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revista de filosofía
DEPARTAMENTO DE FILOSOFÍA / UMCE

Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación


Rector: Jaime Espinosa Araya

Dirección de Extensión y Vinculación con el Medio


Director: Luis Alfredo Espinoza

Departamento de Filosofía
Director: Mauricio González Villarroel
Secretario Académico: Claudio Ibarra Varas
Fono: (02) 23229214
Email: filosofia@umce.cl

Archivos. Revista de Filosofía


Dirección: Alvaro García San Martín

Suscripción y canje
Biblioteca Central UMCE
Email: biblioteca@umce.cl
Avda. José Pedro Alessandri 774 Ñuñoa, Santiago de Chile

Impreso en Gràfhika Impresores Ltda

ISSN: 0718-4255

Se permite la reproducción total o parcial citando debidamente la fuente


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de filosofía
Números 11 - 12 • Años 2016 - 2017

Comité Editor
Andrés Ajens
René Baeza
Víctor Berríos
Oscar Cabezas
Carlos Casanova
Alejandra Castillo
Elizabeth Collingwood-Selby
Alvaro García
Mauricio González
Claudio Ibarra
Alejandro Madrid
Marcela Rivera
Willy Thayer

Comité Científico
Adrián Cangi
(Universidad Nacional de La Plata, Argentina)
Jon Beasley-Murray
(University of British Columbia, Canadá)
Michèle Riot-Sarcey
(Université Paris 8, Francia)
Mónica Cragnoligni
(Universidad de Buenos Aires, Argentina)
Kate Jenks
(University of Michigan, EE. UU.)
John Kraniauskas
(University of London, Inglaterra)
Brett Levinson
(University of Binghampton, EE.UU.)
Fernando Longás
(Universidad de Valladolid, España)
André Menard
(Universidad de Chile, Chile)
Javier Peña
(Universidad de Valladolid, España)
Pablo Oyarzun
(Universidad de Chile, Chile)
Diego Tatián
(Universidad de Córdoba, Argentina)
DOBLES PÓSTUMOS

José Jara

Edición y Selección
Víctor Berríos Guajardo

ARCHIVOS DE FILOSOFÍA
La imagen de portada está tomada de El Mercurio de Valparaíso, publicada el 4 de noviembre de
2000.
Dobles Póstumos / José Jara

Dobles Póstumos

Editorial 11
Noticia 13
Abreviaturas 15
Procedencia de los textos 18

Humberto Giannini: El mito de la autenticidad 25


Michel Foucault: Les mots et les choses 35
El hombre y su diferencia histórica 63
Las máscaras del poder-saber 101
Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa? 111
¿Desde dónde construir hoy la voluntad utópica? 147
Nietzsche: In-corporar la historia 153
El sujeto de la paz 169
De Nietzsche a Foucault, un peligroso tal vez 183
Voluntad de poder, Voluntad de crear 203
Nietzsche-Heidegger: volver a ser nuevamente diáfanos 210
Vida, estilo y arquitectura 241
La razón y el lugar de las espadas 271
Un siglo corto de filosofía 291
El arte del estilo y las tramas de la recepción 307
Vida, filosofía y arte: un triángulo sin fin 329
Entre la crisis y la filía 345
Ensayar y crear. Una clave humana 353
La filosofía, una existencia en viaje
Una posada en el camino. Chile, en el viaje de la filosofía
371
391
9
Condiciones de existencia de la enseñanza de la filosofía 409
Foucault lee a Nietzsche, su obra y su locura 461
A Humberto Giannini 477
El ciudadano, entre la realidad y la ficción 479
El êthos de la promesa 491
La imagen en el pensar 517
Dobles Póstumos / José Jara

Editorial

El proyecto de esta edición comenzó hacia fines del 2015. La idea fue entonces
propuesta a José Jara, quien la suscribió con entusiasmo. Nos reunimos en su casa
más de una vez, cuando ya estaba aquejado de la enfermedad que lo llevaría a la
muerte el 29 de septiembre de 2017. Nos quedamos con un trabajo apenas iniciado.
Después, Valeria, su hija, nos permitió el acceso a sus archivos. Víctor Berríos si-
guió de cerca el Curriculum Vitae, rastreando todas sus publicaciones, distinguien-
do aquellas que formaron parte de su libro sobre Nietzsche, un pensador póstumo
(Barcelona, Anthropos, 1998; Valparaíso, Ed. Universidad de Valparaíso, 2018),
y aquellas otras que no. Son estas últimas, las excluidas, las que forman parte de
este nuevo libro suyo que hemos titulado Dobles Póstumos, y que se publica en este
número especial de Archivos de Filosofía, la revista del Departamento de Filosofía
de la UMCE.

Nacido en 1940, José Jara García estudió filosofía en la Universidad de Chile y se


tituló como Profesor de Estado en Filosofía en mayo de 1963. En agosto de 1965
obtuvo el grado de Master of Arts in Philosophy por The University of Texas, y en
agosto de 1875 el de Doktor der Philosophie por la Ludwig-Maximilians - Univer-
sität München.

Sus primeras clases a partir de 1963 las hizo como ayudante de Jorge Millas en la
11
Facultad de Derecho de la Universidad de Chile, y luego, después de la obtención
del Master en Estados Unidos, como profesor en la misma Universidad entre 1968
y 1970. En 1969 fue, además, nombrado Profesor de Filosofía en la sede Valparaíso
de la Universidad de Chile, donde fue el Jefe de Carrera hasta junio de 1971, fecha
en la cual viajó a Alemania a seguir los estudios de doctorado. Cuando regresó a
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Chile, en 1976, se encontró con una Universidad militarmente intervenida por la


dictadura, fue exonerado y decidió partir al exilio. Se fue a Venezuela y en Caracas
ejerció como Profesor de Filosofía en la Universidad Central de Venezuela y en la
Universidad Simón Bolívar entre 1977 y 1992. Fue el Director del Departamento
de Filosofía en esta última universidad entre 1990 y marzo de 1992. Cuando Chile
volvió a la democracia, José Jara pudo regresar al país y, en abril de 1992, fue nom-
brado Profesor en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Valparaíso. A partir
de 2001 se integró, además, como profesor en el Departamento de Filosofía de la
UMCE.

Recordaba él mismo, a veces, la ocasión en que Jorge Millas en 1967 puso en sus
manos Les mots et les choses de Foucault. Hasta entonces su inquietud era la filoso-
fía de Heidegger. La lectura de Foucault introduce un giro en esa inquietud, un
giro que lo conduce hacia la filosofía de Nietzsche. Y desde entonces la lectura de
Nietzsche realizada por Foucault toma el relevo de la de Heidegger, y no cesa de
trabajar en su obra. Lo lee infatigablemente, lo traduce, aparece La ciencia jovial
(Caracas, Monte Ávila, 1990, 1992, 1999; Barcelona, Círculo de Lectores, 2002;
Valparaíso, Ed. Universidad de Valparaíso, 2018). Este nuevo volumen, Dobles pós-
tumos, muestra la interrupción de la lectura heideggeriana y la introducción de una
lectura más bien foucaultiana de Nietzsche en Chile. En una primera aproximación
a su trabajo, diríamos que el Pepe Jara, como le llamábamos sus amigos, realiza esta
doble operación en la historia de la filosofía chilena.

12 Alvaro García Sn. M.


Dobles Póstumos / José Jara

Noticia

Dobles Póstumos reúne la casi totalidad de artículos, conferencias, entrevistas pu-


blicados e inéditos de José Jara. Respecto de los artículos, tanto publicados como
inéditos, los que aquí seleccionamos son los que no se convirtieron en parte de su
libro Nietzsche, un pensador póstumo. El cuerpo como centro de gravedad. El criterio de
ordenamiento de todos estos documentos ha sido estrictamente cronológico, donde
el primer documento está fechado en 1969 y el último en 2016. Esto permite que
recorramos el arco completo de su producción intelectual. Así, esta selección viene
a ser la escenografía que permite comprender, en su engranaje creativo, el libro in-
dicado más arriba y que se publicó por primera vez en 1998.

Otro criterio utilizado en esta selección es la exclusión de las traducciones hechas


por José Jara, principalmente de Foucault y Nietzsche, las cuales, por las noticias
que tenemos, serán publicados próximamente.

Hemos indicado anteriormente que aquí se reúnen la casi totalidad de sus artículos.
No hemos podido obtener los siguientes textos que completan la totalidad de su
obra:

«Sobre ensayos e transvaloracoes». En: A fidelidade a terra. Arte, naturaleza e políti-


ca. Assim falou Nietzsche IV. Ch. Feitosa, MA. de Barrenechea, P. Pinheiro (Orgs.). 13
DP&A Editora, Rio de Janeiro, Brasil 2003, pp. 75-89.

«El saber y la multiplicación de sus órdenes». En: María Alruiz (Ed.) Ciencia y socie-
dad en el mundo contemporáneo. Ediciones de la Universidad Nacional Experimental
del Táchira, San Cristóbal, Venezuela, 1993.
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«Tramas de la libertad». Revista Criterion, N° 6, Caracas, Venezuela, 1993, pp. 24-


29.

Finalmente, debemos indicar que todos los corchetes que aparecen en esta edición
corresponden a notas del editor, con excepción, obviamente, de los que aparecen en
las citas que corresponden a los Fragmentos Póstumos de Nietzsche.

Víctor Berríos G.

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Dobles Póstumos / José Jara

Abreviaturas utilizadas
Obras de Friedrich Nietzsche1
A. Aurora. Pensamientos acerca de los prejuicios morales.
AC. El Anticristo. Maldición sobre el cristianismo.
Cr. El crepúsculo de los ídolos o cómo se filosofa con el martillo.
CI. II. Segunda consideración intempestiva: Sobre la utilidad y el perjuicio de
la historia para la vida.
CI. III. Tercera consideración intempestivas: Schopenhauer como educador.
CJ. La ciencia jovial.
EH. Ecce homo o cómo se llega ser lo que se es.
GM. La genealogía de la moral. Un escrito polémico.
HdH. I, Humano demasiado humano. Un libro para espíritus libres. Tomo I.
HdH. II, Humano demasiado humano. Opiniones y sentencias mezcladas. Tomo II.
HdH. II, v.s. Humano demasiado humano. El viajero y su sombra. Tomo II.
MBM. Más allá del bien y del mal. Preludio a una filosofía del futuro.
NT. El nacimiento de la tragedia o Helenismo y pesimismo.
NW(1955). Nietzsches Werke. C. Hanser Verlag. München, 1955.
NW(1966). Nietzsches Werke in drei Bänden. München: Carl Hanser Verlag, 1966.
SB.KSA. Sämtliche Briefe. Kritische Studienausgabe. Deutsche Taschenbuch
Verlag, de Gruyter, 8 Bänden, München, Oktober, 1986. 15
SW.KSA. Sämtliche Werke. Kritische Studienausgabe. Deutsche Taschenbuch
Verlag, de Gruyter, 15 Bänden, München, Oktober, 1980.

1
Respecto de la obra de Nietzsche, para las citas se utilizan las traducciones existentes en editorial
Alianza. En los demás casos, las traducciones son de José Jara.
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WM. Der Wille zur Macht. Versuch einer Umwertung aller Werte. Alfred Kro-
ner Verlag, Stuttgart. 12ª ed., 1964. (Fragmentos póstumos recogidos
bajo el título de La voluntad de poder por Peter Gast y la colaboración
de Elizabeth Föster Nietzsche).
Z. Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie.

Obras de Michel Foucault2


AdS. La arqueología del saber. Ed. Siglo XXI, México.1985.
AS. L’archeologie du savoir. Éditions Gallimard, Paris. 1969.
NdC. El nacimiento de la clínica. Una arqueología de la mirada médica. Siglo
XXI editores, México, 1960.
DP. Un diálogo sobre el poder. Alianza Editorial, Madrid, 1981.
DE. Dits et écrits. 1954-1988. 4 volúmenes. Éditions Gallimard. Edición
establecida bajo la dirección de Daniel Defert y François Ewald, Paris.
1994.
OE1. Obras esenciales, vol. 1. Entre filosofía y literatura. Editorial Paidós, Bar-
celona. 1999.
OE3. Obras esenciales, vol. 3. Estética, ética y hermenéutica. Editorial Paidós,
Barcelona. 1999.
HF. Histoire de la folie à l’âge classique. Éditions Gallimard, Paris. 1972.
HdL. Historia de la locura en la época clásica. 2 volúmenes. Fondo de Cultura
16 Económica, México. 1986.
HS2. Histoire de la sexualité.1. La volonté de savoir. Éditions Gallimard, Paris.
1976.

2
José Jara traduce directamente del francés y/o modifica en la mayoría de los casos las citas corres-
pondientes a los textos de Foucault. Sin embargo, entrega las referencias de la obra traducida.
Dobles Póstumos / José Jara

HdS1. Historia de la sexualidad.1. La voluntad de saber. Ed. Siglo XXI, Méxi-


co. 1977.
HS2. Histoire de la sexualité. 2. L’usage des plaisirs. Éditions Gallimard, Paris.
1984.
HdS2. Historia de la sexualidad. 2. El uso de los placeres. Ed. Siglo XXI, México.
1986.
IP. La imposible prisión. Debate con Michel Foucault. Editorial Anagrama,
Serie Documentos, Nº 165, Barcelona. 1982.
IP(fr). L’impossible prison. Recherches sur le systeme pénitentiaire au XIXe. siecle.
Editado por Michelle Pierrot, Editions du Seuil, París. 1980.
MCh.: Les mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines. Éditions Ga-
llimard, Paris. 1966.
MP. Microfísica del poder. Las Ediciones de La Piqueta, Madrid. 1978.
NFM. Nietzsche, Freud, Marx. Editorial Anagrama, Barcelona. 1970.
NFM(fr). Nietzsche, Freud, Marx. En: Nietzsche. Cahiers de Royaumont, Paris.
1967.
PC. Las palabras y las cosas. Ed. Siglo XXI, México. 1968.
QI. ¿Qué es la ilustración? Las Ediciones de La Piqueta, Madrid. 1996.
SP. Surveiller et punir. Naissance de la prison. Éditions Gallimard, París.
1975.
SV. Saber y verdad. Las Ediciones de La Piqueta, Madrid. 1985.
SyP. «El sujeto y el poder», en Hubert L. Dreyfus y Paul Rabinow, Michel 17
Foucault: más allá del estructuralismo y la hermenéutica, Nueva Visión,
Buenos Aires. 2001.
VC. Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. Ed. Siglo XXI, México.
1976.
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Procedencia de los textos

Humberto Giannini: El mito de la autenticidad. Reseña publicada en Anales de la


Universidad de Chile, Nº 145, año 126, enero-marzo 1968, serie 4, pp. 151-158.
También publicado en Humberto Giannini: filósofo de lo cotidiano, Cecilia Sánchez
y Marcos Aguirre (eds.), LOM ediciones y Universidad Academia de Humanismo
Cristiano, Santiago, 2010, pp. 185-194.
Michel Foucault: les mots et les choses. Reseña publicada en Anales de la Universidad
de Chile, Nº 151-156, año 128, julio 1969 - diciembre 1970, serie 4, pp. 114-144.
El hombre y su diferencia histórica. Artículo publicado en Revista Venezolana de Filo-
sofía, Nº 9, Universidad Simón Bolívar y Sociedad Venezolana de Filosofía, Cara-
cas, 1979, pp. 53-90.
Las máscaras del poder-saber. Artículo publicado en Escritos de Teoría, Nº V, Publi-
cación patrocinada por la Academia de Humanismo Cristiano, Santiago, octubre
1982, pp. 126-131. Hay una primera versión en Revista Mensaje, Nº 312, septiem-
bre 1982, Santiago, pp. 482-486.
Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa? Artículo publicado en Revista Vene-
zolana de Filosofía, Nº 23, Universidad Simón Bolívar y Sociedad Venezolana de
Filosofía, Caracas, 1987, pp. 55-92. Este texto, revisado posteriormente para dicha
publicación, fue leído el 29 de abril de 1982 en del Ciclo de Conferencias «Filósofos
de nuestro tiempo», organizado por la Escuela de Filosofía de la Facultad de Huma-
nidades y Educación, Universidad Central de Venezuela.
¿Desde dónde construir hoy la voluntad utópica? Presentación en el Seminario Inter-
18 nacional «Utopía(s)», panel II «¿Desde dónde construir hoy la voluntad utópica?»,
que José Jara compartió con Alberto Moreiras y Raúl Ruiz, moderado por Francisca
Pérez, realizado en Santiago en 1993, y publicada en el libro Utopía(s) Seminario
Internacional, División de Cultura, Ministerio de Educación, Santiago, 1993, pp.
293-297.
Nietzsche: In-corporar la historia. Capítulo del libro Homenaje a los 150 años del
nacimiento de Friedrich Nietzsche, publicado por el Departamento de Filosofía de
Dobles Póstumos / José Jara

la Universidad de Chile y División de Cultura, Ministerio de Educación, Santiago,


1995, pp. 112-138.
El sujeto de la paz. Artículo publicado en Revista de Filosofía, Volumen LIII-LIV,
Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile, 1999, pp. 67-76.
De Nietzsche a Foucault, un peligroso tal vez. Artículo publicado en Revista de Filoso-
fía, Volumen LV-LVI, Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad de Chile,
2000, pp. 123-136. También publicado en Revista Et Cetera, Nihilismo y Crítica: las
políticas del saber, N° 4, Universidad de Playa Ancha, Valparaíso, 2000, pp. 29-45.
Finalmente, también fue publicado en Lógoi. Revista de Filosofía, Nº 3, Universidad
Católica Andrés Bello, Venezuela, 2000, pp. 39-55. Este texto tiene como base una
primera versión escrita de octubre de 1998 y leída en noviembre del mismo año en
el marco del seminario «Nihilismo y crítica: las políticas del saber», realizado en al
Universidad de Playa de Ancha de Valparaíso. Posteriormente, formó parte de un
proyecto de investigación FONDECYT 1998 Nº 1980450: «Edición de los Frag-
mentos Póstumos de Friedrich Nietzsche abril 1888-enero 1889, con traducción al
castellano y aparato crítico».
Voluntad de poder, Voluntad de crear. Entrevista publicada en El Mercurio de Valpa-
raíso el 4 de noviembre del 2000, p. C11.
Nietzsche-Heidegger: volver a ser nuevamente diáfanos. Capítulo del libro Nietzsche
en perspectiva, Germán Meléndez (Coord.), Editorial Siglo del Hombre, Bogotá,
mayo 2001, pp. 111-138. En dicha publicación apareció con el título «Volver a ser
nuevamente diáfanos». Sin embargo, José Jara siempre se refirió a este articulo con
el nombre que aquí le damos. También se publicó como «De Nietzsche a Heide-
gger: “voltar a ser novamente diáfanos”», en el libro Nietzsche abaixo do Ecuador. A
recepcao na América do Sul, Scarlett Marton (Org.), Discurso Editorial & Editora
UNIJUI, Sao Paulo, 2006, pp. 103-134. Y también como «De Nietzsche a Heide-
19
gger: voltar a ser novamente diáfanos», en Cadernos Nietzsche, N° 10, Sao Paulo,
mayo 2001, publicado por el Grupo de Estudios Nietzsche, GEN, Universidad de
Sao Paulo, pp. 69-98. Este trabajo formó parte del proyecto de investigación FON-
DECYT 1998 Nº 1980450: «Edición de los Fragmentos Póstumos de Friedrich
Nietzsche abril 1888-enero 1889, con traducción al castellano y aparato crítico».
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Vida, estilo y arquitectura. Capítulo del libro Otras miradas otras preguntas. Ciudad y
Arquitectura, Universidad Central, Facultad de Arquitectura y Bellas Artes, Escuela
de Arquitectura, Santiago, 2001, pp. 197-224. Este trabajo formó parte del proyec-
to de investigación FONDECYT 1998 Nº 1980450: «Edición de los Fragmentos
Póstumos de Friedrich Nietzsche abril 1888-enero 1889, con traducción al caste-
llano y aparato crítico».
La razón y el lugar de las espadas. Artículo publicado en Revista de Ciencias Sociales,
N° 49-50, 2004-2005, Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, Universidad de
Valparaíso, pp. 199-218. Este trabajo fue leído en una primera versión más breve
en el Coloquio Internacional «Kant. Razón, Historia y Libertad. En el bicentenario
de la muerte del filósofo Immanuel Kant», organizado por UMCE, U. de Chile, U.
ARCIS, U. Diego Portales y Goethe-Institut, Santiago, 2-4 noviembre, 2004. Tam-
bién fue leída en las III Jornadas de Filosofía Teórica «Conocimiento, normatividad
y acción», organizado por Escuela de Filosofía, Universidad Nacional de Córdoba,
31 mayo - 2 junio 2006.
Un siglo corto de Filosofía. Artículo publicado en Archivos. Revista de Filosofía, Nº
1, Departamento de Filosofía, Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educa-
ción, 2006, pp. 75-88. También hay versión en La Cañada. Revista del pensamiento
filosófico chileno, Nº 3, 2012, pp. 10-27.
El arte del estilo y las tramas de la recepción. Conferencia leída en las V Jornadas
Internacionales Nietzsche 2006 «La recepción francesa del pensamiento nietzschea-
no» y en Jornadas Internacionales Derrida «Por amor a Derrida», organizado por
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires, Revista Instantes y
Azares, Centro Franco-Argentino A.E.-UBA, Sociedad Iberoamericana Nietzsche,
Buenos Aires, 18-21 octubre 2006.
20 Vida, arte y filosofía: un triángulo sin fin. Capítulo del libro Nietzsche e os gregos. Arte,
memória e educacao. Assim falou Nietzsche V, Ch. Feitosa, MA. De Barrenechea, P.
Pinheiro (Orgs.), DP&A Editora, Rio de Janeiro, 2006, pp. 145-158. Antes, esta
publicación fue leída como conferencia en el Simposio Internacional de Filoso-
fía «Assim Falou Nietzsche V. Nietzsche e os Gregos, arte memoria e educacäo»,
organizado por Departamento de Filosofía, Universidad de Río de Janeiro,15-18
noviembre 2004.
Dobles Póstumos / José Jara

Entre la crisis y la filia. Capítulo del libro Grafías filosóficas. Problemas actuales de la
filosofía y su enseñanza, Olga Grau y Patricia Bonzi (eds.), Cátedra Unesco y Uni-
versidad de Chile, Santiago, 2008, pp. 69-74. Esta publicación recoge ponencias
del Seminario Internacional de Filosofía y Educación, Santiago, 8-13 enero 2007.
Ensayar y crear, una clave humana. Conferencia dictada el día 11 de noviembre de
2009 en las IX Jornadas de Filosofía en Lengua Alemana, organizadas por el Institu-
to de Filosofía de la Universidad de Valparaíso y el Goethe Zentrum de Valparaíso.
La filosofía, una existencia en viaje. Artículo inédito elaborado en el marco del pro-
yecto de Investigación FONDECYT 2009 Nº 1070917: «Condiciones de existen-
cia de la enseñanza de la filosofía en las universidades chilenas. Dispositivos para
el análisis de una experiencia intelectual, política e institucional: 1935—2006».
La intención de José Jara era publicar un libro con artículos de los investigadores
y colaboradores de dicho proyecto, siendo este artículo su colaboración al mismo.
Una posada en el camino. Artículo publicado en La Cañada. Revista del pensamiento
filosófico chileno, Nº 2, 2011, pp. 125-145. En lo fundamental, este texto corres-
ponde a la ponencia presentada en el Congreso Nacional de Filosofía realizado en la
Biblioteca de Santiago en octubre de 2009. En dicha ponencia y en su publicación
después se recogen los primeros resultados parciales del proyecto FONDECYT
2009 Nº 1070917: «Condiciones de existencia de la enseñanza de la filosofía en las
universidades chilenas. Dispositivos para el análisis de una experiencia intelectual,
política e institucional: 1935—2006», que se hallaba en ejecución.
Condiciones de existencia de la filosofía. Informe final del proyecto de investigación
FONDECYT 2009 Nº 1070917: «Condiciones de existencia de la enseñanza de la
filosofía en las universidades chilenas. Dispositivos para el análisis de una experien-
cia intelectual, política e institucional: 1935—2006», inédito.
21
Foucault lee a Nietzsche, su obra y su locura. Texto inédito encontrado entre los
documentos y borradores de José Jara. Según los datos que poseemos, habría sido
reelaborado en 2013 a partir de la conferencia «Foucault y la ausencia de obra» leída
en el congreso «O mesmo e o outro. 50 anos de História da loucura» en la Pontificia
Universidad Católica de Sao Paulo (PUC-SP) en octubre de 2011.
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A Humberto Giannini. Texto aparecido el 27 de noviembre de 2014 en la página


web de la Asociación Chilena de Filosofía (ACHIF).
El ciudadano, entre la realidad y la ficción. Capítulo del libro Perspectivas del pensar
filosófico. Entre Valparaíso y Santiago, Mundo de Papel, Servicios Editoriales y Uni-
versidad de Valparaíso, Valparaíso, 2015, pp. 399-412. Este texto tiene una primera
versión leída en el XII Simposio de la Asociación Iberoamericana de Filosofía Polí-
tica, «Iberoamérica: La ciudad y el poder», organizado por la AIFP y la Universidad
Nacional de Colombia, Bogotá, 12-13 de octubre de 2011. También sabemos que
existe una versión publicada en Brasil, con mínimas diferencias, titulada «El ciuda-
dano. La producción de una verdad pública», de la cual desconocemos el lugar y la
fecha de publicación.
El êthos de la promesa. Capítulo del libro Nietzsche: El desafío del pensamiento, Pauli-
na Rivero Weber (coord.), Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México, 2016,
pp. 107-123. La primera versión de este texto fue leída en las IV Jornadas Interna-
cionales Nietzsche 2004 «Actualidad e inactualidad de un intempestivo (160 años
de su nacimiento)», Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires,
Buenos Aires, 14-16 octubre 2004.
La imagen en el pensar. Texto inédito encontrado entre los archivos de José Jara y del
cual desconocemos la fecha de elaboración.

22
— yo soy mi propio doble...

F. Nietzsche
Dobles Póstumos / José Jara

Humberto Giannini: El mito de la autenticidad

El mito de la autenticidad es la obra del afán tenso de un hombre que dispara su ten-
sión en múltiples direcciones, recogiendo de cada una de ellas algo que le acerque al
punto central donde la tensión es máxima, para intentar entenderse cristianamente
en un mundo que lo frustra, en el que sin embargo vive sin otra alternativa. Para
ello ha de lidiar con lo demoniaco de su ser hombre, creatura intermedia entre la
inocencia paradisíaca y la beatitud redimida, con su equilibrarse en la cuerda tendi-
da sobre el abismo de lo humano que sostienen Dios y el mal, teniendo como único
apoyo a su aspiración a la autenticidad.

La autenticidad no es sólo un tema que pueda o deba ser abordado por el sentido
ético que tenga para un vivir y convivir fundado, sino que además y conjuntamente
por su alcance ontológico. El ser del hombre se logrará en cuanto viva auténtica-
mente, y es su autenticidad lo que le ha de conferir ser. Ontología y ética se conju-
gan haciendo del hombre un ser uno.

La investigación de Humberto Giannini «se pregunta por algo que atañe propia-
mente al hombre»: la autenticidad. Los primeros cinco capítulos de su libro son,
preferentemente, un examen de algunas de esas múltiples direcciones en que podría

25
responderse a la pregunta, en donde si bien ninguno de los ámbitos que ciñen esos
capítulos le permite dar con lo que busca, queda en cambio en disposición de eli-
minar caminos que en un primer momento podían parecer transitables, cercando
por lo mismo el centro de su tema. Sólo brevemente nos referiremos a ellos, sin
mencionar algunos de los problemas particulares que allí se suscitan.

En un primer término se desecha la investigación acerca del ser del universo, las co-
sas físicas, sus principios y causas, en cuanto se muestra que el hombre se encuentra
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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en una región distinta a la de lo físico, que es la historia. Por otra parte, al estar el
hombre en la naturaleza, se tiende a considerar la autenticidad como el reconci-
liarse con lo que se «es» naturalmente en medio de los otros entes naturales, y por
extensión ingenua hacer coincidir ese ser con la espontaneidad; esta suposición ha
de rechazarse por cuanto el hombre más que simplemente «ser» es un «querer ser»,
búsqueda de un ideal sí mismo que cabe realice en el mundo entre los objetos y los
prójimos. Pero en este punto es posible surjan pistas falsas, pues sólo son lo calcula-
ble para un hacer y poseer según notas de previsibilidad, cercanía y manipulación;
en cambio el hombre, con respecto a su sí mismo, en nada esencial tiene que ver
con ellos, ni por ellos ser medido, aun cuando conozca en su cercanía. En todo caso,
es con los prójimos y en la convivencia en donde se podría encontrar algunas direc-
ciones para el movimiento hacia la autenticidad. Sin embargo, lo convencional, la
tradición, el lenguaje solidificado por el uso anónimo, los prejuicios que inundan el
mundo social que habita el hombre, tornan resbaladizo también este nuevo lugar de
relación. Y especialmente cuando se trata de determinar, para la buena convivencia,
cuál ha de ser el principio que regule la bondad de un acto para mí o en referencia
al prójimo, como acceder al bien común desde la pluralidad de actos, si aquél puede
o no ser uno y además válido universalmente.

Sin embargo, lo dicho escuetamente arriba no es lo más importante de lo planteado


por Giannini, mucho[s] de ello[s] son temas ya conocidos y trabajados largamente
por otros pensadores —en lenguas foráneas y española— en variados libros. El giro
decisivo de su pensamiento se advierte en otras afirmaciones que va deslizando

26 como descuidadamente en estos capítulos para irrumpir abiertamente en los si-


guientes y, especialmente, en los finales. De ello es lo que ahora trataremos.

Aquello que atañe propiamente al hombre y por lo cual se interroga: su ser autén-
tico, no es algo que éste de suyo posea, antes bien se le propone como un llegar
a ser aquello que es, un querer ser. Esta primera formulación tiene su antecedente
más remoto en Píndaro, según lo cita Ortega: genoio ws eidi, «llega a ser el que
Dobles Póstumos / José Jara

eres»1, y que también recoge Heidegger.2 En cada caso el sentido que se le asigna es
diferente, así como ahora Giannini. Aquí lo que el hombre ha de alcanzar y puede
querer no parece encontrarse propiamente en él, ni ser algo de un modo humano;
más bien se encuentra fuera de él como individuo, alojado en el todo del hombre
que es su historia y siendo de un modo ideal. No sólo esto. Ese ideal no parece
intervenir activamente o facilitar el esfuerzo del hombre hacia él, sino que lo espera
en el límite de la historia humana hasta que éste acceda a aquél. Lo que atañe al
hombre es pues, algo que a éste le falta, y al faltarle lo malogra en su esencia más
propia, constituyendo su «esencia negativa». Pero porque aquello le falta es que lo
quiere, para ser. Por donde el hombre es un querer y una deficiencia: es lo que es y
lo que no es. Lo que el hombre ha perdido y no es, es Dios; por tanto, éste queda
así inscrito en el interior más profundo del hombre.

Lo ya dicho lleva a una afirmación aún más categórica con respecto al hombre:
«La vida humana está radicalmente desarraigada de su fundamento» (p. 73). Esto
supone que el hombre no posee en sí mismo su fundamento que pueda en el mun-
do manifestársele en convivencia; es él un ser radicalmente dependiente. Es en el
mundo y en la historia a qué está arrojado donde se cumple su desarraigo, lo cual
transforma a uno y a otro en el lugar en que el hombre se «malogra» y es su «cautive-
rio». Giannini no puede evitar el sentimiento de frustración que le deja lo terreno,
y derechamente lo asume. El cautiverio de la historia no es mera circunstancialidad,
en ella queda el hombre en absoluto «enajenado», puesto que ella no trasunta ni
es el simple hacer humano a través del tiempo. Más bien, la historia humana es
el resultado de un «hecho» que está más allá de la historia y del cual no se puede
dar cuenta racional o científicamente, por pruebas o demostraciones. La historia
27
se funda en un mito metahistórico, que cae en el ámbito de lo inefable y de la fe.

1
El hombre y la gente. Ed. Revista de Occidente, 1957, p. 45.
2
Introducción a la metafísica. Ed. Nova, 1959, p. 141.
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Los resultados que ello produzca para la experiencia humana sólo analógicamente
podrían ser presentados. Es éste un punto crucial de la tesis de Giannini, que sin
embargo por lo que ella misma expresa, posterga o impide todo diálogo que no [se]
sitúe en los supuestos por ella colocados. Más adelante volveremos sobre este punto.

El mito que determina la historia es el de la caída, el pecado original. Es ese mito


el que escinde en su raíz al hombre. Antes de la caída la creatura inocente vivía en
plena posesión de su ser, pero un ser que Giannini no podría afirmar era sólo hu-
mano, pues allí el autós del hombre era un «ser-en-Dios», en donde éste al entregarle
su bondad, amor, le entregaba también su ser. Luego del pecado, cae el hombre al
mundo y a la historia que transforman a su existencia en «vida enajenada», y su tarea
como irse poseyendo a sí mismo el «ir colmando un déficit que arrastramos desde
siempre». Por esto, Giannini puede decir del hombre que «llega siempre tarde a su
propia historia» (p. 138), en cuanto es un ser «caído». En el fondo de sí mismo y de
su historia está ya aquél mito originario que determina su inautenticidad ab initio.
Pero la historia y la enajenación no son ni una situación ni un concepto puramente
negativo, pues el segundo «implica la promesa de un regreso hacia nosotros mismos
desde el cautiverio de la historia» (pp. 128-129). Y por aquí se filtraría la libertad
como posibilidad humana. Junto porque el hombre está enajenado y, sin embargo
quiere ser, en ese querer se le muestra la «iniciativa» de llegar a su simismidad.

Dos caminos se le presentan al hombre: el alcanzar su autenticidad «en un mo-


mento de la historia y como actualización y conquista de una potencialidad natural
humana» (p. 135), y esto será el naturalismo o humanismo ético, y, el llegar a «sí
28 mismo» merced a Dios que se digna ir al encuentro del esfuerzo del hombre: será
esta la vía religiosa. Pero a renglón seguido nos dice Giannini que por cualquiera de
estas dos concepciones gana el hombre su ser, pues «es auténticamente una voluntad
que recibe en préstamo algo del ser que quiere ser» (subrayamos nosotros). Su in-
tento de humanismo religioso se frustra, creemos, desde la partida. Por mucho que
intente la posibilidad de un hombre para quien su ser sea a la vez libertad y conquis-
ta (humanismo), y reconquista (religión) de sí mismo, reconociendo en el hombre
Dobles Póstumos / José Jara

caído una deficiencia eficiente y activa, caído en un mundo el que se levanta por su
fuerza y juega el juego intrahumano de «querer ser el ser que es», es decir, querer
ser histórica y mundanamente el ser que es metahistórica e idealmente, en último
término, el ser que alcance será solo en «préstamo», pues la conquista sólo se dará
en cuanto la reconquista llegue hasta ese mito originario que lo funda, y Dios vaya
a su encuentro mediante un acto de gracia redimiéndolo «al término de su (nuestra)
pequeña historia personal».

Lo dicho nos llevaría a concluir que el hombre se encuentra cercado o rodeado por
la divinidad tanto desde su pasado como hacia su futuro. La autenticidad la encon-
trará en cuanto recupere, movido por un sentimiento voluntario, eso que le falta y
que radica en el mito originario de la caída; pero, por otra parte, aquello no podrá
recuperarlo sino saliéndose de la historia humana por el polo opuesto de aquél por
el cual a ella entró, es decir: la redención por la gracia divina (algo que también es
un mito y cae en lo inefable e indemostrable). De donde se ha de desprender que
la autenticidad humana sólo se logrará escapándose de la historia: recuperándose
desde el origen mítico hacia un sí mismo futuro también mítico. Por tanto, que esa
autenticidad, según creemos Giannini la ve, es efectivamente un mito, tanto por su
lugar primero de impulso que patentiza la defección humana como por su punto
de término redentorio extrahumano; es decir, el mito de la autenticidad. Así, la
vida humana del hombre sería un mito, por los supuestos y metas que la sustentan
llenándola de sentido. Pero el hombre vive en un mundo que no es mítico, sino
real, en el cual debe realizar también sus quehaceres cotidianos. Y es por las diarias
situaciones conflictivas que le presenta ese mundo real, incoincidente con la región
mítico-ideal de su autenticidad, y porque a pesar de todo el hombre es libre para ser
29
sí mismo en cuanto lo quiere, que su libertad lo es para desenajenarse; por tanto,
libertad para demitizar. Pero, sin embargo, ¿hasta dónde puede él demitizar? ¿Al ha-
cerlo no está ya dependiendo del mito, por ser éste la razón de existir del demitizar,
a la vez que de la suya personal? Y si logra una plena demitización, ¿no queda por
ello fuera del mito, y al perder el mito, pierde también a Dios?
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Es por esto, creemos, que en este punto Giannini se traslada al bien trabajado ca-
pítulo VIII: Apolo y Sócrates, para desentrañar lo que signifique el «proceso de
socratización» del maestro de Platón, a instancias de la enigmática respuesta que el
oráculo délfico da a Querefón.

Sócrates es quien a todo hombre que dice saber algo le interroga por ese su conoci-
miento, para de él aprender. Este cuestionario suyo pone en descubierto, sin embar-
go, que todo ese «saber tradicional» es vacío y mera apariencia. Al cuestionamiento
de la tradición que el pueblo griego cree ver en la actividad de Sócrates, responde
esa tradición colocándole un interdictor que le represente: el dios Apolo, con su
enigmático oráculo de que no existía otro hombre más sabio que Sócrates. Aquí
es donde Giannini introduce una sugestiva afirmación «la predicción del oráculo
es causa de que se produzca lo que se predice» (p. 160), y justo por ello es que co-
menzaría la «socratización» del interdicto por Apolo y la tradición: la búsqueda de
Sócrates de su propio ser. Pero, en la búsqueda emprendida por Sócrates en cierto
modo éste estaría actuando desde fuera de sí mismo, impelido por una predicción
que no ha sido postulada por él, aunque ella afecte a su ser. Sócrates, por su con-
ciencia indagante, ha mordido el anzuelo délfico del cual sólo se liberará cuando,
enfrentado al tribunal que lo juzga, renuncia a la condonación de su muerte, pues
el no hacerlo implicaría renunciar a sí mismo, que en vida se ha manifestado como
el infatigable cuestionar todo saber aparente en pos de uno que sea verdadero. En el
momento de decidir acerca de su socratización, de su ser, calla, el dios Apolo que lo
ha llevado hasta el extremo de asunción de su existencia, y calla su genio personal:

30 Sócrates se ha quedado solo consigo mismo para escucharse a sí mismo y decidir


acerca de su ser, y lo acepta, aceptando la muerte. Si es Apolo quien lo ha impulsado
a la búsqueda de su ser, al encontrarlo Sócrates con su cuestionar, desaparece el Dios
de su vida. Algo similar habría que decir con respecto a la relación entre Sócrates y
la tradición, así como también entre el mito y la demitización por la libertad a que
antes señalamos.
Dobles Póstumos / José Jara

De lo dicho habría que deducir, tal vez, que Sócrates al demitizar (desentrañar el
enigma del oráculo; para el cristiano, recuperar el mito que lo enajena) por medio
del preguntar y el saber, finalmente queda fuera del mito (del alcance de Apolo),
aunque ello le cueste la vida, pero ganando el sumo bien y el valor para sí: su ser.
Aquí Giannini no responde a las preguntas que él mismo se plantea: al aceptar
Sócrates la muerte en su postrer discurso, «¿ha hablado el dios Apolo por boca de
Sócrates? ¿Lo ha inspirado el Dios, o bien, el que ahora es sabio, finalmente se ha
liberado del yugo divino?» (p. 166). Que la falta de respuesta del autor implique
aceptar que la demitización rompe con el mito destruyéndolo y dejando al hombre
sólo consigo mismo, es algo que no podemos afirmar. Pero si así fuera, ello signi-
ficaría que el demitizar humano sería una simple mise en scène ficticia, un buscarse
el hombre a sí mismo como humano —aunque sea desde Dios y contra él— pero
desde la partida no creyendo que ello sea posible; un demitizar que no cree en la
posibilidad radical de demitizar y sólo «hace como si lo hiciera». O bien, el demiti-
zar se presentaría como imposible, porque en último término siempre será el mito
quien hable. Si esto sucede luego de la experiencia demitizante, efectivamente, no
quedaría más que la plegaría silenciosa en la fe, y el resto simples fuegos de artificio
humano.

Porque el hombre es un ser caído, su vida en la historia se encuentra sumida en la


inautenticidad, pero ¿por qué esa inautenticidad tan radical, y por qué la caída?
¿Cómo explicar el «hecho» del mito de la caída? Es en este punto donde se intro-
duce el tema del mal, como ese otro polo que enfrenta a la creación divina y que se
muestra inexplicable ante la perfección de Dios. Giannini adopta una especial po-
sición frente a este problema que lo separa de una buena parte de la línea clásica de
31
interpretación cristiana acerca de él. Rechaza la justificación teológica del mal como
una «privación de ser», así como la interpretación que postula que «con el pecado
del primer hombre entró el pecado en el mundo» (p. 186), puesto que ella sitúa el
mal moral sólo en la libertad del hombre que «puede» pecar y peca, haciendo con
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ello pecaminoso el mundo, y, por tanto, suponiendo una separación del mal moral
y el mal cósmico u ontológico, o al menos subordinando el segundo al primero. La
presencia de la figura mítica de la serpiente haría ver que el pecado no entra en el
mundo por el hombre, sino que el pecado con anterioridad está ya en el mundo,
aparece en él junto con el hecho de la Creación. Es esto último lo que propone
Giannini «un mito radical que compromete a toda la obra de la creación, esto es,
que hace inseparable el mal moral del mal cósmico» (pp. 188-189). El mal surge en la
creación como un «imprevisto» por el Creador, «un super esse, un plus absoluto: el
mal, el mal que convierte el don de la voluntad libre en una maldición». Por tanto,
debido a esta co-originariedad del bien y el mal, como resultado concreto para la
vida del hombre, tenemos que éste no es libre para no pecar, está plenamente de-
terminado por toda eternidad a través de ese mito metahistórico que compromete a
toda la historia y hace que él quede, desde un principio, enajenado en ella. Es sólo
mediante la gracia que se pueda recuperar para el hombre «la continuidad entre la
prehistoria y la historia de su conciencia». Y el hombre podrá saberse a sí mismo en
cuanto recuerde y reconozca que es un «ser-en Dios».

