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PAULA I. MARCHISIO
TAHIEL ediciones
Marchisio, Paula I.
Puerto de ambiciones : historias de la Ciudad de Buenos Aires / Paula I.
Marchisio. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tahiel ediciones,
2016.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-758-002-0
1. Novelas Históricas. I. Título.
CDD A863
Impreso en Argentina
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mediante cualquier sistema electrónico o mecánico sin la debida autorización de la
autora o de la editorial. Todos los derechos reservados.
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Parte I
CRIOLLOS Y MESTIZOS
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L
a ceremonia ha comenzado. Cierro mis ojos e inspiro profundamente.
Siento en mi rostro el aire húmedo del río y abro la boca para que
entre en mí. Soy el río. Escucho el canto suave y monótono de mis
súbditos, que se balancean todos a la vez, como movidos por algo que está
más allá de lo real. Soy un dios. Levanto entonces mis brazos. Resuenan,
como campanas, los adornos que llevo puesto. Estoy cubierto de plata.
Plata de la famosa y legendaria Sierra de la Plata. Soy un conquistador.
Soy un Rey... y este es mi río.
¿El río de Solís? ¡No! El Río de la Plata.
–¡Soy Rodrigo Díaz! –grito entonces con los brazos extendidos– ¡Soy el
Rey del Río de la Plata!
Juan de Osorio leía, para júbilo de los niños y jóvenes presentes, algunos
pasajes del “Amadís de Gaula”. Todos adoraban los romances de caballería.
Aventuras, tesoros, amores y tierras lejanas despertaban deseos y ambiciones.
Todos escuchaban atentamente, pero uno lo hacía aún más. El enfermizo hijo
de un noble y empobrecido hidalgo de provincia, de pelo negro enrulado,
revuelto, y unos ojos más negros aún, escuchaba el relato con religiosidad,
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Me han contado que se trajo de Roma el mal de las Galias... la sífilis, ¿no es
así? –insistió.
–Su enfermedad no le impedirá comandar la expedición –respondió Osorio
cortante, ya francamente molesto–. Quien quiera de vosotros participar...
Varios se mostraron interesados. Sin embargo, el primero en enlistarse fue
un muchachito, poco más que un niño, de grandes ojos negros. Iría a hacer
realidad todas las fantasías que poblaban su perturbada cabeza. Su familia,
avergonzada de la locura que lo tenía atrapado desde hacía ya tiempo, no
impediría el viaje.
–Y vos, ¿cómo os llamáis?
–Rodrigo Díaz, señor.
–Preparaos, Rodrigo, porque en breve partiremos.
En breve fue un año después porque, en realidad, la salud del Adelantado
era muy precaria, al punto que parecía que no iba a estar en condiciones
de partir. Cuando las impaciencias de los inscriptos y del mismo Monarca
estaban por derivar ya en un cambio de mando, el 24 de agosto de 1535
partió de San Lúcar de Barrameda, Sevilla, la expedición conquistadora más
espléndida que jamás se hubiera visto. Una impresionante comitiva formada,
al decir de muchos, por catorce navíos, mil doscientos hombres, quince
mujeres, cien caballos, además de cerdos, aves de corral, herramientas,
implementos y demás provisiones. Al mando iba el poderoso don Pedro
de Mendoza. Con él, su hermano don Diego y su sobrino Gonzalo, los
capitanes Juan de Osorio y Juan de Ayolas. También fueron de la partida
Domingo Martínez de Irala, Juan de Salazar, Pedro Luján, Francisco Ruiz
Galán y tantos otros. Soñadores, aventureros, delincuentes, ricos y pobres,
tan distintos y tan iguales a la vez. Muchos valientes, muchos impulsivos,
en general, ignorantes de los peligros por venir, algunos engañados, otros
obligados, pero todos ambiciosos. Tanto, que se animaron a desafiar las
temibles aguas del Océano Atlántico.
Ese mar, tan inabarcable como el infinito y tan poderoso como un dios
del Olimpo, era el camino que los llevaría del pasado al futuro, de un mundo
viejo y gastado a otro nuevo y por descubrir. Era el nexo que los unía, pero
atravesarlo implicaba la posibilidad de perderlo todo, incluso, la vida.
Al cruzar el Ecuador la flota quedó varada, petrificada, como si estuviera
amarrada a un inmenso desierto de agua. No soplaba ni una gota de viento, el
sol castigaba con fuerza y el silencio se había apoderado de todos. La terrible
sensación de que nada ocurría, de que nada iría a ocurrir jamás, afectaba aún
al más valiente. Sin ver tierra, parecía que las convicciones, las creencias,
aun el más elemental sentido común, no tenían donde afirmarse, como si les
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faltase tierra en la que enraizar. Sin viento para avanzar, los minutos pasaban
cual horas y los enfrentaba al abismo de estar consigo mismos.
Sin embargo, al llegar finalmente a las costas del Brasil, la situación
cambió drásticamente. Una terrible tormenta se abatió sobre ellos. El viento
bramaba cual león enfurecido, levantando olas hasta el firmamento. Las
embarcaciones eran meros juguetes de ese mar embravecido y colérico.
Sin ninguna posibilidad de controlarlas, las naves quedaron a la deriva,
elevándose por momentos hacia el infinito sólo para caer segundos después
al más negro y profundo de los infiernos. Los relámpagos ensordecían
con su rugido y cegaban con su luz. La lluvia era tan fuerte que ya no se
distinguía el cielo del mar. Los barcos crujían como si fueran a quebrarse
en mil pedazos. Verdaderas montañas de agua se desplomaban sobre los
conquistadores, llenándoles los pulmones con su agua salobre, golpeándolos
contra los aparejos del barco, zamarreándolos a unos contra otros...
Se escucharon juramentos y maldiciones, plegarias y promesas. Se vieron
caras rojas por el esfuerzo y pálidas por el agotamiento; también lágrimas
en muchos ojos. Los ojos grandes y soñadores de Rodrigo, en cambio,
continuaron mirando hacia adentro, fijos en su destino. Y su destino era
seguir hacia el sur. Sin embargo, la flota se había dividido por la tormenta y
don Pedro había quedado nuevamente postrado por la enfermedad. Por ello,
decidieron anclar en la bahía de Guanabara1.
La comitiva que allí se detuvo parecía un caldero a punto de hervir. Los
ingredientes ya estaban en el agua de cocción. Un viaje largo y penoso en
pequeñas cáscaras de nuez donde hombres duros, feroces, sucios y mal
alimentados chocaban entre sí, una y otra vez. Un comandante postrado,
enfermo de muerte, que no podía tomar decisiones y menos aún mantener el
orden en medio del caos. Y finalmente, sus capitanes, ambos de nombre Juan,
en una peligrosa competencia por ver quién era el favorito del Adelantado y,
por ende, el que recibiría los mayores beneficios. Parecía evidente que Juan
de Ayolas, Mayordomo de Mendoza, era el preferido. Sin embargo, Osorio…
el guapo Osorio, el simpático Osorio, el admirado Osorio... La envidia y
los celos nacieron y fueron creciendo en ese viaje de mil demonios. Ayolas
temía por su prestigio y su situación. Se sabía inferior… y tenía ambiciones
muy grandes. Para cuando llegaron a la bahía de Guanabara la suerte de
Osorio ya estaba echada.
Ayolas contó a un desfalleciente y vacilante Pedro de Mendoza todas las
palabras que el traidor Juan de Osorio había dicho en su presencia. Mendoza,
sintiéndose morir, pero sabiendo que tenía que mostrar mano dura y aptitud
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de nadie.
La desesperación llevaba a cualquier cosa. Un día, Antonio y dos españoles
más robaron un caballo y se lo comieron a escondidas. Algún receloso por
no haber sido invitado al festín denunció el atracón a las autoridades. Fueron
inmediatamente aprendidos, torturados y condenados a la horca. Ruiz Galán
hizo ejecutar la sentencia. Esa noche, unas figuras escurridizas se acercaron
al patíbulo y se llevaron los muslos de los desdichados. Esa noche, algunos
comerían.
Y así, los que caían comenzaron a transformarse en el alimento de los que
todavía se mantenían en pie. Ya no se podía ir más abajo. Ya no era posible
concebir un horror, una tragedia mayor, que la vivida por aquel puñado
de desgraciados, supuestos conquistadores, abandonados a su suerte en el
misérrimo Fuerte del Buen Ayre.
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regresar…
Se hizo un silencio. Gonzalo pensaba en el botín que intentaría conseguir
sin importar nada ni nadie. Francisco pensaba en la muerte, quizás la única
que podría librarlo de aquel tormento que sufría por sentir tanta necesidad de
algo que no tendría. Entonces, Bartolomé, añorando su tierra natal, se dirigió
al cuarto hombre que estaba allí con ellos, silencioso, ocupado en beber vino
con suma dedicación.
–Padre, por favor, absuélvanos. Que Dios nos perdone por nuestra codicia
y deje de castigarnos así.
El cura, totalmente borracho, hizo la señal de la cruz con movimientos
trémulos.
–Yo os absuelvo, hijo mío, pero la codicia es un pecado del que difícilmente
se libre alguno de nosotros…–dijo. Y terminó su copa.
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EL CRONISTA
(1580)
Mucho he cavilado sobre si debía, o no, escribir este relato. Tan pronto
tomaba mi pluma, convencido de estar cumpliendo con un deber ineludible,
la dejaba caer, derrotado por el peso de una angustiosa duda. Pero
perdonadme, distinguido lector, pues seguramente no entendéis el porqué
de tanta vacilación. Si me permitís, os lo explicaré. Y para ello comenzaré
desde el principio.
Soy Alonso Rodríguez y Rodríguez, Escribano del Real y Supremo
Consejo de Indias que, como seguro sabréis, es el órgano más importante
de la administración de las Américas, aquellas lejanas tierras de nuestro
magnánimo monarca, su Majestad, don Felipe II. Actas, ordenanzas y reales
cédulas pasan a diario por mi pluma. Documentación, correspondencia e
información, de aquí y de allá, pasan con la misma asiduidad por mis manos.
Y entonces –me he preguntado cientos de veces–, ¿por qué no puedo yo
escribir sobre la América? Pues porque, desgraciadamente, no es mi función.
Y porque, peor aún, es función de otro.
Existe dentro del benemérito Consejo al que con orgullo pertenezco, el
puesto de Cronista Mayor de Indias. Éste tiene a su cargo, como rápidamente
habréis imaginado, relatar los acontecimientos americanos para mayor
gloria de nuestro Rey y de la Santa Iglesia Católica. Entonces, me diréis
con toda razón, la cuestión está zanjada. Ya hay quien se ocupe de tal tarea.
Sin embargo, el actual Cronista es… buen narrador, sí, lo debo conceder,
pero poco apegado a la realidad. Afecto a los grandes relatos de fantásticas
epopeyas y aprovechándose de la credulidad de quien las lee, y no os estoy
incluyendo entre ellos ¡válgame Dios!, sus crónicas no son más que meras
ilusiones de verdad.
He allí, entonces, la cuestión. Mucho pensé. Mucho dudé. Pero si estáis
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leyendo este relato sabéis cuál ha sido mi resolución. ¡Oh, Dios mío, dad
aliento a mi mano para poder escribir con estricta veracidad, sin pasiones
ni intereses, sin miedos ni rencores, cuanto ha llegado a mí! Porque,
precisamente, eso es lo que me propongo. No quiero engañaros sobre lo que
aquí leeréis. No habrá fantasías. No habrá fábulas ni leyendas. No encontraréis
hazañas revistadas en oro y plata. Es por eso que he decidido apartarme de las
ricas conquistas sobre incas o aztecas, para relatar la fundación de una pobre
ciudad que no ha merecido ni una sola línea por parte de nuestro Cronista.
Y todo, todo cuanto aquí hallaréis está rigurosamente documentado. Y si no,
pues querido lector, que la maldición me persiga y caiga sobre mí. Doy fe.
Sé que es una obviedad deciros que no hay fundación sin fundador, pero
no por ello deja de ser verdad. Debo hablaros, entonces, del hombre que
hizo posible la segunda fundación de Buenos Ayres, del capitán y teniente
de Gobernador Juan de Garay. No os preocupéis, no os aburriré con un
pormenorizado relato de su vida. Basta decir que era español, vizcaíno para
más datos, y nacido de buena familia. Huérfano desde muy pequeño, tanto
que nada supo de sus padres, fue acogido en la casa de su tío don Pedro
Ortíz de Zárate, a quien acompañó a Lima cuando contaba con trece años.
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de garrote que le partió la cabeza en dos como si de fruta madura se tratase.
A la mañana siguiente, Pedro Acosta se había quedado sin padre (claro está
el porqué) y sin madre (ejecutada sin dilación para castigo y advertencia).
Afortunadamente para él, Mencía de Calderón de Sanabria, la Adelantada, lo
llevó a su casa.
Doña Mencía era personaje conocido y respetado en Asunción. Era quien
había restaurado el decoro y la moralidad en la disoluta ciudad paraguaya.
¿Cómo? Todo comenzó cuando su marido, don Juan de Sanabria, fue
designado como tercer Adelantado del Río de la Plata. Pero el Adelantado
murió antes de poder viajar a sus dominios y su aguerrida y formidable mujer
no se hundió en mares de lágrimas sino que pidió autorización para continuar
con la expedición. Su propuesta fue llevar jóvenes casaderas de buena
familia para acabar con la escandalosa poligamia asunceña. Y así fue como
la extraordinaria Mencía viajó por océanos y selvas, con mil y un peligros,
llevando consigo cincuenta muchachas que no bien llegaron a Asunción se
casaron y fueron la semilla de numerosas familias importantes para la historia
del Río de la Plata. Su propio nieto, el criollo Hernando Arias de Saavedra,
más conocido como Hernandarias, estaba llamado a cumplir un importante
papel en la ciudad que Garay, su futuro suegro, fundaría en breve.
Y así fue como Asunción dejó de producir semejante cantidad mestizos para
dar a luz, en cambio, a un número creciente de criollos, es decir, americanos
nacidos de padre y madre españoles. En un comienzo, no hubo diferencia
alguna en el trato entre blancos, ya sean españoles o criollos, y mestizos.
La precaria situación de las poblaciones americanas hacía que todos los que
convivían en una misma casa recibieran el mismo trato que los hijos de la
familia, sin diferencias de color ni legitimidad de estado. Incluso, los mestizos
podían casarse con criollos o españoles. De hecho, el Adelantado Torre de
Vera y Aragón, debió su título (bastante inútil por cierto) a su casamiento con
Juana, única hija y heredera del anterior Adelantado, don Juan Ortíz de Zárate,
quien además de rica era mestiza y muy buen partido. Con el correr del tiempo
y la conformación de las familias criollas “tradicionales”, las diferencias
empezaron a aparecer y a agrandarse cada vez más.
Fueron, entonces, españoles, criollos y mestizos los que acompañaron a
Garay en su arriesgada empresa. Todos con sus historias personales, todos
con sus anhelos y ambiciones, sus miedos y sus dudas… y nada de eso surge
de los documentos que llegaron a mi poder. Los papeles, fríos, faltos de vida,
relatan sólo hechos, no sentimientos, no sensaciones y, cuando lo hacen, éstas
son generalmente producto de los celos, la envidia o la rivalidad. Y yo quiera
saber… quisiera reflejar… ¡No! ¡Oh, Dios mío! ¡Dadme fuerzas! No permitáis
que me aparte de mi misión. Debo relatar lo que ocurrió ¡y eso haré!
De Cuándo y Cómo se llevó a cabo la fundación de la ciudad de
la Santísima Trinidad (luego Santa María de los Buenos Ayres) y
de los peligros que debieron sortear.
Todo comenzó con el pregón. Corría el mes de diciembre del año 1579 y
Juan de Garay citó al pueblo de Asunción a la Plaza de Armas de la ciudad.
Imaginaros al valeroso vizcaíno, maduro pero fuerte a sus cuarenta y nueve
años de edad, vestido de gala a pesar del intenso calor estival, con su coraza
y su yelmo emplumado, las calzas abullonadas y los guantes de ante blancos.
Una gota de sudor le cruzaba el rostro desapareciendo luego bajo la barba
rizada. Con voz segura, se dirigió a los vecinos allí reunidos:
–¡Asunceños! ¡La hora ha llegado de abrir “puertas a la tierra”! Lo que
hasta ayer pareció un sueño imposible, hoy se hará realidad...
Sí, sí, ya puedo escuchar vuestra queja. Es verdad. No sé si esas fueron
sus exactas palabras, ni si estaba así vestido, ni si había gotas de sudor en su
rostro, pero, queridos amigos, no exageréis en vuestro celo. Todo cuanto ha
sido relatado es altamente probable. De todas formas, quedaos tranquilos. Sé
con exactitud lo ocurrido ese día. Garay explicó dónde se ubicaría la nueva
población y cómo se haría el reparto de los solares y las tierras. También que
cada uno de los interesados, sean españoles, criollos o mestizos, debían ir a
su costa y riesgo, es decir, que todos debían llevar sus armas, ropas, ganados
y vituallas.
El mestizo Pedro Acosta se sobresaltó al escuchar eso. Soñaba con ser dueño
de su propia tierra. No era que se quejara. Doña Mencía lo había tomado bajo
su cuidado y había vivido con su familia durante más de veinte años. Le estaba
profundamente agradecido, pero sentía que ya era tiempo de tener lo suyo
y ésta era su oportunidad. Afortunadamente, Garay no impuso condiciones
demasiado pesadas y podría cumplir con su cuota. Por eso, él fue uno de los
primeros en comparecer ante mi colega, el Escribano Pedro de Xérez, quien
en una hoja de palma iba anotando a todos los interesados.
Gracias al pregón, el Teniente de Gobernador reunió a poco más de sesenta
participantes, según algunas fuentes no todos realmente “voluntarios”.
Pensad que la decisión implicaba generalmente tener que vender todos los
bienes para luego embarcarse en una riesgosa aventura de final imprevisible,
la de hacer nacer una ciudad de la nada. Eran todos ellos, de alguna manera,
los “fundadores”. Y Buenos Ayres tuvo casi setenta “fundadores”... y una
“fundadora”. Garay había decidido que no viajarían mujeres en la expedición,
por los peligros del viaje y los retrasos que partos y demás circunstancias
femeninas solían acarrear. Pero la mestiza Ana Díaz no era, al igual que él, de
darse por vencida y finalmente obtuvo la autorización para convertirse en la
única mujer que participó de la fundación de Buenos Ayres.
En enero de 1580 comenzó la aventura. Debía arrearse el ganado vacuno
y caballar, fuente de alimento y de comercio de la futura ciudad, desde
Asunción hasta Buenos Ayres. Eran, ni más ni menos, quinientos tres vacunos
entre vacas y toros y cuatrocientos quince caballos. Al frente del arreo Garay
designó al sobrino del Adelantado, don Alonso de Vera y Aragón, apodado
“Cara de Perro” por su extrema fealdad. Con él irían los reseros, dentro de
los cuales estaba Pedro Acosta. Fuerte como su padre español y ágil como
su madre india, estaba acostumbrado al duro trabajo con los animales. De
naturaleza solitaria, desde niño había aprendido a interpretar los sonidos y
las señales de la naturaleza, lo que lo convertía en un miembro muy útil de
la expedición. No era para menos. Debían llevar todo el ganado a través de
tupidas selvas y caudalosos ríos, evitando pastos venenosos, asentamientos
indígenas y quién sabe cuántos otros peligros.
Con ellos iría el joven e impetuoso Hernandarias. Como era menor de edad,
no podía figurar como “poblador” y recibir tierras, pero su espíritu inquieto no
le permitía perderse la aventura. El muchacho era entusiasta, excelente jinete
y mejor líder y la arriesgada empresa no podía prescindir de semejante ayuda.
Doña Mencía, ya viejita pero con su temple intacto, le pidió a Pedro Acosta
que velara por su nieto. El mestizo simplemente asintió, bajando la cabeza.
Cuando sus ojos verdes se encontraron con los de la “Adelantada”, ella supo,
con absoluta certeza, que Pedro cuidaría de su muchacho hasta el día de su
muerte.
Y así, un día de enero, bajo un sol calcinante y envueltos en una densa nube
de polvo, “Cara de Perro” y sus reseros partieron con el ganado. Recién para
marzo de aquel 1580 Juan de Garay dirigiría la flota que, atravesando los ríos
Paraguay y Paraná, llegó al Río de la Plata el 29 de mayo de ese año, día de
la Santísima Trinidad. Con él viajaba el resto de los hombres que poblarían la
ciudad y la “fundadora” Ana Díaz.
Para ese entonces el arreo aún no había llegado. ¿Llegaría?, se preguntaban
todos con angustia. Pero en aquel lugar y en aquel momento no había tiempo
para aflicciones. Muchas cosas debían hacerse. Primero, elegir el sitio donde
se establecería la nueva población, uno que fuera diferente del que tuvo la
“maldita” Buenos Ayres de Pedro de Mendoza, en especial, más alto y saludable.
Luego, desmalezar el terreno y hacer las mediciones a fin de ir dando forma
a la ciudad. Ésta tendría unas quince cuadras de largo por nueve de ancho. Su
centro neurálgico sería la plaza, alrededor de la cual se establecerían el fuerte,
el cabildo, la iglesia y los solares más importantes, incluido el del fundador,
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que él nunca llegó a edificar y se mantuvo baldío por mucho tiempo, llamado,
según tengo entendido, como “Hueco de las Ánimas”4. De a poco, se fueron
levantando los ranchos de adobe y paja que conformarían el sencillo poblado.
Seis meses después de su partida, por fin, el ganado llegó a Buenos Ayres.
Los reseros, entre los cuales venía Hernandarias seguido de cerca por Pedro
Acosta, entraron en la incipiente ciudad llevando consigo su preciada carga,
maltrecha pero mayormente viva. Ellos estaban absolutamente extenuados,
roñosos, doloridos... felices. ¡La tarea había sido cumplida!
Y ahora que todos ya estaban allí, Garay finalmente pudo fundar su ciudad.
¡Que ésta sí perdure! –deseaba con fervor su fundador. El 11 de junio de
1580 ni el frío del invierno impidió que diez españoles, cincuenta y cuatro
americanos (entre criollos y mestizos) y una mujer, se reunieran en la flamante
plaza de la ciudad. Allí, Juan de Garay, nuevamente vestido con sus ropas de
gala, caminó en derredor del árbol de la justicia que había mandado plantar,
desenvainó su espada, cortó hierbas, recorrió el amplio solar y en nombre de
España, del Rey y del Adelantado, tomó posesión de la tierra. Luego exclamó:
–¡Si hay alguno que me contradiga, que aparezca!
Los que irían a contradecirlo serían los indios, pero ellos no aparecieron
entonces sino varios meses después. De todas formas, serían derrotados y
masacrados en lo que a partir de allí se llamaría el valle de “La Matanza”.
Una vez que hubo tomado posesión de la tierra, Garay dio lectura al Acta de
Fundación, que hoy obra en mi poder y dice así: “En nombre de la Santísima
Trinidad, padre e hijo y espíritu santo, tres personas y un solo Dios verdadero...”
¿Me perdonáis si os confieso que la larguísima Acta de Fundación me parece
terriblemente aburrida? Me fallan las fuerzas para transcribirla entera, temo
quedar dormido en el intento. Mejor os cuento que funda la ciudad de la
Santísima Trinidad en el Puerto de Santa María de los Buenos Ayres y designa
a las autoridades del primer cabildo, que la gobernarán. Posteriormente,
repartió las tierras. Cada poblador tenía derecho a un “solar” equivalente a un
cuarto de manzana dentro de la planta urbana, a una “chacra” en las afueras
de la ciudad, las que se extendían desde el Riachuelo hasta el paraje de San
Fernando, destinadas al cultivo de verduras y cereales, y a una “estancia” en
tierras más alejadas. Asimismo, se reservaron tierras comunes en los límites
de la ciudad para el pastoreo del ganado de servicio y la extracción de la leña.
Pedro Acosta miró, desde sus tierras, aquella pampa infinita. Nunca había
sido un soñador, pero ese día soñó con campos sembrados de trigo español y
maíz americano, un mestizaje tan especial como el suyo propio. Soñó con vacas
pastando tranquilas, a lo lejos. Soñó con una familia que lo acompañara. No
le tenía miedo al trabajo. Algo había cambiado en todos. Donde los primeros
conquistadores sólo veían “nada”, éstos veían campos de cultivo y pastoreo.
Mientras aquellos sólo estaban de paso buscando su camino hacia la Sierra
de la Plata o la ciudad de los Césares, éstos llegaron para quedarse y hacer de
aquella tierra su hogar…. Y entonces el deseo de Garay se hizo realidad.
Pero... ¿labrar la tierra?, ¡¿criar ganado?! ... ¡qué miseria!, ¡qué indignidad!
No... ¡NO! Olvidad cuando os he relatado en los últimos párrafos y retroceded
a aquel 11 de junio de 1580. Ese día, Juan de Garay desenvainó su espada y la
clavó en el suelo. Segundos después, un potente rugido ensordeció a todos los
presentes al tiempo que la tierra se abrió y de ella comenzaron a brotar kilos
y kilos de oro. Sorpresa. Gritos. Lágrimas de felicidad. Con el precioso metal
se construyó la ciudad. Ciudad dorada, ciudad divina, ciudad digna de Reyes.
Pronto, su esplendor fue tal que opacó al resto de las ciudades españolas de
América y aun de la mismísima península. Se convirtió entonces en la capital
de España y, desde allí, nuestro monarca, su Majestad don Felipe II, gobierna
a todo el imperio español.
Yo también me iré para allá. Me han prometido una linda morada revestida
en oro, un divertido trabajo de cronista, donde podré relatar las más increíbles
aventuras, y la compañía cálida y complaciente de.... ¡cinco indiecitas!
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Parte II
CONTRABANDISTAS Y
POBLADORES
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ORO NEGRO
(1615)
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Pedro Acosta había venido con Juan de Garay y, como todo poblador,
había recibido tierras por ello. Eso lo colocaba en una posición de privilegio.
En estas lejanas e inhóspitas tierras a las que, salvo contadas excepciones,
no habían partido grandes nobles, sino más bien hijos segundones, pequeños
hidalgos o directamente gente sin alcurnia, la aristocracia la conformaban
aquellos que en la conquista habían obtenido tierras e indios, aunque muchas
veces fuesen ellos mismos los que debiesen labrar la tierra. Y en esos
tiempos de necesidades y peligros no importaba si eran españoles, criollos
o mestizos. Pedro era mestizo, pero también lo era el hijo mayor de Garay y
tantos otros que recibieron su parte en la fundación. Pedro se convirtió, por
lo tanto, en vecino de la ciudad. En sus tierras había planeado sembrar trigo
y maíz y criar ganado, con los que podrían alimentarse él y su familia y a su
vez obtener harina y sebo para el comercio. También había planeado criar
una familia numerosa que lo ayudara en las tareas del campo. Pero, pobre
Pedro, todo le salió al revés.
El primer sueño en desmoronarse fue el de la familia numerosa. Su mujer,
una mestiza a la que había conocido en Buenos Aires poco tiempo después
de arribar a la ciudad, murió al dar a luz a su primer hijo, al que puso el
nombre de Diego por expreso deseo de su difunta esposa.
El segundo de sus planes se vino abajo sólo un poco más adelante. Buenos
Aires, desde su segunda fundación, formaba parte de la Provincia del Río
de la Plata (que hasta 1618 incluyó también al Paraguay) y ésta a su vez
integraba el extensísimo Virreinato del Perú. Esto no podía significar nada
bueno. El Virrey estaba terriblemente lejos, más aún teniendo en cuenta el
estado de los caminos y los peligros que implicaba el viaje, la nueva ciudad
era pobre en riquezas minerales y en indios y, para peor, estaba obligada a
comerciar sólo con Lima, pues su puerto se encontraba cerrado. Las cosas,
hasta las más básicas y necesarias, faltaban y cuando llegaban tras penosa
travesía desde la capital del Virreinato, costaban tan caras que era imposible
adquirirlas. De hecho, en una reunión del Cabildo de aquellos primeros años
registraron que en la ciudad no había vino, ni cera, ni aceite, ni todo tipo
de géneros, ni hierro, ni acero, ni jabón, ni…. A esto se le sumaba que sus
empobrecidos habitantes no podían negociar los productos agrícolas que
producían sus incipientes campos con extranjeros y que la corona española no
podía adquirirlos todos. Y sí, Buenos Aires parecía destinada a desaparecer
por segunda vez.
Entonces, ahuyentados por la Inquisición, empezaron a llegar a Buenos
Aires y al resto de las colonias, gran cantidad de comerciantes portugueses.
Entre ellos, Diego de la Vega. Y fueron éstos los que impulsaron la actividad que
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servicio de don Diego, todos vestidos con libreas de seda, atravesó algunas
de las quince espaciosas habitaciones de la casa aderezadas con gran boato
para dar prueba cabal del poderío y grandeza de su dueño. Finalmente, llegó
al estudio donde éste recibía a sus socios comerciales. Varios candelabros
iluminaban la estancia. Un ornamentado brasero de plata proveniente
del Perú calentaba aquella tormentosa noche mientras sahumadores del
mismo material perfumaban el ambiente intentando cubrir el fuerte olor a
humedad que se respiraba por doquier. Rodrigo no pudo dejar de admirar los
fastuosos muebles de jacarandá y de marfil que la adornaban, seguramente
de procedencia portuguesa como su propietario, en especial, el trabajado
escritorio sobre el que descansaba un pequeño cofre conteniendo un tintero
de cuerno y varias plumas de ganso, así como un montón de papeles sacados
de la caja del tesoro.
Allí estaba reunido el “cuadrilátero”, es decir, los cuatro cabecillas de la
banda de contrabandistas más grande de la América española. Al primero
que vio fue al dueño de casa, don Diego de la Vega. El portugués era hijo de
quemados y empujado por la inquisición huyó de su país natal para recalar en
Buenos Aires, donde rápidamente se convirtió en un opulento comerciante
especializado en el tráfico ilegal de esclavos.
Al ver a Rodrigo, don Diego acudió a saludarlo con una sonrisa en los
labios y una palmada en el hombro.
–¡Rodrigo!, muchacho, ¿cómo os ha ido?
–Todo bien, don Diego, todo según vuestras instrucciones.
–¿Cuántas “piezas de indias” habéis adquirido? –preguntó,
sobresaltándolo, una voz grave y pausada que emergió de un sillón de alto
respaldo, casi oculto en un rincón.
Era Juan de Vergara, y por esas vueltas insólitas de la vida en las colonias,
el principal socio del “cristiano nuevo” portugués era un “cristiano viejo”
español, notario de la Inquisición. Rodrigo giró hacia la voz y vio a un
sujeto acicalado con estudiada elegancia. Vestía una oscura chaqueta de seda
bordada sobre la que se destacaba una lujosa gorguera de encaje. La gran cruz
esmaltada que pendía de una cadena de oro sujeta al cuello le confería un
aspecto distinguido pero severo. Sus pálidas y afiladas manos descansaban
sobre sus piernas, luciendo en el dedo índice un pesado anillo con las armas
de la familia. Rodrigo se aclaró la voz antes de contestar. Vergara siempre
lo ponía nervioso, cosa que por supuesto detestaba. Posiblemente fuera su
mirada, fría como el mármol, o la forma intimidante que tenía de preguntar, o
su personalidad avasallante y su extraordinaria inteligencia, o las truculentas
historias que había escuchado sobre él o, lo más probable, todo eso junto. La
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LA RECETA
(1778)
Ingredientes:
1 Pata de Cordero y 1 liebre trozada.
Luis pasó entre el cerco de sauces que rodeaba la imponente casona
ubicada en el barrio de Catedral al Sur. Allí, en derredor de la Plaza Mayor
y de la Iglesia más importante de la ciudad, extendiéndose hacia el Sur
buscando la cercanía con el puerto, se ubicaban las instituciones virreinales
y las residencias de las familias más destacadas. Ésta era digna de ver con
sus anchos muros de ladrillos y adobe blanqueados a la cal, sus techos
de tejas rojas y los postigos de madera pintados de verde. Las finas rejas
de hierro que protegían las ventanas eran motivo de admiración entre los
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–¡Sí, cómo no! –dijo con sorna, haciendo caso omiso del accidente.
Antonio miró con disgusto a su hermano menor y pensó que no eran sólo
diez años los que los distanciaban, era un completo abismo. Difícilmente
podía creerse que hubiera dos hermanos más distintos entre sí. Antonio,
retacón y algo entrado en carnes, era blanco y pelirrojo como su inquietante
abuela, la inglesa Sarah Taylor. Luis, mucho más alto y estilizado era, en
cambio, más moreno, como sus antepasados andaluces y portugueses.
Antonio era pragmático, serio y reflexivo. Luis, atropellado e impulsivo.
Casado con una mujer para quien cualquier contacto carnal era pasaporte
directo al mismo infierno, Antonio no era en sí un hombre demasiado sensual
y sólo de cuando en cuando huía de las lamentaciones, rezos y penitencias
que solía implicar el sexo con su esposa para ir a refugiarse en los brazos de
una “respetable” viuda que lo recibía más complaciente. Luis, en cambio, era
disoluto y licencioso, dueño de una poderosa sensualidad y de una necesidad
profunda de lo prohibido. Le gustaban los callejones, las esquinas oscuras,
pues allí era donde podía dar rienda suelta a sus más bajas pasiones.
Aún más, mientras Antonio era un inteligente, astuto y hasta frío hombre
de negocios, Luis hubiera sido un excelente corsario en la patria de la abuela
Taylor. Es por eso que fue Antonio quien supo ver que la irracional explotación
minera que la Corona había llevado adelante en Potosí provocaría su rápido
agotamiento y que las increíbles ganancias que había reportado hasta
entonces el contrabando también irían a disminuir con un comercio legal un
poco más abierto como el que había luego de las disposiciones en materia
económica del Virrey Cevallos. Su olfato le había indicado que era tiempo
de transformarse. El “contrabandista” debía convertirse en “estanciero” para
mantener su riqueza y su poder. Por ello, había ampliado las tierras que ya
poseía la familia y a la próspera industria del cuero soñaba con sumarle la de
la carne salada, abriendo el primer saladero de la Provincia. Luis, en cambio,
seguía aferrado al contrabando de esclavos, lo único que sabía hacer.
Aprovechando el silencio que se había instalado entre los dos hermanos,
Pascuala se acercó con el postre: compota de ciruelas y duraznos, que había
cocinado con las frutas que crecían en la huerta ubicada en los fondos de la
propiedad y una generosa cantidad de higos secos, pasas de uva y orejones
recién llegados de Cuyo.
–Pero nuestro tatarabuelo hizo una fortuna contrabandeando esclavos –
insistió Luis con vehemencia recordando a Rodrigo Díaz.
Pese a ser quien dio origen al apellido familiar al casarse con un miembro
de la poderosa familia de la Vega y, ciertamente, quien inició la fortuna
que, más de un siglo después, aún disfrutaban sus descendientes, nadie
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años atrás se había convertido, nada menos, que en la capital del Virreinato
del Río de la Plata. Buenos Aires era sucia y maloliente y no precisamente por
el aroma a bosta de caballos, que por supuesto había y mucho. Era maloliente
por la fetidez de los desperdicios humanos que ensuciaban las veredas, por
la hediondez de la carne podrida tirada en cualquier esquina, por los perros,
cerdos y hasta caballos sueltos que tras morirse se descomponían en la calle,
a la vista de todos. Lo era por el desagradable olor a fritanga proveniente
de los mercados y puestos callejeros y aun por la suciedad de las aguas
estancadas en arroyos, zanjones y bajos. ¿Y cuál era la solución que todo el
mundo esperaba? Que soplara el viento Pampero para limpiar la ciudad. Con
semejante nivel de previsión, no era de sorprender que casi todos los años las
epidemias azotaran la comunidad, pensó con tristeza Martín.
Llegando al humilde barrio de San Telmo, tomó una estrecha callejuela
y avanzó por ella. Un poco más adelante, el arroyo “Tercero del Sur”7
marcaba el límite de aquel distrito. El desborde de sus aguas hacía estragos
frecuentemente. Algunos artesanos habían sacado a la calle sus bancos,
materiales y herramientas y trabajaban allí para aprovechar mejor la luz y el
fresco de la mañana. Por las tardes, lo hacían con sus guitarras para entretener
a los vecinos. Caminó un poco más. Los campanazos de la cercana iglesia
de San Pedro Telmo hicieron que apurara el paso. Finalmente, llegó ante una
pequeña puerta de la que colgaba la leyenda “Carpintería de Acosta” y entró.
Lo invadió entonces el aroma dulzón de la madera de caoba e inspiró con
fuerza para eliminar así el olor nauseabundo que traía de la calle.
–¡Ya era hora! –exclamó furioso Juan Acosta, su hermano mayor–
¡tenemos muchísimo trabajo! Nos han llamado del puerto. Debemos reparar
la fragata de los Sarratea que se estropeó en la última tormenta. ¿Dónde
andabas?, ¿otra vez jugando al doctor?
Martín no contestó. Sabía que su hermano tenía razón por lo que
rápidamente tomó las herramientas y comenzó con su trabajo diario. Dio un
fuerte martillazo. Debía ser carpintero. Su padre, su abuelo y el resto de sus
antepasados lo habían sido. Dio otro martillazo. Quería ser médico. Como
Phillipe, el francés que se casó con su madre luego de que ésta enviudara
cuando Martín era todavía un niño. Había aprendido todo de él. Phillipe le
enseñó sobre ungüentos, emplastos y medicinas. Le enseñó sobre sangrías,
curaciones y cirugías, pero también sobre el poder de una caricia en una
frente afiebrada o de una palabra de ánimo a un familiar desconsolado. Con
él, aprendió a amar el olor de los aceites y resinas de la Botica y a soportar el
de las enfermedades y la muerte, que también tenían su olor. Un martillazo
más fuerte aún escapó de su brazo acostumbrado al trabajo duro. Quería ser
médico. Sabía como un médico.
Pero no podía serlo. En la ciudad Capital del Virreinato no había
universidades donde estudiar. No había siquiera hospitales que no fueran
sitios más proclives a generar una epidemia que a sanarla. Y él, perteneciente
a la clase pobre, de “segunda”, no tenía la posibilidad de concurrir a
Universidades lejanas e inaccesibles. Enojado, pensó que la escasez de
médicos que siempre había afectado a Buenos Aires sólo propiciaba la
proliferación de curanderos, “brujas” y charlatanes, que tanto mal hacían
con sus pócimas y purgas peligrosas. Suspendió por un instante su trabajo.
Secó las gotas de sudor que surcaban su frente, producto del esfuerzo y del
terrible calor del día, y soñó con aquellas palabras fuertes, poderosas, que
leía una y otra vez en los libros que Phillipe había traído de su Francia natal.
Libertad. Igualdad. Sabía que no podía pronunciarlas en voz alta pero, tal
vez, ellas le darían algún día la posibilidad de hacer lo que realmente sentía
por vocación y convicción.
Mientras tanto, no tenía más opción que dar otro fuerte martillazo.
8 Seis de la mañana.
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por horas enteras y tan violentos eran que aturdían, obligando a los que
andaban por la calle o vivían inmediato a una Iglesia a elevar la voz hasta el
grito. Pero eso no era todo. A lo anterior había que sumarle los cencerros y
las campanillas de bueyes, mulas y otros animales de carga, los ladridos de
los perros cimarrones, los cánticos más o menos afinados de pregoneros y
vendedores ambulantes…
Con resignación, Fray Cayetano se colocó la túnica marrón propia de los
franciscanos y se ató el cordón de tres nudos atravesando un abdomen lleno de
grasas y carnes acumuladas. Era tarde y debía apurarse. Corrió con dificultad
atravesando medio convento y se derrumbó, respirando afanosamente, en la
sillería de jacarandá del coro de la Basílica de San Francisco. La cara, roja
por el esfuerzo y completamente empapada de sudor por el calor estival, era
la prueba patente de su atraso. El resto de los frailes ya estaban entregados
con devoción al rezo matutino. La orden de los franciscanos fue la primera
en establecerse en la naciente Buenos Aires y el mismo Juan de Garay les
otorgó el solar que entonces seguían ocupando9. Una vez concluido el rezo
atravesó el amplio claustro principal del convento e ingresó al segundo
de los claustros, donde se encontraba el refectorio o comedor. Una rica
mazamorra lo esperaba junto con las mermeladas de las monjas capuchinas.
Cayetano sabía que los dulces eran su perdición. Solía soñar con ambrosías,
pastelitos y huevos quimbos, al menos hasta que una campanada lo devolvía
a la realidad. No por nada su cuerpo redondo, de voluminoso abdomen y
enfundado en la túnica marrón, le daba el aspecto de una gigantesca papa.
Esa mañana apuró, no sin algún lamento, el desayuno pues debía ir hasta la
Catedral por novedades del Obispo. En el Virreinato del Río de la Plata, como
en el resto de las colonias americanas, la Iglesia Católica, y especialmente
los obispos, eran un importante factor de poder gracias a la influencia que
poseían en la vida de los fieles de la comunidad. El hecho de que los barrios
se conformaran y tomaran su nombre de la Iglesia en cuyo derredor crecían,
no dejaba de ser un símbolo de aquello. Y es que la Iglesia bautizaba,
casaba y enterraba, es decir, abarcaba todo el ciclo de la vida humana. El
acta de bautismo era el documento más importante de una persona, pues
allí se señalaba su origen y la “limpieza de sangre”, fundamental para todo
aquel que deseara ocupar un lugar relevante en la sociedad. Esa importancia,
patentizada además en la existencia de nada menos que dieciocho iglesias
en la pequeña ciudad, a veces se utilizó a favor de las autoridades civiles y
a veces en contra. Derribando gobernadores o ayudándolos a sostenerse en
el poder. El anterior Obispo del Río de la Plata, Manuel Antonio de la Torre,
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Sal, un puñado.
Mediodía en el Fuerte. Pese al calor, el Virrey Juan José de Vértiz se
encontraba frente a un plato de carbonada. Como había nacido en Mérida,
Virreinato de Nueva España11, se había aficionado de niño al maíz y aquel
guiso rústico de campiña le encantaba. Con placer anticipado tomó la cuchara
de plata y probó un bocado. Una mueca de disgusto se dibujó en su rostro.
–Le falta sal –gruñó.
Un esclavo rápidamente quitó el plato y lo llevó a las cocinas para
rectificar la sazón. No era la primera vez que sucedía. Al Virrey le gustaba
la comida bien salada y las cocineras del Fuerte la escamoteaban pues,
junto al azúcar, era uno de los alimentos más caros y difíciles de conseguir.
Largas e incómodas excursiones hasta las salinas o peligrosos encuentros
11 Hoy México.
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con los indios, eran sólo algunos de los obstáculos que se debían sortear. De
hecho, ese era el principal problema que tenía Antonio Díaz de la Vega para
instalar un saladero en sus tierras. Vértiz ya lo había recibido en más de una
oportunidad por este tema.
Y por varios más. El Virreinato del Río de la Plata se había creado
hacía sólo dos años y mucho estaba por hacer. Las inmensas dimensiones
del Virreinato del Perú, el decaimiento de Lima como centro obligado de
paso y, especialmente, las avanzadas portuguesas en la zona de Río Grande,
motivaron al Rey Carlos III a replantear el mapa político y económico de
sus posesiones sudamericanas. En agosto de 1776 se le encomendó al hábil
y valiente Pedro de Cevallos el mando militar de una expedición contra las
tropas portuguesas pero, también, el mando político de las Provincias del
Río de la Plata, Paraguay, Tucumán y Cuyo, designándolo a cargo de un
provisorio Virreinato que luego se haría definitivo.
Terminado el almuerzo recorrió las instalaciones del viejo e incómodo
Fuerte12 hasta llegar a su despacho. En verdad, la Fortaleza, de tal, sólo
tenía el nombre. A falta de piedra en la zona, su recinto estaba rodeado de
terraplenes de tierra que las crecientes del río y las lluvias desmoronaban
con frecuencia. Una discreta artillería pretendía proteger al poblado de
piratas y otros peligros externos. Cuando llegó a su escritorio, lo esperaba
un informe del Administrador de la Aduana. Con la formación del Virreinato
comenzaron a crearse las instituciones que eran necesarias para su gobierno.
La primera de ellas fue la Aduana de Buenos Aires establecida por Cevallos
con la misión de cuidar la percepción de las rentas producidas por el ahora
activo puerto de la ciudad. Vértiz ya soñaba con la instalación de una Real
Audiencia, como máximo órgano de justicia, y de un Consulado que pudiera
dedicarse no sólo a sus funciones de Tribunal comercial sino también al
fomento de la agricultura, la navegación y la enseñanza técnica, cuestiones
fundamentales para una región en pleno desarrollo económico.
