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Desencuentros de amor y dinero

Por: Sergio Ceppi Mayol de Lupe

Editada por: José Pablo Ceppi

Borrador - 15 de julio del 2022

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Prólogo del Editor
El manuscrito de esta novela de Sergio Ceppi Mayol de Lupe fue encontrada entre sus papeles
por sus hijos después de su muerte, el 6 de julio de 1994. Solo recientemente, esta pequeña
novela fue identificada por su editor como una obra que merecía publicación, después de traer
el manuscrito de Chile a USA, en marzo del 2022. Desde esa fecha, el editor ha trabajado en
digitar, revisar y editar el texto original, que fue escrito en una máquina de escribir e incluye
múltiples cambios del autor al margen del texto, en lapicera. Más aún el texto incluía algunos
pasajes dejados en blanco, como nombres de lugares en Santiago y fechas, que el editor optó por
llenar para darle más fluidez a la novela.

El editor agradece la colaboración de su hermano Enrique Ceppi di Lecco Lazo, quien revisó el
manuscrito, añadió títulos a los capítulos y aportó valiosos comentarios al texto que sigue.
También, se agradece la colaboración de la esposa del autor, Patricia Ceppi Valenzuela.

El autor no indicó en el texto el año en que los eventos de la trama transcurren. Sin embargo,
dada una referencia al terremoto de Chillan y varias referencias al ambiente de Santiago, Chile,
donde la trama se desenvuelve, parecería que los eventos transcurren en la mitad de la década
de los mil novecientos cuarenta. Ese es un periodo en Chile cuando las mujeres de “buenas
familias”, como es el caso de nuestra protagonista Eliana, comienzan a lograr algún grado de
independencia de sus familias, incluso para optar a trabajos fuera de la casa. Eso sí, como en todo
periodo de transición, había presión social contra las jóvenes que se aventuraban a ocupar un rol
independiente y no el tradicional.

El autor también nos da una vista cercana a la sociedad chilena de mitad del siglo veinte, con sus
prejuicios, ambiciones y preocupaciones. En esto, la familia de Eliana y Jorge nos proporciona
una excelente perspectiva para acercarnos a esa época y presenciar en directo la compleja
situación social, política y económica que se vivía en esos años.

El proceso de editar esta obra ha sido laborioso, pero muy agradable para el editor, dado su
cariño por el autor y su apreciación por la obra en cuestión, materia que se deja en manos de los
lectores de esta pequeña novela.

Finalmente, el texto dejado por el autor no contenía un título, por lo cual el editor seleccionó su
título que consideró apropiado para el tema del libro.

Jose Pablo Ceppi

julio del 2022

Rochester Hills, Michigan

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PRIMERA PARTE

El teléfono sonaba incansablemente. Eliana se dio una media vuelta y sumió la cabeza en la
almohada.

- ¡Atiende ese teléfono! – gritó su madre desde el cuarto vecino. Su voz sonaba
desapacible.

La señora Carmen Bernales parecía haber amanecido de mal humor. El teléfono continuaba
sonando rítmicamente. Eliana se levantó media adormecida, buscó sus zapatillas y fue hacia el
“living” colocándose su bata.

- ¡Aló, aló! ¿Con quién hablo? – preguntó con acritud. ¡Ah! ¿Eres tú Teruca?... Sí, estaba
flojeando... No, no importa. ¿Qué es de tu vida? ¿Por qué no me habías llamado antes?... No, no
tengo ningún panorama esta tarde… Hace tiempo que no le veo... Encantada... ¿Dónde? De
acuerdo, en la entrada del Central, a las seis. Bueno, pero no me vayas a dejar plantada.

Eliana regresó a su pieza, se escuchaba a su madre, en el cuarto contiguo, hablando con Rosario,
la empleada doméstica.

- ¡No hay más que hacer! Ayer le di doscientos pesos para las compras y ahora me viene a
pedir más plata. – ¡Sí, siempre hay una razón! Que compró azúcar, que el café se terminó. ¡Claro,
ahí están las cuentas y con eso se arregla todo! Si te diera quinientos pesos diarios, ya
encontrarías la forma de gastarlos. –

Rosario escuchaba impasible, su piel cobriza no reflejaba ninguna emoción. Solo en el gesto hosco
de su boca rebelaba su profundo desagrado. Fastidiada, tomó bruscamente la bandeja del
desayuno, y salió sin contestar palabra.

Cuando la señora Bernales se encontró sola, continuó desahogando su cólera con su hija.

- ¡Tú podrás tratar de poner orden a la casa, vigilar un poco! ¡Plata y más plata! Yo soy la
que tiene que atender todo.

Eliana irritada escuchaba en silencio. Se rebelaba contra los reproches de su madre, pero trataba
de evitar una discusión. Por último, explotó.

- Si quieres que te lo diga: ¡me carga el trabajo de la casa, trabajar con las empleadas,
aguantarles sus mañas!

- Magnífico. Eso es lo que uno gana después de criar y educar a los hijos. Solo piensan en
pasarlo bien.

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- No se trata de eso. Tengo derecho a hacer mi propia vida para mañana no depender de
nadie.

- Muy bien. Haz lo que quieras. Ya podrás abandonar a tu madre. Está muy bien hija.

Eliana calló. Estos altercados con su madre, además de exasperarla, la dejaban sumida en una
confusión de sentimientos. Después de un momento de silencio trató de justificarse.

- Más importante que ocuparse de la casa, es pensar en algún empleo.

- Antes de todo, debes preocuparte de terminar pronto tus estudios.

- No me hago muchas ilusiones respecto a ellos. Creo que es más urgente ganar algún
dinero ahora.

- Tú sabes que cuentas conmigo, que nada te falta y que de nada te puedes quejar,
respondió la Sra. Bernales.

Eliana pensó con nostalgia en todas las cosas que deseaba y pedía en vano. Miró sobre el
peinador, su cartera gastada que le producía una profunda decepción. Sintió hastío y prefirió
guardar silencio. Oyó a su madre moverse de un lado a otro. En lugar de rencor, sintió piedad por
ella.

Doña Carmen Bernales continuó como hablando consigo misma.

- La mejor forma de ayudarme es que te dediques a estudiar y cuides de la casa. Es cierto


que paso momentos difíciles, pero ¿Por qué crees que corro todo el día? ¿Con qué objeto trajino
en los bancos? ¿Para quién defiendo nuestra fortuna? Yo no necesito casi nada, tu bien lo sabes,
ya estoy vieja, me quedan tal vez pocos años...

La voz de doña Carmen adquirió un tono quejumbroso. A Eliana le desagradaban esas escenas.
Siempre tenía que terminar por consolar a su madre.

- Todo lo hago por ti, continuó la Sra. Carmen, porque quiero que logres una buena
situación social, un buen matrimonio.

Eliana comprendió que ella y su madre vivían en mundos diferentes y hablaban un lenguaje
distinto. ¿Para qué ahondar el abismo?

- Santo Dios, donde ha metido mi blusa, exclamó sin mayor transición doña Carmen. Hace
media hora que estoy revolviendo la pieza sin encontrarla.

Eliana no pudo menos que sonreír en su fuero interno.

- Me parece que anoche la dejaste en el costurero.

- ¡Es cierto! Pudiera haber pasado toda la mañana buscándola.

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- Yo te la traeré, no te molestes, dijo Eliana, y salió feliz de pasar a otro tema.

Cuando regresó, su madre parecía haber olvidado todo y solo estar preocupada de terminar
pronto su arreglo.

- ¿Vas a venir a almorzar? preguntó Eliana.

- No se. Tengo una cantidad de cosas que hacer. En la mañana te hablaré por teléfono si es
que me quedara en el centro.

Eran las diez de la mañana cuando la señora Bernales salió de su casa. Eliana dió un suspiro de
alivio. Le agradaba quedarse sola en la casa hasta tarde, pero su madre malograba siempre su
tranquilidad de las mañanas. Cuando la sintió partir, volvió a recostarse y reanudó la lectura de
su novela. Inclinada sobre el libro, los bucles castaños de su pelo caían ocultando parte de su
rostro de líneas regulares y definidas. Había en el conjunto de sus rasgos algo audaz y agresivo
que moldeaba su cuerpo, destacando la magnífica forma de sus pechos. El cordón que estrechaba
su cintura marcaba las líneas amplias de sus caderas. Bajo su rudo encaje se escabullían sus
pantorrillas robustas, mostrando una piel apretada y morena.

Luego, dejó de leer y se dejó llevar por sus pensamientos. Se imaginaba las perspectivas de esta
invitación de Teruca al “Stad”, con los muchachos que habían conocido en la última fiesta, en
casa de Leo. Había uno de ellos que la cortejaba en forma asidua y sentía una agradable inquietud
ante la idea de volver a enfrentarlo. ¿Cuál vestido se pondría esta tarde?

El señor Tortales

Lo primero que hizo la señora Bernal al llegar al centro fue dirigirse a la oficina del abogado que
atendía los asuntos de uno de sus principales acreedores. Ya había diferido por mucho tiempo
esta desagradable visita y ahora precisaba de todo su valor para abordar la entrevista. Empujó la
puerta de la oficina, ubicada en el quinto piso de la calle Huérfanos, y se encontró frente a una
joven secretaria que escribía a máquina.

- Diga, señora.

- ¿Está el señor Tortales, señorita?

- ¿Quién lo busca, señora?

- Carmen Bernales. El señor Tortales me escribió diciendo que lo viniera a ver.

- Muy bien, señora. Tome asiento, un momentito – La chica joven desapareció en la oficina
contigua para regresar enseguida.

- Dice el señor Tortales que pase.

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Doña Dolores entró con decisión. Ya conocía bien el lugar. Allí se habían tramitado los
pormenores del préstamo que le concedieron sobre su casa. Era una de esas tantas oficinas del
centro de la ciudad, muebles de cuero imitación Chesterfield, estantes llenos de libros y
expedientes amontonados al azar. Detrás de un escritorio situado al fondo de la sala, estaba el
señor Tortales cuyo rostro cetrino y enjuto ya le era familiar.

El abogado hizo un leve ademán de levantarse y, mientras saludaba con una venia y con un gesto,
le señaló los sillones.

- Recibí su carta -comentó doña Carmen titubeando- No pude venir a verlo antes. Estaba
muy ocupada haciendo gestiones para vender mi parcela.

- Espero que le haya ido bien – interrumpió el señor Tortales – y que ahora esté, por fin, en
condiciones de cancelar la obligación que tenemos pendiente.

- Las cosas no han caminado tan bien como yo esperaba. No he podido aún cerrar ese
negocio.

- ¡Es una lástima! - exclamó el abogado con una mueca de desagrado –

- Este asunto se ha prolongado más de la cuenta, señora, y es indispensable darle un corte.

- Ud. bien sabe que yo no pretendo desentenderme de mis compromisos – exclamó la


señora Bernales recuperando su aplomo – Si no he logrado todavía procurarme del dinero para
cancelarle a su cliente, lo conseguiré, seguramente, en los próximos días. Solo preciso de una
pequeña espera.

- Ya no es posible conceder nuevas prórrogas, ni aceptar siquiera abonos a esta obligación.


Mi cliente necesita que Ud. le reintegre la totalidad de su dinero, a la brevedad, a fin de
emprender otras negociaciones.

- A Ud. le consta que estoy procurando, desde hace tiempo, de arreglar este asunto.

- Sí, sí… ... Ud. me ha dicho eso mismo en varias oportunidades.

- Efectivamente señor, esta venta debería haber salido hace ya mucho tiempo, pero ¿Qué
quiere Ud.?

- Yo siento mucho tener que decirle que las instrucciones de mi cliente son categóricas y
tengo que continuar la acción judicial para rematar la propiedad. –

- Ud. Podría aceptar al menos que cancelara los intereses y darme una prórroga de noventa
días.

- La última vez que se le concedió a Ud. que consolidara sus intereses, en esa oportunidad,
dio seguridades que pagaría el total de la deuda en esa fecha.

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- Es cierto, pero aumenté también la garantía del préstamo haciendo extensiva la hipoteca
a los bienes muebles de mi casa; eso representa, entre mobiliario y objetos de arte más de cien
mil pesos. No puede quejarse que su cliente no está bien garantizado.

- No lo dudo señora, pero ahora se trata de otra cosa. Mi cliente necesita su dinero y quiere
que Ud. le pague. Eso es todo.

- Perfectamente, se lo voy a pagar. Pero, en este instante no puedo.

- Cuando Ud. recibió este préstamo, se comprometió a cancelarlo en seis meses y ya van
corridos cerca de tres años.

- Tres años pagando intereses penales y comisiones.

- Ese es el pequeño inconveniente de contraer deudas, señora.

- Al fin y al cabo, lo que yo le pido no es una cosa del otro mundo. Necesito tres meses para
arreglarlo todo. Además, Ud. sabe que si no resulta la venta de la parcela tengo otras
propiedades.

- Si, Ud. tiene garantía suficiente, solicítele a su banco un pagaré y con ese dinero nos
cancela a nosotros. Así queda todo arreglado.

- Desgraciadamente, mi cuenta en el banco está monetariamente algo recargada.

- ¿Qué quiere Ud. entonces?... dijo el señor Tortales con un gesto de fastidio.

- No veo por qué Uds. se empecinan en apremiarme, insistió con tenacidad la señora
Bernales

- Es costumbre que todas las obligaciones pueden renovarse. Salvo que Uds. se interesen
personalmente por mi propiedad y piensen concurrir al remate judicial.

El rostro del señor Tortales no pareció alterarse ante esta maliciosa afirmación, y contestó con
toda parsimonia.

- Mi cliente no tiene otro interés que el de recobrar su dinero y el remate de la propiedad


es, sencillamente, la única forma viable de pagarse.

- Concédame siquiera un mes para buscar los recursos necesarios – suplicó doña Carmen,
perdido ya todo el orgullo y el ímpetu del primer momento.

- En otra ocasión ya lo hemos hecho, señora, pero en este momento tengo instrucciones
precisas de no paralizar los trámites judiciales.

- Podría Ud., al menos, hacerme el servicio de retardar la publicación de los avisos de


remate. Eso alarmaría a mis demás acreedores, perjudicaría mi crédito en el comercio.

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- Eso no depende de mí, señora, son exigencias legales y deben cumplirse conforme a lo
dictado por la ley.

- Está bien, señor. Veo que Ud. está decidido a no conceder nada de lo que yo le pido.
Hablaré directamente con el señor Goldberg. Espero que él será más comprensivo.

- Va a ser difícil, señora, porque mi cliente está actualmente en Buenos Aires y no regresa
hasta dentro de tres meses.

Esta última noticia causó un terrible impacto para doña Carmen. Tranquila, se levantó de su
asiento. Solo su orgullo la impedía desfallecer. Toda ella se sublevaba contra tanta inequidad. Dio
una mirada de rencor al abogado que, impasible, observaba un papel.

- Hasta luego, señor, y gracias por tanta amabilidad y gentileza.

- No hay de qué, señora – contestó mientras se inclinaba sin levantarse de su asiento.

Una vez en el pasillo y mientras caminaba hacia el ascensor, doña Carmen sintió flaquear sus
viejas piernas. Se sentía vencida y por primera vez, quizás, veía vacilar su indomable coraje. Ya
no sabía a quién recurrir; sentía que el destino le era adverso y se agotaban sus últimos recursos.
Pensó en su hija con tristeza. Era demasiado joven e inexperta para comprender todas las durezas
de la vida. Hubiera querido que Eliana no tuviera nunca que enfrentar las dificultades y sinsabores
que ella pasaba en estos momentos. Si al menos Eliana estuviera casada, como Oriana, su otra
hija, no estaría expuesta a compartir sus miserias. Oriana había tenido más suerte al encontrar
un buen partido. En cambio, ¿qué será de Eliana si se produce la debacle? La sola idea constriñó
su corazón y con el rostro abatido se sumió en la muchedumbre que transitaba presurosa por la
calle.

Jorge Vargas

En una espaciosa oficina del Banco de Préstamos Hipotecarios estaba Jorge Vargas. Sentado en
su escritorio revisaba algunos estados mensuales de las sucursales de la institución. Cerca de él,
de pie frente a su pupitre, se encontraba Manuel Ortega, otro empleado del banco, anotando
diversas partidas en su voluminoso libro de contabilidad. De cuando en cuando se cambiaban
algunas frases, con esa flojedad que flota sobre todas las cosas a la hora de la siesta.

En Jorge Vargas, a pesar de su juventud, había cierto aire de gravedad que emanaba de su
persona. Su fisonomía no rebelaba aún los rasgos profundos que la vida va cincelando en el curso
de los años. Tenía facciones suaves que eran casi de un adolescente; su mentón era redondeado
y sus labios finos. Sus pupilas verdes acentuaban una expresión de abulia que, cuando se posaban
en el vacío, daban la sensación de que se perdían en un profundo ensueño… Sin embargo, su
nariz recta, delgada y aguileña le daba a su rostro un rasgo de energía. Quizás en él existía esa
misma contradicción entre un espíritu imaginativo y una voluntad creadora.

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En este momento leía inclinado sobre su escritorio. En una de sus manos sostenía una planilla y,
en la otra, un lápiz rojo con que iba tirando algunas cifras.

- Es una gran oportunidad que se nos presenta, compañero – dijo Ortega, sin abandonar su
trabajo.

- No me entusiasma la idea, respondió Jorge.

- Más tarde se va a arrepentir. Ese potrillo tiene hechuras de campeón y seguramente va a


ser una revelación en la pista.

- Es un negocio muy incierto ...

- Todos los negocios son más o menos aleatorios. Para ganar, hay que saber arriesgar algo.

- Además, mis fondos andan muy escasos en este último tiempo.

- ¡Eso no es un inconveniente! – exclamó Ortega – Como seríamos cuatro en el negocio,


Ud. cargaría con las últimas cuotas. – El dueño del “Stad” nos da facilidades de pago porque
conoce mucho a Rodríguez.

- La cuestión es que yo no entiendo nada de caballos de carrera, comentó Vargas.

- ¡No le basta que yo le asegure que ese animal es una joya! Con el pedigree que tiene, si
saca las condiciones del padre, puede producir pronto una fortuna.

- Se me ocurre que eso de los caballos de carrera debe ser como el negocio de las minas,
uno sabe cuándo empieza a meter plata, pero no cuando termina. Hay que mantener al animal,
al preparador y a una serie de gente que vive alimentando las esperanzas de los dueños.

- Hay que sembrar para cosechar, compañerito.

- Lo malo es cuando uno siembra para que cosechen otros.

La campanilla del teléfono vino a interrumpir la conversación. Jorge levantó el fono.

- ¡Aló! Sí, habla con él... Buenas tardes, tía. Estuve averiguando su asunto y pasa hoy al
consejo... A las tres de la tarde... Sí... Es mejor que Ud. se venga inmediatamente para acá...
Bueno, hasta luego.

Cuando Jorge cortó, creyó necesario explicar a Ortega:

- Es una operación que presentó mi tía Carmen al banco. Dice que estuvo tratando sin
resultado de ubicar algún consejero para recomendarle su solicitud.

- Alcanzas a verlos antes de que entren al consejo.

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- Justamente, por eso le dije que se viniera.

En vez de continuar con su trabajo, Jorge se reclinó en su asiento y fijó la mirada en el panorama
que se abría a través del ancho ventanal que estaba a su lado. Los tejados y terrazas de la
vecindad extendían su maraña de antenas y chimeneas, y las mansardas descubrían una humilde
intimidad hacia los patios interiores; más allá, la Cordillera alzaba su imponente masa gris.

La imaginación de Jorge volaba más lejos y retrocedía a los tiempos de su niñez, cuando iba a la
casa de la tía Carmen a jugar con sus primas. Eliana había sido la más audaz, llegaba a rivalizar en
destreza con los muchachos. – Las imágenes del pasado desfilaban con su suave y extraño
encantamiento. ¡Qué diferencia entre la chiquilla sencilla y desgarbada de entonces, y la Eliana
de hoy! ¿Por qué se hacía más deseable a medida que era más esquiva y altanera? ¿Consistía su
atractivo en esa fuerza un poco bestial que irradiaba? ¿O provenía del señorío de su persona, de
sus actitudes indiferentes y un cierto desdeño? A veces hubiera querido golpearla, pero no podía
menos que sentir ansias de verla y de estar a su lado. Sin embargo, junto con desearla
intensamente, la temía, como se teme en el juego a medida que más apasiona.

La voz de Ortega vino a sacarlo de su abstracción:

- Oiga, compañero, aquí hay unas partidas que parecen mal imputadas. Estos ingresos
estaban abonados al mes anterior y aparecen nuevamente en esta liquidación.

- A ver. ¿Cómo es posible? – Exclamó Jorge levantándose.

- Esta gente de las sucursales mientras menos trabajo tienen, más errores cometen. –
Insistió Ortega.

- En realidad, no sería esta la primera vez que tuviéramos que enmendarles la planilla.

Jorge se encontraba todavía con Ortega, en la revisión de los documentos, cuando doña Carmen
Bernales hizo irrupción toda sofocada.

- ¿Cómo está Ud.?, la saludó Jorge.

- ¡Hay niño! No sabes cómo he andado afanada hoy día.

- Bajemos inmediatamente al segundo piso. En el camino iremos conversando porque ya


es hora de que empiece la reunión.

- Tú que eres del mismo banco podrías hablarle a alguno de los consejeros. Yo creo que a
ti te harían más caso.

- A nosotros nos tienen prohibido intervenir en cualquier asunto que se tramite en el


banco, pero, basta que Ud. converse con don Francisco Soiza, que era muy amigo de la familia.
Basta que un consejero se interese por un asunto para que se lo aprueben.

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- Para mí esta es una cuestión de vida o muerte. Si no me conceden esta solicitud de
préstamo, no sé Dios mío que voy a hacer.

- Ud. le explica su situación. Además, estuve viendo su expediente y va bien informado.


Con el aumento de valor que ha experimentado su propiedad, hay margen para lo que Ud. pide.

- ¿Y no le parecerá mal, al señor Soiza, que lo detenga a la entrada del consejo?

- No lo creo. Por lo demás, es la única oportunidad que le queda para hablarle.

- ¿No crees que hará falta una tarjeta de recomendación de algún parlamentario?

- No es necesario tía. Mire, ahí precisamente viene el señor Soiza saliendo del ascensor.

Jorge se separó de ella y alcanzó a divisarla conversando con el antiguo amigo, frente a la puerta
del consejo. Momentos más tardes, doña Carmen se reunía con Jorge, en su oficina, alterada aún
por la consiguiente nerviosidad de la entrevista.

- ¿Cómo le fue?

- Parece que muy bien. Estuvo muy amable; hizo buenos recuerdos de mi marido y
prometió ayudarme. A qué hora podré saber la resolución del consejo.

- A veces las reuniones se prolongan mucho. Yo le puedo telefonear más tarde.

- Ándate mejor a comer a casa y ojalá me lleves buenas noticias.

- Allí estaré temprano, le respondió Jorge.

Cuando la señora Bernales se fue, Jorge se acomodó en su escritorio y trató de reanudar su tarea,
pero al mirar los papeles extendidos sobre su carpeta, cubiertos de apretadas cifras, sintió un
hastío inmenso. La perspectiva de ir a casa de su tía lo ponía en un estado de profundo
desasosiego. A pesar de que siempre buscaba cualquier pretexto para visitarla, sufría mil
tormentos ante la sola idea de enfrentarse con su prima.

- ¡Que lejanos le parecían los años en que ambos habían correteado juntos en la plaza de
Chillán! Eliana, entonces, era casi tan ágil como él y costaba mucho atraparla, o ganarle en la
partida.

Las circunstancias de la vida los habían separado, quizás, demasiado pronto: precisamente
cuando la compañera de juego principiaba a transformarse en una mujercita de formas
seductoras y empezaba a desconcentrar (o desconcertar) a su primo con una coquetería
incipiente y sus arranques caprichosos.

En esa época el padre de Eliana vendió su fundo para comprar otras propiedades cerca de
Santiago. La razón de esta determinación, tan criticada, había sido la de educar a sus dos hijas en

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los mejores colegios de la capital. Pero los parientes culpaban a su mujer, que lo impulsara a
cometer esa locura, con el solo fin de disfrutar de la vida más grata, sin reparar las consecuencias.

Pocos días antes de la partida de Eliana, Jorge empezó a sentir una extraña aprehensión ante la
idea de que iba a perderla. Fue, tal vez, este sentimiento el que lo indujo, una tarde que jugaban
en el patio de su casa, a darle un beso furtivo. Ambos quedaron por un momento confundidos y
luego ella arrancó a su casa. Desde ese instante una sombra vino a perturbar la serena ingenuidad
de su infancia.

Cuando la familia Bernales abandonó Chillán, Jorge cayó en un negro abatimiento, sintió que
perdía una parte de su propia existencia. Fue el primer gran dolor moral de su vida, fugaz como
las tristezas de la infancia. Sin embargo, a medida que se disipaba su pena, fue forjando un
idealizado culto del recuerdo de su prima. Eliana pasó a ser, desde entonces, la heroína de todas
las historias maravillosas que tejía su imaginación de adolescente, y llegó a borronear en sus
cuadernos de apuntes, algunas de esas poesías llenas de pletóricas de un atroz romanticismo.

La idea de estar enamorado le hacía sentirse protagonista de un destino superior e infundía en


todas las cosas sugerencias poéticas, a esa tranquila vida de provincia, sin alternativas ni amplios
horizontes; vida que era como un agua mansa, donde flotaban inmóviles las flores del recuerdo.

Nada hacía predecir el trágico vuelco que el destino le reservaba a él y a los apacibles habitantes
de esa ciudad un tranquilo día de esos tiempos.

Fue en la noche del 24 de enero de 1939, mientras se aprontaban para entregarse al sueño,
cuando se dislocó la tierra en medio del sordo bramar de sus entrañas. Él nada comprendió en
esos instantes, solo actuaron sus instintos. Huyó entre el crujir de madera y un cuadro
apocalíptico del cual emergían gritos de espanto y de dolor, y el retumbar de los muros que se
desplomaban levantando nubes de polvo. Jorge se recuperó y se encontró en el patio de su casa
con un árbol que se estrechaba aún entre sus manos crispadas de terror.

Cuando pasó el primer momento y se despejó un poco la atmósfera, pudo vislumbrar entre las
tinieblas un confuso montón de adobes, tejas y madera. Frente a esa mole oscura se agitaba una
sombra; reconoció la figura de su hermano Gustavo y le llamó con voz estrangulada. Ambos se
abrazaron sollozando. Nada sabían del resto de la familia. ¿Habían logrado escapar hacia la calle
o yacían ahí bajo las ruinas? Más tarde debían apreciar la inmensidad de la desgracia, e
imponerse que estaban solos en el mundo.

Después del desconcierto que siguió al cataclismo, los parientes y amigos recogieron a los dos
muchachos y, luego, los más caritativos se ocuparon de ellos, tomándolos bajo su tutela. Es así
como a Jorge le correspondió ir a vivir a Santiago, en compañía de unas tías solteronas, en una
vieja casona en la calle Santo Domingo.

Su primera gran decepción tuvo que sufrirla cuando visitó a su prima Eliana. Ahí se encontró con
una muchacha amable, pero distante, que eludía toda familiaridad, como si tuviera pudor de
recordar el pasado. Jorge no hubiera regresado más a esa casa, cuyo lujo y alegría lo turbaba, si

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una nueva desgracia no hubiera sucedido en la familia. La muerte del padre de Eliana ocurrió en
forma sorpresiva.

La figura grave y serena de Eliana en su tristeza, su silueta en que afloraba todo su encanto
juvenil, realzado por las sencillas líneas de su traje negro, todo impresionó hondamente la
imaginación de Jorge.

La señora Carmen Bernales había quedado viuda con dos hijas y una fortuna embrollada en varios
negocios inciertos. Ella, que siempre había manejado a su marido, se intimidó al tener ahora que
administrar sus bienes. Jorge, que acababa de terminar sus estudios universitarios y empezaba a
trabajar en el banco, se ofreció para ayudarle en los trámites necesarios para obtener una
posesión efectiva de la herencia.

Gracias a estas gestiones él tuvo oportunidad de volver regularmente a casa de su tía y de


encontrarse nuevamente con Eliana. Difícilmente podía ocultar la emoción que le provocaba la
presencia de la joven: ella recibía sus pequeñas atenciones con fría displicencia. Jorge sufría con
esa arrogancia, especialmente, porque sabía que se encontraba en un lujo aparente y en una
falsa holgura; la pobreza las asediaba cada vez más a medida que doña Carmen se enredaba en
negocios y contraía mayores compromisos.

Los recuerdos e impresiones afluían rápido a la mente de Jorge, mientras garabateaba con su
lápiz sobre su escritorio en una hoja de papel. De forma poco conveniente, iba trazando la imagen
rústica y esquemática de una casa; quizás Eliana fuera para él, un hogar que viniera a reemplazar
a ese que, seis años atrás, se había tragado la tierra.

¡Cuán intensas sugerencias le habían provocado el paso fugaz de su tía por su oficina! Embargado
por tantos recuerdos se sentía incapaz de continuar su trabajo. Todo le parecía insulso y
fastidioso, hasta el punto de que comprendió que, durante el resto del día, no podría hacer nada
útil.

La Caja de Ahorros

Cuando la señora Bernales salió del Banco Hipotecario, vaciló un momento antes de tomar una
decisión. Por último, resolvió ir primeramente a la Sucursal No. 5 de la Caja de Ahorros, donde
tenía su cuenta corriente.

En la antesala de la gerencia había dos personas más que esperaban audiencia. Doña Carmen se
sentó en un rincón a observar a sus vecinos. Uno de ellos, de cierta edad, estaba leyendo
apaciblemente, mientras que el otro, más joven, se paseaba nervioso lanzando miradas hacia la
oficina del gerente a través de resquicios de la puerta; mientras constantemente, enjugaba su
rostro con un pañuelo y pasaba, de mano a mano, una letra de cambio.

Doña Carmen sentía que se contagiaba con tanta nerviosidad, pero en ella, el temor se traducía
en un coraje desesperado que siempre le permitía arrollar las dificultades. Su audacia se
fundamentaba en la conciencia de que su condición de mujer la facultaba para exigir y hasta

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fastidiar sin exponerse mucho a una impertinencia. Podía salvar cualquier difícil situación
pretendiendo ignorancia o aparentando simpleza cuando se trataba de solicitar algo imposible.

En ese momento, tenía en su cartera una letra cuya aceptación había obtenido del esposo de su
hija Oriana el día anterior, después de vencer todas sus evasiones. Ahora, precisaba convertir ese
documento en dinero para cubrir otras obligaciones ya vencidas, fuera de renovar unos “boletos
de agencias” de objetos que estaban a punto de remate.

El tiempo pasaba lentamente. Entre tanto, empleados de la caja entraban y salían de la gerencia
prolongando así la espera. Doña Carmen apretaba entre sus manos su gruesa cartera, sintiendo
agotarse su energía a medida que pasaba el tiempo. Mentalmente, dialogaba con el gerente
contestando todas las objeciones imaginables que éste podía plantearle. Por fin, salió la última
persona y la señora Bernales pasó adelante. Se encontró ante el rostro impasible e inmutable de
don Roberto Linares, por largos años gerente de la institución, acostumbrado a las frecuentes e
invariables solicitudes de sus clientes.

- Buenos días don Roberto. ¿Cómo está Ud.?

- Bien, gracias, señora. ¿Dígame qué se le ofrece?

- Vengo a molestarlo con esta letrita. Tengo apuro de comprar semillas para mi parcela en
Paine.

El gerente miró con displicencia al documento que le extendía la señora Bernales.

- ¿De quién es esta letra? Interrogó con voz opaca.

- Es de Jaime Gonzaga. Le vendí unos animales y le acepté que me pagara con esta letra
porque es muy buena firma. Trabaja en la feria y tiene buenos informes.

Don Roberto Linares escuchaba en silencio mirando la cifra inscrita en el documento, veinticinco
mil pesos y fracción. Sabía que gran parte de las letras de sus clientes eran de favor, simple juego,
ajeno a toda operación comercial, destinado a obtener dinero del banco. Escuchaba sus mentiras
con paciencia. Le preocupaba especialmente que hubiera garantía de pago, para no desmejorar
la situación de su oficina con documentos en mora o cobranza judicial. En ese instante,
sospechaba mentalmente de la situación financiera de doña Carmen, trataba de recordar cómo
había servido los pagarés que le había habilitado y calcular su capacidad de pago.

- Está bien señora, déjemelo aquí.

- Pero, don Roberto, ¡necesito esta plata para hoy! Fíjese que mi inquilino tiene la tierra
lista para sembrar y esta tarde sale en camión para allá, en el cual ofreció llevarme las semillas.

El gerente contuvo las explicaciones.

- No puedo resolver esto de inmediato, señora. Tengo que consultar a la oficina central.

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- ¿Cómo en otras ocasiones me ha puesto visto bueno a las letras que yo le he traído? No
veo por qué Ud. se está poniendo tan malo conmigo.

- Es cierto, señora, pero yo tengo facultad para autorizar hasta cinco mil pesos solamente.
Sobre esa suma tengo que consultar a la oficina central. Doña Carmen vaciló un momento, para
insistir más decidida.

- Entonces, Ud. puede autorizarme un avance en mi cuenta, por $5.000, mientras se cobra
esta letra que le dejo en garantía; después se cubre el avance y me abona el saldo a mi cuenta.

- Puede ocurrir que la letra no sea pagada – sugirió el gerente.

- En ese caso, cubriré el avance de todos modos. Tengo casi aprobado un préstamo en el
Banco Hipotecario, para el cultivo de mis tierras.

- Ud. no sabe, sin duda, que tengo orden de gerencia de restringir los préstamos y toda
clase de operaciones de crédito – interrumpió don Roberto.

- Pero si se trata solo de treinta días. Además, puedo firmarle otro documento de garantía,
si este no le parece suficiente. Ud. sabe que tengo propiedades por más de quinientos mil pesos
y que siempre he cumplido bien con mis compromisos...

El excesivo apremio de doña Carmen iba despertando la suspicacia del gerente, acostumbrado a
que los buenos clientes nunca estén urgidos, o saben disimularlo. Involuntariamente, la actitud
suplicante de la señora Bernales, reforzaba su propósito de negar el crédito.

- Es inútil que insista, señora, porque tengo instrucciones de no conceder nuevos avances
– dijo en forma terminante y concentró su atención a la lectura de otros documentos que estaban
sobre su escritorio.

- Hablaré, en ese caso, con el Gerente General. – Exclamó doña Carmen colérica y
desafiante, mientras recogía su letra - y verá Ud. cómo me tratan con más consideración.

A la salida de la caja, anduvo frenética un par de cuadras sin pensar bien hacia donde se dirigía,
tal era la conmoción que le había producido este nuevo contratiempo. Reflexionaba cómo llegar
hasta el Gerente General de la Caja. Era conveniente buscar a alguien que pudiera apoyarla en
esto. Iría a ver a su corredor que era persona bien relacionada y podría aconsejarla. Barajando
estas ideas, se detuvo finalmente en una esquina, a esperar el tranvía. Estaba cansada,
decepcionada y le dolían las piernas.

Los transeúntes pasaban indiferentes a su lado, sin percatarse de esa mujer de unos sesenta
años, sobriamente vestida, con el rostro ajado, donde brillaban los ojos cansados, surcados de
múltiples arrugas y rodeados de profundas ojeras; con el pelo recogido en un esbozo de peinado
con un sombrero ajado en mil trajines. Ante esta imagen de una mujer envejecida y fatigada por
la vida, cualquiera hubiera sentido piedad. Pero doña Carmen Bernales, a pesar de su aspecto,
no era una mujer que se echara fácilmente a morir, y, cuando llegó el tranvía, se abalanzó entre

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la gente que se apretujaba, y se abrió paso a fuerza de codazos hasta que consiguió encaramarse
entre los primeros pasajeros.

En el bar

Después del trabajo, Manuel Ortega y Arturo Ramírez, compañeros de oficina de Jorge, lo
invitaron a jugar “cacho”. Este se dejó arrastrar, aunque no era muy aficionado a los dados. Le
permitía hacer hora antes de ir a comer donde su tía; abreviar esa espera que se hacía
interminable.

Al entrar al restaurante, Jorge pensó avisar a su casa que no lo esperaran a cenar esa noche. Si
bien su familia no tenía teléfono, el almacén vecino se encargaba de recibir y transmitir los
recados. Solicitó el teléfono del mesón, y en medio del ruido que había en el lugar, logró hacer
oír su mensaje. Cuando volvió donde sus amigos, estos estaban instalados en una mesa ante
sendas cervezas.

- ¿Qué te sirves, Jorge? Dijo Ortega.

- Cerveza, también. – ordenó Jorge al mozo.

- Y tráigame tres cachos – gritó Ramírez.

- ¿Dime – preguntó Ortega – ese rubio con pecas que se juntó contigo a la salida de la
oficina, es el socio de que me hablaste?

- Sí, ese es el hombre – respondió Jorge.

- Tiene cara de pocos amigos.

- A pesar de todo, es un buen sujeto; fuimos compañeros en el liceo. Es inteligente y muy


empeñoso; además, conoce a fondo el asunto y tiene posibilidades de conseguir un buen
contrato entre Santiago y San Antonio.

- ¿En qué negocio andas metido? – inquirió Ramírez.

- Pienso trabajar en fletes – contestó Jorge.

- ¿Y tu trabajo en el banco?

- Renuncio. La rutina me tiene aburrido y quiero trabajar en forma independiente.

- ¡Caramba, hombre! Te habrás sacado la lotería.

- No es así, pero si vendo mi jubilación al banco, puedo disponer de un pequeño capital


como para iniciarme.

- ¿Cómo es ese asunto de la compra de las jubilaciones? – preguntó Ramírez.

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- Es muy sencillo – explicó Ortega – Si tú te retiras antes de jubilarte, el banco te indemniza
por la jubilación que pierdes.

- Bueno... ¿Y dónde está el negocio para el banco?

- ¿Y qué te importa lo que gane el banco? – replicó Jorge.

- No es que me importe, sino que me parece tan raro que se regale la plata en estos
tiempos.

- Pierde cuidado, que el banco también hace un buen negocio – continuó Ortega – Tú sabes
que hay personal de sobra, ingresado por razones políticas a raíz de las últimas elecciones. Con
el pago de esa indemnización, se consigue el retiro de mucha gente que no es posible lanzar a la
calle y esto significa una economía apreciable de sueldos y en el pago de jubilaciones futuras.

- ¿A cuánto asciende la indemnización que pagan?

- Depende de muchos factores, como ser, del monto del sueldo, de los años de servicios,
etc.

- En mi caso – dijo Jorge – tengo calculado recibir alrededor de doscientos cincuenta mil
pesos.

- ¡No está mal! - exclamó Ramírez – sin embargo, yo no largaría, así no más, mi puesto.

- Yo no quiero dejar pasar la única posibilidad que se me presenta de ser independiente –


respondió Jorge.

- Hoy día, amigo, es preferible tener un trabajo seguro que tener que batirse solo.

- Es posible, pero, en el banco no tenemos ningún porvenir.

- Hoy día, uno tiene más garantías siendo empleado que trabajando por su cuenta – dijo
Ortega – asintiendo con la opinión de Ramírez.

- Posiblemente – convino Jorge – pero, los sueldos son mínimos. Además, mañana cambia
el gobierno, viene una reorganización y te largan a la calle.

- ¡No es tan fácil! – protestó Ortega – hoy día, hay muchas garantías.

- Es muy difícil que se produzcan esos despidos generales. Está la fuerza de los gremios.

- Bueno – exclamó Ramírez impaciente – vamos a conversar o vamos a jugar – y añadiendo


la acción a la palabra – empezó a sacudir su cacho con grandes gestos malabares, haciendo
resonar dentro los dados, con ruido de maraca.

- Empecemos- asintió Ortega – ¡A ver! Tira un dado para saber quién comienza el juego.

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Los tres amigos se entregaron al juego con todo entusiasmo, ajenos al bullicio y la sordidez del
ambiente. El bar rebosaba de gente: empleados que vienen a matar la tarde, jubilados que en
lugar de tertulia se instalan a jugar sus interminables dominós, y otros que vienen con la
esperanza de ganar un cacho y sacar un trago gratis.

En el mesón, la caja registradora trabajaba sin descanso, mientras se preparaban las bebidas y
tragos, o la comida para servir. Sobre el gran espejo mural, que estaba al fondo entre los
anaqueles, llenos de botellas de licor, se ofrecía en un letrero grande el plato del día, la cazuela
de pavo. Los mozos sorteaban las mesas con bandejas cargadas de vasos de cerveza o botellas
de vino, en medio de una atmósfera impregnada de olor a tabaco y de frituras.

Rodaban los dados sobre la mesa y la suerte favorecía de tal manera a Jorge, que sus amigos
empezaban a reclamar ruidosamente.

- ¡Escala! – gritó Ortega.

- ¡Un momento compañerito! – gritó Ramírez – Tengo full de ases, a mí me toca mandar.

Tomó Ramírez los dados y los jugó nuevamente, después de muchos aspavientos. Salió otro as
que acogió con exclamación de júbilo.

- ¡Arriba todo el mundo! – ordenó.

Ortega jugó, sin poder superar los cuatro ases de su amigo. Quedaba Jorge a la expectativa.

- ¡Cuidado con mi par de quintos, compañero! – anunció este – las quinas a mí nunca me
fallan. Se las voy a sacar de a una.

Tiró dos dados sucesivamente y los dos quintos fueron saliendo obedientes, como respondiendo
al imperativo de una fuerza mágica.

- Vámonos adentro – ofreció Jorge – tengo cuatro quizás, una más y los tengo ganado.

- ¡Arriba, no más! – insistió Ramírez.

- Le voy a hacer knock out, compañero – vaticinó Jorge.

- Quiero verlo – contestó Ramírez, desafiante.

Jorge volteó su cacho y jugó su último dado, sin descubrirlo.

- Le ofrezco, nuevamente.

- No acepto nada, dijo Ramírez.

Jorge destapó su juego y apareció un nuevo quinto.

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- ¡Knock out!

- No hay derecho – comentó Ortega – Estás con toda la suerte.

- Linda prueba – declaró Ramírez – ya no se puede jugar contigo. Ojalá tengas igual suerte
en amores.

Jorge guardó silencio y bebió el resto de su vaso de cerveza, deseando también en su fuero
interno que la fortuna lo acompañara hasta esa noche.

Encuentro

Cuando Eliana llegó a casa esa tarde. De vuelta del cine, encontró a Jorge instalado en la sala de
estar leyendo un periódico.

- ¿Cómo te va Jorge? ¿Qué es de tu vida? ¿No ha llegado mi mamá? – preguntó Eliana, sin
transición, mientras estrechaba la mano de su primo.

- La empleada me dijo que no está en casa. Anduvo hoy por el banco y me invitó a cenar
con Uds. – explicó Jorge, como excusando su presencia.

- Entonces no debe tardar en llegar. A veces se retrasa en sus trajines.

- Parece que andaba muy atareada, replicó Jorge.

- ¡Cómo de costumbre! Siéntate. Te dejo un momento para ir a mi pieza a dejar mis cosas.

- No te preocupes por mí.

- ¿Cómo están las tías? – gritó Eliana desde su cuarto.

- Sin novedad, quejándose un poco de sus reumatismos.

Mientras Eliana se retardaba y sacaba su sombrero, sonó el timbre y un rato después apareció
doña Carmen cargada de paquetes.

- ¿Cómo te va niño? Perdóname que te haya hecho esperar. ¡No te imaginas las cosas que
he tenido que hacer hoy día! ¿Y qué me cuentas? ¿Cómo salió mi asunto en el banco?

- Regular tía; le concedieron la mitad de la aplicación que Ud. pedía.

- Menos mal que yo había, naturalmente, solicitado el doble de lo que necesitaba...

- ¿Cuándo estará lista la escritura para retirar el dinero?

- En cuatro o cinco días más, pero es necesario que antes Ud. ponga al día los dividendos
con el banco.

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Doña Carmen dio un respiro y dejó caer sus paquetes sobre la mesa.

- Entonces vuelvo a quedar en la estacada – exclamó anonadada – ¡Date cuenta de que le


estoy debiendo al banco como treinta mil pesos en dividendos e intereses penales!

- Es norma en todos los bancos no conceder nuevos créditos si los anteriores no están al
día - respondió Jorge.

- ¡Que tontería! ¿No basta que uno tenga garantía suficiente?

- Los bancos son así, tía, hay que pagarles primero, para que le presten a uno después.

- ¿Y cómo le voy a pagar? Si he pedido un préstamo es precisamente porque, en estos


momentos, no tengo ni un centavo.

- Realmente no sé cómo puede solucionar su caso – dijo Jorge – tratando de adoptar un


aire que mostrara la preocupación que sentía.

- ¡No sabes cuanto me lastima todo esto! ¡Tengo tal apuro de recibir algún dinero! Date
cuenta de que el abogado del señor Rosenberg me exige el pago inmediato de la suma que me
tiene prestada en segunda hipoteca sobre esta casa, o me saca a remate.

- ¿Y no le da una espera?

- He discutido con él toda la mañana, sin ningún resultado.

En ese momento apareció Eliana y los invitó a pasar a la mesa. El comedor, de acuerdo con el
estilo de la casa, era una enorme sala de techo artesanado, cuyos muros estaban cubiertos, hasta
cierta altura, con revestimientos de madera. El mobiliario estaba constituido principalmente por
dos pesados aparadores tallados en nogal, de doble cuerpo, en cuyos estantes superiores lucía
la vajilla de porcelana; completaba el juego un trinchero y en el centro, una mesa ovalada capaz
de contener ocho o más comensales. De las paredes pendían algunos cuadros, entre los que se
destacaba una hermosa marina.

Doña Carmen, una vez instalados en el comedor, siguió contándole a Jorge sus vicisitudes
económicas, mientras servía la entrada que trajo la criada. La situación era realmente deplorable.
Todas las propiedades estaban hipotecadas, especialmente la casa en que estaban viviendo, y
que, ahora, peligraba de salir a remate judicial. La parcela de Paine producía muy poco, en manos
de algunos inquilinos inescrupulosos. Dos casitas en la calle Bascuñán, eran una gran
preocupación, en relación con la escasa renta que producían. Desde que el Comisario había
intervenido allí, todo estaba mal.

Doña Carmen hablaba atropelladamente y apenas daba lugar para que los demás pudieran
intervenir en la conversación. Jorge la escuchaba con benevolencia. En cierto momento observó
que los puños de su camisa, ensuciados en el trabajo, contrastaban de manera lamentable con
el blanco mantel de hilo que cubría la mesa. Con todo disimulo trató de ocultarlos bajo las mangas

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de su chaqueta, y miró a Eliana, la cual se veía distraída, como si su atención estuviera muy lejos
de todo cuanto la rodeaba.

Cuando trajeron el asado, Jorge aprovechó un instante de tregua, que concedió su tía, para tomar
el giro de la conversación.

- Me parece tía, que no hemos ganado mucho con el progreso. Hoy día se vive de una
manera febril. Ud. misma, por ejemplo, pasa en medio de preocupaciones, sin tener tiempo para
disfrutar nada.

- Es cierto – contestó doña Carmen, mientras se servía un poco de verduras en su plato –


antes la vida era más tranquila, más familiar. Se vivía, quizás, con más sencillez, pero con más
holgura. Nunca vi a mi padre agitarse por nada, ni hablar de documentos bancarios; creo que ni
siquiera guardaba su plata en el banco.

- Antes la escondían en el colchón o la enterraban en el suelo – intervino Eliana, como si


saliera de un sueño.

- Por eso, posiblemente, duraba más – comentó doña Carmen – ahora, con hacer un
cheque, se gira en la tarde lo que se depositó en la mañana. Yo veo únicamente que la vida está
cada día más difícil, y no sé dónde iremos a parar si las cosas siguen como están.

Jorge, en vez de responder a su tía, trató de sacar a Eliana de su silencio.

- Tú, Eliana, estás felizmente ajena a todos estos problemas.

- No tanto, quizás, como tu piensas. Respondió ella.

- ¿Y qué cuentas del Instituto de Extensión Musical?

- Ahí estamos, siguiendo sus clases.

- ¿Cuándo darás tu primer concierto? Insistió Jorge.

- ¡Uf! Creo que pasarán muchos años, y tal vez nunca.

Doña Carmen intervino con acritud.

- Ahora último, le ha dado por despreocuparse de sus clases y pensar en buscar un trabajo.

- Ud. estaba hablando precisamente de la incertidumbre del porvenir y se extraña de que


Eliana se preocupe de lo mismo – comentó Jorge.

- Tú tienes a tu madre y dispones de los medios suficientes para adquirir una educación
adecuada a tu altura social – dijo doña Carmen dirigiéndose a su hija.

