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Puerto de ambiciones

Historias de la Ciudad de Buenos Aires.

PAULA I. MARCHISIO

TAHIEL ediciones
Marchisio, Paula I.
Puerto de ambiciones : historias de la Ciudad de Buenos Aires / Paula I.
Marchisio. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tahiel ediciones,
2016.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-758-002-0
1. Novelas Históricas. I. Título.
CDD A863

Corrección: Matias Pulido.


matiasnahuelpulido@gmail.com

© TAHIEL ediciones 2016


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© Paula I. Marchisio 2016

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A mi papá, Giorgio Marchisio.

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Parte I

CRIOLLOS Y MESTIZOS

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

UNA PÁGINA EN BLANCO


(1536)

L
a ceremonia ha comenzado. Cierro mis ojos e inspiro profundamente.
Siento en mi rostro el aire húmedo del río y abro la boca para que
entre en mí. Soy el río. Escucho el canto suave y monótono de mis
súbditos, que se balancean todos a la vez, como movidos por algo que está
más allá de lo real. Soy un dios. Levanto entonces mis brazos. Resuenan,
como campanas, los adornos que llevo puesto. Estoy cubierto de plata.
Plata de la famosa y legendaria Sierra de la Plata. Soy un conquistador.
Soy un Rey... y este es mi río.
¿El río de Solís? ¡No! El Río de la Plata.
–¡Soy Rodrigo Díaz! –grito entonces con los brazos extendidos– ¡Soy el
Rey del Río de la Plata!

–¡Rodrigo! –exclamó la muchacha– ¿Qué hacéis? Venid. Vamos.


Dulcemente le bajó los brazos y le acomodó la abundante y enrulada
cabellera despeinada por el fuerte viento proveniente del río.
–¿Isabel?
La muchacha lo miró a los ojos. Esos ojos grandes, negros, soñadores.
Esos ojos que no veían la realidad sino que estaban anclados en sus afiebradas
fantasías, en la locura. Y no quiso lastimarlo.
–Sí, Rodrigo, soy Isabel –mintió.
–Soy el Rey del Río de la Plata, Isabel –le anunció orgulloso–. Mis
súbditos han cantado y bailado para mí.
La muchacha vio los juncos y sauces que se movían al compás del viento.
Vio el ancho e inabarcable río que más bien parecía un mar. Y recordó cuando
hacía ya poco más de un año habían llegado hasta allí desde tan lejos...

Juan de Osorio leía, para júbilo de los niños y jóvenes presentes, algunos
pasajes del “Amadís de Gaula”. Todos adoraban los romances de caballería.
Aventuras, tesoros, amores y tierras lejanas despertaban deseos y ambiciones.
Todos escuchaban atentamente, pero uno lo hacía aún más. El enfermizo hijo
de un noble y empobrecido hidalgo de provincia, de pelo negro enrulado,
revuelto, y unos ojos más negros aún, escuchaba el relato con religiosidad,

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grabando todo en su memoria para reproducirlo luego, una y otra vez.


Mas Osorio, por mucho que le gustaran las novelas de caballería, no
estaba allí para eso. Reunió a parientes y amigos en su Andalucía natal para
contarles sobre una aventura mayor a la de todos esos libros... y real, tan real
como el oro y la plata.
–Iremos a la Ciudad de los Césares, al país del Rey Blanco, donde se
encuentra la sierra de la que brota la plata y el oro. Para eso hay que ir hasta
el río de Solís, el Río de la Plata, y penetrar en su estuario... –les explicó
largamente Osorio con sus maneras gentiles y elegantes.
–Pero, ¿ya habéis llegado hasta allí? –preguntó un desconfiado.
–Juan de Solís y Sebastián Caboto han estado cerca, muy cerca, y recogido
valiosísima información. Esta vez llegaremos.
Lo que Osorio omitió era que ninguno de los dos había obtenido más
que leyendas. Solís había acabado como alimento de los indios del lugar y
Caboto, desobedeciendo, se apartó de su rumbo para adentrarse en la región
del ya llamado Río de Solís; no encontrando más que hambre, penurias... y
fantasiosos relatos.
Pero nada de eso importaba. La nobleza despreciaba cualquier trabajo
manual, cualquier esfuerzo físico. Las clases bajas estaban hartas de
hambrunas y pestes. En todos habitaba un sueño de riqueza fácil, o al menos,
inmediata. Las leyendas que llegaban de América no hacían otra cosa más
que alimentar la codicia de ricos y pobres y la fantasía de que más allá del
mar esperaba una inmensa fortuna al alcance del primer intrépido que se
animara a ir por ella.
Osorio, rico, gentil y ambicioso, tenía la misión de reclutar la tripulación.
Y lo hizo bien. Supo llegar a su auditorio e inflamar su codicia. Les contó
sobre la capitulación que en Toledo firmó el Rey Carlos I, otorgándole al
importantísimo don Pedro de Mendoza el título de Adelantado del Río de
la Plata. Don Pedro se encargaría de financiar la costosa expedición y, a
cambio, el Rey le otorgaba el título de gobernador militar y político de una
vastísima región, con importantes beneficios pecuniarios sobre los territorios
conquistados y sus tesoros.
–Don Pedro, de la ilustre casa de los Mendoza, miembros de la más alta
aristocracia de Castilla, caballero de la Orden de Alcántara y de Santiago,
Capitán de los ejércitos del Rey en Roma...
–Donde hizo una fortuna durante los saqueos... –interrumpió el mismo
desconfiado de antes.
–No prestéis oído a rumores malintencionados.
–Y donde parece que no sólo robó riquezas, sino también virginidades.

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Me han contado que se trajo de Roma el mal de las Galias... la sífilis, ¿no es
así? –insistió.
–Su enfermedad no le impedirá comandar la expedición –respondió Osorio
cortante, ya francamente molesto–. Quien quiera de vosotros participar...
Varios se mostraron interesados. Sin embargo, el primero en enlistarse fue
un muchachito, poco más que un niño, de grandes ojos negros. Iría a hacer
realidad todas las fantasías que poblaban su perturbada cabeza. Su familia,
avergonzada de la locura que lo tenía atrapado desde hacía ya tiempo, no
impediría el viaje.
–Y vos, ¿cómo os llamáis?
–Rodrigo Díaz, señor.
–Preparaos, Rodrigo, porque en breve partiremos.
En breve fue un año después porque, en realidad, la salud del Adelantado
era muy precaria, al punto que parecía que no iba a estar en condiciones
de partir. Cuando las impaciencias de los inscriptos y del mismo Monarca
estaban por derivar ya en un cambio de mando, el 24 de agosto de 1535
partió de San Lúcar de Barrameda, Sevilla, la expedición conquistadora más
espléndida que jamás se hubiera visto. Una impresionante comitiva formada,
al decir de muchos, por catorce navíos, mil doscientos hombres, quince
mujeres, cien caballos, además de cerdos, aves de corral, herramientas,
implementos y demás provisiones. Al mando iba el poderoso don Pedro
de Mendoza. Con él, su hermano don Diego y su sobrino Gonzalo, los
capitanes Juan de Osorio y Juan de Ayolas. También fueron de la partida
Domingo Martínez de Irala, Juan de Salazar, Pedro Luján, Francisco Ruiz
Galán y tantos otros. Soñadores, aventureros, delincuentes, ricos y pobres,
tan distintos y tan iguales a la vez. Muchos valientes, muchos impulsivos,
en general, ignorantes de los peligros por venir, algunos engañados, otros
obligados, pero todos ambiciosos. Tanto, que se animaron a desafiar las
temibles aguas del Océano Atlántico.
Ese mar, tan inabarcable como el infinito y tan poderoso como un dios
del Olimpo, era el camino que los llevaría del pasado al futuro, de un mundo
viejo y gastado a otro nuevo y por descubrir. Era el nexo que los unía, pero
atravesarlo implicaba la posibilidad de perderlo todo, incluso, la vida.
Al cruzar el Ecuador la flota quedó varada, petrificada, como si estuviera
amarrada a un inmenso desierto de agua. No soplaba ni una gota de viento, el
sol castigaba con fuerza y el silencio se había apoderado de todos. La terrible
sensación de que nada ocurría, de que nada iría a ocurrir jamás, afectaba aún
al más valiente. Sin ver tierra, parecía que las convicciones, las creencias,
aun el más elemental sentido común, no tenían donde afirmarse, como si les

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faltase tierra en la que enraizar. Sin viento para avanzar, los minutos pasaban
cual horas y los enfrentaba al abismo de estar consigo mismos.
Sin embargo, al llegar finalmente a las costas del Brasil, la situación
cambió drásticamente. Una terrible tormenta se abatió sobre ellos. El viento
bramaba cual león enfurecido, levantando olas hasta el firmamento. Las
embarcaciones eran meros juguetes de ese mar embravecido y colérico.
Sin ninguna posibilidad de controlarlas, las naves quedaron a la deriva,
elevándose por momentos hacia el infinito sólo para caer segundos después
al más negro y profundo de los infiernos. Los relámpagos ensordecían
con su rugido y cegaban con su luz. La lluvia era tan fuerte que ya no se
distinguía el cielo del mar. Los barcos crujían como si fueran a quebrarse
en mil pedazos. Verdaderas montañas de agua se desplomaban sobre los
conquistadores, llenándoles los pulmones con su agua salobre, golpeándolos
contra los aparejos del barco, zamarreándolos a unos contra otros...
Se escucharon juramentos y maldiciones, plegarias y promesas. Se vieron
caras rojas por el esfuerzo y pálidas por el agotamiento; también lágrimas
en muchos ojos. Los ojos grandes y soñadores de Rodrigo, en cambio,
continuaron mirando hacia adentro, fijos en su destino. Y su destino era
seguir hacia el sur. Sin embargo, la flota se había dividido por la tormenta y
don Pedro había quedado nuevamente postrado por la enfermedad. Por ello,
decidieron anclar en la bahía de Guanabara1.
La comitiva que allí se detuvo parecía un caldero a punto de hervir. Los
ingredientes ya estaban en el agua de cocción. Un viaje largo y penoso en
pequeñas cáscaras de nuez donde hombres duros, feroces, sucios y mal
alimentados chocaban entre sí, una y otra vez. Un comandante postrado,
enfermo de muerte, que no podía tomar decisiones y menos aún mantener el
orden en medio del caos. Y finalmente, sus capitanes, ambos de nombre Juan,
en una peligrosa competencia por ver quién era el favorito del Adelantado y,
por ende, el que recibiría los mayores beneficios. Parecía evidente que Juan
de Ayolas, Mayordomo de Mendoza, era el preferido. Sin embargo, Osorio…
el guapo Osorio, el simpático Osorio, el admirado Osorio... La envidia y
los celos nacieron y fueron creciendo en ese viaje de mil demonios. Ayolas
temía por su prestigio y su situación. Se sabía inferior… y tenía ambiciones
muy grandes. Para cuando llegaron a la bahía de Guanabara la suerte de
Osorio ya estaba echada.
Ayolas contó a un desfalleciente y vacilante Pedro de Mendoza todas las
palabras que el traidor Juan de Osorio había dicho en su presencia. Mendoza,
sintiéndose morir, pero sabiendo que tenía que mostrar mano dura y aptitud

1 Futura Río de Janeiro


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de mando, decidió, injusta, precipitadamente, dar un castigo ejemplar al


supuesto traidor. Levantando su mano pálida, fina, en la que se veía ya una
dolorosa llaga que no le permitía escribir, dijo lo más a viva voz que pudo:
–Doquiera y en cualquier parte que sea tomado Juan de Osorio, mi maestre
de campo, que sea muerto a puñaladas o estocadas, las cuales les sean dadas
hasta que el alma le salga de las carnes, por traidor y amotinador…
Y el mandato, tan claro como cruel, fue cumplido con rapidez. Fueron
varios. Ayolas, por supuesto. También, Salazar, Luján y otros. Osorio,
vestido elegantemente como siempre, paseaba por la hermosa playa. El
andaluz no tuvo tiempo de reaccionar. Una. Dos. Cuarenta puñaladas se
descargaron sobre su desdichado cuerpo al unísono, como si fueran una,
desgarrando sus finas ropas, hiriendo una y otra vez su carne, que no opuso
resistencia. Cumplida la orden, algunos huyeron rápido como ratas, otros se
demoraron unos instantes más. Osorio quedó tendido en la playa. Sus sueños
americanos habían acabado muy pronto.
–Un traidor no merece confesión ni tumba –murmuraron para justificar
que luego de asesinarlo cobardemente ni siquiera le obviaron a su flagelado
cuerpo la humillación de la descomposición a la intemperie.
Desde lo lejos, Rodrigo contemplaba la escena. No estaba muy seguro de
si era real u otra de sus fantasías. De golpe, su cuerpo delgado se sobresaltó
al sentir una mano sobre su hombro. Era Domingo Martínez de Irala.
–Hacéis bien, muchacho. Hay que estarse callado. No se sabe en
qué terminará todo esto y lo importante es no quedar en el bando de los
perdedores…
La ambición, la codicia, siempre estaban por delante. Era lo que los
empujaba a seguir, a seguir al sur rumbo a la plata y al oro. Y así fue como
rápidamente partieron hacia el mar de Solís. El cuerpo de Osorio quedó
tendido en la playa, pero su espíritu pareció seguirlos, todo el tiempo, adonde
quiera que fueran, como un permanente recordatorio de que el final de la
expedición no sería otro más que el desastre.

He llegado. Lo he logrado. El destello cegador de los metales preciosos


me obliga a cerrar los ojos y a entreabrirlos sólo por instantes. Así y todo,
la veo. Veo una ciudad maravillosa, edificada en mármol y oro, revestida en
plata. Extiendo mis manos y toco. Toco como un niño paredes, pisos, puertas
y adornos. A lo lejos, se divisa el impactante Palacio del Rey Blanco. La
suavidad del metal me produce una sensación embriagadora. No puedo
evitar reír. Mi risa retumba en esa caja de resonancia y me devuelve una
melodía de felicidad. No quiero irme nunca de aquí. Por fin llegué. Estoy en

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el país del Rey Blanco. Estoy en la ciudad de los Césares.

Finalmente, la flota había llegado al Río de la Plata. Los hermanos


Pedro y Diego de Mendoza se reencontraron tras separarse en la tormenta.
Comenzaron los preparativos. Recorrieron la zona y encontraron un puerto
natural, cómodo, entre bancos de arena, con un pequeño riachuelo a su lado
al que llamarían “Riachuelo de los Navíos”. Ese era el lugar. Ese sería el
primer puerto en tan extrañas tierras. Hicieron un primer desembarco. El
fantasma de Osorio parecía estar allí, porque los primeros seis españoles que
desembarcaron fueron devorados por los tigres2. Sin embargo, volvieron a
intentarlo. Y esta vez lo consiguieron. Frente a ellos se extendía una llanura
interminable, completamente plana, sin árboles, sin nada… un inmenso
océano de tierra amarillenta. La vista era infinita, parecía no haber horizonte.
Sintieron que habían cambiado tan sólo una inmensidad por otra.
Pensativa, como todos, estaba Isabel de Guevara, una de las pocas
mujeres “decentes” que había venido con la expedición. Valiente y práctica,
ya estaba haciendo planes. A su lado, una muchacha pálida, de apariencia
frágil, la seguía como una sombra. Hasta que lo vio.
Rodrigo extendía los brazos hacia la nada, como si estuviera tocando algo.
Sus grandes ojos negros estaban iluminados por la emoción. La muchacha
supo que esos ojos estaban muy lejos de allí, lejos de esa yerma vastedad
para mirar otros espectáculos mucho más deslumbrantes. Quiso seguirlos.
Ella no tenía ningún lugar adonde ir, ningún paraíso en el que refugiarse.
Quizás, allí, en esa ciudad que todavía no había nacido, finalmente pudiera
encontrarlo.
América era un continente vacío, sin dueño. Eran los conquistadores, y
sólo ellos, los que al poner un pie en esos remotos parajes olvidados de
Dios, los creaban, los dominaban. Se fundaba, por tanto, sobre la nada. Se
comenzaba de cero. Se escribía un capítulo nuevo, sobre una página en
blanco…
Tan en blanco estaba la página y tan sin dueño era la tierra, que lo primero
que hacían al llegar a un lugar era ponerle nombre. Aquello era un verdadero
acto de poder. Era dar a luz a un pedazo de España. Desgraciadamente, no
todos los conquistadores tuvieron demasiada inspiración para tamaña tarea.
En este caso, al parecer, la sensación al arribar a tierra de que allí había
mejores aires que los padecidos anteriormente, derivó en el de Santa María
del Buen Ayre, en honor a la Virgen del Buen Ayre de Cerdeña.
Era el 2 de febrero de 1536 cuando Buenos Aires se fundó por primera

2 Seguramente, fueron atacados por Gatos monteses.


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vez3. Se ubicaron en una despoblada meseta que terminaba abruptamente


en una barranca al río. Una pequeña playa de tosca se extendía a sus pies.
Varios zanjones o arroyos la cruzaban escurriendo en el río las aguas de
las lluvias, tornando al lugar peligrosamente inundable. Como todo en esta
expedición, los comienzos de la jovencísima población estuvieron marcados
por la enfermedad de Don Pedro, que ni siquiera estuvo en condiciones
de realizar un acto formal de fundación. Por tanto, sin mucha ceremonia,
comenzó a levantarse un pequeño poblado no mucho mayor a una manzana
de extensión. Hicieron chozas con barro y paja, únicos materiales disponibles
en esa región tan carente de todo, sobre de todo de metales preciosos.
Levantaron también una casa maciza y grande para el Adelantado, a la que
se dotó de todas las comodidades posibles. Sin embargo, Mendoza, postrado
en cama, pálido y gris como un espectro, permaneció en “La Trinidad”, un
barco que encallara en la playa. Este navío ofició de fortaleza (o casa de
gobierno) y se destinó a la residencia de autoridades, oficinas y también a la
prisión. El ínfimo poblado contaba con iglesia, como lo mandaba el Rey y la
Santa Inquisición, y se lo rodeó de una muralla defensiva de la altura de un
hombre parado, que había que reparar todos los días porque todos los días
se derrumbaba.
Y sí, el Buen Ayre era eso. Sólo eso. Un pequeño punto, apenas advertible,
entre dos inmensidades: el río y la llanura. Eso y sólo eso. Un minúsculo
y precario refugio rodeado de tierras extrañas y atemorizantes, llenas de
peligro. No tardarían mucho en descubrirlo.

Sé que será un festín. Un festín digno de un Rey. Mis súbditos, con


respeto y veneración, comienzan a traerme los más variados platillos. Las
preparaciones son hermosas y coloridas. Los aromas que desprenden me
invaden y llenan de deseo. Sin poder resistirlo un segundo más empiezo. La
comida se deshace en mi boca, los exóticos sabores me llenan el alma y el
estómago… y sigo…. y sigo.

–Cómo me gustaría comer un cochinillo, como los que asábamos en el


campo… –dijo nostálgicamente Antonio, uno de los desgraciados habitantes
del nuevo poblado, mientras reparaba por enésima vez el muro de barro.
La vida en el fuerte del Buen Ayre se asemejaba mucho a la del
mismísimo infierno. Por momentos, parecía que eran los fuegos del averno
los que se habían escapado hasta allí, haciendo el sitio sofocante y plagado
de mosquitos. En otros, las lluvias, el viento y el frío hacían que los pobres

3 Se cree que en la actual Plaza Lezama o en sus alrededores.

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pobladores se congelaran dentro de sus casuchas de barro, que dejaban filtrar


las sudestadas y la humedad del río inmediato. Más de una vez el río subió
y subió, barriendo con chozas, pertenencias e incluso con la iglesia, que en
una oportunidad flotó sobre el agua y se arrastró hacia el mar. Casi como una
premonición.
Y el hambre… el hambre empezó a arreciar.
–Me conformaría con una perdiz... o algún cuis –dijo el mismo Antonio
unos días más tarde, bajando sus pretensiones.
A poco tiempo de instalarse, los españoles entraron en contacto con
los indios querandíes, que se acercaron con curiosidad a ver quiénes
habían llegado a sus tierras. En un principio, éstos fueron amistosos y les
proporcionaron pescados y carnes para comer, los que fueron devorados
prontamente. Haciendo gala de una gigantesca imprevisión, los españoles
ya estaban cortos de víveres, al menos para todos aquellos que no fueran el
Adelantado y sus colaboradores más cercanos. Su aversión al trabajo manual
dificultaba la obtención de comida en una tierra que no facilitaba las cosas,
pues no había muchos alimentos al alcance de la mano.
Como era de esperar, sólo bastaron unos días para que aquellos dos grupos,
tan distintos, tan antagónicos entre sí, advirtieran que no podían entenderse.
Y no era un problema idiomático... o sí lo era. Los conquistadores hablaban
el lenguaje de la prepotencia y la codicia. Querían enriquecerse de la noche
a la mañana. No les importaba aquella tierra que habían conquistado, no les
importaban aquellos que habían vivido allí por siglos antes de su llegada, no
les importaban sus propios compañeros, porque la riqueza del otro suponía
la pobreza propia. Los indios hablaban un lenguaje absolutamente opuesto.
Para ellos no existía la propiedad privada, nada era de uno, todo era de todos.
Compartían la caza y la pesca y respetaban el medio natural en el que vivían,
simplemente porque era el que les permitía vivir.
Los españoles invocaron el derecho natural y exigieron a los aborígenes
alimentos y provisiones. ¿Derecho natural?, ¿obligaciones legales?,
¿morales? Los indios, sencillamente, dejaron de ir.
–¿No habrá un pedacito de pan? –preguntó ansioso Antonio con las tripas
resonándole por todo el cuerpo. El maldito estómago, tan inoportuno, insistía
permanentemente en que se acordara de él.
Sin escarmentar, Mendoza decidió entonces mandar algunas expediciones
a fin de obligar a los indios a cumplir con sus “obligaciones”. El resultado
fue desastroso. Los indios no se asustaron con los caballos, como en otras
regiones de América, y ciertamente no se amilanaron ante el estruendo de
la pólvora. Con sus armas primitivas acabaron con la vida y las ambiciones

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de varios, incluidos don Diego, hermano de Mendoza, y Pedro Luján, uno


de los asesinos de Osorio. Al menos éste último, aunque no obtuvo riquezas
en América, sí consiguió pasar a la posteridad, pues dio su nombre al río a
cuyas márgenes murió.
Los indios, envalentonados por sus victorias, sitiaron Santa María del Buen
Ayre. El sitio comenzó casi naturalmente y a los pocos días nadie siquiera
soñaba con cruzar la precaria muralla de barro. Estaban allí, atrapados, entre
el agua y los salvajes. El infierno ya no estaba por debajo de la tierra. Estaba
en aquel lugar, tan plano y despoblado, que los conquistadores no sabían
trabajar. Estaba en el cielo, surcado por cientos de flechas incendiarias que
prendían fuego las miserables chozas españolas.
–Ya no queda un mendrugo de pan… ni una lagartija… ni una rata –
murmuró Antonio en su desesperación.
Ya no había comida en la ciudad. Comenzaron a comer ratas y
ratones, lagartijas, ranas, víboras… hasta la suela de los borceguíes. Los
conquistadores semejaban cadáveres. No podían estarse en pie. Sus ojos
consumidos quedaban fijos, abiertos, muy abiertos. Fueron las mujeres,
quizás por necesitar menor cantidad de comida, las que cuidaron de ellos y
se encargaron de los trabajos que los hombres ya no podían realizar.
Isabel de Guevara, mientras cuidaba moribundos, lavaba sus ropas y
cocinaba lo mísero que podía hacer de comer, soñaba con la carta que le
escribiría a su señora doña Juana. A su lado, la muchachita delgada y pálida,
la ayudaba. Se detuvo frente a Rodrigo y le llevó unos pedacitos de alguna
sabandija incauta que había osado entrar en el poblado y que era precioso
manjar para sus pobladores.
–No, os agradezco mucho, Isabel –le respondió él con sus finas maneras
nobiliarias, intentando una sonrisa–. Yo ya comí muy bien.
La muchacha se alejó con tristeza. Sabía que Rodrigo se alimentaba de
sus banquetes mentales. Su cabeza trabajaba cada día más febrilmente, cada
día más alejada de la realidad. En contrapartida, su cuerpo se resentía más y
más. Estaba tan flaco que sus grandes ojos parecían más grandes aún. Ya no
miraba a su alrededor. Se iba, Rodrigo se iba, como muchos lo habían hecho
ya. Como muchos lo seguirían luego.
Don Pedro, acostado en el camastro del barco, sin hambre pero con la
maldita sífilis a cuestas, supo que tenía que tomar algunas previsiones.
Mandó a Ayolas (quien se llevó de aquel infierno a Martínez de Irala en
recompensa por su silencio en el asesinato de Osorio) y luego a Salazar, a
conseguir alimentos y provisiones río arriba. Luego, designó a Francisco
Ruiz Galán para que gobernara el poblado, que se había convertido en tierra

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de nadie.
La desesperación llevaba a cualquier cosa. Un día, Antonio y dos españoles
más robaron un caballo y se lo comieron a escondidas. Algún receloso por
no haber sido invitado al festín denunció el atracón a las autoridades. Fueron
inmediatamente aprendidos, torturados y condenados a la horca. Ruiz Galán
hizo ejecutar la sentencia. Esa noche, unas figuras escurridizas se acercaron
al patíbulo y se llevaron los muslos de los desdichados. Esa noche, algunos
comerían.
Y así, los que caían comenzaron a transformarse en el alimento de los que
todavía se mantenían en pie. Ya no se podía ir más abajo. Ya no era posible
concebir un horror, una tragedia mayor, que la vivida por aquel puñado
de desgraciados, supuestos conquistadores, abandonados a su suerte en el
misérrimo Fuerte del Buen Ayre.

La miré fijamente. Era bellísima. Olí el perfume de sus cabellos negros


y de su blanquísima piel. Me perdí en sus ojos oscuros como la noche. Su
boca roja invitaba al beso. La besé. Acaricié su piel suave y sedosa mientras
sentía crecer en mí una incontrolable excitación.
–Isabel… oh… Isabel.
Entré en su cuerpo joven y esbelto y lo exploré, lo exploré como un
conquistador a su tierra prometida… ¡Estoy en el paraíso!

–Isabel... Isabel –murmuraba de placer Rodrigo habitando el cuerpo


de la muchacha con una pasión impensada para la fragilidad actual de su
organismo.
Finalmente, una vez alcanzado su paraíso, Rodrigo se marchó de ella, de
su cama y de su choza. Sólo entonces la joven alcanzó a murmurar:
–María… me llamo María.
María Sánchez era una de las pocas mujeres que habían venido con la
expedición, desafiando promesas de infortunios y privaciones, por cierto
cumplidas. Algunas fueron por el oro, otras tras algún hombre que las había
enamorado. María lo había hecho para encontrar su hogar. Pobre y sin
posibilidades en el viejo mundo, harta de sus pestes y carencias, se había
enrolado soñando con encontrar un lugar que le fuera propio. Nada daba
más posibilidades para eso que la despoblada América. Todas ellas habían
cumplido con creces su parte del trabajo pero el sacrificio que se les impuso
fue enorme y perdieron gran parte de las cosas que habían llevado, el recato
incluido, aunque algunas, claro está, lo habían perdido en España hacía rato.
En aquel lugar tan pobre, sin oro, sin plata, sin alimentos y sin indias bien

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dispuestas, sólo quedaban ellas. Las llamaban “las enamoradas”, por no


llamarlas prostitutas, y servían para la casa y la cama de los hombres. No
todas. Isabel se mantenía firme.
–Estoy harta de deshuesar hombres como para tenerlos en la cama –le
espetaba a aquel urgido o ansioso que se animaba a intentarlo.
Pero María había cedido. El primero le trajo una manta. Una manta
hermosa y calentita para las noches frías y húmedas del invierno. Otros
siguieron. Su choza empezó a tener algunos bienes, pero su cuerpo delgado
y aparentemente frágil se negaba a sentir placer. Eso fue hasta la mañana en
la que aquel joven de buena familia y ojos soñadores la tomó con pasión,
confundiéndola con Isabel de Guevara. Y así había seguido siendo. A él no
le pedía nada a cambio, ni siquiera que la reconociera. Sólo quería tenerlo
consigo un rato, aunque más no sea un rato.
Poco después, Rodrigo, aún con una sonrisa en los labios recordando
su encuentro con Isabel, pasó distraídamente junto a cuatro hombres que
sentados jugaban a los naipes.
Las cosas habían mejorado ligeramente en el Buen Ayre. Ayolas había
regresado, para volver luego a irse río arriba, con provisiones que aliviaron
la terrible hambruna. Los indios también estaban hambrientos y cansados
y aflojaron el sitio. Una botella de vino de la bodega del Adelantado había
aparecido misteriosamente en el lugar y los cuatro se reunieron a distraerse
un rato.
–Pobre loco. Cada día está más perdido –dijo Bartolomé refiriéndose a
Rodrigo y apurando un sorbo del vino, ya un poco picado.
–¿Pobre? –replicó Francisco– Yo creo que es muy afortunado. No se da
cuenta de la trampa en la que hemos caído. Estamos aquí, atrapados, atados a
una espera interminable, insoportable, donde sobra el tiempo para maquinar
traiciones y venganzas, donde el miedo y el hambre nos enloquecen y nos
matan de ansiedad.
–¡Es verdad! –exclamó Gonzalo– Yo abandoné todo. Dicté mi testamento
a favor de mi hermano menor y le di mi herencia. Me quedé sin nada para
venir a buscar el oro, y si el oro está río arriba, ¿qué es lo que estamos
haciendo aquí? –volvió a exclamar con ese brillo que siempre aparece en los
ojos de los hombres cuando hablan de oro.
–Oro… el oro –murmuró Francisco–. Cada mañana me levanto en este
lugar del demonio y sólo quiero morir, pues sé que tampoco hoy se va a
cumplir mi más ardiente deseo –continuó víctima de la depresión.
–Yo también vine por el oro –dijo entonces Bartolomé–, pero creo que
fue un error. Dios nos ha castigado por nuestra codicia. Ya sólo sueño con

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

regresar…
Se hizo un silencio. Gonzalo pensaba en el botín que intentaría conseguir
sin importar nada ni nadie. Francisco pensaba en la muerte, quizás la única
que podría librarlo de aquel tormento que sufría por sentir tanta necesidad de
algo que no tendría. Entonces, Bartolomé, añorando su tierra natal, se dirigió
al cuarto hombre que estaba allí con ellos, silencioso, ocupado en beber vino
con suma dedicación.
–Padre, por favor, absuélvanos. Que Dios nos perdone por nuestra codicia
y deje de castigarnos así.
El cura, totalmente borracho, hizo la señal de la cruz con movimientos
trémulos.
–Yo os absuelvo, hijo mío, pero la codicia es un pecado del que difícilmente
se libre alguno de nosotros…–dijo. Y terminó su copa.

¡Osorio ha vuelto! ¡Ha vencido a la muerte y está aquí! Corro con


todas mis fuerzas hasta la orilla del río. En el barco del Adelantado se
oyen gemidos de dolor, cosas que se tiran, cosas que se rompen. ¿Habrá
pelea? ¿Osorio irá ganando o morirá nuevamente? Me acerco lo más que
puedo para escuchar. Siento el agua fría morder mis pies cuando avanzo
hasta quedar pegado al casco del navío. Entonces, escucho la voz de don
Pedro. Parece la de un viejo pero igual le entiendo. Discute con Osorio.
Lo traicionó, le recrimina. Era necesario que hubiera un culpable, le grita.
Quiero escuchar la respuesta de Osorio, pero no la oigo. Don Diego, el
hermano del Adelantado, parece ahora intervenir en la discusión. Yo no lo
escucho, pero Don Pedro también le grita a él y le dice que está muerto…
que todos están muertos…

En su habitación del navío “La Trinidad” Pedro de Mendoza agonizaba.


Trapos sudados y bacines sanguinolentos no dejaban lugar a dudas. El
hombre recostado en la cama parecía un anciano de ojos hinchados y piel
amoratada. Tenía, sin embargo, poco más de treinta y ocho años. Cuando
estaba tranquilo, un quejido constante y lastimero escapaba de sus labios
morados como higos secos. Sin embargo, las llagas que se le habían formado
en las manos, la espalda y la cabeza lo enloquecían del dolor y entonces
se ponía agresivo. Don Pedro deliraba. Don Pedro sentía voces y cuando
las tinieblas invadían su cabeza aparecían su hermano, sus conquistas
romanas... y Osorio, siempre aparecía Osorio. Su fantasma lo acosaba sin
piedad, atrapándolo aún más en sus delirios, enloqueciéndolo de culpa por
esa muerte tan absurda. En sus momentos de lucidez, cada vez más escasos,

20
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

se sentía melancólico y deprimido. Había invertido toda su fortuna en esta


empresa y no había encontrado nada. Ni oro, ni plata, ni siquiera el palo
santo, esa planta que según los médicos era capaz de curar su enfermedad.
Ya estaba harto. Quería irse de allí, quería abandonar aquel lugar que sólo le
había dado amarguras e insatisfacciones. Quería huir del fantasma de Osorio.
Una vez tomada la decisión, delegó el Adelantazgo en su capitán Juan de
Ayolas, pero como éste aún se encontraba remontando los afluentes del Río
de la Plata en búsqueda del famoso Rey Blanco, provisoriamente le dejó
el mando a Francisco Ruiz Galán. El 22 de abril de 1537, “La Magdalena”
partió rumbo a España llevando a su capitán más muerto que vivo.
Don Pedro se había marchado, pero sus gritos aún resonaban en los oídos
de los habitantes del Buen Ayre:
–¡Judíos!, ¡¡Vosotros me habéis hecho matar al maestre de campo y ahora
todos moriréis como chinches!!
Aun cuando gritara atrapado en sus delirios, no estaba errado. De los mil
doscientos hombres que lo habían seguido a América, más de mil ya habían
muerto. La nueva ciudad quedó con ochenta habitantes a la partida de su
fundador. La muerte, por ende, había sido una fiel compañera durante todo
ese tiempo y los hombres y mujeres que allí se encontraban tuvieron que
aprender a lidiar con ella, cada uno a su manera. Con indiferencia, con temor
y, por qué no, con alegría. Para muchos ella era la única capaz de poner fin
a sus sufrimientos. María Sánchez se aferró a la vida con todas sus fuerzas.
Intuía que aquel continente vasto e inhóspito era su hogar. Intuía que una
larga línea de descendientes se enraizaría en esas tierras salvajes. No iba a
morir ahora. No ahora que sabía que dentro suyo latía una vida americana.
Sin embargo, no pudo evitar perder lo que más amaba.
El 23 de junio de 1537 amaneció helado. El aire húmedo del río se hacía
sentir. María despertó pensando en prepararle a Rodrigo algo caliente para
comer. Hacía ya unas semanas que el muchacho, extremadamente débil y
perdido, vivía con ella. En cuanto terminó de despabilarse supo que algo
estaba mal. Muy mal. Abrazó a Rodrigo, que tiritaba a su lado, intentando
darle calor, intentando retenerlo junto a sí. Al sentirla, él la miró con sus ojos
grandes y soñadores. María se perdió en ellos y, por primera vez, dejó que
la fantasía la envolviera.
Juntos recorrieron valles, montañas y planicies. Esa era América, la
tierra que habían elegido para vivir y, sobre todo, para morir. Detrás de la
niebla que poblaba su mirada, apareció reflejado en los ojos de Rodrigo un
fugaz instante de lucidez. La reconoció a María, saludó a su futuro hijo, se
despidió para siempre de la precaria ciudad que contribuyó a fundar pero

21
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que nunca logró ver en verdad. Después, fue apagándose suavemente. La


locura llegaba a su término. Finalmente, estaba en paz.
Ese mismo día, pero en alta mar, un agonizante Pedro de Mendoza abrió
la boca con mucha dificultad. Tomó aire y, con más dificultad aún, exclamó:
–¡Lo siento mucho, Osorio!
Y nada más. El gran Don Pedro, amigo del Emperador Carlos I, héroe de
Roma, murió sin nada. Sin riquezas, sin heroísmo, sin talento… sin haber
nacido para grandes destinos.
Mientras el cura de “La Magdalena” recitaba con voz monótona una
larga letanía, el cuerpo maltrecho del Adelantado era arrojado al mar. Y el
barco siguió su curso, como si nada hubiera ocurrido, como si el desdichado
capitán nunca hubiera estado en él. Quizás, nunca hubiera debido estarlo.
Quizás la empresa le había quedado demasiado grande.
Pedro de Mendoza había venido a esta remota parte de América con
una página en blanco. Soñaba con imprimir en ella gestas heroicas que
le reportaran riquezas incalculables, gloria y poder. Sin embargo, tanto él
como los que lo acompañaron sólo lograron escribir palabras como miseria,
hambre, sufrimiento, codicia, traición, ambición, celos, locura…
Mejor, dar vuelta la página y comenzar de nuevo.

22
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

EL CRONISTA
(1580)

Del Por qué, Cuándo y Cómo se fundó la ciudad de la Santísima


Trinidad (luego Santa María de los Buenos Ayres) y de Quiénes
hicieron posible tal hazaña.

Mucho he cavilado sobre si debía, o no, escribir este relato. Tan pronto
tomaba mi pluma, convencido de estar cumpliendo con un deber ineludible,
la dejaba caer, derrotado por el peso de una angustiosa duda. Pero
perdonadme, distinguido lector, pues seguramente no entendéis el porqué
de tanta vacilación. Si me permitís, os lo explicaré. Y para ello comenzaré
desde el principio.
Soy Alonso Rodríguez y Rodríguez, Escribano del Real y Supremo
Consejo de Indias que, como seguro sabréis, es el órgano más importante
de la administración de las Américas, aquellas lejanas tierras de nuestro
magnánimo monarca, su Majestad, don Felipe II. Actas, ordenanzas y reales
cédulas pasan a diario por mi pluma. Documentación, correspondencia e
información, de aquí y de allá, pasan con la misma asiduidad por mis manos.
Y entonces –me he preguntado cientos de veces–, ¿por qué no puedo yo
escribir sobre la América? Pues porque, desgraciadamente, no es mi función.
Y porque, peor aún, es función de otro.
Existe dentro del benemérito Consejo al que con orgullo pertenezco, el
puesto de Cronista Mayor de Indias. Éste tiene a su cargo, como rápidamente
habréis imaginado, relatar los acontecimientos americanos para mayor
gloria de nuestro Rey y de la Santa Iglesia Católica. Entonces, me diréis
con toda razón, la cuestión está zanjada. Ya hay quien se ocupe de tal tarea.
Sin embargo, el actual Cronista es… buen narrador, sí, lo debo conceder,
pero poco apegado a la realidad. Afecto a los grandes relatos de fantásticas
epopeyas y aprovechándose de la credulidad de quien las lee, y no os estoy
incluyendo entre ellos ¡válgame Dios!, sus crónicas no son más que meras
ilusiones de verdad.
He allí, entonces, la cuestión. Mucho pensé. Mucho dudé. Pero si estáis

23
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

leyendo este relato sabéis cuál ha sido mi resolución. ¡Oh, Dios mío, dad
aliento a mi mano para poder escribir con estricta veracidad, sin pasiones
ni intereses, sin miedos ni rencores, cuanto ha llegado a mí! Porque,
precisamente, eso es lo que me propongo. No quiero engañaros sobre lo que
aquí leeréis. No habrá fantasías. No habrá fábulas ni leyendas. No encontraréis
hazañas revistadas en oro y plata. Es por eso que he decidido apartarme de las
ricas conquistas sobre incas o aztecas, para relatar la fundación de una pobre
ciudad que no ha merecido ni una sola línea por parte de nuestro Cronista.
Y todo, todo cuanto aquí hallaréis está rigurosamente documentado. Y si no,
pues querido lector, que la maldición me persiga y caiga sobre mí. Doy fe.

De las razones que motivaron la fundación de la ciudad de la


Santísima Trinidad (luego Santa María de los Buenos Ayres) y
del por qué si ya había sido fundada.

Con certeza me preguntaréis, ¿puede fundarse una ciudad que ya ha


sido fundada? Efectivamente, en el año 1536 el ilustre hidalgo don Pedro
de Mendoza, que en paz descanse, fundó la ciudad y puerto de Santa
María de los Buenos Ayres en la ribera del Río de la Plata. Asentamiento
mísero y desafortunado, las precarias condiciones de vida de sus habitantes
motivaron el envío del capitán Juan de Ayolas a explorar afluentes y zonas
de tierra adentro. Ayolas condujo una larga expedición en la que halló tierras
e indios pero, fundamentalmente, halló oro y plata, seguramente en Potosí.
Cargado con su valioso botín emprendió el regreso, mas fue asesinado por
indios hostiles y peligrosos. Aquí, debo confesaros, tengo información
contradictoria. Según algunas fuentes, su lugarteniente Domingo Martínez
de Irala, encargado de auxiliar a la expedición, hizo esfuerzos sobrehumanos
para dar con ellos y socorrerlos y, según otras, los abandonó a su suerte, fría
y traicioneramente.
Lo cierto es que el mentado Irala y Juan de Salazar continuaron recorriendo
la zona de los ríos Paraná y Paraguay, fundando éste último el puerto de
Asunción en agosto de 1537. Asunción era bien distinta a la infortunada
Buenos Ayres. Era tibia aun en invierno. Era fértil. Los indios guaraníes
eran mansos y sumisos, por lo que rápidamente prestaron sus manos para el
trabajo y sus mujeres para la cama de los conquistadores. Oh, querido lector,
espero no incomodaros ni ofenderos, pero es mi ineludible deber apuntar que
Asunción pronto se convirtió en un paraíso del placer carnal, donde nuestros
compatriotas, olvidados de sus castas esposas, vivían con varias indias a
la vez, repugnante costumbre propia de infieles y no de buenos cristianos.
24
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Esta situación, que contrastaba notablemente con las duras condiciones en


las que vivían los escasos habitantes de Buenos Ayres y, también, los celos y
disensiones entre Martínez de Irala, hombre fuerte de Asunción, y Francisco
Ruiz Galán, gobernador de Santa María de los Buenos Ayres, provocaron el
fin de la ciudad en 1541. Sus habitantes, escasos pero ya afincados, fueron
obligados a cargar sus cosas y trasladarse a Asunción y, peor aún, a quemar
sus ranchos y huertas, que recién empezaban a producir. Se resistieron pero,
finalmente, tuvieron que cumplir. En Buenos Ayres nada quedó, excepto
algunos caballos y yeguas que no pudieron llevar consigo.
Ahora sólo estaba Asunción, pero en ese paraíso tibio y florecido pronto
se reveló un verdadero caldero. Desaparecido Irala en 1556, quien con gran
capacidad de mando había logrado mantener el control, se multiplicaron
los bandos que rivalizaron por el poder y los asesinatos y las rebeliones
prosperaron. Así, se sucedieron gobernadores y Adelantados, pero ninguno
logró gobernar cabalmente aquellas inhóspitas y despobladas tierras del Río
de la Plata.
Los años pasaron. Y Asunción se sintió más y más encerrada en el medio
de la tierra. En el medio de la selva. Lejos del mar. Se sintieron ahogados en
su propia tibieza y comenzaron a pedir a gritos que se abrieran “Puertas a
la tierra”, para que la tierra pudiera salir al mar. Fue entonces que el quinto
y último de los Adelantados del Río de la Plata, don Juan Torres de Vera y
Aragón, Adelantado sólo de nombre pues estaba prácticamente preso del
Virrey de Perú, encomendó a su teniente de Gobernador, Juan de Garay, poblar
el puerto de Buenos Ayres en el nombre de su Majestad y en el suyo propio. Y
así fue como la ciudad, que ya había sido fundada, volvió a fundarse.

De los españoles, criollos y mestizos que participaron de la


fundación de la ciudad de la Santísima Trinidad (luego Santa
María de los Buenos Ayres) y de sus fortunas y desgracias.

Sé que es una obviedad deciros que no hay fundación sin fundador, pero
no por ello deja de ser verdad. Debo hablaros, entonces, del hombre que
hizo posible la segunda fundación de Buenos Ayres, del capitán y teniente
de Gobernador Juan de Garay. No os preocupéis, no os aburriré con un
pormenorizado relato de su vida. Basta decir que era español, vizcaíno para
más datos, y nacido de buena familia. Huérfano desde muy pequeño, tanto
que nada supo de sus padres, fue acogido en la casa de su tío don Pedro
Ortíz de Zárate, a quien acompañó a Lima cuando contaba con trece años.
25
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Ya en América y muerto su tío, se hizo soldado y buen jinete. Fundó otras


ciudades, como Santa Fe, en la que residía cuando el Adelantado Torres de
Vera y Aragón le ordenó una nueva fundación. El enérgico y determinado
vizcaíno no le escapó a su obligación. Tenía sobradas condiciones para ello,
pues era un líder nato. Nunca había tenido dificultad para impartir órdenes
y aunque muchas fueran terriblemente severas, sus hombres lo respetaban y
admiraban. Era hombre de gran firmeza. No se detenía ni se desviaba de su
objetivo cuando lo consideraba un deber ineludible y a todo ello había que
agregarle una innegable valentía.
Valentía generalmente combinada con prudencia… excepto una vez. En
marzo de 1583 se tiró a dormir a orillas del río Paraná sin la debida protección.
Esa fue la noche de su muerte.
Sé que es otra obviedad deciros que el fundador no actuó solo. Debo hablaros
aquí de aquellos que lo acompañaron. Había algunos, pocos, españoles pero
la mayoría de los integrantes de su expedición eran nacidos en América. ¿A
quiénes me estoy refiriendo?, me preguntaréis. A los mestizos y a los criollos.
Ambos nacieron en las nuevas tierras, pero sus padres, más bien sus madres,
son diferentes.
Mestizo es todo hijo de padre español y madre india. Uno de los primeros en
abocarse concienzudamente al desarrollo del mestizaje fue Domingo Martínez
de Irala, quien no quiso hacer desprecio al cacique indio que le “regaló” cinco
o seis muchachitas y produjo, al menos, los siete mestizos que reconoció
en su testamento. Por supuesto que Irala no fue el único. Llegados a la tibia
Asunción luego de incontables penurias, los conquistadores se dedicaron
con esmero a… me excusaréis de describir lo que sigue pues no quiero que
la Santa Inquisición me acuse de promover inmoralidades. Lo cierto es que
los mestizos brotaron tanto como las fértiles huertas de la zona. Un caso
trágico y por cierto excepcional fue el del Capitán Martín Acosta. Llegado
a Asunción desde Lima quedó prendado, como todos, de la belleza de las
mujeres guaraníes y, especialmente, de una de ellas. Por lo general, las indias
fueron complacientes con los españoles pero el infortunado capitán escogió a
una que era todo lo contrario. Obligada por su padre a entregarse al enemigo,
yació con él (no sin resistencia) y le dio un hijo de piel cobriza y penetrantes
ojos verdes, a quien su padre puso el nombre de Pedro. El nacimiento del niño
no dulcificó ni pacificó a la indomable mujer, para quien el hombre con el
que la obligaban a convivir no era más que una bestia sudorosa que le había
arrebatado sus tierras y su libertad. Una noche, cuando el pequeño contaba
con sólo tres años, su madre esperó hasta escuchar los odiados ronquidos del
capitán y, como sucedería con Garay muchos años después, le asestó un golpe

26
de garrote que le partió la cabeza en dos como si de fruta madura se tratase.
A la mañana siguiente, Pedro Acosta se había quedado sin padre (claro está
el porqué) y sin madre (ejecutada sin dilación para castigo y advertencia).
Afortunadamente para él, Mencía de Calderón de Sanabria, la Adelantada, lo
llevó a su casa.
Doña Mencía era personaje conocido y respetado en Asunción. Era quien
había restaurado el decoro y la moralidad en la disoluta ciudad paraguaya.
¿Cómo? Todo comenzó cuando su marido, don Juan de Sanabria, fue
designado como tercer Adelantado del Río de la Plata. Pero el Adelantado
murió antes de poder viajar a sus dominios y su aguerrida y formidable mujer
no se hundió en mares de lágrimas sino que pidió autorización para continuar
con la expedición. Su propuesta fue llevar jóvenes casaderas de buena
familia para acabar con la escandalosa poligamia asunceña. Y así fue como
la extraordinaria Mencía viajó por océanos y selvas, con mil y un peligros,
llevando consigo cincuenta muchachas que no bien llegaron a Asunción se
casaron y fueron la semilla de numerosas familias importantes para la historia
del Río de la Plata. Su propio nieto, el criollo Hernando Arias de Saavedra,
más conocido como Hernandarias, estaba llamado a cumplir un importante
papel en la ciudad que Garay, su futuro suegro, fundaría en breve.
Y así fue como Asunción dejó de producir semejante cantidad mestizos para
dar a luz, en cambio, a un número creciente de criollos, es decir, americanos
nacidos de padre y madre españoles. En un comienzo, no hubo diferencia
alguna en el trato entre blancos, ya sean españoles o criollos, y mestizos.
La precaria situación de las poblaciones americanas hacía que todos los que
convivían en una misma casa recibieran el mismo trato que los hijos de la
familia, sin diferencias de color ni legitimidad de estado. Incluso, los mestizos
podían casarse con criollos o españoles. De hecho, el Adelantado Torre de
Vera y Aragón, debió su título (bastante inútil por cierto) a su casamiento con
Juana, única hija y heredera del anterior Adelantado, don Juan Ortíz de Zárate,
quien además de rica era mestiza y muy buen partido. Con el correr del tiempo
y la conformación de las familias criollas “tradicionales”, las diferencias
empezaron a aparecer y a agrandarse cada vez más.
Fueron, entonces, españoles, criollos y mestizos los que acompañaron a
Garay en su arriesgada empresa. Todos con sus historias personales, todos
con sus anhelos y ambiciones, sus miedos y sus dudas… y nada de eso surge
de los documentos que llegaron a mi poder. Los papeles, fríos, faltos de vida,
relatan sólo hechos, no sentimientos, no sensaciones y, cuando lo hacen, éstas
son generalmente producto de los celos, la envidia o la rivalidad. Y yo quiera
saber… quisiera reflejar… ¡No! ¡Oh, Dios mío! ¡Dadme fuerzas! No permitáis
que me aparte de mi misión. Debo relatar lo que ocurrió ¡y eso haré!
De Cuándo y Cómo se llevó a cabo la fundación de la ciudad de
la Santísima Trinidad (luego Santa María de los Buenos Ayres) y
de los peligros que debieron sortear.

Todo comenzó con el pregón. Corría el mes de diciembre del año 1579 y
Juan de Garay citó al pueblo de Asunción a la Plaza de Armas de la ciudad.
Imaginaros al valeroso vizcaíno, maduro pero fuerte a sus cuarenta y nueve
años de edad, vestido de gala a pesar del intenso calor estival, con su coraza
y su yelmo emplumado, las calzas abullonadas y los guantes de ante blancos.
Una gota de sudor le cruzaba el rostro desapareciendo luego bajo la barba
rizada. Con voz segura, se dirigió a los vecinos allí reunidos:
–¡Asunceños! ¡La hora ha llegado de abrir “puertas a la tierra”! Lo que
hasta ayer pareció un sueño imposible, hoy se hará realidad...
Sí, sí, ya puedo escuchar vuestra queja. Es verdad. No sé si esas fueron
sus exactas palabras, ni si estaba así vestido, ni si había gotas de sudor en su
rostro, pero, queridos amigos, no exageréis en vuestro celo. Todo cuanto ha
sido relatado es altamente probable. De todas formas, quedaos tranquilos. Sé
con exactitud lo ocurrido ese día. Garay explicó dónde se ubicaría la nueva
población y cómo se haría el reparto de los solares y las tierras. También que
cada uno de los interesados, sean españoles, criollos o mestizos, debían ir a
su costa y riesgo, es decir, que todos debían llevar sus armas, ropas, ganados
y vituallas.
El mestizo Pedro Acosta se sobresaltó al escuchar eso. Soñaba con ser dueño
de su propia tierra. No era que se quejara. Doña Mencía lo había tomado bajo
su cuidado y había vivido con su familia durante más de veinte años. Le estaba
profundamente agradecido, pero sentía que ya era tiempo de tener lo suyo
y ésta era su oportunidad. Afortunadamente, Garay no impuso condiciones
demasiado pesadas y podría cumplir con su cuota. Por eso, él fue uno de los
primeros en comparecer ante mi colega, el Escribano Pedro de Xérez, quien
en una hoja de palma iba anotando a todos los interesados.
Gracias al pregón, el Teniente de Gobernador reunió a poco más de sesenta
participantes, según algunas fuentes no todos realmente “voluntarios”.
Pensad que la decisión implicaba generalmente tener que vender todos los
bienes para luego embarcarse en una riesgosa aventura de final imprevisible,
la de hacer nacer una ciudad de la nada. Eran todos ellos, de alguna manera,
los “fundadores”. Y Buenos Ayres tuvo casi setenta “fundadores”... y una
“fundadora”. Garay había decidido que no viajarían mujeres en la expedición,
por los peligros del viaje y los retrasos que partos y demás circunstancias
femeninas solían acarrear. Pero la mestiza Ana Díaz no era, al igual que él, de
darse por vencida y finalmente obtuvo la autorización para convertirse en la
única mujer que participó de la fundación de Buenos Ayres.
En enero de 1580 comenzó la aventura. Debía arrearse el ganado vacuno
y caballar, fuente de alimento y de comercio de la futura ciudad, desde
Asunción hasta Buenos Ayres. Eran, ni más ni menos, quinientos tres vacunos
entre vacas y toros y cuatrocientos quince caballos. Al frente del arreo Garay
designó al sobrino del Adelantado, don Alonso de Vera y Aragón, apodado
“Cara de Perro” por su extrema fealdad. Con él irían los reseros, dentro de
los cuales estaba Pedro Acosta. Fuerte como su padre español y ágil como
su madre india, estaba acostumbrado al duro trabajo con los animales. De
naturaleza solitaria, desde niño había aprendido a interpretar los sonidos y
las señales de la naturaleza, lo que lo convertía en un miembro muy útil de
la expedición. No era para menos. Debían llevar todo el ganado a través de
tupidas selvas y caudalosos ríos, evitando pastos venenosos, asentamientos
indígenas y quién sabe cuántos otros peligros.
Con ellos iría el joven e impetuoso Hernandarias. Como era menor de edad,
no podía figurar como “poblador” y recibir tierras, pero su espíritu inquieto no
le permitía perderse la aventura. El muchacho era entusiasta, excelente jinete
y mejor líder y la arriesgada empresa no podía prescindir de semejante ayuda.
Doña Mencía, ya viejita pero con su temple intacto, le pidió a Pedro Acosta
que velara por su nieto. El mestizo simplemente asintió, bajando la cabeza.
Cuando sus ojos verdes se encontraron con los de la “Adelantada”, ella supo,
con absoluta certeza, que Pedro cuidaría de su muchacho hasta el día de su
muerte.
Y así, un día de enero, bajo un sol calcinante y envueltos en una densa nube
de polvo, “Cara de Perro” y sus reseros partieron con el ganado. Recién para
marzo de aquel 1580 Juan de Garay dirigiría la flota que, atravesando los ríos
Paraguay y Paraná, llegó al Río de la Plata el 29 de mayo de ese año, día de
la Santísima Trinidad. Con él viajaba el resto de los hombres que poblarían la
ciudad y la “fundadora” Ana Díaz.
Para ese entonces el arreo aún no había llegado. ¿Llegaría?, se preguntaban
todos con angustia. Pero en aquel lugar y en aquel momento no había tiempo
para aflicciones. Muchas cosas debían hacerse. Primero, elegir el sitio donde
se establecería la nueva población, uno que fuera diferente del que tuvo la
“maldita” Buenos Ayres de Pedro de Mendoza, en especial, más alto y saludable.
Luego, desmalezar el terreno y hacer las mediciones a fin de ir dando forma
a la ciudad. Ésta tendría unas quince cuadras de largo por nueve de ancho. Su
centro neurálgico sería la plaza, alrededor de la cual se establecerían el fuerte,
el cabildo, la iglesia y los solares más importantes, incluido el del fundador,
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que él nunca llegó a edificar y se mantuvo baldío por mucho tiempo, llamado,
según tengo entendido, como “Hueco de las Ánimas”4. De a poco, se fueron
levantando los ranchos de adobe y paja que conformarían el sencillo poblado.
Seis meses después de su partida, por fin, el ganado llegó a Buenos Ayres.
Los reseros, entre los cuales venía Hernandarias seguido de cerca por Pedro
Acosta, entraron en la incipiente ciudad llevando consigo su preciada carga,
maltrecha pero mayormente viva. Ellos estaban absolutamente extenuados,
roñosos, doloridos... felices. ¡La tarea había sido cumplida!
Y ahora que todos ya estaban allí, Garay finalmente pudo fundar su ciudad.
¡Que ésta sí perdure! –deseaba con fervor su fundador. El 11 de junio de
1580 ni el frío del invierno impidió que diez españoles, cincuenta y cuatro
americanos (entre criollos y mestizos) y una mujer, se reunieran en la flamante
plaza de la ciudad. Allí, Juan de Garay, nuevamente vestido con sus ropas de
gala, caminó en derredor del árbol de la justicia que había mandado plantar,
desenvainó su espada, cortó hierbas, recorrió el amplio solar y en nombre de
España, del Rey y del Adelantado, tomó posesión de la tierra. Luego exclamó:
–¡Si hay alguno que me contradiga, que aparezca!
Los que irían a contradecirlo serían los indios, pero ellos no aparecieron
entonces sino varios meses después. De todas formas, serían derrotados y
masacrados en lo que a partir de allí se llamaría el valle de “La Matanza”.
Una vez que hubo tomado posesión de la tierra, Garay dio lectura al Acta de
Fundación, que hoy obra en mi poder y dice así: “En nombre de la Santísima
Trinidad, padre e hijo y espíritu santo, tres personas y un solo Dios verdadero...”
¿Me perdonáis si os confieso que la larguísima Acta de Fundación me parece
terriblemente aburrida? Me fallan las fuerzas para transcribirla entera, temo
quedar dormido en el intento. Mejor os cuento que funda la ciudad de la
Santísima Trinidad en el Puerto de Santa María de los Buenos Ayres y designa
a las autoridades del primer cabildo, que la gobernarán. Posteriormente,
repartió las tierras. Cada poblador tenía derecho a un “solar” equivalente a un
cuarto de manzana dentro de la planta urbana, a una “chacra” en las afueras
de la ciudad, las que se extendían desde el Riachuelo hasta el paraje de San
Fernando, destinadas al cultivo de verduras y cereales, y a una “estancia” en
tierras más alejadas. Asimismo, se reservaron tierras comunes en los límites
de la ciudad para el pastoreo del ganado de servicio y la extracción de la leña.
Pedro Acosta miró, desde sus tierras, aquella pampa infinita. Nunca había
sido un soñador, pero ese día soñó con campos sembrados de trigo español y
maíz americano, un mestizaje tan especial como el suyo propio. Soñó con vacas
pastando tranquilas, a lo lejos. Soñó con una familia que lo acompañara. No

4 El lugar se encuentra ocupado en la actualidad por la sede del Banco Nación.


30
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

le tenía miedo al trabajo. Algo había cambiado en todos. Donde los primeros
conquistadores sólo veían “nada”, éstos veían campos de cultivo y pastoreo.
Mientras aquellos sólo estaban de paso buscando su camino hacia la Sierra
de la Plata o la ciudad de los Césares, éstos llegaron para quedarse y hacer de
aquella tierra su hogar…. Y entonces el deseo de Garay se hizo realidad.
Pero... ¿labrar la tierra?, ¡¿criar ganado?! ... ¡qué miseria!, ¡qué indignidad!
No... ¡NO! Olvidad cuando os he relatado en los últimos párrafos y retroceded
a aquel 11 de junio de 1580. Ese día, Juan de Garay desenvainó su espada y la
clavó en el suelo. Segundos después, un potente rugido ensordeció a todos los
presentes al tiempo que la tierra se abrió y de ella comenzaron a brotar kilos
y kilos de oro. Sorpresa. Gritos. Lágrimas de felicidad. Con el precioso metal
se construyó la ciudad. Ciudad dorada, ciudad divina, ciudad digna de Reyes.
Pronto, su esplendor fue tal que opacó al resto de las ciudades españolas de
América y aun de la mismísima península. Se convirtió entonces en la capital
de España y, desde allí, nuestro monarca, su Majestad don Felipe II, gobierna
a todo el imperio español.
Yo también me iré para allá. Me han prometido una linda morada revestida
en oro, un divertido trabajo de cronista, donde podré relatar las más increíbles
aventuras, y la compañía cálida y complaciente de.... ¡cinco indiecitas!

Alonso Rodríguez y Rodríguez


Ex Escribano del Real y Supremo Consejo de Indias

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Parte II

CONTRABANDISTAS Y
POBLADORES

33
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

ORO NEGRO
(1615)

Era de noche. La oscuridad lo envolvía todo y esa maldita llovizna que no


paraba de caer, mojaba su larga capa negra sin prisa pero sin pausa. Rodrigo
avanzaba absorto en sus pensamientos mientras caminaba hacia el puerto.
Su caballo había quedado unos metros más atrás. El negocio era importante,
quizás, el más importante de su vida. Entonces escuchó un sonido que lo
devolvió a la realidad. Un sonido que le erizó la piel. No sabía si era una
respiración o un gruñido, pero sí sabía que no estaba solo.
Respiró hondo. Los pulmones se le llenaron del aire frío y húmedo
del río pero eso no devolvió tranquilidad a su corazón, que palpitaba con
fuerza. Maldijo por dentro haber dejado el caballo tan lejos de su destino.
Había estado tan concentrado en el intercambio que debía realizar que no
se dio cuenta. Pero ahora por su estupidez podría perderlo todo. El negocio.
La vida. Entrecerró los ojos intentando ver algo, mas éstos, miopes, sólo
lograron distinguir borrosamente el baluarte y los cañones del fortín ubicado
en la boca del Riachuelo, el sitio donde se encontraba el puerto de Santa
María de los Buenos Aires.
Posó su mano en la dorada empuñadura de la espada que colgaba
pretensiosamente a uno de sus lados. Sintió el tétrico chirrido del acero
toledano al salir de su vaina, pero se detuvo. No era buen espadachín. Volvió
a colocarla en su lugar y decidió que lo mejor era huir. Con vacilación avanzó
unos pasos, luego otros más, cada vez más rápido, cada vez más asustado.
La llovizna golpeaba su rostro, no veía nada, pero estaba seguro de que lo
seguían. Había alguien escondido allí que lo acechaba, como el león a su
presa. Lo escuchaba. Lo presentía. De pronto, Rodrigo sintió que le rozaban
la espalda. Gritó con todas sus fuerzas e intentó correr, pero, por esas ironías
del destino, tropezó con su propia espada, la que no había querido utilizar,
trastabilló y cayó a la calle, completamente embarrada.
Creyó, dominado por el pánico, que era su fin y, para su sorpresa, lo único
que le vino a la mente fue la imagen de su abuela. En eso sintió que unas
manos fuertes, capaces de hacer mucho daño, lo levantaban.
–Dios mío –alcanzó a murmurar Rodrigo muerto de miedo.

35
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Dos ojos verdes, que refulgían en la oscuridad de la noche y lo miraban


con intensidad, lograron paralizarlo por completo. Será por eso que no
distinguió más. Será por eso que no lo reconoció.
–Dios no ayuda a los criminales como vos –le respondió una voz ronca,
grave, apenas audible–. Sé lo que hacéis, de lo que vivís, Rodrigo Díaz. Os
lo aseguro. Pronto no lo haréis más.
Dicho esto lo soltó. Rodrigo volvió a caer al barro y, mientras intentaba
incorporarse, observó como una figura negra y ágil se perdía en la noche. El
corazón le palpitaba con tanta fuerza que parecía iba a salírsele por la boca.
Inhaló lenta, profundamente, una y otra vez. ¡Controlaos!, se ordenó con
dureza. Intentó limpiar sus ropas, pero el barro le había ensuciado tanto la
capa como el resto de la vestimenta. Hasta el delicado encaje de los puños
y del cuello de su camisa estaban impregnados de aquel espantoso lodo.
¡Maldita ciudad en la que todo era barro y más barro! Pero no importaba,
luego se cambiaría. Ahora no había tiempo que perder. Era la primera vez
que Diego de la Vega le encomendaba una tarea tan importante y no podía
fallar.
Cubrió con rapidez el breve trecho que le faltaba para llegar al puerto
con el cuerpo rígido, en tensión, y alerta al más mínimo sonido. Allí ya
se encontraba atracada una nave portuguesa que había debido realizar una
“arribada forzosa”. Si no fuera por el susto que aún sentía hubiera sonreído
ante la ingeniosa solución que Diego de la Vega y sus socios del cuadrilátero
le habían encontrado a la clausura del puerto.
Por real cédula el puerto de Buenos Aires se encontraba cerrado. Esto
significaba que no se podía comerciar con nadie y que sólo podían atracar en
él dos expediciones anuales que enviaba la corona española con mercaderías
para el mantenimiento de la ciudad. Esto no dejó más opción que el
contrabando. El portugués Diego de la Vega fue uno de los pioneros y él y
sus socios pronto descubrieron que hecha la ley, hecha la trampa. En 1581,
España y Portugal dispusieron que las naves de ambos reinos que se hallaran
en peligro podrían ingresar al puerto más cercano y vender toda su carga. Y
entonces, el Río de la Plata se transformó en un dios furibundo que obligó
a cientos de barcos portugueses, también ingleses y holandeses, a atracar
forzadamente y negociar sus mercaderías…
Rodrigo subió a la embarcación. Un tufo putrefacto lo golpeó al asomarse
a la bodega. Tapó su nariz y su boca con un pañuelo empapado en un óleo
de fortísimo aroma en un intento por alivianar los efluvios a sudor, orines,
excrementos y vómitos que emergían con fuerza de aquel oscuro sótano. El
pañuelo ayudó, un poco, con el olor, pero no embotó el desgarrador sonido de
los gemidos lastimeros que hirieron sus oídos. Cientos de negros africanos,
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

sucios y maltratados, se apiñaban unos contra otros, todos con argollas en el


cuello y grillos en los pies.
Muchos habían muerto en el camino. La mayoría de los sobrevivientes
estaban llenos de úlceras y enfermos de escorbuto, tisis o simplemente
de una terrible melancolía que los hacía dejarse morir. El espectáculo era
horrible. Y lo que debía hacer él, también. Nuevamente, tuvo que apelar
a toda su fuerza de voluntad para no salir corriendo. Inspeccionó la carga
y los separó por sexo y por edades. Luego, con una vara de madera los
midió, uno por uno, a fin de determinar cuál era el valor de cada “pieza”. Por
supuesto, también tuvo que registrar raquitismos, deformaciones o miembros
faltantes a fin efectuar las deducciones correspondientes. Una vez valuada
la mercadería se efectuó la transacción con el capitán de la nave. Rodrigo
dejó adrede para el final a un esbelto negro que llamó su atención. La mirada
cómplice del Capitán le confirmó sus sospechas. Era un haussá, etnia del
Níger cuyo ingreso en las colonias españolas estaba prohibido. Musulmanes
y naturalmente soberbios, solían ser díscolos y poco aptos para servir a sus
amos blancos. Sin embargo, eran bastante apreciados por algunas damas, que
quedaban prendadas de sus magníficos cuerpos. Lo colocó como procedente
de Guinea y lo separó del resto. Ese sería su propio negocio… suyo y del
capitán, por supuesto. Finalmente, llegó el momento del “marcado”, que se
efectuaba con el carimbo, un sello de metal calentado al rojo vivo aplicado
sobre la piel del pobre infeliz. Mientras observaba el cruento espectáculo no
pudo evitar pensar que el calvario de aquellos negros no terminaba con el
terrible viaje que habían debido soportar, sino que, por el contrario, éste sólo
acababa de comenzar.
En cuanto finalizó todo aquello salió con premura del lugar, asqueado por
el olor a inmundicia y a carne quemada. Una vez arriba de su caballo, enfiló
hacia la calle Real del Puerto5, que unía el Riachuelo con el centro de la
ciudad y era una de las arterias más dinámicas del pequeño poblado. Hizo el
trayecto hasta su casa mirando siempre por detrás de su hombro. ¿Un ruido
extraño? ¿Una luz a lo lejos? Todo hacía que su corazón se sobresaltase y
latiese con molesta intensidad. Un sudor frío lo recorría por debajo de sus
ropajes. ¿Por qué había desmontado tan lejos?, siguió reprochándose con
furia. Sin embargo, sólo la lluvia pareció acompañarlo esta vez.
Llegó a una espaciosa vivienda de una sola planta ubicada a una cuadra
de la Plaza Mayor. En aquel pobre caserío construido sobre una escarpada
barranca que daba al río y entorno a un precario fuerte, no más de diez casas
podían ser consideradas suntuosas. La de Rodrigo era una de ellas. El negro

5 En la actualidad, calle Defensa.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Cipriano, adormilado junto a la pesada puerta de madera, la abrió presto en


cuanto escuchó la presencia de su amo. Ingresó a la casa sin decir palabra,
aunque no pudo evitar que un penoso suspiro de alivio se colara por entre sus
labios. Dentro de aquellos gruesos muros, construidos con ladrillos cocidos
de barro y paja, se sentía más seguro. Con rapidez, atravesó el zaguán y
la amplia galería que daba al patio principal hasta llegar a sus aposentos,
compuestos de tres habitaciones. Se recostó en la puerta de entrada mientras
recuperaba el aliento. Observó por unos instantes la primera de las estancias
sintiéndose, por fin, a salvo. Una gran cama de jacarandá, cubierta por un
dosel de madera que sujetaba dispendiosas colgaduras de terciopelo bordado,
dominaba su centro. Lo invadió la tentación de recostarse en las suaves
sábanas de hilo de Holanda que cubrían los colchones y esconderse del
mundo. Pero no. La cama, las sábanas, los tapices de Flandes que colgaban
de las paredes, eran muy costosos e indicaban que Rodrigo pertenecía a la
clase más rica de Buenos Aires, al bando de los Confederados. Y tanto el
dinero como la pertenencia a aquel reducido y privilegiado grupo, había que
pagarlo con trabajo y sacrificios. Ya había hecho numerosas operaciones de
contrabando, pero sabía que debía meterse en el negocio de los esclavos si
quería triunfar en la ciudad.
Por eso, era imperioso que de inmediato fuese a ver a don Diego. Atravesó
raudo la segunda de las habitaciones, donde se encontraba su escritorio, e
ingresó a la tercera, poblada de pesados arcones en los que guardaba su ropa.
Abrió todos a la vez y empezó a revolverlos, mezclando casacas, gorgueras,
golillas, medias y calzones. Un tenue aroma a perfume lo invadió y sonrió
satisfecho. Los esclavos encargados de su guardarropa cumplían con su
trabajo. Detestaba el hedor a moho que desprendían las ropas de muchos
que, intentando evitar el desgaste, pocas veces las sacaban de los vetustos
baúles para ser usadas. Estuvo tentado a llamarlos para que, como siempre,
se encargaran de seleccionar sus ropas y vestirlo, pero esa noche quería
estar solo. Se sacó las ropas embarradas y comenzó por ponerse unas finas
medias de seda blanca. Sobre ellas, unos calzones que le llegaban justo por
debajo de las rodillas, dejando a la vista unas bien formadas pantorrillas. En
la parte superior cubrió su delgado cuerpo con una camisa de lino con cuello
y mangas largas, rematados ambos por unos amplios y delicados encajes, un
chaleco y, por encima, una larga y rica casaca que le llegaba a las rodillas.
Mientras cerraba la casaca pensaba en quién podría haber sido el atacante.
Siempre se había jactado de ser un hombre práctico, pragmático, con la
frialdad necesaria para transformar en éxito una situación desfavorable. Sin
embargo, aquella noche había sentido miedo, reconoció para sí, y esto lo
llenó de desagrado. Detestaba sentir miedo. Es más, detestaba estar sujeto a
38
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

cualquier tipo de emoción. Tenía pánico de alejarse de ese mundo fáctico y


lógico que tan bien conocía para quedar atrapado en el de las sensaciones,
los sentimientos, las fantasías…
Cuando terminó de vestirse, observó su atuendo en un enorme espejo
colocado contra la pared. Estaba espléndido. El oro brillaba en los botones
de la casaca y en la gruesa cadena que colgaba de su cuello. La plata, en las
hebillas de los zapatos y del cinturón. Se alisó la barba en forma de pico y
dio forma a sus afilados bigotes. Luego, se arregló un poco la abundante
y enrulada cabellera y al hacerlo no pudo evitar recordar, una vez más esa
noche, a su abuela. Para exorcizar el pensamiento se colocó un sombrero
de castor de ala ancha adornado con enormes plumas y salió, ajustándose
sobre sus vestiduras una capa corta para protegerse de aquella lluvia eterna,
maldita y despiadada que no se cansaba de caer.
Tenía que recorrer sólo unas cuadras, pero no quiso arriesgarse. No quería
estar solo. No quería sentir miedo nuevamente. Por eso, subió a una lujosa
y encerada silla de mano, adornada con ricas cortinas de damasco. Cuatro
forzudos esclavos se encargaban de sostenerla sobre sus hombros. Sus
bocas, apretadas por el esfuerzo, no podían dejar escapar las maldiciones
que seguramente tendrían atragantadas en las gargantas. No bastaba con
tener que soportar el peso de la silla y de su amo sobre las espaldas, sino
que debían hacerlo avanzando sobre el resbaladizo lodazal de las calles. Las
lluvias arrastraban la basura, las aguas servidas y los olorosos contenidos de
las bacinillas que al grito de “agua va” los vecinos tiraban sin preocupación
en las aceras, depositándolos en los profundos surcos originados por el
tránsito de los carretones, formando así verdaderos pantanos, hediondos
pantanos…
Ajeno a todo, Rodrigo pensaba en su lugar de destino. Iba a la casa de
don Diego de la Vega, el mayor contrabandista de esclavos de la ciudad,
miembro del poderoso cuadrilátero de los Confederados y, muy pronto,
pariente suyo. Mucho había ocurrido en poco tiempo. A su pesar recordó
que había llegado a Buenos Aires hacía sólo unos años proveniente de
Asunción, su ciudad natal. Pero Buenos Aires no era una extraña para él.
Había estado presente ya desde su infancia en los innumerables relatos
de su abuela. Su abuela… Él, que siempre había sido tan poco dado a los
sentimentalismos, esa rara y atípica noche no pudo evitar que la emoción lo
invadiera al recordar a la frágil y fuerte María Sánchez. Y así, de pronto, se
sintió nuevamente niño y evocó cuando, sentado en las faldas de su abuela
y mientras ésta le acariciaba el pelo, escuchaba absorto las historias que ella
le contaba. Historias de increíbles aventuras. Historias de terribles penurias
y dificultades. Historias de fantasías y locura. Las historias que ella había
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

vivido cuando se unió a la expedición de Pedro de Mendoza y conoció a


Rodrigo Díaz, su abuelo. Un escalofrío le recorrió la espalda al pensar en
su abuelo, llamado igual que él… De melena enrulada. Como él. De ojos
renegridos. Como él. Completamente loco…
Había llegado a una imponente vivienda cercada por altos y blanqueados
muros. Bajó de la silla y se acercó al ancho portón principal de la casa de
don Diego, labrado en finas maderas. Su abuela debió partir, obligada, a
Asunción cuando la primitiva Buenos Aires fue despoblada. A él le había
correspondido volver. Ese era su destino y también el de su familia. Lo sabía.
Lo presentía. Sacudió la enrulada cabellera, que había sido la debilidad de
su abuela, como si así pudiera sacudirse los recuerdos, los sentimientos, los
más ocultos temores de repetir la historia de ese abuelo al que se parecía
tanto, al menos físicamente, y entonces se dijo para infundirse confianza y
seguridad:
–Yo no vine a Buenos Aires a soñar. Yo vine a hacer negocios.
Y, ensayando su mejor sonrisa, entró.

Una oscura y ágil figura avanzaba rápidamente en la oscuridad de la noche.


Parecía un fantasma. Recorrió las calles que unían el Riachuelo con la zona
aledaña en la que se estaban estableciendo los sectores pobres de la ciudad,
dedicados al abastecimiento del puerto. Predominaban las precarias fondas
y posadas donde se asilaban vagos, marineros, bandidos y prostitutas, salvo,
quizás, la posada del andaluz, que aunque rústica brindaba el único albergue
digno de la ciudad. Abundaban los míseros ranchos de adobe y cañas, que
se apretujaban unos contra otros. Sigilosamente, la sombra ingresó en uno
de ellos y atravesando los camastros de cuatro niños y un anciano llegó a
su cama, donde una mujer de piel blanquísima dormía. Se acostó así como
estaba, mojado y embarrado. En cuanto sintió al recién llegado, ella preguntó:
–¿Estáis bien, Diego? ¿Os ha pasado algo?
–Dormid, mujer –ordenó él con voz ronca.
Juana obedeció. Diego intentó dormir a su vez, pero no pudo. Sabía que
había actuado impulsivamente y que su padre, durmiendo a sólo un par
de metros de distancia, no lo aprobaría. Pero no había podido evitarlo. El
maldito Díaz lo había tratado con desprecio, por ser un simple carpintero,
por ser pobre… y por ser mestizo.
Se movió inquieto en el lecho.
–¿Quién cree que es? –murmuró con rabia sin poder contenerse– Acaba
de llegar a la ciudad y ya se comporta como el dueño de todos. Mi padre…
mi padre fundó esta ciudad…

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Pedro Acosta había venido con Juan de Garay y, como todo poblador,
había recibido tierras por ello. Eso lo colocaba en una posición de privilegio.
En estas lejanas e inhóspitas tierras a las que, salvo contadas excepciones,
no habían partido grandes nobles, sino más bien hijos segundones, pequeños
hidalgos o directamente gente sin alcurnia, la aristocracia la conformaban
aquellos que en la conquista habían obtenido tierras e indios, aunque muchas
veces fuesen ellos mismos los que debiesen labrar la tierra. Y en esos
tiempos de necesidades y peligros no importaba si eran españoles, criollos
o mestizos. Pedro era mestizo, pero también lo era el hijo mayor de Garay y
tantos otros que recibieron su parte en la fundación. Pedro se convirtió, por
lo tanto, en vecino de la ciudad. En sus tierras había planeado sembrar trigo
y maíz y criar ganado, con los que podrían alimentarse él y su familia y a su
vez obtener harina y sebo para el comercio. También había planeado criar
una familia numerosa que lo ayudara en las tareas del campo. Pero, pobre
Pedro, todo le salió al revés.
El primer sueño en desmoronarse fue el de la familia numerosa. Su mujer,
una mestiza a la que había conocido en Buenos Aires poco tiempo después
de arribar a la ciudad, murió al dar a luz a su primer hijo, al que puso el
nombre de Diego por expreso deseo de su difunta esposa.
El segundo de sus planes se vino abajo sólo un poco más adelante. Buenos
Aires, desde su segunda fundación, formaba parte de la Provincia del Río
de la Plata (que hasta 1618 incluyó también al Paraguay) y ésta a su vez
integraba el extensísimo Virreinato del Perú. Esto no podía significar nada
bueno. El Virrey estaba terriblemente lejos, más aún teniendo en cuenta el
estado de los caminos y los peligros que implicaba el viaje, la nueva ciudad
era pobre en riquezas minerales y en indios y, para peor, estaba obligada a
comerciar sólo con Lima, pues su puerto se encontraba cerrado. Las cosas,
hasta las más básicas y necesarias, faltaban y cuando llegaban tras penosa
travesía desde la capital del Virreinato, costaban tan caras que era imposible
adquirirlas. De hecho, en una reunión del Cabildo de aquellos primeros años
registraron que en la ciudad no había vino, ni cera, ni aceite, ni todo tipo
de géneros, ni hierro, ni acero, ni jabón, ni…. A esto se le sumaba que sus
empobrecidos habitantes no podían negociar los productos agrícolas que
producían sus incipientes campos con extranjeros y que la corona española no
podía adquirirlos todos. Y sí, Buenos Aires parecía destinada a desaparecer
por segunda vez.
Entonces, ahuyentados por la Inquisición, empezaron a llegar a Buenos
Aires y al resto de las colonias, gran cantidad de comerciantes portugueses.
Entre ellos, Diego de la Vega. Y fueron éstos los que impulsaron la actividad que

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

acabaría con las terribles carencias de la ciudad y que permitiría enriquecerlos


rápidamente: el contrabando. Con el dinero obtenido del contrabando, los
comerciantes comenzaron a prestar dinero a los viejos pobladores que se
encontraban en apuros, por supuesto, a tasas verdaderamente usurarias.
Pedro Acosta no recibió una gran cantidad de dinero de parte de Diego
de la Vega, pero unos años más tarde los intereses que debía provocaron
la pérdida de sus tierras. Tuvo que dejar todo lo que había construido con
tanto esfuerzo y mudarse con su pequeño hijo a un rancho miserable en los
suburbios de la ciudad. Obligado para poder comer, comenzó a ejercer el
oficio de carpintero. Su hijo Diego lo ayudó en cuanto tuvo edad para agarrar
las herramientas. Ya no eran más pobladores, ya no eran más vecinos, ya no
pertenecían más a esa aristocracia americana. De nada valían ya las heroicas
acciones de la conquista. Eran ahora los mercaderes, con el poder de su
dinero, y las tierras que empezaron a acumular gracias a él, los que pasaron
a ocupar la posición de privilegio dentro de la escala social… Ellos ya sólo
fueron unos “pobres mestizos”.
–Pobres mestizos… –repitió Diego todavía inquieto, sintiéndose invadido
por esa rabia que lo atacaba por dentro, sin soltarlo, sin dejarlo en paz.
Un largo rato estuvo aun dando vueltas en la cama, agitado, nervioso,
furioso. Recién cuando oyó la respiración tranquila y acompasada de su
marido, que indicaba que por fin éste se había dormido, Juana se animó
a moverse. Sabía que Diego sufría. Sabía que había rencor en su interior
por todo lo que su padre había perdido. Sabía que su condición de mestizo
lo torturaba, que su indomable abuela india parecía anidar dentro de él
haciéndolo odiar a los blancos españoles, incluyéndose a sí mismo por serlo
en parte. Todo eso lo sabía y aun así lo amaba. Se había acostumbrado a sus
modos hoscos y taciturnos, a su pesimismo, a que nunca la sorprendiera con
una caricia. Se había acostumbrado a todo ello porque era un buen hombre y,
para ella, eso era suficiente. Apoyó suavemente su mano blanquísima sobre
la piel cobriza de él en un intento por reconfortarlo y, si Dios la escuchaba,
por librarlo de sus demonios.

Rodrigo ingresó en la lujosa residencia. Construida de adobe en una


sola planta, como el resto de la ciudad, era más grande, más amplia, más
opulenta que las demás salvo, quizás, la de Juan de Vergara, otro miembro
del cuadrilátero. De afuera no parecía gran cosa y en la Península se la
hubiera considerado apenas de mediana importancia, pero por dentro… La
riqueza de su interior la colocaba al nivel de las de un grande de España.
Precedido por un batallón de esclavos negros, había más de cincuenta al

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

servicio de don Diego, todos vestidos con libreas de seda, atravesó algunas
de las quince espaciosas habitaciones de la casa aderezadas con gran boato
para dar prueba cabal del poderío y grandeza de su dueño. Finalmente, llegó
al estudio donde éste recibía a sus socios comerciales. Varios candelabros
iluminaban la estancia. Un ornamentado brasero de plata proveniente
del Perú calentaba aquella tormentosa noche mientras sahumadores del
mismo material perfumaban el ambiente intentando cubrir el fuerte olor a
humedad que se respiraba por doquier. Rodrigo no pudo dejar de admirar los
fastuosos muebles de jacarandá y de marfil que la adornaban, seguramente
de procedencia portuguesa como su propietario, en especial, el trabajado
escritorio sobre el que descansaba un pequeño cofre conteniendo un tintero
de cuerno y varias plumas de ganso, así como un montón de papeles sacados
de la caja del tesoro.
Allí estaba reunido el “cuadrilátero”, es decir, los cuatro cabecillas de la
banda de contrabandistas más grande de la América española. Al primero
que vio fue al dueño de casa, don Diego de la Vega. El portugués era hijo de
quemados y empujado por la inquisición huyó de su país natal para recalar en
Buenos Aires, donde rápidamente se convirtió en un opulento comerciante
especializado en el tráfico ilegal de esclavos.
Al ver a Rodrigo, don Diego acudió a saludarlo con una sonrisa en los
labios y una palmada en el hombro.
–¡Rodrigo!, muchacho, ¿cómo os ha ido?
–Todo bien, don Diego, todo según vuestras instrucciones.
–¿Cuántas “piezas de indias” habéis adquirido? –preguntó,
sobresaltándolo, una voz grave y pausada que emergió de un sillón de alto
respaldo, casi oculto en un rincón.
Era Juan de Vergara, y por esas vueltas insólitas de la vida en las colonias,
el principal socio del “cristiano nuevo” portugués era un “cristiano viejo”
español, notario de la Inquisición. Rodrigo giró hacia la voz y vio a un
sujeto acicalado con estudiada elegancia. Vestía una oscura chaqueta de seda
bordada sobre la que se destacaba una lujosa gorguera de encaje. La gran cruz
esmaltada que pendía de una cadena de oro sujeta al cuello le confería un
aspecto distinguido pero severo. Sus pálidas y afiladas manos descansaban
sobre sus piernas, luciendo en el dedo índice un pesado anillo con las armas
de la familia. Rodrigo se aclaró la voz antes de contestar. Vergara siempre
lo ponía nervioso, cosa que por supuesto detestaba. Posiblemente fuera su
mirada, fría como el mármol, o la forma intimidante que tenía de preguntar, o
su personalidad avasallante y su extraordinaria inteligencia, o las truculentas
historias que había escuchado sobre él o, lo más probable, todo eso junto. La

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

cosa es que no podía nunca sentirse a gusto en su presencia. Sin embargo,


sabía que sin su amistad no se podía vivir en aquel puerto. No deseaba
malquistarse con él.
–Casi doscientas. El resto del cargamento (que en total había sido de
cuatrocientos setenta negros) murió en el camino –respondió Rodrigo
haciendo referencia al resultado de la valuación de los esclavos.
–No fue gran cosa entonces –dijo Vergara fulminándolo con la mirada.
–Bueno, Juan, tan mal no ha estado tampoco. Sabéis que la mortalidad
de la carga es alta por lo general –intervino entonces con voz conciliadora
la máxima autoridad de la ciudad, el teniente de gobernador Mateo Leal
de Ayala, enviado por la corona con la misión específica de frenar el
contrabando…–. ¿De dónde habéis traído las piezas?
–Principalmente de Guinea. Son los más buscados por su laboriosidad,
alegría y adaptabilidad –dijo el dueño de casa.
Después de haber presenciado el espectáculo de aquella noche, Rodrigo
dudaba un poco de la “alegría” de los esclavos, por más de Guinea que
fueran.
–¿Ya los tenéis a todos ubicados? –preguntó Leal de Ayala– Me vendrían
bien algunos para trabajar en la nueva estancia.
–No hay problema, Excelencia –respondió don Diego–. Comprad los que
necesitéis y el resto se irá a Potosí. Allí, las minas de plata son una máquina
devoradora de esclavos y siempre están ansiosos por más.
–¡Brindo por eso! –exclamó con voz grandilocuente el teniente de
gobernador y todos alzaron sus vasos llenos de un exquisito vino de Castilla.
–¿El capitán del navío ya mandó embarcar la “harina”? –la pregunta fue
del cuarto miembro del cuadrilátero, el Tesorero de la Real Hacienda en las
Provincias del Río de la Plata, Simón de Valdéz.
Rodrigo ya lo conocía y por eso se sorprendió al escuchar el tono serio
y el rostro adusto del tesorero. Cincuentón inquieto y gracioso, de gran
prestancia, poseía una extraordinaria simpatía y encanto que aprovechaba
para envolver a los demás en sus fraudes y estafas. Rodrigo gustaba de
su compañía pero no se dejaba engañar como, al menos durante un corto
tiempo, había logrado hacer con el moralista Hernandarias. Intuyó que
Simón, jugador empedernido y muy libertino, habría tenido algún problema
de alcoba con su temperamental amante, Lucía González de Guzmán y, por
eso, sin hacer bromas o comentarios, se limitó a asentir diciendo:
–La embarcación ya está lista para zarpar a primera hora de la mañana.
Por supuesto, sabía que Valdéz se refería a la plata extraída de Potosí que,
escondida en sacos de harina, salía ilegalmente del Virreinato en las mismas

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

embarcaciones en las que llegaban esclavos, textiles y otras mercaderías de


contrabando para su comercio en las colonias. Varios depósitos construidos
no lejos del centro de la ciudad, de adobe y con sucesivas bóvedas y niveles,
eran mudos testigos de aquellos intercambios, tan provechosos como
ilegales.
–Lo habéis hecho bien, muchacho –le dijo don Diego a Rodrigo–. Ahora
que va a ser mi sobrino, ¿podríamos conseguirle un puesto en el Cabildo,
verdad, Juan?
Desde hacía un tiempo los confederados, es decir, los contrabandistas,
controlaban sin problemas el Cabildo de la ciudad, primero gracias al fraude
electoral y luego directamente a través de la compra de los cargos al Virrey
en Lima. Ello les garantizaba tranquilidad para desarrollar su “actividad
comercial”.
–Veremos –respondió éste quedamente, escrutándolo con tal intensidad
que Rodrigo carraspeó incómodo. Vergara no era un hueso fácil de roer.
–Hablando del Cabildo –dijo entonces Simón de Valdéz, todavía serio–,
¿dónde se hará la próxima reunión?
Eso siempre había sido un tema. Aunque el meticuloso Garay hubiera
destinado un solar para la construcción de la “Casa Cabildo y Cárcel”, las
sesiones del mismo se realizaron en casas particulares hasta 1593. Fue
entonces cuando Hernandarias, en el primero de sus tres gobiernos al frente
de las Provincias del Río de la Plata, destinó una habitación del Fuerte,
terminado en 1594, para las reuniones de los cabildantes. Recién en 1608 se
dio comienzo a la construcción de un edificio propio, un sencillo rancho de
adobe y cañas, que para 1610 estuvo terminado. Pero sólo cinco años más
tarde, en ese 1615, las reuniones volvieron a ser itinerantes, llevadas a cabo
generalmente en la residencia del gobernador, dentro de la Fortaleza.
–Lo haremos en mi despacho –dijo entonces Mateo Leal de Ayala–. Será
una reunión importante. Los beneméritos están alborotados.
Por beneméritos se refería al grupo de vecinos descendientes de los
primeros pobladores de la ciudad que, lógicamente, defendían la vieja
aristocracia basada en la tenencia de la tierra y la encomienda de indios,
oponiéndose a la burguesía enriquecida por el contrabando que representaban
los confederados. Los beneméritos estaban liderados por Hernando Arias de
Saavedra, conocido como Hernandarias, nieto de doña Mencía Calderón,
yerno de Juan de Garay, hombre enérgico, recto, de grandes principios
morales, que siempre ponía la patria antes que los intereses personales y con
innegables dotes de caudillo que lo convirtieron rápidamente en el líder de
criollos y mestizos.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Hernandarias fue el primer criollo en ser Gobernador y lo fue en varias


ocasiones. Desde el inicio procuró adoptar medidas que permitiesen paliar la
extrema pobreza de la ciudad, pero creía firmemente que el contrabando no
era una de ellas y por eso se dedicó con ahínco a combatirlo. Sin embargo,
la propia inviabilidad de Buenos Aires como ciudad conspiró grandemente
contra tan noble propósito. Impotentes, más de una vez los hombres del
gobierno debieron asistir al revuelo que se levantaba en los puestos y
tenderetes de la Plaza Mayor, al verse desbordados por una multitud
desenfrenada que se abalanzaba para adquirir productos de contrabando,
vedados por el severo Hernandarias.
–Me he enterado –continuó el teniente de gobernador con una mueca de
disgusto– que han designado nuevamente a Hernandarias como Gobernador
para reemplazarme.
Todos hicieron silencio por un instante. Esto significaba malas noticias.
En cuanto el “benemérito” Hernandarias llegara a la ciudad para asumir de
vuelta el gobierno, se pondría a entorpecerlo todo.
–Claro que siempre puede ocurrirle una desgracia… como a Marín
Negrón –continuó.
Nuevo silencio en la sala. Leal Ayala se refería a Diego Marín Negrón,
quien desempeñó el cargo de Gobernador entre 1609 y 1613, año en el que
luego de adoptar una medida importante para combatir el contrabando murió
repentinamente. Fiebres según algunos, veneno según otros…
Valdéz, señalado siempre en voz baja como el encargado de llevar a
cabo la tarea, acentuó su mal humor y fulminó con la mirada al indiscreto
gobernador. Entonces, don Diego dijo a Rodrigo:
–Tu prometida está en la sala de recibo con algunas damas. ¿Por qué no
os comportáis como un enamorado novio y vais a saludarla?
Rodrigo sabía que lo querían fuera de la habitación, así que con una
inclinación de cabeza y su mejor sonrisa en los labios, se levantó y caminó
hasta llegar al impactante salón principal. Ocho grandes aberturas, cubiertas
por sedas y tafetanes, daban a una amplia galería. Más de quince tapices
bordados por artistas flamencos se enfrentaban a las demás colgaduras.
Todos los pisos de la estancia, embaldosados de ladrillos rojos, estaban
cubiertos por ostentosas alfombras orientales y soportaban costosos
moblajes. En uno de sus costados se elevaba una alta tarima. Era el estrado,
una novedad de la época. Lugar estrictamente femenino, las señoras solían
sentarse o recostarse allí sobre cojines para recibir a sus visitas, según una
costumbre heredada de los árabes. Rodrigo observó el espectacular estrado,
cubierto por hermosas alfombras, donde varias damas sentadas en cómodos

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

almohadones tapizados en damasco e hilos de oro rodeaban a la dueña de


casa, doña Blanca Vasconcelos, y hablaban animadamente.
–Buenas noches, distinguidas señoras –dijo con voz galante haciendo una
pomposa reverencia que arrancó varias risitas en la platea femenina.
Se acercó al estrado para cumplir con el rito del besamanos. Sabía que
debía iniciar con doña Blanca, pero la dueña de casa quedaba disminuida
frente a la impactante presencia de Lucía Gónzalez de Guzman, la voluptuosa
y apasionada amante de Simón de Valdéz. Ricamente ataviada y cubierta
de extravagantes alhajas, no se sentaba en un estrado si cuatro negros no
la abanicaban con pantallas de grandes plumas de avestruz, a modo de
emperatriz oriental. Las demás mujeres soportaban estoicamente el aire frío
que venía a adicionarse al de aquella noche tormentosa pues conocían de
sobra los caprichos de Lucía. La mujer extendió su mano, en la que exhibía
una sortija de zafiros, al tiempo que lo miraba con intencionada sensualidad.
Rodrigo la tomó entre las suyas y depositó un beso, excitándose con el leve
contacto de su piel. Pero debía tener cuidado. Ella era la mujer de Simón.
Era su socia y compañera. Su presencia allí, con las damas, confirmaba algún
altercado entre ellos, pues generalmente estaba con los hombres hablando y
decidiendo codo a codo las operaciones de contrabando. No debía dejarse
llevar por esas ansias que solían acometerlo en cuanto la veía…
–Señor Díaz, ¡qué gusto que estéis aquí de visita! –una chillona y
desagradable voz lo sacó de sus ensoñaciones. Era Leonor de la Vega,
sobrina de don Diego y su futura esposa.
Rodrigo contestó cortésmente mientras la observaba. Los extranjeros que
llegaban a la ciudad solían quedar prendados de la belleza de las mujeres
porteñas. Sin embargo, Leonor no era una de las que arrancaba tales suspiros.
Ligeramente encorvada, flaca y de rostro poco atractivo, quizás, su rasgo
más agraciado eran unos enormes ojos de mirada bovina, mansa, cerrados
a cualquier pensamiento o interrogante. Mejor, se dijo para no deprimirse,
no buscaba en ella ni el cuerpo perfecto y apasionado de una amante, ni el
cerebro y la viveza de un socio, sólo necesitaba una esposa útil para sus…
–Negocios, ¿verdad? –susurró a su lado Vergara completando sus
pensamientos y evidenciando una escalofriante habilidad para meterse
dentro de su cabeza.
–Bueno… –carraspeó una vez más Rodrigo.
–Sólo desea que siga tan estúpida como hasta ahora… y que sea fértil.
Sabía de lo que hablaba. Sus dos primeras mujeres no le habían dado
hijos. Por eso, había querido comprobar si el del problema era él e intentó
embarazar a una de sus esclavas mulatas, aun cuando abominaba las cópulas

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

entre blancos y negras. Para satisfacción suya y desgracia de la mulata en


cuestión, lo logró. Entonces, habiendo comprobado su capacidad procreativa
y no deseando tener descendencia impura mandó ahogar a la muchacha en
el río…
Rodrigo observó a ese hombre duro, capaz de cualquier cosa, y supo
que ni Hernandarias ni ningún otro podría atravesarse en el camino de los
confederados y salir ileso.

Se había desatado la sudestada. La lluvia, que no había parado en varios


días, acribillaba los postigos de madera de las ventanas y el barro de las
paredes. El viento soplaba impetuoso desde el río llevándose consigo cañas y
tejas y trayendo al mar dulce dentro de la ciudad, que anegaba calles y huecos.
Los zanjones o arroyos que la cruzaban hacía rato se habían desbordado.
La ciudad olía a barro y agua sucia. Esa noche, varias construcciones se
desmoronarían. Todos estaban adentro.
Bueno, no todos. Algunos se dieron cita en la casa de juegos abierta por
Valdéz y Vergara en un solar ubicado bien cerca de la Plaza Mayor6. Era otro
de los negocios del próspero cuadrilátero. Y no cabían dudas de que era uno
bueno. Rodrigo, al entrar, reconoció a varios oficiales reales, funcionarios,
traficantes y contrabandistas. Se acomodó en una mesa y se puso a jugar
naipes. Otros, se entretenían jugando a los dados, al ajedrez o al truque, una
especie de billar. Todos bebían, bebían y bebían. Perdió algunos reales en
las cartas pero rápidamente recuperó su humor cuando una de las “mujeres
enamoradas” que allí trabajaban se lo llevó en privado. ¡Esto sí que es una
mujer!, pensó preso del delirio mientras entraba y salía de ella con frenesí,
recordando con disgusto el poco atractivo cuerpo de su prometida y deseando
en cambio perderse en las prohibidas sinuosidades de Lucía González de
Guzmán.
Horas más tarde se retiró del lugar distendido, satisfecho, con algunas
monedas de menos en la casaca pero con una gran sonrisa en los labios.
Quizás por eso, la feroz tormenta lo tomó por sorpresa golpeándolo de
lleno en el rostro. El poderoso silbido del viento ahogó las campanadas de
las iglesias que anunciaban la medianoche. Su sombrero de largas plumas
salió volando y el vendaval le despeinó la enrulada cabellera. Acomodó su
capa para protegerse lo más posible y caminó tambaleante sobre el barro
resbaladizo hasta llegar a su caballo. Intentó montarlo, pero no pudo por el
viento que le soplaba en contra, por el alcohol que había bebido y por…
Un fantasma de piel cobriza y ojos verdes parecía volar con el viento

6 En la actualidad, calles Alsina y Bolívar.


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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

que lo empujaba justamente hacia donde su propia rabia quería ir. Ya no


soportaba más. Se sentía tan fatigado por las desgracias, tan despreciado
por la suerte, que no le importaba nada, ni siquiera su propia vida. Ahogado
dentro de las cuatro paredes de su rancho, necesitaba volar, necesitaba que
el viento lo llevara a cumplir con su destino. No sabía si Rodrigo Díaz,
quien pronto ingresaría a la familia del usurpador De la Vega lo era, pero
tampoco eso importaba. Entonces, lo vio. Medio borracho, intentaba subir a
su caballo, tan cerca suyo, tan al alcance de sus manos…
Una sombra oscura apareció de repente entre la densa cortina de agua y
el silbido aullante del viento. No hubo tiempo de reaccionar. Diego Acosta
tomó a Rodrigo Díaz por la casaca y lo tiró al barro. Este cayó pesadamente
mientras intentaba entender lo que ocurría. Un miedo helado, gigante, se
extendió por su pecho, dominándolo por completo. Abrió aún más sus
grandes ojos y entonces, entonces, lo reconoció.
–Sois vos… el carpintero… el mestizo… –balbuceó señalando
trémulamente a su agresor con el dedo.
–Soy yo, Díaz. Soy Diego Acosta, hijo de Pedro Acosta, benemérito
poblador y vecino de esta ciudad –respondió con voz ronca y fría mientras lo
sujetaba fuertemente del cuello– y estoy cansado de que vosotros nos roben,
nos maltraten, nos insulten…
Rodrigo sintió unas fuertes garras apretándole la garganta, dejándolo cada
vez con menos aire. Sus ojos lagrimeaban, sus débiles manos intentaban
apartar desesperadamente las otras, mas no lo lograban. Se sentía morir. ¡No
quería morir!
De repente, el aire entró con tanta fuerza en sus pulmones que comenzó a
toser descontroladamente. Se sentó en un intento por recuperar la respiración
y, recién entonces, descubrió que ya no lo sujetaban. ¿Y Acosta? Diego
estaba a unos metros de él. Un anciano lo agarraba con fuerza. Un anciano
con los mismos ojos verdes.
–¡¿Pero qué hacéis?! –exclamó Pedro Acosta con un fuerte rugido que
compitió con el del viento– ¿Os habéis vuelto loco?
–¡Padre! –exclamó Diego– ¡Dejadme! No puede ser que estos desgraciados
se enriquezcan mientras nosotros nos morimos de hambre, que se apoderen
de nuestras tierras, de nuestros...
–¿Y por eso queréis convertiros en uno de ellos? –lo cortó duramente
Pedro.
Diego se quedó mirándolo sin decir palabra.
–Si matáis a este hombre, por más delincuente que sea, os convertiréis en
un asesino… igual que ellos. No os he educado así.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Sabía que su padre tenía razón. Y cuando escuchó aquellas severas


palabras provenientes de alguien que había sufrido pérdidas mucho mayores
que las de él, toda la rabia que anidaba en su interior se transformó en una
gran angustia. ¿Qué había hecho?, ¿hasta dónde había llegado? Si no lo
detenía su padre… Pensó en su esposa, tan buena que no la merecía, en sus
hijos y comenzó a llorar desconsoladamente como un niño pequeño.
–Hernandarias vendrá pronto y acabará con los confederados. Los meterá
en la cárcel, ya veréis. Él hará de este puerto de piratas y contrabandistas una
verdadera ciudad –dijo Pedro con una fe ciega en aquel muchacho que él
había visto crecer y cuidado desde niño, al que todavía protegía fieramente,
mientras apoyaba toscamente la mano en el hombro de su hijo.
Tuvo razón… hasta cierto punto. A poco de asumir nuevamente como
Gobernador, en aquel 1615, Hernandarias metió preso a todo el cuadrilátero.
Sin embargo, no duró. Tiempo después estaban fuera, dominando nuevamente
el contrabando, el cabildo… la ciudad.
–No podrá con ellos. Es demasiado honrado. Terminará pobre y solo…
como nosotros.
Desgraciadamente, Diego sí acertó completamente. Hernandarias fue
enjuiciado, destituido y años más tarde murió en Santa Fe, olvidado y en la
pobreza.
–Entonces, los juzgará Dios –dijo Pedro, quien nunca había sido muy
religioso, pero que estaba convencido de la existencia de un juicio superior–.
Y además, ¿quién sabe lo que ocurrirá en el futuro? Quizás, algún día, un
hijo de vuestro hijo esté mejor que nosotros… mejor aún que los hijos de los
hijos de él.
La lluvia continuaba cayendo con fuerza pero el viento había amainado
un poco. Diego, tan poco propenso a las demostraciones de cariño, abrazó
con fuerza a su sabio padre. Juntos, emprendieron el regreso. Los esperaba
un mísero rancho. Los esperaba una hermosa familia.
Rodrigo Díaz, en parte por el alcohol, en parte por el miedo, había quedado
sentado en el barro, tomándose del cuello y observando incrédulo la escena.
Diego Acosta pareció por fin recordarlo y, dándose vuelta, le gritó:
–¡Disfrutad de vuestro oro si podéis, Díaz! Ese oro obtenido con el
sufrimiento de los pobres negros. Disfrutadlo si podéis olvidar de dónde
viene. Disfrutadlo si cada vez que lo tocáis podéis pretender que no es un oro
negro… ¡que no es un oro maldito!

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

LA RECETA
(1778)

–¡La conseguí, Mariuca! ¡La conseguí! –exclamó exultante Blanca Díaz


de la Vega tan pronto entró al caserón de los Vianes y se encontró con su
amiga.
–¿La receta?, ¿la conseguiste? ¡Bravo Blanqui! –gritó feliz, a su vez,
María Vianes.
–No sabés lo que me costó. La negra Pascuala no quería soltar prenda.
Que era un secreto de familia, que su madre le hacía ese guiso al abuelo
Alonso, bla, bla, bla –cotorreó la niña imitando la forma de hablar de la
cocinera, una de las esclavas de su padre–, pero finalmente me la dio. No
puede resistirse a uno de mis abrazos.
–Ja, ja, bien lo sé, sos la debilidad de la negra Pascuala. A ver qué tiene el
famoso guiso… –dijo Mariuca muy concentrada. Las niñas de las familias
acomodadas, como ciertamente lo eran los Vianes, no solían andar por las
cocinas, reino indiscutido de las negras esclavas de la casa, pero Mariuca
había nacido para cocinar– Mmm… ¡qué bueno!, ¡tiene de todo!, carnes,
vegetales…
Blanca escuchó a su amiga comentar sobre los productos, algunos muy
baratos y fáciles de conseguir, otros mucho más caros y exclusivos, y
entonces cruzó por su cabeza la idea de que Buenos Aires, esa pequeña y
gran ciudad en la que vivía, caótica, contradictoria, absolutamente especial,
era también un gran guiso en el que se mezclaban toda clase de ingredientes.

Ingredientes:
1 Pata de Cordero y 1 liebre trozada.
Luis pasó entre el cerco de sauces que rodeaba la imponente casona
ubicada en el barrio de Catedral al Sur. Allí, en derredor de la Plaza Mayor
y de la Iglesia más importante de la ciudad, extendiéndose hacia el Sur
buscando la cercanía con el puerto, se ubicaban las instituciones virreinales
y las residencias de las familias más destacadas. Ésta era digna de ver con
sus anchos muros de ladrillos y adobe blanqueados a la cal, sus techos
de tejas rojas y los postigos de madera pintados de verde. Las finas rejas
de hierro que protegían las ventanas eran motivo de admiración entre los

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

vecinos por sus dibujos de intrincados arabescos, aunque al sobresalir unos


cuantos centímetros hacia la calle, angostaban la vereda provocando más de
un accidente. Estaba claro que las peligrosas “rejas voladas” no eran aptas
para paseantes distraídos. En la azotea sobresalía la torre mirador, desde
donde podía divisarse el cercano río. Se acercó al ancho portalón de entrada
e hizo sonar la campana de cobre que pendía de la pared.
Inmediatamente apareció un esclavo, que haciendo una reverencia le dijo
ceremoniosamente:
–Buenos días don Luis, su hermano os espera. Pasad por favor.
Luis siguió al negro a través del zaguán iluminado por el gran patio
interior al que daban las habitaciones principales de la casa, conectadas
directamente unas a otras sin pasadizos ni corredores. Avanzó taconeando
sobre el piso de ladrillos, haciendo retumbar sus pisadas en los amplios y
húmedos ambientes, de paredes blanqueadas y mayormente despojadas.
Pensó que su hermano lo estaría esperando en la sala principal, amoblada
con costosos muebles de jacarandá y cortinados de damasco amarillo. Sin
embargo, Antonio Díaz de la Vega estaba ya sentado a la mesa armada en el
fresco y verde patio interno dominado por un gran aljibe.
–Llegáis tarde –le dijo a modo de saludo a su hermano menor–. La comida
se enfría.
–¿Almorzaremos en el patio? –preguntó sin contestar Luis mientras se
sentaba a la mesa vestida con un coqueto mantel adamascado sobre el que
descansaba una brillante y completa vajilla de plata y vasos de cristal.
–Hace un calor de mil demonios y aquí estaremos más frescos –respondió
Antonio mientras hacía sonar una campanilla–. ¡Pascuala!, traednos la
comida.
Al instante comenzaron a llegar desde las cocinas, ubicadas en el patio
trasero de la casa, anchos fuentones de plata conteniendo tiras de cordero
asado, liebre cocida con papas y batatas, chorizos y huevos. El tentador
aroma de la carne asada se mezcló con la intensa fragancia de las flores que
adornaban el patio y aun con las emanaciones dulzonas de los sahumadores
encendidos en el interior de la casa para enmascarar la humedad de los
ambientes. Llenaron sus vasos con vino francés.
–¿Y cómo andan tus vacas? –preguntó con sorna Luis mientras engullía
un trozo de cordero, su comida favorita.
–Yo no me burlaría –contestó molesto Antonio–. La actividad ganadera
será nuestro futuro, el futuro de esta ciudad.
Luis comenzó a reírse mientras intentó con brusquedad servirse uno de los
chorizos de la fuente y éste resbaló hasta rodar por el rojo piso de ladrillos.

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–¡Sí, cómo no! –dijo con sorna, haciendo caso omiso del accidente.
Antonio miró con disgusto a su hermano menor y pensó que no eran sólo
diez años los que los distanciaban, era un completo abismo. Difícilmente
podía creerse que hubiera dos hermanos más distintos entre sí. Antonio,
retacón y algo entrado en carnes, era blanco y pelirrojo como su inquietante
abuela, la inglesa Sarah Taylor. Luis, mucho más alto y estilizado era, en
cambio, más moreno, como sus antepasados andaluces y portugueses.
Antonio era pragmático, serio y reflexivo. Luis, atropellado e impulsivo.
Casado con una mujer para quien cualquier contacto carnal era pasaporte
directo al mismo infierno, Antonio no era en sí un hombre demasiado sensual
y sólo de cuando en cuando huía de las lamentaciones, rezos y penitencias
que solía implicar el sexo con su esposa para ir a refugiarse en los brazos de
una “respetable” viuda que lo recibía más complaciente. Luis, en cambio, era
disoluto y licencioso, dueño de una poderosa sensualidad y de una necesidad
profunda de lo prohibido. Le gustaban los callejones, las esquinas oscuras,
pues allí era donde podía dar rienda suelta a sus más bajas pasiones.
Aún más, mientras Antonio era un inteligente, astuto y hasta frío hombre
de negocios, Luis hubiera sido un excelente corsario en la patria de la abuela
Taylor. Es por eso que fue Antonio quien supo ver que la irracional explotación
minera que la Corona había llevado adelante en Potosí provocaría su rápido
agotamiento y que las increíbles ganancias que había reportado hasta
entonces el contrabando también irían a disminuir con un comercio legal un
poco más abierto como el que había luego de las disposiciones en materia
económica del Virrey Cevallos. Su olfato le había indicado que era tiempo
de transformarse. El “contrabandista” debía convertirse en “estanciero” para
mantener su riqueza y su poder. Por ello, había ampliado las tierras que ya
poseía la familia y a la próspera industria del cuero soñaba con sumarle la de
la carne salada, abriendo el primer saladero de la Provincia. Luis, en cambio,
seguía aferrado al contrabando de esclavos, lo único que sabía hacer.
Aprovechando el silencio que se había instalado entre los dos hermanos,
Pascuala se acercó con el postre: compota de ciruelas y duraznos, que había
cocinado con las frutas que crecían en la huerta ubicada en los fondos de la
propiedad y una generosa cantidad de higos secos, pasas de uva y orejones
recién llegados de Cuyo.
–Pero nuestro tatarabuelo hizo una fortuna contrabandeando esclavos –
insistió Luis con vehemencia recordando a Rodrigo Díaz.
Pese a ser quien dio origen al apellido familiar al casarse con un miembro
de la poderosa familia de la Vega y, ciertamente, quien inició la fortuna
que, más de un siglo después, aún disfrutaban sus descendientes, nadie

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

mencionaba mucho a Rodrigo. Sólo de vez en cuando, y entre susurros, se


contaban escalofriantes historias sobre él, sobre cómo, ya anciano, había
pasado sus últimos días encerrado, aullando enloquecido que el “oro negro”
lo devoraba. El triste final de Rodrigo Díaz se ocultaba tanto como el tiempo
durante el cual la inglesa Sarah Taylor había debido vivir entre los indios.
Eran secretos de familia. Por eso, Antonio miró a Luis con reproche antes
de responderle:
–Sí, pero estamos a fines de 1778 y aquello ocurrió en las primeras décadas
del 1600. En ese entonces el puerto de Buenos Aires estaba cerrado, Potosí
necesitaba más esclavos de los que se podían traer y cualquier mercadería
venida de Lima costaba una fortuna. Ahora, las condiciones son distintas. Yo
no digo que se acabará el contrabando, no, no lo hará, pero si queréis seguir
disfrutando de esto –y señaló la comida, la mesa y, en fin, la casa–, deberéis
dejar de ser un cordero y aprender a saltar como una liebre para cambiar de
rumbo cuando sea necesario.
Luis se quedó en silencio reflexionando seriamente sobre lo que su
hermano mayor acababa de decirle, quizás por primera vez. Antonio y
Luis eran muy distintos, sí, sin embargo, en algo eran idénticos. Ambos
pertenecían a la clase rica, acomodada, “decente”, de la ciudad… y estaban
dispuestos a cualquier cosa con tal de seguir siéndolo.

1kg de osobuco o de otro corte de carne vacuna.


Ingresó a una casucha cuyos muros de adobe lucían un color amarillento
y desgastado. El techo de pajas y cañas estaba en mal estado y dejaba filtrar
las lluvias y humedades. Ya en el interior, Martín recorrió con la vista el
mísero cuarto que contaba con unos pocos muebles raídos y varios catres de
hierro a punto de ser comidos por la herrumbre. Sobre uno de ellos, un niño
con aspecto pálido y demacrado.
–Pasad, Doctor –dijo la madre contenta al verlo–. ¡Creo que está mucho
mejor!
Martín se acercó al enfermo y lo revisó concienzudamente. En efecto
había mejorado, sin embargo, aún seguía débil y había que extremar
recaudos. Detalló a la pobre mujer todos los cuidados que debía tener y
especialmente le indicó:
–Es importante evitar el agua contaminada y por eso no debéis tomarla
tal cual sale del río. Dejadla reposar primero unas horas –señaló convencido
de que esa agua turbia y amarronada, a veces caliente como un “caldo”, que
la gente o incluso el aguatero extraían del Río de la Plata, era la causante de
muchas enfermedades. Por eso, las familias más acomodadas de la ciudad

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

habían hecho construir costosos aljibes dentro de sus propiedades.


Martín acarició el rostro del niño que se iluminó con una tierna sonrisa,
haciéndole sentir que todo riesgo valía la pena. Volvió a la calle. Si adentro
del rancho olía a encierro y humedad, afuera, la verdad, era peor. Comenzó
a caminar por las estrechas callejuelas del mísero Barrio de la Concepción
rumbo al no menos mísero Alto de San Telmo. Las calles, todas, estaban en
pésimo estado, repletas de gigantescos baches y pozos producidos por las
carretas que iban y venían con mercaderías del puerto, los mercados o las
ferias. Ni las más céntricas estaban empedradas. En días de sol y calor, como
lo era ese día, las polvorientas calles y callejuelas lo llenaban todo de un
polvillo sucio y molesto que se metía hasta en los lugares más recónditos de
las casas. Pero bastaba que cayera alguna lluvia o chubasco para que todo se
transformara en un pantano. Entonces, las calles se convertían en mares que,
rebalsando las aguas de los arroyos y terceros, arrastraban cuanto se hallaba
a su paso. La gente y los caballos resbalaban en los charcos, las carretas
y carruajes se hundían hasta los ejes, los animales eran “tragados” por las
zanjas. Y el olor… Los pantanos se tapaban con inmundicias que producían,
particularmente en verano, un olor insoportable y atraían a millares de
moscas que invadían las casas inmediatas.
Unas cuadras más adelante, volvió a detenerse meneando la cabeza en
señal de desagrado. La forma en que se vendía la carne en la ciudad le
parecía repugnante por lo antihigiénica. A ciertas horas de la mañana y de
la tarde se estacionaban en ciertos puntos, especialmente en las bocacalles,
unas carretillas con toldos de cuero que vendían carne vacuna colgada en
ganchos. El carnicero, vestido con unos calzoncillos anchos salpicados de
sangre y lodo y en mangas de camisa por el calor, extendía sobre la calle
un cuero roñoso. Allí, munido de una gran hacha, destrozaba la carne para
venderla a sus clientes. Mientras realizaba la brutal operación, Martín pasó
caminando a su lado por la vereda, sin poder evitar algunas salpicaduras.
¡Qué desastre!, murmuró amargado. Pero eso no era todo. Todos los días se
mataban muchas más reses de las necesarias en aras de la próspera industria
del cuero. Por lo tanto, la carne vacuna sobraba, no tenía ningún valor y si
alguna pieza se caía de las carretas que circulaban por la ciudad, no sólo el
carnicero o el carretillero no se bajaban a recogerla, sino que tampoco se la
llevaban los mendigos que pudieran pasar por allí. Es por eso que solía haber
carne tirada en las calles, pudriéndose, con todas las consecuencias que ello
traía.
Mientras avanzaba con destino a San Telmo, no podía dejar de pensar en
las pésimas condiciones de higiene en las que se vivía en la ciudad que dos

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

años atrás se había convertido, nada menos, que en la capital del Virreinato
del Río de la Plata. Buenos Aires era sucia y maloliente y no precisamente por
el aroma a bosta de caballos, que por supuesto había y mucho. Era maloliente
por la fetidez de los desperdicios humanos que ensuciaban las veredas, por
la hediondez de la carne podrida tirada en cualquier esquina, por los perros,
cerdos y hasta caballos sueltos que tras morirse se descomponían en la calle,
a la vista de todos. Lo era por el desagradable olor a fritanga proveniente
de los mercados y puestos callejeros y aun por la suciedad de las aguas
estancadas en arroyos, zanjones y bajos. ¿Y cuál era la solución que todo el
mundo esperaba? Que soplara el viento Pampero para limpiar la ciudad. Con
semejante nivel de previsión, no era de sorprender que casi todos los años las
epidemias azotaran la comunidad, pensó con tristeza Martín.
Llegando al humilde barrio de San Telmo, tomó una estrecha callejuela
y avanzó por ella. Un poco más adelante, el arroyo “Tercero del Sur”7
marcaba el límite de aquel distrito. El desborde de sus aguas hacía estragos
frecuentemente. Algunos artesanos habían sacado a la calle sus bancos,
materiales y herramientas y trabajaban allí para aprovechar mejor la luz y el
fresco de la mañana. Por las tardes, lo hacían con sus guitarras para entretener
a los vecinos. Caminó un poco más. Los campanazos de la cercana iglesia
de San Pedro Telmo hicieron que apurara el paso. Finalmente, llegó ante una
pequeña puerta de la que colgaba la leyenda “Carpintería de Acosta” y entró.
Lo invadió entonces el aroma dulzón de la madera de caoba e inspiró con
fuerza para eliminar así el olor nauseabundo que traía de la calle.
–¡Ya era hora! –exclamó furioso Juan Acosta, su hermano mayor–
¡tenemos muchísimo trabajo! Nos han llamado del puerto. Debemos reparar
la fragata de los Sarratea que se estropeó en la última tormenta. ¿Dónde
andabas?, ¿otra vez jugando al doctor?
Martín no contestó. Sabía que su hermano tenía razón por lo que
rápidamente tomó las herramientas y comenzó con su trabajo diario. Dio un
fuerte martillazo. Debía ser carpintero. Su padre, su abuelo y el resto de sus
antepasados lo habían sido. Dio otro martillazo. Quería ser médico. Como
Phillipe, el francés que se casó con su madre luego de que ésta enviudara
cuando Martín era todavía un niño. Había aprendido todo de él. Phillipe le
enseñó sobre ungüentos, emplastos y medicinas. Le enseñó sobre sangrías,
curaciones y cirugías, pero también sobre el poder de una caricia en una
frente afiebrada o de una palabra de ánimo a un familiar desconsolado. Con
él, aprendió a amar el olor de los aceites y resinas de la Botica y a soportar el
de las enfermedades y la muerte, que también tenían su olor. Un martillazo

7 Entubado desde 1865, hoy Pasaje San Lorenzo.


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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

más fuerte aún escapó de su brazo acostumbrado al trabajo duro. Quería ser
médico. Sabía como un médico.
Pero no podía serlo. En la ciudad Capital del Virreinato no había
universidades donde estudiar. No había siquiera hospitales que no fueran
sitios más proclives a generar una epidemia que a sanarla. Y él, perteneciente
a la clase pobre, de “segunda”, no tenía la posibilidad de concurrir a
Universidades lejanas e inaccesibles. Enojado, pensó que la escasez de
médicos que siempre había afectado a Buenos Aires sólo propiciaba la
proliferación de curanderos, “brujas” y charlatanes, que tanto mal hacían
con sus pócimas y purgas peligrosas. Suspendió por un instante su trabajo.
Secó las gotas de sudor que surcaban su frente, producto del esfuerzo y del
terrible calor del día, y soñó con aquellas palabras fuertes, poderosas, que
leía una y otra vez en los libros que Phillipe había traído de su Francia natal.
Libertad. Igualdad. Sabía que no podía pronunciarlas en voz alta pero, tal
vez, ellas le darían algún día la posibilidad de hacer lo que realmente sentía
por vocación y convicción.
Mientras tanto, no tenía más opción que dar otro fuerte martillazo.

1 kg de papa y cebolla morada. Verduras de gusto, a elección.


El sol comenzaba a despuntar en el horizonte. Fray Cayetano despertó
sobresaltado e intentó vanamente taparse los oídos con la almohada. Los
campanarios de los conventos anunciaban que era la hora prima8 y el de San
Francisco no era la excepción. Cuatro potentes campanas de cobre repicaban
con frenesí. Irritado, levantó con esfuerzo su voluminoso cuerpo del estrecho
camastro y asomándose a la ventana gritó al campanero:
–¡Manuel! ¡Dejad de pelear con los mercedarios y terminad de una vez!
Cayetano amaba la paz y el silencio. Adoraba pasar horas y horas en la
espectacular biblioteca franciscana, rodeado de miles de volúmenes, biblias e
incunables, pero la ciudad de Buenos Aires solía prodigar a diario un concierto
de ruidosos e inarmónicos sonidos que terminaban por colarse dentro de las
gruesas paredes del convento. Ya desde muy temprano comenzaban a sonar
los carrillones de la Catedral, de la Iglesia de la Merced, San Francisco,
Santo Domingo, San Ignacio e incluso de San Pedro Telmo o de San
Nicolás de Bari, ubicadas lejos del centro. Anunciaban las incontables horas
canónicas, llamaban a misa, daban noticia de algún funeral de importancia
y, cuando no, eran el campo de batalla de alguna guerra de campanazos
entre conventos vecinos que competían, con endemoniados redobles, por
ver quién era el que tocaba con mayor fervor. Los repiques se oían entonces

8 Seis de la mañana.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

por horas enteras y tan violentos eran que aturdían, obligando a los que
andaban por la calle o vivían inmediato a una Iglesia a elevar la voz hasta el
grito. Pero eso no era todo. A lo anterior había que sumarle los cencerros y
las campanillas de bueyes, mulas y otros animales de carga, los ladridos de
los perros cimarrones, los cánticos más o menos afinados de pregoneros y
vendedores ambulantes…
Con resignación, Fray Cayetano se colocó la túnica marrón propia de los
franciscanos y se ató el cordón de tres nudos atravesando un abdomen lleno de
grasas y carnes acumuladas. Era tarde y debía apurarse. Corrió con dificultad
atravesando medio convento y se derrumbó, respirando afanosamente, en la
sillería de jacarandá del coro de la Basílica de San Francisco. La cara, roja
por el esfuerzo y completamente empapada de sudor por el calor estival, era
la prueba patente de su atraso. El resto de los frailes ya estaban entregados
con devoción al rezo matutino. La orden de los franciscanos fue la primera
en establecerse en la naciente Buenos Aires y el mismo Juan de Garay les
otorgó el solar que entonces seguían ocupando9. Una vez concluido el rezo
atravesó el amplio claustro principal del convento e ingresó al segundo
de los claustros, donde se encontraba el refectorio o comedor. Una rica
mazamorra lo esperaba junto con las mermeladas de las monjas capuchinas.
Cayetano sabía que los dulces eran su perdición. Solía soñar con ambrosías,
pastelitos y huevos quimbos, al menos hasta que una campanada lo devolvía
a la realidad. No por nada su cuerpo redondo, de voluminoso abdomen y
enfundado en la túnica marrón, le daba el aspecto de una gigantesca papa.
Esa mañana apuró, no sin algún lamento, el desayuno pues debía ir hasta la
Catedral por novedades del Obispo. En el Virreinato del Río de la Plata, como
en el resto de las colonias americanas, la Iglesia Católica, y especialmente
los obispos, eran un importante factor de poder gracias a la influencia que
poseían en la vida de los fieles de la comunidad. El hecho de que los barrios
se conformaran y tomaran su nombre de la Iglesia en cuyo derredor crecían,
no dejaba de ser un símbolo de aquello. Y es que la Iglesia bautizaba,
casaba y enterraba, es decir, abarcaba todo el ciclo de la vida humana. El
acta de bautismo era el documento más importante de una persona, pues
allí se señalaba su origen y la “limpieza de sangre”, fundamental para todo
aquel que deseara ocupar un lugar relevante en la sociedad. Esa importancia,
patentizada además en la existencia de nada menos que dieciocho iglesias
en la pequeña ciudad, a veces se utilizó a favor de las autoridades civiles y
a veces en contra. Derribando gobernadores o ayudándolos a sostenerse en
el poder. El anterior Obispo del Río de la Plata, Manuel Antonio de la Torre,

9 Lo siguen haciendo en el mismo lugar, actuales calles Alsina y Defensa.


58
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

fue un defensor a ultranza de la autoridad real y le resultó muy funcional


al elevar informes negativos sobre la Compañía de Jesús en el momento
en que la corona española tomaba la decisión de expulsar a los jesuitas de
sus dominios. Hombre celoso de sus prerrogativas y de violento carácter,
Cayetano se alegró cuando en 1776 terminó su obispado y más feliz se puso
aún, cuando se enteró de que el nuevo obispo era el franciscano Sebastián
Malvar y Pinto. Pero el flamante obispo se hacía rogar. Había tardado en
partir de España y ahora andaba recorriendo las provincias del Río de la
Plata. Por eso, le había dado poder al Deán Andrejar para que en su nombre
gobernara la diócesis hasta tanto él llegara a la ciudad capital.
Con mucho calor y mayor dificultad, atravesó el mercado de la Plaza
Mayor y llegó hasta la Catedral. Suspiró al contemplarla. Que Juan de Garay
ya le hubiera destinado aquel mismo cuarto de manzana10 no implicaba que
fuera la misma de los comienzos. Iba por su sexta construcción y todos
juraban que ésta sería la definitiva, pero allí estaban, siempre en obras. Como
pudo pasó entre escombros y aparejos de construcción, con los que demolían
el viejo pórtico, e ingresó al interior de la Iglesia. Comenzó a avanzar por
una de las dos naves laterales que flanqueaban la imponente nave mayor. El
fresco que lo envolvió y el sonido de sus pasos retumbando en el silencioso
interior le produjeron una gran sensación de alivio. En la nave principal varias
damas rezaban sobre sus alfombras con las cabezas cubiertas por hermosas
mantillas. Por aquellos años, la concurrencia a la Iglesia era casi constante.
Es más, para cumplir y asistir debidamente a todas las fiestas y funciones
religiosas era preciso pasarse allí gran parte del día y también algunas horas
de la noche. Aun sin llegar a tales extremos, en general, la gente demostraba
gran dedicación por los mandatos de la religión. Sin embargo, Cayetano
solía preguntarse en la tranquilidad del claustro: ¿No podría atribuirse ese
fanatismo a la carencia casi absoluta de entretenimientos de otro tipo? ¿No
era la Iglesia un importante punto de reunión para los hombres y mujeres
de aquella época? Eso podía ser así para muchas de las fieles que en ese
momento parecían rezar concienzudamente, allí, en la Catedral, pero no lo
era para una de ellas. Por debajo de su mantilla, Cayetano logró reconocer a
doña Mariana Herrera, esposa de Antonio Díaz de la Vega, vecino principal
de la ciudad. La conocía bien pues era su confesor. La religión, en verdad, lo
era todo para la devota Mariana. Por la expresión acongojada de su rostro y la
postura penitente de su cuerpo, sospechó que el bueno de don Antonio había
insistido en pasar por los aposentos de su esposa la noche anterior. ¡Piadosa
señora! –murmuró acongojado Cayetano sabiendo todo lo que la hoy amargada

10 En la actualidad, calles San Martín y Rivadavia.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

mujer había sufrido en su juventud, lejos de Buenos Aires– ¡Campo fecundo


para las palabras del sacerdote pero tan inhóspito para el cuerpo del marido!
Si supiera lo que muy probablemente había hecho su querido Deán ayer
a la noche… –pensó de repente con malicia. Era sabido que, con bastante
frecuencia, una sombra oscura se deslizaba desde el palacio arzobispal hasta
la casa de cierta viuda…
–Deán ¿puedo pasar? –preguntó Fray Cayetano mientras golpeaba y abría
la puerta de la sacristía.
El Deán, sorprendido in fraganti, se dio vuelta conmocionado. Se había
quitado su sotana negra y colocado sobre la túnica blanca una casulla de
seda ornamentada con hilos de oro. El anillo pastoral lucía en uno de sus
dedos y el báculo de madera en una de sus manos. Finalmente el solideo o
casquete morado cubría, en parte, su coronilla.
–Os sienta bien el morado –dijo con sorna Cayetano al ver al Deán vestido
de obispo–. Quería saber si había novedades de don Sebastián, si es que
sigue siendo nuestro Obispo, claro...
Andrejar balbuceó como pudo algunas explicaciones incoherentes
mientras el casquete morado le bailaba en la cabeza.
Pero quien esté libre de pecado que tire la primera piedra, pensó Cayetano
al reconocer que su glotonería era tan pecaminosa como la ambición del
Deán. Entonces, las campanas de la Catedral comenzaron a sonar. Enseguida,
se sumaron las de las demás Iglesias. Cayetano, por primera vez en mucho
tiempo, se deleitó con su sonido descubriendo en su melodía la presencia de
Dios. Apenas salió al exterior, gritó con todas sus fuerzas:
–¡Bravo Manuel! ¡Seguid tocando!