Pese a la tirantez de sus relaciones con Cevallos, su antecesor, Vértiz no
dejaba de reconocer que éste, además de prestigioso militar, había sido un
gobernante innovador en materia económica. Fundamental para el desarrollo
del nuevo Virreinato y, especialmente de su ciudad capital, fue el Reglamento
de Libre Comercio que permitió a Buenos Aires comerciar con España y
el resto de sus colonias, mercados hasta entonces vedados. Estas medidas
significaron un verdadero “boom” para la ciudad y especialmente para su
puerto, que se convirtió en la puerta de entrada y salida de toda la región,
dejando pingües ganancias custodiadas por el Administrador de la Aduana,
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holgazanes que allí se reunían, quedando sólo una multitud de ranas y sapos
que croaban con fuerza. Los guardias apostados en los baluartes de sus
cuatro ángulos custodiaban desde lo alto. Una vez del otro lado del puente
levadizo, Vértiz se internó unos pasos en la Plaza del Fuerte, la pequeña
plazoleta contigua a la Plaza Mayor que no era más que un terreno baldío,
completamente destituido de todo adorno. Sólo unos pocos asientos de
ladrillo se habían construido inmediatos al foso. Allí se subió a un lujoso
carruaje cubierto por un bello capote de cuero. Cuatro briosos caballos
aguardaban impacientes ponerse en marcha. La noche estaba cayendo sobre
la ciudad capital. Con los primeros saltos, debido a los profundos baches de
las calles de tierra, Vértiz se acomodó como pudo en el interior del coche y
miró por la ventanilla.
–Falta luz –murmuró.
Una idea rondaba su cabeza desde hacía un tiempo. Si se colocaban
velas de sebo en las calles, éstas podrían ayudar a librarse de malhechores
y malos pasos a todos los transeúntes que no pudieran hacerse acompañar,
como era habitual, por un negro con farol. El carruaje se alejó lentamente
de la ciudad mientras el “Virrey de las luminarias” soñaba con el día en
que cientos de faroles iluminasen las arterias de su lejano, incipiente, pero
increíble Virreinato.
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Receta:
Paso 1. Colocar todas las carnes y vegetales en una olla. Dar previamente
algunos golpes a la carne para tiernizar.
–Quedaos aquí –le pidió Martín Acosta a su hijo Francisco.
El niño de diez años había insistido en acompañarlo hasta el Cabildo y
él, ante la firme obstinación del muchacho, finalmente había cedido. Dejó a
Francisco parado junto a uno de los once arcos de la fachada y, atravesando
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el corredor abierto a la plaza, llegó hasta la puerta de entrada. Tocó con cierta
nostalgia el ancho portalón de acceso evocando a su padre. Uno de los pocos
recuerdos que tenía de él era el de su rostro moreno completamente rojo
por la furia cuando en 1748 el Ayuntamiento les había pagado con barras de
chocolate la provisión y colocación de todas las puertas del Cabildo. Meses
y meses de trabajo en la carpintería recompensados con algunos dulces. El
único contento había sido el pequeño Martín, de sólo cinco años, que se
relamía los dedos ante semejante delicia.
Entró. Sabía que no debía subir al primer piso, que estaba destinado a la
Sala Capitular o lugar de reunión de los alcaldes y regidores del Cabildo,
pero la cantidad de dependencias y la febril actividad que se desarrollaba en
la planta baja lo desorientaron. De golpe se sintió totalmente fuera de lugar.
El enjambre de abogados, jueces y funcionarios que, con un revuelo de capas
negras, capelos y borlas se desplazaban rápidamente de una dependencia
a otra lo hicieron tomar conciencia de sus humildes ropas de bayeta, de
sus manos acostumbradas al trabajo manual, de su rostro moreno en el que,
pese a las generaciones transcurridas, aún eran perceptibles sus antepasados
mestizos. Sin embargo, no se amilanó. Iba a ver al Fiel Ejecutor.
Encontró al funcionario encargado del abastecimiento y aseo de la ciudad
sumido en sus pensamientos.
–Disculpaos, vuestra Excelencia. Me gustaría exponeros algunas
cuestiones que considero de gran importancia para la salud de nuestra ciudad
–dijo con voz suave y pausada Martín.
Viendo que el Fiel Ejecutor no contestaba, le comentó su opinión sobre
el efecto que, para él, tenía el pésimo estado de las calles en la salud de toda
la población y las acciones que serían convenientes llevar adelante, desde el
empedrado de las mismas hasta la limpieza y el control de animales salvajes
y otras plagas. El Fiel Ejecutor seguía en silencio. Su mente repasaba la
discusión que había tenido con los panaderos un rato atrás y, mientras
Martín hablaba, pensaba cómo podría hacer para controlar que esos pícaros
dieran a sus piezas de pan el peso reglamentario. ¡Obligarlos a estampar en
ellas un número identificatorio podía ser la solución! Advirtiendo que su
interlocutor no lo escuchaba siquiera, Martín comenzó a levantar la voz y
terminó gritándole sobre las calles, los hospitales, la carne podrida, el agua,
los perros y las alimañas. El funcionario finalmente levantó el rostro y miró
a Martín severamente.
–¿Sois médico, acaso? –preguntó.
Martín supo que había cometido un error. Pensó en Francisco esperando
afuera, en su seria hija Juana, en su mujer y el bebé que estaba en camino.
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
Pensó, sin saber por qué, que le gustaría que se llamara Jerónimo si era
varón. Bajó la cabeza.
–No, no lo soy. Es simplemente que…
–¿Sabéis que el ejercicio ilegal de la medicina es castigado con la cárcel?
Tenemos en este momento encerrados aquí, en la cárcel del Cabildo, a...
–¡Suficiente, funcionario! –dijo entonces una voz severa que apareció en
ese momento en el despacho.
–¡Regidor! –se levantó de un salto el Fiel Ejecutor para saludar
pomposamente a don Antonio Díaz de la Vega.
Antonio era, como la mayoría los comerciantes y estancieros ricos de la
ciudad, parte importante del Cabildo. A sus treinta y ocho años ya había sido
Administrador del Depósito de Trigo, Procurador y Regidor. Todos daban
por sentado que el año próximo sería elegido como Alcalde de segundo voto.
Eso sí, había debido demostrar primero, con testigos y árboles genealógicos,
la “nobleza de su sangre” y “ausencia de mala raza”. Afortunadamente para
Antonio sólo debían relevarse tres generaciones. Mucho más atrás él no
podría haber ido. Su tatarabuela Leonor de la Vega había sido hija de judíos
conversos y nieta de quemados. Además, y aunque ellos se sentían parte de
una familia de nobles antepasados, la verdad era que la mediana hidalguía de
los Díaz de Andalucía se había ido perdiendo con el tiempo.
–Difícil fue no escucharos –dijo Antonio a Martín refiriéndose a los gritos
de éste que habían llamado su atención cuando pasaba por allí rumbo a la
Sala Capitular–, pero me ha parecido muy interesante todo lo que habéis
dicho. Es necesario que la ciudad vaya mejorando ahora que es la capital del
Virreinato. Se podría, quizás, solicitar la limpieza de las calles, lo que traería
aire más puro y menores posibilidades de epidemias, por lo que decís. Sí…
podría ser… Veré que se puede hacer, pero tened en cuenta que los tiempos
del Cabildo son largos.
Martín sabía perfectamente que por el Cabildo pasaban todo tipo de
cuestiones y aun las más nimias e insignificantes daban lugar a la creación
de extensos expedientes. Por eso, se dio por satisfecho con el haber sido
escuchado y, dado los acontecimientos, con seguir en libertad. Hizo un
saludo lo más cortés que pudo y se retiró con premura.
Encontró a Francisco recostado en el mismo arco en el que lo había dejado,
pero ahora con una expresión embobada dibujada en el rostro. Mientras
esperaba a su padre, el muchacho había observado los preparativos de la
procesión que todos los 6 de diciembre, día de San Nicolás, se llevaba a cabo
rumbo a la Iglesia San Nicolás de Bari, ubicada en las afueras de la ciudad14.
14 La Iglesia San Nicolás de Bari se levantaba donde hoy se encuentra el Obelisco. Más tarde
cambió su ubicación a la Avenida Santa Fe.
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hermosos ojos oscuros habían perdido todo el brillo. Algunas líneas, signos
inconfundibles de una profunda amargura, surcaban su rostro. Una parejita
conversaba animadamente haciéndose tímidos arrumacos mientras la negra
encargada de custodiarlos, cómplice, se había apartado. Isabel de Sarratea
suspiró al contemplarlos. Sintió que las lágrimas acudían prontas a sus ojos
y recordó cuando lo conoció a Luis, su marido. Todo en él la había seducido.
Su porte moreno, audaz, su conquistadora sonrisa, la expresión ardiente de
sus ojos, su mano rápida y juguetona… A partir de ese instante nunca más
hubo paz en su corazón. Verlo significaba sentirse arrasada por el fuego
incontrolable de un deseo que no había experimentado jamás. No verlo era
caer al más profundo de los abismos. Tenía diecinueve años. Él sólo uno más.
Pese a que la mayoría de los hombres solía casarse después de los treinta,
cuando ya se habían establecido en su profesión, él había insistido en pedir
su mano. ¿Por qué? ¡Es el amor! había gritado loca de alegría la entonces
joven Isabel. ¿Era el amor? sonreía amargamente ocho años después. ¿Era el
amor o más bien eran los negocios de su familia, los contactos de su pariente
Martín Simón de Sarratea, vinculado a la Real Compañía de Filipinas y
comerciante de esclavos?
No era el amor. Su marido no la amaba. No la deseaba. No simulaba,
siquiera, que tenían una vida conyugal feliz. No asistía con ella a los saraos o
tertulias de vecinos o familiares donde, aunque sea, hubiera podido sentirlo
cerca al bailar algún minué o contradanza. Sola. Siempre estaba sola. Él
prefería ir a los burdeles en compañía de grotescas mujerzuelas, llenas de
carmines y empolvaduras. Prefería ir a las pulperías de los arrabales, lugar
de reunión de pobres y vagos, a beber aguardiente hasta perder el sentido.
Unas risas explosivas, desbocadas, la sacaron de sus lamentos. Hacía
mucho que ella no reía así. En la orilla del río varias negras lavanderas
hablaban y reían mientras apaleaban las ropas con un garrote, que
evidentemente les ahorraba tiempo de fregado pero que con frecuencia
hacía saltar los botones de las prendas. Luego, las tenderían en las sogas que
habían colocado entre los árboles. Las lavanderas estaban por todos lados.
Ocupaban un extenso espacio a orillas del río, desde la Recoleta, o aún más
allá, hasta el Riachuelo. Isabel observó por unos instantes aquellos cuerpos
oscuros y sinuosos moviéndose al compás del lavado. Eran fuertes, alegres
y sensuales. Ayyy… también le gustan las negras, pensó con una puntada de
dolor que pareció atravesarla entera. Tantas y tantas humillaciones. ¡Estaba
tan cansada! Cansada de añorarlo todas las noches. Cansada de sentir tanto
deseo. Cansada de sufrir aquel fuego que la devoraba…
Miró el río. Parecía que destellos de plata lo iluminaban. Tan plácido. Tan
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fresco. Agua es lo que necesito –se dijo. Caminó hasta la orilla. No lejos de allí,
Juan, el aguatero, recogía su entrega del día siguiente. Aunque la autoridad
señalaba de dónde debía obtenerse la provisión de agua, esta disposición
era burlada muy frecuentemente por los aguateros, que la sacaban de donde
más les convenía, aun cuando estuviese revuelta y fangosa. Isabel caminó
unos pasos más adentro y sintió el agua fría colarse en sus zapatos de raso.
Avanzó otro poco. Voy a apagar el fuego, necesito apagar el fuego, pensó.
¿Dolerá?, se preguntó con súbito temor deteniéndose a medio camino. Pero
sólo unos segundos más tarde volvió a ponerse en marcha. Ningún dolor
rápido y pasajero podía ser peor que vivir en aquel infierno.
Y se internó en el río.
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Nadie dormiría en casa de los Díaz de la Vega esa noche. Todos los
braseros estaban encendidos sin lograr calentar adecuadamente aquellos
fríos y húmedos ambientes, aunque sí sofocando a parientes y allegados
con el humo del carbón. Se escuchaban murmullos apagados, rezos y hasta
algunos sollozos. Se veían gestos de agobio y de dolor. Antonio Díaz de la
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había obligado a casarse con López Arondo, tan mayor que ella, era porque
él sabía lo que más convenía a su hija. Que ceder a sus ruegos hubiera sido
un error, una imprudencia… que aunque ella no lo amase, no lo hubiese
amado nunca…
–Blanca… –murmuró Antonio, entre ahogos, preso de la angustia–
¡Blanca!
–Lo sé, tatita. Lo sé. –le respondió como si hubiera escuchado cada
pensamiento de su padre. Nunca había podido hablar con él de sus
verdaderos sentimientos. Entonces, olvidaría por un rato todos aquellos años
de un matrimonio indiferente, vacío, solitario, lleno de mandatos, sin amor,
sin caricias. Se olvidaría de ese marido autoritario, que siempre se había
mostrado más interesado en los negocios de su familia política que en su
joven y sumisa esposa. Sí. No había hablado nunca con su padre. No lo haría
ya– Quédese tranquilo. Todo está bien.
Se acostó junto a él en la cama y lo abrazó con fuerza. Él se dejó ir al
calor de los brazos de su hija. Ella se erigió en custodio de su respiración,
cada vez más dificultosa y entrecortada. Así los encontró Francisco cuando
ingresó a la habitación para controlar al enfermo. Y así se quedaron hora tras
hora. Cuando ya la mañana del 25 comenzaba a despuntar, Francisco tocó
ligeramente el brazo de Blanca, que se había quedado dormida.
–Ya está Blanca. Ya está –le susurró con dulzura–. No creo que su padre
hubiera tenido mejor manera de partir.
Ella se levantó. Besó a su padre con inmensa ternura y miró a Francisco.
Se perdió en aquellos ojos verdes como lo había hecho casi treinta años atrás
una mañana de diciembre enfrente del Cabildo. Emocionada no pudo evitar
sollozar. Él, olvidado de todo lo que no fuera aquella mujer con la que había
soñado desde aquel mismo día de San Nicolás, se acercó y la abrazó con
fuerza.
Entonces, la puerta se abrió con brusquedad e ingresó Felipe López Arondo
quien, quizás por las novedades que traía, quizás por simple indiferencia, no
advirtió que su mujer estaba en los brazos de otro y gritó:
–¡Los ingleses! ¡Llegaron los ingleses!
Blanca y Francisco se apartaron, confusos. Un fuerte cañonazo disparado
en el Fuerte por órdenes del Virrey de Sobremonte retumbó en la habitación.
Blanca gritó asustada. Dos cañonazos más le siguieron.
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catalejo observaba el avance de las tropas inglesas. Cuando vio que los
británicos atravesaban el río sin siquiera despeinarse supo que todo estaba
perdido. Bajó apresurado, pálido y nervioso, las estrechas escaleras. En un
rellano se encontró con algunos Magistrados de la Real Audiencia, entre
ellos, el Regente Lucas Muñoz y Cubero quien, sospechando las intenciones
de don Rafael, le increpó:
–¿Adónde pensáis ir tan de prisa, señor Marqués, ahora que nuestra plaza
está en peligro?
Tomando un poco del aire perdido en la agitada carrera escaleras abajo,
respondió:
–Señores… He decidido delegar en José Pérez Brito el mando militar y
en vos, señor Regente y en vuestras señorías de la Real Audiencia, el mando
político. Yo protegeré los caudales del Rey y reuniré fuerzas para organizar
la resistencia.
Sin dar más explicaciones continuó su apresurado camino. Las rodillas
le temblaban y el corazón le martilleaba con fuerza. Había que apurarse.
Había que cumplir con lo que mandaban las leyes. No importaba si no se
había intentado defender seriamente la ciudad. No importaba si no se había
organizado la retirada de las fuerzas militares. No importaba si los depósitos
militares y las piezas de artillería caerían fácilmente en manos enemigas.
Había que huir.
Y don Rafael, Marqués de Sobremonte, Virrey del Río de la Plata,
aristócrata, burócrata y cobarde, huyó. Huyó con todo el familión. Huyó con
nueve mil onzas de oro de su fortuna personal. Huyó con un millón de pesos
fuerte en barras de plata de la corona española. Huyó con los caudales de
la Real Hacienda, del Consulado, de las Compañías de Correos y Tabacos y
aun de la Compañía de Filipinas. Huyó hacia Córdoba, su ciudad querida,
la única en la que había sido verdaderamente feliz. Huyó lenta, dificultosa e
ignominiosamente, entre la lluvia torrencial, el lodazal de los caminos… y
del deshonor.
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donde el brillo de la plata y del oro se reflejó en los ávidos ojos de todos los
presentes. Se llevaron todo. La plata, el oro, la vajilla fina, los cristales.
Hasta la mantelería. El tesoro volvió así a Buenos Aires y rápidamente fue
embarcado en el Narcissus, que partiría raudo para Londres llevando en sus
entrañas el preciado botín y el parte de la victoria.
–Una clásica operación pirata –comentaría Manuel Belgrano aquella
noche a sus amigos–. Sólo que esta vez el asaltado no ha sido un buque…
¡sino el país!
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y se la llevó.
Unas horas después salieron de la reunión casi al mismo tiempo. Pero
mientras todo el mundo saludaba al General Beresford, Joseph y Catalina
se escabullían sigilosamente, ayudados por la complicidad de las amigas de
ella. Con rapidez, corrieron hasta la Posada “Los Tres Reyes”, donde paraba
el oficial inglés. Para cuando Beresford llegó a la Plaza Mayor, Catalina
ya había perdido algunas de sus enaguas. Para cuando el General llegó a la
Fortaleza, la muchacha había perdido su virginidad. Al tiempo que el rubio
inglés y la morena criolla se amaban como si aquella vez, además de la
primera, fuera la última,William, nervioso, insomne, subió a la azotea de
su habitación a respirar un poco del viento húmedo del río. Hacía frío pero
eso no importaba. Un mal presagio le acalambraba la boca del estómago y
no lo dejaba dormir desde hacía ya varios días. Pero, ¿por qué si todo había
sido tan fácil? Tomaron la ciudad sin esfuerzo y sin esfuerzo se había ido
organizando el gobierno. Claro que habría algunos cambios, pero él había
prometido desde el comienzo que permitiría a todos obrar como antes de
la conquista. Y la gente abrió sus casas para acomodar a los ingleses. Y
las señoras, sabiéndolo muy goloso, le llevaban fuentes repletas con dulce
de zapallo. Y los invitaban a sus fiestas. Y los agasajaban. Y sus oficiales
paseaban encantados del brazo de las niñas de las mejores familias. Y la
iglesia católica les había hecho llegar su apoyo a pesar de profesar ellos otra
fe… Todo estaba bien. Todo era muy fácil. Y sin embargo, ¿por qué no podía
quitarse la impresión de que estaba parado sobre una gran mentira?, ¿por
qué no podía evitar ver la traición en los ojos aparentemente serviles de toda
esa gente? Los fantasmas atormentaban al General y, de fantasmas, la vieja
dinastía irlandesa de los Beresford16 sabía bastante.
Las respiraciones eran, aun, entrecortadas. Catalina, con los ojos cerrados,
sentía cómo el placer y el dolor todavía le surcaban el cuerpo. Joseph la
había poseído con pasión, con locura, con algo de brusquedad también, sin
mayores miramientos pese a su inexperiencia. Pero eso la había enardecido
aún más. Repasaba mentalmente las caricias, los besos, los gemidos y jadeos
suyos, los gruñidos de él, las apasionadas arremetidas en su interior, mientras
intentaba en vano controlar su respiración. Estirado cuan largo era a su lado,
Joseph la aprisionó con fuerza entre sus brazos.
–Ya eres mía –murmuró satisfecho en inglés. Y volvió a comenzar.
16 William Carr Beresford era miembro bastardo de una aristocrática dinastía irlandesa.
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ellos. Manuel, con su “piquito de oro” como bromeaban los amigos, estaba
hablando desde hacía rato de uno de sus temas favoritos.
–El comerciante no conoce más patria, ni más Rey, ni más religión que
su interés –decía refiriéndose, por supuesto, a los comerciantes españoles
monopolistas, miembros como él del Consulado, que eran quienes frenaban
todas sus iniciativas librecambistas.
Hablaba de Alzaga, Anchorena, Martínez de Hoz y de tantos otros.
Manuel había sido designado secretario perpetuo del Consulado de Buenos
Aires tras regresar de Europa en 1794. Con la energía de sus veintitrés años
y los conocimientos de sus estudios en Salamanca había concurrido con
empuje y energía a las sesiones18. Doce años después, una cínica amargura
le ganaba al entusiasmo.
–Si en Europa eran humildes de linaje, acá se pavonean como aristócratas.
Pareciera que por el solo hecho de pisar suelo americano pueden adoptar
aires de conquistadores –despotricaba con pasión el moreno y delgado Juan
José Castelli, primo de Belgrano, mientras hacía figuras con el humo de su
cigarro.
El tema no era nuevo. En sus reuniones solían hablar y reflexionar sobre
la injusticia y desigualdad existente entre españoles y criollos. Ello, por
supuesto, había generado un recelo y desconfianza mutuos. De hecho, uno
de los pilares del plan de Popham se basaba en la convicción de que la
división entre peninsulares y criollos era absoluta e irreconciliable. Los
hechos demostrarían, para desgracia de los ingleses, que ello no era, aún,
tan así.
–Han empezado a organizar una resistencia al mando de Alzaga y de
Liniers –dijo uno de los Rodríguez Peña–. ¿Qué haremos nosotros?
Todos permanecieron en silencio unos minutos. La posición de los
criollos, luego de la rápida caída de Buenos Aires, había sido hasta entonces
expectante.
–Cuando Santiago Burke estuvo aquí –dijo Castelli recordando la visita
del espía inglés dos años atrás–, comentó que Inglaterra era proclive a trabajar
por la independencia americana, independencia que comercialmente además
les venía muy bien.
–Todos los contactos que hemos tenido con Beresford hasta ahora indican
eso –respondió el siempre risueño Nicolás Rodríguez Peña–. Además,
Popham ha hablado repetidamente de las ideas independentistas de Francisco
de Miranda, pero…
–¡Pero ahora Beresford ha exigido el juramento de lealtad al Rey Jorge
18 Llevadas a cabo en la actual sede del Banco Provincia, Bartolomé Mitre y San Martín.
III! –exclamó Vieytes– Si está a favor de nuestra independencia lo está
ocultando muy bien…
–Quizás debiéramos tener otra reunión con él –insistió Castelli.
Los demás no dijeron nada. Conocían cuando el gesto duro de Juan José
se volvía más duro y cuando su mirada soñadora se volvía más soñadora. No
había manera de detener a aquel apasionado y atormentado patriota. De todos
modos, ya sospechaban lo que Beresford diría. Que él estaba de acuerdo,
que quería el apoyo de los criollos, pero que necesitaría instrucciones de
Londres… es decir, no diría nada, nada que lo comprometiese a él, nada que
comprometiese al gobierno inglés. Y esa indefinición sería lo que finalmente
llevaría a los británicos a la derrota.
Una de las camareras se acercó con una botella de ginebra. Sin decir nada
los miró con el ceño fruncido. Francisco supo lo que estaba pensando. Ella
había sido quien la noche de la conquista y enfrente de los ingleses presentes
en la fonda, había reprendido a sus compatriotas con dureza por su cobarde
e ineficaz defensa de la ciudad. Por eso no entendía, y la enfurecía, que
dudaran tanto. Entonces, como si reaccionaran ante la muda demanda de
la corajuda mesonera, los ojos azules de Manuel brillaron con decisión. Se
levantó de la mesa con fuerza, tanto que la mata de pelo rubio y ondulado
que generalmente le caía sobre un costado de la frente, cambió de posición.
–Yo no juraré lealtad a ningún Rey extranjero. Me iré por un tiempo a la
otra Banda. Mi decisión está tomada. Será el antiguo amo… o ninguno.
La reconquista estaba en marcha.
El viento soplaba cada vez más fuerte, tanto que obligó a Santiago de
Liniers y Bremond a cerrar por un instante los ojos. Aprovechó entonces
para soltar un suspiro que se perdió en el vendaval. Sabía que era un
momento importante. Un momento decisivo. Y no sólo para Buenos Aires
sino también para él. Su vida finalmente empezaba a cambiar luego de
tantos malos momentos. Primero, su fracasado gobierno en las Misiones
y la muerte de su querida María Martina, luego, todas aquellas noches en
horribles tabernas, la ginebra, las mujerzuelas y los naipes, las pendencias
y la depresión. En medio de todo eso habían llegado los ingleses y él,
experimentado marino francés, Caballero de la Orden de San Juan y Capitán
de Navío de la Real Armada Española, los esperaba en Barragán. Pero los
ingleses se burlaron de él, pavoneándose frente a su destacamento y partiendo
luego para desembarcar en Quilmes, dejándolo sin posibilidad de luchar, sin
la dignidad, al menos, de una honorable derrota. Sin embargo, las cosas
finalmente empezaron a cambiar. Había que organizar la resistencia, había
que reconquistar la ciudad, había que rehacer la vida. Liniers volvió a cerrar
los ojos pero esta vez no fue debido al viento. Esta vez fueron los ojos negros,
la cabellera azabache y la piel dorada de Anita Perichon de O´Gorman lo que
lo hizo temblar. Porque el perfume de ese cuerpo enloquecedor, la seducción
de esas manos expertas, lo hechizaban y lo vencían. Él lo sabía, pero como
estaba determinado a dejarse vencer sólo por el cuerpo de “la Perichona”,
por ahora, debería alejar sus pensamientos de aquella mujer. Para hacerle el
amor en el Fuerte, primero, debería arrebatárselo a los ingleses.
El ejército de Liniers estaba concentrado en Colonia del Sacramento.
Los ingleses habían cometido un error al no haber asegurado Montevideo
antes de intentar la captura de Buenos Aires, como había sugerido Beresford
en un primer momento. Y lo pagarían caro. El gobernador oriental Ruiz
Huidobro había colaborado activamente y unos dos mil hombres estaban
ahora al mando de Santiago de Liniers listos para la hazaña. El clima parecía
presagiar desgracias. Se había desatado la sudestada. Vientos fortísimos que
soplaban desde el sud este levantaban olas inverosímiles para un río. La
lluvia torrencial parecía una densa pared de agua dispuesta a no ceder jamás.
Y, sin embargo, aquel temporal que tanto daño había hecho siempre a Buenos
Aires desde sus humildes comienzos de barro y paja, ahora acudió en auxilio
de sus defensores. Popham había enviado a parte de su flota hasta la Banda
Oriental para frustrar el cruce de cualquier intento de ayuda, pero los grandes
navíos ingleses, afectados por la terrible tormenta, debieron aferrarse a sus
anclas para evitar el naufragio. Durante la noche del 3 de agosto de 1806,
en el momento más álgido de la sudestada, el Capitán Liniers dio la orden
de partir. Y así, pequeñas y ligeras embarcaciones se escurrieron entre las
naves enemigas que, desesperadas, los vieron pasar entre olas y remolinos.
Desembarcaron en el Puerto de las Conchas19, empapados y muertos de frío.
El avance hacia la ciudad no fue fácil. Las lluvias, los vientos y el barro
de los caminos lo complicaron todo. Recién para el 10 de agosto lograron
llegar a los corrales de Miserere. Allí se reunieron con las tropas enviadas
por Alzaga y las organizadas por Juan Martín de Pueyrredón, que habían
sido derrotadas en una escaramuza con Denis Pack y sus highlanders
unos días antes, pero que habían logrado huir para llegar hasta allí. Liniers
imaginó la impresión de los prolijos y profesionales soldados ingleses al
enfrentarse a una turba de peones de estancia, morenos y descuidados. Y,
sin embargo, ellos reconquistarían Buenos Aires. Pocos militares y muchos
civiles. Españoles, criollos, indios, esclavos, niños y hasta mujeres. Personas
que nunca saldrían en los libros de historia y otras que tendrían un lugar
destacado. Saavedra, Artigas, Güemes, incluso un Rosas de trece años,
participaron de la aventura. Todos se iban sumando al ejército que avanzaba
para liberar la ciudad, su ciudad.
Desde los Mataderos de Miserere, Liniers intimó la rendición. Quince
minutos le dio a Beresford para capitular. Éste respondió que se defendería
hasta “el caso indicado por la prudencia”. Entonces avanzaron. Era ya el 12
de agosto y avanzaron hacia el Retiro y, luego, hacia el centro mismo de la
ciudad, por la calle que tomaría su nombre de la épica hazaña. Reconquista.
Avanzaron con el barro hasta las rodillas. Avanzaron sucios, desprolijos,
inexpertos en su mayoría. Avanzaron con la poca artillería que quedaba
de la expedición que Pedro de Cevallos organizara treinta años atrás. Pero
avanzaron. Y Santa María de los Buenos Aires estaba lista para recibirlos.
–¿Adónde cree que va? –le gritó Juan Díaz de la Vega a su hijo cuando
advirtió que éste estaba por salir de la casa en medio de los combates.
–Voy a hacer lo que debiera estar haciendo usted –dijo Ignacio temblando
de pies a cabeza, pero con una firmeza hasta entonces desconocida para su
padre–. Voy a defender mi patria.
–Te matarán en un abrir y cerrar de ojos. Sos demasiado débil para luchar
–dijo el padre con desprecio refiriéndose al cuerpo flaco y poco atlético de
su hijo.
–Prefiero morir que ser un traidor –le espetó, haciéndolo callar.
Y salió a la calle. Nunca le había pedido su bendición, pese a que era
lo primero que los niños solían hacer después de levantarse o antes de
acostarse como señal de respetuosa sumisión. No se la pediría ahora. Por
unos instantes quedó ciego por cientos de fogonazos rojos que encandilaban
la vista para desaparecer luego en grandes humaredas blancas. Cuando pudo
acostumbrar un poco la visión, advirtió que la ciudad se había convertido en
una trampa mortal para los invasores. Las calles, cortadas a noventa grados,
sin ochavas, y las casas, de frentes planos con pesados portones de madera y
ventanas fuertemente enrejadas, no permitían guarecerse en ningún lado de
los ataques provenientes de balcones y azoteas y los soldados ingleses caían
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había sido en salir aquel día! Ella era tan sólo una mujer, educada para saber
únicamente de niños, misas y costuras. No tenía idea de cómo defenderse
de aquellos hombres que ya no parecían hombres. Se quedó parada allí,
petrificada del horror, hasta que sintió que unos brazos la levantaban. Se
dejó llevar hasta uno de los pequeños locales de ropa barata que el Cabildo
alquilaba en la Recova. La puerta se cerró y recién entonces lo reconoció.
Era Francisco. Con el pelo despeinado y la camisa sucia de sangre. Con las
manos temblorosas por haber quitado y salvado vidas, por haber disparado
al enemigo y por haber auxiliado a los caídos en improvisados hospitales de
campaña. Con los ojos verdes brillándole con intensidad. Era Francisco. Su
Francisco.
–Lo mataron a Rosendo… Sentí tanto miedo… –murmuró ella con un
hilo de voz.
El rugido de la lucha, ahora concentrada en la plaza, se hacía cada vez más
intenso. Francisco alargó su mano y rozó con reverencia la cabeza de Blanca,
deslizando los dedos entre sus cabellos dorados. ¡Por Dios! ¡Cuántas veces
había soñado con eso! Luego tomó su rostro con ambas manos y le devolvió
la mirada. Finalmente se acercó y buscó con sus labios los labios de ella,
que se abrieron como una roja flor, para recibirlo en un beso largo, profundo
y apasionado, un beso que ninguno de los dos había dado o recibido hasta
entonces.
Mientras sus bocas y sus lenguas se entrelazaban, dejándolos sin aliento, y
sus manos recorrían con ansiedad el cuerpo del otro, creyeron embarcarse en
la más fascinante de las aventuras. La de amar y ser amado, la de entregarse,
la de sentir, gozar y… sufrir.
–No puedo… no puedo –murmuró Blanca cuando al fin se separaron
sintiendo que al decirlo perdía el alma y la vida–. No podemos… estamos
casados...
–Ya encontraremos la solución –suplicó Francisco–. Podemos vernos en
algún sitio… podemos esperar un poco, si prefieres.
–No. No –dijo ella moviendo la cabeza mientras gruesas lágrimas le caían
por las mejillas–. Vos te enamoraste de una niña que corría libre enfrente del
Cabildo, pero no me conocés… no sabés en qué mujer me he convertido –
hizo una pausa que pareció durar una eternidad y continuó–: Soy una mujer
incapaz de romper una regla, incapaz de desafiar una costumbre… incapaz
de arriesgarse por amor. No soy la mujer que creés… no soy la mujer que
amás…
Y sin decir más, lo apartó de su lado, destrabó la puerta y salió corriendo
ignorando la guerra que se desarrollaba a pocos pasos de ella. Francisco
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Parte III
SAAVEDRISTAS Y MORENISTAS
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EL EXTRAÑO CASO
DEL BOTÓN DE NÁCAR
(1810)
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caminaron juntos desde la estrecha calle del Rosario hacia el centro. El polvo
ensuciaba sus botas. Sólo las calles más cercanas a la Plaza de la Victoria
estaban empedradas y los pozos y pantanos seguían siendo lo habitual, aun
en la zona céntrica. Por momentos, no se veía nada pues era frecuente que
mozuelos alcoholizados rompieran los cristales de los faroles a pedradas.
Iban en silencio, alertas y en tensión. De noche la ciudad no era segura
y la policía política del Virrey, la Junta de Vigilancia, tampoco contribuía.
Eran momentos convulsionados y todo movimiento en la oscuridad era
considerado sospechoso. El ladrido de unos perros a lo lejos los sobresaltó.
Ignacio miró inquieto a su alrededor deseando fervorosamente no toparse
con ninguno. Sabía que en el Hospital de los Betlemitas, por el que acababan
de pasar, varios hombres habían muerto de rabia entre terribles sufrimientos,
provocados tanto por la enfermedad como por el cruento tratamiento médico.
De pronto, Nicolás lo tomó del capote.
–¡Mirá allá! –le susurró al tiempo que señalaba un bulto tirado en el
medio de la calle.
Se acercaron con aprehensión. Espantados, descubrieron a un hombre
tirado boca abajo, ensangrentado, evidentemente muerto. Con cuidado lo
dieron vuelta. Ignacio gritó.
–¡Es… es mi padre! –murmuró luego horrorizado.
VIERNES 18 DE MAYO
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vez para siempre. Su popularidad era inmensa, sobre todo entre las tropas
criollas que él había creado. El Rey Carlos IV, en uno de sus últimos actos
como Rey de España, y quizás evidenciando ya la influencia napoleónica
en sus decisiones, lo confirmó como Virrey, Gobernador y Capitán General
interino en diciembre de ese mismo año. La gloria parecía haber alcanzado
al humilde Capitán de Navío, pero pronto el paraíso se volvió infierno. La
invasión de Napoleón a España lo colocó en el centro de la tormenta, pues su
condición de francés le valió la desconfianza y el desprecio de quienes hasta
entonces lo habían admirado. Sus enemigos, conscientes de sus escasas
condiciones como político y gobernante, empezaron a atacarlo en su flanco
más débil… su relación con Anita Perichon de O´Gorman. Se decía que
ella decidía por Liniers los asuntos públicos, que usaban en su provecho
los dineros del estado, que a causa de ella el Virrey no hacía nada más que
gozar de una relación tan pecaminosa como perjudicial para los intereses de
la patria. El héroe era ahora traidor, corrupto, necio, torpe…. Y él, que sólo
era un hombre de mar, estaba cansado de intrigas políticas... estaba cansado
de todo.
–¿Y cuál era la relación de su padre con Liniers?
–Se odiaban –dudó un poco antes de continuar y otro rubor volvió a cruzar
su rostro–. Mi padre estaba… ejem… obsesionado con madame O´Gorman.
–Comprendo. ¿Cree que Liniers pudo haber estado detrás del asesinato?
–Liniers vive desde el año pasado en Córdoba y, antes de eso, él mismo
desterró a Ana Perichon a Río de Janiero, terminando su relación con ella.
No hay motivos y, además, no lo creo capaz de cometerlo ni de ordenarlo.
–¿Quiénes, además de Liniers, tenían problemas personales con él? –
pensó que sería mejor empezar por un móvil de tipo emocional, que pudiera
justificar que una persona acomodada cometiera personalmente un asesinato.
–Mi abuelo –Martín de Alzaga detestó a su yerno desde el mismo
instante en que el escándalo social lo obligó a permitir su casamiento con la
pequeña Mercedes. La muerte de ésta el año anterior, producto de la tisis y la
depresión, no hizo sino potenciar su odio–. Pero sé que él no lo hizo.
–Podría intentar hablar con él…
–No lo recibirá. Está en su casa, con prisión domiciliaria desde que
regresó de la condena que le impusieron por la asonada contra Liniers el año
pasado. No puede salir y no ve a nadie, salvo a sus amigos más íntimos y
colaboradores… Créame, pese a que él sí podría haberlo hecho sé que no…
–¿Cómo puede estar tan seguro?
–Porque me lo prometió y sé que cumple con su palabra –dijo con absoluta
certeza.
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SÁBADO 19 DE MAYO
Bien temprano en la mañana, Alessandro se acercó al barrio de Santo
Domingo. La Iglesia del mismo nombre era, desde hacía mucho tiempo, el
templo más importante después de la Catedral y, por ende, en las manzanas
de su alrededor se encontraban los domicilios de algunas de las principales
familias de la ciudad. Allí, en las calles Santo Domingo esquina Camino del
Rey22, vivía el doctor Manuel Belgrano. Hacia allí se dirigía él.
El moreno Remigio abrió la puerta de la casona y condujo al visitante
a través del zaguán y del patio. Atravesaron luego una amplia sala, repleta
de pesados muebles y refulgente platería que las esclavas de la casa debían
22 Hoy, Avenida Belgrano y Defensa.
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de limpiar asiduamente. Hermosas rosas, cortadas todos los días del tercer
patio, alegraban el salón en cuyo centro se encontraba un precioso piano
Stodard que el padre de Manuel había hecho traer de España hacía unos
años. No se detuvieron. Remigio lo condujo hasta el estudio del doctor
Belgrano y allí lo dejó esperando. Alessandro se paseó por la habitación
leyendo absorto los lomos de los libros que contenía la abigarrada biblioteca.
Autores como Quesnay, Galiani o Adam Smith revelaban sus opiniones
en materia económica y explicaban su fervorosa defensa de la agricultura
y el libre comercio. De éstos y otros traídos por él de Europa se advertía
que las ideas de la revolución francesa se habían hecho carne en el joven
estudiante de la Universidad de Salamanca. Aunque fuera increíble, no
conocía personalmente al gran doctor Belgrano y, debía reconocer, estaba
impaciente y nervioso por hacerlo.
–Buenos días, señor Scavino –escuchó una voz aflautada detrás de él.
Alessandro, de más de un metro ochenta de estatura, se dio vuelta y quedó
frente a un hombre que no superaba el metro sesenta y cinco. Belgrano le
estrechó cordialmente la mano y lo invitó a sentarse.
–¿Café?, ¿chocolate? o ¿prefiere licor o brandy?
–Café está perfecto, doctor –respondió Alessandro todavía sorprendido
por la escasa estatura de Belgrano–. Lamento interrumpirlo tan temprano en
la mañana.
–No se preocupe –dijo Manuel con una sonrisa cansada–. Soy de poco
dormir.
Era muy habitual que, tras largas y agotadoras jornadas, Manuel no
se acostara, como lo indicaba la prudencia y el consejo médico, sino que
permaneciera horas enteras escribiendo bajo la débil luz del escritorio de su
habitación.
Mientras llegaban los cafés prontamente solicitados a Remigio,
Alessandro, con manía de retratista, observó con detenimiento al dueño
de casa. A pesar de estar por cumplir los cuarenta años el mes siguiente,
Manuel conservaba un rostro sonrosado y agradable, iluminado por un par
de pacíficos ojos azules. Una mata de pelo rubio y ondulado encuadraba su
tez blanca. Eso, sumado a sus modales finos y elegantes, explicaba el por
qué había tantas mujeres que lo consideraban uno de los mejores partidos
de la ciudad a pesar de que, según los rumores, él las prefería casadas. Sin
embargo, la inocultable palidez de su cara y el brillo afiebrado de sus ojos
revelaban varios problemas de salud, ocasionados seguramente por la sífilis
contraída en sus juveniles correrías españolas.
–Mi hermana Juana quedó encantada con el retrato que usted le hizo
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hace un tiempo –dijo Manuel cordial y luego suspiró–. Siempre quise poner
en funcionamiento una escuela de dibujo, pero las continuas y acuciantes
necesidades del erario público lo fueron posponiendo… como tantos otros
proyectos presentados en el Consulado que se frustraron por la resistencia de
los comerciantes monopolistas…
–No se desanime, doctor –se apresuró Alessandro viendo el abatimiento
de Belgrano–. Sé que usted no es de rendirse ante las adversidades y si un
camino se cierra intenta por otro… como con lo de la infanta Carlota…
Al tener que descartar la ayuda británica, debido a las invasiones de 1806
y 1807, los ojos patriotas se posaron en la Infanta Carlota Joaquina, hermana
del cautivo Fernando VII y esposa del Regente de Portugal, futuro Joao VI,
quien se encontraba junto a su esposo en Río de Janeiro tras la invasión
napoleónica a sus tierras.
–No podíamos reconocer la dinastía de Napoleón pero tampoco estábamos
en condiciones de convertirnos en una república, por eso, consideré que
llamar a la Infanta Carlota Joaquina como Regente era nuestra mejor opción
–explicó el estratega.
El plan era traer a la Infanta como Regente de una monarquía constitucional,
limitada, que fuese un paso intermedio a la verdadera independencia. No sólo
Belgrano defendía esta idea. Castelli, Pueyrredón, los hermanos Rodríguez
Peña, Vieytes (que incluso llamó a su hija adoptiva Carlota Joaquina), Paso,
Funes y tantos otros, como Julián de Leiva, ahora Síndico del españolísimo
Cabildo, formaban parte del “carlotismo”. Manuel quedó encargado de
establecer los contactos desde acá y Saturnino Rodríguez Peña, quien había
debido exiliarse en Río de Janeiro tras participar en la fuga de Beresford,
trabajó febrilmente desde allá. Durante más de un año se llevaron a cabo
intensas negociaciones. La exuberante Carlota estaba entusiasmada y los
ingleses, verdaderos árbitros de lo que sucedía en Brasil, apoyaron la idea.
–Pero finalmente todo quedó en la nada –volvió a suspirar Manuel–. La
infanta no quiso ejercer una monarquía constitucional, Joao no quería que su
intrigante y ambiciosa esposa tuviera un ápice más de poder y los ingleses
finalmente también quitaron su apoyo…
El tiro de gracia al proyecto carlotista lo dio la propia Infanta cuando
avisó al Virrey Liniers que el cirujano británico Diego Paroissien llevaba a
Buenos Aires comprometedoras cartas de Saturnino Rodríguez Peña para
su hermano Nicolás y para Juan José Castelli. Todos ellos, Saturnino en
ausencia, debieron enfrentar un delicado proceso por subversión política del
cual salieron airosos sólo gracias a la gran habilidad del doctor Castelli.
–Otros caminos deberemos transitar ahora –continuó Manuel y sus ojos
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–Señores, ahora digo que no sólo es tiempo, sino que no debe perderse
ni una sola hora. Ya las brevas están maduras –sentenció Saavedra una vez
llegado a la ciudad. El moderado militar siempre había condicionado su
apoyo al momento en que España hubiera caído totalmente en manos de
Napoleón.
Juan José Viamonte, segundo de Saavedra, propuso ir a la casa de Nicolás
Rodríguez Peña, donde aquella mañana ya se habían reunido gran número
de patriotas. La casa de Nicolás, ubicada detrás del Hospital betlemita de
San Miguel, proporcionaba un sitio de reunión más tranquilo y menos
expuesto que la vivienda del Capitán de Húsares Martín Rodríguez donde
se habían congregado la noche anterior, sita en plena calle de la Merced y
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enfrente del concurrido Café de los Catalanes. Belgrano logró llegar unos
minutos antes que los militares. Castelli, Vieytes, Chiclana, Díaz de la Vega
y el cura Alberti, entre otros, ya estaban allí. Cuando la concurrencia estuvo
completa, Juan Castelli exclamó:
–El pueblo está consternado por los funestos episodios ocurridos en
España, pero, además, le alarma su propia suerte. Es necesario que esto se
discuta y el modo es convocar a un Cabildo Abierto.