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- Yo quisiera saber, exactamente, con qué medios contamos y cuál es nuestra verdadera
situación social – replicó Eliana.

Jorge, sin querer, había llegado a promover una discusión entre madre e hija que, en este
momento, parecía haber olvidado su presencia.

- Lo que ocurre – pontificó doña Carmen, eludiendo una respuesta directa – es que las
muchachas de hoy solo piensan en obtener su libertad, para divertirse a su placer.

- Ud. se equivoca mamá. Lo único que aspiran es a depender de sí mismas para orientar
sus vidas libremente y escoger su propio destino.

Jorge intervino tratando de contemporizar y apaciguar los ánimos.

- No se puede desconocer, tía, que la mujer que participa actualmente en todas las
actividades y responsabilidades del hombre debe tener iguales derechos.

- Antes eran mucho más felices. Vivían tranquilamente en sus hogares admiradas y
respetadas por los hombres.

- ¿Aceptaría Ud. – preguntó Eliana, con sorna – llevar actualmente una existencia
semejante?

- ¿Por qué no? Las circunstancias me han obligado a enfrentarme con la vida, pero
recuerdo con nostalgia los días felices que vivía con tu padre.

Eliana sonrió recordando las eternas discusiones que había presenciado en su infancia, originadas
por el carácter dominante e intransigente de su madre.

Sucedió un pesado silencio. Jorge trató de romper el hielo, pero a pesar de sus esfuerzos, la
conversación languideció poco a poco.

Eliana se excusó después del postre, y se retiró a su pieza. Jorge la vió partir con tristeza; se
esfumaban sus ilusiones de tener un momento de intimidad con su prima y se desvanecía
estérilmente su propósito de declararle esa noche su amor. En lugar de eso, tuvo que pasar el
resto de la velada divagando con su tía, en torno de operaciones hipotecarias y posibles
inversiones lucrativas.

No era aún medianoche cuando regresó a su casa desengañado de su suerte y fatigado de la


tensión nerviosa gastada para comportarse con apostura y espontaneidad en ese ámbito que le
cohibía e intimidaba.

Alfredo Bernales

Al día siguiente, la señora Bernales, al salir de su casa, repasaba en su mente las gestiones que
debía hacer y la gente que necesitaba visitar durante la mañana. Todas las cosas eran

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apremiantes y no acertaba por dónde empezar. ¿Iría a ver a su compadre Nicomedes? ¿O pasaría
antes donde su hermano Alfredo para sacarle fianza para la Caja Agraria? Urgía, igualmente,
renovar la letra del Banco Americano antes de las doce, pero era previo a conseguir algo de
dinero, algo para abonar el documento. Su cuenta estaba sobre girada y en la cartera solo le
quedaban quinientos pesos. ¿Quedaba algo por empeñar? Todas las pequeñas cosas de valor ya
estaban en la Caja de Crédito Prendario, incluso el reloj de brillantes que le había regalado a
Eliana para su cumpleaños. ¿A quién recurrir en esos momentos? Quizás al corredor que estaba
a cargo de la venta de la parcela en Paine podía hacerle un avance. Sin embargo, era más rápido
y seguro ir a cambiarle un cheque a Meyer, su almacenero. Finalmente, optó por encaminarse al
negocio de su hermano Alfredo ya que había más probabilidades de encontrarse solo para hablar
con él en confianza.

Alfredo Bernales se ocupaba de la gerencia de una tienda de muebles, en la calle Miraflores, que
era propiedad de su mujer. Ella, cuando vió que la renta de su marido no alcanzaba para costear
el rango social de su familia, empezó a buscar algún negocio. En un remate se le presentó la
ocasión de comprar, muy barato, algunos muebles finos, que vendió luego entre sus relaciones
sociales, obteniendo buenas utilidades. Eso la alentó a seguir en esa clase de actividad y, más
tarde, la complementó con un pequeño taller, donde hacía reproducir los modelos y estilos más
solicitados. Así había nacido un negocio elegante, que permitía educar a sus hijas en los mejores
colegios y mantener el ritmo agitado de la vida social con invitaciones, comidas, juegos de bridge
y demás compromisos.

Cuando doña Carmen llegó a la tienda, Alfredo ya estaba ahí trabajando. Al verla pareció
alarmarse y miró vagamente en torno suyo, como buscando una puerta de escape. Las visitas de
su hermana no auguraban nada bueno. Siempre solían involucrar la solicitud de algún servicio,
que le acarreaban infinita preocupación. Cada vez que le había prestado ayuda, había sufrido
serias contrariedades. Constreñido por esos recuerdos, la saludó con una fría sonrisa y un esquivo
apretón de manos.

La invitó a pasar a una salita, que hacía las veces de oficina, en el fondo de la tienda. Hacia allá se
encaminó con sus espaldas cargadas y su andar lerdo que le daban un aspecto prematuramente
envejecido.

Doña Carmen se informó oficiosamente de la salud de sus parientes y luego entró de lleno al
asunto que le interesaba: necesitaba que su hermano actuara como aval para una solicitud de
préstamo que ella tenía pendiente en la Caja Agraria, cuyo dinero ella pensaba usar para pagarle
lo debido al señor Rosenberg, y así prevenir que su casa saliera a remate judicial, con el
consiguiente bochorno para toda la familia.

Alfredo Bernales, sentado y reclinado en su oficina, sostenía su cabeza apoyada en su mano,


mientras con la otra se sujetaba, parcialmente, del reborde superior de su escritorio. Cada vez
que su hermana empezaba a hablarle de sus intrigas financieras, sentía una pronunciada
sensación de mareo. Los nombres de las instituciones se entremezclaban con las diversas
operaciones de crédito solicitadas para fines que aparecían, posteriormente, destinados a otros

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objetivos, y todo esto creaba en su cerebro un desconcierto que terminaba por causarle un
malestar físico.

Mientras doña Carmen hablaba sin parar, el hacía acopio de energía para poder negarse a la
petición de su hermana.

- Mira Carmen – empezó él pausadamente – tu conoces mi situación. Prefiero tener un


disgusto contigo que con mi mujer. Si te doy mi firma como aval, ella armará un alboroto de los
mil diablos.

- ¿Y en qué la perjudica que ayudes a tu hermana? ¡Si es una simple firma! ¡Algo nominal!
No te voy a sacar ni un peso de tu bolsillo.

- Como sea, ella dice que necesitamos todo nuestro crédito para el negocio y que no
podemos afianzar a nadie, ni siquiera a la familia; después cuando uno solicita algún crédito, el
banco toma en consideración estas obligaciones indirectas.

- Bueno, Alfredo, pero tú puedes hacerlo por esta vez, sin que tu mujer lo sepa. No vas a
dejar que ejecuten judicialmente a tu hermana que, al fin y al cabo, lleva tu nombre y el de tus
hijos.

Ella comprendió que estas razones afectaban a su hermano, al observar una variación en su
mirada, pero, pronto lo vio recobrarse a medida que se endurecieron de nuevo sus facciones.

- ¡No, no! No hablemos más de eso. Tú sabes que es imposible ocultarle nada. Ella se mete
en todo, lo revisa todo, incluso mi correspondencia.

- Al fin de cuenta tú eres el hombre y deberías imponerte – insistió Carmen -. Tú trabajas


tanto, o más que ella y puedes tener derecho a ayudar a tu familia. ¡Muy bien que ella mantiene
a su madre con tu proprio dinero! ¡Con el fruto de tu trabajo! Y tú nunca se lo reprochas.

- No quiero, te repito, tener discusiones con mi mujer. La tranquilidad vale mucho más que
nada. Además, están de por medio los niños. No quiero desavenencias conyugales.

- ¡Así es que por tu tranquilidad me vas a dejar desamparada! Eso es tener demasiado
egoísmo y la vida se encargará de castigarte.

- Mira, Carmen, no vengas a mí con esas cosas – protestó Alfredo, asustado, porque les
tenía mucho miedo a las maldiciones – Tú eres buena para recurrir a mí cuando necesitas algo,
pero, al hacer tus cosas, bien poco sigues mis consejos. Cuando murió tu marido, te dije que te
encargaras de sus asuntos y tu saliste con tu porfía. Luego, antes de que vendieran el fundo que
tu marido había comprado en El Monte, te previne de que no hicieras un disparate, y ahora, ahí
estas con una tierra improductiva, un caserón inútil y esas pequeñas casas que dan puros gastos
y dolores de cabeza.

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- Te equivocas, Alfredo, no creo haber hecho ningún disparate. La tierra si bien da menos
utilidades que el fundo, se ha valorado mucho más por su excelente ubicación, y esas casitas
podrían ser un buen negocio algún día. En cuanto a mi casa, bien sabes tú que debemos vivir de
acuerdo con nuestro rango.

- Bueno, bueno, ¿si las cosas van tan bien para que me necesitas a mí? Puedes
desenvolverte muy bien, sola, entonces.

- Es que ahora paso por un apuro momentáneo como sucede a veces a todo el mundo, con
la diferencia que mis familiares no tienen corazón y no comprenden que mi ruina algo les afecta
a ellos y a su buena reputación.

- Es inútil, Carmen, que insistas en algo que no depende exclusivamente de mí. Si quieres,
puedes hablar con mi mujer; ella luego llega.

Doña Carmen, que conocía el carácter irascible y tajante de su cuñada, comprendió lo que
significaba esta velada amenaza.

Una pareja joven, que entró a la tienda a ver muebles, dió a Alfredo un pretexto para escabullirse.
Su hermana salió, sin despedirse, jurando para sí, como en otras ocasiones, no volver jamás a
poner los pies en el negocio o en la casa de su hermano.

Manuel Gómez

Aquel día significó para la señora Bernales, tal sucesión de fracasos como si la persiguiera una
racha de mala fortuna. Su estructura de créditos difícilmente equilibrado empezaba a derribarse
y a sepultarla entre sus escombros. Era cerca de las cuatro de la tarde y no había logrado
solucionar ninguno de sus problemas más urgentes. Parecía que los bancos, y el comercio en
general, pasaban por una de sus repetidas y transitorias restricciones del crédito que ponen en
aprieto a las empresas y personas poco solventes. En todas las partes rehusaron cambiarle un
cheque a pocos días fecha, con mil excusas. Vio llegar la hora del cierre de los bancos con
desesperación, sin haber podido renovar la letra que ya debería estar pagada.

Caminaba por la calle abrumada por sus pesares, cuando oyó que alguien la llamaba con una voz
que le era familiar. Se dio vuelta y se encontró ante la voluminosa figura de Manuel Gómez,
antiguo amigo de la familia. Su cara regordeta, de imponente papada, se expandía en una jovial
sonrisa, mientras centellaban sus ojillos, perdidos en la inmensidad de su rostro. A pesar de su
apariencia de director o consejero de una gran empresa, las actividades de Manuel Gómez se
reducían a atender una modesta oficina, ubicada en un viejo edificio de la calle Bandera. Doña
Carmen sabía que su buen amigo no administraba ningún negocio, porque no los tenía, y, en
cuanto a préstamos, sólo podía referirse a los que debía solicitar a menudo para sufragar sus
gastos. A pesar de que nadie sabía exactamente de que vivía, ahí estaba en plena calle frente a
ella, alegre y bien tenido, en su gran corpulencia.

- ¿Qué es de la vida, Carmencita? Tanto tiempo que no la veía.

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- Ahí vamos, corriendo de un lado para otro. ¿Y qué le ha pasado a Ud. que no ha ido a
verme, desde hace tanto tiempo?

- He estado muy ocupado. Negocios muy importantes – agregó con aire sigiloso. - He
estado organizando una sociedad minera con capital de muchos millones. Va a ser una bomba.
No conviene todavía darle mucha luz al asunto. Hay que aprovechar de colocar el mayor número
de acciones entre nosotros antes de que se vaya para arriba. ¿Y cómo le va en sus negocios?
¿Qué es de la parcela agrícola?

- Estoy aburrida con los inquilinos, y la tengo entregada en venta.

- ¿Y no se ha acordado de mí? Tiene que darme los datos, y le hago el negocio en una
semana.

- Pasaré más tarde por su oficina. Ahora ando en otros trajines.

La señora Bernales sabía que Gómez era un hombre de muchos amigos, que lo apreciaban como
compañero irremplazable de sobremesa, por su humor e ingenio inagotable. Era una valiosa
fuente de información, si no de recursos.

- Imagínese - continuó ella – que no encuentro quien me presente al Gerente General de


la Caja de Ahorros. Ayer tuve un disgusto con el Agente de mi sucursal porque, sin ninguna razón,
me negó un descuento.

- ¡Ah! No me diga nada, que conozco muy bien a esa gente.

- ¿Y no conoce Ud. quien pueda presentarme? – insistió doña Carmen antes de que Gómez
aludiera al tema.

- Los bancos están tremendos, ahora, señora! Están empeñados en restringir todos los
créditos. ¡A ver si así precipitan la misma crisis que están empeñados en evitar!

- A mí me tienen tan molesta que estuve a punto de cancelar mi cuenta corriente.

- Sin embargo - replicó Gómez – si uno quiere hacer algún negocio, debe andar haciendo
antesala en las oficinas de los gerentes y lo gracioso es que ellos disponen de nuestra vida y
hacienda. No entienden de negocios porque jamás le han trabajado un día a nadie.

Gómez se explayaba con énfasis, quizás a cuesta de alguna reciente disconformidad con las
instituciones bancarias.

- Gran parte del mal es la falta de capitales. Con esta nueva ley de cheques, los usureros
están ganando mucho; si el cheque en garantía no se paga a su vencimiento, el pobre deudor va
a la cárcel. ¡Se da cuenta Ud., señora! Con el perfeccionamiento de las leyes hemos vuelto al
tiempo de la prisión por deudas, ni más ni menos.

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Doña Carmen tembló ante los recuerdos de los cheques que tenía en tales condiciones para fin
de ese mes.

Ella sabía que su amigo Gómez era capaz de pasarse toda la tarde despotricando contra los
bancos, mientras ella tenía que seguir la carrera incesante para desenredar su maraña de
compromisos. Buscó una fórmula para abreviar la conversación.

- Yo soy, hasta cierto punto, una víctima de la situación que Ud. ha expresado, don Manuel.
Si Ud. encontrara a alguien que pudiera acompañarme a la Gerencia General de la Caja, no sabe
Ud. cuanto se lo agradecería.

- Se me ocurren varias personas en este momento, pero habría que consultarles


previamente. Cuando Ud. vaya a verme, le tengo resuelto esta cuestión. Y no se olvide de
llevarme los datos de su parcela. Si podemos venderla, tengo un buen negocio para Ud.; esta
sociedad minera que estoy organizando es una gran oportunidad. Si Ud. logra entrar en ella, va
a poder, después, prestarle plata hasta los mismos bancos.

- Magnífico, don Manuel. Iré pronto a verlo.

- Hasta pronto, Carmencita.

Cuando se separaron y doña Carmen se perdió en el tráfago de la calle, Gómez volvió a


reunirse con un amigo, que lo esperaba impaciente y exasperado.

- ¡Buen dar, que eres latero, hombre! ¿Con quién hablabas tanto?

- Con una vieja loca – contestó Gómez.

Fernando Leblanc

Una de las rarezas de Jorge Vargas – porque ciertamente difería del común – era su gusto por la
soledad. Si bien es verdad que, en general, le agradaba frecuentar a sus amigos, muchas veces
prefería estar solo, especialmente en las circunstancias en que se sentía bajo los efectos de un
intenso estado emocional. En esas ocasiones, le agradaba vagar sin rumbo por las calles de la
ciudad o, siguiendo una costumbre adquirida en su vida estudiantil, ir a refugiarse en las
tranquilas y silenciosas salas de la Biblioteca Nacional. Era una manera de concentrarse en sí
mismo, escapando del vértigo de la vida diaria.

Esa tarde, fue a instalarse en una sala de la biblioteca para continuar la lectura de una crónica de
la época colonial. Le agradaba sumergirse en esos viejos tiempos, cuando la perspectiva de los
siglos daba a todas las cosas una romántica patina donde las personas aparecen con más colorido
e individualidad que en el presente; época también de pasiones violentas más concorde con los
sentimientos que albergaba su corazón. El tiempo pasaba insensiblemente, hasta, que
anunciaron la hora de cierre.

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Jorge abandonaba el local entre los últimos, seguido de un anciano menudo, con traje gastado y
brillante y su barbita blanca, que le daba cierto carácter patriarcal. Al bajar las gradas, sintió un
grito casi infantil y de pronto, observó que al anciano se le escurría un legajo de papeles y en su
afán por atraparlos, trastabillaba, perdía el equilibrio y se precipitaba sobre los peldaños. Jorge,
de un brinco, alcanzó a tomarlo de un brazo, evitando que rodara por la escalera. A pesar de su
oportuna intervención, el anciano había alcanzado a caerse de rodillas, lastimándose las piernas.
Jorge le ayudó a recoger sus documentos, y en seguida lo condujo hasta uno de los escaños que
hay en los jardines contiguos al edificio. Durante el corto trayecto, el viejito protestaba contra
sus papeles, su mala suerte y el arquitecto que había construido semejante edificio. Sentado en
el banco, y un poco repuesto del golpe, sacó unas naranjas de un bolsón que llevaba bajo el brazo
y le ofreció a Jorge una de ellas. Ante su insistencia, Jorge la aceptó y empezaron juntos a pelarlas,
a medida que se enhebraba la conversación entre ellos. El anciano le explicó que estas naranjas
eran su cena.

- Vivo solo en una casa de pensión cerca de aquí, en la calle San Isidro - comentó el anciano.
Pago muy poco, porque dan únicamente el desayuno y almuerzo. Corre por mi parte todo lo
demás. Ahora Ud. comprenderá porque mi cena es tan frugal.

- Es lamentable – dijo Jorge, realmente conmovido.

- No crea Ud., sin embargo, no me siento desgraciado – respondió el anciano, recobrando


su jovialidad – si bien mi renta es escasa, tengo en cambio todo lo que preciso para vivir y, algo
más precioso aún, la libertad, la libre disposición de todas las horas de cada uno de mis días.

- ¿Tiene Ud. alguna renta o jubilación?

- Nunca he sido empleado. Recibí una herencia de mis padres, una pequeña librería que
conservé largos años. Un día, por ciertas contingencias, que sería largo explicar, vendí todo e
invertí el producto en la compra de bonos. Percibo mil quinientos pesos mensuales, pago mil
pesos a la pensión y me quedan, en consecuencia, quinientos para mis restantes necesidades. Lo
único malo es que cada año mi renta se reduce con la desvalorización.

- ¿No ha tratado Ud. de buscar otra entrada? – pregunto Jorge – ¿de encontrar algún
trabajo apropiado a su edad, cobranza, por ejemplo, o cualquier otra actividad?

- Algunas personas de buena voluntad han ofrecido darme trabajo, pero no he podido
aceptar. No sería razonable malgastar los pocos años que me quedan por vivir, en lugar de
cultivar mi espíritu en este lugar – y señaló la augusta estructura de la biblioteca, con una mano
fina, donde se vislumbraban las venas azules

- Bueno – dijo Jorge, con benevolencia – ¿No sería posible dividir su tiempo entre el estudio
y el trabajo?

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- Ud. puede hacer eso, todavía, porque aún es joven; yo, en cambio, tengo mis días
contados y no puedo desperdiciar ni un instante. Necesito aprovechar los últimos destellos de mi
inteligencia.

- ¿Está Ud. en algún estudio o investigación especial? – inquirió Jorge – tratando de


penetrar a este curioso personaje que, mientras más se explayaba, más extraordinario le parecía.

El viejito miró a Jorge con ojos centelleantes, como si vacilara en entregar sus secretos,
pero, por último, empezó a decir, hablando pausadamente, como si buscara la forma más clara
para expresar sus pensamientos:

- No se trata, propiamente, de una investigación, sino más bien, de muchas investigaciones


a la vez... Podría hacerse una semblanza... Al nacer un niño o iniciar su vida, no hace ningún
estudio en particular, sino que, la totalidad de su vida es una investigación constante.

Calló un momento, para observar si Jorge seguía el curso de sus pensamientos y, luego,
continuó:

- A mi edad, se empieza a redescubrir la vida, se cierra en cierto modo el ciclo que empezó
al nacer, pero no es ya el mundo físico lo que conquistamos paso a paso, sino el mundo del
espíritu y del pensamiento. No es fácil emprender tarea semejante. Se necesita desprenderse de
muchas cosas que se nos han incrustado en el curso de nuestra existencia, como esas rémoras y
moluscos que se adhieren al casco de las viejas embarcaciones. Para navegar por las regiones del
pensamiento, debemos aligerar nuestro espíritu y empezar por reparar el alma.

- Ud. es un filósofo – comentó Jorge – que seguía con atención las divagaciones del anciano.

- No tanto. Solamente un individuo que ha llegado a un cierto grado de madurez


intelectual. Es mucho decir que todos los hombres pueden lograr el desenvolvimiento de su
personalidad; quedan atrapados por sus pasiones, apetitos y temores. ¡Mírelos Ud.! – exclamó,
señalando a la multitud de personas que transitaban por la calle o se apresuraban en cruzar la
calzada de la avenida. Todos ellos creen vivir, pero en realidad no viven. Vivir es algo más noble
y doloroso; es contemplarse, un poco, así mismo; detenerse a meditar sobre nuestro grande y
trágico destino humano; y formularse todas las preguntas fundamentales que no tienen posible
respuesta, en base a nuestro limitado entendimiento.

Mientras hablaba, miraba hacia la avenida donde corrían los autobuses y tranvías en vertiginosas
avalanchas. En su rostro sereno, había un dejo de tristeza.

- Esa pobre gente – continuó – no puede hacer nada de eso; no tiene tiempo. La vida los
tiene agarrados a la garganta. Nacieron y morirán, sin darse cuenta. Elegirán su destino con el
mismo criterio que escogen sus prendas de vestir.

- ¿No cree Ud. - insinuó Jorge – que son más felices sin pensar, ni profundizar tanto?

- Indudablemente, las plantas son también felices según esa manera de pensar.

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- ¿A dónde quiere Ud. llegar? – preguntó Jorge con escepticismo.

- Yo le contestaría con otra pregunta. ¿Deben todas las cosas tener una finalidad? Es un
afán de los humanos encontrar el sentido de todas las cosas, aunque nuestra razón no logre
alcanzar jamás la última verdad. Si no obtenemos soluciones inmediatas hallaremos, en cambio,
una posición moral que se traducirá en nuestra actitud frente a la vida.

- Ya es hora de restituirle sus fuerzas a la espiritualidad en una época mercantil donde cada
acto debe responder a un fin utilitario inmediato – agregó el anciano.

- ¿Y cuál es su posición moral frente al problema de la existencia? – pregunto Jorge

- Muy sencilla dentro de su complejidad: la búsqueda de valores estéticos.

- ¿No considera Ud. el concepto del bien, la ética, como el principal fundamento? – insistió
Jorge.

- Ambos conceptos no corresponden a una sola realidad. ¿Acaso la belleza y la virtud no


son equivalentes? Casi me atrevería a decir que el universo no es más que un ensayo surrealista.

- Estoy por creer que Ud. más que un filósofo es un profeta – declaró Jorge, efusivamente.

- ¿Sabe que me gusta más? Un profeta de los nuevos tiempos – asintió el anciano
sonriendo.

Estaba anocheciendo y se encendieron las luces. Ambos se dispusieron a partir.

- Me gustaría tener el agrado de conversar nuevamente con Ud. – manifestó Jorge al


momento de despedirse.

- Para mí también es muy grato tener un discípulo tan atento. Mi nombre es Fernando
Leblanc. Anote Ud. mi dirección, aunque es más fácil encontrarme en la biblioteca que en casa.
A veces vengo también a tomar el sol en estos jardines.

Cuando se separaron, Jorge cruzó la Alameda y observó que en el cine Santa Lucía estaban dando
la comedia ¡Que Noche de Bodas!, con la actriz Ida Lupino, una de sus favoritas.

En todo caso, en sus oídos quedaron resonando las palabras del señor Leblanc, sin saber definirlo
como un loco o un soñador.

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Calle Alameda Bernardo O’Higgins en el sector de la Biblioteca Nacional en 1945

Paco Ruiz

La vida de Eliana era aparentemente la de una muchacha feliz. Fuera de las clases de música y de
algunos quehaceres domésticos, disponía de su tiempo sin ninguna obligación. Su madre era una
ráfaga, fugas en el tranquilo curso de sus días. La escasez de dinero era un mal soportable. Estaba
tan acostumbrada a ver a su madre, un día sin un centavo y el día siguiente con la cartera llena,
que todo consistía en pedir con oportunidad. Cuando las privaciones se prolongaban mucho,
Rosario salía de viaje con algún amigote. Más tarde se notaba la ausencia de algún objeto valioso
en la casa, pero siempre había con que comer. Eliana no se inquietaba por el porvenir, porque
estaba acostumbrada a este desorden. Todas estas contingencias formaban parte del diario vivir.

Si deseaba trabajar, era una forma de romper el tedio de su vida. El fastidio que ensombrecía a
veces su rostro se debía más a profundas inquietudes que a preocupaciones de orden material.
Era una melancolía difícil de disipar, precisamente porque no provenía de ningún hecho
determinado. Era nostalgia inexplicable de quién espera algo indefinible. En ciertos momentos,
la invadía un hastío de todas las cosas, una extraña inquietud, un recóndito anhelo de ser
transportada hacia el mundo de lo extraordinario.

Había tratado, instintivamente, de encontrar en su vida algún motivo de interés. Había


participado, durante un tiempo, en obras sociales, colectas y veladas de caridad, pero pasado el
primer momento de entusiasmo, había vuelto a caer en su tristeza y apatía cotidiana.

A la salida de sus clases de música, fue a hacer algunas compras y se entretuvo, en seguida, viendo
tiendas, a fin de hacer hora y llegar con el retraso natural de toda mujer que se estima.
Efectivamente, a la entrada del Central, ya la esperaba Teresa y sus amigos. Subieron al auto de
Paco Ruiz, quien partió velozmente camino del “Stad”. Durante el trayecto pareció empeñado en
lucir su destreza al volante. Sorteaba entre los demás coches y autobuses, obligando a Eliana a
afirmarse a su asiento, aterrada ante la idea de verse, de repente, incrustada en el parabrisas.

Al llegar, por fin, a su destino, sanos y salvos, Eliana dio un suspiro de alivio. El “Stad” estaba
bastante concurrido. En la pista de baile, las parejas se apretaban al compás de un “blues.” Paco

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Ruiz, después de pedir unos aperitivos, continuó con el relato de sus aventuras en el Casino de
Viña del Mar. Hablaba con un tono de suficiencia y a voz de cuello, como si quisiera compartir la
historia con las personas de las mesas vecinas. Teresa, aparentaba interés por esas fantasías,
mientras que Eliana, indiferente, bebía de su vaso. Discretamente, observaba que, desde la mesa
contigua, un señor la miraba atentamente. Instintivamente, ella abrió su polvera y repaso su
maquillaje.

En ese momento, hubiera querido encontrarse en medio de gente agradable que le sacara de su
apatía. Miró a Paco que gesticulaba con manierismos de muchacho que presume de galán, y
sintió tal hastío que, deseó estar lejos de allí.

- A todo esto, chiquillas, - decía éste - habíamos tomado más de la cuenta y al Quico se le
ocurrió arrendar un coche victoria y salimos a dar vueltas. Luego empezaron a descolgarse. En
eso, el conductor se dio cuenta, se bajó de un salto del coche y agarró al Yoyo antes de que
arrancara. Al pobre, lo tenía tan afligido que tuvo que pagarle la carrera. Lo más gracioso es que,
durante el altercado, el Teco Ureta se fue por el otro lado y se robó uno de esos faroles que llevan
las victorias. Alcanzamos a desaparecer antes de que el cochero se diera cuenta. Si Uds. hubieran
visto, chiquillas, la tanda que dimos. ¡Hasta organizamos un desfile! Al Yoyo se le ocurrió después
amarrarlo al costado del auto para usarlo como lampara.

La orquesta empezó a tocar un tango y Paco, que notaba la cara de aburrimiento de Eliana, la
invitó a bailar. Como lo hacía bastante a menudo, se podía perdonar un poco sus estúpidas
jactancias.

- ¿Tienes algún panorama para este sábado? – le pregunto a Eliana, mientras la tenía entre
sus brazos.

- No, no he pensado nada. ¿Por qué lo de la pregunta?

- Quería invitarte a que fuéramos a Viña.

- Sería cuestión de pensarlo.

- Para que pensar, podríamos pasar un fin de semana muy entretenido. Nos vamos el
sábado y volvemos el domingo, a cenar.

- ¿Y dónde vamos a alojar? – pregunto Eliana con inocencia.

- Tengo parientes y amigos por allá donde nos podemos quedar, fuera de que conozco
partes muy acogedoras.

- No acostumbro a quedarme fuera de casa – reparó Eliana secamente.

- Pero si vamos con Joaco y Teruca. Podemos salir a pasear en yate.

- ¡Estupendo! Anda con ellos y traten de no marearse – exclamó Eliana con ironía.

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Siguieron bailando en silencio. La proposición de Paco, junto con irritarla, le había dejado
inquieta. Miró al rostro de Paco y vio su mirada ruda y turbia. Paco trató de estrecharla y ella
rehuyó su cuerpo. Este desistió y Eliana experimentó una extraña confusión de sentimientos. Lo
desdeñaba y a la vez le agradaba seguir bailando con él; le causaba repulsión y, sin embargo, le
hubiera gustado que él insistiera en su intento. Terminó la música y Eliana regresó a su asiento.

A pesar de la alegría y animación de Teresa, la conversación empezó a languidecer lentamente.


Eliana propuso volver a casa y, después de vencer la resistencia de los muchachos, fueron en
busca del auto. Regresaron velozmente al centro de la ciudad. Paco se las ingenió para ir a dejar
primeramente a Teresa y a su amigo, que vivían en el sector central, para llevar, en seguida, a
Eliana hasta su casa en la calle Dublé Almeyda, en Ñuñoa.

Al pasar por la calle Ahumada, el coche tuvo que detenerse ante el congestionado tránsito. Eliana
vio a su primo Jorge detenido frente a la puerta del Lucerna conversando con alguien. Era apuesto
y hubiera sido agradable su presencia, si no fuera por su ropa mal cortada y estrecha.

Gustavo

“Necesito verte hoy viernes, sin falta. Te espero a las seis donde el Huaso Adam” – decía una nota
que Jorge encontró en su casa al llegar del trabajo. Estaba acostumbrado a recibir, de tiempo en
tiempo, estos mensajes breves, escritos con la inconfundible letra angular y de trazos disparados
de su hermano Gustavo. Sabía también que su urgencia de verlo era siempre motivada por sus
continuos apremios de dinero. Siempre que le era posible trataba de ayudarlo y estas entrevistas
eran los únicos contactos que guardaba con su hermano menor.

Gustavo Vargas llevaba una vida extraña y bohemia. No era exactamente el prototipo del artista,
sino más bien el caso de un inadaptado social. Había iniciado varios estudios sin poder
terminarlos y sus actividades eran las más diversas y extraordinarias. Nunca podía perseverar, sin
que un nuevo asunto captara todo su entusiasmo. Esta falta de voluntad era quizás la causa
principal de que se desperdiciara su indiscutible inteligencia. Sería imposible recordar sus
múltiples oficios, que iban desde la mecánica de automóviles hasta escribir libretos para la radio.
Era conocido en las salas de redacción de los periódicos, en los círculos teatrales, en las “boîtes”,
en los restaurantes de mala muerte, en los boliches de compraventa de la calle San Pablo, entre
los deportistas, los filatélicos, los clubes políticos de avanzada, y en las hospederías del Ejército
de Salvación, para no nombrar otras series de ambientes difíciles de especificar.

Gustavo era un “diletante” de la vida y habría sido un hombre muy feliz, si tuviera una verdadera
ambición de triunfar. Lamentablemente, siempre tenía mil razonamientos ingeniosos para
explicar y justificar cada fracaso.

Al llegar al lugar de la cita, ya se encontraba ahí Gustavo ante un vaso de vino tinto. Recibió a su
hermano con la sonrisa afable y la verba de siempre. Su cara flaca y angulosa, sus ojos vivaces,
rodeados de profundas ojeras, su boca móvil e irónica, su pequeño bigote rubio, sus cejas
espesas, y sus manos largas y finas eran ágiles y expresivas, y participaban en la rápida expresión
de sus ideas.

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- Tú me perdonarás que te haga venir hasta aquí. No quiero tener disgustos con las tías.

- Está bien, Gustavo. A mí no me significa ningún sacrificio. ¿Cómo lo has pasado?

- Necesito tu ayuda, Jorge. Sé que te debo mucho. El día llegará en que te pueda pagar con
creces. Tú sabes que la buena suerte nunca me ha acompañado. Sin embargo, no hay que
desesperar.

- Siempre que he podido te he ayudado, pero ahora, caes en mal momento.

- ¡No! ¡Si no se trata de dinero! No quiero molestarte más por dinero. Tú no te imaginas
para que te he llamado. ¿Sabes para qué te necesito?

- En realidad, no me lo imagino.

- Te lo voy a explicar. Es por una razón muy simple. Quiero que tú me relaciones con un
capitalista que me financie para llevar a cabo una idea. Al banco, donde tu trabajas, llega mucha
gente adinerada. A ti te puede servir. La cuestión es que me pongas en contacto con uno que no
sea muy pulpo.

- ¿Y en qué consiste tu idea, o proyecto?

- Se trata propiamente hablando, de un invento. ¡Y no te rías antes de saber de qué se


trata! Es un dispositivo relacionado con el automóvil. Pero, primero, contéstame algunas
preguntas. ¿Has observado las proezas que realiza un conductor para estacionar su vehículo en
un lugar estrecho?

- Si, efectivamente, a mí mismo me costó mucho aprenderlo.

- Es un trabajo bestial – recalcó Gustavo – algo que obliga a mucha gente a desistir de
manejar. Otra cosa. ¿Te ha tocado cambiar un neumático en el camino, poner la gata, levantar el
coche?

- También, y es una tarea bastante molesta.

- Más que molesta – exclamó Gustavo – Es un trabajo forzado, que lo deja a uno
físicamente agotado, y que significa, generalmente, liquidar un terno.

- Bueno - dijo Jorge, impaciente – ¿A que conclusión quieres llegar con todo esto?

- A eso vamos – comentó Gustavo, conteniéndolo con un gesto, mientras tomaba un rollo
de cartulina del asiento contiguo . – El mecanismo que tengo proyectado es muy sencillo y
resuelve los dos problemas a que he hecho referencia. Como tú puedes ver – agregó,
desplegando su plano sobre la mesa – consiste en cuatro pequeñas ruedas suplementarias, en
sentido transversal al vehículo, ubicadas bajo la carrocería del coche, las cuales se pueden bajar
con un botón y permiten que el vehículo quede en el aire, apoyado en ellas. Si quieres estacionar

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tu coche, te bajas y lo empujas por el lado; el coche se desliza de costado y se coloca con el
máximo de precisión en el sitio escogido. En caso de un pinchazo, se levanta el coche con este
mecanismo y puedes cambiar hasta las cuatro ruedas.

- Es muy ingenioso – asintió Jorge.

- ¡No te parece, sencillamente fantástico!

- Sí, claro, es muy interesante – convino Jorge, quien pensó que, para semejante invento,
aunque fuera realizable, era muy problemático encontrar un capitalista que quisiera cargar con
tamaña iniciativa. Sin embargo, no quiso descorazonar a su hermano.

- Voy a buscar a alguien que pueda ayudarte a llevar a cabo este proyecto. No será fácil,
pero, no es imposible.

Gustavo continuó aún un buen rato argumentando en favor de su invento. Cuando se retiraron
del restaurante, le había sacado a su hermano la promesa de prestarle toda su ayuda y un nuevo
préstamo de 500 pesos, que era casi todo el contenido de su billetera.

Se separaron al llegar a la calle Bandera. Ya había anochecido y la atmósfera empezaba a refrescar


bajo los efectos de una tenue brisa que venía del sur. Jorge sintió deseos de caminar. Le gustaba
deambular a esa hora del atardecer. Estaba en el barrio de la Estación Mapocho, tan triste como
los muelles de un puerto. Jorge se encaminó en dirección al Parque Forestal, apresuró el paso y
al llegar a los lindes del parque, sintió una bocanada de aire vivificante. Arrojó el cigarrillo de su
boca y un chiquillo zarrapastroso, que pasaba con su lustrín bajo el brazo, corrió, recogió la colilla
y se alejó piteando.

Sueños y pesadillas

Jorge se internó por las avenidas alumbradas discretamente por los focos perdidos entre el
follaje. El aire traía fragancias de flores y de hierba húmeda. En los escaños las parejas se
apretaban bajo el manto cómplice de la noche.

Él avanzaba indiferente con sus pensamientos muy lejos del mundo que lo rodeaba. La visión de
su hermano, su vida incierta, su inteligencia malograda, todo lo había entristecido, y lo hacía
sentirse muy solo y desamparado. Pensaba en su porvenir, en sus futuros trabajos, en el
imperativo de triunfar en la vida; pensaba en Eliana, como en un tibio regazo en medio de un
mundo hostil. La consideraba como su amiga del alma, como la mujer selecta y demasiado pura
para ser objeto de sus pasiones. Pero ¿qué puede ofrecerle? ¿Aceptaría la vida modesta de un
sencillo empleado?

Se dejó caer en un asiento, cansado de andar. Hasta él llegaba el murmullo del río Mapocho, que
se confundía en la tranquilidad de la noche, con el trepidar lejano de la ciudad. Lentamente, en
medio del frescor nocturno, sintió que se distendía todo su cuerpo y a través de su piel le parecía
beber el frescor de la noche.

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Pensó volver donde Eliana. Tal vez no faltaría, ahora, una oportunidad para sincerarse con ella,
darle a conocer sus ambiciones, explicarle sus proyectos y pedirle que se uniera a él por toda la
vida. Prometería consagrarle todos sus esfuerzos, participarle todas sus alegrías, y que, en las
horas negras, estarían juntos para sobrellevarlas con entereza.

Resuelto en cumplir este propósito, se levantó y se dirigió primeramente al centro. Quería pasar
por una peluquería para arreglarse. Caminaba por calle Ahumada soñando con su amor, con
marcha en forma maquinal, sin prestar atención al mundo externo, sumido a la trama que
proyectaba su imaginación efervescente.

Se ve solo con Eliana, en el salón de su casa.

- Me gustaría escucharle tocar algo al piano, Eliana.

- ¿Qué le agradaría oír?

- Algo de Mozart o de Beethoven

- ¿No le gustaría oír las variaciones sinfónicas de Cesar Frank? Son muy románticas y las
acabo de estudiar.

- Con todo gusto. Elija Ud. lo que le sea más agradable.

Eliana se sienta al piano y coloca una partitura en el atril. Resuenan los primeros acordes y Jorge
acodado sobre el piano sigue el movimiento de las manos en el teclado. La sinfonía los envuelve
en sus mágicas vibraciones y los transporta a un clima de amor y poesía. Al inclinarse para dar
vuelta a las páginas de música, su rostro rosa la cabellera de su prima que exhala un cálido
perfume. La emoción sofoca su pecho, sus sienes palpitan afiebradas y el éxtasis que lo invade
paraliza su voz y sus movimientos. La melodía exalta airosa el amor y el goce de la vida. Sus brazos
se extienden y la enlaza mientras sumerge su boca en esa bella cabellera. Cesa la música
bruscamente y se hace un pesado silencio. Jorge balbucea:

- He soñado mil veces tenerte así, entre mis manos, Eliana. Ella se ha vuelto sorprendida y
temblorosa.

- ¡Jorge! ¿Qué te ocurre?

El ahoga su protesta con un beso.

Jorge siente una palmada en la espalda que lo interrumpe.

- ¡Hola, viejo! – gritó alguien a su lado – ¡Donde vas con esa cara de bobo!

Jorge quiso estrangular al impertinente que lo traía a la realidad. Estaba en medio de la calle
Ahumada frente a la figura grotesca de Ramon Perales. Necesitó hacer un esfuerzo para

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ambientarse. El tráfago de la gente lo obligó a refugiarse en la puerta de una confitería. Miró a
Perales con odio, mal disimulado, mientras estrechaba su mano sudorosa.

- ¿Dónde ibas tan distraído? – insistió éste, tomándole de un brazo.

- Voy a hacer una visita – contestó Jorge con desgano. Quiso huir y estar nuevamente solo
con sus pensamientos.

- ¿Y tú que haces aquí? - le preguntó a Perales por cortesía.

- Mirando pasar chiquillas. ¡Hay que ver cómo están lindas las mujeres! Y, sobre todo, en
el verano, con esos trajecitos. ¡Es para volverse loco!

Jorge miró el torrente humano que se deslizaba entre ellos. Las luces de la marquesina del cine
Lucerna iluminaban a los transeúntes, rostros y más rostros, anodinos, maquillados, oliváceos,
caras de derrota y expresiones triunfales. Junto a la miseria gris, ostentación de lujo, chaquetas
desteñidas, y joyas de fantasía.

Perales seguía embebido contemplando las muchachas y no escatimaba un piropo oportuno.

- Bueno, te dejo entretenido – dijo Jorge.

- Vaya, hombre. ¡Que apuro! Si es temprano, todavía. Vamos a tomar un trago.

- No, gracias, tengo que hacer. Excúsame por esta vez.

- Bueno, que te vaya bien... ¡Y que no te atropellen!

Jorge se sumergió en el gentío y avanzó por entre él, sorteando los grupos que se detienen en los
escaparates resplandecientes. Trató de recobrar el hilo de sus pensamientos, pero el hechizo
estaba roto y no pudo regresar a ese reino inefable que se alcanza en alas de la fantasía. Estaba
sujeto a la prosaica realidad de la calle, que lo aturdía con el zumbido de motores, bocinas y
estrépito de hierros. En lo alto, las luces del semáforo palpitaban como un pequeño corazón. La
avalancha de automóviles se detenía y luego irrumpía avasalladora. Más allá, desde un almacén
de música, rebalsaba una canción. Jorge se detuvo a escuchar, pretextando mirar la vidriera. Los
acordes embargaban su espíritu y, de pronto, todo se esfumaba y reaparecía Eliana a su lado
mirando con aire desafiante el porvenir.

Era cerca de las nueve cuando Jorge se bajó del tranvía que lo condujo hasta la casa de Eliana.
Cuando distaban unos cien pasos, divisó un coche gris perla detenido frente al portón. Acortó el
paso, vacilante. ¿Habrá visitas en casa de su tía? Se había prometido no cejar ante ninguna
dificultad. Decidió continuar avanzando y procurar observar lo que ocurría tras la reja.

La puerta estaba entreabierta y había dos sombras en el jardín, dos sombras muy próximas entre
sí. Jorge se arrimó y contempló aturdido. Era Eliana indudablemente, con su melena alborotada,
y un hombre que la tenía enlazada. Jorge permaneció estático, anonadado ante este cuadro

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lacerante. Ambas figuras estaban adosadas a la botija de greda que había junto al camino que
conduce a la casa y se abrazaban ocultos en la penumbra. Cada gesto y cada caricia, que adivinaba
desde lejos, era una puñalada que recibía en el corazón, Quiso gritar, pero la garganta se le
anudó. ¿Puede que esa sea su Elianita querida? ¿Puede que sea aquella chiquilla que siente tan
suya, a fuerza de quererla? ¿Es concebible que esa mujer tan idealizada, tan pura y virginal, esté
ahí en brazos de un cualquiera? Su mente se negó a creerlo, rehusó aceptar esa realidad que
vieron sus ojos exorbitados. Retrocedió como hipnotizado y huyó, cual cómplice de un crimen.
Huyó titubeante, desorientado, ebrio de dolor, en una espantosa confusión de sentimientos.
Todas sus ideas se perturbaban y sólo quedaba su desesperación, angustia indefinible. ¿Es
posible? Se repite su mente afiebrada. ¿Es posible? Parece gritar cada partícula de su ser.

Acezante, se detuvo, por último. El sudor humedecía su frente; ignoró cuánto había caminado y
donde se hallaba. Adosado a un árbol, el sombrero echado hacia atrás, el semblante
descompuesto y su cuerpo desarticulado, parecía un muñeco roto. Pasó su mano sudorosa por
la boca reseca.

Poco a poco, algo despertó en él. Su instinto surgió en oleadas de fuego que desde sus entrañas
arremetieron hasta su mente. Hubo un destello de ira. Volvió atrás, primero andando y luego
corriendo como enloquecido. Sintió que debía castigar, debía golpear a su adversario hasta
dejarlo deshecho. Sintió que podía matar. Ya no era venganza, sino su furia inaudita, la que lo
dominó y lo hizo correr como un alucinado.

Ahí estaba nuevamente la casa, pero el coche había desaparecido y la verja estaba cerrada con
cadena. Se detuvo con los puños cerrados, revolviéndose impotente, como fiera aprisionada. Su
cólera se resolvió, por último, con la reja impasible y prendido a sus barrotes los sacudió con
violencia, haciéndola temblar en sus goznes. En la soledad de la noche, en la calle desierta, ante
el jardín inmutable y silencioso, brotaron de su garganta un torrente de palabras, de oprobio y
de atroces injurias para la mujer que fuera tan amada.

Agotado, el alma deshecha, colgado de la reja, apoyada la frente en ese duro regazo, cayeron las
lágrimas, lágrimas de adolescente soñador, que moría esa noche, para dejar paso a un hombre
desengañado, sin fe y sin esperanzas.

Puertas adentro

Cuando Eliana entró esa noche en su casa, encontró allí a su madre, en cama.

- ¿Dónde andabas tú, a estas horas? Supongo que no me vas a decir que vienes de clases,
pasado las nueve ...

- Fui al Stad con la Teruca.

- ¡Al Stad! ¡Siempre al Stad! No vamos a poder seguir así, todo el día en la calle. Ya te lo he
repetido cien veces.

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Eliana no contestó nada. Entró en su pieza, dejó su cartera y sus guantes y pasó al cuarto de baño.
Se limpió el “rouge” que tenía un poco corrido y se enjuagó el rostro con agua tibia. Sentía en sus
labios un resabio desagradable. Había cedido ante el insistente apremio de Paco Ruíz, más por
vanidad que por deseo. Quería descubrir nuevas experiencias, y, sin embargo, todo se redujo a
una experiencia estúpida y desagradable. En todo momento, había permanecido impasible ante
la vehemencia amorosa de Paco. Estaba decepcionada y el recuerdo del contacto de los labios
húmedos, en esos momentos, le era odioso.

Terminado su tocado, fue a la cocina donde la Rosario estaba sirviendo la cena a su madre.

- ¿Qué tiene de comer, Rosario? – exclamó Eliana.

- Hay caldo y carne con arroz.

- ¿Y qué tienes de postre?

- No hay postre – contestó la empleada secamente – La señora salió y no dejó plata. En el


almacén tuve que pedir al fiado.

- ¡Qué pena! Sopa no quiero tomar. Así que sírveme un poco de carne con arroz y ensalada,
solamente.

Cuando volvía a su pieza, parecía que la irritación de su madre se había disipado.

- ¿Quién me vino a ver mientras estuve afuera? La Rosario me dijo que habías estado
hablando con un caballero.

- Estuvo un señor que mandaba el corredor; un interesado por la casa- respondió Eliana.

- ¿La visitó? ¿Qué dijo? – se interesó la señora…

- La recorrió toda y la encontró muy grande – contestó Eliana desde su peinador, donde se
colocaba una crema de limpieza – Dijo, además, que estas casas tan antiguas daban muy poca
renta, que habría que demolerla para aprovechar mejor el terreno y edificar dos o tres casas
modernas.

- ¿Habló algo respecto al precio?

- Me dio a entender que no se interesaba porque la encontraba muy cara.

- ¿No hubo ninguna otra novedad, en mi ausencia? – insistió doña Carmen con un hálito de
esperanza.

- ¡Ah, sí! Vinieron de la notaría y dejaron un aviso para que fueras mañanas, antes de las
doce.

- Está bien – dijo doña Carmen y guardó silencio.

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Todo estaba consumado. La Letra ya estaba protestada y, en quince días más, sería publicada en
el Boletín Comercial, perdiendo ella el crédito que pudiera restarle. Todo se hubiera arreglado
con el préstamo del banco, pero, así como van las cosas, no se divisa ninguna posibilidad de
dinero. ¡Ese Gómez es una palangana!

Rosario trajo la comida. Eliana ya se había acostado y leía una revista, mientras su madre seguía
cavilando una solución a la hecatombe financiera. Tal vez el Sr. Gaymer, el joyero, podría pagar
la letra, ella le firmaría un resguardo y todo quedaría arreglado. Claro que, si él no tenía dinero
en este momento, el descalabro era inevitable. Sin embargo, hay que salvar la situación de
cualquier manera, bancos, letras, hipoteca, corredor, venta y cheques.

