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Aquí moran dragones…

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Ilustraciones de cubierta e interior, J.E. Jácome Paz

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PRÓLOGO 1

Raúl Montesdeoca, escritor y adalid del pulp en español

El libro que tienes entre manos no es solo un puñado de buenas historias, lo cual de por
sí ya sería motivo suficiente para hacerse con él, sino que es también una estupenda
noticia. Personalmente creo que en un mundo en el que el entretenimiento está cada vez
más concentrado y monopolizado se hace necesaria la existencia de iniciativas como
Cementerio de Dragones para servir de contrapeso y ofrecer una visión distinta a la que
impera. Una vuelta a los orígenes sin renunciar a ser actual.

Simplemente el hecho de leer un libro con diversidad de puntos de vista y de estilos ya


es algo que debemos celebrar. Historias escritas porque a los autores les apasiona lo que
hacen, porque aman el género de fantasía. En las próximas páginas vas a poder ver por
tí mismo cómo se destila ese amor en cada párrafo.

En un momento en el que conceptos como “industria del entretenimiento” y “cultura


popular” son cada vez menos coincidentes es muy importante que siga habiendo una
resistencia para que vuelva a ser más cultura y menos industria. La frescura de leer un
texto que lo único que pretende es hacerte pasar un buen rato sin convencerte de nada,
que pretenda únicamente evadirte a un mundo de fantasía lleno de exotismo y aventura,
es impagable. Podrás viajar a lugares en los que los héroes son héroes y en los que
viviremos historias “más grandes que la vida misma”, como solían decir los clásicos del
pulp.

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Es una oportunidad magnífica de conocer a nuevos autores, algo de agradecer en un
mercado que se repite como el ajo y que prefiere explotar hasta la saciedad propiedades
intelectuales conocidas en vez de apostar por historias nuevas y originales. “Cementerio
de Dragones” es la antítesis de los productos formulaicos y sin alma que encontramos
por doquier cuando buscamos entretenimiento. Estoy seguro de que con un menú tan
variado y rico va a ser imposible que no encuentres algo que te guste en esta antología.
Para los propios autores es al mismo tiempo un modo de darse a conocer y de llegar a
un nuevo público. Bien saben los dioses que necesitan oportunidades y promoción para
ser visibles en este maremagnum en el que se han convertido las redes sociales, que hoy
en día hacen la misma función que la plaza del pueblo. Ignacio Castellanos ha hecho un
trabajo magnífico seleccionando el material que estás a punto de leer y deduzco que no
debe haber sido fácil porque los autores han sacado la artillería pesada. Ningún género
sobrevive mucho tiempo si no se escriben nuevas historias y en este libro hay autores
dispuestos a demostrar que la fantasía sigue y seguirá en buen estado de salud.

Es bueno saber que hay vida en la fantasía más allá de enormes trilogías que llevan
marcas comerciales muy conocidas. Aquí se demuestra que el género no está reñido con
los relatos cortos y que la fantasía puede venir en cualquier formato y no morir en el
intento.

Me hace especial ilusión que Ignacio haya pensado en mí para la realización de este
prólogo como fan de la fantasía en general que soy y también como apasionado de las
“dragonadas”, ese subgénero que tiene mucho en común con los juegos de rol y que nos
dan una visión más ligera, en las que prima la aventura y la presencia de los dragones
que le dan nombre. Ningún otro animal mítico se identifica tanto con la fantasía. La
presencia de esos magníficos reptiles despierta algo en el imaginario colectivo, quizás
algún vestigio en nuestra memoria genética de los tiempos en los que dinosaurios
dominaban la Tierra y que nos recuerdan que el ser humano todavía puede maravillarse
y al mismo tiempo sentirse muy pequeño ante la majestuosidad de esas criaturas de
leyenda. Su mera presencia, aunque sea en las sombras, los convierte de inmediato en la
amenaza suprema. Si se me permite el chascarrillo, todo mejora con dragones. Y tengo
el presentimiento de que aquí vas a tener una buena dosis de ello.

Pero el gozo que me produce ser el autor de este prólogo no se queda solo ahí. También
soy un apasionado defensor de cualquier iniciativa que tenga que ver con la cultura
popular y sin duda este proyecto cumple con creces en ese aspecto. Vaya por delante mi
admiración y mi apoyo a todos los autores que participan en esta antología, e incluyo
también a los que presentaron una historia y no fueron seleccionados. Son la primera
línea de defensa ante una cultura impuesta a golpe de talonario y al servicio de oscuros
intereses económicos o políticos. Es refrescante y da esperanza que en la coyuntura
actual gente como ellos siga manteniendo viva la llama de la verdadera fantasía, la que
solo pretende entretener y que nos evadamos de la realidad por un rato sin tener que

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atragantarnos con lecciones de moral o civismo. Para educar ya están los padres y los
profesores, aquí venimos únicamente a pasar un buen rato perdiéndonos en mundos
fantásticos en los que el adjetivo “épico” es la unidad de medida universal. Ánimo a
todos los que aportan su granito de arena para que en este género siga primando el amor
y la ilusión por lo que se hace, el camino no es siempre fácil y la desilusión hace mella
en un panorama demasiadas veces desolador. No desfallezcan, su labor es necesaria.
Somos la aldea de Astérix frente al Imperio Romano, pero contamos con nuestra poción
mágica.

Y vamos finalizando, que lo bueno de verdad se esconde en las páginas que vienen a
continuación. Espero sinceramente que lo disfrutes y que te anime a seguir leyendo más
literatura fantástica, espada y brujería y todo aquello que huela a épica. Porque tú,
lector, eres el combustible del que se alimentan todos estos sueños. Sin ti todo este
trabajo sería inútil. Muchas gracias a ti también y aún a riesgo de parecer pesado no me
puedo despedir sin volver a insistir en que ha sido un gran honor poder escribir estas
palabras.

¡Por el Honor y la Gloria, a la batalla!

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PRÓLOGO 2
Javier Carbonell, director del podcast Programa Gorrion.

Sábado por la tarde, a eso de las 5 de la tarde has quedado con tus colegas para jugar a
una partida de rol, a ese juego, Dungeons & Dragons, en casa de uno de ellos. Llevas
preparadas tus cosas: tu ficha de personaje que atesoras tanto, que tanto tiempo te ha
llevado desarrollar, y que tiene tanta solera en sus bordes y superficie con manchas de
grasa de ganchitos y patatas fritas; algunos dados chulos de plástico de esos de colores,
que también tienen brillos o cualquier otro distintivo, que compraste ocasionalmente en
alguna tienda del centro de tu ciudad, e incluso también alguna miniatura pintada lo
mejor que has sabido; bolsas de tus ganchitos preferidos y chucherías para compartir; y
un cómic/libro que estás leyendo o te has reservado ese fin de semana para el trayecto
en transporte público hacia la partida. Todas esas cosas más el hecho de que vas a
pasártelo en grande con tus amigos, viviendo una aventura, una manera de jugar
especial compartiendo con otros, todo eso, genera en ti previo al encuentro una
determinada emoción, que es difícil describirla con palabras pero que sabes que tiene
que ver con todos esos referentes culturales que te apasionan, más el sentimiento de
complicidad que vives al compartirlo con otros como tú y que suele ser tan divertido
(por aquí lo que buscamos es pasarlo de la mejor manera posible, ¿o no?, para malos
rollos ya tiene la vida cotidiana bastante). Pues esa emoción, esa sensación tan positiva,
o llámalo como quieras, es lo que me genera el saber y esperar que esta antología va a
llevarse a término y todos vamos a poder disfrutarla. Evidentemente estamos en otro
medio, el literario, y no el lúdico inmediato de cara a cara con otras personas para
desarrollar un juego de rol, así como también las personas participantes con sus escritos
y/o lectoras se encuentran aquí de otro modo, el virtual, a través de las redes de internet,
pero considero que ambos mundos no están tan apartados, ya que la temática,
permitidme llamarla de este modo, lo “dragonil”, es decir, las aventuras fantásticas de
corte medieval (a rasgos muy generales) es la misma en uno u otro campo. Al fin y al
cabo todo esto es un encuentro especial entre diversas personas para celebrar, festejar
algo que nos hace felices, que nos hace estar verdaderamente vivos compartiendo con

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los otros, ya sea en la narrativa de un juego cooperativo o en las narraciones que aportan
y leen las diversas personas que aquí se encuentran. E incluso, si lo deseamos también,
podremos intercambiar impresiones en internet como nunca antes se pudo hacer entre
tanta gente junta hace 20 o 30 años. La temática que nos reúne hoy aquí, lo dragonil,
tuvo y tiene su expresión en múltiples ramas, como son juegos de diverso tipo, novelas,
ilustraciones, cómics, videojuegos, películas y productos televisivos, e incluso toda una
corriente musical, y todo este maremágnum siempre ha estado cargado de diversos
homenajes y desarrollos muy diversos que se han ido retroalimentando unos a otros
hasta llegar a este día en el que lees esto, en el que probablemente la pantalla y además
táctil (quedando muy atrás ya en el tiempo ese viejo formato de libro de bolsillo), será el
soporte en el que disfrutes esta recopilación de relatos que bebe de todo eso, es decir,
leerás sobre las fantasías dragoniles acumuladas de, ya varias generaciones, que han
flipado y ambientado sus ratos lúdicos de espadas, magia, dragones, seres monstruosos
de todo tipo, muchas bolas de fuego e ilustraciones de tíos/tías buenorros/as (donde los
taconazos y los estilazos no están reñidos con la aventura) y que además ahora también
conviven con la diversidad y las nuevas tendencias de jóvenes que aún le encuentran el
gusto a eso de las aventuras en mundos de espada y fantasía, aunque ahora sea de
manera mucho más virtual y por ejemplo lanzar dados sea una aplicación del
móvil/dispositivo más. Pero aún teniendo en cuenta toda esa carga cultural, lo más
importante para mí, es pasarlo bien con todo esto, no hay nada más importante que eso.
Espero que lo que paséis muy bien con esta sucesión de relatos, que aprecio que Ignacio
ha coordinado con todo el amor que le tiene a la FANTASÍA, y que ahora mismo, antes
de comenzar la primera historia, estéis sintiendo esa emoción de sábado por la
tarde…no hay nada más importante, y ojalá sean muchas más.

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El Corazón del Bahamut
Jorge R. del Río

El cántico va in crescendo, el eco de las voces destempladas rebota en las paredes del
templo subterráneo, componiendo una sinfonía de locura. Se agitan las llamas en las
antorchas, provocan una danza de luces y sombras, de cuerpos contorneándose a los
pies del ídolo de piedra, en torno al altar de sacrificio.

Hacia donde me conducen.

No hay violencia en los acólitos enmascarados, apenas la dosis mínima de brusquedad


al empujarme sobre la gran piedra plana, previo arrancarme la túnica. No me molesta
estar desnuda, ni siquiera delante de una multitud, como es el caso; supongo que mi
tiempo como bailarina en algunos de los peores tugurios de Nueva Magnara sirvió para
curarme de espantos. Sólo que el público de entonces clamaba por mi cuerpo, y el de
ahora lo hace por mi sangre.

Los llaman thunn. Una raza degenerada, de piel gris y cuerpo encorvado, emparentada,
dicen los que saben, con los primeros hombres. Un traspiés en la escala evolutiva,
habría dicho el maestro Hieronimus, uno de los tutores de mi infancia. Un viejo
repelente, igualmente preferible al otro, ese cabrón regordete, siempre sonriente, al que
le gustaba meterme mano… ¿cómo se llamaba? Ah, es inútil; lo tengo en la punta de la
lengua, pero lo recordaré en el momento menos pensado.

Como sea, que los thunn se han montado todo esto en algún lugar bajo las Fauces de los
Dioses, la cordillera que parte en dos los Reinos Centrales, desde donde se dedican a
emboscar a los viajeros, matarlos y comérselos, con excepción de las mujeres jóvenes.
A nosotras nos sacrifican en honor a su Diosa. Una que veo representada como una
robusta matrona sin rostro, de cuerpo redondo y pechos hinchados, cuatro a falta de dos.
Mi tutor en materia de religión (el gordinflón que me manoseaba, cuyo nombre sigo sin
recordar) habría dicho que se trata de otro aspecto de la Diosa de la Fertilidad, esa que
en las Ciudades Estado de Kulkan es venerada bajo nombres como Ki, Dammu o

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Nindara, vinculada tanto a las cosechas como al nacimiento de hijos saludables. Una
versión oscura y primigenia de la faceta de la Madre, la Eterna Parturienta, presente en
prácticamente todos los cultos.

Pero me estoy yendo por las ramas, a veces me sucede y confío en que sepáis
perdonarlo.

Yo interpreto mi papel a la perfección, dejándome empujar sobre el altar, los ojos muy
abiertos, mirándolo todo con expresión aterrorizada. Mientras los acólitos me rodean y
el sacerdote, al que reconozco por el manto, confeccionado, lo mismo que la máscara,
en piel humana, les da una orden que resuena como un ladrido. El cántico se interrumpe,
y ellos me amarran muñecas y tobillos a los cuatro extremos de la piedra. Finjo
forcejear contra las correas de cuero, voy soltando una muy creíble retahíla de súplicas
y sollozos en lo que mis ojos recorren el ídolo de piedra, hasta dar con aquello que
busco. El objetivo detrás de todo esto, por lo que me hice capturar.

Paso del montón de cráneos que me devuelven miradas de cuencas vacías y amarillentas
sonrisas descarnadas, fijándome en el destello ambarino que arrancan las antorchas,
proveniente del abultado vientre de la Diosa, y del cristal engarzado en él. El Corazón
del Bahamut, la joya que hemos venido a buscar. Por la que Ojos Amarillos contrató
nuestros servicios.

Sí, he dicho “nos” y “nuestros”. Porque, ¿no habréis pensado que vine sola, o sí?

Grito al sentir el arañazo a lo largo del pecho; me muerdo la lengua para no soltar el
insulto soez que venía a continuación, y que flaco favor habría hecho por mi papel de
damisela indefensa. Ha sido el sacerdote, él y su larga, afilada y mugrienta uña con la
que acaba de cortarme. Sus seguidores enloquecen al ver aparecer la sangre, poniéndose
a aullar como perros famélicos.

El cántico se reinicia. Treinta o más gargantas, entre machos adultos, hembras y algunas
crías, sus voces unidas en una letanía que es, al mismo tiempo, un llamado.

Luego, Eso aparece.

Se descuelga desde el techo con movimientos ondulantes, enroscándose en torno a la


cabeza sin rostro del ídolo. Y esta vez no tengo necesidad de fingir, pues mi expresión
de terror es por completo auténtica. La multitud se enfervoriza al verlo llegar, atraído
por mi sangre; es una especie de ciempiés gigante, de cuerpo segmentado y curvas
mandíbulas que chasquean en el aire.

Y es también, al menos para ellos, el heraldo de su Diosa, que viene a recoger su


sacrificio.

Suficiente de jugar a la dama desvalida, que no doncella, qué va; utilizando una técnica
aprendida a Shiram (uno de mis asociados, que vienen con una muy inoportuna demora)
me disloco el pulgar izquierdo, lo que permite a esa mano escabullirse de las ligaduras.
Aunque parece doloroso, no lo es tanto; lo es más cuando devuelves el hueso a su lugar.
Maldigo al hacer justamente eso, y libero mi otra mano, la derecha. El sacerdote y los
acólitos chillan, rabiosos, pero no se atreven a acercarse.

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Pues el ciempiés ya está casi sobre mí.

Entonces llega una conmoción proveniente del otro lado de la recámara: empellones,
gruñidos y gritos, sobre los que se impone el vozarrón de Gunnar, el tercero de nuestra
pequeña sociedad:

—¡Aguanta, Val! ¡Ya estamos aquí!

Son Gunnar y Shiram los que irrumpen por detrás, repartiendo estocadas y mandobles a
diestra y siniestra, abriéndose paso como un vendaval a través de los thunn. La sorpresa
y el empuje se imponen, de momento, a la superioridad numérica, y los humanoides
salvajes retroceden, acosados por el acero que desgarra sus carnes y provoca estallidos
de sangre. Yo aprovecho el instante de distracción para liberar una de mis piernas y, de
inmediato, soltarle una patada al acólito que tengo más cerca. El enmascarado cae
encima de los otros, yo alzo la vista para encontrarme con la faz del insecto gigante, que
cuelga suspendido por encima. Una brillante gota de baba se desprende de sus
mandíbulas, me aparto a tiempo para verla humear al contacto con la piedra,
estremeciéndome de pensar en sus efectos sobre mi piel.

—¡Cógela, Val! —me grita Shiram, el hombre esbelto y moreno, de cabeza rapada y
ojos oblicuos, al tiempo que me arroja el arma. Un puñal de hoja curva, que vuela por
sobre las cabezas de los thunn, y que atrapo por la empuñadura. De un tajo corto la
correa restante, la de mi tobillo izquierdo, luego ruedo fuera del altar, y del alcance del
engendro y de sus mandíbulas babeantes.

Me revuelvo cortando, rasgo el vientre de un acólito que intenta sujetarme, acuchillo a


otro en el rostro, a través de la máscara de piel humana. Shiram y Gunnar siguen
provocando estragos.

—¡Contemplad cómo mueren a mi paso! —oigo recitar al gigante rubio, de espesa


barba trenzada, mientras eleva la descomunal hacha y la deja caer sin pausa—. ¡Vedlos
desfallecer bajo la fuerza incontestable de mi brazo!

Así es, Gunnar es un bardo. O, como le gusta llamarse a sí mismo, un escaldo, una
especie de poeta guerrero. Aunque, para ser sinceros, se le da mucho mejor partir
cabezas que componer sonetos. Preguntadle sino a los pobres thunn que va machacando
a su paso.

Shiram es otra historia. Nacido en el lejano Mudai, tierra de pirámides escalonadas


abrazadas por la jungla, de secretas pagodas donde se adora al temido Dios Chacal, fue
criado y entrenado por una secta que lo convirtió en un arma viviente. Maestro de
asesinos, combate con cimitarra y puñal, y la suya es una danza tan grácil como
mortífera, rubricada por la sangre de sus enemigos. Él fue quien me entrenó, y, modestia
aparte, considero que hizo un muy buen trabajo conmigo. Miradme si no, cómo esquivo
el ataque de otro acólito, desplazándome hasta colocarme detrás y apuñalarlo por la
espalda. ¿A que no lo visteis venir? Él tampoco.

El combate no tarda en definirse; acostumbrados a enfrentar a viajeros aterrorizados,


armados con cachiporras y lanzas tan toscas como su pericia al blandirlas, es poco lo

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que los thunn pueden hacer frente a combatientes experimentados como nosotros. Se
desbandan, dejando tras de sí sus muertos, que superan la docena.

—¿Adónde crees que vas, querido? —Y es justamente Shiram quien, de un ágil salto, se
adelanta para cortarle el paso al sumo sacerdote, que intentaba hacer discreto mutis por
uno de los laterales del ídolo. Y que acaba con un palmo de acero en las tripas.

Pero queda el ciempiés gigante, que ha terminado de desenroscarse sobre el altar, desde
donde se me abalanza, todo patas y pinzas. Salto hacia atrás, lanzando al mismo tiempo
un revés que le rebana una de sus mandíbulas. Esquivo el chorro de saliva ácida junto
con su embestida; el insecto monstruoso aterriza frente a mí, levanta las antenas… y
entonces una gran sombra lo cubre, a la vez que un crujido retumba por todo el templo.
Al que acompaña un grito:

—¡Cuidado abajo! —Luego, el ídolo se desploma, empujado por Gunnar. Cae hacia
delante y encima del ciempiés, que queda aplastado por completo. Lo vemos retorcerse
débilmente, en medio de un viscoso charco, hasta que Shiram pone fin a su miseria con
la cimitarra.