Todos miraron a Saavedra. Éste, serio y altivo, ensayó parte del discurso
que esa misma noche diría ante el Virrey Cisneros.
–Son muy diversas las épocas del 1° de enero de 1809, cuando sostuvimos
a Liniers en su cargo y la de este mayo de 1810. En aquella existía la España.
En ésta, toda ella, todas sus provincias y plazas están subyugadas por el
conquistador Bonaparte, excepto Cádiz y la isla de León. Pero, ¿Cádiz y la
isla de León son España o sólo una parte de las provincias de Andalucía?
Señores, no queremos seguir la suerte de España, ni ser dominados por los
franceses. Debemos asumir nuestros derechos y conservarnos por nosotros
mismos. Debemos convocar a un Cabildo Abierto. El Virrey ya no tiene
autoridad y, por ende, no cuenta con las fuerzas de mi mando para sostenerse
en ellas…
La euforia se desató. Todos estuvieron de acuerdo. El Cabildo Abierto era
la solución.
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DOMINGO 20 DE MAYO
Pincelada tras pincelada, Alessandro intentaba reproducir el magnífico
vestido de terciopelo azul. La falda larga y amplia gracias al miriñaque
decorada primorosamente con gasas y puntillas; el talle ceñido a la cintura y
el amplio escote cubierto por un finísimo encaje que, sin embargo, no podía
disimular la blanquísima piel de su dueña. Alessandro pintaba el vestido pero
en realidad miraba absorto a Manuela, atento a cada uno sus movimientos,
ligeros y llenos de gracia. Tan femenina, tan delicada… tan parecida a su
María…
Intentó concentrarse en el amplio peinetón con que sujetaba su cabello
rubio, en los primorosos aros que pendían de sus orejas o aun en el pañuelo
de muselina que sostenía con su blanca mano… no, no podía. La imagen de
María Concepción empezó a acosarlo sin piedad.
Entonces, preguntó:
–Cuénteme, Manuela, qué es lo que hace en un día cualquiera.
Ella, con una sonrisa leve en los labios, le contó lo que hacía no uno
sino todos los días, porque la vida de cualquier mujer de su condición no
variaba nunca. Niños, trabajos de aguja y misas diarias formaban parte de
la rutina de aquellas mujeres que sólo salían de la casa del padre para ir a
la del marido, a la de un marido que había que atender y cuidar, a la de un
marido que muchas veces no amaban, ya que “amor” no era una palabra que
ellas pudieran pronunciar. Amor no era sino un vocablo escandaloso que se
condenaba como al diablo mismo… ¡si lo sabría él!
Manuela relataba sus actividades diarias con un velo en los ojos que
Alessandro descifró rápidamente, pues ya lo conocía. Sabía que cada
sonrisa de ella disimulaba un bostezo, cada alegría una decepción. Era el
aburrimiento. Era esa araña silenciosa que iba tejiendo su tela en todos los
rincones del corazón. Era ese tedio en el que se sucedían los días, siempre
inmutables, siempre vacíos de toda emoción.
–Es suficiente por hoy –alcanzó a decir Alessandro, inmerso en los
recuerdos, en la melancolía, sin poder continuar.
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
No hacía tanto tiempo cruzaba la Plaza Mayor en diagonal, a los saltos, sin
preocuparle el barro ni las bocacalles anegadas. Ahora, el aire frío del otoño
calaba sus huesos con asombrosa facilidad. ¡Qué lejanos parecían los días en
los que el calor del cuerpo de María Concepción le incendiaba hasta el alma!
Ya cerca de la Plaza divisó a un grupo de quince o veinte soldados. Eran
Patricios. Vestidos con largas galeras y chaquetas azules cruzadas por dos
franjas blancas, se movían como los dueños de la ciudad. Controlaban el
paso de la gente y los carruajes, sacando a quienes les parecían sospechosos o
desconocidos. De las milicias urbanas, el Regimiento de Patricios era el más
grande y poderoso, ya desde el momento mismo de su creación. La rápida
captura de la ciudad llevada a cabo por Beresford en 1806 puso de manifiesto
las fallas del poder militar español en el Virreinato. Entonces, frente a la
amenaza de un nuevo ataque británico, Liniers convocó a la población para
que, de acuerdo con el sitio de nacimiento de cada uno, se incorporaran a
los diversos batallones a crearse. Nacieron de esta manera los cuerpos de
Catalanes, Gallegos, Andaluces….y Patricios, formado exclusivamente por
criollos, nativos del Virreinato.
Llegó al cuartel ubicado en la manzana que antiguamente perteneciera a
los jesuitas23. Varios campanazos del vecino templo de San Ignacio parecieron
anunciar su entrada. Poco después estaba ya frente al Jefe de Patricios, el
Teniente Coronel don Cornelio Saavedra.
Liniers le había concedido a los cuerpos recién formados el privilegio de
elegir a sus propios oficiales. Saavedra, hasta entonces un oscuro hombre de
negocios, fue electo como su primer Comandante. Alessandro ya lo conocía
pues le había encargado un par de años atrás pintar el retrato de su segunda
esposa, doña Saturnina de Otárola y Rivero. Sabía, por tanto, que iba a
encontrarse con un hombre alto y flaco, magro de carnes, parco de sonrisas,
conciso de palabras, de gestos adustos y marciales y una cabellera color
nieve que delataba sus cincuenta años de edad.
–Mi vida es la de un soldado. Mi habitación es un cuartel y mi familia
la guarnición –le había dicho una vez, extraña, en la que alguna copita de
brandy lo había hecho hablar un poco más de lo acostumbrado.
–Lo noto preocupado, Teniente Coronel –dijo Alessandro intentando
entablar una conversación.
–Lo estoy, señor Scavino, lo estoy –respondió Saavedra pareciendo que
iba a dejar la respuesta allí, pero al fin continuó–. Debo sacrificar a dos de
mis mejores soldados…
Formadas las milicias con gente de toda calaña y condición, no era raro
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que aunque valientes fueran muy indisciplinadas. Era habitual que por vestir
un uniforme los soldados creyesen gozar de total impunidad para cometer
cualquier tipo de atropello. Heridas, discusiones, abusos de poder, rebeldías,
duelos a cuchillo e incluso asesinatos, se sucedían con preocupante
frecuencia. Los patricios, desgraciadamente, no estaban ajenos a este mal
pero Saavedra parecía dispuesto a poner remedio a la situación.
–Ordené que sean embarcados como grumetes a España en cumplimiento
de su sentencia por indisciplina y rebeldía –explicó con voz dura el militar–.
Sé, igual, que no es suficiente. Que los criminales sean condenados a cumplir
servicio en las milicias ciertamente no nos ayuda con la disciplina.
–Escuché que multarán a los pulperos que compren o empeñen prendas
de los soldados. Eso, al menos, ayudará a evitar desórdenes por ebriedad o
deudas de juego, tan comunes...
–¡El problema es también económico! –interrumpió– Sueldos atrasados,
falta de armamento…. ¡falta de velas en los cuarteles! Todo eso conduce al
descontento y también al descontrol. Y nosotros fuimos quienes sostuvimos
al mismísimo Virrey… –dijo con indisimulado orgullo el militar criollo.
En España, los borbones ya no gobernaban más. En Buenos Aires,
Santiago de Liniers vivía acosado por el Cabildo, dominado por Martín de
Alzaga, y por el Gobernador de Montevideo Javier de Elío, quien llegó a
desconocer la autoridad del Virrey francés y formó una Junta de Gobierno
independiente de Buenos Aires. Liniers se vio obligado entonces a apoyarse
en las recién creadas milicias criollas para afianzar su poder, lo que le valió
duras críticas por el aumento del gasto público que implicó el mantenimiento
de populosos batallones.
–Cuénteme, don Cornelio, qué pasó realmente en la Asonada del año
pasado.
–Martín de Alzaga, el Obispo Benito Lue y Riega y altos comandantes de
las milicias españolas se reunían a conspirar, tanto en casas particulares como
en el mismísimo Palacio Episcopal. Eran lo más rancio del españolismo,
aunque dos criollos, Julián de Leiva y Mariano Moreno, los acompañaban
–dijo sin poder evitar una mueca de desagrado–. Finalmente supe que la
jugada se haría el 1° de enero poniendo como pretexto la renovación de
autoridades del Cabildo. Se le presentaría a Liniers una lista de integrantes
opositores a su gobierno. El Virrey se negaría a confirmar la designación y
estallaría el descontento y la revolución.
La tranquilidad de la primera madrugada del año 1809 fue quebrada
por el súbito tañido de las campanas del Cabildo y los tambores de los
soldados de Gallegos, Vizcaínos y Catalanes que tocaban la generala en la
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Alessandro no estaba tan seguro, pero decidió que el siguiente paso sería
ir al encuentro de aquellos activistas, impetuosos y temerarios, que eran la
antítesis del moderado y prudente Jefe militar.
Sabía que habían convertido la “Fonda de la Vereda Ancha” en una
especie de cuartel general y hacia allí se dirigió. El lugar estaba lleno de
parroquianos. Como todas las fondas y fondines, aquella también era sucia
y desprolija. Con dificultad caminó por el local buscando a French o a
Beruti sin encontrarlos. El aroma a comida le recordó que ya era pasado
el mediodía, así que se sentó a una mesa cubierta con un mantel grasiento
y roñoso. Pensó en qué comer. El menú no era muy extenso. Había sopa,
puchero, carbonada, asado, guiso, albóndigas… Poco después, un mozo
vestido en mangas de camisa, con chancletas y fumando un cigarro, depositó
sin ceremonias frente a él una fuente de carne asada y una jarra de vino
carlón. Mientras comía, observó a la concurrencia. En un rincón, un par
de niños bien estaban dedicados a hacer mil diabluras que evidentemente
ellos reputaban de muy buen gusto, como mezclar la sal con la pimienta o
echarle vinagre al vino. El resto, hablaba entre sí desde un punto a otro de la
fonda. Reinaba en el lugar la ausencia de toda regla de urbanidad. Por ello,
la conversación terminaba haciéndose general y cada uno levantaba la voz
todo cuanto podía a fin de hacerse oír. Sería por eso que, en medio de aquella
tremolina de palabras cruzadas, un abogado de aspecto irascible, llamado
Francisco Planes, se subió a una de las mesas y comenzó a gritar desaforado:
–¡Abajo el sordo Cisneros! ¡Mueran los chapetones!
Decenas de vasos de aguardiente se levantaron a su salud mientras un
griterío ronco y enfervorizado recorría el local. En eso, entraron Domingo
French y Antonio Luis Beruti y el barullo se hizo más ensordecedor.
Alessandro reprimió el deseo de pedir unos orejones y se acercó a la mesa
de los revolucionarios.
Ambos eran hombres de acción. Domingo French, primer, y único,
cartero de la Administración de Correos, mostró decisión y coraje al
organizar junto a Juan Martín de Pueyrredón el cuerpo de Húsares y luchar
contra los ingleses, donde recibió en recompensa el grado de Teniente y
Sargento Mayor. Impaciente, de discurso rápido y apasionado, movía todo el
cuerpo al hablar y solía golpear la mesa con el puño para enfatizar sus ideas.
Antonio Beruti no se quedaba atrás. Empleado de las Cajas Reales desde
hacía diez años, no era un manso empleado público. Una furia carnicera le
encendía la sangre. La marginación, el desprecio y el hambre que asolaban
a grandes sectores de la población lo habían empujado, no a la política, sino
a la revolución. Porque eso eran ambos. Revolucionarios. Y como tales
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pescado hubiera sido mejor opción que aquella comida donde, con certeza, la
falta de higiene y salubridad solían ocasionar variados trastornos digestivos.
En ese momento, un joven fuerte y musculoso, de piel cobriza y cabellos
largos, posó sin disimulo su mano en las caderas de la mulata buscando
sentir la firmeza de sus carnes por debajo de la liviana pollera de bayeta
verde que usaba pese al frío. Laureana dio un alarido y giró bruscamente
para defenderse.
–¡Juera esas manos de ahí! –gritó a punto ya de abalanzarse encima de su
agresor. Un grito proveniente del local la detuvo en seco.
–¡Acosta! –French, asomado a la puerta de la fonda, reprendía y llamaba
al mismo tiempo a uno de sus protegidos.
–¿Acosta? –preguntó Alessandro con sorpresa– ¿Es usted familiar del
doctor Francisco Acosta?
Ramón Acosta escupió al escuchar el nombre y respondió:
–Es mi padre.
–Durante la Reconquista fui herido en la pierna y él, en plena calle, me
salvó de morir desangrado. ¿Dónde está? Lo he buscado para agradecerle
–dijo Alessandro sabiendo que, en realidad, más de una vez lo había odiado
por no haberlo dejado morir–. El Doctor Argerich me dijo que se marchó.
–Se fue de casa ese mismo día de la Reconquista –contestó Ramón con los
ojos negros, desafiantes, encendidos de odio. Por su culpa ese día también se
había quedado sin madre. ¡Y ella le hacía tanta falta!–. No sé en dónde está...
y no me interesa.
Sin decir más, avanzó hacia su jefe y juntos se metieron en la fonda.
–Es un mal bicho… lo siento en tuito el cuerpo –murmuró Laureana
espantada.
–Vamos –dijo Alessandro y juntos emprendieron el lento camino hacia el
barrio de la Piedad. Era la hora de la siesta. Las puertas de las casas se habían
cerrado y las calles se encontraban desiertas. La ciudad estaba tranquila…
pacífica… engañosamente apacible.
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LUNES 21 DE MAYO
Desde la mañana se sabía que iba a ser un día complicado. Antes de la
nueve comenzaron a llegar los alcaldes y regidores rumbo al Cabildo para
tratar, como siempre, las cuestiones de la ciudad. Azorados, vieron cómo
la Plaza de la Victoria, la Recova, la vereda ancha y hasta los portales del
Cabildo se iban llenando de gente. Eran los seiscientos “chisperos” de la
Legión Infernal comandados por Domingo French y Antonio Beruti. Todos
llevaban la imagen de Fernando VII y cintas blancas en los sombreros,
simbolizando la unión, la paz y la lealtad al Soberano. Todos llevaban
puñales y pistolas bajo sus raídos ponchos o capotes. Todos gritaban con
fervor:
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Se detuvo frente al puente levadizo que unía la Plaza del Fuerte con la
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de cáliz. Éste contenía en su interior el “té paraguayo” que los invitados, por
turnos, iban sorbiendo a través de una delicada bombilla también de plata.
Era el cebador quien entre mate y mate se encargaba de limpiar la bombilla
con una tela limpia.
–¡Señor Scavino! –exclamó Prudencio al verlo ingresar en la tienda–
¿Deseáis acompañarnos con un mate?
Alessandro se excusó lo más delicadamente que pudo. Demasiado caliente
y amargo para su paladar, ya malacostumbrado al delicioso chocolate. Hizo,
en cambio, un ademán para que continuaran con su conversación.
–Los problemas económicos son muchos –decía Marcó del Pont–. Los
precios de los comestibles y artículos de primera necesidad ya se han
quintuplicado.
–Y hay artículos que faltan, como el papel –comentó preocupado
Gardeazábal.
–Lo que falta es el efectivo –interrumpió Domingo García mientras sorbía
sonoramente el mate, cosa que por supuesto no debía hacerse. Alessandro
contempló con desagrado al esposo de la joven y hermosa Manuela. Retacón,
voluminoso y mofletudo, de modales toscos y arrogantes al mismo tiempo–.
Hay innumerables artículos para la venta, ¡pero no hay un peso en efectivo!
–gritó escupiendo a su alrededor.
–El tesoro es el que está sin un peso –intervino Prudencio salvando al
resto de las salivaciones de don Domingo–. No hay dinero para pagar los
sueldos…
–No hay dinero para pagar las deudas –completó Santa Coloma que tenía
todavía pendiente el cobro de un préstamo que le había hecho al Cabildo en
1802–. Ya os dije yo que con las medidas de Cisneros de abrir el comercio a
los ingleses iban a venir quiebras y atrasos...
–Es una vergüenza la poca firmeza que ha exhibido hasta ahora
Cisneros –dijo iracundo Gardeazábal, amigo y socio de Martín de Alzaga y
probablemente repitiendo palabras suyas–. Ante el primer escollo aflojó las
riendas y ahora todo anda desbocado.
Alzaga y Gardeazábal, entre otros españoles, aspiraban a cortar lazos
con la metrópoli en un intento por recoger ellos la herencia de España, en
especial, el monopolio comercial, a diferencia de los funcionarios virreinales
que se mantenían en silencio, dispuestos incluso a aceptar a Bonaparte con
tal de no perder sus empleos y prebendas.
–No te ofusques, Luis –contestó Santa Coloma, más moderado–. El Virrey
tiene buenas intenciones… lo que ocurre es que le falta sentido político y
apoyo.
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–¡No sabe controlar a los ingleses! ¡No sabe controlar a los americanos! –
continuó Gardeazábal con furia– Debería decirles a todos esos ignorantes que
fuimos nosotros, y no ellos, los que hemos hecho progresar estas tierras…
Ahora que el monarca era ya una figura imaginaria y el sentimiento de
libertad avanzaba con velocidad, españoles y criollos estaban destinados a
chocar irremediablemente. Viendo que el discurso iba por senderos cada
vez más ríspidos, Alessandro mostró a don Prudencio el botón de nácar que
siempre llevaba consigo por las dudas. El comerciante lo observó con aires
de entendido y comentó que pertenecía con seguridad a un capote de muy
buen nivel.
–Yo tengo uno… –alardeó García escupiendo a los cuatro costados y
luego, como arrepintiéndose, se calló la boca.
¿Por qué calló? –se preguntó Alessandro antes de que la imagen de
la dulce, aburrida y fantasiosa Manuela, mezclándose con la de María
Concepción, lo invadiera por completo.
MARTES 22 DE MAYO
El día amaneció gris y helado, sin embargo, las negras nubes que iban
cubriendo el horizonte no impidieron que una multitud se congregase en
los alrededores del Cabildo. Por todos lados se veían las casacas azules de
los Patricios, fuertemente armados y al mando del Capitán Eustaquio Díaz
Vélez, uno de los oficiales más audaces y revolucionarios del cuerpo. Con
los fusiles al hombro, controlaban el paso dando la imagen de hallarse en una
ciudad tomada. Pero los Patricios no estaban solos. Enfundados en ponchos
y capotes que marcaban la silueta de los puñales y pistolas que llevaban por
debajo, la Legión Infernal ejercía presión y derecho de admisión.
Ignacio Díaz de la Vega, con su esquela en la mano, intentaba llegar
hasta la puerta del Cabildo atrapado en un mar de gente. Empujones, gritos,
insultos se oían de una y otra parte. Militares y chisperos complicaban la
entrada. De golpe, sintió que lo tomaban con fuerza de un brazo, obligándolo
a enfrentarse cara a cara con un par de ojos negros que destilaban furia, que
parecían odiarlo sin saber quién era ni por qué.
–Vos no pasás. ¡Mueran los chapetones! –rugió Ramón Acosta con aire
provocador.
–¡Es uno de los nuestros, Acosta! –gritó Beruti– ¡Dejalo pasar!
Demorándose unos segundos, como si no quisiese largar su presa, Ramón
finalmente aflojó la presión sobre el brazo de Ignacio y se apartó. Éste, con
el corazón acelerado, avanzó hacia el Cabildo. “Es de los nuestros”, seguía
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repitiendo su cabeza. Sí, ese día estaban del mismo lado, pero ¿por cuánto
tiempo más? El recuerdo del odio implacable que había visto en esos ojos le
dijo que no sería mucho.
Esa mañana gris, doscientas cincuenta y un personas, de las cuatrocientas
cincuenta efectivamente invitadas, lograron entrar. El número de españoles
fue menor al de los americanos. Varias circunstancias contribuyeron. A
muchos españoles no los dejaron pasar, otros prefirieron no correr el riesgo y
directamente no asistieron. Invitaciones de españoles fueron a parar a manos
criollas, lo mismo que varias impresas de más el día anterior en la Imprenta
de los Niños Expósitos controlada por el chispero Agustín Donado. Es
por todo eso que el Cabildo no contó con la asistencia de muchos vecinos
“decentes” de la ciudad, como había sido la intención del Virrey, y sí con
la revoltosa presencia de pulperos, oficiales de segunda y habitantes de las
barriadas pobres. Se anticipaba, por tanto, una jornada poco tranquila. Una
jornada revolucionaria.
Ignacio logró atravesar los arcos del Cabildo. Pasó por la galería inferior,
donde solía montarse el triste y repelente espectáculo de ver expuestos los
cadáveres encontrados en calles y huecos, generalmente como resultado de
peleas, accidentes o muertes repentinas, a fin de ser reconocidos y reclamados
por sus deudos. No lejos de allí, se encontraba el sitio donde llevaban a
cabo las subastas públicas. Con esfuerzo ingresó al edificio, pero dentro la
cosa no estaba más tranquila. Una multitud se agolpaba en las estrechas
escaleras para acceder al piso superior. Observó con preocupación cómo los
corredores y laterales de la Sala Capitular estaban ya poblados por jóvenes
revolucionarios de la Legión Infernal. Como la concurrencia iba a exceder
la capacidad de la solemne Sala de Acuerdos, se había acondicionado al
efecto la extensa galería superior. En el extremo norte de la misma se ubicó
el estrado. Sobre éste, una gran mesa con tapiz de terciopelo rojo carmesí
presidía el lugar. Los altos sillones de las autoridades se encontraban a su
alrededor. Desde allí hasta el extremo sur de la galería se acomodaron todos
los bancos y escaños que se habían logrado conseguir de la Catedral y de las
Iglesias de Santo Domingo, San Francisco y la Merced.
Una vez allí, miró a su alrededor buscando un sitio donde ubicarse. Entre
la multitud divisó a Manuel Belgrano, parado frente a una de las ventanas
que miraban a la plaza. Su ubicación no era casual. Respondía a un sistema
de señales ya acordado con French y Beruti. Si la cosa se complicaba él
agitaría un pañuelo blanco y los “chisperos”, apostados en la plaza y dentro
del mismo Cabildo, entrarían en acción…
A las diez y media de la mañana todo parecía listo para arrancar. Luego
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Calle del Santo Cristo entre Piedad y La Merced… no, no, Arce entre Lezica
y Sáenz Valiente. Alessandro sacudió la cabeza. No podía acostumbrarse
a la nueva denominación de las calles impuesta luego de las invasiones,
cuando se decidió ponerles el nombre de vecinos destacados en la lucha
contra los ingleses. Y justamente a los ingleses iba a ver aquella destemplada
tarde. Muerto de frío, llegó a la posada de “doña Clara”24. Mary Anne Clarke
Taylor, o “Clara la inglesa”, era una atractiva viuda de tumultuoso pasado que
desde su arribo, una década atrás, había escandalizado a la pacata sociedad
porteña. Sin embargo, gracias a su inteligencia y habilidad había logrado
prosperar y de tener un prostíbulo lleno de marineros borrachos pasó a ser la
propietaria de una posada muy frecuentada por la activa comunidad inglesa
de la ciudad. El marino Guillermo Brown, por ejemplo, era asiduo visitante
de su fonda. Además, el lugar era estratégico. Desde su azotea se dominaba
el río y gracias a los buenos telescopios que poseía, podían estar al tanto de
las entradas y salidas de todas las embarcaciones. Fue allí entonces donde,
justamente, ese año estableció su sede la “British Commercials Suscription
Rooms of Buenos Aires”.
Con puntualidad británica llegó a su cita con el Presidente de la
asociación, don Alexander Mackinnon, importante comerciante radicado
en Buenos Aires. Alexander no tenía el aspecto de un atildado Lord inglés
sino más bien el de un audaz aventurero. No era para asombrarse. La gran
mayoría de ingleses que llegaban a las lejanas tierras del Virreintato no eran,
precisamente, la flor y la nata de la sociedad inglesa. De todas maneras, la
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que hubo gritos e insultos, pero me contó que no se fueron a las manos
porque, al parecer, la lucha no es el fuerte de Moreno –concluyó en tono
de burla refiriéndose seguramente a que, en 1806, mientras la ciudad entera
intentaba la reconquista contra el invasor inglés, Mariano escribía y escribía
como un enloquecido sin salir del escritorio de su casa.
Incómodo por el lugar y la conversación, Alessandro se despidió. Mientras
pasaba por la sala de lectura, que contaba con periódicos de todo el mundo,
y salía de la posada, tuvo la incómoda sensación de ser observado. Hay ojos
por todos lados, pensó. Un escalofrío le recorrió la espalda.
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MIÉRCOLES 23 DE MAYO
La mesa estaba servida. La voluntariosa Casilda Igarzábal preparó un
opíparo desayuno para aquellos revolucionarios que habían llegado del
Cabildo pasada la medianoche y aún no habían repuesto energías. Humeantes
tazones con café, leche y chocolate los esperaban junto a unas riquísimas
tostadas acompañadas de manteca y jalea de naranjas e, incluso, bollitos de
miel y pastelitos comprados aquella misma mañana en la panadería cercana
al convento de San Francisco.
–Mmmmm –exclamó Nicolás Rodríguez Peña con los ojos risueños y la
franca sonrisa que lo caracterizaban–. ¡Te luciste, cariño!
Dio un beso a su esposa y se sentó a la mesa. Ella lo contempló, feliz.
Su misión no era fácil. Sabía de las reuniones secretas de su marido y no
ignoraba el riesgo y el peligro a los que se exponía. Debía observar todo
desde un discreto segundo plano pero al mismo tiempo estar siempre allí,
para cobijar, para aliviar los dolores y las preocupaciones del hombre con
quien se había casado. Poco después aparecieron Juan José Castelli, que
25 En la actualidad, Plaza Lorea, integrante del espacio verde de la extensa Plaza del
Congreso.
26
Ubicada en las actuales calles Bartolomé Mitre y Paraná.
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por la hora en que había terminado la sesión no cabalgó hasta San Isidro y
se quedó allí, y el vecino Ignacio Díaz de la Vega, quien acudió temprano
interesado en saber si había novedades. Los tres atacaron sin piedad el
desayuno hasta que el aldabón de la puerta les anunció un cuarto comensal.
Manuel Belgrano entró en la sala. El madrugador Manuel hacía rato que
había desayunado pues quería pasar por el Cabildo a ver si estaba concluido
el recuento de los votos.
–¿Estás bien, Manuel? –preguntó Nicolás al ver a Belgrano muy pálido.
–Sí, estoy bien. No te preocupes –le contestó éste mientras sentía un
dolor punzante en su garganta y atisbos de fiebre que lo acosaban sin piedad.
Culpa de la humedad de la noche anterior. Humedad que había complicado
sus pulmones pero también su corazón al entablar, aunque breve, un diálogo
con María Josefa Ezcurra, mujer inteligente, apasionada… y casada, que le
quitaba el aliento y la razón–. El recuento está hecho –anunció para quitarse
a María Josefa de la cabeza–. ¡Ha sido una victoria aplastante! Con 26
abstenciones, la moción de destituir al Virrey se impuso por 164 sufragios
contra 61 de los españolistas que pretendían conservarlo en su cargo.
–¡Bravo! –exclamó Nicolás lanzando un pastelito al aire– ¿Y ahora?
¿Cómo sigue la cosa?
–Triunfó la moción de Saavedra, así que el Cabildo deberá designar a
una Junta Provisoria –explicó Manuel–. Se han retirado a sesionar a puertas
cerradas.
–¿A puertas cerradas? –preguntó Ignacio sorprendido.
–Esto me huele mal… –murmuró Castelli pensativo.
Había escuchado al nervioso y desconfiado Moreno decir la noche anterior:
“El Cabildo nos traicionará”. Juan José bebió otro sorbo escondiendo en la
humeante taza de café el ceño fruncido y preocupado.
Algo olía muy mal y no era, precisamente, el desayuno de la valerosa
Casilda.
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denso humo de los cigarros. Entrecerró los ojos para observar mejor. Divisó
a varios oficiales y soldados del vecino Regimiento, asidua clientela del
café. También, a unos cuantos exaltados que, achispados por el vino, el licor
o el aguardiente, gritaban barbaridades arriba de una tarima. Es que en los
cafés solían prosperar la irreverencia y la herejía. Sin tapujos, se llamaba
cornudo al desdichado Carlos IV y genio a Voltaire, se blasfemaba de Cristo
y se nombraba a Rousseau. Y justamente a un fiel seguidor de Voltaire y de
Rousseau buscaba él. Lo encontró sentado solo en una mesa, escuchando
los diálogos de la gente y tomando, de a pequeños sorbos, una copa de licor.
–¿Doctor Moreno?, ¿le molesta si lo acompaño unos minutos?
Tras dudarlo unos instantes, Moreno lo invitó a sentarse con un gesto.
¡Qué rostro más interesante para hacer un retrato!, pensó impactado no bien
estuvo frente al joven abogado de treinta y un años. Casi mulato, su piel
morena revelaba los humildes comienzos en el pobrísimo Barrio del Alto
de San Telmo. Portaba, además, las indelebles marcas de una viruela sufrida
de niño, que no eran sino una muestra de su voluntad a prueba de fuego,
aquella que lo empujaba siempre a ser más y más y a no detenerse frente a
las adversidades. Y sus ojos... Unos ojos negros y vivaces, que se encendían
por la fuerza de sus convicciones, que contagiaban a los demás la pasión de
sus ideas, que eran, para el valiente que se atreviera, la puerta de entrada
al abismo del verdadero Mariano Moreno. Un abogado exitoso, relator de
la Real Audiencia y asesor del Cabildo, brillante y respetado, tan brillante
que hacía sentir invisibles a los demás. Un trabajador incansable, que se
entregaba a sus ideas noches enteras hasta que el reuma le agarrotaba las
manos impidiéndole siquiera tomar la pluma. Un hombre idealista, atrevido,
precipitado, un hombre para admirar, para extrañar, pero no para tener, salvo,
quizás, para la dulce María Guadalupe Cuenca, la única que podía salvarlo
de sí mismo. Un patriota nervioso, desconfiado de todo y de todos, cargado
de temores, posiblemente neurótico, incluso tal vez, algo desequilibrado…
un patriota que era justamente lo que la patria necesitaba en ese momento.
Un jacobino que no se detendría ante nada. Un revolucionario que encendía
a la gente con sus escritos y palabras y así la conducía a la libertad...
Uno de los parroquianos, que tras unos cuantos tragos de aguardiente se
creía el mismísimo Juan Jacobo Rousseau, discurseaba arriba de la tarima.
La concurrencia miró expectante a Moreno, el “sabiecito del sur” como ya lo
llamaba Beruti. Mariano tomó su copa y la levantó en señal de aprobación.
El griterío fue entonces ensordecedor.
–Tres cadenas sujetaron a este gran continente a la metrópolis por más de
trescientos años –le dijo entonces a Alessandro con un tono de voz mucho
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más sereno del que hubiera imaginado para los nerviosos movimientos de
su cuerpo–: el terror, la ignorancia y la religión católica. Es hora de que el
pueblo aprenda. Aprenda que es sólo de él, de la voluntad general, de donde
parte toda autoridad.
Lector voraz y apasionado, alumno brillante y destacado, Moreno logró
acceder a una educación que su humilde padre no estaba en condiciones de
proporcionarle. En la Universidad de Chuquisaca, donde estudió derecho,
el pensamiento de los filósofos franceses, especialmente de Rousseau, lo
atraparon por completo. Y entonces ya sólo fue cuestión de tiempo.
–¿Y la economía qué papel juega en eso? –preguntó Alessandro queriendo
llevarlo al terreno que a él le interesaba.
–Fundamental. No hay revolución sin dinero. En la batalla por el libre
comercio está la génesis… –las últimas palabras de la frase quedaron
sepultadas bajo el ruido de las carambolas de los billares ubicados en el
fondo del local, por lo que repitió más fuerte–: está la génesis, el origen, de
la revolución.
El año anterior, la firma inglesa Dillon y Thwiates había reclamado el
derecho de introducir libremente sus mercaderías ante la oposición, por
supuesto, de los comerciantes monopolistas españoles. Entonces, cansados
de los perjuicios que les ocasionaba el monopolio con España, los hacendados
y agroexportadores criollos recurrieron al doctor Mariano Moreno para dar a
conocer su posición.
–En la “Representación de los Labradores y Hacendados” se demostró la
necesidad de los productores de poder comerciar directamente con Inglaterra
y con otros importantes clientes de sus productos, solicitándose por lo tanto
la aplicación del sistema de libre comercio –resumió Moreno el contenido
de su escrito, hábil y preciso, influenciado claramente por las teorías
económicas de Manuel Belgrano que, aunque no tuvo gran trascendencia
en ese momento, luego sería esgrimido como uno de los pilares iniciales del
liberalismo económico del país.
–Y fueron escuchados –acotó Alessandro–. Poco después el Virrey
Cisneros decretó el “Reglamento de libre comercio”.
–Sí, es verdad, pero la victoria nunca es completa. Es más fácil sostener
utópicos ideales de libertad que romper la cadena comercial de Cádiz…
–Y su contrabando.
–¿Puede existir cosa más ridícula –exclamó Mariano con la mirada
encendida– que un comerciante que defiende a los gritos la observancia de
las leyes monopolistas y, dentro de su tienda, no vende más que géneros
ingleses ingresados clandestinamente? ¡Qué burla! ¡Qué insulto a nuestros
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derechos!
–¿Eso era lo que hacía Juan Díaz de la Vega? –disparó Alessandro
esperando la reacción, que no se hizo esperar. Los inquietantes ojos de
Moreno brillaron y, para el que estuviera atento, por ellos pasaron la furia, el
odio y también el temor.
–Ese delincuente no merece que perdamos un solo segundo hablando
de él –dijo con la voz grave y los dientes apretados–. Dios hizo justicia –
prosiguió el revolucionario que pese a todo no dejaba de ser católico– antes
de que el doctor Castelli consiguiera encarcelarlo por sus múltiples delitos.
–¿El doctor Castelli…? –preguntó Alessandro pero ni una palabra más
salió de los labios de Moreno.
Una ráfaga de viento que recorrió el local al abrirse la puerta de entrada
le recordó que tenía que emprender el regreso a casa. Se levantó, dispuesto
a dejar la mesa y el café, pero no pudo resistir la tentación.
–Discúlpeme, doctor Moreno, pero necesito saber por qué participó de la
Asonada contra Liniers.
–No es el primero –contestó Moreno con una sonrisa triste en los labios–.
Verá, cuando Fernando VII cayó cautivo de Bonaparte, España constituyó
primero un gobierno de Juntas y luego la Junta Central de Sevilla y lo hizo
sin el acuerdo ni la voluntad expresa del Monarca. Esa junta, señor Scavino,
no tuvo nunca autoridad sobre América y, al aceptarla, sólo establecimos un
vasallaje de vasallos. Creí entonces, y creo ahora, que debemos darnos un
gobierno propio, republicano y Alzaga fue el primero que intentó llevarlo a
cabo.
–Pero, ¿Alzaga?
–A veces uno debe aliarse con el demonio mismo si es necesario –
respondió el jacobino, antimonárquico y republicano, que nunca había
coincidido con las salidas intermedias de los carlotistas como Belgrano y,
menos aún, con la moderación extrema y pacata de Saavedra.
De hecho, Moreno y Saavedra se transformarían sólo poco tiempo después
en los referentes de dos visiones completamente distintas y enfrentadas sobre
cómo manejar el proceso revolucionario.
Sacó de su casaca una cigarrera en la que se leía “Viva el Rey Fernando
VII” y tomó un cigarrillo de papel. Siguiendo la mirada de Alessandro rio
de buena gana, con una sonora carcajada que desapareció tan súbitamente
como llegó:
–Voy a tener que cambiarla, ¿no? –encendió el cigarrillo y aspiró con
fuerza. Su rosto volvió entonces a su adustez habitual– Hay que hacer lo
que sea necesario… cueste lo que cueste… sí… deberemos derramar mucha
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JUEVES 24 DE MAYO
Alessandro se paseó entre los escritorios llenos de expedientes. Aquella
mañana, nublada y fría, había salido temprano de casa rumbo al bufete del
doctor Castelli. Intuía que si esperaba unas horas ya no podría hablar con
él, pues los acontecimientos en la otrora tranquila Buenos Aires no habían
dado respiro en los últimos días. Seguramente sería por eso que el trabajo
del eficiente abogado se acumulaba visiblemente sobre los escritorios. Paseó
la mirada, distraído, por los numerosos expedientes que poblaban la pesada
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Poco después del mediodía se supo finalmente qué era lo que el Cabildo
y el Virrey venían tramando frenéticamente desde el día anterior. En uso
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La casona de San Miguel y Las Torres estaba repleta esa noche. Sus
dueños, Nicolás Rodríguez Peña y Casilda Igarzábal, no daban abasto
recibiendo a los visitantes. Éstos habían copado ya el zaguán, los corredores,
el comedor y la gran sala que daba a la calle San Miguel. Las antiguas y
civilizadas tertulias parecían haber sido reemplazadas en los últimos días
por aquellas reuniones abiertamente revolucionarias. La tenue luz de las
candelas rebotaba contra las paredes blanqueadas a la cal iluminando los
amplios ambientes. En la sala, la gran araña de cristal aportaba un poco más
de luz. Los hombres, sentados o de pie, hablaban y discutían acaloradamente
sobre lo que debía hacerse. Todavía no se conocía la decisión de Cisneros.
No sabían si éste había renunciado o intentaría algo más. Pero mientras
los hombres deliberaban, Casilda y las esclavas de la casa no permanecían
quietas. Iban y venían llevando jarras con café y vino para los asistentes y
se ocupaban de avivar las llamas de las velas cuando éstas amenazaban con
apagarse. Al cabo de un rato, recorrieron los cuartos encendiendo algunos
sahumadores que, con deliciosas esencias, permitieron enmascarar los
penetrantes olores emanados de los cigarros y de la humedad de aquellos
antiguos y espaciosos ambientes.
Las conversaciones llevaban ya varias horas entre la incertidumbre y la
desazón y el 24 de mayo se despedía sin una resolución. Manuel Belgrano,
vestido con su uniforme de Sargento Mayor de Patricios, estaba recostado
sobre uno de los sillones de caoba de la sala, escuchando la discusión que
se desarrollaba en el vecino comedor. Se sentía pésimo, completamente
exhausto por las largas jornadas de los últimos días, la fiebre que no lo
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VIERNES 25 DE MAYO
La lluvia, constante y pareja, golpeaba los postigos entreabiertos. A través
de las rejas de las ventanas se advertían las luces de los faroles aún encendidos
que iluminaban trémulamente aquella oscura mañana. Tan oscura como el
ánimo de Alessandro. Sentado en su estudio con la mirada perdida, su mano
se movía sin cesar, haciendo girar entre los dedos el comprometedor botón
de nácar. De repente, con el semblante ofuscado, estiró el brazo y arrojó
el botón con fuerza. En su vuelo éste golpeó una jarra de porcelana que
descansaba sobre la cómoda y todo cayó al suelo con ruidoso estrépito. ¡Por
qué se le había ocurrido aceptar tan ridículo encargo!, pensó malhumorado.
Lo único que había logrado era pasear por toda la ciudad, de un lado a otro,
sin más ganancia que un profundo dolor en la pierna. Nunca descubriría al
asesino de Díaz de la Vega. Había tantos móviles que no había ninguno.
Podía ser una venganza personal, una necesidad política o incluso un ajuste
de cuentas económico. Autoridades virreinales, milicias, fuerzas de choque,
comerciantes monopolistas, espías ingleses o abogados criollos, el asesino
podría haber sido cualquiera de ellos y también podría no haber sido ninguno.
Laureana corrió hasta el estudio. Vio la jarra partida en mil pedazos y,
entre ellos, al pequeño botón de nácar. Lo levantó y se acercó a su amo. El
la vio venir y advirtió en sus ojos un profundo cambio, una nueva luz. Era la
luz de la esperanza. La luz de que el mañana era aún posible.
–No se rinda, amo –susurró y le devolvió el botón.
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embargo, nunca la hecha en casa era tan rica como la del mazamorrero. Era
imposible reproducir caseramente el sacudimiento continuado que tenía el
postre dentro de los tarros del vendedor ambulante, que a partir del mediodía
recorría las calles de la ciudad vendiendo su deliciosa mercancía.
Entonces, inquietantes noticias cruzaron la calle. Al parecer el Cabildo
había decidido no aceptar la renuncia de Cisneros, manteniéndolo en el poder.
Gritos roncos, enfurecidos y amenazantes, recorrieron la plaza. Luego, el
caos. Chisperos y soldados, algunos con sus caballos, avanzaron con furia
hacia el Cabildo. Los viejos portones del ayuntamiento comenzaron a crujir
por la presión. El propio Domingo French, furioso, enardecido por una
bronca eterna, infinita, golpeaba con los puños la puerta principal y gritaba
a todo pulmón:
–¡Queremos saber de qué se trata!
Dentro del Cabildo, el síndico Julián de Leiva, lívido, trémulo y sudoroso,
temiendo un linchamiento a manos del populacho, imploró a Martín
Rodríguez:
–¡Por Dios, Capitán! ¡Detened a esa turba!
–Sólo si me autorizáis a informar al pueblo que el Cabildo desiste de su
empeño y que Cisneros queda definitivamente separado de todo mando.
Leiva y el resto de los cabildantes sólo atinaron a asentir. El valiente
militar no perdió un segundo, salió al balcón y con su vozarrón tranquilizó a
la gente. Cisneros ya no gobernaría más.
La primera batalla estaba ganada.
–¡Tened un rato de paciencia que se va a tratar todo lo demás! –añadió.
Ahora era el momento de librar la segunda.
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Tocó la puerta con fuerza, no una sino varias veces. ¿Cuándo llegarían
los demás? Antes de salir hacia la casa de los García le había pedido a
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28 O deshabillé.
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rencor.
–Es mi culpa –volvió a gemir con el corazón destrozado, sabiendo que
fue justamente su amor por ella lo que la condenó y empujó al final.
Alessandro sintió que su misión ya estaba cumplida. Puso una mano en el
hombro de Domingo intentando darle algún insuficiente consuelo. Saludó a
Ignacio con la cabeza, sin darle tiempo de hablar, y dejó todo en manos del
fiscal Caspe.
Salió a la calle. Aún llovía. Los faroles y candilejas se apagaban debido al
agua caída durante todo el día. Por ello, las familias criollas habían abierto
pese al frío todas las ventanas para iluminar los zaguanes. A medida que
avanzaba lentamente por el centro porteño vio las casas llenas de gente que,
felices, festejaban. Escuchó el sonido de claves y pianos y las risas de quienes
bailaban con alegría. Él no podía compartirla. Ella había muerto. Le dolía la
pierna. Le dolía el corazón. Sabía que Manuela no había sido más que una
pálida copia de María Concepción, sin embargo, el dolor que acumulaba en
el cuerpo y en el espíritu era inmenso. Y era tanto que explotó en su interior,
recorriéndolo por completo, devastándolo. Sin poder evitarlo, rompió a
llorar en medio de la calle. Entonces, advirtió que ese mismo dolor que lo
martirizaba también lo sacaba del letargo en el que había estado sumido
desde hacía tanto. Sufría, pero vivía. Sintió entonces que María Concepción
le devolvía, por fin, el alma. Abrió los brazos.
–¡Volví! ¡Estoy vivo! –gritó a todo pulmón en medio de la calle, sintiendo
cómo la fría lluvia se mezclaba con sus propias lágrimas.
Debía seguir su camino. Aún faltaban unas cuantas cuadras. Muerto de
frío, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y allí lo encontró. El
precioso botón de nácar. El que le había traído tanto sufrimiento. El que
había rescatado su vida. Lo miró por unos instantes, sin saber qué hacer con
él. Luego, abrió la mano y lo dejó caer.
Lenta, vanidosamente, éste dio varias vueltas en el aire antes de estrellarse
contra la calle. Como si nunca quisiese llegar. Como si pudiese flotar
eternamente. Al final, cayó al barro.
Y desapareció.
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CUENTA REGRESIVA
(1820-1810)
¡CINCO!
1820
“No hallo medio entre salvar a la patria o morir con honor” Manuel
Belgrano.
Los ladridos de unos perros callejeros lo despertaron. ¿Cuándo se
solucionaría finalmente el problema de los animales vagabundos?, pensó
Ignacio Díaz de la Vega entre dormido y malhumorado. Pese a que todos
debían presenciar con frecuencia el espantoso espectáculo que daban los
presidiarios matando a los perros con brutales garrotazos, el tema estaba
lejos de resolverse. Se movió lentamente en la cama, sin abrir los ojos aún.