La mente de doña Carmen bullía, masticaba sin prestar atención a la comida, mientras los
problemas giraban en su cabeza. ¡Una noche más en vela! – pensó ella. Cuando Rosario vino a
retirar el servicio aprovechó de pedirle un par de pastillas para dormir. Rosario esperó que doña
Carmen tomara dos pastillas, con un vaso de agua, antes de empezar sus preguntas rituales.

- ¿Qué voy a hacer de comer mañana, señora?

- Haz cualquier cosa. Esta noche no puedo disponer porque estoy muy cansada.

- Es que en la despensa no queda nada y si Ud. sale apurada y no me deja plata, yo no le


voy a tener comida. En la carnicería ya no quieren fiar.

- Diles que el sábado les haré un abono a la cuenta.

- ¡Sí, ya les he dicho tantas veces lo mismo! Ya no me creen.

- Muy bien, pagaremos esa cuenta y después no le volveremos a comprar más. Así
aprenderán a tratar a la gente. ¡A ver, pásame la cartera! Toma, aquí tienes cien pesos. Arréglate
con eso para mañana.

Desde la pieza contigua, Eliana escuchaba fastidiada las trivialidades de la criada. Hubiera querido
cerrar la puerta, pero temía irritar a su madre. A medida que sus párpados entornados pesaban
más y más, su pensamiento giraba en torno de la misma imagen brillante, como una mariposa
que aletea en torno de una flor antes de posarse en ella.

Cuando Rosario entró a su cuarto con el agua de hierbas para la noche, Eliana dormía con su
lamparilla encendida y una revista desmayada entre sus manos. Rosario puso la taza sobre el
velador, apago la luz y volvió a la cocina, acompañada por el suave chancleteo de sus pantuflas.
A esa hora sentía el cansancio de sus piernas y a pesar de las zapatillas que le la había regalado
la señora, le dolían los pies. Se sentó y lanzó su mirada hacia el lavaplatos lleno de loza y ollas.
¿Por qué, Santo Dios, tiene que ensuciarse tanto servicio para que coman tres personas? En
realidad, esa casa le estaba dando mucho trabajo. ¿Por qué no tomaban otra empleada? La
señora sabía que con ella podía abusar – se dijo a sí misma – pero ella no aguantaría más. Se iría
donde su comadre Leontina. Harto la tenían convidada a veranear. Descansaría a gusto y
aprovecharía el tiempo de la fruta. ¡Qué la señora se viera sola! Así aprendería a tenerle

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consideración. Mañana cobraría sus sueldos atrasados, aunque, ¡sepa Dios, cuando irían a
pagarle! Bien sabía ella como andaban las cosas en esa casa. ¿Y qué tenía ella que saber? Exigiría
sencillamente que le pagaran su trabajo.

Como respondiendo a esta idea, repasaba con rabia la salsa de un plato, con un pedazo de pan
que apretaba en sus dedos amoratados y sudorosos. Terminó de comer, se secó los labios con el
extremo de su delantal y se levantó, dando un suspiro, antes de preparar un agua de matico. Al
caer el agua hirviendo sobre las hojas, recordó los terribles ataques al hígado que le daban a su
patrona. ¡Pobre señora! ¡Tanto que se aflige cuando se pone enferma! Si no fuera por ella, nadie
la aliviaría; la Elianita bien poco es lo que sirve, en caso de enfermedad. Algo le decía en su
corazón que habría que dejar el viaje al campo para otra ocasión.

Tomó su taza, cerró la llave principal del gas y después de apagar las luces, se encaminó a su
pieza. Toda la casa quedó sumida en la oscuridad. Era una de esas noches cálidas de verano, en
que las flores parecen despedir toda su fragancia, saturando el aire con su perfume. La luna
recortaba sombras temblorosas sobre los caminos y los prados. El perro, echado en su rincón,
escuchaba los ruidos lejanos y con mirada inocente vigilaba la solitaria puerta del jardín.

La casa de remolienda

Jorge caminaba por las calles, inconsciente de su fatiga. Era tan grande la conmoción que había
sufrido su espíritu, que sus ideas estallaban disparatadas e inconexas, como las últimas centellas
de un fuego de artificio. En su alma rebalsaba la desesperación y el despecho. Todo lo que antes
le parecía digno y venerable, ahora, era lodo e ignominia.

Los raros pasantes que cruzaban su camino miraban de soslayo a ese muchacho que avanzaba a
grandes zancadas, con los ojos dilatados y fijos en el vacío. La tranquilidad de la noche, su fresca
caricia y su soledad eran los únicos bálsamos para su pena desconsolada. Ya en dirección a su
casa, sin pensar en ocupar alguno de esos tardíos tranvías que pasaban como torbellino, siguió
pensando.

¿Por qué el destino se ha ensañado con él? ¿Por qué sucederán esas cosas? ¿Si se hubiera
sincerado con su prima un día, habría ocurrido todo esto? ¿Podría aún reconquistar su cariño? ¡Y
para qué quisiera ese amor! Es una mujer como todas. ¡Peor que todas! ¡Vulgar y liviana! Se
entregará al primer pasante. Más vale haberle visto a tiempo. Es preferible enfrentar la vida solo,
ser un eterno solitario, triunfar únicamente para poder despreciar y humillar al mundo entero.

Su orgullo y fortaleza se desmoronaban. Sin embrago, los embates de su corazón estallaban


siempre en la misma queja:

- Eliana, Dios mío, ¿por qué me has dejado tan desamparado y triste?

Agitado por estas emociones, mientras cruzaba la Plaza Baquedano, reconoció a un grupo de
compañeros de su oficina en ánimo de fiesta. Antes que pudiera escabullirse, algunos lo vieron y
fueron a su encuentro con grandes alardes, gritos y ademanes.

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- ¿Hola Jorge, qué andas haciendo solo por aquí a estas horas?

En medio de la zalagarda y palmoteadas empiezan las preguntas y las bromas.

- Bueno, ahora bienes con nosotros Jorge.

- No, no puedo – se defiende Jorge – vengo de una visita y estoy muy cansado.

- ¡No, déjate de historias! Tú te quedas con nosotros.

- Además, ando sin plata.

- ¿No te preocupes por eso, o acaso no somos amigos? – protestó uno de ellos, mirándolo
con ojos vidriosos y adormecidos.

- Bueno, ¿y dónde vamos a ir ahora? – preguntó otro, que parecía ser el que estaba en
mejores condiciones del grupo. Las voces se confundían y apagaban unas a otras.

- Vamos a ir a bailotear. ¿Quién conoce algo bueno? Vamos a una boîte.

- Déjate de boîtes. Yo tengo el dato de una casa muy buena.

- Cállate, tú no sabes nada. Yo no estoy para ir a lesear.

- ¡Y te pusiste serio! – exclamó alguien.

Finalmente primó la voluntad decidida de Fernández, el de mayor antigüedad del grupo – quien
decidió:

- Bueno, tomemos este taxi. En el camino nos ponemos de acuerdo. ¡Eh! ¡Taxi, Taxi!

Se detuvo un auto. Mientras algunos se subían al vehículo otros se quedan abajo discutiendo.
Jorge, desecho de cansancio, se dejó llevar por la voluntad de sus compañeros y se tiró en un
rincón del coche. El bullicio y la compañía de sus colegas, que rehuía hace un momento, ahora le
producía una sensación agradable y algo como un ligero aturdimiento que embotaba su
sensibilidad adolorida.

Un rato más tarde, se detenía el auto en una calle mal empedrada ante una casa de fachada que
no llamaba la atención, con un gran portón y ventanas protegidas por barrotes. A los golpes se
entreabrió una de ellas y se asomó un rostro inquisitivo.

- ¿Quiénes son? Preguntó una voz de mujer.

Del grupo, Arturo Fernández se dirige a la ventana:

_ Dile a la Berta que es el negro Fernández y que nos abra.

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- ¿Cuántos vienen? – volvió a preguntar la misma mujer.

- Somos pocos. La Berta me conoce.

Se cerró la ventana y al poco rato se abrió la puerta de la casa. Al entrar, se encontraron en una
sala grande profundamente iluminada donde los muebles se adosaban a la pared. La única nota
de lujo era una radio electrola que se destacaba al fondo del salón, para dejar espacio al centro
para bailar. En el momento que entraban apareció una mujer que frisaba unos cincuenta años,
de apariencia amable y simpática, la cual saludó a Fernández, como una vieja amiga. A la noticia
de que habían llegado clientes, aparecieron por diversos lados muchachas que silenciosas y sin
alardes se sentaban en torno de la sala conversando entre ellas o fumando solitarias.

- ¿Qué se van a servir, muchachos? Preguntó la Berta, como quien da la señal de partida.

- Tráenos una ponchera – contestó Fernández que hacía las veces de jefe del grupo.

- ¿En qué la van a querer? ¿En Whisky o en Champagne?

- Tráenos lo que sea más barato – replicó Fernández, que no andaba con rodeos.

La radio empezó a funcionar. Los amigos sacaron a bailar a las muchachas. Solo Jorge y Estay, el
más joven del grupo, se quedaron sentados. Jorge miraba con aire indiferente todo aquello que
ya conocía. Le parecía contemplar desde un lugar muy distante esa sala fría adornada únicamente
con unas pobres litografías que colgaban en sus muros, gente que bailaba y esas muchachas en
un rincón de la sala hablaban entre ellas. Tomó un vaso y se fue a beber el extraño ponche
sentado en un sofá. Una muchacha se instaló pronto a su lado sonriéndole amigable. Trató de
conversarle:

- ¿Tienes un cigarrillo, rubio?

- No, pero puedes pedir por mi cuenta. Llama a la empleada.

Jorge la contempló fríamente. Debería tener unos veintidós años y era de cara graciosa y bien
conformada. Su aspecto era tan correcto como cualquiera hija de familia, tal vez más púdica de
lo que ella podía imaginarse. Hubiera sido quizás una agradable compañía si no fuera por su afán
de hacer lucro y ganarse el porcentaje que les paga la casa. ¿De qué sirve el placer físico si no
está acompañado de su amor o siquiera de una sincera amistad? Jorge nunca había podido
encontrar placer en un amor mercenario y no comprendía que sus amigos se divirtieran en una
fiesta donde está ausente toda sentimentalidad. En su mirada no había desprecio ni rencor para
aquellos que buscaban la ficción del amor o para las que hacen del amor su oficio. Quizás esas
mujeres eran más puras e inocentes que la otra. Volvió nuevamente a su memoria la imagen de
su prima abrazada con otro hombre, como si esa imagen maldita estuviera grabada en su retina.
Fue tal la angustia que invadió su pecho que sintió una extraña asfixia.

Se levantó lleno de un verdadero frenesí e invitó a bailar a su compañera, bailó una pieza tras
otra, sin tregua, apagando su sed con el ponche que circulaba por entre las parejas, y una falsa

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alegría se apoderó de su ser. La radio tocaba sin cesar, las zambas sucedían a las rumbas y luego
las congas enardecían el ambiente. Jorge parecía presa de una verdadera locura, bailaba
haciendo diabólicas figuras que hacían reír a sus compañeros y luego inventaba bromas, entre
las cuales hizo una parodia de un turco utilizando una pantalla de las lámparas del salón, y para
rematar se puso a improvisar un baile ruso ante la alegre expectación de todos. Exhausto y
bañado de transpiración, se fue a tirar en un sofá.

- No te sabía la gracia, Jorge - dijo Peñita, el afeminado de la casa.

- Te sacaste un siete – le comentó paternalmente Fernández, al momento de pasar


bailando a su lado.

- No quieres que te acompañe adentro a descansar, mi hijito – sugirió Peñita.

- Gracias, pero estoy bien aquí – contestó Jorge – con los ojos entrecerrados tratando de
contener su corazón que latía con furia en su agotamiento.

- ¿No quieres quedarte conmigo? – le dijo la muchacha con la que había bailado.

Jorge la contempló fijamente, una trigueña un poco recargada de maquillaje y afeites.

- ¿Cuánto quieres? - le preguntó con una lengua un poco traposa por el alcohol, mientras
pasaba la mirada por su cuerpo.

- Dame doscientos pesos.

Jorge calló un momento y luego repuso con una mueca que quería ser una sonrisa:

- Mira, hagamos un negocio. ¿Qué te parece? Te doy la mitad, cien pesos, y me voy mejor
porque tengo mucho sueño. Tú no te enojas, ¿verdad?

- ¿No hijito, por qué? – contestó ella – acostumbrada a toda clase de caprichos.

Jorge metió mano en su bolsillo, extrajo torpemente su billetera, y sacó un billete que
puso en las manos de la muchacha. En seguida, se levantó y fue donde Fernández, a quien llamó
a un lado.

- Mira Arturo, ya es hora de que me vaya. Dime cuánto es mi parte de los gastos para
dejarte plata.

- ¿Cómo se te ocurre? O nos vamos todos o no se va nadie. ¿Y qué te pasó que quieres irte
tan temprano?

- No le digas nada a los demás, pero deja que me vaya porque estoy muy cansado. Si los
demás quieren quedarse para qué voy a molestarlos.

- No te vengas con esas cosas...

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Ya varios de los compañeros se habían percatado de la conversación y poco a poco fueron
reuniéndose en torno a ellos. Se suscitó una discusión entre los que querían seguir la fiesta y
otros que querían salir en busca de otras aventuras. Por último, un grupo salió a la calle, en medio
de protestas del resto. Jorge, después de dejar su cuota en manos de Fernández, consiguió
escabullirse junto con Estay. Había bebido bastante y sentía un fuerte dolor que atenazaba sus
sienes. Se hicieron conducir por un taxi y medio adormecido, sintió que llegaba a su casa, y que
Estay le ayudaba a bajarse, conduciéndolo hasta la puerta de la calle. Entró a trastabillones,
contestó con una especie de gruñido a su tía que le hablaba desde su cuarto, y a medio desvestir,
se tiró sobre su cama quedándose al instante, profundamente dormido.

El té en familia

Los domingos a la hora del té, solían efectuarse reuniones familiares en casa de don Alfredo
Bernales. Su mujer era quien las organizaba; asistían a ellas sus parientes y en raras ocasiones,
algunos amigos cercanos de mucha confianza. Estas tertulias servían para pasar revista a los
parientes y relaciones, los que nunca salían bien parados. Las sesiones terminaban generalmente
en discusiones de política, para lamentar los avances del socialismo y criticar al gobierno. Otras
veces se ponían a jugar bridge.

Aquella tarde, el blanco de los comentarios fue doña Carmen Bernales – la hermana de don
Alfredo – que ya más de una vez había servido de tema de esas charlas familiares.

- Para qué les digo cual fue mi sorpresa y desagrado – expresó Alfredo – cuando al recibir
el boletín comercial, me encontré su nombre. Dos letras de cambio, una de ellas de diez mil
pesos, protestada por su propio yerno y la otra por quinientos pesos. ¡Por quinientos pesos!
Alfredo recalcaba la cifra, agitando los dedos huesudos de su mano!

- ¡Que no vengan a decir que no tuvo quinientos pesos para pagar esa letra! – agregó
Adriana, recalcando la idea de su esposo. De otra manera no se explica qué hace con la plata.

- Lo peor es que con esto nos perjudica a todos nosotros y afecta nuestro crédito comercial
– continuó Alfredo – Así pienso decírselo a ella misma, en forma muy energética. No es posible
permitir que siga haciendo locuras y que su nombre aparezca publicado nuevamente.

- No te preocupes tanto, Alfredo – comentó su cuñado Hernán Garín – Hoy día en el boletín
figura la mejor sociedad, únicamente gente bien o gente que se puede dar el lujo de firmar letras
y dejar que se las protesten – terminando con una risita burlona que rubricó la frase e hizo
temblar su papada y su vientre prominente.

Esta broma no tuvo eco entre el consternado círculo de parientes.

- El que debe sentirse peor es el marido de su hija mayor. Por darle letras de favor ahora
está clavado en diez mil pesos -prorrumpió con voz seca Daniel Echeverría.

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- Que él se las arregle por estúpido – comentó Adriana – mientras tomaba pequeños sorbos
de su taza de té – lo que es mi marido y yo, sabemos que con Carmen no hay nada que hacer y
que tratar de ayudarla es hundirse uno mismo. Es de esos casos en que no queda otra cosa que
esperar con resignación la catástrofe inevitable.

Alfredo Bernales sentía que todas sus vísceras se contraían cuando oía hablar a su mujer y
pensaba que había estado cerca de darle una fianza a su hermana. Cuantos virulentos reproches
se habría condenado a recibir si lo hubiera hecho. Aunque los reproches de su mujer sobre una
persona de su familia herían su orgullo, se sentía demasiado sólo y débil para intentar una
defensa de ella.

- Si queda en la calle no lo siento por ella; hartos consejos le di siempre y hasta le ofrecí
administrarle los bienes que le dejó su marido – comento Alfredo. Lo lamento únicamente por
su hija Eliana, es una chiquilla que empieza su vida.

- ¡Oh! – exclamó su mujer – yo me guardo muy bien de compadecerla. Una muchacha de


valer, en su situación, estaría trabajando. Eso demuestra que las dos están mal de la cabeza. Su
madre figurando en el boletín y ella como una gran dama.

- Y no parece que lleva muy buen camino – insinuó con su voz aguda y llena de inflexiones
la esposa de Daniel Echeverría.

- Por la chica no hay que afligirse – afirmo Hernán – con su voz gruesa y optimista, mientras
comía un pedazo de pastel con gestos de niño glotón – una muchacha bonita tiene siempre el
porvenir asegurado.

- Bonito provenir – contestó Adriana con acritud – terminar de entretenida o de bailarina


en una boîte.

- Para qué se ponen tan pesimistas – comentó Hernán – abriendo sus ojos redondos – Le
protestan una letra a la madre y la niña tiene que terminar de bailarina.

- Es que no sabes nada – interfirió la esposa de Daniel con su voz aguda – pero muchos la
han visto en auto para arriba y para abajo.

- Hoy en día eso no quiere decir nada y en todo caso, si ha de salir con muchachos, es
preferible que lo haga con los que tienen auto, y no con los que andan de a pie – comentó Alfredo.

- No me hace gracia tus alardes humorísticos y no me explico tu afán de defenderla –


expresó su esposa irritada.

- ¡Es mi sobrina, a pesar de todo! Lo que no tiene explicación es el deseo de Uds. de ver a
esas dos mujeres hundirse más de lo que ya están – respondió Hernán - Deberían alegrarse, al
menos, de que Eliana escape de la hecatombe y pueda pescar algún buen partido.

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Un silencio acogió las palabras de Hernán. Alfredo hubiera querido reforzar los conceptos
emitidos por su cuñado, pero antes de que hubiese encontrado las palabras apropiadas, la esposa
de Daniel expresó su pesimismo:

- ¡Un buen partido! ¡Ya le quisiera ver! Los jóvenes de hoy no son tan tontos para hacer
matrimonio por amor. Ya me imagino como van a arrancar cuando vean la situación económica
de esa familia.

Hernán miró con una sonrisa socarrona a su cuñada y pensó preguntarle si se alegraba de haber
encontrado un hombre bastante estúpido, de haberse casado con ella sin un peso. No se atrevió,
sin embargo, a formular la pregunta y se contentó con tener un sándwich de queso que devorar
con apetito.

- ¿Y qué se hicieron los bienes que le dejó el marido? – insistió Daniel – porque yo sé que
a su muerte le dejó al menos un fundo muy valioso en El Monte...

- Los bienes fueron mal administrados – explicó Alfredo – Vendió el fundo porque no podía
administrarlo e hizo inversiones desastrosas. Y ahora tiene todo hipotecado – agregó la esposa
de este – los acreedores le van a sacar pronto a remate sus bienes.

- Parece que hay mucha gente que anda mal de dinero y el boletín con tantas protestas ya
parece una guía de teléfonos – comentó Hernán deseoso de cambiar una conversación que se
hacía fastidiosa.

- Restricciones del crédito – dijo sentenciosamente Alfredo – y sobre todo resultados de la


incertidumbre política.

Insensiblemente la conversación se orientó a los asuntos de gobierno. Se levantó la reunión del


comedor y pasaron al living donde los hombres se agruparon en un rincón a discutir entre ellos,
mientras las mujeres se fueron al dormitorio de Adriana. Desde allí se oían las voces que trataban
de arrebatar la palabra para comentar algún suceso social o tal vez algún problema de la
servidumbre.

El comienzo del fin

La vida de Eliana se deslizaba exteriormente sin grandes alteraciones. Ella compartía su tiempo
entre los trabajos en la casa y sus viajes al Conservatorio. En el fondo de ella se agitaba, sin
embargo, un mar de inquietudes, a las oleadas de preocupaciones sucedían las del desengaño.
El Conservatorio, a pesar de sus trabajos y rutinas, era una fuente de ricas emociones; había
rivalidades y cuchicheos por algunas de las muchachas que seguían los estudios superiores. A
Eliana le desagradaban todas esas pequeñas intrigas, pero, sin darse cuenta, cuando se veía
cortejada por alguno de sus preferidos, no le disgustaba ser causante y víctima de rivalidades,
celos y envidias de las demás muchachas. Entre los pretendientes se destacaba un estudiante
que seguía los cursos de violín. Era un tipo alto de pelo revuelto con mechones rubios que a veces
caían sobre sus ojos claros cuando se detenían pensativos sobre ella. Muchas de las compañeras

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se desvivían por una de esas miradas contemplativas dirigidas a Eliana. Ella, en cambio, no parecía
apreciar este privilegio y permanecía indiferente ante esas insinuaciones. Todos estos conflictos
sentimentales no trascendían de un plano ingenuo y casi infantil y pasaban sin dejar huellas en
su alma confundida en las preocupaciones y la rutina de sus estudios. Eliana, sin dejar de ser una
muchacha moderna, tenía un concepto demasiado romántico del amor y de su condición de
mujer; le desagradaba la procacidad y el materialismo en el hombre, aunque este fuera un
muchacho adinerado y apuesto como Paco Ruiz.

El único acontecimiento importante en esa época de su vida fue su amistad con Paco y su
determinación de no salir más con él. Esto constituyó su primera crisis moral, de la cual resultó
triunfante y más fortalecida. Su resolución se cristalizó un día en que Teruca la llamó para invitarla
a salir con amigos como en tantas otras ocasiones:

- Fíjate linda que los chiquillos tienen organizado un paseo a Laguna Verde. ¡Nos vamos a
pasar el día con cocaví y todo!

- Bien – contestó Eliana desganada – dile que les vaya bien, que se diviertan mucho.

- ¡Pero si tú vienes con nosotros!

- ¡No pienses!

- ¿Qué es lo que te pasa, Eliana? ¿Qué te peleaste con Paco?

- No, estamos tan amigos como antes. Lo que hay es que no me gusta el tal Paco Ruiz.

- Sabes que es divertido – prorrumpió Teruca disgustada – ¿Qué es lo que le encuentras


ahora?

- Encuentro que sigue siendo el mismo de siempre, un “mocoso” y fresco.

- En un principio no te parecía tan antipático – comentó con ironía Teruca – que veía
trastornarse sus planes con esta resolución de su amiga.

- Nunca me gustó mucho: salía con él para acompañarte, pero, últimamente, una vez que
fuimos al cine, se puso tan sin vergüenza que le dejé plantado, y me vine a casa sola.

- No tomes las cosas tan a lo trágico linda, pareces chiquilla de colegio. Yo haré que se
excuse y aprenderá a portarse más gente.

- No lo espero, ni lo deseo. El otro día volvió a buscarme y como le dije que no me gustaba
su proceder, en vez de disculparse, me trato de mojigata. Le dije que no era mojigata, sino que
me cargaban las familiaridades con frescolines y le di con la puerta en las narices.

- ¡Que graciosa! Pero no te preocupes, linda, eso te lo arreglo yo y te aseguro que después
va a andar sosegadito.

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- Es inútil que me digas nada. Lo tengo bien pensado y he resuelto que no quiero ver más
a ese tipo.

- Tú siempre tan arrebatada Eliana y cuando te pones porfiada no hay forma de que
cambies de parecer.

- Puede ser. En todo caso no vale la pena que nos hagamos mala sangre por tan poco, ¿no
es cierto? Hablemos mejor de otra cosa.

Así quedó sellado un asunto sobre el cual insistió varias veces Teruca, estrellándose con la
tenacidad de Eliana.

No obstante, durante algún tiempo, en esa zona secreta donde no penetra la conciencia, bullía
el deseo de volver a ver a Paco Ruiz, de escuchar su verba insustancial, de salir con él dejándose
llevar en su coche, sumida en sus cojines, de provocar sus deseos y entablar esas luchas de las
cuales, hasta entonces, había salido victoriosa. Al llegar la tarde, la invadía un profundo
aburrimiento y daba vueltas inquietas cerca del teléfono. A pesar de que trataba de distraerse
leyendo, su atención no se concentraba, con la inmovilidad aumentaba su desasosiego. Sin darse
cuenta su genio se agriaba y eran más frecuentes sus disgustos con su madre y con Rosario. En
ciertos momentos, sin confesarse ni buscar una razón, Eliana sentía que era una muchacha
profundamente desgraciada.

La misma casa parecía haberse ensombrecido. Tenía pocas ocasiones de hablar con su madre.
Ella pasaba todo el día fuera y cuando llegaba estaba cansada y abatida con todos los trajines
entre bancos y oficinas. Para mayor desgracia, la salud de doña Carmen había empeorado mucho
y se repetían con más frecuencia sus crisis hepáticas. El dinero escaseaba cada día más, y había
tenido que pasar varios días con el teléfono cortado por no haber pagado oportunamente. Todo
parecía complicarse sin vislumbrar un desenlace para tantos problemas.

Eliana, ignorante de los negocios de su madre, no se atrevía a interrogarla por temor de herir su
orgullo. Es cierto que ya en otras oportunidades había presenciado situaciones semejantes,
aunque todo al último minuto se había solucionado. Durante la crisis de 1936, habían pasado
quince días alumbrándose con velas, por no haber tenido dinero para cancelar la cuenta de la
luz. Ella confiaba, a pesar de todo, en el porvenir.

Esta vez, sin embargo, las cosas tomaron otro cariz. Los acontecimientos se precipitaron y
culminaron un día en que Eliana y su madre terminaban de almorzar en casa. Dos señores
llegaron de visita y cuando doña Carmen fue a recibirlos, esperanzada que fueran interesados en
adquirir la propiedad, uno de ellos se dio a conocer como receptor judicial de mayor cuantía con
la misión de requerir el pago de varias deudas. Al señalar doña Carmen que no estaba en situación
de cancelar, le manifestaron que debía proceder al embargo de los bienes muebles de su
propiedad.

Eliana pudo ver enseguida, con sorpresa, a su madre, demudada, pasearse por las diferentes
habitaciones y dependencias de la casa, en compañía de esos dos desconocidos que anotaban

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impasibles un inventario del mobiliario y los diversos objetos, haciendo apreciaciones sobre el
valor de cada cosa. Esta irrupción en la intimidad de su casa la dejó consternada, aunque no
captaba exactamente el significado legal de los hechos, entreveía en ellos algo siniestro. Era la
invasión de la calle que penetraba en lo que era suyo, era la ruptura de la estabilidad de su vida
que se había mantenido, hasta ese día, a pesar de los apremios y dificultades. Era, en fin, la
claudicación del orgullo familiar ante la realidad y las exigencias del mundo. Aquello constituía
un terrible golpe que venía a sacar a Eliana de ese mundo vaporoso de ilusiones y conflictos
sentimentales en que vagaba su espíritu, y era como una roca lanzada en el lago de su alma que
espantaba esa vida oculta que bullía bajo sus aguas tranquilas.

La faena del receptor era larga y tediosa. Todo pasaba ante el silencio y la consternación de las
dueñas de casa paralizadas por la sorpresa. Solo Rosario dio gestos de rebeldía cuando se
introdujeron en la cocina y los hizo salir a fuerza de ponerles por delante sus voluminosas caderas
y de trapear las baldosas descaradamente frente a sus pies. Cuando el funcionario y su ayudante
terminaron su tarea, se retiraron con la misma tranquila y exasperante amabilidad oficiosa con
que habían procedido.

Al cerrarse la puerta de calle tras ellos, la casa quedó sumida en un doloroso vacío. Todo estaba
aparentemente igual y profundamente tranquilo, pero la paz interior de las cosas estaba rota.
Alguien había perturbado todas las consonancias interiores y dejado a su paso, flotando entre los
muros de la casa, una vibración de oprobio y de miedo. Al sentimiento de estupor que las había
enmudecido, sucedía un sentimiento de humillación y desaliento.

Eliana no tuvo valor de interrogar a su madre que se había ido a refugiar en su pieza; se quedó
sola, sentada en el living, tratando de coordinar sus pensamientos. Un sentimiento de cólera
surgía en ella. Aquello era demasiado. Como era posible, en un mundo civilizado, que alguien
pudiese introducirse en su casa, profanar su hogar. Todo lo que había allí era suyo y por mucho
que ellas debieran, no era justo despojarles de cosas que forman parte de su vida y casi de su
persona. Era una afrenta demasiado grave que el mundo hacía a su dignidad y a su orgullo. Ella
no podía permitir que las cosas siguieran por ese camino. Dominada por la indignación, se levantó
para ir a interpelar a su madre, pero cuando llegó a la puerta sintió unos sollozos y no se atrevió
a cruzar el umbral. ¿Qué cabía decir en esas circunstancias? ¿Había alguna palabra de consuelo
que pronunciar? ¿Acaso no era preferible sobrellevar cada una su propia vergüenza? Entró en su
cuarto, y tomó inconscientemente su tejido y se fue a sentar al borde de su cama, donde
permaneció inmóvil y pensativa.

Consejos

En el corazón de Jorge había descendido la paz. No era ya la alegría triunfante que experimentaba
antes con el espectáculo de la vida, si no una melancólica resignación frente a las pobres
expectativas que ahora le ofrecía el mundo. Algo se había perdido para siempre y era esa
suprema ilusión de encontrar la felicidad absoluta junto a una mujer que no solo le hubiera
amado, sino que además hubiera sido capaz de comprenderlo. La imagen imborrable de aquella
tarde, de Eliana en brazos de otro hombre, tenía el efecto de un maleficio. Ante el prisma de ese
recuerdo, había cambiado su apreciación de todos los valores y hasta su concepto de la vida

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misma. Ya no quería esperar nada del amor de la mujer. Había que buscar otro cauce a sus
sentimientos y algún objetivo diferente para ocupar su existencia.

Mucho le ayudaron en esta transformación de su alma, las conversaciones y consejos que le dio
su nuevo amigo Leblanc. Jorge había continuado viendo al viejito y se entretenía en charlar con
él sobre los más variados tópicos. Desde el día que el Sr. Leblanc le vio cabizbajo y triste, el
anciano no tuvo que cavilar mucho para adivinar las penas que ensombrecían a su joven amigo.

Una tarde conversaban en la plazoleta del cerro Santa Lucia.

- Me siento mucho más envejecido que Ud., don Fernando – le dijo Jorge entrando en el
terreno de las confidencias – Ud. es todavía como un niño que abre sus ojos curiosos al mundo,
deseoso de investigarlo y explicarlo todo. Yo, en cambio, desde el primer contacto con la verdad
he quedado asqueado para siempre, y ya no siento ningún interés por esta farsa grotesca de la
vida.

- Es muy propio de la juventud creer en ciertos momentos que todo ya ha terminado y


pensar que la vida no tiene objeto. Es una forma del romanticismo.

- En mi caso no se trata de romanticismo – dijo Jorge ásperamente – es simplemente


escepticismo. El escepticismo al que se llega cuando se alcanza a conocer la esencia de todas las
cosas.

- El escepticismo, querido amigo, no es el resultado del conocimiento de la verdad, es una


etapa en el camino laborioso para llegar a este conocimiento.

- No sé si me equivoque – replicó Jorge – pero creo tener ahora un concepto exacto de la


vida y los hombres. No hay más verdad que la fuerza. Ella da el poder, hace las reglas del derecho.
Los fuertes ejecutan y poseen; los débiles anhelan y claman. Yo solo aspiro a ser fuerte y
satisfacer mis caprichos – Los labios de Jorge se apretaron en un rictus de amargura y sus ojos se
clavaron con fijeza en la ciudad que se extendía a sus pies envuelta en una débil bruma.

- Hay dos formas de reaccionar ante las decepciones que de manera inevitable debemos
sufrir en el curso de la vida – Las palabras de Leblanc se desgranaban lenta y suavemente como
si temieran herir la susceptibilidad de su amigo – Solo olvidando y perdonando alcanzaremos por
fin la serenidad como un bien supremo de la existencia.

- Parece don Fernando que Ud. me estuviera predicando. ¿Es Ud. creyente?

- Hay tantas maneras de creer, que a buenas y primeras, ¡no sé qué contestarle! En todo
caso, yo busco la fe con el mismo empecinamiento que otros buscan la negación de toda fe. Lo
malo es que hoy en día se ha visto que los fenómenos del universo son demasiado complejos
para cambiar dentro de una probeta de laboratorio. La ciencia ha hecho un hermoso trabajo. Ha
llegado muy lejos en el camino de la investigación y de los descubrimientos, pero no es posible
quedarse allí. No todo es susceptible de nuestras mezquinas experiencias científicas. El espíritu

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del hombre es demasiado inquieto. Hay que salvar las distancias y llenar los vacíos que quedan
hasta el infinito con nuestra intuición y nuestra fe.

- ¿Qué quiere Ud., don Fernando, decir con eso?

- Lo que la ciencia no ha logrado, tenemos que imaginarlo, suponerlo o creerlo. Es así como
la ciencia ha empezado su camino.

- Ud. va a terminar fundando una nueva secta – dijo Jorge con una sonrisa burlona.

Fernando Leblanc no pareció ofenderse con la broma de su amigo y siguió con igual ardor.

- Me contentaría con despertar un poco el espiritualismo. Es una lástima que la ciencia se


use como un arma para destruir las creencias religiosas, tan lamentable como el uso de la religión
para fines de lucro o políticos.

- Ud. que habla de tanta abnegación y espiritualidad, ¿cómo llegó a una vida tan retraída y
egoísta? ¿Acaso no le remuerde su conciencia de no darle alguna finalidad?

- Quizás el objeto de mi vida sea darle buenos consejos a algún joven amigo.

Jorge sonrió y agregó un momento después:

- Dígame, don Fernando, ¿qué acontecimiento de su vida ha influido en Ud. para


convertirlo en un solitario?

La barba de Leblanc cayó flácida y sus ojos se velaron de tristeza.

- Yo no soy un solitario. Me gusta la compañía de los hombres y casi podría decir que los
amo. Un día le contaré a Ud. la historia de mi vida y la razón de por qué vivo tan desamparado.
Es una historia demasiado larga y triste para hoy – añadió mientras se levantaba del asiento –
más triste que las decepciones que puede haber sufrido su joven corazón.

Las sombras de la noche empezaban a sumergir los jardines del cerro y las luces de los faroles se
habían encendido. Por una de las avenidas podía verse alejar a la distancia a un joven
acompañado de un anciano que marchaba apoyado en un bastón.

El primer empleo

Aquel día, Eliana abrió el diario no para ver la página de la vida social, o los programas de los
teatros, sino para recorrer los avisos de empleos. En esta oportunidad, no se trataba de buscar
una nueva empleada doméstica. Era Eliana quien buscaba un empleo.

En las líneas escuetas de los avisos, trataba de entrever alguno que pudiera constituir una
ocupación conveniente. Poco a poco, se iba dando cuenta que no estaba capacitada para ningún
empleo y que su educación era de carácter meramente cultural y sin ninguna finalidad práctica

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inmediata. Ignoraba la dactilografía, la taquigrafía y la contabilidad. Es cierto que tenía una buena
y hermosa letra de trazos alargados y armoniosos, pero, abundaban en sus cartas las faltas de
ortografía como se lo había reparado muchas veces su madre.

Anotó algunas direcciones de los avisos y se arregló para ir al centro. Cuando llegó al primer lugar
de su lista, había varias interesadas en el trabajo avisado esperando en una antesala. Algunas de
ellas eran de aspecto modesto, de rostros macilentos y miradas opacas, otras pintadas en exceso
y con actitudes desenfadadas. Eliana se juzgó a sí misma como la única que podía lucir cierta
distinción. Cuando le tocó su turno, fue recibida por un señor alto, fornido, bien rasurado, que le
ofreció asiento con amabilidad y empezó a interrogarla sin dilación sobre sus antecedentes
personales y conocimientos sobre trabajos de oficina. Eliana contestaba evasivamente, tratando
de atenuar su ignorancia y su inexperiencia. Después de tomar algunas notas, su examinador se
levantó y, mientras le extendía una mano grande y fornida, le dijo que se le comunicaría si sus
servicios eran necesarios. Antes de salir, Eliana ya tenía la impresión de que no obtendría ese
empleo.

El segundo establecimiento que visitó en busca de trabajo fue una casa fotográfica denominada
“Estudio Dorian” ubicada en el segundo piso de un edificio de departamentos. Eliana subió los
escalones sin aguardar el ascensor. Antes de llegar, se cruzó con una muchachita pálida y tímida
que descendía la escalera. La recibió un hombre de unos cuarenta y cinco años. Su cuerpo grande
y grueso estaba dominado por una cabeza alargada cuyo peinado trataba de disimular una
avanzada calvicie y en cuyo rostro se destacaba una grotesca nariz enrojecida.

- Buenas tardes, señorita, adelante, pase Ud., tome asiento. ¿En qué puedo servirla?

Eliana se sentía confundida de tantas gentilezas. Tal vez ese señor la creía una cliente. Por fin se
atrevió a hablar.

- Vengo por el aviso en el diario – dijo con una voz entrecortada.

La noticia no pareció desconcertar mayormente a su interlocutor.

- ¡Ah! Por el aviso. Muy bien. Excelente, necesitamos a alguien como Ud., una persona
distinguida, de buena presencia, atrayente ...

Eliana recogió sus piernas, confundida. El continuó monologando.

- ¡Actualmente, estoy solo aquí haciendo todo hasta atender los llamados! Es muy molesto
para mí, pero ¿qué le vamos a hacer? Hay que tener paciencia. La joven que trabajaba aquí se ha
enfermado y hace una semana que falta al trabajo. Parece que tendrá que tomarse un largo
descanso, según dijeron los médicos que la trataron. Pero, Ud. puede quedarse de firme, si le
gusta este trabajo.

Mientras se dejaba llevar por su locuacidad, se había sentado junto a una mesita que había en la
sala.

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- Aquí hacemos un trabajo delicado de arte, no el vulgar trabajo de oficina. Ud.
desempeñará un puesto de importancia; tendrá que recibir a la clientela, atenderla, mostrarle
los trabajos que ejecutamos y darle los precios.

Uniendo la acción a la palabra, abrió uno de los cajones de la mesa y sacó varias fotografías.

- Ve Ud., dijo, y se levantó pesadamente para ir a mostrárselas a Eliana – estas grandes se


hacen tres por doscientos pesos, o bien por el mismo precio se pueden hacer una grande y seis
chicas, como estas, tipo postal. Claro está que en la misma pose. Si quieren seis poses diferentes
ya es otro precio. En fin, poco a poco Ud. se irá poniendo al corriente.

Calló un breve instante y volvió a su asiento y como recapacitando, preguntó a Eliana con una
sonrisa:

- ¿Y cuál es su gracia señorita?

- Eliana Ugalde Bernales, señor.

- Eliana Ugalde Bernales - repitió él y luego como rebuscando en su memoria – dijo:


Bernales Bañados, ¿tal vez?

- No señor, soy Ugalde Bernales.

- Yo conocí mucho a una familia Bernales Bañados - continuó él como si no la hubiese oído
- Eran tres chiquillas muy simpáticas y tan buenas mozas como Ud. Venían siempre a fotografiarse
aquí – y añadió con una sonrisa socarrona – Tenían muy buen cuerpo y les gustaba lucirlo. ¿Quizás
Ud. las haya conocido?

- No, no he tenido el gusto de conocerlas – contestó Eliana secamente.

- Ud., junto con desempeñar su puesto, puede también aprender a iluminar fotografías. Yo
mismo me encargaré de mostrarle. Venga Ud. para acá.

Junto con Eliana, pasó a una sala vecina en medio de la cual se destacaba una enorme máquina
fotográfica, biombos blancos, focos eléctricos, divanes con cojines; estantes y un gran espejo
completaban el decorado. Detrás de uno de los biombos y en un rincón, había una mesa de
dibujo, cubierta de retratos y cajas de acuarela. Allí se sentó el señor, y después de encender una
lampara, tomó uno de los pinceles y empezó a colorear uno de los retratos.

- ¡Ve Ud.! Es muy fácil con un poco de práctica. Eso sí que hay que tener gusto, saber elegir
y graduar los colores. De otra manera sale un mamarracho.

Siguió un momento concentrado en su trabajo y luego, como si recordara la presencia de Eliana


a su lado, dejó el pincel y se volvió a mirarla.

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- Bueno, señorita, creo que Ud. es la persona que necesito. El sueldo no es mucho, para
empezar dos mil pesos, pero en cambio, Ud. tendrá un trabajo agradable y será tratada con
delicadeza por un hombre culto que sabe alternar con personas distinguidas.

- ¿Gracias, señor – murmuró Eliana algo perpleja – no necesita Ud. alguna recomendación
o referencia?

- ¡Está demás, señorita! La gente se la conoce en su aspecto, en la cara. Yo puedo mirar


una persona y decirle a Ud. en que trabaja y como vive. Los certificados no sirven para nada. ¡Una
persona puede ser muy correcta y zas! Un día hace un disparate.

- ¿Y desde cuando puedo venir a trabajar?

- ¡Desde mañana mismo! Mañana Ud. abre mi estudio a las nueve. No importa que Ud. se
atrase un poquito porque la gente no viene nunca muy temprano. Yo llego más tarde, alrededor
de las diez. Le voy a dar una llave de la puerta de entrada. Ud. tendrá un escritorio en la antesala.
Poco a poco se irá poniendo al corriente.

Fue hasta una mesa escritorio y sacó una llave de uno de los cajones que alargó a Eliana.

- Tome. Esta es la llave de la entrada, - y agregó como reaccionando y dominado por un


súbito recelo – olvidaba preguntar donde vivía, señorita Eliana.

- Vivo en Dublé Almeyda 3050

- Tiene Ud. teléfono?

- Si, el número es 6925.

Mientras anotaba sobre una hoja de papel, displicentemente, continuó discursando:

- Muy bien. Va a sufrir un poco debido a la movilización, por la distancia, pero, cuando uno
es joven y ágil, uno se desenvuelve. Bueno señorita Eliana, espero tener el gusto de verla mañana
por aquí. Estamos conforme, ¿verdad? Será hasta mañana, entonces. Bueno, a todo esto, se me
olvida de darle mi nombre. Me llamo Emilio Vallet.

- Hasta mañana, señor Vallet.

Al día siguiente, temprano, Eliana abría la puerta de la oficina del estudio Dorian y entraba en
posesión de su nuevo empleo. Estaba dominada por una mezcla de zozobra y de infantil alegría.
Sentía que iniciaba una nueva vida, que daba sus primeros pasos para alcanzar su independencia
y cierta seguridad, pero, a la vez, veía su camino preñado de dificultades y asechanzas.

La mañana transcurrió sin novedad. Eliana ocupó su tiempo en arreglar los papeles y retratos que
se amontonaban sobre las mesas y en ordenar los muebles de la sala. A las diez y media llego el
señor Vallet y se informó si había venido algún cliente. Eliana contestó negativamente.

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- ¿Sabe Ud. hacer un depósito en el banco, señorita?

- Sí - contestó Eliana débilmente, temerosa de revelar su ignorancia.

- Muy bien. Entonces, me hace el servicio de depositar estos cheques; ya están endosados.
Ud. no tiene más que llenar la boleta. El banco está aquí a una cuadra, esquina de Agustinas.

Un momento después, Eliana se encontraba dándose vuelta, en medio del ajetreo y del barullo
del hall del banco, mirando las numerosas ventanillas donde se aglomeraba la gente, y sin saber
cómo cumplir su cometido. Sentía su corazón oprimido y cerca de la desesperación. Se apoyó en
uno de los escritorios y trató de ver que hacía la demás gente para ver si podía imitarla. Un joven
que escribía a su lado y la observó inmóvil e inquieta, le ofreció una de las plumas que tenía a su
lado. Esto alentó a Eliana que balbuciente le rogó que le ayudara a salir del paso. Feliz de hacerse
útil, el joven llenó rápidamente uno de los formularios y la condujo hasta una de las cajas. Eliana
empezaba así a descubrir que una muchacha joven y agraciada se le allanan mucho las
dificultades de la vida.

De regreso a la oficina, a medio día, momentos antes que cerraran el estudio, llegó una clienta a
recoger unas fotografías. A Eliana le llamó la atención su tenida provocativa y llamativa y de
dudoso gusto. El señor Vallet le prodigaba toda clase de atenciones, mientras enviaba a Eliana a
buscar las fotos al archivo. Cuando ella logró ubicarlas, no pudo contener un gesto de sorpresa;
nunca se le habría ocurrido pensar que hubiese gente que tuviera la costumbre de fotografiarse
desnuda. Dominada por un sentimiento de pudor, metió presurosamente las fotos en un sobre,
se las llevó al señor Vallet, tratando de eludir su mirada, y se fue a refugiar a su escritorio. Cuando
la clienta se hubo marchado, él vino con aire socarrón a hacer un comentario.

- Ud. se va a extrañar, sin duda, de la originalidad de algunas señoras. Hay gente tan curiosa
y uno, que diablo, ¡tiene que hacer su negocio! Poco a poco, Ud. se acostumbrará a estas
frivolidades.

Eliana acogió fríamente la explicación de señor Vallet. Si el sueldo era escaso, el trabajo de Eliana
era aún más reducido. Las horas pasaban interminablemente, sin tener en que ocuparse, fuera
de recibir dos o tres clientes. En la tarde, el señor Vallet la invitó a hacer un pequeño refrigerio y
sin permitir que ella interviniera en nada, preparó té en un calentador de agua y sacó de un
armario una bandeja con dulces.

Eliana se sentía cohibida y molesta al verse sentada frente a su patrón y servida por él. Por
fortuna, no tenía que hacer esfuerzos en sortear una conversación, pues éste se encargaba de
hablar por los dos.

- Ud. debería aprender baile, tiene el tipo de española y me imagino la linda figura que
haría en un escenario, vestida de maja con un par de castañuelas. No hay que desperdiciar los
dones de la naturaleza y la juventud. Yo puedo ayudarla mucho si tiene afición por el baile. He
actuado en diferentes círculos y conozco mucha gente de teatros, tanto artistas como
empresarios.

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Después del té, el señor Vallet fue nuevamente a uno de sus armarios y trajo un hermoso mantón
Manila.

- ¡Mire Ud.! A propósito de lo que hablamos, ¿qué le parece esta joya? Sabe Ud. que me
gustaría sacarle una fotografía con este mantón. Ud. y el mantón tienen que resultar un conjunto
maravilloso. Venga Ud. para acá y pruébeselo. No, aquí mejor, sobre esta tarima. Éste se coloca
así. Que caiga en bonitos pliegues.

Mientras envolvía a Eliana en la tela fulgurante, sus manos torpes trataban de adivinar las formas
de ese cuerpo juvenil que se escurría esquivándose, en un movimiento innato de repulsión.

Al día siguiente, Eliana reanudó sus peregrinaciones en busca de trabajo. Su madre, que en un
principio, ante la resolución de su hija, había hecho un amago de resistencia, terminó por ceder
y dejarla actuar libremente. A pesar de que doña Carmen seguía luchando frente a sus acreedores
con vigor, parecía haberse apoderado de ella una especie de resignación e indiferencia hacia
todas las cosas que la rodeaban. Esta misma actitud de su madre, despertaba alarma en Eliana y
estimulaba el deseo de encontrar pronto una situación que constituyera una salvaguarda para el
futuro.

Paulatinamente, Eliana iba adquiriendo experiencia de la vida. Todo giraba en torno de dos
incentivos, dinero y lascivia. Las dos habían salido a su encuentro y habían desgarrado el velo
vaporoso de sus ilusiones para mostrarle sus muecas grotescas. Dinero y lascivia, uno brutal y
grotesco, el otro ansioso y repugnante.

