contexto poco feliz, con referencia a una de sus
perras. En una carta que le envió desde Berlín a Lou Andreas-Salomé, con­
fesó que extrañaba a su chow, Jo-Fi, “casi tanto como a un cigarro; ella es
una criatura encantadora, también tan interesante como una mujer, traviesa,
instintiva, tierna, inteligente, y sin embargo no tan dependiente como
otros perros”. *168 Por otra parte, no vaciló en admitir que las mujeres son
más fuertes que los hombres; en lo concerniente a la salud —le escribió a
Amold Zweig en el verano de 1933, cuando él y su familia observaban con
impotente rabia el deterioro del clima político en Alemania y Austria—-,
“las mujeres resisten mejor” que los hombres, lo cual no le sorprendía,
“después de todo, son el elemento más constante; con justicia, es biológi­
camente más probable que el hombre se hunda (einfálliger)". *1« De las
mujeres lo pretendía todo: fuerza, ternura, carácter bullicioso... e inteligen­
cia. Pero la nota condescendiente, aunque afectuosa, que vibra en su voz,
sugiere que el movimiento feminista nunca iba a convencerle, a pesar de
todo lo que Freud estaba haciendo por las mujeres en su propia profesión.
Nunca modificó la posición que había adoptado tempranamente, ante la
Sociedad Psicoanalítica de Viena, en 1908. Wittels había leído un trabajo
sobre “la posición natural de las mujeres”, en el que atacó a “nuestra cultu­
ra contemporánea maldecida por Dios”, que condenaba a las mujeres a la
jaula de la monogamia, la virtud y la obsesión por la belleza personal.
Wittels concluía que una consecuencia de todo esto era que “las mujeres
lamentan no haber nacido hombres, de modo que tratan de convertirse en
hombres (movimiento de la mujer)”. La gente no advierte “lo insensatas
que son esas aspiraciones, ni siquiera [lo advierten] las mujeres”. *170 Al
comentar el ensayo, Freud, divertido e intrigado, recordó de nuevo el frag­
mento de John Stuart Mili sobre la capacidad de las mujeres para ganar
dinero que le había comentado a su novia veinticinco años antes, y agregó:
“De todos modos, las mujeres como grupo no sacan ningún partido del
moderno movimiento de la mujer; a lo sumo, [lo hacen] unas pocas”.16 *171

16 Es interesante advertir que Fliess, el ex amigo de Freud, también asumió


puntos de vista tradicionales. En su obra principal. El curso de la vida (1906),
escribió: “En la vida mental de las mujeres prevalece la ley de la indolencia;
mientras que el hombre ansia lo nuevo, la mujer se opone al cambio: ella recibe
pasivamente y no agrega nada propio... Los sentimientos son el dominio [de la
mujer]. La simpatía su virtud... La verdadera característica de la vida de la mujer
sana consiste en que su tarea sexual constituye el centro con el que se relacionan
todas las cosas... El amor a los niños es la señal distintiva de la mujer sana”.
Continentes negros [571]

El hecho de que ese movimiento hubiera logrado la mayor resonancia y


éxito en los Estados Unidos (aunque también allí su avance se había deteni­
do) difícilmente podía representar una recomendación para Freud.

En el debate sobre la naturaleza y el lugar de la mujer, la cuestión de


la sexualidad femenina era la más delicada de todas. En la mayor parte de
la historia conocida, eran pocos los que habían dudado de que la mujer fue­
ra una criatura apasionada; sólo quedaba por resolver si disfrutaba del acto
sexual más que el-hombre, o sólo lo mismo. Los cristianos primitivos
dejaron a un lado esta pregunta, tomando la indudable naturaleza erótica de
la mujer como un signo, no de su humanidad, sino de su perversidad esen­
cial. Corrupta, había sido también la gran corruptora: los Padres de la
Iglesia la denunciaron ferozmente como fuente suprema del pecado. Si
Eva, aliada de Satán, no hubiera seducido a Adán, probablemente los seres
humanos todavía vivirían en el Paraíso, manteniendo relaciones sexuales
sin lujuria. Sea que uno leyera esas denuncias piadosas como relato fiel de
la más antigua historia del hombre en el Edén, o que las rechazara como
una fábula infantil, lo que no podía discutirse era que en ellas se contem­
plaba a la mujer como un ser sexual.
Todo esto iba a cambiar, del modo más evidente, en el siglo XIX.
William Acton, un elocuente ginecólogo inglés de palabra fácil, cuyos
libros fueron ampliamente leídos y traducidos, escribió en 1857 que “la
mayoría de las mujeres (felizmente para ellas) no sienten demasiada
inquietud por sentimientos sexuales de ningún tipo”. *172 Si bien la repu­
tación de Acton entre sus colegas era dudosa, y explícitas las diferencias
con respecto a sus puntos de vista, lo que él decía lo pensaban muchos, en
Inglaterra y en otras partes. Como ocurre con tanta frecuencia, la negación
proporcionaba la mejor defensa: negándose a atribuir a las mujeres cual­
quier interés por la sexualidad, los hombres podían reprimir su miedo
oculto al apetito secreto de la hembra. Tal vez el ejemplo más sorprenden­
te de esa negación sea un libro de un especialista berlinés, Otto Adler,
quien en 1904 intentó demostrar que “el impulso (deseo, excitación, libi­
do) sexual de las mujeres, tanto en sus orígenes espontáneos como en sus
manifestaciones ulteriores, es más débil que el del hombre”. *173 Los Tres
ensayos de teoría sexual, que Freud publicó el año siguiente, aparecieron
en un mundo diferente. Adler, jactándose de ser un investigador concienzu­
do, presentaba quince casos clínicos en apoyo de su idea de que las muje­
res son frígidas. Pero en por lo menos diez de estos ejemplos, sus sujetos
pusieron de manifiesto una excitabilidad sexual intensa, si bien un tanto
caprichosa: a dos de las mujeres, Adler logró estimularlas hasta el orgas-

(Citado en alemán en Patrick Mahony, “Friendship and Its Discontents”, Con­


temporary Psychoanalysis, XV [1979], 61n).
[572] Revisiones: 1915-1939

mo en su consultorio, sobre la camilla. No puede sorprender que la Teoría


de Adler, lo mismo que las de Acton, encontraran feroces detractores;
muchos médicos, y también algunos sacerdotes, estaban mejor enterados.
Incluso en el siglo XIX, los escritores que describían a mujeres dotadas de
deseos eróticos nunca fueron acallados ni subestimados; los novelistas
franceses no eran los únicos que consideraban a las mujeres muy relacio­
nadas con la sexualidad. Sin embargo, entonces y después, la figura de la
mujer inevitablemente frígida recibió más atención de la que merecía. En
el siglo XIX se convirtió en el ingrediente preferido de una ideología anti­
feminista defensiva, y más tarde demostró ser una socorrida parodia ten­
denciosa que los posvictorianos podían utilizar contra los progenitores. Lo
que estaba en juego era mucho más que la cuestión técnica de cuánto (o si)
las mujeres gozan en la cama: la mujer sexualmente anestésica les conve­
nía a quienes querían mantenerla en el hogar, dedicada a sus obligaciones
domésticas y, según Freud le escribió una vez a su hija Mathilde, a hacer
más grata la vida del hombre.
Como hemos visto, las actitudes conservadores de Freud no le impe­
dían dar por sentado que la mujer es un ser sensual, como el hombre. La
teoría que desarrolló a principios de la década de 1890, según la cual todas
las neurosis se originaban en conflictos sexuales, presuponía que mujeres
y hombres son igualmente sensibles a los estímulos eróticos. Asimismo,
en los borradores que por esa época le envió a Fliess, atribuyó el malestar
neurótico al empleo de anticonceptivos que impedían la satisfacción del
usuario de uno u otro sexo. Desde luego, los escritos psicoanalíticos de
Freud anteriores a la Primera Guerra Mundial sugieren una supuesta supe­
rioridad masculina. En un texto de 1908 sostuvo que el impulso sexual de
la mujer es más débil que el del hombre. *174 Además, para Freud, la libi­
do, esa energía sexual primitiva y fundamental, era de naturaleza masculi­
na. En 1905, en la primera edición de los Tres ensayos, al hablar de las
actividades masturbatorias y autoeróticas de las niñas, postuló provisio­
nalmente que “la sexualidad de las niñas pequeñas es de carácter totalmente
masculino”. Del mismo modo, en 1913, señaló como sede del placer
sexual de las niñas el clítoris en tanto que órgano masculino; su sexuali­
dad “a menudo se comporta como la de los niños”. *™ Al mismo tiempo,
tenía perfecta conciencia (y lo advirtió repetidamente) de que ese vocabula­
rio era impreciso y engañoso: los términos “masculino” y “femenino”
significaban lo que cada autor quiere que signifiquen. Decir que la libido es
“masculina” sólo significa que es “activa”, señaló explícitamente en
1915. *177 Lo más importante en esos años, y en los años de la guerra, era
que Freud describía la evolución de la vida sexual en niños y niñas como
fenómenos paralelos, sólo diferenciados como consecuencia de las presio­
nes sociales. En tanto seres sexuales (y así los veía Freud) hombres y
mujeres eran más o menos similares. En todo caso, se trataba de proble­
mas técnicos, más un tema de investigación que de polémica.
Continentes negros [573]

Había una razón para que la discusión interna sobre la sexualidad


femenina en la década de 1920 no llegara a ser violenta. Todos los partici­
pantes la consideraban principalmente una cuestión de teoría psicoanalíti-
ca. Pero cuando Freud reexaminó las cronologías comparadas del desarollo
de niños y niñas, sus críticas tuvieron que recurrir a cierto autocontrol
para mantener la controversia en ese nivel científico. Pues con su lenguaje
vigoroso y cáustico, Freud había acercado un fósforo a material inflama­
ble. En la candente cuestión de la condición femenina, Freud se movió
hacia la derecha, subvirtiendo su propia idea, con la que tanto simpatiza­
ban las feministas, de que hombres y mujeres tienen historias psicológi­
cas muy semejantes. Pero a Freud no le interesaba la política, ni siquiera
la política sexual. Nada había en el clima de la década de 1920 ni en la
biografía psicológica de Freud que impulsara las revisiones que a su vez lo
llevarían a proponer su polémica y a veces difamatoria concepción de la
mujer. Esta concepción tenía sus raíces en un enredo de dificultades teóri­
cas, en particular en nuevas complicaciones que introdujo en su explica­
ción del complejo de Edipo, su aparición, florecimiento y declive.

A principios de la década de 1920, Freud parecía haber adoptado la


posición de que la niña pequeña es un niño frustrado, y la mujer adulta
una especie de hombre castrado. En 1923, sintetizando las fases de la his­
toria sexual humana, identificó una etapa, a continuación de la oral y la
anal, que denominó fálica. *178 Tanto los niños como las niñas creen al
principio que todas las personas, incluso la madre, tienen falo, y descubrir
la verdad acerca de esta cuestión debe ser necesariamente traumático. De
modo que el hombre, el macho humano, era la medida para Freud. En esa
época había abandonado su manera anterior de considerar fenómenos para­
lelos al desarrollo sexual de niños y niñas. Modificando la célebre máxima
de Napoleón sobre la política, acuñó un aforismo provocativo: “La anato­
mía es destino”.17 *17’
Pensaba que la prueba más obvia de ese destino es la evidente distin­
ción entre los genitales de niños y niñas. Esta determina diferencias cru­
ciales en el desarrollo psicológico, especialmente en la evolución del com­
plejo de Edipo en ambos sexos. Para Freud la consecuencia era que
naturalmente las secuelas de la disolución del complejo de Edipo, en espe­
cial la construcción del superyó, también debían diverger. El niño adquiere
su superyó después de que la amenaza de castración ha destruido su progra­
ma edípico de conquista; la niña, ya “castrada”, con menores y más débiles
incentivos para desarrollar el superyó exigente típico del niño, construye
el suyo a partir del miedo a perder el amor. *180

17 Ya había dicho esto mismo en 1912, en “On the Universal Tendency to


Debasement in the Sphere of Love” (SE XI, 189), pero allí no se estaba refirien­
do a las diferencias entre hombres y mujeres.
[574] Revisiones: 1915-1939

Al año siguiente, en 1925, extrajo sin muchos reparos las consecuen­


cias de sus nuevas conjeturas. Tuvo el savoir faire (o, con más precisión,
las dudas suficientes) de dejar al descubierto algunos escrúpulos: “Uno
vacila en decirlo en voz alta, pero no puede resistirse a la idea de que para
la mujer el nivel de lo éticamente normal es algo diferente” del nivel que
rige para el hombre. “El superyó de ella nunca llega a ser tan inexorable,
impersonal, independiente de sus orígenes emocionales” como exigimos
que lo sea en el hombre. El peculiar carácter débil del superyó de la mujer
—dice Freud— refuerza los reproches que los misóginos le han dirigido al
carácter femenino desde tiempo inmemorial: “Ella presenta menos sentido
de la justicia que el hombre, menos inclinación a someterse a las grandes
exigencias de la vida, más a menudo sus decisiones se dejan llevar por
sentimientos tiernos u hostiles”. *i»i Resulta un tanto irónico que Arma,
la hija de Freud, fuera quien leyó este ensayo de su padre ante el congreso
internacional de psicoanalistas en Bad Homburg.
Freud afirmaba que dudaba mucho ante el hecho de decir esas cosas,
pero sin embargo las dijo, y lo hizo con una especie de desafío que sugiere
el convencimiento de que sin duda iba a agraviar a algunos oyentes y lec­
tores. Pero nunca le preocupó ser ofensivo. Ese temor no le había deteni­
do cuando, casi al principio de su carrera, afirmó los orígenes infantiles de
la sexualidad, ni tampoco lo hizo cerca del final, cuando dijo que Moisés
era egipcio. Por el contrario, la sensación de desafío y oposición actuaba
sobre él como estimulante, casi como un afrodisíaco. Admitía que en la
mayoría de los hombres el superyó deja mucho que desear; también acep­
taba que sus conclusiones sobre el superyó más débil de las mujeres exi­
gían confirmaciones adicionales. Después de todo, había basado su genera­
lización en sólo unos pocos casos. Pero a pesar del carácter exploratorio
de estas ideas, Freud se mantuvo firme: no había que dejarse distraer o des­
concertar por “la protesta de las feministas, que quieren crear una completa
igualdad de los sexos en posición y valor”. *i»2
Tema una razón más para publicar lo que se había reservado en años
anteriores con la finalidad de reunir más material: sentía que ya no tenía
“océanos de tiempo” ante él. *183 Si bien reconocía que el punto era delica­
do y merecía más investigaciones no quiso esperar. Sin duda, podría haber
presentado una argumentación más respetable si no hubiera apelado a su
avanzada edad, o si hubiera prescindido del puro impacto de sus afirmacio­
nes como prueba de su validez. Pero la posición antifeminista de Freud no
era consecuencia de que se sintiera viejo o quisiera provocar discusiones,
sino que la consideraba un corolario ineludible de las historias sexuales
divergentes de mujeres y hombres: la anatomía es el destino. Su historia
comparada del desarrollo sexual puede que no fuera totalmente cierta, pero
se fundaba en la lógica del crecimiento humano tal como él lo redefinió a
mediados de la década de 1920. Las distinciones psicológicas y éticas entre
los sexos —sostuvo— surgen con naturalidad de la biología del animal
Continentes negros [575]

humano y de las clases de trabajo mental que ésta implica para cada sexo.
Al principio, el desarrollo de niños y niñas es idéntico; a Freud no le con­
vencía la idea popular acerca de que los niños pequeños muestran agresivi­
dad, y las niñas, sumisión. Por el contrario, los niños son a menudo pasi­
vos, y las niñas activas, en sus aventuras eróticas infantiles. Estas
historias sexuales brindaban un fuerte apoyo a la tesis freudiana de la bise-
xualidad, a la idea de que cada sexo presenta algunas de las características
del otro.
Pero entonces —continúa Freud— sucede algo. Tal vez a la edad de
tres años, o un poco antes, las niñas deben afrontar una tarea que a los
niños les es felizmente ahorrada, y con la que la superioridad masculina
empieza a afirmarse. Todos los bebés y niños que gatean, de uno y otro
sexo, empiezan por experimentar el más profundo apego a la madre, fuen­
te de vida, alimento, cuidado y ternura. El poder de la madre sobre el bebé
es ilimitado en una etapa en la que la participación del padre es abstracta,
relativamente remota. Pero a medida que el bebé va convirtiéndose en
niño, el padre asume un rol cada vez más prominente en su experiencia
cotidiana y en su imaginación, y al final los modos en que niños y niñas
se enfrentan a él divergen decisivamente. La vida del niño se vuelve tem­
pestuosa cuando descubre que el padre es un poderoso rival con respecto
al afecto y la atención de la madre; siente como si lo hubieran expulsado
del paraíso. Pero la niña tiene que realizar un trabajo psicológico mucho
más difícil: su madre puede seguir siendo el amor de su vida, incluso aun­
que las duras realidades del complejo familiar impongan a su anhelo un
recorte drástico; pero, como hemos visto, la niña se siente obligada a
transferir al padre su principal apego erótico, y a controlar momentos
traumáticos que dejan en su mente depósitos duraderos, a menudo perjudi­
ciales.
El sufrimiento de la niña —sostiene Freud— comienza con la envidia
del pene. Al descubrir que ella no tiene pene, que sus genitales son invisi­
bles y que no puede orinar de modo tan impresionante como los varones,
desarrolla sentimientos de inferioridad y una capacidad para experimentar
celos que sobrepasa en mucho a la de sus hermanos o la de sus amigos del
otro sexo. Los niños, desde luego, también deben luchar con revelaciones
desalentadoras: al ver los genitales de una niña, experimentan angustia de
castración. Lo que es peor, el padre, mucho más poderoso que el niño, o
la madre, al sorprenderlo masturbándose, puede haberlo amenazado con
cortarle el pene. Después de todo, incluso una pareja moderna, liberal,
orientada psicoanalíticamente como la de los padres del pequeño Hans, no
vaciló en amenazar al hijo con llamar al médico para que le cortara el pito
si él se lo manoseaba. Pero también la niña debe afrontar no el miedo,
sino la realidad de su condición “mutilada”. Freud no consideraba que la
angustia de castración, exclusiva del niño, fuera un privilegio particular­
mente envidiable, pero le parecía que tener miedo de perder lo que uno tie­
[576] Revisiones: 1915-1939

ne es menos perjudicial que la triste conciencia de que uno no tiene nada


que perder.
Después de esa humillación narcisista, la niña rechaza a la madre, res­
ponsable de que naciera tan patéticamente incompleta, o incluso de haberle
quitado el pene. Entonces se inicia la relación amorosa infantil con el
padre. Ese cambio crucial con el objeto de amor es penoso y prolongado
porque —como Freud observó en 1931 en su artículo “Sobre la sexualidad
femenina”— el apego preedípico de la niña a la madre es muy intenso.
Freud se enorgulleció hasta cierto punto de haber profundizado tanto en la
infancia de las niñas, y consideraba que esa “comprensión” de la fase pree-
dípica (tan difícil de captar en el análisis) constituía “una sorpresa”. La
pasión de la niña por la madre es difícil de detectar porque habitualmente
está oculta tras la pasión posterior por el padre. Tomando una metáfora de
la arqueolegía (como le gustaba hacer) Freud comparó esa comprensión
con el “descubrimiento de la cultura minotauro-micénica después de la
griega”. *i84 La fase preedípica tiene una importancia particular en las
mujeres, mucho más que en los hombres. *185 Freud pensaba que al retro­
ceder hasta esa fase quedaban completamente aclarados “muchos fenóme­
nos de la vida sexual femenina que antes no eran realmente accesibles a
nuestra comprensión”. *i86
Sin embargo, la más visible diferencición psicológica de los sexos
aparece un poco después, en la fase edípica; la pubertad (a pesar de las apa­
riencias en contra) no hace más que subrayar esa diferenciación, pero no la
origina. El niño, ante la amenaza de un daño irreparable a su integridad
corporal, retira su amor apasionado por la madre; la niña, reconociendo su
estado físico inferior, se vuelve hacia el padre en busca de consuelo, y
reemplaza el deseo de tener un pene por el deseo de tener un bebé. Freud
enunció estas historias sexuales opuestas con esa especie de fórmula defi­
nitiva que constituía su especialidad: “Mientras que el complejo de Edipo
del niño es destruido por el complejo de castración, el de la niña resulta
posible y es introducido por el complejo de castración”. *187 En síntesis,
tanto el niño como la niña tienen que abrirse camino a través de dos
complejos, el de castración y el de Edipo, pero la secuencia es inversa en
uno y otro sexo. Lamentándolo en alguna medida, Freud observó que, por
haberse concentrado antes en los niños, los psicoanalistas habían dado por
supuesto que esos acontecimientos críticos determinantes seguían las mis­
mas directrices en el desarrollo de las niñas. Pero el trabajo reciente y el
mayor grado de reflexión lo habían convencido de que no era así como
evolucionaban las mentes de los niños. Los sexos eran distintos, y la
mujer es la que más sufre con la diferencia.
Estas cronologías distintas explican que Freud estuviera dispuesto a
negar la capacidad de las mujeres para desarrollar un superyó exigente. El
complejo de Edipo del niño es abordado y despedazado por la amenaza de
castración de los progenitores. Después, así como un constructor puede
Continentes negros [577]

utilizar las piedras de una casa demolida, el niño incorpora restos fragmen­
tarios del complejo en su yo, y con ellos construye su superyó. Pero la
niña no dispone de estos bloques constructivos. Freud suponía (esquemati­
zando radicalmente la cuestión) que llegaba a dar forma a su superyó
uniendo retazos de las experiencias de su educación y el miedo a perder el
amor de los progenitores. Esto está lejos de ser convincente. Después de
todo, el niño, para reprimir su complejo de Edipo, toma fuerza de su
padre, actuando bajo “la influencia de la autoridad, la enseñanza religiosa,
la educación, la lectura”. *i88 Influencias de este tipo, tal como demuestra
la observación clínica y general, operan sobre la niña de la misma manera.
El lamento de Freud por el superyó de la mujer no era tan ilógico como
parcial: en la medida en que la teoría psicoanalítica reconoce el efecto de
fuerzas extemas en la constitución de la mente, puede acoger la idea de un
superyó muy severo, incluso persecutorio, en las mujeres no menos que
en los hombres. También la cultura es destino.

La exposición freudiana sobre el desarrollo diferencial del superyó era


bastante discutible. Su argumentación concerniente a la sede del placer
sexual demostró serlo aun más. El niño pequeño, según dijo, se procura
una exquisita satisfacción tocándose el falo (es decir, tratándose de una
niña, el clítoris). Pero en la adolescencia, la joven prepúber que camina
hacia una feminidad adulta acrecienta el placer que obtiene de su órgano
“masculino” convirtiendo “la vagina, derivada de la cloaca”, en “zona erò­
gena dominante”. *18’ Así, afirmaba Freud, en esa época tormentosa de la
vida de la mujer, habiendo ya transferido al padre el antiguo amor por la
madre, la mujer emprende otro laborioso cambio psicológico, que el hom­
bre nunca tiene que realizar. Freud estaba convencido de que, obligada a
cumplir esa tarea adicional, resulta sumamente probable que la mujer
padezca un naufragio erótico. Se vuelve masoquista y falta de sentido del
humor, renuncia por completo al sexo, se aferra a sus rasgos masculinos,
se resigna a una domesticidad sumisa. Pero en la medida en que la mujer
adulta logra satisfacción sexual, lo hace principalmente gracias a la vagi­
na, utilizando el clítoris, en el mejor de los casos, como auxiliar del pla­
cer. Si las cosas fueran distintas, no necesitaría del hombre para alcanzar
el goce erótico.
Mucho antes de que las investigaciones empíricas de sexólogos y
biólogos suscitaran dudas devastadoras acerca de este esquema del desa­
rrollo, los psicoanalistas expresaron sus reservas al respecto. No conta­
ban todavía con la suficiente información clínica o experimental sobre el
orgasmo femenino como para cuestionar la tesis freudiana de que en su
actividad sexual la joven pasa del placer del clítoris al placer vaginal.
Disidentes como Karen Horney y Ernest Jones se concentraron en la
naturaleza de la mujer y negaron su adhesión a la fórmula de Freud
según la cual la feminidad se adquiere esencialmente a través de sucesi-
[578] Revisiones: 1915-1939

vas renuncias a rasgos masculinos. Después de todo, al definir el clítoris


como un pene residual, Freud proponía una analogía dudosa y sumamen­
te tendenciosa.
La crítica tuvo su oportunidad. En 1922, Homey se puso valerosa­
mente de pie en el congreso internacional de psicoanalistas de Berlín, con
Freud en la presidencia, y propuso una versión revisada de la envidia del
pene. No negaba su existencia, pero la situaba en un contexto de desarro­
llo femenino normal. La envidia del pene no crea la feminidad, dijo Hor-
ney, sino que la expresa. Por lo tanto rechazaba la idea de que esa envidia
condujera necesariamente a las mujeres a “repudiar su feminidad”. Todo lo
contrario; “podemos ver que la envidia del pene de ningún modo excluye
un apego amoroso al padre, profundo y completamente femenino”. *'’<>
Desde la perspectiva freudiana que prevalecía en estos congresos, Hor-
ney se estaba comportando del modo más correcto posible: citó respetuo­
samente al fundador, aceptó la idea misma de la envidia del pene. Se limi­
tó a especular, con un poco de amargura, que tal vez fuera el “narcisismo
masculino” lo que había llevado a los analistas a aceptar la concepción de
que las mujeres (después de todo, la mitad del género humano) estaban
descontentas con el sexo que la naturaleza les había asignado. Era como si
a los analistas varones esa concepción les pareciera “demasiado evidente
como para que necesitara explicación”. Fueran cuales fueren las razones, la
conclusión que los analistas habían extraído con respecto a las mujeres
—sostuvo Homey— “es decididamente insatisfactoria, no sólo para el nar­
cisismo femenino sino también para la ciencia biológica”.18 *1’1
Esto sucedía en 1922. Cuatro años más tarde, uno después de que
Freud publicara su provocativo artículo sobre las consecuencias de la dis­
tinción anatómica de los sexos, Homey fue aun más explícita acerca de la
parcialidad masculina de los psicoanalistas. “En algunas de sus últimas
obras —escribió, citando a Freud con fines propios— Freud ha llamado la
atención con creciente apremio sobre cierta unilateralidad de nuestras
investigaciones analíticas. Me refiero al hecho de que hasta hace poco
tiempo sólo las mentes de niños y de hombres eran consideradas objetos
de investigación”. En vista de las ya conocidas pacientes femeninas de
Freud, esto tenía algo de tergiversación, pero Homey se zambulló impávi­
da en sus argumentos: “La razón de esto es obvia. El psicoanálisis es la
creación de un genio masculino, y casi todos los que desarrollaron sus ide­
as han sido hombres”. Por lo tanto, no era más que “correcto y razonable”

18 En 1927, en su primer trabajo, Jeanne Lampl-de Groot informó escueta­


mente que, según Homey, una de las razones por las que la sexualidad femenina
seguía pareciendo tan misteriosa era que “hasta ahora, las observaciones psicoa-
nalíticas han sido realizadas principalmente por hombres”. (Jeanne Lampl-de
Groot, “The Evolution of the Oedipus Complex in Women”, en The Develop-
ment of the Mind: Psychoanalytic Papers on Clinical and Theoretical Problems
[1965], 4).
Continentes negros [579]

que el psicoanálisis “hubiera desarrollado más fácilmente una psicología


masculina”. *192 Tomando algunos argumentos del filósofo, sociólogo y
crítico de la cultura Georg Simmel (una extraña fuente para los psicoana­
listas) describe la civilización moderna como esencialmente masculina.
Simmel había llegado a la conclusión, no de que la mujer es inferior, sino
de que estaban distorsionadas las concepciones dominantes de su carácter.
Enumerando las ideas de autoexaltación, sumamente subjetivas, que los
niños desarrollan acerca de sí mismos y de sus hermanas, Homey señala
que corresponden punto por punto a las posiciones sobre el desarrollo
femenino más comunes entre los psicoanalistas. *iw Hablar sobre el maso­
quismo natural de la mujer es tan tendencioso como desvalorizar la mater­
nidad, un don de la naturaleza por el que la mujer es obviamente superior
al hombre. De hecho, se trata de una aptitud que los niños envidian a las
niñas. Horney señala que, bastante a menudo, la envidia del pene no es un
prólogo del amor edípico, sino una defensa contra él. No negaba que des­
pués de sus crueles desencantos, la niña suela apartarse de la sexualidad
por completo. Pero —insistió—, lo mismo que los niños, primero tenía
su experiencia edípica: rechazaba como insostenible la famosa fórmula
diferencial freudiana conveniente a la secuencia del complejo de castración
y el complejo de Edipo. Sin duda —concluía, con evidente afán de justi­
cia— la teoría psicoanalítica reinante acerca de la mujer estaba al servicio
de los hombres que la habían promulgado. “El dogma de la inferioridad de
las mujeres se originó en una tendencia masculina inconsciente”. *1’4
Esa doctrina era inocua y sorprendente. Pero a Homey no le importaba
ganar puntos sino establecer un principio. Fuera lo que fuere lo que sostu­
vieran Freud y los analistas que lo seguían, la feminidad es un don esen­
cial de la mujer. Ella es una criatura tan digna como el hombre, por ocul­
tos que estén sus genitales, por arduo que sea su trabajo destinado a
transferir al padre el amor inicial a la madre. Una analista como Jeanne
Lampl-de Groot podía erigirse en eco de las conclusiones de Freud: “En
sus primeros años de desarrollo como individuo”, la “niña pequeña se
comporta exactamente como un niño, no sólo en la cuestión de la mastur­
bación sino también en otros aspectos de su vida mental: por su meta
amorosa y su elección de objeto, ella es en realidad un pequeño hom­
bre”. *195 Homey no estaba de acuerdo.
Tampoco Emest Jones, que había mantenido con Freud una correspon­
dencia inconclusa acerca del tema de la mujer, y reiterado su desacuerdo en
tres artículos importantes. Freud, después de publicar su ensayo sobre la
sexualidad femenina, expresó la esperanza de que Jones reflexionara sobre
su posición. Toda la cuestión “es tan importante y todavía tan incierta que
realmente merece una nueva elaboración”. Pero Jones podía ser tan
tenaz como Freud. En 1935, al leer un trabajo ante la Sociedad Psicoanalí­
tica de Viena, defendió a la “vigorosa” Karen Homey, y negó explícita­
mente que la mujer fuera “un homme manqué”, una “criatura permanente­
[580] Revisiones: 1915-1939

mente insatisfecha que lucha por consolarse con sustitutos secundarios


ajenos a su naturaleza”. La “cuestión final” —concluyó— era “si la mujer
nace o se hace”. *iw El no tema dudas de que nace.

Jones dedico el volumen en el que por primera vez apareció el artícu­


lo al “Profesor Freud, como muestra de la gratitud del autor”. *iw Pero ni
los argumentos de Jones y Homey, ni tres ensayos extensos, cuidadosa­
mente razonados y acabadamente documentados del joven y brillante ana­
lista Otto Fenichel, causaron ninguna impresión en Freud. Fenichel inten­
taba no tanto demoler la tesis de Freud como darle una mayor
complejidad: aceptaba las proposiciones básicas de Freud, en especial las
concernientes a la desilusión de la niña con la madre y a su necesidad de
desviar la libido desde la madre al padre. Pero atribuía menor importancia
al descubrimiento por parte de la niña de su “mutilación” y a la fase fálica,
porque, aunque importantes, consideraba que estaban lejos de ser experien­
cias psicológicas decisivas. *>» «El “complejo de Edipo” y la “angustia de
castración” —escribió— son infinitamente variados». *200 Pero Freud esta­
ba convencido de que sus críticos no distinguían suficientemente los
aspectos innatos y culturales de la sexualidad femenina. En 1935, el mis­
mo año en que Jones planteó el interrogante final acerca de la mujer,
Freud resumió su argumentación una vez más. La sexualidad infantil
había sido estudiada primero en los niños, y el paralelo total entre éstos y
las niñas resultó insostenible; la niña tiene que cambiar de objeto sexual y
de zona genital dominante. “De esto se derivan dificultades y posibles
inhibiciones, que no se aplican al hombre”. *201 Esta fue la escueta última
palabra de Freud sobre la mujer.
Podría haber dicho más. Manifestar que la mujer es un continente
negro suponía, como hemos visto, aliarse con un lugar común histórico.
Toda esta sabiduría popular sobre la misteriosa Eva apunta al fundamental
y triunfalmente reprimido miedo a la mujer que los hombres experimentan
en lo más profundo de su ser desde tiempos inmemoriales. Freud tuvo un
atisbo de ese miedo; cuando Marie Bonaparte, en una oportunidad, le
observó que “el hombre tiene miedo a la mujer”, él le contestó: “¡Hace
bien!” *202 En sus días de estudiante, alguna vez le escribió a su amigo
Emil Fluss: “¡Qué sabios nuestros educadores al agobiar tan poco al bello
sexo con conocimientos científicos!”. Las mujeres —le dijo a Fluss—
“han venido al mundo para algo mejor que para ser sabias”. *203 Pero no se
conformó con aceptar simplemente la conveniente oscuridad del continente
que es la mujer; trató de explorarlo y relevarlo. El mapa que trazó tenía
muchas áreas vacías, en blanco, y también enores que los investigadores
llegaron a reconocer después de su muerte. Pero realizó el intento. Su
tono firme, que resultaba agraviante para muchos; su convicción tranquila
de estar por encima de cualquier sospecha de tendenciosidad; sus ataques
desmedidos a las feministas, no fueron en modo alguno favorables a su
Continentes negros [581]

causa. Todo esto oscureció el carácter renovador de sus ideas y la naturale­


za provisional de sus conclusiones. Pensaba que los analistas de inclina­
ciones feministas iban a acusarlo de parcialidad masculina, en tanto que
quienes estuvieran de su lado podrían volver contra sus oponentes el mis­
mo tipo de reduccionismo; esa utilización beligerante del análisis
—comentó con sensatez— “no conduce a ninguna decisión”. *204 Se nega­
ba a ver que él mismo había sido bastante belicoso. Pero después no quiso
dedicar toda su energía a esta cuestión limitada, aunque significativa. Des­
de fines de la década de 1920 había estado impaciente por abordar y luchar
con otros enigmas incluso más grandes: los enigmas de la religión y la
cultura que lo fascinaban desde muchacho.
Once

La naturaleza humana
en acción
Contra las ilusiones

Para Freud, la pertinencia del psicoanálisis (ya se reali­


zara detrás del diván o en el escritorio) era universal.
Sin duda, la situación analítica proporcionaba una
oportunidad única para generar y poner a prueba las
hipótesis. Hermética, sumamente profesional, prácti­
camente irrepetible, esa situación siempre siguió sien­
do para Freud una fuente inagotable de información, un punto de partida
de muchos desarrollos, i Pero, a diferencia de la mayoría de los psicoana-

1 En realidad, Freud respetaba, y citaba, algunas verificaciones experimenta­


les de sus teorías (véanse especialmente sus comentarios acerca de escritos sobre
la formación onírica de Otto Pótzl, a los que se refiere en la edición de 1919 de
The Interpretación of Dreams, SE IV, 181n.2). Pero en términos generales creía
que los miles de horas que había pasado con sus analizandos, a las que había que
sumar los miles de horas dedicadas a idéntico trabajo por sus partidarios, propor­
cionaban pruebas suficientes para confirmar sus ideas. Esta actitud, que nunca se
impuso totalmente, constituía en última instancia un error táctico.
Cuando en 1934 el psicólogo norteamericano Saúl Rosenzweig le envió a
Freud algunos estudios experimentales destinados a poner a prueba la validez de
varias proposiciones psicoanalíticas, Freud respondió con cortesía, pero un tanto
lacónicamente, que si bien esas investigaciones le parecían interesantes, no les
atribuía mucho valor “porque la riqueza de observaciones fiables” sobre las que
reposaban las afirmaciones del psicoanálisis “las hace independientes de
[584] Revisiones: 1915-1939

listas que lo siguieron, para él cada una de sus investigaciones psicoanalí-


ticas resultaba tan instructiva y significativa como cualquier otra. Rastrear
los orígenes de la civilización a partir de material escaso y especulativo
era algo totalmente distinto de la evaluación de los datos clínicos. *1 Pero
Freud no se turbaba ni se disculpaba por invadir los dominios del arte, la
política o la prehistoria, empuñando los instrumentos psicoanalíticos. “El
trabajo de mi vida —resumió en 1930— se ha orientado hacia una meta
única”. *2
No mucho antes, había dramatizado esta idea en dos ensayos especula­
tivos ampliamente leídos: El porvenir de una ilusión, de 1927, ambicioso
y polémico, y El malestar en la cultura, de principios de 1930, no menos
ambicioso e incluso más polémico. Pero, dando paso a su amargura,
Freud menospreció esas incursiones en la cultura, sin ahorrarse autocríti­
cas. A su juicio, El porvenir de una ilusión era “infantil” y “psicoanalíti-
camente endeble, inadecuado como confesión”. *3 Este tipo de comentario,
una mezcla de depresión posparto y autodefensa más bien supersticiosa, se
había convertido en un hábito para él. Nunca dejó de sorprender a sus cola­
boradores. Décadas antes, al lanzar al mundo La interpretación de los sue­
ños, había entonado una cantinela análoga, y también lo había hecho más
recientemente, cuando admitió estar en las garras de su “depresión fami­
liar” después de leer las pruebas de El yo y el ello. *4 Sin embargo, su crí­
tica de El porvenir de una ilusión tenía una vehemencia excepcional. Casi
llegaba al odio a sí mismo. En octubre de 1927 le prometió un ejemplar a
Eitingon tan pronto como el impresor le devolviera las pruebas, observan­
do que “el contenido analítico de la obra es muy escaso” y tampoco en
otros sentidos “vale mucho”. *5
Estaba sintiendo los efectos de la edad y del cáncer. La prótesis le pro­
vocaba dolores y, para empeorarlo todo, había sufrido desagradables episo­
dios de angina de pecho. En marzo de 1927, Arnold Zweig manifestó
deseos de visitarlo, y Freud lo instó a cumplir su promesa sin demora:
“No espere mucho, pronto tendré 71 años”. *6 El mismo mes, cuando le
dijeron que tendría que internarse en un sanatorio para descansar, porque su
salud no era demasiado buena, en una carta a Eitingon protestó con acri­
tud: “Vivir para la salud es algo intolerable para mf’. *7 Pensaba habitual­
mente en su muerte. En el verano, al invitar a James y Alix Strachey a
unirse a otros visitantes en Semmering, los previno, como antes había
prevenido a Zweig: “Quizá no tengamos muchas oportunidades más para
vemos”. *8

cualquier verificación experimental. No obstante, no puede resultar perjudicial”.


(Freud a Rosenzweig, 28 de febrero de 1934, carta citada enteramente en el origi­
nal alemán en David Shakow y David Rapaport, The Influence of Freud on Ame­
rican Psychology [1964], 129n.)
La naturaleza humana en acción [585]

A Freud no le gustaba hacer ostentación de su mala salud ante el mun­


do, pero con un puñado de íntimos cedía un poco, y les hacía llegar lacó­
nicas notas animadas con destellos de su antiguo y desafiante tono cómi­
co. Sus cartas a Lou Andreas-Salomé, que se cuentan entre las más
afectuosas y lastimeras de sus últimos años, revelan las fluctuaciones de
su salud y los estados de ánimo correspondientes. Se veían muy poco: ella
vivía en Gotinga con su anciano esposo y viajaba poco; él permanecía
encerrado en o cerca de Viena. La amistad entre ellos continuó floreciendo
porque él la respetaba intelectualmente y disfrutaba de su compañía, aun­
que fuera de modo epistolar. Además, Frau Lou compartía su afecto por
Anna, y era casi tan estoica como el querido Profesor. Por consideración y
con temple abnegado, procuraba no hablar de su propia enfermedad, for­
zándolo a él, intérprete profesional de claves sutiles, a conjeturar su estado
a partir de sus palabras y de sus silencios. En mayo de 1927, al agradecer­
le a Lou Andreas-Salomé las felicitaciones por su septuagésimo primer
cumpleaños, Freud le dijo que le parecía maravilloso que ella y su marido
todavía disfrutaran del sol. “Pero en mí ha penetrado el mal humor de la
vejez, la desilusión completa comparable con la congelación de la luna, el
glaciar interior”. *’ Le gustaba pensar que durante toda su vida había lucha­
do contra las ilusiones; reconocer su temperatura interior era parte de esa
larga guerra contra las mentiras, contra las superficies amorfas, contra la
confusión de los deseos con la realidad. A su edad, a menudo sentía frío,
incluso cuando el clima era caluroso.
En algunos momentos podía afirmar que estaba bien. Pero constituían
excepciones preciosas, por lo común subvertidas por indicios de decrepi­
tud. En una carta de diciembre de 1927 a su “querida Lou”, después de
empezar con un comentario jovial acerca de su estado, de inmediato se dis­
culpa por no haber contestado más pronto a su larga “charla”: “Están ven­
ciéndome la pereza y la indolencia”. *10 En un hombre que toda su vida se
había enorgullecido de responder sus cartas con prontitud, y que interpreta­
ba cualquier demora de sus corresponsales como signo- de distanciamiento,
ése era un síntoma siniestro. La comprensión de que su cuerpo simple­
mente se estaba negando a obedecerle ensombrecía su percepción de E l
porvenir de una ilusión. Cuando el psicoanalista francés René Laforgue,
visitante ocasional en la década de 1920, le dijo que el ensayo le había
encantado, Freud, aunque complacido por el cumplido, lanzó una exclama­
ción: “¡Es mi peor libro!”. Ante las objeciones de Laforgue, Freud insis­
tió: era la obra de un viejo. El Freud auténtico había sido un gran hombre,
pero estaba muerto; ¡lástima que Laforgue no lo hubiera conocido! Des­
concertado, Laforgue le preguntó a Freud qué demonios quería decir: “La
fuerza penetrante se ha perdido”, fue su respuesta (Die Durchschlagskraft
ist verloren gegangen). *u

La autoflagelacion de Freud no puede oscurecer el hecho de que


[586] Revisiones: 1915-1939

El porvenir de una ilusión era un libro que tenía que escribir. “No sé si
usted ha adivinado el vínculo secreto entre ¿Pueden los legos...? y El
porvenir —le escribió a Pfister, hasta cierto punto sin demasiado tacto—.
Con el primero, quiero proteger al psicoanálisis de los médicos; con el
segundo, de los sacerdotes”. *12 Pero la prehistoria de su Ilusión llegaba
mucho más lejos y era mucho más íntima que todo eso. Décadas de ateís­
mo convencido y de pensamiento psicoanalítico sobre la religión lo habí­
an preparado para todo esto. Desde sus días de colegial había sido un cohe­
rente ateo militante, que se mofaba de Dios y la religión, sin excluir el
Dios y la religión de su familia. “Para los oscuros caminos de Dios —lo
había dicho a su amigo Eduard Silberstein en el verano de 1873, a los die­
cisiete años— nadie ha inventado todavía una linterna”. *13 A juicio de
Freud, la oscuridad no hacía que la deidad fuera más atractiva ni plausible.
Cuando comunicó a Silberstein que era injusto reprocharle a la religión
que fuera metafísica y que los sentidos no pudieran ratificarla (pues “la
religión se dirige exclusivamente a los sentidos”) no estaba formulando un
pensamiento serio, sino haciendo una broma culinaria: “Ni siquiera el
negador de Dios que tiene la suerte de pertenecer a una familia tolerable­
mente piadosa puede negar el placer que le produce llevarse a la boca un
manjar de Año Nuevo. Se podría decir que la religión, moderadamente
consumida, estimula la digestión, pero en exceso la perjudica”. *14
Ese era el tono irreverente con el que Freud se sentía más cómodo.
Como sabemos, durante algunos meses, en la universidad, bajo la
influencia de su admirado profesor de filosofía Franz Brentano, había
jugado con la idea del teísmo filosófico. Pero su verdadera disposición,
tal como se la describió a su amigo Silberstein, era la de “un estudiante
de medicina ateo”. *15 Nunca cambió. “Ni en mi vida privada ni en mis
escritos —así resumió su carrera de ateo el año antes de morir— he man­
tenido nunca en secreto que soy un incrédulo total”. *16 Durante toda su
vida pensó que lo que había que explicar no era el ateísmo sino las creen­
cias religiosas.
Como psicoanalista, empezó a hacerlo. Entre algunas notas que escri­
bió para su uso personal en 1905 hay una entrada concisa y sugerente: “La
religión como neurosis ob[sesiva] - Religión privada”. *17 Dos años más
tarde, materializó su idea germinal en un primer artículo exploratorio:
“Acciones obsesivas y prácticas religiosas”, un elegante y atractivo inten­
to de uncir al mismo yugo la religión y la neurosis. Había descubierto
semejanzas ostensibles entre las “ceremonias” y los “rituales” tan necesa­
rios para el neurótico obsesivo, por un lado, y por el otro las observancias
que son un ingrediente esencial de toda fe religiosa. Ambos conjuntos de
prácticas, las neuróticas y las religiosas —sostuvo— suponen la renuncia
a los propios impulsos; ambos operan como medidas defensivas, de auto-
protección. “En vista de estas correspondencias y analogías, uno podría
aventurarse a considerar la neurosis obsesiva como equivalente patológico
La naturaleza HUMANA EN ACCION [5 87]

de la formación religiosa, la neurosis como una religión individual, la


religión como una neurosis obsesiva universal”. *18
Con el paso de los años, Freud amplió su desencantada perspectiva
analítica hasta abarcar las cosas sagradas. En 1911, le dijo a Ferenczi que,
“una vez más”, cavilaba sobre “los orígenes de la religión en las pulsio­
nes”, y pensaba que algún día podría elaborar la idea detalladamente. *1»
Con El porvenir de una ilusión cumplió la promesa que se había hecho a
sí mismo. La demolición de la religión con armas psicoanalíticas ya lle­
vaba en aquel entonces muchos años en la agenda de Freud. Le insistió a
Pfister que las ideas sobre la religión no formaban parte “del conjunto de
los dogmas analíticos. Es mi actitud personal, que se corresponde con la
de muchos no analistas y preanalistas, y que seguramente no comparten
muchos analistas meritorios”. Pero ése era su modo de salvaguardar los
sentimientos de un colaborador en quien durante mucho tiempo había con­
fiado, y con el que había mantenido una afable polémica sobre teología
durante dos décadas. La concepción del hombre implícita, y a menudo
explícita, en El porvenir de una ilusión es sustentada por todo el cuerpo de
su pensamiento; tal vez las conclusiones de Freud estuvieran lejos de ser
originales pero su modo de llegar a ellas era característico del psicoanáli­
sis.
Como ocurría a menudo, la oportunidad de la elaboración del ensayo
respondía a factores muy personales. En octubre de 1927 le anunció a
Pfister que el “folleto” que iba a aparecer tenía “mucho que ver con usted.
Durante mucho tiempo quise escribirlo, pero archivé el proyecto por con­
sideración a usted, hasta que por fin el impulso fue demasiado fuerte”. Era
fácil adivinar —agregó— que el ensayo trataba sobre “mi actitud absoluta­
mente negativa con respecto a la religión, en toda forma y derivación, y
aunque esto no puede ser una novedad para usted, temía, y todavía temo,
que una confesión pública de este tipo le resultará embarazosa”. *21 Pfister
respondió como se esperaba: alentadoramente. Prefería con mucho leer a
un incrédulo sensible como Freud que a mil creyentes frívolos. *“ Pero
aunque Pfister hubiera exteriorizado algunos signos de incomodidad, o se
hubiera sentido empujado a una polémica, Freud no habría abandonado su
plan: no podía abandonarlo. Ya lo hemos visto antes: cuando una idea
actuaba en él, ejercía una presión casi dolorosa, que sólo se aliviaba en el
acto de escribir. Entre todas las publicaciones de Freud, El porvenir de
una ilusión es quizá la más inevitable y la más predecible.

Desde sus párrafos iniciales, El porvenir de una ilusión apunta a


objetivos ambiciosos. Su tema declarado es la religión, pero, significati­
vamente, empieza con reflexiones sobre la naturaleza de la cultura; parece
una nueva versión de El malestar en la cultura. Su estrategia revela cómo
veía Freud su tarea: al incluir la religión en el contexto más amplio posi­
ble, la convertía en algo accesible, como toda conducta humana, a la
[588] Revisiones: 1915-1939

investigación científica. En síntesis, su intransigente secularismo, que


compartía con la mayoría de los psicólogos y sociólogos de la religión
contemporáneos, negaba a las cuestiones de la fe cualquier estatus de pri­
vilegio, cualquier pretensión de estar más allá del análisis. No respetaba
ningún santuario; para él no había templos en los que, como investigador,
no debiera entrar.
Un siglo y medio antes de Freud, uno de sus antepasados intelectua­
les, Denis Diderot, había afirmado con osadía que “los hechos pueden ser
de tres tipos: actos de la divinidad, fenómenos de la naturaleza, y acciones
de los hombres. Los primeros son estudiados por la teología, los segun­
dos por la filosofía, y las últimas por la historia propiamente dicha.
Todos son igualmente susceptibles de crítica.” Ese era el aire que respi­
raba el análisis freudiano de la religión: el espíritu crítico de la Ilustra­
ción. No había nada misterioso u oculto en cuanto a este legado intelec­
tual. “Su religión sustitutiva —le escribió claramente su amigo Pfister—
es en esencia el pensamiento dieciochesco de la Ilustración, en una forma
orgullosa, nueva y moderna”. Freud no pensaba estar abogando por una
religión sustitutiva, pero no negaba su deuda. “No he dicho nada que otros
hombres mejores no hayan dicho antes que yo de manera más completa,
más vigorosa y más notable”, le aseguró a los lectores de El porvenir de
una ilusión. No citaba los nombres de esos personajes “bien conocidos”
para que nadie pensara que estaba tratando de “incluirse en sus filas”.
Pero son fáciles de descubrir: Spinoza, Voltaire, Diderot, Feuerbach, Dar-
win.
En su trabajo sobre la religión, Freud no contaba sólo con distingui­
dos antecesores, sino también con distinguidos contemporáneos. En los
años durante los cuales desarrolló la presentación psicoanalítica razonada
de su ateísmo feroz, la investigación científica de la religión florecía entre
los estudiosos del hombre y la sociedad. Las investigaciones de James G.
Frazer y W. Robertson Smith sobre religiones primitivas y comparadas
ejercieron una influencia real en los escritos especulativos de Freud, sobre
todo en Tótem y tabú. La obra de Havelock Ellis que atribuía las conver­
siones religiosas a las tensiones de la adolescencia o la menopausia, y el
misticismo religioso a conflictos sexuales, era afín a la concepción freu-
diana. También lo eran los esfuerzos algo anteriores de Jean-Marie Char-
cot tendentes a reducir los fenómenos “sobrenaturales” y misteriosos a
causas naturales. Y después de 1900, Max Weber y Emile Durkheim, los
dos sociólogos más eminentes de la época, publicaron estudios importan­
tísimos sobre la religión. Weber, en su clásica compilación de ensayos
relacionados entre sí, titulada La ética protestante y el espíritu del capita­
lismo, publicada en 1904 y 1905, señaló en ciertas sectas, especialmente
entre los ascéticos protestantes, un estilo mental que conducía al desarro­
llo del capitalismo. Durkheim, que, como Weber, quería independizar la
sociolgía de la psicología, trató las creencias religiosas como expresiones
La naturaleza humana en acción [589]

de la organización social. Insistía en que todas sus investigaciones


—sobre el suicidio, la educación o la religión— apuntaban a hechos
sociales, y no a acontecimientos mentales individuales. Por ejemplo, que­
ría que su muy discutido concepto de “anomia” (el colapso o la confusión
de normas sociales, que es un factor principal en la desorientación y el
suicidio) fuera entendido e interpretado como un fenómeno social. 2 Sin
duda Weber y Durkheim estaban a la altura de Freud, y en algunos aspec­
tos incluso lo superaban, en cuanto a relacionar la experiencia religiosa
con sus manifestaciones en la cultura. Pero si bien categorías como las
del “ascetismo mundano” de Weber o la “anomia” de Durkheim tenían
poderosas implicaciones, ninguno de los dos sociólogos había explorado
tales implicaciones psicológicas, ni tampoco anclado la religión con tanta
firmeza en la naturaleza humana como lo hizo Freud en El porvenir de
una ilusión.
Sin embargo, el propio ensayo de Freud se inicia con una discusión de
la cultura. Según su concisa definición, la cultura es un esfuerzo colectivo
tendente a dominar la naturaleza externa y a regular las relaciones de los
seres humanos entre sí.3 Esto significa que todo individuo debe realizar
sacrificios difíciles y desagradables, posponer deseos y privarse de place­
res, en bien de la supervivencia común. Por lo tanto, “cada individuo es
virtualmente un enemigo de la cultura”, y la coerción, indispensable. Tal
vez en una edad dorada, el orden de las cosas podría ser tal que no exigiera
el empleo de la fuerza ni la represión de impulsos. Pero eso era una uto­
pía. “Creo que debemos tener en cuenta —sostenía Freud— el hecho de
que todos los seres humanos albergan tendencias destructivas (es decir,
antisociales y anticulturales) y de que en una gran cantidad de personas son
lo bastante fuertes como para determinar su conducta en la sociedad huma­
na”.
Freud, el liberal de cuño que desafiaba el carácter democrático de su
época, trazaba una firme distinción entre la multitud y la elite. “Las masas
son indolentes e irracionales; no les gusta en absoluto renunciar a los
impulsos”. Había que afrontar esa verdad: los seres humanos “no aman
espontáneamente el trabajo, y los argumentos no prevalecen contra sus
pasiones”. *27 Ese era el Freud que le había dicho a su prometida, en 1883,
que “la psicología del hombre común es más bien diferente de la nuestra”.
La Gesindel —la “canalla”— satisfacía sus apetitos, mientras que las per­
sonas suficientemente cultivadas, como él mismo y Martha Bemays, con­

2 Freud había leído la más documentada e influyente obra de Durkheim sobre


la religión, Las formas elementales de la vida religiosa, de 1912, que examinó
brevemente entre las “teorías sociológicas”. (Tótem und Tabú, GW IX, 137/
Tótem and Taboo, SE XIII, 113).
3 En estas páginas sigo la costumbre de Freud: «Me niego a separar “cultura”
y “civilización”». (Die Zukunft einer Illusion, GW XIV, 326 / The Future of an
Ilusión, SE, XXI, 6).
[590] Revisiones: 1915-1939

tenían sus deseos y reprimían sus impulsos naturales. Esa palabra des­
pectiva, Gesindel, aparece con frecuencia en la pluma de Freud.4 Pero aun­
que despreciaba con soberbia a las masas, Freud no era un admirador ciego
del orden social existente. Le parecía natural que los pobres e indigentes
odiaran y envidiaran a quienes tenían que sacrificarse mucho menos; no
podía esperarse que los primeros internalizaran las prohibiciones sociales.
“Innecesario es decir que una cultura que deja insatisfechos a un número
tan grande de sus miembros, empujándolos a la rebelión, no tiene perspec­
tivas de mantenerse, ni las merece”. Pero, justa o injusta, la cultura
debe recurrir a la coerción para dar vigencia a sus reglas.
Con todos sus evidentes defectos, agrega Freud, la cultura ha aprendi­
do perfectamente a realizar su tarea principal, que es defender al hombre de
la naturaleza. Incluso podría hacerlo mejor en el futuro. Pero esto no sig­
nifica que “la naturaleza ya está conquistada”. Lejos de ello, Freud presenta
un alarmante inventario de fuerzas naturales que acosan al hombre: terre­
motos, diluvios, tormentas, enfermedades y (con esta mención Freud se
aproximaba a una perentoria preocupación personal) “el doloroso enigma
de la muerte, contra el que hasta ahora no se ha encontrado ninguna hierba
medicinal, y probablemente no se a encontrará nunca. Con todas estas
fuerzas, la naturaleza se levanta contra nosotros, magnífica, cruel, impla­
cable”. La Naturaleza vengativa, enemiga inmisericorde e inconquistable,
portadora de muerte, es una diosa muy distinta de la Madre Naturaleza aco­
gedora, amistosa, erótica que (recordaba Freud), cuando era joven, con toda
la vida por delante, lo había inducido a estudiar medicina.5 No sorprende
que concluyera con una inequívoca nota personal: “tanto para la humani­

4 Lo utilizó en sus primeros años y más tardíamente: como colegial, al descri­


bir a una familia de judíos de la Europa Oriental con la que se había encontrado en
un tren (véase la pág. 46) y ya como un hombre de más de setenta años, reflexio­
nando sobre el odio a los judíos propio de aquella época. “En la cuestión del anti­
semitismo —le dijo a Arnold Zweig— me siento poco inclinado a buscar explica­
ciones, experimento una fuerte inclinación a rendirme ante mis sentimientos y me
siento fortalecido en mi posición totalmente anticientífica de que, una vez dicho
todo, en promedio, consideradas ya todas las cosas, los seres humanos son una
gentuza miserable”. (Freud a Arnold Zweig, 2 de diciembre de 1927, Freud-Zweig,
11 [3]). Dos años más tarde, en 1929, le confesó a Lou Andreas-Salomé: “En mi
ser más íntimo, estoy realmente convencido de que mis queridos semejantes —con
unas pocas excepciones— son chusma”. (Freud a Andreas-Salomé, 28 de julio de
1929, Freud-Salomé, 199 [182]). En 1932, Ferenczi anotó en su diario íntimo que
Freud le había manifestado en cierta oportunidad: “Los neuróticos son chusma,
sólo buenos para mantenernos económicamente y para aprender con sus casos”. (4
de agosto de 1932, Klinisches Tagebuch, texto mecanografiado, con unas pocas
páginas manuscritas, Freud Collection, B 22, LC, catalogado como “Scientific
Diary”). El recuerdo de Ferenczi no es inverosímil. ¿Acaso no había escrito Freud,
ya en 1909: “Los pacientes] son desagradables”, y “me dan la oportunidad de rea­
lizar nuevos estudios técnicos”? (Véase la pág. 337).
5 Véase la pág. 48.
La naturaleza humana en acción [59 i]

dad en general, como para el individuo, la vida es difícil de sobrelle­


var”. *30 El desamparo es la suerte común.

En este punto, Freud, astutamente, introduce la religión en su análi­


sis. Astutamente, porque al subrayar el desamparo humano podía relacio­
nar la necesidad de religión con experiencias infantiles. De ese modo llevó
la religión al terreno familiar del psicoanálisis. Se admite que la religión
se cuenta entre las más preciadas posesiones de la humanidad, junto con el
arte y la ética, pero sus orígenes residen en la psicología infantil. El niño
teme el poder de sus padres, pero también confía en que ellos le protege­
rán. Por lo tanto, ya de adulto, no le resulta difícil incorporar su experien­
cia del poder parental (principalmente paternal) a reflexiones sobre su
lugar como individuo en el mundo natural, mundo éste a la vez peligroso
y prometedor. Lo mismo que el niño, el adulto deja paso a sus deseos y
adorna sus fantasías con los ornamentos más imaginativos. En el fondo
son supervivencias: las necesidades, la vulnerabilidad y dependencia del
niño, subsisten en la edad adulta, y por lo tanto el psicoanalista puede
contribuir en mucho a la comprensión de los orígenes de la religión.*
“Las concepciones religiosas se originaron en la misma necesidad que
genera todos los otros logros de la cultura, en la necesidad de defenderse de
la aplastante superioridad de la naturaleza”, y en “el impulso de corregir
las imperfecciones de la cultura, penosamente experimentadas”.6 7 *31
Esta analogía aforística es nítida, tal vez demasiado. Su capacidad de
persuasión depende en gran medida de las convicciones que el lector aporte
al texto. Pero en El porvenir de una ilusión Freud no deja duda alguna en
cuanto a su convicción de que estaba haciendo algo más que señalar seme­
janzas interesantes. Los hombres inventan a los dioses, o aceptan pasiva­
mente los que les impone la cultura, precisamente porque han crecido con
miedos del mismo tipo en su propia casa. Como las fantasías del niño que
se enfrenta al poder de los otros y sus propios deseos, y siguiendo el
modelo de tales fantasías, la religión es fundamentalmente una ilusión,
una ilusión infantil. El análisis psicológico de las doctrinas religiosas

6 Desde luego, Freud sabía que hay muchos tipos diferentes de religiones, y
actitudes divergentes con respecto a las creencias dentro de cada cultura, y que a
través de las épocas han existido evoluciones claras y drásticas del pensamiento
y el sentimiento religiosos. En El porvenir de una ilusión hablaba principalmen­
te de la religión del hombre común moderno, y remitía a los lectores a su Tótem
y tabú, donde encontrarían una descripción sumaria de algunas de estas evolucio­
nes del pensamiento.
7 En La interpretación de los sueños ya había dicho llanamente que toda “la
complicada actividad mental” implicada en la búsqueda de satisfacción “representa
solamente una huida de la realización de deseos exigido por la experiencia. Des­
pués de todo, el pensamiento no es más que un sustituto del deseo alucinatorio”.
(GW, II-III, 572/SE V, 567).
[592] Revisiones: 1915-1939

demuestra que “no son precipitados de la experiencia o resultados finales


del pensamiento; son ilusiones, realizaciones de los más antiguos, fuertes
y perentorios deseos de la humanidad; el secreto de su fuerza es la fuerza de
esos deseos”. *» Freud estaba orgulloso de estos argumentos psicológicos
y los caracterizó como su contribución singular al estudio científico de la
religión. La idea de que los hombres hacen a los dioses a su propia ima­
gen tal vez se remontara a los antiguos griegos, pero él le añadió la preci­
sión de que los hombres hacen sus dioses a imagen del padre.
Desenmascarar las ideas religiosas como ilusiones no significa necesa­
riamente negarles toda validez. Freud diferenció enfáticamente las ilusio­
nes de los delirios; las primeras quedan definidas, no por su contenido,
sino por sus fuentes. “Lo característico de las ilusiones es que proceden de
deseos humanos”. *33 Pueden llegar a ser ciertas; Freud presenta el feliz
ejemplo de una niña burguesa que sueña que encontrará un príncipe azul y
se casará con él. Eso podría suceder y a veces ha sucedido. Pero las ilusio­
nes religiosas, como la creencia en que vendrá un Mesías para fundar una
edad dorada, son mucho menos probables y se aproximan al pensamiento
delirante. Se podría comentar que, según las propias teorías de Freud, todo
pensamiento, incluso el más abstracto y objetivo, tiene sin lugar a dudas
fuentes no racionales; después de todo, él mismo habría descubierto las
raíces de la investigación científica en la curiosidad sexual de los niños.
Psicoanalistas posteriores no vacilaron en considerar que este interés con­
tinuo por los relatos de sus analizandos aun después de toda una vida de
práctica clínica, no era más que un voyeurismo sublimado. La regla de que
los orígenes de una idea en modo alguno determinan su valor (o su falta de
valor) permanece intacta; sin duda, nada de lo que Freud dijo en sus artícu­
los sobre la religión estaba destinado a sacudir sus cimientos. Pero lo que
le interesaba era la influencia que ese origen podía conservar. Al diferen­
ciar de modo tajante el pensamiento científico del pensamiento religioso
fundado en ilusiones, ensalzó al primero en tanto abierto al examen, la
demostración y la refutación, y desdeñó al último por ser ostensiblemente
inmune a toda crítica seria. Todo pensamiento, incluso el de la variedad
más científica, tal vez en sus orígenes provenga de deseos y se funde en
ellos, pero la ciencia es deseo disciplinado —en realidad, superado— por
la necesidad de verificación fiable y por el tipo de atmósfera abierta que
por sí sola permite refinar, modificar y, de ser necesario, abandonar
convicciones y creencias.
En consecuencia, Freud consideró adecuado examinar las demostracio­
nes religiosas con igual cuidado que los fundamentos de las creencias reli­
giosas. El devoto —observó— erige ante el escéptico tres defensas: la
antigüedad de su fe, el valor de las pruebas que hubo en el pasado, y la
santidad de la creencia, que por su misma naturaleza convierte toda investi­
gación racional en un acto impío. Naturalmente, ninguna de esas defensas
causaba impresión en Freud. Tampoco otras: ni la idea medieval de que la
La naturaleza humana en acción [593]

verdad de una doctrina religiosa queda demostrada por el hecho mismo de


que es absurda, ni la filosofía moderna del “como si”, según la cual con­
viene vivir como si creyéramos en las ficciones difundidas por las perso­
nas religiosas. El primero de estos dos argumentos le parecía a Freud prác­
ticamente insensato. Si se acepta un absurdo, ¿por qué no cualquier otro?
En cuanto al segundo, era algo, dijo irónicamente, que “sólo un filósofo
podía haber propuesto”. +34 Estas no son pruebas, son simples evasiones.
“No hay ningún tribunal superior al de la razón”. *35
A Freud tampoco le convencía la defensa de la religión realizada por
el pragmatismo: la idea de que ésta ha resultado útil. Tampoco podía estar
de acuerdo con los polemistas radicales contemporáneos, según los cuales
existía una conspiración para mantener sometidas e inmóviles a las clases
trabajadoras asustándolas con la perspectiva del infierno y la condenación
eterna. Estas explicaciones resultaban demasiado racionalistas para el gus­
to de Freud; no llegaban a justificar la poderosa y sugestiva influencia de
la religión a lo largo de los siglos. Además, la historia demostraba con
amplitud (por lo menos a juicio de Freud) que, si bien la religión había
realizado notables aportaciones a la domesticación de los impulsos salva­
jes de la humanidad, no siempre fue una fuerza civilizadora, ni siquiera
una fuerza del orden. Todo lo contrario: en su propia época —observó—
la religión no impedía que las mayorías fueran infelices en su civilización;
consideraba además que existían buenas pruebas de que, en siglos anterio­
res, más devotos, los hombres no habían sido menos desdichados. “Sin
duda, no fueron más morales.” Por supuesto, “en todas las épocas la
inmoralidad ha hallado en la religión tanto sustento como la moral”. *36
La consecuencia era perfectamente transparente: puesto que la religión no
ha hecho a los hombres ni mejores ni más felices, la irreligiosidad no
podía ser sino un paso adelante.8*lo
Una vez más resonaba en esas páginas el acento de los predecesores de
Freud, en especial los filósofos de la Ilustración. Estos mantenían firmes
convicciones anticlericales y antirreligiosas, y las de Freud eran igualmen­
te incorruptibles. Freud podía diferir de Voltaire o de su heredero, Feuer-
bach, en lo concerniente a la táctica política o al diagnóstico psicológico,
pero su veredicto final con respecto a la religión coincidía con el de ellos:
había fracasado. Freud podía intentar sincera y tenazmente diferenciar las

8 Lo mejor que Freud podía decir de la religión era que domestica al individuo
y lo rescata de la soledad. Según escribió en su historial del Hombre de los
Lobos: “Podemos decir que en este caso la religión ha logrado todo aquello para
lo cual se introduce en la educación del individuo. Domesticó sus impulsos sexua­
les ofreciéndoles una sublimación y un ancla firme; debilitó sus conexiones fami­
liares y, con ello, previno un amenazante aislamiento, al abrirlo a una conexión
con la gran comunidad humana. El niño salvaje, intimidado, se convirtió en
sociable, de buenos modales, y educado”. (“Wolfsmann”, GW XII, 150 / “Wolf
Man”, SE XVII, 114-115).
[594] Revisiones: 1915-1939

ilusiones de los delirios. Con idéntica sinceridad, podía señalar que a veces
las ilusiones se convierten en realidad. Pero a medida que se internaba con
mayor ardor en su investigación sobre la religión, el trabajo se volvía
polémico, y se iba desvaneciendo cada vez más la distinción entre delirios
e ilusiones.

Si, como creía Freud, la religión ha demostrado ser un fracaso, qui­


zá la ciencia podría ser un éxito. Esta esperanzada conjetura corre paralela
a la crítica freudiana de las ilusiones pasadas y presentes. Por supuesto, al
reflexionar sobre el punto de vista científico, Freud se permitió caer en un
optimismo relativo poco común en él. Ese era el Freud que admiraba los
escritos históricos de Macaulay, que sin vacilar veía un progreso continuo
en la historia de Europa, que defendía la historia de Gomperz acerca del
pensamiento de la antigua Grecia, texto que convertía a los grandes pensa­
dores del período clásico en constructores de una Ilustración antigua. Por
lo menos, en los estratos sociales más educados —sostenía Freud—, en
general la razón se ha impuesto a la superstición; los críticos de nivel
superior han “dinamitado el valor demostrativo de los documentos religio­
sos; las ciencias de la naturaleza han sacado a la luz los enores que contie­
nen; las investigaciones comparadas están caracterizadas por la semejanza
fatal de las concepciones religiosas que reverenciamos con los productos
mentales de pueblos y épocas primitivos”.
En consecuencia, la esperanza de que el racionalismo secular continua­
ra haciendo prosélitos le parecía perfectamente realista. “El espíritu cientí­
fico genera una cierta postura con respecto a las cuestiones de este mundo;
ante las cuestiones religiosas se detiene por un momento, vacila, y final­
mente, también en ese caso, cruza el umbral. En este proceso no hay res­
tricciones; cuanto más acceso tenga la gente a los conocimientos atesora­
dos, más se extenderá la deserción entre los creyentes; primero se
abandonarán los ornamentos obsoletos y ofensivos, pero después también
los presupuestos fundamentales”. *38 Ese es el corazón de la argumenta­
ción freudiana: las premisas mismas de la ciencia son incompatibles con
las de la religión. El desdeñaba todos los puentes que los historiadores
modernos trataron de tender entre una y otra, todas las sutilezas hilvanadas
por los teólogos modernos. No eran más que apologética, en el sentido
menos digno de la palabra. “La guerra entre ciencia y religión”, el eslogan
militante del siglo XVIII recogido con tanto fervor en el XIX, seguía sien­
do una verdad axiomática para Freud ya bien avanzada la primera mitad del
siglo XX. Según dijo más de una vez, en más de un texto, la religión,
sencillamente, era el enemigo. 99

9 No hay constancia alguna de que Freud leyera el manifiesto racionalista


escrito por John W. Draper en 1874, History of the Conflict between Science
and Religión, o la defensa en dos volúmenes de la investigación libre realizada
La naturaleza humana en acción [595]

Al unirse a la lucha contra ese enemigo, Freud puso su psicología


bajo la bandera de la ciencia. “El psicoanálisis —dijo en El porvenir de
una ilusión— es en realidad un método de investigación, un instrumento
imparcial, como el cálculo infinitesimal”. *39 Sin duda le gustaba esa defi­
nición; varios años antes le había escrito a Ferenczi que “nosotros”, los
psicoanalistas, “somos y seguiremos siendo objetivos salvo en lo que se
refiere a esto: investigar y ayudar”. Ser “objetivo” (“tendenziös”) era
ser científico; en consecuencia, el psicoanálisis podía legítimamente pro­
fesar que era una ciencia, o por lo menos que aspiraba a serlo.10 En vista
de la militancia de Freud, esa pretensión estaba lejos de ser neutral. Decir
que las ciencias, incluido el psicoanálisis, son objetivas, significaba for­
mular una declaración política, afirmar que están exentas de distorsiones
ideológicas autoprotectoras.11 Si la religión —desde el sacrificio más pri­
mitivo hasta la teología más elaborada— es miedo, temor reverente y
pasividad infantiles conservados hasta la vida adulta, la ciencia, tal como
diría un psicoanalista, constituye un esfuerzo organizado para superar el
infantilismo. La ciencia desdeña los esfuerzos patéticos que realiza el cre­
yente tendentes a alcanzar sus fantasías en la espera piadosa y por medio
de rituales, elevando peticiones y quemando herejes.
Freud no olvidaba que también el ateísmo era vulnerable a la ideolo­
gía: podía emplearse (para utilizar de nuevo el lenguaje analítico) como

por Andrew Dickson White en 1896, A History of the Warfare of Science with
Theology in Christendom. Sin embargo, los títulos intransigentes de estas obras
(mucho más que su mensaje, más dulzón) recuerdan cuán estrecha y característica­
mente la postura racionalista de Freud se asemeja y sigue el pensamiento anticle­
rical del siglo XIX (pensamiento que tenía sus orígenes en la Ilustración del
siglo XVIII). Su concepción de la religión como el enemigo fue completamente
compartida por la primera generación de analistas. Los intentos de algunos psi­
coanalistas posteriores destinados a conciliar el psicoanálisis con la religión no
habrían despertado la menor simpatía en Freud y sus colegas. En 1911, cuando
Freud le informó a Jones de que estaba trabajando en un estudio psicoanalítico de
la religión —tenía en mente los ensayos que iban a convertirse en Tótem y
tabú—, Jones respondió con entusiasmo “obviamente”, la religión “es la última
y más firme plaza fuerte de lo que podría llamarse la Weltanschauung anticientífi­
ca, antirracional o antiobjetiva, y sin duda es allí donde podemos esperar la
resistencia más intensa y lo más duro del combate”. (Jones a Freud, 31 de agosto
de 1911, con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
10 El enunciado más enfático de esta posición puede encontrarse en su impor­
tante artículo sobre una cosmovisión, publicado como la última de las Nuevas
conferencias de introducción al psicoanálisis en 1933. Véase “The Question of a
Weltanschauung", SE XXII, 158-182.
11 El porvenir de una ilusión también fue considerado un documento político
en otro sentido, no como defensa de la ciencia desafiando a la religión: en julio
de 1928, Freud informó a Ernest Jones (él se había enterado a través de Eitingon)
de que los censores soviéticos habían prohibido la traducción del libro al ruso.
(Freud a Jones, 17 de julio de 1928, Freud Collection, D2, LC).
[596] Revisiones: 1915-1939

estratagema defensiva, el tipo de reacción típica del adolescente que se


rebela contra el padre. Quienes se enfrentaban a Dios podían estar reactua­
lizando en la esfera de la religión la batalla edípica que no habían ganado
en el hogar. Pero Freud no se entregaba a una disputa así: no luchaba con
quimeras. A su juicio, su propio ateísmo era algo mejor que eso: la pre­
condición para la investigación implacable y fructífera del fenómeno reli­
gioso. Sabemos que Freud no iba disfrazado de reformador social. Pero, en
tanto heredero moderno de los philosophes, estaba convencido de que una
de las funciones de la ciencia consiste en utilizar sus descubrimientos para
el alivio de las perturbaciones mentales. Oculta en la crítica psicoanalítica
que realizó Freud de las creencias religiosas, estaba la esperanza de que des­
cubrir y difundir la verdad sobre la religión podía ayudar a liberar de ella a
la humanidad.
Desde luego, esa esperanza —según Freud reconoce en El porvenir de
una ilusión— tal vez sea otra ilusión. Pero después de plantear esa posibi­
lidad, la deja de lado, puesto que “a largo plazo, nada puede resistirse a la
razón y la experiencia”. Quizá “nuestro dios Logos no es muy omnipoten­
te, y sólo pueda realizar una pequeña parte de lo que sus predecesores pro­
metían”. **i Pero seguía siendo cierto que sus devotos estaban dispuestos a
renunciar a una buena parte de sus deseos infantiles; su mundo no quedaría
colapsado aunque tuvieran que sacrificar una parte incluso mayor de sus
sueños. El método científico que aplicaban y los presupuestos que gober­
naban sus investigaciones les permitían corregir sus puntos de vista a la
luz de pruebas más convincentes. “No —concluía Freud en un célebre
párrafo—, nuestra ciencia no es una ilusión. Pero sería una ilusión creer
que podemos lograr en alguna otra parte lo que ella no puede damos”. **>■
Ésta era la expresión de una fe en la ciencia que siempre había tenido, aun­
que pocas veces la había enunciado con tan vigoroso fervor, y nunca vol­
vió a hacerlo. Algunos años antes, le dijo de sí mismo a Romain Rolland
que había “pasado gran parte de mi vida destrozando mis propias ilusiones,
y las de la humanidad”. *43 Una muy distinta cuestión era que la humani­
dad en general estuviera dispuesta a dejar que destruyeran sus ilusiones.

En enero de 1928, alguien a quien Freud no conocía, un tipógrafo


llamado Edward Petrikowitsch, que se identificó a sí mismo como “sólo
un simple trabajador” que valoraba la lucha de Freud contra la religión, le
envió al maestro un recorte del St. Louis Post-Dispatch, en el que se decía
que el nuevo libro de Freud había provocado un gran revuelo y la división
entre sus seguidores. ** Freud respondió de inmediato, con cortesía y sus­
ceptibilidad. No podía creer que su corresponsal no fuera una persona cul­
ta. Seguramente era un europeo que había vivido mucho tiempo en los
Estados Unidos, de modo que “podría permitirme preguntar por qué toda­
vía cree usted en cualquier cosa que lea en un periódico norteamericano”.
En parte estaba en lo cierto. Petrikowitsch, un sindicalista, librepensador
La naturaleza humana en acción [597]

y socialista, había emigrado a St. Louis después de la Primera Guerra


Mundial. El artículo enviado —observó Freud— “me atribuye declaracio­
nes que nunca he hecho”. En realidad, “el público de aquí no ha prestado
prácticamente atención a mi pequeño libro. Podría decirse que nadie ha
armado demasiado revuelo (es hat kein Hahn nach ihr gekräht)”. *45
En realidad, El porvenir de una ilusión provocó más alboroto del que
Freud estaba dispuesto a reconocer al envolverse con el manto del hombre
al que nadie le presta atención. Sin duda, sabía más de lo que decía. El
recorte que le envió Petrikowitsch reproducía una información que había
aparecido en el New York Times a fines de diciembre de 1927, al pie de
titulares incendiarios y engañosos: “La religión desahuciada/ afirma Freud/
Dice que está en un punto en el que debe dejar paso a la ciencia/ Sus
seguidores se irritan/ El nuevo libro del maestro del psicoanálisis condena­
do por la oposición que se espera que provoque”. 1213 *4<> Esto exageraba el
“revuelo” que estaba armando El porvenir de una ilusión. Sin embargo, en
abril de 1928 Freud le dijo a Eitingon que había atraído sobre sí mismo
“el más generalizado disgusto”. Escuchaba en tomo a él “rugidos con toda
clase de insinuaciones disfrazadas”. *47 El libro no había dividido seriamen­
te a sus discípulos, pero a algunos de ellos los puso nerviosos; después de
todo, la religión seguía siendo un tema sumamente delicado. “El hecho de
que Anna haya encontrado resistencia” a un trabajo que leyó en Berlín —le
informó Eitingon a Freud en junio— tiene su causa en... El porvenir de
una ilusión, en el que se basó, y contra el que aquí, ahora como antes, hay
una gran oposición emocional, aunque la gente no sepa muy bien por
qué”. *48 Con todos sus errores y distorsiones, el periodista del Times en
Viena había captado parte de esa atmósfera.
Inevitablemente, el análisis freudiano de la religión —los críticos lo
llamaban ataque— provocó réplicas e intentos de refutación, u Es probable

12 La impaciencia que el despacho suscitó en Freud es perfectamente com­


prensible. Además de vulgarizar el mensaje freudiano, estaba repleto de errores.
Llamaba a Freud “Sigismund”, nombre que éste no usaba desde hacía más de
medio siglo. Traducía el título de la obra de Freud, con un divertido desliz, como
“El porvenir de una alusión”. Pfister aparecía como “Pfiser” y era identificado
nada menos que como “cabeza de la Iglesia Protestante en Zurich”. El periódico
psicoanalítico Imago, en el cual, según se informaba a los lectores del Times,
Pfister iba a responder a Freud, era caracterizado como “una revista de la Iglesia”.
13 Una de las “respuestas” más curiosas fue Dreams and Education, de J.C.
Hill, que su autor, un educador inglés, le envió a Freud. El pequeño libro de Hill
se había publicado en 1926, un año antes que El porvenir de una ilusión, pero el
autor (que se presentaba como un gran admirador aunque “no un psicoanalista
practicante”, y como “no competente para expresar una opinión” sobre algunos
de los escritos de Freud [pág. 1]) pensaba que podía servir de respuesta. El texto
dejó perplejo a Freud. En una serie de capítulos expositivos escritos con simpli­
cidad, y llenos de ejemplos familiares, Hill había aplicado lo que entendió de las
ideas analíticas al “estudio de la conducta normal” (pág. 1), en especial de la
[598] Revisiones: 1915-1939

que la más civilizada fuera —como cabía esperar— la respuesta de Pfister,


que con el título de “La ilusión de un porvenir” apareció en Imago. Era
cortés, razonada y sumamente amistosa. La había escrito —observó Pfis­
ter, dirigiéndose directamente a Freud— “no contra usted sino a su favor,
pues quienquiera que integre las filas del psicoanálisis lucha por usted”. *4’
Freud no se opuso al artículo, que le pareció “un contraataque amistoso”.
*so En ese contraataque, Pfister intercambió los roles con su viejo amigo,
pues condenaba a Freud, el pesimista inveterado, por su optimismo injus­
tificable. Pfister sostuvo que el conocimiento no aseguraba el progreso.
Tampoco la ciencia, confusa y antiséptica, podía tomar el lugar de la reli­
gión, pues no era capaz de inspirar valores morales ni obras de arte perdu­
rables.
La mayor parte de las reacciones al folleto de Freud no fueron tan afa­
bles. El rabino reformista Nathan Krass, dirigiéndose a su congregación
en el Templo Emanu-El, de la Quinta Avenida de Nueva York, asumió la
actitud condescendiente del experto que pone en su lugar al aficionado: “En
este país nos hemos acostumbrado a oír a hombres y mujeres que hablan
sobre todos los temas poque han hecho algo notable en algún campo”. Un
ejemplo era Edison, que “sabe de electricidad” y por ello encuentra audien­
cia para sus “opiniones sobre teología”. Otro caso era el de alguien que se
había “hecho un nombre en la aviación” —desde luego, pensaba en Lind-
berg—, y al que se le pedía que “pronunciara discursos sobre todo lo que
existe bajo el sol”. La idea de Krass sólo necesitaba una pequeña exégesis:
“Todos admiran al Freud psicoanalista, pero no hay razón para que tenga­
mos que respetar su teología”. *5i
Ningún documento permite suponer que Freud tuviera noticias de las
críticas de Krass, pero éstas de ningún modo fueron las únicas. Hubo quie­
nes veían en el análisis freudiano de la religión un síntoma del pernicioso
relativismo que carcomía la fibra moral del mundo moderno. *52 De hecho,
un comentarista anónimo, que escribió en la publicación conservadora ale­
mana Süddeutsche Monatshefte, metió en el mismo saco las opiniones de
Freud sobre la religión y lo que, un tanto pintorescamente, denominaba el
“pan-cochinismo” endémico de la época. *53 Como era de esperar, El por­
venir de una ilusión proporcionó las municiones adecuadas a los antisemi­
tas de la academia. En 1928, Cari Christian Ciernen, un profesor de etno-

educación. Pero a continuación, sin ninguna transición ni preparación, concluía


afirmando que el docente dispuesto a aprender de Freud, “comprenderá, en sínte­
sis, la verdad del cristianismo” (pág. 114). Freud agradeció el envío con unas
pocas líneas amables: “Me ha llegado su folleto, lo leí con placer y satisfacción
y¡ confío en que cause una fuerte impresión en muchas personas. Sólo hay un pun­
to que no comprendo: ¿por qué dice usted del yA que conduce a la verdad del cris­
tianismo?” (Freud a Hill, 18 de febrero de 1928. En inglés, con permiso de Sig-
mund Freud Copyright, Wivenhoe.)
La naturaleza humana en acción [599]

logia de la Universidad de Bonn, aprovechó la oportunidad de la aparición


del libro para deplorar la tendencia de los psicoanalistas a descubrir el sexo
en todas partes. “Se podría explicar esto —pensaba— por el tipo de círcu­
los sociales de los que principalmente provienen sus defensores y, proba­
blemente, también los pacientes que tratan”. Otro distinguido profesor
alemán, Emil Abderhalden, versátil químico y biólogo, lamentó el espec­
táculo de “un judío” que sin ninguna autoridad se atrevía a “poner en tela
de juicio la fe cristiana”. Puesto que ya conocía esas reacciones abusi­
vas, Freud las afrontó con desdén. Pero por su parte, él mismo, convenci­
do más que nunca de que sus escritos no satisfacían sus propias normas de
exigencia, se entristeció pensando que ya no era el Freud de una década
antes.

En esos días pocas cosas podían procurarle a Freud alguna alegría, y


menos aun los motivos de satisfacción que hallaba en sí mismo. En abril
de 1928 le escribió al psicoanalista húngaro István Hollós que se resistía
al tratamiento de psicóticos: “Finalmente, me confesé a mí mismo que no
me gustan estos enfermos, porque me encoleriza sentirlos tan lejos de mí
y de todo lo humano”. Creía que se trataba de una “extraña clase de intole­
rancia”; resignadamente, agregó: “Con el correr del tiempo, he dejado de
considerarme interesante, lo que seguramente es incorrecto desde el punto
de vista analítico”. Pero, con todo, se consideraba lo bastante interesante
como para especular acerca de esa falta de empatia. ¿Era acaso “la conse­
cuencia de un cada vez más evidente partidismo en favor de la primacía del
intelecto, de una hostilidad al ello? ¿O de qué otra cosa?”. *56
Sin duda, los tiempos no eran propicios para afirmar la primacía del
intelecto. El desagradable espectáculo de la demagogia política y la preca­
riedad de la economía mundial destacaban la irracionalidad en ascenso.
También en abril de 1928 Fritz Wittels consultó a Freud sobre si debía
aceptar o no una invitación para pronunciar conferencias y enseñar psicoa­
nálisis en los Estados Unidos, y Freud le dijo que fuera. “Usted conoce las
crudas condiciones económicas de Viena y la improbabilidad de que las
cosas cambien pronto”. *57 Parecía sentirse personalmente responsable de
la temible situación de los analistas que aguardaban pacientes en la ciudad;
cuanto menos era la “influencia personal” que podía hacer valer en benefi­
cio de sus “jóvenes amigos” —le dijo a Wittels—, mayor era su “aflic­
ción”. *58
Pero resultaba bastante comprensible que sus achaques (las dificulta­
des a la hora de comer y hablar, el dolor) lo afligieran aun más penosa­
mente. Esos achaques tenían repercusiones tanto emocionales como físi­
cas. En julio de 1928 le confió a Emest Jones “un pequeño secreto que
debe seguir siendo secreto”. Estaba pensando en abandonar a Hans Pichler,
el cirujano bucal que tanto había hecho por él desde que lo operó por pri­
mera vez en el otoño de 1923. “Este último año he sufrido mucho bajo
[600] Revisiones: 1915-1939

los esfuerzos realizados por Pichler para procurarme una prótesis mejor, y
el resultado ha sido muy insatisfactorio. Así que finalmente he cedido a
presiones provenientes de muchos lados para que recuna a algún otro”. *»
Pichler mismo había admitido que se sentía defraudado, *» pero su propia
conciencia incomodaba a Freud: “No ha sido fácil para mí, pues funda­
mentalmente, después de todo, significaba abandonar a un hombre al que
ya le debo 4 años de vida”. Pero la situación se había vuelto intolera­
ble. *« Las notas de Pichler sobre el caso corroboraban la opinión de
Freud. “Todo mal”, escribió el 16 de abril. “Dolor en la parte posterior [de
la boca], donde hay inflamación, sensibilidad e irritación en la pared farín­
gea posterior”. *62 Una prótesis nueva no estaba desarrollando bien sus
funciones. “La prótesis [número] 5 no puede usarse”, anotó Pichler el 24
de abril, “es demasiado gruesa y grande”; *« una prótesis anterior, la
número 4, agregó el cirujano el 7 de mayo, “producía presión” y “moles­
taba mucho a la lengua”. En consecuencia, convencieron a Freud de que
tratara de hallar algún alivio al “dolor continuo de la prótesis” *« en Ber­
lín, visitando al profesor Schroeder. Como paso preliminar, Schroeder
envió un asistente a Viena para que le echara un vistazo a la prótesis, y a
fines de agosto Freud se dirigió a Berlín para someterse al tratamiento res­
tante. Todo era sumamente confidencial. “Se dirá que estoy visitando a
mis hijos. Así que: ¡discreción!”.
Los exámenes, tratamientos y ajustes de Berlín fueron intensamente
desagradables, y los sufrimientos de Freud se añadían a sus sentimientos
de culpa con respecto a Pichler, y a sus dudas de que pudieran fabricarle
una prótesis mejor. Pero le gustaba Schroeder y confiaba en él; en un
acceso de optimismo, le dijo a su hermano que estaba en las mejores
manos. *67 Casi como para demostrar lo bien que se sentía, analizaba a dos
pacientes cuando su estado se lo permitía. Para que la vida le resultara más
tolerable, había llevado consigo a su hija menor. “Anna es excelente
como siempre —le escribió a su hermano—. Sin ella aquí estaría total­
mente perdido”. Ella había alquilado un bote y pasaba muchas horas
remando y nadando en el lado de Tegel, en el agradable distrito noroeste de
la ciudad. Su hijo Ernst, que en aquel entonces vivía en Berlín, era un
visitante frecuente y asiduo, lo mismo que viejos amigos como Sándor
Ferenczi. En general, esta excursión médica le dio pie a Freud para sentir­
se cautelosamente animado; la nueva prótesis representó una mejoría nota­
ble con respecto a las anteriores, mucho más de lo que se había esperado.
El dispositivo fabricado para Freud en el otoño de 1923, después de su
operación de cáncer, nunca ajustó muy bien, e incluso cuando no experi­
mentaba dolor (lo que no era frecuente) se sentía incómodo. Schroeder
logró abreviar los momentos de dolor, y paliar en parte la incomodidad.
Pero el alivio nunca fue permanente ni completo. “Confieso —le escribió
Freud a su “querida Lou” en el verano de 1931— que mientras tanto he
exprimentado todo tipo de cosas desagradables con mi prótesis, lo que,
La naturaleza humana en acción [601]

como suele ocurrir, dejó en suspenso mis intereses superiores”. A veces


el trabajo le permitía olvidar sus aflicciones, pero lo más frecuente era que
sus aflicciones obstaculizaran su trabajo. Durante su estancia en Berlín,
Lou Andreas-Salomé fue a visitarlo, y él se dio cuenta (y nunca pudo olvi­
darlo) de que estaba dejando toda la conversación a cargo de su hija Arma.
“La razón —le dijo más tarde a su querida Lou— fue la observación de que
con mi audición dañada yo no podía captar su voz baja, y hube de registrar
que también a usted le resultaba penoso entender lo que queda de mi
capacidad para hablar. Por muy dispuesto que uno esté a resignarse, esto
deprime y te condena al silencio”. *70 Era un destino cruel para quien había
sido un conversador consumado. Desde mediados de la década de 1920,
Freud ya no podía pensar en asistir a los congresos psicoanalíticos interna­
cionales, que le resultaban estimulantes y a los que le costó mucho renun­
ciar. Algunas películas de aficionado tomadas en 1928 por su analizando
norteamericano Phillip Lehrman lo muestran delgado, envejecido, mientras
se pasea con su hija Anna, juega con su perro, sube a un tren. *71
A fines de ese mismo año, algo le recordó a Freud, súbitamente, un
pasado que creía haber dejado atrás muchos años antes: murió Wilhelm
Fliess, y en diciembre escribió la viuda para pedir las cartas de su difunto
esposo. Freud no pudo complacerla. “Mi memoria me dice —le informó—
que destruí la mayor parte de nuestra correspondencia en algún momento
después de 1904”. Algunas cartas podían haberse salvado y le prometía
buscarlas. *72 Dos semanas después, le escribió que no encontraba nada;
también había perdido otras cartas, por ejemplo las de Charcot. Creía pro­
bable que hubiera destruido todo el lote. Pero por esa vía se vio conducido
a pensar en su propia correspondencia. “Por cierto, me gustaría saber que
mis cartas a su esposo, mi amigo íntimo durante muchos años, han halla­
do un destino que las proteja de cualquier utilización futura”. *73 El episo­
dio, aunque no lo comentó, debió despertar en él recuerdos molestos. Con
no menor incomodidad iban a volver, una vez más, una década más tarde.

En esa época de angustia y contratiempos, Freud contó con una dis­


tracción inesperada: su peno Lin Yug. Durante un par de años, le había
agradado observar al alsaciano de su hija Anna, Wolf, que compraron para
que la protegiera durante los largos paseos de ella. Paternalmente, compar­
tió el afecto de Anna por el perro. En abril de 1927, mientras Anna estaba
de vacaciones en Italia, él le telegrafió las novedades domésticas, conclu­
yendo: “Afectuosos saludos de Wolf y la familia”. *74 Pero después tuvo
un perro propio, que le regaló Dorothy Burlingham, una norteamericana
afincada en Viena en 1925. Madre de cuatro niños, estaba separada de un
esposo maníaco-depresivo; ya en Viena inició su análisis, primero con
Theodor Reik y después con el propio Freud; también hizo analizar a sus
hijos. El tratamiento que recibieron estos últimos la indujo a dedicarse
profesionalmente al análisis de los niños. Pronto se convirtió en íntima
[602] Revisiones: 1915-1939

de los Freud, especialmente cercana a Arma; en las vacaciones italianas de


aquel año de 1927, Mrs. Burlingham acompañó a la hija de Freud. Arma le
aseguró al padre que estaban disfrutando de “la más agradable y pura de las
camaraderías”. *75 Freud, cautivado por Dorothy Burlingham, dijo de ella
que era “una mujer norteamericana muy simpática, una virgen desdicha­
da”. *76 No podía haber elegido un mejor regalo: en junio, Freud informó a
Eitingon de que tenía “una encantadora perra china, una chow, que nos
está procurando mucho placer”. *77 Lin Yug era un animalito doméstico,
pero también una responsabilidad: Henrietta Brandes, la dama encargada
del criadero del que provenía la chow, envió a Freud instrucciones detalla­
das sobre la manera de cuidar al animal. A fines de junio expresó su placer
al enterarse de que Freud se había hecho amigo de su chow. *78 En adelan­
te, Freud estuvo siempre rodeado de una multitud de chows, en especial de
Jo-Fi. La perra «e sentaba quieta al pie del diván durante las sesiones de
análisis. *79
De modo que no todo era sombrío. Freud siguió analizando y obser­
vando el progreso de la generación joven —por lo menos de parte de
ella— con verdadera satisfacción. Su círculo profesional llegó a parecerse
a una familia muy unida. En 1927, Marianne Rie, hija de su viejo amigo,
colega y compañero de taroc Oscar Rie, se casó con el historiador del arte
y más tarde psicoanalista Emst Kris; en aquel entonces ella era estudiante
de medicina, y se iba abriendo camino en su carrera de analista de niños
por derecho propio.14 El mismo año, Heinz Hartmann, magníficamente
formado como médico, psiquiatra y psicólogo, además de amante de la
filosofía, publicó su primer libro, Los fundamentos del psicoanálisis^ que
preanunciaba las aportaciones teóricas a la psicqlogía del yo que estaba des­
tinado a realizar más tarde. También Anna, la hija de Freud, seguía conso­
lidando su reputación entre los psicoanalistas. Su concepción del desarro­
llo del niño, que expuso en 1927 en su primer libro, Una introducción a
la técnica del análisis de niños, entró en colisión con la de Melanie Klein,
suscitando una controversia animada, y a veces ácida, en los círculos ana­
líticos de Viena y Londres.15 El futuro del psicoanálisis parecía estar en
buenas manos.
Pero si bien Freud observaba el “espléndido desarrollo” como analista
de su hija Anna con un placer total, le confesó a Lou Andreas-Salomé, en
la primavera de 1927, que seguía preocupándose por su vida afectiva.
“Usted no creerá lo poco que he aportado al libro de ella, salvo en lo que
se refiere a su polémica con Melanie Klein. Aparte de esto, es una obra
completamente independiente”. Pero “en otros aspectos estoy menos satis­
fecho. Dado que su pobre corazón debe siempre estar en contacto con algo,

14 Más tarde, su hermana Margarete se casó con el analista Hermann Nun-


berg, y ambas familias fundaron dinastías de psicoanalistas.
15 Véanse las págs. 521-523.
La naturaleza humana en acción [603]

se aferra a sus amigas, que se van sucediendo una a otra”. Anna necesitaba
relacionarse con personas inteligentes, y él se preguntaba si su última
amiga íntima, Dorothy Burlingham, “la madre de los hijos analíticos de
Anna”, sería más aceptable para ella que las otras en su momento. Pero
reconocía que su hija se llevaba extraordinariamente bien con Mrs. Bur­
lingham; unas vacaciones de Pascua de tres semanas que pasaron juntas en
los lagos italianos le había hecho mucho bien. *80 Sin embargo, las dudas
de Freud subsistían. “Anna —escribió, también en una carta a su queridí­
sima Lou en diciembre— es espléndida e intelectualmente independiente,
pero [no tiene] ninguna vida sexual". Y preguntaba, haciendo de nuevo
referencia a aquel antiguo punto problemático: “¿Qué hará sin su pa­
dre?”
Además de su hija, el prosélito más notable que hizo Freud en la déca­
da de 1920 fue la princesa Marie Bonaparte, un “diablo de energía”, según
la llamó alguna vez afectuosamente. *82 Llevaba con modestia su título
heredado: parecía, sin duda, un personaje fantástico hecho realidad. Como
tataranieta de Lucien, el hermano de Napoleón, y esposa del príncipe Jorge
—hermano menor de Constantino I, rey de los helenos, y primo camal de
Christian X, rey de Dinamarca— era varias veces princesa. Aunque envi­
diablemente rica e impecablemente relacionada, nunca se había contentado
con la tradicional ronda de actividades sociales vacías que se consideraban
lo adecuado para la realeza en un época democrática. Dotada de una inteli­
gencia penetrante, ajena a las inhibiciones burguesas, y con opiniones
propias, pasó los años de su juventud buscando satisfacción intelectual,
emocional y erótica. No podía esperarla de su esposo, que la defraudaba
por igual en la cama y en la conversación. Tampoco se la procuraron sus
distinguidos amantes, entre los cuales se contaron Aristide Briand (varias
veces primer ministro francés) y el psicoanalista Rudolph Loewenstein,
un brillante técnico y teórico. En 1925, cuando René Laforgue le mencio­
nó a Freud por primera vez a la “princesa [esposa de] Jorge de Grecia”, ella
—según el diagnóstico de Laforgue— padecía una “muy pronunciada neu­
rosis obsesiva” que no había dañado su inteligencia pero sí “perturbado un
tanto el equilibrio general de su psique”. La princesa quería analizarse con
Freud. *83
Si a Freud le impresionaron tantos títulos rimbombantes, no lo
demostró en absoluto. Le dijo a Laforgue que estaba dispuesto a analizarla
siempre y cuando “usted pueda garantizar la seriedad de sus intenciones y
su mérito personal”, y también con la condición de que ella hablara ale­
mán o inglés, puesto que él ya no confiaba en su francés. “Por lo demás
—declaraba el burgués dueño de sí mismo— esta analizanda debe aceptar
exactamente las mismas obligaciones de todos los demás pacientes”. *84 A
continuación tuvieron lugar algunas delicadas negociaciones diplomáticas:
Laforgue describió a la princesa como seria, concienzuda, dotada de una
inteligencia superior; el proyecto era un análisis breve de dos meses.
[604] Revisiones: 1915-1939

Marie Bonaparte quería sesiones diarias de dos horas. *» Freud puso repa­
ros, y entonces la princesa se impacientó con la intercesión de Laforgue
y le escribió directamente. En julio todo estaba acordado. El 30 de sep­
tiembre de 1925 le hizo saber a Laforgue desde Viena: “Esta tarde he visto
a Freud”. *8<s
El resto, como dicen, es historia. A fines de octubre Freud le hizo a
Eitingon un comentario triunfal de su “querida princesa, Marie Bonapar­
te”, a quien estaba dedicándole dos horas por día; observó que ella era “una
mujer muy destacada, mucho más que una mujer con rasgos masculi­
nos”. *87 Dos semanas más tarde le pudo decir a Laforgue: “la Princesa
está haciendo un análisis muy bueno, y creo que está muy satisfecha con
su estancia”. *88 El análisis no la curó de su frigidez, pero le proporcionó
un propósito firme en la vida y la amistad paternal que nunca había teni­
do. De vuelta en París, trabajó para organizar el movimiento psicoanalíti-
co francés, asistiendo con diligencia a las reuniones y apoyando generosa­
mente la causa con sus abundantes recursos. Infatigable emborronadora de
diarios, registró detalladamente los comentarios que le hizo Freud, y
empezó a escribir ensayos psicoanalíticos. Es posible que lo más gratifi­
cante fuera el cambio que se produjo en su relación con Freud: era una
analizanda y pasó a ser una amiga fiable y benefactora generosa. Con toda
confianza, le entregó a Freud sus cuadernos de notas infantiles, sus “bêti­
ses”, escritos en tres idiomas entre los siete y los nueve años; *8’ mantuvo
correspondencia con él; lo visitó con la mayor frecuencia posible; financió
la Verlag, la editorial psicoanalítica, que siempre oscilaba al borde de la ban­
carrota; le proporcionó al maestro antigüedades selectas, y le dedicó un
amor sólo superado en su experiencia por la devoción de su hija Anna.
Sus títulos eran parte de su encanto, sin duda, pero el afecto de Freud tenía
otras fuentes. En una palabra, para Freud ella lo tenía todo.
Así como la princesa confiaba en él, él se confiaba a la princesa. En
la primavera de 1928, después de que ella le dijera que estaba trabajando
sobre el problema del inconsciente y el tiempo, Freud le reveló un extraño
sueño repetitivo que —según le dijo— hacía años que no lograba com­
prender. Estaba de pie a las puertas de una cervecería, sostenidas de algún
modo por estatuas, pero no podía entrar y tenía que volverse. Freud le dijo
a la princesa que realmente una vez había visitado Padua con su hermano
y no había podido entrar en unas grutas que estaban detrás de portales muy
parecidos. Años más tarde, cuando volvió a Padua, reconoció el lugar
como el que aparecía en su sueño, y en esa oportunidad logró ver las gru­
tas. Ahora, agregó, cada vez que no podía descifrar un enigma volvía a
tener ese sueño. Sin duda, el tiempo y el espacio eran misterios que Freud
lamentaba no haber sabido resolver hasta entonces. Pero siempre pen­
saba que todavía podría hacerlo.
La naturaleza humana en acción [605]

, La civilización: la condición humana

“Papá está escribiendo sobre algo”, le reveló Anna


Freud a Lou Andreas-Salomé a principios de julio de
1929. *91 Más tarde, ese mismo mes, Freud lo confir­
mó desde el lugar de descanso veraniego de Berchtesga-
den. “Hoy escribí la última frase, que completa el tra­
bajo hasta donde me es posible hacerlo aquí, sin
biblioteca. Trata sobre la cultura, el sentimiento de culpa, la felicidad y
otras glorificaciones similares”. Acababa de terminar El malestar en la
cultura. Obervó que aún subsistía en él una especie de tensión que lo lle­
vaba a trabajar. “¿Qué voy a hacer? —preguntó retóricamente—. No se
puede fumar todo el día y jugar a las cartas; ya no tengo resistencia para
caminar, y la mayor parte de lo que se puede leer ya no me interesa. Escri­
bo, y con ello paso el tiempo agradablemente”. *92
Tal vez era una diversión agradable, pero El malestar en la cultura le
parecía a Freud no menos vergonzoso que según había pensado en su
momento el libro anterior, El porvenir de una ilusión: “Mientras trabajaba
descubrí de nuevo las verdades más triviales”. *93 El pequeño libro, le con­
fesó a Emest Jones poco después de su publicación, consistía en “un
cimiento fundamentalmente diletante” sobre el que “se levanta una investi­
gación analítica finamente afilada”. Por cierto, un conocedor de sus escri­
tos como era Jones, “no puede haber pasado por alto la naturaleza pecu­
liar” de su última producción. *94 En aquel momento Freud no podía
imaginar que en realidad ese ensayo iba a ser uno de sus escritos más
influyentes.
Lo mismo que El porvenir de una ilusión, el nuevo libro también
concluye con una nota de esperanza insegura, aunque en este caso aun
más atenuada. El malestar en la cultura es el libro más sombrío de
Freud, y también en algunos aspectos el más inseguro. Repetidamente
se detuvo para lamentarse de que sentía más que nunca que estaba dicién­
dole a la gente lo que ya sabía, desperdiciando sus materiales de escritura
y eventualmente el tiempo y la tinta del impresor. *95 Desde luego, nin­
guna de las ideas principales de El malestar en el cultura era nueva;
Freud las había esbozado en la década de 1890 en cartas a Fliess, enun­
ciándolas brevemente una década después en su artículo «La moral sexual
“cultural” y el nerviosismo moderno»; también las había reiterado en su
más reciente El porvenir de una ilusión. Pero nunca el análisis fue tan
intenso, nunca había extraído tan implacablemente las consecuencias de
su pensamiento. En un principio quiso titular el ensayo de otra manera.
«Mi trabajo podría tal vez llamarse, si es que necesita un título, “La
infelicidad en la cultura” (“Das Unglück in der Kultur")», le escribió a
Eitingon en julio de 1929. Añadió que no estaba elaborando el texto con
[606] Revisiones: 1915-1939

inspirada facilidad. *96 Finalmente se decidió por Unbehagen (desconten­


to, incomodidad, malestar), en lugar de Unglück. Pero, ya enunciara
directamente su idea en el título, o la suavizara ligeramente con un cir­
cunloquio, Freud abordaba el tema de la desdicha humana con una serie­
dad implacable. Como si hubiera estado aguardando esa señal, el mundo
proporcionó una espectacular confirmación acerca de lo horrible que
podía llega a ser la infelicidad de los hombres. Más o menos una semana
antes de que Freud enviara el manuscrito de El malestar en la cultura al
impresor, el 29 de octubre —el “Martes Negro”— la bolsa de Nueva
York cayó en picada ; las repercusiones de ese acontecimiento se exten­
dieron rápidamente a todo el mundo. Había empezado lo que la gente
pronto iba a llamar “la Gran Depresión”.

Como para acentuar la continuidad entre el psicoanálisis freudiano


de la cultura y su anterior psicoanálisis de la religión, El malestar en la
cultura se abre con una meditación sobre las creencias religiosas. Freud
observó que este punto de partida se lo había sugerido el novelista francés
Romain Rolland, Premio Nobel de literatura y pacifista militante. Freud y
Rolland habían mantenido una correspondencia cordial, mutuamente admi­
rativa, desde 1923, y cuando, cuatro años más tarde, apareció El porvenir
de una ilusión, Freud le envió un ejemplar. En su respuesta, el francés
manifestaba coincidir en general con la evaluación freudiana de la religión,
pero se preguntaba si Freud había realmente descubierto la verdadera fuente
del sentimiento religioso, que Rolland caracterizó como profundo, persis­
tente y peculiar. Otros le habían confirmado su existencia, y él suponía
que millones de personas debían conocerlo. Era una sensación de “eterni­
dad”, de algo ilimitado, “oceánico”, por así decirlo. Aunque puramente
subjetivo y de ningún modo una garantía de la inmortalidad personal, ésa
debía ser “la fuente de la energía religiosa” que las iglesias captaban y
canalizaban. *97 Freud, que no detectaba ese sentimiento en sí mismo,
siguió su procedimiento acostumbrado: lo analizó. Consideraba muy pro­
bable que fuera una supervivencia de un muy antiguo sentimiento del yo
originado en una época en la que el niño todavía no se ha separado psico­
lógicamente de la madre. Su valor como explicación de la religión le pare­
cía a Freud más que dudoso.
Todo esto parece una recapitulación ociosa de El porvenir de una ilu­
sión. Pero Freud pronto pone de manifiesto su pertinencia para el psicoa­
nálisis de la cultura. Los seres humanos, sostuvo, somos desdichados:
nuestros cuerpos enferman y envejecen, la naturaleza externa nos amenaza
con la destrucción, nuestras relaciones con los demás son fuente de aflic­
ción. Pero hacemos cuanto podemos para salvamos de la infelicidad. Bajo
el imperio del principio de placer, buscamos “diversiones fuertes, que nos
permiten burlamos de nuestra desventura; satisfacciones sustitutivas, que
la reducen; sustancias intoxicantes, que nos hacen insensibles a ella”. *98
La naturaleza humana en acción [607]

La religión es sólo uno más de esos recursos paliativos, no más eficaz


—en muchos sentidos, lo es menos— que los otros. *
Agudamente, Freud señaló que el más eficaz de estos recursos (o
mejor, el menos infructuoso) es el trabajo, en especial la actividad profe­
sional libremente elegida. “Ninguna otra técnica para el control de la vida
adapta al individuo a la realidad con tanta firmeza”. A la postre, “lo ata
con seguridad a un fragmento de realidad, a la comunidad humana”. Como
adicto al trabajo, Freud hablaba con algún conocimiento de causa. Pero,
lamentablemente —observó, volviendo a El porvenir de una ilusión una
vez más—, los seres humanos no valoran el trabajo como camino hacia la
felicidad. Por lo general sólo trabajan por obligación. Y, ya traten de esca­
par a su suerte mediante el trabajo, el amor, la bebida, la locura, el goce
de la belleza o los consuelos de la religión, finalmente sólo consiguen fra­
casar: “La vida, tal como nos es impuesta, es demasiado dura para noso­
tros; nos trae demasiados dolores, decepciones, tareas irresolubles”.
Para que no quede duda alguna, reitera claramente este punto. Es como si
«la intención de que el hombre sea “feliz” no estuviera contenida en el
plan de la “Creación”». *100
La patética búsqueda humana de la felicidad, y su fracaso predestinado,
han dado origen a un punto de vista sorprendente: el odio a la civilización.
Si bien él rechazaba esta “sorprendente hostilidad hacia la cultura”, pensa­
ba que podía explicarla. Tenía una larga historia; el cristianismo, que atri­
buye poco valor a la vida terrenal, fue uno de sus síntomas más importan­
tes. Los viajeros que entraron en contacto con culturas primitivas durante
la época de las exploraciones mezclaron esa hostilidad con otro elemento,
al confundir la vida de esas tribus extrañas, aparentemente incivilizadas,
con modelos de simplicidad y bienestar, como una especie de reproche a la
civilización occidental. Más recientemente, los progresos en las ciencias
sobre la naturaleza y en la tecnología produjeron a su vez otras decepcio­
nes. Ese no era un punto de vista que Freud estuviera dispuesto a compar­
tir, el reconocimiento de que las invenciones modernas no han asegurado
la felicidad sólo puede conducir a una conclusión: “El poder sobre la
naturaleza no es la única precondición de la felicidad humana, del mismo
modo que no es la única meta de los esfuerzos culturales”. Pero el pesi­
mista cultural da poca importancia a los progresos científicos y tecnológi­
cos. La invención del ferrocaril, dice, sólo ha servido para que nuestros
hijos puedan irse lejos, y la única utilidad del teléfono consiste en que nos
permite escuchar sus voces. Incluso desdeña la reducción de la mortalidad
infantil como una bendición dudosa, que ha inducido a las parejas moder­
nas a practicar la anticoncepción, con lo cual el número total de niños
sigue siendo tan pequeño como hace siglos. Además, esas parejas se han
vuelto neuróticas. Sin lugar a dudas, “no nos sentimos cómodos en la
civilización del presente”. *101
Sin embargo, esta incomodidad no debe ocultar el hecho de que a lo
[608] Revisiones: 1915-1939

largo de la historia de la civilización ha consistido en un amplio esfuerzo


tendente a someter a las fuerzas de la naturaleza. Los seres humanos han
aprendido a usar herramientas y a utilizar el fuego, canalizan las aguas y
cultivan la tierra, han inventado poderosas máquinas para levantar y trans­
portar, corrigen los defectos ópticos con lentes, refrescan sus memorias
con la escritura, la fotografía y el fonógrafo. Han encontrado tiempo y
energía para realizar cosas útiles y espléndidas, para luchar por el orden, la
limpieza y la belleza, y para cultivar las más elevadas capacidades de la
mente. Prácticamente monopolizan la omnipotencia que alguna vez atribu­
yeron a los dioses. Freud condensa su argumentación con una metáfora
sorprendente y profunda: el hombre se ha convertido en “un dios protéti-
co”.16 *102
Las prótesis no siempre funcionan, y cuando lo hacen mal pueden ser
desconcertantes. Pero esos fracasos palidecen ante la infelicidad generada
por las relaciones interpersonales: homo homini lupus, *103 “el hombre es
un lobo para el hombre”. En consecuencia, la humanidad debe ser domes­
ticada por las instituciones. En este punto Freud enlaza con el feroz pensa­
miento político de Thomas Hobbes; casi tres siglos antes, Hobbes había
sostenido que, en ausencia de coacciones irrenunciables, la humanidad se
entregaría sin remedio a una guerra civil perpetua, con una vida solitaria,
pobre, sórdida, salvaje y corta. La humanidad se ha visto obligada a man­
tener relaciones humanas civilizadas sólo mediante un contrato social que
otorga al Estado el monopolio de la coerción. El Freud de El malestar en
la cultura se inserta en esa tradición hobbesiana: el paso trascendental
hacia la cultura se dio cuando la comunidad tomó el poder, cuando los
individuos renunciaron a emplear la violencia por decisión propia. Freud
observó en alguna ocasión que el hombre que por primera vez, en lugar de
una lanza, le arrojó a su enemigo un adjetivo, fue el verdadero fundador de
la civilización. Pero si bien ese paso era indispensable, también estableció
el marco para los descontentos de los que no se salva ninguna sociedad:
supone la más drástica interferencia en los deseos apasionados del indivi­
duo, la sofocación —y represión— de necesidades instintivas que continú­
an emponzoñando el inconsciente y provocan una expresión brutal.

La particular aportación freudiana a la teorización política reside


en esta visión de las pasiones reprimidas por la cultura. Esta perspectiva
presta a El malestar en la cultura toda su fuerza y originalidad: es una teo­
ría psicoanalítica de la política enunciada de modo breve. Freud no era un

16 Freud no hizo más que acentuar la mordacidad de esta metáfora con su


comentario acerca de que el hombre “es magnífico cuando dispone de todos sus
órganos auxiliares, pero éstos no crecen en él, y en ocasiones todavía le provo­
can muchos trastornos”. (Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, 451 / Civiliza-
tion and Its Discontents, SE, XXI, 92).
La naturaleza humana en acción [609]

teórico de la política, como tampoco era arqueólogo ni historiador de la


religión. Era un psicoanalista que aplicaba los recursos de su pensamiento
a las diversas manifestaciones de la naturaleza humana. Los más grandes
teóricos políticos, empezando por Platón y Aristóteles, habían hecho
exactamente eso. Pero Freud anclaba su análisis de la vida social y políti­
ca en una teoría de la naturaleza humana que en gran medida era suya pro­
pia.
Mirando hacia atrás, manifestó que un análisis de este tipo había sido
su meta durante décadas. “Ya en el año 1912, en el punto álgido de mi tra­
bajo psicoanalítico —observó en un comentario autobiográfico hacia el
final de su vida—, intenté, en Tótem y tabú, explotar las teorías analíticas
recién adquiridas para investigar los orígenes de la religión y la moral”.
Con El porvenir de una ilusión y El malestar en la cultura había seguido
por ese camino. “Reconocí cada vez más claramente que los hechos de la
historia humana, las interacciones entre la naturaleza humana, el desarro­
llo cultural y las conclusiones extraídas a partir de las experiencias primi­
tivas (como representante de los cuales la religión lucha por la preeminen­
cia) no son más que el reflejo de los conflictos dinámicos entre el yo, el
ello y el superyó, que el psicoanálisis estudia en el individuo (los mismos
acontecimientos repetidos en un escenario más amplio)”. *1M No podía
haber enunciado con más fuerza la unidad esencial de su pensamiento. Y
puesto que El malestar en la cultura forma parte de una doctrina más
amplia, sólo desarrollará toda su influencia si se observa considerando
como trasfondo el estilo psicoanalítico de la enseñanza freudiana. El ensa­
yo esboza el estatus del hombre freudiano en la cultura (en cualquier cultu­
ra). Es el hombre acosado por sus necesidades inconscientes, con su incu­
rable ambivalencia, sus amores y odios primitivos, apasionados, apenas
controlados por la imposición externa y los sentimientos interiores de cul­
pa. Para Freud, las instituciones son muchas cosas, pero sobre todo diques
contra el asesinato, la violación y el incesto.
La teoría freudiana de la civilización, pues, ve la vida en sociedad
como una transacción impuesta y por lo tanto como una condición esen­
cialmente irresoluble. Las mismas instituciones que obran para proteger la
supervivencia de la humanidad también producen su descontento. Sabién­
dolo, Freud estaba dispuesto a convivir con la imperfección y con las más
modestas expectativas de perfeccionamiento humano. Resulta significati­
vo que, después de que concluyera la Primera Guerra Mundial y de que se
hubiera derrumbado el imperio alemán, él expresara su satisfacción al ver
que la nueva Alemania rechazaba el bolchevismo. *105 En lo referente a la
política, era un antiutopista prudente. Pero decir simplemente que Freud
fue conservador significa perder de vista la tensión interior de su pensa­
miento y desatender su radicalismo implícito. De ningún modo respetaba
la tradición al modo burkiano; de su pensamiento se sigue que el tradicio­
nalismo tímido tiene que ser analizado tanto como el idealismo despiada-
[610] Revisiones: 1915-1939

do. Freud podría haber dicho con John Locke que lo viejo no por ser viejo
es correcto. Llegó incluso a especular que “una modificación real de la
relación de los hombres con la propiedad” podría proporcionar algún alivio
al descontento moderno, con más probabilidad que la ética o la reli­
gión. *io«
Esto no quiere decir que el socialismo fuera más atractivo para Freud.
Hemos señalado más de una vez que se consideraba un crítico social radi­
cal sólo en el dominio de la sexualidad. Pero invadir ese reino blandiendo
manifiestos revolucionarios tenía el valor de un acto profundamente sub­
versivo: las costumbres sexuales, como ideales y como práctica, inciden
en la quintaesencia de la política. Ser un reformador de la sexualidad era
ser un crítico de la sociedad burguesa tal como Freud la percibía, pero
también —e incluso más— de las dictaduras ascéticas que cerraron sus
garras sobre el mundo durante los últimos años de la vida del maestro. En
realidad, la preocupación de Freud por la libido aportó inesperados dividen­
dos a su teoría social. Los síntomas graves y ampliamente difundidos de
infelicidad sexual que habían impulsado a Freud, el médico, a estudiar las
neurosis, también le fueron útiles cuando se absorbió en el estudio de la
religión y la civilización: recordemos que para él la cultura era esencial­
mente el reflejo a gran escala de los conflictos dinámicos que habitan en el
individuo. Por lo tanto, le resultaba fácil describir la condición de la
humanidad civilizada: los hombres no podían vivir sin la civilización,
pero no podían vivir felizmente en la civilización. Están constituidos de
tal manera que nunca pueden alcanzar la serenidad, una paz permanente
entre las pasiones opresivas y las coacciones culturales. Era eso lo que
Freud quería decir cuando afirmó que la felicidad no está en el plan de la
creación. En el mejor de los casos, los seres humanos sensibles pueden
acordar una tregua entre el deseo y el control.
Este dilema penetra en todas las dimensiones de la vida civilizada,
incluso, y quizá especialmente, en la del amor. Freud planteó el tema de
modo dramático: Ananké, la necesidad, no es la única progenitora de la
civilización; Eros, el amor, es el otro. El amor —la fuerza erótica instin­
tiva que impulsa a los seres humanos a buscar objetos sexuales fuera de sí
mismos o que, en su forma más desinteresada, alimenta la amistad— favo­
rece la constitución de agrupaciones fundamentales de autoridad y afecto
como es la familia. Pero el amor, ese progenitor de la civilización, es
también un enemigo: “En el curso del desarrollo, la relación del amor con
la cultura pierde su carácter inequívoco. Por una parte, el amor se resiste a
los intereses de la cultura; por otro lado, la cultura amenaza al amor con
severas restricciones”. *i<” El amor es exclusivista; para las parejas, y las
familias cerradas, los demás son otros tantos intrusos que no han sido
invitados. Las mujeres, que progresivamente se convierten en guardianes
del amor, son particularmente hostiles a una civilización que acapara la
atención de sus hombres y el servicio de sus hijos. La civilización, por su
La naturaleza humana en acción [611]

parte, trata de regular las pasiones eróticas y de definir el amor legítimo


estableciendo tabúes estrictos.17
Freud entendía que a lo largo de la historia los hombres habían tratado
de eludir ese antagonismo irreparable, en gran medida negándolo. Un buen
ejemplo de estas maniobras es el mandamiento que el cristianismo orgu-
llosamente proclama como propio: ama a tu prójimo como a ti mismo. A
juicio de Freud, esa exigencia es tan carente de realismo como inoportuna.
Amar a todo el mundo es no amar mucho a nadie. Además, por lo general,
nuestro prójimo no es digno de nuestro amor: “Debo confesar honesta­
mente que tiene más derecho a mi hostilidad, y sin duda a mi odio”. La
apelación cristiana al amor universal es tan insistente y tan arrolladora
precisamente porque parece con tanta urgencia necesaria como defensa con­
tra la agresividad y la crueldad humanas. El hombre no es una criatura
gentil, amante, digna de ser amada, “sino que más bien cuenta en su dota­
ción instintiva con una poderosa porción de inclinaciones agresivas”. *1M
Nadie que vea la naturaleza humana en acción —dijo Freud severamente—
puede negar esta verdad. Y saca a la luz las atrocidades de los hunos, los
mongoles, los piadosos cruzados y los horrores de la Primera Guerra
Mundial.
La insistencia de Freud en incluir la agresividad en estas características
esenciales da forma a sus comentarios críticos sobre el comunismo ruso,
sobre el régimen que algunos intelectuales delirantes de su época persis­
tían en llamar, aun después de las purgas de Stalin, el experimento sovié­
tico. Para Freud, fuera cual fuere su indefinido disgusto con las relaciones
de propiedad características de la sociedad capitalista, la abolición por parte
de los comunistas de la propiedad privada era consecuencia de una extravia­
da idealización de la naturaleza humana. *1<® No presume de tener una opi­
nión sobre las consecuencias del intento soviético tendente a establecer el
comunismo, pero “puedo reconocer sus presupuestos psicológicos como
una ilusión insostenible”. Después de todo, puesto que la agresión “no
había sido creada por la propiedad”, tampoco quedaría eliminada por la
abolición de esta última. La verdad es que la agresividad constituye la
fuente de un placer al que, como sucede con los otros placeres, los seres
humanos son extremadamente reacios a renunciar después de haberlo dis­
frutado. “Sin él no se sienten cómodos”. *110 La agresividad sirve como
complemento del amor: los lazos libidinales que ligan a los miembros de
un grupo en el afecto y la cooperación se ven fortalecidos si el grupo dis­
pone de extraños a los que pueda odiar.
A ese odio conveniente, Freud lo denominaba “el narcisismo de las

17 Freud especuló acerca de que tal vez esa civilización intrusa y dominante
no fuera el único agente que mutila el amor; quizá algo que está en la naturaleza
misma del amor sexual actúe contra su satisfacción completa. Pero abandonó, sin
desarrollarla, esa turbadora sugerencia. (Véase ibíd., 465/105).
[612] Revisiones: 1915-1939

pequeñas diferencias”. *ni Los hombres parecen hallar un goce especial


—observó Freud— en odiar y perseguir, o por lo menos en ridiculizar, a
sus vecinos más inmediatos: los españoles, a los portugueses; los alema­
nes del Norte, a los alemanes del Sur. La misión especial del pueblo
judío, disperso en todo el mundo —agrega Freud mordazmente— parece
haber sido la de actuar como blanco predilecto de ese narcisismo. La diàs­
pora en la que los judíos vivieron durante tanto tiempo les daba derecho a
la gratitud de sus vecinos; durante siglos procuró a los cristianos la opor­
tunidad de desahogar sus frustraciones. “Lamentablemente, todas las
matanzas de judíos de la Edad Media no bastaron para que esa época fuera
más pacífica y segura para sus camaradas cristianos.” De todos modos, un
método eficaz para contener la agresión, aunque es obviamente imperfecto,
consiste en concentrarla sobre una víctima elegida. Eso era lo que estaba
sucediendo en la Unión Soviética, donde el intento de fundar una nueva
cultura se apoyaba en la persecución de la burguesía por parte de los bol­
cheviques. “Uno se pregunta con inquietud —comentó Freud secamente—
qué harán los Soviets cuando hayan exterminado a sus burgueses.” *112

Ese análisis, a juicio de Freud, facilitaría la comprensión de las razo­


nes por las que a los seres humanos les resulta tan difícil ser felices en la
civilización: ésta impone grandes sacrificios, “no sólo a la sexualidad,
sino también a las inclinaciones agresivas de la humanidad”. A continua­
ción reitera brevemente la compleja y tortuosa historia de la teoría psicoa-
nalítica de las pulsiones, y una vez más reconoce haberse demorado
mucho tiempo hasta aceptar la existencia independiente de una agresividad
fundamental. Sólo allí, con la introducción al tema realizada por Freud,
resulta por completo evidente la solidez con que El malestar en la cultura
se alienta en el dualismo instintual y en el sistema estructural freudiano
desarrollado unos años antes. Los grandes antagonistas, el amor y el odio,
luchan por el control de la vida social del hombre, tanto como por el con­
trol de su inconsciente, y lo hacen en gran medida de la misma manera,
con las mismas tácticas. La agresividad visible es la manifestación externa
de la pulsión de muerte invisible. “Y creo que ahora el significado del
desarrollo cultural ya no es inextricable para nosotros. Tiene que mostrar­
nos la batalla entre Eros y la Muerte, entre la pulsión de vida y la pulsión
de destrucción, tal como se produce en la especie humana. Esta batalla es
el contenido esencial de la vida como tal, y por lo tanto la evolución cul­
tural ha de describirse, en síntesis, como la lucha de la especie humana.
¡Y es esta disputa de los gigantes lo que nuestras niñeras están tratando de
apaciguar con sus arrullos celestiales”. *113 El ateo que había en Freud
aprovechaba todas las oportunidades de expresarse.
Pero la principal preocupación de Freud se refería a los modos en que
la cultura inhibe la agresión. Una manera, la más notable, consiste en la
internalización, en hacer retroceder los sentimientos agresivos hacia la
La naturaleza humana en acción [613]

mente, en la que se originan. Este acto, o serie de actos, es el fundamento


de lo que Freud denominó el Kultur-Über-Ich, el “superyó cultural”. *1W
Al principio, el niño teme a la autoridad, y se comporta bien sólo en la
medida en que prevé sanciones punitivas por parte del padre. Pero en cuan­
to ha internalizado normas adultas de conducta, las amenazas externas se
vuelven innecesarias, pues el superyó del niño se encarga de controlarlo.
La lucha entre el amor y el odio está entonces en los cimientos del super­
yó y de la civilización misma; este desarrollo psicológico del individuo se
duplica a menudo en la historia de la sociedad. Culturas enteras pueden
fundarse en la culpa; los antiguos israelitas elegían profetas que los denun­
ciaran por su iniquidad, y a partir de su sensación colectiva de haber come­
tido transgresiones contra Dios, desarrollaron su severa religión, manda­
mientos extraordinariamente estrictos.
Todo esto es muy paradójico: los niños a los que se les trata con
indulgencia a menudo llegan a poseer un superyó exigente; se pueden
experimentar sentimientos de culpa tanto por agresiones sólo imaginadas
como por agresiones realmente llevadas a cabo. Sean cuales fueren sus
orígenes, los sentimientos de culpa, en especial los inconscientes, son
una forma de angustia. Lo que es más, Freud defendió de nuevo su afirma­
ción de que toda experiencia proviene del mundo exterior. La dotación
innata, que incluye la propia herencia filogenètica, desempeña su papel
durante las tareas que el complejo de Edipo desarrollara en la constitución
del policía interior que el individuo —y, con él, su cultura— llevará con­
sigo en adelante. Así, al introducir la angustia en su análisis de la cultura
y del superyó individual, y al demostrar por igual la acción de la agresión
y del amor, y al reflexionar una vez más sobre los papeles respectivos de
la dotación innata y del ambiente en el desarrollo mental, Freud entretejió
en El malestar en la cultura las principales hebras de su sistema. El libro
es un gran resumen del pensamiento de toda una vida.
Del mismo modo, las reflexiones finales de Freud, a la vez patéticas y
sólidas, recuerdan una antigua lucha interior. Lo presentan cediendo a su
tendencia especulativa, y al mismo tiempo advirtiendo sus excesos. Seña­
ló que la idea de un superyó cultural permitiría hablar de culturas neuróti­
cas y brindar a éstas recomendaciones terapéuticas como si se tratara de
pacientes. Pero —prevenía— esta cuestión debe afrontarse con el mayor
cuidado. La analogía entre el individuo y su cultura puede ser importante y
decisiva, pero es sólo una analogía. La puntualización no es ociosa; ayuda
a Freud a definirse como estudioso, y no como reformador, de la sociedad
humana. Aclara perfectamente que él no tiene ningún deseo de aparecer
como médico de la sociedad, ni de realizar prescripciones para sus enferme­
dades. Con palabras que han sido muy citadas, escribió: “Me falta coraje
para erguirme ante mis semejantes como un profeta, y acepto el reproche
de que no sé proporcionarles consuelo: pues es consuelo lo que fundamen­
talmente piden todos, los revolucionarios más frenéticos no menos que
[614] Revisiones: 1915-1939

los creyentes piadosos más conformistas”. Finalmente, deja abierta la


cuestión decisiva: ¿podrá la civilización contener las pulsiones humanas
de agresión y destrucción? Después de haber aprovechado la oportunidad de
elogiar la tecnología moderna, Freud advierte que sin embargo ha puesto
en peligro la supervivencia misma de la humanidad. “Los hombres han
llegado tan lejos en el dominio de las fuerzas naturales que con su ayuda
podría fácilmente exterminarse hasta el último individuo. Ellos lo saben;
de ello proviene gran parte de su actual inquietud, de su infelicidad, de su
angustia”.

Aunque pretendió ser, y es, un análisis de la incomodidad del hom­


bre en la cultura moderna, El malestar en la cultura reflejaba asimismo a
la perfección el propio estado de ánimo de Freud. Poco después de termi­
narlo, volvió a Berlín a realizar otra consulta referente a su prótesis, y el
corazón de nuevo le provocó dificultades. Padecía palpitaciones, que le
preocupaban, si bien oficialmente se consideraban inocuas. En su lacónico
diario, la Kürzeste Chronik, en noviembre y diciembre de 1929, registró
“Neuralgia”, “Ataque corazón-intestinos”, “Días de corazón mal”. *11« A
principios de noviembre también anotó, casi de pasada, “Tumultos antise­
mitas”, y unos días antes, el 31 de octubre, con sencillo realismo y sin
emoción perceptible, “Pasado por alto para el Premio Nobel”. *iw Sin
embargo, por triste que fuera para él la vida, por sombrío que fuera su
mensaje en El malestar en la cultura, Freud podía reconfortarse con la sor­
prendente popularidad del libro; en el plazo de un año se agotó la primera
edición de 12.000 ejemplares, excepcionalmente abundante para una obra
suya. *118
Como producto, reactivó inesperadamente el debate entre los psicoana­
listas acerca del más árido de sus temas intelectuales: la idea freudiana de
una pulsión de muerte. Ernest Jones, a quien le envió un ejemplar con
una cordial dedicatoria, y que ya había leído el libro en la traducción de
Joan Riviere, elogió con entusiasmo las concepciones de Freud sobre la
civilización y la “teoría de la culpa”. También estaba de acuerdo con Freud
en que la hostilidad es un hecho central de la vida. “Mi única diferencia
con sus ideas sigue siendo mi incertidumbre con respecto a la Todestrieb”;
a Jones le parecía que la pulsión de muerte representaba un salto desde la
realidad de la agresividad a una generalización sin garantías. >8 *119 Freud

18 La carta de Jones también arroja alguna luz sobre el origen del título en
inglés, Civilization and Its Discontents (“La civilización y sus descontentos”):
«Estamos discutiendo mucho el título en inglés de “Das Unbehagen” y nos gusta­
ría saber si usted tiene alguna sugerencia al respecto. La antigua palabra inglesa
“dis-ease” sería admirable, pero por razones obvias [en el uso moderno disease
significa enfermedad] ya no es posible. Hay una palabra rara en inglés, “unease”
[inquietud, malestar]. Yo también he sugerido “malaise” [malestar, desazón].
“Disconfort” [incomodidad, malestar] no parece lo bastante fuerte: “discontent”
La naturaleza humana en acción [615]

respondió más con afirmación que con argumentos: “Ya no puedo prescin­
dir del supuesto de esta pulsión ni psicológica ni biológicamente, y pien­
so que no hay que renunciar a la esperanza de que usted llegue a aceptar­
la”. *120 Cuando a su turno el objetor fue Pfister, que prefería ver la
«“pulsión de muerte” como mero contrapunto de la “fuerza de la vi­
da”», *121 Freud se tomó el trabajo de reiterar su argumentación algo más
detalladamente. Argüyó que no estaba limitándose a trasladar a la teoría
psicoanalítica su propia melancolía privada. Si dudaba de que la humani­
dad estuviera llamada a “elevarse a una mayor perfección”, si la vida le
parecía “una lucha continua entre Eros y la pulsión de muerte”, lucha
cuyo desenlace veía como impredecible, creía sin embargo que ello no se
debía a que estuviera otorgando “expresión a alguna de mis disposiciones
adquiridas o constitucionalmente temperamentales”. No era —sostuvo—
alguien que se torturaba a sí mismo ni “un resentido” (Freud utilizó la voz
coloquial austríaca Bosnickel), y le gustaría prever para él y para los otros
cosas buenas, o un porvenir glorioso para la humanidad. “Pero parece que
se trata de otro caso del conflicto entre la ilusión (realización de deseos) y
la comprensión”. Lo que importa es “esa realidad misteriosa que, después
de todo, existe fuera de nosotros”, y no lo agradable o ventajoso. La “pul­
sión de muerte” —adujo— no era su deseo íntimo; “sólo me parece un
supuesto ineludible establecido sobre bases biológicas y psicológicas”. En
consecuencia, “mi pesimismo me parece un resultado, y el optimismo de
mis adversarios, un presupuesto”. Podría decir que había celebrado “un
matrimonio de conveniencia” con sus tétricas teorías, mientras que los
otros “vivían con las suyas en un matrimonio por amor”. No les deseaba
ningún mal: “Espero que sean más felices con el suyo que yo con el
mío”. *122
Sin embargo, Freud cierra El malestar en la cultura con una llama
vacilante de optimismo, aunque su apoyo a la pulsión de vida en su duelo
con la muerte tiene más el aspecto de un deber que el de una convicción.
«Y ahora se podría esperar que la otra de las dos “potencias celestiales”, el
eterno Eros, realizara un esfuerzo para vencer en la batalla que celebra con
su adversario igualmente inmortal”. Esas fueron las últimas palabras que
escribió en El malestar en la cultura en el verano de 1929. Cuando las
ventas del libro impusieron una segunda edición, que iba a publicarse en
1931, aprovechó la oportunidad para añadir un interrogante de mal agüero.
Todavía más apesadumbrado por la sombría escena política y económica

[descontento] parece demasiado consciente”. (Jones a Freud, 1 de enero de 1930,


ejemplar mecanografiado, Freud Collection, D2, LC). La opción de Freud era
"Man's Discomfort in Civilization" (“La incomodidad del hombre en la civiliza­
ción”), pero el título definitivo fue sugerido por la traductora, Joan Riviere.
(Véase la “Introducción del editor” a Civilization and Its Discontents, SE XXI,
59-60).
[616] Revisiones: 1915-1939

(el partido nazi de Hitler acababa de obtener una sorprendente victoria en


las elecciones para el Reichstag de septiembre de 1930, con lo cual pasó
de 12 a 107 diputados), preguntó: “Pero, ¿quién puede prever las perspecti­
vas y el desenlace?” *123 Freud no adivinó totalmente lo que iba a ocurrir,
pero se hacía pocas ilusiones. “Vienen malos tiempos —le escribió a
Amold Zweig a fines de ese año—; debería ignorarlo con la apatía de la
vejez, pero no puedo evitar lamentarlo por mis siete nietos”. *124 Sintien­
do piedad por su familia y angustia por el mundo, Freud confió al papel
su síntesis final.

LOS NORTEAMERICANOS FEOS

No todo lo que Freud escribió en esos años fue memo­


rable. Hacia 1930 emprendió una aventura que dio por
resultado una producción desconcertante: un “estudio
psicológico” de Woodrow Wilson, en colaboración con
William Bullitt, un periodista y diplomático norteame­
ricano. Bullitt había visitado a Freud a mediados de la
década de 1920, para consultarle sobre lo que él pensaba que era una con­
ducta autodestructiva, y durante una de sus entrevistas le dijo que esta­
ba escribiendo un libro acerca del tratado de Versalles. Proyectaba concen­
trarse en los principales participantes, y Woodrow Wilson, desde luego,
sería uno de los protagonistas.
Obviamente, había pronunciado el nombre preciso; cuando mencionó
a Wilson —recordó— “a Freud le brillaron los ojos y se animó mucho”.
Asimismo, Bullitt encontró a Freud en el momento oportuno; le pareció
deprimido y dispuesto a morir, seguro de que su desaparición “careceria.de
importancia para él o para cualquier otra persona, porque había escrito
todo lo que quería escribir y su mente estaba vacía”. *12« Sin duda, las
cosas terribles que Freud decía sobre sus obras durante esos años prestan
una cierta plausibilidad al recuerdo de Bullitt. Freud siempre necesitó
pacientes que lo estimularan, y en esa época sólo podía atender a unos
pocos. Cuando, durante la Primera Guerra Mundial, su práctica se redujo
considerablemente, él se sintió desdichado y vacío, lo mismo que en el
recuerdo de Bullitt. Por supuesto, Woodrow Wilson no era un paciente
ideal: no se tendía en el diván. Lo que es más, Freud había proclamado
solemnemente que el psicoanálisis, su creación, no debía emplearse como
arma agresiva. Pero a su avanzada edad, en su enfermizo estado, con el
ánimo amargado, Freud estaba dispuesto a hacer una excepción con Woo­
drow Wilson.
Las duras realidades de las negociaciones de Versalles convirtieron en
La naturaleza humana en acción [617]

una furiosa insatisfacción las esperanzas limitadas y efímeras que Freud


había depositado previamente en Wilson. Freud no quería perdonar al
mesías norteamericano por el que se sentía traicionado. A fines del verano
de 1919, cuando Emest Jones volvió a ver a Freud después de la separa­
ción impuesta por los años de guerra, la opinión del maestro sobre Wil­
son ya se había agriado. Jones le indicó razonablemente que ningún indi­
viduo podía dominar por sí solo las complejas fuerzas que estaban
actuando después de una guerra tan devastadora, y que Wilson no podía
dictar la paz. “Entonces —replicó Freud— no tendría que haber hecho
todas esas promesas”. *127 En 1921, hizo pública su irritación, menospre­
ciando “los Catorce Puntos del presidente norteamericano” como “prome­
sas fantásticas” a las que se había dado demasiado crédito. *128
Pero aunque Freud hubiera llegado a “detestar” *t» a Wilson (él mis­
mo usó esta palabra) no estaba dispuesto a comprometer su ideal analítico
de neutralidad benévola. En diciembre de 1921, William Bayard Hale, un
publicista norteamericano que había sido íntimo de Wilson y su biógrafo
de campaña, le envió a Freud su libro The Story of a Style. Se trataba de
una disección maliciosa y devastadora del carácter de Woodrow Wilson
(resultaba claro que los dos hombres ya no eran amigos), disección que
utilizaba como prueba el estilo del ex asociado del autor: los adjetivos
amontonados y las incesantes preguntas retóricas, todo un arsenal de recur­
sos oratorios muy discutibles. Freud contestó que enviaría un comentario
si valía la pena, pero advirtiendo: “Tal vez me contenga la consideración
de que Mr. Wilson es una personalidad viviente y no un producto de la
fantasía poética, como lo era la bella Gradiva. En mi opinión —la formu­
ló una vez más— el psicoanálisis nunca debe usarse como arma en la
polémica literaria o política, y el hecho de que tenga conciencia de la pro­
funda antipatía que siento hacia el presidente constituye una razón más
para mi reserva”. *i3°
Sin duda, Freud obtuvo un placer perverso con The Story of a Style,
pero no permitió que el libro corrompiera sus normas. En un principio,
según le informó a Hale, había abrigados prejuicios contra el ensayo por
el hecho de que «su editor lo promocionara como un “estudio psicoanalíti-
co”»,19 *131 lo que sin duda no era. *132 Pero halló en él “el verdadero espí­
ritu del psicoanálisis”; consideraba que esa «“Grafología” superior y más
científica» había “abierto un nuevo campo de investigación analítica”. Tal
vez el libro no fuera, según Hale lo describía, un frío estudio científico (a
Freud le resultó fácil detectar “una pasión profunda detrás de su investiga­
ción”), pero de esto el autor no tenía por qué avergonzarse (le aseguró
tranquilizadoramente a Hale). Sin embargo, Freud no podía superar “la
objeción de que lo que usted ha hecho tiene algo de vivisección y el psico­
análisis no tiene que practicarse sobre un individuo [histórico] vivo”.

19 Sobre la publicidad de la que se trata, véase la pág. 505.


[618] Revisiones: 1915-1939

Confesaba que ya no había en él sentimientos positivos con respecto a


Wilson: “En la medida en que un solo individuo puede ser responsable de
la desdicha de esta parte del mundo, él seguramente lo es”. *133 Pero aun
así, no ceder a inclinaciones personales era el destino del psicoanalista
serio. Simplemente, no hay que hacer análisis a distancia con una figura
pública viva.20*134
Pero ocho años más tarde, Freud se embarcó en un extenso ejercicio
de análisis salvaje. Bullitt supo seducirlo y apartarlo del camino correcto
de la reserva psicoanalítica y el respeto a la complejidad. Encantador,
impulsivo, inquieto, perteneciente a la rama principal de una antigua y
opulenta familia de Filadelfia, dispuesto a esbozar con memorandos, en un
plazo breve, estrategias para la paz internacional o la recuperación econó­
mica, antes de iniciar una carrera en el servicio exterior se había puesto a
prueba en el periodismo. Conocía a todo el mundo; uno de sus amigos y
mentores era el coronel Edward M. House, el más íntimo consejero de
Woodrow Wilson hasta que el presidente rompió bruscamente con él, en
Versalles. Después de la guerra, Bullitt había trabajado en el equipo de
Wilson, tanto durante las negociaciones de paz en Versalles como en una
misión secreta en la Rusia revolucionaria realizada para el secretario de
Estado Robert Lansing. Pero, molesto por el hecho de que Wilson no
prestara atención a sus recomendaciones, y aterrado, como tantos otros,
por la debacle de Versalles, había renunciado. Entonces cometió el único
pecado mortal de la biblia del diplomático: hizo público su desencanto. En
setiembre de 1919 atestiguó ante la Comisión de Relaciones Exteriores
del Senado que ni siquiera Lansing estaba conforme con el tratado. Des­
pués de esa indiscreción, que instantáneamente le deparó una notoriedad
internacional, Bullitt escapó a Europa, escribiendo, viajando, frecuentando
a gente importante. En 1930, cuando le propuso a Freud que escribiera
con él un estudio psicoanalítico de Wilson, según Bullitt dijo más tarde,
ya eran “amigos desde hacía algunos años”. *135
Esa intimidad era más imaginaria que real. Pero Freud se prestó a un
proyecto clandestino con Bullitt, quien a su vez sólo se confió a pocas
personas, entre ellas el coronel House. En una carta a House de julio de
1930, se comparó a sí mismo con Ray Stannard Baker, un biógrafo de
Wilson: pensaba que Baker, que escribía majestuosamente volumen tras
volumen, “tiene los hechos, pero es tan poco psicólogo y está tan poco
familiarizado con los asuntos internacionales que no sabe cuáles son los
hechos importantes, y sus interpretaciones se quedan en puro melodrama”.

20 En esa carta, Freud cometió un lapsus notable, del que podría deducirse que
tal vez estaba dispuesto a olvidar sus propias estipulaciones. Escribió que no se
debía realizar el psicoanálisis de un sujeto histórico vivo “a menos que se some­
ta a él contra su propia voluntad”. Desde luego, lo que quería decir era “a menos
que se someta a él por propia voluntad”.
La naturaleza humana en acción [619]

Es palpable la envidia de la comparación: Bullitt estaba familiarizado con


los asuntos internacionales, y se había asociado con un gran psicólogo.
Proyectaba conversar con Freud y realizar algunas investigaciones indis­
pensables. “Mis planes se vuelven más definidos”, le escribió a House.
“Después de visitar a F. y de examinar los papeles del príncipe Max de
Badén, probablemente vaya a Moscú”. *136 Max de Badén, que había sido
canciller alemán en las postrimerías de la guerra e iniciado negociaciones
de paz con los aliados, podría tener información instructiva en sus archi­
vos, y en Moscú lo atractivo eran los papeles de Lenin, a los cuales
Bullitt, a quien no asustaban las tareas de realización improbable, esperaba
tener acceso.
El viaje de Bullitt a Moscú fue una aventura quijotesca; sus consul­
tas con Freud resultaron mucho menos frustrantes. El coronel House lo
alentó: “Usted va a escribir un libro que no sólo será un mérito suyo y de
sus amigos, sino también beneficioso para el mundo”. *137 Bullitt contes­
tó que estaba enviándole algún material a “mi amigo de Viena”, y garan­
tizaba la discreción y la sabiduría de Freud: “Es tan desapasionado y cien­
tífico en su concepción de toda la vida humana como pueda llegar a serlo
un hombre”. House le había rogado que abordara ese tema tan delicado
con un tono de moderación, y Bullitt prometió hacerlo. “La reserva”
—coincidió— era el único estilo apropiado para un estudio de Wil­
son. *138 A principios de septiembre, Freud estaba enfermo, pero esperaba
encontrarse pronto “en forma para trabajar”, *139 y a mediados de mes
Bullitt pudo informar que “Afortunadamente Freud se ha recuperado” de
su delicada enfermedad, y por el momento está en excelente forma y
ansioso para iniciar el trabajo”. *140 En realidad, hubo otra molesta demo­
ra: Pichler operó a Freud a mediados de octubre, y además el maestro
tuvo que luchar con un ataque de neumonía. Cuando Bullitt lo visitó el
17 de octubre, según el registro de la Chronik, él estaba con fiebre.
Hasta el 26 de octubre Bullitt no pudo enviar una nota triunfal con la
indicación “personal”, al coronel House: “Mañana F. y yo vamos a traba­
jar”. *1«
Añadió un comentario en el que hacía algunos cálculos; se había
marchado rápidamente a Viena después de leer los papeles de Max de
Badén “a causa del estado precario de la salud de F.”. *1« En síntesis, a
Bullitt se le había ocurrido que tal vez Freud no viviera lo bastante
como para terminar el proyecto en el que ambos hombres se habían
sumergido con tanta emoción. Pero tres días más tarde, Freud anotó:
“Trabajo comenzado”. *144 Bullitt se sentía muy animado, demasiado ani­
mado. “El trabajo aquí marcha espléndidamente ”, le escribió al coronel
House en noviembre; si bien resultaba mucho más extenso de lo que
habían esperado, confiaba en que estaría terminado a mediados de diciem­
bre. *145 Por su parte, Freud informó a Arnold Zweig, un tanto misterio­
samente, de que aunque él no quería publicar nada más, “De nuevo estoy
[620] Revisiones: 1915-1939

escribiendo una introducción para algo que hace otra persona. No puedo
decir qué es; es también un análisis, pero a pesar de todo sumamente
contemporáneo, casi político”. Con evidente contención, concluía: “No
puede imaginarse lo que es”.
La redacción del libro fue lenta; de joven y en sus propias obras,
Freud escribía con mayor rapidez. Pero Bullitt acumuló un hervidero de
comunicados. En agosto de 1931 informó al coronel House de que “des­
pués de tres operaciones”, Freud gozaba de “excelente salud” una vez más,
y que “el primer borrador del libro está casi terminado”. Escribía desde su
casa en los Estados Unidos, pero proyectaba regresar a Viena en noviem­
bre y establecerse allí por un tiempo; habría “un manuscrito terminado en
mayo”, es decir, en mayo de 1932. “Es una tarea inmensa pero fascinan­
te”. *>47 A mediados de diciembre de 1931, estaba instalado en Viena, con
su hija en la escuela.
Pero Bullitt ya no estaba totalmente concentrado en el libro sobre
Wilson; la atmósfera de la Gran Depresión le parecía penetrante, opresi­
va... y estimulante. Veía a Austria “deslizarse lentamente hacia el abismo
del estancamiento y el hambre”, y que a los otros países no les iba mucho
mejor, *1« de modo que estaba impacientándose; la crisis económica inter­
nacional, que amenazaba con una catástrofe política general, le fascinaba.
Esa crisis, parecía estar llamando a su talento. Pero él y Freud persistie­
ron, con tenacidad y discreción. Bullitt estaba leyendo nuevos volúmenes
de la biografía de Wilson escritos por Baker, y los consideraba pobres. El
coronel House seguía aguijoneándolo. “¿Cómo les va con el libro a usted
y al Prof. Freud?”, le preguntó a Bullitt en diciembre de 1931. “Estoy
ansioso por verlo”. *1« Finalmente, a fines de abril de 1932, House tuvo
su respuesta. “El libro está por fin terminado —le escribió Bullitt—, es
decir, que ya está escrito el último capítulo y podría publicarse aunque F.
y yo muriéramos esta noche”. Pero con la palabra “terminado” Bullitt no
quería en realidad decir que pudiera publicarse como estaba. Había que vol­
ver a controlar cada una de las referencias; además el manuscrito tenía que
“ser expurgado” (era demasiado largo). Era necesario dejarlo reposar duran­
te seis meses, y luego realizar una nueva lectura con el distanciamiento
que el paso del tiempo hace posible. “Pero por lo menos ahora hay un
manuscrito completo y estoy empezando a pensar de nuevo en la políti­
ca”. *150 A fines de noviembre, Freud anunció que estaba esperando a su
“colaborador”, y que confiaba en tener noticias de él cuando “el libro de
Wilson se pueda hacer público”. *»« Estaba completo, pero, finalmente,
Thomas Woodrow Wilson no apareció hasta 1967, el año de la muerte de
Bullitt.