Las calles todavía estaban tranquilas, sin los gritos de pregoneros ni el
traqueteo de carretas y carruajes. Sólo un revoloteo metálico de campanas,
llamando a una misa tempranera, se colaba desde el exterior. Dentro de la
casona también todo estaba en calma. Apenas se intuían los cuidadosos
movimientos de los sirvientes que comenzaban sus actividades diarias. Los
niños dormían, incluida la pequeña Guadalupe, nacida sólo unos meses atrás
y cuyos llantos solían irrumpir en medio de la noche. Se movió nuevamente
en el lecho hasta abrazar el cuerpo caliente de Catalina, su mujer. Olió el
perfume de su cabello renegrido y volvió a sentir el mismo deseo de siempre,
que no mermaba tras el tiempo transcurrido desde aquella primera noche
juntos, cuatro años después de su casamiento, ni los hijos que iban llegando.
Cuatro niños dominaban ya la casa… cuatro niños y José, por supuesto.
Su mano comenzó a recorrer las sinuosas curvas de su esposa, sabiendo
cómo terminaría todo aquello, cuando de pronto sintió una sensación de
desaliento, un estremecimiento que invadió su pecho y lo hizo detenerse.
Con un sombrío presentimiento se levantó y caminó hasta la ventana. El frío
de aquella mañana gris mordió su cuerpo, aún cálido por las cobijas de la
cama.
–¿Ocurre algo? –preguntó Catalina adormilada.
–¿Qué día es hoy?
–Ehhh… 20… 20 de junio –respondió ella al cabo de un rato.
–20 de junio de 1820 –murmuró abatido–. Presiento que hoy será un día
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¡CUATRO!
1816 a 1819
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solas.
–Bueno, Marica, ¡arriba ese ánimo! Mira que sola, sola, está María
Josefa –dijo Carmen de Alvear, española garbosa, de conversación abierta y
entretenida, intentando alivianar el ambiente con un chisme sabroso–. En la
casa de los Ezcurra están criando a un niño. Fue adoptado por Juan Manuel
Ortiz de Rozas, el que se ha casado con Encarnación, pero ¿saben?… –hizo
una pausa para proseguir luego en voz baja– varios susurran que es hijo de
María Josefa… y de Belgrano.
Catalina lo sabía y lo había discutido con Ignacio varias veces. Su marido,
por supuesto, defendía a su venerado Belgrano. Que María Josefa ya estaba
casada con un primo español, que la guerra del Norte, que la presión social…
Ella también admiraba a Manuel, pero creía que haber dejado sola a María
Josefa en semejantes circunstancias era un terrible error.
–Así son los hombres –dijo entonces pensando en las contradicciones de
Belgrano–. Siempre empeñados en liberar al resto de los hombres… pero
nunca a las mujeres…
–No el tuyo –susurró Juana con envidia detrás de la prenda que estaba
zurciendo. Hija del ex Virrey Joaquín del Pino, era una muchacha retraída y
taciturna y esos rasgos se habían ido acentuando con la muerte de la hija y
la larga ausencia de Bernardino, evidentemente mucho más penosa para ella
que para él–. Vos lo tenés a tu lado… los tenés a todos a tu lado.
–No. No a todos –contestó Catalina con brusquedad sintiendo al bebé
moverse intranquilo en su vientre–. José…. –alcanzó a decir antes de que se
le quebrara la voz.
Aquel hijo de una pasión adolescente, fortuita e imprudente, aquel niño
tan parecido a su padre, se había ido de su lado. Quién sabe por qué mares
andaría ahora, qué peligros debería sortear...
Y todo por culpa de aquel demonio de ojos negros y voz susurrante que
no los dejaba en paz desde hacía ya tantos años.
“Van los 2.000 sables de repuesto que me pidió; van 200 tiendas de
campaña… y no va más. ¡Va el demonio! ¡Va la carne! Y yo no sé cómo
me irá con las trampas en que quedo para pagarlo todo…y, ¡carajo! no
me vuelva a pedir más si no quiere recibir la noticia de que he amanecido
ahorcado de un tirante de la fortaleza” Carta de Juan Martín de Pueyrredón
a José de San Martín.
Ignacio ya estaba listo. El frac impecable, el corbatín almidonado, su
rostro bien rasurado y la galera en la cabeza. Para eso, había concurrido esa
tarde a lo del barbero, un negro que tenía uno de aquellos “cuartos redondos”
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no lo hubiera logrado.
Déspota o conciliador, corrupto o estadista. Catalina buscó, a su vez, la
mirada de Ignacio y ambos sonrieron cómplices. ¿Es que alguna vez estarían
de acuerdo?
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casados.
–¡No puedo creer que nos vayan a vender a Francia como antes intentó
hacerlo Alvear con Inglaterra! –exclamó furiosa con el cuerpo encrespado y
los ojos negros brillándole con intensidad– ¡Son todos unos traidores! –y, para
provocar a Ignacio que se mantenía calmo, cosa que siempre la había vuelto
loca, le espetó–: ¡También tu adorado Manuel, que anduvo propiciando la
coronación de Francisco de Paula, el hermanito de Fernando VII, cuando
estuvo en Europa y ahora la de un Inca en el Congreso de Tucumán!
Ignacio intentó disimular el golpe. Aún le dolían las burlas que había
generado en Buenos Aires el plan estratégico de Belgrano. Tendremos “una
monarquía en ojotas”, “un rey de patas sucias” y muchas barbaridades más,
se mofaron en diarios y cafés. Pero, pese a todo, logró sonreír, aparentemente
imperturbable.
–¡No te rías! Si Moreno o Castelli se enterasen de lo que está sucediendo…
¡volverían a morirse!
–Los tiempos han cambiado, mi amor. Es cierto que en 1810 todos
estábamos convencidos de que la forma republicana era la más conveniente
para nosotros, pero ahora la situación no es la misma. En estos momentos,
Europa detesta todo lo republicano y una monarquía constitucional nos
aseguraría la paz y el reconocimiento internacional del país. Y… –se levantó
mirándola con una intensidad que estaba muy lejos de ser calma –nuestra
patria no puede vivir sin el apoyo de las naciones organizadas… como yo no
puedo vivir sin vos.
Ninguno dijo más. No era necesario. Desde aquella maravillosa noche en
la que se habían amado por primera vez, después de cuatro larguísimos años
de matrimonio, sabían perfectamente cuándo se iniciaba todo. Bajaron de
la azotea y mantuvieron la compostura hasta llegar a la habitación. Apenas
cerrada la puerta, un revuelo de enaguas y pantalones ocupó la escena.
Siempre era así. No se cansaban de buscarse, tocarse, olerse, besarse…
presos de una necesidad infinita, inacabable, poderosa.
–Vos sos mi Rey –alcanzó a murmurar Catalina antes de que el delirio la
invadiera y ya no pudiera seguir hablando.
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las bullas y los disturbios. Solía romper los vidrios de faroles a pedradas,
dejando a oscuras calles enteras. Solía encontrarse en tenebrosos huecos y
plazas con cuchilleros, prostitutas y malandrines, habituales compañeros
nocturnos. Sí. Ramón Acosta hacía insegura a Buenos Aires pero, también,
contribuía con su seguridad.
Como no había aún centinelas apostados en las bocacalles, la vigilancia
durante la noche se hacía por medio de patrullas encabezadas por un alcalde
de barrio, un teniente de alcalde o un vecino. Pero, como para la mayoría
de ellos la idea de andar haciendo rondas nocturnas no era muy atractiva,
pagaban para que otro ocupara su lugar. Cuando los naipes, las riñas de
gallos o el billar dejaban a Ramón Acosta sin un real, conseguía algunos
centavos integrando una patrulla nocturna.
Esa noche estaba de ronda. Su cuerpo entrenado, su mirada violenta,
intensamente negra, y una cierta sensación de poderío que emanaba de sus
movimientos, rápidamente lo convirtieron, a falta de verdaderas autoridades,
en el líder del grupo. Irían tras vagos, ebrios y mal entretenidos o, quizás, se
meterían en algún baile o burdel hasta que llegara la mañana.
El sonido de un caballo a los lejos, avanzando por la oscura calle, alertó a
la patrulla. Con vista de lince, Acosta identificó al jinete y sonrió. No podía
creer en su buena suerte. Se paró en medio de la calle, obligando al caballo
a detenerse y con su voz ronca gritó la fórmula de rigor:
–¿Quién vive?
–La Patria –contestó Ignacio sin poder creer en su mala suerte. Nueve
años habían pasado desde aquel terrible episodio. Nueve años y la amenaza
seguía en pie.
–¿Qué gente?
–El Doctor Díaz de la Vega –masculló casi resignado.
–¡Bájese del caballo! –ordenó con una sonrisa maliciosa instalada en los
labios.
Ignacio protestó por el atropello. El resto de la patrulla observaba en
silencio, sin entender, sin importarles tampoco. Insistiendo en que se apeara
del caballo, Ramón sacó un trabuco y apuntó al pecho de Ignacio. Éste no
tuvo más remedio que bajar.
–Así me gusta, paisano –murmuró socarrón mientras que, aún apuntándole
con el trabuco, lo registraba en búsqueda de algo que robarle.
No podía privarse de semejante placer aunque esa noche él fuese la ley. Si
debía seguir esperando para poder matarlo, podría al menos obtener alguna
ganancia. Palpó un reloj de bolsillo prendido debajo el poncho. Introdujo su
mano y lo arrancó. Satisfecho, se alejó unos pasos para poder observar mejor
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¡TRES!
1815
“Estas Provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes,
obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso. Ellas se abandonan
sin condición alguna a la generosidad y buena fe del pueblo inglés…”. Carta
de Carlos de Alvear a Lord Strangford, Embajador inglés en Río de Janeiro.
Luego de los intensos preparativos de los últimos días, todo estaba listo.
Pese a su despojada sencillez, el comedor de recibo lucía impactante. La
enorme araña iluminaba cálidamente toda la estancia ayudada por el color
claro de la tela de damasco que cubría las paredes. Los muebles relucían.
Sobre una primorosa mesa de arrimo se colocaron varios candelabros de
plata. La larga mesa de pino donde se desarrollaría la cena, vestida con un
impecable mantel de algodón, estaba ya preparada con gran parte de las
ciento ochenta piezas que componían la vajilla de herencia familiar, entre
ellas, variados platos y platitos de loza, elaborados cubiertos de plata, vasos
de cristal ahumado, saleros, salseras, jarras de plata para el agua obtenida
del aljibe... No era para menos. Aquella noche el flamante Director Supremo
de las Provincias Unidas, Carlos de Alvear y su mujer Carmen Quintanilla,
cenarían en casa de los Díaz de la Vega.
Los ladridos del perro de la casa anticiparon los golpes en la aldaba. El
negro Martín, con palmatoria de plata en mano pese a que todavía había
un poco de luz, fue presuroso a atender y condujo a las ilustres visitas a
través del zaguán hasta el salón donde esperaban los anfitriones. A pesar de
conocerse desde hacía ya tres años, de pertenecer ambos a la Logia Lautaro
y de ser sus esposas amigas, el saludo entre Ignacio y Carlos de Alvear fue
formal y distante, con un discreto apretón de manos.
En cuanto se sentaron a la mesa, aparecieron las esclavas de la casa
portando palanganas de plata donde los comensales pudieron lavarse las
manos. Instantes después, fue servida la sopa llegada desde la cocina en una
primorosa sopera de loza fina inglesa.
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le pasaba. Ellos eran lo más importante que tenía. El viejo Martín salió a
recibirlo y llevó su montura a los fondos de la casona, donde tenían las
instalaciones para el coche y los caballos. Sintió de golpe una necesidad
imperiosa de ver a Catalina, de cobijarse entre sus brazos, de olvidar allí el
horror y la violencia del mundo exterior. Entró llamándola a los gritos.
Con los ojos cerrados, Catalina se relajaba dentro de la tina de peltre
abandonándose al sonido del agua y a las friegas que la negra Antonia le hacía
sobre su camisolín de baño con una esponja embebida en aceite perfumado.
Entonces escuchó los gritos de su marido y preocupada se levantó presurosa,
tanto que el pañuelo que le sostenía el cabello cayó al agua. Se quitó el
camisolín, completamente adherido al cuerpo, para arroparse con la toalla
que le tendió la esclava. En ese momento descubrió los expresivos ojos de
Ignacio fijos en ella. Una corriente primitiva, sensual, probablemente objeto
de la tensión del momento, se instaló entre ellos.
–Puedes retirarte, Antonia –ordenó Catalina con un hilo de voz.
–¿Sabes? –murmuró él con la voz ronca por la excitación mientras
observaba y adivinaba aquel cuerpo relleno y voluptuoso que él conocía tan
bien– Semejante belleza debería bastarme para contentar mi vista, pero no,
con vos siempre quiero ver más…
Se acercó a la tina. Olió el delicado aroma a lavanda que desprendía
la toalla con la que cubría su cuerpo. Buscó con avidez esos pechos
voluminosos, inabarcables para sus finos dedos. Sintió a través de la tela los
pezones endurecidos por el frío y la excitación. Hundió su boca en el cuello
de Catalina y lo besó en toda su extensión hasta llegar al oído. Ella gimió de
placer. Él agarró la toalla y la tiró al piso.
De niño había creído que el verdadero amor era algo sublime, algo
espiritual que poco tenía que ver con el cuerpo, sin embargo, ahora entendía
que el alma se expresaba por medio de la carne, de la vista, del roce de la
piel, de la caricia de los labios. Que todo eso alimentaba el espíritu.
Y ahuyentaba a los males.
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¡DOS!
1812 a 1814
“¡No hay más tiempo, señores! ¡Aumenta el fermento y es preciso cortarlo
de una vez!” José de San Martín.
–¡José! ¡Ven aquí te he dicho! –Catalina gritó por enésima vez. Estaba
cansada. Estaba harta. ¿Qué había sido de su dulce bebé? Un niño tan bueno,
tan cariñoso y obediente hasta… hasta que el año pasado naciera Manuel,
su primer hermano. A partir de entonces José cambió. Se volvió revoltoso,
desafiante, terriblemente desobediente. ¿Es que se daría cuenta? ¿Es que
advertiría que Manuel era hijo de Ignacio mientras que él…?
Nerviosos golpes en la puerta, a los que se sumaron los ladridos del perro,
anunciaron a un visitante a deshora pues ya había caído la noche y en la casa
se intentaba terminar con las actividades del día.
–Doctor –anunció agitado el mensajero no bien fue introducido en el
zaguán por el negro Martín–, ¡las tropas ya se han reunido en la Plaza!
Era la revolución. Era el fin del Primer Triunvirato.
–Quedate acá y no salgas de la casa hasta que yo te avise –ordenó Ignacio
con firmeza a su mujer. Aquello era tan infrecuente en él que ella asintió
temerosa–. No te preocupes. San Martín y sus Granaderos están allí y sabrán
mantener el orden –la tranquilizó. Y se fue.
Fue una mañana de convulsiones la del 8 de octubre de 1812. Con las
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infierno. Una lengua que ya no era lengua. El cáncer producido por una
quemadura de cigarro mal curada no había dejado más opción que cortársela
en un intento, infructuoso, por salvarlo. Pero ya no había salvación posible
y, quizás, eso fuese lo mejor. Sus ojos, aunque nublados por la fiebre y el
dolor, reflejaban el ejército de fantasmas que lo acosaban sin piedad. Los
fantasmas de Santiago de Liniers, de Nieto, de Córdova y de todos aquellos
a los que él había enviado a la muerte en nombre de la revolución.
Una revolución que, sin embargo, le dio la espalda y lo dejó solo.
Derrotado y enjuiciado por sus enemigos, abandonado por todos quienes
lo habían admirado en los tiempos de mayo, así se fue Juan José Castelli
un 12 de octubre de 1812. Aquel día, la revolución perdía su más clara y
apasionada voz.
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30 Hoy, sede del Banco Provincia, calles Bartolomé Mitre y San Martín.
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¡UNO!
1811 a 1812
“El pueblo está muy satisfecho de ver fuera de su seno a personas que le
eran tan odiosas” Deán Gregorio Funes tras la Asonada saavedrista del 5
y 6 de abril de 1811.
33 Hoy, Avenida Almirante Brown.
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la Sociedad Patriótica.
La renuncia de Moreno en diciembre del año anterior había provocado
la derrota del “morenismo” como grupo gobernante, aunque todavía tenían
cuatro miembros dentro de la extensa Junta Grande, a los que se incorporaron
luego Hipólito Vieytes y Nicolás Rodríguez Peña en reemplazo del fallecido
Alberti y del propio Mariano. Pero no iban a darse por vencidos. El alejamiento
de Moreno no haría morir sus ideas. En el Café de Marco fundaron un Club,
al que luego llamarían “Sociedad Patriótica”, que pronto se convirtió en un
centro de reunión y agitación política. Julián Álvarez, Vieytes y Rodríguez
Peña aparecían como sus principales referentes, mientras que French y Beruti
como su brazo armado y ejecutor. Utilizaban cintas celestes y blancas para
diferenciarse y en sólo unos meses se consolidaron como grupo opositor y
entusiasmaron al sector más joven, ilustrado y progresista de la sociedad.
Tanto que Domingo French creyó que estaban en condiciones de dar un
golpe… y entonces el golpe lo recibieron ellos.
En horas de la madrugada ya de ese 6 de abril, los manifestantes llegaron
a la Plaza de la Victoria donde se reunieron con las tropas comandadas
por Martín Rodríguez y por el doctor Joaquín Campana, que apoyaban la
revuelta. Se le entregó un petitorio al Cabildo que luego éste pasó a la Junta
Grande. La Junta, con la anuencia del saavedrismo y de los diputados del
interior, accedió a todos los pedidos. Así, Larrea, Azcuénaga, Vieytes y
Rodríguez Peña fueron destituidos de sus cargos y desterrados junto con
French, Beruti, Donado y Gervasio Posadas. Belgrano fue llamado a juicio
para responder por sus derrotas en el Paraguay. Sólo quedaba en pie Juan
José Castelli, de misión en el Alto Perú, y hacia allí se dirigirían en más los
cañones. El morenismo quedaba virtualmente destrozado.
Don Cornelio pensó que a partir de entonces podría gobernar sin tropiezos,
que la revolución podría consolidarse con cordura, sin posiciones extremas
ni arbitrarias.
–Es un error –dijo Ignacio en cuanto se enteró de lo acontecido–. No
importa que Saavedra diga que no lo armó, ni lo propició, ni lo supo con
anterioridad. Nadie lo creerá y eso será su ruina.
Y, efectivamente, aquel día de apoyo popular y de gloria para el Presidente
de la Junta Grande sería, nomás, el comienzo de su fin.
“Hacía falta tanta agua para apagar tanto fuego”. Cornelio Saavedra.
Con la dificultad propia del avanzadísimo estado de embarazo que tenía,
Catalina logró apearse del coche gracias a la ayuda del solícito Martín. Del
brazo del negro se acercó a una gran puerta de madera. La casa era sencilla
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio
y tenía una sola ventana al exterior, que estaba cerrada como si nadie viviese
allí35. Suspiró. Había discutido con Ignacio. Él no quería que saliera estando
ya tan cerca el parto y, menos aún, para ir a la casa de los Moreno. Pero ella
no era de las que obedecen así sin más. Dio dos golpes a la puerta y esperó.
Minutos después atravesó una breve galería y llegó al salón donde se
encontró con María Guadalupe Cuenca, la viuda de Moreno. Antes de
sentarse en la amplia sala, Catalina alcanzó a divisar el estudio del esposo,
tan lleno de papeles como si Mariano estuviera todavía allí, escribiendo sin
cesar como en el día de la Reconquista o pensando y diseñando el plan
que le daría la libertad a su patria o, aun, dictando furioso aquel decreto de
supresión de honores que sería su ruina.
–Me sorprende su visita, señora Díaz de la Vega –dijo un tanto cortante
Guadalupe. Su cuerpo frágil, de cara pequeña y ojos negros velados por el
dolor no escondían sin embargo la serenidad que sólo poseen los fuertes.
–José me ha contado que Marianito no ha ido a la escuela en los últimos
días –su hijo José y el hijo de los Moreno iban juntos a la escuela y éste,
flaquito y bastante delicado, despreciado por su apellido, había tomado al
primero como su protector. Sabiéndolo, Guadalupe dulcificó la expresión y
le contestó:
–Sí, es que estuvo enfermo. El doctor Argerich ha dicho que eran
lombrices. Me mandó no sé cuántas cosas pero, la verdad, se ha curado con
emplastos y remedios caseros. Suele ser lo mejor…
–Lo lamento mucho, Lupe –no pudo evitar interrumpirla como tampoco
tomarle la mano. Los ojos de María Guadalupe se llenaron de lágrimas.
–Todavía no lo puedo creer... Me parece ayer cuando lo acompañamos al
puerto…
El 24 de enero de 1811 Moreno se embarcó en un buque de guerra inglés
que lo llevó hasta Ensenada de Barragán, en donde pasó a la fragata, también
inglesa, Fame, que lo transportaría a Londres junto con su hermano Manuel
y Tomás Guido.
–Marianito nunca había ido al puerto y andaba corriendo por todos lados.
Los barcos anclados lejos de la costa, los carros tirados por caballos que iban
y venían hasta el atracadero, los marineros, los estibadores, los ruidos, los
olores. Todo era motivo de sorpresa –murmuró con una sonrisa pequeña en su
rostro pequeño– y a todo le pedía al padre una explicación. Pero finalmente
llegó el momento de partir y Mariano subió a uno de esos carromatos de
madera, seguro pensando cuándo podrían construir un verdadero puerto –
otra sonrisa triste se le dibujó en los labios–. Los caballos comenzaron a
35 Ubicada en el solar donde hoy se levanta la casa central del ex BankBoston, en Bartolomé
Mitre y Florida.
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
tirar río adentro, hundiéndose en el barro, pero sin dejar de avanzar. Y así fue
perdiéndose entre la bruma del río, desdibujándose… aunque alcancé a ver
que el agua mojaba su ropa y temí que se enfermara…
Moreno partió y ella se quedó sola en una ciudad hostil con su pequeño y
enfermizo niño, añorando el reencuentro. Le escribió al menos catorce cartas,
hablándole de amor, poniéndose celosa, contándole novedades políticas y
menudencias familiares, pero su marido nunca le contestaría. Nunca llegaría
siquiera a leer sus cartas.
–Fue el 4 de marzo… –dijo entonces quebrándosele la voz– sólo poco
más de un mes después de haber partido.
–¿Creés…?
–¿Qué lo mataron? Sí, estoy segura –replicó con convicción–. Su salud
siempre fue frágil y seguramente se sintió mal durante la travesía, pero según
mi cuñado, el Capitán le suministró a escondidas una dosis altísima de un
purgante que fue demasiado para su debilitado cuerpo. Le siguieron tres
espantosos días de agonía… Además, poco después de su partida yo recibí
una caja con un abanico de luto, un velo y un par de guantes negros.
–¡Oh, Lupe! ¡Qué horrible! –exclamó Catalina con espanto– ¿Pero sabes
quién pudo haber sido?
–Saavedra, Funes o alguno de su grupo –dijo encogiéndose de hombros–,
o los ingleses, que estuvieron en contra del fusilamiento de Liniers, o quién
sabe, quizás, hasta la misma Anita Perichon que perdió a su amante… ¡Qué
importa! Lo único que sé es que ya no lo tengo más…
En ese preciso instante un fuerte dolor sacudió a Catalina por entero. ¡Dios
mío!, pensó, ¡Ignacio tenía razón! Con premura se despidió de Guadalupe
y volvió a subirse al carruaje. Extrañamente, no sintió miedo. Sabía que
era riesgoso. Las mujeres sobrevivían al parto sólo si eran fuertes, si no
había complicaciones con la posición del bebé o si tenían la suerte de que
las manos de la comadrona no estuvieran demasiado sucias. Pero a partir
de ese momento todo se volvió confuso en su mente. Imágenes de Moreno
se mezclaban con el dolor de sus propias contracciones. Mariano mareado
en su camastro, abatido por la tristeza y presintiendo lo peor. “No sé qué
cosa funesta se me anuncia en mi viaje”. Una violenta sacudida del coche
provocó que sus piernas comenzaran a mojarse. Moreno tirado en el piso
del pequeño camarote, con la tez amarillenta y los ojos vidriosos, intentando
vanamente dar algunos últimos consejos. “¡Viva la patria aunque yo
perezca!”. Llegó a su casa, escuchó a lo lejos los gritos nerviosos de Ignacio
y los preparativos de la comadrona. El joven cuerpo sin vida del patriota era
arrojado sin ceremonia al mar. Dolía. ¡Por Dios cuánto dolía! Una nueva
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–¡Son los esbirros del Triunvirato! –gritó luego indignado Alvear en uno
de sus habituales desbordes– Dijeron a cuantos quisieran oír que los viajeros
de la fragata inglesa veníamos a descomponer la patria. ¡Justo ellos que son
cobardes e inútiles y lo descomponen todo!
La relación con el gobierno resultó complicada desde un principio. A
poco de llegar, en marzo de 1812, San Martín y Alvear se presentaron en
la Fortaleza para una reunión con los miembros del Triunvirato. Fueron
recibidos con entusiasmo por Juan José Paso, con desconfianza por los
otros dos triunviros y con franca antipatía, sobre todo hacia San Martín, por
Bernardino Rivadavia, quienes iniciaron de inmediato una enemistad que se
prolongaría por el resto de sus vidas.
Rivadavia, con lógica, sospechaba de aquellos militares que sólo unos
meses atrás combatían en los ejércitos del Rey; mas la explicación a tan
radical cambio estaba en las logias que por entonces proliferaban en Europa.
Alvear había introducido a San Martín en la Logia de los Caballeros
Racionales, que se reunía en Cádiz e incluso tenía una filial en Londres.
Allí, con ropaje masónico, se reunían en secreto para trabajar en contra del
absolutismo y abogar en favor de la libertad de los países oprimidos. Con el
tiempo, resolvieron pasar a la acción y regresaron así a sus países de origen
a fin de prestar sus servicios en las luchas independentistas que ya se habían
iniciado.
Más desconfianza y recelo generó en Rivadavia que en cuanto llegaron,
Alvear, San Martín y Zapiola se dedicaron a reclutar gente a fin de formar
una logia en Buenos Aires. Ésta se llamaría “Logia Lautaro” en honor al
caudillo mapuche que instó a su pueblo a sublevarse contra los conquistadores
españoles en la Gobernación de Chile durante el siglo XVI. Los miembros
de la Sociedad Patriótica, de ideas morenistas, se vincularon inmediatamente
con la nueva institución.
–Los miembros del Triunvirato no quieren profundizar el plan de
independencia –seguía despotricando Alvear–. Además, manejan la cuestión
militar con una negligencia absoluta. Sólo se obtendrán derrotas si se siguen
sus órdenes.
–Señores, recuerden. No reconoceremos por legítimo gobierno de las
Américas –dijo entonces Zapiola repitiendo el juramento que habían hecho
en España– sino aquel que fuese elegido por la libre y espontánea voluntad
de los pueblos…
El Primer Triunvirato, con su centralismo, divisiones e ilegalidades,
obviamente no era ese gobierno. Tenía razón Rivadavia en desconfiar. La
fuerza política que lo derribaría ya se estaba gestando en las sombras.
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio
“Delitos por los que deben ser arrojados los oficiales: 1. Por cobardía
en acción de guerra, en la que aun agachar la cabeza será reputado tal. 2.
Por no admitir un desafío, sea justo o injusto… 4. Por no defender en todo
trance el honor del cuerpo… 10. Por poner la mano a cualquier mujer,
aunque haya sido insultado por ella…” Código de Honor del Regimiento de
Granaderos a caballo.
José de San Martín controlaba, hasta en sus más mínimos detalles, los
agotadores ensayos de marcha y combate que se extendían desde el alba
hasta el anochecer en el Cuartel de los Granaderos a Caballo. Las abruptas
barrancas al río de aquella zona del Retiro37 permitían la realización de
complicados ejercicios de caballería. Aún eran un gauchaje improvisado
pero poco a poco, práctica tras práctica, iban mejorando para convertirse
algún día en el cuerpo soñado por su creador. Un Regimiento de caballería
de elite, semejante a los viejos granaderos prusianos o, mejor aún, a los
cuerpos selectos del ejército napoleónico que él tanto admiraba. Pero para
lograr eso se necesitaban soldados bien escogidos, mejor entrenados y llenos
de disciplina y valor.
San Martín pasaba entre los reclutas, todos vestidos con unas largas
casacas de paño azul, cuello rojo y grandes botones dorados. El alistamiento
era minucioso y riguroso y no cualquiera podía entrar. Se exigía tener una
talla elevada y mucha destreza como jinete. Ya se habían incorporado los dos
hijos varones de Antonio Escalada, próximos a ser sus cuñados, así como
Juan Galo Lavalle, Estanislao Soler y Tomás Guido, entre otros. José se
frenó de golpe frente a un hombre moreno y musculoso, cuya negra mirada
llamó su atención.
–¡Nombre! –rugió el Teniente Coronel.
–¡Ramón Acosta! –contestó el soldado.
Tenía un gran olfato para detectar vicios y flaquezas. Muchas veces,
sus decisiones sobre incorporar o despedir a alguno del regimiento podían
parecer arbitrarias e incomprensibles, pero siempre tenían una razón. En los
ojos de Ramón Acosta encontró valor, pero no disciplina ni honor. Y eso,
para él, era tan importante como la destreza y el coraje. A sus treinta y cuatro
años era un militar experimentado. Había estado cerca de la muerte en varias
ocasiones, sufrido privaciones, oído los terroríficos ruidos de la fusilería,
del bramido de los caballos y de los alaridos de dolor. Había visto cuerpos
destrozados, cráneos rotos, ojos desorbitados e inexpresivos. Y luego de
todo eso a lo único que le tenía miedo era al fracaso y a la deshonra. Por
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“Todos ellos son tus enemigos, todos conspiran contra tus dominios y
todos son criminales” Carlota Joaquina de Borbón.
Era medianoche y sólo él quedaba en el Fuerte. Bernardino Rivadavia,
inquieto, se movió en su asiento y se tomó la cabeza con las manos. Se
levantó de un salto y paseó nervioso por el viejo y desierto palacio virreinal.
Ya no estaba el Virrey. Ya no estaba Saavedra. ¿Y el Triunvirato? Las cosas
se habían complicado para el gobierno. Las divisiones entre los triunviros
se profundizaron al estallar entre Feliciano Chiclana y Juan Martín de
Pueyrredón, que reemplazaba a Paso, un sinfín de conflictos que incluían
acusaciones mutuas de complots, ataques y agravios. Además, la guerra se
les estaba yendo de las manos. Montevideo seguía tan realista y peligrosa
como antes y el Ejército de Norte, al mando del ingenuo de Belgrano, era un
desastre y poco podía hacer. Él ya le había ordenado replegarse en Córdoba
para estar así más cerca de la desguarnecida Buenos Aires. No podía olvidarse
tampoco de la logia conspirando en las sombras y del detestable San Martín
armando un regimiento en Retiro. Y ahora, como si fuera poco, esto.
Su paseo culminó en una sala donde lo esperaban el tendero Antonio y
el carretillero Francisco. Ellos le confirmarían sus sospechas. La conjura
contra el gobierno era un hecho. Martín de Alzaga, héroe de la reconquista,
autor de la asonada de 1809 contra Liniers, españolísimo y monopolista,
intentaba derribar al Triunvirato en alianza con los realistas de Montevideo,
los portugueses y el General Goyeneche que, desde el norte, estaba cada vez
más próximo a Buenos Aires. Rivadavia supo que no tenía alternativa. Tenía
que actuar con premura y firmeza. Nervioso, firmó las sentencias de muerte.
Ignacio estaba en la descampada Plaza 25 de Mayo, o Plaza del Fuerte,
ese 6 de julio de 1812. Catalina le había rogado que no fuera, que no
presenciara aquello. Ni la mujer ni las hijas de don Martín irían, pero él
tenía que estar allí. Para cuando llegó, ya se habían colocado los banquillos
cerca del foso de la Fortaleza. Enseguida lo divisó. Erguido y desafiante,
no mostraba miedo o nerviosismo. Recién cuando su mirada encontró a la
de su nieto pareció ablandarse un poco, pero tampoco entonces se permitió
debilidades. Rechazó la venda para los ojos y se plantó desafiante frente
al pelotón de fusilamiento. Ignacio contempló con horror los preparativos
para la ejecución de su abuelo. Nunca habían coincidido en política ni en
economía y habían discutido infinidad de veces, sin embargo, amaba a
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¡CERO!
1810
“Vaya usted y espero que no incurrirá en la misma debilidad que vuestro
General. Y si todavía no se cumpliese la determinación tomada, irá el vocal
Larrea, a quien pienso no le faltará resolución; y por último iré yo mismo
si fuese necesario” Mariano Moreno a Juan José Castelli, agosto de 1810.
Mucha gente se dio cita aquella noche del 11 de junio de 1810 en el mísero
reñidero de gallos del carenciado barrio de Montserrat, no muy lejos de la
Iglesia del mismo nombre38. Los aficionados ya estaban formando una ronda
junto a un cerco improvisado, compuesto mayormente por los ponchos de los
mismos espectadores. Dentro del círculo, dos gallos enormes se peleaban a
38 En la actualidad, Avenida Belgrano y Lima.
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obligarla a compartir su cama pese a tener todo el derecho de hacerlo.
Sí, y había permitido que su madre viviera con ellos... y siempre la había
respetado… siempre la había tratado bien aunque ella le gritase las cosas
más espantosas… Miró su imagen en el espejo del tocador. Los ojos
negros le brillaban con fuerza, las mejillas se le habían teñido de rojo. Un
pensamiento terrible cruzó su mente. ¡Oh, Dios mío! murmuró. Lo detestaba
y, sin embargo, todo lo que siempre había detestado de él… su paciencia, su
calma, su bondad… ¡Oh, Dios mío! volvió a murmurar. No era posible, pero
sí, sí lo era. Recién entonces se daba cuenta.
¡Estaba enamorada de su marido!
y sin previo aviso, sintió que dos fuertes brazos la arrancaban de allí y se la
llevaban en andas. Alcanzó a escuchar los gritos de Ignacio.
–¡¡Catalinaaaaa!! –aulló él, desesperado, corriendo entre la niebla,
chocando con la gente y los caballos. Logró divisar cómo el hombre subía a
su esposa a un veloz alazán y partía a todo galope. Antes, el secuestrador giró
la cabeza en su dirección y sonrió cínicamente. Sabía quién era. Y tembló.
Un rato después entró desesperado en la fonda de la Vereda Ancha
buscando al único que podía ayudarlo.
–¡Domingo! –exclamó corriendo hasta la mesa donde French sorbía,
extrañamente quedo, un vaso de aguardiente– ¡Domingo, necesito tu ayuda!
–lo tomó de los hombros y lo sacudió con fuerza. French lo miró pero sus
ojos estaban completamente nublados. La imagen de Liniers agonizando,
de su cabeza destrozada por el disparo que él mismo le había descargado,
lo atormentaba– Necesito que me digas dónde se oculta ese chispero tuyo…
¡Acosta! ¡Decime dónde tiene su escondite! Ya busqué en el centro, en todos
lados… Debe tener un lugar aislado, apartado. Una guarida para cometer sus
fechorías. ¡Vamos, Domingo! ¡Decímelo!
–No sé… Heredó de su abuelo una pulpería… –murmuró finalmente
French arrastrando las palabras– en Flores… Está abandonada… –alcanzó a
darle algunas indicaciones más antes de hundirse nuevamente en el abismo.
–Por Dios, ¡permitidme llegar a tiempo! –suplicó mientras espoleaba
su caballo para sortear peligrosamente los carretones de anchas y pesadas
ruedas de los chacareros, que con pasmosa lentitud se dirigían a los mercados
de la ciudad.
Una vez atravesado el pequeño radio urbano cabalgó como un rayo entre
lodazales y caminos despoblados, salpicados por algunas vacas perdidas y
árboles gigantes hasta llegar, finalmente, al nuevo poblado de San José de
Flores.
Catalina esperaba aterrada dentro de un mísero cuarto que olía a humedad.
Escuchó la campana del vecino templo. Gritó pero nadie respondió. No sabía
dónde estaba. Nunca había ido a aquella zona de quintas y tambos cuyo
tranquilo pueblo, de calles anchas y prolijas, parecía progresar ignorando
aún que varias décadas más tarde formaría parte de la ciudad de Buenos
Aires. El hombre la había encerrado allí y se había marchado. ¿Quién era?
¿Qué quería? Pronto lo averiguaría.
La puerta se abrió y Ramón ingresó en la habitación cargando provisiones.
Tiró las cosas al piso y posó su fría mirada sobre ella, como si la midiese,
la pesase, como si la redujese a ser tan sólo una cosa: el objeto de su deseo.
–Voy a hacerte chillar más que aquel inmundo inglés –susurró con lujuria.
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De nuevo, 1820
Lo empujó bruscamente contra la pared. Con los ojos negros encendidos
de furia y de rencor, y una diabólica sonrisa de satisfacción instalada en los
labios, susurró con voz ronca:
–El día ha llegado, Díaz… Por fin ha llegado.
Diez años había esperado este momento. Diez largos años en los que sus
odios, deseos y miedos se habían potenciado. Acorraló a Ignacio contra el
sucio muro de la callejuela y parándose a corta distancia le apuntó.
–¡Ya nadie te salvará! Belgrano murió hinchado como un sapo –exclamó
dando una sonora carcajada–. No podrá protegerte esta vez. ¡No! ¡No lo
hará! –un brillo fanático y desquiciado apareció en sus ojos– ¿Dónde está
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Parte IV
UNITARIOS Y FEDERALES
.
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MEMORIAS DE LLANTO Y
CARNAVAL
(1827)
Las Provincias Unidas del Río de la Plata estaban en guerra. Dos años
atrás el Imperio del Brasil la había declarado formalmente, iniciando las
hostilidades. No era de extrañar, por lo tanto, que esa calurosa y húmeda
tarde de febrero, Buenos Aires pareciera un campo de batalla. Sin embargo,
no eran balas las que surcaban su cielo. Era agua. Agua y más agua.
Los carnavales siempre me habían encantado. Y no a mí solo. Eran las
fiestas que, quizás, despertaban mayor fervor popular, uno que no distinguía
clases sociales, edades ni sexo. Menos aún guerras o crisis políticas. Por
eso, ese año, todos los que permanecíamos en Buenos Aires pese al calor
aprovechamos el chapuzón para festejar las recientes victorias navales
y terrestres de nuestras fuerzas. Cubos, baldes y huevos de gallina o de
avestruz llenos de agua eran arrojados sin pudor desde azoteas y balcones,
dando lugar a persecuciones por las calles, luchas en los patios o corridas
de casa en casa. Claro que no a todos les gustaba el juego. Los extranjeros,
especialmente los ingleses, lo consideraban una costumbre desagradable y
poco civilizada. Quizás, algo de razón tenían. Los huevos solían ocasionar
chichones, se arruinaban vestidos, mantillas y sombreros y la excesiva
libertad daba lugar a abusos y a alguna que otra escena “poco cristiana”.
¡Pero qué importaba! Aún recuerdo como ayer los gritos, las risas y los
juramentos, los retos de las madres, las sonrisas cómplices de las criadas, el
estremecedor instante en que un balde lleno de agua sucia impactaba sobre
nuestras cabezas, empapándonos por completo, y las inmediatas ansias de
una fulminante revancha… no había nada más divertido que aquellos tres
días de aquelarre, ¡aunque luego hubiera que olvidarse de la deliciosa carne
para pasarse las siguientes semanas comiendo pescado!
Pero, ¿por qué me viene a la mente hoy el carnaval? Justamente hoy,
que es un día tan especial. Hoy, que mi hija Ana puso entre mis brazos a mi
primer nieto, llamado Manuel como su orgulloso abuelo. Hoy, que tengo
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más de cincuenta años y ya no puedo correr como a los quince. Hoy, que
al sentir el calor de aquel milagroso pedacito de vida, se apoderó de mí un
sentimiento de emoción que, lo sé, transfiguró mi rostro… al igual que a
aquel otro rostro que ahora vino a mi mente… Sí, fue por eso que lo recordé.
Fue por eso que volvieron a mí las imágenes de los carnavales de 1827 que
dieron comienzo a aquellos meses tan intensos y dramáticos, cuando mi
infancia quedó definitivamente atrás, cuando se quebraron dentro de mí la
inocencia y la ingenuidad... cuando la conocí a Emilia.
Eran poco después de las dos de la tarde, plena hora de la siesta. Caminaba
con sigilo por una desierta pero peligrosa Buenos Aires, intentando esquivar
baldes y huevazos. Desde hacía unos años, las calles eran un poco más anchas,
las esquinas lucían sus primeras ochavas, existían nuevas plazas, el centro
de la ciudad estaba empedrado y se había mejorado el alumbrado público.
Incluso casi habían desaparecido las peligrosas “rejas voladas”, aquellas que
sobresalían de las ventanas y eran la maldición de cualquier peatón distraído.
Todo ello, y mucho más, había formado parte del plan urbanístico de don
Bernardino Rivadavia, llevado a cabo mientras fue Ministro de Gobierno de
la Provincia de Buenos Aires unos años atrás. La ciudad, o más bien su zona
céntrica, lució más linda y prolija al finalizar su mandato en 1824.
Aunque sé que no debía, me separé de mis hermanos Juan e Hipólito. Ellos
quedaron escondidos entre los arcos de la Recova Nueva40, compartiendo
el espacio con los bandoleros, sus mesitas plegables y sus infinidades de
chucherías. Yo, en cambio, crucé la calle y enfilé hacia la Plaza de la Victoria.
Me instalé por un rato en la vieja Recova y contemplé los edificios que se
extendían frente a mí. El antiguo Cabildo (que había dejado de funcionar en
1821 por decisión del entonces gobernador Martín Rodríguez y de su ministro
Rivadavia), el flamante Departamento de Policía, la casona de altos de los
Riglos… Contemplé embobado sus famosos balcones, palco privilegiado
de cuanta fiesta hubiera en la ciudad, intentando divisar a la hermosa Anita
Riglos y soñando con iniciar una batalla acuosa cuyo resultado no podía ser
otro más que mi rendición incondicional. No tuve suerte. Finalmente, seguí
camino.
Unas cuadras más adelante, adentrándome en los alrededores de la Iglesia
de la Merced, llegué al “Barrio Inglés”41, como fue llamándose con el tiempo
aquel sector de la ciudad en el que se habían instalado gran cantidad de
británicos dedicados al comercio y a una incipiente actividad bancaria. Allí
fue donde la vi por primera vez. Vestía un descolorido vestido de bayeta
y, agazapada, miraba fijamente la entrada del elegante Hotel de Faunch.
40 Se extendía en la actual calle Yrigoyen, entre Defensa y Bolívar.
41 Futura City porteña.
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de ser una exageración, claro, pues en verdad la ciudad seguía siendo una
gran aldea, baja y maloliente, pero sí existió un cambio en la sociedad de
aquellos años. España y su cultura eran lo pasado, lo retrógrado, lo perimido.
Ahora asistíamos a la ópera italiana, comprábamos los productos ingleses,
copiábamos las modas francesas que venían en los figurines que las señoras
esperaban con ansiedad. Ahí estaban Francia e Inglaterra para decirnos cómo
vestirnos, con qué decorar nuestras casas, qué comer. Ellas pasaron a ser el
ineludible referente social y cultural, bueno, al menos para la clase social a
la que nosotros pertenecíamos…
Andaba yo por la calle a la salida del Colegio. Todo lo anterior, pese
a la importancia que hoy creo que tiene, no ocupaba en absoluto mis
pensamientos de entonces, divididos entre los estudios, Anita Riglos y la
inquietante muchacha que había conocido durante el carnaval. Iba a casa
tras pasar brevemente por la antigua Librería del Colegio42, que siempre me
deslumbraba con algún ejemplar nuevo o único. Soplaba el poderoso viento
pampero, que hacía bailar el molesto cuello celeste de mi uniforme negro.