La segunda ocupación que encontró fue de secretaria en una oficina de publicidad, Ajax. El señor
López, su propietario y gerente, era un hombre relativamente joven, de unos treinta y cinco años,
alto, moreno y delgado. De temperamento sumamente activo y nervioso, no parecía disponer de
tiempo para galantear a su secretaria. Arrendaba una pequeña oficina en un tercer piso, con una
minúscula antesala donde Eliana desempeñaba sus funciones. Si el local era modesto, los
proyectos de su dueño eran, en cambio, bastante amplios y ambiciosos. Se trataba de organizar
en el Coliseo una velada popular y gratuita en pro de las democracias. Había que conseguir la
cesión de la sala de espectáculos por un día, la participación de los principales artistas del país y
la cooperación, por medio de la suscripción de avisos, de las principales firmas del comercio. La
clientela se reducía, entre tanto, a una interminable procesión de postulantes a agentes para la
contratación de avisos. Desde su asiento, Eliana veía desfilar todas las miserias y fracasos de la
sociedad. Jóvenes de cuerpo enclenque, esmirriado, con rostros destellados sin un asomo de
personalidad, viejos achacosos, que en su juventud inventaron algo que no llegó jamás a usarse;
trajes carcomidos por los años; puños y cuellos deshilachados y de dudosa blancura.

Todos entraban a hablar con el señor López y salían reconfortados con una carta solicitando un
aviso a la casa Mitchel o Weiss y con la esperanza de una suculenta comisión. Eliana los veía partir
con tristeza, como el oficial que ve salir a sus soldados en una misión o un ataque sin esperanzas.

El trabajo de Eliana era bastante liviano y se limitaba a recibir al público, atender el teléfono y
escribir interminables cartas para el éxito de la velada. Pasaba sus horas escribiendo

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afanosamente a máquina y borrando con más ahínco sus innumerables errores. Se podía decir
que trabajaba más con la goma de borrar que con la máquina de escribir.

Hubiera estado relativamente contenta con esta modesta situación si a fin de mes hubiera
percibido su sueldo, pero, el señor López tuvo que rogarle que tuviera un poco de paciencia.
Había que subsanar algunos pequeños inconvenientes antes de sacar adelante esa velada del
Coliseo. El teatro estaba siempre ocupado, era difícil juntar a todos los artistas para el beneficio
y además el comercio no parecía estar compenetrado con sus deberes para con el movimiento
democrático. El señor López convenció a Eliana que debía sacrificarse un poco por tan noble
causa.

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SEGUNDA PARTE
Enrique Breyle

Enrique Breyle recién había terminado de ducharse y anudaba el cordón de su bata. Fue al
botiquín y sacó el estuche de sus útiles de afeitar. Lo abrió y observó que faltaba su hisopo. Revisó
dentro del botiquín, busco sobre las repisas, miró por el suelo sin poder encontrarlo. Mascullando
su enojo, llegó hasta la pieza de su mujer y se detuvo en la puerta entreabierta.

La luz, que se filtraba por las cortinas, iluminaba débilmente la habitación. En la ancha cama
dormía plácidamente su mujer, con las manos extendidas sobre las sábanas bordadas. Ella tenía
el pelo recogido en una fina red y su rostro, pálido bajo el tenue reflejo de la luz matinal, tenía
cierto aspecto infantil, con esa nariz respingada y la boca ligeramente entreabierta.

Enrique contuvo su cólera por temor de despertar a las niñas que dormían junto a ella. La Rosita
estaba en su camita del rincón, con la cabeza sumida en la almohada, dejando ver solamente su
oscura y revuelta melena. Al otro lado y próxima a ella, Clarita, media atravesada en su cuna,
tenía afuera de las frazadas un pie, que colgaba al borde del catre, y su cara regordeta sumida
entre las almohadas, tenía los cachetes colorados. Enrique se acercó con sigilo, acomodó a su
hija en la cuna y la cubrió con las ropas. La chica tuvo un ligero sobresalto, tragó un poco de saliva
y después de dar un suspiro, continuó en su profundo sueño.

Enrique quedó mirando un rato a sus hijas con mezcla de cariño y resentimiento. Desde que
estuvieron enfermas de tos convulsiva, su mujer las había traído a su dormitorio y después no
había querido separarse de ellas. Él se había visto en la necesidad de apartar pieza, para poder
dormir tranquilo y estar en condiciones de atender satisfactoriamente su trabajo.

Procurando no hacer ruido, volvió al cuarto de baño y empezó a afeitarse la cara resignadamente.
La empleada vino a avisarle que tenía servido el desayuno. Por fin, más mal que bien afeitado,
fue a instalarse al comedor. Enrique se sentía solo en esa gran sala y recordaba con nostalgia los
tiempos pasados en que su mujer siempre tomaba desayuno junto a él e iba a dejarlo hasta la
puerta de calle. Ella se preocupaba entonces de servirle galletas o algo dulce para su desayuno,
y no tenía que comer esos panes mal tostados que le traían ahora.

¿Reclamar, para que? Si regañaba a las empleadas, éstas se iban; si le hacía reproches a su mujer,
esta le escuchaba impasible o distraída y no conseguía cambiar nada. Además, bastantes
disgustos tenía en su trabajo con el personal, para buscarse nuevas complicaciones tratando de
reformar su casa.

Miró la hora en su reloj y bebió apurado los últimos sorbos de café. Terminó de vestirse
rápidamente y después de tomar su sombrero y maletín, entró al garaje de la casa a sacar el auto,
un coupé de color gris. La empleada se había adelantado a abrirle la puerta del jardín a la calle,
cuando él salió haciendo retroceder su coche lentamente.

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El automóvil debía tener alguna falla en su carburador, porque en las mañanas, cuando el motor
estaba frío, no funcionaba con regularidad. Mientras manejaba en dirección al centro, Enrique
pensó que sería conveniente llevarlo al mecánico, o se exponía a quedar un día botado en el
camino. Es cierto que en las circunstancias actuales no podía prescindir de su coche ni siquiera
un momento. ¡Había tal recargo de trabajo! Era necesario suscribir todos los contratos de la
presente cosecha, justamente cuando los molinos se resistían a comprar y a dar anticipos. Había,
además, ese asunto de Casabellas que venía a complicarlo todo. ¡Y a su socio se le ocurría
ausentarse precisamente en esos momentos!

Tenía que multiplicarse, había que ganarle tiempo al tiempo. La cuestión fundamental es sacarle
ese contrato a la Sodina, de cualquier manera, aunque sea castigando los precios. El asunto era
vender, darle vuelta al capital. Las pequeñas utilidades en varios negocios forman una gran renta
y dan un buen balance semestral. El sabría desempeñarse. Sin duda que, pensándolo bien, era
preferible que no estuviera su socio en estas circunstancias. No tiene visión de los negocios y con
su genio atravesado lo complica todo.

Al llegar a la calle Irarrazabal, dobló para tomarla en dirección al centro. En todas las esquinas la
gente se aglomeraba en espera de algún medio de locomoción que le permitiera alcanzar a su
trabajo. En un tiempo atrás, Enrique había ofrecido los asientos disponibles de su coche, pero
desistió de hacerlo cuando un desconocido quemó con un cigarrillo la tapicería del asiento.
Siguiendo su camino en Irarrázaval, se aprontaba a doblar de nuevo cuando divisó en la esquina
a una jovencita que estaba esperando tranvía, un poco alejada del grupo de gente que aguardaba
sobre el refugio de concreto. Algo lo atrajo a esa silueta o a ese rostro, algo que captaron sus
ojos. El hecho fue que, sin que mediara ningún gesto o signo de la joven, frenó su coche
bruscamente cuando recién pasaba frente a ella. Miró hacia atrás y vió que la muchacha, después
de vacilar un momento, se acercaba al coche lentamente.

- ¿Quiere Ud. que la lleve? – invitó él, mientras abría la puerta del coche.

- ¿Va Ud. al centro, señor? – preguntó ella.

- Sí, señorita, suba no más.

- Gracias. – dijo ella mientras se instalaba junto a él dentro del coche – hace tanto rato que
espero algo en que trasladarme al centro.

- No es raro con lo malo que está hoy día la movilización.

Enrique puso en marcha el coche y continuó su camino, mientras enhebraba pausadamente una
conversación trivial. De los problemas del tránsito pasaron insensiblemente a hablar de los
problemas políticos y el continuó, repitiendo las banalidades que suelen decirse en una mesa de
café.

- Todos luchamos con entusiasmo por instaurar un determinado gobierno y luego


invariablemente nos sentimos defraudados por él – comentó Enrique.

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- Quizás los problemas son tantos y tan grandes que ningún gobierno sea capaz de
solucionarlos- replicó ella.

- No hay ningún problema insoluble. Lo que falla es el sentido de autoridad y de


responsabilidad. Es el propio sistema democrático el que es preciso corregir. Los políticos
prosperan y los gobernantes se mantienen exclusivamente a base de demagogia – insistió él.

Mientras conversaban, Enrique miraba de reojo a su compañera de viaje. ¿Que había en ella que
la hacía tan atractiva? ¿Era su cuerpo bien delineado, cuyas piernas podía parcialmente observar?
¿Eran sus grandes ojos oscuros enmarcados por largas pestañas y que rubricaban dos cejas
negras bien definidas? O quizás su seducción provenía de su boca sensual que armonizaba con la
barbilla llena y redondeada. Él no podía, en fin, precisar cuál era exactamente la causa de la
inquietud que lo alteraba y lo hacía ponerse nervioso y más locuaz que de costumbre.

Sin darse cuenta, llegaron a la Alameda y a Enrique le preocupó que su compañera de viaje
debiera separarse de él muy pronto, sin haber podido saber nada respecto a ella. En el instante
le parecía aquello como un desastre irreparable, que algo fluido y extraño le ligaba a esa
desconocida, cierto que la sola idea de perderla le producía en su pecho una verdadera aprensión
física. Se acercaban a la calle San Antonio y el reloj marcaba las diez.

- ¿Hasta dónde va Ud. señorita? – adelanto él a decirle.

- Me deja en la esquina de Ahumada, si Ud. es tan amable.

- Con mucho gusto – contestó Eduardo – aterrado por la angustiosa perspectiva de


separarse de ella y luego agregó – Si Ud. va más lejos, puedo llevarla.

- No vale la pena que se moleste, mi trabajo queda muy cerca de ahí.

Esto le dio la oportunidad de averiguar algo más y Enrique no trepidó en preguntarle, aún
a riesgo de ser impertinente.

- Se me ocurre haberla visto antes. ¿No trabaja Ud. en la Caja Reaseguradora?

- No, no trabajo en ninguna Caja – respondió ella, sonriendo ante esa infantil argucia, y
después de titubear un instante, agregó:

- Estoy ocupada en una oficina de publicidad.

- Que coincidencia, – exclamó Enrique con desenfado y dispuesto a aprovechar la


oportunidad presentada – pues en un negocio estoy precisamente necesitado de ponerme en
contacto con una agencia semejante. ¿Como se llama la suya?

- Ajax – replicó ella – mientras se disponía a bajarse del coche.

En ese momento, llegaban a la calle Ahumada y Enrique detuvo su auto junto a la vereda.

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- ¿Qué le parece – se aventuró a decir sonriendo – si la llevo en mi auto de regreso, siempre
hay tantas aglomeraciones en las tardes?

- Si se presenta la oportunidad, con mucho gusto – contestó ella, mientras descendía del
coche.

- ¿No quiere Ud. que la pase a buscar a su oficina? – insistió Enrique con cierta majadera
insistencia.

- Muchas gracias, dejémoslo mejor al azar – repuso ella sonriendo y luego agregó burlona
– Y si Ud. sigue parado ahí, le van a sacar una multa.

Eliana se alejó en seguida, ágil y ligera, al compás de sus solidas piernas. Se sentía molesta y
halagada a la vez por el giro que había tomado ese inesperado encuentro. No podía negar que le
había agradado el aspecto de ese desconocido, su aire reposado de hombre fuerte y maduro, su
aspecto pulcro y cuidado, el viso de sus ojos verdes y esa cálida voz que acariciaba el oído, y aún
sus cabellos que plateaban en las sienes. Sin embargo, que desagradable y estúpida era en los
hombres esa actitud continua de persecución de la mujer, y lo que es peor, de cualquier mujer
que fuere un poco agraciada o sonriente. Bajo ese aspecto, todos eran vulgares y tontos. A pesar
de todo, no podía evitar pensar en ese desconocido con cierta simpatía y recordar con claridad
su rostro ansioso cuando la veía alejarse. ¿Había hecho mal en darle el nombre de su agencia?
¿Podría esto traerle alguna molestia o complicaciones? ¿O significaba solamente la posibilidad
de conseguir un cliente que esperaba tan ansioso el señor López? Esa idea la reconfortó un poco.

Eliana no podía apreciar, sin embargo, qué tormenta dejaba tras de sí. Cuando Enrique vio
perderse entre la gente su silueta al ritmo cadencioso de sus pasos, sintió despertar en su cuerpo
el ardor de sus apetitos de hombre, con una fuerza insospechada, y sus deseos irrumpieron con
la fogosidad de la juventud y su corazón palpitó con vigoroso ímpetu. Llegó a pensar en cometer
la locura de seguirla y alcanzarla, y lo hubiera hecho posiblemente si hubiera encontrado un lugar
donde estacionar su coche.

Obligado a seguir adelante, Enrique continuó conduciendo con la sensación de que algo suyo
quedaba prendido en esa mujer y que, al alejarse, le provocaba una tortura inaguantable. Era
una especie de enajenación. Manejaba sumido en una oleada de emociones que lo consumían
en estériles espasmos. En su obsesión, se repetía que tendría que encontrarla, aunque debiera
revolver todo Santiago. Mientras sujetaba con una mano el volante, anotó con la otra en el
reverso de un sobre, el nombre de la agencia que Eliana le había indicado.

Cuando llegó a su oficina, se había serenado, aunque en el fondo de sí, sus deseos seguían
bullendo. El personal trabajaba en la antesala y lo esperaba un cliente y el agente de la firma,
Arturo Barton. Enrique saludó a su cliente efusivamente:

- Don Nicomedes, ¿cómo está Ud.? tanto tiempo que no tenía el gusto de verlo. Pase Ud.,
adelante.

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El cliente entró a la oficina privada de Enrique. Se trataba de un hombre menudo y recio de unos
sesenta años.

- Aquí vengo a verlo como todos los años – expresó este.

- Tome asiento y cuénteme como le va en el fundo.

- Regular, regular. Defendiéndome. Se gana en una cosecha y se pierde en otra. ¡Así es el


campo!

- ¿Y qué piensa sembrar este año? ¿Siempre cáñamo?

- No, no más cáñamo. Mucho trabajo, mucha mano de obra y poco precio.

- ¿Qué proyectos tiene entonces don Nicomedes?

- Cebada. Cincuenta cuadras de cebada. Algo de cebollas. Quiero poner unas diez cuadras
de cebolla de exportación. Creo que la cebolla va a ser un buen negocio.

- Muy buena idea – manifestó con énfasis Enrique. – Las cotizaciones de la cebolla se
mantienen firmes y parece que vamos a tener mucha demanda de cebollas de exportación. Veo
que Ud. tiene buen ojo.

Don Nicomedes sonrió satisfecho del halago y en su cara se marcaron diminutas arrugas que
irradiaban de sus ojos y que enmarcaban su boca. Sentado allí, con las manos de dedos cortos y
cuadrados apoyados sobre las rodillas daba una sensación de tranquilidad y firmeza a pesar de
sus años.

- Hay que buscar el negocio, señor Breyle. Y ahora vamos al asunto; necesito semillas de
cebollas valenciana. Semilla garantizada en el comercio hay mucha. Sin embargo, vengo a verlo
a Ud. porque quiero ir sobre seguro. Que me dice Ud.

Enrique se sorprendió distraído recordando el encuentro de esa mañana y repasando en


su memoria cada uno de los incidentes.

- Si, semilla valenciana, claro. Ud. necesita semilla de cebolla valenciana. Bueno, yo tengo
algo de la que importamos originalmente, reproducida en el país. No sé exactamente qué
cantidad, pero para lo que Ud. piensa sembrar alcanza seguramente.

- Bueno, deme Ud. el precio y, otra cosa, necesito algo de dinero a cuenta de la cebada.

- Perfectamente. Le hago un contrato con la Maltería a fijar precio y le pedimos... ¿Cuánto


necesita Ud.?

- Cincuenta mil.

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- Muy bien. No creo que haya inconveniente. Respecto al precio de las semillas, se lo
comunico por carta.

- No es necesario. Me lo da Ud. cuando vuelva para firmar el contrato. ¿Dígame Ud., cuándo
me lo puede tener listo?

- Pasado mañana, si Ud. gusta, don Nicomedes

- De acuerdo. Vengo pasado mañana. Y ahora no le quito más tiempo. Hasta luego y

búsqueme semilla porque a lo mejor a Ud. le entrego la cosecha para exportación.

Cuando el cliente hubo salido de la oficina, entró Arturo Barton, el gerente, que tenía una
situación ambigua de amigo y empleado de Enrique.

- Buenos días, jefe.

- Buenos días, hombre, que me cuentas de nuevo. ¿Como te fue con Valladares?

- Más bien que mal. Me estuvo contando de calamidades, que este año le había ido pésimo,
que estaba muy embromado. Al fin de cuentas, logré sacarle una letra a noventa días por el
monto pendiente. En cuanto al asunto de Kramer…

Enrique lo detuvo con un gesto antes de que pudiera abrir su carpeta.

- Dejemos eso para más tarde. Ahora tengo que pedirte otra cosa. Esta mañana traje en el
auto una chiquilla estupenda que me dio el nombre de la agencia de publicidad donde ella
trabaja. Toma, aquí la tengo anotada. Quiero que la encuentres y vayas para allá con pretexto de
encargar algunos avisos o propaganda en general para la firma, observa un poco el ambiente, te
averiguas a qué hora cierran la oficina y me vienes a contar todo lo que veas.

Arturo sonrió con malicia.

- Vaya, vaya, así que estamos echando unas canitas al aire.

- Que quieres, alguna vez hay que portarse mal.

- No le conocía el genio, jefe. Bueno, en cuestión de mujeres, si quiere pasarlo bien, tengo
un par de amigas colosales que podemos sacar a pasear un día de estos.

- ¡No! Esto se trata de algo muy especial. No creo que haya chicas iguales o tan interesantes
como ésta.

- ¡Caramba! Veo que la cosa es grave.

- No te preocupes. Anda donde te digo y convéncete por tus propios ojos. Eso sí, no te
retardes en otra cosa, porque quiero confirmar que si trabaja allí.

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- No hay cuidado. Aunque, veo que me está destinando a un oficio muy poco
recomendable.

- ¡Déjate de leseras! Por un amigo se hace eso y mucho más. Vete y no perdamos tiempo.

Cuando Arturo Barton salió, Enrique empezó a revisar las facturas que el contador había dejado
sobre su escritorio. Su atención, sin embargo, no podía concentrase en el trabajo y giraba en
torno de la misma imagen, tratando de reconstituir todos sus rasgos o rememorar todos los
pormenores del fugaz encuentro. Firmó algunas cartas que leyó sin captar claramente su
contenido y sin poder dominar su impaciencia, se levantó y se puso a caminar a lo largo de la sala
mientras esperaba nerviosamente el retorno de Arturo.

Arturo Barton encontró la dirección de la agencia de publicidad Ajax y caminó a su oficina, que
no quedaba muy lejos de la de ellos. Al llegar al edificio, subió al tercer piso y encontró en la
puerta de esta un letrero que decía “Organización de Publicidad Ajax – Entre sin golpear”. Empujó
la puerta y se encontró frente a una joven que escribía a máquina.

- Buenos días, ¿que desea señor? – exclamó Eliana.

- Deseaba informarme sobre los servicios de publicidad que su agencia ofrece.

- Por favor tomé asiento, un momento, señor.

La joven desapareció un instante y luego introdujo a Arturo en la oficina contigua. El señor López
lo esperaba con la actitud de un cazador ante cuya escopeta viniera a detenerse una presa.
Pasado el primer momento de estupor, y después de instalar a su potencial cliente en un asiento
frente a él, López dio libre curso a su ingenio.

- Aquí tenemos sistemas novedosos de publicidad que no encontrará Ud. en otras oficinas
del rubro. Estoy terminando de tramitar la concesión de parte de la municipalidad para la
instalación de baldosas luminosas de mi invención. Ud. camina en el centro y de repente el suelo
se ilumina y Ud. lee forzosamente el aviso que pasaría inadvertido con cualquier otro medio de
publicidad. Igualmente, estoy contratando la publicidad de todos los servicios higiénicos de los
hoteles y restaurantes de la capital. Ud. debe haber observado que nunca se ponen avisos ahí y
sin embargo, ¿dónde está Ud. más tranquilo y en mejor disposición psicológica para leer? Aún
más, parece que en esos lugares se siente cierta predisposición para el trabajo intelectual. Pues
bien, esos sitios voy a atiborrarlos de publicidad mural y va a ser todo un éxito. ¿No lo cree Ud.
así?

Arturo Barton asentía con toda seriedad.

- Ahora, - continuó el señor López – para cada negocio tengo sistemas de publicidad
diferentes y adecuados al ramo. ¿Su actividad de que orden es, estimado señor?

- Corredores de frutos del país.

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- Magnífico. En su caso, por ejemplo, podemos dar una sorpresa en la próxima exposición
de agricultores. ¿Cuál es el nombre de su firma?

- Enrique Breyle y Cía.

- Muy bien. Entonces, en la exposición en cuestión aprovechamos la nutrida concurrencia


para colocar letreros que digan “Enrique Breyle y Cía. Corredores de frutos del país” y más abajo
un versito ingenioso, algo así, por ejemplo: “Agricultores con Breyle, todos al baile”. ¿Qué tal?
No le parece que andaría bien.

- Muy interesante – asintió Arturo Barton.

- Nosotros podemos encargarnos de la publicidad total de su empresa y se puede convenir


un precio global por los diferentes sistemas que pongamos en uso. Una cosa puedo asegurarle, y
es que Ud. duplicará el volumen de sus ventas en el curso de un año.

- Si, es muy interesante todo eso, pero, por el momento nuestro propósito es menos
ambicioso. Nos interesaría solo insertar algún aviso en uno de los periódicos o revistas agrícolas,
cuya representación tengan Uds.

- Perfecto, - dijo el señor López – conteniendo su decepción – podemos contratarle una


página en el Anuario Agrícola u otra revista de su preferencia.

- Una página tal vez sería mucho, pero podríamos tomar un cuarto de página.

- Voy a llamar a la secretaria para que tome su dirección y le haré remitir los precios en las
diferentes publicaciones, según los tamaños de los avisos.

- Me es muy fácil pasar nuevamente por aquí. Dígame Ud. a que horas funciona su oficina
y volveré a conversar con Ud.

- Con todo gusto, sin perjuicio que Ud. nos de su dirección para remitirle folletos
explicativos de nuestros sistemas más novedosos para captar la atención de los consumidores y
del público en general.

Cuando Arturo regresó a la oficina de Enrique Breyle, se dejó caer en un asiento de su oficina con
un ataque de risa.

- ¿Qué te ocurre? – inquirió Enrique molesto.

- Que el jefe de tu amor es un loco, loco de atar.

- ¡Qué me importa el jefe! Yo no voy a salir con el jefe, me parece. Lo que me interesa es
que me digas si la viste a ella.

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- No te enojes. Si tú hubieras hablado con él, te darías cuenta. En cuanto a la chica, estaba
allí, escribiendo a máquina, y no hay nada que decir porque es harto linda.

- ¿Hablaste con ella?

- Cuatro palabras. El tipo ese no me dejaba mater una palabra. Me tenía desesperado y no
hallaba la forma de deshacerme de él. Tuve que darle la dirección de la oficina. Me insistió en
que le diera la dirección y tuve que hacerlo. Después pensé que con eso podía meterte en un lío
.

- Mejor que no lo hubieras hecho, pero, al fin y al cabo, no tiene importancia. ¿Y a qué hora
ella saldrá de su trabajo?

- Cierran a las seis de la tarde.

- Con eso basta.

En la tarde, cuando Eliana salió de su trabajo, cansada por el encierro, le llamo la atención los
toques repetidos de una bocina cercana. Miró hacia donde provenía el ruido de bocina y vio un
coupé verde que estaba detenido junto a la vereda, desde el cual un señor la saludaba. Titubeó
un instante, temiendo ser víctima de una equivocación, cuando, de súbito, reconoció a la misma
persona que la había traído en coche aquella mañana. Contestó el saludo con una venia,
dispuesta a continuar su camino, pero antes que pudiera alejarse, se dio cuenta de que el
conductor se bajaba del coche y avanzaba hacia ella.

- Que feliz coincidencia - dijo él al abordarla – en este momento subía al coche para
regresar a mi casa. ¿Ud. sale tal vez de su oficina?

- Si, a esta hora termino el trabajo. ¿Esta Ud. acaso en este mismo edificio?

- No, pero vine a hacer una diligencia. ¿Qué le parece si la llevo de regreso? Parece que el
azar así lo determina.

- Con mucho gusto, siempre que no sea para Ud. una molestia.

- De ninguna manera. Al contrario. Suba Ud.

Mientras Enrique conducía en dirección al este de Santiago, la conversación se desarrollaba con


cierta dificultad. La falta de conocimiento mutuo, el temor de ser indiscreto al indagar en la vida
de ella o de rebelar la intimidad de su vida, lo obligaba a él a esforzarse para mantener la
conversación.

- ¿Trabaja Ud. mucho? – preguntó Enrique.

- Al contrario. Paso el día casi sin hacer nada y encuentro esto mucho más insoportable que
si tuviera un exceso de trabajo.

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- ¿Hace mucho tiempo que Ud. está ahí?

- No, un mes y diez días y no creo que me voy a quedar mucho tiempo más.

- ¿Por qué? no está contenta.

- No le veo mucho porvenir a este negocio. Quiero buscar algo donde haya posibilidades
de mejorar de situación o hacer carrera.

- Veo que Ud. es una persona empeñosa.

- ¡No tanto! Pienso solamente en el porvenir.

Enrique había llegado a la plaza Baquedano, donde tuvo que detenerse a esperar que las luces
del tránsito le dieran la vía libre.

- ¿Qué le parece que pasamos al Oriente a tomar un refresco?

- No, muchas gracias – contestó Eliana preocupada de verse intimidando tan rápidamente
con este desconocido – Debo llegar temprano a casa.

- A todo esto, no me he presentado a Ud. – dijo Enrique adivinando sus pensamientos – me


llamo Enrique Breyle.

- ¡Como! ¿Fue de su oficina que vinieron en la mañana?

- Justamente. Ud. recuerda que le dije que tenía mucho interés por contratar publicidad.

- ¿Y era tanto su interés en la publicidad que estaba esperando a la salida de mi oficina?

- Ud. perdonará mi insistencia, pero tenía deseos de volver a hablar con Ud. Quedaron
tantas cosas sin comentar en la mañana. Y ahora, permítame que le insista que nos bajemos un
momento. Es temprano y podremos charlar mientras nos servimos un refresco.

Reticente, pero intrigada por la perseverancia de este señor, Eliana accedió a la invitación.
Sentados frente a una mesa, la conversación renació con mayor cordialidad.

- Mi nombre es Eliana. Eliana Ugalde Bernales y vivo con mi madre a una cuadra de donde
Ud. me encontró en la mañana.

- Donde tuve la suerte de encontrarla. Si me hubiese adelantado diez minutos, no tendría


el placer de estar aquí con Ud.

- Es Ud. muy amable – dijo Eliana, con cierta frialdad.

Enrique comprendió que avanzaba demasiado rápido, dejándose llevar por su entusiasmo.

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- ¿Que hace Ud. los días festivos? ¿Sale a pasear?

- Antes iba al Stad, o bien a un cine. Actualmente, me quedo en casa ocupada con todo lo
que no puedo hacer durante la semana.

- A mí me gusta mucho salir de excursión, pero no tengo interés en salir solo y prefiero irme
al club.

- ¿Porque no invita a pasear a su señora? – exclamó Eliana sin recapacitar y confesando sus
íntimos pensamientos del momento.

Enrique la miró de manera fija e imperturbable.

- Cree Ud. que todos los viejos debemos estar forzosamente casados.

- Perdóneme. Yo no he dicho que Ud. esté viejo.

- Algo le hará suponer en mí que estoy casado.

- Bueno, es algo indefinible.

- En este caso, ha fallado su intuición. Vivo solamente con una hermana casada y mi madre.
Mi madre ha sido el principal escollo para mi matrimonio. Me educó muy apegado a ella y lloraba
cada vez que pensaba en la idea de que tendríamos que separarnos. Ud., comprenderá…

Enrique se escuchaba mentir asombrado y orgulloso a la vez de su capacidad de ficción.

- Conocí otro caso semejante. Creo que es malo un amor maternal tan exagerado.

- Es cierto, pero un hijo no puede reprochar a su madre que lo ama demasiado y no puede
hacerla tampoco desgraciada después de haber recibido tanto de ella.

- Es un sentimiento muy noble.

- Sin embargo, eso no impide que uno se sienta a veces un poco solo y aspire a una
compañía más alegre y joven.

- Es comprensible – contestó Eliana inquieta del tono grave que tomaban las palabras de
ambos. Miró su reloj y pareció alarmarse – Dios mío, como pasa el tiempo. ¿Quiere Ud. que
sigamos viaje?

- Como Ud. guste.

Enrique canceló la cuenta y subieron al coche.

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- ¿Qué le parece a Ud. -sugirió Enrique – que aprovechemos que tenemos que hacer el
mismo recorrido y que nos vayamos juntos al centro en las mañanas? Sería cuestión de ponerse
de acuerdo en la hora y nos juntaríamos como hoy en la esquina.

- Francamente, no me atrevo a abusar de su amabilidad.

- Al contrario – replicó Enrique. Para mí será un agrado verla todas las mañanas, aunque
sea por un breve trayecto. Se me ocurre que voy a llegar a la oficina con mejor ánimo.

- Siempre que para Ud. no sea una molestia, no tengo inconveniente. ¿Tiene Ud. un
teléfono en su casa?

- No, desgraciadamente. Como es casa nueva, no he podido conseguir todavía una línea
telefónica.

- Es una lástima. Así le hubiese sido más fácil avisarme cuando Ud. se atrase o no pudiera
venir al centro para no quedarme esperándolo y tomar el tranvía.

- ¡Oh! No pierda cuidado, soy muy puntual y no falto nunca a mi oficina.

- Bueno, aquí llegamos. Esa ahí es mi casa. Frente a esa reja verde. Está bien aquí. Muchas
gracias y hasta luego.

- De nada, señorita y hasta mañana.

Enrique Breyle siguió camino a su casa. Corría velozmente poseído de un enardecimiento de sus
emociones que no experimentaba desde hacía muchos años. Apretaba el volante con fuerza y en
su cara se vislumbraba una sonrisa de orgullo y de satisfacción. A medida que se acercaba a su
hogar, esta expresión se atenuaba y cambiaba a una de gravedad y preocupación. La idea de
enfrentar a su esposa lo hacía sentirse culpable.

No bien hubo entrado su coche al garaje, cuando llegaron las pequeñas a abrazarlo.

- ¡Papá! ¡Papito! ¿Trajiste algún regalo? ¿Me trajiste chocolates? Te acuerdas de que el
otro día me prometiste uno.

- Si, linda, pero se habían acabado los chocolates que te gustan a ti.

- ¿Que nos trajiste entonces?

- Hay que buscar. Por ahí hay algo. ¡Hay que salir a buscar!

Las dos niñas se abalanzaron sobre su papá que estaba todavía sentado en el coche e
introdujeron sus manos en los bolsillos de su chaqueta.

- ¡Un chocolate! – exclamó una.

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- Un chocolate – exclamó la otra.

- Bueno, nada de comérselos ahora. Hay que guardarlos de postre. A ver, déjenme pasar.
Salgan de aquí que voy a cerrar y vamos para adentro.

Enrique hubiera querido retardar el momento de enfrentarse a su esposa. Tenía la absurda


impresión de que ella podría leer en sus ojos la historia de su día. Alicia de Breyle estaba cosiendo
en su dormitorio cuando entró su marido.

- ¿Como te va m’ hijo?

- Buenas tardes. ¿Tienes alguna novedad?

- No, nada nuevo. Llegó una carta del tío Fermín.

- ¿Qué te dice?

- Que va a venir a pasar tres días a Santiago y si podemos darle alojamiento para él, su
mujer y la Chita. Cuenta de que se ha sentido peor del estómago y quiere venir a ver un médico
especialista.

- ¿Y podemos acomodar a tanta gente en casa? – preguntó Eduardo.

- Se pueden arreglar con un poco de buena voluntad. Ellos han sido siempre tan buenos
con las niñitas y nos han ofrecido siempre su casa en el campo.

- Si, yo no me opongo. Te preguntaba solamente si estábamos en condiciones de recibirlos.


¿Cuánto tiempo vienen a pasar?

- No me precisó, pero me imagino será unos cinco a diez días.

- Bien, resuelve como te parezca más conveniente. Eso sí que no te olvides que después te
vas a ver abrumada de trabajo y no quisiera que después te vengas a lamentar conmigo.

- No creo que vaya a quejarme contigo por haber recibido a mis parientes.

- Es que te conozco, querida, siempre te embarcas con mucha facilidad en un asunto y


después, a medida que se presentan inconvenientes, te va entrando la desesperación y terminas
por abandonarlo todo y traspasarme a mí la responsabilidad.

- Si te refieres al último verano, tu tenías tanto interés como yo en arrendar una casa en
Algarrobo. Si yo me enfermé durante la instalación allí, no es culpa mía.

- No, no pensaba en eso. Me refería al interés que pusiste en ayudar y recomendar a tu


primo, quién después que le conseguimos una situación envidiable, se dedicó a vagabundear y
nos dejó mal parados.

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- Mira, lo mejor es que le escriba a mi tío que tenemos alojados y que se vaya a un hotel ya
que así nos evitamos discusiones y disgustos.

- No, de ninguna manera. Quiero que los recibas. Esta es tu casa. Lo único que no quiero es
que me vengas después con lamentaciones.

- No hay como darte en el gusto, Enrique. Quieres que los reciba y a la vez te molesta que
vengan.

- Lo único que pretendo enseñarte es que cuando tomes una determinación, que sepas
sobrellevar todas las consecuencias que te acarree.

- ¡Oh! Tendré mucho cuidado de no decirte o consultarte nada porque cuando se presente
una dificultad después me lo vas a reprochar toda la vida.

- ¿Para qué tomas las cosas de esa manera? Yo te escucho con el mayor agrado y te
aconsejo, pero no me gusta que te acostumbres a eludir los problemas y que no adquieras el
sentido de las responsabilidades.

- Lo que uno necesita a veces no es consejos, sino que voluntad y ayuda.

- Yo tengo la mejor voluntad para contigo, pero no siempre dispongo del tiempo para
dedicarme a atender todos tus asuntos.

- Pierde cuidado que procuraré de arreglarme siempre sola como tú quieres.

- Siento que tomes a mal lo que te he dicho. Has mal interpretado mis palabras – dijo
Enrique con cansancio y fue a sentarse en su escritorio. Encendió la lámpara de sobremesa y se
puso a leer un diario.

A la hora de la cena, Alicia vino a buscarlo. Parecía que él deseaba borrar la impresión
penosa del disgusto pasado.

- ¿Quieres que comamos temprano y vamos después al biógrafo? – interpuso Alicia.

- ¿Si tienes deseos, dan algo que valga la pena?

- En el cine Oriente dan una película de Hitchcock – respondió ella.

- Bueno, ve que nos sirvan luego la cena.

Comieron algo rápidamente y Alicia fue enseguida a arreglarse y dar una mirada a las niñitas.
Estas se habían acostado hacía rato, pero no querían todavía dormirse ni que les apagaran la luz.
Tuvo que batallar un rato con ellas para tranquilizarlas y luego, finalmente, consiguió zafarse de
ellas, cuando daban las nueve y media en el reloj del vestíbulo. Enrique estaba ahí, sentado
esperándola con el sombrero puesto y una mirada impaciente. Alicia presintió una de esas cóleras

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silenciosas de su marido. Como sabía demasiado bien que era peor tratar de excusarse, no explicó
su retardo.

- Vamos m’ hijito - dijo aparentando indiferencia – Ya estoy libre.

Enrique no le respondió, la siguió en silencio y subió junto con ella al coche que hizo partir
bruscamente. En el fondo, trataba de desquitarse con la caja de cambios. Durante el camino, no
pudo contenerse más y empezó a monologar, articulando las palabras como si quisiera remarcar
una de sus frases.

- ¡Son cerca de las diez! Tú sabes que me fastidia llegar atrasado al cine. Si tenías pensado
ir, podrías haberte arreglado más temprano.

Alicia calló, esperando que el chaparrón pasara luego.

- Además – continuó él – no sé para qué pierdes el tiempo inútilmente en arreglarte. ¡Ni


que fueras de visita! Un cuarto de hora para ponerte el sombrero, luego entrar a oscuras en el
cine y vamos sacándonos el sombrero.

- Lo que me atrasa, Enrique, no es mi arreglo, sino las cosas de la casa y las niñas.

- La casa sigue andando de todas maneras, te atrases o no te atrases, no va a suceder


ninguna tragedia. No se va a volar la casa si sales rápidamente.

Alicia lo miró y vio con pena ese rostro enrojecido por la ira donde se marcaban los músculos
faciales y resaltaban las arrugas al contraerse su piel bajo los impulsos de esas violencias que eran
en él tan frecuentes como fugaces.

Menos mal que hablando se desahoga, pensó ella.

Llegaron al cine cuando todavía estaban dando los informativos de actualidad, por suerte para
Alicia. Enrique se alivió poco a poco de su disgusto y pareció distraerse con la película. Durante
el intermedio, salió a fumar un cigarrillo y volvió con un paquete de bombones. Cuando apagaron
las luces, tomó de la mano a su mujer entre las suyas y la acarició en silencio. Se miraron y se
sonrieron en la ternura de la penumbra de la sala de cine.

Daban una película de aventuras policiales y Enrique se entretuvo como en sus mejores tiempos.
Fuera de los filmes de aventuras, solo le agradaban aquellos que eran divertidos. Alicia, en
cambio, se aburrió durante toda la función y pasó el tiempo pensando con nostalgia el agrado de
estar sumida entre las sábanas de su cama. Si no hubiera sido por el temor de molestar a su
marido, hubiera abandonado la sala para ir a casa a acostarse. Cuando terminó la función, Alicia
dio un suspiro de alivio y al salir, no pudo evitar un ligero comentario sobre la película.

- Que película tan terrible. Si hubiera sabido, no vengo.

- Tú crees necesario que todos los filmes sean románticos – replicó Enrique disgustado.

73
- No, pero no veo que gracia tiene pasar dos horas viendo perseguir a un asesino.

- Posiblemente es tan estúpido como contemplar a un pobre tipo corriendo por enamorar
a una mujer.

- Tal vez, con la diferencia que en ese caso no hay escenas desagradables como ese cadáver
que pasaron en auto. Francamente, a veces, tenía que cerrar los ojos de horror, para no
quedarme sin dormir toda la noche.

- Caramba, no te conocía tan sensible, replicó Enrique.

Ambos callaron. Mientras marchaban en el auto a casa, Enrique lamentaba este nuevo diferendo.
Es cierto que su mujer era siempre poco oportuna y le echaba a perder sus momentos de
entusiasmo o sus pequeños agrados. Él hubiera querido ahora ser amable con ella, distraerla un
poco para indemnizarla por su constante falta de atención. El recuerdo de su conducta en la tarde
lo hacía también sentirse culpable y endeudado con ella. Lamentó su mal genio y se hizo el
propósito de contenerse y en adelante ser más amable con ella.

- Que te parece, Alicia – sugirió Enrique – si antes de regresar a casa vamos a tomar algo a
una boîte. Son pocas las veces que hacemos un desarreglo.

Aunque Alicia se sentía cansada y con sueño, no quiso decepcionar a su marido.

- Bueno, con mucho gusto. ¿Dónde quieres ir?

- ¿Pasamos al Ritz?

- Encantada.

Al entrar en la boîte, los recibieron los acordes de la orquesta, a pesar de que era día de semana,
la sala estaba bastante concurrida. Varias mesas estaban ocupadas y algunas parejas giraban en
la pista. Se sentaron en un rincón discreto y ordenaron unos refrescos. Mientras miraban a las
parejas bailando, Alicia aprovecho de hacer algunos comentarios mordaces sobre las demás
mujeres presentes. Tenía un arte especial en descubrir el mal gusto de sus tenidas o el ridículo
de sus actitudes. A Enrique no le agradaba oír a Alicia cuando se ensañaba con las otras mujeres.
Le daba la impresión de que se trataba de una envidia mezquina y por lo demás prefería
entretenerse en contemplarlas sin reparar en sus defectos.

La música era de un ritmo alegre y contagioso. Enrique, después de llevar un rato el compás con
el pie, terminó por sacar a bailar a su mujer. Luego se sintió feliz de verse aún ágil y danzar como
en sus mejores años. Alicia, sin querer, lo sacó de su euforia con una frase inocente:

- No te muevas tanto, que te vas a ver muy divertido.

- ¡Cómo quieres que baile una samba! ¿Como un saco?

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- No es para que te enojes. En la samba la que debe moverse es la mujer solamente.

- Mira, yo bailo como me guste a mí y no al gusto del público – repuso Enrique enojándose
con ella.

- Terminó de bailar desganado y una vez en la mesa, pidió la cuenta con premura.

- ¿Qué te parece que nos vamos? – pregunto secamente a su mujer.

- Como tú quieras – contesto Alicia – estoy muerta de sueño.

- Volvemos mejor otro día – agregó él mordaz – así me das más tiempo para tomar unas
clasecitas de baile.

- ¡Ya te vas a sentir por lo que te dije! No seas tan susceptible. Se trataba de una
observación sin importancia.

- Lo que hay es que para divertirse, es necesario olvidarse un poco de la gente, no como tú
que pasas pendiente todo el tiempo de ella...

Alicia prefirió no seguir la discusión y se limitó a hacer una sonrisa convencional con la cual
terminó de enfadar a su marido.

Aquella noche, Enrique acompañó a su mujer a su cuarto y se reconciliaron en un abrazo


estrecho. A pesar de los continuos disgustos que ella le ocasionaba, necesitaba de su presencia
para ahogar todas las sensaciones y emociones del día. Sin embargo, pasado el primer momento
de breve efusión, sintió que se apoderaba de él la misma sensación de decepción y vacío que
siempre sentía junto a su mujer. Le parecía que todo su entusiasmo e impulso eran coartados por
su mirada crítica y mordaz, y que su propia persona se disminuía y empequeñecía al lado de ella.
¿Qué es lo que ocurría entre ellos? - él se preguntaba. Era acaso que las caricias habían perdido
su espontaneidad, convirtiéndose en un ceremonial, en algo ritual sin la curiosidad y novedad de
lo desconocido. ¿O era un fenómeno más trascendental y era necesario una fusión total de las
almas para un acorde perfecto de los cuerpos? Él se contentaba con formularse su problema a sí
mismo, sin investigar su causa.

No obstante, algo refulgía entre las sombras, era el recuerdo de Eliana. Junto a su esposa, al
estrecharla entre sus brazos, creía por momentos captar esa imagen imprecisa y cautivante de la
muchacha que esa mañana el azar había introducido en su vida, como una promesa de una
felicidad imposible.

Durante los días que siguieron, Enrique vio casi diariamente a Eliana, a quién llevaba en las
mañanas a la oficina y en las tardes traía de regreso. De vuelta del trabajo, pasaban a un café o
se detenían a conversar en alguna de las avenidas del Parque Forestal.

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La vida de Enrique Breyle tuvo que alterarse en forma paulatina pero fundamental, a medida que
estrechaba su amistad con Eliana. Llegaba cada vez más tarde a su casa, quejándose del recargo
de trabajo, y ya no veía a sus hijas que estaban dormidas a su regreso. Luego vinieron sus
ausencias los fines de semana, con el pretexto de visitar por razones de negocios algunos fundos
en los alrededores de Santiago. El cuenta kilómetros empezó a sumar sin cesar. Almuerzos en el
balneario Tejas Verdes, atardeceres en el Cap Ducal de Viña del Mar, meriendas bajo los sauces
a orillas del rio Clarillo, horas de soledad y abandono perdidos en la montaña.

A medida que fue disminuyendo su entusiasmo por salir de la ciudad, entre Enrique y Eliana se
fue creando una cálida intimidad. Las horas pasaban insensibles y fugaces, refugiados ellos en un
pequeño departamento que él había arrendado cerca del cerro Santa Lucía. Allí Eliana había dado
libre curso a su gusto, que era bastante refinado, para arreglar el interior, hasta hacer de él un
espacio elegante y confortable. Siempre que se refería al departamento, le llamaba la “Ruca”. En
general, habían creado entre ellos un lenguaje proprio e infantil donde Enrique era Merlín y ella
se llamaba Currito. Florecía en ellos toda la frivolidad de los enamorados.

- No sabes cómo me siento bien junto a ti – le decía Eliana reposando la cabeza sobre su
pecho.

- Y tú sabes cuanto te necesito, querida.

- Créeme que cuando me separo de ti, se me hace tan duro irme a casa que lo único que
pienso y deseo es que pasen luego las horas para verte o estar nuevamente a tu lado.

- Yo te tengo presente todo el día; tu calor parece que me diera más fuerzas para enfrentar
la vida y el trabajo. Me gustaría tenerte noche y día a mi lado.

- ¡Oh! Enrique, no me hagas soñar. Me parece demasiado bello pensar que algún día será
posible. Por ahora, lo único que aspiro es no perder un minuto dejando de estar junto a ti. ¿Quién

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puede, fuera de ti, comprenderme y sentir como yo? ¿Quién puede estar más cerca de mí? En mi
familia todos me parecen extraños. Me encuentro tan sola y mi propia madre está tan ausente,
tan ensimismada en sus problemas que cada día la siento más lejana e indiferente. Yo no sé qué
haría en la vida sin ti.

- Nadie podrá separarnos mi amor y un día podremos hacer de nuestras vidas una sola vida.

Las frases se hilvanaban en una cadencia de amor, pasión y énfasis de quienes creen tener por
fin la felicidad de la vida en sus manos. El propio Enrique, arrastrado por su sentimentalismo,
hacía con tal naturalidad su comedia de la felicidad que era sincero en su expresión de amor y
llegaba a olvidar, por momentos, lo falaz de su posición y el peligro del camino por donde se
adentraba. Cuando por momentos agotaban el caudal de su adoración, acortaban sus horas con
vanas disputas, en las cuales se tiranizaban y torturaban mutuamente.

La felicidad y la tranquilidad de ambos no podía durar largamente, asentada sobre bases tan
inestables e irregulares. Enrique tuvo que empezar a excusarse con Eliana los días domingo y
luego algunas tardes a fin de no dar rienda a las sospechas de su mujer, que empezaba a
extrañarse de sus reiteradas ausencias. Pero ahora, cuando se quedaba en casa, en vez de
disfrutar de la oportunidad de esa vida, estaba en perpetuo desasosiego. La actitud desconfiada
y hostil de su mujer y sobre todo, por su desesperación por saber algo de Eliana, hacía que su
encierro fuera para él un verdadero tormento. Eliana, por su parte, se encargaba de exacerbar
sus sentimientos provocando celos, cada vez que le avisaba que no podría verla. Había
descubierto en ello un arma poderosa para retener y dominar a Enrique.

Enrique la llamaba a veces a su oficina por teléfono para darle alguna excusa nacida de su
iniciativa:

- Aló, Currito, fíjate que no voy a poder verte esta tarde. Tengo una reunión con el socio
para discutir varios asuntos pendientes.

- ¡Otra vez! Ahora tu amor es tu socio – replicó Eliana molesta.

- No te pongas así, querida, tú sabes que a veces hay que atender al trabajo.

- Menos mal que es un trabajo agradable.

- ¿Qué quieres decir con eso?

- Nada ...

- ¡Como nada! No me gustan tus reticencias. ¿Qué pretendes insinuar?

- Nada. Observaciones sin importancia. Ayer también tenías un cliente hasta muy tarde en
tu oficina y sin embargo, cuando pasé a las siete frente al edifico ya no estaba ahí tu coche.

- ¿Y tú puedes decirme que andabas haciendo a esa hora por el centro?

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- ¿Porque no me dices tu mejor donde andabas con tu auto?

- Muy sencillo. Me desocupé antes de lo que tenía presupuestado y me fui a casa.

- Podías haberme llamado antes a la oficina. Yo pasé precisamente a esa hora por ahí con
el deseo de verte, con la esperanza de que tú ya estuvieras libre.

- Como iba a suponer linda que ibas a quedarte hasta tan tarde, cuando habíamos
convenido que ese día no nos veríamos.

- Quién sabe querer, sabe esperar – dijo Eliana grave y sentenciosamente.

- Francamente no se me ocurrió preguntar por ti a esa hora. Estaba tan cansado y


preocupado con el trabajo del día.

- Y tal vez con mucha razón fuiste a buscar algún descanso.

- Mira, Eliana, no empieces así. Tú sabes que me exasperan esas actitudes tuyas. O me
tienes o no me tienes confianza. Lo que no puedo aceptar son estas continuas dudas de tu parte.

