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IDEAS

27/07/15

Imagen literaria de la Historia


Novela histórica. Un género que ha servido para acercarse al pasado
necesita clarificar que lo suyo es un trabajo ficcional, sostiene el
prestigioso historiador.
POR JOSE CARLOS CHIARAMONTE

Il Gatopardo según Luchino Visconti. En la novela, Giuseppe Tomasi di Lampedusa habla de la Italia de
fin de siglo XIX y principios del XX.

Símbolos de una libertad creadora

El estatus de la novela histórica sigue siendo ambiguo, más aún cuando el autor
pretende reforzar el valor de su ficción apoyándose en fuentes históricas que lo
avalarían, falso recurso para la credibilidad de lo relatado e innecesario para la
calidad de la obra. Si una novela histórica tuviese valor sería por su calidad
literaria, no por su fidelidad a la historia. La literatura no necesita respetar la
historia; si no fuera así, Shakespeare o Borges deberían ser condenados. Lo que
sí debe preocuparnos, en cambio, es que el público lector confunda novelas
históricas con obras de Historia.

Pero si descartamos la atribución de valor histórico a obras de ficción con tema


histórico, puede surgir una crítica a las consideraciones que acabo de efectuar.
Ella derivaría de posturas que suprimen la distinción de ficción e historia por
sostener que la historia no es más que otra forma de la ficción. Es decir que en
lugar de negarse valor, como testimonio científico del pasado, sólo a la novela
histórica, se lo negaría también a la misma Historia, privando así de sentido al
propósito de distinguir el valor histórico de ambos tipos de trabajos. De cierto
auge en tiempos recientes, esta postura es en realidad la extensión a la Historia
del viejo argumento de la reacción anti positivista de comienzos del siglo XX que
negaba la pretensión de las ciencias naturales de lograr un conocimiento “
objetivo” de la naturaleza.

El problema no ha sido ignorado por los historiadores, entre quienes se cuentan


partidarios de una y otra postura. Pero ahora no quiero concentrarme en su
presencia en la historiografía sino dedicar la mayor parte de lo que sigue a la
curiosa comprobación de que una buena parte de la popularidad del argumento
ha sido obra de la literatura y no sólo de trabajos de metodología o de filosofía
de la historia. Sucede que la afirmación de la subjetividad del conocimiento del
pasado encontró buena acogida incluso en escritores de primer nivel.

Advirtamos primero que no solía ocurrir lo mismo anteriormente. Por ejemplo,


antes del siglo XX, Alphonse Daudet, novelista más conocido por su Tartarín de
Tarascón, escribía en su novela El inmortal (1883): “El mundo envejece: la
Historia, esa memoria de la humanidad, sometida como tal a todas las
enfermedades, debilidades y lagunas de la memoria, debe siempre apoyarse en
textos y en documentos originales, refrescándose, y subiendo a las fuentes, so
pena de errar o repetirse.” En esta anticipación de uno de los temas más
recurridos por los historiadores de los últimos tiempos, a la Historia como
memoria de la humanidad, pese a sus imperfecciones, se le otorgaba aún el
crédito de poder acceder a la verdad de lo ocurrido en el pasado.

No habría de ser así cuando la literatura del siglo XX incorporara puntos de


vista afines a las nuevas corrientes anti positivistas. Al amparo de nuevas
doctrinas filosóficas, no necesariamente congruentes entre sí en otros aspectos,
como por ejemplo las de Henri Bergson y Benedetto Croce, la historia será
entonces considerada como una subjetiva construcción de la realidad según
preferencias personales del historiador. El pasado “tal cual fue” sería así
incognoscible. La historia, afirmaba Croce, es siempre historia contemporánea.
“Los requerimientos prácticos que laten bajo cada juicio histórico, dan a toda la
historia carácter de ‘historia contemporánea’ por lejanos en el tiempo que
puedan parecer los hechos por ella referidos; la historia, en realidad, está en
relación con las necesidades actuales y la situación presente en que vibran
aquellos hechos.” Por ejemplo, un escritor de la primera mitad del siglo XX, de
merecida fama, el Nobel italiano Luigi Pirandello, comenzaba así uno de sus
más ingeniosos relatos: “Es en mí vieja costumbre conceder audiencia todos los
domingos por la mañana a los personajes de mis futuras novelas.” Uno de esos
personajes, con los que finge conversar, se dedicaba con ahínco a leer libros de
historia, por motivos absurdos pero con el mérito, a juicio de Pirandello, de
haber advertido que la historia no es conocimiento objetivo sino “composición
ideal de elementos recogidos según la naturaleza, las antipatías, las simpatías,
las aspiraciones, las opiniones de los historiadores...” Esta afirmación de
Pirandello, no por teñida de humor menos válida para él, no era distante en su
contenido de la visión del joven Borges, cuando en uno de los capítulos de El
idioma de los argentinos (1928), lamentaba que la mayoría de los poetas
hubiesen “abdicado la imaginación en favor de novelistas e historiadores y
trafican con el solo prestigio de las palabras.” Esa desafiante afirmación no
parece estar formulada con intención similar a la del antaño famoso libro de
Wright Mills sobre la imaginación sociológica –esto es, como un estímulo a la
formulación de conjeturas en el curso de la labor científica–, sino en el poético
sentido de la ficción literaria. Posiblemente, Borges buscaba reivindicar en la
literatura el valor del argumento o, como hace tiempo se decía, del “contenido”,
equiparando de alguna manera a novelistas e historiadores y, por lo tanto,
colocando a éstos ante un desafío al valor científico de su obra.