Sal, un puñado.
Mediodía en el Fuerte. Pese al calor, el Virrey Juan José de Vértiz se
encontraba frente a un plato de carbonada. Como había nacido en Mérida,
Virreinato de Nueva España11, se había aficionado de niño al maíz y aquel
guiso rústico de campiña le encantaba. Con placer anticipado tomó la cuchara
de plata y probó un bocado. Una mueca de disgusto se dibujó en su rostro.
–Le falta sal –gruñó.
Un esclavo rápidamente quitó el plato y lo llevó a las cocinas para
rectificar la sazón. No era la primera vez que sucedía. Al Virrey le gustaba
la comida bien salada y las cocineras del Fuerte la escamoteaban pues,
junto al azúcar, era uno de los alimentos más caros y difíciles de conseguir.
Largas e incómodas excursiones hasta las salinas o peligrosos encuentros

11 Hoy México.
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

con los indios, eran sólo algunos de los obstáculos que se debían sortear. De
hecho, ese era el principal problema que tenía Antonio Díaz de la Vega para
instalar un saladero en sus tierras. Vértiz ya lo había recibido en más de una
oportunidad por este tema.
Y por varios más. El Virreinato del Río de la Plata se había creado
hacía sólo dos años y mucho estaba por hacer. Las inmensas dimensiones
del Virreinato del Perú, el decaimiento de Lima como centro obligado de
paso y, especialmente, las avanzadas portuguesas en la zona de Río Grande,
motivaron al Rey Carlos III a replantear el mapa político y económico de
sus posesiones sudamericanas. En agosto de 1776 se le encomendó al hábil
y valiente Pedro de Cevallos el mando militar de una expedición contra las
tropas portuguesas pero, también, el mando político de las Provincias del
Río de la Plata, Paraguay, Tucumán y Cuyo, designándolo a cargo de un
provisorio Virreinato que luego se haría definitivo.
Terminado el almuerzo recorrió las instalaciones del viejo e incómodo
Fuerte12 hasta llegar a su despacho. En verdad, la Fortaleza, de tal, sólo
tenía el nombre. A falta de piedra en la zona, su recinto estaba rodeado de
terraplenes de tierra que las crecientes del río y las lluvias desmoronaban
con frecuencia. Una discreta artillería pretendía proteger al poblado de
piratas y otros peligros externos. Cuando llegó a su escritorio, lo esperaba
un informe del Administrador de la Aduana. Con la formación del Virreinato
comenzaron a crearse las instituciones que eran necesarias para su gobierno.
La primera de ellas fue la Aduana de Buenos Aires establecida por Cevallos
con la misión de cuidar la percepción de las rentas producidas por el ahora
activo puerto de la ciudad. Vértiz ya soñaba con la instalación de una Real
Audiencia, como máximo órgano de justicia, y de un Consulado que pudiera
dedicarse no sólo a sus funciones de Tribunal comercial sino también al
fomento de la agricultura, la navegación y la enseñanza técnica, cuestiones
fundamentales para una región en pleno desarrollo económico.
Pese a la tirantez de sus relaciones con Cevallos, su antecesor, Vértiz no
dejaba de reconocer que éste, además de prestigioso militar, había sido un
gobernante innovador en materia económica. Fundamental para el desarrollo
del nuevo Virreinato y, especialmente de su ciudad capital, fue el Reglamento
de Libre Comercio que permitió a Buenos Aires comerciar con España y
el resto de sus colonias, mercados hasta entonces vedados. Estas medidas
significaron un verdadero “boom” para la ciudad y especialmente para su
puerto, que se convirtió en la puerta de entrada y salida de toda la región,
dejando pingües ganancias custodiadas por el Administrador de la Aduana,

12 Ubicado donde hoy se asienta la Casa Rosada.

61
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

bueno, al menos las que no se escurrían debido al contrabando. El fomento


de una economía basada en el intercambio ultramarino favoreció a españoles
y porteños, especialmente ganaderos y comerciantes, que exportaban sus
cueros y carnes al mismo tiempo ingresaban mercaderías extranjeras, muy
esperadas por los habitantes de la capital pero que aniquilaron incipientes
industrias, como la vitivinícola o la textil, que se producían en el interior
del Virreinato. Claro que esas realidades estaban lejos de la capital y de su
Virrey.
La tarde se le pasó entre papeles y funcionarios. El calor era agobiante
y las incómodas instalaciones del Fuerte sólo lo hacían desear salir con
urgencia de allí. Hay tanto para hacer, murmuró sintiéndose por unos
instantes desalentado. Habría que reformar la Fortaleza, edificio siniestro
y sombrío por demás. Desde su finalización, en 1594, había servido como
residencia de los sucesivos Gobernadores de la Provincia del Río de la Plata,
pero ahora debía alojar al Virrey. Habría que construir un edificio digno
de ello pues la Casa Real, es decir, la residencia del Gobernador, de “real”
sólo tenía el nombre. Pese a los espaciosos ambientes y la amplia galería
con vista al río, no podía calificarse de lujosa. Trabajo que, seguro, yo no
veré, volvió a pensar con desánimo. Habría también que mejorar el puerto.
Recordó con desagrado su desembarco en la ciudad, hacía ya varios años.
Desde la nave en la que viajaba fue transportado a una barcaza, entre baúles
y enseres que también hacían el peligroso trasbordo, para acercarse sólo
hasta cincuenta varas de la orilla, donde la gente y los baúles debían volver
a trasladarse esta vez a unos carretones tirados por fuertes caballos que se
internaban en el río y los depositaban finalmente en tierra, cubiertos, las
más de las veces, del asqueroso limo barroso del río. El espectáculo de
los salvajes carretilleros, medio desnudos, que entre gritos y juramentos
azotaban a sus exhaustos caballos, era una imagen difícil de olvidar para
cualquier forastero, haciéndole dudar de si verdaderamente desembarcaba
en un país cristiano.
Pensando en todo lo que debía hacer terminó de caer la tarde. Ya era
hora de partir hacia la quinta que había hecho construir en Lanús, lejos de
la calurosa ciudad. Allí descansaría unos días en sus frescos parques llenos
de árboles frutales. Acompañado de su guardia personal atravesó la ancha
muralla del Fuerte, el enorme portón de hierro de la entrada y luego caminó
por el puente levadizo que sorteaba el ancho foso que rodeaba a la Fortaleza.
En ese foso, depósito eterno de inmundicias, solían verse soldados jugando
a los naipes, tirando la taba, o simplemente echados al sol. Alertados de la
inminente salida del Virrey, desaparecieron los soldados y los habituales

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

holgazanes que allí se reunían, quedando sólo una multitud de ranas y sapos
que croaban con fuerza. Los guardias apostados en los baluartes de sus
cuatro ángulos custodiaban desde lo alto. Una vez del otro lado del puente
levadizo, Vértiz se internó unos pasos en la Plaza del Fuerte, la pequeña
plazoleta contigua a la Plaza Mayor que no era más que un terreno baldío,
completamente destituido de todo adorno. Sólo unos pocos asientos de
ladrillo se habían construido inmediatos al foso. Allí se subió a un lujoso
carruaje cubierto por un bello capote de cuero. Cuatro briosos caballos
aguardaban impacientes ponerse en marcha. La noche estaba cayendo sobre
la ciudad capital. Con los primeros saltos, debido a los profundos baches de
las calles de tierra, Vértiz se acomodó como pudo en el interior del coche y
miró por la ventanilla.
–Falta luz –murmuró.
Una idea rondaba su cabeza desde hacía un tiempo. Si se colocaban
velas de sebo en las calles, éstas podrían ayudar a librarse de malhechores
y malos pasos a todos los transeúntes que no pudieran hacerse acompañar,
como era habitual, por un negro con farol. El carruaje se alejó lentamente
de la ciudad mientras el “Virrey de las luminarias” soñaba con el día en
que cientos de faroles iluminasen las arterias de su lejano, incipiente, pero
increíble Virreinato.

Pimienta Negra, a gusto.


–¡Leche!… ¡leche fresquita! –gritaba Pedro con fuerza.
Todas las mañanas el negro cargaba sus tarros llenos de leche y recorría
la ciudad. Durante el verano los tambos se establecían en el bajo y no debía
recorrer largas distancias para aprovisionarse. Al escuchar los gritos del
lechero, la gente salía de las casas con recipientes donde verter la blanca
mercancía. En días de calor debía apresurarse a venderla toda por la mañana
pues se echaba a perder muy fácilmente. Sin embargo aquel día, caluroso
como el mismo infierno, nadie salió de la casa de don Luis Díaz de la Vega
y él hizo un poco de tiempo para luego volver a cantar:
–¡Lechita fresca y refrescante… para seguir adelante!
–¡Calla, calla, escandaloso! –dijo Tomasa, con coquetería, asomándose
por entre las rejas de la casona.
Pedro no pudo evitar que se le dibujara una expresión boquiabierta al
contemplar a la senegalesa, color ébano y de una impactante hermosura, que
se acercaba meneando las caderas.
–Buen día, Tomasa –saludó él mientras sus ojos intentaban atravesar las
delgadas faldas de paño que vestía e imaginaba unos muslos firmes y tersos.

63
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–¿La leche está aguada? –preguntó la negra cortando de cuajo las


apasionadas contemplaciones de su enamorado.
Pese a que la leche resultaba inexplicablemente cara, era habitual que los
pícaros lecheros la adulteraran con agua sacada del río.
–No, no, Tomasita. Está purita, purita –le respondió Pedro con una
sonrisa de oreja a oreja dejando a la vista unos dientes blanquísimos que
contrastaban con el negro carbón de su rostro–. ¡Te lo juro!
Tomasa compró entonces algo de leche y también un poco de mantequilla
que, aunque generalmente rancia por estacionarse varios días en vejigas de
vaca, a su amo le gustaba comer con azúcar. Luego, tras dedicarle un par de
miradas intencionadamente ardientes, regresó a la casona dejando a Pedro
absorto con el parsimonioso andar de sus caderas, que se alejaban rumbo
al interior de la propiedad. Es una hechicera, se dijo embobado y, aunque
circulaban inquietantes rumores sobre peligrosos conjuros y hechizos, él no
podía apartar su pensamiento un solo segundo de ella.
El canto del aguatero lo devolvió a la realidad. Saludó con la mano al
negro Juan, quien lo más campante iba manejando su tosco carro tirado por
dos bueyes, ajeno a que los saltos que daba entre las zanjas y desniveles
de la calle hacían sonar con fuerza el cencerro que anunciaba su llegada.
Juan cantaba con la alegría de vivir en una ciudad que, ubicada junto al
río, pagaba el agua como si fuera un artículo de lujo. Pero ellos no eran los
únicos negros de la ciudad. Era habitual encontrarlos por las calles de Buenos
Aires, descalzos, vestidos de poncho y chiripá, vendiendo sus productos.
Vendían pasteles, tortas y aceitunas. O escobas y plumeros que ellos mismos
fabricaban. También, solían emplearse como aprendices o peones, trabajando
de sol a sol para luego compartir sus salarios con sus amos. Eran negros a su
vez los esforzados estibadores del puerto, que iban y venían doblados bajo
el peso de los cajones y fardos que acarreaban sobre sus espaldas. Los más
afortunados tenían a su cargo sólo tranquilas tareas domésticas en las casas
de sus amos ricos. Pese a la diversidad, todos ellos disfrutaban, en mayor
o menor medida, de existencias menos castigadas y esforzadas que los
negros de otras partes de las colonias, explotados inhumanamente en minas
y plantaciones. Pero a no engañarse, ya fuesen esclavos o libertos, mejor o
peor ubicados, los negros eran el último escalón en la sociedad virreinal y
aun aquellos que gozaban del sincero aprecio de sus amos carecían de todo
tipo de derechos. No eran sino “cosas” al servicio de sus dueños. No tenían
voz. No tenían decisión. No tenían, en definitiva, libertad.
A media mañana, Tomasa partió hacia la bulliciosa feria que solía
montarse en la calle de los Mendocinos13. El lugar era un caos de verduleros,
13 En la actualidad, calle Maipú.
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

carniceros, vendedores de frutas, tortas, quesos y hasta artículos de mimbre


llegados principalmente de la zona de Cuyo. Una doble fila de carretas
se extendía desde el bajo hasta la feria acarreando barriles de vino y de
aguardiente, petacas con pasas de higo y de uva, algarroba, tabletas y
alfajores mendocinos. A Tomasa le encantaba ir porque allí podía encontrarse
con otras negras esclavas y entregarse a un rato de distracción y divertido
cotorreo. En cuanto llegó vio a Pascuala, esclava del hermano de su patrón,
sumergida en una ardiente discusión con un vendedor de gallinas que, según
ella, había trampeado el peso del animal alterando el tornillo de la báscula.
–Nunca le compres a este desgraciado –le aconsejó Pascuala cuando dio
por concluida la disputa–. ¿Cómo van las cosas en casa de don Luis?
–¡Ni te imaginás la noche pasada! –contestó Tomasa en tono de
confidencia– La casa fue un revuelo. Doña Isabel se la pasó a los gritos,
insultando al marido, llorando, suplicando que él fuera a verla. ¡Está
completamente loca!
–¡Pobrecilla! –comentó Pascuala con pena– Está muy enamorada de su
marido y él …
–Él ni la mira –respondió Tomasa recordando la ardiente mirada del amo
fija en ella cada vez que se acercaba a servirle la comida.
Pascuala identificó rápidamente la expresión en el rostro de Tomasa.
Hacía muy poco que la joven estaba en casa de don Luis, pero no tenía
dudas sobre lo que ocurriría tarde o temprano. Ella ya era vieja y Antonio, su
patrón, nunca había mostrado demasiada predilección por las esclavas, pero
recordaba sus épocas de jovencita cuando el anciano don Alonso Díaz de la
Vega, padre de Antonio y de Luis, las correteaba para pellizcarles las nalgas.
Sabía de sobra que la belleza y sensualidad de las negras solía cautivar a sus
amos blancos.
Y lo que de ello resultara no era más que el inevitable destino de toda
mujer caída en las garras de la esclavitud, condenada no sólo a tareas de
fregado, cocina o labores de costura… sino también a satisfacer las ansias y
pasiones de sus dueños.

Receta:
Paso 1. Colocar todas las carnes y vegetales en una olla. Dar previamente
algunos golpes a la carne para tiernizar.
–Quedaos aquí –le pidió Martín Acosta a su hijo Francisco.
El niño de diez años había insistido en acompañarlo hasta el Cabildo y
él, ante la firme obstinación del muchacho, finalmente había cedido. Dejó a
Francisco parado junto a uno de los once arcos de la fachada y, atravesando

65
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

el corredor abierto a la plaza, llegó hasta la puerta de entrada. Tocó con cierta
nostalgia el ancho portalón de acceso evocando a su padre. Uno de los pocos
recuerdos que tenía de él era el de su rostro moreno completamente rojo
por la furia cuando en 1748 el Ayuntamiento les había pagado con barras de
chocolate la provisión y colocación de todas las puertas del Cabildo. Meses
y meses de trabajo en la carpintería recompensados con algunos dulces. El
único contento había sido el pequeño Martín, de sólo cinco años, que se
relamía los dedos ante semejante delicia.
Entró. Sabía que no debía subir al primer piso, que estaba destinado a la
Sala Capitular o lugar de reunión de los alcaldes y regidores del Cabildo,
pero la cantidad de dependencias y la febril actividad que se desarrollaba en
la planta baja lo desorientaron. De golpe se sintió totalmente fuera de lugar.
El enjambre de abogados, jueces y funcionarios que, con un revuelo de capas
negras, capelos y borlas se desplazaban rápidamente de una dependencia
a otra lo hicieron tomar conciencia de sus humildes ropas de bayeta, de
sus manos acostumbradas al trabajo manual, de su rostro moreno en el que,
pese a las generaciones transcurridas, aún eran perceptibles sus antepasados
mestizos. Sin embargo, no se amilanó. Iba a ver al Fiel Ejecutor.
Encontró al funcionario encargado del abastecimiento y aseo de la ciudad
sumido en sus pensamientos.
–Disculpaos, vuestra Excelencia. Me gustaría exponeros algunas
cuestiones que considero de gran importancia para la salud de nuestra ciudad
–dijo con voz suave y pausada Martín.
Viendo que el Fiel Ejecutor no contestaba, le comentó su opinión sobre
el efecto que, para él, tenía el pésimo estado de las calles en la salud de toda
la población y las acciones que serían convenientes llevar adelante, desde el
empedrado de las mismas hasta la limpieza y el control de animales salvajes
y otras plagas. El Fiel Ejecutor seguía en silencio. Su mente repasaba la
discusión que había tenido con los panaderos un rato atrás y, mientras
Martín hablaba, pensaba cómo podría hacer para controlar que esos pícaros
dieran a sus piezas de pan el peso reglamentario. ¡Obligarlos a estampar en
ellas un número identificatorio podía ser la solución! Advirtiendo que su
interlocutor no lo escuchaba siquiera, Martín comenzó a levantar la voz y
terminó gritándole sobre las calles, los hospitales, la carne podrida, el agua,
los perros y las alimañas. El funcionario finalmente levantó el rostro y miró
a Martín severamente.
–¿Sois médico, acaso? –preguntó.
Martín supo que había cometido un error. Pensó en Francisco esperando
afuera, en su seria hija Juana, en su mujer y el bebé que estaba en camino.

66
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Pensó, sin saber por qué, que le gustaría que se llamara Jerónimo si era
varón. Bajó la cabeza.
–No, no lo soy. Es simplemente que…
–¿Sabéis que el ejercicio ilegal de la medicina es castigado con la cárcel?
Tenemos en este momento encerrados aquí, en la cárcel del Cabildo, a...
–¡Suficiente, funcionario! –dijo entonces una voz severa que apareció en
ese momento en el despacho.
–¡Regidor! –se levantó de un salto el Fiel Ejecutor para saludar
pomposamente a don Antonio Díaz de la Vega.
Antonio era, como la mayoría los comerciantes y estancieros ricos de la
ciudad, parte importante del Cabildo. A sus treinta y ocho años ya había sido
Administrador del Depósito de Trigo, Procurador y Regidor. Todos daban
por sentado que el año próximo sería elegido como Alcalde de segundo voto.
Eso sí, había debido demostrar primero, con testigos y árboles genealógicos,
la “nobleza de su sangre” y “ausencia de mala raza”. Afortunadamente para
Antonio sólo debían relevarse tres generaciones. Mucho más atrás él no
podría haber ido. Su tatarabuela Leonor de la Vega había sido hija de judíos
conversos y nieta de quemados. Además, y aunque ellos se sentían parte de
una familia de nobles antepasados, la verdad era que la mediana hidalguía de
los Díaz de Andalucía se había ido perdiendo con el tiempo.
–Difícil fue no escucharos –dijo Antonio a Martín refiriéndose a los gritos
de éste que habían llamado su atención cuando pasaba por allí rumbo a la
Sala Capitular–, pero me ha parecido muy interesante todo lo que habéis
dicho. Es necesario que la ciudad vaya mejorando ahora que es la capital del
Virreinato. Se podría, quizás, solicitar la limpieza de las calles, lo que traería
aire más puro y menores posibilidades de epidemias, por lo que decís. Sí…
podría ser… Veré que se puede hacer, pero tened en cuenta que los tiempos
del Cabildo son largos.
Martín sabía perfectamente que por el Cabildo pasaban todo tipo de
cuestiones y aun las más nimias e insignificantes daban lugar a la creación
de extensos expedientes. Por eso, se dio por satisfecho con el haber sido
escuchado y, dado los acontecimientos, con seguir en libertad. Hizo un
saludo lo más cortés que pudo y se retiró con premura.
Encontró a Francisco recostado en el mismo arco en el que lo había dejado,
pero ahora con una expresión embobada dibujada en el rostro. Mientras
esperaba a su padre, el muchacho había observado los preparativos de la
procesión que todos los 6 de diciembre, día de San Nicolás, se llevaba a cabo
rumbo a la Iglesia San Nicolás de Bari, ubicada en las afueras de la ciudad14.
14 La Iglesia San Nicolás de Bari se levantaba donde hoy se encuentra el Obelisco. Más tarde
cambió su ubicación a la Avenida Santa Fe.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Las procesiones abundaban y la concurrencia solía ser inmensa. Una, y aun


dos horas antes de salir, las campanas ensordecían a la población para que
nadie quedara sin avisar. Esta vez no fue la excepción. Los carrillones de las
Iglesias se escucharon llamando a la fiesta. Poco a poco, gran cantidad de
fieles fueron congregándose en la Plaza Mayor. Eran de distinta condición
social pero todos vestían sus ropas de domingo. Incluso, había varios negros
ataviados con la ropa de descarte de sus amos, lo que solía provocar la sonrisa,
entre divertida y socarrona, de algún atildado señorito de finas maneras. El
Deán Andrejar, ceremonioso, salió de la Catedral dispuesto a encabezar la
procesión. Francisco miró, casi sin mirar, a la gente que se había reunido.
De repente, una niña llamó su atención. Esperaba con cara de aburrimiento
junto a una señora que parecía ser su madre y a un gordo fraile franciscano,
cuando, repentinamente, se despidió de ellos. Comenzó a correr entonces
en su dirección, seguida con dificultad por una vieja esclava. El tiempo se
detuvo. Quedó congelado en el instante en que ella, con un revuelo de sedas
y encajes, pasó frente a él. Observó sus cabellos dorados como el trigo y
unos dulces ojos color miel que, por un instante, quedaron clavados en los
suyos, haciéndolo temblar de pies a cabeza.
–Pero, ¿qué es lo que habéis visto que os ha dejado en semejante estado?
–preguntó riendo Martín al ver la expresión enamorada de su pequeño.
Francisco sólo atinó a señalar a la muchacha que, todavía corriendo y en
pleno revuelo de faldas y faldones, se alejaba calle abajo saltando los baches
con gracia.
–¡Ay, muchacho! Esa niña está muy lejos de nuestras posibilidades…
Blanca Díaz de la Vega corría a casa de su tío. El corazón le latía con
fuerza y no era por el esfuerzo. Había llegado hasta la Catedral con su madre
que, devota de San Nicolás, iba a hacer el duro peregrinaje hasta los límites
mismos de la ciudad. Calles poceadas y polvorientas, perros vagabundos y
algún que otro mendigo amenazante los esperarían. Ella no tenía ganas de
ir y, como respondiendo a sus súplicas, cuando estaban ya por partir llegó
una esclava de su tío diciéndoles que tía Isabel estaba, como casi siempre
últimamente, encerrada en su habitación mientras el pequeño Juan hacía de
las suyas. Suplicó a su madre que la dejara ir a cuidar de su primo y, antes
de que se arrepintiera, salió corriendo. Total, su confesor Fray Cayetano
la acompañaría, aunque Blanca estaba segura de que él tampoco quería ir.
Entonces, pasó ante el Cabildo. Un niño, quizás algo menor que ella, estaba
parado en uno de los arcos. Se notaba que el muchacho era de humilde
condición, pero la forma en que sus hermosos ojos verdes la miraron hizo
que por unos instantes detuviera su marcha. Luego, con la mirada de él

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

impresa en sus retinas y su propio corazón latiéndole con fuerza, continuó


el camino.
Todo se borró cuando llegó a casa de tío Luis. En la calle, su primo Juan,
moreno como su padre, muy alto para sus siete años, sujetaba con fuerza a
otro niño de menor estatura, pálido y de pacíficos ojos azules, mientras se
burlaba de él.
–¡Corazón! ¡Corazón! –decía riéndose burlonamente al tiempo que le
pegaba.
–¡Juan! ¡Soltadlo! –le ordenó Blanca. El muchacho no dio muestras de
obedecer– ¿Me oís? Soltadlo ya o le digo a tía Isabel.
Entonces, sin soltar la presa, Juan levantó la vista y sonrió amargamente.
–Mi madre no hará nada, nunca hace nada más que llorar y gritar por mi
padre…
Blanca no pudo evitar que una punzada de compasión la invadiera.
Con la madre siempre ausente, el niño idolatraba desde muy pequeño a
su tempestuoso padre, al que imitaba en todo. Pero no era momento para
conmiseraciones, se dijo. Quitó a Juan del medio y ayudó a su víctima a
incorporarse.
–Manuel, ¿estás bien?
Aunque tenía ocho años, uno más que Juan, Manuel José Joaquín del
Corazón de Jesús Belgrano, era más bajito que su agresor. Sus nombres, su
escasa estatura y su voz aflautada lo hacían objeto de burlas, al menos por
parte de revoltosos como su primo. Serena y dignamente pese a la situación,
le respondió:
–Sí, Blanca, no te preocupes. No ha sido nada.
Desgraciadamente, sí había motivos para preocuparse, pensó Blanca.
Juan les ocasionaría muchos disgustos en el futuro.
Estaba segura de eso.

Paso 2. Tapar con agua.


La mujer caminaba, solitaria, por la Alameda. La playa era barrosa,
cubierta de cascajos, arena y de todo cuanto el río dejaba en su receso. Pese a
los intentos por mantenerla limpia, con frecuencia se veían gran cantidad de
pescados, basura y animales muertos. Aun así, en una ciudad que no disponía
de mayores divertimentos, la gente solía pasear por la calle costanera. Una
frágil barandilla permitía contemplar las aguas, a veces plácidas, a veces
tormentosas, del Río de la Plata. La mujer no pasaba de los veintisiete años,
sin embargo, parecía mucho mayor.
Sus largos cabellos renegridos lucían ya algunos hilos de plata. Sus

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

hermosos ojos oscuros habían perdido todo el brillo. Algunas líneas, signos
inconfundibles de una profunda amargura, surcaban su rostro. Una parejita
conversaba animadamente haciéndose tímidos arrumacos mientras la negra
encargada de custodiarlos, cómplice, se había apartado. Isabel de Sarratea
suspiró al contemplarlos. Sintió que las lágrimas acudían prontas a sus ojos
y recordó cuando lo conoció a Luis, su marido. Todo en él la había seducido.
Su porte moreno, audaz, su conquistadora sonrisa, la expresión ardiente de
sus ojos, su mano rápida y juguetona… A partir de ese instante nunca más
hubo paz en su corazón. Verlo significaba sentirse arrasada por el fuego
incontrolable de un deseo que no había experimentado jamás. No verlo era
caer al más profundo de los abismos. Tenía diecinueve años. Él sólo uno más.
Pese a que la mayoría de los hombres solía casarse después de los treinta,
cuando ya se habían establecido en su profesión, él había insistido en pedir
su mano. ¿Por qué? ¡Es el amor! había gritado loca de alegría la entonces
joven Isabel. ¿Era el amor? sonreía amargamente ocho años después. ¿Era el
amor o más bien eran los negocios de su familia, los contactos de su pariente
Martín Simón de Sarratea, vinculado a la Real Compañía de Filipinas y
comerciante de esclavos?
No era el amor. Su marido no la amaba. No la deseaba. No simulaba,
siquiera, que tenían una vida conyugal feliz. No asistía con ella a los saraos o
tertulias de vecinos o familiares donde, aunque sea, hubiera podido sentirlo
cerca al bailar algún minué o contradanza. Sola. Siempre estaba sola. Él
prefería ir a los burdeles en compañía de grotescas mujerzuelas, llenas de
carmines y empolvaduras. Prefería ir a las pulperías de los arrabales, lugar
de reunión de pobres y vagos, a beber aguardiente hasta perder el sentido.
Unas risas explosivas, desbocadas, la sacaron de sus lamentos. Hacía
mucho que ella no reía así. En la orilla del río varias negras lavanderas
hablaban y reían mientras apaleaban las ropas con un garrote, que
evidentemente les ahorraba tiempo de fregado pero que con frecuencia
hacía saltar los botones de las prendas. Luego, las tenderían en las sogas que
habían colocado entre los árboles. Las lavanderas estaban por todos lados.
Ocupaban un extenso espacio a orillas del río, desde la Recoleta, o aún más
allá, hasta el Riachuelo. Isabel observó por unos instantes aquellos cuerpos
oscuros y sinuosos moviéndose al compás del lavado. Eran fuertes, alegres
y sensuales. Ayyy… también le gustan las negras, pensó con una puntada de
dolor que pareció atravesarla entera. Tantas y tantas humillaciones. ¡Estaba
tan cansada! Cansada de añorarlo todas las noches. Cansada de sentir tanto
deseo. Cansada de sufrir aquel fuego que la devoraba…
Miró el río. Parecía que destellos de plata lo iluminaban. Tan plácido. Tan

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

fresco. Agua es lo que necesito –se dijo. Caminó hasta la orilla. No lejos de allí,
Juan, el aguatero, recogía su entrega del día siguiente. Aunque la autoridad
señalaba de dónde debía obtenerse la provisión de agua, esta disposición
era burlada muy frecuentemente por los aguateros, que la sacaban de donde
más les convenía, aun cuando estuviese revuelta y fangosa. Isabel caminó
unos pasos más adentro y sintió el agua fría colarse en sus zapatos de raso.
Avanzó otro poco. Voy a apagar el fuego, necesito apagar el fuego, pensó.
¿Dolerá?, se preguntó con súbito temor deteniéndose a medio camino. Pero
sólo unos segundos más tarde volvió a ponerse en marcha. Ningún dolor
rápido y pasajero podía ser peor que vivir en aquel infierno.
Y se internó en el río.

Paso 3. Condimentar con sal y pimienta negra.


Pareció que la llegada de la noche devolvía el silencio y la calma a la ciudad.
Durante todo el día se escucharon los gritos y cencerros de los pregoneros
que anunciaron los funerales de doña Isabel de Sarratea, muerta en un
trágico accidente en el río. Las campanas de los franciscanos repicaron con
fuerza, haciéndose eco de la luctuosa noticia. Pero con las primeras sombras
todo parecía haber vuelto a la normalidad. Parecía. En los alrededores del
Retiro, límite norte de la ciudad, comenzó a oírse el rumor de unos tambores
que sonaban con rítmica y exótica armonía. El lugar era, principalmente,
campo y animales. Estaba, sí, la pequeña ermita de San Sebastián, levantada
en el siglo XVI, que había dado el nombre a toda la zona. También, las
instalaciones donde la británica South Sea Company alojaba a los esclavos
que ingresaba gracias al Tratado de Utrech. Y no mucho más. Sin embargo,
pese a la prohibición, en un cobertizo de aquel descampado se había armado
un fandango, el baile de los negros.
Negros y mulatos se daban cita allí. No importaba si eran recién llegados
o nacidos en las colonias. Si hablaban o no el español. Había en todos ellos
un hondo apego a sus tradiciones, sus deidades y su música.
Una sombra oscura, que resguardaba su identidad con un largo poncho con
capucha, se metió en el cobertizo. Un vaho a sudor y aguardiente lo envolvió.
Algunos negros con tambores, huesos de carnero y quijadas de asno tocaban
una “calenda”. El ritmo, ardiente y frenético, era seguido por hombres y
mujeres que se movían desprejuiciadamente al compás, olvidándose así por
un rato de su realidad de esclavos y sintiéndose en la libertad de aquellas
tierras africanas que muchos ni siquiera habían conocido. Observó la danza.
Buscaba a alguien en particular y enseguida la encontró. Tomasa bailaba.
Tomasa movía su cuerpo joven sin pudores ni tapujos. Tomasa era pura

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

sensualidad y desparpajo. La miró unos minutos y, preso de un poderoso


embrujo, avanzó. Tomasa vio la sombra dirigirse hacia ella. Reconoció
aquella ardiente mirada y supo que era el destino, su destino…
El Capitán de las milicias, frustrado, pateó el suelo con rabia. Se le habían
escurrido de las manos. Había estado cerca, muy cerca. Desde hacía tiempo
andaba tras aquellos traidores revoltosos que, repitiendo los desvaríos
y disparates de una sarta de farsantes franceses, pretendidos filósofos o
pensadores, hablaban de libertad e igualdad y no hacían otra cosa más que
ofender al Virrey, vulnerar las buenas costumbres y corromper al pueblo con
sus indecentes ideas. Se reunían en los fondos de las casas o en precarios
reductos de las afueras de la ciudad. Esta vez los había sorprendido en plena
reunión conspirativa, pero éstos, rápidos y escurridizos como las ratas que
eran, se habían escapado. Miró a su tropa y suspiró. Así era difícil trabajar.
La milicia no era más que un rejunte de vagos, borrachos y pícaros sin
preparación, sin disciplina, sin armas. Volvió a patear el suelo todavía con
más fuerza, con más bronca. Estaba furioso. Tenía que atrapar a alguien
aquella noche… Un lejano rumor de tambores le dio la solución.
El ritmo era cada vez más intenso. La sombra acorraló a Tomasa contra
una de las paredes del precario lugar. De inmediato comenzó a levantar
sus faldones con brusquedad, con desesperación, indiferente al gentío que
bailaba muy cerca de ellos. Tomasa dejó escapar un gemido y él besó sus
labios con pasión. Sí, era Luis. Era su amo. Comenzaron a bailar una melodía
tan enardecida e impetuosa como la de los tambores, como si ambos fueran
al mismo ritmo. Mientras Luis, ajeno a todo, arremetía dentro de su esclava
con apasionado arrebato, Tomasa se dejaba llevar invadida por múltiples
sensaciones. De repente, agitada, abrió los ojos y lo miró con amor, con
pasión y con un odio tan profundo y poderoso como aquellos dioses de la
selva que aún adoraba.
–¡Alto en nombre del Virrey! –gritó el Capitán de la milicia entrando de
improviso con sus hombres al fandango.
Volaron tambores y botellas de aguardiente. Gritos y llantos reemplazaron
a la música. Todos salieron a las corridas. Los hombres del capitán lograron
atrapar a varios, viejos y borrachos. También a los que habían fumado el
pango y andaban por allí tirados, alucinando visiones de la madre patria.
Dos sombras entrelazadas, sin embargo, se desvanecieron en la oscuridad
de la noche.

Paso 4. Cocinar en el fuego por varias horas.


Buenos Aires era un horno. Ese 28 de diciembre de 1778 el calor y

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la humedad castigaban con fuerza la capital virreinal, una ciudad aún


pequeña, chata, de aspecto andaluz, pero que elevada de categoría ya había
comenzado un proceso de cambios y ampliaciones que se acentuarían en
las décadas siguientes. Algo, sin embargo, no se había modificado. Desde
los tiempos de Juan de Garay, la Plaza Mayor era el centro neurálgico de la
ciudad. Mercado principal de la población, también era el ámbito natural de
festejos, procesiones y desfiles. Aquel caluroso día, la Plaza estaba de fiesta.
Se corrieron las tiendas y puestos del mercado, se emparejó el suelo, siempre
desnivelado por enormes huellas de carretas, y se colocaron hermosos
adornos florales en las esquinas. De un colgadizo del Cabildo pendía un
tapiz con las armas de la ciudad. Buenos Aires iba a festejar el nacimiento
del próximo año con una espectacular corrida de toros y todo el pueblo
asistió entusiasmado al espectáculo.
Fray Cayetano observaba desde lo lejos. Se detuvo frente a una negra, tan
voluminosa como él, que sentada en el cordón de la vereda vendía deliciosos
pastelitos fritos bañados en miel de caña. Saboreando el dulce manjar miró
al Deán Andrejar quien, al parecer, tras importantes donativos de las familias
Díaz de la Vega y Sarratea, había posibilitado el entierro de doña Isabel en la
franciscana Capilla San Roque pese a los inquietantes rumores que rondaban
en torno a su muerte. El Deán, vestido con una sobria túnica, soñaba con el
solideo morado y observaba con atención al Virrey. Estaba haciendo méritos
suficientes y si el obispo Malvar seguía demorándose, quizás… No había
que olvidar que los Reyes españoles tenían el derecho del real patronato y
por lo tanto por ellos pasaba la elección de los cargos eclesiásticos. Sí, el
Virrey podía ayudarlo. Vértiz soportaba con dignidad la larga ceremonia.
Le gustaban los toros, pero hacía demasiado calor. Vestido con un apretado
uniforme de mariscal se resguardaba del impiadoso sol bajo el solemne
palio o baldaquino que lo distinguía como representante del Monarca. A su
lado, se encontraba el Alférez Real, que hacía sólo un rato había desfilado
orgulloso portando el Real Estandarte con las armas de la Corona. Aquel
blasón representaba al Rey y cuando pasaba por las calles recordaba al
pueblo que formaba parte del imperio español. El resto de la comitiva de
funcionarios había sacado a relucir sus medallas, insignias y galardones.
Todos, embobados, observaban a las damas allí presentes, ataviadas de gala,
que parecían enviar insinuantes mensajes con el sutil movimiento de sus
abanicos. La mirada del Virrey se detuvo en una cuyo escote recordaba muy
bien de una de las veladas realizadas en su quinta del Lanús. La mujer, sin
embargo, no respondía a la insistente mirada del Virrey, absorta como estaba
en el ahora viudo más codiciado de la ciudad. Luis Díaz de la Vega, ignorando

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

la etiqueta y vestido con una fina y fresca camisa de bretaña, no pensaba ni


en su difunta esposa ni en posibles candidatas a sucederla. Recordaba la
noche anterior y miraba con descaro a su esclava, situada del otro lado de
la plaza. Tomasa, sintiendo agitarse en su interior sentimientos tan intensos
como contradictorios, bajó la vista. A su lado, el pequeño Juan no miraba
a nadie. Una expresión de furia nublaba sus ojos. Su madre había decidido
morir sin pensar en él, sin importarle que él la necesitara. A lo lejos, Mariana
Herrera contemplaba el dolor de su sobrino y no podía entender a su cuñada
Isabel, que se había quitado la vida porque su marido no la molestaba por las
noches. ¡Bendita de ella! Toda la humillación y agonía sufridas de jovencita
parecieron regresar en ese momento, tantos años después. Instintivamente, y
aunque él no fuese el culpable, se apartó unos pasos de su marido. Antonio
Díaz de la Vega, impecable desde las hebillas de sus zapatos hasta los aceites
y polvos de su peinado, no estaba interesado en su frígida esposa ni en el
traumático sexo conyugal, sino en cómo hacer funcionar su soñado saladero.
Unos pasos más atrás, su hija Blanca cuchicheaba con María Vianes sin poder
evitar buscar cada tanto un par de ojos verdes que, sabía, no se apartaban
de ella. Francisco Acosta la contemplaba embelesado sin percatarse de que
su padre no paraba de moverse, inquieto, en su sitio. Martín pensaba en
cuán cerca había estado ayer de perderlo todo. Sabía que sus reuniones
clandestinas eran peligrosas, pero las palabras de Montesquieu, Rousseau,
Voltaire y tantos otros necesitaban ser leídas, repetidas y, fundamentalmente,
puestas en práctica. Ellas eran el futuro.
Un poderoso trueno sacó a la muchedumbre de sus cavilaciones y casi
al unísono todos miraron el cielo preocupados. Ellos, juntos, conformaban
la sociedad colonial porteña. Al ser una ciudad portuaria, cosmopolita
y acostumbrada a recibir al extranjero, Buenos Aires forjó una sociedad
abierta a las innovaciones y a los cambios, distinta a las del interior del
Virreinato. Es por ello que las nuevas ideas de la época entraron por su
puerto, se enraizaron en su pueblo y, como un poderoso huracán, más tarde
arrasarían con todo lo que estuviera a su paso.
Casi sin previo aviso el cielo se oscureció y un fuerte temporal se abatió
sobre ellos. Los que pudieron subieron a sus caballos o carruajes. El resto
corrió. No había tiempo que perder pues, en breve, las calles se anegarían y
ya sería imposible llegar a resguardo.
El viento y la lluvia dispersaron a los asistentes. Era casi un presagio.
Pronto, nacerían nuevas sociedades. Nuevas relaciones se establecerían entre
sus integrantes. Nuevos olores. Nuevos sabores. Nuevas recetas se cocinarían
al calor de sus más altos ideales... y de sus más bajas conveniencias.
Sólo un rato después, la plaza quedó desierta.
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

AVENTURAS DE AMOR Y MUERTE


EN EL IMPERIO INGLÉS
(1806)

La flota inglesa maniobraba frente a la Ensenada de Barragán. Habían


atravesado azorados aquel mar dulce, marrón, aquel río diferente y
endemoniado lleno de abruptas corrientes y bancos de arena. Un fuerte
vendaval movía vigorosamente el velamen del Narcissus, la nave capitana,
así como las largas patillas rubias del Comodoro sir Home Riggs Popham.
Sus ojos celestes estaban fijos en la pobre y fangosa franja de tierra que
se extendía frente a ellos. El siempre inquieto Comodoro había quedado por
unos instantes inmóvil, con su mente convertida en un afiebrado hervidero.
No era para menos. Estaba a punto de tomar una ciudad sin una orden
expresa de su gobierno. Nunca había hecho nada semejante. Él, que era
uno de los jefes más capaces, imaginativos y exitosos de la Armada inglesa,
siempre se había destacado por ser un oficial obediente y corajudo, como
se les enseñaba con dureza en la Academia. Sin embargo, no podía negar
que también era un aventurero audaz y apasionado, ávido de hazañas en
tierras lejanas, de hazañas de gloria y riquezas. Y, por sobre todo, que era
un fanático, un fanático de Inglaterra. Será por todo eso que se entusiasmó
con las palabras de su amigo, el revolucionario venezolano Francisco de
Miranda. Éste insistía en que había que ingresar en el Río de la Plata para
liberar al pueblo americano del yugo español. Como salvadores. No como
enemigos. Una aventura que podría convertirlo en el héroe de pueblos
oprimidos. Sin embargo, ambos sabían que para convencer al gobierno
inglés de semejante tarea había que hablar de algo más que de libertades
ajenas. Había que hablar de comercio. Había que hablar de nuevos mercados
para las competitivas manufacturas británicas que pudieran sustituir a los
mercados europeos, controlados por Napoleón. Una aventura que podría
aportarle el valiosísimo apoyo de los comerciantes y banqueros británicos.
Una aventura que, además, podría hacerlo rico. Popham sabía por Pío White,
norteamericano radicado en Buenos Aires, contrabandista, negrero, espía y
acreedor del propio Comodoro, que en la capital virreinal había un fabuloso

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

tesoro de más de un millón de pesos plata provenientes de Potosí que estaba


a punto de ser remitido a España… y a Napoleón.
Había habido reuniones, sí. Secretas. Hasta el Primer Ministro William
Pitt y Henry Melville, primer lord del Almirantazgo, participaron. Pero la
cosa no había pasado, oficialmente, de allí. Justamente cuando pensó que
todo quedaba en la nada, la oportunidad que esperaba se le presentó y él
no era hombre de despreciar una ocasión cuando era propicia. Claro que
para hacer su aventura realidad había debido ceder algunas cosas. Consiguió
hombres (nada menos que el valeroso Regimiento 71 de infantería) y barcos
en Ciudad del Cabo, pero debió repartir el botín... y compartir el mando.
William Carr Beresford, ascendido de Coronel a General, fue nombrado jefe
de la operación militar y vicegobernador de las tierras que se conquistarían.
Todo eso había valido la pena. Para aquel 24 de junio de 1806 estaban ya
frente al Fuerte de Ensenada de Barragán15.
El Comodoro acomodó sus patillas revueltas por el viento y cerró por
unos instantes sus ojos color cielo. ¿Lo decidió solo? ¿Lo hizo con la venia
de Londres? Sabía que no importaba lo que hubiera ocurrido en realidad.
La decisión de aquella operación aparecería siempre como inconsulta y, por
ello, era fundamental que todo saliera bien. Parecía fácil. ¿Lo sería?
Abrió los ojos. Ningún asomo de duda se reflejó en ellos.
–General Beresford, ¡proceda! –rugió en inglés.
Ya no había vuelta atrás. La aventura había comenzado.

El 24 de junio estaba llegando a su fin. Era una noche fría y ventosa.


Ninguna estrella brillaba en un cielo que presagiaba tormenta. Y más de
una. El sereno encendía los faroles alimentados con aceite de potro mientras
retumbaban en los adoquines del empedrado los cascos de caballos y
carruajes que llevaban a la gente al Teatro de la Comedia. Desde hacía unos
años, las calles más céntricas, es decir, las aledañas a la Plaza Mayor, se
encontraban empedradas, venciendo finalmente la negligencia, la ignorancia
y aun la economía mal entendida de varios Virreyes que se habían negado
sistemáticamente a ello. El Virrey Arredondo fue quien dio el puntapié inicial
en 1795 y aunque mucho no se había avanzado desde entonces, al menos al
Teatro de la Comedia se llegaba traqueteando sobre las irregulares piedras
traídas de Martín García.
Aquella oscura noche, toda la clase alta, o casi toda, se había dado cita
en el teatro para la función de gala. Dentro de la sala primaba la elegancia
y el lujo. Arañas señoriales iluminaban a una abigarrada concurrencia

15 Hoy, dentro del Partido de La Plata.


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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

impecablemente vestida. Ellos con levitas y corbatines. Ellas con sedas,


tafetanes y puntillas, mantillas de encaje y peinetas de carey. Estaban allí para
ver la obra “El sí de las niñas”. Circulaban rumores, bastante infundados,
de que Moratín se había basado en la novelesca historia de amor de María
Sanchez de Velasco y Martín Thompson para componer la obra. Divertida,
Mariquita se encontraba dentro de la concurrencia esperando el comienzo de
la obra y la llegada de su benefactor, el Virrey de Sobremonte.
Don Rafael Nuñez del Castillo Angullo Bullón Ramírez de Orellana,
Marqués de Sobremonte, vestido de levita y peinado con peluca blanca a
la francesa, entró al recinto mientras la orquesta del teatro tocaba un paso
marcial. Lo acompañaba la Virreina, doña Juana María Larrazábal, su
futuro yerno y algunos de sus doce hijos. Una vez llegado al palco central,
adornado con los colores hispanos, se inclinó saludando protocolarmente a
los asistentes y se desplomó en su asiento. Se sentía cansado y pesado. Había
sido un día largo. El ajetreo comenzó con los festejos organizados en el
Fuerte para celebrar el cumpleaños de su futuro yerno, Juan Manuel Marín,
prometido de su hija Mariquita. ¡Ocho horas había durado el almuerzo en el
patio del Fuerte! Don Rafael no pudo evitar tocar su pronunciado estómago.
Había comido mucho. Rodajas de pan remojadas en caldo de buey y
recubiertas con cebollas y ajos, costillas de vaca, chorizo ahumado, perdices
en escabeche, gallina cocida con legumbres y papas, cocido de cordero, olla
podrida y, por si fuera poco, toda clase de delicias dulces preparadas por la
diestra mano del pastelero Pedro Batet. Y ahora, seguían festejando en el
teatro. Tenía sesenta y un años y sentía el ajetreo.
El público repartía su atención entre el escenario y el palco oficial, por
eso, todo el mundo vio cuando recién comenzado el segundo acto Martín
Thompson, responsable de la Capitanía del puerto, llegó hasta Sobremonte y
le entregó dos pliegos. Doña Juana le acercó a su marido una lente de mano.
Molesto, el Virrey comenzó a leer. El Comandante de Ensenada de Barragán,
Capitán de navío Santiago de Liniers, le informaba que una flota de guerra
inglesa se acercaba y había disparado varios cañonazos sobre su posición.
Don Rafael estrujó el papel después de leer los primeros renglones. Luego,
abandonó la Comedia y caminó nervioso hasta el Fuerte.

Nadie dormiría en casa de los Díaz de la Vega esa noche. Todos los
braseros estaban encendidos sin lograr calentar adecuadamente aquellos
fríos y húmedos ambientes, aunque sí sofocando a parientes y allegados
con el humo del carbón. Se escuchaban murmullos apagados, rezos y hasta
algunos sollozos. Se veían gestos de agobio y de dolor. Antonio Díaz de la

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Vega estaba muriendo.


Francisco Acosta abandonó la recámara del enfermo y entró en la sala
buscando a Blanca con la mirada. La encontró rezando a solas en un rincón.
Al ver en aquellos ojos color miel, que él tanto adoraba, una súplica silenciosa
pero incontestable, bajó la vista. Ella le rogaba que salvara a su padre. Y él…
–Lo lamento –murmuró con gravedad. Cosme Argerich ya lo había
confirmado, pero era él a quien le tocaba dar la triste noticia–. No hay nada
que podamos hacer ya. No creo que pase de esta noche…
Sollozos más fuertes y exclamaciones de congoja, reales o fingidas,
fueron la respuesta. Mariana Herrera, próxima a ser viuda, no apartaba la
vista de su rosario de perlas negras, rezando sin cesar por un marido al que
poco había amado pero del que, con certeza, no podía quejarse. A pesar de
los abusos y de las terribles experiencias sufridas durante su niñez, lejos
de Buenos Aires, y del tremendo sacrificio que supuso para ella cumplir
con sus obligaciones de esposa, había logrado tener una buena vida al lado
de su marido. Francisco intentó acercarle una palabra de consuelo pero la
anciana mujer ni lo miró. No entendía, ni aprobaba, que su hija hubiera
secundado el consejo de Argerich y tuvieran allí a ese médico inexperto de
rasgos mestizos que nada tenía que ver con ella ni con su familia.
Sin ofenderse, Francisco se acercó a Blanca. El doctor Argerich le había
encargado confortar al paciente hasta que llegara el final y eso implicaba
también ayudar a su familia durante el difícil trance. Por eso, con voz
temblorosa, dijo:
–Puede ir a despedirse de él. Creo que a ambos les hará bien.
Blanca asintió, incapaz de hablar, y se dirigió a la habitación de su padre.
Un acre olor a medicinas la envolvió a pesar de los sahumadores encendidos.
Algunas velas iluminaban tenuemente el dormitorio. La gran cama con
dosel y cortinados de brocado parecía desproporcionadamente grande para
su ocupante. Un frágil y muy desmejorado Antonio, con sesenta y seis años
a cuestas, respiraba con dificultad mientras un sopor intermitente lo traía y
lo llevaba vaya a saber dónde. Blanca rozó su mano huesuda y afiebrada y
él abrió los ojos. No vio a una mujer ya madura, de cuarenta años, esposa y
madre. Vio a una niña. Su niña.
Abrió la boca intentando hablar. Sentía los labios resecos y la boca pastosa,
pero quería decirle tantas cosas. Quería decirle que ya no tenía importancia
aquel saladero con el que tanto había soñado pero que no lograría instalar.
Que, en cambio, ella era lo que él más amaba en el mundo. Que si nunca
se lo había dicho era porque su educación así lo imponía, pues el hábito de
encubrir el cariño era una obligación en toda familia “decente”. Que si la

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

había obligado a casarse con López Arondo, tan mayor que ella, era porque
él sabía lo que más convenía a su hija. Que ceder a sus ruegos hubiera sido
un error, una imprudencia… que aunque ella no lo amase, no lo hubiese
amado nunca…
–Blanca… –murmuró Antonio, entre ahogos, preso de la angustia–
¡Blanca!
–Lo sé, tatita. Lo sé. –le respondió como si hubiera escuchado cada
pensamiento de su padre. Nunca había podido hablar con él de sus
verdaderos sentimientos. Entonces, olvidaría por un rato todos aquellos años
de un matrimonio indiferente, vacío, solitario, lleno de mandatos, sin amor,
sin caricias. Se olvidaría de ese marido autoritario, que siempre se había
mostrado más interesado en los negocios de su familia política que en su
joven y sumisa esposa. Sí. No había hablado nunca con su padre. No lo haría
ya– Quédese tranquilo. Todo está bien.
Se acostó junto a él en la cama y lo abrazó con fuerza. Él se dejó ir al
calor de los brazos de su hija. Ella se erigió en custodio de su respiración,
cada vez más dificultosa y entrecortada. Así los encontró Francisco cuando
ingresó a la habitación para controlar al enfermo. Y así se quedaron hora tras
hora. Cuando ya la mañana del 25 comenzaba a despuntar, Francisco tocó
ligeramente el brazo de Blanca, que se había quedado dormida.
–Ya está Blanca. Ya está –le susurró con dulzura–. No creo que su padre
hubiera tenido mejor manera de partir.
Ella se levantó. Besó a su padre con inmensa ternura y miró a Francisco.
Se perdió en aquellos ojos verdes como lo había hecho casi treinta años atrás
una mañana de diciembre enfrente del Cabildo. Emocionada no pudo evitar
sollozar. Él, olvidado de todo lo que no fuera aquella mujer con la que había
soñado desde aquel mismo día de San Nicolás, se acercó y la abrazó con
fuerza.
Entonces, la puerta se abrió con brusquedad e ingresó Felipe López Arondo
quien, quizás por las novedades que traía, quizás por simple indiferencia, no
advirtió que su mujer estaba en los brazos de otro y gritó:
–¡Los ingleses! ¡Llegaron los ingleses!
Blanca y Francisco se apartaron, confusos. Un fuerte cañonazo disparado
en el Fuerte por órdenes del Virrey de Sobremonte retumbó en la habitación.
Blanca gritó asustada. Dos cañonazos más le siguieron.

Once de la mañana del 25 de junio. Una persistente llovizna que prometía


convertirse en fuerte tormenta acompañó el desembarco inglés en las costas
de Quilmes. El subinspector Pedro Arze y sus quinientos hombres, que en

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

la vida le habían disparado a un soldado enemigo, asistieron con estupor


al espectáculo. Hombres con polleras a cuadros y chaquetillas coloradas
marchaban sobre el lodo de los bañados sin hundirse ni ensuciarse, cual
guerreros todopoderosos, cual blondos dioses del Olimpo, perfectamente
formados en tres columnas. El sonido de las gaitas escocesas les heló la
sangre. Los cuatrocientos milicianos civiles y los cien blandengues corrían en
círculos, nerviosos, sin saber muy bien qué hacer. Arze dio las instrucciones
que pudo, que se le ocurrieron en el momento. Empujaron algunos cañones y
un gran obús. Con mucha prisa y poca destreza intentaron cargar sus armas.
–¡Carajo! –exclamó un miliciano azorado– ¡las balas que nos dieron en
el Fuerte no entran!
Las balas eran todas diferentes y estaban oxidadas. Comenzaron a
disparar como pudieron en dirección al Bajo, pero los tiros salían cruzados
y silbaban peligrosamente sobre las cabezas de sus propios compañeros.
Al escuchar los disparos, el Coronel Denis Pack, a cargo del Regimiento
71 de Infantería, los gloriosos Highlanders, apuntó su fusil hacia el alto de
Quilmes y con un certero disparo le dio en el corazón al Sargento Funes,
que sólo unos instantes atrás había estado ocupado en cazar una gallina para
el almuerzo. El pobre Funes se fue de este mundo sin entender lo sucedido,
pero los restantes contemplaron con terror cómo el navío Encounter, anclado
muy cerca de la costa, escupía mortales balas de fuego. Ya no eran meras
especulaciones ni pesadillas nocturnas. Los ingleses habían llegado. Aquello
era real. Trágicamente real. El olor a pólvora, el ruido atroz de los cañones,
la sangre… y los cuerpos mutilados... y los gritos de agonía... y el ordenado
y constante avance de las gaitas… Arze y los suyos no pudieron esperar, no
quisieron esperar, y antes de que los Highlanders llegaran a la cima de la
barranca huyeron con desorden y precipitación, dejando el pobre y maltrecho
armamento que tenían. Las tropas inglesas comenzaron a marchar entonces,
sin prisa pero sin pausa, hacia el Riachuelo.
Mientras tanto, la Plaza Mayor de la ciudad comenzó a llenarse de gente.
El griterío era inmenso. Nervios. Miedo. Excitación. Los ingleses estaban
finalmente allí y todos querían escuchar a su Virrey. Rafael de Sobremonte
gritó desde una ventana del Fuerte.
–¡Señores, no hay cuidado! ¡Los ingleses saldrán bien escarmentados!
Yo estoy complacido y mi corazón rebosa de contento al ver la decisión y
el entusiasmo con que todo el vecindario ha corrido a tomar las armas en
defensa del Rey y de la Patria.
–¡Viva el Rey! ¡Viva el Virrey! ¡Viva el pueblo de Buenos Aires!
La gente gritaba y gritaba intentando darse ánimos. Todos se agolparon

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

frente a la Fortaleza pidiendo armas, lo que hubiera, cuchillos, fusiles,


espadas o pistolas, inclusive alguno de esos mosquetes centenarios que aún
quedaban. En la confusión, Francisco Acosta divisó a Manuel Belgrano que
intentaba impartir algunas órdenes en el medio del caos popular. No era
que tuviera mucha idea. Francisco recordaba haberle oído alguna vez que
su designación como Capitán de las milicias urbanas, diez años atrás, había
sido más para tener otro uniforme que usar que por verdadera afición a la
carrera militar. Pero ordenado como era intentó organizar alguna resistencia.
No lo logró. Repartido el vetusto y en muchos casos inservible armamento,
el pueblo se lanzó a una anárquica carrera que se detuvo en la zona de
Barracas, a unos pocos metros del Riachuelo.
Atrincherados en zanjas, cercos y árboles de la zona, rezaron porque el
enemigo no lograse atravesar el río. La única medida bélica adoptaba por el
Virrey durante toda la invasión fue la de quemar el Puente Galvez, en verdad,
unos maltrechos tablones de madera que permitían cruzar el Riachuelo. El
General Beresford y el Coronel Pack observaron el fuego de lo que había
sido el precario puente y al mismo tiempo fruncieron la nariz. El olor de
aquel riacho era inmundo debido al basural y a los restos putrefactos de vaca
que la gente arrojaba sin pudor a sus aguas. Miraron el cielo, cada vez más
negro. Y avanzaron. A pie y junto a sus armas. Sin detenerse. Sin ensuciarse.
Invencibles. Intocables.
Francisco estaba agazapado detrás de un cerco de tunas. Manuel, pálido y
sudoroso, se encontraba a su lado. Sabía que Belgrano estaba enfermo, pero
no era momento de recomendaciones médicas. El nerviosismo los invadía
a todos. La inexperiencia nublaba cualquier decisión. Por eso, mucho antes
de tiempo, los defensores intentaron un precipitado tiroteo. Inútil. Sin un
blanco a la vista. Sin posibilidad alguna de éxito.
Al escuchar los disparos de sus fortuitos compañeros de armas, Francisco
intentó hacer detonar la suya, pero el viejo fusil no respondió. Desesperado
volvió a intentarlo una y otra vez. Nada. El pánico se apoderó de él. Moriría.
Seguro que moriría. Entonces se escucharon los rugidos de los cañones
ingleses y también el de los truenos, que acompañaron a una lluvia helada
cada vez más copiosa.
–¡Marcha a retaguardia! ¡Repliegue! –se escuchó.
Francisco, Manuel y todos los demás improvisados defensores de la
ciudad huyeron. Huyeron de la tormenta, de los invasores a los que no habían
siquiera llegado a ver y también, por qué no, de su propia humillación.

El Virrey estaba en la azotea de sus habitaciones en el Fuerte. Con un

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

catalejo observaba el avance de las tropas inglesas. Cuando vio que los
británicos atravesaban el río sin siquiera despeinarse supo que todo estaba
perdido. Bajó apresurado, pálido y nervioso, las estrechas escaleras. En un
rellano se encontró con algunos Magistrados de la Real Audiencia, entre
ellos, el Regente Lucas Muñoz y Cubero quien, sospechando las intenciones
de don Rafael, le increpó:
–¿Adónde pensáis ir tan de prisa, señor Marqués, ahora que nuestra plaza
está en peligro?
Tomando un poco del aire perdido en la agitada carrera escaleras abajo,
respondió:
–Señores… He decidido delegar en José Pérez Brito el mando militar y
en vos, señor Regente y en vuestras señorías de la Real Audiencia, el mando
político. Yo protegeré los caudales del Rey y reuniré fuerzas para organizar
la resistencia.
Sin dar más explicaciones continuó su apresurado camino. Las rodillas
le temblaban y el corazón le martilleaba con fuerza. Había que apurarse.
Había que cumplir con lo que mandaban las leyes. No importaba si no se
había intentado defender seriamente la ciudad. No importaba si no se había
organizado la retirada de las fuerzas militares. No importaba si los depósitos
militares y las piezas de artillería caerían fácilmente en manos enemigas.
Había que huir.
Y don Rafael, Marqués de Sobremonte, Virrey del Río de la Plata,
aristócrata, burócrata y cobarde, huyó. Huyó con todo el familión. Huyó con
nueve mil onzas de oro de su fortuna personal. Huyó con un millón de pesos
fuerte en barras de plata de la corona española. Huyó con los caudales de
la Real Hacienda, del Consulado, de las Compañías de Correos y Tabacos y
aun de la Compañía de Filipinas. Huyó hacia Córdoba, su ciudad querida,
la única en la que había sido verdaderamente feliz. Huyó lenta, dificultosa e
ignominiosamente, entre la lluvia torrencial, el lodazal de los caminos… y
del deshonor.

Los ingleses tomaron Buenos Aires el 27 de junio. Cuarenta mil porteños


observaron incrédulos como mil seiscientos hombres les arrebataban
fácilmente la ciudad. Eran poco más de las tres de la tarde cuando, bajo un
cielo todavía gris y amenazante, los invasores desfilaron hasta el Fuerte. Lo
hicieron con sus banderas desplegadas y al son de gaitas y tambores. Con
orgullo y alegría. Con disciplina y prolijidad. Una multitud se congregó en la
Plaza Mayor para verlos de cerca. Las casas de altos vecinas se convirtieron
en privilegiados palcos desde donde observar el espectáculo. Azoteas y

82
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

balcones se poblaron de espectadores. Luisa Escalada había invitado a su


balcón a sus amigas Mariquita Sánchez de Thompson y Catalina López
Arondo. Las tres eran ricas, hermosas y de armas tomar. Catalina había nacido
en el año 1789 y era tan rebelde y tumultuosa como el año de su nacimiento.
Admiraba con veneración a Mariquita, quien siendo sólo tres años mayor,
se había opuesto al matrimonio concertado por sus padres y luchado por su
amor hasta lograr que el Virrey de Sobremonte aprobara su boda con Martín
Thompson. Ella haría lo mismo. Tenía diecisiete años y sabía que su padre
le estaba buscando marido. Pero no aceptaría a cualquiera. No sería como
Blanca, su madre. Tan seria. Tan responsable. Tan buena hija. Tanto que
aceptó la orden del abuelo Antonio y se casó con quien éste eligió estando
enamorada de otro... Catalina estaba segura de eso. Ella lo haría con quien
ella y sólo ella eligiese, así fuese… ¡un inglés!
El sonido de las gaitas acercándose hizo que las muchachas suspendieran
el cotorreo y observaran la plaza con atención. Pronto los vieron llegar. Al
frente, montado en un magnífico alazán, venía el General William Beresford
vestido de gala, alto y corpulento, colorado y pecoso, tuerto del ojo derecho y
con el izquierdo brillándole con intensidad. Detrás de él, el Teniente Coronel
Denis Pack y sus fieros Highlanders que, pese al cansancio, marchaban a pie
taconeando con energía sobre los adoquines irregulares de las calles.
–¡Miren eso, chicas! –gritó entusiasmada la Escalada– Tan rubios, tan
ordenados… ¡tan lindos con esos ojos azules!
–Les quedan bien las polleritas –dijo Catalina con picardía.
Las muchachas rieron observando con curiosidad las piernas de los
soldados enemigos, sus ojos claros y sus uniformes rojos y dorados, prolijos
y llamativos. Cuando la columna principal ya estaba por pasar enfrente
del balcón de los Escalada, ellas se estiraron para ver mejor. Entonces, lo
vio. Se demoró unos instantes en su cuerpo, alto, estilizado, esculpido por
el rudo entrenamiento, que avanzaba con el paso decidido de quien está
acostumbrado a la victoria. Levantó la vista. Los ojos oscuros de Catalina
se encontraron con los celestes del Highlander Joseph Brown. Se miraron
con intensidad por unos segundos. Ella le regaló una sugestiva sonrisa y él
siguió su marcha hechizado, como si aquel destello proveniente del balcón
le hubiera revelado una aventura casi tan excitante como la que habían
obtenido ese día.
Varias muchachas sonrieron aquella tarde ante el paso de la tropa inglesa.
Varios hombres lloraron mientras el enemigo ingresaba al Fuerte, izaba la
Union Jack y lanzaba salvas por la victoria. Son tan pocos –murmuraban
con desconsuelo Belgrano, Moreno y tantos otros– son tan pocos y no hemos

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

podido detenerlos. Buenos Aires se había convertido, a partir de entonces, en


un barroso punto de los confines del imperio británico.
Cuando ya nada quedó por hacer, el Comodoro sir Home Riggs Popham
descendió a tierra, avanzó por calles desiertas escoltado por miembros del
Regimiento 71 y llegó al Fuerte.
Allí, le dio la mano a Beresford, lo felicitó por la exitosa campaña y le
preguntó impaciente:
–¿Y dónde está el oro?

Juan Díaz de la Vega estaba exultante. Lo único que empañaba su alegría


era que Luis, su padre, no estuviera allí con él para festejar el desembarco
inglés en la ciudad. Estúpido caballo, había gritado furioso más de una vez.
Una noche, unos años atrás, Luis volvía de alguna de sus habituales parrandas
por prostíbulos y pulperías de mala muerte, cuando el caballo que montaba
se asustó y corcoveó. Demasiado borracho para reaccionar, cayó al suelo
desnucándose. Estúpido caballo. Estúpida muerte. De lo contrario, estaría
allí. Feliz. La llegada de los ingleses era una buena noticia. Juan heredó de
su padre el rentable negocio del contrabando. El contrabando movía enormes
sumas de dinero y estaba, principalmente, en manos inglesas. No por nada
Juan se había asociado en sus negocios con el norteamericano Guillermo Pío
White, quien además de sus trabajitos de espía, era negrero y contrabandista.
Como él. Una persona de escrúpulos dudosos y vivir desahogado. Como
él. Un aventurero siempre a la caza de un buen botín. Como él. Ambos
comerciaban con los barcos ingleses que llegaban cargados de esclavos,
que se declaraban, y bodegas atiborradas de manufacturas británicas, que
no lo hacían. Además, aquellos mismos barcos partían luego repletos de
materias primas destinadas a las fábricas inglesas en plena expansión por la
revolución industrial.
Ellos fueron unos de los primeros en presentar sus respetos al General
Beresford y al Comodoro Popham en el Fuerte. De hecho, White había
sido socio de Popham en el pasado y éste aún le debía algunos dinerillos.
Colaboraron con la ubicación de los oficiales ingleses en casas de familias
acomodadas y, fundamentalmente, con su diversión y esparcimiento pues
era un rubro en el que eran verdaderos expertos. Por eso, Juan los llevó
a uno de sus lugares favoritos, el prostíbulo de Clara, la inglesa. Allí, los
rubios y prolijos invasores, entre copas de brandy y botellas de ginebra,
bocas pintarrajeadas y suspiros altisonantes, galoparon alocados por montes
y selvas americanas y conquistaron nuevos paraísos. Efímeros, sí, pero al fin
de cuentas, quizás tan efímeros como el que habían obtenido en Santa María

84
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

de los Buenos Aires.


Ajeno a aquellos entreveros de cuerpos y alcohol, Popham rumiaba solo
en el Fuerte. Quería el oro. Necesitaba el oro. Debía garantizar lo prometido
al Capitán Baird en Sudáfrica, debía pagarle la deuda a White, debía ganar él
parte del codiciado metal. Estuvieron a un paso de lograrlo, pero el cobarde
de Sobremonte había huido apresuradamente llevándose consigo todos los
caudales. Sin embargo, el pésimo clima de aquellos días les venía ahora a
dar una mano. Las pesadas carretas que llevaban las piezas de oro y plata se
hundían en el barro hasta la mitad de sus ruedas. Sobremonte se desesperaba
dentro de su coche. Avanzaba sin avanzar, siempre en aquellos caminos
inmundos donde gente miserable se acercaba a insultarlo. Llegados a la Villa
del Luján no aguantó más. Dejó los caudales del Rey (porque los suyos se
los llevó) y partió a mayor velocidad para su Córdoba querida. Enterados del
paradero del oro, Beresford designó al Capitán Thomas Arbuthnot para que,
con seis dragones y veinte highlanders, recuperara el botín. La caballada fue
provista por Pío White. Juan le pidió a su socio ser de la partida. ¡Esa sí que
sería una gran aventura! ¡La aventura del tesoro! Entusiasmado, sintiéndose
por un rato ese corsario inglés con el que tanto había soñado de niño, se
preparó para partir cuando un delgado y pálido joven de dieciséis años se
interpuso en su camino.
–¡Padre! ¿Qué hace? –le recriminó Ignacio Díaz de la Vega mirándolo
con dureza– ¿Cómo puede irse con esa gente? ¡Son nuestros enemigos!
–Apártese, niño, que usted poco entiende de estas cosas –respondió Juan,
impaciente. Nunca había entendido a ese hijo suyo tan serio, tan estudioso,
tan calmo... tan distinto a él–. No son enemigos. Son socios. Es más, estoy
pensando cambiar el apellido por el de mi bisabuela inglesa. Taylor. John
Taylor. ¿Qué tal?
Sin esperar respuesta, salió apresurado de la casa intentando quitarse de
encima la molesta mirada de reproche de su hijo. Lo logró una vez que
la comitiva emprendió el largo camino. No bien salieron de la ciudad se
encontraron con la nada, una nada de agua y barro por doquier, una nada
salpicada por algún rancho de vez en cuando. Llegaron a Luján empapados
por la lluvia y completamente embarrados. Sin perder un instante, fueron en
búsqueda de José Gamboa, el alcalde de la Villa.
–¡Díganos dónde está guardado el tesoro si quiere conservar la cabeza
por encima de su cuello! –rugió en inglés Arbuthnot, con una mirada tan
elocuente que Gamboa casi no necesitó de la traducción de Díaz de la Vega
para entender.
Rápidamente, el Alcalde los condujo hasta los sótanos de la Sala Capitular,

85
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

donde el brillo de la plata y del oro se reflejó en los ávidos ojos de todos los
presentes. Se llevaron todo. La plata, el oro, la vajilla fina, los cristales.
Hasta la mantelería. El tesoro volvió así a Buenos Aires y rápidamente fue
embarcado en el Narcissus, que partiría raudo para Londres llevando en sus
entrañas el preciado botín y el parte de la victoria.
–Una clásica operación pirata –comentaría Manuel Belgrano aquella
noche a sus amigos–. Sólo que esta vez el asaltado no ha sido un buque…
¡sino el país!

Las tertulias formaban parte de la vida social y política de la sociedad


porteña. Noche tras noche lo más granado se reunía en las mejores casas de
la ciudad. Las mujeres, para dar rienda suelta a sus cotorreos habituales. Los
hombres, para paliar la indigencia de noticias, pues era ahí donde recogían
las novedades que no aparecían en los escasos periódicos. En los cafés,
los criollos conspiraban, pero allí, en presencia de las damas, reinaba la
moderación. Ellas imponían el ritmo. Dejaban que sus hombres se reunieran
aparte por un rato, enfrascados normalmente en discursos disfrazados de
diálogo, pero luego siempre llegaba el momento del baile. El que más les
gustaba a ellas.
Las mejores tertulias se las disputaban los Sarratea, los Escalada, los
Balbastro y algunos otros. Luego de su sonado matrimonio en 1805, también
las de los Thompson estaban entre las preferidas. Aquella noche invernal, la
cita era en casa de Riglos, la casona más grande, espectacular y moderna de
la ciudad. Tenía treinta y nueve habitaciones, doce escaleras con barandillas
y tres grandes salas con techos de cedro labrado. El baile se desarrollaría,
esta vez, en la de paredes forradas en brocado amarillo y cortinas de un fuerte
color azul violáceo. Jarrones con plantas exóticas flanqueaban las ventanas
y decenas de velas titilaban dando una cálida iluminación al ambiente. Pero
no era ésta una velada habitual. Además de la concurrencia de siempre
estaban invitados el General Beresford y todos los oficiales ingleses. Para
homenajearlos. Para agasajarlos. Para conocerlos. Para ganárselos. Para
engañarlos.
Beresford llegó a la reunión e hizo lo que solían hacer todos los hombres
apenas arribaban a una de aquellas veladas. Fijó su vista en los espléndidos
hombros de Mariquita Sánchez de Thompson y no la apartó de allí por un
rato. Ella, coqueta, se acercó al General irlandés y lo saludó con cordialidad.
Luego comentaría con sus amigas lo increíblemente verde que era su ojo
bueno, cómo la risa le apretujaba las pecas de la nariz y lo cobriza por el sol
que era la piel de sus manos y de su cuello, pero que en cuanto las mangas

86
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

de su uniforme se movían un poco se podía entrever una piel blanquísima…


que seguramente más de una quisiera conocer.
Juan Díaz de la Vega caminaba entre los hombres que, reunidos en un sitio
más apartado y con una copa de brandy en la mano, hablaban en voz baja
de política y economía. Escuchó una voz un poco aflautada que reconoció
al instante.
–Sobre dos ejes debe asentarse la prosperidad de estas tierras: la libertad
de comercio y el fomento de la agricultura –decía Belgrano ante un auditorio
que lo escuchaba con sumo interés–. Este país, sin comercio, será un país
miserable y desgraciado…
–¡Buñuelo! –se escuchó por detrás la voz burlona de Juan y, dirigiéndose
a su amigo, el irlandés Tomás O´Gorman, continuó–: ¿Lo ves? El doctorcito
es un buñuelo… ¡Todo inflado y nada adentro! ¡Ja, Ja, Ja!
Se alejó riéndose descaradamente mientras Manuel, acostumbrado desde
niño al hostigamiento de Juan, hacía como que no había escuchado nada.
Entonces, comenzaron a sonar los primeros acordes del piano, acompañados
por el violín y la flauta. Era señal de que las danzas y contradanzas iban
a comenzar. Juan buscó con la mirada a Anita Perichon, la increíblemente
seductora esposa de O´Gorman. De piel dorada y adorable acento francés
volvía loco a más de uno, Juan incluido. Olvidándose de la amistad que tenía
con el marido y de la presencia de su propia esposa, Mercedes de Alzaga, se
acercó a la infartante mujer para invitarla a bailar. Anita le sonrió educada
pero no apartó un segundo la vista del atractivo Capitán Santiago de Liniers.
Juan no conocía a Liniers, pero lo odió. Y lo odió para siempre. Sin embargo,
tampoco sería el futuro Virrey quien la llevaría de la mano a la pista de baile.
Beresford, que hasta unos instantes atrás andaba atracándose con yemitas
de coco y masitas de hojaldre, se estiró cuan largo era y la invitó a bailar.
Todos, boquiabiertos, observaron a la francesa y al irlandés armar figuras en
el centro del salón.
Bueno, no todos. Entre los oficiales ingleses invitados a la tertulia se
encontraba el Highlander Joseph Brown. Con interés, observaba cómo las
niñas que no estaban comprometidas se sentaban juntas en un mismo sofá.
Todas iban vestidas sencillamente, sin ostentación, pero quizás fuera esa
falta de afectación lo que las volvía tan elegantes y atractivas. Entonces la
vio. Envuelta en un largo manto y apretujada en el medio del sillón estaba
la bella muchacha que le había sonreído desde el balcón. La contempló con
admiración. Catalina López Arondo tenía la piel un poco morena, como de
caramelo y unos ojos renegridos en los que anidaba una invitación. Es por
eso que, confiado, seguro de sí, el rubio y blanco oficial la tomó de la mano

87
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

y se la llevó.
Unas horas después salieron de la reunión casi al mismo tiempo. Pero
mientras todo el mundo saludaba al General Beresford, Joseph y Catalina
se escabullían sigilosamente, ayudados por la complicidad de las amigas de
ella. Con rapidez, corrieron hasta la Posada “Los Tres Reyes”, donde paraba
el oficial inglés. Para cuando Beresford llegó a la Plaza Mayor, Catalina
ya había perdido algunas de sus enaguas. Para cuando el General llegó a la
Fortaleza, la muchacha había perdido su virginidad. Al tiempo que el rubio
inglés y la morena criolla se amaban como si aquella vez, además de la
primera, fuera la última,William, nervioso, insomne, subió a la azotea de
su habitación a respirar un poco del viento húmedo del río. Hacía frío pero
eso no importaba. Un mal presagio le acalambraba la boca del estómago y
no lo dejaba dormir desde hacía ya varios días. Pero, ¿por qué si todo había
sido tan fácil? Tomaron la ciudad sin esfuerzo y sin esfuerzo se había ido
organizando el gobierno. Claro que habría algunos cambios, pero él había
prometido desde el comienzo que permitiría a todos obrar como antes de
la conquista. Y la gente abrió sus casas para acomodar a los ingleses. Y
las señoras, sabiéndolo muy goloso, le llevaban fuentes repletas con dulce
de zapallo. Y los invitaban a sus fiestas. Y los agasajaban. Y sus oficiales
paseaban encantados del brazo de las niñas de las mejores familias. Y la
iglesia católica les había hecho llegar su apoyo a pesar de profesar ellos otra
fe… Todo estaba bien. Todo era muy fácil. Y sin embargo, ¿por qué no podía
quitarse la impresión de que estaba parado sobre una gran mentira?, ¿por
qué no podía evitar ver la traición en los ojos aparentemente serviles de toda
esa gente? Los fantasmas atormentaban al General y, de fantasmas, la vieja
dinastía irlandesa de los Beresford16 sabía bastante.

Las respiraciones eran, aun, entrecortadas. Catalina, con los ojos cerrados,
sentía cómo el placer y el dolor todavía le surcaban el cuerpo. Joseph la
había poseído con pasión, con locura, con algo de brusquedad también, sin
mayores miramientos pese a su inexperiencia. Pero eso la había enardecido
aún más. Repasaba mentalmente las caricias, los besos, los gemidos y jadeos
suyos, los gruñidos de él, las apasionadas arremetidas en su interior, mientras
intentaba en vano controlar su respiración. Estirado cuan largo era a su lado,
Joseph la aprisionó con fuerza entre sus brazos.
–Ya eres mía –murmuró satisfecho en inglés. Y volvió a comenzar.

Martín de Alzaga y Martín Simón de Sarratea no podían ni verse. Se

16 William Carr Beresford era miembro bastardo de una aristocrática dinastía irlandesa.
88
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

detestaban más allá de lo que su rivalidad comercial justificaba, pero sin


embargo habían aceptado, a regañadientes, reunirse en casa de Felipe López
Arondo. Blanca condujo a los visitantes hasta el estudio de su marido y
luego desapareció con rapidez. Aquello no era una reunión social. Debían
encontrar una solución para las altamente perjudiciales medidas económicas
adoptadas por los ingleses. En eso estaban de acuerdo los tres pues, a pesar de
sus desavenencias, tenían muchas cosas en común. Por empezar, los tres eran
españoles. Llegaron, como Anchorena, Escalada y tantos otros, en las últimas
décadas del siglo XVIII. Ellos también habían sido aventureros, dejando sus
casas natales para cruzar el mundo conocido. Lo habían hecho sin dinero y
sin bienes, sin embargo, su condición de españoles y su disposición para el
trabajo fueron suficientes para acceder a un buen matrimonio que les dio la
posibilidad de hacer fortuna. Es que los padres de familia porteños solían
privilegiar a los pretendientes peninsulares por ser más activos e interesados
por el comercio que los candidatos criollos, generalmente más indolentes
para formar una familia y más proclives a la abogacía y las actividades
conspirativas. Como decía el dicho: “Marido, vino y bretaña… de España”.
Con una prosperidad económica cada vez mayor les fue sencillo acceder a
los mejores cargos en el Cabildo y en el Consulado, desde donde podían
defender el sistema monopólico de comercio que tantas ganancias les había
reportado. Es que el monopolio con España les permitía “comprar por cuatro
para vender por ocho”, como tantas veces había despotricado Belgrano en las
sesiones del Consulado. Y ahora Beresford se había apresurado a disponer el
libre comercio, bueno, el libre comercio con Inglaterra.
–Los ingleses no han traído sólo cañones y Highlanders. Tras los soldados
aparecieron los comerciantes y ya nos han invadido con sus mercaderías –
dijo Alzaga con expresión de desagrado.
–La reducción de los derechos de importación para los productos británicos
nos acarreará un grave perjuicio económico –sintetizó López Arondo.
–¡Y se han robado mi oro! –exclamó ofuscado Sarratea, Gerente de la
Compañía de Filipinas, cuyos fondos integraban los caudales que ahora iban
rumbo a Inglaterra en el Narcissus.
–El oro no lo recuperaréis –le respondió Alzaga sin poder evitar una
sonrisita–, pero debemos hacer algo para terminar con toda esta locura del
libre comercio…
–... y defender la autoridad del Rey –terminó López Arondo como para
incluir un elemento patriótico en la cruzada.
Alzaga se levantó de su silla y comenzó a dar grandes zancadas por el
cuarto. Ensimismado, agitaba los brazos mientras sus manos cuidadas,

89
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de largos y finos dedos, se movían al compás de su pensamiento. Todos


conocían la notable capacidad de organización y tenacidad que lo habían
hecho rico, sin embargo, Sarratea y López Arondo observaron sorprendidos
como tejía febrilmente un plan tras otro. Alquilar casas frente a la plaza,
cavar túneles desde donde minar el fuerte, construir trincheras, armar a la
población. Era verdad que Beresford había ordenado el secuestro de todas
las armas de la ciudad pero él no sólo era traficante de esclavos y de telas,
también lo era de armas. Sí, las armas no serían un problema…
–Necesitaremos un militar que comande las operaciones –dijo Sarratea
sacando por un rato a Alzaga de sus planes–. Mi yerno…
–¿El francés? –exclamó sorprendido López Arondo.
Santiago de Liniers y Bremond había estado casado con la hija mayor
de Sarratea, María Martina, quien luego de darle ocho hijos había fallecido
el año anterior llevándose consigo al noveno. Padre y viudo, unidos por el
dolor de la pérdida y el familión existente, mantenían una excelente relación.
De hecho, todos estaban instalados en su amplia casona17.
–Santiago es uno de los pocos militares experimentados que tenemos. Sé
que Juan Martín de Pueyrredón está armando a la peonada de su estancia
y vos, Martín, podríais organizar la resistencia aquí, en la ciudad, pero se
necesitará alguien que coordine el grueso de la tropa.
–¿Será leal al Rey? –preguntó Alzaga con desconfianza.
–No conozco persona más íntegra e incorruptible que Santiago. Pero si
no confiáis en su lealtad al rey Carlos IV, pensad que siempre preferirá a
Napoleón antes que a los ingleses…
Quizás por lo de los ingleses, quizás por hablar de yernos, pero Alzaga no
pudo evitar pensar en su propio yerno y una mueca de irritación y desagrado
cubrió su rostro moreno. Todos adivinaron sus pensamientos, por lo que con
sorna le dijo a Sarratea:
– “Vosotros” tenéis la culpa.
Y es que Juan Díaz de la Vega era hijo de una Sarratea, Isabel. Miembro de
las poderosas familias Sarratea y Díaz de la Vega, había logrado vincularse
con la no menos influyente familia Alzaga casándose con Mercedes, una de
las niñas de don Martín. “Una delicada flor en manos de ese bruto” – alcanzó
a murmurar el torturado suegro que había debido aceptar la boda diecisiete
años atrás para evitar la deshonra de la familia. Y es que la pequeña Mercedes
había en ese entonces escandalizado a la ciudad al descubrirse que noche
tras noche salía de la casa paterna para ir a lo del amante, recordó López
Arondo con sarcasmo, ignorando por completo en donde “su” niña Catalina

17 Ubicada en las actuales calles Venezuela y Bolívar.


90
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

pasaba últimamente las noches.


–¿Y los criollos?, ¿nos ayudarán? –preguntó Sarratea para volver al tema
que los ocupaba, haciendo caso omiso a las indirectas familiares de Alzaga.
Éste agitó su delgada mano dando a entender que no valía la pena perder
el tiempo en esas consideraciones y le dijo:
–Vos decidle a vuestro yerno que se encuentre conmigo y con Pueyrredón
en la quinta que he alquilado en Perdriel, que si mi yerno se interpone en el
camino… tendré el inmenso placer de acabar con él.

Francisco Acosta se acomodó mejor el largo y abrigado poncho y calzó


su sombrero hasta las orejas. Para cuando terminó la ronda de pacientes la
oscuridad se iba adueñando de las calles porteñas y el frío se hacía sentir.
No importaba. Sabía que era un privilegiado por hacer lo que le gustaba.
Las cátedras de anatomía y cirugía del Colegio de San Carlos y luego los
estudios en el Real Protomedicato le dieron la posibilidad de ejercer la
profesión que tanto amaba… y que tanto había amado su padre. Sin embargo,
él había debido hacerlo a escondidas, ilegalmente, hasta que una epidemia
de tifus le arrebató la vida. Pero todo se lo debía a él. Martín Acosta había
colaborado con el Doctor Cosme Argerich en numerosas ocasiones y eran
buenos amigos. Por eso, cuando Argerich quedó encargado de establecer
la primera escuela de medicina de la ciudad, incluyó a Francisco dentro
de los catorce inscriptos, pese a que su condición social no se lo hubiera
permitido. Técnicamente, aún no había terminado sus estudios, sin embargo,
se lo había habilitado para que interviniera en determinado tipo de casos.
Lo único que lamentaba era que al seguir los pasos de su padre se había
alejado de sus hermanos Juana y Jerónimo que, extremadamente religiosos
y estrictos, condenaban tanto las actividades médicas como las conspirativas
que ocupaban todo su tiempo.
Con las manos heladas y el frío colándosele por debajo del poncho se
alegró de ver la fonda “Los Tres Reyes”, que también funcionaba como
posada, muy cerquita del Fuerte. Entró. Los rústicos velones y alguna que
otra lámpara de aceite iluminaban muy tenuemente las paredes blanqueadas
a la cal que chorreaban humedad y las mesas en donde vecinos y visitantes
se acomodaban para comer algo y escuchar los chistes, bromas e incluso
canciones entonadas por su dueño, el alegre italiano Juan Bonfillio. Francisco
cruzó el amplio e inhóspito salón hasta ubicarse en una mesa lo más cercana
posible al brasero, constantemente avivado por uno de los mesoneros. En
cuanto se sentó, el gato de la casa se le enroscó entre las piernas en un intento
desesperado él también por hallar un poco de calor en aquella gélida noche.

91
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Con el gato aún ronroneando debajo de su silla, vio dirigirse a las


habitaciones de la posada a un alto y corpulento soldado inglés seguido
de cerca por una muchachita. Ella llamó inmediatamente su atención. Iba
vestida sencillamente, con el rebozo de alguna negra sirvienta cubriéndole
el rostro, sin embargo, su forma de caminar revelaba que se trataba de una
dama de buena familia. Durante una fracción de segundo ella giró la cabeza
en su dirección.
–¡La hija de Blanca! –exclamó azorado. Pero ¿sería?, dudó un instante
después. No estaba seguro. No la había visto bien y… ya no confiaba en
su juicio. Desde aquel abrazo que se dieron tras la muerte de Antonio y la
llegada de los ingleses, todo le hacía recordar a su adorada Blanca.
Llegó entonces la comida, haciéndolo olvidar a la joven pero no a la
mujer de sus sueños. Eso nunca, pues todo siempre lo llevaba a ella. Como,
por ejemplo, el hecho de que no era un extraño en la fonda. No lo era
porque estaba casado con Julia Bonfillio, la hija del dueño. ¿Cómo había
podido ocurrir aquello?, se había preguntado con enojo, con desaliento, con
inmensa amargura, una y otra vez a lo largo de todos aquellos años. Había
ocurrido, como muchas desgracias en la vida, imprevista e inesperadamente.
La malhadada noche de 1787 en que Blanca Díaz de la Vega y Felipe López
Arondo se casaron, él, víctima de una profunda depresión, se metió en la
fonda con el único objetivo de emborracharse. Lo logró a la perfección,
tanto, que a la mañana siguiente despertó en la cama de Julia, a quien hasta
ese momento no conocía, ni quería conocer. El asunto fue que, contra todo
cálculo estadístico, como si fuese obra de un maldito embrujo, ella quedó
embarazada aquella noche y él terminó así atado a una mujer que no amaba,
que no amaría nunca. Y ella no se lo hacía más fácil. Con cada reproche él
se alejaba un poco más. Ya casi ni estaba en su casa. A la ronda de pacientes
le sumaba arduas horas de trabajo en los dos Hospitales de los betlemitas,
donde luchaba contra la precariedad y la escasez de recursos junto a su
maestro y mentor Cosme Argerich. Lo sabía. Se lo reprochaba. Era un esposo
ausente… peor aún, era un padre ausente. Juana y Jerónimo tenían razón en
criticarlo tan duramente.
La charla de una mesa cercana lo sacó de sus cavilaciones. Manuel
Belgrano, Juan José Castelli, los hermanos Nicolás y Saturnino Rodríguez
Peña e Hipólito Vieytes conversaban entre picantes empanadas criollas y
un dulzón vino amontillado. Francisco los conocía bien a todos gracias a su
inquieto e inteligente padre. Aquello también lo había heredado de él. Con
asiduidad solían reunirse, más bien secretamente, en el café de Marco o en
la jabonería de Hipólito. Se acercó, por lo tanto, a la mesa y se sentó con

92
ellos. Manuel, con su “piquito de oro” como bromeaban los amigos, estaba
hablando desde hacía rato de uno de sus temas favoritos.
–El comerciante no conoce más patria, ni más Rey, ni más religión que
su interés –decía refiriéndose, por supuesto, a los comerciantes españoles
monopolistas, miembros como él del Consulado, que eran quienes frenaban
todas sus iniciativas librecambistas.
Hablaba de Alzaga, Anchorena, Martínez de Hoz y de tantos otros.
Manuel había sido designado secretario perpetuo del Consulado de Buenos
Aires tras regresar de Europa en 1794. Con la energía de sus veintitrés años
y los conocimientos de sus estudios en Salamanca había concurrido con
empuje y energía a las sesiones18. Doce años después, una cínica amargura
le ganaba al entusiasmo.
–Si en Europa eran humildes de linaje, acá se pavonean como aristócratas.
Pareciera que por el solo hecho de pisar suelo americano pueden adoptar
aires de conquistadores –despotricaba con pasión el moreno y delgado Juan
José Castelli, primo de Belgrano, mientras hacía figuras con el humo de su
cigarro.
El tema no era nuevo. En sus reuniones solían hablar y reflexionar sobre
la injusticia y desigualdad existente entre españoles y criollos. Ello, por
supuesto, había generado un recelo y desconfianza mutuos. De hecho, uno
de los pilares del plan de Popham se basaba en la convicción de que la
división entre peninsulares y criollos era absoluta e irreconciliable. Los
hechos demostrarían, para desgracia de los ingleses, que ello no era, aún,
tan así.
–Han empezado a organizar una resistencia al mando de Alzaga y de
Liniers –dijo uno de los Rodríguez Peña–. ¿Qué haremos nosotros?
Todos permanecieron en silencio unos minutos. La posición de los
criollos, luego de la rápida caída de Buenos Aires, había sido hasta entonces
expectante.
–Cuando Santiago Burke estuvo aquí –dijo Castelli recordando la visita
del espía inglés dos años atrás–, comentó que Inglaterra era proclive a trabajar
por la independencia americana, independencia que comercialmente además
les venía muy bien.
–Todos los contactos que hemos tenido con Beresford hasta ahora indican
eso –respondió el siempre risueño Nicolás Rodríguez Peña–. Además,
Popham ha hablado repetidamente de las ideas independentistas de Francisco
de Miranda, pero…
–¡Pero ahora Beresford ha exigido el juramento de lealtad al Rey Jorge

18 Llevadas a cabo en la actual sede del Banco Provincia, Bartolomé Mitre y San Martín.
III! –exclamó Vieytes– Si está a favor de nuestra independencia lo está
ocultando muy bien…
–Quizás debiéramos tener otra reunión con él –insistió Castelli.
Los demás no dijeron nada. Conocían cuando el gesto duro de Juan José
se volvía más duro y cuando su mirada soñadora se volvía más soñadora. No
había manera de detener a aquel apasionado y atormentado patriota. De todos
modos, ya sospechaban lo que Beresford diría. Que él estaba de acuerdo,
que quería el apoyo de los criollos, pero que necesitaría instrucciones de
Londres… es decir, no diría nada, nada que lo comprometiese a él, nada que
comprometiese al gobierno inglés. Y esa indefinición sería lo que finalmente
llevaría a los británicos a la derrota.
Una de las camareras se acercó con una botella de ginebra. Sin decir nada
los miró con el ceño fruncido. Francisco supo lo que estaba pensando. Ella
había sido quien la noche de la conquista y enfrente de los ingleses presentes
en la fonda, había reprendido a sus compatriotas con dureza por su cobarde
e ineficaz defensa de la ciudad. Por eso no entendía, y la enfurecía, que
dudaran tanto. Entonces, como si reaccionaran ante la muda demanda de
la corajuda mesonera, los ojos azules de Manuel brillaron con decisión. Se
levantó de la mesa con fuerza, tanto que la mata de pelo rubio y ondulado
que generalmente le caía sobre un costado de la frente, cambió de posición.
–Yo no juraré lealtad a ningún Rey extranjero. Me iré por un tiempo a la
otra Banda. Mi decisión está tomada. Será el antiguo amo… o ninguno.
La reconquista estaba en marcha.

¡Córdoba! Córdoba era la mesura que frenaba la locura porteña. Córdoba


era la tradición, la cultura, la aristocracia que pondría coto a la barbarie de
aquella Buenos Aires de codiciosos comerciantes, corruptos contrabandistas
y criollos revoltosos. Don Rafael de Sobremonte, Virrey del Río de la Plata,
veía en el ataque inglés la oportunidad perfecta para poner las cosas en su
lugar. Por ello, feliz, decretó:
Córdoba sería declarada la Capital del Virreinato.

El viento soplaba cada vez más fuerte, tanto que obligó a Santiago de
Liniers y Bremond a cerrar por un instante los ojos. Aprovechó entonces
para soltar un suspiro que se perdió en el vendaval. Sabía que era un
momento importante. Un momento decisivo. Y no sólo para Buenos Aires
sino también para él. Su vida finalmente empezaba a cambiar luego de
tantos malos momentos. Primero, su fracasado gobierno en las Misiones
y la muerte de su querida María Martina, luego, todas aquellas noches en
horribles tabernas, la ginebra, las mujerzuelas y los naipes, las pendencias
y la depresión. En medio de todo eso habían llegado los ingleses y él,
experimentado marino francés, Caballero de la Orden de San Juan y Capitán
de Navío de la Real Armada Española, los esperaba en Barragán. Pero los
ingleses se burlaron de él, pavoneándose frente a su destacamento y partiendo
luego para desembarcar en Quilmes, dejándolo sin posibilidad de luchar, sin
la dignidad, al menos, de una honorable derrota. Sin embargo, las cosas
finalmente empezaron a cambiar. Había que organizar la resistencia, había
que reconquistar la ciudad, había que rehacer la vida. Liniers volvió a cerrar
los ojos pero esta vez no fue debido al viento. Esta vez fueron los ojos negros,
la cabellera azabache y la piel dorada de Anita Perichon de O´Gorman lo que
lo hizo temblar. Porque el perfume de ese cuerpo enloquecedor, la seducción
de esas manos expertas, lo hechizaban y lo vencían. Él lo sabía, pero como
estaba determinado a dejarse vencer sólo por el cuerpo de “la Perichona”,
por ahora, debería alejar sus pensamientos de aquella mujer. Para hacerle el
amor en el Fuerte, primero, debería arrebatárselo a los ingleses.
El ejército de Liniers estaba concentrado en Colonia del Sacramento.
Los ingleses habían cometido un error al no haber asegurado Montevideo
antes de intentar la captura de Buenos Aires, como había sugerido Beresford
en un primer momento. Y lo pagarían caro. El gobernador oriental Ruiz
Huidobro había colaborado activamente y unos dos mil hombres estaban
ahora al mando de Santiago de Liniers listos para la hazaña. El clima parecía
presagiar desgracias. Se había desatado la sudestada. Vientos fortísimos que
soplaban desde el sud este levantaban olas inverosímiles para un río. La
lluvia torrencial parecía una densa pared de agua dispuesta a no ceder jamás.
Y, sin embargo, aquel temporal que tanto daño había hecho siempre a Buenos
Aires desde sus humildes comienzos de barro y paja, ahora acudió en auxilio
de sus defensores. Popham había enviado a parte de su flota hasta la Banda
Oriental para frustrar el cruce de cualquier intento de ayuda, pero los grandes
navíos ingleses, afectados por la terrible tormenta, debieron aferrarse a sus
anclas para evitar el naufragio. Durante la noche del 3 de agosto de 1806,
en el momento más álgido de la sudestada, el Capitán Liniers dio la orden
de partir. Y así, pequeñas y ligeras embarcaciones se escurrieron entre las
naves enemigas que, desesperadas, los vieron pasar entre olas y remolinos.
Desembarcaron en el Puerto de las Conchas19, empapados y muertos de frío.
El avance hacia la ciudad no fue fácil. Las lluvias, los vientos y el barro
de los caminos lo complicaron todo. Recién para el 10 de agosto lograron
llegar a los corrales de Miserere. Allí se reunieron con las tropas enviadas

19 En la actualidad, ciudad y puerto de Tigre.


Puerto de ambiciones Paula Marchisio

por Alzaga y las organizadas por Juan Martín de Pueyrredón, que habían
sido derrotadas en una escaramuza con Denis Pack y sus highlanders
unos días antes, pero que habían logrado huir para llegar hasta allí. Liniers
imaginó la impresión de los prolijos y profesionales soldados ingleses al
enfrentarse a una turba de peones de estancia, morenos y descuidados. Y,
sin embargo, ellos reconquistarían Buenos Aires. Pocos militares y muchos
civiles. Españoles, criollos, indios, esclavos, niños y hasta mujeres. Personas
que nunca saldrían en los libros de historia y otras que tendrían un lugar
destacado. Saavedra, Artigas, Güemes, incluso un Rosas de trece años,
participaron de la aventura. Todos se iban sumando al ejército que avanzaba
para liberar la ciudad, su ciudad.
Desde los Mataderos de Miserere, Liniers intimó la rendición. Quince
minutos le dio a Beresford para capitular. Éste respondió que se defendería
hasta “el caso indicado por la prudencia”. Entonces avanzaron. Era ya el 12
de agosto y avanzaron hacia el Retiro y, luego, hacia el centro mismo de la
ciudad, por la calle que tomaría su nombre de la épica hazaña. Reconquista.
Avanzaron con el barro hasta las rodillas. Avanzaron sucios, desprolijos,
inexpertos en su mayoría. Avanzaron con la poca artillería que quedaba
de la expedición que Pedro de Cevallos organizara treinta años atrás. Pero
avanzaron. Y Santa María de los Buenos Aires estaba lista para recibirlos.
–¿Adónde cree que va? –le gritó Juan Díaz de la Vega a su hijo cuando
advirtió que éste estaba por salir de la casa en medio de los combates.
–Voy a hacer lo que debiera estar haciendo usted –dijo Ignacio temblando
de pies a cabeza, pero con una firmeza hasta entonces desconocida para su
padre–. Voy a defender mi patria.
–Te matarán en un abrir y cerrar de ojos. Sos demasiado débil para luchar
–dijo el padre con desprecio refiriéndose al cuerpo flaco y poco atlético de
su hijo.
–Prefiero morir que ser un traidor –le espetó, haciéndolo callar.
Y salió a la calle. Nunca le había pedido su bendición, pese a que era
lo primero que los niños solían hacer después de levantarse o antes de
acostarse como señal de respetuosa sumisión. No se la pediría ahora. Por
unos instantes quedó ciego por cientos de fogonazos rojos que encandilaban
la vista para desaparecer luego en grandes humaredas blancas. Cuando pudo
acostumbrar un poco la visión, advirtió que la ciudad se había convertido en
una trampa mortal para los invasores. Las calles, cortadas a noventa grados,
sin ochavas, y las casas, de frentes planos con pesados portones de madera y
ventanas fuertemente enrejadas, no permitían guarecerse en ningún lado de
los ataques provenientes de balcones y azoteas y los soldados ingleses caían

96
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

unos tras otros atrapados en aquellas ratoneras. Ignacio recogió el arma de


uno que agonizaba sollozante en mitad de la calle y avanzó hacia la plaza.
Al humo de los cañonazos y las balas se le sumaban los terribles sonidos de
la guerra, de la destrucción, de la agonía, del dolor.
Ya cerca de la Plaza Mayor divisó a un Highlander, con su chaquetilla
roja sucia de sangre por el golpe de una boleadora, que intentaba
desesperadamente entrar en casa de los López Arondo en búsqueda de
refugio. ¡Su prima Catalina estaba allí! ¡Corría peligro! No quiso ni pensar
qué podría sucederle si aquel inglés lograba atraparla. El corazón le latió
con fuerza. Estaba enamorado de su bella y revoltosa prima desde que tenía
memoria. Ella había sido siempre absolutamente inalcanzable para él, pero
ahora era su oportunidad de acercarse, ¡de convertirse en su héroe! Sin
dudarlo, levantó el fusil que tenía en las manos, apuntó y disparó. Un sonido
más se sumó al concierto de la muerte estrenado aquel día. La bala entró
certera en el cuerpo de Joseph Brown, quien inmediatamente comenzó a
aullar apretando sus tripas con las manos. Cayó a la calle, derrumbándose
como una larga torre, entre sus propios gritos y los de Catalina. Ella lloraba
e intentaba, en vano, meterlo dentro de la casa. Él no se movía. Sabía que ya
no podría moverse más.
Como pudieron, los ingleses fueron atrincherándose en la Recova de la
Plaza Mayor. Las calles de la ciudad ya no les pertenecían. Les pertenecían a
aquellos endemoniados hombres de poncho y boleadora que montados sobre
fieros caballos habían hecho retroceder a uno de los ejércitos más poderosos
del planeta. Impetuosos y enardecidos como la terrible sudestada, arrastraron
a su paso el barro de las calles y la sangre de los caídos.
Blanca Díaz de la Vega había ido esa mañana a oír misa en la Basílica
de San Francisco. Había poquísima gente. Ni siquiera estaban las bandolas,
aquellas mercerías o cachivacherías volantes, que solían apostarse frente a la
Iglesia. Cuando llegó a la Recova se encontró con los restos del ejército inglés
que intentaba guarecerse bajo los arcos del extenso mercado construido tres
años antes en la Plaza Mayor20, separándola de la escuálida Plaza del Fuerte.
Eran despojos, sangrantes y sucios, los que iban llegando y poco tenían que
ver con los educados soldados que había conocido en las tertulias. Varios
hombres caminaron en su dirección. Sus miradas enrojecidas no presagiaban
nada bueno. Giró en busca del negro Rosendo, que siempre la acompañaba,
pero tras el ruido de un disparo éste cayó al suelo ensangrentado. Gritó. Las
escasas golondrinas que aún se posaban en los techos del mercado volaron
con precipitación. El miedo se apoderó de ella. ¿Qué haría ahora? ¡Qué tonta

20 Donde hoy está colocada la Pirámide de Mayo.

97
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

había sido en salir aquel día! Ella era tan sólo una mujer, educada para saber
únicamente de niños, misas y costuras. No tenía idea de cómo defenderse
de aquellos hombres que ya no parecían hombres. Se quedó parada allí,
petrificada del horror, hasta que sintió que unos brazos la levantaban. Se
dejó llevar hasta uno de los pequeños locales de ropa barata que el Cabildo
alquilaba en la Recova. La puerta se cerró y recién entonces lo reconoció.
Era Francisco. Con el pelo despeinado y la camisa sucia de sangre. Con las
manos temblorosas por haber quitado y salvado vidas, por haber disparado
al enemigo y por haber auxiliado a los caídos en improvisados hospitales de
campaña. Con los ojos verdes brillándole con intensidad. Era Francisco. Su
Francisco.
–Lo mataron a Rosendo… Sentí tanto miedo… –murmuró ella con un
hilo de voz.
El rugido de la lucha, ahora concentrada en la plaza, se hacía cada vez más
intenso. Francisco alargó su mano y rozó con reverencia la cabeza de Blanca,
deslizando los dedos entre sus cabellos dorados. ¡Por Dios! ¡Cuántas veces
había soñado con eso! Luego tomó su rostro con ambas manos y le devolvió
la mirada. Finalmente se acercó y buscó con sus labios los labios de ella,
que se abrieron como una roja flor, para recibirlo en un beso largo, profundo
y apasionado, un beso que ninguno de los dos había dado o recibido hasta
entonces.
Mientras sus bocas y sus lenguas se entrelazaban, dejándolos sin aliento, y
sus manos recorrían con ansiedad el cuerpo del otro, creyeron embarcarse en
la más fascinante de las aventuras. La de amar y ser amado, la de entregarse,
la de sentir, gozar y… sufrir.
–No puedo… no puedo –murmuró Blanca cuando al fin se separaron
sintiendo que al decirlo perdía el alma y la vida–. No podemos… estamos
casados...
–Ya encontraremos la solución –suplicó Francisco–. Podemos vernos en
algún sitio… podemos esperar un poco, si prefieres.
–No. No –dijo ella moviendo la cabeza mientras gruesas lágrimas le caían
por las mejillas–. Vos te enamoraste de una niña que corría libre enfrente del
Cabildo, pero no me conocés… no sabés en qué mujer me he convertido –
hizo una pausa que pareció durar una eternidad y continuó–: Soy una mujer
incapaz de romper una regla, incapaz de desafiar una costumbre… incapaz
de arriesgarse por amor. No soy la mujer que creés… no soy la mujer que
amás…
Y sin decir más, lo apartó de su lado, destrabó la puerta y salió corriendo
ignorando la guerra que se desarrollaba a pocos pasos de ella. Francisco

98
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

quedó allí, parado, sintiendo que todo en su interior se rompía a pedazos.


Quedó así, petrificado, indiferente a los gritos de Beresford, que ordenaba
replegarse en el Fuerte; indiferente a la batahola desatada por la multitud
cuando los ingleses, luego de contabilizar ciento sesenta y cinco muertos
y muchísimos heridos, izaron la bandera de parlamento; indiferente a las
murmuraciones que originó la infiel esposa de Tomás O´Gorman cuando
al pasar el ejército vencedor por su ventana arrojó un pañuelo de encaje al
Capitán Liniers, sabiendo todos que esa noche Ana y Santiago harían el amor
en el Fuerte; indiferente a que viendo todo perdido Popham se alejó con sus
naves de la ciudad, pero no tanto, pues volvería a intentarlo; indiferente a
la rendición de Beresford, quien frío y digno en su derrota, sabiendo que
sus temores habían resultado ciertos, quedaba prisionero de sus antiguos
“gobernados”. Indiferente a todo pues todo, para él, ya había terminado.

“Buenos Aires, at this moment, forms part of de British Empire”, publicó


The Times el sábado 13 de septiembre de 1806, ignorando aún la heroica
reconquista de Liniers. Buenos Aires era, para ellos, un lejano pero estratégico
punto en los confines del imperio inglés. Unos días antes, el fabuloso tesoro
capturado en Luján se paseó por las calles de Londres en grandes carros para
luego ser depositado en el Banco de Inglaterra. ¡God Save the King! ¡God
Save the Victory! ¡God Save the Gold!
Mientras Londres festejaba la victoria y el tesoro, aquí, en cambio, los
cuarenta y seis días de dominio inglés ya habían terminado. La vida pareció
retornar a la normalidad. Pero sólo pareció. Los habitantes de Buenos Aires
comenzaron a armarse previendo una nueva invasión, conscientes de que
estaba en sus manos la defensa de la patria. Un cabildo abierto celebrado el
14 de agosto quitó al ineficaz Sobremonte el mando militar del Virreinato
para dárselo a Santiago de Liniers, iniciando así un proceso que culminaría
con otro cabildo abierto, pero en 1810. La aventura por la libertad y la
independencia parecía haber dado su primer paso.
Catalina, sentada, miraba distraída por la ventana. En sus ojos oscuros,
aún dominados por la tristeza, había sin embargo comenzado a aparecer un
extraño brillo. Apoyó la mano sobre su vientre. Y sonrió. El fugaz paso de
los ingleses por aquellas tierras no se esfumaría sin dejar rastros.
Habría consecuencias. Sí, vaya si las habría.

99
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Parte III

SAAVEDRISTAS Y MORENISTAS

101
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

EL EXTRAÑO CASO
DEL BOTÓN DE NÁCAR
(1810)

El áspero aroma de los cigarros se mezclaba con un leve olor a jabón. La


oscuridad dominaba el lugar, con excepción del pequeño espacio iluminado
débilmente por unos pocos candelabros. Los hombres allí reunidos se
acomodaron en torno a una mesa entre bateas, frascos y utensilios, aquellos
con los que Juan Hipólito Vieytes y su socio, Nicolás Rodríguez Peña,
fabricaban jabón21. No era la primera vez que la fábrica tenía otros fines.
Desde hacía años, en la jabonería se reunían clandestinamente los miembros
del partido patriota. Por eso, prestamente aparecieron varias copas, una
botella de licor y otra de vino cuyano.
–Hay noticias de importancia –una voz retumbó por detrás de la penumbra
vacilante de las llamas y del denso humo de los cigarros. Sin verlo bien,
todos sabían que ella pertenecía a Hipólito Vieytes, industrioso fabricante
de jabón, periodista (quizás, el mejor de todos) e incansable luchador por la
libertad de comercio, la industria, la agricultura y el desarrollo de su patria–.
Contales, Agustín.
–Hace cuatro días, el 13, llegó a Montevideo la fragata inglesa John Paris
–dijo entonces Agustín Donado con voz nerviosa–. Logré rescatar una de las
gacetas que trajo….
–¿Y? –preguntó Domingo French sin poder contener su proverbial
impaciencia.
–Y vino con la noticia de que, tras las últimas derrotas, cayó la Junta
Central de Sevilla. Un fantasmagórico Consejo de Regencia pretende ocupar
su lugar. Sólo Cádiz y la isla de León permanecen españolas.
El silencio siguió esta vez a las palabras de Donado. Era el capítulo final
para una trágica comedia de enredos protagonizada por el Rey de España
Carlos IV, la Reina María Luisa, el hijo de ambos, Fernando VII, el amante

21 La jabonería de Vieytes y Rodríguez Peña se ubicaba en las actuales calles Venezuela y


Tacuarí.

103
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de la Reina, Manuel Godoy y el poderoso emperador francés, Napoleón


Bonaparte. Todo había comenzado a fines de 1807 con la entrada, allanada
por Godoy, de las fuerzas napoleónicas a la península ibérica, las que tras
la campaña contra Portugal se apresuraron a invadir España. En marzo de
1808, cansado de las rencillas familiares de los borbones, Napoleón organizó
en Bayona un divertido juego de pases. La corona española pasó de la lenta
cabeza de Carlos IV a la de su hijo Fernando VII y, de ésta, a la de José
Bonaparte, hermano del Emperador. Pero la cosa no quedó allí. Mientras el
efímero Fernando VII recomendaba a sus súbditos sumisión, y los políticos
y “grandes de España” acataban el mandato real listos para hacer negocios
con los franceses, el pueblo español no aceptó al invasor. Se organizó en
Juntas de Gobierno instaladas en las principales ciudades y coordinadas por
una Junta Central en Sevilla. Esta Junta fue la que, en nombre de Fernando,
intentó gobernar España y sus dominios ultramarinos y llevar adelante
la resistencia. Pero la lucha era desigual. Las tropas napoleónicas eran
superiores y pronto comenzaron las derrotas. Una a una las ciudades y sus
juntas fueron cayendo bajo el dominio francés. Y, ahora, el último bastión
del poder español reconocido por los americanos acababa de desaparecer.
–Así que era cierto… –dijo pensativo el doctor Ignacio Díaz de la Vega–
Desde hacía ya varios días circulaba el rumor en los cafés.
–¿Y qué haremos? –preguntó el visceral Domingo French moviendo sus
manos.
–Este es el momento que hemos estado esperando. Por lo pronto,
debemos llamar con urgencia a Manuel y a Juan para que retornen cuanto
antes a Buenos Aires –respondió Vieytes, refiriéndose a sus amigos Manuel
Belgrano y Juan José Castelli.
–Habría que convocar a Saavedra también –añadió con tino Nicolás
Rodríguez Peña–. Está en San Isidro y su chacra es vecina a la de Juan.
Podemos enviar un mensajero a avisarles a ambos.
–Que así se haga –dijo el dueño de “casa”–. Señores, ha llegado la hora y
en estos momentos a lo único que hay que temerle… es a ser cobardes.
–Amén –concluyó French levantado su copa.
Todos asintieron en silencio y tomaron el último sorbo. Los cigarros
se apagaron. Las copas se guardaron y los muebles volvieron a su lugar,
preparándose nuevamente para fabricar jabón. Cuando abrieron el pesado
portón de entrada, un viento frío que llegaba desde el río los sorprendió en
pleno rostro. Se acomodaron sus ponchos y capotes y se separaron en la
oscuridad.
Ignacio Díaz de la Vega y Nicolás Rodríguez Peña, que eran vecinos,

104
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

caminaron juntos desde la estrecha calle del Rosario hacia el centro. El polvo
ensuciaba sus botas. Sólo las calles más cercanas a la Plaza de la Victoria
estaban empedradas y los pozos y pantanos seguían siendo lo habitual, aun
en la zona céntrica. Por momentos, no se veía nada pues era frecuente que
mozuelos alcoholizados rompieran los cristales de los faroles a pedradas.
Iban en silencio, alertas y en tensión. De noche la ciudad no era segura
y la policía política del Virrey, la Junta de Vigilancia, tampoco contribuía.
Eran momentos convulsionados y todo movimiento en la oscuridad era
considerado sospechoso. El ladrido de unos perros a lo lejos los sobresaltó.
Ignacio miró inquieto a su alrededor deseando fervorosamente no toparse
con ninguno. Sabía que en el Hospital de los Betlemitas, por el que acababan
de pasar, varios hombres habían muerto de rabia entre terribles sufrimientos,
provocados tanto por la enfermedad como por el cruento tratamiento médico.
De pronto, Nicolás lo tomó del capote.
–¡Mirá allá! –le susurró al tiempo que señalaba un bulto tirado en el
medio de la calle.
Se acercaron con aprehensión. Espantados, descubrieron a un hombre
tirado boca abajo, ensangrentado, evidentemente muerto. Con cuidado lo
dieron vuelta. Ignacio gritó.
–¡Es… es mi padre! –murmuró luego horrorizado.

VIERNES 18 DE MAYO

Laureana comenzó con sus tareas de la mañana. Tarareando una canción,


la alta y esbelta mulata barrió pisos, limpió muebles y abrillantó adornos
impregnando el ambiente con su frescura y jovialidad. Para ventilar, abrió
las ventanas vidriadas de la casa que su amo, Alessandro Scavino, alquilaba
en el apartado barrio de la Piedad. El aire frío y húmedo de la mañana se
coló dentro de los amplios cuartos. Le encantaba sentir aquella fresca brisa
matutina en el rostro. Inspiró con fuerza por su ancha nariz, herencia de
su madre negra. Al sentir el aroma proveniente de una casa vecina, una
mueca burlona, herencia de su padre blanco, apareció en sus labios carnosos
y sensuales. Estaban haciendo puchero en lo de los González…. le falta
cebolla y le sobra ají, sentenció al instante.
Un golpe en la puerta de entrada la obligó a cerrar apresuradamente
algunas ventanas y correr a atender. Poco después, su vozarrón retumbó por
toda la casa.
–¡Amo! ¡Amo! ¡Lo buscan!

105
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Primero se escuchó el golpeteo de un bastón contra el piso y luego


apareció Alessandro, con lentitud, cojeando de la pierna derecha.
–Gracias, Laureana. Ve a continuar con tus labores –dijo con suavidad
mientras que, silenciosamente, con los ojos celestes fijos en ella, la reprendía
por la desmesura del griterío–. Buenos días, señora…García, ¿verdad? –
saludó entonces a su visita haciendo una leve inclinación de cabeza.
–Sí. Manuela Alsina y Andreu de García –aclaró ella con una voz
extremadamente suave y delicada.
Alessandro acompañó a la aristocrática mujer a la habitación que utilizaba
como atelier.
–Su esposo me encargó un retrato suyo. Así que, si gusta, podemos
comenzar de inmediato.
Ella hizo un tímido gesto de asentimiento y se dejó colocar en el lugar
apropiado. Alessandro caminó lentamente a su puesto y se sentó. Se sentía
viejo y desgastado. Prematuras arrugas surcaban su rostro. La herida de la
pierna le había quitado la energía, la alegría y el humor. Pero el dolor era
sólo físico. Su alma y su espíritu estaban anestesiados, aletargados. Nada lo
emocionaba. Nada lograba sacudirlo. Un gesto de hastío solía colarse por
entre sus ojos color cielo. Desde hacía muchos años funcionarios virreinales,
comerciantes acaudalados y damas de sociedad desfilaban por su casa para
retratarse. A la clase alta le gustaba y a él le dejaba buen dinero. Pero ya no
distinguía unos de otros. Todos eran iguales. Y, sin embargo, aquella criatura
pequeña y delicada, etérea, blanca y frágil como la porcelana, logró captar
su atención. Observó con detenimiento su nariz pequeña, sus labios finos,
los suaves rizos de su pelo dorado y las aristocráticas líneas de su rostro.
–No se preocupe. Todo estará bien –dijo condescendiente al advertir que
estaba muy nerviosa por la forma en que movía sus manos–. Hábleme de su
esposo.
Ella dio un respingo y una sombra oscura cruzó sus ojos, grandes y
melancólicos.
–Es... un comerciante importante… un buen esposo –contestó, luego,
correcta.
Domingo García era uno de los comerciantes españoles más renombrados
de Buenos Aires. Había llegado a la ciudad, apenas con lo puesto, hacía más
de cuarenta años, pero había prosperado gracias a un matrimonio altamente
conveniente y, por supuesto, a su propia capacidad. Convertido desde hacía
unos años en un respetable viudo, decidió darse el gusto y casarse con una
jovencita de buena familia y mejor presencia.
El sonido de la puerta y luego el griterío de Laureana interrumpieron los

106
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

primeros trazos que Alessandro estaba ya plasmando en la tela.


–¡Amoooo! ¡Amooo! –retumbó la voz por la habitación y segundos
después apareció ella con el pelo ensortijado en desorden y la bocaza abierta
de par en par– ¡El criado del dotorcito Ignacio está ajuera! ¡No sabe lo que
pasó…! ¡Una desgracia! …. ¡don Juan! … ¡don Juan!
–¡Cálmate Laurena, por Dios! –exclamó molesto Alessandro– ¡Y dime
qué es lo que ocurre!
–¡Don Juan! … ¡Don Juan Díaz de la Vega fue asisinado anoche!
Se escuchó un grito horrorizado y Manuela, más pálida aún que antes,
cayó al suelo desmayada. Laureana y Alessandro corrieron a socorrerla.
–Va a estar bien –le dijo la mulata a su patrón–. El dotorcito Ignacio ha
pedido que vaya sin demoras a su casa. ¡Vaya! ¡Vaya! Yo me ocupo de la
doña.
La casa de Ignacio Díaz de la Vega era un hervidero. Familiares, amigos
y desconocidos que se acercaban a dar el pésame entraban y salían sin cesar.
Fue conducido rápidamente a una amplia habitación que, por su cercanía a
la puerta de entrada, se había acondicionado para el velatorio. La ventana
entreabierta ventilaba la estancia enrarecida por el olor de las velas, el
humo de los cigarros y, más tarde, por las emanaciones del propio cuerpo
del difunto. Varias personas se encontraban frente al cajón, que permanecía
destapado, dándole un último adiós. Luego sería llevado al camposanto del
convento de San Francisco. En enero, las autoridades habían dispuesto la
prohibición de enterrar a los muertos dentro de las Iglesias pues ya eran
imprescindibles los pañuelos con fortísimos perfumes para soportar, durante
misas y otras ceremonias solemnes, el olor nauseabundo que había dentro
de los templos.
La dueña de casa, Catalina López Arondo, pañuelo en mano, se acercó al
recién llegado.
–Señor Scavino, ¡qué suerte que haya podido venir tan pronto! Mi marido
está esperándolo.
Alessandro ofreció sus condolencias a Catalina y distinguió en la
habitación a una mujer sentada, encorvada, ausente, con la mirada fija en la
pared. A duras penas la reconoció. Era Blanca Díaz de la Vega y poco había
quedado de la jovencita cuyo retrato él había pintado poco después de su
llegada a Buenos Aires. Quiso ir a saludarla, pero Catalina lo detuvo.
–No se moleste. Mi madre no habla con nadie desde hace cuatro años.
Está perdida en su mundo… –explicó con tristeza– Venga que lo acompaño.
¡José! –gritó luego a un niño extremadamente rubio de unos tres años–
¡Bajate de ahí que te podés caer!

107
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Sí, mamá –respondió él, obediente.


Ya sentados en el espacioso estudio de Ignacio Díaz de la Vega, y
cumplidas las formalidades de saludos y pésames, fueron al grano.
–Estará pensando por qué lo hice llamar tan de prisa. Pues… no voy a
dar vueltas. Quiero que investigue la muerte de mi padre –disparó Ignacio.
Alessandro quedó con la boca abierta sin poder articular una contestación
durante varios segundos, que parecieron una eternidad.
–Pero… yo… sólo soy… no sé… no sabría… –alcanzó a balbucear.
–Ya sé lo que piensa, pero creo que usted es la persona más adecuada. Verá,
estoy convencido de que ha sido un crimen premeditado y no el resultado de
una simple pelea callejera. Y como es un homicidio inusual entre nosotros,
el investigador también debe serlo. Usted ha retratado a la mayor parte de la
sociedad y tiene acceso a ella, en todos los niveles, incluyendo al mismísimo
Virrey. Sé, porque lo he visto pintar, que es observador, inteligente y
muy intuitivo. Por otra parte, su condición de italiano lo hace ajeno a las
corrientes políticas que están en pugna en estos momentos y en las que mi
padre, desgraciadamente, estaba metido hasta el cuello. Sí. Lo he pensado
bien. Si alguien puede resolver esto, es usted.
–Pero… ¿y la Real Audiencia?, ¿la justicia no debería intervenir?
–La Real Audiencia no hará nada –dijo Ignacio suspirando–. He logrado
traer el cuerpo a casa, pero allí se acabó la cosa. Los fiscales Caspe y Villota
no eran precisamente amigos de mi padre y con la convulsión que parece va
a desatarse en breve, no habrá quién se ocupe de esto. Además, como le dije,
los asesinatos premeditados son raros y no tienen experiencia resolviéndolos.
Alessandro tomó un poco de aire intentando encontrar una manera
educada de negarse, por eso, ni él pudo creer cuando de su boca salió:
–No le garantizo nada… pero, está bien… lo intentaré.
¡Qué estaba haciendo! Quizás, se dijo, encontrar una razón para vivir
nuevamente… o, mejor aún, para morir en el intento.
–¿Hay algún indicio?
–Desgraciadamente, no se lo voy a hacer nada fácil. Lo único que tengo
es esto –dijo el joven abogado mientras le entregaba un pequeño botón de
nácar–. Lo encontré entre los dedos de mi padre.
–Lo debe haber agarrado al intentar defenderse del atacante. Parece el
botón de una casaca... o de un capote. Los he visto en varias ocasiones…
pero… –dijo quedando pensativo por un rato– en prendas caras, para
personas de alto poder adquisitivo, eso significa…
–Eso significa que la persona que mató a mi padre es poderosa –continuó
la frase Ignacio.

108
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Y que no utilizó intermediarios –completó Alessandro-. ¿Sabe quién o


quiénes pudieron haber deseado la muerte de su padre?
Ignacio lanzó una sonora y amarga carcajada.
–Sé de pocos que no lo hubiesen deseado. Mi padre tenía muchos
enemigos.
–Bueno, empecemos entonces por el primero –dijo el flamante detective.
–¿El primero?… El primero vendría a ser yo.

–Nunca me llevé bien con mi padre –explicaba Ignacio–, pero


evidentemente nuestra relación terminó de deteriorarse durante la primera
de las invasiones de los ingleses.
–Sé que él la apoyó abiertamente –dijo Alessandro sabiendo perfectamente
que tanto Díaz de la Vega como el norteamericano Pío White habían sido
quienes más colaboraron con Popham y Beresford.
–Así es –respondió el joven con desconsuelo–. Desde ese momento
dejamos de tratarnos. Además, muy poco tiempo después me casé con…
–¿Su prima, verdad?
–Catalina es mi prima segunda, sí –un destello de amargura y desesperación
cruzó sus ojos al nombrarla–. Inmediatamente partimos para Chuquisaca
donde hice mis estudios en leyes. Volvimos hace apenas unos meses, pero
las relaciones con mi padre estaban totalmente rotas y casi no volvimos a
vernos.
Alessandro notó la angustia de su mirada y el rubor que cruzó las pálidas
mejillas del abogado al hablar de su rápido matrimonio y su más rápida
partida. Teniendo en la cuenta la edad del niño, la razón del apuro estaba más
que clara. Había advertido, además, cierta expresión de enfado en el rostro
de Catalina cuando ella mencionó a su marido, por lo que era muy posible
que el matrimonio no estuviera resultando bien, como ocurría en muchos
de estos casos. Por eso, no quiso incomodarlo con temas tan personales, y
prefirió preguntar:
–¿Qué ocurrió con su padre durante la segunda invasión?
–Desapareció. Permaneció en su estancia de San Fernando de Buena
Vista. No quiso involucrarse pues sabía que esa vez todo el poder sería para
Liniers…
Estando próxima la segunda invasión, en junio de 1807, el clamor popular
logró que el Cabildo y la Real Audiencia depusieran al Virrey Sobremonte
y designaran a Liniers como Jefe de Armas y Virrey interino. Cumpliendo
con todas las expectativas, el héroe de la Reconquista, arrojado y valiente,
volvió a humillar al poderoso ejército inglés que tuvo que retirarse esta

109
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

vez para siempre. Su popularidad era inmensa, sobre todo entre las tropas
criollas que él había creado. El Rey Carlos IV, en uno de sus últimos actos
como Rey de España, y quizás evidenciando ya la influencia napoleónica
en sus decisiones, lo confirmó como Virrey, Gobernador y Capitán General
interino en diciembre de ese mismo año. La gloria parecía haber alcanzado
al humilde Capitán de Navío, pero pronto el paraíso se volvió infierno. La
invasión de Napoleón a España lo colocó en el centro de la tormenta, pues su
condición de francés le valió la desconfianza y el desprecio de quienes hasta
entonces lo habían admirado. Sus enemigos, conscientes de sus escasas
condiciones como político y gobernante, empezaron a atacarlo en su flanco
más débil… su relación con Anita Perichon de O´Gorman. Se decía que
ella decidía por Liniers los asuntos públicos, que usaban en su provecho
los dineros del estado, que a causa de ella el Virrey no hacía nada más que
gozar de una relación tan pecaminosa como perjudicial para los intereses de
la patria. El héroe era ahora traidor, corrupto, necio, torpe…. Y él, que sólo
era un hombre de mar, estaba cansado de intrigas políticas... estaba cansado
de todo.
–¿Y cuál era la relación de su padre con Liniers?
–Se odiaban –dudó un poco antes de continuar y otro rubor volvió a cruzar
su rostro–. Mi padre estaba… ejem… obsesionado con madame O´Gorman.
–Comprendo. ¿Cree que Liniers pudo haber estado detrás del asesinato?
–Liniers vive desde el año pasado en Córdoba y, antes de eso, él mismo
desterró a Ana Perichon a Río de Janiero, terminando su relación con ella.
No hay motivos y, además, no lo creo capaz de cometerlo ni de ordenarlo.
–¿Quiénes, además de Liniers, tenían problemas personales con él? –
pensó que sería mejor empezar por un móvil de tipo emocional, que pudiera
justificar que una persona acomodada cometiera personalmente un asesinato.
–Mi abuelo –Martín de Alzaga detestó a su yerno desde el mismo
instante en que el escándalo social lo obligó a permitir su casamiento con la
pequeña Mercedes. La muerte de ésta el año anterior, producto de la tisis y la
depresión, no hizo sino potenciar su odio–. Pero sé que él no lo hizo.
–Podría intentar hablar con él…
–No lo recibirá. Está en su casa, con prisión domiciliaria desde que
regresó de la condena que le impusieron por la asonada contra Liniers el año
pasado. No puede salir y no ve a nadie, salvo a sus amigos más íntimos y
colaboradores… Créame, pese a que él sí podría haberlo hecho sé que no…
–¿Cómo puede estar tan seguro?
–Porque me lo prometió y sé que cumple con su palabra –dijo con absoluta
certeza.

110
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–¿Algún otro? –inquirió con desaliento. Necesitaba una pista.


–No sé por qué, pero desde niño mi padre odiaba al Doctor Manuel
Belgrano. Claro que con seguridad él no…
–Belgrano… –repitió Alessandro, concentrado, sin escuchar el resto de la
frase. Al fin tenía algo por dónde empezar.

La tarde estaba cayendo lentamente cuando Alessandro emprendió el


regreso a casa. Notó que algo había cambiado. El humor de la ciudad era
otro. Parecía que la inmutable calma colonial finalmente se hubiera alterado.
Los hombres no se tomaban todo el tiempo del mundo para saludar a cuanta
persona se le cruzase en el camino ni para persignarse y rezar un ángelus
frente a cada iglesia. En cambio, pequeños grupos de personas cuchicheaban
en las esquinas; los caballos y carruajes parecían moverse nerviosamente
de un lado a otro; los cafés hervían de clientes y noticias. Caminando con
lentitud frente al blanco muro de una casona, descubrió el porqué. Pegado
al lado de uno de los tantos pasquines sediciosos que solían aparecer en la
ciudad por las mañanas, estaba el Bando del Virrey Cisneros. Evidentemente,
ya había pasado por allí el notario, acompañado de la tropa y quizás también
de algún músico, proclamando en alta voz el decreto gubernativo. Es que el
estado público que había tomado la terrible noticia de la caída de la Junta
Central de Sevilla obligó al Virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, a emitir
una proclama.
Era, más bien, una ingenua exhortación a mantener vivo el espíritu de
lealtad a la monarquía. Una inútil y tardía expresión de deseos.
La conciencia de que una gran tormenta se avecinaba lo acompañó el
resto del camino.

SÁBADO 19 DE MAYO
Bien temprano en la mañana, Alessandro se acercó al barrio de Santo
Domingo. La Iglesia del mismo nombre era, desde hacía mucho tiempo, el
templo más importante después de la Catedral y, por ende, en las manzanas
de su alrededor se encontraban los domicilios de algunas de las principales
familias de la ciudad. Allí, en las calles Santo Domingo esquina Camino del
Rey22, vivía el doctor Manuel Belgrano. Hacia allí se dirigía él.
El moreno Remigio abrió la puerta de la casona y condujo al visitante
a través del zaguán y del patio. Atravesaron luego una amplia sala, repleta
de pesados muebles y refulgente platería que las esclavas de la casa debían
22 Hoy, Avenida Belgrano y Defensa.

111
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de limpiar asiduamente. Hermosas rosas, cortadas todos los días del tercer
patio, alegraban el salón en cuyo centro se encontraba un precioso piano
Stodard que el padre de Manuel había hecho traer de España hacía unos
años. No se detuvieron. Remigio lo condujo hasta el estudio del doctor
Belgrano y allí lo dejó esperando. Alessandro se paseó por la habitación
leyendo absorto los lomos de los libros que contenía la abigarrada biblioteca.
Autores como Quesnay, Galiani o Adam Smith revelaban sus opiniones
en materia económica y explicaban su fervorosa defensa de la agricultura
y el libre comercio. De éstos y otros traídos por él de Europa se advertía
que las ideas de la revolución francesa se habían hecho carne en el joven
estudiante de la Universidad de Salamanca. Aunque fuera increíble, no
conocía personalmente al gran doctor Belgrano y, debía reconocer, estaba
impaciente y nervioso por hacerlo.
–Buenos días, señor Scavino –escuchó una voz aflautada detrás de él.
Alessandro, de más de un metro ochenta de estatura, se dio vuelta y quedó
frente a un hombre que no superaba el metro sesenta y cinco. Belgrano le
estrechó cordialmente la mano y lo invitó a sentarse.
–¿Café?, ¿chocolate? o ¿prefiere licor o brandy?
–Café está perfecto, doctor –respondió Alessandro todavía sorprendido
por la escasa estatura de Belgrano–. Lamento interrumpirlo tan temprano en
la mañana.
–No se preocupe –dijo Manuel con una sonrisa cansada–. Soy de poco
dormir.
Era muy habitual que, tras largas y agotadoras jornadas, Manuel no
se acostara, como lo indicaba la prudencia y el consejo médico, sino que
permaneciera horas enteras escribiendo bajo la débil luz del escritorio de su
habitación.
Mientras llegaban los cafés prontamente solicitados a Remigio,
Alessandro, con manía de retratista, observó con detenimiento al dueño
de casa. A pesar de estar por cumplir los cuarenta años el mes siguiente,
Manuel conservaba un rostro sonrosado y agradable, iluminado por un par
de pacíficos ojos azules. Una mata de pelo rubio y ondulado encuadraba su
tez blanca. Eso, sumado a sus modales finos y elegantes, explicaba el por
qué había tantas mujeres que lo consideraban uno de los mejores partidos
de la ciudad a pesar de que, según los rumores, él las prefería casadas. Sin
embargo, la inocultable palidez de su cara y el brillo afiebrado de sus ojos
revelaban varios problemas de salud, ocasionados seguramente por la sífilis
contraída en sus juveniles correrías españolas.
–Mi hermana Juana quedó encantada con el retrato que usted le hizo

112
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

hace un tiempo –dijo Manuel cordial y luego suspiró–. Siempre quise poner
en funcionamiento una escuela de dibujo, pero las continuas y acuciantes
necesidades del erario público lo fueron posponiendo… como tantos otros
proyectos presentados en el Consulado que se frustraron por la resistencia de
los comerciantes monopolistas…
–No se desanime, doctor –se apresuró Alessandro viendo el abatimiento
de Belgrano–. Sé que usted no es de rendirse ante las adversidades y si un
camino se cierra intenta por otro… como con lo de la infanta Carlota…
Al tener que descartar la ayuda británica, debido a las invasiones de 1806
y 1807, los ojos patriotas se posaron en la Infanta Carlota Joaquina, hermana
del cautivo Fernando VII y esposa del Regente de Portugal, futuro Joao VI,
quien se encontraba junto a su esposo en Río de Janeiro tras la invasión
napoleónica a sus tierras.
–No podíamos reconocer la dinastía de Napoleón pero tampoco estábamos
en condiciones de convertirnos en una república, por eso, consideré que
llamar a la Infanta Carlota Joaquina como Regente era nuestra mejor opción
–explicó el estratega.
El plan era traer a la Infanta como Regente de una monarquía constitucional,
limitada, que fuese un paso intermedio a la verdadera independencia. No sólo
Belgrano defendía esta idea. Castelli, Pueyrredón, los hermanos Rodríguez
Peña, Vieytes (que incluso llamó a su hija adoptiva Carlota Joaquina), Paso,
Funes y tantos otros, como Julián de Leiva, ahora Síndico del españolísimo
Cabildo, formaban parte del “carlotismo”. Manuel quedó encargado de
establecer los contactos desde acá y Saturnino Rodríguez Peña, quien había
debido exiliarse en Río de Janeiro tras participar en la fuga de Beresford,
trabajó febrilmente desde allá. Durante más de un año se llevaron a cabo
intensas negociaciones. La exuberante Carlota estaba entusiasmada y los
ingleses, verdaderos árbitros de lo que sucedía en Brasil, apoyaron la idea.
–Pero finalmente todo quedó en la nada –volvió a suspirar Manuel–. La
infanta no quiso ejercer una monarquía constitucional, Joao no quería que su
intrigante y ambiciosa esposa tuviera un ápice más de poder y los ingleses
finalmente también quitaron su apoyo…
El tiro de gracia al proyecto carlotista lo dio la propia Infanta cuando
avisó al Virrey Liniers que el cirujano británico Diego Paroissien llevaba a
Buenos Aires comprometedoras cartas de Saturnino Rodríguez Peña para
su hermano Nicolás y para Juan José Castelli. Todos ellos, Saturnino en
ausencia, debieron enfrentar un delicado proceso por subversión política del
cual salieron airosos sólo gracias a la gran habilidad del doctor Castelli.
–Otros caminos deberemos transitar ahora –continuó Manuel y sus ojos

113
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

azules, hasta entonces cordiales, se volvieron fríos, helados, y dijo molesto–


pero, señor Scavino, todavía no me ha dicho el motivo de su visita.
–Bueno, ejem… –contestó Alessandro nervioso sabiendo que su pregunta
no iba a mejorar el humor de su anfitrión, sino más bien todo lo contrario–
quería consultarlo sobre… Juan Díaz de la Vega… No sé si sabe que ha sido
asesinado.
–Sí, me he enterado y, sinceramente, no puedo decir que lo sienta mucho –
respondió fríamente recordando todos los golpes y burlas que había recibido
desde niño– pero, por si usted no lo sabe, no estaba en la ciudad cuando
ocurrió el asesinato.
–¿Tiene idea de qué pudo haber ocurrido? –preguntó incómodo y
ruborizado por la situación.
–Conociéndolo a Juan… un millón de cosas
–¿Una que se le ocurra?
–Alguna traición. Juan sólo era leal a sí mismo. Muchos fueron víctimas
de su perfidia. Sin ir más lejos, hasta a Cornelio Saavedra, el Comandante de
Patricios, le jugó una mala pasada...
Belgrano no alcanzó a terminar la frase pues Remigio ingresó
apresuradamente en la habitación.
–Don Manuel, el señor Rodríguez Peña ha mandado mensaje pidiendo
que vaya usted inmediatamente a su casa. Están esperando la llegada de
Saavedra de un momento a otro.
Manuel se levantó de inmediato. Tenía frescas las palabras que Cornelio
había estrellado en su cara no hacía mucho. Paisano, le había dicho, aún no
es tiempo. Deje que las brevas maduren y entonces las comeremos. ¿Sería
tiempo ahora? ¿Había llegado finalmente el momento?
–Todo está en manos de Saavedra –dijo y dio por terminada la entrevista.

–Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no debe perderse
ni una sola hora. Ya las brevas están maduras –sentenció Saavedra una vez
llegado a la ciudad. El moderado militar siempre había condicionado su
apoyo al momento en que España hubiera caído totalmente en manos de
Napoleón.
Juan José Viamonte, segundo de Saavedra, propuso ir a la casa de Nicolás
Rodríguez Peña, donde aquella mañana ya se habían reunido gran número
de patriotas. La casa de Nicolás, ubicada detrás del Hospital betlemita de
San Miguel, proporcionaba un sitio de reunión más tranquilo y menos
expuesto que la vivienda del Capitán de Húsares Martín Rodríguez donde
se habían congregado la noche anterior, sita en plena calle de la Merced y

114
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

enfrente del concurrido Café de los Catalanes. Belgrano logró llegar unos
minutos antes que los militares. Castelli, Vieytes, Chiclana, Díaz de la Vega
y el cura Alberti, entre otros, ya estaban allí. Cuando la concurrencia estuvo
completa, Juan Castelli exclamó:
–El pueblo está consternado por los funestos episodios ocurridos en
España, pero, además, le alarma su propia suerte. Es necesario que esto se
discuta y el modo es convocar a un Cabildo Abierto.
Todos miraron a Saavedra. Éste, serio y altivo, ensayó parte del discurso
que esa misma noche diría ante el Virrey Cisneros.
–Son muy diversas las épocas del 1° de enero de 1809, cuando sostuvimos
a Liniers en su cargo y la de este mayo de 1810. En aquella existía la España.
En ésta, toda ella, todas sus provincias y plazas están subyugadas por el
conquistador Bonaparte, excepto Cádiz y la isla de León. Pero, ¿Cádiz y la
isla de León son España o sólo una parte de las provincias de Andalucía?
Señores, no queremos seguir la suerte de España, ni ser dominados por los
franceses. Debemos asumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros
mismos. Debemos convocar a un Cabildo Abierto. El Virrey ya no tiene
autoridad y, por ende, no cuenta con las fuerzas de mi mando para sostenerse
en ellas…
La euforia se desató. Todos estuvieron de acuerdo. El Cabildo Abierto era
la solución.

Laureana cortaba pequeños trozos de carne mientras en un caldero de


hierro hervía otros más para preparar el caldo. Los olores y sonidos de la
cocina la envolvían y ella se entregaba por completo. Nunca debió asistir
a lo del chef monsieur Ramón, como tantas esclavas que conocía, para
aprender a combinar sabores y aromas. Ella ya lo sabía, siempre lo había
sabido. Agregó la carne al caldo y revolvió con cuidado. Ella lo sentía.
Añadió algunas morcillas. No pensaba. Sentía. Sólo sentía. Ahora, un poco
de repollo blanco y algunas cebollas enteras. Vivía el presente. Para ella
no había pasado ni futuro. El olor de la sopa le indicó que era la hora de
poner los garbanzos y porotos que tenía en remojo desde el día anterior. No
recordaba la muerte de su madre. No recordaba a todos sus amos anteriores.
No recordaba los maltratos y la humillación. No recordaba todas las veces
que los hijos de un antiguo amo se metían en su dormitorio por las noches…
No recordaba nada porque así era su vida y así iba a ser siempre. Finalmente
agregó una cabeza de ajo entera, perejil y un manojo de menta para perfumar
la sopa y cortar el olor de la carne. Su vida era el ahora. El pasado no se
recordaba. El mañana no existía. No importaba.

115
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

El mañana sólo traería un poco más de lo mismo.

DOMINGO 20 DE MAYO
Pincelada tras pincelada, Alessandro intentaba reproducir el magnífico
vestido de terciopelo azul. La falda larga y amplia gracias al miriñaque
decorada primorosamente con gasas y puntillas; el talle ceñido a la cintura y
el amplio escote cubierto por un finísimo encaje que, sin embargo, no podía
disimular la blanquísima piel de su dueña. Alessandro pintaba el vestido pero
en realidad miraba absorto a Manuela, atento a cada uno sus movimientos,
ligeros y llenos de gracia. Tan femenina, tan delicada… tan parecida a su
María…
Intentó concentrarse en el amplio peinetón con que sujetaba su cabello
rubio, en los primorosos aros que pendían de sus orejas o aun en el pañuelo
de muselina que sostenía con su blanca mano… no, no podía. La imagen de
María Concepción empezó a acosarlo sin piedad.
Entonces, preguntó:
–Cuénteme, Manuela, qué es lo que hace en un día cualquiera.
Ella, con una sonrisa leve en los labios, le contó lo que hacía no uno
sino todos los días, porque la vida de cualquier mujer de su condición no
variaba nunca. Niños, trabajos de aguja y misas diarias formaban parte de
la rutina de aquellas mujeres que sólo salían de la casa del padre para ir a
la del marido, a la de un marido que había que atender y cuidar, a la de un
marido que muchas veces no amaban, ya que “amor” no era una palabra que
ellas pudieran pronunciar. Amor no era sino un vocablo escandaloso que se
condenaba como al diablo mismo… ¡si lo sabría él!
Manuela relataba sus actividades diarias con un velo en los ojos que
Alessandro descifró rápidamente, pues ya lo conocía. Sabía que cada
sonrisa de ella disimulaba un bostezo, cada alegría una decepción. Era el
aburrimiento. Era esa araña silenciosa que iba tejiendo su tela en todos los
rincones del corazón. Era ese tedio en el que se sucedían los días, siempre
inmutables, siempre vacíos de toda emoción.
–Es suficiente por hoy –alcanzó a decir Alessandro, inmerso en los
recuerdos, en la melancolía, sin poder continuar.

Al rato salió a la calle rumbo al Cuartel de Patricios. El día estaba soleado


pero un viento helado que soplaba con fuerza le dificultaba avanzar. Levantó
el cuello de su casaca y aseguró la galera para no perderla en el vendaval.
El polvo de la calle se le metía en los ojos y la boca. Suspiró deprimido.

116
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

No hacía tanto tiempo cruzaba la Plaza Mayor en diagonal, a los saltos, sin
preocuparle el barro ni las bocacalles anegadas. Ahora, el aire frío del otoño
calaba sus huesos con asombrosa facilidad. ¡Qué lejanos parecían los días en
los que el calor del cuerpo de María Concepción le incendiaba hasta el alma!
Ya cerca de la Plaza divisó a un grupo de quince o veinte soldados. Eran
Patricios. Vestidos con largas galeras y chaquetas azules cruzadas por dos
franjas blancas, se movían como los dueños de la ciudad. Controlaban el
paso de la gente y los carruajes, sacando a quienes les parecían sospechosos o
desconocidos. De las milicias urbanas, el Regimiento de Patricios era el más
grande y poderoso, ya desde el momento mismo de su creación. La rápida
captura de la ciudad llevada a cabo por Beresford en 1806 puso de manifiesto
las fallas del poder militar español en el Virreinato. Entonces, frente a la
amenaza de un nuevo ataque británico, Liniers convocó a la población para
que, de acuerdo con el sitio de nacimiento de cada uno, se incorporaran a
los diversos batallones a crearse. Nacieron de esta manera los cuerpos de
Catalanes, Gallegos, Andaluces….y Patricios, formado exclusivamente por
criollos, nativos del Virreinato.
Llegó al cuartel ubicado en la manzana que antiguamente perteneciera a
los jesuitas23. Varios campanazos del vecino templo de San Ignacio parecieron
anunciar su entrada. Poco después estaba ya frente al Jefe de Patricios, el
Teniente Coronel don Cornelio Saavedra.
Liniers le había concedido a los cuerpos recién formados el privilegio de
elegir a sus propios oficiales. Saavedra, hasta entonces un oscuro hombre de
negocios, fue electo como su primer Comandante. Alessandro ya lo conocía
pues le había encargado un par de años atrás pintar el retrato de su segunda
esposa, doña Saturnina de Otárola y Rivero. Sabía, por tanto, que iba a
encontrarse con un hombre alto y flaco, magro de carnes, parco de sonrisas,
conciso de palabras, de gestos adustos y marciales y una cabellera color
nieve que delataba sus cincuenta años de edad.
–Mi vida es la de un soldado. Mi habitación es un cuartel y mi familia
la guarnición –le había dicho una vez, extraña, en la que alguna copita de
brandy lo había hecho hablar un poco más de lo acostumbrado.
–Lo noto preocupado, Teniente Coronel –dijo Alessandro intentando
entablar una conversación.
–Lo estoy, señor Scavino, lo estoy –respondió Saavedra pareciendo que
iba a dejar la respuesta allí, pero al fin continuó–. Debo sacrificar a dos de
mis mejores soldados…
Formadas las milicias con gente de toda calaña y condición, no era raro

23 La llamada “Manzana de las luces”.

117
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que aunque valientes fueran muy indisciplinadas. Era habitual que por vestir
un uniforme los soldados creyesen gozar de total impunidad para cometer
cualquier tipo de atropello. Heridas, discusiones, abusos de poder, rebeldías,
duelos a cuchillo e incluso asesinatos, se sucedían con preocupante
frecuencia. Los patricios, desgraciadamente, no estaban ajenos a este mal
pero Saavedra parecía dispuesto a poner remedio a la situación.
–Ordené que sean embarcados como grumetes a España en cumplimiento
de su sentencia por indisciplina y rebeldía –explicó con voz dura el militar–.
Sé, igual, que no es suficiente. Que los criminales sean condenados a cumplir
servicio en las milicias ciertamente no nos ayuda con la disciplina.
–Escuché que multarán a los pulperos que compren o empeñen prendas
de los soldados. Eso, al menos, ayudará a evitar desórdenes por ebriedad o
deudas de juego, tan comunes...
–¡El problema es también económico! –interrumpió– Sueldos atrasados,
falta de armamento…. ¡falta de velas en los cuarteles! Todo eso conduce al
descontento y también al descontrol. Y nosotros fuimos quienes sostuvimos
al mismísimo Virrey… –dijo con indisimulado orgullo el militar criollo.
En España, los borbones ya no gobernaban más. En Buenos Aires,
Santiago de Liniers vivía acosado por el Cabildo, dominado por Martín de
Alzaga, y por el Gobernador de Montevideo Javier de Elío, quien llegó a
desconocer la autoridad del Virrey francés y formó una Junta de Gobierno
independiente de Buenos Aires. Liniers se vio obligado entonces a apoyarse
en las recién creadas milicias criollas para afianzar su poder, lo que le valió
duras críticas por el aumento del gasto público que implicó el mantenimiento
de populosos batallones.
–Cuénteme, don Cornelio, qué pasó realmente en la Asonada del año
pasado.
–Martín de Alzaga, el Obispo Benito Lue y Riega y altos comandantes de
las milicias españolas se reunían a conspirar, tanto en casas particulares como
en el mismísimo Palacio Episcopal. Eran lo más rancio del españolismo,
aunque dos criollos, Julián de Leiva y Mariano Moreno, los acompañaban
–dijo sin poder evitar una mueca de desagrado–. Finalmente supe que la
jugada se haría el 1° de enero poniendo como pretexto la renovación de
autoridades del Cabildo. Se le presentaría a Liniers una lista de integrantes
opositores a su gobierno. El Virrey se negaría a confirmar la designación y
estallaría el descontento y la revolución.
La tranquilidad de la primera madrugada del año 1809 fue quebrada
por el súbito tañido de las campanas del Cabildo y los tambores de los
soldados de Gallegos, Vizcaínos y Catalanes que tocaban la generala en la

118
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Plaza de la Victoria y gritaban “Junta como en España” y “Muera el Virrey


francés”. Dentro de la Fortaleza, miembros del Cabildo y el propio Obispo
Lue, máxima autoridad eclesiástica del Río de la Plata, instaban al agobiado
Virrey a presentar su renuncia y evitar, de esta manera, un baño de sangre.
Entonces, Saavedra y sus soldados ingresaron al Fuerte por la Puerta del
Socorro. Sable en mano y pañuelo en la cabeza, el Jefe de Patricios entró al
despacho virreinal justo antes de que Liniers firmara su capitulación.
–Vamos, preséntese Vuestra Excelencia al público y oiga de su boca
cuál es su voluntad. Deje que el pueblo decida, le dije a Liniers mientras
lo tomaba de un brazo y lo llevaba hasta la ventana –contaba Cornelio con
orgullo.
Y el pálido y abatido Virrey, heroico para la lucha pero blando de carácter
y muy ingenuo para la política, escuchó el ensordecedor apoyo de la
multitud reunida en la Plaza por las fuerzas patriotas. El acta de abdicación
fue anulada, los conspiradores, excepto el Obispo, fueron deportados y los
batallones implicados disueltos. Pero no fue Liniers quien ganó poder con
esto, sino que quienes lo hicieron fueron los cuerpos militares criollos y,
principalmente, el Jefe del más importante de ellos, el Comandante Saavedra.
A partir de entonces él se convirtió en la figura indispensable para intentar
cualquier cambio.
–¿Y Juan Díaz de la Vega qué papel jugó en todo esto?
–El de un traidor –contestó Saavedra endureciendo, aún más, la mirada
y la voz–. Movido por los celos y la envidia y utilizado como marioneta por
Alzaga, su suegro, nos daba información falsa sobre las reuniones de los
juntistas y sus planes. Pero iluso de él –continuó sin poder esconder un dejo
de soberbia en la voz–, nos engañó por un tiempo, pero mis “canarios” me
cantaron toda la verdad… así que no hizo más que un triste papel…
–¿Tiene idea de quién pudo haber cometido su asesinato?
–Yo sé exactamente lo que ocurrió.
El corazón de Alessandro se aceleró sin control.
–Fue la Legión Infernal. Fueron esos revoltosos de French y Beruti –
dijo con absoluto convencimiento el militar–. Con seguridad hubo alguna
reyerta. Son pendencieros y no disimulan su gusto por el vino, las barajas
y los placeres nocturnos de las orillas. Díaz de la Vega era igual que ellos y
solía frecuentar su compañía.
–Pero, ¿tiene alguna prueba…?
–Tenga absoluta certeza de lo que le digo. Esa gente es capaz de todo.

Saavedra quedó con el convencimiento de haber resuelto el crimen.

119
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Alessandro no estaba tan seguro, pero decidió que el siguiente paso sería
ir al encuentro de aquellos activistas, impetuosos y temerarios, que eran la
antítesis del moderado y prudente Jefe militar.
Sabía que habían convertido la “Fonda de la Vereda Ancha” en una
especie de cuartel general y hacia allí se dirigió. El lugar estaba lleno de
parroquianos. Como todas las fondas y fondines, aquella también era sucia
y desprolija. Con dificultad caminó por el local buscando a French o a
Beruti sin encontrarlos. El aroma a comida le recordó que ya era pasado
el mediodía, así que se sentó a una mesa cubierta con un mantel grasiento
y roñoso. Pensó en qué comer. El menú no era muy extenso. Había sopa,
puchero, carbonada, asado, guiso, albóndigas… Poco después, un mozo
vestido en mangas de camisa, con chancletas y fumando un cigarro, depositó
sin ceremonias frente a él una fuente de carne asada y una jarra de vino
carlón. Mientras comía, observó a la concurrencia. En un rincón, un par
de niños bien estaban dedicados a hacer mil diabluras que evidentemente
ellos reputaban de muy buen gusto, como mezclar la sal con la pimienta o
echarle vinagre al vino. El resto, hablaba entre sí desde un punto a otro de la
fonda. Reinaba en el lugar la ausencia de toda regla de urbanidad. Por ello,
la conversación terminaba haciéndose general y cada uno levantaba la voz
todo cuanto podía a fin de hacerse oír. Sería por eso que, en medio de aquella
tremolina de palabras cruzadas, un abogado de aspecto irascible, llamado
Francisco Planes, se subió a una de las mesas y comenzó a gritar desaforado:
–¡Abajo el sordo Cisneros! ¡Mueran los chapetones!
Decenas de vasos de aguardiente se levantaron a su salud mientras un
griterío ronco y enfervorizado recorría el local. En eso, entraron Domingo
French y Antonio Luis Beruti y el barullo se hizo más ensordecedor.
Alessandro reprimió el deseo de pedir unos orejones y se acercó a la mesa
de los revolucionarios.
Ambos eran hombres de acción. Domingo French, primer, y único,
cartero de la Administración de Correos, mostró decisión y coraje al
organizar junto a Juan Martín de Pueyrredón el cuerpo de Húsares y luchar
contra los ingleses, donde recibió en recompensa el grado de Teniente y
Sargento Mayor. Impaciente, de discurso rápido y apasionado, movía todo el
cuerpo al hablar y solía golpear la mesa con el puño para enfatizar sus ideas.
Antonio Beruti no se quedaba atrás. Empleado de las Cajas Reales desde
hacía diez años, no era un manso empleado público. Una furia carnicera le
encendía la sangre. La marginación, el desprecio y el hambre que asolaban
a grandes sectores de la población lo habían empujado, no a la política, sino
a la revolución. Porque eso eran ambos. Revolucionarios. Y como tales

120
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

habían organizado una poderosa fuerza de choque, la “Legión Infernal”.


Unos seiscientos hombres provenientes de lo más pobre de la ciudad, de
los miserables barrios de San Telmo o de Montserrat, donde el hambre era
cotidiano y la violencia, ley. Una poderosa fuerza dispuesta a luchar por el
cambio sin tener nada que perder en el camino.
–Pero… ¿no basta con las milicias? –se atrevió a preguntar Alessandro
luego de un rato.
–No, no basta –dijo el siempre impaciente French–. Todos los abusos que
hemos sufrido hasta ahora hacen necesaria la presencia de estos ciudadanos...
“briosos” para garantizar que no se burlen de nosotros nuevamente –un golpe
de puño acompañó el final de la frase.
–¿Qué me dicen de Juan Díaz de la Vega? ¿Lo conocían?
–Solía pasar por acá, sí. Era un hombre peligroso, que jugaba a varias
puntas… –respondió esta vez Antonio Beruti con la mirada algo nublada por
el aguardiente puro que estaba tomando.
–¿Tenía algún problema con… alguien… de su grupo? –preguntó
Alessandro con cierto temor.
–Para nada –respondió French moviendo ampulosamente los brazos–. Si
quiere mi opinión, yo creo que el que está detrás de todo esto… es el Virrey
Cisneros.
–¡Abajo el sordo! ¡No queremos a Cisneros! –retumbó por todo el salón
en cuanto las palabras del dirigente fueron escuchadas.
–Juan solía tomarse unos cuantos vasos de aguardiente acá y en otros
lados. Era fácil escucharlo decir que iba a deponer al Virrey o, peor aún,
acabar con su vida. Creo que la Junta de Vigilancia creada por Cisneros
e ideada por su propio suegro, Martín de Alzaga, se encargó de él –dijo y
golpeó la mesa esta vez con más fuerza.
Pancho Planes, ya rojo por el alcohol y los gritos, volvió a iniciar su
diatriba arriba de la mesa. Los gritos y golpes de puño que retumbaban en
su cabeza, el aire enrarecido por el encierro del lugar y un malestar cada
vez más creciente en el estómago, hicieron que Alessandro deseara salir
con urgencia de allí. De golpe se sintió demasiado viejo para tanta pasión
revolucionaria.
No bien puso un pie en la calle y aspiró un poco de aire puro, escuchó un
grito que lo sacudió de pies a cabeza.
–¡Amo! ¡Amo! ¡Estaba tan priocupada! ¡Después que despachó a la
copetuda se jué de la casa como quien lo lleva el diablo y no supe nada más!
Le tenía preparada una sopa y un pejerrey muy rico pal´ almuerzo…
–Ohhhh –respondió Alessandro tocándose el estómago. Seguramente el

121
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

pescado hubiera sido mejor opción que aquella comida donde, con certeza, la
falta de higiene y salubridad solían ocasionar variados trastornos digestivos.
En ese momento, un joven fuerte y musculoso, de piel cobriza y cabellos
largos, posó sin disimulo su mano en las caderas de la mulata buscando
sentir la firmeza de sus carnes por debajo de la liviana pollera de bayeta
verde que usaba pese al frío. Laureana dio un alarido y giró bruscamente
para defenderse.
–¡Juera esas manos de ahí! –gritó a punto ya de abalanzarse encima de su
agresor. Un grito proveniente del local la detuvo en seco.
–¡Acosta! –French, asomado a la puerta de la fonda, reprendía y llamaba
al mismo tiempo a uno de sus protegidos.
–¿Acosta? –preguntó Alessandro con sorpresa– ¿Es usted familiar del
doctor Francisco Acosta?
Ramón Acosta escupió al escuchar el nombre y respondió:
–Es mi padre.
–Durante la Reconquista fui herido en la pierna y él, en plena calle, me
salvó de morir desangrado. ¿Dónde está? Lo he buscado para agradecerle
–dijo Alessandro sabiendo que, en realidad, más de una vez lo había odiado
por no haberlo dejado morir–. El Doctor Argerich me dijo que se marchó.
–Se fue de casa ese mismo día de la Reconquista –contestó Ramón con los
ojos negros, desafiantes, encendidos de odio. Por su culpa ese día también se
había quedado sin madre. ¡Y ella le hacía tanta falta!–. No sé en dónde está...
y no me interesa.
Sin decir más, avanzó hacia su jefe y juntos se metieron en la fonda.
–Es un mal bicho… lo siento en tuito el cuerpo –murmuró Laureana
espantada.
–Vamos –dijo Alessandro y juntos emprendieron el lento camino hacia el
barrio de la Piedad. Era la hora de la siesta. Las puertas de las casas se habían
cerrado y las calles se encontraban desiertas. La ciudad estaba tranquila…
pacífica… engañosamente apacible.

La escena podría haberse desarrollado perfectamente durante el siglo


XVIII. La amplia sala de la residencia virreinal, dentro del Fuerte, lucía
imponentes arañas de cristal, varias mesas de madera dorada y un ampuloso
sillón de caoba con respaldar y asiento de damasco amarillo. Sentado en él, el
Virrey Cisneros jugaba a los naipes con el fiscal Antonio Caspe y Rodríguez
y su edecán Goicolea, mientras varios criados de librea colorada, vestidos
con calzones y chupas, los servían. Mas a poca distancia de allí, el aciago
presente se acercaba.

122
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Juan José Castelli y Martín Rodríguez caminaban a paso vivo hacia la


Fortaleza. Ahora que el sol ya se había escondido, el aire frío entumecía
las manos y enrojecía las narices. Castelli se acomodó la capa y Rodríguez
metió las manos dentro del abrigado poncho. Ambos apuraron el paso.
Instantes después ingresaron en la residencia del Virrey, donde el
calor de los braseros encendidos golpeó sus fríos rostros. La imagen los
impactó por su contundente irrealidad, pero no se amilanaron. Viendo que
el temperamental y sanguíneo Capitán Rodríguez cerraba sus puños y abría
la boca para vociferar, Castelli se le adelantó:
–Excelentísimo Señor –dijo intentando guardar aún un poco el protocolo–
,venimos en nombre del pueblo y del ejército, que están en armas, a exigiros
que ordenéis la convocatoria a un Cabildo Abierto.
–Cinco minutos es el plazo que se nos ha dado para volver con una
respuesta –apuró Rodríguez sin poder contenerse. No en vano aquel hombrón
de pómulos marcados, boca dura y mirada intensa era uno de los militares
criollos más comprometidos–. ¡Vea Vuestra Excelencia lo que hace!
Cisneros enrojeció de furia, gritó, gesticuló e insultó. Finalmente, con la
mirada aún encendida pero con el cuerpo vencido, dijo:
–Señores, cuánto siento los males que van a venir sobre este pueblo,
pero puesto que el pueblo no me quiere y el ejército me abandona… hagan
vosotros lo que queráis.
Lacónicas palabras que, sin embargo, fueros festejadas con algarabía
por los dirigentes patriotas reunidos en casa de Rodríguez Peña. No muy
lejos de allí, cientos de jinetes de la Legión Infernal recorrían la ciudad con
antorchas, como para que no quedasen dudas. Ya nada sería igual. Ellos no
lo permitirían.

LUNES 21 DE MAYO
Desde la mañana se sabía que iba a ser un día complicado. Antes de la
nueve comenzaron a llegar los alcaldes y regidores rumbo al Cabildo para
tratar, como siempre, las cuestiones de la ciudad. Azorados, vieron cómo
la Plaza de la Victoria, la Recova, la vereda ancha y hasta los portales del
Cabildo se iban llenando de gente. Eran los seiscientos “chisperos” de la
Legión Infernal comandados por Domingo French y Antonio Beruti. Todos
llevaban la imagen de Fernando VII y cintas blancas en los sombreros,
simbolizando la unión, la paz y la lealtad al Soberano. Todos llevaban
puñales y pistolas bajo sus raídos ponchos o capotes. Todos gritaban con
fervor:

123
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–¡Queremos Cabildo Abierto! ¡Abajo el Virrey!


Sin novedades aún del ansiado Cabildo Abierto, los ánimos se iban
caldeando minuto a minuto. Cientos de hombres armados fueron entonces
hasta las escaleras del Cabildo con gritos y amenazas. Era sabido que en
las clases bajas hasta en las contiendas más triviales salían a brillar los
cuchillos, las dagas o los facones. No eran, por tanto, para desestimar.
Los desafiantes ojos negros de Ramón Acosta brillaban con furia mientras
empujaba con fuerza hacia adelante. En esas ocasiones era cuando más vivo
se sentía. Violento, pendenciero y alborotador, la Legión Infernal era ahora
su familia, su mundo. Debía reconocer que la libertad y la independencia
poco le importaban. Él quería estar allí, en medio de la batahola y, si tenía
suerte, repartir todos los golpes que le permitiesen sus entrenados brazos.
Asustados dentro del Cabildo, sus miembros decidían qué hacer. El
Síndico procurador Julián de Leiva, se animó a salir al balcón y hablarle al
gentío reunido:
–Señores, anoche el Virrey ha accedido a convocar a un Cabildo Abierto.
No hemos tenido tiempo aún para regularizar la convocatoria. Estamos
escribiendo la nota para su Excelencia, así que podéis retiraros tranquilos
y dejarnos trabajar –dijo, lo más calmado que pudo, para conseguir algo de
tiempo.
–¡Queremos un Cabildo Abierto! ¡Queremos que se vaya el Virrey! –gritó
más fuerte aún la multitud no creyendo en las palabras del Síndico.
–Mándenle la maldita nota al Virrey –dijo lívido Leiva cuando se retiró
del balcón entre insultos y puños levantados–. Y busquen a Saavedra. Sólo
él podrá calmar a esta turba.

Alessandro entró en su estudio y observó la escena con deleite. Con la


cabeza aún cubierta por una mantilla, Manuela, sentada en el sillón de la
sala, sostenía un primoroso zapato de raso blanco con una mano mientras
que con la otra acariciaba su pequeño y delicado pie.
–¿Pero qué le ha ocurrido?
–Una horrible chusma ocupó la Plaza –contó ella con un mohín seductor–
y no se podía pasar con el carruaje. He venido caminando y rompí mi zapato
en la vereda –finalizó haciendo un pequeño puchero con la boca.
Las veredas, angostas, altas y desparejas, construidas de mal ladrillo y
muchas veces obstruidas por cercos de tuna, ocasionaban frecuentes caídas
y roturas de calzado.
–¡Laureana! –gritó entonces Alessandro– ve corriendo y lleva el zapato
de la señora a lo de Agustín Sánchez –y, dirigiéndose a Manuela– Es el

124
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

mejor zapatero de la ciudad, así que descuide, en un santiamén lo tendremos


aquí completamente reparado.
Laurena observó a la joven, caprichosa y seductora, consciente del
efecto que causaba en su amo y luego lo miró a él, embobado, luchando
desesperadamente contra el deseo de rozar el pie descalzo de ella. Levantó
la vista al cielo y salió refunfuñando.
–Lamento que haya tenido tantos contratiempos para venir –dijo
Alessandro intentando recuperar el control–, más cuando no podremos
prolongar mucho la sesión. En un rato debo partir al Fuerte. Tengo una
entrevista con el Virrey…
–¿Con don Baltasar? ¿Va a ver al señor Virrey? ¡Oh! ¡Qué emoción! ¡Qué
suerte la suya! –exclamó extasiada dejando caer la mantilla al suelo.
Sus ojos brillaron con tal intensidad que Alessandro sospechó que
Manuela ya no estaba allí. Lo que no llegó a entrever fue que la joven,
aburrida y sin metas ni propósitos concretos en la vida, vivía de ilusiones,
de espejismos, de quimeras. Se dejaba arrastrar por la imaginación, que la
llevaba lejos, muy lejos, a la fastuosa corte de nobles y reyes, donde todo
era lujo, donde todo era riqueza y placer. Lejos, muy lejos de aquella pobre
ciudad en la que vivía, pequeña, chata, húmeda, hecha de viento y de barro.
Ella no había nacido para el amor de un tosco comerciante sino de un noble,
de un Rey… o, al menos, de un Virrey.
–Sí, voy a ver al Virrey –repitió Alessandro sin saber muy bien cómo
continuar. No podía creer que un hombre grande, sordo y poco atractivo
como Cisneros pudiera provocar tal arrobo en una jovencita y, sintiendo
la lacerante punzada de los celos, no pudo evitar decir–. ¿A la Virreina la
conoce?
–Ehhh… –balbuceó ella acusando el golpe– Por supuesto que conozco a
doña Inés de Gaztambide, aunque es muy retraída y casi no tiene vida social.
Ni siquiera va a misa porque lo hace en la capilla de la Fortaleza… es casi…
casi como si no existiera…
Se instaló un silencio incómodo entre ellos. Sin mediar palabra,
Alessandro avanzó lo que pudo con el retrato. En cuanto Laureana llegó con
el zapato ya reparado, Manuela exclamó, delicada y correcta como siempre,
pero evidentemente molesta:
–Bueno, señor Scavino, no lo retengo más. Cumpla con sus obligaciones
que yo iré a cumplir con las mías.
Y, sin decir más, se marchó.

Se detuvo frente al puente levadizo que unía la Plaza del Fuerte con la

125
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Fortaleza y miró hacia arriba. La inmensa y vetusta mole cuadrada siempre


lo estremecía. Quizás, por lo sombrío de los bastiones ubicados en cada uno
de sus cuatro ángulos, quizás, por los treinta y cinco cañones que apuntaban
desafiantes. El alto mástil, en el que flameaban los colores de la corona,
se imponía sobre el chato paisaje circundante. Atravesó con cuidado el
puente levadizo mirando de reojo el profundo foso que servía de protección.
Protección que, con los acontecimientos que se estaban desarrollando en la
vecina Plaza de la Victoria, se había reforzado con la presencia de guardias
por todos lados. Guardias que de todos modos no imponían mayor respeto.
Estaban mal vestidos, muchos incluso descalzos y con el pelo largo y
desgreñado. Ya en el interior, divisó el amplio patio central que en época
de Sobremonte había sido escenario de grandes banquetes y comilonas.
Ahora, sólo se veían un par de hombres limpiando a desgano. Desorientado,
detuvo unos instantes su caminata. Debía ir al despacho del Virrey y no
quería terminar extraviado en las oficinas de la Real Audiencia o de la
Aduana. Afortunadamente recordó el camino y continuó. Cuando ya estaba
aproximándose a destino, se cruzó con los regidores Ocampo y Domínguez,
que salían con gesto ceñudo. Eran los enviados del Cabildo para hacerle
firmar a Cisneros el pedido formal de un Cabildo Abierto. Éste no había
tenido más opción que aceptar pero, en un intento por controlar la situación,
exigió que los participantes fueran previamente citados por esquela.
Tocó a la puerta y entró. Un gran escritorio dominaba la estancia. Varias
mesas de madera dorada, sillas y sofás de caoba completaban el lujoso
mobiliario. El Virrey, parado frente a la ventana que daba al río, miraba
hacia afuera distraído.
–Vuestra Excelencia… –dijo primero Alessandro suavemente pero,
debido a la importante sordera del Virrey, repitió más fuerte– ¡Vuestra
Excelencia!
Don Baltasar Hidalgo de Cisneros dio media vuelta y sonrió levemente.
–Mirar el río me calma. A veces, voy hasta la azotea y me quedo un
rato contemplándolo. Es tan ancho que parece un mar… Extraño el mar –
murmuró melancólico el marino.
Viejo compañero de Liniers, Cisneros tuvo una destacada participación
en la desastrosa batalla de Trafalgar, donde la armada franco-española fue
completamente derrotada y en la que él perdió gran parte de su capacidad
auditiva. Pero eso nunca le había molestado tanto como ahora. En aquellos
días de discursos altisonantes, murmuraciones sediciosas y amenazas
revolucionarias, la sordera lo aislaba y se le hacía más insoportable que
nunca.

126
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Caminó hasta el escritorio y se derrumbó en su sillón con evidente


desaliento.
–¡Miradme, señor Scavino! Ahí está el cuadro que vos mismo habéis
pintado.
Alessandro miró el cuadro de generosas dimensiones que lucía colgado
de una de las paredes del despacho. Allí se lo veía al Virrey pomposamente
vestido con una elaborada casaca colorada de cuello alto de la que sobresalían
blancos puños de puntillas. Su largo flequillo negro no ocultaba una mirada
penetrante, segura, confiada de sí y de su destino.
–Así era yo al llegar aquí...
Cuarenta días después de la Asonada del 1° de enero de 1809, la Junta
Central de Sevilla pareció escuchar todas las quejas y críticas elevadas contra
el Virrey Liniers por sus enemigos y lo depuso, designando en su lugar al
Teniente General Cisneros. Confusas instrucciones y escalofriantes rumores
hicieron que el flamante Virrey desembarcase primero en Montevideo,
donde la presencia de un español como Elío le daba mayor seguridad.
Esto y la probable designación de Elío como Inspector de Armas, con las
previsibles consecuencias que ello traería para las milicias criollas, pusieron
en pie de guerra a toda la militancia patriota. Belgrano, estratega nato, tejió
un plan para sostener a Liniers en el gobierno y romper relaciones con una
Junta que, de hecho, no tenía autoridad alguna para remover a un Virrey que
había sido válidamente designado por el Rey Carlos IV. Pero la extremada
prudencia de Saavedra y la fidelidad de Santiago de Liniers a una corona ya
inexistente abortaron el proyecto. Cisneros, finalmente, llegó a Buenos Aires
a mediados de 1809.
–Recuerdo el día en que llegué –dijo con una sonrisa triste en los labios–.
Rehusé tomar el coche en el puerto y caminé hasta aquí sólo protegido por
una doble fila de soldados. La gente me aclamaba. Había música y festejos
por todos lados.
Era fácil confundirse. La llegada de alguien como Cisneros atraía la
curiosidad de mucha gente, desacostumbrada a las grandes ceremonias y a
la fastuosidad de la Corte. Pero la aclamación de un día podía convertirse
en insulto al día siguiente y el marino pronto supo que navegaba por aguas
turbulentas. La situación política era extremadamente compleja y a ello había
que añadirle una crisis económica cercana a la bancarrota. Don Baltasar, sin
apoyos ni grandes dotes políticos, se vio pronto convertido en un muñeco de
trapo, tironeado por todos los factores de poder de la ciudad, transando con
todos y no dejando satisfecho a ninguno.
–Perdoné a los españoles la asonada del 1° de enero y restablecí los

127
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

batallones disueltos; le di al doctor Belgrano la posibilidad de editar el


periódico “El Correo de Comercio” y autoricé sus reuniones nocturnas con
los colaboradores; mantuve, pese a la reestructuración, el equilibrio en las
milicias criollas; abrí el comercio a los ingleses… ¡Qué más! ¡Qué más!
–¿Y a Juan Díaz de la Vega le habéis dado algo? –preguntó Alessandro un
poco harto de la letanía quejosa de don Baltasar.
–¡Ese contrabandista bribón! –exclamó con fastidio.
–Sé que lo teníais bajo vigilancia. ¿Qué habéis sabido de lo ocurrido?
–El último lugar donde se lo vio fue en la Posada de Clara la Inglesa,
reducto británico de la ciudad. Salió de allí ya entrada la noche y no se supo
nada de él hasta que su hijo lo reportó muerto la madrugada siguiente. No
me extrañaría que esos piratas lo hubieran hecho. Tened la seguridad de que
en todas las desgracias que ocurren en estas tierras… ¡ellos están detrás!
Baltasar sacó de su casaca un hermoso reloj de bronce en el que le habían
grabado los trofeos militares recibidos en sus días de gloria. Consultó la
hora. La entrevista con Alessandro había terminado. Su tiempo como Virrey
del Río de la Plata lo haría sólo un poco después.

Cuando atravesó nuevamente el puente levadizo y llegó a la Plaza de la


Victoria, la encontró tranquila. Quedaban algunos chisperos disimuladamente
ubicados bajo los arcos de la Recova y otros formados en grupitos en las
esquinas, pero nada más. El grueso de los manifestantes se había dispersado
tras la promesa de Saavedra de sostener con las armas las demandas de la
gente y la confianza en que el doctor Belgrano, que había quedado dentro
del Cabildo, podría neutralizar los riesgos que el tema de las citaciones había
suscitado.
En su camino a casa pasó por enfrente de la tienda de géneros del
español Prudencio Esteves. Viendo a través de la vidriera, una de las pocas
de la ciudad, un verdadero cónclave españolista, entró. No perdería la
oportunidad de averiguar algo. A don Prudencio lo acompañaban Gaspar
de Santa Coloma, Ventura Marcó del Pont, Luis de Gardeazábal y Domingo
García, todos importantes comerciantes españoles quienes, junto a los altos
funcionarios y a las autoridades eclesiásticas, constituían el grupo social
dominante. Estaban conversando animadamente mientras un esclavo del
dueño de la tienda cebaba mate a sus invitados. La costumbre del mate
estaba muy arraigada en todos los estamentos sociales porteños y era una de
las pocas que Alessandro no había podido incorporar después de tantos años
de residencia. Observó, sin embargo, con curiosidad, cómo el esclavo de
don Prudencio servía agua caliente en un precioso mate de plata con forma

128
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

de cáliz. Éste contenía en su interior el “té paraguayo” que los invitados, por
turnos, iban sorbiendo a través de una delicada bombilla también de plata.
Era el cebador quien entre mate y mate se encargaba de limpiar la bombilla
con una tela limpia.
–¡Señor Scavino! –exclamó Prudencio al verlo ingresar en la tienda–
¿Deseáis acompañarnos con un mate?
Alessandro se excusó lo más delicadamente que pudo. Demasiado caliente
y amargo para su paladar, ya malacostumbrado al delicioso chocolate. Hizo,
en cambio, un ademán para que continuaran con su conversación.
–Los problemas económicos son muchos –decía Marcó del Pont–. Los
precios de los comestibles y artículos de primera necesidad ya se han
quintuplicado.
–Y hay artículos que faltan, como el papel –comentó preocupado
Gardeazábal.
–Lo que falta es el efectivo –interrumpió Domingo García mientras sorbía
sonoramente el mate, cosa que por supuesto no debía hacerse. Alessandro
contempló con desagrado al esposo de la joven y hermosa Manuela. Retacón,
voluminoso y mofletudo, de modales toscos y arrogantes al mismo tiempo–.
Hay innumerables artículos para la venta, ¡pero no hay un peso en efectivo!
–gritó escupiendo a su alrededor.
–El tesoro es el que está sin un peso –intervino Prudencio salvando al
resto de las salivaciones de don Domingo–. No hay dinero para pagar los
sueldos…
–No hay dinero para pagar las deudas –completó Santa Coloma que tenía
todavía pendiente el cobro de un préstamo que le había hecho al Cabildo en
1802–. Ya os dije yo que con las medidas de Cisneros de abrir el comercio a
los ingleses iban a venir quiebras y atrasos...
–Es una vergüenza la poca firmeza que ha exhibido hasta ahora
Cisneros –dijo iracundo Gardeazábal, amigo y socio de Martín de Alzaga y
probablemente repitiendo palabras suyas–. Ante el primer escollo aflojó las
riendas y ahora todo anda desbocado.
Alzaga y Gardeazábal, entre otros españoles, aspiraban a cortar lazos
con la metrópoli en un intento por recoger ellos la herencia de España, en
especial, el monopolio comercial, a diferencia de los funcionarios virreinales
que se mantenían en silencio, dispuestos incluso a aceptar a Bonaparte con
tal de no perder sus empleos y prebendas.
–No te ofusques, Luis –contestó Santa Coloma, más moderado–. El Virrey
tiene buenas intenciones… lo que ocurre es que le falta sentido político y
apoyo.

129
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–¡No sabe controlar a los ingleses! ¡No sabe controlar a los americanos! –
continuó Gardeazábal con furia– Debería decirles a todos esos ignorantes que
fuimos nosotros, y no ellos, los que hemos hecho progresar estas tierras…
Ahora que el monarca era ya una figura imaginaria y el sentimiento de
libertad avanzaba con velocidad, españoles y criollos estaban destinados a
chocar irremediablemente. Viendo que el discurso iba por senderos cada
vez más ríspidos, Alessandro mostró a don Prudencio el botón de nácar que
siempre llevaba consigo por las dudas. El comerciante lo observó con aires
de entendido y comentó que pertenecía con seguridad a un capote de muy
buen nivel.
–Yo tengo uno… –alardeó García escupiendo a los cuatro costados y
luego, como arrepintiéndose, se calló la boca.
¿Por qué calló? –se preguntó Alessandro antes de que la imagen de
la dulce, aburrida y fantasiosa Manuela, mezclándose con la de María
Concepción, lo invadiera por completo.

MARTES 22 DE MAYO
El día amaneció gris y helado, sin embargo, las negras nubes que iban
cubriendo el horizonte no impidieron que una multitud se congregase en
los alrededores del Cabildo. Por todos lados se veían las casacas azules de
los Patricios, fuertemente armados y al mando del Capitán Eustaquio Díaz
Vélez, uno de los oficiales más audaces y revolucionarios del cuerpo. Con
los fusiles al hombro, controlaban el paso dando la imagen de hallarse en una
ciudad tomada. Pero los Patricios no estaban solos. Enfundados en ponchos
y capotes que marcaban la silueta de los puñales y pistolas que llevaban por
debajo, la Legión Infernal ejercía presión y derecho de admisión.
Ignacio Díaz de la Vega, con su esquela en la mano, intentaba llegar
hasta la puerta del Cabildo atrapado en un mar de gente. Empujones, gritos,
insultos se oían de una y otra parte. Militares y chisperos complicaban la
entrada. De golpe, sintió que lo tomaban con fuerza de un brazo, obligándolo
a enfrentarse cara a cara con un par de ojos negros que destilaban furia, que
parecían odiarlo sin saber quién era ni por qué.
–Vos no pasás. ¡Mueran los chapetones! –rugió Ramón Acosta con aire
provocador.
–¡Es uno de los nuestros, Acosta! –gritó Beruti– ¡Dejalo pasar!
Demorándose unos segundos, como si no quisiese largar su presa, Ramón
finalmente aflojó la presión sobre el brazo de Ignacio y se apartó. Éste, con
el corazón acelerado, avanzó hacia el Cabildo. “Es de los nuestros”, seguía

130
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

repitiendo su cabeza. Sí, ese día estaban del mismo lado, pero ¿por cuánto
tiempo más? El recuerdo del odio implacable que había visto en esos ojos le
dijo que no sería mucho.
Esa mañana gris, doscientas cincuenta y un personas, de las cuatrocientas
cincuenta efectivamente invitadas, lograron entrar. El número de españoles
fue menor al de los americanos. Varias circunstancias contribuyeron. A
muchos españoles no los dejaron pasar, otros prefirieron no correr el riesgo y
directamente no asistieron. Invitaciones de españoles fueron a parar a manos
criollas, lo mismo que varias impresas de más el día anterior en la Imprenta
de los Niños Expósitos controlada por el chispero Agustín Donado. Es
por todo eso que el Cabildo no contó con la asistencia de muchos vecinos
“decentes” de la ciudad, como había sido la intención del Virrey, y sí con
la revoltosa presencia de pulperos, oficiales de segunda y habitantes de las
barriadas pobres. Se anticipaba, por tanto, una jornada poco tranquila. Una
jornada revolucionaria.
Ignacio logró atravesar los arcos del Cabildo. Pasó por la galería inferior,
donde solía montarse el triste y repelente espectáculo de ver expuestos los
cadáveres encontrados en calles y huecos, generalmente como resultado de
peleas, accidentes o muertes repentinas, a fin de ser reconocidos y reclamados
por sus deudos. No lejos de allí, se encontraba el sitio donde llevaban a
cabo las subastas públicas. Con esfuerzo ingresó al edificio, pero dentro la
cosa no estaba más tranquila. Una multitud se agolpaba en las estrechas
escaleras para acceder al piso superior. Observó con preocupación cómo los
corredores y laterales de la Sala Capitular estaban ya poblados por jóvenes
revolucionarios de la Legión Infernal. Como la concurrencia iba a exceder
la capacidad de la solemne Sala de Acuerdos, se había acondicionado al
efecto la extensa galería superior. En el extremo norte de la misma se ubicó
el estrado. Sobre éste, una gran mesa con tapiz de terciopelo rojo carmesí
presidía el lugar. Los altos sillones de las autoridades se encontraban a su
alrededor. Desde allí hasta el extremo sur de la galería se acomodaron todos
los bancos y escaños que se habían logrado conseguir de la Catedral y de las
Iglesias de Santo Domingo, San Francisco y la Merced.
Una vez allí, miró a su alrededor buscando un sitio donde ubicarse. Entre
la multitud divisó a Manuel Belgrano, parado frente a una de las ventanas
que miraban a la plaza. Su ubicación no era casual. Respondía a un sistema
de señales ya acordado con French y Beruti. Si la cosa se complicaba él
agitaría un pañuelo blanco y los “chisperos”, apostados en la plaza y dentro
del mismo Cabildo, entrarían en acción…
A las diez y media de la mañana todo parecía listo para arrancar. Luego

131
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de la apertura a cargo del Escribano del Cabildo comenzó el ansiado debate.


El primero en levantarse fue el Obispo Benito Lué y Riega, imponente en
sus lujosos atavíos eclesiásticos. El conflictivo Obispo, que un año atrás
había intentado destituir al Virrey Liniers, tomó la palabra en nombre de los
españoles y, desbocado, habló con soberbia y escaso tacto político:
–¡Me asombra –vociferó– que haya hombres nacidos en la colonia que
se crean con derecho a tratar y discutir asuntos privativos de los que han
nacido en España! Negar a la ciudad de Cádiz el derecho de imponer un
gobierno general es una censurable y grave actitud. Desconocer la autoridad
de la Regencia que en España se ha constituido es un delito que las leyes
de la metrópolis castigan severamente –Y, como si eso no fuese suficiente,
arremetió–: Mientras exista en España un pedazo de tierra mandada por
españoles, ese pedazo de tierra debe mandar a las Américas. Es más,
¡mientras exista un solo español en las Américas ese español debe mandar a
los americanos!
La reprobación a las palabras del Obispo no se hizo esperar. Abucheos
y silbidos retumbaron por toda la sala. Había que contestarle al arrogante
Obispo y hacerle morder el polvo. En medio de una vigorosa aclamación
patriota, tomó la palabra Juan José Castelli, orador nato, dueño de una
palabra vibrante, cargada de razón y pasión. La “voz de la revolución” refutó
una a una las elitistas palabras del obispo, dio razones jurídicas y terminó
fijando la posición política de los patriotas:
–¡La España ha caducado en su poder para con estos países! ¡Es a los
pueblos a quienes exclusivamente les toca declarar su voluntad en este caso!
¡Porque el pueblo es el origen de toda autoridad y el Magistrado no es sino
un precario ecónomo de sus intereses…!
No habían concluido aún los “vivas” y aplausos que tronaron al término
del largo discurso de Castelli, cuando se escuchó la voz del fiscal Manuel
Genaro Villota, un hombre capaz y respetado en los ámbitos judiciales, que
puso a los patriotas en aprietos:
–Asiste razón al doctor Castelli –comenzó concediendo–, pero el pueblo
de Buenos Aires, señores, no tiene por sí solo derecho alguno a decidir sobre
la legitimidad del Gobierno de Regencia instaurado en España, sino en
unión de todos los demás pueblos del Virreinato y mucho menos a elegirse
un gobierno soberano por sí solo.
Se hizo un profundo silencio. El Obispo y los españolistas sonrieron
satisfechos. Nadie se esperaba aquel argumento. Nadie había dudado del
papel de Buenos Aires para darse un gobierno propio y conducir al resto
del Virreinato. Entonces, mientras Castelli intentaba reacomodarse, tomó

132
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la palabra un hombre bajísimo y delgado, de finos y escasos cabellos. El


doctor Juan José Paso. Abogado pobre y respetable, de sonrisa constante
y respuesta rápida, era dueño de una oratoria desordenada pero altamente
convincente, como lo demostró en aquella ocasión:
–Dice muy bien el señor Fiscal que debe ser consultada la voluntad
general de los demás pueblos del Virreinato, pero en el actual estado de
peligro no es prudente ni conveniente el retardo que importa el plan que él
propone. Buenos Aires necesita con mucha urgencia ponerse a cubierto de
los peligros que la amenazan. Por ello, una de las primeras medidas debe ser
la inmediata formación de una junta provisoria de gobierno a nombre del
señor don Fernando VII y que ella proceda sin demora a invitar a los demás
pueblos del Virreinato a que concurran por sus representantes a la formación
de un gobierno permanente.
El delirio estalló dentro y fuera de la sala.

Calle del Santo Cristo entre Piedad y La Merced… no, no, Arce entre Lezica
y Sáenz Valiente. Alessandro sacudió la cabeza. No podía acostumbrarse
a la nueva denominación de las calles impuesta luego de las invasiones,
cuando se decidió ponerles el nombre de vecinos destacados en la lucha
contra los ingleses. Y justamente a los ingleses iba a ver aquella destemplada
tarde. Muerto de frío, llegó a la posada de “doña Clara”24. Mary Anne Clarke
Taylor, o “Clara la inglesa”, era una atractiva viuda de tumultuoso pasado que
desde su arribo, una década atrás, había escandalizado a la pacata sociedad
porteña. Sin embargo, gracias a su inteligencia y habilidad había logrado
prosperar y de tener un prostíbulo lleno de marineros borrachos pasó a ser la
propietaria de una posada muy frecuentada por la activa comunidad inglesa
de la ciudad. El marino Guillermo Brown, por ejemplo, era asiduo visitante
de su fonda. Además, el lugar era estratégico. Desde su azotea se dominaba
el río y gracias a los buenos telescopios que poseía, podían estar al tanto de
las entradas y salidas de todas las embarcaciones. Fue allí entonces donde,
justamente, ese año estableció su sede la “British Commercials Suscription
Rooms of Buenos Aires”.
Con puntualidad británica llegó a su cita con el Presidente de la
asociación, don Alexander Mackinnon, importante comerciante radicado
en Buenos Aires. Alexander no tenía el aspecto de un atildado Lord inglés
sino más bien el de un audaz aventurero. No era para asombrarse. La gran
mayoría de ingleses que llegaban a las lejanas tierras del Virreintato no eran,
precisamente, la flor y la nata de la sociedad inglesa. De todas maneras, la

24 Ubicada en la actual calle 25 de mayo, entre Sarmiento y Corrientes.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

inmigración británica era la más numerosa de la ciudad. Uno de los primeros


en venir había sido Roberto Billinghurst. Otros, como Gowland, Wright,
O´Gorman, Lynch, Robertson…, le siguieron.
–Gracias por recibirme, Mister Mackinnon –dijo Alessandro tras los
saludos de rigor–. Hoy es un día complicado…
–¡Yes indeed! –afirmó el inglés para continuar luego hablando en un
perfecto castellano de pésimo acento–. Después de tanto tiempo se enfrentan
cara a cara el partido español y el criollo.
–Imagino de qué lado están ustedes…
–Sure, mister Scavino –contestó Alexander con una sonrisita cínica en los
labios–. Hemos apoyado la causa americana desde hace mucho…
Sin mencionarlo ambos recordaron al espía Burke, célebre por sus
contactos con la alta sociedad porteña y sus amoríos con la controvertida
e infartante Anita Perichon. Además, los lazos eran fuertes. Muchos eran
los criollos, como Belgrano, Riglos o Sarratea, que hablaban fluidamente el
idioma inglés y no pocas niñas de buena familia se habían casado con recién
llegados de la Gran Bretaña. Por eso, continuó:
–La política del partido español ha sido siempre la de predisponer los
ánimos de las clases bajas en contra de nosotros. Sabemos que nos miran
con desconfianza y llaman despectivamente “inglés” a cualquier extranjero.
–Y no nos olvidemos de su oposición al libre comercio decretado por
Cisneros.
Como Virrey, Cisneros había recibido instrucciones de obrar en favor
de los comerciantes españoles, que no perdían oportunidad para reclamar
derechos exclusivos. Pero como gobernante necesitado de fondos, tuvo que
actuar en sentido contrario. El 6 de noviembre de 1809 firmó el “Reglamento
de Libre Comercio” con el que se beneficiaron, casi exclusivamente, las
naves y comerciantes británicos a pesar de la abierta oposición de los
monopolistas españoles. Legales o de contrabando, las mercancías inglesas
inundaron la ciudad.
–Cisneros no es más que un muñeco que avanza y retrocede según lo
lleve el viento –los ojos celestes de Mackinnon se habían vuelto gélidos
como el hielo–. Sí. Abrió el comercio a nuestros productos… pero sólo para
expulsarnos luego.
El Virrey decretó poco después la expulsión de todo ciudadano extranjero
del territorio del Virreinato, en un intento por controlar su constante
penetración y, principalmente, su expansión económica. Con los franceses,
por obvias razones, no hubo consideraciones y se exigió su inmediata
deportación. Con los ingleses se venían desarrollando intensas negociaciones

134
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

desde hacía meses.


–Como chairman de la Comisión encargada de defender los intereses de
los comerciantes ingleses en la ciudad, he elevado al Virrey los reclamos
de éstos en varias oportunidades. Lord Strangford, Ministro ante la corte
portuguesa en Río de Janeiro, nos ha respaldado abiertamente y solicitado
el derecho de permanecer aquí el tiempo suficiente para liquidar nuestros
negocios sin perjuicios económicos.
–¿Y habéis obtenido satisfacción a sus demandas?
–El Virrey nos ha contestado siempre con soberbia y frialdad –respondió
evidentemente molesto–, pero algo hemos conseguido. Del plazo inicial de
ocho días se amplió primero a cuatro meses y luego a uno más…
–¿Qué vence?
–Que venció el 18 de este mes –contestó Alexander y la expresión que de
pronto apareció en su rostro heló la sangre de Alessandro–. Claro que con
todo lo que está ocurriendo… –continuó como si hiciera falta.
“Ellos están siempre detrás” había dicho Cisneros y, en ese momento, le
creyó más que nunca.
–¿Y, usted, mister Scavino, que dice?
–Bueno… –respondió nervioso Alessandro. Sentía la mirada de acero del
británico incrustada en sus retinas, lo que le provocaba una gran inquietud
en todo el cuerpo– Yo tuve que declarar el tiempo de permanencia en la
ciudad, claro que llegué de Italia hace mucho…
–Me refería al motivo de su visita, dear friend.
–Claro, claro, ejem, quería consultarle sobre Juan Díaz de la Vega… sé
que estuvo aquí la noche en que murió.
–John, sí, el socio de Pío White, el bisnieto de... –se interrumpió con
expresión libidinosa al pensar en la inglesa Sarah Taylor, de quien mucho
había oído hablar, y sus excitantes experiencias en tierras de indios. Luego
continuó–: Asistió a una pequeña reunión que tuvimos aquí la noche del
17. Quizás había bebido un poco de más, es que el whisky que importamos
gracias a la apertura comercial era realmente excelente… Pero todo estaba
bien cuando se marchó. ¡It´s a shame! –cerró los ojos con un fingido aire de
pesar.
–¿Sabe si había tenido alguna discusión, algún problema con alguien?
–Estaba molesto porque ese día había tenido una fuerte pelea con
un abogado… –quedó pensativo un rato y Alessandro no supo si estaba
actuando o no– ¡Moreno! Mariano Moreno. Parece que el doctor publicó
algunas opiniones digamos… sarcásticas sobre el contrabando y eso lo
enfureció. Unfortunately, pobre John, eso no era algo difícil de lograr. Sé

135
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que hubo gritos e insultos, pero me contó que no se fueron a las manos
porque, al parecer, la lucha no es el fuerte de Moreno –concluyó en tono
de burla refiriéndose seguramente a que, en 1806, mientras la ciudad entera
intentaba la reconquista contra el invasor inglés, Mariano escribía y escribía
como un enloquecido sin salir del escritorio de su casa.
Incómodo por el lugar y la conversación, Alessandro se despidió. Mientras
pasaba por la sala de lectura, que contaba con periódicos de todo el mundo,
y salía de la posada, tuvo la incómoda sensación de ser observado. Hay ojos
por todos lados, pensó. Un escalofrío le recorrió la espalda.

En el Cabildo, largas horas se sucedían unas tras otras, pareciendo que


la jornada no tendría fin. Terminados los discursos llegó el momento de
votar. Los españolistas se encolumnaron en masa detrás de la moción que
proponía que Cisneros continuara en su puesto por no existir motivos para su
subrogación. A cada votación en tal sentido se escuchaban abucheos, silbidos
y burlas, incluso, según algunos damnificados, escupitajos e insultos. Pero
no todos gritaban en aquella acalorada jornada. El doctor Mariano Moreno,
con la mirada encendida y el gesto fruncido, permanecía en silencio lanzando
miradas desconfiadas a uno y otro lado. Dentro de las filas patriotas se
propuso la destitución del Virrey y la formación de una Junta provisoria
de Gobierno que convocara a los diputados del interior. El exaltado doctor
Francisco Planes, creyendo estar aún sobre la mesa de la fonda, pedía a los
gritos no sólo la destitución del Virrey sino también su ahorcamiento, ante
el griterío desbocado de la pueblada presente y la mirada espantada de los
españoles. Pero pese a los ruidosos festejos que acompañaron la moción,
ésta no mereció, afortunadamente, el apoyo mayoritario del Congreso como
sí lo hizo la iniciativa planteada por el moderado Cornelio Saavedra. Don
Cornelio propuso depositar el mando en el Cabildo para que fuese éste quien
formase la junta gubernativa de Gobierno, mas, aclaró el Comandante de
Patricios, no debían quedar dudas de que era el pueblo, no el Cabildo, el
único que confería la autoridad y el mando. Varios comenzaron a reproducir
entonces el voto de Saavedra. Parecía ser la fórmula ganadora, sin embargo,
para saberlo con certeza habría aún que contar todos los votos…

Tenía frío y la pierna le dolía. La noche había caído abruptamente y


todavía faltaba un poco para llegar a casa. La penumbra dominaba la calle
y él se mantenía alerta, intranquilo. Llegó al “Hueco de Lorea”, llamado así
porque la plaza de carretas y el mercado que entonces existían se levantaron
en las antiguas tierras del español Isidro Lorea, autor del retablo de la

136
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Capital, muerto heroicamente durante las invasiones inglesas25. En el lugar


paraban las tropas de carretas que venían especialmente del norte y del oeste
de la campaña, trayendo cerda, lana, grasa y cereales. También acudían
los indios a negociar. Llevaban sal, tejidos, lazos, boleadoras y plumas de
avestruz y los cambiaban por caña, tabaco o yerba mate. Atravesó con toda la
premura que le permitía su pierna lastimada las casas de negocios, boliches
y fondines frecuentados por aborígenes, troperos y acopiadores. Una cuadra
más adelante, al pasar por el oscuro pórtico de la Iglesia de la Piedad26,
supo que estaba en problemas. Era habitual que allí, como en el resto de los
atrios y puertas de los templos, se escondieran ladrones y malandrines listos
para atacar a sus víctimas. Alcanzó a ver a un joven musculoso, de cabello
largo y mirada intensamente negra. Y nada más. Cayó pesadamente a la
calle. Tensionó todos los músculos de su cuerpo esperando otro golpe, pero
ello no ocurrió. Le pareció escuchar una carcajada a lo lejos. Con dificultad
intentó ponerse de pie. ¡Se había roto su hermoso bastón de caoba rubia
tallada! ¡Maldición! –masculló dolorido. ¿Habría molestado a alguien con
sus preguntas? ¿La Junta de Vigilancia de Cisneros?, ¿la Legión Infernal?,
¿los espías de su Majestad Británica?… ¿Estaría más cerca?

MIÉRCOLES 23 DE MAYO
La mesa estaba servida. La voluntariosa Casilda Igarzábal preparó un
opíparo desayuno para aquellos revolucionarios que habían llegado del
Cabildo pasada la medianoche y aún no habían repuesto energías. Humeantes
tazones con café, leche y chocolate los esperaban junto a unas riquísimas
tostadas acompañadas de manteca y jalea de naranjas e, incluso, bollitos de
miel y pastelitos comprados aquella misma mañana en la panadería cercana
al convento de San Francisco.
–Mmmmm –exclamó Nicolás Rodríguez Peña con los ojos risueños y la
franca sonrisa que lo caracterizaban–. ¡Te luciste, cariño!
Dio un beso a su esposa y se sentó a la mesa. Ella lo contempló, feliz.
Su misión no era fácil. Sabía de las reuniones secretas de su marido y no
ignoraba el riesgo y el peligro a los que se exponía. Debía observar todo
desde un discreto segundo plano pero al mismo tiempo estar siempre allí,
para cobijar, para aliviar los dolores y las preocupaciones del hombre con
quien se había casado. Poco después aparecieron Juan José Castelli, que

25 En la actualidad, Plaza Lorea, integrante del espacio verde de la extensa Plaza del
Congreso.
26
Ubicada en las actuales calles Bartolomé Mitre y Paraná.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

por la hora en que había terminado la sesión no cabalgó hasta San Isidro y
se quedó allí, y el vecino Ignacio Díaz de la Vega, quien acudió temprano
interesado en saber si había novedades. Los tres atacaron sin piedad el
desayuno hasta que el aldabón de la puerta les anunció un cuarto comensal.
Manuel Belgrano entró en la sala. El madrugador Manuel hacía rato que
había desayunado pues quería pasar por el Cabildo a ver si estaba concluido
el recuento de los votos.
–¿Estás bien, Manuel? –preguntó Nicolás al ver a Belgrano muy pálido.
–Sí, estoy bien. No te preocupes –le contestó éste mientras sentía un
dolor punzante en su garganta y atisbos de fiebre que lo acosaban sin piedad.
Culpa de la humedad de la noche anterior. Humedad que había complicado
sus pulmones pero también su corazón al entablar, aunque breve, un diálogo
con María Josefa Ezcurra, mujer inteligente, apasionada… y casada, que le
quitaba el aliento y la razón–. El recuento está hecho –anunció para quitarse
a María Josefa de la cabeza–. ¡Ha sido una victoria aplastante! Con 26
abstenciones, la moción de destituir al Virrey se impuso por 164 sufragios
contra 61 de los españolistas que pretendían conservarlo en su cargo.
–¡Bravo! –exclamó Nicolás lanzando un pastelito al aire– ¿Y ahora?
¿Cómo sigue la cosa?
–Triunfó la moción de Saavedra, así que el Cabildo deberá designar a
una Junta Provisoria –explicó Manuel–. Se han retirado a sesionar a puertas
cerradas.
–¿A puertas cerradas? –preguntó Ignacio sorprendido.
–Esto me huele mal… –murmuró Castelli pensativo.
Había escuchado al nervioso y desconfiado Moreno decir la noche anterior:
“El Cabildo nos traicionará”. Juan José bebió otro sorbo escondiendo en la
humeante taza de café el ceño fruncido y preocupado.
Algo olía muy mal y no era, precisamente, el desayuno de la valerosa
Casilda.

En la Plaza y en los alrededores del Cabildo se concentraban varios grupitos


de personas a la espera de novedades. Alessandro atravesó la Recova y llegó
a la calle del Colegio. Enfrente de la Iglesia de San Ignacio y del Cuartel
de Patricios estaba el concurridísimo Café de Marco, uno de los sitios más
frecuentados por patriotas y personas fuertemente politizadas. Como si
necesitara corroborarlo, pudo escuchar el griterío que emergía del local a
varios metros de la puerta. Tomó valor y entró. Las paredes blanqueadas
chorreaban humedad, sin embargo, cada vez que alguien pasaba corriendo
por la calle, el salón se llenaba de un polvo ceniciento que venía a unirse al

138
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

denso humo de los cigarros. Entrecerró los ojos para observar mejor. Divisó
a varios oficiales y soldados del vecino Regimiento, asidua clientela del
café. También, a unos cuantos exaltados que, achispados por el vino, el licor
o el aguardiente, gritaban barbaridades arriba de una tarima. Es que en los
cafés solían prosperar la irreverencia y la herejía. Sin tapujos, se llamaba
cornudo al desdichado Carlos IV y genio a Voltaire, se blasfemaba de Cristo
y se nombraba a Rousseau. Y justamente a un fiel seguidor de Voltaire y de
Rousseau buscaba él. Lo encontró sentado solo en una mesa, escuchando
los diálogos de la gente y tomando, de a pequeños sorbos, una copa de licor.
–¿Doctor Moreno?, ¿le molesta si lo acompaño unos minutos?
Tras dudarlo unos instantes, Moreno lo invitó a sentarse con un gesto.
¡Qué rostro más interesante para hacer un retrato!, pensó impactado no bien
estuvo frente al joven abogado de treinta y un años. Casi mulato, su piel
morena revelaba los humildes comienzos en el pobrísimo Barrio del Alto
de San Telmo. Portaba, además, las indelebles marcas de una viruela sufrida
de niño, que no eran sino una muestra de su voluntad a prueba de fuego,
aquella que lo empujaba siempre a ser más y más y a no detenerse frente a
las adversidades. Y sus ojos... Unos ojos negros y vivaces, que se encendían
por la fuerza de sus convicciones, que contagiaban a los demás la pasión de
sus ideas, que eran, para el valiente que se atreviera, la puerta de entrada
al abismo del verdadero Mariano Moreno. Un abogado exitoso, relator de
la Real Audiencia y asesor del Cabildo, brillante y respetado, tan brillante
que hacía sentir invisibles a los demás. Un trabajador incansable, que se
entregaba a sus ideas noches enteras hasta que el reuma le agarrotaba las
manos impidiéndole siquiera tomar la pluma. Un hombre idealista, atrevido,
precipitado, un hombre para admirar, para extrañar, pero no para tener, salvo,
quizás, para la dulce María Guadalupe Cuenca, la única que podía salvarlo
de sí mismo. Un patriota nervioso, desconfiado de todo y de todos, cargado
de temores, posiblemente neurótico, incluso tal vez, algo desequilibrado…
un patriota que era justamente lo que la patria necesitaba en ese momento.
Un jacobino que no se detendría ante nada. Un revolucionario que encendía
a la gente con sus escritos y palabras y así la conducía a la libertad...
Uno de los parroquianos, que tras unos cuantos tragos de aguardiente se
creía el mismísimo Juan Jacobo Rousseau, discurseaba arriba de la tarima.
La concurrencia miró expectante a Moreno, el “sabiecito del sur” como ya lo
llamaba Beruti. Mariano tomó su copa y la levantó en señal de aprobación.
El griterío fue entonces ensordecedor.
–Tres cadenas sujetaron a este gran continente a la metrópolis por más de
trescientos años –le dijo entonces a Alessandro con un tono de voz mucho

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

más sereno del que hubiera imaginado para los nerviosos movimientos de
su cuerpo–: el terror, la ignorancia y la religión católica. Es hora de que el
pueblo aprenda. Aprenda que es sólo de él, de la voluntad general, de donde
parte toda autoridad.
Lector voraz y apasionado, alumno brillante y destacado, Moreno logró
acceder a una educación que su humilde padre no estaba en condiciones de
proporcionarle. En la Universidad de Chuquisaca, donde estudió derecho,
el pensamiento de los filósofos franceses, especialmente de Rousseau, lo
atraparon por completo. Y entonces ya sólo fue cuestión de tiempo.
–¿Y la economía qué papel juega en eso? –preguntó Alessandro queriendo
llevarlo al terreno que a él le interesaba.
–Fundamental. No hay revolución sin dinero. En la batalla por el libre
comercio está la génesis… –las últimas palabras de la frase quedaron
sepultadas bajo el ruido de las carambolas de los billares ubicados en el
fondo del local, por lo que repitió más fuerte–: está la génesis, el origen, de
la revolución.
El año anterior, la firma inglesa Dillon y Thwiates había reclamado el
derecho de introducir libremente sus mercaderías ante la oposición, por
supuesto, de los comerciantes monopolistas españoles. Entonces, cansados
de los perjuicios que les ocasionaba el monopolio con España, los hacendados
y agroexportadores criollos recurrieron al doctor Mariano Moreno para dar a
conocer su posición.
–En la “Representación de los Labradores y Hacendados” se demostró la
necesidad de los productores de poder comerciar directamente con Inglaterra
y con otros importantes clientes de sus productos, solicitándose por lo tanto
la aplicación del sistema de libre comercio –resumió Moreno el contenido
de su escrito, hábil y preciso, influenciado claramente por las teorías
económicas de Manuel Belgrano que, aunque no tuvo gran trascendencia
en ese momento, luego sería esgrimido como uno de los pilares iniciales del
liberalismo económico del país.
–Y fueron escuchados –acotó Alessandro–. Poco después el Virrey
Cisneros decretó el “Reglamento de libre comercio”.
–Sí, es verdad, pero la victoria nunca es completa. Es más fácil sostener
utópicos ideales de libertad que romper la cadena comercial de Cádiz…
–Y su contrabando.
–¿Puede existir cosa más ridícula –exclamó Mariano con la mirada
encendida– que un comerciante que defiende a los gritos la observancia de
las leyes monopolistas y, dentro de su tienda, no vende más que géneros
ingleses ingresados clandestinamente? ¡Qué burla! ¡Qué insulto a nuestros

140
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

derechos!
–¿Eso era lo que hacía Juan Díaz de la Vega? –disparó Alessandro
esperando la reacción, que no se hizo esperar. Los inquietantes ojos de
Moreno brillaron y, para el que estuviera atento, por ellos pasaron la furia, el
odio y también el temor.
–Ese delincuente no merece que perdamos un solo segundo hablando
de él –dijo con la voz grave y los dientes apretados–. Dios hizo justicia –
prosiguió el revolucionario que pese a todo no dejaba de ser católico– antes
de que el doctor Castelli consiguiera encarcelarlo por sus múltiples delitos.
–¿El doctor Castelli…? –preguntó Alessandro pero ni una palabra más
salió de los labios de Moreno.
Una ráfaga de viento que recorrió el local al abrirse la puerta de entrada
le recordó que tenía que emprender el regreso a casa. Se levantó, dispuesto
a dejar la mesa y el café, pero no pudo resistir la tentación.
–Discúlpeme, doctor Moreno, pero necesito saber por qué participó de la
Asonada contra Liniers.
–No es el primero –contestó Moreno con una sonrisa triste en los labios–.
Verá, cuando Fernando VII cayó cautivo de Bonaparte, España constituyó
primero un gobierno de Juntas y luego la Junta Central de Sevilla y lo hizo
sin el acuerdo ni la voluntad expresa del Monarca. Esa junta, señor Scavino,
no tuvo nunca autoridad sobre América y, al aceptarla, sólo establecimos un
vasallaje de vasallos. Creí entonces, y creo ahora, que debemos darnos un
gobierno propio, republicano y Alzaga fue el primero que intentó llevarlo a
cabo.
–Pero, ¿Alzaga?
–A veces uno debe aliarse con el demonio mismo si es necesario –
respondió el jacobino, antimonárquico y republicano, que nunca había
coincidido con las salidas intermedias de los carlotistas como Belgrano y,
menos aún, con la moderación extrema y pacata de Saavedra.
De hecho, Moreno y Saavedra se transformarían sólo poco tiempo después
en los referentes de dos visiones completamente distintas y enfrentadas sobre
cómo manejar el proceso revolucionario.
Sacó de su casaca una cigarrera en la que se leía “Viva el Rey Fernando
VII” y tomó un cigarrillo de papel. Siguiendo la mirada de Alessandro rio
de buena gana, con una sonora carcajada que desapareció tan súbitamente
como llegó:
–Voy a tener que cambiarla, ¿no? –encendió el cigarrillo y aspiró con
fuerza. Su rosto volvió entonces a su adustez habitual– Hay que hacer lo
que sea necesario… cueste lo que cueste… sí… deberemos derramar mucha

141
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

sangre para que la patria sea como la soñamos –dijo premonitoriamente,


inmerso en sus pensamientos.
Alessandro, invisible ya a los ojos de Moreno, se alejó de la mesa y salió
del Café de Marco. Dejó atrás un entrevero de humo y voces, de cansancios y
nervios acumulados por las jornadas ya pasadas…y por las que aún faltaban
venir.

Sentado frente al cuadro de Manuela se entregó a la desazón en cuerpo


y alma. Los ojos de Moreno lo habían impactado. ¿Qué vería en los suyos
aquella fresca muchacha que comenzaba a emerger de la pintura? Vería
dolor, vería amargura, vería a un viejo cansado y hastiado de la vida. ¿Vería
algo o sería para ella tan invisible como era para Moreno todo aquello que
no lo conducía a su objetivo? Laureana escuchó sus pasos al llegar y se
apresuró a prepararle un chocolate con bizcochos de canela, jengibre y nuez
moscada, su especialidad para los días en que acosaban tristezas y viejos
demonios. Sabía que los necesitaría y, sin embargo, al verlo contemplar a la
jovencita del retrato con una mezcla de deseo y desolación, no pudo evitar
que la pregunta saliera de sus labios:
–Amo, ¿por qué no se casó nunca? ¡Si no es un mal partidario!
–Partido, Laureana, se dice partido –dijo intentando sonreír y suspiró,
larga, tristemente–. Me hubiera gustado hacerlo una vez… hace mucho
tiempo –confesó antes de que se le quebrara la voz.
Su mirada transparente se enturbió por el recuerdo y el dolor. Era como si
no hubieran pasado los años. Para él seguía siendo su jovencísima María, tan
pequeña y adorable, tan dulce, tan parecida a Manuela, que dolía.
–Pero entonces, ¿qué jué lo que pasó? –insistió.
–Era casada –se limitó a decir.
No pudo contarle que el marido descubrió el adulterio y la recluyó en
la Casa de Ejercicios Espirituales, ese lúgubre lugar de severos muros y
pequeñas ventanas enrejadas al que destinaban a las mujeres que rompían
las reglas, que se apartaban de la virtud por amor26. No pudo decirle que
no logró salvarla, que la delicada María Concepción se marchitó durante
el encierro hasta desaparecer. No pudo explicarle que, desde entonces, no
había sentido deseos de vivir, que su alma había quedado atrapada en el
cuerpo de ella…
–¿Y vos? –preguntó urgido por cambiar de tema.
¿Y ella?, ¿qué podría contar? Nada. Nada porque el pasado no existía. Su
pasado no existía.

26 Ubicada en las actuales Avenida Independencia y Salta.


142
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Nunca me contaste nada de tu familia –repitió viendo la firme obstinación


en los ojos de la mulata–. Vení, sentate aquí –le hizo una seña para que se
sentase a su lado y le convidó uno de los riquísimos bizcochos que ella había
preparado.
Laureana, azorada, obedeció. Y vaya a saber si fue por lo extraño de
la situación o porque era la primera vez que alguien se interesaba en ella
o porque vio reflejado en los ojos celestes de su amo el mismo dolor que
ella guardaba muy dentro suyo, pero lo cierto es que ese pasado que tan
pulcramente se había empecinado en olvidar, salió. Salió impetuoso. Salió
desordenado. Entonces, a borbotones, como pudo, habló de su madre, la
hermosa y ardiente Tomasa, eximia bailarina y experta en conjuros y
maldiciones. Habló de su padre, el atractivo y vicioso Luis Díaz de la Vega,
adicto a lo prohibido, a lo vulgar, a todo lo que era opuesto a su encumbrada
posición social. Y habló de su tempestuosa relación, de su atracción, de su
amor y de su odio, de los dioses y brujerías de ella, del miedo de él, de las
amenazas... Habló de la muerte de su madre, es decir, del asesinato de su
madre y del comienzo de un largo camino en el que el desamparo y el olvido
fueron sus únicos compañeros.
–¿Tu padre mandó matar…? ¿Juan Díaz de la Vega era… tu medio
hermano? –preguntó Alessandro, impactado, sin poder creer todo lo que
había escuchado.
Quizás, hubiera sido mejor para ambos dejar el pasado en el pasado.
Quizás. Pero, lo intuían, era ya demasiado tarde para eso.

Se sabía que Moreno temía una traición. Se sabía que Belgrano se


había enfurecido con los cabildantes aquella tarde. Se sabía que Saavedra
había debido ponerse firme para que el bando con la destitución del Virrey
Cisneros se publicara cuanto antes. ¿Qué estaría ocurriendo tras las puertas
del Cabildo? ¿Qué es lo que estarían tramando?

JUEVES 24 DE MAYO
Alessandro se paseó entre los escritorios llenos de expedientes. Aquella
mañana, nublada y fría, había salido temprano de casa rumbo al bufete del
doctor Castelli. Intuía que si esperaba unas horas ya no podría hablar con
él, pues los acontecimientos en la otrora tranquila Buenos Aires no habían
dado respiro en los últimos días. Seguramente sería por eso que el trabajo
del eficiente abogado se acumulaba visiblemente sobre los escritorios. Paseó
la mirada, distraído, por los numerosos expedientes que poblaban la pesada

143
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

mesa de trabajo. No pudo resistir la tentación…


–¿Se divierte? –una voz grave lo atrapó in fraganti con las narices metidas
dentro del expediente de la joven María Calderón.
–Ohhh, bueno, sí… –respondió nervioso al dejar en su lugar el grueso
legajo y observar a su interlocutor, un hombre flaco, moreno, de pobladas
patillas que le llegaban casi hasta el mentón, dueño de una nariz recta y
temperamental y unos ojos oscuros de mirada encendida– ¿Usted a quién
representa?
–Al demandado –respondió Juan José Castelli con el semblante serio
y ofuscado. En su mano llevaba un cigarro estrujado, completamente
arruinado después de que cinco o seis personas le pidieran fuego en el breve
trayecto que había hecho a pie hasta el bufete. ¡Qué costumbre más molesta
e irritante!
–Entonces, el testimonio del cura Juan Nepomuceno Solá le viene muy
bien… –comentó como si no estuviera hablando con uno de los abogados
más reputados del foro. Advirtiendo rápidamente que debía cambiar de
tema, decidió sincerarse e ir al grano– Vine a consultarle sobre la causa
abierta contra Juan Díaz de la Vega.
Castelli caminó con parsimonia hasta su escritorio y se sentó. Sin contestar
aún, tiró el cigarro que traía de la calle y sacó otro. Utilizando un hermoso
yesquero de plata, lo encendió ceremoniosamente y aspiró. Los pequeños
trozos de tabaco negro del interior se colorearon de un rojo incandescente y
se hicieron humo en su boca.
–El contrabandista… –dijo por fin con una sonrisa cínica en los labios
por el hecho, sabido por todos, de que la mayor parte del tabaco existente en
la ciudad, incluido el que estaba fumando él en ese momento, era producto
del contrabando– Díaz de la Vega estaba involucrado en un caso bastante
particular…
–¿Por qué lo dice? –interrumpió.
–Porque históricamente el contrabando se ha efectuado al amparo de la
oscuridad, utilizando botes que desembarcan en zonas costeras que no tienen
demasiada vigilancia, contando además con la colaboración de peones o
esclavos de las estancias vecinas, pero, en este caso, la cosa se hizo a la luz
pública, en plena Plaza de la Victoria –una profunda pitada dio suspenso
al relato–. Carretillas cargadas con mercadería traída por la nave británica
Dart, e ingresada clandestinamente, paseaban lo más campantes por las
calles céntricas de la ciudad ante las mismísimas narices del Virrey.
Castelli aún se preguntaba si habrían utilizado la red de túneles que se
decía existía bajo el suelo porteño creada por los jesuitas con fines militares

144
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

y usada luego para el contrabando.


–¿Cree que esta causa judicial pudo haber tenido algo que ver con su
asesinato?
–Mmmm… –gruñó pensativo mientras hacía figuras con el humo del
cigarro– No. No lo creo. Díaz de la Vega era un delincuente muy hábil.
Coqueteaba con los ingleses, con los criollos y hasta con los españoles
monopolistas, que necesitan del monopolio para hacer luego una fortuna
con el contrabando… –y olvidando la pregunta continuó– Por eso la libertad
de comercio es tan importante. España ya es sólo una intermediaria cara,
ineficiente y… prescindible. Todo… –pasó la mano por su cara sintiendo en
ella los efectos de las navajas de barba inglesas que inundaron los comercios
en reemplazo de las catalanas, que eran tan buenas– …, o bueno, casi todo,
estará mejor.
–Dice usted que ha llegado el momento de cortar lazos.
–Efectivamente. Nuestros hermanos de La Paz y Chuquisaca lo vieron
antes que nosotros.
En la Universidad de Chuquisaca, donde Castelli, Moreno, Monteagudo,
Díaz de la Vega y tantos otros criollos habían estudiado, se repetía con
fervor la teoría de la soberanía popular, que, justamente, era la que Castelli
invocó en su discurso del día 22. Es por eso que, debido a los turbulentos
acontecimientos en España, en mayo y junio de 1809 las ciudades de La Paz
y Chuquisaca se levantaron contra las autoridades virreinales y erigieron
juntas de gobierno propias, pero la reacción españolista no se hizo esperar.
Cisneros ordenó una violenta represión que culminó con la caída de las
juntas, centenares de muertos, torturas y descuartizamientos.
–Tantos hogares deshechos, tantos amigos… –los ojos de Castelli se
encendieron con furia.
La indignación de los criollos había crecido tras los crueles episodios, al
advertir cómo el Virrey perdonaba a los sublevados cuando eran españoles
(como Alzaga y los demás participantes de la Asonada contra Liniers)
mientras que los masacraba cuando eran americanos.
–¿Tiene idea de lo que pudo haber ocurrido con Díaz de la Vega?
La mirada de Castelli seguía perdida en las lejanas ciudades del norte del
Virreinato cuando el cigarro desapareció, convertido en humo, de entre sus
dedos. Finalmente respondió.
–No tengo la menor idea.
Hasta allí había llegado. Castelli, personaje enigmático, brillante y
absolutamente indescifrable para él, no podía o no quería ayudarlo. Suspiró
con desaliento. Saludó con la cabeza y se alejó lentamente.

145
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Laureana caminaba dando grandes zancadas, pese a que iba descalza


como siempre. La angustia la llevaba a una velocidad del demonio. Los
sucesos de la tarde anterior habían sacudido toda su estructura. Abiertas las
compuertas del pasado, éste había arrasado con todo, mezclándose con su
presente, volviéndola vulnerable. La casa, sola, la ahogó y salió corriendo
tras su amo. Llegó al portón de entrada del bufete de Juan José Castelli en
el mismo momento en que éste salía rumbo a la casa de Nicolás Rodríguez
Peña. Sin poder aminorar a tiempo la frenética marcha sólo logró detener su
cuerpo a unos pocos centímetros del abogado.
–¡Cuidado, mujer! ¿A quién buscáis? –susurró él.
Sentía la esbelta y morena figura de la mulata pegada a sí. La respiración
de ella, agitada, entrecortada, resoplaba en su cuello. Se perdió en el frenético
subir y bajar de aquel pecho, opulento y llamativo, tan peligrosamente cerca
del suyo.
–A mi patrón… –respondió Laureana obnubilada por la boca de aquel
hombre, una boca grande de labios sensuales, de labios que con certeza
sabían besar–… don Alessandro Scavino… ¿lo vio?, ¿ya se jué?
–Estuvo conversando conmigo pero ya se retiró –contestó Castelli con el
corazón desbocado y la sangre hirviéndole por el deseo… por el deseo y la
culpa, aquella que arreciaba siempre que la imagen de la dulce y fiel María
Rosa, su esposa, no podía impedir que él cayera en los brazos de otras, tantas
otras…
–Usté es el dotor Castelli, ¿no? –había escuchado hablar de él, de su
palabra poderosa, capaz de horadar las piedras, filosa como un puñal o dulce
como la miel y así como la puerta del pasado se había abierto, inundándolo
todo con su irresistible fuerza, ahora el futuro parecía asomarse, por primera
vez, frente a ella. Sintió que Castelli lo haría posible. Que sería la voz de
todos los que vivían sin voz– Usté… usté nos dará la libertá, ¿verdá?
–Sí, mujer, nosotros les daremos la libertad –y sin poder contenerse
acarició levemente con una mano la mejilla de la mulata. Luego, apoyó sus
labios sobre los de ella y se marchó.
Laureana quedó allí, parada, con un incendio en la piel, una revolución
en el cuerpo y una esperanza en el alma. Juan, en cambio, partió llevándose
consigo sus pasiones y demonios, pues el deseo y el tormento vivían siempre
indisolublemente unidos dentro de él.

Poco después del mediodía se supo finalmente qué era lo que el Cabildo
y el Virrey venían tramando frenéticamente desde el día anterior. En uso

146
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

de las facultades conferidas por el Congreso General del 22, el Cabildo


eligió una Junta Provisoria de Gobierno… y ¡vaya qué Junta! Se designaron
cuatro vocales: Cornelio Saavedra en representación de las fuerzas armadas;
el español José Santos Inchaurregui en nombre de los comerciantes
monopolistas; el cura de Montserrat, Juan Nepomuceno Solá, representando
al clero y el doctor Juan José Castelli a los abogados criollos. Pero eso no
era todo. El Presidente de la junta era, ni más ni menos, que el ex Virrey, el
Teniente General Baltasar Hidalgo de Cisneros.
A las tres de la tarde, en la solemne Sala Capitular del Cabildo, los
miembros de la flamante Junta se hincaron de rodillas ante los cabildantes
que bajo el imponente dosel presidían la ceremonia.
–¿Juráis por los Santos Evangelios desempeñar legalmente sus cargos,
conservar íntegros estos dominios al Señor Don Fernando VII y guardar
puntualmente las leyes del reino?
Los integrantes de la Junta, aún de rodillas, asintieron. Don Baltasar, sin
el bastón y la banda correspondientes a su perdido cargo de Virrey, vestía
sin embargo un lujoso uniforme de Teniente General de Marina. No escuchó
íntegro el juramento pero juró, sabiendo bien que ésta era su última chance
de conservar el poder. A su lado, el Comandante Saavedra dio el sí con el
rostro grave pero la conciencia tranquila, sabiéndose digno de aquel empleo.
En los ojos de Juan José Castelli, en cambio, apareció una penosa duda.
El cónclave patriota reunido en casa de Rodríguez Peña lo había instado
a aceptar. Él se encargaría de que la Junta no tomase medidas peligrosas
contra los americanos. Pero no estaba seguro…
Terminada la ceremonia, la naciente Junta y algunos miembros del Cabildo
cruzaron la Plaza de la Victoria rumbo al Fuerte. Los repiques de campanas
y las salvas de artillería que los acompañaron aparentaron una tranquila
adhesión al nuevo Gobierno. Sin embargo, la voz ronca e intimidante de
Ramón Acosta que, parapetado tras los arcos de la Recova, gritaba “¡No
queremos al sordo! ¡Que se vaya el sordo!”, pareció presagiar lo que vendría.
Ya en el despacho virreinal, la Junta llevó a cabo su primera reunión.
Todos se conocían bien pero era la desconfianza lo que reinaba entre ellos. Y
no sólo entre españoles y criollos. Saavedra observaba la mirada encendida y
atormentada de Castelli y reconoció para sí que la personalidad del abogado
patriota le disgustaba enormemente, como también lo hacía la del irritante
Moreno. Los sabía enemigos de todo término medio, los había visto ceder
al impulso de hacer acaloradamente las cosas, como el que llevó a Castelli
a levantarse de su asiento ni bien comenzó la reunión y efectuar su primera
petición:

147
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Señores –el más decidido y talentoso de los miembros de aquella


Junta atacó sin dar respiro a los demás–, en este momento, en una cárcel
altoperuana, José Antonio Medina se está pudriendo por proponer una Junta
de Gobierno, es decir, por hacer lo mismo que nosotros hemos hecho hoy…
–los funestos episodios de La Paz y Chuquisaca seguían atormentando
su alma y no perdería oportunidad para remediarlos– ¡Ordenemos ya su
liberación!
El resto de los miembros de la junta se miraron unos a otros y, como
era previsible, dejaron que Cisneros tomara la decisión. Este asintió. Poco
después el ex Virrey firmó el primero de los decretos de la Junta. Sería,
también, el último.

Aquella tarde, el cielo se fue cargando de agua y electricidad, presagiando


una tormenta y acompañando con su amenazante gris el ánimo de la ciudad.
Al correr la noticia de la elección de Cisneros como Presidente de la Junta
estalló la revuelta. Comenzó en el Barrio del Alto de San Telmo, donde el
pobrerío reunido por French y Beruti, con la furia instalada en los ojos, ganó
las calles. Arrancaron los bandos con la designación de las nuevas autoridades
que estaban pegados en paredes y edificios públicos y los destruyeron o los
quemaron. Atemorizaron a los vecinos “decentes” de la ciudad e hicieron
destrozos. Ramón Acosta lanzó la piedra que hizo estallar en mil pedazos
los cristales de la casa del fiscal Villota. Otros compañeros lo imitaron con
otros conocidos españolistas.
Pero la chispa revolucionaria incendió, también, los cuarteles. En el de
Húsares, el temperamental Martín Rodríguez, rodeado por Vieytes, Planes y
Rivadavia, gritaba a todo pulmón:
–¡La maniobra del Cabildo es una traición contra el pueblo y lo reduce
al papel de idiota! ¡Yo no puedo, ni quiero, frenar a aquellos que quieran
vengar tamaño insulto!
El griterío de la soldadesca, armas en mano, fue atronador.
En el de Patricios, Mariano Moreno y Feliciano Chiclana arengaban a la
tropa. Soldados y oficiales escuchaban absortos a aquel hombre delgado, de
rostro moreno y mirada encendida. Un poco más tarde, el fraile mercedario
Juan Manuel de Aparicio, con las pistolas al cinto, recorrió los cuarteles a
caballo animando y sublevando a las milicias, demostrando que había un
clero criollo y revolucionario que no seguía las instrucciones del obispo
Benito Lué y de las demás autoridades eclesiásticas españolas.
En casa de Rodríguez Peña la cúpula patriota advirtió que había sido un
error dar su visto bueno a la junta de Cisneros. Había que volver para atrás.

148
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Castelli presionó a Saavedra y ambos presentaron su renuncia, arrastrando


consigo las de los demás vocales. A las nueve y media de la noche, el
Presidente de la Junta recibió en el Fuerte la comunicación del Cabildo que
había estado esperando toda la tarde.
Dolorosas imágenes de Trafalgar regresaron a su memoria. Él ya conocía
el amargo sabor de la derrota. Debería volver a probarlo. Debería sobrevivir
a un nuevo Trafalgar. Desde su sillón, miró el ampuloso cuadro que Scavino
le había pintado menos de un año atrás. Cisneros pensó en Pedro de Cevallos
y en los que lo habían seguido. Vértiz, Loreto, Arredondo, Melo, Olaguer y
Feliú, Avilés, del Pino, Sobremonte, Liniers y, finalmente, él. Once Virreyes
habían gobernado el Río de la Plata. Probablemente él no fuera el mejor pero,
con certeza, tampoco era el peor y, sin embargo, intuyó, su nombre siempre
sería el último. Siempre se lo asociaría con la derrota y el fracaso. Entonces,
cubrió su rostro con las manos y cerró los ojos con infinita amargura.

La casona de San Miguel y Las Torres estaba repleta esa noche. Sus
dueños, Nicolás Rodríguez Peña y Casilda Igarzábal, no daban abasto
recibiendo a los visitantes. Éstos habían copado ya el zaguán, los corredores,
el comedor y la gran sala que daba a la calle San Miguel. Las antiguas y
civilizadas tertulias parecían haber sido reemplazadas en los últimos días
por aquellas reuniones abiertamente revolucionarias. La tenue luz de las
candelas rebotaba contra las paredes blanqueadas a la cal iluminando los
amplios ambientes. En la sala, la gran araña de cristal aportaba un poco más
de luz. Los hombres, sentados o de pie, hablaban y discutían acaloradamente
sobre lo que debía hacerse. Todavía no se conocía la decisión de Cisneros.
No sabían si éste había renunciado o intentaría algo más. Pero mientras
los hombres deliberaban, Casilda y las esclavas de la casa no permanecían
quietas. Iban y venían llevando jarras con café y vino para los asistentes y
se ocupaban de avivar las llamas de las velas cuando éstas amenazaban con
apagarse. Al cabo de un rato, recorrieron los cuartos encendiendo algunos
sahumadores que, con deliciosas esencias, permitieron enmascarar los
penetrantes olores emanados de los cigarros y de la humedad de aquellos
antiguos y espaciosos ambientes.
Las conversaciones llevaban ya varias horas entre la incertidumbre y la
desazón y el 24 de mayo se despedía sin una resolución. Manuel Belgrano,
vestido con su uniforme de Sargento Mayor de Patricios, estaba recostado
sobre uno de los sillones de caoba de la sala, escuchando la discusión que
se desarrollaba en el vecino comedor. Se sentía pésimo, completamente
exhausto por las largas jornadas de los últimos días, la fiebre que no lo

149
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

abandonaba y una punzante jaqueca provocada por los braseros encendidos


para paliar el frío de la noche. De repente, cansado de la indecisión de sus
compañeros, se levantó de un salto y caminó con pasos enérgicos y decididos
hasta el cercano comedor. Allí, con la mano en la empuñadura de su espada,
el rostro encendido y los ojos celestes echando fuego, gritó:
–¡Juro a la patria y a mis compañeros que si a las tres de la tarde de
mañana el Virrey no ha renunciado, lo arrojaremos por las ventanas de la
Fortaleza!
Un fervoroso aplauso recorrió toda la casona llegando incluso hasta el
vecino Hospital betlemita de San Miguel. Belgrano, habitualmente centrado
y sereno mas siempre oportuno para fijar la estrategia, terminó la discusión
con su inusual explosión.
Entonces, una tenue llovizna comenzó a caer.

VIERNES 25 DE MAYO
La lluvia, constante y pareja, golpeaba los postigos entreabiertos. A través
de las rejas de las ventanas se advertían las luces de los faroles aún encendidos
que iluminaban trémulamente aquella oscura mañana. Tan oscura como el
ánimo de Alessandro. Sentado en su estudio con la mirada perdida, su mano
se movía sin cesar, haciendo girar entre los dedos el comprometedor botón
de nácar. De repente, con el semblante ofuscado, estiró el brazo y arrojó
el botón con fuerza. En su vuelo éste golpeó una jarra de porcelana que
descansaba sobre la cómoda y todo cayó al suelo con ruidoso estrépito. ¡Por
qué se le había ocurrido aceptar tan ridículo encargo!, pensó malhumorado.
Lo único que había logrado era pasear por toda la ciudad, de un lado a otro,
sin más ganancia que un profundo dolor en la pierna. Nunca descubriría al
asesino de Díaz de la Vega. Había tantos móviles que no había ninguno.
Podía ser una venganza personal, una necesidad política o incluso un ajuste
de cuentas económico. Autoridades virreinales, milicias, fuerzas de choque,
comerciantes monopolistas, espías ingleses o abogados criollos, el asesino
podría haber sido cualquiera de ellos y también podría no haber sido ninguno.
Laureana corrió hasta el estudio. Vio la jarra partida en mil pedazos y,
entre ellos, al pequeño botón de nácar. Lo levantó y se acercó a su amo. El
la vio venir y advirtió en sus ojos un profundo cambio, una nueva luz. Era la
luz de la esperanza. La luz de que el mañana era aún posible.
–No se rinda, amo –susurró y le devolvió el botón.

Ya desde el alba, un grupo de patriotas envueltos en negras capas desafiaron

150
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la lluvia y el frío con el fin de conseguir firmas, confirmando que en Buenos


Aires no pasaba un solo día sin que a uno se le mojaran los pies. Fueron por
todos lados. Plazas, calles, conventos, iglesias, mercados, cafés, fondas… A
medida que pasaban las horas más y más rúbricas, hasta sumar cuatrocientas
nueve, adhirieron a la petición de una nueva Junta de Gobierno escrita la
noche anterior por Beruti. Mientras tanto, la Plaza Mayor, llamada desde
1808 Plaza de la Victoria en honor a la exitosa expulsión de los ingleses, se
fue llenando de gente. El gentío despertó al mendigo que rodeado de perros
dormía hasta entonces tranquilamente contra un pilar de la Recova. A las
siete de la mañana, pese al mal tiempo y a la torva presencia de la Legión
Infernal, la vida de la Plaza se reinició como todos los días. Se abrió el
mercado de carne, ubicado en una de las esquinas27, la venta de perdices y
mulitas al costado del foso y el negocio de venta de frutas y hortalizas bajo
los altos de Escalada. Iniciaron asimismo sus actividades las tiendas de ropa
que ocupaban la doble fila de cuartos de la Recova. Comenzaron a sentirse
los sonidos y los olores del mercado, los efluvios a fritanga y los tufos de
las viandas de los comerciantes, que volteaban cual escopetazos. Porque la
Recova era así, olorosa, colorida y sucia, pero, fundamentalmente, el centro
neurálgico y sensible de los acontecimientos la ciudad.
Para las nueve de la mañana, los cabildantes ya se encontraban deliberando
dentro de la Sala Capitular. En la plaza, cientos de chisperos, luciendo esta
vez cintas rojas en señal de guerra, confraternizaban con algunos soldados.
El grueso de las tropas, sin embargo, permanecía en los cuarteles a la espera
de los acontecimientos mientras los jefes de los Regimientos, tanto criollos
como españoles, se encontraban dentro del Cabildo. Las horas pasaban
lentamente. Sólo unos pocos tenían paraguas pues eran muy caros y la
pueblada allí presente no pertenecía precisamente a la minoría rica de la
ciudad, que podía permitírselo. Por eso, la gran mayoría debió guarecerse
en las galerías de la Recova, mezclándose con los habitantes habituales
del mercado, como los “bandoleros”, puesteros llenos de chucherías que
exhibían en mesitas portátiles, o los vendedores ambulantes, negros casi
todos, que con sus alegres cánticos y pregones vendían empanadas, pasteles,
rosquillas, patas de vaca cocidas o chorizos. Rápidos, éstos se acercaron a
los manifestantes, previendo un día de excelentes ventas, llenando el aire
con el aroma del ajo, la cebolla y el ají. Ramón Acosta, recostado contra un
arco del mercado, miraba hipnotizado al mazamorrero, que con una rama de
higuera revolvía y revolvía una dulce mazamorra que hervía muy lentamente
en un gran tacho de lata. ¡Cómo extrañaba la mazamorra de su madre! Sin
27 Más tarde sería sede del Congreso Nacional y luego de la Academia Nacional de la
Historia.

151
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

embargo, nunca la hecha en casa era tan rica como la del mazamorrero. Era
imposible reproducir caseramente el sacudimiento continuado que tenía el
postre dentro de los tarros del vendedor ambulante, que a partir del mediodía
recorría las calles de la ciudad vendiendo su deliciosa mercancía.
Entonces, inquietantes noticias cruzaron la calle. Al parecer el Cabildo
había decidido no aceptar la renuncia de Cisneros, manteniéndolo en el poder.
Gritos roncos, enfurecidos y amenazantes, recorrieron la plaza. Luego, el
caos. Chisperos y soldados, algunos con sus caballos, avanzaron con furia
hacia el Cabildo. Los viejos portones del ayuntamiento comenzaron a crujir
por la presión. El propio Domingo French, furioso, enardecido por una
bronca eterna, infinita, golpeaba con los puños la puerta principal y gritaba
a todo pulmón:
–¡Queremos saber de qué se trata!
Dentro del Cabildo, el síndico Julián de Leiva, lívido, trémulo y sudoroso,
temiendo un linchamiento a manos del populacho, imploró a Martín
Rodríguez:
–¡Por Dios, Capitán! ¡Detened a esa turba!
–Sólo si me autorizáis a informar al pueblo que el Cabildo desiste de su
empeño y que Cisneros queda definitivamente separado de todo mando.
Leiva y el resto de los cabildantes sólo atinaron a asentir. El valiente
militar no perdió un segundo, salió al balcón y con su vozarrón tranquilizó a
la gente. Cisneros ya no gobernaría más.
La primera batalla estaba ganada.
–¡Tened un rato de paciencia que se va a tratar todo lo demás! –añadió.
Ahora era el momento de librar la segunda.

–Pero… Manuela… ¿Qué hace aquí en un día como éste? –Alessandro,


azorado, recibió a la muchacha a la que no veía desde la discusión que habían
tenido por el ahora ex Virrey Cisneros.
–Traje paraguas. La lluvia no es un problema –contestó ella con una
seductora sonrisa, como si hubiera olvidado todo rencor.
–Bueno, no me refería a la lluvia, o sólo a ella, sino a la revuelta…
–¿Qué revuelta?
–Ehhh… ¿Cómo? ¿No se ha enterado? –preguntó Alessandro incrédulo–
Han destituido al Virrey y…
–¡Qué barbaridades son esas! Don Baltasar es demasiado astuto y poderoso
como para que un grupo de revoltosos ignorantes pueda desestabilizar su
gobierno. ¡Él ha conocido al Rey! ¡Ha estado en la corte! Además, esta
pobre ciudad no puede sobrevivir sin la ayuda del Rey...

152
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Ya no existía el Rey. Ya no existía el Virrey. Pero nada de eso importaba


para Manuela. Con una mueca de resignación, Alessandro la hizo pasar al
estudio e intentó continuar con el inconcluso encargo. Quería terminar con
él de una vez por todas. Le era demasiado doloroso.
No pudo avanzar mucho.
–¡Manuela! ¡Manuela! ¿Estáis aquí?
Domingo García entró a la casa como una tromba tan pronto Laureana
abrió la puerta de entrada. Tanto Alessandro como Manuela se sobresaltaron
al verlo aparecer en el estudio. Estaba empapado. Su rostro, color carmesí
por el esfuerzo y la ofuscación, resaltaba su fealdad. Manuela lo miró con
disgusto. ¡Tan distinto a los nobles caballeros de sus sueños, en especial,
cuando abría la boca!
–¿Cómo se os ha ocurrido salir de la casa en un día así? ¡Os he buscado
por todos lados! –Domingo gritaba y escupía olvidado de todo, hasta, del
dueño de casa.
Alessandro observaba la escena como si estuviera lejos, muy lejos,
cuando de pronto el corazón se le aceleró descontroladamente. ¡No lo podía
creer! ¡Al capote de García le faltaba un botón… un botón de nácar! Casi
como un autómata sacó el que tenía en su casaca y se quedó mirándolo por
unos instantes con la boca abierta. Laureana, que había llegado al estudio
tras los pasos de Domingo, miró la mano de Alessandro y luego el capote del
español. Entonces, gritó histérica:
–¡Es él! ¡Él es el asisino! ¡Él es el asisino!
Domingo llevó la mano hacia el botón faltante y una mueca de horror se
le dibujó en el rostro. Entonces, un grito desgarrador desvió la atención de
todos. Manuela, pálida como un espectro, chilló y luego se desmayó. García
no perdió un segundo. Agarró a su mujer y blandiendo amenazadoramente
un afilado cuchillo flamenco huyó de la casa.

–¡El Cabildo ha excedido escandalosamente las facultades que le dimos


el 22! –gritaba Beruti.
Las horas habían pasado sin novedades. Entonces, los dos dirigentes
chisperos junto a algunos de sus hombres se abrieron paso hasta la Sala
Capitular con el fin de intimar a los cabildantes.
–Venimos en nombre del pueblo a reasumir la autoridad que se les había
delegado. Y es voluntad del pueblo que la Junta de Gobierno se componga
con los siguientes representantes.
French entregó entonces a Juan José de Lezica la representación firmada
por los vecinos. Éste la tomó con asco y simuló mirarla. El Síndico Leiva

153
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

pispió por sobre el hombro del Alcalde de primer voto.


Cornelio Saavedra como Presidente y Comandante General de Armas.
Juan José Castelli, Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Manuel Alberti,
Domingo Mattheu y Juan Larrea como Vocales. Juan José Paso y Mariano
Moreno como Secretarios. Siete americanos y dos españoles. Dos militares,
cuatro abogados, dos comerciantes no monopolistas y un cura. Esa era la
Junta propuesta. Esa era la que quería el pueblo. Posiblemente fruto de
los apuros del momento, la designación no fue, sin embargo, casual. En
delicado pero perfecto equilibrio cada uno de sus miembros tenía un papel
y una misión. Saavedra representaba la fuerza; Moreno, las ideas; Belgrano,
la estrategia; Castelli, la voz; Larrea, el dinero; Alberti, la fe. ¿Podría durar?
Leiva tomó en sus manos el petitorio y caminó con paso lento hacia la
ventana, pensando febrilmente qué estrategia seguir. Observó la vecina Plaza
de la Victoria y, con un brillo satisfecho en los ojos, exclamó:
–Vemos aquí, por escrito, un número considerable de vecinos, religiosos,
comandantes y oficiales que piden lo que vosotros habéis presentado de
palabra, pero… –señaló la ventana con gesto teatral –¿Dónde está el pueblo?
¡Yo no veo aquí sino a un número muy reducido de personas!
Con el correr de la tarde, la lluvia, el frío, el cansancio y la sagrada siesta
habían ido dispersando a la gente, quedando sólo un pequeño sector de la
militancia chispera aún guarecido bajo los aleros de la Recova. Era cierto,
pero la chicana del abogado realista encendió la sangre y las vísceras de
Antonio Luis Beruti, quien preso de una furia incontrolable, estalló:
–¡Señores del Cabildo –gritó con los puños apretados y la mirada echando
fuego–, no estamos en circunstancias de que se burlen de nosotros! ¡Si hasta
ahora hemos procedido con moderación ha sido para evitar desastres y
efusión de sangre! ¿Quieren ustedes ver al pueblo? ¡Pues toquen la campana
o, si no, nosotros tocaremos la generala y verán la cara de ese pueblo cuya
presencia echan de menos! ¡Sí o no! ¡Pronto, señores, decídanlo ahora
mismo porque no estamos dispuestos a sufrir más demoras y engaños! ¡Pero
sepan que si volvemos con las armas en mano, no responderemos de nada!
–¡Que se abran los cuarteles! –rugió Domingo French con el puño
levantado.
Leiva, Lezica y el resto de los Alcaldes supieron, entonces, que todo
estaba perdido. Con los rostros desencajados asintieron. Era el nacimiento,
nada menos, que del primer gobierno patrio.

Tocó la puerta con fuerza, no una sino varias veces. ¿Cuándo llegarían
los demás? Antes de salir hacia la casa de los García le había pedido a

154
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Laureana que corriera hasta lo de Ignacio Díaz de la Vega para contarle


lo sucedido y rogarle que, cuanto antes, fuera en búsqueda del fiscal del
crimen, Antonio Caspe y Rodríguez, y se reunieran los dos con él. En eso,
inesperada, bruscamente, la puerta de entrada se abrió dando un fuerte golpe
contra la pared.
–¿Qué hacéis aquí? –escupió Domingo con cara de pocos amigos.
–Creo que debemos hablar, señor García.
–Yo no lo creo. Esto ha sido sólo una desgraciada coincidencia… –no
terminó la frase que Alessandro, con una habilidad insospechada incluso
para él, se escabulló e ingresó a la casona.
Sabía que era peligroso, pero debía hacerlo.
–¡Salid inmediatamente de mi casa!
–¡Basta de tonterías, García! ¡Sabe perfectamente por qué estoy aquí y en
breve estará también el fiscal Caspe, así que no tiene escapatoria!
Antes de que Domingo pudiera contestar apareció Manuela en la sala.
Ambos hombres quedaron mudos y absortos contemplándola. Había
cambiado sus ropas y usaba un sugerente savillé28 sobre sus prendas de
noche. Estaba tan pálida que ya no parecía pertenecer a este mundo. Levantó
trémulamente una mano… Sostenía en ella una de las pistolas de su marido.
–¡Manuela! –gritaron los dos a la vez.
–Fue hace unas semanas –comenzó a relatar ella, tranquila, con su
voz extremadamente suave– cuando escuché a Juan Díaz de la Vega reír
groseramente y asegurarle a todos los que se encontraban con él en la puerta
del Café de los Catalanes, que acabaría con la vida de don Baltasar…
El recuerdo de ese momento lo tenía vivo en la memoria. Había
sentido que todo se paralizaba instantánea, abruptamente, que la escena se
congelaba y, así, se congelaban las risas desbocadas de los que festejaron
la bravuconada, producto seguramente del alcohol; los cascos del caballo
de su vecino repicando contra el empedrado; el grito del negrito que vendía
el agua, cada vez más cara, cada vez más marrón; el ladrido de un grupo
de perros vagabundos que cruzaban la esquina… Todo se detuvo. La vida
se detuvo. Porque en ese preciso momento advirtió que ese hombre podría
hacer lo que no podían todos los revolucionarios juntos. Podría derrumbar
sus fantasías.
–Algo tenía que hacer… algo tenía que hacer –murmuró para sí. La
realidad nunca alcanzaba, nunca era suficiente para ella. Vivía a través de
sus utopías. Se enredaba gustosa en ellas hasta no ser capaz de liberarse–.
Esa noche tomé el capote y uno los cuchillos flamencos de Domingo y me

28 O deshabillé.

155
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

animé. Lo esperé salir de la posada de la prostituta inglesa. Lo seguí…


Estaba muy borracho pero al poco rato advirtió mi presencia y me encaró
–hizo una pausa con un gesto de horror en su pálido rostro–. Yo... yo le dije
que desistiera de sus planes… que no lastimara a Baltasar… y él…él se rio
a carcajadas –las lágrimas comenzaron entonces a brotar de sus ojos–. Se
acercó… me agarró de la capa… forcejeó… quería sacarme el cuchillo…
quería matarme y yo…
Con la cara bañada en lágrimas, el gesto derrotado y una infinita tristeza
en su mirada, levantó la pistola y la sostuvo contra su sien.
–¡Manuela! ¡Noooo!
En el mismo instante en el que la nueva Junta Gubernativa prestaba
juramento y los sueños de libertad e independencia de la patria nacían,
los de lujosas cortes y amores de fábula morían. Manuela, tendida en el
suelo, agonizaba. Sostenía todavía el arma en la mano. Un delgado hilo de
sangre corría por su frente y desaparecía por detrás de su cabeza. Domingo
y Alessandro se arrodillaron a su lado. Unos segundos antes habían llegado
Ignacio y el Fiscal Caspe. Ella miró a todos con sus ojos hermosos y ausentes
y luego los cerró, respirando por última vez.
–¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?! –sollozaba sin poder contenerse Domingo
besando la frágil y blanca mano de su esposa.
Alessandro lo sabía. Manuela había concentrado en Juan Díaz de la Vega
todo el odio que provenía de sus aburrimientos y de sus fantasías, hasta
terminar convertido en una más de sus invenciones. Y fue por eso que el
hábil, el intrigante, el inescrupuloso Juan, aunque nunca había tenido en
realidad intenciones de asesinar a Cisneros, debió morir. Parecía una broma
de mal gusto. ¡Tantos enemigos poderosos y quien acababa con él era una
dulce y tierna muchacha! Mas ese era su papel y su destino en la novela que
se desarrollaba en la mente de Manuela, quien había escrito allí su capítulo
final.
–Es mi culpa… –gemía Domingo con sincero dolor.
Había amado realmente a su mujer, como nunca lo había hecho con su
primera esposa. La había amado pese a saber que ella no lo quería, no lo
deseaba, pese a que permanecía siempre ausente, como en otro mundo. Pese
a sospechar ya que había cometido una locura. Al no verla esa mañana se
había angustiado y salido en su búsqueda, desesperado, olvidado de todo, sin
darse cuenta de que había tomado el capote equivocado. Lo había empujado
el temor a que una criatura tan delicada como ella hubiera caído en manos
de la chusma que ocupaba la Plaza, de aquellos hombres armados, con
vestimentas raídas, rostros morenos y miradas encendidas por el odio y el

156
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

rencor.
–Es mi culpa –volvió a gemir con el corazón destrozado, sabiendo que
fue justamente su amor por ella lo que la condenó y empujó al final.
Alessandro sintió que su misión ya estaba cumplida. Puso una mano en el
hombro de Domingo intentando darle algún insuficiente consuelo. Saludó a
Ignacio con la cabeza, sin darle tiempo de hablar, y dejó todo en manos del
fiscal Caspe.
Salió a la calle. Aún llovía. Los faroles y candilejas se apagaban debido al
agua caída durante todo el día. Por ello, las familias criollas habían abierto
pese al frío todas las ventanas para iluminar los zaguanes. A medida que
avanzaba lentamente por el centro porteño vio las casas llenas de gente que,
felices, festejaban. Escuchó el sonido de claves y pianos y las risas de quienes
bailaban con alegría. Él no podía compartirla. Ella había muerto. Le dolía la
pierna. Le dolía el corazón. Sabía que Manuela no había sido más que una
pálida copia de María Concepción, sin embargo, el dolor que acumulaba en
el cuerpo y en el espíritu era inmenso. Y era tanto que explotó en su interior,
recorriéndolo por completo, devastándolo. Sin poder evitarlo, rompió a
llorar en medio de la calle. Entonces, advirtió que ese mismo dolor que lo
martirizaba también lo sacaba del letargo en el que había estado sumido
desde hacía tanto. Sufría, pero vivía. Sintió entonces que María Concepción
le devolvía, por fin, el alma. Abrió los brazos.
–¡Volví! ¡Estoy vivo! –gritó a todo pulmón en medio de la calle, sintiendo
cómo la fría lluvia se mezclaba con sus propias lágrimas.
Debía seguir su camino. Aún faltaban unas cuantas cuadras. Muerto de
frío, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y allí lo encontró. El
precioso botón de nácar. El que le había traído tanto sufrimiento. El que
había rescatado su vida. Lo miró por unos instantes, sin saber qué hacer con
él. Luego, abrió la mano y lo dejó caer.
Lenta, vanidosamente, éste dio varias vueltas en el aire antes de estrellarse
contra la calle. Como si nunca quisiese llegar. Como si pudiese flotar
eternamente. Al final, cayó al barro.
Y desapareció.

157
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

CUENTA REGRESIVA
(1820-1810)
¡CINCO!
1820

“No hallo medio entre salvar a la patria o morir con honor” Manuel
Belgrano.
Los ladridos de unos perros callejeros lo despertaron. ¿Cuándo se
solucionaría finalmente el problema de los animales vagabundos?, pensó
Ignacio Díaz de la Vega entre dormido y malhumorado. Pese a que todos
debían presenciar con frecuencia el espantoso espectáculo que daban los
presidiarios matando a los perros con brutales garrotazos, el tema estaba
lejos de resolverse. Se movió lentamente en la cama, sin abrir los ojos aún.
Las calles todavía estaban tranquilas, sin los gritos de pregoneros ni el
traqueteo de carretas y carruajes. Sólo un revoloteo metálico de campanas,
llamando a una misa tempranera, se colaba desde el exterior. Dentro de la
casona también todo estaba en calma. Apenas se intuían los cuidadosos
movimientos de los sirvientes que comenzaban sus actividades diarias. Los
niños dormían, incluida la pequeña Guadalupe, nacida sólo unos meses atrás
y cuyos llantos solían irrumpir en medio de la noche. Se movió nuevamente
en el lecho hasta abrazar el cuerpo caliente de Catalina, su mujer. Olió el
perfume de su cabello renegrido y volvió a sentir el mismo deseo de siempre,
que no mermaba tras el tiempo transcurrido desde aquella primera noche
juntos, cuatro años después de su casamiento, ni los hijos que iban llegando.
Cuatro niños dominaban ya la casa… cuatro niños y José, por supuesto.
Su mano comenzó a recorrer las sinuosas curvas de su esposa, sabiendo
cómo terminaría todo aquello, cuando de pronto sintió una sensación de
desaliento, un estremecimiento que invadió su pecho y lo hizo detenerse.
Con un sombrío presentimiento se levantó y caminó hasta la ventana. El frío
de aquella mañana gris mordió su cuerpo, aún cálido por las cobijas de la
cama.
–¿Ocurre algo? –preguntó Catalina adormilada.
–¿Qué día es hoy?
–Ehhh… 20… 20 de junio –respondió ella al cabo de un rato.
–20 de junio de 1820 –murmuró abatido–. Presiento que hoy será un día
158
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

para recordar… y no por algo bueno.


El tintineo de la aldaba de la puerta, que se escuchó sólo un rato después,
confirmó sus sospechas.
Poco más tarde salió a la calle. Mientras caminaba hacia el barrio de
Santo Domingo intentaba impedir que las lágrimas brotasen de sus ojos. No
era fácil. Su amigo. Su maestro y mentor. Su coraza protectora. Su héroe,
Manuel Belgrano, acababa de fallecer. Sabía que había vuelto del norte
gravemente enfermo, que la hidropesía había hinchado monstruosamente
su cuerpo y que los problemas respiratorios lo habían confinado al sillón
de su habitación. Sabía que él, que tan pródigo había sido con sus sueldos
y premios, no tenía dinero ni para pagarle a su médico. Sabía que las
autoridades lo habían olvidado y no atendían sus desesperados reclamos.
Sin embargo, hasta último momento había conservado la esperanza de que
Manuel pudiera sobreponerse a todo eso, pues si alguien podía, sin dudas
era él.
Desconsolado caminó por la ciudad, aquella Buenos Aires no tan diferente
de la que en mayo de 1810 había elegido a Belgrano como vocal del primer
gobierno patrio. Había crecido, eso sí, y se iba expandiendo como una
poderosa mancha de tinta. De hecho, cuando uno salía a la calle ya conocía
a poca gente. Pero aun con cerca de setenta mil habitantes seguía siendo una
ciudad pequeña, húmeda, de tierra y de barro, abierta a los vientos que la
barrían sin piedad y expuesta a los vaivenes de las aguas. Diez años habían
pasado y eso no se había modificado; sin embargo, mucho había acontecido.
El nacimiento de las “Provincias Unidas del Río de la Plata”, los primeros
gobiernos nacionales, la independencia y, finalmente, el dictado de una
Constitución. Sancionada recién en 1819, tuvo corta vida. Era producto del
centralismo porteño, que no hacía concesiones a las aspiraciones provinciales
de una mayor autonomía y, para colmo, intentaba resultar válida tanto para
un régimen republicano como para uno monárquico. Ocho meses después de
aprobada habían desaparecido la Constitución, el Congreso que la elaboró y
hasta el mismísimo gobierno nacional.
Llegó a la Plaza de la Victoria, atravesó la Recova y pasó junto a la
Pirámide de Mayo, erigida en 1811 con motivo del primer aniversario de
la revolución. Allí, en las rejas que ahora la rodeaban, los caudillos del
litoral Estanislao López y Francisco Ramírez ataron sus caballos tras la
batalla de Cepeda. Fue en febrero de ese 1820 cuando López y Ramírez,
antiguos aliados de Artigas, se enfrentaron con las fuerzas nacionales al
mando del Director Supremo José Rondeau, poniéndolas en una apresurada
y desordenada fuga. Cepeda significó, ni más ni menos, que la disolución del

159
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

estado nacional y el nacimiento de los gobiernos provinciales.


Cuando unas cuadras más adelante comenzó a ver la torre de la Iglesia de
Santo Domingo, unos brazos fuertes lo sujetaron con firmeza y lo arrastraron
a los empujones hasta una callejuela silenciosa. La conocía. Había estado allí
junto a José de San Martín, escondido de los espías del Primer Triunvirato.
Pero esto era otra cosa. Y sabía quién era. Sabía lo que quería.
Ramón Acosta lo empujó bruscamente contra la pared. Con los ojos
negros encendidos de furia y rencor, y una diabólica sonrisa de satisfacción
instalada en los labios, susurró con voz ronca:
–El día ha llegado, Díaz… Por fin ha llegado.

¡CUATRO!
1816 a 1819

“Nos, los representantes de las Provincias Unidas de Sud América


reunidas en Congreso General… declaramos solemnemente a la faz de la
tierra que es voluntad unánime e indubitable de estas Provincias romper los
violentos vínculos que las ligaban a los reyes de España… e investirse del
alto carácter de nación libre e independiente…” Declaración del Congreso
General de las Provincias Unidas reunido en Tucumán el 9 de julio de 1816.
–¡Pero qué elegancia! ¡Si parecés un Lord inglés! –exclamó riendo
Ignacio mientras abrazaba a un recién llegado Manuel, vestido con levita de
paño azul, pantalón de gamuza ceñido y botas de caña alta, muy a la moda
londinense que seguramente pronto sería copiada en la ciudad.
Aquella mañana de comienzos de 1816, Ignacio había corrido a la casona
de los Belgrano al saber del regreso de Manuel, que partiera a Europa en
1814 junto a Bernardino Rivadavia en misión diplomática confiada por el
entonces Director Gervasio Posadas. Rivadavia había quedado en Europa
mientras él volvía a sus pagos. Ya en el estudio de Manuel, éste resumió la
experiencia a su familia y amigos más cercanos:
–La misión que llevábamos estaba destinada al fracaso con la derrota
de Napoleón y el renacimiento de las monarquías más autoritarias, pero el
viaje no ha sido totalmente en vano. Pude aprender de qué manera Inglaterra
combina equilibradamente la soberanía del pueblo con la forma monárquica.
Además –continuó con una sonrisa pícara–, aprendí a sonreír para no hablar
y a hablar para no contestar, ¡como todo un diplomático! ¿Y por aquí? ¿Qué
novedades hay?
Nadie se animó a contestar. Manuel aún no sabía en qué se había convertido
aquel Ejército del Norte al que había dedicado tantos esfuerzos en el pasado.

160
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–No demasiado buenas –fue Ignacio el que finalmente se atrevió–. La


batalla de Sipe Sipe, en noviembre del año pasado, resultó un desastre
espantoso. Nuestras fuerzas fueron completamente destrozadas y se perdió
el Alto Perú.
–Fue Rondeau –acotó el padre Domingo, hermano de Manuel–. Él estaba
a cargo del Ejército. Se dice de todo, de su incapacidad, de su cobardía,
de… –continuó con pena sabiendo perfectamente las penurias y estrecheces
que había vivido Manuel en su estadía norteña– de los lujos de su tienda de
campaña, dotada de todas las comodidades y multitud de mujeres…
Manuel lo interrumpió con un gesto. No quería saber. En cambio, dijo:
–En breve parto para Tucumán. Se está reuniendo el Congreso convocado
por el Director interino Alvarez Thomas y ya muy pronto, en marzo,
comienzan las sesiones. Han pedido mi apoyo y es esencial que logremos
independizarnos de una buena vez…
Ignacio hubiera querido quedarse todo el día escuchando la palabra clara,
la visión estratégica, los modos educados y elegantes de Manuel, su “piquito
de oro” como solían bromear los amigos, pero tenía que volver a su bufete.
Queriendo consultar la hora sacó uno de los dos relojes que llevaba siempre
en su levita. Y fue el equivocado.
–¿Aún conservás eso? –exclamó Manuel riendo con ganas al ver el
reloj que él le había regalado hacía ya muchos años, en 1810, que estaba
completamente dañado.
–Por supuesto –respondió Ignacio con un brillo de emoción en los ojos–.
¡Es mi amuleto de la suerte!
Se despidieron poco después. Belgrano prometió escribirle con las
novedades del Congreso y, por supuesto, cumplió. Gracias a él se enteró
de que los congresales debieron enfrentarse a una situación muy difícil.
Los españoles dominaban el Alto Perú y Chile, el Ejército del Norte estaba
anarquizado y Artigas controlaba a una cuarta parte de la nación. Hubo
conversaciones públicas y también secretas. Hubo opiniones diversas sobre
la forma de gobierno más conveniente. Hubo, finalmente, dos resoluciones
de importancia. Las Provincias Unidas eran libres e independientes y tenían
una nueva autoridad nacional. Juan Martín de Pueyrredón fue designado
Director Supremo. Él sería, por lo tanto, el primer Jefe de Estado de la
Argentina independiente.

“Hice un pacto con el dolor y este fiel compañero no me ha dejado ni en


el sueño. Mi vida es llorar” María Sánchez de Thompson.
Era una calurosa tarde de verano de 1817. Catalina y sus amigas, Mariquita

161
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Sánchez de Thompson, Juana del Pino de Rivadavia y Carmen Quintanilla


de Alvear, prefirieron el fresco de uno de los patios interiores de la casona
de los Díaz de la Vega al sofocante estrado de la sala. Allí, en la ancha
galería que protegía las habitaciones interiores, fresca y perfumada gracias
a los parrales, las enredaderas y las flores, se acomodaron en torno a sus
trabajos de aguja, rodeadas de piezas de encaje y tafetán, carreteles de hilo
y patrones de bordado. Aquello era parte de su rutina ya que, como todas las
mujeres de clase alta, ellas solían confeccionar sus propias ropas además de
la de sus hijos y maridos. Los adornos de tules, puntillas, botones y cintas
les permitían crear prendas únicas que llevaran su sello personal. Catalina
se destacaba desde pequeña por su buen gusto para combinar colores y
texturas y por eso su casa era centro habitual de largas tardes de costura.
Por supuesto, no todo era moda. Pasar el rato con amigas e intercambiar
informaciones y chismes era tan importante como el ganchillo y las agujas.
Incluso, aprovechaban la intimidad del patio para fumarse algún cigarrillo,
pues aunque las mujeres de baja extracción fumaban sin tapujos, las señoras
decentes tomaban sus precauciones. Sin embargo, aquella tarde de calor no
había chismes ni cigarros. Las cuatro mujeres trabajaban casi en silencio,
con los rostros graves y serios.
Mariquita tomó su alfiletero de marfil, en cuya almohadilla de terciopelo
rojo tenía clavados varios alfileres y agujas, mientras con disimulo hacía
desaparecer a una lágrima rebelde. Tenía noticias de Estados Unidos. Hacia
allí había partido el año anterior su marido, Martín Thompson, con el fin
de representar a las Provincias Unidas ante el Gobierno de Washington. Y
ahora… Martín caminaba perdido por las calles de New York, despeinado,
luciendo una levita sucia y rota, aullando a los gritos el nombre de su esposa,
enloqueciendo día a día un poco más. Había quedado sola, sola con sus cinco
pequeños hijos. Respiró profundamente intentando recuperar la compostura.
Sabía que Carmen y Juana no estaban mucho mejor. Derrocado Carlos de
Alvear en 1815, Carmen había partido con él hacia Río de Janeiro, regresando
sólo ella un año después para cuidar de su extensa prole. Juanita del Pino
seguía esperando pacientemente que su marido, Bernardino Rivadavia,
volviera de Europa, a la que había partido en 1814 junto a Belgrano y de la
que aún no se dignaba a regresar. Y así, sola, había debido enfrentar el año
anterior la muerte de su pequeña hijita Constancia, de tan solo cuatro años.
–Solas… –murmuró con amargura Mariquita sin lograr contenerse– Ese
parece ser nuestro destino. Solas para vivir, solas para parir, solas para cuidar
y enterrar a nuestros hijos –y, a pesar de ser desde siempre una de las más
firmes patriotas, no pudo dejar de lamentarse–: La revolución nos ha dejado

162
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

solas.
–Bueno, Marica, ¡arriba ese ánimo! Mira que sola, sola, está María
Josefa –dijo Carmen de Alvear, española garbosa, de conversación abierta y
entretenida, intentando alivianar el ambiente con un chisme sabroso–. En la
casa de los Ezcurra están criando a un niño. Fue adoptado por Juan Manuel
Ortiz de Rozas, el que se ha casado con Encarnación, pero ¿saben?… –hizo
una pausa para proseguir luego en voz baja– varios susurran que es hijo de
María Josefa… y de Belgrano.
Catalina lo sabía y lo había discutido con Ignacio varias veces. Su marido,
por supuesto, defendía a su venerado Belgrano. Que María Josefa ya estaba
casada con un primo español, que la guerra del Norte, que la presión social…
Ella también admiraba a Manuel, pero creía que haber dejado sola a María
Josefa en semejantes circunstancias era un terrible error.
–Así son los hombres –dijo entonces pensando en las contradicciones de
Belgrano–. Siempre empeñados en liberar al resto de los hombres… pero
nunca a las mujeres…
–No el tuyo –susurró Juana con envidia detrás de la prenda que estaba
zurciendo. Hija del ex Virrey Joaquín del Pino, era una muchacha retraída y
taciturna y esos rasgos se habían ido acentuando con la muerte de la hija y
la larga ausencia de Bernardino, evidentemente mucho más penosa para ella
que para él–. Vos lo tenés a tu lado… los tenés a todos a tu lado.
–No. No a todos –contestó Catalina con brusquedad sintiendo al bebé
moverse intranquilo en su vientre–. José…. –alcanzó a decir antes de que se
le quebrara la voz.
Aquel hijo de una pasión adolescente, fortuita e imprudente, aquel niño
tan parecido a su padre, se había ido de su lado. Quién sabe por qué mares
andaría ahora, qué peligros debería sortear...
Y todo por culpa de aquel demonio de ojos negros y voz susurrante que
no los dejaba en paz desde hacía ya tantos años.

“Van los 2.000 sables de repuesto que me pidió; van 200 tiendas de
campaña… y no va más. ¡Va el demonio! ¡Va la carne! Y yo no sé cómo
me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo…y, ¡carajo! no
me vuelva a pedir más si no quiere recibir la noticia de que he amanecido
ahorcado de un tirante de la fortaleza” Carta de Juan Martín de Pueyrredón
a José de San Martín.
Ignacio ya estaba listo. El frac impecable, el corbatín almidonado, su
rostro bien rasurado y la galera en la cabeza. Para eso, había concurrido esa
tarde a lo del barbero, un negro que tenía uno de aquellos “cuartos redondos”

163
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de una sola pieza a la calle. Allí, el morocho parlanchín había mezclado


agua y jabón en una vieja bacía y esparcido luego la espuma resultante por
la cara del sufrido cliente, frotando con vigor. El problema no eran sólo los
dedos del barbero, que incluso se le metían en la boca, sino que el mejunje
quemaba pues usaba agua que hervía continuamente en un brasero. Como
si fuera poco, más tarde se prendió sin compasión de la nariz, elevándola
cuanto podía para afeitar el labio superior. Los bigotones aún no se usaban.
Pasado afortunadamente el tormento, se hallaba pronto, esperando a su
mujer. Cuando ésta finalmente apareció, él contuvo el aliento.
–¡Estás preciosa! –dijo con admiración al verla entrar en la sala luciendo
un hermoso vestido de raso blanco y encaje de Brujas, sencillo y elegante,
que dejaba el cuello ligeramente descubierto pero sin ofender a la modestia.
Llevaba, además, el largo cabello negro recogido por detrás con una peineta
mientras que unos deliciosos bucles le caían sobre las mejillas. Era increíble
que sólo unos meses atrás hubiera dado a luz a Hipólito. Los sucesivos
embarazos y partos, pese a ensanchar un poco su cintura y redondear sus
formas, no habían disminuido en nada su atractivo.
Catalina le dedicó una sonrisa infartante mientras acomodaba su vestido
y cubría los extremos de las enaguas que asomaban indiscretos por debajo
de la extensa y anchísima falda. Minutos después, el cochero los llevaba
hasta el Teatro Argentino, ubicado enfrente de la Iglesia de la Merced. Por
muchos años fue el único teatro de la ciudad. Atravesaron el portón de pino
de la fachada exterior, que más bien parecía la de un galpón, e ingresaron. El
aroma a pachulí del perfume de las damas flotaba en el aire. En el interior,
iluminado por cientos de velas de sebo, ya se iba acomodando la clase alta
de la ciudad. Grandes comerciantes y estancieros, profesionales, militares
de alto rango, miembros del clero, eran principalmente quienes se daban
cita allí, función tras función. En los últimos años, gran parte del poder
económico se había trasladado de los comerciantes urbanos a los grandes
estancieros y hacendados ganaderos y, por eso, Ignacio se admiraba cada vez
más de la visión de Antonio Díaz de la Vega, el abuelo de Catalina, quien
ya lo había advertido en las últimas décadas del siglo anterior acrecentando
de manera continua las propiedades y negocios ganaderos de la familia.
Eso y su profesión de abogado les permitían estar allí esa noche. No bien
entraron tuvieron que separarse. Ignacio se dirigió a la platea, que contaba
con doscientos cincuenta ubicaciones distribuidas en filas de bancos largos
y estrechos. Avanzó hasta sentarse en el pequeño cojín forrado de pana que
delimitaba su asiento. Las mujeres, en cambio, veían el espectáculo desde
los palcos. Cuando era más jovencita prefería ir a la cazuela o gallinero,

164
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

arriba de todo, donde asistían desde negras emperifolladas hasta damas de


sociedad que esa noche no deseaban vestirse como para ocupar un palco. A
las niñas, la cazuela les encantaba pues era el sitio ideal para cuchichear toda
la obra y hablar de temas del corazón. Indignada, como siempre, por no poder
acompañar a su marido a la platea, Catalina subió la estrecha escalinata que
la depositó en uno de los palcos bajos. Poco después ya no podía salir de su
ubicación. Como los palcos no tenían puertas, era costumbre que varios se
apiñaran en la entrada para ver desde allí la representación. Algún atrevido,
incluso, lo hacía directamente desde adentro.
Discretos movimientos en la orquesta advirtieron el inminente comienzo
de la obra. Al principio la orquesta era pésima, pero con el tiempo había
mejorado bastante gracias a la incorporación de aficionados y profesores.
Esa noche se representaría “Cornelia Borroquia”, un famoso drama escrito
por un autor americano que había levantado polémica al satirizar a la
Inquisición. Una obra como esa hubiera sido impensable unos años atrás.
Pero durante 1817 había comenzado a funcionar la “Sociedad del Buen
Gusto”, que se propuso desterrar el repertorio netamente hispánico de la época
colonial abriendo la posibilidad de representar obras de autores nacionales
o extranjeros que fueran acordes a los cambios políticos y obtuvieran, por
supuesto, su aprobación.
En ese momento todos observaron el palco del gobierno, ubicado en el
centro de los palcos altos frente al escenario. Éste era mucho más grande
que los demás, prácticamente el doble, y estaba decorado con cenefas de
seda color celeste y blanco. Allí, hizo su aparición el Director Supremo,
Juan Martín de Pueyrredón. Héroe de la Reconquista, patriota de la primera
hora, hombre de prestigio propio, enérgico e independiente, Pueyrredón
pareció ser en 1816 el candidato más apto para lograr la unidad nacional.
Sin embargo, luego de dos años de gobierno las opiniones estaban divididas.
Ignacio buscó con la mirada a Catalina, sabiendo de antemano el gesto
severo con que estaría observando al Director. Sonrió divertido al ver que no
estaba equivocado. Ella solía criticar las ideas monárquicas de Pueyrredón,
el encarnizado litigio que mantenía con Artigas, la corrupción que parecía
rodear a su gobierno y las drásticas medidas que usaba para combatir la
anarquía y la oposición. Ignacio, pese a no compartir todas sus medidas,
reconocía que fue él quien intentó, por primera vez en todos esos años,
organizar seriamente la administración del Estado, que privilegió en la medida
de lo posible una política de moderación y equilibrio y, fundamentalmente,
que fue el único que prestó el apoyo político y económico que San Martín
necesitaba para llevar adelante su campaña libertadora. Sin él, San Martín

165
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

no lo hubiera logrado.
Déspota o conciliador, corrupto o estadista. Catalina buscó, a su vez, la
mirada de Ignacio y ambos sonrieron cómplices. ¿Es que alguna vez estarían
de acuerdo?