- No te alteres. Tengo absoluta confianza en ti, querido. Es claro que espero que tú me
correspondas siempre en la misma forma.

- ¿Qué pretendes decir con eso? Tu siempre con tu costumbre de hablar veladamente y
usando ironías. A mí me gusta decir las cosas con claridad y franqueza.

- No vale la pena discutir de eso, querido. Lo único que quiero preguntarte es si tienes
inconveniente en que vaya al Stad esta tarde, ya que no voy a poder salir contigo.

- ¡Así que eso tenemos! Si no puedes verme tienes que salir siempre a alguna parte. ¿Por
qué no te vas tranquilamente a tu casa?

- Tú sabes que me gusta salir contigo solamente, pero una amiga, la Teruca, me ha invitado;
yo le dije que no podía, pero ahora que tú vas a estar tan atareado, podría acompañarla. Sería
una manera de no sentirme tan sola.

- No estoy de acuerdo en que te vayas a bailar por la sola razón de que estoy ocupado con
mi trabajo; además no me gusta la compañía de esa muchacha, después de lo que me has
contado sobre ella.

- No es forzoso, Enrique, que vaya a bailar. Se puede, sencillamente, ir a pasear y encuentro


a Teruca una chiquilla muy dije. Por lo demás, yo no estoy en edad de sufrir mala influencia.

- Haz lo que te parezca – estalló Enrique dominado por su arrebato de cólera.

- No es para que te pongas así. Si tu no quieres, no voy sencillamente – contestó Eliana


imperturbable.

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- Haz lo que te plazca – repitió éste, siempre trémulo.

- No te alteres por tan poco. Me iré a casa si ese es tu gusto.

- Tú eres dueña de hacer lo que más te guste – reiteró Enrique – que trataba de dominarse
y suavizar su voz, aunque no podía deponer su actitud alterada.

- A mí me gusta hacer lo que a ti te agrade – contestó Eliana con voz melosa – no sabes
cuanta pena me da haberte molestado. ¿Me llamarás mañana?

- Bueno, te llamaré mañana

- Y podré ver mañana a mi niñito regalón.

- Si, siempre que no haya algún acontecimiento imprevisto.

- Bien, lindo, yo te llamaré a las cinco para saber si puedo encontrarte. Hasta mañana mi
amor.

- ¡Hasta mañana!

- ¿Hasta mañana... y nada más? – gimió ella.

- Hasta luego, Currito.

- Así me gusta, que no sea rencoroso. Hasta pronto, mi mago, mi Merlín encantador.

Enrique colgó el teléfono sonriendo, pero con la sensación de cansancio y lasitud que le
provocaban estas continuas escenas de Eliana. Por momentos la odiaba y luego se sentía
cautivado y subyugado por su coquetería.

Eliana, por su parte, había quedado al otro lado de la línea meditativa. La expresión animosa con
que su cara había acompañado el forzado entusiasmo y calor de sus últimas frases, se fue
esfumando a medida que sus facciones se distendían lentamente en un gesto de tristeza y de
preocupación. Poco a poco, se extinguió el brillo de sus ojos y su boca cayó en un leve rictus de
amargura y decepción. En su rostro lozano la vida cincelaba una máscara de tristeza. Mil
pensamientos cruzaban rápidos por su mente. ¿Qué secreto ocultaba Enrique en su vida con
tanto ahínco? Su conducta se hacía tan extraña como su vida. La rehuía y lo había sorprendido a
menudo con historias mal urdidas. ¿Había otra mujer en su existencia? ¿Era casado quizás? Esta
sola idea sumió a Eliana en una consternación tal que se sintió anonadada. Debía haber alguna
manera de investigar. Eliana lo ansiaba con vehemencia, pero inconfesadamente, temía
enfrentar esa realidad y permanecía inactiva y debatiéndose en las dudas.

Sus pensamientos seguían girando en torno a las mismas interrogantes: ¿Cuánto duraría su
amor? ¿Era ella una entretención del momento? ¡No! Eso no era posible. Enrique en realidad la
quería mucho. Bien lo sabía ella cuando se complacía en atormentarlo exacerbando sus celos. Sin

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embargo, era curioso que le hablase tan poco de la familia de él y no le preguntara nunca por la
suya. ¿Temería comprometerse? ¿Estaba allí el motivo de su retraimiento? ¡Para que pensar, al
fin de cuentas, en todo eso! ¿Acaso su amor no estaba por encima de todas esas cosas?

Sus pensamientos insistían. ¿Cuándo será el día que me hable de formalizar nuestras relaciones?
¡Dios mío! ¿Como penetrar en su corazón? ¡Que desgraciada me siento a veces! ¿Cuánto tiempo
deberé seguir así? ¿Pasaré mi juventud amándole a hurtadillas? No, no es posible. Tendré que
hablar mañana mismo con él y aclarar esta situación. ¿Y no será un error? – meditaba Eliana – Es
peligroso apremiar a los hombres. Es preferible insinuarse con cautela. De nada sirve irritarlos.
Toda violencia sobre ellos es contraproducente. Hay que esperar que los acontecimientos se
precipiten por si solos. ¿Pero cuanto tiempo podré soportar esta incertidumbre? Tendré que
hacer algo para apresurar la marcha de las cosas, antes de que en Enrique se pueda extinguir el
amor. Es necesario que no se sienta muy tranquilo y mantenerlo en una inquietud constante. Eso
es fácil para mí. Ya llegará el día, tarde o temprano, en que triunfaré definitivamente y será
exclusivamente mío. En su anhelo de tenerme segura y bajo su dominio absoluto, se entregará a
mí, caerá en mis brazos. Pero se cuestionaba, ¿vale la pena un amor así, lleno de recelos y
mezquindades? ¿Dónde está ese amor puro que soñaba a los dieciséis? ¿Sabrá él
corresponderme siempre? ¿Y si un día me abandonara? Esta sola idea dejó nuevamente a Eliana
estática y sin aliento. Un sentimiento doloroso oprimió su pecho y la envolvió en una sensación
de angustia, soledad, y temor por la vida. En realidad, Enrique se había adentrado tanto en su
existencia que ya formaba parte de ella y no podía concebir su vida sin él. La pérdida de su cariño
hubiera significado para ella la perdida de todo estimulo vital.

- Señorita Ugalde – le dijo una voz a su lado – ¿tiene Ud. lista la carta?

Eliana tuvo un sobresalto y se volvió, desconcertada. Detrás de ella estaba la elevada silueta de
su nuevo jefe, el señor Edmundo Urrutia, que la miraba inquisitivo a través de sus lentes con
marco dorado.

- No, aún no está lista, señor Urrutia, en un momento más se la llevo.

- Le preguntaba, señorita – contestó él con parsimonia – porque la veo muy distraída y esa
carta me urge.

- Estoy precisamente en eso – contestó ella – y se puso a teclear rápidamente en la


máquina, como deseando ganar el tiempo perdido.

En su nerviosidad, las letras se confundieron y cometió errores en las palabras de la carta. Por
suerte el señor Urrutia se había marchado con el paso tranquilo y suave.

Alicia

Alicia Breyle presintió casi desde un comienzo el peligro que amenazaba su casa. A pesar de su
juventud y sencillez y de la tranquilidad de su existencia, conocía demasiado el carácter y
costumbres de su marido para que pasaran inadvertidas las transformaciones que se

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manifestaban tanto en su espíritu, como en sus hábitos. Sin atreverse a expresarle sus dudas por
temor de ser injusta o por falta de decisión, se limitó en un principio a observarlo y, luego, a
medida que se confirmaban sus sospechas, a asediarlo con su presencia o con sus preguntas.
Continuamente, le pedía que la acompañara a hacer alguna diligencia o que la llevara al cine y,
por último, llegaba hasta su oficina en las tardes con pretexto de que volvía desde el dentista o
que andaba en algunos quehaceres. Enrique la recibía tratando de no dejar traslucir su
contrariedad o se escabullía temprano, cuando no podía eludir sus compromisos con Eliana. Con
todo esto, la vida de Enrique se había convertido en un continuo sobresalto que, si bien en un
principio le había entretenido, empezaba a fastidiarle seriamente.

- ¿Está mi marido? – preguntó Alicia una tarde que fue a la oficina de Enrique, tratando de
no rebelar en su voz la timidez que la cargaba.

- Acaba de salir, señora – le contestó el contador –hace precisamente un instante vino a


buscarlo un cliente para un asunto urgente.

El personal estaba adiestrado y parecía tener una secreta complacencia por las aventuras
de su jefe. Buscaban congraciarse con él y comprendían que gracias a estas diversiones se
suavizaba el trato de ellos.

- ¿Y no dejó dicho si volvía?

- No, señora, no dijo nada, pero si Ud. gusta pasar a esperarlo en su despacho... – y uniendo
la acción a la palabra – se adelantó a abrir la puerta de la oficina de Enrique.

- Bueno, gracias. Lo esperaré un momento. Si llama por teléfono, me hace el favor de


comunicarme con él.

- Perfectamente, señora – respondió el contador deferente, mientras entraba tras ella en


la sala contigua.

- Si la señora quiere entretenerse, aquí tiene los diarios de hoy.

- Gracias, no se moleste.

Cuando por fin quedó sola, se dejó caer en la silla que estaba en frente del escritorio de su marido.
Alicia sufría al tener que enfrentarse con el personal de la oficina que debía mirarla disimulada e
irónicamente. También sufría con la obsequiosidad que tenían para con ella, le parecía que esas
atenciones tenían algo de la amabilidad compasiva que se tiene hacia los enfermos.

Los minutos pasaban interminablemente en esa sala poco acogedora donde todo era de una
limpieza y brillo frío e impecable. El parqué del piso o el barniz de los muebles reflejaban en
múltiples facetas las luces que pendían del techo. Todo era duro y deshumanizado, las líneas
severas de los muebles, los estantes llenos de frascos etiquetados con diferentes muestras de
semillas, las mesas con cubiertas de cristal. El propio escritorio de Enrique, tallado en roble
americano de forma regular y con gruesas patas rectas, contenía encima papeles y facturas

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simétricamente ordenados. La sola nota personal era un elefante de marfil, la única superstición
que conocía de su marido. Le servía de pisapapeles y – según él – retenía los buenos negocios.

Alicia ojeaba una revista sin poder concentrarse en su lectura. ¿Dónde estará él en este
momento? ¿Con quién estará? ¿Habrá algo de verdad en esta salida con un cliente? ¿O será una
historia como siempre? ¿Qué mujer lo tiene trastornado? ¿Quién es esa víbora?

Alicia en sus diálogos interiores inculpaba a esa mujer cuya existencia suponía y que era la
culpable del alejamiento e indiferencia de su marido. En realidad – pensaba ella – no había otra
explicación para su extraña conducta en el último tiempo. A medida que pasaban los minutos en
la fría y hermética oficina de su marido, Alicia sentía crecer su amargura. No podía alejar sus
pensamientos de las dudas que acicateaban su dolor. Volvía a repetirse las mismas preguntas
que giraban en su mente con la persistencia de un insecto en torno de una llama, cuando fue
interrumpida por el empleado que le anunciaba:

- El caballero está en el teléfono. Voy a pasarle el llamado. Alicia, sin poder ocultar su
emoción y sobresalto, tomó el fono.

- Aló Enrique – su voz reflejaba alegría. En ese momento se olvidaba de todas sus penas
ante el agrado de escuchar a su marido – Sí, m’hijo, te estoy aguardando aquí.

- Siento no haber podido alcanzar a ir a la oficina esta tarde – dijo Enrique – sucede que
estoy muy ocupado redactando un contrato y no sé a qué hora me voy a desocupar – sus palabras
resonaban opacas, como si salieran con esfuerzo desde su garganta.

- Tú me dijiste que hoy esperabas desocuparte temprano.

- Y bien. ¿Qué quieres que le haga? ¿Como puedo adivinar los inconvenientes que se
pueden presentar a última hora? – su entonación se hacía áspera y desapacible.

- Dime hasta que hora te espero – preguntó Alicia con timidez.

- Ya es tarde. Son cerca de las seis. Creo que a esta hora no alcanzaremos a hacer nada. Es
mejor que vuelvas a casa y nos juntamos allá.

- Yo preferiría esperarte para que me llevaras en auto. Es tan difícil tomar un taxi a esta
hora.

- Pero, si te dije que no sé a qué hora podré estar libre.

- Podríamos juntarnos en el centro y yo aprovecho de hacer algunas compras – insistió


Alicia.

- ¡Que compras vas a hacer a esta hora! – exclamó Enrique con exasperación - ¡Y qué
manera de complicar las cosas! Si yo me atraso tendrás que esperar parada en una esquina.

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- No te alteres por tan poco, m’hijo. Por qué no me das tu teléfono y te llamo en un rato
más. Si estas libre, nos vamos juntos y si no, me voy sola sencillamente. – Alicia se esforzaba para
que su voz no revelara la angustia y desesperación que la agobiaba.

- ¿Para qué quieres mi teléfono? Mi cliente no tiene teléfono y he tenido que bajar a la
esquina para poder comunicarme con la oficina. Te digo que es mejor que me esperes en casa. -
Su tono era duro y categórico.

- Bueno, como tú quieras. Hasta luego, Enrique. No regreses muy tarde.

Sus últimas frases sonaron como un S.O.S. de su corazón que naufraga en su tristeza y en
la desesperación.

Enrique, por su parte, enjugó su frente. La docilidad y tristeza de su mujer le hacía más daño que
si le reprochara con violencia su conducta. No tenía un adversario ante quién descargar su ira o
con quién librar un combate y se encontraba revolviéndose solo en su propia inconsecuencia.

Colgó el teléfono y fue a reunirse con Eliana, que le esperaba en una mesa del restaurante donde
se encontraba ocupada en cortar en su plato un pedazo de pollo. Enrique se sentó, bebió un
sorbo de vino y contempló a Eliana sonriente. Su figura esbelta y bien proporcionada, su avidez
de joven que mastica y come con fruición. Todo en ella le daba una sensación de fuerza y juventud
que parecía transmitir hasta él su fluido vivificante. Tomó su tenedor y clavó una aceituna en su
plato. El vino bebido trajo a su boca un reflujo de acidez y le hizo dejar el servicio con un gesto
de lasitud. Llamó al mozo y cuando este vino, pidió un poco de bicarbonato.

- ¿Qué te pasa querido, te sientes mal? – inquirió Eliana al dejar de comer.

- Sí, desde hace días estoy con dolor al estómago.

- ¿No has ido al médico?

- Si, olvidé contarte que estuve anteayer donde un médico amigo, quién me dijo que
necesitaba hacerme un examen de jugo gástrico, pero es tan desagradable que prefiero esperar
a que me sane sólo, o que reviente.

- No digas tonteras – replicó ella y casi sin transición, añadió – Sabes que estaba pensando
en un paseo estupendo para el próximo domingo. ¿Tendrías tiempo el domingo para que
salgamos juntos o vas a decirme, como de costumbre, que tienes citado al contador a tu casa?

El rostro de Enrique se ensombreció.

- Falta tanto para el domingo que prefiero que programemos eso más adelante. ¿Dónde
querías ir?

- A Las Vertientes, junto al río Maipo. Dicen que es un lugar encantador y yo no he estado
nunca allí, estoy loca por conocerlo.

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Alicia regresó a su casa balanceándose en la plataforma de un tranvía, colgada de un pasamanos
y equilibrándose entre los movimientos del vehículo y los estrellones de los otros pasajeros. Las
incomodidades del viaje no alcanzaron, sin embargo, a afectarla, porque su mente parecía estar
ausente de su cuerpo. Tal era la intensidad de sus pensamientos. Sin duda que en este momento
Enrique debe estar con ella, pensaba. Estábamos demasiado bien. Tenía que suceder algo que
viniera a enturbiar tanta felicidad. La vida exige compensaciones. Menos mal que la desgracia no
cayó sobre mis hijas. Pero, las pobrecitas ya casi no tienen a su papá. Esto no puede seguir así.
Tendré que defenderme. Quizás sea mejor que me vaya con ellas a casa de un pariente. Mi tía
Eloisa puede recibirnos. Ella ha sido siempre tan buena conmigo. Una madre, una verdadera
madre – Y sus ojos se llenaron de lágrimas – No, no debo abandonar la casa, recapacitó. Es
necesario que me defienda y no me deje robar lo mío, ni perder el padre de mis hijas. Es necesario
que alguien me aconseje, alguien tiene que ayudarme. ¡Y quien puede ser, Dios mío! Mañana iré
a confesarme y le preguntaré al sacerdote que me diga que puedo hacer en este caso. Con esa
idea se sintió reconfortada por un momento.

Cuando Alicia llegó a casa, encontró un recado de su marido, que avisaba que no iba a poder
llegar esa noche a comer en casa. Al recibir estas noticias, Alicia fue a su cuarto donde se
desplomó en un sillón, ensimismada en sus pensamientos. Luchar, pensó, ¿para qué? ¿A que
conduciría todo aquello? Con un carácter como el de Enrique, solo lograría que se empecinara
en sus deseos y que perdiera hasta el pudor con que ocultaba, hasta ahora, sus desarreglos.
Nunca podré luchar contra él. Sólo me cabe rezar y esperar que Dios me lo devuelva.

Desde el interior de la casa, llegó el lamento de un niño. Alicia reconoció en los sollozos a Clarita.
Se levantó aún media sonámbula, como movida por oculta fuerza interior, y se encaminó hacia
el interior de la casa, guiada por la voz de su niña. Al abrir la puerta del cuarto de costuras, se
encontró ante la menor de sus hijas sentada en el suelo y bañada en llanto, mientras la niñera de
pie en frente al closet doblaba y guardaba ropa tranquilamente.

- ¿Qué le pasa a la niña? – preguntó Alicia alarmada mientras se inclinaba a levantarla.

- ¡La nana me pego! – exclamó ésta en un acceso de lágrimas.

- No mienta Clarita – respondió la empleada, sin volverse, mientras continuaba en su tarea


y luego, como hablando consigo misma y a guisa de explicación dijo.

- Se pone a llorar porque no la dejo jugar con la ropa y botarla al suelo.

- No hay para que tratar mal a la niña – dijo Alicia con severa calma mientras acariciaba a
su hija sentada en su falda.

- Si la dejo hacer lo que se le ocurre, Ud. me reclama porque la casa anda patas para arriba.
¡No hay como entender!

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Alicia sintió que toda su naturaleza se sublevaba por dentro y quiso gritarle algo, pero su ímpetu
se disolvió ante el temor de quedar sin criada, sobre todo ahora, en medio de tantos afanes.

- No es necesario que se enoje con ellas – se contentó con decir y sin transición, cambió de
tema.

- ¿Le dieron de comer a las niñitas?

- No, no han comido todavía – contestó la niñera con terquedad.

- ¿Y por qué, tan tarde, no les has servido todavía y no las has acostado?

- Porque cuando las llamo a comer no me obedecen.

Alicia hizo acopio de toda su paciencia y estoicismo; se levantó y salió del cuarto llevando a su
hija de la mano. Sintió que, si permanecía un momento más ahí, terminaría por reñir o despedir
a la empleada. Cuando esta se ponía terca, prefería prescindir de ella y hacer las cosas
personalmente.

Eliana

Cuando Eliana regresó esa misma noche a su casa, después de separarse de Enrique, encontró a
su madre ya en cama.

- ¿Por qué tan tarde? – preguntó ella con un dejo de apatía. Su pregunta obedecía más a
una formalidad que a un verdadero interés. Desde hacía un tiempo, doña Carmen agobiada por
sus afanes y trajines no se ocupaba sino ocasionalmente de su hija y solo como para justificar
ante su conciencia que era su madre y debía controlar su vida.

- Le avisé a Rosario que comía en casa de Teruca. ¿No te dijo nada?

- Sí, pero estas no son horas de volver; son cerca de las doce.

- Fuimos al cine después de cenar – Eliana se había acostumbrado a mentirle a su madre


con naturalidad y sin escrúpulos.

- ¡Muy bonito! Divirtiéndote en estos momentos.

- ¿Qué quieres decirme con eso?

- Me parece una inconsistencia tuya que en las circunstancias actuales te dediques a pasear
y no pienses en la gravedad de los momentos que atravesamos.

- ¿Pero, a que te refieres? Tú me hablas tan poco de tus cosas que yo no estoy nunca
informada.

- Me parece que estabas presente el día del embargo.

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- Claro. ¿Y que hay con eso? Supongo que ese asunto lo habrás arreglado.

- ¡Arreglado! ¿Arreglado con qué? – explotó doña Carmen con voz ronca, mientras se
enderezaba en su cama, como si quisiera fulminar a Eliana con su mirada. Parecía próxima a una
crisis de histeria o de locura. Sus ojos brillantes exorbitados y extraviados, como si los animara
un destello de _____. Sus palabras brotaban a borbotones.

- ¡Es fácil hablar! ¿Qué cuesta arreglarlo todo?

- ¿Y el dinero? ¿Dónde está el dinero? ¿Tú me vas a dar el dinero? ¡Tú lo vas a arreglar
todo!

Doña Carmen ya no hablaba, sino que gritaba frenéticamente, mientras le tiritaba su


mandíbula, en medio de una crisis nerviosa.

- ¡Mamá! ¿Qué te pasa? ¿Por qué te enojas conmigo? Si yo no sé nada y no entiendo nada,
mamá.

Ante la aflicción de Eliana, doña Carmen pareció apaciguarse, y se desplomó entre sus almohadas
con un gesto hosco de animal hostigado y enfermo. Eliana se acercó y la contempló con piedad
y sorpresa; recién había notado cuanto había envejecido en los últimos meses. Su rostro parecía
cubierto de pequeñas arrugas y su pelo había encanecido y perdido su brillo. Con la cabeza caída
hacia adelante y apoyada en el pecho, tenía un aspecto impresionante. Los extremos de su boca
caían en un gesto de amargura que recalcaban las profundas arrugas que se extendían desde las
comisuras de sus labios hasta las aletas de su nariz. Había adelgazado mucho y sus facciones
agudizadas le daban un aspecto cadavérico que acentuaba el color amarillo terroso de su piel.

Eliana se sentó en el borde del lecho y condolida tomó una de las manos de su madre. Una
especie de sopor había sucedido a la agitación febril de hace un momento. A través de sus
párpados entrecerrados no se podía distinguir claramente su mirada. De pronto su boca se animó
y habló pausadamente, con voz monocorde y sin alientos:

- Estamos a pocos días del remate de nuestros muebles y de nuestra propiedad... Los avisos
saldrán en los diarios desde mañana... Tenemos que pensar en hacer lago… Buscar donde ir... La
parcela tal vez, mientras sea nuestra.

Nunca Eliana había visto a su madre tan débil, desamparada y pesimista. Ella en cambio se sentía
fuerte y osada. El recuerdo de Enrique parecía fortalecerla en las situaciones adversas.

- No quiero molestarte, mamá, pero perdóname que te pregunte, ¿no hay ningún remedio
para esto?

- Si, dinero, doscientos mil pesos, u ochenta mil para abonar... siempre que acepten un
abono... dinero que no hay... que no tengo... fuera de eso, no queda más camino que partir...
irnos...

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- ¿Y mi empleo? – musitó Eliana, como hablando consigo misma.

- Tendrás que dejarlo. Si nos vamos al campo, te ocuparás de otras cosas. Puedes criar aves
o cultivar flores. Hay gente que gana mucha plata en eso.

Eliana pensó con sobresalto en que tendría que separarse de Enrique y vió en ello la
mayor catástrofe que le produciría la quiebra.

- Esa clase de trabajos no me gustan – protestó con aire de niña taimada – no quiero
tampoco irme a enterrar viva en el campo.

- No pretenderás que te deje vivir sola en Santiago, en algún hotel.

La conversación parecía distraer a doña Carmen de sus preocupaciones y sacarla de la postración


en que se hallaba. Eliana comprendió, sin embargo, que no convenía encender nuevamente la
discordia y empezó a hablar con suavidad y cautela.

- No, no se trata de hacer eso, mamá, podría tomar pensión en casa de algún pariente.

- Los parientes – exclamó doña Carmen, haciendo con la boca una mueca despectiva – los
parientes...

- O alguna amiga...

- Bastante libertad te has tomado ya. Han llegado algunas habladurías hasta mí. Tendré
que estudiarlo muy bien antes de decidir algo.

Eliana comprendió que su madre, por último, no tendría tiempo para pensar más en esto y que
no tomaría tampoco ninguna determinación. Habría que presentarle las soluciones hechas y ella
terminaría, como siempre, por aceptarlas.

- Está bien, mamá – dijo sin ninguna convicción y se levantó para ir a su cuarto. Al momento
de entrar recordó que la cerca estaba sin llave.

- ¿Sabes donde habrá dejado el candado la Rosario?

- Debe estar en la consola.

Eliana fue a buscarlo y lo encontró precisamente allí. Al cruzar el jardín, para ir a poner la llave,
la gravilla crujía bajo sus pies, mientras las estrellas titilaban sobre su cabeza. Las sombras que
envolvían los prados creaban entre los arbustos extrañas fantasmagorías y poblaba el lugar de
misterio. El aire húmedo y fresco de la noche, que trascendía el perfume de lilas, inundó a Eliana
de paz y amor a la vida. Junto a la reja, los eslabones de la cadena resonaron al envolver el marco
de hierro de la puerta y el candado, al cerrarlo, sonó como un gatillo. Todos los ruidos, aún los
más leves, adquirían en medio de aquel silencio nocturno una profunda e insospechada
serenidad.

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Eliana regresó a su cuarto y empezó a desvestirse. La ropa iba quedando doblada sobre una silla
y, poco a poco, iba emergiendo su forma, primero sus hombros redondeados y sus piernas bien
torneadas, luego su torso con la castidad de un desnudo. Eliana miró, con cierto pudor, reflejarse
su forma en el espejo de su cuarto y sojuzgó sus atractivos femeninos. Creyó notar con temor
que las líneas de su busto perdían la tensión y firmeza de su adolescencia y en un gesto
incontenible alzó sus brazos y cruzó las manos sobre la nuca. Sus formas erguidas y duras se
expandieron con todo el vigor de la juventud.

Habían mudado la ropa de cama y Eliana experimentó una sensación especial al introducirse
entre las sábanas albas, lisas y frescas. Tomó de su mesa de noche un espejo y un pote de crema
de limpieza y con todo cuidado, empezó a embadurnarse el rostro. Cuando terminó su tarea, se
recostó a esperar que la crema obrara su efecto. Desde el cuarto vecino, llegaba hasta ella el
ruido del rítmico respirar de su madre. Un tranvía pasó con todo el estrépito de sus hierros por
la calle. Luego, oyó el pito agudo y prolongado de la guardia civil que pasaba veloz en su ronda
nocturna.

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TERCERA PARTE
Al salir Jorge esa tarde del Banco Hipotecario, con un cheque de $253.500 dentro de su billetera
enfundada en el bolsillo interior de su chaqueta, le pareció ver un aspecto diferente en las calles
y la gente. Sus propios pasos eran más ágiles y elásticos, como si las baldosas lo impulsaran en su
marcha. Colmado de emociones y vacío de ideas caminaba ansioso de encontrar un amigo con
quien festejar el acontecimiento y expandir su corazón. Cuando consiguió que le entregaran el
cheque de su desahucio esa tarde, en el banco ya se habían ido, por desgracia, los colegas de su
oficina. Pensó que podrían estar en el bar Monserrat y encaminó hacia allá sus pasos.

Durante el camino meditaba: Mañana, a primera hora, abriré una cuenta en la Caja de Ahorros.
Podría haberlo hecho hoy. Si no me hubiese demorado tanto en sacar la firma del cheque, ahora
estaría en condiciones de comprar algo. En cambio, andaba con el cheque y no podía gastar un
peso más de los cien pesos que tenía en su bolsillo. ¿Quién me iría a cambiar este cheque ahora?
Podría llevárselo a don Rogelio y preguntarle por broma para ver qué cara pone. Aunque, tal vez,
es mejor no lucirlo, si no quiero que después me vuelvan loco pidiéndome plata prestada. Este
dinero es para el negocio. Solo quiero comprarme lo más indispensable y darme algún gusto,
convidar unos amigos. También, tengo que llevarle algún regalo a las tías.

Cuando llegó al Monserrat, empujó la puerta de batientes y miró al interior. Algunos clientes
estaban ocupados y arrimados al mesón del bar. No reconoció entre ellos a ningún conocido y
salió para continuar su marcha un poco decepcionado de no encontrar a nadie con quien
compartir las emociones que difícilmente contenía en su pecho.

La posesión de tanto dinero le daba una sensación nueva de fuerza, seguridad y confianza en el
porvenir, junto con un sentimiento de liberación e independencia total. Ya no tendría que volver
nunca más a encerrarse en las oficinas del banco ni sujetarse a su pesada disciplina de horarios y
reglamentos. ¡Se acabaron las calificaciones y la servidumbre! La vida se ofrecía, en cambio,
inédita ante él, como un mar inexplorado en el cual iba a zambullirse.

Quizás sea más conveniente que vaya hoy mismo donde mi socio – pensó – hace tantos días que
le estaba anunciando la recepción del dinero. No debo dejar que se malogre la ocasión de
empezar a trabajar desde ya. Movido por esta súbita idea, fue hasta la calle Bandera y tomó un
bus en dirección de Vivaceta.

Mario Erlanger, el futuro socio de Jorge, vivía en esa zona de la capital, en una de esas casitas de
un piso, sin pretensiones arquitectónicas y de fachada corriente y simétrica, donde el estuco
colorado ocultaba el muro de adobe. En el interior, las piezas estaban dispuestas en torno de un
patio rectangular, cuya mitad anterior había sido modernizado y transformado en vestíbulos
mediante una galería de vidrios. Allí hicieron pasar a Jorge, quien tomó asiento en unos de los
sillones voluminosos y sin estilo que adornaban la sala. Mientras esperaba a Erlanger, Jorge se
entretuvo en repasar con la vista los retratos de familia que se acumulaban sobre las mesas y
consolas.

- Hola, como te va – dijo Erlanger al entrar, con su acostumbrada indiferencia.

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- Salud y albricias – exclamo Jorge –¡salió la plata!

- Ya tiempo era. ¿Cuánto sacaste al fin de cuentas?

- Doscientos cincuenta y tres mil quinientos pesos, exactamente – dijo Jorge sacando y
exhibiendo su cheque, con orgullo.

Erlanger pareció no darle importancia a la noticia y miró desde lejos al cheque que Jorge
hizo amago de extenderle para que lo admirara. Se sentó y encendió un cigarrillo.

- Mañana entonces podemos ir a dar el pie por el camión. Yo he estado sujetando a la firma
para que me reservaran la preferencia.

- ¿Te han dado seguridades de cuando llegan?

- No tienen certeza absoluta de la fecha de embarque, pero calculan tenerlos aquí en unos
sesenta días más.

- ¿Y cuál será el precio?

- Cien mil pesos, más o menos, puesto en Valparaíso.

- ¿De ahí podemos traerlo por tierra?

- Indudablemente.

- ¿Y cuál es la forma de pago?

- La tercera parte al contado, otro tercio cuando lleguen los documentos de embarque y el
resto a la entrega de la máquina. Sobre este saldo pueden otorgarnos facilidades.

- Bueno, ahora que está listo el dinero, tu dirás cuándo vamos a cerrar el negocio – dijo
Jorge.

- El lunes, sin falta.

- ¿Dónde y a qué hora nos juntamos?

- Conviene ir temprano cuando haya poco público. Juntémonos a las nueve en la misma
casa importadora.

- Prefiero un poco más tarde. Tengo que ir primero a abrir una cuenta en un banco para
depositar el cheque.

- Entonces no hay que pensar en vernos ese día. La mañana la vas a pasar en el banco y,
por mi parte, yo tengo la tarde ocupada. Lo dejamos entonces para el martes. ¿En qué banco
piensas abrir cuenta?

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- En el Nacional.

- Si, está bien. Es un banco bastante comercial que concede fácilmente crédito. ¿Tienes
alguien que te presente?

- Si, un compañero de oficina tiene cuenta allí y ya lo tengo hablado. Dejaremos entonces
nuestra diligencia para el martes a la misma hora.

- Conforme. ¿Y qué hay de los contratos de fletes?

- No te preocupes. Están asegurados. Por falta de trabajo no nos vamos a quedar.

- ¿Tienes que hacer algo esta tarde? ¿No me acompañas a festejar la iniciación de nuestras
actividades?

- Me vas a perdonar, pero, tengo citado a una persona a las seis.

- ¿Alguien importante?

- Tú sabes que no me gusta perder el tiempo. Se trata de un sujeto que anda detrás de
instalar una bodega de frutos del país y que podría combinarse con nuestro negocio de fletes.

- ¿En qué forma?

- Al visitar fundos durante los fletes, se nos van a presentar muchas oportunidades donde
aprovisionarnos de productos agrícolas a bajos precios. La misma clientela nos va a dar muchos
derroteros que podemos usar después en nuestro provecho.

- Me parece magnífico – replicó Jorge.

- Erlanger, halagado, sonrió levemente.

- Bueno, no te quito más tiempo – agregó Jorge levantándose – Quedamos el martes a las
nueve.

Se despidió de su futuro socio y regresó a casa temprano, sin haber logrado satisfacer sus deseos
de compartir con alguien el entusiasmo y el optimismo que rebosaban en su pecho. Este
contratiempo empañaba su alegría que había experimentado al ver cumplirse sus más caros
anhelos. La casa donde vivía Jorge pertenecía a la época en que los arquitectos no se
preocupaban mucho del sol y se contentaban con iluminar sus salas por medio de claraboyas de
vidrios colorados y resolvían sus problemas de distribución mediante sombríos corredores. No
obstante, esa residencia tenía algo de señorío con sus plafonieres de yeso y sus puertas de roble
americano con gruesas manillas de bronce. A la entrada, a ambos lados del vestíbulo, se abrían
dos puertas; a la izquierda el salón con muebles de felpa muy orlados y ribeteados, ornados con
cojines que bordaron algunas manos delicadas hace muchos años, y con jarrones dorados al
fuego. El salón estaba siempre con llave y sólo se abría para recibir las visitas de categoría o en

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las grandes festividades. A la derecha había una especie de sala de estar donde pasaban las tías
de Jorge la mayor parte del día, en verano junto a la ventana y en invierno en torno a un bracero.
Desde la ventana que daba a un pequeño balcón, se podía observar el movimiento de la calle. Tía
Angélica, a pesar de salir muy poco y no frecuentar el vecindario, era una verdadera gaceta de
los sucesos que ocurrían en el vecindario y que ella captaba a través de los postigos:

- ¡Que mujer más perversa! – exclamaba a veces mirando una vecina del frente – No bien
se va su marido al trabajo que ya salé en el auto de ese jovenzuelo.

- ¡Pobre doctor! – Si parece que no pudiera mover un brazo. Hace tres meses que no lavan
los vidrios y no ha podido colocar siquiera unos visillos en las ventanas desde que llegaron a esa
casa.

Otras veces exclamaba, mirando a Eufemia:

- ¡Ahí tienes lo que yo me esperaba! La Charito esta encinta, por mucho que trate de
disimularlo, no quedan dudas.

Y otras veces decía con aire condolido:

- Pobres niñas Fuentealba. Hace más de una semana que no van al colegio. Y no es porque
estén enfermas. No he visto entrar un médico en la casa. O las pobrecitas no tienen zapatos o
bien el padre no ha pagado la mensualidad al colegio.

Eufemia no encontraba bien eso de inmiscuirse en vidas ajenas, pero sus escrúpulos no le
impedían entretenerse con los chismes de su hermana y a veces hasta arriesgaba un inocente
comentario.

Cuando Jorge llegó esa tarde a casa, las dos estaban allí sentadas bajo los últimos resplandores
del atardecer. Jorge saludó a sus tías y les comunicó en forma displicente que había recibido el
valor del desahucio. Trataba de no darle mucha importancia a este asunto, que desde un
comienzo había provocado tanto revuelto y comentarios en esa casa.

La tía Angélica lo miró, torció la boca, meneó la cabeza y siguió tejiendo sin decir una palabra. Tía
Eufemia dejó caer sobre el regazo sus huesudas manos que hacían girar las cuentas del rosario y
luego sus labios y sus manos parecieron agitarse como si orara con más fervor.

Ese silencio era oprimente para Jorge. Era una especie de reproche mudo de esas dos mujeres
que constituían toda su familia y para quienes él no pasaba de ser un niño grande, extraño y
caprichoso.

Tía Angélica salió de su silencio para insinuar con ironía - Tu socio debe estar muy
contento de verte con dinero.

Ella detestaba al pelirrojo de Erlanger y aseguraba que no podía tener tanto éxito una
sociedad con un sujeto de tal categoría, cuyos ojos tenían un color gris acero.

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- Mi socio puede estar tan contento como yo – contestó Jorge con tono desafiante.

- Razón tiene para alegrarse mucho más. No todos los días se encuentra un joven amigo
con doscientos cincuenta mil pesos en la mano.

- Eso de “joven amigo” le cayó muy mal a Jorge y sonaba algo así como a joven incauto, y
lo hería profundamente en su orgullo.

- Al contrario, yo me alegro de encontrar una persona de experiencia con quién trabajar –


insistió él, conteniendo su cólera.

- Ojalá te alegres siempre de ello y no tengas en el futuro motivos de arrepentimiento.

Eufemia intervino con voz conciliadora.

- ¿No crees, Jorge, que sería más prudente poner ese dinero en propiedades? Estaría más
garantizado.

- ¿Llama Ud. a eso garantía? – dijo Jorge – Ud. no sabe lo que dice tía. El propietario de una
casa es actualmente menos dueño de ella que yo lo soy de la Plaza de Armas. Hoy día, con todas
las reglamentaciones legales, tener propiedades de renta es un soberano clavo.

Eufemia calló avergonzada ante el énfasis de la aseveración de su sobrino.

- La juventud todo lo sabe y la experiencia no se hereda – concluyó – sentenciosamente tía


Angélica.

Jorge comprendió que, si seguía discutiendo con sus tías, perdería la paciencia y se dejaría llevar
por la ira que le causaban sus expresiones.

- Voy a mi cuarto – agregó malhumorado – Me avisan cuando sirvan la comida.

Entró en su pieza con el corazón oprimido. En lugar de recibir aprobación y estímulo en sus
iniciativas, solo conseguía críticas, reproches y escepticismo. Tenía dinero, una pequeña fortuna
pare él y, sin embargo, se sentía más desgraciado que ayer. Estaba aislado con sus anhelos y
ambiciones y esta soledad era su mayor desdicha. Si alguien pudiera compartir sus sentimientos,
si tuviera una persona que lo acompañara en sus proyectos, alguien que lo sostuviera en los
momentos de dudas o abatimiento, alguien que le ofreciera un regazo acogedor en los
momentos de desdicha. Con un apoyo moral y espiritual semejante, podría desafiar al mundo,
burlarse de sus asechanzas y peligros, entonces sí que podría conquistarlo y ponerlo a los pies de
una mujer, porque la compañera de sus trabajos lógicamente debía ser una mujer. Y esa mujer
era sin duda una semblanza de una chiquilla con quien había jugueteado en los campos del sur,
una Eliana ideal, como él la había soñado siempre, depurada y estilizada, y no como se la había
mostrado la vida. Ahora, ella no era un ser inaccesible y sí una mujer sujeta a las mismas
debilidades y pasiones que dominan a los humanos. Su mirada vagaba por la habitación y se
detuvo sobre el retrato de sus padres que colgaba en la pared.

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El día convenido, Jorge salió muy temprano de la casa, sin poder contener la impaciencia que lo
dominaba por juntarse con Erlanger. Cuando llegó frente a la casa importadora, no eran aún las
nueve de la mañana. Las casas de comercio estaban cerradas y recién las calles empezaban a
llenarse de animación y de ruidos. Jorge compró un diario y se instaló en un banco de la Alameda
a leer las noticias del día. Un lustrabotas le ofreció limpiarle sus zapatos, y Jorge accedió con el
deseo de llenar con algo los momentos de espera. Dieron la nueve en el reloj de la iglesia San
Vicente de Paul sin que apareciera la figura de Erlanger en el horizonte. Jorge volvió a tomar el
diario y para matar el tiempo, empezó a leer los avisos. De súbito su vista se detuvo en unas
líneas mientras su corazón daba un vuelco. “Goldberg con Bernales” decía nítidamente el párrafo
inicial. Luego venía el texto de un aviso judicial. Leyó y releyó tratando de captar internamente
su contenido.

Una confusión de emociones rebulló en su pecho. Era piedad o alegría. Era tristeza o satisfacción
lo que agitaba en lo profundo de su alma. Lo único que dilucidaba en ese momento era la
paradoja de la vida. Mientras al pobre Jorge Vargas le sonreía el porvenir, se hundía la opulenta
y orgullosa familia de su prima Eliana. Poco a poco se fueron clarificando sus pensamientos y al
primer sentimiento de crueldad, sucedía uno de compasión y de impulso generoso. Pobre Eliana
y pobre tía Carmen. Es claro que esto tenía que suceder. Era lo que comentaba toda la familia.
No se puede vivir con rango si no se gana dinero para mantenerlo. Bien lo decía tía Angélica que
esa casa había andado mal desde que había fallecido su hermano. La pobre Carmen era una mala
cabeza.

La sorpresiva llegada de Erlanger vino a sacarlo de sus meditaciones.

- Vamos andando. Me atrasé un poco porque no podía hallar en que venirme.

- No te preocupes. Me entretuve leyendo el diario.

Juntos alcanzaron hasta la casa importadora, que ya había abierto sus puertas al público. Criadas
sacudían tapetes en los balcones, y los productores paraban con sus camiones cargados de
botellas de leche. La negociación de la compra del camión fue expedita. El jefe de ventas mandó
extender por uno de sus empleados un compromiso de pago. Jorge sacó a relucir su flamante
libreto de cheques y aguardó impaciente a que el empleado colocara varios calcos en el talonario
e hiciera las anotaciones correspondientes. Antes que este hubiera terminado, Jorge había
comenzado a llenar su cheque con prolijidad e imbuido de la importancia de ese acto.

Al salir a la calle, Jorge respiró profundamente. Estaba emocionado; debía, poco a poco,
acostumbrarse a una vida que exige determinarse continuamente y asumir constantes
responsabilidades. Desde el mundo de lo imaginativo, donde le agradaba refugiarse y en el cual
se desenvolvía fácilmente, estaba ahora obligado a descender al mundo de los hechos que
siempre contrarían los deseos y se presentan preñados de adversidades. Esta nueva orientación
de su vida debía afectar indirectamente a su organismo y le producía en él un constreñimiento
profundo y una oculta distensión nerviosa.

- Vamos a tomar un café – invitó Jorge a Erlanger, deseoso de distraerse.

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- Gracias, pero prefiero que me acompañes a ver una demolición que anuncian en el diario
– respondió Erlanger.

- ¿A ver qué demolición? ¿Y para qué?

- Supongo que vamos a tener un camión. Ya es hora de pensar donde guardarlo.

- Es cierto, pero podemos arrendar algo, llegado el momento.

- He averiguado los precios de los arriendos y resulta demasiado caro. Por un galpón
cualquiera piden mil a mil quinientos pesos mensuales.

- ¿Piensas entonces construir algo? ¿Y en que terreno vamos a edificar?

- Tengo visto un sitio que se prestaría perfectamente para nuestro negocio.

- ¡Pero tendríamos que comprarlo!

- Eso sería lo ideal, si tuviéramos dinero suficiente. Por ahora, pienso hacer un arriendo con
promesa de venta. Así podemos hacer mejorías sin cuidado y adquirirlo posteriormente, con las
utilidades del mismo negocio.

Jorge observó a su socio con atención y un poco de asombro. Era verdad que su manera de ser
no era muy simpática. Sin embargo, su inteligencia y su audacia lo conquistaban y hacían
agradable su compañía.

Esa tarde, cuando Jorge se separó de su socio, estaba cansado y sentía hambre. Entró a una
cafetería y pidió un café con leche y un sándwich de jamón con queso. Estaba cerca de la Estación
Central y el lugar era sórdido. Desde donde estaba sentado, Jorge alcanzaba a divisar la enorme
fachada de un hotel pintada azul, tiznada, cubierta de ventanas simétricas e iguales, los rayos del
sol poniente se quebraba en sus vidrios con rojos resplandores que ponían una nota extraña de
belleza y de vida en esa fachada anodina.

Frente al hotel una hilera de taxis aguardaba la llegada de los trenes. Después de comerse su
sándwich, Jorge sorbió el último trago de su café y salió a la calle. Sentía deseos de deambular
por las calles a esa hora del atardecer, cuando los focos encendían las luces y las sombras
empezaban a invadir la ciudad con una atmósfera propicia al amor y las aventuras. Siempre le
agradaba caminar a esa hora incierta, en que las calles palpitan de lascivia; le gustaba caminar a
la espera de algo que nunca sobrevenía y eso podía ser un encuentro o una sorpresa que depara
la vida al voltear una esquina. Marchaba así, acompañado de sus pensamientos que giraban en
torno de sus sueños y esperanzas, confundido en la penumbra y entre los transeúntes, hasta que
el cansancio lo hizo enderezar rumbo a su casa.

Aquel día, sus ideas no iban tras el amor, sino que brotaban con febrilidad en torno de los futuros
negocios. Así se veía, transportado a través de su imaginación, como dueño de una flota de
camiones que cruzaban el país de norte a sur y que el controlaba desde su escritorio donde

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sonaban alternativamente varios teléfonos y un tablero luminoso daba automáticamente y de
tiempo en tiempo, su ubicación exacta, mientras en la antesala crepitaban las máquinas de
escribir despachando las ordenes e instrucciones a todas las secciones de su empresa.

Esa tarde regresó a casa temprano, pues Erlanger lo había citado a buena hora el día siguiente.
Al regresar a su casa, sus tías estaban sentadas en la mesa y la criada había traído la sopa. Hacía
de criada una muchacha llamada Clarisa, que las tías habían sacado de un orfanato y tenían en
su casa por varios años. Tenía ella un aire de un animal espantado, con sus ojos muy abiertos y
saltones. Hablaba poco y medio entre dientes y andaba encogida, como que quisiera protegerse
con las espaldas de algún golpe inesperado. Las tías, sin embargo, la trataban bien y nunca la
maltrataban o abusaban de ella. Eran caritativas a su manera, pues nunca le faltaba la ropa ni la
comida; eso sí que no la dejaban salir sola a la calle, en parte para protegerla de las malas juntas,
pero especialmente para evitar los malos consejos de las otras empleadas del vecindario: la pobre
Clarisa ganaba solo doscientos cincuenta pesos mensuales y se llenaba el cuerpo con pan y puré
de papas. Cuando se ponía obstinada y terca, lo que solía suceder seguido, bastaba con
amenazarla de volverla al orfanato para que se doblegara enseguida. A pesar de su mísera
condición, Clarisa parecía querer a esta casa como si fuese la suya. Jorge contemplaba a esa pobre
muchacha y salía a su defensa cuantas veces podía, aunque bien sabía que era imposible
modificar el sistema semi feudal de sus tías.

En esta casa, se seguía comiendo mucho, como en los tiempos que Jorge tuvo con sus padres.
Había siempre sopa y dos platos, uno de los cuales era siempre de carne, luego un postre y las
aguas calientes. Jorge dejaba siempre la mitad de lo que se le servía, con la desesperación de sus
tías, que le auguraban serias enfermedades.

Jorge comió en silencio y se retiró a su cuarto al terminar la cena, donde se desveló bajo la
influencia de los acontecimientos del día. Estos habían excitado su mente hasta convertirla en un
caleidoscopio que giraba sin descanso.

Nuevos negocios

Pasó el tiempo y los negocios de la nueva sociedad marcharon bien. Se hizo una escritura
formalmente constituyendo la sociedad. Jorge aprendió innumerables cosas que no había
conocido ni en el colegio o dentro de las cuatro paredes de su oficina en el banco. Hizo muchos
cheques, firmó muchas letras, aprendió a estimar el valor de las cosas y del trabajo. Se
acostumbró a tratar con los conductores, los mayordomos, los obreros y los capataces. Supo
enfrentar a los gerentes de los bancos y los agentes de las firmas importadoras. Dominó, en fin,
el difícil arte de los negocios en el breve espacio de algunos meses y se sumergió en ese mundo
tan interesante para quienes estiman el dinero y tan insípido para aquellos que solo aman la vida.
Él supo dejar de lado su tendencia soñadora, para convertirse en un hombre de acción y llegó a
prohibirse la lectura por placer, a fines de concentrar toda su mente en esa lucha de cada día.