Por otra parte, ese «imprevisto» que surge en la creación: el mal, se le hace patente al
cristiano en su vida terrena a través de la experiencia religiosa de lo demoníaco. Es
porque hay ese mal tan originario como la creación o el bien divino, que el hombre
puede caer en la tentación de lo demoníaco. Porque hay Dios, y gracias a él, es que
le es posible al hombre entrever lo absoluto, pero también porque hay mal siente
la inclinación de verse a sí mismo como absoluto y con prescindencia de Dios. Y

32 esto es lo demoníaco: comprobarse a sí mismo (como absoluto) a partir de la prueba


de Dios (lo absoluto). Pero lo demoníaco ha sido posible debido a que «el hombre
distrajo la dimensión sagrada de su temporalidad» (p. 196), y la puede distraer
porque junto a ella está ese imprevisto que es el mal. Esto mismo, visto desde otro
lado, significa que el mal a su vez posibilita, a través del pecado y lo demoníaco, el
asomarse al abismo de la nada. Por donde, lo que le sucede al hombre cuando peca
contra Dios en su ser (el querer ser sí mismo) es que topa con la nada, su nada.
Dobles Póstumos / José Jara

Todo lo cual nos muestra a Giannini como un especial modo de ser cristiano y
encarar su cristianismo, esto al aceptar que Dios no estaba «solo» en el momento de
su máxima obra: la creación, sino que a su lado apareció la nada. Queremos decir,
en su visión del cristianismo se filtran cuestiones que difícilmente un religioso o
teólogo cabal aceptaría del modo como él las plantea. Y una de esas cuestiones es el
viejo y difícil tema con que distintos pensadores a través de la historia de la filosofía
han afilado su pensar: el Ser y la Nada, y entremedio de ellos: el hombre.

A lo ya dicho no agreguemos más comentarios sobre el alcance o validez de la te-


sis del autor. Creemos, por el momento, es suficiente el intento de comprender y
exponer esa tesis desde dentro de ella misma, sobre todo cuando quien ahora lo ha
tratado está, intelectual y emotivamente, tan fuera de ella, como cronológicamente
puede estarlo el propio Giannini de ese «hecho» metahistórico, que aguijonea su fe
y su pensamiento acerca de lo que esa fe le entrega.

33
Dobles Póstumos / José Jara

Michel Foucault: Les mots et les choses

Las cosas concretas o imaginarias que el hombre piensa y expresa en palabras, pue-
den ser atendidas cuando las cosas y las palabras resaltan sobre un «orden» que actúa
como un trasfondo a priori e histórico que las hace posible. No habrá conocimiento
de ellas en una epistéme, mientras no se precise ese orden previo que enmarca todas
las positividades o ideas que se entrelazan en una cultura. Nuestro tiempo sería uno
en que se sospecha la falta de un código fundamental ordenador de lo concreto y
de las ideas con que nos debatimos. Les mots et les choses es un libro que intenta,
recogiendo el saber que se logra en el Renacimiento, Edad Clásica y Moderna según
peculiares «órdenes», pensar esa carencia actual de un código fundamental.

Michel Foucault escribe un libro de una gran complejidad. Tanto por la tesis «ar-
queológica» que postula para la comprensión de la cultura y lo que en ella y de ella
ha hecho el hombre, como las investigaciones concretas que emprende en los espa-
cios culturales ya mencionados. En uno y otro caso hay postulados y temas de es-
tudio que harían necesarios por sí solos largos y pausados comentarios, discusiones.
No es esto último lo que aquí nos proponemos como tarea, sino en el mejor de los
casos el intento previo de dar cuenta de la tesis de Foucault con la mayor claridad
que nos sea posible, de un medio del torbellino de cuestiones generales unas, muy
concretas otras, que este libro levanta. 35
Durante el Renacimiento y hasta fines del siglo XVI, el nexo de sentido que orga-
nizaba los códigos fundamentales de esa cultura, era la «similitud» o «semejanza».
A través de ella se podía entender todos los fenómenos y realidades que en aquella
época le hacía frente al hombre, quien a su vez no era sino un fenómeno más, entre
otros, inmerso en ese mundo. La explicación de esta figura operaba mediante los
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principios de conveniencia, emulación, analogía y simpatía, con los cuales era po-
sible comprender las relaciones que se establecían entre las cosas; además, porque
éstas en su misma superficie ostentaban «signos» o «signaturas», marcas visibles de
aquel fondo secreto que se suponía ellas guardaban. Las palabras o signos, y las
cosas, se reenvían mutuamente unas a otras, están enigmáticamente unidas, puesto
que los signos bordean la ambigüedad de ser tanto la forma como el contenido de la
cosa que señalan, debido a la articulación que entre ellas ejerce la semejanza. Ambas
se encuentran alojadas en un «plano uniforme» en donde sólo cabe el «comentario»
del texto escrito que intenta al infinito alcanzar el texto primitivo masivo y origina-
rio, escondido a la vista del profano tras aquél. Es de la necesidad del comentario
del discurso absolutamente primero que surge la Divinatio y la Eruditio, en cuanto
técnicas hermenéuticas mostradoras de la naturaleza.

La dificultad, hoy, para entender ese ambiguo oscilar de los signos y las cosas debido
al nexo de la semejanza, y que acercan el comentario a la magia, se explicaría, según
nos dice Foucault, por el hecho de que estamos ya muy alejados de esa cultura.
Entre ella y nosotros se encuentra la Edad Clásica que inaugura un nuevo modo de
comprender las cosas, por medio de la «representación», y que supone «una inmensa
reorganización de la cultura»; por otra parte, si bien de esta última época estaríamos
recién saliendo, ya habría en estos tiempos otra manera de acercarse a las cosas por
medio del lenguaje.

En la Edad Clásica el conocimiento se logra a través de la representación, que es un


medio neutro y transparente en donde ella es siempre perpendicular a sí misma. Es
36 decir, es indicación, relación a un objeto: desdoblamiento; pero es a la vez apare-
cer, manifestación de sí misma como representación, signo redoblado sobre sí que
se señala a sí mismo como signo. La representación establece además un espacio
en que las cosas se muestran según identidades y diferencias, que hacen necesario
precisar un «orden» en el cual esas representaciones se puedan situar. De tal modo
que cuando «se trata de poner en orden las naturalezas simples, se recurre a una
mathesis, cuyo método universal es el álgebra. En cuanto se trata de poner en orden
Dobles Póstumos / José Jara

las naturalezas complejas (las representaciones en general, tal como se dan en la ex-
periencia), es necesario constituir una taxinomia y, para ello, instaurar un sistema de
signos».1 Pero, junto a estos sistemas se hace necesario un análisis genético que pon-
ga de manifiesto cómo se constituyen esos órdenes a partir de las series empíricas.
Estas tres directrices que forman el conjunto de la epistéme clásica, teniendo a la
base la representación como aquello que hace necesarios esos sistemas y este análisis,
se articulan en un espacio del saber más amplio que Foucault llama le tableau. Este
al reunir a aquéllos en su conjunto, hace posible que en su interior se manifieste la
diversidad de opiniones, debates, contradicciones aparentes, que en el fondo no ha-
cen sino mostrar la historicidad del saber, que a pesar de todo sigue siendo unitario
porque se mueve en el ámbito posibilitante de diversidades de lo mismo.

Foucault, remitiéndose a la representación que organiza la ciencia de la Edad Clá-


sica dándole solidez, va a dirigir luego su investigación arqueológica a los campos
fundamentales en que se constituirán las positividades de toda epistéme: el lengua-
je, la biología, la economía. Dada la complejidad y erudición de sus análisis, nos
remitiremos a exponer con cierto detalle sólo el primero de los campos señalados.
Esto, tanto por la importancia que posteriormente le va a asignar el autor, como
para mostrar sumariamente el modo y dirección de trabajo de Foucault.

En la Edad Clásica el lenguaje se aloja en el espacio de diferencia que la repre-


sentación, en cuanto desdoblamiento y redoblamiento, establece en sí misma. El
lenguaje se hace presente por medio de las palabras, y éstas tienen como misión
«representar el pensamiento» de un modo tal que indique hacia el interior de ese
pensamiento. Esto lo lograrían las palabras según una línea que no corre en forma 37
paralela y exterior a él, sino según una que queda cogida en la red, tejida en la trama
del pensamiento mismo que ellas ayudan a desarrollar. Las palabras y el lenguaje

1
PC., p. 78; MCh., p. 86. Con respecto a la traducción de E. C. Frost, cabría decir que por ser ex-
cesivamente literal adolece a veces de errores, o de frases que resultan ambiguas si no se cuenta con
el texto francés al lado, que permita cotejarlo. Aun cuando es cierto que el estilo en que está escrito
el libro no facilita especialmente la labor del traductor.
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quedan convertidos así en pensamiento. Como consecuencia, el lenguaje se trans-


forma en algo casi invisible ante la representación; además por ello mismo adquiere
un sitial soberano y discreto a la vez. Soberano en cuanto representa el interior del
pensamiento: es allí señal, signo; discreto porque al representarlo y para hacerlo se
confunde con el pensamiento, al punto que él como lenguaje se torna invisible. Para
traer a presencia el pensamiento al lenguaje, éste como signo queda retraído.

En este sentido es que puede decirse que deja de existir «el ser del lenguaje» clásico,
a diferencia del texto primitivo del Renacimiento que a pesar de su carácter masivo
y enigmático aseguraba el lenguaje, y garantizaba el «comentario». Ahora el lenguaje
es algo que sólo «funciona», y lo hace según el modo de la representación en donde
encuentra los límites de exactitud, pero donde también se agota. La forma que en
este punto adopta es la del «discurso», y la actitud de estudio que frente a él cabe
es la «crítica», la cual puede realizarse según cuatro direcciones distintas aunque
solidarias y articuladas: 1) crítica de las palabras; 2) del orden de las palabras; 3)
de las formas de retórica, y 4) de las relaciones entre el lenguaje y aquello que él
representa. Así, esta crítica podrá hacerse ya sea en términos del lenguaje como me-
canismo, o de acuerdo a términos de verdad, exactitud, propiedad y valor expresivo;
ello dará origen a la oposición y discusiones acerca de la forma y fondo del lenguaje,
que llegará hasta el siglo XIX cuando se haya debilitado la fuerza de la crítica. En
todo caso, crítica y comentario serán perpetuos enemigos y únicas posibilidades de
entender el lenguaje, mientras éste no rompa sus ataduras con la representación.

Lo que distingue y realza al lenguaje como «discurso» con respecto a otros signos
38 y le permite jugar un papel decisivo en la representación, es que él la analiza y ex-
presa según el orden necesariamente sucesivo. Si el pensamiento es una operación
simple y cada pensamiento una unidad, aun cuando pueda haber una serie de pen-
samientos sucesivos, el lenguaje no puede representar el pensamiento de golpe y
en su totalidad sino que lo dispone en partes según un orden lineal, puesto que los
sonidos mismos que componen las palabras y el lenguaje sólo se pueden articular
uno tras otro. Este proceder ajeno a la representación y al pensamiento es una de
Dobles Póstumos / José Jara

las diferencias de éstos con el lenguaje: éste se mueve en lo «sucesivo», aquéllos en


lo «presente». Por ello, «el lenguaje es el análisis del pensamiento: no un simple
recorte, sino la profunda instauración del orden en el espacio».2

La Gramática General se sitúa en este dominio epistemológico que abre el lenguaje.


Ella «es el estudio del orden verbal en su relación con la simultaneidad que está encar-
gada de representar. Así, pues, no tiene como objeto propio ni al pensamiento ni al
lenguaje: sino al discurso, entendido como sucesión de signos verbales».3 En frente a
la inmediatez del pensamiento, el lenguaje es lo reflexivo debido a la serie de signos
sucesivos que le presenta el discurso, pero frente al orden necesario y universal que
introducen las ciencias en la representación, el lenguaje no es sino espontáneo, irre-
flexivo y como natural. Todo lo cual viene a significar que el lenguaje más que ins-
trumento de comunicación entre los hombres es la ligadura concreta de la represen-
tación con la reflexión, el camino en que ambas comunican. El lenguaje, objeto de la
Gramática General, es la forma inicial de la reflexión y tema primero de toda crítica.

Algunas de las consecuencias que se pueden deducir de esta situación, son:

1) Las ciencias del lenguaje en la época clásica se dividen en la retórica y la gramá-


tica, en donde ésta supone a aquélla.

2) La gramática al reflexionar acerca del lenguaje en general, manifiesta su relación


con la universalidad, ya sea por medio de la lengua universal que es característica
y combinatoria, e inventa los signos, una sintaxis y una gramática en que se pueda
alojar todo orden concebible, o, por medio del discurso universal que intenta cap-
tar el despliegue del espíritu desde su origen más simple hasta sus combinaciones
39
más complejas que se manifiestan en los diferentes conocimientos, dando lugar a
la ideología. Pero en cualquiera de estas dos posibilidades que se elijan, el elemento
de universalidad que tiene el lenguaje se logra más bien debido a que por medio de

2
PC., p. 88; MCh., p. 97.
3
Ídem.
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los signos él puede representar y establecer lazos entre todas las representaciones;

3) Conocimiento y lenguaje se entrelazan, complementan y critican sin cesar. Si


bien la lengua presenta sólo un conocimiento de tipo irreflexivo, impuesto a los
individuos desde fuera por su contorno, y el conocimiento un lenguaje más pu-
rificado en donde se ha examinado las palabras y verificado las relaciones, es, sin
embargo, la lengua quien guarda fielmente la línea de perfeccionamiento del saber
de un pueblo o civilización, ella, la lengua, la discursividad del lenguaje antes que
los textos. Este realzamiento de la lengua y las palabras posibilitará la ejecución de
diversas historias de campos concretos de la realidad, y

4) En cuanto el lenguaje se ha transformado en análisis y orden de signos que se dan


en un discurso, la presencia del tiempo en el lenguaje es algo interno a éste mismo,
según el orden que establece el análisis y alineamiento de tipos posibles de sucesión
de los elementos que componen el discurso (posición del sujeto, predicado, com-
plementos, características de las declinaciones, etc.). Es este orden temporal interno
lo que individualiza a un lenguaje y no la serie cronológica de derivaciones y espe-
cificaciones de lenguaje a partir de uno o unos más originarios, que se decantarían
según un acaecer histórico exterior al lenguaje mismo.

Es por esto que la Gramática General no pretende ser una Gramática Comparada
que defina las leyes de todos los lenguajes que de uno u otro modo se relacionan
entre sí, sino más bien es «general» en cuanto intenta mostrar el fundamento de la
función representativa del discurso que permita la articulación del pensamiento
consigo mismo, esbozando así una «taxinomia» de cada lengua; es decir, aquello que
40 funda la posibilidad de que haya un discurso. Para ello ha de contar con el elemento
previo y carácter general que es la «representación». Así como existen diferentes len-
guajes, habrá también diferentes Gramáticas Generales propias a cada uno de ellos.

Desde esta caracterización y sentido de la Gramática General se hará necesario el


estudio y precisión de áreas distintas dentro de ella, pero íntimamente relacionadas
entre sí. Esas áreas son: el verbo, la articulación, la designación y la derivación.
Dobles Póstumos / José Jara

Así como la representación es el constituyente más elemental y general a la vez del


pensamiento, la proposición es el medio en el cual surge el discurso y el lenguaje,
pues es allí donde la palabra deja de ser mera emisión de una impresión frente a o
causada por una situación individual, para transformarse en posibilidad lingüísti-
ca. Es el verbo el centro de la proposición y quien le da sentido en la medida que
articula en una unidad significativa los otros elementos que la componen: sujeto y
predicado. Sin verbo no hay discurso ni lenguaje; él es una palabra más entre todas,
pero es a la vez la palabra en cuyo ámbito los demás signos dejan de ser meros signos
aislados para convertirse en relación: lenguaje. El verbo, a través del discurso, no
sólo permite enunciar una proposición o indicar a un hecho, sino también juzgarlo,
y por medio de ese juicio señalar al ser de aquello que en él se significa; pero este ser
de la significación que se da en el juicio gracias al verbo no pretende alcanzar al ser
absoluto de la cosa misma que se presencia en él, sino sólo al ser del pensamiento
que se da en ese sistema relativo de anterioridad, simultaneidad o coexistencia de
las cosas a través de la representación de ellas por medio de signos. Lo que designa
el verbo es el carácter representativo del lenguaje, el hecho que él habita en el pen-
samiento y que la única palabra —el verbo— que puede liberar los límites de los
signos y fundarlos en la verdad —en su ser pensamiento— no alcanza a ser jamás
más que representación ella misma; es decir, señala a otros que él y les permite des-
plegarse y afirmar algo sobre sí mismos, pero, quedando él, el verbo, aun cuando
por todo esto que posibilita es siempre presente. Y hablar no es sino representar por
medio de signos dirigidos en forma sintética por el verbo.

El verbo, y especialmente el verbo «ser», que es una conjunción de afirmación y


atribución, define y constituye la primera y más fundamental invariante de la pro-
41
posición. Sin embargo, él solo no basta para enunciar todos los contenidos de una
representación y que forman discurso; junto a él serán necesarias las otras partes del
discurso o de la oración.

El discurso se compone también de palabras que «nombran». Cada palabra nombra


a una cosa específica, y como las cosas son infinitas, las palabras también tendrían
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que serlo. Esto es imposible a menos que se acepte un caos inmanejable. De aquí
surge lo necesario de la «generalidad» con respecto a las palabras que nombran.
Esta generalidad se puede lograr por una articulación horizontal agrupando a los
individuos según identidades y diferencias desde el individuo, a la especie, género
y clase, de acuerdo a un esquema taxinómico que da origen al sustantivo; o bien,
por una articulación vertical que distingue entre las cosas que subsisten por sí mis-
mas: sustantivos, y las que dependen de otra o son cualidades: adjetivos. Pero esta
generalización de los hombres y articulación de cosas con sus nombres no se fija ni
cerrada, sino que se puede dar un juego entre ellos que da lugar a los sustantivos
adjetivados y a los adjetivos sustantivados. Es ésta la primera forma de articulación
que permite la libertad, movilidad del discurso, y la diferencia de las lenguas, en
cuanto que la proposición puede articular de uno u otro modo las representaciones
que ella transforma en discurso.

Los elementos de la representación pueden articularse, además, según una red de


relaciones más complejas de sucesión, subordinación, consecuencia, para lo cual se
necesitan las preposiciones, conjunciones, signos de sintaxis: plurales, géneros, de-
clinaciones, etc. Como estos elementos son básicamente gramaticales carecen de un
contenido representativo y significativo por sí mismo, contenido que sólo alcanzan
al ser puestos en relación con nombres y verbos que son los únicos que cumplen
una función representativa y señalan a un significado. El lenguaje adquiere así una
naturaleza mixta: representativa y gramatical, en donde ambos son necesarios.

La Gramática General en su estudio del lenguaje debe elegir ahora, de acuerdo al


42 punto a que se ha llegado, entre: proseguir el análisis por debajo de la unidad no-
minal haciendo aparecer antes de la significación los elementos insignificantes con
que ella se construye, o bien, por una marcha regresiva reducir la unidad nominal
limitando su alcance, para encontrar la eficacia representativa por debajo de las
palabras en las partículas, sílabas e incluso en las letras.4 Esta alternativa, señala

4
PC., p. 105; MCh., p. 115.
Dobles Póstumos / José Jara

el «punto de herejía» que divide a la gramática del siglo XVIII; muestra el hecho
de que dentro de una misma cultura se puedan dar divergencias, interpretaciones
diferentes y hasta disparatadas con respecto a un mismo hecho fundamental, pero
que sin embargo ellas se dan y están posibilitadas por un mismo «orden» común a
esa cultura. El orden propio a la epistéme de una cultura no es cerrado y dogmático
para quienes están en ella, sino básicamente abiertos a la variación y al antagonismo
dentro de lo Mismo. Ese orden común o Mismo, para La Edad Clásica sería: el va-
lor de la representación y, más específicamente con respecto al lenguaje, el hecho de
que la palabra incluso en sus divisiones más ínfimas: sílaba, letra, cumple la función
de «nombrar», y por ello mismo es a la vez representación.

En la interpretación verbal del lenguaje la proposición ocupa su centro, y el juicio


la primacía formal. En cambio, en la teoría de la «nominación generalizada», el
lenguaje a través de la palabra tiene como función el nombrar, mostrar, indicar, y
muy especialmente señalar al origen de la palabra en su designación primera. Se
trata aquí de reencontrar aquel momento primitivo en que el lenguaje era pura
designación; para ello se hace necesario analizar el lenguaje de acción y emprender
un estudio de las raíces. El lenguaje de acción si bien se habla con el cuerpo en
gestos, muecas, gritos, siendo así efecto de la animalidad, de lo natural que hay en
el hombre, no alcanza a ser lenguaje sino cuando a través de esos gestos o gritos se
pretende hacer aparecer en el otro la «representación» de lo que siente o ve aquél
que los ejecuta; la acción del cuerpo llega a ser habla, lenguaje, sólo cuando puede
ser considerada como signo o representación analizable; aun cuando sus elementos
arraigan en la naturaleza, su conformación es artificial. El lenguaje de acción en su
génesis no necesita de similitud, puesto que los signos se generan natural, espon-
43
táneamente en el cuerpo siendo iguales para todos los hombres; la semejanza sólo
aparece cuando la reflexión analiza y desarrolla esos signos naturales dando lugar a
la formación de las palabras, creación y propagación de ellas al infinito, de acuerdo a
reglas que son ya convencionales. La arbitrariedad del origen natural de las palabras
queda limitada por la semejanza o analogía de ellas con el objeto que designan, su
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repetición y reglas convencionales que se establecen. De aquí que el estudio de las


raíces se aloja sin esfuerzo en el lenguaje de acción, pues a partir de aquellas pala-
bras primarias se puede determinar la generación de otras nuevas una vez que se
conozcan los criterios de semejanza y las reglas convencionales que han aceptado los
hombres, criterios y reglas que son variados pudiendo cada lengua darse su propio
juego de raíces primitivas. Pero este análisis etimológico que emprende en la Edad
Clásica no significa una vuelta a la teoría de las lenguas madres, desde las cuales por
transformación material de las palabras se forjarían lenguas posteriores en un medio
de influencias históricas; antes bien, las etimologías se hacen siguiendo el hilo de
la constancia de las significaciones, del sentido de las palabras y, por tanto, de la
representación que persiste indefinidamente en las raíces.

Desde el primer momento en que se acuña una palabra para designar una cosa
queda expuesta a sufrir cambios en su significación. El primer tipo de cambio que
en ella se puede dar es la modificación de su forma, debido a causas externas fácil-
mente localizables, tales como su pronunciación, modas, hábitos, etc., y que por lo
mismo no tienen mayor importancia ya que no alteran su sentido; más bien, es esta
alteración, la del sentido, la que sí importa. Ella obedece a cambios que se dan en
un orden espacial, en un ámbito «cultural» dado, constituido ya sea por supersticio-
nes, creencias, imaginatividad o reflexividad de un pueblo. Los cambios de sentido
de las palabras se dan a su vez dentro de un lenguaje, y, más precisamente en sus
figuras y escrituras. Se conocen dos tipos de escritura: la que fija el sentido, idea de
la palabra, y la que entrega los sonidos de ellas. La primera se puede ejecutar según

44 tres técnicas: la escritura curiológica, la de jeroglíficos y la simbólica, en las que se


puede reconocer las tres grandes figuras de la retórica: la synecdoquia, metonimia y
catachresis. Estas tres formas de escritura al no señalar directamente a la cosa sino
sólo por medio de rodeos figurativos, se van cargando de poderes poéticos y meta-
fóricos que paulatinamente oscurecen el sentido primero de la palabra que se quería
nombrar, lo cual dificulta su aprendizaje y transmisión; escritura que favorece más
la imaginación, superstición y credulidad de las gentes antes que su reflexividad y
Dobles Póstumos / José Jara

eventual ciencia. En oposición a esta escritura hallamos la de tipo alfabético que fija
los sonidos que denotan las palabras, lo que logra gracias a un número pequeño de
signos únicos que al combinarse permite la formación de todas las sílabas y palabras
posibles.5 Si bien la escritura alfabética no pretende esbozar con sus signos elemen-
tales la representación de una idea, sí permite la combinación de letras que pueden
luego señalar a una idea. Esta escritura que combina no ideas, sino sonidos, letras
que luego van a formar ideas, hace posible que se ejerza el análisis dentro del len-
guaje. El progreso indefinido, cambio que puede acontecer en el lenguaje, se aloja
en aquel pliegue de la palabra en donde se junta el análisis de la palabra y lenguaje
y el espacio en donde ellas se dan, comunican entre sí y con otros espacios, es decir,
con otros ámbitos de supersticiones, imaginatividad o reflexividad de un pueblo.

Si la escritura es el soporte concreto en el cual se puede dar el análisis del lenguaje,


que fija y vigila ese análisis y sus logros, no es esa escritura el principio ni lo que
origina el cambio del lenguaje, sino el hecho de que «las palabras tienen su lugar
no el tiempo, sino en un espacio en el que pueden encontrar su sitio originario,
desplazarse, volverse sobre sí mismas y desplegar lentamente toda una curva».6 Y
ese espacio es espacio tropológico. Es decir, un lugar que está configurado por las
costumbres, usos y creencias de un pueblo, que varían de un pueblo a otro; por la
variabilidad propia de los signos mediante los cuales se representan o señalan pala-
bras o ideas, sean signos alfabéticos o más primitivamente figurativos ideológicos;
por la variabilidad y multiplicidad de relaciones que se puedan dar entre los elemen-
tos subjetivos propios a un individuo o pueblo, los signos que ellos utilizan para
señalar sus sentimientos, pasiones o ideas. Es todo este complejo haz de relaciones
que se da en un espacio tropológico en el que se encuentra ínsita la palabra, lo que
45
muestra la imposibilidad de obtener un conocimiento definitivo y seguro acerca de
lo que propiamente es el lenguaje, y lo que a su vez motiva que la reflexión clásica

5
PC., p. 117; MCh., p. 128.
6
PC., p. 120; MCh., p. 130.
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acerca del lenguaje que se ejerce en la Gramática General —desde la teoría de la


proposición hasta la de la derivación— no sea sino el comentario riguroso de una
sola simple frase: «el lenguaje analiza». De allí que a pesar de creerse en la Edad Clá-
sica que el lenguaje sólo hablaba, en verdad el lenguaje no es solamente habla, sino
que también análisis, y análisis para llegar a una claridad con respecto al pensar, y
análisis que velada o explícitamente sigue el hilo de la representación.

Proposición, articulación, designación y derivación forman un cuadrilátero en que


ellas se ensamblan de dos en dos. La articulación con la derivación marcan el po-
der de especificación del lenguaje indicando su progreso. La proposición con la
designación marcan el enrollamiento indefinido del lenguaje en que al nombrar y
juzgar permiten la representación. En este último caso la palabra aparece como un
sustituto de la cosa, que se entrega representada; en el primer caso la palabra aparece
como elemento de composición o descomposición de lo que se quiere nombrar: la
cosa. En el centro de este cuadrilátero que forman las cuatro teorías se encuentra la
palabra entendida como nombre, y «nombrar es, a la vez, dar la representación ver-
bal de una representación y colocarla en un cuadro general. Toda la teoría clásica del
lenguaje se organiza alrededor de este ser privilegiado y central».7 El nombre aparece
a la vez como el punto hacia el cual convergen todas las estructuras del lenguaje y
el punto a partir del que todo el lenguaje puede —entrar en relación con la verdad,
por la que será juzgado.

Es el nombre lo que organiza el discurso clásico: hablar o escribir no es simple decir


o expresar las cosas, sino dirigirse hacia el acto soberano de la nominación para llegar
46 al lugar en que las cosas y las palabras se anudan en su esencia común, que es lo que
permite nombrarlas. Pero una vez enunciado ese nombre para la cosa, se reabsorbe en
sí mismo y se borra para dejar paso a la cosa que pretende nombrar. Es la peculiar ca-
racterística del nombre —así como también la de la representación—: ser señal que
indica a una cosa, pero que en el acto o momento mismo de señalar se recoge sobre

7
PC., p. 121; MCh., p. 132.
Dobles Póstumos / José Jara

sí misma. Sin señal no hay o no se conoce lo señalado, pero una vez que llega allí o es
conocido lo señalado, nos quedamos con esto, replegándose la señal. El nombre es el
principio y el término del discurso, que una vez enunciado da lugar al conocimiento.

La investigación del capítulo Parler ha tenido por objeto determinar las condiciones
bajo las cuales el lenguaje ha podido transformarse en objeto de saber, entre qué
límites se despliega su dominio epistemológico, qué es lo que ha hecho posible las
diversas opiniones que se han dado acerca del lenguaje, y cómo lo que le es exterior
—la designación y la derivación— de alguna manera ha influido también en su
constitución interna.

La sólida unidad del lenguaje en la Edad Clásica se logra cuando por medio del
juego de la designación articulada se introduce silenciosa y como anónimamente
la semejanza en la relación proposicional, que era un sistema de identidades y dife-
rencias fundada en el verbo y manifestada en los nombres. La semejanza, que había
sido formalmente excluida del saber a partir del siglo XVII, constituye siempre el
borde externo del lenguaje: el anillo que rodea el dominio de aquello que se puede
analizar, poner en orden y conocer. Es el murmullo que el discurso disipa, pero sin
el cual no podría hablar.8

Podríamos decir que, así como dentro del orden vigente (lo Mismo) de la epistéme
de una cultura se pueden dar divergencias que manifiestan su abertura esencial, los
diversos órdenes de epistéme que se pueden precisar dentro de la evolución de la
humanidad no son incomunicantes entre sí, ni están tajantemente separados unos
de otros. Lo que sí sucedería es que el acento de importancia varía de un orden a
otro, que es precisamente lo que hace que se puedan distinguir diversos órdenes. 47
Para la epistéme del Renacimiento lo decisivo sería la semejanza, para la Edad Clá-
sica la representación; habría que decir que lo que en un momento era principio
unitario, en otro será lo múltiple confuso y disperso que yace en ella.

8
PC., p. 125: MCh., p. 35.
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Esta concepción clásica del lenguaje permite el engranamiento de un especial modo


de darse la filosofía y la ciencia. Debido a que el discurso clásico se propone «atri-
buir un nombre a las cosas y en ese nombre nombrar su ser», en la medida en que
él nombraba el ser de toda representación en general daba lugar a la filosofía en sus
disciplinas de teoría del conocimiento y análisis de las ideas. En cuanto atribuía a
cada cosa representada el nombre que le convenía, y disponía de una malla o lienzo
que servía como de fondo en el cual ellas se podían ordenar: nomenclatura y taxi-
nomia, este discurso podía dar lugar a la ciencia.

Si en el capítulo Reprèsenter, Foucault nos quería entregar lo que constituye y deli-


mita el orden de la Edad Clásica encarnado en la representación, en Parler, lo que
hace es entregarnos un modo de aquel orden delineado en el nombre-palabra que
se presencia en el lenguaje, así como en los capítulos Classer y Échanger tratará de
mostrar cuál es el peculiar modo del orden que dirige la biología y la economía de
la Edad Clásica; modos que al igual que el del lenguaje no serían sino variantes
concretas de aquel orden fundamental que señala la representación. Cada una de
ellas indica un espacio acotado que permite que se constituya el saber o la epistéme
de una cultura, mostrando a la vez las claves a partir de las cuales se posibilita ese
conocimiento.

Hacia el fin de la Edad Clásica se comienza a resquebrajar el factor unificante y


ordenador en «cuadros» que suponía la representación. Y esto, en cuanto aquello
se podía realizar mientras las cosas fueran ordenables plenamente «dentro» de ese
cuadro, puesto que se trataba de naturalezas simples, y con sus correspondientes
48 complejidades crecientes, pero siempre como algo interior a la representación orde-
nadora. Desde el momento en que en esa cultura se comience a filtrar «el espíritu
oscuro pero obstinado de un pueblo que habla, la violencia y el esfuerzo incesante
de la vida, la fuerza sorda de las necesidades»9, la presentación no será ya capaz de

9
PC., p. 207; MCh., p. 222.
Dobles Póstumos / José Jara

dar cuenta de ellos. Lo que acontece allí, es que, en cierto modo, la Historia y el
Tiempo se filtran en la representación inmóvil, neutra y transparente, invalidándo-
la, mostrando su esterilidad histórica, temporal.

Esto acontece en la economía, incluso con Adam Smith, en cuanto si bien los hom-
bres intercambiaban cosas porque experimentaban necesidades y deseos, podían
cambiar y ordenar esos cambios porque estaban sometidos al tiempo y a la gran
fatalidad externa que se desarrolla según su propia necesidad y leyes autónomas:
régimen de producción, formas de trabajo y el tiempo del capital.10 Con respecto a
la biología ya no tratará de clasificar estáticamente a todos los individuos posibles
según la noción general de «caracteres» —posibilitado también por la representa-
ción— en un orden que dé lugar a una taxinomia pulcra y bien hecha. Esto porque
ahora se introduce la noción de «organización» en cualquier fijación taxinómica,
que lleva a distinguir tajantemente entre seres organizados y no-organizados, es de-
cir, vivientes y no-vivientes. Por tanto, se hace necesario estudiar lo orgánico según
la noción de vida, funciones para la vida y jerarquización de funciones; ingresa aquí
también la noción de tiempo y de sentido, algo ajeno a los marcos de orden de la
representación. Esto, sin embargo, no significa la consagración del vitalismo, el cual
no sería más que un efecto de superficie de este otro acontecimiento arqueológico.
En el lenguaje es la flexión de las palabras como algo que acontece en el interior de
la lengua con sus propias reglas, ajenas ya al criterio de la representación, lo que
permitirá ver el cambio que se opera hacia fines del siglo XVII y comienzos del siglo
XIX. Es la historicidad que se introduce en el espesor de la palabra misma.11

Aquí, la representación ya ha perdido el poder de fundar desde sí misma, y según 49


sus características, las relaciones entre los diversos elementos que conforman cada
una de estas expresiones de la cultura de la Edad Clásica. Todo lo que antes era
«interior» a la representación queda ahora fuera de ella; las cosas se muestran con

10
PC., p. 222; MCh., p. 238.
11
PC., p. 232; MCh., p. 249.
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un espesor y profundidad que la representación ya no es capaz de mostrar y gracias


a ella, ponerlas en el orden de un «cuadro» general y único.12

La Ideología y la Crítica de distinto modo y con diferentes propósitos van a decre-


tar el fin de la representación, en cuanto a través de sus planteamientos o análisis
la sobrepasan con el afán de llegar a sus fuentes y origen. Especialmente ocurre así
con la Crítica de Kant, quien al poner en cuestión a la representación no la elimina,
pero sí la limita, pues «sólo los juicios de la experiencia o las verificaciones empíricas
pueden fundarse sobre los contenidos de la representación. Cualquier otro enlace
ha de fundarse si ha de ser universal, más allá de toda experiencia, en el a priori que
la hace posible. No se trata de otro mundo, sino de las condiciones que permiten la
existencia de toda representación del mundo en general».13

Las nuevas ciencias que se crean con sus respectivos objetos temáticos (el trabajo,
la vida, el lenguaje) instauran una filosofía trascendental. Estos trascendentales; «en
su ser, están más allá del conocimiento, pero son, por ello mismo, condiciones de
los conocimientos». Curiosamente, como ya antes se ha visto en la Edad Clásica,
esto da origen a dos modos diferentes de desarrollarlo, contrapuestos en sus proce-
dimientos y metas, pero cercanos en mutuo corresponderse como «partes» de un
todo que necesita verse unido; y lo ve en su unión esencial sólo el «arqueólogo»
que intenta ir más abajo de las contradicciones aparentes, hasta las condiciones de
posibilidad de esas manifestaciones del espíritu. Esas «partes» serían las metafísicas
que se desarrollan a partir de trascendentales objetivos, y de los «positivismos». Así,
lo que constituiría el pensamiento europeo desde principios del siglo XIX hasta
50 Bergson sería el triángulo: crítica-positivismo-metafísica del objeto.14

En el espacio de la representación no había un lugar para una verdadera «ciencia del


hombre». En ella sólo cabía la anudación de la representación misma y el ser, más

12
PC., p. 235; MCh., p. 252.
13
PC., p. 237; MCh., p. 255.
14
PC., p. 240; MCh., p. 258.
Dobles Póstumos / José Jara

no el hombre que tenía tal representación. Un ejemplo plástico de esta situación


se aprecia en el novedoso análisis del cuadro «Las Meninas» de Velásquez, donde el
hombre, así como el rey en ese cuadro, era quien permitía ligar los elementos que
aparecían en la representación y la constituían como tal, sin estar, sin embargo,
él —el hombre— directa o explícitamente representado en esa representación. El
hombre hacía posible que se articulasen el ser y su representación en una represen-
tación, pero quedando él ausente y fuera del margen concreto que ella abría.

Con respecto a las ciencias positivas del siglo XIX, es el régimen de producción y el
trabajo en la economía, la vida que sustenta la biología, la sonoridad de la palabra
en la lengua, y el hombre mismo que trabaja, vive y habla, lo que muestran la irrup-
ción del hombre y la historia en él y en esas ciencias.

Con el cambio de eje que se produce en el siglo XIX las cosas ya no se muestran
según un ordenamiento de identidades y diferencias, sino según su relación al ser
humano. El hombre es ahora designado, conocido por aquellas cosas que le rodean
y entremedio de las cuales se halla inmerso, siendo a la vez él el principio y medio de
aparición de esas cosas, como cosas que constituyen un mundo humano. El hombre
es conocido por las cosas que hace y con que se relaciona, a la vez que éstas por
aquél. Pero con esto, el hombre queda transformado en algo así como «un objeto
natural o un rostro que ha de borrarse en la historia».

Y por aquí se filtra la finitud del hombre que da lugar, además, a la finitud del saber
positivo acerca de las cosas. Es efectivamente una comprensión circular de la finitud
humana y de las cosas, pero que se funda en la figura de lo Mismo. Es eso Mismo
que está en la base de la cultura de una época, lo que se manifestará ahora a través de 51
la finitud que hace aparecer las identidades y diferencias tanto en las positividades,
como en la relación de éstas a su fundamento. Lo trascendental va a volverse suce-
sivamente a lo empírico, y el cogito dirigirse a lo impensado. Es la movilidad que se
produce en el seno de lo Mismo de esta nueva época, a través de la finitud, y según
la alternancia de lo trascendente-empírico, identidad-diferencia, que disuelven en
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esa movilidad sus fronteras, lo que hará irreductible a los moldes de la filosofía clá-
sica este nuevo pensamiento que se inaugura.15

La filosofía clásica no dejaba de otorgarle al hombre un lugar en el mundo, aun


cuando no lo pensaba desde su finitud esencial, sino que éste era visto como un
momento negativo a partir de la infinitud, que daba lugar a una metafísica desde la
cual se organizaban todas las ciencias finitas y concretas necesarias al caso. En cam-
bio, el pensamiento que se abre a partir del siglo XIX ya no toma la infinitud como
medida y lugar de conocimiento de lo finito, sino que se instala en este último y
aceptándolo plenamente intenta dar cuenta de lo que hay y se presenta en el mundo
y al hombre. Esta analítica de la finitud que aquí comienza acaba, sin embargo, con
la metafísica, pero para dar lugar a «un acontecimiento mucho más complejo que se
produce en el pensamiento occidental (...), la aparición del hombre».16

El hecho de entender ahora al hombre como una duplicidad móvil empírico-tras-


cendental, dará lugar a diversas interpretaciones suyas (positivismo, escatología, fe-
nomenología) que no pondrán sino de manifiesto ese incesante reenvío del hombre
de uno a otro polo de esa su duplicidad, y la necesidad deseada de un punto estable
intermedio de articulaciones que permita, sin embargo, mirar hacia ambos extre-
mos. Todo lo cual llevaría a la pregunta insólita de si, a pesar de todo este ajetreo
febril y necesario que ha ocasionado la aparición del hombre —en ese momento por
primera vez de modo efectivo—, éste, el hombre, verdaderamente existe.

La reflexión trascendental se hará necesaria a partir de lo empírico de la existencia


muda del hombre, de aquello no-conocido en que está, que sin embargo reclama
52 ser conocido, y que se le escapa en su vivenciar empírico. El cogito ya no afirmará el
ser del hombre. Ahora preguntará por él en una dimensión en que el pensamiento
(trascendental) se dirige a lo impensado (empírico) y se articula con él. La urgencia
de pensar lo impensado se produce en el momento mismo en que en esta epistéme

15
PC., p. 307; MCh., p. 326.
16
PC., p. 309; MCh., p. 328.
Dobles Póstumos / José Jara

que se inicia después del siglo XIX aparece el hombre. «Lo impensado (...) es, en
relación con el hombre, lo Otro: lo Otro fraternal y gemelo, nacido no de él ni
en él, sino a su lado y al mismo tiempo, en novedad idéntica, en una dualidad sin
recurso».17 El pensamiento moderno tiene como tarea avanzar en la dirección «en la
que lo Otro del hombre debe convertirse en lo Mismo que él».