“A pesar de que ha recibido otras proposiciones, tengo la garantía del


señor Pueyrredón de que se entregará a Francia. Pueyrredón, francés, está
animado de los mejores sentimientos hacia su país. Él y sus colegas trabajan
en estos momentos en la Constitución, la hacen tan monárquica como lo
permiten las circunstancias”. Carta del Coronel Le Moyne al Cardenal
Richelieu.
Amaba esas mañanas. Aquellas en las que no debía partir temprano
para el bufete o salir de la ciudad por algún asunto vinculado con los
campos y haciendas que Catalina había heredado de su familia y que ahora
administraba él. Aquellas mañanas en las que, si el tiempo lo permitía, subía
a la azotea de su casa con los periódicos de la semana y se dedicaba a leerlos
con tranquilidad mientras el negro Martín le cebaba unos mates. No lo
molestaban los ruidos de la calle, bastante ajetreada en las horas matutinas,
ni los gritos de Manuel y Juan corriendo alocadamente por los patios ni,
aun, los chillidos del pequeño Hipólito, que desde los brazos de alguna
negra consentidora se desesperaba por participar del juego de sus hermanos
mayores.
–¿Qué leés? –lo sorprendió Catalina, abrazándolo por detrás al tiempo
que le estampaba un beso en la mejilla.
– “La Prensa Argentina” –contestó Ignacio sabiendo cuál sería la reacción.
–¡Puaj! –exclamó ella con cara de asco.
La Prensa había nacido como un periódico opositor pero tras la asunción
de Pueyrredón se había vuelto oficialista. Ella prefería “El Independiente del
Sur”, abiertamente opuesto a la política del Director Supremo. Para cambiar
de tema preguntó:
–¿Qué se sabe de Le Moyne?
–Avanzó en las negociaciones con el gobierno. Al parecer ya se ha
comisionado al canónigo Valentín Gómez para viajar a Francia y ultimar
los detalles de la coronación del Duque de Orleáns con el gabinete francés.
Aún nadie sabía que, para cuando el cura llegara a Europa, Richelieu
había sido depuesto y el poderoso Duque de Orleáns trocado por el más
modesto Príncipe de Lucca. El proyecto monárquico finalmente quedaría en
la nada, pero eso todavía no se conocía e Ignacio ya anticipaba la reacción
de su mujer. No en vano habían discutido desde el mismísimo primer día de

166
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

casados.
–¡No puedo creer que nos vayan a vender a Francia como antes intentó
hacerlo Alvear con Inglaterra! –exclamó furiosa con el cuerpo encrespado y
los ojos negros brillándole con intensidad– ¡Son todos unos traidores! –y, para
provocar a Ignacio que se mantenía calmo, cosa que siempre la había vuelto
loca, le espetó–: ¡También tu adorado Manuel, que anduvo propiciando la
coronación de Francisco de Paula, el hermanito de Fernando VII, cuando
estuvo en Europa y ahora la de un Inca en el Congreso de Tucumán!
Ignacio intentó disimular el golpe. Aún le dolían las burlas que había
generado en Buenos Aires el plan estratégico de Belgrano. Tendremos “una
monarquía en ojotas”, “un rey de patas sucias” y muchas barbaridades más,
se mofaron en diarios y cafés. Pero, pese a todo, logró sonreír, aparentemente
imperturbable.
–¡No te rías! Si Moreno o Castelli se enterasen de lo que está sucediendo…
¡volverían a morirse!
–Los tiempos han cambiado, mi amor. Es cierto que en 1810 todos
estábamos convencidos de que la forma republicana era la más conveniente
para nosotros, pero ahora la situación no es la misma. En estos momentos,
Europa detesta todo lo republicano y una monarquía constitucional nos
aseguraría la paz y el reconocimiento internacional del país. Y… –se levantó
mirándola con una intensidad que estaba muy lejos de ser calma –nuestra
patria no puede vivir sin el apoyo de las naciones organizadas… como yo no
puedo vivir sin vos.
Ninguno dijo más. No era necesario. Desde aquella maravillosa noche en
la que se habían amado por primera vez, después de cuatro larguísimos años
de matrimonio, sabían perfectamente cuándo se iniciaba todo. Bajaron de
la azotea y mantuvieron la compostura hasta llegar a la habitación. Apenas
cerrada la puerta, un revuelo de enaguas y pantalones ocupó la escena.
Siempre era así. No se cansaban de buscarse, tocarse, olerse, besarse…
presos de una necesidad infinita, inacabable, poderosa.
–Vos sos mi Rey –alcanzó a murmurar Catalina antes de que el delirio la
invadiera y ya no pudiera seguir hablando.

“El modo de contener los delitos y fomentar las virtudes es castigar al


delincuente y proteger al inocente” Manuel Belgrano.
Prefería la noche. Su cuerpo fuerte y moreno se fundía en la oscuridad
y se transformaba en parte de ella. Él era uno de los que hacían de Buenos
Aires una ciudad insegura a la caída del sol. Solía propiciar peleas a la salida
de pulperías y casas de juego, cuando el alcohol y las altas horas favorecían

167
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

las bullas y los disturbios. Solía romper los vidrios de faroles a pedradas,
dejando a oscuras calles enteras. Solía encontrarse en tenebrosos huecos y
plazas con cuchilleros, prostitutas y malandrines, habituales compañeros
nocturnos. Sí. Ramón Acosta hacía insegura a Buenos Aires pero, también,
contribuía con su seguridad.
Como no había aún centinelas apostados en las bocacalles, la vigilancia
durante la noche se hacía por medio de patrullas encabezadas por un alcalde
de barrio, un teniente de alcalde o un vecino. Pero, como para la mayoría
de ellos la idea de andar haciendo rondas nocturnas no era muy atractiva,
pagaban para que otro ocupara su lugar. Cuando los naipes, las riñas de
gallos o el billar dejaban a Ramón Acosta sin un real, conseguía algunos
centavos integrando una patrulla nocturna.
Esa noche estaba de ronda. Su cuerpo entrenado, su mirada violenta,
intensamente negra, y una cierta sensación de poderío que emanaba de sus
movimientos, rápidamente lo convirtieron, a falta de verdaderas autoridades,
en el líder del grupo. Irían tras vagos, ebrios y mal entretenidos o, quizás, se
meterían en algún baile o burdel hasta que llegara la mañana.
El sonido de un caballo a los lejos, avanzando por la oscura calle, alertó a
la patrulla. Con vista de lince, Acosta identificó al jinete y sonrió. No podía
creer en su buena suerte. Se paró en medio de la calle, obligando al caballo
a detenerse y con su voz ronca gritó la fórmula de rigor:
–¿Quién vive?
–La Patria –contestó Ignacio sin poder creer en su mala suerte. Nueve
años habían pasado desde aquel terrible episodio. Nueve años y la amenaza
seguía en pie.
–¿Qué gente?
–El Doctor Díaz de la Vega –masculló casi resignado.
–¡Bájese del caballo! –ordenó con una sonrisa maliciosa instalada en los
labios.
Ignacio protestó por el atropello. El resto de la patrulla observaba en
silencio, sin entender, sin importarles tampoco. Insistiendo en que se apeara
del caballo, Ramón sacó un trabuco y apuntó al pecho de Ignacio. Éste no
tuvo más remedio que bajar.
–Así me gusta, paisano –murmuró socarrón mientras que, aún apuntándole
con el trabuco, lo registraba en búsqueda de algo que robarle.
No podía privarse de semejante placer aunque esa noche él fuese la ley. Si
debía seguir esperando para poder matarlo, podría al menos obtener alguna
ganancia. Palpó un reloj de bolsillo prendido debajo el poncho. Introdujo su
mano y lo arrancó. Satisfecho, se alejó unos pasos para poder observar mejor

168
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

su botín debajo de la trémula luz que daba el único farol sobreviviente de la


calle. Pese a la escasa iluminación, todos pudieron observar cómo su cara
palidecía al reconocer el reloj.
–Es… es el mismo… siempre es el mismo… –susurró. Con el rostro
desencajado y el terror instalado en la mirada, lo soltó, como si aquel
artefacto inservible, dañado, que incomprensiblemente se mantenía entero,
estuviera quemándolo.
Miró entonces a Díaz de la Vega como quien contempla a una aparición
y, víctima de un pánico supersticioso, ese que nunca había aprendido a
controlar, huyó llevándose a la patrulla con él.
Ignacio recogió el reloj que le había regalado Belgrano. Con amoroso
cuidado le quitó el barro de la calle y volvió a colocarlo debajo de su poncho.
Montó en su caballo y se perdió en la noche.

“El interés recíproco de ambos gobiernos demanda imperiosamente que


Artigas sea perseguido hasta el caso de quitarle toda esperanza de obrar mal
a que lo inclina su carácter” Comunicación de Juan Martín de Pueyrredón
al General Lecor, Comandante del ejército invasor portugués.
Pueyrredón se desplomó en su asiento. Acababa de enviar al exilio al
coronel Manuel Dorrego, aquel oficial arrogante y altanero, sin pelos en la
lengua, que se había atrevido a cuestionar su política contra Gervasio Artigas.
Es que no entendía que el oriental era un dolor de cabeza para el gobierno
nacional y que lo era desde hacía ya muchos años. Artigas no transaba con el
poder centralista de Buenos Aires, cuestionaba los cuantiosos ingresos de la
aduana porteña y proponía reformas agrarias contrarias a los intereses de los
poderosos ganaderos y hacendados bonaerenses. Había que eliminarlo y a
cualquier costo. Fue por eso que a mediados de agosto de 1816 el Directorio
había dado su venia para que los portugueses invadieran la díscola Banda
Oriental.
Puso sus botas sobre el pesado escritorio y quedó quieto por un rato.
Lo lamentaba. Lo lamentaba de veras. Sabía que Dorrego era un militar
experimentado, valiente y arrojado, aunque quizás un poco proclive a las
hazañas individuales y a las bromas pesadas, pero no había tenido más
opción. No podía tolerar la insubordinación. Se había librado de él, como lo
había hecho ya con Domingo French, Agrelo, Manuel Moreno y tantos otros
opositores a su gobierno, pero, sabía, nunca podría librarse de Artigas ni de
sus aliados, los caudillos Estanislao López y Francisco Ramírez, que iban
ganando cada día más poder…
De todas maneras dejaría de ser un problema suyo, suspiró cansado,

169
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

bajando los pies del escritorio e incorporándose lentamente. En 1819,


luego de sancionada aquella constitución centralista, a medio camino entre
republicana y monárquica, y desgastado tras tres años intensos de gobierno,
Pueyrredón renunció a su cargo.
Sería entonces su sucesor, el ineficaz José Rondeau, quién finalmente
sucumbiría en febrero de 1820 ante las fuerzas de las rebeldes provincias
del litoral.

¡TRES!
1815
“Estas Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes,
obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan
sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés…”. Carta
de Carlos de Alvear a Lord Strangford, Embajador inglés en Río de Janeiro.
Luego de los intensos preparativos de los últimos días, todo estaba listo.
Pese a su despojada sencillez, el comedor de recibo lucía impactante. La
enorme araña iluminaba cálidamente toda la estancia ayudada por el color
claro de la tela de damasco que cubría las paredes. Los muebles relucían.
Sobre una primorosa mesa de arrimo se colocaron varios candelabros de
plata. La larga mesa de pino donde se desarrollaría la cena, vestida con un
impecable mantel de algodón, estaba ya preparada con gran parte de las
ciento ochenta piezas que componían la vajilla de herencia familiar, entre
ellas, variados platos y platitos de loza, elaborados cubiertos de plata, vasos
de cristal ahumado, saleros, salseras, jarras de plata para el agua obtenida
del aljibe... No era para menos. Aquella noche el flamante Director Supremo
de las Provincias Unidas, Carlos de Alvear y su mujer Carmen Quintanilla,
cenarían en casa de los Díaz de la Vega.
Los ladridos del perro de la casa anticiparon los golpes en la aldaba. El
negro Martín, con palmatoria de plata en mano pese a que todavía había
un poco de luz, fue presuroso a atender y condujo a las ilustres visitas a
través del zaguán hasta el salón donde esperaban los anfitriones. A pesar de
conocerse desde hacía ya tres años, de pertenecer ambos a la Logia Lautaro
y de ser sus esposas amigas, el saludo entre Ignacio y Carlos de Alvear fue
formal y distante, con un discreto apretón de manos.
En cuanto se sentaron a la mesa, aparecieron las esclavas de la casa
portando palanganas de plata donde los comensales pudieron lavarse las
manos. Instantes después, fue servida la sopa llegada desde la cocina en una
primorosa sopera de loza fina inglesa.

170
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

El joven y ambicioso Director acaparaba la conversación. Era audaz,


presuntuoso y carismático y estaba acostumbrado a ser el centro de atención.
Y más ahora. El 9 de enero de 1815 se había convertido en el nuevo Director
Supremo tras la renuncia de su tío, Gervasio Posadas, quien cansado de los
problemas y las presiones dejó que su sobrino tomase la responsabilidad
directa del gobierno que hasta ahora había ejercido a través de él. Luego de
tres años de un ambicioso juego de poder, había logrado llegar a la cima.
Lástima que, desde allí, sólo le restaba caer.
–¿Cómo está la situación en el interior del país? –interrumpió Ignacio
cuando Alvear, con su verborragia desbordante, ya estaba haciendo
grandiosas predicciones de escasísimos fundamentos.
–Complicada, la situación es complicada, pero no dudo que sabremos
encauzarla –contestó al tiempo que tomaba un buen sorbo del vino importado
servido durante la cena.
La política de Alvear, centralista y fuertemente basada en su figura, aislaba
a Buenos Aires y la oponía a casi todo el interior. Artigas, declarado “infame
traidor a la patria” por su tío el año anterior, dominaba indiscutidamente la
Banda Oriental, Corrientes, Entre Ríos y Misiones y su poder se extendía
ya sobre Santa Fe y Córdoba. El ejército del Norte, a cargo de Rondeau,
adoptaba aún una actitud deliberativa frente al gobierno que pronto pasaría
directamente a la desobediencia. Y no había que olvidar que en Cuyo se
encontraba el General San Martín…
– “El hombre” está lejos pero no hay que descuidarlo –murmuró finalmente
taladrando a Ignacio con la mirada.
Carmen se apresuró a hacer un comentario trivial y los sirvientes, que
llegaron en ese momento con zapallitos rellenos, albóndigas y humitas,
permitieron distender el ambiente. Alvear no le perdonaba a Ignacio que
éste hubiese apoyado a San Martín en el seno de la logia. De todas maneras,
San Martín había perdido y era él quien tenía el poder.
–El mundo ha cambiado y un buen gobernante debe estar atento a estos
cambios para reencauzar su política –monologaba un rato después el Director
como si nada–. El fin del cautiverio de Fernando VII, el renacimiento de las
monarquías absolutistas, la formidable expedición que se está preparando
en España para aplastar la revolución americana, todo eso hace prevalecer la
diplomacia por encima de las armas –discurseó en un intento por justificar
lo injustificable.
Sólo unos días atrás había enviado con Manuel García una nota dirigida al
Embajador británico en Brasil, Lord Strangford. En ella, ofrecía transformar
a las Provincias Unidas en un Protectorado de Gran Bretaña. García,

171
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Rivadavia y la divina providencia impidieron que esa carta llegara a las


manos correctas.
Catalina se había mantenido prácticamente muda durante todo el desarrollo
de la cena. Así como había congeniado inmediatamente con Carmen, Alvear
nunca le había caído bien. Ella no era una, de las muchas, que sucumbían
ante el atractivo magnetismo del joven político y militar. Ignacio le había
pedido mesura y estaba cumpliendo. Sí. Iba cumpliendo hasta que, a la hora
de los postres y a poco del final, no pudo con su genio y disparó:
–¿Cuándo piensa sacar la bandera española que sigue flameando en el
Fuerte y colocar la nuestra de una vez por todas?
Carlos de Alvear, atragantado con sus natillas, sólo atinó a toser.

“Artículo 1°: Los españoles sin excepción alguna que de palabra o


por escrito, directa o indirectamente ataquen el sistema de libertad e
independencia que han adoptado estas Provincias, serán pasados por las
armas dentro de las 24 horas, y si algún americano (lo que no es de esperar)
incurriese en semejante delito, sufrirá la misma pena” Decreto del 28 de
marzo de 1815.
–Tené cuidado, Ignacio. La cosa está complicada y Alvear te tiene entre
ceja y ceja –le había dicho su amigo y vecino Nicolás Rodríguez Peña
mientras tomaban, junto a Hipólito Vieytes, una copa de brandy en el
tradicional Café de Marco, uno de los mejores atendidos de la ciudad.
Tanto Rodríguez Peña como Vieytes habían llegado al gobierno de Alvear
de la mano de la morenista Sociedad Patriótica primero y de la Logia Lautaro
después. El estruendoso sonido de los billares tapó su lacónica respuesta
mas no su cara de desaliento. Apuró el brandy y salió. En tan sólo un par
de meses de gobierno, Alvear había instaurado una verdadera dictadura.
Organizó una fuerza militar que le respondía directamente a él e inició una
política de opresión que no escatimó en arrestos, destierros ni ejecuciones,
a la par que aplicaba una rígida censura a la prensa. Y él, por supuesto, no
estaba entre los favoritos del Director. Preocupado, inició su camino a casa.
Al pasar por la plaza de la Victoria detuvo su caballo en seco. Colgado en
medio de la plaza estaba el Capitán Ubeda, acusado de conspirar contra el
gobierno.
–Esto no está nada bien –murmuró horrorizado mientras instintivamente
buscó entre sus ropas el reloj de Belgrano que tanto lo había protegido en el
pasado.
Llegó a su casa agobiado. No tenía miedo por él, sin embargo, no quería
ni pensar qué sería de Catalina y de los pequeños Manuel y Juan si algo

172
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

le pasaba. Ellos eran lo más importante que tenía. El viejo Martín salió a
recibirlo y llevó su montura a los fondos de la casona, donde tenían las
instalaciones para el coche y los caballos. Sintió de golpe una necesidad
imperiosa de ver a Catalina, de cobijarse entre sus brazos, de olvidar allí el
horror y la violencia del mundo exterior. Entró llamándola a los gritos.
Con los ojos cerrados, Catalina se relajaba dentro de la tina de peltre
abandonándose al sonido del agua y a las friegas que la negra Antonia le hacía
sobre su camisolín de baño con una esponja embebida en aceite perfumado.
Entonces escuchó los gritos de su marido y preocupada se levantó presurosa,
tanto que el pañuelo que le sostenía el cabello cayó al agua. Se quitó el
camisolín, completamente adherido al cuerpo, para arroparse con la toalla
que le tendió la esclava. En ese momento descubrió los expresivos ojos de
Ignacio fijos en ella. Una corriente primitiva, sensual, probablemente objeto
de la tensión del momento, se instaló entre ellos.
–Puedes retirarte, Antonia –ordenó Catalina con un hilo de voz.
–¿Sabes? –murmuró él con la voz ronca por la excitación mientras
observaba y adivinaba aquel cuerpo relleno y voluptuoso que él conocía tan
bien– Semejante belleza debería bastarme para contentar mi vista, pero no,
con vos siempre quiero ver más…
Se acercó a la tina. Olió el delicado aroma a lavanda que desprendía
la toalla con la que cubría su cuerpo. Buscó con avidez esos pechos
voluminosos, inabarcables para sus finos dedos. Sintió a través de la tela los
pezones endurecidos por el frío y la excitación. Hundió su boca en el cuello
de Catalina y lo besó en toda su extensión hasta llegar al oído. Ella gimió de
placer. Él agarró la toalla y la tiró al piso.
De niño había creído que el verdadero amor era algo sublime, algo
espiritual que poco tenía que ver con el cuerpo, sin embargo, ahora entendía
que el alma se expresaba por medio de la carne, de la vista, del roce de la
piel, de la caricia de los labios. Que todo eso alimentaba el espíritu.
Y ahuyentaba a los males.

“Yo habría ido lejos de los hombres a ocultar mi vergüenza si no


conservase la esperanza de poder hacer disculpables mis procedimientos
o si conociera menos la clemencia del Soberano…” Carta de Carlos de
Alvear al Rey Fernando VII.
Debía apurarse si quería a llegar a la misa de las siete en la Merced.
Como todas las mañanas, Catalina se levantó muy temprano y, después de
lavarse las manos y la cara, se preparó para salir. Enfundada en una amplia
basquiña negra, obligatoria para ir a los servicios religiosos, y con una

173
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

delicada mantilla en la cabeza, estuvo lista. Ignacio ya se había ido. Alvear


había sido derrocado el día anterior y se esperaba una jornada agitada. Pero
ni el comienzo ni el fin de los gobiernos lograban alterar la rutina de las
mujeres. Todos los días ellas acudían a la Iglesia a escuchar misa o rezar el
rosario. Salió a la calle junto a la pequeña Lorenza, nieta de Antonia, que
le llevaba el misal, la alfombra y el importante rosario de perlas negras que
había pertenecido a su abuela, la devota Mariana Herrera.
Llegó justo a tiempo. El monaguillo ya estaba empuñando el incensario
con el que envolvía en densas nubes de humo y olor a todas las piadosas
fieles, mientras el sacerdote distribuía bendiciones y advertencias en dosis
magistralmente calculadas. Una vez concluidos los rezos y latines, las
mujeres se reunieron en el atrio parloteando con soltura, haciendo alarde de
belleza y recatado desenfado. Era el lugar ideal para intercambiar chismes
y noticias. Esa mañana, Catalina abrevió los saludos de rigor y buscó veloz
a Mariquita.
–¡Marica! ¿Te enteraste de lo de ayer? ¿Sabes algo de Carmen?
–Se ha ido con Carlos a Río de Janeiro. Han partido ayer mismo. ¡Pobre
Carmen!
Catalina permaneció en silencio. Lo lamentaba por su amiga, sí, pero
sabía que si Alvear hubiera seguido en el poder las cosas hubieran sido muy
difíciles para ellos. Y para muchos otros. El ambicioso Carlos, egocéntrico
y personalista, se había enemistado con todo el interior y también con gran
parte de los sectores de Buenos Aires. Finalmente, a menos de tres meses de
asumir el gobierno, el 3 de abril de 1815, el ejército al mando del Coronel
Ignacio Álvarez Thomas se sublevó. Alvear quiso resistir pero la situación
se hizo insostenible y el 15 de abril renunció, embarcándose en una nave
inglesa rumbo a Río de Janeiro.
Sintió de repente una inmensa sensación de alivio al saber que el peligroso
Alvear ya estaba lejos y no podía hacerles daño. Y, entonces, tuvo una idea.
Se despidió de Mariquita y del resto de las mujeres y le anunció a Lorenza,
que la esperaba con paciencia:
–Iré a ver tiendas. Sola. Puedes regresar a la casa –ordenó ante la sorpresa
y el horror de la esclava. Las mujeres no andaban solas por la calle.
Catalina, inflexible, la envió de regreso y emprendió su camino haciendo
oídos sordos a las súplicas de la pequeña Lorenza. Sabía, se lo había dicho
Ignacio una vez, que las normas sociales eran casi tan inquebrantables como
las de la ingeniería, por eso, caminar sola aunque sea un par de cuadras le
dio una increíble sensación de aventura. Tanto, que fue como si hubiese
pisado esas calles por primera vez. Ávida por captar todos los detalles,

174
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

observó el apurado ir y venir de transeúntes caminando por las estrechas


veredas, secas y grises debido a la completa ausencia de árboles, sorteando
las rejas voladizas de las ventanas y los postes de quebracho usados para
atar carros y cabalgaduras. El paso se complicaba aún más debido a los
puestos ambulantes instalados allí, que vendían pan, chorizos, verduras o
frutas y, cuando no, se agregaba alguna negra directamente sentada en el
cordón con un enorme brasero en el que freía pescado. El movimiento en la
calle, aún una de las pocas empedradas de la ciudad, no era menor. Por ella
pasaban las pesadas carretas de los chacareros, los carros tirados por bueyes
de los lecheros y aguateros, además de caballos, coches y carruajes. Todos
traqueteando trabajosamente sobre las piedras traídas de Martín García. Vio
a varios hombres de levita y galera, de rostros serios y aspecto aburrido.
Vio a un grupo de mujeres, seguidas por sus esclavos o algún hombre de la
familia, que irían a revolver mercaderías en las tiendas, preguntar precios y
salir probablemente con las manos vacías. Vio a dos gauchos a caballo, de
piel oscura y mirada salvaje, con grandes facones en el cinto, listos, como
siempre, para ser utilizados. Vio a un indio pampa que llegaba a la ciudad con
pieles y plumeros de avestruz y se iría cargado de aguardiente. Y a negritos
changadores, y al vendedor de velas, y al aparatoso vendedor de aceitunas
con aquel tablero enorme sobre la cabeza… Y vio, con horror, a un hombre
de melena larga y mirada violenta, piel morena y cuerpo trabajado, que la
miraba con maligna intensidad.
El tiempo pareció retroceder. Volvió a sentir el olor a humedad de ese
cuarto inmundo. Volvió a escuchar las campanadas de la cercana Iglesia.
Volvió a sentir sobre ella esa mirada… Sabía que la deseaba. Sabía que la
odiaba. No había vuelto a verlo cara a cara desde aquel día y, sin embargo,
siempre había estado allí. Nunca habían podido librarse de él ni olvidarse
de su terrible amenaza. Nerviosa, comenzó a caminar cada vez más rápido
sabiendo que Ramón Acosta la seguía de cerca con una sonrisa diabólica
en los labios. Los estrechos zapatos de raso y las irregulares y altísimas
veredas la hicieron trastabillar más de una vez. Dominada por el pánico,
con el corazón en la boca, entró en la primera tienda que encontró. Simuló
interesarse en pañuelos, guantes o paraguas de tafetán, mientras en realidad
espiaba por una rendija de la puerta. Acosta permaneció un buen rato en la
vereda de enfrente. Parecía que esa mirada, tan intensamente negra, podía
atravesar los gruesos muros de ladrillos encalados y llegar hasta ella. Pero,
finalmente, la presencia de los soldados de Álvarez Thomas, que recorrían
la ciudad, lo hicieron abandonar el lugar.
Catalina suspiró.

175
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Muchos otros suspiraron también aquel día y festejaron que el brevísimo


gobierno de Alvear hubiera terminado. Evidentemente, su capacidad política
nunca estuvo a la altura de su ambición. El saldo era nefasto, pues dejó al
estado nacional completamente desintegrado. Buscando reparar los daños,
se nombró como nuevo Director Supremo a José Rondeau quien, por estar
a cargo del Ejército del Norte, fue reemplazado por el sublevado Coronel
Ignacio Álvarez Thomas. Él sería quien convocaría al Congreso Nacional
que, celebrado en Tucumán, finalmente proclamaría en 1816 la independencia
y le nombraría un sucesor. Pero mientras el país avanzaba lentamente hacia
la libertad, desde Río de Janeiro Alvear no perdió el tiempo y le escribió al
Rey Fernando VII un vergonzoso pedido de disculpas que incluyó planos
y documentos con información confidencial sobre las posiciones militares
americanas.
Afortunadamente, y a pesar de las traiciones, miserias y egoísmos de los
gobernantes, la revolución seguía viva en el corazón del pueblo. Y así, el 17
de abril de 1815, por primera vez en la historia argentina, flameó orgullosa
en la Fortaleza la bandera celeste y blanca.

¡DOS!
1812 a 1814
“¡No hay más tiempo, señores! ¡Aumenta el fermento y es preciso cortarlo
de una vez!” José de San Martín.
–¡José! ¡Ven aquí te he dicho! –Catalina gritó por enésima vez. Estaba
cansada. Estaba harta. ¿Qué había sido de su dulce bebé? Un niño tan bueno,
tan cariñoso y obediente hasta… hasta que el año pasado naciera Manuel,
su primer hermano. A partir de entonces José cambió. Se volvió revoltoso,
desafiante, terriblemente desobediente. ¿Es que se daría cuenta? ¿Es que
advertiría que Manuel era hijo de Ignacio mientras que él…?
Nerviosos golpes en la puerta, a los que se sumaron los ladridos del perro,
anunciaron a un visitante a deshora pues ya había caído la noche y en la casa
se intentaba terminar con las actividades del día.
–Doctor –anunció agitado el mensajero no bien fue introducido en el
zaguán por el negro Martín–, ¡las tropas ya se han reunido en la Plaza!
Era la revolución. Era el fin del Primer Triunvirato.
–Quedate acá y no salgas de la casa hasta que yo te avise –ordenó Ignacio
con firmeza a su mujer. Aquello era tan infrecuente en él que ella asintió
temerosa–. No te preocupes. San Martín y sus Granaderos están allí y sabrán
mantener el orden –la tranquilizó. Y se fue.
Fue una mañana de convulsiones la del 8 de octubre de 1812. Con las
176
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

primeras luces del día y respondiendo al llamado de la campana municipal,


una multitud de vecinos se dirigió a la Plaza de Victoria para sumarse a las
tropas ya formadas frente al Cabildo. Al mando de los Granaderos estaban
San Martín y Alvear. No había dudas. Aquello era un golpe de la Logia
Lautaro contra el desprestigiado Primer Triunvirato.
La Sociedad Patriótica, aliada de la Logia, presentó entonces a los
Regidores del Cabildo un petitorio firmado por más de trescientos vecinos.
Se pedía la destitución de los miembros de un gobierno exacerbadamente
centralista, fracturado por divisiones internas e incapaz de dirigir las acciones
militares. El resonado triunfo de Belgrano en la batalla de Tucumán, obtenido
a costa de desobedecer las órdenes de Rivadavia de replegarse en Córdoba,
fue la gota que rebalsó el vaso. Tenían que irse. Tenía que irse Rivadavia.
Pero la logia quería más que eso. Quería que, en su reemplazo, el Cabildo
designara a algunos de sus miembros para formar un nuevo poder ejecutivo
y que éste convocara a una Asamblea nacional, con representación de todas
las provincias, que pusiese en marcha los ambiciosos objetivos que ella tenía
para América.
Pero las horas pasaban y los regidores dudaban. San Martín, firme en la
plaza, veía que el descontento iba en aumento y temía la formación de una
turba incontrolable. Creía que el golpe era necesario para los planes de la
Logia pero no por eso se sentía a gusto. Derrocar gobiernos criollos no era
lo que había venido a hacer a América. Menos aún, tener que cargar contra
sus mismos compatriotas. Por eso, dejó su caballo a un ayudante, entró en el
Cabildo y, minutos después, en la mismísima Sala Capitular.
–¡No hay más tiempo, señores! ¡Aumenta el fermento y es preciso cortarlo
de una vez!
Su tono de voz era enérgico y la autoridad que emanaba de su figura
dejó a los cabildantes mudos y atónitos. La intervención de San Martín
surtió efecto. Poco después, Nicolás Rodríguez Peña, Juan José Paso y
Antonio Álvarez Jonte fueron designados a cargo de un nuevo Triunvirato,
el segundo, que tenía como misión principal convocar a una Asamblea que
fuese nacional, soberana y constituyente.
Ese 8 de octubre la independencia pareció estar más cerca que nunca.

“Castelli no era feroz ni cruel. Obraba así porque así estábamos


comprometidos a obrar todos…” Nicolás Rodríguez Peña.
El “Grito del Sud” en sus manos y una sonrisa divertida en el rostro. Así
leía Ignacio aquel periódico editado por la morenista Sociedad Patriótica,
ya prácticamente absorbida por la Logia Lautaro, en el que se destacaba

177
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Bernardo de Monteagudo por la fogosidad de sus palabras y la inteligencia


de sus ideas. Y, precisamente, detectó la pluma del antiguo secretario de Juan
José Castelli en el artículo que estaba leyendo. Pero eso no fue lo único que
advirtió. Abandonó su escritorio y salió en busca de Catalina. La encontró
en las cocinas, comandando fogones y esclavas en plena tarea de preparar
confituras que inundaban la casa con el aroma de las naranjas y los duraznos.
–Escuchá esto –dijo a su mujer–: “Una señora me ha comentado que los
americanos han ganado fama de liberales, pero que sus madres, esposas,
hijas y hermanas no les han debido hasta ahora un solo rasgo de atención y
liberalidad” –suspendió un segundo la lectura para observarla por encima
del periódico–. ¿Estas palabras te resultan conocidas?
Alcanzó a ver la pícara sonrisa de Catalina esconderse detrás de una
enorme olla de cobre, al tiempo que decía:
–Bueno, es la pura verdad. El gobierno no ha hecho nada aún para
asegurarles a las mujeres que podrán elegir con libertad a sus maridos. No
todas tienen tanta suerte como yo… –dijo haciéndole un mohín seductor–
Justamente se lo comentaba el otro día al señor Monteagudo.
–¿Y en dónde viste a Monteagudo?
No pudo reprimir a tiempo los celos que le inspiraba el moreno Bernardo
quien, sin ser atractivo físicamente, solía estar rodeado de bellas mujeres
gracias a su carisma e ingeniosa y galante conversación.
–En casa de Marica Thompson. Sabés que son amigos –contestó ella
dando escasa importancia al irritado tono de voz de su marido–. Que esto
pasara antes de la Revolución vaya y pase, pero ya no debiera ocurrir nunca
más ¡Y, sin embargo, la misma Angelita Castelli tuvo que sufrir que su padre
le impidiera casarse con el hombre que amaba!
El revolucionario y liberal Juan José Castelli, acérrimo defensor de los
derechos de los indios y los desvalidos, había entablado su última y poco
honrosa batalla legal oponiéndose al casamiento de su hija con un militar
partidario de Cornelio Saavedra, su máximo enemigo en la Junta.
–Juan ya no estaba bien… –intentó defender Ignacio recordando con
dolor la última vez que había visto al atormentado patriota, poco tiempo
atrás.
La penumbra y encierro del cuarto debieron alertarlo. Las lágrimas de
Monteagudo, uno de los pocos que no lo habían abandonado, debieron
advertirle. Sin embargo, nada logró prepararlo para ver en qué se había
convertido el apasionado e irreverente Juan José. Era un verdadero despojo.
Un cuerpo exhausto arrasado por la fiebre y derrumbado sobre cobijas
húmedas. Una boca abierta, jadeante, convertida en un ardiente y doloroso

178
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

infierno. Una lengua que ya no era lengua. El cáncer producido por una
quemadura de cigarro mal curada no había dejado más opción que cortársela
en un intento, infructuoso, por salvarlo. Pero ya no había salvación posible
y, quizás, eso fuese lo mejor. Sus ojos, aunque nublados por la fiebre y el
dolor, reflejaban el ejército de fantasmas que lo acosaban sin piedad. Los
fantasmas de Santiago de Liniers, de Nieto, de Córdova y de todos aquellos
a los que él había enviado a la muerte en nombre de la revolución.
Una revolución que, sin embargo, le dio la espalda y lo dejó solo.
Derrotado y enjuiciado por sus enemigos, abandonado por todos quienes
lo habían admirado en los tiempos de mayo, así se fue Juan José Castelli
un 12 de octubre de 1812. Aquel día, la revolución perdía su más clara y
apasionada voz.

“Oíd mortales el grito sagrado, libertad, libertad, libertad. Oíd el ruido


de rotas cadenas, ved en trono a la noble igualdad. Se levanta en la faz de
la tierra, una nueva, gloriosa nación. Coronada su sien de laureles y a sus
plantas rendido un León…” Fragmento inicial del Himno aprobado por la
Asamblea Constituyente el 11 de mayo de 1813.
Eran poco después de las ocho de la noche y los invitados ya habían
comenzado a llegar a la casona de la calle del Empedrado29. Pese al pedido
de las autoridades de no extender las veladas más allá de la medianoche,
todos sabían que irían a terminar mucho más tarde. Y había reuniones todas
las noches. Claro que no todas finalizaban a la misma hora, ni eran iguales.
Cada una tomaba la impronta del dueño de casa. Así, eran alegres y joviales
en lo de Antonio José de Escalada, flamante suegro de José de San Martín,
serias y circunspectas en lo de su hermano Francisco Escalada, o cultas y
de vanguardia en lo de Melchora de Sarratea, la “Stäel porteña”. Pero las
más célebres y recordadas eran, sin duda, las tertulias de los Thompson,
impregnadas de la personalidad avasallante de Mariquita. Nacida para ser
anfitriona, coqueta y alegre, ella hacía fácil el intercambio de opiniones y las
conversaciones entre desconocidos con sus modales medidos y cordiales.
Participar de estas veladas permitía a la alta sociedad porteña relacionarse
entre sí y conocer a importantes personalidades recién llegadas a la ciudad.
Dos comerciantes ingleses, acompañados por el escocés John Parish
Robertson, ya afincado en Buenos Aires, subieron con expectativa cinco
escalones de mármol hasta llegar a la ancha puerta de entrada, pasaron por
el patio y llegaron por fin al impresionante salón donde fueron recibidos por
el Capitán Martín Thompson y su vivaz esposa. Observaron con agrado los

29 Hoy, calle Florida.

179
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

gobelinos de las paredes, los altos espejos venecianos, la enorme araña de


cristal y los muebles de brocado amarillo haciendo juego con las cortinas,
pero lo que más admiraron estaba sobre un alto estrado de estilo morisco
recubierto de mantas y delicados almohadones. Allí, sentadas a la usanza
oriental, se encontraban varias damas porteñas que los dejaron boquiabiertos
con su hermosura, su porte, gracia y soltura y, sobre todo, con ese magistral
y sutil juego de abanicos y miradas.
Ajena a todo eso se encontraba Catalina. Esa noche no tenía ganas de
escuchar los últimos chismes, ni de sonreírle falsamente a la insoportable
Melchorita ni, menos aún, ser testigo del coqueteo entre las señoras y los
galanes más buscados, como el apuesto Carlos de Alvear o el acaudalado
Juan Larrea. No tenía ganas de nada. Estaba preocupada. Las cosas cada vez
marchaban peor con José. El niño, increíblemente alto para sus seis años, se
parecía cada vez más a su padre. En su físico, en sus movimientos, en sus
muecas de irritación e impaciencia, era la viva imagen de Joseph Brown. Y
eso la hizo temblar.
La noche avanzaba entre refrigerios y bandejas repletas de dulces,
chocolates y licores. El ambiente se iba llenando del humo de cigarros
contrarrestado, en parte, por las deliciosas esencias que emanaban de los
sahumadores ubicados en las esquinas de la sala. El momento del baile había
terminado. Casi setenta parejas bailaron juntas en el inmenso y suntuoso
salón al ritmo del minué y las contradanzas. La conversación familiar,
el trato franco y el buen humor, que siempre imperaban en las tertulias
porteñas, habían proporcionado ya momentos deliciosos. Entonces, cuando
se preanunciaba el final, Mariquita reunió a toda la concurrencia en torno al
pianoforte Stodart que engalanaba un costado del salón.
–Tengo el inmenso placer de presentarles, para aquellos que no lo conocen
aún, al maestro Blas Parera –dijo ella ante el cálido aplauso de los invitados–.
Él nos interpretará la marcha que compuso y a la que nuestro amigo Vicente
López y Planes puso una patriótica e inspiradora letra –finalizó señalando al
político, militar y poeta que, de acuerdo a la más fina y elegante costumbre
venida de Europa, abría una cajita de rapé y aspiraba un poco de tabaco
molido.
–A vosotros se atreve argentinos –cantaba poco después Mariquita con su
hermosa voz ante el silencio sepulcral de la sala– el orgullo del vil invasor,
vuestros campos ya pisa contando, tantas glorias hollar vencedor. Mas los
bravos que unidos juraron, su feliz libertad sostener, a estos tigres sedientos
de sangre, fuertes pechos sabrán oponer…
La Asamblea General Constituyente se inauguró el 31 de enero de

180
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

1813 en medio de la esperanza de grandes realizaciones, especialmente, la


independencia y la constitución del Estado. El momento era auspicioso para
ello. San Martín había vencido en San Lorenzo, Belgrano en las increíbles
batallas de Salta y Tucumán y, además, Artigas y sus tropas se habían
incorporado al sitio de Montevideo haciendo soñar con una pronta caída de
ese bastión español tan cercano a Buenos Aires.
–San José, San Lorenzo, Suipacha –continuaba la voz de Mariquita–
Ambas Piedras, Salta y Tucumán, La Colonia y las mismas murallas, del
tirano en la Banda Oriental. Son letreros eternos que dicen: aquí el brazo
argentino triunfó. Aquí el fiero opresor de la Patria, su cerviz orgullosa
dobló…
Y así, bajo estos auspicios, la Asamblea, sesionando en la vieja casa del
Consulado30, había iniciado una obra legislativa que era la propia de una
nación independiente. Eliminó toda referencia al rey cautivo, acuñó moneda
nacional, estableció el escudo y el himno del país, suprimió los títulos de
nobleza, abolió la inquisición y estableció la libertad de vientre para las
esclavas. Todas medidas que evidenciaban el espíritu liberal de la Logia que
las impulsaba. Y que controlaba la Asamblea.
–Desde un polo hasta el otro resuena, de la fama el sonoro clarín, y de
América el nombre enseñando, les repite, mortales oíd: Ya su trono dignísimo
abrieron, las provincias unidas del Sud, y los libres del mundo responden:
¡al gran pueblo argentino salud!
Un sonoro aplauso recorrió toda la casona de la calle del Empedrado. Y
un poco más allá.

“Divididos seremos esclavos, unidos venceremos” José de San Martín.


Noche de sesión en la Logia Lautaro. Sus miembros estaban reunidos
en la amplia y acogedora casa de la rica familia Alvear. Ya no tenían que
encontrarse en sótanos y caseríos abandonados a escondidas del gobierno.
Ahora ellos eran el gobierno. Controlaban el Triunvirato y controlaban la
Asamblea. De hecho, rechazaron la participación de los diputados orientales
enviados por Artigas pues éstos venían con un proyecto exageradamente
federalista. Y, además, querían la inmediata declaración de la independencia.
¿Y la logia? ¿Qué quería?
–La Asamblea fue convocada con la misión principal de independizar
al país –la voz grave con marcado acento español de José de San Martín
sumió al resto de los “Venerables” en el silencio– y todo lo dispuesto por
ella coincide con ese fin. Entonces, ¿no os resulta ridículo acuñar moneda,

30 Hoy, sede del Banco Provincia, calles Bartolomé Mitre y San Martín.

181
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

tener bandera e himno y, al mismo tiempo, hacerle la guerra al soberano de


quien se supone aún dependemos? ¡Ánimo!, que para los hombres de coraje
se han hecho las empresas.
–No basta con el coraje –interrumpió Carlos de Alvear temiendo que la
fuerza y el prestigio que emanaban de su antiguo protegido convencieran
al resto–. Desgraciadamente, las circunstancias han cambiado desde que la
Asamblea comenzó a sesionar. El General Belgrano, vencedor en Tucumán y
Salta, cayó derrotado en las batallas de Vilcapugio y Ayohuma, con terribles
consecuencias para el país. Estos reveses militares no nos dejan más opción
que negociar. Inglaterra ya nos ha manifestado que no es momento de
declaraciones expresas y creo que lo más inteligente es seguir su consejo
–finalizó inaugurando así la política del pesimismo y de la diplomacia a
cualquier costo que se aplicaría a partir de allí, afianzada más tarde con la
liberación de Fernando VII y el renacimiento de las monarquías absolutistas.
–¡Pero nuestros hombres siguen luchando en el Norte! ¡Belgrano sigue
luchando en el Norte! –exclamó Ignacio ante la mirada furibunda de Alvear–
Necesitan de nuestra ayuda. Necesitan saber que arriesgan su vida por una
patria libre y soberana. ¡No podemos olvidarnos de ellos aunque estén lejos
de Buenos Aires!
Pero Buenos Aires se alejaba más y más de la guerra que ella misma había
promovido, encerrándose en sí misma, en sus intrigas, en sus ambiciones
y en sus egoístas y mediocres negociaciones. Y, por lo tanto, a nadie le
importó lo que ocurría en el lejano frente de batalla. La independencia podía
esperar mientras se negociaba vaya a saber qué. Alvear había ganado. La
logia trabajaría, de ahí en más, con un solo objetivo: el encumbramiento
de su líder. Esa noche, las caretas se cayeron. Ya no era necesario simular.
Alvear tenía el control y quería deshacerse de San Martín. Necesitaba
deshacerse de él. “El hombre”, como lo llamaba despectivamente, no era un
gris y eficiente militar pronto a acatar órdenes, como había pensado en un
comienzo, sino una personalidad magnética y atrayente que podía destruir
todos los ambiciosos planes que tenía para sí.
Y la oportunidad se le presentó al alcance de la mano. Belgrano le pedía
al gobierno que San Martín fuera a hacerse cargo del Ejército del Norte,
aceptando quedar él bajo su mando. Para el humilde Manuel la causa de la
revolución estaba siempre por encima de cualquier deseo u honor personal.
La Asamblea, por supuesto, se apresuró a conceder el pedido. Poco después,
Alvear acompañó a San Martín y a sus Granaderos hasta San José de Flores.
Quería verlo partir. Quería verlo irse derrotado, mordiendo el polvo. Ignacio
también fue a despedir a José. Atravesó el pequeño poblado de Flores

182
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

invadido por los recuerdos. Volvieron a su mente la desesperación por llegar


a tiempo, los gritos, el reloj de Belgrano, las campanas de la Iglesia sonando,
los ojos desorbitados de Ramón…
Con el semblante aún pálido y descompuesto, Ignacio abrazó con fuerza
a San Martín. El prócer partía al Norte, que luego sería Mendoza, Chile y
Perú. Partía a la independencia, a la libertad de América, a la gloria, a la
posteridad. Ciego en su necedad, Alvear creyó haber resuelto su problema,
por lo que susurró satisfecho:
–Ya se jodió “el hombre”.

“¡Compatriotas! Vuestra estimación es el más dulce premio al que podría


yo aspirar. Mi vida es vuestra y rendirla por la gloria del país, es mi primer
deber” Almirante Guillermo Brown.
–Un vaso de aguardiente para mí y uno de caña para mi amigo –pidió
Ramón Acosta con su voz ronca al pulpero de “La Banderita”.
El hombre tras el mostrador, de maneras rústicas, chiripá y sucio delantal
de algodón, miró al joven que lo acompañaba sin dar muestras de sorpresa.
No le llamó la atención la edad, pues aparentaba varios más de los siete que
tenía, ni sus cabellos rubios o sus ojos claros como el cielo pues en Barracas,
una antigua zona de bañados, ya se habían radicado varios británicos. El
niño, en cambio, miraba con cara de asombro el lugar, repleto de mercaderías
en completo desorden. Los clientes habituales de las pulperías, también
llamadas esquinas por ocupar siempre el ángulo de las calles, eran sirvientes,
que iban en busca de lo necesario para la casa del patrón, o gente de baja
estofa, que lo que único que buscaba era beber. En el fondo, varios hombres
de aspecto más bien desaseado jugaban a los naipes por dinero ocasionando
gritos, risas y más de una pelea. Otros, ya muy alcoholizados, directamente
dormitaban en un rincón. Afuera, un par de bravucones borrachos insultaban
o se mofaban de los que pasaban caminando.
Ramón era habitué de esta y de otras pulperías. Le gustaba especialmente
“La Rosada”, cercana al puerto. Era un bodegón con poca luz y mucho olor
a humedad, lleno de marineros borrachos, cajones, botellas y vasos y más
vasos de aguardiente, caña o licor barato. El pulpero les sirvió las bebidas.
José tomó su vaso de caña y olisqueó.
–Esto es para hombres –le dijo Ramón con una sonrisa burlona en los
labios–. ¿Sos un hombre? –lo acicateó.
El niño se tomó la caña de un sorbo. Segundos después sus mejillas se
tiñeron de rojo mientras un fuego incontrolable le arrasaba la boca y le
arrancaba lágrimas a los ojos.

183
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Sí, lo soy –logró decir con esfuerzo y valentía pese a todo.


Ramón lo observó con atención. Se parecía muchísimo al padre, el
musculoso británico que había venido con sus polleras y sus gaitas a
conquistarlos, pero también descubría en sus facciones algo de Catalina…
Él los había visto. Durante la estadía de los ingleses en la ciudad, Joseph
Brown se alojó en la Posada de Los Tres Reyes, la posada y fonda de su
abuelo. Los había visto entrar, los había visto salir horas después, los había
escuchado amarse con furia y desesperación. Y la había deseado. Sí. ¡Cuánto
la había deseado! La deseaba aún y, sin embargo, la odiaba también. Debía
odiarla. Era la hija de la mujer que arruinó la vida de su madre… Se vengaría
de los Díaz de la Vega. Lo había jurado. Pero debía esperar a que el niño
bonito dejara de protegerlos. Sabía que estaba por irse a Europa. En un
primer momento pensó que con eso sería suficiente, pero era demasiado
poderoso… ya había visto su poder en acción… ¡Condenado Belgrano! Su
alejamiento no bastaba. Debía seguir esperando. De todas formas, mientras
lo hacía, se divertiría un poco.
–Ya que sos todo un hombre –le dijo observándolo fijamente con su negra
mirada–, es hora de saber quién era tu verdadero padre…
El caballo volaba a la velocidad del viento, levantando a su paso una
terrible polvareda. José atravesó la calle Larga31 que unía Barracas, ubicada
en los suburbios, con el centro de la ciudad y llegó a su casa con el alma
devorada por la furia y el rencor. Encontró a sus padres preocupados pues no
había llegado aún de la escuela. Con los ojos rojos y la expresión desencajada,
gritó:
–¡Usted! … –su dedo índice apuntaba acusadoramente a Ignacio– ¡Usted
no es mi padre! … ¡Usted es el asesino de mi padre!
Catalina, lívida, sólo atinó a sentarse. Faltaban unos pocos meses para
que naciera el bebé, al que pondrían el nombre de Juan si era varón, y se
sintió desfallecer. Ignacio intentó aparentar una calma que estaba lejos de
sentir.
–Pero, ¿de dónde sacaste eso?
–Un amigo me lo contó –contestó José con expresión desafiante–. Ramón
Acosta…
–¡Acosta! –gritó Ignacio con impotencia– Es una mala persona, que nos
odia y que hará cualquier cosa para destruirnos, para separarnos. Yo…
–¿Mintió? Dígame. ¿Acaso es una mentira?
Ignacio sintió que le arrancaban todo el aire de un golpe. Derrotado, negó
con la cabeza. Desgraciadamente no era una mentira. José salió corriendo de

31 Hoy, Avenida Montes de Oca.


184
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la sala al mismo tiempo que Catalina se desmayaba en su sillón.


Un rato después, no quería abrir los ojos. Aún no. Había vuelto en sí y
sabía que estaba en su cama. Sabía que Ignacio estaba allí con ella y la miraba
con preocupación. Pero ella no quería enfrentar su mirada, no mientras
estuviese invadida por el recuerdo de Joseph Brown. Lo ocurrido con José
la había devuelto al lejano 1806 cuando lo había conocido. Cuando se había
fascinado con su fuerza y valentía, cuando él la había amado ardientemente
y, quizás, también con brusquedad, cuando su actitud posesiva y celosa
la había subyugado, sobre todo comparándola con la fría indiferencia que
siempre había existido entre sus padres. Poco después Joseph había muerto y
ella fue obligada a casarse con Ignacio. ¡Justo con él! Había llorado, gritado
y pataleado. Lo había odiado. Lo había odiado durante cuatro largos años
hasta que una noche supo que en verdad lo amaba y, a partir de entonces,
se prohibió pensar en el ardiente inglés. Temía que su calmo y bondadoso
esposo perdiera en la comparación. Pero entonces, en ese instante, entendió
que Joseph se hubiera cansado, se hubiera ido, aun sabiendo que esperaba
un hijo, pues su sed de aventuras era mayor que su deseo por ella. Se sintió
liberada. Ya no debía temer. Ignacio estaba allí. Siempre lo había estado. Abrió
los ojos y se abalanzó en los brazos de su marido. Aquellos brazos delgados,
poco atléticos, que eran el único lugar donde ella era verdaderamente feliz.
Pocos días después José anunció la novedad. Se había enrolado en la
escuadra de Guillermo Brown. El desgraciado de Acosta lo había llevado
al Puerto de los Tachos, en el Riachuelo, donde estaba amarrada la flota del
irlandés y le había llenado la cabeza con historias ficticias de su padre. Y
quería embarcarse. Quería liberar Montevideo y cumplir así con las órdenes
del flamante Director Supremo, Gervasio Posadas.
Las derrotas militares, la noticia de una formidable expedición española
contra el Río de la Plata y el dominio absoluto de Alvear en la logia y en
la Asamblea, confluyeron para que ésta terminara con el segundo de los
triunviratos y reforzara el gobierno creando un Poder Ejecutivo unipersonal.
El 22 de enero de 1814 Gervasio Posadas, tío del influyente “Venerable”,
fue designado como primer Director Supremo del Estado. Éste continuó la
política de negociación de su sobrino y mandó primero a Manuel de Sarratea
y luego a Belgrano y Rivadavia en misiones diplomáticas de imprecisos
objetivos y escasas expectativas de éxito. Pero, al mismo tiempo, decidió dar
batalla e intentar poner fin al dominio español en Montevideo.
El baluarte realista había sido un dolor de cabeza para Buenos Aires desde
mayo de 1810. Los patriotas tenían la supremacía terrestre y enseguida
sitiaron la ciudad. Sarratea, Rondeau, Artigas y finalmente el joven y

185
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

ambicioso Carlos de Alvear intentaron doblegar a los españoles, pero solos


no pudieron. El dominio de las aguas estaba en manos del enemigo, lo que
les permitía abastecer la ciudad sitiada y realizar continuos ataques contra
las poblaciones ribereñas, que no se detuvieron ni con la victoria de San
Martín en la batalla de San Lorenzo. Había que destruir la flota española y
fue allí cuando Guillermo Brown entró en acción. Primero con una patente
de corso y luego al mando de la primera escuadra nacional, financiada por el
ex vocal de la Junta Juan Larrea, Brown se encargaría de los españoles por
agua al tiempo que Alvear los ultimaría por tierra.
Ignacio espoleó su caballo mientras avanzaba velozmente por el “Camino
que baja de Barracas”32. Al cabo de un rato llegó a una casa de dos plantas,
bien de estilo inglés, que era toda una rareza en esos arrabales porteños,
mayormente baldíos y anegadizos. Pasó al lado de dos cipreses y llegó al
portón del sencillo frente. Alzó la vista y vio un balconcito que se levantaba
en la ventana central del piso superior. Era la “Kinta” de Brown, como él
la llamaba, aunque con el tiempo todo el mundo la conocería como “Casa
Amarilla”. Tocó la puerta y al cabo de unos minutos entró.
–Yo comencé a los once años mi vida en el mar –contestó el Almirante
ante la protesta de Ignacio por haber enrolado en su escuadra a un niño de
siete.
–Bueno, esos son algunos más… –siguió protestando cuando la mirada
penetrante y el rostro franco y audaz del marino lo detuvieron. Suspiró y
decidió confiar en él. Le contó toda la verdad.
Brown se tomó un rato para responder, como si estuviera pensando muy
bien qué decir.
–Cuando era muy joven, capitaneando un buque mercante inglés, fui
tomado prisionero por los franceses. Me llevaron a la prisión de Metz, de
donde me escapé. Me atraparon nuevamente y, esta vez, me llevaron a la
prisión de Verdún, una cárcel de máxima seguridad. ¿Sabe cómo salí de allí?
Ignacio negó con la cabeza, interesado en el relato.
–Volví a escaparme. Con esto quiero decirle que no hay prisión de la
que uno no pueda huir. Si retiene a su hijo en contra de su voluntad, él
terminará yéndose y lo hará por el camino equivocado, con los compañeros
equivocados. No le voy a mentir. La vida del marino es dura y azarosa, pero
es una manera de convertirlo en un hombre de bien. Lo llevaré conmigo y
lo prepararé. Intentaré mantenerlo fuera de peligro hasta que esté listo para
ello. Tiene mi palabra –concluyó al tiempo que extendía su mano para sellar
así un pacto de honor.

32 Hoy, Avenida Martín García.


186
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Recorrieron en silencio el “Camino de la Boca”33. En la Vuelta de Rocha,


sobre el Riachuelo, se encontraba el Puerto de los Tachos, donde se armaban
los buques de la nueva escuadra. Pasaron por la barraca que vendía aquellos
recipientes de hierro para contener grasa y sebo, los tachos, que habían dado
nombre al lugar. Llegaron al pequeño muelle. Era, finalmente, el momento
de la despedida. Catalina, muy cerca ya del parto, había quedado en la casa
hecha un mar de lágrimas. Sólo estaban ellos dos.
–José –dijo Ignacio suavemente colocando sus manos sobre los hombros
del niño–, yo sé que no te di la vida… y sé que es difícil para vos entender
que era una guerra, que cuando disparé no tenía idea de quién era él y que
sólo quise proteger a tu madre, pero quiero que sepas que sí sos mi hijo. Sos
mi hijo porque te di mi apellido, porque te he cuidado desde que naciste…
y porque te he amado cada uno de los días que han pasado desde entonces.
Las lágrimas parecieron invadir los ojos del niño, sin embargo, logró
controlarlas. Hizo un gesto con la cabeza, a manera de saludo, y se alejó.
Comenzó a caminar hacia “La Hércules”, la nave capitana donde lo aguardaba
Guillermo Brown. Unos metros más adelante se detuvo. Dio media vuelta y
echó a correr.
–¡Padre!… ¡Tatita!
Ignacio lo estrechó en sus brazos lo más fuerte que pudo y José supo que
siempre tendría una familia a la que regresar.

Brown y los suyos, incluido el pequeño José, tomaron la isla Martín


García, establecieron un bloqueo naval que permitió hacer efectivo el sitio
de la ciudad y finalmente el 17 de mayo de 1814 derrotaron completamente a
la flota realista. El 22 de junio un joven Carlos de Alvear, de 24 años de edad
y mucha hambre de gloria, entró triunfante en la ciudad. Soñaba con el ya
cercano día en que pudiera reemplazar a su tío y ser él el Director Supremo
de la Nación.
Con la increíble toma de Montevideo, la guerra se alejó definitivamente
de la ciudad de Buenos Aires como José se alejó de su familia, casi, para
siempre.

¡UNO!
1811 a 1812
“El pueblo está muy satisfecho de ver fuera de su seno a personas que le
eran tan odiosas” Deán Gregorio Funes tras la Asonada saavedrista del 5
y 6 de abril de 1811.
33 Hoy, Avenida Almirante Brown.

187
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

El estruendo de un cañón en medio de la noche. Y otro disparo. Y otro


más. Treinta y tres bombas disparadas sumiendo a los habitantes de Buenos
Aires en la angustia y el horror.
–¡Socorrooo! –gritó Catalina sentándose en la cama con la respiración
agitada y lágrimas en los ojos.
–Tranquila –murmuró Ignacio a su lado abrazándola con ternura–. No ha
sido nada. Sólo un sueño.
–Nos bombardeaban… los españoles de Montevideo… –intentó explicar.
–No nos bombardearán –dijo más para serenarla que por convencimiento.
Posó su mano en la incipiente prominencia que delataba la presencia de
su primer hijo–. Vamos, tranquila, que no le hará bien al bebé. Nadie nos
lastimará.
Se acostaron abrazados. Mientras Catalina volvía a dormirse, Ignacio
pensaba que mientras no se lograse la toma de Montevideo, la pesadilla
de su mujer bien podía ser algún día realidad. Y, efectivamente, durante la
madrugada del 15 de julio de 1811, los porteños se despertarían angustiados
por una treintena de bombas que milagrosamente no provocarían mayores
daños. Pero eso todavía no había acontecido aún y, pensó antes de conciliar
el sueño él también, que aquella noche del 5 de abril todo parecía tranquilo
y en calma.
Sólo parecía.
En Miserere34, los bueyes, mulas y caballos estaban ya encerrados en
sus corrales mientras los capones carneados la tarde anterior colgaban de
grandes ganchos. Se habían apagado los lastimeros mugidos de los animales
moribundos mas no los rastros de la terrible carnicería, botín precioso de
perros y roedores. Los troperos y faenadores habían terminado la jornada
pero no se retiraron a sus míseros ranchos de barro y humedades, sino que
se quedaron allí, pues algo importante estaba por suceder. En los corrales de
Miserere, Liniers había reunido a la tropa que reconquistaría Buenos Aires y
allí, esa noche del 5 de abril, la gente del campo, hombres rudos de poncho
y chiripá, se reunieron para marchar sobre Buenos Aires a las órdenes de los
Alcaldes de barrio. Eran la representación más típica de la pobreza del Río
de la Plata, atestada de bocas desdentadas, crenchas hirsutas y manos veloces
sacando cuchillos. Una pobreza sucia, amontonada y hundida en el barro.
Una pobreza que no podía comprender a los señoritos de levita y galera, que
hablaban del pueblo con palabras difíciles, que repetían frases en francés o
en inglés, que blasfemaban de Cristo y combatían a Saavedra, el único al que
ellos sí entendían y respetaban. Marchaban contra ellos. Marchaban contra

34 Actual Plaza Once.


188
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la Sociedad Patriótica.
La renuncia de Moreno en diciembre del año anterior había provocado
la derrota del “morenismo” como grupo gobernante, aunque todavía tenían
cuatro miembros dentro de la extensa Junta Grande, a los que se incorporaron
luego Hipólito Vieytes y Nicolás Rodríguez Peña en reemplazo del fallecido
Alberti y del propio Mariano. Pero no iban a darse por vencidos. El alejamiento
de Moreno no haría morir sus ideas. En el Café de Marco fundaron un Club,
al que luego llamarían “Sociedad Patriótica”, que pronto se convirtió en un
centro de reunión y agitación política. Julián Álvarez, Vieytes y Rodríguez
Peña aparecían como sus principales referentes, mientras que French y Beruti
como su brazo armado y ejecutor. Utilizaban cintas celestes y blancas para
diferenciarse y en sólo unos meses se consolidaron como grupo opositor y
entusiasmaron al sector más joven, ilustrado y progresista de la sociedad.
Tanto que Domingo French creyó que estaban en condiciones de dar un
golpe… y entonces el golpe lo recibieron ellos.
En horas de la madrugada ya de ese 6 de abril, los manifestantes llegaron
a la Plaza de la Victoria donde se reunieron con las tropas comandadas
por Martín Rodríguez y por el doctor Joaquín Campana, que apoyaban la
revuelta. Se le entregó un petitorio al Cabildo que luego éste pasó a la Junta
Grande. La Junta, con la anuencia del saavedrismo y de los diputados del
interior, accedió a todos los pedidos. Así, Larrea, Azcuénaga, Vieytes y
Rodríguez Peña fueron destituidos de sus cargos y desterrados junto con
French, Beruti, Donado y Gervasio Posadas. Belgrano fue llamado a juicio
para responder por sus derrotas en el Paraguay. Sólo quedaba en pie Juan
José Castelli, de misión en el Alto Perú, y hacia allí se dirigirían en más los
cañones. El morenismo quedaba virtualmente destrozado.
Don Cornelio pensó que a partir de entonces podría gobernar sin tropiezos,
que la revolución podría consolidarse con cordura, sin posiciones extremas
ni arbitrarias.
–Es un error –dijo Ignacio en cuanto se enteró de lo acontecido–. No
importa que Saavedra diga que no lo armó, ni lo propició, ni lo supo con
anterioridad. Nadie lo creerá y eso será su ruina.
Y, efectivamente, aquel día de apoyo popular y de gloria para el Presidente
de la Junta Grande sería, nomás, el comienzo de su fin.

“Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego”. Cornelio Saavedra.
Con la dificultad propia del avanzadísimo estado de embarazo que tenía,
Catalina logró apearse del coche gracias a la ayuda del solícito Martín. Del
brazo del negro se acercó a una gran puerta de madera. La casa era sencilla

189
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

y tenía una sola ventana al exterior, que estaba cerrada como si nadie viviese
allí35. Suspiró. Había discutido con Ignacio. Él no quería que saliera estando
ya tan cerca el parto y, menos aún, para ir a la casa de los Moreno. Pero ella
no era de las que obedecen así sin más. Dio dos golpes a la puerta y esperó.
Minutos después atravesó una breve galería y llegó al salón donde se
encontró con María Guadalupe Cuenca, la viuda de Moreno. Antes de
sentarse en la amplia sala, Catalina alcanzó a divisar el estudio del esposo,
tan lleno de papeles como si Mariano estuviera todavía allí, escribiendo sin
cesar como en el día de la Reconquista o pensando y diseñando el plan
que le daría la libertad a su patria o, aun, dictando furioso aquel decreto de
supresión de honores que sería su ruina.
–Me sorprende su visita, señora Díaz de la Vega –dijo un tanto cortante
Guadalupe. Su cuerpo frágil, de cara pequeña y ojos negros velados por el
dolor no escondían sin embargo la serenidad que sólo poseen los fuertes.
–José me ha contado que Marianito no ha ido a la escuela en los últimos
días –su hijo José y el hijo de los Moreno iban juntos a la escuela y éste,
flaquito y bastante delicado, despreciado por su apellido, había tomado al
primero como su protector. Sabiéndolo, Guadalupe dulcificó la expresión y
le contestó:
–Sí, es que estuvo enfermo. El doctor Argerich ha dicho que eran
lombrices. Me mandó no sé cuántas cosas pero, la verdad, se ha curado con
emplastos y remedios caseros. Suele ser lo mejor…
–Lo lamento mucho, Lupe –no pudo evitar interrumpirla como tampoco
tomarle la mano. Los ojos de María Guadalupe se llenaron de lágrimas.
–Todavía no lo puedo creer... Me parece ayer cuando lo acompañamos al
puerto…
El 24 de enero de 1811 Moreno se embarcó en un buque de guerra inglés
que lo llevó hasta Ensenada de Barragán, en donde pasó a la fragata, también
inglesa, Fame, que lo transportaría a Londres junto con su hermano Manuel
y Tomás Guido.
–Marianito nunca había ido al puerto y andaba corriendo por todos lados.
Los barcos anclados lejos de la costa, los carros tirados por caballos que iban
y venían hasta el atracadero, los marineros, los estibadores, los ruidos, los
olores. Todo era motivo de sorpresa –murmuró con una sonrisa pequeña en su
rostro pequeño– y a todo le pedía al padre una explicación. Pero finalmente
llegó el momento de partir y Mariano subió a uno de esos carromatos de
madera, seguro pensando cuándo podrían construir un verdadero puerto –
otra sonrisa triste se le dibujó en los labios–. Los caballos comenzaron a
35 Ubicada en el solar donde hoy se levanta la casa central del ex BankBoston, en Bartolomé
Mitre y Florida.
190
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

tirar río adentro, hundiéndose en el barro, pero sin dejar de avanzar. Y así fue
perdiéndose entre la bruma del río, desdibujándose… aunque alcancé a ver
que el agua mojaba su ropa y temí que se enfermara…
Moreno partió y ella se quedó sola en una ciudad hostil con su pequeño y
enfermizo niño, añorando el reencuentro. Le escribió al menos catorce cartas,
hablándole de amor, poniéndose celosa, contándole novedades políticas y
menudencias familiares, pero su marido nunca le contestaría. Nunca llegaría
siquiera a leer sus cartas.
–Fue el 4 de marzo… –dijo entonces quebrándosele la voz– sólo poco
más de un mes después de haber partido.
–¿Creés…?
–¿Qué lo mataron? Sí, estoy segura –replicó con convicción–. Su salud
siempre fue frágil y seguramente se sintió mal durante la travesía, pero según
mi cuñado, el Capitán le suministró a escondidas una dosis altísima de un
purgante que fue demasiado para su debilitado cuerpo. Le siguieron tres
espantosos días de agonía… Además, poco después de su partida yo recibí
una caja con un abanico de luto, un velo y un par de guantes negros.
–¡Oh, Lupe! ¡Qué horrible! –exclamó Catalina con espanto– ¿Pero sabes
quién pudo haber sido?
–Saavedra, Funes o alguno de su grupo –dijo encogiéndose de hombros–,
o los ingleses, que estuvieron en contra del fusilamiento de Liniers, o quién
sabe, quizás, hasta la misma Anita Perichon que perdió a su amante… ¡Qué
importa! Lo único que sé es que ya no lo tengo más…
En ese preciso instante un fuerte dolor sacudió a Catalina por entero. ¡Dios
mío!, pensó, ¡Ignacio tenía razón! Con premura se despidió de Guadalupe
y volvió a subirse al carruaje. Extrañamente, no sintió miedo. Sabía que
era riesgoso. Las mujeres sobrevivían al parto sólo si eran fuertes, si no
había complicaciones con la posición del bebé o si tenían la suerte de que
las manos de la comadrona no estuvieran demasiado sucias. Pero a partir
de ese momento todo se volvió confuso en su mente. Imágenes de Moreno
se mezclaban con el dolor de sus propias contracciones. Mariano mareado
en su camastro, abatido por la tristeza y presintiendo lo peor. “No sé qué
cosa funesta se me anuncia en mi viaje”. Una violenta sacudida del coche
provocó que sus piernas comenzaran a mojarse. Moreno tirado en el piso
del pequeño camarote, con la tez amarillenta y los ojos vidriosos, intentando
vanamente dar algunos últimos consejos. “¡Viva la patria aunque yo
perezca!”. Llegó a su casa, escuchó a lo lejos los gritos nerviosos de Ignacio
y los preparativos de la comadrona. El joven cuerpo sin vida del patriota era
arrojado sin ceremonia al mar. Dolía. ¡Por Dios cuánto dolía! Una nueva

191
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

contracción le pareció interminable. Ahora era Guadalupe, desvelada, quien


le escribía a su marido con lágrimas en los ojos. “Cuántas veces sueño que
te tengo abrazado pero luego me despierto y me hallo sola y en mi triste
cama…” ¡Pero qué tragedia! ¡Cuánto rencor! ¡Cuánto desacuerdo! ¿Cuándo
se acabarían? ¿Es que había alguna esperanza?
El llanto de Manuel Díaz de la Vega fue la respuesta que buscaba. La vida
siempre daba revancha.

“Ha dispuesto este gobierno que haga pasar como un rasgo de


entusiasmo el enarbolamiento de la bandera celeste y blanca, ocultándola
disimuladamente y sustituyéndola con la que se envía, que es la que hasta
ahora se usa en esta fortaleza…” Carta de Bernardino Rivadavia, Secretario
del Primer Triunvirato, al General Belgrano.
Manuel no fue el único que nació ese septiembre de 1811. Un nuevo
gobierno también lo hizo. Un gobierno que no era enteramente morenista
ni saavedrista. Con la muerte de Moreno y los destierros del 6 de abril el
morenismo quedó descabezado. Sólo resistía Juan José Castelli, lejos,
en el Alto Perú. Sus enemigos iniciaron entonces una eficaz campaña de
desprestigio, que incluía mujeres, corrupción y herejía. Vicios inventados o
magnificados, pues todos conocían la honradez de Juan José pero, también,
su gran pasión por las damas y su escaso afecto por la Iglesia. Finalmente, los
infundios y las divisiones lo alcanzaron a él y a su ejército. Así llegó el 6 de
junio de 1811 y el desastre en Huaqui. El viento helado, la altura de la puna,
las desinteligencias, la imprevisión, la tregua no respetada por el general
realista Goyeneche… La derrota fue absoluta y Castelli marchó preso y
ya enfermo a Buenos Aires para morir solo y enjuiciado. Mas todo ello no
redundó en un fortalecimiento del saavedrismo, sino todo lo contrario. Se le
reprochaba a Saavedra su participación en la asonada de abril e, incluso, en la
muerte de Moreno. Él se sentía acorralado, criticado por todos. La derrota de
Huaqui le dio la excusa que necesitaba para apartarse del gobierno y marchar
al Norte a hacerse cargo del ejército vencido. Ese fue el fin de la carrera
política de don Cornelio, pues le siguieron años de destierro y ostracismo.
También lo fue el de la Junta Grande que, sin su figura dominante, perdió
poder y ejecutividad. Nació entonces un nuevo gobierno en las Provincias
Unidas. El Primer Triunvirato. Un gobierno rivadaviano.
Era un precioso domingo de noviembre. La Iglesia de San Francisco
estaba repleta y luego de la misa las conversaciones en el atrio compartido
con la pequeña Capilla San Roque se prolongaron más que de costumbre.

192
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Alguno propuso ir a la Alameda36 y hacia allí se encaminaron raudos coches


y carruajes. Ignacio y Catalina también fueron de la partida. Dejaron al
pequeño Manuel en su casa con la hija de la negra Antonia, que acababa de
tener otro niño y era el ama de leche del bebé. Más inquietud les generaba
dejar a José, que desde el nacimiento del hermano había estado terriblemente
celoso. Pero, bueno, eso era lo normal, ¿no? Intentaron no preocuparse y
marcharon, pues Ignacio estaba ansioso por probar el calesín de dos ruedas
que había comprado y Catalina por un plácido paseo a la vera del río.
Las mujeres, con sus infaltables mantillas y abanicos, atravesaron del
brazo de maridos o pretendientes los cuatro leones de piedra de la entrada
y se adentraron en el paseo, poblado de álamos y sauces. Cuando el
matrimonio Díaz de la Vega arribó había ya varios asomados a las barandas,
contemplando el río. Los pocos bancos de ladrillo colocados para sentarse
estaban ocupados, por lo que no les quedó más remedio que caminar. Vieron,
en medio de un nutrido grupo, a Manuel de Sarratea, hermano de la famosa
Melchorita y flamante miembro del Triunvirato junto a Juan José Paso y
Feliciano Chiclana. Como Catalina no soportaba a Melchora y él, pese a
ser parientes, no tenía nada en común con el verborrágico y diplomático
triunviro, siguieron de largo. Un poco más adelante se toparon con el artífice
y verdadero poder tras el nuevo gobierno, el Secretario del Triunvirato,
Bernardino Rivadavia.
De trato siempre serio y solemne, don Bernardino conversaba con varios
vecinos demostrando una increíble habilidad para no esbozar ni media
sonrisa. Ello en realidad acentuaba su fealdad pero él parecía no advertirlo,
sino que por el contrario se exhibía con la confianza de creerse poseedor
de la admiración de todos los demás. Mas, fuese eso verdad o no, el liberal
Bernardino tenía las riendas del actual gobierno imprimiendo en él sus
ideas y convicciones, especialmente, la de un acentuado localismo porteño.
Así, poco después de la formación del Triunvirato se disolvió la Junta
Grande mediante un procedimiento tan eficaz como ilegal y los diputados
provinciales fueron despachados a sus respectivas provincias.
Pero aunque Rivadavia no buscaba el apoyo del interior, sí anhelaba el
de Inglaterra y ésta, aliada de España contra Napoleón, les hizo saber que
no aprobaría ningún movimiento independentista en América. Fue por eso
que condenó con dureza a Belgrano que, el 27 de febrero de 1812, había
tenido la inconsciencia de enarbolar una bandera celeste y blanca en las
barrancas del río Paraná. El reto le llegó a Manuel cuando él ya estaba en el
Norte, haciéndose cargo de los restos del Ejército patriota que Saavedra no

36 Ubicada sobre la actual Avenida Leandro N. Alem, en el bajo.

193
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

había sabido reorganizar. Con rabia, pero fundamentalmente con dolor, le


contestó a Rivadavia que se desharía de ella hasta que llegase el momento,
lejano, de una gran victoria. Y esa gran victoria llegó. Tras la batalla de Salta
la bandera celeste y blanca fue enarbolada con orgullo y alegría. Para ese
entonces, el Primer Triunvirato ya no era más que un triste recuerdo.

“El 9 del corriente ha llegado a este puerto la fragata inglesa Jorge


Caning procedente de Londres en 50 días de navegación: … Han llegado
entre otros particulares el teniente coronel de caballería D. José de San
Martín… el alférez de carabineros reales D.Carlos Alvear… Estos individuos
han venido a ofrecer sus servicios al gobierno y han sido recibidos con
la consideración que merecen” Periódico La Gazeta de Buenos Aires del
viernes 13 de marzo de 1812.
–Nos siguen –la voz con marcado acento español de José de San Martín
atravesó a Ignacio como una flecha.
Ya era de noche y estaban en alguna de las callejuelas inmundas que
rodeaban el Convento de Santo Domingo. Sin perder un instante, San Martín
lo tomó del poncho y lo empujó detrás de un pesado carro aguatero. Sacó
su pistola y con certera puntería disparó, destrozando el farol de la calle. Se
escucharon las cautelosas pisadas de sus perseguidores mezcladas con los
nerviosos quejidos de los bueyes amarrados al carro. José hizo una seña a
Ignacio, indicándole que se quedara allí mientras él salía del escondite. Se paró
desafiante en medio de la calle, estirándose cuan largo era, desenvainando la
espada. La luna reflejó el frío metal del sable y la figura de San Martín, que
lució terrible, intimidante. Tanto, que luego de un instante de vacilación, se
escucharon nuevamente las pisadas pero, esta vez, alejándose con premura
del lugar. Ignacio suspiró aliviado, pero no pudo dejar de preguntarse qué
diablos hacía él allí en medio de la noche.
La respuesta, obviamente, estaba en ese mismo hombre que lo acompañaba,
ese correntino que después de muchos años había vuelto a su patria con un
ambicioso plan de liberación americana. Ignacio lo conoció poco después de
su llegada a la ciudad y quedó cautivado con la claridad que tenía para definir
sus objetivos y la férrea voluntad que ponía para alcanzarlos. Era San Martín
quien lo llevaba aquella noche al sótano de una propiedad desocupada que
Martín Thompson tenía en las inmediaciones de Santo Domingo.
–Nos vigilan –anunció el Teniente Coronel San Martín en cuanto llegaron.
La concurrencia, formada entre otros por Zapiola, Thompson,
Monteagudo y, por supuesto, Carlos de Alvear, el organizador de la logia en
tierras porteñas, permaneció en silencio por unos segundos.

194
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–¡Son los esbirros del Triunvirato! –gritó luego indignado Alvear en uno
de sus habituales desbordes– Dijeron a cuantos quisieran oír que los viajeros
de la fragata inglesa veníamos a descomponer la patria. ¡Justo ellos que son
cobardes e inútiles y lo descomponen todo!
La relación con el gobierno resultó complicada desde un principio. A
poco de llegar, en marzo de 1812, San Martín y Alvear se presentaron en
la Fortaleza para una reunión con los miembros del Triunvirato. Fueron
recibidos con entusiasmo por Juan José Paso, con desconfianza por los
otros dos triunviros y con franca antipatía, sobre todo hacia San Martín, por
Bernardino Rivadavia, quienes iniciaron de inmediato una enemistad que se
prolongaría por el resto de sus vidas.
Rivadavia, con lógica, sospechaba de aquellos militares que sólo unos
meses atrás combatían en los ejércitos del Rey; mas la explicación a tan
radical cambio estaba en las logias que por entonces proliferaban en Europa.
Alvear había introducido a San Martín en la Logia de los Caballeros
Racionales, que se reunía en Cádiz e incluso tenía una filial en Londres.
Allí, con ropaje masónico, se reunían en secreto para trabajar en contra del
absolutismo y abogar en favor de la libertad de los países oprimidos. Con el
tiempo, resolvieron pasar a la acción y regresaron así a sus países de origen
a fin de prestar sus servicios en las luchas independentistas que ya se habían
iniciado.
Más desconfianza y recelo generó en Rivadavia que en cuanto llegaron,
Alvear, San Martín y Zapiola se dedicaron a reclutar gente a fin de formar
una logia en Buenos Aires. Ésta se llamaría “Logia Lautaro” en honor al
caudillo mapuche que instó a su pueblo a sublevarse contra los conquistadores
españoles en la Gobernación de Chile durante el siglo XVI. Los miembros
de la Sociedad Patriótica, de ideas morenistas, se vincularon inmediatamente
con la nueva institución.
–Los miembros del Triunvirato no quieren profundizar el plan de
independencia –seguía despotricando Alvear–. Además, manejan la cuestión
militar con una negligencia absoluta. Sólo se obtendrán derrotas si se siguen
sus órdenes.
–Señores, recuerden. No reconoceremos por legítimo gobierno de las
Américas –dijo entonces Zapiola repitiendo el juramento que habían hecho
en España– sino aquel que fuese elegido por la libre y espontánea voluntad
de los pueblos…
El Primer Triunvirato, con su centralismo, divisiones e ilegalidades,
obviamente no era ese gobierno. Tenía razón Rivadavia en desconfiar. La
fuerza política que lo derribaría ya se estaba gestando en las sombras.

195
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

“Delitos por los que deben ser arrojados los oficiales: 1. Por cobardía
en acción de guerra, en la que aun agachar la cabeza será reputado tal. 2.
Por no admitir un desafío, sea justo o injusto… 4. Por no defender en todo
trance el honor del cuerpo… 10. Por poner la mano a cualquier mujer,
aunque haya sido insultado por ella…” Código de Honor del Regimiento de
Granaderos a caballo.
José de San Martín controlaba, hasta en sus más mínimos detalles, los
agotadores ensayos de marcha y combate que se extendían desde el alba
hasta el anochecer en el Cuartel de los Granaderos a Caballo. Las abruptas
barrancas al río de aquella zona del Retiro37 permitían la realización de
complicados ejercicios de caballería. Aún eran un gauchaje improvisado
pero poco a poco, práctica tras práctica, iban mejorando para convertirse
algún día en el cuerpo soñado por su creador. Un Regimiento de caballería
de elite, semejante a los viejos granaderos prusianos o, mejor aún, a los
cuerpos selectos del ejército napoleónico que él tanto admiraba. Pero para
lograr eso se necesitaban soldados bien escogidos, mejor entrenados y llenos
de disciplina y valor.
San Martín pasaba entre los reclutas, todos vestidos con unas largas
casacas de paño azul, cuello rojo y grandes botones dorados. El alistamiento
era minucioso y riguroso y no cualquiera podía entrar. Se exigía tener una
talla elevada y mucha destreza como jinete. Ya se habían incorporado los dos
hijos varones de Antonio Escalada, próximos a ser sus cuñados, así como
Juan Galo Lavalle, Estanislao Soler y Tomás Guido, entre otros. José se
frenó de golpe frente a un hombre moreno y musculoso, cuya negra mirada
llamó su atención.
–¡Nombre! –rugió el Teniente Coronel.
–¡Ramón Acosta! –contestó el soldado.
Tenía un gran olfato para detectar vicios y flaquezas. Muchas veces,
sus decisiones sobre incorporar o despedir a alguno del regimiento podían
parecer arbitrarias e incomprensibles, pero siempre tenían una razón. En los
ojos de Ramón Acosta encontró valor, pero no disciplina ni honor. Y eso,
para él, era tan importante como la destreza y el coraje. A sus treinta y cuatro
años era un militar experimentado. Había estado cerca de la muerte en varias
ocasiones, sufrido privaciones, oído los terroríficos ruidos de la fusilería,
del bramido de los caballos y de los alaridos de dolor. Había visto cuerpos
destrozados, cráneos rotos, ojos desorbitados e inexpresivos. Y luego de
todo eso a lo único que le tenía miedo era al fracaso y a la deshonra. Por

37 Hoy, Plaza San Martín.


196
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

eso, estableció un estricto “Código de Honor” para su regimiento, uno que


produjo en sus miembros un profundo sentimiento de dignidad, disciplina
y orgullo de pertenencia. José intuía que Acosta no era proclive a respetar
normas. Lo mantendría, entonces, bajo vigilancia.
Esa tarde, como era habitual, varios se acercaron hasta el Retiro a
presenciar las prácticas en el Cuartel. Entre ellos, Catalina López Arondo,
Luisa de Escalada y Carmen Quintanilla de Alvear que acompañaban a la
pequeña Remedios a ver a su prometido. La benjamina de los Escalada, de
tan sólo 14 años, observaba obnubilada a su novio moverse con seguridad
entre las tropas, tan gallardo con su cuerpo fibroso y su perfil aguileño. Le
encantaba su seriedad y, más aún, cuando se distendía y hablaba con su
particular gracia y humor. Estaba enamorada y pronto, el 19 de septiembre
en la Catedral, se convertiría en su esposa. Tenía el visto bueno de su padre
y eso era suficiente. No le importaban los veinte años de diferencia ni la
opinión de su madre, que lo creía un espía de los franceses, de los ingleses o,
peor aún, de los españoles. Tampoco que sus amigas lo tacharan de ordinario
por su marcado acento andaluz.
Carmen Quintanilla se acercó a Remedios con algún comentario picaresco
que hizo sonrojar a la niña. Ella había oficiado de celestina presentando a los
novios en alguna de las tantas tertulias organizadas en casa de los Escalada.
En recompensa, ella y su marido, Carlos de Alvear, serían los padrinos de
la boda. Catalina vio el arrobo de la jovencísima novia y sintió dudas. San
Martín era un hombre experimentado en el campo de batalla y seguro también
en el del amor. Habría tenido amoríos fogosos y pasajeros, con mujeres
de burdel y de tabernas y también de los otros, romances más discretos y
maduros. En cambio, ahora estaba a punto de casarse con una niña pequeña
y frágil, absolutamente inexperta y criada entre algodones. Catalina sabía
que Remedios le gustaba, pero le gustaba con aquel sentimiento sosegado,
sin arrebatos, que era tan conveniente para el militar. Conveniente porque
lo vinculaba a una de las familias más importantes de la ciudad y, más aún,
porque no le sacaría ni tiempo ni energías a su tarea libertadora. Entonces se
preguntó, ¿sería eso suficiente para la enamorada Remedios?
Advirtiendo a las mujeres, José de San Martín encaminó su caballo hacia
las rejas, se quitó el sombrero y les hizo una reverencia. Después le dedicó
una mirada profunda a la niña de grandes ojos oscuros y rizado cabello
negro que era su pálida y virgen novia. Ella se la sostuvo por encima del
abanico. Hecho esto, dio media vuelta y comenzó a desandar su camino.
Entonces, lo vio. Un recluta se había retirado de la práctica y miraba furtiva,
pero intensamente, a una de las acompañantes de Remedios. Odio. Deseo.

197
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Superstición. Lo que descubrió en esa mirada le dijo todo lo que necesitaba


saber.
–¡Acosta! –rugió–. ¡Retírese inmediatamente del Cuartel!

“Todos ellos son tus enemigos, todos conspiran contra tus dominios y
todos son criminales” Carlota Joaquina de Borbón.
Era medianoche y sólo él quedaba en el Fuerte. Bernardino Rivadavia,
inquieto, se movió en su asiento y se tomó la cabeza con las manos. Se
levantó de un salto y paseó nervioso por el viejo y desierto palacio virreinal.
Ya no estaba el Virrey. Ya no estaba Saavedra. ¿Y el Triunvirato? Las cosas
se habían complicado para el gobierno. Las divisiones entre los triunviros
se profundizaron al estallar entre Feliciano Chiclana y Juan Martín de
Pueyrredón, que reemplazaba a Paso, un sinfín de conflictos que incluían
acusaciones mutuas de complots, ataques y agravios. Además, la guerra se
les estaba yendo de las manos. Montevideo seguía tan realista y peligrosa
como antes y el Ejército de Norte, al mando del ingenuo de Belgrano, era un
desastre y poco podía hacer. Él ya le había ordenado replegarse en Córdoba
para estar así más cerca de la desguarnecida Buenos Aires. No podía olvidarse
tampoco de la logia conspirando en las sombras y del detestable San Martín
armando un regimiento en Retiro. Y ahora, como si fuera poco, esto.
Su paseo culminó en una sala donde lo esperaban el tendero Antonio y
el carretillero Francisco. Ellos le confirmarían sus sospechas. La conjura
contra el gobierno era un hecho. Martín de Alzaga, héroe de la reconquista,
autor de la asonada de 1809 contra Liniers, españolísimo y monopolista,
intentaba derribar al Triunvirato en alianza con los realistas de Montevideo,
los portugueses y el General Goyeneche que, desde el norte, estaba cada vez
más próximo a Buenos Aires. Rivadavia supo que no tenía alternativa. Tenía
que actuar con premura y firmeza. Nervioso, firmó las sentencias de muerte.
Ignacio estaba en la descampada Plaza 25 de Mayo, o Plaza del Fuerte,
ese 6 de julio de 1812. Catalina le había rogado que no fuera, que no
presenciara aquello. Ni la mujer ni las hijas de don Martín irían, pero él
tenía que estar allí. Para cuando llegó, ya se habían colocado los banquillos
cerca del foso de la Fortaleza. Enseguida lo divisó. Erguido y desafiante,
no mostraba miedo o nerviosismo. Recién cuando su mirada encontró a la
de su nieto pareció ablandarse un poco, pero tampoco entonces se permitió
debilidades. Rechazó la venda para los ojos y se plantó desafiante frente
al pelotón de fusilamiento. Ignacio contempló con horror los preparativos
para la ejecución de su abuelo. Nunca habían coincidido en política ni en
economía y habían discutido infinidad de veces, sin embargo, amaba a

198
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

aquel hombre emprendedor, inteligente, condenadamente obstinado que


estaba a punto de morir. Lo sabía capaz del complotar y de mucho más,
pero creía que en este caso era inocente. El triunvirato lo había sometido
a un juicio secreto, tan secreto que nunca se supo bien cuáles habían sido
las pruebas para condenar a los acusados y sólo se hablaba de la confesión
extremadamente sospechosa de uno o dos testigos, posiblemente esclavos.
Con estos endebles fundamentos se ordenó la ejecución de más de treinta
hombres. Ignacio sospechaba que, desgraciadamente, morirían más como
consecuencia del pánico de un gobierno ya incapaz de gobernar que de una
amenaza real. Pero no tardarían en caer, se dijo con bronca. La Logia Lautaro
en breve se encargaría de ellos.
Gritos. Órdenes. Descarga de fusilería. Ignacio cerró los ojos antes de
que el cuerpo sin vida de su abuelo cayera el piso. Dominado por la angustia
y el horror echó a correr. Ya no quería ver. Luego de fusilarlo lo colgarían
en el medio de la plaza para dejarlo allí los tres días siguientes. Sollozando,
atravesó la Recova y se metió en la Plaza de la Victoria. Ésta parecía más
grande de lo que era debido a su completa desnudez, pues no tenía árboles
ni adornos. Sólo se levantaba, en medio de aquella inmensidad, la pirámide
de mayo creada como recordatorio de la revolución y estrenada el 25 de
mayo de 1811 en medio de desfiles militares, bailes y fuegos artificiales
organizados por el entonces gobierno saavedrista. Se detuvo frente a la
pirámide y apoyó su cabeza en las paredes de adobe del monumento que, por
falta de tiempo, no era más que un sencillo obelisco hueco. Recién entonces,
lloró amargamente.
¡Cuánto costaba querer ser una patria independiente! ¡Cuánto más faltaría
aún!

¡CERO!
1810
“Vaya usted y espero que no incurrirá en la misma debilidad que vuestro
General. Y si todavía no se cumpliese la determinación tomada, irá el vocal
Larrea, a quien pienso no le faltará resolución; y por último iré yo mismo
si fuese necesario” Mariano Moreno a Juan José Castelli, agosto de 1810.
Mucha gente se dio cita aquella noche del 11 de junio de 1810 en el mísero
reñidero de gallos del carenciado barrio de Montserrat, no muy lejos de la
Iglesia del mismo nombre38. Los aficionados ya estaban formando una ronda
junto a un cerco improvisado, compuesto mayormente por los ponchos de los
mismos espectadores. Dentro del círculo, dos gallos enormes se peleaban a
38 En la actualidad, Avenida Belgrano y Lima.

199
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

los picotazos limpios mientras la concurrencia alentaba al de su preferencia.


En cuanto el sangriento espectáculo terminó, comenzó otro. Gritos, peleas y
sablazos junto a la siempre oportuna presencia de los usureros, rondando a
los vencidos como animales de carroña a sus víctimas…
Ramón Acosta estaba feliz. Había apostado por el gallo vencedor. Era una
buena noche y tenía ya unos cuantos reales en el bolsillo para un próximo
juego de naipes o de billar. De pronto, sintió una mano en el hombro. Era
Domingo French, su jefe.
–Ya es hora que Caspe pague por su desprecio –dijo.
El fiscal del crimen, Antonio Caspe y Rodríguez, miembro de la
españolísima y recalcitrante Real Audiencia, había intentado negarse a
prestar juramento a la nueva junta el pasado 26 de mayo y, obligado, se pasó
toda la ceremonia escarbándose los dientes con un palillo para mostrar su
desdén.
–Encárgate –le ordenó.
No fue necesario decirle más. Gustaba del conflicto, necesitaba de la
pelea, pues en cada golpe descargaba todas las angustias, la bronca y las
tristezas que lo dominaban tras haber perdido a su enamoradiza e inestable
madre. Julia Bonfillio había vivido obsesionada por descubrir signos y
señales, creyendo ciegamente en embrujos y hechizos y, fundamentalmente,
en el poder de la negra Tomasa. Ella le había dado la pócima que condujo
a Francisco Acosta a su cama la noche en que Ramón fue concebido. Sin
embargo, poco después Tomasa murió a manos de su patrón, Luis Díaz
de la Vega, y su matrimonio con Francisco resultó un completo fracaso.
Su marido estaba enamorado de otra. Blanca siempre estuvo entre ellos,
en su casa, en sus peleas, en su cama. Ramón creció escuchando hablar a
su madre con odio y pavor de los Díaz de la Vega, aquella familia rica y
poderosa que había logrado acabar con la peligrosa Tomasa y con su propia
felicidad. Creía que gozaban de una protección especial de los hados y la
suerte. Entonces, el día de la reconquista su padre se fue, dejándoles todo
su dinero pero sin darles una explicación, marchándose para siempre de sus
vidas. Julia, desesperada, terminó de perder la razón. Se sentó a esperar a
su marido y de allí no se movió hasta desparecer, lenta, desgarradoramente.
Para Ramón, el fatídico día de la reconquista a los ingleses fue el día en que
quedó solo. Sin padre ni madre. Sin familia. Su tía Juana había muerto y su
tío Jerónimo era un santurrón cascarrabias que ya había hecho miserables las
vidas de su esposa e hija. Tenía primos y primas lejanos a los que nunca veía,
ni deseaba ver. Sí. Estaba solo. Solo con su bronca, con su odio y con aquel
miedo supersticioso que había formado parte de él desde la cuna.

200
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Ya encapuchado y junto a cuatro compañeros se aprontaron a cumplir


con el encargo. La trampa había sido tendida. El fiscal se dirigió al Fuerte
cumpliendo con un falso llamado. Allí le informaron que no había sido
convocado y comenzó, entonces, el camino de regreso a su casa. No llegó.
Ramón y dos más colocaron sus espadas sobre el pecho del asustado Antonio.
–Vamos a ver si tiene ganas de seguir burlándose –la voz ronca y susurrante
de Acosta inundó la silenciosa y oscura calle.
Se escucharon disparos, que afortunadamente no impactaron en la
víctima, pero sí lo hicieron varios sablazos, golpes e insultos. Con los ojos
negros brillando en la oscuridad, Ramón pegó y pegó. Cansado, se retiró
junto a sus secuaces. El antiguo compañero de naipes del Virrey Cisneros
quedó tendido en la calle, gravemente herido.
Sólo once días después, el 22 de junio de 1810, el ex Virrey y los miembros
de la Real Audiencia, confesamente adictos a la madre patria y contrarios a
las ideas republicanas, fueron llamados a la Fortaleza, esta vez sí, por la
Junta. Recibidos por Juan José Castelli y Domingo Matheu se enteraron sin
demasiada ceremonia que “para su seguridad” serían embarcados en forma
inmediata en una nave inglesa con destino a España. La nave era la Dart,
recientemente involucrada en un resonado caso de contrabando contra las
arcas reales en el que se había visto involucrado el asesinado Juan Díaz
de la Vega. Ese mismo día, Cisneros y sus seguidores, incluyendo el aún
muy malherido Antonio Caspe, abandonaron para siempre la revolucionaria
Buenos Aires.
Pero ellos no eran los únicos enemigos de la Junta. Montevideo y
Córdoba se alzaron como los peligros más inminentes y poderosos. En
esta última, el ex virrey Santiago de Liniers se puso al frente de las tropas
contrarrevolucionarias con el fin de devolver a la descarriada capital
virreinal al yugo español. Pero no hubo reconquista esta vez. Los pueblos
del interior reconocieron en su mayoría y con rapidez a las autoridades de la
junta porteña, por lo que el movimiento pronto quedó aislado. Tanto, que sus
propias tropas desertaron obligando a los cabecillas a huir rumbo al norte en
busca de refuerzos.
Mientras tanto, en Buenos Aires, se decidía qué hacer en cuanto los
atrapasen. El explosivo secretario Mariano Moreno propuso la muerte de los
sublevados al tiempo que caminaba nerviosamente por la sala de reuniones
del Fuerte. El destierro o la prisión eran demasiado riesgosos para la vida de
la revolución y había que dar una señal clara de firmeza, esgrimía. Los más
moderados dudaban. Belgrano, a quien no le temblaría nunca la mano para
ejecutar aun las órdenes más duras, intentaba negociar con su conciencia.

201
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Castelli fumaba un cigarro en silencio. Finalmente, Moreno convenció a


los indecisos y se firmó la sentencia de muerte. Pero el coronel Ortiz de
Ocampo, al mando de las tropas patriotas, y el delegado de la Junta Hipólito
Vieytes, no quisieron cargar ellos con la responsabilidad de semejante
acción y decidieron enviar a los prisioneros a Buenos Aires. Mariano estalló
de furia.
–¿Con qué confianza encargaremos grandes obras a hombres que se
asustan de su ejecución? –exclamó indignado– Nos han colocado en un
terrible compromiso y toda nuestra suerte depende de ello…
Tenía razón. Permitir que los prisioneros llegasen a Buenos Aires era muy
riesgoso pues, pese a su deslucido gobierno, todavía mucha gente admiraba
y respetaba a Liniers. Si el ex Virrey, con esa estampa de emperador romano
que había cautivado no sólo a Anita Perichon, arribaba a la capital, sería
imposible cumplir con la orden de ejecución y la misma revolución peligraría.
No eran tiempos para tibios. Y por eso Moreno supo perfectamente a quién
debía encomendar la tarea. Juan José Castelli voló a Córdoba, interceptó a
los prisioneros y sin dilación ordenó, con lágrimas en los ojos, cumplir con
la condena. Horas después, Santiago de Liniers caía malherido al piso. Su
sangre sería la primera derramada en nombre de la patria. Domingo French,
ferviente admirador del francés, le dio el tiro de gracia que acabó con sus
sufrimientos… y con su vida.
La revolución podía respirar aliviada. Mientras tanto, Juan José conocía
al primero de sus fantasmas e, intuía, su pavorosa presencia lo acompañaría
hasta el día de su muerte.

“No deben escandalizarse por el sentido de mis voces, de cortar cabezas,


verter sangre y sacrificar a toda costa. Para conseguir el ideal revolucionario
hace falta recurrir a medios muy radicales” Mariano Moreno.
–Buen día, padre. ¿Viene a ver a mamá? –preguntó fríamente Catalina
con una mueca cínica instalada en los labios.
Cuando unos meses atrás, a comienzos de ese año, Catalina y su marido
regresaron de Chuquisaca para instalarse en Buenos Aires, no lo hicieron ni
en la casa de sus padres ni en la de su suegro, como hubiera sido lo esperable
para un matrimonio joven de su posición. Las relaciones eran complicadas
tanto con unos como con otros y por eso decidieron, no sin varias discusiones
entre ellos, ocupar una de las propiedades que la familia tenía sobre la calle
San Miguel. Poco después, Catalina se llevó a su madre a vivir con ellos.
–No, ¿para qué? –respondió Felipe López Arondo con desprecio –Vine a
ver a su esposo.

202
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Catalina hubiera deseado poder gritarle todo su enojo, toda su bronca.


Él, siempre tan ausente, tan ajeno a su existencia, había sido el dueño de
su suerte al obligarla a casarse a las apuradas con su primo, autor del fatal
disparo que acabó con la vida de su amante. Pero de nada habían valido
los ruegos, los llantos y las súplicas. López Arondo no escuchaba a nadie,
menos a las mujeres y mucho menos a su descarriada hija, de quien esperaba
una obediencia ciega. Ignacio apareció entonces en la sala y condujo a su
suegro hasta el estudio.
–Son tal para cual –murmuró Catalina con bronca cuando quedó sola.
Sabía que su padre había sido muy generoso con la dote recompensando
así a Ignacio por hacerse cargo de su hija, que estaba embarazada de otro.
Para ambos, ella no era más que una simple pieza de intercambio. Detestaba
a su padre… Detestaba a su marido…
–¡Todo se irá al carajo con el gobierno en manos de estos locos, que
hicieron una revolución sin escuchar a la mejor parte del pueblo! –gruñó sin
tapujos el andaluz en cuanto se sentó.
–Bueno, Felipe, cálmese –respondió Ignacio pensando que, para tener
derecho a protestar, el español debió haber estado el 22 de mayo en el
Cabildo Abierto defendiendo su posición, en lugar de quedarse en su casa
como tantos otros.
–¡Cómo queréis que me calme! ¡Esto es una persecución abierta y
declarada!
Desde su instalación, la Junta había encarado una febril actividad que
incluía el despacho de circulares a todas las provincias del interior para que
éstas reconociesen el nuevo gobierno y mandasen sus diputados a Buenos
Aires, la organización de expediciones militares a la Banda Oriental,
a Córdoba y al Alto Perú, la apertura de puertos al comercio exterior, la
publicación del periódico “La Gazeta de Buenos Aires” como órgano de
difusión de las nuevas ideas, la creación de la biblioteca popular… Pero
eso no era todo. De conformidad con el sanguinario “Plan de operaciones”,
presuntamente redactado por Mariano Moreno, se inició una verdadera
campaña del terror, no sólo contra enemigos declarados sino también contra
los tibios o indiferentes a la causa revolucionaria.
–Ayer arrestaron a todos los alcaldes y regidores del Cabildo –continuó
iracundo López Arondo–. ¡Los sacaron de sus camas como a viles criminales!
Si no hubiera sido por Saavedra, el desquiciado de Moreno los hubiera
mandado a todos a la horca. Esto ya es insostenible. Me voy, Ignacio. Esta
misma noche parto para la Banda Oriental. Quiero que os ocupéis de esto…
Las horas siguientes pasaron entre documentos y recomendaciones.

203
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Ignacio quedaría a cargo del importantísimo patrimonio heredado de


Antonio Díaz de la Vega, pero aquello nunca fue lo fundamental para él. Se
había apresurado a pedir la mano de Catalina, al saber que estaba en apuros,
porque la amaba. Siempre la había amado.
La noche se acercaba cuando salieron del escritorio. Felipe dio un escueto
abrazo a su hijo político y se retiró sin siquiera despedirse de su esposa ni
de su única hija. La revolución separaría a muchas familias. Hijos contra
padres. Esposas contra esposos. Familias de criollos y españoles que antes
se amaban y respetaban, ahora discutían o se ignoraban. La familia López
Arondo también se deshizo durante la revolución, sin embargo, ya estaba
quebrada desde mucho antes, quizás, desde su mismo inicio.
Con el cielo convertido en una oscura mancha de tinta, Felipe abandonó
la ciudad. Bamboleándose dentro de su carruaje tomó recién entonces
conciencia de lo que estaba haciendo. Había vivido en Buenos Aires por más
de cuarenta años y ese era su hogar. Sintió un fuerte dolor que se expandió
como un rayo por su pecho. El coche continuó su camino a los tumbos,
alejándose más y más. En un último y fugaz instante su ocupante se despidió,
para siempre, de todo lo que dejaba atrás.

“Habrá desde este día absoluta, perfecta e idéntica igualdad entre el


Presidente y demás Vocales de la Junta, sin más diferencia que el orden
numerario y gradual de los asientos…” Decreto de supresión de Honores
del 6 de diciembre de 1810.
La habitual siesta porteña fue sacudida por el repique de las campanas de
todos los templos de la ciudad. ¿Qué pasó?, se preguntaron sus habitantes
desconcertados saliendo de la modorra. Unos cuantos días atrás, el 7 de
noviembre, las tropas patriotas al mando de Antonio González Balcarce
habían obtenido su primera gran victoria a orillas del río Suipacha, en el Alto
Perú. El jefe político de la expedición, Juan José Castelli, envió a la Junta
un pormenorizado parte de la batalla. El saldo era inmejorable. Las milicias
españolas fueron destruidas, se tomaron banderas, municiones, cañones y
prisioneros, entre ellos, el mariscal Vicente Nieto y su lugarteniente José de
Córdova que pronto engrosarían el ejército de fantasmas con el que cargaba
Castelli.
Buenos Aires se preparó para festejar. Se programaron funciones de circo
y espectáculos de iluminación y orquesta en la galería del Cabildo. Unos
días después, el 5 de diciembre, las celebraciones continuaban y esta vez la
fiesta era en el Cuartel de Patricios.
La noche estaba preciosa y María Guadalupe Cuenca caminaba feliz

204
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

del brazo de su marido, Mariano Moreno. Desde aquel 25 de mayo en que


Mariano había asumido como Secretario de Guerra y Gobierno de la Junta,
lo veía poco y nada. La jornada de trabajo en la Fortaleza solía terminar
recién a eso de las ocho de la noche y él la prolongaba bastante más, sin
contar las veces que se encerraba en su escritorio la noche entera. No iría
a desperdiciar, por ende, un solo segundo que pudiera pasar junto a él.
El negrito con el farol iba por delante de ellos, iluminándoles el camino.
Llegaron a la puerta del Cuartel.
–El señor no puede pasar –dijo el centinela con cara de pocos amigos.
–Debe ser un error –respondió Mariano desconcertado–. Llame a un
oficial.
Pero el centinela, inconmovible, ni llamó a un oficial ni los dejó pasar.
Órdenes eran órdenes y a los Moreno no les quedó más remedio que
emprender el camino de regreso a casa. Para ambos la noche había perdido
ya todo su encanto.
Dentro del cuartel, la oficialidad de Patricios festejaba el importantísimo
triunfo obtenido en Suipacha. El Capitán Atanasio Duarte, extrovertido,
buscapleitos y borrachín, divertía a los asistentes con versos y canciones. En
un momento, estando ya bastante pasado de copas, no tuvo mejor idea que
tomar la corona de azúcar que adornaba la torta de celebración y entregársela
a doña Saturnina, la esposa de su jefe Cornelio Saavedra. Ésta, sin saber muy
bien qué hacer, se la pasó a su marido.
–¡Un brindis por el primer Rey y Emperador de América! –gritó muy
borracho.
Todos brindaron y rieron de la humorada, sin embargo, sin perder un solo
instante, la noticia del brindis voló rauda hasta la casa de los Moreno.
–Mucho café, Marica, que la noche va a ser larga –dijo Mariano a su
esposa. Lupe se apresuró a cumplir el encargo de su marido resignándose a
pasar otra noche en soledad.
Caminó furioso por su estudio. Hasta ese día, Saavedra, en su condición de
Presidente de la Junta, había disfrutado de ciertas prerrogativas. Vivía junto a
su familia en la Fortaleza, utilizaba la escolta de Cisneros y disfrutaba de un
tratamiento similar al del antiguo Virrey. Pero ya no más. No habían hecho la
revolución para tener un “Emperador”. Las palabras brotaron coléricas de sus
labios mientras un asistente tomaba nota desesperadamente. Al día siguiente,
el decreto de supresión de honores fue presentado ante la Junta. Mansamente,
Saavedra lo firmó pese a que la resolución le quitaba distinciones, escolta
y derechos. Pero aquello no fue una victoria para Moreno. La precaria y ya
bastante dañada armonía existente entre los miembros de la Junta quedó rota

205
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

para siempre. Dos bandos comenzaron sin tregua a disputarse el poder a


partir de entonces. Saavedristas y morenistas iniciaron así una guerra que no
acabaría sino con la completa destrucción de ambos. Y no sólo de ellos. Esa
división, con otros nombres, con otros autores, se mantendría por décadas a
través de guerras civiles, anarquías y conflictos que complicaron y atrasaron
la organización y el desarrollo del país.
–Me parece perfecto lo que hizo Moreno –dijo Catalina esa noche a su
marido mientras cenaban solos en el comedor familiar–. Ya era hora de que
los pusieran en su lugar, sobre todo a esa “gata flaca” de la Saturnina –desde
que había oído a Guadalupe Cuenca llamar así a la esposa de Saavedra ya
no la nombraba de otro modo–. Es una soberbia, una agrandada, claro, como
vive en el Fuerte cual si fuese la Virreina…
–Creo que fue un acto impulsivo de Mariano, que le traerá más problemas
que beneficios –respondió calmadamente Ignacio mientras hacía girar en su
mano el magnífico reloj que Belgrano le había regalado poco antes de partir
para el Paraguay, del que no se separaba un instante.
–¡Claro! ¡Porque usted nunca hace nada impulsivamente! ¡Si pareciera
que no tiene sangre en las venas! –exclamó ofuscada iniciando una de las
discusiones tan habituales en ellos, bueno, en ella –Moreno es impulsivo, sí,
pero actúa así porque quiere hacer grandes cosas. Quiere un cambio radical,
un cambio político, económico, social, uno que nos permita ser una sociedad
libre y mejor. En cambio Saavedra no, sólo quería sacar a los españoles del
gobierno para poner en su lugar a los criollos, especialmente, a él. ¡Y nada
más!
–La diferencia entre ellos está en que Saavedra es partidario de una
política moderada y prudente mientras que Moreno quiere imponerse a los
opositores y a los indecisos por el terror. Y me temo que lo que lo impulsa a
actuar así es su propio miedo a caer en manos de sus enemigos…
–¿Miedo, Mariano? ¿Está loco? ¡No sabe lo que dice!, ¡el que tiene miedo
es usted! –gritó.
Se levantó de la mesa y salió corriendo hacia su habitación dejando a
Ignacio con la palabra en la boca. Detestaba tener que salir en defensa de
Saavedra, que nunca le había agradado demasiado, sin embargo cada vez
coincidía menos con el excesivo y temerario Mariano Moreno.
Catalina se encerró en su dormitorio dando un sonoro portazo. Hacía ya
cuatro años que estaba casada. Cuatro años de discusiones. Cuatro años de
odio. Porque odiaba a su esposo, se lo repetía a diario. Era tan sereno, tan
tranquilo, tan imposiblemente calmo… tanto… tanto que había aceptado
como suyo a un hijo que no era de él…tanto que no había intentado nunca

206
obligarla a compartir su cama pese a tener todo el derecho de hacerlo.
Sí, y había permitido que su madre viviera con ellos... y siempre la había
respetado… siempre la había tratado bien aunque ella le gritase las cosas
más espantosas… Miró su imagen en el espejo del tocador. Los ojos
negros le brillaban con fuerza, las mejillas se le habían teñido de rojo. Un
pensamiento terrible cruzó su mente. ¡Oh, Dios mío! murmuró. Lo detestaba
y, sin embargo, todo lo que siempre había detestado de él… su paciencia, su
calma, su bondad… ¡Oh, Dios mío! volvió a murmurar. No era posible, pero
sí, sí lo era. Recién entonces se daba cuenta.
¡Estaba enamorada de su marido!

“Conseguí lo que me propuse, expulsar a ese demonio del infierno”


Cornelio Saavedra.
Las gotas de lluvia rebotaban furiosas contra los postigos verdes,
empapando las ventanas. Y yo estoy seca, pensó Blanca acostada en su
cama de moribunda. Ya no le quedaban lágrimas por verter. Había llorado
días enteros cuando su padre la obligó a casarse con Felipe, estando ella
tan enamorada de Francisco Acosta. Había llorado tanto los años que le
siguieron. Sin embargo, nunca pudo hablar de sus sentimientos.
–Hábleme mamá, se lo ruego –imploró Catalina con un hilo de voz
sentada a su lado.
Blanca desvió la vista de la ventana mojada para mirar a su hija. No sabía
si aún era capaz de hacerlo. Hacía cuatro años que callaba, desde aquel día
de la Reconquista cuando junto a Francisco había vivido el momento más
feliz de su vida y, también, el más terrible, pues no se había animado a amar.
A ser feliz. Esa misma noche, reprochándose su cobardía le había gritado
a su esposo la verdad. Y él, frío, indiferente, sólo le susurró con desprecio:
“Mañana hablaremos”. Y nunca más lo hizo. Desde entonces no fue más que
una muerta en vida pero ahora, que iba a morir realmente, debía intentarlo.
Abrió la boca e inspiró profundamente. Tuvo que intentarlo una y otra
vez.
–Amá… hija –finalmente logró articular con una voz ronca y apagada–.
Que nada te detenga. Sólo procura ser feliz, mi niña. Es lo único importante…
Cerró la boca y los ojos, agotada por el esfuerzo. No era tan vieja, tenía
cuarenta y cuatro años, pero se sentía infinitamente cansada. Su mente
abandonó entonces ese cuerpo fatigado y seco y volvió a ser una niña,
una niña libre y alegre. Un par de ojos verdes detuvieron su camino y, sin
dudarlo, corrió a su encuentro.
–Francisco, ahí voy… –alcanzó a murmurar con una sonrisa en los labios.
El carro fúnebre avanzaba dificultosamente por las calles embarradas al
tiempo que arribaban a la Fortaleza los diputados del interior convocados
en mayo por la Junta Gubernativa. Mariano Moreno presentía lo peor. Sabía
que había cometido un terrible error al desprenderse de sus dos aliados más
poderosos. Después del fusilamiento de Liniers, Juan José Castelli andaba
por el norte llevando a la práctica el ideal revolucionario más extremo y
radical, escandalizando a curas y moderados. Manuel Belgrano, el miembro
más lúcido y preparado para gobernar, fue enviado a una misión imposible
en el Paraguay, a luchar contra la escasez, los bichos, el sol despiadado y
ríos embravecidos que superaban la imaginación de cualquier habitante de
ciudad. Moreno se había quedado solo mientras Saavedra se fortalecía con
la llegada de los hombres del interior, mayormente pacíficos y moderados y,
principalmente, del diputado por Córdoba, el deán Gregorio Funes. Hombre
inteligente, veleidoso y ambicioso, señalado por muchos como el entregador
de Santiago de Liniers, pronto se convirtió en el cerebro político que el
saavedrismo necesitaba. Y el plan se puso en marcha.
En vez de incorporar a los diputados a un Congreso con funciones
legislativas, Saveedra y Funes propusieron incorporarlos a la misma Junta
Gubernativa, formando así una “Junta Grande”. Ello permitía debilitar a
Moreno, dejándolo en minoría a la hora de tomar decisiones. Él vio la jugada
rápidamente.
–¡Considero que la incorporación de los diputados a la Junta es contraria
al derecho y al bien del estado! –exclamó furioso con el pelo ensortijado,
las marcas de viruela resaltando su rostro moreno y los ojos negros echando
chispas.
Si había alguno dudoso, en ese momento terminó de decidirse. Ese 18
de diciembre de 1810 nació la Junta Grande y terminó la breve pero intensa
participación de Moreno en el gobierno.
–No pudiendo ser provechosa al público la continuación de un magistrado
desacreditado –continuó derrotado– renuncio a mi empleo sin arrepentirme
del acto del 6 de diciembre que me ha producido el presente descrédito –
aquel intempestivo decreto de supresión de honores–, antes bien, espero que
algún día disfrutaré de la gratitud de los mismos ciudadanos que ahora me
han perseguido…
Pero Moreno no alcanzó a disfrutar de ninguna gratitud sino, más bien, de
un “exilio” tan prematuro como su propia muerte.
Unas noches más tarde, Catalina estaba sentada frente al enorme tocador
de caoba traído de Londres para su abuela. Su imagen se reflejaba en el alto
espejo un poco deformada, debido a la vacilante luz de la vela. Sobre el
mármol de la mesada se encontraban desparramados un coqueto necessaire
de cedro con sus recipientes de plata, una talquera y varios peines de carey.
Mientras cepillaba su largo cabello como una autómata se obligaba a repasar
las novedades. Moreno había solicitado, y Saavedra se había apresurado
a conceder, una misión diplomática en Londres. Partiría en breve, a fines
de enero y muchos se sentirían muy aliviados… pero, la verdad, eso no le
importaba ya. No podía dejar de pensar en su madre y en sus palabras finales.
Ya no le quedaban dudas sobre lo que sentía por Ignacio. ¿Qué hacer? Lo
sabía. Lo sabía perfectamente.
Acomodó el deshabillé que cubría su fina camisa de dormir, se quitó la
cofia con la que ya había tapado su pelo azabache y tomó en sus manos la
palmatoria de plata. Al mismo tiempo, juntó todos los recuerdos que tenía de
su amante, agigantados por el paso del tiempo y las desgracias, y los guardó
celosamente en algún lugar de su corazón. Intuía que algún día podría
dejarlos ir, pero todavía no estaba preparada para ello. Hecho esto, salió de
su habitación. Estaba nerviosa.
Ignacio abrió la puerta de su dormitorio tras escuchar los golpes y sintió
su corazón enloquecer dentro del pecho. Estaba enamorado de Catalina
desde que eran niños. La había esperado pacientemente desde entonces.
–¡¿Por qué tardaste tanto?! –alcanzó a decir con voz quebrada.
Los dos avanzaron como si una fuerza poderosa los enlazara más allá
de sí mismos, más allá de sus diferencias, o quizás, justamente, debido a
ellas. Cuando sus bocas se unieron aquella primera vez ambos supieron que
iba a ser para siempre. Ignacio la levantó y la llevó hasta su cama. Corrió
con impaciencia el mosquitero de tul y deshizo la cama, apartando de un
manotazo la colcha de algodón teñido y las sábanas de bretaña, generando
un revuelo de encajes y puntillas. Con ardor, pero también con veneración,
le quitó el deshabillé y la camisa de dormir mientras ella lo desvestía a él.
Sus corazones se estremecieron ante la proximidad. La excitación y el deseo
los dominaron tras el contacto, leve, tímido en un principio, de la piel de
uno con la del otro. Aquello era lo correcto. Se tocaron. Se acariciaron.
Se besaron. Se miraron. Se exploraron minuciosamente. Se amaron una
y otra vez, pues cuanto más satisfechos se sentían, más deseos aún les
quedaban. Se amaron con pasión y con ternura hasta que los dos se rindieron
completamente exhaustos sobre el colchón de plumas que exhibía orgulloso
las huellas de su amor. Recién cuando el sol comenzó a despuntar en el
horizonte se durmieron, por fin, abrazados.

“La vida es nada si la libertad se pierde” Manuel Belgrano.


El increíble año de 1810 se terminaba y, para despedirlo, se organizó
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

una espectacular corrida de toros. Un pomposo desfile de carruajes rumbeó


hacia el Retiro39, desafiando el calor de la jornada y esa humedad pegajosa
que siempre venía del río para enseñorearse de la ciudad y de sus habitantes.
Varios miraron de reojo el lujoso coche americano del doctor Miguel
O´Gorman e hicieron cuentas, pues se sabía que lo tenía en venta. Ignacio
y Catalina, en cambio, aprovecharon el viaje para besarse apasionadamente
dentro del coche, olvidándose de que en los últimos días habían salido poco
y nada de su dormitorio.
La Plaza de Toros lucía magnífica, repleta, y eso que su gran estructura, de
forma poligonal, tenía capacidad para diez mil espectadores. En los palcos,
destinados al gobierno y a los sectores pudientes, primaba el buen gusto y la
opulencia. Los señores usaban galeras y sombreros para protegerse del sol
mientras que las mujeres, vestidas de fiesta y muchas de ellas de colorado, se
resguardaban del calor con sus mantillas e infaltables abanicos. Los amplios
graderíos para la gente humilde también estaban llenos. Cuando la banda
militar comenzó a tocar todo fue algarabía y excitación. La muchedumbre
entusiasmada recibió con gritos y aplausos al torero. Las damas arrojaron
claveles rojos mientras éste, pálido e inexperto, se hincaba ante la Virgen de
la Macarena e imploraba terminar con vida la función. Sabía que arriesgaba
el pellejo y que justamente ese peligro era la esencia de su trabajo. Apareció
entonces el toro entre silbidos y abucheos. Al rato, todos coreaban las
teatrales maniobras del matador. Las primeras fueron realmente magistrales.
Catalina tomó la mano de Ignacio, nerviosa porque veía al bravío animal
cada vez más enfurecido, ignorando que un par de malignos ojos negros se
habían clavado en ella desde hacía ya un rato.
Ramón Acosta no miraba ni al toro ni al torero. Miraba a la joven con la
que había fantaseado tantas veces. La amante del inglés, la hija de Blanca, la
esposa del doctorcito patriota... Los poderosos Díaz de la Vega aparecían en
su vida una y otra vez. Una densa niebla comenzó a llegar desde el cercano
río, que bañaba con sus aguas la abrupta barranca del Retiro. Sintió entonces
que su madre le advertía que era la señal que había estado esperando.
Finalmente, la hora había llegado. Se levantó de su asiento justo en el
momento en que el toro, ya moribundo, embistió con furia mortal al pálido
e inexperto torero, quedando ambos tendidos en la roja arena aunados en un
postrero instante de agonía.
Poco después la niebla lo cubría todo y no se veía nada más allá de
los propios pasos. Catalina, asqueada por el trágico final del espectáculo,
caminaba del brazo de Ignacio intentando encontrar el carruaje. De pronto

39 En las cercanías de la actual Plaza San Martín.


210
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

y sin previo aviso, sintió que dos fuertes brazos la arrancaban de allí y se la
llevaban en andas. Alcanzó a escuchar los gritos de Ignacio.
–¡¡Catalinaaaaa!! –aulló él, desesperado, corriendo entre la niebla,
chocando con la gente y los caballos. Logró divisar cómo el hombre subía a
su esposa a un veloz alazán y partía a todo galope. Antes, el secuestrador giró
la cabeza en su dirección y sonrió cínicamente. Sabía quién era. Y tembló.
Un rato después entró desesperado en la fonda de la Vereda Ancha
buscando al único que podía ayudarlo.
–¡Domingo! –exclamó corriendo hasta la mesa donde French sorbía,
extrañamente quedo, un vaso de aguardiente– ¡Domingo, necesito tu ayuda!
–lo tomó de los hombros y lo sacudió con fuerza. French lo miró pero sus
ojos estaban completamente nublados. La imagen de Liniers agonizando,
de su cabeza destrozada por el disparo que él mismo le había descargado,
lo atormentaba– Necesito que me digas dónde se oculta ese chispero tuyo…
¡Acosta! ¡Decime dónde tiene su escondite! Ya busqué en el centro, en todos
lados… Debe tener un lugar aislado, apartado. Una guarida para cometer sus
fechorías. ¡Vamos, Domingo! ¡Decímelo!
–No sé… Heredó de su abuelo una pulpería… –murmuró finalmente
French arrastrando las palabras– en Flores… Está abandonada… –alcanzó a
darle algunas indicaciones más antes de hundirse nuevamente en el abismo.
–Por Dios, ¡permitidme llegar a tiempo! –suplicó mientras espoleaba
su caballo para sortear peligrosamente los carretones de anchas y pesadas
ruedas de los chacareros, que con pasmosa lentitud se dirigían a los mercados
de la ciudad.
Una vez atravesado el pequeño radio urbano cabalgó como un rayo entre
lodazales y caminos despoblados, salpicados por algunas vacas perdidas y
árboles gigantes hasta llegar, finalmente, al nuevo poblado de San José de
Flores.
Catalina esperaba aterrada dentro de un mísero cuarto que olía a humedad.
Escuchó la campana del vecino templo. Gritó pero nadie respondió. No sabía
dónde estaba. Nunca había ido a aquella zona de quintas y tambos cuyo
tranquilo pueblo, de calles anchas y prolijas, parecía progresar ignorando
aún que varias décadas más tarde formaría parte de la ciudad de Buenos
Aires. El hombre la había encerrado allí y se había marchado. ¿Quién era?
¿Qué quería? Pronto lo averiguaría.
La puerta se abrió y Ramón ingresó en la habitación cargando provisiones.
Tiró las cosas al piso y posó su fría mirada sobre ella, como si la midiese,
la pesase, como si la redujese a ser tan sólo una cosa: el objeto de su deseo.
–Voy a hacerte chillar más que aquel inmundo inglés –susurró con lujuria.

211
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Catalina se apretó cuanto pudo contra la pared en un infructuoso intento


por poner más distancia. Ramón comenzó a avanzar hacia ella.
–¡Catalina! ¡Catalina! ¡¿Dónde estás?! –gritó Ignacio desde afuera.
Ella gritó y gritó. Todo el resto ocurrió en un segundo. La puerta se vino
abajo. Ignacio entró. Acosta sacó su trabuco y disparó.
–¡Noooo! ¡Ignacio! –sollozó desesperada mientras corría hacia su marido
que había caído al suelo –¡Noooo! ¡Mi amor!
Ramón contemplaba satisfecho la escena desde un rincón. Todo había
salido de acuerdo a la señal. La niebla no había mentido. De pronto, vio que
Díaz de la Vega comenzaba a moverse. Con estupor lo observó incorporarse
entre toses y quejidos. Asustado, corrió hasta la puerta. ¿Qué estaba
ocurriendo? ¡No era posible! Pero su madre se lo había dicho. ¡Los Díaz de
la Vega sí tenían una protección especial!
–¡Manuel! –balbuceó Ignacio todavía dolorido por el fuerte golpe –¡El
reloj de Belgrano me salvó!
Sostenía en sus manos el reloj que Manuel Belgrano le regalara unos
meses atrás. Éste había desviado el impacto de la bala, salvándole la vida.
–¿Cómo…? ¡No puede ser! ¡No puede ser! –murmuró asustado desde la
puerta– Entonces… Belgrano… Entonces es Belgrano el que te protege…
Debe ser muy poderoso, sí, mucho más de lo que he conocido hasta ahora…
Quedó unos segundos en silencio, pensando cómo seguir. Sintió entonces
que su madre le daba la respuesta.
–Pero él no es eterno y yo no tengo apuro. No te librarás de mí, Díaz.
Los estaré vigilando. Siempre estaré ahí. Ninguno de los dos se librará de
mí, jamás. Ya llegará el día en el que él no pueda protegerte y yo estaré
esperando. Te lo juro… Te lo juro por mi madre…

De nuevo, 1820

Lo empujó bruscamente contra la pared. Con los ojos negros encendidos
de furia y de rencor, y una diabólica sonrisa de satisfacción instalada en los
labios, susurró con voz ronca:
–El día ha llegado, Díaz… Por fin ha llegado.
Diez años había esperado este momento. Diez largos años en los que sus
odios, deseos y miedos se habían potenciado. Acorraló a Ignacio contra el
sucio muro de la callejuela y parándose a corta distancia le apuntó.
–¡Ya nadie te salvará! Belgrano murió hinchado como un sapo –exclamó
dando una sonora carcajada–. No podrá protegerte esta vez. ¡No! ¡No lo
hará! –un brillo fanático y desquiciado apareció en sus ojos– ¿Dónde está

212
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

ahora, eh, que no puede ayudarte?... ¡¿Dónde estás Belgrano?! ¡Vení, si


podés! –su grito barrió la callejuela espantando a las palomas.
Entonces, una de ellas, una enorme y rarísima paloma blanca, voló
majestuosamente hacia él y se posó justo en la mano con la que sostenía
el arma. Ramón gritó completamente aterrorizado, como si el mismísimo
fantasma de Manuel se le hubiera aparecido. Otra vez… Otra vez… Era
demasiado para él. Soltó la pistola y se acurrucó contra la pared hecho un
ovillo.
Ignacio, furioso, la tomó a su vez deseando acabar de una vez por todas
con la amenaza. Tenía que aprovechar la oportunidad. No encontraría
resistencia. Pero la paloma se posó ahora sobre su propia mano y desde allí
lo miró, pacífica, serenamente. Advirtió en ese momento que había vivido
luchando los últimos quince años de su vida. Contra los ingleses, contra
los españoles y, ahora... ahora, debía luchar contra sus propios hermanos.
Todo el país se preparaba para la larga y cruenta guerra civil que en aquel
1820 comenzaba. De un lado estaban los porteños, que no querían compartir
ni ceder un ápice de riquezas ni de poder aun a costa de hundir al interior
en la miseria. Del otro, caudillos levantiscos muchas veces en búsqueda
más de consolidar su poderío personal que de perseguir el bienestar de sus
provincias. Pero grandes hombres como San Martín y Belgrano se habían
negado a participar de aquella lucha fraticida. Él seguiría el ejemplo de
quienes más había admirado. Ya no lucharía más.
Soltó el arma y le gritó a Ramón, que seguía ovillado en un rincón
sollozando del pánico:
–¡Acá se acaba esto, Acosta! ¡No quiero saber nunca más de vos, ni verte
cerca de mi casa, ni de mi familia, porque la próxima vez no tendré piedad y
acabaré con tu vida! ¿Me entendiste?
Ramón se limitó a asentir, gimiendo incontrolablemente. Con ojos
desorbitados vio cómo Ignacio Díaz de la Vega se alejaba callejón abajo
seguido de cerca por la increíble paloma blanca. Nunca había visto nada
semejante. Debía ser el espíritu de Belgrano. Ese día había muerto solo,
pobre y olvidado, sí, es cierto, pero no cabían dudas de que sería por siempre
uno de los más grandes Padres de la Patria. Sólo alguien con la grandeza,
humildad y abnegación de Manuel podía transformarse en algo tan bello y
poderoso. Sí, pensó Ramón. Tenía que ser él.
Sólo podía ser él.

“Mucho me falta para ser un verdadero “Padre de la Patria”.


Me conformaría con ser un buen hijo de ella”
Manuel Belgrano.
213
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Parte IV

UNITARIOS Y FEDERALES
.