El trabajo era rudo. En las mañanas, Jorge se levantaba a las cinco y esperaba a que pasara a
buscarlo Erlanger con el camión. En las brumosas mañanas del otoño, atravesaban la ciudad
dormida y salían de Santiago para ir en busca de los fletes que tenían contratados. Cruzaban los

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caminos, con el pavimento aún humedecido por la neblina, a esa hora en que los rayos oblicuos
del sol naciente recién disipan la niebla. A los costados, se veía a los campesinos marchando
pausadamente a sus trabajos. El aire puro, fresco y trasparente azotaba los costados de la cabina
del camión hasta que lograba entrar en bocanas a la cabina, llenando los pulmones con su frescor
matinal y trayendo las fragancias del campo. Los postes desfilaban en veloz e inagotable sucesión,
como si quisieran marcar el ritmo con que la máquina se escabullía en pos de su ruta.

No siempre salían juntos Jorge y Erlanger. A menudo, se dividían el trabajo según las necesidades
del momento. A veces Jorge viajaba en la máquina, mientras Erlanger correteaba en los bancos.
Otras veces Erlanger hacía los fletes mientras su socio pasaba jornadas interminables esperando
las importaciones de neumáticos. Sin embargo, de vez en cuando, salían juntos, para no
desconectarse el uno del otro y estar en condiciones de reemplazarse en cualquier momento.
Jorge, poco a poco, había hecho su noviciado y ahora sabía cómo estibar el camión, disponiendo
de la carga de modo que quedara bien repartida y trabada, especialmente cuando transportaban
colizas fardos? de paja o pasto. Tal era ya su práctica que con una mirada podía calcular el número
de colizas o sacos que llevaba el camión, sin hacer un examen más prolijo de la carga. A veces los
viajes eran agotadores, especialmente cuando regresaban a Santiago hacia el mediodía, en su
primer viaje del día, bajo un sol que agobiaba con calor hasta los animales en los campos que
roturaban largos surcos, al lerdo paso de los bueyes.

El vehículo marchaba pesadamente caldeado por los rayos del sol con sus resortes distendidos
bajo el peso de su carga. El calor que irradiaba el motor hacía pesada la atmósfera. Las manos
sudorosas apretaban el volante mientras la vista enrojecida por el polvo y las sinuosidades de la
ruta hacían el viaje interminable.

Así transcurrían los días y las semanas, cargando y descargando el camión. Jorge veía a sus
peonetas sudorosos, levantando sacos de harina con mano segura y correr con ellos por tablones
cimbreantes para dejarlos caer pesadamente, formando rumas en las bodegas de los molinos.
Con sus pantalones de color indefinido, destrozados por el duro trabajo, ceñidos a las piernas y
arremangados sobre el tobillo, corrían incansables. Sus camisas toscas se pegaban, marcando sus
torsos anchos y fornidos. Sus rostros no reflejaban cansancio, bajo el esfuerzo se contraía la tez
morada y la mirada se hundía tomando el aspecto de efigies de otras edades, más que de
hombres del presente. De repente, entre ellos, estallaba un chiste y se reían a carcajadas. Por un
momento, los pulmones perdían su compás y luego seguía el ritmo del trabajo, en medio del
silencio.

Jorge admiraba a sus trabajadores. Eran para él ejemplares de la vieja raza, fuerte y aguerrida.
Los sabía inconstantes y ladinos, pero los excusaba como a niños grandes que no tuvieron otra
educación que la que recibieron en el azar de la vida. Erlanger le criticaba su excesiva afabilidad
con los trabajadores de ellos. Es necesario ser duro, si no se aprovechan, decía él. Es verdad,
pensaba Jorge, recordando malas pasadas, cargadores que se fueron debiendo dinero por
anticipos de sueldo recibidos. Sin embargo, a Jorge, su carácter no le permitía actuar con
severidad y seguía tratando con afabilidad a sus empleados.

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Jorge regresaba a su casa en las tardes fatigado y se tendía en su cama con los músculos
adoloridos por el constante traquetear por malos caminos. A esa hora en que la vida le daba
tregua y que su espíritu se evadía de la realidad, como el humo de la pipa, renacían sus viejos
sueños, sus más caras ilusiones. Flotaba entre ellos el recuerdo de esa mujer, como un resabio
amargo, como si su imaginación se complaciera en atormentarse con esa imagen dolorosa. Él no
la llamaba, ni esperaba nada de ella. Sin embargo, ella estaba siempre ahí, bella, sonriente,
enigmática, atormentándolo con su silenciosa presencia.

Fue con ocasión de un flete, que tuvo que hacer a La Florida, que Jorge debió pasar por varios
días frente de la casa de Eliana. No podía evitar dirigir sus miradas hacia ese lugar que le era tan
conocido, que había sido teatro de gratas y dolorosas emociones y hacia donde convergían tan a
menudo sus pensamientos. La casa cambiaba su faz según diversas horas del día y en cada pasada
Jorge tenía la impresión de captar una parte de la vida que se deslizaba en ella. En las mañanas
estaba adormecida con sus persianas cerradas y su jardín solitario. A mediodía, las ventanas se
abrían en un amplio bostezo y Rosario ya estaba allí en el jardín regando o trajinando entre las
flores. Era al atardecer cuando todo se hacía más bello, cuando brillaban las luces, a través de las
cortinas y una débil columna de humo revelaba el calor y la vida que se albergaba en ella. Jorge
pasaba lentamente atisbando a Eliana a través de las rejas, pero sin lograr nunca divisarla. Él
hubiera deseado no solo divisarla, sino que ella lo viera montado en su camión como un caballero
del presente, sin más blasones que la propiedad de su máquina y más títulos que su rostro curtido
y sus manos encallecidas en el volante.

Una tarde, como tantas otras cuando pasaba frente a ese rincón familiar, su mirada observó con
extrañeza dos grandes carteles que se destacaban en los pilares de la cerca. La curiosidad pudo
más que su fatiga. Aplicó los frenos y detuvo su camión casi en frente de la casa de su prima. Bajó
del vehículo con dificultades y se acercó a leer los letreros. Desde lejos alcanzó a distinguir los
titulares: “Remate Judicial” el viernes 15 de mayo. Más abajo seguían varios detalles que Jorge
no pudo captar demudado por la sorpresa. Es cierto que él estaba en conocimiento de las
dificultades económicas de su tía y que había leído esto mismo en la prensa, pero estaba tan
acostumbrado a los rumores y estaba tan habituado a que su tía Carmen saliera siempre
victoriosa de estos embrollos, que nunca creyó seriamente que las cosas llegaran a este punto.
Pasó fugaz por su mente la idea de llamar a la puerta y entrar a conversar con su tía. Recapacitó
en seguida, pensó que su visita podía ser inoportuna y desistió de la idea. Subió al camión y partió
sin poder coordinar sus pensamientos, ni determinar cuál debería ser su conducta en tales
circunstancias. La noticia lo afectaba como si se tratara de una desgracia que amenazaba su
dignidad y su proprio patrimonio.

Esa casa era el marco donde se había desarrollado parte de su vida, breves instantes, sean gratos
o dolorosos, pero estaban preñados de intensas emociones. En ese día, los avisos de remate
fueron como una lacra que amenazaba devorar sus recuerdos y sepultarlos en medio del oprobio
y de la ruina. Para su sensibilidad, embotada por el trabajo diario de su negocio, esos avisos
fueron una especie de claridad que despertó en él sus recuerdos y su vida sentimental con el
mismo vigor de antes. El escándalo y la ruina se cernían sobre la mujer que él amaba sin
confesarlo. En esos momentos, comprendió que era amor y no odio lo que sentía aún por ella y

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apreció la profundidad de sus sentimientos, que estallaban ante el peligro que amenazaba al ser
querido.

Por un instante se dejó arrastrar por su imaginación y se vió en el remate judicial subastando
personalmente la propiedad ante la puja de los demás postores y luego caminando hacía ella, en
compañía de su tía, para depositar las llaves en sus manos e irse luego en silencio ante sus
miradas de agradecimiento y asombro. Se esfumaron sus ingenuos pensamientos ante la idea del
dinero que se requería para salvar esa situación. Recordó que el mínimo que figuraba era de
ciento cincuenta mil pesos y a él solo le quedaban unos ochenta mil en su cuenta en el banco. No
podía soñar hacer gran cosa con esa cantidad, mayormente cuando necesitaba ese dinero para
su negocio. Su impotencia lo atormentó nuevamente. ¡Triunfar! ¡Tener dinero! ¡Ser poderoso
alguna vez para dominar el mundo entero! Abstraído en esos pensamientos, se vió ante la
realidad de un coche que se le cruzaba en su camino, y de un golpe de volante esquivó el bulto y
logró pasar rosando, pero enfrente se presentaba un poste del alumbrado. Con otro golpe de
volante consiguió esquivar este obstáculo, mientras el camión se bamboleaba hacia ambos lados,
como si quisiera volcarse. Jorge, guiado por sus reflejos, consiguió enderezarlo hasta que se
restableció su equilibrio y siguió su marcha inmutable. Pasada la primera impresión, sintió aún
su epidermis contraída por el terror. Atrás, los cargadores permanecieron en silencio.

- Pasó algo allá arriba – gritó Jorge con voz rauca, deseoso de oírse hablar.

- No, patrón, todos vivos todavía – contestó uno con voz firme.

El descalabro

Los acontecimientos se precipitaron y Eliana, juguete de ellos, observaba con espanto como todo
su mundo que creía sólido e inconmovible se desmoronaba y se derrumbaba, dejando el vacío
en torno de ella. Todo, su madre, su casa, sus amigos, y sus relaciones parecían tambalearse,
como entre las sombras de una pesadilla. La noticia de su descalabro económico había
trascendido más allá del círculo de la familia y había llegado hasta Enrique. Este guardó silencio
durante un tiempo, aparentando ignorar los acontecimientos. Eliana, a su vez, por orgullo evitó
hablar de este asunto. Sin embargo, un día aparecieron en la prensa los avisos del remate de la
propiedad y Eliana no pudo evitar traslucir su inquietud y amargura en su aspecto, en sus palabras
y en cada uno de sus gestos. Enrique comprendió que debía abordar ese aspecto íntimo de la
vida de Eliana que nunca habían tratado con franqueza, a pesar de la intimidad que existía entre
ellos.

Estaban sentados en un café en la calle Merced donde iban a menudo a sugerencia de Enrique,
pretextando que buscaba tranquilidad, cuando en realidad solo quería evitar exhibirse
demasiado en público con Eliana y exponerse a las habladurías.

- ¿Y qué dice tu madre a todo esto? – preguntó Enrique.

- Ahora casi no habla y yo no quiero preguntarle nada.

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- No puedes desentenderte de lo que pasa. Supongo que ella pensará hacer algo.

- No sé. Prefiero no hablar con ella. Menos de asuntos desagradables. Sobre todo, ahora
que está tan nerviosa y se altera por cualquier cosa.

- Pero, al fin y al cabo, se trata de tus intereses y no puedes permanecer impasible si tu


madre está en camino de perder tu fortuna.

- ¿Qué quieres que haga? ¿Crees que ganaría algo con disputarme con mi madre? ¿Como
podría evitar yo lo que pasa si no entiendo nada de sus negocios?

- El mal está precisamente en eso, en que no te hayas interiorizado a tiempo de lo que te


concierne.

- Mi madre no me tomó nunca en cuenta para nada.

- No debías dejar que te trate así. Todavía es tiempo de que le hables seriamente y le hagas
comprender que tienes derecho a participar en todas sus resoluciones.

- ¡Como se ve que no conoces a mi madre!

- ¿Quieres decir que es una persona que no entiende de razones? Es cuestión de hacerle
entender razones.

- Es muy voluntariosa e independiente para que pueda escuchar opiniones o consejos por
muy bien intencionados que sean. Puedes hablarle hasta el cansancio. Te encontrará toda la
razón, pero a último momento, hará lo que le parece mejor o lo que se le ocurra en ese instante.

- De manera que vas a tener que presenciar tu ruina sin intentar un último esfuerzo para
imponerte a las inconsecuencias de tu madre.

- Para mí, este es un caso sin remedio. Que ella haga lo que se le ocurra. Lo único que le
pido yo, es que no se mezcle en mi vida, que no pretenda dirigirla a su antojo y que me deje obrar
libremente en todo lo que me concierne. Yo quiero resolver mi destino.

Enrique calló un momento. Vió en ese breve instante a una Eliana empequeñecida y reflejando
la misma mentalidad de su madre que criticaba tan apremiantemente.

- Cuando te veas despojada de tus bienes, perderás también la independencia que ahora
gozas.

Eliana hizo una mueca de desprecio.

- Necesito muy poco para vivir y me basta con mi trabajo. El porvenir me tiene sin cuidado.

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En el fondo de sí misma, ella sabía que esas palabras no eran sinceras, sino reflejo de su orgullo.
Hubiera deseado una palabra reconfortante o de consuelo en vez de la actitud severa y
sentenciosa que adoptaba Enrique.

Se sucedió un nuevo silencio embarazoso. Enrique sorbió un trago de café y miró a Eliana
decepcionado. Le parecía vana y estúpida. No podía comprender su desinterés por el dinero y
esa actitud equívoca en que junto a su aparente inquietud mostraba a la vez indiferencia.

Esa tarde se separaron con una frialdad que se traslucía en los mismos términos afectuosos de
costumbre. Eliana vio en ello un poco de cobardía del hombre a quién ella sobrestimaba tanto,
cobardía de tener que afrontar responsabilidades o temor de que recurriera a su ayuda.

Mas sola y triste que nunca, entró Eliana aquella tarde a su casa. Ahora que debía perderla,
apreciaba más el cálido confort que trascendía de ella. Cada objeto parecía adquirir más realidad,
más personalidad, ya que en torno de ellos se agolpaban los recuerdos, envolviéndolos en un
hálito de sugerencias familiares que le daban un aire de humana serenidad.

La debacle final

A medida que se complicaban los negocios de doña Carmen, que se agotaban sus fuentes de
recursos y se cerraban todas las posibles escapatorias para la debacle final, ella corría y se agitaba
con la desesperación de un animal acosado. Después de que la protesta de una letra le cerró el
crédito bancario y de que fracasó en su intento de obtener nuevos préstamos hipotecarios para
sustituir los existentes, había tratado de precipitar la venta de cualquiera de sus propiedades. El
destino le era francamente adverso. Ella que siempre ante las proposiciones de compra había
respondido con nuevas alzas de precio, que habían alejado a los interesados, se veía ahora
buscando que alguien se interesara por sus propiedades. Muchas personas le habían hecho
perder el tiempo, pero nadie había formalizado una oferta. Algunos pretendían comprar por
intermedio de una caja de previsión y otros, informados de la víspera de un remate, se habían
retraído esperando posiblemente poder obtener la propiedad en mejores condiciones, si
concurrían a él.

Las preocupaciones que le causaba buscar los medios de evitar el remate le impedían siquiera
preocuparse de cobrar las rentas de sus propiedades o vigilar la parcela que marchaba sobre la
voluntad de sus inquilinos. Ya se encontraba sin dinero para atender a sus necesidades más
apremiantes. Después que el juego de las letras fracasó, poco a poco cayó en el peligroso juego
de cheques sin fondo. El dueño del almacén, el dueño de la farmacia, el dueño del teatro de su
barrio, todos eran buenas personas para cambiar un cheque. Esos cubrían otros que se
cambiaron el día anterior y así se agotaba en una carrera incesante en torno a la ventanilla del
banco, cuyo desenlace ella misma no se atrevía a prever. No faltó quién le diera la dirección de
un usurero que cambiaba cheques al quince por ciento mensual y allá llegó doña Carmen
sonriente. Después de obtener siete mil pesos en cambio de un cheque que tenía que cubrir en
treinta días por la suma de ocho mil pesos, salió agradecida del favor que le habían hecho.

101
Con su traje ajado en tantos trajines, sus botines desgastados, su sombrero apachurrado, sus
canas al viento, caminaba por el centro estrechando contra su pecho una cartera negra ajada,
llena de papeles que se entremezclaban con sus polvos, el rouge, y las letras de cambio.

Iba ese día cansada y sin esperanzas. Se sentía víctima de un amargo destino. Ella no tenía a quién
culpar ni reprochar por su situación. En realidad, su inteligencia tan clara en el detalle no podía
captar lo que pasaba ni tampoco por qué se desmoronaba su mundo. Ella no tenía vicios ni era
dispendiosa. Era verdad que le gustaba comprar muchas pequeñas cosas, pero eso no justificaba
su actual desamparo. Sin duda eran circunstancias adversas que la precipitaban a la ruina. Quizás
si sus parientes hubieran querido ayudarla. Ese era su único rencor. La indiferencia de todos ante
su próximo desastre. Pasaba por frente a la iglesia de San Agustín en calle Estado y un impulso la
hizo entrar. Reinaba allí una atmósfera fresca de silencio y de paz que contrastaba grandemente
con la agitación y el bullicio exterior. Se sentó en uno de los grandes bancos frente al altar
profundamente adornado donde resplandecía la Virgen María. Doña Carmen la miro en silencio,
oró y pidió que le hiciera un milagro que le procurara la plata para salvar su casa. Le ofreció al
Señor una misa. Destinaría un dos por ciento de esa suma a las obras que se hacen en nombre
de Dios. Se persignó y salió un poco más tranquila, con la vaga sensación de haber hecho una
transacción beneficiosa.

Pasaron varios días más sin que los cielos se acordaran de esa pobre criatura que se debatía en
medio de los afanes del dinero que, aunque mezquino, era la base de su vida y de su bienestar
material. Se acercaba fatalmente el plazo para el remate y todas las diligencias judiciales se
cumplían con la ciega rutina de rigor, acercándose cada momento más a la hora decisiva.

Doña Carmen, como en su último empuje, hizo algunas gestiones desesperadas ante antiguos
amigos de la familia, viejos amigos de su marido, que solo tuvieron para ella palabras de
conmiseración. Gestiones estúpidas quizás, pero le permitieron guardar la ilusión y la esperanza
hasta el último momento.

Rosario

Era el 13 de mayo en el calendario, y para los extraños y transeúntes, la casa de la calle Dúble
Almeyda seguía igual. Solo había de nuevo dos avisos de remate judicial, adheridos a su cerco,
pero para aquellos que vivían dentro de sus muros, parecía que las viejas maderas crujían de
dolor y que su estructura se contraía ante la tormenta que se avecinaba sobre ella y que vendría
a taladrar y dispersar sus entrañas. Todos los muebles parecían aún mantener su solidez trágica
e impotente.

El único ser que aparentaba ignorar todas las angustias era Rosario, ella pasaba el tiempo en el
fondo del jardín. Regaba las plantas ese día como hacía de costumbre, veía con agrado como el
agua se extendía sobre la tierra lentamente, bordeando los obstáculos y escurriéndose por las
pequeñas depresiones del terreno para luego ascender y sobrepasarlo. Le daba la sensación de
que ella se refrescaba a medida que mojaba la tierra y, en realidad, su alma bebía al par que las
plantas el líquido vivificante.

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Rosario regaba con atención, velando que llegara el agua a todos los árboles, hasta el ciruelo que
estaba en ese rincón un poco escarpado, y sin olvidarse tampoco de echarle baldes de agua al
matico que estaba en un cajón, a guisa de masetero. Desde hacía tiempo tenía pensado
trasplantarlo, pero cada día tenía otros quehaceres más urgentes. Ese matico había que cuidarlo.
Bien sabía ella lo bueno que era su infusión cuando a doña Carmen le daban esos ataques al
hígado. Rosario regaba y cuidaba el jardín como si ella fuera a permanecer en ese lugar
eternamente. Sabía, no obstante, que en dos días más la casa saldría a remate y que vendría
nueva gente que no cuidaría, tal vez, esas plantas con tanto cariño. Es cierto que ella podría
llevarse su matico; ahora se alegraba de no haberlo trasplantado, pero ¿qué sería de esos pobres
árboles, de esas flores y de esa enredadera de la pluma tan deliciosa? ¿Quién sabría regarlos a
tiempo, quitarle sus secos y apuntalarlos en los veranos cuando sus ramas se doblan cargadas de
frutas? Su inteligencia no pretendía comprender las causas que le obligaban partir de allí.

Ella vislumbraba que eso tenía que pasar porque en esa casa no había un hombre para
protegerlas. Era pues natural todo lo que ocurría. Ella no pensaba siquiera rebelarse contra ese
destino. Sentía no poder llevarse todas las plantas que a través de los años había poblado ese
jardín. Algunas eran regalos de sus amistades y otras conseguidas en el vecindario. Cada una daba
una flor o tenía una virtud. Ahora quedarían entregadas al cuidado de cualquier ignorante o
expuestas a que las destrozara alguna mano despiadada, o que las quemara el tórrido sol del
verano. Sin embargo, había que regarlas porque estaban un poco secas y había que apagar su
sed, sin pensar en el mañana.

Al levantar la vista del suelo, vio las gallinas que picoteaban y los patos que nadaban felices en la
acequia. Pensó que no le había preguntado a la señora Carmen si las aves iban a entrar en el
remate, pero, sea como fuere, estaba bien resuelta a llevárselas todas. Claro que no sería fácil,
sobre todo esas gallinas que estaban empollando. Recordó que la patrona se quejaba de que
nunca podía comerse ninguna de esas gallinas, a pesar de que iban poniéndose viejas, pero bien
se veía que no era doña Carmen quien se encargaba de cuidarlas. Ella, en cambio, sabía sus
nombres y las llamaba por ellos cuando les tiraba el maíz por la mañana. Ella les conocía sus
costumbres; quería mucho a la castellana que andaba siempre medio rengueando y también
tenía afecto por esa Leghorn que picoteaba a las otras. Era difícil ser amiga de todas ellas y un
buen día pescar una y torcerle el cuello para echarla a la olla. Ahora había que pensar en
conseguirse unas jaulas o canastos donde embalar las gallinas y los patos. Sin duda, la señora los
mandaría a la parcela y ellas se irían a cuidarlas. Mientras miraba a su pequeño mundo con un
poco de tristeza, el agua se extendía por todo el jardín embebiendo el suelo con burbujas, como
un suspiro que canta de alegría.

El remate

Días antes del remate, Eliana empaquetó su ropa y todos sus enseres y los despachó a casa de su
tía Alfonsina, donde había ido a acogerse su madre. A medida que se acercaba el día decisivo, se
iba acostumbrando a su desgracia y descubría en su corazón una capacidad insospechada de
resistencia ante el dolor y se manifestaba en ella una insensibilidad creciente frente a los golpes
adversos de la vida.

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Doña Carmen había sacado todas las cosas que había podido y las había enviado a la parcela en
Paine. Cansada del esfuerzo y de las emociones, había huido por fin a la cama, en casa de su
hermana Alfonsina, víctima de una crisis hepática que la dejó convertida en un cuerpo inerte y
doloroso.

En la víspera del remate judicial, la casa abandonada se sumió entre las sombras de la noche,
hermética y oscura, silenciosas; sus salas aquel día quedaron frías. Al ausentarse sus moradores
y extinguirse todas las luces y todos los fuegos del hogar, parecía que había cesado de latir su
corazón y que la casa, rodeada de su umbrío jardín, yacía muerta.

Eliana vagaba sin guía y sin control. Había pedido permiso por algunos días en su trabajo y
rehusaba verse con nadie, ni siquiera quería encontrase con Enrique. Cualquier sentimiento de
conmiseración en lugar de aliviar su congoja la hubiese mortificado más. Su orgullo herido
necesitaba reposar en la soledad y buscaba alejarse de ese ambiente de tristeza y depresión que
la envolvía. En la tarde de la víspera, se apoderó de ella un verdadero deseo de evasión y quiso
huir de Santiago. Telefoneó a casa de su tía Alfonsina, avisando que se alojaría en casa de su
amiga Julia. En lugar de esto, se embarcó en el tren de las doce del día que salía en dirección a
Viña del Mar. Iba sola y sin más bagaje que una pequeña valija con lo más indispensable. Al llegar
allá, se fue directamente a una residencial donde había estado veraneando con su madre en años
anteriores. Era esta una casa que atendía una viuda sin más defecto que ser muy inquieta y
parlanchina. Su llegada causó cierta sorpresa y una mal sostenida curiosidad.

Eliana pretextó que venía a estudiar la instalación de su madre a la orilla del mar, por proposición
de su médico y entretuvo a su interlocutora consultando precios por la pensión y charlando sobre
las enfermedades del corazón que sufría su madre. Se sentía cansada y después de una ligera
comida, se retiró luego al cuarto que le asignaron. Recostada en esa pequeña pieza, empapelada
con vistosos dibujos, amoblada escuetamente e impregnada con ese olor característico de los
cuartos largamente encerrados, Eliana se imaginó transportada a otro mundo y sintió el corazón
ligero. Le parecía en ese momento que se había desprendido del pasado, como quién arroja lejos
un ropaje envejecido y sucio. Desde la planta baja sonaba una radio y enviaba una melodía suave
y agradable que la adormeció con la paz de la infancia.

A la mañana siguiente, la luz que se filtraba a través de las persianas vino a bañar el rostro de
Eliana y la despertó. Por un instante fugaz estuvo completamente desorientada. Rápidamente le
volvieron los recuerdos del día anterior y se ubicó en el espacio y el tiempo, y con ello, poco a
poco, la inquietud surgió de nuevo en su alma. Saltó de la cama y después de darse una ducha
rápida, se vistió de manera apresurada, bajó al comedor y sorbió una taza de café con leche. En
la residencial casi no había en esos días otros huéspedes y la dueña estaba, con su cabeza
envuelta en un paño blanco, ocupada haciendo el aseo del lugar.

Después de terminar su desayuno, Eliana salió a la calle y una brisa fresca y salina que venía del
mar azotó su rostro y llenó sus pulmones de aire fresco. La residencial estaba en la calle Diego
Portales, en Recreo, y Eliana se encaminó en dirección a Valparaíso. Su nerviosidad creciente se
traducía en un deseo incontenible de caminar. Anduvo sin cesar y sin descanso, hasta llegar
donde el camino bordea la orilla del mar. Complejos sentimientos agitaban su corazón, al compás

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de los recuerdos que llenaban su memoria. La casa solitaria de Chillán con sus patios amplios y
sus piezas enormes. La imagen borrosa de su padre paseándose en sus corredores, envuelto en
un poncho de lana de vicuña, la plaza del pueblo protegida por añosos árboles en torno de los
cuales se sucedían sus juegos y luego sus primeros coqueteos, las monjas de Santiago, Enrique,
el trabajo, las deudas, su madre nerviosa e irritada, el remate, todo aquello giraba en el
caleidoscopio de su memoria, en un rodar vertiginoso. A veces se preguntaba si podría haber sido
otro el curso de su vida, si podría haber escapado a este destino y la ruina que ahora aparecía
inevitable. Por momentos juzgaba a su madre con acritud y luego la excusaba y sentía infinita
compasión por ella.

Cansada de caminar se sentó en una plazoleta que se proyectaba hacía el mar y que lucía un viejo
cañón colonial en forma de adorno. El panorama grandioso que se extendía ante sus ojos, donde
se fundían cielo y mar en una línea, acalló por un momento su zozobra, ahogándola en la serena
inmensidad que trascendía del paisaje, pero luego esa angustia renacía como una pesadilla
obsesionante.

A medida que se acercaba la hora del remate, crecía su amargura y su rebelión. Miró la hora y
eran las diez de la mañana. A las tres de la tarde se iniciaría la anunciada subasta. Una decisión
súbita la hizo erguirse de su asiento. Comprendía que la soledad no podía traerle la paz ansiada
y que era preferible regresar y estar presente en el sacrificio de su hogar, como quién acompaña
a un deudo en su agonía.

Volvió a la residencial y contó que debía regresar a raíz de malas noticias sobre la salud de su
madre. En medio de las expresiones de pesar de la dueña de la pensión, partió a la estación y
tomó el tren de las once de la mañana, con la esperanza de llegar a tiempo al remate. Durante el
viaje, trató de distraerse en la lectura de una revista que compró en un puesto de periódicos en
la estación. Al llegar a la estación Mapocho de Santiago, dejó su pequeña maleta en el resguardo
y tomó un taxi a su casa.

Desde lejos, divisó una bandera blanca que le anunció la puerta de su casa. Una larga fila de autos
estaba estacionada en frente y al otro lado de la calle una serie de carretelas esperaban los
futuros clientes.

Eran las dos cuarenta y cinco de la tarde y una multitud se había congregado en el lugar. Eliana
entró como una sonámbula mezclándose entre la gente. Tenía la sensación de estar dentro de
un sueño y las cosas adquirían para ella una extraña irrealidad. La casa misma parecía haber
perdido su fisonomía al haberse alterado la ubicación del mobiliario y al surgir otros muebles
extraños que ella no conocía. La gente circulaba por las piezas haciendo comentarios en voz baja.
Algunos llevaban su osadía a tomar y examinar las porcelanas o los objetos de arte. Ante toda
esa intrusión, Eliana sentía que se sublevaba todo su ser en un impulso de odio y violencia.
Hubiera querido tener la fuerza o el poder necesario para lanzar a la calle toda esa muchedumbre
impertinente y atrevida, pero se sentía demasiado desamparada y débil. La emoción y la cólera
le hacían temblar la barbilla mientras sentía anudarse su garganta y las lágrimas agolpaban sus
ojos.

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En ese momento, odiaba a la humanidad entera, a través de esos seres que indiferentes e
implacables se precipitaban entre lo suyo para adueñarse de ello mediante su dinero. Los miraba
a todos con reconcentrado rencor, a ese caballero de aspecto elegante y cuidadoso, a esa pareja
de recién casados que se mantenían estrechamente unidos, a esa viuda llena de llamativos velos
en torno a un soberbio sombrero de luto, a ese comerciante obeso y desaliñado que pasaba su
mirada opaca sobre todas las cosas, a esas mujeres que alardeaban de sus joyas y de sus pieles y
a esos empleados con caras de esfinges que inmovibles cuidaban las salas. Todos se les
semejaban una banda de gavilanes disputándose los despojos de una presa. Parecían aves de
rapiña que ansiosas se agitaban y chillaban en torno de ella.

Con la llegada del martillero, la gente se agolpó tratando de buscar una ubicación conveniente.
Eliana apretujada en ese tumulto se escurrió hacia un rincón y se dejó caer exangüe en un sillón.
Una voz resonó a través de la casa:

- El remate va a comenzar por orden judicial – exclamó el martillero.

La concurrencia se precipitó en esa dirección y los que no cupieron en las piezas se amontonaron
en las puertas o en el pasillo para presenciar la subasta. En ese momento, Eliana se arrepintió de
haber llegado hasta su casa; comprendió que cada golpe del martillo que iba a deshacer y
desbaratar lo que había sido su hogar iba a ser un golpe en su propio corazón. Hubiera querido,
en ese instante, huir lejos de allí, pero sentía su cuerpo sin ánimo y desfalleciente. La invadieron
nuevamente ganas de llorar y apretó las mandíbulas en un esfuerzo para dominarse y ocultar sus
sentimientos. En el deseo de abstraerse de ese lugar y de rehuir sus pensamientos, dejó caer su
cabeza en el respaldo de su sillón y clavó la mirada en lo alto. Sus ojos se fijaron en la sencilla
lampara que pendía desde el techo con sus dos brazos de bronce abiertos como los brazos de
una urna invertida. Creyó ver en ello un símbolo del dolor y cerró sus ojos a través de cuyos
párpados apretados destilaron dos lágrimas. Eliana oró en ese momento en silencio con frases
sencillas y entrecortadas. Era como el postrer y confuso mensaje que lanza un barco que
naufraga. Oraba con ingenuidad pidiendo un milagro a cambio de promesas de enmendar su
vida. Poco a poco, una sensación de paz descendía en su alma.

Los minutos parecían eternizarse prolongando el suplicio de ese día. La gente parloteaba en torno
de ella como una bandada de cotorras. Eliana con los ojos siempre cerrados empezó a imaginarse
que estaba sentada en el Hotel Crillón1, rodeada de gente bien y que frente a ella estaba un
muchacho que la había invitado a tomar el té. Estaba distraída en estos absurdos pensamientos
cuando el rumor creciente de voces la trajo súbitamente a la realidad. Abrió los ojos y tuvo la
impresión de que algo ocurría entre el público. La gente se agitaba y mostraba la impaciencia de
los jugadores ante una partida en suspenso. Alguien hizo al lado de ella un comentario con
acritud:

- Después de hacernos perder toda la tarde, quizás con que cuento van a salir.

1 El Crillón, en los tiempos de esta historia, era uno de los cafés más elegantes del centro de Santiago.

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Movida por la curiosidad, Eliana se levantó de su asiento y se acercó a una puerta. Por encima de
las personas que obstruían la entrada, distinguió al fondo de la sala al martillero montado sobre
su pupitre. Con el busto inclinado, parecía discutir con alguien que desde abajo exhibía un manojo
de papeles. Al cabo de un rato, el martillero tomó los documentos en la mano y los leyó
detenidamente. Su rostro pálido enrojeció ligeramente. Eliana, en puntillas y con el cuello
estirado y conteniendo la respiración, miraba toda aquella extraña escena. Por último, el
martillero devolvió los documentos, con gesto desapacible, a la persona que se los dio y miró a
la concurrencia. Hubo un momento de expectación, antes de que resonara su voz opaca:

- Queda suspendido el remate por orden judicial.

Hubo un murmullo de protesta y se produjo una especie de reflujo y confusión entre la gente.
Todos hablaban y discutían entre ellos al mismo tiempo. Eliana se echó hacia atrás y se afirmó en
la pared. Por un breve instante, su cerebro no parecía captar el sentido de aquellas palabras “El
remate queda suspendido” repetía mentalmente. Todo aquello era tan inesperado y
extraordinario que la dejaba sumida en una actitud de estupor.

El público empezó a abandonar lentamente la casa. Aún se oían palabras de protesta. Eliana
volvió a sentarse en el mismo sillón, con la sensación acentuada de que vivía una extraña
pesadilla y quedó allí semi aletargada durante largo tiempo. Un empleado se acercó a ella y
tomándola por uno de los interesados en la subasta, le advirtió que era necesario despejar la
sala. Eliana salió sin protesta y se encaminó lentamente a la calle Irarrazabal. Allí tomó un tranvía
que debía llevarla a reunirse con su madre, la única persona que podría aclararle el misterio de
lo que había ocurrido aquella tarde en su casa.

El doce porciento

Jorge sentado solo en un café, frente a un vaso de cerveza, saboreaba la sensación de por primera
vez haber hecho un acto heroico en su vida y, por primera vez, se sentía que vivía intensamente;
para él la verdadera vida era una aventura heroica y no la sucesión prosaica de las miserias de
cada día. Rememoraba todas las gestiones y trajines que le habían permitido reunir ochenta mil
pesos, pagar por subrogación la deuda de su tía, las conversaciones con el abogado del señor
Goldberg, y esas carreras al último minuto al juzgado para hacer el depósito del dinero y obtener
la orden judicial que suspendiera el remate.

Ahora esperaba allí con cierto recelo la llegada de su socio. Una secreta intuición le había
manifestado que era mejor no informarle previamente de sus decisiones, porque preveía que
hubiera sido un obstáculo para sus planes. Este pago venía a disminuir el capital del negocio y
esto no sería del agrado de Erlanger. Había usado su propio dinero, después de todo. Es cierto
que había prometido aportarlo al negocio, pero esta inversión era transitoria y ahora tenían
crédito, además, para reemplazar ese dinero.

En el fondo, que podía reprocharle; había hecho un buen negocio. Su dinero estaba respaldado
por una garantía hipotecaria. Claro está que se podría haber obtenido mejor interés trabajando
el capital, pero bien sabía él que el mayor interés que se obtiene, mayor es el riesgo involucrado.

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Ahora, en cambio, eso venía a ser como una especie de reserva para el caso que fracasara el
negocio de fletes. No convenía tener todos los huevos en la misma canasta. Jorge, en el fondo,
razonaba, para reforzar una posición que sentía un poco débil ante las palabras críticas de su
socio. Finalmente, él sabía muy bien que el único móvil de sus actos había sido su pasión secreta
por Eliana. En toda su actuación había el mismo romanticismo y timidez que envolvían todos sus
actos. Había actuado sin prevenir a sus parientes, como quién comete un delito en lugar de
realizar una buena acción.

De pronto se abrieron las puertas de batientes y apareció Erlanger quien paseo su mirada por la
sala hasta ubicar a Jorge, quien le hacía señas desde su mesa.

- ¡Hola! ¿Qué te había pasado? – dijo Erlanger – Hace una semana que ando buscándote
sin poder verte.

- Estuve muy ocupado. Cuando fui a tu casa tu andabas fuera en el camión.

- Tu bien sabías que teníamos ese flete a la Isla de Maipo. Yo contaba con que me ayudaras,
pero cuando pasé a buscarte a tu casa por la mañana, ya habías salido muy de madrugada.

- En realidad, tienes que excusarme por no haberte ayudado ninguno de esos días. Tenía
un asunto entre manos que me tenía muy preocupado. Hoy en la mañana volví a pasar por tu
casa para dejarte dicho que te esperaba aquí, a fin de conversar tranquilamente.

- ¿Es algo muy grave lo que te ocurre?

Jorge temía abordar el tema y vaciló un momento buscando las palabras más adecuadas.

- Se trata de un negocio. Se me presentó la oportunidad de hacer una inversión hipotecaria


conveniente, al doce por ciento ...

- Me parece absurdo – interrumpió Erlanger – piensas en inversiones al doce por ciento


cuando en nuestro negocio podemos obtener un treinta por ciento de utilidad anual.

- Puede que tengas razón, en cierto sentido, pero a mí me pareció conveniente constituir
un fondo de reserva... .

- ¡Como! ¿De manera que ya lo hiciste? – exclamó Erlanger con voz aguda.

- ¡Hombre! No es para alarmarse tanto. Siento no haberte podido consultar


oportunamente.

Erlanger estaba trémulo. Con los puños crispados y los maxilares contraídos. Sus ojos
parecían lanzar destellos de ira. Las palabras brotaron a borbotones de su pecho.

- ¡Podrías haber sido más leal! Haberme avisado con tiempo si querías desentenderte de
la sociedad. Yo hubiera buscado otra persona. No me parece correcto el procedimiento.

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Jorge se enardeció ante estas expresiones y sus mejillas enrojecieron.

- ¡Permíteme! No acepto que te expreses de esa manera. Una cosa es la sociedad y otra es
la libertad de mis actos y de disponer de mi dinero – respondió Jorge en forma enfática.

- ¡Ese dinero estaba destinado al negocio!

- ¡Perdóname que te diga! Ese dinero no estaba aportado al negocio.

Erlanger dentro de su cólera y ofuscación se sintió desconcertado ante la actitud decidida de


Jorge. No estaba acostumbrado a verlo reaccionar con tanta energía y creía poderle imponer
siempre su voluntad.

- ¡Dejémonos de tinterilladas! No estaría aportado, pero tu sabías perfectamente que se


necesitaba para hacer frente a los pagos de las próximas cuotas del préstamo del camión. La
utilidad de estos meses no será suficiente para eso.

- Claro que lo sabía y precisamente te he llamado para conversar de eso.

Erlanger trató de dominarse porque comprendía que no podía prescindir de su socio por
el momento.

- Bueno y ahora que propones.

Jorge no sabía por dónde empezar. La actitud violenta de Erlanger le había contrariado y se le
hacía difícil usar un tono conciliador.

- El asunto es muy simple. He invertido el saldo de mi cuenta en pagar por subrogación un


crédito de ochenta mil pesos, quedando como acreedor en primera hipoteca.

- Tengo entendido que el saldo en el banco no pasaba de setenta mil – comentó Erlanger.

Jorge miró a Erlanger sorprendido de la precisión con que conocía el saldo de su cuenta
bancaria.

- Efectivamente y para cubrir la diferencia desconté tres letras a favor de un amigo.

- Muy buena idea – dijo Erlanger con ironía.

- Ahora se trata de solucionar el problema del pago del camión, para lo cual ya no contamos
con este dinero – respondió Jorge.

- Es lo que precisamente deseo saber. En veinte días más es el vencimiento de una cuota
por diez mil pesos.

- Hasta el momento no hemos usado el crédito bancario, sino que en forma muy reducida.
Se puede solicitar un pagaré dando una garantía – indicó Jorge.

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- Claro que por el momento es lo único que queda por hacer, pero no veo que garantía le
vamos a ofrecer al banco.

- Supongo que ofreceremos las numerosas propiedades de que disponemos – expuso


Erlanger con ironía.

- ¡No se trata de hacer chistes! – comentó Jorge.

Jorge se dominaba a duras penas para no exaltarse con las frases irónicas y cortantes de Erlanger.
Continuó con exagerada calma, que rebelaba su contenida violencia.

- Si queremos poner dificultades, no hay nada que hacer, pero si deseamos resolver los
problemas usando la cabeza, entonces todo se allana. Para conseguir el avance bancario,
podemos dar de garantía el mismo crédito que acabo de comprar.

- ¿Y qué hacemos en caso de que nos rechacen la operación de préstamo? Los bancos están
completamente cerrados últimamente – respondía Erlanger.

- No están tan cerrados desde el momento que me acaban de descontar tres letras por diez
mil. En último caso, suponiendo que nos rechazaran en el banco, nos queda la posibilidad de
transferir el crédito, aunque sea por una menor suma, y no faltarán los interesados.

- ¡Tú quieres que no diga nada! – prorrumpió Erlanger. - Sin embargo, ¿para qué meterse
en un negocio con la perspectiva de tener que liquidarlo en el futuro, en malas condiciones? Y
todo esto pone en riego un negocio que tenemos bien encaminado.

- ¡Por una razón muy sencilla! Por qué no quería que sacaran a remate la propiedad de
unos parientes.

Erlanger calló un momento, mientras apagaba una colilla que humeaba en el cenicero
desmenuzándola y aplastándola con un palo de fósforo.

- Bueno, eso es otra cosa. - dijo Erlanger.

Todo se aclaraba en ese instante para él. Por un momento había supuesto que Jorge trataba de
deshacerse de él o quería desprenderse del negocio. Ahora vislumbraba una reacción afectiva
muy propia de su socio, una de sus actitudes que el despreciaba profundamente es que, éste
obraba movido por algún impulso sentimental sin preocuparse de las ventajas o inconvenientes
que le reportaría tal acto. Bien sabía que no podía cambiar a su socio y mientras no pudiera
prescindir de él, nada ganaría con disgustarlo. Era preferible soportar sus humoradas.

- Si tú me hubieses dicho desde un principio de qué se trataba – continuó Erlanger - no


hubiera tenido nada de que objetarte.

- Es que no se trata de mirarlo por el lado sentimental – contesto Jorge adivinando el


pensamiento de Erlanger – sino como un simple negocio. Insisto de que como negocio es bueno.

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Mientras el crédito que he comprado me devenga un doce por ciento de interés, el banco puede
prestarnos la plata a un ocho por ciento. Hay un cuatro por ciento de ganancia neta.

Erlanger disimuló una sonrisa. Comprendía el deseo de Jorge de justificarse y aparecer obrando
lógicamente, ocultando el verdadero motivo de su determinación. Prefirió no discutirle o insistir
en ello.

- Está bien. Ahora se trata de ver si el banco nos otorga el crédito que necesitamos.

- Podemos ir desde mañana mismo.

- Yo tengo mañana que volver a Isla de Maipo. Quedan todavía unos cinco viajes más.

- Si quieres, mañana puedo reemplazarte.

- No, no hay necesidad. Prefiero que vayas al banco y hagas tú mismo las gestiones para el
préstamo.

- Conforme – respondió Jorge – ¿Quieres otra cerveza?

El resto de la tarde se escurrió conversando de negocios. La fricción producida en un momento


había dejado una atmósfera de frialdad y desconfianza que ambos trataban de ocultar con el
tono opaco e indiferente con que desgranaban sus frases.

Jorge regresó temprano a su casa con una sensación de confianza en sí mismo y la impresión de
haber ganado una batalla con su socio.

La cena en casa de Eliana

En la chimenea de la sala de estar de la casa de Eliana, crepitaba el fuego y las llamas azules
tremolaban por sobre los gruesos troncos ardientes. Los sillones que descansaban sobre gruesas
alfombras abrían plácidamente sus brazos ofreciendo la serenidad de sus cojines. A través de una
puerta abierta, se divisaba un extremo de la mesa del comedor, que brillaba en sus vetas de
caoba reflejando en su cubierta rojiza las formas como un espejo (en el espejo de su caoba).
Sobre las carpetas bordadas aparecía el servicio dispuesto para la cena. Las luces se quebraban
en mil destellos en las copas de cristal y simulaba minúsculos soles rutilantes al rebotar sobre la
cuchillería, que se alineaba al lado de los platos de porcelana finamente decorada.

En toda la casa se respiraba confort, calor y silencio. Jorge, sentado frente a la chimenea, gustaba
de todo esto mientras su mirada se obsesionaba con seguir el espectáculo fascinante del fuego.
Eliana, sentada en un rincón de la sala, tejía a la luz de una lampara que descansaba sobre una
pequeña mesa. La conversación se deslizaba con esa languidez y tranquilidad que da una
atmósfera de confianza e intimidad y estaba salpicada de prolongados silencios que solo
interrumpía el leve susurro del fuego. Por primera vez, Jorge se sentía seguro de sí mismo en esa
casa y no le intimidaba la presencia de su prima.

111
- ¿Y cómo te va en tu negocio? – preguntó esta mientras remataba con cuidado una parte
de su tejido.

- Más o menos bien. Se gana, es cierto, pero es preciso trabajar mucho.

- He oído de varios muchachos que se metieron en ese negocio y fracasaron.

- Es cierto y es muy explicable. Creían que todo lo que ganaban eran utilidades y sin darse
cuenta, se comían el camión, es decir, su capital. Hacían unas cuentas estupendas de lo que debía
producirles y no calculaban que había accidentes, reparaciones y meses sin trabajo. Cuando les
tocaba un flete al puerto presupuestaban almorzar comiendo unos sándwiches y terminaban
comiendo en un restaurante elegante con vinos reservados. Así el negocio tenía que fatalmente
terminar mal.

- Estoy de acuerdo. Yo creo que no hay negocio bueno o malo y que todo depende de cómo
uno lo trabaje - interpuso Eliana.

- Hasta cierto punto... – Jorge observó con sorpresa que esta era la primera vez que Eliana
se había interesado por su vida y conversaba con él con tanta seriedad y atención.

- Y a ti, Eliana, ¿qué me cuentas de tus actividades?

- Estoy muy contenta; ya me encuentro bastante expedita. Ahora estoy tomando clases de
inglés y taquigrafía.

- ¿Y qué dices de tus clases de música en el Conservatorio?

- ¡Mejor no hablemos de ello! El tiempo no alcanza para tanto.

_ Es una lástima. A mí me hubiera gustado tanto la oportunidad de estudiar música.

- ¡Hay tantas cosas que nos gustaría hacer!... No sé qué le pasa a mamá que tarda tanto.
Tu debes estar muerto de hambre.

- Todavía puedo aguantarme. Debe estar en sus trajines de costumbre.

- Sin duda. Salió después de almuerzo con una lista interminable de cosas que tenía que
hacer.

- Es incorregible.

- Desgraciadamente es así.

- Yo esperaba que escarmentara con el susto que ha pasado y que aceptaría llevar una vida
más tranquila y ordenada.

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- Imposible. Ahora dice igual que antes, que su único deseo es poner sus asuntos en orden
para poder descansar en sus últimos años.

En ese instante se escuchó rechinar la puerta del jardín y luego el crujir de manos sobre la grava.
Doña Carmen entró eufórica, radiante y llena de paquetes.

- ¿Como te va chiquillo? Perdóname que te haya hecho esperar, pero no tenía en que
venirme. ¿Como están tus tías? Vamos a sentarnos a la mesa. Eliana, anda a ver que nos sirvan.

Cuando se hubieron instalado en la mesa, llegaron los guisos humeantes. Jorge extendió sobre
su falda una servilleta cuyo hilo impecable y almidonado producía, al tacto, una agradable
sensación de frescura y se sirvió de la fuente que le acercó Rosario.

- Sírvete más, Jorge – protestó doña Carmen – acuérdate que estás en confianza y no me
vengas con remilgos.

Jorge empezó a comer con fruición. Sirvió vino de una pesada garrafa de cristal e invitando a
Eliana con una sonrisa bebió largos sorbos paladeando su sabor acre y ardiente. El alcohol parecía
difundirse a los más lejanos rincones de su organismo, extendiéndose a través de todas sus fibras
y agudizando sus percepciones. Los ruidos y las voces eran más claras, sonoras y los colores
parecían más nítidos y brillantes. Vio sonreír a Eliana ante una frase de su madre; sus labios le
parecieron más rojos y sus dientes más blancos y relumbrantes. La voz de doña Carmen llenaba
los vacíos del tiempo como una música monocorde y lejana.

- No tengo como agradecerte lo que has hecho por nosotras. ¿Quién lo hubiera creído?
Cuando me lo dijeron, no podía imaginarlo. Al fin y al cabo, tu no tenías obligaciones conmigo. Y
hacía tanto tiempo que te habíamos perdido de vista. ¿Qué te había pasado que no venías a
vernos?