—Bien hecho, grandullón —felicito al escaldo—. Pero ahora el cristal ha quedado


debajo de la estatua.

Él alza los voluminosos hombros, suelta el hacha y se escupe las manos.

—Tranquila, Val, yo me encargo. —Y empieza a voltear al ídolo, mientras recita—:


“Con las mismas manos que acabaron con el monstruoso insecto, Gunnar hijo
Cynewulf…”, eh, chicos, ¿qué puede rimar con “insecto”?

—“Inepto” —sugiere Shiram, con esa sonrisa tan suya, que es más una fina, larga
mueca que nunca llega a los ojos. En el silencio que ha seguido a la violencia, la
palmada que me doy sobre la frente resuena como un aplauso.

—¡Ormuz! ¡Así se llamaba ese gordo cabrón! —Tanto Gunnar como Shiram
interrumpen lo que están haciendo para mirarme, la misma pregunta en sus miradas.
Sonrío, como excusándome—. Nada, sólo que tenía algo en la punta de la lengua desde
hacía un rato, y lo acabo de recordar. Ahora, ¿alguien ha visto dónde quedó mi túnica?
¡Sólo falta que pille un catarro!

Es como os dije antes: esas cosas que tanto te esfuerzas por recordar luego llegan en el
momento menos pensado.

Como sea, que recuperamos el Corazón del Bahamut y lo llevamos hasta Nueva
Magnara, para entregárselo a nuestro cliente, Ojos Amarillos. Y no vierais la que se lió
entonces, pues el dichoso Corazón no era sino un huevo de dragón petrificado, o
congelado, o algo así. Y no de cualquier dragón, sino de Dyemontet el Rojo, Azote de
los Cielos. Y el tal Ojos Amarillos no era sino un híbrido entre hombre y dragón, con
planes la mar de chungos para la futura progenie de Dyemontet.

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Ya sé lo que vais a decirme: que no quedan más dragones desde lo del Éxodo del Millar
de Alas, ya sabéis, cuando remontaron el vuelo hasta Zyndra, la Segunda Luna, o eso es
lo que se cree. Bueno, yo también lo creía. Digamos que las noticias sobre la extinción
de los dragones han sido por demás exageradas, parafraseando a un bardo cuyo nombre
tampoco recuerdo ahora mismo.

Resumiendo, que las cosas no salieron como esperábamos, y, cómo no, una servidora y
sus asociados acabamos metidos en otro de nuestros habituales bretes, uno del que
apenas salimos con nuestros pellejos, para nada intactos.

Pero ya es muy tarde, o muy temprano, según se vea; mi jarra está vacía y yo ya estoy
demasiado ebria. O quizá, no lo suficiente. Así que esa historia quedará para la próxima
noche que nos veamos.

Ya sabéis dónde encontrarme.

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Un Día Bajo el Sol

Enrique Dueñas

El interior de la casa estaba iluminado por el crepitar del fuego.

Mary remendaba unas calzas viejas. El pequeño Robert jugaba en el suelo con una
peonza mientras su padre, el gran Robert, fumaba en pipa, balanceándose en una
mecedora.

A la izquierda, contra la pared, había un lecho donde la familia entera dormía


cuando llegaba la hora. Y, según el viejo reloj de hierro forjado, la hora estaba a punto
de llegar.

—¿Cuántos años tiene ya este crío? —preguntó el gran Robert.

—Por favor, no —dijo Mary fatigada, pero con una sonrisa—. No empieces otra
vez, Robert. Ya hemos hablado de esto.

—¿Qué ocurre, mamá? —preguntó el pequeño Robert con una curiosidad sincera.

—Tu padre quiere que vayas con él a trabajar.

Al pequeño Robert se le iluminaron los ojos.

—¡Tengo cinco años! —exclamó, entusiasmado.

El gran Robert dejó la pipa a un lado y, levantándose de la mecedora, dijo:

—Entonces está decidido. Mañana por la mañana vendrás conmigo y te enseñaré


las cosas de la granja.
—Hijo mío, ¿estás seguro de esto? —preguntó Mary con su voz más dulce—. Es
un trabajo muy duro. No podrás quedarte en la cama por las mañanas, ni pasarte todo el
día jugando con la peonza.

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—Sí, mamá —respondió el pequeño Robert con una envidiable seguridad en sí
mismo—. Estoy seguro del todo. Quiero ir con padre y trabajar en la granja.

—De acuerdo, de acuerdo. Si los dos estáis convencidos, entonces no hay nada
que yo pueda hacer. ¡Ay mi pequeñito! Qué raro va a ser para mí verte trabajar. Hace
tan solo unos días eras mi bebé… ¡y ahora ya te has convertido en todo un hombre!

Unas horas más tarde, el canto del hipogrifo se adelantaba a los primeros rayos de
sol. El gran Robert y el pequeño Robert abandonaron el lecho rápidamente y, tras
despedirse cariñosamente de Mary, se vistieron y salieron por la puerta.

El día era agradable. Hacía sol, pero no demasiado calor, y la brisa matutina
resultaba de lo más cómoda.

—Sígueme y no te separes de mí —explicaba el gran Robert a su hijo—. ¡Vamos,


vamos, date prisa! Tienes que mantener el ritmo. ¡Hoy tenemos muchísimo trabajo!

—Sí, padre —respondió el pequeño Robert.

—Sé que conoces bien estas tierras pero, hijo mío, hay muchas cosas que aún no
sabes sobre las labores de la granja. Tienes que tener los ojos bien abiertos, escucharme
con mucha atención y hacer siempre todo lo que yo te diga. ¿Está claro?

—Sí. Te haré caso, te lo prometo.

—Muy bien. Como todo en la vida, este trabajo hay que empezarlo desde el
principio. Porque empezar por el final sería cosa de necios o peor, de magos. Lo
primero de todo es poner unas trampas para trasnos.

—¿Trampas para trasnos?

—Sí, hijo sí. Trampas para trasnos. ¿Sabes que siempre te tengo dicho que no te
acerques a los campos de trigo? ¿Y que por mucho que juegues y que corras por ahí,
nunca debes ir más allá del gran árbol verde?

—Madre también me ha dicho eso mismo muchas veces.

—Pues bien. Te tengo prohibido ir a esos sitios porque es ahí donde coloco las
trampas para trasnos. Y no quiero que caigas en una y tengas una desgracia. ¿Entiendes
ahora?

—Sí, padre. Entiendo.

—Ahora sígueme. Te voy a enseñar a poner una buena trampa para trasnos.
Padre e hijo se acercaron al gran árbol verde. Allí se arrodilló el gran Robert.
Abrió su petate de cuero y sacó un cepo de forma extraña que, en lugar de ser metálico,
era de hueso y cristal. Tras esto, no lo cubrió de hojas (algo innecesario ya que los
trasnos tienen muy mala vista) sino que echó unas gotas de agua sucia para que oliera
igual que los establos (pues los trasnos tienen muy buen olfato).

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—¿Puedo poner yo uno? —preguntó el pequeño Robert.

—No, no puedes —respondió su padre—. Hoy toca aprender. Así que observa y
aprende. Ya otro día te dejaré que las pongas tú.

—Vale —respondió el chiquillo, resignado. Era muy maduro para su edad pero
era mejor que aún no tocase las trampas para trasnos.

Una vez puestos tres cepos, el gran Robert decidió que los campos ya estaban lo
bastante protegidos, y que era hora de enseñar al chiquillo otra tarea fundamental de la
granja.

—Ya verás cómo esto te gusta —decía, mientras se acercaba al establo—. Es


mucho más divertido que colocar trampas.

El gran Robert abrió las grandes puertas de madera. Dentro había un catoblepas
lanudo de las montañas. Tenía muchos cuernos y una larga cola. Sus patas terminaban
en tres dedos con uñas negras. Era tan alto como tres hombres y contaba con ojos
pequeños de color amarillo brillante. La bestia poseía un aspecto imponente y, sin
embargo, no hacía otra cosa en todo el día que mascar paja.

Su panza era, al igual que el resto del cuerpo, muy peluda, a excepción de una
ubre gigantesca de color rosado con ocho largos pezones. El nombre de la bestia era
Amelia. Llevaba tres generaciones en la familia y ya estaba un poco mayor, pero aún
podía dar leche.

El granjero acercó un taburete y dijo:

—Atiende bien, hijo mío. Hoy vamos a sacar un cubo grande de leche. Solo uno.
Sé que al principio Amelia impresiona un poco, pero ya verás cómo es muy fácil. Lo
primero que debes saber es…

—¡Papá, papá! —se apresuró a interrumpir el pequeño Robert—. ¡No me tienes


que explicar nada! ¡Esto ya lo sé hacer yo!

—¿Ah, sí? ¿Y cómo es eso posible?

—Madre me enseñó un día que tú estabas en el mercado. Sé ordeñar a Amelia, de


verdad que sí. ¡Déjame intentarlo, por favor!

—Pues, en ese caso, no perdamos más el tiempo. Saca un poco de leche. ¡Venga,
muéstrame lo que sabes!

El pequeño Robert, entusiasmado, corrió a sentarse en el taburete. Agarró dos de


las tetillas y, con fuerza, ordeñó al catoblepas. Perdió agarre un par de veces y algo de la
leche se derramó en el suelo pero, aun con todo, hizo un trabajo excelente, impropio de
un neófito. Al cabo de diez minutos, el gran cubo metálico estaba lleno.

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El granjero, que había estado observado el trabajo con suma atención, puso los
brazos en jarras y proclamó:

—De aquí saldrán dos buenos quesos. Venderemos uno y nos comeremos el otro.
¡Ya casi puedo saborearlo! ¡Dos quesos excelentes, sí señor!

El gran Robert vertió el contenido del cubo en un gran barril y lo dejó ahí mismo,
pues la leche de catoblepas tarda mucho en agriarse y es incluso más sabrosa si se deja
un tiempo al aire.

Tras esto, Padre e hijo se ocuparon de dar de comer a los setopos. Los setopos,
son, como su propio nombre indica, un cruce entre setas y topos. Animales muy
voraces, pero fáciles de alimentar, pues tanto les vale el pan duro como los tomates
podridos o las hojas secas. Estos setopos, sin embargo, estaban un poco mimados y
esperaban que de cuando en cuando les cayeran unas cuantas castañas o uvas pasas.

El sol ascendió y llegó la hora de comer para los seres humanos. Pero antes de
volver a casa con Mary era necesario llevar algo de comida. Y aquel día tocaba pescar
en el río.

El murmullo del agua se entrelazaba con el crujir de las chicharras. El hipogrifo


de las montañas pasó sobre sus cabezas, surcando el cielo con las alas extendidas.

Al pequeño Robert le gustaba mucho ver a su padre pescando en el río. A otro


niño podía haberle parecido aburrido, pero a él le resultaba fascinante. Observaba cada
movimiento, deseoso de que algún día, muy pronto, le dejaran a él la caña de pescar.

Y así estaban las cosas cuando un cangrejo pasó rozándole la pierna. El pequeño
Robert, con reflejos felinos, agarró al animal de una de sus seis patitas. Entonces lo alzó
por encima de la cabeza y dijo:

—¡Mira, padre! ¡Hoy podremos comer cangrejo!

—No hijo, eso no es posible —respondió el gran Robert—. Déjalo donde lo has
encontrado, anda.

—Pero… ¿por qué? ¿No te gusta el cangrejo?

—Da lo mismo si me gusta o no me gusta. Ese animalillo tiene que volver al río.
¡Venga muchacho! ¡Ahora mismo! ¡Y no quiero oír ni una sola queja!

El niño obedeció con gran pesar, y cuando vio al cangrejo marcharse y saltar al
agua, casi pensó que se estaba burlando de él. El gran Robert se dio cuenta de esto y
explicó de forma afectuosa:

—Los cangrejos se comen los huevos de los dragones de río. ¿Entiendes, hijo? Si
nos quedásemos sin cangrejos, esto se llenaría de dragones de río, y no tendríamos ni
granja, ni campos, ni nada de nada.

El muchacho asintió, ya más tranquilo.

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—Tenía que habértelo explicado antes —prosiguió el granjero—. Aún te queda
mucho por aprender de este oficio. ¡Mira, hijo! ¡Mira! He pescado una trucha moteada
de dos cabezas. Volvamos a casa. ¡Si alguien sabe cómo cocinar esta cosa es tu madre!

De forma que padre e hijo regresaron a la cabaña. Allí, Mary cocinó la trucha
moteada de dos cabezas y toda la familia pudo comer. La mujer no dijo nada del tipo
«¿qué tal el trabajo?», porque sabía que hasta que no se ocultase el sol aquella era una
pregunta baladí. Los tres hablaron poco y, sobre todo, hablaron de comida.

Estaba toda la familia sentada alrededor de la mesa, con la barriga llena y la


cabeza en las nubes, cuando llamaron a la puerta. Esto recordó al gran Robert que el día
no había terminado y que aún quedaban varias tareas que no iban a hacerse solas.

—Yo abriré —dijo a su esposa, mientras se acercaba al pomo de la puerta.

Al otro lado del umbral había una tribu de lagartianos rojos. El que parecía ser el
líder se acercó y golpeó el suelo tres veces con un bastón de madera.

— icatr tumak pumbaba tumeka comba—dijo con el curioso acento de


bajomundo.

—¡Ya casi se me había olvidado! —exclamó el gran Robert—. Perdonad,


muchachos, perdonad. Ahora mismo estoy con vosotros. Vamos, hijo, levántate. ¿Es
que no me oyes? ¡Deja de holgazanear! Hoy vas a ver como negocia tu padre.

Los lagartianos retrocedieron un par de pasos. El gran y el pequeño Robert


salieron de la cabaña con aire orgulloso, mientras Mary se despedía de ellos.

En el almacén de grano había varios sacos grandes de trigo, preparados ya para su


transporte.

El granjero quería trece piezas de cobre por todo, pero los lagartianos no parecían
dispuestos a ofrecer más de siete. Su jefe era un negociante muy duro y cada vez que
hacía una nueva oferta o una exigencia, golpeaba el suelo con tanta fuerza que el
pequeño Robert casi sentía vibrar el suelo. Su padre, sin embargo, se negaba a aceptar
una moneda menos de lo convenido. Decía que prefería dejar el grano tirado por ahí y
que se lo comieran las icatrices.

Entonces pudo oírse un grito terrible. Una mezcla extraña y desagradable entre
una rata chillona y un cerdo moribundo.

El grupo entero abandonó el almacén y corrieron a ver lo que pasaba. La respuesta


era muy simple: había un trasno atrapado en una de las trampas. Había intentado robar
unos cuantos huevos de setopo. Estos se había caído pero, afortunadamente, no se
habían roto, ya que eran tan duros como las castañas que los animales consumían.

El pequeño Robert se apresuró a recoger los huevos.

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El gran Robert negó con la cabeza y se acercó al tobillo del trasno. Le liberó de la
trampa y dijo:

—Que esto te sirva de lección, granuja.

La criatura agitó el puño y profirió un montón de palabras malsonantes que no


repetiré aquí.

El gran y el pequeño Robert no respondieron con similares insultos, sino,


únicamente, con carcajadas. Humillado, el trasno se marchó y nadie volvió a verle por
aquellas tierras.

Poco después, se retomó la negociación con los lagartianos. Finalmente, el


granjero aceptó once monedas de cobre, que era mucho más de lo que el líder de la tribu
querría haber pagado.

—Pikumba lamba tumba donde —dijo, mientras se marchaba con el grano a


cuestas.

Y cayó la noche.

Mary encendió un fuego. Su marido se sentó en la mecedora, como era costumbre.


El pequeño Robert se sentó en el suelo pero, en lugar de jugar con la peonza, empezó a
jugar con dos piedrecitas, que le recordaban a su papá y al pérfido trasno ladrón.

—Por lo que veo, ha sido una jornada muy completa —dijo Mary dulcemente.

—¡Bah! —respondió alegremente el gran Robert, no sin cierta socarronería—.


Otro día bajo el sol.

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Hijo de un Dios Muerto

Jose Manuel Fernández Martí

La niña era rubia, menuda y lo miraba con unos ojos de un intenso verde. Para él, que
podía ver la promesa de la muerte en el rostro de los seres humanos, la niña era una tea
que crecería en intensidad durante un breve tiempo y luego declinaría deprisa, pues así
es la naturaleza de los hombres.

Pero el dragón estaba hecho del pensamiento de un dios antiguo, muerto hace mucho,
una de esas deidades que quiso dominar todas las artes y a todas las criaturas del mundo
y fue odiado por muchos y adorado por unos pocos. No por cierto los dragones, a pesar
de contarse entre las muchas cosas formidables que creó: siempre fueron dueños de su
propio destino y nunca reconocieron señor ni causa a la que adherirse que no fuera la
suya propia. Sin embargo, eran esclavos a su pesar de aquellas maldades ahora
olvidadas, porque los dragones nunca pudieron escapar a la voluntad del hacedor y
siempre fueron dados a la violencia, la malicia y la inmisericordia. De manera que,
también en aquellas apartadas regiones, el dragón era temido. Pero no por la niña.

Vestía una túnica blanca de tela ligera y llevaba flores en el pelo, como las anteriores.
Pero siempre habían sido mujeres adultas, las más bonitas de la ciudad, aunque el
dragón no hubiera pedido jamás tributo alguno. Las dejaban antes de despuntar el alba
en el valle bajo la guarida del dragón, en la montaña. Algunas las encontró atadas de
pies y manos y a otras, altivas y extrañamente resignadas. También hubo ocasiones en
que llegaban adormecidas por una droga que alguna mano compasiva les había hecho
tragar. Las devoró a todas.

Pero aquella niña le resultaba extraña, ahí seguía mirándolo, sin miedo ni curiosidad,
solo con indiferencia. El clan de la niña había llegado desde el norte y se había
establecido en el vecindario del dragón quinientos años atrás, mientras él dormía en el
corazón de la montaña. Un día despertó, se asomó a la cima y vió la ciudad allá en el
valle, que crecía escalando unas suaves lomas junto al río, rodeando un tosco castillo.

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Habían guerreado con otros clanes enemigos por el dominio de aquellas tierras, al
principio, pero prosperaron finalmente en paz, cultivaron la tierra y reunieron muchos
rebaños. Hasta que el dragón comenzó a alimentarse de ovejas, vacas y cabras y a
chamuscarles las cosechas. Intentaron darle caza, por supuesto, pero pronto desistieron
y optaron por ofrecerle un manjar más exquisito, puntualmente al amanecer postrero de
cada primera luna llena del mes. Porque razón con esa cadencia, el dragón lo ignoraba.

Pero los dragones son criaturas caprichosas y este no era uno de esos que sucumbieron a
la enfermedad del oro, si no de una raza nómada y salvaje, la predilecta de su creador,
que en esas edades que ya nadie recuerda sembraron el terror y el caos entre los grandes
reinos de los que estuvieron antes que los hombres. Aceptó de buen grado y como si se
tratara de alguna especie de broma absurda el ofrecimiento de la ciudad y cambió el
sabor del cordero por el de la blanca piel de las mujeres de los Akkerim, pues así se
llamaba la raza de aquellos hombres.