Debía apurarme si quería llegar a casa antes de la lluvia. Una vendedora de
dulces intentaba como podía proteger la preciada mercancía que cargaba
en un enorme tablero sujeto a los hombros, sin poder evitar que la rama de
sauco con la que espantaba a las moscas saliera volando en el vendaval. A lo
lejos, se escuchó la nerviosa protesta de un grupo de veinte o treinta mulas
que, cargadísimas, habían entrado a la ciudad por la mañana rumbo a las
ferias y mercados. Echadas en medio de la calle, esperaban el momento de
volver a marchar. Caminaba por la vereda empujado por la fuerza del viento
y envuelto en su silbido aullante, cuando llamó mi atención un mendigo,
que aparentemente ajeno a la inminente tormenta avanzaba cansinamente
en su caballo. Lucía un cartel que lo identificaba como tal colgado del
cuello, el que era obligatorio pues de no llevarlo las autoridades podían
meterlo preso. Solía llamar la atención de los extranjeros que llegaban a la
ciudad el ver pordioseros a caballo, pero es que habitualmente vivían en los
suburbios y así hacían sus incursiones diarias. Claro que luego se apeaban
de sus cabalgaduras para meterse en los zaguanes y patios pidiendo una
ayudita “por el amor de Dios”. Observando al mendigo, me detuve por unos
instantes. Ahora no recuerdo bien por qué. Lo cierto fue que vi aparecer por
detrás a una muchacha, delgada y morocha, vestida de bayeta y cargando un
bulto que parecía ser un fardo de ropa.
–¡Hola! –grité reconociéndola– ¿Me recuerda?
Temí que no me hubiera escuchado, pues el viento parecía barrer mis
42 Hoy continúa funcionando con el nombre de Librería Avila en la esquina de Bolívar y Alsina.
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palabras tanto como el polvo de la calle, pero ella giró su cabeza, me miró
con estupefacto asombro y salió corriendo.
–¡No corra! –volví a gritar yo mientras la seguía. Me atravesé por
delante del caballo del mendigo, que aún no había terminado de pasar, y salí
disparado detrás de la extraña joven. No sé por qué huía ella. No sé por qué
la perseguía yo. Quizás sólo fue el destino, el fatal destino.
–No se asuste, por favor –imploré casi sin aliento cuando la alcancé,
doblando la esquina–. No quiero hacerle daño… pero… ¿qué tiene allí? –
exclamé asustado cuando el fardo de ropa comenzó a moverse solo.
–Es mi niño –dijo ella con tono desafiante al levantar la manta y descubrir
a un bebé de unos pocos meses.
–Es muy lindo… –dije yo más bien por decir. Observé con detenimiento,
en cambio, aquel rostro tan serio y delgado que me había impactado la vez
anterior. La piel me pareció ahora más morena. La nariz más grande. Eso sí,
sin dudas, sus ojos eran bonitos, pero había en ellos una tristeza tan honda
que angustiaba– ¿Cómo se llama usted?
–Emilia Acosta –contestó.
Yo no pude evitar poner cara de espanto ante la sola mención de aquel
apellido que había escuchado nombrar tantas veces a mis padres en susurros
y con cara de preocupación, aunque ya habían pasado varios años sin que
volviera a mencionarse en casa. Ella, ofendida, hizo ademán de irse.
–¡No! Espere. Me siento mal por lo del otro día. Si me dice dónde vive
puedo hacerle llegar un vestido nuevo y unos zapatos…
Negó con la cabeza, bajando la vista.
–¿Dónde está su casa? –insistí al tiempo que un poderoso trueno anunció
la inminente tormenta eléctrica. El viento levantaba remolinos de polvo
mientras esperaba la respuesta, que demoró un rato en llegar.
–¡No tengo casa! –gritó al fin rompiendo a llorar, casi como si hubiese
estado esperando la oportunidad de hacerlo– Mi padre me echó cuando
quedé embarazada. Estoy sola…
–¿Y el padre del bebé?
Volvió a negar, todavía llorando. Intuí que había estado buscándolo frente
a aquel hotel inglés el día del carnaval. Sintiéndome culpable, quizás, por
tener una vida tan tranquila, tan privilegiada, y sin saber muy bien qué hacer,
qué decir para reconfortarla, la abracé. Fue algo absolutamente instintivo.
Hecho sin pensar. Ella se tensó pero no rechazó el abrazo. Necesitaba
desesperadamente un amigo.
–No te preocupes, Emilia –la lluvia ya había comenzado a caer,
mojándonos en esta ocasión a los dos–. Yo te ayudaré.
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lo poco que ella me iba contando. Sabía, por ejemplo, que Jerónimo era el
menor de los tres hijos de Martín Acosta, un carpintero que toda la vida soñó
con ser médico. Cuando éste, ya viudo, murió en una epidemia de tifus a
fines del siglo anterior, Jerónimo aún era un niño y quedó a cargo de Juana,
su hermana mayor, quien vivía recluida en el Convento de Santa Catalina de
Siena44. El monasterio de las dominicas fue el primer convento de monjas de
Buenos Aires y allí acudían tanto mujeres llamadas por la vocación como
otras que cargaban con el pesado equipaje de amores prohibidos. Aquellas
interminables horas de oración ayudaban a sepultar los recuerdos en el
refugio de la clausura, a enfriar las ansias en el silencio y la paz del lugar. O al
menos pretendían hacerlo. Juana había ingresado como empleada para servir
a las monjas, pero su extremada vocación y su aptitud para la penitencia y
la contemplación, le habían valido la posibilidad de tomar los velos. Claro
que los suyos eran blancos, de manera de no confundirlos con los negros de
las religiosas pertenecientes a las familias de mayores ingresos, para quienes
tener una hija o una hermana dentro de la congregación era un símbolo de
prestigio social. Mi madre, en cambio, se opuso siempre a que Guadalupe
tomara los hábitos pese a los “consejos” de amigas y señoronas de rango
distinguido. Pero volviendo a Jerónimo, su infancia y primera juventud
pasaron entonces entre las gruesas paredes de ladrillo y cal del convento,
eso sí, lejos de las monjas, y también en sus alrededores, como en el muelle
hecho construir por Manuel Belgrano en el “Bajo de Catalinas”. Juana educó
a Jerónimo en el mismo fanatismo religioso que ella defendía, separándolo
de su otro hermano, Francisco, médico como su inescrupuloso padre. Para
ellos, Martín no había perdido la vida intentando salvar la de otros, lo
había hecho por ser un revolucionario y un vulgar curandero. Los años de
encierro terminaron convirtiéndolo en un hombre severo, extremadamente
conservador y puritano que no tenía contemplaciones ni para con su propia
hija.
–¿Qué quiere?
–Vine a decirle que su hija Emilia no está bien. Ella necesita de su ayuda
y…
–¡No me hable de esa prostituta! –gritó muy irritado calificando a su hija
con el adjetivo más agraviante que existía en aquel entonces– Se deshonró y
deshonró a su familia, cayó en el asqueroso pecado, en la tentación… Estaba
visto que eso sucedería tarde o temprano, su madre la malcrió… –murmuró
tan bajo que apenas alcancé a oírlo. Sospeché entonces que la mujer de
Jerónimo, muerta unos años después del nacimiento de Emilia, había sido la
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–Son muy lindos los zapatos bordados en oro y plata, claro, cuestan más
de una onza de oro cada par, pero con una gargantilla o un camafeo parecés
una princesa de verdad –Emilia hablaba y hablaba sin parar desde hacía
más de media hora y aquella repentina verborragia era casi tan escalofriante
como sus interminables silencios–. Los que también son hermosos son los
peinetones de Masculino, ¿los conocés? –no esperó ni siquiera un segundo
a que yo pudiera responder un “no” y continuó–: Marcelo Masculino hace
unos peinetones de carey enoooormes. Son los más grandes que se hayan
visto. ¡Y no sabés lo que son sus calados y filigranas! Quién sabe, si me
hubiera casado con Julián, tal vez los hubiera usado, claro que con este pelo
tan lacio que tengo no sé si podría haberme hecho unos bucles decentes…
Contuve el aliento. Era la primera vez que se refería al padre de su hijo.
–¿Julián? –pregunté simulando indiferencia.
Detuvo en seco la cháchara y yo temí que se encerrara en su habitual
mutismo, pero no. Asintió con la cabeza y continuó.
–Conocí a Julián hace dos años en un café cerca del Hotel de Faunch. Él
vivía ahí pues había regresado hacía poco de Inglaterra, donde estuvo varios
años a cargo de negociaciones muy importantes para el país –me confió con
orgullo–. Me dijo una vez que gracias a él ¡pronto habría agua corriente en
las casas! ¡Agua corriente! ¿Te imaginás? Nos enamoramos enseguida…
–susurró entonces con ojos soñadores– ¡fuimos tan felices aquellos meses!
Por eso no entiendo por qué… algo pasó… algo debió pasar… para que me
dejara… seguro fueron las presiones del gobierno… él es una persona tan
importante...
–¿Te dejó? ¿Cuándo?
–Unos meses después –bajó la cabeza compungida y suspiró–. Poco
después descubrí que estaba embarazada.
–¿Él no sabe que tuvo un hijo?
–No, no sabe. ¡No vive más en el Hotel y no sé dónde encontrarlo! –
exclamó con desesperación.
–¿Cómo se llama?
–Julián Segundo de Agüero.
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–¡¿Quéeee?!
Casi me desmayo al escuchar el nombre. Agüero era el actual Ministro
de Gobierno del Presidente Rivadavia, su principal asesor político desde
las épocas en las que el ministro era don Bernardino, además de unitario a
ultranza y… ¡cura! Pero pasado el sofocón advertí que las vagas descripciones
que me daba Emilia: moreno, apuesto, con una voz grave y melodiosa… no
coincidían con la imagen del clérigo, además de que éste no había viajado
a Europa, al menos en aquellos años. Finalmente lo comprendí. Alguien del
círculo de Rivadavia, pero que evidentemente no sentía mucho aprecio por
Agüero, se había embarcado en una aventura amorosa dando por las dudas
el nombre del ministro para despistar.
Con esos antecedentes, lo más razonable hubiera sido dejar el asunto allí.
Pero no. Yo era aún un niño. Ingenuo, cándido, espantosamente terco. Me
convencí de que aunque el hombre no tuviera interés en Emilia, sí se haría
cargo de su hijo si se enteraba de su existencia. Deseaba tan desesperadamente
ayudarla que no me detuve a pensar en las consecuencias. Estaba visto que
no podíamos esperar nada de su familia. La solución, la única solución,
era entonces encontrarlo a él… al “personaje misterioso”, como ya había
empezado a llamarlo en mi cabeza. Pero, ¿cómo?
La oportunidad se me presentó sólo unos días después. Encontré a mi
madre una mañana emperifollándose para ir al Fuerte. Tenía una entrevista
nada menos que con el Presidente Bernardino Rivadavia por unos asuntos
vinculados a la Sociedad de Beneficencia. Ésta se había creado por decisión
de don Bernardino, entonces ministro de Gobierno, para llevar adelante
acciones de tipo social. La Casa Cuna, asilos, escuelas para niñas y diversas
obras de asistencia se quitaron de las manos de la Iglesia para dárselas a
las mujeres, que accedían así por primera vez a funciones de dirección y
de control y, en definitiva, de responsabilidad pública. Mi madre aceptó
entusiasmadísima la invitación a participar aquel caluroso verano de 1823,
volviendo apresuradamente de la quinta de San Isidro en la que estábamos
instalados desde octubre. A partir de ese día se volvió una ferviente
rivadaviana, coincidiendo con mi padre en materia política, creo que por
primera vez. Claro que no cualquier mujer podía integrar la Sociedad de
Beneficencia. Todas eran de alto rango social y pertenecían a las familias
más ricas y tradicionales. Mujeres que no debían luchar, como tantas otras,
para conseguir día a día el alimento, la ropa, los afeites o el jabón, sino que
contaban con la ayuda necesaria para poder dedicar su tiempo a las obras de
caridad. Eso no quitaba, por supuesto, que sus vidas no tuvieran dificultades
y amarguras. Recién con la llegada de José (mal me pesa decirlo) desapareció
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por mí, era consciente de eso, pero no podía hacer nada para tranquilizarlos.
Yo. El estudioso, el aplicado, el responsable. Tenía una misión que cumplir.
Luego hablaría con ellos.
Esa tarde la casa estuvo preparada para el festejo. Todo relucía. Los
candelabros, las arañas, los adornos, los muebles laqueados… la sala entera.
Las paredes ya no tenían aquellas pesadas telas de damasco que lucieron por
años, sino unos ligeros y lujosos papeles pintados, siguiendo la moda venida
de Francia que era furor en ese momento. La comida francesa preparada
para la cena, dispuesta en la coqueta vajilla de porcelana inglesa que había
ido suplantando a la loza española de la bisabuela, evidenciaba también los
nuevos tiempos.
Poco a poco fueron llegando los invitados. La mayoría eran compañeros
míos del Colegio, como Juan Bautista Alberdi, Marco Avellaneda y Miguel
Cané, o amigos de mis padres, entre ellos el ingeniero Carlos Enrique
Pellegrini, venido a estas tierras por encargo de Rivadavia y a quien yo
admiraba enormemente. Desgraciadamente, los Brown no habían podido
venir, aunque, gracias a eso, me vi libre de la molesta presencia de mi
hermano José. Contra todo pronóstico, sonó la aldaba de la puerta y los
Riglos aparecieron en el salón. A partir de ese momento no tuve más que ojos
para Anita. ¡Estaba preciosa! Vestía un hermoso vestido de seda francesa
que resaltaba su cintura de avispa y deslumbraba con un abullonado juego
de faldas y sobrefaldas.
Según pude luego escuchar murmurar a las mujeres, las sedas y paños
franceses, las muselinas inglesas, los encajes y los velos, eran las telas
preferidas del momento. Eso, por supuesto, de acuerdo a los figurines
europeos esperados con tanta avidez y que solían provocar bruscos cambios
en las modas, antes inmutablemente apegadas al estilo hispánico tradicional.
Fiel a su costumbre, Anita no respondió a mis insistentes miradas y sólo
cabeceó entre fría y recelosa. Al cabo de un rato, como si hubiera dudado
mucho en concurrir, llegó Emilia. Yo le había llevado días antes un viejo
vestido de mi madre. Era de terciopelo, un poco abrigado para la época del
año y demasiado pesado para las livianas telas importadas que ahora se
usaban, pero ella, costurera, se lo había arreglado muy bien y estaba bastante
bonita. No es necesario mencionar el revuelo que causó su presencia entre
la selecta concurrencia reunida en casa, pero no me importó y la presenté a
los invitados como si aquello fuera lo más natural del mundo. Debo decir en
su favor que ella sabía expresarse muy bien. Al parecer su madre había sido
una mujer de buena educación.
Con el correr de los minutos todo se fue encauzando. Se sirvió la comida
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donde los actores del Teatro Argentino podrán dar algunas funciones por las
tardes. Ansío ver a José Casacuberta y a Trinidad Guevara actuar allí…
Don Santiago pertenecía al culto e ilustrado, más reducido, grupo
rivadaviano. De hecho, integró la primera sociedad literaria creada en
nuestras tierras, allá en 1822, de la cual emanó el Argos, el periódico que
leíamos en casa. Es por eso que, mientras Wilde hablaba sobre su parque, yo
me acerqué a Emilia con preocupación. Sabía que todo ese mundo de cultura
y sofisticación le era ajeno.
–¿Te aburrís? –le pregunté en un susurro.
–No –respondió ella escuetamente, fiel a su costumbre, mas luego agregó
–Nunca fui al teatro, pero sí al circo. A mi padre no le gustaba que fuera…
pero yo me escapaba siempre que el circo de Chiarini llegaba a la ciudad.
Desde la época de la colonia, los circos se instalaban en huecos o plazas
atrayendo principalmente a la gente de bajos recursos con sus equilibristas,
forzudos y números de baile. También concurría gente adinerada, pero se le
reprochaba que, a diferencia del teatro, entretenía sin educar.
–¿Vas a decirme quién es ella? –preguntó de repente cambiando
abruptamente de tema.
–¿Quién?
–La muchacha a la que no dejás de mirar.
–Ehhh... Es Ana Riglos –respondí enrojeciendo como un tomate.
–Una Riglos ¿eh? Nada mal. Tus padres deben estar contentos.
–Bueno… no son muy amigos que digamos… y ella…
–Tendrías que darle una serenata. ¡Es tan romántico!... Una vez, Julián
me cantó una canción… ¡Tiene una voz tan bonita!
La idea de la serenata en realidad no estaba nada mal. De hecho, era
habitual que los jóvenes se plantaran en medio de la noche al pie de la
ventana de su amada, entonando, desafinadamente por lo general, alguna
melodía ya practicada. Si tenía éxito, ella no aparecía pero dejaba caer un
pañuelo perfumado, prenda que luego permitía formalizar el noviazgo con
los padres.
–No… no creo que pueda. No tengo oído para la música… soy un desastre
cantando, bailando... Además, ella ni me mira…
–¡Ufff! ¡Qué tontos son los hombres! –exclamó elevando sus hermosos
ojos al cielo– Claro que te mira. ¡Sólo que no te das cuenta!
Luego de los postres la concurrencia fue separándose en pequeños
grupos. Mi amigo Alberdi había acaparado la atención de jóvenes y damas
con sus virtuosas interpretaciones en el piano. Yo me acerqué, en cambio, a
mi padre que conversaba con el ingeniero Pellegrini y otros amigos, todos
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con una copa de brandy en la mano. Pellegrini hablaba del sistema de aguas
corrientes que planeaban instalar en el centro de la ciudad.
–Eso se va a financiar con el préstamo de la Baring Brothers, ¿verdad?
–pregunté sin perder oportunidad para continuar con mis pesquisas.
–Ese préstamo… será un dolor de cabeza para el país –murmuró el doctor
González.
–¿Por? –pregunté ansioso.
Todos giraron las cabezas para ver si se podía hablar con tranquilidad. Se
rumoreaba que Miguel Riglos había estado metido en el tema del préstamo
y no querían decir algo con algún familiar en las espaldas.
–Te lo explicaré muchacho –prosiguió González en voz baja–. El préstamo
era de un millón de libras, pero de allí Alexander Baring ya descontó cuatro
servicios de intereses y amortizaciones adelantados, además de comisiones,
gastos… conclusión, el préstamo quedó reducido a quinientas cincuenta mil
libras de las cuales sólo aproximadamente sesenta mil llegaron hasta ahora a
Buenos Aires… El país se endeudó por una fortuna que no ha podido utilizar,
la guerra ha dificultado cumplir con los compromisos, costará décadas
pagarlo todo46… y en el camino muchos son los que se han enriquecido…
–¿Rivadavia? –pregunté con los ojos abiertos como dos huevos duros.
–No… ejem… eso no me consta –carraspeó González ante el mutismo
de los demás, unitarios y partidarios de Rivadavia como él–. Me refiero a
muchos intermediarios.
–¿Quiénes?
–Tu hijo está muy preguntón, Ignacio –bromeó Gaspar Campana, el viejo
notario de la familia.
–Siempre quiso entenderlo todo, saberlo todo… –respondió mi padre
con una sonrisa que no ocultaba su preocupación por mi comportamiento
de los últimos tiempos. El tema, además, lo inquietaba. Pese a detestar a
Bernardino, apoyaba su programa de gobierno. Creía sinceramente en él.
Lo que no apoyaba en absoluto eran los desfalcos y rapacerías que parecían
rodear a muchas de las decisiones económicas de su administración. Por
eso, afirmó–: Los que se han beneficiado con el préstamo seguro están
metidos también en los negocios ingleses que han sabido dar muy buenas
“comisiones”. El Banco de la Provincia, por ejemplo.
Fundado en 1822 y llamado comúnmente “Banco de Descuentos”, fue
utilizado desde su creación para la especulación y el enriquecimiento de
sus accionistas, mayormente británicos. No por nada había comenzado a
funcionar en los salones de la mansión consular inglesa, cercana a la Iglesia
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de la Merced.
–O también podría ser en la “Asociación Minera del Rio de la Plata”,
constituida en Inglaterra para la explotación de las minas de Famatina y en
la que el propio Rivadavia es miembro… –continuó.
–Hablando de las minas de Famatina –comentó Gaspar–. Hace un tiempo
vino a la notaría un personaje muy extraño. No lo conocía pues, al parecer,
vivió mucho tiempo en Inglaterra. Vestía ricamente, con una impecable levita
inglesa, pero la exageración que hacía de su fortuna me pareció ciertamente
vulgar.
–¿Y qué quería? –pregunté interesado. Tenía el pálpito de estar finalmente
tras la pista del “personaje misterioso”.
–Pasó una hora relatándome todos sus periplos por Europa, su intervención
en la contratación del préstamo con la Baring Brothers y su supuesta
cercanía al Presidente que, al parecer, integra junto a él la comisión directiva
de la Asociación minera que mencionara tu padre. Al final, me pidió que le
redactara un poder para un agente riojano, de Famatina precisamente. Lo más
frustrante y enojoso de todo fue que, luego de soportar aquella interminable
entrevista, él nunca volvió a presentarse, ni para firmar, ni para pagar… ¡Un
descarado!
–¿Cómo se llamaba? ¿Cómo era? –disparé sin poder contenerme.
–Mmmm… Alma… Talma… algo así, no sé, no recuerdo bien su
apellido. Nunca he sido bueno para eso. Además, cuando advertí que no iría
a venir me deshice de las notas que había tomado durante la entrevista…
Era bastante moreno, podría decirse que apuesto pero de una manera un
tanto desagradable… no sé cómo decirlo. La verdad, Manuel, prefiero no
recordarlo.
¡Era él! Estaba seguro. La conversación derivó rápidamente en el comercio
inglés que iba, desde ponchos y otras muchas mercaderías, hasta la apertura
de saladeros y diversas actividades bancarias y financieras llevadas a cabo
por los accionistas del Banco de Descuentos. Yo ya no escuchaba. Sentía
que estaba más cerca de poder ayudar a Emilia. ¿Y Emilia? ¿Dónde estaba?
–¡Emilia! ¡Emilia! –grité buscándola por todos lados, sin encontrarla,
hasta que tuve que detener mi andar bruscamente.
Los ojos negros de Anita Riglos estaban clavados en mí con la fuerza de
un rayo. Mi miró con rabia, con bronca… con celos. Me miró por primera
vez, directa e intensamente. Y yo intuí, con bastante lentitud tal vez, que por
fortuna la serenata no sería necesaria.
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convento48 donde unos meses atrás se había celebrado el regreso triunfal del
Almirante Brown tras la increíble victoria de Juncal.
Por mi parte, andaba entre puesteros y peregrinos cuando divisé a Emilia
y a Eliza Brown escabullirse subrepticiamente. Sabía que, desde aquellas
nefastas carreras de caballo en Barracas, se habían hecho muy amigas. Eliza
la había convertido en algo así como su costurera personal y pasaban mucho
tiempo juntas. La familia Brown no se atrevía a prohibirle la relación debido
a la profunda depresión en la que había caído tras la muerte de su enamorado.
Mirando para todos los costados, como quien va a hacer algo que no se
debe, las muchachas atravesaron la Iglesia del Pilar y se internaron en el
antiguo huerto de los frailes, expropiado por Rivadavia en 1822 para abrir el
Cementerio del Norte, o de la Recoleta. Con su creación se dio solución a los
muchos problemas higiénicos que aún existían debido a las inhumaciones
en los templos, pero al menos al principio, a la clase acomodada no le hizo
ninguna gracia tener que sepultar a sus muertos en un cementerio público.
De hecho, los primeros en ser enterrados allí fueron un negro liberto y una
prostituta.
–¿Qué hacen? –pregunté yo, acercándome por detrás y provocando que
ambas gritaran de terror.
–Buscando la tumba de mi primo –contestó jadeando Emilia luego de una
extensa retahíla de insultos–. Debe estar en la fosa de los criminales.
Así supe que el temible Ramón Acosta había fallecido hacía unos años
tras una pelea en un reñidero de gallos. Murió en su ley, pensé no sin
cierto alivio. Caminamos los tres entre las fosas. Un par de cuerpos tirados
aguardaban a que los enterradores, cuya profesión se había creado junto con
el cementerio, terminaran de festejar. Cada vez me sentía más incómodo e
inquieto. Miré a las muchachas. La extraña luz que iluminaba sus rostros
sombríos, taciturnos… tétricamente fúnebres, no hacía más acentuar aquella
sensación.
–Dejadnos solas –ordenó Eliza con un susurro casi fantasmal.
Quizás debí haberme quedado allí con ellas, pero salí corriendo tan rápido
como pudieron mis largas y desproporcionadas piernas. No bien salí del
cementerio me invadieron los ruidos, las risas y los gritos provenientes de
las romerías. Aturdido, empecé a caminar entre la gente, a vagar sin rumbo
en medio de empujones y carcajadas. Entonces la conversación de un grupo
de jovencitas me detuvo en seco.
–Mi padre ya ha dado su consentimiento y se han puesto de acuerdo con
la dote. ¡No saben lo que es! Rico, muy rico, tiene inversiones en campos,
bancos, hasta en las minas de La Rioja y ¡es tan lindo!, tan distinguido, tan
elegante, con una voz…. Te habla y te derrites… ¡No puedo creerlo!... ¡Voy
a ser la esposa de Miguel Palma!
El resto de las muchachas, emitiendo unos chilliditos agudos y agitando
alborotadamente los brazos, rodearon y abrazaron a la afortunada. Yo apenas
si podía respirar. Minas en La Rioja. Rico. Apuesto. Con buena voz. Alma…
Talma… ¡Palma! ¡Lo había encontrado! ¡Lo había encontrado!
–¡Emilia! ¡Ya sé quién es! –vociferé escandalizando a la joven novia y
a sus amigas al tiempo que salí corriendo nuevamente, esta vez, rumbo al
Cementerio.
Días después había identificado su casa, una amplia propiedad de dos
pisos muy cerca de la Iglesia de La Merced.49 Me pareció un lugar de lo
más apropiado por lo que sabía de él. En el barrio inglés las actividades
financieras y comerciales estaban cada día más desarrolladas. Emilia se
empecinó en acompañarme. Fuimos introducidos al salón de recibo por uno
de los criados. Era el más moderno que yo había visto jamás. Con papeles
franceses en las paredes, repleto de sofisticados muebles europeos e, incluso,
calefaccionado por una novísima estufa inglesa que usaba carbón traído de
Liverpool y evitaba los humos y vahos de los antiguos braseros que aún
nosotros teníamos en casa. El sirviente nos advirtió que su patrón estaba
ocupado con una entrevista muy importante, pero le rogamos nos dejara
quedarnos y esperarlo. Mi apellido, uno de los más antiguos y tradicionales
de la ciudad, nos allanó el camino. En cuanto quedamos solos, ordené a
Emilia que me esperara ahí y yo me escabullí hacia el interior de la casona.
De una de las habitaciones que daban al patio principal emergían voces
apagadas. Me acerqué para escuchar mejor. Sabía perfectamente que desde
la anarquía de 1820 había en el país dos fuerzas opuestas, que luchaban entre
sí. Los federales, por un lado, defendían el derecho de las provincias de
gobernarse a sí mismas, con igualdad de derechos y de trato entre ellas. Pese
a ser una doctrina importada de los Estados Unidos, se adaptó perfectamente
a las ciudades del interior, crecidas en el aislamiento y en los antagonismos
regionales. Con el tiempo, esas circunstancias le dieron al federalismo
argentino características únicas, como la aparición de los “caudillos”, jefes
locales políticos y militares. Del otro, estaban los unitarios. Defensores del
papel predominante de Buenos Aires como líder del proceso revolucionario
y generador de las riquezas de la aduana, propugnaban un sistema centralista,
con eje en la ciudad capital. Aducían que las provincias no estaban aún
preparadas para la federación. No escapaba al conocimiento de todos que en
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muchas de ellas no había siquiera abogados con los que armar un hipotético
poder judicial. Estas razones de índole práctica fueron las que llevaron
al Congreso General a dictar en 1826 una constitución presidencialista y
unitaria. Ella no fue aceptada por el interior y la lucha continuó. Durante
años, los dos proyectos de país se enfrentaron en periódicos, debates e,
incluso, en los campos de batalla. En el momento en el que yo estaba parado
allí, a escondidas detrás de la puerta, los unitarios habían perdido el poder
con la renuncia de Rivadavia, pero aspiraban a recuperarlo en breve. Y para
eso había que acabar con Manuel Dorrego, el gobernador de la Provincia
de Buenos Aires. Éste había adoptado con fervor el federalismo durante
su largo exilio en los Estados Unidos, impuesto por el entonces Director
Supremo Juan Martín de Pueyrredón, y se había destacado por ser un gran
defensor de las ideas federales tanto en los debates del Congreso General
como en los periódicos financiados por su bolsillo.
–Ese hombre es una desgracia. Es demagogo y populista. El otro día lo vi
caminando por la calle vestido prácticamente con harapos, sólo para ganarse
el favor de la chusma –el que despotricaba, lo supe enseguida, era Juan Cruz
Varela, poeta, escritor, redactor y ferviente unitario. Solía recitar sus obras
en las tertulias cultas de la minoría ilustrada de la ciudad y escribir para los
periódicos más rivadavianos. Despreciaba a Dorrego por tener su base de
sustentación en los estratos pobres de la ciudad, siempre tan olvidados por
la política unitaria.
–No se preocupe, amigou –se escuchó entonces una voz con un
marcadísimo acento inglés–. Dorregou será desposeído de su puesto y muy
prontou…
Se me erizaron los pelos de la nuca. No pude verlo y, por lo tanto, nunca
lo sabré con certeza, pero creo que el que hablaba era Lord John Ponsonby.
Ponsonby era un ilustre miembro de la nobleza irlandesa, prestigioso
diplomático de carrera y, al parecer, hombre muy galante y buen mozo, tanto,
que atrajo la atención de Lady Conyngham, la favorita del Rey inglés George
IV. Como “recompensa” por el amorío, el Rey lo envió al país más alejado
que pudo encontrar. Comprensiblemente, a Ponsonby no le gustó Buenos
Aires. “El lugar más horrible que haya visto y por cierto que me ahorcaría
si encontrara un árbol lo suficientemente alto para sostenerme…”, escribió
a poco de llegar. Quería irse, y rápido. Para ello tenía que terminar con la
guerra del Brasil, que perjudicaba los intereses ingleses en la región. El creía
que la solución, al menos para Inglaterra, era declarar la independencia de
la Banda Oriental, conformando así un “estado-tapón” entre el Brasil y las
Provincias Unidas que asegurara la internacionalización de las aguas del
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Poco después advertimos que no era una tarde cualquiera. Al menos cuarenta
carruajes seguían a un coche fúnebre que, por el camino tomado, iba rumbo
al cementerio inglés de la ciudad. ¿Qué habría ocurrido?
–¡Parece que murió la señorita Brown! –anunció conmocionado el
cochero desde el pescante tan pronto obtuvo algo de información.
¡Eliza! ¡Eliza muerta! Por orden de mi padre nos incorporamos al cortejo
y un rato después llegamos al cementerio ubicado en la calle del Socorro.50
Estaba lleno de gente. A pesar de que la muerte era una visitante asidua, la
desaparición de aquella joven había impactado fuertemente a la sociedad.
Importantes personalidades, como el gobernador Manuel Dorrego, el cónsul
británico Woodbine Parish o el mismísimo Lord Ponsonby, se sumaron a la
influyente comunidad inglesa y a los miembros de las más destacadas familias
criollas de Buenos Aires. Vi de lejos al Almirante y a su esposa, devastados por el
dolor, acompañados por el resto de sus hijos. Caminando entre el gentío encontré
a José. Casi no lo reconocí. Tenía los hombros caídos, la espalda encorvada, la
mirada devastada. Estrujaba entre sus manos una litografía de Eliza que había
comprado en lo del francés Bacle. Puse mi mano en uno de sus hombros y, en
cuanto advirtió que era yo, me abrazó y se largó a llorar con desesperación.
Parecía tan ilógico, tan desproporcionadamente inadecuado y, sin embargo, fue
la primera, y única, vez que nos sentimos verdaderamente hermanos. Luego de
un rato recuperó la compostura, miró por última vez el féretro de su amada y
salió corriendo. Unos días después se fue de casa. Dejó todas sus pertenencias,
sólo se llevó la litografía de Eliza. Nunca más lo volvimos a ver.
–Esta juventud es tan imprudente –decía una señora, con aires de matrona
pontificadora, a mi lado–. Se bañan en el río sin ningún tipo de precaución. Yo
siempre digo que en cuanto comienza la temporada de baños hay que estar con
diez ojos…
Como aún no existían las casas de baños o el agua corriente en las casas,
todo el mundo se bañaba en el río. Se esperaba, sí, que llegara el 8 de octubre,
día de la Inmaculada Concepción, en el que se metían los padres franciscanos y
dominicos para bautizar el agua. Las familias íbamos generalmente a la caída del
sol. Nos sentábamos en la tosca de las orillas gozando de la brisa y esperábamos
a que oscureciera para entrar mientras los criados cuidaban de nuestras ropas.
Había por lo general orden y respeto, pero las contravenciones y accidentes
también ocurrían.
–Es que no creo que haya sido un accidente –murmuró otra, con voz nerviosa
y mirada escurridiza–. Dicen… dicen que se mató por una pena de amor.
Se desató un airado debate a mi lado. Los suicidios casi no existían en la
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conforme con el cambio luego de todo el trabajo que ella había hecho. Como
era de esperarse, Viamonte no duró mucho tampoco. Para ese entonces los
federales cismáticos o lomos negros comenzaron a emigrar ellos también,
encontrándose con los unitarios en el exilio. A Viamonte le siguió Manuel
Vicente Maza, íntimo amigo de Rosas, para luego…
–Y el asesinato de Facundo Quiroga ayudó… –suspiró Miguel con
desaliento–. Así como el fusilamiento de Dorrego lo llevó a la primera
gobernación, el asesinato de Quiroga lo condujo a la segunda. 1835 fue el
desgraciado año en que volvió al poder con las facultades extraordinarias
que quería… y quince años después todavía está en el mismo lugar.
–Pero doña Encarnación no pudo disfrutar de toda la gloria de su marido
ni volver a la política. Enfermó y una madrugada del 38, creo que la del 20
de octubre, murió, sin quejas, tan valientemente como había vivido.
–Recuerdo sus funerales… ¡cómo olvidarlos!
Tenía diecisiete años cuando asistió, como todo el mundo, a las exequias
de la “Heroína de la Federación”. Fue un entierro nunca visto, los funerales
más solemnes hechos a mujer alguna en su siglo. Casas, campanas, carros,
árboles, perros, caballos, todo, todo, estaba cubierto de crespón negro. Las
tropas, las autoridades y la multitud que se congregó, alrededor de veinticinco
mil personas, lucían el “luto federal”, que se hizo obligatorio aprovechando
el momento para “unificar” voluntades. El monumental carromato que
conducía a doña Encarnación avanzaba lentamente por las calles entre dos
filas de antorchas, en la penumbra de la noche… y en aquella penumbra, a
la luz de los candiles, la mirada del joven Miguel se encontró con la de una
dama, tal vez de la misma edad de Encarnación, que le reveló un mundo de
placeres desconocidos.
–Con ella se murió una historia de amor –murmuró Julián sorprendiéndose
aun a sí mismo, pues no era dado a sensiblerías románticas.
–O nació… sólo para morir poco después –murmuró a su vez Miguel,
romántico de pura cepa, sufriendo casi con satisfacción por aquel amor
nacido en los funerales de Encarnación que se había deshecho con el exilio.
Once años habían pasado desde su partida y, con seguridad, dejado
huellas en el rostro, en el cuerpo amado. Por eso no quiso volver a verla
tras su regreso a la ciudad, unos meses atrás. Era preferible, más acorde al
culto al sufrimiento y a las pasiones tan profundas como desgraciadas que
imponía el romanticismo, llorar por el amor perdido intentando, vanamente,
encontrarlo en otras. El largo cabello renegrido de la muchacha del baile
lo había prendado la noche de su detención, llevándolo con su mente al
zaguán de aquella casa otra vez, envolviéndolo en la oscuridad del deseo, la
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melancolía y el cautiverio.
–¡Qué hermosa que era! ¡Y qué negro y oscuro era el zaguán!...
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
Luis, que a él. De niño era inquieto, movedizo, más amigo de las tareas
físicas que de las intelectuales. Sin embargo, el obligado encierro en aquel
cuartucho del tercer patio me reveló un tesoro que de otro modo nunca
hubiera descubierto. Los libros. Hasta entonces las lecturas eran para mí
una obligación. No conocía el placer de abandonarse a la imaginación, a la
belleza y al misterio.
–¿Y eso cómo cambió su vida?
–Cuando me recuperé, comencé a frecuentar el círculo de amigos de
Manuel, mi hermano mayor. Eran, principalmente, sus compañeros del
Colegio de Ciencias Morales. Por la diferencia de edad, soy diez años menor
que todos ellos, yo era una especie de mascota y les divertía mi presencia.
Se congregaban en la gran casona que los abuelos de Miguel Cané tenían en
los fondos de la Iglesia de San Francisco. Allí conocí, además de a Miguel, a
Vicente Fidel López, a Marco Avellaneda, a Juan Bautista Alberdi…
–Salvajes unitarios…
–Juan Bautista me fascinó de entrada. Es un conversador formidable,
de inteligencia lúcida y penetrante pero, al mismo tiempo, con ese aire tan
desvalido, tan melancólico, que hacía que todas las muchachas quisieran
protegerlo, je, je. Excelente músico, además. –Hacía unos años, otro
amigo de su hermano, José Antonio Wilde, había compilado y publicado el
“Cancionero Argentino”, donde abundaban canciones de Alberdi, Echeverría
y de los hermanos Varela, entre otros–. En aquellas reuniones yo escuchaba
absorto las historias sobre el Colegio. Las lúgubres y húmedas habitaciones
de quienes, como Alberdi o Avellaneda, venían del interior del país y debían
vivir allí. Las crueles penitencias que les esperaban en el cuarto de las
pulgas o en la letrina hedionda. Las travesuras con las que intentaban paliar
tanta rigidez, como la riña de gallos en plena clase del profesor Guerra o
las represalias contra el canalla Rivera Indarte –quien, ya de grande, pasó
de componer el obsecuente y empalagoso Himno a Rosas a las injuriosas
Tablas de Sangre.
–Gaucho ladrón de vacas… –exclamó indignado Julián al escuchar el
nombre de aquel odiado traidor.
–Gracias a ellos conocí al Doctor Diego Alcorta, médico y profesor
de filosofía del Colegio, quien ejerció una notable influencia en toda la
generación que se estaba formado en aquellos años. Y un poco más tarde,
tuve la oportunidad de relacionarme con alguien que me abrió un mundo
nuevo y fascinante: Esteban Echeverría.
Unos años mayor que el resto de los jóvenes, bastante más que Miguel,
y educado en París, Echeverría era un poeta polémico y controvertido,
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daba miedo, pero cualquier ruido que lo quebrase daba más miedo aún.
El ladrido intempestivo de un perro. Un grito a los lejos. El “Las doce
han dado y nublado” del sereno. Ese sobre todo. Se sabía que los que
ingresaban detenidos al cuartel de serenos no salían nunca caminando sobre
sus pies. En ese estado de ansiedad y angustia llegaron al Bajo, a orillas
del río. Ya se habían marchado las lavanderas. Ya no andaban por allí los
niños que se divertían juntando cosas raras y dándose un prohibido baño
en sus aguas amarronadas. Ya no había más que silencio en aquel paraje
triste, melancólico e imponente al mismo tiempo. Y eso era lo mejor. El
mayor peligro que corrían era que los hubieran denunciado y una partida de
degolladores estuviera esperándolos, listos para una carnicería. Se acercaron
al río. Escucharon el sonido de las olas. Sintieron el viento golpeando sus
rostros, trayéndoles aquel olor a humedad y carroña fermentada que les era
tan familiar. Trayéndoles, además, la advertencia del peligro que corrían al
aventurarse en sus aguas. Pero lo que dejaban atrás era aún más peligroso y
por eso no dudaron en subirse a la ballenera francesa que estaba esperándolos.
Poco a poco, comenzaron a alejarse de la costa. La poquísima luz de luna
que se filtraba por entre las nubes les permitió ir viendo cómo desaparecía
la tierra, los árboles, las torres de las Iglesias que rompían la chatura de la
ciudad…
–No fue fácil emigrar y, menos aún, vivir en el exilio. Todos lo que
partimos dejamos familia, amigos, amor… –la dama de los cabellos de
noche volvió a invadir sus pensamientos–. En nuestro caso –se apresuró a
decir para reponerse–, el que se quedó fue mi hermano Manuel. La presión
del suegro y los ruegos de su mujer lo hicieron posponer lo inevitable, pero
un año más tarde estaba ya con nosotros.
La nostalgia volvió a golpearlo al recordar a su hermano mayor. Lo
extrañaba. Lo extrañaba mucho. Manuel era el más parecido a Ignacio.
Calmo, serio, responsable. Tenía una hermosa familia junto a Ana Riglos y,
sin embargo… sin embargo, siempre había una sombra de dolor, de culpa
en sus ojos, de miedo quizás, como si hubiera algo que no lo dejaba ser
enteramente feliz.
–La vida es muy dura allá –continuó–. Con nuestros bienes confiscados,
la supervivencia no es sencilla. Al principio nos instalamos todos en
Montevideo, luego, tiempo después, mis padres se mudaron a Colonia para
administrar los campos de la familia que aún quedan en esa zona. Pero vivas
donde vivas, no dejas de ser un extranjero, un extraño rogando la hospitalidad
ajena. Ahhhh –suspiró–. La emigración es la muerte. Morimos para nuestros
allegados. Morimos para la patria. Y así debemos seguir viviendo o, mejor
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
dicho, sobreviviendo. Sin patria, sin familia, sin bienes, sin nombre…
–Escaso castigo para un traidor –una voz potente recorrió las gruesas
paredes del calabozo. Julián se levantó presuroso de su silla y el chirrido
que produjo indujo a Miguel a pensar que la visita era importante. ¿Sería…?
–¡Señor Gobernador! –balbuceó Acosta confirmando las sospechas de
Miguel. Sonó sorprendido pero en realidad no lo estaba. Había vivido en
Palermo lo suficiente para saber que Rosas era un trabajador incansable,
minucioso, detallista, que trabajaba la noche entera en su despacho, detrás de
una pila de expedientes, documentos oficiales, cartas, sentencias… También
sabía que no le gustaba que se supiera por donde andaba, por lo que no
era raro verlo aparecer en cualquier lugar, en cualquier momento… aun en
medio de la noche.
–Abra la puerta. Quiero ver al prisionero –ordenó.
Segundos después ingresó a la pequeña celda. Miguel, con esfuerzo, se
paró y quedó frente al responsable de su tétrico encierro. Un hombre de
estatura mediana, más bajo que él, pero mucho más corpulento y macizo.
Con los años había engordado bastante aunque, por supuesto, aún lo creía
capaz de domar potros y realizar cualquier tipo de destreza física. Su cabello
era rubio y ondulado y su rostro, atractivo, de piel sonrosada, le permitía
conservar un aspecto juvenil pese a sus cincuenta y siete años de edad.
–Y hablando de traidores... Los Díaz de la Vega resultaron ser una manga
de salvajones unitarios, incluso Manuel, y eso que su suegro es un buen
federal –una expresión burlona apareció fugaz en su semblante. Sabía
perfectamente que muchos “buenos federales” lo eran sólo por conveniencia
o por terror. Así, el pasado rivadaviano de Miguel de Riglos y sus negocios, ¿o
negociados?, con los ingleses no habían sido obstáculo para que éste abrazara
la causa federal, ni para que la Niña Manuelita y sus amigas contemplaran
desde los floridos balcones de su casona, la más famosa de la ciudad, cuanto
festejo organizara el gobierno de su padre–. Todos traicionaron a la patria,
huyendo como ratas en la oscuridad de la noche, al margen de la ley. Ahora,
uno de ellos tuvo el atrevimiento de regresar. ¿Y miren quién es? ¡Ja! ¡El
joven romántico! –exclamó con desprecio observándolo de arriba a abajo–.
O lo que queda de él… No hay caso. Los jóvenes de hoy no son como los
de mi época. Palidecen como mujeres y al primer golpe de aire se resfrían.
–Los jóvenes de hoy queríamos hacer grandes cosas por la patria –
interrumpió Miguel, sin poder contenerse, imprudente como siempre.
–¿Entre libros llenos de historias románticas y estúpidas teorías? ¿Qué
hubieran hecho?, ¿eh? Gobernar no es fácil, muchacho, y menos un país lleno
de traidores y palanganas –sus ojos celestes se clavaron en los de Miguel.
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dormía. Por supuesto, era una pregunta retórica. Sin esperar la contestación
prosiguió–: Ordene a sus hombres aplicarle un correctivo de cien azotes al
reo Díaz de la Vega, por charlatán, mentiroso, difamador y por inmundo,
traidor y salvaje unitario.
–¿A…ahora? ¿De noche? –la lenta y sudorosa cabeza del rechoncho
Casimiro aún no funcionaba bien.