215
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

MEMORIAS DE LLANTO Y
CARNAVAL
(1827)

Las Provincias Unidas del Río de la Plata estaban en guerra. Dos años
atrás el Imperio del Brasil la había declarado formalmente, iniciando las
hostilidades. No era de extrañar, por lo tanto, que esa calurosa y húmeda
tarde de febrero, Buenos Aires pareciera un campo de batalla. Sin embargo,
no eran balas las que surcaban su cielo. Era agua. Agua y más agua.
Los carnavales siempre me habían encantado. Y no a mí solo. Eran las
fiestas que, quizás, despertaban mayor fervor popular, uno que no distinguía
clases sociales, edades ni sexo. Menos aún guerras o crisis políticas. Por
eso, ese año, todos los que permanecíamos en Buenos Aires pese al calor
aprovechamos el chapuzón para festejar las recientes victorias navales
y terrestres de nuestras fuerzas. Cubos, baldes y huevos de gallina o de
avestruz llenos de agua eran arrojados sin pudor desde azoteas y balcones,
dando lugar a persecuciones por las calles, luchas en los patios o corridas
de casa en casa. Claro que no a todos les gustaba el juego. Los extranjeros,
especialmente los ingleses, lo consideraban una costumbre desagradable y
poco civilizada. Quizás, algo de razón tenían. Los huevos solían ocasionar
chichones, se arruinaban vestidos, mantillas y sombreros y la excesiva
libertad daba lugar a abusos y a alguna que otra escena “poco cristiana”.
¡Pero qué importaba! Aún recuerdo como ayer los gritos, las risas y los
juramentos, los retos de las madres, las sonrisas cómplices de las criadas, el
estremecedor instante en que un balde lleno de agua sucia impactaba sobre
nuestras cabezas, empapándonos por completo, y las inmediatas ansias de
una fulminante revancha… no había nada más divertido que aquellos tres
días de aquelarre, ¡aunque luego hubiera que olvidarse de la deliciosa carne
para pasarse las siguientes semanas comiendo pescado!
Pero, ¿por qué me viene a la mente hoy el carnaval? Justamente hoy,
que es un día tan especial. Hoy, que mi hija Ana puso entre mis brazos a mi
primer nieto, llamado Manuel como su orgulloso abuelo. Hoy, que tengo

217
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

más de cincuenta años y ya no puedo correr como a los quince. Hoy, que
al sentir el calor de aquel milagroso pedacito de vida, se apoderó de mí un
sentimiento de emoción que, lo sé, transfiguró mi rostro… al igual que a
aquel otro rostro que ahora vino a mi mente… Sí, fue por eso que lo recordé.
Fue por eso que volvieron a mí las imágenes de los carnavales de 1827 que
dieron comienzo a aquellos meses tan intensos y dramáticos, cuando mi
infancia quedó definitivamente atrás, cuando se quebraron dentro de mí la
inocencia y la ingenuidad... cuando la conocí a Emilia.
Eran poco después de las dos de la tarde, plena hora de la siesta. Caminaba
con sigilo por una desierta pero peligrosa Buenos Aires, intentando esquivar
baldes y huevazos. Desde hacía unos años, las calles eran un poco más anchas,
las esquinas lucían sus primeras ochavas, existían nuevas plazas, el centro
de la ciudad estaba empedrado y se había mejorado el alumbrado público.
Incluso casi habían desaparecido las peligrosas “rejas voladas”, aquellas que
sobresalían de las ventanas y eran la maldición de cualquier peatón distraído.
Todo ello, y mucho más, había formado parte del plan urbanístico de don
Bernardino Rivadavia, llevado a cabo mientras fue Ministro de Gobierno de
la Provincia de Buenos Aires unos años atrás. La ciudad, o más bien su zona
céntrica, lució más linda y prolija al finalizar su mandato en 1824.
Aunque sé que no debía, me separé de mis hermanos Juan e Hipólito. Ellos
quedaron escondidos entre los arcos de la Recova Nueva40, compartiendo
el espacio con los bandoleros, sus mesitas plegables y sus infinidades de
chucherías. Yo, en cambio, crucé la calle y enfilé hacia la Plaza de la Victoria.
Me instalé por un rato en la vieja Recova y contemplé los edificios que se
extendían frente a mí. El antiguo Cabildo (que había dejado de funcionar en
1821 por decisión del entonces gobernador Martín Rodríguez y de su ministro
Rivadavia), el flamante Departamento de Policía, la casona de altos de los
Riglos… Contemplé embobado sus famosos balcones, palco privilegiado
de cuanta fiesta hubiera en la ciudad, intentando divisar a la hermosa Anita
Riglos y soñando con iniciar una batalla acuosa cuyo resultado no podía ser
otro más que mi rendición incondicional. No tuve suerte. Finalmente, seguí
camino.
Unas cuadras más adelante, adentrándome en los alrededores de la Iglesia
de la Merced, llegué al “Barrio Inglés”41, como fue llamándose con el tiempo
aquel sector de la ciudad en el que se habían instalado gran cantidad de
británicos dedicados al comercio y a una incipiente actividad bancaria. Allí
fue donde la vi por primera vez. Vestía un descolorido vestido de bayeta
y, agazapada, miraba fijamente la entrada del elegante Hotel de Faunch.
40 Se extendía en la actual calle Yrigoyen, entre Defensa y Bolívar.
41 Futura City porteña.
218
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Enseguida llamó mi atención. Su aspecto no coincidía para nada con la


clientela mayormente británica del hotel, de primer nivel y decorado por
completo al gusto inglés. Además, su postura, absorta y vigilante, no me
dejó lugar a dudas. Cualquiera que anduviera en la calle a esa hora estaba
dando la señal inequívoca de que quería ser mojado. Por eso, sin vacilar,
levanté el huevo de gallina, que en casa había previamente vaciado y llenado
con agua roñosa de los charcos y lo arrojé con fuerza, estrellándolo contra la
sencilla falda de su vestido.
Ella gritó sorprendida al verse repentinamente mojada y luego me miró
con furia. Recién entonces pude verla bien. Era extremadamente flaca, de
piel morena y con un lacio cabello negro azabache que llevaba suelto hasta
casi la cintura. Aparentaba unos veinte años, aunque en realidad era más
joven.
–¡¿Qué hace?! –rugió indignada levantando una mano áspera y huesuda.
–Es… es carnaval… –balbuceé yo.
No sé por qué, pero la visión de aquella muchacha me conmovió
instantáneamente. En su rostro, en sus manos, se advertía una vida dura,
repleta de amarguras. Para peor, sus ojos se llenaron de lágrimas. Tenía unos
ojos rasgados, con tupidas pestañas, que sin duda eran lo más bello de su
rostro.
–Mis zapatos… se mojaron mis zapatos –murmuró desesperada mirando
sus rústicos e incómodos zapatos de cuero curtido, los que con seguridad ya
se le habrían mojado cientos de veces.
–Perdón… no quise molestarla… –repliqué cada vez más confundido–
Me llamo Manuel. Manuel Díaz de la Vega y si usted me permite…
Sin contestar, ella se irguió, mirándome con una rara mezcla de enojo y
resignación, dio media vuelta y se alejó corriendo.

Unas semanas después, ya iniciado el mes de marzo, andaba yo aún


con aquella extraña muchacha en la cabeza. Esa tarde salía del Colegio de
Ciencias Morales, donde cursaba mis estudios secundarios. Estaba ubicado
en la “Manzana de las Luces”, como el periódico rivadaviano “El Argos”
había bautizado en 1822 a las antiguas propiedades de los jesuitas en el
centro de la ciudad. Decían que el nombre era por las enseñanzas iluministas
de las instituciones educativas que albergaba el viejo solar. No sé si eran
iluministas o no, pero estaba agotado. Las obligaciones, la estrictísima y yo
diría cruel disciplina, incluso la mediocridad de los profesores, lo hacían muy
cansador. Y eso que en el Colegio no se utilizaba el sistema lancasteriano de
enseñanza tan común en las escuelas primarias de aquellos tiempos. Éste,

219
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

incentivado por el entonces ministro Rivadavia, consistía en que los alumnos


más aventajados dieran clases a los principiantes, abaratando así la educación
y supliendo la falta de maestros. Pero el cansancio no importaba, para mí
nada importaba, pues el colegio me permitiría luego ingresar a la flamante
Universidad. El 12 de agosto de 1821 se inauguró la Universidad de Buenos
Aires con una solemne ceremonia en la Iglesia de San Ignacio. Yo estuve allí
acompañando a mis padres pese al acalorado discurso de mi hermano Juan,
eximio abogado y político ya a sus siete años, que consideraba una injusticia
irreparable que sólo yo fuera con ellos. ¡Fue increíble! El templo estaba
repleto, ocupando tanto la nave central como las cinco capillas laterales. En
el sitial de honor se ubicaron el gobernador Martín Rodríguez, sus ministros
(encabezados por Bernardino Rivadavia, el promotor de todo aquello),
autoridades civiles, militares y eclesiásticas. La galería alta explotaba de
curiosos. Mientras el presbítero Antonio Sáenz, quien asumió como primer
rector, conducía el acto de apertura, yo soñaba con el día en que pudiera vestir
la larga toga de raso negra de los universitarios. Ahora había por primera vez
posibilidades de realizar estudios de este tipo en Buenos Aires. Eso se vio
reforzado con la decisión de don Bernardino de crear un Museo de Ciencias
Naturales y un Observatorio astronómico, que comenzó a funcionar con
instrumental mandado traer por él de Europa.
Todo había ocurrido en pocos años. Yo era aún un niño cuando en 1820
despareció el gobierno nacional ejercido por el Directorio y surgieron los
gobiernos provinciales autónomos. Cada provincia se replegó entonces en sí
misma, mirando hacia adentro para intentar pacificar y ordenar sus territorios
luego de años de guerra. La Provincia de Buenos Aires no fue la excepción.
Después de meses de anarquía, crisis y efímeras autoridades, asumió como
Gobernador el General Martín Rodríguez. Éste, militar experimentado,
hacendado ganadero, mucho más calmo y moderado que en los días de
mayo de 1810, logró obtener la aprobación tanto de los sectores urbanos,
partidarios del antiguo Directorio y de tendencia centralista o unitaria, como
asimismo de la cada vez más influyente campaña bonaerense, liderada por
el carismático y hábil Juan Manuel de Rosas. La incorporación en 1821 de
Bernardino Rivadavia, recién llegado de Europa, como Ministro de Gobierno
dejó en claro que el nuevo gobierno sería de corte netamente unitario.
En búsqueda de orden y progreso, y apropiándose de los ingresos de la
aduana que ahora no repartía con el interior, Rivadavia propició una serie de
importantes reformas. La enseñanza fue una de ellas, pero no la única. Las
artes, la música y la literatura también fueron alentadas y promovidas, lo que
llevó a hablar de Buenos Aires como la “Atenas del Plata”. Ello no dejaba

220
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

de ser una exageración, claro, pues en verdad la ciudad seguía siendo una
gran aldea, baja y maloliente, pero sí existió un cambio en la sociedad de
aquellos años. España y su cultura eran lo pasado, lo retrógrado, lo perimido.
Ahora asistíamos a la ópera italiana, comprábamos los productos ingleses,
copiábamos las modas francesas que venían en los figurines que las señoras
esperaban con ansiedad. Ahí estaban Francia e Inglaterra para decirnos cómo
vestirnos, con qué decorar nuestras casas, qué comer. Ellas pasaron a ser el
ineludible referente social y cultural, bueno, al menos para la clase social a
la que nosotros pertenecíamos…
Andaba yo por la calle a la salida del Colegio. Todo lo anterior, pese
a la importancia que hoy creo que tiene, no ocupaba en absoluto mis
pensamientos de entonces, divididos entre los estudios, Anita Riglos y la
inquietante muchacha que había conocido durante el carnaval. Iba a casa
tras pasar brevemente por la antigua Librería del Colegio42, que siempre me
deslumbraba con algún ejemplar nuevo o único. Soplaba el poderoso viento
pampero, que hacía bailar el molesto cuello celeste de mi uniforme negro.
Debía apurarme si quería llegar a casa antes de la lluvia. Una vendedora de
dulces intentaba como podía proteger la preciada mercancía que cargaba
en un enorme tablero sujeto a los hombros, sin poder evitar que la rama de
sauco con la que espantaba a las moscas saliera volando en el vendaval. A lo
lejos, se escuchó la nerviosa protesta de un grupo de veinte o treinta mulas
que, cargadísimas, habían entrado a la ciudad por la mañana rumbo a las
ferias y mercados. Echadas en medio de la calle, esperaban el momento de
volver a marchar. Caminaba por la vereda empujado por la fuerza del viento
y envuelto en su silbido aullante, cuando llamó mi atención un mendigo,
que aparentemente ajeno a la inminente tormenta avanzaba cansinamente
en su caballo. Lucía un cartel que lo identificaba como tal colgado del
cuello, el que era obligatorio pues de no llevarlo las autoridades podían
meterlo preso. Solía llamar la atención de los extranjeros que llegaban a la
ciudad el ver pordioseros a caballo, pero es que habitualmente vivían en los
suburbios y así hacían sus incursiones diarias. Claro que luego se apeaban
de sus cabalgaduras para meterse en los zaguanes y patios pidiendo una
ayudita “por el amor de Dios”. Observando al mendigo, me detuve por unos
instantes. Ahora no recuerdo bien por qué. Lo cierto fue que vi aparecer por
detrás a una muchacha, delgada y morocha, vestida de bayeta y cargando un
bulto que parecía ser un fardo de ropa.
–¡Hola! –grité reconociéndola– ¿Me recuerda?
Temí que no me hubiera escuchado, pues el viento parecía barrer mis

42 Hoy continúa funcionando con el nombre de Librería Avila en la esquina de Bolívar y Alsina.

221
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

palabras tanto como el polvo de la calle, pero ella giró su cabeza, me miró
con estupefacto asombro y salió corriendo.
–¡No corra! –volví a gritar yo mientras la seguía. Me atravesé por
delante del caballo del mendigo, que aún no había terminado de pasar, y salí
disparado detrás de la extraña joven. No sé por qué huía ella. No sé por qué
la perseguía yo. Quizás sólo fue el destino, el fatal destino.
–No se asuste, por favor –imploré casi sin aliento cuando la alcancé,
doblando la esquina–. No quiero hacerle daño… pero… ¿qué tiene allí? –
exclamé asustado cuando el fardo de ropa comenzó a moverse solo.
–Es mi niño –dijo ella con tono desafiante al levantar la manta y descubrir
a un bebé de unos pocos meses.
–Es muy lindo… –dije yo más bien por decir. Observé con detenimiento,
en cambio, aquel rostro tan serio y delgado que me había impactado la vez
anterior. La piel me pareció ahora más morena. La nariz más grande. Eso sí,
sin dudas, sus ojos eran bonitos, pero había en ellos una tristeza tan honda
que angustiaba– ¿Cómo se llama usted?
–Emilia Acosta –contestó.
Yo no pude evitar poner cara de espanto ante la sola mención de aquel
apellido que había escuchado nombrar tantas veces a mis padres en susurros
y con cara de preocupación, aunque ya habían pasado varios años sin que
volviera a mencionarse en casa. Ella, ofendida, hizo ademán de irse.
–¡No! Espere. Me siento mal por lo del otro día. Si me dice dónde vive
puedo hacerle llegar un vestido nuevo y unos zapatos…
Negó con la cabeza, bajando la vista.
–¿Dónde está su casa? –insistí al tiempo que un poderoso trueno anunció
la inminente tormenta eléctrica. El viento levantaba remolinos de polvo
mientras esperaba la respuesta, que demoró un rato en llegar.
–¡No tengo casa! –gritó al fin rompiendo a llorar, casi como si hubiese
estado esperando la oportunidad de hacerlo– Mi padre me echó cuando
quedé embarazada. Estoy sola…
–¿Y el padre del bebé?
Volvió a negar, todavía llorando. Intuí que había estado buscándolo frente
a aquel hotel inglés el día del carnaval. Sintiéndome culpable, quizás, por
tener una vida tan tranquila, tan privilegiada, y sin saber muy bien qué hacer,
qué decir para reconfortarla, la abracé. Fue algo absolutamente instintivo.
Hecho sin pensar. Ella se tensó pero no rechazó el abrazo. Necesitaba
desesperadamente un amigo.
–No te preocupes, Emilia –la lluvia ya había comenzado a caer,
mojándonos en esta ocasión a los dos–. Yo te ayudaré.

222
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Y Emilia, por primera vez, sonrió.

La vi seguido a partir de entonces. Vivía en la Casa Cuna, ubicada en los


fondos del convento de San Francisco. La institución había sido creada por el
Virrey Vértiz para evitar que los bebés fueran abandonados en huecos, calles
o portales a merced de los perros y cerdos vagabundos. Allí se les brindaba
alimento, ropa y educación. Desde hacía unos años, la rivadaviana Sociedad
de Beneficencia había reemplazado a las Hermanas de la Santa Caridad en
su manejo, haciéndose cargo además de las mujeres que quedaban solas con
hijos a su cargo. Pese a la ayuda, la vida no era fácil ahí, por lo que tomé la
costumbre de ir a visitarla con algún “regalo”. Unos zapatos de raso viejos
que mi hermana Guadalupe no llegaría a usar, más cómodos que aquellos
cordobanes de cuero, ásperos y duros. Algunas camisas, enaguas y polleras
de mi madre que ya no le iban bien luego de que los últimos embarazos
engrosaran bastante su figura. Leche para el pequeño Julián, un poco de pan
blanco que sustituyera por unos días el rústico pan moreno, chucherías…
hasta un barrilete de mi revoltoso hermanito Miguel, evidentemente inútil
para un bebé de pocos meses. Quería ayudarla. Era mi amiga, me decía,
y debía hacer algo por ella. Sí, eso era verdad, aunque ahora a la distancia
creo que también me impulsaba un gran egoísmo. Cada vez que sus ojos
se iluminaban por algo que le había llevado, cada vez que me miraba con
aquella expresión de asombro y agradecimiento, yo me sentía su salvador,
su héroe, su invencible caballero de reluciente armadura.
Pero un día de fines de abril, todo aquel sentimiento de poderío y heroicidad
se desvaneció por completo en un solo segundo. Esa tarde, los sirvientes
anunciaron un visitante que esperaba en la sala de nuestra casa. Llegué yo
primero y me encontré con un hombre alto, musculoso, que emanaba fuerza
y vigor hasta por los poros. Estaba parado con petulante desparpajo frente
a una de las mesas de arrimo del salón. En cuanto me escuchó dio media
vuelta y vi su rostro barbudo, de cabellos muy rubios que contrastaban con
la piel bronceada y curtida por el sol. Mi madre llegó sólo unos segundos
después.
Con estupefacción vi como ella miraba al desconocido, primero con
curiosidad, luego con incredulidad, y al fin con emoción e indescriptible
alegría. Sus ojos se le llenaron de lágrimas y cayó de rodillas al suelo.
–¡José! –alcanzó a balbucear antes de que la garganta se le cerrara por
completo.
José, mi hermano mayor, en realidad, mi medio hermano, cruzó toda la
sala en dos zancadas y la levantó en el aire como si fuera una pluma.

223
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–¡Ignacio! ¡Ignacio vení! –mi madre reía y lloraba aún en brazos de su


hijo mientras yo no podía controlar los celos que se iban apoderando de mí–
¡José ha vuelto! ¡José ha vuelto!
Mi padre se unió a los festejos y pronto toda la familia estuvo en torno
al recién llegado. Mis padres, abrazados y profundamente emocionados;
Juan, inusualmente callado; Guadalupe, brillándole los ojos cada vez que la
mirada celeste de José se posaba en ella; Hipólito, con una tímida mueca de
deslumbramiento, aunque de a ratos me miraba preocupado en búsqueda de
aprobación; yo, cada vez más ceñudo y molesto. El único ajeno al revuelo
era el pequeño Miguel que corría sin parar en derredor.
–Luego de la toma de Montevideo acompañé al Almirante Brown en
su misión al Pacífico –José nos relató, medio en español, medio en inglés,
sus aventuras junto a Guillermo Brown en aquella desastrosa campaña
emprendida en 1815 que le valió al marino irlandés cuantiosas pérdidas,
un extenso juicio, el embargo de su preciada “Casa Amarilla” e incluso
un intento de suicidio que afortunadamente no tuvo éxito–. Estuvimos
en un montón de puertos y lugares. Guayaquil, Galápagos, las Antillas…
Allí fuimos apresados por un buque inglés que confiscó la nave y nos dejó
varados en Antigua, donde nos condenaron por doblar el Cabo de Hornos
sin autorización… No se preocupe, mamá –se apresuró a tranquilizar viendo
el horror pintado en el rostro de nuestra madre– no nos pasó nada, aunque
a partir de allí yo me separé del Almirante. Como era hijo de un escocés…
–miró a mi padre como pidiéndole disculpas, algo incongruente con su
estampa de dios todopoderoso– me propusieron enlistarme en un buque
mercante inglés y desde entonces he estado recorriendo los mares y rincones
más lejanos e increíbles que se puedan imaginar…
–¿Y por qué ha vuelto? –disparé yo sin poder contener mi bronca.
José me miró con socarrón desdén y sonrió, divertido de que fuera
justamente yo el celoso ahora. Sabía de sobra que habían sido sus celos por
mí los que lo llevaron a dejar el hogar trece años atrás.
–Por la guerra con el Brasil –contestó al fin.
La Banda Oriental había sido incorporada al Brasil en 1821 con el nombre
de Provincia Cisplatina. En 1825, tras la cruzada de los “33 orientales” al
mando de Juan Antonio de Lavalleja, se inició la revolución. Ésta instaló
un gobierno propio que solicitó su incorporación a las Provincias Unidas
del Río de la Plata. En Buenos Aires gobernaba Gregorio de Las Heras,
pues Martín Rodríguez había culminado su mandato el año anterior,
Rivadavia estaba nuevamente en Europa y un Congreso General sesionaba
intentando organizar al país. Luego de idas y venidas, discusiones e intereses

224
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

encontrados, el Congreso aceptó la petición de Lavalleja. Esto, por supuesto,


provocó la inmediata declaración de guerra por parte del Emperador del
Brasil y el bloqueo del puerto de Buenos Aires. Pese a la disparidad de
fuerzas, experiencia e incluso de armamento de ambos ejércitos y a la asfixia
económica provocada por el bloqueo, las tropas al mando del General Carlos
de Alvear (vuelto al país luego de su largo exilio) consiguieron algunos
triunfos. El más resonante fue el de la batalla de Ituzaingó, obtenido el 20 de
febrero de ese 1827. Brown y su escuadra no se quedaron atrás.
–Me llegaron las noticias del Combate de los Pozos, de la increíble batalla
de Juncal, de las operaciones de corso para capturar barcos brasileros… Vine
porque quiero participar. Quiero servir nuevamente a sus órdenes.
Los días siguientes fueron una pesadilla. José parecía empeñado en
refregarme su superioridad física. Se pavoneaba frente a mí con el torso
desnudo, exhibiendo la perfecta proporción de su figura, sus trabajados
músculos que se tensaban como el hierro, las marcas y cicatrices de una vida
aventurera… Debo confesar que surtió pleno efecto. Me sentía un enclenque
a su lado, estaba permanentemente consciente de mis piernas largas y flacas
que lucían tan desproporcionadas con el resto de mi cuerpo. La bronca negra
de los celos me consumía y pensaba furioso que él sí podría tener a Anita
Riglos fácilmente rendida a sus pies. Lo peor era que todos lo consentían,
buscaban su compañía, le perdonaban su rudeza, sus groserías, le disculpaban
su ignorancia, admirándose en cambio, de sus proezas y locuras.
–Pero Manuel ¡viajó en un barco a vapor!
José relataba, ante el embobado asombro de la familia, una de sus tantas
andanzas mientras sorbía la sopa con un irritante cloqueo. Hipólito, que
siempre me había idolatrado, se percató de mi ofuscación e intentó salir en
mi defensa recordando cuando el 13 de noviembre de 1825 acompañé a mi
padre en el primer viaje que se hizo en un barco a vapor en nuestras tierras.
Pese a sus buenas intenciones, hubiera matado a Hipólito. Es verdad que
ese día quedó grabado en mi memoria. Recuerdo con emoción las ruedas
de paleta de la nave girando sin cesar, el sonido de la máquina a vapor
que la impulsaba mientras el viento amenazaba con volar nuestras capas
y sombreros, la escala en San Isidro y el regreso a la ciudad, ya entrada la
noche. Me había parecido entonces una magnífica aventura pero comparada
con las de mi hermano no era más que un juego de niños. Lo único que
salvó mi honor de su risa burlona fue que había compartido el viaje con el
Almirante Guillermo Brown, a quien evidentemente él veneraba.
Justamente, unos días después de aquella ingrata cena, nos enteramos de
que el Almirante había regresado a la ciudad tras un complicado encuentro

225
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

con las superiores fuerzas navales brasileras. Emperrado en molestarme,


insistió en que yo lo acompañara a hacerle una visita. Pese a la admiración y
respeto que siempre he sentido por Brown, no tenía ningún deseo de soportar
las bromas y sarcasmos de José durante el largo viaje hasta Barracas, mas el
mudo reproche estampado en el ceño fruncido de nuestra madre me disuadió
de negarme.
Borré de mi memoria ese tortuoso camino, así que recuerdo recién cuando
llegamos a la “Kinta” de los Brown. Don Guillermo había podido finalmente
recuperarla en 1821 tras el embargo y un duro pleito con el entonces
Gobernador Martín Rodríguez, que quería quedársela para él. Entramos y
nos acomodamos en la sala esperando la llegada del Almirante. Un sirviente
nos dijo que estaba trabajando en la huerta, su ocupación preferida cuando
estaba en tierra. Sentimos unos pasos que se acercaban corriendo y ambos
nos paramos prestamente para recibir al marino. Nos encontramos, en
cambio, con una muchacha que, bañada en lágrimas, siguió apresurada su
camino, sin detenerse ni saludarnos.
–Disculpen a mi hija Eliza –se escuchó por detrás–. Acaba de recibir una
muy mala noticia.
En el terrible combate de Monte Santiago, sobre la Ensenada de
Barragán, las fuerzas al mando de Brown acababan de sufrir un duro revés.
Desgraciadamente, muchos valientes perdieron la vida ese día, incluido el
Capitán escocés Francisco Drummond, novio de la hija mayor del Almirante.
Vi cómo brillaron los ojos de José al observar a la hermosa y desgraciada
Eliza, cómo apretó sus puños frente al evidente dolor de ella, cómo
intentaba concentrarse en la conversación con el padre, sin lograrlo del todo.
Evidentemente, aquella joven delicada y etérea de tan sólo diecisiete años
lo había impactado. Era muy distinta a las mujeres atrevidas y vulgares que
él solía frecuentar. El silencio, afortunadamente, nos acompañó durante el
viaje de regreso.
El sábado siguiente volvimos a Barracas. Muchas veces me he sorprendido
de cómo un acontecimiento aparentemente trivial y sin importancia luego se
vuelve determinante. José había organizado para ir a ver una de las habituales
carreras de caballos que se practicaban en la “Calle Larga” de Barracas.43
Sabía que Guillermo Brown y su familia irían y no quería perder oportunidad
de ver a la joven Eliza. Mis hermanos Juan e Hipólito lo acompañarían. Yo
no pensaba ir, pero el día anterior al visitar a Emilia la vi tan triste, tan
melancólica, que, sin pensarlo, la invité. Ella se negó. Yo insistí. Así, sin
proponérmelo, ese día la empujé al abismo.

43 Hoy, Avenida Montes de Oca.


226
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Al principio pareció una buena idea. Emilia miraba maravillada las


hermosas quintas de la zona donde las familias pudientes iban a pasar los
veranos, la larga calle preparada para la corrida, los briosos caballos esperando
el momento de la largada. El pulpero de la Banderita organizaba las apuestas.
Se escuchó el grito del partidor y los caballos salieron disparados a todo
galope, sorteando los desniveles del terreno. Los gritos de los espectadores
eran ensordecedores, alentando al caballo por el que habían apostado. En un
momento, desvié la vista de la carrera y las vi. Vi a Emilia y a Eliza Brown
enlazadas en una mirada que me estremeció, en una conversación que sin
palabras hablaba claramente de dolor, de tristeza, de soledad… Con una
creciente inquietud dominando mi pecho tuve una repentina premonición.
Nada bueno saldría de todo eso.

La gente se había reunido en torno a la Plaza de la Victoria vistiendo sus


mejores galas. Desde 1811, el 25 de mayo se festejaba con grandes desfiles
y espectáculos, pues era una excelente manera de enfervorizar a la población
con la tarea independentista. De todos esos años, creo que las fiestas de
1822 fueron las que han quedado más marcadas en el recuerdo de la gente.
Cada tanto aún se rememora el magnífico despliegue de iluminación o los
increíbles fuegos de artificio que, según decían varios ingleses allí presentes,
eran tan buenos como los mejores de Europa. La Plaza de la Victoria se
decoró en esa oportunidad con grandes estructuras simulando templos
clásicos y neoclásicos, intentando acercar a los espectadores los ideales de
la ilustración. Sin embargo, aquel 25 de mayo, tras dos años de bloqueo y
de guerra con el Brasil, amén de múltiples problemas económicos, no había
templos ni derroches, lo que no impedía que todos estuviéramos allí dispuestos
a disfrutar. Habría palo jabonado, calesitas, desfiles, cohetes y, por supuesto,
las danzas. La familia estaba revolucionada porque ese año la habían elegido
a Guadalupe para integrar el grupo de niños que, elegantemente vestidos con
los colores de la patria, bailarían sobre un tablado construido en medio de la
plaza. Y allí estábamos esa tarde, viendo cómo mi hermanita hacía graciosas
figuras con un arco cubierto de tul blanco con moños celestes.
Debo confesar que no era lo que sucedía sobre el escenario lo que tenía a
mi corazón palpitando aceleradamente. Sólo unos instantes antes del inicio
de las danzas, nos topamos con los Riglos. Debido a las tareas de reparación
en sus balcones no habían podido observar el espectáculo desde allí, como
siempre, sino que debieron bajar hasta la plaza. El saludo fue formal y
distante. La señora de Riglos integraba junto a mi madre la Sociedad de
Beneficencia, pero sus diferencias con Marica Thompson hacían que la

227
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

relación entre ellas fuera bastante tensa. Además, recientemente habían


discutido por los premios que todos los 26 de mayo la Sociedad entregaba
en las escuelas confiadas a su dirección. Yo me había acercado tímidamente
para saludar a Anita, obteniendo por toda respuesta un leve cabeceo y
un revoloteo de pestañas. Ni una mirada. Ni una sonrisa. Ni una palabra
amistosa. Sin embargo, aquello bastó para que yo quedara con un descalabro
en el pecho. En eso, llegó José a las zancadas, con su andar de animal de
combate a punto de entrar en batalla. Llegaba tarde pero justo a tiempo para
ver hacia dónde se dirigía mi embobada mirada. Sin perder un instante, se
acercó a los Riglos y le dedicó a Anita un irreverente saludo. Vi la mirada
de ella. El brillo de sus ojos. La expresión de sus labios. Y lo odié. Lo odié
con el alma por robarme la atención de mis padres, la admiración de mis
hermanos menores, el amor de Ana. Ciego de furia salí corriendo de la plaza,
a los empujones, sin escuchar los gritos desesperados de mi familia.
Fui a buscar a Emilia. La encontré entre los zurcidos y remiendos con
los que se ganaba la vida. A su lado, el pequeño Julián se metía un trozo de
encaje en la boca.
–¿Y vos no vas a la fiesta? –le pregunté finalmente luego de relatarle con
lujo de detalles toda la escena de la plaza y mis enojos acumulados contra
José.
–No tengo tiempo –contestó ella sin quitar la vista de la camisa de bretaña
que estaba zurciendo. No había dicho ni una palabra de consuelo ante mis
muchas tribulaciones familiares. En verdad, no había dicho prácticamente
nada.
–Va a estar bueno. Si querés te acompaño… con tal de ubicarnos lejos de
ese energúmeno…
–No.
Un silencio incómodo se instaló entre nosotros. No sabía por qué a veces
no quería hablarme con todo lo que yo hacía por ella. Empecé a sentir otra
vez ese día la bronca apoderándose de mí. Ingrata. Era una ingrata. Me
levanté de un salto, dispuesto a irme sin más, cuando ella levantó la vista de
la costura y me miró. La desolación, la angustia, la desesperanza, se colaban
por sus ojos. Ejércitos de sombrías tristezas parecían tenerla atrapada,
quitándole la alegría, absorbiendo sus ganas de vivir. Tan hondo y tan negro
era el abismo que me asusté. No era posible que un niño como yo pudiera
hacerle frente. Y hui.
Pero no pude escapar. Esa mirada me perseguía y me atormentaba. Soñaba
con ella de noche, me angustiaba de día. Algo tenía que hacer para liberarla,
y liberarme yo, de aquella pesadilla. Finalmente, encontré la respuesta. Sabía

228
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

adónde debía ir.


Salí a hurtadillas de mi cuarto. Desde el episodio de la plaza mi madre
controlaba mis movimientos y no podía decirle que iba al barrio de San Telmo.
Nunca me hubiera dejado ir allí como tampoco al Barrio de la Concepción o
a Montserrat, que eran los sectores donde se concentraban el pobrerío y los
negros, siempre en el límite de la indigencia y la marginalidad. Para peor ya
se habían registrado por ahí los primeros casos de tifus, que preanunciaban la
epidemia de dicha enfermedad que se desataría durante ese año. Me escabullí
por tanto de casa y haciendo acopio de todo mi valor me dirigí a destino.
Cuando pasé por delante de la vieja Iglesia de San Pedro Telmo me persigné,
rogando por un poco de ayuda celestial. De todas maneras, el hecho de que
San Pedro González Telmo fuera el patrón de los marinos, y por ende de mi
hermano José, no me auguraba grandes protecciones. Finalmente, llegué.
Miré el pequeño cartel colgado de la puerta de entrada. “La Carpintería de
Acosta”, decía. Entré por la estrecha puerta y con paso vacilante avancé
hacia el interior.
–Hola –saludé trémulamente–. ¿Se encuentra Jerónimo Acosta?
–Está cerrado –contestó una voz hosca por detrás de las maderas que
poblaban el galpón.
Me acerqué a la voz. Un hombre flaco, consumido, cepillaba un tirante
de quebracho.
–¡Dije que está cerrado! –me gritó entonces asustándome, no sólo por la
descortesía de sus palabras, sino por el rostro que se volvió hacia mí. Estaba
tan ajado como sus callosas manos, tan arrugado como sus pantalones.
Ojeroso, macilento, dominaba en él una boca de gesto amargo y unos ojillos
oscuros que sólo parecían iluminarse al despotricar con fanática fuerza.
Abrió nuevamente la boca, dejando entrever unos dientes muy oscuros, pero
en lugar de seguir gritando, comenzó a estornudar. Yo di un salto para atrás,
más asustado aún.
–¿Se siente mal?... ¿Está enfermo?... –pregunté con un hilo de voz,
pensando en los casos de tifus que se habían dado en el vecindario.
–Es el aserrín –contestó aún con la boca abierta cuando los estornudos
remitieron un poco–. ¿Tiene miedo? Ja ja –lanzó una carcajada que más
bien era una mueca desagradable– No hay enfermedades en esta carpintería,
niño… El tifus sólo ataca a los pecadores… como mi padre –concluyó para
sí con la mirada fanática propia de algún temible personaje escapado del
Antiguo Testamento.
Ahora estaba seguro. Estaba hablando con Jerónimo Acosta, el padre de
Emilia. Conocía poco de su familia, pero había ido llenando lagunas con

229
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

lo poco que ella me iba contando. Sabía, por ejemplo, que Jerónimo era el
menor de los tres hijos de Martín Acosta, un carpintero que toda la vida soñó
con ser médico. Cuando éste, ya viudo, murió en una epidemia de tifus a
fines del siglo anterior, Jerónimo aún era un niño y quedó a cargo de Juana,
su hermana mayor, quien vivía recluida en el Convento de Santa Catalina de
Siena44. El monasterio de las dominicas fue el primer convento de monjas de
Buenos Aires y allí acudían tanto mujeres llamadas por la vocación como
otras que cargaban con el pesado equipaje de amores prohibidos. Aquellas
interminables horas de oración ayudaban a sepultar los recuerdos en el
refugio de la clausura, a enfriar las ansias en el silencio y la paz del lugar. O al
menos pretendían hacerlo. Juana había ingresado como empleada para servir
a las monjas, pero su extremada vocación y su aptitud para la penitencia y
la contemplación, le habían valido la posibilidad de tomar los velos. Claro
que los suyos eran blancos, de manera de no confundirlos con los negros de
las religiosas pertenecientes a las familias de mayores ingresos, para quienes
tener una hija o una hermana dentro de la congregación era un símbolo de
prestigio social. Mi madre, en cambio, se opuso siempre a que Guadalupe
tomara los hábitos pese a los “consejos” de amigas y señoronas de rango
distinguido. Pero volviendo a Jerónimo, su infancia y primera juventud
pasaron entonces entre las gruesas paredes de ladrillo y cal del convento,
eso sí, lejos de las monjas, y también en sus alrededores, como en el muelle
hecho construir por Manuel Belgrano en el “Bajo de Catalinas”. Juana educó
a Jerónimo en el mismo fanatismo religioso que ella defendía, separándolo
de su otro hermano, Francisco, médico como su inescrupuloso padre. Para
ellos, Martín no había perdido la vida intentando salvar la de otros, lo
había hecho por ser un revolucionario y un vulgar curandero. Los años de
encierro terminaron convirtiéndolo en un hombre severo, extremadamente
conservador y puritano que no tenía contemplaciones ni para con su propia
hija.
–¿Qué quiere?
–Vine a decirle que su hija Emilia no está bien. Ella necesita de su ayuda
y…
–¡No me hable de esa prostituta! –gritó muy irritado calificando a su hija
con el adjetivo más agraviante que existía en aquel entonces– Se deshonró y
deshonró a su familia, cayó en el asqueroso pecado, en la tentación… Estaba
visto que eso sucedería tarde o temprano, su madre la malcrió… –murmuró
tan bajo que apenas alcancé a oírlo. Sospeché entonces que la mujer de
Jerónimo, muerta unos años después del nacimiento de Emilia, había sido la

44 Hoy, calles San Martín y Viamonte.


230
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

única tentación en la que él había caído.


–Pero fue engañada… –intenté defenderla yo en cuanto se hubo calmado
un poco.
–¡Se lo buscó! –volvió a rugir–. Andaba siempre metida en los cafés, esos
antros llenos de ideas raras, vicios y crímenes. ¡Una jovencita como ella!
Claro que desde que ese Rivadavia asumió como Ministro se perdieron las
buenas costumbres. ¡Ni la Iglesia se salvó de su satánico ataque!
Me hizo acordar al fraile recoleto Francisco de Paula Castañeda y sus
encendidos embates contra el gobierno rivadaviano, en los que no escatimaba
mordaces calificativos ni agraviantes insultos, sobre todo cuando se refería
a la reforma eclesiástica llevada adelante por el poderoso Ministro del
Gobernador Martín Rodríguez. Es que luego de diez años de luchas por
la independencia, la Iglesia acusaba los efectos de la conmoción social.
Clérigos metidos a políticos e incluso a soldados, conventos con disciplina
muy relajada, órdenes languidecientes y administraciones defectuosas, todo
ello era demasiado para el reformador y utilitarista Bernardino. Católico
practicante pero terco y obcecado, se empecinó en llevar adelante entre los
años 1821 y 1822 una extensa reforma desde el gobierno civil, en lugar
de hacerlo desde el seno mismo de la Iglesia. Clausura de monasterios y
de numerosos conventos, eliminación del diezmo, expropiación de bienes
eclesiásticos, rígidas normas de conducta para frailes, reglamentaciones,
decretos y normas que no podían sino despertar una airada reacción por
parte del clero y de muchos fervientes católicos. Ésta tomó muchas formas.
La afilada pluma de Castañeda y de otros periódicos opositores, encendidos
sermones desde los púlpitos y, aun, la amenaza de las armas. Gregorio Tagle,
destacado jurista, encabezó dos asonadas contra el gobierno que terminaron
en un rotundo fracaso.
–¡Lástima que don Tagle no lo consiguió! –prosiguió Jerónimo luego
de una nueva ronda de estornudos– ¡Hoy no tendríamos a ese demonio de
Presidente!
–Sé que ha tenido problemas desde que asumió, es que la guerra con
el Brasil… –no pude evitar decir. En casa éramos todos convencidos
rivadavianos y eso que mi padre no lo podía ni ver. No olvidaba el encono
que todavía a la distancia seguía manteniendo con San Martín ni, menos aún,
que había firmado la sentencia de muerte de su abuelo Martín de Alzaga allá
por 1812.
–Rivadavia gobierna pa´ cuatro cuadras a la redonda de la Plaza de
la Victoria… donde se ve que vive usted, niño –dijo mirándome con una
fijeza desagradable–. Ahí se pasea sin problema por las calles esperando la

231
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

admiración de todos, pero, ¿por qué no va nunca a los arrabales de la ciudad?,


¿por qué no va a los corrales de Miserere, a la campaña o al interior del país?
Yo se lo diré. No va porque no quiere perder la ilusión de que gobierna un
país europeo, donde todito es perfecto y ordenado… ¡Ja!… Haga usted lo
mismo. Mejor que regrese al país donde pertenece… ¡y no vuelva nunca
más por aquí!

–Son muy lindos los zapatos bordados en oro y plata, claro, cuestan más
de una onza de oro cada par, pero con una gargantilla o un camafeo parecés
una princesa de verdad –Emilia hablaba y hablaba sin parar desde hacía
más de media hora y aquella repentina verborragia era casi tan escalofriante
como sus interminables silencios–. Los que también son hermosos son los
peinetones de Masculino, ¿los conocés? –no esperó ni siquiera un segundo
a que yo pudiera responder un “no” y continuó–: Marcelo Masculino hace
unos peinetones de carey enoooormes. Son los más grandes que se hayan
visto. ¡Y no sabés lo que son sus calados y filigranas! Quién sabe, si me
hubiera casado con Julián, tal vez los hubiera usado, claro que con este pelo
tan lacio que tengo no sé si podría haberme hecho unos bucles decentes…
Contuve el aliento. Era la primera vez que se refería al padre de su hijo.
–¿Julián? –pregunté simulando indiferencia.
Detuvo en seco la cháchara y yo temí que se encerrara en su habitual
mutismo, pero no. Asintió con la cabeza y continuó.
–Conocí a Julián hace dos años en un café cerca del Hotel de Faunch. Él
vivía ahí pues había regresado hacía poco de Inglaterra, donde estuvo varios
años a cargo de negociaciones muy importantes para el país –me confió con
orgullo–. Me dijo una vez que gracias a él ¡pronto habría agua corriente en
las casas! ¡Agua corriente! ¿Te imaginás? Nos enamoramos enseguida…
–susurró entonces con ojos soñadores– ¡fuimos tan felices aquellos meses!
Por eso no entiendo por qué… algo pasó… algo debió pasar… para que me
dejara… seguro fueron las presiones del gobierno… él es una persona tan
importante...
–¿Te dejó? ¿Cuándo?
–Unos meses después –bajó la cabeza compungida y suspiró–. Poco
después descubrí que estaba embarazada.
–¿Él no sabe que tuvo un hijo?
–No, no sabe. ¡No vive más en el Hotel y no sé dónde encontrarlo! –
exclamó con desesperación.
–¿Cómo se llama?
–Julián Segundo de Agüero.

232
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–¡¿Quéeee?!
Casi me desmayo al escuchar el nombre. Agüero era el actual Ministro
de Gobierno del Presidente Rivadavia, su principal asesor político desde
las épocas en las que el ministro era don Bernardino, además de unitario a
ultranza y… ¡cura! Pero pasado el sofocón advertí que las vagas descripciones
que me daba Emilia: moreno, apuesto, con una voz grave y melodiosa… no
coincidían con la imagen del clérigo, además de que éste no había viajado
a Europa, al menos en aquellos años. Finalmente lo comprendí. Alguien del
círculo de Rivadavia, pero que evidentemente no sentía mucho aprecio por
Agüero, se había embarcado en una aventura amorosa dando por las dudas
el nombre del ministro para despistar.
Con esos antecedentes, lo más razonable hubiera sido dejar el asunto allí.
Pero no. Yo era aún un niño. Ingenuo, cándido, espantosamente terco. Me
convencí de que aunque el hombre no tuviera interés en Emilia, sí se haría
cargo de su hijo si se enteraba de su existencia. Deseaba tan desesperadamente
ayudarla que no me detuve a pensar en las consecuencias. Estaba visto que
no podíamos esperar nada de su familia. La solución, la única solución,
era entonces encontrarlo a él… al “personaje misterioso”, como ya había
empezado a llamarlo en mi cabeza. Pero, ¿cómo?
La oportunidad se me presentó sólo unos días después. Encontré a mi
madre una mañana emperifollándose para ir al Fuerte. Tenía una entrevista
nada menos que con el Presidente Bernardino Rivadavia por unos asuntos
vinculados a la Sociedad de Beneficencia. Ésta se había creado por decisión
de don Bernardino, entonces ministro de Gobierno, para llevar adelante
acciones de tipo social. La Casa Cuna, asilos, escuelas para niñas y diversas
obras de asistencia se quitaron de las manos de la Iglesia para dárselas a
las mujeres, que accedían así por primera vez a funciones de dirección y
de control y, en definitiva, de responsabilidad pública. Mi madre aceptó
entusiasmadísima la invitación a participar aquel caluroso verano de 1823,
volviendo apresuradamente de la quinta de San Isidro en la que estábamos
instalados desde octubre. A partir de ese día se volvió una ferviente
rivadaviana, coincidiendo con mi padre en materia política, creo que por
primera vez. Claro que no cualquier mujer podía integrar la Sociedad de
Beneficencia. Todas eran de alto rango social y pertenecían a las familias
más ricas y tradicionales. Mujeres que no debían luchar, como tantas otras,
para conseguir día a día el alimento, la ropa, los afeites o el jabón, sino que
contaban con la ayuda necesaria para poder dedicar su tiempo a las obras de
caridad. Eso no quitaba, por supuesto, que sus vidas no tuvieran dificultades
y amarguras. Recién con la llegada de José (mal me pesa decirlo) desapareció

233
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de los ojos de mi madre aquel dolor por la pérdida de la pequeña Blanca,


fallecida sólo unos meses después de nacer, tiempo atrás.
No sin insistir bastante, partimos juntos. Un rato después llegamos al
Fuerte. Nos condujeron a una de las antesalas, donde quedamos esperando
acompañados por un edecán vestido con uniforme de gala. Comenzaron a
pasar los minutos. Mi madre se arreglaba nerviosa la abultada sobrefalda
que llevaba puesta y jugueteaba con los anillos. Yo caminaba en círculos
ante la atenta mirada del edecán. Recién una hora después, cuando ya casi
había dejado surcos en el viejo pavimento del Fuerte, el edecán nos condujo
al recinto de audiencias. Entramos. No había nadie. Unos minutos más tarde,
se oyó el tintinear de una campanilla, se abrió la puerta y con lentitud y
mucha solemnidad entró al salón el Presidente de las Provincias Unidas del
Río de la Plata.
Avanzó caminando con las manos cruzadas en la espalda. Era robusto y
voluminoso, a pesar de su baja estatura. Cuando estuvimos frente a frente
advertí que, más aún que su abultado vientre, lo que tenía inflado era el ego.
Sus estudiados gestos, soberbios y pedantes, gritaban al mundo: “Soy el
Presidente”. Y lo era. Era el primer Presidente del país. La inminencia de
la guerra con el Brasil y la necesidad de establecer un gobierno central que
pudiera hacerle frente, llevó al Congreso General reunido en Buenos Aires a
dictar el 6 de febrero de 1826 la “Ley de Presidencia”. Al día siguiente, don
Bernardino Rivadavia fue elegido Presidente por el tiempo que estableciese
la Constitución que en breve debía dictarse.
–Gusto en recibiros, señora –saludó a mi madre como si se tratara del
cónsul inglés y no de la amiga de su esposa Juana. Siempre me había llamado
la atención su absoluta falta de humor. Todo lo decía con una solemnidad
extrema.
Mi madre, acostumbrada a la formalidad de sus saludos, hizo una profunda
reverencia. Habló por un rato de las escuelas para niñas instaladas en la
campaña por la Sociedad de Beneficencia y luego deslizó el verdadero motivo
de su visita. Sutilmente defendió a su amiga Marica Sánchez de Mendeville,
viuda de Thompson, quien alegando motivos de salud se resistía a entregar
las cuentas de su gestión del año anterior, acentuando así sus diferencias con
otras socias de la entidad. Bernardino no pareció conmoverse mucho por los
problemas de Mariquita y la entrevista estaba llegando a su fin. Tenía que
intervenir si quería obtener algo de información. ¡Cómo hubiera deseado
que Juan estuviera allí! Pese a la oscuridad que ya de niño parecía rodearlo,
mi hermano es muy bueno con las palabras. Puede fabricar espectaculares
discursos de la nada y siempre sabe qué decir.

234
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Excelencia… –comencé medio a los tropezones por los nervios–


permítame decirle que admiro mucho su gobierno, verdadero ejemplo de
ilustración y liberalismo… y en particular, me maravillan las misiones
diplomáticas que ha llevado adelante… –había pensado mucho el tema y
decidí que era a través de alguna misión de carácter diplomático por donde
me acercaría al sujeto. Por supuesto un poco de lisonja era absolutamente
necesaria.
Vi aparecer la duda en su rostro moreno. Estaba apurado. Había concedido
unos minutos a Catalina Díaz de la Vega sólo por su larga amistad con
Juanita del Pino, su mujer. Sin embargo, no podía resistirse a un ratito de
adulación. En su época de Ministro se había malacostumbrado a los elogios
y a la admiración de diplomáticos, comerciantes, afamados artistas y, aun,
de grandes pensadores como Jeremy Bentham, quien lo distinguía con su
amistad. Ahora todo eran críticas y sinsabores. Podía perder unos minutos
más.
–Bueno, yo he estado a cargo de largas tareas diplomáticas en Europa,
como la que llevé a cabo entre 1814 y 1821 o, más brevemente, durante
1825, en las que ciertamente intenté estar al nivel de las luces del siglo... –se
interrumpió con gesto molesto pues algunos opositores ya se habían burlado
de que utilizaba frases como “el serpenteo de la política”, “el filosofismo del
tiempo” o “estar al nivel de las luces del siglo” hasta en las conversaciones
más triviales.
–Sí, sé que han sido muy exitosas –dije para animarlo–. ¿Y durante
su gestión como Ministro de Martín Rodríguez?, ¿se llevaron a cabo
negociaciones con Inglaterra?
–Por supuesto. Uno de los mayores anhelos de nuestra patria, desde su
nacimiento, fue el reconocimiento de la independencia por parte de Inglaterra.
El hecho de no estar organizados como país demoró una declaración formal,
pero luego de las intensas negociaciones llevadas a cabo por nuestros
emisarios, lo logramos en diciembre de 1824. Para ese entonces yo estaba
nuevamente en Europa tras la culminación del mandato de Rodríguez como
Gobernador y la elección de Gregorio de Las Heras para ese cargo. Esta
declaración posibilitó además la firma del Tratado de amistad, comercio y
navegación...
–¿Y qué otras negociaciones se llevaron a cabo durante su época de
ministro?– interrumpí para que no se me fuera de tema.
–Básicamente económicas. Se contrató en 1823 con la Casa Baring
Brothers de Londres un préstamo de un millón de libras para construcción
del puerto, la instalación de aguas corrientes en la ciudad…

235
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–¡¿Aguas corrientes?! –exclamé casi a los gritos. ¡Eso era! Emilia lo


había dicho. ¡El personaje misterioso debió haber estado involucrado en la
contratación de ese préstamo! Quizás fuera prematuro aventurarlo, pero yo
estaba seguro.
–También para el establecimiento de pueblos en la frontera india –
continuó ajeno a mi exabrupto, como si no me hubiese escuchado siquiera–.
Objetivos importantes para el país, como el del puerto, por ejemplo. Siempre
dije que la ciudad debe extenderse hacia el Este, ganando gradualmente
terrenos sobre el río, incluso desalojándolo si es posible. Los Gobiernos que
se han sucedido, o no han podido, o no han querido hacerlo, por desidia,
por lo que fuere. Nosotros teníamos la intención de construir terraplenes
y levantar sobre ellos edificios y almacenes, es decir, construir un puerto
digno de nuestra ciudad, pero entonces vino la guerra…– su rostro reveló un
terrible cansancio.
Las cosas no eran fáciles. No habían sido fáciles desde que asumió como
Presidente. Creyó que podría replicar el exitoso programa llevado a cabo
durante la Gobernación de Martín Rodríguez, pero ya no se trataba de una
provincia replegada en sí misma, olvidada del resto. Ahora era el país y un país
en formación con grandes divisiones y diferencias. Aparecieron opositores
y detractores por doquier. Sólo contaba con la adhesión del reducido grupo
unitario. Los federales del interior rechazaron la constitución centralista que
el Congreso General había dictado durante 1826 y lo desconocían a él como
autoridad nacional, hostigándolo permanentemente desde sus periódicos.
Los federales porteños, con Rosas a la cabeza, le quitaron su apoyo tras
la decisión de transformar a Buenos Aires en la Capital de las Provincias
Unidas, apropiándose así de los cuantiosos ingresos de la Aduana, principal
fuente de financiamiento del país y piedra de la discordia en todo debate
nacional. Y, como si fuera poco, la guerra. La misma guerra con el Brasil que
había motivado su designación como Presidente era la que, poco más de un
año después, iría a darle la estocada final.
–Vino la guerra… –repitió– y una gran cantidad de asuntos que debo
atender… Catalina… muchacho –nuestro aún Presidente nos hizo un
ceremonioso saludo y caminó pesadamente hacia la puerta, con las manos
cruzadas en la espalda.

En los meses que siguieron no pude averiguar mucho. Sólo algunos


nombres, como el de los hermanos escoceses Parish Robertson, metidos en
medio de los asuntos locales desde hacía ya muchos años y el de un tal
Castro, pero que no me acercaron en nada a mi objetivo. Eran momentos

236
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

muy convulsionados. Apenas semanas después de nuestra entrevista,


Rivadavia debió renunciar. El conflicto con Brasil terminó alcanzando a
nuestro debilitado Presidente. Lo que ocurrió fue que luego de Ituzaingó y
del resto de las victorias navales y terrestres de nuestras fuerzas, Rivadavia
envió a Manuel García a Río de Janeiro a negociar un Tratado de Paz con el
Emperador Pedro I. Esto le permitiría recuperar las fuerzas comprometidas
en la guerra y que ahora necesitaba para enfrentar a los federales. García,
extralimitándose en sus funciones, firmó un tratado preliminar en donde
reconocía a Brasil la posesión de la Banda Oriental, le abría la navegación
de los ríos interiores y le reconocía una indemnización por los daños
ocasionados por Brown y sus corsarios. Es decir, le concedía todo pese a
que las victorias militares estaban de nuestro lado. En cuanto se supieron
en Buenos Aires las condiciones del tratado estalló el escándalo. Éste fue
rechazado categóricamente por el Congreso y la guerra continuó, pero sin
autoridad nacional. Bernardino no pudo evitar el descrédito y el 27 de junio
de 1827 debió renunciar a su cargo de Presidente. Se acababa ese día su
vida política. Había sido un gran reformador, un trabajador incansable, pero
nunca se había hecho querer por la gente, nunca había sabido escuchar ni
consensuar. Durante poco más de un mes, Vicente López y Planes asumió
la Presidencia en forma provisional, pero para agosto debió apartarse y el
13 de ese mismo mes Manuel Dorrego asumió como nuevo Gobernador
de la Provincia de Buenos Aires. Otra vez había desaparecido el gobierno
nacional. Otra vez estaban sólo las provincias. Otra vez la división, cada vez
más cruda, entre unitarios y federales.
Así llegó septiembre y el día de mi cumpleaños. Ese año mi madre estaba
determinada a hacer una fiesta un poco más grande que nuestra habitual
reunión familiar. Sabía que el motivo de ello era la presencia de José y eso
me enfurecía aunque, debía admitir, en los últimos meses la cosa había
mejorado bastante. Lo veía muy poco pues entre sus escaramuzas corsarias
junto a Brown y la conquista de Eliza, a la que estaba tercamente abocado,
casi no estaba en casa. Pero en uno de esos momentos de celos que aún
me agarraban, exigí que Anita Riglos y Emilia Acosta fueran invitadas. Mi
madre casi desmaya. Ya no le hacía mucha gracia tener que invitar a los
Riglos a una reunión familiar, aunque confiaba en que ellos no asistirían,
pero agasajar a una madre soltera que vivía de la caridad pública estaba
fuera de toda discusión. Yo me mantuve irreductible y finalmente salieron
los criados portando los billetes con las invitaciones. Sabía que estaba raro.
Desde los carnavales que no era yo mismo. Todo lo que antes me parecía
tan claro ahora estaba distorsionado, confuso. Mis padres se preocupaban

237
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

por mí, era consciente de eso, pero no podía hacer nada para tranquilizarlos.
Yo. El estudioso, el aplicado, el responsable. Tenía una misión que cumplir.
Luego hablaría con ellos.
Esa tarde la casa estuvo preparada para el festejo. Todo relucía. Los
candelabros, las arañas, los adornos, los muebles laqueados… la sala entera.
Las paredes ya no tenían aquellas pesadas telas de damasco que lucieron por
años, sino unos ligeros y lujosos papeles pintados, siguiendo la moda venida
de Francia que era furor en ese momento. La comida francesa preparada
para la cena, dispuesta en la coqueta vajilla de porcelana inglesa que había
ido suplantando a la loza española de la bisabuela, evidenciaba también los
nuevos tiempos.
Poco a poco fueron llegando los invitados. La mayoría eran compañeros
míos del Colegio, como Juan Bautista Alberdi, Marco Avellaneda y Miguel
Cané, o amigos de mis padres, entre ellos el ingeniero Carlos Enrique
Pellegrini, venido a estas tierras por encargo de Rivadavia y a quien yo
admiraba enormemente. Desgraciadamente, los Brown no habían podido
venir, aunque, gracias a eso, me vi libre de la molesta presencia de mi
hermano José. Contra todo pronóstico, sonó la aldaba de la puerta y los
Riglos aparecieron en el salón. A partir de ese momento no tuve más que ojos
para Anita. ¡Estaba preciosa! Vestía un hermoso vestido de seda francesa
que resaltaba su cintura de avispa y deslumbraba con un abullonado juego
de faldas y sobrefaldas.
Según pude luego escuchar murmurar a las mujeres, las sedas y paños
franceses, las muselinas inglesas, los encajes y los velos, eran las telas
preferidas del momento. Eso, por supuesto, de acuerdo a los figurines
europeos esperados con tanta avidez y que solían provocar bruscos cambios
en las modas, antes inmutablemente apegadas al estilo hispánico tradicional.
Fiel a su costumbre, Anita no respondió a mis insistentes miradas y sólo
cabeceó entre fría y recelosa. Al cabo de un rato, como si hubiera dudado
mucho en concurrir, llegó Emilia. Yo le había llevado días antes un viejo
vestido de mi madre. Era de terciopelo, un poco abrigado para la época del
año y demasiado pesado para las livianas telas importadas que ahora se
usaban, pero ella, costurera, se lo había arreglado muy bien y estaba bastante
bonita. No es necesario mencionar el revuelo que causó su presencia entre
la selecta concurrencia reunida en casa, pero no me importó y la presenté a
los invitados como si aquello fuera lo más natural del mundo. Debo decir en
su favor que ella sabía expresarse muy bien. Al parecer su madre había sido
una mujer de buena educación.
Con el correr de los minutos todo se fue encauzando. Se sirvió la comida

238
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

y pronto la conversación giró en torno al teatro, gran pasatiempo de la gente


acomodada.
–Trinidad Guevara ha estado maravillosa en la función de anoche –dijo
el doctor González, uno de los abogados amigos de mi padre, admirador de
la dúctil y escandalosa actriz–. ¡Qué actuación! ¡Qué mujer! ¡Es digna de mi
más profunda admiración! –concluyó apasionado.
–Bueno, en verdad tiene lo que se llama “posesión de teatro”. Pisa las
tablas con admirable gallardía –concedió Santiago Wilde, otro conocido de
papá cuyo hijo, José Antonio, era amigo mío y también estaba presente–.
Además, la favorecen sus finos modales y su dulce voz.
–Yo creo que Matilde Diez es más hermosa… –contradijo Miguel Riglos.
–¡No me va a comparar, amigo Riglos! –interrumpió ofuscado González–
Matilde Diez es sólo una cara bonita. Jamás se sabe su papel ni entra en él.
No se conmueve en ninguna escena. No es más que un adorno…
–¿No les molestó que el apuntador repasara la letra tan alto que
escuchábamos la pieza dos veces, una en la boca del apuntador y otra en la
de los actores? –se apresuró a preguntar papá para evitar lo que de seguro
sería una riña entre González y Riglos.
Afortunadamente surtió efecto y pronto otros intervinieron con
comentarios sobre las últimas obras de teatro, la ópera y la música lírica.
Aplaudieron de paso a Mariquita y a su segundo marido, Jean Baptiste
Mendeville, allí presentes, por la increíble interpretación en arpa y piano
que ofrecieron en su última tertulia, unos días atrás. Marica, olvidada ya de
las amarguras provocadas por la locura de Thompson, se había enamorado
como una adolescente del joven francés, un tanto tarambana, que ahora
detentaba el pomposo título de Cónsul, evidenciando que durante el gobierno
de Rivadavia había aumentado notablemente la cantidad de residentes de
aquella nacionalidad, aunque por supuesto, aún eran menos numerosos
que los ingleses. Y justamente hablando de ingleses, todos escuchamos
con atención a Santiago Wilde cuando contó con muchísimo entusiasmo la
próxima apertura de su Parque Argentino, o Vauxhall, como la comunidad
británica siempre lo llamó45.
–Creo que será beneficioso para la zona. Hasta ahora no es más que un
arrabal triste y embarrado. Sólo están el viejo Parque de Artillería y un zanjón
lleno de agua, pronto a enlodarlo todo. Con el Vauxhall, la ciudad podrá
tener un verdadero jardín público, como los que hay en Europa. Mandé traer
plantas y semillas de afuera, nunca antes vistas en estas tierras. Además,
tendremos un buen hotel francés, salones de baile, incluso un pequeño teatro

45 Ubicado en los alrededores de Plaza Lavalle.

239
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

donde los actores del Teatro Argentino podrán dar algunas funciones por las
tardes. Ansío ver a José Casacuberta y a Trinidad Guevara actuar allí…
Don Santiago pertenecía al culto e ilustrado, más reducido, grupo
rivadaviano. De hecho, integró la primera sociedad literaria creada en
nuestras tierras, allá en 1822, de la cual emanó el Argos, el periódico que
leíamos en casa. Es por eso que, mientras Wilde hablaba sobre su parque, yo
me acerqué a Emilia con preocupación. Sabía que todo ese mundo de cultura
y sofisticación le era ajeno.
–¿Te aburrís? –le pregunté en un susurro.
–No –respondió ella escuetamente, fiel a su costumbre, mas luego agregó
–Nunca fui al teatro, pero sí al circo. A mi padre no le gustaba que fuera…
pero yo me escapaba siempre que el circo de Chiarini llegaba a la ciudad.
Desde la época de la colonia, los circos se instalaban en huecos o plazas
atrayendo principalmente a la gente de bajos recursos con sus equilibristas,
forzudos y números de baile. También concurría gente adinerada, pero se le
reprochaba que, a diferencia del teatro, entretenía sin educar.
–¿Vas a decirme quién es ella? –preguntó de repente cambiando
abruptamente de tema.
–¿Quién?
–La muchacha a la que no dejás de mirar.
–Ehhh... Es Ana Riglos –respondí enrojeciendo como un tomate.
–Una Riglos ¿eh? Nada mal. Tus padres deben estar contentos.
–Bueno… no son muy amigos que digamos… y ella…
–Tendrías que darle una serenata. ¡Es tan romántico!... Una vez, Julián
me cantó una canción… ¡Tiene una voz tan bonita!
La idea de la serenata en realidad no estaba nada mal. De hecho, era
habitual que los jóvenes se plantaran en medio de la noche al pie de la
ventana de su amada, entonando, desafinadamente por lo general, alguna
melodía ya practicada. Si tenía éxito, ella no aparecía pero dejaba caer un
pañuelo perfumado, prenda que luego permitía formalizar el noviazgo con
los padres.
–No… no creo que pueda. No tengo oído para la música… soy un desastre
cantando, bailando... Además, ella ni me mira…
–¡Ufff! ¡Qué tontos son los hombres! –exclamó elevando sus hermosos
ojos al cielo– Claro que te mira. ¡Sólo que no te das cuenta!
Luego de los postres la concurrencia fue separándose en pequeños
grupos. Mi amigo Alberdi había acaparado la atención de jóvenes y damas
con sus virtuosas interpretaciones en el piano. Yo me acerqué, en cambio, a
mi padre que conversaba con el ingeniero Pellegrini y otros amigos, todos

240
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

con una copa de brandy en la mano. Pellegrini hablaba del sistema de aguas
corrientes que planeaban instalar en el centro de la ciudad.
–Eso se va a financiar con el préstamo de la Baring Brothers, ¿verdad?
–pregunté sin perder oportunidad para continuar con mis pesquisas.
–Ese préstamo… será un dolor de cabeza para el país –murmuró el doctor
González.
–¿Por? –pregunté ansioso.
Todos giraron las cabezas para ver si se podía hablar con tranquilidad. Se
rumoreaba que Miguel Riglos había estado metido en el tema del préstamo
y no querían decir algo con algún familiar en las espaldas.
–Te lo explicaré muchacho –prosiguió González en voz baja–. El préstamo
era de un millón de libras, pero de allí Alexander Baring ya descontó cuatro
servicios de intereses y amortizaciones adelantados, además de comisiones,
gastos… conclusión, el préstamo quedó reducido a quinientas cincuenta mil
libras de las cuales sólo aproximadamente sesenta mil llegaron hasta ahora a
Buenos Aires… El país se endeudó por una fortuna que no ha podido utilizar,
la guerra ha dificultado cumplir con los compromisos, costará décadas
pagarlo todo46… y en el camino muchos son los que se han enriquecido…
–¿Rivadavia? –pregunté con los ojos abiertos como dos huevos duros.
–No… ejem… eso no me consta –carraspeó González ante el mutismo
de los demás, unitarios y partidarios de Rivadavia como él–. Me refiero a
muchos intermediarios.
–¿Quiénes?
–Tu hijo está muy preguntón, Ignacio –bromeó Gaspar Campana, el viejo
notario de la familia.
–Siempre quiso entenderlo todo, saberlo todo… –respondió mi padre
con una sonrisa que no ocultaba su preocupación por mi comportamiento
de los últimos tiempos. El tema, además, lo inquietaba. Pese a detestar a
Bernardino, apoyaba su programa de gobierno. Creía sinceramente en él.
Lo que no apoyaba en absoluto eran los desfalcos y rapacerías que parecían
rodear a muchas de las decisiones económicas de su administración. Por
eso, afirmó–: Los que se han beneficiado con el préstamo seguro están
metidos también en los negocios ingleses que han sabido dar muy buenas
“comisiones”. El Banco de la Provincia, por ejemplo.
Fundado en 1822 y llamado comúnmente “Banco de Descuentos”, fue
utilizado desde su creación para la especulación y el enriquecimiento de
sus accionistas, mayormente británicos. No por nada había comenzado a
funcionar en los salones de la mansión consular inglesa, cercana a la Iglesia

46 Recién en 1904 se lograría cancelar el préstamo.

241
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de la Merced.
–O también podría ser en la “Asociación Minera del Rio de la Plata”,
constituida en Inglaterra para la explotación de las minas de Famatina y en
la que el propio Rivadavia es miembro… –continuó.
–Hablando de las minas de Famatina –comentó Gaspar–. Hace un tiempo
vino a la notaría un personaje muy extraño. No lo conocía pues, al parecer,
vivió mucho tiempo en Inglaterra. Vestía ricamente, con una impecable levita
inglesa, pero la exageración que hacía de su fortuna me pareció ciertamente
vulgar.
–¿Y qué quería? –pregunté interesado. Tenía el pálpito de estar finalmente
tras la pista del “personaje misterioso”.
–Pasó una hora relatándome todos sus periplos por Europa, su intervención
en la contratación del préstamo con la Baring Brothers y su supuesta
cercanía al Presidente que, al parecer, integra junto a él la comisión directiva
de la Asociación minera que mencionara tu padre. Al final, me pidió que le
redactara un poder para un agente riojano, de Famatina precisamente. Lo más
frustrante y enojoso de todo fue que, luego de soportar aquella interminable
entrevista, él nunca volvió a presentarse, ni para firmar, ni para pagar… ¡Un
descarado!
–¿Cómo se llamaba? ¿Cómo era? –disparé sin poder contenerme.
–Mmmm… Alma… Talma… algo así, no sé, no recuerdo bien su
apellido. Nunca he sido bueno para eso. Además, cuando advertí que no iría
a venir me deshice de las notas que había tomado durante la entrevista…
Era bastante moreno, podría decirse que apuesto pero de una manera un
tanto desagradable… no sé cómo decirlo. La verdad, Manuel, prefiero no
recordarlo.
¡Era él! Estaba seguro. La conversación derivó rápidamente en el comercio
inglés que iba, desde ponchos y otras muchas mercaderías, hasta la apertura
de saladeros y diversas actividades bancarias y financieras llevadas a cabo
por los accionistas del Banco de Descuentos. Yo ya no escuchaba. Sentía
que estaba más cerca de poder ayudar a Emilia. ¿Y Emilia? ¿Dónde estaba?
–¡Emilia! ¡Emilia! –grité buscándola por todos lados, sin encontrarla,
hasta que tuve que detener mi andar bruscamente.
Los ojos negros de Anita Riglos estaban clavados en mí con la fuerza de
un rayo. Mi miró con rabia, con bronca… con celos. Me miró por primera
vez, directa e intensamente. Y yo intuí, con bastante lentitud tal vez, que por
fortuna la serenata no sería necesaria.

242
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

La concurrencia avanzaba lentamente por la “Calle Larga de la Recoleta”47.


La fila era interminable. Cuando llegaban las romerías de la Virgen del Pilar,
toda la ciudad se trasladaba en masa hasta la lejana parroquia para asistir a
los festejos. Duraban toda una semana pero el 12 de octubre era el día más
importante. Todos vestíamos nuestras mejores galas. Como ya empezaba a
hacer calor, ese solía ser el día de estreno del pantalón blanco. Y aquel año no
fue la excepción. Salimos juntos dispuestos a emprender la larga caminata.
Atravesamos la calle Callao, que Rivadavia había mandado ensanchar
para que sirviera de avenida de circunvalación, y seguimos a paso lento por
aquel camino eterno, sin cortes ni intersecciones. Salimos del casco urbano
y empezamos a avanzar por la zona de quintas aledañas a la ciudad. A través
de los cercos de pita y de tunas podíamos entrever algunas de las casonas,
bajas y espaciosas, donde los vecinos acomodados solían pasar sus veranos,
con sus cuidados jardines, árboles frutales y columnas floridas. El camino
era agotador. La compostura de la calle Larga se hacía con arena, por lo que
era un vasto y profundo arenal que los transeúntes cruzábamos jadeantes. A
la ida la animación era mayor, pues había más brío pensando en la diversión
que nos esperaba al llegar, pero la vuelta era un verdadero suplicio que sólo
terminaba con un agotamiento descomunal. Para acortar el periplo y hacerlo
más llevadero, los muchachos nos entreteníamos tirándole piedras a los
pájaros o chupando los tallos de vinagrillo que crecían en los cercos o a la
vera de las zanjas.
Con lentitud, nos dirigíamos a las tierras pertenecientes a la orden
franciscana de los recoletos descalzos, que terminó por dar su nombre a toda
la zona. Era habitual para órdenes religiosas como la franciscana, poseer un
convento en el corazón de la ciudad y otro en extramuros, destinado al retiro
y la contemplación. La zona, empero, no era muy segura y solía ser refugio
de malhechores que se escondían en sus zanjones y tunales, por lo que todo
el mundo la evitaba al caer el sol.
Llegamos finalmente a la Iglesia del Pilar. Su armoniosa silueta se
distinguía ya desde lo lejos, pues estaba edificada en la parte más alta de
una barranca. En la plazoleta que se extendía frente a ella tenían lugar
las romerías. Enseguida nos mezclamos con el gentío. Había juegos para
grandes y chicos, actuaciones de payasos y carreras de sortijas, mientras
la banda militar tocaba y la gente se acercaba a los puestos de comida o a
los bandoleros, vendedores ambulantes que vendían mil y un cachivaches
en cómicas mesitas plegables. Algunos audaces aprovechaban y se deban
un remojón en el cercano río. José gritó como loco al llegar al sector del

47 Hoy, Avenida Quintana.

243
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

convento48 donde unos meses atrás se había celebrado el regreso triunfal del
Almirante Brown tras la increíble victoria de Juncal.
Por mi parte, andaba entre puesteros y peregrinos cuando divisé a Emilia
y a Eliza Brown escabullirse subrepticiamente. Sabía que, desde aquellas
nefastas carreras de caballo en Barracas, se habían hecho muy amigas. Eliza
la había convertido en algo así como su costurera personal y pasaban mucho
tiempo juntas. La familia Brown no se atrevía a prohibirle la relación debido
a la profunda depresión en la que había caído tras la muerte de su enamorado.
Mirando para todos los costados, como quien va a hacer algo que no se
debe, las muchachas atravesaron la Iglesia del Pilar y se internaron en el
antiguo huerto de los frailes, expropiado por Rivadavia en 1822 para abrir el
Cementerio del Norte, o de la Recoleta. Con su creación se dio solución a los
muchos problemas higiénicos que aún existían debido a las inhumaciones
en los templos, pero al menos al principio, a la clase acomodada no le hizo
ninguna gracia tener que sepultar a sus muertos en un cementerio público.
De hecho, los primeros en ser enterrados allí fueron un negro liberto y una
prostituta.
–¿Qué hacen? –pregunté yo, acercándome por detrás y provocando que
ambas gritaran de terror.
–Buscando la tumba de mi primo –contestó jadeando Emilia luego de una
extensa retahíla de insultos–. Debe estar en la fosa de los criminales.
Así supe que el temible Ramón Acosta había fallecido hacía unos años
tras una pelea en un reñidero de gallos. Murió en su ley, pensé no sin
cierto alivio. Caminamos los tres entre las fosas. Un par de cuerpos tirados
aguardaban a que los enterradores, cuya profesión se había creado junto con
el cementerio, terminaran de festejar. Cada vez me sentía más incómodo e
inquieto. Miré a las muchachas. La extraña luz que iluminaba sus rostros
sombríos, taciturnos… tétricamente fúnebres, no hacía más acentuar aquella
sensación.
–Dejadnos solas –ordenó Eliza con un susurro casi fantasmal.
Quizás debí haberme quedado allí con ellas, pero salí corriendo tan rápido
como pudieron mis largas y desproporcionadas piernas. No bien salí del
cementerio me invadieron los ruidos, las risas y los gritos provenientes de
las romerías. Aturdido, empecé a caminar entre la gente, a vagar sin rumbo
en medio de empujones y carcajadas. Entonces la conversación de un grupo
de jovencitas me detuvo en seco.
–Mi padre ya ha dado su consentimiento y se han puesto de acuerdo con
la dote. ¡No saben lo que es! Rico, muy rico, tiene inversiones en campos,

48 Actual Centro Cultural Recoleta.


244
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

bancos, hasta en las minas de La Rioja y ¡es tan lindo!, tan distinguido, tan
elegante, con una voz…. Te habla y te derrites… ¡No puedo creerlo!... ¡Voy
a ser la esposa de Miguel Palma!
El resto de las muchachas, emitiendo unos chilliditos agudos y agitando
alborotadamente los brazos, rodearon y abrazaron a la afortunada. Yo apenas
si podía respirar. Minas en La Rioja. Rico. Apuesto. Con buena voz. Alma…
Talma… ¡Palma! ¡Lo había encontrado! ¡Lo había encontrado!
–¡Emilia! ¡Ya sé quién es! –vociferé escandalizando a la joven novia y
a sus amigas al tiempo que salí corriendo nuevamente, esta vez, rumbo al
Cementerio.
Días después había identificado su casa, una amplia propiedad de dos
pisos muy cerca de la Iglesia de La Merced.49 Me pareció un lugar de lo
más apropiado por lo que sabía de él. En el barrio inglés las actividades
financieras y comerciales estaban cada día más desarrolladas. Emilia se
empecinó en acompañarme. Fuimos introducidos al salón de recibo por uno
de los criados. Era el más moderno que yo había visto jamás. Con papeles
franceses en las paredes, repleto de sofisticados muebles europeos e, incluso,
calefaccionado por una novísima estufa inglesa que usaba carbón traído de
Liverpool y evitaba los humos y vahos de los antiguos braseros que aún
nosotros teníamos en casa. El sirviente nos advirtió que su patrón estaba
ocupado con una entrevista muy importante, pero le rogamos nos dejara
quedarnos y esperarlo. Mi apellido, uno de los más antiguos y tradicionales
de la ciudad, nos allanó el camino. En cuanto quedamos solos, ordené a
Emilia que me esperara ahí y yo me escabullí hacia el interior de la casona.
De una de las habitaciones que daban al patio principal emergían voces
apagadas. Me acerqué para escuchar mejor. Sabía perfectamente que desde
la anarquía de 1820 había en el país dos fuerzas opuestas, que luchaban entre
sí. Los federales, por un lado, defendían el derecho de las provincias de
gobernarse a sí mismas, con igualdad de derechos y de trato entre ellas. Pese
a ser una doctrina importada de los Estados Unidos, se adaptó perfectamente
a las ciudades del interior, crecidas en el aislamiento y en los antagonismos
regionales. Con el tiempo, esas circunstancias le dieron al federalismo
argentino características únicas, como la aparición de los “caudillos”, jefes
locales políticos y militares. Del otro, estaban los unitarios. Defensores del
papel predominante de Buenos Aires como líder del proceso revolucionario
y generador de las riquezas de la aduana, propugnaban un sistema centralista,
con eje en la ciudad capital. Aducían que las provincias no estaban aún
preparadas para la federación. No escapaba al conocimiento de todos que en

49 Hoy, calles Reconquista y Perón.

245
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

muchas de ellas no había siquiera abogados con los que armar un hipotético
poder judicial. Estas razones de índole práctica fueron las que llevaron
al Congreso General a dictar en 1826 una constitución presidencialista y
unitaria. Ella no fue aceptada por el interior y la lucha continuó. Durante
años, los dos proyectos de país se enfrentaron en periódicos, debates e,
incluso, en los campos de batalla. En el momento en el que yo estaba parado
allí, a escondidas detrás de la puerta, los unitarios habían perdido el poder
con la renuncia de Rivadavia, pero aspiraban a recuperarlo en breve. Y para
eso había que acabar con Manuel Dorrego, el gobernador de la Provincia
de Buenos Aires. Éste había adoptado con fervor el federalismo durante
su largo exilio en los Estados Unidos, impuesto por el entonces Director
Supremo Juan Martín de Pueyrredón, y se había destacado por ser un gran
defensor de las ideas federales tanto en los debates del Congreso General
como en los periódicos financiados por su bolsillo.
–Ese hombre es una desgracia. Es demagogo y populista. El otro día lo vi
caminando por la calle vestido prácticamente con harapos, sólo para ganarse
el favor de la chusma –el que despotricaba, lo supe enseguida, era Juan Cruz
Varela, poeta, escritor, redactor y ferviente unitario. Solía recitar sus obras
en las tertulias cultas de la minoría ilustrada de la ciudad y escribir para los
periódicos más rivadavianos. Despreciaba a Dorrego por tener su base de
sustentación en los estratos pobres de la ciudad, siempre tan olvidados por
la política unitaria.
–No se preocupe, amigou –se escuchó entonces una voz con un
marcadísimo acento inglés–. Dorregou será desposeído de su puesto y muy
prontou…
Se me erizaron los pelos de la nuca. No pude verlo y, por lo tanto, nunca
lo sabré con certeza, pero creo que el que hablaba era Lord John Ponsonby.
Ponsonby era un ilustre miembro de la nobleza irlandesa, prestigioso
diplomático de carrera y, al parecer, hombre muy galante y buen mozo, tanto,
que atrajo la atención de Lady Conyngham, la favorita del Rey inglés George
IV. Como “recompensa” por el amorío, el Rey lo envió al país más alejado
que pudo encontrar. Comprensiblemente, a Ponsonby no le gustó Buenos
Aires. “El lugar más horrible que haya visto y por cierto que me ahorcaría
si encontrara un árbol lo suficientemente alto para sostenerme…”, escribió
a poco de llegar. Quería irse, y rápido. Para ello tenía que terminar con la
guerra del Brasil, que perjudicaba los intereses ingleses en la región. El creía
que la solución, al menos para Inglaterra, era declarar la independencia de
la Banda Oriental, conformando así un “estado-tapón” entre el Brasil y las
Provincias Unidas que asegurara la internacionalización de las aguas del

246
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Río de la Plata. Dorrego había criticado siempre la política rivadaviana y


quería seguir con la guerra, pero no contaba ni con los recursos ni con el
apoyo necesario para hacerlo por mucho tiempo. De hecho, al año siguiente,
durante 1828, no le quedó más camino que aceptar la paz en los términos
ideados por Ponsonby. Entonces, el ejército combatiente al mando de Juan
Lavalle volvería enojado e insatisfecho por el resultado final del conflicto y
predispuesto a dejarse enredar en la elocuente verba unitaria… las palabras
pronunciadas con acento británico ese día serían poco tiempo después una
trágica realidad.
–¡Eso espero! Los federales no hacen sino reclamar un mayor reparto
de los ingresos de la aduana –dijo entonces una voz grave y profunda,
hipnóticamente melodiosa–, pero es Buenos Aires, con su puerto, la que
genera esa ganancia. Y sólo a ella le pertenece… Además, al igual que un
indio que se emborracha tan pronto le dan unos pocos reales, las provincias
malgastarían la recaudación de la aduana en asuntos de la mayor futilidad…
Esa voz. La dicción era perfecta, pausada y clara, quizás demasiado,
como si quisiera eliminar todo rastro de aquella tonada provinciana que,
sin embargo, llegaba a adivinarse. Era del interior e intentaba ocultarlo. Era
del interior y lo odiaba, lo despreciaba. ¿Qué le habría ocurrido para que
acumulase tanto resentimiento? Emilia, que se había escurrido junto a mí sin
que yo la advirtiese, también lo escuchó.
–¡Julián! –gritó con fuerza.
Se escucharon movimientos nerviosos, corridas de sillas y algunos
murmullos apagados. Finalmente, apareció en la puerta un sujeto elegante
y distinguido, ostentosamente vestido, que se paró frente a nosotros con
la espalda bien erguida y el gesto presuntuoso y arrogante. Emilia seguía
gritando su falso nombre. Él la miró con un brevísimo gesto de asombro,
aunque enseguida una impenetrable máscara de piedra cubrió su rostro.
–¿Qué hacen en mi hogar? No os conozco. No tenéis autorización para
estar aquí. Exijo que os retiréis inmediatamente de mi casa –ordenó Miguel
Palma con voz grave y pausada mientras gesticulaba con grandilocuencia.
–Señor Palma, me llamo Manuel Díaz de la Vega –empecé a decir por
sobre los gritos y llantos de Emilia–. Y hemos venido a contarle que tiene un
hijo, que se llama Julián y tiene un año…
–¡¿Queeeé?! ¿Un hijo?
El terror se reflejó en sus ojos durante un segundo, sólo un segundo.
–No os conozco, no sé de qué estáis hablando. Me estáis confundiendo
con otra persona. Yo no me llamo Julián y desde luego no tengo ningún hijo
con ninguna prostituta barata…

247
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Julián, ¡yo te amo! –Emilia se había arrojado a sus pies y lloraba


desconsoladamente mientras gemía aferrada a sus lustradísimas botas–
Lo único que deseo es hacerte feliz… es servirte… es complacerte, como
cuando estuvimos juntos…
La sumisión de Emilia me asqueó. No la entendí. No entendí entonces
la tremenda avidez que tenía de sentirse amada. La devastadora necesidad
de un gesto de cariño, de amor. Cuando lo encontró, o creyó encontrarlo, se
entregó sin límites, en cuerpo y alma, pero él, manipulador y egoísta, la trató
sin pudor ni miramientos. Sólo tomó su cuerpo y luego lo desechó.
Irritado por la escena intenté separarla de las piernas de Palma. Los
sirvientes habían llegado y también corrieron a socorrer a su patrón.
Finalmente, logramos desprenderla y sostenerla entre todos, pues ella no
dejaba de contorsionarse ni de gritar histérica. Con sus modales ampulosos y
exagerados, el falso Julián Agüero nos indicó la salida y comenzó a ingresar
a la habitación donde aún esperaban los unitarios enemigos de Dorrego. Sin
embargo, se detuvo a medio camino y con la velocidad de un rayo estuvo
junto a mí nuevamente.
–¡Ni se te ocurra hablar de esto con alguien, porque de lo contrario vos y
todos los Díaz de la Vega se van a arrepentir! –el cambio fue escalofriante.
La máscara había caído y ya no quedaban rastros de civilidad ni de elegancia.
La mirada era atroz y la voz, susurrante, tenía una fuerte tonada norteña–
Esa loca no va a arruinar mi casamien… –se interrumpió con el rostro
desencajado, sabiendo que había perdido la compostura mostrando, por unos
segundos, su verdadero yo.
Con aterradora velocidad volvió a desaparecer bajo el disfraz de hombre
porteño, mundano y sofisticado. Se metió presuroso en la habitación
mientras aún se escuchaban los gritos de Emilia, ya prácticamente arrastrada
al exterior de la casona:
–¡Julián!... ¡Juliaaaán!

La semana siguiente la pasé en cama. No quería levantarme. Me sentía


un estúpido por haber creído que podría solucionar algo. Mis padres estaban
terriblemente preocupados por mí, pero yo no podía contarles lo sucedido.
Me daba vergüenza y, además, tenía la amenaza de Miguel Palma incrustada
en el alma. Entreví algo muy oscuro escondido debajo de aquel ropaje
artificialmente sofisticado. Aunque brevemente, lo había visto emerger. Sabía
que no permitiría que nada ni nadie arruinase su conveniente matrimonio
con aquella rica heredera.
Una mañana, mi madre me sacó a los empujones de la cama. Tenía los

248
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

baúles ya preparados y al coche y a mi padre listos en la puerta para partir.


Los dos recorreríamos las propiedades de la familia, desperdigadas por
la extensa campaña bonaerense. Eran las tierras heredadas del bisabuelo
Antonio en los pagos del Luján, Cañuelas y Monte, donde pastaban miles de
cabezas de ganado, verdadera fuente de riqueza de la región y de mi familia.
La extensión de los campos no había variado mucho desde entonces. Mi
padre no aprovechó, como sí lo hicieron otros importantes hacendados,
las posibilidades que la enfiteusis de Rivadavia les proporcionó al rentar
enormes extensiones de tierras públicas a cambio de un reducido canon
para, años después, quedarse con su propiedad. Yo estaba seguro de que el
bisabuelo se hubiera lanzado de cabeza ante la oportunidad, pero papá, que
era un excelente administrador y abogado, nunca había tenido aquel instinto
para los negocios que había caracterizado al hábil Antonio Díaz de la Vega.
Sin embargo, fue mi padre el que hizo realidad el viejo anhelo de éste de
abrir un saladero en la estancia de Monte.
Estando allí conocí a Juan Manuel de Rosas. Los hacendados bonaerenses,
enriquecidos durante la última década, estaban tomando cada día más poder
e influencia en la política porteña y, por ende, en la nacional. Se alineaban
dentro del federalismo pero eran federales en su discurso, cuidando
de expresarse siempre en términos populares para contraponerse así al
europeísmo de los rivadavianos, mas nunca en lo económico, donde tenían
más puntos de contacto con los unitarios que con los federales del interior.
Rosas, verdadero prototipo del estanciero, me impactó fuertemente por su
poderosa personalidad, su destreza física, la impresionante devoción que
le prodigaban gauchos y peones y, por supuesto, por su increíble habilidad
para administrar estancias, saladeros y otros negocios ganaderos que eran la
fuente de su vasta fortuna personal. Sabíamos que estaba destinado a jugar
un rol decisivo en el futuro de la región, mas no teníamos ni idea entonces
de las desgracias que le sucederían a nuestra familia durante las terribles
décadas de su gobierno.
Una tarde de diciembre, ya faltando poco para terminar aquel trágico
1827, mi padre me miró largamente con satisfacción. El aire puro del campo
y las agotadoras tareas rurales habían obrado maravillas en mi cuerpo y
también en mi mente. Me sentía renovado y dispuesto a dejar atrás la locura
vivida durante los últimos meses. Ya casi no me acordaba de Emilia.
–Volvemos a casa –me anunció con un brillo de emoción en los ojos.
Sabía que extrañaba a mi madre y que, aun luego de tantos años de casados,
no podían estar mucho tiempo separados uno del otro.
Entramos en Buenos Aires una calurosa y húmeda tarde de fin de año.

249
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Poco después advertimos que no era una tarde cualquiera. Al menos cuarenta
carruajes seguían a un coche fúnebre que, por el camino tomado, iba rumbo
al cementerio inglés de la ciudad. ¿Qué habría ocurrido?
–¡Parece que murió la señorita Brown! –anunció conmocionado el
cochero desde el pescante tan pronto obtuvo algo de información.
¡Eliza! ¡Eliza muerta! Por orden de mi padre nos incorporamos al cortejo
y un rato después llegamos al cementerio ubicado en la calle del Socorro.50
Estaba lleno de gente. A pesar de que la muerte era una visitante asidua, la
desaparición de aquella joven había impactado fuertemente a la sociedad.
Importantes personalidades, como el gobernador Manuel Dorrego, el cónsul
británico Woodbine Parish o el mismísimo Lord Ponsonby, se sumaron a la
influyente comunidad inglesa y a los miembros de las más destacadas familias
criollas de Buenos Aires. Vi de lejos al Almirante y a su esposa, devastados por el
dolor, acompañados por el resto de sus hijos. Caminando entre el gentío encontré
a José. Casi no lo reconocí. Tenía los hombros caídos, la espalda encorvada, la
mirada devastada. Estrujaba entre sus manos una litografía de Eliza que había
comprado en lo del francés Bacle. Puse mi mano en uno de sus hombros y, en
cuanto advirtió que era yo, me abrazó y se largó a llorar con desesperación.
Parecía tan ilógico, tan desproporcionadamente inadecuado y, sin embargo, fue
la primera, y única, vez que nos sentimos verdaderamente hermanos. Luego de
un rato recuperó la compostura, miró por última vez el féretro de su amada y
salió corriendo. Unos días después se fue de casa. Dejó todas sus pertenencias,
sólo se llevó la litografía de Eliza. Nunca más lo volvimos a ver.
–Esta juventud es tan imprudente –decía una señora, con aires de matrona
pontificadora, a mi lado–. Se bañan en el río sin ningún tipo de precaución. Yo
siempre digo que en cuanto comienza la temporada de baños hay que estar con
diez ojos…
Como aún no existían las casas de baños o el agua corriente en las casas,
todo el mundo se bañaba en el río. Se esperaba, sí, que llegara el 8 de octubre,
día de la Inmaculada Concepción, en el que se metían los padres franciscanos y
dominicos para bautizar el agua. Las familias íbamos generalmente a la caída del
sol. Nos sentábamos en la tosca de las orillas gozando de la brisa y esperábamos
a que oscureciera para entrar mientras los criados cuidaban de nuestras ropas.
Había por lo general orden y respeto, pero las contravenciones y accidentes
también ocurrían.
–Es que no creo que haya sido un accidente –murmuró otra, con voz nerviosa
y mirada escurridiza–. Dicen… dicen que se mató por una pena de amor.
Se desató un airado debate a mi lado. Los suicidios casi no existían en la

50 En las actuales Juncal y Cerrito.


250
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

ciudad y tenían el exotismo de lo desconocido. Unos la compadecían, otros


la criticaban por haber tomado un camino tan cobarde, otros la consideraban
una heroína por hacer lo que ellos deseaban pero no se aminaban… Ya estaba
perdiendo interés en la conversación cuando uno dijo:
–Se dice que había otra muchacha con ella, pero sólo apareció un cuerpo en
el río…
El corazón se me detuvo. Intuí que era cierto. Durante mis vacaciones en
el campo había logrado olvidar a Emilia, a sus tristes y melancólicos ojos, a
su rostro sombrío, a sus silencios, a la desolación que la seguía a cada paso, al
terrible encuentro con Miguel Palma… Pero ahora todo volvía a mí con mayor
intensidad. Salí corriendo desesperado y no paré hasta llegar a la Casa Cuna, a
muchas cuadras de distancia. Allí confirmé mis sospechas. Emilia no aparecía
desde hacía días. Los ojos se me nublaron. No podía ver. No podía respirar. Una
angustia poderosa apretaba mi pecho. Creo que quedé así, parado, un tiempo
largo. No sé cuánto. Fue hasta que sentí que me tiraban de las medias. Secando
mis lágrimas miré hacia abajo y encontré al pequeño Julián, que me hacía
morisquetas y pucheros. Sin pensarlo lo tomé en brazos y abandoné el lugar. No
era sitio para él, pero no sabía qué hacer. Ya lo había hecho todo mal.
Comencé a caminar sin rumbo fijo, sin saber muy bien adónde ir. Y así,
sin saber, llegué a San Telmo. Advertí que estaba allí recién cuando me topé
con la Plaza de Comercio51, antigua zona donde se detenían las carretas previo
a intentar el cruce del temido arroyo Tercero del Sur. Los gritos del mercado
lograron despabilarme y doblé en una de las callejuelas cercanas con Julián
dormido en brazos.
Entré en la carpintería. Unos estruendosos estornudos guiaron mi camino.
Avancé hasta que los ojillos malhumorados de Jerónimo Acosta se clavaron en
los míos, todavía enrojecidos por el llanto.
–Señor Acosta… –balbuceé nervioso– Él es su nieto Julián. Emilia… –no
pude continuar y me largué a llorar nuevamente.
Acosta se sentó en un trozo de madera, pálido y más ojeroso que antes.
–Como su madre… –alcancé a escuchar.
Me acerqué y puse al niño en su regazo. Julián despertó en ese momento.
Miró a su abuelo y le agarró sin miedo la nariz, como si aquel ajado rostro no
tuviera nada de terrorífico. Y entonces, la más increíble transformación tuvo
lugar. El semblante siempre hosco del anciano se suavizó, sus ojos brillaron y
una tímida e inexperta sonrisa se dibujó en sus labios.
Esa mirada… ese rostro… Son iguales a los míos hoy, tantos años después.
Hoy, que me emociono al sostener al pequeño Manuel entre mis brazos. Hoy,

51 Hoy llamada Plaza Dorrego.

251
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que ya no vivo con aquella ingenua ilusión de pertenecer a una república


ilustrada, europea, donde todo es orden y progreso. Hoy, que sin querer reviví
aquellos trágicos meses que afectaron toda mi vida. Sentí durante años tanta
culpa por haberme entrometido. Tanta angustia por no haber podido salvarla.
No podía perdonarme haber sido tan ingenuo, tan egoísta. Me tomó mucho
tiempo darme cuenta de que, aunque yo no hubiese aparecido en su vida, ella
hubiera terminado haciendo exactamente lo mismo algún día. Emilia llevaba la
muerte a cuestas, que la cobijaba como una madre a su bebé desprotegido, que
la aferraba como una compañera inseparable, como un amor enfermizo... Ella
lo hubiera hecho sola, sí, pero yo no podía olvidar que había participado y eso
se convirtió en una sombra que oscureció hasta los momentos más felices de mi
vida. El día que me casé con Ana Riglos no pude evitar pensar que Emilia no
había podido casarse con su “Julián”. El día en que nacieron mis hijas, me dolió
que Emilia no pudiese ver crecer a su pequeño bebé.
Recién hoy, con mi nieto en brazos y sintiendo la misma emoción que
Jerónimo Acosta aquel día, comprendo cuál fue mi papel en esta triste historia.
Ahora sé que yo estuve allí, no para acortar su vida, sino para darle una familia
a su hijo.
Y entonces hoy, después de tantos años, puedo recordar con ternura a Emilia
y, finalmente, decirle adiós.

252
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

COLOQUIOS DE PRISIÓN
(1850)

–¿Qué…? Ahhh… ¿Qué pasó…? –la voz susurrante y quebrada de


Miguel atravesó su garganta mientras él, vanamente, intentaba incorporarse.
Varias imágenes cruzaron veloces por su cabeza. La noche del exilio.
La melancolía del destierro. El añorado regreso a la patria. Los miedos.
Los cuidados siempre aconsejados pero nunca seguidos. El baile. Sí. El
baile… Los salones del Fuerte iluminados por cientos de bujías. La escasa
aristocracia de ascendencia unitaria sentada en un aparte mirando con cara
de asco y desaprobación. La abigarrada concurrencia federal, de toda calaña,
desperdigada a sus anchas. El circunspecto y envarado minué que tanto
gustaba a los mayores. El vals que las parejas jóvenes se lanzaron a bailar
con entusiasmo, sobre todo el de Miguel, que aprovechó los giros y volteretas
de la danza para descubrir, debajo de nubes de seda y blonda, el delicado pie
de alguna dama. Las damas. La dama. Tan parecida a aquella otra que no
podía borrar de su corazón...– Ahhhhh… –volvió a quejarse dolorido. Una
imagen quedó congelada en su mente. La de un cutis blanco, terso, como
de porcelana. La de unos ojos negros, grandes y melancólicos. La de unos
cabellos lustrosos divididos en dos grandes alas negras y recogidos detrás por
un imprescindible moño rojo. Rojo…. Moños rojos, cintas rojas, vestidos,
chalecos y ponchos rojos…. La imagen de la beldad porteña fue reemplazada
por la que le dio respuesta a su pregunta inicial. Un descastado y borracho
federal, todo vestido de rojo, intentó propasarse con la muchacha. Los gritos.
Los insultos. Asqueroso e inmundo unitario. Salvajón de frac, calzonudo
de levita. Los golpes. El golpe. Su cabeza que pareció apagarse y ponerse
en negro, al menos, hasta unos instantes atrás–. ¿Dónde estoy? –levantó la
cara del piso y se incorporó un poco. Instintivamente pasó las manos por su
elegante ropa, roñosa ya por la suciedad del suelo. El frac negro. La camisa
de cuello alto y rígido, tan molesta en aquella posición. La corbata de batista.
La pequeña y discreta divisa colorada colocada en la solapa izquierda de su
frac, demasiado pequeña, demasiado discreta para el gusto federal. Ya no
tenía su galera, ni su bastón, ni sus guantes de cabritilla. Habían quedado en
el baile, perdidos o pisoteados por los golpes y las corridas. Movió el pie–

253
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

¿Qué diablos…? ¡¿Dónde estoy?! –no pudo moverlo. Estaba engrillado. Se


sentó como pudo e intentó ver algo a través de la penumbra del ambiente.
Estaba en un calabozo. Húmedo. Sucio. Maloliente. Era la cárcel pública.
Era aquel foco de inmundicias e inmoralidad ubicado en la parte baja
del viejo Cabildo. Lo sabía. ¿Sería él pronto uno de aquellos andrajosos
presidiarios que caminaban por las calles rumbo a los trabajos forzados,
pidiendo limosna, inspirando compasión y repugnancia a la vez? ¿Ocuparía
él el mismo calabozo donde estuvo prisionero el Coronel Maza antes de que
lo fusilaran? El pánico lo invadió. Se levantó de un salto pese al dolor de su
cabeza y a las crecientes náuseas del estómago, y avanzó hasta donde lo dejó
el cepo de su pie– ¡Sáquenme de aquí! ¡Sáquennnnmeeee de aaaaquiiií!...
–¡Cállese de una buena vez, Díaz de la Vega! ¡Si será mequetrefe!
–contestó una voz irritada, pero aun así melodiosa, por detrás de la puerta.
–¡Exijo saber por qué me han encarcelado!
–¿Y por qué va a ser? Por asqueroso, inmundo y salvaje unitario –replicó
el carcelero–. Usted no engaña a naides. Es un calzonudo de casaca como
decía misia Encarnación, que Dios la tenga en la gloria. Nomás agradezca
que los muchachos de la Mazorca no están activos como antes que sino…
sino no estaría aquí, quejándose como una niña, y ya andaría con las patas
pa´ delante… ¡zas!… violín y violón.
–¿Y por orden de quién me han encerrado en este inmundo lugar?
–Acá nada se hace que no sea por orden de su Excelencia el Gobernador,
el “Restaurador de las Leyes”…
–¿El Restaurador de las Leyes? ¡Ja! No me haga reír –Miguel, preso
del pánico y ya de por sí muy impulsivo, había perdido toda prudencia,
todo freno– Querrá decir el “tirano” Juan Manuel de Rosas. Estas pobres
tierras no han debido soportar nunca antes el gobierno de un hombre más
autoritario, frío, cruel e inescrupuloso.
–¡Cuide esa boca si quiere seguir con vida! El señor Gobernador es un
gran defensor de las leyes, de nuestra patria y del orden. Es el mejor pa´
mandar lo que sea: una estancia, la Provincia… el país.
–¿Sí? ¿Qué le hace suponer eso? –preguntó con exagerado escepticismo,
sólo para molestar. No tenía planeado entablar un debate sobre la
personalidad o las condiciones para gobernar de Rosas, pero su interlocutor,
probablemente aburrido de estar en silencio custodiando la puerta, se tomó
la pregunta muy en serio.
–Por empezar, que tiene una voluntad de fierro. Es incansable y cuando
se propone algo no para hasta conseguirlo –contestó sin titubear Julián, el
carcelero.

254
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Por supuesto, si es terco y obstinado –retrucó Miguel, que no iba a dejar


pasar la oportunidad de destrozar dialécticamente a un fanático federal, más
sabiendo que era todo cuanto podía hacer en su desgraciada situación.
–Y se tiene una gran confianza.
–Más bien dirá que es ególatra y vanidoso.
–Práctico y realista –acotó apurado Julián que, para no perder aquella
batalla de virtudes y defectos, repitió lo que tantas veces había oído en
Palermo.
–Eso es porque no tiene ideales ni principios. Desprecia las teorías. Se
mofa de la cultura…
–Pero, sobre todo, es muy astuto –interrumpió–. Y tiene una gran intuición.
–Con la que intenta suplir su falta de educación.
–¡Mentiras! Él, en cambio, no miente nunca. Sus palabras son como las
de Dios.
–¡Ja! Todo lo contrario. Es frío y muy calculador. Miente y manipula a
aliados y enemigos sin remordimientos, sin ningún tipo de piedad por el
sufrimiento ajeno.
–Por supuesto que no. Es un hombre honesto –insistió Julián–. Y si
no, mire cómo vive. Sin lujos, sin vicios y eso que es el Gobernador de la
Provincia.
–Eso dicen. Me contaron que desdeña los refinamientos. Que es vulgar
y chabacano. Que le gustan las bromas pesadas y de mal gusto. Si es así,
puede ser que no lo impulse el propósito de lucro, no lo sé, puede ser, mas
con seguridad lo hace la ambición de poder, de un poder total y absoluto.
–Nuestro Gobernador nació pa´ mandar.
–Mmmm… sí, en eso estamos de acuerdo. Nació para el mando. Lo
heredó, con certeza, de su madre.
Miguel recordó de pronto aquellas largas y tristes tardes del destierro
donde el tema obligado de conversación era, por supuesto, el tirano Rosas.
Entonces, su mamá, Catalina, le contaba las historias del joven Juan Manuel
que ella había conocido en su niñez. Es que las familias Díaz de la Vega,
López Arondo y Ortiz de Rozas se habían tratado asiduamente durante los
últimos años de la colonia y los comienzos de la Argentina independiente
–Mi madre los conoció bien –dijo entonces con un suspiro.
–¿A quiénes?
–A don León Ortiz de Rozas y a su mujer, Agustina López Rubio, los
padres del tira… del Gobernador –con el recuerdo de sus propios padres en
la cabeza ya no tenía tantas ganas de discutir.
–¡Oh! ¡Qué honor! Su Excelencia siempre habló de ellos con admiración

255
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

y respeto, sobre todo por su señora madre…


–¡Sí! ¡Cómo no! –una carcajada abrupta, que desapareció tan rápido como
llegó, acompañó sus palabras– Quizás ahora, que ha muerto. Don León era
un hombre manso y tranquilo, que no se metía en nada, pero doña Agustina…
doña Agustina era un caso serio. Extremadamente fuerte, acostumbrada a
ejercer su voluntad sin oposiciones, valiente, tenaz…
–Igualita al señor Gobernador.
–Exacto. Eran muy parecidos y, por eso, totalmente incompatibles. No
había lugar en la familia para dos voluntades únicas y absolutas y eso el
joven Juan Manuel lo entendió rápidamente. A los quince años se fue de
la casa y lo hizo prácticamente desnudo, pues no quiso llevarse nada de su
familia. Existen todo tipo de anécdotas sobre ese episodio. A los veinte se
casó con Encarnación Ezcurra, a quien su madre desaprobaba. Poco después
dejó de administrar los campos familiares y se dedicó a hacerlo para terceros,
empezando por las propiedades de sus primos Anchorena…
–Lo hizo muy bien –acotó orgulloso Julián.
–Es verdad. Hizo una verdadera fortuna. Abrió saladeros, compró
hectáreas y hectáreas de campo, se convirtió en el estanciero más poderoso
y respetado de la campaña bonaerense… y todo fuera de la familia. Es más,
dejó de ser un “Ortiz de Rozas” pues con el tiempo comenzó a hacerse
llamar, simplemente, “Rosas”.
–Pero su madre estaba orgullosa de él.
–Con el tiempo ambos limaron asperezas y en el fondo creo que la
indomable Agustina estuvo feliz de ver a su indomable hijo convertido
nada menos que en Gobernador de la Provincia… –la voz de Miguel fue
apagándose hasta convertirse en un murmullo.
Aquel rebelde, astuto y tenaz joven, ayudado por las circunstancias, había
accedido el 8 de diciembre de 1829 a la gobernación de la poderosa Buenos
Aires y todos los problemas de su familia no hacían más que comenzar.
–Si Lavalle no hubiera fusilado a Dorrego…
–¡Inmundo, asqueroso, salvaje unitario, traidor vendido al oro francés! –
la melodiosa voz de Julián se endureció al referirse al General Juan Lavalle.
–Una espada sin cabeza –replicó Miguel con tristeza repitiendo las
palabras de su amigo Esteban Echeverría.
El año 1828 fue complicándose para el entonces Gobernador Manuel
Dorrego. Competía con otros federales, como el cordobés Bustos, por el
liderazgo del partido en el interior del país. Los sectores pudientes de Buenos
Aires, principalmente unitarios, lo consideraban un intruso y lo culpaban por
su apoyo a los sectores marginales de la ciudad. El forzado fin de la guerra

256
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

con el Brasil devolvió al país a un ejército indignado con el resultado y


licenciado con los sueldos impagos. Y entre los miembros de ese ejército
regresó a la patria el valeroso General Lavalle.
–Lo convencieron tan fácilmente… –prosiguió. La utopía rivadaviana
se había deshecho el año anterior con la renuncia de Bernardino, pero los
unitarios no perdían las esperanzas de recuperar el poder–. Fue muy sencillo
para Agüero, Salvador del Carril o los hermanos Varela, enredar a Lavalle
y convencerlo de levantarse en armas contra Dorrego aquel 1° de diciembre
de 1828.
–Y encima Dorrego no le hizo caso a Rosas, que si lo hubiera hecho…
Dorrego no creía que Lavalle fuera a atentar contra un gobierno legítimo
y, luego de que éste así lo hiciera, desoyó los consejos de Rosas que lo
instaban a buscar apoyo y refugio en Santa Fe. Quizás así hubiera salvado,
al menos, la vida. Pero se quedó a luchar y perdió. En Navarro fue detenido
y sumariamente fusilado, sin fingirse siquiera un juicio expeditivo, sin la
menor concesión a un elemental humanitarismo. Lavalle, convencido por la
verba unitaria, creía así desarmar y desarticular de un solo hachazo a todo el
partido federal.
–Sí, es verdad. La tozudez de Dorrego lo perdió a él, pero también al
mismo Lavalle. Creo que nunca una decisión política logró resultados tan
rápidos y tan opuestos a los esperados. Sólo un año después del golpe, en
diciembre de 1829, Rosas llegó al poder con facultades extraordinarias y
prácticamente absolutas. Una espantosa lección para los instigadores…
–Y a partir de ese momento, los cobardes e inmundos unitarios debieron
irse del país –Rivadavia, Agüero, del Carril, Alsina, Varela, Lavalle y otros
conspicuos unitarios se convirtieron entonces en los primeros expulsados
del régimen rosista. Dentro de ellos, y sin que Julián lo supiese, sin que éste
siquiera lo conociese, estaba su propio padre–. Ustedes también, ¿no?
–No. En 1820 mi padre se retiró de la vida pública. Por eso, aunque se
sentía más afín a las ideas rivadavianas, nos quedamos. Él ya no se metía en
contiendas políticas, ya no quería volverlo a hacer… –dijo con desaliento el
prisionero, Miguel Díaz de la Vega.
–Mejor pa´ él, porque ya no hubo naides tan grande ni tan poderoso como
nuestro señor Gobernador, el Restaurador de las Leyes –replicó con sincero
fervor el carcelero, Julián Acosta.

–¿Por qué demonios volví a Buenos Aires? ¿Por qué se me ocurrió ir a


ese condenado baile?
Las horas, ¿o los días?, habían pasado y Miguel no paraba de reprocharse.

257
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Habitualmente irreflexivo, atolondrado e impulsivo era, asimismo, digno


miembro de la generación “romántica” de su tiempo y como tal solía caer
en la melancolía y la depresión. Esta vez razones no le faltaban. Tenía frío,
se sentía sucio, el lugar era tétrico y olía a inmundicias, la argolla del pie le
lastimaba la piel y lo torturaba…
–¡Viva la Santa Federación! –la desesperación lo hizo gritar y reír casi
como un desequilibrado– ¡Oiga! –aulló cayendo en la misma imprudencia
que se había reprochado tan sólo unos instantes atrás– Usted qué cree,
¿Rosas es unitario o federal?
–Creo que está buscando terminar con su vida –respondió Julián con
sequedad.
–No es que yo lo busque… creo que es mi ineludible destino –murmuró
melancólico– pero responda a mi pregunta.
–Es una pregunta imbécil e inútil. Rosas es federal. El mejor y más grande
de todos.
La voz de Julián era serena y segura. No lo impulsaba la obsecuencia o
el servilismo, tan común por aquellos días, sino la más profunda y sincera
convicción de que lo que decía era la pura verdad.
–¿Por qué?
–Mi abuelo siempre decía… –no pudo evitar que la voz se le quebrase al
recordar a su amado abuelo Jerónimo, la única familia que había tenido, el
que le había enseñado todo lo que sabía–. Decía que nosotros, los pobres,
siempre fuimos mirados con desprecio y desconfianza, olvidados por los
gobiernos, especialmente el unitario que se creía tan europeo y superior
–Julián hablaba de aquel sentimiento de perpetua frustración, de aquella
voluntad popular siempre contrariada, de aquellos anhelos profundos de la
clase desprotegida nunca tenidos en cuenta–, pero Rosas restableció el orden,
nos devolvió nuestras tradiciones y la religión que habían sido pisoteadas
por Rivadavia. Él nos entiende, nos protege, habla como nosotros, se viste
como nosotros, se ríe de nuestras bromas. Nos dio una razón pa´ vivir, pa´
trabajar, pa´ luchar. Nos hizo promesas y las cumplió. Está orgulloso de
nosotros y nosotros de él…
–Yo creo… –¿Qué decir? Quizás fuera la melancolía que lo tenía tan preso
como el calabozo, pero la emoción de Julián y sus sencillas convicciones le
impedían contrariarlo–. Creo que… –¿Qué Rosas era unitario? Creía, sí, que
había aprendido a manipular hábilmente a las clases bajas, convirtiéndolas
en dóciles instrumentos de su política porque sabía de su poderosa capacidad
de acción. Creía que aún se manejaba como un estanciero bonaerense,
privilegiando y protegiendo los intereses de su propio grupo, especialmente

258
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

en lo referente a una economía librecambista que les permitiera la exportación


de sus cueros y carnes saladas y la importación a menores costos de toda
clase de productos, sobre todo ingleses, más económicos que los locales.
Creía que se apartaba del federalismo al retener el control del puerto de
Buenos Aires, único habilitado para el comercio, y no acceder (salvo en un
breve período) a políticas de proteccionismo que permitieran el desarrollo
de las economías del interior. Creía que Rosas era un unitario con discurso
federal o, más bien, creía que sólo era un “rosista”, pero no quería decirlo, no
en ese momento al menos. El sonido de unos tambores que se colaron desde
el exterior lo sacaron del aprieto–. Creo que es domingo…
–Sí, se viene el candombe –Julián parecía ahora tan melancólico como
Miguel–. La “Niña” Manuelita debe estar allí…
El sonido monótono de los tambores que se alejaban lo transportaron
al candombe. Volvió a escuchar los instrumentos de percusión tocados con
rítmica alegría, a ver los bailes sensuales y desprejuiciados en las esquinas de
los barrios negros, o “Barrios del Tambor”, como Montserrat, a oler el ácido
y penetrante olor producto de la comida, el alcohol y la transpiración. Sabía
que ya estarían preparadas las sillas color carmesí donde se ubicarían los
reyes de las naciones negras, aquellas que por primera vez en su historia eran
respetadas y lisonjeadas por un gobierno, atendidas en Palermo antes que a
cualquier diplomático o personalidad extranjera, con acceso directo a la casa
y a la familia del Gobernador. Sabía que ya habrían entonado el “Loor eterno
al Magnánimo Rosas”, himno ineludible con el que comenzaba cualquier
festejo federal. Sabía que ya estaría allí, atenta, considerada y respetuosa,
el ángel de la Confederación. Sabía que… sabía que estaría absolutamente
hermosa, pues… ¡qué hermosa que era la Niña Manuelita!

–Benditas las noches en que abría la pesada puerta de hierro y me


escabullía en el zaguán. ¡Qué oscuro era el zaguán! Sombrío de día,
tenebroso de noche… –Miguel hablaba solo en su calabozo. Sabía que
el carcelero, sentado siempre detrás de la puerta, oiría todo. Pero no le
importaba. Escuchar su propia voz le probaba que aún estaba vivo–. Con
la casa en completo silencio mis pasos retumbaban en las baldosas blancas
y negras del zaguán. Llegaba al patio, hermoso, lleno de flores colocadas
en pequeñas tinajas y parrales colmados de riquísimas uvas. Me detenía
siempre unos segundos para observar la gran sala que estaba en penumbras,
iluminada vagamente por el farol del patio y la vacilante luz del alumbrado
público que entraba por las ventanas. Recorría con la mirada el vasto salón
descubriendo, o adivinando tal vez, los pesados muebles de caoba, los ricos

259
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

tapizados de damasco, los jarrones de plata y de porcelana, las alfombras,


los cuadros, el gran espejo de Venecia… muebles, muebles y más muebles
en aquella época en que la moda era acumular… tan cachi como dice
ahora Marica Mendeville –Mariquita Sánchez, la inseparable amiga de su
madre, se encontraba ya separada de Mendeville y exiliada en la Banda
Oriental como los Díaz de la Vega–. Ella sabe de estas cosas… pero a mí
me encantaba ver todos esos muebles juntos, vislumbrar los cristales y las
porcelanas del comedor, recordar los labios rojos de ella bebiendo vino de
Burdeos en una delicada copa de baccarat… Pero ese no era mi destino.
Cruzaba el patio y me paraba frente a la puerta de su dormitorio. Entrar
era llegar al paraíso… –no volaba una mosca. Miguel sabía que Julián
contenía la respiración intentando no perder palabra. Eso lo envalentonó–.
El papel aterciopelado de las paredes, los veladores de alabastro, el raso de
la colcha que cubría la gran cama francesa de caoba tallada, todo parecía
estar colocado para incitar los sentidos, para estimular el deseo… ¡Cómo si
eso fuese necesario! Ella emergía del cuarto de aseo con sus largos cabellos
sueltos, como si se hubiese colocado una negrísima capa que, pese a todo,
no lograba ocultar la impactante desnudez de su cuerpo, que la débil luz de
las velas se empeñaba en resaltar. Así, desnuda, segura, endiabladamente
sensual, caminaba hacia mí… –Miguel revivió toda esa pasión juvenil que
lo había absorbido antes del exilio, cuando aún no tenía veinte años y que lo
llevó noche tras noche a escabullirse en la casa de una rica dama buscando
el ardor de un amor experimentado, de una mujer madura a la que aún no
había podido olvidar– ¡Qué mujer! ¡Qué casa era aquella! Era una casa para
el amor, la locura, el deseo… – sin elevar la voz, pues sabía perfectamente
que estaba oyéndolo, continuó entre melancólico e irritado, volviendo de
golpe a su desgraciado presente– tan diferente seguro de la de Rosas, que
debe ser el hogar del odio…–necesitaba salir de aquellos recuerdos que lo
incendiaban por dentro, por eso, preguntó con brusquedad–: ¿Conoce la casa
del Gobernador?
–¿La de la ciudad o la quinta de Palermo? –Julián no fingió no haber
escuchado la pregunta y, sin esperar él una respuesta, agregó–: No es el
hogar del odio, no lo era al menos. En la vieja mansión de los Ezcurra de la
calle de la Biblioteca52 don Juan Manuel formó una familia. Ahí estaba doña
Encarnación, siempre a su lado, amándolo con locura… había amor en esa
casa desde donde gobernó la Provincia hasta que la quinta de Palermo fue su
residencia favorita… pero cuando eso pasó ya no estaba misia Encarnación
y el amor escaseó un poco…

52 Hoy, calle Bolívar.


260
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Doña Encarnación Ezcurra… sí, la recuerdo, aunque cuando murió yo


aún era un jovenzuelo. Me viene a la mente la imagen de una mujer pequeña,
bajita, de piel blanca… no muy linda, la verdad…
–Lo que no tenía de hermosa lo tenía de valiente. Doña Encarnación no
se acobardaba ante nada...
–Hay que tener agallas para hacer lo que hicieron para casarse.
En 1813 Encarnación tenía diecisiete años, Juan Manuel apenas veinte.
La escasa edad del novio motivaba la oposición de la voluntariosa doña
Agustina. Los novios no querían esperar y recurrieron a un ardid tan viejo
como eficaz. Simularon un embarazo y la boda se concretó poquísimo
después.
–Madame Mendeville estuvo más de cuatro años peleando en la justicia
para poder casarse con Martín Thompson. Encarnación lo resolvió con una
astuta carta dejada en un lugar conveniente para ser encontrada y leída. Dos
estilos. Dos mujeres. Dos maneras de ser fuertes.
–Es que estaban destinados el uno pal´ otro… Doña Encarnación fue
la mejor compañera y socia que el Gobernador pudo tener. Formaron un
gran equipo. Aguantó las largas ausencias de su esposo, que trabajaba en el
campo, justo en los años en que parió a los hijos –Juan en 1814, María de la
Encarnación, quien falleciera poco después, en 1816 y Manuela Robustiana
en 1817– y lo ayudó a amasar su fortuna. Era su brazo derecho, como ella
decía.
–Sí, bueno, por lo que sé, siempre fue más esposa que madre.
La aguerrida y ardorosa Encarnación volcó el afecto más en el marido
que en los hijos, no queriendo que nada ni nadie la separase de él.
–Eso escuché… –Julián no pudo evitar enternecerse al pensar en la Niña
Manuelita creciendo en aquel hogar mezcla de cariño sin ternura, de unión sin
delicadeza, con una madre que la amaba pero que con certeza no la cobijaba
en su regazo, ni la adormecía con una suave canción de cuna, ella, que
siempre fue tan bondadosa y cariñosa con todos, que siempre fue un ángel…
Se reprendió enseguida. Doña Encarnación era la Heroína de la Federación
y no debía criticarla por no haber sido una tierna y blanda madre–. Pero es
porque estaba al lado del Gobernador ayudándolo a conseguir, a mantener
y, sobre todo, a recuperar el poder. Sin ella es muy posible que él no hubiera
vuelto al Gobierno.
–Está hablando de la revuelta del año 33, ¿verdad?
En 1832 Rosas había finalizado su primer mandato como Gobernador de
Buenos Aires y, aunque reelecto, la Legislatura no había querido concederle
nuevamente facultades extraordinarias. No queriendo gobernar sin ellas,

261
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

don Juan Manuel rechazó su designación y se “retiró” de la política y de


la ciudad. En su lugar, la Legislatura nombró al moderado Juan Ramón
Balcarce.
–Fue un año complicado. Don Juan Manuel planeó su Expedición al
Desierto y marchó al sur, a conquistar las tierras aún en poder de los indios.
–Fracasó.
–Naides lo ayudó, ni siquiera el propio Gobernador Balcarce, pero él sí
triunfó. Ganó muchas tierras pal’ campo y su popularidad llegó a las nubes.
–Y mientras él estaba en eso, los federales se peleaban en la ciudad.
Miguel no perdió oportunidad para criticar al partido federal porteño que
vivió en esos años una dramática fractura. Por un lado, los fieles a Rosas
que tomaron el apodo de “apostólicos” para subrayar esa condición. Del
otro, los federales doctrinarios, más moderados, que se oponían a conceder
facultades extraordinarias y que se llamaron “cismáticos” y luego ganaron
el apodo de “lomos negros”.
–Los lomos negros controlaban la Legislatura y el mesmo Balcarce
pertenecía a ese grupo. Todo pudo estar perdido pa´ Rosas, pero allí apareció
doña Encarnación… Sí, era una mujer, pero no una mujer cualquiera.
–Era una mujer de armas tomar, una mujer con un carácter inflamado que,
no pocas veces, la llevaba a la violencia.
–Misia Encarnación hacía de todo, se ocupaba de todo. Informaba,
ordenaba, alentaba, espiaba, asustaba…
–Eso seguro. A ella se debe la formación de la “Sociedad Popular
Restauradora”, la temible “Mazorca”, y su terrorismo político. Casas
apedreadas, pasquines injuriosos pegados en todas las esquinas, brutales
palizas, asesinato de opositores…
–Hizo lo que tenía que hacer pa´ salvar la Confederación –por primera
vez Miguel notó en la defensa de Julián un dejo forzado en la voz–. Los
tiempos eran muy complicados. Finalmente, en octubre de 1833, el gobierno
de Balcarce decidió enjuiciar al “Restaurador de las Leyes”, que era un diario
rosista. Como un vendaval, la noticia corrió por la ciudad y la campaña y,
claro, todos pensamos que no se referían al diario sino a don Juan Manuel…
–¿Participó de la revuelta?
–Sí. Todos los fieles a Rosas, gentes del bajo y los suburbios, gauchos
y peones, nos concentramos en la zona de Barracas pa’ impedir el juicio.
Desde allí pedimos la renuncia de Balcarce.
–Les fue bastante bien –concedió Miguel.
Poco después Balcarce fue reemplazado por Juan José Viamonte, “menos
malo” que el anterior según opinión de Encarnación, que aun así no estaba

262
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

conforme con el cambio luego de todo el trabajo que ella había hecho. Como
era de esperarse, Viamonte no duró mucho tampoco. Para ese entonces los
federales cismáticos o lomos negros comenzaron a emigrar ellos también,
encontrándose con los unitarios en el exilio. A Viamonte le siguió Manuel
Vicente Maza, íntimo amigo de Rosas, para luego…
–Y el asesinato de Facundo Quiroga ayudó… –suspiró Miguel con
desaliento–. Así como el fusilamiento de Dorrego lo llevó a la primera
gobernación, el asesinato de Quiroga lo condujo a la segunda. 1835 fue el
desgraciado año en que volvió al poder con las facultades extraordinarias
que quería… y quince años después todavía está en el mismo lugar.
–Pero doña Encarnación no pudo disfrutar de toda la gloria de su marido
ni volver a la política. Enfermó y una madrugada del 38, creo que la del 20
de octubre, murió, sin quejas, tan valientemente como había vivido.
–Recuerdo sus funerales… ¡cómo olvidarlos!
Tenía diecisiete años cuando asistió, como todo el mundo, a las exequias
de la “Heroína de la Federación”. Fue un entierro nunca visto, los funerales
más solemnes hechos a mujer alguna en su siglo. Casas, campanas, carros,
árboles, perros, caballos, todo, todo, estaba cubierto de crespón negro. Las
tropas, las autoridades y la multitud que se congregó, alrededor de veinticinco
mil personas, lucían el “luto federal”, que se hizo obligatorio aprovechando
el momento para “unificar” voluntades. El monumental carromato que
conducía a doña Encarnación avanzaba lentamente por las calles entre dos
filas de antorchas, en la penumbra de la noche… y en aquella penumbra, a
la luz de los candiles, la mirada del joven Miguel se encontró con la de una
dama, tal vez de la misma edad de Encarnación, que le reveló un mundo de
placeres desconocidos.
–Con ella se murió una historia de amor –murmuró Julián sorprendiéndose
aun a sí mismo, pues no era dado a sensiblerías románticas.
–O nació… sólo para morir poco después –murmuró a su vez Miguel,
romántico de pura cepa, sufriendo casi con satisfacción por aquel amor
nacido en los funerales de Encarnación que se había deshecho con el exilio.
Once años habían pasado desde su partida y, con seguridad, dejado
huellas en el rostro, en el cuerpo amado. Por eso no quiso volver a verla
tras su regreso a la ciudad, unos meses atrás. Era preferible, más acorde al
culto al sufrimiento y a las pasiones tan profundas como desgraciadas que
imponía el romanticismo, llorar por el amor perdido intentando, vanamente,
encontrarlo en otras. El largo cabello renegrido de la muchacha del baile
lo había prendado la noche de su detención, llevándolo con su mente al
zaguán de aquella casa otra vez, envolviéndolo en la oscuridad del deseo, la

263
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

melancolía y el cautiverio.
–¡Qué hermosa que era! ¡Y qué negro y oscuro era el zaguán!...

–¡No! ¡No! ¡Con esa sanguijuela, no! ¡Nooooo! –empapado de sudor y


con la respiración agitada, Miguel gritó y gritó hasta despertar nuevamente
en su horrible calabozo, aún engrillado a la pared.
–¿Qué pasa? –preguntó adormilado Julián por detrás de la puerta.
–Nada… nada. Una pesadilla.
Sí, una pesadilla. Su peor pesadilla. Aquella que había atormentado sus
noches desde que tenía diez años. Una gigantesca sanguijuela, tan grande
como un hombre adulto, se le acercaba más y más…
–¿Con una sanguijuela?
–Cuando tenía diez años –en 1831– hubo en la ciudad una fuerte epidemia
de escarlatina.
–Justo castigo… –empezó a decir Julián repitiendo la teoría del abuelo
Jerónimo, para quien las enfermedades se ensañaban con los pecadores. Un
niño de diez años no le pareció merecedor de aquel castigo, por lo que se
detuvo no sin pensar que, pese a todo, en la carpintería del abuelo nunca
había entrado el tifus, el sarampión o la escarlatina.
–Me contagié –continuó Miguel ajeno a la interrupción del carcelero e
inmerso aún en la inquietud provocada por la pesadilla–. Cuando aparecieron
las temidas manchas rojas, la casa se revolucionó. Me colocaron en una
habitación del tercer patio, alejada para evitar el contacto, y se hicieron
diariamente fumigaciones con cloro. Nadie podía verme… sólo mamá… –se
le quebró la voz– sólo mamá se la pasaba en mi cuarto, poniendo pañuelos
de gasa mojados con agua de lluvia en mi frente. Un día, el médico recetó
sanguijuelas. Europeas, aclaró, porque al parecer las nacionales no se
prendían correctamente y por lo tanto no sacaban suficiente sangre. Llamaron
a Emérito Iturroz, el conocido sangrador, que llegó con opciones de todos
los tamaños… por Dios… yo saqué fuerzas de donde no tenía y empecé a
correr por el dormitorio en un intento por escapar. Mi madre, desesperada,
sólo atinó a amenazarme con una gigantesca y monstruosa sanguijuela
si no accedía y así… así terminé con cuatro docenas de esos asquerosos
bichos detrás de las orejas y las sienes y una pesadilla que cada tanto viene
a atormentarme…
–No debe haber sido agradable –concedió para tranquilizarlo pensando,
en cambio, que no era para tanto.
–Esa enfermedad cambió mi vida. Siempre fui alto, de contextura fuerte.
Mi padre dice que me parezco más al abuelo Juan, o incluso al bisabuelo

264
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Luis, que a él. De niño era inquieto, movedizo, más amigo de las tareas
físicas que de las intelectuales. Sin embargo, el obligado encierro en aquel
cuartucho del tercer patio me reveló un tesoro que de otro modo nunca
hubiera descubierto. Los libros. Hasta entonces las lecturas eran para mí
una obligación. No conocía el placer de abandonarse a la imaginación, a la
belleza y al misterio.
–¿Y eso cómo cambió su vida?
–Cuando me recuperé, comencé a frecuentar el círculo de amigos de
Manuel, mi hermano mayor. Eran, principalmente, sus compañeros del
Colegio de Ciencias Morales. Por la diferencia de edad, soy diez años menor
que todos ellos, yo era una especie de mascota y les divertía mi presencia.
Se congregaban en la gran casona que los abuelos de Miguel Cané tenían en
los fondos de la Iglesia de San Francisco. Allí conocí, además de a Miguel, a
Vicente Fidel López, a Marco Avellaneda, a Juan Bautista Alberdi…
–Salvajes unitarios…
–Juan Bautista me fascinó de entrada. Es un conversador formidable,
de inteligencia lúcida y penetrante pero, al mismo tiempo, con ese aire tan
desvalido, tan melancólico, que hacía que todas las muchachas quisieran
protegerlo, je, je. Excelente músico, además. –Hacía unos años, otro
amigo de su hermano, José Antonio Wilde, había compilado y publicado el
“Cancionero Argentino”, donde abundaban canciones de Alberdi, Echeverría
y de los hermanos Varela, entre otros–. En aquellas reuniones yo escuchaba
absorto las historias sobre el Colegio. Las lúgubres y húmedas habitaciones
de quienes, como Alberdi o Avellaneda, venían del interior del país y debían
vivir allí. Las crueles penitencias que les esperaban en el cuarto de las
pulgas o en la letrina hedionda. Las travesuras con las que intentaban paliar
tanta rigidez, como la riña de gallos en plena clase del profesor Guerra o
las represalias contra el canalla Rivera Indarte –quien, ya de grande, pasó
de componer el obsecuente y empalagoso Himno a Rosas a las injuriosas
Tablas de Sangre.
–Gaucho ladrón de vacas… –exclamó indignado Julián al escuchar el
nombre de aquel odiado traidor.
–Gracias a ellos conocí al Doctor Diego Alcorta, médico y profesor
de filosofía del Colegio, quien ejerció una notable influencia en toda la
generación que se estaba formado en aquellos años. Y un poco más tarde,
tuve la oportunidad de relacionarme con alguien que me abrió un mundo
nuevo y fascinante: Esteban Echeverría.
Unos años mayor que el resto de los jóvenes, bastante más que Miguel,
y educado en París, Echeverría era un poeta polémico y controvertido,

265
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

libertino, inquieto y tan depresivo como talentoso.