El libro, tal como fue finalmente publicado, presenta algunos enig­


mas. No hay misterio alguno en la demora; Bullitt esperó a que muriera la
viuda de Woodrow Wilson en 1961, y a que su propia carrera política
La naturaleza humana en acción [621]

hubiera concluido sin posibilidad de continuidad. 21 También es evidente


que Wilson invitaba al estudio psicoanalítico: como todos los seres huma­
nos, era un montón de contradicciones, pero sus contradicciones eran
extremas. Wilson fue brillante y obtuso, voluntarioso y autodestructivo,
emotivo y gélido, combativo y tímido, político astuto en una situación y
fanático intransigente en otra. Como rector de la Universidad de Princeton
entre 1902 y 1910, introdujo notables reformas en la vida educacional y
social de la universidad, pero su obstinación acerca de cuestiones triviales
y su autoritarismo con respecto a colegas y administradores provocaron
que sus viejos amigos se distanciaran de él, y finalmente derrumbaron
todos sus planes. Como gobernador de Nueva Jersey mantuvo bajo control
lo que Freud y Bullitt consideraron una inclinación inconsciente hacia el
martirio; Wilson, el hombre de altos principios, se mostró un oportunista
adulador, que lograba espectaculares triunfos legislativos y rompía sin
contemplaciones con los políticos que lo habían llevado al puesto. Pero
como presidente de los Estados Unidos repitió, en un nivel superior, el
patético espectáculo de un fracaso medio intencionado que había frustrado
su carrera en Princeton. Después de haber impulsado un impresionante
programa de reformas internas, empezó a propiciar la derrota y el desastre,
a continuación de la entrada en guerra de su país, en 1917, lo cual lo puso
en una nueva situación. Su conducta durante las tortuosas negociaciones
de paz fue errática y contraproducente, lo mismo que su ulterior campaña
en los Estados Unidos, destinada a “vender” el tratado a un país escéptico
y a un Senado hostil. En Europa había hecho concesiones que violaban
sus ideales, proclamados con fervor y sustentados con religiosidad, pero
después, en los Estados Unidos, negó su apoyo a algunas enmiendas poco
importantes, que habrían salvado el tratado sin perjudicarlo a él.
La combinación de rasgos contradictorios propia de Wilson provenía
de conflictos inconscientes tan monumentales que él no encontraba mane­
ra de apaciguar, no digamos ya de resolver. La fascinación que este hom­
bre ejerció sobre Freud y Bullitt es perfectamente comprensible; había
sobresalido en la historia contemporánea de dos continentes, y ellos esta­
ban seguros de que lo había hecho activando su neurosis en un escenario
mundial. No demostraban ningún tipo de falsa modestia acerca de su. cono­
cimiento de Wilson, y creían poder “rastrear la senda principal de su desa­
rrollo psíquico”. Pero no pretendían ser omniscientes ni abarcar su perfil
personal total: “Nunca podremos lograr un análisis completo de su carác­
ter. Sobre muchas partes de su vida no sabemos nada. Los hechos que

21 “El libro al que usted se refiere —le escribió Bullitt a Ernest Jones en
1955— nunca se ha publicado. Personalmente siento que no debería publicarse
hasta después de la muerte de Mrs. W. ¡Ella todavía vive!”. (Bullitt a Jones, 18
de junio de 1955, papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical
Society, Londres).
[622] Revisiones: 1915-1939

conocemos parecen menos importantes que los que no conocemos”. En


consecuencia, no consideraban que su libro fuera un psicoanálisis de Wil­
son, sino que lo presentaban, con mayor humildad, como “un estudio psi­
cológico basado en el material del que ahora se dispone, y nada más”.
Las críticas que censuran el carácter incompleto del libro no tienen en
cuenta este hecho. Pero la imputación de antagonismo falsario y psicolo-
gización mecánica está justificada. En todo el texto el tono es despectivo,
como si las neurosis de Wilson fueran de algún modo defectos morales.
También de manera permanente, en el libro se extrae una sola consecuen­
cia de cada estado emocional concreto, como si los autores nunca hubieran
oído hablar de la sobredeterminación. El célebre mandamiento de Alfred
North Whitehead para los científicos, “busquen la simplicidad y descon­
fíen de ella”, que podría haber sido el lema de Freud, no halló aplicación
en este caso. Thomas Woodrow Wilson se centra en la ira reprimida de
Wilson contra su padre, el reverendo Joseph Ruggles Wilson. “La hostili­
dad hacia el padre —establece el libro como regla general— es inevitable
para cualquier chico que afirme mínimamente su masculinidad”. Si
bien los autores no niegan a Wilson su parte de virilidad, detectan en él (y
prácticamente lo acusan de ello) que rindió culto al padre durante toda su
vida. “Nunca fue más allá de esta identificación paterna”. *154 Podía ser que
“muchos chicos adoren a sus padres, pero —agregan de inmediato— no
muchos lo hacen tan intensa y completamente como Tommy Wil­
son”. *155 Para decirlo sin circunloquios, el reverendo Joseph Ruggles Wil­
son era el Dios de Woodrow Wilson. Mediante la identificación con su
padre, Wilson se convenció de que su misión en la vida era divina. “Tenía
que creer que de algún modo emergería de la guerra como Salvador del
Mundo”. *156
Pero esta identificación era compleja. A veces Woodrow Wilson era
Dios Padre; a veces era Cristo. Como Dios pregonaba la ley; como Cris­
to, esperaba ser mortalmente traicionado. Woodrow Wilson tema un her­
mano menor y sumiso que lo admiraba mucho pero que, por el solo hecho
de su llegada al mundo, se había convertido en un competidor por el amor
de los progenitores. En su vida adulta, Wilson reprodujo este drama ínti­
mo, buscando siempre amigos más jóvenes, a los que les prodigaba afecto
hasta que ellos lo traicionaban. De modo que su estuctura mental era clara
y simple. Wilson era el niño que eternamente anhelaba amor y temía la
traición, que imitaba sus pautas infantiles en todos los cargos que ocupa­
ba, y que sutilmente (a veces no tan sutilmente) ansiaba la destrucción.
Más aun: la ira que nunca pudo expresar contra el padre se volvió contra él
hasta emerger como una cólera monumental. Lo que los observadores acci­
dentales veían como la hipocresía de Wilson en realidad era una desmesu­
rada capacidad para el autoengaño; su mojigatería era una reserva inagota­
ble de odio oculto. Finalmente, no fue más que un niño grande. “Se
amaba y compadecía a sí mismo. Adoraba a su padre muerto que estaba en
La naturaleza humana en acción [623]

el cielo. Liberó su odio que sentía hacia ese mismo padre sobre muchos
hombres”. *157 Y, más o menos, eso era todo.

Subsiste el interrogante de por qué Freud se prestó a esta caricatura


de análisis aplicado. Cuando el libro finalmente apareció, algunos reseña-
dores sensibles conjeturaron, sobre bases estilísticas, que la breve intro­
ducción firmada por Freud era la única parte del libro que podía atribuírsele
fiablemente. Es concisa, ingeniosa e informativa, mientras que el resto del
libro resulta repetitivo, pesado, a menudo despectivo. El ideal de la mode­
ración, que Bullitt expuso como suyo ante el coronel House, se le quedó
en el camino. La yuxtaposición en el texto de una suma de oraciones bre­
ves tampoco corresponde al modo en que Freud trabajaba con las palabras.
Asimismo, las referencias condescendientes a Wilson como “Tommy”,
reiteradas una y otra vez, no recuerdan ninguna otra cosa que Freud haya
escrito. El tipo de sarcasmo rudo en el que abunda el libro no es descono­
cido en la pluma de Freud, pero sólo aparece en su correspondencia más
privada. Las ideas de Freud se presentan groseramente simplificadas, enun­
ciadas con agresividad y embrutecidas hasta tal punto que resultan irreco­
nocibles. *158 Pero, según Bullitt, fue verdaderamente escrito en colabora­
ción: cada uno de los dos autores redactó algunos capítulos y discutió
abiertamente su trabajo con el otro, firmando todos los capítulos, y seña­
lando en el margen los cambios introducidos en el original. Sin duda,
Freud debió de considerarse responsable del marco intelectual general del
libro. Lo que es más, se refirió a Bullitt como “mi paciente (y colabora­
dor)”, *1» y reconoció que él había hecho más que limitarse a asesorar
sobre el texto. En 1934 se le pidió “un juicio ponderado sobre la persona
y la eficacia del presidente Wilson”, y Freud le respondió a un correspon­
sal norteamericano que había “escrito una opinión sobre Wilson que no es
nada favorable”, pero que no se había podido publicar “a causa de compli­
caciones personales especiales”. *160
Aparentemente, a Freud no le gustó el manuscrito que Bullitt le mos­
tró en Londres cerca del fin de la vida del maestro, pero en última instan­
cia, cansado, viejo y preocupado por el futuro del psicoanálisis, la super­
vivencia de sus hermanas y el cáncer siempre amenazante, dio su
consentimiento.22 Es también probable que Bullitt corrigiera el original
después de la muerte de Freud, introduciendo las expresiones poco felices
y las aplicaciones mecánicas de las categorías psicoanalíticas que dieron
lugar a las quejas de lectores y críticos. Pero Freud compartía con Bullitt

22 En este punto estoy de acuerdo con el veredicto de Anna Freud: “¿Por qué
mi padre finalmente consintió, después de una prolongada (y comprensible) nega­
tiva? Creo que fue tras su llegada a Londres, y en la época en que otras cosas eran
mucho más importantes que el libro de Bullitt”. (Arma Freud a Schur, 17 de sep­
tiembre de 1966, papeles de Max Schur, LC).
[624] Revisiones: 1915-1939

la animosidad contra Wilson; como hemos observado, sentía una fuerte


aversión contra los profetas y fanáticos religiosos, y en Wilson veía un
melodramático espécimen de ese castigo de la humanidad. Wilson le pare­
cía lo que el historiador norteamericano Richard Hofstadter ha denominado
con palabras apropiadas “la crueldad de los puros’ de corazón”. *i«i Peor
aun: el vano intento de Wilson en lo que se refiere a cambiar el mapa de
Europa de acuerdo con sus exaltados ideales, y a purificar la política euro­
pea, demostró que su crueldad era pura cháchara: la más aborrecible de las
combinaciones. En su introducción, Freud cita una anécdota de Wilson;
como presidente electo, le dijo a un político que su victoria había sido
ordenada por Dios. Freud señaló que, en el campo opuesto, el Kaiser tam­
bién profesaba ser “un amado elegido de la Providencia”. El seco comenta­
rio del maestro fue: “Nadie ganó nada con ello; el respeto por Dios no
aumentó”. *162
Pero el papel de Freud en la debacle del Woodrow Wilson no se limitó
a volcar emociones recogidas con irritación. Una de las razones por las que
Freud decidió trabajar con Bullitt fue que el libro podría proporcionarle un
apoyo vital a la decadente editorial analítica. A fines de la década de 1920
estaba de nuevo al borde de la bancarrota, como muchas veces antes. Freud
sentía un profundo apego por la Verlag y repetidamente acudió en su res­
cate; hizo generosas aportaciones propias, obtuvo oportunas donaciones de
admiradores ricos, y entregó para su publicación algunos de sus escritos
(el recurso más fiable). En 1926 ayudó a la Verlag con 24.000 Reichs-
marks, las cuatro quintas partes de la suma que sus colegas reunieron para
celebrar su septuagésimo cumpleaños. *163 Al año siguiente, transfirió a la
editorial una donación de 5.000 dólares que le envió un benefactor anóni­
mo norteamericano.23 Después, en 1929, Marie Bonaparte y otros donan­
tes impidieron una vez más el estallido de una crisis financiera. *164 Freud
decía que la editorial era hija suya, y no quería sobrevivir a ella. *165 Sabía
que su destino dependía mucho de la política alemana; el triunfo de lo que
él llamaba el “Hiderei” sería devastador. *166 Pero, aparte de esto, necesita­
ba considerable apoyo económico. De modo que la posibilidad de conse­
guir dinero entusiasmó seriamente a Freud con el “proyecto Wilson”. En
1930 le pareció obvio que un libro sobre Woodrow Wilson reforzaría sus­
tancialmente las ventas de la Verlag, tal vez incluso la salvaría.
La confianza de Freud en la ayuda de Bullitt resultó tener una buena

23 Al informar sobre esa transferencia de fondos, el New York Times dijo que
al donante desconocido le había ido bien con el psicoanálisis —lo mismo que a
su esposa y sus dos hijos— y que había afirmado: “Freud es sin duda el hombre
más importante de nuestra época. Quienes tenemos dinero le debemos a la cultura
del mundo que Freud cuente con todos los fondos necesarios para continuar con
sus investigaciones científicas y pueda educar a quienes lo seguirán en el futuro”.
(“Da $ 5000 para Ayudar a Freud / Donante Anónimo se cura con el psicoanálisis
/ Se Aspira a $ 100.000”, New YorkTimes, 18 de mayo de 1927, 25).
La naturaleza humana en acción [625]

base. “Bullitt —le escribió a Eitingon a fines de 1931— está de nuevo


aquí para seguir trabajando con su análisis y con Wilson. Por cierto, sigo
confiando en que ese libro, y la traducción de Poe de la Princesa (la ver­
sión alemana de un tratado sustancial sobre Edgard Alian Poe escrito por
Marie Bonaparte) ayudará a la Verlag a superar el momento más difícil de
la rehabilitación financiera”. 24 *167 Finalmente, a principios del año
siguiente, pudo ya citar resultados tangibles: un anticipo de Bullitt de
£ 2500 (unos diez mil dólares) a cuenta de los derechos norteamericanos.
*1« El principal beneficio obtenido por Freud del “proyecto Wilson” fue
más el anticipo que Bullitt le envió, que el ajuste de cuentas con un idea­
lista norteamericano que le había decepcionado. Después siguió el silen­
cio, mientras Bullitt se entregaba a la política de los demócratas en los
Estados Unidos, y Freud observaba la aparición de demagogos mucho más
cercanos, mucho más perniciosos que Wilson en su peor momento.

Sin duda el hecho de que Woodrow Wilson fuera norteamericano le


procuró a Freud el inigualable placer de desahogar su animadversión agre­
siva. Con su excelso desdén por las cosas de este mundo, Wilson parecía
simplemente lo opuesto al norteamericano materialista glosado por el
coronel Robert McCormick y Sam Goldwin, con su ingenua fe en el poder
del dólar. Es un lugar común de la doctrina psicoanalítica que las divergen­
cias más dramáticas pueden surgir, lo mismo que las ramas muy separa­
das, de una misma raíz. Fuera cual fuere la forma que asumiera el nortea­
mericano, la de santo o la de avaro, Freud estaba dispuesto a describirlo
como el ejemplar menos atractivo del zoológico humano.
Freud ya había exteriorizado sentimientos antinorteamericanos años
antes de poner pie en los Estados Unidos: en 1902, dando rienda suelta a
un estado de ánimo más cínico, comparó su Viejo Mundo, “gobernado por
la autoridad”, con el Nuevo Mundo, gobernado “por el dólar”. *169 Des­
pués, aunque fueron los norteamericanos quienes le rindieron sus primeros

24 La Verlag llegó a ser una carga continua para Freud. En el otoño de 1931,
Martin Freud asumió la gerencia de la empresa, e hizo todo lo posible en una
situación económica lamentable y en deterioro constante. Las repetidas transfu­
siones de fondos aportados por donantes generosos como Marie Bonaparte no
eran más que alivios circunstanciales. En 1932, Freud apeló a otro recurso: escri­
bió una serie de “conferencias” para que las publicara la Verlag', aunque en reali­
dad nunca fueron pronunciadas en ninguna parte, se presentaron como continua­
ción de las conferencias de introducción efectivamente dictadas durante la Primera
Guerra Mundial. Las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis ponían
al día las antiguas Conferencias de introducción al psicoanálisis, resumían sus
nuevos pensamientos sobre la sexualidad femenina, y concluían con un importan­
te capítulo sobre la Weltanschauung del psicoanálisis. En esta última “conferen­
cia”, Freud reiteró, más decisiva e incisivamente que nunca, su convicción de que
el psicoanálisis no puede ni necesita formular una cosmovisión propia. Simple­
mente, es una parte de la ciencia.
[626] Revisiones: 1915-1939

honores oficiales, nunca dejó de gustarle el caracterizarlos con adjetivos


ofensivos. Desde luego, también le gustaba recordar el título honorario
que había recibido en la Clark University en 1909, y tuvo oportunidades
de recordárselo a los europeos, de modo más bien hiriente. Al principio de
su carrera había incluso considerado la posibilidad de emigrar a los Estados
Unidos. “Hace hoy 33 años —rememoró en una carta a Ferenczi del 20 de
abril de 1919, pensando en la primavera de 1886, año en el que se casó e
inició su práctica médica—, como médico recién licenciado afrontaba un
futuro desconocido, y resolví irme a América si en los tres meses para los
que tenía provisiones no empezaba a irme bien”. Se preguntaba si no
habría sido mejor que “el destino no me hubiera sonreído tan amigable­
mente en aquel entonces”. *170 Pero estos relámpagos de nostalgia por una
posible carrera en los Estados Unidos eran excepcionales; a juzgar por lo
que decía, el país y sus habitantes eran hipócritas, maleducados, superfi­
ciales, sólo enamorados del dinero y encubiertamente antisemitas.25
Es significativo que el antinorteamericanismo de Freud emergiera con
particular virulencia durante las excursiones de sus discípulos a los Esta­
dos Unidos. Cada vez que Jung y, más tarde, Rank o Ferenczi viajaban a
ese país para pronunciar conferencias o celebrar consultas analíticas, él lo
veía como una invitación a la deserción de la Causa. Era casi como si
contemplara a los Estados Unidos como un rival seductor, rico, tentador,
poderoso, de alguna manera primitiva superior a la Europa de atractivos
más austeros. América, le dijo una vez a Amold Zweig, parodiando cruel­
mente las pretensiones norteamericanas tan pagadas de sí mismas, es un
“anti-Paraíso”. *171 Esto fue ya hacia el final de su vida; años antes, le
había confiado a Jones: “Sí, América es gigantesca, pero un error gigan­
tesco”. *172 En síntesis, temía a los Estados Unidos como a un país que
inducía a sus seguidores a cometer gigantescos enores.
Estos sentimentos recorren toda la correspondencia de Freud, como un
tema monótono y desagradable. También ponen de manifiesto algunas evi­
dentes faltas de coherencia. Como sabemos, en enero de 1909, cuando
negociaba con la Clark University, la mezquina asignación para gastos de
viaje que le ofrecía Stanley Hall le pareció «demasiado “americana”», es
decir, increíblemente preocupada por el aspecto económico de las cosas.
En lo que a él concernía, “América debe aportarme dinero, no costarme
dinero”. *173 No le disgustaba reiterar esa fórmula tosca. “¿Para qué sirven
los norteamericanos, si no traen dinero?”, le preguntó retóricamente a
Ernest Jones a fines de 1924. “No son buenos para ninguna otra co­
sa”. *174 Este estribillo era (como él sabía demasiado bien) uno de sus

25 En 1932 Freud escribió a Eitingon que Brill, al tratar de organizar el psi­


coanálisis en los Estados Unidos, “tiene en contra suyo el antisemitismo nortea­
mericano, cada vez más gigantesco”. (Freud a Eitingon, 27 de abril de 1932, con
permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
La naturaleza humana en acción [627]

favoritos. “Siempre he dicho —le repitió a Jones un año más tarde, con
algo de arrogancia— que América no es útil para nada más que para pro­
porcionar dinero”. Durante la visita de Rank a los Estados Unidos en
1924, Freud dijo lo mismo con el estilo más inmoderado; manifestaba
estar contento al comprobar que Rank había “hallado el único tipo racio­
nal de conducta para una estancia entre aquellos salvajes: vender la vida lo
más caro posible”. Y consideró adecuado añadir: “A menudo me ha pareci­
do que el análisis les cae a los norteamericanos como una camisa blanca a
un cuervo”.26 *176 No es en absoluto necesario señalar que esta actitud pre­
senta el mismo defecto moral que a Freud le gustaba criticar en los nortea­
mericanos. Pero él no sentía ningún remordimiento; no estaba más que
explotando a los explotadores.
Esa apreciación distorsionada de la presunta astucia de los norteameri­
canos para el control del dinero era sólo una expresión más de la misma
postura mercenaria. “Si se mete en líos con América —le advirtió a Pfis-
ter en 1913—, seguramente le estafarán. ¡En cuestiones de negocios nos
llevan ventaja!”. *177 Aparentemente sin tener conciencia de que había
echado a perder irremediablemente los acuerdos sobre los derechos extran­
jeros de sus escritos, hizo responsables a los norteamericanos de la confu­
sión resultante. “Los editores norteamericanos” —le dijo a un correspon­
sal de la misma nacionalidad en 1922— son “un tipo peligroso de seres
humanos”. *>78 Con idéntico espíritu calificó como “dos tramposos” a
Albert Boni y Horace Liveright, cuya empresa publicó algunos de sus pri­
meros libros en Nueva York. *17« Lo que quería sacarles a aquellos salvajes
con recursos era apoyo económico. “Toda la popularidad del psicoanálisis
en Norteamérica —se lamentó con Ferenczi en 1922— no le ha procurado
la benevolencia de ni siquiera uno de los tíos del dólar”. *t«>La escasez de
tales Dollaronkel le decepcionaba y alimentaba sus prejuicios.

En el trato con sus analizandos norteamericanos (cuyo número cre­


ció en la década de 1920) Freud se permitía una insensibilidad que le habría
parecido grosera en otros y, de haberla analizado, sintomática en él mismo.
Llegó a encariñarse con algunos de los médicos norteamericanos que iban a

26 Es interesante advertir que Freud convirtió esas formulaciones extremas en


sus expresiones favoritas. Así, el 8 de julio de 1928 le escribió a Wittels que «el
norteamericano y el psicoanálisis están a menudo tan mal adaptados entre sí que
uno se acuerda de la parábola de Grabbe, “como si un cuervo se pusiera una cami­
sa blanca”». (Wittels, “Wrestling with the Man”, 177-178). Y la sorprendente
calificación de “salvajes” no era tampoco una aberración excepcional. El 10 de
julio de 1935, Freud le escribió a Amold Zweig, que acababa de contarle triunfal­
mente que un club del libro norteamericano había elegido una de sus novelas:
“¿No es triste que dependamos en lo material de esos salvajes, que no son preci­
samente seres humanos de la mejor clase? Después de todo, aquí estamos en la
misma situación”. (Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
[628] Revisiones: 1915-1939

Berggasse 19 a realizar sus análisis didácticos, tratando con una sincera


calidez a los pocos que le gustaban. Pero sus veredictos sobre importantes
analistas norteamericanos eran a menudo cáusticos. Esas personas “en
general inferiores” —le confió a Eitingon— eran buenas principalmente
como sujetos para estudiar “cuestiones de técnica”. *181 Cuando, en 1921,
Pfister informó a Freud de que el ecléctico psicoanalista norteamericano
Smith Ely Jelliffe estaba en camino hacia Berggasse 19, añadió que
“Yelliffe” le había impresionado como “un hombre hábil e inteligente”. *«»
Freud otorgó a esos adjetivos valorativos un matiz desdeñoso. Una vez,
antes, había calificado a Jelliffe como “uno de los peores negociantes ame­
ricanos —en lenguaje llano: tramposos— descubiertos por Colón”; *i»
ante su nueva aparición le respondió a Pfister que a Jelliffe “se le considera
muy listo —es decir: taimado—, muy inteligente y no especialmente
decente”. *184 Clarence Obemdorf, un temprano entusiasta y durante mucho
tiempo figura dominante entre los psiconalistas americanos, era, a juicio de
Freud, sólo “el peor” de ellos. “Parece ser estúpido y arrogante”. En 1921
Freud le confesó a Jones que Obemdorf le desconcertaba: “¿Por qué un
hombre que era considerado tan brillante y admirado se dedica al análisis, si
ni su cabeza ni su corazón toman parte en ello?” *185 Se preguntaba por qué
los psiconalistas norteamericanos, incluso los “mejores elementos”, poní­
an de manifiesto tan poco “espíritu de comunidad”. “Brill —agregó, impa­
ciente con su más activo abogado— se está comportando vergonzosamente
y hay que abandonarlo”. *186 Esa era una amenaza hiperbólica que nunca
cumplió, y que probablemente nunca pensó cumplir.
Sin tener en cuenta los sentimientos que estaba hiriendo, les dijo a
sus corresponsales norteamericanos que sus excentricidades o respuestas
inesperadas al tratamiento analítico debían ser rasgos nacionales. “Pero
ustedes, los norteamericanos, son gente peculiar —le comentó a su anali­
zando Leonhard Blumgart, después de que Blumgart le confesara que se
había comprometido precisamente cuando tendría que haberse separado de
su futura esposa durante seis meses—. Ninguno de ustedes ha hallado
nunca la actitud correcta con respecto a sus mujeres”. *187 Cuando otro
analizando norteamericano, Phillip Lehrman, le envió una reseña crítica de
El malestar en la cultura, Freud acusó recibo con un comentario descortés:
“Desde luego, es exactamente tan estúpida e ignorante como cabe esperar
de un periodista norteamericano”. *188 Unos pocos meses más tarde, con
igual tosquedad, exteriorizó su satisfacción un tanto sorprendida al saber
que a I^ehrman y su familia les estaba yendo bien. Después de todo, ésa
era una época de depresión en los Estados Unidos, “y, ¿qué es el norteame­
ricano sin prosperidad?” *189 Cuando estaba de este humor (lo que ocurría a
menudo) dejaba distraídamente a un lado su recuerdo de norteamericanos
admirables como William James y James Jackson Putnam.
Freud se atrevió incluso a murmurar que esos desventurados norteame­
ricanos ni siquiera podían seguir sanos cuando se les necesitaba. En 1924,
La naturaleza humana en acción [629]

su inteligente analizando Horace Frink sufrió un episodio psicòtico. Frink


era para Freud una de las pocas excepciones entre los yanquis: tenía un
alto concepto de él y quería que se pusiera a la cabeza de la organización
psicoanalítica en los Estados Unidos. Pero el ataque de Frink, que determi­
nó su hospitalización, obviamente trastornó sus planes. Ante el terrible
estado mental del paciente, Freud abordó aquella calamidad personal como
si fuera un característico defecto norteamericano. “Mi intento de otorgarles
un jefe en la persona de Frink, que se ha frustrado tan tristemente, es lo
último que haré por ellos —juró—, aunque viva los cien años que usted
estipula para la incorporación del \|/A a la psiquiatría”. *1’0 Por cierto, esta
despiadada reacción se produjo en septiembre de 1924, mientras Freud
luchaba con las secuelas de su cáncer. Pero la actitud subyacente era la de
siempre.27 En 1929, Emest Jones le consultó acerca de una propuesta nor­
teamericana: editar una compilación de escritos selectos de Freud para el
público de los Estados Unidos. Freud respondió de un modo característico:
“En lo general, todo el asunto, siendo auténticamente norteamericano, me
repele por completo. Se puede estar seguro de que, si esa compilación
existiera; ningún norteamericano recurriría nunca a los originales. Tal vez
no lo hagan de todos modos, sino que se informen en las más estúpidas de
las fuentes populares”.
Comentarios de este tipo no aparecían sólo en su correspondencia pri­
vada; Freud no vaciló en ponerlos en letras de imprenta. En 1930, escri­
biendo unas pocas palabras de introducción para un número especial de la
Medical Review ofReviews, editada por el analista norteamericano Dorian
Feigenbaum, admitió que el presunto progreso del psicoanálisis en los
Estados Unidos sólo le había procurado una satisfacción “empañada”. El
acuerdo verbal estaba ampliamente difundido, pero la práctica seria y el
apoyo económico eran escasos; tanto médicos como publicistas se conten­

27 Es razonable pensar que la cruel reacción de Freud ante la claudicación psí­


quica de Frink fue activada en gran parte por sentimientos de culpa no reconoci­
dos, aunque en gran medida conscientes. Para empezar, Freud no advirtió el
potencial psicòtico oculto en las dificultades neuróticas de Frink, y después se
negó a tomar en serio un episodio psicòtico anterior. Más aun: Freud, con la
mejor voluntad pero con cierta arrogancia descuidada, complicó la agitación emo­
cional de Frink al intervenir en su vida privada. En el curso del análisis, Frink
había decidido divorciarse y volverse a casar con una de sus pacientes. Freud
alentó a ambos a llevar adelante el plan. Pero cuando, en 1923, un mes después
del divorcio, la primera esposa de Frink murió, la salud mental del norteamerica­
no se deterioró gravemente. Y, un año más tarde, también fracasaba su segundo
matrimonio. No mucho antes de su muerte en 1936, a la edad de cincuenta y tres
años, su hija Helen Kraft le preguntó qué mensaje tenía para Freud en el caso de
que ella llegara a conocerlo. “Dile que es un gran hombre —respondió Frink—,
aunque haya inventado el psicoanálisis”. (Helen Kraft, citada en Michael Specter,
“Sigmund Freud and a Family Tom Asunder: Revelations of an Analysis Gone
Awry”, Washington Post, 8 de noviembre de 1987, sec. G, 5).
[630] Revisiones: 1915-1939

taban con eslogans psicoanalíticos. Se enorgullecían de su “amplitud


mental", que sólo demostraba su “falta de juicio". Freud pensaba que “la
popularidad del nombre del psicoanálisis en Norteamérica no significa una
actitud amistosa con respecto a la cosa en sí, ni ningún conocimiento de
ella especialmente amplio o profundo”. Era eso lo que pensaba... y lo que
decía. *192
De modo que, en parte, la aversión de Freud tenía sus raíces en la
ansiedad que le provocaba la impulsiva receptividad norteamericana, apa­
rentemente acompañada de una muy perjudicial falta de rigor, un no
menos dañino miedo a la sexualidad y, por supuesto, un igualitarismo
contraproducente. Ya en 1912 le había dado instrucciones a Emest Jones
en el sentido de que mantuviera “entusiasmado” a James Jackson Putnam,
para que “se pueda conservar América del lado de la Libido”. *193 Pensaba
entonces —y siguió pensando— que ésta sería una tarea ingrata, pues
entre los psicoanalistas norteamericanos el liderazgo era político y no se
recompensaba la excelencia. En la década de 1920 denunció con irritación
a los analistas de los Estados Unidos por el modo en que controlaban su
organización. “Los norteamericanos —le escribió a Sándor Radó— trans­
fieren el principio democrático de la política a la ciencia. Todos deben ser
presidentes una vez, nadie tiene que seguir siéndolo; ninguno debe ser
mejor que los otros, y así ninguno de ellos aprende ni consigue nada”.
Cuando, en 1929, un grupo de psicoanalistas norteamericanos —algunos
de ellos rankianos— quiso organizar un congreso y le propuso a Freud que
enviara a su hija, él se negó con su descortesía habitual. “No puedo espe­
rar que el congreso —al que le deseo el mayor de los éxitos— pueda
significar mucho para el psicoanálisis —le dijo a uno de los organizado­
res, Frankwood Williams—. Su organización sigue la pauta norteamerica­
na de reemplazar la calidad por la cantidad”. *195 Sus ansiedades no carecían
por completo de base, pero en su imaginación ofuscada adquirían formas
carentes de realismo, casi de pesadilla.
Algunas de sus quejas eran algo más que pura fantasía. Su dispepsia,
por ejemplo, era bastante real. *»« Después de volver de la Clark Univer-
sity en el otoño de 1909, lamentó que su salud ya no fuera como había
sido, y sabía quién tenía la culpa: “América me ha costado mucho”. *197 A
fines de ese invierno pasó tres semanas en Karlsbad siguiendo tratamien­
tos destinados a curar “la colitis que contraje en Nueva York”. *>’8 Cuando
después de la guerra tuvo problemas de próstata, le escribió a Ferenczi que
en ocasiones se encontraba en “las situaciones más embarazosas como,
por primera vez hace 10 años, en América”. No inventó esos malesta­
res, pero desplazó la furia que suscitaban en él hacia un único chivo expia­
torio. Y allí había fuertes factores que le irritaban profesionalmente. Las
enérgicas manifestaciones del establishment psicoanalítico norteamericano
contra el análisis lego no contribuyeron a atemperar la antipatía de Freud;
no hacían más que demostrarle que cuando los norteamericanos no eran
La naturaleza humana en acción [631]

mojigatos e ingenuos, eran codiciosos y convencionales. A juicio de


Freud, incluso su manera de hablar los condenaba. “Esta raza —le dijo en
una oportunidad a su médico Max Schur— está destinada a la extinción.
Ya no pueden abrir la boca para hablar; pronto no podrán hacerlo para
comer”. *»»

La conclusión inevitable es que, al castigar a los norteamericanos de


modo genérico, sin ninguna discriminación, con una imaginativa feroci­
dad, Freud no estaba prestando oídos a su experiencia, sino más bien ven­
tilando alguna necesidad interior. Incluso el fiel Emest Jones, como sabe­
mos, tuvo que admitir que el antinorteamericanismo de Freud en realidad
no tenía nada que ver con Norteamérica.2829 Freud llegó a intuir que aquellos
sentimientos no eran totalmente objetivos; en la década de 1920 hizo
algún esfuerzo efímero tendente a diagnosticar a los misteriosos norteame­
ricanos. Exasperado por dos artículos psicoanalíticos de autores de esa
nacionalidad, en 1921 le dijo a Emest Jones: “Los norteamericanos son
realmente demasiado malos”. Pero, agregó con prudencia, no emitiría “un
juicio sobre por qué son así sin poder observarlos con más detenimiento”.
Aventuró la idea de que “la competencia es mucho más acerba en su caso;
no tener éxito significa la muerte civil para todos, y no tienen recursos
privados aparte de su profesión; ningún hobby, ni deporte, amor u otros
intereses propios de personas cultas. Y el éxito significa dinero. ¿Puede
un norteamericano vivir oponiéndose a la opinión pública, como nosotros
estamos dispuestos a hacerlo?” » *201 Se diría que los norteamericanos
habían unido lamentablemente el materialismo con el conformismo. Tres
años más tarde, Freud aprovechó la visita de Rank a los Estados Unidos
para formular su diagnóstico con un nombre aplastante: “En ninguna parte
uno queda tan abrumado por la insensatez de los hechos humanos como
allí, donde incluso la agradable satisfacción de las necesidades animales
naturales ya no se reconoce como una meta de la vida. Se trata de un loco
Adlerei anal”. *2<’2 Freud no podía hacer nada más escarnecedor que cargar a
los norteamericanos con el nombre de su ex discípulo más detestado. Para
decirlo en términos técnicos, en todos y cada uno de los norteamericanos
veía víctimas de una retentiva sádico-anal hostil al placer, pero que, al
mismo tiempo conducía a la más agresiva de las conductas en los nego­
cios y la política. Por ello la existencia norteamericana estaba marcada por
“la prisa”. *203 También por ello los norteamericanos no tenían a su alcan­

28 Véase la pág. 248.


29 En El malestar en la cultura se abstuvo de emitir juicios definitivos y
manifestó estar dispuesto a “evitar la tentación de emprender una crítica de la cul­
tura norteamericana”, puesto que deseaba (añadió innecesariamente) evitar el
empleo de métodos norteamericanos. (Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV,
475 / Civilization and Its Discontents, SE XXI, 116.)
[632j Revisiones: 1915-1939

ce ciertos aspectos poco prácticos de la vida, como hobbies inocentes o


los logros superiores de la cultura.
Freud detectaba en todas partes esas manifestaciones del carácter norte­
americano. Para empezar, la probidad no era hereditaria. Quería decir exac­
tamente eso cuando describió a Edward Bemays, su sobrino norteamerica­
no, triunfal fundador de la industria de las relaciones públicas, como “un
muchacho honesto cuando yo lo conocía. No sé hasta qué punto está
americanizado”. *204 Lo que es más, en los Estados Unidos el clima para
los amantes era más bien frío. Ese es el sentido esencial de la observación
que le hizo a Blumgart refiriéndose a que los hombres norteamericanos
nunca habían establecido una actitud correcta con respecto a sus mujeres.
Pero lo peor de todo era que Norteamérica era una esclava del producto
favorito de los adultos anales: el dinero. A juicio de Freud, los Estados
Unidos eran, en una palabra, “Dolaría”. *M5

Nada de esto es original, salvo el vocabulario psicoanalítico; la


mayoría de los adjetivos de Freud ya tenían un siglo de antigüedad, y
muchos eran lugares comunes en los círculos que él frecuentaba.30 En
1927, el psicoanalista francés René Laforgue describió a un norteamerica­
no al que llamó “P.” con una frase que Freud habría considerado afín a su
pensamiento: “Como auténtico norteamericano, P. siempre pensó que uno
podía comprarse a los analistas”. *206 El mismo año, Ferenczi, que dejaba
los Estados Unidos después de una prolongada visita, lamentaba que los
neuróticos norteamericanos, que eran demasiados, necesitaran más y mejo­
res tratamientos psicoanalíticos que los que estaban consiguiendo. “Des­
pués de muchos años vuelvo aquí, y veo que el interés por el psicoanálisis
es mucho mayor que en Europa —dijo en unas declaraciones— pero tam­
bién advierto que este interés es un tanto superficial y que su lado más
profundo está un poco descuidado”. *207
De estas opiniones se puede deducir que Freud y sus partidarios repe­
tían, a menudo con las mismas palabras, los pronunciamientos condescen­
dientes que los europeos cultivados habían estado formulando durante
años. Y esos pronunciamientos, a su vez, eran el eco en gran medida de
las opiniones de los padres y abuelos, que desde hacía un siglo proyecta-

30 El que sigue es sólo un ejemplo sorprendente. En 1908, Emest Jones le


dijo a Freud: «Los norteamericanos son una nación peculiar con hábitos propios.
Muestran curiosidad, pero pocas veces un verdadero interés... Su actitud con res­
pecto al progreso es deplorable. Quieren tener noticias del “último” método de
tratamiento, con un ojo fijo en el Dólar Todopoderoso, y sólo piensan en la
fama o “Kudos”, como ellos la llaman, que aportará. Ultimamente se han escrito
muchos artículos elogiosos sobre la psicoterapia de Freud, pero son absurdamente
superficiales, y me temo que la condenarán enérgicamente cuando conozcan su
base sexual y comprendan lo que significa». (Jones a Freud, 10 de diciembre
[1908], cqn permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe).
La naturaleza humana en acción [633]

ban sobre los norteamericanos ciertos vicios, algunos reales y la mayoría


inventados. Durante mucho tiempo una distracción social muy difundida
consistió en vituperar la locura de los norteamericanos por la igualdad, su
no menos pronunciada locura por las novedades, y su materialismo. Ya en
1822 Stendhal los había calumniado en su ingenioso estudio sobre el
Amor como la antiimaginación hecha carne. Los consideraba incapaces de
amar: “En Boston uno puede dejar a una joven sola con un guapo extran­
jero, seguro de que ella no pensará más que en la dote de su futuro espo­
so”. *2os En su novela Luden Leuwen, Stendhal reitera que, aunque justos
y razonables, “no piensan en nada más que en el dinero y en el modo de
acumularlo”. *2» Unos años más tarde, Charles Dickens, de visita en los
Estados Unidos, fue tratado como una celebridad y a la vez fue la víctima
de editores piratas; su mordaz caricatura en Martin Chuzzlewit constituye
un triunfo de la indignación sobre la simpatía. Esa novela nos enseña que
los norteamericanos predican la libertad pero los aterroriza la opinión
pública, hablan pomposamente sobre la igualdad mientras tienen esclavos,
son esnobs y avaros. La conversación de la mayoría de los norteamerica­
nos “podría resumirse en una palabra: dólares. Todas sus preocupaciones,
alegrías, esperanzas, afectos, virtudes y relaciones parecen refundidas en
dólares”. *210 Esa imputación, aunque era un cliché en la época en que
Freud empezó a escribir, conservó su interés para los observadores europe­
os. En 1904, sir Philip Burne-Jones condensó la vieja acusación en el
título de su informe sobre los Estados Unidos: Dólares y demacrada. “¡Y
como hablan de dinero!”, exclama Bume-Jones. “En fragmentos de conver­
sación en las calles, los restaurantes y en los vagones de ferrocarril”, no se
oye más que “dólares, dólares, dólares”. *211 Freud tenía una ventaja sobre
Stendhal; por lo menos, como Dickens y Burne-Jones, había visitado los
Estados Unidos. Pero su opinión sobre los norteamericanos no estaba
mejor informada.
Subsiste la cuestión de por qué se tragó con tan poco sentido crítico
esa explosiva mezcla (pero en aquel entonces ya rancia) de observación
tendenciosa y redomada arrogancia cultural. Sucedía que su conformismo y
su radicalismo actuaban extrañamente al unísono para mantener vivo su
antinorteamericanismo. Como convencional e impecable burgués europeo,
pensaba de los norteamericanos lo mismo que los otros. Comparadas con
su aceptación irreflexiva de los clichés más corrientes, las bases realistas
de su irritación hacia los norteamericanos (la política mesiánica, la resis­
tencia al análisis lego; por supuesto, la comida americana) palidecen en la
insignificancia. Pero al mismo tiempo, como radical antiburgués por su
ideal de las relaciones sexuales libres, los norteamericanos le resultaban el
modelo mismo de la hipocresía sexual. Se diría que Freud, el reformador
sexual, construyó para su uso unos Estados Unidos que representaban en
su forma más concentrada las fuerzas de la gazmoñería contra la que se
sentía llamado a luchar.
[634] Revisiones: 1915-1939

No fue sin duda casual que sus más antiguos comentarios sobre los
norteamericanos se centraran precisamente en su incapacidad (a juicio de
él) para sentir o expresar amor. Algunos meses antes de su visita a la
Clark University le dijo a Ferenczi que “temía la mojigatería del nuevo
continente”. *212 Inmediatamente después de volver de Clark informó a
Jung de que los norteamericanos “no tienen tiempo para la libido”. *213 No
se cansaba de acusarlos de lo mismo; deploró “el rigor de la castidad norte­
americana”; *214 habló con soma de la “gazmoña” *2»3 y la “virtuosa” *216
América. Cuando, en 1915, en su famosa carta a James Jackson Putnam,
calificó las costumbres sexuales de la época como despreciables, puso
énfasis en que esas costumbres tomaban su peor forma en los Estados
Unidos. *217 Un país como aquel necesariamente tenía que rechazar las ver­
dades incómodas y anticonvencionales del psicoanálisis, o asfixiarlo en su
abrazo. En La interpretación de los sueños Freud había confesado, con
bastante franqueza, que toda su vida había necesitado un enemigo tanto
como un amigo. Esa necesidad regresiva suponía cierto grado de simplifi­
cación excesiva y pura insensibilidad: el combatiente, como el niño, divi­
de de modo tajante su mundo en buenos y malos, para mantener alta su
moral y legitimar su crueldad. La Norteamérica que construyó Freud es
una gigantesca manifestación colectiva del enemigo sin el cual decía que
no podía vivir.
Por desdichadas razones personales, Freud se aferró a esa parodia rígida
y monocromática con una desesperación aun mayor después de la Primera
Guerra Mundial. Le irritaba estar “trabajando para el dólar”. 3i *2is Esa
dependencia hería su orgullo, pero no encontraba manera de sustraerse a
ella. En la década de 1920, había norteamericanos que le rogaban que los
analizara, y eran norteamericanos los que le proporcionaban la moneda que
él quería y que declaraba despreciar. Los conflictos que esa situación le
provocaba no cedían. Incluso en 1932 le confió a Eitingon: “Mi descon­
fianza con respecto a Norteamérica es insuperable”. *21’ En síntesis, a
medida que aumentaba su necesidad de norteamericanos, crecía su animosi­
dad contra ellos. Si el anatomizar norteamericanos ponía de manifiesto la
naturaleza humana en acción, de un modo inconsciente también estaba
poniendo de manifiesto la suya propia.31

31 A fines de 1920 le escribió a su hija Anna que acababa de rechazar una


invitación a pasar seis meses en Nueva York por 10.000 dólares. Freud estimaba
que la mitad de esa suma se le iría en gastos. Era cierto que incluso sólo 5000
dólares equivalían a dos millones y medio de coronas austríacas, pero, una vez
deducidos los impuestos y otros desembolsos, pensaba que quedándose en su casa
podía ganar más o menos lo mismo. “En otros tiempos —observó irritado— nin­
gún norteamericano se habría atrevido a hacerme tal propuesta. Pero ahora cuen­
tan con nuestra pobreza —Freud empleó la palabra hebrea Dalles— para comprar­
nos a bajo precio”. (Freud a Anna Freud, 6 de diciembre de 1920, Freud
Collection, LC).
La naturaleza humana en acción [635]

Trofeos y necrológicas

En los años durante los cuales Freud trabajó con


Bullitt en el estudio sobre Woodrow Wilson, se acele­
ró el ciclo de reconocimiento público y aflicciones pri­
vadas. A fines de julio de 1930 le informaron de que la
ciudad de Francfort le había otorgado su codiciado Pre­
mio Goethe. La comunicación estaba ceremoniosa­
mente firmada por el alcalde. “Con el método estricto de las ciencias de la
naturaleza —empezaba la nota, más bien exagerada, como suelen serlo
estos documentos— y al mismo tiempo interpretando con osadía los sími­
les acuñados por los creadores literarios, Sigmund Freud ha abierto el
acceso a las fuerzas impulsoras del alma, y así hizo posible reconocer la
emergencia y construcción de formas culturales y de curar algunas de sus
dolencias. El psicoanálisis —continuaba— no sólo conmovió y enrique­
ció la ciencia médica, sino también el mundo mental del artista y del
sacerdote, del historiador y del educador”. En busca del lenguaje adecuado
para el caso, la nota llamaba la atención sobre las raíces del psicoanálisis
en el ensayo de Goethe sobre la Naturaleza, en el modo “mefistofèlico” de
rasgar todos los velos característico de Freud, y en su insaciabilidad “fáus-
tica” asociada con su “reverencia ante las fuerzas formativo-creadoras ador­
mecidas en lo inconsciente”. Concluía con un autoelogio sutil: hasta ese
momento, a Freud, el “gran erudito, escritor y luchador” se le había nega­
do “todo honor externo”. *220 Esto no era totalmente exacto; a lo largo de
los años había recibido unas pocas muestras gratificantes de reconocimien­
to. Pero, en esencia, la nota estaba en lo cierto: no podía decirse que Freud
hubiera sido precisamente cubierto de honores. En noviembre de 1930,
escribió lacónicamente en su Chronik una vez más: “Definitivamente
pasado por alto para el Premio Nobel”. *221
El Premio Goethe fue por lo tanto como un rayo de sol en un cielo
nublado y tormentoso. Por un momento distrajo la atención de Freud de
su lucha con las dificultades personales que le debilitaban y enloquecían, y
de la observación de la situación mundial, en rápido deterioro. La recom­
pensa en dinero que el premio estipulaba (10.000 Reichsmarks, unos 2.500
dólares) representaba un ingreso adicional que tuvo una buena acogida.
Bromeando un poco acerca del hecho de que lo hubieran elegido a él, pen­
só que podía tener algo que ver la circunstancia de que el alcalde fuera
judío, aunque bautizado. *'222 Sin embargo, le agradaba auténticamente que
el premio llevara el nombre de su amado Goethe. *223 Establecido en 1927,
esa recompensa le había sido otorgada antes a Stefan George, el celebra­
do poeta y figura de culto, a Albert Schweitzer, misionero y biógrafo de
Bach, y a Leopold Ziegler, un filósofo de la cultura. Freud estaba en bue­
na compañía. Redactó un discurso de aceptación breve y agradecido, y pro­
[636] Revisiones: 1915-1939

puso enviar a su hija Anna a Francfort en representación suya. El estaba


demasiado débil para viajar, le dijo al doctor Alfons Paquet, secretario de
los administradores del fondo del premio, pero pensaba que su mensaje
realzaría las ceremonias. “Mi hija Anna es sin duda más agradable de ver y
escuchar que yo”. *224 La situación resultó compensadora en más de un
sentido; Freud transmitió a Emest Jones las impresiones de su hija, en
cuanto a que “las ceremonias”, celebradas el 28 de agosto, día del naci­
miento de Goethe, “habían sido muy dignas, y que las personas allí pre­
sentes expresaron respeto y simpatía por el análisis”. *225
El premio levantó la moral de Freud, pero no mucho ni por mucho
tiempo. Temía que ese honor, bien acogido y celebrado, atrajera sobre él
una atención indeseada. “Creo —le escribió a Jones a fines de agosto—
que este sorprendente episodio no tendrá consecuencias favorables en lo
que concierne al Premio Nobel o a la actitud general con respecto al psico­
análisis en Alemania. Por el contrario, no me sorprendería que la resisten­
cia cargue contra mí”. *22« Esto continuaba obsesionándole. Dos semanas
más tarde le dijo a Jones que los periódicos extranjeros estaban difundien­
do noticias alarmantes sobre su estado de salud, y las atribuía al hecho de
que hubiera recibido el Premio Goethe: “Así que se apresuran a terminar
conmigo”. 32 *227 Pero a despecho de la envidia que pudieran sentir otras
personas, el premio le permitió darse un gusto especial: le envió 1000
Reichsmarks a Lou Andreas-Salomé (que tenía cerca de setenta años, a menu­
do estaba enferma y no iba muy bien de dinero), con una nota destinada a
convencer a su amiga de que aceptara la ayuda: “De este modo mitigo par­
te de la injusticia cometida con la concesión del premio”.+22s El hecho de
que todavía fuera capaz de dar hacía que se sintiera más vivo, quizás inclu­
so un poco más joven.
Necesitaba esa clase de consuelo. Para Freud había terminado definiti­
vamente el tiempo de los viajes de descubrimiento a grandes distancias; ya
eran sólo recuerdos aquellas tranquilas vacaciones con su hermano Alexan-
der, con Ferenczi, con Minna Bemays o con su hija Anna, que él solía
tomarse en el mundo clásico del Mediterráneo. Para no perder el contacto
con su cirujano, Freud estaba eligiendo lugares de descanso veraniego cer­
canos a Viena. Un cigarro era una fiesta, un placer robado y selecto, digno
de comentario. En la primavera de 1930, informó a Jones desde Berlín,
donde estaba probándose una nueva prótesis, de que el mes anterior se
había sentido tan mal del “corazón, el estómago y los intestinos” que tuvo

32 Incluso en junio de 1931 le escribió a Jones: “La conducta de mis contem­


poráneos desde el Premio Goethe se ha convertido en un reconocimiento clara­
mente cauteloso, sólo para demostrar lo poco que todo esto significa. Un poco
como una prótesis soportable que no debe ser todo o el principal propósito de la
existencia”. (Freud a Jones, 2 de junio de 1931, dictada a Anna Freud. Freud
Collection, D2, LC).
La naturaleza humana en acción [637]

que internarse brevemente en un sanatorio. Lo peor de todo era que había


desarrollado “una intolerancia absoluta hacia los cigarros”. *2» Jones, que
conocía muy bien la adicción de Freud, le respondió lamentando el hecho.
Freud contestó a su vez, esperanzadamente, unos días más tarde: “Precisa­
mente ayer probé, tímidamente, el primer y por el momento el único
cigarro diario”. *230 Durante sus meses de trabajo en la ciudad, seguía ana­
lizando a analistas noveles, aunque con una agenda limitada, mientras que
el doctor Pichler lo visitaba a menudo para inspeccionar su paladar en bus­
ca de síntomas de nuevas protuberancias malignas y realizaba breves y
dolorosas operaciones en puntos de aspecto sospechoso. Al agradecerle a
Lou Andreas-Salomé una afectuosa carta que le envió al cumplir él setenta
y cuatro años, en mayo de 1930, Freud se lamentó de estar pagando un
precio muy alto por lo que le quedaba de salud: “He renunciado completa­
mente a fumar, después de que me sirviera durante exactamente cincuenta
años como protección y arma en el combate con la vida. De modo que
estoy mejor que antes, pero no me siento más feliz”. Firmó como su
“Muy Viejo Freud”. *23> Era una demostración de afecto, algo así como
agitar con jovialidad la mano un tanto trémula.

Mientras tanto, en torno a él se iban vaciando las filas. Sus anti­


guos compañeros de taroc, con los que había jugado todos lo sábados por
la noche, estaban desapareciendo. Leopold Kónigstein, el oftalmólogo que
había sido su amigo íntimo desde sus días de estudiante, murió en 1924;
Ludwig Rosenberg, otro de sus amigos médicos desde hacía mucho tiem­
po, en 1928. Oscar Rie lo siguió poco después, en 1931. Esos hombres
se contaban entre el puñado de aquellos a quienes Freud trataba de du. Del
preciado contingente no analítico, sólo el arqueólogo Emanuel Lówy (a
quien las antigüedades lo apasionaban tanto como a Freud, y desde luego
estaba mejor informado) continuaba visitándolo y entablando con él pro­
longadas conversaciones.
Su propia familia no estaba a salvo del fenómeno. En septiembre de
1930 murió la madre de Freud, a la edad de noventa y cinco años. Freud se
había despedido de ella a fines de agosto, el mismo día en que llegó a
Berggasse 19 una delegación de la ciudad de Francfort llevando el Premio
Goethe. *M2 Amalia Freud había conservado Su energía, su pasión por la
vida y su vanidad hasta el fin. Su muerte hizo salir a la superficie ciertos
pensamientos que Freud había apartado de su atención durante mucho
tiempo. Precisamente el año anterior, cuando murió la madre de Eitingon,
en una carta de condolencias había escrito que “la pérdida de la madre tiene
que ser algo sumamente notable, que no se puede comparar con ninguna
otra cosa y despierta excitaciones difíciles de comprender”. *233 En aquel
momento él mismo estaba experimentando esas excitaciones, y trataba de
comprenderlas. “Por cierto, nada me dice lo que esta experiencia puede
provocar en las capas más profundas —le comentó a Jones— pero en la
[638] Revisiones: 1915-1939

superficie sólo siento dos cosas: la mayor libertad personal que he adquiri­
do, puesto que siempre detesté la idea de que ella llegara a saber de mi
muerte, y, en segundo lugar, la satisfacción de que disfrute finalmente de
la liberación a la que le dio derecho una vida tan larga”. Añadía que no
estaba sintiendo pena ni dolor, y que había decidido no asistir al fune­
ral. *234 Según le dijo extenuado a su hermano Alexander, no estaba tan
bien como la gente creía, y además no le gustaban las ceremonias. *235 Lo
representaría su hija Anna, igual que en Francfort unas dos semanas antes.
“La importancia de ella para mí —le escribió a Emest Jones— no podría
ser mayor”. Su sentimiento dominante acerca de la muerte de la madre
era una sensación de alivio. Ya podía morir también él.
En realidad, Freud todavía tenía mucho que vivir y sufrir, e incluso
que disfrutar. En enero de 1931, David Forsyth, uno de sus “discípulos”
ingleses al que respetaba mucho, lo invitó a pronunciar la Conferencia
Conmemorativa Huxley. Se trataba de un prestigioso acontecimiento bie­
nal, descripto por Forsyth como “la más alta valoración a nuestro alcance
del trabajo científico al que usted ha dedicado su vida”. Comedidamente,
adjuntaba una lista de los hombres eminentes que habían hecho uso de la
palabra en ocasiones anteriores. Entre ellos se contaba el gran cirujano
inglés Joseph Lister, a quien se había otorgado un título de nobleza por su
introducción de la antisepsia, y el famoso psicólogo ruso Iván Petrovich
Pavlov. *237 Freud tenía perfecta conciencia de todo lo que significaba esa
invitación. “Es un honor muy grande —le escribió a Eitingon—, y desde
R. Virchow, en 1898, ningún alemán ha sido invitado”. *2!8 A pesar de sus
irascibles protestas y de sus continuas negativas todavía quedaban en él
restos de su antigua identificación germana. Pero, por penoso que le resul­
tara rechazarla, la invitación había llegado varios años tarde. Sencillamen­
te, no se sentía lo bastante bien como para viajar, ni con una dicción lo
bastante clara como para pronunciar la conferencia. Por cierto, a fines de
abril tuvo que soportar otra dolorosa operación, que le hizo perder mucho,
física y psicológicamente. Se sentía en el mismo punto en que había esta­
do en 1923, antes de sus operaciones más importantes, con la vida en
peligro. “Esta última indisposición —le confió a Jones poco después— ha
terminado con la seguridad de la que disfruté durante ocho años”. Y se
quejaba de haber perdido gran parte de su capacidad de trabajo. Estaba
“débil, incapacitado y torpe en el lenguaje —le dijo a Amold Zweig— un
resto de realidad en absoluto agradable”. *240 No volvió desde el hospital a
su casa hasta el 5 de mayo, el día anterior a su septuagésimo quinto cum­
pleaños. *241

Al día siguiente hubo celebraciones que él había hecho cuanto pudo


por evitar, fracasando por completo. Le comentó a Lou Andreas-Salomé
que habían caído sobre su persona como un “diluvio”. Podía vetar
cualquier fiesta, pero no detener la avalancha de cartas de amigos y extra­
La naturaleza humana en acción [639]

ños, de psicoanalistas, psiquiatras y literatos que lo admiraban. Llovían


telegramas de organizaciones y dignatarios, y Berggasse 19 rebosó de flo­
res. Un congreso alemán de psicoterapeutas programó ensayos en su
honor, y partidarios de Nueva York organizaron un banquete festivo en el
Ritz-Carlton, con discursos de William Alanson White y A. A. Brill,
patrocinado por celebridades como Theodore Dreiser y Clarence Darrow.
“Hombres y mujeres reclutados en las filas del psicoanálisis, la medicina
y la sociología -—decía el telegrama que los organizadores le enviaron a
Freud— estaban reunidos en Nueva York para honrarse honrando en su 75e
cumpleaños al intrépido explorador que descubrió los continentes sumergi­
dos del yo y dio una nueva orientación a la ciencia y la vida”. *M3 Alfons
Paquet, el alcalde de Francfort, Romain Rolland... todos recordaron el ani­
versario. Albert Einstein escribió una nota particularmente apreciativa:
todos los martes leía a Freud con una amiga, y decía no poder admirar lo
bastante “la belleza y la claridad” de sus escritos. “Con la excepción de
Schopenhauer —agregaba cortésmente— para mí nadie puede o ha podido
escribir así”. Pero la victoria de las ideas de Freud sobre el escepticismo de
Einstein era incompleta. Según observó el propio Einstein, él tenía “la
piel gruesa” y vacilaba entre “creer y no creer”. *344 El Club Herzl felicitó
a Freud “reverencialmente ”, como a un “hijo de nuestro pueblo, cuyo sep­
tuagésimo quinto cumpleaños es un día de alegría y orgullo para todos los
judíos”, mientras que instituciones vienesas como la Clínica Neurolò­
gica Psiquiátrica y la Asociación de Psicopatologia y Psicología Aplica­
das le enviaron sus más cálidos saludos. *246
Freud acogió algunos de esos tributos de reconocimiento con frialdad,
e incluso con resentimiento. Cuando en marzo se enteró de que, para cele­
brar ese cumpleaños, la Sociedad de Médicos se proponía hacerlo miembro
honorario, recordó con amargura las humillaciones a las que lo había
sometido el establishment médico vienés décadas antes. En la intimidad de
una carta a Eitingon, calificó esa postulación como repugnante, como una
cobarde reacción a sus éxitos recientes; pensaba que la aceptaría con un
reconocimiento breve y distante. Pero hubo una carta de felicitación
que tal vez le divirtiera. Se la envió David Feuchtwang, gran rabino de
Viena, quien agradablemente sostenía que “el autor de El porvenir de una
ilusión está más cerca de mí de lo que él cree”. *248 Ese era el tipo de pro­
ximidad del que Freud podría prescindir.
Gradualmente las aguas volvieron a su cauce, y Freud se abrió camino
a través de la montaña de mensajes que exigían respuesta. Pero había aún
otra celebración que lo aguardaba, un honor que valoró mucho más que los
del día de su cumpleaños, y que lo sumergió en la nostalgia. Según pro­
clamaba la invitación impresa con un alemán un tanto inseguro, el sábado
25 de octubre iba a tener lugar el “Descubrimiento de una Placa Recorda­
toria en la Casa Natal del Profesor Dr. Sigmund Freud en PftÍBOR-Frei-
berg, Moravia”. No le fue posible asistir, pero la envergadura y la
[640] Revisiones: 1915-1939

calidad de la delegación freudiana (sus hijos Martin y Anna, su hermano


Alexander, sus leales partidarios Paul Fedem y Max Eitingon) reflejaban
la importancia que Freud le asignaba al acontecimiento. El pequeño pue­
blo se engalanó con banderas y una vez más (como ocurría con frecuencia
en esos años) Anna Freud habló en representación de su padre. La carta
que leyó fue tan elocuente como breve. Freud le agradece al alcalde y a
todos los presentes el honor que estaban confiriéndole mientras aún vivía,
y mientras el mundo estaba todavía dividido acerca del valor de su obra.
Había dejado Freiberg a los tres años de edad, para volver a los dieciséis,
como colegial en vacaciones. A los setenta y cinco le resultaba difícil
retrotraerse a aquellos años lejanos. Pero de algo estaba seguro. “Profunda­
mente dentro de mí, soterrado, todavía vive ese niño feliz de Freiberg, pri­
mogénito de una madre joven, que recibió las primeras impresiones inde­
lebles de este ^ire, de este suelo”. *250
En su septuagésimo quinto cumpleaños Freud se sintió demasiado
desdichado como para recibir a nadie, salvo a su familia más inmediata.
Una excepción notable, tal vez la única, fue Sándor Ferenczi, a quien le
concedió un par de minutos, *251 muestra de la relación especial que había
unido a los dos hombres durante más de veinte años. Ferenczi había sido
un fiel oyente de Freud, no le temía a ningún vuelo de la imaginación, y
además era autor de ensayos brillantes. Sin embargo, desde hacía algunos
años esas relaciones habían sufrido un apreciable enfriamiento. Nunca se
pelearon, pero las continuas exigencias de Ferenczi acerca de que se le con­
cediera familiaridad en el trato y de que se le dieran todas las seguridades, y
por supuesto su resentimiento latente contra el maestro al que rendía cul­
to, no fueron nada insignificante. A veces la amistad les resultaba casi tan
penosa como agradable. Como analizando de Freud, Ferenczi explotaba el
privilegio de hablarle y escribirle sin reservas; Freud, por su parte, parecía
con él un padre que se sentía incómodo, y en algunos momentos exaspera­
do. En 1922 Ferenczi se había preguntado en voz alta, haciendo un poco
de autoanálisis, por qué no le escribía a Freud con mayor frecuencia: «No
puede dudarse de que tampoco yo pude resistir la tentación de “hacerle un
regalo” con todas las emociones exageradamente tiernas y sensibles más
apropiadas para mi padre físico. La etapa en la que ahora parezco encon­
trarme es un —muy demorado— destete y el intento de someterme a mi
destino”. Pensaba que en adelante sería un colaborador más agradable de lo
que lo había sido en aquellas calamitosas vacaciones en el Sur, que com­
partió con Freud antes de la guerra. *252
En realidad, Ferenczi nunca quedó totalmente libre de su dependencia
con respecto a Freud, ni del dolor que ello le producía. Un síntoma eviden­
te de su ambivalencia eran las efusiones de adulación que Freud no aprecia­
ba. “Me parece que usted, como siempre, tiene razón”, escribió Ferenczi,
tal como solía hacerlo, en 1915. *253 Freud trataba de detener esa adulación
deseando ardientemente que Ferenczi lo idolatrara un poco menos. Des-
Freud con su hija Sophie (su «niña mimada
de la fortuna»), que murió a consecuencias
de una gripe en 1920. (.Copyrights de Mary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe/W.E.
Freud)

Freud con Heinz («Heinele»), izquierda, y Ernst («Ernstl») Halberstadt, los dos hijos de Sophie. (Copyrights
de M.ary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Lou Andreas-Salomé. Su amistad con Freud se
fue acrecentando en el último cuarto de siglo de
la vida de éste. (Copyrights de Mary Evans/
Sigmund Freud, Wivenhoe)

Freud con el Comité, el grupo pequeño y cerrado que se formó en torno al fundador de psicoanálisis en
1912. Esta fotografía de 1922 incluye también a Max Eitingon, que se agregó al grupo original en 1919. De
pie, de izquierda a derecha: Otto Rank, Karl Abraham, Max Eitingon, y Ernest Jones. Sentados, también de
izquierda a derecha: Freud, Sándor Ferenczy y Hanns Sachs. (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wi­
venhoe)
Freud en 1919, después de la primera guerra mun­
dial, en compañía de Ernest Jones. (Copyrights de
Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

La princesa Marie Bonaparte -aquí con su perro El novelista austríaco Arnold Zweig, amigo y co­
chino, Topsy-, amiga, confidente y benefactora de rresponsal de Freud en sus últimos años, y autor de
Freud. Ella le proporcionó una ayuda vital en los. obras de ficción realista acerca de la primera gue­
peligrosos días que siguieron a la «anexión».0 rra mundial que Freud admiraba profundamente.
(Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wiven­
hoe)
Freud hacia 1921, mirando ceñudamente al
fotógrafo. (Copyrights de M.ary Evans/
Sigmund Freud, Wivenhoe)

Freud con Anna en el otoño de 1928, en Berlín, para implantársele una nueva prótesis. (Copyrights de Mary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Freud en 1931, un año después de la
publicación de sus ensayos más amplia­
mente leídos, El malestar en la cultura.
(Copyrights de Mary Evans/Sigmund
Freud, Wivenhoe}

Freud en 1932, en Hochroterd, una granja no lejos de Viena propiedad de su hija Anna y de la amiga
americana de ésta, Dorothy Burlingham. (Copyrights de Mary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
Freud en 1937, con su hermana Marie a su derecha, su mujer, y su hermano Alexander. (Copyrights de Mary
Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)

Un ejemplo impresionante de cómo se hostigó


a los judíos en Austria después de la anexión, a
mediados de marzo de 1938. un muchacho
judío se ve obligado a escribir Jud («judío») en
una pared, en Viena, bajo la mirada atenta de
sus atormentadores, jóvenes y viejos. (Doku­
mentationsarchiv des Österreichischen Widers­
tandes)
Freud en su estudio en mayo de 1938, esperando el permiso para
abandonar Austria con destino a Gran Bretaña. (Photograph ®
Edmund Engelman)

Sigmund Freud y su hija Anua, en el tren que lo»


llevó a Francia y a la libertad, entre los días 4 y 5 de
junio de 1938. (Copyright! de Mary Evans/Sigmund
Freud, Wivenhoe)
La quema de la capilla (Zeremonienhalle) del cementerio judío de Graz, Estiria, uno de los actos típicos de
barbarie realizados en cientos de pueblos y ciudades en Austria y Alemania el 10 de noviembre de 1938.
Para los nazis se trató de una protesta «espontánea» contra los judíos. (Dokumentationsarchiv des Österrei­
chischen Widerstandes)

Freud mientras trabajaba en Compendio del psicoanálisis, su último esfuerzo prolongado, en el verano de
1938. Elegantemente vestido, con corbata, será la imagen del burgués irreprochable hasta el final.
(Copyrights de M.ary Evans/Sigmund Freud, Wivenhoe)
La naturaleza humana en acción [641]

pués de la guerra, lamentándose de lo que le costaba lograr que le cundiera


el dinero, a pesar de estar analizando de nueve a diez horas por día, de
manera extravagante Ferenczi se manifestó admirado de la “inagotable
fuente de energía” de Freud. *^s En ese caso, la respuesta fue más descor­
tés que de costumbre: “naturalmente, me gusta oírlo entrar en éxtasis en
lo que se refiere a mi juventud y productividad, como hace en su carta.
Pero después, cuando me vuelvo hacia el principio de realidad, sé que no
es verdad”. *256 A fines del verano de 1923, escribiendo desde “la maravi­
llosa ciudad de Roma”, Ferenczi recordó la época en que él y Freud visita­
ron juntos “los lugares sagrados” de la urbe: “incluyo esos días entre los
más hermosos de mi vida, y pienso con gratitud en el guía incomparable
que usted fue para mí”. *257 Ferenczi no veía, no podía ver, que Freud no
era (según él mismo le dijo alguna vez gráficamente) “ningún superhom­
bre del yA”, y que no quería ser un guía sino un amigo.
Por molestas que le resultaran a Freud las flores que le destinaba
Ferenczi, los intermitentes silencios de éste eran aun más inquietantes.
Alguna vez, en el inicio de su amistad, durante uno de esos silencios,
Freud le envió una carta que no contenía más que signos de interrogación
entre el saludo y la firma. *&> Ese fue un gesto instructivo que Freud
podría haber repetido más de una vez. Desde luego, a veces tampoco Freud
conservaba la regularidad de la correspondencia entre los dos. “Nuestra
correspondencia, alguna vez tan animada, se ha ido a dormir en el curso de
los últimos años —le escribió a Ferenczi en 1922—. Usted escribe sólo
raramente, y yo respondo aun más raramente”. No obstante, en gene­
ral, era Ferenczi el silencioso. A fines de julio de 1927, de regreso de los
Estados Unidos, Ferenczi visitó Londres, pero evidentemente evitó dete­
nerse en Viena, hecho acerca del cual Freud exteriorizó sentimientos con­
fusos. “Sin duda no demuestra afecto el hecho de que no tenga ninguna
prisa por visitarme —le escribió a Eitingon—. Pero yo no soy difícil de
complacer. Probablemente tenga algo que ver con una especie de esfuerzo
tendente a la emancipación”. Ahora bien, Freud no podía conservar la dis­
tancia del análisis puro. “Cuando uno envejece lo suficiente —agregó algo
desengañado— finalmente tiene a todo el mundo en contra”. *M1 Tampoco
a Eitingon le gustó lo que pudo ver. “Tengo que confesar —dijo— que
desde mi encuentro con F[erenczi], aquí, en Berlín, he estado y estoy com­
pletamente alarmado”. *262 En diciembre, Freud expresó de modo directo su
preocupación por Ferenczi. “Querido amigo —le preguntó—. ¿Qué signi­
fica su silencio? Espero que no esté enfermo. Hágame llegar sus noticias
antes de Navidad”. *2«
Pero Ferenczi no facilitaba las cosas. Atormentado como estaba,
seguía vacilando entre la volubilidad y el repliegue. Así, el 8 de agosto de
1927 Freud le pudo informar a Eitingon: “Ahora nos estamos escribiendo
más activamente”; *2« poco más de dos semanas después, la situación
había cambiado. “La correspondencia con Ferfenczi] de pronto ha cesado de
[642] Revisiones: 1915-1939

nuevo. Francamente —confesaba Freud— no lo entiendo del todo”. *M5


Algo que Freud llegó a entender, o que por lo menos llegó a estar dispues­
to a imaginar, era que las sorprendentes innovaciones de Ferenczi en la
técnica psicoanalítica no eran desviaciones puramente profesionales sino
“una expresión de insatisfacción interior”. *2«6
Ferenczi aportó voluntariamente abundantes pruebas en apoyo de ese
diagnóstico provisional. En 1925, en una curiosa carta, le escribió a
Freud: “Sobre mi propia salud, no puedo (ni con la mayor mala voluntad)
decir nada triste”. *267 Parecía determinado a sentirse mal. A principios de
1930, en una larga carta se quejó de síntomas muy molestos, entre ellos
el miedo a envejecer prematuramente. *M8 En noviembre de ese año,
Freud informó de que no había tenido noticias de Ferenczi, y temía que “a
pesar de nuestros esfuerzos, esté cayendo cada vez más en el aisla­
miento”. *269 El propio Ferenczi se mantenía totalmente alerta ante su
estado. “Bien puede imaginar —le dijo a Freud a mediados de septiembre
de 1931— lo difícil que es empezar de nuevo después de una pausa tan
prolongada. Pero en el curso de su vida —suplicó, mezclando deseos con
esperanzas— usted ha encontrado tantas cosas humanas que también com­
prenderá y perdonará un estado como este repliegue-en-uno-mismo”. Le
dijo a Freud que estaba sumergido en un “difícil trabajo científico de puri­
ficación interna y externa”, en el que todavía no había llegado a ningún
resultado concluyente. Freud, contento de tener noticias de él, respon­
dió sin demora. “¡Por fin de nuevo un signo suyo de vida y amor! —ex­
clamó, con su antigua calidez—. ¡Después de tanto tiempo!” Agregó con
franqueza que no tenía “ninguna duda de que, con estas interrupciones del
contacto, usted está separándose de mí cada vez más. Espero que no se
esté volviendo cada vez más extraño”. Pero no se consideraba responsable
del desagradable estado de ánimo del húngaro: “Según su propio testimo­
nio, yo siempre he respetado su independencia”. *271 Sin embargo, por tal
independencia —era lo que decía implícitamente— no había que pagar el
precio de la separación.
Si bien Freud, después de años de observación benévola, llegó a inter­
pretar las desviaciones psicoanalíticas de Ferenczi como de mal agüero,
consideraba sumamente necesario evaluarlas desde el punto de vista de su
significación técnica, distinta de la sintomática. Después de todo, Ferenczi
había sido un miembro eminente y muy importante del conocimiento psi-
coanalítico internacional, un autor influyente, original y prolífico. “La
interesante relación simbiótica entre paciente y médico parece estar esta­
bleciéndose en términos generales”, le había revelado a Freud ya en el
verano de 1922. “Yo, por ejemplo, tengo la mía con Baden-Baden”. *272 A
fines de 1920, había ido mucho más allá de este modo relativamente ino­
cuo de controlar la transferencia de sus pacientes. No le hizo saber com­
pletamente a Freud lo que en aquel entonces hacía durante la hora de
sesión, pero éste se enteró, a través de pacientes de Ferenczi como Clara
La naturaleza HUMANA EN ACCION [643]

Thompson, de cuán activamente el húngaro estaba amando a sus analizan-


das y permitiendo que, a su vez, ellas lo amaran.
Finalmente, a fines de 1931, la creciente incomodidad de Freud respec­
to de los experimentos que realizaba Ferenczi con la afectividad de sus
pacientes, se impuso sobre su frecuentemente declarado respeto a la auto­
nomía del discípulo. “Como siempre, he disfrutado de su carta; de su con­
tenido, menos”, le dijo con severidad en una comunicación de cuatro pági­
nas dedicada a un sólo tema: la técnica psicoanalítica que su corresponsal
utilizaba. A Freud le parecía improbable que Ferenczi llegara a cambiar de
opinión acerca de sus innovaciones, pero consideraba “no fructífera” la
senda que estaba siguiendo. El, Freud, no era una damisela mojigata, le
aseguró, oprimida por convencionalismos burgueses. Pero el método
empleado por Ferenczi con sus pacientes lo impresionaba como una invi­
tación al desastre. “Usted no ha ocultado en ningún momento que besa a
sus pacientes y además permite que ellas le besen”. Desde luego, un beso
en sí podía considerarse inocuo. En la Unión Soviética la gente se saluda­
ba de ese modo con entera libertad. “Pero esto no altera el hecho de que
nosotros no vivimos en Rusia, y de que entre nosotros un beso significa
una inequívoca intimidad erótica”. La técnica psicoanalítica aceptada era
firme e inequívoca: a los pacientes “hay que negarles gratificaciones eróti­
cas”. La “ternura maternal” de Ferenczi se apartaba de la regla. Freud pen­
saba que Ferenczi tema dos opciones: podía ocultar lo que estaba haciendo,
o difundirlo en publicaciones. El primer curso de acción era indecoroso; el
segundo, invitaba a los extremistas a ir más lejos aun en el camino de las
caricias íntimas. “Ahora bien, imagine cuáles serían las consecuencias si
'una descripción de] su técnica fuera publicada”. Si Ferenczi interpretaba a
la madre tierna, a él, Freud, representando al padre “brutal”, no le cabía
más que ponerlo sobre aviso, pero temía que la advertencia fuera fútil,
puesto que el discípulo parecía inclinado a seguir su propia senda. “La
necesidad de una autoafirmación desafiante, me parece, es más fuerte en
usted de lo que reconoce”. Ahora bien, él, por lo menos, ya había desem­
peñado su papel paternal.
Ferenczi respondió con cierta extensión, en tono pacífico. “Considero
infundada su ansiedad en cuanto a que me esté convirtiendo en un segundo
Stekel”. La técnica que había desarrollado a principios de la década de
1920, la denominada “terapia activa” destinada a acelerar los análisis,
finalmente resultó ser demasiado ascética; como alternativa, intentó “rela-
tivizar” la “rigidez de prohibiciones y limitaciones” en el curso de la
sesión, creando una atmósfera “suave, desapasionada”. Concluía que,
habiendo superado la pena que la severa reprimenda de Freud le produjo,
confiaba en que esos desacuerdos no obstaculizarían su “concordia científi­
ca y amistosamente personal”.*274
A principios de enero de 1932, Ferenczi empezó a llevar lo que llamó
“un diario clínico” (una colección breve, íntima, gráfica, de viñetas psico-
[644] Revisiones: 1915-1939

analíticas y meditaciones teóricas y técnicas) y a apartarse de Freud de una


manera a la vez astuta e irrespetuosa. Este diario, que Ferenczi redactó
durante el verano, y que alcanzó más de doscientas páginas, equivale a un
esfuerzo un tanto árido y a menudo excitado destinado a concretar un
reportaje y un autoanálisis sinceros. Estaba continuando por otros medios
su intercambio de golpes dialécticos con Freud, tratando de aclararse su
procedimiento a sí mismo, y de descubrir su lugar y su rango en el ejérci­
to freudiano. Mucho de lo que Ferenczi escribió no habría sorprendido a
Freud; mucho le habría sorprendido incluso a él.
El diario de Ferenczi se abre con una denuncia de la “insensibilidad”
clásica del analista, de su «modo amanerado de saludar, su requerimiento
formal de “decirlo todo”, y su denominada atención flotante». Todo esto
eran imposturas, insultantes para el paciente, que reducían la calidad de sus
comunicaciones y lo hacían dudar de la realidad de sus sentimientos. La
actitud analítica recomendada por Ferenczi, en agudo contraste, y explorada
una y otra vez en los meses siguientes, surgía de “la naturalidad y sinceri­
dad” del analista. *275 Esta actitud, que él había estado cultivando durante
años, lo llevaba a expresar una “intensa empatia” *27<s con sus analizandos,
sin dar importancia a los problemas que esa cordialidad generaba. Observó
(los reproches de Freud no habían sido imaginarios) que algunas de sus
pacientes le besaban, acto que Ferenczi permitía y después analizaba “con
completa falta de afecto”. *277 No obstante, había ocasiones en las que “la
experiencia del sufrimiento de otros, y el mío propio, me arranca una
lágrima”, momentos de “emoción”, insistía, que no se deberían ocultar al
paciente. *278 Nada quedaba en la práctica de Ferenczi del analista frío e
impersonal —del cirujano del alma— del que Freud escribió con tanta
autoridad antes de la Primera Guerra Mundial, incluso aunque Freud mis­
mo hubiera demostrado experimentar más emociones de lo que suponía su
helada metáfora.
El diario clínico de Ferenczi documenta con amplitud que su meta
consistía en convertir a sus analizandos en compañeros plenamente desa­
rrollados. Recomendaba y practicaba lo que denominó “análisis mutuo”.
Cuando un paciente reclamaba el derecho a analizarlo, Ferenczi reconocía
la existencia de su propio inconsciente y llegaba incluso a revelar detalles
de su pasado. *279 Hay que decir que se sentía un tanto incómodo con el
procedimiento: no era sano que un paciente descubriera que otro paciente
estaba analizando a Ferenczi, ni que Ferenczi confesara más de lo que un
paciente podía asimilar. Pero pensaba que “el humilde reconocimiento
ante el paciente de la propia debilidad, de las propias experiencias traumá­
ticas, decepciones”, eliminaba finalmente los sentimientos de inferioridad
del analizando y la distancia con respecto al analista. “Sin duda, brindamos
al paciente el placer de poder ayudamos, de convertirse, por así decirlo, en
nuestro analista por un momento, lo que mejora directamente su autoesti­
ma”. *28°
La naturaleza HUMANA EN ACCION [645]

Ese enérgico escarnio de la técnica psicoanalítica tradicional era de una


naturaleza que iba más allá de la técnica. Ese apasionado deseo de armonía
emocional, de una virtual fusión con el analizando, formaba parte de la
idea mística de Ferenczi de unión con el universo, una especie de panteís­
mo propio. Freud había escrito que el psicoanálisis enfrentaba a los arro­
gantes seres humanos con la tercera de las heridas narcisistas: Copémico
había desplazado a la humanidad del centro del mundo; Darwin la había
obligado a reconocer su parentesco con los animales; él, Freud, había
demostrado que la razón no es el amo en su propia casa.33 Según la glosa
de Ferenczi a ese famoso pasaje, «tal vez nos aguarda una cuarta “herida
narcisista”: la de que incluso la inteligencia de la que nosotros, como ana­
listas, estamos todavía tan orgullosos, no es una propiedad nuestra, sino
que debe recobrarse o regenerarse a través de la emanación rítmica del yo
en el seno del universo, que es el único omnisciente, y por lo tanto inteli­
gente». *28i Ferenczi desarrollaba estas reflexiones con alguna vacilación,
pero estaba innegablemente orgulloso de ellas. “Los osados supuestos
concernientes al contacto del individuo con el universo total no deben con­
siderarse meramente desde el punto de vista de que este Omnisciente califi­
ca al individuo para alcanzar logros especiales, sino (y esto es quizá lo
más paradójico que se haya dicho nunca) que ese contacto tiene también
un efecto humanizante sobre el universo en su totalidad”. Su “utopía”
consistía en “la eliminación de los impulsos de odio, y el final de la san­
grienta y vengativa cadena de crueldades, la progresiva domesticación de
la naturaleza mediante el control por medio de la comprensión”. *282
Ferenczi especulaba que el porvenir del psicoanálisis podría desempeñar su
papel en el logro de esa meta supremamente deseable: un tiempo en el que
“todos los impulsos egoístas del mundo que atraviesan el cerebro humano
estén domeñados”. *283 Ferenczi tenía perfecta conciencia de que estaba
abandonando el terreno trillado. En el fragor de sus especulaciones le reco­
noció a Georg Groddeck (que se había convertido en su amigo de confian­
za) que su «imaginación “científica”» (las comillas de “científica” son
expresivas) lo “inducía” “en ocasiones a explorar más allá de lo incons­
ciente, hasta lo llamado metafísico”. *284
Esa metafísica vaga y etérea de ningún modo corroía el ánimo crítico
de Ferenczi. En la intimidad de su diario, analizó algunas de las debilidades
de su maestro con una sensibilidad a la vez agudizada y distorsionada por
resentimientos durante mucho tiempo padecidos y ocultos. Se consideraba
el hombre al que Freud había “prácticamente adoptado como hijo, contra­
riando todas las reglas técnicas establecidas por él mismo”. Sin duda,
recordaba que el propio Freud le había dicho que él, Ferenczi, era “el más
consumado heredero de sus ideas”.34 Pero, ya considerara heredero a él o a

33 Véase la pág. 591.


34 No he hallado ninguna confirmación independiente de esa afirmación, aun-
[646] Revisiones: 1915-1939

Jung, Freud parecía estar convencido de que en cuanto el hijo está maduro
para reemplazar al padre, el padre debe morir. Por lo tanto, no podía per­
mitir que sus hijos crecieran, sino que (como demostraban sus ataques his­
téricos) él mismo se sentía impulsado a regresar a la infancia, a lo que
Ferenczi denominaba la “humillación infantil” que el maestro experimentó
cuando “reprimió su vanidad americana”. Siguiendo con esta línea de pen­
samiento, Ferenczi propone una interpretación original de los sentimien­
tos antinorteamericanos de Freud: «Quizá su desprecio por los norteameri­
canos sea una reacción a su propia debilidad, que no podía ocultamos a
nosotros ni ocultarse a sí mismo. “¿Cómo podrían agradarme tanto los
honores americanos si a los norteamericanos los desprecio?”» *M5
Según Ferenczi, el temor de Freud a la muerte demostraba que, como
hijo, había deseado matar a su padre. Y ello lo había inducido a desarrollar
la teoría del Edipo, del parricidio. *286 De hecho, creía que la concentración
de Freud en la relación padre-hijo lo había llevado a exagerar. Sin duda,
Ferenczi, que según su propia confesión adoraba al maestro y permanecía
mudo en su presencia, sin atreverse a contradecirlo y abrumado por “fanta­
sías de príncipe de la corona”, *287 podía hablar con una sensibilidad parti­
cular sobre esa relación. Pero tenía una idea. Esa concentración, sostuvo,
había forzado la teoría sexual de Freud hacia una “dirección andrófila unila­
teral”, le había obligado a sacrificar el interés de la mujer al interés del
hombre, y a idealizar a la madre. Argüía que el hecho de haber presenciado
la escena primaria podría haber dejado a Freud “relativamente impotente”.
El deseo del hijo de “la castración del padre, el potente, reacción ante la
humillación experimentada, condujo a la construcción de una teoría en la
que el padre castra al hijo”. *M8 El propio Ferenczi, como atestiguan otros
fragmentos de su diario clínico, estaba trabajando en la revisión de la teo­
ría freudiana del complejo de Edipo. No dudaba de la existencia de la
sexualidad infantil, pero estaba convencido de que los adultos, por lo gene­
ral los padres, muy a menudo la estimulaban artificialmente, con frecuen­
cia a través del abuso sexual con sus hijos. *289
Ferenczi no dejaba de someter a crítica su propia conducta servil ante
Freud. Tardó mucho en ponerse a su altura, y llevó hasta extremos inaudi­
tos sus experimentos técnicos. Pero en ese momento ya había logrado
“humanidad y naturalidad” y, lleno de benevolencia, estaba comprometido
con el trabajo que apunta “hacia el conocimiento y, con ello, como perso­
na presta para cualquier ayuda”. No obstante, en su implacable autoa­
nálisis no deja duda alguna de que la subordinación a Freud, imaginándose
secretamente su “gran visir”, había finalmente desembocado en la decep-

que, como sabemos, en cierta época, durante el comienzo de su amistad, Freud


imaginó durante algún tiempo que Ferenczi se convertiría en su yerno. (Véase la
pág. 352.)
La naturaleza humana en acción [647]

cionante comprensión de que el maestro “no quiere a nadie, sólo a sí mis­


mo y a su trabajo”. El resultado: “ambivalencia”. Solamente después de
haber liberado su libido de Freud —concluye Ferenczi— se atrevió a
embarcarse en sus «innovaciones técnicas “revolucionarias”», tales como
“la actividad, la pasividad, la elasticidad, el retomo al trauma (Breuer)”
como causa de neurosis. *291 Pero, por mordaz que fuera este autoexamen,
Ferenczi se engañaba. Aunque lo intentó, nunca dejó de ser el hijo de
Freud, sufriente, díscolo, imaginativo.

No sorprende que los esfuerzos de Ferenczi destinados a minimizar


sus diferencias con Freud, o los de Freud por mantener el debate en un
nivel científico, no impidieran que este último interpretara la conducta clí­
nica de Ferenczi como una rebelión oculta pero transparente contra él,
contra el padre. Los prolongados intervalos entre las cartas de Ferenczi
eran demasiado notables como para ignorarlos. “¿No es acaso Ferenczi una
cruz que hay que sobrellevar?”, le preguntó retóricamente a Eitingon en la
primavera de 1932. “Una vez más sin noticias de él durante meses. Se
siente agraviado porque no nos encanta que juegue a papás y a mamás con
sus discípulas”. *292 A fines del verano le expresó de modo más completo
su preocupación a Emest Jones: “Hace ya tres años que observo su cre­
ciente desapego, su inpermeabilidad a las advertencias contra la incorrec­
ción de sus derroteros técnicos y, lo que es probablemente más decisivo,
una hostilidad personal hacia mí, para la cual, por cierto, he dado incluso
menos motivos que en casos anteriores”. Esta era una nota amenazante: en
privado, Freud estaba comparando a Ferenczi con otros herejes. Lo mismo
que en ellos (especialmente en Jung) percibía la hostilidad como un deseo
de muerte dirigido contra él; quizá Ferenczi estuviera resultando tan difícil
“porque todavía ando por aquí”. *293 En el verano de 1932 predijo que pro­
bablemente seguiría el camino de Rank. *2’4 Era una perspectiva que a
Freud no le agradaba.
En esos días, ya bastante tensos, surgieron otros problemas que con­
tribuyeron a exacerbar las desavenencias entre los dos hombres. Ferenczi
quería ser designado presidente de la Asociación Psicoanalítica
Internacional, un puesto para el que sin duda le acreditaba su trabajo pro­
longado y devoto. Pero Freud se confesó ambivalente: le dijo al propio
Ferenczi que ese honor podría ayudarle a curarse de su aislamiento y de sus
desviaciones técnicas. Sin embargo, ello exigiría que dejara “la isla de
ensueño donde usted mora con los hijos de su fantasía”, y que se uniera al
mundo. Y eso, insinuaba Freud, no iba a resultar fácil. *295 Ferenczi se
opuso al modo en que Freud lo veía: las expresiones «“vida de sueño”,
“ensueño”, “crisis de pubertad”» no significaban que de aquel “relativo
embrollo” *296 no pudiera surgir algo útil. Eso sucedía en mayo de 1932.
A mediados de agosto, Ferenczi decidió, “después de largas y atormentadas
vacilaciones”, retirar su candidatura. Le dijo a Freud que estaba demasiado
[648] Revisiones: 1915-1939

profundamente comprometido reflexionando sobre sus procedimientos clí­


nicos, que se apartaban de la práctica analítica aceptada; en esas circunstan­
cias, sería deshonesto aceptar la presidencia. *M7
Freud, de nuevo en el torbellino de la política psicoanalítica, mintió.
A fines de agosto dijo que lamentaba la decisión de Ferenczi, negándose a
aceptar sus razones. Pero, concluía, reservándose una salida, Ferenczi
debía conocer mejor que nadie sus propios sentimientos. *»8 Dos semanas
más tarde, después de que Emest Jones fuera elegido presidente de la Aso­
ciación Psicoanalítica Internacional, Freud le comunicó al inglés senti­
mientos un tanto diferentes. “Lamenté muchísimo que la ambición mani­
fiesta de Ferenczi no pudiera verse satisfecha, pero no dudé ni por un
momento de que sólo usted podía ser designado para el puesto”. Si bien
esto tampoco era totalmente franco (Freud tenía también reservas con res­
pecto a Jones), se acercaba más a su opinión real. Después de todo, su
escepticismo con respecto a Ferenczi no era nuevo ni súbito. “El giro de
Ferenczi es sin duda un hecho sumamente lamentable”, observó, pero
había estado incubándose durante tres años. *»’ Incluso se podría rectificar
a Freud, porque, en ciertos sentidos, había estado incubándose desde
mucho antes.
El “giro” de Ferenczi incluía el redescubrimiento de lo que Freud
había abandonado décadas antes: la teoría de la seducción. Sus pacientes
habían proporcionado a Ferenczi pruebas de la seducción y la violación de
niños, no fantásticas sino reales, y tenía la intención de explorar esas
revelaciones en un ensayo que estaba escribiendo para el congreso interna­
cional que pronto se reuniría en Wiesbaden. El 30 de agosto, visitó a
Freud e insistió en leerle ese trabajo. Desde luego, en gran parte no cons­
tituía una novedad para éste. Pero Freud se asustó tanto por la conducta de
Ferenczi, como por el contenido de sus observaciones. Tres días más tar­
de, le envió un telegrama a Eitingon con un veredicto conciso: “Ferenczi
me leyó el artículo. Inocuo, estúpido, también inadecuado. Impresión
desagradable”. *30°
Hasta qué punto fue desagradable es algo que se desprende de una larga
carta que Freud le envió a su hija Anna el 3 de septiembre, con la huella
del encuentro todavía fresca en él. Los Ferenczi, marido y mujer, habían
ido a verlo al caer la tarde. “Ella, encantadora como siempre; de él emana­
ba un aire gélido. Sin más preguntas ni saludos, empezó: quiero leerle mi
artículo. Fue lo que hizo, y yo escuché, impresionado. Ha vuelto por
completo a concepciones etiológicas en las que yo creía, y a las que
renuncié, hace 35 años: que la causa regular de las neurosis reside en trau­
mas sexuales de la infancia, dicho esto con prácticamente las mismas
palabras que yo empleé entonces”. Ferenczi —observó Freud— no decía
nada sobre la técnica mediante la que había reunido ese material. De haber
tenido acceso al diario clínico del húngaro, habría visto que aceptaba tal
como le llegaban los testimonios de algunos de sus analizandos, lo mis­
La naturaleza HUMANA EN ACCION [649]

mo que Freud había hecho a mediados de la década de 1890. “En medio de


esto —continúa Freud—, aparecían observaciones sobre la hostilidad de
los pacientes y la necesidad de aceptar sus críticas y de reconocer los pro­
pios errores ante ellos”. *301 Esa, desde luego, era la técnica del análisis
recíproco, con la cual Ferenczi había estado experimentando con creciente
fervor durante cierto tiempo.
Freud quedó aterrado. La exposición de Ferenczi —le dijo a Anna—
era “confusa, oscura, artificial”. Cuando la lectura estaba por la mitad,
entró Brill; le hicieron un resumen de la parte que se había perdido, escu­
chó junto a Freud, y le susurró: “No es sincero”. Esa era también la ape­
nada conclusión de Freud. El mismo suscitó lo que caracterizaba como
comentarios contradictorios, faltos de entusiasmo, del propio Ferenczi
sobre sus desviaciones con respecto a las formulaciones psicoanalíticas
clásicas del complejo de Edipo; también se preguntó cómo había logrado
Ferenczi recoger experiencias que no tenían los otros analistas y, asimis­
mo, por qué había insistido en leer el artículo en voz alta. “No quiere ser
presidente”, observó. Consideraba que todo el artículo, en su insignifican­
cia, sólo podía perjudicar al propio Ferenczi, pero seguramente echaría a
perder el clima del congreso. “Lo mismo que con Rank pero mucho más
triste”. *3M Ya le había dicho esto a Eitingon a fines de agosto. *303 Desde
luego, era poco lo que podía sorprender a Freud (o a su hija) en el más
reciente vuelo imaginativo de Ferenczi. “Ahora, después de todo —anotó
Freud en su informe a Anna—, ya has oído en parte la conferencia y pue­
des juzgar por ti misma”. *304 A pesar de que Freud y sus asociados trata­
ron vigorosamente de disuadir a Ferenczi, éste insistió en leer su trabajo.
Apareció en Wiesbaden, leyó el artículo, y lo vio publicado en el Interna­
tionale Zeitschrift, aunque no en versión inglesa en el International Jour­
nal of Psycho-Analysis. Los roces con respecto a ese mensaje, y a los
intentos realizados para impedir que fuera leído o publicado, no se extin­
guieron durante cierto tiempo. Todo esto debió haber impresionado a
Freud como probablemente hicieron más de cuatro años antes las cartas de
la viuda de Fliess: como la reactivación de un asunto antiguo y traumático
con el que pensaba haber terminado de una vez y para siempre.
Freud reconocía que de ningún modo todos los síntomas de Ferenczi
podían considerarse mensajes neuróticos de un hijo irritado. “Lamentable­
mente —le escribió a Emest Jones a mediados de septiembre—, parece que
en él el desarrollo intelectual y emocional regresivo tiene un trasfondo de
decadencia física. Su inteligente y valerosa esposa me ha dado a entender
que debería pensar en él como en un niño enfermo”. *305 Un mes más tar­
de, le informó a Eitingon de que el médico de Ferenczi le había diagnosti­
cado una “anemia perniciosa”. *306 El estado físico, lo mismo que el estado
mental, de aquel amigo apasionado y alguna vez apreciado inquietaba
mucho a Freud, y no estaba dispuesto a precipitar una ruptura. En diciem­
bre ocurrió algo que Freud debió acoger como una oportuna diversión, que
[650] Revisiones: 1915-1939

lo apartaba de los enredos del presente, llevándolo hacia confesiones remo­


tas. Leyó un estudio que acababa de publicarse del surrealista francés
André Bretón, titulado Los vasos comunicantes, en el que Bretón observa­
ba —con justicia— que al analizar sus propios sueños Freud se apartaba
de los temas sexuales que encontraba en los sueños de otros. Freud negó
enseguida la imputación, sosteniendo que un informe completo sobre sus
sueños habría exigido revelaciones desagradables acerca de sus relaciones
con su padre. Bretón no aceptó la excusa, y la correspondencia cesó. *307
En todo caso, nada podía alejar mucho tiempo a Freud de Ferenczi. En
enero de 1933, en respuesta a los cordiales saludos de este último con
motivo del Año Nuevo, él recordó la “afectuosa comunidad de vida, senti­
mientos e intereses” que alguna vez los había unido, comunidad que en ese
momento se había visto invadida por “alguna calamidad psicológica”. *308
Siguió el silencio en Budapest, mientras Ferenczi luchaba con su enferme­
dad. Después, a fines de marzo, conciliador y autocrítico, Ferenczi prome­
tió interrumpir sus “berrinches infantiles”; informaba que su anemia había
retrocedido y que él estaba “recuperándose lentamente de una especie de
colapso nervioso”. *3M Alarmado, Freud respondió unos días más tarde del
modo más paternal; le dijo a Ferenczi, que ya estaba desesperadamente
enfermo, que se curara. La dilucidación de sus diferencias sobre teoría y
técnica podía esperar. *3io Esa fue la última carta que Freud le envió; al día
siguiente le informó a Eitingon que Ferenczi había padecido “un grave ata­
que delirante”, aunque parecía estar superándolo. *311 Pero la mejoría era
engañosa; Ferenczi dictó una carta el 9 de abril, y el 4 de mayo le hizo lle­
gar un mensaje a Freud a través de su esposa Gisela. El 22 de mayo,
murió.

Unos días mas tarde, en una extraordinaria respuesta a las condolen­


cias de Emest Jones, Freud mezcló la aflicción con el análisis, otorgando a
este último el lugar principal. “Nuestra pérdida —escribió— es grande y
dolorosa”. Ferenczi se había “llevado con él una parte de los viejos tiem­
pos”; otra parte desaparecería cuando él mismo, Freud, también abandonara
el escenario. Pero aquella pérdida, agregó, “en realidad no era algo nuevo.
Durante años, Ferenczi no estuvo ya con nosotros, en realidad ya no estaba
consigo mismo. Ahora se puede estimar con más facilidad el lento proceso
de destrucción del que cayó víctima. Su expresión orgánica fue una anemia
perniciosa que pronto se complicó con graves perturbaciones motrices”.
Con el tratamiento del hígado sólo se había logrado una mejoría sumamen­
te limitada. “Durante las últimas semanas, ya no podía caminar ni estar
parado. Simultáneamente, con una siniestra coherencia lógica, se desarrolló
una degeneración mental que tomó la forma de una paranoia”. Esta había
estado inevitablemente dirigida contra Freud. “En su núcleo estaba la con­
vicción de que yo no lo quise lo bastante, de que no quise apreciar su traba­
jo, y de que lo analicé mal”. Esto, a su vez, proporcionaba la clave de los
La naturaleza humana en acción [651]

notables experimentos clínicos de Fenichel. Como Freud había estado


diciendo durante algunos años, esas “innovaciones técnicas estaban relacio­
nadas” con los sentimientos de Ferenczi respecto de él. “Quería demostrar­
me lo amorosamente que hay que tratar al paciente si uno quiere ayudarlo.
En realidad, éstas eran regresiones a los complejos de su infancia, en los
que lo más perjudicial era el hecho de que su madre no lo había amado con
bastante exclusividad a él, hijo intermedio entre 11 ó 13. Y así, él mismo
se convirtió en una madre mejor, y encontró los hijos que necesitaba”.
Había trabajado bajo el dominio de un delirio; creía que uno de esos
“hijos”, una paciente norteamericana a la que había dedicado cuatro a cinco
horas por día, después de volver a los Estados Unidos influía en él desde el
otro lado del océano por medio de vibraciones; imaginaba que ella lo había
analizado y salvado de esa manera.35 “De ese modo desempeñaba ambos
papeles, ¡era madre e hijo!”; además aceptaba como verdadero el relato de
ella sobre extraños traumas infantiles. “Su inteligencia, alguna vez tan bri­
llante, se extinguió” en tales “aberraciones”, concluye Freud pesarosamen­
te. “Pero queremos preservar su triste final como un secreto entre noso­
tros”: ése era su epílogo confidencial.36*312

La muerte de Ferenczi dejó vacante la vicepresidencia de la Asociación


Psicoanalítica Internacional, y Freud propuso para el cargo a Marie Bona­
parte, no “sólo porque es alguien que puede presentarse ante el mundo
exterior”, sino también porque “es una persona de alta inteligencia, de una
capacidad de trabajo casi masculina, que ha escrito bellos ensayos, está
completamente dedicada a la causa y, como es bien sabido, su posición le
permite prestar ayuda material. Va a cumplir 50 años, probablemente se
apartará cada vez más de sus intereses privados y se sumergirá en el traba­

35 Ernest Jones apoya el relato de Freud o, tal vez, se basa en alguna fuente
independiente, que no indica. Ferenczi —escribe Jones— “relató cómo una de sus
pacientes norteamericanas, a la que solía dedicar cuatro o cinco horas por día, lo
había analizado y curado de todos sus trastornos”. Además lo había hecho telepá­
ticamente, desde el otro lado del Atlántico. (Jones III, 178). El diario íntimo de
Ferenczi correspondiente a 1932 presta alguna verosimilitud a esa descripción de
su estado mental cerca del fin, pero en realidad no confirma la imputación. Allí
informa sobre una paciente tan “hipersensible” que «puede enviar “noticias tele­
fónicas” atravesando enormes distancias. (Ella cree en la curación a distancia
mediante la concentración de su voluntad y pensamiento, pero especialmente de
su simpatía.)» (7 de julio de 1932. Klinisches Tagebuch, Freud Collection, B22,
LC). Ferenczi no decía que él creyera todo esto.
36 En su biografía de Freud, Jones recogió en letras de imprenta sólo la pia­
dosa primera parte de esta carta (Jones III, 179), omitiendo la parte analítica. En
consecuencia, lo que siguió siendo un secreto durante mucho tiempo fue que la
descripción que realizó Jones del estado mental de Ferenczi (interpretado como
expresión de rivalidad envidiosa con una analista que —él lo sabía— estaba más
cerca de Freud que él mismo), era en realidad una transcripción casi literal del
diagnóstico de Freud.
[652] Revisiones: 1915-1939

jo analítico. No necesito mencionar que sólo ella mantiene unido al grupo


fr[ancés]”. Más aun: no era médico, e invitar a un lego a ocupar una posi­
ción tan importante sería “un desafío concreto contra la indeseable arro­
gancia de los médicos, a quienes les gusta olvidar que el psicoanálisis no
es, después de todo, una pieza de psiquiatría”. *313
Esta carta a Jones parece el pequeño manifiesto de un hombre viejo
que desafía al destino. Más o menos durante la última década, Freud había
sufrido pérdidas terribles: su hija Sophie, su nieto Heinele, sus compañe­
ros de taroc, seguidores como Abraham y Ferenczi y, en otro sentido,
Rank. Lo había herido el cáncer. El mundo estaba desquiciado, pero ésa no
era una razón para dejar de analizar. Tampoco era una razón para rechazar
el refugio de la distancia humorística. Freud se asemejaba al pájaro pegado
en la liga de un famoso poema de Wilhelm Busch, el versificador e ilus­
trador cómico que al maestro le gustaba tanto citar. Mientras el ave trata
en vano de desprenderse, un gato negro, que prevé conseguir comida fácil,
se acerca furtivamente; al ver que va a llegarle un fin inevitable, la vícti­
ma decide pasar sus últimos momentos cantando con vigor. “El pájaro
—comenta sabiamente Busch— me parece que tiene sentido del humor”
(“Der Vogel, scheint mir, hat Humor.”) *3>4 Lo mismo hacía Freud, aun­
que cada vez tenía más dudas en cuanto a que valiera la pena realizar el
esfuerzo.
Doce

Morir en libertad

La POLITICA DEL DESASTRE

Los acontecimientos públicos que amargaron los últi-


mos años de Freud hicieron palidecer los más lóbregos
productos de su imaginación. “Es superfluo decir nada
sobre la situación general del mundo —le escribió a
Emest Jones en abril de 1932—. Quizá sólo estemos
.1...------------------- repitiendo la acción ridicula de salvar la jaula del pája­
ro mientras la casa se incendia.” *1 Tenía pocos analizandos, de modo que
pasó la primavera *2 y el verano trabajando en sus Nuevas conferencias de
introducción. A pesar de toda la agitación política, la década de 1920
(especialmente a mediados de la década) disfrutó de impetuosas perspecti­
vas de recuperación. Pero eran sólo aparentes, o en todo caso frágiles y
tenues; la Gran Depresión, que irrumpió en el otoño de 1929, lo cambió
todo.
Una de sus más calamitosas consecuencias fue el ascenso meteòrico
del partido nazi de Hitler. En las elecciones para el Reichstag de 1928
había tenido que contentarse con doce escaños; en las elecciones de
septiembre de 1930 se vio catapultado a un siniestro protagonismo con
107 escaños, sólo detrás de los socialdemócratas. Lo que sucedió era bas­
tante claro: los nuevos votantes alemanes, y los votantes que estaban har­
tos de los partidos de clase media paralizados por el creciente desempleo,
las quiebras bancarias y comerciales, y por supuesto, por las contradicto-
[654] Revisiones: 1915-1939

rías soluciones propuestas, se congregaron bajo el estandarte de Hitler. La


República de Weimar duró hasta enero de 1933, pero después de las elec­
ciones de 1930 fue gobernada por Heinrich Brüning, un conservador cató­
lico, por medio de decretos de emergencia. El país estaba a punto de
sumarse a la ola totalitaria.
La breve y en última instancia trágica historia de la República de Wei­
mar atestiguó cuánta leña seca, útil para encender nuevas conflagraciones,
se había acumulado en la estela de la Primera Guerra Mundial. La depre­
sión, mucho más destructiva que los ciclos económicos endémicos del
capitalismo moderno, hizo arder la mecha. El mercado de valores de Nueva
York se colapsó por completo el 29 de octubre de 1929, pero el “Martes
Negro” fue mucho más un síntoma melodramático de desajustes económi­
cos subyacentes, que una causa de ellos. En consecuencia, el crack dejó
rápidamente su huella en las vulnerables economías europeas, que dependí­
an desesperadamente del capital y de los clientes norteamericanos. Las
prohibitivas tarifas aduaneras que el Congreso de los Estados Unidos san­
cionó en 1930, junto con la inflexibilidad norteamericana en el cobro de las
deudas de guerra, eran signos de que las frágiles estructuras financieras de
Europa poca ayuda podían esperar por ese lado. Cuando en julio de 1931 el
presidente Hoover propuso una moratoria para las deudas de guerra, ya era
demasiado tarde. Mientras los políticos vengativos y chapuceros reñían, los
inversionistas vieron desbaratadas sus especulaciones, y millones de perso­
nas corrientes descubrieron que sus ahorros se evaporaban. Sólo alguien
como William Bullit podía considerar estimulantes todos estos desastres.

En medio de la calamidad universal, los austríacos no estaban


mejor que otros, sino peor que la mayoría. Acosados por la inquietud polí­
tica y las dificultades económicas, no aguardaron el naufragio de los mer­
cados de valores y bancos para enzarzarse en choques sangrientos. El 15 de
julio de 1927 tuvieron lugar batallas campales en Viena entre la policía y
los manifestantes. Varios asesinos ultraderechistas, culpables de crímenes
políticos más allá de todo duda, habían sido absueltos por un jurado com­
placiente, y esa ostensible aberración de la justicia sacó a las calles a los
socialdemócratas. Balance del día: ochenta y nueve muertos y un desastro­
so debilitamiento del ala socialista moderada. “Este verano es realmente
catastrófico —le escribió Freud a Ferenczi desde Semmering, el lugar de
descanso en el que pasaba sus vacaciones—, como si un gran cometa pasa­
ra por el cielo. Ahora nos enteramos de un altercado en Viena, estamos
casi incomunicados y sin mayor información sobre lo que está sucediendo
allá y lo que va a pasar. Es un asunto muy feo”. *3
“Un asunto repugnante”, escribió literalmente Freud, y no podría
haber elegido un mejor adjetivo. «No ha sucedido nada», tranquilizó a su
sobrino de Manchester dos semanas más tarde, con lo cual quería decir que
nada grave le había ocurrido a él o a su familia. Pero, agregaba, existían
Morir en libertad [655]

“en Viena malas condiciones sociales y materiales”. *4 Cuando, unos años


más tarde, los partidarios austríacos de Hitler empezaron a importar las
tácticas terroristas de los nazis alemanes, las instituciones republicanas
quedaron condenadas y su fin se convirtió sólo en cuestión de tiempo.
“Las condiciones generales —le informó Freud a su sobrino Samuel a
fines de 1930— son especialmente tristes en Austria”. *5
A principios de 1931, el veto de Francia, Italia y otras potencias frus­
tró la propuesta austríaca de constituir una unión aduanera con Alemania;
esa decisión, ratificada por la Corte Internacional en otoño, representó para
los austríacos otro paso hacia el desastre. En mayo de ese año, el Credi-
tanstalt, el mayor banco comercial de Viena, muy bien relacionado con
bancos de otros países, se vio obligado a declararse insolvente; sólo la
intervención del gobierno pudo salvarlo de la quiebra. Pero el retiro de la
confianza, y de los capitales, que sufrió el banco, repercutió en las econo­
mías vecinas, todas unidas en el sistema internacional como si fueran
otros tantos montañistas atados a la misma cuerda. “Las condiciones
públicas, como tal vez ya sepas —le insistió Freud a su sobrino en
diciembre de 1931— están yendo de mal en peor.” *6
Si bien Freud no podía aislarse por completo de estos hechos desalen­
tadores, estaba protegido de los problemas económicos por sus sólidos
ingresos, en su mayor parte provenientes de “discípulos” analíticos extran­
jeros que pagaban los honorarios en moneda fuerte. Algunos miembros de
su familia eran menos afortunados. “Mis tres hijos tienen trabajo”, obser­
vó Freud en 1931; pero sus yernos no conseguían ganarse la vida. “Robert
[Hollitscher] no gana ni un centavo en su negocio y Max [Halberstadt]
está luchando fatigosamente contra el deterioro del nivel de vida en Ham-
burgo. Viven gracias a la asignación que puedo pasarles.” *7 Por fortuna,
estaba en condiciones de hacerlo. Ya no trabajaba todo el día, pero sus
altos honorarios, veinticinco dólares por hora de análisis, le permitían
mantener a su extensa familia y ahorrar dinero al mismo tiempo.1

A fines de 1931, Gran Bretaña había abandonado el patrón oro, los


bancos norteamericanos quebraban en un número aterrador, y en todas par­
tes el desempleo se había elevado a niveles espantosos. En 1932 había
más de cinco millones y medio de desocupados en Alemania, y casi tres
millones en Inglaterra. El índice de la producción narra con frías cifras la

1 Esos honorarios no eran fijos. Freud, que a veces trataba pacientes sin
cobrarles nada, era muy tolerante con los reveses económicos de los analizandos.
Cuando el norteamericano Smiley Blanton volvió a analizarse brevemente con
Freud en 1931, después de haberlo hecho en 1929 y 1930, quiso confirmar si
debía pagar lo mismo. Freud le contestó que sí, y le preguntó si podía seguir
haciéndolo. “Por el tono de voz y por su actitud, estaba claro que reduciría los
honorarios si yo no podía permitirme la suma habitual de 25 dólares por hora.”
(Smiley Blanton, Diary of My Analysis with Sigmund Freud [1971], 63-64.)
[656] Revisiones: 1915-1939

alarmante historia: si se toma para 1929 una base de 100, en 1932 había
caído a 84 en Inglaterra, a 67 en Italia, y a 53 en los Estados Unidos y
Alemania. El costo humano eran incalculable. Las tragedias personales
—carreras prometedoras abortadas, súbita pobreza, hombres cultos ven­
diendo cordones de zapatos o manzanas en las esquinas, burgueses orgullo­
sos que aceptaban limosna, comida o ropa, de sus parientes se convirtie­
ron en algo normal en todas partes. En los patios de las casas de
apartamentos de las ciudades alemanas, grupos errantes, en busca de unos
pocos Pfennige, recitaban una cantinela lacrimosa sobre el desempleo
(Arbeitslosigkeif). Mientras tanto, en los Estados Unidos, Bing Crosby
cantaba con voz melodiosa un estribillo muy poco agradable: “Hermano,
¿puedes darme diez centavos?” En octubre de 1932, la patética canción de
Yip Harburg estaba entre las “diez principales”: evidentemente, hablaba de
una preocupación dominante. Las consecuencias políticas eran previsibles:
la miseria económica generó la búsqueda desesperada de panaceas. Era una
época para vendedores de recetas mágicas; a medida que florecían los orado­
res demagógicos el centro más razonable perdía apoyo.
Austria no se libró de nada de esto. Una alta tasa de desempleo no era
algo nuevo para el país; desde 1923 en adelante, muy poco menos del 10
por ciento de la fuerza de trabajo había quedado al margen de los ciclos
productivos. La cifra media ocultaba algunas duras realidades: en ciertos
sectores de la economía austríaca, como por ejemplo la industria metalúr­
gica, hasta tres trabajadoras de cada diez estaban buscando empleo. En los
días en que casi se produjo la quiebra del Creditanstalt, los austríacos
recordaban esas estadísticas con nostalgia, pues el desempleo había ascen­
dido a niveles nunca vistos. En 1932, casi 470.000 personas, cerca del 22
por ciento de la fuerza de trabajo austríaco, estaba inactiva; en febrero de
1933, la desocupación alcanzó una cima sin precedentes de 580.000 afecta­
dos, o el 27 por ciento de la fuerza laboral. Con fábricas que cerraban, y
una seguridad social patéticamente obsoleta, regiones enteras del país eran
abandonadas o bien ocupadas por los desempleados y sus familias.
Muchos, después de una búsqueda de trabajo frenética y fútil, se entrega­
ban a la resignación, y optaban por sentarse en los parques y por gastar en
bebida sus escasos y esenciales recursos, pero una buena cantidad de jóve­
nes que pasaban de la escuela a las colas de pobres que esperaban el pan,
empezó a interesarse por los remedios mágicos que trataban de vender los
nazis austríacos y sus semejantes. “El hecho de que usted todavía, a los
sesenta años, no haya metido en su bolsa al dragón de la sinrazón, no debe
exasperlo —confortó Freud a Pfister, observando todo esto, en la primave­
ra de 1932—. Yo, a los 76, no he hecho nada mejor, y él todavía resistirá
unas cuantas batallas. Es más duro que nosotros.” *8

Desde fines de 1932, el canciller socialcristiano Engelbert Dollfuss


gobernaba en Austria con una legislación de emergencia, como Brüning lo
Morir en libertad [657]

estaba haciendo en Alemania; a principios del año siguiente, los alemanes


le proporcionaron el modelo de un gobierno aun más autoritario. Los
nazis demostraron a los austríacos, y a todos, cuál era el método exacto
para asesinar a la democracia. Hitler fue designado canciller de Alemania el
30 de enero de 1933, y en los meses siguientes desactivó sistemáticamen­
te los partidos políticos, las instituciones parlamentarias, la libertad de
expresión y de prensa, las universidades y las organizaciones culturales
independientes, y el imperio de la ley. Desde marzo de 1933, Dollfuss
siguió a Hitler hasta cierto punto: gobernó sin parlamento. Pero el régi­
men nazi fue mucho más lejos; abrió campos de concentración para los
opositores políticos y empezó a gobernar por medio de la mentira, la inti­
midación, la proscripción y el asesinato. Los socialistas, los demócratas,
los conservadores poco fiables, los judíos, fueron “purgados” de los
empleos públicos y las cátedras, de los periódicos y las editoriales, de las
orquestas y los teatros. El antisemitismo racial se convirtió en política de
gobierno.
Entre los primeros judíos alemanes que dejaron el país (que ya no era
de ellos) había psicoanalistas, por ejemplo Max Eitingon y Otto Feni-
chel, Erich Fromm y Ernst Simmel, y más de otros cincuenta. Al buscar
refugio en el extranjero, descubrieron que, en un mundo en las garras de la
depresión y de una cierta xenofobia autodefensiva, ellos no eran muy bien
acogidos. Tan desesperados se habían vuelto los tiempos, que incluso
algunos de los holandeses, por lo general inmunes al bacilo del antisemi­
tismo, demostraron ser vulnerables a lo que un analista de esa nacionali­
dad, Westerman Holstijn, denominó regresiones “nazi-narcisistas”. *’ Dos
de los hijos de Freud, Oliver y Ernst, que se habían establecido en Alema­
nia durante la República de Weimar, también consideraron prudente emi­
grar. Para ellos —le escribió Freud a su sobrino de Manchester, Samuel—
“la vida en Alemania se ha vuelto imposible”. *10 Oliver se fue a Francia
por un tiempo, y Ernst a Inglaterra, para quedarse.
El 10 de mayo de 1933, los nazis incluyeron indirectamente a Freud en
sus persecuciones, en una espectacular quema de libros. “La exclusión de la
literatura ‘de izquierda’, la democrática y la judía, prevaleció por encima de
cualquier otra cosa”, ha escrito el historiador alemán Kart Dietrich Bracher.
“Las listas negras que se estaban confeccionando, aún incipientes en abril
de 1933”, incluían los escritos de socialdemócratas alemanes como August
Bebel y Eduard Bemstein; de Hugo Preuss, el padre de la constitución de
Weimar; de poetas y novelistas (Thomas y Heinrich Mann entre otros) y de
científicos como Albert Einstein. “El catálogo retrocedía lo bastante en el
tiempo como para abarcar desde Heine y Marx hasta Kafka. La quema de
libros que se puso en escena el 10 de mayo de 1933, en las plazas de las
grandes ciudades y en las ciudades universitarias, simbolizaron el auto de fe
de todo un siglo de cultura alemana. Acompañado por desfiles de antorchas
de estudiantes y discursos apasionados de profesores, pero organizado por el
[658] Revisiones: 1915-1939

Ministerio de Propaganda, aquel acto bárbaro anunció una época que Hein-
rich Heine había caracterizado sumariamente con palabras proféticas: donde
se queman libros, finalmente también se quemarán personas.” *u Las
publicaciones psicoanalíticas, con los libros de Freud a la cabeza, no fue­
ron olvidados en esta gran hoguera de la cultura.
Eran “tiempos locos” *12 le dijo Freud a Lou Andreas-Salomé cuatro
días después de aquel acontecimiento teatral. Su amiga estuvo de acuerdo,
en un tono tan vigoroso como el de él. “La semana pasada —le escribió
Pfister a Freud a fines de aquel mes— estuve unos pocos días en Alemania,
lo cual me provocó una repugnancia de la que no me libraré por mucho
tiempo. El militarismo proletario huele aun más a podrido que el espíritu
Junker de sangre azul de la era de Guillermo. Cobarde con otros, vuelca su
cólera infantil contra los judíos indefensos e incluso saquea bibliote­
cas”. *13 Freud todavía lograba mostrarse sardónico y divertido. “¡Qué pro­
gresos estamos haciendo! —le comentó a Ernest Jones—. En la Edad
Media me habrían quemado a mí; hoy en día se contentan con quemar mis
libros.” *14 Esta debió de ser la menos clarividente de todas sus agudezas.

La vida en Vena se volvía cada vez más precaria, a medida que se


estrechaba y hacía mas amenazante el abrazo con el que ceñían a Austria
sus poderosos vecinos, la Italia fascista y la Alemania nazi. Sin embargo,
las cartas de Freud correspondientes al primer año del régimen de Hitler,
aunque desapacibles y coléricas, estaban imbuidas de optimismo. En marzo
de 1933 —en una de sus últimas cartas a Freud— Ferenczi, cariñosa y fre­
néticamente, le rogó que saliera de Austria. Freud no quería ni oír hablar de
ello. Era demasiado viejo —contestó— estaba demasiado enfermo, dependía
demasiado de sus médicos y de sus comodidades. Por otra parte, no era
seguro —se tranquilizó a sí mismo y tranquilizó a Ferenczi— “que el régi­
men de Hitler también alcanzara Austria. Es sin duda posible, pero todos
creen que las cosas aquí no alcanzarán el nivel de brutalidad que tienen en
Alemania”. Reconocía que en parte estaba permitiendo que su juicio se vie­
ra influido por emociones y racionalizaciones. Sin embargo, “no hay,
supongo, ningún peligro personal”. Concluía con firmeza: “Creo que sólo
se justificaría escapar si hubiera un peligro concreto para la vida.” En
abril, en una larga carta a Ernest Jones, parecía pensar como muchos ale­
manes habían pensado sobre los nazis el año anterior. El nazismo austríaco
—sostenía— sería sin duda frenado por los otros partidos de la derecha.
Como viejo liberal austríaco, entendía que una dictadura de partidos de dere­
cha sería sumamente desagradable para los judíos. Pero no creía en la posi­
bilidad de que se dictaran leyes discriminatorias, puesto que los tratados de
paz las prohibían explícitamente, y la Liga de las Naciones sin duda inter­
vendría. “Y en cuanto a que Austria se una a Alemania, en cuyo caso los
judíos perderían todos sus derechos, Francia y sus aliados nunca lo permiti­
rían. *1« Naturalmente —observó con cautela unas semanas más tarde— “el
Morir en libertad [659]

futuro todavía depende de lo que vaya a resultar de la caza de brujas alema­


na”. *ir No obstante, como la mayoría de sus contemporáneos, aún no
había comprendido que la Liga de las Naciones, o Francia, o sus aliados,
iban a mostrarse sumamente débiles cuando los pusieran a prueba.
En su carta a Ferenczi había hablado de racionalizaciones. Era la pala­
bra correcta. Si bien Hitler no logró lanzar una invasión sobre Austria
inmediatamente después de tomar el poder, estaba agitando a los nazis aus­
tríacos y a sus simpatizantes paramilitares. Por lo menos durante algún
tiempo, Mussolini actuó como protector de Austria contra las ambiciones
de la Alemania nazi. Mientras tanto, los boletines emitidos en la casa de
Freud, aunque poniendo de manifiesto algunas preocupaciones, estaban
saturados de negaciones. En el verano de 1933, Freud le escribió a su
sobrino Samuel que el porvenir era sumamente lóbrego. “Sabes por los
diarios (yo soy ahora un lector regular del Manst. Guardian) cuán insegura
es nuestra situación en Austria. Lo único que puedo decir es que estamos
decididos a aguantar aquí hasta el último minuto. Quizá no sea tan dramá­
tico.” *18 Estaba analizando cinco horas por día, le escribió a la poeta nor­
teamericana Hilda Doolittle, ex paciente, en octubre de 1933, muy feliz de
saber que el trabajo que ella y él realizaron juntos había dado frutos: “Me
causa una profunda satisfacción enterarme de que usted está escribiendo,
creando; recuerdo que para ello nos sumergimos en las profundidades de su
mente inconsciente”. Esperaba no tener que desplazarse. “No creo que vaya
a Londres como suponen sus bondadosos amigos; puede que no existan
provocaciones que me obliguen a abandonar Viena.
Pero existieron provocaciones suficientes antes de mucho tiempo, y la
emigración se perfilaba cada vez más ante Freud como un curso de acción
posible (se perfilaba y era inmediatamente rechazada). No le agradaba la
perspectiva de ser un refugiado: a principios de abril de 1933 le pidió a
Ferenczi que pensara en lo desagradable que sería el exilio, fuera en Ingla­
terra o en Suiza. Pero un año más tarde parecía menos-confiado; le advir­
tió a Pfister que si no iba pronto a Viena, “difícilmente volveremos a ver-
nos en esta vida”. Un viaje por vía aérea estaba excluido. Había volado
una vez, en 1930, pero no lo haría de nuevo. Además —agregó—, “si me
viera forzado a emigrar, no elegiría Suiza, famosa por su falta de hospita­
lidad”. En cualquier caso, todos creían que lo que Austria podía esperar era
“un fascismo moderado, ¡sea lo que fuere!” *M
Unos pocos días antes de que Freud enviara su carta, a mediados de
febrero, el canciller Dollfus había proporcionado indicios de lo que podría
ser ese fascismo; reprimió con todas las fuerzas a su disposición una huel­
ga política organizada por los socialistas en Viena. Puso fuera de la ley a
los socialdemócratas y al pequeño Partido Comunista, arrestó a los fun­
cionarios socialistas, y confinó a sus líderes en campos de concentración.
Algunos huyeron al extranjero; otros fueron encarcelados; unos pocos,
ejecutados. “Nuestra pequeña guerra civil no fue en absoluto bella”, le
[660] Revisiones: 1915-1939

informó Freud a Amold Zweig. “No se podía salir a la calle sin documen­
tos de identidad, faltó energía eléctrica durante un día, pensar en que po­
dríamos quedamos sin agua era muy frustrante.” *21 Unos días más tarde le
recordó los mismos acontecimientos a Hilda Doolittle: había estallado una
semana de guerra civil, «no mucho sufrimiento personal, sólo un día sin
luz eléctrica, pero el “Stimmung” era terrible y la sensación, como la de
un terremoto». *22
Compadecía a las víctimas, aunque más bien con frialdad. “Sin duda
—le escribió a H.D.— los rebeldes pertenecían a la mejor parte de la
población, pero su éxito habría sido breve, y provocado la invasión mili­
tar del país. Además de ellos había comunistas, y yo no espero ninguna
salvación del comunismo. De modo que no podíamos ofrecer nuestra sim­
patía a ninguno de los bandos combatientes.” A su hijo Emst le escri­
bió con causticidad: “Naturalmente, los triunfadores son ahora los héroes
y salvadores del orden sagrado, y los otros los rebeldes descarados.” Pero
se negaba a condenar demasiado severamente al régimen de Dollfuss: “con
la dictadura del proletariado, que era la meta de los denominados líderes,
tampoco se puede vivir.” Desde luego, los triunfadores estaban cometien­
do todos los errores posibles, y el porvenir seguía siendo incierto. “Un
fascismo austríaco o la esvástica. En el último caso, tendremos que
irnos.” Pero los hechos sangrientos de febrero llevaron a Freud a pensar
en Romeo y Julieta, y le citó a Arnold Zweig (en aquel entonces ya incó­
modamente establecido en Palestina) al Mercucio de Shakespeare: “Una
desgracia para sus dos casas”.
La neutralidad de Freud era en parte astucia, y en parte ceguera. La
victoria de la izquierda en “el momento de guerra civil” en Austria habría
sin duda llevado a las tropas alemanas a cruzar la frontera. También era
bastante cierto que los comunistas participaron en el alzamiento de febrero
y que los socialdemócratas nunca renunciaron formalmente a su programa
revolucionario. Pero el papel que desempañaron los “bolcheviques” en los
hechos de febrero de 1934 fue al mismo tiempo honorable y menor, y las
acciones de los socialdemócratas no tenían mucho que ver con su retórica
radical. Freud habría hecho más justicia a los desórdenes de febrero limi­
tándose a condenar a los represores, y no a los reprimidos.

Un modo de dominar su sentimiento de impotencia consistía


—según él mismo descubrió— en permitirse especulaciones sobre las
perspectivas políticas. “Las cosas no pueden seguir así —le predijo a
Amold Zweig a fines de febrero de 1934—. Algo tiene que ocurrir.” Como
alguien que se encontrara en una habitación de hotel, estaba esperando que
cayera el segundo zapato. Esa situación, ¿no lo llevaba a pensar en “La
dama o el tigre”? Tal como él recordaba la historia, algo oscuramente, un
pobre prisionero en un circo romano esperaba que de una puerta cerrada
saliera un tigre que lo devoraría, o una dama que se casaría con él. Hitler
Morir en libertad [661]

podría invadir Austria; la rama local de los fascistas podría tomar el poder;
el príncipe heredero de los Habsburgo, Otto, que no había renunciado al
trono, podría restaurar el antiguo régimen. Meditando sobre su estrategia
en medio de toda esta agitación, Freud permitió que una nota lastimera se
deslizara en su carta; “Queremos resistir aquí con resignación. Después de
todo, ¿adónde iría con mi dependencia y desvalimiento físicos? Y el
extranjero es muy poco hospitalario en todas partes”. En ese momento de
autocompasión olvidaba todos los ofrecimientos de asilo. Pero reconoció
que, si “un virrey hitleriano” llegara a gobernar en Viena, él tendría que
irse, a cualquier lado.
La resistencia de Freud a dejar Viena se convirtió en un estribillo
repetido en todas sus cartas. No lograba aceptar la posibilidad de que un
virrey nazi se estableciera en Austria, y su rutina lo ataba al lugar al que
estaba acostumbrado. Seguía analizando y escribiendo; le agradó tomar
nota de que sus libros estaban siendo traducidos a idiomas tan exóticos
como el hebreo, el chino y el japonés; disfrutaba con los obsequios de
estatuillas antiguas que le llevaban amigos atentos. Recibía visitantes en
Berggasse 19. Sus hijos emigrantes, Ernst y Oliver, iban a verlo. Tenía
analizandos y asociados en muchos países del mundo: Max Eitingon, Edo­
ardo Weiss, William Bullitt, Marie Bonaparte, Jeanne Lampl-de Groot,
Arnold Zweig. Las visitas de nuevos admiradores como H.G. Wells eran
lo bastante importantes como para registrarlas en la Chronik *'& En com­
paración con esa vida, la emigración sólo podía ser peor. En todo caso, le
dijo Freud a Hilda Doolittle, “sé que ya hace tiempo que tendría que haber
cerrado mis cuentas y que lo que todavía tengo es un presente inesperado.
Por otra parte, no resulta demasiado penoso pensar en dejar para siempre
este escenario y este conjunto de fenómenos. No hay mucho que lamentar,
los tiempos son crueles y el porvenir parece desastroso”. *M
Durante esos años funestos, Hitler logró contentar a Freud en una úni­
ca oportunidad, pero esa vez le procuró una satisfacción sin límites. El 30
de junio de 1934, un cierto número de antiguos camaradas de Hitler, a los
que éste manifestó temer como rivales y conspiradores, fueron arrancados
del lecho y ejecutados sumariamente. La más importante de las víctimas
era Emst Röhm, líder de la milicia nazi de los camisas pardas, las SA, y a
él lo acompañaron muchos en su súbita muerte, tal vez unas doscientas
personas. De una manera servil, la prensa controlada por los nazis anunció
la purga sangrienta como una limpieza necesaria que libraba al movimien­
to de homosexuales e intrigantes sedientos de poder. Para Hitler, el resul­
tado fue el dominio absoluto del Tercer Reich. Pero Freud, alegrándose,
no veía más que la realidad inmediata: nazis que mataban a nazis. “Los
acontecimientos de Alemania —le escribió a Arnold Zweig— me recuer­
dan a modo de contraste una experiencia del verano de 1920. Era el primer
congreso, en La Haya, fuera de nuestra prisión”. Para muchos analistas
austríacos, alemanes y húngaros, éste había sido el primer viaje al exterior
[662] Revisiones: 1915-1939

desde el principio de la guerra. “Todavía hoy me satisface recordar lo bon­


dadosos que fueron nuestros colegas holandeses con los centroeuropeos
hambrientos y andrajosos. Al final del congreso nos dieron una cena de
auténtica suntuosidad holandesa, por la cual no se nos permitió pagar
nada. Pero nos habíamos olvidado de cómo se comía. Cuando se sirvieron
los hors d’oeuvres, nos gustaron mucho a todos, y cuando nos quedamos
hartos, ya no pudimos tomar nada más. ¡Y ahora el contraste! Después de
las noticias del 30 de junio, tengo un único sentimiento: ¡qué, después de
los hors d’oeuvre tengo que levantarme de la mesa! ¡Y no hay nada más!
¡Todavía tengo hambre!” *2’
Lamentablemente, no iba a haber nada más para satisfacer el hambre
de venganza de Freud. En julio de 1934, el canciller Dollfuss fue asesina­
do por los nazis austríacos durante un golpe abortado (abortado sólo por­
que Mussolini no estaba todavía dispuesto a entregarle Austria a los ale­
manes). Hitler, que no estaba decidido a invadir y sí dispuesto a esperar, se
retiró. La república austríaca sobrevivió cuatro años más, gobernada por
medio de decretos de emergencia, como bajo él régimen de Dollfuss. “La
ira sofocada —le había escrito Freud a Lou Andreas-Salomé en la prima­
vera de 1934— lo agota a uno, o a lo que queda del yo anterior. Y uno no
se forma un nuevo yo a los 78 años.” *30

El desafio como identidad

Paradójicamente, esos años empujaron a Freud a consi­


derarse más judío. Los tiempos difíciles para los judíos
eran particularmente adecuados para que él proclamara
sus lealtades “radicales”, y aquellos eran tiempos difíci­
les para los judíos. La depresión y la agitación política
habían llevado a rechazar las soluciones racionales,
proporcionando un terreno fértil para los antisemitas, especialmente en la
Europa Central. Pero, a diferencia de Adler, que se convirtió al protestan­
tismo, y de Rank, que se volcó brevemente hacia el catolicismo romano,
Freud nunca rechazó ni ocultó su ascendencia. Sabemos que en el esbozo
autobiográfico que escribió en 1924 observó explícitamente, incluso con
algo de truculencia, que sus padres eran judíos y que él también había
seguido siéndolo. Dijo lo mismo, con idéntico énfasis, dos años más tar­
de, cuando en mayo sus hermanos de la B’nai B’rith celebraron pródiga­
mente su septuagésimo cumpleaños, organizando una reunión festiva con
muchos oradores, y dedicando un número especial del B’nai B’rith Mittei­
lungen al miembro más célebre de la logia. En el agradecimiento, Freud
recordó aquellos días de 1897, cuando se había unido a ellos: “El hecho de
Morir en libertad [663]

que ustedes fueran judíos tenía que ser forzosamente grato para mí, pues
yo mismo era judío, y negarlo siempre me ha parecido no sólo indigno,
sino totalmente absurdo.” *31 Cuando tenía casi ochenta años, lo dijo de
nuevo: “Espero que usted no desconozca —le escribió a un tal doctor
Siegfried Fehl— que siempre he sido fiel a nuestro pueblo, y que nunca
pretendí ser otra cosa que lo que soy: un judío de Moravia cuyos padres
vinieron de la Galitzia austríaca”. *32
Pero en la atmósfera envenenada de fines de la década de 1920 y prin­
cipios de la de 1930, hizo algo más que negarse a rechazar su origen judío.
Lo proclamó. La actitud de Freud con respecto al judaismo a lo largo de
su vida revela esta estrategia en gran medida inconsciente. En 1873, duran­
te su primer año en la universidad, había descubierto que se suponía que
debía sentirse inferior a causa de su “raza”. Su respuesta fue el desafío: no
veía razón alguna para inclinarse ante el veredicto de la mayoría. Más tar­
de, en 1897, sintiéndose prácticamente solo con sus descubrimientos sub­
versivos, se unió a una nueva logia local de la B’nai B’rith y en ocasiones
pronunció conferencias en ella; después de que encontrara médicos afines,
ansiosos (aunque no capaces) de asimilar sus ideas, espació sus conferen­
cias en la logia y su asistencia a las reuniones. Asimismo, en 1908,
luchando por mantener unidos a sus partidarios suizos no judíos, en las
cartas a sus amigos íntimos judíos Abraham y Ferenczi les rogó paciencia
y tacto, apelando a las afinidades “raciales” que los unían como base esen­
cial para la perfecta cooperación en aquel momento crítico.
Los inquietantes acontecimientos políticos tuvieron sobre él un efecto
análogo, aunque un poco más lento. En 1895, después de que Francisco
José se negara a nombrar alcalde de Viena al político antisemita Karl Lue-
ger, aunque el voto popular lo había designado, Freud lo celebró permi­
tiéndose fumar algunos de sus cigarros prohibidos. *33 Pero el emperador
sólo pudo posponer esa designación, no impedirla; en 1897 (el año en que
Freud se unió a la B’nai B’rith), Lueger asumió el cargo. Un sueño de
Freud de principios de 1898, que tuvo después de asistir a una representa­
ción de la obra de Theodor Herzl sobre el antisemitismo titulada El nuevo
gueto, parece prácticamente una respuesta a la situación política; soñó con
“la cuestión judía, con la preocupación por el porvenir de nuestros hijos, a
los que uno no podía brindarles un hogar nacional”. *34 Herzl es un intere­
sante punto de partida para el sueño. Freud, que conocía bien el mensaje
de aquel hombre, observó el desarrollo del sionismo con un interés bené­
volo, pero sin tomar parte activa en el movimiento.2 Con todo, es sor-

2 “El sionismo —le escribió a J. Dwossis, de Jerusalén, que estaba tradu­


ciendo algunos de sus textos al hebreo— ha suscitado mis más fuertes simpatías,
que todavía me atan a él. Desde el principio” le había interesado, “cosa que la
situación de hoy en día parece justificar. Me gustaría estar equivocado acerca de
esto”. (Freud a Dwossis, 15 de diciembre de 1930, ejemplar mecanografiado,
Freud Museum, Londres.) Su comentario más extenso sobre el sionismo se
[664] Revisiones: 1915-1939

préndente que permitiera a Herzl, el elocuente paladín del hogar nacional


judío, entrar en su vida onírica y ayudarlo a definir su sentido de lo que
significaba ser judío en una cultura antisemita. Pero, como hemos visto,
la educación política de Freud le llevó algún tiempo. Lo que llama la aten­
ción en su correspondencia de fines de la década de 1890 (cuando la “cues­
tión judía” se agudizó en Austria) no es que comentara mucho los hechos
políticos, sino que lo hiciera muy poco. Sin embargo, después de la Pri­
mera Guerra Mundial, sus respuestas desafiantes se hicieron más enfáticas.
Recordemos aquella entrevista de junio de 1926 en la cual, asustado por el
brote de antisemitismo político, puso de manifiesto la importancia que
tema la adversidad para su identificación judía, al renunciar a su identidad
germana.3

La identificación judia de Freud era enfáticamente laica. La brecha


intelectual y ética entre los judíos bautizados y Freud (que desdeñaba esa
senda hacia la respetabilidad) era insalvable, pero también lo era la que lo
separaba de quienes continuaban practicando la fe de sus mayores. Freud
era tan ateo como judío. De hecho, esa casi veneración con la que la B’nai
B’rith lo proclamaba como uno de los suyos, le resultaba en apariencia un
tanto embarazosa y totalmente divertida. “En su conjunto —le escribió a
Marie Bonaparte en mayo de 1926, después de cumplir setenta años— los
judíos me han celebrado como a un héroe nacional, aunque mi mérito en
la causa judía se limita al hecho de que nunca he negado mi condición
judía”. *35 Esta era una autodefinición más bien distante; con su expresión
“los judíos” parece tratar como extraños a quienes se creían sus hermanos.
Incansablemente reiteró su posición, sobre todo en sus últimos años,
se diría que preocupado por que nadie se equivocara al respecto. “Me iden­
tifico con la religión judía tan poco como con cualquier otra”, le escribió

encuentra en una carta a Albert Einstein. Aparentemente Einstein le pidió que se


pronunciara públicamente sobre el tema, y Freud se negó: “Quien quiera influir en
una multitud debe tener algo valioso y entusiasta que decir, y mi sobria evalua­
ción del sionismo no permite esto”. Declaraba simpatizar con el movimiento y
estar “orgulloso” de “nuestra” Universidad de Jerusalén; le agradaba que florecie­
ran “nuestros” asentamientos. Por otro lado, no creo que Palestina se convierta
nunca en Estado judío, ni que el mundo cristiano o el islámico estén alguna vez
dispuestos a permitir que sus lugares sagrados queden en manos judías. Para mí
habría sido más comprensible fundar una patria judía en un territorio nuevo, sin
trabas históricas.” Sabía que una actitud “racional” como ésa nunca lograría “el
entusiasmo de las masas y los recursos de los ricos”. Pero lamentaba que “el
fanatismo antirrealista” de sus hermanos judíos despertara la sospecha de los ára­
bes. “No puedo experimentar ninguna simpatía por una piedad extraviada que con­
vierte en religión nacional un fragmento del muro de Heredes, y por él desafía
los sentimientos de los nativos del lugar.” (Freud a Einstein, 26 de febrero de
1930, Freud Collection, B3, LC.)
3 Véase la pág. 500.
Morir en libertad [665]

a un corresponsal en 1929; *36 había dicho esto mismo antes, y volvería a


decirlo cuando alguien se lo preguntaba. “Los judíos —le escribió a Ar­
thur Schnitzler, como antes lo había hecho a Marie Bonaparte— se han
apoderado de mi persona en todas partes y lugares con entusiasmo, como
si yo fuera un gran rabino temeroso de Dios. No tengo nada en contra,
después de haber aclarado de modo inequívoco mi posición con respecto a
la fe. Afectivamente, el judaismo todavía significa mucho para mí.” *37 En
1930, en su Prefacio para una traducción hebrea de Tótem y tabú, se des­
cribe de nuevo como un hombre “totalmente apartado de la religión de sus
padres, tanto como de cualquier otra”, que “no podía compartir ideales
nacionalistas y que sin embargo nunca negó su pertenencia a su pue­
blo”. *38 Cuando un devoto médico norteamericano le habló a Freud de la
visión religiosa que lo había conducido hasta Cristo, y lo instó a conside­
rar si no era posible que también él, Freud, encontrara a Dios, él descartó
la idea con cortesía pero firmemente. Dios no había hecho lo mismo por
él, no le envió voces interiores, y por lo tanto lo más probable era que en
sus últimos años siguiera siendo “un judío infiel”. *39
Freud subrayó esa infidelidad olvidando lo poco de hebreo que alguna
vez supo. En su época de escolar, había estudiado religión con su admira­
do maestro, y después amigo y benefactor, Samuel Hammerschlag. Pero
Hammerschlag, un docente inspirado y estimulante, había hecho hincapié
en los valores éticos y en la experiencia histórica del pueblo judío, a
expensas de la gramática y el vocabulario. En su juventud, recordaba
Freud, “nuestros maestros de religión librepensadores no daban ninguna
importancia a que alumnos adquirieran conocimientos de lengua y literatu­
ra hebrea”. *40 Más aun: nunca había practicado el hebreo y le resultaba
inútil. Por cierto, cuando Freud cumplió quince años, su padre le regaló
una Biblia con una dedicatoria afectuosa y retórica en ese idioma, que se
refería poéticamente al espíritu de Dios hablándole a su hijo de siete años.
Obviamente, era el regalo de un judío a otro judío, pero de un judío ilus­
trado, probablemente no practicante.4 En todo caso, Freud culpó a su
padre, “que hablaba la lengua santa tan bien como el alemán, o mejor”,
por haberlo dejado crecer “en una completa ignorancia de todo lo concer­
niente al judaismo”.3 *4‘ El hecho de que Jacob Freud hubiera escrito en

4 “Si se analiza la dedicatoria como documento hebreo, resulta claro que


Jacob Freud no era un judío religioso ni nacionalista, sino un miembro de la Has-
kalá, un movimiento que contemplaba el judaismo como síntesis de la religión de
la ilustración. Ningún judío ortodoxo habría hablado con ligereza del Espíritu de
Dios dirigiéndose a un niño de siete años. Tampoco un judío religioso considera­
ría que la Biblia pertenece a la humanidad en general.” (Martin S. Bergmann,
“Moses and the Evolution oí Freud’s Jewish Identity”, Israel Annals of Psy-
chiatry and Related Disciplines, XIV [Marzo de 1976], 4.)
3 En 1930, A.A. Roback, un psicólogo e idishista norteamericano le envió
uno de su libros a Freud con una inscripción en hebreo. Freud, al agradecer el
[666] Revisiones: 1915-1939

hebreo la dedicatoria no suponía que esperaba que su hijo la leyera. En rea­


lidad, Freud lamentaba hasta cierto punto no leer hebreo. En 1928, en una
carta de agradecimiento a J. Dwossis por la traducción de Psicología de
las masas y análisis del yo, dijo que había confiado en las garantías que le
dio un pariente que no menciona, “que es maestro de nuestra sagrada, anti­
gua y ahora renovada lengua”, acerca de que la traducción era realmente
excelente.6 *42
El riguroso secularismo de Freud no consentía en su vida doméstica
la supervivencia de la menor huella de observancia religiosa. Los Freud
pasaban deliberadamente por alto las concurridas fiestas familiares judías,
como por ejemplo la Pascua, que los padres de Freud habían seguido cele­
brando a pesar de estar emancipados de la tradición. Cruelmente, Freud
acabó con la ortodoxia juvenil de su esposa, a pesar de la pena que le pro­
vocaba a ella. “Nuestras fiestas —recordó Martin Freud— eran la Navi­
dad, con regalos bajo un árbol con lucecitas, y la Pascua cristiana, con
huevos pintados llamativamente. Yo nunca había estado en una sinagoga,
ni tampoco, por lo que sé, mis hermanos o hermanas”? *43 Martin Freud
se unió a Kadimá, una organización estudiantil sionista, después de la
guerra, y su hermano Ernst participó activamente en la edición de un
periódico sionista, actitudes que el padre aparentemente acogió con apro­
bación, o que por lo menos consideró como asunto personal de sus hi­
jos. *44 Pero la ignorancia que tenían los hijos de Freud con respecto a las
observancias judías era tan radical como la del padre. Cuando Martin
Freud se casó, tuvo que pasar por una ceremonia religiosa, según requería

presente, observó que su padre, aunque proveniente de “un medio jasídico", había
estado alejado de “las asociaciones de su lugar de origen durante más de veinte
años”. Y agregó: “Tuve una educación no judía hasta el punto de que hoy en día
no sé ni siguiera leer su dedicatoria, que evidentemente está en caracteres hebre­
os. Más tarde, a menudo he lamentado esa laguna en mi educación.” (Robach,
Freudiana 1957, 57.)
6 Un comentario casual dirigido a Fliess en 1895 revela que ésa no era una
laguna de la que Freud se quejara sólo en sus últimos años. Fliess le había envia­
do una observación sobre la angustia de la vergüenza que experimentó Adán des­
nudo ante el Señor, y Freud, a quien el comentario le pareció “sorprendente”,
manifestó que le habría gustado leer el pasaje y “preguntarle a un hebreo [es
decir, a alguien que leyera hebreo] el significado del lenguaje”. (Freud a Fliess,
27 de abril de 1895, Freud-Fliess, 128 [127].)
7 Ese autorizado recuerdo invalida la afirmación del sobrino de Freud, Harry,
en el sentido de que el tío, aunque “completamente antirreligioso [no era] en
modo alguno un ateo. Simplemente no pensaba mucho en ritos y dogmas, y se
rebelaba contra cualquier imposición u obligación religiosa. No celebraba las
fiestas ni iba a la sinagoga”. (Richard Dyck, “Mein Onkel Sigmund”, entrevista
con Harry Freud en Aufbau, Nueva York, [11 de mayo de 1956], 3.) Si Freud fue
alguna vez a una sinagoga, debió de hacerlo con ocasión de algún servicio en
memoria de alguno de sus amigos. Pero no hay pruebas de que sucediera.
Morir en libertad [667]

la legislación austríaca; al entrar en el templo, se sacó el sombrero como


signo de respeto al lugar sagrado. El acompañante que tenía a la izquier­
da, mejor informado, volvió a encasquetárselo. El novio, que no podía
creer que hubiera que conservar la cabeza cubierta durante la ceremonia
religiosa, se descubrió de nuevo, ante lo cual el acompañante de la dere­
cha volvió a ponérselo. *45 El episodio ejemplifica el secularismo que
Freud alentó en su familia. El era mucho más judío frente a los antisemi­
tas que en su propio hogar.