–¿Y a usted qué le parece?
Salió del calabozo sin reparar en la sarta de afirmaciones, saludos y
recomendaciones con las que el pobre funcionario intentaba congraciarse
con él. Eso sí, antes de irse, al pasar junto a Julián, no se privó de dispararle
una burla cruel:
–¡Ahhh, Acosta! Me olvidaba. La Niña te manda saludos…
Y se fue. Se retiró tan rápido y sigilosamente como había llegado, mientras
el estupor se adueñaba de los que quedaron. Un rato después, Miguel, Julián
y Casimiro aún veían la chaqueta azul con cordones rojos que vestía, su
chaleco colorado y sus pantalones azules. Seguía impresa en sus retinas la
gorra blanca con visera con la que cubría en parte su cabeza. Así vestido
parecía un sencillo estanciero. Un gaucho rubio de ojos celestes.
El desconcierto acabó cuando Casimiro, sacudiéndose finalmente el
letargo de sueño y alcohol, reaccionó y gritó las órdenes correspondientes.
Un pelotón de cinco o seis guardias arrastraron a Miguel hasta el patio de la
cárcel. Aún no había amanecido.
–¡Uno! –se escuchó la voz ronca de uno de ellos cuando descargó
el primer golpe en la espalda del prisionero–. ¡Dos! –gritó el segundo
cuando el látigo pasó de mano y le tocó a él–. ¡Tres! –reconoció esta vez
la melodiosa voz de Julián y advirtió que su latigazo fue más suave que el
de los anteriores–. ¡Quince! –¿Habría sido en ese patio donde fusilaron al
Coronel Ramón Maza?– ¡Veinticuatro! –Pero con él no podrían. Se enderezó.
Sintió el aire fresco de la madrugada agitar su pelo enrulado–. ¡Treinta y
dos! –la fina camisa de batista ya estaba desgarrada y teñida de salpicaduras
rojas–. ¡Cuarenta y seis! –se sentía uno de aquellos héroes románticos que
poblaban sus lecturas, entregándose en cuerpo y alma en pos de empresas
sublimes–. ¡Cincuenta! –era como Lord Byron luchando por la libertad de
los oprimidos–. ¡Sesenta y cinco! –pero Byron había muerto en Grecia,
¿moriría él en aquel inmundo lugar?–. ¡Setenta y siete! –ya no quería ser
un héroe. Ya no le importaban las misiones estúpidas e imposibles. Ya sólo
quería que aquel dolor insoportable terminara–. ¡Ochenta y ocho! –hecho
un ovillo en el piso, intuyó que no llegaría a escuchar el final. Su mente
fue apagándose, la oscuridad lo envolvió y supo que una nueva y terrible
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casas, en los edificios públicos, las escuelas, los altares de las Iglesias, los
muebles, los botones de las casacas, los jarrones... ¡hasta en la sopa! ¿Acaso
usted no tiene el amado rostro del Restaurador a mano?
–No me gusta su tono –contestó Julián molesto, pues aunque no aprobaba
a la Mazorca, no discutía las razones ni los métodos del Brigadier–. Y sí, lo
tengo, pero no porque deba sino porque quiero hacerlo.
Sacó entonces del poncho una arrugada litografía que le había comprado
hacía años al francés Bacle, pionero de aquella técnica en el país que permitía
reproducir fácilmente dibujos o pinturas.
–Decir que es tan conservador y renuente a los avances de la ciencia, que
si no, ya hubiera inundando la ciudad con su daguerrotipo…
Miguel rememoró entonces el lejano día de 1840 cuando arribó al puerto de
Montevideo el abate Comte, trayendo el increíble invento de Luis Daguerre
que posibilitaba fijar sobre el papel la imagen de una persona o una cosa. El
recuerdo de aquella jornada, de su familia, del progreso y la modernidad, lo
hundieron en las garras de la melancolía y sintió que la espalda lo torturaba
más allá de lo soportable.
–Demasiado avance para quien desconfía de todo lo que sea nuevo, para
quien sólo quiere que seamos unos tristes muñecos movidos a su antojo,
ignorantes, temerosos, iguales, todos iguales…
–El Gobernador quiere que respetemos la ley y el orden que tanto costó
conseguir, pero no que seamos todos iguales.
–¿No? –preguntó con súbita furia– ¿Y qué es entonces lo que pretende
al decidir cómo debemos vestirnos?, ¿al sentenciar, por ejemplo, que un
chaleco rojo es símbolo de máxima lealtad y que un frac o una levita negra
son sinónimos de traición a la patria?
No era un secreto que la adhesión al régimen no bastaba, que lo esencial
era que ésta fuera ostensible y ostentosa. No era suficiente ser, había que
parecer. Así, por convicción, miedo o conveniencia, todos usaban junto
al corazón la divisa punzó que el gobierno al principio sólo impuso a los
empleados públicos, maestros y alumnos de escuela. Eran imprescindibles
los chalecos y las casacas coloradas para la gente pudiente y los ponchos y
chiripás del mismo color para la peonada. Ni los mendigos escapaban a su
uso. El frac, la levita negra o los altos sombreros de copa conferían “pinta de
unitario” a su portador y lo hacían pasible de un nada placentero encuentro
con la Mazorca a la vuelta del cualquier esquina.
–¿No tenemos todos que usar el bigote espeso y las patillas largas?, ¿no
debemos todos rasurarnos la cara no sea que la Mazorca crea que usamos la
barba en “U” y, sólo por ello, que somos salvajes unitarios merecedores del
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degüello?
–Bueno… el Gobernador quiere que usemos el bigote así para parecer
leones… leones que luchan y mueren por la Confederación.
–¡Quiere que seamos todos iguales! ¿El tirano desea que usemos bigote
y patillas para asemejarnos a las bestias? Pues bien, ¡todos a dejarse crecer
el bigote!–. Miguel estaba cada vez más alterado, con el pulso acelerado
y la fiebre enseñoreándose de su cuerpo herido–. ¿Y qué pasa si algún
desgraciado no puede? Si al pobre no le crece el pelo en la cara, entonces,
¡que lleve uno postizo o se humille dibujándose el estúpido bigote con un
corcho quemado!
–¿Ta´ bien? –la agitación de Miguel, tan inusual hasta ese momento, lo
hizo temer que estuviera por colapsar.
–No, no lo estoy –respondió más calmado–. Me duele… Me duele ver a
la gente aferrada a la divisa punzó como a una tabla de salvación. Me duele
ver a la ciudad pintada de rojo…
Con el correr de los años, y del terror, el rojo se apoderó de las viviendas.
De ese color se pintaron los zócalos de las puertas, los marcos de las
ventanas, los frentes de las casonas, incluso las paredes y cielorrasos del
salón. Coloradas eran las alfombras, las cortinas, la porcelana del servicio
de mesa y hasta las flores que adornaban los jarrones. El rojo era el color de
una ciudad donde hasta un escarpín celeste, tonalidad unitaria, era pasaporte
directo al mismo infierno.
–Rojo. Todo Rojo.
–Es el color de la Federación…
–No es casual que Rosas lo haya elegido –continuó ajeno al comentario
de Julián–. El rojo es uno de los colores más atrayentes y provocativos que
existen. Exalta, enardece, inflama. Rojo Pasión. Rojo Sangre. La violencia
se ha adueñado de nuestra sociedad. Y si no lo cree, escuche, lea. En todo
momento se repiten los “mueran… mueran… mueran…” en los documentos
públicos, en los periódicos, aun en las tiernas cartas de los enamorados.
–Los unitarios también hablan de muerte.
Era verdad, pero Miguel no lo escuchó, o fingió no hacerlo.
–La burocracia del odio es rutinaria. Rosas lo sabe y por eso ordena una
repetición mecánica y constante de la consigna violenta. Ha llenado de muerte
todos los papeles del país. Y eso no fue suficiente. En el Teatro, antes de
levantar el telón toda la compañía aparece y vocea una interminable retahíla
de vivas y mueras que el público debe repetir a coro. En el circo fueron más
allá y, al parecer, ahora se hizo costumbre quemar un judas, bautizándolo
con el nombre de algún opositor. Hasta el lenguaje cambió y se llenó de
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vivamos en un frenesí de odio que nos impida ver cuán lejos estamos de
nuestra libertad –hizo una larga pausa antes de continuar–. Y para los que
la vemos alejarse día a día no nos quedan más alternativas que el destierro,
el encierro… o el entierro –calló entonces Miguel, con el cuerpo devorado
por la fiebre y el alma quebrantada, convencido de que, habiendo vivido ya
las dos primeras, era la última opción la que lo esperaba paciente, con los
brazos abiertos.
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los Wilde, amigos de la familia, donde podía pasear por cuidados jardines,
disfrutar de alguna obra de teatro, escuchar a la banda de música y hasta
ver los animales del incipiente zoológico. Sin embargo, ahora lo picaba la
curiosidad.
–¿Y la casa? ¿Cómo es?
–Es un enorme caserón blanco, cuadrado, lleno de patios y galerías. –La
propiedad54 tenía, para algunos, una arquitectura estrafalaria y ciertamente
muy distinta de la predominante en la ciudad–. En el patio principal todos
los días se junta una multitud para ver al Gobernador o a la Ni…Niña y en
los internos están las habitaciones, los despachos, las salas y salones…
–¡Puaj! ¡Esto sí que es horrible! –el desafortunado prisionero había
acometido la ardua tarea de comerse el guiso. El insistente rugido de su
estómago lo impulsaba pese a que el resto de su ser intentaba disuadirlo.
Necesitaba olvidar aquel desagradable sabor para poder comérselo–.
Dígame, ¿el dormitorio de Rosas es tan sencillo como dicen? –preguntó
mordisqueando un dudoso trozo de carne.
–Más. Duerme en una cama de campaña y tiene muy pocos muebles.
No mencionó la mampara que separaba la espartana habitación de
la de Eugenia Castro, “la Cautiva”. Calló por un rato, pero no pensando
en Eugenia ni en su triste historia de encierro e hijos ilegítimos, sino en
aquella imborrable tarde de lluvia cuando, al compás del repiquetear del
agua sobre las tejas y el zinc de los techos, había entrado al cuarto de la Niña
Manuelita. Él, un jovencísimo miembro de la guardia palermitana, llevado
por sus habilidades carpinteriles nada menos que a la habitación del ángel
de la Federación. ¡Gracias abuelo! Cerró los ojos, como había hecho tantas
noches ya, imaginando estar nuevamente allí. El dormitorio daba a la galería
trasera, igual que el del padre, y estaba amoblado al estilo inglés. Contaba
con una alta cama de caoba de cuatro columnas, almohadas de hilo fino
adornadas con ricas puntillas, palanganas de plata, una buena alfombra en el
piso… Hermosa y sencilla como ella.
–¿Y usted? ¿Dónde vivía? –preguntó, cansado de esperar lo que seguía.
–En el ala de los criados, pero no todos viven en Palermo. Algunos van y
vienen desde la ciudad. Somos muchos…, bueno, son muchos. Los guardias
de seguridad, las criadas, los jardineros, además de los escribientes, edecanes
y demás empleados del Estado… –con el tiempo, Palermo se convirtió de
hecho en la sede del gobierno, pues el Fuerte era ya inhabitable debido a las
humedades, los roedores y el descuido–. Trescientas personas trabajando
juntas, todas pagadas por el Gobernador de su propio bolsillo. Él mismo
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suele recorrer la quinta y controlar los trabajos de los sirvientes pues, aunque
generalmente pasa la noche en su despacho, durante el día anda aquí o allá.
Nadie sabe muy bien en dónde, ni en qué.
–Y así, mientras él anda vaya a saberse dónde, el país se prende fuego… –
Miguel volvió a la carga, aburrido de hablar de la quinta–. ¿O no me va a decir
que en 1840 la cosa no estuvo a punto de arder por completo? Después de
dos años de bloqueo francés, las consecuencias que eso trajo a una economía
dependiente de los ingresos del puerto eran previsibles: desabastecimiento,
aumentos de precio, rebajas de salario…
–¡Desgraciados franceses! Tanto jaleo porque arrestaron por unitario al
litógrafo Hipólito Bacle. A mí que no me vengan con cuentos, lo que querían
eran dominarnos, no que liberaran al franchute.
–Francia utiliza desde hace un tiempo una política diplomática “fuerte”,
prepotente, que ya probó ser exitosa en otras partes…
–Pero no con nuestro Gobernador.
–Efectivamente se encontraron con un oponente a su medida. Rosas
no cedió a sus demandas y no les quedó más alternativa que el bloqueo. Y
mientras esto ocurría aquí, en Montevideo, Fructuoso Rivera apoyado por la
escuadra gala desplazaba a Manuel Oribe, aliado de Rosas, de la presidencia
del Uruguay.
–Sí. Todos en armas contra la patria. Los inmundos franceses, el pardejón
Rivera… y también los salvajes unitarios –masculló con rabia Julián al
tiempo que escupía en señal de desprecio.
–Bueno… sí… –lo mortificaba que los emigrados hubieran estado tan
divididos. Los viejos y anquilosados unitarios por un lado, los federales
doctrinarios por otro y los jóvenes románticos aparte, menospreciados por
los dos bandos anteriores–. A instancias de Rivera se conformó la “Comisión
Argentina” para nuclear a los exiliados y administrar el dinero aportado por
Francia. Aunque había algún que otro federal no rosista, los jóvenes fuimos
totalmente excluidos y el manejo de la Comisión quedó en manos de los
unitarios… todos viejos carcamanes…
Viejos de cuerpo o de espíritu, pues no pudo evitar pensar en su hermano
Juan, quien aunque tenía edad para pertenecer al círculo romántico, militaba
en las filas unitarias como uno más de aquellos. Un escalofrío recorrió su
espina dorsal. De todos sus hermanos, Juan era el único con el que nunca
había podido establecer una verdadera conexión. Ni la quería. Era ambicioso
y manipulador. No coincidían en nada, sobre todo en la opinión que tenían
de su padre. Juan solía criticar a Ignacio por haberse mantenido siempre en
un discreto segundo plano, sin ocupar cargos relevantes de gobierno, aun
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leche, incluso, pues mamaron de la misma teta. Pero no eran iguales. Lavalle
era un militar valiente y experimentado, entrenado nada menos que por José
de San Martín. Rosas, en cambio, pese a su grado de Brigadier no es un
militar ni lo será nunca, sin embargo, don Juan Manuel es decidido, firme e
incansable, mientras que Lavalle, trágico y desdichado, vivía atormentado
por la culpa y el remordimiento. Había caído en una profunda depresión tras
pasar por Navarro, el lugar donde doce años atrás ordenara el fusilamiento
del infeliz Dorrego. Ninguno se movía. Creo que el fantasma de Dorrego se
interponía entre los dos. Finalmente, aplastado por sus errores, desmoralizado
por la indiferencia de la gente y la escasez de recursos, Lavalle se retiró,
sin luchar, emprendiendo la huida con su gigantesco ejército, el que fue
desmembrándose rumbo norte hasta su confusa muerte en la lejana Jujuy.
Entonces, todas nuestras esperanzas se desvanecieron y el terror se apoderó
de la ciudad…
Durante los meses de septiembre y octubre de 1840, neutralizada la
amenaza de Lavalle, Rosas dio piedra libre a la Mazorca, que anduvo suelta
y desatada aterrorizando a la población, mientras todos, pincel en mano,
pintaban frenéticamente de rojo todo lo que se les ponía por delante.
–El Gobernador lo logró –respondió Julián con orgullo–. Aplastó todos
los levantamientos internos y hasta los franceses debieron también ese año
levantar el bloqueo. Gracias a su valentía, no cedió nunca a las presiones de
las potencias extranjeras y, así, defendió a la patria. Los grandes gobernantes
de la Europa debieron tratar a la Confederación de igual a igual, e incluso
hociquear y agachar la cabeza. En cambio, ¿qué hicieron los emigrados?
–Los emigrados… –era una pregunta que no deseaba contestar. Al leer
los periódicos montevideanos, o escuchar a su amigo Alberdi, sus palabras
le habían sonado tan claras, tan evidentes. Ellos no traicionaban a la patria.
Traicionaban, si cabía el término, al tirano, para así salvar a la patria. Pero,
¿la habían salvado realmente? ¿O habían hecho lo mismo que sus padres, los
grandes patriotas del año 10, que desalentados anduvieron buscando un Rey
que los gobernara? Era lógico que los exiliados, deprimidos, sin patria ni
hogar, empobrecidos por las confiscaciones, buscaran el modo de recuperar
lo perdido. Mas, ¿no confundían su causa con la causa nacional, igual, igual,
que el tirano que deseaban destruir?–. Los emigrados, creo, cometimos un
error…
Con la garganta cerrada tragó el último trozo del guiso deseando más
que nunca regresar a su niñez. Oler el puchero. Escuchar los comentarios
inteligentes de Manuel, las frivolidades de Guadalupe, los silencios de
Hipólito y hasta la charlatanería pedante de Juan. Sentir el aliento de su
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insistió tanto…
–¿Cómo fue el combate?
Miguel volvió a sentir la misma incómoda sensación que hacía unos días.
Mientras Julián había arriesgado la vida defendiendo su patria, ¿qué habían
hecho los emigrados? La imagen de Florencio Varela recorriendo Europa
con las mentirosas Tablas de Sangre de Rivera Indarte, implorando una
intervención armada en contra de su país, lo asqueó.
–El Gobernador nombró Jefe del Ejército al General Lucio Mansilla –
su cuñado pues éste estaba casado con la hermosísima Agustina Ortiz de
Rozas–, lo que de seguro provocó el enojo de Urquiza, que se creía el mejor
pal´ puesto. Pero es que al Restaurador le molestó mucho que el pillo del
entrerriano ganara sus buenos reales contrabandeando con Montevideo
durante el bloqueo que él había ordenado. Volviendo a la batalla, sabíamos
que no podríamos impedir que la flota gringa remontara el Paraná y le dejara
el paso a los barcos mercantes. La idea fue entonces causarles el mayor daño
posible pa´ arruinarles el negocio. El General Mansilla decidió entonces
fortificar el paraje de Vuelta de Obligado, que ya de por sí es complicado
de navegar por la vuelta que hace el río. Nunca voy a olvidar ese día. Fue
el 20 de noviembre del ´45. Estábamos separados en cuatro baterías a lo
largo de la costa, escondidos detrás de altos muros de barro y ramas de
algarrobo. Teníamos sólo unas pocas balas pa´ cada uno y algunos soldados,
gauchos de la zona, no tenían ni uniforme ni ropa interior. ¡Éramos todos
muy inexpertos!
–Claro, si el grueso del ejército y los mejores artilleros estaban en el sitio
de Montevideo junto a Oribe.
–Sí, y no podían moverse de allí, así que hubo que organizar la defensa
con lo que se tenía. Para ayudarnos, Mansilla atravesó el Paraná con tres
gruesas cadenas de hierro. Finalmente, las naves enemigas aparecieron en
el horizonte y todos juramos morir por la patria si era necesario… ¡Qué
combate, madre mía! La flota europea terminó pasando. No los pudimos
retener, pero los daños que les provocamos fueron muchos. Claro que los
nuestros también. La mayoría de la tropa resultó muerta o herida, incluso
el General Mansilla, que recibió una fea herida de metralla. A mí un balazo
en la pierna me llevó directo al hospital de campaña que se levantó cerca de
San Nicolás…
–Debe sentirse orgulloso. La misión que llevaban los enemigos fracasó
completamente. Pasaron, sí, pero en todo su penoso viaje río arriba fueron
hostigados permanentemente desde las orillas y, aunque finalmente llegaron
a destino, la pobreza y la indignación de los americanos les impidieron
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la pared. Los gruesos y viejos muros de la cárcel estaban empapados por
la humedad. Aquella ciudad debía ser la única en el mundo donde, aunque
afuera no lloviese, adentro podía estar todo mojado, pensó sin saber por qué.
¿Era ese lugar, húmedo, frío y terrorífico su casa? Con su abuelo se había
ido su familia, su hogar, su lugar. Ya no tenía una casa donde ir, ni un oficio
que ejercer. No tenía más posibilidades que amar desde lo lejos a una mujer
imposible y vivir allí, encerrado día y noche… ¡por Dios! Sí, era verdad. Él
también estaba preso. En verdad estaba preso. ¡Cómo no lo había visto!
–Créame lo que le digo. Ambos somos prisioneros de “Tatita” –insistió
Miguel con amargura–. Ambos somos prisioneros del tirano sanguinario que
mantiene oprimido al país con su terrible puño de hierro…
–Tiene visita –la puerta del calabozo se abrió al mismo tiempo que las
palabras abandonaron la boca de Julián.
¿Quién podría ser?, pensó Miguel. No reconoció a la anciana que ingresó
con lentitud. No al menos hasta que dijo:
–¡Miguel! ¡Por Dios! ¿Qué te han hecho?
Miguel abrió la boca de par en par sin poder creerlo. No lograba
convencerse de que aquella mujer de cabellos plateados y rostro arrugado
fuera la madura pero aun despampanante belleza que todavía entonces
añoraba. La amante de su juventud. El trágico y romántico amor de su vida.
Ella se acercó al camastro y le rozó la crecida barba con una mano huesuda
y manchada.
–Mi chiquito… –murmuró conmovida al verlo flaquísimo, con los
ojos hundidos y el semblante demacrado–. ¿Te hicieron mucho daño? No
te preocupes, el Gobernador no me niega nada. Ya verás, ¡te sacaré en un
santiamén!
–Gra… Gra… Gracias –no podía ni hablar, tal era el espanto que lo
invadía. Lo había supuesto, sí, por eso no había ido a visitarla tras su regreso
a Buenos Aires, pero confirmarlo así, cara a cara, era más de lo que podía
disimular. Estaba… estaba… ¡tan vieja!
–Te estuve esperando –dijo ella con voz zalamera–, pero no viniste
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Parte V
CONSERVADORES Y
RADICALES
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PECADOS CAPITALES
(1890)
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nada menos que a Mariquita Sánchez, fallecida ya en 1868 pero que aún se
mantenía en pie.
–¿Quiénes son? –preguntó otra vez Luciano a su mentor, mientras padre
e hija finalmente retornaban a su coche y el cortejo volvía a ponerse en
marcha.
–El enemigo –contestó lapidario el doctor Leandro Alem con irritación,
aunque luego aclaró–: Eran el Senador del P.A.N. Juan Díaz de la Vega y su
hija Clara. Debe haber fallecido la madre del senador... era ya muy mayor.
Poco a poco la normalidad se restableció. La comitiva, luego de pasear
por la calle Florida, enfiló finalmente para la Recoleta. Al cabo de un rato
atravesó una de las tres altas puertas de hierro por las que se ingresaba al
Cementerio, construidas en 1881 por el emprendedor primer Intendente de
la ciudad, don Torcuato de Alvear, y se detuvo sólo instantes después en la
Capilla de las Bendiciones.
–Mi madre, doña Catalina López Arondo de Díaz de la Vega, tuvo una
vida tan larga como llena de desafíos –Juan, erguido, envarado, de pie frente
a una espectacular imagen de Cristo confeccionada en mármol de carrara,
comenzó un discurso que, se intuía, no iba a ser corto ni conciso. Al menos
no tenía con quién compartir la palabra. De los siete hijos que había tenido
la anciana difunta, él era el único que la sobrevivía–. Nació cuando aún
éramos una pequeña y somnolienta colonia española y, lo quisiese o no,
su vida se vio atada a la suerte de estas tierras. Formó una familia durante
los atribulados años dominados por las guerras de la independencia y los
intentos, variados e infructuosos, de gobernar la jovencísima nación. Ante
sus ojos pasaron Juntas, Triunviratos, Directorios, Gobernadores, un gran
Presidente unitario, un terrible tirano federal... y el dolor del exilio, las
dificultades para sobrevivir, la añoranza permanente de la patria… Pero
entonces el tirano cayó y la República Argentina logró finalmente darse una
Constitución.
Clara escuchaba a su padre azorada. Ni una palabra había dicho en
realidad sobre la abuela. Sobre su increíble fuerza y vitalidad, sobre su
rebeldía y audacia, sobre su dulzura y pasión. Política. Para él todo siempre
era política. Y encima parcializada, sesgada, orientada a su conveniencia
actual. De hecho la abuela se lo había contado varias veces. La organización
constitucional del país no fue instantánea como pareciera desprenderse de
las palabras de su padre, sino larga y desgarradora. De hecho, durante casi
diez años la Argentina estuvo dividida en dos. Por un lado, la orgullosa y
avara Buenos Aires, erigida en entidad autónoma desde 1852, empeñada
en enseñarle al resto del país que podía ser rica, liberal e independiente
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con los ingresos de su Aduana que usufructuaba ella sola. Por el otro, la
Confederación Argentina, encabezada por Justo José de Urquiza como
primer Presidente constitucional, que hacía malabares para unir un interior
federal y atrasado con las nuevas ideas liberales del momento y que padecía
incontables penurias económicas, que ni la libre navegación de los ríos ni
la instalación de aduanas en los puertos del litoral podían paliar. Hombres
necios, decía siempre la abuela. ¡Años para advertir que unos no podían
funcionar sin los otros! Es que para bien o para mal todos formaban parte de
la misma nación. La unión, por supuesto, se dio por la fuerza. Fue necesaria
la derrota porteña en la batalla de Cepeda para que Buenos Aires se
incorporase al resto del país y jurase, tras algunos cambios, la Constitución.
Fue necesaria la confusa y dramática batalla de Pavón, en 1860, para que
se sellara la muerte de la Confederación y el surgimiento, finalmente, de la
República Argentina.
–Fue testigo presencial de las primeras presidencias unificadas del país,
imperfectas, convulsionadas, afortunadamente superadas –como si nada,
Juan continuaba el discurso con su voz rasposa y engolada–. Me refiero
a las presidencias de Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Y en medio de esas
imperfecciones y convulsiones debió enterrar a un hijo que, durante la
Presidencia del General Mitre, cayó en la Guerra del Paraguay… –no pudo
evitar que se le colara un gesto de fastidio. Detestaba la magnitud del dolor que
la muerte de su hermano Miguel, el preferido de su madre, había ocasionado
en la familia, pero se recuperó para seguir fustigando a Bartolomé Mitre,
uno de los principales opositores del actual gobierno–. Ella fue una crítica
severa de todos los errores y atrasos de su administración.
–¡Ella fue una madre devastada por el dolor! –gritaba furiosa en su mente
Clara.
La abuela había odiado esa guerra inexplicable más que a cualquier otra
cosa en su vida. Es que nadie podía, o se atrevía, a decir con claridad ni
cómo ni por qué ésta había comenzado. Fue una sucesión de eventos que
hicieron que Argentina, Brasil y Uruguay terminaran unidos en una siniestra
alianza contra el Paraguay. La abuela solía gritar con rabia. ¡Malditos los
revoltosos uruguayos y sus golpes de estado! ¡Maldito el imperio del Brasil y
su perpetua vocación de expandirse! ¡Maldito el tirano paraguayo, vanidoso
y megalómano, que se empecinó en promover y continuar una guerra hasta
destruir por completo a su pueblo! Y, sobre todo, ¡maldito el ineficaz General
Mitre que prometió que en tres meses estarían en Asunción y tardaron más de
cinco años en ganar la guerra! Guerra inútil, guerra necia, que sesgó cientos
de miles de vidas, cada una con su tragedia íntima, familiar. Y a los Díaz de
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–Yo sé que querías irte –murmuró llorando por debajo del velo y
estrujando entre sus manos un coqueto pañuelito de encaje negro–. Que
estabas cansada… Que habías vivido demasiadas cosas, que decías haber
cometido demasiados errores, demasiados pecados. Que te equivocaste
con el tío Hipólito. Que creías que Dios te castigaba por eso con una larga
existencia llena de pérdidas de seres queridos –sofocada por el calor y la
emoción, Clara levantó la mantilla de tul que le cubría el rostro y limpió sus
lágrimas en el pañuelo de encaje–. Sé que ya no tenías fuerzas para luchar
contra el mal que habita en nuestra casa… que tus piernas, aquellas con las
que antes devorabas el mundo, eran ya como de algodón y que tus manos,
con las que diste tanto amor, estaban marchitas... Pero yo no quería que te
fueras. ¡Te necesito tanto, abuela! ¡Voy a extrañarte tanto!... Vos querías
marcharte, lo sé... y ¿viste? Dios te escuchó… Dios te perdonó…
–La quería usted mucho –dijo una hermosa voz, grave y emocionada,
que llegó por detrás.
La había seguido hasta allí, deslumbrado por aquel rostro angelical que
apenas había entrevisto un rato atrás. Esos segundos habían bastado para
hacerle olvidar a Alem y su aleccionadora conversación, interrumpida
e inconclusa a partir del momento en que salió corriendo tras el cortejo
fúnebre. Incluso fue suficiente para hacerle olvidar el fortísimo deseo de ir
a romperle la cara al Presidente Juárez Celman, que aún estaba afuera de la
bóveda.
Clara no contestó. Simplemente dio media vuelta y quedó parada frente
a un muchacho vestido con sencillas ropas de paño. Se miraron. El impacto,
inmediato, fue suficiente como para sacudirlos a los dos. Sus corazones se
aceleraron, sus respiraciones se entrecortaron y ambos sintieron como si
aquello estuviera predestinado, como si existiera algún mandato ancestral
que lo exigiera, como si ese encuentro hubiera debido producirse hacía ya
mucho tiempo, incluso, antes de que ellos mismos nacieran.
–¡Clara! ¡Vien ici! ¡Ven aquí! –la voz irritada de Yvette, la institutriz
francesa, se coló dentro de la bóveda.
Clara, asustada más que nada de sus propios sentimientos, salió corriendo
sin mirar atrás. Sólo el pañuelito negro quedó flotando suavemente en el aire
no bien hubo abandonado el lugar.
Sin apuro, Luciano agarró el pañuelo segundos antes de que éste tocara el
piso, se lo llevó a la cara, oliendo el delicado perfume a violetas de su dueña,
y finalmente lo guardó con cuidado en el bolsillo de su sencillo chaleco
de paño azul. Sabía que aquello sólo era el comienzo. Sentía que tenían el
paraíso, allí, al alcance de su mano, sin intuir que, en realidad, lo que irían
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La Pereza
Su mirada quedó perdida por unos instantes en las turbias y amarronadas
aguas del Riachuelo. La imagen era cruda pero pintoresca. Barcos y
barcazas fondeados en las orillas y un incesante y esforzado ir y venir de
gente y aparejos. Le costaba concentrarse y no quería reconocer el porqué.
¡Atenti, Luciano!, se reprendió. Avanzó distraído por la ribera del río, entre
barracas, saladeros y, por supuesto, los numerosos astilleros que poblaban la
costa. Ya eran más de cincuenta los instalados en la Boca y de sus entrañas
emergían vapores, goletas, balandras y balleneras, además de cientos de
embarcaciones menores. El Riachuelo debería ser el puerto de la ciudad, se
dijo con rabia conteniendo el deseo de agarrar por enésima vez el pañuelo
negro que llevaba celosamente guardado en el bolsillo del chaleco.
Una verdadera batalla se libraba en su interior. La imagen de Clara
se mezclaba con la del abuelo Luigi. El enamoramiento se peleaba con
la bronca. ¡El Riachuelo debería ser el puerto de la ciudad!, repitió más
furioso aún. Durante siglos, Buenos Aires había sido más un puerto que
una ciudad. Muchos de los hechos más importantes de su historia fueron
acontecimientos estrechamente vinculados a él, sin contar con que resultó
ser el arma perfecta para someter al interior y que terminó por dar el nombre
de “porteños” a todos los que vivían a su alrededor. Nadie podía desconocer
la importantísima influencia económica, política y social que el puerto de
Buenos Aires ejerció desde siempre sobre el país y, aun así, la ciudad creció
y prosperó sin tener un verdadero puerto. Fue así que durante la década de
1870 surgieron dos propuestas muy distintas para remediar tal situación.
Una era la del Ingeniero Luis Huergo, quien sugería profundizar el canal y
mejorar las instalaciones ya existentes sobre el Riachuelo. La otra era la del
empresario Eduardo Madero, que pretendía construir nuevas instalaciones
sobre la baja y fangosa costa del río, al este de la Plaza de Mayo.
Cada proyecto tenía sus aliados y detractores. Luciano y su familia
apoyaron fervientemente el de Huergo. Para entender el porqué había que
remontarse al momento en que su padre, Julián Acosta, debió huir de Buenos
Aires durante los últimos años de la tiranía rosista. Se dirigió lentamente a
San Juan sin saber muy bien qué iba a ser de su vida allí. Sin embargo, no
tardó en descubrirlo. A poco de llegar conoció a un naviero genovés, llamado
Luigi Colombo, que tras muchísimas peripecias e inconvenientes intentaba
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a paso tranquilo disfrutando del viento otoñal en la cara, primer alivio que
tenían después de tan caluroso verano. Pasó junto al edificio de la Aduana,
aquel que el Estado autónomo de Buenos Aires había mandado levantar en
1855 en base a los planos del arquitecto inglés Eduardo Taylor. Era una
impresionante construcción de forma semicircular construida sobre el río
detrás del antiguo Fuerte, ya derribado en aquel sector, que había logrado
atestiguar la importancia del comercio porteño y asombrar a los viajantes
que arribaban a su muelle con una vista imponente y soberbia. Con 5 pisos
y 51 almacenes fue en su tiempo el edificio más alto de la ciudad, aunque
al estar levantado sobre la barranca no se podía apreciar bien su altura. Pero
todo cambiaba, la ciudad cambiaba, y ahora que por fin había comenzado a
funcionar el Puerto de Madero pronto demolerían la Aduana y el muelle de
pasajeros. Unos minutos después, Luciano llegó hasta allí.
En la entrada del muelle varios grupos de viajeros se arremolinaban en
torno a un par de puestos ambulantes, cuyos blancos toldos crujían debido al
persistente viento. Atravesó con cuidado el enjambre de viajantes, vendedores
y equipaje diseminado por todos lados y se internó en una larga construcción
de madera que se adentraba en el río. Éste seguía encrespado y la escasa luz
que se filtraba por entre las densas nubes parecía darle un reflejo amarillo a
las aguas. Cientos de embarcaciones, de los más distintos portes y banderas,
flotaban más allá, lejos del muelle, con sus pabellones desplegados. Lo
atravesó por completo, caminando siempre muy despacio y llegó hasta la
casilla en la que un funcionario revisaba el equipaje de mano de los pasajeros.
Los baúles y grandes valijas, en cambio, debían ir directamente a la Aduana.
El barullo a lo largo de todo el lugar era importante. Se escuchaba la ruda
voz de los boteros, que ofrecían sus lanchas para llegar hasta los barcos
anclados lejos de la costa. ¡Por fin ya no eran necesarios aquellos rústicos
e incómodos carretones tirados por caballos! Y sus gritos y juramentos se
mezclaban con las despedidas que intercambiaban los que estaban ya en los
botes con los que quedaban en el muelle. Comenzó a volver sobre sus pasos.
Una bandada de muchachas elegantes, vestidas con túnicas de viaje claras,
sueltas, con ramos de flores recién cortadas en las manos, llamó su atención.
Y entonces… entonces la vio.
Al principio creyó que era una alucinación. La había imaginado tantas
veces aquellos días que recordaba con precisión cada uno de sus rasgos.
Sus cabellos de oro. Sus ojos de cielo. Sus mejillas de rosas. Sus labios de
fuego… Se acercó. La muchacha contemplaba preocupada cómo una señora
de abultadas carnosidades bajaba con dificultad los peldaños del muelle,
pispiando aterrada el bote al que debía treparse, que se sacudía impiadoso
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La Gula
Dio una y más vueltas entre las sábanas de seda hasta que por fin abrió los
ojos. Había dormido poco. Mal. Un rostro fresco y jovial, unos ojos verdes,
redondos y curiosos, eran los rasgos del hombre sin nombre que acosaba
su mente. No sabía nada de él, excepto lo que podía deducir de sus ropas
de paño y brin y, sin embargo, la llevaba en sueños a lugares nunca antes
vistos, a sensaciones nunca antes experimentadas. Sonrojada y confundida,
Clara se levantó de la cama y cubrió su camisón de raso blanco con un
deshabillé del mismo género. Atravesó el amplio dormitorio para meterse en
su cuarto de vestir. Un gran espejo biselado le devolvió la figura y se asustó.
Nunca había visto sus ojos tan celestes, sus labios tan rojos, sus mejillas
tan sonrosadas. Nunca había sido tan consciente de su cuerpo. Nunca había
sentido esa necesidad de ser tocada… Cerró los ojos y se apartó del espejo.
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no rodara escalones abajo. Llegó así al área de las cocheras y depósitos. Pero
no sólo de eso. Cuando la vio parada frente a aquella puerta supo que había
hecho bien en acudir.
–¡Señorita Clara!, pero, ¿qué hace por acá?
–Nada, Antonio, sólo tenía curiosidad…
–Sabe que a su padre no le gusta que andemos por aquí. ¿Quiere que me
reprenda por eso?
–¡Oh, no! ¡Claro que no! –exclamó ella acongojada.
Hacía sólo cinco años que estaba con ellos, pero de todos los habitantes
de la casa, sacando a la abuela, Antonio era el que mejor le caía. Era un
gordo manso y bonachón y cuando reía, ocasionando que su abultado vientre
se moviera como una gelatina, lograba ahuyentarle un poco las sombras que
habitaban su hogar.
–Bueno, entonces, será mejor que… –la frase quedó interrumpida cuando
una campanilla resonó por toda la mansión. Era el patrón que lo llamaba –
mejor subamos. Está visto que hoy no podré desayunar…
Un rato después, y sin que Antonio pudiera tomar su chocolate, Juan
Díaz de la Vega y su edecán bajaban la ancha escalera de mármol que
conducía al vestíbulo. La entrada del palacete era espectacular. Tenía las
paredes pintadas al óleo, el artesonado del techo profusamente decorado
y dos grandes jarrones custodiando el pie de la escalera. Lo atravesaron
como una exhalación al tiempo que el portero les abría el pesado portón
de madera. En la calle, sobre la Avenida Alvear, los esperaba el magnífico
landolet de la familia, uno de los pocos de la ciudad con su capota plegadiza
y el monograma de su dueño en los faroles. Mientras ascendían con cierta
dificultad, Juan por viejo, Antonio por gordo, resonaron las campanas de
la cercana Iglesia del Pilar. Poco después, dejaron atrás las alamedas de la
Recoleta y avanzaron por la espectacular Avenida.
A partir de la epidemia de fiebre amarilla de 1871 y con más intensidad en
los años posteriores a 1880, las familias con mayores recursos económicos
emigraron de los tradicionales barrios ubicados al sur de la ciudad a otros en
la zona norte. Y así, abandonaron las viejas casonas coloniales por palacetes
y majestuosas mansiones de estilo francés que mandaron construir a lo largo
de la Avenida Alvear y en los alrededores de la Plaza San Martín. La Avenida
Alvear fue trazada en 1885 por el entonces Intendente Torcuato de Alvear y
bautizada en homenaje a su padre, el ex Director Supremo Carlos de Alvear.
Recorrerla era un poco como ir de visita a París. El landolet cubrió a buen
galope el trayecto hasta la Plaza San Martín y desde allí enfiló hacia el centro.
Antonio intentaba decidir si contarle o no a su patrón que la niña Clara
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había querido entrar otra vez en el cuartito del sótano. El rostro pétreo y severo
de Juan lo hizo desistir. Conocía de sobra el carácter colérico y cascarrabias
del hombre del que dependía, su temperamento brutal y sanguinario, y no
deseaba en absoluto ser víctima de una de sus rabietas. Sabía con certeza
que algo malo había ocurrido. Los gritos en el cuarto del teléfono. La salida
intempestiva de la casa. Su desayuno sin probar sobre la mesa de la cocina…
El semblante de Díaz de la Vega se endureció aún más cuando doblaron
en la calle San Martín. El viejo barrio inglés se había transformado en el
centro financiero y comercial de la ciudad. En él tenían sus oficinas casi
todos los bancos que funcionaban en la Capital. Y eran muchos. Hasta
1887 funcionaron sólo bancos privados de crédito, como el de Londres por
ejemplo, siendo el Banco de la Provincia de Buenos Aires el único habilitado
para emitir moneda. Pero ese año el Presidente Juárez Celman impulsó una
ley por medio de la cual cualquier sociedad podía establecer bancos de
depósito y también de emisión. La consecuencia de semejante medida fue
que proliferaron bancos de todo tipo, carentes de la más mínima solidez
financiera, que comenzaron a emitir moneda. El circulante se duplicó en
poco tiempo, se empapeló el país con innumerables monedas distintas que
nadie aceptaba, el oro no paró de subir y la vida se encareció notablemente…
Mientras el landolet pasaba frente a aquellos edificios de estilo victoriano
que intentaban aparentar desde lo edilicio una solidez que en verdad la
mayoría no tenía, Juan esbozó un amago de sonrisa. Murmuró algo para sí,
pero el griterío que dominaba la calle lo sepultó. No por nada a San Martín
la llamaban “la calle de los tímpanos rotos”.
Poco después se encontraron frente al edificio moderno y elegante de
la Bolsa de Comercio58. Un mundo de carruajes llenaba la plazoleta de
la institución. José, el cochero, detuvo el landolet como pudo y, con más
dificultad aún que en la subida, Juan y Antonio descendieron del coche.
Tuvieron que abrirse paso a empellones entre los caballos que pacientemente
esperaban a sus dueños para poder cruzar la calle y llegar al vestíbulo del
edificio. Otro tanto debieron hacer allí dentro. Los que no eran socios
de la Bolsa debían hacer antesala en el vestíbulo, y aquel día éste estaba
abarrotado. Juan, que sí lo era, se internó en una galería que lo llevó directo
al hall principal. La luz, casi ya del mediodía, se colaba tímidamente por
las altas ventanas y rebotaba, más tímidamente, en los arcos y paredes
color terracota del salón. El ir y venir de gente era constante así como el
rumor de las conversaciones que se levantaban, agitadas, envueltas en
el vaho de los cigarros. Se acercó a la reja que separaba el hall principal
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio
del recinto destinado a las operaciones. Era evidente que la rueda estaba
muy agitada. Los corredores gritaban como locos, más que de costumbre,
gesticulando exageradamente y discutiendo entre sí tal como si estuviesen
dirimiendo una contienda de taberna. Algo andaba mal. Muy mal. Por eso
su corredor lo había llamado por teléfono. Por eso él estaba allí. Miró de
reojo a su alrededor. El grupo que lo acompañaba era de lo más variopinto.
Él, miembro de la oligarquía más tradicional, codo a codo con el fastuoso
banquero, el mozalbete recién iniciado en las lides bursátiles, el estafador,
el apostador, el usurero… Todos, hermanados, apiñados tras la reja con los
pescuezos estirados y los ojos desmesuradamente abiertos en angustiosa
expectativa, siguiendo con fijeza hipnótica los movimientos de la mano
del apuntador, el cual, subido a su tarima, anotaba las operaciones en las
pizarras del fondo. Ese día, estaba visto, todos perderían. Ese día la Bolsa
no sería la cueva de Alí Babá y la lámpara de Aladino que había sabido ser.
Quizás no volviera a serlo nunca más. Ella, que había hechizado, atrapado
y deglutido a tantos pequeños comerciantes o profesionales que decidieron
abandonar sus esforzadas carreras para dedicarse a especular con el oro y
los títulos de renta, trabajo cómodo y lucrativo, aparentemente, que había
hecho nadar en riquezas a muchos que hasta el día anterior no tenían dónde
caerse muertos… Espejitos, espejitos de colores que ese día se romperían
mostrando su más cruda realidad.
–Mangia, Luchiano, mangia che ti fa bene –lejos del crack de la Bolsa,
Giovanna Colombo observaba preocupada a su hijo. Ese hijo tan lleno de
fe y de convicciones, que no sabía de dobleces ni de renuncias. ¿Por qué
a los hombres les daba esa pasión por la política cuando a las mujeres les
provocaba tanto pavor?
–No puedo, mamma, no puedo.
Hizo un esfuerzo por comer los tagliarini con tuco que tenía enfrente.
Estaban riquísimos, su madre era una experta cocinera. El aroma de la salsa
había inundado la espaciosa aunque sencilla vivienda de los Acosta en la
Boca. Pero no era la política lo que había cerrado su estómago. Era Clara.
Era saber que tenía novio. Era haber visto al apuesto, rico y arrogante joven
que su familia había elegido para ella. ¿Qué hacer? ¿Olvidarla?
¿Es que podría alguna vez?
Se levantó de un salto dejando una parva de tagliarini en el plato y se
dispuso a marchar.