–Unos años más tarde –continuó Miguel– mi hermano, poco afecto a las
letras y ya casado con Ana Riglos, dejó de concurrir a las tertulias y reuniones
literarias, pero yo continué haciéndolo en su lugar. Estaba fascinado con la
lectura de Lord Byron, Víctor Hugo, Dumas, George Sand…
–No es necesario boquear tanto nombre gringo, que acá también
hay buenos poetas. Y son federales –interrumpió algo molesto Julián y,
mentalmente para no provocar la burla del prisionero, recitó unos versos
que se sabía bien de memoria: “Bella y tierna Manuelita, flor de hermosa
primavera, beldad de gracia infinita, en cuya frente bendita, no hay una
sombra siquiera”.
–Bahh –se limitó a comentar Miguel, descalificando con una sola
interjección a toda la “poesía federal”– El “romanticismo” no era, ni es, para
nosotros una simple moda literaria. Es una completa cosmovisión, capaz de
abarcar todas las manifestaciones del existir humano.
–¿Ehhh?
–Quiero decir, que está en los libros que leemos, sí, pero también en la
música que escuchamos, en la forma en que nos vestimos, nos movemos,
nos buscamos…
A partir de la década del 30 se puso de moda una estética que exigía
rostros pálidos, expresiones melancólicas, toses y desgracias. La enfermedad
sufrida de niño le había proporcionado al forzudo Miguel aquella palidez
que era tan apreciada por los jóvenes de su época.
–En la forma en la que amamos…
–¿Y en la de hacer política? –inquirió agudo Julián, para quien todo eso
de la “cosmovisión” no eran más que puras paparruchadas.
–También. Fue inevitable. Todo comenzó cuando Marcos Sastre inauguró
un Salón Literario en la trastienda de su librería. La “Librería Argentina”,
ubicada en la calle de la Victoria, cerca de la universidad, era ya un lugar de
visita diaria para los estudiantes. Allí encontrábamos periódicos europeos
y un nutrido catálogo de novedades literarias, claro que, además, se podía
hallar marfil para miniaturas, papel para música…
–Volvamos a lo de la política –se impacientó Julián.
–Claro. Claro. En 1837 se inauguró el Salón Literario con discursos del
propio Sastre, de Juan María Gutiérrez y de mi amigo Alberdi. Hasta el gran
Vicente López y Planes, autor del himno nacional, Presidente provisional
del país y funcionario de casi todos los gobiernos desde 1810, estuvo
presente y nos dio palabras de aliento. Nos reuníamos para leer y comentar
obras de política, religión y filosofía. Por influencia de Echeverría cada vez

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

hablábamos más de la situación de nuestro país y de los caminos para hacerla


progresar.
–Conspiraban contra el Gobernador…
–No. No lo hacíamos. De hecho, en un primer momento, creímos que
podríamos ser el instrumento intelectual del rosismo, rescatando lo nacional
pero tornándolo más abierto al pensamiento contemporáneo. Por supuesto,
pronto nos decepcionamos. Rosas nunca apoyó la cultura, el progreso, las
ideas…
–Por algo será –acotó escuetamente recordando sus días en Palermo,
cuando oía al Gobernador despotricar y llamar “botarates de pluma” o
“paparruchos de salón” a aquellos jóvenes intelectuales demasiado amigos
de Francia. Don Juan Manuel despreciaba la pedantería doctoral y sentía una
instintiva repugnancia por las teorías y las consideraciones abstractas.
–Primero nos trató con desprecio y recelo, luego, directamente, nos envió
a la Mazorca…
Las amenazas llevaron a Sastre a cerrar el Salón y la librería en 1838.
También ese año dejaría de circular el periódico “La Moda”, de Juan Bautista
Alberdi, por no manifestarse abiertamente en contra del bloqueo francés.
–Entonces, no nos quedó más remedio que pasar a la clandestinidad y a
la acción política. Formamos la “Asociación Joven Argentina”, una logia
secreta de reuniones nocturnas y furtivas, igual que las de nuestros padres,
donde justamente rescatábamos los ideales de la revolución de mayo y
queríamos terminar de ponerlos en práctica.
–¡No ve que es un salvaje unitario!
–No. No lo soy. Ninguno de nosotros lo es. Nunca fuimos ni unitarios ni
federales. Siempre creímos ser una tercera opción, superadora de las otras
dos –la llamada “Generación de 1837” conformaría con el tiempo la segunda
gran generación política de la historia argentina–. Ese es el continuo error
de Rosas. Unificar a la oposición llamándonos a todos unitarios y dándonos
una cohesión que, en realidad, no tenemos. Pero, unitarios o no, para 1839 a
nosotros también no nos quedó más opción que el exilio…
Sin desearlo, sin desearlo en absoluto, Miguel volvió a vivir la noche en
la que partieron, arrastrados por sus actividades políticas clandestinas. Lo
recordaba como si acabase de ocurrir. Junto a su familia, hizo caminando
el trecho que unía su casa con el Bajo donde, si todo salía bien, los estaría
esperando una embarcación. La oscuridad los envolvía. Sólo veían sus
sombras agigantadas por la vacilante luz de las velas de sebo de los faroles.
El silencio era palpable, como si se pudiese tocar, sólo el sonido de sus
pisadas retumbaba sobre los adoquines de las calles. Sí, aquel silencio

267
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

daba miedo, pero cualquier ruido que lo quebrase daba más miedo aún.
El ladrido intempestivo de un perro. Un grito a los lejos. El “Las doce
han dado y nublado” del sereno. Ese sobre todo. Se sabía que los que
ingresaban detenidos al cuartel de serenos no salían nunca caminando sobre
sus pies. En ese estado de ansiedad y angustia llegaron al Bajo, a orillas
del río. Ya se habían marchado las lavanderas. Ya no andaban por allí los
niños que se divertían juntando cosas raras y dándose un prohibido baño
en sus aguas amarronadas. Ya no había más que silencio en aquel paraje
triste, melancólico e imponente al mismo tiempo. Y eso era lo mejor. El
mayor peligro que corrían era que los hubieran denunciado y una partida de
degolladores estuviera esperándolos, listos para una carnicería. Se acercaron
al río. Escucharon el sonido de las olas. Sintieron el viento golpeando sus
rostros, trayéndoles aquel olor a humedad y carroña fermentada que les era
tan familiar. Trayéndoles, además, la advertencia del peligro que corrían al
aventurarse en sus aguas. Pero lo que dejaban atrás era aún más peligroso y
por eso no dudaron en subirse a la ballenera francesa que estaba esperándolos.
Poco a poco, comenzaron a alejarse de la costa. La poquísima luz de luna
que se filtraba por entre las nubes les permitió ir viendo cómo desaparecía
la tierra, los árboles, las torres de las Iglesias que rompían la chatura de la
ciudad…
–No fue fácil emigrar y, menos aún, vivir en el exilio. Todos lo que
partimos dejamos familia, amigos, amor… –la dama de los cabellos de
noche volvió a invadir sus pensamientos–. En nuestro caso –se apresuró a
decir para reponerse–, el que se quedó fue mi hermano Manuel. La presión
del suegro y los ruegos de su mujer lo hicieron posponer lo inevitable, pero
un año más tarde estaba ya con nosotros.
La nostalgia volvió a golpearlo al recordar a su hermano mayor. Lo
extrañaba. Lo extrañaba mucho. Manuel era el más parecido a Ignacio.
Calmo, serio, responsable. Tenía una hermosa familia junto a Ana Riglos y,
sin embargo… sin embargo, siempre había una sombra de dolor, de culpa
en sus ojos, de miedo quizás, como si hubiera algo que no lo dejaba ser
enteramente feliz.
–La vida es muy dura allá –continuó–. Con nuestros bienes confiscados,
la supervivencia no es sencilla. Al principio nos instalamos todos en
Montevideo, luego, tiempo después, mis padres se mudaron a Colonia para
administrar los campos de la familia que aún quedan en esa zona. Pero vivas
donde vivas, no dejas de ser un extranjero, un extraño rogando la hospitalidad
ajena. Ahhhh –suspiró–. La emigración es la muerte. Morimos para nuestros
allegados. Morimos para la patria. Y así debemos seguir viviendo o, mejor

268
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

dicho, sobreviviendo. Sin patria, sin familia, sin bienes, sin nombre…
–Escaso castigo para un traidor –una voz potente recorrió las gruesas
paredes del calabozo. Julián se levantó presuroso de su silla y el chirrido
que produjo indujo a Miguel a pensar que la visita era importante. ¿Sería…?
–¡Señor Gobernador! –balbuceó Acosta confirmando las sospechas de
Miguel. Sonó sorprendido pero en realidad no lo estaba. Había vivido en
Palermo lo suficiente para saber que Rosas era un trabajador incansable,
minucioso, detallista, que trabajaba la noche entera en su despacho, detrás de
una pila de expedientes, documentos oficiales, cartas, sentencias… También
sabía que no le gustaba que se supiera por donde andaba, por lo que no
era raro verlo aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento… aun en
medio de la noche.
–Abra la puerta. Quiero ver al prisionero –ordenó.
Segundos después ingresó a la pequeña celda. Miguel, con esfuerzo, se
paró y quedó frente al responsable de su tétrico encierro. Un hombre de
estatura mediana, más bajo que él, pero mucho más corpulento y macizo.
Con los años había engordado bastante aunque, por supuesto, aún lo creía
capaz de domar potros y realizar cualquier tipo de destreza física. Su cabello
era rubio y ondulado y su rostro, atractivo, de piel sonrosada, le permitía
conservar un aspecto juvenil pese a sus cincuenta y siete años de edad.
–Y hablando de traidores... Los Díaz de la Vega resultaron ser una manga
de salvajones unitarios, incluso Manuel, y eso que su suegro es un buen
federal –una expresión burlona apareció fugaz en su semblante. Sabía
perfectamente que muchos “buenos federales” lo eran sólo por conveniencia
o por terror. Así, el pasado rivadaviano de Miguel de Riglos y sus negocios, ¿o
negociados?, con los ingleses no habían sido obstáculo para que éste abrazara
la causa federal, ni para que la Niña Manuelita y sus amigas contemplaran
desde los floridos balcones de su casona, la más famosa de la ciudad, cuanto
festejo organizara el gobierno de su padre–. Todos traicionaron a la patria,
huyendo como ratas en la oscuridad de la noche, al margen de la ley. Ahora,
uno de ellos tuvo el atrevimiento de regresar. ¿Y miren quién es? ¡Ja! ¡El
joven romántico! –exclamó con desprecio observándolo de arriba a abajo–.
O lo que queda de él… No hay caso. Los jóvenes de hoy no son como los
de mi época. Palidecen como mujeres y al primer golpe de aire se resfrían.
–Los jóvenes de hoy queríamos hacer grandes cosas por la patria –
interrumpió Miguel, sin poder contenerse, imprudente como siempre.
–¿Entre libros llenos de historias románticas y estúpidas teorías? ¿Qué
hubieran hecho?, ¿eh? Gobernar no es fácil, muchacho, y menos un país lleno
de traidores y palanganas –sus ojos celestes se clavaron en los de Miguel.

269
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Límpidos. Translúcidos. Calmos como un cielo despejado. Peligrosos como


el filo del acero–. Se necesita la mano fuerte, la vista atenta, el instinto
entrenado para poner las cosas en su lugar. Mantener el orden, hacer respetar
las leyes y defender la patria de los traidores de adentro y de afuera. No me
venga con el chiste de que ustedes podían hacerlo. A la primera de cambio
hubiéramos tenido a los inmundos franceses y a los gringos gobernando el
país… ¿No está de acuerdo? –dijo con tono burlón al ver la mirada furiosa
de Miguel, quien pese a todo sabía que había hecho una tontería y no se
animaba a hablar nuevamente–. Ahh, esos ojos… –murmuró, cambiando de
tema–, esos ojos son los de la hermosa Catalina López Arondo –entonces, un
gesto tan lascivo como descarado se instaló en su rostro–. La recuerdo muy
bien de cuando éramos niños. ¡Cómo no hacerlo! Siempre fue muy atractiva,
mucho más que mi pobre Encarnación. La recuerdo, sí… Y recuerdo que era
una potranca chúcara que necesitaba de un buen domador, de alguien como
yo, y no de ese abogaducho pusilánime con quien la casaron para evitar el
escándalo.
–¡Señor! –pese a su intención de mantenerse callado, para ese entonces
Miguel no sólo había perdido la prudencia sino también la mesura y la
cordura– ¡Exijo que se rectifique! Mientras usted andaba juntando vacas,
domando caballos, y por qué no potrancas, mi padre trabajaba y arriesgaba
su pellejo por la libertad e independencia de este país…
Es posible que la cárcel entera contuviera la respiración en aquel momento.
Pero sólo Miguel pudo ver la reacción del Gobernador. Sus labios, fuertes
y apretados, se contrajeron en una sonrisa, dejando a la vista unos dientes
blancos y poderosos. No era una buena señal. “Cuando al Gobernador se le
da por reír, hay que ponerse a temblar”, decía Eusebio, uno de sus bufones,
por triste experiencia personal.
–Ya veo a quién ha salido, mozuelo –dijo sonriendo–. Bueno, en honor a
los estimulantes recuerdos que tengo de su madre… es que no voy a castigar
como se merece tamaña falta de respeto. ¡Acosta! –gritó–, vaya a buscar a
Casimiro.
–¡Sí, Señor Gobernador! –no terminó de contestar siquiera que salió
disparado para la casa del Jefe de la Cárcel Pública. Un ratito después
regresó, seguido a los tumbos por el desafortunado funcionario que intentaba
acomodarse las ropas y quitarse del rostro el sueño y los buenos vasos de
vino carlón que había bebido durante la cena.
–Vuecelencia… –balbuceó el señor Jefe arrastrando las vocales e
intentando hacer una reverencia que casi lo deja en el piso del calabozo.
–¿Lo desperté? –preguntó don Juan Manuel divertido, él que nunca

270
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

dormía. Por supuesto, era una pregunta retórica. Sin esperar la contestación
prosiguió–: Ordene a sus hombres aplicarle un correctivo de cien azotes al
reo Díaz de la Vega, por charlatán, mentiroso, difamador y por inmundo,
traidor y salvaje unitario.
–¿A…ahora? ¿De noche? –la lenta y sudorosa cabeza del rechoncho
Casimiro aún no funcionaba bien.
–¿Y a usted qué le parece?
Salió del calabozo sin reparar en la sarta de afirmaciones, saludos y
recomendaciones con las que el pobre funcionario intentaba congraciarse
con él. Eso sí, antes de irse, al pasar junto a Julián, no se privó de dispararle
una burla cruel:
–¡Ahhh, Acosta! Me olvidaba. La Niña te manda saludos…
Y se fue. Se retiró tan rápido y sigilosamente como había llegado, mientras
el estupor se adueñaba de los que quedaron. Un rato después, Miguel, Julián
y Casimiro aún veían la chaqueta azul con cordones rojos que vestía, su
chaleco colorado y sus pantalones azules. Seguía impresa en sus retinas la
gorra blanca con visera con la que cubría en parte su cabeza. Así vestido
parecía un sencillo estanciero. Un gaucho rubio de ojos celestes.
El desconcierto acabó cuando Casimiro, sacudiéndose finalmente el
letargo de sueño y alcohol, reaccionó y gritó las órdenes correspondientes.
Un pelotón de cinco o seis guardias arrastraron a Miguel hasta el patio de la
cárcel. Aún no había amanecido.
–¡Uno! –se escuchó la voz ronca de uno de ellos cuando descargó
el primer golpe en la espalda del prisionero–. ¡Dos! –gritó el segundo
cuando el látigo pasó de mano y le tocó a él–. ¡Tres! –reconoció esta vez
la melodiosa voz de Julián y advirtió que su latigazo fue más suave que el
de los anteriores–. ¡Quince! –¿Habría sido en ese patio donde fusilaron al
Coronel Ramón Maza?– ¡Veinticuatro! –Pero con él no podrían. Se enderezó.
Sintió el aire fresco de la madrugada agitar su pelo enrulado–. ¡Treinta y
dos! –la fina camisa de batista ya estaba desgarrada y teñida de salpicaduras
rojas–. ¡Cuarenta y seis! –se sentía uno de aquellos héroes románticos que
poblaban sus lecturas, entregándose en cuerpo y alma en pos de empresas
sublimes–. ¡Cincuenta! –era como Lord Byron luchando por la libertad de
los oprimidos–. ¡Sesenta y cinco! –pero Byron había muerto en Grecia,
¿moriría él en aquel inmundo lugar?–. ¡Setenta y siete! –ya no quería ser
un héroe. Ya no le importaban las misiones estúpidas e imposibles. Ya sólo
quería que aquel dolor insoportable terminara–. ¡Ochenta y ocho! –hecho
un ovillo en el piso, intuyó que no llegaría a escuchar el final. Su mente
fue apagándose, la oscuridad lo envolvió y supo que una nueva y terrible

271
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

pesadilla estaría esperándolo.

–¡Viva la Federación! ¡Viva el Ilustre Restaurador de las Leyes! ¡Mueran


los asquerosos piratas franceses! ¡Mueran los inmundos salvajes unitarios!
¡Muera el pardejón Rivera! –un nutrido grupo de morochones fornidos de
estampa tremebunda, caras achinadas, bigotes espesos y ojos turbios de
barrial, ingresó con estrépito a la cárcel. Todos vestían sombreros negros con
anchas cintas rojas, chalecos o ponchos colorados, con su correspondiente
divisa, y filosos puñales que llevaban levantados por encima de sus cabezas
mientras gritaban los vivas y mueras de rigor–. ¡Ese es el calabozo del
salvaje, cobarde, inmundo, traidor Díaz de la Vega! –gritó uno en medio
del torbellino que recorría el patio y los pasillos de la cárcel–. ¡Carcelero!
–ordenó otro con voz ronca y prepotente–, ¡abra esa celda!
–Sólo la abriré por orden del Gobernador –Julián intentó aparentar
una calma que en realidad no sentía. No era muy sensato oponerse a la
temible Mazorca, aunque sus días de gloria hubiesen terminado ya. ¿Por
qué lo hacía entonces?, se preguntó a continuación, casi arrepintiéndose
de su impulsiva respuesta. Pero lo sabía muy bien. Admiraba el coraje del
prisionero, que se había enfrentado al mismísimo Rosas con tal de defender
el honor de sus padres. Él nunca había conocido a los suyos. De su padre
no sabía absolutamente nada. De su madre, sólo las poquísimas cosas que
le había contado el abuelo Jerónimo. Sin embargo, una imagen solía invadir
sus sueños. La de unos ojos melancólicos que lo observaban con tristeza y
ternura a la vez. Se aferró a esa imagen cuando uno de los mazorqueros se
adelantó y con mirada desafiante le dijo:
–Esta inmunda rata que estás protegiendo insultó a nuestro Gobernador
–el que hablaba era el temible Cuitiño–. ¡Y debe recibir el castigo que se
merece por eso!
–El mesmísimo Gobernador ya le puso su castigo y me ordenó custodiarlo.
No dejaré entrar a naides, a menos que él en persona me lo pida.
–Nosotros hemos siempre defendido al Restaurador de los pillos, de los
carneros calzonudos que obraban en su contra… Nosotros hemos sido Rosas.
La Mazorca, grupo parapolicial dedicado durante años al terrorismo de
estado, era una verdadera facción de guerreros fanáticos que actuaba sin
disensos, sin opiniones personales, guiados por una obediencia ciega e
irreflexiva. Salvajes carretilleros, peones, pulperos de los suburbios y de la
campaña eran algunos de sus miembros. La voz de Cuitiño reflejó entonces
cierta nostalgia por el pasado. El Gobernador había disuelto la Mazorca hacía
unos años, en 1846, y quizás por eso no se sintió muy seguro de avanzar.

272
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Ya tendrás noticias nuestras… ¡Vamos!


El resto no discutió y todos se retiraron puñal en alto, cantando,
¿premonitoriamente?, los escabrosos versos de la Refalosa: ¡El que con
salvajes tenga relación, merece el degüello por esta traición, que el santo
sistema de la Federación, les da a los salvajes violín y violón!
–Gracias –pese a no poder levantarse de su camastro, postrado aún por
las heridas producidas por los azotes, su espalda roja como una divisa, la
voz quebrada, y probablemente también algo de fiebre, Miguel no se había
perdido detalle de la escalofriante visita.
–Ta´bien –respondió escueto Julián, sin ganas de dar explicaciones.
Nunca había aprobado el accionar de la Mazorca. Siempre creyó que
Rosas no la necesitaba, que sus razones eran tan claras y poderosas que
no precisaba de las acciones bajas y violentas de aquellos hombres. Sin
embargo, debía reconocer que todo formaba parte del plan del Gobernador.
A partir de su segundo gobierno no hubo más opción. La gente estaba
con Rosas o en contra de él. Las consecuencias se hicieron sentir y el
Restaurador, frío, meticuloso y detallista, planeó su dictadura como todo
en su gobierno. Los golpes fueron calculados y progresivos. Confiscación
de bienes, vigilancia constante, control de la correspondencia, restricciones,
azotes, prisión y, cuando era necesario, el más puro y terrible espanto. El
Gran Terror. Cabezas clavadas en las plazas, con las bocas contraídas en
muecas pavorosas y los ojos brillosos y desorbitados. Cuerpos tirados en
las calles, ahuyentando con su pútrido aroma a pájaros y transeúntes y
atrayendo en su lugar a nubes de moscas y animales carroñeros. Y lo peor.
La espeluznante entrada de la Mazorca en las casas, infernal combinación de
ruido, brutalidad y crimen. Rompían los vidrios. Tiraban en los patios la loza
y los cristales. Descerrajaban a golpes las cómodas y los estantes. Corrían
por los cuartos a las mujeres, las golpeaban y les cortaban el pelo con sus
cuchillos. Buscaban a los hombres y los degollaban entre las estrofas de la
Refalosa, el llanto de los niños, la súplica de las mujeres y la agonía de los
supuestos enemigos del régimen.
–Ta´bien –repitió asqueado.
–Todo esto… esos hombres… son culpa de Rosas, ¿lo sabe, no? –ante el
silencio de Julián, Miguel continuó–: él ordenó que nadie podría estar jamás
en contra de sus pensamientos, de su voluntad. Que nadie podría contradecir
sus ideas ni sus más mínimos deseos y, para que eso sea posible, todos
debemos pensar lo mismo, hacer lo mismo, decir lo mismo… todos igualitos
–quiso reír pero las llagas de su espalda lo dejaron a medio camino–. Es una
orden. Hay que adorar al gran Rosas y entonces tenemos su retrato en las

273
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

casas, en los edificios públicos, las escuelas, los altares de las Iglesias, los
muebles, los botones de las casacas, los jarrones... ¡hasta en la sopa! ¿Acaso
usted no tiene el amado rostro del Restaurador a mano?
–No me gusta su tono –contestó Julián molesto, pues aunque no aprobaba
a la Mazorca, no discutía las razones ni los métodos del Brigadier–. Y sí, lo
tengo, pero no porque deba sino porque quiero hacerlo.
Sacó entonces del poncho una arrugada litografía que le había comprado
hacía años al francés Bacle, pionero de aquella técnica en el país que permitía
reproducir fácilmente dibujos o pinturas.
–Decir que es tan conservador y renuente a los avances de la ciencia, que
si no, ya hubiera inundando la ciudad con su daguerrotipo…
Miguel rememoró entonces el lejano día de 1840 cuando arribó al puerto de
Montevideo el abate Comte, trayendo el increíble invento de Luis Daguerre
que posibilitaba fijar sobre el papel la imagen de una persona o una cosa. El
recuerdo de aquella jornada, de su familia, del progreso y la modernidad, lo
hundieron en las garras de la melancolía y sintió que la espalda lo torturaba
más allá de lo soportable.
–Demasiado avance para quien desconfía de todo lo que sea nuevo, para
quien sólo quiere que seamos unos tristes muñecos movidos a su antojo,
ignorantes, temerosos, iguales, todos iguales…
–El Gobernador quiere que respetemos la ley y el orden que tanto costó
conseguir, pero no que seamos todos iguales.
–¿No? –preguntó con súbita furia– ¿Y qué es entonces lo que pretende
al decidir cómo debemos vestirnos?, ¿al sentenciar, por ejemplo, que un
chaleco rojo es símbolo de máxima lealtad y que un frac o una levita negra
son sinónimos de traición a la patria?
No era un secreto que la adhesión al régimen no bastaba, que lo esencial
era que ésta fuera ostensible y ostentosa. No era suficiente ser, había que
parecer. Así, por convicción, miedo o conveniencia, todos usaban junto
al corazón la divisa punzó que el gobierno al principio sólo impuso a los
empleados públicos, maestros y alumnos de escuela. Eran imprescindibles
los chalecos y las casacas coloradas para la gente pudiente y los ponchos y
chiripás del mismo color para la peonada. Ni los mendigos escapaban a su
uso. El frac, la levita negra o los altos sombreros de copa conferían “pinta de
unitario” a su portador y lo hacían pasible de un nada placentero encuentro
con la Mazorca a la vuelta del cualquier esquina.
–¿No tenemos todos que usar el bigote espeso y las patillas largas?, ¿no
debemos todos rasurarnos la cara no sea que la Mazorca crea que usamos la
barba en “U” y, sólo por ello, que somos salvajes unitarios merecedores del

274
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

degüello?
–Bueno… el Gobernador quiere que usemos el bigote así para parecer
leones… leones que luchan y mueren por la Confederación.
–¡Quiere que seamos todos iguales! ¿El tirano desea que usemos bigote
y patillas para asemejarnos a las bestias? Pues bien, ¡todos a dejarse crecer
el bigote!–. Miguel estaba cada vez más alterado, con el pulso acelerado
y la fiebre enseñoreándose de su cuerpo herido–. ¿Y qué pasa si algún
desgraciado no puede? Si al pobre no le crece el pelo en la cara, entonces,
¡que lleve uno postizo o se humille dibujándose el estúpido bigote con un
corcho quemado!
–¿Ta´ bien? –la agitación de Miguel, tan inusual hasta ese momento, lo
hizo temer que estuviera por colapsar.
–No, no lo estoy –respondió más calmado–. Me duele… Me duele ver a
la gente aferrada a la divisa punzó como a una tabla de salvación. Me duele
ver a la ciudad pintada de rojo…
Con el correr de los años, y del terror, el rojo se apoderó de las viviendas.
De ese color se pintaron los zócalos de las puertas, los marcos de las
ventanas, los frentes de las casonas, incluso las paredes y cielorrasos del
salón. Coloradas eran las alfombras, las cortinas, la porcelana del servicio
de mesa y hasta las flores que adornaban los jarrones. El rojo era el color de
una ciudad donde hasta un escarpín celeste, tonalidad unitaria, era pasaporte
directo al mismo infierno.
–Rojo. Todo Rojo.
–Es el color de la Federación…
–No es casual que Rosas lo haya elegido –continuó ajeno al comentario
de Julián–. El rojo es uno de los colores más atrayentes y provocativos que
existen. Exalta, enardece, inflama. Rojo Pasión. Rojo Sangre. La violencia
se ha adueñado de nuestra sociedad. Y si no lo cree, escuche, lea. En todo
momento se repiten los “mueran… mueran… mueran…” en los documentos
públicos, en los periódicos, aun en las tiernas cartas de los enamorados.
–Los unitarios también hablan de muerte.
Era verdad, pero Miguel no lo escuchó, o fingió no hacerlo.
–La burocracia del odio es rutinaria. Rosas lo sabe y por eso ordena una
repetición mecánica y constante de la consigna violenta. Ha llenado de muerte
todos los papeles del país. Y eso no fue suficiente. En el Teatro, antes de
levantar el telón toda la compañía aparece y vocea una interminable retahíla
de vivas y mueras que el público debe repetir a coro. En el circo fueron más
allá y, al parecer, ahora se hizo costumbre quemar un judas, bautizándolo
con el nombre de algún opositor. Hasta el lenguaje cambió y se llenó de

275
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

adjetivos descalificadores. Los unitarios ya no son adversarios políticos, son


salvajes, inmundos, asquerosos, vendidos, traidores. Y así, repite que repite,
no se oye hablar más que de sangre y de muerte a la población, lo mismo da
un mazorquero que niño o una señora de finos modales.
–Pero el Restaurador también habla de orden, de justicia, de patria.
–Las palabras más hermosas pueden ser manipuladas, pues hasta el
tirano más atroz cree tener de su parte a la justicia, la verdad y el derecho.
Él, pese a su rudimentaria educación, tiene una sabiduría instintiva para
manejar estas cosas y ha logrado recortar el lenguaje de la gente, limitar su
pensamiento, reducir sus emociones a las que él desea. Un odio cruento y
enfermizo hacia los enemigos y un poderoso miedo hacia él… –no sabía por
qué seguía hablando. Se sentía morir, y quizás lo estuviera haciendo, pero
probablemente era la misma fiebre la que impulsaba palabra tras palabra,
la que lo llenaba de espantosas ideas que no podía guardar dentro de su
atormentado cuerpo–. Miedo. Todos viven con miedo. Temiendo cada vez
que llaman a la puerta. Temiendo por los ruidos de la calle y también por el
silencio de las noches. Temiendo que las rivalidades, los celos, la envidia,
la pobreza o el mero instinto de conservación, los lleven a ser delatados por
un amigo, un familiar o un criado que se creía fiel. Nadie está seguro, ni
siquiera en su propia casa…
Rosas le abrió la puerta a las delaciones y una avalancha de información,
proporcionada principalmente por criados y sirvientes, cayó en sus manos.
–Si no hace nada malo no tiene por qué estar con miedo.
Julián no podía evitar sentir un instintivo sentimiento de revancha ante
el cambio de status de las clases bajas alentado por el gobierno de Rosas.
Después de siglos de maltrato y sometimiento, ahora se podía convertir a un
humilde criado en un enemigo poderoso y mortal. Honrado y leal como era,
no creía que ellos pudieran aprovecharse de este poder.
–¡Por supuesto que tiene que estarlo! –gritó Miguel nuevamente agitado–
Una orden que no gusta, un grito, un momento de mal humor y lo próximo
que ves es el puñal de la Mazorca en tu cuello. Ni el más federal de los
federales está a salvo. Las paredes oyen. El aire oye. Las palabras son
peligrosas, no importa cuán bajo sean susurradas. Siempre hay alguien que
las escuchará y ese alguien las repetirá porque hoy en día la información es
valiosa y el chisme se paga muy bien. Y nada le es indiferente al gobierno.
Todo lo desea saber. Las amistades, las distracciones, lo que se dice durante
el día y hasta los sueños murmurados por la noche. El miedo y la violencia
se han adueñado de nuestra sociedad. ¿Y por qué? Porque Rosas no quiere
que tengamos opiniones propias, emociones propias. Porque desea que

276
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

vivamos en un frenesí de odio que nos impida ver cuán lejos estamos de
nuestra libertad –hizo una larga pausa antes de continuar–. Y para los que
la vemos alejarse día a día no nos quedan más alternativas que el destierro,
el encierro… o el entierro –calló entonces Miguel, con el cuerpo devorado
por la fiebre y el alma quebrantada, convencido de que, habiendo vivido ya
las dos primeras, era la última opción la que lo esperaba paciente, con los
brazos abiertos.

–Miguel… Miguel, despierte…


Julián había entrado en el calabozo con la comida del prisionero. Apoyó
un desabrido guiso sobre la rústica mesa y se volvió a contemplarlo. Estaba
mejor. Su respiración era ahora más tranquila y el color había regresado a
sus mejillas. Días atrás, estuvo al borde de la muerte y él, sin saber qué hacer,
corrió hasta la botica de Torres, enfrente de la Iglesia de San Francisco,
donde un “buen federal” le proporcionó algunos aceites y ungüentos a
hurtadillas del viejo y distraído boticario. ¿Por qué lo había hecho? Hasta
ese momento no había podido, o querido, contestarse. No era el primer
prisionero que veía. No era ciertamente el primero que moriría en prisión.
Y entonces, ¿por qué no podía permitirlo con éste? Observándolo aquella
noche tuvo el presentimiento de que Miguel Díaz de la Vega cambiaría su
futuro, que su vida después de conocerlo no volvería a ser igual. Ya no era
igual. Confundido, salió de la celda. El ruido de la puerta al cerrarse despertó
a Miguel y él, que advirtió el movimiento, le dijo ya desde el otro lado:
–Coma. Le hará bien.
–¿Está seguro? –preguntó el prisionero desconfiado al observar desde lo
lejos un líquido acuoso de mal color y peor aroma–. ¡Cómo me comería
ahora uno de los pucheros de la negra Antonia!
Al decirlo se sintió transportado a su niñez, a una de las tantas cenas
familiares donde todos compartían las carbonadas y los guisos, como el
infaltable puchero, en medio de conversaciones, risas y comentarios. Tan
distintas a las cenas en casa de sus amigos, donde se comía con la cabeza
gacha, sin hablar, sin respirar siquiera, hasta que un gesto paterno liberaba
del suplicio. La personalidad avasallante y rebelde de Catalina impedía,
afortunadamente, semejante escena.
–Madre… –murmuró nostálgico. Ella le solía preparar sus postres
preferidos, como el arroz con leche o los buñuelos de naranja, y le guardaba
la mazamorra de la mañana para que la comiera fría y con azúcar por la
noche…–¡Mamá!
–Yo extraño las comidas en Palermo –acotó Julián con rapidez para

277
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

cambiar de tema–. El almuerzo se servía pa´ todos los que quisieran. La


Niña… la Niña Manuelita presidía la mesa, pues el Gobernador raramente
venía. Eso sí, cuando aparecía todos nos poníamos muy contentos porque en
esos momentos se olvidaba un ratito de los asuntos del gobierno y se divertía
como uno más de nosotros. Los asados eran buenísimos, al Restaurador le
gustan mucho…
–¿Vivió en Palermo? –preguntó mientras se levantaba con dificultad del
camastro y se acercaba a la comida. Desde que lo azotaron no habían vuelto
a engrillarlo. Tenía la sospecha de que aquello era obra de Julián, mas no
quería preguntar por las dudas fuera un simple error.
–Sí. Fui a servir al Gobernador cuando tenía catorce años. Mi abuelo…
–No había caso. Parecía que esta vez ninguno de los dos podría escapar de la
nostalgia–, mi abuelo me insistió, aunque yo era el único que podía ayudarlo
en la carpintería. Él creía ciegamente en don Juan Manuel y decía que nunca
existía un sacrificio demasiado grande que uno pudiera hacer por la patria.
No lo sé… quizás no debí irme de su lado…
–¿Y cómo es la famosa quinta? –ahora era el turno de Miguel de rescatar
a Julián de las garras de la melancolía.
–¿No la conoce? Es increíble, sobre todo teniendo en cuenta lo que era
el lugar cuando el Gobernador lo compró –en 1836–. La mayor parte de
los terrenos en esa alejada zona de Palermo de San Benito, o San Benito de
Palermo como le dicen ahora, eran intransitables por la cantidad de bañados
y arroyos que lo convertían en un verdadero fangal. Él se dedicó a nivelar y
a desaguar la propiedad, haciendo canales y rellenando las partes más bajas.
Plantó muchísimos árboles53 y en los jardines se pusieron rosas, hortensias y
magnolias. También madreselvas, como en la glorieta preferida de la Ni…
Niña. El Gobernador, que es tan generoso, comparte los parques y jardines
con todos y, especialmente los domingos, mucha gente en sus carruajes y
cabalgaduras se internan en la larguísima alameda pa´ pasar el día bajo los
árboles, ver el río o chusmear si hay alguna fiesta en el barco encallado en
el lago.
–¿Barco? ¿En Palermo?
–Sí, un bergantín se encalló en el lago durante una fuerte tormenta y el
Gobernador lo hizo pintar de rojo y le puso un órgano a manivela. Se hacen
allí muchas fiestas y conciertos.
–Nunca fui.
Había partido para Uruguay poco después de finalizadas las obras y desde
su regreso no había sentido deseos de ver aquel lugar. Prefería el Vauxhall de

53 Origen de los bosques de Palermo.


278
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

los Wilde, amigos de la familia, donde podía pasear por cuidados jardines,
disfrutar de alguna obra de teatro, escuchar a la banda de música y hasta
ver los animales del incipiente zoológico. Sin embargo, ahora lo picaba la
curiosidad.
–¿Y la casa? ¿Cómo es?
–Es un enorme caserón blanco, cuadrado, lleno de patios y galerías. –La
propiedad54 tenía, para algunos, una arquitectura estrafalaria y ciertamente
muy distinta de la predominante en la ciudad–. En el patio principal todos
los días se junta una multitud para ver al Gobernador o a la Ni…Niña y en
los internos están las habitaciones, los despachos, las salas y salones…
–¡Puaj! ¡Esto sí que es horrible! –el desafortunado prisionero había
acometido la ardua tarea de comerse el guiso. El insistente rugido de su
estómago lo impulsaba pese a que el resto de su ser intentaba disuadirlo.
Necesitaba olvidar aquel desagradable sabor para poder comérselo–.
Dígame, ¿el dormitorio de Rosas es tan sencillo como dicen? –preguntó
mordisqueando un dudoso trozo de carne.
–Más. Duerme en una cama de campaña y tiene muy pocos muebles.
No mencionó la mampara que separaba la espartana habitación de
la de Eugenia Castro, “la Cautiva”. Calló por un rato, pero no pensando
en Eugenia ni en su triste historia de encierro e hijos ilegítimos, sino en
aquella imborrable tarde de lluvia cuando, al compás del repiquetear del
agua sobre las tejas y el zinc de los techos, había entrado al cuarto de la Niña
Manuelita. Él, un jovencísimo miembro de la guardia palermitana, llevado
por sus habilidades carpinteriles nada menos que a la habitación del ángel
de la Federación. ¡Gracias abuelo! Cerró los ojos, como había hecho tantas
noches ya, imaginando estar nuevamente allí. El dormitorio daba a la galería
trasera, igual que el del padre, y estaba amoblado al estilo inglés. Contaba
con una alta cama de caoba de cuatro columnas, almohadas de hilo fino
adornadas con ricas puntillas, palanganas de plata, una buena alfombra en el
piso… Hermosa y sencilla como ella.
–¿Y usted? ¿Dónde vivía? –preguntó, cansado de esperar lo que seguía.
–En el ala de los criados, pero no todos viven en Palermo. Algunos van y
vienen desde la ciudad. Somos muchos…, bueno, son muchos. Los guardias
de seguridad, las criadas, los jardineros, además de los escribientes, edecanes
y demás empleados del Estado… –con el tiempo, Palermo se convirtió de
hecho en la sede del gobierno, pues el Fuerte era ya inhabitable debido a las
humedades, los roedores y el descuido–. Trescientas personas trabajando
juntas, todas pagadas por el Gobernador de su propio bolsillo. Él mismo

54 Hoy, Avenidas Sarmiento y Libertador.

279
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

suele recorrer la quinta y controlar los trabajos de los sirvientes pues, aunque
generalmente pasa la noche en su despacho, durante el día anda aquí o allá.
Nadie sabe muy bien en dónde, ni en qué.
–Y así, mientras él anda vaya a saberse dónde, el país se prende fuego… –
Miguel volvió a la carga, aburrido de hablar de la quinta–. ¿O no me va a decir
que en 1840 la cosa no estuvo a punto de arder por completo? Después de
dos años de bloqueo francés, las consecuencias que eso trajo a una economía
dependiente de los ingresos del puerto eran previsibles: desabastecimiento,
aumentos de precio, rebajas de salario…
–¡Desgraciados franceses! Tanto jaleo porque arrestaron por unitario al
litógrafo Hipólito Bacle. A mí que no me vengan con cuentos, lo que querían
eran dominarnos, no que liberaran al franchute.
–Francia utiliza desde hace un tiempo una política diplomática “fuerte”,
prepotente, que ya probó ser exitosa en otras partes…
–Pero no con nuestro Gobernador.
–Efectivamente se encontraron con un oponente a su medida. Rosas
no cedió a sus demandas y no les quedó más alternativa que el bloqueo. Y
mientras esto ocurría aquí, en Montevideo, Fructuoso Rivera apoyado por la
escuadra gala desplazaba a Manuel Oribe, aliado de Rosas, de la presidencia
del Uruguay.
–Sí. Todos en armas contra la patria. Los inmundos franceses, el pardejón
Rivera… y también los salvajes unitarios –masculló con rabia Julián al
tiempo que escupía en señal de desprecio.
–Bueno… sí… –lo mortificaba que los emigrados hubieran estado tan
divididos. Los viejos y anquilosados unitarios por un lado, los federales
doctrinarios por otro y los jóvenes románticos aparte, menospreciados por
los dos bandos anteriores–. A instancias de Rivera se conformó la “Comisión
Argentina” para nuclear a los exiliados y administrar el dinero aportado por
Francia. Aunque había algún que otro federal no rosista, los jóvenes fuimos
totalmente excluidos y el manejo de la Comisión quedó en manos de los
unitarios… todos viejos carcamanes…
Viejos de cuerpo o de espíritu, pues no pudo evitar pensar en su hermano
Juan, quien aunque tenía edad para pertenecer al círculo romántico, militaba
en las filas unitarias como uno más de aquellos. Un escalofrío recorrió su
espina dorsal. De todos sus hermanos, Juan era el único con el que nunca
había podido establecer una verdadera conexión. Ni la quería. Era ambicioso
y manipulador. No coincidían en nada, sobre todo en la opinión que tenían
de su padre. Juan solía criticar a Ignacio por haberse mantenido siempre en
un discreto segundo plano, sin ocupar cargos relevantes de gobierno, aun

280
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

cuando había probado su valentía en más de una ocasión. Además… había


algo muy oscuro en él y si daba crédito a los rumores que circulaban por
Montevideo…
–Lo que sea –molesto, interrumpió los pensamientos de Miguel–. Yo sólo
sé que mientras nuestro Gobernador debía luchar contra un país extranjero,
todos aprovecharon para levantarse en armas contra él. Las provincias del
Norte al mando de Marco Avellaneda y otros desgraciados unitarios. Las
provincias del litoral, con Corrientes a la cabeza…
–El problema con las provincias litoraleñas es que Rosas, aunque se
proclama campeón del federalismo, retiene el monopolio y el control del
puerto de Buenos Aires como un unitario cualquiera.
–¡Los estancieros de Buenos Aires! –exclamó ajeno a cuestiones
económicas que no entendía, ni le interesaban–. ¡Ellos, que son el corazón
mismo del Gobierno! Realmente no puede creerse que se hayan levantado
los ganaderos de Dolores y Chascomús, al mando de ese Castelli… –Pedro
Castelli, hijo del prócer Juan José.
–Al parecer hasta Gervasio Ortiz de Rozas, hermano del Gobernador,
estaba involucrado.
–Yo no lo creo. Además, fue otro hermano del Restaurador, don Prudencio,
el que los aplastó sólo un mes después del alzamiento.
–Sí, el intento fracasó por la inexperiencia y precariedad de las tropas y,
sobre todo, por la falta del apoyo prometido por la “Comisión Argentina” de
Montevideo…
–Pero el intento que más le dolió al Brigadier fue la conspiración de los
Maza, tan cercanos a él y a la Ni…
En junio del terrible 1839, unos meses antes de la “Revolución de los
Libres del Sur” llevada a cabo por Castelli y los estancieros de Dolores
y Chascomús, se descubrió un complot para asesinar a don Juan Manuel
proveniente, nada menos, que de algunos de los integrantes de su círculo más
cercano. Manuel Vicente Maza, Presidente de la Sala de Representantes, era
amigo estrecho del Gobernador y había oficiado de padre sustituto en los
años en que éste estuvo apartado de su familia. Su hijo, el coronel Ramón
Maza, se había casado recientemente con Rosita Fuentes, íntima amiga
de Manuela y parienta política de los Rosas. Descubierto el complot, el
Gobernador intentó salvar a don Manuel pero fue en vano. El 27 de junio,
dos mazorqueros lo encontraron redactando la renuncia en su despacho de la
Sala de Representantes y lo asesinaron. Pocas horas después, en la madrugada
del 28, su hijo fue fusilado en el patio de la cárcel. Otro escalofrío recorrió la
espalda de Miguel. Había pensado en Ramón Maza varias veces desde que

281
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

fuera encerrado en aquel calabozo, sintiendo que su destino estaba ligado


al de aquel muchacho de fisonomía melancólica y envidiable gallardía,
tan seductor, tan prometedor, que había muerto prematuramente, aunque
con dignidad, sin haber denunciado a uno solo de sus cómplices. Miguel
imaginaba el torbellino que debía de haber devastado su corazón al decidir
participar en el complot, la terrible puja que habrían librado en su interior
el miedo, el afecto, los ideales, la lealtad y la traición. Y todo para nada…
–La culpa la tienen los viejos carcamanes de la Comisión Argentina, el
uruguayo Rivera, que nunca se sabe para quién juega ni con qué va a salir,
y sobre todo, la “espada sin cabeza”… –volvieron a la mente de Miguel
los versos que Echeverría le dedicó al General Juan Lavalle tras su fallida
campaña de 1840: “Todo estaba en su mano y lo ha perdido, Lavalle es
una espada sin cabeza. Sobre nosotros entre tanto pesa, su prestigio fatal y
obrando inerte, nos lleva a la derrota y a la muerte…”
Alberdi había convencido a los unitarios, al principio renuentes, de aliarse
con los franceses para organizar una expedición terrestre que derrocara a
Rosas aprovechando el bloqueo marítimo. Éstos volvieron a convencer a
Lavalle, exiliado en Uruguay, de levantarse contra el gobierno federal
porteño, siempre y cuando no hubiera fuerzas extranjeras en su tropa. Y así,
el “ejército libertador” se puso en marcha.
–Nuestra idea era que Lavalle cayera directamente sobre Buenos Aires, al
mismo tiempo que los estancieros de Dolores se levantaban en la provincia
y Maza y los complotados de la ciudad daban muerte al tirano. Pero Lavalle,
influenciado por los unitarios de la Comisión, cruzó primero a Entre Ríos y
a Corrientes en busca de apoyo y ese retraso fue fatal para la operación, pues
hizo que los dos intentos anteriores fracasaran.
–Menos mal.
–Recién para 1840 Lavalle logró cruzar a la provincia de Buenos Aires. De
todas maneras, al principio tuvimos esperanzas. Sabíamos que Rosas temía
el incontenible avance de la tropa libertadora. Sin embargo, se esperaba que
la gente se fuera uniendo en masa al ejército y aquello no ocurrió.
–Eso es porque en la campaña hay buenos y leales federales.
–Y porque en la ciudad el miedo condena a la inacción. Nadie hace algo
si el vecino no lo hace primero, para no quedar en falta y ser víctima de
una delación. Nosotros lo sabíamos pero los viejos unitarios, emigrados en
1829, no y no nos escucharon… Finalmente, Lavalle llegó a Merlo, muy
cerca de Santos Lugares, donde Rosas había acantonado sus fuerzas. Sus
ejércitos estaban frente a frente. Ninguno se movía. Como midiéndose.
Rosas y Lavalle. Lavalle y Rosas. Rubios y apuestos los dos, hermanos de

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

leche, incluso, pues mamaron de la misma teta. Pero no eran iguales. Lavalle
era un militar valiente y experimentado, entrenado nada menos que por José
de San Martín. Rosas, en cambio, pese a su grado de Brigadier no es un
militar ni lo será nunca, sin embargo, don Juan Manuel es decidido, firme e
incansable, mientras que Lavalle, trágico y desdichado, vivía atormentado
por la culpa y el remordimiento. Había caído en una profunda depresión tras
pasar por Navarro, el lugar donde doce años atrás ordenara el fusilamiento
del infeliz Dorrego. Ninguno se movía. Creo que el fantasma de Dorrego se
interponía entre los dos. Finalmente, aplastado por sus errores, desmoralizado
por la indiferencia de la gente y la escasez de recursos, Lavalle se retiró,
sin luchar, emprendiendo la huida con su gigantesco ejército, el que fue
desmembrándose rumbo norte hasta su confusa muerte en la lejana Jujuy.
Entonces, todas nuestras esperanzas se desvanecieron y el terror se apoderó
de la ciudad…
Durante los meses de septiembre y octubre de 1840, neutralizada la
amenaza de Lavalle, Rosas dio piedra libre a la Mazorca, que anduvo suelta
y desatada aterrorizando a la población, mientras todos, pincel en mano,
pintaban frenéticamente de rojo todo lo que se les ponía por delante.
–El Gobernador lo logró –respondió Julián con orgullo–. Aplastó todos
los levantamientos internos y hasta los franceses debieron también ese año
levantar el bloqueo. Gracias a su valentía, no cedió nunca a las presiones de
las potencias extranjeras y, así, defendió a la patria. Los grandes gobernantes
de la Europa debieron tratar a la Confederación de igual a igual, e incluso
hociquear y agachar la cabeza. En cambio, ¿qué hicieron los emigrados?
–Los emigrados… –era una pregunta que no deseaba contestar. Al leer
los periódicos montevideanos, o escuchar a su amigo Alberdi, sus palabras
le habían sonado tan claras, tan evidentes. Ellos no traicionaban a la patria.
Traicionaban, si cabía el término, al tirano, para así salvar a la patria. Pero,
¿la habían salvado realmente? ¿O habían hecho lo mismo que sus padres, los
grandes patriotas del año 10, que desalentados anduvieron buscando un Rey
que los gobernara? Era lógico que los exiliados, deprimidos, sin patria ni
hogar, empobrecidos por las confiscaciones, buscaran el modo de recuperar
lo perdido. Mas, ¿no confundían su causa con la causa nacional, igual, igual,
que el tirano que deseaban destruir?–. Los emigrados, creo, cometimos un
error…
Con la garganta cerrada tragó el último trozo del guiso deseando más
que nunca regresar a su niñez. Oler el puchero. Escuchar los comentarios
inteligentes de Manuel, las frivolidades de Guadalupe, los silencios de
Hipólito y hasta la charlatanería pedante de Juan. Sentir el aliento de su

283
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

padre y la caricia de su mamá. Llorar, incluso, por alguna travesura cometida


pues, en aquellos lejanos días de inocencia, equivocarse no merecía más
castigo que una reprimenda.
Ahora, en cambio, lo arrasaba el terrible dolor de sospechar que había
traicionado a su patria.

–¡Qué porquería esta humedad! –masculló molesto Julián.


Era uno de esos días bien habituales en la ciudad. Las paredes de la vieja
cárcel chorreaban. Todo estaba pegajoso y el frío se hacía carne, atravesando
los huesos. Estiró un poco la pierna para entrar en calor e involuntariamente
dejó escapar un quejido.
–Y, ¿vio?, no hay vuelta que darle… ¡en Buenos Aires lo que mata es la
humedad! –respondió Miguel y rieron ambos amargamente, divertidos por
la broma, agobiados por la realidad. Rieron como dos viejos amigos, aunque
no lo fueran ni, probablemente, pudieran serlo nunca -¿Le duele algo? –
quiso saber.
–Es la pierna. Quedó mal desde Vuelta de Obligado y en días así me
molesta bastante.
–¿Participó de esa batalla? –preguntó Miguel con admiración.
La paz obtenida con el levantamiento del bloqueo francés en 1840 no
duró mucho. Poco tiempo después, Oribe sitió Montevideo en un intento
por recuperar la presidencia uruguaya que le había sido arrebatada por el
“pardejón” Rivera. Rosas lo apoyó abiertamente e incluso envió al Almirante
Guillermo Brown a bloquearles el puerto. Pero el comercio montevideano
había crecido tanto como la población francesa de la ciudad. Sin ir más lejos,
su hermana, la cariñosa y coqueta Guadalupe, pálida copia de la aguerrida
Catalina, se había casado con un próspero comerciante francés y estaba de
lo más afincada en la capital oriental. Por ello, Francia e Inglaterra no podían
permitir tal situación. Capturaron a la débil escuadra de Brown, quien por
primera vez tuvo que rendirse sin luchar, y bloquearon nuevamente los
puertos argentinos. Esta vez el bloqueo no lo efectuaba una, sino dos de las
potencias más importantes del mundo. Rosas, sin embargo, no se amilanó.
–Hacía cinco años que vivía en Palermo cuando supimos que franchutes
y gringos planeaban una poderosa expedición naval pa´ lograr por la fuerza
lo que el Gobernador, como Representante de las Relaciones Exteriores de
la Confederación, les negaba. Querían navegar los ríos interiores del país pa´
poder comerciar con el litoral, el Paraguay e incluso con el Brasil. Un ultraje
inaudito a nuestra soberanía, como decía el Restaurador. Supe enseguida
que mi lugar estaba en el frente. Mi única duda era mi abuelo… pero él me

284
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

insistió tanto…
–¿Cómo fue el combate?
Miguel volvió a sentir la misma incómoda sensación que hacía unos días.
Mientras Julián había arriesgado la vida defendiendo su patria, ¿qué habían
hecho los emigrados? La imagen de Florencio Varela recorriendo Europa
con las mentirosas Tablas de Sangre de Rivera Indarte, implorando una
intervención armada en contra de su país, lo asqueó.
–El Gobernador nombró Jefe del Ejército al General Lucio Mansilla –
su cuñado pues éste estaba casado con la hermosísima Agustina Ortiz de
Rozas–, lo que de seguro provocó el enojo de Urquiza, que se creía el mejor
pal´ puesto. Pero es que al Restaurador le molestó mucho que el pillo del
entrerriano ganara sus buenos reales contrabandeando con Montevideo
durante el bloqueo que él había ordenado. Volviendo a la batalla, sabíamos
que no podríamos impedir que la flota gringa remontara el Paraná y le dejara
el paso a los barcos mercantes. La idea fue entonces causarles el mayor daño
posible pa´ arruinarles el negocio. El General Mansilla decidió entonces
fortificar el paraje de Vuelta de Obligado, que ya de por sí es complicado
de navegar por la vuelta que hace el río. Nunca voy a olvidar ese día. Fue
el 20 de noviembre del ´45. Estábamos separados en cuatro baterías a lo
largo de la costa, escondidos detrás de altos muros de barro y ramas de
algarrobo. Teníamos sólo unas pocas balas pa´ cada uno y algunos soldados,
gauchos de la zona, no tenían ni uniforme ni ropa interior. ¡Éramos todos
muy inexpertos!
–Claro, si el grueso del ejército y los mejores artilleros estaban en el sitio
de Montevideo junto a Oribe.
–Sí, y no podían moverse de allí, así que hubo que organizar la defensa
con lo que se tenía. Para ayudarnos, Mansilla atravesó el Paraná con tres
gruesas cadenas de hierro. Finalmente, las naves enemigas aparecieron en
el horizonte y todos juramos morir por la patria si era necesario… ¡Qué
combate, madre mía! La flota europea terminó pasando. No los pudimos
retener, pero los daños que les provocamos fueron muchos. Claro que los
nuestros también. La mayoría de la tropa resultó muerta o herida, incluso
el General Mansilla, que recibió una fea herida de metralla. A mí un balazo
en la pierna me llevó directo al hospital de campaña que se levantó cerca de
San Nicolás…
–Debe sentirse orgulloso. La misión que llevaban los enemigos fracasó
completamente. Pasaron, sí, pero en todo su penoso viaje río arriba fueron
hostigados permanentemente desde las orillas y, aunque finalmente llegaron
a destino, la pobreza y la indignación de los americanos les impidieron

285
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

concretar los negocios esperados.


–Sí, lo sé… es que… Yo fui dispuesto a dar mi vida… pero no a quitársela
a mi abuelo… –esta vez su fe no ayudó al anciano Jerónimo, quien sabiendo
que su adorado nieto había sido herido en combate no pudo soportarlo y
murió repentinamente de un ataque al corazón–. Cuando volví… cuando
volví… –un par de lágrimas rebeldes aparecieron en los ojos verdes de Julián
–él ya no estaba y la carpintería y la casa habían sido tomadas por parientes
lejanos. Mi bisabuelo Martín tenía varios hermanastros, creo que era un
nieto de alguno de ellos... Lo peor es que cerró la carpintería… después de
siglos de funcionar, no miento, el abuelo me lo dijo.
–¿Y qué hizo?
–Regresé a Palermo. A la guardia. A mi vida de antes… –murmuró
reponiéndose a duras penas–. En esos tiempos la quinta era un hervidero.
Terminados los combates empezó el chamuyerío diplomático y el desfile
de embajadores y ministros extranjeros fue interminable. Claro que, ja, el
Restaurador es un hueso muy duro de roer. Los gringos ya capitularon. El año
pasado se firmó la paz con Inglaterra, que directamente fue una rendición.
A los franchutes les cuesta más morder el polvo dos veces con el mismo
gobierno y vienen retobándose, pero escuché que ya se está por firmar –el
acuerdo de paz con Francia se suscribiría unos días después, en agosto de ese
1850–. Y todos pasaron por Palermo…
–¡Me imagino! Y allí los atrapaban las sirenas –dijo Miguel con
tono burlón, refiriéndose al papel que Manuelita y sus amigas jugaron
en la estrategia diplomática de su padre. Las jóvenes demostraron una
extraordinaria y eficaz capacidad para mezclar erotismo con inocencia,
política con diversión, que permitió suavizar rupturas y estrechar lazos,
endulzar rigores y dilatar decisiones.
–No sea insolente –replicó molesto–. La Ni… la Niña Manuelita tiene
una conducta intachable. Además, es muy trabajadora y ayuda muchísimo
al Gobernador. Muchas veces pasa la noche con él, copiando borradores y
escribiendo correspondencia…
–Dictada por “Tatita”, por supuesto –Miguel no pudo resistir la
tentación de parodiar la forma en que Manuela llamaba siempre a su padre,
no importaba si era frente a un familiar, un empleado del gobierno o un
importante diplomático extranjero. Luego se arrepintió–. No se ofenda, lo
que quiero decir, es que muchas veces las cartas enviadas por ella reflejan
conceptos muy lejanos a su temperamento dulce y amable…
–Necesidades del gobierno, seguramente –respondió disgustado–, pero
todos conocen su bondad. Y si no me cree, vaya alguna vez a Palermo. Cada

286
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

día, una multitud se junta intentando verla.


Por la tarde Manuela solía atender en su despacho, un saloncito pequeño
pero hermosamente amueblado de la quinta. Allí, escuchaba pacientemente
los pedidos de la gente. A veces eran pequeños favores pero, generalmente,
rogaban clemencia ante sentencias de confiscaciones, destierros o aun
de muerte. Se ponía en sus manos la última esperanza de los caídos en
desgracia. Ella intercedía ante su todopoderoso padre y, si a éste le convenía
mostrar cierta indulgencia, se adjudicaba la excepción a los oficios del ángel
de la Confederación. Así, era el amor de padre el que perdonaba, nunca
la debilidad del gobernante. Claro que jamás su pedido podría torcer una
decisión que ya estuviera tomada. Lo había aprendido duramente cuando no
pudo evitar la muerte ni de Ramón Maza ni de Camila O´Gorman, pese a las
súplicas y las lágrimas vertidas.
–Desde la muerte de Encarnación, Manuela ocupa el lugar de privilegio
al lado del Gobernador, ¿no?
–Sí, así es. El hijo, Juan, vive casi siempre en la campaña, apartado de la
vida política. Muy de vez en cuando aparece por Palermo –el primogénito,
rubio, petisón, bastante parecido físicamente a don Juan Manuel, anulado
probablemente por el fuerte temperamento de sus dos padres, había resultado
completamente desplazado del afecto paterno por su hermana menor y dejado
en la oscuridad y el olvido, pese a lo cual él no parecía nada disgustado con
tal situación–. Efectivamente, desde que misia Encarnación murió, Manuela
se convirtió en su principal colaboradora, claro que, ejem…, no es la única
mujer en su vida…
–¿Lo dice por “La Cautiva”?
–Por Eugenia Castro, sí. Triste historia…
Cada tanto la veía en Palermo. Morena, sencilla, mucho más joven que
Rosas, sensual pero de mirada triste, melancólica. Siendo una niña, su
moribundo padre la puso al cuidado del Gobernador y éste la llevó a su casa
para cuidar de Encarnación, que ya estaba enferma. Lo hizo muy bien y,
con tan solo trece años, atrajo la atención del desconsolado esposo, y poco
después viudo, quien la hizo suya probablemente por la fuerza, al menos al
principio.
–Sale muy poco de la casa y por eso lo de “la Cautiva”. Ella le ceba los
cientos de mates que el Restaurador toma al día, prueba su comida, le lía
el cigarro que fuma antes de dormir… Creo que con el tiempo hasta ha
aprendido a amarlo…–explicó Julián.
–Al menos le ha dado unos cuantos “palermitos” –tras doce años de
relación, cinco fueron los niños nacidos en Palermo, ninguno de ellos

287
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

reconocido legalmente por el Gobernador–. Sí que es raro este Rosas. Con


su pinta y su poder podría tener a cualquier mujer en su cama y, en cambio,
elige a una oscura y humilde muchacha con quien no se muestra jamás. Pero
sea lo que sea, con la amante permanentemente tras bastidores, está muy
claro quién es la Reina de Palermo.
–Cla…ro, cla…ro… –sintió un sofocón de sólo pensar en Manuela
Rosas pero, ¿cuántos no habían soñado ya con ella durante esos años?– Ella
es… –Ella es alta, elegante y hermosa, con sus largos y suntuosos cabellos
castaños y sus ojos oscuros, alegres y vivaces. Es atractiva aunque algunos
digan que más que bella es “interesante” y le critiquen los dientes y la nariz.
Es encantadoramente guapa y sensual, aunque otros remarquen que ahora
que tiene treinta y tres años y algunos kilitos de más su encanto está algo
“maduro”– Ella es…– es simpática y cordial, afectuosa y tierna, alegre y
comunicativa. Es el ángel de la bondad, el hada bienhechora, misericordiosa
y compasiva. No ha heredado ni los rasgos ríspidos de su audaz y violenta
madre, ni el carácter dominante de su abuela y, por eso, su actuación política
al lado del padre siempre fue más que nada social, donde podía brillar sin
que nada ni nadie osase opacarla…
–¿Está bien?
–Sí, sí. Me atraganté… –murmuró aliviado de que no pudiera ver su
rostro, colorado como una divisa federal–. Decía, ella es…
–Es la princesa de una corte sin reino.
Ya desde pequeña, la hija del poderoso Gobernador bonaerense se había
rodeado de un grupo de amigas que, comprensiblemente, disputaban su
amistad y un lugar en el entorno. Es que pertenecer al séquito de Manuela,
además de las ventajas políticas que le proporcionaba a sus padres, era
garantía de una vida divertida, llena de fiestas, canciones, disfraces y paseos.
–Una princesa… –repitió sin entender muy bien lo que había querido
decir Miguel. Cerró los ojos y recordó a la impactante Manuela en las fiestas
campestres que solían hacer en Santos Lugares, y que a ella le encantaban,
cabalgando a todo galope con su sombrerito de plumas de avestruz y sus
botas de montar, dejando atrás a todos los caballeros que, tal como lo exigían
las normas de cortesía, deseaban espantarle los mosquitos del cuello. La
recordó entrando, magnífica, a las reuniones de la sociedad federal. ¿Estaría
cansada alguna vez de todo aquel eterno y adulón besuqueo que se sucedía
noche tras noche? ¿Estaría harta de escuchar por enésima vez el Himno al
gran Rosas? La recordó vestida impecablemente de rojo, ancho y voluminoso
el faldón, abullonadas las mangas, ceñido el corsé, bailando un cielito hasta
el amanecer–. Sí, la Niña es una princesa…

288
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Ejem, convengamos que, en realidad, ya no es una niña. Tiene más de


treinta… Ahí anda Terrero, de serenata en serenata, cabalgando al lado de
su coche a la salida del teatro, lanzándole miradas enamoradas, pero no hay
caso, “Tatita” no afloja y la pobre Manuela sigue soltera a una edad…
La “Niña” andaba de amores con Máximo Terrero, hijo de un amigo y
colaborador de Rosas, pero éste no autorizaba el casorio y los novios veían
pasar los años sin ver concretados sus anhelos. Sabiendo que Julián se
preparaba para protestar lo paró en seco:
–¿Está usted enamorado de ella, verdad?
–¡¿Qué?! ¡No diga zonceras! –exclamó ofuscado para disfrazar su
turbación.
–Vamos, no lo niegue. Si ni siquiera puede nombrarla de un tirón. No
lo culpo, es atractiva, un poco mayor para usted quizás, pero, bueno… no
soy precisamente el más indicado para criticar eso –su madura ex amante lo
distrajo un instante, sólo uno, pues entonces una idea cruzó por su cabeza–
Ahora que lo pienso… el metejón que tiene con la Niña, ¿no habrá sido la
causa de que esté aquí, de guardia en la cárcel, después de tantos años de
vivir en Palermo? Quizás “Tatita” lo descubrió…
–Por supuesto que no –mintió.
Nunca iba a olvidar aquella tarde. Manuela estaba enojada con Terrero. La
espera a veces se hacía difícil y los ánimos se caldeaban. Había corrido, sola,
hasta su glorieta favorita, a sentarse entre las madreselvas. Él sólo pasaba por
allí, pero sus miradas se encontraron. Se habían visto un millón de veces ya,
sin embargo, esa vez, los ojos marrones de Manuela se clavaron en sus ojos
verdes y así quedaron no se sabe por cuánto tiempo. Un segundo. Un minuto.
Una hora. No tenía idea. Sólo podía asegurar que la mirada de uno llegó al
corazón del otro. Turbado, saludó y se retiró. Pocos días después, un Rosas
seco y autoritario, como siempre, le comunicaba su cambio de destino sin
ningún tipo de explicación. A él no le correspondía pedirla ni la cuestionaba,
pero, ¿qué había ocurrido? ¿Terrero celoso? ¿Algún mazorquero de los que
siempre pululaban por Palermo? ¿Los niños de la Cautiva, que por pedido
del Gobernador fisgoneaban qué hacían Manuelita y el novio cuando éstos
lograban estar un ratito a solas? Nunca lo sabría.
–El Gobernador consideró que aquí…
–El Gobernador lo mandó a la cárcel. ¿O no lo ve? Está del otro lado de
la puerta, sí, pero tan preso como yo.
–¡Pero qué estupidez! –gritó Julián furioso.
Se levantó de un salto de su silla, ahogando el grito que inundó su
garganta al sentir un terrible latigazo que le recorrió la pierna. Se aferró a

289
la pared. Los gruesos y viejos muros de la cárcel estaban empapados por
la humedad. Aquella ciudad debía ser la única en el mundo donde, aunque
afuera no lloviese, adentro podía estar todo mojado, pensó sin saber por qué.
¿Era ese lugar, húmedo, frío y terrorífico su casa? Con su abuelo se había
ido su familia, su hogar, su lugar. Ya no tenía una casa donde ir, ni un oficio
que ejercer. No tenía más posibilidades que amar desde lo lejos a una mujer
imposible y vivir allí, encerrado día y noche… ¡por Dios! Sí, era verdad. Él
también estaba preso. En verdad estaba preso. ¡Cómo no lo había visto!
–Créame lo que le digo. Ambos somos prisioneros de “Tatita” –insistió
Miguel con amargura–. Ambos somos prisioneros del tirano sanguinario que
mantiene oprimido al país con su terrible puño de hierro…

–¡Uno! ¡Dos! ¡Tres!... ¡Diez!... ¡Carajo! –extenuado, extenuadísimo,


Miguel se abalanzó sobre su camastro.
Intentaba hacer algo de ejercicio pero su cuerpo no se lo permitía. Estaba
muy débil. Con pesar, descubrió cuánto se había reducido su mundo. Antes,
pensaba que no había límites para la imaginación, los deseos, las esperanzas.
Ahora advertía que nada de eso importaba si no se tenía libertad. Sin ella, todo
se restringía a las cuatro paredes de su pequeño e inmundo calabozo. Sólo
sentía que estaba sucio, mugriento. Nunca pensó que pudiera añorar tanto el
baño de los jueves… Cuando niño odiaba los jueves porque era el día en que
le tocaba bañarse. Cada uno tenía su día y todos los odiosos jueves Antonia
calentaba al fuego un montón de baldes de agua con los que luego llenaba la
tina para él. Y él protestaba y protestaba y preguntaba por qué no podía hacer
como el vecino Igarzábal, muy decente y estimado, que se lavaba todos los
días pero se bañaba sólo en verano. Al imaginarse chapoteando y retozando
en el agua tibia de la bañera, sintió que se acercaba demasiado a la locura.
Se asustó. Lo intuía, si no salía pronto de allí, enloquecería. Quizás ya lo
hubiera hecho de no haber sido por las largas conversaciones mantenidas
con su carcelero, que lo obligaban a mantenerse centrado y alerta. Pero hasta
eso peligraba pues desde hacía días Julián no le decía una palabra. Sabía
que sufría. Sabía que lo había arrojado al abismo al haberle revelado tan
duramente su situación. Sabía que dudaba de todo y de todos. ¿Por qué tenía
que ser siempre tan atolondrado? ¿Por qué no podía nunca detenerse un
segundo a pensar en las consecuencias de sus palabras y acciones? Todos
le habían dicho que no volviera a Buenos Aires. Cierto es que Rosas había
aliviado un poco las correas y varios habían comenzado a retornar, resignados
ante lo que parecía ser un gobierno eterno, pero seguía siendo peligroso. Y
en él pudieron más la añoranza y la melancolía que la cordura y el sentido
común. Entonces, allí estaba. A punto de perder la cordura y, también, de
hacérsela perder a su pobre carcelero. Quería ayudarlo. Lo había intentado
de mil formas y nada, así que, desesperado, apeló a lo último que le quedaba.
–Julián, ¿cree en Dios?
–Sí… creo en Dios –no contestar o contestar otra cosa hubiera sido un
desaire a su abuelo, que había puesto tanto empeño en enseñarle el catecismo,
como todo lo demás que él mismo había aprendido en el convento de las
catalinas cuando niño. Sin embargo, el torbellino que lo azotaba por dentro
puso en sus labios un cinismo desconocido hasta entonces para él–, aunque
ahora Dios sea federal y rosista...
Don Juan Manuel, católico por nacimiento y educación, conservador y
tradicionalista, había exorcizado al gobierno del liberalismo anticlerical de
Rivadavia, del que los unitarios eran sus herederos, dando marcha atrás con
las polémicas reformas del año 22. La Iglesia agradecida. Hasta el mismísimo
obispo de Buenos Aires, Mariano Medrano, lucía una ostentosa divisa punzó
e instruía a los sacerdotes de su diócesis a predicar la virtud de pertenecer a
la causa federal.
–Rosas siempre rondó a los curas. Para él, son muy buenos socios.
Obtienen información sensible en los confesionarios y pueden amenazar a
los enemigos con el mismísimo infierno… ¡Qué mejor! Y ellos han sido
muy fieles. Increíble es por cierto el espectáculo que se repite domingo a
domingo…
Al comenzar la ceremonia religiosa el retrato de Rosas era paseado por
la nave del templo hasta ser ubicado a un costado del altar, desde donde
presidía toda liturgia. Y eso no era todo. En el sermón, que era un “sermón
federal”, se pintaba a Rosas como protegido de Dios y a los unitarios como
condenados del Señor. Así, el Padre Gaete de la parroquia de la Piedad,
pedía a los gritos que “reventaran” los unitarios que estuvieran presentes en
su Iglesia.
–Lo que a mí me molesta… y que mi abuelo me perdone… es la
hipocresía que hay en la Iglesia. Tantos curas que viven abiertamente con sus
barraganas e hijos, como el cura Elortondo, que va todo el tiempo a Palermo
acompañado de Pepa Gómez, gran amiga del Gobernador, y luego armaron
terrible escándalo por lo de la niña O´Gorman y el curita tucumano… ¿La
conocía?
–¿A Camila? Sí, nuestras familias se frecuentaban ocasionalmente, pero
la recuerdo muy bien. Era una niña hermosa y especial. Claro que tenía a
quien salir. Su abuela era nada menos que Ana Perichon de O´Gorman, quien
había enamorado al Virrey Santiago de Liniers… y a unos cuantos otros si
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

nos atenemos a las malas lenguas. Algo de aquella rebeldía indudablemente


corría por las venas de Camila. ¡Era tan soñadora! Solíamos hablar de libros.
Quería ser la protagonista de una gran historia de amor… y lo logró…
–Lástima que al amor lo encontró en la Iglesia del Socorro.
Fue precisamente en la vieja y apartada Iglesia de las calles Suipacha
y el Socorro55, donde Camila conoció a Uladislao Gutiérrez, un moreno y
joven cura tucumano, delgado, de ojos grandes y un poco saltones, humilde,
sensible, más culposo y menos arrojado que ella y se enamoró perdidamente
de él, tanto que lo arrastró a lo que parecía ser la única salida. La huida.
–Allá en Montevideo no pude enterarme muy bien de lo sucedido. Ocurrió
hace dos años, en el 48, creo. Huyeron a Corrientes, ¿verdad? –pronunció
“Corrientes” con un hilo de voz. Hacia allá también había huido su hermano
Hipólito tras el escándalo con aquel muchacho…
–Sí. Creo que su idea era ir al Brasil, pero se quedaron sin dinero y
terminaron en Goya. Vivieron allí unos meses y hasta abrieron la primera
escuela de la ciudad. Pero parece que lo de ellos no era posible. Fueron
reconocidos y delatados por alguien que pasaba de casualidad por el lugar
y conocía al cura Gutierrez. Los detuvieron inmediatamente y desde ahí…
–La fatalidad… una y otra vez… –Miguel sentía que, al igual que a
Camila, la tragedia lo esperaba a él siempre a la vuelta de la esquina. ¿Y a
Hipólito? ¿Lo habría alcanzado a él también?
–La Niña Manuela creyó haber salvado a su amiga. Supuestamente la
llevaban a la Casa de Ejercicios Espirituales –ese lúgubre y triste lugar de
encierro y reclusión, un paraíso al lado de lo que vino–, pero en vez de eso…
los arrastraron a Santos Lugares y enseguida los fusilaron… ¡y dicen que
ella estaba embarazada!
–El sanguinario de Rosas tuvo que apelar a una retrógrada norma de la
edad media para justificar lo injustificable.
–Ojo que todos pedían un castigo ejemplar.
–Bueno, eso es verdad. ¡Si hasta su propio padre pedía que se la tratara
con la máxima dureza! Siempre lo detesté. Un tipo mediocre y pusilánime,
que ha vivido continuamente aplastado por la vergüenza provocada primero
por su excepcional madre y luego por su increíble hija. Un pobre tipo…
–No fue el único. La Iglesia también se mostró escandalizada y reclamó
sanciones y penitencias. ¡Qué hipocresía, Dios!
–Y no nos olvidemos de las mujeres. Ellas también condenaron a Camila.
Ellas, que debieron haberla defendido, no le perdonaban que se hubiera
animado a vivir el amor a pleno. Ellas, siempre obligadas a comportarse

55 Hoy, calles Suipacha y Juncal.


292
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

como hijas abnegadas, esposas y madres ejemplares, sumisas y domésticas.


Ellas secretamente envidiaron que Camila pudiera escapar de toda aquella
prédica de virginidad, catecismo y sumisión que las mantiene atrapadas. Y
la juzgaron. Y contribuyeron a su final.
–Como los emigrados –no pudo evitar puntualizar, pese a imaginar
el disgusto de Miguel–, que desde los diarios de Montevideo y de Chile
insistían que esto había ocurrido por las relajadas costumbres del gobierno
de don Juan Manuel.
–Sí… ellos… nosotros…, bueno, toda la sociedad colaboró. Camila
apostó al amor en una sociedad dominada por el odio, la violencia y el miedo.
En una sociedad hipócrita que se abroqueló en defensa de una mal entendida
castidad. Por eso debía ser condenada. Por eso debió morir… Todos fuimos
un poco responsables… aunque fue uno, solo uno, el que firmó aquella
sentencia tan terrible e injusta…
Y fue precisamente en ese momento, el de mayor poder para Rosas, con las
dos potencias más grandes del mundo a sus pies, con las rebeliones internas
sofocadas, con los emigrados dispersos y desorientados, convencidos de que
nunca más se iría del poder, cuando, lentamente, comenzó su fin.

–Tiene visita –la puerta del calabozo se abrió al mismo tiempo que las
palabras abandonaron la boca de Julián.
¿Quién podría ser?, pensó Miguel. No reconoció a la anciana que ingresó
con lentitud. No al menos hasta que dijo:
–¡Miguel! ¡Por Dios! ¿Qué te han hecho?
Miguel abrió la boca de par en par sin poder creerlo. No lograba
convencerse de que aquella mujer de cabellos plateados y rostro arrugado
fuera la madura pero aun despampanante belleza que todavía entonces
añoraba. La amante de su juventud. El trágico y romántico amor de su vida.
Ella se acercó al camastro y le rozó la crecida barba con una mano huesuda
y manchada.
–Mi chiquito… –murmuró conmovida al verlo flaquísimo, con los
ojos hundidos y el semblante demacrado–. ¿Te hicieron mucho daño? No
te preocupes, el Gobernador no me niega nada. Ya verás, ¡te sacaré en un
santiamén!
–Gra… Gra… Gracias –no podía ni hablar, tal era el espanto que lo
invadía. Lo había supuesto, sí, por eso no había ido a visitarla tras su regreso
a Buenos Aires, pero confirmarlo así, cara a cara, era más de lo que podía
disimular. Estaba… estaba… ¡tan vieja!
–Te estuve esperando –dijo ella con voz zalamera–, pero no viniste

293
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

a verme... –intentó acercarse, para besarlo, pero se detuvo en seco,


desconcertada. Era verdadera repulsión lo que descubrió en los ojos de
Miguel–. ¿Qué? ¿Ya no me quieres?
–No… eh… no… no…–no sabía qué decir. Siempre había sido una
mujer coqueta y vanidosa, que no aceptaba rechazos ni desplantes. Sabía
perfectamente cómo iría a reaccionar. Y no se equivocó.
–¡Bien que te gustaba! ¡Sí! ¡Lo recuerdo perfectamente! –exclamó
ofendida–. Claro, me usaste mientras pudiste y ahora te cuesta disimular
el asco. Crees que soy muy vieja para vos, ¿verdad? Bueno, pues entonces,
me voy… No te incomodo más –se acercó a la puerta lo más erguida y
pomposamente que pudo, y desde allí le gritó–: ¡Púdrete aquí, mocoso del
demonio!
Y se fue.
–¿Ta´ bien? –preguntó Julián ni bien las pisadas de la señora se perdieron
en medio del griterío de los otros presos.
–Ella tiene razón. Voy a pudrirme aquí… –cuando la melancolía lo
invadía no quedaba espacio para la esperanza ni el optimismo –Rosas nunca
dejará el poder y yo…
–Bueno, algunos creen que el entrerriano Urquiza es una seria amenaza
–dijo para darle ánimo. Quizás, hablar de política no era lo más adecuado
en ese momento, pero era lo único que Julián sabía hacer. Además, era
innegable que la política había determinado y modificado drásticamente la
vida de los dos. Por eso, lo mejor que encontró para infundirle esperanzas
fue justamente referirse a Justo José de Urquiza, el Gobernador de Entre
Ríos. Un empresario poderoso, político astuto y valiente militar que ya se
había mostrado crítico con las políticas monopólicas de Rosas.
–Puede ser… no lo sé… –en Montevideo había escuchado hablar sobre
reuniones con el Imperio del Brasil, que lo sondeaba para encabezar una
campaña libertadora, y le habían parecido esperanzadoras. Ahora no estaba
seguro. Otra vez una nación extranjera asomando su cola para beneficiarse
de las peleas entre argentinos–. Si fuese así, evidentemente sería el fin de una
era –suspiró con tristeza pensando, en realidad, en el fin de su largo amor.
–El Gobernador no se rendirá sin luchar pero, claro, si el entrerriano viene
con brasileros y uruguayos como dicen…
Sería el 1° de mayo de 1851 el día en que Urquiza se declaró abiertamente
en contra de Rosas, quitándole la representación de las relaciones exteriores
de su provincia y asumiéndolas él directamente. La guerra había comenzado.
El 3 de febrero de 1852, finalmente, las dos fuerzas se encontraron en
Caseros y Rosas, debido a su ignorancia militar, la apatía de sus generales

294
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

y la desbandada de sus fuerzas, fue totalmente derrotado. Ese mismo día


renunció a la Gobernación de Buenos Aires y se embarcó junto a Manuela
para vivir los veinticinco años que aún le restaban de vida en una pequeña
propiedad rural en Southtampton, Inglaterra.
–Sí, puede que ese sea el fin de la época más… más… –Julián no sabía
cómo seguir. Unos días atrás no hubiera tenido ningún problema para
completar esa frase. Ahora no estaba seguro. No estaba seguro de nada en
realidad.
–Dura, sí, sería el fin de una época dura –completó Miguel– y, sin
embargo, no puede decirse que haya sido enteramente negativa.
–¿Ehh?
–Tengo que reconocer que durante mi largo exilio el odio que sentía por
el tirano me impedía hacer cualquier tipo de concesión, pero las charlas que
hemos tenido me han hecho ver otra realidad. Es verdad que Rosas les ha
dado a las clases desprotegidas un protagonismo que éstas nunca habían
tenido antes y creo que esa es una enseñanza que un buen gobernante no
debiera pasar por alto. Además, nos dio una lección de americanismo. Nos
demostró lo que es sentirse orgulloso de ser argentino, de ser americano, de
defender nuestras tradiciones y nuestros valores y que éstos no son de por sí
inferiores a los que vienen del extranjero, como lo han hecho los unitarios…
como lo hemos hecho también nosotros…
–Pero… –Julián estaba cada vez más confundido. Ahora que el prisionero
había logrado abrir una fisura en la sólida pared de su fe rosista, éste parecía
haber cambiado de opinión–. Pero, entonces, ¿no quiere que su Gobierno
termine?
–Rosas es un tirano que ha pisoteado los derechos más básicos de la gente.
Y lo ha hecho porque las circunstancias del país se lo exigían y porque su
poderosa personalidad se lo demandaba. ¿Un gobierno así es lo que necesita
la patria para crecer y desarrollarse? No. Creo que no. Por eso creo que el
gobierno de Rosas debe terminar. Creo que el país debe darse urgentemente
una Constitución… Creo que sólo se puede construir una República en serio
si las instituciones que la gobiernan son más importantes que las personas
que ocupan sus cargos… ¿Lo lograremos algún día? No lo sé… pero creo
que vale la pena intentarlo…
Julián se asomó por la puerta del calabozo. Miguel se acercó a su vez.
Sus ojos se encontraron y se miraron fijamente, por primera vez en todo
aquel tiempo. Se reconocieron. Estaban de lados distintos de la puerta,
eran, o habían sido, adversarios políticos, pertenecían a distintas clases
sociales, tenían diferentes gustos, inquietudes, creencias y aspiraciones y

295
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

sin embargo... sin embargo… se entendían. Se entendían como quizás no lo


habían hecho nunca antes con ningún otro amigo o compañero.
–¿Adónde irías si pudieras escapar? –preguntó Julián con un hilo de voz,
sin dejar de mirar a Miguel.
–A Colonia… sólo quiero volver a ver a mi madre... ¿Y vos? –preguntó a
su vez sabiendo que si él salía de allí, Julián no podría quedarse.
–Lejos… no sé… nunca pensé que tuviera que hacerlo –murmuró
contrariado, mas unos segundos después pareció tomar una decisión–. A
Cuyo, sí, allá iría.
Miguel asintió. No sabía qué decir. No sabía si debía decir algo.
Continuaron unos segundos más mirándose en silencio hasta que Julián hizo
un saludo con la cabeza, que Miguel imitó. Cada uno volvió a su lugar con
un nudo en la garganta. Sabían perfectamente que aquel largo diálogo que
habían mantenido durante tantas semanas acababa de terminar.
Las horas pasaron. La oscuridad se adueñó de la ciudad y la luna bañó con
su débil luz las calles porteñas. Miguel, recostado en su camastro, contenía
la respiración esperando el momento oportuno. Había escuchado el cerrojo
abrirse. Había escuchado los pasos de Julián alejarse, distrayendo a otros
guardiacárceles. Juntó todo el valor que encontró dentro de sí y salió. Tuvo
que controlarse cuando el aire fresco y perfumado del exterior lo recibió
después de tantos días de maloliente encierro. Las calles estaban silenciosas
y desiertas. De aquel pueblo alegre y bullicioso que esperaba impaciente
la llegada de la noche, ávido de aventuras y placeres, no quedaba nada. La
larga tiranía rosista lo había destruido. Avanzó tambaleante intuyendo detrás
de algún postigo entreabierto la mirada inquieta y preocupada de un vecino.
¿Por dónde estaría Julián? ¿Habría logrado escapar? Se dio fuerzas
pensando en él. Se sintió acompañado. Eran dos las sombras que deambulaban
por Buenos Aires intentando conseguir su libertad. Eran dos los prisioneros
que querían empezar a vivir una nueva vida. Lo conseguirían, se dijo. Seguro
lo conseguirían, volvió a pensar, mientras escuchó a lo lejos un grito que
desgarró el silencio sepulcral de la noche.
–¡Las doce han dado y sereno! ¡Viva la Confederación! ¡Mueran los
asquerosos, inmundos, salvajes unitarios!

296
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Parte V

CONSERVADORES Y
RADICALES

297
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

PECADOS CAPITALES
(1890)

Serpenteaba larga, elegantemente hacia el norte. A sus costados, los más


lujosos restaurantes y confiterías de moda, como la Confitería del Águila o el
Café de París, alternaban con las mejores tiendas de la ciudad. Podría haber
sido el Corso de Roma o la Puerta del Sol de Madrid, sin embargo, era la
porteña calle Florida. Aquí se escuchó por primera vez el Himno Nacional,
se concretó la primera comunicación telefónica del país y se instaló el primer
ascensor a vapor. Por aquí entró el Ejército de Urquiza tras su victoria sobre
el tirano Rosas, iniciando el lento y engorroso camino hacia la organización
constitucional del país... Pero, por sobre todo, la angosta y sensual calle
Florida era “el” lugar para ver y ser visto. Las mujeres se arreglaban toda
la mañana para salir a caminar por sus veredas y lucirse frente a las barras
de piropeadores. Los hombres se ponían sus mejores galas para ubicarse
en los puntos estratégicos y lanzarles sus requiebros. La cosa estaba tan
institucionalizada que hasta tenía verbo. Se le llamaba “floridear”. Y cuando
el sol comenzaba a declinar, la hermosa calle Florida se iluminaba gracias
a la energía eléctrica provista por la usina del joven Rufino Varela. No por
nada había sido uno de los primeros lugares de la ciudad en disfrutar de este
adelanto que dejaba embobados a paseantes y vecinos con su luz brillante,
que no precisaba cerillas ni picos de gas.
Aquella mañana, la ajetreada calle Florida estaba concurrida, como
siempre, pese al calor húmedo y sofocante que envalentonaba a los mosquitos
y potenciaba el aroma a basura y a bosta de caballo. Todo ese verano, el de
1890, había sido especialmente caluroso, achicharrante, tanto que las damas
concurrieron seguido a la orilla del río a introducir sus piececillos en las
aguas tibias y, las que se animaban, a levantarse un poco los pollerones para
airear las piernas. Mas, sin darle importancia al calor, un hombre maduro,
pulcro y atildado, con una larga e imponente barba que recorría del gris
acero al blanco más puro, caminaba apurado junto a un joven seguidor,
llamado Luciano, que vestía más sencillamente de lo que correspondía al
aristocrático lugar por el que transitaban. Ellos no estaban “florideando”.

299
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Concentrados en la conversación, pasaron sin prestar mayor atención junto


a un grupete de jóvenes de rostro alegre y ademán despreocupado que, tras
dejar un tendal de risas, gritos y piropos, ingresaron ruidosamente al Café de
París. Un poco más adelante se toparon con un emperifollado matrimonio
que miraba con atención la vidriera de la sofisticada tienda “A la Ciudad de
Londres”. Pero no se detuvieron ellos allí, como tampoco lo hicieron para
admirar el hermoso cupé tirado por caballos oscuros que marchaba con trote
elegante, saludando su dueño a todo el que hallaba a su paso. Sin embargo,
sí pararon en seco cuando una impresionante procesión se acercó unas calles
más abajo.
Primero aparecieron tres coches abiertos, llevando una gran cantidad de
ofrendas florales. Luego, seis percherones que arrastraban solemnemente
una espectacular carroza laqueada en negro. Sus cortinas caladas dejaban a la
vista un soberbio cajón del mismo color. Sí, era un entierro. Uno importante.
Eso estaba claro por la cantidad de caballos que tiraban de la carroza, por el
numeroso cortejo que la seguía y, por supuesto, por el ineludible hecho de
que como todo sepelio que se preciara se paseaba por la calle Florida antes
de recalar en el Cementerio de la Recoleta.
–¿Quién será...? –comenzó a preguntar Luciano cuando de repente se
abrió la ventanilla de la berlina que circulaba tras la carroza fúnebre y
emergió la cabeza de una muchacha.
–¡José! ¡Detente! –gritó al cochero ella mientras levantaba el velo negro
que la cubría, dejando a la vista un rostro hermoso y angelical. Luciano,
impactado por la distinguida belleza de la joven, observó hipnotizado cómo
ésta bajaba de un salto del carruaje, lo que provocó que el prolijo cortejo se
detuviera imprevistamente, cortando de cuajo toda la calle Florida.
–¡Clara! ¡¿Qué demonios hace?! –rugió entonces un anciano de larguísima
barba blanca e intimidante presencia, que lenta y señorialmente bajó de la
berlina y se acercó a la niña. Vestía de impecable luto, costosa levita negra,
camisa fucsia y una enorme banda negra en el brazo derecho que hacía juego
con la corbata.
–A la abuela le hubiera gustado, padre –respondió ella con cautela pero
con terquedad al mismo tiempo–. Hubiera querido darle un último adiós a
su amiga Marica.
A él le hubiera encantado tomar a su hija de una oreja y arrastrarla de
vuelta al carruaje, pero no podía. Estaban en la calle Florida y todo lo que
allí ocurriera era al día siguiente nota en los principales periódicos de la
ciudad. Por eso, inspiró hondo y ensayando una pose de conmovida emoción,
contempló la entrada de la vieja casona colonial que había pertenecido

300
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

nada menos que a Mariquita Sánchez, fallecida ya en 1868 pero que aún se
mantenía en pie.
–¿Quiénes son? –preguntó otra vez Luciano a su mentor, mientras padre
e hija finalmente retornaban a su coche y el cortejo volvía a ponerse en
marcha.
–El enemigo –contestó lapidario el doctor Leandro Alem con irritación,
aunque luego aclaró–: Eran el Senador del P.A.N. Juan Díaz de la Vega y su
hija Clara. Debe haber fallecido la madre del senador... era ya muy mayor.
Poco a poco la normalidad se restableció. La comitiva, luego de pasear
por la calle Florida, enfiló finalmente para la Recoleta. Al cabo de un rato
atravesó una de las tres altas puertas de hierro por las que se ingresaba al
Cementerio, construidas en 1881 por el emprendedor primer Intendente de
la ciudad, don Torcuato de Alvear, y se detuvo sólo instantes después en la
Capilla de las Bendiciones.
–Mi madre, doña Catalina López Arondo de Díaz de la Vega, tuvo una
vida tan larga como llena de desafíos –Juan, erguido, envarado, de pie frente
a una espectacular imagen de Cristo confeccionada en mármol de carrara,
comenzó un discurso que, se intuía, no iba a ser corto ni conciso. Al menos
no tenía con quién compartir la palabra. De los siete hijos que había tenido
la anciana difunta, él era el único que la sobrevivía–. Nació cuando aún
éramos una pequeña y somnolienta colonia española y, lo quisiese o no,
su vida se vio atada a la suerte de estas tierras. Formó una familia durante
los atribulados años dominados por las guerras de la independencia y los
intentos, variados e infructuosos, de gobernar la jovencísima nación. Ante
sus ojos pasaron Juntas, Triunviratos, Directorios, Gobernadores, un gran
Presidente unitario, un terrible tirano federal... y el dolor del exilio, las
dificultades para sobrevivir, la añoranza permanente de la patria… Pero
entonces el tirano cayó y la República Argentina logró finalmente darse una
Constitución.
Clara escuchaba a su padre azorada. Ni una palabra había dicho en
realidad sobre la abuela. Sobre su increíble fuerza y vitalidad, sobre su
rebeldía y audacia, sobre su dulzura y pasión. Política. Para él todo siempre
era política. Y encima parcializada, sesgada, orientada a su conveniencia
actual. De hecho la abuela se lo había contado varias veces. La organización
constitucional del país no fue instantánea como pareciera desprenderse de
las palabras de su padre, sino larga y desgarradora. De hecho, durante casi
diez años la Argentina estuvo dividida en dos. Por un lado, la orgullosa y
avara Buenos Aires, erigida en entidad autónoma desde 1852, empeñada
en enseñarle al resto del país que podía ser rica, liberal e independiente

301
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

con los ingresos de su Aduana que usufructuaba ella sola. Por el otro, la
Confederación Argentina, encabezada por Justo José de Urquiza como
primer Presidente constitucional, que hacía malabares para unir un interior
federal y atrasado con las nuevas ideas liberales del momento y que padecía
incontables penurias económicas, que ni la libre navegación de los ríos ni
la instalación de aduanas en los puertos del litoral podían paliar. Hombres
necios, decía siempre la abuela. ¡Años para advertir que unos no podían
funcionar sin los otros! Es que para bien o para mal todos formaban parte de
la misma nación. La unión, por supuesto, se dio por la fuerza. Fue necesaria
la derrota porteña en la batalla de Cepeda para que Buenos Aires se
incorporase al resto del país y jurase, tras algunos cambios, la Constitución.
Fue necesaria la confusa y dramática batalla de Pavón, en 1860, para que
se sellara la muerte de la Confederación y el surgimiento, finalmente, de la
República Argentina.
–Fue testigo presencial de las primeras presidencias unificadas del país,
imperfectas, convulsionadas, afortunadamente superadas –como si nada,
Juan continuaba el discurso con su voz rasposa y engolada–. Me refiero
a las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Y en medio de esas
imperfecciones y convulsiones debió enterrar a un hijo que, durante la
Presidencia del General Mitre, cayó en la Guerra del Paraguay… –no pudo
evitar que se le colara un gesto de fastidio. Detestaba la magnitud del dolor que
la muerte de su hermano Miguel, el preferido de su madre, había ocasionado
en la familia, pero se recuperó para seguir fustigando a Bartolomé Mitre,
uno de los principales opositores del actual gobierno–. Ella fue una crítica
severa de todos los errores y atrasos de su administración.
–¡Ella fue una madre devastada por el dolor! –gritaba furiosa en su mente
Clara.
La abuela había odiado esa guerra inexplicable más que a cualquier otra
cosa en su vida. Es que nadie podía, o se atrevía, a decir con claridad ni
cómo ni por qué ésta había comenzado. Fue una sucesión de eventos que
hicieron que Argentina, Brasil y Uruguay terminaran unidos en una siniestra
alianza contra el Paraguay. La abuela solía gritar con rabia. ¡Malditos los
revoltosos uruguayos y sus golpes de estado! ¡Maldito el imperio del Brasil y
su perpetua vocación de expandirse! ¡Maldito el tirano paraguayo, vanidoso
y megalómano, que se empecinó en promover y continuar una guerra hasta
destruir por completo a su pueblo! Y, sobre todo, ¡maldito el ineficaz General
Mitre que prometió que en tres meses estarían en Asunción y tardaron más de
cinco años en ganar la guerra! Guerra inútil, guerra necia, que sesgó cientos
de miles de vidas, cada una con su tragedia íntima, familiar. Y a los Díaz de

302
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la Vega les tocó la suya. El atolondrado, impulsivo e idealista Miguel, el más


parecido a su madre, sin dudarlo siquiera un segundo respondió al llamamiento
de Mitre alistándose en el Cuerpo de Voluntarios para ir a luchar en contra
de la tiranía que oprimía al pueblo paraguayo. No oyó razones, ni siquiera
a su amigo Alberdi, que desde Europa alertaba que la guerra era para que el
Brasil consolidara su dominio en el Plata y para que los porteños afianzaran
su poder sobre las provincias. Ni siquiera sospechó de lo equivocados que
estaban todos cuando el pueblo paraguayo murió en masa tras su líder, de
quien evidentemente no deseaba ser liberado. Y entonces la peor pesadilla
para una madre se hizo realidad. Fue en Curupaytí. La batalla más trágica
de una trágica guerra. El 21 de septiembre de 1866 Mitre lanzó al ejército
aliado a un ataque frontal contra una fortificación paraguaya. Era un ataque
suicida. A medida que los batallones avanzaban en una enloquecida carrera
hacia el fuerte, los paraguayos abrieron fuego y los fueron derribando, unos
tras otros... a los lejos resonaban los débiles e inútiles cañones de la armada
brasilera que debiera haberlos protegido.
Miguel, el dulce y romántico Miguel, quedó tendido en tierras guaraníes
junto a otros 3.000 que murieron también ese día, encontrando allí ese trágico
destino que él había estado esperando gran parte de su vida.
–Mitre con sus desastres militares, la costosa Guerra del Paraguay y las
intervenciones armadas contra el interior –continuó implacable Juan ante un
auditorio que por supuesto compartía cada una de sus palabras–. Sarmiento
y su estilo belicoso, desaforado y extravagante, el cólera, la fiebre amarilla
y la crisis económica. Avellaneda y sus preocupantes vacilaciones a la
hora de defender la investidura presidencial y la naciente ciudad capital…
Fue necesaria la llegada del Partido Autonomista Nacional para que todos
esos errores fueran subsanados y entráramos en el camino definitivo del
progreso y del bienestar –algunos aplausos resonaron discretos en la Capilla
acompañando las palabras del senador oficialista–. Creo firmemente que
mi madre, luego de cien larguísimos años de vida, luego de infinidad de
pruebas y momentos difíciles, consideró que ahora, con la guía de nuestro
querido e ilustre Presidente –los aplausos fueron ahora más sonoros puesto
que el aplaudido, don Miguel Juárez Celman, se encontraba entre el selecto
auditorio–, creyó que ahora –repitió– podía morir tranquila y en paz, sabiendo
que su amado país por fin se ha levantado y está destinado inexorablemente
a convertirse en uno de los más importantes del globo…
Los aplausos tardaron un buen rato en apagarse por completo en la
Capilla de las Bendiciones. Tiempo suficiente para que Juan cerrase sus
ojos y suspirase. Sentía… alivio. Sí, alivio. Parecía que su madre no moriría

303
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

más. Al menos su mediocre padre había tenido la decencia de fallecer


más de veinte años atrás. Pero ella no. Sólo horas le faltaron para cumplir
ciento un años y siempre observándolo con aquella mirada inquisitiva, de
desaprobación, de que sabía… sabía… Pero bueno, finalmente había partido
y él podría sacar buen provecho de ello. Había gastado un dineral en el
entierro, sí, pero valía cada patacón utilizado. El Presidente, el Vice y las
principales figuras del Gobierno estaban allí. Y al día siguiente, con certeza,
periódicos importantes como La Nación o La Prensa, relatarían con detalle
lo ocurrido. Reseñarían por supuesto la presencia de Juárez Celman y de
Pellegrini en el sepelio y, posiblemente también, la ausencia del General
Julio Roca, distanciado del Senador Díaz de la Vega desde hacía un tiempo.
Y como si esto fuera poco, como nota de color, se explayarían sobre la edad
de la difunta, que con sus casi ciento un años ingresaba al reducido círculo
de longevos comandados por Ana María Otarola, la cuñada de Cornelio
Saavedra, quién había fallecido en 1870 a los ciento diez.
Finalmente, el cortejo volvió a ponerse en marcha y avanzó lentamente
por el camino central del cementerio, la avenida de los cipreses, dejando
atrás los mausoleos, bóvedas y monumentos funerarios de las principales
familias y personalidades del país. Alvear, Saavedra, Dorrego, Pueyrredón,
Quiroga, Lavalle, Sarmiento, Brown, Alsina… una espectacular y cínica
mezcolanza que hubiera llenado de asombro e indignación a más de uno
de sus actuales ocupantes. Finalmente, llegaron a la impresionante bóveda
de la familia Díaz de la Vega, semejante a un templo clásico construido en
mármol blanco.
Mientras el cuerpo de Catalina era acomodado entre el de su marido y el
de su hijo Manuel, Clara ya no pudo contener el llanto. No era la única que
lloraba, pero sí la única que lo hacía de verdad. Le irritaban los fingidos y
sonoros sollozos y lamentaciones de las lloronas contratadas por su padre.
Sus lágrimas, en cambio, caían sinceras, indomables, rodando cuesta abajo
por sus pálidas mejillas. Ya la extrañaba. Ahora quedaba sola, sola con un
padre intimidante y lejano, una madre frívola y una sucesión de institutrices
severas y exigentes.
El agobiante calor acortó la ceremonia. No se movía una hoja y el sol
rajaba la tierra. En cuanto pudieron, los asistentes pusieron pie en polvorosa.
Por supuesto, antes saludaron al Senador Díaz de la Vega, quien repartió
saludos, abrazos y apretones de mano con la gravedad esperada para la
ocasión, secundado por su linda y aristocrática esposa, Mercedes Anchorena.
Y, mientras afuera de la bóveda todos se arremolinaban en derredor del
Presidente, del Vice o del Senador, pronto Clara quedó sola adentro.

304
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Yo sé que querías irte –murmuró llorando por debajo del velo y
estrujando entre sus manos un coqueto pañuelito de encaje negro–. Que
estabas cansada… Que habías vivido demasiadas cosas, que decías haber
cometido demasiados errores, demasiados pecados. Que te equivocaste
con el tío Hipólito. Que creías que Dios te castigaba por eso con una larga
existencia llena de pérdidas de seres queridos –sofocada por el calor y la
emoción, Clara levantó la mantilla de tul que le cubría el rostro y limpió sus
lágrimas en el pañuelo de encaje–. Sé que ya no tenías fuerzas para luchar
contra el mal que habita en nuestra casa… que tus piernas, aquellas con las
que antes devorabas el mundo, eran ya como de algodón y que tus manos,
con las que diste tanto amor, estaban marchitas... Pero yo no quería que te
fueras. ¡Te necesito tanto, abuela! ¡Voy a extrañarte tanto!... Vos querías
marcharte, lo sé... y ¿viste? Dios te escuchó… Dios te perdonó…
–La quería usted mucho –dijo una hermosa voz, grave y emocionada,
que llegó por detrás.
La había seguido hasta allí, deslumbrado por aquel rostro angelical que
apenas había entrevisto un rato atrás. Esos segundos habían bastado para
hacerle olvidar a Alem y su aleccionadora conversación, interrumpida
e inconclusa a partir del momento en que salió corriendo tras el cortejo
fúnebre. Incluso fue suficiente para hacerle olvidar el fortísimo deseo de ir
a romperle la cara al Presidente Juárez Celman, que aún estaba afuera de la
bóveda.
Clara no contestó. Simplemente dio media vuelta y quedó parada frente
a un muchacho vestido con sencillas ropas de paño. Se miraron. El impacto,
inmediato, fue suficiente como para sacudirlos a los dos. Sus corazones se
aceleraron, sus respiraciones se entrecortaron y ambos sintieron como si
aquello estuviera predestinado, como si existiera algún mandato ancestral
que lo exigiera, como si ese encuentro hubiera debido producirse hacía ya
mucho tiempo, incluso, antes de que ellos mismos nacieran.
–¡Clara! ¡Vien ici! ¡Ven aquí! –la voz irritada de Yvette, la institutriz
francesa, se coló dentro de la bóveda.
Clara, asustada más que nada de sus propios sentimientos, salió corriendo
sin mirar atrás. Sólo el pañuelito negro quedó flotando suavemente en el aire
no bien hubo abandonado el lugar.
Sin apuro, Luciano agarró el pañuelo segundos antes de que éste tocara el
piso, se lo llevó a la cara, oliendo el delicado perfume a violetas de su dueña,
y finalmente lo guardó con cuidado en el bolsillo de su sencillo chaleco
de paño azul. Sabía que aquello sólo era el comienzo. Sentía que tenían el
paraíso, allí, al alcance de su mano, sin intuir que, en realidad, lo que irían

305
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

a atravesar sería el mismo infierno, plagado de riesgos, abismos y pecados.


Sobre todo de eso.
De pecados y más pecados.

La Pereza
Su mirada quedó perdida por unos instantes en las turbias y amarronadas
aguas del Riachuelo. La imagen era cruda pero pintoresca. Barcos y
barcazas fondeados en las orillas y un incesante y esforzado ir y venir de
gente y aparejos. Le costaba concentrarse y no quería reconocer el porqué.
¡Atenti, Luciano!, se reprendió. Avanzó distraído por la ribera del río, entre
barracas, saladeros y, por supuesto, los numerosos astilleros que poblaban la
costa. Ya eran más de cincuenta los instalados en la Boca y de sus entrañas
emergían vapores, goletas, balandras y balleneras, además de cientos de
embarcaciones menores. El Riachuelo debería ser el puerto de la ciudad, se
dijo con rabia conteniendo el deseo de agarrar por enésima vez el pañuelo
negro que llevaba celosamente guardado en el bolsillo del chaleco.
Una verdadera batalla se libraba en su interior. La imagen de Clara
se mezclaba con la del abuelo Luigi. El enamoramiento se peleaba con
la bronca. ¡El Riachuelo debería ser el puerto de la ciudad!, repitió más
furioso aún. Durante siglos, Buenos Aires había sido más un puerto que
una ciudad. Muchos de los hechos más importantes de su historia fueron
acontecimientos estrechamente vinculados a él, sin contar con que resultó
ser el arma perfecta para someter al interior y que terminó por dar el nombre
de “porteños” a todos los que vivían a su alrededor. Nadie podía desconocer
la importantísima influencia económica, política y social que el puerto de
Buenos Aires ejerció desde siempre sobre el país y, aun así, la ciudad creció
y prosperó sin tener un verdadero puerto. Fue así que durante la década de
1870 surgieron dos propuestas muy distintas para remediar tal situación.
Una era la del Ingeniero Luis Huergo, quien sugería profundizar el canal y
mejorar las instalaciones ya existentes sobre el Riachuelo. La otra era la del
empresario Eduardo Madero, que pretendía construir nuevas instalaciones
sobre la baja y fangosa costa del río, al este de la Plaza de Mayo.
Cada proyecto tenía sus aliados y detractores. Luciano y su familia
apoyaron fervientemente el de Huergo. Para entender el porqué había que
remontarse al momento en que su padre, Julián Acosta, debió huir de Buenos
Aires durante los últimos años de la tiranía rosista. Se dirigió lentamente a
San Juan sin saber muy bien qué iba a ser de su vida allí. Sin embargo, no
tardó en descubrirlo. A poco de llegar conoció a un naviero genovés, llamado
Luigi Colombo, que tras muchísimas peripecias e inconvenientes intentaba

306
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

llegar a Chile para instalar allí un astillero. Julián quedó prendado de la


sabiduría e inteligencia del italiano, descendiente de una antigua familia de
navegantes de ilustre apellido, pero, más aún, de la hermosa Giovanna, la
joven hija del genovés. Ninguno de los dos hubiera debido estar allí, pero
lo estaban. Y fue ella la que logró, por fin, desterrar a Manuela Rosas de
su corazón. Para cuando finalmente lograron llegar a Chile el proyecto se
frustró y el inquieto Luigi se entusiasmó con hacerlo en Buenos Aires. Rosas
ya había caído y Mitre se encaminaba firme hacia la Presidencia. Fue por
tanto en la Boca donde Colombo levantó un pequeño astillero e instaló a la
familia, la que en 1865, cuando las esperanzas ya se habían perdido, se vio
ampliada con la llegada de Luciano. Éste creció entre maderas, herramientas
y aparejos, escuchando al abuelo, íntimo amigo de Huergo, argumentar con
vehemencia que si se ensanchaba y profundizaba el canal y se ampliaban los
depósitos y las dársenas existentes, el puerto del Riachuelo podría recibir sin
problemas a buques de gran tonelaje procedentes de ultramar. Esa era, para
todos los boquenses, la mejor opción.
Pero las razones eran fuertes de uno y otro lado, y las presiones también,
rumió con despecho Luciano. En 1882 el Congreso finalmente aprobó el
proyecto de Madero. Se construirían cuatro diques paralelos a la costa y
dos dársenas, una al norte y otra al sur. Más allá de que su apoyo al plan
de Huergo les había costado mucho, muchísimo, los Acosta-Colombo
pensaban de verdad que se estaba cometiendo un error. Unos meses atrás,
intentando dejar en la Boca toda la angustia y el enojo acumulados por
este tema, Luciano había ido a visitar el flamante puerto de Madero. Para
1890 se habían terminado recién los dos primeros diques. Caminó entre los
grandes depósitos, con frentes de ladrillo a la vista y cerramientos de hierro,
bien al estilo inglés. Paseó observando las esclusas divisorias, los puentes
giratorios y las inmensas grúas. Cerró los ojos intentando imaginar la obra
terminada y pensó… es un error. Y lo sería nomás. Para cuando concluyeron
la tarea en 1898, era evidente que el puerto no daba abasto. El sistema de
carga y descarga resultaba demasiado lento, ocasionando pérdidas a los
exportadores. Y hubo que pensar, otra vez, en la construcción de un puerto
nuevo…
–Isabella… Isabella, vieni qui –Luciano escuchó la voz cansada del señor
Calzottino salir del astillero que alguna vez había sido del abuelo Luigi.
–Basta yyya, padre –contestó la muchacha arrastrando sonoramente la
“y”, a la manera porteña–. Y le dije que me llame Isabel.
Luciano no escuchó más y se escondió, ágil como un gato, detrás de una
pila de maderas. Desde allí entrevió a la joven. Morena, ojos grandes, negros

307
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

y vivaces, y un pecho opulento que él conocía bien… En sus veinticinco


años había tenido muchas mujeres y, para qué negarlo, Isabella era una
ellas. Llamativa. Sí. Apasionada. Sí. Pero, para él, sólo una más. Quizás,
era simplemente su manera de vengarse de todo lo que habían perdido, pero
la muchacha, ignorando el infierno que anidaba en su corazón, lo buscaba
y atosigaba todo el tiempo, cual si fuese la novia, o peor aún, la prometida.
Recién cuando Isabella Calzottino desapareció de la escena, Luciano
emergió del escondite y rodeó el astillero. Sabía que ese debería haber sido
su lugar de trabajo. Que esa propiedad debería haber sido suya, sin embargo,
las presiones, la puja, las especulaciones que desencadenaron los proyectos
por el puerto provocaron la dramática desvalorización del astillero Colombo,
identificado claramente con las ideas de Huergo. Llegó el día en que Luigi
no tuvo más remedio que dejarlo ir. Los grandes intereses involucrados
en el negocio portuario terminaron por hundirlo. Un especulador compró
la empresa por migajas y al tiempo se la vendió al señor Calzottino, peor
naviero que los Colombo pero mejor comerciante, quien con los años lo hizo
crecer en estructura e importancia. La venta del astillero empujó a Luciano
a la calle. A la política. Comprometido con la realidad que le tocó en suerte,
soñaba con poder ayudar a la gente, con colaborar con el progreso del
país, con evitar que las cosas que le habían pasado a su familia volvieran a
ocurrir. La calle lo acercó al pueblo, a su realidad. Y le gustó. Necesitaba del
contacto con las personas. Amaba hablar con el obrero y el comerciante, con
el mendigo y el empresario. La calle le dio, además, la manera de sobrevivir.
Recorría la ciudad con mensajes, encomiendas y paquetes, tomándole
permanentemente el pulso, atento a cada una de sus señales. Tenía el don
de ganarse el respeto y la confianza de sus clientes y todos apreciaban su
honradez y seriedad. De hecho, se dijo disgustado consigo mismo, debía
dejar de perder el tiempo y correr al centro de la Boca para cumplir con el
siguiente encargo.
Llegó a la Vuelta de Rocha y se internó en el poblado levantado
sobre la boca del Riachuelo, allí donde sus aguas tóxicas y malolientes
desembocaban en el Río de la Plata. Sólo unas décadas atrás la zona no
era más que un pantano, con lagunas y pajonales, pero una creciente y
trabajadora inmigración italiana, genovesa principalmente, se había ido
estableciendo allí, dedicada en su mayoría al puerto y a la industria naval.
Cruzó la calle Almirante Brown y ágilmente trepó la alta vereda. En la Boca
las veredas estaban muy elevadas respecto del nivel de las calles debido a
las frecuentes inundaciones. Silbando un tango, aprendido unas noches atrás
en un prostíbulo del bajo, avanzó a paso veloz. Tras él iban quedando las

308
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

numerosas casas de madera y chapa acanalada que le daban esa impronta


tan distintiva al poblado. Las líneas horizontales de los tirantes de madera
o de chapa y los colores brillantes y variados de sus frentes, producto de la
utilización de los sobrantes de pintura de los astilleros, hacían que el visitante
se sintiera en una ciudad lejana y peculiar y no un barrio ubicado a sólo dos
pasos de la Plaza de Mayo.
Es que la Boca era distinta al resto de la ciudad. Era un barrio de
marineros, humildes y trabajadores. Un barrio de disidentes, de anarquistas
y activistas de sindicatos. Un barrio de inmigrantes. Un barrio de contrastes.
En el mismo momento en que un despiadado asesino arrojaba el cuerpo de
una de sus víctimas al agua, había un héroe dispuesto a tirarse al pútrido
Riachuelo para rescatar a algún incauto que se hubiera caído.
–Che bella cosa na jurnaaata e sole… ¡O soleee… O soooole mio…! –
una hermosa y vibrante voz emergía de un cuerpo cansado y sucio.
Todos los días uno de los tantísimos inmigrantes llegados a las costas
argentinas en aquellos años se sentaba en la calle Almirante Brown a cantar.
Su aspecto era más bien desagradable. No sólo porque estaba roñoso y lleno
de costras, sino por la forma en que permanecía horas enteras tirado en la vía
pública. Incluso sus párpados caídos revelaban que era un hombre fatigado y
rendido, dominado por un desgano crónico. Todo ello no evitó que Luciano
levantara los brazos y gritara interrumpiendo el canto del italiano:
–¡Giuseppe Scansafatiga! –de un salto bajó de la vereda, cruzó la calle y
con otro ágil movimiento trepó a la vereda de enfrente, donde se encontraba
tendido el extraño cantante–. Come stai?
–Bene, Luchiano, bene, ma cansado… molto stanco –respondió con voz
fatigada como si solo ello le causara un terrible desgaste.
Luciano sonrió ante la respuesta. Giuseppe le caía simpático, aunque
en verdad no sabía bien por qué. Era perezoso y holgazán, una verdadera
excepción a todos esos inmigrantes que venían a romperse el lomo con tal
de conseguir una vida un poco mejor que la que tenían en sus países de
origen. Era, por qué negarlo, un hábil bribón que cultivaba el parasitismo
como si fuera un arte, manejaba la información en el barrio y controlaba,
vaya a saber cómo, a un grupo de muchachos que se movían por él. Pero,
aun así, le caía bien o, al menos, le resultaba útil. Claro que el sentimiento
no era compartido por todos los vecinos del barrio. De hecho, uno pasó junto
a ellos y le gritó:
–¡Andá a laburar, vago!
–¿Qué? ¿Qué me vaya a laburar? ¡Ma qué atrevimiento! ¡Io sono un
artista! –respondió Giuseppe con gesto ofendido en su media lengua. Todos

309
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

mezclaban el castellano con su lengua de origen, creando nuevos términos


que iban de boca en boca, arraigándose de a poco en la sociedad–. Bastante
tuve que labrar la terra cuando era giovane… allá, lontano, en mi Calabria
natal. ¡Qué fatiga Dio mio! ¡Y qué miseria! ¡Porca miseria!... Tu sai, pibe,
¿no?
–Sí, lo sé.
Sabía que Europa echaba a sus habitantes con sus hambrunas y sus
guerras y que América los llamaba con entusiasmo. Agentes del gobierno
y de empresas navieras recorrían los campos europeos tentando a la gente
pobre con la emigración. Y muchos respondieron, creyendo que en el nuevo
continente podrían vivir mejor y quizás, incluso, ser propietarios de alguna
parcela de tierra fértil.
–Por eso me fui, da Calabria a Génova, y me embarqué en el buque “Nort
América”. Hice il viaggio in terza clase, aplastado, compartiendo una sola
canilla di acqua con tutti il resto, entre la malincolía de lo que dejaba atrás y
la incertidumbre de lo que estaba por venir…
–Sí, me imagino que no debe haber sido fácil llegar a un país extraño,
tan lejano, con un idioma desconocido, costumbres distintas…–Luciano no
pudo evitar emocionarse pensando en el abuelo Luigi y todo el sacrificio
que éste había realizado. En algún momento había soñado con recuperar el
astillero. Ahora ya no estaba seguro. El doctor Alem le había mostrado otro
camino. Sin embargo, solía preguntarse con angustia: ¿Estaría alguna vez
a la altura de las expectativas del abuelo? Se prometió firmemente que así
sería. Un día su familia estaría muy orgullosa de él.
–Mi ricordo bene cuando arrivamo a Buenos Aires. Tutti sulla cubierta del
barco para observar la cittá… ma non se pudo ver niente. Chato… Chato…
¡Qué posto cosí chato! Sin embargo, come bienvenida, en cuanto llegué al
puerto escuché tanto grito in italiano que ¡casi credo que estaba en la rada
di Napoli!
–¿Y adónde fue Giuseppe?
–Dopo lo trámite del arribo –era casi imposible para Giuseppe pronunciar
una “s” al final de una palabra. Es que en italiano nunca terminaban así –
me llevaron, aturdido y temeroso come estaba, al Hotel dell´ Inmigrante
di Retiro… Qué posso dire… Una horribile mole redonda de hierro y
chapa donde tenía cinque giorni de alojamiento gratarola. ¡Cinque! ¿Come
ubicarme? ¿Come decidir qué hacer in tan poco tempo?
–¿Y qué decidió en esos cinco días?
–Niente. Nada. Non ho deciso niente –replicó con infinito desgano. En
ese momento era la personificación misma de la pereza–. Alcuni intentaron

310
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

ir al campo, ma la cosa non era sencilla. La mayor y mejor parte de la terra


es ya de propiedad de lo capo del gobierno. Tu lo sai, pibe, ellos lo controlan
tutto por aquí. Y por eso, al final, la mayoría se queda en la cittá. Peone en
el ferrocarril o en alcuna fábrica, conductore de tranvía, ¡hasta polizia…!
¡Poverini! Laburando di sole a sole, tutti i giorni, ¿y para qué? Para, apena,
sobrevivir...
Ambos se quedaron callados por un segundo pensando en los miles y
miles de inmigrantes que llegaban al país todos los años, obligados a trabajar
hasta el límite de sus fuerzas para vivir.
–Y encima han cominciado a protestar –continuó Scansafatiga en un
arranque insólito de vitalidad–. Que siamo ya piú… más della mitad di
Buenos Aires, mentre el interior del paese sigue casi tan despoblado come
sempre. Que non siamo lo que pensaron cuando promovieron la inmigración.
Que en lugar del educado y laburador campesino sajón llegamo la lacra de
Europa, pobre, inculta, perseguida, anarquista… Que non queremo cambiar
le nostre costumbre y que, en cambio, cambiamo las de aquí. Que la lingua
ya non é igual… Que la comida ya non é igual…
Mientras Giuseppe se quejaba, Luciano se puso nuevamente en marcha,
dejándole antes unas monedas para la cena.
–¡No se preocupe! Aunque critiquen, ustedes ya son parte de nuestra
cultura, de nuestra identidad –le gritó desde la esquina–. ¡Y serán muy
importantes en la historia argentina! ¡Chau, Giuseppe!
–¡Ciao, pibe! ¡O sole… O soooole mio… Stanfronte a te… Stanfroooonte
a teeee…! –la melodiosa voz de Giuseppe Scansafatiga se coló durante unos
breves segundos por las chapas acanaladas de las casas vecinas y luego se
desvaneció por completo.
Media hora después, Luciano y un paquete de importantes dimensiones
estaban en la estación La Boca, esperando el ferrocarril. El dueño de un
comercio ubicado sobre la concurrida calle Pedro de Mendoza le había
encomendado entregarlo en las inmediaciones de la Plaza de Mayo. A la
salida del negocio, y rumbo a la estación, no se distrajo ni con los sonidos de
los talleres y proveedurías navales que se alineaban sobre la larga avenida,
la primera vía de enlace que tuvo el barrio con el centro de la ciudad, ni aun
con los tentadores aromas que emergían de las cantinas. Iba repasando parte
del diálogo que había mantenido con el comerciante.
–La cosa va de mal en peor, Luciano –le había dicho éste preocupado–.
La inflación nos está matando y es imposible conseguir un crédito que nos
permita aguantar la borrasca. ¿Y qué hace mientras el Gobierno? Vive una
fiesta alocada de despilfarro y corrupción.

311
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Esto se va a acabar pronto –había contestado él con la mirada dura y


la voz tensa–. Al gobierno de Juárez le queda poco tiempo. El doctor Alem
llamará pronto a un nuevo mitín. Él sabrá guiarnos…
El sonido del tren acercándose lo hizo salir temporariamente de sus
pensamientos. Era el servicio que hacía el tramo Buenos Aires-Ensenada y
vinculaba la zona portuaria con el centro de la ciudad. Subió a uno de los
vagones y avanzó por el estrecho pasillo hasta encontrar un lugar libre en
un pequeño compartimiento de cuatro asientos. Se sentó frente a la ventana.
Con el enorme paquete encima, Luciano miró las encrespadas aguas del río
sin verlas realmente. Su mente vagaba de la crisis económica a la corrupción
del gobierno y, de allí, al tema de los ferrocarriles sólo había un paso.
Por aquellos años varias eran las líneas que cruzaban Buenos Aires y
unían el interior del país con su puerto más importante. El primero había
sido el Ferrocarril del Oeste, el orgullo porteño, que comenzó a funcionar en
1857 cuando Buenos Aires vivía aquella eufórica y extraña experiencia de
ser una entidad autónoma, separada del resto de la Confederación. Nacido
de la iniciativa privada y luego adquirido por la provincia, el Ferrocarril
del Oeste ofrecía un servicio corto desde la Estación del Parque56, en Plaza
Lavalle, hasta Floresta, que luego se extendió a Moreno y Luján, permitiendo
que pequeños poblados como Flores y Caballito de a poco formaran parte de
una Buenos Aires que se expandía. A ésta le siguieron otras líneas, pues para
Alberdi, Sarmiento o Mitre serían los “caminos de hierro” los que permitirían
vencer la despoblación y la distancia, principales obstáculos para el desarrollo
argentino. Sí, pensó Luciano con tristeza, el tren era progreso, pero también
una fuente inagotable de negociados y corruptelas. El negocio ferroviario,
ahora mayormente en manos inglesas, dio para todo. Especulaciones con las
tierras vecinas a las vías férreas, fraudes y frondosas “comisiones”. Juárez
Celman se había dedicado sin ton ni son a vender a empresas británicas los
ferrocarriles en manos del Estado, desguazando y destruyendo negocios que
habían sabido obtener buenas ganancias y acrecentando una ya persistente
crisis económica. No por nada había quienes hablaban de un “infierno
ferroviario”…
El tren se detuvo un rato después en la concurrida Estación Central,
punto neurálgico donde se reunían todas las líneas en funcionamiento57.
Bastó salir de la Estación para encontrarse a sólo unos metros de la Plaza
de Mayo. Dejó el paquete de acuerdo a las instrucciones y pensó en volver
a la Boca inmediatamente, sin embargo, sintió que el río lo llamaba. Algo
de la pereza de Giuseppe parecía haberlo contagiado aquella tarde. Caminó
56 En la actualidad, sede del Teatro Colón.
57 Hoy, Paseo Colón y Bartolomé Mitre.
312
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

a paso tranquilo disfrutando del viento otoñal en la cara, primer alivio que
tenían después de tan caluroso verano. Pasó junto al edificio de la Aduana,
aquel que el Estado autónomo de Buenos Aires había mandado levantar en
1855 en base a los planos del arquitecto inglés Eduardo Taylor. Era una
impresionante construcción de forma semicircular construida sobre el río
detrás del antiguo Fuerte, ya derribado en aquel sector, que había logrado
atestiguar la importancia del comercio porteño y asombrar a los viajantes
que arribaban a su muelle con una vista imponente y soberbia. Con 5 pisos
y 51 almacenes fue en su tiempo el edificio más alto de la ciudad, aunque
al estar levantado sobre la barranca no se podía apreciar bien su altura. Pero
todo cambiaba, la ciudad cambiaba, y ahora que por fin había comenzado a
funcionar el Puerto de Madero pronto demolerían la Aduana y el muelle de
pasajeros. Unos minutos después, Luciano llegó hasta allí.
En la entrada del muelle varios grupos de viajeros se arremolinaban en
torno a un par de puestos ambulantes, cuyos blancos toldos crujían debido al
persistente viento. Atravesó con cuidado el enjambre de viajantes, vendedores
y equipaje diseminado por todos lados y se internó en una larga construcción
de madera que se adentraba en el río. Éste seguía encrespado y la escasa luz
que se filtraba por entre las densas nubes parecía darle un reflejo amarillo a
las aguas. Cientos de embarcaciones, de los más distintos portes y banderas,
flotaban más allá, lejos del muelle, con sus pabellones desplegados. Lo
atravesó por completo, caminando siempre muy despacio y llegó hasta la
casilla en la que un funcionario revisaba el equipaje de mano de los pasajeros.
Los baúles y grandes valijas, en cambio, debían ir directamente a la Aduana.
El barullo a lo largo de todo el lugar era importante. Se escuchaba la ruda
voz de los boteros, que ofrecían sus lanchas para llegar hasta los barcos
anclados lejos de la costa. ¡Por fin ya no eran necesarios aquellos rústicos
e incómodos carretones tirados por caballos! Y sus gritos y juramentos se
mezclaban con las despedidas que intercambiaban los que estaban ya en los
botes con los que quedaban en el muelle. Comenzó a volver sobre sus pasos.
Una bandada de muchachas elegantes, vestidas con túnicas de viaje claras,
sueltas, con ramos de flores recién cortadas en las manos, llamó su atención.
Y entonces… entonces la vio.
Al principio creyó que era una alucinación. La había imaginado tantas
veces aquellos días que recordaba con precisión cada uno de sus rasgos.
Sus cabellos de oro. Sus ojos de cielo. Sus mejillas de rosas. Sus labios de
fuego… Se acercó. La muchacha contemplaba preocupada cómo una señora
de abultadas carnosidades bajaba con dificultad los peldaños del muelle,
pispiando aterrada el bote al que debía treparse, que se sacudía impiadoso

313
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

por el vaivén de las olas.


–Hola otra vez –logró articular con dificultad una vez que estuvo lo
suficientemente cerca como para comprobar que no era una ilusión.
–Hola… –respondió ella al cabo de un rato, olvidada ya del riesgoso
embarque, con los ojos celestes brillándole con intensidad y la boca roja
abierta como una fruta madura.
–Che, Clara, ¿ese no es Álvaro? –la voz chillona de una amiga rompió el
sortilegio.
Todos giraron la cabeza para observar, en otro sector del muelle, a un par
de calaveras que daban el último adiós a una compañía de opereta italiana,
cuyo personal femenino, ni tan joven ni tan esplendoroso ahora como en el
escenario, era de todas maneras objeto de atenciones y requiebros.
–¡Sí! –gritó otra con voz más chillona aún– Sí, es tu novio. ¡Álvaro!
¡Álvaro!
Álvaro Carlos de Alvear abandonó la vista del cuerpo voluptuoso y algo
ajado que había saboreado abundantemente la noche anterior, para mirar al
grupito de niñas que lo llamaban. Era en verdad bastante mala suerte que su
noviecita hubiera ido a despedir a una amiga justamente en aquel momento
pero, sin alterarse, con gran parsimonia y exquisitas maneras, se despidió
galantemente de la actriz y se encaminó hacia ella.
Luciano lo vio acercarse. Arrogante. Espléndido. Con un cigarro en una
mano y el bastón en la otra. Chaleco blanco y zapatos charolados. Bigotes
en punta. ¡Tiene novio!, ¡y qué novio!, llegó a pensar antes de que el muelle,
el río, sus ruidos y pasajeros desaparecieran y su mente quedara anegada en
la más absoluta desesperación.

La Gula
Dio una y más vueltas entre las sábanas de seda hasta que por fin abrió los
ojos. Había dormido poco. Mal. Un rostro fresco y jovial, unos ojos verdes,
redondos y curiosos, eran los rasgos del hombre sin nombre que acosaba
su mente. No sabía nada de él, excepto lo que podía deducir de sus ropas
de paño y brin y, sin embargo, la llevaba en sueños a lugares nunca antes
vistos, a sensaciones nunca antes experimentadas. Sonrojada y confundida,
Clara se levantó de la cama y cubrió su camisón de raso blanco con un
deshabillé del mismo género. Atravesó el amplio dormitorio para meterse en
su cuarto de vestir. Un gran espejo biselado le devolvió la figura y se asustó.
Nunca había visto sus ojos tan celestes, sus labios tan rojos, sus mejillas
tan sonrosadas. Nunca había sido tan consciente de su cuerpo. Nunca había
sentido esa necesidad de ser tocada… Cerró los ojos y se apartó del espejo.

314
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Atravesó rauda los muebles de nogal estilo Luis XV y el inmenso ropero de


tres cuerpos que componían el vestidor y se adentró en el cuarto de baño.
Abrió la canilla y un abundante chorro de agua emergió del lavabo. La dejó
correr unos segundos, ignorando en su juventud que algo tan simple como
eso hubiera costado añares y que, pese a los avances, aún eran unos pocos
los que podían disfrutarlo en la ciudad. Juntó una buena cantidad de agua
fría entre sus manos y se empapó la cara, esperando que ésta pudiera apagar
el incendio que sentía por dentro.
Él no puede ser para mí, se dijo intentando sonar convencida. No puede.
Salió de su habitación y se paró unos segundos frente al cuarto que había
sido de la abuela Catalina. ¡Cómo te extraño!, suspiró angustiada. Se sentía
tan sola. Necesitaba de su consejo, aunque, lo intuía, éste no hubiera sido
el que ella estaba esperando en ese momento. La abuela nunca se había
achicado ante el amor. Bajó. Su habitación estaba en el primer piso de la
mansión, como todos los dormitorios y estancias privadas de la familia.
No usó la escalerita de servicio que el personal doméstico utilizaba para
descender al “piano nobile” de la casa o para subir a las buhardillas, donde
estaban sus dependencias, y que ella misma solía usar, sino que esta vez
lo hizo por la escalera principal. Ancha y curva, soberbia y magnífica, la
suntuosa escalera de mármol desembocaba justo en las salas destinadas a las
recepciones. Caminó con parsimonia por salones repletos de mesas y mesitas,
sillones, sofás, cortinados, cuadros, estatuas y jarrones, cerámicas francesas,
biombos, vitrinas y marfiles, siguiendo aquella moda de acumular y ostentar
a la que su madre era tan afecta. Sus pisadas sonaban amortiguadas por las
mullidas alfombras de Obusson y así, silenciosamente, pasó sus manos por
los inmensos gobelinos que cubrían paredes enteras, dejando ver poco y
nada la seda color rosa pálido que las revestía. Rococó, recargado, oscuro,
agobiante… de pronto se sintió asfixiada entre la desmesurada riqueza de
aquellos salones. Él no puede ser para mí. No puede. Deseó que en ese
mismo momento, en pleno día, se encendieran las luces. Pese a que varias
casas de la zona tenían luz eléctrica, la suya seguía iluminada a gas. Su padre
decía que la otra era más peligrosa que útil. Claro que eso también lo dijeron
cuando en 1856 comenzaron a colocar el alumbrado a gas en reemplazo de
los viejos faroles de aceite y querosén. Pero bueno, la luz a gas era buena
y ella amaba cuando el mayordomo, subido a lo alto de una escalerilla,
prendía una a una las bujías de la gran araña de cristal de roca y entonces,
como por arte de magia, la luz se multiplicaba en cada uno de sus caireles
reflejándose en el techo pintado, en los espejos de Venecia de las consolas,
en las molduras doradas de los majestuosos sofás de caoba y de nogal.