Desde el siglo XIX la consideración del origen es diferente a la de la filosofía clásica,


en donde se trataba de interiorizar lo mejor posible la representación para alcanzar
aquello que en ella se presentaba, aunque fuese re-presentado, de un modo lineal
y sucesivo en medio del orden que imponía le tableau. Ahora es la historicidad lo
que lleva al origen, que le sería al hombre a la vez interno y extraño. Origen que le
es interno en cuanto es en el hombre «donde las cosas encuentran su comienzo»,
no uno genético, pero sí «histórico»; origen que le es extraño en la medida en que
«puede pensar lo que para él es válido como origen sólo sobre un fondo de algo ya
iniciado».18 Es a la articulación que el hombre ejerce con lo que ya está ahí, antes
que él: trabajo, vida, lenguaje, y en el momento en que lo ejerce, a lo que habría
que llamar origen. Lo cual se le propone como tarea al pensar, retrocediendo hacia
aquello que ha estado desde siempre allí iluminando lo que hay y prescribiendo el
provenir de lo posible, con y hacia el avance «a paso de paloma» del pensar.

Cualesquiera que sean las formas concretas en que se piense el origen (desde Hegel a
Marx y Spengler, o según Hölderlin, Nietzsche y Heidegger), lo que lo hace posible
es el pensar algo así como lo Mismo; el esfuerzo del pensamiento moderno «por reen-
contrar al hombre en su identidad —en esta plenitud o en esta nada que es él mis-
mo». Y ello, por «la relación insuperable del ser del hombre con el tiempo»19, que, de 53
nuevo, aunque de un modo distinto que en la Edad Clásica, revela la finitud humana.

Una vez que se quiebra la posibilidad del análisis del discurso según el modo de

17
PC., p. 317; MCh., p. 337.
18
PC., p. 321; MCh., p. 341.
19
PC., p. 326; MCh., p. 346.
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la representación, queda abierta la posibilidad de una analítica de los modos de


ser del hombre. Pero esa quiebra hace aparecer el lenguaje en lo enigmático de
su unidad y su ser (según los nuevos análisis que de él se hacen a partir del siglo
XIX), que al liberarse hacia sí o su interior, torna problemático que él pueda dar
cuenta del ser del hombre. Y es la posible articulación entre el ser del hombre y el
ser del lenguaje lo que quedaría abierto a la reflexión futura como tema decisivo
del pensamiento.

Por otra parte, el análisis de la finitud del hombre lleva a que se tienda a ver lo Otro,
lo Lejano que le aparece al hombre, a vez como lo Mismo y más Próximo. Y como
se trata en el pensar moderno de ir desvelando eso Mismo que parece ocultarse
en lo Otro, la reflexión tomará el modo de un juego dialéctico y de una ontología
sin metafísica, en donde se responden uno a otro.20 Es la distancia espacial que se
extiende en el seno de lo Mismo (en referencia constante a lo Otro) lo que lleva a
pensar el tiempo, a diferencia del pensar clásico que desde un tiempo continuo y de
mera sucesión instaurada por la representación, espacializaba las cosas en el interior
de le tableau.21

Con la pregunta kantiana Was ist der Mensch? comienza ya en el umbral del siglo
XIX el camino antropológico, aun cuando no les haya así aparecido explícitamen-
te a quienes se encontraban en ese nuevo espacio. Es en el pliegue confuso de lo
empírico-trascendental donde se aloja la antropología que ha querido pensar al
hombre en su finitud. Ese fondo antropológico es lo posibilitaría incluso los in-
tentos de traspasarlo y superarlo, ya sea por medio de un pensamiento radical del
54 ser o por el proyecto de una nueva crítica general de la razón. Sin embargo, con
la crítica de Nietzsche a la antropología y su anuncio del superhombre que signi-
fican la ya pronta muerte del hombre y Dios, se revelaría no sólo el decaimiento
de la antropología, sino que a la vez, se liberaría el futuro hacia el comienzo de un

20
PC., p. 330; MCh., p. 351.
21
PC., p. 331; MCh., p. 351.
Dobles Póstumos / José Jara

nuevo pensar que se ha de instaurar en el vacío que deja el hombre desaparecido.

Con respecto a la ubicación en un nuevo orden de las ciencias humanas que de todos
modos se despliegan a partir del siglo XIX, la epistéme moderna significa un espacio
voluminoso en el cual ellas no tienen un lugar específico claramente precisable. Esa
ciencia, más bien, se desplazaría como una niebla entre los intersticios y el todo
que conforman las ciencias particulares albergadas en aquel volumen: ciencias físico-
matemática, ciencias del lenguaje, vida y trabajo, y la reflexión filosófica acerca de lo
Mismo. Esta precariedad de ubicación de las ciencias humanas la hacen peligrosa,
puesto que deja cernir sobre las demás el fantasma siempre latente de la «antropo-
logización»; así como queda ella misma en peligro de vaguedad e incertidumbre en
sus logros por inestabilidad de su sitio. Y es también por este hecho, antes que por la
complejidad de su objeto de estudio: el hombre, que su investigación se hace difícil.

Quien intente precisar la forma de las ciencias humanas no debe confundirla con
aquellas ciencias entre las cuales y en su conjunto ella aparece. Menos que ninguna
con la matemática; precisamente, justo cuando se ha dado una «desmatematización»
en la comprensión del hombre en sus fundamentos es cuando ha podido aparecer la
ciencia humana, a pesar de los parciales requerimientos de ésta para con aquélla. Por
otra parte, si bien la biología, la economía y la filosofía están más cerca del hombre
en algunos aspectos, no son ni primarias ni fundamentales para la ciencia humana.
Esta se interesa más que por los resultados y conclusiones manejables que aquéllas
descubran para el hombre, se preocupa por lo que éste es en su ser concreto y por
la necesidad que lo mueve a saber y pensar «lo que es la vida, en qué consisten la
esencia del trabajo y sus leyes y de qué manera puede hablar». Con respecto a esas 55
ciencias particulares se trataría más bien de ver cómo son ellas posibles desde el ser
mismo del hombre. La tarea de las ciencias humanas sería mostrar «cómo puede
el hombre habérselas en su ser con esas cosas que conoce y conocer esas cosas que
determinan, en la positividad, su modo de ser».22

22
PC., p. 343; MCh., p. 365.
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En un primer momento, sin embargo, podría afirmarse que las ciencias de la bio-
logía, economía y filología, dominan la investigación de las ciencias del hombre.
Ello, en cuanto ésta usa para su investigación «modelos» tomados de esas ciencias;
modelos, que, respectivamente, podrían ser nombrados según las categorías de: fun-
ción y norma, conflicto y regla, significación y sistema. Pares de categorías que son
usados en distintas combinaciones según sea la situación en que se halle el objeto
examinado. Pero también, según se ponga énfasis en los primeros o segundos com-
ponentes de aquellos pares de categorías, se realizará un análisis en el sentido de
la continuidad o de la discontinuidad. A través de este último tipo de análisis será
posible estudiar toda la diversidad que aparece en el campo de las ciencias humanas
de acuerdo a un sistema unificado, superando las escisiones aparentes.

Pero debido a esta línea de análisis que se abre, es como reaparece en el pensar mo-
derno la «representación» que había dominado en la Edad Clásica. La representa-
ción sigue existiendo, pero ahora de un modo inconsciente. No podía borrársela de
raíz, puesto que el hombre la necesita para hacerse presente aquello que piensa. Pero
no es ella la que en este punto organiza el saber, sino esos tres modelos fundados
en la dualidad de lo empírico-trascendental, y en lo Mismo. La representación se
introduce aquí como un elemento más que permite comprender lo que el hombre
es en su empiricidad y afán de fundamento, que se transforma ahora en la oscilación
entre la polaridad conciencia-inconsciente de su ser y hacer. Lo representado al pen-
samiento humano al moverse entre esos polos, hace que el inconsciente se convierta
en tema constitutivo de las ciencias humanas; ahora se trata no sólo de aprehender

56 lo que hay, sino de ir a las condiciones reales, a los contenidos y formas que han he-
cho nacer a eso consciente, pero que quedan cubiertos por esa misma patentización
suya. Y aquello de donde surgen es lo inconsciente que es preciso desvelar. De aquí
la importancia que va a adquirir en el pensar moderno el psicoanálisis y, por cierto,
con ello, Freud.

Sin embargo, la aparición temática del inconsciente no desplaza totalmente la per-


sistencia de la representación en el pensar moderno. Precisamente, en la medida que
Dobles Póstumos / José Jara

las ciencias humanas no han podido orillar plenamente encontrando el camino de


salida al primado clásico de la representación, han fracasado los intentos de pensar
al hombre según el nuevo modo de ser que de él ahora se presenta, dando como
resultado que se lo siga malpensando siguiendo las formas de la filosofía clásica.

Por otra parte, una vez que se vea bien esa nueva configuración del hombre que la
epistéme moderna ha hecho posible al cambiar los códigos fundamentales, se caerá
en la cuenta que es un error llamar ciencia al estudio del hombre, y que ese apelativo
sólo se le ha podido dar por extensión, y debido a su vecindad con las otras ciencias
nombradas (y los modelos que de ellas ha tomado en préstamo). Antes bien habría
que llamarla directamente, un saber.

No cabe una investigación de las ciencias del hombre sin que en ella intervenga la
historia. No era ajena a la Edad Clásica, aunque allí se tradujese el tiempo a algo
homogéneo y uniforme y aunque variasen las superficies de las interpretaciones. A
comienzos del siglo XIX se rompe esa homogeneidad al descubrirse la historicidad
propia de la naturaleza, que se muestra tanto en las cosas que ya no son subor-
dinadas sólo a la cronología humana —quedando ellas liberadas hacia su propio
campo—, como en el hombre al que se lo ve como expuesto al acontecer. Al quedar
el hombre traspasado por su historicidad se revela, sin embargo, plenamente su
finitud concreta enfrentada a lo infinito de la historia. Así como en un cierto plano
lo inconsciente llevaba a pensar siempre de nuevo lo que aparecía en la superficie
de lo consciente, la ley del tiempo indicará desde su exterioridad que todo lo ya
pensado puede volver a replantearse en un pensamiento futuro. Estas dos caras de
la finitud son las que muestran la figura del hombre en el siglo XIX. Una finitud sin 57
infinito que, por lo mismo, coloca el imperativo de descongelar lo ya pensado en un
continuo tener que volver a pensarlo.

Desde esta línea es que surgen el historicismo y la analítica de la finitud, ya sea que
en último término la investigación se queda sólo en el terreno de las positividades,
o que desde ellas se inquiera por su fundamento y la finitud que las hace posibles.
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La finitud tiene sus figuras concretas que se alojan en el inconsciente del hombre,
haciendo pesar sobre él esa su finitud que el psicoanálisis tendría por tarea despejar.
Son las figuras de la muerte, el deseo y la ley. Ellas apuntan hacia ese fondo que
hace posible todo saber del hombre en su finitud. Y justo porque son eso, cuando
la muerte y el deseo rompen sus delgadas ataduras y se liberan hacia lo que ellas
significan y son, se introduce la locura en lo finito, la esquizofrenia. Es allí donde
se reconoce el psicoanálisis a sí mismo como análisis de lo finito, que pone el alerta
frente a la seguridad que se creía ya adquirida. La posibilidad de la locura es lo que
muestra al hombre en su verdad y alteridad, su oscilar entre lo finito-infinito.

Pero el psicoanálisis no puede nunca significar sólo una teoría general del hombre,
puesto que éste es para él un paciente dolorosamente aquejado por las formas de su
finitud; supone una práctica que le haga a aquél encarar precisamente aquello de lo
cual aleja la mirada.

Frente al psicoanálisis que se dirige al inconsciente de los individuos, la etnología se


dirige a la historia con la intención de encontrar las estructuras invariables que per-
mitan dar cuenta de los acontecimientos positivos que una cultura ha generado. Su
problema general son las relaciones entre naturaleza y cultura. Y como se sitúa en el
plano de la historia, su investigación no puede permanecer ajena al momento actual.

Cada una en su terreno, el psicoanálisis y la etnología, más que interrogar por el


hombre al modo como lo hacen las ciencias humanas, preguntan por aquello «que
hace posible en general un saber sobre el hombre»23, por el a priori histórico de
todas las ciencias del hombre. Sin embargo, estas disciplinas enlazan mutuamente
58 sus orientaciones y experiencias; en donde con respecto a la unión de sus objetos
temáticos, ella se daría en el punto de cruce de la perpendicular que dibuja la ex-
periencia significante única del individuo, sobre la horizontal del sistema formal en
que se constituyen las significaciones de una cultura.

23
PC., p. 367; MCh., p. 389.
Dobles Póstumos / José Jara

A pesar de esto, ni el psicoanálisis ni la etnología, debido a la diferencia relativa de


sus temas, pueden aspirar a un saber unitario y formalizado del hombre. Ello sí lo
lograría la teoría pura del lenguaje, ya que a través del lenguaje puro que decanta da
cuenta de las positividades exteriores al hombre, así como al ser lenguaje positivo
mediante el cual el pensamiento puede ejercerse, absorbe su finitud inmediata. Y la
lingüística tendría, además, otras razones suficientes para asentar su primado en el
nuevo saber que se avecinaría.

Por otra parte, la lingüística se instalaría también, y más profundamente, en el cam-


po de interrogaciones del psicoanálisis y la etnología: no el hombre, sino las condi-
ciones de posibilidad de un saber acerca de él. Más aún, la lingüística al interrumpir
fuertemente con su peso, desplazaría alejando al hombre que habla, al volverse
sobre el ser del lenguaje. Y esta reaparición del lenguaje no sería nueva; lo nuevo
y reciente sería el hombre, que sólo pudo aparecer cuando el lenguaje del discurso
clásico se fragmentó al quebrarse el predominio de la representación.

El acabamiento y fin del hombre habría sido ya adelantado por Nietzsche. La muer-
te de Dios por el hombre supone que éste era además el último hombre, y debía
desaparecer con aquel a quien dio muerte. «El último hombre es a la vez más viejo
y más joven que la muerte de Dios; dado que ha matado a Dios, es él mismo quien
debe responder de su propia finitud; pero dado que habla, piensa y existe en la
muerte de Dios, su asesino está abocado él mismo a morir».24

El reflujo que haría desaparecer al hombre dentro de las disposiciones fundamen-


tales del saber actual y futuro, sería el retorno del ser del lenguaje que acorralaría
al hombre en un rincón del saber que se anunciaría despuntando hacia el porvenir. 59
Que estos últimos párrafos conjuguen sus verbos en condicional no es casual, sino
que obedece al carácter de interrogante con que Foucault mismo se plantea esta
cuestión.

24
PC., p. 373; MCh., p. 396.
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Para concluir esta presentación de Les mots et les choses, antes que decir algo noso-
tros, sería oportuno más bien recoger lo dicho por M. Merleau-Ponty en un ensayo
que escribe acerca del sentido y objetivos de la antropología de Lévi-Strauss. La
comunidad de propósitos entre éste y Foucault es lo que nos permitiría extender el
juicio de Merleau-Ponty a este libro.

Las estructuras que Foucault busca en su arqueología de las ciencias humanas se-
rían unas que nos habrían de servir como «instrumentos de conocimiento» para
aprehender correctamente el modo concreto de desplegarse la vida y reflexión del
Renacimiento, Edad Clásica y Moderna; pero estructuras tales que no pretenden
ser ellas «quienes hacen que haya unos hombres, una sociedad, una historia (puesto
que) un retrato formal de las sociedades o incluso de las articulaciones generales de
toda sociedad no es una metafísica».25 Que esta búsqueda de las estructuras de una
cultura, de una epistéme, no es algo ajeno al interés de Foucault, podría ponerlo de
manifiesto, por otra parte, algunas de las líneas finales de su prefacio a El nacimiento
de la clínica, en donde lo que se pretende es «determinar las condiciones de posibili-
dad de la experiencia médica». Allí dice: «Aquí, como en otras partes, se trata de un
estudio estructural que intenta descifrar en el espesor de lo histórico las condiciones
de la historia misma».26

Una de las peculiaridades de estas estructuras y lo que suele hacerlas difícil de per-
cibir y precisar es que quienes viven en una cierta cultura regida por una estructura
dada, la practican «como algo fuera de duda. Si cabe decirlo, más que tenerla ellos
es ella quien “los tiene” (...), del mismo modo que el sujeto hablante no tiene nece-
60 sidad, para hablar, de pasar por el análisis lingüístico de su lengua».27

Esas estructuras a la vez se organizarían «según un principio interior los elementos


que entran en ella» dándoles un sentido, llevándolos hacia lo universal y la generali-

25
M. Merleau-Ponty, Signos. Barcelona, Editorial Seix-Barral, 1964, p. 144.
26
NdC., p. 15.
27
Signos, p. 148.
Dobles Póstumos / José Jara

zación abarcadora, permitirían también la monografía, el estudio preciso de un sec-


tor específico de una cultura, por ejemplo, el lenguaje, la clasificación o el cambio
dentro de la Edad Clásica, o aún más, la proposición, la articulación, la designación,
la derivación dentro del lenguaje. Esto llevaría a una situación en la cual es preciso
entender las diferentes estructuras que se puedan fijar en la evolución de la huma-
nidad, o las que se den dentro de una misma cultura, no como antinomias que se
rechazan siendo entre sí incompatibles; sino en cuanto manifiestan «relaciones de
complementariedad».

Esto supone, sin embargo, que tanto para la plena realización de la tarea de la an-
tropología de Lévi-Strauss, que quiere entender al hombre y al mundo primitivo sin
distorsionarlo con nuestras categorías de pensamiento, como para lo que se propone
Foucault con respecto al Renacimiento y Edad Clásica, en cuanto pasos previos para
entender la hora presente, se hace necesario «ensanchar nuestra razón, para hacerla
capaz de entender lo que en nosotros y en los demás precede y excede a la razón».28

Finalmente, lo que Merleau-Ponty señala como importante en este concepto de


estructura para el filósofo, es que ella, en la medida que opera concreta y crea-
doramente en el mundo mismo en que vivimos y a la vez en nosotros en cuanto
la destilamos de ese mundo por medio de la función simbólica para usarla como
instrumento de conocimiento, estructura que opera por tanto en una relación re-
cíproca y necesaria de mundo a hombre, permitiría entender al hombre no sólo en
cuanto sujeto pensante o cognoscente, sino que lo toma precisamente tal «como es,
en su situación efectiva de vida y de conocimiento». Y al filósofo le posibilitaría el
intento de «profundizar la inserción del hombre en el ser». 61

28
Signos, p. 148.
Dobles Póstumos / José Jara

El hombre y su diferencia histórica

1. Introducción

Afirmar que el hombre es un ser temporal, puede ser un enunciado que no provoque
mayores conflictos. Estos sí, en cambio, pueden comenzar a surgir cuando intente-
mos especificar qué es lo que entendemos bajo esa temporalidad del hombre, desde
dónde y cómo ha de interpretársela, de qué manera el tiempo se traduce en historia
y, ubicados en este ámbito de concreción de la temporalidad, determinar cómo es
que se configura y se accede concreta y epistemológicamente a ese espacio de reali-
dad en el que el hombre no sólo hace y deshace cotidianamente su existencia, sino
que también pretende dar cuenta razonada de su hacer y proyectar. Es decir, busca
reencontrarse a sí mismo desde los laberintos aleatorios y de múltiples niveles de la
historia, sin saber exactamente con qué figura de sí mismo se encontrará al lado de
afuera de las puertas de la historia —suponiendo que existan tales puertas y él pueda
entrar y salir de ellas a voluntad— y, además, sin saber previamente y teniendo que
inventar la calidad del hilo que le permita transitar sin extravíos por ese laberinto.
En un tránsito cuyas huellas perfilarán ya el peso de su paso y su figura, y que por
su materialidad misma y el residuo que han dejado en el hombre, no son sin más
borrables con un simple golpe de mano. Si el ritmo y las detenciones del tránsito
del hombre por la historia no son ajenas a su ser y hacer, ¿desde dónde y cómo las 63
determina él cuando está en ella? ¿Desde dónde y cómo las reconocemos nosotros,
cuando estando en ella, pretendemos tomar distancia frente a su acaecer para reen-
contrarnos y aprehendernos en el cruce temporal del hoy preñado de pretéritos y
porvenires, traspasado de provisoriedad histórica?

Pero hablar de la historia como un laberinto aleatorio y de múltiples niveles, de sus


posibles puertas, de la materialidad de las huellas cinceladoras dejadas por el hom-
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bre en su tránsito por ella, aunque se presenten como imágenes de rango más bien
literario, no dejan de llevar implícita una cierta comprensión de la historia y del ser
temporal del hombre; y aquí sí pueden surgir conflictos de interpretación.

A lo largo de la obra escrita por Michel Foucault, abordando coyunturalmente


diversos temas desde una perspectiva histórico-epistemológica, se puede reconocer
la persistencia de su preocupación por los temas del hombre, la historia y el análisis
de un espacio de saber, de discursos y de ciencias a través de los cuales el hombre
ha intentado comprenderse en su historia. Es en Las palabras y las cosas en donde
Foucault trabaja problemáticamente con mayor énfasis estos temas. Y lo hace allí,
entre otras cosas, problemáticamente, en cuanto propone no sólo un margen de
fechas para datar el nacimiento del hombre en la cultura y el saber occidentales,
sino también en cuanto interpretando el eco de las palabras de Nietzsche: «Dios ha
muerto», anuncia y apuesta por el posible fin del hombre en ese mismo espacio que
recientemente lo ha visto emerger. Se agrega una mayor problematicidad al tema
del nacimiento y fin del hombre cuando se entiende que se lo trabaja desde una de-
terminada interpretación de la historia y de las condiciones positivas de formación
del saber, los discursos y las ciencias, que explicitan el subtitulo de ese libro: «Una
arqueología de las ciencias humanas»1 apuntando hacia el título y tipo de investiga-
ciones que venía realizando y se propone luego continuar.

El planteamiento propuesto en Las palabras y las cosas provocó agitadas polémicas


en la medida en que le subyacía no sólo una crítica a una cierta manera de hacer
historia de las ciencias y de las ideas, sino igualmente una crítica a la posición y
64 función del sujeto en una filosofía de corte trascendental. La discusión se tornó
más confusa cuando se asoció —estimamos, sin fundamento— las proposiciones e
investigaciones de Foucault con las tesis y elaboraciones teóricas de los estructura-
lismos vigentes en torno a la fecha de publicación de aquel libro, 1966. Haciéndose
eco de esa polémica y aprendiendo de ella, Foucault intentó, tres años más tarde,

1
El subrayado en el subtítulo es nuestro.
Dobles Póstumos / José Jara

en La arqueología del saber, limar las ambigüedades conceptuales y de método que


afectaban los análisis y la lectura de su obra anterior. Poco tiempo después Foucault
centra sus investigaciones en torno a otro complejo temático que acapara su aten-
ción y su práctica, el de las estrategias del poder-saber.2 Creemos que aun cuando al
abordar Foucault este nuevo problema haya modificado y precisado algunas de las
perspectivas y elementos de análisis empleados anteriormente, se puede reconocer la
persistencia de los principios teóricos que orientaban su trabajo previo.

A pesar de que las investigaciones sobre el poder-saber complican y enriquecen la


interpretación del tema del nacimiento y fin del hombre, no las incluiremos en esta
oportunidad en nuestro trabajo sobre él. Los planteamientos y desarrollos de Las
palabras y las cosas presentan un material suficientemente rico como para dedicarle
una atención particular. Este será el marco de referencia inmediato para la exposi-
ción de las siguientes páginas, aun cuando ocasionalmente hagamos indicaciones a
otras partes de la obra de Foucault.

Pero como toda historia suele ser larga de contar y recorrer, es de suponer que cuan-
do se trata de la peculiar historia del hombre que nos cuenta Foucault, será preciso
dar algunos rodeos antes de llegar al nudo —o a los nudos— de esa trama histórica.
El nacimiento del hombre cabría ubicarlo en las primeras décadas del siglo XIX,
luego de una transformación radical producida en el modo de constitución del sa-
ber occidental. Para constatar y aprehender arqueológicamente ambos fenómenos,
Foucault estudia las modalidades de formación del saber de la Edad Clásica (siglos
XVII y XVIII) y el lugar posible ocupado allí por el hombre. De las dos partes del
libro en cuestión, la primera se remite a un análisis del modo de formación del saber 65
de los siglos de la Edad Clásica y su especificación en algunas formaciones discur-
sivas determinadas, y la segunda continúa un análisis paralelo con respecto al saber
moderno iniciado en el siglo XIX y que llegaría, por lo pronto, hasta nuestro propio
tiempo. En las páginas siguientes, reseñaremos brevemente lo planteado en la pri-

2
Ver: VC.; HdS1.
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mera parte de Las palabras y las cosas, para detenernos luego más pausadamente en
las tesis expuestas en su segunda parte y concluir proponiendo una interpretación
acerca del tema del nacimiento y fin del hombre, allí expuesto.

2. El saber clásico y la representación

Hacia mediados del siglo XVII se afianza una transformación profunda en la moda-
lidad de formación del saber. En la Edad Clásica, el saber comienza a constituirse a
partir del espacio instaurado por la representación. En cuanto signo privilegiado, a
través del cual se hace posible el conocimiento, la representación se muestra como
un medio neutro y transparente en donde ella es siempre perpendicular a sí misma.
Es decir, ella es indicación, relación a un objeto: desdoblamiento; pero ella es a la
vez aparecer, manifestación de sí misma como representación, signo redoblado so-
bre sí, que se señala a sí mismo como signo. «A partir de la Edad Clásica, el signo es
la representatividad de la representación en tanto que ella es representable».3

Mediante la representación podían ser analizadas exhaustivamente las naturalezas


simples y compuestas según sus identidades y diferencias y ser ordenadas completa-
mente en un tableau general. Con ello se alcanzaba un conocimiento verdadero del
ser de las cosas, que podía expresarse a través del lenguaje universal de la mathesis. El
ejercicio de la representación suponía la racionalidad del pensar, garantizada por la
voluntad divina y desplegada sobre el trasfondo de la continuidad de la historia. De
allí es que, plantea Foucault, quepa identificar a la representación como el a priori
histórico de la Edad Clásica.4
66 A través del análisis realizado por Foucault en la primera parte de Las palabras y las
cosas en torno a aquellas «ciencias» que recortan diferentes ámbitos del saber clásico,
como son la gramática general, la historia natural y el análisis de las riquezas, mues-
tra cómo allí no era posible el desarrollo de algo que pudiera llamarse una verdadera

3
PC., p. 71; MCh., p. 79.
4
Cfr. AS., cap. III, sec. V.
Dobles Póstumos / José Jara

«ciencia del hombre». El poder ordenador atribuido al discurso clásico en aquel


espacio sólo permitía la anudación de la naturaleza y la naturaleza humana a través
de la representación, en donde se traslucía el ser de aquellas naturalezas alojado
íntegramente en el pliegue de la reduplicación representativa de la representación.
Pero la compleja y concreta realidad del hombre no tenía allí cabida.

La interpretación propuesta por Foucault del cuadro «Las Meninas» de Velásquez


señala hacia un ejemplo plástico de esta situación. No sólo Velásquez en cuanto
efectivamente pintaba este cuadro ni los espectadores que cruzan frente a él están
ausentes de aquel espacio exterior al cuadro, al cual se dirigen las miradas de todos
los personajes allí representados. También está ausente de él aquel personaje prin-
cipal e insustituible, el rey, quien es el que efectivamente liga y da unidad a todas
las miradas, gestos, cuerpos y espacios allí representados. La ausencia concreta del
rey, (la ausencia del hombre, en último término, la «ausencia» del sujeto), está com-
pensada sólo por el reflejo que de él se percibe en el espejo situado al fondo de la
sala, representada en el cuadro. La «existencia» del hombre en el saber de la Edad
Clásica era sólo especular: representativa. Si bien el hombre a través del discurso
hacía posible que se articulasen el ser de las cosas y su representación en una repre-
sentación, él quedaba ausente y fuera del margen de presencia abierto por ella. La
ausencia concreta del rey, que ejemplifica la ausencia concreta del hombre y remite a
su presencia especular como objeto de la representación, no implica, sin embargo, la
total desaparición o superfluidad de cada uno de ellos. El rey y, en definitiva, como
lo que importa para la configuración del saber clásico, el hombre, en cuanto sujeto
de la representación, está plenamente presente en la representación, porque sólo es
representación. Es decir, su modo de ser se despliega íntegramente, pero también
67
se agota, en el poder de desdoblamiento y redoblamiento sobre sí y desde sí de
la representación. El sujeto, como sede del pensar representativo, hace posible el
conocimiento de todo cuanto hay y, por tanto, su disposición en un orden general
traducible en el lenguaje de una mathesis o de una taxonomía. Pero es a la vez un
sujeto que desaparece en tal conocimiento, justamente porque está esencialmente
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presente en todo él. Sin el sujeto no habría conocimiento, pero en ese conocimien-
to alcanzado él desaparece como sujeto —podríamos decir, como sujeto personal
e histórico—, para entregarse convertido en aquello que, para el saber clásico, él
profundamente es: pensar y, por tanto, posibilitación de conocimiento.5

3. La finitud del hombre moderno

Es este dominio absoluto de la representación en el orden del saber clásico lo que,


plantea Foucault, comienza a resquebrajarse hacia fines del siglo XVIII y terminará
de consumarse con el correr del siglo XIX «La representación está en vías de no po-
der ya definir el modo de ser común a las cosas y al conocimiento. El ser propio de
lo que es representado va a caer ahora fuera de la representación misma».6 Y aquello
que cae fuera del espacio de la representación, en cuanto no se deja aprehender sin
más según sus modalidades de conocimiento son, por lo pronto, «el espíritu oscuro
pero obstinado de un pueblo que habla, la violencia y el esfuerzo incesante de la
vida, la sorda fuerza de las necesidades».7 Es decir, lo que allí acontece es que, en
cierto modo, la historia y el tiempo se adentran en el espacio de la representación,
limitando su validez cognoscitiva. Las cosas comienzan a presentarse e imponerse
en el ámbito de la historia de acuerdo a su propia empiricidad y tiempo de forma-
ción, que escapan al análisis y cronología impuestos por la representación. El verbo
y el nombre, los seres vivientes, las riquezas, como objetos de análisis y articuladores
de los campos de las ciencias clásicas ya mencionadas, pierden consistencia episte-
mológica con el cambio de siglo y el debilitamiento de la representación, y serán

68
reemplazados por los fenómenos del trabajo, la vida y la sonoridad de las palabras.
Sin presuponer un tránsito continuo ni la prefiguración de éstos en aquéllos, estos
fenómenos se abrirán paso a través del nuevo siglo —sin pretender aquí tampoco
exactitud matemática en la cronología— en los esfuerzos que realiza el hombre para

5
Cfr. PC., capítulos I y III.
6
PC., p. 235; MCh., p. 253.
7
PC., p. 207. MCh., p. 222.
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conocerlos mediante la economía política, la biología, la lingüística y la filología.

Otras ciencias y otros fenómenos que responden a la realidad histórica diferente de


otra época, que se inicia sobre la aleatoria configuración de otro a priori: el de la
historia, precisamente.

A partir del siglo XIX son el régimen de producción y el trabajo en la economía, las
funciones de la vida, la sonoridad de la palabra en la lengua y el hombre mismo que
trabaja, vive y habla, los que muestran la irrupción del hombre en la historia y, a su
vez, la irrupción de la historia en el hombre y en aquellos campos científicos. Las
investigaciones en torno al trabajo, la vida y la lengua acotan los espacios de positi-
vidad en que se encuentra inmerso el hombre, pero a la vez muestran la anterioridad
de configuración de ellos con respecto a su aparición individual y, además, el hecho
de que el funcionamiento interno de aquellos espacios excede a la acción particular
del hombre como trabajador, viviente y hablante. Pero la formación de aquellos sa-
beres positivos le muestran al hombre, paralelamente, su finitud. No sólo por existir
entre aquellas positividades. Como ser viviente, la biología lo enfrenta a la organi-
cidad de su cuerpo sometido concreta y continuamente a la presión y presencia de
la muerte. Como trabajador, el régimen de producción y el tiempo del capital en la
economía lo escinden, dilaceran al hombre entre la realización de sus necesidades
por medio del trabajo y la penuria corporal y espiritual creciente a que lo obliga el
trabajo para satisfacer sus necesidades y deseos. Como hablante, está encadenado
al tiempo del lenguaje que se ha configurado desde antes e independientemente al
momento en que él comienza a hablar y, un lenguaje en que, sin embargo, él ha de
expresar lo que desde sí mismo quiere decir. 69
En su finitud el hombre se mueve repetidamente entre la cotidianidad de su exis-
tencia y aquellas figuras fundamentales, lejanas, pero siempre presentes a él, de
la muerte, del deseo y la necesidad, y el tiempo del lenguaje. «La experiencia que
se forma a comienzos del siglo XIX coloca el descubrimiento de la finitud no ya
al interior del pensamiento de lo infinito, sino en el corazón mismo de aquellos
contenidos que, para un saber finito, son entregados como las formas concretas de
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la existencia finita».8 El hombre es designado y conocido en su finitud a través de


aquellas cosas que le rodean y entremedio de las cuales él se halla inmerso, pero de
un modo tal que él es a la vez el punto de referencia concreto y medio de aparición
de esas cosas. Al hombre se lo conocerá mediante aquello que hace y cómo lo hace,
a través de su modo de relación con las cosas, a la vez que éstas serán conocidas en
su positividad por aquél. A partir de la aparición del hombre, del desentrañamiento
de su finitud al hilo de la referencia continua a su propia finitud inmediata (y no ya
como un momento negativo de la infinitud, tal como, en definitiva, fue pensada en
la Edad Clásica), se constituye el a priori histórico general de aquellas reflexiones y
análisis en torno a la vida, el trabajo y el lenguaje. Estos análisis significarán, a su
vez, el cuestionamiento radical de la metafísica, marcando el umbral de su ambigüe-
dad o imposibilidad futura en la medida misma que ellos inician un nuevo tipo de
reflexión, que dará lugar a otras tantas «filosofías». «La filosofía de la vida denuncia
a la metafísica como velo de la ilusión, la del trabajo la denuncia como pensamiento
alienado e ideología, la del lenguaje como episodio cultural».9

Desde el momento, sin embargo, en que el hombre surge como un tema expreso
para la antropología, se plantea una alternativa a propósito de la modalidad de co-
nocimiento con la cual se lo puede describir e interpretar. Una alternativa fundada
en lo que, Foucault propone, se muestra como la doble constitución «empírico-
trascendental» del hombre. En efecto, se inicia una investigación que cree encon-
trar los supuestos de formación del conocimiento ya sea en condiciones de tipo
anátomo-fisiológico o bien en condiciones históricas, sociales o económicas. Pero

70 en ambos casos se pretende otorgar al análisis de lo empírico el valor de un nivel


trascendental. Estos análisis, calificados por Foucault como el producto de una «in-
genuidad precrítica», alcanzarán la verdad de sus conocimientos y de sus discursos
de acuerdo a dos alternativas: «De dos cosas una: o este discurso encuentra su fun-

8
PC., pp. 307-308; MCh. p. 327.
9
PC., p. 309; MCh., p. 328.
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damento y su modelo en esta verdad empírica de la cual él describe su génesis en la


naturaleza y en la historia, y se tiene un análisis de tipo positivista(...), o el discurso
verdadero anticipa aquella verdad de la cual él define su naturaleza e historia, la
bosqueja por adelantado y la fomenta desde lejos y, entonces, se tiene un discurso
de tipo escatológico».10 Considerados ambos tipos de discurso desde su nivel de
formación arqueológica, Comte y Marx serían, respectivamente, sus representantes.
La fenomenología, con sus análisis de la conciencia y las vivencias, habría intentado
superar desde un nivel crítico y científicamente riguroso la ingenuidad precrítica de
aquellos discursos. Sin embargo, ella tampoco ha podido escapar o no ha podido
impedir, por una parte, el emparentarse con los análisis empiricistas del hombre y,
por otra parte, el plantear siempre de nuevo el tema trascendental y la apertura de
un campo ontológico, las ontologías regionales. Y, en último término, ello se debe,
según propone Foucault, a que el intento fenomenológico es también producto de
aquella definición empírico-trascendental dada al hombre y que atraviesa todos los
intentos —velados o explícitos— de pensar al hombre y al conocimiento humano
desde o hacia el espacio de una antropología.

La superación efectiva de aquellos discursos positivistas y escatológicos, pero tam-


bién aquel de la fenomenología, sólo podría ser alcanzada a partir de aquel mo-
mento en que se plantee la pregunta acerca de si el hombre verdaderamente existe.
Lo paradojal de esta pregunta, afirma Foucault, podrá sorprendernos menos en la
medida misma en que se tenga exactamente presente cuál ha sido el medio de posi-
tividades en que recientemente apareció el hombre. En efecto, como ser viviente el
hombre apareció sobre el fondo de una vida que le preexistía, de la cual desconocía
su funcionamiento y organización; la vida, a pesar de vivir en ella, se le mostraba
71
como lo hasta ese instante impensado en su figura concreta. En cuanto trabajador,
el hombre trabajaba desconociendo las leyes y normas que regían, desde el exterior
a él, el trabajo y la producción. En cuanto hablante, se expresaba a través de un len-

10
PC., p. 311; MCh., p. 331.
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guaje del cual ignoraba su sistema milenario de formación y transformación, el que


habría llegado a adquirir sin su participación la figura recientemente conocida por
él; todo lo cual le hacía ver en esa coyuntura al lenguaje como algo realmente nunca
pensado, como lo impensado. El hombre habría surgido a la existencia sobre un
fondo de positividades que se le mostraban como lo impensado. Unas positividades
que aun cuando emergieron y se perfilaron como objetos de conocimiento junto
con el hombre, de hecho, sin embargo, le preexistían. Y le preexistían de un modo
tal que hacían peligrar su individualidad recién conquistada.

Es sobre la ambigüedad de esta existencia ganada por el hombre que a él se le abre


un nuevo campo de reflexión, arqueológicamente contemporáneo a su propio na-
cimiento: el campo de lo impensado; desde allí se inicia un tipo de pensamiento
que irá más allá de los límites establecidos por el cogito cartesiano y el espacio de la
representación, al cual Foucault llamará provisoriamente el «cogito moderno».
¿Qué es preciso que yo sea, yo que pienso y que soy mi pensamiento, para
que yo sea aquello que yo no pienso, para que mi pensamiento sea aquello
que yo no soy? ¿Qué es, pues, este ser que centellea y, por así decir, parpadea
en la abertura del cogito, pero no es dado soberanamente en él ni por él?
¿Cuál es, pues, la relación y la difícil pertenencia del ser y el pensamiento?
¿Qué es el ser del hombre y cómo puede acontecer que este ser, al cual tan
fácilmente podría caracterizárselo por el hecho que «él tiene el pensamiento»
y tal vez sólo él lo detente, tenga una relación imborrable y fundamental con
lo impensado?11

72 Pero el giro reflexivo del hombre hacia la región de lo impensado se hace posible
desde el análisis de la finitud iniciada en el espacio del saber moderno, en donde
el hombre aparece como un doble empírico-trascendental. Una región que aun
cuando sea exterior a la inmediatez de su experiencia individual le es, sin embar-
go, indispensable y constitutiva. Por eso es que aquello impensado, bajo diversas

11
PC., p. 316; MCh., pp. 335-336.
Dobles Póstumos / José Jara

formas y nombres, no ha podido ser explícitamente pensado más que en relación


complementaria con el hombre. Lo impensado «ha sido el en sí frente al para sí en
la fenomenología hegeliana; ha sido el inconsciente para Schopenhauer; ha sido el
hombre alienado para Marx; en los análisis de Husserl, lo implícito, lo inactual, lo
sedimentado, lo no efectuado».12 Y en cuanto el pensar se vuelve hacia lo impensa-
do no lo hace según el modo de una pura teoría especulativa, sino que se entiende
a sí mismo desde un comienzo como una acción, como un pensar que en cuanto
conoce y sabe, transforma aquello sobre lo cual reflexiona. Por ello es que el pensar
moderno requiere menos de la elaboración de una ética, como un sistema paralelo o
derivado de él (y a este propósito la ética kantiana jugaría un rol intermediario entre
el pensar clásico y el moderno), puesto que su propio ejercicio del pensar implica
una moral, en donde el acto de pensar puede ser incluso un acto peligroso.

Lo expuesto hasta el momento habrá contribuido a poner de manifiesto cómo es


que Foucault hace efectiva su intención arqueológica de redescubrir las condiciones
de posibilidad, el a priori histórico del saber de una época determinada, en este caso
de la época moderna. Su interés no se dirige a presentar una historia académica,
genética o estructural, de los diferentes sistemas o corrientes filosóficas postuladas
en el curso del siglo XIX o incluso en el actual. Sus referencias a esas filosofías son
mínimas y generales, sólo las hace en cuanto son ubicables dentro del marco gene-
ral del saber descrito por él y que a la vez lo explicitan teóricamente; pero, además,
en cuanto le permiten corroborar la pertinencia de aplicación de ese marco a esas
filosofías. Aun cuando esto signifique en algunos casos trastrocar las interpretacio-
nes tradicionales que de ciertos pensadores o la relevancia que de ciertos temas se
encuentre en las historias académicas de la filosofía. Y si Foucault procede a veces
73
con desparpajo e insolencia arqueológica frente a la filosofía es porque, en defini-
tiva, afirma, no ha encontrado en ésta las huellas que lo han llevado a reencontrar
las condiciones de posibilidad del saber moderno. Es la investigación realizada en

12
PC., p. 318; MCh., p. 338.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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torno a los análisis de la economía acerca del trabajo, de la biología a propósito


de la vida, de la filología en relación con la sonoridad de las palabras, lo que le ha
entregado el material arqueológico para comprender la modernidad. Es este despla-
zamiento de su espacio de investigación lo que libera a Foucault de las modalidades
«filosóficas» de acceso a la filosofía, y le permite, a la vez, ganar un nivel de visión
y descripción arqueológica sobre ella. Esto es lo que obstaculiza, por otra parte,
una confrontación interna con las observaciones realizadas por Foucault acerca de
algunos pensadores determinados. En los hechos y en la superficie aquí no se trata
de hacer filosofía, sino arqueología del saber.