–Tengo que irme –anunció sin más detalle.
Estampó un rápido beso en la mejilla de su madre, que quedó aún más
preocupada que antes, y saludó con un cabezazo a su padre, que estaba
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sentado en un sillón de la sala. Julián cada vez podía moverse menos, la vieja
herida de Vuelta de Obligado lo estaba dejando inválido, pero sus despiertos
ojos verdes se clavaron en los de su hijo.
–No es bueno empecinarse en un imposible, m´hijo –le advirtió desde el
sillón. Él sabía muy bien por qué lo decía.
Marchó a la estación. Su padre le había dado un buen consejo pero no
era el que quería, así que iría en busca de otro. El consejero elegido era
más joven que él, tenía apenas veinte años, pero con la sabiduría de quien
ha debido valerse por sí mismo desde niño. Era su amigo “el Ruso”. De
familia judía, había venido con su padre tras ser expulsados de la Rusia
zarista. Muy poco después el padre murió trabajando como peón en el
ferrocarril y él, con tan solo once años de edad, quedó solo en un lugar ajeno
y aún desconocido. Sin embargo, no era de los que se amilanan ante las
adversidades. Con astucia y rapidez para los negocios se ganó durante años
la vida como canillita. Y cuando ya estuvo grande para andar vociferando,
corriendo y trepando a trenes y tranvías, reclutó a un puñado de niños, tan
desamparados como él, y los puso a trabajar su servicio. Él corría el riesgo
de elegir qué diarios comprar y en dónde venderlos. Ellos ponían sus piernas
y sus potentes gargantas para que al final del día no les quedara uno solo.
Ello le permitía vivir e incluso le dejaba algún dinerillo extra que estaba
empezando a invertir en diferentes tipos de negocios.
Un rato después, llegó a la Plaza de Mayo. Se paró en una de sus esquinas,
frente al Congreso Nacional, y contempló la amplia perspectiva que se abría
desde allí. Claro que no había sido siempre así. Fue recién en 1884 cuando
unos doscientos trabajadores municipales comandados por el enérgico
y europeizador Intendente Torcuato de Alvear demolieron en sólo un par
de horas la vieja Recova que atravesaba la plaza, echando a sus últimos
ocupantes. Sin la Recova, la Plaza de la Victoria se unió a la descampada
Plaza 25 de mayo, o Plaza del Fuerte, formando un único espacio abierto.
Árboles, plantas, estatuas y otros adornos embellecieron la siempre seca
y despoblada Plaza Mayor. Además, con semejante extensión, la histórica
Pirámide de Mayo, recubierta y embellecida por Prilidiano Pueyrredón en
1857, fue trasladada al centro.
Necesitó sólo de unos minutos para divisarlo. Repartía una enorme pila
de diarios entre un enjambre de mocosos, corriendo de un lado a otro con ese
andar tan suyo, siempre inclinado hacia adelante como si estuviera a un tris de
caerse. Aun a la distancia divisó sus grandes orejas y la inconfundible nariz
propia de los hijos de Israel. Atravesó la plaza caminando a su encuentro.
–¡Ruso! –gritó en cuanto estuvo más cerca.
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–¡Luciano! –contestó él con una gran sonrisa que apretujó los numerosos
granos que le poblaban la frente. Sí, el Ruso no era un adonis– ¡Pero qué
facha! ¿Qué pasa? Vamos, che,… desembuchá…
No necesitó que se lo pidiera dos veces.
–Mi amigo… –le dijo una vez que Luciano terminó de hablar– Yo sé lo
que estás necesitando. Vení.
Lo llevó hasta la esquina justo a tiempo para ver acercarse a uno de
los tranvías a caballo de la línea el Anglo que tenía parada justo frente a
la entrada de la Casa de Gobierno. Trotando desde 1870 como transporte
urbano independiente, la ciudad se fue entretejiendo con sus rieles y
parecía que ya no había calle por la que no pasara. Así, el tranvía impulsó
el desarrollo de barrios cada vez más alejados del centro permitiendo de a
poco la descentralización de la planta urbana. Se lo tomaba para trabajar
y también para pasear, por eso los fines de semana los que iban a Flores,
Belgrano, Tigre o Barracas lo hacían repletos de familias y paseantes.
–¿Qué es lo que necesito? ¿El tramway? –preguntó Luciano confundido.
–No, gil, claro que no. Lo que necesitás es eso –dijo el Ruso teatralmente
mientras señalaba en dirección a un grupo de niñas que en plan de paseo se
acercaban al tranvía levantando con maestría ancestral sus largas polleras,
de manera de no ensuciar los ruedos de los vestidos con las múltiples
porquerías de la calle. No eran ellos los únicos que estaban ahí. Una legión
de mirones se apostaba en aquel lugar religiosamente, a intervalos regulares,
para observar a las damas subir el alto pescante de los coches y atisbar de
esa manera la dulce curvatura de algún tobillo que de otra forma no les sería
develado–. Mujeres –continuó el Ruso sin quitar la vista de las féminas–.
Eso es lo que necesitás. Olvidarte de esa que no es para vos. ¡Mirá que
preciosuras! –siguió adelante entusiasmado–. Bueno, hay algún que otro
bagallo, sí, pero otras son hermosas, sobre todo, ¡esa!
Todos los “pescadores de tobillos” reunidos en tan estratégico punto
enfocaron la vista en una preciosa joven, luminosa, distinguida, angelical…
Sin dudas, el suyo sería uno de los tobillos recordados por largo tiempo en sus
charlas de café. Cuando el mayoral hizo sonar la campañilla para reiniciar el
recorrido, Luciano salió disparado, se metió por delante de los caballos que,
cansados y maltrechos, empezaban a moverse sólo por los crueles latigazos
del cochero, y se trepó como un gato al tranvía. Con la respiración agitada y
los insultos del mayoral aún azuzando sus oídos, atravesó al vagón, abierto
porque todavía hacía calor, hasta llegar a su destino.
–Buenas tardes, señorita Díaz de la Vega. Gusto en saludarla. No he tenido
antes la oportunidad de presentarme. Soy Luciano Acosta, para servirle –le
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
dijo, luego de recuperar el aire, con aquella voz profunda y arrabalera con
la que solía conquistar a las mujeres. Afortunadamente, ella tampoco fue
inmune.
–Buenas tardes, señor Acosta –replicó sonrojada, estúpidamente feliz de
saber al menos su nombre.
Luciano echó sin mucho preámbulo al tosco italiano que sentado al lado
de Clara comía un trozo de pizza fría y ocupó su lugar. Su brazo rozaba
el de ella. Su nariz olía el perfume a violetas y cedrón. Ya nada importó
para ambos. No escucharon la estridente corneta que el cochero hacía sonar
religiosamente al cruzar cada bocacalle. No escucharon los cuchicheos de
las amigas de Clara, que no podían creer que ella mantuviera conversación
con alguien tan por debajo de su nivel. No escucharon los potentes gritos
de los canillitas, siempre alegres, siempre bulliciosos, que subían y bajaban
de la jardinera gambeteando entre caballos y carruajes. No advirtieron
que pasaron más de media hora esperando frente a la casa de uno de los
ministros del gobierno, pues cuando el tranvía pasaba frente al domicilio de
alguien importante paraba y esperaba lo que fuese necesario si es que éste
estaba interesado en subir. No advirtieron nada, salvo el milagro de aquella
conversación robada a los sueños. No escucharon nada, excepto sus voces y
deseos. La garganta de Luciano se quebró cuando preguntó por Álvaro. Los
ojos de Clara se enturbiaron cuando habló de él.
–Búsqueme, Clara. Si algún día necesita huir de todo, si en algún momento
cree que nadie puede ayudarla, búsqueme. Yo estaré ahí para usted.
El tranvía ya recorría nuevamente el óvalo imperfecto de la Plaza de Mayo
para cuando Luciano le enseñó cómo ubicarlo y la obligó a memorizarlo.
–Búsqueme y ahí estaré. Se lo prometo –los caballos se detuvieron al fin
y las amigas de Clara se la llevaron a rastras del vagón. Aún sentía el brazo
de ella rozando el suyo. Aún podía oler su perfume–. ¡Se lo prometo! –gritó
sacando la cabeza a través del coche abierto.
Una ráfaga de viento, frío, fue la única respuesta que recibió. Pronto
deberán cambiar los vagones por los cerrados, pensó mientras bajaba él a su
vez. Luego, silbando un tango, comenzó a desandar feliz el camino a través
de la centenaria Plaza de Mayo.
La Envidia
–¡Vasco! ¡Vasco!
Luciano divisaba la alta y corpulenta silueta de su amigo no tan lejos
de él, pero el gentío que ese mediodía ingresaba lentamente por la ancha
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La Soberbia
El gran espejo de marco dorado reflejaba una estampa imponente. Con
displicencia, pasó la mano por el alto y rígido cuello de la camisa blanca,
reluciente, de pechera lisa. Ajustó la corbata de seda y jugueteó unos segundos
con el alfiler de diamantes que llevaba prendido en ella. Abrochó luego uno
a uno los siete botones de su chaleco blanco y se miró con aprobación. Un
dandy, como ciertamente él lo era, no dejaba detalle librado al azar. Podía
tardar horas en vestirse hasta encontrar el equilibrio elegante y estético, es
decir, perfecto. Se puso una exquisita levita de terciopelo negro, encargada
a uno de los mejores sastres de París, y dio unos pasitos frente al espejo.
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Entre la faja que llevaba por debajo y los estrechos y puntiagudos zapatos de
gamuza que calzaba, su andar era rígido y erguido. Como debía ser.
Satisfecho, atusó sus bigotes engominados, finos, largos, curvados hacia
arriba cual manubrio de bicicleta. Le encantó la imagen que le devolvió
el espejo. La de un hombre elegante, avasallador, comprometido en una
brillante carrera… hacia la nada. Buen mozo y atractivo, aunque su piel
tuviera ya esa palidez, ese reflejo nacarado que sólo proporcionaba la vida
nocturna. Muchas noches habían pasado ya desde sus primeras andanzas
en el Colegio que Mitre fundara en 1863 en el mismo lugar, contiguo a la
Iglesia de San Ignacio, donde ya habían funcionado la antigua escuela de
los jesuitas, el Real Colegio San Carlos de Vértiz y el de Ciencias Morales
de Rivadavia. El Nacional Buenos Aires era la escuela secundaria más
prestigiosa de la ciudad, pero Álvaro Carlos de Alvear no recordaba su
espectacular biblioteca, que contaba con más de cien mil volúmenes y libros
del siglo XVI, sino las refriegas en las que cada dos por tres se enredaba en
la puerta de la calle Bolívar, los juegos de billar robados a los ratos libres
y no tanto, y las escapadas nocturnas desde la residencia de la Chacarita de
los Colegiales. La escuela tenía en la Chacarita importantes extensiones de
campo que él apenas llegó a disfrutar pues, en 1871, debieron ceder parte
de esos terrenos al cementerio que la epidemia de fiebre amartilla forzó a
crear. La mayoría de sus compañeros hizo luego la universidad, siguiendo la
premisa elitista de la época que creía que del Colegio Nacional Buenos Aires
y de la Universidad del mismo nombre saldrían los hombres que gobernarían
la nación. Álvaro, en cambio, siguió la carrera de la noche. La cátedra del
placer y el desenfreno. Y su verdadero primer examen lo dio en el antiguo
Teatro Colón.
El viejo teatro, construido en el otrora deshabitado “Hueco de las
Animas” frente a la Plaza de Mayo60, fue el edificio más imponente de su
época. Creado sobre el modelo de las mejores salas líricas italianas por el
Ingeniero Carlos Enrique Pellegrini, padre del ahora Vicepresidente Carlos
Pellegrini, costó una fortuna. El techo de hierro fue traído de Dublín, los
elementos de decoración de Francia, las estatuas de Italia. No se escatimaron
esfuerzos, necesitados como estaban los porteños de exorcizar los años de
oscurantismo de la larga tiranía rosista y, tras dos años de obras, se inauguró
el 25 de mayo de 1857 con una impecable versión de “La Traviata” de Verdi.
Entonces Álvaro aún no había nacido, faltaba todavía un año, pero menos
de dos décadas después era ya un asiduo visitante. Solía llegar tarde, pues
arribar temprano era para aficionados y amateurs. Ni hablar de los que iban
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poder económico y político del país, sí, sin dudas. Pero había más. Había
una serie de actitudes, de creencias, que los identificaban, como por ejemplo,
el ardiente anhelo que tenían de copiar las modas y los gustos que venían
de Europa, abriendo las puertas a sus productos sin mayor discriminación.
O el fastuoso alarde de riquezas y refinamientos en el que se afanaban,
desconocido hasta entonces en el “patriciado” argentino, que había vivido
siempre con relativa sobriedad y sencillez. ¿Qué señora se inclinaría ahora
ante una negra vendedora de tortas o ante algún otro vendedor ambulante?
¿Qué señora cultivaría ya con sus propias manos las flores del jardín? ¿Qué
dama confeccionaría aún sus propias ropas existiendo refinadas modistas
francesas o qué caballero seguiría concurriendo del rústico barbero pudiendo
ser atendido por un atildado coiffeur de idéntico origen? No. Ahora era
absolutamente necesario ostentar, despilfarrar, rendirle culto al dinero,
viniese de donde viniese. La pobreza más honrada les inspiraba desprecio
o, incluso, la más completa indiferencia. Eran arrogantes, presuntuosos y,
también, optimistas. Creían ciegamente en la fatalidad del progreso y en que
ellos podrían dominar la situación y el porvenir, no importaba lo que éste les
deparase.
Un vals comenzó a sonar. Entonces, el espécimen más acabado de
aquella oligarquía decadente, su novio, comenzó a acercársele con ese andar
envarado y altanero que era tan suyo.
–Baila conmigo, querida –le dijo de una forma que Clara no supo si estaba
dándole una orden o haciéndole un favor.
No podía decir que no. No allí. No en medio de toda esa gente. No frente
a su padre. Álvaro la tomó de la cintura y empezó a bailar. Ella sintió la
mano enguantada de él en su espalda. Estaban cerca. Le llegó a la nariz el
intenso aroma de un riquísimo perfume francés. Se acercaron aún más. Los
labios le rozaron sin querer la solapa del costoso frac. Sus rostros ya casi se
tocaban. La concurrencia, cómplice, aplaudía. Luchó fieramente contra las
lágrimas.
Quería llorar porque lo sabía, lo sabía con total claridad.
Detestaba a su futuro marido.
La Avaricia
–¡Fuego! ¡Fuego! –el grito desgarrador de un vecino se multiplicó en
miles de gargantas por todo el barrio.
Dos eran los peores flagelos de quienes habían hecho de la orilla del
Riachuelo su hogar. El agua y el fuego. Parecía un contrasentido, pero así
era. O el río invadía furioso las calles de la Boca, arrastrando todo a su paso,
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una soledad aterradora veinte mil personas perdieron la vida. Sus cuerpos
llenaron trenes, tranvías y carros fúnebres, superpoblaron cementerios,
forzaron la apertura de uno nuevo en la Chacarita… e hicieron todavía
más. Hicieron que las familias pudientes fueran abandonando sus casonas
coloniales en el viejo barrio sur, donde la peste había causado mayores
estragos, y se desplazaran hacia el norte de la ciudad, provocando, a su vez,
que esas enormes y antiguas construcciones comenzaran a albergar a las
oleadas de inmigrantes que seguían llegando. Hicieron, en definitiva, nacer
el conventillo.
El opulento landolet de la familia Díaz de la Vega se detuvo frente a
un despintado conventillo de San Telmo. Con aprensión, José, el cochero,
ayudó a descender a la joven Clara. Con más aprensión aún, contempló
cómo ella pasaba junto a un grupo de indigentes que esperaban sentados en
el umbral del edificio. Eran quienes hacían uso de una extraña práctica, la
de la “cama caliente”, según la cual dormían sucesivamente en una misma
cama, por la que esperaban un turno en el exterior. Directamente con pavor,
vio cómo la niña se internaba en el derruido lugar, alguna vez una espléndida
mansión familiar.
Clara avanzó con paso seguro por el patio central. Éste era el corazón del
conventillo. Funcionaba como vía de circulación, de entrada de aire y luz y,
por sobre todo, como lugar de juego y socialización. Varios niños andrajosos
corrieron a tocar con asombro sus ricas vestiduras. A diferencia de la primera
vez, ahora estaba preparada. Acarició con ternura sus mejillas y les fue
dando algunos dulces que había traído para ellos. Muy de a poquito dejó
atrás un viejo aljibe, saturado y roñoso, y avanzó esquivando baldes, jaulas
pobladas de canarios cantores, canastas usadas para poco productivas ventas
callejeras y alguna que otra pertenencia, sucia y en mal estado. El corazón se
le estrujaba. Había escuchado hablar de los conventillos. Sabía que eran una
solución para miles de inmigrantes, generalmente hombres jóvenes y solos
con bajos niveles salariales, que necesitaban de casa y comida lo más barata
posible. En la comodidad de sus magníficos salones había escuchado a los
miembros de la elite gobernante hablar con displicencia de ellos. Aseguraban
que sólo albergaban a un cuarto de la población, que muchas veces ofrecían
condiciones de vida mejores que las que tenían en sus lugares de origen
y que no eran más que lugares de paso, pues cualquier trabajador podía
ahorrar en dos o tres años lo suficiente como para alquilarse una vivienda en
los nuevos barrios de la ciudad, a los que se accedía cómodamente en tranvía
o ferrocarril. Aun si todo eso fuese cierto, de sólo pensar en tener que vivir
un solo día en aquellas condiciones de mugre y precariedad le ponía la piel
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de gallina.
Alrededor del patio se sucedían las habitaciones. Recorrió una a una hasta
llegar a destino. En cada cuarto vivía una familia entera, que además debía
compartir la cocina y el baño común con el resto de los vecinos. Ahora
entendía por qué algunos alertaban sobre la degradación moral y material
que el hacinamiento provocaba en estos lugares. Suciedad, enfermedades
y promiscuidad parecían ser las consecuencias inevitables de la vida allí.
Llegó a la habitación número 15. En la puerta, una pila de cacharros ajados
que no entraban en la reducida pieza de la familia. Dentro, una tos seca
que parecía interminable y una suave musiquilla por debajo que le resultó
familiar.
–¡María!, ¿estás ahí? Soy Clara. Abrime por favor…
María Sosa estaba enferma. La tuberculosis la estaba matando. Una tos
maldita, que no daba descanso, se le llevaba el aire y la vida. Pero antes
que la fiebre, la fatiga y las toses se apropiaran de su maltrecho cuerpo,
otra enfermedad ya le corroía el alma. Fue una avaricia tan poderosa como
obstinada la que la había llevado del campo a la ciudad, obnubilada por la
riqueza de aquel señorito bien que le robó la virginidad. La que la había
arrojado luego a la cama del sujeto que prometiéndole joyas y oro sólo le
dejó los bacilos que hoy se adueñaban de su físico.
Sin embargo, no se arrepentía. Allí estaba, rodeada de sus tesoros. Se
los había ganado. Al principio trabajó como lavandera en los piletones del
conventillo, quehacer que resultó esforzado y poco lucrativo, sobre todo
desde que las familias pudientes adquirían unos aparatosos lavarropas que
tenían a la criada girando la manivela durante horas pero que permitían a
sus dueños ahorrarse el costo del lavado. Entonces, comenzó a prostituirse.
Existían hombres de sobra en el conventillo interesados en pasar un rato
en el enrarecido y húmedo ambiente de su cuarto, pero sus mejores tesoros
no los obtuvo en aquella pieza. Se los ganó haciendo las atrocidades más
inexplicables en el sótano de un ricachón… Nada importaba, su cuerpo
no importaba, su alma no importaba, porque ella tenía sus tesoros. Y para
poseerlos no interesaba lo que debiera hacer.
Los esparció en el piso aprovechando que estaba sola. A su lado descansaba
la bacinilla donde iban a parar los manchones sanguinolentos que la tos
hacía emerger de sus castigados pulmones. Había de todo. Chucherías de
peltre y de latón. Un antiguo botón de nácar. Un anillito de plata. Algunas
cosas más. ¿Qué historias guardarían? Con devoción, tomó el tesoro más
importante de su colección. Un reloj, pero no un reloj cualquiera. En su
interior había un retrato de su dueño, el ex Presidente Julio Argentino Roca.
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ocurría en aquel cuarto del sótano… pero esto era más de lo que ella podía
entender. ¿Amo? ¿Qué quería decir con eso? ¿Qué es lo que hacía allí su
padre? Su inocencia la impacientaba ¿Y Antonio? ¿El bueno y simpático de
Antonio era el gordo perverso del que ella hablaba? Desconcertada, agobiada
bajo el peso de sus sospechas y temores, se alejó corriendo del derruido
conventillo mientras María, aún acuclillada en el piso y balanceándose
rítmicamente, murmuraba con la vista perdida, entre toses y ahogos:
–Mis tesoros son toditos míos y de naides más… míos y de naides más…
La Lujuria
El discurso resonaba por todo el recinto, el mismo que ya se había
estremecido con oradores como Avellaneda, Mitre o Sarmiento. En esta
ocasión, era un diputado joven y enérgico el que gritaba a voz en cuello en
la sala semicircular donde funcionaba la Cámara de Diputados de la Nación.
En las galerías superiores, junto con otros casi ochocientos asistentes, Juan
Díaz de la Vega observaba con atención. Él era miembro del Senado, aquella
colegialidad conservadora y venerable, especialmente capacitada para poner
freno a los bríos de la juventud idealista y alborotada que muchas veces
poblaba la cámara baja. Ellos tenían la misión de defender y mantener el
sistema de gobierno impuesto con éxito por Roca y por el Partido Autonomista
Nacional en el 80. Un sistema que exigía ser liberal en lo económico pero
conservador en lo político. Había que transformar el país, sí, pero desde
arriba, sin tolerar que el alud inmigratorio que las mismas políticas liberales
habían propiciado, arrancara de las manos patricias el poder. Ahí estaba el
quid de la cuestión. El poder y quién podía ejercerlo. La elite, la oligarquía
gobernante, concibió al gobierno como algo donde unos pocos, ellos, podían
intervenir. Como la obra de un reducido grupo de personas, que por su
riqueza, educación y prestigio, eran las únicas capacitadas para regir los
designios de la Nación. Esto significaba por supuesto que el “pueblo”, aquel
llamado por la Constitución a elegir a sus gobernantes, quedaba fuera de
todas las decisiones. Así, la política se separó más y más de la sociedad.
Los comicios, que puntual y religiosamente se llevaban a cabo, no eran más
que farsas montadas por el reducido grupo de los que gobernaban. Tras las
formas jurídicas que aparentaban cumplir con la Constitución, se escondía
una realidad muy distinta, dominada por la violencia, la venalidad y el fraude.
Predicar el liberalismo sin añadir una pizca de democracia efectiva,
integrar a los inmigrantes sin arriesgar la identidad nacional, centralizar
el sistema político permitiendo que el Estado llegara hasta los confines
del territorio argentino, eran, sin duda, metas de la elite gobernante, pero
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había logrado.
Su madre nunca agachó la cabeza frente a él, nunca le obedeció, nunca lo
respetó. Le reprochaba su estilo de vida, pues sabía, él estaba seguro de eso,
y peor todavía, le recriminaba sus tejes y manejes con la herencia familiar,
ya que era un hecho que, con Manuel enfermo, Guadalupe viviendo en
Montevideo, Hipólito fugado a Corrientes y Miguel muerto en el Paraguay,
se había quedado prácticamente con todo. Y todo era mucho. Era, o había
sido, uno de los hombres más ricos del país. La fortuna la debía, como
todos los de su clase, a los campos y estancias que poseía. Ser estanciero
era la manera más segura de enraizar en la sociedad porteña, la única que
habilitaba a hablar de igual a igual con los miembros de la elite. Además, el
negocio era sencillo y lucrativo, dejaba buenos rindes y no exigía demasiado
de parte de su dueño. Por eso, como su pariente político Nicolás Anchorena,
se vanagloriaba de no haber pisado jamás las tierras a las que debía su buena
vida en la ciudad. Claro que ahora habían aparecido otros hacendados,
más jóvenes y audaces, que querían modernizar y potenciar el desarrollo
agropecuario. Ellos fueron los que fundaron en 1866 la Sociedad Rural,
preocupados por la crisis en la que estaban sumidos productos tradicionales
del campo argentino como la lana, el sebo y la carne salada. Ellos fueron los
que aplaudieron con entusiasmo el invento de Charles Tellier que permitía
“fabricar” frío y daba solución al problema de la conservación de la carne.
El primer frigorífico, instalado por una firma inglesa en 1883, le abrió a
las carnes argentinas las puertas del mercado europeo e inició la lenta e
irreversible declinación de los saladeros. Él, aferrado a la manera tradicional
de explotar la tierra, no había incursionado en estas nuevas técnicas ni abierto
sus campos a la producción cerealera. Sólo el hecho de retener las inmensas
extensiones acumuladas por su familia a lo largo de los siglos, le permitía
mantener una posición de privilegio. Claro que a veces temía que ésta se
volviese demasiado precaria. El derrumbe de la Bolsa y el tren de despilfarro
al que estaba obligado no le dejaron más opción que vender algunos de sus
campos. Estaba preocupado. En la Argentina liberal, progresista y, sobre
todo, materialista que había emergido en los años 80, el poder económico
se confundía con el poder político. Y él no podía perder ninguno de los dos.
Con el discurso aún sin terminar, se levantó impaciente de su asiento.
Tenía la inquietante sensación de que todo se estaba desmoronando a su
alrededor. Abandonó el recinto de deliberaciones y enfiló hacia la salida.
Bajó por una escalerita estrecha, más propia de una casa de inquilinatos que
de un edificio gubernamental. Pasó el vestíbulo esquivando sus columnas y
finalmente emergió por la puerta enrejada del austero y mal ventilado edificio
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio
que desde 1864 albergara al Congreso Nacional64. Décadas atrás había sido
una carnicería y el sencillo frontis ya advertía que no se trataba de un sitio
ostentoso. Cubrió los pocos pasos que separaban el Congreso de la Casa de
Gobierno con lentitud. Un viento frío y molesto, bien de invierno, frenaba
su avance. Acomodó como pudo su impecable abrigo de piel y sujetó con
la mano enguantada el galerín de alas angostas que amenazaba con volarse.
Unos minutos después llegó a la entrada de Casa de Gobierno aterido, con
las mandíbulas apretadas y la nariz enrojecida, sin embargo, el calor de las
corridas y el caos que reinaba en el interior lo aclimataron con rapidez.
Pese a las preocupaciones, no pudo evitar pensar, como siempre le ocurría,
¡por fin una sede a la altura del país, después de tantas precariedades! Mitre
había debido conformarse con las construcciones centrales del viejo Fuerte,
feas, sin gracia ni estilo, que se mantenían en pie luego de la demolición
ordenada en 1853. Fue Sarmiento el que pintó de rosado el vetusto
edificio, ocasionando por supuesto que la prensa opositora lo calificara de
extravagante. Una vez más. También fue él quien ordenó la construcción
de la moderna oficina de Correos y Telégrafos en la esquina de Balcarce y
Victoria65, vacía luego de la demolición parcial del Fuerte. Llegado el turno
de Roca, él no lo desaprovechó. Demolió la precaria sede del Gobierno y
mandó a construir un edificio similar al de Correos sobre la otra esquina, la
de Balcarce y Rivadavia. En 1886 ambas construcciones quedaron unidas
por un arco central, la entrada principal por la que acababa de ingresar, y
todo él, pintado de rosado, era finalmente un asiento digno de la investidura
de sus ocupantes.
Atravesó los patios interiores, rodeados de galerías con balcones, y
subió por una escalera profusamente ornamentada con relieves y esculturas.
Ya arriba, se internó en un intrincado laberinto de pasillos, oficinas y
vericuetos. Allí tenían sus oficinas no sólo el Presidente sino también todos
sus Ministros. Se cruzó con varios de los ordenanzas negros que trabajaban
para el gobierno. Con los años, el número de negros en la ciudad había
disminuido dramáticamente. Uno que otro ocupaba el pescante de un lujoso
carruaje, pero la mayoría de los que quedaban estaban empleados en calidad
de sirvientes del Estado. Claro que no eran los únicos. A cada paso aparecía
un ujier, un escribiente o algún otro empleado ministerial que, pese a la
corrida, se paraba a saludar.
–Buen día, Senador –dijo uno emergiendo tras una pila de legajos.
–Muy buen día tenga usted, ilustre doctor –saludó otro un poco más
64 Hoy sede de la Academia Nacional de la Historia, en la esquina de Hipólito Yrigoyen y
Balcarce.
65 Hoy, Balcarce e Hipólito Yrigoyen.
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terminamos el discurso.
Y mientras Juan siguió a los cordobeses hasta un amplio despacho que
miraba a la Plaza de Mayo, mientras dejaba a un costado su galera y su
bastón y se sentaba en un mullido asiento acariciado por la tibia luz de
aquella mañana invernal, lo supo. Había cometido un terrible error. Ahora
estaba pegado a un gobierno desprestigiado y extremadamente débil. Ni la
estrategia del astuto Vicepresidente, Carlos Pellegrini, de hacer públicas
las renuncias a eventuales candidaturas de Roca, de sí mismo y del joven
Cárcano había logrado calmar los ánimos por mucho tiempo. Eran una papa
caliente y Juan no quería quemarse las manos. Mientras el Presidente seguía
ensayando su próximo discurso, que continuaría aislándolo de la sociedad,
el Senador planeaba cómo cambiar de bando. Volvería con Roca. Tenía
una buena oportunidad pues acababa de fallecer la esposa del General, la
cordobesa Clara Funes. Iría a su casa a ofrecerle sus condolencias… y algo
más. Roca lo entendería. El oportunismo político estaba a la orden del día y
nadie se sorprendía, ni se escandalizaba, de las piruetas y volteretas que los
políticos se veían obligados a hacer para mantener su poder. Y “el Zorro”
menos que nadie. Él lo comprendía y, por supuesto, lo aprovechaba bien.
De hecho, ya estaría tendiendo sus redes por lo bajo. Haciendo lo que mejor
sabía hacer… No habría problemas… excepto uno, pequeño y gigante a la
vez. Tendría que agachar la cabeza, tendría que someterse… casi tanto como
sus sumisas cuando entraban al cuarto del sótano.
¡Cómo me gustaría estar allí!, pensó con desesperación.
Pero quien lo estaba era Clara. Asqueada, confundida, miraba todo sin
comprender. Las correas, los rebenques, los aparatos de hierro que bien
podían ser instrumentos de tortura y… y la gran cama, en el centro de la
habitación, cubierta por un pesado y rebuscado cortinado color rojo. La
invadió un penetrante olor a cuero, masculino, denso, concentrado, pero,
más que nada, un palpable aroma a pánico y a tragedia. ¿Qué ocurriría allí?
¿Para qué utilizaría su padre todas esas cosas que colgaban de las paredes?
¿Por qué había una cama? Aunque demasiado joven, demasiado inexperta
para entenderlo cabalmente, lo intuía. Aquello estaba mal, muy mal. Corrió
despavorida, sintiéndose traicionada por su padre. Ya no podía confiar
en él. Era un degenerado, un pervertido. Sólo quería huir de aquella casa
maldita, de su compromiso y de la vida que le habían planeado y, entonces…
entonces recordó las palabras de Luciano y se aferró a ellas como a una
tabla de salvación. “Búsqueme, Clara. Si algún día necesita huir de todo, si
en algún momento cree que nadie puede ayudarla, búsqueme. Yo estaré ahí
para usted”. Ya no le importaba aquella morocha del carruaje. Sabía que él
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¿Adónde ir entonces?
Terminaron en el Hotel Claraz, uno de los tantos hoteles ubicados sobre la
céntrica calle 25 de Mayo. Cerrada la puerta de la habitación, Clara recorrió
con la vista el pequeñísimo cuarto, semejante a la celda de un convento.
Una cama, una silla y una banqueta que hacía las veces de mesa de luz, eran
todas las comodidades con las que contaba. ¡Qué diferente al Hotel de la
Paz66, que con su luz eléctrica, sus cuartos lujosos y su espectacular mirador,
rivalizaba con los mejores hoteles europeos! Allí su madre solía reunirse a
tomar el té con las amigas y divertirse mirando la ciudad con binoculares y
anteojos larga vistas. Pero no… ni el de la Paz, ni el Gran Hotel Argentino,
ni aun el Provence, estaban en el Claraz, frecuentado por paisanos gringos,
capitanes de barco, ingenieros de minas… y mujeres ligeras que sabían
cómo entretener a una clientela básicamente masculina.
–¿Estás nerviosa? –susurró Luciano acercándose a Clara, que miraba
absorta el río desde la única ventana de la habitación. La luz del atardecer le
daba un reflejo plateado a las aguas.
–No –mintió. Sabía lo que pasaría. Lo sabía y… lo anhelaba. Siempre
había sido inocente, ingenua, pero sus ansias de amar y ser amada, aquellas
que ni las rígidas institutrices habían logrado aniquilar, la empujaron hasta
allí. Claro que hasta entonces no había tenido nada de lo que avergonzarse y
esto, en cambio, era un pecado, una locura, probablemente un terrible error.
Pero no importaba. Prevalecieron la pasión y la curiosidad de sus diecisiete
años. Incluso sintió que la abuela Catalina estaba alentándola.
Se dio media vuelta, quedando frente a frente. Luciano alzó con reverencia
una mano y acarició, suave, devotamente, una de sus mejillas.
–Sos tan hermosa… –murmuró emocionado contemplando con embeleso
el cutis terso, limpio, perfecto de su amada, sin los polvos y carmines que
usaban las artistas de varieté o las mujeres de mal vivir que él solía frecuentar.
Ella se sonrojó y le sonrió tierna, nerviosa. Su boca roja se transformó
entonces en un milagro que desesperadamente ambicionó para sí.
En cuanto sus bocas se rozaron, la pasión los dominó. El beso que los unía,
tímido en un principio, pronto le dio vía libre a manos, lenguas, cuerpos, que
también vinieron a enlazarse a un ritmo cada vez más ardiente. Ya no se
sabía dónde terminaba uno, dónde empezaba el otro.
Luciano comenzó entonces a desabrochar con impaciencia la larga hilera
de botones del vestido de organdí que Clara vestía, hasta que finalmente
éste, con los metros de tela suficientes como para confeccionar por lo menos
tres, cayó pesadamente al suelo.
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unirse al movimiento. Pero, ¿eso no era para las mujeres perdidas?, ¿no
debía permanecer ella indiferente a las maniobras masculinas hasta que éste
encontrara el alivio?, ¿no era así como hacían el amor las mujeres decentes?,
pensó para no volver a pensar, pues el deseo fue más poderoso que los estigmas
sociales. Comenzó a menearse ella también, siguiéndolo, acompañándolo en
un camino cada vez más frenético. Y, entonces, inesperado, desconocido,
un intenso orgasmo la sorprendió. Chillidos agudos y entrecortados, que no
pudo reprimir ni mordiendo el borde de la sábana, emergieron de su boca
abierta, anhelante. Ante semejante espectáculo Luciano no aguantó más y se
derramó en su interior, jadeando incontrolablemente. Al final, se desplomó,
rendido, sobre ella.
Quedaron un largo rato así, en silencio, intentando recuperar la respiración
y la calma.
–¿Estás muy dolorida? –le preguntó al final, colocándola sobre su pecho
y acariciando con ternura su espalda desnuda.
–Un poco –susurró ella aferrada al cuerpo de él –pero feliz, muy feliz.
Se incorporó levemente y le sonrió con aquella sonrisa sin igual, angelical
y endiablada al mismo tiempo. Luciano sintió que por esa sonrisa él era
capaz de hacer todo, de dar todo, incluso la vida.
–Siempre estaremos juntos –contestó emocionado–. Te lo prometo.
Entonces, golpearon a la puerta. ¿Quién sería? ¿El desgraciado de
Scansafatiga los habría vendido?, ¿Isabella, que siempre averiguaba todo lo
que quería?
–¿Quién es? –preguntó Luciano con voz tensa.
–El Ruso. ¡Abrime, che! ¡Es importante!–. Se calzó los pantalones y
con el torso aún desnudo abrió la puerta, desconfiado– ¡Es la revolución,
Luciano! ¡Tú revolución! Debemos irnos. Alem ha mandado concentrar
fuerzas en el Parque de Artillería…
La Revolución del Parque había comenzado.
La Ira
Fueron tres días de furia. De locura. De muerte. Todo comenzó aquella
misma noche del 25 de julio que rápidamente se transformó en la madrugada
del 26. Con la imagen de Clara aún en la cama, desnuda y asustada, Luciano
inició la marcha hacia Plaza Lavalle, mas al llegar a destino otras ya ocupaban
su mente. La victoria de la decencia frente a la corrupción. El fin del terrible
gobierno de Juárez Celman. Un nuevo gobierno donde Leandro Alem
pudiera poner en práctica todas sus ideas. La oportunidad que había estado
esperando para hacer sentir orgulloso al abuelo Luigi, aunque éste ya no
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Paula Marchisio Puerto de ambiciones
estuviera con ellos. Durante aquel rato en que los revolucionarios, armados,
enérgicos y desafiantes, marcharon decididos hacia el parque luciendo cada
uno su boina blanca en la cabeza, creyó que todo saldría bien. Pero sólo fue
llegar para que nada resultase como estaba planeado.
De hecho, ni la fecha de la revolución era la convenida. Iba a ser el 21
de julio, pero la detención del General Manuel Campos y de otros militares
que adherían a la revuelta, la habían pospuesto. El 25, finalmente, se había
decidido seguir adelante con lo que se tenía. Y allí estaban. Una densa niebla
los recibió al ingresar al Parque de Artillería, una antigua construcción baja
y maciza de largos muros, cuya finalización no llegaban a advertir por la
escasa visibilidad. Viejo arsenal y taller del ejército era, además, el asiento
del Batallón 5°, uno de los varios comprometidos en la revolución. El lugar,
que Juárez Celman planeaba derribar para construir un monumental “Palacio
de Justicia”, resultó el elegido como punto de encuentro de militares y civiles
armados. Los planes del Presidente tendrían que esperar, de hecho hasta
1903, pues la justicia la pensaban hacer ellos con sus propias manos. A las
cuatro de la madrugada llegó Alem y se dirigió de inmediato a una pieza del
piso alto, que de ahí en más sería su despacho. Luciano subió tras él.
–El único autor de esta revolución sin caudillo, impacientemente
esperada, es el pueblo de Buenos Aires –don Leandro leía en voz alta el
parte que emitiría en su carácter de Presidente de la Junta Revolucionaria.
Convencido de que la revolución era la única salida, había consagrado a
ella hasta todos sus esfuerzos–. No derrocamos al gobierno para derrocar
hombres y sustituirlos en el mando, lo derrocamos para devolverlo al pueblo.
Luciano, asomado a la pequeña ventana de la habitación, se perdió unos
segundos contemplando la ciudad, aún dormida, totalmente envuelta en la
niebla. ¿Dormiría Clara en aquella cama que juntos habían compartido? La
mirada grave y atenta de Alem lo sacó de sus cavilaciones.
–¿Quién comandará al ejército? –preguntó intentando sonar práctico.
–El General Campos –respondió el jefe revolucionario como si nada.
–¿Campos?, pero, ¿Campos no estaba preso e incomunicado?
–Se escapó esta tarde. Al parecer, Roca fue a verlo…
–¡Roca! –exclamó Luciano atónito–. Ese Zorro… Doctor, esto debe ser
una trampa…
–Tranquilo Luciano –respondió don Leandro, para quien ya no había
vuelta atrás. La revolución no podía esperar un segundo más–. El general es
un excelente militar y está comprometido con la revolución…
–¡Está comprometido con Mitre! –interrumpió nervioso– y es a él al
único al que responderá… a él o a Roca, ya no lo sé. Lo que sí sé es que nos
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio
va a traer complicaciones.
Las complicaciones comenzaron casi de inmediato. Mientras Alem y sus
seguidores querían seguir con el plan inicial, es decir, marchar sin demoras
sobre la Casa de Gobierno, la Aduana y las terminales ferroviarias, Campos
ponía las mil y un excusas para permanecer en el Parque de Artillería.
Y ganó. Los revolucionarios quedaron así atascados, encerrados, entre
acusaciones recíprocas, discursos inflamados y abundantes tragos de ginebra
que servían para paliar el frío y entonar los ánimos. Por supuesto, mientras
todo esto ocurría las fuerzas leales al gobierno, comandadas por Roca y por
el Vicepresidente Pellegrini, no se quedaron quietas. Concentradas primero
en Retiro marcharon luego sobre el centro y tomaron posición en la Plaza
Libertad y a lo largo de la imponente mansión de la familia Miró Dorrego,
que ocupaba los terrenos que habían pertenecido al viejo Vauxhall de los
Wilde.
Los enfrentamientos no tardaron en comenzar. Los revolucionarios,
encajonados, disparaban desde el Parque de Artillería, la azotea de las casas
vecinas o desde la misma Plaza Lavalle. Los leales al gobierno respondían
desde sus cercanas trincheras. Así pasó la tarde del 26 y comenzó el 27. Día
trágico, negro, que Luciano nunca olvidaría. Nunca.
La mañana inició igual que la anterior, fría y envuelta en la niebla.
Escasos tranvías se arrastraban por las arterias más céntricas de la ciudad
conduciendo a poquísimas personas. Todos estaban en sus casas, tras
puertas y ventanas celosamente cerradas. Luciano, el Ruso y el Vasco Vellés
salieron del arsenal militar y cruzaron a la Plaza Lavalle. Estaban ansiosos y
preocupados. Necesitaban acción. Agachando sus cabezas avanzaron por la
espaciosa plaza, de tres manzanas de extensión, hasta llegar al monumento
del General Juan Lavalle, aquel que el intendente Torcuato de Alvear hizo
levantar justo frente a la propiedad de los descendientes del desventurado
Manuel Dorrego. Todo estaba aún tranquilo y el hermoso parque se lucía
bajo la suave luz matinal. Envueltos en la niebla se advertían los jardines, las
arboledas, los quioscos enrejados y las glorietas. Enfrente había funcionado
hasta 1882 la Estación del Parque, cabecera del famoso Ferrocarril del Oeste.
Ahora estaban en obras pues pensaban construir allí el nuevo Teatro Colón.
Todo había cambiado mucho desde que aquella zona fuera el desolado
“Hueco de Zamudio”, zona pantanosa e inundable por la que corría el arroyo
Tercero del Medio. Y todo volvería a cambiar. Con los primeros disparos y
avanzando a ras del piso, llegaron a guarecerse tras los bancos del “rincón de
las camelias”, un hermoso sector de la plaza contiguo al monumento donde
se habían instalado bancos y canteros con flores. Pocos minutos después
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que nadie sepa de lo ocurrido… por eso… por eso, vino ayer a casa ese gordo
sirviente suyo… con aquella torta tan bonita, tan elaborada… Yo pensé que
querían agradecerme… que me permitirían asistir a sus fiestas… que sería
su invitada de honor… pero me hizo comer un trozo de la torta mientras me
miraba… me miraba como si fuese él quien me comía a mí… y pronto todo
dio vueltas… y el aire se va… se va, mi amor… nadie debe saber… nadie
debe saber…
Tomada de la mano de Luciano, Isabella Calzottino inspiró por última
vez, atrapada aún entre la envidia y el rencor. Su propia venganza la había
alcanzado, destruyéndola por completo.
Sólo unos días después, José, el cochero, detenía el landolet de los Díaz
de la Vega frente a la Catedral. En la vecina Plaza de Mayo un grupo de
personas gritaba con alegría:
–¡Ya se fue, ya se fue el burrito cordobés!
–La revolución está vencida, pero el gobierno ha muerto –habían
sentenciado en el Congreso luego del fin de la revuelta.
Alem había perdido, sí. Pero Juárez Celman también. Aislado, sin apoyos,
sin poder formar un gabinete tras la renuncia en masa de sus ministros, se
vio forzado a renunciar el 5 de agosto, menos de una semana después de
los sangrientos enfrentamientos que conmovieron a la ciudad. Ahora sería
el gringo Pellegrini quien debería encauzar la delicada situación política,
económica y social en la que quedaba el país. Y demostrar que aquello de
“piloto de tormentas” no era una exageración ni una bufonada, sino la más
pura realidad.
–Política. Maldita política –masculló Clara con rabia al escuchar el
canto de la gente mientras descendía del landolet vistiendo un larguísimo e
imponente vestido blanco. La política la había llevado hasta allí.