La niña bajó la vista un instante y se agachó. Había algo que caminaba cerca de uno de
sus pies. Un escarabajo, pudo ver el dragón, de esos negros y de buen tamaño que
abundaban en la falda de la montaña, entre los arbustos raquíticos. La niña lo tomó con
su mano derecha y lo observó muy de cerca hasta bizquear, mientras el insecto trataba
desesperadamente de escapar de aquel escrutinio que le había cogido por sorpresa.
Entonces el dragón tronó: -¿Quién eres tú, niña? ¿No me temes?

Entonces, le respondieron unos zumbidos desde la izquierda, que venían del bosque. Un
dolor insoportable le hizo boquear y se dió cuenta de que solo podía ver por el ojo
derecho, había algo que se zarandeaba, clavado en el izquierdo, el asta de una lanza que
danzaba al ritmo de su cabeza herida. Supo rápidamente que debía de arrancarse el arma
cuanto antes, ya oía aproximarse a la carrera muchas botas y un repiqueteo de metal.
Arqueó el cuello hasta casi tocar la tierra con su hocico y agarró con una de sus garras el
extremo de la lanza y luego echó hacia atrás la cabeza con fuerza. La lanza rodó,
arrancada y cubierta de sangre negra, lejos del dragón y su rugido de dolor reverberó en
todo el valle durante unos instantes. Ahora pudo ver a un un grupo de unos cincuenta
hombres a apenas veinte metros de él, armados con lanzas, arcos y espadas largas. El
rugido del dragón les había hecho detenerse, pero enseguida echaron a correr otra vez,
gritando como posesos. El dragón tomó aire, lo inflamó en su interior y lo arrojó por las
fauces como quien sopla sobre una vela pertinaz. El fuego se extendió frente a él y
alcanzó a buena parte de los guerreros. Sus voces, frenéticas un momento antes, se
tornaron en aullidos de agonía y un olor a carne y pelo quemados se elevó todo
alrededor. De la niña no parecía haber rastro. El dragón agitó las alas, se elevó
ligeramente sobre los guerreros y volvió a arrojar fuego, ahora sobre las cabezas de los
que ya intentaban huir por el bosque de donde habían salido. Pero un grupo mantenía la
posición, levantaron sus arcos y una lluvia de flechas le mordió, pero la mayoría rebotó
en sus placas de hueso. Se alzó cinco, seis, veinte metros en el aire frío de la mañana y
luego descendió como una flecha, incendiando otra vez el aire y a las formas que tenía
delante. A fuego y garra barrió a los últimos guerreros y de pronto, se hizo el silencio.

Medio cegado, resoplando y dolorido, se disponía ya a subir la larga pendiente


pedregosa hacia su cubil -demasiado cansado ahora para elevarse otra vez-, cuando
volvió a ver a la niña, una luz blanca le pareció en medio del camino. Todavía llevaba el
escarabajo negro en la mano. Se aproximó a él, con paso lento y una sonrisa en la cara.
Venía cantando y su voz era clara como un arroyo de deshielo. Cantaba en la vieja

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lengua, que el dragón no había escuchado desde hacía incontables eras, cuando despertó
por primera vez en la tierra roja del dios muerto junto a sus hermanos. Aquel día
también había una canción alrededor, pero la voz había sido profunda y terrible. Sintió
súbitamente un gran sopor y se tendió delante de la niña, que ya estaba junto a él.
Intentó alzar la cabeza para mirar con el ojo sano la entrada de su cubil, allá arriba, pero
era como si una mano invisible se lo impidiera y el deseo de dormir era cada vez más y
más fuerte. Entonces la niña susurró: - No te temo, dragón magnífico y es ya hora de
que vuelvas a la materia de la que fuiste hecho, hace ya tanto tiempo -y volviéndose
hacia un guerrero alto que se había aproximado a ellos en silencio desde el bosque, le
dijo: -Ahora rey, pero sé rápido.

Y el guerrero, que lucía una sencilla corona ceñida a la frente, alzó su espada y la
descargó contra la frente del dragón. Y este murió, el último de su especie.

La niña, liberando al escarabajo negro, que corrió a esconderse bajo unas piedras
cercanas, puso su mano sobre el dragón y volvió a cantar. La espléndida criatura se
esfumó en una miríada de pavesas. Pero la niña, a su vez, creció en altura y majestad y
se transformó en una hermosa mujer joven; por cierto que emanaba luz y su voz ya no
era infantil, si no poderosa y llena de ecos, tantos que incluso el guerrero de la corona
estuvo a punto de huir de allí, tal era el poder que emanaba de ella. Volvió a hablar -
Este es el último de los dragones de aquel cuyo nombre no recuerda ni hombre ni bestia
en este mundo, el último de los hijos de un dios muerto. Muchos fueron los males que
sembró y este, ni siquiera de los peores. Ya no os molestará más. Si te he apoyado
frente a otros aspirantes al trono, fue porque quisiste acabar con estas repugnantes
ofrendas. Pocos pueden verme ya sobre estas tierras, bien lo sabes. Sé digno pues, rey.
Ahora, adiós.

Y con un chasquido y un breve fogonazo, la joven desapareció y el rey quedo solo. Aún
había pavesas a su alrededor, el recuerdo del dragón. Envainó la espada y se adentró en
el bosque. A sus espaldas estaban los cuerpos calcinados y mutilados de sus hombres.
La victoria le resultó amarga y allá abajo, en el valle, vio el reino ahora libre del dragón,
al que un sol que ya lucía alto en el cielo arrancó destellos dorados y rojos.

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Huevo de dragón
Anagke

Hípsilo levantó el escudo. Era una mole de mastuerzo entretejido, que se anudó tres mil
años atrás por los dedos sangrantes de juglares esclavos; bendecido por sus voces rotas
de sufrimiento y llenas del poder de convertir a la más simple criatura en un héroe si así
lo contaban sus canciones. Hípsilo hubiera deseado que algún juglar lo bendijese con su
clara voz, pero solo había recibido burlas al preguntar por ellos. Se atrevió a recorrer la
larga travesía desde Cápita, su ciudad natal, donde era malcriado y alabado por todos
sus conocidos, hasta el temible Barrio Lasoler, de las altas murallas y las buenas
promesas, donde residía la Mayor Heroína del Mundo y uno de los ocho gremlins que
existían en todo el planeta Ite, el hermoso Ite…

Había dos gremlins en Cápita, pero no, Hípsilo quería la bendición del que tenía la
Mayor Heroína del Mundo; la bendición que le había permitido viajar al hostil Rar ¡y
destruir a los dioses! Él solo necesitaba robarle a un dragón. No les costaría nada dejarlo
pasar para que el cáncamo verde eructara en su bello rostro. Pero no se lo permitieron.
Luego de presentarse formalmente y ser escupido desde la altura protectora de la
muralla por un guardia cercano, trató de no amedrentarse: era un caballero, como los de
las leyendas. ¡Y no pedía demasiado! Hubiera comprendido la hostilidad demostrada si
se tratara de un orco ignorante y pedorro montado sobre un burro, exigiendo la mano de
la Heroína. Cuando su escudo tuvo que interponerse entre los fluidos de varios guardias
entusiasmados por el juego de espantarlo, decidió que había sido suficiente: Gritó,
pataleó, amenazó con hechizos, intentó (patéticamente) conjurar ataques y a la cuarta
noche le dio por trepar sirviéndose de un puñal muy bonito y muy inútil, y de sus
propias uñas y energías indómitas.

Alcanzó el borde superior y sonrió cuando fuertes brazos lo ayudaron a subir. Sin
aliento, sin la pesada armadura, sin armas, no pudo defenderse de la paliza que lo estaba
esperando, no tuvo escudo para los escupitajos y la orina, ni modo de evitar que los
guardias lo usaran para su desahogo. Ella los colgó. Él la llegó a ver junto al sol
naciente, y escuchó su voz como un murmullo atronador e ininteligible. Intentó ponerse
en pie y hacer una reverencia de las que tan bien le quedaban en Cápita, pero cayó de
rodillas y sollozó y se arrastró a sus pies para besarlos y aferrarse a ellos balbuceando
súplicas intercaladas con las palabras “dragón”, “misión” y “pobre de mí”.

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Y la gremlin llenó su rostro con el aire de sus viejos pulmones, y luego vino alguien, o
algo, que lo hizo dormir, y despertó con la piel tersa y los ojos y oídos saludables. Pudo
levantarse, caminar, saltar, probar las rodillas antes deshechas de los porrazos crueles.
Pidió verla de nuevo, para verla bien, para oírla bien: a Ella… pero eso era demasiado.
Le devolvieron todo lo que había sido suyo, sin que faltara nada y lo dejaron salir.
Nadie lo alabó al pasar; recibió miradas que oscilaban entre el disgusto y la curiosidad.
Se abrieron las puertas inmensas de la inmensa muralla y aún tuvo el placer de
distinguir a sus agresores guindando de la altura como monos en el árbol más grande del
planeta Ite.

El mastuerzo ardió. Las llamas intentaron lamerle la cara como si poseyeran vida
propia, e Hípsilo, sudado, temblando a causa del agotamiento, trastabilló y cayó
torpemente de nalgas. Su consciencia había olvidado el hechizo, pero sus labios lo
murmuraron. La fuerza de la costumbre pesaba en su lengua desde hacía siete horas.
Siete horas de correr, esconderse, rodar sobre la piedra ardiente y chamuscarse la ropa y
el escudo. Las palabras brotaron y el mastuerzo reverdeció y fortificó su tejido grueso
asfixiando las llamas. Hípsilo suspiró de alivio.

La bestia era de color burdeos y entre las escamas opacas se abrían riachuelos ardientes
que exhalaban humo. Era un dragón viejo y viudo, decían, que al perder a su hembra se
volvió indómito, rostizó a sus amos y se recluyó en la frontera del desierto Floreria,
donde los brujos esclavistas le dejaban ofrendas de niños deformes y presas
moribundas. Y él había ido hasta allí a preguntar dónde se hallaba la bestia. Había
tardado cuarenta días en dar con el primer ser vivo dentro de la inmensidad arenosa de
Floreria: un niño. ¡Y había amenazado con comérselo! Perdió tres dedos y lo mordió
con tal fuerza en la pierna derecha que le arrancó un trozo de músculo. Hípsilo huyó,
gritando y arrastrando la espada. Dejó atrás los dwings con las provisiones y a su corcel
importado desde el otro lado del universo. Pasaron cuatro días de hambre, fiebre,
desorientación y desvelo hasta que lo encontró la masividad de una sección de
cazadores de los brujos esclavistas. Lo curaron y lo llevaron hasta la frontera con sus
dwings y la mitad de sus provisiones, del caballo no supo nada, ni de la mitad faltante
de sus recursos. En el extraña idioma que no requería de movimientos linguales le
señalaron el camino a la guarida del dragón, que estaba bajo tierra, como las cuevas en
que ellos mismos se ocultaban en el desierto, y así pasaron tres semanas hasta que dio
con el objetivo.

El dragón no atesoraba joyas preciosas o monedas de valor. No guardaba coronas


doradas ni diademas de cristal indestructibles. Su agujero estaba infectado de gusanos
blancos, enormes, y moscas verdes y gordas que pululaban por doquier posándose de
cadáver en cadáver. ¡Había de todo! Orcos cornudos, brujos de casi cualquier clan
imaginable, toda clase de bestias, y huesos cortos de infantes o de diablillos. Vio a otro
como él, de larga cabellera y rasgos putrefactos que conservaban líneas nobles y
simétricas en su perfil intacto. Tembló un poco, pero con todo lo que le había pasado
para llegar a ese momento, no se daría por vencido. Salió del escondrijo de cuerpos de
ogro con estómagos abiertos (el dragón era muy cuidadoso con la clasificación de las
pilas de cadáveres) y corrió: el escudo alto, la armadura cacareante. Corrió
deshaciéndose de los guanteletes con movimientos desesperados y ridículos, de las
canilleras saltando en un pie y luego en el otro, del abollado peto, demasiado grande
para su maltrecho organismo, y del yelmo insignificante que aún brillaba como nuevo,
un detalle curiosísimo. Cuando se acercó a su objetivo lanzó el escudo a un lado y se

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lanzó a sí mismo hacia adelante para abrazar uno de los cientos de huevos burdeos, sin
madre que los recibiera, condenados a una espera eterna, sin solución.

El dragón había prendido llamas a sus tesoros en la persecución estúpida, pero se había
paralizado por fin. Hípsilo había llegado a la profundidad de la cueva, excavada con
fuego y dolor primitivo, con esperanzas ilógicas e inferiores a las de las criaturas
conscientes, y tenía su premio en las manos. Un premio frío y apagado que mostrar a los
ojos del padre. El dragón rugió, y pareció un grito desesperado. Meneó la cabeza
cornuda a un lado y otro como queriendo deshacerse de un jinete cruel. Rugió otra vez y
vomitó fuego al techo iluminando la penumbra corrosiva, espantando los insectos
voladores que marcaban una clara salida al héroe. «Héroe», se llamó con orgullo el
demacrado Hípsilo, semidesnudo, sosteniendo uno de tantos huevos y avanzando con
cautela hacia adelante. Su esternón era su nueva coraza, y sus esqueléticos brazos las
armas más peligrosas del mundo. Cojeó sin dejar de amenazar a su oponente, el objeto
del terror extendido a una distancia peligrosa de su pecho, como a punto de soltarse de
los frágiles dedos. Avanzó poco a poco, y el dragón se alejó, con el humo de sus
cicatrices llenando el aire, con rugidos bajos que parecían sollozos lastimeros.

Hípsilo no recogió siquiera el escudo. Cuando consiguió salir hizo oídos sordos a la
furia triste de la bestia y se montó en uno de los dwings con una sonrisa satisfecha. Al
llegar a la Villa más cercana fue recibido con la misma gloria y alabanza que tanto
extrañara de Cápita y casi lo condujeron en brazos hacia su destino final. El palacio era
maravilloso y las tierras que dominaba su poseedora, las más ricas que la ilusión pudiera
inventarse y engrandecer. Se mostró ante ella reluciente. Flaco y cojo, cierto, pero con
una armadura burdeos magistralmente forjada por herreros expertos que se consideraban
artistas a sí mismos. El huevo bajo el brazo en un acto despreocupado; la reverencia tan
perfecta como se había propuesto; la cabellera lustrosa y una sonrisa con todos los
dientes. La princesa brillaba como un sol, y por tanto no era capaz de definir sus rasgos
en lo absoluto. Estaba, por demás, muy distante de él, en un trono altísimo al que se
llegaba por una escalinata que no parecía tener fin.

El heraldo lo anunció:

—Un elfo con un huevo, Majestad.

—Oh —chilló la princesa desde la cima. —. ¡Otro elfo! ¡Ya tengo uno! ¡Ya pasaron
de moda!

—¡El huevo es de dragón! —se adelantó a gritar Hípsilo, muy preocupado por su
aparente poca importancia.

—¿De qué color es el huevo?

—Rojo vino, Majestad —anunció el heraldo.

—¡Burdeos! —especifico Hípsilo con un dedo en alto.

—¡¿Y no había de otro color?!

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Así que Hípsilo fue echado del palacio, enviado a buscar dragones verdes o amarillos,
pero no burdeos. El burdeos estaba pasado de moda.

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Recuerdo

Por Marina Ranchal

En los siglos que había vivido, había aprendido que cuando se sentaba ante el fuego a
rememorar sus recuerdos siempre invocaba los mismos. Echó al fuego negro de su
hogar todas sus memorias para que el fuego que no tenía preferencias por ninguno de
sus días eligiera por ella qué momento traer de su pasado cuando el presente pesaba en
sus manos y la magia y la espada le exigían descanso.

Y así sentada ante el fuego cogió, como tantas otras veces, una llama en sus manos
blancas y observó el recuerdo que guardaba.

Era un recuerdo antiguo, de cuando apenas había dejado la vida que llevaban la mayoría
de mortales para ganarse el derecho de arrodillarse en persona ante los dioses para
servirles. De cuando creía que ese hombre llegado a su mundo desde una estrella lejana
sería el amor de su vida, antes de darse cuenta de que ni él le dedicaba suficientes
pensamientos ni a ella le aportaba ninguna felicidad pensar en él.

Fue el momento en que se dio cuenta de que los dioses de su mundo eran idiotas, que la
costumbre que tenían de no pedirles nunca ayuda por si acaso la concedían era un gran
acierto de su gente.

Porque su mundo pertenecía a los cuatro dioses elementales, que tenían tanto poder
como falta de juicio. Ya en otro tiempo, mucho antes de que ella naciera, habían
envenenado el sol con sus peleas y, en su estilo de grandeza y belleza, habían colocado
la cúpula de malaquita sobre el mundo para que sus rayos no llegaran directamente a los
seres que vivían bajo su luz.

Ese día asistía a otra de sus genialidades. Queriendo ser distintos de otros dioses que
enviaban presagios en las entrañas de animales o en el vuelo de las aves, decidieron que
ellos sólo enviarían presagios cuando algo muy grande, bueno o malo, se acercara.
Cuando eso pasara cada uno de ellos enviaría a uno de sus dragones, enloquecido, a las
gentes a las que ese destino afectara y los magos deberían interpretar su aviso a partir de
la destrucción y la muerte que los cuatro hubieran causado.

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La tierra empezó a temblar. Primero, de forma ocasional. Luego, aumentando
paulatinamente el ritmo de sus temblores. Los adivinos trabajaban y no veían nada,
hasta que el gato que era el familiar del primer archimago de Beltra fue a la sala de los
pergaminos antiguos de la torre y saltó sobre una estantería con polvo acumulado de
varios siglos, haciendo caer todos los rollos antes de acomodarse en ella y ponerse a
dormir. Al ir cogiendo los textos para volver a ponerlos en su lugar el archimago los fue
mirando, porque ese gato (nunca se sabía si por casualidad o por conocimiento),
siempre encontraba lo que debía ser encontrado.

Y fue así que leyó que este fenómeno había pasado antes, con siglos o milenios de
separación, en las ocasiones en que los dioses enviaban a sus dragones para anunciar
futuras desgracias o alegrías. Era su anuncio, por redundante que fuera anunciar a los
heraldos de futuros acontecimientos.

Así hubo tiempo. Vinieron guerreros de todo el reino. Vinieron bárbaros del sur. Hubo
guerreros elfos que descendieron de sus tierra ardientes para la batalla y enanos que
salieron de sus abismos sin sol, y muchos otros que sería largo de detallar, hasta la
caótica llanura en la que ya se había combatido otras veces y que la gente quería olvidar
cuando la muerte se saciaba. Se olvidaron las guerras y los enemigos bebieron juntos
aunque deseándose mutuamente la muerte ante los dragones. Los guerreros se
prepararon a luchar y matar (o morir si no había otro remedio) y los mercaderes a
aumentar su riqueza.

Y mientras la tierra temblaba, cada vez más a menudo, cada vez más tiempo, al tiempo
que del suelo salía un ruido como un grito de agonía. Finalmente se rasgó la tierra y de
sus entrañas salió primero una pata grande como una montaña, luego otra, luego el
cuerpo entero del dragón. Los que sabían de magia (de su teoría y sus formas más
avanzadas, porque en este mundo la pequeña magia era algo que todos usaban) supieron
distinguir todos los hechizos protectores que cubrían cada una de sus escamas. La tierra
es madre, la tierra es protección y refugio. Cada una de sus escamas era de una piedra
distinta, desde las más humildes con que se pavimentan los caminos hasta las más
preciosas.

Por un momento se hizo un maravillado silencio, un mudo reconocimiento al poder y


belleza de la bestia que debía morir mientras cada uno de los guerreros se preguntaba si
intentar obtener esa gloria valía la pena, si sobrevivirían al intento. Pero al fin, la vida
del guerrero es esa, arriesgar la vida un día tras otro en busca de honor, gloria o riqueza.
Uno gritó rompiendo el hechizo y todas las gargantas le contestaron y se lanzaron contra
el enorme desafío, como hormigas armadas de acero y magia.