De acuerdo a la interpretación propuesta por Foucault, los tres temas señalados


como fundamentadores de la reflexión moderna sobre el hombre, han de comple-
mentarse con aquel que lo pone más directamente en relación con el tiempo: es el
tema del origen. En la Edad Clásica la historia era concebida a partir de un origen
que se mostraba y era accesible según una interpretación lineal y continua del tiem-
po; por ello, el acaecer cronológico de las cosas podía ser reproducido íntegramente
en el espacio del Tableau y ser analizada su manifestación de acuerdo a los mecanis-
mos cognoscitivos de la representación. A partir del siglo XIX es la historicidad mis-
ma de las cosas y de la existencia del hombre la que obliga a repensar la noción de
origen. Pero la positividad de las cosas y el hombre hacen aparecer ahora al origen
como algo que les es a la vez «interno y extranjero» a ellos. El origen le es al hombre
extranjero, en cuanto sólo puede pensarlo sobre el fondo del régimen de positivi-
dades del trabajo, la vida y el lenguaje, que tienen un comienzo y funcionamiento

74 histórico anteriores a él. Pero el origen le es a la vez interno, en cuanto sólo puede
dirigirse a él y pensarlo desde el momento mismo en que se encuentra trabajando,
viviendo y hablando, inmerso fácticamente en un régimen de positividades que aun
cuando tienen un tiempo de formación diferente al suyo, señalan al tiempo en el
cual él comienza a existir junto a ellas. «Paradojalmente, lo originario, en el hombre,
no anuncia el tiempo de su nacimiento ni el nudo más antiguo de su experiencia:
él lo ata a aquello que no tiene el mismo tiempo que él y libera en él todo aquello
Dobles Póstumos / José Jara

que no le es contemporáneo».13 De tal modo que mientras las cosas encuentran su


origen sobre un fondo del tiempo renovadamente en retroceso, el hombre aparece
como el «ser sin origen». Sin embargo, su ausencia de origen lo impulsa a ser siem-
pre contemporáneo del tiempo en que comienza a existir, es decir, cuando comienza
a vivir, trabajar y hablar.

Esta situación da lugar a un pensar que intenta dar cuenta de esta diferencia tem-
poral entre el origen de las cosas y el comienzo del hombre. Una reflexión que se ve
obligada a pensar siempre de nuevo el retroceso originario de las cosas, traerlo hacia
el presente y el porvenir y, junto a ello, tener que repensar continuamente el tiempo
del hombre y de su existencia entre las cosas. Es sobre el trasfondo de este «retroceso
y regreso del origen» que, plantea Foucault, se privilegiará en la interpretación y
modalidades de conocimiento acerca de las cosas y del hombre, ya sea el tiempo de
las cosas o el tiempo del hombre; pero desde allí se perfilan también dos líneas de
pensamiento filosófico sobre el origen. Citamos in extenso:
Así, de Hegel a Marx y a Spengler se despliega el tema de un pensamiento
que a través del movimiento en el cual se consuma —totalidad reunida, re-
conquista violenta en el extremo del desenlace, declinación solar— se curva
sobre sí mismo, ilumina su propia plenitud, acaba su círculo, se reencuen-
tra en todas las figuras extrañas de su odisea y acepta desaparecer en aquel
mismo océano del cual él había surgido. Opuesto a este regreso, que si bien
no es feliz, es perfecto, se diseña la experiencia de Hölderlin, de Nietzsche
y de Heidegger en donde el regreso no se da sino en el extremo retroceso

75
del origen —allí donde los dioses se han ocultado, donde crece el desierto,
donde la tšcnh ha instalado el dominio de su voluntad; de suerte que allí no
se trata de un acabamiento ni de una curva, sino más bien de esta rasgadura
incesante que libera el origen en la medida misma de su retirada; el extremo
es entonces lo más próximo.14

13
PC., p. 322; MCh., p. 342.
14
PC., pp. 324-325; MCh., p. 345.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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El pensar repetitivo del origen señala hacia la última variable arqueológica por me-
dio de la cual se concluye la introducción del tiempo en el pensar sobre el ser del
hombre y, por consiguiente, en el orden del saber moderno.

Ahora bien, esta reorganización del saber moderno sólo habría sido posible desde el
momento en que se produjo la quiebra del poder de dominio de la representación,
llevando consigo la desaparición del discurso clásico como instancia destacada de
configuración del pensar. Y, precisamente, es el espacio abierto dejado por tal desapa-
rición lo que permitiría un pensar sobre el ser del hombre, en su finitud y concretitud.
Pero no sólo eso. Al transformarse el lenguaje en un objeto más de conocimiento, se
abren diferentes modalidades de acercamiento a lo que ahora sólo aparece como un
«objeto», entre otros. Además de las investigaciones de la filología, cabe mencionar,
por una parte, a aquellos intentos de formalización del lenguaje que culminan en
los desarrollos de la lógica simbólica y, por otra parte, a la reaparición de la exégesis
de textos según los distintos métodos de interpretación a que se somete al lenguaje.
Finalmente, en cuanto se libera la propiedad sonora de las palabras que no estabilizan
su flujo parlanchín más que en el simple acto de escribir, surge la literatura como
aquel medio en donde el lenguaje comienza a hablar nada más que desde sí mismo,
de modo tal que Mallarmé llegará a decir que quien habla es la palabra misma, no
el sentido de ella, sino la palabra en su soledad y en «su ser enigmático y precario».

El análisis y la interpretación propuesta por Foucault acerca del modo de cómo co-
mienza a decantarse la finitud de la existencia humana en el ámbito del saber que se
inicia con el siglo XIX, muestra la radical ambigüedad de la finitud del hombre. En
76 efecto, si bien el hombre irrumpe allí como el que vive, trabaja y habla, no puede ser
reconocido en su concretitud sino en cuanto se puedan analizar y comprender las
normas según las cuales funciona como ser vivo; las reglas a través de las que se pa-
tentizan y resuelven sus conflictos, deseos y necesidades, los sistemas en que alcanzan
significado sus palabras.15 Esto significa que, si bien, por una parte y dentro de un

15
PC., pp. 345-352; MCh., pp. 366-474.
Dobles Póstumos / José Jara

campo acotado de las ciencias, el saber sobre el hombre sólo se alcanzará en la me-
dida en que para su comprensión se apliquen las categorías y modelos cognoscitivos
utilizados por la biología, economía y filología, que lo mediatizan en su existencia
concreta, ésta, por otra parte, aun cuando lo muestre como un centro relativo en
torno al cual giran los fenómenos de la vida, el trabajo y el lenguaje, desde la par-
tida, sin embargo, lo hace aparecer paralelamente como disperso entremedio de la
aleatoriedad temporal y positiva de los fenómenos que multiplican su existencia. La
irrupción reciente de la existencia del hombre no habría sido sino una nueva mo-
dalidad de su mediatización concreta, aunque en un orden epistemológico de otro
nivel. Pero la mediatización que comienza a experimentar el hombre en su finitud
recién conquistada no ha de calificársela con un signo negativo, porque es desde allí
precisamente que se inicia el conocimiento de la realidad en que se despliega su exis-
tencia concreta y que le permite, a pesar de todo, desplazarse por el mundo y entre
las cosas como por una región familiar. Aquella región en que concluyen y buscan su
difícil equilibrio los esfuerzos e ilusiones de la antropología, transitando el camino
abierto críticamente para la época por la pregunta kantiana «Was ist der Mensch?».

4. La modernidad y el tema del fin del hombre

El esbozo de los temas arriba expuestos nos ha permitido delimitar algunos de los
parámetros desde los cuales podemos situar más ajustadamente la comprensión del
tema del fin del hombre, tal como es propuesto por Foucault haciendo resonar y
rescatando en su interpretación algunas de las figuras sustentadoras de la frase de

77
Nietzsche: «Dios ha muerto».

¿De qué manera concreta interviene Nietzsche en el planteamiento arqueológico de


Foucault? ¿Qué dice éste de Nietzsche y cómo interpreta lo dicho y pensado por él?
Para iniciar una respuesta a estas preguntas es preciso tener presente aquel párrafo
de las páginas finales de Las palabras y las cosas, en donde Foucault reencuentra en la
frase de Nietzsche el resultado final a que lo ha conducido su propia interpretación
arqueológica en torno a la Edad Moderna.
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Hoy en día —y Nietzsche, una vez más, desde lejos nos indica el punto de
inflexión— lo que se afirma no es tanto la ausencia o la muerte de Dios sino
el fin del hombre (este ligero e imperceptible desfase, este retroceso en la
forma de la identidad que hacen que la finitud del hombre haya devenido su
fin); se descubre, pues, que la muerte de Dios y el último hombre han par-
tido juntas: ¿no es acaso el último hombre quien anuncia que él ha matado
a Dios, colocando de ese modo su lenguaje, su pensamiento y su risa en el
espacio del Dios ya muerto, pero entregándose también como aquél que ha
matado a Dios y cuya existencia incluye la libertad y la decisión de este ase-
sinato? Así, el último hombre es a la vez más viejo y más joven que la muerte
de Dios. Puesto que él ha matado a Dios, es él mismo quien debe responder
de su propia finitud; pero puesto que es en la muerte de Dios que él habla,
piensa y existe, su propio asesino está condenado a morir; los nuevos dioses,
los mismos, surcan ya el Océano futuro; el hombre va a desaparecer. Más
que la muerte de Dios —o más bien, en la estela de esta muerte y de acuerdo
a una profunda correlación con ella—, lo que anuncia el pensamiento de
Nietzsche, es el fin de su asesino; es la fragmentación del rostro del hombre
en la risa y el retorno de las máscaras; es la dispersión de la profunda corrien-
te de los tiempos por la cual él se sentía llevado y de la cual él sospechaba la
presión en el ser mismo de las cosas; es la identidad del Retorno de lo Mismo
y de la absoluta dispersión del hombre.16

Creemos que en este texto se pueden encontrar dos niveles de interpretación po-
sible. Primero, un nivel «retrospectivo» en donde la muerte de Dios y del hombre

78
se pueden explicar por la diferencia entre la configuración del saber moderno con
respecto al orden del saber clásico. Segundo, un nivel «prospectivo» en donde aquel
acontecimiento señala hacia la apertura del saber contemporáneo, en la medida
en que éste habría comenzado a liberarse de la preeminencia antropológica y, por
tanto, humanista surgida en el ámbito del saber moderno. Foucault destaca espe-

16
PC., pp. 373-374; MCh., p. 396.
Dobles Póstumos / José Jara

cialmente este segundo nivel de interpretación, para el cual el fin del hombre es algo
que puede acontecer en un futuro próximo y, tal vez, acontece ya en nuestro tiempo
actual. Sin embargo, ese posible fin próximo del hombre no podría acaecer hoy sino
sobre la base del espacio y del tipo de saber decantado desde comienzos del siglo
XIX. Y esto, sin duda, lo tiene presente Foucault. La dispersión de la positividad del
hombre en los campos discursivos y científicos del saber moderno es lo que prepara
el fin actual del hombre, que Foucault hoy cree entrever. Y esto es lo que, creemos,
nos autoriza a distinguir los dos niveles propuestos de interpretación del texto y las
figuras nietzscheanas recogidas y elaboradas por Foucault. Comencemos, pues, con
aquel nivel retrospectivo de interpretación.

4.1. Interpretación «retrospectiva» del tema del fin del hombre

¿Qué significan para Foucault en el texto citado Dios y el hombre? ¿A qué apuntan
la muerte de Dios y del hombre? Dicho de otra manera: ¿Qué Dios y qué hombre
son los que allí mueren? ¿Por qué mueren ambos? ¿Quién es aquel último hombre,
más viejo y más joven que la muerte de Dios? ¿Quiénes son los nuevos dioses que
avanzan hacia el océano futuro? ¿Qué significa el retorno de las máscaras y el explo-
tar en risa el rostro del hombre?

Dios ha muerto bajo las manos de aquel hombre que, habitando en el espacio de la
infinitud divina, no era más que una criatura finita, dependiente de él. Aquel Dios
es el símbolo, el fundamento último del saber y la ciencia clásica desplegadas en el
espacio epistemológico, en el Orden, en el Tableau, cofundados humanamente so-
bre el principio cognoscitivo, el a priori histórico clásico de la representación. En el 79
orden clásico, el hombre, como ser positivo e histórico, no tenía cabida, pues allí era
sólo un reflejo mediato de la representación. Son esas ciencias y ese saber los que de-
jan de existir al romperse el dominio determinante de la representación en el ámbito
cognoscitivo. La muerte de Dios señala hacia la muerte de la representación como
condición de posibilidad, como a priori histórico de la formación del saber clásico.
Pero la quiebra de la representación señala también hacia el comienzo de la desapa-
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rición del hombre clásico, transfigurado en sujeto representante, situado por obra y
especificidad de su pensar racional, en último término, en un plano trascendental;
allí el hombre sólo existía como sombra pensante, como reflejo de la omnisciencia e
infinitud divina, que garantizaba justamente la verdad de su pensar. Por ello es que
la muerte de Dios, de la representación, no puede sino acontecer simultáneamente
con la muerte del hombre, es decir, de aquel que bajo tal nombre, en el mejor de los
casos, no era pensado sino como un sujeto representante.

El desplazamiento desde el «hombre» clásico hacia el hombre moderno no acontece,


sin embargo, de un modo inmediato y absoluto. Aun cuando las condiciones de
posibilidad del saber moderno se hayan modificado radicalmente con respecto a las
del saber clásico, persisten aún diversos intentos por revitalizar la representación y
algunas de sus figuras de pensamiento, en la medida en que le entregaban al hombre
lo que podría llamarse una seguridad metafísica y aun cuando lo hiciesen al precio
de mediatizarlo en su positividad. Si bien el pensar moderno emprende sus inves-
tigaciones a un nivel crítico más alto y sobre el fondo de una nueva comprensión
de la historia, es también un pensar que en el dominio de la filosofía se despliega,
por lo pronto, desde una posición trascendental y con un afán de saber totalizador.

Las armas con que el hombre da muerte a Dios y a la representación son, parado-
jalmente, unas armas que aun cuando él las reencuentra en el ámbito de su exis-
tencia concreta, como hombre viviente, trabajador y hablante, sin embargo, han
sido forjadas en un tiempo que no le es contemporáneo y según un procedimiento
y unas reglas que no fueron determinadas por él. Eran los criterios cognoscitivos
80 impuestos por la representación los que le impedían darse cuenta de la contem-
poraneidad de ellas y llegar a conocerlas en su efectividad y constitución positiva.
Es la irrupción de aquellas armas-fenómenos de la vida, el trabajo y el lenguaje tal
como son analizados por la biología, la economía, la filología los que le permiten al
hombre darse cuenta de la concretitud y finitud de su propia existencia, entrecru-
zada indisolublemente con y en los campos de emergencia de aquellos fenómenos,
a los cuales la representación ya no tiene acceso válido, en la medida misma en
Dobles Póstumos / José Jara

que ellos se configuran de acuerdo a un polifacetismo y prácticas de un orden no


estricta ni exclusivamente epistemológicas17, para cuya lectura la representación ya
no dispone de la clave. En definitiva, se trata de la muerte de la representación y de
Dios consumada por el hombre con la ayuda de la positividad de la vida, el trabajo
y el lenguaje, apoyada por la introducción de la historia en estos fenómenos y, por
consiguiente, en su propia existencia.

El último hombre es, sin embargo, más viejo y más joven que la muerte de Dios,
por él cometida. Es más viejo, pues ya desde antes de la muerte de Dios «existía»
en el ámbito empírico e impensado de aquellas normas, reglas y sistemas que re-
gían subterráneamente su vida, trabajo y lenguaje, pero de las cuales ignoraba su
funcionamiento y real estructura interna. La muerte que un poco ciegamente el
hombre da a la representación libera la historicidad de esos fenómenos y, con ello, se
posibilita el nacimiento de aquel hombre más joven que la muerte de Dios, al cual
simultáneamente le es entregada su finitud a su propia responsabilidad. Una finitud
que queda dispersada y fragmentada entre las positividades liberadas por el saber
moderno, allí en donde se constituyen las nuevas formaciones discursivas y prácti-
cas discursivas, las ciencias investigadas por Foucault: la biología, la economía, la
filología, pero también los posteriores campos de investigación del psicoanálisis y la
etnología; en resumen, la dispersión del hombre en el espacio de formación de las
llamadas «ciencias humanas». Como resultado de este acontecimiento, los intentos
por desconocer la dispersión moderna del hombre no serían más que los piado-
sos aunque infructuosos esfuerzos de un pensar antropológico y un compromiso
humanista por entregarle nuevamente al hombre una existencia absoluta. Pero tal
existencia humanista del hombre no sería sino una existencia ilusoria.
81
¿No habría que ver acaso en los modernos campos de positividades analizados en su

17
A este propósito es preciso tener presente el papel que Foucault otorga a las prácticas discursivas
y a las prácticas no-discursivas en el proceso de formación del saber de una época dada y que es
justamente lo que le interesa describir a la arqueología del saber. Ver: AdS., cap. IV, sección VI,
especialmente pp. 298-309.
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funcionamiento y sistematicidad por las ciencias humanas aquellos nuevos dioses


que avanzan hacia el océano futuro? ¿No es allí, acaso, en donde Foucault encontra-
ría la correlación arqueológica de su investigación con la frase de Nietzsche: «¡Eso es
precisamente la divinidad, que hay dioses, pero no un Dios!».18

¿Qué significa arqueológicamente aquel retorno de las máscaras, anunciado en el


texto citado de Foucault? Para responder a esta pregunta daremos un rodeo por
otros textos suyos. «En Nietzsche hay una crítica de la profundidad ideal, de la
profundidad de conciencia, que él denuncia como una invención de los filósofos;
esta profundidad sería la búsqueda pura e interior de la verdad. Nietzsche muestra
cómo ella implica la resignación, la hipocresía, la máscara».19 En este texto, la más-
cara sería aquello que oculta y distorsiona el rostro aleatorio y concreto del hombre,
en cuanto ella destaca y lleva hasta su extremo a una de las dimensiones posibles
del ser del hombre: la profundidad ideal de la conciencia en su búsqueda pura de
la verdad. Pero tal profundidad expresada por los rasgos hieráticos de la máscara no
es cincelada en el quehacer cotidiano del hombre, sino que es más bien producto
de la «invención de los filósofos», es decir, de la conciencia: máquina inventora de
realidades. La máscara de los filósofos es una farsa. En cuanto ella distorsiona la
positividad del hombre, degradándola, conduce a una actitud resignada e hipócrita,
en donde el hieratismo de sus rasgos no sería sino la expresión extrema, artesanal y
ritual de aquella profundidad e idealismo arraigado en la conciencia de los filósofos.

Para Foucault, sin embargo, la crítica de Nietzsche a la profundidad y a las máscaras


no tiene un carácter absoluto, en cuanto se dirige fundamentalmente a la idealiza-
82 ción y sacralización de una y otra. Ello queda de manifiesto cuando se recuerda que
«el vuelo del águila, la ascensión de la montaña, toda esta verticalidad tan impor-
tante en Zaratustra es, en sentido estricto, el trastrocamiento de la profundidad,
el descubrimiento que la profundidad no era más que un juego y un pliegue de la

18
NW(1955)., II, p . 449. (La traducción es nuestra).
19
NFM(fr)., p. 186. (La traducción es nuestra).
Dobles Póstumos / José Jara

superficie».20 Aunque el ataque inicial a la profundidad de la conciencia y la sacrali-


zación de las máscaras parezca tener un carácter iconoclasta, ese ataque no pretende
reemplazar un extremismo por otro, sino más bien despejar el campo y el nivel en
donde la profundidad y la superficie aparezcan en toda su positividad efectiva y
aleatoria. Aquel campo y nivel en donde el saber redescubierto por la investigación
arqueológica acepta y reconoce «que somos diferencia, que nuestra razón es la di-
ferencia de los discursos, nuestra historia la diferencia de los tiempos, nuestro yo la
diferencia de las máscaras. Que la diferencia, lejos de ser origen olvidado y recubier-
to, es esa dispersión que somos y que hacemos».21

Frente al discurso único y universal, por tanto, abstracto de la razón clásica, la mo-
dernidad descubre una figura de la razón que se quiebra en las múltiples modalida-
des de ejercicio que le impone la irrupción de los nuevos campos de positividades,
de acuerdo a sus peculiares modos de manifestación y funcionamiento histórico.
No será ya la razón quien imponga a los discursos una identidad, la identidad de la
razón misma, sino que ésta quedará ahora traspasada en sí misma por la historicidad
de la diferencia de los discursos generados en el espacio del saber moderno. En la
medida en que allí la razón comienza a ejercerse en plural, su identidad será la posi-
tividad de sus diferencias. Por otra parte, la investigación realizada al nivel arqueo-
lógico del archivo22 muestra que la historia no puede ser entendida sólo como un
proceso temporal homogéneo o continuo, en el cual se integren armónicamente las
diferentes épocas reconocibles, justamente, a lo largo de la historia. La historia no se
aloja en el tiempo como en un receptáculo sustancial que permita explicarla ya sea
desde un origen predeterminante o hacia un fin supremo a ser alcanzado. Así como
la razón, el tiempo se patentiza en plural, en donde cada una de sus concreciones
83
históricas se diferencia radicalmente de las otras, tan pronto se nos hagan presentes
las condiciones arqueológicas que las configuran. Y la historia sería, precisamente, la

20
Ibíd., p. 187.
21
AdS., p. 223; AS., pp. 172-173.
22
Cfr. AS., pp. 166-173.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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diferencia entre las condiciones arqueológicas que determinan y posibilitan la plu-


ralidad de los tiempos. Y por ser esta diferencia, la historia es también la dispersión,
la incompatibilidad arqueológica de los tiempos.

Sobre el fondo de esta diferencia constitutiva de la razón y de la historia se puede ver


cómo es que también los hombres, «nosotros somos diferencia». No, sin embargo,
la diferencia resultante de la oposición entre los polos extremos de una figura del
hombre entendida como estructura dual: su finitud frente a la infinitud, ni como
la diferencia entre una esencia natural del hombre y sus posibles traducciones his-
tóricas imperfectas; su diferencia es más bien el resultado de la dispersión que él es
y hace. El hombre es un ser que se encuentra a sí mismo existiendo fácticamente
disperso entre el conjunto de positividades que conforman el mundo histórico.
Pero él contribuye también a hacer su propia dispersión, en cuanto para existir debe
actuar, y al actuar en los campos del trabajo, la vida y el lenguaje ejercita, asume
y, en cada caso, precisa los modos de dispersión de su existencia concreta en ellos.
Pero, por otra parte, si bien a través de los discursos con que pretende conocerse a sí
mismo traspasa la facticidad de su dispersión hacia el nivel teórico de las formacio-
nes discursivas y ciencias construidas por él, en éstas y a un nivel epistemológico, la
dispersión se le aparece a la vez como algo continuamente reforzado por él mediante
el ejercicio de la razón, y sobre el fondo de la diferencia de los tiempos de la historia.

Desde aquí puede entenderse que nuestro yo, el hombre, sea la diferencia de las
máscaras, así como la muerte del hombre, de Dios y de la representación, signifi-
quen el retorno de las máscaras. La máscara ya no significará la sacralización ritual
84 de uno de los aspectos constitutivos del hombre: la profundidad ideal de la con-
ciencia, con la consiguiente resignación frente a su finitud e hipocresía ante los
ingredientes positivos de su existencia. El retorno de las máscaras señala ahora hacia
la multiplicidad de campos y niveles concretos en donde se despliega la existencia
finita del hombre, allí en donde él queda disperso, pero en donde se reconoce a la
vez en la facticidad de signo positivo de su existencia. La identidad del hombre se
encontrará ahora en aquel espacio de diferencia donde se manifiestan e intercam-
Dobles Póstumos / José Jara

bian todas las máscaras posibles que él ha colocado sobre su rostro, con las que en
cada caso se ha identificado, creyendo no ser más que aquella que en un momento
dado llevaba sobre sí. Sin embargo, el reconocimiento de la positividad de la exis-
tencia, entrecruzada con la historicidad de las cosas, le muestran que él, en verdad,
no es sino aquel punto de cruce histórico y lugar vacío en que confluyen todas las
máscaras, es decir, todas las formas positivas de existencia que él pueda asumir.
Puesto que el hombre es un ser histórico, él puede ser todas las máscaras —las que
efectivamente ha usado y las que pueda llegar a usar—, pero, precisamente por
eso, ninguna de esas máscaras en particular, en cuanto a una de ellas se le pretenda
otorgar un valor absoluto.

El retorno de las máscaras señala hacia el hecho de que el hombre ha podido ser, sin
duda, el sujeto trascendental de la metafísica, el sujeto valorante y enjuiciador de la
moral, la criatura piadosa de la religión, pero que él también ha sido y es el sujeto
trabajador, viviente y hablante; el hombre alienado en las fantasías de la locura y
aquel que aprende a reconocer su «normalidad» enfrentándose al loco23; el hombre
que reconoce su cuerpo y su mortalidad estudiando la enfermedad en el cadáver
abierto ante el «vistazo» del anátomo-patólogo del siglo XIX, y en el nuevo ámbito
de prácticas institucionales abierto por el hospital24; el hombre transformado en
delincuente y aquel que puede ser regenerado y rediseñada su «alma» por medio de
las técnicas disciplinarias de ablandamiento del cuerpo; el sujeto que manipula los
mecanismos del poder y aquel otro que queda mediatizado y sometido a las estra-
tegias de la «microfísica» y «anatomía política» del poder-saber25; el hombre que es
individualizado y normalizado mediante los secretos de la confesión, las normas de
85
23
Ver HdL., partes II y III y las conclusiones de cap. V de esta última. El tema del hombre se encuen-
tra presente en toda la obra de Foucault, trabajado paralelamente a sus análisis y descripciones de
las prácticas discursivas en que se constituye el saber de una época determinada. En cada caso, se
trata de explicitar el modo de como se ha ido configurando la presencia o ausencia del hombre a
través de instancias no sólo epistemológicas sino también institucionales, económicas, sociales, po-
líticas, que intervienen en la conformación del saber y la delimitación de los discursos del hombre.
24
Ver NdC., cap. 8, 9, 10 y conclusión.
25
Ver VC., partes III y IV.
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la familia y los dispositivos de sexualidad que lo reproducen de acuerdo a los niveles


de oficialización discursiva de un saber preciso en torno al sexo, pero también de
acuerdo a su fragmentación e infiltración caleidoscópica a través de todo el cuerpo
social.26

Y Foucault ha podido reconocer el retorno de las máscaras, la existencia fragmentaria


y positiva del hombre precisamente a través de la investigación arqueológica en el
campo de exterioridad del saber; allí en donde el análisis de las prácticas discursivas le
permitieron reencontrar las condiciones de posibilidad positivas e históricas de for-
mación del saber de diferentes épocas; allí en donde junto con reencontrar el a priori
histórico del saber moderno: la historicidad de las cosas y de las palabras, se encontró
con el reciente nacimiento del hombre, pero bajo el modo de su dispersión entre los
diferentes campos de positividades modernas. El hombre sería así la diferencia de
su historia, no la identidad de una continuidad histórica estricta, sino la dispersión
dibujada por las máscaras que señalan hacia la diferencia de su rostro y de su ser.

La risa en que estalla el rostro del hombre moderno ¿es provocada acaso por el
recuerdo de las ilusiones que el «hombre» clásico se hacía acerca de su peculiar
«existencia»? ¿O es, tal vez, la risa irónica que le provoca al hombre el percibir la dis-
persión de su propia existencia moderna, recién conquistada? ¿No implica toda risa
una cierta distensión y disgregación de aquel que ríe, entremedio de las esquirlas
del estallido de risa? Pero frente a los renovados intentos de otorgar al hombre una
posición absoluta en el pensar y en la historia, es decir, de postular una nueva antro-
pología y un humanismo de nuevo cuño, propone Foucault que a esos intentos es
86 preciso oponer «una risa filosófica, es decir, una risa en parte silenciosa».27 El semi-

26
Ver HdS1. Esta obra representa el tomo introductorio y de decantación polémica de conceptos
para una investigación que habrá de traducirse en cinco tomos, dedicados, cada uno, a diferentes
aspectos constitutivos de lo que Foucault considera que desde los siglos XVIII y XIX contribuyó a
formar en Europa algo así como una historia moderna de la sexualidad. Una historia que aún no
habría desaparecido plenamente del diseño y materiales que componen la planta baja de nuestra
hora actual.
27
PC., p. 333; MCh., p. 354.
Dobles Póstumos / José Jara

silencio impuesto a esa risa por la arqueología, la filosofía diagnóstica de Foucault,


señalaría hacia la necesidad de asumir consecuentemente aquella existencia dispersa
del hombre y su próximo posible fin, pero también la necesidad de pensar las con-
diciones en que ello acontece y las nuevas tareas planteadas al pensar, acordes con
la situación descubierta. El método de análisis de las prácticas discursivas puesto en
obra por la arqueología, muestra el instrumento teórico elegido por Foucault para
examinar aquella situación dentro del espacio histórico del saber.

Lo que en definitiva subyace al pensamiento de Foucault en torno al tema del fin del
hombre es que su aparición y, por consiguiente, la idea que de él se tiene y se hace,
depende de la configuración y comprensión que se ha tenido o se tenga del saber y
de las formas adoptadas por el conocimiento —como instrumento cognoscitivo—
para dar cuenta de él. Por consiguiente, en la medida en que cambie la figura y la
comprensión del saber, cambiará la figura manifiesta del hombre. Así, por ejemplo,
el hombre conocido y estudiado por la Edad Clásica es el hombre del saber metafí-
sico-teológico fundado instrumental y especulativamente en las posibilidades y en
la realidad cognoscitiva de la representación. Por cierto, no se trata aquí de afirmar
que el hombre es lo que es como producto transparente y exclusivo de la lógica de
los conceptos del saber y de su ideología subyacente. Más bien, lo que aquí se tras-
luce es una comprensión del hombre como un acontecimiento histórico y diferencial,
por tanto, en todo y cada tiempo aprehensible desde condiciones concretas y filia-
bles, pero que, sin embargo, desde esa misma historia ha percibido e interpretado
su rostro, es decir, su identidad, a través de las máscaras que se ha puesto o han sido
adheridas a su rostro, sobre la base de una determinada interpretación temporal de
la realidad concreta en que ha habitado y habita y, sin duda, también de la realidad
87
trascendental —en su sentido religioso e ideológico— en la que se le ha dicho,
hecho pensar y creer que igualmente habita y desde donde adquirirían verdadero
sentido los acontecimientos de su existencia finita. Al patentizarse el hombre como
un ser finito, diferencialmente histórico, su identidad queda expuesta y sometida a
la cadena temporal de las interpretaciones; interpretaciones que no se irrigan sólo
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desde las vertientes teóricas del saber y la ciencia, sino igualmente desde las represas
tecnológicas y acueductos políticos del poder.

El desarrollo de la obra posterior a Las palabras y las cosas (que, por cierto, no está
desligada de los supuestos de este libro, sino que, en cada caso, se acentúan diferen-
tes vías y objetos de investigación) se propone explicitar a través de estudios históri-
co-epistemológicos concretos cómo es que se han ido constituyendo históricamente
formas determinadas de saber, especificadas en diferentes disciplinas, mediante su
relación y permeabilización con un medio de prácticas cotidianas e institucionales
de poder, que prefiguran el perfil y consistencia del hombre y de un saber sobre él.

Lo que a propósito del tema del hombre, y a partir de La arqueología del saber y
las subsiguientes investigaciones de Vigilar y castigar y La voluntad de saber, pro-
pone Foucault, es que, en la medida en que la constitución del saber se muestra
indisolublemente ligada a las instancias de poder entre las cuales y con las cuales se
decantan diferentes disciplinas teóricas identificables, el hombre con que allí nos
encontramos será, a su vez, uno que estará traspasado y modelado por todos los
elementos positivos y aleatorios de ese poder, y según las relaciones estratégicas a
que ellos queden sujetos en la manifestación del ejercicio del poder, difuminados y
operantes a través de todos los niveles del cuerpo social. La figura de un hombre que
se desprende desde un poder que en su ejercicio utiliza todos los recursos institucio-
nales y de cotidiano reforzamiento práctico que tiene a su disposición. Sin olvidar
que el poder busca reproducirse a sí mismo desde el poder disponible y el saber que
ese poder le otorga y, paralelamente, promueve las formas de saber que afianzan su
88 reproducción y excluye aquellas que lo amenazan.

Pero, sin duda, estos planteamientos sobrepasan el marco de las investigaciones


de Las palabras y las cosas y, por consiguiente, el objetivo inmediato del presente
trabajo. Su desarrollo y análisis deberá ser el objeto y el resultado de otros estudios
complementarios a éste.
Dobles Póstumos / José Jara

4.2. Interpretación «prospectiva» del tema del fin del hombre

Ahora cabe que nos dirijamos hacia el nivel «prospectivo» de interpretación del texto
de Foucault, en donde, comentando a Nietzsche, se anuncia la muerte del hombre
actual. Para preparar esta interpretación es preciso, sin embargo, dar un rodeo previo
por las modalidades de formación de las llamadas «ciencias humanas». Desde allí se
podrá disponer de un nivel de comprensión más adecuado acerca de los supuestos en
que se apoyan las investigaciones del psicoanálisis, la etnología y la lingüística, como
disciplinas en cuyo ámbito se pondría de manifiesto, precisamente, el «fin» del hom-
bre, en cuanto tema propuesto al pensar actual para su disección y recomposición.

El campo de formación de las ciencias humanas es justamente el espacio del saber


generado a partir de comienzos del siglo XIX. No es la complejidad de la existen-
cia positiva del hombre lo que dificulta reconocer e identificar claramente la figura
epistemológica de las ciencias humanas, sino el hecho de que éstas se ubican dentro
de aquel espacio del saber en donde la finitud y la historicidad, hasta ese entonces
impensadas en la existencia del hombre, son pensadas ahora desde su reduplicación
empírico-trascendental. Para realizar esta tarea cognoscitiva las ciencias humanas (la
psicología, la sociología, los análisis del lenguaje y la literatura, la historia y la his-
toria de las culturas, de las ciencias o de las ideas) toman en préstamo y usan según
distintos procedimientos los modelos cognoscitivos desarrollados por la biología, la
economía, la filología, ciencias en que primariamente se hizo patente y trabajó la
positividad y finitud de la existencia del hombre. Pero «las ciencias humanas no son
el análisis de lo que el hombre es por naturaleza, sino más bien el análisis que se ex-
tiende entre lo que el hombre es en su positividad (ser viviente, trabajador, hablante) 89
y lo que permite a este mismo ser saber (o buscar saber) lo que es la vida, en qué
consiste la esencia del trabajo y sus leyes, y de qué manera él puede hablar. Las cien-
cias humanas ocupan, pues, esta distancia que separa (no sin unirlas) la biología, la
economía, la filología de aquello que las hace posible en el ser mismo del hombre».28

28
PC., p. 343; MCh., pp. 364-365.
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Es decir, las ciencias humanas realizan continuamente una labor de reduplicación


con respecto a las formas de la existencia inmediata del hombre, con la intención
de poner de manifiesto a un nivel superior de comprensión —ni exclusivamente
cientificista ni exclusivamente filosófico o metafísico-especulativo— los modos de
ser específicos y el ser mismo del hombre. Pero en la medida misma en que hacen
uso de los modelos cognoscitivos vigentes en la biología, (la función y la norma),
en la economía (el conflicto y la regla), en la filología (la significación y el sistema)
aunque diversamente matizados en la psicología, sociología e investigaciones sobre
el lenguaje, literatura, cultura y mitos, queda de manifiesto su dependencia con
respecto a aquellas ciencias, así como se patentiza el hecho de que ellas, más que
ciencias en sentido estricto, revelan ser un modo determinado de especificación
epistemológica de aquel espacio del saber del siglo XIX. en que por primera vez
surgió en la cultura occidental la figura positiva del hombre.

Y es esta situación, plantea Foucault, la que impide dar el nombre de «ciencias» a


las investigaciones realizadas en torno al hombre y que lo impulsan a catalogarlas
más bien como un «saber». Ellas se especifican en las formaciones discursivas que
configuran las «ciencias» humanas, que no por no ser ciencias perderían toda validez
epistemológica, ni se ha de excluir la posibilidad, como tal posibilidad, de que en
algún momento alcancen una figura estricta de ciencia. Y si la arqueología se detie-
ne en ellas para examinarlas, es justamente porque la relativa inestabilidad de sus
fronteras epistemológicas permite visualizar y aprehender en su mayor inmediatez
las modalidades de funcionamiento y especificación del saber de una época, en este

90 caso la moderna, y las condiciones positivas de posibilidad de la formación de ese


mismo saber.

Por otra parte, es el uso específico que las ciencias humanas (y seguiremos usan-
do este término, así como también lo hace Foucault, por comodidad de lengua-
je) hacen de los modelos cognoscitivos anteriormente señalados, lo que permitiría
apreciar cuándo es que ellas investigan sus respectivos campos temáticos desde una
perspectiva psicologista, sociologista o culturalista, revelándose así la ambigüedad
Dobles Póstumos / José Jara

de sus extrapolaciones y sus problemas de método. Además, según se privilegie


la inseparabilidad de relaciones existentes entre las funciones, los conflictos o las
significaciones se realizará un análisis según el estilo de la «continuidad», o bien, si
se destaca la especificidad de las normas, de los conjuntos de reglas o la coherencia
interna de los sistemas se realizará un análisis según el estilo de la «discontinuidad».

Pero, sin duda, lo más importante es que el uso hecho por las ciencias humanas de
estos tres modelos permite la reincorporación de la representación a sus discursos,
aun cuando sea según una modalidad y rango distintos a los ejercidos por ella en
la Edad Clásica. La representación se introduce ahora como un elemento cognos-
citivo más, que permite comprender lo que el hombre sea en su empiricidad y
afán de fundamento. Los ámbitos de las funciones de la vida, de los conflictos eco-
nómicos y de los significados lingüísticos pueden llegar efectivamente a hacérsele
conscientes al hombre por medio de su representación discursiva; ámbitos que sin
la mediación de la representación podrían permanecerle a él como desconocidos, es
decir, inconscientes. Por otra parte, las normas, reglas y sistemas reguladores de esos
ámbitos, si bien no son inmediatamente patentes para una experiencia cotidiana,
para una conciencia no despierta, y por ello permanecen a un nivel inconsciente
en el hombre, pueden sin embargo llegar a hacerse conscientes para él a través de
un saber reflexivo apoyado en el carácter mostrativo de la representación. De este
modo, la representación oscila ahora como una función mediadora entre los polos
de lo consciente y lo inconsciente, entre el ser y el hacer del hombre. Y debido a
esa polaridad entre la que se mueve la representación, el inconsciente pasa a con-
vertirse en un tema constitutivo de las ciencias humanas. Ya no será suficiente con
aprehender sólo lo que hay, en cuanto se ofrece positivamente a la investigación,
91
sino que es preciso dirigirse también a las condiciones reales, a los sistemas, normas
y reglas que han hecho surgir a eso consciente, pero que han quedado encubiertas
por esa misma patentización suya. Es decir, es preciso dirigirse hacia aquella región
del inconsciente, que es necesario desvelar. De aquí la importancia que adquiere el
psicoanálisis en el pensar moderno y, por cierto, con ello Freud.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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Esta reincorporación de la representación en los análisis de las ciencias humanas


trae consigo, plantea Foucault, por lo pronto, dos consecuencias: 1.– Sus investi-
gaciones se realizan dentro de un ámbito en donde continuamente lindan con el
peligro de una reflexión trascendental, pero de un modo tal en que «esta marcha
casi trascendental se da siempre bajo la forma del desvelamiento. Es siempre al
desvelar que, por contraposición, ellas pueden generalizarse o afinarse hasta pensar
los fenómenos individuales (...) Una elevación trascendental devuelta en un des-
velamiento de lo no-consciente es constitutiva de todas las ciencias del hombre».29
2.– A diferencia de las modernas ciencias empíricas, en cuanto las ciencias humanas
no han podido evitar ni pensar adecuadamente este nuevo primado de la represen-
tación, y en la medida en que han querido teorizar acerca del hombre, han recaído
en formas de filosofía semejantes a las imperantes en la Edad Clásica. Allí se perfila
el continuo peligro de «antropologización» que afecta a las ciencias humanas. Ade-
más, es la falta de una clara delimitación del papel jugado allí por la representación
lo que hace que ellas oscilen entre un considerarla como un fenómeno empírico de
análisis, entre otros, o bien, como aquello que le sirve de fundamento general para
sus investigaciones.

Por otra parte, puesto que las investigaciones de las ciencias humanas se realizan so-
bre el fondo de la historia, en donde se muestra que todos los fenómenos acaecidos
en el tiempo han de ser continuamente repensados desde las condiciones históricas
que determinan en cada caso su configuración, se abre la posibilidad del «histori-
cismo» como modalidad de interpretación de los acontecimientos y productos hu-

92 manos. El análisis de la finitud, el desvelamiento del inconsciente y el historicismo


son direcciones de interpretación con las cuales se ven una y otra vez confrontadas
las ciencias humanas. Es en este espacio general del saber moderno en donde las
investigaciones del psicoanálisis, de la etnología y de la lingüística encuentran un
lugar privilegiado de despliegue.

29
PC., p. 353; MCh., pp. 375-376.
Dobles Póstumos / José Jara

Al dirigirnos ahora hacia las vías de desarrollo y resultados de esas investigaciones es


que podremos circunscribir más específicamente el rodeo dado para llegar a aquella
interpretación prospectiva del texto de Foucault acerca del fin del hombre.