Comenzó a subir con lentitud la escalinata de la Catedral recordando, a
su pesar, aquellos terribles días que pasó sola en el cuarto del Hotel, muerta
de miedo por Luciano, muerta de miedo por ella, hasta que la inmensa figura
de Antonio apareciera en el vano de la puerta. Mas el que allí estaba era un
desconocido. Había en sus ojos, en la expresión de su boca, una voracidad,
un apetito destructivo que muy lejos estaba del cándido y bonachón Antonio
que ella conocía. Aunque en verdad nadie era como ella pensaba. Ni siquiera
Luciano. Con dureza había debido aprender que, por motivos distintos, en
bandos distintos, la política era para Luciano lo mismo que para su padre.
Lo primero.
Al atravesar la fachada, con sus doce columnas representando a los
apóstoles, se abrió la pesada puerta de madera del templo. El órgano alemán
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Puerto de ambiciones Paula Marchisio
comenzó a sonar con la potencia de sus casi tres mil tubos, envolviendo a la
concurrencia en un clima de festejo y emoción. Los asistentes se levantaron
prestos de sus asientos, al tiempo que la novia, pálida y nerviosa, avanzaba
por la larga nave central. Las luces que se filtraban por el vitral de Santa
Catalina de Siena parecían dibujarle a su cabellera destellos de ángel. ¿Cómo
puede ser que haya ocurrido todo esto?, pensaba Clara sofocada por el corsé
y la angustia. Antonio en el hotel. La casa donde la habían escondido tras su
huida. La boda organizada a las apuradas en sólo unos días. Estaba atrapada.
Elevó los ojos hacia la gran cúpula, aquella que los visitantes veían asomarse
majestuosamente desde sus embarcaciones ancladas en el río, y suplicó por
un milagro. Por favor, Dios mío, por favor, por favor.
Con lágrimas en los ojos llegó a los primeros bancos, sitiales de preferencia
reservados para los personajes más importantes. Por supuesto, esta vez no se
encontraban ni Juárez Celman, que acababa de renunciar, ni Pellegrini, que
se preparaba para asumir la Presidencia, mas Julio Argentino Roca sí estaba
allí, contemplando cómo la joven novia llegaba al altar mayor. La ceremonia
comenzó de inmediato.
Mientras todos estiraban los pescuezos intentando no perder detalle de lo
que ocurría adelante, una figura oscura se coló por una de las naves laterales.
Al llegar al Mausoleo del General San Martín se detuvo. Él había estado en
el muelle de Catalinas cuando los restos del prócer fueron repatriados en
1880 y un enorme cortejo fúnebre los depositó en la Catedral, pero nunca
había entrado allí. Miró unos segundos el espectacular monumento de
mármol, abriéndose a una cúpula que parecía una bóveda celeste, y le pidió
al valiente soldado coraje. Coraje para impedir aquella boda.
–¿Y vos, Clara María Díaz de la Vega, aceptáis a don Álvaro Carlos de
Alvear como vuestro legítimo esposo, para amarlo y respetarlo… –la voz del
obispo recorrió potente todo el templo.
Un gran silencio se adueñó entonces de la iglesia. No volaba una mosca.
La novia no contestaba y algunos comenzaron a revolverse inquietos en sus
asientos. Clara miraba fijamente el altar dorado, implorando a la imagen de
Nuestra Señora de Buenos Aires que la ayudara. Luciano comenzó a correr
hacia ella, tropezando con los fieles que rezaban en las capillas de la nave
lateral. ¡Esperame! ¡No lo hagas! Por favor. ¡No lo hagas!
–Sí… acepto… –se escuchó por fin la voz ahogada de Clara.
–No… No… –masculló desesperado Luciano, dispuesto a arrebatarla del
altar y llevársela enfrente de todos–. No podés… no… ¿Qué?... ¡Suélteme!...
–un brazo que salió vaya a saber de dónde lo retuvo con fuerza e impidió que
siguiera su enloquecida corrida hacia el altar.
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grande, igualita a su madre, Isabel II. Estaba enfundada en una amplia capa
de piel, tenía un abundante surtido de joyas encima y el rictus superfluo de
una vida mundana pintado en el rostro. Para Pedro, que la observaba ceñudo,
por debajo del perfume francés que de seguro usaría, la Infanta, como toda
noble, olía a decrepitud, a injusticia, a desigualdad.
Fue recibida en el muelle por el Intendente de Buenos Aires, Manuel
Güiraldes, padre del escritor y responsable de las numerosas obras que
engalanaban la ciudad por aquellos días. Güiraldes la saludó, dio un discurso
e hizo tiempo, mucho tiempo, porque quien debía estar allí en realidad no
estaba… y ¡no llegaba más!
–¡Perdón! Perdonadme vuestra Excelencia. Es la expectativa que ha
provocado vuestro arribo. Una verdadera marea humana ha copado el
puerto… –así José Figueroa Alcorta, Presidente de la República Argentina,
intentó justificar su inexplicable retraso, mientras saludaba profusamente
a la Infanta. Ésta lo observó con la misma admiración con la que hubiera
podido contemplar a un empleado de ramos generales.
Los que conocían al Presidente temblaron. Además de impuntual era dado
a las largas alocuciones y ya estaban bastantes retrasados. Por un momento
todo pareció perdido. Figueroa Alcorta acomodó los cristales redondos
de sus quevedos sobre la nariz y atusó sus bigotones de morsa retorcidos
a la goma. Parecía que comenzaría la filípica, pero no. Falsa alarma.
Agradeció la real visita y la invitó a Casa de Gobierno. Mas no acabó allí la
preocupación del entorno presidencial. Don José, encima de larguero, tenía
fama de “Jettatore”. Se la había ganado tras la muerte durante su mandato
de varios ex Presidentes: Mitre, Juárez Celman, Pellegrini, Luis Sáenz Peña,
y también de Quintana, el Presidente en ejercicio. Algunas publicaciones
repetían con insistencia maléfica que adonde Figueroa Alcorta fuera surgían
los problemas, los accidentes y las tragedias. Sin embargo, era posible que
tal fama se la hubieran endilgado los que no podían perdonarle la fortuna
imprevista que implicó su llegada a la Presidencia. Es que fue él mismo, un
oscuro Senador cordobés de cuarenta y cuatro años, el primer sorprendido
cuando en 1904 Manuel Quintana, candidato presidencial, y Julio Argentino
Roca, entonces Presidente de la República por segunda vez, resolvieron
incluirlo en la fórmula presidencial para respetar la tradición de un porteño
y un provinciano en el binomio. Después de dos años como Vicepresidente,
arrumbado y desacreditado por su mala relación con Quintana, la muerte
de éste lo llevó a la primera magistratura del país. No se engañaba. Sabía
lo que Roca y sus seguidores pensaban de él. Sabía que lo creían indeciso
y pusilánime. Un político mediocre. Un rival de poco temer. Sin embargo,
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había sido él quien destruyó el entramado roquista vigente desde 1880. Está
bien que para ello debió clausurar el Congreso por unos días y presionar a
senadores y gobernadores hasta entonces incondicionales a Roca. Sí. Pero
había doblegado al viejo Zorro enviándolo a cuarteles de invierno, de los
que nunca más podría regresar. La influencia del dos veces presidente estaba
acababa… pero… ¿y la de él? Estaba claro que el Centenario simbolizaba el
fin de una era, una suerte de frontera entre dos tiempos. Figueroa Alcorta era
aún el Presidente, pero uno nuevo ya había sido elegido en marzo. El hecho
de que Roque Sáenz Peña fuera a asumir la Presidencia más tarde ese mismo
año postulando una reforma política fundamental, era un signo claro de los
cambios que se avecinaban.
Las autoridades escoltaron a la Infanta hasta el carruaje que los esperaba
entre la aclamación de la gente. Cuando algunos desaforados intentaron
desensillar los caballos para llevar ellos mismos en andas a la comitiva,
más de uno temió que la yeta del Presidente les jugara una mala pasada. Por
eso, ni lerda ni perezosa, la policía se encargó de disuadir a la multitud y
apaciguar los fervores. Pedro Lázaro observó al coche partir entre el gentío,
alejándose muy lentamente traqueteando sobre el empedrado. No necesitaba
acompañarlos hasta la Casa Rosada. No tenía que ir al Salón Blanco,
suntuoso escenario de discursos y traspasos presidenciales, para contemplar
entre molduras doradas y pesados cortinados cómo la Infanta era saludada
por Ministros y autoridades. No precisaba acompañar a Figueroa Alcorta y a
la “Chata” hasta el balcón de la Casa de Gobierno, aquel que Julio Argentino
Roca había estrenado en 1901, para saludar a la multitud congregada en la
Plaza de Mayo. No deseaba seguir al populoso cortejo que escoltaría a la
invitada a través de la Avenida de Mayo hasta su alojamiento, en la Avenida
Alvear. Él ya había visto todo lo que necesitaba. Lo habían desafiado. No lo
creían capaz de hacerlo, pero él acababa de confirmar su misión.
Asesinaría a la Infanta.
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camino perdonando la vida sobre la tierra. Claro que esto aún no se sabía
y todos allí bebían y discutían como si fuese lo último que harían. A Pedro
el Cometa lo tenía sin cuidado. Otras, muchas, preocupaciones ocupaban
su mente. Sorbía despacio una grapa mientras pensaba en cómo haría para
matar a la Infanta. Nunca había hecho nada semejante y debía planificarlo
bien. La bebida era fuerte y de mala calidad, pero él estaba acostumbrado.
Los gin tonic, los whiskies cola o el champagne francés los dejaba para las
reuniones con sus socios ricachones.
Por debajo de los gritos y los golpes sonaban los débiles acordes de un
piano. Nadie prestaba mucha atención al pianista mulato que los ejecutaba,
salvo algún que otro borracho que cada tanto se acercaba a la tarima
para vociferar a voz en cuello alguna canción marinera, sentimental y
espantosamente larga. Sin embargo, de pronto un bandoneón y una guitarra
se incorporaron y juntos comenzaron a tocar un tango. Pedro ahuyentó sus
planes delictivos y apuró el sorbo de grapa, aprestándose a escuchar. Le
encantaba el tango.
El tango había nacido en los arrabales, los puertos, los prostíbulos, los
bodegones y las cárceles. Era la expresión única y original de la fusión
cultural de las clases bajas de la ciudad, que incluían a negros, gauchos,
criollos y miles de inmigrantes de diverso origen. Una mezcla, sí, pero una
que había terminado convirtiéndose con el tiempo en un género musical
nuevo, singular e irrepetible. Pedro escuchó embelesado la música. El
sonido del bandoneón, que se había incorporado hacía poco desplazando
a la flauta, le daba ese ritmo moroso, lento, casi desgarrador. “El tango es
un pensamiento triste que se baila”, dirían alguna vez. Mi vida es un tango,
pensó Pedro Lázaro volviendo a engullir un generoso trago que incendió su
garganta al tiempo que las tragedias de su existencia torturaron sin piedad
su memoria.
Antes de que concluyera el primer tango un personaje singular emergió
de entre las sombras. Era un compadrito. Dentro de la fauna que poblaba
los sectores populares, los compadritos eran inconfundibles. Usaban zapatos
con puntera trunca y taco de tres o cuatro centímetros que los hacía caminar
con el torso saliente y el cuerpo en balanceo. La postura, desafiante, lo era
todo. Las veredas parecían angostarse por el modo en que se hacían dueños
de ellas. Caminaban con aire prepotente, listos para hacer cuestión por el más
fútil pretexto. El saco lo usaban corto, ajustado al cuerpo, con dos botones
que casi nunca abrochaban a fin de poder sacar con rapidez el cuchillo o el
arma que llevaban invariablemente en la cintura. Es que los compadritos
eran sujetos malhumorados, tristones y pendencieros, que expresaban una
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eventos esperados por las señoras de buena familia. Pedro pensó entonces
en la contracara de aquellas mujeres, las vendedoras, sujetas a horarios de
trabajo que superaban las diez horas diarias y a la brutalidad y prepotencia
de patrones, gerentes e inspectores.
–La tentación, mis amigos, no está sólo ahí –Benito Villanueva, Senador
y Presidente del Jockey Club, había terminado su consomé y ya estaba dando
cuenta del lomo cuando se frenó para comentar–. ¡Está a lo largo de toda la
calle Florida!
–Muy cierto, estimado Senador –ratificó, apresuradamente, Ramos
Mexía–. Quienes dispongan de un gusto refinado y de una abultada billetera
pueden hacer estragos. Joyerías, galerías de arte, modistos, grandes tiendas,
pequeñas boutiques, y por supuesto, las mejores confiterías y restaurantes de
la ciudad para hacer una pausa reparadora…
–Buen negocio el de los comerciantes –gruñó Unzué peleándose con el
chivito.
–Y en estos días más que nunca –acotó Pedro Lázaro con una sonrisa
cínica dibujada en los labios–. Con motivo de los festejos del Centenario
todos venden souvenirs y recuerdos. Hasta Gath & Chaves lanzó una línea
de banderas, litografías y reproducciones. ¡No me digan que no es la tierra
de las oportunidades!
–¡Ciertamente! –respondió riendo Ramos Mexía–. Será un año de
excelentes ventas, pero escuché que los comerciantes de la calle Florida
andaban protestando porque a partir de mañana, y hasta el 28, se prohibirá
el paso de automóviles y carruajes de todo tipo, al menos durante algunas
horas.
–¿Por?
–Florida es demasiado angosta para el flujo de gente que generaron los
festejos y el tránsito está complicadísimo…
–No es para menos teniendo en cuenta la cantidad de comitivas que
han llegado –volvió a apresurarse Guerrico para no perder protagonismo
en la conversación–. Y si no, escuchen: España, Chile, Uruguay, Alemania,
Austria, Estados Unidos, Francia, Holanda, Italia, Portugal, ¡Japón!...
–Más interesante es enumerar a los que no vinieron –no pudo evitar
decir Pedro sabiendo que recibiría como respuesta la mirada ofuscada de
Guerrico, que no lo soportaba.
–Bueno… –Unzué había terminado de roer los huesos de su chivito y
no quedaban ya rastros de la salsa–. Las ausencias son previsibles, casi
anunciadas. El país no anda en buenas relaciones diplomáticas ni con Bolivia
ni con Brasil, aunque debo decir que esperaba que Brasil viniera. De hecho,
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Alvear o en los alrededores de la Plaza San Martín. ¡Qué lugar aquel! Otrora
refugio de Granaderos a caballo y de sueños de independencia, se había
convertido en un finísimo remanso de paz, con verdes barrancas con vista
al río, estatuas como la del General San Martín, primera estatua ecuestre
de la ciudad, y más de trescientos árboles escogidos especialmente por
Carlos Thays. En derredor, se ubicaban palacios y magníficas mansiones de
miles de metros cuadrados, decenas de habitaciones, escaleras de mármol,
cielorrasos decorados, vitreauxs, gobelinos, obras de arte, arañas de cristal,
carpinterías de roble de Eslavonia… Sus dueños, esa misma gente que lo
toleraba pese a despreciarlo, pertenecía al reducido círculo de la elite, aquel
grupo consolidado y acaudalado lo suficientemente seguro de su poder como
para construirse semejantes monumentos.
Unos gritos lo devolvieron a la Avenida de Mayo. Entre la niebla
y el frío, al amparo de la noche, otros habitantes de Buenos Aires salían
al ruedo. Aferrado a la baranda de su balcón, Pedro vio a una población
harapienta surgir del abismo. Husmeaban la basura, roían las sobras de los
ricos, buscaban refugio en las altas y sombrías fachadas de los edificios,
encontrándose siempre con la indiferencia helada de sus habitantes. Ni una
mísera y escuálida sopa habría para ellos. No importaba lo que dijera el
Gobierno o lo que creyeran los bacanes de Plaza San Martín, Avenida Alvear
e, incluso, de Avenida de Mayo. La realidad era que había crisis. Había
bronca. Había hambre.
Muchos la estaban pasando mal. Y no sólo los mendigos. Pedro pensaba
en los cientos de miles de obreros, jornaleros y peones que trabajaban en
las industrias y fábricas porteñas. En verdad, grandes industrias no había, o
eran muy pocas, pues se trataba en general de pequeños talleres. La pasaban
mal porque sus salarios eran bajísimos y el aumento de los alquileres hacía
que mantener el cuarto del conventillo o la pieza de una pensión ruinosa
fuera cada vez más difícil. Y eso no era todo. Debían soportar larguísimas
y extenuantes jornadas prácticamente sin descanso, utilizaban máquinas sin
protección que con frecuencia causaban mutilaciones, vivían encerrados en
ambientes insalubres, mal ventilados, donde respiraban las emanaciones
provenientes de excusados y sumideros o, peor aún, de gases, ácidos y
polvillos que causaban tos, fatiga, irritaciones, tuberculosis.
Pero no estaban solos, pues había quienes se preocupaban por ellos. Los
inmigrantes del siglo XIX trajeron de Europa la diversidad ideológica que
agitaban allí los movimientos obreros. Así, el anarquismo prosperó entre los
gremios sometidos a las peores condiciones de trabajo mientras el socialismo
lo hizo en los trabajadores de salarios más altos y en los artesanos. Durante
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mesas los mejores tangos, los más sentidos, los más arrabaleros.
Esa tarde estaba en Los Inmortales esperando a un amigo. Era el
café preferido de la bohemia literaria de aquellos años, conformada por
periodistas, poetas, creadores teatrales y, en general, hombres de letras con
mucho tiempo libre y poco dinero en el bolsillo. Los más afortunados se
colocaban en algún periódico, como La Nación o La Prensa, pero la mayoría
pasaba sus días en algún café salvador que los sacara de la triste pieza de
la pensión y les diera, en su café con pan y manteca, la única comida que
sus estómagos recibirían. Y allí andaban, horas y horas reunidos, hablando
y discutiendo, sin que ningún mozo se atreviese a interrumpirlos pese a la
magra consumición.
Pedro ojeaba el último número de la revista Caras y Caretas mientras
escuchaba divertido la discusión enfervorizada sobre el fútbol que se
desarrollaba en una mesa vecina. Los bohemios detestaban el fútbol y
juzgaban con burla y desprecio los alardes musculares de los jóvenes
deportistas. Viéndolos, no resultaba difícil de entender el porqué. Los poetas
tenían todos rostros demacrados, físicos esmirriados y figuras desaliñadas
con las que enfatizaban su desprecio por las convenciones burguesas. Eran,
evidentemente, la antítesis de la vida sana y al aire libre. Él en realidad no
estaba muy en desacuerdo con las ideas de los jóvenes literatos, porque al
anarquismo tampoco lo seducía la práctica de ese deporte, pero con una
sonrisa en los labios imaginó la reacción de su amigo si escuchaba aquella
arenga antifutbolera. Justo en ese momento, la puerta del café se abrió y
escuchó una voz grave y melodiosa que lo llamó:
–¡Ruso!
–¡Luciano! –exclamó Pedro Lázaro, en verdad Pyotr Lazarov, al divisar a
su amigo de la juventud– ¡Gallego, traé dos birras! –ordenó a continuación.
Se conocían desde hacía más de veinte años. Muchas veces la casa de los
Acosta había sido su casa y muchas veces Giovanna Colombo había sido
una madre para él. Estaban indisolublemente unidos por el cariño y por los
golpes de la vida. Cuando ya las cervezas estaban sobre la mesa junto a un
plato de castañas asadas, Pedro le contó a Luciano la razón de sus desvelos,
sus planes, su intempestiva decisión de matar a la Infanta.
–Estás loco… –murmuró azorado Luciano tras escuchar el demente
propósito– ¡Estás completamente piantado! –gritó sólo un segundo después.
–Pensé que me entenderías… –replicó molesto en voz baja–. Como radical
anduviste metido en varias revoluciones y fuiste vos el que me arrastró a la
de los cívicos en el 90.
Inconscientemente, mientras decía esto último movió el pie, herido
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Enrique Cadícamo.
La Boca era eso. Un turbio brazo del río que penetraba entre las casas
formando un puerto sucio y bullicioso, lleno de goletas y bergantines de
carga. El batifondo de los astilleros y de la actividad portuaria no lograba,
empero, alterar del todo la calma de sus callejuelas estrechas, de veredas altas
y construcciones tan precarias como coloridas. Sin embargo, un estruendo
horrible, un rugido atemorizante, sobresaltó a más de uno. Era el motor del
automóvil Clement-Bayard que Luciano Acosta acababa de comprar, en
cuotas, para su empresa de mensajería.
–¡Jefe! ¡Escuche esto! –gritó entusiasmadísimo uno de los jóvenes
empleados–: dos cilindros, un cuarto de lata de nafta cada cien kilómetros,
velocidad… cincuenta kilómetros por hora… ¡Uauuuuuu! Jefe, voy a
probarlo, ya terminé el curso de instrucción. Quiero pavonearme frente a las
pebetas de la Avenida Brown… ¿sí?, ¿puedo?, ¿puedo?
Luciano hizo un lacónico movimiento de cabeza, que rápidamente el
muchacho interpretó como un sí, desapareciendo presto de la sala. Segundos
después se escuchó al ruidoso carromato alejarse calle abajo. Pasó como
una exhalación por delante de numerosos conventillos, alterando la calma
de las mujeres que trabajaban en sus angostos balcones rodeadas de
niños saltarines, cacharros viejos y jaulas de canarios cantores. Recorrió
las calles empedradas pobladas de fondas y cafetines donde tocaban las
mejores orquestas, donde el tango se llevaba en la sangre, donde cantaba
la inigualable Pepita Avellaneda. Atravesó un salón vecinal atestado de
obreros que discutían su futuro y, poco después, la espléndida residencia en
la que cierto político mantenía a una lujosa amante. Llegó hasta el Puente
Transbordador Nicolás Avellaneda, con su espectacular estructura de hierro
construida en 1908, y enfiló finalmente para la Avenida Almirante Brown,
dispuesto a recorrerla de punta a punta. Con certeza, durante su recorrido más
de un vecino se asustó. ¡Qué poco tenían que ver esos estridentes sonidos
con el suave y dulce traqueteo de los caballos a los que todos estaban tan
acostumbrados! Cuando en 1895 Dalmiro Varela Castex introdujo el primer
automóvil en el país, marca Daimler, el asombro y la reverencia se alternaron
con la condenación. Las viejitas se santiguaban a su paso y muchos corrían
a refugiarse en los zaguanes. “Es un relámpago. Pasa y cuando se sale a la
puerta, ya no se lo encuentra, no se lo ve”, decían los vecinos azorados por
las velocidades fantásticas que desarrollaban, cercanas a los treinta y cinco
kilómetros por hora. Pero a pesar de las resistencias y recelos del gran público,
pronto la llegada de coches se hizo sistemática. Un dato relevante fue que en
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1904 se fundó el Automóvil Club Argentino, cuyo primer presidente fue por
supuesto el innovador Varela Castex. Para 1910 había en la ciudad cerca de
dos mil vehículos, que de todas maneras aún no podían competir con los más
de doce mil carruajes que circulaban por sus arterias.
Luciano apenas si escuchó los gritos de algarabía del muchacho o los
estrépitos del motor al alejarse. Desde su conversación con el Ruso la
tarde anterior estaba sumido en la nostalgia. No podía olvidarla. No quería
olvidarla. Veinte años habían pasado y aún recordaba cada detalle de su
cuerpo, cada expresión, cada gemido de Clara haciendo el amor. La indeleble
presencia de ella en su mente, en su corazón, lo habían dejado solo, sin más
compañía que una seguidilla de amantes pasajeras y ocasionales. Y cuando
lo atacaba la nostalgia, también lo hacía la angustia. No toleraba imaginarla
en la cama con su marido, aquel soberbio Alvear. Se sentía morir cada vez
que pensaba que Álvaro estaría tocándola, besándola, dándole placer… un
placer que anhelaba proporcionarle sólo él.
Pateó furioso la mesa que tenía enfrente y gritó con desesperación. Siempre
era así. Pensar en Clara lo llevaba indefectiblemente a la ira, al despecho, a
la exasperación. Caminó como un animal enjaulado por su casa, la misma
espaciosa y sencilla casa que había sido del abuelo Luigi Colombo, hasta que
observó su imagen en el espejo de la sala. Frenó en seco. Hasta un instante
atrás se había sentido de vuelta en los años 90, cuando era un vigoroso joven
de veintitantos, pero el maldito espejo lo enfrentaba ahora a un hombre
de cuarenta y cinco, maduro, cansado, vapuleado por la vida. Se acercó.
¡Cuánto había cambiado! Un grueso mostacho, tupido, frondoso, pretendía
compensar las entradas cada vez más pronunciadas en su otrora enrulada
cabellera, la que de todas maneras ocultaba siempre bajo un sombrero de
fieltro gris de ala ancha. Pero lo más sorprendente era su mirada. Una mirada
que reflejaba un profundo tormento interior, una mirada inquietante, tanto
como la sensación de estar demasiado cerca de un poderoso incendio, de un
infierno abrasador.
Quitó la vista del espejo, pues no le agradó lo que vio. Estoy viejo, se dijo
con disgusto. Sin embargo, y pese a los cambios que había experimentado
su rostro, su cuerpo se mantenía ágil y fuerte gracias a un deporte que había
conocido por casualidad y que en verdad lo apasionaba. El fútbol. La primera
vez que vio a un grupo de muchachones rubios y fornidos corriendo tras una
pelota preguntó con estupor: “¿Se pelean por una pelota?”“¿Quiénes son?”
La lacónica voz de un vecino le dio la respuesta: “Son ingleses. Es un juego
de locos…” Sí, aquel juego de locos comenzó a practicarse en los colegios
e instituciones de la colectividad británica, pero poco a poco fue acaparando
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–Fui una vez hace un tiempo –prosiguió– y me pasé toda la tarde viendo
a los purretes jugando con sus perros en el barro de la orilla, a los carreros
cargando y descargando mercaderías en los playones del Ferrocarril Pacífico,
a los trenes zumbando sobre el terraplén… ¡claro que, vinito va, vinito viene,
terminé con una mamúa que me dejó inventándole poesías a las lucecitas del
vecindario reflejadas en el agua! ¿Qué me decís? Podemos chamullar un
poco…
–No. No tengo hambre. Mejor caminemos.
Ya estaban nuevamente sobre Avenida Sarmiento rumbo al centro. Pedro
no terminó de decir la frase que estacionó el Cadillac, lo tiró más bien, sobre la
concurrida Avenida. La cercana estatua de Giuseppe Garibaldi les anunciaba
que estaban por arribar a Plaza Italia luego de haber dejado el Parque 3
de Febrero, y sus Bosques, atrás. Caminaron hasta el monumento erigido
en memoria del héroe de la independencia italiana, inaugurado en 1904
con gran pompa por el entonces Presidente Julio Argentino Roca. Luciano
conocía bien el lugar. Cuando se estaba gestando la revolución radical de
1905, Yrigoyen, que movía personalmente todos los hilos de la conspiración,
llevaba a cabo reuniones con jefes militares y otros complotados en los
lugares más insólitos, entre ellos, los bancos de Plaza Italia. Allí parados,
al lado de Garibaldi, se abrían ante ellos tres extraordinarias avenidas.
Sarmiento, Las Heras y Santa Fe. Bueno, dos eran extraordinarias, la otra,
por la que ellos habían llegado, era uno de los lugares más inseguros de
Buenos Aires para transitar de noche, dado que el tramo entre Plaza Italia y
Salguero era una verdadera boca de lobo. ¡No volveremos por Avenida Las
Heras!, pensó con decisión Luciano. Pero ahora iban a caminar. ¿Por dónde?
Opciones tenían, pues en aquel estratégico punto de encuentro convergían
varios de los espacios públicos más importantes del barrio de Palermo.
–En unos días abrirá la Exposición en la Sociedad Rural. Este año, con
los festejos del Centenario, promete ser espectacular. Seguro que tenés
conexiones para entrar y chusmear un poco lo que están haciendo.
–No… –respondió lacónicamente Pedro mirando a su izquierda, hacia
el edificio con entrada por Avenida Sarmiento donde la Sociedad Rural
realizaba sus exposiciones anuales desde hacía décadas–. Estoy harto de
escuchar hablar de vacas, ovejas y campeones pura sangre. No tengo ganas
de verlos y menos aún… ¡de olerlos!
–Bueno, ¿qué te parece entonces una vueltita por el Zoológico?
El Jardín Zoológico era uno de los grandes paseos de la ciudad y uno de los
esparcimientos favoritos de la gente, que solía atestarlo sobre todo los fines
de semana. Había comenzado en un sector del Parque 3 de Febrero, pero con
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“¡Barrio de Belgrano!
¡Caserón de tejas!
¿Te acordás, hermana,
de esas tibias noches
sobre la vereda?
“Caserón de Tejas”
Sebastián Piana-Cátulo Castillo.
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deprimente y precaria, con no mucho más que una cama chirriante y una
ventana pequeña desde donde ver escapar la vida. Delcasse la había salvado
de eso. Con su generosidad y desinterés la llevó a su Casa del Ángel a vivir
prácticamente como un miembro de la familia. Algo cansada, ingresó a la
casona de la calle Cuba, dejó el encargo a uno de los sirvientes y subió
la hermosa escalera de ébano labrado hasta su dormitorio. Éste era uno de
los veinte cuartos del palacete, repleto de obras de arte y elegantes objetos
decorativos.
Con creciente ansiedad cerró la puerta. Había vivido allí los últimos cuatro
años. Tranquila, luego del infierno sufrido al lado de Álvaro. Contenida.
Resignada a una vida sin amor. Y entonces… entonces… ¡maldita sea!,
entonces lo volvió a ver. Y al verlo sintió nuevamente la piel en llamas. Y lo
deseó otra vez con desesperación. El letargo se había roto. Su paz quedaba
hecha trizas.
Corrió hasta la cama y se echó a llorar amargamente.
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brazos y la depositó en la cama. Se posó sobre ella y besó sus labios, larga,
profundamente. Se tomó su tiempo para explorar aquella boca tan anhelada
y luego volvió a entrar en su cuerpo. Y esta vez no se fue. Esta vez siguió y
siguió, hasta que ambos explotaron y cayeron exhaustos uno al lado del otro.
Con la respiración aún agitada pero con el cuerpo completamente
relajado, el Ruso se sintió volar. Él amaba volar. Recordó con placer cuando
acompañó al Ingeniero Auburn a bordo de su pequeño aeroplano. Habían
despegado del aeródromo de Villa Lugano, un remoto y descampado paraje
creado por el suizo José Soldati. Durante los doscientos metros de carreteo se
había sentido inquieto, pero luego, en el aire, cuando el agitarse de pañuelos
y sombreros fue quedando atrás, ¡qué sensación tan poderosa!, ¡tan única!
Volando en la inmensidad, a poco más de cien metros de altura, escuchando
el rugido del motor, el crujido del fuselaje, el giro incesante de las hélices,
en la más absoluta libertad…
–Sos buen bailarín –murmuró Rosalí satisfecha, mientras jugueteaba
distraída con el vello del pecho de Pedro.
–Bueno, no me quedó otra. Mi vida siempre fue un tango… Nuestras
vidas son un tango, ¿no te parece?
–¿Por lo apasionado o por lo trágico?
Él no respondió. Su mano continuó acariciándole la espalda. Su mente
volvió a sentirse arrullada por el canto de los pájaros, flotando a merced
de las corrientes de aire, a la espera… a la espera de comenzar un nuevo y
maravilloso baile.
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Una vez acabado el recuento se miró con desgano en el espejo del viejo
mueble. No se reconoció. ¿Cómo es que había llegado hasta allí?, pensó
con horror. Su mente retrocedió entonces quince años, al momento en que
aún era Rosa, una jovencita de barrio. Del barrio de Pompeya, aquel arrabal
malevo y peligroso bien al sur de la capital. De un lado, estaba el Riachuelo
que lo convertía en anegadizo e inundable. Del otro, la inmensidad de la
pampa. Y entre ambos, una tierra rica, rica en barro y yuyos, en zanjones y
renacuajos, en olores profundos, en pulperías donde se deban cita cuchilleros
y guitarristas y en acordes de tango que se llevaban en el corazón. Hogar
del estratégico Puente Alsina y de la Iglesia de la Virgen del Rosario de
Pompeya, que le daba el nombre. Ese era el barrio en el que había nacido
por decisión paterna… Su padre… ¡hace cuánto que no pensaba en él!
John White fue un gringo gigantón y secote que pasó por su vida como
un ráfaga, dejándole tan sólo un apellido inglés y unos ojos claros como
el agua, impactante contrapunto para sus morocheces de china aporteñada.
Tenía un empleo en un matadero de la zona. En Pompeya y Parque Patricios
se habían instalado mataderos, frigoríficos, curtiembres, saladeros, triperías
y toda clase de industrias relacionadas. La “Avenida de los Huesos”78 era
una contundente prueba de ello. Y él fue uno de los primeros en mudarse
al modestísimo barrio obrero que surgió gracias a la política de loteo a
bajos precios. Pero así como llegó, se fue. La infección de una herida que
se hizo en el matadero se lo llevó cuando aún la pequeña Rosa no había
terminado de aprender a caminar. Volvió a mirarse en el espejo y con dolor
recordó entonces a su madre, no mucho mayor que ella en ese momento.
La había visto fagocitarse la vida, avejentada antes de los treinta, resignada
a la miseria y al trabajo continuo, al abuso de los hombres. Ese parecía
ser el destino ineludible de las mujeres humildes, de las mujeres de barrio.
Costureras como su madre, o planchadoras, modistas, lavanderas u obreras,
no importaba, todas compartían las penurias de un trabajo excesivo al que
debían añadirle las cotidianas tareas del hogar, las preocupaciones, los
hijos, la fatiga, las enfermedades. Era indiferente si trabajaban en uno de
los cientos de pequeños talleres de costura que sobrevivían dispersos por la
capital, o en alguna fábrica, o, peor aún, en sus propias casas, ellas estaban
ancladas al barrio, a la escasez, a la pobreza. Con el dolor atravesándole el
alma, la invadió la triste imagen de una mujer cansada, de mirada angustiosa
y gesto sufrido que pasaba horas y horas inclinada sobre la Singer, aquella
monstruosa máquina de coser que con su ruido infernal parecía ahuyentar
todos sus sueños de mujer. Y justamente esa había sido la imagen que la
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viaje, pues al no tener los taxis un reloj que midiera el recorrido, el costo
solía ser materia de discusiones. Entonces, por encima de la trifulca, la vio.
Rodeada momentáneamente de un grupo de canillitas que imprudentemente
corrían tomando por asalto a coches y automóviles, se subía al tranvía.
Aún estaba lejos. Cruzó a campo traviesa la avenida provocando un caos
de caballos, bocinas y juramentos. El motorman accionó la manivela y dos
motores General Electric se pusieron en funcionamiento. El tramway inició
su marcha mucho más rápido que cuando el conductor debía azuzar a los
caballos. Desde que había funcionado el primer tranvía eléctrico, en 1897,
éstos comenzaron a desplazar a los tirados por caballos, que terminaron
desapareciendo finalmente en 1909. Claro que al principio la gente los
miraba con desconfianza y hasta con pavor. Los chispazos que arrancaban
sus rieles atemorizaban al vecindario tanto como la velocidad, de veinte
kilómetros por hora, a la que circulaban. Pero, poco a poco, los usuarios
fueron acostumbrándose y advirtieron que era más rápido, suave y barato que
el sistema anterior. Además, haciendo las combinaciones adecuadas se podía
ir hasta las zonas más alejadas de la ciudad, sin contar con que favoreció la
electrificación y desarrollo de numerosos barrios. Luciano saltó como pudo
justo cuando el tranvía se ponía en movimiento. Aferrado a la puerta trasera
hizo un gesto de dolor. Un fuerte tirón recorrió su espalda. Recordó cuando se
había trepado a aquel otro tranvía sólo para hablar con Clara. Lo había hecho
tan fácil entonces… Estaba viejo. Debía dejarse de jorobar y sentar cabeza de
una buena vez. Ingresó al coche, que estaba atestado de hombres en la parte
trasera. No era uno de los Imperiales de dos pisos que circularon cuando
comenzó a funcionar el tranvía eléctrico. Esos no habían dado el resultado
esperado y ya quedaban pocos en servicio. Este era uno de los coches de
la firma inglesa Anglo-Argentina, que tenía virtualmente el monopolio del
sector. Habitualmente todos los pasajeros subían y bajaban por la puerta
trasera, pero con motivo de los festejos y del aumento de los paseantes, se
dispuso que transitoriamente las mujeres pudieran permanecer y bajar por
la puerta delantera para evitar el apretujamiento. Ellas contentísimas, pero
obligaba a Luciano a atravesar un mar de hombres para llegar hasta Clara,
cómodamente sentada al frente.
El tranvía avanzaba penosamente por calles estrechas, de edificios bajos.
El paisaje era chato, uniforme y aburrido, pero Luciano no estaba para mirar
por la ventana. Sólo veía a los hombres que debía esquivar con la cabeza
puesta en la delantera. Costó, pero finalmente llegó a destino.
–¡Clara! –gritó por sobre el gentío. Ella lloraba silenciosa, casi
imperceptiblemente, cuando lo escuchó–. ¡Clara! ¡Perdoname!
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Metió la mano por debajo del tapado de piel y palpó el arma. Lentamente
sus dedos se cerraron en torno a ella, sintiendo su frío de muerte. Tembló.
¿Podría hacerlo? Tenía que hacerlo. Lo habían desafiado. Se habían burlado.
Lo creían incapaz. Con el gesto crispado, apretando los dientes, comenzó a
sacar la pistola. La gente aplaudía. Algunos vivaban a la Infanta, otros a la
Argentina. Uno de los policías apostados en torno al Presidente lo miraba
fijamente. Encontraba sospechoso al sujeto vestido impecablemente pero
de aspecto popular, nervioso, evidentemente nervioso, que no terminaba de
sacar la mano de su gabán.
Tenía que hacerlo. Tenía que hacerlo. ¡Hacelo ya, carajo!, se ordenó.
Entonces miró a la Infanta y, para desgracia de la lucha anarquista, ella lo
miró a él. Fue una fracción de segundo. La Borbón, simpática y desenvuelta,
estaba haciendo una broma y, sólo por un instante, su mirada risueña y
agradable se posó en la mirada oscura y angustiada de quien debía asesinarla.
No… No… Los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas… No puedo hacerlo…
–¡Ruso! ¡Pará! –se escuchó el grito de Luciano que llegaba corriendo
para impedir que su amigo cometiera una locura.
–No puedo, Luciano… No puedo hacerlo…
Luciano abrazó con fuerza a Pedro, que seguía inmóvil con la mano aún
aferrada al arma. La ceremonia había terminado. La Infanta y el Presidente
caminaron hasta el coche que los esperaba. Irían a dar un paseo en automóvil
por el Parque Tres de Febrero, bordeando el lago. A partir de entonces, a esa
zona se la conocería como el “Paseo de la Infanta”. La custodia partió con
ellos. Excepto uno. El policía seguía atento. El cazador olfateaba su presa.
Algo muy raro ocurría allí y él lo iba a averiguar.
–Salgamos de acá –dijo Luciano tomando a Pedro suavemente del brazo.
–Sí, vayámonos ya –respondió éste saliendo del sopor.
Todavía tenía la pistola en la mano, a medio sacar. Entonces, los nervios
le jugaron una mala pasada y, en lugar de guardarla dentro del tapado, se
equivocó de movimiento y la dejó a la vista, sólo por un segundo. El brillo
plateado del metal llegó hasta los ojos del policía, que no dudó.
Un disparo resonó en los Bosques de Palermo, alterando el vuelo de las
aves. Un coqueto tapado de piel pronto se tiñó de rojo.
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pariente lejana del señor César Ameghino y que éste la había invitado a
ver la ópera en una de sus dos ubicaciones. Dicho lo cual, colocó un bulto
debajo del asiento donde se sentaría Rosalí, diciéndole que en un rato lo
vendría a buscar, y se retiró con premura. Rosalí no se ofendió. Prefería
estar sola para verlo todo. Absorberlo todo. Porque las noches del Colón
eran noches mágicas, noches de lujos maravillosos, fasto implacable y brillo
inverosímil. El espectáculo no se desarrollaba sólo en el escenario. Estaba
también en la platea, fundamentalmente masculina, con sus fracs venidos
directamente de Picadilly y de Regent Street. Y, por sobre todo, en los
palcos. Allí, las protagonistas principales eran las niñas de sociedad. Sus
toilettes representaban sus fortunas, por lo que durante los meses que duraba
la temporada, nunca pero nunca repetían un mismo vestido. En primera fila,
pues sus madres se ubicaban más atrás, atraían la atención con sus lindas
caritas adolescentes, disputándose el favor de jóvenes y no tanto. Rosalí,
vieja conocedora de las miserias humanas, detectó con rapidez una sorda
pero implacable lucha entre las bellezas criollas, tradicionales, majestuosas
y recatadas y las bellezas exóticas y enloquecedoras de las hijas de los
inmigrantes recién enriquecidos, las intrusas, que poseían la riqueza, sí, pero
no las maneras ni el buen gusto de quien ha disfrutado por siglos de una
posición encumbrada.
Pero hasta la guerra de los palcos hubo de llegar a una tregua en cuanto
las luces se apagaron y los músicos, ya ubicados en el gran foso, comenzaron
a tocar. Sonaba la ópera Manón. Un teatro repleto escuchó con atención a
músicos y cantantes. Rosalí, pese a que la ópera no era lo suyo, no pudo
evitar fantasear con haber sido la extraordinaria cantante Rossina Storchio
aquella noche. Y al cabo de un largo rato, entre música y sueños, llegó el
entretiempo. ¡Qué maravilla! ¡Qué increíble regalo le había hecho Pedro!
Porque estaba segura de que aquello era obra de él. ¡Qué tonta! ¡Y ella que
había pensado que se avergonzaba de su relación con una prostituta! ¡Que
le había dejado aquella patética excusa para no verla más! Ahora sabía que
no. Sabía, además, que era el indicado. Recién se conocían pero ambos
habían vivido demasiado como para no darse cuenta. No necesitaban más.
¿Vendría? Quería que fuera. Miró nerviosa hacia todos lados. Y, entonces,
justamente... ¿ese no era él? ¿Aquel que corría entre las plateas, buscándola
como un enloquecido?
–¡Pedro! ¡Pedro! ¡Estoy acá! –gritó ella emocionada.
Pedro levantó la vista y la vio. Por unos instantes no pudo ni hablar.
Estaba magnífica con ese vestido. Tan hermosa. Tan suya. Tan en peligro.
Le hizo señas desesperadas para que saliera de allí. Ya había mandado a su
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–No… No… Este no, porque este no es un tango cualquiera. El nuestro es
un Tango del Centenario, un tango feliz y optimista, uno que cree que todo
es posible y por eso mismo se hace realidad. Vas a ver. Todo estará bien.
Pronto vamos a elegir una linda casa para los dos, con un jardín grande,
lleno de árboles y flores, y un amplio zaguán donde refrescarnos las noches
de verano. La buscaremos en Almagro, ¿qué te parece? Así, podremos salir
a caminar por la plaza, por las tranquilas callecitas del barrio… o ir a tomar
el té a la Confitería Las Violetas… y, ah claro, iremos a escuchar a un tal
Carlitos Gardel… me dijeron que canta muy bien…
Allí se quedaron hasta que pudieron llevarlos al foyer, donde las
ambulancias de la Asistencia Pública atendían a los heridos. Se quedaron
haciendo planes, hablando de amor, entre una nube de escombros y de
horror. Algo invisible parecía protegerlos, aislarlos del infierno. El amor, la
confianza, el optimismo… quién sabe, quizás, tan sólo quizás, fuera la magia
de aquel Centenario que, aunque sea por unos meses, hizo pensar a todos,
aun a los más escépticos, que en la Argentina los milagros sí eran posibles.
Índice
Parte I
CRIOLLOS Y MESTIZOS
Parte II
CONTRABANDISTAS Y POBLADORES
ORO NEGRO (1615).................................................................................. 35
LA RECETA (1778).................................................................................... 51
AVENTURAS DE AMOR Y MUERTE
EN EL IMPERIO INGLÉS (1806) ............................................................ 75
Parte III
SAAVEDRISTAS Y MORENISTAS
EL EXTRAÑO CASO
DEL BOTÓN DE NÁCAR (1810) .......................................................... 103
CUENTA REGRESIVA (1820-1810) ...................................................... 158
Parte IV
UNITARIOS Y FEDERALES
Parte V
CONSERVADORES Y RADICALES
PECADOS CAPITALES (1890).............................................................. 299
EL TANGO DEL CENTENARIO (1910)................................................ 362
EPÍLOGO (1912)...................................................................................... 417
Este libro se terminó de publicar
el 04 de agosto de 2016
Capital Federal
Argentina