Pasaron horas. Quienes sólo dependían del acero en sus ataques los que más cerca
estaban, los que sólo usaban poderes arcanos los que más lejos y aquellos que
dominaban ambas artes danzando adelante y atrás. Entre los primeros era entre los que
la muerte cosechaba más. Cada paso del dragón podía matar a todos los que no hubieran
calculado donde caería su peso, si no se adivinaba con tiempo suficiente no había
tiempo para huir.

Finalmente, una escama suficientemente cercana a su corazón cedió y cayó. Los magos
levantaron vientos que llevaran a los guerreros hasta ese muro de carne, para que

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pudieran excavar con sus espadas un camino hasta su corazón. Finalmente la bestia
cayó, pero aun en su muerte se cobró las vidas de cuantos no supieron correr a tiempo
fuera de la sombra de su cuerpo.

Menos de la mitad de los que corrieron hacia él por la mañana regresaron a dormir en
sus tiendas por la noche, con el cuerpo cansado, con el cuerpo herido muchos de ellos, y
con la mente inquieta pensando cuando llegaría el segundo.

Pasaron días. Los magos curanderos estuvieron muy ocupados al principio, luego cada
vez menos. Parecía que los Dioses elementales se habían olvidado de sus gentes (lo cual
no les parecía nada mal a sus fieles). Hasta que empezó a llover. Fue primero una lluvia
fina que parecía acariciar todo cuanto tocaba. Luego las gotas fueron creciendo, el ritmo
aumentando y el sonido contra las tiendas eran tambores de guerra. Cada vez más
fuerte, cada vez más grandes las gotas, un peso contra todo lo que se alzaba del suelo.
Y, al fin, el agua dejó de tocar el suelo, todas las gotas viajando hacia un mismo punto,
todas uniéndose, hasta que un rayo cegó los ojos y un trueno pareció decir “hecho”. No
muy por encima de la tierra mojada se alzaba una serpiente alada hecha de agua, no más
grande que un caballo y el mundo pareció muerto cuando la inmovilidad y el silencio
gobernaron el campamento. Hasta que la serpiente cargó volando hacia los
supervivientes del anterior lance.

No estaban preparados. Los pajes corrieron a ayudar a sus señores si estos llevaban
armaduras pesadas mientras los magos repasaban mentalmente qué sortilegios usar. El
agua es vida, es crecimiento. ¿Cómo matar a la fuente de toda la vida? El primero en
actuar fue un arquero que disparó una certera flecha hacia la sierpe. Esta pareció abrir
una herida y manó agua de la misma, pero en pocos segundos se cerró y el dragón
creció, se lanzó hacia el arquero abrazándolo con sus alas, atrayéndolo hacia sí y el
hombre cayó al suelo desde las alturas a las que el enemigo lo había alzado, pero no
murió de la caída pues cuando la bestia lo soltó ya había perecido ahogado.

Los guerreros lo atacaron con hachas y espadas, pero sólo consiguieron que creciera
cada vez más. De sus heridas manaba cada vez agua que era algo más que agua, pues
donde tocaba la tierra brotaban flores, pero no duraba abierta la herida y cada vez que el
dragón se alzaba justo fuera del alcance de las armas se sentía el miedo a la muerte en
los valientes corazones, pues en un juego mortal la bestia se quedaba inmóvil un
momento hasta que decidía cual sería su próxima víctima que, como si el destino mismo
guiara las translúcidas alas, moría ahogada. Al fin los guerreros decidieron que las
armas no vencerían a la hermosa pesadilla y dejaron de atacar para limitarse a defender
a los magos.

No es que les fuera mejor a ellos. El repertorio de los magos de este mundo era
sobretodo magia elemental. El agua quedaba descartada, incluso si intentaban
convertirlo en hielo o alterar de alguna manera su líquido ser, quedaba claro que el
dominio sobre ese elemento no era rival para la serpiente. Los hechizos que creaban y
atacaban con objetos materiales tenían un resultado aproximado al que obtenían los
guerreros. El mayor huracán que le echaron encima no rompió su coherencia, y si le
mandaban fuego parte del agua se evaporaba pero el daño se curaba como ante las
heridas de los guerreros. Quizá si hubiera sido lo único con lo que le hubieran atacado al
principio, cuando era pequeño, hubiera funcionado.

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Entonces oyeron una voz infantil cantar. Un poco alejada una elfa, casi una niña, estaba
sentada ante un caldero de oro. De una de sus manos brotaba un líquido dorado y de la
otra unas piedras blancas que caían en él y su canto removía el contenido hasta que
empezaron a brotar unas esferas iridiscentes de distintos tamaños que se dirigían hacia
la poderosa criatura. Cuando empezaron a alcanzarla, de cada punto que habían tocado
empezaron a caer gotas, gotas minúsculas de agua. Heridas en la piel que sorprendieron
a la propia serpiente, pues aunque cada una de ellas no era más grande que la que causa
una aguja en una tela al bordar, no se cerraba.

El mundo desapareció de la vista del dragón para reducirse a un punto de odio. Su


ánimo juguetón desapareció. No se lanzó hacia la niña como había hecho antes, jugando
como un gato con la comida, sinó que su cuerpo pareció convertirse en la punta de una
flecha lanzada por un ser todopoderoso hacia su objetivo. La niña dejó un momento el
caldero y con un solo gesto decidido y lleno de un poder que su aspecto no dejaba
adivinar creo a su alrededor una esfera de fuego mucho más ardiente que cuantas habían
lanzado los otros magos. El dragón se vio obligado a frenar, debía mantener la distancia
para no evaporarse a un ritmo demasiado rápido.

“Hermanas”, gritó la niña, y los combatientes vieron a otras tres elfas de apariencia algo
mayor que ella, aunque no mucho, que se habían rodeado también de sus propios
escudos ígneos. Entre las cuatro empezaron a tejer con fuego cadenas que unían las
esferas y que acabaron formando una cúpula que no permitía que el dragón huyera,
como una infernal labor de punto. Y luego volvieron a sentarse ante sus calderos, de oro
el de la primera, de plata los otros tres y volvieron a cantar su hermosa melodía, primero
con un tempo largo, luego cada vez más rápido para acabar en un prestissimo que
cubrió al dragón de cientos, miles, incontables esferas hasta que estas explotaron sin que
quedara nada de ellas y el agua del que había sido el dragón cayó al suelo donde se
convirtió en un lago capaz de curar cualquier dolencia.

Cuando los presentes salieron de su asombro, cuando se deshicieron en gritos de


felicidad por el triunfo alcanzado, cuando quisieron felicitar a las cuatro mujeres, nadie
fue capaz de encontrarlas.

Luego vino el dragón de aire, pero ella ya no deseaba recordar más. Por suerte o pericia
los dos primeros dragones no habían herido a ninguno de sus amigos ni conocidos, pero
no fue así con el tercero, y ese no era momento para recordar la muerte.

Devolvió la llama al fuego de su hogar y fue hacia la cuna para ver dormir a su hijo. Su
marido, negro como la misma oscuridad se acercó a su espalda y la abrazo con brazos y
alas. A ellos les quedaban muchas batallas en las que luchar, y cuando su hijo creciera
también lucharía a su lado.

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Perdición de Héroes
Ismael Fernández García

Era la estación de la luna blanca. Las noches eran cálidas, húmedas y pegajosas. Entre
palisandros, sicomoros y foráneos fresnos, la selva que devoraba las orgullosas ruinas
bullía de vida. Se acercaba el amanecer, pronto madrugaría el primer sol, entre tanto, el
zumbido de los insectos rivalizaba con los aleteos de coloridos guacamayos y zancudas
garzas, mientras sigilosos felinos de ojos brillantes los observaban ocultos entre la
frondosa vegetación, esperando la oportunidad de caer sobre sus presas con un rugido
aterrador y fauces hambrientas.

Todo esto percibía desde su dorado lecho la señora de aquella isla bienaventurada.
Perezosa como una gata, estiró sus largas extremidades superiores. Antiquísimas joyas y
monedas de valor incalculable rodaron por doquier, tintineando como prístinas
campanillas. Ignorando tesoros que bien podían comprar un reino mortal, alzó su cuello
serpentino todo lo largo que era y miró al cielo.

Le gustaba dar la bienvenida al sol de Heimad. Le era agradable recibir su luz sobre su
cuerpo esbelto y poderoso. Disfrutaba admirando el lustre de sus escamas negras y los
reflejos de un intenso azul oscuro que despertaba en ellas.

Así es, la dragona negra sonreía cada mañana luminosa a la manifestación en el


firmamento del Señor de la Balanza. Poco podía imaginar éste la gratitud que hacía él
albergaba la temida adalid de la Espada.

Cómo podía sospechar lo beneficioso que su Edicto de Exclusión era para aquellos que,
como ella, decidieron permanecer en el lado mundano. Lejos de los tiránicos hermanos,
Thalis y Sthalos, de su ambición desmedida y de su despótica autoridad. Libre para
ejercer su voluntad, para volar a su antojo, para vivir.

Si, muchas vidas había vivido, pensaba Nerdrali, mientras adoptaba la forma de una
humana de piel cobriza, melena negra y lacia, cortada por encima de los hombros,de

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flequillo recto a la altura de los ojos negros. De labios llenos, cuello de cisne, cuerpo
menudo, hombros delicados, senos turgentes y caderas cimbreantes.

Bajo aquella apariencia se había dejado ver por los primeros humanos que visitaron su
isla. Llegaron en frágiles canoas elaboradas ahuecando los troncos de los árboles.
Remando huían del enemigo que los había expulsado de su tierra natal. Esto leyó la
dragona en sus desprotegidas mentes. Un héroe los había salvado. Para él tenían un
nombre: Erohim el Lancero. Fuerte como un toro, rápido como una liebre y despierto
como un zorro. A su imagen en femenino modeló Nerdrali el cuerpo con que se
apareció ante ellos.

Con él tentó a su héroe y le condujo al estanque donde dormía la despiadada titanoboa.


Corriendo desnuda por la selva le atrajo a la guarida de los jaguares. Así le alejó de los
suyos y cautivó sus pensamientos. Hasta dejarse abrazar por él una noche de luna negra
y permitirle creer que estaba por encima de toda obligación o atadura.

Así comenzó a ser adorada como una diosa por los nuevos habitantes de Osknum. Para
complacer a su deidad, generación tras generación, desbrozaron la selva y levantaron
templos, uno encima de otro, los encalaron y pintaron de vivos colores. Pero el molde
del que había salido aquél primer héroe estaba irremediablemente viciado, y esa vida,
entre los sumisos sacerdotes emplumados con sus máscaras de jade, la aburría. De
manera que un día emprendió el vuelo desde su templo, alto ya como las mismas
montañas, y abandonó su isla.

Durante su retiro, el mundo que conocía había cambiado. Los humanos prosperaban y
se multiplicaban. Sus ciudades cubrían los continentes. Los reinos de las razas primeras
menguaban. Y de entre todas las culturas humanas, la talasocracia malvanesa era la más
pujante. Entre ellos vivió una nueva vida: la del pirata aventurero.

Ahora caminaba por entre las columnas cubiertas de hiedra y narcóticas flores de loto
púrpura con aquella nueva forma, mientras danzaba desnuda al sol, recordando victorias
y caricias junto a aquél que no se dejó moldear a su antojo.

Alta y atlética, de larga melena rubia, piel bronceada por la vida de la mar y perfecto
equilibrio sobre la cubierta de su ágil liburna, recorría las costas occidentales de ambos
continentes. Fue durante esta prolongada ausencia que los primeros malvaneses, en su
pugna por frenar a sus rivales del Imperio Arcano, desembarcaron en Osknum,
estableciendo allí una colonia de marcado carácter militar. De nada sirvieron ni el
arrojo, ni las armas de pulida obsidiana, ni las plegarias, ni los sacrificios de sus
adoradores, frente a la disciplina, las armas de acero y la magia blanca de la Alianza del
Libro. Si tuvo conocimiento de aquello, poco o nada le importó a aquella que mientras
tanto se hacía llamar Yiorkthail.

Ejerciendo su libre albedrío, con los años se encontró al frente de una flota de forajidos
sin dios, ni ley, saqueando e incendiando sin piedad, ni cuartel, a arcanos y malvaneses

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por igual. Tan grande llegó a ser el temor inspirado por sus rápidos barcos de aguzados
espolones y velas del color del mar, que el hijo menor del rey malvanés, famoso por su
bravura y la de su tripulación, Marduk, entonces apodado el intrépido por quienes bien
le querían, y el bastardo por los que no, izó las blancas velas de su galera para darla
caza.

Comenzó así la danza que tan cara le resultaba a su corazón. Los hizo perseguirla entre
las islas volcánicas de los codiciosos enanos del Clan de Fuego, al norte. Los atrajo
hasta las aguas dominadas por los brutales minotauros, al sur. Entre nieblas encantadas
compitieron por el favor de sirenas y tritones. En cada nuevo desafío, Marduk se
cobraba su tributo en bajeles piratas. Y mientras el príncipe navegante siempre
encontraba voluntarios que se unían a su tripulación, ella cada vez estaba más sola.
Hasta que un día no quedó a bordo de su liburna, la Garra, nadie más que su capitana.
Llegados a ese punto, lo atrajo con argucias y engaños hasta un atolón perdido más allá
de las Pentekai. Allí era donde tenía escondido el fruto de sus fechorías, un cebo más
con el que tentar a aquél nuevo héroe. Y paciente le esperó.

Cuando vio las velas de sus perseguidores asomar por el horizonte, retornó a su
formidable apariencia draconiana y atacó la galera. Con sus alas formó vendavales que
cambiaron su derrota y la empujó contra los arrecifes. Las balistas y arqueros de a bordo
la dispararon, e ignorando las molestas flechas, con sus garras quebró los remos. Bien
hubiera podido descargar su negro aliento sobre la cubierta, pero no era su intención
acabar con los mortales, y una vez encallado el bajel, desistió en sus ataques, como un
niño hastiado de un juguete roto. Había llegado el momento del cara a cara con el
humano que tanto tesón y habilidad había demostrado.

Luego, con la forma humana que las costas de Itnor y Alrus habían aprendido a temer
salió a su encuentro, adornada con todo el bárbaro esplendor de una reina pirata. Su
corta túnica del color de las olas dejaba descubiertas sus largas y torneadas piernas, lo
mismo que sus bronceados brazos. Un cinturón de oro batido, cuajado de esmeraldas y
rubíes le ceñía la cintura. Un collar de perlas y diamantes cubría su pecho. Un pañuelo
de verde seda cubría su cabeza. El largo cabello rubio, recogido en una coleta, le caía
por la espalda desnuda, cual cascada de oro viejo. Tan solo el sable de abordaje que
portaba en su diestra carecía de ornamentos, más su hoja era de un oscuro metal que
absorbía la luz y no devolvía reflejo alguno.

—¡Bien hallados, valientes! —los saludó levantando el arma a la altura de sus


ojos negros, enseñando los dientes igual que el gato al ratón que tiene entre sus zarpas.

Instintivamente, la escolta del joven Marduk retrocedió, armas en ristre, buscando con
la mirada enemigos emboscados. Él, en cambio, se adelantó intrigado. La curiosidad

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pintada en sus ojos azules. Una sencilla cinta de cuero adornaba su amplia frente,
conteniendo la masa de despeinados rizos rubios que amenazaba con taparla. Vestía una
fresca túnica de lino, tinta en azul cielo. Al curvo filo de su kopis, lo mantuvo en su
cinto.

—¡Bien hallada, capitana! —la siguió el juego— Muy sola se os ve.

Riéndose como si aquella fuera una broma que solo ella comprendiera, contestó,
señalando con su ominoso sable en dirección al otro lado de la isla:

—¡Capitana de un barco sin tripulación, esa soy yo!

Nada en su postura o en su actitud traslucía el temor o inseguridad, que aquellos


hombres curtidos esperaban de la que, hasta entonces, habían creído, era una mujer sola,
extraordinaria, pero mujer mortal.

—Es una bruja, capitán —le advirtió su fiel segundo—. Matemosla, antes de que
nos enrede con sus hechizos.

Pero él no dio muestras de dar el primer paso y llevar a la práctica su propio


consejo.

—Entonces no encontraréis mi tesoro —se burló ella, al tiempo que con la mano
libre desprendía su cinturón y lo arrojaba a los pies de los presentes como si fuera
quincalla.

Rubíes y esmeraldas brillaban en la arena, atrayendo las miradas de aquellos hombres


que habían dejado atrás a sus familias para embarcarse en pos de fama y fortuna. Todo
cuanto deseaban se les ponía ahora al alcance, pero a su capitán no era la obtención de

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riquezas lo que le impulsaba. No, él era harina de otro costal. Lo que su espíritu
anhelaba era llegar donde ningún otro había llegado, escribir su nombre en las leyendas.

El pesado collar de perlas y diamantes hacía compañía en el suelo al cinturón de oro


batido. Ni una mirada les dedicó Marduk. No así su tripulación, que con ojos como
platos, se agitaban nerviosos.

—¡Qué oportuno entonces para vos —con media sonrisa en su rostro curtido por
los elementos, contestó el medio celebtir—, que sea yo el capitán de una tripulación sin
barco!

A lo que ella respondió clavando en la arena el negro sable, para acercarse,


desarmada, a admirar de cerca al héroe que llevaba años buscando.

—Tal vez, entonces, este encuentro haya sido querido por los astros —le susurró
seductora.

—Barco y tesoro a cambio de pasaje —impertérrito, mantuvo él las distancias…


aquella vez.

Cuán estimulantes le resultaban los recuerdos pasados a su lado, mientras descendía los
escalones cubiertos de vegetación, hacia el cenote sagrado, donde le esperaban las
pálidas sacerdotisas encargadas de su baño ritual. Por puro capricho había iniciado a las
hijas de los conquistadores en los secretos del culto a Thalis, la fecunda serpiente. Igual
que había compartido con Marduk el oculto sendero que conducía a la inmortalidad.
Juntos lo habían recorrido de la mano, superando cada oponente, cada obstáculo y cada
prueba que el dios de la muerte había arrojado contra ellos. Y sin embargo, con el
triunfo sobre las Torres de Morskul tornó el hastío, y con él llegaron la frialdad y la
distancia.

Por despecho, se acercó a su hermanastro, Adormar, esta vez como una belleza élfica de
piel de alabastro, cabellos negros y mirada de ala de cuervo. A él, severo aristócrata de
pura cepa, con ensortijados cabellos morenos y ojos grises, le sedujo con la promesa de
someter a su voluntad al rayo y las tormentas. Tan solo debía consagrar su alma a
Sthalos el Dragón de la Espada.

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Así destruyó la unidad de los celebtir, volvió a padres contra hijos y hermanos contra
hermanos, y en la batalla final entregó a ambos príncipes al implacable dios de la
muerte quedando ella como reina y señora de Osknum.

Pero mientras cierra los ojos almendrados y las sacerdotisas enjabonan su larga melena
morena, siente agitarse de nuevo el ansia en su pecho. Tal vez haya alumbrado el
mundo un nuevo héroe. Tal vez sea la hora de adoptar una nueva apariencia, un nuevo
nombre. Tal vez sea tiempo de vivir una nueva vida, de torcer destinos y conducir de
nuevo a los mortales a su condenación.