Mientras las ciencias humanas se encuentran en una situación ambigua con respec-
to al inconsciente, en la medida en que se ven en la necesidad de desvelar lo que en
él queda oculto, pero sin transgredir las modalidades cognoscitivas de la representa-
ción y la conciencia, el psicoanálisis se dirige directamente hacia el inconsciente con
la seguridad de encontrar allí las figuras fundamentales que determinan la finitud
del hombre, aun cuando ellas no puedan ser inmediatamente aprehendidas por
medio de la representación e incluso la sobrepasen. En el inconsciente «se dibujan
las tres figuras a través de las cuales la vida con sus funciones y sus normas llega a
fundarse en la muda repetición de la Muerte, los conflictos y las reglas en la desnuda
abertura del Deseo, las significaciones y los sistemas en un lenguaje que es al mismo
tiempo Ley».30 Y aun cuando estas figuras puedan no encontrarse en las investiga-
ciones empíricas en torno al hombre, a un nivel arqueológico ellas marcan las con-
diciones de posibilidad de todo saber moderno sobre él: en la muerte transparece
la reduplicación empírico-trascendental de la finitud del hombre, en el deseo lo
impensado por el pensar y en la ley el origen lejano del lenguaje y su recuperación a
través de la mediación analítica. Es en las figuras de la locura —en la esquizofrenia,
especialmente— en donde el psicoanálisis encuentra expresadas dolorosamente las
limitaciones de la finitud humana. Pero justamente por estar ligado inexorablemen-
te el psicoanálisis a una práctica clínica, en donde se trata de reconocer y aliviar los
sufrimientos de un paciente, se revela su insuficiencia de principio para transfor-
marse en una teoría general acerca del hombre.
93
La etnología se sitúa, en cambio, en la dimensión de la historia. Aceptando y apo-
yándose en el nivel cognoscitivo alcanzado por la ratio occidental, pretende de-
terminar teóricamente las estructuras que han regido la serie de acontecimientos

30
PC., p. 363; MCh., p. 386.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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acaecidos en otras culturas. Para lograr ese objetivo, «la etnología coloca las formas
singulares de cada cultura, las diferencias que la oponen a otras, los límites por los
cuales ella se define y se cierra sobre su propia coherencia, en la dimensión en donde
se anudan sus relaciones con cada una de las tres grandes positividades (la vida, la
necesidad y el trabajo, el lenguaje)».31 Al estudiar esas culturas desde las estructuras
en que se organizan tales positividades y al evitar así la posición histórica del sujeto
investigador, la etnología superaría el peligro de historicismo y quedaría en condi-
ciones de exponer la forma especifica de historia que se ha hecho patente en cada
cultura.

Ahora bien, puesto que tanto el psicoanálisis como la etnología orientan sus investi-
gaciones no en torno al hombre mismo, sino en torno a aquellas regiones en donde
se posibilita un saber acerca del hombre: el inconsciente y la estructura formal
ordenadora de las positividades de una cultura, es que ellas revelan en sus discursos
«el a priori histórico de todas las ciencias del hombre». Por ello es que las ciencias
humanas no pueden sino relacionarse de uno u otro modo con ellas. «De ambas
puede decirse lo que Lévi-Strauss dijo de la etnología: que disuelven al hombre». Y
sin que lo siguiente implique un juicio valorativo, afirma Foucault, «en relación con
las “ciencias humanas”, el psicoanálisis y la etnología son más bien “contraciencias”
(...) y no cesan de “deshacer” a ese hombre que, en las ciencias humanas, hace y
rehace su positividad».32 La relación entre ambas se encontraría no en aquellos du-
dosos intentos de realizar una «psicología cultural» o una etnología que busca el in-
consciente colectivo a una cultura, sino en aquel punto de cruce de la perpendicular

94 dibujada por la serie de experiencias significantes únicas del individuo recogidas por
el psicoanálisis, sobre el plano horizontal del sistema formal en que se constituyen
las significaciones de una cultura, tal como son examinadas por la etnología.

Y es a este propósito, justamente, que los intentos de la lingüística por realizar una

31
PC., p. 366; MCh., p.389.
32
PC., p. 368; MCh., p.391.
Dobles Póstumos / José Jara

teoría pura del lenguaje viene a complementar las investigaciones de aquellas otras
dos «contraciencias», para ofrecerles un modelo formal de análisis: son los proyectos
de la lingüística por determinar la estructura de un sistema significante formal en
donde todos sus elementos componentes alcanzarían su significado real. En cuan-
to este lenguaje puro es exterior al hombre, daría cuenta del orden regulador de
las positividades en que él se encuentra inmerso, pero en la medida en que es a
través de ese mismo lenguaje que, en cada caso, siempre se puede pensar de nuevo
aquellas regiones en las que se determina la finitud del hombre, ese lenguaje queda
internamente ligado con y expresa su finitud. Pero con esto queda claro que en la
lingüística tampoco se trata de pensar al hombre en sí mismo, sino en todo caso a
aquello a través de lo cual a éste se le hace posible hablar y pensar desde las regiones
concretas y epistemológicas en que habita.

A los intentos apoyados en las innovaciones de la lingüística por realizar una formali-
zación del pensar y del conocimiento, empleando para ello incluso modelos o méto-
dos tomados de la matemática, han de agregarse complementariamente y desde otra
perspectiva, los propósitos de una buena parte de la literatura actual por desplegar el
ser del lenguaje en todo su espesor. Aquí habrían de inscribirse los trabajos escritos
por Foucault y las observaciones hechas acerca de la obra de Roussel, Klossowski y
Blanchot, pero también sobre la de Kafka, Artaud y Bataille. Aquella literatura en
donde el lenguaje habla desde la repetición incansable y modulada de sus palabras,
imágenes, espacios y materialidad propia, desde su enfrentamiento con la muerte y
con la finitud de la obra. Aquella literatura en donde el sujeto del lenguaje desaparece
justamente entre el murmullo silencioso o dilacerante de las palabras.33
95
33
Ver: Raymond Roussel, Gallimard París 1963 (versión castellana en Ed. Siglo XXI, Argentina 1973);
«Le “non” de pere», Critique Nº 178, Paris 1962 [DE., I, pp. 189-203]; «Un si cruel savoir», Criti-
que Nº 182, Paris 1962 [DE., I, pp. 215-228]; «Préface à la transgression», Critique Nº 195/196,
Paris 1963 [DE., I, pp. 233-250]; «Distance, aspect, origine», Critique Nº 198, Paris 1963 [DE., I,
pp. 272-285]; «Le langage à l’infini», Tel Quel Nº 15, Paris 1963 [DE., I, pp. 250-261]; «La méta-
morphose et le labyrinthe», Nouvelle Revue Française Nº 124, Paris 1963 [chapitre V de Raymond
Roussel]; «Guetter le jour qui vient», Nouvelle Revue Française Nº 130, Paris [DE., I, pp. 261-268];
«Le langage de l’espace», Critique Nº 203, Paris 1964 [DE. I, pp. 407-412]; «La prose d’Actéon»,
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Y este es el punto donde se resuelve, precisamente, aquella interpretación prospec-


tiva propuesta para el texto de Foucault en que se anuncia el fin del hombre. Sobre
el fondo de aquella configuración del saber surgida a comienzos del siglo XIX: la
reduplicación empírico-transcendental de la existencia del hombre, la analítica de la
finitud y de la historia, el pensar lo impensado, el retroceso y retorno del origen, y
a través de los resultados de las investigaciones de la biología, la economía y la filo-
logía y el empleo matizado e interdisciplinario de sus modelos cognoscitivos, es que
pudieron surgir histórica y epistemológicamente —cabría decir también arqueo-
lógicamente— las investigaciones especificas de las llamadas ciencias humanas. Y,
finalmente, sobre todo ese complejo espacio del saber moderno se hicieron posible
los trabajos del psicoanálisis, de la etnología, la lingüística y la literatura. Pero de
un modo tal, que su orientación teórica general y sus resultados habrían puesto de
manifiesto y concretizado aquello que Nietzsche había ya anunciado hacia fines del
siglo pasado: no tanto la muerte de Dios, sino más bien el fin del hombre, asesino
de Dios. Al dar muerte a Dios, el hombre queda entregado a su positiva finitud his-
tórica. Finitud que no puede sino asumir en la dispersión en que ella se manifiesta y
que señala hacia su próxima desaparición y fin. «El hombre desaparece en la filosofía
no como objeto del saber, sino como sujeto de la libertad y la existencia. El hombre
como sujeto, como sujeto de su conciencia y de su libertad, es fundamentalmente
una representación de acuerdo a la imagen de Dios (...), cuando Nietzsche anuncia
la llegada del superhombre, él no anuncia la llegada de un hombre que se asemeja
más a Dios que al hombre; él anuncia la llegada de un hombre que ya nada tiene
que hacer con aquel Dios, cuya imagen él aún lleva sobre sí».34
96
Nouvelle Revue Française Nº 135, Paris 1964 [DE., I, pp. 326-337]; «Le Mallarmé de R. P. Ri-
chard», Annales Nº 5, Paris 1964 [DE., I, pp.427-427]; «La pensée du dehors», Critique Nº 229,
Paris 1966 [DE., I, pp. 518-539]; «Un “fantastique” de bibliothèque», Cahiers de la Companie M.
Renauld-J. L. Barrault Nº 59, Paris 1967; «Qu’est ce qu’un auteur?», Bulletin de la Société Française
de Philosophie Nº 63, Paris 1969 [DE., I, p. 789-821].
34
«Foucault répond à Sartre» (entretien avec J.-P. Elkabbach), La Quinzaine Litteraire nº 46, 1-15
mars 1968, pp. 20-22. [DE., I, p. 662-668]. Nosotros hemos traducido desde la versión alemana
incluida en: Adelbert Reif editor, Antworten der Strukturalisten, Hoffmann und Campe Verlag,
Hamburg 1973. p. 179.
Dobles Póstumos / José Jara

Y porque este hombre más joven que la muerte de Dios ya nada tiene que ver con
aquella imagen de Dios, es que Foucault lo ve dispersarse entre las máscaras, la risa
y el fluir positivo del tiempo, según la modalidad que antes hemos expuesto. La
finitud a que queda entregado el hombre lo lleva justamente a su fin, en cuanto las
ciencias que se dirigen a él para explicar, conocer y dar cuenta de su existencia, lo
hacen a través de un movimiento elíptico que pasa por sobre él y fuera de él, que
encuentra su condición de posibilidad en el espacio del saber moderno, su reposo
analítico en aquellas figuras positivas del inconsciente y la historia de las culturas,
en las estructuras formales del lenguaje y en el murmullo parlanchín de la literatura.
Es allí en donde el hombre encontraría su fin como sujeto de su libertad y de su
conciencia. A Foucault le es patente la problematicidad para pensar en el presente
y hacia el futuro esta desaparición del hombre, especialmente porque aún no se ha
ganado distancia suficiente frente a ese hecho como para pensarlo adecuadamente
y en todo su alcance; pero del mismo modo, tampoco se dispone de una distancia
reflexiva necesaria frente a la reaparición del ser del lenguaje, que se perfila actual-
mente. «El hombre, constituido cuando el lenguaje estaba avocado a la dispersión,
¿no se dispersará acaso cuando el lenguaje se recomponga? (...) ¿No sería necesario
admitir que, dado que el lenguaje está de nuevo allí, el hombre ha de volver a esta
inexistencia serena en la que lo mantuvo en otro tiempo la unidad imperiosa del
Discurso (clásico)?».35

35
PC., p. 374; MCh., p. 397. Agregamos el paréntesis para evitar confusiones en el uso del término
«Discurso» y el significado que recibe posteriormente en AdS. Habría que decir que esta específica
faceta de interpretación del fin del hombre a partir de la recomposición del ser del lenguaje no es
retomada ni desarrollada por Foucault en su última obra. Luego de AdS. y a partir de 1971, se
97
le impone un nuevo tema como el decisivo para el estudio de las ciencias humanas y el hombre,
pero ahora dentro del marco más apremiante de las instancias de formación y ejercicio del poder
en la sociedad. Los puntos de fricción en que la figura del hombre se torna incandescente, en que
se dispersa, fragmenta y transforma su existencia son aquellos en que ésta aparece imbricada con
y multiplicada desde y por una microfísica del poder, una anatomía política de los cuerpos, una
economía del placer y de los dispositivos de sexualidad. Hacia estos complejos temáticos se vuelcan
los análisis de Foucault en sus dos últimos libros, con la pretensión de realizar diversos estudios
arqueológicos acerca del «poder de normalización y la formación del saber en la sociedad moderna»
(VC., p. 314). Aunque estos trabajos no tengan como su objetivo central la historia del hombre
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Para ir concluyendo este trabajo, citaremos dos textos que complementan nuestra
interpretación del tema del nacimiento y fin del hombre en el espacio del saber
moderno y lo colocan, a la vez, en relación con los supuestos teóricos centrales que
orientan la investigación arqueológica de Foucault.
La muerte del hombre es un tema que permite actualizar la manera de como
ha funcionado el concepto de hombre en el saber (...) No se trata de afirmar
que el hombre ha muerto, se trata, a partir del tema —que no es mío y que
no ha cesado de ser repetido desde el fin del siglo XIX— que el hombre ha
muerto (o que él va a desaparecer, o que él será reemplazado por el super
hombre), de ver de qué manera, según qué reglas se ha formado y ha fun-
cionado el concepto de hombre. Yo he hecho la misma cosa para la función
de autor.36
No cabe emocionarse especialmente con el fin del hombre: él no es más que
el caso particular o, si se quiere, una de las formas visibles de un deceso mu-
cho más general. Yo no entiendo con esto la muerte de Dios, sino aquella del
sujeto, del Sujeto con mayúscula, del sujeto como origen y fundamento del
Saber, de la Libertad, del Lenguaje y de la Historia. Se puede decir que toda
la civilización occidental ha sido subjetivada-sojuzgada (assujettie), y los filó-
sofos no han hecho más que establecer su constatación al referir todo pensa-
miento y toda verdad a la consciencia, al Yo, al Sujeto. En el estruendo que
nos estremece hoy, es preciso, tal vez, reconocer el nacimiento de un mundo
en donde se sabrá que el sujeto no es uno, sino escindido, no soberano, sino
dependiente, no origen absoluto, sino función sin cesar modificable.37
98
moderno, sino en todo caso una historia del poder-saber y sus estrategias, sus resultados no son de
ninguna manera indiferentes para aquel otro problema.
36
«Qu’est ce qu’un auteur?», p. 101. Publicado en Bulletin de la Société Française de Philosophie 63
année, nº3, juillet-septembre 1969, pp. 73-104. [DE., I, p. 789-821]. (El subrayado es nuestro).
Incluimos la última frase de este texto para dejar planteada la comunidad de estilo en el trabajo de
los temas: hombre-autor-sujeto. (La traducción es nuestra).
37
«La naissance d’un monde» (entretien avec J.-M. Palmier). Le Monde, supplément: Le Monde des
libres, nº 7558, 3 mai 1969, p VIII. [DE. I, p. 786-789] (La traducción es nuestra).
Dobles Póstumos / José Jara

Luego de estos textos se podrá apreciar cómo el tema del hombre no es sino una
concreción de otro más general, que señala hacia el andamiaje teórico que sustenta
la labor de excavación, socavamiento y subversión de la arqueología, para crear des-
de allí las condiciones positivas de examen del archivo del saber occidental, sobre el
cual la arqueología pueda convertirse en algo así como una filosofía diagnóstica del
presente y del tiempo venidero. Si dentro de la variedad de temas y ángulos destaca-
dos de acercamiento a ellos, en el conjunto de la obra escrita por Foucault se puede
reconocer la persistencia de unos supuestos teóricos y una actitud crítica determi-
nada, ella podría resumirse en las siguientes líneas: intentar sistemáticamente y sin
tregua el desmantelamiento y desmitificación de la asignación de responsabilidad
histórica y metafísica al sujeto y a la conciencia como centros absolutos de constitu-
ción de la verdad de los discursos del saber y las ciencias, propuestos sobre el fondo
de una continuidad ideal de los tiempos y la historia, que le garantizan al sujeto y
a la conciencia el reencontrar en sus palabras la verdad de las cosas, actuando, en
definitiva, como juez y parte interesada a la vez en el litigio de su propia existencia
en el mundo.

Si en su última obra Foucault liga explícita y concretamente el análisis del saber con
los mecanismos del poder, lo que allí se intenta es, en cada caso y dentro del conjun-
to de su investigación, desacralizar lo absoluto y la totalidad, como instancias finales
y unificadoras de sentido en que se resuelven las diferencias de los hombres, las cosas
y la historia, mediante un sostenido trabajo puntual y coyuntural de la multipli-
cidad y aleatoriedad de lo real, de la historia. Con esto no se quiere propugnar tal
vez un anarquismo del saber y el poder, sino en todo caso promover mediante un
positivismo sin ilusiones utópico-humanistas el levantamiento de —por lo menos y
99
por lo pronto— un archivo y un plano topográfico-epistemológico de las estrategias
del poder-saber, que aprisionan y en que se debate el hombre en su nueva finitud
y saber.

Sin duda que la ampliación del campo de trabajo iniciado por Foucault a propó-
sito de los temas arriba esbozados, plantea una serie de cuestiones que han de ser
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ampliamente analizadas, discutidas, incluso rediseñadas, pero que no es este el mo-


mento, sin embargo, en que lo podamos emprender. El requiere de un tratamiento
especifico y detallado.

En todo caso, y para concluir, la intención que transparece en la obra de Foucault


es la de ejercer otro tipo de trabajo intelectual en donde frente a lo que, se podría
llamar, ha sido el intelectual «universal», Foucault toma partido por la obra de un
intelectual «especifico»38, que se integre efectivamente, desde su nivel, a los debates
y enfrentamientos epistemológicos y políticos que conforman el ámbito del poder-
saber, en que hoy se intenta vivir y pensar.

100

38
Ver «Verité et pouvoir», p. 22-26, en L’Arc, nº 70: La Crise dans la tête, Paris. 1977, pp. 16-26 (ex-
trait de l’entretien avec A. Fontana et P. Pasquino, juin 1976, publié in Fontana [A.], et Pasquino
[P.], Microfísica del potere: interventi politici, Turin, Einaudi, 1977, pp. 3-28 [DE. III, pp. 140-
160]).
Dobles Póstumos / José Jara

Las máscaras del poder-saber1

Los cuerpos y la verdad en entredicho2

Las relaciones de poder penetran los cuerpos y transitan pluralmente por las calles,
los lugares de trabajo, de vida y de muerte. La historia concreta de sociedades de-
terminadas, en continentes y tiempos definidos, hace que esas relaciones de poder
deban ser analizadas e interpretadas en cada caso recogiendo las huellas y las reali-
dades que ellas han dejado sobre el cuerpo de los individuos y en el pulso vital de
la sociedad.

No parecen ser siempre los deseos, las ideas, los proyectos los que modelan los ges-
tos, las conductas y las acciones de los cuerpos, así como ni éstos ni aquéllos encuen-
tran su centro de formación y expresión exclusivamente en el reducto amurallado
o poroso de los individuos que canjean entre sí sus impresiones o se han tornado
incomunicantes el uno para el otro. Más allá de ellos y entremedio de sus cuerpos

1
[La primera versión de este texto, en Revista Mensaje, tiene la siguiente bajada: «El pensamiento
de Michel Foucault, filósofo francés que desde la década del 60 viene publicando numerosos li-
bros y artículos, no es fácil captar. Contribuye a esto el que lo que es nuevo no son las respuestas a
problemas ya familiares en la tradición filosófica, sino el planteo mismo de los problemas. Así, por

101
ejemplo, el que quisiera enterarse de su «metafísica» y de su «epistemología» tendría que leer La ar-
queología del saber y Las palabras y las cosas. Y allí leería afirmaciones como ésta «(…) en un análisis
como el que yo llevo a cabo, las palabras están tan deliberadamente ausentes como las cosas mismas
(…) No nos situamos más acá del discurso (...), tampoco nos trasladamos más allá del discurso;
nos mantenemos (…) al nivel del discurso mismo» (L'archeologie du savoir, p. 66). El artículo que
publicamos se ocupa de otra problemática central en el pensamiento de Foucault: la relación entre
el saber y el poder, entre los discursos y las instituciones. Por «poder» no entiende lo que suele
tenerse presente cuando se habla del poder político, económico, cultural, etc. Él entiende más bien
el poder como una realidad difusa en todo el cuerpo social. Así, por ejemplo, el disciplinamiento
que ha impuesto a todos sus miembros la sociedad industrial es una forma de poder. El poder que
los padres tienen sobre los hijos en su función de superego es otra forma de poder»].
2
[En su primera versión, este texto no poseía subtítulos, los que la segunda versión sí consigna].
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y deseos se teje continua y diferenciadamente una red de relaciones familiares, de


aprendizajes en la escuela, en las páginas de los periódicos, entre las voces y las
imágenes de la radio y la televisión, aprendizajes que llevan consigo, sin embargo,
una extraña y sistemática huella de olvidos y desaprendizajes. Pero los hilos de esos
ovillos de relaciones se entrecruzan también con situaciones de trabajo y cesantía;
con condiciones de salud, de enfermedad y de muerte; con recintos cerrados hacia
afuera y armados en su interior en los que se forjan la obediencia y la eficiencia
militar; con normas y dictámenes legales que prescriben, absuelven y condenan;
con espacios amurallados y celulares de ejecución de castigos sociales que operan
como laboratorios de delincuencia y, en teoría, también de rehabilitación ciudadana
ordenada y responsable.

No es en el lugar ninguno de la geometría pura, ni sólo en el discurso ideológico


único y masivo de una conciencia descarriada de la razón trascendental, en donde
se alojan estas relaciones múltiples que envuelven y configuran al individuo. Ellas
habitan y se reproducen en espacios arquitectónicos poblados por rituales específi-
cos: el hogar, la escuela, salas de redacción, talleres y fábricas, hospitales, cuarteles,
tribunales, prisiones. Las calles y las plazas públicas, las poblaciones y los barrios
conectan y hacen circular los hilos de esos ovillos que tejen la arpillera de la vida co-
tidiana, y marcan los trazos de la cartografía urbana de lo público y lo privado, que
pueden ser táctica o estratégicamente dispuestos y trasvasijados por el ojo vigilante
y la mano pronta del planificador social, de acuerdo a sus intereses de dominación.

Esas relaciones y esos lugares tienen su burocracia oficial de saber y de poder que se
102 acuña en normas, reglamentos y leyes, en indicaciones, memorándum, fichas, cua-
dros, estadísticas, historiales penales, clínicos, laborales, asistenciales, pedagógicos,
prescripciones y ordenanzas que pueden traducir o inducir y normalizar hábitos y
costumbres, opiniones y convicciones. Ellas se legitiman sabia y poderosamente a
través de toda una literatura menor, administrativa y técnica, tediosa pero inflexible
por lo casuística, y que aún cuando pueda dejar lagunas, la práctica de su omisión
permite recuperarlas luego en un nuevo reglamento que modifica y amplía el ante-
Dobles Póstumos / José Jara

rior; pero que, en todo caso, no por ser una literatura gris y anónima tal vez, sin que
llegue a alcanzar el brillo acicateante de una verdad trascendental y universal, deja
de producir, sin embargo, efectos de verdad incontrarrestables, precisamente porque
se dirigen y anidan en lo concreto del detalle de la vida cotidiana.

Pero así como esas relaciones no son analfabetas ni son ubicuos sus lugares, tam-
poco es indiferente el que ello acontezca en una sociedad del primer o del tercer
mundo, con una estructura de producción y laboral agraria o industrial, avanzada o
retrasada en su desarrollo con resabios colonizadores o distorsiones de colonizado.
Sobre el fondo y de entre las redes mundiales de poder cabe detener y apuntar la
lupa también hacia los detalles múltiples, las filigranas contradictorias y los orna-
mentos necesarios que constituyen la producción de poder y de saber en una socie-
dad dada a través de los cuerpos de sus ciudadanos, en los lugares en que habitan y
laboran, en los lenguajes y en los códigos que usan y abusan de ellos.

Las relaciones de poder y de saber penetran y modelan los cuerpos y la vida social,
constituyen a los individuos y a las sociedades como un efecto y un objeto de poder,
trabajándolas como un efecto y un objeto de saber.

Con todo esto, de lo que se trata es: del individuo y la sociedad; seguro. De psicolo-
gía conductual y de sociología del conocimiento; tal vez. Del Estado y las Ciencias;
también. Pero igualmente puede decirse todo eso de otro modo, por ejemplo, «saber
cómo se gobiernan los hombres (a sí mismos y a los otros) mediante la producción
de verdad».3 O bien, llevar a cabo un análisis que puede llamarse una «microfísica
del poder» que se detenga en los detalles de un saber que, a su vez, puede recibir el
nombre de una «anatomía y economía política de los cuerpos»; un saber que ponga 103
de manifiesto los mecanismos, técnicas, enunciados y postulados que han contri-
buido a producir e incorporar en las conductas y en las palabras de los individuos
específicas relaciones de dominación y sometimiento.

3
IP(fr)., p. 47. Junto a una serie de artículos de historiadores franceses, recoge la respuesta de Fou-
cault a uno de esos artículos y el protocolo de una mesa redonda sostenida entre ellos.
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Relaciones de poder y de saber, por consiguiente, que en sociedades y en tiempos


dados han llegado a constituir y a hacer reconocerse a los hombres a través de ellas
en lo que consideran su más estricta individualidad. Es decir, relaciones que han
«permitido» a los hombres encontrar en ellas el perfil más íntimo de su verdad, o
bien que por convicción o saturación se enfrentan a los lugares comunes o insidio-
sos del poder y del saber en las múltiples modalidades de la resistencia.

También puede expresarse todo lo dicho, afirmando que, «en suma, la cuestión po-
lítica no es el error, la ilusión, la conciencia alienada o la ideología: es la verdad mis-
ma».4 Afirmar que la verdad es política, y que su desocultamiento, su conquista o su
producción ha de pasar por los trabajos diarios de una historia política de la verdad.

Pero lo escrito hasta el punto que cerró el párrafo anterior no es propiedad intelec-
tual exclusiva del autor que redacta estas líneas. Ellas exponen una interpretación,
que es a su vez una primera aproximación a y presentación de algunos de los análisis
y problemas que desde fines de 1970 viene desarrollando Michel Foucault en su
cátedra de «Historia de los sistemas de pensamiento» en el Colegio de Francia, en
París, y que han sido publicados en sus libros: 1. Vigilar y castigar. El nacimiento de
las prisiones; 2. Historia de la sexualidad. I. La voluntad de saber; 3. La verdad y las
formas jurídicas; 4. Microfísica del poder; y estos libros a la vez que trasladan fuerte-
mente los acentos hacia las cuestiones relativas a los dispositivos de producción del
poder-saber, recogen y transforman puntualmente las investigaciones de otras obras
suyas editadas en la década del 60, que abordan temas tan diversos entre sí como los
ya señalados; 5. Historia de la locura en la edad clásica; 6. El nacimiento de la clínica.
104 Una arqueología de la mirada médica; 7. Las palabras y las cosas. Una arqueología de
las ciencias humanas; 8. La arqueología del saber.5

4
MP., p. 189.
5
Con excepción de 3., editado por Ed. Gedisa, Barcelona, España; de 4., editado por Ed. La Pique-
ta, Madrid, España; y de 5., editado por Ed. F.C.E., México, todas las otras obras de M. Foucault
han sido traducidas al castellano y editadas por Ed. Siglo XXI, México.
Dobles Póstumos / José Jara

Entre fragmentos y canteras

La diversidad de temas y problemas que ha trabajado Foucault podría comprender-


se, por uno de sus lados, desde su afirmación de que su trabajo responde a la coyun-
tura teórica actual, con la intención de proponer un diagnóstico del presente. Ello,
en la medida en que los análisis de esa pluralidad de discursos que despliegan téc-
nicas y prácticas diversas pero precisas sobre la locura, el saber médico, las ciencias
humanas, las prisiones, la sexualidad, lo jurídico y la verdad, entregan elementos
específicos y diferenciados que contribuyen a una comprensión de las diferencias
que constituyen al hombre moderno, y que en definitiva él mismo produce. Dife-
rencias que permitirían distinguirlo radicalmente de los hombres de otras épocas,
y que pondrían mayormente de relieve los problemas de la coyuntura del presente.

Además de presentar los libros de Foucault como coyunturalmente diagnósticos,


habría que considerarlos, según él mismo nos lo dice, «cuando más, como fragmen-
tos filosóficos en las canteras de la historia».6 Esto cabe entender[lo como un doble
quiebre: tanto con respecto a una cierta comprensión tradi]7 cional de la filosofía
como de la historia.

A propósito de la filosofía, por lo pronto un quiebre frente a aquella voluntad de


sistema que pretende dar cuenta del conjunto de la experiencia humana en una
teoría totalizadora y global, que garantizaría un discurso de verdad universal y ne-
cesario. Al oponerse a ella, Foucault no busca sin más cubrirse con la modestia del
fragmento y el análisis y la crítica local, circunscrita, sino a la vez y a través de éstas
denunciar los efectos inhibitorios y encubridores que esas teorías totalitarias ejercen
con respecto a la abigarrada y aleatoria realidad concreta, de lo que genéricamente 105
puede llamarse la experiencia humana.

A propósito de la historia, se propone un quiebre de aquella historia escrita por

6
IP(fr)., p. 41.
7
[Laguna en el texto, cuestión que está resuelta en su primera versión y que aquí hemos añadido].
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o para filósofos, que pretende fijar la identidad del presente en la continuidad sin
mancilla ni ruptura de los tiempos, en el reencuentro del origen o en el cumpli-
miento de un fin trascendental. Por el contrario, se ha de intentar multiplicar ana-
líticamente la historia en los «acontecimientos», en las «singularidades» que la han
entramado. ¿Para qué?

Por lo pronto para provocar una ruptura de evidencias. Por ejemplo, aquella de que
lo que es, es necesario, porque desde todos los tiempos ha sido esencialmente así,
como hoy es, aun cuando accidentalmente se haya vestido con distintos ropajes.
Pero también porque al «acontecimentalizar» la historia, el análisis puede hacer
aparecer una variedad aleatoria de conexiones, apoyos, encuentros, bloqueos, jue-
gos de fuerza, estrategias, que a pesar de y con las contradicciones que allí puedan
surgir, posibilitan un enriquecimiento de la comprensión de los hechos históricos
en su materialidad. Y ello, aún cuando toda esa aleatoreidad de los acontecimientos
pueda luego funcionar, a partir de una coyuntura y urgencias dadas, con un carácter
de evidencia y necesidad, integrándose eventualmente a una estrategia global de
dominación de un poder y un saber específicos.

Pero habría que agregar que ni los fragmentos ni las canteras son un dogma, sino
una elección coyuntural y estratégica de análisis.

Los discursos productivos

Es en una teoría general de la producción entretejida por los discursos en que se


expresa y afianza en donde, por otra parte, habría que situar las diferentes investiga-
106 ciones concretas de Michel Foucault.

Digamos, en primer término, algo sobre los discursos. La relevancia que le otorga
Foucault a los discursos radica en el hecho de que ellos mismos remiten a lo ya di-
cho y escrito acerca de un objeto o situación dada, de modo que se puedan así filiar
las condiciones concretas de existencia en que se produjeron objetos y prácticas
efectivas: la locura, el discurso clínico de la medicina, la sexualidad, entre otros. En
Dobles Póstumos / José Jara

lugar de la especulación pura o encubierta, la reescritura de los discursos existentes.


Además, el valor de los discursos se asienta en la materialidad y en el apoyo que les
otorgan las instituciones que los usan, los hacen circular en otros campos, los repi-
ten y los estabilizan, legitimándolos con la aureola de su poder.

Así, por ejemplo, los discursos sobre la creación de riqueza y progreso a través del
juego de la oferta y la demanda en la economía de libre mercado, no encuentra ni
legitima su verdad en el santuario oficial de la Ciencia de la Economía Política,
sino en las instituciones y prácticas de poder: ministerios, centros financieros y
empresariales, complejos de comunicación social y de masas, corporaciones de altos
estudios. Y todos ellos y cada uno de acuerdo a sus peculiares intereses hacen circu-
lar, usan, repiten y estabilizan ese discurso confiriéndole un efecto de verdad, que no
por ser sutil o gruesamente interesado deja de crear concretos, y en algunos casos
—según las condiciones internas de dominio en una sociedad dada—, inexorables
efectos de poder que traspasan todas las relaciones individuales y sociales, al punto
que no llegan a faltar quienes, ya sea por ingenuidad, comodidad, resignación u
oculta convicción reactivada por la «realidad» inmediata, terminan considerando a
ese discurso como la verdad misma, y sin vuelta de hoja.

Con respecto a la teoría general de la producción entregaremos fragmentariamente


un solo ejemplo desarrollado por Foucault en Vigilar y castigar8: mostrar y des-
mitificar a través de un análisis microfísico, es decir, yendo al detalle de prácticas
específicas diversas, el cómo del proceso de producción del cuerpo y del «alma»
del hombre moderno, a lo largo del siglo XIX en Europa, y más precisamente en
Francia. 107
Es en los espacios cerrados hacia afuera, pero calculadamente distribuidos en su
interior, tal como sucede en las escuelas, los cuarteles, los talleres y fábricas, los
hospitales y las prisiones, en donde se tallan minuciosamente los gestos, posturas

8
VC., III parte, cap. I, II, III.
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y conductas del cuerpo del escolar, el soldado, el trabajador, el enfermo, el reo, de


acuerdo en cada caso al objeto que deba producir, a la orden que cumplir, al proble-
ma que resolver. Allí se ponen en obra las técnicas de control y ablandamiento de
los cuerpos de los hombres, propias a una «anatomía política» y a una «economía
política de los cuerpos», las cuales tienen como objetivo inmediato aumentar el
rendimiento económico, productivo de esos cuerpos, a la vez que conquistar su
domesticación y docilidad política.

De este modo no sólo se controla más eficazmente a las masas de hombres que
crecen y pueblan las sociedades industriales del siglo pasado (explosiones demográ-
ficas, migraciones del campo a la ciudad, etc.), sino que también se los disciplina,
apuntando finalmente hacia la normalización de sus conductas, deseos e ideas. El
premio y el castigo son los operadores de cambio entre el cumplimiento y el incum-
plimiento o desacato a la norma. Se produce y se conquista el «alma» del hombre
a través de la talla y docilización de las necesidades y deseos de los cuerpos. (Y por
aquí habría que buscar también la figura del hombre que estudia e interpretan las
llamadas ciencias humanas).

Paralelamente, estas prácticas están traspasadas por y aseguradas mediante los dis-
positivos peculiares a cada lugar de una vigilancia jerarquizada. Una vigilancia en la
que el que ve, debe ver sin ser visto, de modo que todos y cada uno de los vigilados
deba sentir y saber siempre que está vigilado, para que éste a su vez ni siquiera tenga
el deseo de hacer o querer aquello que el que lo vigila, no quiere que él haga o desee.

Con todo esto se trata de analizar y comprender de una manera más positiva el
108 cómo de la eficacia de los aparatos de disciplinamiento de los hombres, usados por
el poder. Pero también y en su reverso, Foucault pretende destacar, para su empleo
posible y necesario, los puntos de fricción, de enfrentamiento, conflicto y lucha, de
resistencia frente a los mecanismos de disciplinamiento y normalización con que el
poder aprende a y sabe «gobernar» a los hombres.
Dobles Póstumos / José Jara

Los dos lados de la moneda

Por ello es que, puestos ante la realidad del poder y del saber oficiales en una socie-
dad dada, propone Foucault la modificación del eje de sus análisis.

Un punto de partida general aunque concreto para operar este cambio, consiste en:
antes que privilegiar el modelo jurídico de la ley y la soberanía: de la legitimidad o
ilegitimidad de quien posee el poder —trátese del rey en la época moderna, o del
pueblo en las democracias contemporáneas, con su correspondiente contrato social
entre ciudadanos libres e iguales—, cabe adentrarse, más bien, en los mecanismos
y técnicas específicas de dominación y sometimiento usados por el poder-saber ofi-
ciales. Pues cualquiera sea la forma jurídica en que se apoya el poder, éste siempre se
ejerce de acuerdo a modalidades precisas de dominación, con todas las gradaciones
democráticas o autoritarias que aquél pueda inventar o absorber desde otros lugares
de prácticas.

Dicho esquemáticamente, la propuesta de transformación del análisis supone:

1. Suspender el juicio y el trabajo acerca de aquella interpretación que sitúa al


poder en el centro y en lo alto de las relaciones y prácticas sociales, y que pa-
ralelamente llevan a entender el fenómeno de la dominación como algo que
se implanta masiva y homogéneamente desde un individuo, grupo o clase
hacia otros individuos, grupos o clases. Simultáneamente esa dominación se
consolidaría con el cemento del discurso ideológico que se escurriría desde lo
alto de los aparatos del poder, que a su vez lo producirían, y que impregnan
todo el cuerpo social.
109
2. (Y continuando con el esquematismo de circunstancias), privilegiar coyun-
turalmente para el análisis aquellas prácticas y formas locales, regionales, ca-
pilares en que se ejercen poderes diversos, que atraviesan y circulan por los
cuerpos de los individuos y las distintas prácticas sociales, rearticulándose en
organizaciones reticulares, en las que pueden persistir o transformarse al ser
anexadas, confiscadas por estrategias globales de dominación —en tanto éstas
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reconocen la utilidad económica, social, política de aquéllas— y que, por con-


siguiente, pueden ascender hacia y generalizarse a través de su uso por el poder
central o los poderes dominantes. La producción ideológica será acá, en todo
caso, la resultante plural de todos aquellos saberes menores pero eficaces, que
contribuyeron al éxito del poder ejercido en esos niveles locales, periféricos,
capilares de prácticas sociales.

Para abreviar, concluimos con una cita, sin comentarios:


El problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos
ideológicos que estarían ligados a la ciencia, o de hacer de tal suerte que su
práctica científica esté acompañada de una ideología justa. Es saber si es po-
sible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es “cambiar
la conciencia” de las gentes o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen
político, económico, institucional de la producción de la verdad.
No se trata de liberar la verdad de todo sistema de poder —esto sería una
quimera, ya que la verdad es ella misma poder— sino de separar el poder de
la verdad de las formas de hegemonía (sociales, económicas, culturales) en el
interior de las cuales funciona por el momento.9

110

9
MP., p. 189.
Dobles Póstumos / José Jara

Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa?

Crisis, es uno de los términos del hablar cotidiano que hoy en día goza de amplia
circulación en todos los medios en que se reflexiona y discute acerca del hacer y el
pensar del hombre contemporáneo. Crisis, se ha transformado en la moneda de
cambio en la que confluyen las múltiples significaciones de las dudas y las inquietu-
des que el presente depara al hombre, sea que ellas surjan en el ámbito de la familia,
el trabajo, la sociedad, en el de las ciencias naturales, físico-matemáticas, humanas o
sociales, en el de la teoría y la acción política, cualquiera sea el nivel y la latitud de su
ejercicio. Pero si la crisis ha llegado a convertirse en el poderoso imán que aprisiona
el quehacer y las esperanzas de los hombres de hoy, es, con alta probabilidad, porque
el presente no puede ser percibido sólo como el fulgor del instante que se vive y en
que, eventualmente, se pronuncia tal palabra. La crisis del presente tiene una histo-
ria que amplía retroactivamente su valor de cambio, algunos dirán por fetichismo
tal vez de las fechas seculares, ante la escasez de los cumplimientos milenarios, hasta
los comienzos de este siglo; otros la harán retroceder hasta el amplio umbral inicial
del siglo XIX, en que pueden caber las decisivas transformaciones político-institu-
cionales y socio-económicas de la Revolución Francesa y la Revolución Industrial,
que derrumbaron el viejo orden monárquico que había afianzado una comprensión 111
del hombre, la sociedad y la naturaleza, de acuerdo a los preceptos del derecho natu-
ral y de la razón teológico-metafísica; otros con un afán universalista y apocalíptico
pueden hacer retroceder todavía el origen de la significación histórica de la crisis
hasta la disolución de la polis democrática ateniense, el extravío de la Arcadia o la
expulsión del paraíso terrenal.
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Cualquiera sea, sin embargo, el juicio acerca de la dimensión temporal de la crisis,


es claro que ella no es sólo asunto del hoy; pero si ello es así, entonces cabe pre-
guntar por el criterio según el cual se evalúa, por ejemplo, el período abierto hace
dos siglos por la Revolución Francesa —para dar sólo una fecha significativa para
Occidente—, como uno en el cual irrumpieron elementos decisivos que están a la
base de la crisis que hoy experimentamos. Dicho de otra manera, ¿cuál es la idea
del hombre, de la sociedad, de la naturaleza, y del saber que sobre ellos se tiene, que
opera a la base de la calificación de crisis asignada a nuestro presente? Por otra parte,
y ligado a la pregunta planteada, no faltan quienes lamentan la ausencia en nuestro
tiempo de aquellos hombres señeros de otras: el sabio, el jurista, el estadista, el filó-
sofo, que indicaban con pulso firme y palabra esclarecida los derroteros por donde
el hombre podía transitar con pie seguro por el mundo, disolviendo las dilacerantes
dudas de la crítica, un personaje afín a la crisis.

Pero si la ausencia de tales ideas y tales hombres pareciera estar a la base de la tan
mentada crisis actual, cabría preguntar si esa crisis es casual o es un hecho inevi-
table: Y por cualquiera de las dos alternativas que se incline la respuesta, con ello
habremos hecho una elección que afecta al conjunto del hacer y el pensar del hom-
bre: si es casual, será preciso agenciar los medios para recuperar aquel saber hoy
extraviado, que con su dictum necesario y absoluto esté más allá de toda sospecha
y toda crítica incoativa de crisis; si es un hecho inevitable, será preciso aprender a
reconocer las nuevas condiciones de existencia del hombre, que le permitan asumir
afirmativa y concretamente el presente, desmantelando la crisis mediante la des-

112 mitificación de sus supuestos teóricos y la reinterpretación y revalorización de los


elementos de distinto orden y nivel que hasta ahora han sido considerados como
generadores de crisis.