Al mismo tiempo, Freud creía en la existencia de un elemento casi


etéreo, indefinible, que le convertía en un judío. Lo que lo ligaba al juda­
ismo —le escribió a los hermanos de la B’nai B’rith en 1926— no era la
fe, «pues siempre he sido incrédulo; fui educado sin religión, aunque no
sin respeto por las exigencias denominadas “éticas” de la cultura humana».
Tampoco era orgullo nacional (él lo consideraba peligroso e injusto).
“Pero había algo que hacía que la atracción del judaismo y los judíos fuera
tan irresistible, muchas oscuras fuerzas emocionales, cuanto más podero­
sas menos expresables con palabras, así como la clara conciencia de una
identidad interior, el secreto de la misma construcción mental. *46 Freud
podía insistir en su “clara conciencia” de la identidad judía, pero esos
vagos indicios aportaban tanta luz como oscuridad. Invitan a un asenti­
miento intuitivo, tienen muy poco de análisis racional.
Con todo, son una consecuencia concreta de la creencia de Freud en la
herencia de características adquiridas; de algún modo misterioso, su condi­
ción de judío, la cualidad que lo identificaba, formaba parte de su herencia
filogenética. Nunca exploró el modo en que esa dotación “racial” lamar-
ckiana actuaba en él, pero estaba convencido de que existía. En 1922 le
escribió a Ferenczi que le impacientaba tener que ganar dinero, afrontar un
mundo despreciable, aceptar que envejecía. “Extraños anhelos secretos”,
escribió, surgían dentro de él, “tal vez de la herencia de mis antepasados
del Oriente y el Mediterráneo, anhelos de una vida totalmente distinta,
deseos del final de la infancia, irrealizables y mal adaptados a la reali­
dad”. *47 Esos oscuros anhelos siguieron intrigándolo. Diez años más tar­
de, en 1932, le escribió a Amold Zweig, que acababa de volver de Palesti­
na; «Y nosotros procedemos de allí (aunque uno de nosotros también se
considera germano, el otro no); nuestros antepasados quizá vivieron allí
medio milenio, tal vez un milenio completo (pero eso, también sólo “tal
vez”), y es imposible decir qué nos quedó entretanto en la sangre y los
nervios (aunque sea una manera inconecta de decirlo) como una herencia
de la vida en ese país». Todo era muy enigmático: “Oh, la vida podría ser
muy interesante si uno supiera y entendiera más sobre ella” *48
A la luz de estos enigmas podría interpretarse la pasión de Freud por
las antigüedades. Sin duda, estaba profusamente sobredeterminada. Pero
uno de los significados inequívocos de sus estatuillas y placas era que le
[668] Revisiones: 1915-1939

recordaban un mundo que nunca visitó, pero que pensaba que de algún
modo misterioso era el suyo. Este es el mensaje que Freud quiso transmi­
tir en su Prefacio a la traducción hebrea de Tótem y tabú: había renunciado
a mucho de lo que tenía en común con los otros judíos, pero lo que le
quedaban de su condición judía era “todavía mucho, probablemente lo
principal”. No podía expresar esa “esencia” con palabras, por lo menos no
todavía. “Seguramente algún día estará al alcance de la comprensión cien­
tífica.” *4’ Ese era el Freud investigador en acción: su sentimiento de una
identidad judía, enigmático y más allá del alcance de la ciencia por el
momento, tenía que ser como el sentimiento oceánico de Romain
Rolland, un fenómeno psicológico en principio susceptible de investiga­
ción.
Si bien la esencia de la condición judía, de su identidad personal judía,
podría resistir el análisis, Freud no advertía ningún problema en las conse­
cuencias de ser judío en su sociedad. Extraño a la fe de sus padres, y resen­
tido contra los poderosos elementos antisemitas de la Austria en la que
tenía que vivir y trabajar, se sentía doblemente alienado. En síntesis,
Freud se veía como un hombre marginal y pensaba que esa posición le
proporcionaba una ventaja inapreciable. A fines de 1918 terminó una carta
a Pfister con dos provocativos interrogantes: “Y pasando a otra cosa, ¿por
qué ningún devoto creó el psicoanálisis? ¿Por qué hubo que esperar a un
judío completamente ateo?” *50 Pfister, que no se desconcertó en absoluto,
contestó que ser piadoso no equivalía a tener el genio del descubridor, y
que la mayoría de las personas piadosas eran incapaces de tales logros.
Además, Pfister no estaba dispuesto a considerar a Freud ni como ateo ni
como judío: “Nunca hubo un mejor cristiano”. *51
Freud no comentó ese cumplido bienintencionado, aunque dudoso.«
Pero conocía la respuesta a sus propias preguntas, y ésta difería decisiva­
mente del elogio alegre y falto de tacto de Pfister. Como sabemos, el
hecho de que en la universidad se le hubiera negado su condición de “aus­
tríaco” le procuró una temprana familiaridad con la condición de opositor,
con lo cual preparó el camino para “una cierta independencia de juicio”. *32
En 1925, preguntándose por la ampliamente difundida resistencia al psico­
análisis, sugirió que una causa podría ser que el fundador era un judío que
nunca hizo un secreto de su origen. *s Al año siguiente, en una carta a
sus compañeros de la B’nai B’rith, desarrolló algo más ese punto. Había
descubierto “que debo sólo a mi naturaleza judía las dos características que
se volvieron indispensables en mi difícil modo de vida. Porque era judío,

8 Al leer esta carta algunos años después, Anna Freud, con toda justicia, se
preguntó: “¿Qué demonios quiso decir Pfister con esto, y por qué pretendió discu­
tir el hecho de que mi padre era judío, en lugar de aceptarlo?” (Anna Freud a
Ernest Jones, 12 de julio de 1954, papeles de Jones, Archivos de la British Psy­
cho-Analytical Society, Londres.)
Morir en libertad [669]

me encontré libre de muchos prejuicios que limitaban a los otros en el


empleo de sus intelectos, y en tanto judío estaba preparado para entrar en
la oposición”. A su modo, y para sus propios fines, Freud estaba dis­
puesto a dar crédito a la imputación antisemita de que los judíos se ven
obligados a ser más inteligentes que la mayoría.
La tesis es verosímil, pero está lejos de ser completa, o, en todo caso,
concluyente. Otros judíos, de posición tan marginal como la de Freud, se
convirtieron al cristianismo o entraron en los negocios con su judaismo
nominal intacto, se unieron al Partido Comunista o emigraron a América,
y en términos generales no demostraron ser más inteligentes u originales
que cualquier otro. Por otra parte, Darwin, que tal vez sea con quien mejor
puede compararse a Freud, se sentía con seguridad cómodo en el esta­
blishment inglés, y así siguió después de haber publicado El origen de
las especies. Hay algo de cierto en la observación de Freud en cuanto a que
un judío o un cristiano devotos no podrían haber descubierto el psicoanáli­
sis: la doctrina era demasiado iconoclasta, demasiado irrespetuosa con la fe
religiosa y también desdeñaba la apologética. Puesto que para Freud la fe
religiosa (toda fe religiosa, incluso la judía) era un tema posible de estudio
psicoanalítico, sólo podía afrontarla con la perspectiva del ateo. No es
casual que también Darwin fuera ateo, aunque no un marginal.
Si bien no se sigue, entonces, que sólo un hombre marginal —en par­
ticular, un judío marginal— podría haber realizado la obra de Freud, el
precario estatus de los judíos en la sociedad austríaca probablemente resi­
día en el hecho incuestionable de que casi todos los primeros psicoanalis­
tas de Viena fueran israelitas. Su sociedad les permitía formarse como
médicos, pero después no eran particularmente bien acogidos por la elite
médica convencional. “Imagino —escribió Emest Jones en su autobiogra­
fía, reflexionando sobre el fenómeno judío en el psicoanálisis— que las
razones de esto eran principalmente locales en Austria y Alemania, puesto
que, salvo, en pequeña medida, en los Estados Unidos, es un rasgo que no
se ha repetido en ningún otro país.” Consideraba obvio que en Viena
resultaba “más fácil para los médicos judíos compartir el ostracismo de
Freud, que era sólo una sublimación de la vida a la que estaban acostum­
brados, y lo mismo valía para Berlín y Budapest, donde el antisemitismo
era igualmente pronunciado”.9*35 Ante el conservadurismo social combi­
nado con fanatismo, para los primeros psicoanalistas un cierto grado de
endurecimiento representaba una cualidad altamente adaptativa.
Además, como hemos visto, un estado de ánimo desafiante saturaba el

9 Sin embargo, Jones, que tenía algunas ideas primitivas sobre las cualida­
des nacionales y raciales, continúa generalizando, más bien a la manera freudia-
na, acerca de la “aptitud [de los judíos] para la intuición psicológica, y su capaci­
dad para resistir a la difamación pública”, lo que, a su juicio, “también podría
haber favorecido este estado de cosas”. (Free Associations, 209.)
[670] Revisiones: 1915-1939

carácter de Freud. Hallaba placer en ser el líder de la oposición, el desen-


mascarador de simulaciones, la Némesis del autoengaño y las ilusiones.
Estaba orgulloso de sus enemigos —la perseguidora Iglesia Católica
Romana, la burguesía hipócrita, el obtuso establishment psiquiátrico, los
materialistas norteamericanos—; tan orgulloso, por cierto, que en su men­
te adquirían dimensiones de espectros poderosos, mucho más malévolos y
mucho menos divididos que en la realidad. Se comparaba a sí mismo con
Aníbal, con Ahshvero, con José, con Moisés, todos ellos hombres con
misiones históricas, adversarios poderosos y destinos difíciles. En una car­
ta temprana muy citada, le había dicho a su prometida: “Nadie lo diría al
verme, pero ya en la escuela siempre fui un hombre osado de la oposi­
ción, siempre estuve en los extremos, y, casi siempre, tuve que pagar por
ello”. Una noche, Breuer le dijo que “había descubierto que en mí había
oculto, por debajo de una capa de timidez, una persona inmoderadamente
arrojada e intrépida. Siempre creí esto, y simplemente nunca me atreví a
decírselo a nadie. A menudo he sentido como si hubiera heredado toda la
obstinación y las pasiones de nuestros antepasados cuando defendían su
templo, como si yo pudiera dar mi vida con alegría a cambio de un gran
momento”. *56
Esta, desde luego, era la efusión de un joven amante interpretando un
papel ante la mujer con la que que quería casarse. Pero Freud era así, y
siguió siéndolo siempre. Su confesada condición de judío le proporcionaba
amplias oportunidades para cultivar esa actitud; su condición, aun más
confesada, de psicoanalista la puso a prueba y la endureció a lo largo de
los años. Pero era único en sus dones, así como en la forma particular de
su constelación familiar y de su desarrollo mental. Finalmente, aunque
parezca insatisfactoria, hay que volver a la afirmación del propio Freud:
ante la creatividad, en este caso del psicoanalista, no cabe más que deponer
las armas. Freud era Freud.

El espíritu desafiante que impulsaba a Freud a proclamar su condi­


ción judía en tiempos difíciles también animó su último trabajo prolonga­
do, Moisés y la religión monoteísta, aunque con un blanco diferente.
Muchos de sus lectores, recelosos o enfurecidos, lo vieron como un infor­
tunado cambio de dirección: con su estudio especulativo sobre Moisés,
Freud parecía tratar de herir a los judíos en lugar de defenderlos. El libro
es un producto curioso, más conjetural que Tótem y tabú, más desaliñado
que Inhibición, síntoma y angustia, más ofensivo que El porvenir de una
ilusión. Su forma misma es peculiar. El libro, tal como finalmente fue
impreso a fines de 1938, consta de tres ensayos íntimamente vinculados
de extensión muy desigual: “Moisés, un egipcio” es un esbozo rápido de
sólo un puñado de páginas; “Si Moisés fue un egipcio...” cuatriplica al
anterior; el tercer ensayo, “Moisés, su pueblo y la religión monoteísta”
ocupa mucho más espacio que los dos primeros juntos. Más aun: el ensa­
Morir en libertad [671]

yo final incluye en su inicio dos Prefacios que en gran medida se anulan


recíprocamente, y un tercer Prefacio, antes de la segunda parte, en medio
del trabajo, lleno de material, deliberadamente repetitivo, de los ensayos
anteriores. Esto no es senilidad; leer Moisés y la religión monoteísta equi­
vale a participar en su elaboración, en las presiones internas y políticas
que actuaron sobre Freud en esos años, y captar ecos de una época ante­
rior, menos horripilante.
La figura de Moisés —le escribió Freud a Lou Andreas-Salomé en
1935— le había obsesionado toda su vida. *57 Toda una vida es mucho
tiempo, pero un cuarto de siglo antes, en 1909, había comparado a Jung
con un Joshua que tomaría posesión de la tierra prometida de la psiquia­
tría, mientras que él, Freud, un Moisés, estaba destinado a verla sólo desde
muy lejos. *58 El primer fruto de la preocupación de Freud por Moisés fue
su estudio anónimo de la famosa estatua de Miguel Angel en Roma,
publicado en 1914.1° En consecuencia, cuando su obsesión por Moisés,
reapareció, a principios de la década de 1930, Freud halló en él un viejo
compañero, conocido pero en absoluto cómodo. En una carta enigmática a
Amold Zweig, declaró que Moisés había sido “un redomado antisemita”
que “no lo guardaba en secreto. Tal vez —especuló Freud— realmente era
un egipcio. Y seguramente tenía razóft”. *59 La observación, prácticamente
única en los escritos de Freud, subraya su amargura de esos años; detesta­
ba en los otros cualquier signo de abyecto autoodio judío, y no se conside­
raba culpable de albergarlo él mismo en ningún sentido. Sin duda, para
Freud, Moisés era una figura tan peligrosa como tentadora.
Empezó a trabajar en Moisés y la religión monoteísta en el verano de
1934, pero en secreto; le habló de ello a Eitingon y a Amold Zweig. A
fines de ese año, Arma Freud informó a Lou Andreas-Salomé de que su
padre había completado cierto “trabajo especial” en el verano, pero sin reve­
lar su contenido. *6° Cuando Freud se enteró de la discreta indiscreción de
su hija, optó por decirle a su “querida Lou” que había estado luchando con
“la cuestión de qué ha creado realmente el carácter especial de los judíos”.
Claramente, su preocupación por Moisés formaba parte de una preocupa­
ción más amplia: la del misterio de la condición judía. La conclusión: “El
judío es una creación del hombre Moisés”, que había sido un noble; “en
una especie de novela histórica”n *« se proponía responder a la pregunta de
quién era Moisés y cómo se había abierto camino con los judíos.

10 Véanse las págs, 357-361.


11 En 1937, al agradecerle a Hans Ehrenwald un ejemplar de su libro On the
So-called Jewish Spirit, le confesó que “hace varios años empecé a preguntarme
cómo han adquirido los judíos su carácter peculiar”, sin “llegar muy lejos”. Se
sentía impulsado a concluir que había sido “la primera, por así decir embrionaria,
experiencia del pueblo, la herencia de Moisés, y el éxodo desde Egipto, lo que ha
marcado a los judíos a través de los siglos”. (Freud a Ehrenwald, 14 de diciembre
de 1937, ejemplar mecanografiado, Freud Museum, Londres.)
[672] Revisiones: 1915-1939

Esa investigación le fascinaba pero el género en el que había caído no


le resultaba afín. Le admitió a Eitingon que no creía que las novelas histó­
ricas fueran su fuerte; Thomas Mann era el único que las había escrito.
Además, las pruebas históricas eran inadecuadas. * « No obstante sobrecar­
gado con un “exceso de ocio” —le escribió a Amold Zweig— y “en vista
de las nuevas persecuciones”, se había preguntado ’’cómo llegó a consti­
tuirse el judío y por qué había atraído sobre sí ese odio inmortal”. La fór­
mula “Moisés creó al judío” fue bastante fácil de hallar. Pero el resto esta­
ba creando grandes dificultades. Ya sabía (esto ocurría a fines de
septiembre de 1934) que iba a organizar la “materia prima” en tres divisio­
nes, “la primera interesante a la manera de una novela; la segunda laborio­
sa y extensa”. Era en la tercera donde la empresa amenazaba al fundador,
pues incluiría una teoría de la religión que —según temía— no podría
publicar en la Austria de su época, sensible y estrictamente católica, y dis­
puesta en cualquier momento a poner al psicoanálisis fuera de la ley. *63
Sin embargo, no podía detenerse.
La dos primeras partes breves de Moisés y la religión monoteísta son,
aunque algo sorprendentes, sólo moderadamente subversivas. La idea de
que Moisés era un egipcio había sido sostenida por eruditos respetables
desde hacía décadas. Su nombre era egipcio, y la historia de que la princesa
egipcia había descubierto al niño entre los juncos tenía el aspecto (por lo
menos para los anticlericales) de una transparente falsa coartada. En 1935,
mientras Freud hacía una pausa con el libro, el público norteamericano
podía oír en la ópera popular de George Gershwin titulada Porgy and Bess
una advertencia sarcástica: “No necesariamente son así, / las cosas que te
obligan / a leer en la Biblia, / no necesariamente son así”. Y una de las
cosas enumeradas por el libretista Ira Gershwin era el modo “conveniente”
en que la princesa egipcia había “encontrado” a Moisés: “Ella lo pescó,
dice, en esa corriente”. No hay pruebas de que Freud tuviera alguna vez
noticias de Porgy and Bess, pero un mismo escepticismo con respecto a
los relatos piadosos parecía estar infiltrándose en Austria.
Tampoco eran particularmente nuevas las dudas sobre el Libro del
Exodo, ni exclusivas de la época de Freud. A ciertos eruditos religiosos,
tanto judíos como cristianos, les había resultado difícil hacer de Moisés
un personaje coherente; no podían explicar racionalmente su exclusión de
la Tierra Prometida, ni ponerse de acuerdo acerca de las circunstancias de
su muerte. Ya en el siglo XVII, y hasta bien entrado el XVIII, para los
deístas había sido un perverso pasatiempo explicar el relato milagroso
sobre los hijos de Israel cruzando el mar Rojo, y los no menos milagro­
sos hechos de Moisés. En 1764, en su Diccionario filosófico, Voltaire
había aducido razones convincentes para afirmar que Moisés no podía
haber escrito el Pentateuco (que, después de todo, registraba su propia
muerte), y a continuación formuló un interrogante más radical: “¿Es real­
mente cierto que hubo un Moisés?”*64 En 1906, el eminente historiador
Morir en libertad [673]

alemán de la antigüedad Eduard Meyer, cuya obra Freud citaba con respeto,
había planteado la misma pregunta y sostenido que Moisés era una leyen­
da, y no un personaje real. *« Freud no llegó tan lejos; la existencia histó­
rica de Moisés era de hecho la pieza central de su teoría. Pero insistió,
como había hecho Max Weber en su estudio del judaismo antiguo, en que
Moisés no fue un judío.
Freud tema perfecta conciencia de que esa hipótesis suscitaba interro­
gantes molestos sobre Moisés, el predicador del monoteísmo. Después de
todo, los egipcios habían rendido culto a toda una tribu de las más diversas
deidades. Freud pensaba que tenía la respuesta: hubo un momento en la his­
toria de Egipto, aproximadamente en el 1375 a. de C., en el que el faraón
Amenhotep IV introdujo durante un breve tiempo un monoteísmo riguroso
e intolerante, el culto de Atón. *
« Esa era la doctrina que Moisés, un noble
egipcio de posición elevada, quizá miembro de la casa real, transmitió al
pueblo judío, en aquel entonces en cautiverio. Pero al principio su teología
severa y exigente había caído en tierra estéril; la deidad que los judíos adop­
taron en su vagabundeo posterior al éxodo de Egipto fue Yahvé, un tosco,
vengativo, sediento de sangre, “dios de los volcanes”. *67 Pasaron siglos
hasta que el pueblo elegido aceptara finalmente las enseñanzas de otra figu­
ra también llamada Moisés, un monoteísmo elevado relacionado con reglas
morales que exaltaban el renunciamiento. Si esa hipótesis demostraba ser
correcta, observa Freud secamente, muchas leyendas prestigiosas se precipi­
tarían en el vacío: “Ningún historiador puede considerar que el relato bíbli­
co sobre Moisés y el éxodo sea algo más que una ficción piadosa, que ree­
laboró una tradición remota al servicio de sus propias conveniencias”. Su
reconstrucción no dejaba “lugar alguno para un buen número de piezas bri­
llantes del relato bíblico, como por ejemplo las diez plagas, el paso del
mar Rojo, la solemne entrega de las tablas de la ley en el monte de Sinaí”.
*« Los autores de la Biblia habían condensado todo tipo de figuras distin­
tas, como los dos hombres llamados Moisés, y adornaron los hechos de tal
modo que resultaba imposible cualquier reconocimiento.
Esa iconoclasia no presentaba ninguna dificultad para Freud. Pero
parecía imposible conciliar el culto primitivo a Yahvé de los antiguos
hebreos con la exigente doctrina de Moisés. En este punto Freud encon­
tró el apoyo que buscaba en una monografía del erudito Ernst Sellin,
quien, en 1922, había sugerido que Moisés fue asesinado por el pueblo
que él mismo sacó de Egipto, y que su religión había sido abandonada
después de su muerte. *69 Quizá por un período de hasta ocho siglos,
Yahvé siguió siendo el Dios del pueblo judío. Pero finalmente un nuevo
profeta, que tomó su nombre, Moisés, del anterior reformador, había
obligado a los hebreos a someterse a la fe que el Moisés original trató de
imponerles en vano. “Y éste es el resultado esencial, el contenido funes­
to, de la historia de la religión judía.” La hipótesis de Sellin sobre el
asesinato de Moisés era —y Freud lo sabía— extremadamente osada y
[674] Revisiones: 1915-1939

no estaba bien documentada, pero le pareció muy verosímil, incluso pro­


bable. “El pueblo judío de Moisés era tan poco capaz de tolerar una reli­
gión tan espiritualizada, de hallar en lo que esa religión le ofrecía la
satisfacción de sus necesidades, como lo fueron los egipcios de la deci­
moctava dinastía.” *70
Un fundador asesinado por seguidores incapaces de elevarse a su nivel,
pero herederos de las consecuencias de su crimen y finalmente reformados
bajo la presión de sus recuerdos: ninguna fantasía podía ser más afín a
Freud. Después de todo, él era el autor de Tótem y tabú, que había postu­
lado un crimen muy similar como fundamento de la cultura humana. Más
mordazmente, se veía a sí mismo como el creador de una psicología sub­
versiva, un hombre que se encontraba cerca del final de una carrera larga y
laboriosa, constantemente obstruida por enemigos abusivos y desertores
cobardes. Como sabemos, la idea de que había quienes querían matarlo le
era demasiado familiar. ¿Acaso Jung, y después Rank, tal vez incluso
Ferenczi, no habían albergado tales pensamientos parricidas?
Entonces, a finales de 1934, Freud se detuvo. Estaba luchando con
algunos “recelos internos”, no menos perturbadores que los “peligros
externos” representados por las autoridades austríacas. * 71 Entender el
verdadero carácter y la autoridad de la tradición religiosa, la influencia de
los grandes hombres en la historia, la presión de las ideas religiosas, más
fuerte que todas las consideraciones materiales, le parecía a Freud una
tarea vasta y pesada. Temía que su magnitud, que por una parte hacía el
trabajo más atractivo para él, por otro lado lo pusiera fuera del alcance de
sus fuerzas. Lamentablemente, su “novela histórica —le dijo a Amold
Zweig en noviembre— no resiste a mi propia crítica. Estoy exigiendo
más certidumbre, y no me gusta ver que la formulación final del conjun­
to, para mí valiosa, esté en peligro por descansar sobre cimientos de
barro”. *72 Irritado consigo mismo, le rogó a su amigo: “Déjeme solo con
Moisés. El hecho de que este intento probablemente final de crear algo
haya embarrancado me deprime bastante. No se trata de que huya de él. El
hombre, y lo que quise hacer de él, me persiguieron incesantemente”. *73
Esta patética apelación atestigua que a la edad de setenta y ocho años
podía estar tan obsesionado con su trabajo como cuando era un joven
investigador. Y esa obsesión no se desvanecía. A principios de mayo de
1935, le informó a Amold Zweig de que no estaba fumando ni escribien­
do, pero que «“Moisés” no abandonará mi imaginación». *74 El proyecto
—le confesó a Eitingon unos pocos días después— “se ha convertido en
una fijación para mí”. Y agregó: “No puedo escapar de él ni ir más lejos
con él”. *75 El hombre Moisés era un invitado al que no podía enseñarle
la puerta.

Pero Moisés no era el único visitante de Freud; por fortuna, su obse­


sión no llegaba a la monomanía. Estaba leyendo tan voraz y críticamente
Morir en libertad [675]

como siempre,12 y todavía podía disfrutar del sol, las flores y sus vacacio­
nes. “Lamento que usted nunca viera nuestra casa con jardín aquí, en Grin-
zing —le escribió a Hilda Doolittle en mayo de 1935—. Es el lugar más
bonito que hemos tenido, un ensueño, y a sólo más o menos 12 minutos
en coche desde Berggasse. El mal tiempo, con todo, tuvo la ventaja de per­
mitir que la primavera desplegara su esplendor muy lentamente, mientras
que en otros años la mayor parte de la floración ya había concluido cuando
nosotros nos íbamos. Sin duda envejezco y mis dolencias aumentan, pero
trato de disfrutar todo lo que puedo y trabajo 5 horas al día.” *7« Después de
un agradable verano que pasó principalmente en Grinzing, le dijo a su ex
analizando, en noviembre, que todavía estaba atendiendo a cinco pacientes
al día, de nuevo “en Berggasse, una prisión muy confortable”. *77 Acosado
por su prótesis, por la política, por Moisés, todavía podía movilizar senti­
mientos alegres, o por lo menos redactar alegres comunicados.
Una actividad que mantenía a Freud ocupado era seguir el funciona­
miento de las instituciones en el extranjero. Cuando Emest Jones fue a
Viena a pronunciar conferencias a principios de la primavera de 1935,
Freud se mostró profundamente interesado en las “sorprendentes novedades
del psicoanálisis inglés” que Jones había expuesto a “nuestra gente”. *7S
Las “novedades” de Jones eran principalmente su desafío a la teoría freu-
diana de la pulsión de muerte y su defensa de las ideas de Melanie Klein.
Pero Freud ya había dicho su última palabra sobre esos temas, y estaba
contento con ser un observador sereno, comentando con inhabitual suavi­
dad que la Sociedad Psicoanalítica de Londres había “seguido a Frau Klein
por un camino falso”. *79 Con todo, el psicoanálisis estaba haciendo pro­
sélitos, o por lo menos ganando prestigio. Algo que le procuró a Freud un
placer muy especial fue ser designado “por unanimidad” miembro honora­
rio de la Sociedad Real de Medicina de Inglaterra, más o menos en la mis­
ma época en que Jones visitó Viena. “Ya que esto no puede deberse a mis
bellos ojos —le escribió a Jones con un deleite apenas reprimido—, debe
demostrar que el respeto por nuestro psicoanálisis ha hecho grandes pro­
gresos en los círculos oficiales ingleses”. *80
Y además estaba su correspondencia. En la era nazi, con sus hijos y
sus colegas analistas esparcidos por el mundo, era más internacional que
nunca. Emst Freud y su familia habían fijado su residencia en Londres, y
Freud tuvo la satisfacción de saber que Hilda Doolittle, que entonces tam­
bién vivía en Londres, estaba en contacto con ellos. *81 Oliver se encontra­

12 El novelista popular inglés James Hilton, cuya obra Freud admiraba, le


disgustó con The Meadows of the Moon (1926) —“un completo fracaso”— y, en
general, con su excesiva producción. “Me temo que es demasiado prolífico”, le
escribió Freud a Hilda Doolittle el 24 de septiembre de 1934. (En inglés, papeles
de Hilda Doolittle, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale Univer-
sity.)
[676] Revisiones: 1915-1939

ba aún en Francia. Hanns Sachs en Boston, Emest Jones en Londres,


Jeanne Lampl-de Groot en Amsterdam, Max Eitingon en Palestina; todos
escribían fielmente y querían (y sin duda merecían) las respuestas de
Freud.13 Más aun: como hombre famoso, recibía cartas de extraños, y
algunas provocaban en él largas y meditadas respuestas. Una de ellas,
escrita en inglés a una mujer norteamericana, sintetiza su ya antigua acti­
tud con respecto a la homosexualidad. Ha sido muy citada (con justicia):
«Deduzco de su carta que su hijo es homosexual. Estoy sumamente impre­
sionado por el hecho de que usted misma no mencione este término en su
información sobre él. ¿Puedo preguntarle por qué lo evita?” En lugar de
castigar a la corresponsal por esa típica gazmoñería norteamericana, deci­
dió simplemente ser útil. “Seguramente, la homosexualidad no es ninguna
ventaja —escribió—, pero no es nada de lo que haya que avergonzarse,
ningún vicio, ninguna degradación, no puede clasificarse como una enfer­
medad; nosotros la consideramos una variación de la función sexual, pro­
ducida por cierto colapso del desarrollo sexual”. Esa postura no satisfaría
el deseo de los homosexuales de considerar su gusto sexual como una
alternativa de amor adulto. Pero en la época en que Freud escribió esto, su
concepción de la homosexualidad era todavía muy heterodoxa y no eran
muchos los que la compartían, por lo menos en público. “Muchos indivi­
duos sumamente respetables de los tiempos antiguos y modernos han sido
homosexuales —observó tranquilizadoramente—, entre ellos algunos de
los más grandes seres humanos (Platón, Miguel Angel, Leonardo da Vin-
ci, etc.). Es una gran injusticia perseguir a la homosexualidad como un
crimen, y también una crueldad. Si usted no me cree, lea el libro de Have-
lock Ellis.” Era difícil saber si él podría ayudar al hijo de su corresponsal
a convertirse en un heterosexual “normal”, pero sí podría aportarle “armo­
nía, paz mental, plena eficiencia, ya siguiera siendo homosexual o
no”. 82
1**
La desafiante estructura mental de Freud, que había hecho ganar pun­
tos a su identidad judía y que, al mismo tiempo, le permitía ofender la
sensibilidad judía, también dio forma a su actividad subversiva con respec-

13 Con valentía, pero un tanto desesperadamente, Eitingon estaba tratando


de sentirse cómodo en Palestina; había fundado un instituto psicoanalítico, y
aunque era todavía hasta cierto punto un extraño, por lo menos no estaba ocioso.
“Nosotros, los analistas —le informó a Freud en la primavera de 1935— tenemos
todos mucho que hacer.” Los pacientes que él y sus colegas trataban eran de un
tipo con el que estaban perfectamente familiarizados; ni los árabes ni los judíos
ortodoxos asentados en Palestina desde mucho antes eran analizandos potencia­
les. (Eitingon a Freud, 25 de abril de 1935. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.)
14 En la Freud Collection hay una fotocopia de esta carta con una nota a pie
de página de “una madre agradecida”, que se la enviaba a Alfred Kinsey: “Adjunto
una carta de un hombre grande y bueno que usted puede conservar”. (Freud Collec­
tion, B4, LC.)
Morir en libertad [677]

to a las costumbres sexuales respetables y, además, a su decisión de per­


manecer en Viena afrontando el creciente peligro. Le dijo a su anónima
corresponsal norteamericana que si el hijo quería analizarse, tendría que ir
a Viena: “No tengo intenciones de salir de aquí.” *83 No se trataba de que
fuera totalmente ciego a las amenazas que teñían de negro el porvenir.
“Una angustiada premonición nos dice —le escribió a Amold Zweig en
octubre de 1935— que nosotros —oh, pobres judíos austríacos— tenemos
que pagar una parte de la factura. Es triste —agregó— que incluso los
acontencimientos mundiales los juzguemos desde el punto de vista judío,
pero, ¡cómo podríamos hacerlo de otro modo!” *84

Finís Austriae

Hitler estaba forzando a Freud, consumido por la cóle­


ra, a adoptar el punto de vista judío. Lo mismo ocurría
con los íntimos del maestro. “Mi médico personal, el
Dr. Max Schur —le informó Freud a Arnold Zweig en
el otoño de 1935—, un médico muy capaz, está tan
profundamente indignado por los acontecimientos de
Alemania, que ya no receta medicinas alemanas”. *85 En esas circunstan­
cias, Moisés fue para Freud más que una obsesión: fue un refugio. Pero si
bien pensar en Moisés le fascinaba, era muy escéptico con respecto a que
alguna vez se publicaran sus investigaciones. «El “Moisés” —le aseguró
a Stefan Zweig en noviembre— nunca verá la luz del día.» *86 Escribién­
dole a Amold Zweig en enero sobre algunos hallazgos arqueológicos en
Egipto, se negó a tomarlos como estímulo para terminar su libro. El des­
tino del Moisés, dijo resignadamente, es dormir. *87 El título mismo de la
empresa, “El hombre Moisés: Una novela histórica” —le escribió a Emest
Jones— revelaba “por qué no he publicado esta obra y no la publicaré”.
No había suficiente material histórico como para que su reconstrucción
fuera fiable y, además, arrojar dudas sobre la “historia legendaria nacional
judía” no haría más que producir una sensación enojosa. “Sólo unas pocas
personas, Anna, Martin y Kris, han leído la cosa.” *88 Pero por lo menos
se podía discutir el trabajo. Cuando pareció que existía la posibilidad de
una visita de Zweig (en aquel entonces en Palestina, donde se sentía aisla­
do e inquieto) Freud imaginó con ansia la conversación que tendrían: “Nos
olvidaremos de todas las aflicciones y todas las críticas y fantasearemos
sobre Moisés”. *89 La visita se demoró mucho tiempo, pero el 18 de agos­
to de 1936, la Chronik de Freud registra: “Moisés con Arn. Zweig”. *’°
Por grato que fuera hablar con los amigos, el año de 1936 también
demostró ser un tiempo de repetición y de fantasma. El 6 de mayo Freud
[678] Revisiones: 1915-1939

cumplió ochenta años, y se reprodujo el espectáculo que lo había agotado


e irritado en anteriores oportunidades. Le gustaba el reconocimiento,
pero un simple cumpleaños (aunque cumpliera tantos años) no era algo
que se disfrutara sino algo que había que soportar. La visita de Zweig se
produjo poco después de que el maestro sobreviviera a las inevitables cere­
monias. Por lo menos había logrado desbaratar el bienintencionado pro­
yecto de Jones respecto a editar un volumen de ensayos conmemorativos.
Tanto la situación psicoanalítica como la política —le dijo a Jones— eran
totalmente impropias para una empresa tan festiva. *’2 De todos modos,
tenía que acusar recibo de las felicitaciones que lo abrumaban, aunque no
fuera más que con tarjetas postales de agradecimiento. Además tuvo que
recibir a visitantes distinguidos. Algunos de ellos (como Marie Bonaparte
y Ludwig Binswanger, que con mucho tacto se fueron de Berggasse 19, el
6 de mayo para dejar a Freud a solas con la familia) eran muy bien acogi­
dos; otros representaban obligaciones estoicamente sobrellevadas. Un mes
más tarde, el 5 de junio, Martha Freud le escribió a una sobrina, Lilly
Freud Marlé: “Tu pobre tío ha trabajado como un jornalero para terminar
con los acuses de recibo que le quedaban”.
Entre los regalos de cumpleaños había un sesudo memorial de felicita­
ciones escrito por Stefan Zweig y Thomas Mann, y firmado por 191 artis­
tas y escritores. Al agradecérselo a Stefan Zweig, Freud observó: “Aunque
en mi casa he sido excepcionalmente feliz, con mujer e hijos y especial­
mente con una hija que satisface en rara medida todo lo que puede pedirle
un padre, no puedo reconciliarme con la desdicha y el desamparo de ser
viejo, y espero la transición al no-ser con una especie de anhelo.” *’4 Tho­
mas Mann también celebró el octogésimo cumpleaños de Freud con una
conferencia, “Freud y el porvenir”, que después les leyó en privado a los
Freud en Berggasse 19, el 14 de junio. *’5 A fin de mes llegó la distinción
que él más apreció, incluso más que su designación como miembro de la
Sociedad Real de Medicina: la aun más exclusiva Royal Society, para
siempre identificada con los nombres luminosos de Newton y Darwin,
también lo eligió miembro de pleno derecho. *»« Unos días después, se
alegró, en una carta a Jones, por el “tan inmenso honor” que había recibi­
do. *’7 En comparación, las escasas y superficiales formalidades con las
que sus compatriotas se acordaron de él, no representaban más que un
estudiado insulto.

Las realidades supremas que prevalecían en la vida de Freud, excep­


ción hecha de la amenaza del nazismo, eran su avanzada edad y su salud
insegura. “Soy un hombre viejo —le dijo a Abraham Schwadron, de la
Biblioteca de la Universidad Hebrea de Jerusalén—; obviamente no me
queda mucha vida.” Schwadron le había pedido papeles suyos, pero era
poco lo que Freud podía ofrecerle. “Tengo una antipatía probablemente
injustificada hacia las reliquias personales, los autógrafos, colecciones de
Morir en libertad [679]

muestras manuscritas, y todo lo que se deriva de esto. Y mi aversión llega


tan lejos que, por ejemplo, arrojé a la papelera todos mis manuscritos
anteriores a 1905, entre ellos el de La interpretación de los sueños.” Lo
habían convencido para que en adelante conservara los originales, pero no
le gustaba ocuparse de ellos. “Mi hija Anna heredará mis libros y escri­
tos. *« 8
Su hija Anna seguía siendo lo que había sido durante más de una déca­
da: el centro de la vida de él. El se enorgullecía de ella y se preocupaba por
ella, como había hecho durante años. “Mi Anna es muy buena y compe­
tente”, le dijo con orgullo a Arnold Zweig a fines de la primavera de
1936, pero enseguida emergió una vez más su antigua preocupación:
“¡Cuando una mujer apasionada sublima casi totalmente su sexuali­
dad!” No se cansaba de elogiarla. “Lo más hermoso que hay cerca de mí
—le escribió a Eitingon unos meses más tarde— es la forma en que Anna
disfruta con su trabajo y con su perfeccionamiento continuo”. Acerca de
su esposa fue más concreto: estaba muy bien. *ioo El 14 de septiembre de
1936, él y Martha Freud celebraron sus bodas de oro, pero su antigua
pasión por Martha Bernays —según le dijo un tanto secamente a Marie
Bonaparte— era ya el más vago de los recuerdos: “No fue realmente una
mala solución al problema del matrimonio, y es todavía tierna, saludable
y activa”. *i<n
A diferencia de su mujer, el propio Freud, aunque todavía activo, no
era tierno ni saludable. Tenía los ojos tan penetrantes como siempre, pero
sus labios se habían convertido en una línea fina, ligeramente curvada
hacia abajo, con el gesto de un observador desencantado de la humanidad
cuya forma preferida de humor era el humor negro. A mediados de julio de
1936, el doctor Pichler lo operó de nuevo (como el año anterior) dos
veces, y encontró una reactivación del cáncer; Freud no se consideró libe­
rado de estar “gravemente enfermo” *102 hasta una semana más tarde. En
diciembre, Pichler lo operó una vez más, y el 24 Freud escribió, con su
estilo conciso: “Navidad con dolores”. *103
Una dolorosa conmoción de tipo muy diferente lo aguardaba una
semana más tarde. Por última vez, Wühelm Fliess invadió su vida. El 30
de diciembre de 1936, Marie Bonaparte le hizo saber que un librero de Ber­
lín llamado Stahl le había ofrecido las cartas que Freud había enviado a
Fliess, así como aquellos largos memorandos con los que Freud se había
abierto camino hacia la teorización psicoanalítica durante la década de
1890. La viuda de Fliess se los había vendido, y el hombre pedía por el

15 En el testamento que firmó el 28 de julio de 1938, legalizado el l9 de


diciembre de 1939, cuyos ejecutores eran Martin, Ernst y Anna, Freud se ocupó
de su viuda e hijos de manera similar, pero además le dejaba 300 libras a su cuña­
da Minna, y a Anna sus antigüedades y sus libros de psicología y psicoanálisis.
(Papeles de A.A. Brill, contenedor 3, LC.)
[680] Revisiones: 1915-1939

lote 12.000 francos, unos 500 dólares.16 Según decía Marie Bonaparte,
Stahl tenía una oferta de los Estados Unidos, pero aspiraba a que la colec­
ción no saliera de Europa. La princesa le había echado un vistazo a una de
las cartas, para confirmar su autenticidad. “Después de todo —le dijo a
Freud—, ¡conozco su letra!” *104
Freud quedó aterrado. Recordemos que cuando la viuda de Fliess le
pidió que le devolviera las cartas de su esposo, poco después de la muerte
de Fliess, a fines de 1928, Freud no había podido encontrarlas. Pero la
solicitud lo había llevado a preocuparse por sus propias cartas a Fliess. Le
explicó a Marie Bonaparte que la correspondencia entre ellos había sido “la
más íntima que usted pueda imaginar. Hubiera sido sumamente embarazo­
so que cayera en manos de extraños”. Se ofreció a compartir el costo de
las cartas; estaba claro que quería que fueran destruidas; “No quiero que
ninguna de ellas llegue a ser conocida por la llamada posteridad.” *>05 Pero
Stahl, hombre de cierta rectitud, sólo vendería las cartas con la condición
de que no fueran a parar a las manos de la familia Freud, precisamente para
salvarlas de la destrucción. Obviamente, la pasión de Freud por la discre-
sión (característica de un burgués del siglo XIX como él) no era ningún
secreto.
Se inició entonces un duelo amistoso: de un lado estaba Freud, ansio­
so por asegurarse los documentos; del otro, la princesa, igualmente ansio­
sa por conservarlos para “la llamada posteridad”. A principios de enero de
1937, haciéndose eco de la actitud de Freud con respecto a la viuda de
Fliess, ella lo tranquilizó señalándole que si bien las cartas estaban todavía
en Alemania, por lo menos «ya no [estaban] en manos de la “bruja”».
Prometió no leerlas ella misma; le propuso depositarlas en alguna biblio­
teca segura, con la condición de que nadie las viera hasta “ochenta o cien
años después de su muerte”. Tal vez —adujo, oponiéndose a su ex analis­
ta— Freud no apreciaba su propia grandeza. “Usted pertenece a la historia
del pensamiento humano, lo mismo que Platón, digamos, o que Goethe.”
¡Cuánto se habría perdido si no tuviéramos las conversaciones de Goethe
con Eckermann, o si se hubieran destruido los diálogos platónicos sólo
para proteger la reputación del Sócrates pederasta! “Algo se perdería de la
historia del psicoanálisis, esta nueva y singular ciencia, creación suya,
más importante incluso que las ideas de Platón”, si se destruyeran esas
cartas sólo porque contenían algunas observaciones personales. Le decía
eso —le aseguró— porque “lo quiero... y reverencio”. *106
Freud se sentía aliviado por el hecho de que fuera ella y no otra perso­
na quien tomara posesión de las cartas, pero rechazó sus argumentos y

16 Escribiéndole a Jones a mediados de la década de 1950, Marie Bonaparte


anotó la suma que había pagado por las cartas: 1200 marcos alemanes. (Véase
Marie Bonaparte a Jones, 8 de noviembre de 1957, papeles de Jones, Archivos
de laBritish Psycho-Analytical Society, Londres.)
Morir en libertad [681]

comparaciones, así como un cuarto de siglo antes había objetado que


Ferenczi insistiera en compararlo con Goethe. “Dada la naturaleza muy
íntima de nuestra relación, esas cartas naturalmente se extendían prolija­
mente sobre cualquier cosa”, escribió; se hablaba tanto de temas profesio­
nales como personales. Entre los primeros se contaban “todas las nocio­
nes y desviaciones erróneas propias del psicoanálisis más primitivo, [y]
en este caso son también totalmente personales”. *>° 7 La princesa leyó
esto respetuosamente, pero no quedó convencida. A mediados de febrero la
colección pasó a su poder, y a principios de marzo viajó a Viena, donde
tuvo que resistir cara a cara las insistentes apelaciones de Freud, quien
confiando en que su discípula aceptaría finalmente quemar aquellos pape­
les, estuvo de acuerdo en permitirle que los leyera. Después de hacerlo,
ella no reaccionó como a él le hubiera gustado. Le señaló algunos de los
pasajes más notables, y a continuación, desafiando al hombre que quería y
reverenciaba, actuó como verdadera amiga del historiador, y depositó las
cartas en el Rothschild Bank de Viena. Un banco judío no era la más pru­
dente elección posible, pero en aquel entonces la anexión de Austria por
parte de Hitler no parecía aún un final inevitable.

A los ochenta años, Freud todavía podía trabajar, amar y odiar. A


principios de 1937 volvió con un sobrio ánimo profesional a los proble­
mas de la técnica analítica. Su extenso artículo “Análisis terminable e
interminable” constituye su más desencantado pronunciamiento con res­
pecto a la eficacia del psicoanálisis. Esa frialdad no era nueva; Freud no
había sido nunca un terapeuta entusiasta. *108 Pero en su nuevo trabajo, al
subrayar la fuerza de las pulsiones innatas, y la resistencia de la pulsión de
muerte y de las deformaciones del carácter a la influencia analítica, halló
nuevas razones para atribuir al poder curativo del psicoanálisis el más
modesto de los alcances. Declaró incluso que un análisis fructífero no
necesariamente impide la reaparición de la neurosis. Era como si Freud
abandonara, o por lo menos cuestionara, la meta de la terapia que había
enunciado en una formulación famosa sólo unos pocos años antes. La
intención del psicoanálisis, puntualizó en las Nuevas conferencias de
introducción, “es fortalecer el yo, hacerlo más independiente del superyó.
ampliar su campo de percepción y expandir su organización de modo que
pueda apropiarse de nuevas partes del ello. Donde había ello, debe haber
yo. Es un trabajo cultural parecido al drenaje del Zuyder Zee”. **» Pero en
su nuevo enfoque estaba escribiendo como si las ganancias del yo fue­
ran, en el mejor de los casos, temporales. Sería demasiado simple justifi­
car esa lastimera concepción solamente con el espectáculo de los aconteci­
mientos contemporáneos, pero éstos desempeñaban su papel. La política
lo marchitaba todo.
“Análisis terminable e interminable” apareció en junio de 1937. El
mismo mes, Freud tuvo la satisfacción de enterarse de que sobreviviría a
[682] Revisiones: 1915-1939

Alfred Adler. Durante una gira de conferencias por Gran Bretaña, Adler
había caído en una calle de Aberdeen, víctima de un ataque cardíaco. Cuan­
do Amold Zweig se manifestó un tanto entristecido por la noticia, Freud
dejó entrever que él no lo estaba en absoluto. Había odiado a Adler durante
más de un cuarto de siglo, y Adler lo había odiado a él durante el mismo
tiempo, y no menos explícitamente. “Para un chico judío de un suburbio
vienés —contestó Freud—, una muerte en Aberdeen, Escocia, es una haza­
ña sin precedentes y una prueba de lo lejos que ha llegado. Sin duda, sus
contemporáneos ya lo han recompensado lo suficiente por el servicio que
prestó contradiciendo al psicoanálisis”.17 *110 Freud había establecido este
punto en El malestar de la cultura: dijo que no podía comprender el man­
damiento cristiano de amor universal, y que sin duda muchas personas
eran dignas de odio; entre los individuos más odiosos se contaban a su jui­
cio aquellos que lo habían abandonado y que habían hecho una fortuna
actuando como alcahuetes ante un público incómodo con su teoría de la
libido.
Si bien la muerte de Adler le produjo placer, o por lo menos no le
provocó ningún dolor, la situación de otras personas le causaba preocupa­
ciones. Su cuñada Minna Bemays, que seguía siendo uno de sus seres
favoritos, contaba en aquel entonces setenta y dos años de edad y estaba
gravemente enferma. Sus hijos, empujados por la marea hitleriana, erra­
ban en busca de un hogar y medios para ganarse la vida. Sólo su hija
Anna se fortalecía cada vez más. Fuera cual fuere el prestigio que al prin­
cipio consiguió como hija de Freud y la protección que le brindó el padre,
ya hacía tiempo que los había reemplazado la autoridad adquirida merced a
su propio trabajo psicoanalítico con niños, y a sus lúcidos ensayos. Pero,
desgraciadamente, Lou Andreas-Salomé, amiga de Anna y de Freud, murió
en febrero de 1937, a los setenta y cinco años, “una muerte tranquila en su
casita de Gotinga”. Freud se enteró a través de los periódicos. “Estaba
muy encariñado con ella —reflexionó en una carta a Amold Zweig—,
extraño es decirlo, sin la menor huella de atracción sexual”. *ni La recordó
en una necrológica concisa pero cálida. *112 Eitingon, escribiendo desde
Palestina, expresó con propiedad los sentimientos de Freud: “La muerte de
Lou parece tan extrañamente irreal... Nos parecía tan ajena a cualquier
tipo de tiempo...”*112

Aunque preocupado por su vida personal, Freud no podía ignorar la

17 En su biografía, Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] (III, 208) incluyó


este fragmento de la carta, pero con un error de un año en la fecha, y además tra­
dujo una palabra usada por Freud, Judenbube, como "Jew boy" (calificación des­
pectiva referida a los judíos). Ese término no tiene una traducción totalmente ade­
cuada, pero la solución de Jones le proporciona un énfasis erróneo. La referencia
de Freud a Adler es demasiado dura y cínica, pero no tan desdeñosa o fanática
como implicaría jew boy.
Morir en libertad [683]

amenaza que representaba la Alemania nazi. Todavía aferrado a la cada vez


más desesperada esperanza de poder morir en Austria en una paz relativa,
experimentando aquí y allá con predicciones optimistas frustradas, Freud
vio que se desvanecían sus ilusiones sobre la subsistencia de una Austria
independiente. Sus consoladas negaciones se desmoronaban entre realidades
innegables: el rearme alemán, la resistencia occidental a enfrentarse con
Hitler. Lo que le angustiaba no era sólo su propio porvenir, sino el porve­
nir del psicoanálisis. Ya en el verano de 1933 le había escrito a Emest
Jones que estaba “casi resignado a ver perecer, en la actual crisis internacio­
nal, nuestra organización. Berlín está perdida, Budapest devaluada por la
pérdida de Ferenczi; en Norteamérica nadie sabe hacia dónde se encami­
na”. *114 Dos años más tarde, en septiembre de 1935, le dijo a Amold
Zweig que no retrasara su proyectado viaje a Europa: “Viena no tiene que
ser alemana antes de que usted me visite”. * ns Su tono era jocoso; lo que
quería decir, no lo era. Zweig jugaba todavía con la idea de que el gobierno
nazi iba a caer, y que a la época “parda” podría seguirle una monarquía con
tintes liberales. *116 También Freud seguía albergando este tipo de fantasías,
pero cada vez con menos convicción. Hasta en febrero de 1936 expresó la
esperanza de vivir lo suficiente como para ver el colapso del régimen
nazi. *n7 Esto no era tanto un signo de ingenuidad insuperable como pro­
ducto de las señales confusas, a menudo ininteligibles, que los observado­
res políticos recogían por igual en la izquierda y la derecha. El no contaba
con la ventaja inapreciable de la perspectiva que brinda el tiempo.
Pero a mediados de 1936 lo más frecuente era que Freud se manifestara
con la mayor desesperanza. “La aproximación de Austria al nacional-socia­
lismo parece imparable —le escribió a Amold Zweig en junio—. Todos
los hados conspiran con la chusma. Estoy esperando, cada vez lamentán­
dolo menos, que caiga el telón para mí.” *hs Menos de un año más tarde,
en marzo de 1937, en el porvenir sólo veía el desastre. “Nuestra situación
política parece nublarse cada vez más —le escribió a Jones—. Es probable
que no se pueda detener la penetración de los nazis. También para el análi­
sis las consecuencias son funestas.” Comparó la situación de Viena en
aquel entonces con la de 1683, cuando los turcos llegaron a las puertas de
la ciudad. Pero aquella vez había llegado ayuda, lo cual no era probable
que sucediera ahora. Mussolini, que hasta ese momento había protegido a
Austria de los alemanes, aparentemente decidió dejarles el campo libre.
“Me gustaría vivir en Inglaterra, como Ernst, y viajar a Roma, como
usted.” *ns En una carta a Arnold Zweig, sus presagios no eran más opti­
mistas: “En torno a nosotros todo se oscurece, es más amenazante, y la
conciencia de nuestro propio desamparo incluso más insistente.” *120 Cua­
tro años antes, todavía estaba dispuesto a rendir un tibio tributo a sus
compatriotas. Una dictadura de derecha —le escribió a Jones— haría desa­
gradable la vida para los judíos, pero la Liga de las Naciones intervendría
para impedir persecuciones, y “además: el austríaco no es partidario de la
[684] Revisiones: 1915-1939

brutalidad alemana”. *121 Ahora lo veía todo con una claridad implacable,
por lo menos a veces. “El gobierno de aquí —comentó en diciembre de
1937— es diferente, pero la gente es la misma, coincide por completo con
sus hermanos del Reich en el culto al antisemitismo. Cada vez nos aprie­
tan más la garganta, aunque aún no estamos siendo estrangulados”. *122 El
entusiasmo con el que los austríacos saludaron a Hitler tres meses más
tarde, no pudo sorprenderlo demasiado.

La catástrofe austríaca había estado incubándose durante mucho


tiempo, y a partir de cierto punto fue prácticamente inevitable. En julio
de 1936, el canciller Kurt von Schuschnigg había comprometido a su
gobierno en un convenio con la Alemania nazi, debidamente registrado en
la Chronik de Freud. Ese acuerdo incluía cláusulas secretas que suponían
hacer la vista gorda ante las operaciones de un ilegal Partido Nazi austría­
co, e incluir en el gabinete a algunos de sus líderes, como Arthur Seyss-
Inquart. Para recoger la metáfora de Freud, habían ajustado el lazo. En
febrero de 1938, Hitler forzó a Schuschnigg a designar a Seyss-Inquart
ministro de seguridad e interior. El caballo de Troya estaba en su puesto.
Schuschnigg contraatacó, con un gesto valiente pero fútil, convocando un
plebiscito sobre la independencia de Austria, que se realizaría el 13 de mar­
zo; en todas partes, aceras y paredes quedaron cubiertas de slogans favora­
bles a Schuschnigg.
Para Freud, la crisis obligaba a poner finalmente las cartas sobre la
mesa; el desenlace catastrófico le parecía probable pero no totalmente
seguro. “Ahora nuestro gobierno, íntegro y valiente en su actuación —le
escribió a Eitingon en febrero de 1938— es más enérgico que nunca en el
rechazo a los nazis.” Pero no se aventuraba a predecir que ese coraje pudie­
ra mantener a los alemanes fuera de Austria. *123 Sin embargo, él y su
familia permanecieron en calma. “Viena ha sido atacada por el pánico”, le
escribió Anna Freud a Jones el 20 de febrero, agregando: “Nosotros no
acompañamos al pánico”. *124 Dos días más tarde, escribiéndole a su hijo
Emst, Freud se atrevió a dudar de que Austria terminara como Alemania.
“La Iglesia Católica es muy fuerte y presentará una fuerte resistencia.”
Además, “nuestro Schuschnigg es decente, valiente y un hombre de carác­
ter”. Schuschnigg había invitado a un grupo de industriales judíos, para
asegurarles que “aquí los judíos no tienen nada que temer”. Desde luego, si
lo expulsaban del cargo, o si tenía lugar la invasión nazi, todas las espe­
ranzas rodarían por tierra. *12S
Pero Freud todavía no tenía ningún deseo de escapar. Su huida “daría
la señal para la disolución completa del grupo analítico”, y ésa era una
eventualidad que quería evitar. “No creo que Austria se permita la caída en
el nazismo. Hay una diferencia en perjuicio de Alemania que, como regla,
tiende a descuidarse.” El hecho de que depositara sus menguadas esperanzas
en un aliado sumamente improbable da una medida de lo débil que era el
Morir en libertad [685]

junco al que Freud se aferraba: la Iglesia Católica. “¿Será todavía posible


hallar seguridad en el refugio de la Iglesia Católica?”, le preguntó a Marie
Bonaparte el 23 de febrero. Pero en realidad no lo creía. “¿Quién sabe?”
interrogó en su castellano escolar. Hay algo patético en esos intentos
de última hora destinados a tranquilizarse y darse seguridades a sí mismo;
antes, Freud había sabido ver la situación con más realismo.
Los planes de Hitler para anexionarse a Austria a su Tercer Reich
siguieron adelante. El plebiscito de Schuschnigg era un escudo de hojalata
frente a una ametralladora. Los embajadores alemanes comunicaron a Ber­
lín, desde Londres y Roma, que la anexión de Austria por parte de Hitler
no provocaría ninguna resistencia. Schuschnigg se vio forzado a cancelar
el plebiscito. El 11 de marzo, después de un ultimátum de Hitler, renun­
ció como canciller en favor de Seyss-Inquart. El dictamen de Freud fue
lacónico y preciso: “Finís Austriae" *127 A la mañana siguiente, el nuevo
premier austríaco, obedeciendo instrucciones de sus amos de Berlín, invitó
a las tropas alemanas a cruzar la frontera.

Ese día el 12 de marzo de 1938, y el siguiente, Freud se sentó junto


a la radio y escuchó cómo los alemanes se hacían cargo de Austria. Oyó
anuncios leales de resistencia, seguidos de un corte, la alegría en un lado y
después en el otro. Enfermo como se sentía por efectos de una operación,
los acontecimientos políticos le hicieron olvidar sus dolores. Su Chronik
registra concisamente los hechos: domingo, 13 de marzo, “Anschluss con
Alemania”, y al día siguiente, “Hitler en Viena”. *128 Empezaba el reinado
del terror, una combinación hedionda de las purgas planeadas por los inva­
sores y los estallidos locales de diversión cruel: terror contra los socialde-
mócratas, contra líderes incómodos de la antigua derecha; y sobre todo,
contra los judíos. Freud no había dicho todo lo que debía contra sus com­
patriotas. Hemos visto que a fines de 1937 caracterizó a los austríacos
como no menos brutales que los alemanes; en realidad, demostraron ser
más aficionados que los nazis a caer ferozmente sobre los desvalidos.
El fanatismo y el revanchismo sádico que muchos alemanes tardaron
cinco años en adquirir, o en expresar, gobernaron la conducta de los austrí­
acos al cabo de sólo otros tantos días. Muchos alemanes habían cedido
bajo el bombardeo incesante de la propaganda, acobardados por un estado
exigente, un partido vigilante, y una prensa controlada; muchos austríacos
no necesitaron ningún tipo de presión. Sólo una pequeña parte de su com­
portamiento puede explicarse, o excusarse, como sumisión obligada al
terror nazi. Las turbas que saquearon las casas de los judíos y que aterrori­
zaron a los pequeños comerciantes lo hicieron sin órdenes oficiales y dis­
frutaron con su trabajo. Los prelados austríacos, guardianes de la concien­
cia cristiana, no intentaron en absoluto movilizar las fuerzas de la cordura
y la decencia que todavía quedaran; el cardenal Theodor Innitzer dio la señal
de salida, y los sacerdotes celebraron desde el púlpito los logros de Hitler,
[686] Revisiones: 1915-1939

prometieron cooperar alegremente con la nueva providencia, y ordenaron


izar en los companarios la bandera con la esvástica en las oportunidades
adecuadas. Esos homenajes clericales a Hitler proporcionan un devastador
comentario al funesto interrogante que Freud había formulado sólo unas
pocas semanas antes, cuando se preguntó si la poderosa Iglesia Católica
no podría, por propio interés, levantarse contra Hitler.i»
Los incidentes en las calles de las ciudades y pueblos de Austria inme­
diatamente después de la invasión alemana fueron los más atroces que el
Reich de Hitler había presenciado hasta ese momento. Los obscenos
calumniadores antisemitas de periódicos nazis como el Stürmer, las nue­
vas leyes que restringían la práctica profesional a los judíos alemanes, la
legislación racial de fines de 1935, las aldeas que anunciaban con orgullo
que estaban “limpias de judíos” ("Judenrein”'), estaban mostrando a los
judíos alemanes una antesala del infierno. Pero aún no habían sufrido toda
la violencia gratuita a gran escala que se esparció por Austria después del
Anschluss: en marzo de 1938, Austria fue un ensayo general de las perse­
cuciones alemanas de noviembre. El popular dramaturgo alemán Cari
Zuckmayer, un liberal, se encontraba por casualidad en Viena en esos días
y nunca los olvidó. “El infiermo se había abierto, liberando a sus espíri­
tus más bajos, más repugnantes, más impuros. La ciudad se había trans­
formado en una pesadilla pintada por Hieronymus Bosch”; la atmósfera
estaba llena “de chillidos incesantes, salvajes, histéricos, de hombres y
mujeres”. Para Zuckmayer, todas esas personas habían perdido el control
de sus rostros; exhibían “muecas distorsionadas: algunos angustiados,
otros falsos, y otros aun con un aire de triunfo salvaje, lleno de odio”. El
ya había presenciado algunos hechos horripilantes en Alemania, incluso el
putsch hitleriano de la cervecería en noviembre de 1923, y el ascenso nazi
al poder en enero de 1933. Pero nada de eso se aproximaba a las escenas
que estaban desarrollándose en las calles de Viena. Lo que se había “desen­
cadenado allí era la sublevación de la envidia, la maldad, el rencor, la ciega
y viciosa sensualidad de la venganza”. *12’
El boicot a los comerciantes judíos de Viena y otras ciudades austría­
cas era lo de menos. Pero resultaba bastante repugnante; lo hacían cumplir
bribones de camisa parda o jóvenes petulantes que llevaban brazaletes con
la ubicua esvástica, y que tomaban represalias salvajes con quienes lo
ignoraban o desafiaban. Los nazis austríacos contaban con listas cuidado­
samente preparadas para ese momento; ellos y sus seguidores saquearon
viviendas, negocios judíos y sinagogas. Pero aún más aterradora era la18

18 Es justo añadir que la política católica de sumisa colaboración con los


gobernantes nazis de Austria iba a agriarse antes de que terminara el año, cuando
el liderazgo nazi se quejó de los “sacerdotes políticos”. Pero fuera cual fuere la
resistencia que los curas austríacos debieran haber presentado, de todos modos
hubiera sido débil y fútil.
Morir en libertad [687]

violencia espontánea. Ver a un judío indefenso era algo que estimulaba la


imaginación de las turbas austríacas, ciudad tras ciudad. Los judíos ortodo­
xos de Europa Oriental, que se destacaban por sus sombreros de ala ancha,
orejeras y barbas flotantes, eran los blancos favoritos, pero los otros no se
salvaban. Mientras sus torturadores aullaban de placer, niños, mujeres y
ancianos judíos eran obligados a borrar, frotando con las manos desnudas
o con cepillos de dientes, los slogans sobre el abortado plebiscito de
Schuschnigg que habían quedado escritos en las calles. Un periodista
inglés presenció una de esas “fiestas de frotamientos” {“Reibpartien"),
según las llamaban: «Hombres de las SA arrastraron a un trabajador judío
mayor y a su mujer a través de la multitud que aplaudía. Rodaban lágri­
mas por las mejillas de la anciana, y mientras ella miraba fijamente hacia
adelante, prácticamente sin ver a sus torturadores, vi que el viejo, en cuyo
brazo la mujer se apoyaba, trataba de acariciarle la mano. Trabajo para los
judíos, al fin trabajo para los judíos —gritaba la multitud— “¡Le damos
gracias a nuestro Führer, que ha creado trabajo para los judíos!”» *130 Otras
bandas, en medio de mofas y puntapiés, obligaban a los escolares judíos a
escribir “Jud” en las paredes, a realizar una gimnasia humillante, o a prac­
ticar el saludo hitleriano. *131
No fue un estallido de un solo día. Un despacho de la Associated Press
enviado desde Viena el 13 de marzo informaba de que “hoy aumentaron las
escaramuzas contra los judíos y el saqueo a sus negocios. Los judíos están
desapareciendo de la vida vienesa. Pocos o ninguno se ven en las calles o
en los cafés. A algunos se les ha llegado a pedir que se bajen de los trans­
portes públicos”. El periodista había visto a un hombre “golpeado y aban­
donado herido en la calle. Otro, a la salida de un café, fue golpeado mien­
tras la esposa lo observaba todo impotente. Una mujer judía que retiró
40.000 schillings de un banco fue arrestada sin que mediara ninguna acu­
sación”. Mientras tanto, los “nazis visitaron la sede de la organización
deportiva judía Macabi, hicieron destrozos en el edificio e hicieron pedazos
la insignia de la organización”. *132
Había quienes no podían creer lo que veían, para los que el maravillo­
so sueño de Viena, la encantadora ciudad de la alegría en las orillas del
Danubio azul, no había muerto por completo: “Líderes judíos expresaron
la opinión de que el antisemitismo sería más moderado en Austria que en
Alemania”. *133 En realidad, quedó demostrado lo contrario. En un despa­
cho del 15 de marzo, un periodista comentó: Adolf Hitler ha dejado detrás
de sí en Austria un antisemitismo que está floreciendo incluso más rápida­
mente que en Alemania”. Ese periodista continúa describiendo escenas que
se habían vuelto totalmente familiares desde uno o dos días antes para los
lectores de los periódicos del mundo occidental (frotamientos y todo lo
demás). Y observó que si los judíos pudieran optar entre un austríaco que
disfrutaba y un alemán que obedecía órdenes, elegirían el alemán: «El
escritor vio a una mujer con abrigo de pieles, cerca del Saechsischer
[688] Revisiones: 1915-1939

Hotel, rodeada por seis guardias nazis con cascos de acero y rifles, obliga­
da a arrodillarse y a tratar desesperadamente de borrar las palabras “Heil
Schuschnigg!” escritas en el pavimento con pintura blanca. Pero incluso a
esos torturadores los judíos tenían motivos para estarles agradecidos, a
pesar de las humillaciones que les imponían, porque los guardias no los
habían golpeado, como la turba parecía ansiosa de hacer». Esa chusma,
“en un estado de ánimo extremadamente peligroso y presto para el
saqueo”, fue dispersada por los guardias nazis con cascos de acero. “Está
claro —reflexiona el periodista— que no sólo los judíos van a aprender
cuál fue el precio del Anschluss”. Un nazi alemán de Berlín con el que
había hablado ese periodista “expresó cierta sorpresa por la velocidad con
la que allí se estaba introduciendo el antisemitismo, lo que, según dijo,
convertía la situación de los judíos vieneses en algo mucho peor que la de
los judíos alemanes, porque en Alemania el cambio se había producido
mucho más gradualmente”. *134 A todos los periodistas que en aquellos
días informaban desde Austria les impresionaba el espíritu festivo reinan­
te. «Vieneses desenfrenados. Calles ruidosas atestadas —decía un titular
del 14 de marzo—. Vociferando, cantando, agitando banderas, las multitu­
des recorren la ciudad, haciendo el “Sieg Heil” nazi. / Jóvenes en marcha. /
Aires marciales alemanes reemplazan a los valses en los cafés: No hay
oposición visible». *135 Durante cierto tiempo, mientras los nazis alema­
nes importaban la teatral manipulación de masas que tan bien habían ela­
borado en su propio país, Austria estuvo de fiesta.
El lado sombrío de la fiesta era la coerción y el asesinato. Marzo de
1938, en Viena y en otras partes de Austria, se convirtió en un período de
asesinato político organizado, y también de asesinato casual, improvisado.
El abogado socialdemócrata judío Hugo Sperber, personaje más bien
importante, que durante mucho tiempo, a su modo ingenioso y desordena­
do, había significado una provocación para los nazis austríacos, fue literal­
mente pisoteado hasta la muerte. *136 Este incidente no fue el único: en
abril, un ingeniero, Isidor Pollack, director de una fábrica química, resultó
asesinado del mismo modo por hombres de las SA que realizaban un
“registro” de su casa. *137 Otros judíos austríacos, como el ensayista, artis­
ta de cabaret e historiador de la cultura aficionado Egon Friedell, privó de
su presa a los torturadores y asesinos; el 16 de marzo, cuando las tropas de
asalto subían por las escaleras a su apartamento, él se arrojó por la venta­
na y murió. Esto se convirtió en una epidemia: el 11 de marzo hubo dos
suicidios en Viena; tres días más tarde, el número ascendió a catorce, entre
ellos ocho de judíos. *> 38 Durante la primavera, unos quinientos judíos
austríacos optaron por la muerte para salvarse de la humillación, la angus­
tia insoportable o la deportación a campos de concentración. *> 3’ Las
muertes violentas eran tan abundantes que a fines de marzo las autoridades
se sintieron obligadas a emitir una desautorización de los “rumores refe­
rentes a miles de suicidios [presuntamente acaecidos] desde el acceso de los
Morir en libertad [689]

nazis al poder”. Alardeando de ese tipo de exactitud mecánica que caracteri­


zaría a la máquina de la muerte nazi en toda su existencia, la declaración
decía: “Desde el 12 al 22 de marzo se suicidaron en Viena noventa y seis
personas; sólo cincuenta de estos suicidios estuvieron relacionados con el
cambio de la situación política en Austria”. *140
Esa primavera, la idea del suicidio llegó incluso a invadir la casa de
Freud. El médico de confianza del maestro, Max Schur, que estuvo cerca
de su familia durante esos meses desesperados, informa de que cuando se
perdieron las esperanzas de poder huir de los nazis, Anna Freud le pregun­
tó a su padre: “¿No sería mejor que nos matáramos?” La respuesta de
Freud fue característica: “¿Porque a ellos les gustaría que lo hiciéra­
mos?” *141 Podía haber lloriqueado diciendo que nada valía ya la pena, y
hablar con anhelo del telón que iba a caer, pero él no quería apagar la luz,
ni abandonar el escenario, a gusto y conveniencia del enemigo. El espíritu
desafiante que tanto abundó en la vida de Freud todavía bullía en él. Si
tenía que irse, lo haría con sus propias condiciones.
Los nuevos gobernantes lograron integrar Austria al Reich de Hitler
con una eficiencia rápida y despiadada. Su trabajo, literalmente, significa­
ba finís Austriae: en menos de una semana, el ejército austríaco, las leyes
y las instituciones públicas de Austria, pasaron a ser ramas de sus equiva­
lentes alemanes, y el país ya no fue Austria sino una provincia oriental de
Alemania denominada “Ostmark”, un calculadísimo arcaísmo. Los jueces,
burócratas, industriales, banqueros, profesores, periodistas y músicos judí­
os purgados inmediatamente; en el plazo de unas pocas semanas, la ópera,
los periódicos, el mundo de los negocios, la cultura superior y los cafés se
declararon con ansiedad “puramente arios”. Se recompensaba a los nazis de
confianza con puestos de importancia y responsabilidad. Prácticamente no
había resistencia, ni siquiera objeciones. Pero la resistencia habría sido
inútil e irracional; la pequeña oposición que pudieron presentar los austría­
cos fue sofocada por Heinrich Himmler y su elite de camisas negras, las
SS, con métodos más que eficientes. Las personas sospechosas de una
posible unión con fuerzas antinazis, o de que alguna vez pudieran llegar a
hacerlo, fueron encarceladas, estranguladas, muertas a balazos, enviadas al
temible campo de concentración de Dachau, en Bavaria. Un puñado pudo
escapar al extranjero, sólo para descubrir que él resto del mundo no tenía
la intención de intervenir en su defensa.

Escudado en parte en su reputación internacional y sus asiduos


amigos, Freud se salvó de la mayor parte del terror, aunque no de todo. El
15 de marzo, un día después de haber registrado la llegada de Hitler a Vie­
na, Freud anotó que habían realizado “un control” en su apartamento y en
la Verlag. *142 Tanto las oficinas de la editorial psicoanalítica en Berggasse
7 como la casa de Freud en Berggasse 19 habían sido invadidas por pandi­
llas de incontrolados y camisas pardas. Registraron los archivos de la
[690] Revisiones: 1915-1939

Verlag, retuvieron todo el día a Martin Freud, sin hallar ninguno de los
documentos comprometedores guardados en la oficina. Fue un golpe de
suerte: el testamento de Freud, que estaba allí, revelaba que tenía fondos
en el extranjero. Los invasores permanecieron mucho tiempo en el aparta­
mento; tal vez los desconcertó un tanto Martha Freud, aquella burguesa
competente y cortés, pero no llegó a hacerles perder su presencia de áni­
mo. Anna Freud los llevó a la caja fuerte y la abrió, para que hicieran lo
que quisieran. *1« La visita sígnente de los nazis una semana más tarde, iba
a ser más preocupante.
Resultaba depresivamente obvio que el psicoanálisis no tenía futuro
en Viena. De ningún modo estaba claro el propio futuro de Freud. Era
demasiado célebre como para pasar inadvertido: los periódicos occidentales
informaron de que el gobierno palestino le había ofrecido asilo, pero los
nuevos funcionarios austríacos se negaban a entregarle el pasaporte. *144
La Chronik registra posibles ayudas: “Jones”, en la entrada del 16 de mar­
zo, y la “Princesa” al día siguiente. *145 Uno y otra contaban con relacio­
nes impresionantes (lo que los austríacos gustaban de llamar “Protek­
tion”): Ernest Jones podía apelar a sus amistades con miembros del
gabinete británico, y la princesa Marie Bonaparte era rica, de alta alcurnia
y tema lazos con la realeza lo bastante ilustres como para detemer incluso
la mano de la Gestapo. Desde Suiza, Ludwig Binswanger envió una invi­
tación en esa clase de idioma codificado que habían aprendido a utilizar
quienes enviaban cartas al territorio ocupado por los nazis. El 18 de marzo
le escribió a Freud: “El propósito de mis líneas hoy es decirle que lo invi­
to a venir en cualquier momento en que desee un cambio de aire”. Además
le dio seguridades: “Ya se imaginará que sus amigos suizos piensan en
usted, listos para ayudarle en todo momento”. *146 Más útil aún resultó
que William Bullitt, en aquel entonces embajador norteamericano en Fran­
cia, estuviera atento a la suerte de su ex colaborador en el libro sobre Wil­
son. El cónsul general norteamericano en Viena, John Cooper Wiley,
designado a instancias de Bullitt, le respondía como su representante en el
lugar de los hechos. Freud fue también afortunado con los austríacos gen­
tiles de los que tanto dependía (en especial su cirujano, Hans Pichler, del
que siguió siendo paciente, como si nada hubiera cambiado en el mundo).
Sin embargo, no era seguro que aquel formidable equipo de protectores
pudiera salvar a Freud; embriagados por una victoria tras otra, desprecian­
do a las potencias occidentales que anhelaban la paz y temían la confronta­
ción, los nazis se burlaban de las protestas inglesas, francesas o norteame­
ricanas. Los recuerdos de la Primera Guerra Mundial y sus horrores
obsesionaban y prácticamente paralizaban a los hombres de Estado de los
países aliados; esos recuerdos actuaban como otros tantos factores de apa­
ciguamiento. Algunos de los políticos nazis más osados, por ejemplo
Himmler, exigían que Freud y toda la pandilla de analistas que todavía
estaban en Viena fueran encarcelados, pero aparentemente los contuvo
Morir en libertad [691]

Hermann Góring, apoyado por el Ministerio de Relaciones Exteriores ale­


mán; ellos aconsejaron prudencia. *147 El 15 de marzo, Wiley cablegrafió
al secretario de Estado norteamericano, Cordell Hull: “Temo que Freud
esté en peligro, a pesar de sus años y de su enfermedad”. *1« Hull le trans­
mitió el mensaje al presidente Franklin Roosevelt, y observó al día
siguiente que “de acuerdo con las instrucciones del presidente”, le había
pedido al embajador norteamericano en Berlín, Hugh Robert Wilson, que
“trate el tema personal e informalmente con las correspondientes autorida­
des alemanas”; Wilson procuraría conseguir que la familia Freud pudiera
viajar a París, “donde el presidente está informado de que hay amigos
ansiosos por recibirlos”. En adelante, el destino de Freud interesó al más
alto nivel del gobierno norteamericano, con la vigilante participación del
Departamento de Estado (Cordell Hull y su poderoso segundo en la jerar­
quía, Sumner Welles, y los embajadores norteamericanos en París y Ber­
lín). Wiley telegrafió al secretario de Estado, el 17 de marzo, que si bien a
Freud le habían confiscado el pasaporte, existía una promesa del “Jefe de
Policía de Viena” de “interesarse personalmente en el caso”. Las energéti­
cas intervenciones de Bullitt ante el embajador alemán en París, el conde
von Welczeck, en cuanto a que cualquier maltrato infligido a Freud escan­
dalizaría al mundo, también mejoraron las perspectivas del maestro.
Uno de los obstáculos más tenaces que se oponían al rescate de Freud
era el propio Freud. Emest Jones, que acudió rápidamente a Viena para
ayudar, ha dejado un relato conmovedor de su “charla de corazón a cora­
zón” con Freud, poco después del 15 de marzo, en la que este último adujo
todo tipo de razones, algunas convincentes pero la mayoría traídas por los
pelos, para no salir de Viena. Era demasiado viejo; estaba demasiado débil;
ni siquiera podía subir por los escalones de un compartimento de ferroca­
rril; no se le permitiría vivir en ninguna parte. Jones reconoció que el
último argumento, lamentablemente, no era imaginario. En aquellos días,
recuerda, casi todos los países, atendiendo en su defensa a las cifras de
desempleo, y presionados para excluir a los competidores extranjeros del
mercado de trabajo, eran “ferozmente inhospitalarios” con los nuevos
inmigrantes. *> 49 Sin duda, el mundo de la década de Hitler no era un lugar
generoso: había demasiadas personas sin trabajo, y muchos preferían pen­
sar que los horrendos relatos de persecución acerca de la Alemania y la
Austria nazis eran tal vez equiparables a los imaginativos cuentos de la
propaganda difundida por los aliados sobre las atrocidades alemanas durante
la Primera Guerra Mundial. Además, ¿quién necesitaba más judíos?
Después de una larga disputa, Jones cercó con su lógica a Freud, supe­
rando el argumento final de este último con una réplica ingeniosa. Des­
pués de ver demolidos uno tras otro todos sus pretextos para permanecer
en Viena, Freud expuso una “última declaración. No podía abandonar su
tierra natal; se convertiría en un soldado desertor”. Jones tenía la respuesta
preparada: “Logré contrarrestar esa actitud citando el caso análogo de Ligh-
[692] Revisiones: 1915-1939

toller, el segundo oficial del Titanic". Lightoller se había visto arrojado al


mar cuando explotó la caldera del buque que se hundía. En el curso de su
interrogatorio, se le preguntó cuándo había dejado la nave. El respondió:
“Nunca dejé la nave, señor; ella me dejó a mí”. La anécdota obtuvo “su
aceptación final”. *150 Tranquilizado, Jones volvió a Inglaterra el 20 de
marzo, dispuesto a recurrir a sus relaciones con el objeto de conseguir
visados para los Freud.
Freud provocó otras dificultades. Cuando Wiley cablegrafió al secreta­
rio de Estado el 19 de marzo, él quería llevarse consigo a toda la familia,
incluso a sus parientes políticos, junto con su médico y la familia del
médico (un total de dieciséis personas). Bullitt le respondió de inmediato a
Wiley que eso estaba “totalmente fuera de los recursos que tengo a mi dis­
posición”, y pensaba que semejante séquito excedería incluso las posibili­
dades de Marie Bonaparte. El ofrecía 10.000 dólares, pero “no puedo (repi­
to, no puedo) responsabilizarme de más”. Wiley contestó que Freud
“proyecta ir a Inglaterra. Dice que el único problema es el visado de sali­
da”. Eso facilitaba las cosas, y además se contaba con otra ayuda: “La
princesa está aquí —le informó Wiley a Bullitt—. Mrs. Burlington [Bur-
lingham] también”. La fastidiosa cuestión del dinero retrocedió a un
segundo plano; obtener el permiso para la salida de Freud se convirtió en
el problema principal.
Entonces se inició un complicado ballet telegráfico en la estratosfera
diplomática. Jones movilizó a sus amigos sir Samuel Hoare, secretario
del Interior, y el conde De La Warr, lord del Privy Seal (Sello Privado),
para lograr el permiso de residencia de Freud y su familia. El trámite esta­
ba lejos de ser automático o fácil, pero los aliados de Jones en el gobierno
prometieron cooperar. Sin embargo, los funcionarios de la Austria nazi
todavía no habían terminado con la familia Freud. El 22 de marzo, Wiley
cablegrafió al secretario de Estado, “para Bullitt”, que von Stein, el pode­
roso “consejero alemán” de Viena, había tratado el problema de “la salida
de Freud con Himler [sic]. Señalé que la edad y la salud de Freud exigían
un tratamiento especial en la frontera”. Pero el mismo día, a las 2 de la
tarde, Wiley telegrafió a los mismos destinatarios: “Arma Freud acaba de
ser arrestada”. En la Chronik de Freud se puede leer a dónde había ido:
“Arma en la Gestapo”. * ui
Esa nota concisa oculta la agitación que experimentaba Freud. Cuando
se llevaron a Arma al cuartel general de la Gestapo en el hotel Metropole,
ella y su hermano Martin, que aguardaba la misma imperiosa “invita­
ción”, consultaron al doctor Schur, preguntándose razonablemente si les
iban a torturar o incluso si saldrían vivos. “A petición suya” recuerda
Schur, él “les proporcionó una cantidad suficiente de Veronal”, y les pro­
metió que cuidaría del padre mientras pudiera hacerlo. Ese —comenta
Schur— fue el peor día de Freud. *132
Nadie cuestionaría esa afirmación. “Fui a Berggasse y me quedé con
Morir en libertad [693]

Freud— recuerda Schur. Las horas eran interminables. Fue la única vez
que vi a Freud profundamente preocupado. Iba de aquí para allá, fumando
incesantemente. Traté de tranquilizarlo cuanto pude.” *153 Mientras tanto,
en la Gestapo su hija Anna no perdió el control. “Fue lo bastante perspi­
caz —escribió su hermano Martin— como para darse cuenta de que el
principal peligro que corría era que la dejaran esperando en el corredor,
olvidada, hasta que cerraran las oficinas. En ese caso, sospechó, la barrerí­
an junto con otros detenidos judíos, y sería deportada o asesinada por
casualidad.” Los detalles son confusos, pero parece que movilizando de
algún modo a sus amigos más influyentes, ella logró que la interrogaran.
La Gestapo quería información sobre la sociedad internacional a la que per­
tenecía, y consiguió convencerlos de que la Asociación Psicoanalítica
Internacional era una institución puramente científica, totalmente apolíti­
ca. *154 A las siete de la tarde, Wiley pudo cablegrafiar buenas noticias al
secretario de Estado, “para Bullitt”, como siempre: “Anna Freud libera­
da”.1’ Schur anota que, al sentirse aliviado, el padre se permitió demostrar
alguna emoción.
Ese acontecimiento, incluso más que la elocuencia de Ernest Jones,
convenció a Freud de que ya era tiempo de irse. Un poco después le escri­
bía a su hijo Emst: “en estos tiempos difíciles, son dos las cosas que
todavía espero: veros a todos juntos y morir en libertad”. *155 Pero el pre­
cio de la libertad era someterse a ese tipo de latrocinio organizado burocrá­
ticamente en el que eran especialistas los nazis. Nadie podía salir legal­
mente de Austria sin un Unbedenklichkeitserklarung, un “certificado de
buena conducta” (literalmente, “de inocencia”) que el potencial emigrante
sólo podía conseguir después de haber hecho efectivos todos los pagos
obligatorios que el régimen ingeniosamente inventaba y multiplicaba. El
13 de marzo, la dirección de la Sociedad Psicoanalítica de Viena había
decidido recomendar la emigración inmediata de sus miembros judíos, y
volver a reunirse cuando Freud finalmente hubiera hallado un nuevo
hogar. El único miembro gentil, Richard Sterba, se negó a presidir un
establishment psicoanalítico “arianizado”, y eligió compartir el exilio de
sus colegas judíos.
Esto permitió que los austríacos confiscaran los bienes de la Sociedad,
su biblioteca y la editorial. *156 Tan mezquinos en las trivialidades como
inhumanos en las cosas importantes (una característica de todos los régi-
menes totalitarios) las autoridades ampliaron la lista de sus exigencias a

19 Más tarde, al recordar los acontecimientos de ese día, Anna Freud pensó
que “podría haberse producido alguna intervención entre bambalinas. Por lo
menos hubo una misteriosa llamada telefónica después de que yo estuviera allí
durante unas horas, y ello propició que en lugar de esperar en el corredor pudiera
sentarme en una habitación interior”. (Anna Freud a Jones, 20 de febrero de
1956, papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Lon­
dres.)
[694] Revisiones: 1915-1939

los Freud: insistieron en recaudar el impuesto que debían pagar los judíos
por “huir” del país (el Reichsfluchtssteuer) y, además, querían el stock de
las obras completas de Freud (que Martin Freud, prudentemente, había
enviado a Suiza), para quemarlo. Como era típico en ellos, le pagaron a
Martin Freud el transporte de los libros que devolvieron de nuevo a Aus­
tria. *i5 7 Freud no tenía con qué pagar lo que se le pedía; todo su dinero en
efectivo le había sido confiscado, lo mismo que su cuenta bancaria. Pero
allí estaba Marie Bonaparte. Había permanecido junto a los Freud durante
marzo y principios de abril, y volvió a Viena a fines de ese mes, pagando
todo lo que había que pagar. Su presencia fue invalorable. “Creo que nues­
tras tristes últimas semanas en Viena, desde el 11 de marzo hasta fines de
mayo —escribió más tarde Martin Freud con gratitud— habrían sido total­
mente insoportables sin la presencia de la princesa.” No sólo les dio su
dinero y su aliento; también aportó su intrepidez: cuando las SS fueron a
llevarse a Anna a la Gestapo, la princesa pidió que también la arrestaran a
ella. *15«
Incluso Anna Freud, por lo general tan dueña de sí misma a veces se
entregaba al desaliento. “En tiempos más tranquilos —le escribió a Emest
Jones el 3 de abril, empleando el íntimo du— espero poder demostrarte
que comprendo perfectamente lo que estás haciendo por nosotros”. *>5» Lo
que principalmente impedía la entrega de los visados de salida —le infor­
mó Wiley a Sumner Welles— era la “liquidación” de la editorial de Freud.
Marie Bonaparte era infatigable, pero las interminables diligencias ante
funcionarios y autoridades recaían en su mayor parte sobre los hombros de
Anna Freud. “Entre ayer y hoy —le relató a Emest Jones a fines a abril—
estuve cinco veces en casa del abogado y tres veces en el consulado
americano]. Todo va lento”. *160 A veces, su desaliento era perceptible en
sus cartas a Londres y, disciplinada y autocrítica, ella misma lamentaba
tales efusiones. “Por lo general —prácticamente se disculpó con Jones el
26 de abril—, escribo a altas horas de la noche, cuando ya he agotado una
buena cantidad del llamado “coraje”, y tal vez entonces me dejo ir un poco
demasiado”. Sobre todo, le preocupaba su padre. “¿Qué haremos si su
salud no resiste? Pero eso —agregó pensativamente— se cuenta entre lo
que es mejor no preguntarse.” *161
De hecho, la salud de Freud hacía frente a la tensión con valentía; se
veía sin embargo condenado a la pasividad, que él detestaba. Para pasar el
tiempo, mientras aguardaba que los nuevos dueños del poder aprendieran
su oficio y pusieran fin a sus tropelías, clasificó y ordenó sus libros, sus
antigüedades, sus papeles. Se desembarazó de títulos que no le interesa­
ban, e intentó tirar cartas y documentos, aunque Marie Bonaparte y Anna
Freud lograron rescatar algunas para la posteridad, recogiéndolas del cesto
de los papeles. *162 Mayor placer le procuró la traducción (en la que pasó
horas junto con su hija) del pequeño homenaje de Marie Bonaparte a su
chow Topsy. Incluso halló energía para dedicarse un poco (“una hora por
Morir en libertad [695]

día”) a dar algunos toques a su Moisés y la religión monoteísta. *163 El 6


de mayo (Freud cumplía ese día ochenta y dos años), el embajador Wilson
informó al secretario de Estado, desde Berlín, que el funcionario de la Ges­
tapo a cargo del caso Freud no veía más que un obstáculo para la partida:
el arreglo de las deudas de Freud con su editor. Pero ese único asunto ocu­
pó más tiempo de lo que se esperaba. Tres días más tarde, le escribió a su
hijo Emst desde “Viena, mientras esperaba para viajar a Londres”, agrade­
ciéndole las felicitaciones por el cumpleaños: “Estamos esperando más o
menos pacientemente a que se arreglen nuestros negocios. En vista del
poco tiempo que nos queda por vivir, me exaspera la demora. El vigor
juvenil y la energía optimista de Anna, afortunadamente, no se han visto
conmovidos. De no ser así, habría sido difícil incluso soportar la vida”.
Volviendo a una antigua preocupación, añadió un comentario sobre las
diferencias entre hombres y mujeres: “En general, las mujeres resisten
mejor que los hombres”.20 *>« En ese momento Freud ya había aceptado
por completo la idea de emigrar, y a mediados de mayo le describió a
Jones el más fuerte de los incentivos que lo motivaban: “Las ventajas que
el hecho de instalarse en otro lugar le aportará a Anna merecen todos nues­
tros pequeños sacrificios. Para nosotros, los viejos (73, 77, 82) —su
cuñada, su esposa, él mismo— establecerse en otra parte no habría valido
la pena”. *165
El trabajo, aunque fuera poco trabajo, seguía siendo para Freud la
mejor de las defensas contra la desesperación. Su sentido sarcástico del
humor, por otra parte, no lo había abandonado por completo. Inmediata­
mente antes de dejarlo salir, las autoridades insistieron en que firmara una
declaración dejando bien claro que no se le había sometido a ningún tipo
de malos tratos. Freud lo hizo, añadiendo un comentario: “Puedo darles a
todos las más altas recomendaciones de la Gestapo” (“/c/z kann die Gesta­
po jedermann auf das beste empfehlen"). *166 Se trata de algo curioso que
invita a hacer especulaciones. Freud tuvo la suerte de que los hombres de
las SS que leyeron su recomendación no advirtieran la ironía oculta. Nada
habría sido más natural que considerar ofensivas sus palabras. ¿Por qué,
entonces, en el momento de la liberación, corrió conscientemente ese ries­
go mortal? ¿Actuaba algo en Freud que lo empujaba a permanecer, y
morir, en Viena? Fuera cual fuere la razón profunda, su “elogio” de la
Gestapo fue el último desafío de Freud en suelo austríaco.
La emigración a Inglaterra había estado preparándose desde cierto
tiempo antes. Minna Bemays fue el primer miembro de la familia que par­
tió, el 25 de mayo; Martin Freud lo hizo nueve días más tarde; Mathilde
Hollitscher y su esposo Robert, diez días después de Martin. El 25 de
mayo, Anna Freud confesó que la embargaba un sentimiento de irrealidad:

20 Freud ya había dicho lo mismo antes. “Las mujeres —le escribió a


Jones el 28 de abril— son las más eficaces.” (Freud Collection, D2, LC.)
[696] Revisiones: 1915-1939

“No me sorprendería que todo el asunto continuara de este modo durante


cien años. Ya no estamos totalmente aquí, pero todavía no estamos com­
pletamente allá”. *167 El 31 de mayo los papeles todavía no estaban en
orden. Freud, su esposa Martha y su hija Anna aún tenían que esperar
el Unbedenklichkeitserklarung.
El pasaporte a la libertad llegó finalmente el 2 de junio, y el mismo
día el doctor Pichler examinó a Freud una vez más, sin encontrar nada de
importancia. Dos días más tarde, el sábado 4 de junio, Freud salió final­
mente de Viena. Sus dos comunicaciones finales desde Berggasse 19 fue­
ron una breve nota a Arnold Zweig y una tarjeta postal a su sobrino
Samuel, con su nueva dirección en Londres. * i» En su Chronik. registró
lacónicamente los hechos, pero cometió un lapsus, el tipo de error que él
le había enseñado al mundo a tomar en serio: en lugar de fechar su partida
el 4 de junio, se equivocó y anotó “sábado, 3 de junio”. *i7°¿Fue un men­
saje sutil de su inconsciente, que contradecía la revelación oculta en su
impolítico cumplido a la Gestapo? Después de todo, ¿estaba ansioso por
dejar Viena? ¿O, por el contrario, daba muestras de que en realidad quería
posponer su partida? Sólo cabe especular. Cuatro semanas antes, el 10 de
mayo, había anotado: “¿Partida en dos semanas?” * ni Sin duda, afrontaba
el exilio con una ambivalencia profunda, en parte inconsciente. “El senti­
miento triunfante de liberación —escribió en su primera carta desde Lon­
dres— está demasiado mezclado con aflicción, pues uno, a pesar de todo,
amó mucho la prisión de la que ha sido liberado.” *172
Casi poéticamente, el éxodo no se produjo sin algún que otro tropie­
zo. Max Schur, que iba a acompañar a Freud como médico personal “fue
lo bastante fastidioso” *17j como para necesitar una apendicectomía, y no
pudo unirse a su paciente hasta el 15 de junio. Por sugerencia de Anna
Freud, una joven pediatra, Josefine Stross, acompañó a Freud en lugar de
Schur. *174 La seguridad llegó, según la agradecida anotación de Freud, a
las “2:45 A.M.” *175 el 5 de junio, cuando el Expreso de Oriente entró en
Francia por Kehl. “¡Después del puente de Rin —exclamó Freud, recordan­
do el momento—, estábamos libres!” Salvo por la fatiga que se manifes­
taba por medio de sus acostumbrados trastornos cardíacos, sobrellevó bien
el viaje. La recepción en París fue cordial aunque un tanto ruidosa, con
entusiastas periodistas y fotógrafos que aguardaron en la estación ferrovia­
ria en busca de fotos y entrevistas. Pero también estaba allí Bullitt, lo
mismo que Emst y Harry Freud, merodeando a su alrededor con aire pro­
tector, y Marie Bonaparte, que de inmediato se lo llevó a su elegante man­
sión, donde pasó un delicioso día de reposo. “Marie —informó— se supe­
ró a sí misma en ternura y consideración.” Después los Freud cruzaron por
la noche el canal de la Mancha. Al llegar a la estación Victoria en la
mañana del 6 de junio, fueron recibidos por miembros de su familia y por
los Jones, y llevados a una casa alquilada en el noroeste de Londres, cerca
de Regent’s Park. Mientras Jones conducía a través de la “hermosa ciu­
Morir en libertad [697]

dad”, *> 7« pasaron por algunos de los lugares turísticos de Londres (el pala­
cio de Buckingham, Piccadilly Circus, Regent Street) y Freud fue descri­
biéndoselos a su mujer. *177 Nunca hubiera soñado que iba a terminar su
vida en Londres, como exiliado.

La muerte de un estoico

Freud había llegado a Inglaterra, como había dicho,


para “morir en libertad”. Pero su primera carta desde
Londres atestigua que ni las angustias y hostigamien­
tos que acababa de soportar, ni el cáncer que había sido
su enemigo más acérrimo durante quince años, ni su
avanzada edad (tenía ochenta y dos años), habían aho­
gado su vitalidad, sus dotes para la observación y la frase expresiva, ni sus
hábitos de clase media. “Querido amigo —le escribió a Max Eitingon, que
estaba en Jerusalén—, le he enviado pocas noticias en las últimas sema­
nas. En compensación, le estoy escribiendo la primera carta desde mi nue­
vo hogar, incluso antes de tener papel de escribir” con la nueva direc­
ción. *17« En esa observación sobrevive un mundo totalmente burgués, que
ya había quedado atrás en la historia: se daba por sentado (¿no era así?) que
fuera cual fuere el lugar donde uno vive, aunque alquile una casa amuebla­
da, como lo era la de 39 Elsworthy Road, debe tener papel de escribir pro­
pio con la dirección impresa. Pero incluso sin el nuevo membrete, Freud
pudo revivir para su amigo de Berlín el relato de los acontecimientos
recientes: el éxodo de la familia Freud completo, con criada, médico y
chow, desde Viena, vía París, a Inglaterra; la inoportuna apendicitis de
Schur; los efectos de la agitación del viaje en el corazón de Freud; la bon­
dad ejemplar de Marie Bonaparte; la encantadora situación de la nueva resi­
dencia, con su jardín y su agradable vista.
Había algo autodefensivo en ese sentido enumerativo, y Freud, el vie­
jo psicoanalista, lo sabía y lo dijo. Pero su esposa, que no era analista,
percibió con idéntica claridad la nueva situación. A fines de junio le escri­
bió a una sobrina suya que, si no fuera porque incesantemente pensaba en
los seres queridos que había dejado, “podría ser perfectamente feliz”. *i 7’
Cuatro de las hermanas de Freud estaban todavía en Viena. El les había
entregado 160 000 schillings (bastante más de 20 000 dólares), una suma
sustancial. Pero el destino de ese dinero —y, por supuesto, el destino de
esas ancianas damas— era incierto bajo un régimen tan brutal e impredeci­
ble como el del nuevo orden austríaco. Incluso las experiencias que le pro­
curaban alivio o que lo hacían feliz, amilanaban a Freud. En los últimos
meses habían sucedido demasiadas cosas; en lo que ahora le rodeaba surgí­
[698] Revisiones: 1915-1939

an demasiadas sorpresas. No podía asimilar distraídamente los agudos con­


trastes. Le dijo a Eitingon que todo le parecía un sueño irreal. “La situa­
ción emocional es difícil de captar, apenas se puede describir.” El deleite
total que sentía al vivir en ese mundo nuevo se veía ligeramente alterado
por algunas de sus pequeñas singularidades, por el interrogante de cuánto
resistiría su corazón, por la grave enfermedad de su cuñada. Minna Bemays
yacía en el lecho del piso de arriba; todavía no había podido visitarla. No
sorprende que experimentara intervalos de depresión. “Pero los hijos, tanto
los propios como los adoptados, se están portando encantadoramente.
Mathfilde] está demostrando ser tan competente como Anna en Viena”
(éste era el mayor cumplido que podía hacer). “Emst es realmente, como
alguien lo ha llamado, una torre de fuerza', Lux —la esposa de Emst— y
sus hijos son dignos de él; los hombres, Martin y Robert, llevan de nue­
vo la cabeza alta. ¿Seré yo el único que no me una a ellos, que defraude a
su familia? Y mi esposa ha permanecido sana y victoriosa.” *180
Había tenido mucha suerte. El Manchester Guardian, que anunció la
llegada de los Freud con un cordial artículo el 7 de junio, citó palabras de
Anna, según las cuales “en Viena nos contábamos entre los muy pocos
judíos tratados con decencia. No es cierto que estuviéramos confinados en
casa. Mi padre no salió durante semanas, pero ello se debió a su salud”.
Emst Freud corroboró el informe de la hermana: “El trato general a los
judíos ha sido abominable, pero no en el caso de mi padre. El fue una
excepción”. Martin Freud agregó que su padre se quedaría “en Inglaterra
porque ama el país y la gente”. *181 Eso era a la vez diplomático y sincero.
Estar a salvo era bastante estimulante, pero Freud tenía además otros
motivos de regocijo. El 28 de junio —le informó a Amold Zweig con
manifiesto orgullo—, lo habían visitado tres secretarios de la “R. S.”, lle­
vando “el libro sagrado de la [Royal] Society” para que lo firmara. “Me
dejaron un facsímil del libro, y si usted estuviera aquí, podría mostrarle
firmas desde la de I. Newton hasta la de Charles Darwin. ¡Buena compa­
ñía!” La invitación a sumar su nombre a los de esos científicos ilustres
era ya lo suficientemente grata; la disposición de la Royal Society a olvi­
dar sus reglas y llevar el libro a su casa representaba una nota adicional de
bienvenida. Sólo lo habían hecho una vez antes: esa otra excepción fue el
rey de Inglaterra. Pero Freud no pudo abstenerse de añadir que Inglaterra
era un lugar extraño; incluso querían que cambiara de firma. Allí —se le
dijo— sólo los lores firmaban únicamente con el apellido. De modo que
experimentalmente, Freud firmó esa carta a Amold Zweig de una manera
que había abandonado más de cuarenta años antes: “Sigm. Freud”. *182
Lo que importaba, mucho más que esos pequeños detalles, era la efu­
sión de bondad y simpatía por parte de los ingleses. Los personajes famo­
sos y los súbditos corrientes, casi todos ellos completamente extraños
para él, le brindaron una recepción cordial y solícita, que iba casi más allá
de lo que él estaba en condiciones de aceptar. «Nos hemos hecho popula­
Morir en libertad [699]

res de inmediato —le escribió a Eitingon—. El gerente del banco dice:


“Lo sé todo de usted”; el chófer que lleva a Anna observa: “Oh, es la casa
del doctor Freud”. Estamos inundados de flores.» Tal vez lo más notable
fuera que “desde luego, usted puede volver a escribir todo lo que quiera. No
están abriendo las cartas”. *383 Dos semanas más tarde, en respuesta a una
carta de su hermano Alexander, que había logrado salir de Austria en mar­
zo y se encontraba a salvo en Suiza, Freud confirmó su evaluación eufóri­
ca, casi incrédula. Con todos sus rasgos más característicos, Inglaterra era
“un país bendito, feliz, habitado por un pueblo bondadoso y hospitalario;
ésta es por lo menos la impresión de las primeras semanas”. Le sorpren­
dió que, desde el tercer día de su estancia, le llegaban cartas que sólo tení­
an escritas en el sobre direcciones tales como “Dr. Freud, Londres”, junto
al Regent’s Park” * i 84. Igualmente sorprendida estaba su mujer *1«. Pero
toda esa correspondencia no podía desatenderse. “¡Y las cartas! —exclamó
Freud con un horror burlesco—. He estado trabajando durante dos semanas
como un coolie para separar la paja del trigo” y responder a quienes lo
merecían. Tenía cartas de amigos y, “sorprendentemente, muchas de extra­
ños que sólo quieren expresar su alegría por el hecho de que hayamos esca­
pado y estemos a salvo, y no pretenden nada a cambio”. Además, como
era de esperar, lo desbordaba «la horda de cazadores de autógrafos, tontos,
locos e individuos piadosos que envían opúsculos y evangelios, quieren
salvar mi alma, mostrarme el camino hacia Cristo e ilustrarme sobre el
futuro de Israel. Y después, las doctas sociedades de las que ya soy miem­
bro, y las innumerables “asociaciones” judías de las que se supone que me
convertiré en miembro honorario. En síntesis, por primera vez, y tarde en
mi vida, he experimentado qué es la fama”. *186
En medio de todas esas satisfacciones, Freud estaba padeciendo hasta
cierto punto un síntoma que años antes había identificado como culpa del
superviviente. Advirtió en sí mismo un bloqueo real que le impedía res­
ponder a la carta de su hermano, pues él, Freud, y su familia estaban muy
bien, casi demasiado bien. Aunque Freud no hacía mención de sus herma­
nas que se habían quedado en Viena, no dejaba de pensar en ellas. Y expe­
rimentaba los dolores del exilio. “Tal vez usted ha omitido el único punto
que para el emigrante es tan particularmente penoso —le escribió a un ex
analizando, el psicoanalista suizo Raymond de Saussure, quien lo había
congratulado por su huida—. Es, no hace falta decirlo, la pérdida del idio­
ma con el que uno ha vivido y pensado, y que nunca podrá reemplazar por
otro, a pesar de todo su esfuerzo y buena voluntad.” Incluso le resultaba
difícil renunciar a su acostumbrada “escritura gótica”. Era irónico: “A uno
le han dicho muy a menudo que no es un germano. Y, por ello, uno está
contento de no necesitar ya ser un germano”. *187 Pero eso eran malestares
soportables. En esos momentos, por lo menos, Freud no estaba muriendo,
sino viviendo en libertad, y disfrutando de ello tanto como se lo permitían
su mala salud, sus remordimientos y el mundo.
[700] Revisiones: 1915-1939

La respuesta de Freud al vigoroso efecto de la recepción que le


brindaron consistió en volver al trabajo serio, lo que era siempre una bue­
na señal. El 21 de junio, dos semanas, después de haber desembarcado en
Inglaterra, anotó en su Chronik'. “Moisés III empezado de nuevo”. *188 Una
semana más tarde le dijo a Amold Zweig que estaba trabajando en la terce­
ra parte del Moisés, y muy a gusto. Aparentemente fue un gusto que muy
pocos compartieron. Acababa de recibir una carta —agregó— “de un joven
judío norteamericano, en la cual se me pide que no prive a mis pobres e
infelices hermanos judíos del único consuelo que les queda en su desventu­
ra”. *18’ Aproximadamente en la misma época, el eminente orientalista
judío Abraham Shalom Yahuda lo visitó para hacerle la misma súplica.
*190 Freud no había completado todavía el manuscrito de Moisés y la reli­
gión monoteísta, y ya la perspectiva de su publicación preocupaba a los
judíos ansiosos de aferrarse a Moisés en aquella época de terribles dificul­
tades. En 1937 Freud había publicado las dos primera partes en Imago,
pero un libro que iba a estar al alcance del público en general constituía
una amenaza mucho más peligrosa que los dos ensayos sobre Moisés
como egipcio, que habían aparecido en lo que después de todo no era más
que una oscura publicación para psicoanalistas.
En adelante, las apelaciones ansiosas, las denuncias coléricas, las refu­
taciones despectivas y la retirada del aplauso se convirtieron en un leitmo­
tiv. Freud no se inmutó, sino que manifestó creer que lo que otros consi­
deraban obstinación o arrogancia era en realidad un signo de modestia.
Adujo que no tema tanta influencia como para perturbar la fe de un solo
judío creyente.21 *!» Apasionadamente apegado a su solución de la cues­
tión de Moisés y a la importancia de su solución para la historia de los
judíos, Freud se empecinó y se cegó sorprendentemente ante las conse­
cuencias psicológicas que pudiera tener todo aquello para quienes conside­
raban a Moisés su padre atávico. No siempre había sido tan obtuso. En
las palabras iniciales del primer ensayo, “Moisés, un egipcio”, había
afrontado la cuestión directamente: “Privar a un pueblo de un hombre que
ensalza como el más grande de sus hijos no es algo que uno haga alegre o
irresponsablemente, en especial si uno mismo pertenece a ese pueblo.
Pero —insistió— uno no debe permitirse desdeñar la verdad en beneficio
de supuestos intereses nacionales”. *tn Bastante penoso le había resultado

21 Este siguió siendo un tema permanente en sus protestas de autodefensa.


“Nadie que busque consuelo en la Santa Biblia o en los rezos de la sinagoga
—escribía incluso en julio de 1939— está en peligro de perder la fe por la lectu­
ra de mi texto. Incluso creo que no llegará a enterarse, sea lo que fuere lo que yo
crea y defienda en mis libros. La fe no puede tambalearse por estos medios. No
escribo para el pueblo o la masa de los creyentes. Sólo produzco materiales cien­
tíficos de interés para una minoría que no tiene ninguna fe que perder.” (Freud al
doctor Magarik, 4 de julio de 1939, en inglés, ejemplar mecanografiado, Freud
Collection, Z3, LC.)
Morir en libertad [701]

ya que políticos austríacos lo hubieran intimidado para que guardara silen­


cio, aunque fuera un silencio temporal; no iba a permitir que sus herma­
nos judíos le hicieran lo mismo. En consecuencia, siguió adelante con su
“Moisés IH”; había allí una idea que debía llevar a su término. El 17 de
julio pudo anunciarle triunfalmente a su hermano Alexander: “Acabo de
escribir las últimas palabras de mi Moisés ni”. * i ’3 A principios del mes
siguiente, su hija Anna leyó un fragmento de esa tercera parte ante un
congreso internacional de psicoanálisis reunido en París.
Si bien el Moisés absorbía la mayor parte de su atención, Freud no
abandonó por completo sus otros intereses profesionales. A principios de
julio, en una de sus últimas cartas a Theodor Reik, demostró que su vieja
animosidad contra los norteamericanos acerca del problema del análisis
lego se encontraba aún en estado floreciente. Reik, que en cierto sentido
había iniciado el debate una docena de años antes, estaba estableciéndose
en los Estados Unidos. “¿Qué mal viento lo ha llevado, de entre todos los
países, a Norteamérica? —le preguntó Freud cáusticamente—. Usted sabe
lo amigablemente que nuestros colegas de allí reciben a los analistas
legos, puesto que para ellos el análisis no es nada más que una criada de la
psiquiatría.” Su animosidad prevalecía sobre su juicio, y añadía: “¿No se
podía haber quedado más tiempo en Holanda?” * w El mismo mes, negó
categóricamente que hubiera cambiado de opinión acerca del análisis lego,
y denunció que las noticias que aseguraban lo contrario eran “un rumor
disparatado”. En realidad —escribió—, “nunca he repudiado ese punto de
vista e insisto en él incluso con más intensidad que antes”. *! ’5
Los peligros que amenazaban al psicoanálisis, fuera en la sospechosa
América o (mucho más) en la Europa Central dominada por los nazis,
pesaban en la mente de Freud. La Verlag de Viena había sido desmantelada
en marzo de 1938, después del Anschluss', se llegó a un compromiso para
que Moisés y la religión monoteísta fuera impreso por un editor de Ams-
terdam. Entonces Hanns Sachs, que prudentemente se había ido de Berlín
y asentado en Boston en 1932, un año antes del ascenso de Hitler al poder,
escribió para proponer la creación de una publicación de psicoanálisis apli­
cado que sucediera a la difunta Imago. Freud se manifestó reacio a aprobar
ese esquema; temía que significara el fin de cualquier esfuerzo destinado a
continuar con las publicaciones psicoanalíticas en alemán. “Su proyecto
de una nueva Imago en idioma inglés publicada en Norteamérica no me
agrada, en principio”, le escribió a Sachs; no quería “dejar que se extinga
por completo la luz en Alemania”. Pero Anna Freud y Emest Jones le
convencieron de que sus objeciones carecían de fundamento, y él sugirió el
nombre de American Imago, que Sachs adoptó de inmediato. * i ’6 Unos
pocos días después, el 19 de julio, Stefan Zweig, entonces exiliado en
Inglaterra, le llevó de visita a Salvador Dalí, y Freud, cuya relación con
los surrealistas era ambigua, acabó conquistado por “aquel joven español,
de ojos sinceros y fanáticos, e innegable dominio técnico”.
[702] Revisiones: 1915-1939

Tres días más tarde, el 22 de julio, Freud inició su Esquema del psi­
coanálisis, registrando minuciosamente la fecha en la página inicial.
Redactó el borrador con velocidad impaciente, utilizando abreviaturas y
omitiendo artículos; ese “trabajo de vacaciones” —le escribió a su hija
Anna, en aquel entonces en París para una consulta— le resultaba una
“ocupación divertida”. *is» Pero el Esquema es un enunciado enérgico, aun­
que sucinto, de sus opiniones más maduras. En las cinco docenas de pági­
nas que logró escribir antes de abandonar el manuscrito, resumió todo lo
que había aprendido sobre el aparato mental, la teoría de las pulsiones, el
desarrollo de la sexualidad, la naturaleza de lo inconsciente, la interpreta­
ción de los sueños y la técnica psicoanalítica. En ese fragmento sustan­
cial, no todo es resumen: Freud esparció sugerencias de nuevos desarrollos
de su pensamiento, en especial sobre el yo. En un pasaje enigmático,
especuló que tal vez llegaría el momento en que el estado de la mente
podría alterarse mediante sustancias químicas, condenando por lo tanto a la
obsolescencia la terapia psicoanalítica, en aquel entonces el mejor tra­
tamiento con que se contaba para atender las neurosis. A los ochenta y dos
años, Freud seguía abierto al futuro, aún podía pensar en revisiones radica-,
les de las prácticas psicoanalíticas. El Esquema del psicoanálisis parece
una cartilla sumamente condensada, pero no para principiantes; entre las
“divulgaciones” de Freud, es con mucho la más difícil. Con su amplitud y
sus advertencias implícitas contra el anquilosamiento del pensamiento psi-
coanalítico, se puede considerar el testamento que Freud dejó a la profe­
sión que él mismo había fundado.

Freud interrumpió su trabajo en el Esquema a principios de septiem­


bre, cuando hubo signos alarmantes de que había reactivado el carácter
maligno de sus lesiones en la boca. Después de angustiosas consultas con
médicos ingleses, los Freud llamaron al doctor Pichler, que viajó a Lon­
dres desde Viena, y el 8 de septiembre realizó una operación de cirugía
mayor, que duró más de dos horas, cortando la mejilla del paciente para
poder acceder mejor al tumor. Después de la intervención, Anna Freud
informó a Marie Bonaparte, con evidente alivio: “Estoy muy contenta de
que ya sea hoy, y ya no sea ayer”. * i«Esa operación fue la última; Freud
estaba demasiado débil como para soportar algo más drástico que el trata­
miento con radium, que era ya de por sí bastante drástico.
Se le permitió volver a su casa (se hallaba internado en una clínica)
unos días más tarde, y el 27 de septiembre se mudó a la residencia prepara­
da para él en 20 Maresfield Gardens, Hampstead. Era confortable y agrada­
ble; la hacían aun más grata un delicioso jardín cubierto de flores y la
sombra de grandes árboles. El otoño era suave, y él pasaba mucho tiempo
al aire libre, leyendo y descansando en una hamaca. La casa se arregló de
acuerdo con sus necesidades y deseos; se hizo todo lo humanamente posi­
ble para que se sintiera cómodo. Los bienes que había tenido que rescatar
Morir en libertad [703]

de manos de los nazis (sus libros, sus antigüedades, su célebre diván) lle­
garon finalmente y fueron dispuestos de manera tal que sus dos habitacio­
nes de la planta baja se parecieran en general al consultorio y al estudio
adyacente de Berggasse 19. Paula Fichtl, la criada de la familia desde
1929, que desempolvaba con supremo ciudado sus estatuillas en Viena,
las distribuyó exactamente en el mismo orden. Entre esas preciadas anti­
güedades había un vaso griego, regalo de Marie Bonaparte, que en Viena
estaba colocado detrás del escritorio de Freud, y que más tarde iba a guardar
sus cenizas y las de su esposa. Allí, en Maresfield Gardens, rodeado por su
antiguo ambiente de trabajo especialmente reconstituido para él, Freud
vivió el año que le quedaba de vida.
Si bien la operación había minado sus reservas, él siguió lo bastante
despierto como para mantenerse informado sobre los acontecimientos de
cada día. La situación internacional se deterioraba constantemente, y la
amenaza de guerra pendía sobre el mundo civilizado como una niebla
envenenada. El 29 de septiembre de 1938, Neville Chamberlain y Edouard
Daladier se reunieron en Munich con Hitler, y consintieron en que Alema­
nia se anexionara las regiones “germanas” de Checoslovaquia, a cambio de
una dudosa promesa de conducta pacífica por parte de los nazis en el futu­
ro. A su regreso a Inglaterra, Chamberlain fue saludado por muchos como
un salvador, y denunciado por unos pocos como un vergonzoso apacigua­
dor. En una carta a Freud, Amold Zweig se preguntó si los llamados
“pacificadores” entendían “qué precio están haciendo pagar a otros, hasta
que tengan que pagarlo ellos mismos”. *200 Munich procuró a los aliados
unos pocos meses de tiempo y, cuando se vieron obligados a despertar,
una reputación de traición y cobardía: nada más. El nombre mismo de la
ciudad en la que los primeros ministros de Gran Bretaña y Francia vendie­
ron Checoslovaquia a los nazis se convirtió en sinónimo de abyecta rendi­
ción. El comentario de Freud sobre Munich en su Chronik fue conciso:
“Paz”. *201
Todavía no se sentía lo bastante bien como para poner al día su
correspondencia. La primera carta que envió desde “el Hogar”, a Marie
Bonaparte, fue escrita el 4 de octubre, una semana después de mudarse. Su
antigua, característica y obsesiva rapidez había desaparecido; Freud tenía
que ahorrar sus recursos. En la carta explicó por qué. La intervención qui­
rúrgica —le dijo a su princesa— había sido “la más grave desde 1923, y
me costó mucho”. Sólo le quedaba energía para enviar un mensaje breve:
“Apenas puedo escribir, lo mismo que hablar o fumar”; se quejó de sentir­
se terriblemente cansado y débil. Pero a pesar de todo estaba analizando a
tres pacientes. *M2 Y en cuanto se recuperó, volvió a sentarse al escritorio.
Ya abandonado el Esquema del psicoanálisis, el 20 de octubre inició otro
ensayo didáctico, “Algunas lecciones elementales de psicoanálisis”, que
también estaba destinado a ser sólo un fragmento, en este caso muy breve.
Según le dijo a Marie Bonaparte a mediados de noviembre, todavía era
[704] Revisiones: 1915-1939

“capaz de trabajar”, aunque en una actividad estrictamente limitada: “Puedo


escribir cartas, pero nada más”. *203 Le tentaba una última fantasía. Quería
rubricar su ya muy antiguo afecto por Inglaterra y (es de suponer) su
rechazo implacable a Austria, nacionalizándose súbdito británico. Pero sus
influyentes amigos ingleses y sus intachables relaciones no pudieron
complacerlo, y murió sin realizar ese deseo.

Un aire de despedida flotaba sobre esos días y meses de decadencia.


Los últimos escritos de Freud, publicados póstumamente, parecen otros
tantos adioses. Consciente de la proximidad de la muerte, Freud instaba a
sus amigos a que fueran a verlo pronto: cuando la celebrada recitadora fran­
cesa Yvette Guilbert (que él conocía y que le gustaba mucho desde hacía
años) le dijo en octubre que quería visitarlo en mayo del afio siguiente
para saludarlo en su cumpleaños, él se sintió conmovido pero también
preocupado por los meses de espera: “A mi edad todo aplazamiento tiene
una connotación penosa”. *204 El incesante alud de visitantes, prudente­
mente regulado por Martha y Anna Freud, menguó pero sin interrumpirse.
Algunos, como Stefan Zweig, eran viejos conocidos; otros, como H.G.
Wells, admiradores más recientes. Desde luego, sus íntimos fueron los
recibidos con más simpatía. A Marie Bonaparte, que se hospedó a menudo
en Maresfield Gardens, se la consideraba prácticamente un miembro de la
familia. Amold Zweig, privado de la mayoría de sus habituales fuentes de
ingresos, utilizó un inesperado cheque por derechos de autor procedente de
la Unión Soviética para pagarse una visita a Freud en septiembre, y se
quedó allí varias semanas. Al decirle de nuevo adiós desde París, a media­
dos de octubre, recordó las largas conversaciones que habían mantenido,
las cuales —escribió disculpándose afectuosamente— debían de haber sido
agotadoras para el maestro. *205
Durante todo ese tiempo hubo intentos destinados a disuadir a Freud
de la publicación del libro sobre Moisés.22 A mediados de octubre, un emi­
nente historiador de la ciencia, Charles Singer, le pidió con delicadeza a
uno de los hijos de Freud que le transmitiera el mensaje de que lo prudente
era que guardaba en el cajón de su escritorio el Moisés y la religión

22 En octubre, un corresponsal de Palestina, Israel Doryon, sugirió en una


carta a Freud que podía haber adoptado la idea de que Moisés era egipcio después
de haberla leído en algún texto de Josef Popper-Lynkeus, un médico, filósofo y
ensayista austríaco cuya sensible obra sobre los sueños y otros temas psicológi­
cos Freud admiraba mucho. La sugerencia de Doryon, lejos de fastidiar a Freud, le
interesó sobremanera. “Fenómenos de la llamada criptomnesia —una especie de
robo inconsciente e inocente— me han ocurrido con frecuencia, clarificando los
orígenes de ideas aparentemente originales”. No quería decir que no fuera origi­
nal; su única contribución, escribió, había sido su “pequeña pieza de refuerzo psi-
coanalítico” a una idea antigua. (Freud a Doryon, 7 de octubre de 1938, Freud
Museum, Londres.)
Morir en libertad [705]

monoteísta, particularmente en vista de que las Iglesias de Inglaterra,


baluartes contra el antisemitismo, considerarían el libro un ataque a la
religión. Ese ruego político fue tan inútil como antes lo había sido la
intervención de Abraham Yahuda. El libro, le escribió Freud a Singer, que
expresaba fielmente una vez más su compromiso de toda la vida con la
ciencia, sería “un ataque a la religión sólo en la medida en que, después de
todo, cualquier investigación científica de una creencia religiosa presupone
incredulidad”. Se manifestaba consternado por la reacción de los judíos a
sus especulaciones científicas. “Naturalmente”, insistió, no disfrutaba
ofendiéndolos. “¿Pero qué puedo hacer? He dedicado mi larga vida a defen­
der lo que consideré la verdad científica, incluso cuando resultaba incómo­
da y desagradable para mis semejantes. No puedo cerrar mi vida con un
acto de repudio.” Señaló que no era poca la ironía que había en todos esas
exigencias de autocensura: “Se nos reprocha a los judíos que con el paso
del tiempo nos hemos vuelto cobardes. (Alguna vez fuimos una nación
valiente.) Yo no he tomado parte en esa transformación. Por lo tanto,
debo correr el riesgo”. *206
En realidad, lejos de abandonar su proyecto, Freud presionaba enérgi­
camente para asegurarse la traducción al inglés (y una traducción rápida).
Katherine Jones estaba trabajando en ella con la ayuda de su esposo, pero
a fines de octubre Emest Jones lo decepcionó con la noticia de que no ter­
minarían antes de febrero o marzo de 1939. En una respuesta larga y apre­
miante, Freud no ocultó su consternación. Reconocía que el tiempo de
Jones era valioso, y grande su escrupulosidad. Pero, después de todo, ellos
se habían ofrecido voluntariamente, y a él la demora le resultaba desagra­
dable en más de un sentido. Le recordó a Jones su avanzada edad y sus
inciertas expectativas de vida: “Sobre todo, unos pocos meses significan
más para mí que para cualquier otro”; era un “deseo comprensible” el de
ver impresa la versión en inglés antes de morir. Tal vez Jones podría
hallar a alguien que tradujera una parte, de modo que el trabajo quedara ter­
minado en el plazo de dos meses. Más aún: le llamó la atención acerca de
“la impaciencia del editor norteamericano (Knopf NY), de quien ya he
aceptado un pago”.
Esto no era un subterfugio. Desde el verano, Blanche Knopf había
estado en contacto con Martin Freud para obtener los derechos norteameri­
canos de Moisés y la religión monoteísta. Con su esposo Alfred, Blanche
Knopf estaba al frente de una seria editorial neoyorkina, famosa por los
distinguidos autores norteamericanos de su catálogo, como por ejemplo
H.L. Mencken; por sus aun más distinguidos autores extranjeros, entre los
que se contaba Thomas Mann, y por su diseño gráfico característico. El
pie de imprenta de Knopf era sin duda atractivo. A mediados de noviem­
bre, Blanche Knopf visitó a Freud y le sugirió algunas modificaciones
menores, que él no estuvo dispuesto a aceptar. La reunión debió de reali­
zarse en una atmósfera tensa: la delgada, nerviosa y segura de sí misma
[706] Revisiones: 1915-1939

editora norteamericana formuló algunas “leves sugerencias”, *208 tratando


de convencer a un obstinado Freud de que revisara un manuscrito cuya
redacción tal vez le había costado más que la de cualquier otro. Freud pro­
puso rescindir el contrato, pero Blanche Knopf, sensatamente, descartó la
posibilidad, y por fin la empresa de los Knopf publicó Moisés y la reli­
gión monoteísta en los Estados Unidos. *209 Durante esas negociaciones,
Freud mantuvo correspondencia con su traductor J. Dwossis, de Jerusalén,
sobre una versión del libro en hebreo. Por más que esperara la pronta apa­
rición del Moisés en el idioma bíblico, Freud se sintió obligado a advertir­
le a Dwossis que si bien el libro era “una continuación del tema de
Tótem y tabú, aplicado a la historia de la religión judía”, no había que
pasar por alto el hecho inconveniente de que “sus contenidos son particu­
larmente susceptibles de herir sensibilidades judías, en la medida en que no
se subordinen a la ciencia”. *2«> Ansiaba la traducción, pero no dejó de
alertar al traductor de que podría resultar arriesgada.

El destino de su Moisés era inmensamente importante para Freud;


no obstante, los nazis lo obligaron a afrontar acontecimientos de una gra­
vedad aun mayor. El 10 de noviembre, Freud registró en su Chronik:
“campos de concentración en Alemania”. *211 La noche anterior, el régimen
nazi había orquestado una serie de manifestaciones “espontáneas” (griterío
de slogans, rotura de vidrieras, saqueos, violencia) y arrestos en masa. La
excusa fue la muerte de un diplomático alemán en París, causada por las
balas de un joven judío polaco desesperado, pero la acción había sido cui­
dadosamente preparada desde mucho antes. En todo el país, en las ciudades
pequeñas y grandes, unos 7000 negocios judíos fueron destruidos; ardieron
hasta los cimientos casi todas las sinagogas del país, y unos 50 000 judí­
os alemanes se vieron transportados a campos de concentración. Las extor­
siones en forma de multas colectivas, las exacciones burocráticas irracio­
nales y humillantes, determinaban que la emigración fuera a la vez
imperativa y difícil. Estaba a la vista el fin de la vida judía en Alemania,
ya emponzoñada por la anterior legislación racial y por las regulaciones
discriminatorias, mientras los judíos alemanes buscaban desesperadamente
refugio en un mundo que se resistía a recibirlos. El vandalismo y la bruta­
lidad de esos “acontecimientos recientes y repulsivos” que pasaron a deno­
minarse con el negro eufemismo de Kristallnacht (la noche de las vidrieras
rotas) suscitaron en Freud recuerdos de Viena en marzo; los hechos no
hacian más que exacerbar “el problema de qué hay que hacer con las cuatro
ancianas que están entre los setenta y cinco y los ochenta años”, es decir,
sus hermanas que todavía vivían en la capital austríaca. Le preguntó a
Marie Bonaparte si no podría sacarlas de Austria con destino a Francia; *212
la princesa trató enérgicamente de hacerlo, pero la burocracia y los tiem­
pos estaban contra ella.
Se trataba de cuestiones de vida o muerte, que sin embargo no aparta­
Morir en libertad [707]

ban totalmente la atención de Freud de los negocios mundanos que más le


importaban, los de la empresa psicoanalítica. Ese era sólo otro desagrada­
ble conjunto de problemas con el que los nazis habían bendecido su mun­
do. Si bien el psicoanálisis en Alemania sobrevivía, más o menos, bajo
la égida de la Sociedad Médica General Alemana de Psicoterapia (el deno­
minado Instituto Góring, encabezado por un primo de Góring), tuvo que
adecuarse a la ideología racial nazi, utilizar un vocabulario expurgado y
deshacerse de los profesionales judíos. Desde ese lado no podía esperarse
ninguna independencia de juicio, no digamos ya investigación. En Aus­
tria, no quedaban huellas del psicoanálisis. Los suizos, bajo el dudoso
liderazgo de Jung, que desde hacía cierto tiempo hablaba de la diferencia
entre lo inconsciente germánico y judío, no eran aliados en los que Freud
pudiera confiar. En Francia, el psicoanálisis seguía dando guerra. Es cierto
que los Estados Unidos habían estado recibiendo un número creciente de
analistas alemanes, austríacos y húngaros pero, como sabemos, Freud
tenía poca confianza en los norteamericanos, y los analistas legos que
desembarcaban en Nueva York y en otras grandes ciudades norteamericanas
constantemente debían enfrentarse con reglamentaciones que les vedaban la
práctica del psicoanálisis. Por lo tanto —según Freud le reconoció a Emest
Jones— “los acontecimientos de los últimos años han determinado que
Londres se convierta en el lugar principal y centro del movimiento psicoa-
nalítico”. *213 En tales circunstancias, a Freud le agradó que un editor
inglés, John Rodker, fundara una empresa que denominó Imago Publishing
Company, para publicar una nueva edición revisada, en alemán, de sus
obras completas. *214 También se aseguraron una nueva vida las publica­
ciones psicoanalíticas en lengua alemana que habían dejado de aparecer
debido a “los acontecimientos políticos de Austria”. *215 A principios de
1939, una publicación que era una mezcla de las antiguas Internationale
Zeitschrift e Imago, y en la que Freud aparecía como editor, empezó a
publicarse en Inglaterra.
Freud siguió escribiendo, aunque poco: un comentario breve sobre el
antisemitismo publicado por un periódico de emigrados que Arthur Koes-
tler dirigía en París, y una carta al editor de Time and Tide sobre el mismo
tema. Y continuaban llegando visitantes. Hacia fines de enero de 1939,
sus editores ingleses, Leonard y Virginia Woolf, propietarios de The
Hogarth Press, fueron invitados a tomar el té en 20 Maresfield Gardens.
Leonard Woolf quedó sorprendido, hasta la admiración. Por derecho propio
y como esposo de una novelista socialmente destacada y de renombre
internacional, había tratado a celebridades durante toda su vida, y no se le
impresionaba fácilmente. Pero, según recordó en su autobiografía, Freud
“no era sólo un genio, sino también, a diferencia de muchos genios, un
hombre extraordinariamente sutil”. Woolf no se sentía en absoluto impul­
sado a “elogiar a los hombres famosos que he conocido. Casi todos los
hombres famosos defraudan o aburren, o ambas cosas. Con Freud no ocu-
[708] Revisiones: 1915-1939

iría ni lo uno ni lo otro; tenía un aura, no de fama, sino de grandeza”. El


té con Freud no había sido “una entrevista fácil. El era extraordinariamente
cortés al modo antiguo, formal (por ejemplo, casi ceremoniosamente le
regaló una flor a Virginia). Tenía algo de volcán sólo a medias extingui­
do, algo sombrío, reprimido, reservado. Me dio una impresión que no me
han producido más que muy pocas de las personas que conocí en mi vida,
una impresión de gran caballerosidad, pero, detrás de ella, de gran fuer­
za”. *216
La familia de Freud —observó Woolf— había convertido las habita­
ciones del maestro en Marefields Gardens en algo que recordaba a un
museo, “pues a su alrededor había una gran cantidad de antigüedades egip­
cias”. Cuando Virginia Woolf apuntó que tal vez, si las potencias aliadas
hubieran perdido la Primera Guerra Mundial, no habría surgido Hitler,
Freud disintió: “Hitler y los nazis habrían llegado y habrían sido mucho
peores si Alemania hubiera ganado la guerra”. Woolf concluye su relato
con una anécdota encantadora. Se refirió a un artículo periodístico sobre
un hombre convicto por haber robado algunos libros en la librería
Foyle’s, de Londres, entre ellos una obra de Freud; el magistrado que lo
multó dijo que si de él dependiera, le impondría como castigo la lectura de
todas las obras de Freud. A éste le divirtió el chiste, pero también se que­
jó: “Sus libros, dijo, no lo habían hecho famoso, sino difamado. Un
hombre formidable”. *217 Virginia Woolf, fiel a su estilo, fue más acerba
que su esposo. Freud la impresionó como “un hombre muy viejo encogi­
do y retorcido: de ojos brillantes como los de un mono” y elocución con­
fusa, pero mente alerta. A los otros miembros de la familia Freud los veía
social y psicológicamente hambrientos en extremo (como sin duda lo
estaban, en su situación de refugiados). Pero ni siquiera Virginia Woolf
pudo negar que se había encontrado ante una inolvidable presencia. *218

Los Woolf tomaron el té con un hombre que ya estaba muy enfer­


mo. En la Chronik de Freud hay sólo dos anotaciones correspondientes al
mes de enero de 1939, y ambas registran momentos de malestar físico:
“Lumbago” (el día 2) y “Dolores en los huesos” (el 31). *21’ En realidad,
desde mediados de ese mes el tema de su cáncer invadió las cartas de Freud
con una extensión alarmante. Había tumefacciones sospechosas cerca de las
lesiones cancerosas, y cada vez sentía más dolor. El hombre que desdeñaba
la medicación por temor a que le restara lucidez mental, estaba viviendo (ya
desde hacía algún tiempo) gracias a analgésicos suaves como el Pirami­
dón. *22» A mediados de febrero, Freud le dijo a Amold Zweig que su “esta­
do” amenazaba con “volverse interesante. Desde mi operación en septiem­
bre he estado sufriendo dolores en la mandíbula que aumentan lenta pero
constantemente, de modo que no puedo realizar mis tareas rutinarias coti­
dianas ni pasar mis noches sin una botella de agua caliente y considerables
dosis de aspirina”. No sabía si se trataba de un episodio inocuo “o de un
Morir en libertad [709]

progreso del siniestro proceso contra el que he estado batallando durante 16


años”. Mane Bonaparte, con quien estaba en contacto constante, había con­
sultado a un especialista francés en radioterapia, y se consideró la posibili­
dad de que Freud viajara a París para recibir tratamiento. Mientras tanto
—agregó él—, nadie lo sabía, pero el podía “imaginarse muy bien que todo
esto es el principio del fin que, después de todo, nunca deja de esperamos.
Mientras tanto, sigo con estos dolores paralizantes”. *221 A fines de febrero,
el doctor Antoine Lacassagne viajó desde París para examinar a Freud en
presencia de Schur, y volvió dos semanas más tarde para aplicarle un trata­
miento de radium. *222 Pero el dolor persistió.
Freud seguía interesándose por el mundo, seguía siendo sarcástico,
seguía escribiéndoles a sus amigos más íntimos, aunque su corresponden­
cia con muchos de ellos empezaba a extinguirse. El 21 de febrero, Pfister
le recordó: “¡Qué correctamente juzgó usted la mentalidad alemana en mi
última visita a Viena! ¡Y cuánto tenemos que alegramos de que usted haya
escapado de una nación en regresión al padre sádico!” *** El 5 de marzo,
en su última carta a Amold Zweig, Freud proporcionó algunos detalles de
sus aflicciones y de la continua incertidumbre de los médicos; a continua­
ción sugirió que Zweig podría ponerse a prueba analizando un “alma
nazi”. *22 Pero si bien el estado del mundo seguía interesándole, necesaria­
mente su propio estado tenía la prioridad. Una semana más tarde, con su
habitual estilo contenido, Freud exteriorizó algunos de sus sentimientos
en una carta a Sachs: los médicos consultores pensaban que una mezcla de
rayos X y radioterapia podría ser eficaz y —decía él— “añadir unas sema­
nas o meses de vida”. No estaba seguro de que valiera la pena. “No me
engaño sobre las posibilidades del resultado final a mi edad. Me siento
cansado y agotado por todo lo que me hacen. Como senda hacia el fin ine­
vitable es tan buena como cualquier otra, aunque yo mismo no la haya
elegido.” *225 En esa época el diagnóstico ya no dejaba dudas. Una biopsia
realizada el 28 de febrero dio resultado positivo; el cáncer estaba en su
apogeo nuevamente, situado en un lugar tan profundo de la boca que no
podía prescribirse la operación. Durante cierto tiempo, el tratamiento con
rayos X contuvo el crecimiento, superando las expectativas de Schur, pero
la mejoría fue sólo temporal. Sin embargo, Freud seguía rechazando el
consuelo fácil hecho de frágiles esperanzas. “Mi querida Marie —le escri­
bió a su princesa a fines de abril—, no le he escrito durante mucho tiem­
po, mientras usted se bañaba en el mar azul.” Marie Bonaparte había esta­
do de vacaciones en Saint Tropez. “Supongo que sabe por qué, y lo
advertirá también por mi escritura.” Le confesó que no estaba “progresan­
do; mi enfermedad y las consecuencias del tratamiento participan en la
causa, en una proporción desconocida para mí. Han tratado de arrastrarme a
una atmósfera de optimismo: el cáncer está reduciéndose, las manifestacio­
nes reactivas son temporales. No lo creo, y no me gusta que me enga­
ñen”. Su hija psicoanalista le resultaba más indispensable que nunca:
[710] Revisiones: 1915-1939

“Usted sabe que Arma está asistiendo al encuentro de París —un congreso
de psicoanalistas de lengua francesa—. Yo me estoy volviendo cada vez
menos independiente y más dependiente de ella.” Una vez más, como tan a
menudo en aquellos días, deseó la muerte. Una enfermedad que “abreviara
el cruel proceso sería muy deseable”. *226
La carta es rica y reveladora. Documenta de nuevo el afecto que Freud
sentía por su hija y la necesidad que tenía de ella, lo mismo que el hecho
de que detestaba la dependencia. Y vuelve a subrayar su convicción de que
tema derecho a saber toda la verdad sobre sí mismo, por desalentadora que
fuera. Por lo menos podía confiar en que su médico personal, Max Schur,
no le fallaría en ese sentido, como lo había hecho Félix Deutsch en 1923.
Lamentablemente, Schur tuvo que dejar a Freud durante unas semanas crí­
ticas. A fines de abril, abrumado por una duda cruel sobre lo que debía
hacer, viajó no obstante a los Estados Unidos para instalar allí a su esposa
y sus dos hijos pequeños, solicitar la ciudadanía y tratar de obtener la
licencia para la práctica médica. Se sentía muy culpable, pero Freud pare­
cía sentirse mejor después del tratamiento con rayos X, y Schur realmente
no podía demorar su partida. Había recibido un visado para entrar en los
Estados Unidos y, aduciendo la necesidad de permanecer cerca de Freud,
logró que se la ampliara hasta fines de abril. Pero las autoridades del con­
sulado norteamericano, obligadas a obedecer una ley de inmigración infle­
xible, no prorrogarían esa visado de nuevo. Ante el peligro de perder por
muchos años el derecho a emigrar a los Estados Unidos, Schur decidió ir y
volver lo más pronto posible. *227
Durante esos meses, lo mismo que en los días más negros de la Aus­
tria nazi, Max Schur cobró la dimensión de una figura casi tan esencial
para Freud como su hija Anna. Freud se refirió repetidamente a él como a
su “médico personal”, *228 lo cual suena casi mayestático, pero le gustaba
Schur y lo trataba como a un asociado de confianza. Lo mismo hacían los
hijos: recordemos que fue Schur quien proporcionó a Arma y Martin la
droga letal que esperaba no tuvieran necesidad de tomar. Schur había des­
cubierto a Freud en 1915, cuando, como joven estudiante de medicina,
asistió con entusiasmo creciente a las conferencias más tarde publicadas
con el título de Conferencias de introducción al psicoanálisis. Si bien
optó por especializarse en medicina interna, se mantuvo informado sobre
el psicoanálisis, y esa persistente fascinación, rara en un internista, cons­
tituyó buena recomendación ante Marie Bonaparte, que había acudido a su
consulta en 1927 primero, y después al año siguiente, poniéndose en sus
manos para un tratamiento más intensivo. Ella recomendó a Freud que
tomara a Schur como médico personal, y él así lo hizo en marzo de
1929, *22’ Nunca lamentó haber seguido el consejo de la princesa, y se
describió a sí mismo como “paciente dócil [de Schur], incluso cuando no
me resulta fácil”. *230 En realidad, se rebelaba contra su médico sólo en lo
concerniente a dos cuestiones: se quejó repetidamente de que los honora­
Morir en libertad [711]

rios de Schur eran demasiado bajos, *231 y desatendía el consejo de que


renunciara a sus amados y necesarios cigarros (desobediencia ésta de mayo­
res consecuencias que la otra). En su primer encuentro, Freud y Schur se
pusieron de acuerdo sobre el delicado tema de la franqueza, y a continua­
ción Freud introdujo un asunto aun más difícil: “Prométame también que,
cuando llegue el momento, no permitirá que me atormenten innecesaria­
mente”. Schur lo prometió, y se estrecharon las manos cerrando el pacto.
*232 En la primavera de 1939, el tiempo de cumplir con esa promesa esta­
ba ya casi al llegar.

Una ocasión en la que la ausencia obligada de Schur provocó que se


le echara de menos fue la del octogesimotercer cumpleaños de Freud.
Marie Bonaparte fue a celebrarlo a 20 Maresfield Gardens, donde permane­
ció algunos días. También estuvo presente Yvette Guilbert, como había
prometido, y le dejó una fotografía autografiada, con un mensaje de adora­
ción: “¡Con todo mi corazón!” ("De tout mon coeur au grand Freudl
Yvette Guilbert, 6 Mai 1939"). *233 Después, el 19 de mayo, Freud tuvo
una razón real para celebrar algo. Anotó triunfalmente en su Chronik:
“Moisés en inglés”. *234 No le habían defraudado en su esperanza de ver en
vida Moisés y la religión monoteísta publicado para el mundo de habla
inglesa. Pero su aparición no fue para él ni para sus lectores una bendi­
ción total.
Una mirada al largo ensayo que completa la tríada de artículos sobre
Moisés permite justificar la anterior prudencia de Freud. No perdía de vista
ni a Moisés ni a su interrogante central: ¿qué hizo de los judíos lo que
son? Pero en el ensayo final generalizó su indagación hasta abarcar todas
las religiones. El título del libro muy bien podría haber sido “El pasado de
una ilusión”. Sin duda, a pesar de todas sus digresiones y aportes persona­
les, de todas sus referencias autobiográficas, Moisés y la religión mono­
teísta recuerda ciertos temas recurrentes de su trabajo psicoanalítico: el
complejo de Edipo, la aplicación de ese complejo al estudio de la prehisto­
ria, el ingrediente neurótico de toda religión, la relación del líder con sus
seguidores.23 Además, el libro aborda el fenómeno tristemente pertinente y
en apariencia inconmovible del antisemitismo, y el de la ascendencia judía
de Freud. *235 Incluso una de las ideas más excéntricas que “contrajo” ya a
una edad avanzada aparece un tanto tímidamente como nota al pie de pági­
na: se trata de su convicción de que las piezas de Shakespeare en realidad
fueron escritas por Edward de Vere, conde de Oxford, una teoría cogida por
los pelos y algo embarazosa con la que regocijaba a sus incrédulos visi-

23 En esos años, Freud sostenía una amistosa disputa con Marie Bonaparte,
que lo reverenciaba, sobre si era o no un gran hombre. El decidió que no lo era,
pero que había descubierto grandes cosas.
[712] Revisiones: 1915-1939

tantes y a sus no menos incrédulos corresponsales.


* 236 Pero la identidad
de Shakespeare no se contaba entre sus principales preocupaciones. Freud,
el incurable laicista, reincidía en la impía proposición que había sustenta­
do durante décadas: la religión es una neurosis colectiva.
Una vez impresa la argumentación completa, resultó que los cristia­
nos tenían tan buenas razones como los judíos para que Moisés y la reli­
gión monoteísta les pareciera desagradable, incluso escandaloso. Freud
interpretaba el asesinato de Moisés por parte de los antiguos hebreos, pos­
tulado en el segundo ensayo, como una nueva puesta en escena del crimen
primordial cometido en la persona del padre, ese crimen que había analiza­
do en Tótem y tabú. En tanto nueva edición de un trauma prehistórico,
constituía el retomo de lo reprimido. En consecuencia, el relato cristiano
sobre un Jesús inmaculado, que se sacrifica por la humanidad pecadora,
tenía que ocultar, “obviamente con una distorsión tendenciosa”, otro de
estos crímenes. Por cierto —preguntaba Freud, asemejándose mucho a un
detective implacable frente a un criminal acorralado— «¿cómo alguien
inocente del asesinato podría asumir la culpa de los asesinos, dejándose
matar? En la realidad histórica, esta contradicción no existe. El “redentor”
no podría ser otro que el reo principal, el líder de la banda de hermanos que
había derrotado al padre”. Freud no consideraba necesario decidir si ese
tenebroso crimen se había producido realmente, ni si ese rebelde principal
existió. En el esquema freudiano de las cosas, después de todo, la realidad
y la fantasía eran hermanas, aunque no gemelas. En el caso de que el cri­
men hubiera sido solamente imaginado, “Cristo es el heredero de una fan­
tasía ávida que no se realizó”. Pero si realmente existió, él es “el sucesor
y la reencarnación ” del gran criminal. Fuera cual fuere la verdad histórica,
la “ceremonia cristiana de la Sagrada Comunión” constituye una repeti­
ción de la antigua comida totémica, aunque en una versión suavizada y
reverencial. De modo que el judaismo y el cristianismo, aunque ligados
por múltiples afinidades, difieren decisivamente en su actitud con respecto
al padre: “El judaismo había sido una religión del padre; el cristianismo se
convirtió en una religión del hijo”».
El análisis de Freud, precisamente por su aspecto tan científico y
desapasionado, es extremadamente irrespetuoso con el cristianismo. Abor­
da la pieza central del relato cristiano como un engaño gigantesco, aunque

24 Freud continuó con esa quimera durante algunos años, discutiéndola espe­
cialmente con Emest Jones, quien con valentía procuraba disuadirlo. Le había
impresionado mucho el "Shakespeare” Ideniified, de Thomas Looney (1920), en
el que se “revela” que “Shakespeare” era el conde de Oxford; leyó dos veces el
libro. (Véase, entre sus cartas, sobre todo Freud a Jones, 11 de marzo de 1928,
Freud Collection, D2, LC.) Perspicazmente, Jones vincula esa manía inocua con
la enigmática fascinación de Freud por la telepatía. Una y otra, sugiere, dan sus­
tento a la opinión de que las cosas no son lo que parecen. (Véase Jones [Vida y
obra de Sigmund Freud] III, 428-430.)
Morir en libertad [713]

inconsciente. Pero Freud tenía más cartas en la manga. Un judío, Saulo de


Tarso —Pablo— fue el primero en reconocer oscuramente la razón de la
depresión que pesaba sobre la civilización de su época: “Hemos matado a
Dios Padre”. Esa era una verdad que él sólo había podido sobrellevar “bajo
el disfraz delirante de la buena nueva”. *238 En síntesis, el relato cristiano
de la redención a través de Jesús, su vida y su destino, era una ficción
autoprotectora que ocultaba algunos terribles actos (o deseos).
Moisés y la religión monoteísta, desde luego, no perdonaba a los judí­
os. Ellos nunca habían reconocido el asesinato del padre. Los cristianos no
compartían esa negación, admitían el homicidio, y así se salvaban. A fines
de la década de 1920, Freud había dicho que la religión —toda religión— es
una ilusión. Ahora caracterizaba el cristianismo como el tipo más grave de
ilusión, que se mezclaba con la locura del delirio. No contento con ese
insulto a los cristianos, agregó otro: “En algunos aspectos”, su religión
“representaba una regresión cultural respecto de la antigua, como sucede
habitualmente con la irrupción o admisión de nuevas masas de personas de
nivel inferior. La religión cristiana no se mantuvo a la altura de la espiri­
tualidad alcanzada por el judaismo”. *»« En su punto álgido, imbuidos del
mensaje de Moisés acerca de que los hijos de Israel son el pueblo elegido,
los judíos rechazaron “la magia y el misticismo”, se sintieron impulsados
a cultivar sus cualidades mentales y espirituales, y “dichosos con la pose­
sión de la verdad”, alimentaron la mente y la moral. *24«
En esta evaluación del judaismo histórico, Freud, como judío ateo,
demostró ser el verdadero heredero de su padre, Jacob Freud, cuyo lema
había sido, simplemente. “Piensa éticamente y actúa moralmente”.
Freud comenta que, como sabemos, “ese Moisés transmitió a los judíos el
sentimiento exaltado de ser un pueblo elegido; una nueva y valiosa aporta­
ción se agregó al tesoro secreto del pueblo a través de la desmaterializa­
ción de Dios. Los judíos conservaron la tendencia a los intereses intelec­
tuales; la desventura política de la nación les enseñó a valorar la única
posesión que les quedaba, su literatura, en su verdadero mérito”. *M2 Pala­
bras orgullosas arrojadas a la cara de la calumnia sistemática de los nazis,
de la quema de libros y de los sanguinarios campos de concentración.
A juicio de Freud, las actividades conflictivas de judíos y no judíos
con respecto al crimen primordial también ayudaban a explicar la persis­
tencia del antisemitismo, al cual dedicó algunas páginas mordaces. Fueran
cuales fueren sus orígenes —dijo— el odio al judío ponía de manifiesto
una verdad desalentadora: los cristianos no son en absoluto buenos cristia­
nos, sino más bien, debajo de una delgada capa, los bárbaros politeístas
que fueron siempre. *M3 Sin duda, según Freud, un factor importante del
perdurable fenómeno del antisemitismo eran los celos, la pura envidia.