La voluntad de subordinación del conocimiento del pasado al del presente se


presenta también a veces casi como una postura ética, como si estudiar el
pasado sin atender a sus nexos con el presente implicase una falla moral. Algo
de esto se percibe en un ensayo sobre Stendhal del autor de Il Gattopardo ,
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, que al destacar que las referencias de aquél a la
historia contemporánea eran continuas, agregaba que su autor “ha comprendido
que tratar de una época pasada sin referirse a la presente es como reducirla a un
objeto de museo: algo separado de nuestra vida y sin influencia sobre ella.” Pero
quien en la literatura ha expuesto este punto de vista con mayor elocuencia es
posiblemente el gran poeta y ensayista francés Paul Valery, en una alocución
dirigida a jóvenes alumnos de Liceo en julio de 1932. El discurso de Valery
comenzaba con un notable comentario de un conflicto historiográfico que ha
cobrado renovado vigor en los años 60 del siglo pasado. Valery destacaba la
hondura de la discrepancia existente entre algunos destacados historiadores
respecto de los hombres y sucesos de la Revolución Francesa, desacuerdo que
atribuía al hecho de ser la historia una musa y no una ciencia, porque a su juicio
el pasado era cosa totalmente mental, sólo imágenes y creencias. En historia –
agregaba– como en cualquier materia, lo que es positivo es ambiguo, lo que es
real se presta a infinidad de interpretaciones. Por eso, escribía en otro lugar que
“Flaubert, como su época, creía en el valor del ‘documento histórico’ y en la
observación directa del presente. Pero eran ídolos vanos.” A tal punto llevaba
Valery esa postura, que aplicó a la historia el principio de incertidumbre de
Heisenberg (1927) según el cual, en la física cuántica, en el proceso de la
investigación científica el observador de un fenómeno no podría conocerlo tal
cual es puesto que modifica la percepción del mismo al observarlo. Con evidente
referencia a ese principio, Valery declaraba “la imposibilidad de separar el
observador de la cosa observada, y a la historia del historiador”. Es de acotar
que Valery pasaba por alto que la incertidumbre que ese principio implicaba es
válida para magnitudes pequeñas y, por lo tanto, despreciable en el orden de las
magnitudes ordinarias de las investigaciones. Diferencias de magnitudes que,
además, no son propias de los materiales históricos.

En cuanto al efecto perturbador que provendría de la orientación ideológica o


religiosa del historiador, es decir, de su posible afinidad intelectual y emocional
con lo investigado, es de reconocer que se trata de un riesgo real, pero un riesgo
para el que desde hace mucho tiempo la metodología de la investigación en
historia provee elementos para neutralizarlo. Porque como observó el gran
historiador del mundo clásico, Arnaldo Momigliano, lo que distingue la
escritura histórica de todo otro tipo de literatura es que sus afirmaciones deben
ser sometidas al control de la evidencia. Momigliano ponía como ejemplo su
interés personal en la historia antigua judía que, admitía, era debida a su
identidad personal judía, pero cuyo producto debía ajustarse a la prueba con
evidencias: “Fuese cuales fuesen las consideraciones ideológicas que guían mi
investigación, yo debo ser juzgado por mi uso de la evidencia.” En un reciente
artículo sobre el estatus científico de la historia, comparada con otras disciplinas
(Ciencia Hoy, N° 135, 2013), recordábamos que la historia tiene como peculiar
característica la de reunir dos perspectivas intelectuales que suelen considerarse
incongruentes: el estudio de regularidades y la indagación y relato de
acontecimientos particulares. Me parece que es la segunda de esas cualidades de
la historia la que suele ser fuente de los grandes relatos que, con fundamentos
ideológicos, han intentado explicar el conjunto de la historia de un pueblo, y que
justifican impugnaciones como las que acabo de comentar. Pero es de observar
que ellas están ignorando la labor profesional de los historiadores -que en su
mayoría pertenecientes a las universidades, encaran su trabajo con recaudos
propios de una disciplina científica- y asimilándola ilegítimamente a las
construcciones ideológicas que siguen plagando la cultura histórica argentina y
de otros países.

José Carlos Chiaramonte es historiador, Instituto Ravignani, UBA/Conicet.

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