De este modo, la crisis pareciera estar relacionado con algo más «profundo» que las
manifestaciones de su superficie social cotidiana. Ella provendría más bien de la ca-
rencia de aquella verdad transparente de las ideas universales y necesarias, digámos-
lo, de la filosofía, la ciencia, y por qué no, la moral, antes que de los turbios hechos
Dobles Póstumos / José Jara

contingentes del acaecer nuestro de cada día. El regreso a la Filosofía y a la Ciencia,


por consiguiente, debería ser la dirección que tomase la reflexión de nosotros, hom-
bres de hoy, y por derivación, el curso de significaciones de las palabras de estas
páginas, puesto que en ellas hemos comenzado invocando este presente de crisis.

Sin embargo, el tema invocado ama las paradojas y está repleto de ellas. Tal vez por
eso es que frente a él nuestra elección de la vía para abordarlo puede ser o parecer
paradojal. No la vuelta a la filosofía, en la relectura de los textos de sus autores clási-
cos del pasado, a falta de pensadores señeros del hoy en su sentido también clásico,
sino más bien el trabajo y la reflexión en torno a un autor que, ejerciendo hoy una
cátedra de filosofía, la de «Historia de los sistemas de pensamiento», en una de las
más relevantes instituciones de educación superior francesa, el Colegio de Francia,
ha afirmado hace ya quince años que, «según mi opinión, hoy en día la filosofía ya
no existe más».1

Lo primero que puede decirse sobre este enunciado de Michel Foucault, puesto
que él es quien pronunció dichas palabras, es que en él se encuentran puestos en
conexión el presente y la filosofía: pero también puede decirse, luego, que él remite
a su vez a un conjunto de obras suyas en que esos temas resuenan continuamente
a través del análisis de diferentes problemas que son, en definitiva, aquellos en que
se manifiesta una buena parte del proceso de formación del hacer y pensar del
hombre actual. Frente a dichos temas, señalemos que nuestro propósito es el de ver
hasta qué punto y de qué manera el trabajo de Michel Foucault puede entregarnos
indicios o claves para la interpretación del presente que vivimos, de las condiciones
en que se ejerce la reflexión del pensar actual y que no puede sino estar movido, en- 113
tramado y llegar a decantarse en medio del juego mismo y quehacer de tal presente.

Que hoy la filosofía ya no exista más, no quiere decir para Foucault, sin embargo,

1
«Sur les façons d’écrire l’histoire» (entretien avec R. Bellour), Les lettres françaises, nº 1187, 15-21
juni 1967, pp. 6-9. [DE. I, pp. 585-600].
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que ella haya desaparecido; lo que ha sucedido con ella más bien es que «se ha disuel-
to en un gran número de actividades diversas».2 La disolución de la tradicionalmente
llamada «madre de las ciencias» no la habría conducido a una desaparición sino tal
vez sólo a su transformación, probablemente de un modo análogo, por ejemplo, al
modo de como la energía liberada por la fisión del átomo transforma, mortalmente y
en miles de kilómetros a la redonda, a toda forma de vida existente. Si el núcleo se ha
roto, la energía no se ha perdido; sólo se ha transformado. Sin duda, más de alguien
podría decirnos que esta imagen, este ejemplo, podría ser interpretado como una
muestra más de que la filosofía, hasta en su disolución o en su muerte, persiste en
su sapiente arrogancia milenaria que no muere sin pretender producir a su alrededor
una devastación acorde con, por lo menos, su autovaloración.

Pero Foucault no habla de la muerte de la filosofía, sino sólo de su disolución, es


decir, de su transformación. Y quienes habrían recogido sus viejas banderas de sabi-
duría se encontrarían desplegándolas hoy, entre otros, en los campos de la lingüís-
tica, de la etnología, de la axiomática, de las matemáticas, la física y la biología, de
la historia, de la política. Por cierto que los lemas inscritos en esas banderas tienen
que haberse modificado igualmente. Ya no cabría leer en ellos la ilustre aspiración
de dar cuenta de lo que es, mediante la fundación, desarrollo y dominio de un saber
totalizador y universalmente verdadero, que lo sería en tanto pudiese dar cuenta de
las condiciones de posibilidad de los fenómenos, en tanto que da cuenta a la vez
y primariamente de las condiciones de posibilidad del conocimiento de los fenó-
menos —para usar la fórmula kantiana que, genéricamente y en sentido amplio,

114 podría caracterizar el proyecto básico de toda filosofía que asiente el poder de su
sabiduría en la fuerza de la razón—. Las pretensiones de estos otros campos de saber
que habrían quedado permeados, hoy diríamos, contaminados con la disolución-
transformación de la filosofía, serían más modestos en comparación con aquel afán
de totalización, pero no por ello menos rigurosas en el cumplimiento de sus actuales

2
Ídem.
Dobles Póstumos / José Jara

tareas, las que, por lo menos, consistirían en «hacer visibles (es decir, descriptibles,
analizables, interpretables) nuevos objetos del conocimiento y de la praxis».3 Lo
cual, a su vez, querría decir, por uno de sus lados, que la presencia de un cierto estilo
de hacer filosofía predominante en Occidente a lo largo de 25 siglos habría dificul-
tado, cuando no impedido, el avistar determinados objetos de conocimiento y de
práctica —lo cual no quiere decir que ellos no hayan existido, aún cuando habría
que precisar la modalidad de su existencia invisible, encubierta o soterrada durante
ese tiempo—, conocimientos y prácticas que ahora emergerían en los diferentes
campos del saber y hacer contemporáneos.

II

Teniendo presente lo dicho por Foucault acerca de la filosofía actual, es preciso


agregar, sin embargo, que antes de asumir éste su cátedra de filosofía en el Colegio
de Francia hacia fines de 1970, y luego desde ella, ha escrito libros que se encuen-
tran catalogados en por lo menos más de una biblioteca universitaria bajo la rúbri-
ca de «filosofía», y han sido reseñados como tales en revistas especializadas. Pero
también, es cierto, se ha polemizado acerca de si cabe o no colocar sobre la amplia
frente de su autor una etiqueta que diga «filósofo»; y cuando esto se ha hecho, no
ha dejado de provocar en más de un filósofo profesional reacciones que van desde la
incomodidad hasta la indignación, y el sentirse incluso escarnecido por tal vecindad
gremial. Frente a esta situación, es el propio Foucault quien se encarga de aflojar
las tensiones de la paradoja en torno a la filosofía, y de evitar tal vez que la sangre

115
llegue al río de las doctas polémicas. Pues es él mismo quien se encarga de decir que
sus libros son «cuando más, fragmentos filosóficos en los talleres de la historia».4

Es evidente, puede decirse qué más cabría esperar de alguien que propala la diso-
lución y la fisión, decimos nosotros, del núcleo de la filosofía tradicional, o más

3
Ídem. (El texto entre paréntesis es nuestro).
4
IP(fr)., p. 41; IP., p. 57.
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precisamente, de la metafísica moderna. Hay que señalar, sin embargo, que los frag-
mentos escritos por Foucault —con un promedio de 310 páginas para cada uno de
sus ocho libros, sin contar aquí una serie de artículos y entrevistas— no transcriben
ni son el resultado de una crítica de estilo académico a ese núcleo de la metafísica
moderna, pues más bien cabría decir que dichos fragmentos fueron escritos por él,
por así decir, luego de la disolución de ese núcleo; lo cual significaría, por otra parte,
la constatación de su disolución efectiva, o cuando menos de su prescindibilidad
histórica.

Digamos brevemente que ese núcleo alude al sujeto trascendental, a la conciencia,


en tanto el uno y la otra son considerados como la instancia fundamental desde la
cual se elabora un discurso de la razón en que se expresa la experiencia y el saber
del hombre sobre las cosas, la naturaleza y sobre sí mismo, que le permite enunciar
juicios universalmente verdaderos y que, por consiguiente, le autorizan a presen-
tarse como poseedor en su discurso de la verdad acerca de todo lo que es. Es aquel
sujeto, que en la filosofía ha sido considerado, con palabras de Foucault, como
«origen y fundamento del Saber, de la Libertad, del Lenguaje y de la Historia», y del
cual «los filósofos no han hecho más que establecer su constatación al referir todo
pensamiento y toda verdad a la conciencia, al Yo, al Sujeto».5 Un sujeto que para
poder acceder a la verdad de su discurso totalizador, absoluto, ha tenido que pensar
el tiempo de la historia como una continuidad que se desarrolla, evoluciona, en lo
fundamental, sin mancilla ni ruptura. Es decir, un tiempo que, para dar cuenta de
los acontecimientos de la historia de modo que sus vicisitudes puedan cargarse de

116 sentido, plantea la elección de: o bien remontarse hasta los orígenes para allí en-
contrar la manifestación de la verdad primigenia, o bien asumir resueltamente las
exigencias de todo orden y nivel impuestas por el fin pensado por el «logos», que
garantice precisamente el cumplimiento de la teleología de la razón, la cual a su vez

5
«La naissance d’un monde» (entretien avec J.-M. Palmier). Le Monde, supplément: Le Monde des
libres, nº 7558, 3 mai 1969, p VIII. [DE. I, p. 786-789].
Dobles Póstumos / José Jara

derramará su sentido sobre la historia contingente, así como, en su caso, el origen


le insuflará su sentido fundador a ella.

Una vez dichos estos enunciados acerca del núcleo de la metafísica moderna, cabría
añadir que Foucault no sólo prescinde de él para llevar a cabo los análisis de sus
libros por razones epistemológicas y por una toma de posición exclusivamente teó-
rica frente al tema del sujeto, que le lleva a distanciarse de él mediante una crítica
larvada que se manifiesta en la elección, tipo de análisis e interpretación de los te-
mas elegidos por él. También lo hace, y de manera muy especial, porque estima que
dicha interpretación del tema del sujeto conduce a la elaboración de una teoría y de
un saber que tienen efectos muchos más amplios e insidiosos que los de disponer
básicamente de un saber contemplativo sobre el ser del hombre, de las cosas, que
pueda servir de fundamento para una moral consistente y, por consiguiente, para
la legitimación de la acción humana que se rija por ésta. La insidia a que da lugar
dicho tema del sujeto en la constitución de la teoría y del saber, estriba en que él
oculta los efectos contingentes que produce simultáneamente a su movimiento de
constitución y ejercicio trascendental; es decir, ignora, guarda silencio o explica o
justifica, en nombre de los supremos intereses del discurso del «logos», todos aque-
llos efectos inhibitorios producidos por su saber totalizador frente a cualquier otra
forma de saber que no se remita ni se adecúe a las reglas establecidas por él en su
discurso. Dicho de otra manera, tal discurso totalizador del sujeto trascendental,
al excluir, marginar, censurar a cualquier otro discurso que no respete o acate sus
principios y reglas, ejerce sobre éstos algo más que un saber, ejerce un plus que bien
podría considerarse como la plusvalía de ese saber totalizador; una plusvalía que se
expresa en lo que Foucault llama los efectos de poder ejercidos por éste sobre otras
117
posibilidades de articulación de discursos, que quedan convertidos así en discursos
no oficiales de saberes no legitimados, y que por ello son marginalizados y quedan
expuestos a las variadas formas del silenciamiento, la exclusión o la represión.

Si a esto agregamos el hecho de que tales discursos adquieren su legitimación so-


cial desde el momento en que son acogidos por las instituciones oficiales de saber
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en Occidente: Universidades, Academias, Institutos, Escuelas, las que, a través de


todas las mediaciones que se quiera, no pueden evitar, sin embargo, el terminar
representando a instancias sociales de poder como el Estado, la Iglesia empresas o
grupos particulares de poder, tendríamos que los efectos inhibitorios de esos saberes
totalizadores tienen la posibilidad de amplificarse poderosamente, y de hecho así
suele suceder. A esto habría que añadir el efecto oficializador y divulgador recibido
a la vez por ellos de los circuitos editoriales y de comunicaciones de masas, con la
peculiar aureola o efecto de fetichismo que suele producir la letra impresa en más
de alguna conciencia desprevenida.

Por otra parte, según señala Foucault, no sólo en el discurso filosófico se puede
detectar este peculiar efecto de poder. También lo encontramos en el propósito y
el trabajo de la Ciencia cuando ella le asigna a la objetividad privilegiada de sus
proposiciones y teorías el carácter de juez universal que reconoce, absuelve y libera,
o condena, censura e ignora a los discursos con pretensión científica que puedan
someterse a su jurisdicción —y podríamos decir también con un término usado
por Foucault, a su «veridicción». Sin duda, hoy en día muchos y genuinos hombres
de ciencia manejan con cautela y distancia crítica tales nociones de «objetividad»,
«universalidad» y «necesidad», pero también en este ámbito —como, por cierto, en
muchos otros— suele todavía acontecer lo dicho por aquel viejo refrán: «una go-
londrina no hace primavera». Una muestra del sabio y poderoso prestigio poseídos
por la noción y la realidad de la Ciencia se encuentra en aquella polémica que, desde
hace por lo menos un siglo, se inició acerca de la precisión conceptual y delimita-

118 ción de campos entre las Ciencias Naturales y Físico-matemáticas y las Ciencias del
Espíritu, en donde eran estas últimas las que más ardorosamente buscaban filiar su
identidad, y justamente en tanto ese era, o es aún, un campo multiforme en que los
ámbitos de lo humano y lo social: lo histórico, se encontraba en ebullición creadora
o, por lo menos, en una actitud indagadora con respecto a sí misma a propósito
de la caracterización y delimitación de sus objetos y de sus métodos. Y todavía hoy
no faltan las tendencias dentro de estos nuevos campos del saber de las ciencias
Dobles Póstumos / José Jara

humanas y las ciencias sociales, que, cuál más, cuál menos, pugnan por legitimar su
quehacer teórico con el deslumbrante nombre de «ciencia». Y en esta coyuntura po-
dríamos recordar algunas de las preguntas que a propósito del valor de la ciencia —y
cabría agregar también de las teorías totalizadoras-totalitarias— plantea Foucault:
«¿no sería preciso preguntarse sobre la ambición de poder que conlleva la pretensión
de ser ciencia? (…)¿qué tipo de saberes queréis descalificar en el momento en que
decís: esto es una ciencia?¿Qué sujetos hablantes, charlantes, qué sujetos de expe-
riencia y de saber queréis “minorizar” cuando decís: “Hago este discurso científico,
hago un discurso científico, soy un científico”?».6

Por ello, cuando Foucault nos dice de sus libros que son, «cuando más, fragmentos
filosóficos», creemos que puede tener presente en la elección de esta denominación
los efectos inhibitorios propios a las teorías totalitarias, globales del saber, denuncia-
dos por él. Pero llegados a este punto alguien podría argumentar, preguntando: «Y
no cabe aplicar a los escritos del propio Foucault, y reconocer en ellos también, por
muy filosóficamente fragmentarios que sean, posibles efectos de poder que él parece
endilgar exclusivamente a las teorías totalitarias, aunque en sus libros —pueda de-
cirse con sorna— no aparezcan más que esquirlas de efectos de poder?». Sin duda.
La respuesta no puede ser sino afirmativa. Y podemos usar sus propias palabras para
responder a dicha pregunta, cuando nos dice cómo ve o quisiera ver las esquirlas de
poder que tengan sus fragmentos. Nos dice: «No me interesa escribir más que en la
medida en que ello se incorpore a la realidad de un combate, a título de instrumen-
to, de táctica, de iluminación que enfoca. Quisiera que mis libros fueran especies de
bisturís, de cocktails Molotov o de galería de minas, y que ellos se carbonicen des-
pués de su uso a la manera de los fuegos de artificio (...) La utilización de un libro
119
está estrechamente ligada al placer que él puede dar, pero no concibo de ninguna
manera lo que hago como una obra, y me choca que pueda ser llamado un escritor.

6
MP., p. 131. [En la expresión «Hago este discurso científico», José Jara agrega en su traducción la
palabra «científico», la que no está en el original francés].
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Soy un mercader de instrumentos, un hacedor de recetas, un indicador de objetivos,


un cartógrafo, un levantador de planos, un armero (...)».7

Dejemos, por el momento, que la elocuencia de estas palabras provoque en quien las
escuche o las lea, sus propios comentarios. Por nuestra parte, arribados a este punto
preferimos dedicarnos a hurgar entre los talleres, canteras, astilleros (chantiers) de la
historia en que Foucault ha labrado, tallado, tejido sus fragmentos filosóficos.

Al referirnos hace un momento atrás a la prescindencia que hace Foucault del tema
del sujeto trascendental para llevar a cabo sus análisis, señalamos que su correlato
temporal apuntaba a una comprensión de la historia como un gran horizonte conti-
nuo sobre el cual se destacaría la evolución de los acontecimientos que se despliegan
entre los polos de la génesis y el fin. Sobre la base de estos supuestos teóricos se
ha escrito, nos dice Foucault, buena parte de lo que se ha llamado la historia de
las ideas, así como es también el ámbito que los filósofos han solido considerar
como el único valedero para poder pensar, comprender y escribir la historia. Pero
eso no sería más que una ilusión de filósofos; ilusión de la que él busca alejarse
resueltamente. Y para hacerlo estima que es preciso, en primer término, poner en
entredicho tal noción de continuidad, que conduce fatalmente a dar cuenta de los
hechos de la historia en términos de totalización. Esta disposición suya a revalorar
los desfases y discontinuidades en la historia, paralela a la operación de destacar la
singularidad de los acontecimientos y el carácter problemático que ellos puedan
ofrecer para la interpretación, condujo a más de un crítico, creemos, apresurado, a
denunciar en el trabajo de Foucault la negación de la historia. Una lectura cuida-
120 dosa de sus libros, y especialmente de Las palabras y las cosas, que a este propósito
causó el mayor desasosiego o indignación, creemos, puede desbaratar rápidamente
esas aprehensiones críticas.

Sin pretender explayarnos demasiado sobre este tema de la discontinuidad, digamos

7
«Sur la sellette» (entretien avec J.-L. Ezine), Les Nouvelles Littéraires, nº 2477, 17-23 mars 1975, p.
3 [DE. II, pp. 720-725].
Dobles Póstumos / José Jara

simplemente que para Foucault no se trata ni de conceder a la discontinuidad el


poder ordenador y dador de sentido de los discursos, que hasta ahora se le recono-
cía a la continuidad, ni de negar completamente la relevancia eventual de ésta ante
situaciones o problemas dados, sino más bien «de hacer jugar al uno contra el otro,
a lo continuo y a lo discontinuo; de mostrar cómo lo continuo está formado según
las mismas condiciones y de acuerdo a las mismas reglas que la dispersión; y que
él entra —ni más ni menos que las diferencias, las invenciones, las novedades o las
desviaciones— en el campo de la práctica discursiva».8

Al colocar en el mismo plano a la continuidad y a la discontinuidad, se le quita a la


primera su lugar de nacimiento en el ámbito fundador de la razón y la conciencia,
y se la rebaja a no ser más que producto —coetáneo con la discontinuidad— de la
dispersión múltiple, diferenciada y a menudo contradictoria de todo cuanto efecti-
vamente ha sido hecho, dicho y, sobre todo, escrito por los hombres a través de la
historia. Una y otra no serían más que el producto conceptual, un instrumento de
interpretación, entre otros, con el que se intenta dar cuenta de lo que ha acaecido
concretamente en la historia de los hombres y de las sociedades. Y esos aconteci-
mientos han quedado transcritos en documentos, ordenanzas, reglamentos, leyes,
acuerdos, convenios, tratados, en proyectos, y todos ellos de diferente tipo, calidad
y efectividad, así como en discursos de ficción, de ciencia, de teoría, de moral, y
que en su conjunto forman algo así como los grandes monumentos del archivo de la
historia, en torno a los cuales trabaja precisamente el historiador.

Y Foucault no pretende hacer mucho más que un trabajo de historiador, en un


primer término. Y eso lo hace en tanto le permite no especular, sino remitirse a lo 121
que los hombres han hecho, o quisieron hacer y no pudieron, fracasando total o
parcialmente; pero que en todo caso lo dejaron escrito en documentos que no son
sólo palabra escrita, puesto que a la vez se han inscrito y se inscriben en un régimen
múltiple de prácticas institucionales. Todas aquellas prácticas que, en este momento

8
AdS., p. 293; AS., p. 228.
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podemos señalar genéricamente, se han configurado en los campos sociales de la


educación, la salud, la vivienda; arquitectura y urbanismo, la legislación civil, pe-
nal, mercantil, administrativa, laboral, etc., y que con todas ellas, es decir, con ese
cúmulo de palabras escritas y recogidas en los archivos de las prácticas discursivas,
lo que los hombres hacen es vivir cotidianamente y gobernarse los unos a los otros,
de acuerdo a discursos que tienen o pretenden tener un carácter de verdad.

Un ejemplo. La ley civil venezolana en lo que respecta a los derechos de la mujer,


hasta la fecha de hoy, no es simple y banal palabra escrita; ella es un discurso que
todavía hoy sigue siendo verdadero, mientras no se lo reforme, mediante el cual
de hecho y de derecho se califica y descalifica, se incorpora y se excluye, se usa y se
abusa, se promueve y se reprime, es decir, se gobierna a la mujer venezolana en la
sociedad actual. Y es el conjunto de problemas y cuestiones teóricas y prácticas, de
saber y de poder, que emergen desde los archivos de la historia —porque están allí y
pueden ser redescubiertos por una mirada analítica de nuevo cuño— esto es, digo,
lo que, por uno de sus lados, le interesa detectar, describir e interpretar a Foucault.
No los privilegios teóricos de la continuidad o la discontinuidad, sino el privilegio
que tiene la materialidad de la historia, como aquel campo amplio, aleatorio y
múltiple en que el hombre existe positivamente, y en donde se hace a sí mismo y
se relaciona socialmente sobre la base y el horizonte de ese conjunto de palabras
escritas que son los discursos.9

122
9
A este propósito cabe hacer la referencia a dos textos que conforman algo así como el horizonte
contemporáneamente amplio sobre el cual Foucault pareciera perfilar algunos aspectos del tema:
«los archivos de la historia». Uno es la nota que Engels agrega en 1890 a la primera frase, ya clásica,
de la primera parte del Manifiesto, escrito junto con Marx y publicado en febrero de 1848. El texto
dice: «La historia de todas las sociedades hasta nuestros días es la historia de la lucha de clases», y
la nota de Engels especifica: «Es decir, la historia escrita», (el subrayado es de Engels). El otro texto
es del parágrafo 7 del prólogo a La genealogía de la moral de Nietzsche, escrito en 1887, y en el que
señala aquello sobre lo cual hay que trabajar, si se quiere cuestionar radicalmente el valor mismo de
los valores que han sido dominantes en la historia de la moral. Lo importante para el trabajo de un
genealogista de la moral es investigar «lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo
efectivamente existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica
del pasado de la moral humana».
Dobles Póstumos / José Jara

Por cierto, llegados a esta coyuntura es oportuno indicar que a Foucault no le pre-
ocupa describir y analizar dichos discursos desde las perspectivas y exigencias de
la gramática, la lingüística, la lógica o la psicología, aun cuando cada una de ellas
tenga algo específico que aportar sobre éstos. Él hace recorrer más bien su análisis
por entre los discursos y las prácticas discursivas, en tanto éstas son un material
de la historia que remite a lo que los hombres concretamente han hecho —ya sea
mediante su acción u omisión— y han sido, ya sea presionados por afanes críticos
y transformadores o bajo la inercia del letargo burocrático. Además, no sólo porque
en ellas se expresa un cierto saber acerca de la manera como los hombres se entien-
den entre sí y buscan dar cuenta de aquello que les rodea, sino también en tanto
que en torno a ellas se plantea la cuestión del poder y se libran luchas que son, en
definitiva, políticas. Y lo son en la medida en que los discursos aparecen como un
«bien» que es preciso poseer y apropiarse, puesto que desde ellos y con ellos se puede
gobernar, dominar a los hombres de acuerdo a la verdad allí enunciada y propalada.
Pero ya volveremos sobre este último tema, dejémoslo por el momento en suspenso,

Estos textos nos mostrarían, por una parte, que tanto para Engels —y habría que agregar, también
para Marx, dada la relevancia que otorga a la historia, de la que dice en La ideología alemana:
«Conocemos sólo una ciencia, la ciencia de la historia»—, como para Nietzsche, el material escrito
aparece como aquello a través de lo cual se puede conjurar el continuo cambio de los hechos histó-
ricos, recuperando vicariamente en los documentos su permanencia comprobable y efectivamente
existida, agenciándose de ese modo un campo seguro y real de trabajo en la historia y, por consi-
guiente, a lo largo de las relaciones que en ella y entre ellos establecen los hombres, ya sea que tales
relaciones aparezcan «clasificadas» como socio-económicas, políticas o morales. Y no caben dudas
que la historia es uno de los ámbitos privilegiados de análisis para Marx, Engels y Nietzsche. Pero,

123
por otra parte, el recorrido que ellos realizan críticamente por la historia les permite, en un primer
momento, liberarse de los fantasmas de la «ideología alemana» y de la «metafísica de la moral» de su
tiempo; y es un recorrido, en cada caso, a la vez autocrítico, que les posibilita conquistar la vía hacia
sus interpretaciones y obras, respectivamente, más maduras, en tanto más seguras de sí mismas; y
más seguras, por estar afincadas en acontecimientos cuyos testimonios no pueden ya ser fácilmente
mellados por las especulaciones de la razón librada sólo a sí misma.
Podríamos decir, los documentos escritos no son toda la historia, pero en ellos se han asentado, re-
tenido los acontecimientos e ideas que han hecho historia, tanto para la posteridad, como para aquel
tiempo en que ellos fueron realidad efectiva o inmediata, ya sea que fuesen objeto de polémica, de
acuerdos transitorios o se expresasen en normas, reglamentos o leyes de instituciones de diverso
tipo y nivel, incluido el Estado.
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para regresar a él una vez que hayamos dado una vuelta de tuerca más en el taller
de la historia, que tal vez pueda acercarnos más decisivamente a la poderosa verdad
que se encuentra en los discursos.

Una de las consecuencias de la revalorización de la discontinuidad hecha por


Foucault, según decíamos hace un momento, consiste en multiplicar analíticamen-
te la historia en los «acontecimientos», en las «singularidades» que la han entrama-
do; es decir, hacer aparecer como relevantes para el análisis «otros» hechos históricos
particulares, diferentes que los estudiados y valorados tradicionalmente, que son
«otros» no porque no hayan existido anteriormente, sino sólo porque el ojo con-
ceptual, judicativo, categorial, valorativo de la tradición, no les había concedido
la dignidad suficiente como para detener su mirada en ellos. Pero, ¿por qué este
cambio de la atención en Foucault? ¿Para qué?

Por lo pronto, nos dice, para provocar una ruptura de evidencias, es decir, una rup-
tura con las formas de objetivación que hasta ahora se han tenido como verdaderas
y como las únicas formas válidas de configuración de cosas, hechos, fenómenos,
situaciones, que le otorguen a éstas su sentido. Dicho de otra manera, llevar a cabo
un examen y cuestionamiento de los efectos de prescripción, de reglamentación,
de «jurisdicción», dice Foucault, que han tenido las formas de objetivación de las
teorías totalizadoras sobre lo que quepa hacer con los objetos en cada caso estudia-
dos, así como examinar los efectos de codificación, de «veridicción», que ellas han
tenido con respecto a la conformación del saber que se podía elaborar y proponer
acerca de ellos.
124 La ruptura de evidencias implícita en el «acontecimientalizar» significa, por ejem-
plo, trabajar singularmente el fenómeno de la locura, de modo tal que no quepa
tratarla sin más como la «insensatez», a la manera en que se hacía en los siglos XVII,
XVIII en donde el loco era juzgado de acuerdo a los criterios del discurso de la razón
como el que carecía del «buen sentido», la cosa cartesianamente mejor repartida del
mundo; o bien, caracterizarla desde un discurso llanamente médico como simple o
Dobles Póstumos / José Jara

compleja «enfermedad mental», que requiere de un tratamiento psico-fármaco-fi-


siológico. La locura puede haber sido eso, pero puede haber sido también, así como
pueda serlo hoy, mucho más que eso, o por lo menos también algo otro que eso.
Y es el análisis de los regímenes de prácticas en que ella se ha encontrado inmersa
y desde los que se la ha calificado, lo que nos puede mostrar sus rostros histórica-
mente diferenciales, que en cada caso la han configurado como un hecho material
descriptible, analizable e interpretable desde las formas de poder y de saber que la
traspasaban plenamente, y la hacían y la hacen aparecer a la vez como un objeto y
un efecto de esa misma trama de poder-saber.

Una acontecimientalización semejante puede hacerse con los fenómenos del encie-
rro carcelario y la sexualidad. Y es lo que Foucault ha realizado en sus libros Vigilar y
castigar (1975), y en el primer tomo de su anunciada obra de seis volúmenes, la His-
toria de la sexualidad, de la que hasta ahora no tenemos más que el primero, subtitu-
lado La voluntad de saber (1976).10 El encierro carcelario que se podía hacer del de-
lincuente, en el siglo pasado, no era la decisión más evidente ni democráticamente
mayoritaria que cabía adoptar, en el momento de las discusiones sobre las medidas
a tomar ante las transformaciones político-institucionales y socio-económicas a que
dieron lugar la Revolución Francesa y la Revolución Industrial, que exigían pensar
modalidades adecuadas y eficientes para un nuevo orden y control social. Por otra
parte, tampoco parece ser la vieja figura del tabú, la censura y la represión, el eje de
interpretación más transparente ni iluminador frente al fenómeno de la sexualidad.
En uno y otro caso, las formas de objetivación del encierro y la represión pueden ser
disueltas, en su carácter constituyente de realidad, en tanto el énfasis se detenga a
125
10
Poco más de un mes antes de la muerte de Michel Foucault, el 25 de junio de 1984, fueron publi-
cados el tomo 2: L’usage des plaisirs, y el tomo 3: Le souci de soi de esa Historia de la sexualidad por
la Editorial Gallimard. Al publicarlos, Foucault anunció la transformación del proyecto inicial de
esa Historia…, reduciéndolo además a 4 volúmenes, cuyo último tomo se titularía: Les aveux de la
chair. Sin embargo, a propósito de éste señaló, semanas antes de su muerte, que necesitaba aún un
buen mes de trabajo antes de terminarlo definitivamente. [En febrero de 2018, ha sido publicado
este cuarto volumen: Histoire de la sexualité 4. Les aveux de la chair. Collection Bibliothèque des
Histoires, Gallimard, Paris, 2018].
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escarbar entremedio y por debajo de la compleja materialidad de los acontecimien-


tos históricos que son la prisión y la sexualidad.

Para llevar a cabo esta tarea es preciso, sin embargo, usando una imagen con paren-
tesco nietzscheano, revolver de nuevo, y bien, prolijamente, el mazo de la historia;
revolver las cartas para comenzar otro juego, en donde el azar y la necesidad del jue-
go puedan hacer aparecer otras jugadas y otros jugadores, que modifiquen la mano
que hasta ahora ha sido ganadora, en tanto ha impuesto las reglas del juego: la mano
del sujeto trascendental y la continuidad, para decirlo abreviadamente en pocas
palabras. En este punto, puede imponerse por sí misma la urgencia de la pregunta:
«¿Cómo ordenar las nuevas cartas de la historia?». Comprimamos nuestra vanidad
y no pretendamos decirlo todo y ampliamente de una sola vez, y en escasos sesenta
minutos; guardémonos también algunas cartas para otros juegos. Seamos entonces
solamente fragmentarios, corriendo el riesgo de la oscuridad y el cripticismo, que
no tiene por qué ser entendido como esoterismo.

La acontecimientalización supone un multiplicar analíticamente la historia, que


remite a una serie y serie de series de hechos aleatorios que mostrarían la variedad
de conexiones, apoyos, encuentros, bloqueos, silenciamientos, censuras, juegos de
fuerzas, estrategias, que a pesar de y con las contradicciones que allí puedan surgir,
posibilitan un enriquecimiento de la comprensión de esos hechos históricos en su
materialidad. Y esto lo hacen, aun cuando toda esa aleatoriedad de los aconteci-
mientos pueda luego funcionar, a partir de una coyuntura y urgencia dadas, con
un carácter de evidencia y necesidad, integrándose eventualmente a una estrategia
126 global de dominación de un poder y un saber específicos. En términos más técnicos,
tal vez, Foucault nos dice que dicha acontecimientalización implica una «desmul-
tiplicación causal» de los diferentes procesos que constituyen a la singularidad de
los acontecimientos, de modo que se construya un «poliedro de inteligibilidad»,
del cual «no está definido por adelantado la cantidad de sus caras y al que jamás se
puede considerar como finito, según un derecho propio. Es preciso proceder por
saturación progresiva y forzosamente inacabada (...) La descomposición interna de
Dobles Póstumos / José Jara

los procesos y la multiplicación de los “relieves” analíticos, van a la par».11 De allí


que, a medida que avance el análisis se produciría un «poliformismo creciente» en
torno al acontecimiento, tanto por los elementos que a propósito suyo se ponen en
relación, como por los nuevos entramados de las relaciones descritas y de los domi-
nios de referencia que se abren, transforman y estabilizan.

Por otra parte, la ruptura de evidencias presente en la acontecimientalización, ade-


más de tener consecuencias epistemológicas, cumple en el quehacer de Foucault un
rol «teórico-político», en tanto implica enfrentarse a la interpretación de la historia
oficialmente aceptada y vigente con el instrumento genealógico de la crítica local.
Es decir, el análisis y la crítica que buscan redescubrir, desempolvar, mediante ejer-
cicios a menudo seguramente eruditos, el cúmulo de saberes que han permanecido
soterrados por obra de los efectos inhibitorios de las teorías totalizadoras; saberes
que pueden corresponder a y traducir áreas muy específicas de la cotidianidad de las
relaciones sociales e institucionales.

Así, por ejemplo, aquellas prácticas y saberes específicos que se han constituido y
ejercido en espacios cerrados hacia afuera, pero calculadamente distribuidos en su
interior; los espacios de peculiares reclusiones que son las escuelas, los cuarteles, los
talleres y las fábricas, los hospitales y las prisiones, en donde se tallan minuciosa-
mente los gestos, posturas y conductas del cuerpo del escolar, el soldado, el traba-
jador, el enfermo, el reo, de acuerdo en cada caso al objeto que deba producir, a la
orden que cumplir, al problema que resolver. Lo que se pone en obra en cada uno
de esos espacios locales son las técnicas de control y ablandamiento de los cuerpos
de los hombres, que se ejecutan de acuerdo a los preceptos y a las tácticas de lo que 127
Foucault denomina una «anatomía política del detalle» y una «economía política de
los cuerpos».12 A través de estas técnicas se busca no sólo controlar más eficazmente
—haciendo valer lo que podríamos llamar la «diferencia específica» de los diferentes

11
IP., p. 62; IP(fr)., p. 45.
12
Cfr. VC., capítulos II y III, sección I.
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tipos de conducta y de hombres— a las masas de individuos que crecen y pueblan


las sociedades industriales del siglo pasado (migraciones del campo a la ciudad,
explosiones demográficas, mejoramiento de los niveles de previsión, tratamiento y
curación de las enfermedades, etc.), sino que también se los disciplina mediante la
talla y el encauzamiento de las necesidades y deseos de sus cuerpos, de modo tal que
puedan prevalecer e imponerse a todos ellos formas específicas de normalización de
sus conductas, deseos e ideas. Y el premio y el castigo serán los operadores de cam-
bio entre el cumplimiento y el incumplimiento de las normas o el desacato a ellas.

Uno de los productos mediatos de la aplicación de esas tácticas especificas de la


«anatomía política» será el aumento del rendimiento económico, productivo de
esos cuerpos, a la vez que la conquista de su domesticación y docilidad política,
con lo cual simultánea y estratégicamente se está colonizando, por transformación
inducida, el «alma» del hombre. De allí que Foucault pueda luego preguntarse:
«¿Qué hay de sorprendente en que la prisión se parezca a las fábricas, a las escuelas,
a los cuarteles, a los hospitales, y que todos ellos se parezcan a las prisiones?».13 Y
si ha elegido a la prisión como un lugar privilegiado de análisis para detectar las
modalidades de formación del cuerpo y del «alma» del hombre moderno, es porque
ella «es el único lugar en donde el poder puede manifestarse de forma desnuda, en
sus dimensiones más excesivas, y justificarse como poder moral».14 Y se justifica
porque ella es ese espacio de reclusión del que se espera que devuelva «regenerado»
a la sociedad a aquellos hombres que entraron a y habitan en ella maleados en sus
costumbres sociales y morales, eran «maleantes»; delincuentes, se los llamará luego.

128 Y la prisión regenera, así como la escuela, el cuartel y la fábrica han de «formar» a
los escolares, soldados y obreros «modelos» y «disciplinados», y los hospitales y ma-
nicomios han de devolver sanos a los hombres que entraron enfermos a sus locales.

Puede verse que lo políticamente insidioso y detonante de la crítica local estriba,

13
VC., p. 230; SP., p. 264.
14
MP., p. 81.
Dobles Póstumos / José Jara

por uno de sus lados, en que nos induce a tener que repensar, ahora en conexión, a
prácticas sociales e institucionales que aparentemente nada tenían que ver entre sí.
El cambio de perspectiva «local» del análisis nos multiplica peligrosamente —para
el orden social— lo que considerábamos nuestra más inmediata y transparente rea-
lidad. Así es como, de pronto, nos encontramos que ya en el aparentemente inocuo
trazado arquitectónico y urbanístico de los espacios de vida, trabajo y muerte —que
cuadriculan, distribuyen, controlan, mezclan y separan la cotidianidad de los hom-
bres en el archipiélago de libertades y de prohibiciones de la sociedad contempo-
ránea—, se articulan y tejen las finas, pero implacables, redes de disciplinamiento
y normalización que traspasan y transitan ya por los cuerpos de los hombres, de
nuestros cuerpos.15 Esos diferentes tipos de prácticas y de saberes locales expresa-
dos en regímenes discursivos múltiples, son los que Foucault —usando frente a la
historia el instrumento interpretativo de la genealogía, que tiene claras resonancias
nietzscheanas— busca poner en movimiento para liberarlos del sometimiento que

Si ponemos en relación lo recién dicho con la nota 9 sobre «los archivos de la historia», podemos
15

ahora agregar que Foucault también ha intentado leer y descifrar en el cuerpo de los hombres las
huellas jeroglíficas de la historia de su formación-deformación. El cuerpo tiene una historia que
no queda inscrita sólo pasivamente en él, sino que actúa trasudando, modelando lo aparentemente
más opuesto —por incorpóreo— a él: el «alma» y también esa otra problemática dimensión desde
la que la filosofía ha intentado comprender de diversas maneras la existencia humana: la «subjetivi-
dad».
No creemos violentar toda la obra escrita por Foucault, si la leemos afirmando que, por uno de
sus lados, ella supone el esfuerzo por descifrar lo «humano» del hombre —léase si se quiere, en
las comillas, la subjetividad, el alma, el sentido... del hombre—, al hilo de las peripecias y los
acontecimientos sucedidos a su cuerpo a lo largo de la historia. Y desde la Historia de la locura en

129
la edad clásica hasta la Historia de la sexualidad, podemos encontrarnos, con distintos trozos calei-
doscópicos de un saber y un poder ejercidos sobre los cuerpos de los hombres, y que se encuentran
subyaciendo a su locura, a su enfermedad, a su lenguaje, a sus delitos y a su sexo. Pero con ello
queda dicho también, aunque en esta ocasión sólo apuntado, lo decisivo que es el tema del cuerpo
para adentrarse en la comprensión de los diversos análisis y proposiciones de Foucault, a la vez que
sólo esbozada la poderosa arma que es el cuerpo del hombre para el hombre, y que paradojalmente
ha solido usar una y otra vez en contra de sí mismo. Sin duda habría que precisar el por qué, cómo
y para qué de ese «en contra». Y esa tarea cabría realizarla no sólo trabajando detenidamente en la
obra de Foucault y en la positividad de los discursos de la sociedad actual, sino paralelamente en los
archivos de la historia misma del hombre, para lo cual se puede encontrar entre la obra ya «clásica»
de Marx, Nietzsche e incluso Freud, unas cuantas claves, básicas de interpretación, rearticulables
contemporáneamente.
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hasta ahora experimentaban, e integrarlos en «la constitución de un saber histórico


de la lucha y (de) la utilización de ese saber en las tácticas actuales».16

Discontinuidad, acontecimientos singulares, ruptura de evidencias, genealogía, crí-


tica y luchas locales, son algunos de los productos con que nos encontramos cuando
rastreamos la pista del trabajo que Foucault ha cumplido en sus libros, moviéndose
por entremedio de los talleres de la historia. Pero digamos todavía algo más sobre los
hallazgos hechos por Foucault en estos talleres. Y partamos haciendo una pregunta,
retórica, tal vez, ¿no surge, acaso, otro tipo de peligro teórico-político de esta crítica
y lucha locales, que consistiría en la atomización de las luchas y el desperdigamiento
de las fuerzas que, efectivamente, luego de su uso y ejercicio pueden carbonizarse
como fuegos de artificio? ¿Qué es lo que une o qué es lo que podría unir a esas fuer-
zas locales en lucha crítica, para que puedan alcanzar la solidez de la victoria total?