Ese elogio un tanto ambiguo del judaismo no aplacó a los eruditos


judíos. A principios de junio, un resefiador de Moisés y la religión
[714] Revisiones: 1915-1939

monoteísta en el John O’London’s Weekly, Hamilton Fyfe, consideró


que el libro tenía “el más vivido interés histórico y espiritual”. Pero no
sin razón observó: “¡No me atrevo a pensar lo que dirán los hermanos
judíos del autor!” *244 Dijeron mucho, y fueron pocos los cumplidos.
Angustiados y por lo tanto encolerizados por lo que preveían como proba­
bles consecuencias, reaccionaron ante el libro con desprecio o silencio.
Volviendo las armas del psicoanálisis contra el fundador, se preguntaron
por qué había tratado de privarlos de su Moisés. ¿La causa era un deseo de
abandonar el judaismo en un gesto final? ¿Acaso, experimentando el retor­
no de lo reprimido, estaba haciendo desesperadamente todo lo que podía
para no llegar a asemejarse a su padre? ¿O tal vez (y esta era su hipótesis
favorita) Freud se identificaba grandiosamente con Moisés, el extranjero
que le había dado sus leyes a un gran pueblo, marcando su carácter para
siempre? Más tarde, Martin Buber, en su estudio sobre Moisés, limitó
coléricamente su comentario acerca del libro de Freud a una desdeñosa nota
a pie de página, refiriéndose a él como producción “lamentable”, “no cien­
tífica” y “basada en hipótesis sin base”.2526
*M5 J.M. Lask, escribiendo en la
Palestina Review de Jerusalén, dijo que Freud, “con todo el respeto debido
a su profundo saber y originalidad en su propio campo”, era un “Am Haa-
retz" ( un “rústico ignorante”) *246 Y Abraham Yahuda lanzó la acusación
de que las palabras de Freud le habían parecido las que “uno de los más
fanáticos cristianos” podría proferir “en su odio a Israel”. *247
Pero los cristianos también se sintieron ultrajados, por sus propias
razones.2« El padre Vicent McNabb, escribiendo en el Catholic Herald de
Londres, consideró que en Moisés y la religión monoteísta había “páginas
irreproducibles”, que “hacen que nos preguntemos si su autor no tiene una
obsesión sexual”. El padre McNabb pasó de la adjetivación a las amena­

25 A principios de 1930, Max Eitingon sostuvo una larga discusión con


Martin Buber en Jerusalén, e informó a Freud de que, en cuanto Moisés y la reli­
gión monosteísta apareció, Buber había escrito una refutación. Como “sociólogo
de la religión judía”, ya se había mostrado en abierto desacuerdo con Tótem y
tabú', tampoco había aceptado La interpretación de los sueños, que, a su juicio,
desatendía el trabajo creador del sueño. “Está claro —comenta Eitingon— que
ahora tenemos en este país un gran crítico del psicoanálisis”. (Eitingon a Freud,
16 de febrero de 1939, Freud Museum, Londres.) Freud replicó con impertinencia
el 5 de marzo: “Las frases piadosas de Martin Buber no harán mucho daño a La
interpretación de los sueños. El Moisés es mucho más vulnerable, y estoy prepa­
rado para [resistir] todos los asaltos judíos”. (Con permiso de Sigmund Freud
Copyright, Wivenhoe.)
26 También tiene interés una respuesta marxista. Howard Evans, en el Daily
Worker, de Londres, escribiendo desde su segura perspectiva doctrinaria, se per­
mitía ser un tanto indulgente con Freud: en vista de sus “limitaciones ideológi­
cas”, no se podía “esperar que este científico burgués adoptara un enfoque dialéc­
tico a la edad de 83 años”. (Reseña de Mases and Monotheism, Daily Worker
[Londres], 5 de julio de 1939, Freud Museum, Londres.)
Morir en libertad [715]

zas. «El profesor Freud está naturalmente agradecido a la “libre, generosa


Inglaterra” por la forma en que lo ha acogido. Pero —escribió— si su
franca defensa del ateísmo y del incesto se difunde ampliamente, nos pre­
guntamos cuánto durará la bienvenida en una Inglaterra que todavía se lla­
ma cristiana.» *248 Esos eran tonos en los que Freud, de haber leído la rese­
ña,, habría reconocido la voz de los clérigos de Austria en sus días de
Viena.
Las cartas del público no fueron menos belicosas, incluso antes de que
Moisés y la religión monoteísta se publicara. Un diluvio cayó sobre
Freud, cuando extraños de Palestina y los Estados Unidos, de Africa del
Sur y Canadá, expresaron sin ninguna reserva el disgusto que les provoca­
ban las ideas de Freud. Según uno de ellos el tipo de crítica bíblica que
empleó era típico de los judíos impíos que trataban de justificar su deser­
ción de las verdades fundamentales de su religión. * » ’ Otro expresó la
esperanza de que Freud “no publicara ese libro”, puesto que provocaría “un
daño irreparable” y no habría más que poner “un arma más” en las manos
de “Goebels y las otras bestias”. *250 Un corresponsal anónimo de Boston
se ensañó con él en unos pocos párrafos atronadores: “Leí en la prensa
local su afirmación de que Moisés no fue judío. / Es lamentable que usted
no se pueda ir a la tumba sin deshonrarse, viejo mentecato. / Renegados
como usted los tenemos por millares, nos alegra desembarazarnos de ellos
y esperamos desembarazamos pronto de usted / Hay que lamentar que los
gangsters de Alemania no lo hayan metido en un campo de concentración,
ése es el lugar que le corresponde.” *251 Otros corresponsales y, más tarde,
resefladores, fueron un poco más corteses, y a algunos las ideas de Freud
les parecieron incluso estimulantes, o parcialmente correctas. Uno de
ellos, un tal Alexandre Bumacheff, escribiendo desde Río de Janeiro, le
dijo a Freud que estaba trabajando en un libro análogo y que su propia
opinión coincidía con la de él; además le pedía un ejemplar en inglés de
Moisés y la religión monoteísta, contra reembolso.
Sin duda, las pruebas en las que Freud se basaba estaban lejos de ser
sólidas; en el mejor de los casos eran especulativas, en parte anticuadas,
vagas en sus detalles. La conjetura de Freud en cuanto a que la palabra
hebrea correspondiente a “Señor”, es decir Adonai, podría derivar del culto
monoteísta egipcio a Atón (hipótesis en la que él mismo confiaba poco)
parece improbable; su ingenuo lamarckismo, según el cual los aconteci­
mientos históricos se transmiten en lo inconsciente de generación en
generación, no es más digno de confianza en Moisés y la religión mono­
teísta que en cualquiera de sus construcciones anteriores. Pero el Freud
que en sus últimos años elucubró sobre un Moisés egipcio, y sobre su
posterior homónimo, no era un antisemita de gabinete ni un profeta auto-
designado conduciendo a sus ingratos seguidores hacia la tierra prometida
de la verdad psicoanalítica, una tierra a la que él llegaría a echar una mira­
da, pero en la que nunca podría entrar. Era el especulador intelectual en
[716] Revisiones: 1915-1939

estado químicamente puro, propenso a lanzar conjeturas que sin duda le


seducían.
Freud siguió siendo presa de estas conjeturas a pesar de las voces per­
suasivas que atestiguaban contra ellas. El mismo. Freud que cedía a Moi­
sés a los egipcios, y atribuía su asesinato a los antiguos hebreos, era el
investigador que, contradiciendo la opinión erudita dominante, se conven­
ció de que el autor de las obras de Shakespeare no podía ser un actor insig­
nificante e inculto. Después de todo, Freud era el investigador intrépido
que había desafiado al establishment científico, alineándose con los
supersticiosos y los semianalfabetos que creían en el significado de los
sueños. ¿Acaso su ingenuidad receptiva no había generado una de las teori­
zaciones decisivas en la ciencia de la mente? Lo mismo sucedía con Moi­
sés: las aventuras especulativas de su vejez eran perfectamente coherentes
con especulaciones anteriores. Estaba haciendo apuestas muy altas en un
juego intelectual, y disfrutaba con ello. Pero aunque no hubiera sido así,
algo en él le habría impulsado a seguir adelante. No habría estado dispues­
to a abandonar la tesis de la monografía de Sellin de 1922, que le propor­
cionó la clave del enigma —el asesinato de Moisés—, incluso aunque
hubiera sido refutada de modo concluyente; por cierto, Freud no se inmutó
cuando se le hizo saber que Sellin se había retractado. El se mantuvo fir­
me, si bien concedió que “el segundo Moisés” era “totalmente una inven­
ción mía”. *M3 Antes, en 1935, cuando dejó de trabajar temporalmente en
su estudio sobre Moisés, había comparado su situación con otra familiar
para los psicoanalistas: “Cuando se reprime cierto tema” en un psicoanáli­
sis, “nada surge en su lugar. El campo visual queda vacío. De ese modo
yo seguí atado al Moisés del que renegué”.* 254
Parte de esa característica obsesiva llegó a reflejarse en letras de
imprenta. En uno de sus Prefacios a la tercera parte de Moisés y la reli­
gión monoteísta, escrito en Londres en junio de 1938, se manifestó feliz
de estar en Inglaterra; tratado como huésped distinguido, respiraba de nue­
vo sin la presión de la autocensura, “de modo que puedo hablar y escribir
—casi he dicho pensar— ¡como yo quiero o debo”! Quiero o debo\ era
un hombre libre, pero no libre para dejar de escribir sobre Moisés. Mien­
tras vivía en Viena, estaba dispuesto a suprimir la última parte del libro,
“pero me atormentaba como un espectro sin sosiego”. *256 Este es el Freud
que conocemos: el hombre al que en algunos casos una idea obsesionaba
durante años. En el curso de la elaboración de su compulsión, Freud dijo
muchas cosas interesantes y muchas insostenibles. Moisés y la religión
monoteísta fue concebido, escrito y publicado como un desafío. Esa era la
postura que consideraba propia de un descubridor que nunca en su vida
coincidió con “la inmensa mayoría”. Para su sorpresa, el libro tuvo éxito.
El 15 de junio de 1939, le informó a su querida Marie Bonaparte, en lo
que sería su última carta dirigida a ella, que «del “Moisés” en alemán se
han vendido unos 1800 ejemplares». *257 Pero en el cuerpo de la obra de
Morir en libertad [717]

Freud, su Moisés y la religión monoteísta sigue siendo una rareza, más


extravagente, a su modo, que Tótem y tabú. Cuando por primera vez pen­
só en él, su idea fue subtitularlo “Una novela histórica”. Habría hecho
bien atenerse a esa intención original.

A principio de junio de 1939, mientras Max Schur estaba en los


Estados Unidos, intentando frenéticamente terminar con los asuntos que lo
retenían allí para poder volver junto a su paciente, Anna Freud le comuni­
có que había algunos ligeros signos de mejoría en la salud de su padre.
Sin embargo, los dolores de Freud eran intensos, la prótesis difícil de
poner y quitar, y el olor del tejido canceroso, que había empezado a ulce­
rarse, resultaba sumamente desagradable. *258 Cuando Schur volvió a
Inglaterra el 8 de julio, su paciente había empeorado. Estaba más delgado,
y menos despierto desde el punto de vista psicológico. Le costaba dormir;
pasaba la mayor parte del tiempo reposando. Llegaban amigos desde lejos
para verlo por última vez; Hanns Sachs viajó a Londres en julio, y visitó
a Freud diariamente, manteniendo con él charlas breves. “Se le veía muy
enfermo —recordó— e increíblemente viejo. Era evidente que lograba pro­
nunciar cada palabra con un trabajo enorme que casi estaba más allá de sus
fuerzas. Pero esos tormentos no habían agotado su voluntad”. Freud toda­
vía dedicaba algunas horas al análisis cuando el dolor no le torturaba
demasiado, y “todavía escribía las cartas con su propia mano cuando tenía
fuerzas suficientes como para sostener la pluma”. No se quejaba; habló del
análisis en los Estados Unidos. Cuando llegó el momento de despedirse de
Freud, consciente de cuánto le disgustaban las efusiones emocionales,
Sachs le comentó como de pasada que proyectaba un viaje. Freud —dice
Sachs— entendió el gesto; «me apretó la mano y dijo: “Yo sé que tengo
por lo menos un amigo en América”». Unos pocos días después, a
fines de julio, llegó Marie Bonaparte y se quedó una semana, sabiendo que
no volvería a verlo. El le de agosto, en un gesto decisivo de adiós a la
vida, Freud clausuró oficialmente su práctica médica. *2«°
Sus últimos visitantes, registrando sus impresiones con un leve aire
de sorpresa (aunque conocían a Freud íntimamente) han comentado la
invariable cortesía del maestro: preguntaba por otros y no dejaba ver sig­
nos de impaciencia o irritabilidad. Su enfermedad no lo había infantiliza-
do. El 13 de agosto, se despidió su sobrino Harry. «Al responderle a la
pregunta de cuándo estaría de vuelta de los Estados Unidos, diciéndole “en
Navidad”, una sonrisa triste relampagueó en su boca, y dijo: “No creo que
todavía me encuentres”. *** Unos días más tarde, en una cordial y breve
carta al poeta alemán Albrecht Schaeffer, dijo que se estaba retrasando en
saldar su cuenta, citando la propias palabras de Schaeffer: no tenía nada
que hacer, salvo “esperar, esperar”. *262
A fines de ese mes, sus hermanas de Viena se enteraron de que “el que­
rido viejo” no estaba nada bien. “Anna” —escribió su tía Rosa Graf en
[718] Revisiones: 1915-1939

una carta—, según le habían dicho, hacía “cosas increíbles al cuidado de


su padre”. Una semana antes de que estallara la guerra, informó de que los
visados franceses, a pesar de la “alta protección” de los buenos amigos de
su hermano en París, todavía no habían llegado.27 * 263
El 27 de agosto Freud realizó la última anotación en su Chronik.
Concluye con las palabras “Pánico de guerra”. *264
El fin estaba cerca. El cáncer convertido en úlcera desprendía olor tan
fétido que su chow se acurrucaba en un rincón y era imposible conseguir
que se le acercara. Freud —comenta Schur— “sabía lo que eso significaba
y la miraba con ojos profunda y trágicamente comprensivos”. *265 Lo ator­
mentaba el dolor; el alivio era ocasional, cada vez más raro. Pero durante
sus horas de vigilia permanecía alerta y seguía los acontecimientos leyen­
do los periódicos. El le de septiembre los alemanes invadieron Polonia, y
Max Schur se mudó a Maresfield Gardens para estar cerca de Freud y poder
ayudar si se producía un ataque aéreo a Londres. El 3 de septiembre, Fran­
cia y Gran Bretaña entraron en la guerra que tan frenéticamente habían tra­
tado de impedir. Ese día, Jones escribió a Freud, rindiéndole el más cálido
de los tributos; le recordó que veinticinco años antes sus respectivos paí­
ses se habían alineado en bandos opuestos, “pero incluso entonces noso­
tros encontramos el modo de demostramos nuestra amistad. Ahora esta­
mos cerca, y unidos en nuestras simpatías militares”. Y, por última vez,
le expresó su “gratitud por todo lo que usted ha aportado a mi vida”.
La guerra llegó a Maresfield Gardens a principios de septiembre, con
una alarma de ataque aéreo. La cama de Freud fue trasladada a la parte
“segura” de la casa, una operación que —señala Schur— Freud observó
“con cierto interés”. Pero —agrega Schur— ya estaba “lejos”. “La distan­
cia que había establecido” un año antes, en la época de Munich, “era aun
más pronunciada”. Pero todavía tenía chispazos de ingenio: cuando los dos
hombres escucharon una emisión radiofónica que proclamaba que aquella
sería la última guerra, Schur le preguntó a Freud si él así lo creía; Freud
respondió secamente: “Es mi última guerra”. Por otro lado, no abandonó
sus hábitos burgueses. Schur escribe que Freud tenía un reloj de pulsera y
otro de escritorio con cuerda para siete días, y hasta su muerte los mantu­
vo en marcha, como había hecho durante toda la vida. “Me comentó
—recuerda Schur— lo afortunado que era, por contar con tantos amigos
valiosos.” Anna acababa de salir de la habitación, lo que le dio a Freud la

27 Algunas semanas antes, el 2 de agosto de 1939, Marie Bonaparte había


escrito al consulado griego recomendando que se otorgara un visado a Rosa Graf.
(Freud Collection, B2, LC.) Pero nunca llegaron ni el visado francés, ni el grie­
go. Freud tuvo la suerte de morir sin saber cómo terminarían sus hermanas: Adol-
fine murió de inanición en el campo de Theresienstadt, mientras que las otras tres
fueron asesinadas, probablemente en Auschwitz, en 1942. (Martin Freud, Freud,
15-16.) Su hermana Anna, que se había casado con Eli Bamays, hermano de
Martha, había emigrado a los Estados Unidos muchos años antes.
Morir en libertad [719]

oportunidad de decirle a Schur: “El destino ha sido bueno conmigo, pues


me procuró la relación con una mujer como ésa, quiero decir Anna, por
supuesto”. Schur dice que el comentario era de una gran ternura, aunque
Freud nunca había sido efusivo con su hija. *267 Con ella se podía contar a
todas horas, lo mismo que con Schur y Josefine Stross, a la que los Freud
llamaban afectuosamente “Fiffi” (era la joven pediatra que los había acom­
pañado a Inglaterra, y que después siguió cerca de la familia). *268
Freud estaba muy cansado y resultaba difícil alimentarlo. Pero aunque
sufría mucho, en especial por las noches, no quería que le dieran sedantes,
ni se los daban. Todavía leía; el último libro fue La piel de zapa, de Bal-
zac, ese relato misterioso sobre la piel mágica que va encogiéndose. Al
terminarlo le dijo a Schur, como de pasada, que aquel era el libro más ade­
cuado que hubiera podido leer en ese momento, puesto que trataba sobre el
encogimiento y la inanición. A juicio de Anna Freud, era el encogimiento
lo que en su estado sentía como más afín: su tiempo se estaba terminan­
do. Pasó sus últimos días en el estudio de la planta baja, mirando el
jardín. Ernest Jones, al que Anna Freud llamó urgentemente, pues veía
que su padre se estaba muriendo, llegó el 19 de septiembre. Jones recuerda
que Freud estaba dormitando, como solía hacer en esos días, pero cuando
él le dijo “Herr Professor", Freud abrió un ojo, reconoció a su visitante “y
lo saludó moviendo la mano; después la dejó caer con un gesto muy
expresivo que transmitía múltiples significados: bienvenida, adiós, resig­
nación”. En seguida volvió a hundirse en su sopor. *&o
Jones interpretó correctamente el gesto de Freud, que estaba saludando
a su viejo aliado por última vez. Se había resignado a dejar la vida. A
Schur lo atormentaba su imposibilidad de aliviar el sufrimiento de Freud,
pero dos días después de la visita de Jones, el 21 de septiembre, estando
sentado junto a su paciente, Freud le tomó la mano y le dijo: «Schur,
usted recuerda nuestro “contrato”; prometió no dejarme en la estacada
cuando llegara el momento. Ahora sólo queda la tortura, y no tiene senti­
do». Schur respondió que no lo había olvidado. Freud dio un suspiro de
alivio, retuvo la mano del médico por un momento y dijo: “Se lo agradez­
co”. Después de una ligera vacilación, agregó: “Hable sobre esto con
Anna, y si ella piensa que está bien, terminemos”. Igual que durante
años, también en ese momento Freud pensó, antes que nada, en su Antí-
gona. Anna Freud quería posponer el final, pero Schur insistió en que
mantener vivo a Freud no conducía a nada, y ella se rindió a lo inevitable,
como había hecho su padre. Había llegado el momento; Schur lo sabía, y
actuó. Esa era la interpretación que le daba Freud a lo que él mismo había
dicho: había ido a Inglaterra para morir en libertad.
Schur estuvo a punto de llorar viendo a Freud afrontar la muerte con
dignidad y sin autocompasión. Nunca había visto a nadie morir así. El 21
de septiembre le inyectó tres centigramos de morfina (la dosis normal
como sedante son dos centigramos) y Freud se hundió en un sueño tran-
[718] Revisiones: 1915-1939

una carta—, según le habían dicho, hacía “cosas increíbles al cuidado de


su padre”. Una semana antes de que estallara la guerra, informó de que los
visados franceses, a pesar de la “alta protección” de los buenos amigos de
su hermano en París, todavía no habían llegado.27 *263
El 27 de agosto Freud realizó la última anotación en su Chronik.
Concluye con las palabras “Pánico de guerra”. *254
El fin estaba cerca. El cáncer convertido en úlcera desprendía olor tan
fétido que su chow se acurrucaba en un rincón y era imposible conseguir
que se le acercara. Freud —comenta Schur— “sabía lo que eso significaba
y la miraba con ojos profunda y trágicamente comprensivos”. *265 Lo ator­
mentaba el dolor; el alivio era ocasional, cada vez más raro. Pero durante
sus horas de vigilia permanecía alerta y seguía los acontecimientos leyen­
do los periódicos. El 1° de septiembre los alemanes invadieron Polonia, y
Max Schur se mudó a Maresfield Gardens para estar cerca de Freud y poder
ayudar si se producía un ataque aéreo a Londres. El 3 de septiembre, Fran­
cia y Gran Bretaña entraron en la guerra que tan frenéticamente habían tra­
tado de impedir. Ese día, Jones escribió a Freud, rindiéndole el más cálido
de los tributos; le recordó que veinticinco años antes sus respectivos paí­
ses se habían alineado en bandos opuestos, “pero incluso entonces noso­
tros encontramos el modo de demostramos nuestra amistad. Ahora esta­
mos cerca, y unidos en nuestras simpatías militares”. Y, por última vez,
le expresó su “gratitud por todo lo que usted ha aportado a mi vida”.
La guerra llegó a Maresfield Gardens a principios de septiembre, con
una alarma de ataque aéreo. La cama de Freud fue trasladada a la parte
“segura” de la casa, una operación que —señala Schur— Freud observó
“con cierto interés”. Pero —agrega Schur— ya estaba “lejos”. “La distan­
cia que había establecido” un año antes, en la época de Munich, “era aun
más pronunciada”. Pero todavía tenía chispazos de ingenio: cuando los dos
hombres escucharon una emisión radiofónica que proclamaba que aquella
sería la última guerra, Schur le preguntó a Freud si él así lo creía; Freud
respondió secamente: “Es mi última guerra”. Por otro lado, no abandonó
sus hábitos burgueses. Schur escribe que Freud tenía un reloj de pulsera y
otro de escritorio con cuerda para siete días, y hasta su muerte los mantu­
vo en marcha, como había hecho durante toda la vida. “Me comentó
—recuerda Schur— lo afortunado que era, por contar con tantos amigos
valiosos.” Anna acababa de salir de la habitación, lo que le dio a Freud la

27 Algunas semanas antes, el 2 de agosto de 1939, Marie Bonaparte había


escrito al consulado griego recomendando que se otorgara un visado a Rosa Graf.
(Freud Collection, B2, LC.) Pero nunca llegaron ni el visado francés, ni el grie­
go. Freud tuvo la suerte de morir sin saber cómo terminarían sus hermanas: Adol-
fine murió de inanición en el campo de Theresienstadt, mientras que las otras tres
fueron asesinadas, probablemente en Auschwitz, en 1942. (Martin Freud, Freud,
15-16.) Su hermana Anna, que se había casado con Eli Bamays, hermano de
Martha, había emigrado a los Estados Unidos muchos años antes.
Morir en libertad [719]

oportunidad de decirle a Schur: “El destino ha sido bueno conmigo, pues


me procuró la relación con una mujer como ésa, quiero decir Anna, por
supuesto”. Schur dice que el comentario era de una gran ternura, aunque
Freud nunca había sido efusivo con su hija. *267 Con ella se podía contar a
todas horas, lo mismo que con Schur y Josefine Stross, a la que los Freud
llamaban afectuosamente “Fiffi” (era la joven pediatra que los había acom­
pañado a Inglaterra, y que después siguió cerca de la familia).
Freud estaba muy cansado y resultaba difícil alimentarlo. Pero aunque
sufría mucho, en especial por las noches, no quería que le dieran sedantes,
ni se los daban. Todavía leía; el último libro fue La piel de zapa, de Bal-
zac, ese relato misterioso sobre la piel mágica que va encogiéndose. Al
terminarlo le dijo a Schur, como de pasada, que aquel era el libro más ade­
cuado que hubiera podido leer en ese momento, puesto que trataba sobre el
encogimiento y la inanición. A juicio de Anna Freud, era el encogimiento
lo que en su estado sentía como más afín: su tiempo se estaba terminan­
do. *2« ’ Pasó sus últimos días en el estudio de la planta baja, mirando el
jardín. Ernest Jones, al que Anna Freud llamó urgentemente, pues veía
que su padre se estaba muriendo, llegó el 19 de septiembre. Jones recuerda
que Freud estaba dormitando, como solía hacer en esos días, pero cuando
él le dijo “Herr Professor”, Freud abrió un ojo, reconoció a su visitante “y
lo saludó moviendo la mano; después la dejó caer con un gesto muy
expresivo que transmitía múltiples significados: bienvenida, adiós, resig­
nación”. En seguida volvió a hundirse en su sopor. *270
Jones interpretó correctamente el gesto de Freud, que estaba saludando
a su viejo aliado por última vez. Se había resignado a dejar la vida. A
Schur lo atormentaba su imposibilidad de aliviar el sufrimiento de Freud,
pero dos días después de la visita de Jones, el 21 de septiembre, estando
sentado junto a su paciente, Freud le tomó la mano y le dijo: «Schur,
usted recuerda nuestro “contrato”; prometió no dejarme en la estacada
cuando llegara el momento. Ahora sólo queda la tortura, y no tiene senti­
do». Schur respondió que no lo había olvidado. Freud dio un suspiro de
alivio, retuvo la mano del médico por un momento y dijo: “Se lo agradez­
co”. Después de una ligera vacilación, agregó: “Hable sobre esto con
Anna, y si ella piensa que está bien, terminemos”. *271 Igual que durante
años, también en ese momento Freud pensó, antes que nada, en su Antí-
gona. Anna Freud quería posponer el final, pero Schur insistió en que
mantener vivo a Freud no conducía a nada, y ella se rindió a lo inevitable,
como había hecho su padre. Había llegado el momento; Schur lo sabía, y
actuó. Esa era la interpretación que le daba Freud a lo que él mismo había
dicho: había ido a Inglaterra para morir en libertad.
Schur estuvo a punto de llorar viendo a Freud afrontar la muerte con
dignidad y sin autocompasión. Nunca había visto a nadie morir así. El 21
de septiembre le inyectó tres centigramos de morfina (la dosis normal
como sedante son dos centigramos) y Freud se hundió en un sueño tran­
[720] Revisiones: 1915-1939

quilo. Cuando volvió a agitarse, Schur repitió la dosis, y le administró


una final al día siguiente, el 22 de septiembre. Freud entró en un coma del
que ya no despertó. Murió a las tres de la madrugada, el 23 de septiembre
de 1939. Casi cuatro décadas antes, le había escrito a Oskar Pfister pre­
guntándose qué debe hacerse en el día en que “faltan pensamientos o no se
encuentran palabras”. No podía evitar un estremecimiento “ante esa posi­
bilidad. Por ello, con toda la resignación ante el destino propia de un
hombre justo, tengo una súplica totalmente secreta: que no se produzca
ninguna invalidez, ninguna parálisis de las propias capacidades como con­
secuencia de la miseria corporal. Muramos con la armadura puesta, como
decía el Rey Macbeth”. Había velado para que esa súplica secreta se
viera satisfecha. El viejo estoico conservó el control de su vida hasta el
final. *273.
Abreviaturas

Briefe; Sigmund Freud, Briefe 1873-1939, comp. de Ernst y Lucie Freud (1960,
2’ ed. ampliada, 1968). Versión inglesa, Letters of Sigmund Freud, 1873-
1939, trad, de Tania y James Stern (1961; 2 * ed., 1975) [trad, cast.: Epis­
tolario (1873-1939), Barcelona, Plaza y Janés, 1984].
Freud-Abraham; Sigmund Freud, Karl Abraham, Briefe 1907-1926, comp, de Hil­
da Abraham y Ernst L. Freud (1965). Versión inglesa, A Psycho-Analytic
Dialogue: The Letters of Sigmund Freud and Karl Abraham, 1907-1926,
trad, de Bernard Marsh y Hilda Abraham (1965) [trad, cast.: Corresponden­
cia Freud-Abraham, Barcelona, Gedisa, 1979].
Freud-Fliess; Sigmund Freud, Briefe an Wilhelm Fliess 1887-1904, comp, de
Jeffrey Moussaieff Masson, con la colaboración de Michael Schröter y Ger­
hard Fichtner (1986), Version inglesa, The Complete Letters of Sigmund
Freud to Wilhelm Fliess, 1887-1904, comp, y trad, de Jeffrey Moussaieff
Masson (1985).
Freud-Jung; Sigmund Freud, C.G. Jung, Briefwechsel, comp, de William McGuire
y Wolfgang Sauerländer (1974; 3* reimpresión corregida, 1979). Versión
inglesa, The FreudUung Letters: The Correspondence between Sigmund
Freud and C.G. Jung, comp, de William McGuire y trad, de Ralph Manheim
(cartas de Freud) y R.F.C. Hull (cartas de Jung), (1974) [trad, cast.: Corres­
pondencia, Madrid, Taurus, 1979].
Freud-Pfister; Sigmund Freud, Oskar Pfister, Briefe 1909-1939, comp, de Ernst
L. Freud y Heinrich Meng (1963). Version inglesa, Psychoanalysis and
Faith: The Letters of Sigmund Freud and Oskar Pfister, trad, de Eric Mosba-
cher (1963).
Freud-Salomé; Sigmund Freud, Lou Andreus-Salomé, Briefwechsel, comp, de
Ernst Pfeiffer (1966). Versión inglesa, Sigmund Freud, Lou Andreas-Salome,
Letters, trad, de Elaine y William Robson-Scott (1972).
Freud-Zweig; Sigmund Freud, Arnold Zweig, Briefwechsel, comp, de Ernst L.
Freud (1968; en rústica, 1984). Versión inglesa, The Letters of Sigmund
Freud and Arnold Zweig, trad, de Elaine y William Robson-Scott (1970)
[trad, cast.: Correspondencia Freud-Zweig, Barcelona, Gedisa, 1980].
GW; Sigmund Freud, Gesammelte Werke, Chronologisch Geordnet, comp, de
Anna Freud, Edward Bibring, Willi Hoffer, Ernst Kris y Otto Isakower, en
colaboración con Marie Bonaparte, 18 vols. (1940-68).
Int. J. Psycho-Anal.; International Journal of Psycho-Analysis.
Int. Rev. Psycho-Anal.; International Review of Psycho-Analysis.
[722] Abreviaturas

J. Amer. Psychoanal. Assn.: Journal of the American Psychoanalytic Associa­


tion.
Jones I, II, III: Ernest Jones, The Life and Work of Sigmund Freud. Vol. l.,The
Formative Years and the Great Discoveries, 1856-1900 (1953); vol. II,
Years of Maturity, 1901-1919 (1955); vol. Ill, The Last Phase, 1919-1939
(1957) [trad, cast.: Vida y obra de Sigmund Freud, Buenos Aires, Hormé,
1982],
LC: Library of Congress (Biblioteca del Congreso).
Protokolle: Protokolle der Wiener Psychoanalytischen Vereinigung, comp, de
Hermann Nunberg y Ernst Federn, 4 vols. (1976-81). Version inglesa,
Minutes of the Vienna Psychoanalytic Society, trad, de M. Nunberg, 4
vols. (1962-75).
SE: Standard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud,
trad, bajo la supervisión general de James Strachey en colaboración con
Anna Freud, y la ayuda de Alix Strachey y Alan Tyson, 24 vols. (1953-74).
Y-MA: Yale University Library, Manuscripts and Archives (Biblioteca de la Uni­
versidad de Yale, Manuscritos y Archivos).
Notas*

Prefacio
1. Freud a Martha Bernays, 28 de abril de 1885, Briefe [Epistolario], 144-
145.
2. “Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci” (1910), GW, VIII,
202/“Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [“Un recuerdo
infantil de Leonardo da Vinci”], SE, XI, 130.
3. Freud a Arnold Zweig, 31 de mayo de 1936, Briefe [Epistolario], 445.
4. Traumdeutung (1900), GW II-III, 126/The Interpretation of Dreams [La
interpretación de los sueños], SE, IV, 121.
5. Freud a Fliess, 1 de febrero de 1900. Freud-FUess, 437 (398).
6. “The Pope’s Secrets”, distribuido por Tony Alamo, Pastor, presidente de
la Tony and Susan Alamo Christian Foundation, Alma, Arizona, sin fecha.
7. “Zur Geschichte der psychoanalytischen Bewegung” (1914), GW X,
60/“On the History of the Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a
la historia del movimiento psicoanalítico”], SE XIV, 21. Está citando al
dramaturgo alemán del siglo XIX Christian Friedrich Hebbel.
8. Freud a Stefan Zweig, 14 de abril de 1925. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
9. Freud a Ferenczi, 10 de enero de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
10. Freud a Einstein, 8 de diciembre de 1932. Freud Collection, B3, LC.
11. “Eine Kindheitserinnerung aus Dichtung und Wahrheit”, (1917) GW XII,
17/“ A Childhood Recollection from Dichtung und Wahrheit”, SE XVII,
148.
12. “Bruchstück einer Hysterie-Analyse” (1905), GW V, 240/“Fragment of an
Analysis of a Case of Hysteria”, SE VII, 77-78.
13. Freud a Edward Bernays, 10 de agosto de 1929. Briefe [Epistolario], 408.

* Entre corchetes, se indica el título de las traducciones castellanas. Para edito­


rial y año de edición de obras que no correspondan a la Standard Edition, acúdase a
las “Abreviaturas”, o bien a la primera vez que aparece la obra en estas notas, o
bien, finalmente, al “Ensayo bibliográfico”. [E.]
[724] Notas

Capitulo uno: Hambre de conocimiento

1. “Der Wahn und die Träume in W. Jensens Gradiva" (1907), GW VII,


31/“Delusions and Dreams in Jensen’s Gradiva”, SE IX, 7.
2. Freud a L. Darmstaeder, 3 de julio de 1910. Freud Collection, B3, LC.
3. The Interpretation of Dreams [La interpretación de los sueños] *(3 ed.
inglesa [rev.], 1932), SE IV, xxxii.
4. Casi siempre se la menciona con el nombre de “Amalie”, y aparentemente
así solían llamarla. Pero su lápida en el cementerio de Viena, donde reci­
bió sepultura con su esposo, reza “Amalia”. (Véase la fotografía en Ernst
Freud, Lucie Freud e Ilse Grubrich-Simitis, comps., Sigmund Freud: His
Life in Pictures and Words [1976; trad.de Christine Trollope, 1978], 161
[trad. cast.: Sigmund Freud: su vida en imágenes y textos, Buenos Aires,
Paidós, 1979]. Por otra parte, si bien su apellido de soltera por lo general
aparece escrito “Nathanson”, y es así como se encuentra en su certificado
de matrimonio, a ella le gustaba insistir en que la ortografía correcta era
“Nathansohn”. Los checos que vivían en Freiberg la llamaban Príbor, y
ahora que la ciudad está en Checoslovaquia, ése es su nombre oficial. No
caben dudas de que el nombre era popular; Freud lo empleó a veces en bro­
ma en su correspondencia de escolar. (Véase Freud a Emil Fluss, 28 de sep­
tiembre de 1872. “Selbstdarstellung.” Schriften zur Geschichte der Psy­
choanalyse, comp. de Ilse Grubrich-Simitis [1971; ed. correg., 1973],
)
110.
5. Véase Freud a Silberstein, 11 de junio de 1872. Freud Collection, D2, LC.
Véase también Anna Freud a Ernest Jones, 18 de enero de 1954. Papeles de
Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
6. En la polémica erudita sobre los primeros años de la vida de Freud, ni
siquiera la fecha de nacimiento ha escapado al escrutinio especulativo de
los investigadores; despistados por una anotación ilegible de un escribien­
te local, algunos han tratado de imponerle una fecha anterior, el 6 de mar­
zo. Esa habría sido una revisión interesante, puesto que Jacob Freud se
casó con Amalia Nathansohn el 29 de julio de 1855. Pero los documentos,
corroborados por la Biblia de la familia, demuestran que Freud y su novia
no violaron las conveniencias: la fecha convencional de las biografías, el
6 de mayo, es la correcta.
7. “Selbstdarstellung” (1925), GW XIV, 34/“An Autobiographical Study”,
[“Presentación autobiográfica”], SE XX, 7-8.
8. De notas de Marie Bonaparte (en francés) para una biografía de Freud,
tomadas de declaraciones de Freud “en abril de 1928”. Papeles de Jones,
Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
9. Freud a Wilhelm Fliess, 3 de octubre de 1897. Freud-Fliess, 289 (268).
10. Die Traumdeutung (1900), GW II-III, 427-28/The Interpretation of Dreams
[La interpretación de los sueños], SE V, 424-25.
11. Véase The Psychopathology of Everyday Life (1901) [Psicopatología de
la vida cotidiana], SE VI, 51-52n (nota de 1924).
12. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 34/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 7.
13. Freud a J. Dwossis (en Jerusalén), 15 de diciembre de 1930. Ejemplar
mecanografiado, Freud Museum, Londres.
14. Ibíd.
15. Selbstdarstellung, 40/“Autobiographical Study” [“Presentación autobiográ­
fica”], SE XX, 8 (palabras agregadas en 1935, época en la que Freud estaba
particularmente obsesionado con Moisés).
Notas [725]

16. Freud a Fliess, 15 de octubre de 1897. Freud-Fliess, 291 (271).


17. Véase Freud a Fliess, 4 de octubre de 1897. Ibíd., 290 (269).
18. Ibíd., 292 (271-72).
19. Véase John E. Gedo, “Freud’s Self-Analysis and His Scientific Ideas”, en
Freud: The Fusion of Science and Humanism: The Intellectual History of
Psychoanalysis, comp, de John E. Gedo y George H. Pollock (1976), 301.
20. Véanse las investigaciones pioneras de Josef Sajner: “Sigmund Freuds
Beziehungen zu seinem Geburtsort Freiberg (Pribor) und zu Mähren”, Clio
Medica, III (1968), 167-80, y “Drei dokumentarische Beiträge zur Sig­
mund-Freud-Biographik aus Böhmen und Mähren”, Jahrbuch der Psychoa­
nalyse, XIII (1981), 143-152.
21. “Über Deckerinnerungen” (1899), GW I, 542/“Screen Memories”, SE III,
312.
22. Véase “R. was my uncle”, en Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 138-145.
23. Véase Marianne Krüll, Freud and His Father (1979; trad. Arnold J. Pome-
rans, 1986), 164-166.
24. “Über Deckerinnerungen”, GW I, 542-543/“Screen Memories”, SE III, 312-
313.
25. Freud al alcalde de Pribor, 25 de octubre de 1931. Ejemplar mecanografia­
do. Freud Collection, B3, LC/“Letter to the Burgomaster of Pribor”, S E
XXI, 259.
26. Freud a Max Eitingon, 6 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 462.
27. Freud a Fluss, 18 de septiembre de 1872. Selbstdarstellung, 109.
28. Freud a Martha Bernays, 10 de marzo de 1886. Briefe [Epistolario], 219.
29. Freud a Fliess, 11 de marzo, 1900. Freud-Fliess, 442 (403).
30. Véase “On the History of the Psychoanalytic Movement” [“Contribución a
la historia del movimiento psicoanalitico”] (1914), SE XIV, 39.
3 1. Martin Freud, Sigmund Freud: Man and Father (1958),10.
32. Freud a Fliess, 3 de octubre de 1897. Freud-Fliess, 288-289 (268).
33. Anna Freud a Ernest Jones, 29 de mayo de 1951. Papeles de Jones, Archi­
vos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
34. Traumdeutung, GW II-III, Wi-l)/Interpretation of Dreams [La interpreta­
ción de los sueños], SE IV, 197.
35. Ibid., 202 I 196.
36. Véase Interpretation of Dreams [La interpretación de los sueños], SE V,
424.
37. La Biblia se exhibe en el Freud Museum, Londres. Sobre esta inscripción,
véase Ernst Freud y otros, comps., Sigmund Freud: His Life in Pictures
and Words [Sigmund Freud: Su vida en imágenes y textos], 134.
38. Traumdeutung, GW II-III, WS/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 192.
39. Ibíd., 198-199 / 192-193.
40. Véase Krüll, Freud and His Father, 147-151.
41. Anna Freud Bemays, “My Brother, Sigmund Freud”, American Mercury, LI
(1940), 336. Los recuerdos de Anna Bernays, llenos de errores, deben uti­
lizarse con cautela.
42. Sobre este párrafo, véase sobre todo Robert A. Kann, A History of the
Habsburg Empire, 1526-1918 (1974; ed. corr., 1977), 243-366 passim.
43. Ilsa Barea, Vienna (1966), 244-245.
44. Max Eyth, un poeta e ingeniero suabo de visita en Viena, a sus padres, 7
de junio de 1873. Citado en Bernhard Zeller, comp., Jugend in Wien:
Literatur um 1900 (1974), 30.
[726] Notas

45. Véase Wolfdieter Bihl, “Die Juden”, en Die Habsburger Monarchie, 1848-
1918, comp, de Adam Wandruszka y Peter Urbanitsch, vol. Ill, Die Völ­
ker des Reiches (1980), parte 2, 890-896.
46. Traumdeutung, GW II-III, 199/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 193.
47. Freud a Martha Bernays, 2 de junio de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
48. Sobre este complejo aspecto de Lueger, véase sobre todo John W. Boyer,
“Karl Lueger and the Viennese Jews”. Leo Baeck Yearbook, XXVI (1981),
125-141; y John W. Boyer, Political Radicalism in Late Imperial Vienna:
Origins of the Christian Social Movement, 1848-1897 (1981).
49. Freud a Arnold Zweig, 26 de noviembre de 1930. Freud-Zweig ¿Correspon­
dencia Freud-Zweig], 33 (21).
50. Citado en Zeller, comp., Jugend in Wien, 69.
51. Dennis B. Klein, Jewish Origins of the Psychoanalytic Movement (1981), 4.
52. Véase Joseph Samuel Bloch, Der nationale Zwist und die Juden in Öste­
rreich (1886), 25-26; véase también 18-21.
53. Véase Marsha L. Rosenblit, The Jews of Vienna, 1867-1914: Assimila­
tion and Identity (1983), 13-45 passim.
54. Freud a Fluss, 18 de septiembre de 1872. Selbstdarstellung, 107-8.
55. Véase Klein, Jewish Origins, 48.
56. Esta cantidad incluye sólo a los judíos que residían legalmente en la ciu­
dad; el número real era sin duda mayor. (Véase Rosenblit, Jews of Vienna,
17.)
57. Burckhardt a Friedrich von Preen, 3 de octubre de 1872. Briefe, comp, de
Max Burckhardt, 10 vols. (1949-86), V, 175.
58. Burckhardt a Johann Jacob Oeri-Burckhardt, 14 de agosto de 1884. Ibid.,
VIII, 228.
59. Traumdeutung, GW II-III, 202/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 196.
60. Arthur Schnitzler, Jugend in Wien (1968), 78-81.
61. Barea, Vienna, 305.
62. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 34/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 8.
63. Freud a Silberstein, 11 de junio de 1872. Freud Collection, D2, LC.
64. Freud a Silberstein, 4 de septiembre de 1872. Ibid.
65. Ibid.
66. Véase Freud a Silberstein, 25 de marzo de 1872, carta anterior a su visita a
Freiberg. Allí se refirió a Gisela Fluss como "Ichth", y a su hermano Emil
como "Ichthyosaurus". (Freud Collection, D2, LC.) Véase un uso posterior
en Freud a Fluss, 18 y 28 de septiembre de 1872. (Selbsdarstellung, 109,
110.) En la primera de estas cartas, Freud utilizó la abreviatura "Ich.”-, sin
duda, como revela una carta anterior a Silberstein, este nombre en código
ya les era familiar a ambos desde hacía cierto tiempo.
67. “Über Deckerinnerungen”, GW I, 543/ “Screen Memories”, SE III, 313.
68. Véase Freud a Silberstein, 4 de septiembre de 1872. Freud Collection, DW,
LC.
69. Ibid. También en Ronald W. Clark, Freud: The Man and the Cause (1980),
25 (trad, cast.: Freud: el hombre y su causa, Barcelona, Planeta, 1985).
70. Traumdeutung, GW II-III, 221-222/Interpretation of Dreams [La interpreta­
ción de los sueños], SE IV, 216.
71. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 34/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE, XX, 8.
Notas [727]

72. Véase, además de su autobiografía, un comentario a su conocido Friedrich


Eckstein, a quien le describió su experiencia como “un giro decisivo” de su
“desarrollo intelectual”. (Citado en Friedrich Eckstein, "Alte unnennbare
Tage!" Erinnerungen aus siebzig Lehr- und Wanderjahren [1936], 21.)
73. Los estudiosos de Goethe están de acuerdo ahora en que el fragmento en
realidad se debe a la pluma de un conocido suyo, el escritor suizo Chris­
toph Tobler. Véase la nota editorial de Andreas Speiser en Johann Wolf­
gang Goethe, Gedenkausgabe der Werke, Briefe und Gespräche, comp. de
Ernst Beutler, 24 vols. (1949), XVI, 978.
74. Freud a Fluss, 17 de marzo de 1873. Selbstdarstellung, 114.
75. Freud a Fluss, 1 de mayo de 1873. Ibid., 116.
76. Freud a Silberstein, 2 de agosto de 1873. Freud Collection, D2, LC.
77. Véase Fritz Wittels, Sigmund Freud: His Personality, His Teaching, and
His School (1924; trad. de Eden y Cedar Paul, 1924), 19. Freud empleó
por primera vez la expresión “recuerdo encubridor” —Deckerinnerung— en
el artículo de 1899 “Über Deckerinnerungen”.
78. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 34/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 8.
79. Freud a Martha Bernays, 2 de febrero de 1886. Briefe [Epistolario], 208-
209.
80. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 29.
81. Freud a Marie Bonaparte, 12 de noviembre de 1938. Briefe [Epistolario],
471.
82. Freud a Silberstein, 7 de marzo de 1875. Freud Collection, D2, LC.
83. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 34/“Autobiographical Study”, SE XX, 8.
84. Freud a Fluss, 28 de septiembre de 1872. Selbstdarstellung, 111.
85. Freud a Silberstein, 17 de agosto de 1872. Freud Collection, D2, LC.
86. Freud a Fluss, 16 de junio de 1873. Selbstdarstellung, 120-121.
87. Freud a Silberstein, 9 de septiembre de 1875. Freud Collection, D2, LC.
88. Freud a Martha Bernays, 28 de agosto de 1883. Briefe [Epistolario], 54.
89. Véase “PostScript” (1927) a The Question of Lay Analysis: Conversations
with an Impartial Person [¿Pueden los legos ejercer el análisis?] (1926),
SE XX, 253.
90. “Nachschrift” (1935) a “Selbstdarstellung”, GW XVI, 32/“Postscript” al
“Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE XX, 72.
91. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 34-35/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 9.
92. Freud a Silberstein, 27 de marzo de 1875. Freud Collection, D2, LC.
93. Freud a Martha Bernays, 16 de diciembre de 1883. Briefe [Epistolario], 84-
85.
94. Véase Martin Freud, Freud, 70-71.
95. Freud a Silberstein, 11 de julio de 1873. Freud Collection, D2, LC.
96. Freud a Silberstein, 6 de agosto de 1873. Ibíd.
97. Freud a Silberstein, 7 de marzo de 1875. Ibíd.
98. Ludwig Feuerbach, “Vorwort” a la segunda edición de Das Wesen des
Christenthums (1843), iii. (Omitido en la célebre traducción al inglés de
George Eliot, publicada con el título de The Essence of Christianity en
1854.)
99. Ibíd., 408.
100. Ibíd., ix-xii.
101. Feuerbach a Christian Kapp, noviembre de 1840. Citado en Marx W. War-
tofsky, Feuerbach (1977), 202.
102. Feuerbach, Wesen des Christenthums, x.
[728] Notas

103. Freud a Silberstein, 7 de marzo de 1875. Freud Collection, D2. LC.


104. Freud a Silberstein, 13-15 de marzo de 1875. Ibid.
105. Freud a Silberstein, 8 de noviembre de 1874. Ibid.
106. Henry Hun, A Guide to American Medical Students in Europe (1883). Cita­
do en Sherwin B. Nuland, The Masterful Spirit—Teodor Billroth, The Clas­
sics of Surgery Library (1984), 9.
107. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 35/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 9.
108. Freud a Silberstein, 6 de agosto de 1873. Freud Collection, D2. LC.
109. Freud a Silberstein, 9 de septiembre de 1875. Ibid.
110. Freud a Martha Bernays, 16 de agosto de 1882. Jones [Vida y obra de
Sigmund Freud] I, 178-179.
111. Freud a Silberstein, 9 de septiembre de 1875, Freud Collection, D2, LC.
112. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 37-38.
113. “Beobachtungen über Gestaltung und feineren Bau der als Hoden beschrie­
benen Lappenorgane des Aals” (1877), en Siegfried Bemfeld, “Freud’s
Scientific Beginnings”, American Imago, VI (1949), 165.
114. Freud a Silberstein, 5 de abril de 1876. Freud Collection, D2, LC..
115. Freud a Silberstein, sin fecha [¿abril de 1876?], ibid.
116. Selbstdarstellung, 41/“Autobiographical Study” [“Presentación autobiográ­
fica”], SE XX, 9-10.
117. “Nachwort” st Die Frage der Laienanalyse, GW XIV, 290/“Postscript” a
The Question of Lay Analysis [¿Pueden los legos ejercer el análisis?], S E
XX, 253.
118. Traumdeutung, GW II-III, 424-425/Interpretation of Dreams [La interpreta­
ción de los sueños], SE V, 421-422.
119. Bernfeld, “Freud’s Scientific Beginnings”, 169-174.
120. Emil Du Bois-Reymond, “Über die Grenzen des Naturerkennens” (1872), en
Reden von Emil Du Bois-Reymond, comp, de Estelle Du Bois-Reymond, 2
vols. (1885; 2a. edición ampliada, 1912), I, 461.
121. Freud a Silberstein, 14 de enero de 1875. Freud Collection, D2, LC.
122. Véase la introducción de Ernst Kris a las cartas de Freud a Fliess: “Einlei­
tung zur Erstausgabe” (1950), en Freud-Fliess, 526.
123. “Über eine Weltanschauung” (escrito en 1932), en Neue Folge der Vorle­
sungen zur Einführung in die Psychoanalyse (1933), GW XV, 197/“The
Question of a Weltanschauung”, en New Introductory Lectures on Psycho-
Analysis [Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis], SE XXII,
181.
124. Zur Psychopathologie des Alltagsleben (1901), GW IV, 164/The Psycho­
pathology of Everyday Life [Psicopatología de la vida cotidiana], SE VI,
148.
125. Freud a Wilhelm Knoepfmacher, 6 de agosto de 1878. Ejemplar mecanogra­
fiado, Freud Collection, B3, LC.
126. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 50.
127. “Qualifications Eingabe” (1886). Freud Museum, Londres.
128. Véase Autobiographical Study”, SE XX, 10.
129. Sobre este punto véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 60-61,
donde se cita una carta inédita de Freud a Martha Bernays del 9 de septiem­
bre de 1884.
130. Ibid., 99.
131. Véase Freud a Fliess, 7 de marzo de 1896. Freud-Fliess, 187 (177).
132. “The Enfranchisement of Women”, publicado originalmente en la West­
minster Review de julio de 1851, fue calificado de trabajo circunstancial
Notas [729]

por el propio John Stuart Mill, que lo escribió en colaboración con


Harriet Taylor, con la que se cásó ese mismo año. Acepto el juicio de Ali­
ce S. Rossi, en cuanto a que el ensayo es principalmente obra de Harriet
Taylor. Véase la compilación hecha por Rossi de John Stuart Mill y
Harriet Taylor Mill, Essays on Sex Equality (1970), 41-42 [trad, cast.:
Ensayos sobre la igualdad sexual, Madrid, Guadarrama, 1973].
133. Freud a Martha Bernays, 15 de noviembre de 1883. Briefe [Epistolario],
81-82.
134. Freud a Martha Bernays, 22 de enero de 1884. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
135. Freud a Martha Bernays, 5 de diciembre de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
136. Véase un ejemplo en Martha Bernays a Freud, víspera de Año Nuevo (31 de
diciembre-1 de enero), 1885-1886. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
137. Véase Martha Bernays a Freud, 4 de junio de 1885. Con permiso de Sig­
mund Freud Copyrights, Wivenhoe.
138. Freud a Martha Bernays, 22 de enero de 1884. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
139. “Über einige neurotische Mechanismen bei Eifersucht, Paranoia und Homo­
sexualität” (1922), GW XIII, 195/“Some Neurotic Mechanisms in Jealousy,
Paranoia and Homosexuality”, SE XVIII, 223-224.
140. Freud a Martha Bernays, 19 de junio de 1882. Briefe [Epistolario], 20.
141. Freud a Martha Bernays, 22 de agosto de 1883. Ibid., 50.
142. Freud a Martha Bernays, 18 de agosto de 1882. Ibid., 37.
143. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 63.
144. Traumdeutung, GW II-III, ^^[Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 484.
145. Freud a Martha Bernays, 5 de octubre de 1882. Briefe [Epistolario], 41.
146. Freud a Martha Bernays, 2 de febrero de 1886. Ibid., 208.
147. Traumdeutung, GW II-III, ^^[Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 437.
148. Véase Interpretation of Dreams [La interpretación de los sueños], SE V,
437; y “Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE XX,
10.
149. Freud a Martha Bernays, 29 de agosto de 1883. Briefe [Epistolario], 58.
150. Freud a Martha Bernays, 12 de mayo de 1885. Ibid., 148.
151. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 38-39/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 14-15.
152. Freud a Martha Bernays, 21 de abril de 1884. Briefe [Epistolario], 114.
153. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 38/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 14; y una carta a un Profesor Meller, 8 de
noviembre de 1934. Freud Museum, Londres. Véase también Jones [Vida y
obra de Sigmund Freud] 1,79.
154. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 38-39/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 15.
155. Freud al Profesor Meller, 8 de noviembre de 1934. Freud Museum, Londres.
156. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 38-39/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 15.
157. Freud a Martha Bernays, 2 de junio de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
158. Véase Martha Bernays a Freud, 4 de junio de 1885. Con permiso de Sig­
mund Freud Copyrights, Wivenhoe.
[730] Notas

159. Véase Freud a Martha Bernays, 7 de enero de 1885. Briefe [Epistolario],


138.
160. Freud a Martha Bernays, 7 de enero de 1885. Ibid., 137.
161. Véase la pág. 19 en el ejemplar de Freud de Wittels, Sigmund Freud. Freud
Museum, Londres.
162. Freud a Martha Bernays, 22 y 23 de agosto y 8 de septiembre de 1883.
Briefe [Epistolario], 50, 52, 62.
163. Freud a Fliess, 1 de febrero de 1900. Freud-Fliess, 438 (398).
164. Freud en la Sociedad Psicológica de los Miércoles, 1 de abril de 1908.
Protokolle, I, 338.
165. Freud a Martha Bernays, 12 de febrero de 1884. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
166. Véanse dos ejemplos en “Screen Memories”, SE, III, 316; y “The Psycho-
Analytic View of Psychogenic Disturbance of Vision” (1910), SE XI, 214-
215.
167. “Selbstdarstellung”, GIF XIV, 36/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 11.
168. Freud a Martha Bernays, 3 de junio de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
169. Fleischl-Marxow a Freud, sin fecha. [Anna Freud sitúa correctamente la car­
ta en junio de 1885]. Freud Collection, LC, fuera de catálogo.
170. Freud a Martha Bernays, 19 de octubre de 1885. Briefe [Epistolario], 176-
178.
171. Freud a Martha Bernays, 19 de octubre de 1885. Ibíd., 176. Véase tam­
bién Freud a Martha Bernays, 8 de noviembre de 1885. Ibíd., 182-185.
172. Freud a Martha Bernays, 19 de octubre de 1885. Ibíd., 176.
173. Freud a Minna Bernays, 18 de octubre de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
174. Ibíd. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
175. Freud a Martha Bernays, 24-26 de noviembre de 1885. Con permiso de
Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
176. Freud a Martha Bernays, 22 de enero de 1884. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
177. Freud a Martha Bernays, 5 de diciembre de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
178. Freud a Martha Bernays, 24 de noviembre de 1885. Briefe [Epistolario],
189.
179. “Charcot” (1893), GW I, 28-29/“Charcot”, SE III, 17-18.
180. Véase ibíd., 23 / 13.
181. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 36-37/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 12.
182. Pierre Janet, L'État mental des hystériques (1892; 2a ed., 1911), 132-135.
183. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 52/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 27.
184. Freud a Martha Bernays, 5 de diciembre de 1885. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
185. Freud a Martha Bernays, 2-3 de febrero de 1886. Briefe [Epistolario], 209-
210.
186. “Charcot”, GW 1,23-24/“Charcot”, SE III, 12-13.
187. J.M. Charcot y Gilles de la Tourette, “Hypnotism in the Hysterical”, enA
Dictionary of Psychological Medicine, comp, de D. Hack Tuke, 2 vols.
(1892), I, 606.
188. “Vorrede des Uebersetzers”, en Hippolyte Bernheim, Die Suggestion und
Notas [731]

ihre Heilwirkung (1888), iii-iv/“Preface to the Translation of Bernheim’s


Suggestion", SE I, 75-76.
189. “Bericht über meine mit Universitäts-Jubiläums-Reisestipendium unternom­
mene Studienreise nach Paris und Berlin” (escrito en 1886, publicado por
primera vez en 1960), Selbstdarstellung, 130, 134/“Report on my Studies
in Paris and Berlin”, SE I, 5-6, 10.
190. Tarjeta de visita con unas palabras escritas, sin fecha. Freud Collection,
B3, LC.
191. “Kleine Chronik”, con fecha 24 de abril de 1886, en Neue Freie Presse, 25
de abril de 1886. Recorte periodístico, Freud Museum, Londres.
192. Freud a Martha Bernays, 13 de mayo de 1886. Briefe [Epistolario], 225.
193. Véase “Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE XX,
15.
194. Citado en Clark, Freud [Freud, el hombre y su causa], 89.
195. Freud a Emmeline y Minna Bernays, 16 de octubre de 1887. Briefe [Epis­
tolario], 231.
196. Freud a Emmeline y Minna Bernays, 21 de octubre de 1887. Ibíd., 232.
197. Freud a Emmeline y Minna Bernays, 16 de octubre de 1887. Ibíd., 231.

Capitulo dos. La construcción de la teoría


1. Traumdeutung, GW II-III, 487/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 483.
2. Freud a Fliess, 24 de noviembre de 1887. Freud-Fliess, 3 (15).
3. Freud a Fliess, 21 de mayo de 1894. Ibíd., 66 (73).
4. Freud a Fliess, 29 de septiembre de 1893. Ibíd., 49 (56).
5 . Abraham a Freud, 26 de febrero de 1911. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 106-107 (102).
6. Freud a Fliess,21 de mayo de 1894. Freud-Fliess, 67 (74).
7. Freud a Fliess,30 de junio de 1896. Ibíd., 203 (193).
8. Freud a Fliess,14 de julio de 1894. Ibíd., 81 (87).
9. Havelock Ellis, Studies in the Psychology of Sex, 2 vols. (ed. de 1900),
II, 83 [trad, cast.: Estudios de psicología sexual, Madrid, Instituto Edito­
rial Reus, 1913].
10. Véase Freud a Carl G. Jung, 16 de abril de 1909. Freud-Jung [Correspon­
dencia], 242 (219).
11. Véase Psychopathology of Everyday Life [Psicopatología de la vida coti­
diana], SE VI, 260 y 260n.
12. Freud a Jung, 16 de abril de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 243
(220).
13. Freud a Fliess, 19 de abril de 1894. Freud-Fliess, 63 (68).
14. Freud a Fliess, 20 de agosto de 1893. Ibíd., 47 (54).
15. Véase Peter Gay, “Six Names in Search of an Interpretation: A Contribu­
tion to the Debate over Sigmund Freud’s Jewishness”, Hebrew Union
College Annual, LIII (1982), 295-307.
16. Véase Martin Freud, Freud, 32-34, 38, 44-45.
17. Entrevista con Helen Schur, 3 de junio de 1986.
18. Martha Freud a Elsa Reiss, 8 de marzo de 1947. Freud Collection, Bl, LC.
19. Véase Freud a Fliess, 10 de julio de 1893, y 29 de agosto de 1894. Freud-
Fliess, 43, 90 (50, 95).
20. Freud a Martha Bernays, 2 de agosto de 1882. Jones [Vida y obra de Sig­
mund Freud] I, 102.
[732] Notas

21. Freud a Fliess, 13 de febrero de 1896. Freud-Fliess, 180 (172).


22. Martha Freud a Ludwig Binswanger, 7 de noviembre de 1939. Con permiso
de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
23. Martha Freud a Paul Federn, sin fecha [¿principios de noviembre?, 1939].
Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
24. Rene Laforgue, “Personal Memories of Freud” (1956), en Freud As We
Knew Him, comp, de Hendrik M. Ruitenbeek (1973), 342.
25. Freud a Fliess, 3 de diciembre de 1895. Freud-Fliess, 159 (153).
26. Freud a Fliess, 8 de diciembre de 1895. Ibíd., 160 (154).
27. Freud a Fliess, 29 de agosto de 1888. Ibíd., 9 (23).
28. Freud a Fliess, 21 de julio de 1890, y 11 de agosto de 1890. Ibíd., 12, 14
(26, 27).
29. Freud a Fliess, 20 de agosto de 1893. Ibíd., 46 (53).
30. Véase Freud a Fliess, 28 de junio de 1892. Ibíd., 17, 23 (31, 35).
31. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 41/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 18.
32. Zur Auffassung der Aphasien. Eine kritische Studie (1891), 18, 106, 107.
33. Véase “A Case of Successful Treatment by Hypnotism” (1892-1893), SE I,
117-128.
34. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 39/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 16.
35. Ibid., 40 I 16.
36. Freud a Fliess, manuscrito adjunto a una carta del 8 de febrero de 1893.
Freud-FUess, 27-32 (39-43).
37. Ibid., 32 (44).
38. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 47/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 22.
39. Freud a Martha Bernays, 13 de julio de 1883 (“2 A.M.”). Briefe [Epistola­
rio], 47-48.
40. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 226.
41. Freud a Martha Bernays, 13 de julio de 1883. Briefe [Epistolario], 48.
42. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 44/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 19-20.
43. Breuer a Auguste Forel, 21 de noviembre de 1907. Carta citada en su tota­
lidad en Paul F. Cranefield, “Josef Breuer’s Evaluation of His Contribution
to Psycho-Analysis”, /nt. J. Psycho-Anal., XXXIX (1958), 320.
44. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 44/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 20.
45. Josef Breuer, “Krankengeschichte Bertha Pappenheim” (1882),informe de
Breuer enviado a Robert Binswanger, médico jefe del sanatorio suizo de
Kreuzlingen, al que había enviado a la paciente después de haberla “cura­
do”. Reimpreso en Albrecht Hirschmüller, Physiologie und Psychoanalyse
im Leben und Werk Josef Breuers, suplemento 4 del Jahrbuch der Psycho­
analyse, X (1978), 348-362. Pasajes citados en pág. 348.
46. Breuer, “Krankengeschichte Bertha Pappenheim”, en Hirschmüller, Phy­
siologie und Psychoanalyse in Breuer, 349.
47. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 47/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 22.
48. Anna O. empleaba estas expresiones en inglés. Breuer, en Breuer y Freud,
Studien über Hysterie (1895, 2a ed., sin modificaciones, 1909) Ih/Studies
on Hysteria [Estudios sobre la histeria], SE II, 30. (Los editores de la
Standard Edition optaron por traducir el libro completo, incluyendo las
contribuciones de Breuer; en cambio, los editores de la Gesammelte Werke,
Notas [733]

en alemán, omitieron los capítulos de Breuer. Estoy citando al libro origi­


nal en alemán y, para el texto inglés, remito al lector al lugar correspon­
diente déla Standard Edition.)
49. Ibíd., 27, 32 / 35, 40-41.
50. “Bertha Pappenheim über ihre Krankheit” (septiembre de 1882). Cita com­
pleta en Hirschmüller, Physiologie und Psychoanalyse in Breuer, 369-370;
la cita está en pág. 370.
51. Breuer y Freud, Studien über Hysterie, 32/Studies on Hysteria [Estudios
sobre la histeria], SE II, 41.
52. Breuer a Forel, 21 de noviembre de 1907. Citada en Cranefield, “Breuer’s
Evaluation”, 320.
53. Freud a Stefan Zweig, 2 de junio de 1932. Briefe [Epistolario], 427-428.
Freud manifestó que tenía confianza en lo que denominó su “reconstrucción”
porque la hija menor de Breuer había leído esa descripción y le preguntó al
respecto a su padre, quien la confirmó. Pero en esa explicación fallaba
algo: Freud pensaba que esa misma hija había nacido “poco después de la
conclusión del tratamiento, ¡lo que tampoco carece de significación para
conexiones más profundas!” (Briefe [Epistolario], 428.) En su biografía,
Ernest Jones elaboró la historia: Frau Breuer se había puesto tan celosa
ante las atenciones que su esposo le brindaba a esa paciente joven y fasci­
nante, que Breuer, con algo de pánico, terminó el tratamiento y se llevó a
su mujer a Italia, para disfrutar de una segunda luna de miel, durante la cual
fue concebida la hija menor (Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 224-
226). Aparentemente, Freud creía algo análogo. Pero el trabajo erudito rea­
lizado por Henri Ellenberger y Albrecht Hirschmüller demostró que la cro­
nología del nacimiento de la hija de Breuer sencillamente no encaja en este
relato. Dora Breuer había nacido el 11 de marzo de 1882, tres meses des­
pués de que el padre terminara el tratamiento de Anna O. y, en todo caso, él
no pasó el verano anterior en Italia, sino en Gmunden am Tramsee. (Véase
Henri Ellenberger, “The Story of ‘Anna O.’: A Critical Review with New
Data”, Journal of the History of Behavioral Sciences, VIII [1972], 267-79;
y Hirschmüller, Physiology und Psychoanalyse in Breuer, 47-48.)
54. Citado en Hirschmüller, Physiologie und Psychoanalyse in Breuer, 256.
55. Freud a Minna Bernays, 13 de julio de 1891. Briefe [Epistolario], 239.
56. Freud a Fliess, 18 de diciembre de 1892. Freud-Fliess, 24 (36).
57. Freud a Fliess, 29 de septiembre de 1983. Ibíd., 49 (56).
58. Freud a Fliess, 22 de junio de 1894. Ibíd., 80 (86).
59. Véase Freud a Fliess, 16 de abril de 1896, y 4 de junio de 1896. Ibíd.,
191, 202 (181, 191).
60. Freud a Fliess, 22 de enero de 1898. Ibíd., 322 (296).
61. Breuer y Freud, Studien über Hysterie, 221 [Studies on Hysteria [Estudios
sobre la histeria], SE II, 250-251.
62. Véase George H. Pollock, “Josef Breuer”, en Freud, Fusión of Science and
Humanism, comp. de Gedo y Pollock, 133-163, esp. 141-144.
63. Freud a Fliess, 8 de noviembre de 1895. Freud-Fliess, 154-155 (151).
Hirschmüller, conjetura que Breuer, más cauto que Freud, debió decir: “No
lo creo en absoluto”. (Physiologie und Psychoanalyse in Breuer, 234.)
64. Freud a Fliess, 16 de mayo de 1900. Freud-Fliess, 453-454 (414).
65. Freud a Fliess, 7 de agosto de 1901. Ibíd., 491 (447).
66. Breuer a Forel, 21 de noviembre de 1907. Citada en Cranefield, “Breuer’s
Evaluation”, 319-320.
67. Véase la pág. 33 en el ejemplar que tenía Freud de Wittels, Sigmund Freud.
Freud Museum, Londres.
[734] Notas

68. Freud a Fliess, 8 de febrero de 1897. Freud-Fliess, 243 (229).


69. Freud a Fliess, 1 de agosto de 1890. Ibid., 12 (27).
70. Freud a Fliess, 12 de julio de 1892. Ibid., 18 (32).
71. Véase Peter J. Swales, “Freud, His Teacher, and the Birth of psychoanaly­
sis”, en Freud, Appraisals and Reappraisals: Contributions to Freud Stu­
dies, comp, de Paul E. Stepansky, I (1986), 3-82.
72. Studien über Hysterie, GW I, I62n/Studies on Hysteria [Estudios sobre la
histeria], SE II, 105n (nota agregada en 1924).
73. Ibid., 116 / 163.
74. La carta original en alemán aparece completa en Ola Andersson, “A Sup­
plement to Freud’s Case History of ‘Frau Emmy v. N.’ in Studies on Hys­
teria 1895”, Scandinavian Psychoanalytic Review, II (1979), 5-15.
75. Studien über Hysterie, GW I, if>[Studies on Hysteria [Estudios sobre la
histeria], SE II, 7.
76. Ibid., 198 / 137.
77. Ibid., 201 / 139.
78. Ibid., 212, 224, 226 / 148, 158, 160.
79. “Memorandum for the Sigmund Freud Archives”, sin firma, pero atribuido a
la menor de las tres hijas de Ilona Weiss, con fecha de 11 de enero de
1953. Freud Museum,Londres.
80. Studien über Hysterie, GW I, If>8/Studies on Hysteria [Estudios sobre la
histeria], SE II, 111.
81. Véase, por ejemplo, “Analysis of a Phobia in a Five-Year-Old Boy” [“Lit­
tle Hans”] (1909), SE X, 23; y “Recommendations to Physicians Practi­
sing Psycho-Analysis” (1912), SE XII, 111.
82. Freud a Fliess, 290 de agosto de 1893. Freud-Fliess, 48 (54).
83. Studien über Hysterie, GW I, 193/Studies on Hysteria [Estudios sobre la
histeria], SE II, 133.
84. Ibíd., 195n / 134n.
85. Freud a Fliess, 25 de mayo de 1895. Freud-Fliess, 130 (129).
86. Freud a Fliess, 16 de octubre de 1895. Ibíd., 149 (145).
87. Freud a Fliess, 17 de mayo de 1896. Ibíd., 196 (187).
88. Freud a Fliess, 21 de mayo de 1894. Ibíd., 66 (73).
89. Freud a Fliess, 22 de noviembre de 1896. Ibíd., 215 (204).
90. Freud a Fliess, 16 de agosto de 1895. Ibíd., 139 (136).
91. Freud a Fliess, 23 de febrero de 1898. Ibíd., 328 (300).
92. Freud a Fliess, 12 de agosto de 1896. Ibíd., 207 (196).
93. Freud a Fliess, 16 de mayo de 1897. Ibíd., 259 (244).
94. Freud a Fliess, 12 de abril de 1897. Ibíd., 250 (236).
95. Freud a Fliess, 2 de marzo de 1899. Ibíd., 382 (349).
96. Freud a Fliess, 8 de diciembre de 1895. Ibíd., 160-161 (154-155).
97. Freud a Minna Bernays, 28 de agosto de 1884. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
98. Freud a Minna Bernays, 12 de octubre de 1884. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
99. Entrevista con Helen Schur, 3 de junio de 1986. Hay fotografías en Emst
Freud y otros, comps. Sigmund Freud: His Life in Pictures and Words
[Sigmund Freud: Su vida en imágenes y textos], 99, 151, 193. Y véanse
las cartas citadas en los lugares correspondientes.
100. Freud a Fliess, 21 de mayo de 1894. Freud-Fliess, 66 (73).
101. Freud a Fliess, 6 de febrero de 1896. Freud-Fliess, 179 (170).
102. Adolf von Strümpell, “Studien über Hysterie”, Deutsche Zeitschrift für
Nervenheilkunde, VIII (1896), 159-161.
Notas [735]

103. Véase Freud a Minna Bernays, 17 de abril de 1893. Citada en Freud-Fliess,


34n.
104. Freud a Fliess, 27 de noviembre de 1893. Ibid., 54 (61).
105. Freud a Fliess, 8 de ocrubre de 1895. Ibid., 146 (141).
106. Freud a Fliess, 15 de octubre de 1895. Ibid., 147 (144).
107. Freud a Fliess, 20 de octubre de 1895. Ibid., 149 (146).
108. Freud a Fliess, 31 de octubre de 1895. Ibid., 151-152 (148).
109. Freud a Fliess, 8 de noviembre de 1895. Ibid., 153-154 (150).
110. Véase ibid., 155-157 (142-144).
111. Freud a Fliess, 25 de mayo de 1895. Ibid., 130 (129).
112. Freud a Fliess, 27 de abril de 1895. Ibid., 129 (127).
113. Freud a Fliess, 25 de mayo de 1895. Ibid., 130-131 (129).
114. Freud a Fliess, 29 de noviembre de 1895. Ibid., 158 (152).
115. Los editores ingleses de los escritos psicoanalíticos de Freud no se equivo­
caban al llegar a la conclusión de que el proyecto es “ostensiblemente un
documento neurològico”, que “contiene en sí mismo el núcleo de una gran
parte de las posteriores teorías psicológicas de Freud”. Sin duda, “el Pro­
ject, o más bien su espíritu invisible, ronda la serie completa de los escri­
tos teóricos de Freud hasta el final”. (“Editor’s Introduction” al “Project
for a Scientific psychology”, SE I, 290.)
116. “Entwurf einer Psychologie” (1895), en Aus den Anfängen der Psychoa­
nalyse. Briefe an Wilhelm Fliess, Abhandlungen und Notizen aus den Jah­
ren, 1887-1902, comp. de Ernst Kris, Marie Bonaparte y Anna Freud
(1950), 379/“Project for a Scientific psychology”, SE I, 295.
117. Freud a Fliess, 20 de octubre de 1895. Freud-Fliess, 150 (146).
118. Abriss der Psychoanalyse (1940), GW XVII, 80/Outline of Psychoanalysis
[Esquema del psicoanálisis], SE XXIII, 158.
119. Ibid., 108 / 182.
120. Véase Robert C. Solomon, “Freud’s Neurological Theory of Mind”, en
Freud: A Collection of Critical Essays, comp, de Richard Wollheim
(1974), 25-52.
121. Jenseits des Lustprinzips (1920), GW XIII, Wl/Beyond the Pleasure Prin­
ciple [Más allá del principio de placer], SE XVIII, 31.
122. “Entwurf”, en Anfängen, comp, de Kris y otros, 380/“Project”, SE I, 296.
123. Ibíd., 381 / 297.
124. Traumdeutung, GW II-III, 11 in/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 106n (nota agregada en 1914).
125. Ibid., 126/120-121.
126. Freud a Fliess, 24 de julio de 1895. Freud-Fliess, 137 (134). La informa­
ción crucial de este párrafo y el siguiente la presenta e interpreta Max
Schur, “Some Additional ‘Day Residues’ of ‘The Specimen Dream of Psy­
choanalysis’ ”, en Psychoanalysis-a General Psychology : Essays in
Honor of Heinz Hartmann, comp, de Rudolph M. Loewenstein, Lottie M.
Newman, Max Schur y Albert J. Solnit (1966), 45-85. El examen de Schur
debe complementarse con Didier Anzieu, Freud’s Self-Analysis (1975; trad,
de Peter Graham, 1986), 131-156 y passim, y Jeffrey Moussaieff Masson,
The Assault on Truth: Freud' Suppression of the Seduction Theory (1984),
205 [trad, cast.: El asalto a la verdad, Barcelona, Seix Barral, 1985].
127. Freud a Fliess, 6 de agosto de 1895. Freud-FHess, 137 (134).
128. Freud a Fliess, 12 de junio de 1900. Ibid., 458 (417).
129. Traumdeutung, GW II-III, 111 -112/Interpretation of Dreams [La interpreta­
ción de los sueños], SE IV, 107.
130. Ibid., 123 / 118.
[736] Notas

131. Ibid., 125 I 120.


132. Ibid., 298-299 / 292-293.
133. Freud a Fliess, 8 de marzo de 1895. Freud-Fliess, 116-117 (116-117).
134. Ibid., 117-118 (117-118).
135. Véase Freud a Fliess, 11 de abril de 1895. Ibid., 125 (123-124).
136. Freud a Fliess, 20 de abril de 1895. Ibid., 127 (125).
137. Freud a Fliess, 26 de abril de 1895. Ibid., 128 (127).
138. Freud a Flies, 16 de abril de 1896. Ibid., 191 (181).
139. Freud a Fliess, 28 de abril de 1896. Ibid., 193 (183).
140. Freud a Flies, 4 de junio de 1896. Ibid., 202 (192).
141. Ibid.
142. Traumdeutung, GW II-III, lU/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SEIN, 117.
143. Freud a Fliess, 3 de enero de 1899. Freud-Fliess, 371 (339).
144. Freud a Fliess, 7 de mayo de 1900. Ibid., 452 (412).
145. Freud a Fliess, 7 de agosto de 1901. Ibid., 492 (447).
146. Freud a Fliess, 2 de abril de 1896. Ibid., 190 (180).
147. Freud a Fiess, 4 de mayo de 1896. Ibid., 195 (185).
148. Freud a Fliess, 8 de noviembre de 1895. Ibid., 154 (150).
149. Freud a Fliess, 15 de julio de 1896. Ibid., 205 (195).
150. Freud a Fliess, 30 de junio de 1896. Ibid., 203-204 (193).
151. Freud a Fliess, 15 de julio de 1896. Ibid., 205-206 (194-195).
152. Freud a Fliess, 26 de octubre de 1896. Ibid., 212 (201).
153. Freud a Fliess, 2 de noviembre de 1896. Ibid., 212-213 (202).
154. Véase “Brief an Romain Rolland (Eine Erinnerungsstörung auf der Akropo­
lis)” (1936), GW XVI, 250-257/“ A Disturbance of Memory on the Acropo­
lis”, SE XXII, 239-248.
155. Traumdeutung, GW II-III, ^/Interpretation of Dreams [La interpretación de
los sueños], SE IV, xxvi.
156. Véase George F. Mahl, “Father-Son Themes in Freud’s Self-Analysis”, en
Father and Child: Developmental and Clinical Perspectives, comp, de
Stanley H. Cath, Alan R. Gurwitt y John Münder Ross (1982), 33-64; y
Mahl, “Freud, Father, and Mother. Quantitative aspects”, Psychoanalytic
Psychology, II (1985), 99-113.
157. Studien über Hysterie, GW I, 227/Studies on Hysteria [Estudios sobre la
histeria], SE II, 160.
158. Con este enunciado Freud reproduce lo que Fliess dijo en una de sus cartas.
(Freud a Fliess, 7 de agosto de 1901. Freud-Fliess, 492 [447].)
159. “Zur Geschichte der psychoanalytischen Bewegung” (1914), GW X, 52/“On
the History of the Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la histo­
ria del movimiento psicoanalítico”], SE XIV, 14-15.
160. Freud a Fliess, 8 de febrero de 1893. Freud-Fliess, 27 (39).
161. Freud a Fliess, 15 de octubre de 1895. Ibid., 147 (144).
162. “Weitere Bemerkungen über die Abwehr-Neuropsychosen” (1896), GW I,
380/“Further Remarks on the Neuro-Psychoses of Defence”, SE III, 163.
163. Ibid., 382 / 164.
164. “The Aetiology of Hysteria” (1896), SE III, 189-221 passim.
165. Freud a Fliess, 26 de abril de 1896. Freud-Fliess, 193 (184).
166. Freud a Fliess, 4 de mayo de 1896. Ibid., 195 (185). En 1914, recordando
aquella época, Freud habló de un “vacío” formado alrededor de él. (“Ges­
chichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 59/“History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 21.)
Notas [737]

167. Freud a Fliess, 31 de mayo de 1897. Freud-Fliess, 266 (249).


168. Freud a Fliess, 21 de septiembre de 1987. Ibid., 283, 284 (264).
169. Freud a Fliess, 12 de diciembre de 1897. Ibid., 312 (286).
170. Véase Freud a Fliess, 22 de diciembre de 1897. Ibid., 314 (288).
171. Véase el repudio público en Three Essays on the Theory of Sexuality
[Tres ensayos de teoría sexual] (1905), SE VII, 190-191 y 190-191n; y de
“My Views on the Part Played by Sexuality in the Aetiology of the Neuro­
ses” (1906), ibid., 274.
172. Studien über Hysterie, GW I, 385n/Studies on Hysteria [Estudios sobre la
histeria], SE III, 168n (nota agregada en 1924).
173. Freud a Fliess, 21 de septiembre de 1897. Freud-Fliess, 285 (265-266).
174. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 55/“History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 17.
175. Freud a Fliess, 15 de octubre de 1897. Freud-Fliess, 293 (272).
176. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 319.
177. Freud a Fliess, 14 de noviembre de 1897. Freud-Fliess, 305, 301 (281
279).
178. Psychopathologie des Alltaglebens, GW IV, 5/Psychopathology of Every­
day Life [Psicopatología de la vida cotidiana], SE VI, 1.
179. Ibid., 58 / 49.
180. Ibid., 153 / 138.
181. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 58-59/“History of
the Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movi­
miento psicoanalítico”], SE XIV, 20.
182. Freud a Fliess, 7 de julio de 1897. Freud-Fliess, 273 (255).
183. Traumdeutung, GW II-III, d55-A5?¡IInterpretation of Dreams [La interpreta­
ción de los sueños], SE V, 452-455.
184. Freud a Fliess, 16 de mayo de 1897. Freud-Fliess, 258 (243).
185. Freud a Fliess, 18 de junio de 1897. Ibíd., 270 (252-253).
186. Freud a Fliess, 22 de junio de 1897. Ibíd., 272 (254).
187. Freud a Fliess, 7 de julio de 1897. Ibíd., 272 (255).
188. Freud a Fliess, 14 de agosto de 1897. Ibíd., 281 (261).
189. Freud a Fliess, 3 de octubre de 1897. Ibíd., 288 (268).
190. Freud a Fliess, 27 de octubre de 1897. Ibíd., 295 (274).
191. Freud a Fliess, 3 de octubre de 1897. Ibíd., 289 (269).
192. Freud a Fliess, 15 de octubre de 1897. Ibíd., 293 (272).
193. Freud a Fliess, 16 de abril de 1896. Ibíd., 192 (181).
194. Freud a Fliess, 16 de enero de 1899. Ibíd., 372 (340).
195. Freud a Fliess, 8 de julio de 1899. Ibíd., 394 (359).
196. Freud a Fliess, 27 de junio de 1899. Ibíd., 391 (357).
197. Freud a Fliess, 5 de diciembre de 1898. Ibíd., 368 (335).
198. Freud a Fliess, 1 de mayo de 1898. Ibíd., 341 (312).
199. Ibíd., 342 (313).
200. Freud a Fliess, 27 de junio de 1899. Ibíd., 391 (357).
201. Freud a Fliess, 1 de mayo de 1898. Ibíd., 341 (312).
202. Freud a Fliess, 18 de mayo de 1898. Ibíd., 342 (313).
203. Véase Freud a Fliess, 17 de julio de 1899. Ibíd., 396 (361).
204. Freud a Fliess, 9 de junio de 1898. 344-345 (315).
205. Véase Freud a Fliess, 20 de junio de 1898. Ibíd., 346 (317).
206. Freud a Fliess, 30 de julio [1898], Ibíd., 351 (321).
207. Freud a Fliess, 7 de agosto de 1901. Ibíd., 491-492 (447). Cuando Marie
[738] Notas

Bonaparte le mostró a Freud esta carta en 1937, él la consideró “muy


importante” (Ibid., 490n [448n].)

Capitulo tres. Psicoanálisis


1. Véase “Heredity and the Aetiology of the Neuroses” (1896), SE III, 151 y
“Further Remarks on the Neuro-Psychoses of Defence” (1896), ibid., 162.
2. Traumdeutung, GW II-III, 613/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 608.
3. Ibid., ix/xxv.
4. Freud a Fliess, 9 de febrero de 1898. Freud-Fliess, 325 (298).
5. Freud a Fliess, 23 de febrero de 1898. Ibid., 327 (300).
6. Freud a Fliess, 1 de mayo de 1898. Ibid., 341 (312).
7. Freud a Fliess, 6 de septiembre de 1899. Ibid., 405 (369).
8. Freud a Fliess, 11 de septiembre de 1899. Ibid., 407 (371).
9. Freud a Fliess, 21 de septiembre de 1899. Ibid., 410 (373-374).
10. Freud a Werner Achelis, 30 de enero de 1927. Briefe [Epistolario], 389-
390. En la misma carta, Freud observó que no había tomado el lema direc­
tamente de Virgilio, sino de un libro del socialista alemán Ferdinand Lasa-
lle.
11. Freud a Fliess, 6 de septiembre de 1899. Freud-Fliess, 405 (369).
12. Freud a Fliess, 6 de agosto de 1899. Ibid., 400 (365).
13. Traumdeutung, GW II-III, Nii/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, xxiii.
14. Ibid., 1/1.
15. Freud a Fliess, 9 de febrero de 1898. Freud-FUess, 325 (299).
16. Freud a Fliess, 5 de diciembre de 1898. Ibid., 368 (335).
17. Freud a Fliess, 6 de agosto de 1899. Ibid., 400 (365).
18. Traumdeutung, GW II-III, XGG/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 96.
19. Ibid., 104, 126/99, 121.
20. Freud se lo informó a Fliess el 4 de marzo de 1895. Freud-Fliess, 114-115
(114).
21. Véase Interpretation of Dreams [La interpretación de los sueños], SE IV,
125.
22. Traumdeutung, GW II-III, 141 /Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 135-136.
23. Ibid., 132, 135 / 127, 130.
24. Ibid., 149 / 143-144.
25. Ibid., 163 / 157.
26. Ibid., 166 / 160.
27. Ibid., 169, 189 / 163, 182.
28. Ibid., 193-194 / 186-187.
29. Ibid., 170 / 165.
30. Véase Ibid., 175-182, 287-290 / 169-176, 281-284.
31. Ibid., 197 / 191.
32. Ibid., 214-224 /208-218.
33. Ibid., 221-222 / 216.
34. “Über infantile Sexualtheorien” (1908), GW VII, 176/“On the Sexual The­
ories of Children”, SE IX, 214.
35. Traumdeutung, GW II-III, 267/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 260.
Notas [739]

36. Ibid., 283-284 / 277-278.


37. Ibid., 344 / 339.
38. Traumdeutung, GW II-III, 365¡Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 359-360 (palabras añadidas en 1909).
39. Freud a Pfister, 6 de noviembre de 1910. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
40. Traumdeutung, GW II-III, 284, 304-308/Interpretation of Dreams [La
interpretación de los sueños], SE IV, 279, 298-302.
41. Traumdeutung, GW II-III, 424-425/Interpretation of Dreams [La interpreta­
ción de los sueños], SE V, 421-422.
42. Ibid., 425-426, 484-485, 498 / 423-424, 480-481, 485.
43. Freud a Fliess, 22 de junio de 1897. Feud-Fliess, 271 (254).
44. Véase Interpretation of Dreams [La interpretación de los sueños], SE IV,
xxiii.
45. Freud a Fliess, 25 de mayo de 1895. Freud-Fliess, 130 (129).
46. Freud a Fliess, 2 de abril de 1896. Ibid., 190 (180).
47. Freud a Fliess, 1 de enero de 1896. Ibid., 165 (159).
48. “Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci” (1910), GW VIII,
210/“Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [“Un recuerdo
infantil de Leonardo da Vinci”], SE XI, 137.
49. Das Ich und das Es (1923), GW XIII, 280n/The Ego and the Id [El yo y el
ello], SE, XIX, 50n.
50. Richard von Krafft-Ebing, Nervosität und Neurasthenische Zustände
(1895), 4, 16, 9, 17.
51. Ibid., 37, 51, 53.
52. Véase ibid., 124-160.
53. Véase ibid., 188-210.
54. Citado en Erna Lesky, The Vienna Medical School of the 19th Century
(1965; trad. L. Williams y I.S. Levij, 1976), 345.
55. Laurence Sterne, Tristram Shandy (1760-67), libro III, cap. 4 [trad, cast.:
Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, Madrid, Cátedra, 1985].
56. William Hammond, en la reseña de John P. Greay, The Dependence of
Insanity on Physical Disease (1871), en el Journal of Psychological Medi­
cine, V (1876), 576. Citado en Bonnie Ellen Blustein, “ ‘A Hollow Square
of Psychological Science’: American Neurologists and Psychiatrists in
Conflict”, en Madhouses, Mad-Doctors, and Madmen: The Social History
of Psychiatry in the Victorian Era, comp, de Andrew Scull (1981), 241.
57. Henry Maudsley, Responsibility in Mental Disease (2a. ed., 1874), 154.
Citado en Michael J. Clark, “The Rejection of Psychological Approaches
to Mental Disorder in Late Nineteenth-Century British Psychiatry”, en
ibid., 271.
58. Jean Étienne Esquirol, Des Maladies mentales considérées sous les rap­
ports médical, hygiénique et médico-legal, 3 vols. (1838), I, 5 (de un
libro de 1816 incorporado a la obra posterior, más amplia).
59. Citado en Karin Obholzer, The Wolf-Man Sixty Years Later: Conversa­
tions with Freud's Controversial Patient (1980; trad, de Michael Shaw,
1982), 30.
60. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 50/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 25.
61. Freud a Fliess, 22 de septiembre de 1898. Freud-Fliess, 357 (326).
62. Esquirol, Des maladies mentales, I, 24.
63. Véase Three Essays on the Theory of Sexuality [Tres ensayos de teoría
sexual], SE VII, 173.
[740] Notas

64. Martin Freud, Freud, 67.


65. Véase Abraham a Freud, 8 de enero de 1908. Freud-Abraham [Correspon­
dencia Freud-Abraham], 32 (18).
66. Freud a Abraham, 9 de enero de 1908. Ibíd., 34 (20).
67. Jung a Freud, 14 de febrero de 1911. Freud-Jung [Correspondencia], 433
(392).
68. Freud a Jung, 17 de febrero de 1911. Ibíd., 435-436 (394-395).
69. Véase la nota del compilador en Freud-Fliess, 355.
70. Freud a Fliess, 26 de agosto de 1898. Ibíd., 354-355 (324).
71. Freud a Fliess, 22 de septiembre de 1898. Ibíd, 357-358 (326-327).
72. Véase “The Psychical Mechanism of Forgetfulness” (1898), SE III, 289-297.
73. Freud a Fliess, 27 de agosto de 1899. Freud-Fliess, 404 (368).
74. Véase Freud a Fliess, 24 de septiembre de 1900. Ibid., 467 (425).
75. Véase Psychopathology of Everyday Life [Psicopatología de la vida coti­
diana], SE VI, 242-243.
76. Véase Freud a Fliess, 8 de mayo de 1901. Freud-Fliess, 485 (441).
77. Freud a Fliess, 7 de agosto de 1901. Ibíd., 492 (447).
78. Véase Psychopathology of Everyday Life [Psicopatología de la vida coti­
diana], SE VI, 143-144. El nombre abreviado de Fliess aparece sólo en las
primeras ediciones (1901 y 1904); la referencia debió necesariamente tener
algún efecto en Fliess.
79. Véase ibíd., 59. Está citando un artículo de R. Meringer, “Wie man sich
versprechen kann”, Neue Freie Presse, 23 de agosto de 1900.
80. Véase la “Editor’s Introduction” a Psychopathology of Everiday Life [Psi­
copatología de la vida cotidiana], SE, VI, ix-x
81. Henry James, “The Aspern Papers” (1888), en Tales of Henry James,
comp, de Christof Wegelin (1984), 185 [trad, cast.: Los papeles de
Aspern, Barcelona, Tusquets, 1982].
82. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 5 6/“Autobio graphical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 31.
83. Ibid., 55 [ 30.
84. Véase “Bemerkungen über einen Fall von Zwangsneurose” (1909), GW VII,
407/“Notes upon a Case of Obsessional Neurosis”, SE X, 184. Cita tomada
de Nietzsche, Más allá del bien y del mal, iv, 68.
85. Carlyle, Sartor Resartus, libro II, cap. 2 [trad, cast.: Sartor Resartus,
Madrid, Fundamentos, 1976],
86. Citado en Jerome Hamilton Buckley, The Turning Key: Autobiography
and the Subjective Impulse since 1800 (1984), 4.
87. Kraus, “Die demolierte Literatur”, manuscrito del borrador en Zeller,
comp., Jugend in Wien, 265-266.
88. Citado en Amos Elon, Herzl (1975), 109.
89. Freud a Schnitzler, 8 de mayo de 1906. Briefe [Epistolario], 266-267.
90. Traumdeutung, GW II-III, 559, 5í>f>[Interpretation of Dreams [La interpre­
tación de los sueños], SE V, 553, 561.
91. Ibíd., 583, 625 / 577, 620.
92. Freud a Darmstaeder, 3 de julio de 1910. Freud Collection, B3, LC.
93. Véase Freud a Fliess, 3 de diciembre de 1897. Freud-Fliess, 309 (284-285).
94. Véase Freud a Fliess, 6 de febrero de 1899. Ibíd., 376 (344).
95. Freud a Fliess, 27 de agosto de 1899. Ibíd., 404 (368).
96. Véase Freud a Fliess, 23 de octubre de 1898. Ibíd., 363 (332).
97. Freud a Fliess, 3 de diciembre de 1897. Ibíd., 309 (285).
98. Traumdeutung, GW II-III, lOI/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 196-197.
Notas [741]

99. Véase ibíd., 403n / 398n.


100. Freud a Fliess, 4 de octubre de 1899. Freud-Fliess, 414 (376-377).
101. Freud a Fliess, 27 de octubre de 1899. Ibíd., 417-418 (380).
102. Freud a Fliess, 21 de diciembre de 1899. Ibíd., 430 (392). Véase también
la nota de los compiladores en ibíd., 430 (392).
103. Ibíd., 430-431 (392).
104. Freud a Fliess, 8 de enero de 1900. Ibíd., 433 (394).
105. Freud a Fliess, 1 de febrero de 1900. Ibíd., 437 (398).
106. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1900. Ibíd., 441-443 (402-403, 404).
107. Freud a Fliess, 7 de mayo de 1900. Ibíd., 452 (412).
108. Véase Freud a Fliess, 11 de marzo de 1900. Ibíd., 442 (404).
109. Freud a Fliess, 23 de marzo de 1900. Ibíd., 444 (405).
110. Freud a Fliess, 7 de mayo de 1900. Ibíd., 452-453 (412).
111. Freud a [Margarethe, Lilly y Martha Gertrude Freud] (tarjeta postal), 20 de
mayo de 1900. Freud Collection, B2, LC.
112. Freud a [Margarethe, Lilly y Martha Gertrude Freud], 8 de mayo de 1901.
Ibíd.
113. Freud a Fliess, 23 de marzo de 1900. Freud-Fliess, 444 (405).
114. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1900. Ibíd., 442 (403).
115. Freud a Fliess, 19 de septiembre de 1901. Ibíd., 493 (449).
116. Freud a Martha Freud (tarjeta postal), 3 de septiembre de 1901. Freud
Museum, Londres.
117. Freud a Martha Freud (tarjeta postal), 5 de septiembre de 1901. Ibíd.
118. Freud a Martha Freud (tarjeta postal), 6 de septiembre de 1901. Ibíd.
119. Véase Freud a Minna Bernays (tarjeta postal), 27 de agosto de 1902. Ibíd.
120. Ernest Jones a Freud desde Roma, 5 de diciembre [1912], citando a Freud.
Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
121. Freud a Mathilde Freud, 17 de septiembre de 1907. Freud Collection, Bl,
LC.
122. Freud a Fliess, 7 de mayo de 1900. Freud-Fliess, 452 (412). Freud empleó
esta frase en inglés más de una vez.
123. Traumdeutung, GW II-III, IWl/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE IV, 137.
124. Freud a Elise Gomperz, 25 de noviembre de 1901. Briefe [Epistolario],
256.
125. Véase K.R. Eissler, Sigmund Freud und die Wiener Universität. Über die
Pseudo-Wissenschaftlichkeit der jüngsten Wiener Freud-Biographik (1966),
170.
126. Phillip Freud a Marie Freud, 12 de marzo de 1902. Freud Collection, Bl,
LC.
127. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1902. Freud-Fliess, 501-502 (455-456).
128. Ibíd., 502-503 (456-457).
129. Véase Eissler, Sigmund Freud und die Wiener Universität, 181-185.
130. Citado en Freud a Fliess, 8 de febrero de 1897. Freud-Fliess, 244 (229).
131. Citado en Eissler, Sigmund Freud und die Wiener Universität, 135.
132. Freud a Elise Gomperz, 25 de noviembre de 1901. Briefe [Epistolario],
256.
133. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1902. Freud-Fliess, 501 (456).
134. Freud a miembros de la B’nai B’rith (6 de mayo de 1926). Briefe [Episto­
lario], 381. Véase también Hugo Knoepfmacher, “Sigmund Freud and the
B’nai B’rith” (manuscrito sin fecha, Freud Collection, B27, LC.
135. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 74/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 48.
[742] Notas

136. Freud a Fliess, 11 de octubre de 1899. Freud-Fliess, 416 (379).


137. Freud a Fliess, 26 de enero de 1900. Ibid., 436 (397).
138. Freud a Fliess, 1 de febrero de 1900. Ibid., 437 (398).
139. Freud a Fliess, 25 de noviembre de 1900. Ibid., 471 (429).
140. Freud a Putnam, 8 de julio de 1915. James Jackson Putnam and Psychoa­
nalysis: Letters between Putnam and Sigmund Freud, Ernest Jones,
William James, Sándor Ferenczi, and Morton Prince, 1877-1917, comp, de
Nathan G. Hale, (h.) (1971), 376.
141. Las respuestas de Freud a la encuesta realizada por la Sociedad Cultural-
Política fueron publicadas por primera vez en su totalidad, en alemán, en
John W. Boyer, “Freud, Marriage, and Late Viennese Liberalism: A Com­
mentary from 1905”, Journal of Modern History, L (1978), 72-102. Pasa­
jes citados en la pág. 100.
142. Véase documentación en Peter Gay, The Bourgeois Experience: Victoria to
Freud, vol. I, Education of the Senses (1984), y vol. II, The Tender Pas­
sion (1986).
143. Drei Abhandlungen zur Sexualtheorie (1905), GW V, 33n; véase también
7dn/Three Essays on the Theory of Sexuality [Tres ensayos de teoría
sexual], SE VII, 135n; véase también 174n.
144. Adolf Patze, lieber Bordelle und die Sittenverderbniss unserer Zeit (1845),
48n. Véase Peter Gay, Freud for Historians (1985), 58.
145. Henry Maudsley, The Physiology and Pathology of Mind (1867), 284.
Véase Stephen Kern, “Freud and the Discovery of Child Sexuality”, His­
tory of Childhood Quarterly: The Journal of Psychohistory, I (verano de
1973), 117-141.
146. Traumdeutung, GW II-III, VMVInterpretation of dreams [La interpretación
de lo ssueños] SE IV, 130.
147. Véase Three Essays [Tres ensayos de teoría sexual], SE VII, 130.
148. Freud a Abraham, 12 de noviembre de 1908. Freud-Abraham [Correspon­
dencia Freud-Abraham], 67 (57-58).
149. Drei Abhandlungen, GW V, 59-f>0IThree Essays [Tres ensayos de teoría
sexual], SE VII, 161.
150. Ibid., 71, 63 I 171, 163.
151. Ibid., 67-69 / 167-169.
152. Ibid., 73 / 173.
153. Ibid., 88, 91 I 187-191.
154. Ibid., 32 / 134.

Capitulo cuatro. Retrato de un precursor en orden de batalla

1. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], SE, II, 13-14.


2. Fliess a Freud, 20 de julio de 1904. Freud-Fliess, 508 (463).
3. Freud a Fliess, 23 de julio de 1904. Ibíd., 508 (464).
4. Véase Fliess a Freud, 26 de julio de 1904. Ibíd., 510-511 (465-466).
5. Freud a Fliess, 27 de julio de 1904. Ibíd., 512-515 (466-468).
6. Véase Freud a Kraus, 12 de enero de 1906. Briefe [Epistolario] 265-266.
7. Abraham a Eitingon, 1 de enero de 1908. La carta es citada en su totalidad
en Hilda Abraham, Karl Abraham. Sein Leben für die Psychoanalyse (1974;
trad. al alemán de Hans-Horst Henschen, 1976), 73.
8. Freud a Sándor Ferenczi, 10 de enero de 1910. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
Notas [743]

9. Max Graf, “Reminiscences of Professor Sigmund Freud”, Psychoanalytic


Quarterly, XI (1942), 467.
10. Joan Riviere, “An Intimate Impression”, The Lancet (30 de septiembre de
1939). Reimpreso en Freud As We Knew Him, comp, de Ruitenbeek, 129.
11. Wittels, Sigmund Freud, 129.
12. Freud a Pfister, 6 de marzo de 1910. Freud-Pfister, 32 (35).
13. Ernst Waldinger, “My Uncle Sigmund Freud”, Books Abroad, XV (invierno
de 1941), 7.
14. Véase un inventario más revelador de las actividades diarias de Freud en
Anna Freud a Jones, 31 de enero de 1954. Papeles de Jones, Archivos de
la British Psycho-Analytical Society, Londres.
15. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1900. Freud-Fliess, 443 (404).
16. Freud a Abraham, 24 de abril de 1914. Papeles de Karl Abraham, LC.
17. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 379-402; Martin Freud,
Freud, passim; y “A Disturbance of Memory on the Acropolis: An Open
Letter to Romain Rolland on the Occasion of his Seventieth Birthday”
(1936), SE XXII, 239-248.
18. Véanse los recuerdos no fechados del psicoanalista (y analizando de Freud)
Ludwig Jekels, evidentemente en respuesta a las investigaciones preparato­
rias de Siegfried Bernfeld para la biografía de Freud que nunca escribió.
Papeles de Siegfried Bernfeld, contenedor 17, LC.
19. Abraham a Eitingon, 1 de enero de 1908. Citado en Hilda Abraham, Abra­
ham, 72.
20. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 78/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 52.
21. Martin Freud, Freud, 9, 27.
22. Anna Freud a Jones, 16 de junio de 1954. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.
23. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud],11, 415-416.
24. Wittels, Sigmund Freud, 129-130.
25. Freud a Lilly Freud Marié, 14 de marzo de 1911. Freud Collection, B2, LC.
26. Bruno Goetz, “Erinnerungen an Sigmund Freud”, Neue Schweizer Runds­
chau, XX (mayo de 1952), 3-11.
27. Martin Freud, Freud, 32.
28. Martha Freud a Elsa Reiss, 17 de enero de 1950. Freud Collection, Bl, LC.
29. Martin Freud, Freud, 40-43.
30. Richard Dyck, “Mein Onkel Sigmund”, entrevista con Harry Freud en Auf­
bau (Nueva York), 11 de mayo de 1956, 3-4.
31. Freud a Jones, 1 de enero de 1929. Briefe [Epistolario], 402.
32. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 387.
33. Freud a Jung, 9 de junio de 1910. Freud-Jung [Correspondencia], 361 (327).
34. Freud a Fliess, 17 de diciembre de 1896. Freud-Fliess, 229 (217).
35. Freud a Fliess, 31 de mayo de 1897. Ibid., 266 (249).
36. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1900. Ibid., 443 (404).
37. Ejemplar mecanografiado, Freud Museum, Londres. El original autógrafo
no ha sido hallado (todavía). El relato de los sueños de Freud y su análisis
ocupa cinco páginas, tituladas “Sueños de julio 8/9, Ju [eves]. Vi [ernes],
al despertar”. El 10 de julio de 1915, Freud le envió a Ferenczi parte de ese
informe, que trataba sobre un sueño profético (el cual afortunadamente no
se convirtió en realidad) acerca de la muerte de su hijo Martin, que enton­
ces servía en el ejército. (Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collec­
tion, LC.) Esta carta corrobora con fuerza la autenticidad de este memoran­
do un tanto misterioso.
[744] Notas

38. Freud a Putnam, 8 de julio de 1915. James Jackson Putnam: Leiters, 376.
39. Freud en la Sociedad Psicológica de los miércoles, 16 de octubre de 1907,
y 12 de febrero de 1908. Protokolle, I, 202, 293.
40. Janet Malcolm, In the Freud Archives (1984), 24.
41. Emma Jung citó a Freud en tal sentido, en una carta a él mismo del 6 de
noviembre [1911], Freud-Jung [Correspondencia], 504 (456).
42. “Die ‘kulturelle’ Sexualmoral und die Moderne Nervosität” (1908), GW VII,
156/“ ‘Civilized’ Sexual Morality and Modern Nervous Illness”, SE IX,
193.
43. Freud a Jung, 19 de septiembre de 1907. Freud-Jung [Correspondencia] 98
(89).
44. Der Witz und seine Beziehung zum Unbewussten (1905), GW VI, 120
[Jokes and Their Relation to the Unconscious [El chiste y su relación con
lo inconsciente], SE VIII, 109.
45. Freud a Abraham, 31 de julio de 1913. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 144 (145).
46. Freud a Abraham, 26 de diciembre de 1922. Ibíd., 309 (332). La caracteri­
zación “sumamente moderno”, aplicada a la orientación estética que el pin­
tor de su retrato había adoptado poco antes, pertenece a Abraham. (Abra­
ham a Freud, 7 de enero de 1923. Ibíd., 310 [333].)
47. Véase Freud a Pfister, 21 de junio de 1920. Freud-Pfister, 80 (77).
48. Véase Anna Freud a Jones, comentarios mecanografiados sin fecha, sobre
el vol. III de la biografía de Freud escrita por Jones. Papeles de Jones,
Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
49. Véase “Contribution to a Questionnaire on Reading” (1907), SE IX, 245-
247.
50. “Der Moses des Michelangelo” (1914), GW X, 172/“The Moses of Miche­
langelo” [“El Moisés de Miguel Angel”], SE XIII, 211. Freud publicó este
ensayo en Imago anónimamente y no reconoció su autoría hasta diez años
más tarde.
5 1. Freud a Jones, 8 de febrero de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
52. Traumdeutung, GW II-III, 2lA[Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños] IV, 208.
53. Véase Anna Freud a Jones, 29 de mayo de 1951. Papeles de Jones, Archi­
vos de la British Psycho-Analytical Society,Londres.
54. Anna Freud a Jones, 23 de enero de 1956. Ibíd.
55. Véase Anna Freud a Jones, 29 y 31 de mayo de 1951; y Marie Bonaparte a
Jones (repitiendo un comentario de la hija mayor de Freud, Mathilde), 8 de
noviembre de 1951. Todo en ibíd.
56. Véase Mina Curtiss, Bizet and His World (1958), 426-430.
57. Sobre Fígaro, véase Interpretation of Dreams [La interpretación de los
sueños] IV, 208; sobre Sarastro, Freud a Ferenczi, 9 de agosto de 1909
(Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC); sobre Leporello,
Freud a Fliess, 25 de mayo de 1897 (Freud-Fliess, 261 [245]).
58. Martin Freud, Freud, 33. Véase también Freud a Fliess, 27 de octubre de
1899. Freud-Fliess, 418 (381).
59. Freud a Victor Richard Rubens, 12 de febrero de 1929, en respuesta a un
cuestionario sobre el fumar (Arents Collection, Ns 3270, New York Public
Library). Esta carta aparece citada en su totalidad en su original alemán en
Max Schur, Freud, Living and Dying (1972) [trad. cast.: Sigmund Freud,
enfermedad y muerte en su vida y en su obra, pero erróneamente se dice que
su destinatario era Wilhelm Fliess.
60. Martin Freud, Freud, 110.
Notas [745]

61. Dyck, “Mein Onkel Sigmund”, entrevista con Harry Freud, Aufbau, 11 de
mayo de 1956, 4.
62. Freud a Fliess, 22 de diciembre de 1897. Freud-Fliess, 312-313 (287).
63. Freud a Fliess, 30 de enero de 1899. Ibid., 374 (342).
64. Schur, Freud, Living and Dying [Freud. Enfermedad y muerte en su vida y
en su obra], 247.
65. Hanns Sachs, Freud: Master and Friend (1945), 49.
66. “My Recollections of Sigmund Freud”, en The Wolf-Man by the Wolf-
Man, comp, de Muriel Gardiner (1971), 139.
67. Freud a Stefan Zweig, 7 de febrero de 1931. Briefe [Epistolario], 420-421.
68. “My Recollections”, enThe Wolf-Man, comp, de Gardiner, 139.
69. Freud a Fliess, 6 de diciembre de 1896. Freud-FHess, 226 (214).
70. Freud a Fliess, 6 de agosto de 1899. Ibid., 402 (366).
71. Freud a Ferenczi, 30 de marzo de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
72. Freud a Fiess, 28 de mayo de 1899. Freud-Fliess, 387 (353).
73. “Zur Ätiologie der Hysterie” (1896), GW I, 427/“The Aetiology of Hyste­
ria”, SE III, 192.
74. Freud a Fliess, 21 de diciembre de 1899. Freud-Fliess, 430 (391-392).
75. “Bruchstück einer Hysterie-Analyse” [“Dora”] (1905), GW V, 169-170
/“Fragment of an Analysis of a Case of Hysteria” [“Dora”], SE VII, 12.
76. Véase Civilization and Its Discontents (1930) [El malestar en la cultura],
SE XXI, 69-70.
77. Véase The Autobiography of Wilhelm Stekel: The Life Story of a Pioneer
Psychoanalyst, comp, de Emil A. Gutheil (1950), 116.
78. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 63/“History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 25.
79. Autobiography of Wilhelm Stekel, 106.
80. Véase “History of the Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la
historia del movimiento psicoanalítico”], SE XIV, 25.
81. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 7.
82. Autobiography of Wilhelm Stekel, 116. Sobre algunas de las tempranas
intervenciones de Reitler, véase Protokolle, I, 70-76, 105-106, 149, 167.
83. Graf, “Reminiscences”, 470-471.
84. Véase 9 de octubre de 1907. Protokolle, I, 194.
85. 15 de enero de 1908. Ibíd., 264-268.
86. El libro fue traducido al inglés por C.R. Payne, y publicado con el título
de Freud’s Theories of the Neuroses, en 1921; presenta una introducción
valorativa de Ernest Jones. El título original alemán era Freuds Neurosen-.
lehre (1911).
87. Finalmente el libro de Rank, The Incest Motif in Literature and Legend, no
apareció hasta 1912.
88. Véase 5 de febrero de 1908. Protokolle, I, 284-285.
89. 4 de diciembre de 1907. Ibid., 239-243.
90. 5 de febrero de 1908. Ibid., 284.
91. Véase Freud a Rank, 22 de septiembre de 1907. Ejemplar mecanografiado,
Freud Collection, B4, LC.
92. Abraham a Eitingon, 1 de enero de 1908. Citado en Hilda Abraham, Abra­
ham, 73.
93. Ernest Jones, Free Associations: Memories of a Psycho-Analyst (1959),
169-170.
94. Véase Ludwig Binswanger, Erinnerungen an Sigmund Freud (1956), 13.
[746] Notas

95. Freud a Abraham, 14 de marzo de 1911. Papeles de Karl Abraham, LC.


96. Eitingon a Freud, 6 de diciembre de 1906. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
97. Freud a Eitingon, 10 de diciembre de 1906. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
98. En una carta del 3 de marzo de 1910, probablemente dirigida a John Rick-
man (médico inglés que más tarde se convirtió en psicoanalista), Freud
empleó la evocadora palabra Menschenfischer (“pescador de hombres”), en
alusión a lo que Jesús dijo de sus discípulos (Mateo 4:19). Ejemplar meca­
nografiado, Freud Collection, B4, LC.
99. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 32.
100. Eitingon ya se había denominado a sí mismo “alumno” de Freud más de
medio año antes de mudarse a Berlín. (Eitingon a Freud, 5 de febrero de
1909. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.)
101. Véase Eitingon a Freud, 9 de febrero, 5 de mayo y 10 de junio de 1912.
Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
102. Freud a Eitingon, 17 de febrero de 1910. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
103. Véase Eitingon a Freud, 10 de febrero de 1910. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
104. Freud a Eitingon, 10 de julio de 1914. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
105. Véase Hilda Abraham, Abraham, 41.
106. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud],11, 159.
107. Freud a Abraham, 19 de abril de 1908. Papeles de Karl Abraham, LC.
108. Jones a Abraham, 18 de junio de 1911. Ibíd.
109. Freud a Abraham, 11 de julio de 1909. Ibíd.
110. Véase Freud a Abraham, 19 de abril de 1908. Ibíd.
111. Freud a Abraham, 29 de mayo de 1908. Ibíd.
112. Véase Andreas-Salomé a Abraham, 6 de noviembre de 1914. Ibíd.
113. Hall a Abraham, 2 de enero de 1914. Ibíd.
114. Abraham a Freud, 26 de febrero de 1911. Ibíd.
115. Abraham a Freud, 9 de marzo de 1911. Ibíd.
116. Ibíd.
117. Abraham a Freud, 24 de julio de 1912. Ibíd.
118. Abraham a Freud, 28 de abril de 1912. Ibíd.
119. Abraham a Freud, 25 de diciembre de 1911. Ibíd.
120. Abraham a Freud, 28 de mayo de 1912. Ibíd.
121. Véase Hilda Abraham, Abraham, 39.
122. Freud a Abraham, 13 de febrero de 1911. Papeles de Karl Abraham, LC.
(Freud-Abraham, 105 [100-101] incluye sólo parte de esta carta, omitiendo
el adjetivo “malvado” y la advertencia contra Frau Dr. Fliess.)
123. Abraham a Freud, 17 de febrero de 1911. Papeles de Karl Abraham, LC.
124. Véase Abraham a Freud, 26 de febrero de 1911. Freud-Abraham. [Corres­
pondencia Freud-Abraham], 106-107 (102).
125. Véase, por ejemplo, Abraham a Freud, 9 de abril de 1911, donde menciona
que Fliess le envió un paciente, pero no dice ni una palabra sobre Frau
Fliess. Papeles de Karl Abraham, LC.
126. Fliess a Abraham, 26 de septiembre de 1917. Ibíd.
127. Jones, Free Associations, 159-160.
128. El 13 de mayo de 1908, Jones le agradeció a Freud su “afectuosa recep­
ción” en Viena. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
129. Jones a Freud, 3 de noviembre de 1913. Con permiso de Sigmund Freud
Notas [747]

Copyrights, Wivenhoe. Digamos que no todos estos miembros demostra­


ron ser freudianos; varios de ellos preferían a Jung.
130. Jones a Freud, 19 de junio de 1910. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
131. Freud a Jones, 28 de abril de 1912. Freud Collection, D2, LC.
132. Jones a Freud, 8 de noviembre [1908]. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe. Véase también Freud a Jones, 20 de noviembre de
1908. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
133. Jung a Freud, 12 de julio de 1908. Freud-Jung [Correspondencia], 181-182
(164).
134. Freud a Jung, 18 de julio de 1908. Ibíd., 183 (165).
135. Jones a Freud, 18 de diciembre de 1909. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
136. Freud a Jones, 15 de abril de 1910. En inglés. Freud Collection, D2. LC.
137. Freud a Jones, 24 de febrero de 1912. En inglés. Ibíd.
138. Jones a Freud, 3 y 25 de junio y 8 de julio [1913]. Con permiso de
Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
139. Freud a Jones, 22 de febrero de 1909. En inglés. Freud Collection, D2.
LC.
140. Freud a Jones, 1 de junio de 1909. En inglés. Ibíd.
141. Freud a Jones, 10 de marzo de 1910. En inglés. Ibíd.
142. Freud a Jones, 16 de enero de 1914. En inglés. Ibíd.
143. Freud a Jones, 8 de febrero de 1914. En inglés. Ibíd. "Cet. censeo", como
desde luego Jones sabía, son las palabras iniciales de la célebre exhorta­
ción de Catón, en la que proclamaba que Cartago debía ser destruida: Cete-
rum censeo Cartaginem esse delendam (“Por lo demás, juzgo que Cartago
debe ser destruida”).
144. Freud a Jones, 21 de febrero de 1914. En inglés. Ibíd.
145. Freud a Jones, 1 de enero de 1929, Briefe [Epistolario], 402.
146. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 157.
147. Lou Andreas-Salomé, In der Schule bei Freud. Tagebuch eines Jahres,
1912! 1913, comps. de Ernst Pfeiffer (1958), 193 [trad. cast.: Aprendien­
do con Freud, Barcelona, Laertes, 31984].
148. Michael Balint, “Einleitung des Herausgebers”, en Sándor Ferenczi, Sch-
riften zur Psychoanalyse, comp. de Balint, 2 vols. (1970), I, xi [trad.
cast.: Psicoanálisis, Madrid, Espasa Calpe, 1984].
149. Véase Freud a Ferenczi, 30 de enero de 1908. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC. Véase también Jone« [Vida y obra de Sig­
mund Freud], SE II, 34-35.
150. Jones a Freud, 8 de julio [1913]. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
151. Freud a Ferenczi, 1 de febrero de 1908. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
152. Freud a Ferenczi, 4 de agosto de 1908. Ibíd.
153. Véase, por ejemplo, Freud a Ferenczi, 6 de octubre de 1909. Corresponden­
cia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC. Freud se dirigió a Abraham como
a su “Querido amigo” un año antes, en el verano de 1910. Véase su carta
del 22 de agosto de 1910. Freud-Abraham [Correspondencia Freud-Abra-
ham], 97 (91).
154. Freud a Ferenczi, 27 de octubre de 1908. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
155. Freud a Ferenczi, 2 de octubre de 1910. Ibíd.
156. Freud a Ferenczi, 17 de noviembre de 1911. Ibíd.
[748] Notas

157. Freud a Ferenczi, 30 de noviembre de 1911. Ibid.


158. Freud a Ferenczi, 5 de diciembre de 1911. Ibid.
159. Freud a Jones, 2 de agosto de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
160. Freud a [¿Rickman?], 3 de marzo de 1910. Freud Collection, B4, LC.
161. Oskar Pfister, “Oskar Pfister”, enDie Pädagogik, der Gegenwart in Selbst­
darstellungen, comp, de Erich Hahn, 2 vols. (1926-1927), II, 168-170.
162. Años más tarde, Pfister le expresó su gratitud a Freud “por haberme acon­
sejado, en 1912, que no estudiara medicina”. (Pfister a Freud, 14 de junio
de 1927. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.)
163. Willi Hoffer, necrológica de Pfister, Int. J. Psycho-Anal., XXXIX (1958),
616. Véase también Peter Gay, A Godless Jew: Freud, Atheism, and the
Making of Psychoanalysis (1987), 74.
164. Freud a Jung, 17 de enero de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 217
(195-196).
165. Freud a Ferenczi, 26 de abril de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
166. Anna Freud, observación preliminar, fechada en 1962. Freud-Pfister, 10
(11).
167. Hoffer, necrológica de Pfister, Int. J. Psycho-Anal., XXXIX (1958), 616.
168. Pfister a Freud, 25 de noviembre de 1926. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
169. Pfister a Freud, 30 de diciembre de 1923. Freud-Pfister, 94-95 (90-91).
170. Pfister a Freud, 29 de octubre de 1918. Ibid., 64 (63).
171. Freud a Pfister, 16 de octubre de 1922. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
172. “Lou Andreas-Salomé” (1937), GW XVI, 270/“Lou Andreas-Salomé”, SE
XXIII, 297.
173. Abraham a Freud, 28 de abril de 1912. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 118 (115).
174. Freud a Ferenczi, 2 de octubre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
175. Freud a Ferenczi, 31 de octubre de 1912. Ibid.
176. Freud a Ferenczi, 20 de marzo de 1913. Ibid.
177. Véase 30 de octubre de 1912. Protokolle, IV, 104.
178. 23 de octubre de 1912. Ibid., 103.
179. Véase, por ejemplo, 27 de noviembre de 1912. Ibid., 120. Una excepción
es la anotación correspondiente al 15 de enero de 1913, en la que ella apa­
rece como “Frau Lou.” Ibid., 138.
180. Véase Freud a Andreas-Salomé, 10 de noviembre de 1912. Freud-Salomé,
12(11).
181. Véase “Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE XX,
48.
182. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 122, 115, 111.
183. Jung a Freud, 4 de septiembre de 1907. Freud-Jung [Correspondencia], 92-
93 (84).
184. Jung a Freud, 11 de septiembre de 1907. Ibid., 93-94 (84-85).
185. Abraham a Freud, 10 de noviembre de 1908. Freud-Abraham, 65 (55-56).
186. Freud a Abraham, 14 de diciembre de 1908. Papeles de Karl Abraham, LC.
187. Freud a Abraham, 9 de marzo de 1909. Ibid.
188. Véase Three Essays [Tres ensayos de teoría sexual], SE VII, 174n, 180n.
189. Freud a Abraham, 23 de mayo de 1909. Papeles de Karl Abraham, LC.
190. Freud a Ferenczi, 26 de abril de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
Notas [749]

191. Véase Wilhelm Weygandt, reseña de La interpretación de los sueños en


Centralblatt für Nervenheilkunde und Psychiatrie, XXIV (1901), 548-549.
192. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud], II, 109.
193. Jones a Freud, 20 de abril de 1910. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
194. Jones a Freud, 2 de enero de 1910. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
195. Boris Sidis, “Fundamental States in Psychoneuroses”, Journal of Abnor­
mal Psychology, V (febrero-marzo de 1911), 322-323. Citado en Nathan
G. Haie, (h.), Freud.and the Americans: The Beginnings of Psychoanaly­
sis in the United States, 1876-1917 (1971), 297.
196. Boris Sidis, Symptomatology, Psychogenesis and Diagnosis of Psycho­
pathic Diseases (1914), vi-vii. Citado en ibid., 300.
197. “Ataques a la teoría del Dr. Freud/Enfrentamiento en la Academia de Medi­
cina cuando se rendía homenaje al médico vienés”, New York Times, 5 de
abril de 1912, 8.
198. Freud a Jones, 28 de abril de 1912. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
199. “Los sueños de los dementes ayudan mucho a su cura”, New York Times,
domingo 2 de marzo de 1913, 10.

Capitulo cinco. Política psicoanalítica


1. Jones, Free Associations, 165.
2. Véase William McGuire, Introducción a Freud-Jung, xv.
3. Carl G. Jung, Über die Psychologie der Dementia Praecox. Ein Versuch
(1907), Introducción (fechada en julio de 1906), iii-iv.
4. Ibíd., iv. Véase también ibíd., 38, 50n, 62.
5. Véase “Psychoanalysis and Association Experiments” (1906), traducido
por R.F.C. Hüll y Leopold Stein en colaboración con Diana Riviere, en
Carl G. Jung, The Psychoanalytic years, comp. de William McGuire
(1974), 3-32.
6. Jones, Free Associations, 165.
7 . Freud a Jung, 11 de abril de 1906. Freud-Jung [Correspondencia], 3 (3).
8. Jung a Freud, 5 de octubre de 1906. Ibíd., 5 (5).
9. Freud a Jung, 7 de octubre de 1906. Ibíd., 5-6 (5-6).
10. Jung a Freud, 26 de noviembre de 1906. Ibíd., 10 (10).
11. Jung a Freud, 4 de diciembre de 1906. Ibíd., 11 (11).
12. Freud a Jung, 6 de diciembre de 1906. Ibíd., 12-13 (12-13).
13. Véase Freud a Jung, 30 de diciembre de 1906. Ibíd., 16-17 (16-17).
14. Freud a Jung, 1 de enero de 1907. Ibíd., 18 (17).
15. Por lo menos en tres oportunidades Freud aplicó a Jung el término "präch­
tig” (“espléndido”); véanse las cartas a Ferenczi del 18 de enero de 1909;
17 de mayo de 1909, y 29 de diciembre de 1910. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
16. Freud a Ferenczi, 29 de diciembre de 1910. Ibíd.
17. Freud a Jung, 13 de agosto de 1908. Freud-Jung [Correspondencia] 186 (168).
18. Jung a Freud, 20 de febrero de 1908. Ibíd., 135 (122).
19. Martin Freud, Freud, 108-109.
20. Véase Carl G. Jung, Memories, Dreams, Reflections (1902, trad. de
Richard y Clara Winston, 1962), 146-147 [trad. cast.: Recuerdos, sueños,
pensamientos, Barcelona, Seix Barral, 41986].
21. Martin Freud, Freud, 109.
[750] Notas

22. Binswanger, Erinnerungen, 11.


23. Jung a Freud, 31 de marzo de 1907. Freud-Jung [Correspondencia], 26
(25).
24. Freud a Jung, 7 de abril de 1907. Ibid., 29 (27).
25. Binswanger, que registró este episodio, no pudó recordar el contenido del
sueño de Jung, sino sólo la interpretación de Freud. (Véase Binswanger,
Erinnerungen, 10.)
26. Jung a Freud, 24 de mayo de 1907. Freud-Jung [Correspondencia], 54 (49).
27. Freud a Jung, 21 de abril de 1907. Ibíd., 44 (40).
28. Jung a Freud, 4 de junio de 1907. Ibíd., 62 (56).
29. Freud a Jung, 10 de julio de 1907. Ibíd., 83 (75).
30. Freud a Jung, 18 de agosto de 1907. Ibíd., 85 (77).
31. Freud a Jung, 27 de agosto de 1907. Ibíd., 88 (79).
32. Jung a Ferenczi, 6 de enero de 1909. Carl G. Jung, Briefe [Epistolario],
comp. de Aniela Jaffé con Gerhard Adler, 3 vols. (1946-1955; 3a. ed.,
1981), I, 26.
33. Jung a Freud, 28 de octubre de 1907. Freud-Jung [Correspondencia], 105
(95).
34. Freud a Jung, 15 de noviembre de 1907. Ibíd., 108 (98).
35. Freud a Abraham, 3 de mayo de 1908. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 47 (34).
36. Freud a Sabine Spielrein, 28 de agosto de 1913. Transcripción mecanogra­
fiada. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
37. Freud a Abraham, 23 de julio de 1908. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 57 (46).
38. Freud a Abraham, 11 de octubre de 1908. Ibíd., 64 (54).
39. Freud a Abraham, 26 de diciembre de 1908. Ibíd., 73 (64).
40. Véase Freud a Abraham, 20 de julio de 1908. Papeles de Karl Abraham,
LC.
41. Freud a Abraham, 23 de julio de 1908. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 57 (46).
42. Freud a Abraham, 20 de julio de 1908. Ibíd., 57 (46).
43. Freud a Ferenczi, 8 de junio de 1913. Correspondencia Freud-Ferenczi, LC.
44. Jung a Freud, 8 de enero de 1907. Freud-Jung [Correspondencia], 21 (20).
45. Jung a Freud, 11 de marzo de 1909. Ibíd., 234 (211-212).
46. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 78/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 51.
47. Thorndike a James Cattell, 6 de julio de 1904. Citado en Dorothy Ross,
G. Stanley Hall: The Psychologist as Prophet (1972), 385.
48. Hall a “Siegmund” Freud, 15 de diciembre de 1908. Citado en ibíd., 386.
49. Véase William A. Koelsch, "Incredible Day Dream”: Freud and Jung at
Clark, The Fifth Paul S. Clarkson Lecture (1984), sin foliación.
50. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 44, 70/“History
of the Psychoanalytic Movement” [“Contribución a la historia del movi­
miento psicoanalítico”], SE XIV, 7, 30-31.
51. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 78/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 52.
52. Freud a Ferenczi, 10 de enero de 1909. Correspondencia, Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
53. Freud a Ferenczi, 17 de enero de 1909. Ibíd.
54. Freud a Ferenczi, 2 de febrero de 1909. Ibíd.
55. Freud a Ferenczi, 28 de febrero de 1909. Ibíd.
56. Véase Ferenczi a Freud, 11 de enero de 1909. Ibíd.
Notas [751]

57. Ferenczi a Freud, 2 de marzo de 1909. Ibíd.


58. Freud a Ferenczi, 9 de marzo de 1909. Ibíd.
59. Freud a Abraham, 9 de marzo de 1909. Papeles de Karl Abraham, LC.
60. Freud a Ferenczi, 25 de abril de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
61. Freud a Ferenczi, 25 de julio de 1909. Ibíd.
62. Freud a Jung, 18 de junio de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 258
(234).
63. Freud a Ferenczi, 25 de julio de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
64. Véase Freud a Jung, 7 de julio de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 264
(240).
65. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 55.
66. Brill a Smith Ely Jelliffe, 4 de diciembre de 1940. Citado en Hale, Freud
and the Americans, 390.
67. Ibíd., 391.
68. Jones, Free Associations, 230-231.
69. Citado en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 55-56.
70. Sobre el agua de hielo, véase Anna Freud a Ernest Jones, 10 de marzo de
1954. Papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society,
Londres.
71. Freud a Pfister, 17 de marzo de 1910. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
72. Jones a Freud, 12 de febrero de 1910. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
73. Véase Freud a Jones, 27 de enero de 1910. Freud Collection, D2, LC. Véa­
se también Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 59-60.
74. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 59.
75. Véase Koelsch, Incredible Day Dream, sin foliación.
76. Véase Hale, Freud and the Americans, 3-23.
77. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 78/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 52.
78. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 57.
79. James a Mary W. Calkins, 19 de septiembre de 1909. Citado en Ralph
Barton Perry, The Thought and Character of William James, 2 vols.
(1936), II, 123.
80. James a Flournoy, 28 de septiembre de 1909. The Letters of William
James, comp. de Henry James, 2 vols. (1920), II, 327-328.
81. Véase Jung a Virginia Payne, 23 de julio de 1949. Jung, Briefe, II, 159.
82. Véase Jung a Freud, 14 de octubre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia],
275 (250). Véase también Jung a Virginia Payne, 23 de julio de 1949.
Jung, Briefe II, 158.
83. Freud a Mathilde Hollitscher, 23 de septiembre de 1909. Freud Collection,
Bl, LC.
84. Véase Jung a Freud, 14 de octubre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia],
275 (250).
85. Freud a Jung, 11 de noviembre de 1909. Ibíd., 286 (260). Freud señaló el
lapsus en un comentario al margen, pero minimizó su importancia.
86. Freud a Ferenczi, 6 de abril de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
87. Jones, Free Associations, 219.
88. Véase ibíd., 219-220.
89. Freud a Jones, 20 de noviembre de 1908. En inglés. Freud Collection, D2,
[752] Notas

LC. En Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 62, esta carta aparece
citada en su totalidad, pero fechada erróneamente en 1909.
90. Freud a Otto Rank, 13 de septiembre de 1912. Rank Collection, Caja Ib.
Rare Book and Manuscript Library, Columbia University.
91. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 58/“History of the
Psycho-Analytic Movement [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 19.
92. Véase Freud a Jones, 15 de noviembre de 1912. Freud Collection, D2, LC.
93. Freud a Ferenczi, 10 de abril de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
94. Freud a Ferenczi, 17 de octubre de 1912. Ibid.
95. Freud a Jones, 21 de febrero de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
96. Véase 26 de abril de 1911. Protokolle, III, 223-226. “Bestia con talento,
K.K.”: Freud a Ferenczi, 13 de febrero de 1910. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC. “Talento histriónico”: Freud a Ferenczi, 12
de abril de 1910. Ibíd.
97. Bleuler a Freud, 4 de diciembre de 1911. Freud Collection, D2, LC.
98. Freud a Ferenczi, 30 de noviembre de 1911. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
99. Jones, Free Associations, 169.
100. 7 de noviembre de 1906. Protokolle, I, 36-46.
101. 27 de noviembre de 1907. Ibíd., 237.
102. 18 de diciembre de 1907. Ibíd., 257.
103. Freud a Abraham, 1 de enero de 1913. Papeles de Karl Abraham, LC.
104. Freud a Ferenczi, 3 de abril de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
105. Freud a Jones, 15 de abril de 1910. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
106. Freud a Ferenczi, 3 de abril de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
107. Wittels, Freud, 140. Un relato más melodramático pero menos verosímil,
en el que se habla de lágrimas rodando por las mejillas de Freud, se
encuentra en luAutobiography of Wilhelm Stekel, 128-129.
108. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 84-86/“History of
the Psychoanalytic Movement” [“Contribución a la historia del movimien­
to psicoanalítico”], SE XIV, 42-44.
109. 6 de abril de 1910. Protokolle, II, 427.
110. Ibíd., 425.
111. Freud a Ferenczi, 12 de abril de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
112. Véase 6 de abril de 1910. Protokolle, II, 422-430.
113. “History of the Psychoanalytic Movement” [“Contribución a la historia
del movimiento psicoanalítico”], SE XIV, 50.
114. Freud a Ferenczi, 3 de abril de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
115. Véase Cari Furtmüller, “Alfred Adler: A Biographical Essay”, en Alfred
Adler, Superiority and Social Interest: A Collection of Later Writings,
comp. de Heinz L. y Rowena R. Ansbacher (1964; 3a ed., 1979), 345-348,
particularmente informativo porque Furtmüller fue muy partidario de Adler.
116. Freud a Jung, 18 de junio de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 259-260
(235).
117. Freud a Pfister, 26 de febrero de 1911. Freud-Pfister, 47 (48).
118. Freud a Jung, 3 de diciembre de 1910. Freud-Jung [Correspondencia], 415
(376).
Notas [753]

119. Freud a Ferenczi, 23 de noviembre de 1910. Correspondencia Freud-Ferenc-


zi, Freud Collection, LC.
120. 4 de enero y 1 de febrero de 1911. Protokolle, III, 103-111, 139-149.
121. 1 de febrero de 1911. Protokolle, III, 143-147.
122. Véase ibíd., 147-148.
123. 22 de febrero de 1911. Ibíd., 168-169.
124. Freud a Ferenczi, 12 de marzo de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
125. Freud a Jones, 9 de agosto de 1911. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
126. Véase Freud a Jung, 15 de junio y 13 de julio de 1911. Freud-Jung
[Correspondencia], 479 (428, 434).
127. Adler a Jones, 7 de julio de 1911. Papeles de Jones, Archivos de la British
Psycho-Analytical Society, Londres.
128. Adler a Jones, 10 de julio de 1911. Ibíd. Adler estaba exagerando la exten­
sión del período de su lealtad al psicoanálisis: para que las cosas fueran
como él decía, tendría que haber sido freudiano ya en 1896.
129. Adler a Jones, 7 de septiembre de 1911. Ibíd.
130. Freud a Ferenczi, 5 de octubre de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
131. Freud a Jung, 12 de octubre de 1911. Freud-Jung [Correspondencia], 493
(447).
132. Phyllis Bottome, Alfred Adler: Apostle of Freedom (1939, 3a. ed., 1957),
76-77. Puesto que Bottome era el biógrafo autorizado de Adler, y el inci­
dente sin duda no habla en favor del biografiado, lleva el sello de la auten­
ticidad, aunque parece menos que probable que Freud le rogara a Adler que
no se fuera.
133. Freud a Jung, 15 de junio de 1911. Freud-Jung [Correspondencia], 472 (428).
134. Emma Jung a Freud, 30 de octubre de 1911. Ibíd., 499 (452).
135. Freud a Ferenczi, 5 de noviembre de 1911. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
136. Véase Jung a Freud, 3 de diciembre de 1912. Freud-Jung [Correspondencia],
583-584, 584n (526, 526n). Véase también Jung, Memories, Dreams,
Reflections [Recuerdos, sueños, pensamientos], 158.
137. Freud a Pfister, 4 de julio de 1912. Freud-Pfister, 57 (56-57).
138. “The Houston Films” (1957), una entrevista en C.G. Jung Speaking:
Interviews and Encounters, comp. de William McGuire y R.F.C. Hull
(1977), 339.
139. “The ‘Face to Face’ Interview with John Freeman”, en la BBC, 1959, en
ibíd., 433.
140. Jung a Freud, 14 de diciembre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia] 303
(275).
141. Jung a Freud, 15 de noviembre de 1909. Ibíd., 289 (262).
142. Jung a Freud, 30 de noviembre/2 de diciembre de 1909. Ibíd., 297 (270).
143. Jung a Freud, 25-31 de diciembre de 1909. Ibíd., 308 (280).
144. Freud a Jung, 2 de enero de 1910. Ibíd., 312 (283-284).
145. Véase Freud a Ferenczi, 1 de enero de 1910. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
146. Jung a Freud, 7 de marzo de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 229
(207).
147. Jung a Freud, 11 de febrero de 1910. Ibíd., 324 (294).
148. Freud a Jung, 13 de enero de 1910. Ibíd., 316 (287).
149. Freud a Ferenczi, 13 de febrero de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
[754] Notas

150. Freud a Ferenczi, 3 de marzo de 1910. Ibíd.


151. Freud a Jung, 19 de diciembre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 304
(276).
152. Jung a Freud, 25 de diciembre de 1909. Ibíd., 307 (279).
153. Freud a Jung, 2 de enero de 1910. Ibíd., 311 (282).
154. Freud a Jung, 6 de marzo de 1910. Ibíd., 331 (300).
155. Jung a Freud, 9 de marzo de 1910. Ibíd., 333 (302).
156. Jung a Freud, 26 de julio y 29 de agosto de 1911. Ibíd., 482, 484 (437,
438).
157. Jung a Freud, 14 de noviembre de 1911. Ibíd., 509 (460).
158. Jung a Freud, 3 de marzo de 1912. Ibíd., 544 (491).
159. Jung a Freud, 10 de marzo de 1912. Ibíd., 546 (493).
160. Freud a Jung, 5 de marzo de 1912. Ibíd., 546 (493).
161. Jung a Freud, 3 de marzo de 1912. Ibíd., 544 (491). Pasaje tomado de
Así hablaba Zarathustra, parte I, sección 3.
162. Freud a Jung, 5 de marzo de 1912. Freud-Jung [Correspondencia], 545
(492).
163. Freud a Binswanger, 14 de abril de 1912. Ejemplar mecanografiado, Freud
Collection, DI, LC.
164. El 3 de junio de 1912, Freud observó en una carta a Abraham que no había
habido tiempo suficiente para visitar a Jung: “Sin tiempo suficiente para
Zurich” (“Nach Zürich gings nicht mehr". Papeles de Karl Abraham, LC.)
165. Jung a Freud, 8 de junio de 1912. Freud-Jung [Correspondencia], 564
(509). Jung usó por primera vez la expresión “gesto de Kreuzlingen” en
una carta a Freud del 18 de julio de 1912. Ibíd., 566 (511).
166. Freud a Jung, 13 de junio de 1912. Ibíd., 565-566 (510-511).
167. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 152.
168. Freud a Jones, 1 de agosto de 1912. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
169. Ibíd.
170. Freud a Jones, 10 de agosto de 1912. En inglés. Ibíd.
171. Jones a Freud, 7 de agosto de 1912. Con permiso de Sigmund Freud Copy-
rights, Wivenhoe.
172. Freud a Jones, 22 de julio de 1912. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
173. Freud a Abraham, 29 de julio de 1912. Papeles de Karl Abraham, LC.
174. Ibíd.
175. Freud a Ferenczi, 28 de julio de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
176. Freud a Rank, 18 de agosto de 1912. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
177. Freud a Ferenczi, 28 de julio de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
178. Freud a Jones, 22 de septiembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
179. Freud a Ferenczi, 23 de junio de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
180. Jung a Freud, 11 de noviembre de 1912. Freud-Jung [Correspondencia],
571-572 (515-516).
181. Ibíd., 573 (516-517).
182. Véase 9 de octubre de 1912. Protokolle, IV, 99.
183. Véase Autobiography ofWilhelm Stekel, 141-143.
184. Freud a Jones, 9 de agosto de 1911. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
185. Freud a Abraham, 3 de noviembre de 1912. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 127 (125).
Notas [755]

186. Ibíd. Véase también 6 de noviembre de 1912. Protokolle, IV, 108-109n.


187. Freud a Jones, 15 de noviembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
188. Freud a Abraham, 1 de enero de 1913. Papeles de Karl Abraham, LC.
189. Freud a Jung, 14 de noviembre de 1912. Freud-Jung [Correspondencia],
573 (517).
190. Eitingon a Freud, 11 de noviembre de 1912. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
191. Freud a Ferenczi, 26 de noviembre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
192. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 317.
193. Jung a Freud, 26 de noviembre de 1912. Freud-Jung [Correspondencia],
579 (522).
194. Freud a Jung, 29 de noviembre de 1912. Ibíd., 581-582 (524).
195. Jung a Freud, 3 de diciembre de 1912. Ibíd., 583-584 (525-526).
196. Freud a Jung, 5 de diciembre de 1912. Ibíd., 587 (529).
197. Véase Jung a Freud, 7 de diciembre de 1912. Ibíd., 589-591 (531-532).
198. Freud a Jung, 9 de diciembre de 1912. Ibíd., 592 (532-533).
199. Jung a Freud, sin fecha [escrito entre el 11 y el 14 de diciembre de 1912],
Ibíd., 592 (533).
200. Freud a Jung, 16 de diciembre de 1912. Ibíd., 593 (534).
201. Freud en una conversación con Jones. (Jones [Vida y obra de Sigmund
Freud] II, 86.)
202. Jung a Freud, 18 de diciembre de 1912. Freud-Jung [Correspondencia], 594
(534-535). Jung utilizó la palabra francesa truc.
203. Ibíd., 594 (535).
204. Véase Freud a Jung, 22 de diciembre de 1912. Ibíd., 596 (537).
205. Freud a Jones, 26 de diciembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
206. Freud a Ferenczi, 23 de enero de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
207. Véase Freud a Jones, 26 de diciembre de 1912. Freud Collection, D2, LC.
208. Ibíd.
209. Freud a Jones, 1 de enero de 1913. En inglés. Ibíd.
210. Freud a Jung, 3 de enero de 1913. Freud-Jung [Correspondencia], 598-599
(538-539).
211. Freud a Ferenczi, 23 de diciembre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
212. Jung a Freud (tarjeta postal mecanografiada y firmada), 6 de enero de 1913.
Freud-Jung [Correspondencia], 600 (540).
213. Memorando mecanografiado, Papeles de Karl Abraham, LC. No tiene fecha,
pero el 13 de marzo Jones escribió una respuesta detallada (ibíd.), de modo
que debió de enviarse aproximadamente el 10 u 11 de marzo de 1913.
214. Freud a Ferenczi, 8 de mayo de 1913. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
215. Enviada el 4 de julio de 1913. Correspondencia Freud-Jones, Freud Collec­
tion, D2, LC.
216. Jung a Freud, 29 de julio de 1913. Freud-Jung [Correspondencia], 609-610
(548).
217. Véase Jung a Henri Flournoy, 29 de marzo de 1949, en la que “pauta de
conducta” (“pattern of behaviour") está en inglés. Jung, Briefe [Epistola­
rio], II, 151.
218. Jung a J.H. van der Hoop, 14 de enero de 1946. Ibíd., 9.
[756] Notas

219. Freud a Jung, 18 de febrero de 1912. Freud-Jung [Correspondencia] 537


(485).
220. Jung a Freud, 25 de diciembre de 1909. Ibid., 307 (279).
221. Freud a Ferenczi, 8 de junio de 1913. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
222. Freud a Ferenczi, 4 de mayo de 1913. Ibid.
223. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] 11,102.
224. Véase Jones, Free Associations, 224.
225. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 88/“History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 45.
226. Andreas-Salomé, In der Schule bei Freud [Aprendiendo con Freud], 190-
191.
227. Freud a Abraham, 2 de noviembre de 1913. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 150 (152).
228. Expresión de Jung publicada en el Jahrbuch, reproducida en Freud-Jung
[Correspondencia], 612.
229. Jung a Freud, 27 de octubre de 1913. Ibíd., 612 (550).
230. Freud a Jones, 13 de noviembre de 1913. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
231. Freud a Ferenczi, 30 de octubre de 1913. Correspondencia, Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
232. Freud a Jones, 8 de enero de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
233. Freud a Abraham, 17 de mayo de 1914. Papeles de Karl Abraham, LC.
234. Jones a Abraham, 29 de diciembre de 1913. Ibíd.
235. Jones a Abraham, 14 de enero de 1914. Ibíd.
236. Abraham a Jones, 11 de enero de 1914. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.
237. Freud a Ferenczi, 9 de noviembre de 1913. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
238. Freud a Ferenczi, 12 de enero de 1914. Ibíd.
239. Abraham y Eitingon a Freud (telegrama), 22 de abril de 1914. Papeles de
Karl Abraham, LC.
240. Freud a Ferenczi, 24 de abril de 1914. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
241. Freud a Abraham, 18 de julio de 1914. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 178 (184).
242. Freud a Abraham, 26 de julio de 1914. Ibíd., 180 (186).
243. Eitingon a Freud, 6 de julio de 1914. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
244. Freud a Putnam, 8 de julio de 1915. James Jackson Putnam: Letters, 376.
245. Freud a Abraham, 14 de junio de 1912. Papeles de Karl Abraham, LC.
246. “Selbstdarstellung”, GW XIV,80/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 53.
247. Freud a Binswanger, 31 de diciembre de 1909. Citada en Binswanger,
Erinnerungen, 32.