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Yir
Sonia Jiménez Socarrás

El pueblo de Garra estaba listo para la gran celebración. Ese era el día en que la
Ceremonia de Vida se iba a realizar: cada niño de diez años sería escogido por un
dragón bebé y estarían atados por un lazo invisible que solo la muerte podría romper; se
comunicarían sin la necesidad de palabras, sentirían las mismas emociones que su
compañero.

D’neer descansaba cerca de la orilla de Yall, un río cercano al pueblo, cuando sintió una
mano que se posaba en su hombro. Al alzar la cabeza vio que era su padre, uno de los
miembros de la Guardia de Dragones, los defensores de los pueblos de Garra, Imra,
Sarka y Kardin.

—¿Estás listo? —preguntó el hombre al pequeño.

—¿Podrías contarme una vez más la historia del Señor de los Dragones, por
favor? —sus ojos negros brillaban.

Karall trataba de complacer en todo a su hijo ya que no estuvo presente al morir


la madre del pequeño y eso lo hacía sentirse culpable. Se acomodó junto a él y lanzó un
suspiro.

—Yir era un niño que estaba a punto de realizar su Ceremonia de Vida —


comenzó el relato—. Se mostraba ansioso por tener un dragón, pero cuando llegó el
momento de la elección, ninguna bestia se colocó a su lado. Nadie sabía cuál era el
motivo, algunos lo consideraron una deshonra por no haber podido establecer un
vínculo.

Karall observó a D’neer, el niño lo miraba atento. Tenía la boca semiabierta como en
cada ocasión en que le contaba la historia.

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—Sin embargo —continuó—, Yir se mantuvo siendo amigo de los dragones:
limpiaba los establos, les curaba las heridas, los sacaba de problemas; su amistad con
ellos floreció durante un par de años.

»Pero su felicidad acabó el día en que Hassa, el imperio del sur, atacó. En
aquellos momentos, en Garra solo estaban las crías de dragones, los adultos fueron a
reproducirse en las Islas Callio. Además, la Guardia de Dragones no se había creado. El
nuevo emperador de Hassa odiaba a estos seres, al parecer le daban asco, y esa era una
época idónea para destruirnos.
»El ejército de Hassa incendió las casas; asesinó a las personas, a los dragones.
La gente corría de un lado a otro buscando protección y dejaban a las bestias a su suerte;
mas Yir tuvo una actitud diferente, se llenó de valor y atacó a los soldados con una
azada que había tomado del suelo. No era un experto en la lucha pero logró dar muerte a
varios de los enemigos; peleaba de manera incansable, no obstante, sus fuerzas tenían
un límite. Al final, Yir murió; su corazón fue atravesado por la lanza de un guerrero.
»Los soldados de Hassa continuaron su acometida en Garra mientras que el
cuerpo de Yir permanecía inerte. Entonces, un dragón se le acercó, lanzó un gruñido;
llegó otro y le hizo compañía. Tres, cuatro..., los que quedaron en el pueblo estaban a su
alrededor, alzaban sus voces como si fuese un cántico.
»Yir abrió los ojos, se sentía renovado, con más fuerza. Una armadura roja y
negra, como la piel de los dragones, había cubierto su cuerpo. Se levantó y caminó junto
a las criaturas. Enfrentó al ejército enemigo con el poder que le habían dado: llamas que
salían de sus manos y castigaban a los malhechores como mismo ellos habían castigado
al pueblo de Garra.
»Yir murió ese mismo día, luego de salvarnos a todos.

—Papá —D’neer llamó la atención del hombre—, sé que Yir se convirtió en


nuestro héroe, pero tengo miedo de ser como él —bajó la vista—. Tengo miedo de que
ningún dragón me acepte.

El hombre arqueó las cejas y miró al niño. Sería difícil ser el hijo de un general de la
Guardia de Dragones y no poseer el vínculo con una de esas criaturas.

—No te preocupes antes de tiempo —le puso una mano en el hombro. El


pequeño levantó la cabeza—. Ahora vámonos que la ceremonia está a punto de
comenzar —sonrió para darle ánimos.

Se levantaron del pasto y caminaron hasta arribar a la plaza de Garra, cuando los
últimos espectadores ocupaban sus puestos. La plazuela había sido adornada con
banderines que conectaban los cuatro postes alzados; los maderos representaban cada
una de las tribus de cuidadores de dragones.

La ceremonia dio comienzo. La gente escuchaba atenta las palabras del sacerdote que
presidía el culto. A un costado del anciano se ubicaban las crías de dragón y en el otro
los niños, junto a sus padres. Los dragones adultos observaban desde el techo de las
casas próximas.

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Las bestias de pequeño tamaño avanzaron hacia los infantes. Los olieron, y al encontrar
a quien más les simpatizaban lanzaron gruñidos.

D’neer sonrió. Un dragón verde se había quedado junto a él.

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Furia Desnuda

David Martín

El numeroso grupo de saqueadores ofidianos marchaba con las escamosas piernas


hundidas hasta los muslos en el pantano. La tonalidad verdosa de su resistente piel era
un camuflaje excelente para su hábitat natural, y los guardias de la caravana junto al
camino no los habían visto.

Las lenguas bífidas acariciaron hileras de afilados dientes. El olor de la carne humana
les hacía salivar, y aquellos mercantes insensatos se iban a lamentar por recorrer la ruta
comercial tan cerca del pantano siniestro.

De repente un grito de guerra resonó entre los arboles medio hundidos. No el estridente
grito de una garganta ofidiana, ni el ronco aullar de un bárbaro. Una figura surgió de la
nada enarbolando una espada en cada mano. Ambas centelleaban como fuegos fatuos.

La mujer de cabellos cortos y negros se lanzó a la carrera y descargando un terrible tajo


decapitó al primero de los reptiles antes de que supiera que estaba pasando. Los demás
ofidianos se giraron enarbolando las pesadas hachas de piedra y las lanzas de hueso.
Pese a que se trataba de una hembra grande y musculosa, resultó que era cegadoramente
rápida. Su hoja detuvo el golpe de un hacha y lastimó el mástil del arma. En un feroz
contraataque destripó al saqueador. El cuerpo todavía no había terminado de caer
muerto cuando ella ya golpeaba a otro enemigo. La sangre manchaba las hojas podridas.

¿Cómo podía ser? Las escamas de los ofidianos, duras como una cota de malla, saltaban
destrozadas ante los poderosos sablazos de aquella mujer que luchaba como un
demonio. Aún peor, los guardias de la caravana se habían percatado del ataque y
lanzaban flechas contra los reptiles, cogidos entre dos fuegos.

Los ofidianos optaron por huir, medio corriendo medio nadando. Junto a un amasijo de
cuerpos flotantes, la hermosa guerrera de ojos verdes se alzaba la respiración acelerada
tras el combate. Las espadas fulguraban en sus manos chorreando sangre.

—Soy Zelben, capitán de la guardia de esta caravana, que pertenece a lord Numisnos—
exclamó aquel hombre barbudo. Y tú debes de ser Kailyn Espada negra, no me cabe
duda, aunque no veo que tus aceros sean de ese color. Te agradecemos la ayuda. ¡Ha
sido una jodida masacre de ofidianos, y si no lo hubiese visto, no lo hubiese creído!

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—Lord Numisnos me ha contratado también— replicó Kailyn mientras se enfundaba las
espadas en las vainas a su espalda. Zelben observó que eran del tipo llamado catana,
muy populares en las lejanas tierras del este, el misterioso continente de Pangú.

— ¿Para qué nos acompañes?

—Para que os diga que volváis. El camino del pantano ya no es seguro, al parecer han
visto a….

Nunca terminó la frase. Una enorme garra rojiza había surgido de la nada, abriendo una
dolorosa herida en el mismísimo tejido de la realidad. Kailyn, se sintió atrapada por una
fuerza inmensa y arrastrada muy lejos, prisionera aquella energía maligna y sin duda,
demoniaca.

Sintió en la cara el hedor a sulfuro, el aire impío y los vientos fétidos. Un mortal más
débil quizás se hubiese desmayado ante la visión del cielo tenebroso surcado por
cometas en llamas. Obviamente se encontraba en alguno de los muchos infiernos
conocidos.

Kailyn tuvo algo de suerte. Aunque la presa casi le cortaba la respiración, los brazos de
la guerrera habían quedado libres, y gracias a su costumbre de llevar sus armas a la
espalda, pudo desenvainar a Kanruil.

Asió la empuñadura con ambas manos y la descargó sobre la garra escamosa que
continuaba arrastrándola más y más lejos. Al principio la hoja se curvó un poco, incapaz
de horadar el grueso pellejo. Pero al llegar a cierto punto de flexión, la espada restalló
como un látigo, atravesando la mano y haciendo brotar sangre negra como la de un
dragón.

Kailyn escuchó una voz, gritar no tanto de dolor como de contrariedad. Volvió a
golpear. Esta vez apuntó a la parte blanda de piel que se encuentra entre el pulgar y el
índice. Kanruil se hundió hasta la mitad, y ahora su captor no pudo menos que aflojar la
presa. Cayó desde muy alto mientras la garra desaparecía entre los vapores oscuros.

Poco podía hacer más que prepararse para el impacto. Sin embargo, notó que no
descendía tan rápidamente como podría esperarse. Los vendavales de aire caliente se
volvieron de pronto sus aliados. Era como una hoja de otoño en una tempestad. No caía
a plomo, sino que daba bandazos.

Un desagradable líquido viscoso la recibió. Había caído en una gran charca blancuzca y
verdosa. Se incorporó con dificultad, notando que no era profunda: apenas llegaba hasta
las rodillas. No obstante, su densidad fue suficiente para ahorrarle unos huesos rotos.

— ¿Dónde diablos estoy? — alcanzó a preguntarse. Aquella substancia le quemaba los


ojos. Su acidez era tal que consumía los ropajes que ella llevaba. No tuvo tiempo de
preocuparse por ello. Un chapoteo le indicó que no estaba sola. En vez de enfrentarse a
aquello que viviera en aquel lago, vadeó hasta la orilla. Al aclarársele la vista, observó
que en un promontorio había una mujer vieja y ajada, vestida con una túnica harapienta.

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—Bienvenida a la dieciochoava capa del infierno, llamada Cancelix. No te preocupes
por andar desnuda por estos lares, aquí se admite a todo tipo de gente. Yo soy la señora
Blair, pero puedes llamarme Magdalena. Ya veo que eres muy fuerte, se nota.
Cualquiera que cae en la Bilis del Autocrator acaba en los huesos.

En efecto, a Kailyn solo le quedaban las espadas, que tenía que llevar en la mano pues
hasta las fundas se habían disuelto. El acero de ambas estaba forjado con magia, así que
no debía temer por ellas. En cuanto a la bruja, no parecía una amenaza. Tan encorvada
estaba que la cabeza estaba a la altura de su ombligo.

— ¿Bilis? ¿Autocrator? — preguntó confundida.

—El Autocrator es un demonio único, de un tamaño colosal, gordo y grande como


pocos. Su pasión es escribir críticas acerca de otros demonios, pero también de héroes
mortales, y se dedica a ello día y noche. Los detesta a todos, y conoce muchas de sus
vergüenzas, no me preguntes como. El caso es que vive allá lejos, en esa montaña.
Rodeado de libros que el mismo escribe. A veces el asco y la repugnancia que siente por
los demás, es tal que vomita un torrente de bilis que es justo donde has caído.

— ¿Y tú por qué estás en el infierno?

—Es lo que tiene invocar demonios. Son bastante rencorosos.

Kailyn Espada Negra sopesó sus opciones. No le gustaban las brujas, pero había que
salir pronto, pues no hallaría comida en aquel lugar.

— ¿Puede el Autocrator sacarme de aquí?

—Probablemente sí, pero dudo que lo haga. Una vez un mortal entra en Cancelix, ya no
sale.

—Veremos. Quizás un par de golpes de Kanruil le hagan cambiar de idea— dijo. Estaba
bastante segura de que su espada mágica podía matar un demonio, por grande que fuese.

—Entonces yo seré tu guía. No hay que fiarse de nadie en estos pagos, créeme.

Así bruja y guerrera se pusieron a recorrer la dieciochoava capa. No fue un camino


corto ni fácil. Kailyn hubo de luchar varias veces y cada vez estaba más cansada y tenía
más hambre. Pero al final llegaron a la montaña del demonio, que era en verdad
inmenso y tal y como lo había descrito la señora Blair, estaba rodeado de apuntes y
pergaminos que cubrían toda la cima.

Kailyn pensó que, a pesar de su tamaño, aquel enorme ser no parecía muy orientado al
combate. Sus garras eran pequeñas en relación al cuerpo fofo y purulento. Pero quizás
tenía magia demoniaca, o sicarios, o quizás podía estallar si lo pinchaban, así que
decidió parlamentar.

—Poderoso Autocrator, critico entre críticos. Yo, Kailyn matadragones, la doncella


oscura, pido audiencia.

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El demonio, absorto, no respondió.

—Eh, bola de sebo. Aquí abajo.

El Autocrator miró al fin, y esbozó una mueca de desaprobación.

—En pelotas y con grandes pechos. ¡Qué personaje más cosificado! Eres lo peor que he
visto en mucho tiempo. ¿Eso que llevas en la espalda es un tatuaje? ¡anacrónico! Y la
bruja… vieja y con capucha, eso es un cliché tremendo.

—Ya te lo advertí— susurró la señora Blair a oídos de la guerrera.

—Si estoy desnuda, no es por decisión mía, ya que aterricé en tus babas corrosivas. Y
nací en la lejana tierra de Yamata, donde los tatuajes son comunes. Por ese mismo
motivo mis espadas son orientales. No sé a qué viene tanta queja.

—Ya, ya. Oriental. Con lo pequeñas que son, y tú eres grandota. No cuela, una mujer
oriental con músculos.

—Mi madre era de Yamata, pero mi padre no era nativo, sino un guerrero bastante alto
del oeste. Me parece que criticas sin conocerme de nada.

—Mira, chica. Tengo mucho trabajo. Te salvas porque eres medio oriental, y mujer. Si
hubieses sido un hombre, te habría aplastado nada más verte. Pero es obvio que no
podéis volver allí arriba. Los altos señores me han encargado una limpieza total. Ni te
imaginas la cantidad de barbaros musculosos que llevo esta semana.

— ¿Si cumpliese tu criterio, me dejarías volver a mi mundo?

—Claro— declaró el Autocrator mientras se ponía unos minúsculos anteojos para


echarla otro vistazo.

—Pues verás. Lucho muy bien, así que soy una empoderada. Además, tengo el pelo
corto y un físico atlético, con lo que poseo atributos poco femeninos. Y ya ves que soy
mestiza, lo que añade diversidad racial a tu relato. Así que ya me estas dejando regresar.
O podemos liarnos a golpes. A ver cómo queda en tu historia que le pegaste a una mujer
desnuda.

—Y yo soy lesbiana— añadió la señora Blair.

—Sigo diciendo que esas tetas son irreales. Y llevas piercings. ¿Cómo explicas que se
fundiera tu ropa con el ácido y no los piercings? ¡Te he pillado! — dijo el demonio
agitando los brazos de alegría.

—Son de plata. El ácido no daña la plata.

—Vale, buen punto— refunfuñó el demonio— Pero veo otro fallo en tu historia: estás
descalza. Si hubieses subido por una montaña tan caliente como esta, te habrías
quemado las plantas de los pies.

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—Si de verdad estuviese tan caliente, todos tus libros y pergaminos habrían salido
ardiendo.

—¡Maldición! —Bramó el Autocrator—. Está bien, allí tenéis el portal. Lo custodia un


dragón, claro está. Y estaré vigilando. Si alguna de tus poses cuando vayas a luchar es
anatómicamente inapropiada, ¡volverás a saber de mí!

Kailyn y la señora Blair se alejaron en pos del portal. Ella ni siquiera mencionó que
había visto la marca de su espada en la mano del Autocrator, en donde se unen el pulgar
y el índice.

Cuando Kailyn se hizo llamar matadragones, no había mentido. Había matado dragones
Azabache, hace tiempo, en el mar del Diablo. El truco estaba en luchar dentro de la
cueva. Las fauces de un dragón eran terribles, sí, pero lo que había que temer era el
aliento. Un dragón en vuelo no necesitaba más que dar vueltas alrededor de su víctima y
freírlo. Lamentablemente, parecía que aquel dragón no tenía cueva, pues estaba delante
del portal.

—Si levanta el vuelo, nos va a matar en tres segundos— dijo ella.

—No es un dragón al uso— replicó la señora Blair—. Es un dragón zombi. No puede


volar. Y es lento. Pero matarlo va a ser complicado, porque bueno, ya está muerto.

Y era cierto. Aquel dragón había visto tiempos mejores. Olía a carroña y le faltaban
pedazos. Incluso la espada de Kailyn iba a tener problemas en cercenar aquel cuello
medio podrido con vertebras gruesas como troncos de roble. Y dudaba de que hubiese
algún otro método que no fuese cortándole la cabeza. Si solo tuviese un buen hechicero
a su lado que hiciese fuego…

—Oye, Magdalena, tu por casualidad no sabrás lanzar hechizos de fuego, ¿verdad?

—Nosotras las brujas somos buenas con las maldiciones— dijo rascándose la joroba—
También con los cambios de forma. Pero no vamos por ahí pegándole fuego a las cosas.
Eso es una indecencia.

—Entonces, tendré que hacerlo a mi modo.

Y cargó.

El dragón zombi la vio venir, y se incorporó pesadamente. Kailyn dio un salto enorme
justo cuando su cuello se hinchaba. Al parecer sí que tenía aliento.

Pero el aliento no era ni fuego ni hielo, sino partes del estómago del propio dragón, un
torrente de porquería, huesos y ácidos que fallaron por poco. Kanruil centelleó hasta
alcanzar el gaznate del dragón, y en verdad quebró el hueso que saltó en astillas, pero no
era suficiente para descabezarlo. Kailyn cayó al suelo y rodó sobre sí misma. Usando un
catalejo, el maldito Autocrator estaba pendiente de que sus pechos no se bamboleasen
demasiado, listo para censurar a la guerrera.

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Volvió a esquivar, esta vez las garras. De repente y con un tremendo latigazo, la cola la
alcanzó y la lanzó varios metros atrás. Kailyn escupió sangre y sintió un tremendo dolor
en las costillas. Ni el mejor guerrero del mundo podía matar fácilmente un dragón.

La señora Blair, que había observado el combate a distancia, decidió actuar. Agitando
las manos, lanzó un hechizo de sombras liquidas que atraparon las patas y sobre todo las
alas del monstruo como si se hubiese metido en alquitrán. Aunque era evidente que no
lo iba a retener mucho. Muerto o no, la fuerza de ese dragón era tan grande que hacía
temblar las montañas.

Kailyn dejó de caer una espada y asió la otra con las dos manos para ganar fuerza. Sabía
que su única oportunidad era golpear en el sitio justo donde había impactado antes. Dio
un nuevo salto y con todo el poder de sus músculos, lanzó el tajo definitivo.

Kanruil pasó a través de toda aquella putrefacción, seccionando la columna vertebral


que se quebró como el cristal. La cabeza cayó al suelo… pero al monstruo no pareció
importarle. Seguía moviéndose, eso sí, sin ver nada. Tan bueno fue el golpe que el
mismo Autocrator no pudo reprimir un ¡bravo! Desde su lejana montaña de papeles.

—Vámonos— gritó la guerrera mientras recogía a Kaminari, su otra espada. La señora


Blair no se lo pensó, y corrió hacia el portal luminiscente. Ambas se lanzaron por él, y
segundos después la cola del dragón lo hizo añicos.