Foucault mismo es quien nos entrega algunos elementos de respuesta posible a estas
preguntas, cuando nos dice que la elección de los objetivos de la crítica y lucha
locales responde, en el momento actual de la sociedad, a la condición misma de los
enfrentamientos con la masividad y extensión del poder vigente en esta sociedad.
Un poder que además de expresarse en los tradicionales aparatos de Estado, lo hace
también, y con tanto o mayor eficacia, a través de los usos y prácticas institucionales
de diferente tipo y peso específico existentes en la sociedad, que reproducen prác-
ticas de dominación, de formación de opinión y de deseos en las masas ciudadanas
consumistas y con derecho a voto. «Es el sistema mismo que se cuestiona el que le
da su unidad» a las luchas locales, que a menudo muestran ser «largas repetitivas e
130 incoherentes en apariencia».17 Pero, puesto que se carece de la fuerza para enfrentar
directa y globalmente al poder en toda su extensión, y aun cuando se debiese estar
presente en todos los frentes, la incapacidad de la simultaneidad en el ataque y la
crítica bien pueden llevarnos a elegir puntos coyunturales de ataque, que si bien po-

16
MP., p. 130.
17
MP., p. 42.
Dobles Póstumos / José Jara

drían no afectar al sistema entero y hacerlo caer, pueden crear trastornos, trizaduras
locales y específicas en el poder.

Ante lo dicho puede contraargumentarse nuevamente, ficcionando una objeción


que diga: «Ese procedimiento no conduciría más que a una política reformista fren-
te al poder, pues a éste le permitiría superar, recuperar las eventuales pérdidas pun-
tuales en un reacomodamiento más o menos amplio de su orden de dominación,
y no conduciría, por consiguiente, a una política revolucionaria». Un inicio de res-
puesta podría elaborarse en torno a una nueva pregunta que dijese aproximadamen-
te lo siguiente: «¿Y quién asegura que esos trastornos, trizaduras, no hagan aparecer
ciertas fallas o zonas de inestabilidad en él, que antes estaban ocultas y eran desco-
nocidas, que puedan a su vez obligar a tener que repensar las tácticas y las estrategias
del enfrentamiento? ¿Quién puede asegurar que no pueda producirse una “ruptura
de evidencias” en el diseño de las estrategias de la lucha en torno al poder-saber?».

Dentro de este contexto de preguntas y contrapreguntas, que para la ocasión hemos


recreado, Foucault señala que no es conveniente despreciar o subestimar un ele-
mento importante que surge de esas luchas puntuales: la experiencia que han hecho
todos aquellos que en ella se han enfrentado al poder, produciendo una trizadura en
la muralla que parecía inexpugnable y ganando a la vez una experiencia de la lucha,
que como ganancia puede nuevamente invertirse en otras y diferentes luchas.18

18
Para Foucault no cabe entender la «experiencia de la lucha» como algo que solamente puede quedar

131
legitimado mediante la «toma de conciencia» de los conflictos y contradicciones existentes en un
orden de dominación dado, y que —de acuerdo a un discurso político que reconoce sus raíces en
Marx, y a través suyo en Hegel— sería dicha conciencia la que garantizaría por lo menos el inicio
del probablemente largo proceso de superación de esas contradicciones. Más bien es el cuerpo,
como campo primario y concreto de inscripción y registro de lo que cotidianamente experimentan
los hombres, lo que también cabría privilegiar en el análisis de las luchas mediante las que éstos
perciben el poder y se enfrentan con él. Cabe entender la «experiencia de la lucha» como una di-
mensión de análisis que puede deparar resultados tan reveladores y complejos como los expuestos
en Vigilar y castigar a propósito de los cuerpos disciplinados y normalizados, si se la estudia sobre el
trasfondo de las variantes de lo que allí propone Foucault como una anatomía política del detalle y
una economía política de los cuerpos. En las luchas con el poder no cabría olvidar al cuerpo cuando
se lucha con las ideas en que aquél se reconoce a sí mismo e impone sobre los otros. La «toma de
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Por lo demás, con respecto a este punto tiene Foucault un ilustre antecesor en Marx,
cuando en el Manifiesto éste nos dice que las etapas del desarrollo del proletariado,
que van desde la «lucha entablada por obreros aislados, después, por los obreros de
una misma fábrica, más tarde, por los obreros del mismo oficio de la localidad con-
tra el burgués individual que los explota directamente(...) (hasta la) organización
del proletariado en clase y, por tanto, en partido político», que esa lucha, nos dice,
está jalonada también por derrotas: «A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo
efímero. El verdadero resultado de sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unión
cada vez más extensa de los obreros». Subrayemos aquí el hecho de que para Marx
el éxito de las luchas de los trabajadores se mide, en el proceso de su lucha, por la
unión que entre ellos ella crea, y podríamos agregar también, por el reforzamiento
de la disposición a la lucha que los logros parciales y efímeros pueda producir. Y
es él mismo quien, a renglón seguido, añade que es el propio poder contra el cual
se lucha el que facilita el contacto, por consiguiente, la ampliación de la unidad
entre los obreros, al propalar sus luchas —así sea distorsionándolas— a través de
los medios de comunicación creados por él. Para concluir luego Marx con una
afirmación cuyas resonancias, a pesar de la evaluación precisa que pueda hacerse
de algunos términos, no podemos menos que dejar de apreciar como una variación
sobre el mismo tema en una serie de textos de Foucault, pero que sin embargo rara
vez se escucha la vecindad armónica entre esos acordes. Marx concluye: «Y basta
ese contacto para que las numerosas luchas locales. que en todas partes revisten el

132 conciencia», y la conciencia misma, bien puede ser entendida en un importante aspecto suyo como
un efecto, un producto del ejercicio microfísico del poder sobre los cuerpos de los hombres y, por
consiguiente, entender los procesos de incorporación de las ideas de acuerdo a una lógica y ritmo
distinto que los de la razón metafísica analítica o dialéctica.
Pareciera que la pervivencia de las ideas por las que se lucha más allá de la desaparición de los
cuerpos que en ella resultaron martirizados, torturados o pudieron celebrar jubilosos una victoria,
a menudo ha hecho olvidar la peculiar solidez que éstos confieren a aquéllas a través de su defensa y
propagación. La caducidad del cuerpo pareciera facilitar el olvido de la concreción personal y social
que los cuerpos y las relaciones que se establecen entre ellos confieren a las ideas, y que tal vez es la
concreción decisiva y única a que han aspirado para sus ideas todas las cabezas pensantes a través
de los tiempos: que se hagan reales en aquellos mismos cuerpos y vidas de que proceden.
Dobles Póstumos / José Jara

mismo carácter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha de clases. Más
toda lucha de clases es una lucha política».19

Acerca del término a primera vista diferencial entre Foucault y Marx, reproduzca-
mos sólo dos líneas escritas por Foucault, sin pretender discutirlas o trabajarlas en
esta ocasión; dicen: «La lucha de clases bien puede no ser “la ratio del ejercicio del
poder” y ser, sin embargo, “garantía de inteligibilidad” de ciertas grandes estrate-
gias».20 Digamos solamente que la lucha de clases sería más bien un efecto estratégico
de las múltiples luchas por el poder presentes en las diferentes regiones y niveles de
la sociedad, antes que ser un hecho originario que expresaría la lógica de toda forma
de ejercicio del poder a través de la historia. También cabría considerar y analizar a
la lucha de clases como a un acontecimiento, empleando para ello la desmultiplica-
ción causal de sus elementos que permita disponer de un poliedro de inteligibilidad
de mayor saturación histórica de las modalidades y alternativas de la lucha.

Volviendo a la objeción de reformismo a que darían lugar las críticas y luchas locales
destacadas por Foucault, digamos que éste responde apuntando sus palabras contra
dos objetivos prestigiosos: contra lo que se ha terminado haciendo en el discurso
revolucionario de «la teoría del eslabón más débil» de Lenin, y la contradicción en
Hegel. La precariedad y el problema de la «teoría del eslabón» —aplicada dialécti-
camente de un modo tal que ella abriría la «posibilidad para una situación local, de
servir como la contradicción del todo», y de ese modo hacer saltar la totalidad del
sistema de poder imperante— consistiría en «saber si la lógica de la contradicción

133
19
C. Marx y F. Engels, Obras escogidas. Ed. Progreso, Moscú, 1976, pp. 118-119. (El subrayado es
nuestro).
20
MP., p. 171. Refiriéndonos tan sólo a uno de los polos de esa lucha de clases, cabe decir que bas-
taría un somero análisis del presente y el pasado de los movimientos y organizaciones obreras en
diferentes latitudes occidentales, para poner de manifiesto las vicisitudes a que se expone y con que
ha de enfrentarse la clase cuando no es entendida sólo como una solidificada categoría de análisis
teórico-política, sino como una realidad histórica que puede o no llegar a constituirse, y que una
vez logrado eventualmente esto, nada garantiza que su actuación política sea siempre consistente
con el postulado revolucionario de su definición teórica.
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puede servir de principio de inteligibilidad y regla de acción en la lucha política»21,


especialmente en momentos en que, desde el siglo XIX en adelante, los grandes
Estados «se han dado un pensamiento estratégico» para ejercer la dominación de su
poder. Una dominación que parece incluir muchas más variables, reglas, normas y
modalidades de existencia y de evaluación de las relaciones de fuerza presentes en
todo el complejo entramado del cuerpo social, que aquellas que puede ofrecer el
principio lógico de la contradicción, que reduce toda interpretación de hechos o si-
tuaciones inicialmente dadas o postuladas a la aplicación del mecanismo dialéctico
de la negación y la negación de la negación —por mucho que luego se «materialice»
su aplicación—. Foucault agrega, además, que si el carácter local y puntual de las
luchas y de los discursos críticos pueden ser absorbidos por el poder dominante, y
por eso mismo recuperados por éste, no es porque ellos estén «viciados por natura-
leza, sino porque ellos se inscriben en un proceso de luchas»22, y que la necesidad
experimentada por el poder de apropiárselos para recuperarlos y transformarlos,
pone precisamente de manifiesto la apuesta estratégica que opera cuando lo que está
en juego es la lucha por el poder y por su ejercicio y no la apuesta de la salvación
de la totalidad mediante el cumplimiento de la dialéctica, exigidos por la razón a
la historia.

Una consecuencia de estos puntos que hemos venido tocando en las últimas pági-
nas, le parece a Foucault, incide en el rol que hoy en día puede tener y asumir la
teoría: «no ya el formular la sistematicidad global que vuelve a colocar todo en su
lugar, sino analizar la especificidad de los mecanismos de poder, descubrir, localizar

134 las ligazones, las extensiones, edificar, poco a poco, un saber estratégico».23 A par-
tir de aquí, la teoría ya no podría ser vista como aquel saber que nos entregaría la
fórmula alquímica de la transmutación de todos los metales en oro, de lo histórico

21
MP., p. 172.
22
«Sur la sellette» (entretien avec J.-L. Ezine), Les Nouvelles Littéraires, nº 2477, 17-23 mars 1975, p.
3 [DE. II, pp. 720-725].
23
MP., p. 173.
Dobles Póstumos / José Jara

en razón, y del análisis socio-económico-político en exacto discurso científico, sino


que sería más bien aquella modesta y pedestre «caja de útiles» en que buscaríamos
los instrumentos que nos permitan armar, utilizar y recomponer la «lógica propia
a las relaciones de poder y a las luchas que se entablan en torno a ellas». Pero para
esto, y retomando el tema a que aludimos hace algunos momentos, habría que par-
tir trabajando situaciones especificas dadas, del análisis de aquellos acontecimientos
singulares que forman la trama de la historia, y con un análisis que se lleve a cabo
según el modo y con las consecuencias ya apuntadas.

Y desde aquí podría destacarse, por lo menos brevemente, uno de los puntos de
inflexión del pensamiento de Foucault, que de hecho ha venido apareciendo ya a lo
largo de nuestras páginas, pero que no lo hemos aislado temáticamente, y que cons-
tituye el centro de su reflexión. Se trata del tema del poder, pero en una variante
realzada por él que sin duda no es nueva en la historia: la variante del poder-saber;
podríamos decir, la variante de las relaciones entre la filosofía y la política, pero
en donde lo novedoso residiría más bien en la modificación de los supuestos y del
eje de análisis con que él propone trabajarlos. Seamos parcos en esta ocasión para
perfilar la novedad del análisis y digamos, esquemáticamente, que su propuesta de
transformación del análisis supone:

1. Suspender el trabajo y el juicio acerca de aquella interpretación que sitúa el po-


der en el centro y en lo alto de las relaciones y prácticas sociales, y que paralelamente
llevan a entender el fenómeno de la dominación como algo que se implanta masiva
y homogéneamente desde un individuo, grupo o clase hacia otros individuos, gru-
pos o clases. Simultáneamente esa dominación se consolidaría con el cemento del 135
discurso ideológico que se escurriría desde lo alto de los aparatos del poder, los que
a su vez lo producirían, y que impregnan a todo el cuerpo social. Una interpretación
del poder que usa como modelo de análisis una teoría jurídico-política de la sobe-
ranía, que se funda en el ejercicio de un derecho fundamental (que históricamente
puede recaer en el rey, el pueblo o la Constitución), y que determina las regiones y
modalidades de las acciones e ideas permitidas como verdaderas, y las rechazadas,
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reprimidas como falsas, subversivas o atentatorias contra el orden fundamental de


la soberanía existente.

2. (Y continuando con el esquematismo de circunstancias), privilegiar coyuntu-


ralmente para el análisis aquellas prácticas y formas locales, regionales, capilares
en que se ejercen poderes diversos, que atraviesan y circulan por los cuerpos de
los individuos y las distintas prácticas sociales, rearticulándose en organizaciones
reticulares, en las que pueden persistir o transformarse al ser anexadas, confiscadas
por estrategias globales de dominación —en tanto éstas reconocen la utilidad eco-
nómica, social, política de aquéllas—, y que, por consiguiente, pueden ascender
hacia rangos hegemónicos de dominación al generalizarse a través de su uso por
el poder central o los poderes dominantes. La producción ideológica será acá, en
todo caso, la resultante plural de todos aquellos saberes menores, pero eficaces, que
contribuyeron al éxito del poder ejercido en esos niveles locales, periféricos, capila-
res de prácticas sociales. Y esta interpretación propuesta por Foucault reposa sobre
un modelo de análisis del poder que él llama un «modelo estratégico», en el cual
«substituye el privilegio de la ley por el punto de vista del objetivo, el privilegio de
lo prohibido por el punto de vista de la eficacia táctica, el privilegio de la soberanía
por el análisis de un campo múltiple y móvil de relaciones de fuerza, en donde se
producen efectos globales de dominación, que no son nunca estables».24 Es decir, el
poder y la política, en tanto campos configurados por múltiples relaciones de poder
que se ejercen, cabe interpretarlos haciendo uso de la noción, de la realidad y de las
estrategias de la guerra.

136 Sobre la base de lo expuesto, y a propósito de lo recién dicho, Foucault, frente a


la fórmula usada por Clausewitz para calificar la guerra como «un verdadero ins-
trumento político, una continuación de la actividad política, una realización de
la misma por otros medios»25, propone su inversión, afirmando que «la política es

24
HdS1., p. 124; HS1., p. 135.
25
Karl von Clausewitz, De la guerra. Ed Diógenes S.A., México, 1977, tomo I, p. 24.
Dobles Póstumos / José Jara

la guerra continuada por otros medios».26 Esto trae como consecuencia la inter-
pretación de que la paz civil impuesta y administrada por el poder político busca
reinscribir en la paz el resultado de las relaciones de fuerza que participaron en la
guerra, pero sometiendo ahora las fuerzas vencidas a formas más o menos larvadas
de dominación, entre otras, mediante las instituciones de diverso tipo, las desigual-
dades sociales y económicas, el uso de las prácticas discursivas, el disciplinamiento y
la normalización de las conductas de los cuerpos de los hombres. La paz se convierte
así en la sanción y legitimación civil y política del desequilibrio de fuerzas estable-
cido por el desenlace de la guerra. De este modo, los procesos que se desarrollan en
la paz habría que entenderlos desde la perspectiva de la lucha y como «episodios,
fragmentos, desplazamientos de la guerra misma», de las continuas reacomodacio-
nes de relaciones de fuerza, que serán las que, en su momento y de acuerdo a la
historicidad de sus estrategias, podrán nuevamente buscar redistribuir las fronteras
de los mapas geográficos y los espacios de la vida cotidiana, laboral, institucional
de las sociedades. Por consiguiente, las sociedades parecieran no poder vivir sino en
el perpetuum mobile de un equilibrio inestable generado por la lucha que rige a sus
relaciones de fuerza.

A esta altura de lo trabajado, podemos decir que los talleres y las canteras de la his-
toria, con su peculiar riqueza, nos han hecho detenernos en varios puntos aparente-
mente distintos y dar largos y sinuosos rodeos por entremedio suyo. Pero tal vez esto
no es más que un lugar común en el trabajo histórico, que más parece asemejarse
al juego con un caleidoscopio27, antes que al juego de los reflejos producidos por
el mirarse a sí mismo del sujeto en los espejos del discurso del logos, que parece ser
137

26
MP., p. 136.
27
En tanto que para narrarla siempre es posible diseñar diferentes recortes de entre la pluralidad y
variedad del material disponible, y en unos diseños cuya diversidad no tiene por qué implicar la
falsedad de muchos frente a la verdad de uno. Bien puede que sean simplemente diferentes, y que
más bien haya que preguntarse por los intereses y las fuerzas que se hacen presentes y que contribu-
yen a configurar dicha diversidad de interpretaciones, de manera que tal vez sólo entre todos esos
diseños pueda circunscribirse el juego de variables probabilísticas del caleidoscopio de la historia.
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la tendencia en las interpretaciones de la historia hechas por y para filósofos, en las


filosofías de la historia. Por lo demás, los libros de historia suelen ser voluminosos,
así como las conversaciones entre amigos en el café o en el bar suelen ser largas; tal
vez, porque toda historia, sea social o personal, suele ser larga de ser contada. Y en
esta ocasión no he podido, o quizás no he querido sustraerme a la seducción de
los laberínticos pasadizos surgidos del trabajo histórico: genealógico, arqueológico,
realizado por Foucault en sus libros.

III

Dejémonos tentar por otra seducción, por otro enunciado de Foucault que pueda
servirnos como otra herramienta de la «caja de útiles», y que, en este caso, nos
ayude a concluir el trabajo de estas páginas, y que además, luego de todo lo expues-
to, puede resultar más rápidamente comprensible en sus diferentes niveles.28 Este
enunciado nos permitiría concluir en tanto que retoma de otro modo, podríamos
decir, más positivamente, el tema inicial de esta conferencia sobre Michel Foucault:
la filosofía hoy, su disolución y transformación.

(Y no olvidemos que la palabra caleidoscopio tiene una vieja y noble procedencia griega, en la que
significaba: observar una bella imagen, éidos). Pero, también cabría preguntar, ¿hay, o puede haber
una imagen total, final, en los juegos caleidoscópicos? Tal vez ese todo y ese fin no dependen sino
del número de piezas, y de las combinaciones entre ellas, de que ese instrumento está compuesto.
¿Se puede saber, sin embargo, a propósito de la historia, con certeza y por adelantado, cuántas son
las piezas que la componen y el cuándo y el cómo de sus combinaciones posibles, así como un buen

138
artesano de caleidoscopios podría eventualmente responder acerca de todas las partes y tramado del
instrumento de juego que elabora?
28
Y en este lugar, como una nota al pié de página, quisiéramos destacar la fortuna de habernos en-
contrado con aquel enunciado, dicho tal vez al pasar por Foucault en una mesa redonda, en que
proponía que sus libros, eran «cuando más, fragmentos filosóficos en los talleres de la historia»,
y que nos ha permitido armar buena parte de este trabajo. Tal vez con ese enunciado no hemos
hecho mucho más que lo que el carpintero lleva a cabo cuando cepillando un trozo de madera sin
labrar, le saca virutas hasta dejarlo suave y manejable al tacto. O con una imagen inversa: no hemos
hecho más que como el tejedor que desteje un tejido ya urdido, empleando el mismo material en
otro tejido que teje ante los requerimientos de otra ocasión, que se le impone o forma parte de su
actividad cotidiana, para ganarse el diario sustento que sus tejidos le procuran, a la vez que puede
saborear el placer que le deja entre las manos su propio quehacer.
Dobles Póstumos / José Jara

Y el elemento positivo consiste en que si se insiste en preguntar sobre lo que hoy


pueda ser la filosofía —aparte de lo que puedan hacer en sus respectivos campos
otras ciencias y actividades intelectuales, según la modalidad señalada anteriormen-
te— habría que decir que ella puede ser interpretada «como una actividad diagnós-
tica. Un diagnóstico del presente que nos diga lo que es el presente, y en qué se di-
ferencia nuestro presente, y en verdad, absolutamente, de todo aquello que él no es,
es decir, de nuestro pasado. Tal vez esta es la tarea que hoy se le plantea al filósofo».29

En una de las varias oportunidades en que Foucault ha expresado esta manera de


entender la tarea de la filosofía actual, nos señala que esa es una interpretación que
Nietzsche ya llevó a cabo en su tiempo con un rigor y lucidez a menudo implaca-
bles, a golpes de martillo y poniendo descargas de dinamita cuando los juicios y los
prejuicios de la tradición se habían endurecido a tal punto que, en ese momento,
las evidencias de la razón metafísica resultaban ser la cosa mejor repartida del mun-
do, siempre y cuando se dispusiese de un transparente principio trascendental de
fundamentación y de sus correspondientes categorías de análisis. Pero Nietzsche
entiende paralelamente esa actividad diagnóstica —intempestiva, en una de sus
formulaciones— como un escarbar, horadar, minar el suelo sobre el cual nosotros
mismos estamos parados; es decir, es un escarbar genealógico por entre los sub-
terráneos y bajos fondos de nuestra propia historia, rompiendo de ese modo las
evidencias que se han esclerosado en su superficie. Tal vez por ello es que Foucault,
recogiendo un término empleado en su primer libro de 1961, La historia de la locura
en la edad clásica, y que continúa usando con posterioridad, aunque sin suficiente
rigor conceptual y metodológico, busca luego precisarlo en la medida misma que le
sirve para caracterizar al conjunto de su propio quehacer diagnóstico: es el término
139
«arqueología». Creemos que la connotación nietzscheana de este término le condu-
ce a titular a su actividad como una «arqueología del saber», y hoy diríamos, más
precisamente, como una «arqueología del poder-saber».

29
«Foucault répond à Sartre» (entretien avec J.-P. Elkabbach), La Quinzaine Litteraire nº 46, 1-15
mars 1968, pp. 20-22. [DE. I, pp. 662-668].
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Así como hay quienes solían afirmar, o aún hoy lo hacen, que «nobleza, obliga», a
este propósito podríamos variar esa fórmula por esta otra: «el presente obliga». Y
obliga, en tanto Foucault nos dice que ese nombre, el de arqueología, no es más
que «el nombre dado a una cierta parte de la coyuntura teórica, que es la de hoy».
La arqueología, la filosofía diagnóstica de Foucault es un quehacer coyuntural que
privilegia en sus elecciones temáticas a los acontecimientos, los sucesos del presente.
Como ya creemos haber señalado, esto no implica un activismo febril e ignoran-
temente inmediatista o que sólo destaca lo que se encuentra sobre la cresta de la
última ola que se cierne sobre la actualidad, sino más bien un duro y prolongado
trabajo histórico y de interpretaciones de regímenes de prácticas y de discursos que
intentan aprehender los puntos de saturación y las redes entre las que se articulan
las relaciones de poder-saber vigentes en un presente. Y es por esto, por tratarse de
ese tipo de relaciones, inseparables en su gestación de una cronología social, que el
presente ha de entenderse como uno que posee una amplitud y un ritmo temporal
de formación diferente al que es propio a las vidas personales. Es un presente que
plantea, entre otros, el problema de las periodizaciones y de sus justificaciones, por
lo menos a propósito de la elección de lo que se considere como el eventual punto
o umbral inicial de un presente, y que, en principio, sólo cabría precisar a partir de
los problemas específicos que se investiguen. Con lo cual el presente se convierte
también en una realidad histórica plural en lo que dice relación con el análisis
arqueológico de sus diversas regiones e interrogantes. Y es dentro de este marco
de referencias que la arqueología es entendida igualmente por Foucault como una
disciplina inscrita en la coyuntura teórica en que ella misma se decanta y él trabaja,
140 la cual contribuye además a delimitar su estilo y características como tal disciplina,
y que a la vez deja abierta la posibilidad —que Foucault de ningún modo pretende
cerrar— de que ella pueda ser retomada más tarde, nos dice, en otro lugar, «de
manera distinta, a un nivel más elevado o de acuerdo a métodos diferentes, y acerca
de todo esto yo no sabría decidir en este instante. Y a decir verdad, no seré yo, sin
duda, quien establecerá esa decisión. Acepto que mi discurso se borre según la figura
Dobles Póstumos / José Jara

que ha podido traerlo hasta aquí».30 Tanto la arqueología como Foucault, en tanto
intérprete del presente, están inmersos en las transformaciones que acontecen en el
presente y no son impermeables a las fuerzas que allí pugnan por manifestarse y do-
minar: las fuerzas del poder-saber operantes en el tiempo en que se piensa y escribe.

Pero si el presente dirige el trabajo diagnóstico, lo hace en la medida en que se


lo quiere conocer en aquello que ha sido un viejo y noble tema y problema de la
filosofía y para los filósofos; se lo quiere conocer en sus verdades. Claro está, a estas
alturas no necesitamos dar grandes rodeos y hacer prolijas precisiones para decir que
aquí no puede tratarse ya de la verdad en su sentido teóricamente tradicional. Y esto
porque, digamos sin más, para Foucault «la verdad no está fuera del poder ni carece
de poder (...) La verdad es de este mundo (...) La “verdad” está ligada circularmente
a sistemas de poder que la producen y la sostienen, y a los efectos de poder que ella
induce y que la reconducen».31 Para hacer el diagnóstico de la sociedad actual sería
preciso analizar las condiciones de producción de la verdad de acuerdo a las instan-
cias que rigen a esa producción, y que Foucault llama con el nombre de una «econo-
mía política» de la verdad. Es decir, habría que detenerse analíticamente en los tipos
de discursos que pueden e instituciones que requieren producir verdades, que re-
troalimentarán a las prácticas e instancias socio-económicas y políticas, científicas,
jurídicas y morales, que las consumen y difunden a través del ejercicio mismo de
sus peculiares actividades. Verdades que a su vez remitirían a y habría que considerar
como los ingredientes constitutivos de los debates teóricos y políticos y de las luchas
ideológicas que se libran en una sociedad. La verdad no sería, por consiguiente, una
necesidad exclusiva de la teoría y la ciencia, puesto que todos en nuestra cotidiani-
dad somos continuamente constreñidos a actuar y a pensar de acuerdo a una verdad
141
que se nos pide no ocultar, sino por el contrario expresar y confesar. «En el fondo,
tenemos que producir verdad igual que tenemos que producir riquezas».32 Y tanto

30
AdS., pp. 349-350; AS., p. 271. (El subrayado es nuestro).
31
MP., p. 136. [pp. 187-189].
32
Ibíd., p. 140.
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en la producción de riquezas como de vida, personal o social, tenemos que tomar


en cuenta, aceptar, cuestionar o rechazar —si podemos— las instancias, normas y
leyes de la producción peculiares a cada una de esas regiones.

Agreguemos otra hebra más a este tejido urdido por Foucault sobre el diagnóstico del
presente, y que nosotros nos hemos propuesto aquí «retejer». Desde el momento en
que la filosofía y los filósofos entiendan su quehacer como referido al presente que
somos nosotros mismos, la consecuencia para ella habrá de ser que, hoy, no puede
ser sino «enteramente política y totalmente “historiadora”. Es la política inmanente a
la Historia, la Historia indispensable para la política».33 Y esto, en la medida en que
el acaecer de una sociedad dada expresa y traduce el lugar de cruce donde se ponen
en relación y operan los elementos, instancias, fuerzas que configuran la polis, gene-
rando de ese modo aquella peculiar actividad suya llamada la «política»; la política se
convierte así en la actividad más propia a la historia e inseparable de ella, puesto que
refleja y se muestra como el juego táctico y estratégico de las relaciones de fuerza que
conforman a toda sociedad en un momento dado cualquiera de su existencia. Pero,
por otra parte, como esas fuerzas no surgen de la nada ni tampoco ya perfectamente
hechas desde la magnífica cabeza del mítico dios Zeus, sino que pueden ser reconoci-
das en lo que son porque han llegado a ser a través del tiempo eso que ahora son, es que
la historia aparece como indispensable para la política. Aparece como aquel ámbito
en donde podemos aprender a ver y reconocer el proceso de formación de las fuerzas
que, al estar hoy en plena actividad en la sociedad, constituyen las referencias inelu-
dibles para poder entender, participar, y eventualmente ganar, en el debate y la lucha

142 política de cada hora; en aquellas horas en que se busca decidir, determinar el rostro y
la figura del inmediato presente que somos, así como de aquel otro presente más me-
diato, algo más alejado del hoy, pero inminente en su acercamiento, que es el futuro.

Por esta razón, aún cuando Foucault nos diga que en su tránsito por la filosofía y
la arqueología tardó mucho en darse cuenta acerca de cual era el problema real que

33
DP., p. 160.
Dobles Póstumos / José Jara

traspasaba todo su trabajo —y en buena medida esa tardanza obedeció a factores


coyunturales relacionados con lo que «puede» ser pensado y dicho en un momento
dado, en la cultura y en la sociedad en que se vive—, no puede escapársele ya el he-
cho de que su problema ha sido el de la política de la verdad, y que lo que él entiende
hoy por un quehacer filosófico consiste en el llevar a cabo una historia política de la
verdad.34 Pero, entiéndase, no fraguar una vez más un discurso en que se ponga al
descubierto la «historia de la verdad de la política», lo cual implicaría una recaída
en las redes tradicionales del discurso metafísico, sino detectar, describir, analizar
e interpretar los elementos que configuran la «historia de la política de la verdad»,
que de una u otra manera ha dominado el pensar y el hacer de Occidente. Y para
cumplir esta tarea no sería superfluo recordar y precisar, nos dice Foucault en una
frase que añadiremos sin comentarios, que «en suma, la cuestión política no es el
error, la ilusión, la conciencia alienada o la ideología; es la verdad misma».35

Concluyamos de una vez. Iniciamos nuestra conferencia hablando, con Foucault,


de la no existencia, hoy en día, de la filosofía, de su disolución-transformación, y
hemos terminado viendo cómo ésta, según él nos lo propone, nos entrega un nuevo
aspecto, un nuevo rostro, un nuevo éidos, es decir, una nueva idea de la filosofía; que
es aquella en donde ésta aparece, en todo caso, como una actividad diagnóstica, un
quehacer coyuntural y estratégico, una arqueología genealógica, como una historia
política de la verdad. Es un gran salto que él nos invita a dar: desde el discurso de un

34
Y teniendo presente que esa es una tarea que habría de cumplirse a través del desarrollo de la

143
arqueología del poder-saber, dejemos consignado, por ahora en una nota, que ella se inscribiría
dentro del mismo propósito que poseen un par de fórmulas utilizadas por Foucault para delimitar
el campo de trabajo de la arqueología, y que a la vez, creemos, permitiría dar cuenta de lo que
se podría llamar, a pesar de todo, la «coherencia» del conjunto de la obra escrita por él. Sobre la
arqueología dice Foucault que, tal vez, «no hace nada más que jugar el rol de un instrumento que
permite articular, de una manera menos imprecisa que en el pasado, el análisis de las formaciones
sociales y las descripciones epistemológicas; (…) o que permite situar el lugar del entrecruzamiento
entre una teoría general de la producción y un análisis generativo de los enunciados» (AdS., p.
349; AS., pp. 270-271). Creemos que desde acá se puede precisar la consistencia de las relaciones
que atraviesan y reúnen a la diversidad de temas trabajados por Foucault, el método y el aparato
conceptual según el cual lo ha hecho y el propósito que tiene su hacer.
35
MP., p. 189.
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logos universal, fundador de un saber metafísico trascendental que en su discurso


puede entregamos una verdad absoluta y necesaria, hasta este otro saber meramente
diagnóstico y coyuntural, que no acaba nunca por encontrar suelo firme debido al
carácter histórico de sus interpretaciones genealógicas, y que a la verdad la despoja
de todos sus encantos absolutos, para hacerla corretear —probablemente un tanto
sorprendida y entumecida al comienzo— por entre las peligrosas estrategias guerre-
ras de la historia contingente de la política. Esta proposición de Foucault implica un
cambio, una transformación del discurso de la filosofía, un trastocar, un transgredir
el habla de su discurso y lo hablado en él, un romper el metro y la rima de sus ver-
sos, que significa llevar estos versos más allá de donde nunca han estado, invertirlos,
pervertirlos. La interpretación que Foucault nos ofrece de la filosofía parece ser,
efectivamente, per-versa.

Sin embargo, nos sería difícil negar que la serie de per-versiones que él hace desfilar
ante nuestros ojos bajo el titulo de «filosofía» dejan de conducirnos hacia regiones
de análisis, critica y polémica altamente atractivas, que nos atraen como un pode-
roso imán gravitatorio. Y el saber de la filosofía tradicional, a pesar de todo, ha ejer-
cido siempre sobre los hombres este curioso efecto de imán gravitatorio que atrae;
no en vano lo lleva grabado en su propio nombre: ella es filia, amistad, atracción,
amor por el saber, que conduce al saber en tanto nos intro-duce a él, siguiendo las
huellas, las preguntas, las palabras, los versos, los textos que cualquier buen ductor
de ella deja detrás suyo, y poder ser así reconocido como un con-ductor del saber. El
filósofo es el que —retomando el sentido latino del ducere, como el que guía, dirige,

144 lleva hacia— con-duce al saber introduciéndonos en él.

Y a este propósito podríamos decir nuevamente que Foucault es «per-verso» en su


relación con la filosofía, pues no nos conduce sino a las coyunturas contingentes y
estratégicas de la política de la verdad; sin embargo, no por ello dejaría de cumplir
con las exigencias «filiales» de la filosofía, aunque sí parezca conducirnos a ella a tra-
vés de una variante de la se-ducción. Su relación con la filosofía sería, entonces, una
relación de seducción perversa, pues nos conduciría a un cierto saber, al que efectiva-
Dobles Póstumos / José Jara

mente ama, pero con un amor al que la historia le ha quitado su famoso velo mítico
de la verdad, dejando al descubierto que no es un amor puro por el saber, sino el
más cotidiano y coyuntural amor por interés, aquél que se deja seducir por el poder
que otorga la verdad. No parecen caber dudas de que Foucault trata perversamente
al discurso de la tradición filosófica y que, además, se comporta con él, para terminar
jugando con las palabras, de una manera sediciosa y, finalmente, sub-versiva.36

Sin embargo —y valga la nota como «coda» de una conclusión que no parece querer acabar—,
36

si tenemos presente que en los libros de Foucault resuenan ecos de los martillazos del filósofo del
devenir y de las genealogías, cabría decir con Nietzsche que sería precisamente la filosofía clásica
la que ha ejercido sobre el hombre occidental los efectos de una seducción perversa. La seducción
de la trascendencia metafísico-ontológica que garantiza para sus discursos la universalidad de la
verdad y en que el bien moral y los valores encuentran el puerto seguro de lo absoluto de su validez;
de esta manera, las acciones humanas evitarían el incierto quedar al garete de la contingencia del
devenir de la existencia y, a la vez, paliarían la desazón, el sufrimiento y la angustia que le significa
al hombre la caducidad de su tránsito por la tierra y la precariedad de sus obras y acciones.
Pero junto con ejercer la trascendencia de la metafísica los efectos de una seducción hacia lo eterno,
lo universal y lo absoluto en el hombre, encontrando en ella una respuesta y un ámbito en que reali-
zar teóricamente su deseo de eternidad, y precisamente en tanto que de ese modo lo realiza, a la vez
devalúa y margina los intentos de reflexión sobre la contingencia, finitud y materialidad de su vida
corpórea y terrenal. De este modo es entonces la realidad histórica del hombre, de sus necesidades y
deseos, pasiones y pensamientos que recorren y constituyen su cuerpo, lo que queda transformado,
trastocado, descentrado, vertido hacia fuera de él, hacia toda esa otra región trascendental que lo
juzga desde una verdad siempre inalcanzable e incumplible debido a la precariedad y caducidad de
su existencia, de modo tal que su cuerpo y la tierra en que habita quedan metafísicamente perver-
tidos. Es decir, aquejados por una perversión que conduce al debilitamiento, a la «enfermedad»,
a la mansedumbre, a la prudencia y al cansancio que el hombre termina experimentando sobre sí
mismo, desesperando en último término incluso de sí mismo, para acabar reconociendo su única
esperanza de sobrevida sólo en el recuerdo y la imaginación del origen metafísico, que señala a la
vez a su consumación en el fin de los tiempos: es la perversión del nihilismo de que habla Nietzsche
(GM., I, §12). Y ese nihilismo sería el resultado de la perversa seducción que ha significado para el

145
hombre de Occidente la filosofía y la moral clásica a través de su historia. (Con lo dicho, pareciera
que la y del título de este trabajo, «Foucault y la filosofía: ¿una seducción perversa?» adquiere una
movilidad de significado que permitiría invertir el orden en que aparecen los términos conjugados
por ella, modificándose también las espaldas sobre las que cae el peso de esa seducción perversa.
Pero hacer resonar en sus dos direcciones intercambiables el significado de esa y, seguramente con-
duce de nuevo al polémico ámbito de la verdad y de la política de la verdad).
Y como en Nietzsche, para Foucault se trataría también de desmitificar el mito de lo que ha sido
la filosofía y la verdad para el hombre, pero especialmente para acceder a través de esa crítica a la
variante de lo que ellas han llegado a ser hoy para él, de manera que pueda enfrentar su presente sin
las ambigüedades que la tradición ha hecho caer encima suyo, aquellas que señalan que el presente
se develaría sólo mediante la recuperación del origen en que se anuncia a la vez la consumación del
final.
Dobles Póstumos / José Jara

¿Desde dónde construir hoy la voluntad utópica?

La utopía remite a un «no lugar». Con ella se alude a una peculiar dimensión, a un
espacio no existente en la actualidad, en el que, sin embargo, se postula, se propone
que podría llegar a existir lo que hoy precisamente carece de lugar para realizarse.
Pero junto con darse en la utopía la apertura de una geografía imaginaria, a partir de
la valoración del espacio en que se habita como poseyendo una índole deficitaria, se
patentiza igualmente la referencia a un tiempo despojado de las carencias y urgen-
cias del presente, a un tiempo en el que se ficciona la suspensión de la historia, y en
el cual se espera que se cumpla la ausencia de sus avatares.

La utopía, por uno de sus lados, al menos, parece responder a una cierta voluntad
de fuga del presente, para redimensionarlo más allá de él, de acuerdo al deseo de
una eliminación de los conflictos que a él lo puedan traspasar. Así, se convertiría
a ese más allá en un ámbito privilegiado de despliegue de las virtudes humanas y,
por consiguiente, en un lugar futuro de perfección posible, acorde a ese deseo de
insatisfacción generado por el presente. Tal vez por eso la invocación de la utopía
despierta en el ánimo de los hombres las figuras de lo estable, seguro y, por ello, de
lo absoluto; pero también, por eso mismo, suele recibir la calificación de lo irreali-
zable, precisamente de lo utópico.

Pero quizá sea posible percibir en las cercanías de las condiciones humanas, desde
147
las que suele practicarse la utopía, otras características de una voluntad de ella que
revelen más bien el movimiento contrario al de la fuga frente a los déficit del presen-
te. Un movimiento que en lugar de orientarse por el imán de un futuro garantizado
en su perfección por su irrealizabilidad en términos humanos, adquiriese toda su
fuerza a partir de su encontrarse inmerso en el multifacético tráfago del presente
que acucia y conmueve.
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Experimentar el presente desde esta inversión de la mirada, seguramente supone


reconocer y asumir que él, si por algo está constituido, por lo tanto, lo sería por el
cúmulo de límites, de limitaciones con que diariamente nos encontramos a la hora
de pretender hacer lo que queremos, de cumplir nuestros más inmediatos o lejanos
deseos. Pero esta experiencia del límite no parece ser ajena a la de la vieja volun-
tad que se dispara hacia la utopía. Sólo que esta voluntad, al enfrentarse al límite,
pretende superarlo a través de un tipo de acción que de algún modo lo elude, al
saltar por encima suyo hacia regiones y tiempos en los que él, si no queda borrado,
cuando menos languidecería mediante la nueva valoración que ella se esfuerza allí
por imponer, debilitando o devaluando la consistencia de todo cuanto otrora pudo
mantener erguidos a esos límites.

De este modo, si bien a esa vieja voluntad no le es ajeno el presente, cabría pensar
otro tipo de voluntad que ejercerá su fuerza no desde lo otro lejano, utópico, que
ella quiere imponer —porque le confiere el valor de lo universal, necesario y por
ellos situado en las inmediaciones de la dimensión religiosa de lo eterno y sagrado,
de lo cual no han estado exentas las que han sido consideradas como las buenas
utopías—, sino más bien, digo, cabría pensar ese otro tipo de voluntad desde la cer-
canía misma de la impugnación y transgresión de esos límites, o bien desde el rodeo
y el merodeo en torno a ellos que en un movimiento de seducción pretende hacerlos
suyos, identificándose con ellos y, de ese modo, haciéndolos también desaparecer,
a través de aquel peculiar movimiento en que llega a hacerse cuerpo con ellos. Pero
en cualquiera de estos dos casos extremos, esos límites quedarían asumidos justa-

148 mente como tales. Es decir, como aquello que no existe sino en la medida misma
en que está allí para ser transgredido o incorporado, pero en un movimiento en que
la transgresión o la incorporación del límite reciben de éste igualmente su propia
existencia. Pues nada habría fuera de ellos que pudiese legitimar sus respectivas
existencias, como no sean las experiencias y valoraciones que unos y otros hombres
han hecho de los acontecimientos que pueblan sus respectivos presentes, en que
esos límites acontecen.
Dobles Póstumos / José Jara

Pero esto implica, a su vez, que el traspasar o el identificarse con un límite no abre
ni el vacío ni se funda en algo subsistente o valioso por sí mismo. Antes bien, lo que
allí se abre es la ilimitada condición del límite, de los límites, el hecho de que éstos
son precisamente lo que llena el presente, lo que lo hace inalcanzable en el recorri-
do que por entre él realizamos todos los días, que no concluyen sino con la última
e irrevocable exposición de nuestra más inmediata limitación. Aquella que desde
hace muchos siglos, milenios, los hombres han solido sentir como una fatalidad: la
finitud humana, esa que antes que nada y en último término se exhibe en lo que
para cada uno es lo más propio, más cercano e incanjeable que posee: su cuerpo.
El cuerpo sería así nuestro límite múltiple como seres humanos: el nacer y el morir
sólo marcan sus extremos más notorios Más acá de él y por dentro estaríamos noso-
tros, cada uno con su yo particular; más allá y por fuera, los otros, que nos limitan
con sus límites propios, sus respectivos cuerpos y egos. Así, mediante el cuerpo se
nos abre otra dimensión para transitar por otra experiencia de otra voluntad que
puede ser igualmente utópica.