315
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Un ruido estridente la sobresaltó. Escuchó a su padre entrar en el cuartito


del teléfono y cerrar la puerta con estrépito. Se ve que era una llamada
importante. En 1881 ella era aún una niña, de hecho ahora sólo tenía
diecisiete años, pero recordaba perfectamente el día en que aquel extraño
aparato funcionó por primera vez. Aclarándose la garganta, Juan Díaz de
la Vega había dado vuelta la manija lateral del teléfono y levantado el tubo.
Con nerviosismo, esperó a que apareciera la voz de la operadora y entonces
pidió, con su voz rasposamente autoritaria, que lo comunicara con el
Presidente Julio Argentino Roca. No sabía el número pero no importaba. En
ese entonces no había más de cuarenta abonados y la operadora los conocía a
todos. Habían pasado los años, los abonados eran ya seis mil, y no había más
comunicaciones entre su casa y la de la familia Roca. No al menos desde que
su padre se había transformado en uno de los incondicionales del Presidente
Juárez Celman.
Se alejó silenciosamente. Un aroma a pan y mermelada la guió hasta las
cocinas. Tenía hambre. Cuando entró, mate y chocolate eran preparados en
la gran cocina económica, metálica y aparatosa, que devoraba kilos de leña
y carbón y reemplazaba al viejo fogón.
–¡Niña Clara! –exclamó la cocinera al verla, exagerando un dudoso
acento francés en la pronunciación. Es que tener un cocinero de ese origen
era un rasgo de distinción entre las familias ricas y la principal razón de su
contratación–. Vaya para el comedor que enseguida le sirvo el desayuno.
Clara asintió y comenzó a salir de la cocina cuando escuchó un cuchicheo
acalorado en un extremo oscuro de la misma, entre hileras de cacerolas,
prensas y sartenes. Reconoció de inmediato la enorme figura de Antonio,
el secretario, edecán y, como él gustaba llamarse, valet de chambre de su
padre. Claro que no era difícil de identificar. Barriga gigante y talle corto.
Gran papada. Respiración cavernosa.
–Te dije que no vinieras aquí –alcanzó a oír Clara que él decía. Se
sorprendió, pues de ordinario Antonio era la persona más amable y simpática
del mundo.
–Buen día, Antonio –lo saludó mientras se acercaba y contemplaba con
espanto a la mujer que conversaba con él. Nunca había visto nada semejante.
La muchacha era más un espectro que una persona. Pálida, demacrada,
macilenta. Frágil como un fantasma. Como para que no quedaran dudas del
mal que la aquejaba, antes de que Clara pudiera continuar, un fuerte acceso
de tos la dejó más ojerosa aún. Tuberculosa, seguro–. ¿Quién es la señorita?
– preguntó al fin cuando las toses remitieron un poco.
–Eh… –replicó confundido él aplastando su gigantesca humanidad contra

316
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la pared enlosada de la cocina. Varias gotas de sudor aparecieron en su


frente, recorrieron los inmensos cachetes y desaparecieron en la voluminosa
papada. Sin embargo, se las arregló para sonreír, como siempre–. Es…
María… María Sosa… ejem… mi prima. Y ya tiene que irse.
–Pero no está bien. Debería verla un médico…
–No se preocupe, señorita Clara. Yo me ocupo. Usted vaya a desayunar,
debe tener hambre… –la interrumpió nervioso. El que tenía hambre era él.
No bien Clara se retiró recelosa de la cocina, Antonio echó a su supuesta
prima y se desplomó en la primera silla que encontró. ¡Qué día tenía hoy! ¡Y
todavía no había podido desayunar! Eso lo desesperaba más que cualquier
otra cosa. La comida lo era todo para él, pues cuando comía tragaba no
sólo el alimento sino también las angustias, las humillaciones, el universo…
No había límites, no había tiempos, no había reglas. En su voracidad solía
quemarse las encías y el paladar por no esperar, pero tras comer seguía
con hambre. Siempre tenía hambre. Intentaba no pensar en su vida antes
de los Díaz de la Vega, pero a veces se le colaban imágenes, terribles
imágenes… Aunque desde hacía unos años estaba habituado a comer en
vajilla de porcelana de Limoges, aún no hacía distingos con lo que se llevaba
al estómago. Podía comer la elaborada cocina francesa que se preparaba
en la casa o los exquisitos platos servidos en el Café de París, tanto como
el bacalao de la Fonda de la Catalana o los inmensos bifes de vaca fritos
en grasa de la Fonda de la Buena Sopa. Podía devorar tanto platos criollos
tradicionales, como el locro o el puchero de gallina, como aquellos traídos por
los inmigrantes y que ya estaban cambiando el menú porteño. Los tagliarini
y ravioli italianos, las tortillas españolas, los embutidos, el minestrón y la
buseca. Podía mezclar la fainá genovesa con la pizza napolitana. Ninguna
combinación era imposible. Ningún límite podía oponerse a su compulsión.
Y a pesar de las indigestiones que cada tanto pretendían moralizar a su
estómago, nada impedía que durante las noches, y a puras cucharadas,
deglutiera el dulce de leche que los Casares, amigos de la familia, producían
en su campo La Martona.
Quería saborear ya el espeso chocolate de Godet que la cocinera le
había preparado especialmente para él, lo necesitaba, pero sabía que algo
no andaba bien. Clara se había retirado de la cocina con aquella expresión
mezcla de confusión, terquedad y desafío que a veces ponía… y cuando ello
ocurría sólo significaba una cosa. Problemas. Tenía que encontrarla antes
de que descubriera algo. Con dificultad se levantó de la silla, le echó una
anhelante mirada a su chocolate, y caminó hasta una estrecha escalerita que
conducía al sótano. Bajó resoplando, intentando que su inmensa humanidad

317
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

no rodara escalones abajo. Llegó así al área de las cocheras y depósitos. Pero
no sólo de eso. Cuando la vio parada frente a aquella puerta supo que había
hecho bien en acudir.
–¡Señorita Clara!, pero, ¿qué hace por acá?
–Nada, Antonio, sólo tenía curiosidad…
–Sabe que a su padre no le gusta que andemos por aquí. ¿Quiere que me
reprenda por eso?
–¡Oh, no! ¡Claro que no! –exclamó ella acongojada.
Hacía sólo cinco años que estaba con ellos, pero de todos los habitantes
de la casa, sacando a la abuela, Antonio era el que mejor le caía. Era un
gordo manso y bonachón y cuando reía, ocasionando que su abultado vientre
se moviera como una gelatina, lograba ahuyentarle un poco las sombras que
habitaban su hogar.
–Bueno, entonces, será mejor que… –la frase quedó interrumpida cuando
una campanilla resonó por toda la mansión. Era el patrón que lo llamaba –
mejor subamos. Está visto que hoy no podré desayunar…
Un rato después, y sin que Antonio pudiera tomar su chocolate, Juan
Díaz de la Vega y su edecán bajaban la ancha escalera de mármol que
conducía al vestíbulo. La entrada del palacete era espectacular. Tenía las
paredes pintadas al óleo, el artesonado del techo profusamente decorado
y dos grandes jarrones custodiando el pie de la escalera. Lo atravesaron
como una exhalación al tiempo que el portero les abría el pesado portón
de madera. En la calle, sobre la Avenida Alvear, los esperaba el magnífico
landolet de la familia, uno de los pocos de la ciudad con su capota plegadiza
y el monograma de su dueño en los faroles. Mientras ascendían con cierta
dificultad, Juan por viejo, Antonio por gordo, resonaron las campanas de
la cercana Iglesia del Pilar. Poco después, dejaron atrás las alamedas de la
Recoleta y avanzaron por la espectacular Avenida.
A partir de la epidemia de fiebre amarilla de 1871 y con más intensidad en
los años posteriores a 1880, las familias con mayores recursos económicos
emigraron de los tradicionales barrios ubicados al sur de la ciudad a otros en
la zona norte. Y así, abandonaron las viejas casonas coloniales por palacetes
y majestuosas mansiones de estilo francés que mandaron construir a lo largo
de la Avenida Alvear y en los alrededores de la Plaza San Martín. La Avenida
Alvear fue trazada en 1885 por el entonces Intendente Torcuato de Alvear y
bautizada en homenaje a su padre, el ex Director Supremo Carlos de Alvear.
Recorrerla era un poco como ir de visita a París. El landolet cubrió a buen
galope el trayecto hasta la Plaza San Martín y desde allí enfiló hacia el centro.
Antonio intentaba decidir si contarle o no a su patrón que la niña Clara

318
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

había querido entrar otra vez en el cuartito del sótano. El rostro pétreo y severo
de Juan lo hizo desistir. Conocía de sobra el carácter colérico y cascarrabias
del hombre del que dependía, su temperamento brutal y sanguinario, y no
deseaba en absoluto ser víctima de una de sus rabietas. Sabía con certeza
que algo malo había ocurrido. Los gritos en el cuarto del teléfono. La salida
intempestiva de la casa. Su desayuno sin probar sobre la mesa de la cocina…
El semblante de Díaz de la Vega se endureció aún más cuando doblaron
en la calle San Martín. El viejo barrio inglés se había transformado en el
centro financiero y comercial de la ciudad. En él tenían sus oficinas casi
todos los bancos que funcionaban en la Capital. Y eran muchos. Hasta
1887 funcionaron sólo bancos privados de crédito, como el de Londres por
ejemplo, siendo el Banco de la Provincia de Buenos Aires el único habilitado
para emitir moneda. Pero ese año el Presidente Juárez Celman impulsó una
ley por medio de la cual cualquier sociedad podía establecer bancos de
depósito y también de emisión. La consecuencia de semejante medida fue
que proliferaron bancos de todo tipo, carentes de la más mínima solidez
financiera, que comenzaron a emitir moneda. El circulante se duplicó en
poco tiempo, se empapeló el país con innumerables monedas distintas que
nadie aceptaba, el oro no paró de subir y la vida se encareció notablemente…
Mientras el landolet pasaba frente a aquellos edificios de estilo victoriano
que intentaban aparentar desde lo edilicio una solidez que en verdad la
mayoría no tenía, Juan esbozó un amago de sonrisa. Murmuró algo para sí,
pero el griterío que dominaba la calle lo sepultó. No por nada a San Martín
la llamaban “la calle de los tímpanos rotos”.
Poco después se encontraron frente al edificio moderno y elegante de
la Bolsa de Comercio58. Un mundo de carruajes llenaba la plazoleta de
la institución. José, el cochero, detuvo el landolet como pudo y, con más
dificultad aún que en la subida, Juan y Antonio descendieron del coche.
Tuvieron que abrirse paso a empellones entre los caballos que pacientemente
esperaban a sus dueños para poder cruzar la calle y llegar al vestíbulo del
edificio. Otro tanto debieron hacer allí dentro. Los que no eran socios
de la Bolsa debían hacer antesala en el vestíbulo, y aquel día éste estaba
abarrotado. Juan, que sí lo era, se internó en una galería que lo llevó directo
al hall principal. La luz, casi ya del mediodía, se colaba tímidamente por
las altas ventanas y rebotaba, más tímidamente, en los arcos y paredes
color terracota del salón. El ir y venir de gente era constante así como el
rumor de las conversaciones que se levantaban, agitadas, envueltas en
el vaho de los cigarros. Se acercó a la reja que separaba el hall principal

58 Ubicada en las actuales calles San Martín y Perón.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

del recinto destinado a las operaciones. Era evidente que la rueda estaba
muy agitada. Los corredores gritaban como locos, más que de costumbre,
gesticulando exageradamente y discutiendo entre sí tal como si estuviesen
dirimiendo una contienda de taberna. Algo andaba mal. Muy mal. Por eso
su corredor lo había llamado por teléfono. Por eso él estaba allí. Miró de
reojo a su alrededor. El grupo que lo acompañaba era de lo más variopinto.
Él, miembro de la oligarquía más tradicional, codo a codo con el fastuoso
banquero, el mozalbete recién iniciado en las lides bursátiles, el estafador,
el apostador, el usurero… Todos, hermanados, apiñados tras la reja con los
pescuezos estirados y los ojos desmesuradamente abiertos en angustiosa
expectativa, siguiendo con fijeza hipnótica los movimientos de la mano
del apuntador, el cual, subido a su tarima, anotaba las operaciones en las
pizarras del fondo. Ese día, estaba visto, todos perderían. Ese día la Bolsa
no sería la cueva de Alí Babá y la lámpara de Aladino que había sabido ser.
Quizás no volviera a serlo nunca más. Ella, que había hechizado, atrapado
y deglutido a tantos pequeños comerciantes o profesionales que decidieron
abandonar sus esforzadas carreras para dedicarse a especular con el oro y
los títulos de renta, trabajo cómodo y lucrativo, aparentemente, que había
hecho nadar en riquezas a muchos que hasta el día anterior no tenían dónde
caerse muertos… Espejitos, espejitos de colores que ese día se romperían
mostrando su más cruda realidad.
–Mangia, Luchiano, mangia che ti fa bene –lejos del crack de la Bolsa,
Giovanna Colombo observaba preocupada a su hijo. Ese hijo tan lleno de
fe y de convicciones, que no sabía de dobleces ni de renuncias. ¿Por qué
a los hombres les daba esa pasión por la política cuando a las mujeres les
provocaba tanto pavor?
–No puedo, mamma, no puedo.
Hizo un esfuerzo por comer los tagliarini con tuco que tenía enfrente.
Estaban riquísimos, su madre era una experta cocinera. El aroma de la salsa
había inundado la espaciosa aunque sencilla vivienda de los Acosta en la
Boca. Pero no era la política lo que había cerrado su estómago. Era Clara.
Era saber que tenía novio. Era haber visto al apuesto, rico y arrogante joven
que su familia había elegido para ella. ¿Qué hacer? ¿Olvidarla?
¿Es que podría alguna vez?
Se levantó de un salto dejando una parva de tagliarini en el plato y se
dispuso a marchar.
–Tengo que irme –anunció sin más detalle.
Estampó un rápido beso en la mejilla de su madre, que quedó aún más
preocupada que antes, y saludó con un cabezazo a su padre, que estaba

320
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

sentado en un sillón de la sala. Julián cada vez podía moverse menos, la vieja
herida de Vuelta de Obligado lo estaba dejando inválido, pero sus despiertos
ojos verdes se clavaron en los de su hijo.
–No es bueno empecinarse en un imposible, m´hijo –le advirtió desde el
sillón. Él sabía muy bien por qué lo decía.
Marchó a la estación. Su padre le había dado un buen consejo pero no
era el que quería, así que iría en busca de otro. El consejero elegido era
más joven que él, tenía apenas veinte años, pero con la sabiduría de quien
ha debido valerse por sí mismo desde niño. Era su amigo “el Ruso”. De
familia judía, había venido con su padre tras ser expulsados de la Rusia
zarista. Muy poco después el padre murió trabajando como peón en el
ferrocarril y él, con tan solo once años de edad, quedó solo en un lugar ajeno
y aún desconocido. Sin embargo, no era de los que se amilanan ante las
adversidades. Con astucia y rapidez para los negocios se ganó durante años
la vida como canillita. Y cuando ya estuvo grande para andar vociferando,
corriendo y trepando a trenes y tranvías, reclutó a un puñado de niños, tan
desamparados como él, y los puso a trabajar su servicio. Él corría el riesgo
de elegir qué diarios comprar y en dónde venderlos. Ellos ponían sus piernas
y sus potentes gargantas para que al final del día no les quedara uno solo.
Ello le permitía vivir e incluso le dejaba algún dinerillo extra que estaba
empezando a invertir en diferentes tipos de negocios.
Un rato después, llegó a la Plaza de Mayo. Se paró en una de sus esquinas,
frente al Congreso Nacional, y contempló la amplia perspectiva que se abría
desde allí. Claro que no había sido siempre así. Fue recién en 1884 cuando
unos doscientos trabajadores municipales comandados por el enérgico
y europeizador Intendente Torcuato de Alvear demolieron en sólo un par
de horas la vieja Recova que atravesaba la plaza, echando a sus últimos
ocupantes. Sin la Recova, la Plaza de la Victoria se unió a la descampada
Plaza 25 de mayo, o Plaza del Fuerte, formando un único espacio abierto.
Árboles, plantas, estatuas y otros adornos embellecieron la siempre seca
y despoblada Plaza Mayor. Además, con semejante extensión, la histórica
Pirámide de Mayo, recubierta y embellecida por Prilidiano Pueyrredón en
1857, fue trasladada al centro.
Necesitó sólo de unos minutos para divisarlo. Repartía una enorme pila
de diarios entre un enjambre de mocosos, corriendo de un lado a otro con ese
andar tan suyo, siempre inclinado hacia adelante como si estuviera a un tris de
caerse. Aun a la distancia divisó sus grandes orejas y la inconfundible nariz
propia de los hijos de Israel. Atravesó la plaza caminando a su encuentro.
–¡Ruso! –gritó en cuanto estuvo más cerca.

321
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–¡Luciano! –contestó él con una gran sonrisa que apretujó los numerosos
granos que le poblaban la frente. Sí, el Ruso no era un adonis– ¡Pero qué
facha! ¿Qué pasa? Vamos, che,… desembuchá…
No necesitó que se lo pidiera dos veces.
–Mi amigo… –le dijo una vez que Luciano terminó de hablar– Yo sé lo
que estás necesitando. Vení.
Lo llevó hasta la esquina justo a tiempo para ver acercarse a uno de
los tranvías a caballo de la línea el Anglo que tenía parada justo frente a
la entrada de la Casa de Gobierno. Trotando desde 1870 como transporte
urbano independiente, la ciudad se fue entretejiendo con sus rieles y
parecía que ya no había calle por la que no pasara. Así, el tranvía impulsó
el desarrollo de barrios cada vez más alejados del centro permitiendo de a
poco la descentralización de la planta urbana. Se lo tomaba para trabajar
y también para pasear, por eso los fines de semana los que iban a Flores,
Belgrano, Tigre o Barracas lo hacían repletos de familias y paseantes.
–¿Qué es lo que necesito? ¿El tramway? –preguntó Luciano confundido.
–No, gil, claro que no. Lo que necesitás es eso –dijo el Ruso teatralmente
mientras señalaba en dirección a un grupo de niñas que en plan de paseo se
acercaban al tranvía levantando con maestría ancestral sus largas polleras,
de manera de no ensuciar los ruedos de los vestidos con las múltiples
porquerías de la calle. No eran ellos los únicos que estaban ahí. Una legión
de mirones se apostaba en aquel lugar religiosamente, a intervalos regulares,
para observar a las damas subir el alto pescante de los coches y atisbar de
esa manera la dulce curvatura de algún tobillo que de otra forma no les sería
develado–. Mujeres –continuó el Ruso sin quitar la vista de las féminas–.
Eso es lo que necesitás. Olvidarte de esa que no es para vos. ¡Mirá que
preciosuras! –siguió adelante entusiasmado–. Bueno, hay algún que otro
bagallo, sí, pero otras son hermosas, sobre todo, ¡esa!
Todos los “pescadores de tobillos” reunidos en tan estratégico punto
enfocaron la vista en una preciosa joven, luminosa, distinguida, angelical…
Sin dudas, el suyo sería uno de los tobillos recordados por largo tiempo en sus
charlas de café. Cuando el mayoral hizo sonar la campañilla para reiniciar el
recorrido, Luciano salió disparado, se metió por delante de los caballos que,
cansados y maltrechos, empezaban a moverse sólo por los crueles latigazos
del cochero, y se trepó como un gato al tranvía. Con la respiración agitada y
los insultos del mayoral aún azuzando sus oídos, atravesó al vagón, abierto
porque todavía hacía calor, hasta llegar a su destino.
–Buenas tardes, señorita Díaz de la Vega. Gusto en saludarla. No he tenido
antes la oportunidad de presentarme. Soy Luciano Acosta, para servirle –le

322
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

dijo, luego de recuperar el aire, con aquella voz profunda y arrabalera con
la que solía conquistar a las mujeres. Afortunadamente, ella tampoco fue
inmune.
–Buenas tardes, señor Acosta –replicó sonrojada, estúpidamente feliz de
saber al menos su nombre.
Luciano echó sin mucho preámbulo al tosco italiano que sentado al lado
de Clara comía un trozo de pizza fría y ocupó su lugar. Su brazo rozaba
el de ella. Su nariz olía el perfume a violetas y cedrón. Ya nada importó
para ambos. No escucharon la estridente corneta que el cochero hacía sonar
religiosamente al cruzar cada bocacalle. No escucharon los cuchicheos de
las amigas de Clara, que no podían creer que ella mantuviera conversación
con alguien tan por debajo de su nivel. No escucharon los potentes gritos
de los canillitas, siempre alegres, siempre bulliciosos, que subían y bajaban
de la jardinera gambeteando entre caballos y carruajes. No advirtieron
que pasaron más de media hora esperando frente a la casa de uno de los
ministros del gobierno, pues cuando el tranvía pasaba frente al domicilio de
alguien importante paraba y esperaba lo que fuese necesario si es que éste
estaba interesado en subir. No advirtieron nada, salvo el milagro de aquella
conversación robada a los sueños. No escucharon nada, excepto sus voces y
deseos. La garganta de Luciano se quebró cuando preguntó por Álvaro. Los
ojos de Clara se enturbiaron cuando habló de él.
–Búsqueme, Clara. Si algún día necesita huir de todo, si en algún momento
cree que nadie puede ayudarla, búsqueme. Yo estaré ahí para usted.
El tranvía ya recorría nuevamente el óvalo imperfecto de la Plaza de Mayo
para cuando Luciano le enseñó cómo ubicarlo y la obligó a memorizarlo.
–Búsqueme y ahí estaré. Se lo prometo –los caballos se detuvieron al fin
y las amigas de Clara se la llevaron a rastras del vagón. Aún sentía el brazo
de ella rozando el suyo. Aún podía oler su perfume–. ¡Se lo prometo! –gritó
sacando la cabeza a través del coche abierto.
Una ráfaga de viento, frío, fue la única respuesta que recibió. Pronto
deberán cambiar los vagones por los cerrados, pensó mientras bajaba él a su
vez. Luego, silbando un tango, comenzó a desandar feliz el camino a través
de la centenaria Plaza de Mayo.

La Envidia
–¡Vasco! ¡Vasco!
Luciano divisaba la alta y corpulenta silueta de su amigo no tan lejos
de él, pero el gentío que ese mediodía ingresaba lentamente por la ancha

323
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

puerta del Frontón Buenos Aires dificultaba el acercamiento. El lugar ya


estaba desbordado, lo mismo que las calles adyacentes. La Unión Cívica
había organizado una multitudinaria manifestación que venía a romper con
el hegemonismo del Partido Autonomista Nacional. Algo así como un feo
grano en la nariz del oficialismo. Y ellos no estaban acostumbrados. La
organización partidaria de la Argentina había sido siempre rudimentaria y
endeble, más propensa a los personalismos que a las instituciones. Tenía,
además, una corta vida. Tras la derrota de Rosas, a las fuerzas federales de
Urquiza se le opusieron las liberales porteñas. El Partido liberal, heredero
de las ideas de la Generación del 37, creía que el progreso vendría con los
ferrocarriles, la inmigración y el dinero inglés. Pero si bien todos estaban
de acuerdo en aquel credo básico, pronto dos facciones lo llevaron a la
división. Por un lado, los “nacionalistas” de Bartolomé Mitre, que pretendían
nacionalizar Buenos Aires para someterla al poder central. Por el otro,
los “autonomistas” de Adolfo Alsina, que abogaban por la conservación
de la independencia de su provincia. La muerte de Alsina en 1877 y la
candidatura de Julio Argentino Roca para la primera magistratura del país
en el 80, trajeron grandes cambios en el autonomismo, que se reconvirtió
en el flamante Partido Autonomista Nacional, el poderoso P.A.N., a través
de la alianza de los sectores políticos del interior (representados por la
Liga de Gobernadores) con los grandes ganaderos y hombres de negocio
porteños. Personalidades como Diego de Alvear, Carlos Casares, Saturnino
Unzué o Juan Díaz de la Vega apoyaron sorpresivamente la candidatura
del militar tucumano. Durante toda la década de 1880 el proceso político
estuvo protagonizado exclusivamente por el P.A.N. El partido liberal de
Mitre permanecía marginado de los cargos gubernamentales, como lo estuvo
desde el fin de la presidencia de su líder, el viejo autonomismo fue absorbido
por el nuevo partido y los incipientes movimientos obreros, de tendencia
anarquista, aún eran fácilmente neutralizados. Pero esto se rompió con el
surgimiento de la Unión Cívica el año anterior.
–¡Vasco! ¡Por acá! –gritó más fuerte aún, intentando llamar la atención
del muchacho vestido con boina y pantalón ancho, de movimientos atléticos
y aire satisfecho que estaba unos metros delante de él.
Pero eran muchos los que estaban delante de él. Todo había comenzado
con un banquete organizado por los “incondicionales” del Presidente Juárez
Celman, intentando mostrar poder y cohesión, que ocasionó como respuesta
una gran manifestación de repudio. El 1° de septiembre de 1889 más de tres
mil personas se concentraron en el Jardín Florida, un café concert al estilo
parisino ubicado en las calles Florida y Paraguay. Aquella reunión resultó

324
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

ser el puntapié inicial de la Unión Cívica de la Juventud, una coalición


opositora en la que participaron fuerzas políticas de distinto signo: el partido
nacionalista de Mitre, dirigentes alejados del P.A.N. tras la asunción de Juárez
Celman, la Unión Católica (originada como fuerza política tras el repudio
a la ley de educación laica impulsada por Sarmiento) y un grupo militante
fiel al viejo autonomismo porteño, en el que sobresalía Alem. A ellos se
les sumaba una fuerte adhesión de la juventud y de la burguesía capitalina.
Desde un comienzo, la Unión Cívica se mostró como una alternativa al
conservadurismo gobernante, estableciendo numerosos comités donde los
sectores medios y humildes encontraban atención médica o jurídica, incluso
algún empleo, y en donde se dirimían las cuestiones políticas, a diferencia de
los clubes, como el del Progreso o el Jockey, donde los miembros de la clase
alta solían arreglar los asuntos públicos en su provecho. Mucho se había
trabajado desde el año anterior y ahora eran más de diez mil los que aquel
soleado domingo, 13 de abril de 1890, colmaban el Frontón Buenos Aires.
–¡Luciano! ¡Pero qué dices, hombre! Es increíble que nos hayamos
encontrado en este gentío –dijo con su estentóreo vozarrón el vasco Vellés
mientras le daba a Luciano un abrazo de oso que casi le quiebra la columna
y lo deja aplastado entre sus pectorales de mármol y sus bíceps de acero.
Es que el vasco era tan forzudo como cariñoso. Una especie de niño en el
cuerpo de un gigante.
–Sabía que andarías por acá.
El Frontón Buenos Aires, ubicado en la calle Córdoba al 1100, no era
desconocido para ninguno de los dos, especialmente para el vasco. Todas
las madrugadas, el honrado y laborioso español repartía leche en su viejo
carro provisto de grandes y pesados tarros de hierro, pero por las tardes
no se perdía un solo partido de pelota a paleta. El juego, de origen vasco,
contó siempre con muchos seguidores y para practicarlo sólo bastaba una
pared. Los frontones, entonces, proliferaron. Las canchas del Laurak Bat
o del Frontón Buenos Aires eran las más grandes y conocidas y atraían no
sólo a los que lo practicaban sino a los que tenían en él intereses menos
saludables. Muchos miembros de la elite arriesgaban en apuestas de juego
grandes sumas de dinero, obtenidas frecuentemente en la facilidad de los
negocios bursátiles.
–¿Cómo te fue anoche?
–Pues mejor imposible, chaval. Gané todos los partidos y me he levantado
unos buenos billetes, así que esta noche la festichola la invito yo… –aunque
los vascos eran de por sí sobrios y ahorrativos, en sus reuniones eran muy
gastadores– El ricachón estaba feliz.

325
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Me imagino –contestó Luciano con una sonrisa displicente en el rostro


que pronto se convirtió en una mueca de pavor. El bacán, o el ricachón,
como ellos lo llamaban, era uno de aquellos tantos señoritos de clase alta
que gastaban a manos llenas su dinero en apuestas y placeres. Al mismo
tiempo que el nombre de aquel jugador empedernido venía a su mente,
un gusto amargo le llenó la boca… Álvaro… Álvaro de Alvear era quien
frecuentemente apostaba por su amigo y le daba una comisión de lo ganado.
El estómago le dio un vuelco y sintió que las náuseas lo dominaban. ¡Cuántas
veces habían recorrido cantinas y tabernas con el dinero de las apuestas!
¡Cuántos vasos de ginebra y de grapa ahogados en los acordes desafiantes de
un tango arrabalero! ¡Cuántas mujeres disfrutadas en los piringundines del
bajo! ¡Y todo con el dinero del novio de Clara!
–Pisamos el único y el último punto de terreno constitucional del que no
hemos sido expulsados. Mantengámonos en él, con el firme propósito de
reconquistar el terreno perdido…
Luciano no había escuchado el Himno Nacional y recién salió del espanto
cuando vio al ex Presidente Bartolomé Mitre dirigirse a la multitud para dar
la primera alocución de la tarde. Fue un discurso opositor pero moderado,
como lo era el mismo Mitre, quien ya desde su asunción en 1862 como primer
Presidente de la Argentina unificada, exhibió una gran moderación, paciencia
y flexibilidad política. Muchos creyeron que él sería, finalmente, el artífice
de la unidad política argentina, aunque para ello debiera usar el garrote y el
fusil. Muchos terminaron decepcionados por su dudoso desempeño como
militar y su debilidad como gobernante. Pero el tiempo había pasado desde
entonces y no pocos pensaban que, en aquellos momentos en que la patria
no estaba aún consolidada, se hizo lo que se pudo, con los métodos que se
tenían a disposición. El moderado discurso de Mitre provocó a su término
un amplio aplauso en el auditorio pero, aunque corría un vientecito más bien
frío, los ánimos estaban caldeados, tanto que hasta se distinguían puñales
y revólveres bajo las chaquetas y los ponchos. Sus dueños querían otra
cosa, más visceral, más incisiva y quien se las dio fue, sin dudas, el Doctor
Leandro Alem.
Una poderosa ovación resonó en las instalaciones del Frontón cuando la
romántica y melancólica figura de Alem apareció en la tribuna con su larga
barba de profeta, vistiendo un ceñido y austero traje negro.
–He sido nombrado Presidente de la Unión Cívica y en tal carácter no
voy a omitir ni fatiga, ni esfuerzo, ni sacrificios para responder a la patriótica
misión que se me ha confiado…
Pálido, con su habitual gesto adusto plantado en el rostro y los ojos en

326
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

llamas, comenzó su discurso ante un auditorio que lo escuchaba casi con


idolatría. Curiosa era, en verdad, aquella situación, pues nunca antes había
estado él en primera plana. Durante su militancia en el viejo autonomismo
alsinista no fue más que un dirigente parroquial y como diputado únicamente
alcanzó a brillar fugazmente en el debate sobre la capitalización de Buenos
Aires, a la que se oponía, para regresar luego a la oscuridad. Nadie se
acordaba ya de él cuando la gente joven descubrió su aire apostólico en el
Jardín Florida y lo convirtió en la contrafigura de Juárez Celman, que cada
día atraía más el repudio de la ciudadanía. “Si alguna vez necesitáis la ayuda
de un hombre joven con largas barbas blancas, pronunciad mi nombre y
correré presuroso a ocupar mi puesto”, había dicho en aquella ocasión. Y la
gente gritó su nombre con ilusión, celebrando la llegada de quien, íntegro
y sincero, parecía la viva encarnación de la decencia frente a la corrupción
generalizada del Gobierno. Luciano, además, admiraba profundamente cómo
el doctor Alem había superado la traumática muerte de su padre, fusilado por
mazorqueros tras la caída de Rosas junto al sanguinario Cuitiño, entre otros.
Se sentía identificado. Su propio padre hubiera tenido seguramente el mismo
final de no haber sido… por un Díaz de la Vega. Otra vez. El hermoso rostro
de Clara hizo que se perdiera parte del discurso. A veces tenía la sensación
de que su voluntad no tenía la más mínima intervención en el asunto, que
era cosa del destino. ¿Es que sus familias ya se habrían encontrado otras
veces en el pasado? El griterío de la gente lo trajo de vuelta al mitín. Alem,
con su discurso de barricada, alborotador e intransigente, como decían en el
oficialismo, gritaba con emoción:
–¡Buena política quiere decir respeto a los derechos!; ¡buena política
quiere decir protección a las industrias útiles y no a las especulaciones
aventureras!; ¡buena política quiere decir exclusión de favoritismos!...
Para muchos aquel debió haber sido el final de la reunión. Pero faltaban
otros discursos. Varios más. El del autonomista Aristóbulo del Valle. El del
católico Pedro Goyena. Y más. Luciano se movía inquieto en su sitio. El
discurso de Alem lo había llenado de energías, de ganas de entrar en acción. El
vasco había dejado de escuchar hacía rato. Las palabras nunca le interesaron
demasiado. Él haría lo que Luciano le indicara, tal era la confianza que tenía
en su amigo. Por eso, ambos asintieron entusiasmados en cuanto el Ruso,
llegado en medio del discurso de Mitre, les propuso:
–Esto va para largo. ¿Qué tal si nos vamos al café de la vuelta a tomar
una caña? Cuando termine podemos unirnos a la manifestación. Parece que
quieren ir a la Plaza de Mayo y luego… quizás… hasta la casa de Juárez
Celman…

327
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Como pudieron salieron del frontón y caminaron por la calle Córdoba


hacia el bajo. En la esquina de Libertad se les cruzó un coche de alquiler que
los hizo detener en seco. Una muchacha, voluptuosa y llamativa, luciendo
un rebuscado vestido de terciopelo rosa, emergió del carruaje buscando a
Luciano.
–¡Isabella! –exclamó éste entre sorprendido y contrariado mientras que,
sin tiempo para reaccionar, era subido por sus dos amigos al coche que
inmediatamente se alejó de allí.
Isabella Calzottino estaba contenta. Aquella tarde, en aquel carruaje y
con aquel vestido, se sentía una de esas damas a las que tanto envidiaba.
¿Por qué, solía murmurar rencorosa en la soledad de su cuarto, por qué
no podía ella alternar con la oligarquía? ¿Por qué no podía pertenecer ella
a la alta sociedad? ¿Por qué, por qué, si tenía todo el derecho de serlo?
Tenía dinero, su padre tenía mucho dinero. Entonces, ¿por qué ella no y
la insulsa de Clara Díaz de la Vega sí? Con obsesión malsana recortaba de
La Nación o, sobre todo, del periódico Sud América, las crónicas sociales
donde cada dos por tres aparecía la hermosa Clara, la elegante Clara, la
refinada Clara…Y con el tiempo Clara se convirtió en el principal objeto
de una envidia grande, poderosa, que no paraba de crecer y de endurecer
su corazón. Quería lo que ella tenía. Un padre Díaz de la Vega, una madre
Anchorena y un novio Alvear. Pero eso no era suficiente. Quería que ella no
lo tuviera más. Quería verla despreciada y rechazada por todos. Ahhh, eso
sí sería la felicidad completa. Pero, mientras tanto, se preparó con ilusión.
Tendría un imponente carruaje, un vistoso vestido y un acompañante, no tan
rico ni refinado, pero de apellido criollo y atractiva y masculina presencia.
–Isabella, ¿a dónde vamos?
–¡Isabel!, yyya te dije, ¡Isabel! –gritó ella elevando los ojos en un gesto de
fastidio. Soñaba con ser Isabel Acosta y borrar todo rastro de su origen para
poder acceder así al reducido círculo de la elite que, hermético, se cerraba al
inmigrante–. Es domingo por la tarde… ¿a dónde vamos a ir? ¡A Palermo!
Bajo un sol aún radiante, el coche que los llevaba pasó por la barranca de
la Recoleta y se incorporó a la lenta caravana que tomaba la avenida Alvear,
paralela al río, rumbo a Palermo. El desfile era abrumador. El espectáculo,
soberbio. Rivalizaban los landó, las victorias y los cupés, fabricados con
detalles principescos en Londres o París y tirados por caballos briosos y
lustrosos, de andar arrogante, manejados hábilmente por tiesos cocheros
vestidos de galera, librea y ajustadas polainas. Al rato, llegaron a la Avenida
de las Palmeras59, puerta de entrada al Parque Tres de Febrero. Fue Domingo
Faustino Sarmiento quien, en los últimos años de su presidencia, propuso
59 Hoy Avenida Sarmiento.
328
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

crear en la vieja quinta de Rosas un parque público al estilo del Central


Park neoyorquino que tanto le había gustado en su visita por los Estados
Unidos. Como todos los proyectos del sanjuanino, levantó una ola de
críticas y sarcasmos entre los miembros del Congreso que debían aprobarlo.
Siempre había sido así desde que en 1868 reemplazara a Mitre como máxima
autoridad del país. Fue un presidente sin partido propio, apoyado, sí, en el
autonomismo de Alsina, su vicepresidente, pero muchas veces enfrentado
con él. La situación no era fácil, él tampoco. Con su estilo desaforado y
agresivo generaba continuas polémicas que muchas veces terminaban en
el terreno personal. Fue retado a duelo en varias ocasiones y en otras tantas
lo agredieron por la calle. Sin embargo, logró imponer su idea y, feliz y
orgulloso, inauguró en 1874, el último año de su presidencia, el Parque al
que llamó Tres de Febrero en honor a la fecha de la batalla de Caseros,
aquella que sacó a Rosas de Palermo y del país. El viejo caserón del dictador
aún se mantenía en pie, deliberadamente abandonado y devastado por la
furia popular.
Pero la misma sociedad que tachó a Sarmiento de loco y extravagante
por su idea del parque, fue la que años más tarde convirtió a Palermo en
el paseo obligado de los jueves y domingos. Mientras el coche de alquiler
recorría por primera vez las tres cuadras de la Avenida de las Palmeras
que componían el recorrido habitual, Isabella saludaba muy contenta a las
damas y caballeros que viajaban en los numerosos coches que iban y venían.
Estaba claro que los miembros de la elite consideraban al lugar como de
su exclusivo patrimonio, como el perfecto escenario, bucólico y pastoril,
para el opulento ritual de mirar y ser mirados. Las damas cubrían sus finos
vestidos con capas o estolas que dejaban a la vista espectaculares collares
de perlas o de piedras preciosas. A sus lados descansaban coquetos bolsos
decorados con aplicaciones florales y sus manos enguantadas sostenían
abanicos de plumas o de marfil así como primorosas sombrillas. Llevaban
las cabezas cubiertas por grandes y rebuscados sombreros que provocaban
que más de un pretendiente debiera soportar el paseo masticando las plumas
que emergían de la cabeza de la damisela de sus ensueños. ¡Qué lejos habían
quedado los días en que las damas de buena familia hacían de la sencillez el
secreto de su buen gusto y elegancia!
Luciano miraba azorado aquella bacanal fastuosa, producto probablemente
del agio y la especulación, y sentía cómo la furia crecía en su interior.
Mientras diez mil personas pedían a gritos el cambio de un gobierno corrupto
e ineficaz, aquellos hombres y mujeres celebraban una escandalosa orgía de
lujo y ostentación. El no debería estar allí. No quería estar allí.

329
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Isabella, por favor, vayámonos de acá. Me esperan en el Frontón…


Y… en realidad, ¿cómo es que me encontraste? –tuvo de golpe una cruel
sospecha.
Isabella dejó de enviar saludos, que en verdad nadie respondía, para
farfullar una confusa historia en la que aparecían mezclados Giuseppe
Scansafatiga, el Ruso… ¡Lo sabía! Aquella idea de su amigo de salir del
Frontón a beber no era más que parte de su plan para alejarlo de Clara. Pero
cada vez que el Ruso intentaba alejarlo de ella, en realidad, lo acercaba aún
más. Dentro de un soberbio landó, recostada sobre unos preciosos cojines,
la vio. Su elegante vestido de seda blanca contrastaba con el terciopelo
rojo del interior del carruaje. ¡Estaba tan hermosa! Parecía un ángel, una
diosa. Entonces ella lo vio a él… y a la barroca y vulgar morena que lo
acompañaba. Su rostro se endureció. Los ojos celestes le relampaguearon de
furia y de dolor.
Luciano hubiera querido explicarle qué hacía él allí, pero no podía. Sus
carruajes se habían vuelto a separar para dar la vuelta final a la Avenida
de las Palmeras. Intentó volver a verla pero ya no pudo. Desesperado, se
acurrucó en un rincón del coche. A su lado, Isabella también permanecía
quieta y silenciosa.
La ilusión se había roto. La ceremonia de Palermo tenía sus reglas,
mandatos fijos e ineludibles, que ella desconocía. Para peor, todo lo que
había creído tan elegante y refinado había demostrado no serlo en absoluto.
El coche de alquiler lucía alicaído e insoportablemente plebeyo. Su vestido
de terciopelo, burdo y recargado. Y ella… ella no era ni tan hermosa, ni tan
femenina, ni tan distinguida como Clara. Era la primera vez que la veía en
persona y su corazón rencoroso y vengativo rumió una maldición. ¿Se podía
envidiar más? Sí, se podía. Ahora, lo hacía más.
Mucho más.

La Soberbia
El gran espejo de marco dorado reflejaba una estampa imponente. Con
displicencia, pasó la mano por el alto y rígido cuello de la camisa blanca,
reluciente, de pechera lisa. Ajustó la corbata de seda y jugueteó unos segundos
con el alfiler de diamantes que llevaba prendido en ella. Abrochó luego uno
a uno los siete botones de su chaleco blanco y se miró con aprobación. Un
dandy, como ciertamente él lo era, no dejaba detalle librado al azar. Podía
tardar horas en vestirse hasta encontrar el equilibrio elegante y estético, es
decir, perfecto. Se puso una exquisita levita de terciopelo negro, encargada
a uno de los mejores sastres de París, y dio unos pasitos frente al espejo.

330
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Entre la faja que llevaba por debajo y los estrechos y puntiagudos zapatos de
gamuza que calzaba, su andar era rígido y erguido. Como debía ser.
Satisfecho, atusó sus bigotes engominados, finos, largos, curvados hacia
arriba cual manubrio de bicicleta. Le encantó la imagen que le devolvió
el espejo. La de un hombre elegante, avasallador, comprometido en una
brillante carrera… hacia la nada. Buen mozo y atractivo, aunque su piel
tuviera ya esa palidez, ese reflejo nacarado que sólo proporcionaba la vida
nocturna. Muchas noches habían pasado ya desde sus primeras andanzas
en el Colegio que Mitre fundara en 1863 en el mismo lugar, contiguo a la
Iglesia de San Ignacio, donde ya habían funcionado la antigua escuela de
los jesuitas, el Real Colegio San Carlos de Vértiz y el de Ciencias Morales
de Rivadavia. El Nacional Buenos Aires era la escuela secundaria más
prestigiosa de la ciudad, pero Álvaro Carlos de Alvear no recordaba su
espectacular biblioteca, que contaba con más de cien mil volúmenes y libros
del siglo XVI, sino las refriegas en las que cada dos por tres se enredaba en
la puerta de la calle Bolívar, los juegos de billar robados a los ratos libres
y no tanto, y las escapadas nocturnas desde la residencia de la Chacarita de
los Colegiales. La escuela tenía en la Chacarita importantes extensiones de
campo que él apenas llegó a disfrutar pues, en 1871, debieron ceder parte
de esos terrenos al cementerio que la epidemia de fiebre amartilla forzó a
crear. La mayoría de sus compañeros hizo luego la universidad, siguiendo la
premisa elitista de la época que creía que del Colegio Nacional Buenos Aires
y de la Universidad del mismo nombre saldrían los hombres que gobernarían
la nación. Álvaro, en cambio, siguió la carrera de la noche. La cátedra del
placer y el desenfreno. Y su verdadero primer examen lo dio en el antiguo
Teatro Colón.
El viejo teatro, construido en el otrora deshabitado “Hueco de las
Animas” frente a la Plaza de Mayo60, fue el edificio más imponente de su
época. Creado sobre el modelo de las mejores salas líricas italianas por el
Ingeniero Carlos Enrique Pellegrini, padre del ahora Vicepresidente Carlos
Pellegrini, costó una fortuna. El techo de hierro fue traído de Dublín, los
elementos de decoración de Francia, las estatuas de Italia. No se escatimaron
esfuerzos, necesitados como estaban los porteños de exorcizar los años de
oscurantismo de la larga tiranía rosista y, tras dos años de obras, se inauguró
el 25 de mayo de 1857 con una impecable versión de “La Traviata” de Verdi.
Entonces Álvaro aún no había nacido, faltaba todavía un año, pero menos
de dos décadas después era ya un asiduo visitante. Solía llegar tarde, pues
arribar temprano era para aficionados y amateurs. Ni hablar de los que iban

60 Hoy sede del Banco Nación frente a la Plaza de Mayo.

331
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

media hora antes de la función para ver el encendido de los cuatrocientos


cincuenta picos de gas de “La Lucerna”, la gran araña central. El Colón
fue el primer teatro iluminado a gas y era todo un espectáculo, bueno, al
menos para algunos. Él, en cambio, llegaba rondando el entreacto, bajaba
del hermoso landó de la familia y daba vuelta la cara cuando se topaba con
algún mendigo que pedía limosna en la entrada de la calle Reconquista.
Detestaba el pobrerío pues era un acérrimo enemigo de la rusticidad y el
mal gusto. Ingresaba entonces con rapidez al imponente y recargado edificio
rococó y se encaminaba con aires de conocedor al gran salón central donde
se encontraba reunido lo más selecto de la sociedad de Buenos Aires. Una
vez en su asiento se dedicaba a lo importante, que por supuesto, no eran los
trinos y gorgojeos de la ópera. Con unos coquetos gemelos, adminículos
imprescindibles para su “trabajo”, miraba con detenimiento pantorrillas y
senos de bailarinas y divas del bel canto a fin de determinar quién sería la
elegida de esa noche. Luego, el asedio. Esperas a la salida del teatro, flores
y costosos presentes para vencer la resistencia, generalmente débil, de la
dama en cuestión. La primera vez lo hizo convencido de su amor, arrebatado
y eterno, por una blonda y atractiva cantante. Entonces, preocupado, uno
de sus amigos le dio un sabio consejo: “Hermano, esas mujeres son para la
cama, no para el casamiento”. Y él, obediente, le hizo caso. Las llevó a todas
a la cama, ninguna al altar. Con los años, conoció también a la perfección
bastidores y camerinos, con sus estrechos y sucios pasillos que guardaban
celosamente los rastros de alguna pasión que ni siquiera llegó al lecho.
Lástima que se había acabado. En 1888 la Municipalidad le vendió el predio
del teatro al Banco Nacional, que luego sería el Banco de la Nación. Estaban
construyendo un nuevo Colón en la estación del Parque, frente a la Plaza
Lavalle, pero todavía estaban en obras. Por supuesto, las opciones no se
habían acabado. En otras salas veía operas, zarzuelas, sainetes e incluso, de
cuando en cuando, algún espectáculo de variedades, con sus piruetas y sus
bailarinas tan convenientemente descocadas.
Además, como miembro de la oligarquía, sus obligaciones nocturnas no
se reducían al teatro. Éstas incluían bailes, fiestas y saraos en el Club del
Progreso, el Jockey Club o el Círculo de Armas. O banquetes y grandes
comilonas en el Café de París. Conciertos en la Plaza Lavalle. Actos
protocolares en Casa de Gobierno. Soirées y lujosas recepciones en las
mejores mansiones de la ciudad. Obligaciones que duraban, las más de las
veces, toda la noche y tras las que más de una vez su cochero lo encontró,
excedido en la cuota de whisky, tendido en el pavimento o arrumbado contra
una pared.

332
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Mmmeeesieeee, vuaaaaalaaaa, adieeeuuuu –con la facha bien cerca del


espejo practicó su francés. Gutural y exagerado. Como debía ser. Siempre
era de buen tono incluir en la conversación alguna palabra en la lengua de
Voltaire, no importaba si era la adecuada ni si era entendida correctamente.
Cubrió sus manos pálidas y finas, de venas azuladas, con unos
paquetísimos guantes satinados, dignos de unos dedos que sólo sabían tocar
sedosas pieles de mujer y cartas de póker. Completó su atuendo con dos
piezas imprescindibles en el vestuario de cualquier hombre distinguido.
La galera y el bastón. Una elegante galera de felpa cubrió su cabello lacio,
bien oscuro, peinado tirante hacia atrás. Y con el bastón en la mano, de
reluciente puño de oro y marfil, salió de su habitación y atravesó con aires
de propietario su casa, bueno, en realidad, la casa de su tío. Es que Álvaro
era huérfano desde pequeño y Diego de Alvear, hermano de Torcuato e hijo
también del General, se hizo cargo de él. Pero el dinero era suyo, por razones
de sangre y herencia, no de trabajo, claro está.
Era ya pasado el mediodía cuando asomó la nariz por la puerta de entrada
de la mansión y se subió al carruaje que lo esperaba frente a la Plaza San
Martín, hermoso parque creado donde antaño funcionara el legendario
regimiento de Granaderos a caballo. Él no dijo nada y el cochero no preguntó.
Sabía dónde debía llevarlo. El coche avanzó tranquilo por las calles porteñas
rumbo a Palermo. Su ocupante apenas si oteó el camino, entre indolente y
apático, indiferente a los cambios que Buenos Aires había experimentado
en los últimos años. Las calles, las construcciones, la vida en la ciudad
había cambiado. Los mercados barriales suplantaron a los roñosos puestos
callejeros. Las pulperías le cedieron el paso a los almacenes, cómodos y
bien surtidos. Ya no era más “La Gran Aldea”, ni aun la “Atenas del Plata”
rivadaviana. El puntapié inicial lo dio el gobierno provincial después de
Caseros, con la separación de la ciudad del resto del país. Una especie
de fiebre constructiva atacó a los porteños ni bien pudieron eliminar los
rastros de pintura roja de los frentes, alterando la clásica estampa colonial
que aún mantenía la ciudad. Se levantaron en esos años la Aduana Taylor,
la Bolsa de Comercio, el viejo Teatro Colón, a la vez que se incorporaron
adelantos técnicos inéditos en la Argentina, como el Ferrocarril del Oeste y
la iluminación a gas. Pero fue recién en la década de 1880 cuando Buenos
Aires dejó definitivamente atrás su pasado e intentó con denuedo ser la “Petit
París”. Dos hechos fundamentales contribuyeron a ello. La designación
de Torcuato de Alvear como primer intendente y la federalización de la
ciudad. Mitre, durante su presidencia, había intentado esto último sin
éxito. Tuvo que conformarse con la “Ley de Compromiso”, según la cual

333
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

las autoridades de la Nación residían “de prestado” en la ciudad de Buenos


Aires. Nicolás Avellaneda, sucesor de Sarmiento, hombre pacífico, de ideas
interesantes, tucumano y alsinista, quiso poner fin a la situación, mas ésta
sólo tuvo definición durante los últimos días de su presidencia, en 1880, en
medio de una difícil lucha electoral entre Julio Argentino Roca y el porteño
Carlos Tejedor. Así, el resultado de los comicios, que daban vencedor a
Roca y que Tejedor calificaba de fraudulentos, se mezcló con el tema de
la nacionalización de la ciudad, resistida desde siempre por los porteños.
Finalmente, Tejedor no aceptó el resultado de las urnas y se alzó en armas
contra el gobierno nacional, que debió dejar Buenos Aires e instalarse en
el cercano pueblo de Belgrano. En junio de ese 1880 se libraron cruentos
combates entre los ejércitos de la Nación y los de la provincia rebelde, la que
finalmente tuvo que capitular. Roca llegó así a la primera de sus presidencias
y Buenos Aires quedó convertida en Capital de la Nación.
–Oh, París… mi amada París… –murmuró Álvaro con nostalgia dentro
del coche.
La “París de Sud América” estaba bien, pero no era París. Él, al igual
que el resto de la oligarquía porteña, lo sabía perfectamente, pues “todos”
pasaban sus vacaciones en Europa. El viaje a Europa era, de hecho, un
indicador de la posición social de una persona y un elemento importante
de socialización y refinamiento. Era una manera de cepillarse un poco el
provincialismo rioplatense. Su primera vez en Europa fue junto a sus tíos
y primos. Florencia, Londres, Madrid y, por supuesto, París. ¡París! Era la
ciudad más bella del mundo, entregada a la buena vida, al arte y al amor…
sobre todo para un joven millonario que podía hacer de cada capricho una
realidad. Mientras su tía pasaba el día comprando los muebles que ese año
vestirían su mansión de la Plaza San Martín y sus primas tomaban clases de
dibujo en prestigiosas academias, él se perdía en los vericuetos del Palais
Royal, se mareaba con el vertiginoso can can y sus endemoniadas piernas, o
se embriagaba con la adrenalina de las carreras de caballos de Chantilly…
–Buen día, don Álvaro. El palco está listo –dijo un pequeño hombrecillo
abriendo la portezuela del landó, haciendo mil y una genuflexiones.
–Booon Jouuuuurrr –respondió Álvaro, muy parisino, sin siquiera mirar
al sujeto.
Descendió del carruaje y avanzó a paso veloz por la sombreada calle de
árboles que conducía al Hipódromo. No era el de París, suspiró, pero bueno,
era el de Palermo. Tampoco estaba tan mal. Llegó pronto a los jardines,
donde se desarrollaba una activa reunión social. Él no se perdía una carrera,
pero era en ocasión del Gran Premio Nacional cuando la elite se desplazaba

334
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

en masa al Hipódromo Argentino, construido en 1876 en antiguas tierras


de Rosas. Y allí estaban. Hombres y mujeres vestidos con lo mejor de la
moda europea paseando displicentemente, ellos aferrados a sus bastones,
ellas a sus sombrillas. Álvaro se mezcló entre la gente de su clase, saludando
con la cuota justa de galantería e indiferencia. Cruzó unas palabras con el
Vicepresidente de la Nación, don Carlos Pellegrini, de aspecto anglosajón,
elegantísimo e impecable, quien fuera fundador del Jockey Club e incansable
promotor del turf.
Al escuchar el primer toque de campana, que anunciaba la proximidad de
la largada, se dirigió sin demoras a la tribuna central, donde se encontraba
el palco exclusivo para los socios del Jockey Club. A su lado se ubicó unos
minutos después el doctor Pellegrini. La pista, amarillenta, aún estaba vacía.
Saboreando la adrenalina del momento, paseó la vista por los alrededores del
Hipódromo. A la izquierda se extendía una verde llanura salpicada de cuando
en cuando por una casita aislada. A la derecha, se observaban las espesas
arboledas de Palermo, de las cuales surgía cada tanto un tren que se perdía
en las florestas de Belgrano. Al fondo, la cinta azul amarronada del río. La
tranquilidad del paisaje no se condecía con el ambiente reinante dentro del
hipódromo. Las tribunas rebosaban de gente que apostaba en alta voz o que
gritaba opiniones y consejos. La ventanilla del sport era un verdadero campo
de batalla. Gritos, empujones, bastonazos, insultos, no había medio que no
se empleara. Su cochero llegó, maltrecho, con los boletos encomendados.
Había apostado una fortuna al caballo Centauro. Tenía un buen pálpito. Esta
vez ganaría.
Último toque de campana. Álvaro inspiró profundamente. Éste era el
momento que más disfrutaba. La sensación era embriagadora, adictiva,
lo sabía bien. Apostaba en las carreras, en la Bolsa, en los partidos de los
frontones, en los juegos de naipes… Pasaba noches enteras en el Jockey
Club o en el Círculo de Armas, hipnotizado con las barajas, entre nubes
de cigarro y litros de alcohol. Y cuando todo eso no bastaba, se iba a la
trastienda de un salón de baile en el Retiro, donde se jugaba fuerte y en la
clandestinidad. Lugar peligroso, que hacía del estilete escondido dentro de
su bastón un adminículo indispensable para conservar la vida. Pero ahora los
caballos estaban ya en su sitio, ensillados, limpios, rozagantes. Sobre ellos,
los ágiles jockeys vestidos de pantalón blanco y chaquetilla azul. Los jueces,
subidos al pabellón situado en la meta. Por unos instantes el silencio pareció
dominar las tribunas, sólo roto por el aleteo de los abanicos de las damas.
Entonces, bajaron las banderas y los caballos se lanzaron atropelladamente
hacia adelante. El Centauro tomó la delantera, seguido de cerca por Nerón. La

335
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

locura se adueñó de los espectadores. Se levantaron brazos, enronquecieron


voces, se redoblaron apuestas. Álvaro, aparentemente tranquilo, tomaba de a
sorbitos un whisky traído del restaurante que funcionaba debajo de la tribuna
central. Sólo el brillo de sus ojos y cierta rigidez en la comisura de los labios
revelaban la tensión interior. El Centauro iba adelante. El Centauro ganaría.
El Centauro le devolvería la riqueza… El Centauro comenzó a perder terreno.
El Centauro aflojó en la última curva… El Centauro perdió la carrera.
Una vez llegado Nerón a la meta y vista la conformidad de los jueces,
se desató la apoteosis. Gritaban los que habían ganado. Gritaban los que
habían perdido. Gritaban las mujeres olvidando la compostura. Excepto
Álvaro. Él continuó sentado, imperturbable. Alguno dijo haberle visto un
aleteo forzado en la nariz. Otro, que retuvo el aire unos segundos de más.
C´est la vie, juró el Gringo Pellegrini, a su lado, que le escuchó murmurar.
Estaba en problemas. Había perdido una fortuna en el Bolsa y ahora otra en
el juego. Sólo el vasco Vellés, en el frontón, le había dado alguna ganancia,
mínima para contener la debacle que se le venía. ¿Cómo se podían acabar
tantos millones? ¿Podían acabarse? Sí. Podían. De todas maneras, y aunque
la situación a estas alturas era grave, no iba a inquietarse. Había nacido rico
y así moriría. Era su ineludible destino. La solución la tenía al alcance de la
mano y, aunque había logrado eludirla durante treinta y dos años, sabía que
ahora era inevitable. Se casaría con Clara Díaz de la Vega. Era bonita y, lo
más importante, inmensamente rica. Sorbió el whisky con la tranquilidad del
que vive en el mejor de los mundos. Nada cambiaría con su matrimonio. No
renunciaría a las veladas de teatro y sus placeres anexos. No renunciaría a
las cenas y tertulias en el Club. No renunciaría a los naipes y a los caballos.
No renunciaría a las noches en aquellos quilombos finos, elegantes, donde
madamas francesas lo hacían sentir de vuelta en París…
Tomó el último sorbo y se marchó.
–Attention, Clara, il se fait tard… ¡Clara! ¡Se hace tarde! –recién cuando
la voz de Yvette, la institutriz, alcanzó un tonillo irritante, Clara levantó la
vista.
–Está bien, madmoiselle Yvette, ya me cambio. Ahora por favor, necesito
unos minutos a solas… –dijo como pudo Clara intentando mantener la
calma, pero la institutriz seguía allí, parada, con una expresión en el rostro
aún más irritante que el tono de su voz. Entonces no aguantó más– ¡Le dije
que quiero estar sola! ¡Váyase! ¡Váyase de una vez!
Salió Yvette de lo más ofuscada, entre reproches y amenazas, al tiempo
que Clara revoleaba los almohadones de brocado azul que decoraban su
cama y se tiraba en ella a llorar desconsoladamente. Esa noche celebrarían

336
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

su compromiso con Álvaro de Alvear.


–¡Por qué, padre! –gritó furiosa entre sollozos– ¡Por qué me hace esto!
¡Por qué asesina así todos mis sueños! Si yo imaginaba entregar mi vida al
hombre que conquistara mi corazón, al que saltara por mí todas las barreras…
En cambio debo casarme con… con… ¡Álvaro! Ese hombre tan vanidoso,
arrogante…. ¡tan soberbio!, que sólo se interesa por él, que cree que siempre
tiene la razón, que no escucha a nadie ni le importan los problemas de los
demás. Ese hombre… que sólo se ama a sí mismo… ¡que no tiene corazón!...
Continuó llorando así un rato más. Pasaba de la desesperación a la furia
por pertenecer a un género tan injustamente valorado. ¿Por qué cuando los
hombres se enamoran de nosotras somos lo más hermoso y perfecto que
hay en el mundo, pero luego, en la vida cotidiana, esos mismos hombres
nos juzgan con desdén y desprecio, creyéndonos siempre incapaces de
pensar?, se preguntaba con rabia. A las mujeres se las rodeaba de todo tipo
de cuidados, precauciones y limitaciones, se las mantenía ignorantes, porque
de lo contrario se volverían vanidosas y descocadas, y se les impedía tomar
sus propias decisiones…
–¡Quiero elegir!, exigía Clara.
Todo le parecía un mal sueño. ¿Qué hacer? ¿Escapar? Pensó en Luciano
y en sus palabras en el tranvía… pero lo había visto luego con otra mujer…
En el medio de su desgracia no pudo evitar volver a sentir celos. ¿Sería la
novia? ¿O tan sólo una amiga? De todas maneras eso no importaba. No
podía desobedecer a su padre. Simplemente era algo que ella no podía hacer.
Se casaría con Álvaro.
Era mujer. No tenía otra opción.
Junto con los últimos rayos de un sol otoñal y perezoso, todo estuvo listo
en el Club del Progreso. La institución que funcionaba en el espectacular
Palacio Muñoa, en la esquina de Perú y Victoria61, estaba de punta en blanco,
como era habitual, pues las mejores fiestas de la ciudad se daban en sus
lujosos salones. El Club había sido fundado por Diego de Alvear, tío y padrino
del novio, allá por el año 1852, sólo días después de la batalla de Caseros,
con el fin de acercar a unitarios y federales, hasta entonces enemigos, en
la común defensa de los intereses porteños frente al urquicismo vencedor.
Desde un comienzo sirvió como factor aglutinante de la oligarquía porteña,
cumpliendo la doble función de ser un centro de esparcimiento y, a la vez,
de toma de decisiones políticas, nada menos que de aquellas que habrían de
regir los destinos del país. En sus salas y salones se discutían y se resolvían
los temas urgentes del gobierno, se hacían negocios, se consultaba sobre

61 Hoy, Perú e Hipólito Yrigoyen.

337
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

cuándo cosechar o si convenía tal o cual raza de ovejas, se jugaba al billar,


a los naipes y al ajedrez, se ofrecían espectaculares cenas y bailes, que poco
a poco iban reemplazando a las sencillas tertulias familiares, y se festejaban
el carnaval, los compromisos y la entrada en sociedad de las niñas de las
mejores familias de la ciudad.
Pasadas las ocho, los primeros carruajes se detuvieron sobre la calle Perú,
frente a la puerta de ingreso. Descendieron damas y caballeros lujosamente
ataviados que con pomposa prestancia subieron hasta el gran salón de gala,
ubicado en el primer piso. Nadie desentonaba con el refinado lujo francés
que reinaba en la amplísima estancia, de techos dorados, paredes espejadas
y mobiliario traído de Europa. Las niñas vestían sedas y tafetanes color rosa,
lila o blanco, mientras que las damas mayores preferían, en cambio, los
morados, negros y marrones.
Aros de diamantes, collares de perlas, larguísimos guantes satinados
y brillantes adornos de exorbitante precio completaban un vestuario que
muchas veces les imponía acarrear una carga tan pesada como onerosa. Los
hombres recorrían el salón enfundados en elegantes fracs, jugueteando con
los relojes engarzados en cadenas de oro que cruzaban de bolsillo a bolsillo
sus chalecos. De a poco, el lugar fue llenándose de porteños elegantes y
desenvueltos, que hablaban rápido y con seguridad de cualquier tema,
aunque sólo lo tocaran de oído, y que cultivaban aquella indiferencia que era
tan chic. Todos lo sabían bien. Asombrarse había pasado de moda.
Clara, atrapada en seis metros de seda rosa, miraba a un lado y a otro con
espanto. Vio a su madre, siempre tan frívola, mundana y superficial, espiarse
a cada rato en los grandes espejos de las paredes y hablar animadamente de
los preparativos de la boda como si fuese ella la que estuviera por casarse.
Vio a su padre, rodeado de senadores y diputados de su bancada, comentar
en voz baja las últimas y preocupantes noticias. Vio a sus amigas, coquetas,
asegurarse de atraer la atención de los jóvenes para no “planchar”. Vio a su
novio hablar con niñas y ancianas, convencido de que todas lo encontraban
irresistible. Cada uno parecía tener su lugar. ¿Y ella? Ella se sentía
terriblemente sola en medio de aquella multitud. Porque era una multitud.
“Todos” estaban presentes. Los Díaz de la Vega y los Alvear, por supuesto.
Los Anchorena, también. Y, además, los Casares, los Unzué y los Iraola,
los Luro, los Guerrero y los Ortiz Basualdo, los Martínez de Hoz, los Cané,
los Ramos Mexía, los Saenz Valiente... La crema y la nata de la sociedad
porteña. La elite. La oligarquía.
¿Qué los aunaba? ¿Qué los hacía pertenecer a una clase social que,
evidentemente, se esforzaba por diferenciarse de las demás? Detentar el

338
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

poder económico y político del país, sí, sin dudas. Pero había más. Había
una serie de actitudes, de creencias, que los identificaban, como por ejemplo,
el ardiente anhelo que tenían de copiar las modas y los gustos que venían
de Europa, abriendo las puertas a sus productos sin mayor discriminación.
O el fastuoso alarde de riquezas y refinamientos en el que se afanaban,
desconocido hasta entonces en el “patriciado” argentino, que había vivido
siempre con relativa sobriedad y sencillez. ¿Qué señora se inclinaría ahora
ante una negra vendedora de tortas o ante algún otro vendedor ambulante?
¿Qué señora cultivaría ya con sus propias manos las flores del jardín? ¿Qué
dama confeccionaría aún sus propias ropas existiendo refinadas modistas
francesas o qué caballero seguiría concurriendo del rústico barbero pudiendo
ser atendido por un atildado coiffeur de idéntico origen? No. Ahora era
absolutamente necesario ostentar, despilfarrar, rendirle culto al dinero,
viniese de donde viniese. La pobreza más honrada les inspiraba desprecio
o, incluso, la más completa indiferencia. Eran arrogantes, presuntuosos y,
también, optimistas. Creían ciegamente en la fatalidad del progreso y en que
ellos podrían dominar la situación y el porvenir, no importaba lo que éste les
deparase.
Un vals comenzó a sonar. Entonces, el espécimen más acabado de
aquella oligarquía decadente, su novio, comenzó a acercársele con ese andar
envarado y altanero que era tan suyo.
–Baila conmigo, querida –le dijo de una forma que Clara no supo si estaba
dándole una orden o haciéndole un favor.
No podía decir que no. No allí. No en medio de toda esa gente. No frente
a su padre. Álvaro la tomó de la cintura y empezó a bailar. Ella sintió la
mano enguantada de él en su espalda. Estaban cerca. Le llegó a la nariz el
intenso aroma de un riquísimo perfume francés. Se acercaron aún más. Los
labios le rozaron sin querer la solapa del costoso frac. Sus rostros ya casi se
tocaban. La concurrencia, cómplice, aplaudía. Luchó fieramente contra las
lágrimas.
Quería llorar porque lo sabía, lo sabía con total claridad.
Detestaba a su futuro marido.

La Avaricia
–¡Fuego! ¡Fuego! –el grito desgarrador de un vecino se multiplicó en
miles de gargantas por todo el barrio.
Dos eran los peores flagelos de quienes habían hecho de la orilla del
Riachuelo su hogar. El agua y el fuego. Parecía un contrasentido, pero así
era. O el río invadía furioso las calles de la Boca, arrastrando todo a su paso,

339
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

o el fuego devoraba las precarias casuchas de chapa y madera.


–¡Llamen a los bomberos! –pidió en su nerviosismo un desmemoriado.
En 1884, ante los frecuentes incendios en el barrio y la escasa efectividad
de los bomberos del centro para llegar a tiempo, un grupo de italianos
fundó el primer cuerpo de bomberos voluntarios del país, que se destacó
desde el inicio por su valentía y compromiso. Sin embargo, en 1889 Juárez
Celman había dictado un inexplicable decreto por el cual les prohibía actuar,
generando un gran malestar en el vecindario. La medida duró un año, pero
en ese tiempo la ayuda nunca faltó. Esta vez, un populoso conventillo estaba
siendo devorado por las llamas. Seguramente había sido un brasero, de
esos que se usaban para cocinar y para calentar los ambientes. La precaria
estructura de madera de la construcción comenzaba a colapsar, por lo que
no había tiempo que perder. ¡Agua, rápido! De la red de agua de la ciudad
comenzó a manar el líquido salvador, milagro que había que agradecer,
aunque pareciera mentira, al cólera.
Fue en 1867 cuando se desató una fortísima epidemia de cólera, causada
probablemente por los soldados que volvían de la Guerra del Paraguay, que
evidenció la insuficiencia del servicio de salubridad porteño. A pesar de los
sueños de Rivadavia, hacia fines de la década de 1860 Buenos Aires seguía
manejándose como en la colonia, con aljibes y aguateros. No había cloacas.
No había agua corriente. La cosa no podía seguir así, no con el pavoroso
aumento de población que la inmigración había aportado. Se comenzó con
dos caños que, internándose en el río, recolectaban agua y poco a poco se
incluyó una planta potabilizadora62 y la red comenzó a expandirse por la
ciudad. Ahora estaban construyendo un monumental y suntuoso edificio, el
“Palacio de Aguas Corrientes”63, que una vez finalizado podría almacenar
nada menos que setenta y dos millones de litros de agua en sus doce tanques.
Un Palacio para el agua, una indignidad para vastos sectores de la población.
–¡Qué miseria! ¡Pobre gente! –murmuró amargado Luciano, habitual
colaborador en este tipo de emergencias, mientras lanzaba desesperado
cubos de agua. Era una miseria lo que les quedaría, sí, pero lo era ya antes
del incendio–. ¡Qué miseria que tengan que vivir en lugares como estos!
El agua se la debían al cólera, los conventillos a la fiebre amarilla. Durante
el verano de 1871 Buenos Aires vivió algunas de sus horas más dramáticas.
La gente enfermaba repentinamente y moría dos o tres días después entre
vómitos y convulsiones. No había remedio, sólo esperar lo peor. Todos lo
que pudieron huyeron de la ciudad. Ésta quedó desolada, dominada por un
silencio sepulcral, abandonada a su suerte y a los saqueos. En medio de
62 Funcionó en lo que hoy es el Museo Nacional de Bellas Artes.
63 Ubicado en las actuales Avenida Córdoba y Riobamba.
340
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

una soledad aterradora veinte mil personas perdieron la vida. Sus cuerpos
llenaron trenes, tranvías y carros fúnebres, superpoblaron cementerios,
forzaron la apertura de uno nuevo en la Chacarita… e hicieron todavía
más. Hicieron que las familias pudientes fueran abandonando sus casonas
coloniales en el viejo barrio sur, donde la peste había causado mayores
estragos, y se desplazaran hacia el norte de la ciudad, provocando, a su vez,
que esas enormes y antiguas construcciones comenzaran a albergar a las
oleadas de inmigrantes que seguían llegando. Hicieron, en definitiva, nacer
el conventillo.
El opulento landolet de la familia Díaz de la Vega se detuvo frente a
un despintado conventillo de San Telmo. Con aprensión, José, el cochero,
ayudó a descender a la joven Clara. Con más aprensión aún, contempló
cómo ella pasaba junto a un grupo de indigentes que esperaban sentados en
el umbral del edificio. Eran quienes hacían uso de una extraña práctica, la
de la “cama caliente”, según la cual dormían sucesivamente en una misma
cama, por la que esperaban un turno en el exterior. Directamente con pavor,
vio cómo la niña se internaba en el derruido lugar, alguna vez una espléndida
mansión familiar.
Clara avanzó con paso seguro por el patio central. Éste era el corazón del
conventillo. Funcionaba como vía de circulación, de entrada de aire y luz y,
por sobre todo, como lugar de juego y socialización. Varios niños andrajosos
corrieron a tocar con asombro sus ricas vestiduras. A diferencia de la primera
vez, ahora estaba preparada. Acarició con ternura sus mejillas y les fue
dando algunos dulces que había traído para ellos. Muy de a poquito dejó
atrás un viejo aljibe, saturado y roñoso, y avanzó esquivando baldes, jaulas
pobladas de canarios cantores, canastas usadas para poco productivas ventas
callejeras y alguna que otra pertenencia, sucia y en mal estado. El corazón se
le estrujaba. Había escuchado hablar de los conventillos. Sabía que eran una
solución para miles de inmigrantes, generalmente hombres jóvenes y solos
con bajos niveles salariales, que necesitaban de casa y comida lo más barata
posible. En la comodidad de sus magníficos salones había escuchado a los
miembros de la elite gobernante hablar con displicencia de ellos. Aseguraban
que sólo albergaban a un cuarto de la población, que muchas veces ofrecían
condiciones de vida mejores que las que tenían en sus lugares de origen
y que no eran más que lugares de paso, pues cualquier trabajador podía
ahorrar en dos o tres años lo suficiente como para alquilarse una vivienda en
los nuevos barrios de la ciudad, a los que se accedía cómodamente en tranvía
o ferrocarril. Aun si todo eso fuese cierto, de sólo pensar en tener que vivir
un solo día en aquellas condiciones de mugre y precariedad le ponía la piel

341
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de gallina.
Alrededor del patio se sucedían las habitaciones. Recorrió una a una hasta
llegar a destino. En cada cuarto vivía una familia entera, que además debía
compartir la cocina y el baño común con el resto de los vecinos. Ahora
entendía por qué algunos alertaban sobre la degradación moral y material
que el hacinamiento provocaba en estos lugares. Suciedad, enfermedades
y promiscuidad parecían ser las consecuencias inevitables de la vida allí.
Llegó a la habitación número 15. En la puerta, una pila de cacharros ajados
que no entraban en la reducida pieza de la familia. Dentro, una tos seca
que parecía interminable y una suave musiquilla por debajo que le resultó
familiar.
–¡María!, ¿estás ahí? Soy Clara. Abrime por favor…
María Sosa estaba enferma. La tuberculosis la estaba matando. Una tos
maldita, que no daba descanso, se le llevaba el aire y la vida. Pero antes
que la fiebre, la fatiga y las toses se apropiaran de su maltrecho cuerpo,
otra enfermedad ya le corroía el alma. Fue una avaricia tan poderosa como
obstinada la que la había llevado del campo a la ciudad, obnubilada por la
riqueza de aquel señorito bien que le robó la virginidad. La que la había
arrojado luego a la cama del sujeto que prometiéndole joyas y oro sólo le
dejó los bacilos que hoy se adueñaban de su físico.
Sin embargo, no se arrepentía. Allí estaba, rodeada de sus tesoros. Se
los había ganado. Al principio trabajó como lavandera en los piletones del
conventillo, quehacer que resultó esforzado y poco lucrativo, sobre todo
desde que las familias pudientes adquirían unos aparatosos lavarropas que
tenían a la criada girando la manivela durante horas pero que permitían a
sus dueños ahorrarse el costo del lavado. Entonces, comenzó a prostituirse.
Existían hombres de sobra en el conventillo interesados en pasar un rato
en el enrarecido y húmedo ambiente de su cuarto, pero sus mejores tesoros
no los obtuvo en aquella pieza. Se los ganó haciendo las atrocidades más
inexplicables en el sótano de un ricachón… Nada importaba, su cuerpo
no importaba, su alma no importaba, porque ella tenía sus tesoros. Y para
poseerlos no interesaba lo que debiera hacer.
Los esparció en el piso aprovechando que estaba sola. A su lado descansaba
la bacinilla donde iban a parar los manchones sanguinolentos que la tos
hacía emerger de sus castigados pulmones. Había de todo. Chucherías de
peltre y de latón. Un antiguo botón de nácar. Un anillito de plata. Algunas
cosas más. ¿Qué historias guardarían? Con devoción, tomó el tesoro más
importante de su colección. Un reloj, pero no un reloj cualquiera. En su
interior había un retrato de su dueño, el ex Presidente Julio Argentino Roca.

342
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Lo había observado durante horas enteras cuando la fiebre y los sudores la


dejaban postrada en la cama. Conocía de memoria cada uno de sus rasgos.
Un hombre de cuerpo delgado y más bien pequeño, prematuramente calvo,
con ralos y rubios cabellos en las sienes. Le fascinaban sus ojos, de un frío
azul grisáceo, brillantes como el acero. Eran ojos que mostraban decisión
y firmeza, valor temerario y un increíble don de mando. No resultaría fácil
desobedecer a ese par de ojos cuando miraban fijamente. Y su boca… su boca
coronaba un rostro pétreo, impasible. Una boca que seguro no daba discursos
que encandilaban a las masas sino que permanecía mayormente cerrada.
Así, escuchando más que hablando, el “Zorro”, como todos los llamaban,
aprovechaba debilidades ajenas, oportunismos y volteretas para armar con
extraordinario talento político y perseverancia de militar su proyecto de
país. Es que él como nadie llevó a la práctica el ideario de la “Generación
del 80”, aquella generación de hombres liberales, europeístas, polifacéticos,
que creían devotamente en el progreso. Y en busca de ese progreso hizo de
la paz interna, del cumplimiento estricto de la Constitución, al menos en sus
aspectos formales, y de la eficaz administración de un Estado nacional fuerte
y unificador, el lema de su primer gobierno, que se extendió de 1880 a 1886,
y en el que se fundaron las bases de la Argentina moderna.
Contemplando aún el retrato del General Roca abrió una cajita de música,
otro de sus tesoros preferidos, y escuchó con deleite la dulce música que
emergía de ella. La relajaba. Pero entonces, toda su paz desapareció. Tocaron
a la puerta. Era, otra vez, la niña Díaz de la Vega. ¡Qué inoportuna! Ya había
ido a visitarla antes con el gordo Antonio, quien con el asco plantado en su
rechoncha cara, había debido seguir con la farsa de que eran primos. ¿Qué
se le había metido a esa niña? ¡Qué podía salvarla! ¡Ja! No la salvarían
los médicos ni las medicinas. Sólo sus tesoros le daban paz. Y ahora debía
esconderlos pues nadie podía verlos. Ella menos que nadie.
–¡Ya va, doña! ¡Ya va! –gritó tirando todo debajo de una desvencijada
cama de hierro.
–Hola María –exclamó cordial Clara en cuanto María abrió la puerta–.
Te traje más del tónico. El farmacéutico dice que la Solución Dufour es lo
mejor que hay. ¿Lo estás tomando, no? Se te ve mejor… –mintió para darle
ánimos.
La verdad es que desde que la viera por primera vez en las cocinas de
su casa quedó muy impresionada. Hasta ese momento su único contacto
con la tuberculosis había sido la enfermedad de una de las niñas de los
Sáenz Valiente. ¡Qué distinto le había parecido entonces! La enferma lucía
siempre tan delicada, tan etérea, tan refinada, que tanto Clara como sus

343
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

amigas secretamente envidiaban aquel halo de vulnerabilidad y femineidad


que la envolvían. ¡Pobrecita! Se había ido desvaneciendo como una tierna y
hermosa flor. Pero esto era diferente. Era la enfermedad en su versión más
cruda y real. La muchacha, flaca como un palo, de grandes ojos apagados,
cabellos como cerdas y respiración trabajosa, no tenía nada de romántico ni
de envidiable. Era, sin vueltas, una moribunda pero no… no lo sería si ella
podía impedirlo.
–¡Qué linda música! –exclamó a continuación para cambiar de tema–. Yo
tenía una cajita de música con esa canción… Me la regaló mi abuela…
María se desesperó. La condenada música no paraba más. Miró con pavor
hacia la cama. Clara siguió su mirada y alcanzó a divisar un pedacito de la
caja. Por un segundo se miraron y ambas salieron disparadas hacia el mismo
lugar. Clara, por supuesto, llegó primero. A María le agarró un fuerte ataque
de tos.
–¡María! ¡Esta es mi cajita de música! Creí que la había perdido… la
abuela me la dio cuando era niña…
Entre enojada y emocionada Clara hablaba ensimismada mientras sostenía
con cuidado el preciado regalo sin mirar qué hacía María, que había quedado
tosiendo en medio del cuarto.
–¡Es míooooooooo! –un grito desgarrador estremeció a Clara que de
golpe sintió cómo unas garras, huesudas y ásperas, le arrancaban la caja de
las manos. Una vez recapturado el tesoro, la enferma se arrodilló en el piso,
aferrándolo con ambos brazos– ¡Es mío! ¡Mi lo gané! Mi lo gané haciendo
lo que el Amo quería… toditas las porquerías que el Amo quería…
–¿Amo?
Para este momento Clara estaba convencida de que María había perdido
la cordura.
–Sí, el Amo –repitió mirándola fijamente con una extraña expresión. Sus
ojos estaban vidriosos, desorbitados. Se sentía amenazada. No podía perder
sus tesoros. Una mueca horrible contrajo su rostro cuando pareció tomar una
decisión–. El Amo, sí, el Amo… ¡Su padre! ¡El Amo es su padre! No mi deja
hablar, pero no importa, ya no mi importa, sólo importan mis tesoros y naides
mi los va a sacar. ¿Entendió? Hice todito lo que el Amo quiso conmigo en
el sótano de su casa… ¡Si supieran sus amigos ricachones las porquerías
que le gustan! ¡Las cosas que hace en ese cuarto del dolor! ¡Un señor tan
importante! Y yo lo hice todo, todito, por mis tesoros y también mi aguanté
que aquel gordo perverso mirara… mirara con esa facha de baboso…
Clara sintió como si un golpe en el estómago le quitara el aliento. Siempre
había sabido que algo muy oscuro pasaba en su casa. Que algo espantoso

344
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

ocurría en aquel cuarto del sótano… pero esto era más de lo que ella podía
entender. ¿Amo? ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué es lo que hacía allí su
padre? Su inocencia la impacientaba ¿Y Antonio? ¿El bueno y simpático de
Antonio era el gordo perverso del que ella hablaba? Desconcertada, agobiada
bajo el peso de sus sospechas y temores, se alejó corriendo del derruido
conventillo mientras María, aún acuclillada en el piso y balanceándose
rítmicamente, murmuraba con la vista perdida, entre toses y ahogos:
–Mis tesoros son toditos míos y de naides más… míos y de naides más…

La Lujuria
El discurso resonaba por todo el recinto, el mismo que ya se había
estremecido con oradores como Avellaneda, Mitre o Sarmiento. En esta
ocasión, era un diputado joven y enérgico el que gritaba a voz en cuello en
la sala semicircular donde funcionaba la Cámara de Diputados de la Nación.
En las galerías superiores, junto con otros casi ochocientos asistentes, Juan
Díaz de la Vega observaba con atención. Él era miembro del Senado, aquella
colegialidad conservadora y venerable, especialmente capacitada para poner
freno a los bríos de la juventud idealista y alborotada que muchas veces
poblaba la cámara baja. Ellos tenían la misión de defender y mantener el
sistema de gobierno impuesto con éxito por Roca y por el Partido Autonomista
Nacional en el 80. Un sistema que exigía ser liberal en lo económico pero
conservador en lo político. Había que transformar el país, sí, pero desde
arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio que las mismas políticas liberales
habían propiciado, arrancara de las manos patricias el poder. Ahí estaba el
quid de la cuestión. El poder y quién podía ejercerlo. La elite, la oligarquía
gobernante, concibió al gobierno como algo donde unos pocos, ellos, podían
intervenir. Como la obra de un reducido grupo de personas, que por su
riqueza, educación y prestigio, eran las únicas capacitadas para regir los
designios de la Nación. Esto significaba por supuesto que el “pueblo”, aquel
llamado por la Constitución a elegir a sus gobernantes, quedaba fuera de
todas las decisiones. Así, la política se separó más y más de la sociedad.
Los comicios, que puntual y religiosamente se llevaban a cabo, no eran más
que farsas montadas por el reducido grupo de los que gobernaban. Tras las
formas jurídicas que aparentaban cumplir con la Constitución, se escondía
una realidad muy distinta, dominada por la violencia, la venalidad y el fraude.
Predicar el liberalismo sin añadir una pizca de democracia efectiva,
integrar a los inmigrantes sin arriesgar la identidad nacional, centralizar
el sistema político permitiendo que el Estado llegara hasta los confines
del territorio argentino, eran, sin duda, metas de la elite gobernante, pero

345
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

ninguna tan importante como la de mantener la conducción del país hasta


tanto se crearan las condiciones que permitieran al pueblo gobernarse por
sí mismo… es decir, nunca, pues, ¿quién quiere alguna vez abandonar el
poder?
No Juan, precisamente. Ambicioso, trepador y manipulador, toda su
vida procuró sobresalir. Para ello contaba con un temperamento brutal y
una inteligencia perspicaz que le permitían usar y abusar de los demás sin
miramientos ni cuestionamientos morales. El poder lo era todo. Era su fin
y su medio. Era el aire que respiraba, el alimento que lo nutría, el éxtasis
que lo llenaba de placer. Aunque serio, rastros de depravación aparecieron
de pronto en su rostro. Un gesto lujurioso y desagradable se le formó en
la comisura de los labios al tiempo que densas sombras velaron sus ojos
negros. El recinto del Congreso, centro de su poder político, se desvaneció,
transformado por su mente en el cuarto del sótano. Allí ejercía otro tipo de
poder. Allí daba rienda suelta a sus inconfesables pasiones. Sabía que era un
perverso, pero lejos de contrariarlo aquello lo enorgullecía. Sentía que su
bisabuelo, Luis Díaz de la Vega, lo había elegido como su sucesor. Ambos
sabían de qué se trataba. Placer y dolor, premio y castigo, combinados, para
obtener lo que necesitaba. Obediencia absoluta. Poder absoluto. Ya en la
adolescencia comenzó a sentir la necesidad de buscar muchachas morenas
de formas redondeadas, las que más le gustaban, que estuvieran dispuestas a
someterse. Eso implicaba que no podían levantar la vista, ni hablar, ni moverse
sin que él, el Amo, lo ordenara. También, que el sexo incluía ataduras, golpes
y una amplia gama de “juguetes” capaces de provocar desde el placer más
intenso al dolor más espantoso. A veces, se le pasaba la mano y les daba una
brutal paliza o les dejaba alguna cicatriz. En Montevideo, durante el exilio,
ya habían comenzado a murmurar, por eso al volver y encauzar su carrera
política debió cambiar su imagen. Se casó con una joven Anchorena y se
convirtió en respetable marido y padre a una edad en que la mayoría ya era
abuelo. Pero no se detuvo. Con el tiempo dejó que fuera Antonio, su edecán,
el que reclutara a las mujeres de las barriadas pobres. Eso era conveniente
tanto por la natural inclinación de las clases bajas a obedecer, como por
su menor posibilidad de defensa. La mejor de todas, sin duda, había sido
María Sosa, pero hacía meses que no la veía. Estaba demasiado flaca para
su gusto y había notado que faltaban cosas de su casa, como el reloj que
Roca le había dado en los buenos tiempos. El diputado seguía a los gritos
y él no pudo evitar el incómodo pensamiento de que su preferencia por las
morenas pulposas se debía a que, en el fondo, a la que siempre había querido
someter era a su madre. Y, pensamiento más incómodo aún, que nunca lo

346
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

había logrado.
Su madre nunca agachó la cabeza frente a él, nunca le obedeció, nunca lo
respetó. Le reprochaba su estilo de vida, pues sabía, él estaba seguro de eso,
y peor todavía, le recriminaba sus tejes y manejes con la herencia familiar,
ya que era un hecho que, con Manuel enfermo, Guadalupe viviendo en
Montevideo, Hipólito fugado a Corrientes y Miguel muerto en el Paraguay,
se había quedado prácticamente con todo. Y todo era mucho. Era, o había
sido, uno de los hombres más ricos del país. La fortuna la debía, como
todos los de su clase, a los campos y estancias que poseía. Ser estanciero
era la manera más segura de enraizar en la sociedad porteña, la única que
habilitaba a hablar de igual a igual con los miembros de la elite. Además, el
negocio era sencillo y lucrativo, dejaba buenos rindes y no exigía demasiado
de parte de su dueño. Por eso, como su pariente político Nicolás Anchorena,
se vanagloriaba de no haber pisado jamás las tierras a las que debía su buena
vida en la ciudad. Claro que ahora habían aparecido otros hacendados,
más jóvenes y audaces, que querían modernizar y potenciar el desarrollo
agropecuario. Ellos fueron los que fundaron en 1866 la Sociedad Rural,
preocupados por la crisis en la que estaban sumidos productos tradicionales
del campo argentino como la lana, el sebo y la carne salada. Ellos fueron los
que aplaudieron con entusiasmo el invento de Charles Tellier que permitía
“fabricar” frío y daba solución al problema de la conservación de la carne.
El primer frigorífico, instalado por una firma inglesa en 1883, le abrió a
las carnes argentinas las puertas del mercado europeo e inició la lenta e
irreversible declinación de los saladeros. Él, aferrado a la manera tradicional
de explotar la tierra, no había incursionado en estas nuevas técnicas ni abierto
sus campos a la producción cerealera. Sólo el hecho de retener las inmensas
extensiones acumuladas por su familia a lo largo de los siglos, le permitía
mantener una posición de privilegio. Claro que a veces temía que ésta se
volviese demasiado precaria. El derrumbe de la Bolsa y el tren de despilfarro
al que estaba obligado no le dejaron más opción que vender algunos de sus
campos. Estaba preocupado. En la Argentina liberal, progresista y, sobre
todo, materialista que había emergido en los años 80, el poder económico
se confundía con el poder político. Y él no podía perder ninguno de los dos.
Con el discurso aún sin terminar, se levantó impaciente de su asiento.
Tenía la inquietante sensación de que todo se estaba desmoronando a su
alrededor. Abandonó el recinto de deliberaciones y enfiló hacia la salida.
Bajó por una escalerita estrecha, más propia de una casa de inquilinatos que
de un edificio gubernamental. Pasó el vestíbulo esquivando sus columnas y
finalmente emergió por la puerta enrejada del austero y mal ventilado edificio

347
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que desde 1864 albergara al Congreso Nacional64. Décadas atrás había sido
una carnicería y el sencillo frontis ya advertía que no se trataba de un sitio
ostentoso. Cubrió los pocos pasos que separaban el Congreso de la Casa de
Gobierno con lentitud. Un viento frío y molesto, bien de invierno, frenaba
su avance. Acomodó como pudo su impecable abrigo de piel y sujetó con
la mano enguantada el galerín de alas angostas que amenazaba con volarse.
Unos minutos después llegó a la entrada de Casa de Gobierno aterido, con
las mandíbulas apretadas y la nariz enrojecida, sin embargo, el calor de las
corridas y el caos que reinaba en el interior lo aclimataron con rapidez.
Pese a las preocupaciones, no pudo evitar pensar, como siempre le ocurría,
¡por fin una sede a la altura del país, después de tantas precariedades! Mitre
había debido conformarse con las construcciones centrales del viejo Fuerte,
feas, sin gracia ni estilo, que se mantenían en pie luego de la demolición
ordenada en 1853. Fue Sarmiento el que pintó de rosado el vetusto
edificio, ocasionando por supuesto que la prensa opositora lo calificara de
extravagante. Una vez más. También fue él quien ordenó la construcción
de la moderna oficina de Correos y Telégrafos en la esquina de Balcarce y
Victoria65, vacía luego de la demolición parcial del Fuerte. Llegado el turno
de Roca, él no lo desaprovechó. Demolió la precaria sede del Gobierno y
mandó a construir un edificio similar al de Correos sobre la otra esquina, la
de Balcarce y Rivadavia. En 1886 ambas construcciones quedaron unidas
por un arco central, la entrada principal por la que acababa de ingresar, y
todo él, pintado de rosado, era finalmente un asiento digno de la investidura
de sus ocupantes.
Atravesó los patios interiores, rodeados de galerías con balcones, y
subió por una escalera profusamente ornamentada con relieves y esculturas.
Ya arriba, se internó en un intrincado laberinto de pasillos, oficinas y
vericuetos. Allí tenían sus oficinas no sólo el Presidente sino también todos
sus Ministros. Se cruzó con varios de los ordenanzas negros que trabajaban
para el gobierno. Con los años, el número de negros en la ciudad había
disminuido dramáticamente. Uno que otro ocupaba el pescante de un lujoso
carruaje, pero la mayoría de los que quedaban estaban empleados en calidad
de sirvientes del Estado. Claro que no eran los únicos. A cada paso aparecía
un ujier, un escribiente o algún otro empleado ministerial que, pese a la
corrida, se paraba a saludar.
–Buen día, Senador –dijo uno emergiendo tras una pila de legajos.
–Muy buen día tenga usted, ilustre doctor –saludó otro un poco más
64 Hoy sede de la Academia Nacional de la Historia, en la esquina de Hipólito Yrigoyen y
Balcarce.
65 Hoy, Balcarce e Hipólito Yrigoyen.
348
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

empalagoso–. ¿Viene a ver al Ministro? ¿Lo está esperando?


–No. Quiero ver al Presidente –respondió Juan con su voz rasposa y
engolada, de autoritaria entonación, sin detener su avance hacia el despacho
presidencial.
No había llegado aún hasta allí cuando vio a Miguel Juárez Celman
caminar por el pasillo seguido de cerca por el joven cordobés Ramón
Cárcano, quien iba susurrando a su lado. Se los veía preocupados y, en
verdad, razones tenían para ello. La crisis les estaba explotando en la cara,
no había manera de detenerla. Eran demasiados los frentes. Las magras
cosechas, la indetenible subida del oro, la deuda pública por las nubes, los
inversores que huían en bandada, el brutal aumento del costo de vida, el
crac de la bolsa, quiebras, pánico, bancarrota… Claro que el Gobierno había
contribuido bastante con sus privatizaciones frenéticas, su política bancaria
y sobre todo con el enquistamiento de la especulación, la corrupción y los
abusos de poder. Funcionarios públicos que mantenían queridas con las
arcas nacionales, obras públicas prometidas a cambio de buenas coimas,
concesiones de ferrocarril a amigos o socios, empleos públicos para
familiares del poder… un Gobierno amoral, corrupto y despilfarrador que
con su actitud sumaba a la crisis económica una peligrosa crisis social.
–Dicen que dilapido la tierra pública, que la doy a los capitales
extranjeros –con un hablar atropellado, afeado por el empeño en borrar
su tonada cordobesa, Juárez Celman iba ensayando un discurso–. Dicen
que mi administración es mercantilista, pero, ¿qué otra cosa corresponde
hacer a un gobierno en las actuales condiciones? Siempre hay una línea de
incomprensión entre el que predica y el que realiza…
El Presidente se sentía incomprendido, mas era él quien no comprendía
que su propia actitud era la que provocaba tanto rechazo. El “Unicato”, como
llamaban a su gobierno exclusivista y saturado de obsecuencia, lo había
llevado al enclaustramiento político, restándole aliados y multiplicando sus
adversarios, dentro y fuera del partido. Eran su ambición, soberbia y tozudez,
las que propiciaron una política cerrada a las advertencias, a las críticas, a la
realidad. Sólo escuchaba a su círculo íntimo, aduladores profesionales, que
le decían lo que él quería oír. Y Juan estaba entre ellos. Juan había querido
estar entre ellos. Pensó que podría obtener beneficios. Pensó que podría
manipular al joven provinciano. Pensó que podría gobernar la Nación…
Juárez Celman detuvo su discurso para saludar a Díaz de la Vega. Su
rostro lucía cansado y su ancha frente, completamente despejada, estaba
poblada de prematuras arrugas.
–Venga, amigo –invitó el Presidente–, que tomamos un coñac mientras

349
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

terminamos el discurso.
Y mientras Juan siguió a los cordobeses hasta un amplio despacho que
miraba a la Plaza de Mayo, mientras dejaba a un costado su galera y su
bastón y se sentaba en un mullido asiento acariciado por la tibia luz de
aquella mañana invernal, lo supo. Había cometido un terrible error. Ahora
estaba pegado a un gobierno desprestigiado y extremadamente débil. Ni la
estrategia del astuto Vicepresidente, Carlos Pellegrini, de hacer públicas
las renuncias a eventuales candidaturas de Roca, de sí mismo y del joven
Cárcano había logrado calmar los ánimos por mucho tiempo. Eran una papa
caliente y Juan no quería quemarse las manos. Mientras el Presidente seguía
ensayando su próximo discurso, que continuaría aislándolo de la sociedad,
el Senador planeaba cómo cambiar de bando. Volvería con Roca. Tenía
una buena oportunidad pues acababa de fallecer la esposa del General, la
cordobesa Clara Funes. Iría a su casa a ofrecerle sus condolencias… y algo
más. Roca lo entendería. El oportunismo político estaba a la orden del día y
nadie se sorprendía, ni se escandalizaba, de las piruetas y volteretas que los
políticos se veían obligados a hacer para mantener su poder. Y “el Zorro”
menos que nadie. Él lo comprendía y, por supuesto, lo aprovechaba bien.
De hecho, ya estaría tendiendo sus redes por lo bajo. Haciendo lo que mejor
sabía hacer… No habría problemas… excepto uno, pequeño y gigante a la
vez. Tendría que agachar la cabeza, tendría que someterse… casi tanto como
sus sumisas cuando entraban al cuarto del sótano.
¡Cómo me gustaría estar allí!, pensó con desesperación.
Pero quien lo estaba era Clara. Asqueada, confundida, miraba todo sin
comprender. Las correas, los rebenques, los aparatos de hierro que bien
podían ser instrumentos de tortura y… y la gran cama, en el centro de la
habitación, cubierta por un pesado y rebuscado cortinado color rojo. La
invadió un penetrante olor a cuero, masculino, denso, concentrado, pero,
más que nada, un palpable aroma a pánico y a tragedia. ¿Qué ocurriría allí?
¿Para qué utilizaría su padre todas esas cosas que colgaban de las paredes?
¿Por qué había una cama? Aunque demasiado joven, demasiado inexperta
para entenderlo cabalmente, lo intuía. Aquello estaba mal, muy mal. Corrió
despavorida, sintiéndose traicionada por su padre. Ya no podía confiar
en él. Era un degenerado, un pervertido. Sólo quería huir de aquella casa
maldita, de su compromiso y de la vida que le habían planeado y, entonces…
entonces recordó las palabras de Luciano y se aferró a ellas como a una
tabla de salvación. “Búsqueme, Clara. Si algún día necesita huir de todo, si
en algún momento cree que nadie puede ayudarla, búsqueme. Yo estaré ahí
para usted”. Ya no le importaba aquella morocha del carruaje. Sabía que él

350
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

la ayudaría. Que sólo él podría hacerlo.


Unas horas después, entraba a uno de los pequeños cuartos del Hotel
Claraz tras caminar nerviosa por un largo corredor lleno de puertas. Luciano
la acompañaba. Todo había ocurrido tan de prisa. Salir del sótano y de la
casa fue casi una misma cosa, sólo se detuvo unos minutos en su dormitorio
para buscar un abrigo y algunas joyas que pudieran servirle para vivir, al
menos por un tiempo. Salió sin mirar atrás. No volvería, mas eso no le
pesaba. Nunca había sido su hogar. Agradeció que José hubiera salido esa
mañana con el landolet para llevar a su padre al Congreso. Encontró en su
lugar al hijo, aún un mozuelo, desesperado por demostrar lo aprendido, que
no esperó a que se lo pidieran dos veces. Partieron en una ligera americana
de un solo caballo, sencilla, bonita, que su padre nunca usaba pero que había
comprado por esas cosas del qué dirán. Sabía adónde debía ir, sabía a quién
debía ver, Luciano se lo había dicho en aquel ya lejano paseo en tranvía,
mas la impresión la paralizó al ver al sujeto tirado en la calle Brown. Todo
en él era horrible. Sus párpados caídos, las costras de su rostro, el hedor que
emanaba de su cuerpo.
–Necesito ver a Luciano Acosta… él… él me dijo que usted… –comenzó
a explicar Clara casi en susurros, muerta de miedo, reprendiéndose por
haberle ordenado al hijo de José que volviera a la casa.
–¿A Luchiano?, ma claro, bellisima –interrumpió Giuseppe Scansafatiga
con voz de galán, lo único que luego de tantos años de pereza y dejadez
le había quedado–. Un secondo. ¡Pipo! –gritó luego haciendo un teatral
movimiento de mano, sin mover un milímetro del resto de su cuerpo–
Acompagna la signorina a ver al pibe Luchiano. E´ nella cantina di Mario.
Instantes después seguía a un niño escuálido, casi tan sucio como el extraño
personaje que acababa de conocer, que la guió por las calles boquenses a
una velocidad inapropiada para sus largas y pesadas vestiduras. ¿Quién
sería aquel sujeto? ¿Cómo sabía dónde estaba Luciano? ¿Por qué el niño
hizo exactamente lo que él le pidió? Interrogantes que la acelerada cabeza
de Clara formulaba y formulaba mientras corría alocada al encuentro del
hombre que pese a todo no había logrado olvidar. Y cuando efectivamente
estuvo frente a él, el mugroso italiano desapareció por completo de sus
pensamientos. Pasado el estupor de verla allí, Luciano la hizo entrar a la
cantina, colmada por una pequeña multitud que lo escuchaba hablar de
una inminente revolución. El lugar era sencillo y grasiento, sin embargo,
estaba impregnado de un tentador aroma, el de la pizza. Estuvieron horas
sentados allí, una vez dispersada la muchedumbre, conversando, pensando,
decidiendo qué hacer. Clara estaba determinada a no volver a su casa.

351
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

¿Adónde ir entonces?
Terminaron en el Hotel Claraz, uno de los tantos hoteles ubicados sobre la
céntrica calle 25 de Mayo. Cerrada la puerta de la habitación, Clara recorrió
con la vista el pequeñísimo cuarto, semejante a la celda de un convento.
Una cama, una silla y una banqueta que hacía las veces de mesa de luz, eran
todas las comodidades con las que contaba. ¡Qué diferente al Hotel de la
Paz66, que con su luz eléctrica, sus cuartos lujosos y su espectacular mirador,
rivalizaba con los mejores hoteles europeos! Allí su madre solía reunirse a
tomar el té con las amigas y divertirse mirando la ciudad con binoculares y
anteojos larga vistas. Pero no… ni el de la Paz, ni el Gran Hotel Argentino,
ni aun el Provence, estaban en el Claraz, frecuentado por paisanos gringos,
capitanes de barco, ingenieros de minas… y mujeres ligeras que sabían
cómo entretener a una clientela básicamente masculina.
–¿Estás nerviosa? –susurró Luciano acercándose a Clara, que miraba
absorta el río desde la única ventana de la habitación. La luz del atardecer le
daba un reflejo plateado a las aguas.
–No –mintió. Sabía lo que pasaría. Lo sabía y… lo anhelaba. Siempre
había sido inocente, ingenua, pero sus ansias de amar y ser amada, aquellas
que ni las rígidas institutrices habían logrado aniquilar, la empujaron hasta
allí. Claro que hasta entonces no había tenido nada de lo que avergonzarse y
esto, en cambio, era un pecado, una locura, probablemente un terrible error.
Pero no importaba. Prevalecieron la pasión y la curiosidad de sus diecisiete
años. Incluso sintió que la abuela Catalina estaba alentándola.
Se dio media vuelta, quedando frente a frente. Luciano alzó con reverencia
una mano y acarició, suave, devotamente, una de sus mejillas.
–Sos tan hermosa… –murmuró emocionado contemplando con embeleso
el cutis terso, limpio, perfecto de su amada, sin los polvos y carmines que
usaban las artistas de varieté o las mujeres de mal vivir que él solía frecuentar.
Ella se sonrojó y le sonrió tierna, nerviosa. Su boca roja se transformó
entonces en un milagro que desesperadamente ambicionó para sí.
En cuanto sus bocas se rozaron, la pasión los dominó. El beso que los unía,
tímido en un principio, pronto le dio vía libre a manos, lenguas, cuerpos, que
también vinieron a enlazarse a un ritmo cada vez más ardiente. Ya no se
sabía dónde terminaba uno, dónde empezaba el otro.
Luciano comenzó entonces a desabrochar con impaciencia la larga hilera
de botones del vestido de organdí que Clara vestía, hasta que finalmente
éste, con los metros de tela suficientes como para confeccionar por lo menos
tres, cayó pesadamente al suelo.

66 Ubicado en las actuales calles Perón y Reconquista.


352
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–¡Mi Dios, sí que llevás mucha ropa! –exclamó azorado al ver,


superponiéndose, almidonadas enaguas de crinolina, calzones, medias, la
camisa, el bolero… cada prenda con sus cintas, puntillas y bordados.
Acometió la tarea quitándole de los pies unos primorosos zapatitos
adornados con perlas. Siguió luego con las enaguas y con las finas medias
de seda traídas directamente de París. Clara se tensó. ¿No le había dicho
Carmencita Unzué, casada hacía poco con un Iraola, que su marido nunca
la desvestía por completo? ¿Que eso era lo que correspondía a una mujer
decente? No sabía qué pensar, sin embargo, cuando vio la expresión de
Luciano, tan experto en las lides de desnudar a muchachas de humilde
condición, completamente derrotado al vérselas con el complicado corsé de
raso azul que ajustaba su figura, una ternura inmensa la invadió. Le indicó
cómo quitárselo. Él fue haciéndolo despacio, disfrutando de la vista más
erotizante que jamás había tenido. Claro que había quienes criticaban al
corsé, culpándolo de la respiración incompleta, agitada y comprimida de las
jóvenes, que les causaba ahogos por tan sólo subir una vereda o bailar un
vals, predisponiéndolas a la tisis o a la tuberculosis, pero esos no eran más
que locos o ciegos. El corsé delineaba el cuerpo, obligaba a caminar con
insinuante andar, remarcaba cinturas de avispas, pechos generosos…
Finalmente cayó la prenda, liberando el cuerpo de Clara quien dio un
profundo suspiro como para celebrarlo. Tan hermosa con corsé como sin él,
Luciano la miraba embobado. Acarició sus brazos, sus pechos, su estómago,
sus muslos, provocándole un estremecimiento que la recorrió por completo.
Estaba lista. La tomó entonces en brazos y la depositó con cuidado en la
vieja cama, que crujió bajo el peso de los dos. ¿Cuándo habrán cambiado las
sábanas por última vez?, alcanzó a pensar Clara. La limpieza evidentemente
no se tenía en gran estima en aquel lugar. ¡Ah, pero qué importaba eso!
Luciano acababa de desnudarse con increíble rapidez. ¿Por qué Yvette me
enseñó tantas cosas inútiles y no cómo luce un hombre? ¿Por qué no me
dijo cómo luce un hombre listo para el amor?, pensó luego, aturdida por sus
caóticas cavilaciones y el enloquecido golpeteo de su corazón. Sabía que ya
no había vuelta atrás.
–Flojita, mi amor, que así no duele –le aconsejó bien al oído y, sin más,
entró en ella, despacio, suavemente.
Clara ahogó un grito y se aferró con fuerza a la espalda de Luciano. Él
no dejó de besarla. Beso tras beso, tiernos, dulces, en los ojos, las mejillas,
en la oreja, en los hombros, en la boca… ella fue aflojándose y permitiendo
que él comenzara a moverse lentamente, entrando y saliendo con cuidado,
con reverencia. Y con cada instante que pasaba, Clara anhelaba más y más

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

unirse al movimiento. Pero, ¿eso no era para las mujeres perdidas?, ¿no
debía permanecer ella indiferente a las maniobras masculinas hasta que éste
encontrara el alivio?, ¿no era así como hacían el amor las mujeres decentes?,
pensó para no volver a pensar, pues el deseo fue más poderoso que los estigmas
sociales. Comenzó a menearse ella también, siguiéndolo, acompañándolo en
un camino cada vez más frenético. Y, entonces, inesperado, desconocido,
un intenso orgasmo la sorprendió. Chillidos agudos y entrecortados, que no
pudo reprimir ni mordiendo el borde de la sábana, emergieron de su boca
abierta, anhelante. Ante semejante espectáculo Luciano no aguantó más y se
derramó en su interior, jadeando incontrolablemente. Al final, se desplomó,
rendido, sobre ella.
Quedaron un largo rato así, en silencio, intentando recuperar la respiración
y la calma.
–¿Estás muy dolorida? –le preguntó al final, colocándola sobre su pecho
y acariciando con ternura su espalda desnuda.
–Un poco –susurró ella aferrada al cuerpo de él –pero feliz, muy feliz.
Se incorporó levemente y le sonrió con aquella sonrisa sin igual, angelical
y endiablada al mismo tiempo. Luciano sintió que por esa sonrisa él era
capaz de hacer todo, de dar todo, incluso la vida.
–Siempre estaremos juntos –contestó emocionado–. Te lo prometo.
Entonces, golpearon a la puerta. ¿Quién sería? ¿El desgraciado de
Scansafatiga los habría vendido?, ¿Isabella, que siempre averiguaba todo lo
que quería?
–¿Quién es? –preguntó Luciano con voz tensa.
–El Ruso. ¡Abrime, che! ¡Es importante!–. Se calzó los pantalones y
con el torso aún desnudo abrió la puerta, desconfiado– ¡Es la revolución,
Luciano! ¡Tú revolución! Debemos irnos. Alem ha mandado concentrar
fuerzas en el Parque de Artillería…
La Revolución del Parque había comenzado.

La Ira
Fueron tres días de furia. De locura. De muerte. Todo comenzó aquella
misma noche del 25 de julio que rápidamente se transformó en la madrugada
del 26. Con la imagen de Clara aún en la cama, desnuda y asustada, Luciano
inició la marcha hacia Plaza Lavalle, mas al llegar a destino otras ya ocupaban
su mente. La victoria de la decencia frente a la corrupción. El fin del terrible
gobierno de Juárez Celman. Un nuevo gobierno donde Leandro Alem
pudiera poner en práctica todas sus ideas. La oportunidad que había estado
esperando para hacer sentir orgulloso al abuelo Luigi, aunque éste ya no

354
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

estuviera con ellos. Durante aquel rato en que los revolucionarios, armados,
enérgicos y desafiantes, marcharon decididos hacia el parque luciendo cada
uno su boina blanca en la cabeza, creyó que todo saldría bien. Pero sólo fue
llegar para que nada resultase como estaba planeado.
De hecho, ni la fecha de la revolución era la convenida. Iba a ser el 21
de julio, pero la detención del General Manuel Campos y de otros militares
que adherían a la revuelta, la habían pospuesto. El 25, finalmente, se había
decidido seguir adelante con lo que se tenía. Y allí estaban. Una densa niebla
los recibió al ingresar al Parque de Artillería, una antigua construcción baja
y maciza de largos muros, cuya finalización no llegaban a advertir por la
escasa visibilidad. Viejo arsenal y taller del ejército era, además, el asiento
del Batallón 5°, uno de los varios comprometidos en la revolución. El lugar,
que Juárez Celman planeaba derribar para construir un monumental “Palacio
de Justicia”, resultó el elegido como punto de encuentro de militares y civiles
armados. Los planes del Presidente tendrían que esperar, de hecho hasta
1903, pues la justicia la pensaban hacer ellos con sus propias manos. A las
cuatro de la madrugada llegó Alem y se dirigió de inmediato a una pieza del
piso alto, que de ahí en más sería su despacho. Luciano subió tras él.
–El único autor de esta revolución sin caudillo, impacientemente
esperada, es el pueblo de Buenos Aires –don Leandro leía en voz alta el
parte que emitiría en su carácter de Presidente de la Junta Revolucionaria.
Convencido de que la revolución era la única salida, había consagrado a
ella hasta todos sus esfuerzos–. No derrocamos al gobierno para derrocar
hombres y sustituirlos en el mando, lo derrocamos para devolverlo al pueblo.
Luciano, asomado a la pequeña ventana de la habitación, se perdió unos
segundos contemplando la ciudad, aún dormida, totalmente envuelta en la
niebla. ¿Dormiría Clara en aquella cama que juntos habían compartido? La
mirada grave y atenta de Alem lo sacó de sus cavilaciones.
–¿Quién comandará al ejército? –preguntó intentando sonar práctico.
–El General Campos –respondió el jefe revolucionario como si nada.
–¿Campos?, pero, ¿Campos no estaba preso e incomunicado?
–Se escapó esta tarde. Al parecer, Roca fue a verlo…
–¡Roca! –exclamó Luciano atónito–. Ese Zorro… Doctor, esto debe ser
una trampa…
–Tranquilo Luciano –respondió don Leandro, para quien ya no había
vuelta atrás. La revolución no podía esperar un segundo más–. El general es
un excelente militar y está comprometido con la revolución…
–¡Está comprometido con Mitre! –interrumpió nervioso– y es a él al
único al que responderá… a él o a Roca, ya no lo sé. Lo que sí sé es que nos

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

va a traer complicaciones.
Las complicaciones comenzaron casi de inmediato. Mientras Alem y sus
seguidores querían seguir con el plan inicial, es decir, marchar sin demoras
sobre la Casa de Gobierno, la Aduana y las terminales ferroviarias, Campos
ponía las mil y un excusas para permanecer en el Parque de Artillería.
Y ganó. Los revolucionarios quedaron así atascados, encerrados, entre
acusaciones recíprocas, discursos inflamados y abundantes tragos de ginebra
que servían para paliar el frío y entonar los ánimos. Por supuesto, mientras
todo esto ocurría las fuerzas leales al gobierno, comandadas por Roca y por
el Vicepresidente Pellegrini, no se quedaron quietas. Concentradas primero
en Retiro marcharon luego sobre el centro y tomaron posición en la Plaza
Libertad y a lo largo de la imponente mansión de la familia Miró Dorrego,
que ocupaba los terrenos que habían pertenecido al viejo Vauxhall de los
Wilde.
Los enfrentamientos no tardaron en comenzar. Los revolucionarios,
encajonados, disparaban desde el Parque de Artillería, la azotea de las casas
vecinas o desde la misma Plaza Lavalle. Los leales al gobierno respondían
desde sus cercanas trincheras. Así pasó la tarde del 26 y comenzó el 27. Día
trágico, negro, que Luciano nunca olvidaría. Nunca.
La mañana inició igual que la anterior, fría y envuelta en la niebla.
Escasos tranvías se arrastraban por las arterias más céntricas de la ciudad
conduciendo a poquísimas personas. Todos estaban en sus casas, tras
puertas y ventanas celosamente cerradas. Luciano, el Ruso y el Vasco Vellés
salieron del arsenal militar y cruzaron a la Plaza Lavalle. Estaban ansiosos y
preocupados. Necesitaban acción. Agachando sus cabezas avanzaron por la
espaciosa plaza, de tres manzanas de extensión, hasta llegar al monumento
del General Juan Lavalle, aquel que el intendente Torcuato de Alvear hizo
levantar justo frente a la propiedad de los descendientes del desventurado
Manuel Dorrego. Todo estaba aún tranquilo y el hermoso parque se lucía
bajo la suave luz matinal. Envueltos en la niebla se advertían los jardines, las
arboledas, los quioscos enrejados y las glorietas. Enfrente había funcionado
hasta 1882 la Estación del Parque, cabecera del famoso Ferrocarril del Oeste.
Ahora estaban en obras pues pensaban construir allí el nuevo Teatro Colón.
Todo había cambiado mucho desde que aquella zona fuera el desolado
“Hueco de Zamudio”, zona pantanosa e inundable por la que corría el arroyo
Tercero del Medio. Y todo volvería a cambiar. Con los primeros disparos y
avanzando a ras del piso, llegaron a guarecerse tras los bancos del “rincón de
las camelias”, un hermoso sector de la plaza contiguo al monumento donde
se habían instalado bancos y canteros con flores. Pocos minutos después

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Paula Marchisio Puerto de ambiciones

se desató la debacle. El fuego duró horas enteras. Ambos bandos se tiraron


tanto con fusiles como con piezas de artillería y armamento de gran poder de
destrucción. El ruido era ensordecedor. Los destrozos a los edificios vecinos
incalculables. Las bajas comenzaron a acumularse de manera angustiante.
–¡Se me acabaron las municiones! –gritó el Vasco luego de haber hecho
fuego hacia todos lados durante un largo rato.
–Y estamos mal ubicados –replicó el Ruso, siempre pendiente de la
estrategia–. Quedamos en el medio de los dos frentes.
–Hay que salir –resolvió Luciano–. Ustedes vayan primero que yo los
cubro. Todavía tengo algunos cartuchos. ¡Vamos, che! ¡Ahora! –los instó, al
verlos dudar.
Mientras Luciano disparaba a troche y moche, los dos amigos volaron a
guarecerse tras el monumento de Lavalle. Luego, inició él la corrida. Avanzó
a paso veloz, ágil, sintiendo las balas enemigas silbar peligrosamente cerca
de su cabeza. Sería la adrenalina, el peligro del momento, mas en ese instante
creyó que era invencible, intocable, aun con los miembros entumecidos por
el frío de la noche, aun con la ginebra aletargando sus reacciones. No vio que
un soldado del gobierno, avanzado en su posición, lo tenía en la mira. El que
sí lo vio fue Luis Vellés.
–¡Luciano! Agáchate, chaval –rugió el gigante español tirando a Luciano
al piso en el preciso instante en que una certeza bala destrozaba su corazón.
–¡Vasco! ¡Vasco! ¡Noooo! –gritaron desesperados Luciano y el Ruso
intentando llevarlo a cubierto, tarea titánica pues era increíblemente pesado.
Una bala dio en el brazo de Luciano, otra en el pie del Ruso, pero ellos
siguieron firmes, jalando y jalando del cuerpo ya sin vida de su amigo hasta
llevarlo detrás del monumento. Sus boinas blancas, sucias de barro y de
sangre, quedaron tendidas en medio de la plaza.
Para las diez de la mañana los muertos y heridos se contaban por centenares
y las municiones casi se habían esfumado. La revolución, contenida dentro
de los límites del parque, no tenía ninguna chance de sobrevivir. Se pidió
una tregua para enterrar a los muertos y ganar así un poco de tiempo. Se
iniciaron conversaciones y negociaciones, se efectuaron algunos bombardeos
más, pero todo ya estaba dicho. El 29 de julio, luego de tres días, más de
doscientos cincuenta muertos y mil heridos, la revuelta quedó oficialmente
sofocada.
Pero para Luciano el infierno no había terminado. Herido, y aún devastado
por la muerte del Vasco, corrió hasta el Hotel a buscar a Clara. La habitación
estaba vacía. Desesperado, preguntó a empleados y clientes. Nadie la había
visto. Nadie sabía nada. ¿Quién podría? Salió corriendo en búsqueda del

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

único que podía darle una respuesta.


–La donna e’ mobile, qual piuma al vento… –cantaba.
–¡Scansafatiga! ¡Linyera desgraciado y mal nacido! –como un huracán,
furioso y destructor, Luciano tomó de los harapos al vagabundo, sin
importarle el desagradable tufo que despedía, obligándolo a ponerse en pie–
¡Te voy a matar! ¿A quién le dijiste dónde estaba Clara?
–Tranquillo, pibe. Non ho detto niente, per favore… –Giuseppe intentaba
defenderse de la furia asesina de Luciano, pero tenía miedo. Nunca había
visto esa ira en los ojos del muchacho. Nunca esa desesperación.
–¡¿A quién?! –rugió sin darle tiempo a pensar excusas.
–A… alla Isabella. Tu sai come é la Isabella…, pibe. Ti ho detto Luchiano,
no te meta, no te metas con la Isabella…
Pero Luciano ya no escuchaba. Salió corriendo dejando que Giuseppe
aterrizara como una bolsa de papas sobre la calle.
–¡Ouch! –se quejó el italiano–. Qué fatiga, Dio mio, qué fatiga…
Corrió, pero llegó rápido pues no era lejos. En cuanto entró en la casona
supo que algo estaba mal. El rostro desencajado del señor Calzottino, el
dueño de casa, lo confirmó.
–Quiere verte, Luciano. Isabella quiere verte. Pasa. Pasa.
El dormitorio de Isabella estaba en penumbras. Por unos instantes pensó
que estaba vacío. Sin embargo, de pronto, una voz quebrada emergió de la
gran cama que dominaba la estancia.
–¡Luciano! ¡Mi amor! Vení acá conmigo… –estiró con dificultad uno de
sus brazos para indicarle que fuera a sentarse junto a ella– Viniste…
–Isabella, ¿qué pasó?, ¿qué hiciste con Clara?
–Isabel… Isabel –insistió ella casi sin aliento en su lecho de muerte–
Hice lo que debía… ella no es para vos. Yyyyo soy tu mujer, Luciano. Ella
no –cerró los ojos y desesperadamente tomó una bocanada más de aire. Cada
minuto que pasaba le costaba más y más respirar. Luciano debió apelar a
toda su fuerza de voluntad para esperar a que ella pudiera continuar–. Fui
hasta su casa… qué espléndida mansión en la Avenida Alvear… –siguió
finalmente con la mirada nublada, vidriosa–. Les avisé… les avisé dónde
estaba. Ella está comprometida con un Alvear. Se tiene que casar. La van a
casar…
–¡¿Qué?! ¡¿Cuándo?! –gritó desesperado.
–Pronto. En estos días… en cualquier momento. No la encontrarás,
Luciano. Se la llevaron… la escondieron en un lugar seguro. El padre no
quiere que se sepa de su deshonor… –lo miró con reproche mas tuvo que
volver a cerrar los ojos e inspirar profundamente–. No quiere que se sepa…

358
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

que nadie sepa de lo ocurrido… por eso… por eso, vino ayer a casa ese gordo
sirviente suyo… con aquella torta tan bonita, tan elaborada… Yo pensé que
querían agradecerme… que me permitirían asistir a sus fiestas… que sería
su invitada de honor… pero me hizo comer un trozo de la torta mientras me
miraba… me miraba como si fuese él quien me comía a mí… y pronto todo
dio vueltas… y el aire se va… se va, mi amor… nadie debe saber… nadie
debe saber…
Tomada de la mano de Luciano, Isabella Calzottino inspiró por última
vez, atrapada aún entre la envidia y el rencor. Su propia venganza la había
alcanzado, destruyéndola por completo.
Sólo unos días después, José, el cochero, detenía el landolet de los Díaz
de la Vega frente a la Catedral. En la vecina Plaza de Mayo un grupo de
personas gritaba con alegría:
–¡Ya se fue, ya se fue el burrito cordobés!
–La revolución está vencida, pero el gobierno ha muerto –habían
sentenciado en el Congreso luego del fin de la revuelta.
Alem había perdido, sí. Pero Juárez Celman también. Aislado, sin apoyos,
sin poder formar un gabinete tras la renuncia en masa de sus ministros, se
vio forzado a renunciar el 5 de agosto, menos de una semana después de
los sangrientos enfrentamientos que conmovieron a la ciudad. Ahora sería
el gringo Pellegrini quien debería encauzar la delicada situación política,
económica y social en la que quedaba el país. Y demostrar que aquello de
“piloto de tormentas” no era una exageración ni una bufonada, sino la más
pura realidad.
–Política. Maldita política –masculló Clara con rabia al escuchar el
canto de la gente mientras descendía del landolet vistiendo un larguísimo e
imponente vestido blanco. La política la había llevado hasta allí.
Comenzó a subir con lentitud la escalinata de la Catedral recordando, a
su pesar, aquellos terribles días que pasó sola en el cuarto del Hotel, muerta
de miedo por Luciano, muerta de miedo por ella, hasta que la inmensa figura
de Antonio apareciera en el vano de la puerta. Mas el que allí estaba era un
desconocido. Había en sus ojos, en la expresión de su boca, una voracidad,
un apetito destructivo que muy lejos estaba del cándido y bonachón Antonio
que ella conocía. Aunque en verdad nadie era como ella pensaba. Ni siquiera
Luciano. Con dureza había debido aprender que, por motivos distintos, en
bandos distintos, la política era para Luciano lo mismo que para su padre.
Lo primero.
Al atravesar la fachada, con sus doce columnas representando a los
apóstoles, se abrió la pesada puerta de madera del templo. El órgano alemán

359
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

comenzó a sonar con la potencia de sus casi tres mil tubos, envolviendo a la
concurrencia en un clima de festejo y emoción. Los asistentes se levantaron
prestos de sus asientos, al tiempo que la novia, pálida y nerviosa, avanzaba
por la larga nave central. Las luces que se filtraban por el vitral de Santa
Catalina de Siena parecían dibujarle a su cabellera destellos de ángel. ¿Cómo
puede ser que haya ocurrido todo esto?, pensaba Clara sofocada por el corsé
y la angustia. Antonio en el hotel. La casa donde la habían escondido tras su
huida. La boda organizada a las apuradas en sólo unos días. Estaba atrapada.
Elevó los ojos hacia la gran cúpula, aquella que los visitantes veían asomarse
majestuosamente desde sus embarcaciones ancladas en el río, y suplicó por
un milagro. Por favor, Dios mío, por favor, por favor.
Con lágrimas en los ojos llegó a los primeros bancos, sitiales de preferencia
reservados para los personajes más importantes. Por supuesto, esta vez no se
encontraban ni Juárez Celman, que acababa de renunciar, ni Pellegrini, que
se preparaba para asumir la Presidencia, mas Julio Argentino Roca sí estaba
allí, contemplando cómo la joven novia llegaba al altar mayor. La ceremonia
comenzó de inmediato.
Mientras todos estiraban los pescuezos intentando no perder detalle de lo
que ocurría adelante, una figura oscura se coló por una de las naves laterales.
Al llegar al Mausoleo del General San Martín se detuvo. Él había estado en
el muelle de Catalinas cuando los restos del prócer fueron repatriados en
1880 y un enorme cortejo fúnebre los depositó en la Catedral, pero nunca
había entrado allí. Miró unos segundos el espectacular monumento de
mármol, abriéndose a una cúpula que parecía una bóveda celeste, y le pidió
al valiente soldado coraje. Coraje para impedir aquella boda.
–¿Y vos, Clara María Díaz de la Vega, aceptáis a don Álvaro Carlos de
Alvear como vuestro legítimo esposo, para amarlo y respetarlo… –la voz del
obispo recorrió potente todo el templo.
Un gran silencio se adueñó entonces de la iglesia. No volaba una mosca.
La novia no contestaba y algunos comenzaron a revolverse inquietos en sus
asientos. Clara miraba fijamente el altar dorado, implorando a la imagen de
Nuestra Señora de Buenos Aires que la ayudara. Luciano comenzó a correr
hacia ella, tropezando con los fieles que rezaban en las capillas de la nave
lateral. ¡Esperame! ¡No lo hagas! Por favor. ¡No lo hagas!
–Sí… acepto… –se escuchó por fin la voz ahogada de Clara.
–No… No… –masculló desesperado Luciano, dispuesto a arrebatarla del
altar y llevársela enfrente de todos–. No podés… no… ¿Qué?... ¡Suélteme!...
–un brazo que salió vaya a saber de dónde lo retuvo con fuerza e impidió que
siguiera su enloquecida corrida hacia el altar.

360
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–No, no te voy a soltar –susurró el Ruso a su lado sujetándolo con firmeza


del brazo herido–. Tenemos que irnos de aquí. ¡Ahora!
–¡No! Tengo que evitar que se case… tengo que…
–¡Ya es tarde, Luciano! ¡Ya no hay nada que puedas hacer! Debemos irnos.
Si se dan cuenta de quién sos van a matarte, ¿o no lo entendés? Isabella no te
delató, Giuseppe no te delató, pero lo vas a hacer vos y entonces no pararán
hasta asesinarte… vamos, por favor, no puedo perder a un amigo más…
Derrotado, se dejó conducir por el Ruso, que por las dudas aún lo tenía
aferrado del brazo.
No habían llegado todavía a la salida cuando escucharon:
–Entonces, los declaro marido y mujer.
Un viento frío, impetuoso y colérico, los recibió en el exterior. Era una
brusca ventolera huracanada que barría la Plaza de Mayo, alborotaba los
cables del teléfono y se colaba por los zaguanes, cerrando bruscamente las
puertas a su paso. Era un vendaval iracundo que envolvía con su rabia a
quien caminaba tan furioso como él. Ira, indignación, resentimiento. Todo
eso sentía Luciano. Eso… y odio. Odiaba a Juan Díaz de la Vega, a Álvaro
y a todos los malditos oligarcas. Odiaba al gobierno conservador del Partido
Autonomista Nacional y a su máximo artífice, el Zorro Roca. Odiaba a Mitre
y a los políticos moderados. Odiaba… odiaba a Clara. Sí. A ella también la
odiaba.
Se alejó de allí rumbo a La Boca, envuelto en el viento que despejaba
todo a su paso. Ya no había más paraísos al alcance de su mano. De la rosa
sólo quedaban las espinas. En aquellos pocos meses, el pecado, la muerte y
el infierno habían crecido, se habían fortalecido hasta dominar la ciudad, el
futuro, la vida.
Hasta destrozar el breve y clandestino amor de un Acosta y una Díaz de
la Vega.

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

EL TANGO DEL CENTENARIO


(1910)
“Aprendé de mí, que ya estoy jubilado
No vayas al puerto… ¡te puede tentar!
Hay mucho laburo, te rompés el lomo
Y no es de hombre pierna ir a trabajar…”
“Seguí mi consejo”
Eduardo Torres - Salvador Merico.

–¡Ya viene! ¡Ya llega!


La estridente sirena que el diario La Prensa tenía en la azotea de su
majestuoso edificio de Avenida de Mayo, retumbó por segunda vez. La
primera había sido unas horas antes, cuando el buque que transportaba a la
ilustre visitante ingresó en la Dársena Norte, desafiando el fuerte oleaje del
río y atravesando los malecones defensivos que habían debido construirse
para hacer posibles los atracos. Un rato después, chatas tiradas por
percherones se llevaron los incontables baúles de la comitiva arrancándole
chispas al empedrado. La gente, mientras tanto, fue juntándose a la espera
del desembarco.
Pedro Lázaro estaba allí. Vestido de frac y galera, impecable, observaba
ensimismado los movimientos del puerto. La incesante entrada y salida de
los barcos al son de sus sirenas. Los elevadores de granos, los silos, las
grúas, almacenes y depósitos que alimentaban con lentitud a incontables
vapores de carga, devoradores insaciables de cereales y reses congeladas.
Febril, caótico, ininterrumpido. Así era el trabajo en Puerto Madero. Cada
vez más dificultoso. Cada vez más inadecuado. Y nunca como ese 18 de
mayo de 1910.
–¡Oíd mortales el griito sagraaado… libertad, libertad, libertaaad!
La muchachada congregada en torno a la alfombra roja dispuesta a lo largo
del muelle de Dársena Norte entonaba el Himno Nacional para amenizar la
espera. Pedro resopló molesto. Estaba harto del Himno. Desde comienzos
de año que lo venía padeciendo. Grupos de borrachos lo despertaban a
media noche vociferándolo. Los almuerzos se interrumpían cada vez que

362
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

un parroquiano se sentía patriótico y obligaba al resto de la concurrencia a


ponerse de pie. Incluso caminar por la calle podía resultar peligroso si uno
se topaba con una bandilla de adolescentes cantores y no se apresuraba a
quitarse el sombrero tras oír la canción nacional. No había momento que no
fuera bueno para cantarlo. No había estatua a cuyo pedestal no se lo entonase.
El delirio de la himnomanía patriotizaba a todo el mundo. Bueno… razones
había. ¡Se conmemoraban los cien primeros años de la patria! Buenos
Aires festejó el siglo de vida independiente con emoción, con optimismo y,
también, con absoluto despilfarro. Por doquier se contrataron monumentos
y obras públicas que comprometieron al tesoro nacional con erogaciones tan
innecesarias como improcedentes. Es que había que celebrar la opulencia
adquirida gracias a los ganados y las mieses. Había que demostrarle al
mundo el éxito alcanzado por una Nación confiada y segura de sí. Pero…
¿lo era realmente?
Pedro Lázaro apartó la vista del muelle alfombrado y observó la pesada
labor de los trabajadores portuarios, doblados en dos bajo el terrible peso
de las bolsas que cargaban, subiendo y bajando de las embarcaciones
durante horas, manejando peligrosas grúas, hundiéndose en silos inundados
de cereales, peleándose con vacas vivas y muertas… ¡Qué laburo jodido!,
pensó con desconsuelo, ¡y qué pésimas son las condiciones en las que deben
hacerlo! Pese al optimismo avasallador que intentaba mostrar el Gobierno,
más allá del aluvión de palabras que cantaban alabanzas a una Argentina
feliz, satisfecha y de progreso ilimitado, el clima, en verdad, era tenso.
Los estados de sitio se sucedían con alarmante frecuencia, las huelgas se
multiplicaban y la violencia ganaba las calles, tanto por la acción de los
anarquistas como por la represión policial. Los inmigrantes seguían llegando
y los cambios que generaban en la estructura social producían fuertes fisuras
en el sistema conservador. Las cosas no andaban tan bien como parecían, sin
embargo, durante esos días Buenos Aires era la vidriera de América. Nada
debía empañar los festejos. Por eso, se había decretado el estado de sitio, una
vez más, mientras todos los anarquistas eran encarcelados o deportados…
bueno, todos los que se conocían…
–¡Viva la Infanta de España! ¡Viva!
Ante los primeros signos del noble desembarco flamearon banderas y
se arrojaron flores. La Infanta Isabel de Borbón, tía del Rey Alfonso XIII,
estaba finalmente allí. En España la llamaban cariñosamente la “Chata”, por
su nariz, casi casi la de un boxeador. Al menos ya no le decían “la Araneja”
como cuando nació y todos aseguraban que su padre no era el Rey Consorte
sino un elegante capitán apellidado Arana. La señorona que bajó era gorda y

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

grande, igualita a su madre, Isabel II. Estaba enfundada en una amplia capa
de piel, tenía un abundante surtido de joyas encima y el rictus superfluo de
una vida mundana pintado en el rostro. Para Pedro, que la observaba ceñudo,
por debajo del perfume francés que de seguro usaría, la Infanta, como toda
noble, olía a decrepitud, a injusticia, a desigualdad.
Fue recibida en el muelle por el Intendente de Buenos Aires, Manuel
Güiraldes, padre del escritor y responsable de las numerosas obras que
engalanaban la ciudad por aquellos días. Güiraldes la saludó, dio un discurso
e hizo tiempo, mucho tiempo, porque quien debía estar allí en realidad no
estaba… y ¡no llegaba más!
–¡Perdón! Perdonadme vuestra Excelencia. Es la expectativa que ha
provocado vuestro arribo. Una verdadera marea humana ha copado el
puerto… –así José Figueroa Alcorta, Presidente de la República Argentina,
intentó justificar su inexplicable retraso, mientras saludaba profusamente
a la Infanta. Ésta lo observó con la misma admiración con la que hubiera
podido contemplar a un empleado de ramos generales.
Los que conocían al Presidente temblaron. Además de impuntual era dado
a las largas alocuciones y ya estaban bastantes retrasados. Por un momento
todo pareció perdido. Figueroa Alcorta acomodó los cristales redondos
de sus quevedos sobre la nariz y atusó sus bigotones de morsa retorcidos
a la goma. Parecía que comenzaría la filípica, pero no. Falsa alarma.
Agradeció la real visita y la invitó a Casa de Gobierno. Mas no acabó allí la
preocupación del entorno presidencial. Don José, encima de larguero, tenía
fama de “Jettatore”. Se la había ganado tras la muerte durante su mandato
de varios ex Presidentes: Mitre, Juárez Celman, Pellegrini, Luis Sáenz Peña,
y también de Quintana, el Presidente en ejercicio. Algunas publicaciones
repetían con insistencia maléfica que adonde Figueroa Alcorta fuera surgían
los problemas, los accidentes y las tragedias. Sin embargo, era posible que
tal fama se la hubieran endilgado los que no podían perdonarle la fortuna
imprevista que implicó su llegada a la Presidencia. Es que fue él mismo, un
oscuro Senador cordobés de cuarenta y cuatro años, el primer sorprendido
cuando en 1904 Manuel Quintana, candidato presidencial, y Julio Argentino
Roca, entonces Presidente de la República por segunda vez, resolvieron
incluirlo en la fórmula presidencial para respetar la tradición de un porteño
y un provinciano en el binomio. Después de dos años como Vicepresidente,
arrumbado y desacreditado por su mala relación con Quintana, la muerte
de éste lo llevó a la primera magistratura del país. No se engañaba. Sabía
lo que Roca y sus seguidores pensaban de él. Sabía que lo creían indeciso
y pusilánime. Un político mediocre. Un rival de poco temer. Sin embargo,

364
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

había sido él quien destruyó el entramado roquista vigente desde 1880. Está
bien que para ello debió clausurar el Congreso por unos días y presionar a
senadores y gobernadores hasta entonces incondicionales a Roca. Sí. Pero
había doblegado al viejo Zorro enviándolo a cuarteles de invierno, de los
que nunca más podría regresar. La influencia del dos veces presidente estaba
acababa… pero… ¿y la de él? Estaba claro que el Centenario simbolizaba el
fin de una era, una suerte de frontera entre dos tiempos. Figueroa Alcorta era
aún el Presidente, pero uno nuevo ya había sido elegido en marzo. El hecho
de que Roque Sáenz Peña fuera a asumir la Presidencia más tarde ese mismo
año postulando una reforma política fundamental, era un signo claro de los
cambios que se avecinaban.
Las autoridades escoltaron a la Infanta hasta el carruaje que los esperaba
entre la aclamación de la gente. Cuando algunos desaforados intentaron
desensillar los caballos para llevar ellos mismos en andas a la comitiva,
más de uno temió que la yeta del Presidente les jugara una mala pasada. Por
eso, ni lerda ni perezosa, la policía se encargó de disuadir a la multitud y
apaciguar los fervores. Pedro Lázaro observó al coche partir entre el gentío,
alejándose muy lentamente traqueteando sobre el empedrado. No necesitaba
acompañarlos hasta la Casa Rosada. No tenía que ir al Salón Blanco,
suntuoso escenario de discursos y traspasos presidenciales, para contemplar
entre molduras doradas y pesados cortinados cómo la Infanta era saludada
por Ministros y autoridades. No precisaba acompañar a Figueroa Alcorta y a
la “Chata” hasta el balcón de la Casa de Gobierno, aquel que Julio Argentino
Roca había estrenado en 1901, para saludar a la multitud congregada en la
Plaza de Mayo. No deseaba seguir al populoso cortejo que escoltaría a la
invitada a través de la Avenida de Mayo hasta su alojamiento, en la Avenida
Alvear. Él ya había visto todo lo que necesitaba. Lo habían desafiado. No lo
creían capaz de hacerlo, pero él acababa de confirmar su misión.
Asesinaría a la Infanta.

“Con este tango que es burlón y compadrito


se ató dos alas la emoción de mi suburbio.
Con este tango nació el tango y como un grito
salió del sórdido barrial buscando el cielo…”
“El Choclo”
Angel Villoldo – Enrique Santos Discépolo.

Pasaron algunas horas. El sol comenzaba a declinar. Pedro Lázaro

365
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

caminaba sumido en sus pensamientos por el Paseo de Julio67. El río aún


llegaba hasta pocos metros de allí, igual que cuando al lugar se lo conocía
como la Alameda. Eran perceptibles los olores y colores del cercano puerto.
Las lúgubres sirenas de los barcos intensificaban aún más la sordidez del
lugar. El bajo era orillero, ruin y vicioso. Las noches tenían allí cierto
misterio fantasmagórico. Era increíble que a sólo unos metros se encontrara
la elegante calle Florida, emporio de las tiendas glamorosas y del sofisticado
ambiente social de las clases pudientes. Sobre el Paseo de Julio, en cambio,
lo que predominaba era el olor a fritanga de las fondas y cafetines de mala
muerte, las tabernas, los hoteles de baja categoría y los piringundines típicos
de las zonas portuarias, con sus farolitos rojos en las puertas y sus mujeres
pintarrajeadas adentro.
Después de un largo caminar, y ya cansado pues no era un pibe, Pedro
entró en una de las tantas tabernas que poblaban la zona. Por unos segundos
no vio nada. A la escasa iluminación del antro debía sumársele la densa
niebla generada por los cigarros. Hubiera preferido no oler nada también.
Un fuerte aroma a tabaco, mugre y sudor rancio golpeó su nariz. Una vez
que sus ojos comenzaron a distinguir formas y colores se quedó un rato, de
pie y cerca de la puerta, contemplando maravillado la extraña mixtura que
había allí dentro. Siempre lo sorprendía que en el bajo se entreveraran todos:
maleantes, cafiolos, niños bien, políticos, alcohólicos, poetas, marineros,
traficantes… nadie podía faltar en ese caldero, que era el hogar de la hez
condenada de la sociedad, pero también el lugar donde otros iban a buscar
un poco de desahogo, de transgresión, de ruptura de barreras sofocantes.
Caminó despacito entre las mesas. Las sílabas de una docena de idiomas
diferentes chocaban entre sí. Finalmente, se sentó en el fondo del salón.
Enfrente de él un marinero yanqui y otro inglés discutían sobre las respectivas
hazañas de sus barcos, gritando, dando fuertes golpes de puño sobre la
mesa. Por supuesto, en la taberna eran habituales las riñas y las grescas, sin
embargo, esa noche todos parecían un poco más nerviosos que de costumbre.
Es que aquel 18 de mayo no se esperaba sólo la llegada de la Infanta.
Alguien más lo haría y éste era más peligroso y funesto. El Cometa Halley.
El “coludo” debía aparecer entre las nueve de la noche y las primeras horas
de la madrugada provocando un cataclismo mortal. Ya lo habían predicho en
París. Era el fin del mundo. Suicidios, bodas apresuradas, tiradas de chancleta
memorables, negociones, negocitos y negociados fueron la lógica respuesta
de una comunidad asustada. Sin embargo, y aunque a esas alturas ya no
fuera lo más conveniente para unos cuantos, el cometa siguió esa noche su

67 Hoy, Avenida Leandro N. Alem.


366
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

camino perdonando la vida sobre la tierra. Claro que esto aún no se sabía
y todos allí bebían y discutían como si fuese lo último que harían. A Pedro
el Cometa lo tenía sin cuidado. Otras, muchas, preocupaciones ocupaban
su mente. Sorbía despacio una grapa mientras pensaba en cómo haría para
matar a la Infanta. Nunca había hecho nada semejante y debía planificarlo
bien. La bebida era fuerte y de mala calidad, pero él estaba acostumbrado.
Los gin tonic, los whiskies cola o el champagne francés los dejaba para las
reuniones con sus socios ricachones.
Por debajo de los gritos y los golpes sonaban los débiles acordes de un
piano. Nadie prestaba mucha atención al pianista mulato que los ejecutaba,
salvo algún que otro borracho que cada tanto se acercaba a la tarima
para vociferar a voz en cuello alguna canción marinera, sentimental y
espantosamente larga. Sin embargo, de pronto un bandoneón y una guitarra
se incorporaron y juntos comenzaron a tocar un tango. Pedro ahuyentó sus
planes delictivos y apuró el sorbo de grapa, aprestándose a escuchar. Le
encantaba el tango.
El tango había nacido en los arrabales, los puertos, los prostíbulos, los
bodegones y las cárceles. Era la expresión única y original de la fusión
cultural de las clases bajas de la ciudad, que incluían a negros, gauchos,
criollos y miles de inmigrantes de diverso origen. Una mezcla, sí, pero una
que había terminado convirtiéndose con el tiempo en un género musical
nuevo, singular e irrepetible. Pedro escuchó embelesado la música. El
sonido del bandoneón, que se había incorporado hacía poco desplazando
a la flauta, le daba ese ritmo moroso, lento, casi desgarrador. “El tango es
un pensamiento triste que se baila”, dirían alguna vez. Mi vida es un tango,
pensó Pedro Lázaro volviendo a engullir un generoso trago que incendió su
garganta al tiempo que las tragedias de su existencia torturaron sin piedad
su memoria.
Antes de que concluyera el primer tango un personaje singular emergió
de entre las sombras. Era un compadrito. Dentro de la fauna que poblaba
los sectores populares, los compadritos eran inconfundibles. Usaban zapatos
con puntera trunca y taco de tres o cuatro centímetros que los hacía caminar
con el torso saliente y el cuerpo en balanceo. La postura, desafiante, lo era
todo. Las veredas parecían angostarse por el modo en que se hacían dueños
de ellas. Caminaban con aire prepotente, listos para hacer cuestión por el más
fútil pretexto. El saco lo usaban corto, ajustado al cuerpo, con dos botones
que casi nunca abrochaban a fin de poder sacar con rapidez el cuchillo o el
arma que llevaban invariablemente en la cintura. Es que los compadritos
eran sujetos malhumorados, tristones y pendencieros, que expresaban una

367
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

latente e indefinida bronca contra todo y contra todos.