Capitulo seis. Terapia y técnica


1. 6 de noviembre de 1907. Protokolle, I, 213. Véase también 30 de octubre
y 6 de noviembre de 1907. Ibíd., 212-223.
2. Jones, Free Associations, 166.
Notas [757]

3. Ibíd.
4. Su nombre real era Ida Bauer, y su hermano Otto iba a convertirse en un
destacado político socialista en Austria.
5 . Freud a Fliess, 14 de octubre de 1900. Freud-Fliess, 469 (427).
6. Freud a Fliess, 25 de enero de 1901. Ibíd., 476 (433).
7. Ibíd.
8. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1902. Ibíd., 501 (456).
9. Véase “Editor’s Note”, SE VII, 5.
10. “Bruchstück einer Hysterie-Analyse” [“Dora”] (1905), GW V, 164/“Frag-
ment of an Analysis of a Case of Hysteria” [“Dora”], SE VII, 11.
11. Ibíd., 165-166 / 9.
12. Ibíd., 186 / 28.
13. «Dora, sin duda, estaba enamorada del señor K., que a juicio de Freud era
un hombre perfectamente presentable. Pero me pregunto cuántos de noso­
tros compartiríamos sin reservas hoy en día la afirmación de Freud en
cuanto a que una joven sana, en tales circunstancias, no habría considerado
que los requerimientos del señor K. no eran “ni faltos de tacto ni ofensi­
vos”.» (Erik H. Erikson, “Psychological Reality and Historical Actuality”
[1962], en ¡nsight and Responsibility: Lectures on the Ethical Implica-
tions of psychoanalytic Insight [1964], 169.
14. “Dora”, GW V, 219/SE VII, 58-59.
15. Ibíd., 207 / 47-48.
16. Ibíd., 231-232 / 69-70.
17. Ibíd., 232 / 70.
18. Ibíd., 272-273 / 108-109.
19. Ibíd., 272 / 109.
20. Ibíd., 282 / 118.
21. Ibíd., 281, 282-283 / 117, 119.
22. Ibíd., 272 / 109.
23. “Die zukünftigen Chancen der psychoanalytischen Therapie” (1910), G W
VIII, 108/“The Future Prospects of Psychoanalytic Therapy”, SE XI, 144.
24. Ibíd., 108 / 144-145.
25. “Dora”, GW V, 240 / SE VII, 77-78.
26. Véase ibíd., 239-240 / 77.
27. Freud a Jones, 22 de septiembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
28. Freud a Jones, 1 de junio de 1909. En inglés. Ibíd.
29. Freud a Jones, 15 de abril de 1910. En inglés. Ibíd.
30. “Analyse der Phobie eines fünfjährigen Knaben” [“Der kleine Hans]
(1909), GW VII, 377/“Analysis of a Phobia in a Five-Year-Old Boy” [“Lit-
tle Hans”], SEX, 147.
31. Ibíd., 372 / 141.
32. Ibíd., 252 / 15.
33. Ibíd., 245, 247/ 7-8, 10.
34. Ibíd., 260-261 / 25.
35. Ibíd., 263 / 27.
36. Ibíd., 299 / 64.
37. Ibíd., 269 / 34.
38. Ibíd., 307, 307n / 72, 72n.
39. Ibíd., 243-244 / 6.
40. Ibíd., 377 / 147.
41. “Nachschrift zur Analyse des Kleinen Hans” (1922), GW XIII, 431/“Post-
script”, SE X, 148.
[758] Notas

42. Véase Freud a Jung, 7 de julio de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 263


(239).
43. Freud a Jones, 1 de junio [1909]. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
44. “Bemerkungen über einen Fall von Zwangsneurose” [“Rattenmann”]
(1909), GW VII, 463n/“Notes upon a Case of Obsessional Neurosis” [“Rat
Man”], SE X, 249n (nota agregada en 1923).
45. Véase “Rat Man” SE X, 158. El verdadero nombre del Hombre de las Ratas
apareció por primera vez en Patrick J. Mahony, Freud and the Rat Man
(1986).
46. “Rattenmann”, GW VII, 382-383/“Rat Man”, SE X, 156-157.
47. Las notas reales que subsisten abarcan sólo los primeros tres meses y
medio del caso; se inician con la primera sesión del 1 de octubre de 1907,
y terminan el 20 de enero de 1908. Es probable que Freud no dejara de
tomar notas, y que el resto se haya perdido.
48. Ibíd., 386 / 160.
49. Ibíd., 384-387 / 158-162.
50. Ibíd., 388 / 162.
51. Ibíd., 391-392 / 166.
52. Ibíd., 392 / 167.
53. Ibíd., 394, 397 / 169, 173.
54. Freud a Jung, 30 de junio de 1909. Freud-Jung [Correspondencia, 263
(238).
55. Jung a Ferenczi, 25 de diciembre de 1909. Jung, Briefe, I, 33.
56. “Rattenmann”, GW VII, 400 / “Rat Man”, SE X, 176.
57. Ibíd., 404-405n / 181n.
58. Ibíd., 400-401 / 178-179.
59. Véanse las notas del caso, compiladas en su totalidad y transcriptas fiel­
mente (junto con comentarios) por Elza Ribeiro Hawelka: Sigmund Freud,
L'Homme aux rats. Journal d'une analyse (1974), 230-234.
60. “Rattenmann”, GW VII, 423/“Rat Man”, SE X, 201.
61. Ibíd., 426 / 204.
62. Ibíd., 426-427, 454 / 205, 238.
63. Ibíd., 433 / 213.
64. Ibíd., 438 / 220.
65. Ibíd., 429 / 209.
66. Freud, L'Homme aux rats, comp. de Hawelka, 210/“Rat Man”, SE X, 303.
67. Freud a Ferenczi, 10 de noviembre de 1909. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
68. Freud a Jung, 17 de octubre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 280
(255).
69. “Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci” (1910), GW VIII,
207/“Leonardo da Vinci and a Memory of His Childhood” [“Un recuerdo
infantil de Leonardo da Vinci”], SE XI, 134.
70. Ibíd., 128, 128n / 63, 63n.
71. Freud a Fliess, 9 de octubre de 1898. Freud-Fliess, 362 (331).
72. Véase Freud a Abraham, 30 de agosto de 1910. Freud-Abraham [Corres­
pondencia Freud-Abraham], 98 (92).
73. Freud a Ferenczi, 21 de noviembre de 1909. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
74. Freud a Ferenczi, 17 de marzo de 1910. Ibíd.
75. Freud a Andreas-Salomé, 9 de febrero de 1919. Freud-Salomé, 100 (90).
76. Freud a Ferenczi, 10 de noviembre de 1909. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
Notas [759]

77. Freud a Jones, 15 de abril de 1910. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
78. Freud a Struck, 7 de noviembre de 1914. Briefe [Epistolario], 317-318.
79. Freud a Ferenczi, 7 de junio de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
80. Abraham a Freud, 6 de junio de 1910. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 96 (90).
81. Jung a Freud, 17 de junio de 1910. Freud-Jung [Correspondencia], 364
(329).
82. Freud a Abraham, 3 de julio de 1910. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 97 (91).
83. Ibíd.
84. “Leonardo”, GW VIII, 128/SE XI, 63.
85. Ibíd., 202, 203, 207 / 130, 131, 134.
86. Ibíd., 150 / 82.
87. Ibíd., 158-160, 186-187 / 90-92, 116-117.
88. Freud a Jung, 17 de octubre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 281
(255).
89. “Leonardo”, GW VIII, 170/SEXI, 100.
90. Ibíd., 194 / 122.
91. Véase Eric Maclagan, “Leonardo in the Consulting Room”, Burlington
Magazine, XLII (1923), 54-57.
92. Freud a Jung, 21 de noviembre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia],
292-293 (266).
93. Véase Freud a Jung, 2 de diciembre de 1909. Ibíd., 298 (271).
94. Freud a Ferenczi, 16 de diciembre de 1910. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
95. Freud a Jung, 3 de diciembre de 1910. Freud-Jung [Correspondencia], 415
(376).
96. Freud a Jung, 17 de febrero de 1908. Ibíd., 134 (121).
97. Freud a Ferenczi, 6 de octubre de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
98. Freud a Jung, 24 de septiembre de 1910. Freud-Jung [Correspondencia],
390 (353).
99. Freud a Fliess, 7 de agosto de 1901. Freud-Fliess, 492 (447).
100. Freud a Jones, 8 de diciembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
101. Freud a Ferenczi, 9 de diciembre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
102. Freud a Jones, 8 de diciembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
103. Jones a Freud, 23 de diciembre de 1912. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
104. Freud a Jones, 26 de diciembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
105. Freud a Binswanger, 1 de enero de 1913. Citada en Binswanger, Erinne­
rungen, 64.
106. Freud a Ferenczi, 1 de junio de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
107. Freud a Ferenczi, 31 de diciembre de 1912. Ibíd.
108. Freud a Jung, 17 de febrero de 1908. Freud-Jung [Correspondencia], 134
(121).
109. Freud a Jung, 22 de abril de 1910. Ibíd., 343 (311).
110. Freud a Ferenczi, 11 de febrero de 1908. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
[760] Notas

111. Freud a Ferenczi, 25 de marzo de 1908. Ibíd.


112. Freud a Ferenczi, 2 de mayo de 1909. Ibíd.
113. Freud a Abraham, 24 de octubre de 1910. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 101 (95). Cortésmente, Freud agregó que estaba movién­
dose hacia “la senda en la que usted transita”. Se'refería al ensayo de Abra­
ham “Psychosexual Differences between Hysteria and Dementia Praecox”
(“Die psychosexuellen Differenzen der Hysterie und der Dementia Praecox”,
Central-blatt für Nervenheilkunde und Psychiatrie, Nueva Serie, XIX
[1908], 521-533).
114. Véase Freud a Jung, 24 de septiembre de 1910. Freud-Jung [Corresponden­
cia], 390 (353).
115. Freud a Jung, 22 de diciembre de 1910. Ibíd., 422-423 (382).
116. Véase una nota de Jung en Symbols of Transformation (1952) [trad. cast.:
Símbolos de transformación, Barcelona, Paidós, 1982], citada en Freud-
Jung [Correspondencia], 339n (3O7n).
117. Jung a Freud, 19 de marzo de 1911. Ibíd., 449 (407).
118. Jung a Freud, 14 de noviembre de 1911. Ibíd., 509 (461).
119. Jung a Freud, 11 de diciembre de 1911. Ibíd., 521 (471).
120. Citado en “Psychoanalytische Bermerkungen über einen autobiographisch
beschriebenen Fall von Paranoia (Dementia Paranoides)” [“Schreber”]
(1911), GW VII, 248/“Psychoanalytic Notes on an Autobiographical
Account of a Case of Paranoia (Dementia paranoides)” [“Schreber”], SE
XII, 16.
121. Véase ibíd., 252 / 20.
122. Véase ibíd., 245 / 14.
123. Véase ibíd., 259 / 25-26.
124. Ibíd., 299 / 62.
125. Véase ibíd., 299-300 / 63.
126. Ibíd., 308 / 71.
127. Ibíd., 272 / 37.
128. Véase Freud a Ferenczi, 6 de octubre de 1910. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
129. Ibíd.
130. “Schreber”, GW VIII, 286-287/5E XII, 51.
131. Ibíd., 315/78.
132. Ibíd., 287 / 51.
133. Véase Freud a Abraham, 18 de diciembre de 1910. Freud-Abraham [Corres­
pondencia Freud-Abraham], 102 (97).
134. “Aus der Geschichte einer infantilen Neurose” [“Wolfsmann”] (1918), G W
XII, 29/“From the History of an Infantile Neurosis” [“Wolf Man”], 5 E
XVII, 7.
135. Freud a Ferenczi, 8 de febrero de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
136. “Wolfsmann”, GW XII, 29n/“Wolf Man”, SE XVII, 7n. La traducción
“twisted reinterpretations” —“reinterpretaciones retorcidas”— dicen los
editores que fue sugerida por el propio Freud para la Standard Edition,
como equivalente a Umdeutungen.
137. Freud habló de haber escrito el historial en el invierno de 1914-1915,
pero en realidad parece que lo completó en el otoño de 1914.
138. Ibíd., 82 / 53.
139. Freud a Ferenczi, 13 de febrero de 1910. Ibíd. Este pasaje aparece suaviza­
do en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 274, y citado por Jeffrey
Moussaieff Massen en su reseña de Karin Obholzer, Gespräche mit dem
Notas [761]

Wolfsmann. Eine Psychoanalyse und die Folgen (1980), en Int. Rev. Psy­
cho-Anal., IX 1982, 117.
140. Véase “Wolfsmann”, GW XII, 54/“Wolf Man”, SE XVII, 29.
141. Para el dibujo, véase ibíd., 55 / 30.
142. Ibíd., 63 / 36.
143. Ibíd., 131 / 97.
144. Véase ibíd., 84/ 55.
145. Traumdeutung, GW II-III, ClSUnterpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 620.
146. “Wolfsmann”, GW XII, 83/“Wolf Man”, SE XVII, 54.
147. El primero de estos artículos, “Sobre un tipo particular de elección de
objeto en el hombre”, apareció en 1910; el segundo, “Sobre la más gene­
ralizada degradación de la vida amorosa”, en 1912, y un tercero, “El tabú
de la virginidad”, fue leído como conferencia en 1917, después de que
hubiera terminado el análisis del Hombre de los Lobos, pero antes de la
publicación del historial.
148. “Angst und Triebleben”, en Neue Folge der Vorlesungen zur Einführung in
die Psychoanalyse (1933), GW XV, 115/“Anxiety and Instinctual Life”, en
New Introductory Lectures on Psycho-Analysis [Conferencias de introduc­
ción al psicoanálisis], SE XXII, 107.
149. “Über die allgemeinste Erniedrigung des Liebeslebens” (1912), GW VIII,
79/“On the Universal Tendency to Debasement in the Sphere of Love”, SE
XI, 180.
150. Véase ibíd., 82 / 183.
151. “Wolfsmann”, GW XII, 32-33/“Wolf Man”, SE XVII, 10-11.
152. Ibíd., 33-34 / 11.
153. “Die endliche und die unendliche Analyse” (1937), GW XVI, 62/“Analysis
Terminable and Interminable” [“Análisis terminable e interminable], SE
XXIII, 218-219.
154. “Die zukünftigen Chancen”, GW VIII, 107-108/“Future Prospects”, SE XI,
144-145.
155. “Über ‘wilde’ Psychoanalyse” (1910), GW VIII, 118/“ ‘Wild’ Psychoanaly­
sis”, SEXI, 221.
156. Ibíd., 122, 124 / 224, 226.
157. Freud a Abraham, 14 de junio de 1912. Papeles de Karl Abraham, LC.
158. Freud a Ferenczi, 26 de noviembre de 1908. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
159. Véase Freud a Ferenczi, 11 de diciembre de 1908. Ibíd.
160. Véase Freud a Ferenczi, 2 de febrero de 1909. Ibíd.
161. Freud a Jones, 1 de junio de 1909. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
162. Freud a Ferenczi, 22 de octubre de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
163. “Die zukünftigen Chancen”, GW VIII, 105/“Future Prospects”, SE XI, 142.
164. Jones a Freud, 6 de noviembre de 1910. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
165. Freud a Ferenczi, 26 de noviembre de 1908. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC.
166. “Zur Einleitung der Behandlung” (1913), GW VIII, 455/“On Beginning the
Treatment” [“Sobre la iniciación del tratamiento”], SE XII, 124.
167. Ibíd., 467 / 133-134.
168. Ibíd., 467 / 134.
169. Ibíd., 464 / 131.
170. Ibíd., 460, 462 / 127, 129.
[762] Notas

171. Freud examinó la regla fundamental en “On Beginning the Treatment”


[“Sobre la iniciación del tratamiento”], SE XII, 134-135, 135-136n; y en
“Recommendations to Physicians Practising Psycho-Analysis”, ibid., 112,
115.
172. Freud a Ferenczi, 26 de noviembre de 1908. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
173. “Zur Einleitung der Behandlung”, GW VIII, 474/“On Beginning the Treat­
ment” [“Sobre la iniciación del tratamiento”], SE XII, 140.
174. Traumdeutung, GW II-III, 521/Interpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 517.
175. “Zur Dynamik der Übertragung” (1912), GW VIII, 368-369/“The Dynamics
of Transference” [“Sobre la dinámica de la transferencia”], SE XII, 103.
176. “Zur Einleitung der Behandlung”, GW VIII, 473/“On Beginning the Treat­
ment” [“Sobre la iniciación del tratamiento”], SE XII, 139.
177. Freud a Eitingon, 13 de febrero de 1912. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
178. Freud a Jung, 6 de diciembre de 1906. Freud-Jung [Correspondencia], 13
(12-13).
179. Freud a Abraham, 4 de marzo de 1915. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 204 (213).
180. “Bemerkungen über die Übertragungsliebe” (1915), GW X, 307/“Observa-
tions on Transference-Love” [“Puntualizaciones sobre el amor de transfe­
rencia”], SE XII, 160.
181. Ibid., 312, 314 / 164, 165.
182. Ibid., 308, 313 [ 160-161, 165.
183. “Ratschläge für den Arzt bei der psychoanalytischen Behandlung” (1912),
GW VIII, 380-381, 384/“Recommendations to Physicians Practising Psy­
cho-Analysis”, SE XII, 115, 118.
184. Sobre el análisis de Eitingon por Freud, véase a Ferenczi, 22 de octubre de
1909. Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.
185. “Erinnern, Wiederholen und Durcharbeiten” (1914), GW X, 136/“Remembe-
ring, Repeating and Working-Through” [“Recordar, repetir y reelaborar”],
SE XII, 155.
186. Ibíd., 136, 134-135 / 155-156, 154.
187. Freud a Eitingon, 23 de junio de 1912. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
188. Eitingon a Freud, 18 de junio de 1912. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.

Capitulo siete. Aplicaciones y consecuencias


1. “Der Dichter und das Phantasieren” (1908), GW VII, 213, 222/“Creative
Writers and Day-Dreaming”, SE IX, 143, 152.
2. Ibid., 214 / 143-144.
3. Ibid., 216 [ 146.
4. Ibid., 223 / 153.
5. Véase Freud a Abraham, 19 de enero de 1908. Papeles de Karl Abraham,
LC.
6. Freud a Pfister, 17 de marzo de 1910. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
7. Freud a Mathilde Freud, 26 de marzo de 1908. Briefe [Epistolario], 286-
288.
Notas [763]

8. Véase Freud a Ferenczi, 7 de febrero de 1909. Correspondencia Freud-


Ferenczi, Freud Collection, LC. Véase también Jones [Vida y obra de Sig­
mund Freud] II, 55.
9. Freud a Halberstadt, 7 de julio de 1912. Freud Collection, Bl, LC.
10. Freud a Halberstadt, 24 de julio de 1912. Ibíd.
11. Freud a Mathilde Hollitscher, 24 de julio de 1912. Ibíd.
12. Freud a Halberstadt, 27 de julio de 1912. Ibíd.
13. Freud a Halberstadt, 12 de agosto de 1912. Ibíd.
14. Freud a Halberstadt (tarjeta postal), 17 de septiembre de 1912. Ibíd.
15. Sachs, Freud: Master and Friend, 68-69, 71.
16. Freud a Jung, 5 de julio de 1910. Freud-Jung [Correspondencia], 375
(340).
17. Freud a Ferenczi, 10 de enero de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
18. Véase Freud a Ferenczi, 17 de octubre de 1910. Ibíd.
19. “Das Interesse an der Psychoanalyse” (1913), GW VIII, 414-415/“The
Claims of Psycho-Analysis to Scientific Interest”, SE XIII, 185-186.
20. Véase Freud a Jung, 17 de octubre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia],
280 (255).
21. Jung a Freud, 17 de abril de 1910. Ibíd., 340-341 (308).
22. Véase el informe de Freud a Ferenczi sobre esta discusión, 29 de diciembre
de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.
23. Freud a Jones, 10 de marzo de 1910. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
24. Freud a Jones, 24 de febrero de 1912. En inglés. Ibíd.
25. Freud a Jones, 28 de abril de 1912. En inglés. Ibíd.
26. Freud a Abraham, 14 de junio de 1912. Papeles de Karl Abraham, LC.
27. Jones a Abraham, 18 de junio de 1911. Ibíd.
28. Abraham a Freud, 29 de junio de 1913. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 141 (141).
29. “Das Interesse an der psychoanalyse”, GW VIII, 415 /“The Claims of Psy­
cho-Analysis to Scientific Interest”, SE XIII, 185-186.
30. Freud a Jones, 1 de junio de 1909. En inglés. Freud Collection, D2, LC
31. Freud a Abraham, 14 de junio de 1912. Papeles de Karl Abraham, LC. En
1913, Freud publicó realmente un artículo en Imago, “The Theme of the
Three Caskets”, que entretejía los tres temas.
32. Freud a Ferenczi, 21 de mayo de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
33. Freud a Ferenczi, 17 de julio de 1914. Ibíd.
34. Véase “The Moses of Michelangelo” (1914) [“El Moisés de Miguel
Angel”], SE XIII, 213.
35. Freud a Martha Freud, 25 de septiembre de 1912. Briefe [Epistolario], 308.
36. Abraham a Freud, 2 de abril de 1914. Papeles de Karl Abraham, LC.
37. Freud a Edoardo Weiss, 12 de abril de 1933. Sigmund Freud-Edoardo
Weiss. Briefe zur psychoanalytischen Praxis. Mit den Erinnerungen eines
Pioniers der Psychoanalyse, Introducción de Martin Grotjahn (1973), 84.
38. Freud a Jones, 19 de marzo de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
39. Freud a Jones, 15 de noviembre de 1912. En inglés. Ibíd.
40. Jones a Freud, 5 de diciembre [1912]. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
41. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 364.
42. Freud a Weiss, 12 de abril de 1933. Freud-Weiss Briefe, 84.
43. “Der Moses des Michelangelo” (1914), GW X, 175/“The Moses of Miche­
langelo” [“El Moisés de Miguel Angel”], SE XIII, 213.
[764] Notas

44. Freud a Ferenczi, 3 de noviembre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenc-


zi, Freud Collection, LC.
45. Freud a Jones, 26 de diciembre de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
46. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 365.
47. Véase Freud a Ferenczi, 13 de agosto de 1913. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
48. Freud a Jones, 21 de septiembre de 1913. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
49. Freud a Ferenczi, [¿1?] de octubre de 1913. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
50. Freud a Jones, 8 de febrero de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
5 1. “Moses”, GW 194, 199/SE XIII, [“El Moisés de Miguel Angel”], 229, 234.
52. Freud a Ferenczi, 17 de octubre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC. Jones, citando esta carta en Jones [Vida y obra de
Sigmund Freud] II, 367, le atribuye erróneamente la fecha del 10 de octubre
de 1912.
53. 11 de diciembre de 1907. Protokolle, I, 249.
54. Freud a Schnitzler, 8 de mayo de 1906. Briefe [Epistolario], 266-267.
55. Citada en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 111. Este pasaje fue
objeto de la atención de Spector, enThe Aesthetics of Freud, 33.
56. Véase Freud a Jung, 26 de mayo de 1907. Freud-Jung [Correspondencia],
57 (52). Para las cartas de Jensen a Freud, véase Psychoanalytische Bewe­
gung, I (1929), 207-211.
57. “Der Wahn und die Träume in W. Jensens Gradiva" (1907), GW VII, 120-
121/“Delusions and Dreams in Jensen’s Gradiva”, SE IX, 92.
58. Eitingon a Freud, 23 de diciembre de 1909. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe. Freud habría suscrito esta formulación.
59. Freud a Stefan Zweig, 4 de septiembre de 1926. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
60. Freud a Jung, 26 de mayo de 1907. Freud-Jung [Correspondencia], 57 (51).
61. “Gradiva”, GW VII, 35ISE IX, 10. Estoy utilizando “Gradiva” en las refe­
rencias al ensayo de Freud sobre la novela de Jensen, mientras que Gradi­
va remite al ejemplar de esa novela que tenía el propio Freud, con sus
comentarios en los márgenes, que se encuentra en el Freud Museum, Lon­
dres.
62. Gradiva, en la pág. 7. Freud Museum, Londres.
63. Ibíd., en la pág. 22.
64. Ibíd., en la pág. 26.
65. Freud anotó “fuente Zoé” en la pág. 7, ibíd., y de nuevo más adelante,
complicando la observación con asociaciones, en las págs. 135, 136 y
142.
66. Ibíd., 141.
67. “Gradiva”, GW VII, 65/SE IX, 40.
68. Ibíd., 47 / 22.
69. Gradiva, pág. 88. Freud Museum, Londres.
70. Ibíd., en la pág. 151.
71. “Gradiva”, GW VII, 31/SE IX, 7.
72. Véase Gradiva, en las págs. 11-12, 31, 76, 92, 96-97. Freud Museum,
Londres.
73. Véase ibíd., en la pág. 13.
74. Véase ibíd., en la pág. 94.
75. Véase ibíd., en las págs. 108, 112.
Notas [765]

76. Véase, sobre todo, ibíd., en las págs. 58, 84.


77. Véase ibíd., passim, pero especialmente en las págs. 124, 139.
78. “Gradiva”, GW VII, 122/SE IX, 93.
79. Para esta evaluación, véase Freud a Jung, 8 de diciembre de 1907. Freud-
Jung ¡Correspondencia], 114 (103).
80. “Leonardo” [“Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”], GW VIII, 202,
209/SEXI, 130, 136.
81. Prefacio a Edgar Poe, eine Psychoanalytische Studie, edición en alemán
(1934) de Marie Bonaparte, Edgar Poe, étude psychanalytique (1933).
82. 11 de noviembre de 1908. Protokolle, II, 46.
83. 25 de noviembre de 1908. Ibíd., 64.
84. Freud a Ferenczi, 13 de noviembre de 1911. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
85. Freud a Ferenczi, 30 de noviembre de 1911. Ibíd.
86. Freud a Ferenczi, 1 de febrero de 1912. Ibíd.
87. Freud a Jones, 24 de febrero de 1912. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
88. Véase 15 de mayo de 1912. Protokolle IV, 95.
89. Freud a Jones, 1 de agosto de 1912. En inglés y alemán. Freud Collection,
D2, LC.
90. Freud a Ferenczi, 16 de diciembre de 1912. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
9 1. Freud a Ferenczi, 31 de diciembre de 1912. Ibíd.
92. Freud a Ferenczi, 10 de abril de 1913. Ibíd.
93. Freud a Ferenczi, 4 de mayo de 1913. Ibíd.
94. Freud a Ferenczi, 13 de mayo de 1913. Ibíd.
95. Freud a Ferenczi, 8 de junio de 1913. Ibíd.
96. “Vorwort” a Tótem und Tabú (1913), GW IX, 3/“Preface” a Tótem and
Taboo [Tótem y tabú], SE XIII, xiii.
97. Freud a Jung, 12 de febrero de 1911. Freud-Jung [Correspondencia], 432
(391).
98. Freud a Abraham, 13 de mayo de 1913. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 139 (139).
99. Freud a Ferenczi, 26 de junio de 1913. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
100. Abraham a Freud, 29 de junio de 1913. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 141 (141).
101. Freud a Abraham, 1 de julio de 1913. Ibíd., 142 (142).
102. “Vorwort” a Tótem und Tabú, GW IX, 3/“Preface” a Tótem and Taboo
[Tótem y tabú], SE XIII, xiii.
103. Freud a Jones, 8 de marzo de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
104. Massenpsychologie und Ich-Analyse (1921), GW XIII, 136/Group Psycho-
logy and the Analysis of the Ego [Psicología de las masas y análisis del
yo], SE XVIII, 122.
105. Tótem und Tabú, GW IX, 129 [Tótem and Taboo [Tótem y tabú], SE XIII,
105.
106. Ibíd., 160 / 132.
107. Ibíd., 171-173 / 141-142.
108. Ibíd., 172n / 142-143n.
109. Ibíd., 189n/ 157n.
110. Ibíd., 173 / 143.
111. Ibíd., 186 / 155.
112. Ibíd., 189 / 157-158.
[766] Notas

113. Ibid., 194 / 161.


114. Ibid., 172 I 142.
115. Carl G. Jung, “Freud and Jung—Contrasts” (1931), en Modern Man in
Search of a Soul, trad, de W.S. Dell y Cary F. Baynes (1933), 140.
116. Totem und Tabu, GW IX, 182/Totem and Taboo [Tótem y tabú], SE XIII,
151.
117. Ibid., 188 / 156.
118. Véase “Dora”, SE VII, 56.
119. “Der kleine Hans”, GW VII, 332/“Little Hans”, SE X, 97.
120. Freud a Ferenczi, 28 de junio de 1908. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
121. “Rattenmann”, GW VII, 428n/“Rat Man”, SE X, 208n.
122. Véase “A Special Type of Choice of Object Made by Men” (1910), SE XI,
171.
123. Drei Abhandlungen, GW V, 127n/Three Essays [Tres ensayos sobre teoría
sexual], SE VII, 226n (nota agregada en 1920).
124. Ernest Jones fue tal vez el primero que lo señaló, pero no el último. (Véa­
se Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 311.)
125. Freud a Ferenczi, 8 de agosto de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
126. Véase Freud a Jones, 28 de abril de 1912. Freud Collection, D2, LC.
127. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 354.
128. Citado en ibid.
129. Ferenczi, “Ein kleiner Hahnemann” (1913), en Schriften zur Psychoanaly­
se, comp, de Balint, I, 169. Véase también Derek Freeman, “Totem and
Taboo: A Reappraisal”, en Man and His Culture: Psychoanalytic Anthro­
pology after "Totem and Taboo", comp, de Warner Muensterberger,
(1970), 61.
130. Véase Freud a Fliess, 22 de diciembre de 1897. Freud-Fliess, 312-314
(287-288).
131. Freud a Jung, 27 de octubre de 1906. Freud-Jung [Correspondencia], 8-9
(8-9).
132. Véase la nota del compilador a “Character and Anal Erotism” [“Carácter y
erotismo anal”], SE IX, 168.
133. Esta metáfora de la pesca está tomada de Freud. En una carta dirigida a Otto
Rank desde el lugar de descanso veraniego de Bad Gastein, donde estaba
elaborando algunas ideas importantes, Freud dijo: “De paso, no creo que
pueda conseguirse nada especial durante las vacaciones. El pescador arroja
sus redes; a veces captura una gran carpa, a menudo sólo unos pequeños
pececillos”. (Freud a Rank, 8 de julio de 1922. Rank Collection, Caja Ib.
Rare Book and Manuscript Library, Columbia University.)
134. Freud a Ferenczi, 27 de octubre de 1910. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC. Véase también 26 de octubre de 1910. Protokolle
III, 33-40.
135. “Formulierungen Uber die zwei Prinzipien des psychischen Geschehens”
(1911), GW VIII, 232/“Formulations on the Two Principles of Mental
Functioning”, SE XII, 219.
136. Ibid., 235-236 [ 223.
137. Ibid., 232 / 220.
138. Ibid., 237-238 / 224-225.
139. Freud a Ferenczi, 17 de junio de 1913. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
140. Freud a Jones, 1 de octubre de 1913. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
Notas [767]

141. Véase Freud a Ferenczi, [¿1?] de octubre de 1913. Correspondencia Freud-


Ferenczi, Freud Collection, LC.
142. Freud a Jones, 1 de octubre de 1913. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
143. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 302.
144. Freud a Abraham, 16 de marzo de 1914. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 163 (167).
145. Véase Freud a Abraham, 25 de marzo de 1914. Ibíd., 164 (168).
146. Véase Abraham a Freud, 2 de abril de 1914. Ibíd., 165 (169).
147. Freud a Abraham, 6 de abril de 1914. Ibíd., 166 (170-171).
148. 10 de noviembre de 1909. Protokolle, II, 282.
149. Para la esquizofrenia, Freud tenía su propio nombre. «Pretendo aferrarme al
nombre de “parafrenia”», le escribió a Ferenczi. (Freud a Ferenczi, 31 de
julio de 1915.Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.) Pero
finalmente, en la literatura especializada prevaleció el neologismo de Bleu­
ler, no el de Freud.
150. “Zur Einführung des Narzissmus”, (1914), GW X, 138-139/“On Narcissism:
An Introduction” [“Introducción al narcisismo”], SE XIV, 73-74.
151. Ibíd., 142 / 77.
152. Ibíd., 156-158 / 90-91.
153. Véase Abraham a Freud, 2 de abril de 1914. Freud-Abraham [Correspon­
dencia Freud-Abraham], 165 (169).
154. Sobre este enunciado conciso, véase “The psycho-Analytic View of Psy-
chogenic Disturbance of Vision” (1910), SE XI, 211-218.
155. “Narzissmus”, GW X, 143/“Narcissism” [“Introducción al narcisismo”],
SE XIV, 77.
156. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 303.
157. “Narzissmus”, GW X, 143/“Narcissism” [“Introducción al narcisismo”],
SE XIV, 78. Incluso en 1932, después de haber teorizado, Freud, a la vez
sarcástico y paciente, caracterizó las pulsiones como “por así decirlo,
nuestra mitología”. Ellas “son seres míticos, sublimes en su indefinición”.
(“Angst und Triebleben”, en Neue Folge der Vorlesungen, GW,
XV,101/“Anxiety and Instinctual Life”, en New Introductory Lectures
[Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis], SE XXII, 95.)
158. El caso más antiguo que he encontrado es una carta inédita dirigida a Mar­
tha Bernays el 12 de febrero de 1884. Citada en la pág. 71.
159. “Memoirs of the Wolf-Man”, en The Wolf-Man, comp. de Gardiner, 90.
160. Freud a Ferenczi, 28 de junio de 1914. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
161. Freud a Abraham, 25 de junio de 1914. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham] 175 (181).
162. John Maynard Keynes, The Economic Consequences of the Peace (1920),
11 [trad. cast.: Consecuencias económicas de la paz, Barcelona, Crítica,
1987].
163. Ibíd., 11-12.
164. Graham Walias, Human Nature in Politics (1908), 285.
165. Freud a Pfister, 9 de diciembre de 1912. Freud-Pfister, 59 (58).
166. Freud a Ferenczi, 9 de diciembre de 1912. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
167. “Zeitgemässes über Krieg und Tod” (1915), GW X, 340/“Thoughts for the
Times on War and Death”, SE XIV, 288.
168. Véase un puñado de tales declaraciones en Fritz Fischer, Griff nach der
Weltmacht. Die Kriegszielpolitik des kaiserlichen Deutschland 1914/¡918
(1961; 3a ed., 1964), passim, esp. 60-79.
[770] Notas

229. Ibid., 324-325 / 275.


230. Ibid., 336 / 285.
231. Das Unbehagen in der Kultur (1930), GW XIV, 506/Civilization and Its
Discontents [El malestar en la cultura], SE XXI, 145.
232. “Zeitgemässes über Krieg und Tod”, GW X, 325/“Thoughts for the Times
on War and Death”, SE XIV, 276.
233. Ibid., 344/291.
234. Ibid., 333 / 282.
235. Ibid., 354-355 / 299-300.

Capitulo ocho. Agresiones


1. Freud a Andreas-Salomé, 30 de julio de 1915. Freud-Salomé, 35 (32).
2. Freud a Abraham, 18 de diciembre de 1916. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 232 (244).
3. Freud a Andreas-Salomé, 25 de noviembre de 1914. Freud-Salomé, 23 (21).
4. Esta es también la opinión de Barry Silverstein, “ ‘Now Comes a Sad
Story’: Freud’s Lost Metapsychological Papers”, en Freud, Appraisals and
Reappraisals, comp. de Stepansky, I, 144.
5 . Freud a Abraham, 21 de diciembre de 1914. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 198 (206).
6. Freud a Andreas-Salomé, 31 de enero de 1915. Freud-Salomé, 29 (27).
7. Freud a Ferenczi, 18 de febrero de 1915. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC. Muy probablemente ésta era una versión anterior (o
tal vez un resumen) de uno de los artículos sobre metapsicología que sólo
iba a publicar en 1917.
8. Freud a Ferenczi, 8 de abril de 1915. Ibíd. En esta discusión, estoy en deu­
da con el ensayo de Use Grubrich-Simitis titulado «Metapsychologie und
Metabiologie: Zu Sigmund Freuds Entwurf einer “Übersicht der Übertra-
gungsneurosen”», en su edición hasta ahora inédita del duodécimo de los
ensayos metapsicológicos, Übersicht der Übertragungsneurosen (1985),
83-119.
9. Freud a Ferenczi, 23 de abril de 1915. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
10. Freud a Ferenczi, 21 de junio de 1915. Ibíd.
11. Freud a Andreas-Salomé, 30 de julio de 1915. Freud-Salomé, 35 (32).
12. Freud a Fliess, 10 de marzo de 1898. Freud-Fliess, 329 (301-302).
13. Véase Psychopathology of Everyday Life [Psicopatología de la vida coti­
diana], SE VI, 259.
14. Freud a Fliess, 17 de diciembre de 1896. Freud-Fliess, 228 (216).
15. Freud a Abraham, 4 de mayo de 1915. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 212 (221). Véase también “Editor’s Introduction” a
Papers on Metapsychology, SE XIV, 105.
16. Freud a Ferenczi, 8 de abril de 1915. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
17. Freud a Abraham, 4 de mayo de 1915. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 212 (221).
18. “Triebe und Triebschicksale” (1915), GW X, 216-217/“Instincts and Their
Vicissitudes”, SE XIV, 124.
19. Ibíd., 214-216 / 122-123.
20. Ibíd., 232 / 140.
21. Ibíd., 219 / 127. En 1936, su hija Anna iba a inventariar y analizar los
Notas [771]

mecanismos de defensa cuya descripción él esparció en sus escritos, agre­


gando algunos descubiertos por ella misma. Véase Anna Freud, The Ego
and the Mechanisms of Defence (1936, trad, de Cecil Baines, 1937) [trad,
cast.: El yo y los mecanismos de defensa, Barcelona, Paidós, 4, 1984],
22. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 54/“History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 16. En esta discusión estoy en deuda con los
comentarios de los editores ingleses de Freud, realizados en la “Editor’s
Note” a “Repression”, SE XIV, 143-144.
23. “Geschichte der psychoanalytischen Bewegung”, GW X, 53/“History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento
psicoanalítico”], SE XIV, 15. En su autorretrato de 1925 repitió esta afir­
mación: la represión “era una innovación; nada análogo a ella se había
reconocido antes en la vida mental”. (“Selbstdarstellung”, GW XIV, 55/
“Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE XX, 30.)
24. Véase Autobiographical Sutdy, SE XX, 29.
25. “Die Verdrängung” (1915), GW X, 253/“Repression” [“Represión”], SE
XIV, 151.
26. Véase, sobre esta imagen. Platón, Phaedrus [Fedro], 246, 253-254.
27. Citado en Lancelot Law Whyte, The Unconscious before Freud (1960; ed.
en rústica, 1962), 126.
28. William Wordsworth, The Prelude, Libro Primero, I. 562, y Libro Tercero,
II. 246-247 [trad, cast.: Preludio, Madrid, Alberto Corazón, 1981],
29. Véase Freud a Ferenczi, 21 de junio de 1915. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
30. Freud a Ferenczi, 9 de agosto de 1915. Ibid.
3 1. Freud a Ferenczi, 8 de abril de 1915. Ibid.
32. Freud a Ferenczi, 18 de julio de 1915. Ibid., Véase también Freud a Ferenc­
zi, 28 de julio de 1915; y Ferenczi a Freud, 24 de julio de 1915. Ibid.
33. Véase Freud a Ferenczi, 12 de julio de 1915. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
34. “Vorwort” a Vorlesungen zur Einführung in die psychoanalyse (1916-
1917), GW XI, 3/“Preface” a Introductory Lectures on Psycho-Analysis
[Conferencias de introducción al psicoanálisis], SE XV, 9.
35. Véase Anna Freud a Jones, 6 de marzo de 1917, en una postdata agregada a
una carta del padre. Correspondencia Freud-Jones, Freud Collection, D2,
LC. Hay una confirmación adicional en un enunciado posterior: “Acompañé
a mi padre en estas ocasiones y escuché todas esas Vorlesungen". (Anna
Freud a Jones, 10 de noviembre de 1953. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.)
36. Véase “Bibliographische Anmerkung”, GW XI, 484-485.
37. Véase Abraham a Freud, 2 de enero de 1917. Freud-Abraham [Correspon­
dencia Freud-Abraham], 232-233 (244-245).
38. Véase Freud a Andreas-Salomé, 9 de noviembre de 1915. Freud-Salomé, 39
(35).
39. Freud a Andreas-Salomé, 25 de mayo de 1916. Ibid., 50 (45).
40. Freud a Andreas-Salomé, 14 de julio de 1916. Ibid., 53 (48).
41. Freud a Abraham, 27 de agosto de 1916. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 228 (239).
42. Freud a Ferenczi, 8 de abril de 1915. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
43. Freud a Eitingon, 8 de mayo de 1916. Jones [Vida y obra de Sigmund
Freud] II, 188.

[772] Notas

44. Abraham a Freud, 1 de mayo de 1917. Freud-Abraham [Correspondencia


Freud-Abraham], 224 (235).
45. Freud a Abraham, 20 de mayo de 1917. Ibid., 238 (251).
46. Freud a Andreas-Salomé (tarjeta postal), 23 de noviembre de 1916. Freud-
Salomé, 59 (53).
47. Véase Abraham a Freud, 11 de febrero de 1917. Papeles de Karl Abraham,
LC.
48. Freud a Ferenczi, 30 de abril de 1917. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
49. Prochaskas Familienkalender, 1917. Freud Collection, B2, LC.
50. Vorlesungen zur Einführung, GW XI, 147/Introductory Lectures [Confe­
rencias de introducción al psicoanálisis], SE XV, 146.
51. Véase Freud a Ferenczi, 9 de octubre de 1917. Correspondencia, Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
52. Freud a Abraham, 18 de enero de 1918. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 253 (268).
53. Véanse los detalles de este párrafo especialmente en Jones [Vida y obra de
Sigmund Freud] II, 192.
54. Prochaskas Familienkalender, 1917. Freud Collection, B2, LC.
55. Véase Abraham a Freud, 10 de diciembre de 1916; y Freud a Abraham, 18
de diciembre de 1916. Ambas en Freud-Abraham [Correspondencia Freud-
Abraham], 231-232 (243-244).
56. Dos hojas arrancadas de un cuaderno, con el título de “Kriegswitze”. Freud
Collection, LC, fuera de catálogo.
57. Freud a Abraham, 5 de octubre de 1917. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 244 (258). El optimismo de Jones fue sistemático durante
toda la guerra. Ya el 3 de agosto de 1914 le había escrito confiadamente a
Freud que “Aquí nadie duda... de que Alemania y Austria serán totalmente
derrotadas”. (Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.)
58. Freud a Abraham, 11 de noviembre de 1917. Freud-Abraham, 246-247
(261). Los dos artículos eran “Complemento metapsicológico a la doctrina
de los sueños” y “Duelo y melancolía”.
59. Véase Freud a Abraham, 10 de diciembre de 1917. Ibíd., 249 (264).
60. Freud a Ferenczi, 9 de octubre de 1917. Correspondencia, Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
61. Freud a Abraham, 10 de diciembre de 1917. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 249 (264).
62. Freud a Abraham, 22 de marzo de 1918. Ibíd., 257 (272).
63. Freud a Andreas-Salomé, 25 de mayo de 1916. Freud-Salomé, 50 (45).
64. Ibíd.
65. Freud a Ferenczi, 20 de noviembre de 1917. Correspondencia, Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
66. Véase Freud a Abraham, 11 de noviembre de 1917. Freud-Abraham
[Correspondencia Freud-Abraham], 246-247 (261).
67. Freud a Andreas-Salomé, 1 de julio de 1918. Freud-Salomé, 92 (82).
68. Kann, History of the Habsburg Empire, 481.
69. Freud a Eitingon, 25 de octubre de 1918. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
70. Freud a Abraham, 27 de agosto de 1918. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 261 (278).
71. Freud a Abraham, 27 de octubre de 1918. Ibid., 263 (279).
72. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 197. Véase también Freud a
Andreas-Salomé, 4 de octubre de 1918. Freud-Salomé, 92-93 (83-84).
Notas [773]

73. W.H.R. Rivers, “Freud’s Psychology of the Unconscious”, artículo leído


en el Edinburgh Pathological Club el 7 de marzo de 1917, e impreso en
The Lancet (16 de junio de 1917). Citado en Clark, Freud, 385.
74. “Memorandum on the Electrical Treatment of War Neurotics”, SE XVII,
213. El memorando original de cinco páginas, “Gutachten über die elek­
trische Behandlung der Kriegsneurotiker von Prof. Dr. Sigm. Freud”, fecha­
do en Viena, 23 de febrero de 1920”, no ha sido publicado.
75. Prochaskas Familienkalender, 1918. Freud Collection, B2, LC.
76. Freud a Abraham, 25 de diciembre de 1918. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 266 (283).
77. Prochaskas Familienkalender, 1918. Freud Collection, B2, LC. Entre las
comunicaciones de Martin Freud a su familia se cuentan una del 8 de noviem­
bre de 1918, titulada “Tarjeta postal de prisionero de guerra”; otra del 14 de
noviembre en la que informaba hallarse todavía en el hospital, pero sintién­
dose mejor (aparentemente la nota tardó una semana en llegar a Viena), y
una del 24 de diciembre de 1918. (Todas en el Freud Museum, Londres.)
78. Freud a Eitingon, 25 de octubre de 1918. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
79. Freud a Ferenczi, 9 de noviembre de 1918. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
80. Freud a Ferenczi, 17 de noviembre de 1918. Ibíd.
81. Freud a Ferenczi, 27 de octubre de 1918. Ibíd.
82. Véase Freud a Ferenczi, 7 de noviembre de 1918. Ibíd.
83. Citado en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 201.
84. Eitingon a Freud, 25 de noviembre de 1918. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
85. Freud a Iones, 22 de diciembre de 1918. En inglés. Freud Collection, D2,
LC. La mayor parte de las pertenencias de Anna Freud fueron enviadas de
vuelta, y llegaron bien. (Véase Freud a Iones, 18 de abril de 1919. En
inglés. Ibíd.)
86. Freud a Ferenczi, 24 de enero de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
87. Freud a Jones, 15 de enero de 1919. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
88. Citado en George Lichtheim, Europe in the Twentieth Century (1972),
118.
89. Freud a Abraham, 5 de febrero de 1919. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 267 (285).
90. Edward Bernays, “Uncle Sigi”, Journal of the History of Medicine and
Allied Sciences, XXXV (abril de 1980), 217.
91. Freud a Jones, 18 de abril de 1919. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
92. Véase Freud a Eitingon, 25 de octubre de 1918. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
93. Freud a Ferenczi, 17 de marzo de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
94. Stefan Zweig, Die Welt von Gestern. Erinnerungen eines Europäers (1944),
259-266 [trad. cast.: El mundo de ayer, Barcelona, Juventud, 1968].
95. Anna Freud a Jones, 7 de marzo de 1955. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.
96. Ibíd. Kartoffel significa “patata”; Schmarrn es una especie de torta, una
exquisitez de Austria y Bavaria. Schmarrn es también un término de jerga
que significa “disparate” o “absurdo”.
97. Freud a Ferenczi, 17 de marzo de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
[774] Notas

98. Freud a Abraham, 13 de abril de 1919. Freud-Abraham [Correspondencia


Freud-Abraham], 269 (287).
99. Freud a Samuel Freud, 22 de mayo de 1919. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
100. Freud a Samuel Freud, 27 de octubre de 1919. En inglés. Ibíd.
101. Freud a Ferenczi, 9 de abril de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
102. Véase la cita tomada de Reichspost, 25 de diciembre de 1918, en Doku­
mentation zur Österreichischen Zeitgeschichte, 1918-1928, comp. de
Christine Klusacek y Kurt Stimmer (1984), 124.
103. Freud a Abraham, 5 de febrero de 1919. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 267 (284).
104. Véase Freud a Andreas-Salomé, 9 de febrero de 1919. Freud-Salomé, 100
(90).
105. Véase Freud a Abraham, 4 de junio de 1920. papeles de Karl Abraham, LC.
106. Freud a Jones, 18 de abril de 1919. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
107. Freud a Max y Mirra Eitingon, 9 de mayo de 1919. Copia mecanografiada.
Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
108. Freud a Jones, 28 de mayo de 1919. En inglés, Freud Collection, D2, LC.
109. Freud a Samuel Freud, 22 de mayo de 1919. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
110. Martha Freud a Jones, 26 de abril de 1919. Freud Collection, D2, LC.
111. Freud a Abraham, 18 de mayo de 1919. Papeles de Karl Abraham, LC.
112. Véase Dokumentation, comp. de Klusacek y Stimmer, 156, 296-297.
113. Freud a Jones, 28 de mayo de 1919. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
114. Véase Freud a Abraham, 6 de julio de 1919. Papeles de Karl Abraham, LC.
115. Ibíd.
116. Freud a Jones, 28 de julio de 1919. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
117. Freud a Samuel Freud, 27 de octubre de 1919. En inglés. Rylands Univer­
sity Library, Manchester.
118. Freud a Samuel Freud, 27 de octubre de 1919. En inglés. Ibíd.
119. Freud a Eitingon, 2 de diciembre de 1919. Briefe [Epistolario], 341-342.
120. Freud a Samuel Freud, 22 de febrero de 1920. En inglés. Rylands Univer­
sity Library, Manchester.
121. Freud a Samuel Freud, 5 de febrero de 1922. En inglés. Ibíd.
122. Freud a Max y Mirra Eitingon, 9 de mayo de 1919. Ejemplar mecanografia­
do. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
123. Freud a Ferenczi, 10 de julio de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
124. Freud a Samuel Freud, 27 de octubre de 1919. En inglés. Rylands Univer­
sity Library, Manchester.
125. Freud a Samuel Freud, 24 de noviembre de 1919. En inglés. Ibíd.
126. Freud a Samuel Freud (tarjeta postal), 8 de diciembre de 1919. En inglés.
Ibíd.
127. Freud a Samuel Freud, 17 de diciembre de 1919. En inglés. Ibíd.
128. Freud a Samuel Freud, 26 de enero de 1920. En inglés. Ibíd.
129. Freud a Samuel Freud, 15 de octubre de 1920. En inglés. Ibíd.
130. Freud a “Geehrte Administration”, 7 de mayo de 1920. (Me llamó la aten­
ción sobre esta carta el doctor J. Alexis Burland.)
131. Dr. J. Alexis Burland, comunicación personal al autor, 29 de diciembre de
1986.
132. Freud a Samuel Freud, 15 de febrero de 1920. En inglés. Rylands Univer­
sity Library, Manchester.
Notas [775]

133. Véase Freud a Samuel Freud, 22 de julio de 1920. En inglés. Ibíd.


134. Freud a Samuel Freud, 15 de octubre de 1920. En inglés. Ibíd.
135. Véase Zweig, Die Welt von Gestern [El mundo de ayer], 279.
136. Richard F. Sterba, Reminiscences of a Viennese Psychoanalyst (1982),
21.
137. Zweig, Die Welt von Gestern [El mundo de ayer], 279.
138. Freud a Abraham, 21 de junio de 1920. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 291 (312).
139. Véase Freud a Abraham, 9 de diciembre de 1921. Ibíd., 304 (327).
140. Freud a Kata Levy, 18 de octubre de 1920. Freud Collection, B9, LC.
141. Freud a Rank, 8 de septiembre de 1922. Rank Collection, Caja Ib. Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.
142. Freud a Jones, 28 de julio de 1919. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
143. Freud a Eitingon, 31 de octubre de 1920. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
144. Freud a Leonhard Blumgart, 10 de abril de 1921. A.A. Brill Library, New
York Psychoanalytic Institute. Blumgart iba a ser presidente del New York
Psychoanalytic Institute desde 1942 hasta 1945.
145. Freud a Abram Kardiner, 10 de abril de 1921. En inglés. Citada en A[bram]
Kardiner, My Analysis with Freud: Reminiscences (1977), 15.
146. Freud a Jones, 8 de marzo de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
147. Freud a Jones, 28 de enero de 1921. En inglés. Ibíd.
148. Freud a Kata Levy, 28 de noviembre de 1920. Freud Collection, B9, LC.
149. Freud a Eitingon, 12 de octubre de 1919. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
150. Freud a Samuel Freud, 28 de noviembre de 1920. En inglés. Rylands Uni­
versity Library, Manchester.
151. Freud a Jones, 8 de marzo de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
152. Freud a Samuel Freud, 25 de julio de 1921. En inglés. Rylands University
Library, Manchester. El “M...o” (por “maldito”, en inglés “d...d”, por
"damned"') parece un tanto extraño en un hombre que hacía una cuestión de
honor el hecho de llamar las cosas por su nombre, pero constituye una
reminiscencia de la urbanidad del siglo XIX, época en la que Freud aprendió
su inglés.
153. Freud a Blumgart, 12 de mayo de 1921. En inglés. A.A. Brill Library, New
York Psychoanalytic Institute.
154. Freud a Ferenczi, 28 de noviembre de 1920. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
155. Freud a Kata Levy, 28 de noviembre de 1920. Freud Collection B9, LC.
156. Freud a Andreas-Salomé, 20 de octubre de 1921. Freud-Salomé, 120 (109).
157. Véase un ejemplo en Andreas-Salomé a Freud [principios de septiembre de
1923], Ibíd., 139 (127). Hay muchos otros.
158. Freud a Andreas-Salomé, 5 de agosto de 1923. Ibíd., 137 (124).
159. Freud a Blumgart, 12 de mayo de 1921. En inglés. A.A. Brill Library, New
York Psychoanalytic Institute.
160. Véase Freud a Samuel Freud, 4 de diciembre de 1921. Rylands University
Library, Manchester.
161. Freud a Blumgart, 10 de abril de 1921. A.A. Brill Library, New York Psy­
choanalytic Institute.
162. Freud a Jones, 18 de noviembre de 1920. En inglés y alemán. Freud
Collection, D2, LC.
163. Freud a Jones, 12 de febrero de 1920. En inglés. Ibíd. En realidad, Freud
tenía cuarenta años, y no cuarenta y tres, cuando su padre murió en 1896.
[776] Notas

164. Véase “Victor Tausk”, SE XVII, 273-275. Esa necrológica apareció origi­
nalmente en la Internationale Zeitschrift für ärztliche Psychoanalyse, V
(1919), firmada por “Die Redaktion”—“La redacción”.
165. Freud a Abraham, 6 de julio de 1919.Papeles de Karl Abraham, LC. En sus
recuerdos mecanografiados (pág. 8), el psicoanalista Ludwig Jekels infor­
ma que cuando le preguntó a Freud por qué no había aceptado analizar a
Tausk la respuesta del maestro fue: “¡El va a matarme!” (Papeles de Sieg­
fried Bernfeld, contenedor 17, LC.)
166. Freud a Ferenczi, 10 de julio de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
167. Freud a Andreas-Salomé, 1 de agosto de 1919. Freud-Salomé, 109 (98-99).
168. Véase Andreas-Salomé a Freud, 25 de agosto de 1919. Ibíd., 109 (99). De
manera pintoresca, dijo que Tausk era “una alma frenética” (Seelenberser-
ker) “con el corazón tierno”.
169. Freud a Andreas-Salomé, 1 de agosto de 1919. Ibíd., 109 (98-99).
170. Freud a Eitingon, 21 de enero de 1920. El pasaje original en alemán apare­
ce citado en Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud, enfermedad
y muerte en su vida y su obra], 553.
171. Freud a su madre, Amalia Freud, 26 de enero de 1920. Briefe [Epistolario],
344.
172. Esto es lo que Freud le dijo a su analizanda, y más tarde amiga, Jeanne
Lampl-de Groot. (Entrevista del autor con Lampl-de Groot, 24 de octubre
de 1985.)
173. Freud a Kata Levy, 26 de febrero de 1920. Freud Collection, B9, LC.
174. Martha Freud a “Kitty” Jones, 19 de marzo de 1928. Papeles de Jones,
Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
175. H.D. [Hilda Doolittle], “Advent”, en Tribute to Freud (1956), 128.
176. Freud a Pfister, 27 de enero de 1920. Freud-Pfister, 77-78 (74-75).
177. Freud a “Mamá” Halberstadt, 23 de marzo de 1920. Freud Collection, Bl, LC.
178. Freud a Max Halberstadt, 25 de enero de 1920. Briefe [Epistolario], 343-
344.
179. Freud a Lajos Levy, 4 de febrero de 1920. Freud Collection, B9, LC.
180. Freud a Ferenczi, 4 de febrero de 1920. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
181. Freud a Jones, 6 de febrero de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
182. Freud a Pfister, 27 de enero de 1920. Freud-Pfister, 78 (75).
183. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 27.
184. Véase Karl Abraham a Jones, 4 de enero de 1920. Papeles de Jones, Archi­
vos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
185. Freud a Andreas-Salomé, 2 de abril de 1919. Freud-Salomé, 105 (95).
186. Wittels, Sigmund Freud, 231. (Si bien este libro está fechado en 1924, por
una carta que Freud le envió a Fliess inmediatamente después de haberlo
recibido, el 18 de diciembre de 1923, sabemos que en este último año ya
estaba completo. Véase Briefe [Epistolario], 363-364.)
187. Por ejemplo, el 18 de julio de 1920 Freud le escribió a Eitingon: “El Más
allá está terminado. Usted podrá confirmar que ya estaba a medio hacer
cuando Sophie vivía y florecía”. (Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.) Véase también Freud a Jones, 18 de julio de 1920.
Extracto mecanografiado, Freud Collection, D2, LC.
188. Freud a Wittels [¿diciembre de 1923?]. No hay autógrafo de esta carta (por
lo menos yo no lo he descubierto). Pero en los márgenes de un ejemplar
del Sigmund Freud de Wittels, que ahora se encuentra en la biblioteca de la
Ohio State University, y que está claro que fue el ejemplar de trabajo de
Notas [777]

los traductores Eden y Cedar Paul, Wittels transcribió el texto de la carta


que le envió Freud, y de esa transcripción estoy tomando mis citas. Los
traductores insertaron pasajes de esa carta en la edición en inglés. La copia
por parte de Wittels de la carta de Freud se encuentra en la pág. 231, y la
versión en inglés está en las págs. 251-252.
189. En el otoño de 1919, Freud publicó “Lo ominoso”, un curioso ensayo, en
parte estudio lexicográfico y en parte conjetura psicoanalítica, que ya con­
tenía algunos de los conceptos centrales de Más allá del principio del pla­
cer, especialmente el de la compulsión a la repetición. Y las ideas expues­
tas en ese artículo no eran nuevas para Freud ni siquiera entonces. (Véase
la nota del editor a “The ‘Uncanny’ ”, SE XVII, 218.)
190. Véase Freud a Eitingon, 8 de febrero de 1920. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe. Véase también la discusión en Schur, Freud,
Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su
obra], 328-333, esp. 329.
191. “Zur Ätiologie der Hysterie”, GW I, 457/“The Aetiology of Hysteria”, S E
III, 220.
192. Drei Abhandlungen, GW V, 57[Three Essays [Tres ensayos sobre teoría
sexual], SE, VII, 157.
193. “Angst und Triebleben”, en Neue Folge der Vorlesungen, GW XV,
110/“Anxiety and Instinctual Life”, en New Introductory Lectures [Nuevas
conferencias de introducción al psicoanálisis], SE XXII, 103.
194. Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, W19!Civilization and Its Discon­
tents [El malestar en la cultura], SE XXI, 120.
195. Véase 29 de noviembre de 1911. Protokolle, III, 314-320.
196. Sobre el reconocimiento por Freud de las aportaciones de Spielrein, véase
Beyond the Pleasure Principie [Más allá del principio de placer], SE XVIII,
55n.
197. Véase un enunciado entre muchos en Jung a J. Allen Gilbert, 4 de marzo de
1930. Briefe, I, 102.
198. Jenseits des Lustprinzips (1920), GW XIII, 56-57[Beyond the Pleasure
Principie [Más allá del principio del placer], SE XVIII, 53.
199. Ibíd., 63-64 [ 59.
200. Ibíd. En Beyond the Pleasure Principie [Más allá del principio de placer],
Freud empleó más de una vez la palabra “especulaciones”, expresión poco
prometedora.
201. Freud a Ferenczi, 28 de marzo de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
202. Jenseits des Lustprinzips, GW XIII, 3, 5/Beyond the Pleasure Principie
[Más allá del principio de placer], SE XVIII, 7, 9.
203. Véase ibíd., 11-15 / 14-17.
204. Véase ibíd., 21 / 22.
205. Ibíd., 20/21.
206. Ibíd., 36-41 / 35-39.
207. Ibíd., 41 / 39.
208. Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, 47%-479/Civilization and Its Dis­
contents [El malestar en la cultura], SE XXI, 119.
209. “Die endliche und die unendliche Analyse”, GW XVI, 88-89/“Analysis Ter-
minable and Interminable” [“Análisis terminable e interminable”], SE
XXIII, 243.
210. Freud a Jones, 3 de marzo de 1935. Freud Collection, D2, LC.
211. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 84/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 57.
[778] Notas

212. Freud a Jones, 4 de octubre de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
213. Freud a Eitingon, 27 de marzo de 1921. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
214. Freud a Jones, 2 de abril de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
215. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 42-43.
216. Freud a Jones, 18 de marzo de 1921. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
217. Freud a Rolland, 4 de marzo de 1923. Briefe [Epistolario], 360.
218. Massenpsychologie und Ich-Analyse (1921), GW XIII, Tí/Group Psycho-
logy and the Analysis of the Ego [Psicología de las masas y análisis del
yo], SE XVIII, 69.
219. Ibíd.
220. Ibíd., 130 / 118.
221. Freud a Andreas-Salomé, 22 de noviembre de 1917. Freud-Salomé, 75 (67).
222. Massenpsychologie, GW XIII, 100, 104/Group Psychology [Psicología de
las masas y análisis del yo], SE XVIII, 91, 95.
223. Ibíd., 110, 107 [ 101, 98.
224. Ferenczi, “Freuds ‘Massenpsychologie und Ich-Analyse’. Der indivi­
dualpsychologische Fortschritt” (1922), en Schriften zur Psychoanalyse,
comp. de Bálint, II, 123-124.
225. Freud a Ferenczi, 21 de julio de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
226. Freud a Rank, 4 de agosto de 1922. Rank Collection, Caja lb. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
227. Ibíd.
228. Freud a Andreas-Salomé, 7 de octubre de 1917. Freud-Salome, 11 (63).
229. Groddeck a Freud, 27 de mayo de 1917. Georg Groddeck-Sigmund Freud:
Briefe über das Es, comp. de Margaretha Honegger (1974), 7-13.
230. Citado en Carl M. y Sylva Grossman, The Wild Analyst: The Life and
Work of Georg Groddeck (1966), 95.
231. Véase Groddeck a Freud, 11 de septiembre de 1921. Briefe über das Es, 32.
232. Véase Freud a Groddeck, 7 y 8 de febrero de 1920. Ibíd., 25-26.
233. Ferenczi, “Georg Groddeck, Der Seelensucher. Ein psychoanalytischer
Roman" (1921), Schriften zur Psychoanalyse, comp. de Bálint, II, 95.
234. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 78.
235. Freud a Eitingon, 27 de mayo de 1920. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
236. Freud a Pfister (tarjeta postal), 4 de febrero de 1921. Freud-Pfister, 83 (80-
81).
237. Pfister a Freud, 14 de marzo de 1921. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
238. Freud a Groddeck, 17 de abril de 1921. Briefe über das Es, 38.
239. Groddeck, Das Buch vom Es. Psychoanalytische Briefe an eine Freundin
(1923; ed. rev., 1979), 27 [trad. cast.: El libro del ello. Cartas psicoanalí-
ticas a una amiga, Madrid, Tauros, 21981 ].
240. Freud a Groddeck, 17 de abril de 1921. Briefe über das Es, 38-39.
241. Freud a Andreas-Salomé, 7 de octubre de 1917. Freud-Salomé, 71 (63).
242. Groddeck a Freud, 27 de mayo de 1923. Briefe über das Es, 63.
243. Groddeck a su segunda esposa, 15 de mayo de 1923. Ibíd., 103.
244. Freud a Groddeck, 13 de octubre de 1926. Ibíd., 81.
245. Das Ich und das Es (1923), GW XIII, 289/T/ie Ego and the Id [El yo y el
ello], SE XIX, 59.
246. Freud a Ferenczi, 17 de abril de 1923. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
Notas [779]

247. Ich und Es, GW XIII, 2'i'llEgo and Id [El yo y el ello] SE XIX 12
248. Ibid., 251 / 23.
249. Ibid., 239 / 12.
250. Ibid., 239 / 13.
251. Ibid., 245 / 18.
252. Ibid., 241 / 15.
253. Das Unbewusste (1915), GW X, 291/ The Unconscious” (“Lo incons­
ciente”], SE XIV, 192-193.
254. Ich und Es, GW XIII, 244, 252-253/Ego and Id [El yo y el ello] SE XIX
18, 25.
255. Ibid., 253 I 25.
256. Ibid., 286-287 I 56.
257. Ibid., 255 / 26, 26n. La nota explicativa apareció por primera vez, en
inglés, en la traducción de 1927, con autorización de Freud. Aparentemente
no existe ninguna versión en alemán.
258. Ibid., 254-255 / 26-27.
259. Ibid., 280-282 / 50-52.
260. Ibid., 278-280 / 49-50.
261. “Die Zerlegung der psychischen Persönlichkeit”, en Neue Folge der Vorle­
sungen, GW XVI, 73/“The Dissection of the Psychical Personality”, en
New Introductory Lectures, SE XXII, 67.
262. Ich Und Es, GW XIII, 262-264/Ego and Id [El yo y el ello], SE XIX, 34-
36.
263. Freud a Jones, 20 de noviembre de 1926. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
264. Pfister a Freud, 5 de septiembre de 1930. Freud-Pfister, 147 (135).
265. Pfister a Freud, 4 de febrero de 1930. Ibid., 142 (131). La vigorosa defen­
sa realizada por Freud de su posición puede verse en su respuesta del 7 de
febrero de 1930. Ibíd., 143-145 (132-134).

Capitulo nueve. La muerte contra la vida


1. Freud a Rank, 4 de agosto de 1922. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
2. Freud a Jones, 25 de junio de 1922. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
3. Freud a Rank, 8 de julio de 1922. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
4. Freud a Rank, 4 de agosto de 1922. Ibíd.
5. Freud a Jones, 24 de agosto de 1922. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
6. Caecilie Graf a Rosa Graf, “Dear Mother”, 16 de agosto de 1922. Ejemplar
mecanografiado, Freud Collection, LC.
7. Freud a Jones, 24 de agosto de 1922. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
Estaba conmovido, pero no lo suficientemente perturbado como para silen­
ciar su sarcástica lengua. Dijo que su hermana Rosa, de la que Caecilie
había sido única hija superviviente, era una “virtuosa de la desesperación”.
(Freud a Ferenczi, 24 de agosto de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.)
8. Freud a Jones, 25 de abril de 1923. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
9. Freud a Ferenczi, 6 de noviembre de 1917. Correspondencia Freud-Ferenc­
zi, Freud Collection, LC. Anna Freud copió los pasajes relevantes en una
carta a Schur, 20 de agosto de 1965. Papeles de Max Schur, LC.
10. Freud a Jones, 25 de abril de 1923. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
[780] Notas

11. Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en
su vida y en su obra], 350. En cuanto al material sobre el que me he basa­
do principalmente para escribir estos párrafos, véase el ensayo bibliográ­
fico correspondiente a este capítulo.
12. Véase Arma Freud a Jones, 4 de enero de 1956. Papeles de Jones, Archivos
de la British Psycho-Analytical Society, Londres. En vista de la poca ten­
dencia de Arma Freud a criticar a su padre, éste es un significativo elemen­
to de prueba.
13. Deutsch, “Reflections”, 280.
14. Arma Freud a Jones, 16 de marzo de 1955. Papeles de Jones, Archivos de
la British Psycho-Analytical Society, Londres.
15. Esta es la razonable especulación de Ernest Jones. (Jones [Vida y obra de
Sigmund Freud] III, 91.)
16. Arma Freud a Jones, 16 de marzo de 1955. Papeles de Jones, Archivos de
la British Psycho-Analytical Society, Londres. El relato de Jones (Jones
[Vida y obra de Sigmund Freud] III, 90-91) sigue el informe de Anna Freud
prácticamente palabra por palabra; lo mismo hace Clark, Freud, 440, que
se basa en las versiones de segunda mano de Jones y Deutsch.
17. Freud a Andreas-Salomé, 10 de mayo de 1923. Freud-Salomé, 136 (124).
18. Freud a Abraham, 10 de mayo de 1923. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 315 (338). La última parte de la frase (“muchos felices
retornos...”) está en inglés.
19. Freud a Samuel Freud, 26 de junio de 1923. En inglés. Raylands University
Library, Manchester.
20. De las notas de Félix Deutsch tomadas después de su visita del 7 de abril
de 1923, cuando Freud le mostró su lesión. Citado en Gifford, “Notes on
Félix Deutsch”, 4.
21. Freud a Ferenczi, 17 de abril de 1923. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
22. Freud a Kata y Lajos Levy, 11 de junio de 1923. Briefe [Epistolario], 361-
362.
23. Ibíd.
24. Ibíd., 361. La frase citada está en inglés en la carta de Freud.
25. Freud a Ferenczi (tarjeta postal), 20 de junio de 1923. Correspondencia
Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.
26. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 92.
27. Freud a Ferenczi, 18 de julio de 1923. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
28. Freud a Eitingon, 13 de agosto de 1923. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
29. Freud a Rie, 18 de agosto de 1923. Freud Museum, Londres.
30. Freud a Binswanger, 15 de octubre de 1926. Citada en Binswanger, Erin-
nerungen, 94-95.
31. Freud a Samuel Freud, 24 de septiembre de 1923. En inglés. Rylands Uni­
versity Library, Manchester.
32. Freud a Jones, 4 de octubre de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
33. Freud a Jones, 11 de diciembre de 1919. En inglés. Ibíd.
34. Freud a Jones, 23 de diciembre de 1919. En inglés. Ibíd.
35. Véase Freud a Jones, 7 de enero de 1922. Ibíd.
36. Jones al Comité, agosto de 1922. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
37. Freud a Jones, 24 de septiembre de 1923. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
Notas [781]

38. Jones a Katharine Jones, 26 de agosto de 1923. Papeles de Jones, Archi­


vos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
39. Jones a Katharine Jones, 28 de agosto de 1923. Ibíd.
40. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 93.
41. Anna Freud a Jones, 8 de enero de 1956. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.
42. Freud a Eitingon, 11 de septiembre de 1923. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
43. Freud a Jones, 24 de septiembre de 1923. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
44. Freud a Samuel Freud, 24 de septiembre de 1923. En inglés. Rylands Uni-
versity Library, Manchester.
45. Freud a Eitingon, 26 de septiembre de 1923. Citada en el original alemán
en Schur Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte
en su vida y en su obra], 554. Véase también Freud a Jones, 26 de sep­
tiembre de 1923, carta en la cual prácticamente repite lo que le había escri­
to a Eitingon. (Freud Collection, D2, LC.)
46. En este punto sigo a Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud.
Enfermedad y muerte en su vida y su obra], 362.
47. Freud a Abraham, 19 de octubre de 1923. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 318 (342).
48. Freud a “¡Querido Martin!”, firmada “Cordialmente, Papá”. 30 de octubre de
1923. Freud Museum, Londres. Con la excepción de la firma, la carta no
fue escrita por Freud.
49. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 98-99. Véase también Sharon
Romm, The Unwelcome Intruder: Freud's Struggle with Cáncer (1983), 73-
85.
50. Max Schur, “The Medical Case History of Sigmund Freud”, un manuscrito
inédito de fecha 27 de febrero de 1954. Papeles de Max Schur, LC.
51. Entrevista con Helen Schur, 3 de junio de 1986.
52. Freud a Rank, 26 de noviembre de 1923. Rank Collection, Caja Ib. Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.
53. Freud a Eitingon, 22 de marzo de 1924. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
54. Véase una descripción de las dos posiciones del diván, antes y después de
la operación de Freud, en Anna Freud a Jones, 4 de enero de 1956. Papeles
de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
55. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 95.
56. Freud a Samuel Freud, 9 de enero de 1924. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
57. Freud a Samuel Freud, 4 de mayo de 1924. En inglés. Ibíd.
58. Alix Strachey a James Strachey, 13 de octubre [1924]. Bloomsbury/Freud:
The Letters of James and Alix Strachey, 1924-1925, comp. de Perry Mei-
sel y Walter Kendrick (1985), 72-73.
59. Alix Strachey a James Strachey, 20 de marzo [1925], Ibíd., 224.
60. Véase Anna Freud a Jones, 2 de abril de 1922. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
61. Freud a Ferenczi, 30 de marzo de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC-
62. Freud a Anna Freud, 7 de marzo de 1922. Freud Collection, LC.
63. Anna Freud a Freud, 4 de agosto de 1920. Ibíd.
64. Freud a Anna Freud, 21 de julio de 1923. Ibíd.
65. Freud a Rie, 18 de agosto de 1923. Freud Museum, Londres.
[782] Revisions: 1915-1939

66. Freud a Lehrman, 21 de marzo de 1929. A.A. Brill Library, New York Psy-
choanalytic Institute.
67. Freud a Lehrman, 27 de enero de 1930. Ibíd. La expresión “Demasiado
malo” está en inglés.
68. Freud a Ferenczi, 7 de septiembre de 1915. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
69. Freud a Anna Freud, 22 de julio de 1914. Freud Collection, LC.
70. Anna Freud a Freud, 13 de julio de 1910. Ibíd.
71. Anna Freud a Freud, 15 de julio de 1911. Ibíd.
72. Anna Freud a Freud, 7 de enero de 1912. Ibíd.
73. Freud a Anna Freud, 21 de julio de 1912. Ibíd. Se encuentra otro ejemplo
del uso de esta frase en Freud a Anna Freud, 2 de febrero de 1913. Ibíd.
74. Véase Freud a Anna Freud, 28 de noviembre de 1912. Ibíd.
75. Anna Freud a Freud, 26 de noviembre de 1912. Ibíd.
76. Véase Anna Freud a Freud, 16 de diciembre de 1912. Ibíd. Véase también
Freud a Anna Freud, 1 de enero de 1913. Ibíd.
77. Anna Freud a Freud, 7 de enero de 1912. Ibíd.
78. Anna Freud a Freud, 16 de diciembre de 1912. Ibíd.
79. Freud a Anna Freud, 5 de enero de 1913. Ibíd.
80. Freud a Pfister, 11 de marzo de 1913. Freud-Pfister, 61 (61).
81. Freud a Abraham, 27 de marzo de 1913. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 137 (136).
82. Anna Freud a Freud, 13 de marzo de 1913. Freud Collection, LC.
83. Freud a Ferenczi, 7 de julio de 1913. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
84. Freud a Jones, 22 de julio de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
85. Freud a Anna Freud, 17 de julio de 1914. Freud Collection, LC.
86. Ibíd.
87. Freud a Anna Freud, 22 de julio de 1914. Ibíd.
88. Freud a Anna Freud, 24 de julio de 1914. Ibíd.
89. Freud a Jones, 22 de julio de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
90. Véase Freud a Anna Freud, 22 de julio de 1914. Freud Collection, LC.
91. Freud a Jones, 22 de julio de 1914. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
92. Anna Freud a Freud, 26 de julio de 1914. Freud Collection, LC.
93. Jones a Freud, 27 de julio de 1914. Con permiso de Sigmund Freud Copy-
rights, Wivenhoe.
94. Anna Freud a Joseph Goldstein, 2 de octubre de 1975. Citada en Joseph
Goldstein, “Anna Freud in Law”, The Psychoanalytic Study of the Child,
XXXIX (1984), 9.
95. Anna Freud a Freud, 31 de enero de 1913. Freud Collection, LC.
96. Véase Anna Freud a Freud, 30 de julio de 1915. Ibíd.
97. Véase Anna Freud a Freud, 28 de agosto de 1916. Ibíd.
98. Debo este informe al doctor Jay Katz, quien lo recogió de boca de la pro­
pia Anna Freud.
99. Véase Anna Freud a Freud, 13 de septiembre de 1918. Freud Collection,
LC.
100. Véase Anna Freud a Freud, 24 de julio y 2 de agosto de 1919. Ibíd.
101. Véase Anna Freud a Freud, 28 de julio de 1919. Ibíd.
102. Anna Freud a Freud, 12 de noviembre de 1920. Ibíd.
103. Véase Anna Freud a Freud, 4 de julio de 1921. Ibíd.
104. Anna Freud a Freud, 4 de agosto de 1921. Ibíd.
105. Véase Anna Freud a Freud, 9 de agosto de 1920. Ibíd.
106. Véase Anna Freud a Freud, 27 de abril de 1922. Ibíd.
[783]

107. Véanse pruebas al respecto en la biografía de Anna Freud realizada por Eli-
sabeth Young-Bruehl, que la resumió parcialmente en un encuentro del
Muriel Gardiner Program in Psychoanalysis and the Humanities, Yale Uni-
versity, 15 de enero de 1987.
108. Freud a Jones, 4 de junio de 1922. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
109. Binswanger a Freud, 27 de agosto de 1923. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
110. Abraham, Eitingon y Sachs a Freud, 26 de noviembre de 1924. Papeles de
Karl Abraham, LC.
111. Freud a Eitingon, 11 de noviembre de 1921. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights,Wivenhoe.
112. Freud a Samuel Freud, 7 de marzo de 1922. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
113. Anna Freud a Freud, 30 de abril de 1922. Freud Collection, LC. Véase tam­
bién Anna Freud a Freud, 27 de abril y 15 de julio de 1922. Ibíd.
114. Freud a Jones, 4 de junio de 1922. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
115. Freud a Andreas-Salomé, 3 de julio de 1922. Freud Collection, B3, LC.
116. En 1930, en una afectuosa postdata agregada a una de las cartas de su
padre, Anna Freud se despedía con “Te beso muchas veces. Tu Anna”.
(Freud y Anna Freud a Andreas-Salomé, 22 de octubre de 1930. Ibíd.)
117. Freud a Samuel Freud, 19 de diciembre de 1925. En inglés. Rylands Uni­
versity Library, Manchester.
118. Anna Freud a Freud, 9 de agosto de 1920. Freud Collection, LC.
119. Anna Freud a Freud, 18 de julio de 1922. Ibíd.
120. Anna Freud a Freud, 20 de julio de 1922. Ibíd.
121. Anna Freud a Freud, 23 de julio de 1915. Ibíd.
122. Anna Freud a Freud, 5 de agosto de 1919. Ibíd.
123. Anna Freud a Freud, 12 de julio de 1915. Ibíd.
124. Anna Freud a Freud, 27 de julio de 1915. Ibíd.
125. Anna Freud a Freud, 24 de julio de 1919. Ibíd.
126. Anna Freud a Freud, 6 de agosto de 1915. Ibíd.
127. Véase una “interpretación” humorística del sueño de Anna del rey y la
princesa en Freud a Anna Freud, 14 de julio de 1915. Ibíd.
128. Freud a Eitingon, 2 de diciembre de 1919. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
129. Kardiner, My Analysis with Freud, 77.
130. De nuevo estoy en deuda con Elisabeth Young, por su charla en una reu­
nión del Muriel Gardiner Program in Psychoanalysis and the Humanities,
Yale University, 15 de enero de 1987.
131. Véase Anna Freud a Freud, 5 de agosto de 1918, y 16 de noviembre de
1920. Freud Collection, LC.
132. Anna Freud a Freud, 24 de julio de 1919. Ibíd.
133. Freud a Kata Levy, 16 de agosto de 1920. Freud Collection, B9, LC.
134. Freud a Jones, 23 de marzo de 1923. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
Véase también, entre muchas otras cartas, Freud a Jones, 4 y 25 de junio
de 1922. En inglés. Ibíd.
135. Freud a Weiss, 1 de noviembre de 1935. Freud-Weiss Briefe, 91.
136. Freud a Andreas-Salomé, 13 de mayo de 1924. Freud Collection, B3, LC.
137. Freud a Andreas-Salomé, 11 de agosto de 1924. Ibíd.
138. Freud a Andreas-Salomé, 10 de mayo de 1925. Ibíd.
139. Véase Freud a Andreas-Salomé, 13 de marzo de 1922. Ibíd.
140. Freud a Andreas-Salomé, 13 de marzo de 1922. Ibíd.
[784] Notas

141. Este punto ha sido observado, entre otros, por Uwe Henrik Peters, en su
Anna Freud. Ein Lebenfür das Kind (1979), 38-45.
142. Freud a Ferenczi, 10 de mayo de 1923. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
143. Freud a Samuel Freud, 13 de diciembre de 1923. En inglés. Rylands Uni-
versity Library, Manchester.
144. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 95, 196.
145. Freud a Eitingon, 24 de abril de 1921. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe. Freud se dirigió a Eitingon como a su “Querido
Max” por primera vez el 4 de julio de 1920, y en adelante siguió dándole
ese tratamiento. Después de algunas vacilaciones, prácticamente había lle­
gado a ver en Eitingon a un miembro de su familia. (Véase Freud a Eitin­
gon, 24 de enero de 1922. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights,
Wivenhoe.) Eitingon fue probablemente el único miembro de su familia
profesional con el que Freud nunca se irritó mucho ni estuvo enfadado
durante mucho tiempo.
146. Freud a Samuel Freud, 4 de diciembre de 1921. En inglés. Rylands Univer-
sity Library, Manchester.
147. Freud Collection, LC.
148. Freud a Abraham, 9 de julio de 1925. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 360 (387).
149. Anna Freud a Jones, 24 de noviembre de 1955. Papeles de Jones, Archivos
de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
150. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 380-381.
151. Véase ibíd., 382.
152. Freud a Nandor Fodor, 24 de julio de 1921. Ejemplar mecanografiado,
papeles de Siegfried Bernfeld, contenedor 17, LC.
153. “Psychoanalyse und Telepathie” (escrito en 1921, publicado en 1941),
GW XVII, 28-29/“Psycho-Analysis and Telepathy”, SE XVIII, 178-179.
154. “Traum und Telepathie” (1922), GW XIII, 165/“Dreams and Telepathy”, SE
XVIII, 197.
155. Ibíd., 191/220.
156. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 406.
157. Freud a Ferenczi, 20 de marzo de 1925. Correspondencia Freud-Ferenczi,
LC. Véase también Ferenczi a “Queridos amigos”, 15 de febrero y 15 de
marzo de 1925 y Ferenczi a Freud, 16 de febrero y 16 de marzo de 1925.
Ibíd.
158. Freud a Jones, 7 de marzo de 1926. Ejemplar mecanografiado, Freud
Collection, D2, LC. A principios de la década de 1930, en una de sus Nue­
vas conferencias de introducción, Freud aludió a la telepatía con algo
menos de reserva.
159. Anna Freud a Jones, 24 de noviembre de 1955. Papeles de Jones, Archivos
de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
160. Freud a Rank, 10 de abril de 1924. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and manuscript Library, Columbia University.
161. Freud a Jones, 25 de septiembre de 1924. En inglés. Freud Collection,
D2, LC.
162. Freud a Andreas-Salomé, 10 de mayo de 1925. Freud-Salomé, 169 (154).
163. H.D., “Advent”, en Tribute to Freud, 171.
164. Anna Freud a Abraham, 20 de marzo de 1925, en una larga postdata a una
carta que su padre le había dictado. Papeles de Karl Abraham, LC.
165. George Sylvester Viereck, Glimpses of the Great (1930), 34. Esta entre­
vista también se había publicado separadamente tres años antes, en 1927.
Notas [785]

166. Freud a Pfister, 25 de diciembre de 1920. Freud-Pfister, 81-82 (79).


167. Freud a Eitingon, 23 de noviembre de 1919. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
168. Véase Introductory Lectures [Conferencias de introducción al psicoanáli­
sis], SE XVI, 284-285.
169. Karl R. Popper, “Philosophy of Science: A Personal Report” (1953), en
British Philosophy in the Mid-Century: A Cambridge Symposium, comp,
de C.A. Mace (1957), 156-158.
170. Thomas L. Masson, “Psychoanalysis Rampant”, New York Times, 4 de
febrero de 1923, sec. 3, 13.
171. Mary Keyt Isham, reseña de Más allá del principio de placer y Psicología
de las masas y análisis del yo, New York Times, 7 de septiembre de 1924,
see. 3, 14-15.
172. «Críticos se ceban en el simposio sobre Freud/El doctor Brian Brown califica
de “corrupta” su interpretación de lo inconsciente/Discusión en St. Mark’s/El
doctor Richard Borden explica las enfermedades del alma, la libido, los com­
plejos y el “Viejo Adán”», New York Times, 5 de mayo de 1924, 8.
173. “El doctor Wise ataca a escritores modernos/Aconseja a los estudiantes de
la International House que abandonen a Mencken por los clásicos/Lamenta
la moda freudiana/Declara que la guerra ha hecho que la religión pierda la fe
y la lealtad de millones de personas”, New York Times, 16 de marzo de
1925, 22.
174. «Declara que los devotos de Freud/no saben escribir “psicoanálisis”», New
York Times, 27 de agosto de 1926, 7.
175. Eitingon a Freud, 10 de noviembre de 1922. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
176. “La cura mental/Conferencias del profesor Freud”, Times de Londres, 15 de
abril de 1922, 17.
177. Poul Bjerre, Wie deine Seele Geheilt wird! Der Weg zur Losung seelischer
Konflikte, trad, del sueco por Amalie Brückner (1925), 163.
178. William McDougall, An Outline of Abnormal Psychology (1926), 22.
Citado en Carl Christian Clemen, Die Anwendung der Psychoanalyse auf
Mythologie und Religionsgeschichte (1928), 2-3.
179. Abraham, Eitingon y Sachs a “Queridos amigos”, 16 de mayo de 1925.
papeles de Karl Abraham, LC.
180. Abraham a “Queridos amigos”, 17 de octubre de 1925. Ibid.
181. Elias Canetti, Die Fackel im Ohr. Lebensgeschichte 1921-1931 (1980),
137-139 [trad, cast.: La antorcha al oído, Madrid, Alianza, 1984],
182. Bjerre, Wie deine Seele geheilt wird!, 163.
183. Papeles de William Bayard Hale, caja 1, carpeta 12. Y-MA.
184. “Topics of the Times”, New York Times, 8 de mayo de 1926, 16.
185. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 48n.
186. Citado en ibid., 103.
187. Véase ibid.
188. “Pedirle a Freud que venga”, New York Times, 21 de diciembre de 1924,
sec. 7, 3. Véase también Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 114, y
Clark, Freud [Freud. El hombre y su causa], 461.
189. Citada en el New York Times, 24 de enero de 1925, 13. Véase también
Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 114, y Clark, Freud [Freud. El
hombre y su causa], 462. El original de la supuesta carta de Freud no se ha
encontrado.
190. Freud a Samuel Freud, 5 de noviembre de 1920. En inglés. Rylands Univer­
sity Library, Manchester.
[786] Notas

191. Freud a Samuel Freud, 4 de diciembre de 1921. En inglés. Ibid.


192. Freud a Eitingon, 24 de enero de 1922. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
193. Freud a Eitingon, 17 de febrero de 1921. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
194. Freud a Samuel Freud, 19 de diciembre de 1925. En inglés. Rylands Uni­
versity Library, Manchester.
195. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 109-110.
196. Freud a Abraham, 10 de diciembre de 1917. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 249 (264).
197. Freud a Jones, 9 de junio de 1925. Dictada a Anna Freud. Freud Collection,
D2, LC.
198. Freud a Samuel Freud, 19 de diciembre de 1925. En inglés. Rylands Uni­
versity Library, Manchester.
199. Véase el certificado enviado a Freud por la Nederlandsche Vereeniging voor
Psychiatrie en Neurologie después de su sesión del 17 de noviembre de
1921. Freud Museum, Londres. Y véase Jones [Vida y obra de Sigmund
Freud] III, 82 (que, no obstante, da como fecha diciembre en lugar de
noviembre).
200. Freud a Samuel Freud, 19 de diciembre de 1925. En inglés. Rylands Uni­
versity Library, Manchester.
201. Freud a Emmy Groddeck, 18 de diciembre de 1923. Groddeck, Briefe Uber
das Es, 70-71.
202. Véase Mann a Meng, 8 de septiembre de 1930. A. A. Brill Library, New
York Psychoanalytic Institute.
203. Freud a Jones, 18 de febrero de 1928. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
204. Véase Freud a Eitingon, 18 de agosto de 1932. Citada en Jones [Vida y
obra de Sigmund Freud] III, 175.
205. Véase Bose-Freud Correspondence (sin fecha [¿1964?]), folleto publicado
en Calcuta. Freud Collection, B9, LC.
206. Stefan Zweig a Freud, 8 de diciembre de 1929. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
207. Citado en Friedrich Torberg, Die Erben der Tante Jolesch (1978; 2S ed.
1982), 26-27.
208. Ronald A Knox, “Jottings from a Psycho-Analyst’s Note-Book”, en
Essays in Satire (1928), 265-276.
209. James Thurber y E.B. White, Is Sex Necessary? or, Why You Feel the
Way You Do (1929), 190-193. [trad, cast.: ¿Es necesario el sexo?, Barce­
lona, Anagrama, 1986].
210. Lippmann a Wallas, 30 de octubre de 1912. Citada en Ronald Steel, Wal­
ter Lippmann and the American Century (1980), 46.
211. Lippmann a Frederick J. Hoffman, 18 de noviembre de 1942. Public Phi­
losopher: Selected Letters of Walter Lippmann, comps, de John Morton
Blum (1985), 429.
212. Véase Pfister a Freud, 24 de octubre de 1921; 23 de diciembre de 1925; y 6
de mayo y 21 de octubre de 1927. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
213. Joseph Wood Krutch, “Freud Reaches Seventy Still Hard at Work/Father of
Psychoanalysis Continues to Expand and Alter the Theories That Have
Made Him a Storm Centre”, New York Times, 9 de mayo de 1926, sec.
9,9.
214. “Topics of the Times”, New York Times, 10 de mayo de 1926, 20.
Notas [787]

215. Freud a Arnold Zweig, 20 de diciembre de 1937. Freud-Zweig [Correspon­


dencia Freud-Zweig], 164 (154). La palabra “notorio” está en inglés.
216. “Nachschrift 1935” a “Selbstdarstellung”, GW XVI, 34/“Postscript”
(1935) a “Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE
XX, 73. (En la versión inglesa se añadió “Rusia”, con permiso de Freud; la
palabra había sido omitida accidentalmente en el original alemán.)
217. Alix Strachey a James Strachey, 9 de febrero de 1925. Bloomsbury!Freud,
184.
218. “The Reminiscences of Rudolph M. Loewenstein” (1965), 19-25. Oral His-
tory Collection, Columbia University.
219. Abraham, Eitingon y Sachs a “Queridos amigos”, 16 de diciembre de 1924.
Papeles de Karl Abraham, LC.
220. Abraham, Eitingon y Sachs “Queridos amigos”, 15 de marzo de 1925. Ibíd.
221. Abraham y Sachs a “Queridos amigos”, 13 de abril de 1925. Ibíd.
222. Véase Phyllis Grosskurth, Melanie Klein: Her World and Her Work (1986),
94.
223. Véase Ernst Simmel, “Zur Geschichte und sozialen Bedeutung des Berliner
Psychoanalytischen Instituts”, en Zehn Jahre Berliner Psychoanalytisches
Institut (Poliklinik und Lehranstalt), comp. de Deutsche Psychoanalytische
Gesellschaft (1930), 7-8.
224. “Wege der psychoanalytischen Therapie” (1919), GW XII, 192-193/“Lines
of Advance in Psycho-Analytic Therapy”, SE XVII, 167.
225. Simmel, “Zur Geschichte”, en Zehn Jahre Berliner Psychoanalytisches
Institut, 12.
226. Véase Otto Fenichel, “Statistischer Berich über die therapeutische Tätig­
keit 1920-1930”, en ibíd., 16.
227. Véase ibíd., 19.
228. “Anhang: Richtlinien für die Lehrtätigkeit des Instituts”, a continuación de
Karen Horney, “Die Einrichtungen der Lehranstalt, A) Zur Organisation”,
en ibíd., 50.
229. Hanns Sachs, “Die Einrichtungen der Lehranstalt, B) Die Lehranalyse”, en
ibíd., 53.
230. Freud a Jones, 4 de junio de 1922. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
231. Véase por ejemplo, Gregory Zilboorg, “Ausländisches Interesse am Insti­
tut, A) Aus Amerika”, en Zehn Jahre Berliner Psychoanalytisches Institut,
66-69; y Ola Raknes, “Ausländisches Interesse am Institut, B) Aus Norwe­
gen”, en ibíd., 69-70.
232. Entrevista del autor con Jeanne Lampl-de Groot, 24 de octubre de 1985.
233. Véase, por ejemplo, Freud a Lampl-de Groot, 28 de agosto de 1924. Freud
Collection, D2, LC.
234. Freud a Abraham, 3 de marzo de 1925. Dictado a Anna Freud. Papeles de
Karl Abraham, LC.
235. Así en 1916, cuando tradujo el libro de Freud sobre el chiste. Der Witz und
seine Beziehung zum Unbewussten, convirtió el título Wit and Its Relation
to the Unconscious (“La agudeza y su relación con lo inconsciente”).
236. Katharine West, Inner and Guter Circles (1958). Citado en Paula Heimann,
“Obituary, Joan Riviere (1883-1962)”, Int. J. Psycho-Anal., XLIV (1963),
233.
237. Freud a Jones, 16 de noviembre de 1924. Dictada a Anna Freud. Freud
Collection, D2, LC.
238. Freud a Jones, 13 de diciembre de 1925. Dictada a Anna Freud. Ibíd.
239. Alix Strachey a James Strachey, 13 de diciembre [en realidad 14, 1924].
Bloomsbury/Freud, 131-132.
[788] Notas

240. Ibid., 132-133.


241. Freud a Jones, 22 de julio de 1925. Dictada a Anna Freud. Freud Collec­
tion, D2, LC.
242. Freud a Jones, 31 de mayo de 1927. Dictada a Anna Freud. Ibíd.
243. Freud a Jones, 6 de julio de 1927. Ibíd.
244. Freud a Jones, 23 de septiembre de 1927. Ibíd.
245. Véase Freud a Jones, 23 de septiembre y 9 de octubre de 1927. Ibíd.
246. Véase Civilization and Its Discontents [El malestar en la cultura], SE XXI,
130n, 138n.
247. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 96n/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 70n.

Capitulo diez. Luces vacilantes sobre continentes negros


1. Anna Freud a Jones, 8 de enero de 1956. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.
2. Véase Freud a Ferenczi, 18 de julio de 1920. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
3. Freud a Eitingon, 2 de julio de 1927. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
4. Freud a Rank, 18 de agosto de 1912. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University. Tenía en mente el volumi­
noso estudio de Rank sobre el tema del incesto en literatura.
5 . Freud a Abraham, 25 de diciembre de 1918. Papeles de Karl Abraham, LC.
6 . Véase “The ‘Uncanny’ ” (1919), SE XVII, 230n.
7. Freud a Rank, 8 de julio de 1922. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
8 . Freud a Rank, 8 de septiembre de 1922. Ibíd.
9. Eitingon a Freud, 31 de enero de 1924. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
10. Véase Freud a “Queridos amigos”, enero de 1924. Fotocopia del texto
mecanografiado, Rank Collection, Caja Ib. Rare Book and Manuscript
Library, Columbia University.
11. Freud a Eitingon, 7 de febrero de 1924. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
12. Rank a Freud, 15 de febrero de 1924. Rank Collection, Caja Ib. Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.
13. Abraham a Freud, 21 de febrero de 1924. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 324 (348-349).
14. Freud a Ferenczi, 20 de marzo de 1924. Ejemplar mecanografiado, Rank
Collection, Caja Ib. Rare Book and Manuscript Library, Columbia Univer­
sity.
15. Ferenczi a Rank, 18 de marzo de 1924. Ibíd.
1 6. Freud a Ferenczi, 26 de marzo de 1924. Ejemplar mecanografiado, ibíd.
17. Rank a Ferenczi, 20 de marzo de 1924. Ibíd. En realidad, las circulares que
Freud escribió en esa época sugieren con fuerza que había captado total­
mente el mensaje de Rank.
18. Freud a “Queridos amigos”, 25 de febrero de 1924. Ibíd.
19. 5 de marzo de 1924. Sociedad Psicoanalítica de Viena, minutas de 1923-
1924, tomadas por Otto Isakower. Freud Collection, B27, LC.
20. 25 de noviembre de 1908. Protokolle, II, 65.
21. 17 de noviembre de 1909. Ibíd., 293.
Notas [789]

22. Traumdeutung, GW II-III, AQfmJInterpretation of Dreams [La interpretación


de los sueños] SE V, 400-401n.
23. Freud a Rank, 1 de diciembre de 1923. Rank Collection, Caja Ib. Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.
24. Freud a Abraham, 4 de marzo de 1924. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 328 (352-353).
25. Freud a “Queridos amigos”, enero de 1924. Rank Collection, Caja Ib. Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.
26. Véase especialmente Freud a Ferenczi, 26 de marzo de 1924. Ejemplar
mecanografiado, ibíd.
27. Freud a Jones, 25 de septiembre de 1924. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
28. Abraham a Freud, 26 de febrero de 1924. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 326 (350-351).
29. Jones a Abraham, 8 de abril de 1924. Papeles de Karl Abraham, LC.
30. Véase Freud a Ferenczi, 26 de marzo de 1924. Ejemplar mecanografiado,
Rank Collection, Caja Ib. Rare Book and Manuscript Library, Columbia
University.
31. Freud a Sándor Radó, 30 de septiembre de 1925, Dictada a Arma Freud.
Freud Collection, B9, LC.
32. Freud a Burrow, 31 de julio de 1924. Papeles de Trigant Burrow, serie I,
caja 12. Y-MA.
33. Citado en E. James Lieberman, Acts of Will: The Ufe and Work of Otto
Rank (1985), 235.
34. Freud a Rank, 23 de julio de 1924. Rank Collection, caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
35. Rank a Freud, 7 de agosto de 1924. Ibíd. La carta que envió, aunque muy
parecida, no incluye ese pasaje decisivo. (9 de agosto de 1924. Ibíd.)
36. Freud a Rank, 27 de agosto de 1924. Ibíd.
37. Eitingon a Freud, 2 de septiembre de 1924. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
38. Freud a Eitingon, 7 de octubre de 1924. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
39. Freud a Abraham, 17 de octubre de 1924. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 345 (371).
40. Freud a Jones, 23 de octubre de 1924. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
Véanse ejemplos del modo en que Freud se preparaba en esa época para dar­
se por vencido con Rank en Freud a Eitingon, 27 de septiembre y 19 de
noviembre de 1924. Con permiso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
41. Freud a Jones, 5 de noviembre de 1924. Dictada a Anna Freud. Freud
Collection, D2, LC.
42. Jones a Abraham, 12 de noviembre de 1924. Papeles de Karl Abraham, LC.
Véase también la circular a “Queridos amigos” enviada desde Berlín, 26 de
noviembre de 1924. Ibíd.
43. Freud a Andreas-Salomé, 17 de noviembre de 1924. Freud-Salomé, 157
(143).
44. Véase Freud a Jones, 16 de noviembre de 1924. Dictada a Anna Freud.
Freud Collection, D2, LC.
45. Rank al Comité, 20 de diciembre de 1924. Citado en Lieberman, Rank,
248-250.
46. Jones a Abraham, 29 de diciembre de 1924. Papeles de Karl Abraham, LC.
47. Freud a Jones, 6 de enero de 1925. Dictada a Anna Freud. Freud Collection,
D2, LC.
[790] Notas

48. Freud a Eitingon, 6 de enero de 1925. Con permiso de Sigmund Freud


Copyrights, Wivenhoe.
49. Eitingon, Sachs y Abraham a Rank, 25 de diciembre de 1924. Rank
Collection, Caja Ib. Rare Book and Manuscript Library, Columbia Univer-
sity.
50. Jones a Rank, 3 de enero de 1925. Ibíd.
5 1. Freud a Jones, 6 de enero de 1925. Dictada a Anna Freud. Freud Collection,
D2, LC.
52. Freud a Abraham, 3 de marzo de 1925. Papeles de Karl Abraham, LC.
53. Véase Freud a Eitingon, 16 de julio de 1925. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
54. Véase Abraham a Freud, 26 de febrero de 1924. Freud-Abraham [Corres­
pondencia Freud-Abraham], 326 (350-351). El propio Freud, con ciertas
vacilaciones, había hecho la comparación. Véase Freud a Ferenczi, 20 de
marzo de 1924. Rank Collection, caja Ib. Rare Book and Manuscript
Library, Columbia University.
55. Freud a Rank, 26 de noviembre de 1923. Rank Collection, caja Ib. Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.
56. Freud a Rank, 23 de julio de 1924. Ibíd.
57. Freud a Andreas-Salomé, 17 de noviembre de 1924. Freud-Salomé, 157
(143).
58. Jones a Freud, 29 de septiembre de 1924. Citada en Vincent Brome,
Ernest Jones. Freud's Alter Ego (ed. inglesa, 1982; ed. norteamericana,
1983), 147.
59. Abraham a Freud, 20 de octubre de 1924. Freud-Abraham [Correspondencia
Freud-Abraham], 347 (373).
60. Freud a Abraham, 4 de marzo de 1924. Ibíd., 327 (352).
61. Freud a Abraham, 31 de marzo de 1924. Ibíd., 331 (355).
62. Freud a Robert Breuer, 26 de junio de 1925. Citada en su totalidad en
Albrecht Hirschmüller, “ ‘Balsam auf eine schmerzende Wunde’ —Zwei
bisher unbekannte Briefe Sigmund Freuds über sein Verhältnis zu Josef
Breuer”, Psyche, XLI (1987), 58.
63. Véase Abraham a Freud, 7 de junio de 1925. Freud-Abraham [Correspon­
dencia Freud-Abraham], 355 (382).
64. Freud a Abraham, 11 de septiembre de 1925. Ibíd., 367 (395).
65. Abraham a “Queridos amigos”, 17 de octubre de 1925. Papeles de Karl
Abraham, LC.
66. Freud a Jones, 13 de diciembre de 1925. Dictada a Anna Freud. Freud
Collection, D2, LC.
67. Freud a Jones, 16 de diciembre de 1925. En inglés. Ibíd.
68. Freud a Jones, 21 de diciembre de 1925. Dictada a Anna Freud. Ibíd.
69. Freud a Jones, 30 de diciembre de 1925. Ibíd.
70. “Karl Abraham” (1926), GW XIV, 564/“Karl Abraham”, SE XX, 277.
Publicado originalmente en el Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse,
XII (1926), 1.
71. Freud a Eitingon, 19 de marzo de 1926. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
72. Freud a Eitingon, 13 de abril de 1926. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
73. Freud a Eitingon, 7 de junio de 1926. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
74. Hemmung, Symptom und Angst (1926), GW XIV, VMUnhibitions, Symp­
toms and Anxiety [Inhibición, síntoma y angustia], SE XX, 161.
Notas [791]

75. Freud a Andreas-Salomé, 13 de mayo de 1926. Freud-Salomé, 178 (163).


76. Hemmung, Symptom und Angst, GW XIV, 193/Inhibitions, Symptoms
and Anxiety [Inhibición, síntoma y angustia], SE XX, 160-161.
77. Psychopathologie des Alltagslebens, GW IV, 112/Psychopathology of
Everyday Life [Psicopatología de la vida cotidiana], SE VI, 101.
78. D. Hack Tuke, comp., A Dictionary of Psychological Medicine, vol. I, 96.
79. Eugen Bleuler, Textbook of Psychiatry (1916; 4a ed., 1923; trad, de A.A.
Brill, 1924), 119 [trad, cast.: Tratado de psiquiatría, Madrid, Espasa-Cal-
pe],
80. Véase Inhibitions, Symptoms and Anxiety [Inhibición, síntoma y angus­
tia], SE XX, 139.
81. Ibid., 195-196 / 163.
82. Ibid., 149-152 / 119-121.
83. Freud a Abraham, 28 de noviembre de 1924. Papeles de Karl Abraham,
LC.
84. Citado en una larga carta de Reik a Abraham, 11 de abril de 1925. Papeles
de Karl Abraham, LC.
85. Véase ibid.
86. Pfister a Freud, 10 de septiembre de 1926. Freud-Pfister, 109 (104). El
principal oponente de Pfister era Emil Oberholzer, presidente de la Socie­
dad Suiza de Psicoanálisis hasta 1927, al que Feud, poniéndose del lado de
Pfister, denominó “un necio testarudo al que es preferible dejar en paz”.
(Freud a Pfister, 11 de febrero de 1928. Con permiso de Sigmund Freud
Coyrights, Wivenhoe.) Véase también, entre los informes de Pfister acerca
de los asuntos psicoanalíticos en Suiza, sobre todo Pfister a Freud, 16 de
febrero de 1925. (Ibíd.)
87. Freud a Federn, 27 de marzo de 1926. Ejemplar mecanografiado. Con per­
miso de Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
88. Citado en Erika Freeman, Insights: Conversations with Theodor Reik
(1971), 86-87.
89. Citado en ibid., 87. Reik recordó el mismo punto en su larga carta a Abra­
ham, 11 de abril de 1925. Papeles de Karl Abraham, LC.
90. Freud a Abraham, 15 de febrero de 1914. Papeles de Karl Abraham, LC.
Véase también Freud a Abraham, 25 de marzo, 17 de mayo y 15 de julio de
1914. Ibíd.
9 1. New York Times, 25 de mayo de 1927. 6.
92. “Geleitwort” (1913), GW X, 450/“Introduction to Pfister’s The Psycho-
Analytic Method", SE XII, 330-331.
93. Die Frage der Laienanalyse. Unterredungen mit einem Unparteiischen
(1926), GW XIV, 261, 282-283/TAe Question of Lay Analysis: Conversa­
tions with an Impartial Person [¿Pueden los legos ejercer el análisis?], SE
XX, 229, 247-248.
94. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 287, 289.
95. Véase Lay Analysis [¿Pueden los legos ejercer el análisis?], SE XX, 246.
96. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 289.
97. Citado en John C. Burnham, “The Influence of Psychoanalysis upon Ame­
rican Culture”, en American psychoanalysis: Origins and Development,
comp, de Jacques M.Quen y Eric T. Carlson (1978), 61.
98. «Americano acusado de “charlatán” de Londres/La policía recomienda la
deportación de Homer Tirell Lane, psicoanalista [sic], “individualista”»,
New York Times, 18 de marzo de 1925, 19.
99. “Encarcelan a psicoanalista/Magistrado de Londres sentencia a H.T. Lane
de Boston”, New York Times, 25 de marzo de 1925, 2. Véase también
[792] Notas

“Tribunal de Londres multa a alienista americano/Debe abandonar el


país/Leen cartas de mujeres firmadas “Dios” y “El Diablo”», New York
Times, 15 de mayo de 1925, 22.
100. “Pastor castiga a los curanderos en el psicoanálisis/Muchas personas
defraudadas por estafadores, advierte el Rev. C.F. Potter/Autorizarían a
maestros”, New York Times, 30 de marzo de 1925, 20.
101. Jelliffe a Jones, 10 de febrero de 1927. Citada en John C. Burnham,
Jelliffe: American Psychoanalyst and Physician (1983), 124.
102. “Discussion on Lay Analysis”, Int. J. Psycho-Anal., VIII (1927), 221-
222.
103. Ibid., 246.
104. Ibid., 274.
105. Ibid., 251.
106. Rickman, en ibid., 211.
107. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 293.
108. The Hungarian Psycho-analytical Society, “Discussion on Lay Analysis”,
Int. J. Psycho-Anal., VIII (1927), 281.
109. Ibid., 248.
110. “Nachwort” a Laienanalyse, GW XIV, 290-29l/“Postcript” a Lay Analysis
[¿Pueden los legos ejercer el análisis?], SE XX, 253-254.
111. Véase Freud a Jones, 31 de mayo de 1927. Dictada a Anna Freud. Freud
Collection, D2, LC.
112. Freud a “Sehr geehrter herr Kollege”, 19 de octubre de 1927, Freud Collec­
tion, B4, LC.
113. Freud a Eitingon, 3 de abril de 1928. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
114. “Nachwort” a Laienanalyse, GW XIV, 295-296/“Postcript” a. Lay Analysis
[¿Pueden los legos ejercer el análisis?], SE XX, 258.
115. Constitución de la New York Psychoanalytic Society, adoptada el 28 de
marzo de 1911. Citado en Samuel Atkin, “The New York Psychoanalytic
Society and Institute: Its Founding and Development”, en American Psy-
choanalysis, comp. de Quen y Carlson, 73.
116. A.A. Brill, Fundamental Conceptions of Psychoanalysis (1921), iv.
117. Véase Brill a Jelliffe, 1 de mayo de 1921. Citado en Burnham, Jelliffe,
118.
118. Véase Freud a Leonhard Blumgart, 19 de junio de 1921. A.A. Brill Library,
New York Psychoanalytic Institute. De esa carta se deduce que Caroline
Newton ya se había analizado con Blumgart antes de ir a Viena.
119. Véase Abraham, Sachs y Eitingon a “Queridos Amigos”, 15 de marzo de
1925. Papeles de Karl Abraham, LC.
120. Freud a Jones, 25 de septiembre de 1925. Dictada a Anna Freud. Freud
Collection, D2, LC.
121. Minutas de la New York Pschoanalytic Society, del 27 de octubre de 1925.
A.A. Brill Library, New York Psychoanalytic Institute.
122. Freud a Jones, 27 de septiembre de 1926. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
123. “Discussion on Lay Analysis”, Int. J. Psycho-Anal., VIII (1927), 283.
124. Freud a Jones, 23 de septiembre de 1927. Freud Collection, D2, LC. Los
pasajes encerrados entre comillas simples, obviamente tomados directa­
mente de la carta de Brill, están en inglés.
125. Freud a de Saussure, 21 de febrero de 1928. Freud Collection, Z3, LC.
126. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 297-298.
127. Freud a Jones, 4 de agosto de 1929. Freud Collection, D2, LC.
Notas [793]

128. Freud a Jones, 19 de octubre de 1929. Ibid.


129. Ferenczi a “Queridos amigos”, 30 de noviembre de 1930. Freud Collection,
LC.
130. Freud a Abraham, 8 de diciembre de 1924. Freud-Abraham [Corresponden­
cia Freud-Abraham], 350 (376).
131. Freud a Jones, 22 de febrero de 1928. Freud Collection, D2, LC.
132. Laienanalyse, GW XIV, 241/Lay Analysis [¿Pueden los legos ejercer el
análisis?], SE XX, 212. La frase “continente negro” está en inglés en el
original.
133. Freud a Jones, 22 de febrero de 1928. Freud Collection, D2, LC.
134. Nota sin fecha dirigida a Marie Bonaparte. Citada en Jones [Vida y obra
de Sigmund Freud] II, 421.
135. “Die Weiblichkeit”, en Neue Forge der Vorlesungen zur Einführung in die
Psychoanalyse (1933), GW XV, 145/“Femininity”, en New Introductory
Lectures on Psycho-Analysis [Nuevas conferencias de introducción al psi­
coanálisis], SE XXII, 135. Aunque con colofón de 1933, este volumen se
publicó en realidad en diciembre de 1932.
136. 13 de abril de 1910. Protokolle, II, 440.
137. “Über die weibliche Sexualität” (1931), GW XIV, 519/“Female Sexuality”
[“Sobre la sexualidad femenina”], SE XXI, 226-227.
138. Sobre la ubicación en el tiempo, que contradice lo dicho por el propio
Freud en cuanto a que el sueño se había producido en su “séptimo u octavo
año” de vida, véase William J. McGrath, Freud's Discovery of Psychoa­
nalysis: The Politics of Hysteria (1986), 34; y Eva M. Rosenfeld,
“Dreams and Vision: Some Remarks on Freud’s Egyptian Bird Dream”,
Int. J. Psycho-Anal., XXXVII (1956) 97-105.
139. Traumdeutung, GW II-III, 5%9-590]Interpretation of Dreams [La interpre­
tación de los sueños] V, 583.
140. Martin Freud, “Who Was Freud?”, en The Jews of Austria: Essays on Their
Life, History and Destruction, comp, de Josef Fraenkel (1967), 202.
141. Judith Bernays Heller, “Freud’s Mother and Father: a Memoir”, Commen­
tary, XXI, (1956), 420.
142. Hay una postal que Amalia le envió a su hijo (sin fecha) en la que se la ve
sentada con un telón de fondo alpino y la inscripción “Mi hijo dorado”.
(Freud Museum, Londres.)
143. Drei Abhandlungen, GW V, 129/Three Essays [Tres ensayos de teoría
sexual], SE VII, 228.
144. “Dora”, GW V, 178/SE VII, 20.
145. «Al leer los historiales, no podía evitar sorprenderme por las diferencias
en la presentación que establecía Freud de los padres y las madres de sus
pacientes. ¿Por qué es siempre el padre quien se convierte en la parte cen­
tral de la relación progenitor-hijo, con independencia de que el hijo sea
hombre o mujer?... Quizás esos cuadros estuvieran vinculados con el autoa­
nálisis de Freud o, más específicamente, con su preocupación de esa época
por la relación entre él mismo y su padre. Fuera cual fuere la razón, la
“madre edípica”, en los primeros trabajos de Freud, es una figura estática,
una Yocasta que de manera ciega cumple su destino mientras Layo vuelve a
la vida.» (Iza S. Erlich, “What Happened to Jocasta?”, Bulletin of the
Menninger Clinic, XLI [1977], 283-284.)
146. Massenpsychologie, GW XIII, llOn/Group Psychology [Psicología de las
masas y análisis del yo], SE XVIII, lOln.
147. “Die Weiblichkeit”, en Neue Folge der Vorlesungen, GW XN, 143/“Femi-
nity”, en New Introductory Lectures [Nuevas conferencias de introducción
[794] Notas

al psicoanálisis], SE XXII, 133. Un poco antes había dicho casi lo mis­


mo, al escribir que la agresión “forma el sedimento fundamental de toda
relación tierna y amorosa entre seres humanos, quizá con la única excep­
ción de la relación de la madre con el hijo varón”. (Das Unbehagen in
der Kultur, GW XIV, 4T3[Civilization and Its Discontents [El malestar en
la cultura], SE XXI, 113.)
148. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 433.
149. Véase “Female Sexuality” [“Sobre la sexualidad femenina”], SE XXI, 235.
150. “Die Weiblichkeit”, en Neue Folge der Vorlesungen, GW XV, 131/“Femini-
nity”, en New Introductory Lectures [Nuevas conferencias de introducción
al psicoanálisis], SE XXII, 122-123.
15 1. Ernest Jones (Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] I, 7) y Robert D. Sto-
lorow y George E. Atwood (“A Defensive-Restitutive Function of Freud’s
Theory of Psychosexual Development”, Psychoanalytic Review, LXV
[1978], 217-238), han afirmado que en realidad Freud tenía once meses
cuando nació su hermano Julius. En tal caso, desde luego, se habría visto
considerablemente reforzada la relevancia emocional y el valor demostrati­
vo de la referencia de Freud a los “once meses” en su ensayo sobre la femi­
nidad. Por supuesto, es posible que Freud creyera que así fueron las cosas:
Jones no presenta nunca documentación que avale su afirmación, y se pue­
de conjeturar que quien le dio el dato fue el propio Freud. Pero los hechos
eran un poco distintos: Freud nació el 6 de mayo de 1856; Julius, en octu­
bre de 1857, muriendo el 15 de abril de 1859. (Véase la “Chronology” en
Krüll, Freud and His Father, 214. Acerca de estos detalles, Krüll cita las
investigaciones de Josef Sajner.)
152. “Die Weiblichkeit”, enNeue Folge der Vorlesungen, GW XV, 131/“Femini-
nity”, en New Introductory Lectures [Nuevas conferencias sobre introduc­
ción al psicoanálisis, SE XXII, 123.
153. Véase Freud a Fliess, manuscrito B, adjunto a la carta del 8 de febrero de
1893. Freud-Fliess, 27 (39).
154. Véase “Frau Emmy von N.”, en Breuer y Freud, Studies on Hysteria [Estu­
dios sobre la histeria], SE II, 103.
155. Véase Freud a Fliess, manuscrito K, adjunto a la carta del 1 de enero de
1896. Freud-Fliess, 176-177 (169).
156. Véase Freud a Fliess, manuscrito G, sin fecha [datado por los compiladores
en el 7 de enero de 1895]. Ibíd., 101 (101).
157. Véase “Gradiva”, SE IX, 38.
158. Freud a Ferenczi, 12 de enero de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
159. Freud a Jones, 23 de marzo de 1923. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
160. He intentado presentar tal análisis en Education of the Senses, vol. I de
The Burgeois Experience; véase especialmente el cap. 2, “Offensive
Women and Defensive Men”.
161. Citado en Erika Weinzierl, Emanzipation? Österreichische Frauen im 20.
Jahrhundert (1975), 37.
162. Helene Weber, Ehefrau und Mutter in der Rechtsentwicklung. Eine Einfüh­
rung (1907), 343. Véase también J. Evans, The Feminists: Warnens
Emancipation Movements in Europe, America and Australasia 1840-1920
(1977), 92-98 [trad. cast.: Las feministas. Los movimientos de emancipa­
ción de la mujer en Europa, América y Australasia, Madrid, Siglo XXI,
1980],
163. Zweig, Die Welt von Gester [El mundo de ayer], 19, 81.
164. Citado en Juliet Mitchell, Psychoanalysis and Feminism: Freud, Reich,
Notas [795]

Laing and Women (1974; ed. en rústica, 1975), 419 [trad, cast.: Psicoa­
nálisis y feminismo, Barcelona, Anagrama, 21976],
165. Conferencia de Freud del 16 de abril de 1904, resumida en Klein, Jewish
Origins of the Psychoanalytic Movement, 159.
166. Véase “ ‘Civilized’ Sexual Morality and Modern Nervous Illness”, SE IX,
199.
167. Die Zukunft einer Illusion (1927), GW XIV, lH/The Future of an Illusion
[El porvenir de una ilusión], SE XXI, 48.
168. Freud a Andreas-Salomé, 8 de mayo de 1930. Freud-Salomé, 205 (188).
169. Freud a Arnold Zweig, 18 de agosto de 1933. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
170. 11 de marzo de 1908. Protokolle, I, 329.
171. Ibid., 331.
172. William Acton, The Functions and Disorders of the Reproductive Organs,
in Childhood, Youth, Adult Age, and Advanced Life, Considered in their
Psychological, Social, and Moral Relations (1857; 3a ed., 1865), 133.
173. Otto Adler, Die mangelhafte Geschlechtsempfindung des Weibes. Anaesth­
esia sexualis feminarum. Dyspareunia. Anaphrodisia (1904), 124.
174. Véase “ ‘Civilized’ Sexual Morality and Modern Nervous Illness”, SE IX,
191-192.
175. Drei Abhandlungen, GW V, 120/Three Essays [Tres ensayos sobre teoría
sexual], SE VII, 219.
176. “Die Disposition zur Zwangsneurose” (1913), GW VIII, 452/“The Disposi­
tion to Obsessional Neurosis”, SE XII, 325.
177. Drei Abhandlungen, GW V, 121n/Three Essays [Tres ensayos sobre teoría
sexual], SE VII, 219n (nota agregada en 1915).
178. Véase “The Infantile Genital Organization (An Interpolation into the The­
ory of Sexuality)” (1923), SE XIX, 141-145.
179. “Der Untergang des Ödipuskomplexes” (1924), GW XIII, 400/“The Disso­
lution of the Oedipus Complex”, SE XIX, 178.
180. Véase ibid.
181. “Einige psychische Folgen des anatomischen Geschlechtsunterschieds”
(1925), GW XIV, 29-30/“Some Psychical Consequences of the Anatomical
Distinction between the Sexes”, SE XIX, 257-258. El debate acerca de las
ideas de Freud sobre la sexualidad femenina continúa, dentro y fuera de los
círculos psicoanalíticos. James A. Kleeman, un destacado experto, crítico de
Freud (él mismo es analista), ha observado sin embargo que “Lo notable de
las ideas de Freud acerca de la sexualidad temprana, derivadas como en gran
medida lo fueron del análisis de adultos, reside en que muchas de ellas han
resistido la prueba del tiempo”. (James A. Kleeman, “Freud’s Views on Early
Female Sexuality in the Light of Direct Child Observation”, en Female Psy­
chology: Contemporary Psychoanalytic Views, comp, de Harold P. Blum
[1977], 3.) Véase un examen detallado de la controversia y la literatura sobre
el tema en el ensayo bibliográfico correspondiente a este capítulo.
182. “Einige psychische Folgen”, GW XIV, 30/“Some Psychical Consequen­
ces”, SE XIX,258.
183. Ibid., 20/249.La frase citada está en inglés en el original de Freud.
184. “Weibliche Sexualität”, GW XIV, 519/“Female Sexuality” [“Sobre la
sexualidad femenina”], SE XXI, 226.
185. Véase ibíd., 523, 529, 531-533 / 230, 235, 237-239.
186. Ibíd., 523 / 230.
187. “Einige psychische Folgen”, GW XIV, 28/“Some Psychical Consequen­
ces”, SE XIX, 256.
[796] Notas

188. Das Ich und das Es, GW XIII, 263/The Ego and the Id [El yo y el ello], SE
XIX, 34.
189. “Die Disposition zur Zwangsneurose”, G1V VIII, 452/“The Disposition to
Obsessional Neurosis”, SE XII, 325-326.
190. Karen Horney, “On the Genesis of the Castration Complex in Women”, en
Feminine Psychology, compilación de ensayos de Horney realizada por
Harold Kelman (1967), 52-53. El artículo se publicó primero en alemán en
1923, y después apareció en inglés en Int. J. Psycho-Anal., V, parte 1
(1924), 50-65.
191. Ibíd., en Feminine Psychology, comp, de Kelman, 38.
192. Horney, “The Flight from Womanhood: The Masculinity-Complex in
Women as Viewed by Men and by Women”, en Feminine Psychology,
comp, de Kelman, 54. El artículo se publicó en alemán en 1926, y apare­
ció en inglés en Int. J. Psycho-Anal., VII 1926), 324-339.
193. Véase ibid., en Feminine Psychology, comp, de Kelman, 57-58.
194. Ibid., 62.
195. Jeanne Lampl-de Groot, “The Evolution of the Oedipus Complex in
Women”, en The development of the Mind: Psychoanalytic Papers on Cli­
nical and Theoretical Problems (1965), 9.
196. Freud a Jones, 23 de enero de 1932. Freud Collection, D2, LC.
197. Ernest Jones, “Early Female Sexuality” (1935), en Papers on Psycho-
Analysis (4a ed., 1938), 606, 616.
198. Dedicatoria en Jones, Papers on Psycho-Analysis.
199. Véase Otto Fenichel, “The Pregenital Antecedents of the Oedipus Com­
plex” (1930), “Specific Forms of the Oedipus Complex” (1931), y “Furt­
her Light upon the Pre-oedipal Phase in Girls” (1934), en The Collected
papers of Otto Fenichel, comp, de Hanna Fenichel y David Rapaport, la
Serie (1953), 181-203, 204-220, y 241-288. Freud tomó nota del primero
de estos artículos en su “Female Sexuality” [“Sobre la sexualidad femeni­
na”] SE XXI, 242.
200. Fenichel, “Specific Forms of the Oedipus Complex”, en Collected Papers,
la Serie, 207.
201. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 64n/“Autobiographical Study” [“Presenta­
ción autobiográfica”], SE XX, 36 (nota agregada en 1935). “Tratamos sólo
sobre una libido, que actúa de modo masculino”, le escribió Freud al psico­
analista alemán Carl Müller-Braunschweig el 21 de julio de 1935. (Citado
en su totalidad en el original alemán, y traducido en Donald L. Burnham,
“Freud and Female Sexuality: A Previously Unpublished Letter”, Psy-
chiatry, XXXIV [1971], 329.)
202. Diario de Marie Bonaparte. Citado en New York Times, 12 de noviembre
de 1985, sec. C, 3.
203. Freud a Emil Fluss, 7 de febrero de 1873. Selbstdarstellung, 111-112.
204. “Weibliche Sexualität”, GW XIV, 523n/“Female Sexuality”, SE XXI, 230n.

Capitulo once. La naturaleza humana en acción

1. Véase “Postcript” a Lay Analysis (¿Pueden los legos ajercer el análisis?],


SE XX, 257.
2. “Ansprache im Frankfurter Goethe-Haus” (1930), GW XIV, 547/“Address
Delivered in the Goethe House at Frankfurt”, SE XXI, 208.
3. Freud a Ferenczi, 23 de octubre de 1927. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
Notas [797]

4. Freud a Ferenczi, 17 de abril de 1923. Ibíd.


5. Freud a Eitingon, 16 de octubre de 1927. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
6. Freud a Arnold Zweig, 20 de marzo de 1927. Freud-Zweig [Corresponden­
cia Freud-Zweig], 10 (2).
7. Freud a Eitingon, 22 de marzo de 1927. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
8. Freud a James Strachey, 13 de agosto de 1927. En inglés. Con permiso de
Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
9. Freud a Andreas-Salomé, 11 de mayo de 1927. Freud-Salomé, 181 (165).
10. Freud a Andreas-Salomé, 11 de diciembre de 1927. Ibíd., 188 (171).
11. El relato por Laforgue de este episodio aparece citado en Clark, Freud
[Freud. El hombre y su causa], 471.
12. Freud a Pfister, 25 de noviembre de 1928. Freud-Pfister, 136 (126).
13. Freud a Silberstein, 6 de agosto de 1873. Freud Collection, D2, LC.
14. Freud a Silberstein, 18 de septiembre de 1874. Ibíd.
15. Freud a Silberstein, 8 de noviembre de 1874. Ibíd.
16. Freud a Charles Singer, 31 de octubre de 1938. Briefe [Epistolario], 469.
17. Freud Collection, LC, fuera de catálogo.
18. “Zwangshandlungen und Religionsübungen” (1907), GW VII, 138-
139/“Obsessive Actions and Religious Practices” [“Acciones obsesivas y
prácticas peligrosas”], SE IX, 126-127.
19. Freud a Ferenczi, 20 de agosto de 1911. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
20. Freud a Pfister, 26 de noviembre de 1927. Freud-Pfister, 126 (117).
21. Freud a Pfister, 16 de octubre de 1927. Ibíd., 116 (109-110).
22. Pfister a Freud, 21 de octubre de 1927. Ibíd., 117 (110).
23. Denis Diderot, “Fait”, en la Encyclopédie (1756). Reimpreso en sus Oeuv­
res completes, comp. de Jules Assézat y Maurice Tourneux, 20 vols.
(1875-77), XV, 3 [trad. cast.: La enciclopedia, Madrid, Guadarrama, 1970].
24. Pfister a Freud, 24 de noviembre de 1927. Freud-Pfister, 123 (115).
25. Die Zukunft einer Illusion, GW XIV, 358/T/ie Future of an Illusion [El
porvenir de una ilusión], SE XXI, 35.
26. Ibíd., 326-327, 328 / 6, 7.
27. Ibíd., 328-329 / 7-8.
28. Freud a Martha Bernays, 29 de agosto de 1883. Briefe [Epistolario], 56.
29. Die Zukunft einer Illusion, GW XIV, 'i'i’i/The Future of an Illusion [El
porvenir de una ilusión], SE XXI, 12.
30. Ibíd., 336-337 / 15-16.
31. Ibíd., 343 / 21.
32. Ibíd., 352 [ 30.
33. Ibíd., 353 / 31.
34. Ibíd., 351 / 29.
35. Ibíd., 350 / 28.
36. Ibíd., 361 / 37-38.
37. Ibíd., 361-362 / 38.
38. Ibíd., 362 / 38.
39. Ibíd., 360 / 36.
40. Freud a Ferenczi, 20 de abril de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
41. Die Zukunft einer Illusion, GW XIV, 378-379/The Future of an Illusion
[El porvenir de una ilusión], SE XXI, 54.
[■798] Notas

42. Ibid., 380/ 56.


43. Freud a Rolland, 4 de marzo de 1923. Briefe [Epistolario], 359.
44. Petrikowitsch a Freud, borrador de carta del 1 de enero de 1928. Leo Baeck
Institute, Nueva York. Véase también Fred Grubel, “Zeitgenosse Sigmund
Freud", Jahrbuch der Psychoanalyse, XI (1979), 73-80.
45. Freud a Petrikowitsch, 17 de enero de 1928. Citada en ibid., 78.
46. New York Times, 27 de diciembre de 1927. 6 (fechado en “Viena, 26 de
diciembre”).
47. Freud a Eitingon, 3 de abril de 1928. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
48. Eitingon a Freud, 19 de junio de 1928. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
49. Oskar Pfister, “Die Illusion einer Zukunft. Eine freundschaftliche Auseinan­
dersetzung mit Prof. Dr. Sigmund Freud”, Imago, XIV (1928), 149-150.
50. Freud a “Queridos amigos”, 28 de febrero de 1928. Circular dictada a Anna
Freud, Papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society,
Londres.
51. Nathan Krass, 22 de enero de 1928, según se informa en “Psicoanalizando
a un psicoanalista”, New York Times, 23 de enero de 1928. Citado en
Clark, Freud, 469-470.
52. Véase, por ejemplo, Emil Pfennigsdorf, Praktische Theologie, 2 vols.
(1929-1930), II, 597.
53. “Psychoanalyse und Religion”, Süddeutsche Monatshefte, XXV (1928).
Citado en A.J. Storfer, “Einige Stimmen zu Sigm. Freud ‘Zukunft einer
Illusion’ ”, Imago, XIV (1928), 379.
54. Clemen, Die Anwendung der Psychoanalyse auf Mythologie und Reli­
gionsgeschichte, 127-128.
55. Emil Abderhalden, “Sigmund Freuds Einstellung zur Religion”, Ethik, V
(1928-1929), 93.
56. Freud a Hollós, 10 de abril de 1928. Freud Museum, Londres.
57. Freud a Wittels, 20 de abril de 1928. Ibid. (Wittels cita la carta completa
(en una traducción más bien chapucera) en su autobiografía inédita,“Wres­
tling with the Man: The Story of a Freudian”, 176. Ejemplar mecanogra­
fiado, Fritz Wittels Collection, Caja 2. A.A. Brill Library, New York Psy­
choanalytic Institute.)
58. Freud a Wittels, 11 de julio de 1928. Cita traducida en Wittels, “Wrestling
with the Man”, 176-177. Ibid.
59. Freud a Jones, 1 de julio de 1928. Freud Collection, D2, LC.
60. Véase el resumen de las notas de Pichler correspondientes al 8 de mayo de
1928, en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 141.
61. Freud a Jones, 1 de julio de 1928. Freud Collection, D2, LC.
62. Pichler, notas del 16 de abril de 1928. Citadas en “Extract of Case His­
tory”, Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 479.
63. Pichler, notas del 24 de abril de 1928. Ibid.
64. Pichler, notas del 7 de mayo de 1928. Ibid.
65. Freud a Andreas-Salomé, 9 de mayo de 1928. Freud-Salomé, 191 (174).
66. Freud a Jones, 1 de julio de 1928. Freud Collection, D2, LC.
67. Freud a Alexander Freud, 28 de septiembre de 1928. Ibid., Bl, LC.
68. Freud a Alexander Freud, 24 de septiembre de 1928. Ibid. Véase también
Freud a Alexander Freud, 4 de septiembre de 1928. Ibid.
69. Freud a Andreas-Salomé, sin fecha [un poco anterior al 10 de julio de
1931]. Freud-Salomé, 212 (194).
70. Freud a Andreas-Salomé, 9 de mayo de 1929. Ibid., 196 (179).
Notas [799]

71. Esas películas forman parte de “Sigmund Freud, His Family and Collea-
gues, 1928-1947”, un conjunto compilado por Lynne Weiner. A.A. Brill
Library, New York Psychoanalytic Institute.
72. Freud a Ida Fliess, 17 de diciembre de 1928. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
73. Freud a Ida Fliess, 30 de diciembre de 1928. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
74. Freud a Anna Freud (telegrama), 12 de abril de 1927. Freud Collection, LC.
75. Anna Freud a Freud, s.f. [primavera de 1927], Ibíd.
76. Freud a Andreas-Salomé, 11 de mayo de 1927. Freud Collection, B3, LC.
77. Freud a Eitingon, 22 de junio de 1928. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
78. Véase Brandes a Freud, 11 y 26 de junio de 1928. Freud Museum, Londres.
79. Véase Joseph Wortis, Fragments of an Analysis with Freud (1954), 23.
80. Freud a Andreas-Salomé, 11 mayo de 1927. Freud Collection, B3, LC.
8 1. Freud a Andreas-Salomé, 11 de diciembre de 1927. Ibíd.
82. Freud a Ferenczi, 23 de octubre de 1927. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
83. Laforgue a Freud, 9 de abril de 1925. De la correspondencia Freud-Lafor-
gue, traducida al francés por Pierre Cotet y comp. por André Bourguignon
y otros, en “Mémorial”, Nouvelle Revue de Psychoanalyse, XV (abril de
1977), 260. Algunos de los pasajes que cito, también aparecen en Celia
Bertin, Marie Bonaparte: A Life (1982), 145-150.
84. Freud a Laforgue, 14 de abril de 1925. “Mémorial”, 260-261.
85. Véase Laforgue a Freud, 1 de mayo de 1925. Ibíd., 261.
86. Citado en Bertin, Marie Bonaparte, 150.
87. Freud a Eitingon, 30 de octubre de 1925. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
88. Freud a Laforgue, 15 de noviembre de 1925. “Mémorial”, 273.
89. Véanse cinco cuadernos de tapa blanda en cuero negro, con anotaciones
fechadas entre el 22 de noviembre de 1889 y el 21 de julio de 1891. En
inglés, francés y alemán. Freud Museum, Londres.
90. Véanse las notas tomadas por Marie Bonaparte para una posible biografía
de Freud, recogidas de boca de Freud “en abril de 1928”. En francés, pape­
les de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
91. Citado en Andreas-Salomé a Freud, 14 de julio de 1929. Freud-Salomé, 198
(181).
92. Freud a Andreas-Salomé, 28 de julio de 1929. Ibíd., 198 (181).
93. Ibíd.
94. Freud a Jones, 26 de enero de 1930. Freud Collection, D2, LC.
95. Véase Civilization and Its Discontents [El malestar en la cultura], SE XXI,
117.
96. Freud a Eitingon, 8 de julio de 1929. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe. Véase la “Editor’s Introduction” a Civilization
and Its Discontents [El malestar en la cultura], SE XXI, 59-60.
97. Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, 421-422/Civilization and Its Dis­
contents, SE XXI, 64.
98. Ibíd., 432 / 75.
99. Ibíd., 432 /75.
100. Ibíd., 438n, 434 / 80n, 76.
101. Ibíd., 445-447 / 87-89.
102. Ibíd., 451 / 91-92.
103. Ibíd., 471 / 111. Esta sentencia proviene de Plauto.
[800] Notas

104. “Nachschrift 1935” a “Selbstdarstellung”, GW XVI, 32-33/“Postscript” a


“Autobiographical Study” [“Presentación autobiográfica”], SE XX, 72.
105. Véase Freud a Ferenczi, 17 de noviembre de 1918. Correspondencia Freud-
Ferenczi, Freud Collection, LC.
106. Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, 504/Civilization and Its Discon­
tents [El malestar en la cultura], SE XXI, 143.
107. Ibid., 462/ 103.
108. Ibid., 469-470 / 110-111.
109. Véase ibid., 504 / 143.
110. Ibid., 473 / 113-114.
111. Ibid., 474 I 114. Como se indica en una nota al texto de Freud (véase
ibid., 475n / 114n) él había acuñado la expresión un poco antes, empleán­
dola en un artículo de 1918, “The Taboo of Virginity” y en Group psy­
chology and the Analysis of the Ego [Psicología de las masas y análisis
del yo] (1921).
112. Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, 4J4ICivilization and Its Discon­
tents [El malestar en la cultura], SE XXI, 114-115.
113. Ibid., 474, 481 / 115, 122.
114. Ibid., 502-506 / 141-144.
115. Ibid., 506 / 145. Ya he citado el primero de estos pasajes en la pág. 356.
116. Kürzeste Chronik, 11 y 14 de noviembre y 7-10 de diciembre de 1929.
Freud Museum, Londres.
117. 7 de noviembre y 31 de octubre de 1929. Ibid.
118. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 148.
119. Jones a Freud, 1 de enero de 1930. Ejemplar mecanografiado, Freud Collec­
tion, D2, LC.
120. Freud a Jones, 26 de enero de 1930. Ibid.
121. Pfister a Freud, 4 de febrero de 1930. Freud-Pfister, 142 (131).
122. Freud a Pfister, 7 de febrero de 1930. Freud Museum, Londres.
123. Das Unbehagen in der Kultur, GW XIV, 506/Civilization and Its Discon­
tents [El malestar en la cultura], SE XXI, 145.
124. Freud a Arnold Zweig, 7 de diciembre de 1930. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 37 (25).
125. Véase Will Brownell y Richard N. Billings, So Close to Greatness: A
Biography of William C. Bullitt (1987), 123.
126. William Bullit, “Foreword” a Freud y Bullitt, Thomas Woodrow Wilson: A
Psychological Study (1967; ed. en rústica, 1968), v-vi.
127. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 16-17.
128. Massenpsychologie, GW XIII, 103/Group psychology [Psicología de las
masas y análisis del yo], SE XVIII, 95.
129. Freud a William Bayard Hale, 15 de enero de 1922. En inglés. Papeles de
William Bayard Hale, caja 1, carpeta 12. Y-MA.
130. Freud a Hale, 3 de enero de 1922. En inglés. Ibid.
131. Freud a Hale, 15 de enero de 1922. En inglés. Ibid.
132. En su reseña del libro, Jones lo saludó como “un estudio notable y origi­
nal”, pero estuvo de acuerdo con Freud en que no era psicoanálisis.(Int.
J. Psycho-Anal., III [1922], 385-386.)
133. Freud a Hale, 15 de enero de 1922. En inglés. Papeles de William Bayard
Hale, caja 1, carpeta 12. Y-MA.
134. Véase Freud a Hale, 20 de enero de 1922. En inglés. Ibid.
135. Bullitt, “Foreword” a Thomas Woodrow Wilson, v.
136. Bullitt a House, 29 de julio de 1930. Papeles del coronel E.M. House,
serie I, caja 21. Y-MA.
Notas [801]

137. House a Bullitt, 31 de julio de 1930. Ibíd.


138. Bullitt a House, 4 de agosto de 1930. Ibíd.
139. Bullitt a House, 3 de septiembre de 1930. Ibíd.
140. Bullitt a House, 20 de septiembre de 1930. Ibíd.
141. Kürzeste Chronik, 17 de octubre de 1930. Freud Museum, Londres.
142. Bullitt a House, 26 de octubre de 1930. Papeles del coronel E.M. House,
serie I, caja 21. Y-MA.
143. Ibíd.
144. Kürzeste Chronik, 29 de octubre de 1930. Freud Museum, Londres.
145. Bullitt a House, 23 de noviembre de 1930. Papeles del coronel E.M. Hou­
se, serie I, caja 21. Y-MA.
146. Freud a Amold Zweig, 7 de diciembre de 1930. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 37 (25).
147. Bullitt a House, 17 de agosto de 1931. Papeles del coronel E.M. House,
serie I, caja 21. Y-MA.
148. Bullitt a House, 13 de diciembre de 1931. Ibíd.
149. House a Bullitt, 28 de diciembre de 1931. Ibíd.
150. Bullitt a House, 29 de abril de 1932. Ibíd.
151. Freud a Eitingon, 20 de noviembre de 1932. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
152. Freud y Bullitt, Thomas Woodrow Wilson, 59-60.
153. Ibíd., 69.
154. Ibíd., 86.
155. Ibíd., 83.
156. Ibíd., 228.
157. Ibíd., 338.
158. De acuerdo con un memorando de Alick Bartholomew, del departamento de
redacción de Houghton Mifflin, editorial que publicó el libro, Anna Freud
declaró que la obra impresa se había convertido en «una especie de paro­
dia en virtud de la repetición descuidada de frases como “pasivamente con
respecto a su padre” e “identificación con Jesucristo”. La repetición de fór­
mulas psicoanalíticas pasó a ser un conjuro». (Citado en Brownell y
Billings, So Cióse to Greatness, 349.) En agosto de 1965, después de una
relectura del libro, ella volvió a decir lo mismo con gran energía: “Las
aplicaciones por parte de B[ullitt] de las interpretaciones analíticas que se
le dieron son imposibles, infantiles y desmañadas, casi ridiculas”. (Anna
Freud a Schur, 10 de agosto de 1965. Papeles de Max Schur, LC.)
159. Freud a Eitingon, 25 de julio de 1931. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
160. Freud a Paul Hill, 16 de noviembre de 1934. Paul Hill Collection, Hoover
Institution Archives, Stanford University. (Debo esta referencia a Juliette
George.)
161. Richard Hofstadter, The American Political Tradition and the Men Who
Madelt (1948), 248.
162. Freud, “Introduction” nThomas Woodrow Wilson, xiii-xiv.
163. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 124.
164. Véase ibíd., 144.
165. Véase Freud a Pfister, Pascua de 1932. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
166. Freud a Jones, 12 de septiembre de 1932. Freud Collection, D2, LC.
167. Freud a Eitingon, 15 de noviembre de 1931. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
168. Véase la Kürzeste Chronik, 18 de enero de 1932. Freud Museum, Londres.
[802] Notas

Freud utilizó, erróneamente, el signo de “dólares” (“$”) en lugar del de


libras (“£”) al comunicarle las noticias a Eitingon. Se trata sin duda de un
lapsus, pues Freud preguntó enseguida a Eitingon “¿Cuánto es esto en dóla­
res?” (Freud a Eitingon, 19 de enero de 1932. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.)
169. Freud a Fliess, 11 de marzo de 1902. Freud-FUess, 503 (457).
170. Freud a Ferenczi, 20 de abril de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
171. Freud a Arnold Zweig, 5 de marzo de 1939. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 186 (178).
172. Jones, Free Associations, 191.
173. Freud a Ferenczi, 10 de enero de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
174. Freud a Jones, 25 de septiembre de 1924. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
175. Freud a Jones, 21 de diciembre de 1925. Dictada a Anna Freud. Ibíd.
176. Freud a Rank, 23 de mayo de 1924. Rank Collection, Caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
177. Freud a Pfister, 11 de marzo de 1913. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
178. Freud a “Miss Downey”, 1 de marzo de 1922. Freud Collection (a situar en
la serie B), LC.
179. Freud a Rank, 6 de agosto de 1924. Rank Collection, caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
180. Freud a Ferenczi, 30 de marzo de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
181. Freud a Eitingon, 11 de noviembre de 1921. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
182. Pfister a Freud, 21 de julio de 1921. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
183. Freud a Abraham, 24 de agosto de 1912. Papeles de Karl Abraham, LC.
184. Freud a Pfister, 29 de julio de 1921. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
185. Freud a Jones, 9 de diciembre de 1921. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
186. Freud a Jones, 18 de marzo de 1921. En inglés. Ibíd.
187. Freud a Blumgart, 28 de noviembre de 1922. A.A. Brill Library, New York
Psychoanalytic Institute.
188. Freud a Lehrman, 27 de enero de 1930. Ibíd.
189. Freud a Lehrman, 5 de octubre de 1930. Ibíd.
190. Freud a Jones, 25 de septiembre de 1924. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
191. Freud a Jones, 4 de enero de 1929. Ibíd. Reproducida en Jones [Vida y
obra de Sigmund Freud] III, 143.
192. “Introduction to the Special Psychopathology Number of The Medical
Review of Reviews" (1930), SE XXI, 254-255. Las palabras en cursiva
aparecen en inglés en el original de Freud.
193. Freud a Jones, 26 de diciembre de 1912. En inglés. Freud Collection D2,
LC.
194. Freud a Radó, 30 de septiembre de 1925. Ibíd., B9, LC.
195. Freud a Frankwood Williams, 22 de diciembre de 1929. Ejemplar mecano­
grafiado, Freud Museum, Londres.
196. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] II, 59-60.
Notas [803]

197. Freud a Ferenczi, 21 de noviembre de 1909. Correspondencia Freud-


Ferenczi, Freud Collection, LC.
198. Freud a Jones, 10 de marzo de 1910. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
199. Freud a Ferenczi, 20 de abril de 1919. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
200. Citado en Schur a Jones, 30 de septiembre de 1955. Papeles de Max Schur,
LC.
201. Freud a Jones, 12 de abril de 1921. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
202. Freud a Rank, 23 de mayo de 1924. Rank Collection, caja Ib. Rare Book
and Manuscript Library, Columbia University.
203. “Die endliche und die unendliche Analyse”, GW XVI, 60/“Analysis [“Aná­
lisis terminable e interminable”], SE XXIII, 216.
204. Freud a Jones, 8 de marzo de 1920. En inglés. Freud Collection, D2, LC.
205. Freud a Pfister, 20 de agosto de 1930. Freud-Pfister, 147 (135).
206. Laforgue a Freud, 8 de julio de 1927. “Mémorial”, 288.
207. “Advertencia de peligro en la vida americana/El doctor Ferenczi de Buda­
pest ve la necesidad del psicoanálisis para tratar neuróticos/Se embarca
después de la gira de conferencias/El asociado del doctor Freud entrenó a
psicoanalistas de aquí para que continúen su trabajo”, New York Times, 5
de junio de 1927, sec. 2, 4.
208. Stendhal, De l’amour (1822), ed. a cargo de Henri Martineau (1938), 276
[trad. cast: Del amor, Madrid, Alianza, 21973 J.
209. Stendhal, Luden Leuwen (publicación postuma), ed. a cargo de Anne-
Marie Meininger, 2 vols. (1982), I, 113 [trad. cast: Luciano Leuwen,
Madrid, Alianza, 21981 ].
210. Charles Dickens, Martin Chuzzlewit (1843), cap. 16.
211. Philip Brune-Jones, Dollars and Democracy (1904), 74. (Debo esta refe­
rencia a C. Vann Woodward.)
212. Freud a Ferenczi, 17 de enero de 1909. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
213. Freud a Jung, 17 de octubre de 1909. Freud-Jung [Correspondencia], 282
(256).
214. Freud a Jones, 21 de septiembre de 1913. En inglés. Freud Collection, D2,
LC.
215. Freud al Dr. Samuel A. Tannenbaum, 19 de abril de 1914. Ibíd., B4, LC.
216. Freud a Jones, 11 de mayo de 1920. En inglés. Ibíd., D2, LC.
217. Véase Freud a Putnam, 8 de julio de 1915. James Jackson Putnam: Letters,
376.
218. Freud a Pfister, 3 de noviembre de 1921. Freud-Pfister, 86 (83).
219. Freud a Eitingon, 21 de julio de 1932. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
220. Convocatoria para la entrega del Premio Goethe, firmada “Landmann”,
alcalde de Francfort. Ejemplar mecanografiado, Freud Collection, B13, LC.
Véase también la carta del doctor Alfons Paquet, secretario de los fideico­
misarios del fondo, a Freud, 26 de julio de 1930, informándole de la
recompensa. [GW XIV, 545-546n.)
221. Kürzeste Chronik, 6 de noviembre de 1930. Freud Museum, Londres.
222. Véase Freud a Eitingon, 26 de agosto de 1930. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
223. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 151.
224. Freud a Paquet, 3 de agosto de 1930. GW XIV, 546/SE XXI, 207.
225. Freud a Jones, 30 de agosto de 1930. Freud Collection, D2, LC.
226. Ibíd.
[804] Notas

227. Freud a Jones, 15 de septiembre de 1930. Ibíd.


228. Freud a Andreas-Salomé, 22 de octubre de 1930. Freud-Salomé, 207 (190).
229. Freud a Jones, 12 de mayo de 1930. Freud Collection, D2, LC.
230. Freud a Jones, 19 de mayo de 1930. Ibíd.
231. Freud a Andreas-Salomé, 8 de mayo de 1930. Freud-Salomé, 205 (187-188).
232. Véase Kürzeste Chronik, 24 de agosto de 1930. Freud Museum, Londres.
233. Freud a Eitingon, 1 de diciembre de 1929. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe. Véase también Freud a Abraham, 29 de mayo de
1918. Freud-Abraham. [Correspondencia Freud-Abraham], 259 (275). Y véa­
se Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte
en su vida y en su obra], 314-315, 423-424.
234. Freud a Jones, 15 de septiembre de 1930. Freud Collection, D2, LC. La
frase “there is no saying” está en inglés.
235. Véase Freud a Alexander Freud, 10 de septiembre de 1930. Ibíd., Bl, LC.
236. Freud a Jones, 15 de septiembre de 1930. Ibíd., D2, LC.
237. Forsyth a Freud, 7 de enero de 1931. Freud Museum, Londres.
238. Freud a Eitingon, 18 de enero de 1931. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe. Véase Freud a Jones, 12 de febrero de 1931. Freud
Collection, D2, LC.
239. Freud a Jones, 2 de junio de 1931. Ibíd.
240. Freud a Amold Zweig, 10 de mayo de 1931. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
241. Véase Kürzeste Chronik, 5 de mayo de 1931. Freud Museum, Londres.
242. Freud a Andreas-Salomé, 9 de mayo de 1931. Freud-Salomé, 210 (193).
243. Citado en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 158.
244. Einstein a Freud, 29 de abril de 1931. Freud Collection, B3, LC.
245. Dr. M. Bernhard, presidente del Herzl Club, y Dr. Wilhelm Stein, secreta­
rio a Freud, 5 de mayo de 1931. Freud Museum, Londres.
246. Todo en Freud Museum, Londres.
247. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 155.
248. Feuchtwang a Freud, 7 de abril de 1931. Freud Museum, Londres.
249. Invitación impresa a las celebraciones en Pribor el 25 de octubre de 1931.
Ibíd.
250. Freud al alcalde de Pfíbor, 1931. Ejemplar mecanografiado, Freud Collec­
tion, B3, LC/“Letter to the Burgomaster of Pfíbor”, SE XXI, 259. Ya cité
este pasaje en la pág. 9.
251. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 157.
252. Ferenczi a Freud, 15 de mayo de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
253. Ferenczi a Freud, 14 de octubre de 1915. Ibíd.
254. Véase un ejemplo en Freud a Ferenczi, 8 de abril de 1915. Ibíd.
255. Ferenczi a Freud, 20 de marzo de 1922. Ibíd.
256. Freud a Ferenczi, 30 de marzo de 1922. Ibíd.
257. Ferenczi a Freud, 3 de septiembre de 1923. Ibíd.
258. Freud a Ferenczi, 6 de octubre de 1910. Ibíd.
259. Freud a Ferenczi, 28 de junio de 1909. Ibíd.
260. Freud a Ferenczi, 21 de julio de 1922. Ibíd.
261. Freud a Eitingon, 30 de junio de 1927. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
262. Eitingon a Freud, 10 de agosto de 1927. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
263. Freud a Ferenczi (tarjeta postal), 18 de diciembre de 1927. Corresponden­
cia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.
Notas [805]

264. Freud a Eitingon, 8 de agosto de 1927. Con permiso de Sigmund Freud


Copyrights, Wivenhoe.
265. Freud a Eitingon, 26 de agosto de 1927. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
266. Freud a Ferenczi, 18 de septiembre de 1931. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
267. Ferenczi a Freud, 6 de febrero de 1925. Ibíd.
268. Véase Ferenczi a Freud, 14 de febrero de 1930. Ibíd.
269. Freud a Eitingon, 3 de noviembre de 1930. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
270. Ferenczi a Freud, 15 de septiembre de 1931. Correspondencia Freud-Ferenc-
zi, Freud Collection, LC.
271. Freud a Ferenczi, 18 de septiembre de 1931. Ibíd.
272. Ferenczi a Freud, 17 agosto de 1922. Ibíd.
273. Freud a Ferenczi, 13 de diciembre de 1931. Ibíd.
274. Ferenczi a Freud, 27 de diciembre de 1931. Ibíd.
275. 7 de enero de 1932, Klinisches Tagebuch. Texto mecanografiado, con unas
pocas páginas manuscritas. Freud Collection, B22, LC, catalogado como
“Scientific Diary” (“Diario científico”).
276. 17 de marzo de 1932. Ibíd.
277. 7 de enero de 1932. Ibíd.
278. 20 de marzo de 1932. Ibíd.
279. 7 de enero de 1932. Ibíd.
280. 20 de marzo de 1932. Ibíd.
281. 14 de febrero de 1932. Ibíd.
282. 28 de junio de 1932. Ibíd.
283. Ibíd.
284. Ferenczi a Georg y Emmy Groddeck, 3 de marzo de 1932. Sándor Ferenczi
y Georg Groddeck, Briefwechsel 1921-1933, comp. de Willi Kóhler
(1986), 85.
285. 4 de agosto de 1932, Klinisches Tagebuch. Freud Collection, B22, LC.
286. Ibíd.
287. Ibíd.
288. Ibíd.
289. Véase 5 de abril y 26 de julio de 1932. Ibíd.
290. 4 de agosto de 1932. Ibíd.
291. 7 de julio de 1932. Ibíd.
292. Freud a Eitingon, 18 de abril de 1932. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
293. Freud a Jones, 12 de septiembre de 1932. Freud Collection, D2, LC.
294. Véase Freud a Eitingon, 24 de agosto de 1932. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
295. Freud a Ferenczi, 12 de mayo de 1932. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
296. Ferenczi a Freud, 19 de mayo de 1932. Ibíd.
297. Ferenczi a Freud, 21 de agosto de 1932. Ibíd.
298. Véase Freud a Ferenczi, 24 de agosto de 1932. Ibíd.
299. Freud a Jones, 12 de septiembre de 1932. Freud Collection, D2, LC.
300. Freud a Eitingon (telegrama), 2 de septiembre de 1932. Con permiso de
Sigmund Freud Copyrights, Wivenhoe.
301. Freud a Anna Freud, 3 de septiembre de 1932. Freud Collection, LC.
302. Ibíd. las palabras de Brill (“No es sincero”) están en inglés en la carta de
Freud. Vale la pena señalar que el relato de Ernest Jones acerca de esa reu­
[806] Notas

nión (Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 172-173) sigue a esta car­
ta hasta en sus más mínimos detalles.
303. Véase Freud a Eitingon, 24 de agosto de 1932. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
304. Freud a Anna Freud, 3 de septiembre de 1932. Freud Collection, LC. Esta
última frase permite descartar la insinuación de Jeffrey Moussaieff Masson
en cuanto a que Freud había condenado las ideas de Ferenczi sin escucharlo,
en una carta a Eitingon del 29 de agosto, el día antes de que el húngaro le
leyera su artículo al maestro en Viena. (Véase Masson, The Assault on
Truth [El asalto a la verdad], 170-171.) Obviamente, Freud, lo mismo que
su hija, conocían perfectamente desde hacía cierto tiempo las más nuevas
ideas de Ferenczi.
305. Freud a Jones, 12 de septiembre de 1932. Freud Collection, D2, LC.
306. Freud a Eitingon, 20 de octubre de 1932. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
307. Véase Spector, The Aesthetics of Freud, 149-155.
308. Freud a Ferenczi, enero 11, 1933. Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud
Collection, LC.
309. Ferenczi a Freud, 27 de marzo de 1933. Ibíd.
310. Véase Freud a Ferenczi, 2 de abril de 1933. Ibíd.
311. Freud a Eitingon, 3 de abril de 1933. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
312. Freud a Jones, 29 de mayo de 1933. Freud Collection, D2, LC.
313. Freud a Jones, 23 de agosto de 1933. Ibíd.
314. Wilhelm Busch, “Es sitzt ein Vogel auf dem Leim”, en Kritik des Herzens
(1874), Wilhelm Busch Gesamtausgabe, comp. de Friedrich Bohne, 4 vols.
(1959), II, 495.