Aparecieron en la posada del Jabalí furioso. Habían salido de la misma chimenea con
una llamarada, y los presentes no daban crédito a sus ojos.

—Otra vez desnuda— dijo el posadero, desganado. Todavía recordaba la vez en que
Kailyn tuvo que desprenderse de su cota de mallas para salir nadando de un barco que
se hundía por culpa de una serpiente marina.

Y entonces la vieja capucha de la señora Blair cayó al suelo mostrando no una anciana
verrugosa, sino una escultural mujer de cabellos morenos. Tenía el rostro de una
princesa.

—Si ese demonio me hubiese visto como soy, yo jamás habría salido de Cancelix—
aclaró.

Kailyn y Magdalena se pidieron unas cervezas y comenzaron a reír. En su guarida, el


Autocrator todavía observaba, apuntando todo lo que, a su juicio, estaba mal.

—Ninguna de las dos lleva dinero— dijo—. Otro fallo que añadir a la lista.

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CENIZAS
Joaquín Sanjuán

El olor a quemado fue el primer indicio de que algo iba mal. Los gritos de terror y de
desesperación, el segundo. El pequeño poblado, dormido y en silencio hasta entonces,
despertó de forma convulsa y violenta; sus habitantes abandonaron sus casas en busca
de respuestas. Fue entonces cuando vieron al monstruo; su oscura figura destacaba en el
cielo estrellado y sus rugidos amenazaban con hacer añicos la cordura de quienes los
escuchaban. Se trataba de una criatura imposible, pues todos sabían que el último de su
raza había muerto siglos atrás. Sin embargo, allí estaba: era un dragón.

II

Un hombre de tez oscura y vestido con pieles surgió de entre la maleza; silencioso como
un fantasma miró a su alrededor. Se escucharon unas voces a su espalda, entre los
árboles, y no tardaron en aparecer también dos mujeres. Una de ellas, alta y de físico
imponente, vestía una desgastada cota de escamas y portaba dos hachas gemelas al
cinto. La otra, delgada y vivaracha, parecía ser la responsable de la agria expresión de
su compañera.

—¡Como te lo digo, Rowena! —exclamó la pequeña mientras tiraba de su túnica


para liberarla del arbusto en que se había enganchado—. ¡Lo que guardaba en los
pantalones era más grande que…!

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—Lynsa, compórtate —recriminó el cuarto componente del grupo, un veterano
con aspecto de noble caballero que acababa de aparecer tras sus compañeras—. Os
recuerdo que estamos trabajando.

—¡Vamos, Theod! —protestó Lynsa—. ¿Un dragón? ¡Es un disparate!


¡Probablemente se trate de otro dracogrifo, ya lo sabes!

—Haced el favor de guardar silencio los tres —gruñó el rastreador, molesto—.


Hacéis tanto ruido que podría escucharos desde Ravenscar. Además, Theod tiene razón:
estamos trabajando. Al menos algunos de nosotros, chicas.

—¡Eh, Jabari, eso no es justo! —protestó Lynsa—. ¡También hago mi parte!

—Tú asegúrate de tener a mano ese artefacto matadragones —añadió Theod—.


Solo por si acaso.

—No me gusta el plan —gruñó Rowena—. Prefiero usar mis hachas.

—No puedes matar un dragón a hachazos —observó Theod.

—No puede ser un dragón —insistió Lynsa—. ¡Hace siglos que murió el último!

Jabari se alejó a grandes zancadas, resuelto a seguir explorando mientras discutían.

—¿Alguien sabe qué narices está rastreando? —preguntó Lynsa—. Si fuese un


dragón, no creo que costase mucho encontrar sus huellas…

—¿Puedes tomarte algo en serio por una vez en la vida? —Theon, serio y
taciturno, la reprendió con la mirada—. Esa bestia no es cosa de broma, ha masacrado
cinco aldeas en solo un ciclo lunar. Así que haced el favor de caminar en silencio.

El veterano continuó caminando seguido por Rowena, quien miraba a su alrededor


como un depredador al acecho. Lynsa observó el hermoso paisaje que los rodeaba y
dejó escapar un suspiro, feliz de estar viva. Después, echó a correr tras sus compañeros.

—¡Eh, esperadme! ¡Os recuerdo que soy yo la que lleva el artefacto


matadragones! ¡Chicos! ¡Eh!

A lo lejos Theon rezongó en voz baja.

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III

En las profundidades de una gruta cercana, lejos de cualquier rastro de vida, una colosal
criatura rebulló en sueños y abrió los ojos. Su mirada, feroz y carente de toda piedad,
era la de un depredador. El monstruo se movió en la oscuridad, provocando que algunas
piedras se desprendiesen de paredes y techos, y aspiró.

—Vida —dijo con un gruñido amenazador—. Huele a vida, a acero y a carne.

La criatura se desperezó como un gato, lo que hizo que cayesen aún más fragmentos, y
con un resoplido lanzó una nube de denso humo negro.

Era hora de alimentarse.

IV

—¡Jabari, Rowena, conmigo! ¡Lynsa, cúbrenos!

Theon cargó con el escudo por delante, y su envite golpeó en el rostro a uno de los
grotescos trolls que los rodeaban, causando una lluvia de sangre y dientes rotos. Sin
embargo, eran trolls de las montañas, lo que significaba que también eran
particularmente duros y estúpidos. La criatura resistió la carga y se dispuso a
contraatacar, pero alguien se arrojó sobre él con un aullido más animal que humano y lo
derribó con una lluvia de hachazos.

Otros dos trolls se dirigieron hacia la salvaje guerrera con la esperanza de sorprenderla
mientras esta despedazaba a su compañero, pero una figura sigilosa y rápida se deslizó
tras ellos y, antes de que se dieran cuenta de que estaba allí, rajó el cuello a uno de los
monstruos, que cayó al suelo mientras un manto rojo cubría su pecho. Sin embargo,
cuando el superviviente quiso golpear a su atacante, este había desaparecido. Aún estaba
buscando a Jabari con expresión estúpida cuando la maza de Theon se estrelló contra su
cabeza, destrozándole el cráneo y matándolo al instante.

Un cuarto troll agarró a Rowena por la larga melena del color de la noche y aplastó a la
mujer contra los restos sanguinolentos que quedaban del monstruo al que esta había
destrozado. Pero entonces, antes de que lograse golpear a la feral guerrera, la criatura
bramó de dolor y se apartó de ella. Al volverse hacia él con las hachas en las manos,
Rowena advirtió que el troll ardía envuelto en fuego verde.

—¡Eh, feos! —gritó Lynsa; llamas color esmeralda cubrían sus manos—. ¿Por qué
no venís a por mí?

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Los trolls que seguían con vida gruñeron ante la provocación de la mujer y se dirigieron
hacia ella con pasos pesados. Aprovechando el respiro, Theon apareció junto a Rowena
y le tendió la mano, ayudando a su compañera a levantarse. Jabari surgió a su lado como
un fantasma.

—Acabemos con ellos —dijo Theon, y alzó su arma. Entrechocaron maza, hachas
y dagas, todas ellas ensangrentadas—. ¡Cargad!

Atrapados entre las terribles llamas verdes de Lynsa, la ferocidad de Rowena, la


habilidad marcial de Theon y las letales y furtivas dagas de Jabari, los pocos trolls que
quedaban no tuvieron ninguna posibilidad.

Pronto las rocas de la montaña quedaron bañadas por un río de sangre de troll. El
dragón, si es que existía, sería el siguiente.

El dragón descendió desde los cielos como un ave de presa. Cayó sobre ellos durante el
ocaso, cuando la luz finalmente se rendía ante el imparable avance de la oscuridad.
Rowena, de guardia en ese momento, miró alarmada hacia arriba y lanzó un salvaje
grito de guerra mientras empuñaba sus hachas gemelas.

Jabari, de sueño ligero y reflejos rápidos, fue el primero en levantarse, justo a tiempo
para ver que su peligrosa compañera les era arrebatada por una colosal garra.

—¡Arriba! —gritó mientras colocaba una flecha de pluma gris en su gran arco de
cuerno—. ¡Arriba, nos atacan! ¡Es el maldito dragón!

No hubo chanzas ni burlas esa vez. Theon se alzó de inmediato, vestido tan solo con
camisa y calzones, empuñó maza y escudo y se colocó ante el rastreador mientras
seguía con la mirada a la bestia, que se mantenía en el aire mientras devoraba a la
guerrera. El veterano sabía que ella no sería la única en morir esa noche.

—¡Lynsa, ya sabes qué hacer! ¡Jabari, protégela! ¡Os daré tanto tiempo como
pueda!

La maga, sentada sobre su lecho y con las piernas cruzadas, tenía ya en las manos el
artefacto, parecido a un huevo de cristal. Este, un objeto de siglos de antigüedad y
creado por los álfar, comenzó a brillar a medida que Lynsa recitaba antiguas palabras
cargadas de poder. Jabari se situó junto a ella, alzó el arco y una flecha surcó la noche
para rebotar inofensiva contra las resistentes escamas del monstruo.

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La mirada del dragón se clavó sobre los tres aventureros. Con un rugido de desafío dejó
caer los restos de Rowena, giró en el aire y se lanzó sobre el campamento, resuelto a
cobrarse otra víctima.

La maga trató de abstraerse de lo que sucedía a su alrededor. Ignoró los gritos con que
Jabari la apremiaba mientras disparaba flecha tras flecha, ignoró el crepitar del fuego
cuando el dragón escupió una llamarada sobre Theon e ignoró los alaridos de miedo y
de dolor de sus compañeros, así como el olor a carne quemada. Ignoró todo eso
mientras, con los ojos anegados en lágrimas por los caídos, culminaba el conjuro que
debía activar los poderes del artefacto. Entonces, cuando al fin estuvo preparada, se
alzó, se volvió hacia el monstruo… y un demoledor barrido de la cola de la criatura la
arrojó contra un árbol. El impacto le hizo perder el conocimiento.

VI

Lynsa se sorprendió al despertar, pues no había esperado hacerlo. Parpadeó para


quitarse la arena del sueño de los ojos y miró a su alrededor, preguntándose qué había
pasado. Fue entonces cuando sintió el olor a muerte y a podredumbre, un hedor tan
terrible que estuvo a punto de vomitar.

Entonces el siniestro sonido de unas fauces masticando atrajo su mirada. El dragón, sin
advertir que la maga había sobrevivido y estaba despierta, arrancó otro gran pedazo de
carne de su cena y masticó ruidosamente. Los ojos de Lynsa se llenaron de lágrimas al
ver que estaba devorando los restos de Theon.

Entonces recordó que tenía una oportunidad de vengar a sus amigos. Resuelta y
decidida a llegar hasta el final, la maga se incorporó en silencio, apretando los dientes
para ignorar el dolor de la pierna que se había roto a causa del golpe contra el árbol. Se
lo debía a Theon y los demás. Afortunadamente para ella, el artefacto había caído a
escasa distancia.

—Adelante, inténtalo.

Lynsa advirtió sobrecogida que era la voz del dragón, y no dudó. Saltó hacia el
artefacto, lo recuperó y rodó sobre sí misma. Quedó sentada sobre el suelo, muy cerca
del lugar en el que había estado durante el ataque. La diferencia era que en esa ocasión
los poderes del artefacto ya habían sido activados; solo tenía que utilizarlo.

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La maga alzó el objeto de brillante cristal hacia el dragón y susurró una última palabra
de poder. El artefacto comenzó entonces a brillar con la furia de mil estrellas y una
silenciosa explosión de luz arrasó el lugar.

Lynsa, inmune al poder de un objeto que había sido diseñado para acabar con la vida de
los dragones, bajó el artefacto, y solo entonces se permitió estallar en un llanto de dolor
por la pérdida de sus amigos.

—¿Eso es todo, niña mortal?

No podía ser. Con el corazón en un puño, Lynsa miró de nuevo a la colosal criatura
oculta por la oscuridad de la noche. No podía seguir con vida; el artefacto no podía
haber fallado.

A no ser…

Con el más profundo terror en su corazón, Lynsa invocó el poder de la Luz. Una llama
de fuego blanco comenzó a arder con fuerza en su puño, obligando a las tinieblas a
retirarse temporalmente. La maga miró con atención al dragón; solo entonces distinguió
su piel lacerada, los trozos de hueso que asomaban por aquí y por allá, y heridas que
habrían acabado con la vida de cualquier criatura, por poderosa que esta fuese. Recordó
entonces el fuerte olor a podredumbre y a muerte que sintió al despertar, y todo tuvo
sentido.

Derrotada, Lynsa dejó caer los brazos a los lados y lloró ante la certeza de que esa
criatura, un dragón muerto al que oscuros poderes habían devuelto a la vida, se
alimentaría primero con su alma y después con su carne aún caliente.

El artefacto no había fallado. Ese monstruo llevaba muerto mucho, mucho tiempo.

VII

Los ojos muertos del dragón oscuro miraron a su alrededor, buscando más vidas con las
que alimentarse. El artefacto lo había debilitado, solo recuperaría fuerzas absorbiendo
las almas de los vivos.

No tardó en sentir lo que buscaba. A poca distancia, en un valle oculto entre las
montañas, le aguardaba todo un festín, probablemente otra aldea de una raza inferior.

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Dejó escapar un gutural gruñido de satisfacción. Con un poderoso batir de sus alas alzó
el vuelo, majestuoso y bello, pero también terrible e imparable como la misma muerte.

Mientras tanto, en el cielo reinaba la oscuridad.

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Un Corazón en Llamas
José Antonio Rodríguez Cruz

Los Devotos de la Verdadera Ley habían obstruido el pasadizo tiempo atrás. La


niña bufó al descubrirlo. Se sentó unos segundos a tomar aire, vestida de chico
mugriento y trasquilado, con un pesado morral al hombro, pero
inmediatamente comenzó a trepar ladera arriba. Su tía Zádho le había
advertido de aquella posibilidad. También le había indicado la existencia de
otra entrada, acaso más escabrosa, desde luego más recóndita. Tanto que ni
siquiera Quienes Conocen los Antiguos Misterios recordaban su ubicación
exacta. Dilucidaban sólo algún punto a sotavento de Gudhol-Syú, el Monte
Inclinado que se cernía sobre la ciudad de Ysbélhya como una ola de piedra.
–Pero tú darás con ella, Eyogúl –la despidió Zádho acariciándole la mejilla.
Una rara muestra de cariño de esa mujer tan arisca que siempre consideró su
tía; ahora dudaba de que tan siquiera fuesen familia–. Serás la primera persona
en cien años que horade las Estancias del J’hagg... Si la Montaña te acepta,
claro. En tal caso, oirás el redoble, su corazón. ¡Un corazón que está en llamas!
Una jornada separaba a Eyogúl de aquel adiós. En ese tiempo había
alcanzado las estribaciones de Gudhol-Syú y atravesado el muro de zarzales a
los pies del Monte Inclinado, donde estuvo a punto de quedar atrapada. Tuvo
miedo, especialmente al salpicarle su propia sangre, pero recordó la oración de
la abuela:

Soy fuego que nunca se apaga.


Soy incendio que abrasa.

Soy la ira de un corazón ardiente que nada puede retener...

Las zarzas cedieron, o quizás halló el ímpetu para que los obstáculos
resultasen nimios contratiempos. Sucedió igual con el Hálito-del-Monte, un
viento seco, sofocante y sucio que la embadurnó de polvo. Las calimas que el
Hálito provocaba en Ysbélhya, nubes livianas en comparación al manto que la
cubrió mientras ascendía por el risco. Todo para encontrar la puerta tapiada, y
ni un mísero redoble en lontananza.

61
Prosiguió su escalada por cañadas cubiertas de rocas y áspera landa. El
dorado de la retama se alternaba con el violeta del brezo bajo el naranja
crepuscular cada instante más purpúreo. Pronto anochecería, pero eso no
significaba necesariamente refresco. En el Valle del Río Seco apenas llovía;
además, cada tanto, Gudhol-Syú les regalaba su árido aliento. De ese modo, las
estaciones se sucedían de más a menos cálidas. El ganado desfallecía en el lecho
semi húmedo y los labradores apenas cosechaban lo suficiente.

Pero Ysbélhya era rica, muy rica. Le reportaba pingües beneficios ser la
escala obligatoria en la ruta comercial que atravesaba un territorio pedregoso y
desamparado, atestado de escorpiones y regido por un sol recalcitrante. Por eso
tantos anhelaban conquistarla. Por eso, la Verdadera Ley la sujetaba con mano
firme.

Encaramada a un alcor, desfallecida tras un día de caminata impenitente,


Eyogúl reconoció estar perdida. ¿Dónde estaría sotavento? Ni siquiera sabía
qué significaba sotavento. Escudriñó el Valle, ya en sombras. El cerco de los
Hombres de Hierro en torno a su ciudad se moteaba de luces. Los sitiadores
celebraban una noche más alrededor de hogueras con abundante vino y asado
para torturar a gente que soportaba ya veinte días en ayunas.
¿Podría ella, una niña extraviada, liberarlos? Hubiera confesado sus
inseguridades a Zádho mientras la preparaba. De haberle prestado atención...
–Despertar al J’hagg, ¡qué gran honor! –repetía sin cesar; la mirada,
desorbitada de fanatismo, delataba porqué su cambio de actitud hacia la
chiquilla–. Algo me decía que te esperaban asuntos grandes.
Primera noticia. “Cerda” había sido el apelativo más cariñoso que le había
dirigido en doce años.
–Cuando te encontramos en el callejón parecías tan flacucha, tan llorona.
Pero mírate ahora. ¡El J’hagg, nada menos! Hicimos bien en acogerte.
La contradicción chasqueó en su cerebro. ¿Cómo que acogerte?
–Me contaste que mi madre me puso a vuestro cuidado antes de que los
Devotos se la llevaran.
–¿Eh? –comentó Zádho, distraída–. Yo apenas la conocía.
La mentira improvisada valió para cuestionar su existencia.
–Pero mi madre era tu hermana, ¿no?
–Sí, bueno. Aquí todas nos tratamos como hermanas.
Falso. Allí no se trataban como hermanas, eran hermanas. O eso le habían
hecho creer toda su vida. Quiso una respuesta, pero Zádho lio unos bártulos y
se los colgó al cuello. Luego escoltó a Eyogúl hasta los lindes de la muralla,
donde un túnel la conduciría más allá de las líneas enemigas. No le sorprendió,
aunque el asedio ya durase varias semanas y aquella vía de escape pudiese
salvar multitud de vidas. De tanto permanecer en clandestinidad, Quienes
Conocen los Antiguos Misterios habían aprendido a sortear las imposiciones,
incluso anteriores a la Verdadera Ley, dando origen a su legendaria fama para
pasar desapercibidos.
El mismo porte de Eyogúl había experimentado aquella obsesión por el
incógnito. Atuendos de mozo, bastante ajados, por cierto; sus hermosas trenzas
castañas, cortadas; su higiene, sustituida por mugre. Únicamente cargaría con
un morral con las ofrendas al J’hagg. Los Devotos matarían al niño, pero
interrogarían a la niña, o eso decidieron, pues los varones podrían pecar, pero

62
las mujeres eran pecaminosas.