El compadrito no iba solo. Con él estaba una atractiva joven. Pedro
la contempló con admiración. Su cuerpo era exuberante, pulposamente
llamativo. Tenía el cabello renegrido, abundante, que le llegaba hasta cintura,
la piel aceitunada y…. ¡Oh por Dios!… unos ojos claros, translúcidos como
el agua, que divisó casi por casualidad cuando ella pasó garbosa junto a su
mesa. El compadrito tomó de la cintura a la muchacha y ambos comenzaron
a bailar, muy pegados, muy juntos, en un rincón del salón. Viéndolos, no
cabían dudas de que el tango había revolucionado el baile popular. Era una
danza sensual, donde la pareja se desplazaba enlazada estrechamente y,
por ello, fue muy resistido tanto por las clases altas como por la Iglesia
Católica. Para ellos era pecaminoso, violento y propio del bajo mundo
criminal. Sin embargo, ya triunfaba en París, y en sólo un par de años haría
su regreso triunfal, infiltrándose, sin que nadie pudiera detenerlo, en todos
los estamentos sociales. Claro que ese sería un tango “adecentado”, muy
caminado y con pocos firuletes a fin de no herir susceptibilidades. El de
aquella noche, en cambio, ese tango del bajo, arrabalero y prostibulario, era
un tango canyengue. Un tango caliente.
Con los cuerpos en contacto, “el Cachafaz” guiaba el baile. De pronto,
detenía la caminata para proponer distintas figuras que aumentaban la
fricción. Eran los cortes y las quebradas los que hacían de él un baile tan
provocativo, tan voluptuosamente sensual. Pedro Lázaro no se perdió
detalle. La sincronización era perfecta. Las miradas, los brazos, las manos,
las piernas, cada movimiento de sus cuerpos acompañaron la cadencia de
la música, dando vida a un romance, turbulento y pasional, que duraría tres
minutos. Excitado por el tango y por la muchacha, Pedro saltó de su asiento
y se acercó a los bailarines. El compadrito lo vio enseguida. Divisó con
rapidez las finas telas de su traje y el brillo charolado de sus zapatos. Con
la mirada desafiante, parado en son reto y la mano ya en el cuchillo de la
cintura, le espetó con voz ronca:
–Rajá de acá, que esta china no es para vos… bacán.

“Toda la calle Florida te vio


con tus polainas, galera y bastón.
Dicen que fue allá por su juventud un gran
Don Juan del Buenos Aires de ayer.
Engalanó la puerta del Jockey Club
y en el ojal siempre llevaba un clavel”
“El Aristócrata”
Juan Carlos Cobian - Enrique Cadícamo.
368
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Pechuga trufada, Consomé al Jerez, Lomo a la Eduardo VII –la voz


artificialmente aristocrática del mozo nombraba cada plato antes de ponerlo
frente a su respectivo comensal–, Bife de charolais con canapés y salsa de
espárragos, Pejerrey frito de la Infanta, Coq au vin, Chivito a la provenzal…
El opíparo almuerzo se desarrollaba en el comedor del Jockey Club. El
ambiente era el ideal. Cómodos muebles ingleses, con ese toque afrancesado
que los hacía tan elegantes, privacidad y buena mesa. Pedro Lázaro, sentado
frente a un enorme bife, sentía la misma inquietud que había experimentado
la primera vez que estuvo allí. La institución, fundada por el ex Presidente
Carlos Pellegrini y algunos amigos tras el Derby de París, usaba a discreción
la fortuna obtenida en los Hipódromos. Y se notaba. Su primera sede propia,
aquella en la que estaban sobre la elegante calle Florida, impactaba desde
donde se la mirase. La entrada era impresionante. El hall, la magnífica
escalera, la galería, los jarrones, las estatuas, las alfombras, todo, formaban
un conjunto admirable. Había doce colores distintos de mármoles, repartidos
y combinados de mil maneras diferentes. Pero allí no acababa la cosa. En
el primer piso estaban el salón de honor, enorme, con sus frisos de nogal
americano y su mobiliario francés, la sala de billares, el salón para esgrima
con gabinete de reposo y baños, la soberbia Biblioteca, el salón de juego, la
acogedora sala de conversación… Un refugio para hombres de la política y
los negocios. Una fortaleza del aburrimiento masculino. Ese era el Jockey.
Cada vez que Pedro caminaba por aquella impactante entrada y se tomaba el
ascensor al piso superior, donde se encontraba el fresco y luminoso comedor,
sentía la misma pugna en su interior. Orgullo de pisar un lugar así luego de
una mísera infancia. Repugnancia por el derroche y la ostentación de la que
hacían alarde cada una de sus piezas.
–Ayer llegó el catálogo de Gath & Chaves a casa y Carolina enloqueció
–comentó con condescendencia Posse mientras daba cuenta de su pechuga
trufada–. Quiere comprar desde los sillones del comedor hasta un té chino
Lapsang Souchong que le recomendaron muchísimo.
–Mi mujer fue el otro día a tomar el té con una amiga –se apuró a relatar
Guerrico –y volvió cargadísima. El cochero no daba abasto con los paquetes.
Compró ropa, sombreros, collares, algún adorno para la casa y… bueh, por
lo menos se acordó del patrón y me trajo un magnífico sombrero Henry
Heath, recién llegado de Londres.
El resto de la concurrencia sonrió cómplice. Las grandes tiendas, como
“Gath & Chaves” o “A la Ciudad de Londres”, ambas ubicadas sobre la calle
Florida, ofrecían todo tipo de productos importados y sus catálogos eran

369
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

eventos esperados por las señoras de buena familia. Pedro pensó entonces
en la contracara de aquellas mujeres, las vendedoras, sujetas a horarios de
trabajo que superaban las diez horas diarias y a la brutalidad y prepotencia
de patrones, gerentes e inspectores.
–La tentación, mis amigos, no está sólo ahí –Benito Villanueva, Senador
y Presidente del Jockey Club, había terminado su consomé y ya estaba dando
cuenta del lomo cuando se frenó para comentar–. ¡Está a lo largo de toda la
calle Florida!
–Muy cierto, estimado Senador –ratificó, apresuradamente, Ramos
Mexía–. Quienes dispongan de un gusto refinado y de una abultada billetera
pueden hacer estragos. Joyerías, galerías de arte, modistos, grandes tiendas,
pequeñas boutiques, y por supuesto, las mejores confiterías y restaurantes de
la ciudad para hacer una pausa reparadora…
–Buen negocio el de los comerciantes –gruñó Unzué peleándose con el
chivito.
–Y en estos días más que nunca –acotó Pedro Lázaro con una sonrisa
cínica dibujada en los labios–. Con motivo de los festejos del Centenario
todos venden souvenirs y recuerdos. Hasta Gath & Chaves lanzó una línea
de banderas, litografías y reproducciones. ¡No me digan que no es la tierra
de las oportunidades!
–¡Ciertamente! –respondió riendo Ramos Mexía–. Será un año de
excelentes ventas, pero escuché que los comerciantes de la calle Florida
andaban protestando porque a partir de mañana, y hasta el 28, se prohibirá
el paso de automóviles y carruajes de todo tipo, al menos durante algunas
horas.
–¿Por?
–Florida es demasiado angosta para el flujo de gente que generaron los
festejos y el tránsito está complicadísimo…
–No es para menos teniendo en cuenta la cantidad de comitivas que
han llegado –volvió a apresurarse Guerrico para no perder protagonismo
en la conversación–. Y si no, escuchen: España, Chile, Uruguay, Alemania,
Austria, Estados Unidos, Francia, Holanda, Italia, Portugal, ¡Japón!...
–Más interesante es enumerar a los que no vinieron –no pudo evitar
decir Pedro sabiendo que recibiría como respuesta la mirada ofuscada de
Guerrico, que no lo soportaba.
–Bueno… –Unzué había terminado de roer los huesos de su chivito y
no quedaban ya rastros de la salsa–. Las ausencias son previsibles, casi
anunciadas. El país no anda en buenas relaciones diplomáticas ni con Bolivia
ni con Brasil, aunque debo decir que esperaba que Brasil viniera. De hecho,

370
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

habían aceptado la invitación. Se bajaron a último momento.


–Los que se bajaron a último momento fueron los ingleses, pero lo de ellos
es comprensible. Se les murió el Rey –comentó Villanueva luego de tragar
otro trozo del lomo que el cocinero, rápido de reflejos, ya había bautizado en
honor al difunto monarca.
–Lo importante es que muchos han venido –dijo conciliador Ramos
Mexía –y de todos ellos la presencia de la Infanta se destaca por lejos. Es
nuestra principal visita –continuó orgulloso frente a su plato de pejerrey
frito, el preferido de Isabel de Borbón.
–El Gobierno estará de lo más ocupado…
–Haría bien en ocuparse de los problemas del país –soltó Pedro con una
torpeza absolutamente inusual en él, tan hábil siempre para camuflarse
con el auditorio. Es que desde que se propuso asesinar a la Infanta andaba
nervioso, desenfocado. No podía evitar pensar que, pese al discurso
triunfalista de la elite gobernante, varias eran las crisis que los acorralaban.
Crisis económicas al parecer superadas por el modelo agroexportador
argentino pero que siempre estaban al acecho. Crisis políticas provocadas
por la Unión Cívica Radical y una creciente clase media que exigía cada
vez con más insistencia la terminación del fraude y la corrupción electoral.
Crisis sociales aguijoneadas por socialistas y anarquistas que provocaban
inestabilidad agitando a la clase obrera–. Cosa que de seguro podrá hacer…
–No olvide amigo Lázaro –dijo Villanueva hinchando la barriga como
un sapo y taladrando a Pedro con sus pequeños ojillos negros, capaces de
herir cual filosas puntas de acero–, no olvide que fuimos los conservadores
quienes terminamos con la anarquía que asoló al país durante décadas, que
concluimos el problema del indio ampliando la tierra explotable, que creamos
un Estado fuerte y eficiente, que favorecimos la apertura al mundo, que
hicimos de una aldea baja y maloliente la ciudad más hermosa y avanzada
del cono sur, que conseguimos el progreso y la prosperidad…
–Y lo seguiremos haciendo –cacareó Posse interrumpiendo su café. Hacía
ya un ratito el mozo había retirado los platos vacíos, trayendo cafés y una
ronda, la primera, de cognac Courvoisier.
Todos se quedaron unos instantes en silencio, pensativos. Sabían que
el sistema instaurado en 1880 se había basado siempre en una política de
acuerdos, de alianza entre notables que permitían evitar las contiendas
electorales. Así, se habían sucedido Roca, Juárez Celman, Pellegrini,
Luis Sáenz Peña, Uriburu, de nuevo Roca, Quintana y Figueroa Alcorta.
Revoluciones, renuncias y muertes no habían logrado destruir el acuerdo.
Roca, Pellegrini y Mitre fueron sus principales autores, una especie de

371
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

“trinidad gobernante” que permitió la supervivencia del régimen durante


décadas. Pero las cosas habían cambiado. Pellegrini se distanció de Roca
a principios de siglo para luego morir en 1906, igual que Mitre, dejando
al partido confuso y desintegrado y, por si fuera poco, la inmigración, la
educación popular y la prosperidad económica que ellos mismos habían
promovido forjaron una nueva clase media que quería participar y que no
aceptaba ya mansamente las decisiones paternalistas de aquella convención
de notables. El régimen estaba en crisis y para rematarlo Figueroa Alcorta
había usado y abusado de sus mecanismos apurando la agonía. Era la
inminente muerte de un sistema la que permitió la llegada de un reformador.
–¿Qué hará Sáenz Peña? ¿Acabará con todo? –Ramos Mexía verbalizó
una inquietud compartida por varios.
–No hay nada de lo que preocuparse –contestó Villanueva con suficiencia
de augur–. Ante todo Roque es un conservador y como tal se comportará.
Siempre.
Pedro Lázaro los contempló desde su lugar de inmigrante. Los porteños,
de entrada, le habían resultado fáciles de descifrar. Individualistas.
Despilfarradores. Improvisados. Dueños de una picardía que les permitía
suplir educación y originalidad. Querían ser europeos. No sabían cómo
ser americanos. Para Pedro, los porteños eran faroleros, engrupidos,
fanfarrones… y, al menos aquellos con los que estaba, optimistas, ciegamente
optimistas.
–¡Por cien años más de gobierno conservador! –gritó achispado Guerrico,
levantando su segunda copa de cognac.
–¡¡Salud!! –respondieron a coro los demás.
Sus voces retumbaron con fuerza, vibrando hasta en los más mínimos
rincones del coqueto comedor del Jockey Club.

“Hoy no hay guita ni de asalto,


y el puchero está tan alto
que hay que usar el trampolín,
si habrá crisis, bronca, hambre
que el que compra diez de fiambre
hoy se morfa hasta el piolín”
“Al mundo le falta un tornillo”
José M. Aguilar - Enrique Cadícamo.

Caía la noche sobre la Avenida de Mayo. La suntuosa y moderna avenida


soñada por Torcuato de Alvear se había hecho realidad en 1894. Aquel día

372
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

de julio en que una impresionante procesión de antorchas la inauguró, toda


la ciudad experimentó un cambio. Ella era la primera, la única que parecía
un boulevard parisino. Su ancho duplicaba el de las calles ordinarias y el de
sus veredas aún más, permitiendo que los cafés colocaran sus mesas igual
que en París. Tenía más faroles y focos eléctricos que los que aconsejaba la
prudencia. Estaba flanqueada enteramente por edificios altos, una rareza aún,
con fachadas llenas de detalles, figuras alegóricas, esculturas, macetones
y balaustradas. Concentraba la mayor cantidad de tiendas, teatros, cafés,
restaurantes y hoteles de lujo de la ciudad. Desde 1906 unía la Plaza de
Mayo con el actual Congreso, demarcando así un importante eje cívico y
social puesto de manifiesto en cada desfile, cada corso, cada procesión.
La noche caía y los automóviles, carruajes y taxis se repartían en su
magnífica anchura sin tener que compartirla con los tranvías, que no podían
pasar por allí. Los últimos hombres salían de sus oficinas caminando de
prisa con las manos dentro de los bolsillos de sus gabanes para ahuyentar el
frío, mientras los escrupulosos barrenderos, impecables en sus uniformes,
empezaban su trabajo diario. Una ligera niebla comenzaba a enredarse en las
cúpulas de los edificios, sobre todo en la magnífica escultura que coronaba
el edificio del diario La Prensa. Dentro de un rato la gente saldría de los
hoteles, como el Majestic, el Metropole o el Gran Hotel España, para ir al
teatro, a comer o, por qué no, al café Alhambra a ver la orquesta de señoritas
de la que hablaba todo el mundo.
Fue entonces cuando la ventana de un quinto piso se abrió y una negra
figura salió al balcón. Era Pedro Lázaro. El frío húmedo atravesaba la tela de
su traje metiéndosele directo en los huesos, pero no se movió. El almuerzo
le había caído mal. Sentía aquel bife atravesado en el estómago como si de
un costillar entero se tratara. Quiso tirarse a dormir, así vestido como estaba,
pero necesitaba aire. Estaba ahogado dentro de las paredes del espacioso y
coqueto departamento que alquilaba. Detestaba vivir en la Avenida de Mayo.
A él le hubiera encantado hacerlo en algún barrio… en Almagro, quizás. Sí,
siempre le había gustado aquel barrio de quintas, pero sabía que aquello
era lo que más convenía a su negocio. El ardor en la boca del estómago
recrudeció al recordar los ojillos de Benito Villanueva clavados en él. Sabía
que había estado flojo. Sabía que no convenía enemistarse con el poderoso
Senador, que además del Congreso y del Jockey Club tenía tiempo para
dedicarse a una infinidad de proyectos, en muchos de los cuales Pedro era
el socio. Benito fue quien lo llevó a las grandes ligas, a codearse con gente
que de otro modo nunca le hubiera permitido sentarse a su mesa. Gente que
ni siquiera vivía en la Avenida de Mayo, sino en la elegantísima Avenida

373
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Alvear o en los alrededores de la Plaza San Martín. ¡Qué lugar aquel! Otrora
refugio de Granaderos a caballo y de sueños de independencia, se había
convertido en un finísimo remanso de paz, con verdes barrancas con vista
al río, estatuas como la del General San Martín, primera estatua ecuestre
de la ciudad, y más de trescientos árboles escogidos especialmente por
Carlos Thays. En derredor, se ubicaban palacios y magníficas mansiones de
miles de metros cuadrados, decenas de habitaciones, escaleras de mármol,
cielorrasos decorados, vitreauxs, gobelinos, obras de arte, arañas de cristal,
carpinterías de roble de Eslavonia… Sus dueños, esa misma gente que lo
toleraba pese a despreciarlo, pertenecía al reducido círculo de la elite, aquel
grupo consolidado y acaudalado lo suficientemente seguro de su poder como
para construirse semejantes monumentos.
Unos gritos lo devolvieron a la Avenida de Mayo. Entre la niebla
y el frío, al amparo de la noche, otros habitantes de Buenos Aires salían
al ruedo. Aferrado a la baranda de su balcón, Pedro vio a una población
harapienta surgir del abismo. Husmeaban la basura, roían las sobras de los
ricos, buscaban refugio en las altas y sombrías fachadas de los edificios,
encontrándose siempre con la indiferencia helada de sus habitantes. Ni una
mísera y escuálida sopa habría para ellos. No importaba lo que dijera el
Gobierno o lo que creyeran los bacanes de Plaza San Martín, Avenida Alvear
e, incluso, de Avenida de Mayo. La realidad era que había crisis. Había
bronca. Había hambre.
Muchos la estaban pasando mal. Y no sólo los mendigos. Pedro pensaba
en los cientos de miles de obreros, jornaleros y peones que trabajaban en
las industrias y fábricas porteñas. En verdad, grandes industrias no había, o
eran muy pocas, pues se trataba en general de pequeños talleres. La pasaban
mal porque sus salarios eran bajísimos y el aumento de los alquileres hacía
que mantener el cuarto del conventillo o la pieza de una pensión ruinosa
fuera cada vez más difícil. Y eso no era todo. Debían soportar larguísimas
y extenuantes jornadas prácticamente sin descanso, utilizaban máquinas sin
protección que con frecuencia causaban mutilaciones, vivían encerrados en
ambientes insalubres, mal ventilados, donde respiraban las emanaciones
provenientes de excusados y sumideros o, peor aún, de gases, ácidos y
polvillos que causaban tos, fatiga, irritaciones, tuberculosis.
Pero no estaban solos, pues había quienes se preocupaban por ellos. Los
inmigrantes del siglo XIX trajeron de Europa la diversidad ideológica que
agitaban allí los movimientos obreros. Así, el anarquismo prosperó entre los
gremios sometidos a las peores condiciones de trabajo mientras el socialismo
lo hizo en los trabajadores de salarios más altos y en los artesanos. Durante

374
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

un tiempo ambas corrientes actuaron coordinadamente, sin embargo, en


1902, se produjo la ruptura entre ellas, ocasionando que al final ambas fueran
desgastándose en su intento por copar la dirección obrera. Pedro, siempre
tentado por los extremos, se sintió atraído por la intransigente izquierda
anarquista. No podía olvidar su miserable infancia. No quería obviar que
la calle había sido más de una vez su casa y la basura su comida. Y como
no era un intelectual, nunca se le dio por leer a Marx, a Tolstoi o a Gorky,
ni por escuchar las ideas y propuestas de Juan B. Justo, José Ingenieros o,
incluso, de Leopoldo Lugones, que se había iniciado en el socialismo aunque
se veía que desertaría de sus filas. Él era un hombre de acción. Incorporó
los conceptos básicos de la lucha anarquista, como sus denuncias contra el
monstruoso engranaje capitalista, su prédica antiburguesa, sus críticas a la
institución familiar y a la vida en las grandes ciudades, y se metió de lleno
en sus virulentas actividades. O quiso hacerlo. Los anarquistas agitaban a
los trabajadores y los llevaban a huelgas muchas veces violentas, tanto de
palabra como de hecho. Las patronales y el gobierno reaccionaban con dureza
dejando como saldo verdaderas matanzas obreras que, como respuesta, traían
más huelgas, más violencia, más atentados... Y él estaba planeando cometer
uno, uno grande. Con la mayoría de los dirigentes anarquistas encarcelados
o deportados para no enturbiar los festejos del Centenario, ésta era su
oportunidad de ser finalmente aceptado. Lo habían desafiado a hacerlo. No
lo creían capaz. Lógicamente, siempre lo habían tratado con suspicacia, con
desconfianza. Para ellos era un ricachón y él, a caballo entre dos mundos, se
sentía desgarrado por dentro. Es que nadie entendía que su habilidad para los
negocios, para hacer dinero, era tan innata como involuntaria. Existía cierto
fatalismo en su éxito económico que le producía una gran insatisfacción, una
pelea entre lo que resultaba natural, y hasta vital para él, y lo que creía con
tanta convicción. Ser rico y detestarlo lo torturaba por dentro.
Destrabó sus finos dedos de la baranda del balcón, a la que estaba
fuertemente aferrado, e ingresó al departamento. Recogió los alimentos que
encontró en su cocina y se dirigió a la puerta de entrada. Mientras recorría
la elegante Avenida de Mayo repartiendo lo que tenía entre los indigentes
que la poblaban, deseó en su desesperación volver a los míseros días de su
infancia. Cuando no era más que un pobre inmigrante. Cuando no había
dilemas. Cuando lo único que él debía hacer era luchar por sobrevivir.

“¿Cómo olvidarte en esta queja,


cafetín de Buenos Aires?
Si sos lo único en la vida

375
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

que se pareció a mi vieja…


En tu mezcla milagrosa de sabihondos y suicidas
yo aprendí filosofía… dados… timba… ”
“Cafetín de Buenos Aires”
Mariano Mores - Enrique Santos Discepolo.

Voces. Humo. Discusiones. Risas. Pedro Lázaro estaba en el mítico café


Los Inmortales de la calle Corrientes. Amaba la vida del café. Era, sin duda,
la costumbre porteña que más le gustaba. Le parecía extraordinario que
existieran aquellos puntos de encuentro donde amigos, artistas, escritores,
políticos o simplemente personajes anónimos del paisaje urbano, como él, se
juntaban a charlar y polemizar sobre cualquier cosa. Literalmente. Podía ser
tanto el precio del pan como la problemática del orden mundial y el sentido
de la vida, aunque, la verdad sea dicha, el fútbol, las minas y la política
eran los preferidos. Temas de hombres, pues el café seguía siendo un lugar
eminentemente masculino. Eran las confiterías en donde las familias o las
mujeres se reunían a tomar el té. Claro que eso no quería decir que todos los
cafés fueran iguales. Cada uno tenía una identidad propia con un estilo que
lo diferenciaba del resto.
Así, con sus socios del Jockey Club frecuentaba el Tortoni, antiguo
establecimiento fundado en 1858 que gracias a la apertura de la Avenida de
Mayo tuvo por allí su entrada principal, conservando como secundaria la de la
calle Rivadavia. Pedro nunca había ido a París, pero sabía que pocos lugares
en Buenos Aires te hacían sentir más en la capital parisina que una mesa en
la vereda del Tortoni, el pionero en sacar las sillas y mesas afuera. Ahí, con
el abrigo del sol, un vermouth en la mano y variados aperitivos al alcance
de la boca, se discutía sobre política, vacas, negocios, deudas, propiedades y
gastos descomunales. Muy diferente era la cosa sólo a un par de cuadras de
distancia, también sobre la Avenida de Mayo, en el café Colón, donde todos,
absolutamente todos, eran anarquistas y obviamente se opinaba lo opuesto.
Sin embargo, los que más le gustaban a él eran los cafés de barrio, aquellos
cafetines turbios, poco elegantes, atendidos por gallegos laburadores. Esos
donde en una mesa se juntaban un montón de amigos y sólo uno consumía,
pues el resto pedía agua. Aquellos en los que el vago de la cuadra pasaba horas
disertando cual maestro de sociología sobre los vicios de la raza humana. O
los otros, donde se mezclaban punguistas, fulleros, adivinos y estafadores y
podían escucharse las historias más asombrosas, siempre, claro está, que se
comprendiera aquella jerga carcelaria y prostibularia que era el lunfardo. Y
entre voces que hablaban de chorros, cana, yuta y biyuya se escribían en sus

376
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

mesas los mejores tangos, los más sentidos, los más arrabaleros.
Esa tarde estaba en Los Inmortales esperando a un amigo. Era el
café preferido de la bohemia literaria de aquellos años, conformada por
periodistas, poetas, creadores teatrales y, en general, hombres de letras con
mucho tiempo libre y poco dinero en el bolsillo. Los más afortunados se
colocaban en algún periódico, como La Nación o La Prensa, pero la mayoría
pasaba sus días en algún café salvador que los sacara de la triste pieza de
la pensión y les diera, en su café con pan y manteca, la única comida que
sus estómagos recibirían. Y allí andaban, horas y horas reunidos, hablando
y discutiendo, sin que ningún mozo se atreviese a interrumpirlos pese a la
magra consumición.
Pedro ojeaba el último número de la revista Caras y Caretas mientras
escuchaba divertido la discusión enfervorizada sobre el fútbol que se
desarrollaba en una mesa vecina. Los bohemios detestaban el fútbol y
juzgaban con burla y desprecio los alardes musculares de los jóvenes
deportistas. Viéndolos, no resultaba difícil de entender el porqué. Los poetas
tenían todos rostros demacrados, físicos esmirriados y figuras desaliñadas
con las que enfatizaban su desprecio por las convenciones burguesas. Eran,
evidentemente, la antítesis de la vida sana y al aire libre. Él en realidad no
estaba muy en desacuerdo con las ideas de los jóvenes literatos, porque al
anarquismo tampoco lo seducía la práctica de ese deporte, pero con una
sonrisa en los labios imaginó la reacción de su amigo si escuchaba aquella
arenga antifutbolera. Justo en ese momento, la puerta del café se abrió y
escuchó una voz grave y melodiosa que lo llamó:
–¡Ruso!
–¡Luciano! –exclamó Pedro Lázaro, en verdad Pyotr Lazarov, al divisar a
su amigo de la juventud– ¡Gallego, traé dos birras! –ordenó a continuación.
Se conocían desde hacía más de veinte años. Muchas veces la casa de los
Acosta había sido su casa y muchas veces Giovanna Colombo había sido
una madre para él. Estaban indisolublemente unidos por el cariño y por los
golpes de la vida. Cuando ya las cervezas estaban sobre la mesa junto a un
plato de castañas asadas, Pedro le contó a Luciano la razón de sus desvelos,
sus planes, su intempestiva decisión de matar a la Infanta.
–Estás loco… –murmuró azorado Luciano tras escuchar el demente
propósito– ¡Estás completamente piantado! –gritó sólo un segundo después.
–Pensé que me entenderías… –replicó molesto en voz baja–. Como radical
anduviste metido en varias revoluciones y fuiste vos el que me arrastró a la
de los cívicos en el 90.
Inconscientemente, mientras decía esto último movió el pie, herido

377
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

durante la revuelta, que siempre le había molestado.


–Bueno… –Luciano acusó el golpe. Todas las desgracias de aquellos
días, la muerte del Vasco, la derrota de los cívicos, el casamiento de Clara,
volvieron con inusitada fuerza a sacudirlo–. No es lo mismo…
–¿No? ¿No agarraste vos también un arma? ¿No disparaste contra otras
personas? ¿No quitaste vidas?
Ya desde su inicio la vida de la Unión Cívica Radical fue agitada y azarosa.
Cuando en 1891 se acercaba el fin del mandato que Carlos Pellegrini estaba
cumpliendo en lugar del renunciado Juárez Celman, todos se pusieron a
pensar en un candidato para sucederlo. La Unión Cívica, golpeada por la
derrota de la Revolución del Parque pero aún en pie, realizó en Rosario
una Convención, al estilo de los grandes partidos norteamericanos, donde
proclamó la fórmula Bartolomé Mitre-Bernardo de Irigoyen. No contaban
con que el Zorro Roca también había llegado a la conclusión de que Mitre, el
político más respetado de aquellos tiempos, debía ser a su vez el candidato del
autonomismo. Don Bartolo, miembro de aquella “trinidad gobernante” que
digitaba a dedo las elecciones, creía firmemente en una política de acuerdos
que permitiera evitarle al país las incertidumbres de un proceso electoral,
por lo que aceptó la propuesta de Roca. Eso sí, en la lista del P.A.N. debía
ir acompañado del salteño, y roquista, José Evaristo Uriburu. Quedó a su
cargo la complicada tarea de convencer a los cívicos. Con una parte de ellos
lo logró, la futura Unión Cívica Nacional, pero, como era previsible, con
Leandro Alem no. Éste saltó como leche hervida al enterarse. “Yo no acepto el
acuerdo, soy radical con el acuerdo, soy radical intransigente”, dijo a quienes
lo quisieron oír. Y fueron muchos. Así nació la Unión Cívica Radical y desde
el comienzo sus actividades fueron conspirativas y revolucionarias. En 1893
se levantaron contra el Gobierno de Luis Sáenz Peña, el débil candidato
que Roca logró imponer tras el fiasco de Mitre, quien tras la ruptura de su
organización y la furibunda prédica de los radicales se bajó de la candidatura.
Durante un tiempo pareció que la revolución triunfaría. Lograron instalar
gobiernos revolucionarios en San Luis, Santa Fe y en la Provincia de Buenos
Aires, las comunicaciones en el país estuvieron virtualmente cortadas,
los puentes levantados, los trenes expropiados, escasearon los artículos
de primera necesidad… el propio Ministro de Guerra, el cívico radical
Aristóbulo del Valle, les dejaba un amplio margen de acción. Sin embargo,
del Valle fue apartado y Manuel Quintana se hizo cargo del Ministerio del
Interior. Con mano dura y sin dubitaciones, Quintana declaró el estado de
sitio, envió al ejército, desconoció a los gobernadores insurgentes, designó
interventores, se hizo cargo de una situación descontrolada y logró imponer

378
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

nuevamente la calma. O eso pareció, porque los radicales nunca dejaron


de molestar. Hacían denuncias de corrupción, se abstenían tercamente de
participar en las elecciones, levantaban la bandera de la libertad y de la
ética en los comicios y, desde la clandestinidad, conspiraban, generando un
clima de gran inestabilidad. Durante años los conservadores esperaron una
nueva revolución. Y ésta finalmente llegó. Planeada originariamente contra
el Gobierno de Roca, el segundo, debió postergarse hasta febrero de 1905,
cuando Manuel Quintana ya había accedido a la primera magistratura del
país. Sí, el mismo Quintana que siendo ministro los había sofocado en el
93. Y, con la misma mano dura, volvió a hacerlo en esta ocasión. En Buenos
Aires no fue difícil. Los revolucionarios lograron tomar algunas comisarías
y acantonarse en más de setenta lugares, pero las fuerzas leales al gobierno
los derrotaron uno por uno. Más difícil fue en Córdoba, donde consiguieron
imponer un gobierno revolucionario y tomaron como rehén al Vicepresidente
de la Nación. Figueroa Alcorta hizo durante su cautiverio concesiones que
luego Quintana no cumplió, desacreditándolo y profundizando la mala
relación que ambos tenían. Claro que sólo un año después, Quintana moría y
Figueroa Alcorta se hacía cargo de la Presidencia. Pero para ese entonces la
revolución estaba derrotada nuevamente. ¿Sería la última? No se sabía. Con
los radicales nunca se sabía…
–No es lo mismo –insistió Luciano–. Yo levanté mi arma contra soldados,
en medio de revoluciones, donde todos sabíamos qué era lo que estábamos
haciendo… No podés dispararle así a una mujer inocente.
–¿Inocente? No me digas que es inocente. Es un símbolo. Vivió una vida
de riquezas y privilegios gracias a eso. Y ahora le toca garpar.
–Hermano, por favor… no tenés chances… no te dejarán ir… por favor…
pensalo. Prometeme que lo vas a pensar mejor.
Los angustiados ojos de Luciano hicieron desaparecer todo rastro de
enojo. No se animó a contrariarlo.
–Está bien, che, pero tomate esa birra que se aburre en el vaso. ¡Gallego!
¡Traé dos más!

“Nostalgia, de escuchar su risa loca


y sentir junto a mi boca
como un fuego su respiración.
Angustia, de sentirme abandonado
y pensar que otro a su lado pronto…
pronto le hablará de amor”
“Nostalgias”

379
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Enrique Cadícamo.

La Boca era eso. Un turbio brazo del río que penetraba entre las casas
formando un puerto sucio y bullicioso, lleno de goletas y bergantines de
carga. El batifondo de los astilleros y de la actividad portuaria no lograba,
empero, alterar del todo la calma de sus callejuelas estrechas, de veredas altas
y construcciones tan precarias como coloridas. Sin embargo, un estruendo
horrible, un rugido atemorizante, sobresaltó a más de uno. Era el motor del
automóvil Clement-Bayard que Luciano Acosta acababa de comprar, en
cuotas, para su empresa de mensajería.
–¡Jefe! ¡Escuche esto! –gritó entusiasmadísimo uno de los jóvenes
empleados–: dos cilindros, un cuarto de lata de nafta cada cien kilómetros,
velocidad… cincuenta kilómetros por hora… ¡Uauuuuuu! Jefe, voy a
probarlo, ya terminé el curso de instrucción. Quiero pavonearme frente a las
pebetas de la Avenida Brown… ¿sí?, ¿puedo?, ¿puedo?
Luciano hizo un lacónico movimiento de cabeza, que rápidamente el
muchacho interpretó como un sí, desapareciendo presto de la sala. Segundos
después se escuchó al ruidoso carromato alejarse calle abajo. Pasó como
una exhalación por delante de numerosos conventillos, alterando la calma
de las mujeres que trabajaban en sus angostos balcones rodeadas de
niños saltarines, cacharros viejos y jaulas de canarios cantores. Recorrió
las calles empedradas pobladas de fondas y cafetines donde tocaban las
mejores orquestas, donde el tango se llevaba en la sangre, donde cantaba
la inigualable Pepita Avellaneda. Atravesó un salón vecinal atestado de
obreros que discutían su futuro y, poco después, la espléndida residencia en
la que cierto político mantenía a una lujosa amante. Llegó hasta el Puente
Transbordador Nicolás Avellaneda, con su espectacular estructura de hierro
construida en 1908, y enfiló finalmente para la Avenida Almirante Brown,
dispuesto a recorrerla de punta a punta. Con certeza, durante su recorrido más
de un vecino se asustó. ¡Qué poco tenían que ver esos estridentes sonidos
con el suave y dulce traqueteo de los caballos a los que todos estaban tan
acostumbrados! Cuando en 1895 Dalmiro Varela Castex introdujo el primer
automóvil en el país, marca Daimler, el asombro y la reverencia se alternaron
con la condenación. Las viejitas se santiguaban a su paso y muchos corrían
a refugiarse en los zaguanes. “Es un relámpago. Pasa y cuando se sale a la
puerta, ya no se lo encuentra, no se lo ve”, decían los vecinos azorados por
las velocidades fantásticas que desarrollaban, cercanas a los treinta y cinco
kilómetros por hora. Pero a pesar de las resistencias y recelos del gran público,
pronto la llegada de coches se hizo sistemática. Un dato relevante fue que en

380
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

1904 se fundó el Automóvil Club Argentino, cuyo primer presidente fue por
supuesto el innovador Varela Castex. Para 1910 había en la ciudad cerca de
dos mil vehículos, que de todas maneras aún no podían competir con los más
de doce mil carruajes que circulaban por sus arterias.
Luciano apenas si escuchó los gritos de algarabía del muchacho o los
estrépitos del motor al alejarse. Desde su conversación con el Ruso la
tarde anterior estaba sumido en la nostalgia. No podía olvidarla. No quería
olvidarla. Veinte años habían pasado y aún recordaba cada detalle de su
cuerpo, cada expresión, cada gemido de Clara haciendo el amor. La indeleble
presencia de ella en su mente, en su corazón, lo habían dejado solo, sin más
compañía que una seguidilla de amantes pasajeras y ocasionales. Y cuando
lo atacaba la nostalgia, también lo hacía la angustia. No toleraba imaginarla
en la cama con su marido, aquel soberbio Alvear. Se sentía morir cada vez
que pensaba que Álvaro estaría tocándola, besándola, dándole placer… un
placer que anhelaba proporcionarle sólo él.
Pateó furioso la mesa que tenía enfrente y gritó con desesperación. Siempre
era así. Pensar en Clara lo llevaba indefectiblemente a la ira, al despecho, a
la exasperación. Caminó como un animal enjaulado por su casa, la misma
espaciosa y sencilla casa que había sido del abuelo Luigi Colombo, hasta que
observó su imagen en el espejo de la sala. Frenó en seco. Hasta un instante
atrás se había sentido de vuelta en los años 90, cuando era un vigoroso joven
de veintitantos, pero el maldito espejo lo enfrentaba ahora a un hombre
de cuarenta y cinco, maduro, cansado, vapuleado por la vida. Se acercó.
¡Cuánto había cambiado! Un grueso mostacho, tupido, frondoso, pretendía
compensar las entradas cada vez más pronunciadas en su otrora enrulada
cabellera, la que de todas maneras ocultaba siempre bajo un sombrero de
fieltro gris de ala ancha. Pero lo más sorprendente era su mirada. Una mirada
que reflejaba un profundo tormento interior, una mirada inquietante, tanto
como la sensación de estar demasiado cerca de un poderoso incendio, de un
infierno abrasador.
Quitó la vista del espejo, pues no le agradó lo que vio. Estoy viejo, se dijo
con disgusto. Sin embargo, y pese a los cambios que había experimentado
su rostro, su cuerpo se mantenía ágil y fuerte gracias a un deporte que había
conocido por casualidad y que en verdad lo apasionaba. El fútbol. La primera
vez que vio a un grupo de muchachones rubios y fornidos corriendo tras una
pelota preguntó con estupor: “¿Se pelean por una pelota?”“¿Quiénes son?”
La lacónica voz de un vecino le dio la respuesta: “Son ingleses. Es un juego
de locos…” Sí, aquel juego de locos comenzó a practicarse en los colegios
e instituciones de la colectividad británica, pero poco a poco fue acaparando

381
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

la atención y el gusto de los locales. Los niños convirtieron cualquier calle,


plaza o potrero en un campo apto para jugar. Los adultos crearon clubes
barriales dedicados a su práctica. En La Boca el primero en fundarse fue
River Plate, en 1901, pero el fútbol no entró definitivamente en la vida de
Luciano hasta el lunes 3 de abril de 1905. Bajo un árbol de la plaza Solís,
junto a un grupo de amigos italianos, y tras variadas discusiones y polémicas,
decidieron crear un club. Sería Boca Juniors y sus colores provendrían de
la decisión de colocarle los del primer barco que cruzara el Riachuelo. La
suerte quiso que fuese un barco sueco en cuya bandera flameaba una gran
cruz dorada sobre un fondo azul… azul y amarillo, los colores de una pasión
con los que intentaba enterrar otra que, empecinada, seguía saliendo a la luz.
Volvió a deambular por la casa. Estaba tan vacía. Ya no estaban sus
padres. Ya no estaba su abuelo. Como si no fuera suficiente con Clara, el
recuerdo de su abuelo comenzó a torturarlo. Siempre sintió que le había
fallado, que nunca había conseguido aquello que lo haría sentir orgulloso,
que no había podido evitar que su mayor esfuerzo, el astillero, languideciera
lastimosamente, sobre todo después de que el señor Calzottino lo vendió
tras la muerte de Isabella. ¿Tendría que haberlo comprado él? No tenía el
dinero para hacerlo y, además, a esas alturas ya le había dedicado demasiado
esfuerzo a su empresa de mensajería. Y mal no le había ido. De hecho,
acababa de comprarse un automóvil. Lo había hecho, sí, en dieciocho
cuotas, pero aun así no era algo fácil de lograr teniendo en cuenta que su
costo triplicaba el salario anual de un obrero. Definitivamente, Luciano
integraba una nueva clase social que conformaban los comerciantes,
artesanos, empleados y profesionales. Muchos de ellos descendientes de
inmigrantes, como el abuelo, que habían trabajado infatigablemente toda
la vida para conseguir la “casa propia” y que soñaban para sus hijos con un
futuro mejor. Que soñaban con “M´hijo el Dotor”. Sueño cumplido pues sus
hijos y nietos accedieron al sistema educativo público, que les dio educación
y los hizo en muchos casos profesionales. Ellos crecieron con la certeza de
que era posible salir de pobres para pertenecer a esa nueva clase media que
constituiría con el tiempo el fundamento de la Nación, el orgullo del país y
el elemento característico que lo distinguiría del resto de América Latina.
Efectivamente, Luciano era parte de ella. Era parte de la historia del país.
Por sus venas corría sangre india, sangre criolla, sangre inmigrante. Era la
mixtura más propia y característica de estas tierras. Era hijo de sus avatares.
Era esperanza para su futuro. ¿Sí? ¿Lo era? Dudaba y se angustiaba. Su
única esperanza de lograrlo había estado una vez en las manos de Leandro
Alem. Ahora lo estaba en las de Hipólito Yrigoyen.

382
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Había seguido al Doctor Alem como pocos, conspiración tras conspiración.


Había creído con fe inquebrantable en sus palabras enardecidas, punzantes,
llenas de reclamos justos, aunque muchas veces prematuros. Por eso, aún le
dolía que su maestro se hubiera ido creyéndolo un traidor. Es sólo que tras el
fracaso de la revolución de 1893 se hizo necesario un cambio de rumbo. La
intransigencia por la intransigencia misma no daba resultados y don Leandro,
un verdadero abanderado de ella, embestía contra el régimen conservador
como un furioso animal de carga sin obtener resultados. No transaba ni con
sus propios correligionarios y esa intemperancia hacía imposible cualquier
solución. Los radicales necesitaban de un político más hábil que llevara a
buen puerto sus reclamos. Y en cuanto se perfiló que éste sería su sobrino,
el joven Hipólito Yrigoyen, Alem se resintió, acentuando su melancolía y
desazón. Así fue que el 1° de julio de 1896 pidió un carruaje para ir al Club
del Progreso, que por ese entonces se había mudado a la Avenida de Mayo. El
cochero iba en lo alto del pescante escuchando el rezongo de las ruedas sobre
el empedrado, indiferente al camino que sabía de memoria y completamente
inconsciente de lo que estaba ocurriendo en su interior. Cuando el portero
del Club abrió la portezuela del coche, ambos lanzaron un grito. Sobre el
asiento, con las blancas barbas teñidas de sangre y un revolver en la mano,
estaba el cuerpo agonizante de don Leandro. Lo llevaron adentro entre un
remolino de socios y curiosos y lo depositaron sobre una mesa. Allí, a los
cincuenta y cuatro años de edad, murió, convirtiendo en dramática realidad
su lema de “que se rompa, pero que no se doble”.
A partir del suicidio de Alem, la conducción del partido quedó ya sí
formalmente en las manos de Yrigoyen. Hipólito era un caudillo avasallador
de extraordinaria influencia sobre los hombres, un líder extraño, quizás,
uno de los más notables y originales de la historia política argentina.
Algunos podrían criticar su imagen populista, su extremado personalismo
en la conducción del partido, su discurso mesiánico, su tendencia a la
reclusión y al misterio. Eran pocos los que conocían personalmente a aquel
caballero de campo, de cabeza portentosa y hablar florido. Luciano era uno
de los privilegiados y, para él, don Hipólito era ante todo un político de
ley. Esto no quería decir que entrara en el juego de alianzas y acuerdos de
los conservadores. Por decisión suya, la Unión Cívica Radical pasó a la
clandestinidad, absteniéndose de presentarse a elecciones y dedicada cien
por ciento a conspirar. Sólo salían a la luz una vez por año en el aniversario
de la Revolución del Parque, la de 1890, donde desfilaban con sus banderas,
sus bandas de música y sus boinas blancas, en ordenadas procesiones que
demostraban la existencia de una realidad política ajena a las pujas palaciegas

383
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

de la oligarquía. Luego, volvían a la oscuridad. Eran una incógnita que


nunca dejaba de inquietar al gobierno de turno. Quizás por eso, Roque Sáenz
Peña, el Presidente electo, le había ofrecido a Yrigoyen varios ministerios
en su nuevo gobierno que éste hábilmente había rechazado. Muchos ya lo
comenzaban a ver. Hipólito Yrigoyen tenía razón al identificar a su partido
con la abstención electoral. Tenía razón en empecinarse en la exigencia del
voto libre y en no conformarse con nada menos que eso. Ya estaban cerca.
Él lo lograría y Luciano esperaba que aquella fuese por fin la oportunidad de
demostrar que era alguien.
El rugido del motor del Clement-Bayard acercándose lo sacó de sus
cavilaciones. Sacudió, como pudo, las nostalgias de aquella tarde gris y
caminó hacia la puerta.

“Viejo Palermo de entonces


hoy regresas a mi mente
Cuántos amigos ausentes
como yo recordarán…
esas noches de verbena
esas noches de alegría
y ese tango que se oía
entre copas de champán…”
“A Pan y Agua”
Juan Carlos Cobián-Enrique Cadícamo.

–¿Por qué no tomamos por Avenida Alvear? –preguntó molesto Luciano


mientras el Cadillac rojo de Pedro Lázaro avanzaba a los saltos por la
Avenida Las Heras.
–Porque es una calle de oligarcas –respondió el Ruso sin dar importancia
a la queja de Luciano.
Él iba concentradísimo conduciendo su automóvil, de cuatro plazas y
carrocería de madera. Sabía que el placer que le proporcionaba aquello
no era apropiado para un supuesto anarquista como él, pero no había nada
que hacer, los fierros podían más que cualquier ideología. Como el día era
frío pero soleado la capota estaba plegada y el vientecillo les daba de lleno
en el rostro, mientras él con habilidad pasaba uno a uno los carromatos y
carretas que abarrotaban la Avenida Las Heras, camino secundario por el
que circulaba mucho tránsito pesado.
–Bueno, pues, justamente –insistió Luciano con terquedad–, por algo
está afirmada con alquitrán mientras ésta tiene un empedrado a la miseria.

384
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Además, allá hay residencias, quintas, parques y barrancas hasta llegar a


Palermo68 y acá… –levantó sus manos para enfatizar su protesta–, ¿qué
tenemos a la vista? Ahhhh sí, el Hospital Rivadavia y la Penitenciaría
Nacional69. ¡Qué agradable!
–No seas fifí. Mirá, ahí hay una linda iglesita para vos –soltó por unos
instantes el volante para señalarle a Luciano una construcción a punto de
ser terminada. Era la Iglesia de San Agustín, mandada a edificar por la viuda
de Mariano Unzué en el terreno baldío ubicado detrás de su espectacular
quinta de Alvear70 y Agüero, cuyo terreno había pertenecido cien años atrás
a Cornelio Saavedra y cuya casona en veinticinco más se convertiría en
residencia presidencial. De haberlo sabido, Luciano le hubiera puntualizado
a su extremista amigo que de los oligarcas era difícil escabullirse, al menos
por esos lares de la ciudad.
De hecho, cuando el Cadillac dejó Las Heras para doblar en la Avenida
Sarmiento, la tradicional Avenida de las Palmeras, quedó claro que no lo
harían en absoluto. Hicieron en silencio el trayecto por la ancha, simétrica
arteria, inmersos en un tumulto de coches, en un desfile de riqueza, pues había
pocos lugares en Buenos Aires más ligados a la riqueza que los Bosques de
Palermo, el gigantesco y aristocrático pulmón verde de la ciudad. Es cierto
que los sectores populares estaban intentando “invadirlo”. Se organizaban
fiestas y kermeses donde se podían comer suculentos bocados por monedas,
escuchar música propalada por gramófonos, ver cine mudo al aire libre,
remar por el lago o simplemente pasear por los jardines. Pero aquello era aún
aislado y restringido. La oligarquía mantenía la soberanía sobre los miles de
metros cuadrados diseñados y plantados por Carlos Thays, sobre rosedales
y flores, sobre faroles, fuentes y estatuas, sobre el romántico puente que
atravesaba el lago... Privilegiado escenario donde la elite disfrutaba de tardes
de paseo y de noches de glamour, de alegría. De noches de champagne.
Ya estaba Luciano a punto de preguntar por qué, ¿por qué?, había escogido
justamente aquel lugar para ir de paseo, cuando al cruzar la intersección
de Sarmiento y Libertador (aún llamada Avenida Alvear) el Ruso, quizás
involuntariamente, dijo con voz enigmática:
–En un par de días, el 26, vendrán por acá la Infanta y Figueroa Alcorta
a inaugurar la construcción del monumento que España regalará para el
Centenario…
–¡¿Qué?! –gritó Luciano por encima del sonoro rumor del tránsito–. ¿La
68 Parte de su trayecto luego fue rebautizado como Avenida del Libertador General San
Martín.
69 Hoy Plaza Las Heras.
70 Hoy, Avenida del Libertador.

385
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Infanta? ¿Vos no seguirás pensando en boletear a la Infanta, no?


–No, no… –mintió para tranquilizarlo, arrepintiéndose de haber abierto
la boca–. Pasábamos por acá y me acordé de haberlo leído en La Nación…
–¿Sí? ¿Y qué más leíste en La Nación? –insistió para provocar.
–Muchas cosas. Publican todos los festejos y actividades del Centenario
–desde que los anarquistas le metieron el tema de la Infanta en la cabeza ya
no era él. Quizás por eso, los nervios de una consciencia sucia lo impulsaron
a hablar de más, dando información casi sin respirar–. Por ejemplo, sé que
el 19, la noche siguiente a su arribo, ella asistió a la exclusiva cena que el
Presidente ofreció en su casa para sólo una treintena de invitados, entre los
que estaban todos los Ministros y sus esposas… ¿Sabías que Figueroa Alcorta
vive sobre la Plaza Vicente López? Paraná y Juncal, más precisamente…
Bueno, y ayer, el 21, fue agasajada en la Estancia de los Pereyra Iraola71
donde al parecer hicieron de todo: pasearon por las instalaciones, comieron
asado, asistieron a misa, bailaron el pericón, presenciaron un desfile de toros
y vacas Hereford… Benito me contó que durante el desfile, Figueroa Alcorta,
que como sabrás no es un estanciero en esta bendita Argentina pastoril, le
dijo a la Infanta: “Observe Alteza, mi estancia, mis rebaños…” y ella le
contestó sonriendo con esa inimputabilidad propia de los ricos y poderosos:
“Como si yo no supiera que usted es un pobrete…” ¡Ja, ja, ja! ¡Le dijo
pobrete al Presidente de la República! Casi casi que me resulta simpática…
–tenía que salir de allí, él solito se estaba metiendo en camisa de once varas,
así que para huir del atolladero continuó–: Ojo, también sin la Infanta se han
hecho muchas actividades. Las delegaciones extranjeras desfilaron ayer por
la Plaza de Mayo y a la noche, en el Hipódromo, hubo un espectáculo de
fuegos artificiales. Incluso hoy, aunque es domingo, se inaugura a las 10:30
el Monumento de Cornelio Saavedra en Córdoba y Callao y a las 11, a dos
cuadras de allí, el de Nicolás Rodríguez Peña… No te dije de ir porque si
escucho el himno una vez más creo que voy a explotar.
–¿Estuviste espiando a la Infanta? –Luciano no quería desviarse del tema
que le preocupaba enormemente–. ¿Anduviste merodeando el hotel donde
se aloja?
–No. Por supuesto que no –replicó con voz ofendida–. Y para tu
información no se aloja en ningún hotel. Theodoro de Bary, que por si no
lo sabés es socio de Ernesto Tornquist y Presidente del Banco Tornquist,
oligarca de pura cepa, le cedió su “choza” de Avenida Alvear72 a la Infanta
y a toda su comitiva. Él y su esposa están en Europa y han dejado como
anfitriones a sus dos hijos. El Estado Nacional chocho, porque no les han
71 Hoy, Parque Pereyra Iraola.
72 En la actualidad, el Palacio Duhau.
386
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

cobrado ni un centavo por la ocupación de la casa. Los que no están nada


chochos, je je, son Mercedes y Aarón Anchorena, que terminaron a marchas
forzadas su palacete sobre la Plaza San Martín73 para albergar a la Infanta
en su visita. Y no fue tarea fácil. Comentaban en el Jockey que son tres
residencias independientes reunidas en un solo edificio de más de 8.000
metros cuadrados. Tanto esfuerzo para nada… Los De Bary les ganaron de
mano…
–¿Todas las comitivas están alojadas en casas particulares? –no pudo
evitar que le ganara la curiosidad.
–Sé que Pedro Montt, el Presidente de Chile, está parando en la residencia
del empresario naviero Nicolás Mihanovich, pero del resto no estoy seguro
–Pedro agradeció el cambio de tema con un profundo suspiro–. Lo que sí
es seguro es que no quedan habitaciones libres en los mejores hoteles de la
ciudad.
Buenos Aires estaba con capacidad colmada. Dos hoteles resultaron los
preferidos. El Plaza y el Majestic. Al Plaza Hotel fueron enviados los oficiales
navales extranjeros. Mandado a construir por Ernesto Tornquist frente a la
Plaza San Martín y terminado el año anterior, era el hotel más moderno y
lujoso de la ciudad. Bueno, al menos hasta que el Majestic Hotel74 logró abrir
sus puertas sólo unos días atrás sobre la hermosa Avenida de Mayo. Éste
fue el elegido de los diplomáticos. Tenía “suites de diplomáticos”, es decir,
habitaciones con sala y escritorio, alfombras de Esmirna, pisos Sheraton y
un espectacular Roof Garden en la séptima planta. Pero no sólo estos dos.
Todos los hoteles de categoría, el Grand Hotel, el Londres, el Palace, donde
también estaban las oficinas de la empresa naviera de Mihanovich,… todos
estaban repletos.
–Me imagino –Luciano no quería seguir discutiendo con su amigo.
Sabía que así no lograría convencerlo de nada, por eso, decidió cambiar
de estrategia–. ¿Tenés hambre? Conozco una fonda buenísima en la calle
Paraguay, a orillas del Maldonado. Podemos morfar una rica comida
criolla y tomarnos un vinito servido directamente de la barrica mientras nos
relajamos un rato viendo las aguas del arroyo…
El Maldonado75 era uno de los profundos zanjones que surcaban la meseta
sobre la que estaba edificada Buenos Aires, drenando el agua de lluvia y
de otros riachos y afluentes. Era, además, el causante de las frecuentes
inundaciones del barrio, que dejaban amplias zonas anegadas en los Bosques
de Palermo y más de un animal desaparecido en el Zoológico.
73 Hoy Palacio San Martín, Sede Protocolar del Ministerio de Relaciones Exteriores.
74 Dejó de funcionar como Hotel. En la actualidad es una oficina de la A.F.I.P.
75 En la actualidad corre bajo la Avenida Juan B. Justo.

387
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Fui una vez hace un tiempo –prosiguió– y me pasé toda la tarde viendo
a los purretes jugando con sus perros en el barro de la orilla, a los carreros
cargando y descargando mercaderías en los playones del Ferrocarril Pacífico,
a los trenes zumbando sobre el terraplén… ¡claro que, vinito va, vinito viene,
terminé con una mamúa que me dejó inventándole poesías a las lucecitas del
vecindario reflejadas en el agua! ¿Qué me decís? Podemos chamullar un
poco…
–No. No tengo hambre. Mejor caminemos.
Ya estaban nuevamente sobre Avenida Sarmiento rumbo al centro. Pedro
no terminó de decir la frase que estacionó el Cadillac, lo tiró más bien, sobre la
concurrida Avenida. La cercana estatua de Giuseppe Garibaldi les anunciaba
que estaban por arribar a Plaza Italia luego de haber dejado el Parque 3
de Febrero, y sus Bosques, atrás. Caminaron hasta el monumento erigido
en memoria del héroe de la independencia italiana, inaugurado en 1904
con gran pompa por el entonces Presidente Julio Argentino Roca. Luciano
conocía bien el lugar. Cuando se estaba gestando la revolución radical de
1905, Yrigoyen, que movía personalmente todos los hilos de la conspiración,
llevaba a cabo reuniones con jefes militares y otros complotados en los
lugares más insólitos, entre ellos, los bancos de Plaza Italia. Allí parados,
al lado de Garibaldi, se abrían ante ellos tres extraordinarias avenidas.
Sarmiento, Las Heras y Santa Fe. Bueno, dos eran extraordinarias, la otra,
por la que ellos habían llegado, era uno de los lugares más inseguros de
Buenos Aires para transitar de noche, dado que el tramo entre Plaza Italia y
Salguero era una verdadera boca de lobo. ¡No volveremos por Avenida Las
Heras!, pensó con decisión Luciano. Pero ahora iban a caminar. ¿Por dónde?
Opciones tenían, pues en aquel estratégico punto de encuentro convergían
varios de los espacios públicos más importantes del barrio de Palermo.
–En unos días abrirá la Exposición en la Sociedad Rural. Este año, con
los festejos del Centenario, promete ser espectacular. Seguro que tenés
conexiones para entrar y chusmear un poco lo que están haciendo.
–No… –respondió lacónicamente Pedro mirando a su izquierda, hacia
el edificio con entrada por Avenida Sarmiento donde la Sociedad Rural
realizaba sus exposiciones anuales desde hacía décadas–. Estoy harto de
escuchar hablar de vacas, ovejas y campeones pura sangre. No tengo ganas
de verlos y menos aún… ¡de olerlos!
–Bueno, ¿qué te parece entonces una vueltita por el Zoológico?
El Jardín Zoológico era uno de los grandes paseos de la ciudad y uno de los
esparcimientos favoritos de la gente, que solía atestarlo sobre todo los fines
de semana. Había comenzado en un sector del Parque 3 de Febrero, pero con

388
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

su primer Director, el Dr. Eduardo Holmberg, fue trasladado a su ubicación


actual, unas dieciocho hectáreas de tierras firmes y pequeños lagos entre las
Avenidas Libertador y Las Heras. Su sucesor y actual Director, Clemente
Onelli, había continuado la obra y el parque estaba cada día más lindo.
–Atrapar animales salvajes para que la gente los vea… típico ejemplo de
explotación capitalista…
–Ohhh vamos… al parecer los animales no la pasan tan mal. Viven en
hermosos palacios y templos. Según me contaron, Holmberg, el “loco de
los bichos”, creía que los animales debían habitar en edificios que tuvieran
que ver con sus países de origen. Así, los ciervos del Japón están en una
pagoda japonesa, los monos en un templo egipcio, los elefantes asiáticos en
un espectacular palacio hindú… además se ve que están bien alimentados y
cuidados…
Luciano evitó decir que los estruendos y fuegos artificiales tan comunes
en ese año festivo ya habían matado a una jirafa y seguirían con una foca, un
avestruz, una cebra…
–No. No quiero.
–Podemos ir al Templo de Indostán. Ahí no hay animales salvajes. Hay
vacas Holando-argentinas y en el primer piso una linda confitería donde
pebetas vestidas de holandesitas sirven ricos vasos de leche… como en las
lecherías ¿viste? pero fetén fetén…
–No quiero tomar leche.
–Pero che… ¡hoy sí que estás insufrible!
–Vamos a caminar por el Botánico –propuso entonces Pedro, tomando
a su amigo del brazo y cruzando la calle para andar unos metros por la
Avenida Santa Fe.
La joya de los grandes parques ideados a fines del Siglo XIX por el
arquitecto paisajista francés Carlos Thays abrió sus puertas al público en
1898. Thays logró reunir en un predio de noventa mil metros cuadrados
a más de nueve mil especies de todo el mundo, incluso de las distintas
regiones argentinas, usando para ello tres estilos paisajísticos diferentes. Los
amigos ingresaron al parque y frente a ellos apareció enseguida la bonita
construcción de ladrillos perteneciente a la Dirección. Allí había funcionado
el Museo Histórico Nacional hasta que Thays lo enviara a Plaza Lezama. A
su lado estaba el Invernáculo, una inmensa construcción de hierro premiada
en la Exposición Internacional de París, desarmada allá y vuelta a armar
aquí. Parecida al Pabellón Argentino instalado desde hacía unos años en
Plaza San Martín para albergar al Museo de Bellas Artes. En el invernáculo
se protegían raras especies exóticas del clima local.

389
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Avanzaron. El ambiente era sereno, placentero. El sol de la tarde se filtraba


por entre las ramas de los árboles, reunidos en sectores que aglutinaban la flora
de las distintas regiones del mundo. Mientras avanzaban, pisando en silencio
el ladrillo rojizo de los senderos, saludaban con un respetuoso movimiento
de sombrero a las damas y caballeros que pasaban a su lado. Se cruzaron con
varios. Parejas de enamorados que aprovechaban el paseo para estar un rato
a solas. Vagos sentados en los bancos, asoleándose imperturbables durante
horas. Jardineros que, rastrillo en mano, le daban más a la charla que a la
tierra.
Atravesaron el Jardín Romano, un acogedor ambiente plagado de
esculturas, jarrones y plantas típicas de los Apeninos y siguieron adelante.
Una espectacular estatua, la Ondina del Plata, se veía majestuosa a lo lejos.
Pedro, entonces, levantó los brazos y con una sonrisa en el rostro, gritó:
–¡Doctor Delcasse! ¿Cómo anda, mi amigo?
El Ruso abrazó con afecto a un hombre mayor, de figura grácil y menuda.
Luciano permaneció unos pasos más atrás, observando indiferente la escena
a la espera de ser presentado. Advirtió entonces que el anciano no iba solo.
Caminaba junto a una señora, al parecer una dama de compañía. La miró
mejor. Todo. La nostalgia, la angustia, la ira, lo golpeó de lleno. Era ella.
Estaba cambiada pero era ella. Indudablemente era ella. Tocó con la mano
su sombrero de fieltro y haciendo un ligero movimiento de cabeza, dijo con
los ojos en llamas y la voz ronca:
–Señora de Alvear.
Clara necesitó de toda la educación impartida por sus severas institutrices
para no desfallecer. Era él. Estaba cambiado pero era él. Indudablemente
era él. Juntando valor, hizo una cortés reverencia, mientras que con el rostro
pálido y la voz suave, educada, respondió:
–Señor Acosta.

“¡Barrio de Belgrano!
¡Caserón de tejas!
¿Te acordás, hermana,
de esas tibias noches
sobre la vereda?
“Caserón de Tejas”
Sebastián Piana-Cátulo Castillo.

Un elegante carruaje transportaba a Clara Díaz de la Vega y al Doctor


Carlos Delcasse de vuelta del Botánico. Iban en silencio aunque Delcasse

390
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

gustaba mucho de la conversación serena y criteriosa de Clara, sin embargo,


él conocía bien las tristezas que aquejaban a su protegida. La observó,
preocupado por su palidez. Ella mantenía esa distinción, esa elegancia innata
de siempre, aunque sus vestidos ya no fueran los mejores ni los más nuevos,
sin embargo con los años su sonrisa angelical se había vuelto melancólica.
Hebras de plata recorrían ahora sus cabellos dorados. La amargura anidaba
en sus ojos celestes como el cielo. Su boca formaba con frecuencia un
rictus amargo que le endurecía el rostro. La dejó tranquila. Respetaba sus
momentos de encierro. Por eso, pasaron en silencio frente al concurridísimo
Hipódromo de Palermo y en silencio se internaron en el barrio de Belgrano.
Era una antigua zona de quintas de veraneo que se hizo pueblo en 1855
en honor al prócer y más tarde terminó convertido en barrio de la Capital
Federal. Enseguida vieron las pronunciadas colinas de las barrancas. Eran
las mismas que recorrían toda la costa del río, desde Plaza Lezama, pasando
por Retiro y Recoleta, hasta llegar a Belgrano. Ya habían desaparecido
mayormente las playas de tosca que tenían a sus pies. Con el tiempo, gracias
a complicadas obras de ingeniería, grandes extensiones de tierra se irían
ganando al río, ampliando la superficie de la ciudad.
Delcasse reprimió el deseo de comentarle a Clara sobre la hermosa
glorieta que se iba a construir en las Barrancas para albergar los conciertos
de la Banda Municipal, creada ese mismo año. Y, también, en el momento
en que el carruaje comenzó a subir por la calle Sucre y pasó frente a la
importante fuente de mármol donada por el naviero Mihanovich, se tragó
las ganas de contarle que al parecer el empresario estaba viviendo allí, en
su quinta, mientras el Presidente chileno estuviera alojado en su casa de la
ciudad. Miró entonces los delfines de la fuente y se quedó callado.
Y callados siguieron camino, internándose en la zona más residencial del
barrio, entre palacetes y casonas con grandes jardines arbolados. Claro que
no todo era así. Un poco más allá estaba el Bajo de Belgrano, inundable,
sórdido, iluminado aún por faroles a querosén que daban más sombra que
luz, plagado de fondas y almacenes donde se jugaba al billar o a las bochas
y la gente se reunía a escuchar a los mejores payadores.
El carruaje se detuvo al llegar a la calle Cuba, frente a la espectacular
“Casa del Ángel”76. Así llamaban al palacete de Delcasse debido a la estatua
alada que adornaba el mirador del segundo piso. Descendieron ambos del
carruaje y, al hacerlo, Clara rompió el silencio tercamente mantenido durante
todo el trayecto:
–Debo ir hasta la plaza a retirar el sombrero de la señora Carlota.

76 Hoy, Cuba N° 1919.

391
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

–Mi hija puede esperar hasta mañana, Clara –respondió Delcasse–. O


podemos mandar después a alguno de los muchachos.
–No, no, doctor, está bien. Me lo prometieron para hoy y no me vendría
mal una caminata…
–Bueno, una caminata no se le niega a nadie –contestó sonriendo el
anciano, que gustaba mucho de la actividad física. De hecho, aquel brillante
francés establecido en Buenos Aires, ex Intendente del pueblo de Belgrano
e ilustre vecino del barrio homónimo, había sido un incansable promotor
de la esgrima, el tiro y el boxeo, deportes que seguía practicando pese a su
avanzada edad.
Clara se despidió del Delcasse y retrocedió por Sucre hasta la calle
Arcos. La casa tenía su frente sobre Cuba, pero hasta Arcos llegaban los
fondos y jardines, a los que se podía acceder por un pequeño portón. Un
estremecimiento recorrió la espalda de Clara al dejar atrás aquella puerta.
¡Cuántos entraron por allí para no volver a salir jamás! Los jardines de la
Casa del Ángel eran conocidos por ser el escenario de muchos duelos y lances
caballerescos. Para ello contaban, por supuesto, con la anuencia de su dueño,
quien además tenía un polígono de tiro con sala de armas y de gimnasia.
Y así, igual que alguien que vive la angustia de no saber qué ocurrirá al
minuto siguiente, así se sentía ella en ese momento. No podía creer haberlo
visto nuevamente, no después de veinte años. Estaba con el mismo amigo
judío que lo había ido a buscar al hotel, el que los había separado después
de su primera noche de amor… de su única noche de amor, la única que
Clara había tenido en treinta y siete años de vida. No quería, no quería en
absoluto, pero no pudo evitar recordar los largos, solitarios e infelices años
de matrimonio con Álvaro. Años que habían comenzado con una brevísima
luna de miel que los depositó en la casa de la Avenida Alvear, donde vivirían
junto a sus padres. No tuvieron que hacerlo por mucho tiempo. Su padre
falleció al año siguiente, su madre algo después. Lo que siguieron fueron
años de soledad, de ultrajes, de violencia. Álvaro la engañaba abiertamente
con mujeres de toda condición y se jugaba su fortuna con descaro. Pero
eso no era todo. A medida que disminuía dramáticamente el patrimonio,
aumentaba su alcoholismo y su brutalidad… y entonces… y entonces había
golpes, había forcejeos, había…
Inmersa en el horror de su vida conyugal, Clara llegó a la Plaza Manuel
Belgrano, centro y núcleo histórico del pueblo. A un lado de la Plaza estaba la
Iglesia de la Inmaculada Concepción, la Redonda, que con su forma circular
imitaba al Panteón romano. Del otro estaba la antigua Municipalidad77 que

77 En la actualidad funciona allí el Museo Histórico Sarmiento.


392
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

había albergado al entonces Presidente Nicolás Avellaneda y a todos los


poderes del Estado Nacional cuando se desataron los violentos combates
entre Carlos Tejedor y el Presidente electo Julio Argentino Roca, en 1880.
Ese año, en la vieja Municipalidad del pueblo, transformada en Casa de
Gobierno, se había dictado la ley que convirtió a la ciudad de Buenos Aires
en Capital Federal de la Nación. Clara pasó frente al histórico edificio y
siguió de largo. Una cuadra después se anunció en la casa de la sombrerera.
Sin prestar atención a los comentarios y advertencias de la parlanchina
mujer, retiró el recargado sombrero que doña Carlota Delcasse de González
usaría la noche del 25 de mayo y comenzó el camino de vuelta.
Su mente seguía anclada en la pesadilla de aquellos años, sobre todo, en
la de una noche, la salvaje y cruel noche en la que Álvaro destruyó su única
oportunidad de ser feliz. Finalmente estaba embarazada. Después de tantos
años pensó que ni eso le concedería aquel matrimonio yermo y desgraciado.
Pero esa noche Álvaro había llegado a casa borracho y temprano. Ya no le
quedaban bienes que dilapidar. Volvió furioso. Y le pegó. Le pegó porque
ella ya no le podía dar más. Porque nunca lo había admirado. Porque otro
hombre le había robado la virginidad y el corazón. Le pegó tanto que perdió
aquello que tanto anhelaba. ¿Qué hacer? Abandonarlo. ¿Pero cómo hacerlo
en una sociedad que condenaba abiertamente a las mujeres que tomaban
tal decisión por imperiosa que ésta fuera? La vida, o más bien la muerte,
resolvieron por ella. Cuando ya no quedaban estancias por mal vender, ni
bienes que hipotecar, cuando ya no iba a ser posible seguir manteniendo la
farsa de pertenecer a una familia adinerada, Álvaro murió. Un paro cardíaco
lo salvó de ser pobre. Corría el año 1906 y Clara se quedó entonces sin nada.
Sin bienes, pues todos fueron rematados. Sin familia, porque nunca había
tenido contacto con sus primos y primas luego de que su padre se quedara
con la herencia familiar. Parecía una maldición. Su padre había robado la
increíble fortuna de los Díaz de la Vega. Su marido la había destruido. Y se
quedó también sin amigos, pues en los círculos de la elite no se admitían
pobres ni caídos en desgracia. Allí andaban ahora muchas de sus viejas
amigas, de aquí para allá integrando la pomposa “Comisión de Damas para
la Recepción de la Infanta”, privilegio exclusivo de lo más selecto de la
oligarquía porteña, aunque la Chata, con su habitual desparpajo, se hubiera
referido al aristocrático conjunto como “su real servidumbre”, provocando
el disgusto de más de una encumbrada señorona. Ella tendría que haber
estado allí… pero ya no le importaba… nada de eso le importaba.
Se había quedado sin nada. ¿Qué hubiera debido hacer? ¿Adónde hubiera
debido ir? Lo sabía. Sabía que le esperaba la inhóspita pieza de una pensión,

393
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

deprimente y precaria, con no mucho más que una cama chirriante y una
ventana pequeña desde donde ver escapar la vida. Delcasse la había salvado
de eso. Con su generosidad y desinterés la llevó a su Casa del Ángel a vivir
prácticamente como un miembro de la familia. Algo cansada, ingresó a la
casona de la calle Cuba, dejó el encargo a uno de los sirvientes y subió
la hermosa escalera de ébano labrado hasta su dormitorio. Éste era uno de
los veinte cuartos del palacete, repleto de obras de arte y elegantes objetos
decorativos.
Con creciente ansiedad cerró la puerta. Había vivido allí los últimos cuatro
años. Tranquila, luego del infierno sufrido al lado de Álvaro. Contenida.
Resignada a una vida sin amor. Y entonces… entonces… ¡maldita sea!,
entonces lo volvió a ver. Y al verlo sintió nuevamente la piel en llamas. Y lo
deseó otra vez con desesperación. El letargo se había roto. Su paz quedaba
hecha trizas.
Corrió hasta la cama y se echó a llorar amargamente.

“Corrientes tres cuatro ocho


segundo piso, ascensor,
no hay porteros ni vecinos,
adentro, cóctel y amor…
Y todo a media luz
que es un brujo el amor,
a media luz los besos,
a media luz los dos…
“A media luz”
Edgardo Donato–Carlos Lenzi.

Calle angosta y bohemia. Calle porteña como pocas. Pedro Lázaro


caminaba a paso firme por la calle Corrientes pasando raudo frente a los
numerosos cafés, restaurantes y teatros instalados a su vera. Calle nocturna.
Calle tanguera. Querían ensancharla, ya Bernardino Rivadavia había querido
hacerlo en 1822, pero parecía que ahora la cosa venía en serio. Había quienes
querían. Otros que no. ¿Perdería su encanto? A Pedro el tema lo tenía sin
cuidado, pues por fin la había encontrado. Desde que la viera bailar tango en
aquella taberna del bajo la noche del 18, deseaba volver a verla. Necesitaba
volver a verla. Se había pasado las últimas noches buscándola en tabernas,
milongas y piringundines del puerto, del barrio de La Boca, del amplio
arrabal, pero había sido un contertulio del Café de Los Inmortales, allí, sobre
la calle Corrientes, quien al escuchar la descripción le dio la precisa:

394
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–¡Qué minusa! Se llama Rosalí y labura en lo de Madame Blanche.


Hacia allí iba, perdido en eróticas ensoñaciones. Un tranvía de la
Compañía Lacroze pasó peligrosamente cerca, rozando uno de sus brazos,
despertándolo justo a tiempo. El farolito rojo en la puerta le indicó que
había llegado. Entró. Conocía muchos burdeles y sabía de sobra que no
todos eran iguales. La categoría y los precios dependían de la ubicación
y de la calidad de las chicas que trabajaban en él. Así por ejemplo, en los
piringundines del bajo, chinas aguantadoras pintadas y empolvadas hasta
resultar desagradables, atendían a setenta hombres por día que esperaban
pacientes, con la espalda apoyada contra la pared, la vista fija en el piso y la
atención puesta en la puerta que se abría y cerraba innumerables veces hasta
que finalmente les llegaba el turno. Éste era otra cosa. Éste era un quilombo
fino, de primera, como aquellos en los que la juventud dorada de Buenos
Aires gastaba sus buenos mangos. Llegó a un amplio salón dominado por una
gran mesa giratoria sobre la que varias chicas posaban cual estatuas vivas,
completamente desnudas. Un gramófono hacía sonar un tango lastimero de
fondo. El ambiente era el adecuado para semejante música, pues el deseo
sexual, la tristeza y la melancolía siempre fueron componentes centrales del
tango. Sentimientos bien presentes en millones de trabajadores inmigrantes,
mayoritariamente varones, solitarios en una tierra extraña, que acudían a
los prostíbulos en donde el sexo pago acentuaba la nostalgia del amor, la
añoranza de la mujer, la evidencia de la soledad.
Madame Blanche se acercó al recién llegado. Su belleza y juventud
habían quedado en París, perdidas irremediablemente, pero aún conservaba
un garbo, un porte que la hacía lucir atractiva. Además, los años le habían
quitado lozanía pero le habían dejado experiencia y astucia para los
negocios. Dirigía el burdel con habilidad, llevaba las cuentas e imponía el
orden ayudada por un silbato, con el que podía llamar a la policía en caso de
problemas. Se acercó presurosa a Pedro y le ofreció a alguna de las jóvenes
que aún giraban sobre la mesa, blanquísimas, rubias, polacas seguramente.
Pero él no quería ni polacas ni rusas ni de ningún país de Europa del Este. Él
deseaba a una porteña, la porteña morocha e infartante que lo había prendado
al bailar un tango.
–Quiero ver a Rosalí.
Tuvo que esperar, pero cuando apareció, envuelta en una vaporosa bata
de seda llena de puntillas y volados, nada importó ya. Su impactante melena
renegrida le caía suelta como en cascada alrededor de los hombros y sus
ojos claros se iluminaron al verlo. Lo recordaba. Era el bacán de la taberna.
Le pareció aún más fulero que la vez anterior, pero había algo en él que

395
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

le atraía enormemente. Sin hablarle, lo guió hasta su habitación. Pedro la


siguió sumiso, unos pasos más atrás.
Pero la alcanzó al cruzar la puerta. Con rapidez, tomó a la muchacha
entre sus brazos, y con los cuerpos bien pegados, la hizo avanzar hacia
el interior del cuarto, caminando casi como lo había hecho “el Cachafaz”
aquella noche. El suyo también sería un “tango canyengue”, lleno de cortes
y quebradas. Deteniendo la caminata, Pedro sentó a Rosalí arriba de un viejo
tocador que adornaba el dormitorio. Seguramente allí se acicalaba antes de
atender a sus clientes. Indiferente al ruido que hicieron algunos frascos al
caer, le abrió de un manotazo la bata. Por unos instantes quedó obnubilado
con la belleza de esas curvas de tonalidad aceitunada.
–Papusa… –masculló excitado admirando lo bella que era.
Rosalí no perdió el tiempo y le quitó con habilidad la camisa, la corbata y
los pantalones. La levita había quedado ya junto a la puerta de la habitación.
Acarició con manos expertas el velludo pecho de Pedro, quizás, el rasgo más
masculino y viril de su poco atlética fisonomía.
–Percanta hermosa… –le susurró él al oído, penetrándola con fuerza.
–Pituco chamuyero… –retrucó ella sintiéndose invadida por una
excitación y un placer que iban acrecentándose con cada movimiento. Placer
que pensó no volver a sentir jamás. ¿Cómo un tipo tan feo podía hacerla
gozar así?
Cuando ya estaba acariciando un orgasmo muy largamente esperado,
Pedro se frenó de golpe. Con un brazo la levantó del tocador y la devolvió
al suelo. Era tiempo de retomar la caminata. Esta vez fueron sólo unos
pasos. Completamente desnudos los dos, cruzaron el cuarto hasta la pared
de enfrente. Allí, Pedro propuso otra “quebrada”. Giró a Rosalí hasta que
ella quedó de cara a la pared y le llevó las manos hasta allí. Él, por detrás,
recorrió con sus propias manos la espalda de la mujer y se aferró a sus
glúteos. Sin darle oportunidad de reacción, la penetró nuevamente. Y todo
continuó. Con el devenir de aquel vaivén frenético de caderas, la respiración
de ambos se fue entrecortando cada vez más. Rosalí, con los ojos cerrados,
gemía como loca aún aferrada a la pared. El Ruso se perdía en una visión
tremendamente erótica… el cabello negro revuelto, la espigada espalda de
bailarina, el enloquecedor trasero donde él, aunque sea por unos instantes,
reinaba.
Sin avisar, volvió a interrumpir el baile. ¡Y ella nuevamente tan cerca!
Enojada protestó:
–¡Sos un copetudo abombado! ¡Desgraciado! ¡Malnacido!
Pedro se rio por respuesta y, sin contestar los insultos, la levantó en

396
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

brazos y la depositó en la cama. Se posó sobre ella y besó sus labios, larga,
profundamente. Se tomó su tiempo para explorar aquella boca tan anhelada
y luego volvió a entrar en su cuerpo. Y esta vez no se fue. Esta vez siguió y
siguió, hasta que ambos explotaron y cayeron exhaustos uno al lado del otro.
Con la respiración aún agitada pero con el cuerpo completamente
relajado, el Ruso se sintió volar. Él amaba volar. Recordó con placer cuando
acompañó al Ingeniero Auburn a bordo de su pequeño aeroplano. Habían
despegado del aeródromo de Villa Lugano, un remoto y descampado paraje
creado por el suizo José Soldati. Durante los doscientos metros de carreteo se
había sentido inquieto, pero luego, en el aire, cuando el agitarse de pañuelos
y sombreros fue quedando atrás, ¡qué sensación tan poderosa!, ¡tan única!
Volando en la inmensidad, a poco más de cien metros de altura, escuchando
el rugido del motor, el crujido del fuselaje, el giro incesante de las hélices,
en la más absoluta libertad…
–Sos buen bailarín –murmuró Rosalí satisfecha, mientras jugueteaba
distraída con el vello del pecho de Pedro.
–Bueno, no me quedó otra. Mi vida siempre fue un tango… Nuestras
vidas son un tango, ¿no te parece?
–¿Por lo apasionado o por lo trágico?
Él no respondió. Su mano continuó acariciándole la espalda. Su mente
volvió a sentirse arrullada por el canto de los pájaros, flotando a merced
de las corrientes de aire, a la espera… a la espera de comenzar un nuevo y
maravilloso baile.

“San Juan y Boedo antiguo y todo el cielo,


Pompeya y, más allá, la inundación.
Tu melena de novia en el recuerdo
Y tu nombre flotando en el adiós…
La esquina del herrero, barro y pampa,
tu casa, tu vereda y el zanjón
y un perfume de yuyos y de alfalfa,
que me llena de nuevo el corazón…
“Sur”
Homero Manzi.

El sol de aquel 24 de mayo ya entraba por la ventana. Rosalí, sentada frente


al tocador, contaba el dinero obtenido la noche anterior. Madame Blanche
iba a estar muy contenta. Pedro se había quedado hasta el amanecer pero
le había dejado lo mismo que si hubiese atendido a un tendal de hombres.

397
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Una vez acabado el recuento se miró con desgano en el espejo del viejo
mueble. No se reconoció. ¿Cómo es que había llegado hasta allí?, pensó
con horror. Su mente retrocedió entonces quince años, al momento en que
aún era Rosa, una jovencita de barrio. Del barrio de Pompeya, aquel arrabal
malevo y peligroso bien al sur de la capital. De un lado, estaba el Riachuelo
que lo convertía en anegadizo e inundable. Del otro, la inmensidad de la
pampa. Y entre ambos, una tierra rica, rica en barro y yuyos, en zanjones y
renacuajos, en olores profundos, en pulperías donde se deban cita cuchilleros
y guitarristas y en acordes de tango que se llevaban en el corazón. Hogar
del estratégico Puente Alsina y de la Iglesia de la Virgen del Rosario de
Pompeya, que le daba el nombre. Ese era el barrio en el que había nacido
por decisión paterna… Su padre… ¡hace cuánto que no pensaba en él!
John White fue un gringo gigantón y secote que pasó por su vida como
un ráfaga, dejándole tan sólo un apellido inglés y unos ojos claros como
el agua, impactante contrapunto para sus morocheces de china aporteñada.
Tenía un empleo en un matadero de la zona. En Pompeya y Parque Patricios
se habían instalado mataderos, frigoríficos, curtiembres, saladeros, triperías
y toda clase de industrias relacionadas. La “Avenida de los Huesos”78 era
una contundente prueba de ello. Y él fue uno de los primeros en mudarse
al modestísimo barrio obrero que surgió gracias a la política de loteo a
bajos precios. Pero así como llegó, se fue. La infección de una herida que
se hizo en el matadero se lo llevó cuando aún la pequeña Rosa no había
terminado de aprender a caminar. Volvió a mirarse en el espejo y con dolor
recordó entonces a su madre, no mucho mayor que ella en ese momento.
La había visto fagocitarse la vida, avejentada antes de los treinta, resignada
a la miseria y al trabajo continuo, al abuso de los hombres. Ese parecía
ser el destino ineludible de las mujeres humildes, de las mujeres de barrio.
Costureras como su madre, o planchadoras, modistas, lavanderas u obreras,
no importaba, todas compartían las penurias de un trabajo excesivo al que
debían añadirle las cotidianas tareas del hogar, las preocupaciones, los
hijos, la fatiga, las enfermedades. Era indiferente si trabajaban en uno de
los cientos de pequeños talleres de costura que sobrevivían dispersos por la
capital, o en alguna fábrica, o, peor aún, en sus propias casas, ellas estaban
ancladas al barrio, a la escasez, a la pobreza. Con el dolor atravesándole el
alma, la invadió la triste imagen de una mujer cansada, de mirada angustiosa
y gesto sufrido que pasaba horas y horas inclinada sobre la Singer, aquella
monstruosa máquina de coser que con su ruido infernal parecía ahuyentar
todos sus sueños de mujer. Y justamente esa había sido la imagen que la

78 Hoy, Avenida Sáenz.


398
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

había llevado a reflexionar cuando cumplió los quince: ¿Cuánto tiempo


más podría conservar ella la lozanía de su juventud? ¿Cuánto tiempo más
se necesitaba en el barrio para lucir pálida y ojerosa, envejecida y acabada?
Porque de algo estaba segura. El culpable era el barrio. Y no sólo Pompeya.
Todos los barrios.
Todos aquellos barrios porteños surgidos tras la “Ley Capital”, que en
1888 transformó a numerosas quintas y chacras suburbanas en capitalinas.
Entonces, no era ya negocio tener vastas extensiones de tierra dentro de la
ciudad para que fueran quintas de verduras, hornos de ladrillo o potreros
de pastoreo. Además, los inmigrantes buscaban salir del conventillo y los
ferrocarriles y tranvías proyectaban sus líneas hacia los suburbios. Así fue
como aquellos enormes manchones verdes rodeados de tunas y poblados de
árboles frutales se fueron loteando y fraccionando, permitiendo la creación
de numerosos barrios… barrios de casitas con jardín, bajas, pegadas unas a
otras, de zaguanes profundos, prolija aspiración burguesa y aire apacible e
inmutable, como Villa Devoto y otros barrios del oeste… barrios proletarios
de casuchas chatas, oscuras y húmedas, de superpobladas casas chorizo o
de míseros ranchos, como los barrios del sur… barrios de inmigrantes, para
quienes “lo primero era el techo” sin importar lo largo o incómodo del viaje
y barrios de gauchos, donde la pampa decía presente. En definitiva, barrios
donde los purretes jugaban a la pelota en medio de la calle mientras las
pebetas relojeaban a los muchachos reunidos frente al almacén de la esquina
y los vecinos sacaban las sillas a la vereda para conversar. Donde los hombres
filosofaban en el café de la vuelta mientras las señoras chamullaban en
torno a un trozo de bofe en la carnicería. Donde podía oírse a un bandoneón
rezongar broncas carcelarias en algún patio mientras el organillero hacía
bailar un tango improvisado al que se animara… Donde las calles eran de
tierra, muchas veces inconclusas e inundadas, donde no había luz eléctrica,
ni cloacas, ni agua corriente… donde lo único que había en el futuro de
sus habitantes era mediocridad, trabajo y sacrificio… Rosa le dijo no. No
a aquel futuro. No al barrio. Sus ojos comenzaron a mirar con más y más
insistencia el perfil brumoso de la ciudad que se divisaba a lo lejos. Era el
centro, que encandilaba con su luz perpetua, que admiraba con sus avenidas
y sus palacios, que permitía soñar con una vida de lujo y bienestar. Dejó el
barrio y marchó al centro. Tenía quince años y, a partir de ese momento, dejó
de ser Rosa. Desde entonces, fue Rosalí.
Partió con la ilusión de triunfar en el teatro. Era hermosa, buena
bailarina y no cantaba mal. En el centro dominaba la ópera italiana y la
comedia francesa, el vodevil, el varieté y el music-hall. A ella le gustaban

399
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

más las zarzuelas y los sainetes porteños, irreverentes y populares, donde


ya comenzaban a oírse aquellos tanguitos de los suburbios aún mezclados
con el cuplé. En el teatro el tango dejó de ser baile para ser canción. Y
ella soñaba con llevarlo a lo más alto, con hacerlo triunfar. Y con triunfar
ella misma, como lo habían hecho actrices internacionales y consagradas
como Sara Bernhardt en el Teatro Politeama o la Bella Otero en el Nacional.
Quería imitar a Blanca Podestá y, sobre todo, a Pepita Avellaneda, cupletista
y tonadillera, inigualable cantante del bajo, reina indiscutida del Palais de
Glace y del Armenonville. Sin embargo, sólo consiguió papelitos de poca
monta en espectáculos de pantomima, groseros, chabacanos, a los que
acudían la chusma y grupitos de jóvenes alegres y curdelas dispuestos a
aplaudir cualquier cosa. Lejos, muy lejos, quedaron sus aspiraciones de
actuar en el Teatro Avenida, o en el Liceo… ni hablar del Colón… tan lejos
de sus posibilidades… tan espectacular como pavoroso para una muchacha
como ella.
Más imposibles aún fueron sus fantasías de actriz de cine, renovadas con
cada matiné transcurrida en el biógrafo, donde se pasaba la tarde viendo
películas de cine mudo dividido en actos, amenizados por orquestas y
espectáculos de variedades. Fantasías inalcanzables como un bello sueño,
como la cima de la más alta montaña. Claro que su personalidad tampoco
ayudaba. Testaruda y orgullosa, capaz de largos rencores, terminaba siempre
metida en líos. Pronto, su carrera artística llegó a su fin, tan irrelevantemente
como había comenzado. Y así, le tocó el turno al cabaret.
Los primeros cabarets aparecieron fuera del centro, en Palermo y en
los Bajos de Belgrano, como lugares donde se podía bailar y escuchar los
temas de moda tocados por una orquesta. Con el tiempo proliferaron por
todos lados, brindando un ambiente íntimo, permisivo, shows picarescos,
música… algo de tango. De hecho, el Palais de Glace, construido a fines del
siglo anterior como pista de patinaje sobre hielo, y el mítico Armenonville
de Palermo Chico, serían los lugares donde la clase alta bailaría el tango
por primera vez. A los cabarets concurrían muchas mujeres. Las artistas que
cantaban en los shows y las cigarreras y coperas, que daban conversación y
bailaban con los clientes y luego vendían su amor y sexo. Todas ellas tenían
algo en común. Todas habían apostado por una vida lejos del ideal doméstico
y barrial. Rosalí trabajó en varios cabarets. Lo hacía bien. Era buena para
bailar, ingeniosa para conversar, resistente con el alcohol y apasionada
en la cama. Trabó relación con muchos hombres poderosos, mundanos,
sofisticados… desconsiderados. Terminaron tomando de ella mucho más de
lo que le dieron. Tomaron su dignidad, y con el paso de los años, el cabaret

400
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

fue para ella el escenario de su decadencia, de la degradación moral y el


desamor, de la desaparición de la pasión y del goce.
No tuvo más alternativa que seguir bajando peldaños. La prostitución
apareció como la única opción. Afortunadamente aún era bella, tenía un
porte llamativo y un carácter difícil de domar. Zafó así de caer en las manos
de algún cafisho vividor. Madame Blanche era dura con las polacas que
trabajaban en su burdel, pero con ella siempre aflojaba la vara. De hecho,
más de una noche desaparecía del burdel para ir a bailar el tango con su
amigo “El Cachafaz”. Sí. Había estado bien allí. Se había acostumbrado a
aquella vida y sin embargo… esa madrugada extraña algo cambió.
Se miraba en el espejo y no se reconocía. De repente se veía tan aventajada
y acabada como su madre lo había estado, pero más grotesca y vulgar. Salir
del barrio no había evitado la decadencia. La había profundizado. Por primera
vez en todos esos años, recordó el hermoso perfil de su cuadra a la luz de la
luna, el aroma de los yuyos florecidos en la primavera, el noviecito de la otra
cuadra, tan inocente como enamorado… Y entonces venía a darse cuenta de
que, en realidad, el barrio era refugio, era calor maternal, era hospitalidad
y tranquilidad. Pero no podía volver. Al irse lo había traicionado. El viaje
al centro era un salto al vacío, donde quien lo emprendía indefectiblemente
traicionaba a sus orígenes. No. A Pompeya no podía volver. Pero, ¿y a otro
barrio? ¿Era muy tarde para rehacer su vida en otro lado? En Almagro, por
ejemplo. Desde que había escuchado a Carlitos Gardel, el Morocho del
Abasto, cantar en un bar de la calle Rivadavia, amaba ese lugar. ¿Podría
vivir allí algún día?... ¿Con Pedro? No se engañaba. Esa vida “decente”
nunca podría ser para una mujer como ella. El centro ya la ha pervertido y
los hombres siempre la verían como lo que era, un yiro, una ramera. Una a
la que usar o una a la que redimir, pero una ramera al fin.
Se levantó con desgano del tocador y le llevó el dinero a Madame Blanche.

“He llegado hasta tu casa,


¡Yo no sé cómo he podido!
Si me han dicho que no estás,
que ya nunca volverás,
¡Si me han dicho que te has ido!...”
“Nada”
José Dames-Horacio Sanguineti.

La casona estaba cerrada. Parecía abandonada. Las telarañas se enredaban

401
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

en las rejas, lucía despintada y la mansarda había perdido algo de su


imponencia. Contrastaba con los demás palacetes franceses que jalonaban
la exquisita Avenida Alvear. Luciano, parado frente a la antigua mansión de
los Díaz de la Vega, no estaba seguro de cómo es que había llegado hasta
allí. El día había empezado muy temprano, en verdad, mucho antes de que
éste realmente comenzara. Aquel miércoles 25 de mayo, una gran cantidad
de porteños, algunos madrugadores, otros trasnochadores, se dieron cita en
el Paseo de Julio, la calle costanera ubicada en el Bajo, frente al río. La idea
era esperar todos juntos la salida del sol. Cuando efectivamente los primeros
rayos iluminaron las aguas del Río de la Plata, se escuchó “Febo asoma…”
y no hubo garganta que no entonara la cancioncilla militar.
La comitiva luego se dirigió a la Plaza de Mayo, donde tendrían lugar los
actos oficiales. Allí, en esa misma Plaza, llamada entonces de la Victoria, y
en el vecino Cabildo se habían producido cien años atrás los acontecimientos
más importantes de la revolución que ese día se conmemoraba. Luciano
observó con emoción al Cabildo, imaginando a Belgrano, a Moreno y al
resto de los patriotas de aquella magnífica gesta. Lástima que lo que miraba
poco tenía que ver con lo que habían visto los próceres de mayo. Estaba
desbalanceado, pues con la apertura de la Avenida de Mayo había perdido
tres de sus arcos del lado norte. El trazado años más tarde de la Diagonal Sur
cercenaría los tres arcos sobrantes del otro lado, devolviéndole la simetría.
Pero los arcos no eran lo único que le faltaba a ese Cabildo versión 1910.
Había perdido también la torre central, el campanario y su blancura pintada
a la cal. Eso sí, le sobraba luz. Cientos de lamparitas eléctricas revelaban
su mutilada presencia en aquella noche de festejos. ¡Y qué festejos! El
programa era extenso. Interpretación de canciones patrias, colocación de la
piedra fundamental de un fastuoso Monumento a la Revolución en el centro
de la Plaza, que nunca llegaría a construirse, el clásico desfile cívico militar,
el más clásico tedeum en la Catedral… Luciano no se quedó. La constante
presencia de Clara en su cabeza lo ponía nervioso. ¿Qué hacer? El Ruso
finalmente le había contado lo que sabía gracias a sus visitas a la Casa del
Ángel. Quizás lo hizo porque ya no era la rica e inalcanzable heredera que
había sido, quizás porque él mismo parecía andar de lo más enamorado… lo
cierto es que ahora sabía que Clara estaba sola, sin marido, sin fortuna. ¿Qué
hacer?, se venía repitiendo una y otra vez. ¿Ir a buscarla? ¿Estaba a tiempo
de recuperarla?
Necesita paz para pensar y obviamente la abarrotada Plaza de Mayo no
era el lugar indicado. Enseguida supo adónde ir. Con los años muchas veces
había buscado refugio en el Mausoleo a los Caídos en la Revolución de 1890,

402
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

erigido en el Cementerio de la Recoleta. Iba porque allí estaban enterrados


los restos de su amigo el Vasco, muerto durante la trágica revolución por una
bala que era para él, y los de su maestro Leandro Alem. Algún día estarían
también su actual jefe político, Hipólito Yrigoyen, y otros ilustres radicales.
Envuelto en el silencio y la serenidad del lugar, intentó sopesar la situación.
La furia y el odio acumulados durante tantos años impedían que saliera
corriendo rumbo a Belgrano. No podía olvidar que fueron ellos los que lo
mantuvieron con vida los últimos veinte años, pero, ¿era así como deseaba
seguir viviendo si tenía alguna chance de hacerlo con Clara? Sin darse
cuenta siquiera reemprendió la marcha y sólo advirtió que ya no estaba en el
Cementerio cuando se vio frente a la antigua mansión de los Díaz de la Vega.
Con reverencia tocó el viejo portón de madera, mas nada, nada quedaba
de ella en aquel lugar. La amaba, pensó. Sí. La amaba como hacía veinte
años, pero había pasado mucho tiempo y no quería sufrir otra decepción. No
podría resistir otra decepción. Amargado, cabizbajo, volvió sobre sus pasos
dispuesto a remontar las barrancas donde tantos 12 de octubre se habían
celebrado las romerías del Pilar. Al llegar a la plazoleta Ramón Falcón se
detuvo. En aquel exacto lugar, el 14 de noviembre de 1909 el anarquista
ruso Simón Radowitzky le arrojó una bomba al carruaje del Coronel Falcón,
provocándole la muerte como venganza por la represión que éste, a la
sazón Jefe de la Policía, había ordenado contra militantes anarquistas en los
festejos por el Día del Trabajador de ese año. Y allí, en semejante escenario
de muerte y violencia, Luciano sintió que volvía a la vida, pues allí estaba
Clara.
Ella había ido a la Iglesia del Pilar. Aunque habitualmente asistía a la
misa de la Redonda de Belgrano, cada tanto visitaba la Iglesia de su niñez.
Esta vez, vaya a saber por qué, ¿el destino, quizás?, quiso ir hasta su vieja
casa, pero no llegó. Antes se topó con Luciano. No estaba preparada para
ello. Ninguno de los dos lo estaba. Las dudas, los sentimientos encontrados
los embargaron. La furia de él. Los miedos de ella. Sin embargo, sus ojos
se encontraron y sintieron lo mismo que habían sentido la primera vez, muy
cerca de allí, en el Cementerio de la Recoleta. Sin duda, estaban unidos por
un lazo que era más poderoso que ellos mismos. De golpe nada pareció
importante. Clara extendió la mano y Luciano la tomó presuroso. Si quedaba
alguna barrera en pie cayó con aquel contacto, leve pero milagroso, que los
envolvió en una dicha insospechada ya para ambos.
–Te extrañé… –balbuceó Clara emocionada.
–Nunca me olvidé de vos –respondió Luciano con la voz entrecortada.
Un grito los sorprendió provocando que sus manos se separaran,

403
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

devolviéndolos abruptamente a la realidad.


–¡Señor Acosta!, ¡Señor Acosta! El doctor Yrigoyen lo espera en el Gran
Hotel España –el coqueto Hotel de Avenida de Mayo se había convertido
virtualmente en la sede del radicalismo, pues don Hipólito era habitué de su
restaurante y, según decían los entendidos, le brindaba al suspicaz caudillo la
posibilidad de escabullirse por una discreta puerta trasera–. Hay novedades
de Sáenz Peña. Es importante. Debe usted venir de inmediato.
Luciano dudó por un segundo pero sabía que era un honor que Yrigoyen
lo llamara para discutir las propuestas del Presidente electo. Prácticamente
le aseguraba un lugar en el futuro gobierno que él sabía se acercaba
inexorablemente. Estaba tan cerca de cumplir con el abuelo… Miró con
contrariedad a Clara, intentando ensayar una explicación, mas ella le evitó el
bochorno. Hizo una cortés pero breve reverencia y se alejó caminando calle
abajo con el gesto crispado y los ojos en llamas. Detestaba sentirse celosa de
algo tan etéreo y, sin embargo, tan inapelablemente sublime como la patria.
Otra vez.
La mente de Luciano, mientras tanto, era un hervidero. Sabía que el turno
de la Unión Cívica Radical estaba cada vez más cerca. La fuerte irrupción de
las nuevas clases medias le aseguraba una importante base de sustentación.
A todo este sector social, que aspiraba a una mayor participación política,
el socialismo o el anarquismo lo asustaba y tenía más que claro que la
oligarquía conservadora nunca le permitiría el control de los recursos
políticos y económicos. El radicalismo se convertía así en el representante
simbólico de los cada vez más importantes e influyentes sectores medios.
Sólo hacía falta que pudiera presentarse en elecciones limpias, libres de
fraudes y corrupción. Y el que lo permitiría no era radical, ni socialista, ni
anarquista. Era un conservador. Era Roque Sáenz Peña.
Hombre valiente, simpático y elegante, gustoso del boato como cualquier
miembro de la elite. Político carismático y talentoso. No era un revolucionario
sino un reformador que actuó siempre dentro de los límites de su partido. Era,
sí, profundamente antirroquista y aquello ya le había costado la presidencia
en el año 1892. Por aquel entonces, el pacto planeado entre Roca, Pellegrini
y Mitre se vino abajo. La Unión Cívica se fracturó y el Partido Autonomista
Nacional se quedó sin candidato. Comenzó así a sonar con insistencia el
nombre de Roque, en esos tiempos un joven idealista, rodeado de un halo
romántico y caballeresco, que impulsaba una corriente dentro del partido
a la que llamaron “modernismo”. Los notables, temerosos de una alianza
entre Alem y en el joven Sáenz Peña, urdieron una de las maniobras más
insólitas de nuestra historia: ofrecerle la candidatura a su padre, Luis

404
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Sáenz Peña, un setentón ya alejado de los asuntos públicos, honesto pero


incapaz de contener la andanada de problemas que los radicales, recién
formados como agrupación autónoma, generarían sin cesar. La elección del
Vicepresidente, un roquista salteño como José Evaristo Uriburu, completaba
la magistral estrategia que seis años después puso la presidencia nuevamente
en las manos de Julio Argentino Roca. Roque, en cambio, debió esperar
dieciocho años para una nueva oportunidad. Era por tanto lógico que fuera
él quien propusiera y obtuviera la sanción de la ley de reforma electoral que
promulgaría el voto secreto, universal y obligatorio y permitiría terminar
con manejos como el sufrido por él en carne propia. Sería la “Ley Sáenz
Peña” la que finalmente conduciría en 1916 a Hipólito Yrigoyen a la primera
magistratura del país.
¿Y a él? ¿Adónde lo conduciría todo aquello? Más cerca de lo que
siempre había soñado… más cerca de hacer orgulloso a su abuelo… ¿Sí?
¿Era así o cada paso que daba en dirección al Gran Hotel España lo alejaba
de su verdadera felicidad? Clara era su amor. Clara era su vida entera. Clara
era su destino y eso no lo podía evitar aunque quisiera. Lo sabía… Era el
momento de tomar una decisión, una decisión trascendental. Tenía que
regresar. Sí. ¡Tenía que encontrarla! Se despidió a las apuradas del secretario
de Yrigoyen y volvió sobre sus pasos. Debía correr si quería alcanzarla antes
de que tomara el tranvía que iba a Belgrano. Y corrió. Corrió en dirección a la
Avenida Santa Fe. Las calles eran angostas, confirmando que la Avenida de
Mayo o la Avenida Alvear eran tan sólo excepciones. El tráfico, un infierno.
Carruajes, carros, automóviles y tranvías se trenzaban fácilmente pese a la
presencia del recién estrenado Cuerpo de Agentes de Tránsito. Las obras de
pavimentación que se realizaron con motivo del Centenario contribuían al
caos general. Y las aceras no eran mejores. Luciano corrió por las estrechas
veredas, arboladas desde que Torcuato de Alvear plantara decenas de miles de
árboles cambiándole el aspecto seco y gris que arrastraban desde la colonia.
Dejó atrás a un par de ebrios que cantaban aferrados a una botella de ginebra
barata, sorteó a vendedores de pan y de verduras, saltó sobre la olorosa
canasta del yuyero, despeinó a un lustrabotas que trabajaba cómodamente en
el zaguán de una vivienda, atrayendo en su camino la atención del vigilante
de la esquina, que lo siguió con la mirada alerta y severa…
Corrió tanto que su inseparable sombrero de fieltro gris quedó tirado por
el camino. Corrió hasta que las piernas le dolieron y una puntada pareció
apuñalar su estómago. Paró entonces intentando recuperar el aire y ubicar a
Clara. Se distrajo unos instantes con la acalorada discusión en la que estaban
enzarzados un taxista y su pasajero. El motivo era, por supuesto, la tarifa del

405
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

viaje, pues al no tener los taxis un reloj que midiera el recorrido, el costo
solía ser materia de discusiones. Entonces, por encima de la trifulca, la vio.
Rodeada momentáneamente de un grupo de canillitas que imprudentemente
corrían tomando por asalto a coches y automóviles, se subía al tranvía.
Aún estaba lejos. Cruzó a campo traviesa la avenida provocando un caos
de caballos, bocinas y juramentos. El motorman accionó la manivela y dos
motores General Electric se pusieron en funcionamiento. El tramway inició
su marcha mucho más rápido que cuando el conductor debía azuzar a los
caballos. Desde que había funcionado el primer tranvía eléctrico, en 1897,
éstos comenzaron a desplazar a los tirados por caballos, que terminaron
desapareciendo finalmente en 1909. Claro que al principio la gente los
miraba con desconfianza y hasta con pavor. Los chispazos que arrancaban
sus rieles atemorizaban al vecindario tanto como la velocidad, de veinte
kilómetros por hora, a la que circulaban. Pero, poco a poco, los usuarios
fueron acostumbrándose y advirtieron que era más rápido, suave y barato que
el sistema anterior. Además, haciendo las combinaciones adecuadas se podía
ir hasta las zonas más alejadas de la ciudad, sin contar con que favoreció la
electrificación y desarrollo de numerosos barrios. Luciano saltó como pudo
justo cuando el tranvía se ponía en movimiento. Aferrado a la puerta trasera
hizo un gesto de dolor. Un fuerte tirón recorrió su espalda. Recordó cuando se
había trepado a aquel otro tranvía sólo para hablar con Clara. Lo había hecho
tan fácil entonces… Estaba viejo. Debía dejarse de jorobar y sentar cabeza de
una buena vez. Ingresó al coche, que estaba atestado de hombres en la parte
trasera. No era uno de los Imperiales de dos pisos que circularon cuando
comenzó a funcionar el tranvía eléctrico. Esos no habían dado el resultado
esperado y ya quedaban pocos en servicio. Este era uno de los coches de
la firma inglesa Anglo-Argentina, que tenía virtualmente el monopolio del
sector. Habitualmente todos los pasajeros subían y bajaban por la puerta
trasera, pero con motivo de los festejos y del aumento de los paseantes, se
dispuso que transitoriamente las mujeres pudieran permanecer y bajar por
la puerta delantera para evitar el apretujamiento. Ellas contentísimas, pero
obligaba a Luciano a atravesar un mar de hombres para llegar hasta Clara,
cómodamente sentada al frente.
El tranvía avanzaba penosamente por calles estrechas, de edificios bajos.
El paisaje era chato, uniforme y aburrido, pero Luciano no estaba para mirar
por la ventana. Sólo veía a los hombres que debía esquivar con la cabeza
puesta en la delantera. Costó, pero finalmente llegó a destino.
–¡Clara! –gritó por sobre el gentío. Ella lloraba silenciosa, casi
imperceptiblemente, cuando lo escuchó–. ¡Clara! ¡Perdoname!

406
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

–Te esperan, Luciano, andá –respondió con voz resignada–. Yo no puedo


ofrecerte nada ya… –los miedos, los miedos que una y otra vez la rondaban.
–No me importa… eso no importa.
–No, no entendés –insistió, terca–. No puedo ofrecerte nada… ni
fortuna… ni hijos… ni nada…
–Te amo, Clara –le dijo él entonces ahuyentando con sólo dos palabras
todos sus temores y frustraciones–. Siempre te amé y siempre te voy a amar.
Lo único que quiero es tenerte conmigo. Nada es más importante que vos…
Me equivoqué veinte años atrás. No me voy a equivocar esta vez.
Llorando ahora sí copiosamente, Clara se levantó de su asiento y caminó
hacia Luciano. Él dio una larga zancada y la agarró entre los brazos. Un
instante después, sus bocas se reencontraron después de tanto tiempo. Se
reconocieron. Se gustaron igual que la primera vez. Desde el fondo del
tranvía llegó el encendido aplauso de un grupo de muchachos que venían
achispados por los festejos. En la parte delantera, en cambio, dos viejas
miraban la escena con cara de desaprobación.
–Gente grande… dando semejante espectáculo… –murmuró una de ellas
haciendo cruces y recitando padrenuestros.
Otros simplemente continuaron en lo suyo, como los burreros que
subieron tras perder toda su guita en el Hipódromo y que bajarían en “Pampa
y la vía”, sin saber luego cómo diablos harían para llegar hasta sus casas.
Luciano y Clara, por su parte, no se separaron ni un milímetro, besándose,
siempre besándose, hasta llegar a Belgrano.

“Uno busca lleno de esperanzas,


el camino que los sueños
prometieron a sus ansias…
Sabe que la lucha es cruel y es mucha,
pero lucha y se desangra
por la fe que lo empecina…”
“Uno”
Mariano Mores-Enrique Santos Discepolo.

Pedro Lázaro, el Ruso, estaba ya en la intersección de las Avenidas


Sarmiento y Alvear, ésta última llamada más tarde del Libertador. El verde
Parque Tres de Febrero se extendía a un costado. Estaban a la altura exacta en
donde en tiempos federales se levantaba la famosa quinta del tirano Rosas.
Luego de años de abandono y de maltrato la habían derribado en 1899,
erigiéndose en su lugar, por si fuera poco, una pomposa estatua de su odiado

407
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

enemigo Domingo Faustino Sarmiento. A su lado, Ernesto Bosch, futuro


Canciller de Roque Sáenz Peña, oteaba el panorama pues acababa de decidir
que era allí donde viviría con su mujer Elisa de Alvear y sus hijas. Años más
tarde, su magnífica mansión terminaría convertida en la Embajada de los
Estados Unidos. Enfrente de ellos, ya estaban dispuestos tres paquetísimos
palcos de toldos colorados. Una especie de media sombra protegía un
escritorio y un enorme cuadro con el boceto de una obra. Era el proyecto
del espectacular Monumento que España le regalaría a la Argentina. El
nombre era “Monumento a la Carta Magna y las cuatro regiones argentinas”,
pero todos ya se referían a él como el “Monumento de los Españoles”. Por
supuesto, ésta no fue la única obra que el país recibió como regalo por su
Centenario. La comunidad italiana, con Antonio Devoto a la cabeza, obsequió
el Monumento a Colón, levantado en la Plaza semicircular donde alguna vez
había estado la Aduana Taylor, de idéntica forma. Los residentes ingleses
donaron una Torre que se construyó frente a la Estación de Trenes de Retiro.
Los franceses lucharon para levantar su monumento en la flamante Plaza
Francia79, que más que una plaza era un potrero iluminado por faroles de
petróleo en donde hasta hacía poco pastaban las vacas de Saturnino Unzué,
dueño de vastas extensiones de tierras en lo que luego sería el Barrio Parque
de Palermo Chico. Ellos no fueron los únicos. Alemania, Estados Unidos,
Chile… todos engalanaron la ciudad capital con obras de arte que el gobierno
argentino fue distribuyendo sobre la privilegiada línea costera… bueno, no a
todas. Luego de un tiempo, la escandalosa “Argentina y Suiza unidas sobre
el mundo”, que mostraba a dos señoras desnudas besándose sobre un globo
terráqueo, fue trasladada a un lugar menos público, que pudiera herir menos
susceptibilidades.
Todo estaba listo. La concurrencia pronta y la doble fila de bomberos
formados para rendir honores en su puesto. Sólo faltaba que llegaran el
Presidente Figueroa Alcorta y la Infanta Isabel. Pero nadie se ilusionaba con
que la espera fuera breve. A la consabida impuntualidad presidencial debían
añadirse los extendidos festejos que la noche anterior, la del 25 de mayo,
mantuvieron a todos ocupados hasta tarde. De hecho, Pedro estuvo hasta
como las cuatro de la mañana en la fiesta de los Miró Dorrego. Mariano
Miró y Felisa Dorrego, descendiente de Manuel Dorrego, habían comprado
enfrente de Plaza Lavalle las tierras donde Santiago Wilde tuvo su Vauxhall
o Parque Argentino. Sobre todo durante la época rosista, la gente gustaba
pasear por allí entre hermosos jardines, ver obras de teatro o escuchar a
la banda musical que amenizaba el paseo. Wilde había sido un adelantado

79 Ubicada en las actuales Avenidas del Libertador y Pueyrredón.


408
y pronto se hizo evidente que la ciudad no estaba preparada para ese tipo
de paseos, donde la consigna era mirar y no tocar. ¡Si hasta las señoras de
las mejores familias arrancaban a hurtadillas plantas que sacaban luego las
sirvientas debajo de sus pañuelos y rebozos! Cuando el Vauxhall cerró, los
Miró Dorrego construyeron en el lugar un suntuoso palacio, escenario de
grandes celebraciones. La de la noche anterior incluyó una orquesta en vivo,
deliciosos bocados y el más fino champagne francés. La concurrencia llegó a
pie desde cercano el Teatro Colón, tras asistir a la función de gala. Sabía que
Rosalí hubiera deseado acompañarlo. No se lo había pedido pero, cuando
Pedro le contó sobre la obra de Verdi que iría a ver, apareció en sus ojos una
súplica silenciosa, tan clara como si hubiera sido expresada con palabras.
Mas los prejuicios se apoderaron de él. Le pareció inadecuado llevar a una
prostituta a un escenario como el Colón y a la fiesta que le seguía en uno
de los ambientes más refinados de Buenos Aires. ¡Ja! ¿Quién demonios era
él para juzgar eso? Si veinte años atrás no había estado en la propiedad de
los Miró Dorrego defendiendo el gobierno de Juárez Celman, sino enfrente,
en la Plaza Lavalle, intentando derrocarlo. Si él detestaba esos prejuicios.
Si él no era un oligarca. Si estaba a punto de morir… ¿Por qué no la había
llevado? Tendría que haberla llevado…
Los aplausos lo sacaron de sus cavilaciones. Instantes después, José
Figueroa Alcorta e Isabel de Borbón tomaron asiento tras el escritorio y se
dispusieron a firmar las actas correspondientes. Nadie lo mencionó, pero ya
desde el vamos el ambicioso proyecto venía con complicaciones. El artista
designado para hacerlo había muerto. Conscientes o ignorantes de este
inconveniente, con certeza ninguno de los firmantes de 1910 sospechaba
entonces que sería recién en 1927, diecisiete años más tarde, cuando el
famoso Monumento pudiera finalmente inaugurarse. Pasó de todo. Muertes
y más muertes, naufragios, embargos judiciales, huelgas, roturas varias y
piezas faltantes. Tantas desgracias no estaban en los cálculos de ninguno, y
menos, de los que ese día festejaban el acontecimiento.
Para Pedro Lázaro lo único importante era que el momento había llegado.
El momento de la verdad era ese. Debía servir a la causa. Contribuir a
la lucha. A la lucha anarquista contra la opresión capitalista, contra la
ostentación de ricos y poderosos, contra la decadencia de la nobleza. Esa era
la lucha que, por más cruel que fuera, se había comprometido a defender.
Quizás de manera impulsiva, más por la necesidad de no perderse en su
propio progreso económico, de no olvidar sus raíces, que por una profunda
convicción ideológica. Necesitaba saber que aún era el pueblo, que el pueblo
todavía se expresaba por su voz.
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

Metió la mano por debajo del tapado de piel y palpó el arma. Lentamente
sus dedos se cerraron en torno a ella, sintiendo su frío de muerte. Tembló.
¿Podría hacerlo? Tenía que hacerlo. Lo habían desafiado. Se habían burlado.
Lo creían incapaz. Con el gesto crispado, apretando los dientes, comenzó a
sacar la pistola. La gente aplaudía. Algunos vivaban a la Infanta, otros a la
Argentina. Uno de los policías apostados en torno al Presidente lo miraba
fijamente. Encontraba sospechoso al sujeto vestido impecablemente pero
de aspecto popular, nervioso, evidentemente nervioso, que no terminaba de
sacar la mano de su gabán.
Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo. ¡Hacelo ya, carajo!, se ordenó.
Entonces miró a la Infanta y, para desgracia de la lucha anarquista, ella lo
miró a él. Fue una fracción de segundo. La Borbón, simpática y desenvuelta,
estaba haciendo una broma y, sólo por un instante, su mirada risueña y
agradable se posó en la mirada oscura y angustiada de quien debía asesinarla.
No… No… Los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas… No puedo hacerlo…
–¡Ruso! ¡Pará! –se escuchó el grito de Luciano que llegaba corriendo
para impedir que su amigo cometiera una locura.
–No puedo, Luciano… No puedo hacerlo…
Luciano abrazó con fuerza a Pedro, que seguía inmóvil con la mano aún
aferrada al arma. La ceremonia había terminado. La Infanta y el Presidente
caminaron hasta el coche que los esperaba. Irían a dar un paseo en automóvil
por el Parque Tres de Febrero, bordeando el lago. A partir de entonces, a esa
zona se la conocería como el “Paseo de la Infanta”. La custodia partió con
ellos. Excepto uno. El policía seguía atento. El cazador olfateaba su presa.
Algo muy raro ocurría allí y él lo iba a averiguar.
–Salgamos de acá –dijo Luciano tomando a Pedro suavemente del brazo.
–Sí, vayámonos ya –respondió éste saliendo del sopor.
Todavía tenía la pistola en la mano, a medio sacar. Entonces, los nervios
le jugaron una mala pasada y, en lugar de guardarla dentro del tapado, se
equivocó de movimiento y la dejó a la vista, sólo por un segundo. El brillo
plateado del metal llegó hasta los ojos del policía, que no dudó.
Un disparo resonó en los Bosques de Palermo, alterando el vuelo de las
aves. Un coqueto tapado de piel pronto se tiñó de rojo.

“También los goces que da el dinero,


en otros tiempos los tuve yo
y en las veladas del crudo invierno
en auto propio llegué al Colón”.
“Noches de Colón”

410
Paula Marchisio Puerto de ambiciones

Raúl de los Hoyos-Roberto Cayol.

Aún le dolía el hombro. La bala entró por allí, provocando un enorme


desparramo de sangre. Era un milagro que estuviera con vida y otro no
menor que saliera airoso de una situación al menos confusa. El primero de
los milagros se lo debía a la mala puntería del policía, el segundo a su socio
Benito Villanueva, Senador de la Nación, Presidente del Jockey Club, que
había movido sus hilos para frenar cualquier tipo de investigación. Al fin y al
cabo, nadie había salido herido, bueno, excepto él, pero... quién lo mandaba
a actuar de aquella manera tan poco ortodoxa.
Aún le dolía el hombro, sí, pero más le dolía el alma. Había fracasado
completamente. Ya no podría ganarse la confianza de los dirigentes
anarquistas. Ya no podría luchar por el derecho de los pobres. Ya sólo era…
¿qué era? No estaba seguro. ¿Un oligarca avergonzado de su riqueza?, ¿un
anarquista cobarde? o, peor aún, ¿un burgués enamorado? Porque, horror de
los horrores, en aquel mes que llevaba de forzado encierro, había descubierto
que lo que más deseaba era una pacífica, tranquila y respetable vida de barrio
al lado de Rosalí.
Claro que eso no quería decir que se olvidaba de la situación de los
trabajadores, ni de las necesidades de los pobres y desprotegidos. Una idea
comenzó a tomar forma en su mente. Podría usar su dinero para armar
centros obreros, fundar periódicos que concientizaran sobre la problemática
de los más débiles, o incluso, apoyar a legisladores como el diputado
socialista Alfredo Palacios, que impulsaba en el Congreso imprescindibles
reformas laborales… ¡Sí! Por primera vez en un mes se sintió con fuerza. Por
primera vez en mucho tiempo supo exactamente lo que quería. Liquidaría
sus negocios con Villanueva, dejaría su departamento de Avenida de Mayo,
compraría una casita en el Barrio de Almagro, como siempre había soñado,
y… le propondría matrimonio a Rosalí.
Quiso ir al burdel inmediatamente. Sabía perfectamente que ella era la
indicada. Y necesitaba verla. Temía que pensase que él no volvería. Tras
ser herido, dolorido y deprimido como estaba, le envió una breve esquela
explicándole que se ausentaría un tiempo por cuestiones de trabajo. ¿Le
habría creído? Debía decirle sin demoras lo que sentía por ella.
Manejar estaba fuera de discusión, así que fue el chofer quien lo llevó
en el Cadillac hasta la calle Corrientes. Entró al prostíbulo llamándola a los
gritos.
–Rosalí no está –contestó Madame Blanche al escucharlo llegar. Sabía
que aquel hombre se llevaría a una de sus mejores chicas, pero, por una vez,

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Puerto de ambiciones Paula Marchisio

la empresaria le cedió el lugar a la mujer. Estaba feliz por Rosalí.


–¿Dónde fue?
–Creí que vos los sabrías –respondió la Madama con sorpresa–. Si unos
amigos tuyos vinieron a buscarla…
–¿Amigos? –preguntó con voz tensa. El pánico comenzó a apoderarse de
él. Había escuchado que los anarquistas estaban planeando un atentado en el
Teatro Colón para el 26, el 26 de junio, es decir… para ese mismo día.
–Sí, vinieron unos hombres que dijeron ser amigos tuyos para invitarla al
Colón… hasta le trajeron un hermoso vestido. ¡Rosalí estaba tan contenta!
¡Siempre tuvo tantas ganas de ir al Colón!
–¡No! ¡No! –gritó desesperado. Podría ser para ayudarles a desviar la
atención. Podría ser para demostrarle a él que con ellos no se jugaba. ¡Qué
importaba! Estaba en peligro–. ¡Rosalí está en peligro! Debo ir a buscarla…
Desde el mismo instante en el que entró, Rosalí se sintió subyugada
por el esplendor y el lujo que la rodeaban. Inaugurado finalmente en
1908, dieciséis años después de lo programado, el magnífico Teatro Colón
ocupaba lo que antiguamente era la Estación del Parque, frente a la Plaza
Lavalle. Ya la imponente y exquisita marquesina de hierro que la recibió
en la entrada de la calle Libertad, la sorprendió. Ni hablar del gran hall
central, la monumental escalera y el foyer que llevaba a las plateas y los
palcos. Y eso que no conoció el Salón Dorado, destinado a conciertos y
exposiciones, que deslumbraba con su ambiente principesco y la riqueza
de su decoración, repleta de detalles en oro. Pensó que con su acompañante
se dirigirían a alguno de los sectores más económicos. El Colón disponía
de siete pisos. Abajo estaba la platea y los palcos llegaban hasta el tercero.
A partir del cuarto piso se sucedían la cazuela, la tertulia, la galería alta y
finalmente el paraíso, también llamado gallinero. Obviamente, cuanto más
alto, más barato. Por eso, quedó totalmente sorprendida cuando el hombre
que la guiaba, vestido de impecable frac pero con un brillo extraño en la
mirada, enfiló confiado directo hacia la platea. Rosalí no pudo contener una
exclamación de admiración cuando entraron en la Sala principal. Dispuesta
en forma de herradura, lo que le garantizaba una de las mejores acústicas del
mundo, era absolutamente increíble. El gran escenario, los palcos dorados
y las demás ubicaciones que se iban elevando casi hasta el infinito y, por
sobre todo aquel lujo, una inmensa araña de cristal, brillando con la potencia
de sus más de setecientos focos eléctricos, que le confirmaba que había
pocos lugares como aquel. Extasiada, deslumbrada, se dejó llevar por el
extraño hombre hasta la fila 14. Distraída, escuchó con indiferencia cómo
el sujeto explicaba a los asistentes de las butacas cercanas que ella era una

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pariente lejana del señor César Ameghino y que éste la había invitado a
ver la ópera en una de sus dos ubicaciones. Dicho lo cual, colocó un bulto
debajo del asiento donde se sentaría Rosalí, diciéndole que en un rato lo
vendría a buscar, y se retiró con premura. Rosalí no se ofendió. Prefería
estar sola para verlo todo. Absorberlo todo. Porque las noches del Colón
eran noches mágicas, noches de lujos maravillosos, fasto implacable y brillo
inverosímil. El espectáculo no se desarrollaba sólo en el escenario. Estaba
también en la platea, fundamentalmente masculina, con sus fracs venidos
directamente de Picadilly y de Regent Street. Y, por sobre todo, en los
palcos. Allí, las protagonistas principales eran las niñas de sociedad. Sus
toilettes representaban sus fortunas, por lo que durante los meses que duraba
la temporada, nunca pero nunca repetían un mismo vestido. En primera fila,
pues sus madres se ubicaban más atrás, atraían la atención con sus lindas
caritas adolescentes, disputándose el favor de jóvenes y no tanto. Rosalí,
vieja conocedora de las miserias humanas, detectó con rapidez una sorda
pero implacable lucha entre las bellezas criollas, tradicionales, majestuosas
y recatadas y las bellezas exóticas y enloquecedoras de las hijas de los
inmigrantes recién enriquecidos, las intrusas, que poseían la riqueza, sí, pero
no las maneras ni el buen gusto de quien ha disfrutado por siglos de una
posición encumbrada.
Pero hasta la guerra de los palcos hubo de llegar a una tregua en cuanto
las luces se apagaron y los músicos, ya ubicados en el gran foso, comenzaron
a tocar. Sonaba la ópera Manón. Un teatro repleto escuchó con atención a
músicos y cantantes. Rosalí, pese a que la ópera no era lo suyo, no pudo
evitar fantasear con haber sido la extraordinaria cantante Rossina Storchio
aquella noche. Y al cabo de un largo rato, entre música y sueños, llegó el
entretiempo. ¡Qué maravilla! ¡Qué increíble regalo le había hecho Pedro!
Porque estaba segura de que aquello era obra de él. ¡Qué tonta! ¡Y ella que
había pensado que se avergonzaba de su relación con una prostituta! ¡Que
le había dejado aquella patética excusa para no verla más! Ahora sabía que
no. Sabía, además, que era el indicado. Recién se conocían pero ambos
habían vivido demasiado como para no darse cuenta. No necesitaban más.
¿Vendría? Quería que fuera. Miró nerviosa hacia todos lados. Y, entonces,
justamente... ¿ese no era él? ¿Aquel que corría entre las plateas, buscándola
como un enloquecido?
–¡Pedro! ¡Pedro! ¡Estoy acá! –gritó ella emocionada.
Pedro levantó la vista y la vio. Por unos instantes no pudo ni hablar.
Estaba magnífica con ese vestido. Tan hermosa. Tan suya. Tan en peligro.
Le hizo señas desesperadas para que saliera de allí. Ya había mandado a su
Puerto de ambiciones Paula Marchisio

chofer a avisar a la policía, pero no sabía si estaban aún a tiempo de impedir


la catástrofe. Rosalí no entendía lo que intentaba decirle, estaba lejos y la
gente retornaba a sus ubicaciones, por lo que se incorporó del asiento y
caminó hacia él. Amaba a ese hombre.
El telón comenzó a levantarse. Empezaba el segundo acto. Fue en ese
momento cuando un estampido seco, formidable, sacudió el teatro. La
butaca donde hasta unos segundos atrás había estado sentada Rosalí voló
por los aires, envolviendo a la platea en una densa nube de polvo. La histeria
y el terror se apoderaron de los asistentes. Sus gritos y alaridos invadieron
todos los recovecos, amplificados por la magnífica acústica del recinto.
La gente comenzó a huir desesperada, chocando con el personal del teatro
que intentaba socorrer a los heridos. Contra marea, Pedro avanzaba hacia
el interior de la sala cuando todos lo hacían hacia la salida. En su camino
atravesó crisis de llanto, desmayos, heridos, charcos de sangre, escombros
y butacas retorcidas. La policía ya había llegado e intentaba controlar la
situación. Todos parecían creer que la bomba había sido arrojada desde los
pisos superiores, por lo que sus ocupantes fueron detenidos. Prevaleció,
como siempre, el prejuicio. Era imposible que la amenaza hubiera estado
en la platea misma. Tenía que venir de las ubicaciones más baratas. Los
palcos y plateas del Colón eran un coto privado donde no podían ingresar
los enemigos de la sociedad.
Mas el enemigo sí había estado allí, en sus mismas narices. Pedro sabía
muy bien de lo que eran capaces. Lo estaba experimentando en carne propia.
–¡Rosalí! ¡Mi amor! –finalmente consiguió llegar hasta ella y la acunó
entre sus brazos. Estaba lastimada. Tenía profundas heridas en la espalda y
su espectacular vestido estaba roto y ensangrentado–. ¡Rosalí!
–Rosa… me llamo Rosa –al sentir el contacto de Pedro, la muchacha
abrió los ojos y balbuceó su nombre. No quería ser Rosalí nunca más.
–Rosa… –por unos instantes no pudo hablar. Sabía que ella le estaba
revelando su ser más íntimo y privado. Cuando por fin se recuperó, continuó–.
No te preocupes, mi amor. Enseguida nos sacarán de acá. Te vas a curar, vas
a ver… y después… después nos vamos a casar, ¿me oíste? Quiero que seas
mi esposa.
–Me gustaría… ¡oh, Pedro, cómo me gustaría! –susurró emocionada, mas
se detuvo al tiempo que un gesto de dolor transfiguraba su rostro–, pero no
creo que podamos…
–Por supuesto que sí.
–Nuestras vidas son un tango, ¿no? Vos lo dijiste… Y los tangos son
tristes, siempre terminan mal…

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–No… No… Este no, porque este no es un tango cualquiera. El nuestro es
un Tango del Centenario, un tango feliz y optimista, uno que cree que todo
es posible y por eso mismo se hace realidad. Vas a ver. Todo estará bien.
Pronto vamos a elegir una linda casa para los dos, con un jardín grande,
lleno de árboles y flores, y un amplio zaguán donde refrescarnos las noches
de verano. La buscaremos en Almagro, ¿qué te parece? Así, podremos salir
a caminar por la plaza, por las tranquilas callecitas del barrio… o ir a tomar
el té a la Confitería Las Violetas… y, ah claro, iremos a escuchar a un tal
Carlitos Gardel… me dijeron que canta muy bien…
Allí se quedaron hasta que pudieron llevarlos al foyer, donde las
ambulancias de la Asistencia Pública atendían a los heridos. Se quedaron
haciendo planes, hablando de amor, entre una nube de escombros y de
horror. Algo invisible parecía protegerlos, aislarlos del infierno. El amor, la
confianza, el optimismo… quién sabe, quizás, tan sólo quizás, fuera la magia
de aquel Centenario que, aunque sea por unos meses, hizo pensar a todos,
aun a los más escépticos, que en la Argentina los milagros sí eran posibles.

Índice
Parte I
CRIOLLOS Y MESTIZOS

UNA PÁGINA EN BLANCO (1536)........................................................... 9


EL CRONISTA (1580)................................................................................ 23

Parte II
CONTRABANDISTAS Y POBLADORES
ORO NEGRO (1615).................................................................................. 35
LA RECETA (1778).................................................................................... 51
AVENTURAS DE AMOR Y MUERTE
EN EL IMPERIO INGLÉS (1806) ............................................................ 75

Parte III
SAAVEDRISTAS Y MORENISTAS
EL EXTRAÑO CASO
DEL BOTÓN DE NÁCAR (1810) .......................................................... 103
CUENTA REGRESIVA (1820-1810) ...................................................... 158

Parte IV
UNITARIOS Y FEDERALES

MEMORIAS DE LLANTO Y CARNAVAL (1827)................................ 217


COLOQUIOS DE PRISIÓN (1850)......................................................... 253

Parte V
CONSERVADORES Y RADICALES
PECADOS CAPITALES (1890).............................................................. 299
EL TANGO DEL CENTENARIO (1910)................................................ 362
EPÍLOGO (1912)...................................................................................... 417
Este libro se terminó de publicar
el 04 de agosto de 2016
Capital Federal
Argentina

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