Capitulo doce. Morir en libertad

1. Freud a Jones, 26 de abril de 1932. Freud Collection, D2, LC.


2. Véase Freud a Jones, 17 de junio de 1932. Ibíd.
3. Freud a Ferenczi, 16 de julio de 1927. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
4. Freud a Samuel Freud, 3 de agosto de 1927. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
5 . Freud a Samuel Freud, 31 de diciembre de 1930. En inglés. Ibíd.
6. Freud a Samuel Freud, 1 de diciembre de 1931. En inglés. Ibíd.
7. Ibíd.
8. Freud a Pfister, 15 de mayo de 1932. Con permiso de Sigmund Freud Copy­
rights, Wivenhoe.
9. Holstijn a Karl Landauer, septiembre de 1933. Citada en Karen Brecht y
otros, comps., "Hier geth das Leben auf eine sehr merkwürdige Weise wei­
ter...” Zur Geschichte der Psychoanalyse in Deutschland (1985), 57.
10. Freud a Samuel Freud, 31 de julio de 1933. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
11. Karl Dietrich Bracher, The German Dictatorship: The Origins, Structure,
and Effects of National Socialism (1969; trad. de Jean Steinberg, 1970),
258 [trad. cast.: La dictadura alemana, Madrid, Alianza, 1974],
12. Freud a Andreas-Salomé, 14 de mayo de 1933. Freud-Salomé, 218 (200).
13. Pfister a Freud, 24 de mayo de 1933. Freud-Pfister, 151 (139).
Notas [807]

14. Citado en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 182.


15. Freud a Ferenczi, 2 de abril de 1933. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
16. Freud a Jones, 7 de abril de 1933. Freud Collection, D2, LC.
17. Freud a Jones, 23 de julio de 1933. Ibíd.
18. Freud a Samuel Freud, 31 de julio de 1933. En inglés. Rylands University
Library, Manchester.
19. Freud a Hilda Doolittle, 27 de octubre de 1933. En inglés. Papeles de Hilda
Doolittle, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University.
20. Freud a Pfister, 27 de febrero de 1934. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
21. Freud a Arnold Zweig, 25 de febrero de 1934. Freud-Zweig [Corresponden­
cia Freud-Zweig], 76 (65).
22. Freud a Hilda Doolittle, 5 de marzo de 1934. En inglés. Citada en su tota­
lidad en “Appendix” a H.D., Tribute tq Freud, 192.
23. Ibíd.
24. Freud a Ernst Freud, 20 de febrero de 1934. Freud Collection, Bl, LC.
25. Freud a Arnold Zweig, 25 de febrero de 1934. Freud-Zweig [Corresponden­
cia Freud-Zweig], 11 (65). La cita de Shakespeare está en inglés.
26. Ibíd., 76-77 (65).
27. Véase Kürzeste Chronik, 5 de junio de 1933. Freud Museum, Londres.
28. Freud a Hilda Doolittle, 5 de marzo de 1934. En inglés. Citada en su tota­
lidad en “Appendix” a H.D., Tribute to Freud, 192.
29. Freud a Arnold Zweig, 15 de julio de 1934. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 96-97 (86).
30. Freud a Andreas-Salomé, sin fecha [16 de mayo de 1934]. Freud-Salomé,
220 (202).
31. Freud a los miembros de la B’nai B’rith, sin fecha [6 de mayo de 1926],
Briefe [Epistolario], 381.
32. Freud a Fehl, 12 de noviembre de 1935. Ejemplar mecanografiado, Freud
Collection, B2, LC.
33. Véase Freud a Fliess, 8 de noviembre de 1895. Freud-Fliess, 153 (150).
34. Traumdeutung, GW II-III, d^ÁlInterpretation of Dreams [La interpretación
de los sueños], SE V, 442.
35. Freud a Marie Bonaparte, 10 de mayo de 1926. Briefe [Epistolario], 383.
36. Freud a Isaac Landman, 1 de agosto de 1929. Ejemplar manuscrito, Freud
Collection, B3, LC.
37. Freud a Schnitzler, 24 de mayo de 1926. Sigmund Freud, “Briefe an Arthur
Schnitzler”, Neue Rundschau, LXVI (1955), 100.
38. “Vorrede zur hebräischen Ausgabe von Totem und Tabu" (escrito en 1930,
publicado en 1934), GW XIV, 569/“Preface to the Hebrew Edition of
Totem and Taboo”, SE XIII, xv.
39. Citado en “A Religious Experience” (1928), SE XXI, 170. La frase está en
inglés en el original de Freud.
40. “Brief an den Herausgeber der Jüdischen Presszentrale Zürich" (1925), G W
XIV, 556/“Letter to the Editor of the Jewish Press Centre in Zurich”, SE
XIX, 291.
41. Freud a Dwossis, 15 de diciembre de 1930. Ejemplar mecanografiado, Freud
Museum, Londres.
42. Freud a Dwossis, 20 de septiembre de 1928. Ejemplar mecanografiado,
Freud Museum, Londres. En 1930, se refirió en letras de imprenta a su
ignorancia del hebreo en su Prefacio a la traducción hebrea de Totem and
Taboo [Tótem y tabú] {SE XIII, xv); en 1938, repitió la observación:
[808] Notas

“lamentablemente, no sé leer hebreo”. (Freud a Dwossis, 11 de septiembre


de 1938. Freud Museum, Londres.)
43. Martin Freud, “Who Was Freud?”, en The Jews of Austria, comp, de Fraen­
kel, 203.
44. Véase Ernst Freud a Siegfried Bernfeld, 20 de diciembre de 1920. Papeles
de Siegfried Bernfeld, contenedor 17, LC. Véase también Avner Falk,
“Freud and Herzl”, Contemporary Psychoanalysis, XIV (1978), 378.
45. Véase Martin Freud, “Who Was Freud?”, en The Jews of Austria, comp, de
Fraenkel, 203-204.
46. Freud a los miembros de la B’nai B’rith sin fecha [6 de mayo de 1926].
Briefe [Epistolario], 381.
47. Freud a Ferenczi, 30 de marzo de 1922. Correspondencia Freud-Ferenczi,
Freud Collection, LC.
48. Freud a Arnold Zweig, 8 de mayo de 1932. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 51-52 (40).
49. “Vorrede zur hebräischen Ausgabe”, GW XIV, 569/“Preface to the Hebrew
Edition”, SE XIII, xv.
50. Freud a Pfister, 9 de octubre de 1918. Freud-Pfister, 64 (63).
5 1. Pfister a Freud, 29 de octubre de 1918. Ibid., 64 (63).
52. “Selbstdarstellung”, GW XIV, 35/“Autobiographical Study” [“Presentación
autobiográfica”], SE XX, 9. Véase también la pág. 51.
53. Véase “The Resistances to Psycho-Analysis” (1925), SE XIX, 222.
54. Freud a los miembros de la B’nai B’rith, sin fecha [6 de mayo de 1926].
Briefe [Epistolario], 381-382.
55. Jones, Free Associations, 208-209.
56. Freud a Martha Bemays, 2 de febrero de 1886. Briefe [Epistolario], 208-209.
57. Véase Freud a Andreas-Salomé, 6 de enero de 1935. Freud-Salomé, 224
(205).
58. Véase Freud a Jung, 17 de enero de 1909. Freud-Jung [Correspondencia],
218 (196-197).
59. Freud a Arnold Zweig, 18 de agosto de 1933. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
60. Citado en Andreas-Salomé a Freud, 2 de enero de 1935. Freud-Salomé, 221
(203).
61. Freud a Andreas-Salomé, 6 de enero de 1935. Ibíd., 222-223 (204).
62. Véase Freud a Eitingon, 13 de noviembre de 1934. Con permiso de Sig­
mund Freud Copyrights, Wivenhoe.
63. Freud a Arnold Zweig, 30 de septiembre de 1934. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 102 (91-92).
64. Voltaire, “Moses”, en Philosophical Dictionary (1764; trad, de Peter Gay,
1962), 2 vols. con foliación corrida, II, 400n.
65. Véase Martin Buber, Moses: The Revelation and the Covenant (1946; ed.
en rústica, 1958), 7.
66. Karl Abraham ya había tratado el tema de este faraón y su innovación reli­
giosa en un importante ensayo de 1912, al que curiosamente Freud no cita
en Moisés y la religión monoteísta. El artículo es “Amenhotep IV: A Psy­
cho-Analytical Contribution towards the Understanding of His Personality
and the Monotheistic Cult of Aton”, que puede leerse en inglés en Abra­
ham, Clinical Papers and Essays in Psycho-Analysis, traducción de Hilda
C. Abraham y D.R. Ellison (1955), 262-290.
67. Der Mann Moses und die monotheistische Religion. Drei Abhandlungen
(1939), GW XVI, 133/Afoses and Monotheism: Three Essays [Moisés y la
religión monoteísta], SE XXIII, 34.
Notas [809]

68. Ibíd., 132 / 33.


69. Véase Ernst Sellin, Mose und seine Bedeutung für die israelitisch-jüdische
Religionsgeschichte (1922).
70. Der Mann Moses, GW XVI, 148/Afoses and Monotheism [Moisés y la
religión monoteísta], SE XXIII, 47.
71. Freud a Amold Zweig, 16 de diciembre de 1934. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 108-109 (98).
72. Freud a Amold Zweig, 6 de noviembre de 1934. Ibíd., 108 (97).
73. Freud a Amold Zweig, 16 de diciembre de 1934. Ibíd., 108 (98).
74. Freud a Amold Zweig, 2 de mayo de 1935. Ibíd., 117 (106).
75. Freud a Eitingon, 12 de mayo de 1935. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
76. Freud a Hilda Doolittle, 19 de mayo de 1935. En inglés. Papeles de Hilda
Doolittle, Beinecke Rare Book and Manuscript Library, Yale University.
77. Freud a Hilda Doolittle, 3 de noviembre de 1935. En inglés. Ibíd.
78. Freud a Hilda Doolittle, 19 de mayo de 1935. En inglés. Ibíd.
79. Freud a Jones, 26 de mayo de 1935. Freud Collection, D2, LC.
80. Ibíd.
81. Véase Freud a Hilda Doolittle, sin fecha [16 ó 17 de noviembre de] 1935.
Papeles de Hilda Doolittle, Beinecke Rare Book and Manuscript Library,
Yale University.
82. Freud a Mrs.N.N., 9 de abril de 1935. En inglés. Briefe [Epistolario], 438.
83. Ibíd.
84. Freud a Amold Zweig, 14 de octubre de 1935. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
85. Ibíd.
86. Freud a Stefan Zweig, 5 de noviembre de 1935. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
87. Véase Freud a Amold Zweig, 20 de enero de 1936. Freud-Zweig [Corres­
pondencia Freud-Zweig], 129 (119).
88. Freud a Jones, 3 de marzo de 1936. Freud Collection, D2, LC.
89. Freud a Arnold Zweig, 21 de febrero de 1936. Freud-Zweig [Corresponden­
cia Freud-Zweig], 133 (122).
90. Kürzeste Chronik, 18 de agosto de 1936. Freud Museum, Londres.
91. Para los intentos de Freud de evitar todo tipo de celebraciones, volúmenes
conmemorativos y cosas por el estilo, véase Freud a Jones, 21 de julio de
1935 y 3 de marzo de 1936, Freud Collection, D2, LC. Véase también
Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 200-201.
92. Véase Freud a Jones, 21 de julio de 1935. Freud Collection, D2, LC. Véase
también Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 200-201.
93. Martha Freud a Lilly Freud Marlé, 5 de junio de 1936. Freud Collection,
B2, LC.
94. Freud a Stefan Zweig, 18 de mayo de 1936. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
95. Véase Kürzeste Chronik, 14 de junio de 1936. Freud Museum, Londres.
96. Véase Kürzeste Chronik, 30 de junio de 1936. Ibíd.
97. Freud a Jones, 4 de julio de 1936. Freud Collection, D2, LC.
98. Freud a Schwadron, 12 de julio de 1936. Freud Museum, Londres.
99. Freud a Arnold Zweig, 17 de junio de 1936. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
100. Freud a Eitingon, 5 de febrero de 1937. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
[810] Notas

101. Freud a Marie Bonaparte, 27 de septiembre de 1936. Citada en Jones


[Vida y obra de Sigmund Freud] III, 209.
102. Kürzeste Chronik, 23 de julio de 1936. Freud Museum, Londres.
103. Kürzeste Chronik, 24 de diciembre de 1936. Ibíd.
104. Marie Bonaparte a Freud, 30 de diciembre de 1936. Citada en la introduc­
ción a Freud-Fliess, xviii.
105. Freud a Marie Bonaparte, 3 de enero de 1937. Ibíd., xviii-xix.
106. Marie Bonaparte a Freud, 7 de enero de 1937. Ibíd., xix-xx.
107. Freud a Marie Bonaparte, 10 de enero de 1937. Ibíd., xx.
108. Véase “Editor’s Note” a “Analysis Terminable and Interminable”, [“Análi­
sis terminable e interminable”], SE XXIII, 212.
109. “Die Zerlegung der psychischen Persönlichkeit”, en Neue Vorlesungen,
GW XV, 86/“The Dissection of the Psychical Personality”, en New Intro-
ductory Lectures [Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis],
SE XXII, 80.
110. Freud a Arnold Zweig, 22 de junio de 1937. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
111. Freud a Arnold Zweig, 10 de febrero de 1937. Con permiso de Sigmund
Freud Copyrights, Wivenhoe.
112. Véase “Lou Andreas-Salomé” (1937), SE XXIII, 297.
113. Eitingon a Freud, 24 de febrero de 1937. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
114. Freud a Jones, 23 de agosto de 1933. Freud Collection, D2, LC.
115. Freud a Arnold Zweig, 23 de septiembre de 1935. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 121 (111).
116. Véase Arnold Zweig a Freud, 22 de noviembre de 1935. Ibíd., 124 (113-
114).
117. Véase Freud a Arnold Zweig, 21 de febrero de 1936. Ibíd., 132 (122).
118. Freud a Arnold Zweig, 22 de junio de 1936. Ibíd., 142-143 (133).
119. Freud a Jones, 2 de marzo de 1937. Freud Collection, D2, LC.
120. Freud a Arnold Zweig, 2 de abril de 1937. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 149 (139-140).
121. Freud a Jones, 7 de abril de 1933. Freud Collection, D2, LC.
122. Freud a Arnold Zweig, 20 de diciembre de 1937. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 163 (154).
123. Freud a Eitingon, 6 de febrero de 1938. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
124. Anna Freud a Jones, 20 de febrero de 1938. Papeles de Jones, Archivos de
la British Psycho-Analytical Society, Londres.
125. Freud a Ernst Freud, 22 de febrero de 1938. Freud Collection, Bl, LC.
126. Freud a Marie Bonaparte, 23 de febrero de 1938. Jones [Vida y obra de
Sigmund Freud] 111,217.
127. Kürzeste Chronik, 11 de marzo de 1938. Freud Museum, Londres.
128. Kürzeste Chronik, 13 y 14 de marzo de 1938. Ibíd.
129. Carl Zuckmayer, Als wär's ein Stück von mir. Horen der Freundschaft
(1966), 71.
130. G.E.R. Gedye, del Daily Telegraph de Londres. Citado en Dieter Wagner y
Gerhard Tomkowitz, “Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer!” Der Anschluss
Österreichs 1938 (1968), 267.
131. Véanse detalles y documentación en Herbert Rosenkranz, “The Anschluss
and the Tragedy of Austrian Jewry, 1938-1945”, en The Jew of Austria,
comp. de Fraenkel, 479-545.
132. “Judíos vieneses golpeados; negocios saqueados/Oficinas de sociedades y
Notas [811]

periódicos ocupados por los nazis ! Se realizaron arrestos imputando deli­


tos económicos”, New York Times, 14 de marzo de 1938, 2.
133. Ibíd.
134. “Judíos humillados por multitudes vienesas/Familias obligadas a fregar las
calles, aunque los guardias alemanes dispersan la turba/Los nazis se apode­
ran de las grandes tiendas/Enorme cantidad de arrestos / Absorben los
ministerios y el distrito germano de Austria”, New York Times, 16 de mar­
zo de 1938, 3 (despacho de la Associated Press).
135. New York Times, 14 de marzo de 1938, 3 (despacho de la Associated Press
de fecha “13 de marzo de 1938”).
136. Véase Friedrich Torberg, Die Tante Jolesch, oder Der Untergang des
Abendlandes in Anekdoten (1975; ed. en rústica, 1977), 154-167, esp.
155.
137. Véase Raúl Hilberg, The Destruction of the European Jews (1961; 2a ed.,
1981), 61.
138. Véase Wagner y Tomkowitz, 'Ein Volk, Ein Reich, Ein Führerl’, 341.
139. Véase Martin Gilbert, comp., The Macmillan Atlas of the Holocaust
(1982), 22. De los 60.000 judíos que no pudieron salir de Austria, unos
40.000 fueron asesinados.
140. Citado en “Judíos friegan las calles en la ciudad de Viena/Obligados a borrar
las cruces del Frente Patriótico”, New York Times, 24 de marzo de 1938, 7.
(Despacho de la Associated Press, fechado el 23 de marzo de 1938.)
141. Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en
su vida y en su obra], 499.
142. Kürzeste Chronik, 15 de marzo de 1938. Freud Muséum, Londres.
143. Anna Freud a Ernest Jones, sin fecha. Papelesde Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres. Este relato contradice la
difundida historia de que Martha Freud les pidió que tomaran asiento y a
continuación les entregó el contenido de la caja fuerte.
144. Véase “Ofrecen ayuda a Freud/Palestina permitirá también el ingreso del
Profesor Neumann”, New York Times, 23 de marzo de 1938, 5 (despacho
fechado en Jerusalén, el 22 de marzo de 1938). Véase también “Prohíben
salir a Freud/No consigue pasaporte, dicen miembros del grupo holandés
que lo invita”, New York Times, 30 de marzo de 1938, 4 (despacho fecha­
do en La Haya, 28 de marzo de 1938).
145. Kürzeste Chronik, 16 y 17 de marzo de 1938. Freud Muséum, Londres.
146. Binswanger a Freud, 18 de marzo de 1938. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
147. Esta es la interpretación de Max Schur, que considero convincente; véase
Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en
su vida y en su obra], 496.
148. En este caso, y en los párrafos que siguen, cito a partir de fotocopias de
los telegramas originales, con permiso de Sigmund Freud Copyrights,
Wivenhoe. Véase también Clark, Freud [Freud. El hombre y su causa], 505-
511, que se basa en documentos de la Public Record Office y del Foreign
Office de Londres, y en los National Archives de Washington. La versión
de estos documentos de Clark y la mía concuerdan ampliamente.
149. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 220.
150. Ibid., I, 294.
151. Kürzeste Chronik, 22 de marzo de 1938. Freud Muséum, Londres.
152. Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en
su vida y en su obra], 498. Véase también Anna Freud a Schur, 28 de abril
de 1954. Papeles de Schur, LC, y Martin Freud, Freud, 214.
[812] Notas

153. Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en
su vida y en su obra], 498.
154. Martin Freud, Freud, 212-213.
155. Freud a Ernst Freud, 12 de mayo de 1938. Briefe [Epistolario], 459. Las
palabras “morir en libertad” están en inglés.
156. Véase. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] 111,221.
157. “El funcionario nazi que organizó este procedimiento demostró poseer un
extraño sentido del humor, al cargar a la cuenta de papá la considerable
suma que costó el transporte de los libros a su pira funeraria en Viena.”
(Martin Freud, Freud, 214.)
158. Vale la pena señalar que Freud, siempre escrupuloso, reintegró esas sumas
en cuanto pudo hacerlo.
159. Anna Freud a Jones, 3 de abril de 1938. Papeles de Jones, Archivos de la
British Psycho-Analytical Society, Londres.
160. Anna Freud a Jones, 22 de abril de 1938. Ibíd.
161. Anna Freud a Jones, 26 de abril de 1938. Ibíd.
162. Véase McGuire, introducción a Freud-Jung [Correspondencia], xx nota.
163. Freud a Jones, 28 de abril de 1938. Freud Collection, D2, LC.
164. Freud a Ernst Freud, 9 de mayo de 1938. Fotocopia del autógrafo, cortesía
del Dr. Daniel Offer. (Debo esta referencia a George F. Mahl.)
165. Freud a Jones, 13 de mayo de 1938. Freud Collection, D2, LC.
166. M artin Freud, Freud, 217.
167. Anna Freud a Jones, 25 de mayo de 1938. Papeles de Jones, Archivos de
la British Psycho-Analytical Society, Londres.
168. Véase Anna Freud a Jones, 30 y 31 de mayo de 1938. Ibíd.
169. Véase Freud a Arnold Zweig, 4 de junio de 1938. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 168 (160). Véase también Freud a Samuel Freud, 4 de
junio de 1938. En inglés. Rylands University Library, Manchester.
170. Véase la Kürzeste Chronik en las fechas correspondientes. Freud Museum,
Londres. Hasta el funesto día de la partida, las fechas de la Chronik son
correctas, pero “Sábado 3 de junio” sigue a “Jueves 2 de junio”. Freud no
rectificó la secuencia errónea hasta la mitad de la semana siguiente: así, la
primera anotación realizada en Londres está fechada “Lunes, 5 de junio”,
cuando debió decir “6 de junio”; después, el jueves, la fecha está registrada
correctamente: “Jueves 9 de junio”.
171. Kürzeste Chronik, 10 de mayo de 1938. Ibíd.
172. Freud a Eitingon, 6 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 462.
173. Ibíd., 461.
174. Véase Anna Freud a Jones, 25 de mayo de 1938. Papeles de Jones, Archi­
vos de la British Psycho-Analytical Society, Londres.
175. Kürzeste Chronik, 3 de junio de 1938. Freud Museum, Londres. Como
hemos observado previamente, las anotaciones de Freud correspondientes a
este período están fechadas incorrectamente. El sábado era 4 de junio, y no
3 de junio. Desde luego, a las “2:45 A.M.”, estrictamente hablando, el día
ya era el domingo 5 de junio.
176. Freud a Eitingon, 6 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 461-462.
177. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 228.
178. Freud a Eitingon, 6 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 461.
179. Martha Freud a Lilly Freud Marlé y a su esposo, Arnold, 22 de junio
[1938], Freud Collection, B2, LC.
180. Freud a Eitingon, 6 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 461-463.
181. “Prof. Freud/en Londres después de sesenta años/Bien pero cansado”,
Manchester Guardian, 7 de junio de 1938, 10.
Notas [813]

182. Freud a Arnold Zweig, 28 de junio de 1938. Freud-Zweig [Correspondencia


Freud-Zweig], 173 (164). La palabra “firmas” está en inglés. Medio siglo
antes, había firmado “Dr. Sigm. Freud” en sus primeras cartas a Fliess.
183. Freud a Eitingon, 6 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 403. El pasaje
citado está en inglés.
184. Freud a Alexander Freud, 22 de junio de 1938. Ibíd., 463-464.
185. «Ya en la segunda semana —escribió ella—, llegaban sin problemas cartas
que no tenían ninguna indicación más concreta que “Freud, Londres”».
(Martha Freud a Lilly Freud Marlé y su esposo, Arnold; 22 de junio de
1938. Freud Collection, B2, LC.)
186. Freud a Alexander Freud, 22 de junio de 1938. Briefe [Epistolario], 464.
187. Freud a de Saussure, 11 de junio de 1938. Freud Collection, Z3, LC.
188. Kürzeste Chronik, 21 de junio, 1938. Freud Museum, Londres.
189. Freud a Arnold Zweig, 28 de junio de 1938. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 172 (163).
190. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 234.
191. Véase Freud a Arnold Zweig, 28 de junio de 1938. Freud-Zweig [Corres­
pondencia Freud-Zweig], 172 (163).
192. Der Mann Mases, GW XVI, WUMoses and Monotheism [Moisés y la
religión monoteísta], SE XXIII, 7.
193. Freud a Alexander Freud, 17 de julio de 1938. Freud Collection, Bl, LC.
Véase también Kürzeste Chronik, 17 de julio de 1938. Freud Museum, Lon­
dres.
194. Freud a Reik, 3 de julio de 1938. Ejemplar mecanografiado, Papeles de
Siegfried Bernfeld, contenedor 17, LC. Carta citada en Theodor Reik, The
Search Within: The Inner Experience of a Psychoanalyst (1956), 656.
195. Freud a Jacques Schnier, 8 de julio de 1938. En inglés. Papeles de Sieg­
fried Bernfeld, contenedor 17, LC.
196. Freud a Sachs, 11 de julio de 1938. Citada en Sach, Freud: Master and
Friend, 180-181.
197. Freud a Stefan Zweig, 20 de julio de 1938. Citada en su totalidad en Jones
[Vida y obra de Sigmund Freud] III, 235.
198. Freud a Anna Freud, 3 de agosto de 1938. Freud Collection, LC.
199. Anna Freud a Marie Bonaparte, 8 de septiembre de 1938. Citada en Schur,
Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida
y en su obra], 510.
200. Arnold Zweig a Freud, 8 de noviembre de 1938. Freud-Zweig [Correspon­
dencia Freud-Zweig], 179 (170).
201. Kürzeste Chronik, 30 de septiembre de 1938. Freud Museum, Londres.
202. Freud a Marie Bonaparte, 4 de octubre de 1938. Briefe [Epistolario], 467.
203. Freud a Marie Bonaparte, 12 de noviembre de 1938. Ibíd., 471.
204. Freud a Yvette Guilbert, 24 de octubre de 1938. Ibíd., 468. La palabra
“connotación” está en inglés.
205. Véase Arnold Zweig a Freud, 5 de agosto y 16 de octubre de 1938. Freud-
Zweig [Correspondencia Freud-Zweig], 176, 178 (167-168, 169-170).
206. Freud a Singer, 31 de octubre de 1938. Briefe [Epistolario], 469-470.
207. Freud a Jones, 1 de noviembre de 1938. Freud Collection, D2, LC.
208. Blanche Knopf a Freud, 15 de noviembre de 1938. Freud Museum, Londres.
209. Véase Blanche Knopf a Martin Freud, 19 y 27 de septiembre de 1938;
Blanche Knopf a Freud, 15 de noviembre, 9 y 22 de diciembre de 1938, y
16 de enero, 31 de marzo y 28 de abril de 1939. Todo en el Freud
Museum, Londres. El libro fue publicado en Estados Unidos a mediados de
junio de 1939.
[814] Notas

210. Freud a Dwossis, 11 de diciembre de 1938. Ejemplar mecanografiado. Freud


Museum, Londres.
211. Kürzeste Chronik, 10 de noviembre de 1938. En inglés. Freud Museum,
Londres.
212. Freud a Marie Bonaparte, 12 de noviembre de 1938. Briefe [Epistolario],
471. Por lo menos durante algunos meses, a sus hermanas se les pagó la
suma mensual que había dejado para ellas. Véase Freud a Arma Freud, 3 de
agosto de 1938. Freud Collection, LC.
213. Freud a Jones, 7 de marzo de 1939. Freud Collection, D2, LC.
214. Véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] 111,233.
215. Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse und Imago, XXIV (1939), nos.
1/2 (aparición conjunta), portada.
216. Leonard Woolf, Downhill All the Way (1967), 166, 168-169.
217. Ibíd., 169.
218. The Diary of Virginia Woolf, comp. de Anne Olivier Bell, vol. V, 1936-
1941 (1984), 202 [trad. cast.: Diario de una escritora, Barcelona, Lumen,
4982].
219. Kürzeste Chronik, 2 y 31 de enero de 1939. Freud Museum. Londres.
220. Véase Anna Freud a [¿Pichler?], 20 de septiembre de 1938. Papeles de Max
Schur, LC.
221. Freud a Arnold Zweig, 20 de febrero de 1939. Freud-Zweig [Corresponden­
cia Freud-Zweig], 183-184 (175-176).
222. Véase la copia manuscrita realizada por Marie Bonaparte de una carta que le
dirigió el doctor Lacassagne con fecha 28 de noviembre de 1954, comuni­
cándole que había examinado a Freud el 26 de febrero de 1939 y que había
asistido en la aplicación de radium el 14 de marzo. (Adjunta a una carta de
Marie Bonaparte a Jones, sin fecha. Papeles de Jones, Archivos de la Bri-
tish Psycho-Analytical Society, Londres.)
223. Pfister a Freud, 21 de febrero de 1939. Con permiso de Sigmund Freud
Copyrights, Wivenhoe.
224. Freud a Arnold Zweig, 5 de marzo de 1939. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 186-187 (178).
225. Freud a Sachs, 12 de marzo de 1939. Citada en Sachs, Freud: Master and
Friend, 181-182.
226. Freud a Marie Bonaparte, 28 de abril de 1939. Briefe [Epistolario], 474-
475.
227. Véase Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y
muerte en su vida y en su obra], 522-525.
228. Véase, por ejemplo, Freud a Marie Bonaparte, 28 de abril de 1939. Briefe
[Epistolario], 474.
229. Véase Freud a Marie Bonaparte, 6 de marzo de 1929: “He tomado a Schur,
por así decir, como nuestro médico doméstico” (Citada en Jones a Schur, 9
de octubre de 1956. Papeles de Max Schur, LC.)
230. Freud a Schur, 28 de junio de 1930. Briefe [Epistolario], 415. Sobre las
relaciones de Schur con Freud, véase su Freud, Living and Dying [Sigmund
Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra], esp. la introducción y
el cap. 18.
231. Véase Freud a Schur, 10 de enero de 1930, 10 de enero y 26 de julio de
1938. Papeles de Max Schur, LC.
232. Citado en Schur, Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y
muerte en su vida y en su obra], 408.
233. Véase Ernst Freud y otros, comps. Sigmund Freud: His Life in Pictures and
Words [Sigmund Freud: Su vida en imágenes y textos], 315.
Notas [815]

234. Kürzeste Chronik, 19 de mayo de 1939. Freud Museum, Londres.


235. Véase Moses and Monotheism [Moisés y la religión monoteísta], SE
XXIII, 90.
236. Véase ibíd., 65n.
237. Der Mann Moses, GW XVI, 193-194/Afoses and Monotheism [Moisés y
la religión monoteísta], SE XXIII, 87-88.
238. Ibíd., 244 / 135.
239. Ibíd.
240. Ibíd., 194, 191-192 / 88, 85-86.
241. Citado en Arma Freud Bemays, pruebas de imprenta de “Erlebtes” (1933),
5. Freud Collection, B2, LC.
242. Der Mann Moses, GW XVI, 222-223/Moses and Monotheism [Moisés y
la religión monoteísta], SE XXIII, 115.
243. Véase ibíd., 198 / 91.
244. Hamilton Fyfe, reseña de Moses and Monotheism, John O'London’s
Weekly, 2 de junio de 1939.
245. Buber, Moses, 7n.
246. J.M. Lask, reseña de Moses and Monotheism, Palestine Review (Jerusa-
lén), IV (30 de junio de 1939), 169-170.
247. Citado en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 370.
248. Padre Vincent McNabb, O.P., reseña de Moses and Monotheism, Catholic
Herald (Londres), 14 de julio de 1939.
249. Véase N. Perlmann (desde Tel Aviv) a Freud, 2 de julio de 1939. Freud
Museum, Londres.
250. S.J. Birnbaum (un abogado de Toronto) a Freud, 27 de febrero de 1939.
Ibíd.
251. Carta sin firma a Freud, 26 de mayo de 1939. Ibíd., Véanse otras opinio­
nes en Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 362-374.
252. Alexandre Bumacheff a Freud, 4 de julio de 1939. Freud Museum, Londres.
253. Freud a Rafael da Costa, 2 de mayo de 1939. Ejemplar mecanografiado.
Freud Museum, Londres.
254. Freud a Arnold Zweig, 13 de junio de 1935. Freud-Zweig [Correspondencia
Freud-Zweig], 118 (107).
255. “Vorbemerkung II”, en Der Mann Moses, GW XVI, 159/“Prefatory Note
II”, en Moses and Monotheism [Moisés y la religión monoteísta], SE
XXIII, 57.
256. “Zusammenfassung und Wiederholung”, en ibíd., 210/“Summary and Reca-
pitulation”, en ibíd., 103.
257. Freud a Marie Bonaparte, 15 de junio de 1939. Citada en alemán en Schur,
Freud, Living and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida
y en su obra], 567.
258. Véase Anna Freud a Schur, 9 de junio de 1939. Papeles de Max Schur, LC.
259. Sachs, Freud: Master and Friend, 185-187.
260. Véase Kürzeste Chronik, 1 de agosto de 1939. Freud Museum, Londres.
261. Dyck, “Mein Onkel Sigmund”, entrevista con Harry Freud, Aufbau, 11 de
mayo de 1956, 4.
262. Freud a Schaeffer, 19 de agosto de 1939. Dictada a Anna Freud, Isakower
Collection, LC.
263. Rosa Graf a Elsa Reiss, sin fecha [23 de agosto de 1939]. Freud Collec­
tion, B2, LC.
264. Kürzeste Chronik, 27 de agosto de 1939. Freud Museum, Londres.
265. “The Medical Case History of Sigmund Freud”, de fecha 27 de febrero de
1954. Papeles de Max Schur, LC.
[816] Notas

266. Jones a Freud, 3 de septiembre de 1939. Con permiso de Sigmund Freud


Copyrights, Wivenhoe.
267. “The Medical Case History of Sigmund Freud”. Papeles de Max Schur, LC.
268. Schur trató el tema de los últimos días de Freud en “The Problem of Death
in Freud’s Writings and Life”, su conferencia del 19 de mayo de 1964, en
la prestigiosa Freud Anniversary Lecture Series, con los auspicios del New
York Psychoanalytic Institute. El mismo año, Anna Freud comentó, a pro­
pósito de esa conferencia: “¿No debía aparecer también la doctora Stross?
Ella fue totalmente indispensable, en el viaje y en las últimas noches, que
compartió con él por completo”. (Anna Freud a Schur, 12 de octubre de
1964. Papeles de Max Schur, LC.)
269. Véase Anna Freud a Jones, comentario mecanografiado sobre el vol. III de
la biografía de Jones, sin fecha. Papeles de Jones, Archivos de la British
Psycho-Analytical Society, Londres.
270. Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 245-246. Detalles importantes,
como el requerimiento de Anna Freud, provienen de una carta que Jones le
envió a Max Schur el 21 de febrero de 1956. (Papeles de Max Schur, LC.)
En realidad, Jones pensaba que Freud cayó en la inconsciencia y no volvió
a despertar. El relato de Schur en “The Medical Case History of Sigmund
Freud” lo contradice. (Ibíd.)
271. Ibíd.
272. Freud a Pfister, 6 de marzo de 1910. Freud-Pfister, 33 (35).
273. La principal fuente en la que me he basado para mis páginas sobre los últi­
mos días de Freud es el memorando inédito de Max Schur titulado “The
Medical Case History of Sigmund Freud”, de fecha 27 de febrero de 1954.
(Papeles de Max Schur, LC.) El lo había destinado a los archivos de Freud
(la Freud Collection), y además iba a servir como aide mémoire para Emest
Jones, que en aquel entonces trabajaba en su biografía de Freud. Más tarde
Schur usó ese memorando como base para su Freud Lecture de 1964, “The
Problem of Death in Freud’s Writings and Life”. (Véase un resumen de Mil-
ton E. Jucovy en Psychoanalytic Quarterly, XXXIV [1905], 144-147.)
Entre los papeles de Schur hay seis o más borradores de su conferencia
(esas páginas parecen haber torturado a Schur como ninguna otra cosa en
su vida). He complementado el memorando de Schur utilizando una agrada­
ble y sumamente fructífera entrevista con Helen Schur (3 de junio de
1968), correspondencia con ella y (principalmente para confirmar algunos
detalles) una carta de Harry, el sobrino de Freud, de fecha 25 de septiembre
de 1939, escrita desde Nueva York a sus tías de Viena, y basada —según el
propio Harry dice en la misma carta— en “información de amigos, en par­
te directa, en parte telegráfica”. (Freud Collection, Bl, LC.) Me resultaron
inmensamente útiles varias cartas de Anna Freud a Emest Jones, en espe­
cial una del 27 de febrero de 1956, que contiene detalles significativos.
Subsisten algunas discrepancias, creo que parcialmente atribuibles a las
intensas emociones con las que los participantes experimentaron, y más
tarde recordaron, esos acontecimientos conmovedores.
Mi propio relato difiere en detalles aparentemente menores pero en reali­
dad significativos del informe publicado de Schur (Freud, Living and
Dying [Sigmund Freud, enfermedad y muerte en su vida y en su obra] 526-
529) y el resumen de la Freud Lecture que Schur pronunció en 1964, reali­
zado por Jucovy. En esa conferencia, Schur dijo (falsamente): “El 21 de
septiembre, él [Freud] le señaló a su médico que su sufrimiento ya no tenía
ningún sentido y pidió unos sedantes. Se le dio morfina para el dolor,
cayó en un sueño apacible y después en coma, y murió a las tres de la
Notas [817]

madrugada del 23 de septiembre”. (Resumen de Jucovy de la conferencia de


Schur, pág. 147; la cursiva es mía.) Biógrafos posteriores, sin contar con
ningún otro informe fiable (Schur, después de todo, era el testigo con
mayor autoridad y elocuencia) se limitaron a seguir la versión publicada de
la Freud Lecture. (Véase, por ejemplo, Clark, Freud, 536-527.)
Al escribir su clásica biografía, primeramente Jones reaccionó con disgus­
to ante todos los detalles “morbosos”, pero después usó con libertad el
memorando de Schur, parafraseándolo ampliamente y a veces casi citándo­
lo de modo literal. Arma Freud le comentó a Schur que Jones vacilaba en
cuanto a las graves dolencias de Freud, pero a juicio de ella “la enfermedad,
con todos sus detalles horripilantes, era al mismo tiempo la más alta
expresión de su actitud con respecto a la vida”. (Anna Freud a Schur, 2 de
septiembre de 1956. Papeles de Max Schur, LC.) Anna Freud quería que
Jones utilizara el memorando de Schur como último capítulo de su biogra­
fía, pero en lugar de ello, él decidió, con justicia, parafrasearlo y citarlo
extensamente (véase Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 245-246),
dando las gracias calurosamente a Schur en el Prefacio (véase ibíd., xii-
xiii). Las diferencias entre el memorando de Schur y las páginas de Jones
son sutiles pero dignas de señalarse: mientras que Schur, diplomáticamen­
te, se abstiene de cualquier comentario explícito sobre ese punto delicado,
Jones dice con firmeza (e inexactitud, siguiendo la Freud Lecture) que
cuando Freud le pidió ayuda en ese momento en que su vida ya no era más
que una tortura, Schur “le oprimió la mano y le prometió que le daría un
sedante adecuado" (Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 246, la cursi­
va es mía). Asimismo, Jones dice que el 22 de septiembre Schur “le dio a
Freud un tercio de grano de morfina”; esa dosis equivale a 0,0216 gramos,
y es prácticamente idéntica a la especificada por Schur en Freud, Living
and Dying [Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra]
(pág. 529), cuando dice que le inyectó a Freud “una hipodérmica de dos
centigramos de morfina”. Pero mientras que Jones menciona sólo una
inyección, Schur habla de dos, incluso en el informe publicado: “Repetí
la dosis al cabo de aproximadamente doce horas”. (Ibíd.) Y, en la introduc­
ción que escribió para su memorando inédito, Schur confiesa que en el tex­
to que destinaba a la publicación distorsionaba la dosis y omitía una con­
versación que había mantenido con Freud. En una carta a Anna Freud del 7
de abril de 1954 ofrece un registro distinto, indicando que la “versión
correcta (dosis, más de una inyección) ha sido entregada al Archivo
[Freud]”. (Copia carbónica, Papeles de Max Schur, LC.)
Para mi propio texto me he basado principalmente en esa “versión correc­
ta”: la dosis fue de tres centigramos y no de dos como se dice en el libro,
y Schur podría haber administrado tres y no dos inyecciones. De la carta
que Schur le envió a Anna Freud el 19 de marzo de 1954 se deduce con cla­
ridad que había consultado a un abogado acerca de la cuestión de la eutana­
sia y, como consecuencia de ello, atemperó los datos de su informe.
(Copia carbónica, ibíd.). En “Opioid Analgesics and Antagonista”, capítu­
lo de Goodman and Gilman: The Pharmacological Basis of Therapeutics,
comp. de Alfred Goodman Gilman, Louis S. Goodman y Alfred Gilman
(1941; 6* ed. 1980), la biblia de los médicos sobre el uso y los efectos de
las drogas, Jerome H. Jaffe y William R. Martin estipulan que un centigra­
mo es una dosis normal para pacientes con dolor: “10 mg se consideran en
general una dosis inicial óptima de morfina y proporcionan analgesia
satisfactoria en aproximadamente el 70 por ciento de los pacientes con
dolor de moderado a grave” (pág. 509). Si bien las “dosis subsiguientes
[818] Notas

pueden ser más altas”, en ningún momento los autores recomiendan más de
dos centigramos (pág. 509; véase también pág. 499). Los enfermos graves
o muy ancianos (Freud era ambas cosas) pueden absorber la droga muy len­
tamente y tolerarla más que un paciente en mejor estado, pero con toda
probabilidad una dosis de tres centigramos es mortal para cualquiera.
Otra distorsión que aparece en la versión publicada del relato realizada por
Schur de los últimos días de Freud, distorsión cuya causa fue la decisión de
respetar el deseo de discreción de Anna Freud, consistió en minimizar el
papel que ella desempeñó. En uno de los borradores de la Freud Lecture,
Schur omitió por completo el episodio del “dígaselo a Anna”. Esto tam­
bién merece un comentario: en la versión publicada encontramos “Sagen
Sie es der Anna” “Cuéntele a Anna esto”. (Schur, Freud, Living and Dying
[Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra], pág. 529.)
Jones, siguiendo fielmente a Schur, traduce “cuéntele a Anna nuestra con­
versación”. (Jones [Vida y obra de Sigmund Freud] III, 246.) Pero en el
memorando inédito se lee “Besprechen Sie es mit der Anna", esto es, “dis­
cútalo”, “hable sobre esto con Anna”. Esta versión parece ser la auténtica;
resulta particularmente plausible en vista de lo que Freud dijo a continua­
ción, según Schur: “Y si ella piensa que está bien, terminemos”. Es posi­
ble conjeturar que, por inocente que ella fuera del gran desenlace, por bien
intencionadas y justificadas que fueran las acciones de Schur, Anna llevaba
una pesada carga de culpabilidad por su aquiescencia final respecto de la
decisión de ahorrarle más sufrimientos a su padre. Schur recuerda en su
memorando que Anna se opuso a tal decisión, pero finalmente se resignó
con tristeza. Esta interpretación de la situación es la que ha guiado mi tra­
tamiento en el texto: veo el fin de Freud como suicidio estoico, consuma­
do por un intermediario, puesto que él estaba demasiado débil como para
actuar por sí mismo, por su médico fiel y afectuoso, y consentido con
renuencia por su no menos fiel e incluso más afectuosa hija.
Ensayo bibliografico

Fuentes generales
La literatura sobre Freud, es amplia, crece rápidamente, está casi fuera de
control. Parte de esta avalancha es reveladora, mucha de ella es útil, y es más
aun la que resulta provocativa; una porción sorprendente tiene un carácter
malicioso o directamente absurdo. No he tratado de que este ensayo sea total,
sino que me he centrado más bien en las obras que a mi juicio informan sobre
hechos ciertos, son interesantes por sus interpretaciones, o merecen que se las
discuta. Es decir, lo he escrito para dar brevemente las razones de que haya adop­
tado, o dejado de adoptar, una posición u otra, y también para señalar de quién
he aprendido más.
La mejor edición alemana de los escritos psicoanalíticos de Freud es
Gesammelte Werke, Chronologisch Geordnet, comp. de Anna Freud, Edward
Bibring, Willi Hoffer, Ernst Kris y Otto Isakower, en colaboración con Marie
Bonaparte, 18 vols. (1940-1968). Muy valiosa, pero no perfecta: no es comple­
ta; sus cabeceras no resultan tan útiles como podrían serlo; las notas editoriales
y los índices de cada uno de los volúmenes son descuidados. Lo más molesto es
que la Gesammelte Werke no diferencia las diversas ediciones de obras muy revi­
sadas de Freud como son La interpretación de los sueños y los Tres ensayos de
teoría sexual. Esa diferenciación si se realiza en la manejable Studienausgabe,
comp. de Alexander Mitscherlich, Angela Richards y James Strachey, 12 vols.
(1969-1975). La Studienausgabe tiene sus propias limitaciones; omite algunos
artículos menores de Freud y sus escritos autobiográficos; además el ordenamien­
to no es cronológico sino temático. Pero presenta un copioso aparato editorial,
basado en el Standard Edition inglesa.
La autoridad internacional de esa Standard Edition of the Complete Psycho-
logical Works of Sigmund Freud, traducida con la supervisión editorial general de
James Strachey en colaboración con Anna Freud y la asistencia de Alix Strachey
y Alan Tyson, 24 vols. (1953-1974), está merecidamente asegurada, con inde­
pendencia de las eventuales nuevas y mejores traducciones que aparezcan en el
futuro. Se trata de una empresa heroica. Cuando es necesario, ofrece notas de
diversos comentadores; no elude cierto material intratable (como los chistes ale­
manes que Freud incluye en el libro sobre el chiste), e introduce cada obra, inclu­
so el más breve de los artículos, con la indispensable información bibliográfica
e histórica. Las traducciones han sido muy discutidas, y no injustamente: han
sido objeto de críticas severas los cambios de tiempos, las versiones infames
[820] Ensayo bibliografico

—como “anaclítico” y “catexia”— de términos técnicos que Freud acuñó con


palabras alemanas comunes, altamente sugerentes. El objetor más severo (y a mi
juicio, lunático) ha sido Bruno Bettelheim en su Freud and Man' s Soul (1983)
[trad. cast.: Freud y el alma humana, Barcelona, Crítica, 1983]; en esencia, Bet­
telheim considera que los traductores malograron la argumentación freudiana y
que quienquiera que lea a Freud solamente en el inglés de Strachey no estará en
condiciones de comprender la preocupación freudiana por el alma del hombre.
Mucho más sobrios y razonables son los artículos de Darius G. Ornston; véase
especialmente “Freud’s Conception Is Different from Strachey’s”, J. Amer. Psy-
choanal. Ass., XXXIII (1985), 379-410; “The Invention of ‘Cathexis’ and Stra­
chey’s Strategy”, Int. Rev. Psycho-Anal., XII (1985), 391-399, y “Reply to
William I. Grossman”, J. Amer. Psychoanal. Ass., XXXIV (1986), 489-492. La
Standard Edition puede ahora utilizarse conjuntamente con S.A. Gutman, R.L.
Jones y S.M. Parrish, The Concordance to the Standard Edition of the Complete
Psychological Works of Sigmund Freud, 6 vols. (1980). La más vigorosa traduc­
ción al inglés, que capta mejor que ninguna otra el alemán de Freud, viril e inge­
nioso, se encuentra en los vols. I-IV de los Collected Papers (1924-1925), prin­
cipalmente traducidos por la brillante Joan Riviere. El vol. V, compilado por
James Strachey, apareció en 1950. No sorprende que esta edición, que contiene
prácticamente todos los ensayos más breves de Freud y sus historiales clínicos,
siga siendo la favorita de los más antiguos psicoanalistas norteamericanos.
Algunos escasos descubrimientos ocasionales amplían el cuerpo de los
escritos psicoanalíticos de Freud. Debemos el más estimulante de los hallazgos
recientes (uno de los ensayos metapsicológicos perdidos; véanse las págs. 413-
414 y 420-421) a Use Grubrich-Simitis, quien también lo editó bellamente y
redactó una presentación: Sigmund Freud, A Phylogenetic Fantasy: OverView of
the Transference Neuroses (1985; trad. de Alex y Peter T. Hoffer, 1987). Durante
mucho tiempo ha estado en preparación una muy necesaria edición de los volu­
minosos y (para el biógrafo) importantes escritos prepsicoanalíticos de Freud.
Gran parte de la enorme correspondencia de Freud está publicada. Una selec­
ción cronológica exquisita es Briefe 1873-1939, comp. de Emst y Lucie Freud
(1960; 2a. ed. ampliada, 1968; versión inglesa, Letters of Sigmund Freud,
1873-1939, trad. de Tania y James Stern, 1961, 2a. ed., 1975 [véase trad. cast.
en “Abreviaturas”]). La mayoría de las otras ediciones presentan las cartas
corresponsal por corresponsal. El mérito de esas ediciones es sumamente varia­
ble, y hay que emplearlas con cuidado. Entre las mejores se cuenta Sigmund
Freud, C.G. Jung, Briefwechsel, impecablemente compilada por William McGuire
y Wolfgang Sauerlander (1974; versión inglesa, The Freud / Jung Letters: The
Correspondence between Sigmund Freud and C.G. Jung, comp. de William
McGuire y trad. de Ralph Manheim [cartas de Freud] y R.F.C Hull [cartas de
Jung], también 1974 [véase una versión castellana en “Abreviaturas”]). Una ter­
cera impresión de la edición alemana (1979) presenta algunas correcciones, prin­
cipalmente en las notas. La traducción de Hull no le hace ningún favor a Jung:
lleva el lenguaje ya de por sí bastante tosco del suizo a mayores alturas de vul­
garidad. Por ejemplo, Jung dice "schmutziger Kerl”, que significa “tipo sucio”, y
Hull lo traduce por “viscoso bastardo” (Jung a Freud, 2 de junio de 1910, 359
[325]). Otro ejemplo: según Hull, Jung le escribió a Freud que el psiquiatra Adolf
Albrecht Friedlánder (un crítico vehemente del psicoanálisis) había estado
“vomitando de nuevo” (17 de abril de 1910, 339 [307]); lo que Jung realmente
escribió, "Friedlánder hat sich wieder übergeben" se traduce con mayor exactitud
como “Friedlánder ha devuelto de nuevo”. Las importantísimas cartas de Freud a
su “Otro”, Wilhelm Fliess (una colección para la cual la palabra “indispensable”
es por una vez absolutamente justa) suscita menores dificultades. La edición ñor-
Ensayo bibliografico [821]

teamericana, The Complete Letters of Sigmund Freud to Wilhelm Fliess, 1887-


1904, comp. y trad. de Jeffrey Moussaieff Masson (1985), es extremadamente
valiosa, a pesar de ciertas extravagancias interpretativas poco importantes. Pero
la compilación de las cartas originales en alemán, Briefe an Wilhelm Fliess
1887-1904, que apareció más tarde (1986), también compilada, por Masson con
la ayuda de Michael Schröter y Gerhard Fichtner, es superior en sus anotaciones
y también contiene una introducción extensa y fascinante escrita por Ernst Kris
para esa selección, que apareció por primera vez en 1950. Para un conjunto de
cartas interesante aunque limitado, véase Martin Grotjahn, comp., Sigmund
Freud as a Consultant: Recollections of a Pioneer in Psychoanalysis (1970), que
contiene cartas de Freud al analista italiano Edoardo Weiss, con comentarios de
este último. La edición alemana es Sigmund Freud-Edoardo Weiss. Briefe zur
Geschichte der Pshychoanalysischen Praxis. Mit den Erinnerungen eines Pio­
niers der Psychonalyse (1973). H.D.[Hilda Doolittle], Tribute a Freud (1956)
contiene, como apéndice, varias cartas que Freud le dirigió; la colección comple­
ta está en la Beinecke Library de Yale. Las cartas de Freud (en sus años de esco­
lar) a su amigo Emil Fluss (aún no traducidas al inglés) han sido cuidadosamente
compiladas por Use Grubrich-Simitis en su bella edición del “autorretrato” de
Freud: Sigmund Freud, "Selbstdarteilung". Schriften zur Geschichte der Psychoa­
nalyse (1971, ed. correg., 1973), 103-123. (Esta edición contiene la versión
completa de la autobiografía de Freud; la versión de la GW, que en general cito
como “Selbstdarstellung”, omite unas pocas oraciones, que yo tomo de Selbst­
darstellung. El volumen también incluye varios documentos, además de las cartas
de Freud a Emil Fluss.) Para las cartas de Freud a su amigo incluso más íntimo
Eduard Silberstein, desde hace tiempo en preparación en una edición crítica, uti­
licé los originales que se encuentran en la Biblioteca del Congreso. Cuando este
libro se imprimió, esas cartas todavía no habían sido editadas. También he con­
sultado, con indudable provecho, las cuidadosas transcripciones que William J.
McGrath realizó para su libro sobre los años jóvenes de Freud, Freud's Disco-
very of Psychoanalysis: The politics of Hysteria (1986). (Para una evaluación de
ese libro, véase el ensayo correspondiente al cap. 1, infra.) Véase también Heinz
Stanescu, “Unbekannte Briefe des jungen Sigmund Freud an einen rumänischen
Freund”, Zeitschrift des Schriftstellerverbandes des RVR, XVI (1965), 12-29.
Las ediciones de otros intercambios epistolares de Freud, precisamente por­
que las cartas pueden ser tan extraordinariamente reveladoras, presentan un cua­
dro más bien desalentador. Una selección de la importante correspondencia de
Freud con su discípulo favorito y más fiable de Berlín es Sigmund Freud, Karl
Abraham, Briefe 1907-1926, comp. de Hilda Abraham y Ernst L. Freud (1965;
versión inglesa, A Psycho-Analytic Dialogue: The Letters of Sigmund Freud and
Karl Abraham, 1907-1926, trad. de Bernard Marsh e Hilda Abraham, 1965 [trad.
cast.: véase “Abreviaturas”]). Esta edición informa cuántas cartas se intercambia­
ron en total, y cuántas se presentan impresas, pero no dice cuáles fueron omiti­
das; asimismo, los compiladores cortaron párrafos, oraciones, a veces palabras,
sin indicar las supresiones con puntos suspensivos. Cada carta en la que se ha
realizado cortes lleva un asterisco (lo cual no es mucha ayuda). Ernst Pfeiffer,
comp. de Sigmund Freud, Lou Andreas-Salomé, Briefwechsel (1966; versión
inglesa, Sigmund Freud. Lou Andreas-Salomé, Letters, trad. de William y Elaine
Robson-Scott, 1972), por lo menos utiliza puntos suspensivos para señalar
supresiones, pero excluye por completo algunas de las cartas más importantes
(en especial las concernientes a Anna Freud, que se encuentran en la Freud
Collection, LC). Ernst L. Freud y Heinrich Meng, comps. de Sigmund Freud,
Oskar Pfister, Briefe 1909-1939 (1963; versión inglesa, Psychoanalysis and
Faith: The Letters of Sigmund Freud and Oskar Pfister, trad. de Eric Mosbacher,
[822] Ensayo bibliografico

1963) emplean puntos suspensivos para señalar los lugares donde actuaron sus
tijeras, pero omiten muchas cartas significativas (sin duda las más íntimas) entre
estos amigos. Las omisiones también comprometen el valor de Sigmund Freud,
Arnold Zweig, Briefwechsel, comp. de Ernst L. Freud (1968; ed. en rústica,
1984; versión inglesa, The Letters de Sigmund Freud and Arnold Zweig, trad. de
William y Elaine Robson-Scott, 1970 [versión castellana: véase “Abreviatu­
ras”]); hay unos cuantos cortes drásticos sin ninguna indicación. Ludwig Bins-
wanger realizó su propia selección de la correspondencia que mantuvo con Freud,
completada con comentarios, en Erinnerunger an Sigmund Freud (1956). Véase
también F.B. Davis, “Three Letters from Sigmund Freud to André Bretón”, J .
Amer. Psychoanal. Assn., XXI (1973), 127-134. Otras correspondencias suma­
mente instructivas (en especial Freud-Jones y Freud-Ferenczi, que ahora sólo se
pueden consultar en los archivos) están en proceso de compilación para la edi­
ción. La correspondencia Freud-Eitingon también merecería publicarse, lo mismo
que los intercambios entre Freud y Anna Freud, y por supuesto las cartas entre
Freud y su prometida Martha Bernays, de las cuales Ernst Freud ha publicado sólo
una tentadora selección de noventa y tres. Hay muchos cientos más guardadas
bajo llave en la Biblioteca del Congreso, y una cierta cantidad de inéditas (que
pude consultar) en Sigmund Freud Copyrights. Ernest Jones incluyó numerosos y
extensos extractos de cartas de Freud en su biografía en tres tomos, pero fue
inducido por Anna Freud a corregir “los errores más perturbadores” de las cartas
en inglés del padre, sobre la base de que él era muy sensible acerca de su domi­
nio poco menos que completo del idioma. (Anna Freud a Ernest Jones, 8 de abril
de 1954. Papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society,
Londres.) Las cartas de Freud en inglés incluían originalmente algunos errores
menores y algunas palabras acuñadas por él, imaginativas y deliciosas.
Obviamente, las confidencias autobiográficas de Freud, manifiestas y ocul­
tas, tienen una importancia inestimable, tanto por lo que revelan como por lo
que se niegan a revelar. Su “Presentación autobiográfica”, publicada en 1925, es
sin duda el más importante de esos documentos. Los recuerdos de Freud que apare­
cen en La interpretación de los sueños (1900), en general rastreados mientras
analizaba sus propios sueños, son desde luego invalorables, y han sido citados
ampliamente. Dentro de lo posible, hay que interpretarlos en el contexto de lo
demás que sabemos sobre él. Lo mismo puede decirse con respecto a las revela­
ciones que esparció en artículos tales como “Sobre los recuerdos encubridores”
(1899) y en la Psicopatología de la vida cotidiana. (1901).
Me referiré a los múltiples estudios biográficos que cubren partes especiales
de la vida de Freud en los apartados sobre los capítulos pertinentes. La biografía
clásica de Freud sigue siendo la de Ernest Jones, a pesar de sus defectos eviden­
tes y muy criticados: The Life and Work of Sigmund Freud, 3 vols. (1953-1957;
versión abreviada en un volumen de Lionel Trilling y Steven Marcus, 1961 [trad.
cast.: véase “Abreviaturas”]). Jones conoció a Freud íntimamente y durante
muchos años de combate (con otros y, en menor medida, con el propio Freud).
Como psicoanalista pionero y de ninguna manera seguidor servil de Freud, Jones
estaba extremadamente bien informado sobre todos los temas técnicos. Y sabía
mucho acerca de la vida familiar de Freud, no menos que de la lucha intestina en
el seno del establishment analítico. Aunque el estilo no es elegante y (lo que es
más importante) no resulta feliz en su tendencia a separar al hombre de la obra,
la biografía de Jones incluye muchos juicios perspicaces. La acusación más seria
que se le ha hecho es la de que demuestra una cierta malicia contra otros freudia-
nos, unos celos supuestamente insuperables que lo llevaron a tratar de perjudicar
a rivales como Ferenczi. Hay algo de cierto en esa crítica, pero menos de lo que
comúnmente se cree. Sin duda, el dictamen final de Jones sobre Ferenczi, que
Ensayo bibliografico [823]

insinúa con vehemencia que en sus últimos años el húngaro padeció episodios
psicóticos (lo que ha sido considerado con fuertes reservas) en gran medida no
hace más que reflejar la opinión que Freud expresó en una carta inédita a Jones.
Su vida de Freud sigue siendo indispensable.
Hay muchas otras biografías, en muchos idiomas. La primera de todas, que a
Freud no le gustaba mucho y que criticó en una carta al autor, era Franz Wittels,
Sigmund Freud: His Personality, His Teaching, and His School (1924; trad. de
Edén y Cedar Paul, 1924). La más manejable biografía reciente es Ronald W.
Clark, Freud: The Man and the Cause (1980). [trad. cast.: Freud, el hombre y su
causa, Barcelona, Planeta, 1985], basada en muchas investigaciones diligentes,
razonable en sus juicios y particularmente completa en lo concerniente a la vida
privada del biografiado, pero pobre y dependiente de otros en su tratamiento de
la obra de Freud. Una biografía ilustrada, bien anotada y que utiliza, al pie del
material gráfico, citas del propio Freud, es Ernst Freud, Lucie Freud e Use Gru-
brich-Simitis, comps., Sigmund Freud: His Life in Pictures and Words (1976;
trad. de Christine Throllope, 1978 [trad. casi.: Sigmund Freud. Su vida en imá­
genes y textos, Buenos Aires, Paidós, 1979]); incluye un fiable bosquejo biográ­
fico escrito por K.R. Eisler. Max Schur, Freud, Living and Dying (1972) [trad.
cast.: Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra, Barcelona,
Paidós, 1980], debida a la pluma de quien fue médico privado de Freud durante sus
últimos diez años de vida y que más tarde se convirtió en psicoanalista, es inva­
lorable por sus revelaciones íntimas y por sus juicios sensatos y bien informa­
dos. La cito repetidamente. Entre otras biografías breves, O. Mannoni, Freud
(1968; trad. del francés al inglés por Renaud Bruce, 1971) es tal vez la más
informativa. J.N. Isbister, Freud: An Introduction to His Life and Work (1985)
es típica de la escuela denigratoria; se basa de modo acrítico en las especulacio­
nes y reconstrucciones biográficas de Peter J. Swales. La reseña de este libro
realizada por Steven Marcus, “The Interpretation of Freud”, Partisan Review
(invierno de 1987), 151-157, es devastadora, y con toda justicia. Ludwig Marcu-
se, Sigmund Freud. Sein Bild von Menschen (sin fecha) [trad. cast.: Sigmund
Freud. Su visión del hombre, Madrid, Alianza, 21970] es una mezcla informal de
ensayo y biografía. Gunnar Brandell, Freud: A Man of His Century (1961; ed.
rev., 1976; trad. del sueco por Lain White, 1979) trata de sumar a Freud a las
huestes del naturalismo, junto, por ejemplo, a Zola y Schnitzler; véase también
Louis Breger, Freud's Unfinished Journey: Conventional and Critical Perspecti-
ves in Psychoanalytic Theory (1981), que interpreta a Freud como enlace entre
las culturas de los siglos XIV, XIX y XX. Helen Walker Puner, Freud: His Life
and His Mind (1947), una de las primeras biografías, es claramente hostil, no
muy erudita ni demasiado fiable; tuvo una influencia suficiente como para que
Jones se quejara de ella explícitamente en los primeros dos volúmenes de s u
propia biografía.
Después está Paul Roazen. Su Freud and His Followers (1975) [trad. cast.:
Freud y sus discípulos, Madrid, Alianza, 1978] presta particular atención a qui­
nes rodeaban a Freud, e incluye mucho material utilizable. Mezcla enloquecedora
de valiente profundización, amplias entrevistas, juicios cortantes y tono incier­
to, debe emplearse con cautela. En la reseña para el Times Literary Supplement
(26 de marzo de 1986, 341), Richard Wollheim caracterizó perspicazmente el
libro y toda una escuela: “El profesor Roazen tiene muchas críticas que hacerle a
Freud. Freud —nos dice en diferentes oportunidades— era frío, vanidoso, excesi­
vamente interesado por el dinero, indiferente a su familia: nunca les dio el bibe­
rón a sus hijos ni les cambió los pañales; respetaba a las personas pero no a la
verdad, era controlado en exceso, resentido, de mentalidad estrecha, autoritario.
Pero junto a todas estas diversas críticas ( y son pocas las que no emergen en
[824] Ensayo bibliografico

una página u otra) aparece un elogio reiterado: Freud fue un gran hombre, no
debemos dejar de alabarlo por su valentía y su genio. Freud tiene en el profesor
Roazen un amigo tan bueno como nunca lo tuvo Bruto en Marco Antonio”. Pre­
cisamente. En agundo contraste, a mi juicio el mejor estudio del pensamiento de
Freud es el Freud (1971) del propio Wollheim, conciso, preciso, iluminador. Por
otra parte, tengo que admitir que Roazen tiene razón al quejarse de la manera en
que la familia de Freud y otros adoradores han tratado de proteger y “corregir” la
imagen del maestro ante la posteridad, o de retener parte del material más enig­
mático; véase su “The Legend of Freud”, Virginia Quarterly Review, XLVII
(invierno de 1971) 33-45.
Naturalmente, muchos de estos textos, explícita o implícitamente, evalúan
el carácter de Freud; lo mismo hacen otras obras que menciono en los lugares
correspondientes. Jones se singulariza por “The Man”, parte 3 del vol. II, inten­
to valeroso de estimación coherente, que es valioso pero (como trato de demos­
trar en el texto) exagera la “madurez” serena de Freud, y no interpreta adecuada­
mente la relación de Freud con su madre, que yo considero mucho menos
tranquila y firme de lo que cree Jones. Jones, Sigmund Freud: For Centenary
Essays (1956), despliega, desde luego, una actitud admirativa, pero no carece de
interés. Philip Rieff, Freud, The Mind ofthe Moralist (1959; ed. rev., 1961) es
un ensayo amplio y elegante, en grado sumo digno de lectura. Entre otras innu­
merables evaluaciones, yo destaco a John E. Gedo, “On the Origins of the The-
ban Plague: Assessments of Freud’s Character”, en Freud, Appraisals and Reap-
praisals: Contribution to Freud Studies, comp. de Paul E. Stepansky, I (1986),
241-259. Hanns Sachs, Freud: Master and Friend (1945), es breve pero propor­
ciona informaciones íntimas; expresa admiración pero no adula: se “siente” en
una posición justa. Freud and the Twentieth Century, comp. de Benjamin Nelson
(1957), contiene una serie de breves y a veces iluminadoras evaluaciones y apre­
ciaciones de Alfred Kazin, Gregory Zilboorg, Abram Kardiner, Gardner Murphy,
Erik H. Erikson y otros. Lionel Trilling, Freud and the Crisis of Our Culture
(1955), su Freud Lecture de 1955, un tanto revisada y ampliada, es una defensa
reflexiva, ilustrada y brillante. Use Grubrich-Simitis, que ha realizado un invalo­
rable trabajo de compilación de los textos de Freud, presenta una "Einleitung"
particularmente sensible en su edición del “Selbstdarstellung” de Freud (citado
supra), 7-33. Richard Sterba, que conoció al Freud maduro en Viena, tiene unas
conmovedoras palabras de aprecio: “On Sigmund Freud’s Personality”, American
¡mago, XVIII (1961), 289-304.
El debate acerca del status científico de las ideas de Freud ha sido tan largo
(y a veces tan venenoso) que aquí sólo puedo citar unos pocos títulos. El estudio
más diferenciador, cuidadoso y, a mi juicio, satisfactorio, es Paul Kline, Fací
and Fantasy in Freudian Theory (1972; 2a. ed., 1981). Véase también Seymour
Fisher y Roger P. Greenberg, The Scientific Credibility of Freud’s Theories and
Therapy (1977), una investigación amplia y bien informada, algo menos positi­
va que la de Kline; debe complementarse con la antología del mismo autor, The
Scientific Evaluation of Freud's Theories and Therapy (1978), que con ecuanimi­
dad incluye todo un espectro de opiniones. Helen D. Sargent, Leornard Horwitz,
Robert S. Wallerstein y Anna Appelbaum, Prediction in Psychotherapy Re­
search: A Method for the Transformation of Clinical Judgements into Testable
Hypotheses, Psychological Issues, monografía 21 (1968), es un trabajo técnico
que simpatiza con el psicoanálisis. Empirical Studies of Psychonalitic Theories,
comp. de Joseph Masling, 2 vols. (1983-1985) contiene mucho material fasci­
nante sobre el trabajo realizado por investigadores psicoanalíticos como Hartvig
Dahl. El más formidable de los escépticos, que ha hecho de la credibilidad o falta
de credibilidad de la ciencia freudiana su preocupación obsesiva de toda una déca­
Ensayo bibliografico [825]

da, es el filósofo Adolf Grünbaum; Groünbaum resumió sus investigaciones en


The Foundations of Psychoanalysis: A Philosophical Critique (1984). Toma en
serio esta obra, pero cuestionándola con habilidad, Marshal Edelson, en “Is Tes­
ting Psychonalytic Hypotheses in the Psychoanalytic Situation Really Impossi­
ble?”, The Psychoanalytic Study of the Child, XXXVIII (1983), 61-109. Véase
también Edelson, “Psychoanalysis as Science, Its Boundary Problems, Special
Status, Relation to Other Sciences, and Formalization”, Journal of Nervous and
Mental Disease, CLXV (1977), 1-28; y Edelson, Hypothesis and Evidence in
Psychoanalysis (1984). El debate sobre Grünbaum, con un resumen del libro, una
serie de comentarios y la réplica del autor, se encuentran en “Precis of The
Foundations of Psychoanalysis: A Philosophical Critique”, Behavioral and
Brain Sciences, IX (junio de 1986), 217-284. Un análisis amplio, profundo, crí­
tico pero no exento de simpatía, del libro de Grünbaum, es Edwin R. Wallace IV,
“The Scientific Status of Psychoanalysis: A Review of Grünbaum’s The Founda­
tions of Psychoanalysis", Journal of Nervous and Mental Disease, CLXXTV
(julio de 1986), 379-386. Una ventaja incidental de la polémica de Grünbaum
consiste en que da cuenta del argumento de Karl Popper (que durante largo tiempo
muchos estudiosos consideraron irrefutable) en cuanto a que el psicoanálisis es
un pseudociencia porque sus proposiciones no son susceptibles de refutación.
Para este argumento, véase especialmente Popper, “Philosophy of Science: A
Personal Report”, en British Philosophy in the Mid-Century: A Cambridge
Symposium, comp, de C.A. Mace (1957), 155-191; este ensayo está también
incluido en Popper, Conjectures and Refutations: The Growth of Scientific
Knowledge (1963; 2a. ed., 1965), 33-65 [trad, cast.: Conjeturas y refutaciones,
Barcelona, Paidós, 1982]. Entre otras evaluaciones instructivas de las pretensio­
nes psicoanalíticas de validez científica se cuenta una serie de conferencias de
Ernest R. Hilgard, Lawrence S. Kubie y E. Pumpian-Mindlin, Psychoanalysis as
a Science, comp. de E. Pumpian-Mindlin (1952); estas conferencias son total­
mente positivas. B.A. Farrell, The Standing of Psychoanalytic Theory (1981) es
mucho más crítico, lo mismo que Barbara von Eckart, “The Scientific Status of
Psychoanalysis”, en Introducing Psychoanalytic Theory, comp. de Sander L. Gil­
man (1982), 139-180. Para algunos ensayos reveladores sobre Freud escritos por
filósofos, véase la antología Freud: A Collection of Critical Essays, comp. de
Richard Wollheim (1974; 2a. ed., ampliada Philosophical Essays on Freud,
comp. de Wollheim y J. Hopkins, 1983). Paul Ricceur, Freud and Philosophy:
An Essay on Interpretation (trad, al inglés de Denis Sabage, 1970) es un estudio
sumamente disciplinado del destacado propugnador del psicoanálisis como her­
menéutica. Se trata de una lectura atrevida (como suele decirse) del pensamiento
freudiano, que merece una atención cuidadosa, pero el Freud de Ricoeur no es mi
Freud. Para comentarios sobre Freud como hijo de la Ilustración, véase Peter
Gay, A Godless Jew: Freud, Atheism, and the Making of Psychoanalysis (1987),
esp. el cap. 2, e Use Grubrich-Simitis, “Reflections on Sigmund Freud’s Rela­
tionship to the German Language and to Some German-Speaking Authors of the
Enlightenment”, Int. J. Psycho-Anal. LXVII (1968), 287-294, comentarios bre­
ves pero valiosos sobre trabajos de Didier Anzieu y Ernst A. Ticho leídos ante el
Congreso Internacional de Psicoanálisis reunido en Hamburgo en 1985.
No se dispone todavía de un inventario definitivo de los libros que tenía
Freud, pero Harry Trosman y Roger Dennis Simmons, “The Freud Library”, J .
Amer. Psychoanal. Assn., XXI (1973), 646-687, ofrecen un valioso catálogo
preliminar.
[826] Ensayo bibliografico

Capitulo uno. Hambre de conocimiento


La genealogía de Freud, los antecedentes del padre y su misteriosa segunda
mujer, así como los primeros días del maestro en Freiberg y Viena son temas
exhaustivamente examinados en Marianne Krüll, Freud and His Father (1979;
trad. de Arnold J. Pomerans, 1986), libro basado en muchas investigaciones
pacientes, a veces un tanto especulativas; Krüll (como la mayoría de los
estudiosos de la vida de Freud de esos años) se funda en las indagaciones pione­
ras de Josef Sajner: “Sigmund Freuds Beziehungen zu seinen Geburtsort Freiber
(Pribor) und zu Mähren”, Clio Medica, III (1968), 167-180, y “Drei dokumenta­
rische Beiträge zur Sigmund-Freud-Biographik aus Böhmen und Mähren”, Jahr­
buch der Psychoanalyse, XIII (1981), 143-152. Wilma Iggers proporciona mate­
rial general sobre Bohemia en su antología Die Juden in Böhmen und Mähren:
Ein historisches Lesebuch (1986). Didier Anzieu, Freud’s Self-Analysis (2a. ed.,
1975; trad. de Peter Graham, 1986) es un estudio importante, enormemente deta­
llado (aunque discutible en puntos menores) de los primeros años de la vida de
Freud tal como quedan reflejados en los sueños que eligió narrar y analizar en La
interpretación de los sueños. Otra visión muy clara de la vida íntima temprana de
Freud se encuentra en Alexander Grinstein, On Sigmund Freud’s Dreams (1968;
2a. ed., 1980). Los recuerdos de la hermana de Freud, Anna Freud Bernays,
Erlebtes (edición particular, circa 1930) y “My Brother, Sigmund Freud”, Ameri­
can Mercury LI (1940), 335-342, han sido muy citados, puesto que narran episo­
dios vividos de la infancia de Freud (como por ejemplo su oposición a las lec­
ciones de piano de las hermanas); son al mismo tiempo pintorescos e
imposibles de recoger (e igualmente de verificar) en otra parte. Lamentablemen­
te, estos textos deben utilizarse con la mayor cautela, ya que ciertos datos, sus­
ceptibles de verificación independiente (como la edad del padre en el momento de
casarse), resultan erróneos. Judith Bernays Heller, “Freud’s Mother and Father”,
Commentary, XXI (1956), 418-421, es breve pero evocativo. Y véase Franz
Kobler, “Die Mutter Sigmund Freuds”, Bulletin des Leo Baeck Instituts, V
(1962), 149-171, que es tan informativo como le permiten sus limitados elemen­
tos de prueba. Para esos primeros años, está también Siegfried y Suzanne Cassi-
rer Bernfeld, “Freud’s Early Childhood”, Bulletin of the Menninger Clinic, VUI
(1944), 107-115. Marie Balmary, Psychonalyzing Psychoanalysis: Freud and
the Hidden Fault of the Father (1979; trad. de Ned Lukacher, 1982) es lo bastante
imaginativo como para interesar hasta cierto punto incluso a quienes, como yo,
no encuentran ninguna base racional en la especulación de la autora en cuanto a
que la madre de Freud quedó embarazada antes de su matrimonio (afirmación que
sólo tendría sentido si —condición sumamente improbable— Freud hubiera naci­
do, no el 6 de mayo, sino el 6 de marzo de 1856; la primera es la fecha conven­
cional, que yo considero correcta). Balmary también sostiene que la segunda
esposa de Jacob Freud, Rebecca, sobre la que ahora no sabemos nada, se suicidó
saltando de un tren. Tratándose de Freud, la ficción parece reemplazar con facili­
dad a los hechos. Kenneth A. Grigg, «“All Roads Lead to Rome”: The Role of
the Nursemaid in Freud’s Dreams», J. Amer. Psychoanal. Assn., XXI (1973),
108-126, reúne material concerniente a la niñera católica a la que el pequeño
Freud amaba. P.C. Vitz, en “Sigmund Freud Attraction to Christianity: Biogra-
phical Evidence”, Psychoanalysis and Contemporary Thought, VI (1983), 73-
183, acumula abundantes temas católicos romanos de la vida temprana de Freud,
pero a mi juicio no demuestra que éste se sintiera atraído por el cristianismo.
El tema del tío de Freud, Josef Freud, el traficante de moneda falsa, al que
Freud menciona en su sueño “R. era mi tío”, de La interpretación de los sueños,
se examina muy bien, aunque brevemente, con valiosa documentación de archi­
Ensayo bibliografico [827]

vo, en Krüll, Freud and His Father, 164-166. Krüll critica con justicia el folleto
malicioso e irritado de Renée Gicklhorn titulado Sigmund Freud und der Onkel-
traum. Dichtung und Wahrheit (1976), por sus especulaciones infundadas. Más
elementos de prueba concernientes a la complicidad de Jacob Freud (y —posible­
mente— la de sus hijos Emanuel y Philipp, en 1865 residentes en Manchester)
sería bienvenidos. Véase también la interesante exploración de Leonard Shen-
gold, “Freud and Josef’ en The Unconscious Today: Essays in Honor of Max
Schur, comp. de Mark Kanzer (1971), 473-494, que se aparta del tema del tío
Josef para comentar incisivamente los encuentros de Freud con otros “Josés”, y
la formación del carácter de Freud en general.
Sobre el desarrollo intelectual y emocional de Freud durante sus años de
estudiante, en la universidad y en la práctica médica, hasta el descubrimiento del
psicoanálisis en la década de 1890, véase, desde luego, La interpretación de los
sueños, passim, y las primeras páginas de la Presentación autobiográfica.
Anzieu, Freud’s Self-Analysis es particularmente informativo. Hay abundante
material bueno (con ilustraciones a menudo originales) en Ernst Freud y otros,
comps., Sigmund Freud, His Life in Pictures and Words; y véase Jones [Vida y
obra de Sigmund Freud] I, que se funda ampliamente en las investigaciones pio­
neras de Siegfried Bernfeld. Además del artículo ya citado, entre tales investiga­
ciones se cuentan “Freud’s Earliest Theories and the School of Helmholtz”, Psy-
choanalytic Quarterly, XIII (1944), 341-362, un artículo que gozó de mucha
influencia; “An Unknown Autobiographical Fragment by Freud”, American Ima­
go, IV (1946-1947), 3-19; “Freud’s Scientific Beginnings”, American Imago, VI
(1949), 163-196; “Sigmund Freud, M.D., 1882-1885”, Int. J. Psycho-Anal.,
XXXII (1951), 204-217, y, con Suzanne Cassirer Bernfeld, “Freud’s First Year in
Practice, 1886-1887”, Bulletin of the Menninger Clinic, XVI (1952), 37-49. La
casi inencontrable historia de la escuela donde estudió Freud escrita por A.
Pokorny (yo la descubría entre los papeles de Siegfried Bernfeld, contenedor 17,
LC.), titulada Das erste Dezennium des Leopoldstádter Communal —Real— und
Obergymnasiums (1864-1874). Ein historisch-statischer Rückblick sin fecha,
evidentemente 1874), mientras que en 1865 había 32 judíos en ese colegio, en
1874 sumaban 335; el número de católicos romanos sólo creció de 42 a 110, y
el de protestantes, de la 3. Dennis B. Klein, Jewish Origins of the Psychoa­
nalytic Movement (1981), tiene páginas instructivas sobre la escolaridad (y
sobre tempranas lealtades judías) de Freud. McGrath, Freud's Discovery of Psy­
choanalysis, es un impresionante estudio erudito (particularmente valioso con
respecto al período universitario de Freud y a sus estudios con Brentano), un tan­
to perjudicado por la insostenible tesis de que Freud desarrolló el psicoanálisis
como una “contrapolítica”, por la que optó de manera desafiante —-a juicio de
McGrath— a causa de que la Viena antisemita le vedaba la carrera política que él
deseaba. (Esta tesis fue primeramente formulada por Cari Schorske, mentor de
McGrath, en un artículo influyente pero a mi juicio excéntrico, “Politics and
Parricide in Freud’s Interpretation of Dreams", American Historical Review, LXX-
VIII, [1973], 328-347, reimpreso en su Fin-de-Siécle Vienna: Politics and Cul­
ture [1980], 181-207 [trad, cast.: Fin de siglo, Barcelona, Gustavo Gili, 1981].)
Exceptuada esa idea, es mucho lo que puede aprenderse en el libro de McGrath.
Para antecedentes de las traducciones de Mili realizadas por Freud, véase Adelaide
Weinberg, Theodor Gomperz and John Stuart Mill (1963). Hay mucho material
interesante en Théo Pfrimmer, Freud lecteur de la Bible (1982), con un extenso
apartado sobre el joven Freud en su hogar, y con pensamientos acerca del papel
de la religión en la conformación de su mente.
De la amplia colección de estudios biográficos de Freud: The Fusion of
Science and Humanism: The Intellectual History of Psychoanalysis, comp, de
[828] Ensayo bibliografico

John E. Gedo y George H. Pollock (1976), los siguientes son en especial perti­
nentes para este capítulo: Gedo y Ernest S. Wolf, “From the History of
Introspective Psychology: The Humanist Strain”, 11-45; Harry Trosman,
“Freud’s Cultural Background”, 46-70; Gedo y Wolf, “The Tch.’ Letters”, 71-86;
Gedo y Wolf, “Freud’s Novelas Ejemplares", 87-111; Julian A. Miller, Melvin
Sabshin, Gedo, Pollock, Leo Sadow y Nathan Schlessinger, “Some Aspects of
Charcot’s Influence on Freud”, 115-132. S.B. Vranich, “Sigmund Freud and ‘The
Case History of Berganza’: Freud’s Psycho analytics Beginnings”, Psychoanaly­
tic Review, LXIII (1976), 73-82, es un trabajo interesante (aunque con algo de
extravagancia) que ve a Freud en el papel de “psicoanalista” en su identificación
adolescente con Cipión, uno de los animales del Coloquio de los perros de Cer­
vantes. Sobre el amor juvenil de Freud por Gisela Fluss, véase el ponderado artí­
culo de K.R. Eisler, “ Creativity and Adolescence: The Effect of Trauma in
Freud’s Adolescence”, The Psychoanalytic Study of the Child, XXXIII (1978),
461-517. Heinz Stanescu ha publicado un poema temprano de Freud en “Ein
‘Gelegenheitsgedicht’ des jungen Sigmund Freud”, Deutsch für Ausländer: Infor­
mationen für den Lehrer (1967), 13-16.
La Viena de Freud ha sido diseccionada en Usa Barea, Viena (1966), un ensa­
yo histórico desencantado y serio sobre la ciudad falsamente conocida como
cuartel general internacional de la alegría, los valses y el hermoso Danubio
Azul. La autobiografía postuma de Arthur Schnitzler, My Youth in Vienna (1968;
trad, de Catherine Hutter, 1970), está llena de observaciones mordaces y cita­
bles. Robert A. Kann, A History of the Habsburg Empire, 1526-1918 (1974; ed.
corregida, 1977) sitúa la ciudad en su contexto austríaco e histórico más amplio.
A.J.P. Taylor, The Habsburg Monarchy, 1809-1918: A History of the Austrian
Empire and Austria-Hungary (1941; 2a. ed., 1948) [trad, cast.: La monarquía de
los Habsburgo, Barcelona, Argos - Vergara, 1983] es un auténtico Taylor: diver­
tido, chispeante, obstinado. David F. Good, The Economic Rise of the Habs­
burg Empire, 1750-1914 (1984), constituye una monografía sensible. El com­
pleto libro de William M. Johnston, The Austrian Mind: An Intellectual and
Social History, 1848-1938 (1972) indaga con sobriedad en la vida de los líderes
de la cultura (economistas, hombres de leyes y pensadores políticos, lo mismo
que músicos y artistas plásticos); el abundantemente ilustrado libro de Johnston,
Vienna, Venna, The Golden Age, 1815-1914 (1981; precedida por la versión ita­
liana, 1980) despliega atractivamente mucho material familiar pero también otro
poco conocido. Véase también el fascinante catálogo de una muestra realizada en
el Schiller-National-museum, Marbach: Jugend in Wien: Literatur um 1900.
comp. de Ludwig Greve y Werner Volke (1974). En un equilibrado libro sobre
política, Richard Charmatz, Adolf Fischhof. Das Lebensbild eines österreichis­
chen Politikers (1910) es, aunque anticuado, particularmente informativo. Mucho
puede aprenderse en la hermosa novela de Joseph Roth sobre el imperio en deca­
dencia, Radetzkymarsch (1932). Allan Janik y Stephen Toulmin, Wittgenstein’s
Viena (1973) [trad, cast.: La Viena de Wittgenstein, Madrid, Taurus, 1987], un
refinado compendio de la vida intelectual vienesa, está a mi juicio excesivamente
ansioso por establecer vinculaciones entre grupos discordes. En cambio, sobre el
desapego de Freud con respecto a la mayor parte de esa Viena, véase el bello
artículo de George Rosen, “Freud and Medicine in Vienna”, Psychological Medi­
cine, II (1972), 332-344, convenientemente accesible en Freud: The Man, His
World, His Influence, comp. de Jonathan Miller (1972), 21-39 [trad, cast.:
Freud, Barcelona, Destino, 1977]. La mayoría de los otros ensayos breves del
bien ilustrado volumen de Miller son relativamente pobres. Véase asimismo
Rupert Feuchtmüller y Christian Brandstätter, Markstein der Moderne: Öste­
rreichs Beitrang zur Kultur and Geistesgeschichte des 20. Jahrhunderts (1980) y
Ensayo bibliográfico [829]

los primeros capítulos de David S. Luft, Robert Musil and the Crisis of Europe­
an Culture, 1880-1942 (1980).
Schorske, Fin-de Siècle Vienna es una compilación de elegantes ensayos; el
mejor, mucho más defendible que el capítulo sobre Freud, es “The Ringstrasse,
Its Critics, and the Birth of Modern Urbanism” (24-115). Véase también, en
relación con esto, el primer libro de William McGrath, Dionysian Art and Popu­
list Politics in Austria (1974). John W. Boyer, Political Radicalism in Late
Imperial Vienna: Origins of the Christian Social Movement, 1848-1897 (1981),
describe excepcionalmente, con perfección erudita, la situación política en la que
vivió Freud hasta después de pasados los cuarenta años. Kirk Varnedoe, Vienna
1900: Art, Architecture and Design (1986), es un catálogo espléndidamente ilus­
trado que, en su texto, con justicia se niega a idealizar a los pintores y diseñado­
res del período y a establecer entre ellos y Freud vínculos que no existieron.
Hay mucho material erudito fiable sobre los judíos en Viena. Véase sobre
todo la monografía concisa y autorizada de Marsha L. Rosenblit, The Jews of
Vienna, 1867-1914: Assimilation and Identity (1983) y John W. Boyer, “Karl
Lueger and the Viennese Jews”, Leo Baeck Yearbook, XXVI (1981), 125-141. He
recogido información en Steven Beller, "Fin de Siècle Vienna and the Jews: The
Dialectic of Assimilation”, Jewish Quarterly, XXXIII (1986), 28-33, y estoy
también en deuda con en el manuscrito inédito de Beller titulado “Religion, Cul­
ture and Society in Fin de Siècle Vienna: The Case of the Gymnasien”, que el
autor me permitió leer en el verano de 1986. Véase también Wolfdieter Bihl,
“Die Juden”, en Die Habsburger Monarchie, 1848-1918, comp, de Adam Wan-
druszka y Peter Urbanitsch, vol. Ill, Die Volker des Reiches (1980), parte 2,
890-896. Sobre el liberalismo judío, incluso el de Freud, véase Walter B. Simon,
“The Jewish Vote in Austria”, Leo Baeck Yearbook, XVI (1971), 97-121. Una
compilación conmovedora de ensayos en alemán e inglés sobre los judíos de
Viena (reminiscencias, memorias, artículos sobre la participación judía en la
vida profesional de la ciudad, sobre la historia de la comunidad y su exterminio)
es The Jews of Austria: Essays on Their Life, History and Destruction, comp, de
Josef Fraenkel (1967); inevitablemente despareja, tiene por lo menos el mérito
de ilustrar más de un siglo de vida judía. Incluye un revelador ensayo de Martin
Freud sobre su padre, con algunos comentarios sobre la madre: “Who was
Freud?”, 197-211. Si bien el libro afectuoso, humorístico y muy utilizable de
Martin Freud, Sigmund Freud, Man And Father (1958) es particularmente perti­
nente para el cap. 4, también se encuentra en él un buen material sobre la juven­
tud de Freud. Véase también información miscelánea en Johannes Barta, Jüdis-
che Familienerziehung. Das jüdische Erziehungswesen im 19. and 20.
Jahrhundert (1975); en los recuerdos de Friedrich Eckstein, "Alte unnennbare
Page!" Erinnerungen aus siebzig Lehr-und Wanderjahren (1936), y en Sigmund
Mayer, Ein jiidischer Kaufmann 1891 bis 1911. Lebenserinnerungen (1911).
Mayer, Die Wiener Juden. Kommerz, Kultur, Politik (1917; 2a. ed., 1918) es
personal, plañidero, pero revelador sobre la última parte del siglo XIX. Peter G.
Pulzer, The rise of Political Anti-Semitism in Germany and Austria (1964), una
investigación excelente y concisa; tiene un cap. 4, “Austria, 1867-1900” espe­
cialmente pertinente aquí.
Sobre lo que Freud le debía al pensamiento y a los pensadores de su tiempo,
véanse los artículos de Lucille B. Ritvo, especialmente “Darwin as the Source of
Freud’s Neo-Lamarckianism”, J. Amer. Psychoanal. Ass., XIII (1965), 499-517,
“Carl Claus as Freud’s Profesor of the New Darwinian Biology”, Int. J. Psycho-
Anal, LIII (1972), 277-283; “The Impact of Darwin on Freud”, Psychoanalytic
Quarterly, XLIII (1974), 177-192; y en col. con Max Schur, “The Concept of
Development and Evolution in Psychoanalysis”, en Development and Evolution
[830] Ensayo bibliografico

of Behavior, comp, de L. R. Aronson y otros (1970), 600-619. Freidrich Ecks­


tein, conocido de Freud, examina el cambio de Freud, de las leyes a la medicina,
en su "Alte unnennbare Tage!” Sobre la influencia de Brentano en Freud, véase
(además de McGrath, Freud’s Discovery of Psychoanalysis) Philip Merlan,
“Brentano and Freud”, Journal of the History of Ideas VI (1945), 375-377, y
Raymond E. Fancher, “Brentano’s Psychology from an Empirical Standpoint and
Freud’s Early Metapsychology”, un artículo más extenso que apareció en el
Journal of the History of the Behavioral Sciences, XIII (1977), 207-227. El
estudio clásico en idioma inglés sobre Feuerbach es Marx W. Wartofsky, Feuer­
bach (1977); sobre la lectura por Freud de ese pensador, véase Simon Rawido-
wicz, Ludwig Feuerbach Philosophie. Ursprung una Schicksal (1931), 348-350.
Peter Amacher, Freud’s Neurological Education and Its Influence on Psychoa­
nalytic Theory, Psychological Issues, monografía 16 (1965) es profundo pero
podría haber sido más extenso. Larry Stewart, “Freud before CEdipus”, Journal of
the History of Biology, IX (1976), 215-218, es sin duda superficial. Más sustan­
cial es Rudolf Brun, “Sigmund Freuds Leistungen auf dem Gebiet der organischen
Neurologie”, Schweitzer Archiv für Neurologie und Psychiatrie, XXXVII (1936),
200-207.
Sobre los profesores de Freud en la facultad de medicina, véanse (además del
artículo de Rosen, “Freud and Medicine in Vienna”), la obra monumental de Erna
Lesky, The Vienna Medical School of the 19th Century (1965; trad, de L.
William e I.S. Levij, 1976), con la que está en deuda todo historiador de la medi­
cina en Viena; Dora Stockert Meynert, Theodor Meynert und seine Zeit: Zur
Geistesgeschichte Österreichs in der zweiten Hälfe des 19. Jahrhunderts (1930);
Ernst Theodor Brücke, Ernst Brücke (1928), y Sherwin B. Nuland, The Masterful
Spirit-Theodor Billroth, The Classics fo Surgery Library (1984), 3-44. Julius
Wagner-Janstsch, Lebenserinnerungen, comp. de L. Shönbauer y M. Jantsch
(1950), presenta unas cuantas vislumbres vividas de Freud.
La mejor recopilación de materiales sobre el polémico episodio de la cocaí­
na es Cocaine Papers by Sigmund Freud, comp. de Robert Byck (1974), con
notas de Anna Freud; contiene las publicaciones de Freud sobre el tema de una
introducción completa y confiable. Véase también Siegfried Bernfeld, “Freud’s
Studies on Cocaine, 1884-1887”, J. Amer. Psychoanal, Assn., I (1953), 581-
613. Hortense Koller Becker, “Carl Koller and Cocaine”, Psychoanalytic Quar­
terly, XXXII (1963), 309-373, detalla ciudadosamente la parte que desempeñó el
amigo de Freud en el descubrimiento de la cocaína como anestésico. Peter J.
Swales, “Freud, Cocaine, and Sexual Chemistry: The Role of Cocaine in Freud’s
Conception of the Libido” (edición privada, 1983) despliega algunas especula­
ciones características. Y véase Jürgen von Sheidt, “Sigmund Freud und das
Kokain”, Psyche, XXVIII (1973), 385-430. E.M. Thornton, Freud and cocaine:
the Freudian Fallacy (1983) es un modelo de la literatura de denigración. Intenta
persuadir al lector de que Freud, “un profeta falso y sin fe” (pág. 232), engendró
el psicoanálisis en la bruma mental de una psicosis cocaínica; el autor sostiene
que “la ‘mente inconsciente’ no existe, que sus teorías carecían de base y eran
aberrantes y que —la mayor de las impiedades- el propio Freud, cuando las for­
muló, se encontraba bajo el influjo de una droga tóxica que tiene efectos especí­
ficos en el cerebro” (pág. 1).
Sobre Charcot, véase el más bien pobre A.R.G. Owen, Hysteria, Hypnosis
and Healing: The Work of J.M. Charcot (1971). Georges Guillain, J.M. Char­
cot, 1825-1893: His Life-His Work (1955; trad, de Pearce Bailey, 1959) es
mucho más sustancial, pero se centra en los primeros trabajos neurológicos de
Charcot, hasta cierto punto a expensas de los estudios posteriores sobre la his­
teria. Sobre estos últimos, Mark S. Micale (cuya tesis sobre Charcot y la histe-
Ensayo bibliografico [831]

ria masculina [Yale, 1987] está muy bien fundada) ya ha publicado “The Salpê­
trière in the Age of Charcot: An Institutional Perspective on Medical History in
the Late Nineteenth Century”, Journal of Contemporary History, XX (1985),
703-731. Véase también el artículo de Miller y otros, “Some Aspects of Char­
cot’s Influence on Freud”.

Capitulo dos. La construcción de la teoría


Sobre la funesta amistad de Freud con Fliess, Freud-Fliess es naturalmente
una fuente esencial. Max Schur, que en la década de 1960 tuvo acceso a partes
inéditas de esa correspondencia, ha escrito sagaces comentarios en Freud,
Living and Dying. El artículo pionero de Schur, “Some Additional ‘Day Resi­
dues’ of the Specimen Dream of Psychoanalysis”, publicado en Psychoanalysis
- A General Psychology: Essays in Honor of Heinz Hartmann, comp, de Rudolph
M. Loewenstein, Lottie M. Newman y Albert J. Solnit (1966), 45-85, es, a
pesar de su título inocuo, explosivo: al dilucidar el sueño de la inyección de
Irma, ilumina extraordinariamente el enamoramiento de Freud con Fliess. K.R.
Eissler, “To Muriel M. Gardiner on Her 70th Birthday”, Bulletin of the Phila­
delphia Association for Psychoanalysis, XXII (1972), 110-130, es un ponderado
y en el mejor sentido sugerente ensayo sobre Freud y Fliess. Véase también
Edith Buxbaum, “Freud’s Dream Interpretation in the Light of His Letters to
Fliess”, Bulletin of the Menninger Clinic, XV (1951), 197-212. Frank I. Sullo-
way, en su voluminoso Freud, Biologist of the Mind: Beyond the Psychoanaly­
tic Legend (1979) es un tanto exagerado; presenta un libro como un gran docu­
mento revelador, pero en lo esencial reactualiza la noticia vieja de que la teoría
de Freud tiene un trasfondo biológico; sin embargo, los caps. 5 y 6, que anali­
zan la dependencia de Freud respecto de Fliess y lo que Sulloway llama “la psico-
física del siglo XIX”, son muy valiosos. Patrick Mahony, “Friendship and Its
Discontents”, Contemporary Psychoanalysis, XV (1979), 55-109, examina
minuciosamente al Freud de la década de 1890, prestando una atención especial al
material alemán. Erik H. Erikson, “The Dream Specimen of Psychoanalysis”, J .
Amer. Psychoanal. Assn., II (1954), 5-56, discute principalmetne el sueño de
Irma, pero también comenta la relación Freud-Fliess. Peter J. Swales, “Freud,
Fliess, and Fratricide: The Role of Fliess in Freud’s Conception of Paranoia”
(edición privada, 1982) llega a insinuar que en su último “congreso” de 1900,
Freud podría haber tratado de matar a Fliess. George F. Mahl, “Explosions of
Discoveries and Concepts: The Freud-Fliess Letters”, cap. 4 de A First Course in
Freud, todavía inédito, examina esta correspondencia, minuciosa y confiablemen­
te. El deterioro de la amistad entre Freud y Fliess dejó huellas en las dedicatorias
de los libros que este último le enviaba al primero. En 1897, cuando le remitió a
Freud su sustancial monografía Die Beziehung zwischen Nase und weiblichen
Geschlechtsorganen. In ihrer biologischen Bedeutung dargestellt, escribió "Sei­
nen teuren Sigmund, innigst, d. V." ; cinco años más tarde, en 1902, le hizo lle­
gar su Über den ursächlichen Zusammenhan von Nase und Geschlechtsorgan con
unas palabras mucho más frías: "Seinen lieben Sigmund!” Ahora bien, "teuer"es
un término muy afectuoso —tal vez “queridísmo” sea la mejor traducción—, e
"innigst" significa algo así como “muy cariñosamente”; en cambio, "lieb" es
una forma común de tratamiento —“querido”, como en “querido señor”—. (Estos
ejemplares dedicados se encuentran en el Freud Museum, Londres.)
Sobre Martha Bernays Freud, véanse las biografías del esposo, especialmen­
te Jones I, y los fragmentos inéditos de cartas que cito en el cuerpo del libro.
Un artículo breve de la esposa de Martin Freud, Esti D. Freud, “Mrs. Sigmund
[832] Ensayo bibliografico

Freud”, Jewish Spectator, XLV (1980), 29-31, evoca la “serenidad” (pág. 29) que
se le atribuía hasta cierto punto a Martha Freud (pero no era totalmente indiscu­
tida). Peter Gay, “Six Names in Search of an Interpretation: A Contribution to
the Debate over Sigmund Freud’s Jewishness”, Hebrew Union College Annual,
LIII (1982), 295-307, sugiere una cierta autoridad doméstica de Freud. Entre los
estudios sobre Stephan Zweig (a quien Martha Freud juzgó con tanta severidad),
D.A. Prater, European of Yesterday: A Biography of Stefan Zwieg (1972) propor­
ciona los antecedentes necesarios.
El estudio más autorizado sobre el caso de “Anna O.”, y sobre Breuer en
general, es, con mucho, la tesis exhaustiva (pero no agotadora) de Hirschmüler,
Phisiologie und Psychoanalyse im Leben und Werk Josef Breuers, suplemento 4
al Jahrbuch der Psychoanalyse, X (1978); corrige satisfactoriamente conjeturas
erróneas e interpretaciones dudosas, ubica a Breuer con seguridad en el mapa de
las teorías de Freud, y explora el mundo médico de este último. Los documentos
concernientes a la historia médica de Anna O., y los debidos a la propia Anna
O., son fascinantes. Hirschmüller discute instructivamente con Julian A. Miller,
Melvin Sabshin, John E. Gedo, George H. Pollock, Leo Sadow y Nathan Schle­
singer “The Scientific styles of Breuer and Freud and the Origins of Psychoa­
nalysis”, y con Pollock, “Joseph Breuer”, en Freud, Fusion of Science and
Humanism, comp, de Gedo y Pollock, 187-207, 133-163. Paul F. Cranefield,
“Joseph Breuer’s Evaluation of His Contribution to Psycho-Analysis”, Int. J.
Psycho-Anal., XXXIX (1958), 319-322, reproduce y analiza una interesante carta
de 1907 de Breuer a Auguste Forel, que arroja una luz retrospectiva sobre sus
anteriores actitudes. Henri Ellenberger, “The Story of ‘Anna O.’: A Critical
Review with New Data”, Journal of the History of the Behavioral Sciences, VIH
(1972), 267-279, rectifica persuasivamente la lectura errónea de Jones y los
recuerdos falsos de Freud sobre el caso. Hirschmüller exhuma también un fasci­
nante historial clínico de una histérica severa, “Nina R.,” derivada al sanatorio
Bellevue de Kreuzlingen por Freud y Breuer: “Eine bisher unbekannte Kranken-
geschichte Sigmund Freud und Josef Breuer aus der Entstehungszeit der ‘Studien
über Hysterie’”, Jahrbuch der Psychoanalyse, X (1978), 136-168. Sobre la admi­
rable carrera ulterior de Anna O. (Bertha Pappenheim) como destacada trabajadora
social y feminista judía, véase Ellen Jensen, “Anna O., A Study of Her Later
Life”, Psychoanalytic Quarterly, XXXIV (1970), 269-293. Richard Karpe, “The
Rescue Complex in Anna O’s Final Identity”, Psychoanalytic Quarterly, XXX
(1961), 1-24, vincula su neurosis con sus logros posteriores. Lucy Freeman,
The Story of Anna O. (1972), es un enfoque popular. Pero véase el excelente
estudio histórico de Marion Kaplan, The Jewish Feminist Movement in Ger­
many: The Campaign of the Jüdischer Frauenbund, 1904-1938 (1979), en el que
hay importante material sobre la carrera de Bertha Pappenheim.
Acerca del estudio de Freud sobre la afasias (texto éste al que más bien se le
ha prestado poca atención ) véase el útil artículo (tal vez demasiado condensado
de E. Stengel. “A Re-evaluation of Freud’s Book ‘On Aphasia’: Its Significance
of Psycho-Analysis”, Int. J. Psycho-Anal., XXXV (1954), 85-89. Una de las pri­
meras pacientes histéricas de Freud, “Frau Cacelie M.”, ha sido estudiada con
satisfactorios detalles en Peter J. Swales, “Freud, His Teacher, and the Birth of
Psychoanalysis”, en Freud, Appraisals and Reappraisals, comp, de Stepansky, I,
3-82. Véase también el ensayo de Swales sobre “Katharina”: “Freud, Katharina,
und the First ‘Wild Analysis’”, ejemplar mecanografiado de una conferencia, con
material adicional (1985). Ola Andersson, “A Suplement to Freud’s Case History
of ‘Frau Emmy von N.’ in Studies on Hysteria 1895”, Scandinavian Psycho-
anlytic Review, II (1979), 5-15, incluye material biográfico. Véase también Else
Pappenheim, “Freud and Gilles de la Tourette: Diagnostic Speculations on ‘Frau
Ensayo bibliografico [833]

Emmy von N.’”, Int. Rev. Psycho-Anal., VII (1980), 265-277, que sugiere que
esta paciente podría no haber sido una histérica en absoluto, sino que presentaba
el síndrome de Gilles de la Tourette (como también Freud lo conjeturó durante
cierto tiempo).
La “Psicología para neurólogos” de Freud, que la abandonó sin completarla,
fue publicada primeramente en Aus den Anfängen der Psychoanalyse. Briefe an
Wilhelm Fliess. Abhandungen und Notizen aus den Jahren 1887-1902, comp. de
Ernst Kris, Marie Bonaparte y Anna Freud (1950; versión inglesa, The Origins
of Psychoanalysis, trad. de Eric Mosbacher y James Strachey, 1954). En su
introducción a esta primera edición de la correspondencia de Fliess, de Fliess,
considerablemente mutilada, Kris examina el lugar del "proyecto en el pensa­
miento de Freud. El “proyecto” se puede leer en inglés, con el título de “Project
for a Scientific Psychology”, en la SE I, 283-397. Ha sido muy bien apreciado
en Wollheim, Freud, esp. en el cap. 2 Isabel F. Knight sostiene, en “Freud’s
‘Project’: A Theory for Studies on Hysteria”, Journal of the History of the
Behavioral Sciences, XX (1984), 340-358, que dicho escrito fue concebido como
una crítica a las teorías de Breuer. John Friedman y James Alexander, “Psychoa­
nalysis and Natural Science: Freud’s 1895 Project Revisited”, Int. Rev. Psycho-
Anal., X (1983), 303-318, un importante ensayo, sugiere que Freud, en esa épo­
ca temprana, estaba tratando de liberarse de las coerciones del discurso científico
de fines de siglo XIX. Véase también, sobre el “newtonismo” de Freud, Robert
C. Solomon, “Freud Neurological Theory of Mind”, en Freud: A Collection of
Critical Essays, comp. de Wollheim, 25-52.
La discusión sobre la denominada teoría de la seducción ha sido enturbiada
por Jeffrey Moussaieff Masson, The Assault on Truth: Freud’ s Suppresion of the
Seduction Theory (1984), donde se sostiene (absurdamente) que Freud abandonó
esa teoría porque no podía tolerar el aislamiento respecto del establishment
médico de Viena, al que lo condenaban sus ideas radicales. Uno se pregunta por
qué si es que Freud se ponía tan ansioso, continuó publicando teorías incluso
más perturbadoras, como por ejemplo las de las sexualidad infantil y la ubicuidad
de la perversión. De hecho, las razones que dio Freud en su carta a Fliess del 21
de setiembre de 1897 (Freud-Fliess, 283-286 [264-267]) son (dicho sea con todo
nuestro respeto Krüll) buenas y suficientes. Además Freud nunca puso en duda la
verdad deprimente de que la seducción o la violación de niñas —y niños—,
intentadas o consumadas, constituían hechos demasiado reales. Podía referirse
para aprobarlo a algunos de sus propios pacientes (incluida Katharina). Las
explicaciones habituales de la actitud de Freud con respecto a su teoría de la
seducción, que aparecen en Jones I, especialmente págs. 263-267, y en obras de
otras autores, se sostienen perfectamente.
Sobre el autoanálisis de Freud, especialmente en lo relacionado con el padre,
veáse el material ya mencionado en el ensayo correspondiente al cap. 1, sobre
todo La interpretación de los sueños; Krüll, Freud and His Father; Anzieu,
Freud’s Self-Analysis, y Grinstein, On Sigmund Freud’s Dreams. Y véanse tam­
bién George F. Mahl, “Father-Son Themes in Freud’s Self-Analysis”, en Father
and Child: Developmental and Clinical Perspectives, comp. de Stanley H. Cath,
Alan R. Gurwitt y John Münder Ross (1982), 33-64, y Mahl, “Freud, Father and
Mother: Quantitative Aspects”, Psychoanalysis Psychology, II (1985), 99-113;
ambos trabajos aportan precisión a una zona oscura. Los extensos comentarios
de Schur que aparecen en Freud, Living and Dying, son indispensables. Freud
and His Self-Analysis, comp. de Mark Kanzer y Jules Glenn (1979) reúne algu­
nos artículos interesantes, pero es un tanto misceláneo.
¿Tuvo Freud una relación sentimental con su cuñada Minna Bernays? El pri­
mero que lo dijo fue aparentemente Carl G. Jung en privado (se ha informado) y
[834] Ensayo bibliografico

después de 1957, en una entrevista con su amigo John M. Billinsky, que la


publicó en 1969: “Jung and Freud (the End of a Romance)”, Andover Newton
Quarterly, X (1969), 39-43. El pasaje del que se trata aparece en el relato por
Jung de su primera visita a Berggasse 19, en 1907: “Pronto conocí a la hermana
menor de la esposa de Freud. Era de muy buen ver y no sólo sabía bastante de
psicoanálisis sino también de todo lo que Freud estaba haciendo. Cuando, unos
días más tarde, yo visitaba el laboratorio de Freud, la cuñada me preguntó si
podía hablar conmigo. Experimentaba mucho malestar y culpa por su relación
con Freud. Así me enteré de que Freud estaba enamorado de ella y de que sus rela­
ciones eran por cierto muy íntimas. Fue un descubrimiento que me sacudió, y aún
hoy recuerdo la agonía que sentí en ese instante. Dos años más tarde, Freud y yo
fuimos invitados a la Clark University de Worcester, y durante algunas semanas
pasamos juntos todos los días. Desde el principio mismo de nuestro viaje empe­
zamos a analizarnos recíprocamente los sueños. Freud tuvo algunos que le moles­
taban mucho. Estos sueños trataban de un triángulo: Freud, su esposa, y la her­
mana menor de la esposa. El no tenía la menor idea de que yo conocía el
triángulo y sus relaciones íntimas con la cuñada. Y así fue que, cuando Freud me
habló del sueño en el que su esposa y la hermana desempeñaban partes importan­
tes, le pedí algunas asociaciones personales. El me miró con acritud y dijo:
‘Podría decirle más, pero no puedo arriesgar mi autoridad”’ (pág.42).
¿Qué se puede pensar de todo esto? Jung, según surge de sus contradictorios
comentarios autobiográficos, era un informante menos que confiable. El relato
sobre la negativa de Freud a cooperar en la interpretación de uno de sus sueños
cuando estaban a bordo, viajando hacia América, parece bastante cierto; Jung lo
repitió más de una vez en vida de Freud, incluso en una carta al propio Freud
(Jung a Freud, 3 de diciembre de 1912, Freud-Jung, 583-584, 584n [526,526n]),
y Freud nunca lo desmintió. Pero, en otros aspectos, este relato en particular
resulta sumamente extraño. Freud, por supuesto, no tenía ningún “laboratorio”.
Su consultorio estaba junto a su estudio, y Jung podría haber estado refiriéndose
a una u otra de esas habitaciones, pero la expresión sigue siendo curiosa. Ade­
más, si bien los juicios de este tipo son altamente subjetivos, mi propia opi­
nión es que las fotografías que tenemos de ella no muestran a Minna Bernays
como una mujer de “muy buen ver”. Por cierto, podría haber sido del gusto de
Freud, pero me parece sumamente inverosímil que el propio Jung, un hombre con
ojo para la belleza femenina y que en esos años tenía actividad sexual fuera de
los límites del matrimonio, pudiera realmente encontrarla hermosa. Schur, quien
-es cierto— sólo conoció a una Minna Bernays de edad relativamente avanzada,
la consideraba totalmente carente de atractivos (entrevista con Helen Schur,
junio 3 de 1986). Del mismo modo, parece por completo improbable que Minna
Bernays haya confesado una situación tan íntima a un perfecto extraño, un hom­
bre al que acababa de conocer y con el que no compartía religión, cultura, ni
intereses profesionales. Desde luego, es concebible que haya visto a un ajeno
como la persona en la que precisamente podría confiar, sobre todo en vista de
que pronto volvería a irse. Pero a mí me resulta prácticamente imposible imagi­
narme la escena.
Más recientemente, Peter J. Swales ha dicho lo mismo, presentando conjetu­
ras confiadas como si fueran hechos demostrados, en “Freud, Minna Bernays, and
the Imitation of Christ” (conferencia inédita de 1982; la he leído en fotocopias
por cortesía de su autor); y en “Freud, Minna Bernays and the Conquest of Rome:
New Light on the Origins of Psychoanalysis”, New American Review: A Journal
of Civility and the Arts, I (primavera/verano de 1982), 1-23. Swales utiliza lo
que yo llamaría “el modo de leer de Bernfeld”, método éste fructífero pero peli­
groso. Siegfried Bernfeld, que tenía el propósito de escribir una biografía de
Ensayo bibliografico [835]

Freud y reunió mucho material para ella, leyó ciertos textos de Freud, en especial
su ensayo “Sobre los recuerdos encubridores” (1899), como si fueran revelacio­
nes autobiográficas disfrazadas. De ese modo descubrió el enamoramiento adoles­
cente de Freud con Gisela Fluss. Desde luego, de muchas de las afirmaciones de
Freud pueden extraerse inferencias perfectamente plausibles, a veces correctas (la
Psicopatología de la vida cotidiana es una fuente particularmente rica de autorre-
velaciones indirectas); si se las une en un relato coherente, adquieren un peso
que no poseen consideradas individualmente. Swales hace bien este tipo de
cosas, y la técnica psicoanalítica de ahondar por debajo de la superficie práctica­
mente lo lleva a ello. Centrando su atención en material de “Sobre los recuerdos
encubridores”, La interpretación de los sueños y Psicopatología de la vida coti­
diana, construye una secuencia de acontecimientos de la vida de Freud que, a su
juicio, demuestran que realmente tuvo una relación sentimental con su cuñada.
Cuando algo que Freud dice sobre otra persona podría muy bien aplicársele a él
mismo, Swales lo acepta como prueba; cuando lo que Freud dice no se le adecúa,
Swales lo acusa de ocultar o disfrazar el material, o de engaño descarado. Por
supuesto, es posible que tenga razón: el trabajo del sueño, una mezcla de revela­
ción y ocultamiento, se realiza de ese modo, y cualquier narrador hábil sabe que
una de las tácticas más eficaces consiste en mezclar la verdad con la ficción. De
modo que Freud podría haber tenido una relación sentimental con Minna Ber­
nays.
Los comentarios pertinentes de Jones sugieren, no tanto tal vez que el rela­
to de Jung sea necesariamente cierto, pero sí que había estado circulando lo bas­
tante y parecía lo suficientemente persuasivo (por lo menos, había quienes lo
veían así) como para merecer una refutación explícita. Por cierto, Jones es tan
enfático sobre el tema que puede llevar a los desconfiados a preguntarse si no
está un poco a la defensiva. Dice que Freud era “monógamo en una medida muy
inusual”, que “siempre daba la impresión de ser una persona inusualmente casta:
la palabra ‘puritana’ no estaría fuera de lugar” {Jones I, 139,271). En su crítica a
la biografía de Freud escrita por Puner, se siente impulsado a dedicar unas pala­
bras a “la vida de casado [de Freud], puesto que sobre ella parecen estar de moda
diversas leyendas extrañas... Su esposa fue con toda seguridad la única mujer de
la vida de Freud, y siempre le reservó el primer lugar, antes que a todos los otros
mortales... [En cuanto a Minna Bernays], su lengua cáustica produjo muchos epi­
gramas apreciados en la familia. Freud sin duda gustaba de su conversación, pero
decir que en cualquier sentido ella reemplazaba a su hermana en el afecto de él, es
puro absurdo” {Jones II, 386-387). También Clark (véase su Freud, 52) ha sope­
sado los elementos de prueba, en especial la entrevista a Jung, y los rechaza por
sumamente improbables.
La Freud Collection de la Biblioteca del Congreso incluye un paquete de car­
tas intercambiadas entre Freud y Minna Bernays que están siendo examinadas cui­
dadosamente antes de librarlas al conocimiento público; cuando escribo estas
páginas, todavía no se puede contar con ellas (es enloquecedor...). En vista del
carácter incompleto de las pruebas (éste es otro ejemplo del modo en que la polí­
tica restrictiva de los custodios freudianos, que niegan o posponen el acceso a
materiales importantes, no hace más que nutrir rumores), uno no puede ser dog­
mático (por lo menos, yo no puedo serlo). Freud le escribió algunas cartas apa­
sionadas a Minna Bernays mientras estaba comprometido con la hermana, pero
esto, más que brindar apoyo a la teoría de Jung-Swales, me parece que la hace
menos probable. Si aparecieran elementos de prueba confiables (que no sean
conjeturas ni sutiles cadenas de inferencias) en cuanto a que Freud mantuvo real­
mente una relación sentimental con su cuñada y que de hecho (según Swales lo
ha sostenido un tanto detalladamente ) la llevó a un aborto, yo revisaré mi texto
[836] Ensayo bibliografico

en concordancia con aquéllos. Mientras tanto, debo aceptar como correcto el


modo de ver establecido y menos escandaloso.

Capitulo tres. Psicoanálisis


Sobre la elaboración de La interpretación de los sueños, la corespondencia
Freud-Fliess es, desde luego, invalorable. Véanse también, una vez más, explora­
ciones detalladas de los sueños de Freud que éste utilizó en su libro, en Anzieu,
Freud’s Self-Analysis, y en Grinstein, On Sigmund Freud's Dreams. Además, la
teoría del sueño freudiana es examinada en Fisher y Greenberg, Scientific Credi­
bility of Freud's Theories, cap. 2 (una discusión buena y completa), y en Jones I
y en otros estudios biográficos que ya he enumerado. Por las razones presentadas
en el ensayo correspondiente al capítulo 1, no puedo aceptar el enfoque “políti­
co” de Freud que expone McGrath en Freud's Discovery of Psychoanalysis, pero
considero que muchas de sus interpretaciones de los sueños de Freud son sutiles.
Véanse también Ella Freeman Sharpe, Dream Analysis (1937, 2a. ed., 1978)
[trad, cast.: El análisis de los sueños, Buenos Aires, Hormé, 1961.], un elegante
texto de una eminente analista lega inglesa; la sugerente Freud Lecture de Ber­
tram D. Lewin, titulada Dreams and the Uses of Regression (1958); varios artícu­
los tempranos de Ernst Jones, reunidos en sus Papers on Psycho-Analysis (3 a.
ed., 1923) e interesantes en conjunto como indicaciones del modo en que la
interpretación de los sueños penetró en la profesión psicoanalítica: “Freud’s
Theory of Dreams” (1910), 212-246; “Some Instances of the Influence of
Dreams on Waking Life” (1911), 247-254; “A Forgotten Dream” (1912), 255-
265; “Persons in Dreams Disguised as Themselves” (1921), 266-269, y “The
Relationship between Dreams and Psychoneurotic Symptoms” (leído en 1911),
270-292.
Entre los artículos más recientes se cuentan una investigación de D.R. Haw­
kins, “A Review of Psychoanalytic Dream Theory in the Light of Recent Psy­
cho-Physiological Studies of Sleep and Dreaming”, British Journal of Medical
Psychology, XXXIX (1966), 85-104, y un recompensador ensayo de Leonard
Shengold, “The Metaphor of the Journey in ‘The Interpretation of Dreams’”,
American Imago XXIII (1966), 316-331. Otro ensayo breve, legible y ecléctico
del analista Charles Rycroft, The Innocence of Dreams (1979), registra la litera­
tura más reciente, sin limitarse a las obras psicoanalíticas. La investigación
sobre los sueños continúa; una enigmática teoría, aceptadamente muy tentativa
(y explícitamente crítica de Freud) es desarrollada en Francis Crick y Graeme
Mitchinson, “The Function of Dream Sleep”, Nature, CCCIV (1983), 111-114;
se sostiene que, en la etapa de los movimientos oculares rápidos, el sueño tiene
la finalidad de remover “modos de acción indeseables en las redes celulares de la
corteza cerebral”. Véase también James L. Fosshage y Clemens A. Loew,
comps., Dream Interpretation: A Comparative Study (1978), y Liam Hudson,
Night Life: The Interpretation of Dreams (1985), donde este psicólogo ofrece un
esquema interpretativo propio. Otro ítem provechoso de la literatura a la que dio
origen el libro de Freud sobre el sueño es Walter Schönau, Sigmund Freuds Pro­
sa. Literarische Elemente seines Stils (1968), en el cual hay material interesante
y en mi opinión convincente sobre los lemas (págs. 53-89) que Freud descartó,
y sobre el que finalmente eligió para La interpretación de los sueños. Erikson,
“The Dream Specimen of Psychoanalysis”, es un artículo interesante y extenso
sobre el sueño de Irma. Véase también A. Keiper y A. A. Stone, “The Dream of
Irma’s Injection: A Structural Analysis”, American Journal of Psychiatry, CXX-
XIX (1982), 1225-1234. Otros ensayos útiles sobre los sueños de Freud son el
Ensayo bibliografico [837]

breve artículo de Leslie Adams, “A New Look at Freud’s Dream ‘The Breakfast
Ship’”, American Journal of Psychiatry, CX (1953), 381-384; el merecidamente
difundido artículo de Eva M. Rosenfeld, “Dream and Vision: Some Remarks on
Freud’s Egyptian Bird Dream”, Int. J. Psycho-Anal., XXXVIII (1956), 97-105, y,
una vez más, Buxbaum, “Freud’s Dream Interpretation in the Light of His Letters
to Fliess” (ya citado en el ensayo correspondiente al cap. 2).
El género de la autobiografía, que floreció inusualmente en el siglo XIX, y
al cual pertenece el programa de Freud, dentro de su propio estilo singular, está
atrayendo a un creciente número de eruditos. Aquí sólo mencionaré brevemente a
un puñado de los más interesantes títulos recientes: Jerome Hamilton Buckley,
The Turning Key: Autobiography and the Subjective Impulse since 1800 (1984),
obra en la que yo he aprendido mucho; William C. Spengemann, The Forms of
Autobiography: Episodes in the History of a Literary Genre (1980), que incluye
en el último capítulo algunos ejemplos del siglo XIX; Linda H. Peterson, Victo­
rian Autobiography: The Traditon of Self-Interpretation (1986), que es más con-
densada; A.O.J. Cockshut, The Art of Autobiography in Nineteenth and Twen­
tieth Century England (1984), lleno de comentarios sensatos, y Avrom
Fleishman, Figures of Autobiography: The Language of Self-Writing (1983).
Los siguientes trabajos conciernen directamente a la obra de Freud. Sobre
las ideas que el propio Freud sustentaba en esos años, contamos con el valioso
estudio de Kenneth Levin, Freud's Early Psychology of the Neuroses: A Histori­
cal Perspective (1978). No hay consenso de los historiadores acerca de la ciencia
de la mente o de los manicomios del siglo XIX. Estos temas han atraído recien­
temente mucha atención y suscitado muchos debates, de lo que no ha sido el
menor responsable el revisionismo radical de Michel Foucault (en mi opinión,
aunque estimulante, en términos generales funesto); pienso en particular en el
influyente libro de este autor titulado Madness and Civilization: A History of
Insanity in the Age of Reason (1961; trad, de Richard Howard, 1965) [trad,
cast.: Historia de la locura en la época clásica, México, F.C.E., 1978], Lancelot
Law Whyte, The Unconscious before Freud (1960; ed. en rústica, 1962) es una
investigación breve pero útil. Mucho más amplio es Henri F. Ellenberger, The
Discovery of Unconscious: The History and Evolution of Dynamic Psychiatry
(1970) [trad, cast.: El descubrimiento del inconsciente, Madrid, Gredos, 1976],
una voluminosa obra de novecientas páginas fundadas en investigaciones, con
largos capítulos dedicados a la historia inicial de la psicología, y a Jung, Adler
y Freud. Aunque está lejos de ser elegante, y es caprichosa y no siempre confia­
ble en sus juicios precipitados (como por ejemplo el veredicto de que Freud fue
el vienés quintaesencial), ésta es una rica fuente de información. Robert M.
Young, Mind, Brain and Adaptation in the Nineteenth Century: Cerebral Locali­
zation and Its Biological Context from Gall to Ferrier (1970) es un clásico
moderno menor. Hay una hermosa antología, Madhouses, Mad-Doctors, and
Madmen: The Social History of Psychiatry in the Victorian Era, comp, de
Andrew Scull (1981); sin deseo alguno de singularizar alguna contribución a
expensas de la otras, podría decir que yo aprendí más en William F. Bynum, h.,
“Rationales for Therapy in British Psychiatry”, 35-37, y Michael J. Clark, “The
Rejection of Psychological Approaches to Mental Disorder in Late Nineteenth-
Century British Psychiatry”, 271-312. Otra antología fascinante, en la que es
visible la influencia de Foucault pero que se resiste al sensacionalismo, es The
Anatomy of Madness: Essays in the History of Psychiatry, vol. 1, People and
Ideas, y vol. II, Institutions and Society, comp, de Bynum, Roy Porter y Micha­
el Shepherd (1985). Raymond E. Fancher, Pioneers of Psychology (1970), lúci­
damente, pero con economía, bosqueja el campo desde René Descartes hasta B.F.
Skinner. J.C. Flugel, A Hundred Years of Psychology: 1833-1933 (1933) cubre
[838] Ensayo bibliografico

un campo muy amplio, necesariamente de la manera más concisa. Véase también


Clarence J. Karier, Scientists of the Mind: Intellectual Founders of Modern Psy­
chology (1986), con capítulos parejos sobre diez psicólogos modernos, desde
William James hasta Otto Rank, sin olvidar a Freud, Adler y Jung. Gerald N.
Grob, comp. The Inner World of American Psychiatry, 1890-1940: Selected
Correspondence (1985) es una buena selección bien anotada. Véanse también
Kenneth Dewhurst, Huglings Jackson on Psychiatry (1982), una excelente
monografía breve, y Essays in the History of Psychiatry (1982) comp, de Edwin
R. Wallace IV y Lucius C. Pressley (1980), una útil recopilación de trabajos
sobre George M. Beard (por Eric T. Carlson) y otros. Steven R. Hirsch y Micha­
el Shepherd, Themes and Variations in European Psychiatry: An Anthology
(1974) han exhumado, entre otros materiales anteriores a la Primera Guerra Mun­
dial, textos de Emil Kraepelin, Karl Bonhoeffer y otros. Barry Silverstein,
“Freud’s Psychology and Its Organic Foundations: Sexuality and Mind-Body
Interactionism”, Psychoanalytic Review, LXXII (1985), 203-228, sustenta fructí­
feramente la tesis de que las consecuencias de la educación neurològica de Freud
no deben exagerarse, y de que el psicoanálisis, aunque no renuncia a la interac­
ción mente-cuerpo, insiste en la independencia de lo mental. Véase un fascinante
intento moderno de vincular entre sí teorías psicoanalíticas y neurológicas, rea­
lizado por un analista: Morton F. Reiser, Mind, Brain, Body: Toward a Conver­
gence of Psychoanalysis and Neurobiology (1986). Y véase R.W. Angel, “Jack-
son, Freud and Sherrington on the Relation of Brain and Mind”, American
Journal of Psychiatry (1961), 193-197. Anne Digby, Madness, Morality and
Medicine: A Study of the York Retreat, 1796-1914 (1986) es un excelente estu­
dio especializado que debería servir de modelo para otros. Igualmente ejemplares
son los escritos de Janet Oppenheim, en especial “The Diagnosis and Treatment
of Nervous Breakdown: A Dilemma for Victorian and Edwardian Psychiatry”, en
The Political Culture of Modern Britain: Studies in Memory of Stephen Koss,
comp, de J.M.W. Bean (1987), 75-90, y su monografía The Other World: Spiri­
tualism and Psychical Research in England. 1850-1914 (1985).
K.R. Eissler, Sigmund Freud und die Wiener Universität. Uber die Pseudo-
Wissenschaftlichkeit der jüngsten Wiener Freud-Biographik (1966) es el estudio
autorizado, que reemplaza a todos los otros, sobre el lento progreso de Freud
hacia su cátedra; en una briosa polémica con dos investigadores austríacos,
Joseph y Renée Gicklhorn, demuestra que la promoción de Freud al profesorado
fue efectivamente retenida por años.

El examen más severo, extremadamente, negativo, de la tesis freudiana de


que el orden mental se revela en los lapsus linguae y en los actos sintomáticos
relacionados con ellos, es Sebastiano Timpanaro, The Freudian Sleep: Psychoa­
nalysis and Textual Criticism (1974; trad, de Kate Soper), con el que vale la
pena trabarse en lucha, aunque no lo considero convincente.
Es probable que lo que Freud dijo sobre la sexualidad haya sido explorado
incluso más que lo que dijo sobre los sueños. Sobre la sexualidad y las normas
respetables del siglo XIX, y sobre las realidades de esa misma época, que inclu­
yen a Freud como parte y crítico, véanse Peter Gay, Education of the Senses
(1984) y el volumen que lo acompaña, The Tender Passion (1986), vols. I y II
de The Bourgeois Experience: Victoria to Freud; en ellos se describe a la burgue­
sía “victoriana” como mucho menos hipócrita o reprimida de lo que pretenden
sus críticos. Véase también el revelador y abarcativo ensayo de Stephen Kern,
“Freud and the Discovery of Child Sexuality”, History of Childhood Quarterly:
The Journal of Psychohistory, I (verano de 1973), 117-141; debe leerse en con-
Ensayo bibliografico [839]

junción con Kern, “Freud and the Birth of Child Psychiatry”, Journal of the His­
tory of the Behavioral Sciences, IX (1973), 360-368. Y véase Sterling Fishman,
“The History of Childhood Sexuality”, Journal of Contemporary History, XVII
(1982), 269-283, útil pero menos importante que Kern. Hay una investigación
sobre la opinión médica contemporánea en K.Codell Carter, “Infantile Hysteria
and Infantile Sexuality in Late Nineteenth-Century German-Language Medical
Literature”, Medical History, XXVII (1983), 186-196. Las opiniones de Freud
sobre el matrimonio se examinan en John W. Boyer, “Freud, Marriage, and Late
Viennese Liberalism: A Commentary from 1905”, Journal of Modern History, L
(marzo de 1978), 72-102, que incluye una importante declaración de Freud en su
original alemán.

Capitulo cuatro. Retrato de un precursor en orden de batalla


Para mi bosquejo de Freud a los cincuenta años, me he inspirado en todas
las biografías y monografías, y en todos los libros de recuerdos que resultaran
obviamente pertinentes; también en su correspondencia, publicada e inédita, y
en cartas importantes de Anna Freud a Ernest Jones (de los Papeles de Jones,
Archives of the British Psycho-Analytical Society, Londres), y en los recuerdos
inéditos del analizando de Freud y psicoanalista Ludwig Jekels (que se encuentran
en Papeles de Siegfried Bernfeld, contenedor 17, LC). Jones Schur, Sachs, y
sobre todo Martin Freud, son particularmente indispensables. Sobre el departa­
mento de los Freud, las fotografías de Edmund Engelman en Berggasse 19: Sig­
mund Freud’s Home and Offices, Vienna 1938 (1976) tienen poder evocador.
Esas fotos, tomadas en mayo de 1938, muestran el consultorio de Freud tal como
quedó después del reordenamiento debido a su sordera parcial de un oído. Véase
también mi introducción para esa colección, “Freud: For the Marble Tablet”, 13-
54, y la versión revisada, “Sigmund Freud: A German and His Discontents”, en
Freud, Jews and Other Germans: Master and Victims in Modernist Culture (1978),
28-92. Rita Ransohoffs anotó al pie las fotos de Engelman con textos de mode­
rada utilidad; sería ideal tener un catálogo profesional de las pertenencias de
Freud, en especial de sus antigüedades. Véanse también los meditados comenta­
rios de un antiguo amigo íntimo, Max Graf, “Reminiscences of Professor Sig­
mund Freud”, Psychoanalytic Quarterly, XI (1942), 465-477; Ernst Waldinger,
“My Unele Sigmund Freud”, Books Abroad, XV (invierno de 1941), 3-10, y una
entrevista de Richard Dyck con otro sobrino, Harry Freud: “Mein Onkel Sig­
mund”, Aufbau (Nueva York), 11 de mayo de 1956, 3-4. Bruno Goetz, “Erinne-
rungen an Sigmund Freud”, Neue Schweitzer Rundschau, XX (mayo de 1952), 3-
11, es un artículo breve pero delicioso y conmovedor. Extractos de algunos de
estos recuerdos, y de muchos otros, se encuentran compilados en Freud as We
Knew Him, comp. de Hendrik M. Ruitenbeek (1973), una antología muy amplia.
Con respecto al contexto del gusto musical de Freud (en especial el gusto por la
ópera), he elegido muestras de una vasta literatura; destaco por fascinante y per­
suasivo a Paul Robinson, Opera and Ideas from Mozart to Strauss (1985), libro
en el que se sostiene que la música puede transmitir ideas. Sobre Karl Kraus, véa­
se especialmente Edward Timms, Karl Kraus, Apocalyptic Satirist: Culture and
Catastrophe in Habsburg Vienna (1986), una biografía erudita que corrige cuida­
dosamente las difundidas interpretaciones erróneas de las relaciones de Freud con
el más celebrado de los “tábanos” literarios de Viena.
Sobre los primeros adherentes de Freud, véanse Franz Alexander, Samuel
Eisenstein y Martin Grotjahn, comps., Psychoanalytic Pioneers (1966), una
antología rica pero despareja que contiene material inhallable en otra parte. Los
[840] Ensayo bibliografico

comentarios biográficos de los cuatros volúmenes de los Protokolle de la Socie­


dad Psicoanalítica de Viena concernientes al círculo freudiano, aunque demasiado
breves, son sin duda informativos. Lou Andreas-S alomé. In der Schule bei Freud.
Tagebuch eines Jahres, 1912/1913, comp. de Ernst Pfeifer (1958), es un libro
vigoroso y perceptivo, uno de los vieneses más importantes, Otto Rank, tuvo
más de un biógrafo admirativo: citaremos a Jesse Taft, Otto Rank (1958), y el
completo estudio de E. James Lieberman, Acts of Will: The Life and Work of
Otto Rank (1985), con el que difiero por mi modo de poner los acentos en este
capítulo y más adelante. Sobre los primeros días del movimiento en Viena y
otras partes, la autobiografía de Jones, Free Associations: Memories of a Psy­
cho-Analyst (1959), es concisa, tajante e informativa.
Los “extranjeros” podrían ser objeto de un estudio mayor que el que se les
ha dedicado hata ahora. No hay ninguna biografía de Pfister, pero su escrito
autobiográfico “Oskar Pfister”, de Die Pädagogik der Gegenwart in Selbstdarste­
llungen, comp. de Erich Hahn, 2 vols. (1926-1927), es un buen punto de parti­
da. Casi toda la correspondencia Freud-Pfister está en Sigmund Freud Copyrights,
Wivenhoe, y, en conjunción con los Papeles de Pfister de la Zentralbibliothek,
Zurich, podría constituir la base de una biografía. Mientras tanto, puede verse el
obituario de Pfister por Willi Hoffer en Int. J. Psycho-Anal., XXXIX (1958),
615-616, y también Gay, A Godless Jew, cap. 3. La biografía de Karl Abraham
por su hija Hilda Abraham, Karl Abraham, An Unfinished Biography (1974) es
un valiente e incompleto primer esfuerzo (su versión en alemán, Karl Abraham.
Sein Leben für die Psychoanalyse, trad. al alemán de Hans-Horst Hensche, 1976,
contiene algunas cartas importantes citadas en el idioma original; es mucho más
lo que resta por hacer. Ernest Jones, una figura fascinante y acerca de la cual hay
documentación considerable, merece algo mejor que Vincent Brome, Ernest
Jones: Freud’s Alter Ego (ed. inglesa, 1982; ed. norteamericana, 1983); sus prin­
cipales méritos corresponden a entrevistas con Jones y a abundantes citas de
textos de archivo, pero le falta juicio crítico y es superficial. Los artículos
publicados al celebrarse el centenario del nacimiento de Jones, Int. J. Psycho-
Anal., LX (1979), son (como podía esperarse) admirativos, pero entre ellos hay
algunas perlas: Katharine Jones, “A Sketch of E. J.’s Personality”, William
Gillespie “Ernest Jones: The bonny Fighter”, 273-279; Pearl King, “The Contri­
butions of Ernest Jones to the British Psycho-Analytical Society”, 280-287, y
Arcangelo R.T. D’Amore, “Ernest Jones: Founder of the American Psychoanaly­
tic Association”, 287-290. Binswanger, Erinnerungen, ya mencionado por las
cartas de Freud que cita sin renuencia, incluye también las respuestas del propio
Binswanger. Hay muy poco sobre la bella, elegante y brillante Joan Riviere,
pero tenemos dos afectuosos abituarios de James Strachey y Paula Heimann, en
Int. J. Psycho-Anal., XLIV (1963), 228-230, 230-233. Tal vez la laguna más
severa sea una biografía completa de Ferenczi (o, para el caso, una historia del
instituto de Budapest). Las mejores fuentes son ahora el afectuoso y bien infor­
mado Michel Bálint, “Einleitung des Herausgebers”, en Sándor Ferenczi, Schrif­
ten zur Psychoanalyse, comp. de Bálint, 2 vols. (1970), I, IX-XXII, e Ilse Gru-
brich-Simitis, “Six Letters of Sigmund Freud and Sándor Ferenczi on the
Interrelationship of Psychoanalytic Theory and Technique”, Int. Rev. Psycho-
Anal., XIII (1986), 259-277, bien anotado y comentado.
Hannah S. Decker, Freud in Germany: Revolution and Reaction in Science,
1893-1907 (1977), es una biografía modelo sobre la recepción inicial de Freud
en Alemania; somete a revisión las simplificaciones excesivas de las referencias
de Freud y Jones a ese fenómeno, sin caer en la trampa del revisionismo por el
revisionismo en sí. Vendrían bien otras monografías análogas sobre la recep­
ción inicial que se le brindó a Freud en otras partes.
Ensayo bibliografico [841]

Acerca de Otto Weininger, sobre quien se ha reunido una literatura considera­


ble, considero particularmente instructivo el folleto de Hans Kohn, Karl Kraus.
Arthur Schnitzler. Otto Weininger. Aus dem jüdischen Wien der Jahrhundertwen­
de (1962); las páginas pertinentes de Johnston, The Austrian Mind, esp. 158-
162; Paul Biro; Die Sittlichkeitsmetaphysik Otto Weininger. Eine geistesges­
chichtliche Studie (1927), y Emil Lucka, Otto Weininger, sein Werk und seine
Persönlichkeit (1905; 2a. ed. 1921).
Una nota sobre Eitingon. El 24 de enero de 1988, la New York Times
Book Review publicó un artículo de Stephen Schwartz, identificado como “miem­
bro del Instituto de Estudios Contemporáneos de San Francisco”, en el que se le
formulan a Max Eitingon imputaciones sumamente graves. Schwartz vincula a
Eitingon con una red internacional de artistas e intelectuales que, principalmente
en la década de 1930, estuvieron al servicio de la política criminal de Stalin en
todo el mundo occidental —en Francia, España, Estados Unidos, México—, ayu­
dando a orquestar o participando directamente en el secuestro y asesinato de las
personas a las que el dictador soviético o su policía secreta querían eliminar. Ese
artículo me resultó extremadamente inoportuno. Nunca había oído ni leído nada
semejante sobre Eitingon, y los capítulos de mi biografía ya habían pasado la
etapa de las pruebas de página; sólo este ensayo biográfico, todavía en composi­
ción, me daba la oportunidad de formular un comentario. En el curso de la redac­
ción de este libro creo haber aprendido mucho sobre Eitingon, y considero
absurda la idea de que podría haber formado parte de la máquina asesina de Stalin,
despojándose de su independencia y de su humanidad. Pero no estaba dispuesto a
tomar con ligereza las acusaciones de Schwartz, aunque su versión de Eitingon
no inspirara confianza. (Schwartz, entre otros errores, dice que Eitingon, “desde
1925 hasta 1937”, fue “el factótum y escudo de Freud contra el mundo. Abraham
había muerto, Ferenczi y Rank se habían distanciado del maestro, y Sachs y
Jones no eran adecuados para el papel en el que Eitingon se desempeñaba tan
bien, atendiendo al enfermizo Freud con continuas muestras de afecto. Era para el
anciano prácticamente su secretario social”. Los lectores de esta biografía ya
saben que esto no tiene sentido: Eitingon, en general, sólo vio a Freud unas
pocas veces por año durante ese período, sea en alguna visita a Viena, o en las
aun más raras visitas de Freud a Berlín. Tal como lo revela la Chronik de Freud,
después de emigrar a Palestina, a fines de 1933, Eitingon sólo se acercó a Berg-
gasse 19 una vez por año.)
Sin embargo, por mal informado que estuviera Schwartz, o el ayudante de
investigación al que le manifiesta su reconocimiento, acerca de la vida del esta-
blishment psicoanalítico, esta ignorancia en sí no podía aducirse como refuta­
ción definitiva de sus argumentos. Y aunque en las cartas de Eitingon a Freud no
se trasluciera la menor simpatía por los bolcheviques, ello no me bastaba para
exculparlo automáticamente. Por supuesto, de haber sido Eitingon un agente
soviético, no se lo habría revelado a sus íntimos —en especial, no se lo habría
revelado a Freud, cuya aversión al bolcheviquismo, e incluso al socialismo, era
bien conocida—. Pero de ser ciertas las acusaciones de Schwartz, me correspon­
día hacerles conocer a mis lectores ese hecho terrible, por apartado que Eitingon
esté de las preocupaciones centrales de este libro.
En consecuencias, decidí investigar el tema tan cuidadosamente como el
tiempo lo permitiera. Consulté a Wolfgang Leonhard, uno de los más eminentes
expertos del mundo en el tema de la iniquidad soviética. Nunca había sabido de
nada que salpicara a Max Eitingon, ni pudo encontrar nada sobre él en su vasta
bibioteca especializada. Además, recorrí una ponderable cantidad de libros sobre
la policía secreta de los Soviets dentro y fuera de Rusia, incluso textos clásicos
como Robert Conquest, Inside Stalins Secret Police: NKVD Politics, 1936-
[842] Ensayo bibliografico

1939 (1985) y algunas monografías en inglés, francés y alemán. Aunque rebo­


santes de nombres y actividades de los agentes soviéticos, ninguno de estos
libros menciona a Max Eitingon. Por otra parte, presté una atención particular a
las dos fuentes de Schwartz: John J. Dziak, Chekisty: A History of the KGB
(1988), Y Vitaly Rapoport y Yuri Alexeev, High Treason: Essays on the His­
tory of the Red Arm, 1918-1938, comp. de Vladimir G. Tremí y Bruce Adams, y
trad. de Adams (1985). Según la primera acusación de Schwartz, Eitingon partici­
pó en un secuestro de un ruso blanco, el general Yevgeni Karlovich Miller, en
París, en 1937, colaborando en la aventura con la bien conocida cantante folcló­
rica rusa Nadezhda Plevitskaya y su esposo, Nikolay Skoblin, ambos miembros
de una unidad especial de la policía secreta soviética. Además, Schwartz sugiere
oscuramente otro crimen. “Hay pruebas —escribe— de que el Dr. Max Eitingon
colaboró en la preparación del juicio secreto de 1937 en el que los líderes más
conspicuos del Ejército Rojo, entre ellos el principal comisario del ejército y
ocho generales, cayeron bajo la máquina de ejecución stalinista”. Debo señalar
que ese juicio secreto envolvió la siniestra cooperación de agentes de la NKVD
con funcionarios nazis prominentes como Reinhard Heydrich, que conspiraron
para diezmar la conducción del Ejército Rojo. Si bien Schwartz no documenta esa
acusación (se limita a decir que hay pruebas) no puede resistir a la tentación de
decir: “Y —lo cual no es un bello ornamento para todo el asunto— no resulta
grato imaginar a un asociado de Freud aliado con un secuaz de Heydrich”. Desde
luego, no resulta grato. Pero, ¿es cierto?
Puesto que Schwartz no presenta prueba alguna en apoyo de su segunda
imputación, concentré mis investigaciones en la primera. El resume como sigue
los descubrimientos del Chekisty de Dziak: “Mr. Dziak informa que uno de los
agentes claves del grupo que secuestró al general Miller no fue otro que un estre­
cho asociado personal de Sigmund Freud y una columna del movimiento psicoa-
nalítico, el doctor Max Eitingon... el hermano de Leonid Eitingon”. Debo obser­
var que Leonid fue una figura misteriosa; por lo menos una fuente lo llama Naum
Ettingon; parece haber sido un alto funcionario de la NKVD y uno de los organi­
zadores del asesinato de Trotsky en 1940. “En su libro —continúa Schwartz—
Mr. Dziak llega a la conclusión de que fue Max Eitingon quien reclutó a Skoblin
y Plevitskaya para incorporarlos a la unidad especial [de asesinos de Stalin].”
Cerca del final del artículo, Schwartz parece menos categórico: “Podría aducirse
que su participación [la de Max Eitingon], sobre todo, tuvo que haber sido peque­
ña...” Pero esta retractación parcial no puede reparar el daño provocado por las
acusaciones previas. Pero en realidad Dziak es mucho más prudente de lo que
Schwartz pretende. Dziak sólo menciona a Eitingon tres veces, lo hace más o
menos al pasar, y observa que “Mark [/sic/] estaba aparentemente vinculado con
el general Skoblin y su esposa Plevitskaya” (pág. 100, las bastardillas son
mías). Si bien la “conexión financiera” de Plevitskaya con Max Eitingon "apa­
rentemente envolvió un signicativo apoyo económico”, Dziak no tiene en abso­
luto la seguridad de que así haya sido, pues “no está claro si el dinero provino de
la familia Eitingon o de fuentes soviéticas”, (pág. 101, las bastardillas son
mías). Por cierto, “el nombre de Max Eitingon surgió en el juicio [de Plevitska­
ya] pero no el de Naum. Sin embargo, una fuente soviética disidente sostiene que
fue Naum quien organizó y condujo el secuestro de Miller” (pág. 102, las bastar­
dillas son mías). Y en una nota final, Dziak, manifestando una reserva real en
vista de la insuficiencia del material fiable, observa resignadamente que “hay una
confusión considerable acerca de las actividades de los dos hermanos Eitingon”
(pág. 199). Esto no limpia el nombre de Max Eitingon, pero suscita dudas esen­
ciales con respecto a su presunto compromiso.
El uso que hace Schwartz de su otra fuente principal no es menos descarria­
Ensayo bibliografico [843]

do. Parafrasea como sigue las conclusiones de Rapoport y Alexeev: según él,
ellos “declaran llanamente... que el doctor Eitingon... era el agente de control de
Skoblin y Plevitskaya”. En realidad, no dicen nada de eso. “El superior de Ple-
vitskaya en la NKVD era el legendario Naum Ettingon [sic]. Su contacto viajero
—escriben— era el hermano de Ettingon, Marc [sic]”. Señalan además que
“durante muchos años, él [Max Eitingon] fue el patrocinador generoso de
Nadeshda Plevitskaya, quien dijo en el juicio que ‘él me vestía de pies a cabeza’.
El financió la publicación de sus dos libros autobiográficos”. Estos hechos
magros lo llevan a especular: “Es improbable que lo hiciera sólo por amor a la
música rusa. Es más probable que haya actuado como mensajero y agente finan-
ciador para su hermano Naum” (pág. 391). Sea lo que fuere lo que podamos decir
partiendo de estas conjeturas, suena mucho menos concluyente que las insinua­
ciones confiadas de Schwartz.
En última instancia, casi todas las acusaciones contra Max Eitingon tienen
su origen en un libro de B. Prianishnikov, Nezrimiaia pautina (“Las trama invi­
sible”), publicado en ruso por el autor, en Estados Unidos, en 1979. Prianishni­
kov reproduce extractos sustanciales del testimonio de los acusados en el juicio
a Plevitskaya, en París, después del secuestro del general Miller. Esta, por razo­
nes obvias, es una fuente objetable: resulta sumamente difícil sondear lo que a
una persona sometida ajuicio le parece ventajoso atestiguar. Dicho lo cual, todo
lo que surge del testimonio es un conjunto de afirmaciones de aspecto inocuo:
Plevistskaya conocía bien a Max Eitingon; él le había hecho regalos a menudo;
era muy generoso con su dinero (algo que los lectores de esta biografía ya
saben); ella nunca le “vendió” sus favores sexuales a nadie, ni por dinero ni por
regalos (y por cierto no a Max Eitingon); él era de hecho un hombre limpio,
decente, que no buscaba aventuras galantes. En efecto, tan limpia era su reputa­
ción que cuando un interrogador francés aludió a Max Eitingon, un testigo ruso
lo corrigió diciendo que la persona de la que se trataba era el hermano de Max.
Por supuesto, nada de esto garantiza la inocencia de Max. El hecho de que
tuviera un hermano que, según surge de pruebas mejor fundadas, era un funciona­
rio importante de la policía secreta soviética, dice muy poco (si es que dice
algo) acerca de su posible papel en estos despreciables asuntos. De la correspon­
dencia de Freud con Eitingon y con Arnold Zweig (quien se hizo muy amigo de
Eitingon durante el exilio que compartían en Palestina) surge que Eitingon pasa­
ba la mayor parte del tiempo en Jerusalén, atendiendo su consultorio analítico y
ocupándose en la organización de un instituto psicoanalítico local. También
sabemos, por la Chronik de Freud, que Eitingon se encontraba en Europa durante
el verano de 1937. Nada de todo esto representa mucho. Sin duda nó basta para
exigir una reevaluación del carácter de Eitingon. Por supuesto, y casi por defini­
ción, descubrir las actividades implícitas en un operativo clandestino es una
empresa formidable. Pero el casi uniforme silencio acerca de Max Eitingon en
los textos no carece de significado. A veces, cuando los perros no ladran en la
noche, ello sólo significa que están durmiendo tranquilamente. Desde luego,
podría ser que Schwartz, en un libro próximo, o bien algunos de los investigado­
res a los que él alude, revelen materiales todavía inéditos que demuestren la cul­
pabilidad de Eitingon. Pero hasta que las pruebas que existan sean publicadas y
analizadas, mi conclusión es que los hallazgos de Schwartz no están sustancia­
dos.
[844] Ensayo bibliografico

Capitulo cinco. Política psicoanalítica


No existe ninguna biografía de Jung comparable a la vida de Freud escrita
por Jones. La razón principal reside en la dificultad del acceso a documentos
importantes. La autobiografía de Jung, imaginativa, muy introspectiva. Memo­
ries, Dreams, Reflections (1962; trad, de Richard y Clara Winston, 1962) [trad,
cast.: Recuerdos, sueños, pensamientos, Barcelona, Seix Barral, 1966], está bien
titulada, por el énfasis en los sueños. Como muchas autobiografías, es más reve­
ladora de lo que pretendió el autor. No menos reveladora es la compilación sus­
tancial de declaraciones de Jung, C.G. Jung Speaking: Interviews and Encoun­
ters, comp, de William McGuire y R.F.C. Hull (1977), que amplifica, modifica y
en ocasiones contradice a su autobiografía. Mientras tanto se cuenta con algunas
biografías informativas, escritas principalmente por personas que lo conocieron
y lo admiraron enormemente. Liliane Frey-Rohn, From Freud to Jung: A Com­
parative Study of the Psychology of the Unconscious (1969; trad, de Fred E. y
Evelyn K. Engreen, 1974) es típica. Entre otras biografías mencionaremos E.A.
Bennet, C.G. Jung (1961), una obra concisa, y la escrita por una amiga íntima,
Barbara Hannah, Jung, His Life and Work, A biographical Memoir (1976) que
subraya (y comparte) el misticismo del suizo. Ellenberger, Discovery of the
Unconscious, cap. 9, es muy completo. Robert S. Steele, Freud and Jung: Con­
flicts of Interpretation (1982) merece ser leído. Aldo Carotenuto, A Secret Sym­
metry: Sabina Spielrein between Jung and Freud (1980; trad, de Arno Pomerans,
John Shepley y Krishna Winston, 1982; 2a. ed. con material adicional, 1984),
utilizando documentación abundante, arroja sobre Jung una luz lívida y desagra­
dable al narrar la historia de su brillante paciente (y amante), un relato del que
tampoco Freud sale muy bien parado.