- Ocupado, tía, en mi trabajo.

- Yo le digo a todo el mundo que es admirable que un muchacho tan joven como tu haya
tenido esa intención. Otro se queda feliz en su puesto y no busca como surgir. ¿Quieres un poco
más de asado?

- No, gracias, tía.

- ¡Pero si no comes nada muchacho! Y con lo que debes trabajar, ahora tienes que
alimentarte bien, si no quieres enfermarte.

- No es para tanto, tía.

- Tengo que decirte una cosa, que me tiene preocupada. Ese dinero que invertiste en pagar
la hipoteca puede hacerte falta. Voy a procurar devolvértelo cuando antes. Tengo ya un
interesado por mi parcela en Paine. Conservar esa propiedad no es ningún negocio. Se va la plata
en puros gastos. Para que eso produzca hay que estar encima y tú sabes, Eliana no quiere

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moverse de Santiago. Yo le digo que ganaría mucho más si se dedicara al campo, a criar aves u
otra cosa, pero en fin, ella porfía en sus ideas. Por eso estoy decidida a la venta y en cuanto salga
la plata te cancelo tu deuda.

- No hay ningún apuro, tía. Yo obtuve esta semana, precisamente, un préstamo con pagaré,
dando al banco como garantía la misma hipoteca que tengo en contra de su propiedad y con eso
tengo mi situación arreglada.

- Magnífico. Veo que estás hecho todo un hombre de negocios. Me parece que fue ayer
cuando eras un muchachito que corría por las calles de Chillán. Las vueltas de la vida.

- Siempre he tenido nostalgia de volver a Chillán. Quizás no reconozca la ciudad después


de que fue destruida por el terremoto.

- Estoy pensando una cosa. Ahora que estás en buenas relaciones con los bancos, quizás
puedas hacerme un servicio.

- ¿De qué se trata, tía?

- Quisiera que me descontaras una letra. Necesito algo de dinero mientras vendo las
cebollas que tengo cosechadas en la parcela.

- Temo estar un poco recargado, tía, sobre todo después de esta última operación. Sin
embargo, podemos probar suerte.

- Se trataría de una letra chica, de unos cinco mil a siete mil pesos, solamente.

Jorge bebió el resto de su taza de café para disimular el malestar que esta idea le causaba.

- En cuanto Ud. me la entregue la llevaré al banco.

- Yo tengo letras en mi escritorio. Te la voy a hacer en seguida.

Después de la comida, Jorge y Eliana quedaron solos en la sala y pudieron seguir conversando
entre ellos. Los leños de la chimenea se habían consumido transformándose en un montón de
brazos ardientes, donde palpitaba un fuego moribundo. Jorge agregó trozos de madera.

- ¿Qué haces durante los fines de semana, Eliana?

- Cualquier cosa. Salgo al centro con alguna amiga, o a veces voy al cine.

- Que te parece si algún día de estos salimos a pasear a los alrededores. Con motivo de mis
viajes de trabajo, he conocido lugares muy bonitos donde se puede hacer un picnic.

- ¿No será un poco duro viajar en tu camión?

- ¡Iríamos en automóvil!

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- ¡Caramba! Estas tan palo grueso que ya te compraste auto.

- Todavía no, pero ya le tengo echado el ojo a uno.

- Bueno, por mi parte, encantada. Tú me avisas con tiempo.

- Sin duda. Nos ponemos de acuerdo uno de estos días.

Cuando Jorge salió de la casa de Eliana, sentía deseos de gritar a todos su felicidad. La dicha
distendía su pecho. Tenía la boca seca y áspera. Hubiera querido encontrar un amigo con quién
seguir hablando. La idea de su casa se le hacía hostil, después de haber pasado una tarde en un
ambiente acogedor y agradable. ¿Dónde ir, sin embargo, a una hora tan avanzada? Como no se
veía ningún tranvía empezó a caminar.

Una oleada de pesimismo empezó a invadir poco a poco su espíritu. ¿Por qué tenían ahora tanta
consideración por su persona? Sin duda que no era por él, sino por su dinero. Él no había
cambiado ni moral ni físicamente, sino que su situación económica lo transformaba de un
muchacho despreciado a un hombre de importancia. Eso no era lo que el aspiraba de la vida.
Ahora, sentía nostalgia del desprecio olímpico de Eliana, de esa indiferencia que la hacía grande
e inaccesible. La tenía más cerca de él y no la deseaba.

¿Acaso lo que él amaba en la vida eran sus propios sufrimientos, sus ensueños, la idea de las
cosas y no la realidad? No, lo que él deseaba era que ella hubiera descubierto lo que él encerraba
en su pecho cuando era un modesto empleado, sin expectativas aparentes y capaz de conquistar
el mundo bajo el influjo de una pasión. Hubiera querido ser descubierto por Eliana, como él había
adivinado en ella la mujer de mil matices, desconcertante e indefinible, cambiante como una
piedra según la faceta que ilumine la luz. El hechizo no estaba deshecho, pero, veía que ella, junto
a su grandeza contenía todas las pequeñeces del mundo y se deslumbraba ante el fulgor de las
cosas, o ante el éxito como cualquier ser humano. Su amor se hacía doloroso como son todos los
verdaderos amores.

Eliana, cuando vio partir a Jorge, se quedó un momento meditando sobre él. Le parecía que
acababa de conocerle. Antes había sido una sombra familiar, una de esas cosas que, a fuerza de
estar cerca de nosotros, dejamos de percibirlas. Sin duda que había cambiado de manera
fundamental en este último tiempo. Ya no era el muchacho opacado, de gestos cortos y torpes.
Estaba convertido en un hombre de desplante, que se hacía simpático por cierto candor con que
envolvía sus deseos más audaces. Quizás le pretendía un poco, como todos los hombres que ven
a una mujer cerca. Tal vez se sentía con cierta autoridad, desde luego la tuteaba, lo que antes no
osaba hacer, y podía considerarse con derecho, después del servicio que le había hecho a su
familia. Eso quizás contribuía a ponerlo un poquito petulante. En fin, llegado el momento ella
sabría ponerlo en su lugar con una frase oportuna.

115
El regreso de Enrique en el tren del sur

Luego sus pensamientos volaron hacia Enrique que llegaba de un viaje al sur mañana en la tarde.
Iría a esperarlo a la estación. Ahí tenía su última carta. Del bolsillo de su traje sastre sacó unos
papelitos y releyó una frase:

“Desde la ventana de mi cuarto que queda en una lucerna, diviso como desde un mirador, la
bahía de Puerto Montt, donde flota en un mar tranquilo y sin oleajes, un velero. Es uno de esos
barcos de leyenda con sus mástiles lleno de cordajes y aparejos. Me gustaría subir contigo a él y
partir en un viaje infinito.”

Aquella noche, Eliana soñó que bogaba por un mar irisado que de pronto se convertía en una
corriente impetuosa que arrastraba a su barco por entre rompientes espumantes, mientras el
agua enfurecida invadía la cubierta y arrasaba con todo. Ella se aferraba a una cuerda y trataba
de pedir socorro, pero su voz se ahogaba en su garganta y solo se escuchaba el silbar del viento
y el bramido del mar.

Se despertó cansada y adolorida. Se levantó con dificultad y llegó tarde a la oficina. Desde hacía
algunos días, en su trabajo habían impuesto una multa de cinco pesos por cada atraso. Eliana
pensó que si seguía así no sacaría sueldo a fin de mes. El día se le hizo insoportablemente largo.
Estaba fatigada y nerviosa y todo el trabajo salía mal. Tuvo que rehacer varias cartas y no pudo
terminar un informe porque su atención se escurría a cada momento.

Al salir de la oficina, Eliana corrió a la peluquería, donde tenía reservada una hora y se sometió
con paciencia a las manos de la peluquera. En seguida, fue a buscar un sombrero que tenía
encargado. Se lo probó ante el espejo y no quedó satisfecha. Se sintió desesperada como si le
hubiera ocurrido la mayor desgracia del mundo. Regañó a la modista y estuvo a punto de llorar.
Una cinta y un poco de planchado consiguió mejorar la situación. Algo más conforme con su
apariencia, se encaminó a la Estación Central. Aún era temprano y se entretuvo leyendo una
revista.

Cuando se anunció la llegada del tren del sur, y después de largos pitazos, apareció la máquina
cuyo cono de luz rompía las sombras de la noche. Eliana sintió palpitar con violencia el corazón.
Ella esperaba con ansias, desde hacía muchos días, el regreso de Enrique. Su consciencia, sin
embargo, la atormentaba. Ella se defendía razonando de acuerdo con sus deseos. ¿Acaso es mala
mi conducta? Yo lo amo y lo amaré por toda mi vida, le seré abnegada y fiel, seré su esposa...
Una silenciosa interrogante contestaba a esta idea. ¿Qué pensaba él? ¿Tendría sus mismas
aspiraciones? ¿O veía en ella solo un capricho pasajero?

Las preocupaciones económicas, los embates de su vida, que habían acallado por un tiempo la
voz de sus sentimientos, los dejaban hoy día renacer con mayor ardor y violencia.

Al divisarlo entre la gente, llevando su maleta en la mano, Eliana se precipitó hacia él y lo abrazó
sin poder pronunciar ni una palabra. Era tal su emoción que no podía hablarle. Una vez en el taxi

116
que los conducía velozmente hacia el centro, se estrechó hacia él y apretándole las manos entre
las suyas, musitó como una súplica:

- Amor mío, vida mía, no sabes cuanta falta me has hecho. No me dejes nunca más sola.
Llévame contigo. He sufrido tanto sin ti.

Enrique sonreía indulgente ante esa avalancha de ternura y miraba el rostro de Eliana
trágicamente serio. Toda su alma se concentraba en una mirada inquisitiva fija en él, que parecía
querer leer en el fondo de su alma.

- ¿Qué te parece querida si paso a dejarte primero a tu casa? Yo tengo que llevar mi maleta
a la mía.

- Yo no quiero dejarte tan luego. Prométeme que me vendrás a buscar después de comida.

- Pero, linda, tú no te imaginas como vengo de cansado. Mañana tendremos todo el día
para pasarlo juntos conversando.

- Yo no quiero separarme de ti, Enrique. ¿Por qué no me llevas a tu casa? Yo sé que sabría
agradar a tu madre. Haría cuanto ella me dijera por tener la dicha de estar al lado tuyo. Lavaría
los pisos, y la serviría de rodillas.

- No me pidas eso en este momento. Cuando sea oportuno haré lo que tú me pides.

- Parece que tuvieras vergüenza de mí.

- Querida, no perdamos los minutos en disputarnos, menos cuando acabamos de


encontrarnos, después de tanto tiempo.

Sin esperar la respuesta de Eliana, Enrique dio al chofer la dirección de la casa de ella. El resto del
viaje, lo pasaron hablando atropelladamente. Eliana le hizo un resumen de como habían salvado
las dificultades financieras y evitado el remate. Enrique hizo una breve reseña de su viaje por la
región de Los Lagos.

- ¡Como me habría gustado estar contigo! – prorrumpió Eliana apretando sus manos.

- No sabes cómo te echaba de menos – respondió Enrique, procurando dar énfasis a sus
palabras.

- Júrame que nunca más me dejaras sola.

- Si, mi amor, te lo prometo.

Cuando se separaron, Enrique ordenó al chofer que lo condujera a su casa. Estaba preocupado al
ver que su ausencia, en vez de apaciguar los sentimientos de Eliana, como él esperaba, los habían
llevado a un paroxismo, rayando en la locura. ¡Qué diablos! – murmuraba entre dientes – esto se

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complica cada día más. Es más fácil enamorar a una mujer que desprenderse luego de ella. Eliana,
que había alegrado, durante un tiempo, su vida, se transformaba en una pasión peligrosa que
amenazaba con complicarle terriblemente la existencia.

Ya no disfrutaba de la tranquilidad que compartía con su mujer y sus hijas. En su casa, había una
atmósfera de rencor y resentimiento. Su mujer se distanciaba de él, lo alejaba insensiblemente
de sus hijas. Ya no podía siquiera regañarlas, sin encontrar a su mujer erguida al lado de ellas en
actitud desafiante.

Qué maldito afán de meterse en líos – suspiró Enrique Breyle, cuando el taxi se detuvo frente a
su casa.

Crisis

Jorge seguía su trabajo con redoblado entusiasmo. Su cuerpo endurecido parecía no sentir la
fatiga, que se revelaba denunciándolo, en su rostro delgado y macilento. El negocio, sin embargo,
marchaba bien y se presentaban más contratos de los que podían atender. Jorge decidió
aprovechar estas buenas perspectivas y compró otro camión, de segunda mano, que le
ofrecieron con una pequeña cuota al contado y el resto en cuatro pagos diferidos. A pesar de que
Erlanger era contrario a esa operación, que consideraba imprudente, terminó por aceptar ante
la persistencia de su socio.

Desde ese día, ambos viajaron independientemente y sin descanso por todas las rutas y en todas
las direcciones. Se juntaban los fines de semana para conversar de negocios y poner un poco de
orden en la contabilidad. Jorge estaba ocupado en transportar sulfato de aluminio desde San
Antonio a una fábrica de productos químicos de la capital. A la ida se iba cargado con material de
construcción, que llevaba para una firma que construía en Santo Domingo. Combinando ambos
fletes, el negocio sacaba una buena ganancia del viaje.

Había terminado el verano y el otoño parecía haberse adelantado con sus días fríos y brumosos.
Esa tarde, la carga del mineral se había retrasado a causa de que los sacos en mal estado se
rompían a menudo y las piedras blanquecinas se escurrían por sobre la espalda de los cargadores,
desparramándose por el suelo. Sólo a las cuatro de la tarde consiguieron completar los seis mil
kilos de carga que pesaban sobre los resortes, contrayéndolos a su máxima tensión. El camión
partió y subió pesadamente, enganchado en segunda, la empinada cuesta que hay a la salida del
puerto, balanceando su peso por sobre los baches del camino. La carrocería crujía en cada bache
y las ruedas giraban lentamente comprimiendo sus gomas en el polvo donde dibujaban
profundas huellas.

Iba manejando uno de los ayudantes de Jorge que hacía las veces de chofer cuando Jorge estaba
cansado de estar en el volante. Jorge fumaba a su lado, calculando mentalmente que podrían
estar en Santiago como a las siete, siempre que no tuvieran percances en el camino. Habían
pasado Malvilla y el zumbido monótono del motor, junto con el calor que invadía la cabina, había
sumido a Jorge en una suave somnolencia. La conversación entre él y el chofer había decaído.
Ambos parecían hipnotizados por el camino, que se extendía como una cinta ondulada frente a

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ellos. El paisaje siempre igual huía a sus lados. Campos desiertos donde crece el cardo y el espino.
La lluvia seguía cayendo y ponía una nota de mayor desolación. El limpia parabrisa oscilaba
acompasadamente y los neumáticos chirriaban al correr sobre el pavimento mojado.

Jorge sacó otro cigarrillo y lo encendió, miró el tablero de control y vio que todo iba bien. El
indicador de la bomba de aceite y el marcador de presión señalaban la carga normal. Iban a
cincuenta kilómetros por hora. En ese instante sobresaltó un estampido seco seguido de un
silbido estridente y prolongado. El chofer se aferró al volante y con pericia evitó que el camión
perdiera la dirección, mientras aplicaba pausadamente los frenos. A pesar de todo, un pequeño
coleo los dejó medios atravesados en el camino cuando consiguieron detenerse: un neumático
había reventado.

- ¡Maldita sea! – prorrumpió el chofer – Aquí nos tenía que pasar. En pleno campo y a toda
lluvia.

- ¿Estás seguro de que traemos gata? – preguntó Jorge.

- Sí, la eché debajo del asiento antes de salir de Santiago, pero esa maldita gata nos va a
hacer trabajar como condenados. No da la altura necesaria así que tendremos que levantar el
camión en dos tiempos y acuñándolo con palos.

- ¿Cómo lo vamos a hacer en medio de esta desolación? – inquirió Jorge.

- Con lo que pillemos a mano. Ya de alguna manera nos arreglaremos, eso sí que nos vamos
a mojar como diucas.

Mientras hablaban, iban sacando las herramientas y luego la rueda de repuesto. La tarea fue dura
y molesta. Había que trabajar arrodillados en el suelo mojado, mientras la lluvia seguía cayendo
implacablemente sobre sus espaldas. Ambos trabajaban presurosos y en silencio, interrumpidos
solo por algunas interjecciones, cuando apuntalaron el camión con los mismos sacos de estaño.
A la segunda vez, tuvieron altura suficiente para cambiar la rueda pinchada. A pesar del frío, el
sudor se mezclaba con el agua de la lluvia en sus frentes. Después de cerca de una hora de trabajo
en la lluvia, estuvieron listos.

- Ahora, ojalá que no se reviente otra y tengamos que dormir en el camino – exclamó el
conductor.

- No sea chunco hombre, ni pensarlo siquiera - respondió Jorge.

El camión partió nuevamente y solo entonces Jorge se dio cuenta, al reclinarse en el asiento, de
lo helado que estaba su espalda. El agua había atravesado su overol y la chaqueta.

- Estoy hecho una sopa – exclamó Jorge.

- Yo igual – respondió el conductor – y tenemos que aguantarnos hasta que lleguemos a


Melipilla, donde puede que encontremos algún lugar donde secarnos.

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- Se seca sola con el calor del cuerpo – respondió Jorge – aquí dentro de la cabina esta
calentito.

Jorge pensó que esa sería seguramente una buena gripe la que iba a contraer, pero al fin y al
cabo, algún día tenía que hacerse hombre. Miró sus manos sucias y magulladas y se sintió
orgulloso de estas mortificaciones. Poco a poco, fue entrando nuevamente en calor y un nuevo
sopor lo invadió por completo. Cerró los párpados que se habían puesto pesados y durmió una
siesta, a pesar de los saltos del camino.

A la mañana siguiente, Jorge quiso levantarse, pero cayó seco sobre las almohadas. Un dolor
agudo traspasaba su costado izquierdo. Tenía frío y su cuerpo era sacudido por violentos
escalofríos que le hacían tiritar los dientes. Sintió miedo de sentirse tan enfermo como desde
hacía tiempo. Pensó en su gente que estaría esperándolo en el garaje para que él fuera a sacar la
máquina. Hizo un esfuerzo supremo y consiguió sentarse al borde de la cama, pero estaba muy
débil y sintió vacilar su cabeza de tal modo que tuvo que recostarse nuevamente. Permaneció así
largo rato, respirando difícilmente y sin poder coordinar sus pensamientos.

Una lucha se entabló entre su voluntad que quería levantarse y su cuerpo que se negaba a
responder. Hubiera querido tener cerca un vaso de agua para beber. Quiso llamar a alguien, pero
era tal la fatiga que su brazo no quiso obedecer a sus deseos. Estaba tan enfermo que ya no tenía
fuerzas para llamar a su socio para que supiera que estaba enfermo. La idea del agua se quedó
fija en su mente como un molinillo de papel. Agua, quisiera beber un poco, por qué no habrá aquí
un vaso de agua. Pensaba, que bien le vendría un vaso de agua, y su mente se fue sumergiendo
en el sueño, en un sueño poblado de figuras estrambóticas que se combinaban entre sí y
formaban esferas.

Cuando la tía Angélica entró a la pieza de Jorge, extrañada de no haber visto salir a su sobrino
esa mañana, como era de costumbre, lo encontró en su cama medio atravesado, respirando
fatigosamente. Puso una mano en su frente y la retiró alarmada, para correr donde su hermana.

- Charo, Charo, ¡el niño está enfermo! En ese momento, otra vez Jorge era el niño. El
pequeño que las dos viejas habían criado rezongando y felices, a la vez.

Cuando Jorge abrió aquel día por segunda vez sus ojos, vio sobre si una cara mofletuda que lo
observaba y sobre la cual brillaban unos lentes. Reconoció vagamente al médico del barrio que a
veces veía pasar por la calle. Al pie de su cama estaban sus tías, una pequeñita y la otra
exuberante, envueltas en sus chales y con caras de preocupación y angustia.

- Póngase boca abajo, joven – dijo el doctor con solemnidad.

Jorge obedeció y sintió luego que una cabeza caliente se apoyaba sobre su espalda.

- Respire fuerte.

Jorge obedeció a pesar del dolor que sentía su boca y su garganta seca y ardiente.

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- Respire fuerte, otra vez, basta.

- Agua, denme un poco de agua – suplicó Jorge con voz débil y las dos mujeres corrieron
atropellándose, como si hubieran gritado incendio. El médico salió tras ellas después de darle a
Jorge una palmadita y decirle con una sonrisa convencional:

- No es nada grave joven, pero se va a tener que quedar en cama por unos días de cuidado.
Hay que olvidarse por ahora de los negocios.

A la salida, se encontró con las dos mujeres que volvían preocupadas.

- Doctor – habló una de ellas – puede el enfermo tomar agua cruda o es mejor darle alguna
tisana en agua hervida.

El médico, sin perder su gravedad, resolvió la cuestión en forma salomónica.

- Es mejor darle agua cocida, pero si no la tienen lista, pueden darle mientras tanto un
sorbo de agua cruda.

Después de nuevas carreras, las señoras se reunieron con el médico en el salón de la casa.
El doctor habló con ellas:

- El caso es de cuidado señoras – dijo el médico con voz solemne – se trata de una gripe
que, si no la tratamos a tiempo y con energía, puede convertirse en una neumonía.

- ¡Dios mío! - exclamaron ambas en coro.

- ¡Con la vida que lleva este muchacho! Si yo le decía mil veces, algún día tenía que pasar
algo terrible con esos benditos camiones.

- Esto debe ser resultado de sus comidas a deshora.

- ¡Si se levanta a las seis y se acuesta pasada la medianoche! – comento Angelina.

El médico cortó las lamentaciones.

- No hay que desesperarse, señoras, el muchacho es joven y saldrá adelante. ¿Tienen Uds.
una hoja de papel para hacerle una receta?

Ambas se miraron desconcertadas. Angélica reaccionó primero y trotó a su cuarto, donde


después de revolver los cajones de su escritorio, extrajo una caja de papel, con que volvió al
salón.

El médico dejó sus indicaciones ininteligibles y partió prodigando frases de aliento a las tías. El
cuidado del enfermo ocupó en adelante toda la atención de las dos mujeres, que se pasaban las
horas preparando infusiones y dietas.

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En la semioscuridad del cuarto, trabajaban las tías con sinapismos cuidadosamente envueltos en
blancas toallas de las cuales se desprendían ligeros vahos de vapor, o preparaban las medicinas
prescritas por el doctor.

Jorge había nuevamente caído en un abismo de inconsciencia poblado de imágenes confusas y


vertiginosas que pasaban rozando su mente sin dejar huella. Algunas, sin embargo, lo
atormentaban con persistencia y al despertar quedaba en su memoria el recuerdo de las
angustias que le suscitaban. Cuando emergía de ese mundo de incongruencias, se encontraba
bañado de transpiración insoportable que le pegaba las sábanas a su cuerpo. Ahí estaba siempre
presente esa puntada que laceraba uno de sus costados y la fiebre que secaba su boca y hacía
dolorosas sus pupilas al contacto de la luz.

Fue una sensación de gratitud y confianza que inundada su alma cuando veía a alguna de sus tías
sentada tejiendo cerca de su cama y reconfortado por esa presencia, poco a poco, se quedaba
nuevamente adormecido.

- No me gustan estas sulfas – protestaba Angélica.

- Dicen que es un remedio nuevo que hace milagros.

- Modas que toman los médicos. En vida de mi padre se usaban hierbas, y antes por
cualquier cosa hacían una sangría o ponían sanguijuelas.

- Yo creo que, si hemos llamado al médico, será para seguir sus consejos.

- A los médicos hay que escucharlos, pero no hacer todo lo que dicen. La experiencia sabe
más que la ciencia. En fin, si tú quieres puedes darle esas pastillas. Es asunto tuyo. Lo que es a mí
no me gustan.

- Bueno, si no te atreves... y creo que pueden hacerle daño...

- Hacerle dañó, no creo, pero, quizás sea mejor darle la mitad de la dosis.

- Esta bien, le daremos solamente una.

Cuando el médico, después de nuevas visitas, resolvió cambiar sus prescripciones y hacerle poner
al enfermo inyecciones de penicilina, hubo que vencer la tenaz resistencia de Angélica, antes de
que viniera una enfermera para poder aplicar el nuevo tratamiento.

A los cinco días, pasó la crisis y bajó la fiebre. Jorge, sumido en un dulce letargo, veía la luz dorada
de sol invernal filtrándose a través de los visillos de su ventana. En medio del silencio que reinaba
en su cuarto, que miraba al patio interno de la casa, sentía rehacer en su corazón un canto de
optimismo. Luego podría levantarse y reiniciar su vida y su trabajo. ¿Qué será de Erlanger? Sus
tías le contaron que había venido a verlo cuando había estado dormitando y presa de la fiebre.
¿Cómo se las arreglará, el pobre, para atender todo el trabajo sólo? A medida que se suscitaban
estos pensamientos y recordaba todos sus compromisos y obligaciones, se iba inquietando y

122
enardeciendo hasta el punto de sentir deseos de saltar de su lecho y correr a ver y atender todas
sus cosas. Se revolvía entonces en su cama, sobre la cual caían sus brazos pálidos extendidos en
gesto de impotencia.

Sus pensamientos volaban hacia otras imágenes. ¿Qué sería de Eliana? ¿Estaría informada de su
enfermedad? Ojalá la ignorara siempre. ¿Como podría recibirla en medio de la pobreza de su
cuerpo? Su mirada se paseó por sobre los muebles descomunales y anticuados que se adosaban
a los muros de su pieza, al enorme ropero con espejo, la cómoda con cubierta de mármol, los
sillones cuyo tapiz gastado dejaba entrever la trama del tejido, y su anacrónico catre de fierro
esmaltado. ¡No! Sería vergonzoso para él. Ella, que ha vivido en la elegancia y un ambiente
refinado, como sentiría compasión en verlo en un ambiente tan destartalado. Tenía que prevenir,
desde luego, a sus tías para que no se les ocurriera dejarla pasar a su pieza. Debían recibirla en
el salón y decirle que él estaba muy afiebrado y no podía recibir visitas por indicación del médico.

A medida que pasaban las horas, sus pensamientos gravitaban cansado de girar en torno de las
mismas ideas. ¡Como se hacían interminables los días! Su mayor distracción consistía ahora en la
comida que le preparaban las buenas señoras. ¡Que rico sabían los caldos de ave, después de
largos días de forzado ayuno! El apetito estaba excelente y Jorge comía contento de restablecerse
para poder reintegrarse pronto a sus actividades.

El médico, que había espaciado sus visitas, volvió nuevamente a verlo y después de examinarlo
detenidamente se sentó al borde de su cama.

- Ya estamos fuera de peligro, mi amigo – dijo con una sonrisa de satisfacción.

- Me alegro, doctor. En realidad, me siento bastante mejor. Un poco débil quizás. ¿Puedo
ya empezar a levantarme?

- ¡Todavía no! No sería prudente. Hay que tener un poquito de paciencia. En unos días más
lo podrás hacer.

- Bueno, doctor, pero acuérdese que la semana pasada me dijo lo mismo.

- Si, si, está bien, pero hay todavía un poco de fiebre que molesta. Ud. no debe olvidar, mi
amigo, que estuvo bastante mal, más de lo que Ud. realmente se imagina. Es necesario que
procedamos ahora con cautela, que se tome un buen reposo si quiere evitar una recaída.

- A mí me gustaría mucho darme un descanso, si no fuera por mi trabajo que no puedo


dejar abandonado indefinidamente.

- Antes que el trabajo, está la salud, joven.

- Es fácil decirlo doctor, sin embargo, sin trabajo no hay dinero para atender el cuidado de
la salud.

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- Ud. tiene una familia, mal que mal. Hay casos más tristes, créame, casos mucho más
tristes que el suyo ...

Un silencio lleno de reminiscencias siguió sus palabras.

- Quiero que Ud. me diga doctor, francamente cuanto tiempo falta para que esté
restablecido.

El médico evitó la mirada penetrante de Jorge y mientras guardaba su termómetro en el


estuche, habló con voz anodina, como tratando de restarle importancia a esas palabras.

- Eso depende. Es difícil de precisar con exactitud. Cada enfermo es un caso diferente. Ud.
tiene en su favor la juventud y su constitución naturalmente sana. Es posible que esté
restablecido en pocos días más. Eso sí que no deberá olvidar que su organismo tiene que quedar
por un tiempo resentido. Habrá un período de convalecencia y será necesario tomarse un reposo,
ya sea en el campo o en la montaña. Habrá que mantenerlo en observación. Si Ud. vuelve
inmediatamente a la vida de antes, yo no puedo responderle de su mejoría. ¿Y cuánto durará su
convalecencia? Probablemente durará uno a dos meses, quizás.

- ¡Uno a dos meses! ¡Eso es imposible! Como voy a dejar todo botado por tal tiempo. ¿Qué
es lo que tuve, entonces, para necesitar tanto descanso?

- Un “surmenage”. Mucho trabajo. Alimentación deficiente y falta de sueño y descanso.

- Bueno, doctor, esas fueron las causas. Quiero saber exactamente cuál fue mi afección.
Creo que Ud. puede hablar sin rodeos porque ya no soy un niño.

El médico habló con cautela.

- El cuadro que presentaba su afección desde un comienzo era claro. De acuerdo con los
síntomas de la enfermedad se trataba de una pequeña inflamación de la pleura que ahora está
en franco estado de regresión.

- No tema Ud. decirme que estoy tuberculoso – dijo Jorge tratando inútilmente de aparecer
tranquilo.

- ¡No! Nada de eso. No hay para alarmarse y suponer tal caso. Una pleuresía no quiere decir
tuberculosis. Es claro que si Ud. no se cuida y hace desordenes o trabaja excesivamente, puede
ver su pulmón comprometido en el futuro.

Jorge calló y su mirada se veló de tristeza.

- ¡Vamos hombre! – continuó el médico – No hay por qué preocuparse. Ud. es un


muchacho joven, lleno de energía. En poco tiempo más podrá volver a su trabajo. Lo principal es
no desanimarse y mantener alta la moral.

124
- No crea, doctor, que me desaliento. Sé tomar las cosas con filosofía. Me preocupa
únicamente la forma de arreglar mis negocios.

- Tenga Ud. presente que la salud está por sobre todas las cosas! Volveré a verlo en tres
días más y espero tenerlo pronto en pie. Hasta luego, mi amigo.

Cuando Jorge se quedó solo, sintió toda la desesperación que significaba verse físicamente lisiado
y obligado a abandonar todos sus proyectos e iniciativas. Eran sus sueños y esperanzas
largamente madurados que se derrumbaban en un minuto ante una cruel realidad que se
traslucía a través de las veladas palabras del médico. Tal vez, no se recuperaría nunca. Quizás
estaba escrito que su vida debía terminar antes de ver completada ninguna de sus esperanzas.

En un instante, todas sus ansias de vivir se despertaron con la impetuosidad del instinto que se
rebela ante la idea de su próxima destrucción y aniquilamiento. ¡No quiero morir! Fue el grito de
cada una de sus fibras y de las células de su organismo. Un escalofrío de terror recorrió todo su
cuerpo mientras la piel de la nuca se contraía en una reacción puramente animal ante un peligro
inminente. Su corazón empezó a latir vertiginosamente y su pecho se distendió en una aspiración
profunda que parecía expresar sus ansias de subsistir. Sintió miedo de encontrarse sólo y hubiera
querido gritar, llamar a alguien, como lo hacía cuando en su infancia era presa de un temor
súbito.

Vivir, gozar de la vida. Amar un poco más. Triunfar ante el mundo. Esos eran sus deseos, que se
expresaban como una súplica dirigida al aciago destino. El nombre de Eliana brotó de sus labios
como único conjuro capaz de disipar las sombras que lo asediaban. Sus ojos se llenaron de
lágrimas que rodaron por sus mejillas demacradas. Lentamente, como si esa invocación tuviera
un poder extraordinario, el cansancio descendió en su alma abrumada.

Unos días más tarde, Jorge pudo levantarse por primera vez y dar unos pasos para ir a dejarse
caer en un sillón cerca de su cama. Él, que ya se creía completamente restablecido, pudo apreciar
cuan débil estaba su organismo.

Erlanger – su socio – volvió a visitarlo y no pareció darle importancia al hecho de encontrarlo en


pie. En visitas anteriores había informado largamente a Jorge de la marcha de los negocios. En
esta ocasión parecía menos comunicativo que de costumbre. La conversación giró en torno de la
salud de Jorge.

- De manera que piensas irte pronto a San Alfonso.

- En cuanto pueda tenerme en pie; mientras más pronto mejor.

- ¿Tienes en vista alguna parte donde hospedarte?

- No conozco a nadie y justamente estaba pensando en eso. Creo que hay muchas
pensiones, pero quisiera que me recomendaras alguna.

- Quizás tu proprio médico te pueda orientar.

125
- Sabes que no se me había ocurrido preguntarle. La próxima vez que venga voy a
consultarle sobre esto.

- Entiendo que el médico te aconsejó que por un tiempo evitaras trabajos excesivos.

- Efectivamente, creo que tendré que cuidarme un par de meses a lo menos.

- No has meditado que este negocio de los fletes puede ser una actividad demasiado
intensa para tu salud y quizás una de las menos indicada en atención a tu enfermedad.

- Me hablas como si fuera a quedar lisiado para toda la vida.

- No quiero decir eso. Te insinúo que quizás fuera más prudente que por un tiempo te
abstuvieras de un trabajo tan pesado.

- Te agradezco tu sugerencia. Creo haber abusado demasiado de tu paciencia y buena


voluntad. Durante toda mi enfermedad has tenido que enfrentarte solo con el negocio. Estoy
ansioso de poder ayudarte cuanto antes.

- Está bien, Jorge. Es eso lo que precisamente quiero evitar. Tus deseos de prestar
cooperación te van a obligar a extralimitarte y te expondrás a tener una complicación y caer
nuevamente enfermo.

- ¿Supongo que no quieres que me pase toda la vida sentado en un sillón, esperando las
utilidades del negocio?

- Indudablemente que no sería adecuado y tú mismo no lo aceptarías. A este propósito,


quería, justamente, proponerte una solución que contempla tu conveniencia personal y
resguarda mis intereses. Se trata de que tú me vendas tu parte de la sociedad... Es la única
manera que te puedas mejorar tranquilo sin tener que estar preocupado de asuntos de los
camiones. Más tarde, indudablemente, puedes volver a asociarte conmigo.

Jorge calló un momento sin atinar a dar una respuesta adecuada. Nunca se había esperado este
desahucio amigable de su compañero de labor. Comprendía que Erlanger perseguía solo su
conveniencia personal y que debía resistirle, pero su orgullo le impulsaba a abandonar el campo
con displicente generosidad.

- No es mala idea. Es cuestión de pensarlo un poco. Lo estudiaré.

- He pensado también – continuó Erlanger – que vas a necesitar dinero para tu tratamiento
y por eso he querido ofrecerte esta oportunidad. Es claro que yo no te pagaría toda tu parte al
contado. Te entregaría un tercio al contado y lo demás en un plazo prudencial.

- ¿Y cuánto me darías por mi parte?

- La misma cantidad que has aportado.

126
En Jorge se despertó todo el sentido comercial adquirido en este último tiempo ante esta exigua
proposición de su socio.

- Me parece que un negocio organizado y en marcha vale algo más que los dineros que se
han aportado, de manera que, si me devuelves únicamente mi capital, mi negocio no va a ser
muy lúcido.

- No te olvides que has retirado dinero a cuenta de utilidades y que no hemos amortizado
la maquinaria. Yo voy a hacerme cargo de camiones que ya tienen sus neumáticos en mal estado
y que han sufrido el desgaste de varios meses de trabajo.

- Es cierto, la maquinaria se ha desgastado, sin embargo, si tú fueras a vender hoy en día


cualquiera de ellos, te darían mucho más de lo que nos costaron a causa de la escasez de
vehículos, y de la inflación de la moneda.

- Ese aumento de precio es hasta cierto punto ficticio. Me dan más pesos, es cierto, pero
con menos poder de compra.

- Tú quieres, en cambio, ¡devolverme la misma cantidad de pesos que puse inicialmente en


el negocio! Y te olvidas, en ese caso, de la desvalorización que han sufrido.

El duelo entre los dos asociados se prolongó sin llegar a un acuerdo. Jorge, al pensar que podía
ser burlado, se había acalorado hasta transformar el negocio en un asunto personal que afectaba
a su amor proprio. Cuando su socio se retiró, Jorge se limitó a prometerle una resolución antes
de partir fuera de Santiago.

Una propuesta inesperada

Mientras tanto, en casa de la señora Carmen, después de enterarse de la enfermedad de Jorge,


ella le comentó a Eliana.

- ¿Sabes que tu primo Jorge ha estado muy enfermo?

- No tenía idea mamá.

- Esta tarde me encontré en el centro con la tía Angélica y me contó que su sobrino había
estado muy grave de una pleuresía que pescó, hace unos quince días, en uno de sus viajes de
negocios.

- ¿Y cómo se encuentra actualmente?

- Ya está fuera de peligro, pero va a tener que irse por un tiempo fuera de Santiago.
Tenemos que ir a verlo antes de que se vaya. Ese muchacho se portó tan bien con nosotras y
hemos sido tan ingratas.

- ¿Y esa enfermedad que tiene no se pega?

127
- No seas tonta. La pleuresía no es una enfermedad contagiosa.

- Desgraciadamente, mañana no puedo – contestó Eliana -porque quedé de juntarme con


mi amiga Julia para ir a hacer unas compras después que salga de la oficina.

- Estás llegando siempre tarde a casa, ya sea por una cosa o por otra. Harías mejor en llegar
temprano a casa.

- Parece que Ud. mamá no sabe lo que es tomar el tranvía, en el centro, a la hora de la
salida de las oficinas. Prefiero esperar después de todo el movimiento para venirme sin sufrir
apretujones.

- En todo caso, no te olvides mañana de pasar a pagarme una letra al banco antes de las
doce.

- Bueno, pediré permiso para ir al banco de una carrera en la mañana.

Eran cerca de las doce del día el próximo día y Eliana estaba en su escritorio transcribiendo una
carta a máquina cuando vinieron a avisarle que el gerente la llamaba a su oficina. Eliana tomó su
block de taquigrafía y después de atravesar por la secretaría, entró en la oficina del jefe.

El señor Simmons estaba sentado en su escritorio leyendo un documento, con la cabeza


agachada, de manera que Eliana veía su cráneo ovalado recubierto por una apretada cabellera
rubia. Al entrar ella, él alzo la vista por sobre sus lentes, que brillaban con su marco dorado. Sus
facciones le daban a su rostro una edad indefinida, donde los ojos y los labios eran trazos agudos.
Su mirada escondida entre unos párpados delicados parecía hacerse más penetrante y su boca
tenía una expresión de contención.

- Señorita Eliana, haga el favor de sentarse. Quiero dictarle una carta para nuestra central
en Nueva York. – su voz conservaba un leve acento sajón.

Eliana obedeció en silencio.

- Vamos a ver “muy señores nuestros: en respuesta a su atenta carta No. AP 3465 de fecha
junio 20.

El dictado se prolongó espaciado por largos silencios en que el señor Simmons miraba al vacío y
fumaba lentamente, lanzando el humo al techo. Eliana, anotaba con dificultad, a medida que
transcurría el tiempo, y sentía el estómago estrangulándola de hambre. Miró disimuladamente
su reloj y vio que eran la una y diez de la tarde. Pensó que el resto del personal debía haberse
retirado a almorzar. El señor Simmons la intimidaba y no se atrevió a hacerle ninguna
observación. Este pareció, sin embargo, adivinar sus pensamientos.

- La estoy retardando mucho. – le dijo después de un pausa - Esta carta es importante y


debemos hacerla con mucho cuidado.

128
El señor Simmons pareció vacilar un momento, luego agregó:

- Que le parece señorita Eliana que la vayamos pensando con calma a la hora del almuerzo.

- Cómo Ud. guste señor Simmons – contestó ella sin captar el sentido exacto de las palabras
de su jefe.

- Muy bien, vamos a almorzar algo ligero, entonces. ¿Dónde prefiere ir Ud.?

- ¿Quiere Ud. decir que voy a almorzar con Ud.? – preguntó Eliana sorprendida.

- Pues claro. Así ganamos tiempo y podemos despachar esta carta hoy.

- Es que a mí me esperan a almorzar en casa – replicó Eliana.

- Se avisa, pues. ¿Por una vez que falte no van a enojarse, ¿verdad?

- Esta bien, señor Simmons.

Mientras Eliana fue a ponerse un poco de maquillaje, recapacitó sobre esta extraña invitación.
Era la primera vez que su jefe daba una muestra de cercanía hacia ella. Generalmente, las
relaciones del señor Simmons con el personal se mantenían en un plano de fría cortesía, matizado
con alguna broma que solía gastarse con ellos. Eliana ya tenía un conocimiento de la vida y de los
hombres que le permitía sospechar que se ocultaba alguna intención tras el pretexto singular, y
extraño, de redactar un documento.

El coche del señor Simmons, un flamante Cadillac de último modelo, los llevó rápidamente hasta
el restaurante Capri. Una vez instalados en el comedor, el pareció olvidar no sólo el objeto de ese
almuerzo sino su acostumbrada parsimonia. En ese momento, era un amigo atento, solicito y
jovial, deseoso de agradar a su compañera de mesa.

La conversación se hizo paulatinamente fácil y animada, gracias a que había tantos asuntos del
trabajo que comentar. A medida que bebía, las mejillas del señor Simmons se ponían rubicundas
y su risa resonaba más franca y abierta. Eliana, estimulada por el vino que él insistía hacerle
beber, había perdido la timidez que la cohibía en un comienzo, aunque un temor oculto la
mantenía inquieta y alerta. Era un pensamiento que se deslizaba por su mente mientras el señor
Simmons contaba una anécdota divertida ocurrida en uno de sus viajes. Él debía tener un
propósito definido en traerla hasta aquí. Era explicable que él se interesara por la única mujer
joven e interesante que había en la oficina. ¿Cómo debía reaccionar ella cuando le insinuara cuál
era su intención? ¿Quizás debería hacerle comprender con amabilidad que ella no era una mujer
fácil? ¿Cuál sería su actitud ante su rechazo? ¿Tendría que renunciar a su empleo? Cuando
Enrique la había recomendado a la firma, le había hablado muy bien del señor Simons, como de
un perfecto caballero. Que lástima no poder hablar antes con Enrique. En todo caso, ella le
contaría todo y él podría ayudarla en cualquiera dificultad.

- Ud. parece muy pensativa señorita Eliana.

129
- Perdone Ud., estaba tratando de recordar un caso muy parecido al que Ud. acaba de
contarme.

- Temo que Ud. se haya aburrido.

- No, al contrario, he pasado un momento muy agradable.

- Créame que esto para mí ha sido muy simpático. Ud. debe comprender que un hombre
viudo, con sus hijos grandes y que se pasan en la calle no tiene muchas distracciones, sólo el
trabajo, el club, y algún otro paseo al sur a pescar salmones.

- Debe Ud. ser feliz de vivir completamente independiente.

- ¡Oh! Tengo la libertad de aburrirme a gusto.

- Tiene que buscarse un “hobby”.

- Lo que necesito es buscar una compañía más agradable que los amigos del club, que no
hacen más que hablar pachotadas o hacer bromas pesadas. Alguna compañía más delicada como
la suya. Así creo que el tiempo debe pasarse más entretenido.

Eliana bajó la vista, como si estuviera muy preocupada en desmenuzar un trozo de corvina, en el
plato que tenía en frente de ella. El señor Simmons continuó hablando con voz jovial, que parecía
resbalar sobre las ideas.

- A Ud. indudablemente le parecerá esto un poco extraño o un poco atrevido, pero lo he


pensado mucho, desde hace tiempo y estoy convencido que Ud. puede ser una buena esposa.

Eliana alzó los ojos y miró a su jefe temiendo de que estuviera bromeando o demasiado bebido.
Su rostro, sin embargo, había adquirido la misma fría fuerza que cuando trataba los negocios en
su oficina.

- Es cierto que existe entre ambos una gran diferencia en edad. – continuó él – No creo que
eso constituya una grave inconveniencia. Nosotros los extranjeros empezamos la vida un poco
más tarde que los chilenos y por lo mismo nos dura un poquito más. A los cincuenta años todavía
nos queda más energía que muchos jóvenes de treinta. No quiero que Ud. me conteste nada por
el momento. El matrimonio es un negocio muy importante y no se debe resolver como lo hace el
común de la gente. Quiero que Ud. lo piense con mucha calma. Ud. necesita obtener un sólido
bienestar. Yo le puedo dar esa tranquilidad económica y creo que Ud. es una muchacha,
tranquila, que va a ser muy buena dueña de casa, como es ahora una muy buena empleada, un
poco flojita solamente para llegar en la mañana.

Una carcajada subrayó la última frase del señor Simmons, quién sin preocuparse de la perplejidad
de Eliana ni esperar una respuesta a su insólita proposición, pidió la cuenta al mozo.

130
San Alfonso

Jorge partió a San Alfonso después de lograr un arreglo con Erlanger, su socio, sobre los términos
de la venta de su parte, los cuales no fueron enteramente de su satisfacción, pero mejores que
los ofrecidos inicialmente. Eso sí, la partida fue antes de que fuera a verlo Eliana con su madre.
Por cartas de sus tías supo de esa visita. Tan ansiada y temida a la vez, se había llevado a cabo
poco después de empezar su viaje.

Sus primeros días en la montaña transcurrieron en medio de las sorpresas que le causaba ese
nuevo mundo, al cual debía adaptarse progresivamente, y que le resultaba mucho más diferente
de lo que él podía haberse imaginado. Se encontraba instalado en una pensión que gerenciaba
un matrimonio español, con un amplio corredor frente a la fachada que miraba hacia el bajo por
donde, oculto entre el follaje, se oía correr las tumultuosas aguas del río Maipo.

Los huéspedes de esa casa eran gente de todas clases y edades, aunque predominaba la
juventud. La mayoría de ellos de aspecto sencillo y acogedor, no revelaban en su apariencia que
estuvieran enfermos o agobiados por alguna depresión física o moral. Por el contrario, parecían
una partida de alegres veraneantes que buscaban la forma más amena de pasar las largas horas
de ocio de cada día.

Se levantaban tarde, entre diez y once de la mañana, después de desayunar en cama. Bajaban a
la estación del pueblo. Esta no era más que una modesta casa que hacía las veces de habitación,
oficina y boletería para el tren. El acontecimiento diario era la llegada del pequeño trencito que
subía trepando por las cuestas, zigzagueando por su angosta trocha, arrastrado por su máquina
que resoplaba humo y vapor. La gente que se reunía a pasearse por el andén de la estación volvía
la cabeza al escuchar el agudo pitazo que anunciaba la llegada del tren y veía emerger el convoy,
precedido por la canción de su campana cantarina que llenaba el espacio con su voz de bronce.
Nunca venía nada extraordinario en el tren del día, uno que otro pasajero, algunos bultos o
encomiendas, y algunos asilados bajando sus equipajes. Sin embargo, este tren era el único punto
de unión con la capital, con la ciudad de los afectados, con esa urbe de inquietudes que atrae,
embriaga y mata. La gente baja diariamente para verlo llegar, como si quisieran captar los cálidos
efluvios de la gran ciudad, parándose junto a los vagones, ante la mirada sorprendida de los
pasajeros, que los observaban a través de las estrechas ventanas.

El jefe de estación, con un silbato, ordenaba la partida, y el tren salía en sucesivos enviones
rechinando con estrépito de hierros para perderse en un recodo de la montaña. Cuando, de su
paso, solo quedaba una bocanada de humo que se disipaba en el cielo, la concurrencia se
desplegaba lentamente en busca de la correspondencia recién llegada o movida por ese
automatismo gregario de las multitudes. Allí frente al correo, seguía la tertulia entre la
concurrencia. Estas eran interminables charlas o amoríos, con que llenaban el vacío de sus
existencias, mientras aguardaban que la señorita empezara el llamado de la lista. De cuando en
cuando, un bullicioso saludo, alguna broma que cruzaba la calle, o una carcajada fresca y
optimista rompía el cristalino silencio de la mañana. Terminado el reparto de la correspondencia,
la caravana se dispersaba, poco a poco, y cada cual regresaba a su casa o pensión a esperar la
llamada para la hora del almuerzo. Comer y dormir eran la forma de llenar el vacío del tiempo.

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Terminado el almuerzo, mientras algunos hacían siesta, otros se tendían a reposar en el corredor
dejando vagar su vista por el solemne y grandioso panorama de la montaña.