–¡Ni tetas le han salido! Buena elección –espetó el tuerto Johgás mientras la
alistaban para su misión.
Aquel tendero viejo, lascivo y amargado resultó ser un cabecilla de Quienes
Conocen los Antiguos Misterios. Aun así, a Eyogúl le asqueó cómo le miraba,
incluso ya disfrazada.
–Lo más importante es que sea rápido –agregó el Caballero de Negro
ignorando la ordinariez–, y que haya memorizado el ritual, por supuesto.
Johgás se restregó el sudor de la frente, y no volvió a intervenir en lo que
quedó de tarde.
–Eyogúl goza de pies ligeros, señoría. Además, ha sido criada en nuestras
tradiciones desde la cuna –repuso la abuela, o quien Eyogúl siempre había
llamado abuela.
–Criado, anciana, no te olvides –contestó aquel misterioso forastero–.
Aunque su cometido sea a las afueras, ha de asimilar su nueva identidad.
La abuela asintió, servil, para desconcierto de Eyogúl. También sus tías,
¡incluso Zádho! Todas callaban cuando el Caballero de Negro abría la boca. Una
anomalía en donde los hombres no tenían opinión. Se respetaba a las matriarcas
más que al propio padre, pues sólo a ellas el J’hagg, el Corazón En Llamas,
otorgaba sus favores.
Pero cuando el forastero llegó a la ciudad, congregó de urgencia a las
matriarcas en un mismo lugar, a mediodía, trayendo consigo a varios extraños.
Como en la víspera, cuando su abuela, sus tías, el tuerto Johgás y el Caballero
con su séquito se dieron cita en el taller de costura de su familia. Mientras, en el
exterior, el sol languidecía entre estertores asfixiantes.
Lo lógico hubiese sido evitar que los Devotos de la Verdadera Ley acabasen
con ellas de un golpe. Cuando tomaron Ysbélhya, hacía diez años, decretaron el
toque de queda so pena de horca. Una de sus muchas prohibiciones, fuente a su
vez de sus muchas suspicacias. Los Devotos veían por doquier herejes y
apóstatas practicando abominables actos de brujería, y el mundo les parecía un
pecado a enmendar. En su lucha contra la corrupción derribaron esculturas de
potentados y héroes, pues sólo la Ley era digna de admiración; clausuraron la
Lonja, pues allí moraba el demonio de la avaricia; usurparon la Procuraduría,
pues únicamente los doctos en la Ley merecían regir la ciudad. ¡Ay, si alguien
se oponía! En la Plaza Mayor aguardaba la horca.
La diligencia de los Devotos ocasionó grandes paradojas. Sin
administradores pronto comenzaron las carestías. Sin comercio, desapareció la
comunicación con el exterior. Sin derecho a diferir, nadie disentía por temor al
castigo. En cuanto los Hombres de Hierro conocieron la situación, no les fue
difícil caer sobre Ysbélhya. Valientemente, unos cuantos capitanes de la
guarnición todavía no purgados lograron repeler su ataque, pero no romper el
asedio.
Quizá no cabía en la mano de los mortales cambiar el destino. Quizá había
que renovar el pacto con el protector del Valle del Río Seco, que acudía en
auxilio de Quienes Conocen los Antiguos Misterios si éstos lo invocaban.
J’hagg, el Corazón En Llamas, el Dragón. Pero no un dragón, sino el Dragón.
Fuego vivo y eterno al que Eyogúl debía conjurar.
En cuanto estuvo listo, lo presentaron al Caballero de Negro. Al mirarlo,
Eyogúl sintió que, si sus andrajos la ahogaban, no quería imaginarse con unos

63
ropajes tan poco traspirables. A corta distancia, el hombre le alzó el mentón con
el dorso de la mano. Entonces vio directamente su rostro anguloso, sus ojos
verdes, su tez pálida, al menos en comparación con los habitantes de Ysbélhya.
Forastero y, además, dhyón, un Ajeno converso.
–Dime, muchacho, ¿qué pasos debes seguir?
–Entrar en el recinto. Hacer la ofrenda. Recitar el cántico. Esperar a la señal.
–Repítelo.
–Entrar en el recinto. Hacer la ofrenda. Recitar el cántico. Esperar a la señal.
Asintió, y su conformidad la condujo a ese otero, en medio de las
montañas...
¡Basta de pensar! Se acomodó el morral y reemprendió la marcha a ninguna
parte. Ya no podía subir más, así que decidió descender. En plena desescalada,
se encontró rodeada de miles de flores que coloreaban la ladera de carmesí. Las
llamasvivas, que crecían donde había arrasado el fuego del Dragón, esparcían su
aroma a té recién hecho bajo los rayos rasantes y moribundos. Aquel olor
penetrante la embriagó y, súbitamente, se disolvió su determinación. Pasaría la
noche allí. ¿Qué importaba una noche más? Ella sólo quería descansar...
¡Pum, pum!
¿Qué la expulsó del embelesamiento?
¡Pum, pum!
El eco retumbó como atabal, como pálpito. Como...
¡Pum, pum!
¡Un Corazón!
De repente, un sobrecogimiento se apoderó de ella. Nada de miedo, sino...
¡Excitación! Rastreó la cadencia de pum-pums braza tras braza por el talud.
Sonaban en el seno de la montaña. Su pesquisa la llevó hasta una grieta angosta
y alargada, y se introdujo por ella. El pecho iba a desbordársele, pero esa
agitación la obligó a continuar por un pasillo apenas sin luz. Temió tropezar en
penumbras. Porque no estaba sumida totalmente en tinieblas... Al fondo, a
medio centenar de pasos, divisó una pira ardiente.
¡Pum, pum!
Las Estancias del J’hagg consistían en un habitáculo escueto casi
completamente ocupado por la pira.
No había tiempo que perder. Sacó las ofrendas: un matojo seco de
llamasvivas; resina oleosa; las cenizas de un asesino, de su verdugo y de su juez;
crepitaron cuando las arrojó al fuego. Mientras la humareda se deslizaba hacia
sus pulmones, recitó el cántico:

Soy fuego que nunca se apaga.


Soy incendio que abrasa.

Soy la ira de un corazón ardiente que nada puede retener.


Soy la llama divina que quema, redime y purifica...

¡Pum, pum!
En siguiente paso, la señal. Esperó y esperó, y en su espera le asaltaron las
imágenes de su abuela ofreciéndole al Caballero, de Zádho mintiéndole, de
Johgás observándola con lujuria. La rabia se extendió como flama sobre la
yesca. ¿Qué les debía? Sólo le habían mentido. ¿Por qué?
–Ellasss te sssecuessstraron –reptó una voz sibilina desde la pira–. Niña

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infelizzz. Obedecccesss ccciegamente a quienesss te consssideran una
mercancccía pressscindible, una esssclava a la que sssacrificar.
¡Pum, pum!
–¡Véngate!
¡Pum, pum!
–¡A sangre y fuego!
¡Pum, pum!
–¡Véngate!
¡Pum, pum!
¡Pum, pum!
¡Pum, pum!
La pira se apagó sin sobrevenir por ello la oscuridad. Sus pupilas, al rojo
vivo, horadaban piedra, carne, sombras. Vio a la horda alrededor de Ysbélhya, a
los Devotos en la Procuraduría, a sus falsas parientes ocultas en el taller.
¡Pum, pum!
En su pecho, protegido por sus costillas, contempló su propio corazón
latiendo con fuerza.
¡Pum, pum!
Un corazón en llamas.
Entonces emprendió el vuelo. Para salir, sólo le bastaba desearlo, pues ya
no era materia. Sus alas ocultaron las constelaciones como nubes de ceniza. Su
cuerpo, magma refulgente; sus garras y dientes, de obsidiana. Y su corazón, una
llama ardiente más brillante que el sol.
Su rugido retumbó cual volcán en erupción antes de que su aliento arrasase
el campamento y la Procuraduría. Hombres de Hierro y Devotos gritaron
patéticamente al achicharrarlos. Pero sintió que su venganza no estaría
completa si no hacía lo mismo con Quienes Conocen los Antiguos Misterios.

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El reino del dragón azul
Mercedes Soriano Trapero

Las nubes se habían aliado contra Erton y una gran tormenta se adivinaba en el
horizonte, si no encontraba pronto refugio, acabaría calado hasta los huesos y, quizá,
alcanzado por un rayo. Espoleó a su caballo para alcanzar cuanto antes la montaña que
se dibujaba delante de sus ojos.
El viento soplaba a su favor y las negras nubes comenzaban a rodearlo. El caballo
piafaba, tampoco le gustaban las tormentas; por suerte, consiguió llegar a la montaña al
mismo tiempo que los primeros relámpagos rompían el cielo con su luz. Aquí, pronto,
descubrió un pequeño socavón entre las rocas, lo justo para mantenerse a resguardo, él y
su caballo, al menos de la lluvia, porque el intenso viento los azotaba sin compasión.
Mutuamente, se daban calor, esperando que la lluvia no dirigiera sus gotas hasta donde
ellos se encontraban, el refugio era mínimo.
El cielo se tiñó de negro, las nubes se multiplicaron y los truenos hacían retumbar
las piedras de esa vieja montaña. Acariciando al caballo para que se tranquilizara, Erton
cerró los ojos y pensó en la difícil empresa que tenía por delante. Su rey, el rey Avalos,
luchaba por defender su reino de las fuerzas oscuras y macabras de los algastos, seres
monstruosos, gigantes con un solo ojo y cuerpo de vísceras, todo sangre y maldad que
se alimentaban del rojo líquido de sus víctimas. Solo el fuego o una estocada certera
eran capaces de vencer a esas bestias. Una raza, por otro lado, que si se la deja tranquila,
no lucha, no mata, a no ser que estén dirigidas por un malvado humano, con ambición
de poder, gloria y honor, el perverso mago Dogga.
El rey Avalos defendía su castillo y su reino con uñas y dientes, pero sus fuerzas
estaban mermadas, sus huestes debilitadas y la población, refugiada en el castillo,
comenzaba a temerse lo peor.
—Los hados me han hablado, solo el dragón azul podrá parar esta barbarie. Erton,
eres mi mejor caballero, encuentra al dragón azul y pídele que nos ayude.
Erton ni siquiera se había atrevido a replicar las palabras de su rey, cogió su
espada, su caballo y marchó con la esperanza de que, tal y como narraba la leyenda, el
dragón azul lo encontraría a él porque solo las almas humildes, los corazones
bondadosos y en apuros, son dignos de la ayuda del dragón azul.
Sin rumbo, se internó en los caminos de aquel reino que cedía, poco a poco, ante
los envites de los salvajes algastos. Protegido por la noche, pudo dar esquinazo a las
bestias y salir a cumplir la petición que su rey le había hecho, con más esperanza que

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certeza de que esta lograría. Dos días con sus dos noches llevaba cabalgando, sin apenas
descanso e invocando en su mente al salvador de sus gentes, al dragón azul.
Un gran trueno lo sacó de sus cavilaciones y, al abrir los ojos, entre nubes y
relámpagos, en la oscuridad de aquella tormenta, varios dragones revoloteaban el cielo
ajenos al peligro que esos rayos pronosticaban. Erton se frotó los ojos, no era un sueño,
eran dragones. Las leyendas hablaban de ellos, los más ancianos contaban historias,
buenas y malas, de sus gestas. Seres alados, con el cuerpo de escamas, grandes fauces y
una fuerza sin igual. Protegían a los que lo merecían y mataban, sin compasión, a los
que hacían el mal a sus semejantes, a los que enarbolaban la injusticia como su bandera.
Erton, que había matado a muchas personas en defensa propia, se preguntaba si era
digno de su presencia o, tal vez, lo mataran.
—¡¿Eres tú el que me busca?! —Bramó uno de los dragones desde el cielo,
haciendo retumbar su voz en el lugar.
Erton no sabía si era el dragón azul, no veía nada con tanta oscuridad.
—¡Busco al dragón azul, mi pueblo necesita ayuda! —Pudo exclamar con voz
temblorosa, pero firme para que lo oyeran bien.
—¡Yo soy el dragón azul!
Y diciendo esto se abalanzó hacia la entrada de su refugio, asustando al caballo y
provocando la admiración de Erton. Un gran dragón azul, con sus escamas brillantes
llenas de destellos blancos, grandes ojos azules, enormes alas y una cola que podía
matar a tres humanos de un solo golpe se balanceaba delante de sus ojos.
—¡Dime, humano, ¿es el reino del rey Avalos?!
—¡Sí! ¡Él es mi rey, mi señor! ¡Los algastos los están matando!
—El rey Avalos es un gran humano, ayudó a los dragones cuando estos lo
necesitaban. ¡Liberaré a tu pueblo de esos malditos algastos!
Iniciando el vuelo, se incorporó al grupo de dragones y desaparecieron, y con
ellos la tormenta, la lluvia y las nubes que, poco a poco, se fueron disipando. Erton, con
la sorpresa en el corazón y el alma inundada de alegría, montó su caballo y salió
corriendo de regreso a su reino, aunque intuía que no llegaría a tiempo para ver la épica
batalla y el desenlace de la misma.
El dragón azul no tardó en llegar al reino del rey Avalos, con él surcaban los
cielos varios dragones más, dispuestos a presentar batalla si el dragón azul así lo
requería. Este se llenó de ira al comprobar la destrucción que los algastos estaban
provocando en la población y se abalanzó contra ellos. Sin embargo, su espíritu notó la
magia oscura que impregnaba el ambiente y, precavido, detuvo sus alas justo en el
momento preciso, una cúpula invisible rodeaba el castillo del rey, la población se había
refugiado entre sus muros, aunque los algastos habían conseguido romper sus defensas
y campaban a sus anchas matando a todo aquel que se pusiera en su camino.
El dragón lanzó una llamarada de fuego azul contra esa cúpula que solo sus
sentidos intuían y una voz se alzó entonces, haciendo que todo el mundo se parara a
escucharla.
—¡Sabía que acudirías a rescatar al mísero rey Avalos!
—¡Dogga! ¡Era evidente que tú tenías que estar detrás de los algastos! —Aulló el
dragón azul, en el momento en que la población miraba al cielo y lo divisaba,
rompiendo el silencio con vítores de alegría.
—¡Hoy, me haré con un doble poder: el del rey Avalos y el del dragón azul! —
Desde su escondite, el mago Dogga reía y los súbditos del rey temblaban.
—¡Si solo me quieres a mí y al rey, deja que el resto de la población se vaya!
—¡No pensaba que los dragones erais tan misericordiosos! ¡Algastos, atacad, no
dejéis ningún ser vivo, los quiero a todos muertos!

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El dragón azul se abalanzó de nuevo contra la cúpula lanzando su llama azul, pero
la magia oscura de Dogga era más poderosa que la suya. Recurrió entonces al resto de
dragones y todos volaron alrededor de la misma, lanzando su fuego contra ella, hasta
que una leve fisura comenzó a producirse, el dragón azul penetró por ella, rompiendo la
cúpula y lanzándose contra los algastos que luchaban en el suelo. Los caballeros del rey,
los pocos que quedaban con vida, se apartaron cuando vieron aparecer al dragón y este
roció a las bestias con su fuego, haciendo que estos se retorcieran de dolor y cayendo al
suelo hasta ser reducidos a cenizas.
El rey Avalos salió al patio de armas a ayudar al dragón azul, ordenando a toda la
población que se encerrara en el castillo, así como a sus caballeros. Cuando ya no
quedaban algastos que matar, el dragón azul se posó en el suelo e inclinó la cabeza ante
el rey.
—Te estaré eternamente agradecido, dragón azul, pero no deberías quedarte por
aquí, el mago…
—¿Me llamabais?
Detrás del dragón apareció la figura del mago Dogga; el rey, con la espada en la
mano, intentó atacarlo, sin embargo, el dragón se interpuso entre ambos.
—Luchará conmigo, rey Avalos, mantente al margen; y lucharemos así, en
igualdad de condiciones, en el suelo, por eso me he posado, para que puedas matarme si
es eso lo que quieres…
Dogga no se hizo esperar y, alzando sus manos, lanzó dos rayos de luz contra el
dragón azul, el cual pudo repeler con su fuego azul. Un arco de luz y fuego se formó en
el patio, la fuerza de uno u otro parecía imponerse a veces. El resto de dragones
revoloteaba el cielo encima del castillo. El rey Avalos contemplaba la escena,
entornando los ojos y clamando al cielo porque se hiciera justicia. De repente, el fuego
azul cesó y la luz del mago alcanzó al dragón haciendo que este cayera al suelo
derrotado. Rápidamente, los dragones se lanzaron contra el mago, pero otra vez la
cúpula les impidió acceder al castillo. El rey, lleno de dolor e ira, gritó, y con la espada
en alto se lanzó contra el asesino, sin embargo, algo lo detuvo, una fuerza extraña le
impidió continuar. Dogga intentó matarlo entonces y no se dio cuenta de que la cola del
dragón, que yacía en el suelo, se alzaba en el aire para atravesarlo por la espalda y, así,
envainado, lanzarlo por los aires hasta que los dragones, desaparecida ya la cúpula al
morir el mago, lo atraparon entre sus fauces comiéndose su carne y repartiéndose el
botín. Suculento bocado para tan hambrientos dragones.
—Pero… —El rey Avalos intentó hablar, dirigiéndose al dragón azul que ya se
levantaba del suelo.
—A veces, la magia, solamente, no es suficiente y hay que utilizar la inteligencia.
—Exclamó el dragón—. Mientras el arco de fuego y luz estaba en lo alto, hice también
un escudo protector para ti y otro para mí, después fingí mi propia muerte para que
Dogga fuera a matarte y así aprovechar su descuido para matarlo. ¡Ha sido fácil!
El rey Avalos sonrió y, otra vez, agradeció al dragón su ayuda. Desde aquel día su
reino ya no le pertenecería, sino sería de él, del dragón azul, y a él rendirían pleitesía
tanto sus caballeros como él mismo.
El reino del dragón azul nació en ese instante, los que sobrevivieron a la cruel
batalla se convirtieron, tal como había ordenado el rey Avalos, en súbditos del dragón
azul, aunque este no se quedó allí para agradecerlo. Cumplida su misión, regresó con los
dragones, esperando hasta que las fuerzas del mal volvieran a perturbar su descanso.
Tampoco Erton pudo verlo en acción, aunque tuvo varias fuentes que le contaron lo allí
sucedido; fue nombrado primer caballero del rey Avalos y el encargado de buscar al
dragón azul si otra fuerza oscura amenazaba su supervivencia.

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Hágase Tu Voluntad

Beatriz T. Sánchez.

Había eludido a todos los guardianes, contado escaleras, sorteado pozos, abierto todas
las puertas, trepado muros como un gato, tejido redes de invisibilidad como una araña y
al fin alcanzado la cima de la gran torre, la cumbre de la inmensa montaña tallada por
un pueblo antiguo que la memoria había olvidado, un palacio de dimensiones colosales
que se divisaba monumental a muchas leguas y cuyas entrañas eran capas y capas de
sucesivas estancias laberínticas. Haber vencido a semejante engendro le llenó de
orgullo.

Era la hora de enfrentarse al amo que se había adueñado de la montaña esculpida,


horadada y cincelada por manos muertas de otras edades, pensada y proyectada por una
mente cuyo recuerdo había borrado el tiempo. Pero ella era el peligroso presente. A
medida que se elevaba, la sentía cada vez más cerca, como una losa compacta
intentando empujarle hacia abajo. Cauteloso, escuchaba el silencio rebotando en las
gruesas paredes y la alta bóveda coronada en el exterior por una enorme cúpula de
berilo negro, que brillaba al sol, distinguible a mucha distancia como un faro ominoso.

Sabía que le estaba observando. Sabía de su poder. Sabía que debía tener cuidado.
Aunque hubiera sido elegido por su habilidad, ella era la déspota omnipotente a la que
cada cual ponía un rostro y variables grados de malicia y crueldad. Era suave y feroz.

—¿Deseas verme tú también? ¿No os cansáis de traerme invitados no deseados?