Existen ediciones abarcativas de la obra de Jung tanto en alemán como en


inglés. Sobre los años de la asociación de Jung con Freud, véanse especialmente
la compilación de textos de Jung, Freud and psychoanalysis (1961; ed. corregi­
da, 1970), vol. 1 de las Collected Works, y Jung, The Psychoanalytic Years,
comp, de William McGuire (1974), textos extraídos de los vols. II, IV y XVII.
Ya he señalado la admirable edición preparada por McGuire de la importantísima
correspondencia Freud-Jung. Entre la creciente literatura monográfica, considero
particularmente meduloso el “enfoque contextual” de Peter Homans, Jung in
Context: Modernity and the Making of a Psychology (1970). Ernest Glover,
Freud or Jung? (1956) es una polémica de parcialidad freudiana —aunque a mi jui­
cio defendible—. Por otro lado, Paul E. Stepansky, “The Empiricist as Rebel:
Jung, Freud and the Burdens of Discipleship”, Journal of the History of the
Behavioral Sciences, XII (1976), 216-239, en mi opinión se inclina excesiva­
mente a favor de Jung, aunque es cuidadoso e inteligente. K.R. Eisler, “Eine
anglebiche Disloyalitat Freuds einem Freunde gegenüber”, Jahrbuch der Psycho­
analyse, XIX (1986), 71-88, presenta una defensa razonada de la conducta de
Freud con respecto a Jung en 1912. Andrew Samuels, Jung and the Post-Jun-
gians (1984) sigue el destino de las ideas de Jung más allá de la muerte del sui­
zo, desde una perspectiva junguiana. Entre las muchas reseñas de la correspon­
dencia Freud-Jung, destaco como sumamente instructiva Hans W. Leowald,
“Transference and Counter-Transference: The Roots of Psychoanalysis”, Psycho­
analytic Quarterly, XLVI (1977), 514-527, que se puede leer en Loewald, Papers
on Psychoanalysis (1980), 405-418; Leonard Shengold, “The Freud/Jung Letters:
The Correspondence between Sigmund Freud and C.G. Jung”, J. Amer. Psychoa-
nal. Assn., XXIV (1976), 669-683, y D.W. Winnicot, en Int. J. Psycho-Anal.,
'X.LN (1964), 450-455. Sobre la debatida cuestión de la ruptura entre Freud y
Ensayo bibliografico [845]

Jung, véase Herbert Lehman, “Jung contra Freud/Niestzche contra Wagner”, Int.
Rev. Psycho-Anal., XIII (1986), 201-209, que intenta sondear el estado mental
de Jung. Véase también el inteligente ensayo de Hannah S. Decker, “A Tangled
Skein: The Jung-Freud Relationship”, en Essay in the History of Psychiatry,
comp. de Wallace y Pressley, 103-111.
El estudio adicional de la visita de Freud a Estados Unidos puede resultar
muy provechoso. William A. Koelsch, "Incredible Day Dream": Freud and Jung
at Clark, The Fifth Paul S. Clarkson Lecture (1984), es breve y de divulgación,
pero también un texto autorizado, que se basa en el conocimiento completo del
material de archivo. Nathan G. Hale, h., Freud and the Americans: The Begin-
nings of Psychoanalysis in the United States, 1876-1971 (1971), un estudio
fino y detallado que ubica la visita en su contexto (sobre Freud en Clark, véase
especialmente la parte I.) En el mismo sentido, véase Dorothy Ross, G. Stanley
Hall: The Psychologist as Prophet (1972), una biografía muy completa y res­
ponsable.
El prolífico Stekel hace sonar su campana acerca de su ruptura con Freud (o
de Freud con él) en el libro de publicación póstuma titulado The Autobiography
of Wilhelm Stekel: The Life Story of a Pionner Psychoanalyst, comp. de Emil
A. Gutheil (1950). La autobiografía inédita de Fritz Wittels, “Wrestling with the
Man: The Story of a Freudian” (original mecanografiado, Fritz Wittels Collec­
tion, Caja 2, A.A. Brill Library, New York Psychoanalytic Institute), es mucho
más benévola con Stekel de lo que se permitía serlo el propio Freud. Sobre la
prolongada consideración del tema de la masturbación en la Sociedad Psicoanalí-
tica de Viena, examen éste en el que participó Stekel, véase especialmente Annie
Reich, “The Discussion of 1912 on Masturbation and Our Present-Day Views”,
The Psychoanalytic Study of the Child, VI (1951), 89-94. La mejor vida de Adler
es la biografía autorizada de Phyllis Bottome, Alfred Adler: Apostle of Freedom
(1939; 3a. ed., 1957); se trata de una obra anecdótica, no muy minuciosa, y (lo
cual no sorprende) presenta a su protagonista con la luz más favorable. Paul E.
Stepansky, In Freud's Shadow: Adler in Context (1983) es mucho más refinado;
analiza detalladamente la relación Freud-Adler, incluso la ruptura decisiva, pero
(obsérvense los adjetivos de Stepansky) se inclina a otorgar a Adler el beneficio
de la mayoría de las dudas de la controversia. Ellenberger, Discovery of the
Unconscious, tiene un capítulo sustancial (el cap. 8) que utiliza, entre otros
materiales inéditos, un manuscrito de un asiduo investigador sobre Adler: Hans
Beckh-Widmanstetter, “Kinheit und Jugend Alfred Adlers bis zum Kontakt mit
Sigmund Freud”. Los escritos de Adler se pueden leer en ediciones en rústica en
inglés y alemán; véanse detalles biográficos informativos en el ensayo introduc­
torio de Heinz L. Ansbacher sobre la influencia creciente de Adler, y el estudio
biográfico de Cari Furtmüller, ambos en Alfred Adler, Superiority and Social
Interest: A Collection ofLater Writings, comp. de Heinz L. y Rowena R. Ansba­
cher (1964; 3a. ed., 1979). El relato del propio Freud, “On the History of the
Psycho-Analytic Movement” [“Contribución a la historia del movimiento psico-
analítico”] (1914), SE XIV, 1-66, es vehemente y parcial, y debe leerse como un
alegato polémico, pero sigue siendo sumamente iluminador. La autobiografía de
Jones. Free Associations, tiene también páginas reveladoras sobre esos años y
combates. El abarcativo estudio de Walter Kaufmann, Discovering the Mind, vol.
III, Freud versus Adler and Jung (1980) ubica las grandes disputas de Freud en un
contexto más amplio.
[846] Ensayo bibliografico

Capitulo seis. Terapia y técnica

Se comprende que todo lo escrito sobre los historiales clínicos publicados


de Freud sea casi inmanejable. También es comprensible que el caso “Dora”, con
sus irresistibles implicancias para las feministas y los intérpretes literarios,
haya generado la bibliografía más extensa y apasionada; en consecuencia, lo que
sigue es sólo un selección representativa. Entre los artículos de psicoanalistas,
véanse especialmente Jules Glenn, “Notes on Psychoanalytic Concepts and Style
in Freud’s Case Histories” y “Freud’s Adolescent patients: Katharina, Dora and
the ‘Homosexual Woman’”, ambos en Freud and His Patients, comp, de Mark
Kanzer y Glenn (1980), 3-19; 23-47; el mismo volumen contiene también traba­
jos meritorios de Melvin A Scharfman, “Further Reflections on Dora”, 48-57;
Robert J. Langs, “The Misalliance Dimension in the Case of Dora”, 58-71; Kan­
zer, “Dora’s Imagery: The Flight of a Burning House”, 72-82, e Isidor Bernstein,
“Integrative Summary: On the Re-viewings of the Dora Case”, 83-91. Véanse
también el número especial de la Revue Française de Psychanalyse, XXXVII
(1973), con por lo menos siete artículos dedicados a este caso; Alan y Janis
Krohn, “The Nature of the CEdipus Complex in the Dora Case”, J. Amer. Psy­
choanal. Assn., XXX (1982), 555-578 y Hyman Muslim y Merton Gill, “Trans­
ference in the Dora Case”, J. Amer. Psychoanal. Assn., XXVI (1978), 311-328.
Un trabajo meduloso sobre el mismo caso, considerado desde una perspectiva
histórica, es el realizado por Hannah S. Decker en “Freud and Dora: Constraints
on Medical Progress”, Journal of Social History, XIV (1981), 445-465, y en su
ingenioso “The Choise of a Name: ‘Dora’ and Freud’s Relationships with
Breuer”, J. Amer. Psychoanal. Assn., XXX (1982), 113-136. Felix Deutsch reali­
zó una investigación de seguimiento, bien conocida, debo suponer que notoria, e
innecesariamente sórdida; en ella describe a una Dora de mediana edad del modo
más insensible: “A Footnote to Freud’s ‘Fragment of an Analysis of a Case of
Hysteria’”, Psychoanalytic Quarterly, XXVI (1957), 159-167, constituye un
ejemplo de análisis utilizado como agresión. Arnold A. Rogow, “A Further Foot­
note to Freud’s ‘Fragment of an Analysis of a Case of Hysteria’”, J. Amer. Psy­
choanal. Assn., XXVI (1978), 331-356, una continuación más moderada del tra­
bajo de Deustch, apunta al contexto familiar de la vida de Dora, Véanse también
los comentarios brillantes (aunque a mi juicio un tanto ásperos) de Janet Mal­
colm en Psychoanalysis: The Impossible Profession (1981); la autora sostiene
(págs. 167-168) que el seudónimo “Dora” es un eco del nombre de la criatura
mítica (Pandora) que con su “caja” trajo el mal al mundo.
In Dora’s Case: Freud-Hysteria-Feminism, comp. de Charles Bernheimer y
Claire Kahane (1985), es una provocativa antología de ensayos debidos sobre
todo a la pluma de críticos literarios; estos artículos tienen méritos muy varia­
bles y motivos muy diversos impulsan a los autores. El libro incluye dos exten­
sas introducciones de los compiladores y considerables extractos de Steven Mar­
cus, “Freud and Dora: Story, History, Case History” (originalmente publicado en
Partisan Review [invierno de 1974], 12-108, y reimpreso en sus Representa­
tions [1975], (247-309). Ninguno de estos textos carece de interés. Marcus, que
insiste en leer los historiales como un género literario, es parcialmente respon­
sable de la pesada carga de interpretaciones a menudo arbitrarias que “Dora” tiene
ahora que sobrellevar. Una lección práctica incluida en esta antología es Toril
Moi, “Representation of Patriarchy: Sexuality and Epistemology in Freud’s
Dora”, 181-199. Según el autor, Freud, quien dijo que había sacado a luz “las
invalorables (priceless') aunque mutiladas reliquias de la antigüedad” (SE VII, 12),
daba a sus adjetivos el significado siguiente: “‘Mutilado’ es el modo habitual [de
Freud] de describir el efecto de la castración, y ’priceless’... significa exactamen­
Ensayo bibliografico [847]

te lo que dice: price-less, sin precio, sin valor. Pues, ¿cómo puede haber valor
cuando la pieza valiosa ha sido cortada?” (pág. 197). Esto es absurdo en inglés,
puesto que priceless significa invalorable o inapreciable. Moi se atuvo a la tra­
ducción de la Standard Edition, sin pretender (¿o poder?) realizar una confronta­
ción con el original alemán, para dar sustento a su interpretación. En ese origi­
nal, Freud utilizó la palabra unschätzbaren, y que de ningún modo puede
entenderse como “sin valor”. Significa “inestimable” o, si se prefiere, “más allá
de todo precio”, el mayor elogio que se puede expresar con un adjetivo alemán.
El pequeño Hans ha recibido mucho menos atención. Joseph William Slap,
“Little Hans’s Tonsillectomy”, Psychoanalytic Quarterly, XXX (1961), 259-261,
presenta una interesante hipótesis que añade complejidad a la interpretación freu-
diana de la fobia de Hans, Martin A. Silverman ofrece “A Fresh Look at the Case
of Little Hans”, en Freud and His Patients, comp, de Kanzer y Glenn, 95-120,
con una completa bibliografía sobre las experiencias infantiles. Véase también,
en el mismo volumen, el interesante artículo de Glenn, “Freud’s Advice to Hans’
Father: The First Supervisory Sessions”, 121-134.
La exploración más sistemática del historial freudiano del Hombre de las
Ratas, de su familia y su neurosis, y de las diferencias entre las notas originales
de Freud y el historial publicado, es Patrick J. Mahony, Freud and the Rat Man
(1986). Elza Ribeiro Hawelka ha realizado una transcripción minuciosa de todo
el texto alemán de las notas de Freud (la muy empleada versión en inglés de la
SE X, 253-318, no es completa ni totalmente confiable), agregando una traduc­
ción francesa, notas y comentarios: Freud, L' Homme aux rats. Journal d’une
analyse (1974). El manuscrito ológrafo de esas notas, con comentarios que pare­
cen escritos con la letra de Freud de años más tarde, se encuentra en el Bibliote­
ca del Congreso, entre otros materiales todavía no clasificados. Los escasos
subrayados y acotaciones marginales sugieren que probablemente Freud tuvo la
intención de volver sobre el caso, pero no ha aparecido ningún otro manuscrito
correspondiente a este analizando. Elizabeth R. Zetzel ofrece algunas interesan­
tes conjeturas psicoanalíticas “de segunda generación” en “1965: Additonal
Notes upon a Case of Obsessional Neurosis: Freud 1909”, Int. J. Psycho-Anal.,
XLVII (1966), 123-129, que hay que leer en conjunción con el artículo que lo
sigue en ese número del Journal-. Paul G. Myerson, “Comment on Dr. Zetzel’s
Paper”, 130-142. Véase también, en Int. J. Psycho-Anal., Samuel D. Lipton,
“The Advantages of Freud’s Technique As Shown in His Analysis of the Rat
Man”, LVIII (1977), 255-273, y su continuación, “An Addendum to ‘The Advan­
tages of Freud’s Tecnique As Shown in His Analysis of the Rat Man’”, LX
(1979), 215-216, así como Béla Grunberger, “Some Reflections on the Rat
Man”, LX (1979), 160-168. Como antes, los textos incluidos en Freud and His
Patients, comp. de Kanzer y Glenn, son de interés, en este caso especialmente
Judith Kestenberg, “Ego Organization in Obsessive-Compulsive Development:
The Study of the Rat Man, Based on Interpretation of Movement Patterns”, 144-
179; Robert J. Langs, “The Misalliance Dimension in the Case of the Rat Man”,
215-230, y Mark Kanzer, “Freud’s Human Influence on the Rat Man”, 231-240.
Uno de los primeros comentarios apareció en el artículo de Jones, “Hate and
Anal Erotism in the Obsessional Neurosis” (1913), en Jones, Papers on Psy­
cho-Analysis (3a. ed. 1923), 553-561.
Acerca del escrito de Freud sobre Leonardo da Vinci, Meyer Schapiro, “Leo­
nardo and Freud: An Art-Historical Study”, Journal of the History of Ideas, XVII
(1956), 147-178, es en una sola palabra, indispensable. La respuesta de K.R.
Eisler, Leonardo da Vinci, Psycho-analytic Notes on the Enigma (1961), tiene
vasto alcance y ofrece algunos comentarios brillantes, pero constituye un ejem­
plo de desborde eisleriano: un libro de 350 páginas que intenta disecar un artícu­
[848] Ensayo bibliografico

lo de aproximadamente 30 páginas. Entre los libros sobre Leonardo, destaco


Kenneth Clark, Leonardo da Vinci: An Account of His Development as an Artist
(1939; ed. rev., 1958), breve, lúcido, bien informado y que simpatiza con el per­
sonaje. Quien primero llamó la atención sobre el error de Freud acerca del “cuer­
vo” fue Eric Maclagan, “Leonardo in the Consulting Room”, Burlington Maga-
zine, XLII (1923), 54-57. Edward MacCurdy, comp. The Notebooks of Leonardo
da Vinci (1939) es sumamente útil.
El estudio autorizado sobre Schreber, que corrige con diligencia trabajos
anteriores, es la tesis de Han Israéls, Schreber, Father and Son (1980; trad. del
holandés realizada por el autor, 1981; modificada en la versión francesa, Schre­
ber, pére et fils, trad. de Nicole Seis, 1986). Una virtud especial de la obra de
Israéls consiste en que sitúa a Schreber en su medio familiar. Pero, no obstante,
este libro no ha determinado que ya resulte anticuada una serie de artículos pio­
neros de William G. Niederland, tres de ellos incluidos en Freud and His
Patients, comp. de Kanzer y Glenn, 251-305, y todos reunidos en The Schreber
Case: Psychoanalytic Profile of a Paranoid Personality (1974). Estos artículos
demuestran que algunas de las “invenciones” de Schreber, como las máquinas que
lo torturaban, se asemejaban mucho a los dispositivos que el padre le ataba con
correas en la infancia. Con Israéls y Niederland quedan abarcados de modo sufi­
ciente e impresionante tanto los aspectos esenciales como los polémicos de este
caso.
Patrick I. Mahony, Cries of the Wolf Man (1984), aborda tan completamen­
te el tema del Hombre de los Lobos como el otro libro del mismo autor trata el
caso de Hombre de las Ratas; presta una particular atención al estilo de Freud.
(Mahony también ha escrito un estudio separado sobre ese estilo, Freud as a
Writer[ 1982].) Entre los artículos de psicoanalistas que reseñan el caso, el más
interesante es William Offenkrantz y Arnold Tobin, “Problems of the Therapeu-
tic Alliance: Freud and the Wolf Man“, Int. J. Psycho-Anal., LIV 1973), 75-78.
Harold P. Blum, “The Borderline Childhood of the Wolf Man”, Int. Amer. Psy-
choanal. Assn., XXII (1974), 721-742, que puede leerse en Freud and His
Patients, comp. de Kanzer y Glenn, 341-358, sugiere que en realidad este famoso
analizando estaba más perturbado de lo que suponía el diagnóstico de Freud. Este
libro también incluye un muy buen artículo de Mark Kanzer, “Further Comments
on the Wolf Man: The Search for a Primal Scene”, 359-366. Ruth Mack Bruns­
wick, que analizó al Hombre de los Lobos durante cierto tiempo en la década de
1920, informó sobre este paciente en “A Supplement to Freud’s History of an
Infantile Neurosis” (1928), artículo reimpreso en The Wolf-Man by the Wolf­
Man, comp. de Muriel Gardiner (1971), 263-307. Este fascinante volumen tam­
bién contiene los recuerdos del Hombre de los Lobos, entre ellos los concernien­
tes a Freud, y la reseña realizada por Gardiner de los años posteriores de este
paciente J. Harnik inició una discusión, que vale la pena continuar, criticando el
abordaje de Brunswick: “Kritisches über Mack Brunswicks ‘Nachtrag zu Freud’s
“Geschichte einer infantilen Neurose’””, Int. J. Psycho-Anal., XVI (1930), 123-
127; la réplica de Brunswick, incluida en las páginas siguientes del mismo
número del periódico, es “Entgegnung auf Harniks kritische Bemerkungen”, 128-
129. Este último artículo a su vez dio lugar a Harnik, “Erwidering auf Mack
Brunswicks Nachtrag zu Freud’s Geschichte einer infantilen Neurose”, Int. J.
Psycho-Anal, XVI (1930), 123-127; en las páginas siguientes de ese mismo
Journal aparece la respuesta de Brunswick, “Entgegnung auf Harniks kritische
Bemerkungen”, 128-129, que a su vez suscitó otra de Hamik, “Erwiderung auf
Mack Brunswick Entgegnung”, Int. J. Psycho-Anal., XVII (1931), 400-402,
seguida inmediatamente en el mismo número por la palabra final de Brunswick,
“Schlusswort”, 402. Karin Obholzer, The Wolf-Man Sixty Years Later: Conver-
Ensayo bibliografico [849]

sations with Freud’s Controvertial Patient (1980; trad. Michael Shaw, 1982)
registra algunas entrevistas con un muy anciano Hombre de los Lobos, diálogos
éstos de valor muy limitado y que deben leerse con cautela.
La mayoría de los artículos y libros escritos ulteriormente por psicoanalis­
tas sobre la técnica psicoanalítica pueden considerarse sin riesgo como comen­
tarios sobre los artículos clásicos de Freud, aunque desde luego los mejores no
carecen de cierta originalidad e introducen refinamientos en las exposiciones
pioneras de Freud. Entre ellos me han parecido los más instructivos Edward Glo­
ver, Technique of Psycho-Analysis (1955), lúcido y vigoroso; Karl Menninger,
Theory of Psychoanalytic Technique (1958), envidiablemente sucinto, y el
espléndido ensayo de Leo Stone, y Freud Lecture ampliada, The Psychoanalytic
Situation: An Examination of Its Developments and Essential Nature (1961).
Raph R. Greerson, The Technique and Practice of Psychoanalyse, vol. I (1967).
El único volumen publicado, es un manual completo, sumamente técnico, que
presenta un tratamiento instructivo de la alianza de trabajo; está dirigido princi­
palmente a los candidatos de los institutos psicoanalíticos. He aprendido mucho
en la serie de Loewald de elegantes (y sutilmente revisionistas) artículos agru­
pados con el subtítulo de “The Psychoanalytic Process”, en su Papers on Psy­
choanalysis: destaco sobre todo “On the Therapeutic Action of Psychoanaly­
sis”, 221-256; “Psychoanalytic Theory and the Psychoanalytic Process”,
277-301; “The Transference Neurosis: Comments on the Concept and the Phe­
nomenon”, 302-314; “Reflections on the Psychoanalytic Process and Its Thera­
peutic Potential”, 372-383, y el estimulante y original “The Waning of the
CEdipus Complex”, 384-404. Los polémicos artículos de Sándor Ferenczi sobre
técnica pueden leerse en los dos volúmenes de Scriften zur Psyvhoanalyse,
comp. de Balint; en inglés se encuentran muchos de ellos en Further Contribu­
tions to the Theory and Technique of Psycho-Analysis (1926, 2. ed., 1960).
También entre los más valiosos artículos sobre técnica están la investigación
breve de Rudolf M. Loewenstein, “Developments in the Theory of Transference
in the Last Fifty Years”, Int. J. Psycho-Anal., L (1969), 583-588, y varias
contribuciones de Phyllis Greenacre, reunidas en su Emotional Growth: Psy­
choanalytic Studies of the Gifted and a Great Variety of Other Individuals, 2
vols. de foliación continua (1971), en especial “Evaluation of Therapeutic
Results: Contributions to a Symposium” (1948), 619-626; “The Role of Trans­
ference: Practical Considerations in Relation to Psychoanalytic Therapy”
(1954), 627-640; “Re-evaluation of the Process of Working Through” (1956),
641-650, y “The Psychoanalytic Process, Transference, and Acting Out”
(1968), 762-776, para citar sólo los más importantes. El ingenioso y picaresco
Psychoanalysis: The Impossible Profession, de Janet Malcolm [trad, cast.: Psi­
coanálisis: la profesión imposible, Buenos Aires, Emecé, 1983], ha sido elo­
giado (con justicia) por psicoanalistas, como introducción confiable a la teoría
y la técnica psicoanalíticas. Con respecto a otros textos más solemnes, presen­
ta la rara ventaja de divertir tanto como informa.

Capitulo siete. Aplicaciones y consecuencias


Son pocos los escritos de Freud sobre estética. “Delusions and Dreams in
Jensen’s Gradiva" “El delirio y los sueños en la Gradiva de W. Jensen” (1907),
SE IX, 3-95, fue, a continuación de unas pocas sugerencias esparcidas en cartas a
Fliess y en La interpretación de los sueños, su primera aventura en psicoanálisis
aplicado al desciframiento de un texto literario. (De paso, las cartas de Wilhelm
Jensen a Freud concernientes a Gradiva se encuentran en Psychoanalytische
[850] Ensayo bibliografico

Bewegung, I [1929], 207-211.) “Creative Writers and Day-Dreaming” [“El crea­


dor literario y el fantaseo”] (1908), SE IX, 141-153, fue un influyente texto
temprano, un ejercicio nunca desarrollado como teoría. Véase también la conmo­
vedora interpretación por Freud de dos famosas escenas, una de El rey Lear y la
otra de El mercader de Venecia, en “The Theme of the Three Caskets” [“El moti­
vo de la elección del cofre”] (1913), SE XII, 291-301. Su primera incursión en la
biografía de un artista es, desde luego, “Leonardo da Vinci and a Memory of His
Childhood” [“Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci”] (1910), SE XI, 59-137,
una exploración atrevida y, en aspectos importantes, malograda. (Mucho puede
aprenderse sobre ese famoso ensayo en el excelente artículo de Schapiro,. “Leo­
nardo and Freud: An Art-Historical Study”, ya citado.) La siguiente aventura de
Freud, publicada sin firma, fue “The Moses of Michelangelo” [“El Moisés de
Miguel Angel”] (1914), con un “Postcript”[“Apéndice”] (1927), SE XIII, 211-
238. (entre una considerable literatura, hay algunos comentarios particularmente
importantes en Erwin Panofsky, Studies in Iconology: Humanistic Themes in
the Art of the Renaissance [1939], cap. 6 [trad. cast.: Estudios sobre iconolo­
gía, Madrid, Alianza, 1976]; véanse también las observaciones de Robert S. Lie-
bert, Michelangelo: A Psychoanalytic Study of His Life Images [1983], cap. 14
.) Otro artículo polémico de Freud es “Dostoievsky and Parricide” [“Dostoievski
y el parricidio”] (1928), SE XXI, 175-96, atacado un tanto salvajemente (pero
no sin razón) por Joseph Frank en “Freud’s Case-History of Dostoevsky”, apén­
dice a su Dostoevsky: The Seeds of Revolt, 1821-1849 (1976), 379-391.
El más satisfactorio análisis general de la compleja actitud de Freud con res­
pecto a las artes, en la cual he aprendido mucho, es Jack Spector, The Aesthe-
tics of Freud: A Study in Psychoanalysis and Art (1972), una obra precisa y per­
ceptiva. Véase también Harry Trosman, Freud and the Imaginative World (1985),
esp. parte II. Entre los críticos de arte anteriores que examinaron las ideas estéti­
ca de Freud, el más interesante es probablemente Roger Fry, quien, en The
Artist and Psycho-Analysis (1924) censuró que Freud minimizara indebidamente
el placer estético que reside en los aspectos formales del arte —objeción ésta
con la que el propio Freud habría estado de acuerdo—.
Entre los primeros adherentes de Freud, muchos analistas no resistieron la
tentación de psicoanalizar a poetas y pintores (a veces con disgusto de Freud).
Entre los intentos más notables y más elogiados se cuenta el temprano ensayo
de Karl Abraham, Giovanni Segantini, subtitulado Ein psychoanalytischer Ver­
such (1911). En “Methodik der Dichterpsychologie”, un trabajo leído en la
Sociedad Psicoanalítica de los Miércoles el 11 de diciembre de 1907, el musicó­
logo Max Graf, que durante algunos años estuvo cerca de Freud, realizó un inten­
to fascinante tendiente a apartar a sus colegas de las patografías tradicionales de
artistas y escritores. (Véanse los Protokolle, I, 244-249.) Nunca publicó ese
texto, pero sí Aus der inneren Werkstatt des Musikers (1911) y Richard Wagner
im "Fliegenden Holländer". Ein Beitrang zur Psychologie des künstlerischen
Schaffens (1911), este último presentado como charla en la Sociedad de los
Miércoles. En el Prefacio, Graf rinde un agradecido tributo a su “ininterrumpido
intercambio de opiniones con el profesor Freud”. Eduard Hitschmann, durante
muchos años miembros del círculo íntimo de Viena, escribió una cierta cantidad
de “psicoanálisis” de poetas y novelistas, más bien esfuerzos tentativos que
investigaciones definitivas. Algunos de esos textos se encuentran en inglés en
Hitschmann, Great Men: Psychoanalytic Studies, comp. de Sydney G. Margolin,
con la colaboración de Hannah Gunther (1956). Ernest Jones, aventurándose en
el análisis literario, partió de algunas páginas fecundas de La interpretación de
los sueños para escribir su artículo de 1910 que fue ampliando continuamente
hasta que en 1949 se convirtió en el libro Hamlet and Oedipus [trad. cast.: Ham-
Ensayo bibliografico [851]

let y Edipo, Barcelona, Madiágora, 1975]. El ensayo ha sido criticado con seve­
ridad (y a mi juicio injustamente) por su presunto reduccionismo —en realidad,
tiene la modesta meta de dilucidar por qué Hamlet vacilaba en matar a Claudio—;
el polémico tratamiento de Jones conserva todo su interés. Otto Rank fue infati­
gable en su psicoanálisis de figuras y temas literarios. El manuscrito que llevó
consigo en su primera visita a Freud fue publicado con el título de Der Künstler
(1907; 4a. ed. ampliada, 1918). Su The Myth of the Birth of the Hero (1909,
trad, de F. Robbins and Smith Ely Jelliffe, 1914) [trad, cast.: El mito del naci­
miento del héroe, Buenos Aires, Paidós, 1961] es probablemente su ensayo más
perdurable. (Un acompañamiento sutil, que se inspira en materiales publicados
originalmente en la década de 1930, es Ernst Kris y Otto Kurz, Legend, Myth
and Magic in the Image of the Artist: A Historical Experiment [1979].) Pero la
más abarcativa de sus aventuras (de la que aparentemente Freud tenía buena opi­
nión) es su abultado estudio sobre el tema del incesto en la poesía, la prosa y el
mito, Das Inzest-Motiv in Dichtung und Sage (1912; 2a. ed., 1926). Entre
muchos otros textos de Rank, tal vez el más interesante sea su extenso ensayo
“Der Doppelgänger”, Imago, III (1914), 97-164 (versión inglesa, TheDouble,
trad, de Harry Tucker, 1971). También aparece en una útil recopilación de artícu­
los de Imago: Psychoanalytische Literaturinterpretationen, comp. de Jens Malte
Fischer (1980); provista de una sustancial introducción, esta antología también
incluye (entre otros) artículos de Hanns Sachs y Theodor Reik. Este último,
como se ha visto en el cuerpo de este libro, se presentó a Freud con una tesis
sobre Flaubert, más tarde publicada con el título de Flaubert und seine "Versu­
chung des Heiligen Antonius". Ein Beitrang zur Künstlerpsychologie (1912). Un
texto influyente de “análisis aplicado” ha sido la psicobiografía de Marie Bona­
parte titulada The Life and Works of Edgard Allan Poe: A Psycho-Analytic Inter­
pretation (1933; trad, de John Rodker, 1949); es un tanto rígida y mecánica,
pero entusiasta. Después de vivir una década en Estados Unidos, Hanns Sachs,
ese cultivado centroeuropeo, publicó una compilación de artículos sobre el arte y
la belleza, The Creative Unconscious: Studies in the Psychoanalysis of Art
(1942), que ha sido injustamente desatendida: en particular el cap. 4, “The Delay
of the Machine Age”, es una pieza sugerente de historia conjetural desde una
perspectiva freudiana.
No sorprende que psicoanalistas (y otras personas con formación psicoana-
lítica) hayan seguido incursionando activamente en ese campo. Una pequeña
muestra es oportuna. Para empezar con los analistas, Gilbert J. Rose, en su sus­
tancioso The Power of Form: A Psychoanalytic Approach to Aesthetic Form
(1980), estudia la compleja interacción en las artes de los procesos primario y
secundario. El imaginativo psicoanalista inglés D. W. Winnicott ha abordado la
experiencia estética en algunos de sus artículos, tal vez del modo más estimulan­
te en “Transitional Objects and Transitional Phenomena” (1953), que puede leer­
se en una versión que él considera “un desarrollo” en su Playing and Reality
(1971), 1-25 [trad, cast.: Realidad y juego, Buenos Aires, Celtia, 1982], Esa
compilación también incluye su importante artículo “The Location of Cultural
Experience” (1967), 95-103. William G. Niederland, “Psychoanalytic Approa­
ches to Artistic Creativity”, Psychoanalytic Quarterly, XLV (1976), 185-212,
merece una lectura atenta, lo mismo que su anterior “Clinical Aspects of Creati­
vity”, American Imago, XXIV (1967), 6-34. Una Freud Lecture de Robert Wael­
der, Psychoanalytic Avenues to Art (1965) es rica en sugerencias que desbordan
su texto breve. John E. Gedo, Portraits of the Artist: Psychoanalysis of Creati­
vity and Its Vicissitudes (1983) es una compilación de ensayos que intentan
abordar los secretos del artista creador. Entre muchos esfuerzos de psicoanalistas
que apuntan a la psicobiografía en escala natural, destaco Liebert, Michelangelo
[852] Ensayo bibliografico

(ya citado), no inobjetado pero sumamente interesante, y Bernard C. Meyer,


Josef Conrad: A Psychoanalytic Biography (1967).
En cuanto a los “aficionados”: Meredith Anne Skura, The Literary Use of
the Psychoanalytic Process (1981) es un análisis refinado que toma cuatro temas
principales del psicoanálisis —el historial clínico, la fantasía, el sueño y la
transferencia— como modelos posibles para la crítica literaria. He aprendido
mucho en Elizabeth Dalton, Unconscious Structure in "The Idiot": A Study in
Literature and Psychoanalysis (1979), un ensayo osado y breve que intenta (a mi
juicio con éxito) abordar los personajes de la novela de Dostoievsky como seres
psicológicamente coherentes. Ellen Handler Spitz, Art and Psyche: A Study in
Psychoanalysis and Aesthetics (1985) examina la presencia del artista en su
obra, las consecuencias psicológicas de tal presencia, y las relaciones del artista
con su público. Entre los estudios más estimulantes y que con más precisión
apuntan a este último problema (el de la recepción de la obra de arte) se cuentan
los de Norman N. Holland, especialmente Psychoanalysis and Shakespeare
(1966), The Dynamics of Literary Response (1968), y Poems in Persons: An
Introduction to the Psychoanalysis of Literature (1973). Richard Ellmann, “Freud
and Literary Biography”, American Scholar, LUI (otoño de 1984), 465-478, es a
la vez crítico y (como era de esperar) inmensamente inteligente.
The Practice of Psychoanalytic Criticism, comp, de Leonard Tennenhouse
(1976), reúne algunos artículos muy recientes, provenientes en gran medida de
American Imago; Literature and Psychoanalysis, comp. Edith Kurzweil y William
Phillips (1983) empieza con Freud y pasa a la crítica analítica moderna, inclu­
yendo una pieza clásica de Lionel Trilling, “Art and Neurosis”, anteriormente
publicada en Trilling, The Liberal Imagination: Essays on Literature and Society
(1950), 160-180.Véanse también los enunciados teóricos de Simon O. Lesser,
Fiction and the Unconscious (1957), que hay que completar con la compilación
de los artículos de Lesser, The Whispered Meanings, comp. de Robert Sprinch y
Richard W. Nolland (1977).
Los filósofos no han descuidado este campo. Véanse especialmente Richard
Wollheim, On Art and the Mind (1974), y la antología Philosophical Essays on
Freud, comp, de Wollheim y Hopkins (ya citada). Richard Kuhns, Psychoanaly­
tic Theory of Art: A Philosophy of Art on Developmental Principles (1983) se
abreva en psicólogos del yo como Heinz Hartmann, y en teóricos de las relacio­
nes objétales como D. W. Winnicott, para lograr una integración estimulante de
todas las dimensiones de la productividad artística. En Art.and Act: On Causes
in History-Manet, Gropius, Mondrian (1976), he tratado de ubicar la creación
artística en la red de las experiencias privadas, artesanales y culturales. Freud
for Historians (1985), mi esfuerzo tendiente a persuadir a mis colegas historia­
dores de que el psicoanálisis debe ser empleado productivamente (y de que se pue­
de emplear sin riesgo) en nuestra profesión, por lo que puedo ver ha caído en
gran medida en tierra estéril. En el lado alentador destaco a Peter Loewenberg,
Decoding The Past: The Psychohistorical Approach (1983), una serie de artículos
sobre teoría y aplicación (la mayoría de ellos anteriores a mi propia obra) escri­
tos por un historiador con formación psicoanalítica. El capítulo inicial, “Psy­
chohistory: An Overview of the Field”, 9-41, explora convenientemente el terri­
torio, mientras que los capítulos siguientes, que ejemplifican el enfoque
psicoanalítico, incluyen varios sobre la historia de Austria: “Theodor Herzl:
Nationalism and Politics”, 101-135; “Victor and Friedrich Adler: Revolutionary
Politics and Generational Conflict in Austro-Maxism”, 136-160, y “Austro-Mar-
xism and Revolution: Otto Bauer, Freud’s ‘Dora’ Case, and the Crises of the
First Austrian Republic”, 161-204, un escrito de pertinencia particular para esta
biografía. Saul Friedlander, History and Psychoanalysis: An Inquiry into the
Ensayo bibliográfico [853]

Possibilities and Limitis of Psychohistory (1975; trad, de Susan Suleiman,


1978,), es un modelo de argumentación racional.
Sobre Tótem y tabú, Edwin R. Wallace IV, Freud and Anthopology: A His­
tory and a Reappraisal (1983) ofrece un excelente y juicioso informe. Las dos
célebres reseñas que realizó Alfred L. Kroeber del libro de Freud (la segunda
menos dañosa que la primera) merecen relectura: "Totem and Taboo: An Ethnolo­
gic Psychoanalysis”, American Anthropologist, XXII (1920), 48-55, y "Totem
and Taboo in Retrospect”, American Journal of Sociology, LV (1939), 446-457.
Lo mismo vale con respecto al ingenioso tratamiento de R. R. Marett, “Psycho-
Analysis and the Savage”, Athenaeum (1920), 205-6. Suzanne Cassirer Bernfeld,
“Freud and Archeology”, American Imago, VIII (1951), 107-128, es una fuente
abundante en la que se han inspirado muchos. El más convincente de los inten­
tos recientes que apuntan a rescatar el argumento central de Freud (si bien no la
realidad histórica del crimen primario) es Derek Freeman, “Totem and Taboo: A
Reappraisal”, en Man and His Culture: Psychoanalytic Anthropology after
"Totem and Taboo", comp, de Warner Muensterberger (1970), 53-78. Sandor S.
Feldman, “Notes on the ‘Primal Horde’”, en Psychoanalysis and the Social
Sciences, comp, de Muensterberger, I (1947), 171-193, es un acompañamiento
pertinente. Véase también Robin Fox, "Totem and Taboo Reconsidered”, en The
Structural Study of Myth and Totemism, comp, de Edmund Leach (1967), 161-
178. Debo mencionar el brillante ensayo de Melford E. Spiro, Oedipus in the
Trobriands (1982), la refutación, por un antropólogo con información psicoana-
lítica, del escepticismo de Malinowski acerca de la aplicabilidad de las ideas de
Freud a los naturales de las Islas Trobriand, refutación enteramente basada en los
propios materiales de Malinowski.
Como Freud nunca desarrolló completamente la idea del carácter (ese conjun­
to organizado de hábitos y fijaciones) ha habido tendencia a volver a sus prime­
ros enunciados, al importante artículo breve “Carácter y erotismo anal” (1908) y
a la tríada de artículos publicados ocho años más tarde con el título común de
“Some Character-Types Met With in Psychoanalytic Work”, SE XIV, 309-33,
siendo los tres tipos considerados “Las ‘excepciones’”, “Los arruinados por el
éxito” y “Criminales por sentimiento de culpa”. Una interesante ampliación de
la definición que da Freud de las “excepciones” es Edith Jacobson, “The ‘Excep­
tions’: An Elaboration of Freud’s Character Study”, The Psychoanalytic Study of
the Child, XIV (1959), 135-154, y un comentario no menos interesante sobre el
mismo artículo es Anton O. Kris, “On Wanting Too Much: The ‘Exceptions’
Revisited”, Int. J. Psycho-Anal. LVII (1976), 86-95. En vista del fracaso de
Freud en la tarea de reunir el material, los comentarios sistemáticos de Otto
Fenichel, resultan particularmente provechosos. Véase, sobre todo, “Psychoa­
nalysis of Character” (1941), en The Collected Papers of Otto Fenichel, comp,
de Hanna Fenichel y David Rapaport, 2a serie (1954) 198-214. Véanse también
los capítulos pertinentes de la obra sustancial de Fenichel, que está lejos de
haber envejecido, The Psychoanalytic Theory of Neurosis (1945) [trad, cast.:
Teoría psicoanalítica de las neurosis, Buenos Aires, Paidós, 1964], en especial
“Digressions about the Anal character”, 278-284, y “Character Disorders”, 463-
540. En relación con esto, el conciso ensayo de David Shapiro, Neurotic Styles
(1965), tiene cosas útiles que decir. Lo mismo vale con respecto a P.C. Giovac-
chini, Psychoanalysis of Character Disorders (1975).
No es éste el lugar pertinente para repasar los debates sobre el narcissismo
que han agitado a los analistas en los últimos años. Sydney Pulver, “Narcissism:
The Term and the Concept”, J. Amer. Psychoanal. Assn., XVIII (1970), 309-
341, presenta una investigación clarificadora. Entre los numerosos estudios clí­
nicos y teóricos sobre los trastornos narcisistas realizados por Otto Kernberg,
[854] Ensayo bibliografico

véanse especialmente Borderline Conditions and pathological Narcissism


(1975)[ trad, cast.: Desórdenes fronterizos y narcisismo patológico, Buenos
Aires, Paidós, 1979], Dos artículos de Heinz Kohut incluidos en The Psychoa­
nalytic Study of the Child —“The Psychoanalytic Treatment of Narcissistic Per­
sonality Disorders”, XXIII (1968), 86-113, y “Thoughts on Narcissism and Nar­
cissism and Narcissistic Rage”, XXVII (1972), 360-400— son todavía
experimentales y tentativos; fueron escritos antes de que Kohut convirtiera en
ideología su peculiar interpretación del narcisismo. Y véase R. D. Stolorow,
“Toward a Functional Definition of Narcissism”, Int. J.Psycho-Anal., CVI
(1975), 179-185, y Warren Kingston, “A Theoretical and Technical Approach to
Narcissistic Disorders”, Int. J. Psycho-Anal., LXI (1980), 383-394. Arnold
Rothstein, The Narcissistic Pursuit of Perfection (1980) reseña e intenta redefi­
nir el concepto. Entre las discusiones del problema por analistas “clásicos”,
ciertos artículos de Heinz Kohut son particularmente pertinentes en este punto,
en especial “Comments on the Psychoanalytic Theory of the Ego” (1950) y
“The Development of the Ego Concept in Freud’s Work” (1956), en Essays on
Ego Psychology: Selected Problems in Psychoanalytic Theory (1964), 113-141,
286-296. No menos importante es la bien conocida monografía de Edith Jacob­
son, The Self and the Object World (1964).
Oron J. Hale, The Great Illusion, 1900-1914 (1971) sintetiza confiablemen­
te la historiografía reciente sobre el clima que precedió al Armagedón. Walter
Laqueur y George L. Mosse han compilado un interesante conjunto de ensayos,
que pasan en sus exámenes de un país a otro: 1914: The Coming of the First
World War (1966). Sobre la psicosis de guerra en la que cayeron profesionales
presumiblemente cosmopolitas e inteligentes de todos los bandos, incluso en
alguna medida el propio Freud, véase el ensayo bien documentado y sobrio de
Roland N. Stromberg, Redemption by War'The Intellectuals and 1914 (1982);
puede leerse conjuntamente con Robert Wohl, The Generation of 1914 (1979).
Sobre la Primera Guerra Mundial, acerca de la cual hay bibliotecas enteras, basta­
rá citar unos pocos textos confiables: B.H. Liddell-Hart, The Real War (1964). y
René Albrecht-Carrié, The Meaning of the First World War (1965). Fritz Fischer,
Griff nach der Weltmancht. Die Kriegszielpolitik des kaiserlichen Deutschland
1914/1918 (1961; 3a. ed., 1964) provocó una tormenta entre los historiadores
alemanes por su crítica feroz a las metas bélicas germanas, y por su violación de
los tabúes alemanes contra la exploración franca de las causas de la guerra; es un
texto saludable, particularmente útil en este capítulo por recoger un conjunto de
declaraciones belicosas, “viriles”, de los diplomáticos. Puede leerse en conexión
con Hans W. Gatzke, Germany"s Drive to the West (1950).

Capitulo ocho. Agresiones

Sobre la historia de la noción de inconsciente desde una perspectiva no psi-


coanalítica, véanse, una vez más, Whyte, The Unconscious before Freud, y el
mucho más extenso Ellenberger, Discovery of the Unconscious. Para comenta­
rios psicoanalíticos sobre lo inconsciente, entre una vasta literatura, véanse
sobre todo Edward Bibring, “The Development and Problems of the Theory of
the Instincts”, Int. J. Psycho-Anal., XXII (1934), 102-31; Bibring, “The Con­
ception of the Repetitions Compulsion”, Psychoanalytic Quartely, XII (1942),
486-516; Robert Waelder, “Critical Discussion of the Concept of an Instinct of
Destruction”, Bulletin of the Philadelphia Association for Psychoanalysis, VI
(1956), 97-109, y varios artículos influyentes del psicólogo del yo Heinz Hart­
mann, compilados en su Essays on Ego Psychology [trad, cast.: Ensayos sobre
Ensayo bibliografico [855]

la psicología del yo, México, F.C.E., 1978], Entre ellos se cuentan “Comments
on the Psychoanalytic Theory of Instinctual Drives” (1948), 69-89; “The Mutual
Influences in the Development of Ego and Id” (1952), 155-181, y los ya citados
“Comments on the Psychoanalytic Theory of the Ego” y “The Development of
the Ego Concept in Freud’s Work”, un ensayo histórico particularmente útil. Hart­
mann también se asoció con otros psicólogos del yo como Ernst Kris y Rudolf
M. Loewenstein, para escribir en colaboración “Comments on the Formation of
Psychic Structure” (1946), capítulo de Papers on Psychoanalytic Psychology
(1964), 27-55. El conciso estudio de Max Schur, The Id and the Regulatory Prin­
ciples of Mental Functioning (1966) es muy valioso. David Holbrook, comp.,
Human Hope and the Death Instinct: An Exploration of Psychoanalytic Theories
of Human Nature and Their Implications for Culture and Education (1971), aunque
de ninguna manera hostil al psicoanálisis, reúne artículos que apuntan a escapar
de la destructividad, en busca de una conciencia humanista.
Sobre la actitud de Freud frente a la muerte — como idea y como amenaza—
Schur, Freud. Living and Dying, es magistral. Sobre el reconocimiento por
Freud de la pulsión agresiva, tan demorado (aunque esta pulsión no fue total­
mente desatendida), véase la investigación de Paul E. Stepansky, A History of
Aggression in Freud (1977). Puede complementarse con Rudolf Brun, “Über
Freuds Hypothese vom Todestrieb”, Psyche, VII (1953), 81-111. Entre la ava­
lancha de artículos sobre este tema, escojo algunas contribuciones destacadas:
el importante escrito de Otto Fenichel, “A Critique of the Death Instinct”
(1935), en Collected Papers, la. Serie (1953), 363-372; dos artículos de The
Psychoanalytic Study of the Child III/IV (1949): Anna Freud, “Aggression in
Relation to Emotional Development: Normal and Pathological”, 37-42, y Beata
Rank, “Aggression”, 43-48; Heinz Hartmann, Ernst Kris y Rudolph M. Loe­
wenstein, “Notes on the Theory of Aggression” (1949), en sus Papers on Psy­
choanalytic Psychology, 56-85; René A. Spitz, “Aggression: Its Role in the
Establishment of Object Relations”, en Drives, Affects, Behavior: Essay in
Honor of Marie Bonaparte, comp, de Rudolph M. Loewenstein (1953), 126-
138; T. Wayne Downey, “Within the Pleasure Principle: Child Analytic Pers­
pectives on Agression”, The Psychoanalytic Study of the Child, XXXIX (1984),
101-136; Phyllis Greenacre, “Infant Reactions to Restraint: Problems in the
Fate of Infantile Aggression” (1944), en su Trauma, Growth, and Personality
(1952), 83-105; Albert J. Solnit, “Aggression”, J. Amer. Psychoanal. Assn.,
XX (1972), 435-50, y (para mí es más importante) Solnit, “Some Adaptive
Functions of Aggressive Behavior”, en Psychoanalysis-A General Psychology,
comp, de Loewenstein, Newman, Schur y Solnit, 169-189. Entre aquellos que
(en contraste con la mayoría de los analistas) toman en serio la doctrina freu-
diana de la pulsión de muerte, K.R. Eissler ha sido el más persuasivo —o el
menos inconvincente— en “Death Drive, Ambivalence, and Narcissism”, The
Pychoanalytic Study of the Child, XXVI (1971), 25-78, una animosa defensa de
la polémica idea de Freud. Alexander Mitscherlich la examina desde la perspecti­
va de la psicología social psicoanalítica en “Psychoanalysis and the Aggres­
sion of Large Groups”, Int. J. Psycho-Anal., LII (1971), 161-167. Véase la
opinión profundamente escéptica de un psicoanalista eminente acerca de la
posibilidad de tratar la agresión como una entidad simple, en Leo Stone,
“Reflections on the Psychoanalytic Concept of Aggression”, Psychoanalytic
Quarterly, XL (1971), 195-244, un texto muy inquietante.
Por razones obvias, hay poco material sobre los artículos metapsicológicos
“perdidos” de Freud. Un ensayo brillante es Use Grubrich-Simitis, “Trauma or
Drive; Drive and Trauma: A Reading of Sigmund Freud's Phylogenetic Fantasy of
1915”, Freud Lecture leída en Nueva York el 28 de abril de 1987, todavía no
[856] Ensayo bibliografico

publicada en el momento en que escribo esto. En el ensayo de la misma autora


sobre el duodécimo artículo metapsicológico, que ella descubrió, descifró y
publicó con el título de A Phylogenetic Fantasy, Grubrich-Simitis vincula suge-
rentemente la teorización de alto vuelto de la fantasía filogenètica freudiana con
la batalla de toda la vida que libraron en el pensamiento de Freud la teoría del
trauma y la teoría pulsional de las neurosis. Esta concepción es congruente con
el Freud que presento en este libro: un hombre comprometido en una titánica
lucha subterránea entre el impulso a especular y la necesidad de autodisciplina.
Hay también conjeturas provechosas en Barry Silverstein, *“Now Comes A Sad
Story’: Freud’s Lost Metapsychological Papers”, en Freud, Appraisals and Reap-
praisals, comp. de Stepansky, I, 143-195. (También desearía llamar la atención
sobre la escuela psicoanalítica antimetapsicológica, que prefiere subrayar el pen­
samiento clínico de Freud. Entre los ensayos más originales —aunque, a mi jui­
cio, en última instancia no convincentes— escritos con este espíritu, se cuentan
los artículos de George S. Klein, en especial “Two Theories or One?”, de su
Psychoanalytic Theory: An Exploration of Essentials [1976], 41-71, que debe
leerse en conjunción con otros capítulos de ese volumen. Merton M. Gilí y Phi­
lip S. Holzman han reunido algunos artículos sugerentes de esta mismo orienta­
ción en Psychology versus Metapsychology : Psychoanalytic Essays in Memory
of George S. Klein[1976].)
Sobre el final de la guerra y sus secuelas inmediatas entre las derrotadas
Potencias Centrales, lo mejor es el estudio erudito de F.L. Carstein, Revolution
in Central Europe, 1918-1919 (1972), que se basa en fuentas inéditas así como
en material impreso, y tiene extensos capítulos sobre Austria. John Williams,
The Other Battleground: The Home Fronts, Britain, France and Germany 1914-
1918 (1972) va más allá de lo que enuncia su título, con comentarios sobre Aus­
tria en camino a la denota. Otto Bauer, Die österreichische Revolution (1923) es
un relato de un socialista que participó en la revolución. Los conocimientos eru­
ditos modernos están sobria y económicamente presentados en Österreich 1918-
1938. Geschichte der Ersten Republik, comp. de Erika Weinzierl y Kurt Skalnik,
2 vols. (1983); véase especialmente Wolfdieter Bihl, “Der Weg zum Zusammen­
bruch-Österreich-Ungarn unter Karl I. (IV.)”, 27-54; Karl R. Stadler, “Die Grün­
dung der Republik”, 55-84; y Fritz Fellner, “Der Vertrag von St. Germain”, 85-
106. También de particular importancia en este volumen son Hans Kernbauer,
Eduard März y Fritz Weber, “Die wirtschaftliche Entwicklung”, 343-79; Ernst
Bruckmüller, “Sozialstruktur und Sozialpolitik”, 381-436, Erika Winzierl, “Kir­
che und Politik”, 437-96. Uno de estos autores, Karl R. Stadler, puede leerse en
inglés: The Birth of the Austrian Republic (1966). El relato autobiográfico de
Anna Eisemenger, Blockade: The Diary of an Austrian Middleclass Woman,
1914-1924 trad. anón., 1932) es conmovedor. También merece leerse, sobre el
mismo tema, Ottokar Landwehr-Pragenau, Hunger. Die Erschöpfungsjahre der
Mittelmächte 1917/18 (1931). Aufbruch und Untergang. Österreichische Kultur
zwischen 1918 und 1938, comp. de Franz Kadrnoska (1981), es un acompaña­
miento iluminador, que contiene ensayos sobre el teatro y el circo, la caricatura
y el cine, los pintores y los festivales; el artículos de Ursula Kubes, ‘“Modern
Nervositäten’ und die Anfänge der Psychoanalyse”, 267-280, resulta particular­
mente pertinente. Walter Goldinger, Geschichte der Republik Österreich (1962),
es una investigación sobria. Entre los libros de recuerdos, véase especialmente
Bertha Zuckerkandl, Österreich intim. Erinnerungen 1892-1942, comp. de Rein­
hard Federmann (1970). Christine Klusacek y Kurt Stimmer, comps. Dokumenta­
tion zur österreichischen Zeitgeschichte, 1928-1938 (1982) ofrece fragmentos
bien elegidos de todos los aspectos de la historia de Austria durante esa década.
Jacques Hannak, Karl Renner und seine Zeit. Versuch einer Biographie (1965), es
Ensayo bibliografico [857]

una biografía exhaustiva del político y teórico socialista, con extensas citas de
documentos. Peter Csendes, Geschichte Wiens (1981) es una investigación
pobre. The Jews of Austria, comp, de Fraenkel, resulta indispensable de nuevo
por algunas de sus selecciones. A.J. May tiene un útil ensayo, “Woodrow Wil­
son and Austria-Hungary to the End of 1917”, en Festschrift für Heinrich Bene­
dikt, comp, de H. Hantsch y otros (1957), 213-242. Wilson es también el tema
de Klaus Schwabe, Woodrow Wilson, Revolutionary Germany, and Pacemaking
1918-1919: Missionary Diplomacy and the Reality of Power (1971; trad, de Rita
y Robert Kimber, 1985). Tres biografías ya citadas son valiosas para esa época:
Timms, Karl Kraus, Apocalyptic Satirist.; Luft, Robert Musil and the Crisis of
European Culture, y Prater, European of Yesterday: A Biography of Stefan
Zweig.
El suicidio de Victor Tausk ha sido tema de una controversia envenenada.
Primero lo discutió el tendencioso estudio de Paul Roazen, Brother Animal: The
Story of Freud and Tausk (1969), en el que Freud es el malo de la película; vol­
vió a discutirlo K.R. Eissler en una réplica característica (muy indignada y minu­
ciosa), Talent and Genius: The Fictitious Case of Tausk Contra Freud (1971), y
de nuevo lo examinó el mismo Eissler en Victor Tausk's Suicide (1983).
El testimonio de Freud sobre las neurosis de guerra ante los tribunales de
Viena ha sido muy bien examinado en K.R. Eissler, Freud as an Expert Witness:
The Discussion of War Neurosis between Freud and Wagner-Jauregg (1979; trad,
de Christine Trollope, 1986). Véase tembién Eissler, “Malingering”, en Psy­
choanalysis and Culture, comp, de George Wilbur y Warner Muensterberger
(1951), 218-253. El reconocimiento por los analistas de que los traumas psico­
lógicos de los soldados eran grano para su molino logró una amplia publicidad
con algunos trabajos presentados en el congreso internacional de psicoanalistas
reunido en Budapest en 1918; véase Sándor Ferenzci, Karl Abraham, Ernest Sim­
mel y Ernest Jones, Psycho-Analysis and the War Neurosis (1919; trad. —proba­
blemente— de Ernest Jones, 1921). La “Introducción” de Freud para ese volu­
men, y su “Memorandum on the Electrical Treatment of War Neurotics”, escrito
en 1920 y publicado en 1955, se pueden leer en la SE XVII, 205-15. Un pionero
en este campo, en Alemania, fue Ernst Simmel, cuyo Kriegsneurosen und psy­
chisches Trauma (1918), ha tenido influencia; otro pionero, en Inglaterra, fue
M.D. Eder; véase su War-Schock. The Psycho-Neuroses in War: Psychology and
Treatment (1917).
En la correspondencia de Freud con sus amigos de Budapest, Berlín y Lon­
dres, y con su sobrino Samuel de Manchester, abundan los detalles sobre el
modo de vida del maestro en la Viena fría y hambrienta posterior a 1918. Véase
también el artículo breve de otro sobrino, Edward L. Barnays,“Uncle Sigi”,
Journal of the History of Medicine and Allied Sciences, XXXV (abril de 1980),
216-220. He sacado partido de un revelador artículo acerca de los efectos de la
guerra y de la “realidad social” sobre el pensamiento de Freud en esos días: Loui­
se E. Hoffman, “War, Revolution, and Psychoanalysis: Freudian Thought Begins
to Grapple with Social Reality”, Journal of the History of Behavioral Sciences,
XVII (1981), 251-269. Stefan Zweig, Die Wilt von Gestern. Erinnerungen eines
Europäers (1944) [trad, cast.: El mundo de ayer, Barcelona, Juventud, 1968], en
especial el capítulo “Heimkehr nach Österreich”, despliega muchos detalles vivi­
dos (tal vez, como de costumbre, un tanto demasiado vividos). Como sobrio
correctivo de las opulentas hipérboles de Zweig, véase de nuevo Prater, Europe­
an of Yesterday: A Biography of Stefan Zweig, especialmente el cap. 4, “Salz­
burg and Success, 1919-1925”. El texto autobiográfico de Richard F. Sterba,
Reminiscences of a Viennese Psychoanalyst (1982), es débil. A [bram] Kardiner,
My Analysis with Freud: Reminiscences (1977), aunque está lejos de ser comple-
[858] Ensayo bibliografico

to, transmite algo de lo que probablemente significaba la condición de “discípu­


lo”’ extranjero de Freud después de la guerra.
Sobre Groddeck, véase especialmente Cari. M. y Sylva Grossman, The Wild
Analyst: The Life and Work of Georg Groddeck (1965), breve y popular, pero
con una biografía completa de los escritos del biografiado. Sándor Ferenczi rese­
ñó la novela de Groddeck, Der Seelensucher, en 1921 (véase Schriften zur Psy-
choanalyse, comp., de Balint, II, 94-98). Es interesante la valoración de Lawren-
ce Durrell, “Studies in Genius: VI. Groddeck”, Horizon, XVII (junio de 1948),
384-403. El libro principal de Groddeck sobre el Ello puede leerse en inglés:
The Book of the It (1923; trad. de M.E. Collins, 1950) [trad. cast.: El libro del
ello, Madrid, Taurus, 1973]. Margarethe Honegger ha compilado una pequeña
selección de su correspondencia con Freud y otros: Georg Groddeck-Sigmund
Freud. Briefe líber das Es (1974).
Sobre la psicología social de Freud, véanse especialmente Sándor Ferenczi,
“Freud’s ‘Massenpsychologie und Ich-Analyse’. Der individualpsychologischte
Fortschritt” (1922), en Schriften zur Psychoanalyse, comp. de Balint, II, 122-
126, y Philip Rieff, “The Origins of Freud’s Political Psychology”, Journal of
the History of Ideas, XVII (1956), 235-249. Roberto Bocock aborda de manera
sugerente a Freud como sociólogo en Freud and Modern Society: An Outline and
Analysis of Freud Sociology (1976). Incidentalmente, hay un manuscrito anota­
do de la Massenpsychologie und Ich-Analyse, un verdadero hallazgo, en la Rare
Book and Manuscript Library, Columbia University.

Capitulo nueve. La muerte contra la vida

Sobre la lucha de Freud con su cáncer, Schur, Freud, Living and Dying, en
especial los capítulos 13 a 16, es un texto autorizado, que hay que complementar
(y en algunos puntos corregir) con el memorando inédito del mismo autor, “The
Medical Case History of Sigmund Freud”, de fecha 27 de febrero de 1954, Pape­
les de Max Schur, LC. Las cartas de Anna Freud a Schur y a Ernest Jones añaden
detalles precisos y dramáticos. Sharom Romm, The Unwelcome Intruder: Freud's
Struggle with Cáncer (1983) incluye también detalles e información sobre los
médicos, los cirujanos y las operaciones de Freud, que en gran medida no pueden
obtenerse en otra parte. Estoy en deuda con un bien informado manuscrito inédi­
to de Sanford Gifford, “Notes on Félix Deutsch as Freud’s Personal Physician”
(1972), que expresa simpatía con Félix Deutsch en el momento de su aprieto,
pero sin sentimentalismo. El artículo del propio Deutsch, “Reflections on
Freud’s One Hundredth Birthday”, Psychosomatic Medicine, XVIII (1956), 279-
283, también ayuda. Asimismo , en este punto demostró ser invalorable mi
entrevista con Helen Schur, el 3 de junio de 1986. Sobre Heinele, el nieto de
Freud, me ayudó una comunicación privada de Hilde Braunthal, quien en sus años
de estudiante trabajó en la casa de Mathilde y Robert Hollitscher, donde el niño
vivió sus últimos meses. H.D. [Hilda Doolittle], Tribute to Freud, ofrece algunas
miradas retrospectivas a las décadas de 1920 y 1930. La entrevista de George
Sylvester Viereck, realizada en 1926, publicada separadamente en 1927, y des­
pués en Glimpses of the Great (1930), incluye citas características, pero debe
emplearse con cautela.
Hay pasajes evocativos y descriptivos sobre la popularidad de Freud en la
Austria de la década de 1920 en Elias Canetti, Die Fackel in Ohr. Lebensges-
chichte 1921-1931 (1980), especialmente 137-39. Sobre Estados Unidos, las
ojeadas de Ronald Steel en su Walter Lippmann and the American Century (1980)
pueden complementarse con algunas cartas de Lippmann, bien compiladas por
Ensayo bibliografico [859]

John Morton Blum en Public Philosopher: Selected Letters of Walter Lippmann


(1985). Alfred Kasin, On Native Grounds: An Interpretation of Modern Ameri­
can Prose Literature (1942; ed. en rústica, 1956) tiene comentarios al pasar
sobre la influencia de Freud en la década de 1920, lo mismo que Richard Weiss,
The American Myth of Success, from Horatio Alger to Norman Vincent Peale
(1969). Martin Wangh, comp., Fruition of an Idea: Fifty Years of Psychoanaly­
sis in New York (1962) es magro y autocongratulatorio; lo que se necesita es
una historia completamente documentada del Instituto Psicoanalítico de Nueva
York. Un estudio anterior realizado por un testigo presencial, C.P. Oberndorf, A
History of Psychoanalysis in America (1953) es altamente personal pero útil.
David Shakow y David Rapaport, The Influence of Freud on American Psycho­
logy (1964) lleva el relato más allá del excelente Hale, Freud and the Ameri­
cans. Una buena compañía de Hale es John C. Burnham, Psychoanalysis in
American Medicine, 1894-1918: Medicine, Science, and Culture (1967). También
hay buen material en Burnham, Jelliffe: American Psychoanalyst and Physician
(1983), que incluye la correspondencia de Jelliffe con Freud y Jung, compilada
por William McGuire. Véase también John Demos, “Oedipus and America: Histo­
rical Perspectives on the Reception of Psychoanalysis in the United States”,
The Annual of Psychoanalysis, VI (1978), 23-39, que es reflexivo y revelador.
(Véanse en el ensayo corrrespondiente al cap. 10, a continuación de éste, títulos
concernientes al análisis lego en Estados Unidos.)
Uwe Henrick Peters, Anna Freud: A Life Dedicated to Children (1979; trad,
anón., 1985), persevera con valor pero sin eficacia, al no contar con la ayuda de
los papeles de Anna Freud, y lo mismo ha ocurrido con otros esfuerzos biográfi­
cos; tendremos que aguardar la autorizada biografía de Elisabeth Young-Bruehl, de
quien he podido conocer algunas de sus investigaciones en una charla que dio en
el Murial Gardiner Program in Psychoanalysis and the Humanities, Yale Univer­
sity, el 15 de enero de 1987; en varias conversaciones, y por una carta dirigida
a mí el 7 de mayo de 1987. Algunos de los artículos dedicados a Anna Freud en
The Psychoanalytic Study of the Child, XXXIX (1984), contribuyen a definir el
retrato de una persona reservada y fascinante. Véase especialmente Joseph Golds­
tein, “Anna Freud in Law”, 3-13, y también Peter B. Neubauer, “Anna Freud’s
Concept of Developmental Lines”, 15-17; Leo Rangel, “The Anna Freud Expe­
rience”, 29-42; Albert J. Solnit y Lottie M. Newman, “Anna Freud: The Child
Expert”, 45-63, y la evocación de Robert S. Wallerstein, “Anna Freud: Radical
Innovator and Staunch Conservative”, 65-80. La conferencia de la sobrina de
Anna Freud, Sophie Freud, The Legacy of Anna Freud (1987) es personal y con­
movedora. Kardiner, My Analysis with Freud, incluye algunos momentos que
atraen la atención. Las cartas inéditas de Anna Freud, en especial las dirigidas a
Max Schur y a Ernest Jones; las cartas inéditas de Freud a Ernest Jones e (inclu­
so más) a su indispensable amiga y confidente Lou Andreas-Salomé, ayudan adi­
cionalmente al biográfo. (Sobre Lou Andreas-Salomé, véanse sus escritos auto­
biográficos, en especial su Lebensrückblick [1951], y Angela Livingstone, Lou
Andreas-Salomé [1984], que se basa en algunos materiales inéditos.) Sin embar­
go, la fuente más valiosa en lo que respecta a Anna Freud es desde luego la
correspondencia inédita entre ella y el padre, que está en la Freud Collection,
L.C.
Sobre el psicoanálisis en Berlín, véase la reveladora (y muy divertida)
correspondencia entre los Strachey: Bloomsbury/Freud: The Letters of James and
Alix Strachey, 1924-1925, comp. de Perry Meisel y Walter Kendrick (1985).
Además, véase el extraordinariamente instructivo Festschrift, '¿ehn Jahre Berli­
ner Psychoanalytisches Institut (Poliklinik und Lehranstalt), comp. de Deutsche
Psychoanalytische Gesellschaft (1930), con informes breves de Ernst Simmel,
[860] Ensayo bibliografico

Otto Fenichel, Karen Homey, Hanns Sachs, Gregory Zilboorg y otros, sobre
todos los aspectos de la institución, sus reglas, sus alumnos, sus pacientes y su
programa. Melanie Klein, quien primeramente dejó su impronta en Berlín, sigue
siendo extraordinariamente controvertida, y la biografía de Phyllis Grosskurth,
Melanie Klein: Her World and Her Work (1986), aunque muy completa y basada
en la investigación amplia de los papeles de Klein, no ha cerrado el debate. He
aprendido mucho en ese libro, pero no concuerdo con Grosskurth en su concepto
más bien pobre de Anna Freud. Hannah Segal, una kleiniana eminente, ha escrito
dos investigaciones breves muy útiles: Introduction to the Work of Melanie
Klein (1964) [trad. cast.: Introducción a la obra de Melanie Klein, Buenos Aires,
Paidós, 1965] y Klein (1979).
Sobre la influencia de Freud en Francia, véase el breve pero sustancioso
Sherry Turkley, Psychoanalytic Politics: Freud’s French Revolution (1978) [trad.
cast.: Jacques Lacan. La irrupción del psicoanálisis en Francia, Buenos Aires,
Paidós, 1983], que describe el surgimiento de una cultura psicoanalítica caracte­
rísticamente francesa. Los intercambios entre Freud y René Laforgue, trad. al
francés de Pierre Cotet y comp. de André Bourguignon y otros, en “Mémorial”,
Nouvelle Revue de Psychanalyse, XV (abril de 1977), 236-314, son también ins­
tructivos, lo mismo que el muy amplio informe de Elisabeth Roudinesco, La
bataille de cent ans. Histoire de la psychanalyse en France, vol. I, 1885-1935
(1982) y vol. II, 1925-1985 (1986). Véase también Ilse y Robert Baraude, His­
toire de la psychanalyse en France (1975). Desde luego, el psicoanálisis en
Francia está ligado a Marie Bonaparte. Celia Bertin, Marie Bonaparte: A Life
(1982), lamentablemente es muy insustancial, sobre todo acerca de las ideas de
la princesa y de su trabajo de organización del psicoanálisis en Francia. Se pue­
de esperar una biografía mejor.
Entre los analizandos que han hablado sobre Freud se cuentan Hilda Doolit-
tle [H.D.], Kardiner y la extinta Jeanne Lampl-de Groot (en una entrevista con­
migo, cordial, fascinante, a menudo conmovedora, que tuvo lugar el 24 de octu­
bre de 1985). Sobre H.D., véase la completa biografía de Janice S. Robinson,
H.D.: The Life and Work of an American Poet (1982), que hay que complementar
con Susan Stanford Friedman, “A Most Luscious ‘Vers Libre’ Relationship: H.D.
and Freud”, The Annual of Psychoanalysis, XIV (1968), 319-343. El libro de ese
analizando “experimental” que fue Joseph Wortis, Fragments of an Analysis
with Freud (1954), registra algunas sorprendentes intervenciones de Freud, pero
en última instancia es insatisfactorio, puesto que Wortis no estaba realmente
interesado en analizarse. Sobre las relaciones y los corresponsales de Freud en
esos años, arrojan mucha luz dos artículos de David S. Werman publicados en
Int. Rev. Psycho-Anal.: “Stefan Zweig and His Relationship with Freud and
Rolland: A Study of the Auxiliary Ego Ideal”, VI (1979), 77-95, y “Sigmund
Freud and Romain Rolland”, IV (1977), 225-242. Hay además un ensayo de
David James Fisher, “Sigmund Freud and Romain Rolland: The Terrestrial Animal
and His Great Oceanic Friend”, American Imago, XXXIII (1976), 1-59. Mary
Higgins y Chester M. Raphael, comps. Reich Speaks of Freud: Wilhelm Reich
Discuses His Work and His Relationship with Sigmund Freud (1967) incluye
algunos comentarios muy interesantes (aunque de confiabilidad dudosa) sobre los
últimos años de Freud, e incluso una prolongada entrevista de K.R. Eissler con
Reich. Albrecht Hirschmüller ha publicado un par de cartas reveladoras de Freud
al hijo de Josef Breuer, enviadas en ocasión de la muerte del padre: ‘“Balsam auf
eine schmerzende Wunde’ -Zwei bisher unbekannte Briefe Sigmund Freuds über
sein Verhältnis zu Josef Breuer”, Psyche, XLI (1987), 55-59.
Sobre la debatida cuestión del interés de Freud por el ocultismo, es probable
que pueda realizarse más trabajo. Nador Fodor, Freud, Jung, and Occultism
Ensayo bibliográfico [861]

(1971), está lejos de ser concluyente. Por otra parte, Jones III, 375-407, es muy
completo y ecuánime.

Capitulo diez. Luces vacilantes sobre continentes negros


Sobre Otto Rank, además de las biografías ya citadas —Lieberman, Rank, y
Táft, Otto Rank, por igual trabajos realizados con amor—- véase Esther Menaker,
Otto Rank; A Rediscovered Legacy (1983), que considera a Rank un psicólogo
del yo, y responde a algunas de las críticas dirigidas por Ernest Jones a su obra
y su carácter. El estudio de Rank y Ferenczi, The Development of Psychoanaly­
sis (1924; trad, de Caroline Newton, 1925) ha sido reimpreso más de una vez. El
libro más popular de Rank, Tre Trauma of Birth (1924; trad, anón., 1929) [trad,
cast.: El trauma del nacimiento, Buenos Aires, Paidós, 1961] sigue en librerías.
Hay también una selección de sus voluminosos escritos: Philip Freund, comp.,
The Myth of the birth of the Hero and Other Writings (1959), principalmente
dedicados a los temas del arte y el mito. El más prominente entusiasta de Rank
fue el extinto sociólogo Ernest Becker, según lo atestiguan su The Denial of
Death (1973) y Escape from Evil (1975).
Sobre la angustia, la “Editor’s Introduction” a Inhibitions, Symptoms and
Anxiety [Inhibición, síntoma y angustia], SE XX, 77-86, es particularmente útil.
Mucho más extensa es la investigación en tres partes de Allan Compton, “A
Study of the Psychoanalytic Theory of Anxiety”, que apareció en J .Amer. Psy-
choanal. Assn.: “I. The Development of Freud’s Theory of Anxiety”, XX (1972),
3-44; “II. Developments in the Theory of Anxiety since 1926”, XX (1972),
341-394, y “HI. A Preliminary Formulation of the Anxiety Response”, XXVIII
(1980), 739-774. Como de costumbre, Otto Fenichel tiene varios artículos inte­
resantes sobre el tema, en especial “Organ Libidinization Accompanying the
Defense against Drives” (1928), Collected Papers, la. serie, XX 128-146;
“Defense against Anxiety, Particularly by Libidinization” (1934), Collected
Papers, la serie, 303-17, y el particularmente original “The Counter-Phobic
Attitude” (1939), Collected Papers, 2a serie, 163-173. El persuasivo artículo en
dos partes de Phyllis Greenacre, “The Predisposition to Anxiety” (1941) en
Trauma, Growth, and Personality, 27-82, rastrea la predisposicón a angustiarse
hasta la existencia intrauterina. Véase también Ishak Ramzy y Robert Wallers-
tein, “Pain, Fear, and Anxiety: A Study in Their Interrrelations”, The Psychoa­
nalytic Study of the Child, XIII (1958), 147-189; René A. Spitz, “Anxiety in
Infancy”, Int. J. Psycho-anal., XXXI (1965), 138-143, que ha de añadirse al fas­
cinante material de Spitz, The First Year of Life (1965) [trad, cast.: El primer
año de la vida del niño, Madrid, Aguilar, 1977]; Clifford Yorke y Stanley Wise-
berg, “A Developmental View of Anxiety: Some Clinical and Theoretical Consi­
derations”, The psychoanalytic Study of the Child, XXXI (1976), 107-135;
Betty Joseph, “Differents Types of Anxiety and Their Handling in the Analytic
Situation”, Int. J. Psycho-Anal., LIX (1978), 223-228, y el artículo que en el
mismo número del Journal está a continuación del anterior, Leo Rangell, “On
Understanding and Treating Anxiety and its Derivatives” (229-236). Max Schur
“The Ego in Anxiety”, en Drives, Affects, Behavior, comp, de Loewenstein 67-
103, es un clásico menor. Un tratamiento más bien individual del tema se
encuentra en el importante texto de Silvan Tomkins, Affects. Imagery, Cons­
ciousness, vol. II, The Negative Affects (1963), en especial 511-529. Hay algu­
nas discusiones reveladoras (en algunos casos vehementes) sobre la ideas desca­
rriadas de Rank en las minutas de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York, A.A.
Brill Library, New York Psychoanalytic Institute.
[862] Ensayo bibliografico

Los recuerdos de Theodor Reik (con citas esparcidas de las cartas que le
envió Freud) ofrecen muchos detalles interesantes: The Search Within: The Inner
Experiences of a Psychoanalyst (1956) es un vasto compendio; el anterior From
Thirty Years with Freud (trad, de Richard Winston, 1940), del mismo autor, es
más económico y agudo. Erika Freeman incitó a Réik a recordar; véase su
Insights: Conversations with Theodor Reik (1971). El gran simposio sobre el
análisis lego, organizado por Max Eitingon y Ernest Jones, apareció (en su ver­
sión inglesa) en Int. J. Psycho-Anal., VIII (1927), 147-283; 391-401. La histo­
ria completa de la actitud norteamericana hacia los analistas legos no ha sido
escrita, y, en vista de su gran interés histórico, sigue siendo muy deseable.
Sobre el análisis lego, la minutas de la Sociedad Psicoanalítica de Nueva York
son lamentablemente muy pobres. Por ahora, véase sobre todo American Psy­
choanalysis: Origins and Development, comp, de Jacques M. Quen y Eric T.
Carlson (1978). En Oberndorf, History of Psychoanalysis in America, véase
especialmente el cap. 9, “Status of Psychoanalysis at the Beginning of the Third
Decade”, y el cap. 10, “Stormy Years in Psychoanalysis under New York Lea­
dership”, que son vigorosos, subjetivos y demasiado breves. Una vez más, Hale,
Freud and the Americans, aunque llega sólo hasta 1917, configura muy bien el
escenario; también es útil para este tema Burnham, Jelliffe.
Jones III, 287-301, ofrece una síntesis general ecuánime que cubre toda la
controversia sobre el análisis lego, notablemente informativa a pesar de su con­
cisión. Nadie podrá acusar a K.R.Eissler de ser conciso; su Medical Orthodoxy
and the Future of psychoanalysis (1965) es extenso, lo perjudican digresiones
complacientes, pero en parte resulta revelador. Entre los aportes recientes se
cuentan Lawrence S. Kubie, “Reflections on Training”, Psychoanalytic Forum, I
(1966), 95-112; Shelley Orgel, “Report from the Seventh Pre-Congress Confe­
rence on Training”, Int. J. Psycho-Anal., LIX (1978), 511-515; Robert S.
Wallerstein, “Perpectives on Psychoanalytic Training Around the World”, Int.
J. Psycho-Anal., LIX (1978), 477-503, y Newell Fischer, “Beyond Lay Analy­
sis: Pathways to a Psychoanalytic Career”, J. Amer. Psychoanal. Assn., XXX
(1982), 701-715, que informa sobre un panel de discusión de la American Psy­
choanalytic Association. Harald Leupold-Lówental, “Zur Geschichte der ‘Frage
der Lainenanalyse’”. Psyche, XXXVIII (1984), 97-120, tiene algún material adi­
cional.
Gran parte (en realidad, la mayor parte) de la literatura reunida en torno de la
concepción freudiana del desarrollo femenino —específicamente, de la sexualidad
femenina— es polémica; el problema ha sido casi totalmente politizado. Por for­
tuna, los analistas —varones y mujeres— no han perdido la cabeza. Hay dos
investigaciones responsables sobre la historia de las ideas de Freud, realizadas
por Zenia Odes Fliegel: “Feminine Psychosexual Development in Freudian The­
ory: A Historical Reconstruction”, Psychoanalytic Quarterly, XLII (1973), 385-
408, y su adecuada continuación, “Half A Century Later: Current Status of Freud
Controversial Views on Women”, Psychoanalytic Review, LXIX (1982), 7-28;
ambos trabajos proporcionan excelente información bibliográfica. Una antolo­
gía amplia, Female Psychology: Contemporary Psychoanalytic Views, comp, de
Harold P. Blum (1977), contiene un generoso muestreo de artículos del J. Amer.
Psychoanal. Assn. Entre los más valiosos se cuentan, a mi juicio, James A. Kle-
eman, “Freud’s View on Warly Female Sexuality in the Light of Direct Child
Observation”, 3-27, a la vez crítico y valorativo de las ideas de Freud; Eleanor
Galenson y Herman Roiphe, “Some Suggestive Revisions Concerning Early
Female Development”, 29-57, un artículo muy interesante; Samuel Ritvo, “Ado­
lescent to Woman”, 127-137, que lleva persuasivamente la historia más allá de
la infancia; William I. Grossman y Walter A. Stewart, “Penis Envy: From Child­
Ensayo bibliografico [863]

hood Wish to Developmental Metaphor”, 193-212, otra brújula que apunta hacia
la revisión en el seno del psicoanálisis; Roy Schafer, “Problems in Freud’s Psy­
chology of Women”, 331-360, un análisis perceptivo de algunos problemas fun­
damentales; Daniel S. Jaffe, “The Masculine Envy of Woman’s Procreative Func­
tion”, 361-392, que aborda el reverso de la envidia del pene, y Peter Barglow y
Margaret Schaefer, “ A New Female Female Psychology?”, 393-438, que examina
con severidad literatura reciente no psicoanalítica, semipsicoanalítica y seudop-
sicoanalítica, con resultados excelentes. En casi todos estos ensayos hay
amplias bibliografías. Entre otros artículos significativos de los autores repre­
sentados en la antología se cuentan Kleeman, “The Establishment of Core Gen­
der Indentity in Normal Girls, (a) Introduction; (b) Develpment of the Ego Capa­
city to Differentiate”, Archives of Sexual Behavior, I (1971), 103-129, y
Galenson y Rophe, “The Impact of Early Sexual Discovery on Mood, Defensive
Organization, and Simbolization”, The Psychoanalytic Study of the Child, XXVI
(1971), 195-216, que puede complementarse (y contrastarse) con su “The Preoe-
dipal Development of the Boy”, J. Amer. Psychoanal. Assn., XXVIII (1980),
805-828. Véase un sumario inteligente del material que ha aparecido desde la
antología de 1977 en Shahla Chehrazi, “Female Psychology: A review”, J .
Amer. Psychoanal. Assn., XXXIV (1986), 141-162. Véase también el artículo
breve sumamente instuctivo de Iza S. Erlich, “What Happened to Jocasta?”,
Bulletin of the Menninger Clinic, XLI (1977), 280-284, que con toda pertinen­
cia se interroga por las madres de los historiales de Freud. Véase también Jean
Strouse, comp., Women and Analysis: Dialogues on Psychoanalytic Views of
Femininity (1974).
Más prominentes entre los textos psicoanalíticos clásicos que siguen la
interpretación freudiana del desarrollo sexual de la mujer, aunque no libres de
algunas dudas, son Marie Bonaparte, Female Sexuality (1951; trad, de John Rod-
ker, 1953) [trad, cast.: La sexualidad de la mujer, Barcelona, Ediciones 62], que
originalmente apareció con la forma de tres artículos publicados en la Revue
Française de Psychanalyse, en 1949; Helene Deutsch, The Psychology of
Women, 2 vols. (1944-1945), y Ruth Mack Brunswick, “The Preoedipal Phase
of Libido Development” (1940), en The Psychoanalytic Reader, comp, de Robert
Fliess (1948), 261-284. Jeanne Lampl-de Groot ha escrito artículos que pueden
leerse en su compilación The Development of the Mind: Psychoanalytic Papers
on Clinical and Theoretical Problems (1965), en los que enuncia con particular
lucidez las concepciones de Freud: “The Evolution of the Oedipus Complex in
Women” (1927), 3-18; “Problems of Feminity” (1933), 19-46; reseña de Sándor
Radó, “Fear of Castration in Women” (1934), 47-57, y una importante aporta­
ción sobre el tema de un estadio muy temprano (en el varón), “The Preoedipal
Phase in the Development of the Male Child” (1946), 104-113. Véase también
Joan Riviere, “Womanliness as a Masquerade” (1929), en Psychoanalysis and
Female Sexuality, comp, de Hendrik M. Ruitenbeek (1966), 209-220.
Para Abraham sobre este tema, véase, además de su correspondencia con
Freud, su artículo “Manifestations of the Female Castration Complex” (1920), en
Selected Papers of Karl Abraham (1927), 338-369. Los artículos más significati­
vos de Jones, que se encuentran en Papers on Psycho-Analysis (4a. ed., 1938),
son “The Early Development of Female Sexuality” (1927), 556-570; “The Pha­
llic Phase” (1933), 571-604, y “Early Female Sexuality” (1935), 605-616.
Los artículos de Karen Horney se pueden leer en inglés. Los que le han dado
gravitación, reunidos en su Feminine Psychology, comp. de Harold Kelman
(1967), son “On the Genesis of the Castration Complex in Women” (1924), 37-
53; “The Flight from Womanhood: The Masculinity-Complex in Women as Vie­
wed by Men and Women” (1926), 54-70; “The Dread of Women: Observations
[864] Ensayo bibliografico

on a Specific Difference in the Dread Felt by Men and by women Respectively


for the Opposite Sex” (1932), 133-146, y “The Denial of the Vagina: A Contri­
bution to the Problem of the Genital Anxieties Specific to Women” (1933),
147-161. Esta compilación de sus artículos incluye también algunos otros rele­
vantes. The Adolescent Diaries of Karen Horney (1980) son patéticos y revela­
dores; Marcia Westkott, The Feminist Legacy of Karen Horney (1986) discute
sus ideas contextualmente. La nueva biografía de Susan Quinn (que la autora me
permitió leer en su manuscrito), A Mind of Her Own: The Life of Karen Horney
(1987), es un tratamiento completo que hace justicia a su vida privada.
No es éste el lugar para examinar la protesta feminista contra las concepcio­
nes “falocéntricas” de Freud, por interesante que sea el tema; el artículo de Bar-
glow y Schaefer (ya citado) defiende vigorosa y belicosamente la perspectiva
psicoanalítica. La aportación más útil y responsable, que trata de tener en cuen­
ta, pero también de superar, la “política sexual” y el “chauvinismo masculino”
de Freud, es un estudio de una psicoterapeuta y feminista activa, Juliet Mitchell,
Psychoanalysis and Feminism (1974) [trad, cast.: Psicoanálisis y feminismo,
Barcelona, Anagrama, 1976]. Mary Jane Sherfey, The Nature and Evolution of
Female Sexuality (1972) [trad, cast.: Naturaleza y evolución de la sexualidad
femenina, Barcelona, Barral, 1977] constituye un intento racional tendiente a
revisar la teoría feudiana sobre la base de la biología moderna. K.R. Eissler,
“Comments on Penis Envy and Orgasm in Women”, The Psychoanalytic Study
of the Child, XXXII (1977), 29-83, se propone tomar en cuenta la literatura
reciente, feminista y psicoanalítica. Sobre aspectos de la fascinante historia de
la sexualidad femenina, y de las actitudes con respecto al amor en la Europa del
siglo XIX, que tiene mucho que ver con las concepciones de Freud, véase Gay,
The Bourgeois Experience, vol. I, Education of the Senses, y vol. II, The Ten­
der Passion. Entre una vasta literatura, sólo destaco Helene Weber, Ehefrau und
Mutter in der Rechtsentwicklung. Eine Einführung (1907), que incluye una sec­
ción sobre Austria, lo mismo que Richard J. Evans, The Feminist: Women's
Emancipation Movements in Europe, America and Australasia 1840-1920
(1977). La mejor historia breve de las mujeres austríacas en la época actual es
Erika Weinzierd, Emanzipation? Österreichische Frauen im 20. Jahrhundert
(1975), una introducción. Vendría bien una historia más extensa.
Sobre el delicado tema de Freud y su madre, además de Jones, passim, y
McGrath, Freud's Discovery of Psychoanalysis, véase Eva M. Rosenfeld,
“Dreams and Vision: Some Remarks on Freud’s Egyptian bird Dream”, Int. J.
Psycho-Anal., XXXVII (1956), 97-105, y Robert D. Stolorow y George E. Atwo­
od, “A Defensive-Restitutive Function of Freud’s Theory of Psychosexual Deve­
lopment”, Psychoanalytic Review, LXV (1978), 217-238, un importante artículo
que aborda las relaciones de Freud con Amalia Freud más o menos como yo. Los
autores utilizan con provecho Tomkins, Affect, Imagery, Consciousness. Donald
L. Burnham ha publicado una carta tardía de Freud al psicoanalista alemán Carl
Müller-Braunschweig: “Freud and Female Sexuality: A Previously Unpublished
Letter”, Psychiatry, XXXIV (1971), 328-329.
Mucho material anteriormente inédito apareció por primera vez en Arnold
Zweig, 1887-1968. Werk und Leben in Dokumenten und Bildern, comp. de Georg
Wenzel (1978).

Capitulo once. La naturaleza humana en acción


Ya he señalado que sería sumamente deseable poder contar con más trabajos
sobre Ferenczi. Para sus últimos años (y también para los anteriores) es funda­
Ensayo bibliografico [865]

mental la Correspondencia Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC. Michael Balint


ofrece algunos comentarios importantes aunque incidentales en The Basic Fault:
Therapeutic Aspect of Regression (1968) [trad. cast.: La falta básica, Buenos
Aires, Paidós, 1982], en especial en el cap. 23, “The Disagreement between
Freud and Ferenczi, and Its Repercussions”. La correspondencia de Ferenczi con
su buen amigo de los últimos años de su vida, Georg Groddeck, Briefwechsel
1921-1933 (1986, es iluminadora. Masson, Assault on Truth tiene un capítulo
persuasivo en apariencia, pero de ningún modo confiable, sobre la última etapa
de las relaciones de Ferenczi con Freud; “The Strange Case of Ferenczi’s Last
Paper”. Masson aduce, como ejemplo de los fuertes sentimientos positivos que
Freud habría experimentado con respecto a Ferenczi, él hecho de que a menudo se
hubiera dirigido a él llamándolo “querido hijo” (pág. 45). En realidad, yo encon­
tré ese tratamiento solamente una vez, y entonces Freud lo empleó por exaspera­
ción ante la incapacidad de Ferenczi para crecer. (Véanse las cartas de Freud a
Ferenczi del 30 de noviembre y el 5 de diciembre de 1911. Correspondencia
Freud-Ferenczi, Freud Collection, LC.) Asimismo, la pretensión de Masson de
que la insistencia de Ferenczi en resucitar la toería de la seducción “le costó la
amistad de Freud” (pág. 148) es refutada por los hechos. El diario clínico de
Ferenczi, que cito en el texto según el manuscrito que se encuentra en la Freud
Collection, LC, está en proceso de publicación por la S. Fischer Verlag, Franc­
fort del Meno: Judith Dupont, comp. “Ohne Sympathie keine Heilung." Das kli-
nische Tagebuch von 1932 (1988).
No hay ningún abordaje completo del antinorteamericanismo de Freud. Hale,
Freud and the Americans, describe el trasfondo hasta 1917. Sobre uno de los pri­
meros y más serios partidarios norteamericanos de Freud, véase, de nuevo, Steel,
Walter Lippmann. (Martín J. Wiener, Between Two Worlds: The Political
Thought of Graham Wallas [1971] presenta algunos comentarios interesantes
sobre Lippmann.) Burnham, Jelliffe, es también útil en este punto. El estudio
biográfico más completo sobre Bullitt es Will Brownell y Richard N. Billings,
So Cióse to Greatness: A Biography of William C. Bullitt (1987), que tuve la
oportunidad de leer en su original. Sin embargo, no puedo resolver por completo
los misterios que rodean al estudio de Freud y Bullitt sobre Woodrow Wilson. Al
tratar de reconstruir la elaboración del libro, utilicé las cartas de Bullitt al coro­
nel House (en los Papeles del coronel E.M House, serie I, caja 21, Y-MA). Bea-
trice Farnsworth, William C. Bullitt and the Soviet Union (1967) se centra en
las primeras misiones diplomáticas de Bullitt, pero afortunadamente va más allá
de lo que sugiere el título. William Bayard Hale, The Story of a Style (1920), el
libro del que Freud disfrutó pero que no convalidó públicamente, es una disección
de Wilson a partir de sus recuerdos estilísticos. En H.L. Mencken, “The Archan-
gel Woodrow” (1921), en The Vintage Mencken, comp. de Alistair Cooke
(1955), 116-20, véase una reseña norteamericana de ese libro, que le da al autor
una buena oportunidad para atacar a Wilson.
Orville H. Bullitt, quien vio el manuscrito de Thomas Woodrow Wilson en
1932, mientras vivía en la casa de su hermano William, confirma que Freud y
Bullitt firmaron efectivamente cada uno de los capítulos. Hacia 1950 volvió a
verlo, sin advertir cambio alguno. (Véase Orville Bullitt a Alexander L. George,
6 de diciembre de 1973.) El doctor Orville Horwitz, un primo que se familiarizó
por completo con el manuscrito en la década de 1930, también concuerda. (Con­
versación telefónica con el doctor Horwitz, 31 de mayo de 1986.) Por otro lado,
el estilo del libro no impulsa a coincidir con lo que suponen tales recuerdos:
más de un reseñador ha observado con justicia que si bien introducción le perte­
nece incuestionablemente a Freud, en el cuerpo del libro faltan sencillamente su
humor y su sutileza para las formulaciones y expresiones. Por ejemplo, Max
[866] Ensayo bibliografico

Schur le escribió a Miss M. Legru, de Houghton Mifflin, el 19 de enero de 1968,


que “El estudio del original reveló claramente que sólo la introducción, aun sin
ser de su puño y letra (Freud había escrito a mano todos sus originales) presenta­
ba el sello inconfundible del estilo de Freud y reflejaba sus puntos de vista ana­
líticos. Nosotros [Schur, Ernst Freud, y Anna Freud] tuvimos que llegar a la con­
clusión de que ésa era una transcripción conservada del aporte original de Freud.
En cuanto al resto del libro, debe haber sido escrito por Mr. Bullitt, que aplicó
tan bien como supo (no se cuestiona en absoluto su buena fe), a partir de lo que
recordaba, y de las notas que tomó durante y después de sus entrevistas con
Freud, las formulaciones analíticas que le brindó este último”. (Cortesía de Helen
Schur.) Freud mismo le dijo a Arnold Zweig en diciembre de 1930: “De nuevo
estoy escribiendo una introducción para algo que otro está elaborando; no puedo
decir qué es, también un análisis, pero sumamente contemporáneo, casi políti­
co”. (Freud a Arnold Zweig, 7 de diciembre de 1930. Freud-Zweig, 37-[25].)
El modo menos torpe de resolver estas contradicciones consiste, a mi jui­
cio, en suponer que Bullitt revisó el manuscrito después de la muerte de Freud. La
opinión de Anna Freud era distinta. “Usted sabe lo poco que me gusta Bullitt”
—le escribió a Max Schur el 24 de octubre de 1966—. “Pero ése no es el tipo de
cosas que él haría.” (Papeles de Max Schur, LC.) Por otra parte, el 6 de noviem­
bre le escribió también a Schur: “Estoy absolutamente segura de que mi padre
escribió su propio Prólogo. Ese es su estilo y su modo de pensar y estaría dis­
puesta a jurarlo en cualquier momento. Estoy igualmente segura, e igualmente
dispuesta a jurar que ninguno de los capítulos posteriores ha sido escrito por mi
padre, ni totalmente ni en parte. En primer término, ése no es su estilo; en
segundo lugar, él nunca en la vida empleó las repeticiones que en el libro se uti­
lizan ad nauseam; el tercer punto es que él nunca denigró ni puso en ridículo a
ningún sujeto en análisis, que es lo que se hace en el libro”. Sin duda, agregó, el
padre le había “Sugerido interpretaciones analíticas a Bullitt, para que él las usa­
ra, sin imaginar que serían usadas de ese modo chapucero”. (Papeles de Max
Schur, LC.) De algunas de las cartas de Anna Freud a Jones de mediados de la
década de 1950 surge con claridad que ella no vio el original del estudio sobre
Wilson durante la vida de su padre. (Véase Anna Freud a Jones, 16 y 25 de abril
de 1955. Papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society,
Londres.) Bullitt mismo le escribió a Jones el 22 de julio de 1955 que el libro
“era el resultado de mucho combate. Tanto Freud como yo éramos extremadamen­
te tercos: en tanto convencidos de que cada uno de nosotros era Dios. En conse­
cuencia, cada capítulo: por cierto, cada oración, fue tema de un intenso debate”.
En junio de 1956, escribiéndole de nuevo a Jones, Bullitt agregó: “visité Lon­
dres dos veces [en 1939] para discutir con él [Freud] ciertos cambios que yo con­
sideraba esenciales. Concordamos en la redacción de esos cambios, y los efectué.
Pero me pareció que su muerte excluía alteraciones adicionales”. (Ambos textos
en Papeles de Jones, Archivos de la British Psycho-Analytical Society, Lon­
dres.) Tal vez Anna Freud haya formulado el mejor juicio sobre el tema: “No hay
duda de que mi padre sobrestimaba a Bullitt. Yo nunca lo hice. Pero en cuestio­
nes de este tipo, mi padre no se dejaba por nadie”. (Anna Freud a Max Schur, 6
de noviembre de 1966. Papeles de Max Schur, LC.) De todos modos, el manus­
crito sigue siendo inaccesible.
Sobre el caso de Horace Frink, véase Michael Specter, “Sigmund Freud and a
Family Torn Asunder: Revelations of an Analysis Gone Awry”, Washington
Post, 8 de noviembre de 1987. sec. G,l. 5. Los papeles de Frink, que están en
los Alan Masón Chesney Medical Archives, The Johns Hopkins University,
echan más luz sobre el tema.
Entre los estudios sobre la religiosidad de Freud, la tesis de Reuben M. Rai-
Ensayo bibliográfico [867]

ney, Freud as Student of Religión: Perspectives on the Background and Deve-


lopment of His Thought (1975), no carece de interés. Sobre la condición judía de
Freud, el artículo de su hijo Martin, “Who Was Freud?“, en The Jews of Austria,
comp. de Fraenkel, 197-211, es indispensable. A.A. Roback, Freudiana (1957),
que incluye “cartas inéditas de Freud, Havelock Ellis, Pavlov, Bernard Shaw,
Romain Rolland y otros”, es más irritante que informativo. En este capítulo me
he abrevado a discreción en mi A Godless Jew, que examina los temas más com­
pletamente de lo que puedo hacer aquí. (Véanse títulos sobre la condición judía
de Freud en el ensayo correspondiente al capítulo 12, a continuación de éste.)
Entre los libros que evalúan El malestar en la cultura se cuenta la investiga­
ción de Paul Roazen, Freud: Political and Social Thought (1968) [trad. cast.:
Freud, su pensamiento político y social, Barcelona, Martínez Roca, 1972], que
dedica varias páginas a la naturaleza humana en la política. Para un examen inte­
resante de las consecuencias sociales (y políticas) del pensamiento de Freud des­
de una perspectiva freudiana, véase J.C. Flugel, Man Moráis and Society: A
Psycho-Analytical Study (1945). R.E. Money-Kyrle, Psychoanalysis and Poli­
tics: A Contribution to the Psychology of Politics and Moráis (1951) es un
ensayo conciso pero sustancioso, también escrito con una perspectiva freudiana.
“Politics and the Individual”, de Rieff, Freud: The Mind of a Moralist, es un
excelente capítulo. La considerablemente ampliada Freud Lecture de Heinz Harta-
mann, Psychoanalysis and Moral Valúes (1960), una defensa sutil del superyó y
(lo que en gran medida queda implícito) de la teoría social y política freudiana,
merece una lectura atenta. También sobre el superyó, véase Michael Friedman,
“Toward a Reconceptualization of Guilt”, Contemporary Psychoanalysis, XXI
(1985), 501-47, que examina las reconsideraciones posfreudianas, entre ellas la
de Melaine Klein, y teorías de las relaciones objétales como las de W.R.D. Fair-
bairn y D.W. Winicott. El eminente sociólogo norteamericano Talcott Parsons
estudió el alcance y sentido social de las ideas de Freud en varios artículos signi­
ficativos, en especial “The Superego and the Theory of Social Systems” (1952),
reunido con artículos sobre el tabú paterno y el tabú del incesto, y sobre carácter
y sociedad, en Social Structure and Personality (1964). Bocock, Freud and
Modern Society es útil también en este punto. He intentado proporcionar un
ejemplo de modo en que el historiador puede vincular las ideas psicoanalíticas
con la cultura en “Liberalism and Regression”, The Psychoanalytic Study of the
Child, XXXVII (1982), 523-545.

Capitulo Doce. Morir en libertad


La gran catástrofe económica —y finalmente política— que se inició en el
otoño de 1929 y desencadenó los acontecimientos de la década de 1930, está
sintetizada del mejor modo en John A. Garraty, The Great Depression (1986), un
excelente estudio comparativo que incluye comentarios sobre Austria. Sobre la
vida de Freud en Austria entre 1933 y 1938, véase especialmente la correspon­
dencia Freud-Zweig, y algunas de las cartas posteriores de Freud a Lou Andreas-
Salomé y a Max Eitingon (en Palestina desde 1933). Schur, Freud, Living and
Dying, es necesariamente el indispensable testigo presencial de los meses que
pasó Freud bajo el gobierno hitlerista. Clark, Freud, especialmente el cap. 23,
“An Order for Release”, se basa en parte en documentos diplomáticos —descui­
dados por otros biógrafos— que yo utilicé por mi lado. La doctora Josefine
Stross, que estuvo (literalmente) junto a Freud desde mayo de 1938 hasta su
muerte, con toda amabilidad me hizo conocer muchos hechos de la vida de Freud
durante esos meses (especialmente en sus cartas del 12 de mayo y el 19 de junio
[868] Ensayo bibliografico

de 1987). Detlef Berthelsen, Alltag bei Freud. Die Erinnerungen der Paula Fichtl
(que yo vi en pruebas de imprenta, y que iba a publicarse en 1988), incluye algu­
nos detalles sumamente íntimos del hogar de Freud, tal como surgen de los
recuerdos de una criada que trabajó para los Freud desde 1929 en adelante y los
acompañó a Londres. Entre las “revelaciones” se cuenta la pudorosa conmoción
de Fichtl cuando vio el pene de Freud; el conjunto de recuerdos no controlados de
una criada anciana no puede considerase un documento en el que corresponda con­
fiar sin examen. La autobiografía de Carl Zuckmayer, Als wär's ein Stück von
mir. Horen der Freundschaft (1966), especialmente 64-95, registra vividamente
sus experiencias en Austria —en Viena y en otras partes—, en marzo de 1938.
Sobre Austria en la época del Anschluss, he exminado los mejores títulos en el
ensayo correspondiente al cap. 8; véanse especialmente las aportaciones de
Kadrnoska, Goldinger, Zuckerkandl, Klusacek y Stimmer, Hannak, Csendes, y
Weinzierl y Skalnik. Hay que mencionar otro capítulo del volumen que los dos
últimos han compilado, Österreich 1918-1938: Nörbert Schausberge, “Der
Anschluss”, 517-552. Títulos útiles adicionales son Dokumentation zur Öste­
rreichischen Zeitgeschichte, 1938-1945, comp. de Christine Klusacek, Herbert
Steiner y Kurt Stimmer (1971), cuyas primeras dos secciones contienen material
rico (y aterrador) sobre el Anschluss y sobre Austria como “Ostmark” hasta el
estallido de la Segunda Guerra Mundial; Christine Klusacek, Österreich Wissens­
chafter und Künstler unter dem NS-Regime (1966), un listado lacónico y elocuen­
te de los científicos (entre ellos Freud) y artistas perseguidos, y sus destinos;
Dieter Wagner y Gerhard Tomkowitz, "Ein Volk, Ein Reich, Ein Führer!" Der
Anschluss Österreichs 1938 (1968), es periodístico pero confiable, e incluye
algunas notables fotografías de judíos maltratados en marzo de 1938; véanse
también, una vez más, algunos de los artículos de The Jews of Austria, comp. de
Fraenkel, en especial Herbert Rosenkranz, “The Anschluss and the Tragedy of
Austrian Jewry, 1938-1945”, 479-545, con estadísticas terroríficas y no menos
terribles recuerdos. Véase también T. Friedmann, comp., "Die Kristall-Nacht.”
Dokumentarische Sammlung (1972), que documenta los bárbaros ataques a sina­
gogas, centros comunitarios (y a los propios judíos) en noviembre de 1938.
Raúl Hilberg, The Destruction of the European Jews (1961; 2a. ed., 1981), aun­
que polémico en cuanto a su tesis general de la pasividad judía, es impecable en
su erudición. Hay otras estadísticas pertinentes sobre la judería austríaca bajo el
régimen hitlerista en Martin Gilbert, comp., The Macmillan Atlas of the Holo­
caust (1982). Según el texto lo demuestra, los relatos cotidianos presentados por
los corresponsales destacados en Viena, principalmente en el New York Times,
en el Manchester Guardian y en el Daily Telegraph de Londres, constituyen prue­
bas profusas de los hechos.
La situación del psicoanálisis y la psiquiatría alemana bajo el régimen de
Hitler se encuentra vividamente documentada en Karen Brecht y otros, comps.
"Hier geht das Leben auf eine sehr merkwürdige Weise weiter..." Zur Geschichte
der Psychoanalyse in Deustchland (1985) es un catálago sobrio e informativo.
Debe complementarse con Geoffrey Cocks, Psychotherapy in the Third Reich:
The Goering Institute (1985), erudito, y convincentemente revisionista, aunque
inclinado a ver una cierta supervivencia del psicoanálisis bajo el nazismo, que
las pruebas existentes no permiten sustentar hasta el punto que el autor lo cree.
En la vasta literatura sobre la Alemania nazi, Karl Dietrich Bracher, The German
Dictatorship: The Origins, Structure, and Effects of National Socialism (1969;
trad. de Jean Steinberg, 1970) conserva la mayor parte de su valor.
La condición judía de Freud continúa suscitando comentarios. Para mis pro­
pias opiniones, véase, de nuevo, A Godless Jew. He presentado parte de mi argu­
mentación en “Six Ñames in Search of an Interpretation”, también ya citado.
Ensayo bibliografico [869]

Justin Miller, “Interpretation of Freud’s Jewishness, 1924-1974”, Journal of the


History of the Behavioral Sciences, XVII (1981), 357-374, investiga con ampli­
tud la literatura de medio siglo. Un importante ensayo temprano que intentó
situar a Freud es Ernst Simon, “Sigmund Freud, the Jew”, Leo Baeck Yearbook, II
(1957), 270-305, el cual debe leerse en conjunción con Peter Loewenberg, ‘“Sig­
mund Freud as a Jew’: A study in Ambivalence and Courage”, Journal of the His­
tory of the Behavioral Sciences, VII (1971), 363-369. Martin S. Bergmann,
“Moses and the Evolution of Freud’s Jewish Identity”, Israel Annals of Psy­
chiatry and Related Disciplines, XIV (marzo de 1976), 3-26, con el que estoy en
deuda, examina exhaustivamente los comentarios de Freud sobre el tema y pre­
senta interesantes observaciones sobre la religiosidad del padre de Freud. Marthe
Robert, From Oedipus to Moses: Freud's Jewish Identity (1974; trad, de Ralph
Manheim, 1976) es una interpretación impresionante y sutil, aunque tal vez exa­
gera la identificación de Freud con Moisés, el profeta asesinado. Stanley Roth­
man y Phillip Isenberg, “Sigmund Freud and the Politics of Marginality”, Cen­
tral European History, VII (1974), 58-78, refuta eficazmente interpretaciones
tendenciosas. De los mismos autores, “Freud and Jewish Marginality”, Encoun­
ter (diciembre de 1974), 46-54, también ayuda a desinflar a Schorske, “Politics
and Patricide in Freud's Interpretation of Dreams" (ya citado). Henri Baruk, “La
signification de la psychanalyse et le Judaisme”, Revue d'Histoire de la Médici-
ne Hébraique, XIX (1966), 15-28, 53-65, más bien crítico de Freud, destaca efi­
cazmente ideas tan traídas de los cabellos como la de que Freud profundamente
influido por la Cábala, según se sostiene (sin ninguna prueba convincente) en
David Bakan, Sigmund Freud and the Jweish Mystical Traditon (1958). (Entre los
más eficaces críticos de Balkan se cuenta Harry Trosman, en su ya citado Freud
and the Imaginative World, que además presenta interesantes comentarios sobre
la identidad judía de Freud.) A.A. Roback, Jewish Influence in Modern Thought
(1929) está en la misma senda problemática de Bakan, pero contiene algunas
cartas de Freud al autor. Véase, de nuevo, Roback, Freudiana. Sander Gilman,
Jewish Self-Hatred: Anti-Semitism and the Hidden Language of the Jews (1968),
aunque endemoniadamente ingenioso sobre el autoodio, me impresiona como
excéntrico. Judaism and Psychoanalysis, comp, de Mortimer Ostrow (1982), pro-
prociona un variado menú de artículos, entre ellos un capítulo del provocativo
estudio del rabino Richard Rubinstein, The Religious Imagination (1968). No
obstante, yo prefiero los sobrios análisis de Bergmann, Rothman e Isenberg, e
incluso el de Robert. El humor judío no debe omitirse como clave posible de la
identidad judía de Freud. Kurt Schlesinger, “Jewish Humor as Jewish Identity”,
Int. Rev. Psycho-Anal., VI (1979), 317-330, es un esfuerzo útil. Theodor Reik
se apropió del tema, sobre todo en Jewish Wit (1962). Véase también Elliot
Oring, The Jokes of Sigmund Freud: A Study in Humor and Jewish Identity
(1984), breve, sugerente y un tanto falto de humor. “Mein Onkel Sigmund”, la
entrevista (ya citada) de Richard Dyck con Harry, el sobrino de Freud, quien nie­
ga que su famoso tío haya sido ateo, debe emplearse con algún escepticismo.
Avner Falk, “Freud and Herzl”, Contemporary Psychoanalysis, XIV (1978), 357-
387, examina la judeidad de Freud desde la perspectiva de su conocimiento de las
ideas de Herzl.
Muchos de los títulos que acabo de citar, principalmente Bergmann, “Moses
and the Evolution of Freud’s Jewish Identity”, y Robert, From Oedipus to
Moses, tienen mucho que decir sobre Moisés y la religión monoteísta. Añado
Rieff, Freud: The Mind of a Moralist, cap. 6, “The Authority of the Past”, y dos
títulos de Edwin R. Wallace IV: Freud and Anthropology y “The Psychodynamic
Determinants of Moses and Monotheism", Psychiatry, XL (1977), 79-87. Véase
también la cuidadosa discusión de “Freud and the Religion of Moses”, cap. 5 de
[870] Ensayo bibliografico

W.W. Meissner, Psychoanalysis and Religious Experience (1984), y F.M.Croos,


“Yahweh and the God of the Patriarchs”, Harvard Theological Review, LV
(1962), 225-259. Algunas interesantes especulaciones sobre las razones de que
Freud se abstuviera de mencionar el artículo anterior de Abraham (1912) acerca de
Amenhotep IV, tan relacionado con la incursión freudiana en el antiguo Egipto,
pueden leerse en Leonard Shengold, “A Parapraxis of Freud’s in Relation to Karl
Abraham”, American Imago, XXIX (1972), 123-159.
Varios relatos de testigos presenciales registran el tono del último año y
medio de la vida de Freud. Las reacciones de los Woolf ante el té que compartie­
ron con Freud en 20 Maresfield Gardens a principios de 1939 son sorprendentes
y un tanto contrastantes: véanse Leonard Woolf, Downhill All the Way (1967),
95-96, 163-169, y The Diary of Virginia Woolf, edición al cuidado de Anne Oli-
vier Bell, asistida por Andrew McNeillie, vol. V, 1936-1941 (1984), 202, 248-
252. Hanns Sachs ha descripto su adiós a Freud en Freud: Master and Friend, cap.
9, “The Parting”, y Jones tiene una descripción de su propia despedida en Jones
III, cap. 6, “London, The End”.
Sobre la famosa carta de Freud a una madre norteamericana anónima acerca
de su hijo homosexual, véase el instructivo artículo de Henry Abelove, “Freud,
Male Homosexuality and the Americans”, Dissent (invierno de 1986), 59-69.
Además de los obituarios habituales, hay una breve visión retrospectiva de
Max Schur publicada en American Psychoanalytic Association Newsletter, III
(diciembre de 1969), 2.
Sobre mi versión de los últimos días de Freud, véase la nota final del capítu­
lo 12.
Posdata: En el curso de mi trabajo, tropecé con un relato, muy interesante
pero a mi juicio más bien sospechoso, de un episodio que supuestamente se
habría producido en Berggasse 19 después del Anschluss. Barbara Hannah, en su
devota “memoria biográfica” Jung: His Life and Work (ya citada) dice (págs.
254-255) que no mucho después de que los nazis invadieran Austria, a mediados
de marzo de 1938, Franz Riklin, h., hijo del ya antiguo asociado de Jung, Franz
Riklin, “fue elegido por algunos judíos suizos sumamente ricos para entrar en
Austria de inmediato, con una gran cantidad de dinero, a fin de que hiciera todo
lo posible para persuadir a judíos destacados de que abandonaran el país antes de
que los nazis tuvieran tiempo para empezar a perseguirlos”. El joven Riklin, que
en ese entonces tenía cerca de treinta años e iniciaba su carrera médica, conside­
raba probable que lo hubieran elegido para esa delicada misión a causa de su pre­
sencia de ánimo y de su “aspecto sumamente teutónico”. En términos generales,
“tuvo mucho éxito en el desempeño de esa misión”, pero no en la casa de los
Freud. El padre lo había instado enérgicamente a persuadir a Freud de que abando­
nara Austria en seguida “y aprovechara las facilidades sumamente inusuales que él
podía ofrecerle”. Ahora bien, cuando el joven Riklin fue a ver a Freud “y le
explicó la situación”, Freud lo frustró, al responder con gravedad: “Me niego a
estar agradecido a mis enemigos”. Riklin argumentó tan bien como pudo, insis­
tiendo en que ni su padre ni Jung albergaban animosidad alguna con respecto a
Freud. Pero éste se limitó a persistir en su postura intransigente. No obstante,
dice Hannah cerrando el relato, los Freud fueron muy cordiales con el mensajero,
e incluso lo invitaron a cenar.
Hasta aquí Hannah, que no presenta ningún documento que avale su versión,
pero, puesto que ella conoció íntimamente a Riklin, hijo, y muy a menudo se
vio con él en la casa de los Jung, parece más que probable que el joven haya
sido la fuente de lo que afirma. Sin embargo, la historia tiene aspectos poco
verosímiles: esos “judíos suizos sumamente ricos” debían saber que en Austria la
persecución había empezado en el primer minuto del ingreso de los nazis. Mas
Ensayo bibliografico [871]

importante es que no convence el hecho de que esos judíos suizos eligieran como
emisario al hijo de uno de los más famosos enemigos de Freud. Lo único que
parece estar en carácter es el rechazo enérgico e intransigente de Freud. De modo
que descarté la historia.
Después, el año pasado, cuando el texto de esta biografía ya se encontraba
en la imprenta, el doctor Robert S. McCully (ahora profesor de psicología y, a
mediados de la década de 1960, miembro del claustro psiquiátrico del Cornell
University Medical College de la Ciudad de Nueva York, y candidato en forma­
ción en el Instituto Jung local) en parte corroboró y en parte rectificó significa­
tivamente la narración de Hannah. Cuando el joven Riklin dio conferencias en
Nueva York, McCully escuchó de sus labios la historia detallada de su misión en
Viena. Según él recuerda el relato de Riklin, no fueron judíos ricos sino Jung y
Riklin padre quienes reunieron de su propio peculio diez mil dólares, y querían
que ese dinero se destinara exclusivamente a salvar a Freud. Cuando Riklin llegó
a Berggasse 19, Anna Freud entreabrió la puerta sin dejarlo entrar, y le dijo que
el padre no lo recibiría. Entonces Freud se acercó y pronunció las palabras que
Hannah le atribuye: “Me niego a estar agradecido a mis enemigos”. Riklin le
dijo a McCully que la hostilidad de los Freud era tal que él dio media vuelta y
volvió a Zurich, llevando intacto el dinero en el cinturón. (Véase Robert S.
McCully, “Remarks on the Last Contact Between Freud and Jung”, una carta al
editor, Quadrant: Journal of the C.G. Jung Foundation [Nueva York], XX [1987],
73-74.)
El doctor McCully (a quien he consultado) tiene un recuerdo muy claro del
relato de Riklin, y su versión parece a la vez más plausible que la de Hannah, y
más interesante. Haría que veamos a Jung bajo una nueva luz. Por lo que dice en
su carta, el doctor McCully sólo puede preguntarse “cómo Miss Hannah llegó a
su descripción del hecho”, pero no considera seguro que Franz Riklin, h. (ahora
ya fallecido) “haya visto su manuscrito o haya sido consultado” (pág.73). Como
ya lo he señalado, a mi juicio quedan pocas dudas de que, por tergiversado que
pueda ser el relato de Hannah, su informante tiene que haber sido Riklin mismo.
Tengo todas las razones para creer en el relato que hace el doctor de sus conver­
saciones con Riklin, y (como también lo he señalado) la respuesta brusca de
Freud suena muy verosímil en él. Pero ante la falta de otra documentación (des­
pués de todo, cuento solamente con dos relatos de relatos), decidí no retirar el
último capítulo de imprenta para insertar este cuento fascinante en mi texto.
Pero vale la pena que quede registrado. Tal vez cuando tengamos acceso a los
papeles de Jung, el episodio se verá elevado a la categoría de hecho histórico.
Obras publicadas en Paidós de los autores citados en este libro

Adler, A., El carácter neurótico / Estudios sobre la inferioridad de los órganos


Alexander, F. y otros, Psiquiatría dinámica
Balint, M., La falta básica
Buber, M., Cuentos jasídicos. Los primeros maestros, Iy II/ Cuentos jasídicos.
Los maestros continuadores, Iy II
Fenichel, O., Teoría psicoanalítica de las neurosis
Freud, A., Psicoanálisis del desarrollo del niño y del adolescente/El psicoanáli­
sis deljardín de infantes y la educación del niño/El psicoanáli­
sis y la crianza del niño / El psicoanálisis infantil y la clínica /
Neurosis y sintomatología en la infancia / Normalidad y pato­
logía en la niñez / Estudios psicoanalíticos / El yo y los meca­
nismos de defensa / Introducción al psicoanálisis para edu­
cadores
Freud, E., Freud, L. y Gubrichsimitis, L, Sigmund Freud. Su vida en imáge­
nes y textos
Freud, S., Esquema del psicoanálisis
From, E., Humanismo socialista / ¿Podrá sobrevivir el hombre? / El arte de
amar /El miedo a la libertad/La condición humana actual /
Y seréis como dioses/ El dogma de Cristo / La crisis del psicoa­
nálisis / Sobre la desobediencia / El amor a la vida
Groddeck, G., Las primeras 32 conferencias psicoanalíticos para enfermos
Hartmann, H., La psicología del yo y el problema de la adaptación
Horney, K., La personalidad neurótica de nuestro tiempo / Ultimas conferencias
Jung, C. G. y Wilhelm, R., El secreto de la flor de oro
Jung, C.G., Psicología y religión / La psicología de la transferencia / Símbolos
de transformación / La interpretación de la naturaleza y la psi­
que/Arquetipos e inconsciente colectivo/Formaciones de lo in­
consciente/ Psicología y simbológica del arquetipo /Energética
psíquica y esencia del sueño /Aion. Contribuciones a los simbo­
lismos del sí-mismo / Las relaciones entre el yo y el inconsciente
/Psicología de la demencia precoz /El contenido de las psicosis
/ Conflictos del alma infantil / Psicología y educación
Klein, M.,Amor, culpa y reparación. (Obras comp., vol. I.) / El psicoanálisis
de niños. (Obras comp., vol. II.) / Envidia y gratitud. (Obras
comp., vol. III.) / Relato del psicoanálisis de un niño. (Obras
comp., vol. IV.)
Popper, K. R., La sociedad abierta y sus enemigos / Conjeturas y refutaciones
Rank, O., El mito del nacimiento del héroe / El trauma del nacimiento
Rilke, R. M., Cartas sobre Cézanne
Roheim, G., Magia y esquizofrenia
Russell, B., Introducción a la filosofía matemática
Schilder, P., Imagen y apariencia del cuerpo humano
Schur, M., Sigmund Freud. Enfermedad y muerte en su vida y en su obra, I y II
Reconocimientos

Este libro ha estado en elaboración durante mucho tiempo, mucho más que
los breves e intensos dos años y medio que me llevó escribirlo. Mi interés por
Freud se retrotrae hasta la escuela para graduados a fines de la década de 1940, y
se convirtió en central para mi trabajo de historiador cuando, a mediados de la
década de 1970, fui admitido como candidato en el Western New England Institu-
te for Psychoanalysis. Esa candidatura me proporcionó una insuperable oportuni­
dad para familiarizarme con el mundo del psicoanálisis. Pero, si bien esto
demostró ser de extraordinario valor para la redacción de esta biografía, he con­
fiado en mi distancia profesional de historiador para preservarme de la idealiza­
ción que Freud consideraba el destino inevitable del biógrafo.
Pensando en la sorprendente disparidad entre el tiempo de escritura y los
años de incubación, recuerdo la célebre observación que formuló Whisler en el
juicio por difamación que le siguió a Ruskin, quien había calificado un cuadro
suyo de tarro de pintura arrojado a la cara del público. El abogado de Ruskin
exhibió uno de los más brumosos nocturnos de Whistler y le preguntó cuánto
tiempo le había llevado pintar eso. La memorable respuesta de Whistler fue:
“Toda mi vida”. Ahora bien, “toda mi vida” es una hipérbole, sin duda si la apli­
camos a la elaboración de esta biografía de Freud. Pero mientras la escribía,
hubo momentos en los que me pareció que nunca había hecho ninguna otra cosa.
Por fortuna, disfruté del sostenido y sustentador apoyo de archivistas, bibliote­
carios, amigos y colegas. Hubo también extraños que demostraron un útil interés
en mi proyecto (interés que yo acogí con gusto), tomando contacto conmigo
después de una conferencia, o enviándome material por iniciativa propia, después
de haber leído algo sobre mi proyecto.
Por cierto, un gran facilitador del diálogo —que le da sentido real a esta
palabra de la que se ha abusado tanto—, un facilitador en el cual he llegado a
basarme, y al que he tenido oportunidad de referirme en mis otros libros, fue,
una vez más, la conferencia formal, que suscita interrogantes, comentarios, a
veces animado disenso y, de cuando en cuando, alguna carta inédita. Desde 1985
me he estado dirigiendo a una variedad de públicos, hablándose de mi biografía
en proceso, sobre cuestiones sustanciales de la vida de Freud, sobre la relación
del psicoanálisis con la historia y la biografía, sobre la actual política concer­
niente al cuidado de la imagen pública del maestro. Invariablemente disfruté, y
por lo general saqué partido de esas oportunidades. En 1985 hablé en la Clark
University sobre los gustos literarios de Freud, y en la Indiana Historical
Society y en la American Psychological Association, sobre la relación entre el
[874] Reconocimientos

psicoanálisis y el historiador, tema que también examiné, con énfasis diversos,


en la Rice University, de Houston, y en una gran conferencia pública en Gronin-
gen, en los Países Bajos. En 1986 continuó esa serie de presentaciones en
varios foros de Yale más o menos informales: en la Hillel Foundation y en una
reunión de alumnos, ante los estudiantes graduados de mi departamento y un gru­
po de alumnos de la facultad de arquitectura, y en una conferencia muy completa
ante los Friends of the Medical Library. Ese año también hablé en la State Uni­
versity of New York, de Stony Brook; en la Ohio University, de Athens, Ohio;
en la Boston Psychoanalytic Society; en la University of California, de San Die­
go (una jovial y conmovedora celebración en homenaje a la distinguida carrera
de H. Stuart Hughes); en un almuerzo en la Southern Historical Association que
se realizó en Charlotte, Carolina del Norte, y —ocasión ésta particularmente
deliciosa y gratificadora— en el Hebrew Union College de Cincinnati, donde
pasé una semana dando conferencias sobre Freud, el judío ateo. En 1987 hablé en
el Chicago Institute for Psychoanalysis, en un taller de psicoanálisis y ciencias
sociales en la University of Chicago, como el segundo George Rosen Lecture en
el Beaumont Club, de la facultad de medicina de mi universidad, y, finalmente, a
mis colegas del Centro de Humanidades de Yale. Como lo he señalado, todo fue
extremadamente estimulante y valioso, por lo menos para mí. Puesto que le debo
tanto a las personas que formaron parte de esas audiencias, y puesto que también
me siento profundamente obligado con muchas otras, espero no omitir ni subes­
timar a nadie en estos reconocimientos.
Por empezar, tengo una inmensa gratitud a Ronald S. Wilkinson, historiador
de manuscritos de la División de Manuscritos de la Biblioteca del Congreso. El
está a cargo del mayor y más valioso tesoro hallado de materiales freudianos, y
compartió conmigo sin reservas sus conocimientos sobre ellos, y sobre los
documentos conservados en otras partes; generosa e imaginativamente facilitó
mi búsqueda de piezas difíciles de encontrar. Mark Paterson, director de Sigmund
Freud Copyrights en Wivenhoe, cerca de Colchester, cordialmente puso a mi dis­
posición su colección admirable. Lo ayudaron con competencia dos archivistas,
Celia Hirst y Jo Richardson. David L. Newlands, que mientras yo escribía este
libro era curador del Freud Museum, 20 Maresfield Gardens, Hampstead, Londres,
me abrió sus puertas, y Steve Neufeld, funcionario del museo, me ahorró innume­
rables horas de trabajo, al proporcionarme información invalorable y descubrir­
me algunas gemas preciosas y raras. Pearl H.M. King, archivista honoraria de
los Archivos de la British Psycho-Analytical Society, también en Londres, me
autorizó a explorar y utilizar las riquezas de los Papeles de Ernest Jones, lo que
me permitió reconstruir la biografía de Freud escrita por Jones, mientras que Jill
Duncan, funcionaría ejecutiva de los Archivos, respondió a mis interrogantes y
rastreó para mí algunas cartas importantes. Dos archivistas-bibliotecarios, Ellen
Gilbert y, después de ella, David J. Ross, me recibieron amablemente en la A.A.
Brill Library del New York Psychoanalytic Institute, y me orientaron en sus
interesantísimos dominios, constituidos principalmente (pero no sólo) por los
papeles de los analizandos norteamericanos de Freud. Kenneth A. Lohf, bibliote­
cario de Rare Books and Manuscripts de la Columbia University, me ayudó con
la Otto Rank Collection, lo mismo que Rudolph Ellenbogen. Glenise A. Mathe-
son, curadora de manuscritos en la John Rylands University Library, Mánches-
ter, Inglaterra, fue sumamente generosa con la reveladora correspondencia inter­
cambiada entre Freud y su sobrino Samuel. Judith A. Schiff, archivista
investigadora, jefa de Manuscripts and Archives, Yale University Library, fue
(como siempre) útil, en este caso principalmente con los Papeles del coronel
E.M. House. Alan S. Divack, archivista ayudante del Leo Baeck Institute, Nueva
York, me hizo conocer varias cartas inéditas. Bernard McTigue, curador de la
Reconocimientos [875]

Arents Collection de la New York Public Library, puso a mi disposición una


importante carta de Freud sobre su tabaquismo (ya publicada pero mal identifica­
da). También agradezco a Elena S. Danielson, archivista ayudante de la Hoover
Institution on War, Revolution, and Peace, por haberme enviado una carta de
Freud a Paul Hill. A.M.J. Izermans, del Instituto Internacional de Historia Social
de Amsterdam, me autorizó a publicar parte de una carta de Freud a Hendrik de
Man. Sally Leach, del Harry Ransom Humanities Reserch Center, de la Univer-
sity of Texas, Austin, fue de utilidad en el rastreo de algunas cartas intercambia­
das entre Blanche Knopf y los Freud. Como siempre, en la biblioteca histórica
de la Yale Medical Library, a cargo de Ferenc A. Gyorgyey, he encontrado el
prototipo de la cordialidad.
Estoy muy agradecido a quienes aportaron espontáneamente material o infor­
mación inéditos sobre acontecimientos poco conocidos de la vida de Freud.
J.Alexis Burland me envió una carta fascinante que Freud le escribió a su padre
poco después de la Primera Guerra Mundial, haciéndome conocer los anteceden­
tes. Antón O. Kris y su hermana Anna K. Wolff, me obsequiaron varias cartas de
Freud a Ernst Kris y Oscar Rie, y agregaron útiles informaciones anecdóticas.
Sanford Gifford me hizo llegar su revelador original inédito sobre Félix Deutsch,
que contiene material valioso, hasta ahora desconocido. Willi Kóller, mi editor
de S. Fischer Verlag, Francfort del Meno, me envió algunos materiales importan­
tes antes de la publicación. Josefine Stross, quien estuvo cerca de Freud en sus
últimos años, me hizo conocer algunos recuerdos instructivos, sin violar el
secreto profesional al que está obligada como médica.
La extinta Jeanne Lampl-de Groot, analizanda de Freud y eminente psicoana­
lista holandesa, superó su escepticismo acerca de un nuevo biógrafo de Freud
(otro más...) para concederme una memorable entrevista en su casa de Amsterdam
el 24 de octubre de 1985. Helen Schur, que en cambio no fue escéptica ni siquie­
ra al principio, hizo lo mismo el 3 de junio de 1986. Y algo más: buscó en sus
recuerdos y en su caja fuerte, rescatando cartas intercambiadas entre Freud y su
marido que arrojan una viva luz sobre los últimos años de Freud. Los Papeles de
Max Schur que se encuentran en la Biblioteca del Congreso, y que he tenido bas­
tante fortuna como para ser el primero en examinar, enriquecieron adicionalmen­
te los capítulos 11 y 12. Ingeborg Meyer-Palmedo, de la S. Fischer Verlag, se
tomó la molestia de enviarme la versión corregida de la correspondencia entre
Freud y Edoardo Weiss. Quiero también dejar sentada mi particular gratitud a Use
Grubrich-Simitis -—psicoanalista, compiladora, autora—, por sus cartas, su con­
versación y la inmensa consideración que puso de manifiesto al poner a mi
alcance pruebas de galeras de textos vitales (como las cartas Freud-Fliess en el
original alemán) mucho antes de que se los pudiera encontrar en las librerías.
Como Grubrich-Simitis lo sabe, su Freud es también el mío, pero ella hizo
mucho por clarificar ese Freud para mí.
Por cierto, he disfrutado una y otra vez de ese tipo de privilegios, cuando
amigos míos me estimularon con buena conversación y buena correspondencia.
Janet Malcolm, cuyos libros precisos e ingeniosos sobre psicoanálisis educaron
a quienes carecían de información y deleitaron a los conocedores, no me ha pro­
porcionado más que placer en su carácter de lo que los alemanes suelen llamar un
compañero de conversación. Los Katwan, Jackie y Gaby, fueron maravillosos.
Iza S. Erlich, psicoanalista practicante y preciada amiga con la que he estado
hablando sobre Freud durante bastante más de una década, me envió un esclarece-
dor artículo propio y me señaló el camino hacia los de otros. Elise Snyder
demostró ser una cómplice leal; no fue lo menos importante (pero tampoco lo
único) el hecho de que me abriera puertas. A lo largo de los años, Susanna
Barrows hizo mi vida de estudioso a la vez más fácil y más agradable. Peter Loe-
[876] Reconocimientos

wenberg, que durante mucho tiempo ha sido magnánimo con mi trabajo, exploró
problemas teóricos, envió separatas e hizo llegar anticipos a medios de informa­
ción. Juliette L. George y su esposo, Alexander, enriquecieron considerablemente
mi comprensión del estudio de Freud y Bullitt sobre Woodrow Wilson. Jay Katz
me narró historias interesantes y ciertas sobre Anna Freud, que he podido utili­
zar. Joseph Goldstein demostró ser un puntal —debo decirlo— mejoró mis senti­
mientos con respecto a los psicoanalistas. Lo mismo hizo Albert J. Solnit,
colega y amigo, con el que tengo una deuda considerable por su eficaz aliento, su
información precisa y el oportuno acceso que me brindó a materiales difíciles de
hallar. Ernst Prelinger y yo hemos sostenido fructíferas discusiones sobre Freud
durante más de una década; ellas han dejado su impronta en este libro. Mi amigo,
el extinto Richard Ellmann, cuya grandiosa biografía de James Joyce fue para mí
acicate y estímulo y cuya presencia echo de menos dolorosamente, esclareció
unos cuantos puntos oscuros. Martin S. Bergmann me hizo conocer el original
de su estudio psicoanalítico-histórico del amor, me envió valiosas separatas y,
junto con Marie Bergmann, ha mantenido conmigo un incesante intercambio
coloquial sobre Freud. Varios analistas vinculados al Western New England Insti-
tute for Psychoanalysis, que para mí son más que conocidos casuales (James Kle-
eman, Richard Newman, Morton Reiser, Samuel Ritvo, Paul Schwaber, Lorraine
Siggins), se han hecho acreedores a mi agradecimiento por proprocionarme
información, materiales impresos y consejos tácticos (invalorables para un caza­
dor de documentación que se mueve en un terreno quisquilloso). Phyllis Gross-
kurth y yo discutimos amistosamente nuestras diferentes evaluaciones de Anna
Freud. William McGuire compartió pacientemente conmigo sus conocimientos
eruditos sobre Jung, Ferenczi, Spielrein y otros. Han sido provechosas para mí
mis conversaciones con Ivo Banac, John Demos, Hannah S. Decker y David
Muslo. Stanley A. Leavy me ayudó a conseguir la monografía de Ernest Jones
acerca del patinaje sobre hielo. Mis amigos C. Vann Woodward y Harry Frank-
furt demostraron ser buenos oyentes, o buenos escépticos, cuando necesité cono­
cer sus reacciones. Como siempre, los Webb, Bob y Pattie, a quienes he estado
afectivamente ligado durante treinta años, convirtieron en un verdadero placer
mis estadas en Washington D.C. Lo mismo vale con respecto a Joe y Millie
Glazer. Y yendo mucho más allá de los deberes de la editora cabal que es en la
Yale Univesity Press, mi antigua amiga Gladys Topkis comprendió excepcional­
mente mis necesidades de autor, incluso aunque estuviera escribiendo un libro
para otra editorial.
También agradezco (por enviar información por iniciativa propia, formular
preguntas y hacerme llegar separatas o libros) a Henry Abelove, Ola Andersson,
Roger Nicholas Balsiger, Hortense K. Becker, Steven Beller, Edward L. Bernays,
Gerard Braunthal, Paul Brooks, Robert Byck, Edward T. Chase, Francis Crick,
Hana Davis, Howard Davis, George E. Ehrlich, Rudof Ekstein, Jason Epstein,
Avner Falk, Max Fink, David James Fisher, Sophie Freud, Alfreda S. Galt, John
E. y Mary Gedo, Robert Gottlieb, Henry F. Graff, Fred Grubel, Edwin J. Haeber-
le, Hendrika C. Halberstadt-Freud, Hugh R.B. Hamilton, John Harrison, Louise
E. Hoffman, Margo Howard, Judith M. Hughes, Orville Hurwitz, Han Israéls, Ali-
ce L. Kahler, Marie Kann, Mark Kanzer, Jonathan Katz, John y Robert Kebabian
(quienes identificaron la cubierta del diván de Freud), George Kennan, Paul Ken­
nedy, Dennis B. Klein, W.A. Koelsch, Richard Kuisel, Nathaniel S. Lehrman,
Harry M. Lessin, E. James Lieberman, Arthur S. Link, Murray Louis, H. E. Lück,
John Maass, Patrick J. Mahony, Henry Marx, Robert S. McCully, Frank Meiss-
ner, Graemer Mitchison, Melvin Muroff, Peter B. Neubauer, Lottie M. Newman,
Fran H. Ng, Sherwin B. Nuland, R. More O’Ferral, Daniel Offer, Alice Oliver,
Darius Ornston, Peter Paret, Alian P. Pollard, Susan Quinn, Robert Rieber, Ana­
Reconocimientos [877]

María Rizzuto, Paul Roazen, Arthur Rosenthal, Rebecca Saletan, Perdita Scheff-
ner, Josef y Eta Selka, Leonard Shengold, Michael Shepherd, Barry Silverstein,
Roszi Stein, Leo Steinberg, Riccardo Steiner, Paul E. Stepansky, Anthony Storr,
Peter J. Swales (quien, aunque sin duda sabía que no tomo demasiado en serio sus
reconstrucciones biográficas, generosamente me proporcionó copias de sus escri­
tos y de otros materiales difíciles de conseguir), John Toews, Don Heinrich
Tolzman, Edwin R. Wallace IV, Robert S. Wallerstein, Lynne L. Weiner, David
S. Werman, Dan S. White, Jay Winter, Elisabeth Young-Bruehl (quien generosa­
mente compartió conmigo algunos de sus descubrimientos sobre Anna Freud) y
Arthur Zitrin.
Mi colega William Cronon merece un párrafo aparte. Sin sus instrucciones
cuidadosas, que me brindó sin nervios pero con entusiasmo, que a menudo toma­
ban mucho tiempo pero nunca dieron lugar a un gesto de fastidio, y sin sus ope­
raciones de rescate en momentos críticos, yo nunca habría llegado a dominar las
complejidades de mi procesador de palabras IBM-XT, y este libro se hubiera
demorado incontables meses.
Estudiosos anteriores (especialmente Cari Landauer, Mark Micale y Craig
Tomlinson) y actuales (como Andrew Aisenberg, Patricia Behre, John Cornell,
Robert Dietle, Judith Forrest, Michèle Plott y Helmuth Smith) también me han
dedicado pacientemente tiempo para hablar de Freud, haciéndome conocer valio­
sos comentarios propios. También quiero agradecer a mis asistentes no gradua­
dos James Lochart y Rebecca Haltzel por su magnífico apoyo.
Me siento singularmente afortunado por el modo en que W.W. Norton mane­
jó este original muy largo, y de ninguna manera sencillo. Donald S. Lamm, ade­
más de desempeñar sus múltiples funciones de cabeza de la editorial, supervisó
personalmente el proceso de edición del libro. Me alegra que lo haya hecho; a
pesar de mi considerable experiencia con la palabra impresa, nunca había escrito
una biografía, y Don me enseñó sobre la claridad y la cronología muchas cosas
que antes yo sólo sabía mucho más confusamente. Amy Cherry actuó como canal
y amortiguador, con esplendidez en ambos roles. Esther Jacobson es un demonio
en su trabajo de redacción; sus carteles en el margen derecho de mi original me
recordaban que, por cuidadosos que hubieran sido mis primeros lectores, era posi­
ble y deseable ejercitar un cuidado aun mayor. El hecho de que sigamos hablán­
donos con cordialidad da la medida de mi gratitud a ella.

En vista DE todo este abundante aliento sería mezquino de mi parte emitir


una nota menos armoniosa. Pero considero necesario alertar a los lectores por
las lagunas de esta biografía de las cuales no soy responsable, brechas que he
tratado de cerrar en vano, con una elocuencia más activa y más cartas rogatorias
de las que pretendo acordarme. Aunque los derechos para la publicación de las
palabras de Freud son controlados por Sigmund Freud Copyrights, Ltd., para con­
sultar la masa del material freudiano inédito hay que contar con la autorización
de The Sigmund Freud Archives, Ine., de Nueva York. Esta institución fue fundada
por el doctor Kurt R. Eissler, quien durante mucho tiempo la dirigió con mano
firme. Ahora lo ha sucedido el doctor Harold P. Blum. El doctor Eissler reunió
innumerables documentos que de otra manera estarían dispersos o podrían haber­
se perdido; también realizó decenas de entrevistas con analizandos, colegas, ami­
gos y conocidos de Freud. Depositó ese material invalorable y vasto en la Divi­
sión de Manuscritos de la Biblioteca del Congreso. Por su diligencia y asiduidad
en esa tarea, que en gran medida realizó sin ayuda, se ha ganado la gratitud de
todos los estudiosos que abordan investigaciones sobre Freud y sobre la historia
del psicoanálisis. Pero —salvo ciertas excepciones explícitas— su política fue
sustraer al conocimiento público todo ese material durante décadas; estipuló
[878] Reconocimientos

muchas de las fechas en las que se levantarán las restricciones, fechas que no
siempre dejan satisfechos a quienes entregaron los materiales y que se internan
en el siglo XXI, a menudo más allá de las expectativas de vida de los estudiosos
que actualmente trabajan en el tema. El doctor Eissler ha manifestado frecuente­
mente y sin reservas la opinión de que no debe publicarse nada (y quiero decir
exactamente nada) de lo que Freud no destinó a la publicación. He tenido más de
una oportunidad de defender una posición más liberal respecto de esto. Hace
varios años, cuando debatí el problema con el doctor Eissler en una reunión del
Comité sobre Historia y Archivos de la American Psychoanalytic Association
(del cual he sido miembro unos cuantos años), expresó la opinión de que incluso
la publicación de la correspondencia Freud-Jung no le había prestado a Freud nin­
gún servicio, puesto que fue usada para denigrarlo. Mi propio argumento era la
simplicidad misma: la mala historia o la mala biografía sólo pueden ser despla­
zadas por la historia o la biografía mejores, que es imposible escribir a menos
que los estudiosos tengan acceso a toda la documentación. Esa apasionada adic­
ción al secreto, que fue (y es) característica del doctor Eissler, no hace más que
alentar el recrudecimiento emponzoñado de los rumores más ridiculos sobre el
hombre cuya reputación se está tratando de proteger. También señalé la contra­
dicción palpable de que una disciplina consagrada a la mayor franqueza posible,
como lo es el psicoanálisis, muestra ante el mundo un carácter reservado, por no
decir tortuoso. Obviamente, mi argumentación no lo impresionó. Hace ya casi
veinte años que mantengo correspondencia con el doctor Eissler acerca de esta
fastidiosa cuestión, y he estado pidiéndole materiales que él controla desde el
momento en que surgió la posibilidad de que escribiera esta biografía. Pero los
resultados siempre fueron mi total derrota.
Tal vez la consecuencia más catastrófica de la política del doctor Eissler sea
el secreto impuesto a la colección de cartas que Freud y su novia intercambiaron
durante los largos cinco años que duró su compromiso, una época en la que estu­
vieron más tiempo separados que juntos. Puesto que prácticamente se escribían
todos los días, debe de haber más o menos un millar de cartas de cada uno. La
denominada Brautbriefe mostraría al joven Freud como trabajador o como enamo­
rado a principios de la década de 1880, tan íntimamente como las cartas a Fliess
muestran la elaboración del psicoanálisis en la década de 1890. En una reunión
del Comité sobre Historia y Archivos de diciembre de 1986, el doctor Blum dijo
que esa correspondencia era la mayor colección de cartas de amor de la historia
de la cultura occidental. Sólo cabe preguntar: ¿cómo lo sabe? En 1960, Ernst y
Lucie Freud editaron una selección ponderable (pero todavía muy fragmentaria) de
la correspondencia de Freud, que contiene casi un centenar de las cartas de que
hablamos. (Véase supra, pág. 822.) Esa cantidad no aumentó en la segunda edi­
ción, de 1968. Yo realicé reiterados intentos tendientes a lograr acceso a las car­
tas restantes; todos fueron rechazados, diplomáticamente pero sin vacilaciones,
por el doctor Eissler. En consecuencia, he dependido de un puñado de cartas iné­
ditas que logré conseguir (incluso varias de Martha Bernays a Freud) para com­
plementar las publicadas.
La política actual de The Sigmund Freud Archives, Inc., bajo la conducción
del doctor Blum, permite abrigar mayores esperanzas de que sea menos negativa­
mente predecible. Al principio de mi trabajo se me permitió el acceso a la
correspondencia completa Freud-Abraham (que se encuentra en la División de
Manuscritos de la Biblioteca del Congreso, Papeles de Karl Abraham), así como
a toda la serie D de la Freud Collection, que recompensa con la mayoría de las
cartas de Freud a Ernest Jones. El 17 de julio de 1986, la New York Review of
Books publicó una carta del doctor Blum, quien firmaba como “director ejecuti­
vo”, en la que se señalaba que “todos los papeles y documentos de propiedad o
Reconocimientos [879]

controlados por The Sigmund Freud Archives que están en proceso de publicación
o ya han sido publicados estarán al alcance de los estudiosos sobre la base de un
acceso igual para todos”, y se prometía “liberar de restricciones todas las cartas
y documentos, lo antes posible, en concordancia con las normas y obligaciones
legales y éticas”. El doctor Blum ha dicho repetida y enfáticamente que el único
material que no se permitirá difundir son las oraciones o párrafos que identifican
directamente a pacientes, o que hacen posible identificarlos; esto mismo me ha
sido confirmado por el doctor Blum en su correspondencia conmigo. Por mi par­
te, propuse que a los investigadores se les permita consultar todo el material
existente, con la condición de que firmen una declaración estricta, redactada por
la Biblioteca del Congreso, por la cual cada usuario se comprometería a no
publicar ni utilizar de ninguna manera pasajes o cartas que revelen la identidad de
pacientes. Esta propuesta fue rechazada; en cambio, se optó por que las cartas no
difundidas fueran leídas por alguna persona de confianza designada por The Sig­
mund Freud Archives, para señalar los pasajes que deben mantenerse en reserva,
procedimiento que ha demostrado ser lento y torpe en extremo. Hay que recono­
cer que mucho material freudiano está al alcance de los estudiosos; una parte lo
ha estado desde hace años, y otra está siendo liberada un año tras otro. Pero,
desde luego, son precisamente los materiales todavía retenidos los de mayor
interés para el historiador —o los que, por su misma naturaleza, parecen serlo—.