Jorge aprovechaba esas apacibles horas de inmovilidad para entregarse a la lectura, satisfaciendo
unas ansias largo tiempo contenidas por los azares y afanes de su vida. Un gran silencio reinaba
en esos momentos en la pensión, interrumpido solamente por el rumor de los árboles o los ruidos
que llegaban de la campiña. Pasaban las horas insensiblemente hasta que el ruido de pasos y el
entrechocar de loza anunciaba la hora del té. La casa pensión parecía despertarse de su letargo
y se llenaba de agitación y de voces. Los pensionistas se reunían en el comedor y se apresuraban
en tomar su té y comer unos dulces o sándwiches para luego salir a caminar por los alrededores.
Por grupos, o por parejas, se iban por los senderos extraviados que conducían a las playitas que
se forman en las ensenadas del río, a buscar refugio a sus cuitas amorosas o un rato de solaz ante
el espectáculo cambiante y siempre igual de las aguas del río que saltaban espumantes por entre
las peñas que emergían de su lecho. Solo los mayores permanecían en el comedor, tejiendo o
jugando interminables juegos de dominó.

Jorge, siguiendo finalmente los consejos de su médico, evitaba todo esfuerzo excesivo y prefería
quedarse conversando con algunos de los huéspedes con los cuales había tenido oportunidad de
intimar. Entre ellos había atraído su atención una muchacha delgada y no muy agraciada que
hacía olvidar el desgarbo de su persona por la simpatía que irradiaba en torno de ella. Parecía
todo espíritu y nervios; nervios que agitaban constantemente sus brazos y manos finas y
alargadas, durante la conversación; espíritu que centelleaba en sus pupilas saltarinas.

Jorge se entretenía en charlar con ella porque su cultura era lo suficientemente amplia como
para desenvolverse con soltura en cualquier tema que se planteara en la conversación y había
alcanzado a trabajar seis meses antes de caer enferma del pulmón. Hablaban de música, de
literatura, de política, etc., con igual entusiasmo y ardor.

El silencio que flotaba a esa hora en la casa daba extrañas resonancias a los propósitos que
cambiaban frente a un cielo azul que el crepúsculo iba, poco a poco, incendiando, mientras los
montes se teñían de violeta. El ambiente era propicio para las confidencias y para abordar los
temas más trascendentales de la humanidad. Ambos abrían su corazón dejando destilar la
amargura de sus vidas malogradas y una vigorosa simpatía y amistad nacía de esa comunidad de
destinos.

Cuando las sombras empezaban a escalar las faldas de la montaña, los pensionistas regresaban
lentamente, ya por parejas enlazadas o por grupos que llenaban el atardecer con sus canciones
sentimentales. Al caer la noche, reventaban luces en todas las ventanas y la música de las radios
traspasaba los muros de las casas de la vecindad. La gente se visitaba después de cenar y se
organizaban tertulias, y mientras unos jugaban a las cartas otros bailaban sin preocuparse de
guardar el reparo que exigía el estado de su salud.

En ese ambiente propicio a la pereza, la voluntad se adormecía consumida por la modorra que
provocaba la monotonía de todos los días. La personalidad parecía diluirse y el carácter se
disgregaba en una abulia total. La vida se escapaba como un suave soplo, sin dejar otra huella

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que el recuerdo confuso de los días que se sucedían todos iguales, en medio de una vida donde
cada cual buscaba el placer como una forma de desesperanza. Sin embargo, sorpresivamente
despertaba el instinto en un grito de rebelión y sucedía una crisis en que la conciencia estallaba
en un grito de dolor que anegaba las lágrimas. Era el individuo que no quería naufragar y buscaba
recuperarse y deseaba restituirse a la vida en que se lucha, en que se anhela y en que se sufre
por algún objetivo o por alguna ilusión. Era el deseo de volver al mundo entre los hombres que
laboraban y edificaban su pequeño universo, deseo de reincorporarse a la comunidad antes de
que fuera demasiado tarde, antes de ser olvidado y excluido de esa sociedad que sigue
avanzando impasible, mientras los débiles han quedado rezagados en el camino.

Pasado los primeros días de reposo y agotada la curiosidad que le provocó el cambio de
ambiente, Jorge empezó a preocuparse seriamente de su salud, esperando recuperarse pronto.
La inactividad y la conciencia de su inutilidad lo torturaban constantemente. Todas las tardes se
ponía el termómetro y cada vez veía con desaliento que marcaba la misma pequeña fiebre de
siempre, 37.5 grados. Era una fiebre que no molestaba ni le impedía permanecer en pie y que,
quizás, sólo se manifestaba en un poco de ardor que sentía en sus mejillas, pero era suficiente.
Constituía el indicio, inobjetable de que algo andaba mal en su cuerpo, era la señal aterradora de
que en él, germinaba alguna enfermedad. Cada día se iba resquebrajando su moral y agriando su
carácter, a medida que se mantenía este estado de cosas. Estoy tuberculoso, se repetía. El
médico quiere ocultarme mi mal; al fin y al cabo, es su deber. ¿Qué destino me espera entonces?
¿Arrastrar esta enfermedad algunos años? ¿Morir en algunos meses más? ¿De qué viviré cuando
se me hayan agotado mis recursos? ¿Tendré que subsistir a expensas de mis pobres tías? ¿Porque
habré merecido este destino?

La tristeza embargaba su corazón. Alcanzar a entrever la vida sin haber podido gustarle. Decirle
adiós al amor antes de haberlo gozado. Decirle adiós a Eliana y a todos los sueños que había
tejido en torno de ella. Y luego morir. No respirar nunca más este aire liviano de la montaña, no
sentir la caricia de este sol sobre mi piel. Sumirse en las sombras escalofriantes de la muerte. Dar
el salto borrando el misterio del más allá. Al tratar de imaginarse el no ser, lo invadía una atroz
desesperación. Agitado por estos pensamientos que lo llevaban hasta un paroxismo de terror,
Jorge se levantó de su silla trémulo y acezante. Arrojó lejos de sí las mantas que lo cubrían y fue
precipitadamente a refugiarse junto a los demás habitantes de la casa que hacían tertulia en
algún rincón, buscando un poco de calor humano que le reconfortara y viniera a disipar sus
tétricos pensamientos.

Llegaron los días de lluvia que obligaron a todo el mundo a inmovilizarse dentro de la pensión.
Jorge a través de los vidrios de la ventana contemplaba el paisaje desolado y la tristeza de esos
días grises parecía adentrarse en su alma. Agotada la lectura y cansado de girar en torno de las
mismas ideas, sentía extinguidas las fuentes afectivas de su espíritu y se debatía en su negra
neurastenia. Con temor, esa tarde como tantas otras se colocó el termómetro bajo la axila de su
brazo y luego de esperar cinco minutos observó con desaliento que tenía siempre temperatura.
En un rapto de desesperación y sin poder contenerse, arrojó el frágil tubo de vidrio que se estrelló
contra el piso en mil pedazos, derramando el mercurio que contenía en forma de finas gotitas

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brillantes que rodaron por el suelo. Curvado sobre sí mismo, Jorge hundía la cabeza entre ambas
de sus manos, sollozando como un niño.

De pronto sintió vergüenza de sí mismo, de su debilidad, y se levantó inquieto, sus facciones


desnudas por el dolor, sintió deseos de escribir una carta, como un medio de liberarse de todos
sus tormentos interiores, pero a quién podía confiarle sus pensamientos. No quería causarles
mayores desvelos a sus pobres tías que tanto lo habían cuidado. ¿De sus amigos, cuál de ellos
recordaría ese enfermo aislado en la montaña? ¿O Eliana? ¿Quién era él para Eliana? ¿Cómo
confesarle su afecto y sus ansias, por un poco de piedad y de protección en medio de las tinieblas
y desesperanza en que conturbaba su alma?

Se decidió por último a escribir a su tía Carmen como un recurso para hacer llegar hasta su prima
sus pensamientos. Buscó papel y pluma y como no los encontrara, bajó al comedor donde sabía
que había toda clase de material de escritorio. Era pasada la medianoche y la sala estaba sola y
oscura. Aprovechando la tranquilidad que ahí reinaba, se instaló en la gran mesa, bajo la luz de
la pesada lampara que pendía en el centro del cuarto y empezó a escribir su carta, hilvanando
dificultosamente las frases triviales, llenas de formulismo con que trataba de revertir y ocultar
sus verdaderos sentimientos, pero poco a poco, estos fueron sobreponiéndose a su reserva, y sin
darse cuenta, impulsado por la emoción que lo embargaba, fue vertiendo con ingenua sinceridad
la tristeza que lo agobiaba en las cuatro páginas apretadas que fluyeron de su pluma, rebelando
su alma entera en toda su candorosa desnudez. Al terminar, se sintió más aliviado y empezó a
experimentar los efectos del cansancio y del sueño que pesaban sobre sus párpados y que
embotaban su entendimiento. Tomó un sobre, puso la dirección de doña Carmen Bernales y
metió trabajosamente las hojas dentro. Vaciló un momento, recapacitando que quizás era una
tontería haber dicho todas las incongruencias que contenía esa carta. Luego, dominado por la
fatiga y sin querer pensar más, cerró el sobre, lo tiró sobre la mesa y subió a su cuarto.

A la mañana siguiente, Jorge despertó dominado aún por la sensación de todas las emociones
que había sentido esa noche y el recuerdo de todo lo que había pensado y escrito. Experimentaba
un sentimiento de vergüenza no solo al recordar los términos altisonantes de su carta, sino de
haberse dejado llevar por un rapto de lirismo, en un momento de flaqueza. Resolvió destruir esa
carta absurda en cuanto se levantara. Atormentado por esta idea, saltó de la cama y bajó al
comedor. La mesa ya estaba dispuesta para el desayuno y su carta no se divisaba por ningún lado.
Llamó a la criada para preguntarle, pero esta ni nadie supo darle noticia y tuvo que resignarse a
quedar molesto e intrigado por esta perdida.

Después de tomar desayuno, decidió bajar a dar una vuelta por el pueblo. En su camino, se
encontró con Clara, su amiga de la pensión, que volvía de una excursión matinal. Vestía una
chomba azulina que ceñía su busto sin formas y una falda escocesa que flotaba sobre sus piernas
delgadas. Su figura era, sin embargo, graciosa porque daba una sensación de ligereza y agilidad,
y porque su rostro estaba iluminado por una amplia sonrisa.

- ¡Hola Clarita! ¿Tan temprano de paseo?

- Amanecí muy madrugadora.

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- ¿Quién te sacó de la pensión tan temprano?

- Un rayito de sol. ¡En estos días de otoño, un poco de sol es para mí una felicidad tan
grande! Los días grises me ponen triste,

- ¿Y dónde anduviste?

- Fui hasta el puente de cimbra y volví por la estación. ¡Ah! De paso alcancé hasta el correo
para echar tu carta.

- ¿Que carta? ¿La que dejé anoche sobre la mesa del comedor?

- La misma. La encontré esta mañana y aproveché mi salida para despacharla. Pero ¿qué
te pasa? ¿Porque pones esa cara? ¿Te has molestado?

- Clarita!, ¡por Dios! No sabes cuanto hubiera pagado por echarla al fuego.

- ¡No me digas! Y ¿por qué?

- Por muchas razones. La principal, tal vez, porque decía muchas tonterías. La escribí en
uno de esos momentos en que uno se pone a desvariar.

- Si es por eso, no hay motivo para que te aflijas. Es mejor no arrepentirse cuando uno hace
algo con buena intención y espontaneidad.

- ¿Quizás? Bueno, ya no me queda más recurso que aceptar tu consejo.

- ¡No, señor! Si quieres vamos a reclamársela a la señorita del correo.

- ¿Crees tú que valdrá la pena?

- Eso lo sabes tú solamente.

- Dejémoslo como está, y digamos que el destino así lo ha querido.

- Muy bien, ¿me acompañas a tomar desayuno?

- Yo ya tomé, pero eso no quita que te acompañe hasta la pensión.

Y juntos partieron por el camino que subía serpenteando, sobre el cual caían lentamente las hojas
secas de los árboles que desprendía el viento otoñal.

El desencuentro

Aquel sábado en la tarde, Eliana se entretenía en regar con la manguera el jardín de su casa. Su
madre sentada en la galería estaba afanada en transformar un viejo sombrero mediante cintas y

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adornos que se extendían sobre la mesa. De cuando en tiempo cambiaban entre ellas algún
comentario trivial.

- Hay que sacar los bulbos de los lirios, mamá. Hace más de dos años que no se les remueve
de la tierra.

- Es cierto y deben haberse multiplicado mucho y vamos a encontrar una cantidad grande
y podremos vender las que sobren.

- Ya es tiempo de que le hagamos un arreglo general al jardín.

- El jardinero que nos recomendaron vino dos veces y no ha vuelto. No creo que
encontremos otro como Manuel.

- Ese hombre que vino no me inspiraba mucha confianza. Tenía mala cara. Habrá que
buscar otro de todos modos.

- Le voy a pedir a la Julia que me mande el que va a cuidar el jardín de su casa – interpuso
Eliana.

- Yo le puedo encargar a mi inquilino de Paine que venga los domingos a picar la tierra.

- Esa gente no sirve, no entienden de jardines ni de flores. Es necesario una serie de


trabajos que exigen una persona entendida en esto.

- Encárgate tú de eso, entonces, en vez de llevarte paseando.

- ¿Y qué es lo que estoy haciendo ahora?

- Algo muy raro, desde hace tiempo que no te veo en la casa los fines de semana.

- ¿Sabes? Mañana estoy invitada a ir a la nieve.

- Como decía yo. ¿Con quién vas a ir?

- Con Julia. Ha organizado una excursión con un grupo de amigos.

- Podrías aprovechar de pasar a ver a tu primo que está en San Alfonso y que acaba de
escribirme.

- Nosotros vamos por el lado de Portillo... ¿Qué te dice Jorge?

- Sigue igual. Parece que está un poco trastornado. Habla una serie de rarezas sobre la vida
y la muerte.

- ¡Que ha tenido mala suerte el pobre!

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Eliana había terminado de regar el prado y cortó el agua y dejando la manguera tendida junto al
camino, entró a la casa, secando sus manos en el delantal.

- Aquí tienes la carta por si quieres leerla - le dijo su madre sacando del bolso un sobre
arrugado y alargándoselo a Eliana.

Esta tomó el sobre y se fue a su cuarto y se sentó junto a su peinador a leerla.

La voz de su madre, conversando con alguien distrajo su atención. Luego reconoció la voz de Julia.
Se levantó con viveza y salió al encuentro de su amiga.

- ¡Como te va linda! Que sorpresa y que gusto verte – exclamó Eliana.

- Temía no encontrarte. Tengo que ir a la peluquería y pasé a buscarte para que me


acompañaras.

- Encantada. Voy a aprovechar de pedir hora para mí también.

- ¿No te decía yo? no puedes quedarte una tarde en tu casa – insistió doña Carmen.

- Pero, señora Carmen, como va a ser Ud., tan mala que no la deja acompañarme.

- ¡Si, es que esta muchacha, hijita, se lo lleva en la calle!

- Pero si trabaja. ¿Como quiere Ud. que no salga?

- ¿Y los fines de semana, no puede acompañar un poco a su madre?

- Los fines de semana necesito distraerme – exclamó Eliana, acostumbra a las protestas de
su madre.

- Pasa para dentro, Julia, así conversamos mientras me arreglo.

Una vez en su pieza, Eliana empezó a hurgar en su ropero buscando que tenida ponerse
esa tarde.

- Mi linda, tenía miedo de no encontrarte en casa porque tiene razón tu madre, cuando
dice que eres muy salidora. Me imaginé que podrías andar con tu amor.

- No, Enrique tenía que ir a Santo Domingo a vigilar unas construcciones que tiene a su
cargo – contestó Eliana con una mezcla de orgullo y despecho.

- Si no es por esa circunstancia, no te encuentro. Menos mal de Enrique tiene otras cosas
y te deja un poco de tiempo para tus amigas.

- Que hora tienes en la peluquería? – pregunto Eliana deseosa de cambiar el tema de la


conversación.

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- A las seis.

- ¡A las seis! ¿Y para que nos vamos a ir tan temprano? Son apenas las cuatro.

- Tengo que comprarme zapatos y quiero que me ayudes a elegirlos.

- ¡Pero, si tenemos tiempo de sobra para todo! Tomemos té aquí y después nos vamos.

- Vámonos mejor luego, linda. Yo te convido a tomar té en La Novia. Te diré que tengo que
juntarme con un chiquillo con quien salgo por primera vez, así que me ayudas a que la entrevista
no sea tan solemne.

- ¡Ah! Eso es lo que tenías guardado. Ya me suponía que tenías algún secreto.

- No, mira, si te lo iba a contar todo. Pero, arréglate de una vez por todas. En el camino
tendremos tiempo de ir charlando.

- Veo que estas muy nerviosa.

- No seas tonta.

- ¿Te gusta este vestido?

- Precioso, es un amor.

En diez minutos, Eliana estaba arreglada y compuesta. Antes de salir, recogió la polvera que
olvidaba sobre su radiador y la puso en su bolso. Al tomarla, se resbalaron y cayeron al suelo las
hojas borroneadas por la pluma de la carta de Jorge, Sin preocuparse de recogerla ni de arreglar
su cuarto, que quedaba revuelto, salió detrás de Julia, que la apremiaba.

Mientras recorrían las tiendas, mirando todo sin resolver nada, Julia contó a Eliana su pueril
pololeo con ese muchacho que la asediaba desde hacía algunos días y que la tenía invitada a
tomar té en el centro. Era tanto el entusiasmo de su amiga, que mucho antes de la hora fijada ya
estaba en camino a la pastelería donde habían concertado la cita. Ambas entraron a La Novia y
ocuparon una de las mesas. La gente ya se apretujaba frente al mesón para comer sándwiches o
beber algún refresco.

Mientras ordenaban su pedido, observaban alrededor de ellas de ese modo imperceptible con
que las mujeres lo ven todo sin mirar, aparentemente, nada. De pronto e inesperadamente,
Eliana divisó en el fondo de la sala el rostro inconfundible de Enrique. Quiso levantarse y llamarlo,
pero su voz se ahogó en la garganta y se quedó en suspenso. Enrique no estaba solo. A su lado
había otra mujer y dos niñitas.

Eliana sintió que una verdad largamente presentida se descubría de repente. No quería creer lo
que sus ojos veían y trataba de luchar, en un torturado esfuerzo, para encontrar una explicación
verosímil que calmara su angustia, pero ahí estaba la realidad implacable. Paralizada por la

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sorpresa y la emoción, permaneció un momento inmóvil sumida en el caos de sus pensamientos.
Sentía que Julia le hablaba desde muy lejos entre una bruma de gente que se movía y conversaba
en torno a ella. Su sangre parecía querer dejar de fluir por sus venas y creyó desmayarse. El miedo
de caer inconsciente la hizo tomar maquinalmente la taza que le había servido Julia y bebió un
sorbo de té. Poco a poco, sintió que se reponía de la sorpresa, pero una atroz desesperación la
invadió, como si todo lo que la rodeaba se desplomara sobre ella, aplastándola, oprimiéndola y
privándola de la respiración. No pudo resistir más, se levantó y salió precipitadamente sin tener
valor o fuerza para volver a mirar al lugar donde Enrique se encontraba sentado.

Vámonos Julia, por favor – alcanzó a decir antes de abandonar la sala.

En la calle, cuando caminaba como un autómata, sin saber a dónde dirigía sus pasos, Julia la
alcanzó toda sofocada.

- Por Dios, Eliana, te has vuelto loca. ¿Qué te pasó? ¿Te sientes enferma? Casi he tenido
que irme sin pagar. Te olvidaste de que estábamos esperando a Luis. ¿Cuéntame que te pasó?

- Nada, me sentí mal. Creí que iba a desmayarme, necesitaba un poco de aire.

- ¡A ti te pasa algo! No me engañas. ¿O es que ya no tienes confianza conmigo?

A Eliana se le hacía imposible confesar su desgracia y aún creerla. Le parecía que hablar era hacer
realidad algo que era solo la pesadilla de un momento.

- ¿Viste a Enrique? – dijo finalmente vencida.

- ¿A Enrique? ¿Adónde?

- Sentado... En La Novia.

- ¿A quién iba a ver cuándo no me dejaste ni tomar mi té?

- Estaba sentado con una mujer y dos niñitas – concluyó con voz fatigada.

- ¡No me digas! ¿Tú la conoces? ¡Corazón, por eso te fuiste indignada! Debías haber hecho
una seña para que la mirara. Yo te decía que no hay que hacerse ilusiones. Todos son unos
sinvergüenzas.

Eliana escuchaba irritada el parloteo de Julia. Esta pareció darse cuenta de su falta de tacto.

- A lo mejor estaba con una persona de su familia. No debes suponer lo peor sin antes
haberlo aclarado.

Caminando, habían llegado a la calle Compañía, frente a la Plaza de Armas. Eliana, sin fijarse en
lo que hacía, quiso atravesar cuando las luces del semáforo daban el paso a los vehículos. Julia

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alcanzó a tirarla de un brazo antes de que fuera atropellada. Un chofer de taxi que la pasó
rosando alcanzó a gritarle una injuria.

- Mejor será que te vayas a casa. – propuso Julia asustada – No es manera de ponerse así
por qué has tenido un disgusto. Vamos a tomar un taxi y yo te acompañaré. Tienes una cara que
me da miedo.

- Déjame sentarme un rato. Me siento muy cansada y no podría soportar el viaje en estos
momentos.

La voz de Eliana era casi suplicante. Atravesaron la calle y Eliana fue a dejarse caer en el extremo
de un banco de la plaza. Era tan punzante el dolor que sentía, que laceraba su alma y parecía
haberla insensibilizado por el proprio sufrimiento. Una gran y extraña paz invadía todo su ser.
Tenía la impresión, por primera vez, de que todo lo que formaba la esencia de su vida ahora era
inútil e indiferente. En cambio, otros detalles antes desapercibidos adquirían ahora relieve para
ella y eran las cosas más humildes y pequeñas, aquellas que forman quizás el mundo de nuestra
infancia, donde todo es colores y sonido. Por primera vez le parecía ver esos jardines por los
cuales había pasado tantas veces agitada por otros sentimientos, jardines sencillos de hierba
recorta, prados bien delineados y macizos de flores artificiosas, pero verdor al fin que habla de
campos y paz, de bondad y de belleza. De lo alto bajaba el trinar de los pájaros que se refugiaban
en los árboles de la plaza y ese canto se destacaba ahogado para ella entre el ruido de las bocinas,
el traquetear de los tranvías, y el rumor confuso y discorde de la ciudad trepidante.

Hubiera querido permanecer allí, sola, inmóvil, aletargada, sin pensar en nada o nadie,
escuchando el cantar de los pájaros y oliendo el perfume de la hierba húmeda. Quedarse así
insensible, sin pensar en la ruina de sus sueños rotos y en que estaba desamparada entre
recuerdos grises y esperanzas fallidas.

- Me parece que tomas las cosas muy a lo trágico – insistió Julia – tratando de reanimarla.
Antes de hablar con Enrique, no debes dejarte llevar por la desesperación. Puede que todo se
arregle...

Todo lo que decía su amiga le parecía sin sentido.

- No me digas nada mejor, querida, no te preocupes por mí, ya pasará todo. Déjame aquí
sola pensando y anda a juntarte con tu amigo.

- ¿Cómo se te ocurre que te voy a dejar aquí botada? Tienes que irte conmigo.

- No gracias, linda. No me siento con ánimo para continuar paseando. Es preferible que
vuelva a casa – y movida por una súbita resolución, se levantó dispuesta a marcharse.

- ¿Qué piensas hacer, Eliana? – pregunto Julia extrañada – ¿Será mejor que te acompañe?

- No es necesario que te molestes, querida. Puedo irme sola. Me siento mucho mejor. –
contestó Eliana tratando de sonreír.

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- Tengo miedo de que vayas a hacer alguna tontería, Eliana. Júrame que no haces ninguna
locura.

- Te prometo. Quiero únicamente ir a casa a descansar. Me duele un poco la cabeza.


Quédate tranquila y perdóname que te deje.

- No sabes cuanto siento todo lo que ha pasado. Mañana iré a verte. Hasta luego, linda.

Eliana se alejó con paso rápido, feliz de verse libre de Julia, cuya piedad la exasperaba y cuya
presencia la constreñía y perturbaba, en lugar de temperar su dolor. Cuando se vio sola, sintió
deseos de volver al café para enfrentarse con Enrique, interpelarlo, gritarle su infamia y escupirle
el rostro delante de toda la gente. Sin embargo, el temor al escándalo pudo más que su ira. Se
detuvo indecisa. Algunas reflexiones de Julia se le vinieron a la cabeza. Puede que todo se arregle,
“¿por qué pensar lo peor?” Tal vez estaba con una persona de su familia. ¿Por qué debía ser
forzosamente su mujer? Eliana se aferró a esa idea como un náufrago, sin creer mucho en ella,
pero deseando convencerse a sí misma. La duda, sin embargo, abría continuas brechas que la
asaltaban con más fuerza. ¿Por qué me dijo que iría a Santo Domingo? ¿Por qué siempre temía
mostrarse en público conmigo? ¿Por qué? ¿Por qué?

Todas las sospechas acumuladas desfilaban por su memoria, torturándola. Se sintió tan
desorientada que resolvió volver a casa. Tenía la secreta esperanza que él la llamaría por teléfono
para darle alguna explicación, alguna excusa mal fraguada seguramente, que ella no aceptaría,
pero que le permitiría al menos dar libre curso a su amargura y desesperación. Quería oír siquiera
esa voz tan odiada y amada a la vez. Enrique tenía la costumbre de hablarle entre las siete y ocho
de la noche, antes de comer. Miró el reloj y eran las seis menos diez. Vio venir un tranvía que iba
a su barrio y se subió en él. Se dejo caer en un asiento anonadada por las impresiones sufridas
durante esa tarde de amargura.

Cuando Eliana llegó a su casa, se encerró en su pieza sin ver a nadie y le produjo una especie de
sopor que la hizo caer en un estado de semi inconsciencia. La campanilla del teléfono la despertó
con sobresalto. Se levantó presurosa de su cama y fue al peinador a componerse el pelo y a
empolvar sus ojos enrojecidos por el llanto. Escuchó que la empleada contestaba y luego iba al
cuarto de su madre, en lugar de venir a llamarla a ella. Miró la hora impaciente y eran las siete.
Se quedó sentada frente a su peinador y no hallando la forma de matar el tiempo, tomó de su
estuche una lima y empezó a arreglarse febrilmente las manos, mientras sus pensamientos
giraban en torno a los acontecimientos acaecidos esa tarde. Ansiaba oír la voz de Enrique y estaba
segura de que él le daría una explicación que vendría a calmar sus aprensiones. Mientras tanto,
escuchaba a su madre hablando por teléfono, hablar interminablemente sobre la venta de unos
títulos. La exasperaba la idea de que Enrique podía llamar en ese momento y encontrar la línea
ocupada. Cuando su madre terminó la llamada, sintió una sensación de alivio, pero en seguida
cada minuto que pasaba aumentaba su inquietud. ¿Y si Enrique no la llamaba? ¿Qué podía ella
hacer? ¿Tendría que esperar una larga noche debatiendo con sus pensamientos?

Se levantó y empezó a ordenar los cajones de su cómoda donde la ropa estaba revuelta.
Trabajaba maquinalmente, sin saber muy bien que hacía y para qué, doblando y guardando sus

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cosas. Nuevos sentimientos germinaban en su mente. Al fin y al cabo, comprendía que, si él
realmente la quería, ella le perdonaría todo. Quizás él estaba casado y pensaba separarse. No, se
lo habría comunicado esperando disponer primero de su independencia. Era necesario tomar las
cosas con serenidad y no manifestarse disgustada, sino, por el contrario, aparecer más cariñosa
que de costumbre. Indudablemente, él sabía que lo había visto y trataría de adelantarse a darle
alguna explicación. Miró el reloj y eran las siete diez. El tiempo pasaba con una lentitud
desesperante. Por un momento, pensó adelantarse ella a llamarlo y llegó hasta el teléfono, pero
su orgullo la contuvo y se sentó junto al teléfono pensativa. Una nueva ráfaga de desaliento pasó
por ella. Ya todo estaba terminado. El sueño estaba destruido para siempre. Enrique tenía su
hogar y ella no era más que su amiguita, una cualquiera para entretener sus ratos de ocio. Se
había divertido con ella engañándola fríamente. ¡Era un canalla!

En ese instante empezó a repiquetear la campanilla. Eliana puso la mano sobre el auricular y se
quedó estática. Su corazón latía locamente. Aguardó un momento para serenarse. Aspiró
profundamente, pues la emoción la ahogaba, y levantó el fono. Desde el otro extremo de la línea,
vibró la voz de Enrique.

- ¿Aló? ¿Aló? ¿Eliana?

- Si, con ella – su voz sonó dura y cortante.

- Hablas con Enrique. ¿Cómo estás, querida? – las inflexiones de su voz rebelaban
incertidumbre y vacilación – ¿Qué es de la vida?

- Muy bien, gracias.

- Hoy me fue imposible alcanzar a Santo Domingo. No pude avisarte porque tuve un
compromiso ineludible.

- Así me di cuenta esta tarde.

- ¿Y qué te pasó en La Novia? ¿Por qué te fuiste de esa manera tan precipitada?

- ¿Tienes todavía el decoro de preguntármelo? Francamente hubiera esperado cualquier


cosa de tu parte, menos tanto cinismo.

- Eliana, no te exaltes, permíteme que te diga...

- No es necesario que me digas nada. Ya me he dado cuenta del triste papel que me has
hecho jugar.

- Precisamente, querida, quiero explicarte...

- Hay situaciones en que no cabe ninguna explicación. ¿O acaso deseas seguir burlándote
de mí? No te basta todo lo que me has hecho y como has abusado de mi confianza y cariño para
ti. – Al llegar aquí, Eliana, pese a sus deseos de mostrarse fuerte, terminó sollozando.

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La voz de Enrique rebelaba su emoción.

- Eliana, es mejor que hablemos todo personalmente. Voy a verte en seguida, nos
juntaremos donde costumbre.

- ¡No! No vengas. Déjame en paz. Ya me has hecho sufrir bastante, para tener que
escucharte todavía.

- No seas así querida. Tengo mucho que hablar contigo. Dime que irás.

- ¿Para qué quieres verme? ¿Para que escuche nuevas invenciones tuyas?

- No seas tan dura conmigo, Eliana. Déjame ir a conversar contigo. Espero que te hayas
serenado un poco cuando nos encontremos.

Cuando el automóvil de Enrique llegó a la calle de la casa de Eliana, ella venía caminando
lentamente. Él detuvo el coche a su lado y ella subió, después de saludarlo fríamente. Enrique
abordó inmediatamente el problema, como quién trae aprendida una lección, mientras Eliana,
acurrucada en su rincón escuchaba en silencio, con la mirada fija en el vacío.

- Eliana, quiero hablarte con sinceridad y quiero me que escuches sin rencor y tratando de
entenderme. No voy a negarte la verdad. Eso sí, quiero justificar mi conducta de haber guardado
en secreto mi situación.

Enrique empezó a desarrollar sus pensamientos, con cierta parsimonia, sin percibir el efecto de
sus palabras en el rostro de Eliana.

- Bajo muchos puntos de vista mi conducta puede aparecer reprobable, tanto con mi mujer
como contigo, pero quiero que me comprendas. Mi mujer fue en un principio la ilusión de mi
vida. Luego, pasaron los años de matrimonio, y me encontré con una cruda realidad. Mi mujer
no era la compañera que yo creía y que deseaba. En esas circunstancias, viviendo con este anhelo
insatisfecho, el destino te puso en mi camino. Jamás pensé que llegaría a amarte como te quiero
y aunque no estés dispuesta a creerme, te repito que tú eres la única ilusión que me resta en el
mundo.

Eliana permanecía inmóvil, sin parpadear, respirando débilmente. En ese momento, hubiera
preferido mil veces oír una mentira más que a escuchar esta terrible verdad que brotaba
implacable de los labios de Enrique. Escuchaba paralizada por su propia desesperación, sin atinar
a reflexionar o decir algo, concentrando todas sus fuerzas en continuar viviendo y deseando a la
vez que un obscuro cataclismo la sepultara en la nada y en el olvido.

Enrique en ese momento había detenido su coche en una de las avenidas del Parque Forestal y
trataba de tomar las manos de Eliana, que se escabullían de las suyas. Él siguió hablando,
mientras escudriñaba ese rostro cuya mirada inexpresiva se perdía en el vacío.

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- Tú no puedes saber, Eliana, lo que significas para mí. Desde el día en que te conocí, la vida
ha adquirido para mi otro aspecto y otro significado. Todo lo veo iluminado a través del prisma
de tu amor. Tú no sabes cuán feliz me has hecho y cuánto siento haberte hecho daño. Las cosas
sucedieron sin que yo pudiera prever sus consecuencias. Poco a poco, me fui enamorando de ti
y llegó el día en que no podía prescindir de verte. Fue entonces cuando pensé decirte toda la
verdad, pero me faltó el valor, precisamente por el cariño que te tengo. La sola idea de perderte
me hizo cobarde y me obligó a seguir en el engaño. Fui cobarde, te confieso, pero fui cobarde
precisamente porque te amaba.

Enrique titubeó un poco, sin saber qué agregar y tratando de descubrir qué efecto producían sus
palabras en Eliana, cuyo rostro estaba oculto en la penumbra. Ella vino a sacarlo de su embarazo.

- ¿Y ahora, que más quieres de mí?

Sus palabras resonaron cansadas y opacas, como si su garganta estuviera cansada para siempre
de hablar. Esas sencillas palabras bastaron para enfrentar a Enrique con la realidad. Calló un
instante, mientras se debatía en sí mismo, para encontrar una respuesta.

- Querida mía, si yo supiera qué puedo o qué debo hacer, pero estoy perdido en medio de
una madeja de sentimientos. A veces quisiera arrojarlo todo y huir contigo. Sin embargo, ahí
están mis hijas que no puedo dejar abandonadas. Por una parte, no puedo resignarme a perderte,
y por la otra comprendo que tu deseas hacer tu vida y tienes derecho a pensar en tu porvenir.

Enrique calló un momento, sin saber que más agregar.

Eliana comprendió que todo estaba perdido y que Enrique ya tenía hecha su elección entre ella
y su familia.

- A veces he pensado que sería preferible que muriéramos juntos – prorrumpió Enrique,
por último, con falso énfasis.

- Eres demasiado cobarde para eso. Tú lo has dicho. Eres un cobarde, solo tuviste coraje
para engañar a una mujer. A una pobre mujer que depositó en ti toda la fe de su vida.

- No seas así, Eliana, no me trates de esa manera – trató de abrazarla y ella lo rechazó con
firmeza.

- Quiere Ud. irme a dejar a mi casa. Se lo agradecería mucho.

- Como tú quieras.

Mientras conducía de vuelta, Enrique trataba de hacer recapacitar a Eliana y conseguir una
solución que evitara una total ruptura.

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- Espero que reflexiones. ¿Por qué no sería posible que mantuviéramos nuestra amistad?
Yo no te voy a exigir que me dediques toda tu vida, pero podrías darme un poco de amor. Yo, a
cambio, te ofrezco todo mi cariño, todo mi tiempo, todo lo que tú puedes desear...

Estas palabras, que revelaban una cínica proposición, le produjeron a Eliana una sensación de
asco y de vergüenza. Cuan pequeño y miserable le parecía en ese momento el hombre en el cual
había fijado todos sus sueños. Después de esto, Eliana no pudo escuchar más palabras de
Enrique, en medio de su desconcierto y desesperación. Tenía la impresión de que su alma estaba
ausente del cuerpo y que pendía en el vacío espacio.

Al llegar a la casa, descendió del coche exangüe y sin despedirse, fue a tirarse a su cama sin pensar
en comer. Se sentía enormemente cansada y sin embargo, no experimentaba deseos de dormir.
Tenía sus nervios extremadamente irritados como si todas las fibras de su cuerpo estuvieran en
una molesta tensión. Sus pensamientos saltaban de un punto a otro, para volver a una misma
idea. Se preguntaba qué actos de su vida le hacían merecer ese castigo.

En un principio, la animó un ímpetu de venganza, pero luego la invadió el deseo de su propia


destrucción. Ella que siempre había temblado a la idea de la muerte y que tenía horror a todo lo
que podía evocarla, ahora, hastiada de la vida, la miraba como una buena amiga y hubiera
deseado hallar en ella refugio para su desesperanza. Pensaba con tanta intensa febrilidad que le
parecía que iba a estallar su cabeza y no obstante, sus pensamientos no eran más que un girar
inútil en torno del mismo tormento. La idea de su aniquilamiento iba tomando cuerpo en ella
como una puerta de escape para el dolor, como la paz suprema que se contraponía a una vida de
congojas y decepciones.

Era ya pasada la media noche cuando Eliana se levantó de su cama, en una especie de transe
donde la razón parecía adormecida en medio del caos en que se debatía su espíritu.
Transfigurado el rostro, dilatadas las pupilas por un terror inconsciente, marchó hacia el botiquín
donde su madre guardaba el calmante que usaba en sus crisis hepáticas. Tomó el frasco en la
mano decidida y apretándolo fuertemente, como si temiera que se escurriera entre sus dedos,
regresó sigilosamente a su cuarto.

En la casa reinaba un profundo silencio. Se sentó frente a su peinador, llenó un vaso de agua y
vertió en él todo el contenido del frasco. Las pastillas se precipitaron al fondo despidiendo unas
tenues burbujas. Eliana las contempló obsesionada. Había un resplandor de locura en su rostro
convulsionado. Con gestos de sonámbula, tomó la lima de uñas que estaba al alcance de su mano
y revolvió el vaso, donde las pastillas empezaron una danza fantástica, entrechocándose y
dejando tras de sí una estela blanquecina que iba enturbiando el agua y depositando en el fondo
un finísimo sedimento.

Su mano se crispó en torno del vaso mientras sus ojos giraban exorbitados mirando sorprendidos
todos los menudos objetos que se mostraban sobre el peinador, como si se extrañara de verlos
tan nítidos y relucientes o como si presintiera que los miraban por última vez. La invadía una
nueva pena de perder todo aquello y sentía una piedad infinita por sí misma. Parecía que su
psiquis se hubiera desdoblado y contemplándose ella misma desde lejos, se compadecía de esa

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pobre muchacha que, viendo rotas todas sus esperanzas, había perdido también hasta el mismo
deseo de vivir.

De pronto, su mirada se detuvo ante una hoja de papel cubierta de negros y nerviosos trazos.
Quedaron, poco a poco, sus ojos fijos tratando de comprender estos signos, hasta que reconoció
la letra aguzada de su primo Jorge. Dentro del vacío de su cerebro, en medio de la confusión
mental en que estaban sumidos sus pensamientos, esas letras fueron adquiriendo un sentido,
primero como una sucesión de palabras y frases que se leen sin captar su contenido, en seguida
como un mensaje venido desde un mundo distinto, como una voz misteriosa que trataba de
despertarla de su sueño, y arrancarla de ese trance mortal que arrastraba a su ser a la destrucción
y la muerte. A medida que iba comprendiendo esas líneas, se iba disipando las sombras que
envolvían a su entendimiento. Una luz se iba encendiendo entre las tinieblas que la rodeaban y
un cántico de fe y de esperanza elevaba pausadamente del fondo de su alma, guiándola desde
los senderos de la locura y de la muerte al camino de la conformidad y con el destino incierto de
los humanos. Lentamente, continuó leyendo las palabras de Jorge:

“A veces he llegado a perder la esperanza de mi curación. Sin embargo, estoy resignado y en paz.
Si logro restablecerme, creo que no serán estériles los sufrimientos que he pasado. Es necesario
quizás haber estado cerca de la muerte para comprender el verdadero sentido de la vida. Es
quizás indispensable haber llegado al fondo de la desesperación para emerger con más fuerza y
energía. Es preciso perder la fe en muchas cosas que no son queridas para encontrar una creencia
más honda y duradera. En este camino de perfeccionamiento, mi maestro ha sido el dolor. He
aprendido que no hay que reducir el dolor porque seguramente es lo único grande que nos ofrece
la vida. Debemos saber resistir su bautismo de fuego, para salir purificado de todas nuestras
miserias. Y ahora me doy cuenta de que, llevado por el curso de mis tristes pensamientos, me he
puesto a divagar y filosofar más de la cuenta...”

Eliana recogió asombrada todas las páginas que formaban la carta de su primo y fue a recostarse
en su cama donde las leyó detenidamente. Todo un nuevo mundo aparecía ante ella y un alma
se descubría en toda su sencilla grandeza. Hermanada en el sufrimiento entendía tan bien a Jorge
que hubiera querido volar a su lado a llevar el consuelo de su comprensión y cariño. Todo lo que
él decía en su carta lo captaba con la claridad que le daba la comunidad de sus sufrimientos y
sentía que esas palabras iluminaban su alma como si entrara en ella la gracia de Dios.

Un día gris

Era un día gris cuyas nubes traspasaban de cuando en cuando los rayos tibios de un sol invernal.
Jorge, recostado en la galería, arrebozado en mantas, miraba ese paisaje tan conocido que ya no
encerraba para él ninguna novedad o atracción.

Desde muy lejos, se oía el pitar del tren que se alejaba bordeando la montaña. Jorge no había
querido bajar a la estación porque se encontraba bastante resfriado y pensaba que los demás
vendrían en ese momento de regreso a la pensión con el correo del día.

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De un recodo del camino, apareció una figura que subía difícilmente, dificultosamente curvada
sobre sí misma. De su mano izquierda pendía un bolso y de su mano derecha se apoyaba en un
bastón con el que se asistía en su penoso ascenso. Cuando estuvo más cerca, Jorge no pudo
contener su sorpresa y se levantó para salir a su encuentro, pues creía reconocer a alguien en
esa persona.

- ¡Don Fernando! – gritó Jorge en medio del camino.

El caminante alzó la cabeza y apareció su rostro sonriente encuadrado por una barbita blanca.
Jorge corrió a su encuentro a tomar su saco de viaje y juntos regresaron a la pensión, después de
cambiar efusivos saludos.

- ¿A qué se debe esta grata sorpresa? – preguntó Jorge con alegría en su voz.

- En sus últimas cartas, muchacho, noté mucho desaliento. He venido a ver cómo se
encuentra – dijo el señor Leblanc.

- Siempre igual. Ahora más resignado con mi suerte.

- ¡De que suerte me hablas!

- Estoy embromado. Creo que me tiene agarrado definitivamente la tuberculosis.

- Eso es lo que habría que cerciorarse.

- ¿Qué quiere Ud. decir con eso?

- Que es necesario investigar cual es el verdadero estado de su salud. ¿Viene algún médico
a visitarle?

- No, en realidad, todos estamos aquí un poco abandonados de la mano de Dios,


entregados a nuestra propia suerte.

- Malo, muy malo. Es un crimen colectivo. No es posible que todos estos enfermos carezcan
de un control médico regular y efectivo. ¿Por qué no ha bajado a Santiago a examinarse?

- No sé. Quizás el temor mismo de enfrentarme con la realidad. A veces uno prefiere
ignorar la verdad. Así siempre se conserva una vaga esperanza.

- Eso es una filosofía errada.

- Si, lo comprendo, pero me ha faltado el empuje necesario para salir de la postración en


que me encuentro.

- Pues bien, yo vengo a darle ese empuje. Bajará hoy mismo conmigo a someterse a un
examen radiológico.

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- Conforme, y le agradezco que se interese tanto por mi persona. Ud. es un verdadero
amigo. Nunca creí que Ud. fuera un hombre de tanta energía y decisión.

- ¡Caramba! Así que te imaginas que todo filósofo debe permanecer sentado todo el día
mirándose el ombligo. ¡No! La filosofía es un sistema que nos permite sortear correctamente,
orientar nuestra conducta en la vida. Toda filosofía contraria a la acción es dañina porque se
opone a la realidad cósmica que es perpetua mutación y movimiento.

- Esta bien, nos pondremos en movimiento – dijo Jorge y agregó sonriente – así no nos
pelearemos con el Cosmos.

- Tengo un doctor amigo en el Hospital San José que puede ayudarte en tu caso.

- Magnífico. ¿Y qué trae Ud. en ese saco?

- Algo para ti. Pensé que la fruta es aquí muy escasa. Fui temprano a la feria y te compré
manzanas – y con eso, el señor Leblanc extrajo de su bolso unas frutas enormes y redondas que
fue depositando sobre la mesa.

- Esto es demasiado. Ud. no debería haber hecho esto.

- ¡Calle Ud. y vaya a guardarlas!

Después de almorzar juntos, bajaron a tomar el tren que debía conducirlos a San José de Maipo.
Una vez allá, se encaminaron al hospital, donde el señor Leblanc se entrevistó con su amigo
médico. Este aceptó gustoso examinar a Jorge y le llevó inmediatamente a la sala de rayos.

En la oscuridad del gabinete y entre el ámbito de los motores eléctricos, el médico observo
atentamente a Jorge. Terminado el examen, pasaron a una salita contigua, escrupulosamente
alba, donde tomaron asiento en sillas de metal esmaltado de blanco. El médico los miró a ambos
sonriente como si se gozara de su expectación.

- Mi amigo – concluyó por decir – Ud. no tiene absolutamente nada en sus pulmones.

- ¿Como? ¿Y qué significa esa fiebre de todas las tardes?

- Eso habrá que investigarlo con calma. Lo único que puedo asegurarle, por el momento,
es que sus pulmones están sanos.

- Es increíble, doctor. No sabe cuánto le agradezco esta noticia. Sin embargo, no me explico
esa fiebre constante.

- No sería el primer caso de una fiebre de origen puramente nervioso. Ud. debe ser una
persona muy sugestionable. Es posible también que tenga algún otro origen. Puede ser
ocasionada por alguna infección diferencial. Eso exigiría tenerlo algunos días en observación.

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- Por el momento me doy por satisfecho, doctor, con saberme libre de una infección cuya
sola idea me deprimía,

- De todas maneras, voy a recetarle alguna vacuna o desinfectante intestinal.

Jorge, en la embriaguez de su felicidad, ya no oía ni miraba nada más, sino que pensaba en correr
inmediatamente a buscar sus cosas a la pensión, para regresar lo más pronto posible a Santiago.

En el tren en que retornaba a San Alfonso, después de despedirse del señor Leblanc, Jorge sintió
la euforia de verse en condiciones de volver a la vida activa. El triste paisaje invernal era para él
en esos momentos lleno de bellezas, y sentía que se elevaba de su corazón un cántico de alegría
y de gratitud hacia la vida.

Al día siguiente, Jorge ya se había despedido de sus compañeros de la pensión y preparaba sus
maletas, cuando vinieron a anunciarle una visita. Descendió intrigado por saber quién era su
visita y entró a la salita donde lo aguardaban. En la penumbra que reinaba allí, reconoció
inmediatamente a su prima Eliana. La sorpresa lo paralizó un instante.

- ¡Eliana! La veo y no lo creo. ¿Cómo es posible que Ud. se haya molestado en venir hasta
acá? ¿Y la tía, dónde está ?

- He venido sola.

- No sabe Ud. cuanto agradezco esta atención.

- Es Ud. quién debe perdonar que no lo haya venido a ver antes. Hemos sido siempre unas
ingratas con Ud.

Mientras hablaban, Jorge se había acercado, había estrechado su mano y reteniéndola en la suya,
sin que ella opusiera resistencia, la había hecho sentarse en el sofá que estaba a su lado.

- Recibimos una carta suya que nos causó mucha pena.

- Oh! No debía haberla enviado nunca. Fue en un momento de tristeza y desolación. Eso ya
pasó.

- ¡No diga eso, Jorge! Esa carta es para mí algo precioso. Gracias a ella he comprendido
muchas cosas y posiblemente le debo a ella haber nacido de nuevo a un nuevo mundo más
grande y noble del que siempre había conocido.

- Ud. me sorprende Eliana. Yo creí que Ud. nunca le daría importancia a esos conceptos
que abordé en la carta. Hay cosas que para entenderla se necesita antes haberlas vivido y haber
sufrido un poco...

- Tal vez no sea Ud. el único que haya sufrido, Jorge...

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- Que extrañas me resultan en Ud. esas palabras, Eliana. Casi diría que me extraña su propia
mirada y la expresión de su rostro. Hay algo nuevo en Ud., algo que yo no conocía, algo más suave
y humano que se desprende de Ud.

- Sí... Es posible que sea algo nuevo, algo que ha nacido del bautismo de fuego que hablaba
su carta.

- ¿Debo comprender que en mi ausencia Ud. también ha sufrido, Eliana? ¿Alguna


decepción?

- Si, pudiera decir que sí he sufrido, pero estando aquí ya me siento mejor.

- El fin -

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