Estaba al lado del trono, en lo alto del podio central, una masa piramidal de círculos
concéntricos menguantes del mismo berilo que la cúpula y las paredes. El suelo era de
mármol blanco. En él se veía reflejado y le desagradó notarse estupefacto. Juraría que a
la primera mirada precavida antes de entrar, no había nadie.

Era pequeña y delgada, con el vestido del mismo tono azabache que la sala del trono y
atalaya; su fino talle estaba ceñido con un corpiño recubierto de piedras preciosas

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variadas que resplandecían cada vez que caía sobre su superficie algo de luz. El cuello
alto subía hasta las orejas y parecía que continuara en una capucha que cubriera la
cabeza excepto el óvalo del rostro y la frente amplia, ya que encima portaba un gran
tocado a modo de turbante enrollado formando dos cuernos, como una luna creciente
recostada, de tela igualmente negra. La piel de nácar de las manos y la faz destacaba así
en aquella silueta casi monocroma. El cuerpo aparentaba poca edad, pero los rasgos
armoniosos de la cara, ni joven ni vieja, parecían contradecirlo con el poso de
abundantes años vividos. No podría asegurar si era lo que se esperaba, pero le pareció
extraña y magnífica. Era un alivio encontrarse a la distancia adecuada para defenderse
de posibles encantamientos.

—¿Tienes frío?

Él se protegió con el sortilegio del fuego interior. Ella no se movió pero sus labios se
fruncieron en una sonrisa efímera.

—Bien. No me esperaba menos. De los que ya no necesita entonar el encantamiento


para proyectarlo. Aunque sea agotador. Solo un mago competente podría tener cierta
esperanza en la tarea que te encomendaron. Eres bueno. Estás delante de mí, y todavía
vivo… los guerreros, muy al contrario de lo que creéis, son fáciles de eliminar. Ya has
visto en el desfiladero todas las estacas adornadas con sus cráneos… pero los magos
tampoco sois muy diferentes…

Ella dio unos pasos y él retrocedió, percibiendo que de su corpiño colgaban, apenas
visibles entre los pliegues de las faldas, unas delicadas cadenas plateadas de pequeños
eslabones tubulares, que tintineaban con el más leve movimiento. Un sonido apenas
audible pero claro y enervante, como sucesiones de punzadas diminutas en los
tímpanos, que le hicieron apretar los dientes.

—Antes éramos libres y plenos, ahora somos siervos muertos de hambre. Tus castigos
sobre los que no obedecen y pagan tributo, solo aviva el odio. Hasta que consigamos
recuperar lo perdido, no nos detendremos.

Amplios vanos rectangulares se abrían en cada pared, en los que solo unas cortinas de
levísima tela traslúcida separaban el interior del aire libre. Alguna agitación en ellas
permitía advertirlas, cuando el fuerte viento las rozaba volviéndose brisa mansa. Una
burbuja mágica protegía el salón de las inclemencias. También a los alféizares
milenarios de los roces de sus garras cuando los dragones plegaban las alas
membranosas y aterrizaban allí, bajando su testuz reptiliana ante ella. Todo escondía el
aguijón y simulaba inocencia en los dominios de la Sacerdotisa.

Se acercó al borde del primer peldaño curvo, deslizándose más que caminando, y el
dobladillo de sus faldas, un océano de lienzos espumosos que parecían querer flotar y
arremolinarse a su alrededor, como si tuvieran vida propia o parte misma de su cuerpo,
arrastraba por el suelo provocando un rozar de lija, como si fuera de piedra, que él oía

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con dolor, ampliado al igual que el tintineo de las cadenas. Estas combinaciones
absurdas que allí campaban, donde cada cualidad parecía poseer las características de su
opuesta, le empezaban a enloquecer. Debía neutralizarla con un conjuro fuerte, antes de
que fuera demasiado tarde.

—Ya lo es, Var-dak —para su sorpresa, le respondió— Deja de esquivarme y mírame


de frente.

No podía.

—Si puedes.

No debía hacerlo.

—Hazlo.

No debía hacer caso de sus palabras.

—Olvídate de ellos. Serás aquí conmigo, también, sabio y temido. Mírame.

—No. Nunca se debe mirar a los ojos tramposos de la Sacerdotisa Ciega, la señora de
las bestias, la única capaz de dominarlas y con ellas expandirse al sur, al norte, al este y
al oeste, tanto como te plazca, imponiendo tu paz con esos dragones que empleas como
arma de exterminio, quemando cosechas y pueblos, devorando ganado y personas.

—No imites la terquedad de los tuyos. Recuerda el reino de Ilonia, osaron rechazar mis
dones y pretendieron atacarme. El ejército de fuego los arrasó, cuando mis generales
sobre los dragones ancianos, guiaron sobre ellos miríadas de salamandras. Sé razonable,
no busques mi furia… vamos, mírame…

Sentía que su intención se reblandecía, aunque era fuerte. Podría soportarlo. Sin alzar la
cabeza algo gacha, fue elevando sus ojos, poco a poco, hacia ella. Se había dado la
vuelta, esperando. El vestido no la cubría por completo, pues vio que tenía una abertura
a la espalda, que dejaba a la vista los omóplatos. El cuello de la prenda se cerraba con
una hilera de pequeños rubíes tallados redondos, como bayas de un rojo venenoso. La
piel era blanca como leche y de tal suavidad que despertó su deseo de besarla. Entonces
se giró de nuevo hacia él y fue su rostro el que atrapó sus sentidos. Vio que los párpados
atrofiados luchaban por elevarse, hasta que se abrieron un par de rendijas oscuras en las
que todo su espíritu cayó, más allá de las cuencas vacías, hasta otro laberinto mucho
más enrevesado, que era el de la mente de la Sacerdotisa. Comprendió que si había
llegado tan lejos, era solo porque ella así lo había querido.

—No puedes dañarme.

Sacó fuerzas para contestar, con incipientes dudas:

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—Sí puedo.

—No puedes.

—Sí…

—¿Lo ves otra vez? El peor invierno, la cesta abandonada en el bosque…

—¡No!

—No puedes dañarme, Var-dak, porque soy tu hermana.

—¡No!

—Tenemos la misma sangre. Un cazador me encontró y me llevó al duque Voruk, que


me crio.

—Ella murió.

—No, la tienes delante, hermano. Voruk se rebeló y el rey Desaj tomó medidas
contundentes, como era su costumbre. Pero perdonó a sus hijos y en mí reconoció a la
heredera. Siempre he sido ambiciosa. Podía ser sabia y estudiar en el Templo de Ta-
yom.

—¡Mientes, serpiente!

—Soy también su última suma sacerdotisa, después de su destrucción. Guardo sus


secretos más valiosos. Ya ves que me han sido muy útiles, aunque pagué un alto
precio…

—¡No es cierto!

—Puedo compartirlos contigo, ahora que el destino nos ha reunido, hermano…

La cabeza embotada se inclinó y vio sus botas de viaje, polvorientas y desgastadas. Se


sintió miserable, pusilánime, porque ella resplandecía con una belleza lunar.

—Mi voz es ley, hermano, te esperan mis promesas.

En el enorme salón desnudo, de su penumbra, surgieron otras tres figuras. Cubiertos por
largas capas oscuras, tres encapuchados cuyos rostros ocultaba la sombra de la tela.
Entendió que ellos tampoco habían podido escapar del sortilegio de su voz. Ahora, él,
como ellos, lo único que anhelaba era obedecer sus órdenes.

—Arrodíllate Var-dak. Y alégrate, desde ahora eres otro fiel jinete de dragones, mi
guardia personal.

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Embelesado, solo pudo postrarse y replicar:

—Hágase tu voluntad.

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76
Entre Fuego y Acero

Ignacio Castellanos

Dragos piafó. Sacudió cabeza y cola con disgusto. Uriens no podía reprochar su mal
humor. Hacía un calor sofocante en la ruta que llevaba a la comarca del Valle. Tan cerca
del norte de la Columna del Dragón era normal que nevara hasta bien entrada la
primavera, y sin embargo, los tábanos se habían cebado con la carne de montura y jinete
durante todo el camino.

Aunque estaba a medio día de distancia, los llanos y onduladas colinas que ya
empezaban a amarillear, le dejaban ver a lo lejos su destino, la aldea Puente del Juglar.
Ambos tendrían que dormir al raso. Una tarea titánica teniendo en cuenta que el calor
del día no había sido aún barrido por la fría noche del norte.

Estaba cerca la hora del basilisco. Montó el campamento improvisado a los pies de unos
enormes ídolos de piedra clavados en la tierra. Típicos en los caminos del norte.
Vestigios de antiguos cultos y lugar de reunión para todo tipo de criaturas como:
trasgos, espectros, lobos brujos y ninfas negras. En noches señaladas podían convertirse
en auténticos aquelarres de razas más viejas que la de los elfos y los humanos. Pero
Uriens no temía a las primeras razas, y a decir verdad, no tenía nada en contra de ellas.

Alimentó a Dragos con un poco de forraje para el camino. Ayudado por una fina barra
de fósforo y su estilete, hizo fuego para derretir queso sobre un poco de pan. Se recostó
contra la piedra y se tapó con su capa. Sus ojos dispares, rojo el derecho y gris el
izquierdo, estigmas incurables de la magia, quedaron fijos en las ascuas. El sueño de
Uriens era en extremo ligero, y más aún, cuando dormía al raso.

Un leve cambio de temperatura en el ambiente hizo que abriera por completo sus ojos
dispares. Cualquier otra persona se hubiera sobresaltado o salido corriendo al
despertarse con una criatura pequeña, regordeta, y de ojos completamente amarillos
frente a él. Pero Uriens permaneció recostado, observando cómo aquel ser atizaba el
fuego.

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-Poco tengo que ofreceros salvo algo de queso y pan -dijo Uriens con cortesía pero sin
demasiada emoción.

El invitado inesperado no hizo caso al ofrecimiento. La criatura, saltaba a la vista, se


trataba de un diablillo de las praderas. Se recostó contra una de las piedras, estiró sus
cortas y rechonchas piernas. Se calentó los enormes pies con el calor que desprendía el
fuego. Sus ojos amarillos permanecían clavados en los dispares de Uriens. Finalmente,
el diablillo se incorporó levemente y miró hacia la oscuridad. Empezó a balbucear unas
palabras incomprensibles en un tono en extremo agudo, como si estuviera escogiendo
las palabras o el idioma. Finalmente se decidió y habló desde el otro lado del fuego.

-Es extraño encontrar hoy en día alguien que te ofrezca fuego y comida en el camino, y
más aún tratándose de cachorros advenedizos como suelen ser los de tu raza.

Dragos permanecía tranquilo aparentemente ajeno al nuevo acompañante nocturno.


Uriens entornó los ojos. Permanecía serio. Lo tranquilizaba el contacto frío de estilete y
espada sobre su pierna.

-Cierto, tienes suerte, si fuera un granjero desdentado con un bieldo, ahora mismo
estarías atado en la plaza de villapaleto rodeado de sacerdotes provincianos, cantándote
oraciones y clavándote estampitas con brea caliente en manos y pies.

El diablillo de las praderas soltó una risotada.

-Mis disculpas, mis disculpas, no pretendía ofenderte.

-No me cabe le menor duda. -respondió con tranquilidad Uriens.

-Déjame corresponder tu hospitalidad en mi propio hogar con otro ofrecimiento.

Música alegre aunque de procedencia desconocida comenzó a inundar el enclave.


Uriens intentó observar el entorno, mas todo era negrura. No había nada que ver salvo el
diablillo y el fuego.

-Esta es mi casa, y una vez cada dos estaciones, hago una reunión informal de amigos y
familiares, ¿quieres acompañarnos esta noche?

Uriens observó una vez más a su alrededor. No vio nada. Seguía sintiendo el tacto de
sus armas contra el muslo ¿Sería posible que le dieran muerte un grupo de diablillos
fiesteros?

De ninguna parte el diablillo sacó un odre de piel. Comenzó a pimplar con ganas. Luego
se lo ofreció a Uriens, pero lo rechazó con educación.

-Quizá prefieras un ofrecimiento más acorde con tus preferencias fisonómicas.


Tranquilo, ya empiezan a llegar los invitados… ¡Wisna! Bienvenida ¿Qué tal están tus
madres? ¿Siguen cobrando peaje en Puenterojo?

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Uriens había visto en sus viajes y trabajos un desfile grotesco de monstruos, algunos
bellos, otros horribles como pesadillas y los más comunes, ridículamente vulgares y
típicos. Pero una ninfa negra estaba en la lista de aberraciones pendientes. Si bien es
cierto que no era la compañía más saludable para una fiesta, pues eran bellas, mortales,
robaniños, y extremadamente caprichosas en sus maldades y buenas acciones.

Wisna apareció de la nada tras el diablillo. Llevaba su propio odre atado a la cintura.
Tenía los ojos verdes como la hierba en primavera pero mucho, mucho más brillantes.
Acarició el hombro del diablillo y fue a arrodillarse cara a cara con el humano. Se
acercó para ver desde más cerca sus ojos dispares y las finas cicatrices que recorrían su
rostro. Inclinó la cabeza. Lo observó con curiosidad, probablemente sopesando los
posibles divertimentos que en aquel momento se le estaban pasando por su feérica
cabeza. Uriens sintió un líquido caer por la comisura de sus labios. Algo caliente corría
por su garganta. Se levantó con brusquedad y se mareó. En qué momento había bebido,
no lo sabía. Si de alguna manera había ocurrido, su mente no lo había asimilado. Se
tambaleó y tuvo que apoyarse contra la roca. Tenía calor, mucho calor. Se quitó la capa.
El jubón le pesaba horrores. Wisna se separó seria, aunque sus ojos parecían estar
devorando la escena. La música envolvió aún más el lugar. La ninfa negra bailó,
moviendo su curvilínea y menuda figura al ritmo de unos instrumentos inexistentes.
Uriens sólo sentía calor, calor y deseos de tumbar a la ninfa negra sobre la hierba. Cosa
que hizo, cosa que disfrutó, y cosa que repitió contra la roca y frente a las ascuas.
Mientras, el claro se llenaba de más y más extrañas criaturas. Druidas que llegaban
discutiendo con brujas, trasgos, diablillos de las praderas y más ninfas negras. La
música siguió por toda la noche, mientras Uriens daba cuenta de las caderas de la ninfa
y lo mismo ella, que no dejó parte por explorar del extraño invitado a la fiesta.


El calor y un dolor agudo hicieron que Uriens despertara de su placentero letargo. El
humo lo rodeaba. No había rastro de Dragos. Desperdicios de la fiesta nocturna lo
rodeaban. La sangre en las sienes le martilleaba, el pelo de la nuca se le erizaba y las
cicatrices de su cuerpo ardían. Todo ello signos inequívocos de una magia poderosa en
el lugar. Y aunque acostumbrado a convivir con los dolores de los estigmas de sus
pecados, en otros tiempos Uriens había contado con las curas y remedios de los galenos
en Yelmogris.

Un ronroneo grave, gutural y muy, muy viejo retumbó en el suelo. Algo se deslizaba y
desplazaba el espeso aire del lugar.

-¿Qué es eso que huelo? ¿Un errante? Hacía mucho que no me topaba con uno de los
vuestros. Tiempos aciagos si ahora en los aquelarres aceptan los despojos de tu raza –
Dijo una voz potente y profunda que retumbó en la cabeza y en el pecho de Uriens.

Una cabeza surgió entre el humo. Una cabeza que era todo púas, escamas y colmillos.

Uriens deslizó su mano sobre el pomo de la espada. No era un dragón, eso estaba claro.
Pero sí que era un dracoferno. Más pequeños y más inteligentes que los dragones.

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-Los errantes sois seres lastimosos. Humanos castigados por otros humanos, marcados
con magia para sentir dolor en presencia de ella. Condenados a vagar por todo Vaynol-
Ard hasta que vuestros supuestos pecados son purgados. Y la única magia que podéis
conjurar es la del fuego, la cual, como no, también os produce un gran sufrimiento… -
siguió hablando el cada vez más cercano dracoferno.

-Supongo que sería demasiado pedir que no te acercaras más -dijo Uriens mientras
intentaba no dar muestras de inquietud o dolor.

-Puedes pedirlo, pero no te servirá de nada.

-Y tampoco servirá de nada que pregunte por mi caballo ¿verdad?

-Verdad –dijo el dracoferno mientras se lanzaba sobre Uriens con las fauces abiertas.

Uriens esquivó el primer golpe pero el segundo dirigido desde la cola de la bestia, lo
lanzó contra uno de los ídolos de piedra. Se recostó. Lo bueno de su dolorosa
sensibilidad a la magia es que sabía de dónde provendría la bestia a pesar del humo. Así
que siguiendo su instinto se separó de la roca. Aferró con la mano derecha la espada. El
dracoferno se había lanzado desde lo alto de la roca sobre el errante. Uriens usó el
propio calor del ambiente para conjurar una llama. Sus sienes iban a estallar, los ojos le
sangraban. La llama fue dirigida a los ojos del dracoferno que aulló de sorpresa y dolor.
Fue en ese preciso instante cuando Uriens hundió la larga espada hasta la empuñadura
quedando por completo untado en la sangre de la bestia.

Uriens casi sintió lastima al ver cómo se desangraba tan formidable bestia, pero solo
casi, ya que no había rastro de Dragos.

Más allá del humo y los ídolos de piedra el sol calentaba desde lo alto y para sorpresa
de Uriens, Dragos estaba comiendo tranquilamente hierba seca que crecía al borde del
camino.


Puente del Juglar estaba cerca. Uriens casi podía sentir el sabor de la cerveza recorrer su
garganta, lo cual hacía que ésta se le secara aún más. Dudaba mucho de que hubiera
galenos capaces de curar sus heridas, pero en las villas y aldeas siempre tenían la ley no
escrita de que debía haber al menos, una mujer u hombre con una cantidad venerable de
arrugas capaz de triturar en un mortero ungüentos medicinales de a saber qué recetas
antiquísimas que se transmitían de padres a hijos.

El puente que daba nombre a la aldea estaba a la vista. Uriens Giró la cabeza y vio que
aún había humo sobre los ídolos de piedra. Por un instante fugaz se le pasó una idea por
la cabeza.

¿Las ninfas podían quedarse embarazadas?

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81
Salón de los Héroes

José Antonio Rodríguez Cruz

Blog: https://jarodriguezcruz.wordpress.com
Twitter: @JARODCRU
Instagram: https://www.instagram.com/deangelesyratas

Mercedes Soriano Trapero


Blog: https://literatureandfantasy.blogspot.com/

82
Ismael Fernández García

Blog: https://laitarca.blogspot.com/
Página Facebook: https://www.facebook.com/Isfegar/

Joaquín Sanjuán

www.grimnir.es

Jose Manuel Fernandez Martí

https://josefmodeller.net
Instagram: jmfm3dartist

Enrique Dueñas
https://www.enriqueautor.com/

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Índice

9 Corazón de Bahamut

12 Un día bajo el sol

21Hijo de un dios muerto

25Huevo de dragón

30Recuerdo

35Perdición de héroes

42Yr

46Furia desnuda

53Cenizas

61Un corazón en llamas

68El reino del dragón azul

72Hágase tu voluntad

78Entre fuego y acero

84
"¡Eres un dragón! Ahora recuerdo, ese viejo anciano acostumbraba a
venir a la posada El Último Hogar, le contaba historias a los niños
sobre dargones buenos, dragones dorados y dragones plateados."

Dragonlance, La Tumba de Huma, por Margaret Weis y Tracy Hickman

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