De todos modos, para volver a un terreno más grato, debo decir que, lo mis­
mo que para mis libros anteriores, también en este caso me he apoyado conside­
rablemente en la opinión de lectores informados. Mi ex alumno y ahora buen
amigo Hank Gibbons, un historiador profundamente sensible a las exigencias de
la historia intelectual, me ha favorecido con consejos amables y muy valiosos
sobre cuestiones pequeñas y grandes, especialmente grandes. Dick y Peggy
Kuhns examinaron cuidadosamente este original con el ojo adiestrado del filóso­
fo y la psicóloga formados psicoanalíticamente; sus lecturas, complementadas
con charlas maravillosas que hemos tenido durante años sobre el tema de Freud y
el psicoanálisis, han dejado una profunda impronta en el libro. Jerry Meyer, mi
compañero de estudios en el Western New England Institute for Psychoanalysis,
psicoanalista y lector cultivado, prestó una atención particularmente cuidadosa a
los problemas técnicos y médicos involucrados en esta biografía, y contribuyó a
darle la claridad que tiene —sea ella cual fuere—. Deseo asimismo expresar mi
particular gratitud a George Mahl, experimentado psicoanalista y maestro cabal,
quien desinteresadamente sustrajo tiempo a un libro propio que estaba escribien­
do, para leer esta obra de la manera más minuciosa; por su extraordinaria fami­
liaridad con la historia del psicoanálisis, su indeclinable respeto a la exactitud,
y su amable aunque obstinado modo de corregir faltas y proponer perfecciona­
mientos y reformulaciones felices, tengo con él una deuda que me parece imposi­
ble pagar. Mi esposa, Ruth, desempeñó su parte acostumbrada de lectora final
con virtuosismo y tacto. Agradezco a todos los lectores de mi original, esperan­
do que la obra terminada demuestre ser merecedora del tiempo y el cuidado que
ellos le dedicaron.

P.G.
Hamden, Connecticut
Diciembre de 1987.
Indice analitico

Abderhalden, Emil, 598 acertijos


Abraham, Karl, 179, 213-17, 512-16 - Ferenczi y los, 222
- capacidad como analista, 215, 513-14; Véase también chistes
comparada con la de Freud, 513-14 acontecimientos públicos/políticos, Freud
- carácter y personalidad, 213-16 y los
- conferencias, 228-29, 513-14 - 1922, 467
- contra Freud sobre la sexualidad - década de 1930, 615-16, 653-62, 682-
femenina, 219«, 559 90, 702-3, 709, 716-17
- contra Rank, 528-29, 530, 533, 536-37 - su desvalimiento/rabia ante los, 416,
- e “Introducción del narcisismo", 386 431-34, 661-62, 677-78
- muerte (1925), 537-38 Véase también Primera Guerra Mundial:
- publicaciones, 216, 354 y n Freud y la
- relación personal con Freud, 215 y n, actitudes políticas de Freud, 40-1, 143,
422, 496-97 434-35, 659-60
- sobre el “Leonardo", 309-10 - sobre el comunismo, 611, 659
- sobre el sueño de Irma, 155 - sobre el socialismo, 610
- sobre Freud como anfitrión amable, 190 Véase también acontecimientos
- sobre la Sociedad Psicológica de los públicos/políticos, Freud y los; Primera
Miércoles, 211 Guerra Mundial: Freud y la
- sobre Tótem y tabú, 370-71 Acton, William, 571
- su gusto artístico y el de Freud, 198 actos fallidos. Véase lapsus orales o
- su papel en Berlín, 213-14, 514-15 escritos
- visita Viena, 211, 434-35 adherentes de Freud, 211, 601-5
- y el Comité, 268 - atraídos por historiales, 284«
- y Fliess, 82, 216-17, 538 - Comité de. Véase Comité de [íntimos de
- y Jones, 217, 472 Freud]
- y Jung, 239-41, 241-42, 268-69, 274- - como familia muy unida, 600-1
75, 278-79 - como minoría atrincherada, 242-43,
- y la Primera Guerra Mundial, 393-94, 268-69
396-97, 399-401 - defienden el psicoanálisis
abuso sexual públicamente, 510-11
- en la etiología de las neurosis (teoría de - desilusiones y rupturas de, 280-82;
la seducción), 118-24 Adler, 258-62, 281; Jung, 262-82;
- niños varones como víctimas del, Rank, 525, 527-36, 538-40; Stekel,
119« 270, 281
“accidentes” (bases psicológicas de los), - disensos y disputas entre los, 209-10,
156. Véase también lapsus orales o 254-62, 472-74, 518-20, 521-23, 528-
escritos 29, 531-32; Freud sobre las causas de
“Acciones obsesivas y prácticas los, 258«
religiosas” (1907), 586-87 - disputas y luchas con Freud, 250-82;
[8 82] Indice analitico

Ferenczi, 640-50; la furia de Freud, Adler, Víctor, 567


359; sobre el análisis lego, 546-57, adolescente, sexualidad, 179, 180-81.
630-31, sobre la sexualidad femenina, Véase también desarrollo de los niños
219«, 559, 577-81 afasia, 88
- e interpretaciones psicoanalíticas de la agresión, sentimientos agresivos, 443-45
cultura, 354-55 - austríacos y, 504-5
- independencia vs. ortodoxia de los, - concentrados en una víctima
253«, 259-60, 347-48, 522-23, 526, seleccionada, 612-13
528, 530, 642-49 passim, 676 - distinguidos de la pulsión de muerte,
- muerte de: Abraham, 538-39; Andreas- 450-51
Salomé, 682; Ferenczi, 650; Tausk, - inconscientes, 404
437-39 - Klein sobre, 450-51«
- mujeres entre los, 560, 565-7. Véase - poder de la, 418-19
también nombres individuales - Primera Guerra Mundial y concepción
- persecución/opresión de los (década de freudiana de la, 416, 443-45, 444«
1930), 657, 707 - reprimida, 128-9. Véase también
- y Primera Guerra Mundial, 393, 396-98 represiones
Véase también primera generación de - y civilización/cultura, 611, 612-14
analistas; movimiento psicoanalítico, Véase también deseos de muerte
y países, ciudades y adherentes dirigidos contra otros
individuales Agustín, san, 161
adherentes vieneses de Freud Aichhom, August, 521 y n, 548
- Anna Freud como uno de los, 488 aislamiento de Freud
- decepción de Freud con, 211-13, 228, - como judío laico en Austria, 668
250, 355, 380-81 - consecuencias en su madurez, 499-500
- protestan en el congreso de Nümberg - en la Primera Guerra Mundial, 407, 426
(1910), 255-56 - en la universidad, 51-2
Véase también Sociedad Psicoanalítica - en su familia, 87
de Viena; Sociedad Psicológica de los - la percepción y utilización del, por el
Miércoles propio Freud, 171-73, 669-70
adicciones - respecto del establishment médico, 78-
- como sucedáneos de la masturbación, 80, 88, 104, 121-22, 162-66;
128-29, 203, 415 moderación del, 171-72, 185
Véase también cocaína; hábito de fumar - resultante de su enfermedad, 516-17,
de Freud 600-1
Adler, Alfred “aislamiento” (mecanismo de defensa),
- Andreas-Salomé y, 227 544-46
- como defensor de las analistas mujeres, alcohol, Freud y el, 129, 202
560« Alemania
- converso al protestantismo, 662 - antisemitismo en: en la década de 1920,
- muerte (1937) y la reacción de Freud, 499; en la década de 1930, 656-57,
681 706-7
- sobre la “inferioridad de los órganos", - en la década de 1920, 498-500
253,254 - Freud repudia su identidad germana, 86,
- y Freud, 253-54, 257-59; sobre la 392-93«, 499-500, 663-64
pulsión destructiva, 445-46; - Kristallnacht (9 de noviembre de 1938),
divergencia y separación finales, 258- 706
62; Fliess y, 315; esfuerzo de Freud por - los psicoanalistas huyen de (década de
cooptarlo, 256-58; irritativo para 1930), 657
Freud, 250; sobre el narcisismo, 383; - nazis en. Véase nazis
sobre el complejo de Edipo, 377 (nacionalsocialistas): en Alemania
- y la Sociedad Psicológica de los - Primera Guerra Mundial. Véase Primera
Miércoles, 206-7, 211, 254 Guerra Mundial
- y la Sociedad Psicoanalítica de Viena, - psicoanálisis en (década de 1930), 657;
253, 256-58, 259-60, 260-62 707. Véase también Berlín:
- y Rank, 209 movimiento psicoanalítico en
- y el Zentralblatt, 256, 259-60 - y Austria, 498-99, 658, 660, 684-85;
Adler, Otto, 570-72 el Anschluss y su estela, 684-90
Indice analitico [883]

Véase también Berlín - duración del, 339; breve, 527, 529,


Alexander, Franz, 478«, 513-15, 521 531-33
“Algunas lecciones elementales de - frecuencia de las sesiones, 339;
psicoanálisis” (inconcluso), 703-4 frecuencia de las sesiones de Freud,
Alt, Konrad, 229 517»
ambición, Freud y la, 47 y n, 66-7, 71, - papel del analista en el, 125, 342 y n,
170-71, 186 346. Véase también analistas
- confesada en La interpretación de los - rapidez del avance del, 346-47
sueños, 142, 143 - sesiones de exploración, 337-38
- de ser investigador médico, 60-1 - “silvestre”, 335-36, 341, 535-36
- de una amplia popularidad, 245-6 - terminación del, 347-48; el analista
- obstáculos, 123, 165, 170-1 amenaza con terminar el, 332-34
- profecía de grandeza en la niñez, 34-36, Véase también pacientes
142 psicoanalíticos, autoanálisis de Freud,
- sueño de la inyección de Irma y la, análisis didáctico
110-1 análisis didáctico
- su familia y la, 34-5, 36, 37, 45-6 - Abraham realiza, 215
- sus investigaciones sobre la cocaína y - beneficios del, 293-94»
la, 67-8, 69, 70 - de norteamericanos, 627-28
Véase también reputación de Freud - desarrollo ulterior del, 349»
ambivalencia, 114, 234, 298-99, 305-6, - el primero (Eitingon), 212-13
307 - en Berlín, 515-16
- en el caso Schreber, 323 - vs, autoanálisis, 125«
Amenhotep IV, faraón, 354, 673 análisis lego, 53-4», 223, 224, 546-57
American Imago (periódico), 701 - Anna Freud como analista lega, 486,
American Psychoanalytic Association, 548-49
Véase Asociación Psicoanalítica - en Estados Unidos, 554-57, 630-31,
Americana 700-1
amistad, Freud y la, 81, 87, 114-15 - Rank como analista lego, 526, 548-49
- elemento erótico en la, 314-17 - Reik como analista lego, 546-49
amnesia intencionada (criptomnesia), 156- - simposio sobre el (1927), 552-53
57, 158 y n, 173-74, 704-5» Véase también Andreas-Salomé, L.;
amor, teorías de Freud sobre el, 331-33, Bonaparte, princesa M.; Pfister, O.
365, 410 análisis “silvestre”, 335-36, 341
- ambivalencia, 418-19 - por los asociados de Freud, 273-74,
- como transferencia, 342-45 535-36
- de los padres, 385 “AnáHsis terminable e interminable”
- en la psicología de las masas, 455 (1937), 335, 680-82
- sobre el amar al prójimo como a sí analistas
mismo, 611, 681-82 - acuerdo económico con el cliente, 338-
- y cultura, 610 y n, 612-13 39
anal, erotismo. Véase erotismo anal - charlatanes como, 505-6, 549-51, 554-
análisis 55
En esta entrada tenemos en cuenta los - formación de los (su análisis como).
aspectos del proceso terapéutico Véase análisis didáctico: en Berlín,
individual. Para la disciplina y su 515-16; institutos para el, 256, 293«,
historia, véase psicoanálisis; para la 511-13
metodología, método y técnicas - franqueza con los clientes, 338-39,
psicoanalíticas; para los aspectos 344, 435-36
teóricos y filosóficos, teoría - interpretaciones de los, 340-41
psicoanalítica - mujeres como, 560, 565-68
- curas logradas por el, 347-48, 514-15, - no médicos como. Véase analistas
681-82 legos
- de miembros de la familia, 264-65, - norteamericanos (Freud sobre los), 527-
492; por Freud de su hija Anna, 486- 29, 530
87, 490-93; por (M.) Graf, 264, 296, - paciencia de los, 346-47
297, 491; por Jung, 264, 491; por - primeros. Véase primera generación de
Klein, 492; por Weiss, 492 analistas
[884] Indice analitico

- “siempre en lo cierto” frente al 34, 645-46, 700-1


paciente, 289« - aspectos económicos del, 626-28, 629-
- su autorrevelación ante los clientes, 31 y «, 632, 634 y«
338-39 antisemitismo
- su papel en el proceso psicoanalítico, - El porvenir de una ilusión y el, 598
125, 343 y«, 346-47 - en Alemania (década de 1920), 499-
- “voyeurismo” (sublimado) de los, 592 500; (década de 1930), 656-57, 706-7
- y artistas, comparados, 361-62 - en Austria, particularmente en Viena, a
- y transferencia. Véase fines del siglo XIX, 38-42, 43-45, 134;
contratransferencia, transferencia siglo XX, 498-99, 684-90, 693, 697-
Véase también los nombres de los 99
analistas individuales - en Moisés y la religión monoteísta,
analizandos. Véase pacientes 711, 713
psicoanalíticos - Freud sobre el, 38«, 589«, 668; y la
analizandos extranjeros de Freud, 433-34, importancia de Roma, 163-64; en La
434-37, 466-67, 516-18, 634, 654-55 interpretación de los sueños, 134; y el
“Anatomía es destino”, 573, 574 movimiento psicoanalítico, 241-42,
Andreas-Salomé, Lou, 226-28 626«, 668, 669
- Anna Freud y, 488-89, 491-93, 584 - Italia y el, 499-500«
- carácter y personalidad, 226 - norteamericano, 626 y «
- como analista lega, 224, 227-28, 436- - y la carrera académica de Freud, 169-71
37, 548-49 antropología, Freud y la, 371 y «, 372,
- Freud y, 197, 226-28, 560, 682-83; 376-78
ayuda económica, 436-37, 636; en la “anulación retroactiva” (mecanismo de
vejez, 584-86, 682-83 defensa), 544-46
- muerte (1937), 682-83 aplicaciones del psicoanálisis en las
- sobre Abraham como analista, 215 empresas, 501-2
- sobre Jung, 335 aplicaciones extramédicas del
- sobre Tausk, 438-39 psicoanálisis. Véase arte; artistas;
- y Ferenczi, 221 aplicación del psicoanálisis en las
angustia empresas; cultura, interpretaciones
- el yo y la, 462-63 psicoanalíticas de la; figuras literarias:
- en el caso del pequeño Hans, 296-98 psicoanálisis de las
- examinada en Inhibición, síntoma y arqueología, Freud y la, 203-6, 365 y n,
angustia, 526, 540, 541-43 370
- Rank contra Freud sobre la, 526, 530, arquetipo(s), 275-77
540, 541 yn “arruinados por el éxito, Los” (1916),
- sentimientos de culpa como, 613-14 420«
Véase también angustia de Castración arte
angustia de castración, 297-98, 328, 330- - actitud de Freud con respecto al, 198,
31, 573, 575, 576, 579, 580-81 200-1, 363-64, 367
Aníbal, identificación de Freud con, 34-5 y Véase también antigüedades, Freud y
«, 43-4, 163-64, 170-72, 670 las; artistas
animismo, 372 arte y objetos antiguos. Véase
Anna O., 89-96 antigüedades, Freud y las
anticoncepción, Freud sobre la, 195-96, artículos publicados de Freud
572 - 1887-93,60-1
Antígona (Anna Freud como), 493-94 - 1905-15,349,379-80
antigüedades, Freud y las, 72-3, 203-6 - “Acciones obsesivas y prácticas
- en su casa de Londres, 702-3, 708 religiosas" (1907), 586-87
- legadas a su hija Anna, 679« - “Algunas lecciones elementales sobre
- regalos a Freud, 603-4, 660, 703 psicoanálisis” (inconcluso), 703-4
- y el caso del Hombre de las Ratas, 304- - “Análisis terminable e interminable”
5 (1937), 335, 680-82
- y Gradiva, 365 y « - “Carácter y erotismo anal” (1908), 380-
- y su identidad judía, 668 81
antinorteamericanismo de Freud, 214-15 y - “Consejos al médico sobre el
«, 247-48, 249, 554-55, 555-56, 625- tratamiento psicoanalítico” (1912),
Indice analitico [885]

347-48 409-14, 417, 419-20


- “Construcciones en el análisis” (1937), - sobre los sueños, 409, 440-41
335, 680-82 - sobre técnica (1911-1915), 336-48
- “Criminales por sentimiento de culpa” - sobre Schreber (1911), 318-26
(1916), 419-20« - “Un recuerdo infantil de Leonardo da
- década de 1890, 103-4, 121, 133, 157 Vinci” (1910), 308-15, 356
- “Duelo y melancolía” (1917), 409, Véase también historiales; traducciones
418- 20, 465-66 artistas
- “El creador literario y el fantaseo” - ambigüedad de Freud con respecto a los,
(1908), 349-51 360-62
- “El esclarecimiento sexual del niño” - críticas psicoanalíticas, 366-67;
(1907), 349 objeciones a los, 361-62 y n, 366
- “El método psicoanalítico de Freud” - fantaseos de los escritores, 349-51
(1904), 335 Véase también Michelangelo
- “El Moisés de Miguel Angel" (1914), Buonarroti; Vinci, Leonardo da
357-61 Aschaffenburg, Gustav, 228, 236
- “El motivo de la elección del cofre” asociación de palabras
(1913), 483-84 - Jung sobre la, 235
- “El problema económico del Véase también asociación libre
masoquismo” (1924), 450-51 asociación libre, 97-100, 339-40
- fines de la década de 1930, 707 - como nombre equivocado, 158-59«
- “Formulaciones sobre los dos - en la interpretación de los sueños, 137,
principios del acaecer psíquico” (1911), 140-41
380-83 - en el autoanálisis de Freud, 126
- “Introducción del narcisismo” (1914), - Jung apoya la teoría de la, 235
383 y n, 384-88 Asociación Psicoanalítica Americana
- “La feminidad” (1933), 563-65 (American Psychoanalytic Association)
- “La moral sexual ‘cultural’ y la (fundada en 1911), 218, 512
nerviosidad moderna” (1908), 383, Asociación Psicoanalítica Internacional
605-6 - Bleuler renuncia a la (1911), 252
- “La represión” (1915), 411-12 - capítulo de Berlín, 512-13
- “Lo inconsciente” (1915), 412-13 - Ferenczi y la, 646-48
- “Los arruinados por el éxito” (1916), - Jung y la, 254, 261-63, 265-66, 274-
419- 20« 76, 278-80
- “Nuevas puntualizaciones sobre las - propósitos de Freud al fundar la, 256
neuropsicosis de defensa” (1896), 121 - propuesta de constitución en Nürnberg
- “Puntualizaciones sobre el amor de (1910), 254
transferencia” (1915), 342, 343-45 - y el análisis lego, 555-56
- “Recordar, repetir, reelaborar” (1914), - y Primera Guerra Mundial, 397-98;
346-48 posguerra, 440-43
- sobre el olvido intencionado (1898), Véase también congresos
157 psicoanalíticos internacionales
- “Sobre el psicoanálisis ‘silvestre’ ” Asociación Vienesa de Psicopatología y
(1910), 335-36 Psicología Aplicadas, 639
- “Sobre la coca” (1884), 68-70 aspecto y rasgos físicos de Freud, 188-89
- “Sobre la dinámica de la transferencia” - en las fotografías, 191, 506-7
(1912), 341-42 - en 1936, 679-80
- sobre la guerra (1915), 401-3 - ojos, 188-89, 679-80
- sobre la homosexualidad, 442-43 ateísmo de Freud. Véase creencias
- “Sobre la iniciación del tratamiento” religiosas, Freud y las
(1913), 337-41 Atenas (Freud en, 1904), 190
- sobre la muerte, 409, 440-41 Austria
- “Sobre la sexualidad femenina” (1931), - (década de 1920) situación social y
563-64, 576 política, 497-99
- sobre las pulsiones (1915), 410 - (década de 1930) el Anschluss y su
- sobre la telepatía (1922), 442-43, 494- estela (1938), 684-90; situación
95, 496 económica y política, 654-62, 682-90
- sobre metapsicología (1915, 1917), - emigración de Freud de. Véase Viena:
[886] Indice analitico

decisión de Freud de dejar Berggasse 19, Viena (la casa de Freud)


- judíos en. Véase judíos en Austria - consultorio y estudio adyacente: el
- movimiento feminista en, 566-70 diván, 133 y n, 203, 476-77; objetos y
- revolución (1918), 424 muebles, 199, 203-4
Véase también imperio austro-húngaro; - el departamento, su decoración, 194-99
Viena - invadida por los nazis (1938), 688-90
- mudanza de los Freud a (1891), 100-1,
autoanálisis de Freud, 124-29
133
- carencias del, 476-77, 562 y n - reuniones de los miércoles por la noche
- papel de La interpretación de los en. Véase Sociedad Psicológica de los
sueños en el, 117, 124 Miércoles
- sus métodos, 126 - salida de los Freud de (1938), 695-97
- único en la historia del psicoanálisis, - visitantes a. Véase visitantes de Freud
124, 210 Berlín
- y la relación con Breuer, 95-96 - Freud considera la posibilidad de
- y la relación con Fliess, 314-15 y n establecerse en (década de 1930), 657
- y recuerdos infantiles, 28-30, 33-4, - movimiento psicoanalítico en, 213-15,
125,127 216, 512-16; el fenómeno judío, 669;
- y superstición (es), 84 los analistas huyen de (década de 1930),
autocastigo, 419-20 y n 657
autocontrol y disciplina de Freud, 49, 50, Berlín, Congreso de psicoanalistas en
189, 255, 359-61 (1922), 440-43, 577-78
autocrítica de Freud, 201n, 453, 460-61, Bemays, Anna Freud (hermana de Freud)
584,598 - en Estados Unidos, 716-17/1
Véase también inseguridades de Freud - nacimiento (1858), 28
autoerotismo, 180, 384 y n - sus recuerdos de Freud, 37
autoestima y confianza en sí mismo de Bemays, Edward (sobrino de Freud), 632
Freud Bemays, Eli (cuñado de Freud), 65, 429,
- década de 1880, 65-7 718n
- década de 1890, 89, 104 Bemays, Martha. Véase Freud, Martha
- 1900-1910, 172-73/1 Bemays (esposa de Freud)
- 1911-15, 347-48, 369, 371, 378-79 y Bemays, Minna (cuñada de Freud), 189,
n 190, 351, 430-31
- década de 1920, 460-61 - cartas de Freud a, 68-69/1, 73, 103
Véase también autocrítica de Freud; - emigra a Inglaterra (1938), 695-96
inseguridades de Freud - la relación de Freud con, 103/1 y 104n,
559-60; su aliento a él, 171-72; en las
Bad Gastein, Austria, 492, 467, 469 vacaciones, 429; rumores de una
Bad Homburg, congreso de psicoanalistas relación sentimental, 104n, 238n, 262-
de (1925), 517, 556, 574 63«
Baker, Ray Stannard, 618-20 - su salud, 681-82, 697-98
Balfour, Arthur James, conde de Balfour, Bemfeld, Siegfried, 521 y n
507 Bernhardt, Sarah, 73
Balfour, declaración de (1917), 417, 507 Bernheim, Hippolyte, 76-7
Bálint, Alice, 513 - Freud visita en Nancy a (1889), 76-7,
Bálint, Michel, 222, 513, 516 87, 97
Balzac, Honoré de: La piel de zapa (La Sobre la sugestióny sus aplicaciones a la
peau de chagrín), 719 terapia (Freud traduce), 76-7, 87
Barany, Robert, 417 Bernstein, Eduard, 657
Barea, lisa, 37-8 Billroth, Theodor, 54-5, 184
Barlach, Emst: Der Tote Tag, 375 Binswanger, Ludwig
Baudelaire, Charles, 199 - sobre Freud y su hija Anna, 488
Bebel, August, 657 - sobre los analistas vieneses, 211
Bell, Sanford, 247 - su enfermedad y el disgusto entre Freud
Bellevue, sanatorio, en Kreuzlingen, 92 y Jung, 265-67, 268, 272, 316-17
Bellevue, villa de descanso, cerca de Viena, - su relación con Freud, 280-82; Freud lo
109 consuela por la muerte del hijo, 471;
Berchtesgaden, Bavaria, 190, 467 invita a Freud a Suiza (1938), 677-78
Indice analitico [887]

- visita a Freud (1907), 238-39; (1936), - y Fliess, 82, 84


677-78 - y la etiología sexual de las neurosis,
biografía psicoanalítica 119
- crítica de la, 356« Breuer, Mathilde, 57-8, 79-80, 93
-el Leonardo de Freud, 308-15, 356 Brill, Abraham A., 211, 245-47, 518 y n,
bisexualidad, 157, 575 519, 628-29, 638
- Fliess sobre la, 83, 186-87 - funda la Sociedad Psicoanalítica de
Bizet, Georges: Carmen, 201 Nueva York (1911), 554-55
Bjerre, Poul, 226, 503-6 - Fundamental Conceptions of
Bianton, Smiley, 655« psychoanalysis, 554-56
Bleuler, Eugen - sobre el análisis lego, 552-53, 554-56,
- sobre la angustia, 542 556, 557
- y Freud, 236, 252-53, 508 - sobre Ferenczi, 647-8
- y Jung, 234-35 - y la disputa Jones-Rank, 473-74 y n
- y Schreber, 320 Broch, Hermann, 41-2
Bloch, Iwan, 176 Brouillet, Andre: La legón clinique du Dr
Bloch, Joseph Samuel, 40, 41 Charcot, 77-9
Blumgart, Leonhard, 435-37, 628 Brown, Brian, 502
B’nai B’rith (Freud y la), 171-72, 662-63, Brücke, Ernst, 54-5, 56-62, 72 y «, 153,
668-69 172-73«, 553-54
Bonaparte, princesa Marie, 517, 602-5, - en los sueños de Freud, 126, 147
651 - Conferencias sobre fisiología, 59-60
- ayuda a la editorial, 603-4, 624, 625« Brühl, Carl Bernhard, 48-50
- sobre el temor del hombre a la mujer, Brun, Rudolf, 56«, 115«
580 Brüning, Heinrich, 654
- y Freud: como su analizanda, 603-4; Brunswick, Ruth Mack, 335«, 560
sobre el diván de Freud, 133»; y la Buber, Martin, 713-14»
emigración de Freud desde Austria, 699- Budapest, Congreso de psicoanalistas en
700, 692, 693-94, 696-97; destinataria (1918), 346«, 422-23, 514-15
del afecto y la aprobación de Freud, Budapest, el movimiento psicoanalitico
560, 603-4; como su amiga y en, 434-35«, 512-13
benefactora, 603, 677-78; en Londres - naturaleza judía del, 669
(1938-39), 703-4, 708-9, 711, 716-17; Véase también Ferenczi, S.
sobre el autoanálisis de Freud, 126« Bullitt, William, 615-17, 617-19
- y la correspondencia Freud-Fliess, 679- - y la emigración de Freud de Austria,
80 y «, 681 690, 691, 692, 696-97
Borden, Richard, 501-504 - Thomas Woodrow Wilson (en
Bracher, Karl Dietrich, 657 colaboración con Freud), 615-25
Braun, Heinrich, 47 Burckhardt, Jacob, 43, 308
Braunthal, Hilde, 471« Burghölzli, Hospital Mental cercano a
Brentano, Franz, 53-6, 586-87 Zurich
Breton, Andre: Los vasos comunicantes, - Abraham en el, 213-14, 240-41
650 - Brill en el 245-46
Breuer, Josef, 56-8 - Eitingon en el, 212-13
- “Comunicación preliminar” (en - Jones en el, 218
colaboración con Freud), 89«, 97-8, - Jung en el, 234-35
248 Burland, Elmer G, 433
- en el sueño de la inyección de Irma, Burlingham, Dorothy, 601-2, 603, 692
110-112 Bumacheff, Alexandre, 715
- Estudios sobre la histeria. Véase Burne-Jones, sir Philip: Dollars and
Estudios sobre la histeria Democracy, 632-33
- le envía pacientes a Freud, 78-9 Burrow, Trigant, 531-33
- muerte (1925), 536-38 Busch, Wilhelm, 199, 650-51
- relaciones de Freud con, 56-58, 89-90, Byron, George Gordon, lord, 160-61
93-8, 171-72, 173«, 280-81 y«, 537-
38, 669 Cäcilie M., el caso de, 95-97
- y el caso de Anna O., 89-96 campos de concentración, 688-89, 706
- y el psicoanálisis, 89, 133, 247 canalla (Gesindel), Freud sobre la, 589-90
[888] Indice analitico

y n. Véase también “gente común” carrera médica de Freud


cáncer de Freud, el, 467-78, 701-3, 708-9, - académica, 167-71; el antisemitismo y
715-18 la, 169-71; promociones (aseguradas y
- cirugía, 468-69, 474-77, 476-77«, rehusadas), 66-7 y «, 164, 167-68.
637, 638, 679-80, 702-3 Véase también Universidad de Viena
- dolor, 469, 476-77, 600-1, 679-80, - aspectos económicos. Véase situación
708, 709, 715-718 económica de Freud
- limitaciones físicas resultantes de, 476- - curación vr. ciencia en la, 49-52, 319,
77, 584, 599-601, 635-36, 638, 702-3 511-
12, 553-54«
- prótesis, 476-77, 497-98, 584, 599- - en el Hospital General de Viena, 61-2,
600, 613-14, 715-16; como metáfora, 70, 78-9
714 y n - formación para la, 53-61; con Brücke,
- recidivas de (1936, 1938), 679-80, 56-62; con Claus, 55-7
701-3, 709 - práctica privada. Véase práctica privada
- remisión de (1923-1936), 475-76 psicoanalítica de Freud
- repercusiones emocionales del, 599- - su elección de la, 46-50, 553-54; en la
601, 638 especialidad psiquiátrica, 71
- secreto acerca de, 468, 470, 473-75 - teoría vs. práctica, 50-2
- sus reacciones al, 469-70, 475-76, 477 casas de Freud. Véase Berggasse 19, Viena;
- tabaquismo y, 467-68, 476-77, 637 Freiberg (Príbor), Moravia; Londres:
- tratamientos con rayos X y radium, casas de Freud en (1938-39)
469, 702-3, 709 catexia, catexis (Besetzung), 518«
Canetti, Elias, 504 catolicismo romano
carácter (en la teoría psicoanalítica), 381 y - actitud de Freud con respecto al, 40-1,
n 54-5, 163-64, 670
“Carácter y erotismo anal” (1908), 380 - y la infancia de Freud, 29-30, 34-5
carácter y personalidad de Freud, 34-5, Cattell, J. McKeen, 550
190-92 celebraciones. Véase cumpleaños de Freud;
- autocontrol, 49-50, 189, 359-61 honores, premios y celebraciones de
- capacidad de recuperación y Freud
persistencia, 105, 124, 429 celebridad, Freud como. Véase ambición de
- celos, 65-7 Freud; reputación de Freud
- contención emocional, formalidad, 194- ciencia
95 - el psicoanálisis como, 595, 625«
- curiosidad, 49-53 - la ciencia defrauda, 606-19
- flexibilidad, 191,701-2 - la curiosidad en la, orígenes de la, 49-
- generosidad, 192, 215«, 436-37 y », 50, 357, 592
636, 697-98 - la fe de Freud en la, 59-60, 594-96
- humor, 191, 695-96, 717-18 - y religión, 594 y «
- indiscreción (Jones sobre la), 221» científico vs. curador, Freud como, 49-52,
- inmodestia, 409 319, 511-12, 554»
- jovialidad y optimismo, 190-91 cigarros. Véase hábito de fumar de Freud
- Lampl-de Groot, sobre (década de circunstancias económicas de Freud
1920), 516-17 - actitud con respecto a ella del propio
- pasión por la psicología, 100-1 Freud, 192, 538-39
- pesimismo, 400-1, 416-17, 418-19, - Breuer y la, 61-2, 93, 94-5
428 - en la infancia, 29-31, 33, 35-6
- receptividad a las experiencias nuevas, - en la década de 1930, 654-55
190 - en la década de 1920, 506-8
- regularidad y puntualidad, 189-90 - en la década de 1890, 93, 94-5, 103,
- sensibilidad a las críticas, 104 165
- valentía, 51-3 - en la década de 1880, 61-62, 63, 71,
- vitalidad en sus últimos años, 471, 73, 76-9
496-98, 696-97 - en la Primera Guerra Mundial, 396-97;
Véase también hábitos y gustos posguerra, 430-32, 433-36, 437, 440-
personales de Freud; estados de ánimo 41«
de Freud - 1900-1910, 170-71, 243-44
Carlyle, Thomas, 161 Véase también honorarios
Indice analitico [889]

psicoanalíticos de Freud; dinero, Freud - y las creencias religiosas, 595


y el - y superyó, 464-65
Clark, Kenneth, 313« compulsión a la repetición, 440-41, 448-
Clark University (Worcester, Mass.), visita 50
y conferencias de Freud (1909), 242-50, Comte, Auguste, 58
294-95 “Comunicación preliminar” (1893, en
- su título honorario, 242-44, 507-09, colaboración con Breuer), 89«, 97-8,
625 248
- y Jones, 220, 221 Comunismo
Claus, Cari, 54-56 - en Austria, 659, 660
Ciernen, Cari Christian, 637 - Freud sobre el, 611, 659
clínica psicoanalítica para pobres, conciencia moral
propuesta por Freud, 422, 514-15 - como resistencia internalizada, 159-60
cocaína, 67-9 y n, 69 y n, 70 y «, 75-6, - e ideal del yo, 386
78-9 - y guerra, 402-3
coitus inlerruptus, 88, 195-96 - y superyó, comparados, 463-64
cólera de Freud condensación (en el trabajo del sueño),
- el aburrimiento como, 164 144-46
- en los conflictos con los adherentes, condición judía de Freud, 34-5, 662-75
359; con Jung, 262-63, 270-81, 359- - en la infancia, 664-66, 666«, 668
61«. Véase también Adler, A.: y Freud; - en Moisés y la religión monoteísta,
Rank, O.: Freud y; Stekel, W.: Freud y 711
- inerme ante los acontecimientos - sus actitudes con respecto a la, 42-3 y
públicos, 416, 431-32, 444-45, 661-62 «, 43-4, 51-2, 59-60«, 163-64, 249-
- ventilada, 229-30 41, 499-500; nunca la negó, 28, 75-6,
- y los antisemitas, 52-3 392-93«, 499-500, 662-63, 668;
- Coleridge, Samuel Taylor, 412 carácter laico de la, 664-668
Collected Papers (en inglés, 1924-25), - y su fascinación por las antigüedades,
517-19 205
Comité (de íntimos de Freud), 267-69 Conferencias de introducción al
- circulares (Rundbriefe), 472, 505, 518- psicoanálisis (1916-17), 414-15, 416,
19«, 533-34, 537-38, 557 500-1, 710
- y el cáncer de Freud, 472-75 conferencias y charlas de Freud
- y la controversia sobre Rank, 528-29, - “El creador literario y el fantaseo”
530,533-34 (1907), 349-51
Véanse también los nombres de los - en la Clark University (1909), 243-44,
miembros individuales 247
complejo(s), 320 - en la Universidad de Viena, 189, 191,
complejo de Edipo y conflictos edípicos, 414-15
118, 128-29, 143-44, 177-78, 373, - estilo y habilidad de Freud en sus, 191,
573 283-84
- del propio Freud, 163-64 y n, 172-73, - “La etiología de la histeria” (1896), 121
278-80; Ferenczi sobre el, 645-46 - “Las perspectivas futuras de la terapia
- diferencia en niñas y varones, 173-74, psicoanalítica” (1910), 335, 337
573, 576, 577, 579 - sobre el caso del Hombre de las Ratas
- en el caso del pequeño Hans, 296-301 (1908), 283
- en el caso Dora, 285 - sobre la telepatía, 495-96
- en Hamlet, 356, 361-62 y « - sobre Leonardo (1909), 314-15
- e ideal del yo, 465-66 - sobre los sueños, 414, 415, 440-41
- en Tótem y tabú, 373, 374, 376-80 Véase también Conferencias de
- Fenichel sobre el, 645-47 introducción al psicoanálisis
- Klein sobre el, 631-32 conflictos psicológicos
- naturaleza erótica del, 173-74 - como base de la política, 609
- opinión popular sobre el, 504-5 - expresados en sueños, 139-40 y n
- Rank minimiza la importancia del, 530 - importancia de los, 445-48
- represión del, 411 - inconscientes, 413
- resistencia al, en Alemania, 299-30 congresos psicoanalíticos internacionales
- totemismo y, 373, 374 - 1908, Salzburgo, 252, 283
[890] Indice analitico

- 1910, Nürenberg, 254-56, 335, 337, - y la felicidad, 580-81, 606-7


13
512- - y la muerte de su hija Sophie, 440-41
- 1911, Weirnar, 226, 261-63 - y su esposa, 63, 79-80, 665-66
- 1913, Munich, 277-78 crimen primario, 374-79
- 1918, Budapest, 346-47», 422-23, - y la interpretación freudiana de Moisés,
514-15 673-75, 712
- 1920, La Haya, 440-41, 487, 661-62 “Criminales por sentimiento de culpa”
- 1922, Berlín, 440-43, 577-78 (1916), 419-20»
- 1925, Bad Homburg, 516-17, 556, 574 criptomnesia (olvido intencionado), 156-
- 1929, Oxford, 557 y n 57, 158-59 y n, 173-74, 704-5»
- 1932, Wiesbaden, 647-49 cristianismo, el, y los cristianos
- 1938, París, 700-1 - criticados en Moisés y la religión
- Freud deja de asistir a los, 516-17, monoteísta, 712-13; su respuesta, 714
600-1 - sobre amar al prójimo como a sí
- Primera Guerra Mundial y, 396-98 mismo, 611, 681-82
consciente, lo - sobre el estatus y el papel de las
- relación con lo inconsciente, 382, 461- mujeres, 570-71
62 - y la hostilidad a la cultura, 606-7
- relación con la metapsicología, 409 - y lo inconsciente, 412
- Schopenhauer y Nietzsche advierten - y los judíos, 611, 712-13. Véase
contra la enfatización de, 413 también antisemitismo
“Consejos al médico sobre el tratamiento Véase también catolicismo romano;
psicoanalítico” (1912), 347-48 creencias religiosas, Freud y las
“Construcciones en el análisis” (1937), culpa del superviviente, 116 y n, 117,
335 699-700
consuelo por el psicoanálisis, 402-3 cultura, interpretaciones psicoanalíticas de
contratransferencia, 292-94 y n, 335, 344 la, 264-65, 350, 353-80, 583-616
“Contribución a la historia del movimiento - coerción, 589-90, 612-13
psicoanalítico” (1914), 260-61», 279- - crítica de las, 356», 363, 366
81, 359, 388-89 - de los seguidores de Freud, 354-55
control de la natalidad, opinión de Freud, - en El porvenir de una ilusión, 587-88,
195-96, 572 588-90
Copémico, 500-1, 644-45 - hostilidad a las, 606-7
Coriat, Isador H., 555-56» - importancia y valor de las (Freud sobre
“creador literario y el fantaseo, El” (1908), la), 353 y n
349-51 - principios freudianos de las, 355, 610
creatividad literaria y artística, 350-51, - reduccionismo en las, 363, 366-67
360-62, 366-67. Véase también arte; Véase también arte; artistas; biografía
artistas; figuras literarias psicoanalítica; El malestar en la cultura;
creencias morbosas de Freud, 84, 85, 197, figuras literarias; “psicoanálisis” de;
256, 267-68, 417-19, 471 Tótem y tabú
creencias religiosas, Freud y las, 585-88, cultura moderna (presiones y tensiones de
605-7 la), 151, 154, 159-61, 180-1, 607-9
- en El porvenir de una ilusión, 591-96 cumpleaños de Freud
- en Moisés y la religión monoteísta, - 44a (1900), 165
377-78, 704-5, 711-13 - 509 (1906), 186
- en Tótem y tabú, 375-77 - 60a (1916), 415
- mito y, 128-29 - 69a (1925), 496-97
- orígenes en la psicología infantil, 591, - 70a (1926), 510-12, 540, 624, 662-63
605-7 - 71a (1927), 585-86
- sobre el carácter exclusivista de las - 74a (1930), 637
religiones, 455 - 75a (1931), 638-39
- vs. Jung, 241-42, 263-65, 276-77, - 80a (1936), 677-79
375-77 - 82a (1938), 694
- vs. los judíos religiosos y el judaismo, - 83a (1939), 711
664-67, 699-701 y» curador o investigador, Freud como, 49-50,
- vs. William James, 249 50-2, 319, 511-12, 553-54»
- y la ciencia, 594 y n curanderos y charlatanes en la práctica
Indice analitico [891]

psicoanalítica, 505-6, 549-51, 554-55 Véase también “aislamiento”;


“cura por la palabra”. Véase “talking cure” formación reactiva; regresión; represión
curas psicoanalíticas, 347-48, 514-15, De la Warr, conde, 692
681-82 delirio e ilusión, 592-94
curiosidad científica de Man, Hendrik, 353«
- de Freud, 49-50, 51-3 depresiones de Freud, 104, 157, 164, 165-
- orígenes de la, 49-50, 357, 592 66, 190, 258-59, 370, 460-1, 471, 584
desarrollo de los niños
Chamberlain, Neville, 703 - el complejo de Edipo en el, 144, 521-
Charcot, Jean-Martin, 71,73-9, 78-9«, 22, 530, 531-32, 532-33, 562, 575-
172-73« 76. Véase también complejo de Edipo y
- Bleuler y, 234 conflictos edípicos
- y casos de Freud, 90, 97 - el superyó en el, 573-74«
- y la etiología sexual de las neurosis, - Klein sobre el, 521
119, 120 - niñas, 563-65, 572; y varones,
- y la religión, 588-89 contrastados, 572-77
charlatanes y curanderos en la práctica - papel de la angustia en el, 542
psicoanalítica, 505-6, 549-51, 554-5 - papeles del padre y la madre en el, 530,
chistes 531, 533, 562, 575-76
- del repertorio personal de Freud, 191; - sexual, 178-79
chistes de guerra, 417 - y religión, 591
- en los sueños, 146 desarrollo infantil. Véase desarrollo de los
- psicoanálisis de los, 172-73, 294-95 niños
- pulsiones sexuales y, 180-81 deseos
- sobre el psicoanálisis, 509-11 - “accidentes" en la explicación de, 156
- y lo inconsciente, 107-8, 148 - ocultos en fantasías, 351
chiste y su relación con lo inconsciente, - represión y, 159-61
El (1905), 185 Véase también sueños: como
Christie, Agatha, 199 realización de deseos; pulsiones, teoría
Chrobak, Rudolf, 119, 120 de las; fantasía y fantasías; principio de
Chronik (diario privado de Freud) realidad y principio de placer
- anotación final (27 de agosto de 1939), deseos de muerte dirigidos contra otros
716-17 - complejo de Edipo y, 143
- sobre el arresto de su hija Anna, 692 - contra el padre, 373-74, 378-79. Véase
- sobre la salida de Viena, 695-97 también complejo de Edipo y conflictos
- sobre la situación pública/política, edípicos
684-85, 690, 702-3, 706, 716-17 - contra Freud (supuestos), 674-75; de
- sobre su Moisés, 699-711 Ferenczi, 646-47; de Jung, 245-46,
- sobre sus visitantes, 661-62, 690 271-72
- sobre su salud, 614-15, 708 - en Freud, 127, 315-16, 444-45
desplazamiento (en el trabajo del sueño),
Daladier, Edouard, 702-3 144, 146
Dalí, Salvador, 701 desviaciones sexuales. Véase perversiones
Darrow, Clarence, 506, 638 sexuales
Darwin, Charles, 59-61, 500-1, 644-45 determinismo psicológico, 150, 157, 159
- Brentano y, 53-4 y«
- Claus y, 55-6 Deutsch, Félix
- Freud y, 48-9, 50-1, 60-1, 371, 377- - sobre el análisis lego, 552-53
78, 669 - y el cáncer de Freud, 468, 469-70, 472-
- (Káiser) Guillermo y, 389-90 75«
- origen de las especies, El, 25-7 - y la enfermedad terminal de Abraham,
David, Jakob Julius, 164 537-38
defensas, 78 Deutsch, Helene, 437-38, 477-78, 486,
- en la resistencia, 341 513-
14, 515-16, 559, 560
- examinadas en Inhibición, síntoma y disgnóstico médico
angustia, 541-46 - Charcot y el, 74-5
- naturaleza inconsciente de las, 544 - Freud y el, 120
- yo y, 462-63 diario de Freud. Véase Chronik (diario
[892] Indice analitico

privado de Freud) Edipo, identificación de Freud con, 493


diarios y periódicos. Véase prensa, la, editoriales psicoanalíticas
sobre Freud y el psicoanálisis - Imago Publishing Company (Londres),
Dickens, Charles: Martin Chuzzlewit, 633 707
Diderot, Denis, 200, 588 - Verlag (Viena), 422«, 526, 624, 625«;
diferencias entre los sexos, 64 Marie Bonaparte y la, 603-4, 624,
- desarrollo del superyó, 465-66«, 573- 625«; la colaboración con Bullit
74 emprendida por Freud para salvar la,
- en el placer (sexual), 577 624-25; apoyo económico de Freud a
- en fuerza y resistencia, 695-96 la, 624; Martin Freud y la, 625«, 693;
- en la maduración sexual, 572-77; el los nazis y la, 688-90, 693, 694, 699-
complejo de Edipo, 144, 573, 576 701
- orígenes sexuales de las, 574-75 educación
dinero, Freud y el - de Freud: “gimnasio”, 41-6, 50-1;
- como sublimación del erotismo anal, universidad, 51-61
380-81 - de las mujeres en Austria, 569-70
- los norteamericanos y, 626-28, 629-31 - de los hijos de Freud, 193-4
y «, 632-34 y n Eeden, Frederik van, 444«
- su generosidad, 192, 215«, 436 y «, Ehrenwald, Hans: On the So-Called Jewish
441«, 636, 697-98 Spirit, 671«
Véase también situación económica de Einstein, Albert, 507-8
Freud - en la lista negra (1933), 507-8
discípulos. Véase adhérentes de Freud - se niega a suscribir el pedido del
diván de Freud, el, 133 y n, 203, 476-77, Premio Nobel para Freud, 508-9«
702-3 - su tributo a Freud cuando éste cumplió
Dóblin, Alfred, 508 75 años, 638-39
Dollfuss, Engelbert, 656, 659, 661 - ¿Por qué la guerra? (correspondencia
Donatello, 358 con Freud), 499-500«, 509-10
Doolittle, Hilda (H.D.), 439-40, 496-98, - y Freud sobre el sionismo, 663-64»
560, 659, 661-62, 674-75«, 676 Eitingon, Max, 211, 212-14, 271-72, 279-
Dora, el caso de, 172-73, 185, 390-91, 80, 514-15, 657
285-86, 335, 339, 342 - en Jerusalén, 512-13, 675-76 y n; y
- como fracaso, 285, 288, 289, 291, 292 Buber, 714«
- Jones y, 217-18, 218«, 293-94« - insta a Freud a instalarse en Berlín
- Jung y, 235 (1922), 434-35
- prefacio a, 205, 286 - relación personal con Freud, 212-14;
- publicado en 1905, 285 préstamos a Freud, 430-35
- relación personal de Freud con, 286, - y la Primera Guerra Mundial, 395-97
292, 293-95 Eitingon, Mirra, 488
- su visita posterior a Freud (1902), 285, electroterapia, opinión de Freud sobre la,
291 88
Doryon, Israel, 703-5« Elisabeth von R., caso, 97-99
Draper, John W.: History ofthe Conflict elocución de Freud, afectada por la cirugía
between Science and Religion, 594« oncológica, 476-78
Dreiser, Théodore, 638 Ellis, Havelock
dualismo de Freud, 445-48, 449-51 - deuda de Freud con, 176-77, 384, 588-
Du Bois-Reymond, Emil, 58-60, 153 89
duelo, 418-19 - sobre el “Leonardo” de Freud, 309-10
- de Freud, 438-41, 443-44, 467, 470- - Studies in the psychology of Sex, 83
71, 538-39, 649-50; trabajo y, 437-38 ello, 456, 458-59«, 461-63
“Duelo y melancolía” (1917), 409, 418-20, - Groddeck y el, 459-60
465-66 Emden, J.E.G. van, 282 y «
Durkheim, Émile, 588 Emerson, Ralph Waldo, 161
- Las formas elementales de la vida Emmy von N., caso, 97-8
religiosa, 588-89« enfermedad mental
Dwossis, J., 663«, 666, 706 - etiología sexual de la. Véase etiología
sexual de la enfermedad mental
Eckstein, Emma, 112-14, 115 - herencia y, 151, 154, 155
Indice analitico [893]

Véase también histeria e histéricos; - soledad, 407. Váase aislamiento de


neurastenia y neurasténicos; neurosis y Freud
neuróticos Estados Unidos
ensayos de Freud. Véase artículos - analizandos de Freud de, 627-29, 634
(publicados) de Freud - antisemitismo en, 626-27 y n
ensayos preparatorios de la metapsicología - Ferenczi en, 244-46, 249, 626-27,
(redactados en 1915), 409 630-31
envejecimiento. Véase vejez - Freud piensa en emigrar a (1886), 42-3,
envidia del pene, 575, 577-79 78-9, 625-27
Eros y Táñalos, 449-51, 459-61. Véase - opiniones despectivas de los europeos
también pulsión de muerte sobre, 632-33
erotismo estética de Freud. Véase artes; artistas;
- anal, 322, 323, 380-81 creatividad literaria y plástica
- en la psicología de las masas, 454-55 estructuras mentales. Véase mente, teorías
Véase también sexualidad freudianas de la
erotismo anal, 322, 323, 381 Estudios sobre la histeria (1895, en
“esclarecimiento sexual del niño, El” colaboración con Breuer)
(1907), 349 - etiología sexual implícita en, 120
escritores - historiales: Anna O., 89-96; Cácilie
- fantaseos de los, 349-51 M., 95-7; Elisabeth von R., 97-99;
Véase también figuras literarias Emmy von N., 97-8; Katharina, 99-
escucha de Freud, la (capacidad y método), 101; Lucy R., 98-100
90, 95-100, 124, 218, 297-98, 304-5 - la transferencia examinada en, 292
- fracaso de la, en el caso Dora, 289 - publicación de, 89
- su sordera y, 476-77 - respuestas a, 104
Véase también "talking cure" (“cura por - técnicas examinadas en, 324
la palabra”) - y el desarrollo de la teoría
Esfinge, figuras de la, 186, 204 psicoanalítica, 100-1
especulación, Freud y la, 49-50, 53-4, etiología sexual, de la enfermedad mental
189, 359-61, 413-14, 613-14, 714-15 - Breuer y la, 92-6
- en Más allá del principio del placer, - compromiso de Freud con la, 154-55
446-47, 452 - de la angustia, 542
Esquema del psicoanálisis (inconcluso), - de la histeria, 97, 121
106-7, 450-51, 378-79, 703-4 - de la neurastenia, 88-9, 119, 120, 151
Esquirol, Jean Etienne, 123«, 152, 154 - de las neurosis, 122-23, 153, 195-96;
esquizofrenia y esquizofrénicos, 234, 235 en las mujeres, 572. Véase también
-narcisismo en la, 384 teoría de la seducción
establishment médico - la sexualidad del propio Freud y su
- acepta a Freud cuando éste cumple 75 teoría de la, 63
años, 639 - reservas de Jung sobre la, 235. Véase
- actitudes de Freud con respecto al, 77; también Jung, C.G.: relación
su interés en tener éxito donde los profesional con Freud: sus reservas
médicos fracasaban, 326; en La sobre la teoría de la sexualidad/libido
interpretación de los sueños, 134 Evans, Howard, 714«
- el aislamiento de Freud respecto del, excrementos
78-80, 88, 104, 121-22, 163-66, 170- - retención de, por el niño, 179-80
71; y Fliess, 82, 84, 164; moderación - y dinero y neurosis obsesiva, 380-81
del, 171-72, 185 Exner, Sigmund von, 168-70
- médicos de la Primera Guerra Mundial
apoyan al psicoanálisis, 422 Fackel, Die (periódico), 162, 252
- resiste a la interpretación sexual de los fama, Freud y la. Véase ambición de Freud;
desórdenes nerviosos, 121, 170-71, reputación de Freud
228-30, 230-31, 252 familia de Freud, 26-31
- resiste al psicoanálisis, 227-30, 504-5, - antepasados, 27
669 - después de la Primera Guerra Mundial,
estados de ánimo de Freud 428-29, 440-41, 433-35
- cólera. Véase cólera de Freud - emigración a Londres (1938), 695-97
- depresión. Véase depresión(es) de Freud - en la Primera Guerra Mundial. Véase
[894] Indice analitico

Primera Guerra Mundial: Freud y la: su - y la Primera Guerra Mundial, 396-97 y


familia en la n
- y el judaismo, 665-67 - y Rank, 527, 529, 533
Véase también hijos de Freud - y Tótem y tabú, 370
fantaseo, 349-51 Ferstel, Marie, baronesa, 168-70
fantasía y fantasías Feuchtwang, David, 639
- de los niños: reprimidas, 448-49; y los Feuerbach, Ludwig, 52-54, 593
escritores, 350-51 Fichtl, Paula, 703
- en el caso del Hombre de los Lobos, fiebre de guerra, 394-95
331-32 figuras literarias
- en el caso Schreber, 322-23 - fantaseos de las (charla de Freud, 1907),
- y “realidad”, 331-32 349-50
Fechner, Gustav Theodor, 71 - “psicoanálisis” de las: crítica del, 363
Fedem, Paul, 209, 210, 211, 261-62, 280- y «, 364; Freud y el, 364-67; Kraus y
81 el, 251-52
- Psychoanalytische Volksbuch, Das, figuras paternas. Véase mentores y figuras
510-11 paternas de Freud
Fehl, Siegfried, 663 figuras políticas, estudios psicoanalíticos
felicidad de (Freud sobre los), 616-18. Véase
- cultura y, 606-7, 610, 612-13 también Wilson, Woodrow
- religión y, 593, 606-7 figuras públicas, estudios psicoanalíticos
feminidad. Véase mujeres de (Freud sobre los), 616-18. Véase
“feminidad, La” (1933), 563-65 también Wilson, Woodrow
Fenichel, Otto, 380-81«, 514-15, 579-81, filogenia, Freud y la, 414, 613-14
657 filosofía, Freud y la, 71«, 149-50
fenómenos ocultos, Freud y los, 400-2 - en los años de universidad, 49-50, 52-
- telepatía, 442-43, 494-97 56
Ferenczi, Sándor, 211, 221-22, 640-50 Véase especulación, Freud y la
- análisis didáctico de Jones con, 220 Fishbein, Morris, 512«
- analiza las debilidades de Freud, 641, fisiología y psicología, 151-52
645-47 - Adler y la, 253-54
- El desarrollo del psicoanálisis (en Fleischl-Marxow, Emst von, 56-7, 68-9,
colaboración con Rank), 527-28 69-70 y n, 72, 172-73«
- elemento erótico en su, 315-16 Fliess, Ida, 129-30, 600-1, 679-80
- funda la Sociedad Psicoanalítica de Fliess, Wilhelm, 81-5
Budapest, 512-13 - carácter y personalidad, 82
- muerte de (1933), 549-50; la reacción - correspondencia con Freud, 82, 85, 87;
de Freud, 649-51 declinación de la, 131, 186-87;
- práctica analítica de, 222, 434-35«, utilización de la, después de la muerte
642-45 de Fliess, 600-1, 679-81; el sueño de la
- propone la constitución de una inyección de Irma y la, 108-11; sobre
asociación psicoanalítica internacional la designación de Freud como profesor,
(1910), 255 168, 171-73; sobre el psicoanálisis,
- relación personal con Freud, 221, 222- 133; sobre la teoría de la seducción,
23, 241-2, 352, 392-93, 472, 640-42, 122, 127; sobre el autoanálisis, 124,
650 126-27, 128-29; sobre Weininger y la
- sobre Adler, 259-60« sexualidad, 186-87
- sobre Buscadores de almas, de - desafía a Freud, 117; influye en las
Groddeck, 457 teorías de Freud, 82, 83-4, 157-58,
- sobre la opinión de Freud de que los 176-77; lee las obras de Freud en
neuróticos eran “canalla”, 589-90« elaboración, 82-3, 88, 100-1, 105,
- su diario clínico, 643-47, 650-51« 129-30, 285; como caja de resonancia
- su heterodoxia y alejamiento de Freud, para las teorías de Freud, 120, 122,
640, 641, 642-50, 651 129-30, 156, 188; apoya y alienta a
- su metafísica, 644-46 Freud, 82, 171-72
- visita a Estados Unidos, 214-15, 249, - El curso de la vida, 1 87, 570-71«
626-27, 630-31 - muerte (1931), 600-1
- y el Comité, 268-69, 472 - regalos a y de Freud, 59-60, 164
Indice analitico [895]

- relación personal con Freud, 81, 84-5, - Freud y, 29-30, 33-34, 42-43«, 359«,
314-18; el sueño de la inyección de 379-80, 559, 560-65; el recuerdo de él
Irma y la, 110-14; profundidad de haberla visto desnuda, 34, 127
emocional de la, 87; erosión/extinción - muerte (1930), reacción de Freud, 637
de la, 129-31, 157, 168, 186-88; Freud, Anna (hermana de Freud). Véase
componente erótico de la, 114-15, 240- Bemays, Anna Freud
41, 314-17; Anna Freud sobre, 191«; Freud, Anna (hija de Freud), 477-95
Freud previene a Abraham contra Fliess, - amistades con mujeres: Andreas-Salomé,
216; transferencia en la, 84-5, 14 488-89, 491-92, 493, 584;
- relación profesional con Freud, 82-84 Burlingham, 600-2
- vida profesional y teorías, 82-84; caso - arrestada por los nazis (1938), 692-93,
Eckstein, 112-14; la nariz como 693«
especialidad, 82, 83 - baja autoestima de, 482-83, 485-86
- y Abraham, 354« - cuida a Freud, 477-79, 479-80; en sus
Fluss, Emil (cartas de Freud a), 32, 42-3, operaciones quirúrgicas y en su
48-9, 50-1 enfermedad, 468-69, 477-79, 493-94 y
Fluss, Gisela, 45-7 n, 495, 599-600, 709, 716-17, 719
fobia(s) - Emest Jones y, 397-99, 483-85, 486,
- a los perros (caso del pequeño Arpad), 493-94«, 557«, 694
373 - infancia, 102, 129-30; su sueño
- Freud sobre las, 104 registrado en la Interpretación, 138-40
Véase también pequeño Hans - nacimiento (1895), 87, 194-95
Forel, Auguste, 234, 235, 242-43 - opiniones y observaciones: sobre los
formación reactiva, 404, 464-65 nazis en Austria, 688-89; sobre Pfister,
formación sustitutiva, 412 225, 226«, 668»; sobre Beata Rank,
“Formulaciones sobre los dos principios 527«; sobre Otto Rank, 533
del acaecer psíquico” (1910), 380-83 - relación personal/emocional con el
Forsyth, David, 436, 638 padre, 477-95; sus sentimientos para
France, Anatole, 199, 201 con él, 477-82, 486, 489-90, 492-95;
Francia, movimiento psicoanalítico en, Freud sobre la sexualidad y las
503-4, 513 y n, 707 relaciones con los hombres, de ella,
Frazer, sir James G., 371, 375-6, 378-79, 483-85, 489, 492-93, 494-95, 557«,
588-89 602-3, 679-80; el afecto que le tenía
Freiberg (Príbor), Moravia Freud, 477-83, 710, 717-18;
- Freud visita a (1872), 45-6 dependencia de Freud respecto de ella,
- infancia de Freud en, 27-31; residencia 477-79, 494-95, 599-600, 678-79,
en, 29-30 694, 709, 710; preocupación de Freud
- nacimiento de Freud en (1856), 26-7, por ella, 483-85, 488-89, 492-93, 602-
30-1 3, 678-80; hereda los libros de Freud,
- se descubre placa recordatoria en 678-79 y «; sus celos, 493-94 y n; su
(1931), 639 franqueza recíproca, 481-83; ella lo
- sentimientos de Freud con respecto a, representa oficialmente, 635, 637, 639
32, 33, 639 - su análisis con Freud, 486-87, 490-93,
Freud, Adolfine (Dolfi, hermana de Freud), 522-23
31, 430-31, 697, 699-700, 706, 716- - sus recuerdos del padre, 190-91, 191«,
17 201, 427, 440-41«, 474-75«, 496-97 y
- muerte, 716-17« n, 623«
Freud, Alexander (hermano de Freud), 30-31 - sus sueños, 138-40, 487, 489-90,
y «, 34-5«, 146, 698-99 490«
- y Freud: en la infancia, 35-6; y la - viajes con Freud, 473-75, 478-79, 482-
muerte de la madre, 637; viajes juntos, 84
166, 190; en la Primera Guerra - vida profesional: su análisis de niños,
Mundial, 392-94 487, 492-93, 521-23; asiste a
Freud, Amalia Nathansohn (madre de congresos psicoanalíticos, 440-4, 487,
Freud), 26, 27, 28, 30-31 516-17, 557«, 574, 700-1; los colegas
- carácter y personalidad, 561-62 la respetan, 488; el conflicto con
- después de la Primera Guerra Mundial, Klein, 521-23, 602-3; y la práctica
430-31 analítica del padre, 516-17«; y los
[896] Indice analitico

escritos del padre, 481-82, 487, 597, 80; su ambivalencia, 117; el noviazgo,
623«; Freud la defiende, 492-93, 521- 58-67, 75-6; diferencias religiosas, 63,
23; Freud se enorgullece de ella, 597- 79-80, 665-66; la boda (1886), 79-80
98, 489, 679-80; su reputación - su salud, 429
creciente, 601-3, 682-83; Una - sus hijos:‘nacimientos, 79-80, 85, 87;
introducción a la técnica del las relaciones de ella con, 192-94.
psicoanálisis del niño, 602-3; como Véase también hijos de Freud y los
modelo para las aspiraciones respectivos nombres individuales
feministas, 566-67; su preparación para Freud, Martin (lean Martin, hijo de Freud),
la, 486-88; escritos, 487, 492-93, 602- 78-9, 351
3 - afiliación y observancias religiosas,
- y las hermanas, 481-83 665-67
- y la Primera Guerra Mundial y su estela, - en Londres (1938-39), 695-96
392-93, 397-99, 427 - infancia, 102, 129-30, 193-95, 478-
Freud como analista 79, 665-67
- su capacidad para escuchar, 90, 95-8, - recuerdos: del padre, 194-96, 225«; del
99-100, 218, 297-98, 293-94, 476-77 abuelo paterno, 561; de Jung, 238; de
- su capacidad para la observación, 97-98 su madre, 85
- y Abraham, comparados, 513-14 - su dependencia económica respecto del
Véase también práctica privada padre, 434-35
psicoanalítica de Freud - su matrimonio (1919), 432-23, 667
Freud, Emanuel (medio hermano de Freud), - sus hijos, 477-78
27 - sus sentimientos con respecto a
Freud, Emst (hijo de Freud) Inglaterra, 393-94
- en la infancia, 193-94 - y la emigración de Austria (1938), 692-
- en la Primera Guerra Mundial, 398-99; 93, 695-96
el período de la posguerra (década de - y la Primera Guerra Mundial, 398-401,
1930), 657, 675-76, 696-98 424, 427-28
- hijos de, 476-78 - y la Verlag, 586-87«, 693
-visita a Freud en la vejez, 600-1, 660 Freud, Mathilde (hija de Freud). Véase
Freud, Harry (sobrino de Freud), 666«, Hollitscher, Mathilde Freud
696-97,716-17 Freud, Oliver (hijo de Freud), 657, 660,
Freud, Jacob (padre de Freud), 26-8, 30-1, 675-76
33 - en la Primera Guerra Mundial, 352
- como judío “ilustrado", 665-66 y n - infancia, 100-2
- Freud y: en la infancia, 33, 34-5 y n, - nacimiento (1891), 85
46-7, 143, 664-66; después de la - preocupaciones de Freud por, 434-35,
muerte del padre, 116, 122, 163-64«, 478-79«
378-80, 407; en la vejez del padre, - sus hijos, 477-78
115- 116; en los años de universidad, Freud, Pauline (Pauli, hermana de Freud),
57-8 31, 430-31
- muerte (1896), 116; reacción de Freud, Freud, Philipp (medio hermano de Freud),
116- 17, 172-73, 437-38 27-30, 168
Freud, John (sobrino de Freud), 27-8, Freud, Rosa (hermana de Freud), 31, 697,
34,81 699-700, 706, 716-17 y«
Freud, Josef (tío de Freud), 31 - su casamiento (1896), 100-1
Freud, Julius (hermano de Freud), 30, 34, - su muerte, 716-17«
315-16, 564-65 Freud Samuel (sobrino de Freud)
Freud, Marie (Mitzi, hermana de Freud), 31, - correspondencia de Freud con: sobre la
168 situación en Austria (década de 1930),
Freud, Martha Bemays (esposa de Freud) 654, 655-56, 658; sobre su hija Anna,
- carácter y personalidad, 85-6 489, 493-94; sobre la familia, 427-33,
- cartas de Freud a, 32, 55-6, 63, 64-7 477-78, 695-96; sobre su salud, 476-
- en Londres (1938-39), 697-98 77; sobre él mismo, 507-9
- papel en la familia de, 85-7, 192-94, - envía provisiones después de la Primera
537-38 y«, 478-79 Guerra Mundial, 431-33
- su larga vida, 117 Freud, Sophie (hija de Freud). Véase
- su relación con Freud, 85-7, 559, 679- Halberstadt, Sophie Freud
Indice analitico [897]

Freund, Antón von, 422« hábito de fumar de Freud, 85, 104, 202-3,
- muerte (1920), 439 431-32, 440-41«, 636, 710
Friedell, Egon, 688 - fuerza de la adicción, 476-77
Frink, Horace, 660, 628-29« - y su cáncer, 467-68, 476-77, 637
Fromm, Erich, 657 hábitos de lectura de Freud, 70-1, 199-201,
Furtmüller, Cari, 211, 261 674-75, 717-18
Fyfe, Hamilton, 713 - literatura inglesa, 54-6
genética, 377-78. Véase también herencia hábitos y gustos personales de Freud
“gente común” - en el arte, 198, 200-1
- actitud de Freud con respecto a la, 454, - en comida y bebida, 202
500-1, 589-90 yn - en la cincuentena, 185-206
- deseo de Freud de ser popular entre la, - en música, 201-2
245-46 - literarios, 199-201
Glover, Edward, 516, 531, 552 - sexuales/sensuales, 194-97
Glover, James, 516, 531 - tabaquismo. Véase hábito de fumar de
Goethe, Johann Wolfgang von, 199, 635 Freud
- Fausto, 375-76, 535-36 Habsburgo, imperio y disnastía de los, 37,
- Las cuitas del joven Werther, 160-61 39
- Poesía y verdad, 356 - Freud sobre los, 377
- “Sobre la Naturaleza” (atribuido a), 48- Hajek, Marcus, 468, 469
50 Halberstadt, Emst (nieto de Freud), 353«,
- y lo inconsciente, 159-60, 412 395-96, 447-49, 471, 487
Goetz, Bruno, 192 Halberstadt, Heinele (nieto de Freud),487
Goldwyn, Samuel, 506, 625 - muerte (1923), 470-71
Gomperz, Theodor, 61, 168, 199, 200, 594 Halberstadt, Max (yerno de Freud), 352,
Góring, Hermann, 690 291, 654-55
Graf, Caecilie (sobrina de Freud), 467 - Anna Freud y, 479, 482-83
Graf, Herbert. Véase pequeño Hans Halberstadt, Sophie Freud (hija de Freud)
Graf, Hermann (sobrino de Freud), 399« - infancia, 100-2
Graf, Max - muerte de (1920), 438-41; Freud y la,
- analiza a su hijo (el pequeño Hans), 438-41, 443-44, 471
264-65, 295-97, 491-92 - su casamiento (1913), 352-53
- sobre los ojos de Freud, 188 - sus hijos, 353«, 470
- y la Sociedad Psicológica de los Hale, Nathan G., 245-47
Miércoles, 206-10 Hale, William Bayard: Story of a Style,
Gran Bretaña. Véase Inglaterra The, 505-8
Gran Depresión, 620, 653, 654, 662-63 Hall, G. Stanley
grandeza de Freud - Adolescence, 242-44
- Marie Bonaparte sobre la, 711« - y Abraham, 215
- Freud la anhela. Véase ambición de - y Freud, 242-44
Freud Hammerschlag, Samuel, 45-6, 655-66
Véase también reputación de Freud Hammond, William, 152
Grecia Hamsun, Knut, 509
- Freud en (1904), 116 Hartmann, Heinz, 450-52«, 515-16
Véase también Atenas - The Fundamentals of Psychoanalysis,
Groddeck, Georg, 456-60, 508-9, 518-19 y 540
n, 645-46 hebreo, idioma
- El buscador de almas, 408 - Freud y el, 664-66, 666«
- El libro del Ello, 459-60 - traducción de obras de Freud al, 663-
- y El yo y el ello, de Freud, 456, 458- 64«; Moisés y la religión monoteísta,
60, 461 706; Tótem y tabú, 664-65, 668
guerra, Freud sobre la, 396-97, 399-400 Heine, Heinrich, 142, 199, 657
- su artículo de 1915, 401-3 Helmholtz, Hermann, 58-60, 153
Guilbert, Yvette, 704, 711 Heller, Hugo, 199, 212-13, 227-28, 350
gustos y preferencias personales de Freud. Heller, Judith Bemays (sobrina de Freud),
Véase hábitos y gustos personales de 561
Freud Herbart, Johann Friedrich, 412-13
[898] Indice analitico

herencia de las Ratas


- teoría lamarckiana, Freud y la, 331- - el papel de la madre descuidado en los,
32«, 377-78, 414 y n, 667-68, 714-15 562
- y desórdenes nerviosos, 151, 164, 155 - Frau Caecilie M., 96-97
hermafroditismo, 55-57 - Frau Emmy von N., 97-98
héroe, nacimiento del (Rank sobre el), - Fraulein Elisabeth von R., 97-99
354, 368 - Fraulein Rosalia H., 123
Herzl, Theodor: El nuevo gueto, 663-64 - Hombre de los Lobos. Véase Hombre de
heterodoxia analítica. Véase método y los Lobos
técnicas psicoanalíticos: heterodoxia e - Katharina, 99-101, 13
independencia de los analistas en - los conflictos y las estrategias
cuanto a pedagógicas de Freud en los, 307, 327
hijos de Freud, los, 86 - Miss Lucy R., 98-100
- la relación de Freud con ellos, 100-3, - Schreber. Véase Schreber, D.P.
128-30, 192-95, 478-80; de adultos, - sobre hipnosis y neurastenia, 88
351-53, 434-35; interpreta sus sueños, Hitler, Adolf
138-40; en la Primera Guerra Mundial, - ascenso al poder, actos de opresión,
397-400, 400-1, 416 656, 661-62
- la relación de la madre con, 192-94 - inicios de su vida y su carrera, 498-500
- sus nacimientos, 78-80, 85, 87 - Mein Kampf, 499-500
- y los rituales judíos, 665-7 - y Austria, 658, 661-62, 684-90
- y los visitantes de Freud, 225 y n, 238, Véase también nazis
239 (nacionalsocialistas)
- vocaciones y carreras de, 192 y n Hitschmann, Eduard, 209, 256, 358-59,
Véanse también los nombres 261-62, 552-53
individuales - Las teorías de las neurosis de Freud,
Hildebrandt, F.W.: Los sueños y su 209, 510-11
utilización en la vida, 137 Hoare, sir Samuel, 692
Hilferding, Margarete, 560n Hobbes, Thomas, 608
Hill, J.C.: Dreams and Education, 597« Hofmannsthal, Hugo von, 394
Himmler, Heinrich, 690 Hofstadter, Richard, 624
hipnosis e hipnotismo Holanda, véase Países Bajos
- Charcot e, 74-77 Holstijn, Westerman, 657
- Freud e, 74-5 y n, 76-8, 88, 97-8, 335, Hollitscher, Mathilde Freud (hija de Freud)
455 - en Londres (1938), 697-98
- Meynert e, 67-8 - infancia, 100-1, 129-30, 193-94, 478-
Véase también Bernheim, H. 79
Hirschfeld, Magnus, 215, 512-13 - nacimiento (1887), 79-80
- Anuario de las etapas sexuales - salud y personaHdad de, 351-52
intermedias, 176-77 - su casamiento (1909), 351
histeria de conversión, 92, 97, 409, 457 - sueño erótico de Freud con (1897), 122
histeria e histéricos, 95-101, 346-47 Hollós, István, 598
- Charcot e, 74-5 Hombre de las Ratas, el, 160-61
- en los hombres, 74-5, 78-80, 119« - el caso de, 300-7, 380-81, 544-46;
- etología sexual, 97, 121, 170-71 conferencias de Freud sobre (1908),
- historiales: Anna O., 89-96; Cäcilie 283-84; Jones y, 218, 283-84; Jung y,
M., 95-97; Dora, 285-95; Elisabeth 304-5; críticas modernas, 307«; papel
von R., 97-9; Emmy von N., 97-8; de la madre, 562
Katharina, 99-101; Lucy R., 98-100 Hombre de los Lobos, el, 152, 387-88
historiales, 283-307 - caso de, 326-34, 544-46; los sueños en
- adherentes de Freud atraídos por los, el, 328-30; el interés personal de Freud
284« en el, 307; visión del, por analistas
- Anna O., 89-96 ulteriores, 326«; religión en el, 593«;
- “científicos” o no, 117, 118 papel de la madre en el, 562
- Dora. Véase Dora - la vida ulterior del, 334«
- elección de, por Freud, para su - y los objetos del estudio de Freud, 203-
publicación, 284, 307 5 passim
- el Hombre de las Ratas. Véase Hombre homosexualidad/homoerotismo, 176-78,
Indice analitico [899]

442-43, 475-76, 676-77 Iglesia Católica Romana, la, en Austria, y


- en el caso del Hombre de las Ratas, el nazismo, 683-86 y n
301-2 ilusión y delirio, 592-94
- en el “Leonardo” de Freud, 311-16 Ilustración, la, 200, 587-88, 593, 594«
- en el caso Schreber, 318 y n, 322-23, imaginación, papel de la, en la creatividad
325-26 literaria, 351
- en las relaciones de Freud: Ferenczi, ¡mago (periódico), 354-55, 397-98, 526,
315; Fliess, 114-15, 240-41, 314-17; 699-700
Jung, 240-41 - edición norteamericana, 701-2
- Krafft-Ebing sobre, 174-75« - sucesor de Londres, 707
- sublimación de la, 323 Imago Publishing Company (Londres), 707
honorarios psicoanalíticos, 338-39 Imperio austro-húngaro
- de Freud, 435-36, 466-67, 655 y n - (fines del siglo XIX): condiciones
honores, premios y celebraciones de Freud culturales, 160-62; condiciones
- miembro de la Real Sociedad (Royal políticas, 38-42
Society), Londres (1936), 678-79, 698- - (siglo XX): dividido (1919), 426-27;
99 nostalgia del, 498-99
- miembro de la Real Sociedad de - y Primera Guerra Mundial, 388-89, 390-
Medicina (Royal Society of Medicine), 93, 394-95, 424
Inglaterra (1935), 675-76 Véase también Austria; Viena
- miembro honorario de la Sociedad incesto, 368
Holandesa de Psiquiatras y Neurólogos - en la literatura (Rank sobre el), 354
(1921), 507-8 - teoría de la seducción. Véase teoría de
- placa recordatoria en Freiberg (1931), la seducción
639 inconsciente, 150, 159-60, 412-13, 461-62
- Premio Goethe (1930), 635-36 - en la producción del sueño, 162-63
- Premio Nobel. Véase Premio Nobel, - la entropía en el, 162-63
Freud y el - primeras concepciones del, 158-60,
- título honorario, Clark University 412-13
(1909), 242-44, 507-9, 625 - sus relaciones con: la conciencia, 337,
Véase también cumpleaños de Freud 412; el preconsciente, 413; el
Homey, Karen, 516 subconsciente, 505-6 y n
- contra Freud sobre la sexualidad y la - y defensas, 544
psicología de las mujeres, 559, 577-79 - yo e, 461-66, 500-1
Hospital General de Viena, Freud en el, 61- - y razón, 459-60
2, 66-70 - y represión, 159-61, 461-62
- su renuncia (1886), 78-9 - y telepatía, 495-96
- su estatus y título, 66-7 “inconsciente, Lo” (1915), 412-13
House, coronel Edward M., 617-20 infancia de Freud, 27-37, 359«
Huebsch, B.W. (editor), 505 - en Freiberg, 27-31
Hull, Cordell, 690-91 - en Viena, 31-37, 45-6
humor Inglaterra (Freud e)
- de Freud, 191, 695-96,717-18 - deseo de convertirse en súbdito, 703-4
- interés de Freud por el, 199 - emigración a (1938), 695-97
Véase también chistes - sentimientos con respecto a, 42-3, 54-
Hungría (movimiento psicoanalítico en), 56, 393-94 y «, 396-97, 399-400,
434-35«, 512-13 698-99
- análisis lego, 553-54 - últimos años en, 696-720
Véase también Budapest; Ferenczi, S. - visitas a: (1875), 54-6; (1908), 294-95
Huxley, Julian, 508 - y la Primera Guerra Mundial, 393-94
Inglaterra, movimiento psicoanalítico en,
Ibsen, Henrik, 199 512-13, 707
- Un enemigo del pueblo, 51-2 - análisis lego en, 552-54
ideal del yo, 385-86, 455, 463-66. Véase - innovaciones en el, 675-76
también superyó Véase también Jones, E.
identificación(es), 464-65 inglés, dominio del, por Freud, 199, 368«,
Iglesia Católica. Véase Iglesia Católica 369, 435-37
Romana en Austria; catolicismo romano - correspondencia con Jones y, 219 y «
[900] Indice analitico

inglés, traducciones al, de las obras de analizandos, 148-49


Freud, 245-46 y n, 518-19, 704-5, 711 - sexualidad infantil examinada en, 176-
Inhibición, síntoma y angustia (1926), 78 y n, 485«
526, 540-46 - sueños de los hijos de Freud en, 138-
Innitzer, Theodor, cardenal, 685 40, 155
inseguridades de Freud - traducciones de, 517-18 y n
- sobre el autoanálisis, 124, 127, 128 interpretación psicoanalítica, 340-41
- sobre sus libros y ensayos, 104-5, - de los sueños. Véase interpretación de
325, 326, 339, 363, 404, 524, 537, los sueños
554 - resistencia a la, 289 y «, 290, 341-42
Véase también autoestima y confianza intimidad y amistad, Freud y la, 81, 87,
en sí mismo de Freud; autocrítica de 114-15
Freud - elemento erótico en la, 314-17
instituciones sociales, papel de las, 607-9 “Introducción del narcisismo” (1914), 338
Instituto de Psicoanálisis de Londres, 512- y n, 384-88
13 investigación médica
Instituto Psicoanalítico de Berlín, 504-5, - a fines del siglo XIX, 58-62
513-14, 516, 515-16 - de Freud, 55-7, 60-1, 73, 78-9; su
institutos psicoanalíticos, 256, 293-94«, actitud con respecto a la, 56-7 y n, 60-
511-13 1
- Freud registra el desarrollo de los, 675- irracionalidad, Freud y la. Véase fenómenos
76 ocultos; racionalismo; creencias
- normas establecidas para los, 556 religiosas; superstición; telepatía
- y el análisis lego, 550-53 Isham, Mary Keyt, 501-2
intentos de utilización comercial de la, Italia
506-9 - Freud viaja por, 166 y n, 167, 190,
- y otras luminarias, 508-9 308
Véase también ambición de Freud; - movimiento psiconalítico en, 512-13
honores, premios y celebraciones de - y el antisemitismo, 499-500«
Freud - y Primera Guerra Mundial, 389-90, 393-
Internationale Zeitschrift für 94, 397-98, 400-1
Psychoanalyse (periódico), 472, 552- Véase también Mussolini, B.; Roma;
53 Venecia
International Journal of Psychoanalysis
(periódico), 472, 552-53 Jackson, Hughlings, 88
interpretación de los sueños, La (1900), Jahrbuchfür psychoanalytische und
134-48, 160-61, 162-63, 591« psychopathologische Forschungen
- amistad íntima examinada en, 81 (periódico), 252, 278-79, 294-95, 397-
- ampliada en ediciones sucesivas, 135- 98
36 James, Henry: “Los papeles de Aspem”,
- angustia examinada en, 530 159
- estilo y presentación de, 134-36 James, William, 161, 248-49, 510-11,
- etiología sexual de la enfermedad 628-29
mental, examinada en, 155 Janet, Pierre
- Freud analiza sus propios sueños en, - Jung asiste a una conferencia de, 234
57-9, 70«, 107-9, 142-43, 148, 155- - sobre la naturaleza urbana del
56 psicoanálisis, 33
- importancia para Freud, 117, 124 - sobre los pacientes en hipnosis de
- juicios de Freud acerca de, 26-7, 164 Charcot, 75-6
- Jung sobre, 155-56, 177-78«, 235 Jelliffe, Smith Eli y, 551, 555, 628
- la resistencia definida en, 341 Jellinek, Adolf, 40
- publicación y recepción brindada a, 25- Jensen, Wilhelm: Gradiva, 361-62, 364-66
7, 135, 163-64, 171-72, 286 Jerusalén
- realidad “material" vs. realidad - Eitingon en, 512, 676 y «; y Buber,
“psíquica”, 331-32 714«
- recuerdos infantiles de Freud en, 30-31, - instituto psicoanalítico de, 512-13,
34-35, 39, 46-7, 143 675-76«
- reunión de materiales de sus Jesús de Nazareth, 712
Indice analitico [901]

Jones, Emest, 211, 217-21 - y Ferenczi, 220, 518-19, 650-51 y n


- artículos publicados, 355, 356 - y la Asociación Psicoanalítica
- carácter y personalidad, 217, 219 Internacional, 647-48
- como divulgador del psicoanálisis, 218, - y Rank, 472-74, 474«, 518-19, 527,
219 528, 531-32, 533-36, 537
- como único gentil en el círculo íntimo Jones, Katharine, 705
de Freud, 218-19, 473-74 judíos, como analizandos de Freud, 97
- conferencias, 218 judíos, los, en Austria
- defiende al movimiento psicoanalítico, - a fines del siglo XIX, 37, 38-45
208« - a principios del siglo XX, 170-71
- Freud sobre, 219-20, 675-76 - en la década de 1920, 498-99
- Free Associations (autobiografía), - feministas, 568-69
208«, 218«, 669 y n - occidentalizados, actitudes con respecto
- funda el Instituto de Psicoanálisis de a los judíos de la Europa oriental, 42-3
Londres, 512-13 y «, 561«, 589-90«
- Jung sobre, 219 - posición legal, 39-41
- opiniones: sobre Adler, 253; sobre Véase también antisemitismo; Viena:
Brill, 245-46; sobre la pulsión de judíos en
muerte, 614-15, 675-76; sobre judíos, los, y Freud
Eitingon, 212-13; sobre el fenómeno - lo proclaman como uno de ellos, 639,
judío en psicoanálisis, 669 y n; sobre 662-65
Jung, 234, 235, 278-79; sobre el - y Moisés y la religión monoteísta,
análisis lego, 549-50; sobre el Moisés 670, 699-701, 703-5, 706, 712, 713
de Miguel Angel, 357-58; sobre Juliusburger, Otto, 215
“Introducción del narcisismo”, 383, Jung, Carl Gustav, 233-82
386; sobre religión y psicoanálisis, - carácter y personalidad, 233-34; celos,
594-95«; sobre Stekel, 251; sobre la 240- 41; Jones sobre, 234; misticismo,
Sociedad Psicológica de los Miércoles, 241- 42, 271-72, 276-77, 354, 376-77
211; sobre la psicología/sexualidad de - publicaciones: Estudios de asociación
las mujeres, 559, 577, 579-81 diagnóstica (comp.), 233, 235;
- relación personal con Freud, 220-21, Recuerdos, sueños, reflexiones, 233;
647-48, 716-18; y la emigración de Psicología de la demencia precoz, 235;
Freud de Austria, 690, 691, 692, 696- Psicología del inconsciente, 262-4
97; en la Primera Guerra Mundial, 396- - relación personal con Freud: el
97, 399-400, 417 contratiempo por Binswanger, 265-72,
- sobre Freud: acerca de Adler, 681-82«; 316-17; ruptura con Freud, 262-82, 359
como su biógrafo, 49-50, 493-94«; el y «, 498-99, 535-36; erotismo
disgusto que le provocaba a Freud ser subyacente, 240-41; como relación de
fotografiado, 191; fama de Freud, 60-1; padre e hijo, 236-38, 264-65, 271-74,
indiscreción de Freud, 221«; estilo de 276-77, 370; y la relación Freud-Fliess,
Freud como conferenciante, 283-84; los 238, 242-43, 271-72, 274-75, 279-80,
mentores de Freud, 172-73«; el 315-17; afecto de Freud, 237, 239,
autoanálisis de Freud, 124, 172-73«; 262-63, 265-66, 270-71, 315-17;
sobre la autoría de las obras de episodios de desvanecimiento de Freud,
Shakespeare, 711« 245-46, 271-72, 315-17; cólera de
- sobre la resistencia al psicoanálisis en Freud, 262-63, 270-71, 272-81, 359-
Norteamérica, 229-31 61«; Jung como “Aiglon", 273-75;
- su análisis didáctico con Ferenczi, 220 sentimientos y reacciones de Jung,
- su disposición erótica, 217 y «, 218 y 238, 263-64; Tótem y tabú y, 370
«, 221 - relación profesional con Freud: su
- The Elements of Figure Skating, 217« psicología analítica diferenciada del
- viajes, 356-57 psicoanálisis, 275-77, 279-80, 383«;
- y Abraham, 217, 472 ruptura con Freud, 262-82; como
- y Anna Freud, 397-99, 483-85, 486, “príncipe heredero”, 234; defiende y
493-94«, 557«, 694 presenta las teorías de Freud, 235, 236,
- y el Comité, 267-69, 472-74 240-41, 241-43; primer encuentro
- y el International Journal of (1907), 238-39; la esperanza de Freud
Psychoanalysis, 472 de entablar una, y la dependencia con
[902] Indice analitico

respecto a Jung, 236, 237-38, 239, - Psychopathia Sexualis, 176 y n


241-42, 256, 261-62, 267-68, 273-75, Kraft, Helen, 629»
280-81; sobre La interpretación de los Krass, Nathan, 597-98
sueños, 155-56, 177-78», 235; Kraus, Karl, 44, 160-62, 187, 500-1
William James sobre, 250; Jung como - disputas con Freud, 251-52
“fachada gentil” para Freud, 237, 238, - y Primera Guerra Mundial, 395-96
240-42, 270, 277-79; sobre el Kris, Emst, 363», 548, 602
“Leonardo”, 309-10; diferencias Kroeber, Alfred L., 378»
religiosas, 241-42, 263-65, 276-77, Krutch, Joseph Wood, 510-12
275-77; sus reservas sobre la teoría de Kubin, Alfred: Autoexamen, 162
la sexualidad/libido, 235, 239-41, 263- Kürzeste Chronik. Véase Chronik (diario
65; 265-66, 270, 314-15, 321, 386, privado de Freud)
445-46; sobre el caso Schreber, 320-
21; diferencias teóricas, 263-64, 270, Lacassagne, Antoine, 709
275-77, 276-77, 384» Laforgue, Rene, 87, 513», 585, 602, 630
- sobre Jones, 219 La Haya, congreso de psicoanalistas en
- sus sueños, 233; interpretados por (1920), 440-41, 487, 661-62
Freud, 239, 245-46, 249 lamarckismo, Freud y el, 331», 277-78,
- vida temprana, 233-34 414 y n, 667-68, 714-15
- visitas a Estados Unidos: (1909, con Lampl-de Groot, Jeanne, 516-17, 559,
Freud), 243-44, 244-46, 249, 262-63; 560, 578«, 658, 675-76
(1912), 270; (1913), 275-76 Lañe, Homer Tyrell, 549-51
- y Abraham, 239-42 Lanzer, Emest. Véase Hombre de las Ratas,
- y el Jahrbuch, 252, 378-79 el
- y la Asociación Psicoanalítica “lapsus freudianos”. Véase lapsus orales o
Internacional, 254, 261-63, 265-66, escritos
274-76, 278-80 lapsus orales o escritos, 107-8, 148, 156,
- y Spielrein, 444-45» 158-59, 504-5
Jung, Emrna, 197, 238, 262 - Anna Freud y los, 487
- como reveladores del material
Kafka, Franz, 658 inconsciente, 413
Kahane, Max, 207 - conferencias de Freud sobre los, 414,
Kann, Loe, 220-21, 488 415
Kant, Immanuel, 503 - de Freud, 272-73, 353», 617-18», 695-
Kardiner, Abram, 435, 490, 517» 97; en su autoanálisis, 126, 128-29,
Katharina, caso, 99-101, 123 156
Keller, Gottfried, 199 Lask, J.M., 714
Keynes, John Maynard, 388-90 Le Bon, Gustave: Psicología de las
Kipling, Rudyard, 199-200 multitudes, 453-54
Klein, Melanie, 513-14, 515-16, 519-23, Lehrman, Phillip, 467», 479-80, 511-12»,
566-67 405, 628-29
- analiza a sus hijos, 491-92 Lenín, Nikolai, 417
- como analista lega, 548-49 Leopold, Nathan, 505-7
- Jones y, 675-76 Leopoldstádter Kommunal-Real-und
- polémicas: con Anna Freud, 521-23; Obergymnasium, Viena, 41-5, 50-1
602-3; con Schmideberg, 518-19 Lesky, Erna, 57»
- sobre la agresión, 450-51» Levy, Kata, 434-37, 488, 491-92
Knopf, Blanche, 704-6 Levy, Lajos, 440
Knox, Roland, 510 Lewis, Sinclair, 508-9
Koller, Cari, 68-70 liberalismo en Viena, 39-42
Kónigstein, Leopold, 68-9, 189, 280-81, - en la universidad, 54-5
637 Véase también actitudes políticas de
Kraepelin, Emil, 326 Freud
Krafft-Ebing, Richard von, 121, 124 libertad sexual, Freud aboga por la, 89,
- Estados de nerviosidad y neurastenia, 174-75, 195-96, 610, 632-34
150-51, 154 libido
- patrocina a Freud para el profesorado, - Jung vs. Freud sobre la, 239-41, 263-
167-72 64, 270, 314-15, 321, 386, 445-46
Indice analitico [903]

- “libido del yo" y “libido objeta!", 385, - elección del título en inglés, 614-15«
386 - escritura de, 605-6
- repliegue de la, 409 - popularidad de, 614-15
- y agresividad, 444-46 - Roma como analogía en, 205-6
- y psicología de las masas, 454-55 Mann, Thomas, 394-95, 508-9, 657, 672
. Véase también pulsión sexual - tributos en el cumpleaños de Freud
“libido del yo” vs. “libido objetal”, 385-86 (1936), 678-79
“libido objetal” vs. “libido del yo”, 385, Marett, R.R., 371
386 Marlé, Lilly Freud (sobrina de Freud), 192,
Lichteim, Anna, 111-14 678
Lichtenberg, Georg Christoph, 70, 158-60 martirio, Freud y el, 171-72
Liébeault, Ambroise Auguste, 77 marxistas, los, y Moisés y la religión
Lieben, baronesa Anna von. Véase Cácilie monoteista, 714«
M., caso Marx, Karl, 657
Lippmann, Walter, 510 Más allá del principio del placer (1920),
literatura, Freud y la, 70-1, 191, 199-201, 442-52
367 - popularidad de, 453
- inglesa, 54-6 - y El yo y el ello, 460-61
- sus estudios psicoanalíticos de la, 356- masas. Véase “gente común”; psicología de
57, 361-62, 364-66 las masas
Véanse también autores individuales masas, psicología de las, 440-41«, 453-56
Loeb, Richard, 505-7 Masson, Thomas L., 502
Loewenstein, Rudolph, 514 masturbación
London Psycho-Analytic Society - del niño, 179-80
- fundación (1913), 218 - en el caso del Hombre de las Ratas,
- y Klein, 675-76 305-6
Londres - en el caso del pequeño Hans, 315-16
- Freud en (1938-39), 696-720; sus casas - las adicciones como, 128-29, 203,
en, 696-97, 702-3 476-77
- movimiento psicoanalítico en, 512-13, - sucedáneos de la, 89, 203
707; innovaciones, 675-76; análisis - y angustia de castración, 575
lego, 552-54 - y neurastenia, 88
Looney, Thomas; “Shakespeare" Identified, Maudsley, Henry, 152, 176
711« Maury, Alfred: El dormir y los sueños,
Lówenfeld, Leopold: Manifestaciones 137, 142
psíquicas obsesivas, 335 Maximiliano, príncipe de Badén, 618-19
Lówy, Emanuel, 203, 280-81, 637 McCormick, Robert, 506, 625
Lucy R., caso, 98-100 McDougall, William, 504
Ludwig, Emil, 356« McNabb, Fr. Vincent, 714
Lueger, Karl, 39, 498-99, 663-64 Meader, Alphonse, 277-78
medicina psicosomàtica, Groddeck y la,
Macaulay, Thomas Babington, 199, 200, 457-59
594 médicos cuáqueros, los, y la enfermedad
MacNeill, John, 503 mental, 152-53
madre, relación con la, y complejos melancolía, 408, 409, 418-20, 463-64
matemos memoria y recuerdos
- en el caso del propio Freud. Véase - en el autoanálisis de Freud, 125, 127,
Freud, Amalia Nathansohn (madre de 128-29
Freud) - en el proceso analítico, 342
- omitida en Tótem y tabú, 379-80 - en la psicología científica, 107-8
- vs. el papel del padre en el desarrollo - su papel en los desórdenes nerviosos,
del niño (Rank vs. Freud), 530, 531- 120
33, 562, 575-76 - su utilización por los escritores, 351
Mahler, Gustav, 44 - y el deseo, 160-61
Malcolm, Janet, 196 Véase también olvido
malestar en la cultura, El, (1930), 584, Meng, Heinrich, 508
604-15, 629-30« - Psychoanalytische Volkbuch, Das,
- dualismo en, 450-51 511
[904] Indice analitico

mente-cuerpo, relación e interacción, 151- Mili, John Stuart, 60-4, 88, 570-71
53 misticismo, Freud y el
- Freud sobre la, 153-54 - sus esfuerzos por liberarse de él, 84
mente, interpretación materialista de la, - y el misticismo de Jung, 241-42, 271-
150-53 72, 276-77, 354, 376-77
mente, teorías freudianas de la, 105-8, mito(s)
127, 133, 150-55, 379-88, 402-3, 411 - Freud y los, 308; Narciso, 384; Edipo,
- sistema estructural, 442-43 y n, 446-47 493-94
Véase también yo y el ello, El; - y creencias religiosas, 128-29
inconsciente Véase también héroe, nacimiento del
mentores y figuras paternas de Freud, 172- Moebius, Paul Julius, 179, 569
73n Moisés, 166 y n, 171-72, 357-61
- Breuer, 56-8, 89-90; ruptura de la - Freud se identifica con, 359-61 y n,
relación con, 93-8, 171-72 670, 671
- Brücke, 56-62 Véase también Moisés y la religión
- Claus, 55-7 monoteísta
- Charcot, 73-5, 77-9 “Moisés de Miguel Angel, El" (1914), 357-
- Freud las desafía, 172-73 61
Merezhkovski, Dmitri, 199, 200 Moisés y la religión monoteísta (1938),
“metapsicología”, 408 y n, 409-14, 417- 670-75, 711-16
19 - esfuerzos tendientes a impedir su
- definición, 4O8n publicación, 699-701, 703-5 y n, 714
- Freud destruye siete artículos sobre, - la religión analizada en, 711-13
419-21 - los judíos y, 670, 699-701, 703-5,
metodología psicoanalítica. Véase método 706, 712, 713-14
y técnicas psicoanalíticas - primer ensayo (“Moisés, un egipcio”),
“método psicoanalítico de Freud, El” 670, 699-701
(1904), 335 - reacciones a, 670, 713-15
método y técnicas psicoanalíticos, 54-5, - redacción de, 670-72, 677-78, 694,
334-50 699- 700, 700-01
- amenaza de terminación del análisis, - segundo ensayo (“Si Moisés fue un
332-34 egipcio...”), 670, 672, 699-700
- heterodoxia e independencia de los - tercer ensayo (“Moisés, su pueblo y la
analistas en cuanto a, 253n, 259-60, religión monoteísta”), 670-71, 672,
347-48, 522-23, 526, 528, 530, 642- 711
49, passim, 675-76 - traducción al inglés de, 704-6, 711
- violación por Freud de, 307, 334, 337, Molnar, Ferenc, 510
345,490 Molí, Albert: La vida sexual del niño, 230
- vulgarización y mala aplicación de, 252 Montaigne, Michel Eyquem de, 161
Véase también análisis; “moral sexual ‘cultural’ y la nerviosidad
contratransferencia; interpretación de moderna, La” (1908), 383, 605-6
los sueños; asociación libre; escucha, Moser, baronesa Fanny. Véase Emmy von
la (capacidad y método); resistencia(s); N., caso
transferencia “motivo de la elección del cofre, El”
Metzentin, Cari, 164 (1913), 483-84
Meyer, Conrad Ferdinand, 114, 199, 210, movimiento feminista, Freud y el, 565-70,
229 570-71
Meyer, Eduard, 672-73 movimiento por los derechos de las
Meynert, Theodor, 66-7, 77-8 mujeres, Freud y el, 565-71
- Freud y, 67-8, 79-80, 172-73« movimiento psicoanalítico
micción, incidente de, en la infancia de - como movimiento religioso laico,
Freud, 46-7 y n, 49-50, 143 208«, 277-78, 504-5, 515-16
Michelangelo Buonarroti: Moisés, 166 y - década de 1920, 499-502
n - década de 1930, 511-23, 682-85, 690,
- artículo de Freud sobre el (1914), 200, 700- 02
145-48, 669 - diversidad y homogeneidad en el, 253«,
- los sentimientos de Freud acerca del, 259-60, 347-48, 522-23, 526, 528,
357-58 530, 533-40, passim, 675-76
Indice analitico [905]

- disensos y disputas en el, 254-62, 472- influencias culturales sobre, 564-66;


74, 518-20, 521-22, 528-29, 531-32 sus influencias personales (biográficas)
- el Comité en el, 267-68 sobre, 559-65
- papel de Freud como organizador y mujeres, Freud y las, 559-65
promotor, 185-86, 252, 254-55 - como pacientes, 34
- Primera Guerra Mundial, 396-97, 423; - en la infancia, 29-30, 33-4
estela, 426, 440-43
- en los años de universidad, 56-7
- resistencia al. Véase teoría
psicoanalítica: rechazo e impopularidad - la esposa. Véase Freud, Martha Bemays
de la - la madre. Véase Freud, Amalia
- supuesto carácter judío del, 240-42, Nathansohn
255, 270, 277-78, 662-63, 668-69 - su apoyo a las, en la profesión
Véase también congresos analítica, 560, 565-67
psicoanalíticos internacionales; - su gusto por las, 197, 560
Asociación Psicoanalítica - su incapacidad para intuirlas, 288, 558,
Internacional; Sociedad Psicoanalítica 562
de Viena; Sociedad Psicológica de los - su primer amor, 45-7
Miércoles, y los países y ciudades “Multatuli” (seudónimo de Eduard Douwes
específicos Dekker), 199
Mozart, Wolfgang Amadeus Munich, congreso de psicoanalistas en
- Don Giovanni, 201, 202n, 316-17 (1913), 277-78
- La flauta mágica, 201, 202 Murphy, Newton, 546
-Las bodas de Fígaro, 201, 316-17 música, Freud y la, 201-2, 316-17
muerte, actitudes de Freud con respecto a Mussolini, Benito, 498-99, 658, 661
la, 442-43 - y Freud, 499n
- admira la impavidez de William James,
248 nacimiento y circuncisión de Freud (1856),
- ante el deceso de colegas, 438-40, 538- 26-7, 30-1
39, 649-51, 681-82, 682-83 Näcke, Paul, 384
- ante el deceso de su hija Sophie, 438- Nápoles, Freud visita a, 166n
41 narcisismo, 312, 323, 383-88, 408, 445-
- en su vejez, 584, 591, 616-17, 637, 46
661-62, 709, 710, 613-14 - y el pueblo judío, 611
- Ferenczi sobre las, 645-46 naturaleza
- su escrito sobre la Primera Guerra - cultura y, 589-90
Mundial y las, 402-4 - poder sobre la, 606-8
- su expectativa de una muerte temprana, nazis (nacionalsocialistas)
84, 85, 197, 256, 267-68, 417, 418- - en Alemania, 498-500; quema de libros,
19, 471 657-58; elecciones de 1930, 615-16,
muerte de Freud (23 de setiembre de 1939), 653-54; y los judíos, 656-57, 706-7;
718-20 opresión por los, 654-62 passim
muerte temprana, expectativas de Freud de - en Austria, 658, 660, 682-83, 686-87;
una, 84, 85, 197, 256, 267-68, 417, y Freud y su familia, 690, 692-93, 694-
418-19, 471 96; y los judíos, 684-90; 690, 697-99
mujeres Véase también Hitler, A.
- en la profesión psicoanalítica, 560; Neill, A.S., 509
apoyo de Freud a las, 560, 565-67 Neue Freie Presse (periódico de Viena), 40-
- narcisismo en las, 385 y n 2, 158-59
- neurosis en las, 572 neurastenia y neurasténicos
Véase también los nombres de - como neurosis sexual, 88-9, 119, 120,
analistas individuales 151
mujeres, Freud sobre las, 558-81 - insatisfacción de Freud con el
- oponentes y críticas a sus opiniones, diagnóstico de, 120
559, 574, 577-81 - historial (1892), 88
- su agnosticismo/perplejidad, 34, 558- - Krafft-Ebing y la, 150-51
59, 562, 564-65 neurología y neurólogos, 150-54
- sus actitudes con respecto a las, 63-4, “neurosis de destino", 448-49
352, 385n, 558, 569-70, 573; neurosis de guerra, 422
[906] Indice analitico

neurosis obsesiva y neuróticos obsesivos - patrocina a Freud para el profesorado,


- análisis de la, 346-47 167-71
- erotismo anal, sublimado en la, 380-81 Nuevas conferencias de introducción al
- etiología sexual, 120-121 psicoanálisis (1933), 625«, 653
- la defensa del “aislamiento” en la, 544- - dualismo .en, 450-51
46 - el psicoanálisis como ciencia
- la religión como, 586-87 examinadora en, 464-65
- y sentimientos de culpa, 463-64 - la meta del análisis examinada en, 681-
Véase también Hombre de las Ratas, el 82
neurosis y neuróticos Nunberg, Hermann, 552, 602«
- etiología, 461-62; conflictos infantiles Nümberg, congreso de psicoanalistas en
y, 178-79; complejo de Edipo y, 144; (1910), 254-56, 335, 337, 512-13
teoría de la seducción, 118-124, 153«,
174-75, 291, 647-48; sexual, 122-23, Obemdorf, Clarence, 628
153, 195-96, 572 Obras Completas (en alemán, nueva edición
- fantasías neuróticas en la, 377-78 proyectada), 707
- Freud y la, 87-9, 461-62; sus Odier, Charles, 516
conferencias sobre la, 414, 415 olvido intencionado (criptomnesia), 156-
- narcisismo en, 384 59 y n, 173-74, 704-5 y «
- obsesiva. Véase neurosis obsesiva y ópera, Freud y la, 201-2, 316-17
neuróticos Oppenheim, Hermann, 228-30
- y la psicología normal, 149 Oxford, congreso de psicoanalistas en
- y perversidad sexual, 178-79 (1929), 557 y n
Véase también histeria e histéricos
Newton, Caroline, 555 y n, 556 Pablo (Saulo, Paulo de Tarso), apóstol,
Newton, sir Isaac, 106-7 712
New York Psychoanalytic Society, 512-13 pacientes psicoanalíticos
- acuerdo económico con el analista,
- Rank y la, 532-33«
338-39
- y el análisis lego, 554-57 - de Freud: extranjeros, 433-34, 328-31,
nietos de Freud, 476-78 466-67, 627-29, 634, 654-55; judíos,
- los sentimientos de Freud con respecto 97; cantidad de los, 122, 436-37, 491-
a ellos, 353«, 470-71 92, 497-98, 516-17«, 616-17, 653,
Véase también Halberstadt, Emst; 675-76, 703-4; mujeres, 34, 89-101,
Halberstadt, Heinele 123, 562
Nietzsche, Friedrich, 70-1 y«, 159-60, - privacidad de los, 100-01,314-15
160-61, 201, 226, 300-1, 413, 458-59 - selección de los, por el analista, 337
- Así hablaba Zaratustra, 265-66 - se resisten a las interpretaciones del
niños analista, 289 y «, 290, 341-42
- fantasías de los, y fantasías de los - sinceridad de los, 339, 340
escritores, 350-51 Véase también historiales, análisis
- narcisismo en los, 384 y n, 385 padre, Freud como. Véase hijos de Freud
- sexualidad de los. Véase niños, análisis Países Bajos
de; desarrollo de los niños; sexualidad - instituto psicoanalítico en los, 512-13
infantil - y los analistas alemanes, 657, 661-62
- sueños de los, 138-40, 155 Véase también La Haya
niños, análisis de Paneth, Joseph, 147
- Anna Freud y el, 487, 492-93, 521-23 Pankejeff, Sergei. Véase Hombre de los
- Burlingham y el, 601-2 Lobos, el
- Freud sobre el, 522-23 pansexualista, Freud como (supuesto), 180-
- Klein y el, 519-22 82, 386, 501-4, 637, 714
- por analistas legos, 557 papeles de Freud
nombre, el, de Freud, 26-27, 27«, 698-99 - legados a Anna Freud, 678-79
Norteamericanos. Véase Estados Unidos Pappenheim, Bertha. Véase Anna O., caso
Nothnagel, Hermann, 54-5, 67-8 Paquet, Alfons, 636, 638
- le envía pacientes a Freud, 78-9 parálisis cerebral infantil, 115 y «
- monografía de Freud en la Patología paranoia
especial y terapéutica de, 115 - caso Schreber, 318-26
Indice analitico [907]

- componente homosexual, 318«, 322- - sobre El yo y el ello, 465-66


23, 325-26 - sobre ¿Pueden los legos ejercer el
París, congreso de psicoanalistas en análisis?, 546-47
(1938), 700-1 - vs. Freud sobre la religión, 225-26,
París (estudios de Freud en, 1885-86), 72-7 586-87, 597, 668 y n
parricidio primitivo, 374-76, 377-79 - y los nazis, 657
- y la interpretación freudiana de Moisés, - y la interpretación de los sueños, 145
673-75, 712 Pfitzner, Hans, 509
partes del cuerpo Pichler, Hans, 474-77, 497-98, 599-600,
- desplazamientos, 83 637, 679-80, 690, 701-3
- la “inferioridad de los órganos” de placer sexual, 577
Adler, 253, 254 - en los niños, 179-81
patriotismo de Freud, 393 y n, 397-401 Platón, 160-61, 181-82, 412
Patze, Adolf, 177 pobres, clínicas psicoanalíticas propuestas
pecado original, 378-79 para los, 422, 514-15
pequeño Arpad, caso del, 373, 379-80 política psicoanalítica
pequeño Hans - Abraham y la, 216
- analizado por el padre (Max Graf), 264- - Adler y la, 254-58
65, 295-97, 491-92 - componente judío y gentil de la, 240-
- el caso del, 209, 262-301, 373, 319- 42
20, 544-45, 562 - en el Comité, 472-74
- visita a Freud (1922), 299-300 - Freud y la 254-62; y sus historiales
periodicidad sexual masculina, 83-4 (elección de los), 307; sobre el
periódicos psicoanalíticos psicoanálisis como ciencia, 595 y n
- American Imago, 701-2 política, teoría psicoanalítica de la, 609-
- década de 1920 y 1930, 517-18 13. Véase también El malestar en la
- Imago, 354-55, 397-98, 526, 699-700; cultura
sucesores de, 701-2, 707 Pollack, Isidor, 688
- International Journal of Psycho- Pollack, Valentín, 45
Analysis, 472, 552-53 Popper-Lynkeus, Josef, 703-4«
- Internationale Zeitschrift für Popper, sir Karl, 500-2
Psychoanalyse, 397-98, 408, 526, popularidad de Freud. Véase ambición de
552-53, 707 Freud; reputación de Freud
- Jahrbuchfür psychoanalytische und popularizaciones del psicoanálisis, 500-4,
psychopathologische Forschungen, 510-11
252, 278-79, 294-95, 397-98 - realizadas por el propio Freud, 414-15,
- Primera Guerra Mundial, 397-98 544-46, 701-2
- Revue Française de Psychanalyse, 516- porcentaje de éxitos del psicoanálisis,
17 347-8, 514-15, 681-82
- Rivista Psicanalisi, 516-17 “¿Por qué la guerra?” (correspondencia de
- Zentralblatt für Psychoanalyse, 256, Einstein y Freud), 499«, 509
259-60, 270-71 porvenir de una ilusión, El (1927), 584,
periodistas. Véase prensa, la, sobre Freud y 585-96, 605-6
el psicoanálisis - evaluaciones por Freud de, 584, 585-86
perros de Freud, 601-2, 716-17 - la gravitación de la personalidad y la
personalidad de Freud. Véase carácter y biografía de Freud en, 585-88
personalidad de Freud - reacciones a, 596-98
perversión sexual, 176-77 positivismo, 58-60, 106-7
- Freud sobre la, 177-79, 180-82 Pótzl, Otto, 583«
- Krafft-Ebing sobre la, 174-75 práctica médica de Freud. Véase práctica
Pfenning, A.R., 187-88 privada psicoanalítica de Freud
Pfister, Oskar, 224-26, 281-82, 709 práctica privada psicoanalítica de Freud
- conferencias en Berlín, 513-14 - analizandos extranjeros, 433-37, 466-
- defiende al psicoanálisis y lo explica al 67, 627-29, 634, 654-55
público, 510-11 - cantidad de pacientes, 122, 436-37,
- El método psicoanalítico, 510-11 491-92, 497-98, 516-17«, 616-17,
- “La ilusión de un porvenir”, 597 653, 675-76, 703-4
- primera visita a Freud (1909), 225 - década de 1890, 103, 124
[908] Indice analitico

- década de 1930, 636-37, 658-59, 660, 416, 419-20, 443-45, 445«; situación
675-76; terminada (1 de agosto de de la posguerra, 428-35; opiniones
1939), 716-17; en Londres, 703-4, psicoanalíticas sobre la, 396-97, 399-
715-16 402, 445«
- dificultades en la, 122, 165, 168 - impacto de la, 389-90; sobre el
- en la posguerra, 433-35 movimiento psicoanalítico, 396-97,
- en la Primera Guerra Mundial, 396-97, 423
407 - la paz se aproxima, 418-19, 421, 422
- inicio (abril de 1886), 78-9 - los adherentes de Freud y la, 393-94,
- programa diario, 189, 516-17«, 658, 396-98
675-76 - tumultos de la posguerra, 423-29
- relación con el desarrollo de la teoría principio de constancia, 107-8
analítica, 149, 295-96, 583 y n principio de placer
- su elección de la, 61-2 - en Más allá del principio de placer,
- sus honorarios, 435-36, 466-67, 506- 447-49
7, 654-55 y n - y “proceso primario”, 162-63, 382
preconsciente e inconsciente diferenciados, - y pulsión sexual, 382
159-60, 413. Véase también - y religión, 606-7
inconsciente principio de realidad y principio de placer,
Premio Goethe (1930), 635-36 162-63, 382, 447-48
Premio Nobel, Freud y el privacidad de los pacientes, 100-1, 286
- 1917,417 “problema económico del masoquismo, El”
- 1918, 423 (1924), 450-51
- décadas de 1920 y 1930, 508-10, 614- proceso primario, 162-63, 382
15, 635, 636 proceso secundario, 161-62, 382
premios. Véase honores, premios y proyección psicológica, 322 y n. Véase
celebraciones de Freud también Schreber, D.P.
prensa, la, sobre Freud y el psicoanálisis psicoanálisis
- década de 1920, 501-2, 504-5; sobre En esta entrada incluimos los aspectos
El porvenir de una ilusión, 596-97 concernientes a la disciplina y su
- década de 1930: su emigración de historia general. Véase análisis para el
Austria, 696-97; en Inglaterra, 697-98; proceso terapéutico individual-, método
su salud, 636; y la Austria nazi, 690 y técnicas psicoanalíticos para los ■
- en Estados Unidos, 230-31, 247, 248 aspectos teóricos y filosóficos.
“Presentación autobiográfica” (1925), 28, - como consuelo, 402-3
49-50, 281-82, 496-97, 522-23, 662-3 - como ciencia 595, 625«
Preuss, Hugo, 657 - como supuesto fenómeno urbano
Pfíbor, Moravia. Véase Freiberg vienés, 33
primera generación de analistas - cosmovisión del, 625«
- defienden al psicoanálisis - charlatanes en el, 505-6, 549-51, 554-
públicamente, 510-11 55
- nunca se analizaron, 125«, 210, 340« - fraudes y caricaturas del, 509-11
- su empleo irrestricto de términos - hipnosis y, 76-7
diagnósticos y teorías, 273-74, 536-37 - investigaciones y exposiciones del,
- sus interpretaciones psicoanalíticas de 510-11
la cultura, 354-55 - modas, aprovechadores y el, 505-7
Véase también adherentes de Freud y - popularizaciones del 500-4, 510-11;
nombres de analistas individuales realizadas por el propio Freud, 414-15,
Primera Guerra Mundial, 393-407, 416-19 544-46, 701-2
- acontecimientos que condujeron a la, - positivismo y, 59-60
388-94 - primer empleo por Freud de la palabra
- bajas, 428 (1896), 133
- Freud y la, 390-401, 416-19; - propósito y metas del, 100-1, 150,
dificultades y privaciones en su casa, 342, 681-82; concernientes al amor,
417, 426, 427; su familia en la, 397- 332-33
99nn, 416, 424, 478-80; su situación - resistencia al. Véase teoría
económica, 396-97, 407, 417; psicoanalítica: rechazo e impopularidad
consecuencias en la teoría freudiana, de la
Indice analitico [909]

- y religión, 594-95» pulsión de muerte (Todestrieb), 442-46;


psicoanálisis aplicado. Véase arte; artistas; 449-51, 614-16
aplicaciones del psicoanálisis en las - en el propio Freud, 496-97
empresas; cultura, interpretaciones - Hartmann sobre la, 452«
psicoanalíticas de la; figuras literarias, - Jones sobre la, 614-15, 675-76
“psicoanálisis” de las - Pfister y la, 465-66, 614-15
psicoanalista(s). Véase analista(s) - y agresión, diferenciadas, 450-51
psicobiografía. Véase biografía - y ello, 459-60
psicoanalítica pulsiones, teoría de las, 71, 105, 385-88,
psicología analítica (junguiana), 408 y n, 410
diferenciada de la freudiana, 275-77, - como inconscientes, 413
279-80, 383« - como regresivas, 447-48
- definición de Freud, 410
Psicología de las masas y análisis del yo - Hartmann sobre las, 450-52«
(1921), 383«, 442-43 y n, 453-56
- interpretaciones biológicas vs.
- redacción de, 452-53 interpretaciones psicológicas, 386-88
- traducción al hebreo, 666 - reestructuración de la (después de la
psicología normal científica Primera Guerra Mundial), 443-46
- del desarrollo, 178-79. Véase también - y religión, 586-87
desarrollo de los niños Véase también pulsión de muerte
- primeros esfuerzos de Freud tendientes a (Todestrieb); narcisismo
formular una, 105-8, 150-55 pulsión sexual,71, 159-61
- teoría de las pulsiones y, 386-88, 446- - en los niños, 178-81, 384«
47 - y principio de realidad, 382
Véase también mente, teorías freudianas - y pulsión de muerte, 449-50
de la Véase también libido
“Psicología para neurólogos” (redactada en “Puntualizaciones sobre el amor de
1895), 105-8, 154 transferencia” (1915), 342-45
psicología social psicoanalítica, 382-83 Putnam, James Jackson, 175, 195, 634,
- en la Psicología de las masas, 453-55 628-30
- psicología individual y, 383«, 453-54 - promueve el psicoanálisis, 230, 249
Psicopatologia de la vida cotidiana (1901),
148, 157-59, 172-73 racionalismo, Freud y el, 594 y n. Véase
- el tema de Aníbal en, 34-5« también ciencia: la fe de Freud en la
- popularidad de, 158-59, 245-46, 517- Radó, Sándor, 513, 516, 521
18 Rank, Beata, 525-26«
- sobre el autoanálisis de Freud, 125 Rank, Otto, 209, 212-13, 457
- traducciones, 517-18 - Abraham vs., 528-29, 530, 533-34,
psicosis, psicóticos 536-37
- excluidos del análisis, 346-47 - como secretario de la Sociedad
- Freud evita a, 598 Psicológica de los Miércoles, 208,
psiquiatría 209, 211
- el temprano interés de Freud por la, 66- - El desarrollo del psicoanálisis (en
7, 71 colaboración con Ferenczi), 527-28
- neurològica, 150-54 - El trauma del nacimiento, 527-28, 529-
pubertad 32
- femenina, 576 - en Estados Unidos, 531-36, 538-39,
- sexualidad de la, 179-81 626-27
publicaciones de Freud - e Imago, 354-55, 526
- los nazis y las, 657-58, 693 - ensayos de interpretación psicoanalítica
- obras completas publicadas, 517-19, de la cultura, 354
707 - Ferenczi y, 527, 529, 533
Véase también artículos publicados de - Freud y, 472-74«; conflicto y
Freud, y los títulos de los libros separación, 525, 527-37, 538-40; y el
público, psicología del, 362 y n cáncer de Freud, 472; Freud apoya a, y
¿Pueden los legos ejercer el análisis? se preocupa por, 209, 526-27, 532-33
(1926), 544-47, 553-54, 585-86 - se convierte al catolicismo, 662-63
- juicio de Freud sobre, 554 - y el Comité, 268-69, 472, 526
[910] Indice analitico

- y Jones, 472-74, 474«, 518-19, 527, - a la teoría psicoanalítica, 286. Véase


528, 531-37 también teoría psicoanalítica: rechazo e
- y la Primera Guerra Mundial, 358 impopularidad de la
reacción terapéutica negativa, 464-65 - como mecanismo de defensa, 544-46
Real Sociedad. Véase Royal Society - definición, 341
“Recordar, repetir y reelaborar” (1914), - en el autoanálisis de Freud, 127
346-48 - en los obsesivos, 300-3
“recuerdo infantil de Leonardo da Vinci, - “olvido” como. Véase criptomnesia
Un” (1910), 308-15, 356 - su papel en el psicoanálisis, 336
regresión retiro laboral de Freud (según su cálculo de
- colectiva, fiebre de guerra como, 395- la fecha), 157
96 revelaciones autobiográficas de Freud
- en el caso Schreber, 323 - en la interpretación de sus sueños, 108-
- su papel en el psicoanálisis, 338 9
Reik, Theodor, 281-82, 546-49, 552-53, - en sus publicaciones, 307; La
601-2,700-01 interpretación de los sueños, 134, 142,
- Freud y, 547-48 201, 307, 634
Reitler, Rudolf, 207, 253 - sobre el análisis lego, 553-54
relación con el padre y complejo paterno - sobre su necesidad de un enemigo, 634
- deseo de muerte dirigido contra el padre, - su dificultad para las, 100-1, 155-56
373-74, 378-79 - su sumisión a la necesidad de, 118
- en el desarrollo del niño, 530-33, 562, Rivista Psicanalisi (periódico), 518
575-76 revistas. Véase prensa, la, sobre Freud y el
- en el totemismo, 373-74 psicoanálisis
- en Freud.Vea.se Freud, Jacob (padre de Revolución Rusa (1917), 416, 417
Freud) Revue Française de Psychanalyse
- y religión, 375-77, 592 (periódico), 518
Véase también complejo de Edipo y Rickman, John, 552
conflictos edípicos Rie, Marianne, 602
relaciones familiares de Freud, 27-30, 357 Rie, Oscar, 110, 471, 478, 637
representabilidad (en el trabajo del sueño), - y el caso Dora, 285
145, 146 Riklin, Franz, 254, 262, 271, 371
represión(es), 105 Rilke, Rainer Maria: “Cinco cantos”, 394
- carácter inconsciente de la, 159-60, ritual(es)
461-62 - comida totémica, 373-74
- en el caso del pequeño Hans, 299-300 - disgustaban a Freud, 637
- examinada en Inhibición, síntoma y - neuróticos, 329; y religiosos, 475-76
angustia, 541, 542, 544 rivalidad entre hermanos, 179-80, 563-65
- por la cultura moderna, 151, 154, 159- - en el caso del propio Freud, 29-30,
61, 180-81, 383, 607-9 127, 172-73, 359«, 559, 563-65
- y el material del sueño, 162-63 Rivers, W.H.R., 423
- y principio de placer, 448-49 Riviere, Joan
- y razón, 459-60 - Anna Freud y, 493-94«
“represión, La” (1915), 411-12 - como traductora, 517-19, 614-15 y «
reputación, de Freud - Freud sobre, 75-6
- 1902,167 - sobre los ojos de Freud, 188-89
- 1915,347-48 - su análisis con Jones y después con
- actitudes del propio Freud con respecto Freud, 491-92
a su, 430-31, 507-8, 511-12, 527 y n, Roback, A.A., 665«
698-99, 711» Rodker, John, 707
- después de la Primera Guerra Mundial, Róheim, Geza, 513
426, 433-34 Rokitansky, Karl, 568-70
- en Inglaterra, 698-700 Rolland, Romain, 508, 605-6, 638, 668
resistencia(s), 97-99, 341-42, 345, 461-62 Roma
- a hacer consciente lo inconsciente, - deseo de Freud de visitar, 142, 163-64,
159-60 170-71
- a la interpretación del analista, 289 y - importancia de, para Freud, 204-6, 357
n, 290, 341 - visitas de Freud a: 1901, 166-67; 1913,
Indice analitico [911]

358; 1923, con su hija Anna, 473-75, Sauerlandt, Max, 358


478-79; con Ferenczi, 640 Saussure, Raymond de, 557, 699
Roosevelt, Franklin D., 690-91 Sayers, Dorothy, 199
Rosanes, Ignaz, 112 Schaeffer, Albrecht, 717
Rosenberg, Ludwig, 637 Schemer, Karl Albert: La vida de los
Rosenzweig, Saúl, 583« sueños, 137
Rousseau, Jean-Jacques, 369-70 Schilder, Paul, 125«
- Confesiones, 161 Schiller, Friedrich, 71, 159-60, 199, 387-
Royal Society (Londres), 678, 698 88, 432-33
Rusia Schliemann, Heinrich, 205, 370
- sentimientos de Freud acerca de, 398-99 Schmideberg, Melitta, 520
- y la Primera Guerra Mundial, 392-96, Schnitzler, Arthur, 38«
398 y n, 399-400, 417, 421 - El camino a lo abierto, 170-71
Véase también Unión Soviética - Freud y, 162, 199
Russell, Bertrand, lord, 508 - mujeres retratadas por, 567-69
- y el antisemitismo, 44-5, 170-71
Sachs,Hanns, 211, 261-62, 513-16, 675- - y la Primera Guerra Mundial, 394-96
76, 715-17 Schopenhauer, Arthur, 159, 182, 411, 413,
- como analista lego, 548-49 439, 450
- e Imago, 354 Schreber, Daniel Paul
- sobre Freud: su colección de - el ensayo de Freud sobre, 318-26;
antigüedades, 203; y el trabajo, 353 interés personal de Freud en, 307, 320;
- sobre la revolución en Austria, 424 Jung sobre 320-21; el narcisismo
- y American Imago, 701-2 mencionado en, 384; papel de la madre
- y el Comité, 364 en, 562; y Tótem y tabú, 372
- y la Primera Guerra Mundial, 397-98 - Memorias de un neurópata, 278-84
Sadger, Isidor, 209-11, 384, 552-53, 560 passim
sadismo Schroeder, profesor, 599-601
- Adler vs. Freud sobre el, 254 Schuschnigg, Kurt von, 683-85
- en el caso del Hombre de los Lobos, Schwadron, Abraham, 678
328 Schwarzwald, Eugenie, 569
salud de Freud, la secretos
- cáncer. Véase cáncer de Freud - Freud y los, 356-57; sobre su
- corazón, 85, 470, 493-94«, 538-39, enfermedad, 470, 473-75, 709
584, 613-15, 636, 697-98 - los niños y los, 357
- depresión, 104, 157, 164, 165-66, Segantini, Giovanni, 354
190, 258-59, 370, 460-61, 471, 584 Seguidores. Véase adherentes de Freud
- después de la Primera Guerra Mundial, Sellin, Ernst, 673, 714
425, 430-32 y n sentimientos de culpa
- dolores de cabeza, 84, 105, 316-17, - del superviviente, 116 y «, 117, 699-
369, 384 700
- en la década de 1920, 466-78, 496-98, - en Hamlet, 356
584-86 - fuentes de los, 368, 613-14
- fatiga, 415, 416, 431-32, 452 - inconscientes, 128-29, 463-65
- la Chronik sobre la, 614-15, 708 - Klein sobre los, 522-23
- 1936-39, 678-79, 701-3, 708, 710, - Primera Guerra Mundial y, 416
715- 20; enfermedad terminal y muerte, - provocados por el crimen originario
716- 17. Véase también cáncer de Freud (Tótem y tabú), 374, 375-78
- problemas intestinales, 247-48, 630- - y el complejo de Edipo, 377-78. Véase
31, 636 también complejo de Edipo y conflictos
- quejas de Freud, 191«, 416-17 edípicos
- y su capacidad de trabajo, 357, 476-77, - y pecado original, 378-79
600-1, 638 servicio militar de Freud (1879-80), 60-1
Véase también hábito de fumar de Freud sexos, diferencias entre los, 64
Salzburgo, congreso de psicoanalistas en - desarrollo del superyó, 465-66«, 573-
(1908), 252, 283 74
satisfacción demorada, 162-63, 382, 447- - en el placer (sexual), 577
48 - en la maduración sexual, 572-77;
[912] Indice analitico

complejo de Edipo en, 144, 573, 576 - Hamlet, 128-29, 356, 336-63
- fuerza y resistencia relativas, 695-96 y - Macbeth, 357, 718-20
n - Rey Lear, 356, 367, 483-84
- orígenes sexuales de las, 574-75 Sharpe, Ella Freeman, 548
sexualidad Shaw, George Bemard: El dilema del
- desarrollo de la (normal), 178-79. doctor, 470
Véase también desarrollo de los niños Sidis, Boris, 231
- en la psicología de las masas, 454-55 Silberstein, Eduard, 45-6
- restringida/reprimida por la cultura - cartas de Freud a, 46-7, 50-2, 55-6, 59-
moderna, 151, 154, 159-61, 180-81, 60, 585-86
383, 607-8 Simmel, Emst, 514, 657
- temprano interés de Freud por la, 56- Simmel, Georg, 578
7», 172-73 Singer, Charles, 703-5
- teoría de la, 173-82; como subversiva, sionismo
180-82 - en Austria, 40-1
- supuesta ubicuidad de la, en la teoría de - Freud y el, 663-64 y »
Freud, 180-82, 386, 501-4, 598, 714 - los hijos de Freud y el, 665-67
Véase también Tres ensayos de teoría Slap, Joseph William, 298»
sexual Smith, W. Robertson, 371, 373, 375-79,
sexualidad adolescente, 179-81. Véase 588
también desarrollo de los niños sobredeterminación, concepto de, 119»
sexualidad de Freud, 194-97 “Sobre el psicoanálisis ‘silvestre’ ”
- cirugía y (1923), 475-76 (1910), 335-36
- en sus relaciones con colegas, 114-15, “Sobre la coca" (1884), 68-70
240-41, 314-17 Sobre la concepción de las afasias (1891),
- matrimonial, 85,194-96 88
- su prolongado compromiso, 63 - respuesta de Breuer, 93-5
sexualidad femenina, 562, 569-77 “Sobre la dinámica de la transferencia”
- Abraham vs. Freud sobre la, 219», 559 (1912), 341-42
- artículo de Freud sobre la (1931), 563- “Sobre la iniciación del tratamiento”
64 (1913), 337-41
- parcialidad de los analistas varones “Sobre la sexualidad femenina” (1931),
sobre la, 578 y n, 579 563-64, 576
- pasividad, 564-66, 570-71 Sobre los sueños (1901), 145», 172-73,
- placer, 577 415
- orgasmos clitoridiano y vaginal, 558- socialismo y socialistas
577 - en Austria, 40-1; década de 1930, 659,
sexualidad infantil 660; y el movimiento feminista, 567-69
- Adlervs. Freud sobre la, 254, 327 - Freud sobre, 610
- caso del Hombre de los Lobos, 327, - y la Primera Guerra Mundial, 390-91
328-33 sociedades y asociaciones psicoanalíticas,
- caso del pequeño Hans, 296-301 512-13. Véase también Asociación
- conferencias de Freud sobre la, en la Psicoanalítica Internacional, Sociedad
Clark University (1909), 247 Psicoanalítica de Viena, Sociedad
- en el “Leonardo”, 314-15 Psicológica de los Miércoles
- en La interpretación de los sueños, Sociedad Psicoanalítica de Berlín (fundada
176-78 y n, 485» en 1908), 215
- en los Tres ensayos, 178-81 Sociedad Psicoanalítica Británica (British
- Fliess y la, 83 psycho-Analitical Society), 512-13
- primeros enfoques freudianos de la, Sociedad Psicoanalítica de Budapest, 512-
120, 174-78 y» 13
- resistencia a la concepción freudiana de Sociedad Psicoanalítica de Londres. Véase
la, 229-30 London Psycho-Analytic Society
Seyss-Inquart, Arthur, 683-85 Sociedad Psicoanalítica de Nueva York.
Shakespeare, William, 114, 199 Véase New York Psychoanalytic
- autoría/identidad de, Freud sobre la, 711 Society
y », 714-15 Sociedad Psicoanalítica de Viena
- El mercader de Venecia, 356, 367 - Adler y la, 253,256-62
Indice analitico [913]

- Andreas-Salomé y la, 227-28 - y la controversia Freud-Adler, 259-60


- Anna Freud se convierte en miembro de - y la Sociedad Psicológica de los
la (1922), 487-88 Miércoles, 206-8, 210, 211, 250-51
- Beata Rank se convierte en miembro de - y la Sociedad Psicoanalítica de Viena,
la (1923), 528 259-62, 270-71
- conferencias de Freud en la, 314-15, - y los símbolos oníricos, 145, 206
368, 380-81, 569-71 Stendhal
- criticada en el congreso de Nümberg - Amor, 633
(1910), 255 - Luden Leuwen, 633
- emigración de los miembros (1938), Sterba, Richard, 434, 693
693 Steme, Laurence, 151-52, 294«
- en la Primera Guerra Mundial, 397-98 Strachey, Alix, 478, 513-16, 538, 584
- miembros de la, 211; mediocridad de - como traductora, 517-19
los, 211-13, 227-28, 250, 355, 380-81 - sobre Klein, 519-22
- organización de la (1908), 210-11 Strachey, James, 518, 519, 584
- Otto Rank y la, 529-30 Strachey, Lytton, 508
- su status en el movimiento Stresemann, Gustav, 500
psicoanalítico internacional, 255-56 Strindberg, August, 199
- y el análisis lego, 546-48 Stross, Josefine, 696, 719
- y la incorporación de mujeres, 560 Struck, Hermann, 309
Véase también Sociedad Psicológica de Strümpel, Adolf, von, 104
los Miércoles Subconsciente e inconsciente confundidos,
Sociedad Psicológica de los Miércoles, 505 y «
206-10 sublimación de las pulsiones sexuales,197,
- Freud y la: su liderazgo, 206-7; el 323
provecho que le reportaba, 206-7, 283 - en el “Leonardo” de Freud, 312-14
- inicios de la (1902), 167, 206, 207 sucesores, de Freud
- miembros de la, 206-8; prominentes, - Jung propuesto como sucesor, 237-9,
208-9; su papel en el apoyo a Freud, 256«, 261-62, 274-75
206-7 - su preocupación por los, 236, 255-56 y
- Rank como secretario de la, 208 «, 268-70, 529
- reorganizada (1908), 210-11 sueño de la inyección de Irma, 70«, 107-
- reuniones, 208-10 15, 137
Véase también Sociedad Psicoanalítica - interpretación de Freud, 108-115, 155
de Viena - texto, 110-11
Sociedad Vienesa de Psiquiatría y sueño de la monografía botánica, 70«,
Neurología, 171 142, 143, 146
Sófocles sueño del conde Thun, 46-7«, 142-43
- Edipo en Colana, 492-93 sueño "Non vixit", 51-9, 147-48
- Edipo rey, 128-29, 186 sueños
soledad profesional de Freud. Véase - análisis de los. Véase sueños,
aislamiento de Freud interpretación de los
Sperber, Hugo, 688 - artículos de Freud sobre los, 409, 440-
Spielrein, Sabina, 444-45« 41
Spitteler, Cari: Imago, 355 - como realización de deseos, 108-9,
Spitz, René, 513 111-12, 135, 137-38 y n, 139-40 y«,
Stahl (librero), Berlín, 679 144, 148, 160-61, 162-63,275-76
Starr, Moses Alien, 231 - conferencias de Freud sobre los, 414,
Stegmann, Amold, 324 415, 440-41
Steinach, Eugen, 477 - de angustia, 139-40 y n
Steiner, Maximilian, 208, 468 - de Anna Freud, 487, 489-90, 490«
Stekel, Wilhelm - de los niños, 138-40, 155
- El lenguaje de los sueños, 251 - Jung contra Freud, sobre los, 275-76
- Freud y, 206 y «, 207, 221«; ruptura - Pótzl sobre los, 583«
con Freud, 270-71; irritativo para - proféticos, 495-96
Freud, 250-51, 258-59, 270-71 - recurrentes, 142
- y el Zentralblatt für psychoanalyse, - “restos diurnos” en los, 140-42
256, 259-60, 270-7 - teorías de los, antes de Freud, 136-7
[914] Indice analitico

- traumáticos, 138« también Tótem y tabú


- William James sobre los, 247, 248 Taine, Hippolyte, 454
- y telepatía, 138« “talking cure” (“cura por la palabra")
sueños de Freud, 108-9 - Breuer y la (el caso de Anna O.), 91-2
- conde Thun, 46-7«, 142-43 - compromiso de Freud con la, 97-8, 133
- de la inyección de Irma.Véase sueño de - el caso de Elisabeth von R., 97-9
la inyección de Irma Tánatos y Eros, 449-51, 459-61. Véase
- en la cervecería de Padua, 603-5 también pulsión de muerte
- en la Primera Guerra Mundial, 400-1 Tansley, sir Arthur: The New Psychology
- eróticos, 122, 194-95 and Its Relation to Life, 511
- en su autoanálisis, 126 y n Tasso, Torcuato: Jerusalén liberada, 449
- interpretados, 195-96; en La Tausk, Víctor, 211, 223-24, 227, 270
interpretación de los sueños, 57-9, - su suicidio (1919), 437-39
70«, 107-9, 142-43, 148, 155-56, técnicas psicoanalíticas. Véase método y
561; por Jung, 262-63 técnicas psicoanalíticos
- la cocaína en los, 70 telepatía, Freud y la, 443, 494-97
- monografía botánica, 70«, 142, 143, teología, Freud y la, 52-4. Véase también
146 creencias religiosas, Freud y las;
- “Non vixit", 57-9, 147-48 catolicismo romano: actitud de Freud
- sobre la “cuestión judía” (1898), 663- con respecto al
64 teoría de la seducción, 118-24, 153«, 174-
- sobre su madre, 561 75, 291, 647-48
- su renuencia a completar la teoría psicoanalítica
interpretación, 155-56, 649-50 - desarrollo de la, 129-31, 379-88;
sueños, interpretación de los, 138-48 Breuer y la, 89, 133, 247; influencia
- como “camino real al inconsciente”, del material autobiográfico de Freud,
134, 158-60 117-18; influencia de la práctica médica
- contenidos manifiesto y latente, 138- de Freud, 149, 295-96, 583 y «; en La
40, 140-41 interpretación de los sueños, 134, 148;
- el trabajo del sueño en la, 144-47, 330 en la “Psicología para neurólogos”,
- en el caso del Hombre de los Lobos, 105
328-30 - la metapsicología en la, 408-14
- en el caso Dora, 286, 290-91, 295-96 - papel de la sexualidad en la, 180-82,
- símbolos en la, 145, 319« 386, 501-4, 598, 714
Véase también sueños de Freud: - popularización(es) de la, 500-4, 510-
interpretados; interpretación de los 11; realzadas por el propio Freud, 414-
sueños, La 15, 544-46, 701-2
suicidio, 418-19 - rechazo e impopularidad de la, 81-82;
- Freud y el, 470 277-31, 242-43, 256, 286, 501-4,
superstición, Freud y la, 84, 157-59, 172- 504-5, 669; antisemitismo y, 241-42,
73, 176-77, 594, 714-15 626-27«, 668, 669
superyó, 419-20 y n, 456, 462-66 - verificación experimental de los datos
- de las mujeres, 576-77 clínicos de la, 583«
- diferente desarrollo del, en varones y Véase también mente, teorías freudianas
niñas, 465-66«, 573-74, 575 de la
- Jones sobre el, 465-66 testamento legal de Freud, 474-75, 678-79
- Klein sobre el, 521-23 y"
- y civilización, 612-14 Thomdike, Edward L., 242-44
- y conciencia moral, constrastados, 463- Thurber, James: Is Sex Necessary?, 509-11
64 Tótem y tabú (1913), 368-80
Véase también ideal del yo - el complejo de Edipo examinado en,
Swovoda, Hermann, 186-87 144
Syrski, Simone de, 55-7 - interés personal de Freud en, 378-80
- Jung y, 264-65
tabú del incesto - puntos débiles de, 376-80
- en Tótem y tabú, 368, 372 - redacción de, 368-70
-Jung contra Freud sobre el, 265-66 - traducción hebrea de, 664-65, 668
tabú(es), 368, 372, 375-76, 610. Véase - y respuestas a, 371, 376-8; de los
Indice analitico [915]

seguidores de Freud, 370-71 Twain, Mark, 199, 200


- y su Psicología de las masas, 453 Tylor, sir Edward Bumett, 371
tótem y totemismo, 372-73, 375-78
- comida totémica, 373-77 Unión Soviética
- la Sagrada Comunión como, 712 - comunismo de la, 611
trabajo, Freud y el, 189, 353, 419-20, - opinión de Freud sobre la, 611-13
434-35, 437-38, 440-41, 497-98, 606- Véase también Rusia
7 Universidad de Viena
traducciones de las obras de Freud, 503-4, - cátedra de Freud en la, 167-71
517-18, 660 - conferencias de Freud en la, 189, 191,
- al hebreo, 663-64n, 665, 668, 706 414-15
- al inglés, 245-46, 517-19, 704-5, 711 - estudios de Freud en la, 51-61
- de El porvenir de una ilusión, prohibida Urbantschitsch, Rudolf von, 208
en la URSS, 595n URSS. Véase Unión Soviética
- de las conferencias de introducción al
psicoanálisis, 415 Vacaciones de Freud, 189-90, 351, 466-67,
- de Moisés y la religión monoteísta, 674-76
704-6, 711 - limitadas por la mala salud, 636
- de Psicología de las masas, 442-43n, - pacientes analíticos y, 466-67, 467n
665-66 Véase también Bad Gastein, Bellevue,
- de Tótem y tabú, 664-65, 668 villa de descanso; Berchtesgaden
- por Brill, 245-46, 517-18 valores culturales, preservados por el
traducción por Freud de John Stuart Mili, superyó, 415
60-1 vejez
transferencia, 75-6, 342-45, 347-48 - actitud de Freud con respecto a la, su
- analistas mujeres y la, 560 obsesión con ella, 165, 188, 255, 256,
- de Freud, 57-8, 84-85 353n, 415-16, 434-37
- de Jung con Freud, 240-41 - de Freud, 496-98, 584-86, 678-79; su
- en el caso Dora, 292-94, 342 vitalidad durante la, 493-98, 696-97
- en el proceso analítico, 341 Véase también muerte de Freud,
- Ferenczi y la, 642 actitudes de Freud con respecto a la
- Jones y la, 491-92 muerte
Véase también contratransferencia Venecia, visitas de Freud a, 166, 482-83
transitoriedad, Freud sobre la, 197n Vere, Edward de, conde de Oxford, 711
transmición del pensamiento, 495, 496n verificación experimental de las teorías
trauma del nacimiento (Rank contra Freud psicoanalíticas, 583n
sobre el), 527-28, 530, 531-533, 535- Verlag. Véase editoriales psicoanalíticas:
36, 541n, 542-43 Verlag
Traumdeutung, Die. Véase interpretación viajes de Freud
de los sueños, La - a Atenas, 190
Tres ensayos de teoría sexual (1905), 134, - a Estados Unidos, 242-43
173-82 - a Inglaterra, 54-6, 294-95, 695-97
- ampliado en ediciones sucesivas, 180- - a Grecia, 116
81 - a París, 72-7
- la sexualidad femenina examinada en, - a Roma, 165-66, 172-73, 358, 473-75
570-72 - a Trieste, 55-7
- primer ensayo (sobre las desviaciones y - a Venecia, 166, 482-83
perversiones sexuales), 177-79 - con Minna Bemays, 103
- respuesta crítica, 228-29 - por vía aérea, 659
- segundo ensayo (sobre la sexualidad - restringidos por la enfermedad, 516-17,
infantil), 178-81 658, 635-36, 638
- traducciones, 465 vida cotidiana de Freud, 189-90, 349.
- y el caso del pequeño Hans, 295-96 Véase también vida doméstica de Freud;
Trotter, Wilfred, 218n, 453, 454 práctica privada psicoanalítica de Freud:
- Instincts ofthe Herd in Peace and War, programa diario
454 vida doméstica de Freud, 100-3, 192-95,
Tuke, D. Hack: Dictionary of 349, 351-53
Psychological Medicine, 541-42 - durante el noviazgo, 66-7
[916] Indice analitico

- Freud como centro de la vida familiar, 85 - en el cumpleaños 83s, 711


- muebles hogareños, 198-99 - en la enfermedad y la vejez, 600-1,
- regularidad de la, 189-90 640, 660-62, 677-78; en Londres, 701-
- su gusto por la, 87 4, 707-8, 715-18
- y las observancias religiosas, 665-67 - sus hijos y los, 225 y n, 238-9
Véase también creencias religiosas, - vitalismo, 58-9
Freud y las vocabulario psicoanalítico
vida familiar de Freud. Véase vida - abuso del, por los primeros analistas,
doméstica de Freud 273-74
vida privada de Freud. Véase vida doméstica - aportes de Jung, 234
de Freud; autorrevelación de Freud - en el uso general, 504-5; narcisismo,
vida social de Freud 385; mal uso, 501-2
- en París (década de 1880), 75-7 Voltaire, François Marie Arouet de, 200,
- en su cincuentena, 189, 190 596, 672
vida y civilización modernas, tensiones y
presiones de la, 151, 154, 159-61, Wagner-Jauregg, Julius von, 170
180-81, 383, 607-9 Wagner, Richard: Los maestros cantores,
Viena 201, 202
- clima de opinión sobre el Waldinger, Ernst (sobrino de Freud), 189
psicoanálisis, 500-2, 504-6, 639, 669, Wallas, Graham, 389, 510
690, 707 Wassermann, Jakob, 21n, 508
- la casa de Freud en, Véase Berggasse Weber, Helene, 568
19, Viena Weber, Max
- la decisión de Freud de partir de, 691; - La ética protestante y el espíritu del
partida (4 de junio de 1938), 628-29; capitalismo, 190, 588-89
efecto emocional en él, 697-98; su - sobre Moisés, 673
resistencia a irse, y sus Weimar, Congreso de psicoanalistas de
racionalizaciones, 658-62, 676-77, (1911), 226, 261-63
682-85, 691-92; y las hermanas que se Weimar, República de, 498-500, 653-54
quedaban, 697-700, 706; apoyo Weininger, Otto, 186-87, 188 y n
movilizado para, 690-91 - Sexo y carácter, 186
- la familia Freud se muda a (1860), 30-1 Weiss, Edoardo, 211, 491-92, 499n
- los judíos en: a fines del siglo XIX, 37- Weiss, Ilona. Véase Elisabeth von R.,
45; a principios del siglo XX, 170-71; caso
en la década de 1930, 658, 659, 682-89 Wells, H.G., 661, 704
- los sentimientos de Freud sobre, 32-33, Weygandt, Wilhelm, 230
54-5, 171-72 White, Andrew Dickson: The History of
- situación cultural de, a fines del siglo the Warfare of Science with Theology
XIX, Freud y la, 162 in Christendom, 594n
- transformación de, a fines del siglo White, E.B.: Is Sex Necessary?, 509-11
XIX, 41-2 White, William Alanson, 121n, 638
- tumultos (1927), 654 Whitehead, Alfred North, 622
Véase también adherentes de Freud: Wiesbaden, Congreso de psicoanalistas de
vieneses; Berggasse 19, Viena; (1932), 647-49
Hospital General de Viena; Universidad Wiley, John Cooper, 690-692, 694
de Viena Wilson, Hugh Robert, 691, 694
Viereck, George Sylvester, 500 Wilson, Woodrow, 419, 422, 425
Vinci, Leonardo da - Freud y, 425-26, 615-25; las razones de
- el ensayo de Freud sobre, 308-15, 366- Freud para colaborar con Bullitt sobre,
67 623 y n, 624-25; conclusiones
- el retrato de Monna Lisa, 310-13 psicoanalíticas, 622-23
- Freud se identifica con, 171-72, 200. Williams, Frankwood, 5Í0n, 629-30
308, 312-13 Wise, Stephen S., 503
- Santa Ana, la Virgen y el Niño, 308, Wittels, Fritz
312-14 y n - en Estados Unidos, 599-600
Virchow, Rudolf, 59 - sobre Breuer (Freud responde), 95-6
visitantes de Freud - sobre el estatus de las mujeres, 569-70
- en el cumpleaños 80s, 677-79 - sobre Freud, 206n; aspecto físico, 188,
Indice analitico [917]

189; la elección de carrera, 48-50; y la 380-82, 446-47, 455


cocaína, 70; y la pulsión de muerte, -en El yo y el ello, 458-59, 461-64
442-44; sentimientos de inferioridad, yo y el ello, El (1923), 442-43, 456-66
51-2n; el estilo de sus conferencias, - redacción de, 456
191, 283
- sobre Krauss y Die Fackel, 251-52 Zentralblatt für Psychoanalyse, 256, 259-
- sobre Stekel y Freud, 25 ln 60, 270-71
- y la Sociedad Psicológica de los Ziehen, Theodor, 228-30, 326
Miércoles, 209, 210 Zola, Emile, 199, 454
Woolf, Leonard, 707 zonas erógenas, 178-84
Woolf, Virginia, 707 Zuckmayer, Cari, 686
Woodsworth, William: Preludio, 412 Zweig, Arnold, 677-78, 682-83, 703-4
Wulff, M., 373 Zweig, Stefan, 86n, 504-5, 509-10, 701-4
Wundt, Wilhelm: Vôlkerpsychologie, 371 - sobre el papel de las mujeres austríacas,
568-69
Yahuda, Abraham Shalom, 699-700, 714 - tributo de cumpleaños a Freud (1936),
yo 678-79
- aspecto inconsciente del, 461-66, 500-1 - y la Primera Guerra Mundial y su estela,
- desarrollo freudiano del concepto del. 394-95, 427, 433-35
«La mejor biografía de Freud publicada hasta ahora: una biografía que permane­
cerá como definitiva durante mucho tiempo.»
Jim Miller, Newsweek

«La biografía de Freud que ha elaborado Gay es una obra maestra, e incluso po­
demos decir que una obra maestra de la más selecta literatura.»
Martin Grotjahn, American Journal of Psychotherapy

«Espléndida... Prácticamente todas las referencias que proporciona Gay proce­


den de fuentes de primera mano. Todo ello otorga al libro una deliciosa frescura
y una maravillosa transparencia. No podrá impedir sentirse atrapado por su
tema.»
Richard Woi.lheim, New York Times Book Review

«Definitiva... Los comentarios de Peter Gay no pueden ser más lúcidos, y sus in­
cursiones en el trasfondo histórico son enormemente reveladoras.»
D. M. Thomas, Washington Post Book World

«Fascinante... L n retrato espléndido e imprescindible de un gran hombre... Esta


biografía hará historia.»
Stephen Becker, Chicago Sun Times

«Absolutamente hechizante... Una de las virtudes de esta biografía es el lúcido y


sucinto análisis que efectúa Gay a partir de los textos esenciales de Freud.»
Michiko Kakltani, New York Times

Peter Gay ha demostrado con Freud que una biografía construida con habilidad
puede convertirse en una obra de arte.»
Jonathan Sharp, San Francisco Chronicle

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