Se sabe ya que alguien ha dicho que la piel es lo más profundo que posee el hombre.
Además de ser ella nuestro límite más visible hacia los otros y que de ellos puede
separarnos, es también la piel el lugar por donde el otro se nos puede colar hasta
regiones insospechadas de esa interioridad nuestra, que queda así vuelta del revés,
y expuesta a un fuera que como nunca antes puede llegar a convertirse en lo más
interior de nuestro dentro, de aquella interioridad de nuestro cuerpo, que solemos
llamar alma, poblada de afectos y de pasiones. No sólo en las situaciones límites del
amor y el odio quedarían deshechas, desahuciadas, sin embargo, las distinciones
entre el dentro y el fuera de ese límite que es el cuerpo. Ni tampoco entre los senti-
149
mientos que se anudan a partir de los momentos en que un embarazo se consuma
en un parto, o el asecho de un puñal en la ejecución de su crimen. En innumera-
bles actos de la vida cotidiana se nos hace patente esa porosidad y maleabilidad del
cuerpo que lo muestra como un límite con ilimitadas posibilidades de relaciones
y sensaciones, que hacen tambalear los pretendidos límites del dentro y del fuera.
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Ese límite necesario y a la vez contingente que es nuestro cuerpo, por otra parte,
limita con mucho más que todo aquello que inmediatamente lo rodea. En él y en la
voluntad que lo mueve a actuar, deliberar y desear, se cruzan también todas aque-
llas instancias y dimensiones que configuran el presente, y que quedan recogidas o
clausuradas a través de la memoria y el olvido, impulsadas o reprimidas mediante el
proyectar y el ficcionar. Insertar esa voluntad en el presente a través de su límite más
evidente que es el cuerpo, supone así, pues entender al presente no simplemente
como a un punto evanescente del tiempo que a cada instante se deshace hacia atrás
en el pasado o que aún no se fija en un gesto entero todavía en ciernes, sino más
bien implica considerarlo desde la densa complejidad de una figura que lo exhibe
como eje y encrucijada, que, a la vez, es un efecto de todo cuanto hacia él va, pasa
por él y continúa su marcha certera o inquieta, reobra también sobre cada uno de
esos momentos de tránsito en que se recrea el vivir.

Pero al juntar de ese modo al presente y al cuerpo, como lugares habitados por
múltiples límites rediseñables continuamente, cabría decir que asumir desde ellos
una voluntad utópica de otro cuño que la sabida usualmente, significa ejercitar esa
voluntad desde la ilimitada historia y geografía de los límites humanos. La eventual
bondad de esta paradoja de lo ilimitado de los límites, radicaría en que ella no bo-
rra ninguna presencia ni hace enmudecer ningún argumento esgrimido por ellos,
sino que precisamente, al revés, la multiplica al darles cabida y la palabra en lo que
sucede, en tanto fuerza a tener que moverse dentro de la condición inapelable de
los hechos de la cotidianeidad, de la materialidad de lo concreto. Pero esto no sig-

150 nifica sino el tener que moverse entremedio de la historia que está a la base de toda
memoria y olvido, de lo que de éstos se ha hecho cuerpo en los hombres mediante
sus actos y omisiones, y pasando igualmente a través de la geografía específica de los
lugares que recogen o pretenden ocultar las conductas y los hechos de hombres que
se han solidarizado o enfrentado, unos con otros, en el curso del siempre conflictivo
y agónico propósito de modelar un cuerpo más amplio que el propio, el de aquella
sociedad en la que los hombres despliegan y buscan modelar sus deseos e ideas.
Dobles Póstumos / José Jara

El presente es, así, un acontecer que sucede tanto en ese lugar intransferible que es el
propio cuerpo, como en aquél otro muchas veces ajeno y enajenante, el social, que
aun cuando suele mostrársenos como siendo algo múltiple, heterogéneo, contradic-
torio y transformable, también llega a convertírsenos en una referencia incanjeable
para entender mucho de lo que nos pasa y se queda en nosotros, y a pesar de que
estemos conscientes o no de ello. Una voluntad que insista en permanecer y recorrer
el presente, tal vez no hace otra cosa más que esforzarse por pensar y ganar el único
espacio donde una y otra vez se ponen en juego el pasado y el futuro, desde donde
éstos son reinterpretables y se puede rearticular o configurar sus movimientos, y
desempolvar o modelar las máscaras con que uno ha sido cubierto o al otro se lo
anticipa imaginariamente. La voluntad de pensar este acontecer seguramente supo-
ne estar dispuesto a trastocar o fracturar muchas de las figuras e ideas mediante las
que se ha intentado comprenderlo, aunque haya sido al precio de congelarlo en las
diversas imágenes de una identidad que se suele pulir en los fastos oficiales de los
homenajes conmemorativos. Quizá, debido a los riesgos implícitos en ese pensar, a
las inercias que éstos despiertan en las mentes, o a la fuerza de gravitación que sobre
muchos hombres generan estos discursos de poder —inseparables de cualquier ejer-
cicio de reflexión—, resulta que insistir en pensar ese acontecer puede convertirse,
hoy, en una tarea utópica. Bien pudiera ser, así, que lo utópico fuese justamente in-
tentar ejercer el pensar a través de todo cuanto hoy se ha hecho cuerpo en nosotros
de ese acontecer que somos o estamos siendo.

Una voluntad de pensar a partir de la ilimitada historia y geografía de los límites del
presente —que hoy podría percibirse como una modulación utópica, y sin embargo
construible— no parece que deba temer que oscile por sobre ella el fantasma del
151
aplanamiento o la obnubilación de sus deseos. Pues, precisamente, es allí en donde
cabría que el hombre se ponga radicalmente en juego y corra el riesgo de asumir la
finitud y aleatoreidad de su existencia. Es allí también donde ésta bien puede alcan-
zar su mayor brillo humano en la posibilidad de que esa voluntad se muestre como
una voluntad de crear y recrear en el presente la entera figura de unos hombres que
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no renieguen de su condición en pos de una imagen de perfección, que más bien


los aliena, diluye en su belleza inerte proyectable en el no lugar inalcanzable de las
utopías de otrora.

Tal vez sea posible pensar en la existencia de una voluntad «utópica» del presente
que desde él actúe con él y contra él, para de ese modo perfilar la figura de otros
presentes, que habrán de ser asumidos cada vez como tales. Se trataría, con esto,
de aprender a desplegar el ejercicio de una voluntad que no postergue el presente,
sino que más bien lo afirme incluso en todas las dimensiones espurias, fugaces,
frustrantes que lo componen, pero que no lo agotan, pues a su lado y entre ellos
podría percibirse también el destello de lo que en él se sea capaz de crear y de
afianzar entremedio del acontecer. Y no, en último término, crear la posibilidad de
diseñar para la finitud de la propia vida un estilo en el que transparezcan nuestros
más íntimos deseos, capaces de ficcionar también ideas, al hilo de los acuerdos y
desacuerdos del estilo de un pueblo entero, una sociedad pueda llegar paralelamente
a crear para sí. Es probable que una utopía del presente —en la que tal vez nuestros
actuales desconciertos y desazones mostrarían que ya hemos comenzado a habitar
un poco a tientas en ella— tenga que aprender a conjugar de otro modo la verdad
y la felicidad, en términos que posean una densidad transitiva y plural, como accio-
nes y prácticas discursivas de las que intentamos apoderarnos y que nos apoderan,
que caleidoscópicamente se hacen y deshacen, pero que no por ello cesa de tejerse
entremedio de ellas la tela con que nos vestimos cotidianamente.

152
Dobles Póstumos / José Jara

Nietzsche: in-corporar la historia

El «boomerang» nietzscheano

Pareciera ser difícil encontrar en la historia de la filosofía un pensador más con-


troversial que Nietzsche. No sólo se le discute la posibilidad misma de llamarlo
«filósofo», sino que cuando se lo hace, suele concedérsele tal denominación de una
manera oblicua y como desvalorizada, como «filósofo de la vida» o «vitalista», como
un pensador marginal a la tradición metafísica de la filosofía. Por otra parte, la
manipulación que sufrió su obra bajo el período nacional-socialista alemán, contri-
buyó también a que la «mala prensa» que ha tenido se extendiese incluso a ámbitos
ajenos a la filosofía académica. Destructor de valores, nihilista e irracionalista, son
algunos de los dardos que se lanzan contra él. Si en nuestro tiempo y sobre todo el
planeta muchos son los que creen que reina hoy un juego macabro con la vida de
los hombres y la gran ausente parece ser la razón, que, se dice, permanece impoten-
te ante el trastocamiento y la disolución de todos los valores, ¿qué puede decirnos
Nietzsche para entender nuestro presente?¿Qué podríamos buscar nosotros en él,
en una época en la que además, justamente, esa especie, la de los filósofos, pareciera
estar en extinción sobre el planeta?

153
Es un hecho que son muchos los que sólo con remilgos aceptan incluir a Nietzsche
en la galería académica de los filósofos, para no hablar siquiera de incluirlo entre los
pensadores fundamentales de su historia. Pero también es un hecho que esos mu-
chos suelen tener apellidos tradicionales, dentro de la historia de la filosofía. Para ci-
tar algunos, cabría decir, son los apellidos del «platonismo, tomismo, cartesianismo,
kantismo, hegelianismo» —con lo cual se abarca a las figuras más egregias, entre
otros, de todo pensum de cualquier Escuela de Filosofía de cualquier universidad—,
y que son asumidos de variada manera por el amplio gremio de profesores de filo-
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sofía, que continúa creciendo a pesar de todo. Y Nietzsche se caracteriza por ser tal
vez uno de los críticos más virulentos de la metafísica occidental, en la persona de
sus más distinguidos filósofos y, para decirlo rápidamente, éstos parecieran tomar su
venganza ahora de Nietzsche a través de las interpósitas personas que se reconocen
a sí mismas y a su propio pensar en la obra de aquellos filósofos criticados por él.

Pareciera que esta situación fuese una variante más del hecho de que la palabra, por
nimia que sea, no carece de poder, así sea el poder del «boomerang». Y así como en la
vida cotidiana bien podemos ganar la impresión de que no se puede criticar o atacar
impunemente a alguien, en la filosofía y con Nietzsche, sucede algo semejante. Con
un agravante, sin embargo. Y es que Nietzsche para hacer la crítica de la filosofía de
su tiempo, coloca en el centro de ella a aquello que puede herir más profundamente
la estimación que el hombre tiene de sí mismo: que sus juicios morales y de valor
no se constituyen, sin más, desde su «voluntad libre»1 ni desde su razón esclarecida
y fundadora. Esto implica que él no es bueno y justo debido sólo a su libre decisión
racional, sino que en todo caso ha llegado a creer que decide de ese modo y posee tal
posibilidad como producto, sin embargo, de un largo y complejo proceso histórico
de domesticación y encauzamiento de sus necesidades, deseos, fantasías, de todo
aquello que surge desde la realidad inmediata de su cuerpo2 y de las relaciones so-
ciales en que éste se modela y se experimenta a sí mismo como tal. Y esa domestica-
ción y encauzamiento han recibido, en la interpretación de Nietzsche, un impulso
decisivo para la delimitación de la idea del hombre occidental por parte de Platón y
la moral cristiana3; y lo lograron de un modo tal, que el desarrollo de la metafísica

154 posterior habría sido, dicho esquemáticamente un conjunto de variaciones sobre


este pie forzado, pensado y propuesto, impuesto por ellos.

1
Ver, HdH., I, §18; HdH., II, v.s., §9 a §12, §28; CJ., §345; MBM., §18, §19, §21; GM., II, §4;
III, §10; Cr., «Los cuatro grandes errores» §3, §7; WM., §288, §289, §667.
2
Ver CJ., §2, §3, §11, §110, §120; Z., Prólogo, §3, «De los trasmundanos», «De los despreciadores
del cuerpo», «De la virtud que hace regalos», «De la superación de sí mismo»; Cr., «Lo que los
alemanes están perdiendo» §47; WM., §491 §492, §532, §659, §660.
3
MBM., Prólogo, §14; GM., II, §20, §21, §22; WM., §572.
Dobles Póstumos / José Jara

La crítica de Nietzsche a la filosofía es también un crítica a algo que en cierto nivel


puede entenderse como un producto de ella: a la cultura occidental de raíz greco-
judeo-cristiana, y por tanto, una crítica al hombre mismo producido por la ecume-
nización de la razón, aquel hombre que, en definitiva, con mayores o menores alti-
bajos, continuamos siendo nosotros hoy en día. Y evidentemente a nadie le resulta
fácil aceptar que se le diga —y exagero la proposición siguiente, para abreviar— que
su libertad actual es producto de una domesticación, y menos podrán aceptar los
filósofos que Nietzsche les enrostre que ellos y los sacerdotes, más algunos otros
peculiares tipos de ascetas4, hayan sido los «ideólogos» —cuando no ejecutores— de
esa domesticación.

Sin embargo, si el quehacer de los filósofos ha sido, de una u otra manera, un


intento por pensar y comprender el presente en que habitan, sometiendo a un
careo discursivo a aquello que ellos creen que tiene sentido o se les aparece como
un sinsentido. Y si, por otra parte, una vez más en la historia del hombre puede
parecernos hoy que el perfil de nuestra libertad se torna borroso e incierto entre
las técnicas de dominación, homogeneización y normalización que traspasan la so-
ciedad actual, bien podría estimarse como relevante una lectura de Nietzsche que
nos permita encontrar indicios para reconocer, identificar, diferencia y desmitificar
aquellas condiciones concretas y tramado de ideas en que se apoyan los procesos de
nivelación indiferenciada y docilización del hombre contemporáneo. Una relectura
que a la vez podría ayudar a despejar las vías por las cuales pudiese transitar una
reinterpretación y transformación del quehacer y pensar del hombre.

Razón, cuerpo e historia


155
Por otra parte, a partir de lo dicho se puede encontrar en alguna medida, una
explicación para el calificativo de «irracionalista» con que se suele calificar el pen-
samiento de Nietzsche. Precisamente, quienes se ven más afectados por los ataques

4
Ver, GM., III.
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de Nietzsche, los filósofos, como los adalides de la razón, son quienes con mayor
decisión le endilgan el calificativo de «irracionalista», justo porque él, Nietzsche,
desconfía de y además denuncia aquellos instrumentos, supuestos y propósitos que
ellos utilizan y son los suyos, los de la razón metafísica.

Pero ése es sólo un lado del asunto. Otro lado sería si es que en nuestro tiempo efec-
tivamente hace más falta el imperio de la razón y de cuál razón. Tal vez esto se pueda
explicitar algo más mediante una imagen: cuando construimos una gran mansión
a la orilla de un río, sobre las faldas de una colina o en un paraje privilegiado de
la topografía urbana, y de pronto suceden catástrofes naturales como la crecida de
los ríos por las lluvias inclementes, un gran sismo o un terremoto, y esa mansión se
agrieta o en un caso extremo se derrumba; o cuando por el crecimiento poblacional,
industrial de una ciudad, por la avidez especulativa o las necesidades reales esa urbe
se transforma y surgen nuevos barrios y urbanizaciones selectas, mientras otras caen
en desuso o minusvalía, y los dueños de aquella gran mansión se encuentran con
el correr el tiempo, para su gran sorpresa y disgusto, rodeados de fábricas, masas
de trabajadores, barrios, comercio ambulante, buhoneros, así como, paralelamente,
sus otrora impolutos pulmones tienen ahora que respirar democráticamente la con-
taminación ambiental —si es que la reinversión de la plusvalía devengada por su
propiedad no les ha permitido encontrar refugio ya en otros paraísos idílicos, puros.
Digo, quiero decir, cuando esto sucede eventualmente con la gran mansión de ra-
zón, no culpamos de su deterioro sólo a los arquitectos de la mansión y de la razón,
puesto que ella estaba bien construida y durante largo tiempo cumplió a cabalidad

156 sus funciones, sino que más bien podemos decir que esa mansión-razón, como todo
producto humano, está sujeta a las inclemencias de tiempo, en sus varias acepciones
de, por lo menos, tiempo atmosférico: natural, y de tiempo social: histórico.

Por consiguiente, deberíamos decir que la razón no autosuficiente ni autofunda-


mentadora para todos los tiempos, así como tampoco podrán ser eternos o uni-
versales sus productos; que la razón más bien se va forjando en su tramado con la
historia y la naturaleza, y que ambas parecen tener tiempos, ritmos y modalidades
Dobles Póstumos / José Jara

propias de manifestación, rearticulación, que suelen escapar a las previsiones lógicas


de la razón pura.

Así, pues, frente al supuesto de que en nuestro tiempo hace falta una mayor racio-
nalidad, habría que preguntarse, tal vez, qué tipo de racionalidad es la que hace
falta. Y si retomamos la imagen propuesta, podríamos decir, simplificadamente,
aquella que sea capaz de dar cuenta de las transformaciones azarosas o en algún
grado planificadas del tiempo natural y del tiempo histórico, y hacerse permeable
con ellos —puesto que han de ser considerados como inherentes a los diseños e
interpretaciones de los arquitectos-filósofos—, si no quieren que sus construcciones
sean arrasadas por los temporales naturales o sociales, que suelen llevar el nombre
de revoluciones o de transformaciones sociales de amplia gama.

Y a riesgo de escandalizar a quienes puedan haber hecho lecturas de Nietzsche teñi-


das por alguno de los varios colores posibles del dogmatismo, diría que precisamente
lo que él hace es incorporar la múltiple perspectiva de la historia5 a la comprensión e
interpretación de la existencia del hombre en sociedad. Pero una historia que no es
sólo producto de los sueños teleológicos de la razón, sino aquella que ha traspasado
y traspasa el cuerpo de los hombres a través de los siglos y milenios de vida social,
modelándose en las acciones y reacciones de su afectividad, voluntad, deseos, fan-
tasías y, por cierto, de su pensar, aquel que queda calificado tradicionalmente por el
uso de la razón, sea ésta una razón lógica, metafísica o científica.

De este modo, el cuerpo resulta ser el lugar de cruce y gestación de los hechos e
ideas del hombre. Pero como encrucijada de elecciones, el cuerpo es a su vez el re-
sultado de las diferentes modalidades de dominación que sobre él se han ejercido en 157
la historia, sean éstas dominaciones religiosas (el cuerpo como lugar del pecado y, por
tanto, culpable y condenable, aunque el hombre pueda aún ser redimible mediante

5
Ver, HdH., I, §2; HdH., II, §10, §17, §223; HdH. II, v.s., §188; A., §1, §34, §44, §95; Cr., «La
razón en filosofía», §1; WM., §850.
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la confesión y el arrepentimiento que purifican el alma), dominaciones morales (el


cuerpo como sede de series de afectos y pasiones, fuerzas que deben ser reprimidas y
debilitadas ante el altar de la ley moral y de los valores en sí, aunque se les prometa
la gratificación de la dignidad y el respeto, y del reconocimiento social), dominacio-
nes políticas (el cuerpo como lo manipulable y movilizable masivamente a partir de
las necesidades y las esperanzas individuales y sociales, pero también como lo que,
en el límite, es encarcelable, torturable, exiliable, aun cuando siempre sean posibles
los decretos de amnistía que, en nombre de la salud del cuerpo social, cierra los ojos
ante la asimetría de la muerte del desaparecido y la muerte de que escapa su eje-
cutor), dominaciones económico-sociales (el cuerpo como aquellas fuerzas suyas que
son explotables y susceptibles de producir plusvalía, aunque se procure introducir
reformas que pretendan mejorar la calidad de la vida, alienada por la maquinalidad
del trabajo, el interés del capital y la ilimitada liberalidad del mercado), dominacio-
nes culturales (el cuerpo que adorna, se pone a la moda y ha de refinarse y elitizarse
mediante el oficialismo de las bellas artes, aunque también a través de una moral y
un comercio educacional que se debate entre la disciplina y la excelencia, la demo-
cratización y los fueros del dinero).

Y el cuerpo tiene esa relevancia porque lo que en él acontezca y con él se haga queda
grabado en ese mismo cuerpo, en la piel y también debajo de ella, en los deseos e
inhibiciones6; y esos efectos, propone Nietzsche, pueden ser descifrados, olidos en
cualquier momento por un olfato7 agudo, aquel que él pide a los filósofos del futu-
ro. De este modo, la historia se convierte en lo propiamente humano del cuerpo,

158 es la que lo llena de marcas, señales, signos y sentidos, que a lo largo de la vida nos
esforzamos por aprender a descifrar y a leer.8 Y así como la historia puede ser la de
un hombre o de un pueblo, cada cuerpo puede ostentar no sólo los peculiares sín-

6
Ver HdH., I, 1§, §12, §13; A., §119; CJ., §8; MBM., §193.
7
Ver MBM., §45; Cr., «La razón en la filosofía», §2; EH., «Por qué soy un destino», §1.
8
Ver CJ., §7, §11, §23, §47, §54, §152; GM., Prólogo, §7; II, §12.
Dobles Póstumos / José Jara

tomas de su salud o de su enfermedad, sino también los de sus antepasados, a través


de los valores y de la cultura que en él se haya hecho cuerpo y que le sea inseparable;
aunque no lo sepa nuestra «espontaneidad».

Pero de este modo, entonces, quien domine el cuerpo de los hombres —y según
cómo lo haga— dominará a la vez el «alma» y el pensamiento de ellos. Y como al
cuerpo se lo puede modelar desde mucho antes que el hombre llegue a tener con-
ciencia de sí mismo, y como cuando finalmente accede a ésta, el sutil tramado de los
usos y de los hábitos familiares y sociales continúa ejerciendo su trabajo de zapa —
reforzado por los modernos modificadores de conducta—, sucede que, en muchos
casos, ya ni siquiera es tan imprescindible apelar a un riguroso discurso de ideas y
de moralidad para afianzar el imperio de las ideas dominantes en los cuerpos, ya
controlados y disciplinados. El alma, el espíritu o la razón —a lo que va dirigido el
discurso de idea y que en tal trinidad nominal van emergiendo juntos, entreverados
con los procesos y técnicas de modelación y talla del cuerpo— actúan luego como
los legitimadores de unas prácticas sólidamente asentadas bajo la piel; ellas como
instancias conscientes, asumen el papel de jueces que pueden ahora enjuiciar, san-
cionar, condenar al cuerpo, sin que a éste le quede —es lo que se pretende— ningún
recurso de apelación. Ahora es cuando, paradójicamente, el hombre cree poder
decirse a sí mismo: soy yo mismo quien emite el veredicto sobre mis actos, soy libre,
decido libremente y en conciencia sobre lo que hago y dejo de hacer.9

Esto es, de alguna manera, lo que está implícito, por otra parte, en aquella frase de
Foucault que traduce buena parte de los planteamientos centrales de su libro Vigilar
y castigar: «El alma, prisión del cuerpo».10 Es una frase que cabe hilvanar en este 159
discurso sobre Nietzsche, puesto que su trabajo continúa en buena medida la línea
de interpretación del hombre desbrozada por Nietzsche. Y ésta, a su vez, entronca,

9
Ver MBM., §19; WM., §676, §707.
10
VC., p. 36.
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en un cierto nivel, con la línea que viene desde más atrás, desde Marx, y en las que
queda de manifiesto el carácter radicalmente político que ha tenido el cuerpo en la
formación de la historia del hombre en sociedad.

Tal vez cabría decir que si desde Marx la moneda y el dinero aparecen como el eje
del intercambio de las mercancías dentro de un modo de producción determinado,
desde Nietzsche el cuerpo aparece como un operador de cambio de las relaciones
morales, culturales, políticas, sociales, dicho en general, ideológicas, que terminan
constituyendo la subjetividad del hombre, dentro de una sociedad con un modo de
relaciones sociales de producción de saber y de poder dado. El cuerpo es también
el lugar de los intercambios políticos y morales de una sociedad, sobre el cual se va
diseñando históricamente la subjetividad.

Por tanto, es evidente que en Nietzsche, así como en Marx, no podrá encontrarse
sino una crítica desembozada a todo intento de filosofar —y habría que agregar—,
de hacer política desde una subjetividad trascendental, desde una conciencia pura y
en nombre de ideales puramente trascendentales, para revalorizar y reinterpretar, en
cambio, la materialidad de la historia y de los cuerpos sociales, entendido esto úl-
timo no como una imagen con intención organicista, sino histórico-social, aunque
juntar estos dos términos por un guión sea algo así como un pleonasmo.

Circunvalaciones en torno a Nietzsche

Pero destacar el fenómeno del cuerpo de la manera señalada, vuelve inevitable con-
siderar a propósito suyo algo que Nietzsche piensa que le es constitutivo: la realidad
160 de los instintos, de las fuerzas, de la voluntad, entendida como voluntad de poder11,
la cual sería aquello desde donde se delimitaría el hacer del hombre. ¿Podría pensarse
que es sobre la base de una determinada manera de entender la voluntad de poder,
que se ha concluido, además, que la proposición nietzscheana es «irracionalista»?

Ver MBM., §13, §21, §23, §36, §44, §211,; Z., «De la virtud que hace regalos», «En las islas afor-
11

tunadas», «De la superación de sí mismos»; GM., II, §12; III, §27; WM., §639, §643, §688 a §693.
Dobles Póstumos / José Jara

Parece difícil no responder afirmativamente. Pues se tiene la impresión que frente a


los instintos, fuerzas y necesidades del cuerpo, frente a la tan profusamente mentada
pero usualmente también tan mal interpretada voluntad de poder, sólo cupiesen
posiciones o interpretaciones extremas cuando no se las busca entender con de-
tención: o su exaltación delirante o su obliteración trascendental, descalificación
moral. Y el asunto es bastante complejo, pues esos extremos pueden presentarse con
diversas formas discursivas y con diferentes consecuencias.

Tratando de ser brevísimo, es claro que la delirante interpretación organicista-racis-


ta-política de los instintos y de las fuerzas del cuerpo, por parte del nacional-socia-
lismo, que transformó a Nietzsche en una de las banderas ideológicas del nazismo,
contribuyó a etiquetar su pensamiento con el de un irracionalismo, hasta el punto
de calificarlo luego Lukács, por ejemplo de manera no menos delirante, como el
«fundador del irracionalismo del período imperialista».12 Pero también es claro que
frente a esa lectura y abuso de su obra, Nietzsche nada podía hacer. Y se podrían
señalar muchos casos en la historia en los que la obra de un autor es amañada por
otros para hacerle decir a aquél lo que éstos quieren; y como cuando en el caso de
Nietzsche eso aparece avalado por un familiar suyo, su hermana, con claras conexio-
nes nazis, la situación evidentemente empeora. Pero, dicho en general, éste es uno
de los riesgos que corre todo autor que escribe y publica, y que está implícito en
uno de los lados de moneda de la publicación, de la publicidad del pensar: una vez
que un libro circula en el mercado y puede ser comprado por cualquier individuo,
se le puede dar cualquier uso: leerlo u olvidarlo, ensalzarlo o travestirlo de múltiples
maneras.
161
(Aludiendo a un caso sintomático y extremo, sólo es mediante el recurso al poder
institucional, por ejemplo, de una iglesia, que los textos considerados sagrados, en
el límite, sólo pueden recibir una interpretación, la de la institución que se funda en
ellos, los posee y los domina; toda otra interpretación no oficial puede sufrir —nue-

12
G. Lukács, El asalto a la razón. Ed. Grijalbo, Barcelona, 1968.
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vamente en el límite— la exclusión por herejía, no importa cuán largo e intrincado


sea el proceso que condiciona el veredicto y sanción final).

Este hecho de la apropiación nazi de Nietzsche ha tenido sin duda una influencia
importante aun más allá del ámbito puramente teórico, condicionando también la
valoración política que se puede hacer de su obra. Es evidente que si se acepta el uso
y abuso nazi de Nietzsche, éste queda inmediatamente descalificado políticamente.
Y si Nietzsche es descalificado desde el ámbito de la filosofía, de la moral y de la
política pareciera no quedar casi ningún residuo utilizable de sus libros. Con esto se
habría consumado la venganza perfecta —a que aludíamos con anterioridad— de
todos aquellos que fueron sometidos a la lacerante crítica de su palabra.

Por otra parte, y también en Alemania y como contrapartida al uso nazi de Nietzs-
che, surgió una línea de interpretación suya que buscaba de alguna manera rescatar
su obra, transformándola en una suerte de oposición espiritual al nazismo, en tanto
«redescubría» en ella el antiguo impulso metafísico, que aun cuando —se conce-
día—cuestionaba radicalmente a la metafísica, en ella Nietzsche seguía quedando
preso del espíritu de esa metafísica. Es, grosso modo, la interpretación de Heideg-
ger13, para quien Nietzsche es el último gran metafísico, en tanto critica y consuma
a la metafísica a través de las figuras de la voluntad de poder y el eterno retorno,
entendidas en último término como expresión límite de la subjetividad de la razón
y como horizonte total de su manifestación. Cabría decir, sin embargo, que su in-
terpretación —además de inscribirse en su gran «fresco» de la historia del ser, que la
metafísica ha olvidado y finalmente desquiciado— pasa por alto, no da cuenta ni
162 interpreta suficientemente esta realidad del cuerpo, las series de instintos y de fuer-
zas que están presentes en la acción de los hombres, y constituyen la prehistoria y
la historia de su formación moral, la cual no cabe sublimar sin más por un juego de

13
M. Heidegger, Nietzsche, 2 tomos. Verlag Günther Neske, Pfullingen, 1961; «Nietzsches Wort
Gott ist tot» en Holzwege. Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main, 1963; «Wer ist Nietzschen
Zarathustra?», en Vorträge und Aufsätze, II Teil, Verlag Günther Neske, Pfullingen 1967.
Dobles Póstumos / José Jara

prestidigitación metafísica u ontológica. Y esto es lo que parece haber hecho Heide-


gger, a pesar de todo, y que más tarde fue prolongada de manera distinta, aunque
semejante en el estilo de pensamiento, por otros destacados nombres de la filosofía
alemana. Acá se borra el mentado irracionalismo del cuerpo y las fuerzas mediante
el vuelo trascendental del eterno retorno, la metafísica del artista, la recuperación
trascendente de la vida. Pero aquello que en la denuncia y en la interpretación de
Nietzsche sobre el cuerpo duele y trae múltiples consecuencias, ese pensarlo desde
la finitud incanjeable de su existencia y desde las diversas modalidades de articula-
ción, juego y lucha de las series de sus instintos y fuerzas —tema que de otro modo
será luego retomado por Freud y elaborado de una manera particular por él—, es
recubierta, edulcorada mediante el barniz de un discurso predominante teórico que
se aplica a sus palabras. Todo en Nietzsche sería, así, una variante más de la teoría
pura, que junto a otras ocupa su lugar en los catálogos del museo de la metafísica, y
que poco afecta a una comprensión real y positiva de la historia y hombre moderno.

Después de esto se puede decir que las motivaciones y las consecuencias de una
lectura son bastante imprevisibles para aquel que es leído, y pueden llegar a consti-
tuirse en una experiencia peligrosa para él mismo, si es que aún vive, así como para
quienes sientan la necesidad de recurrir a esos intérpretes, cuando por sí solos no
encuentran la clave para acceder al texto primero, en este caso Nietzsche, que ha
levantado las compuertas de un verdadero torrente de las interpretaciones.

Leer, rumiar, arriesgar

Y sin duda aquí se plantea otro problema a propósito de la obra de Nietzsche, el de su 163
lectura y de cómo leerlo. Lo que inadecuadamente se ha llamado la «asistematicidad»
de los escritos de Nietzsche —y que más bien tiene que ver con una clara elección de
estilo y de los problemas que él se propone tratar—, pareciera conducir a tener que
leer sus textos como si se recorriese un edificio que posee tantos sótanos y subsuelos,
como pisos hacia arriba. Y aún más, ellos se presentan como si fuesen complejo de
edificios conectados entre sí por rampas diseñadas a distintos niveles, y que si uno
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quiere moverse por él y entre él tiene que agenciarse un buen plano suyo en la cabe-
za, y además un buen estado físico, pues como en todo quehacer humano, no todo
siempre funciona perfecto, y a veces se va la luz, fallan los ascensores y uno tiene
que usar velas, el recuerdo del tacto en la oscuridad, y empapar la camisa subiendo y
bajando por las escaleras de servicio o de emergencia, o se distrae con alguien a quien
se encuentra azarosamente en los pasillos o en una cafetería, se sale hacia la calle, y
luego de absueltos los menesteres cotidianos, se puede reingresar a él por cualquier
lado al que a uno lo haya impulsado la locomoción colectiva o personal, etcétera.

Esta es una imagen para la obra de Nietzsche a la que se le podría dar muchas vuel-
tas más aún, pero que en todo caso apunta a un tener que detenerse en sus palabras
y aforismos buscando resonancias y sentidos, que sólo parecen delinear su perfil
cuando uno se demora minuciosa y a la vez ágilmente entremedio de su haz de
relaciones. Llevar a cabo esto, tal vez, no es sino hacer buena la petición hecha por
Nietzsche a sus lectores de practicar una «lectura lenta», de «rumiar»14 sus aforis-
mos, y de tener a la vez, un «estómago firme» para aceptar o soportar sus andanadas
contra la tradición filosófica-teológica-moral.

Pero también rumiar sus palabras para no dejarse llevar exclusivamente por las im-
presiones o reacciones inmediatas provocadas por sus estampidos, los que muchas
veces pueden sonar a nuestros oídos como dinamitazos en la paz de la noche de
nuestras eventuales conciencias dormidas. Rumiar esos aforismos significa, de algu-
na manera, hacer el intento de volver a tejer sus palabras en la gran estrategia y en
las tácticas utilizadas por él en su enfrentamiento, guerra con la cultura, la filosofía
164 y la moral de Occidente, para reencontrar, por así decir, las diferentes capas y con-
sistencias del suelo olvidado por el cual caminan nuestros cuerpos.

14
Ver GM., Prólogo, §8; Cr., «Lo que los alemanes están perdiendo», 51 [«Incursiones de un intem-
pestivo», 51]; J. Jara «Nietzsche: entre imágenes e ideas» Revista Venezolana de Filosofía, Nº 27.
Caracas, Venezuela, 1992. [También publicado en Jara, José. Nietzsche, un pensador póstumo. El
cuerpo como centro de gravedad. Barcelona, Ed. Anthropos, 1998, pp. 23-43. También hay nueva
edición en Editorial UV, Valparaíso, 2018, pp. 21-38].
Dobles Póstumos / José Jara

Sus dinamitazos en forma de aforismos no son simples exabruptos iconoclastas ni


una mera expresión de una suerte de «happening» intelectual; ellos se integran, rete-
niendo la diversidad de sus matices y niveles, en un plan de ataque y enfrentamiento
con la cultura de Occidente, que se fue preparando precisamente a lo largo de su
lectura incisiva y permeabilización selectiva con esa misma cultura a la que luego
él se contrapone. Y el criterio de selección y de enfrentamiento, podríamos decir,
se encuentra en el olfato desarrollado por Nietzsche para reconocer aquello que
ha terminado debilitando al hombre occidental, y que lo lleva a querer incluso su
disolución, su aniquilamiento. Es decir, la resignación ante su mortalidad, finitud,
ante el peso atroz que significa que se le haya terminado haciendo creer a pie jun-
tillas en que sólo la perfección y bondad de Dios, o bien la incondicionalidad de la
razón y el saber absoluto, son la verdad y garantizan el sentido; que sólo a través de
la universalidad de la ley se accede a lo moral y, por consiguiente, a la dignidad de
la existencia humana. Pero como precisamente su cuerpo le muestra reiteradamente
la radicalidad incuestionable de su finitud y mortalidad, puede terminar aceptando
que su lucha por hacer suyas sus necesidades, fuerzas, deseos, ilusiones, fantasías
—es decir, también ideas y pensamientos— es imposible, que es la reactualización
cotidiana y eternamente contemporánea del esfuerzo de Sísifo.

Y aquí es donde Nietzsche busca irrumpir con sus aforismos y escritos, para mostrar
que si el hombre es la continua reedición de Sísifo es porque se le ha hecho creer y
él ha terminado creyendo en la existencia y en el carácter absoluto de los dictámenes
de los dioses o el Dios, que lo ha condenado a tal existencia pesarosa y, en último
término, siempre en déficit con lo que se puede llamar su dignidad humana. Pero,
además, Nietzsche muestra cómo ellos no son un dato en sí ni existieron siempre,
165
sino que al igual que los hombres, llegaron a existir un día con la figura todopode-
rosa que desde ese día ostentaron. Que esa omnipotencia, ese poder divino sobre
los mortales, lo conquistaron como se conquista todo poder: por la fuerza y en la
guerra, con la astucia de las luchas negociadas en la paz civil, prestidigitando las ver-
dades, engaños y temores que, en el curso de la vida de los hombres, algunos de en-
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tre ellos lograron destilar para su uso y el de sus asociados, filtrar de entre el tráfago
de su cotidianidad inmediata, y que luego usaron precisamente para sobreponerse a
los que ya no eran, sin más, sus iguales —en tanto no tuvieron la fuerza, la astucia
o el deseo de filtrar sus acciones y fantasías con miras a imponer justamente aquello
que ellos sentían como suyo. Sin duda, todo esto es muy esquemático y requiere ser
desarrollado, especificado, aunque en otro contexto que no es éste

En definitiva, vale la pena recorrer detenidamente todos los sótanos y pisos de la


obra de Nietzsche, la especificidad de sus imágenes y vocabulario que apuntan a un
régimen conceptual distinto al de la tradición filosófica, en la medida en que a tra-
vés de ellos, junto a la crítica a esa tradición y entremedio de ella, se percibe lo que
para el hombre es lo más cercano, incanjeable y propio —ante lo que, sin embargo,
aquélla permaneció obstinadamente ciega— el cuerpo. El cuerpo como encrucijada
y campo de batalla de todos los acontecimientos que hacen y deshacen la vida y
muerte de cada hombre que habita un pueblo, una sociedad dada, y cuyas transfor-
maciones y luchas así como su institucionalidad y juridicidad se reflejan y quedan
marcadas en la piel de sus ilusiones y en la carne de sus necesidades y deseos.15

Puede importar leer a Nietzsche con detención en la medida en que importe con-
tinuar aprendiendo a reconocer al hombre y a uno mismo, a los que nos rodean
y a aquellos con que uno se relaciona, como vivientes y murientes, es decir, como
mortales y no sólo como seres cartesianamente pensantes para los que se postula un
alma inmortal. Y si al leer así, se ejecuta alguna forma de acrobacia, se manipula
o se interpone uno en el texto, el que se arriesga a ser descalificado por ello no es
166 otro que uno mismo. Sin duda que en ello hay un riesgo, pero como lo hay en
toda actividad con la que uno se compromete como propia y de la cual, en tanto
es hecha con otros, se puede pedir cuentas; y por cierto uno ha de poder estar en
condiciones de dar cuenta ante los otros y ante uno mismo de lo que hace. Y podría

15
Ver CJ., §110, §116, §117, §333, §335, §337; HdH., I, §95 a §99, §103, §104, §107; A., §9,
§18; GM., II, §1 a §3.
Dobles Póstumos / José Jara

agregarse, para pedir y dar cuenta es preciso que haya previamente algo que valga la
pena sometido a ese régimen de contabilidad teórica; y algo que vale la pena es, por
lo pronto, aquello por lo que uno se arriesga.

Pero además de todo esto, también está en juego en esta forma de lectura la necesi-
dad de contar con un criterio para calibrar la verdad de los discursos, de las interpre-
taciones, las cuales se manifiestan como múltiples e infinitas desde el momento mis-
mo en que se considera radicalmente a la historia y a las luchas como constitutivas
del quehacer del hombre, e inscritas a la vez en los diferentes niveles de la sociedad
entera. Pero éste es un tema bastante complejo a su vez que, como tantos otros en
Nietzsche, requiere un tratamiento más pormenorizado.

Por otra parte, parece ser recomendable esta forma de leer a Nietzsche porque hoy, y
desde hace ya tiempo, a muchos se les hace patente que hay demasiados «universa-
les» y «absolutos», demasiados «siempre» y «jamases» que se han hecho trizas ante el
ligero embate de los acontecimientos de la historia, y que cada vez se hace más difícil
escribir con mayúsculas palabras como ley, justicia, libertad, amor, bondad. No se
trata de que ellas desaparezcan y quepa invocar el caos moral, político y teórico, sino
solamente hacer presente que ellas ostentan otra textura y consistencia, más cerca-
nas a los cuerpos y a la mortalidad, al quehacer y deshacerse, a las regularidades y
transformaciones de la historia terrena del hombre, antes que a las ideas y al espíritu
de una historia sagrada de dioses o trascendental de la razón pura. Esto no significa
que sea posible saltar por encima de o aniquilar la propia sombra, es decir, todo el
pasado de nuestra cultura occidental y la razón que la ha engendrado con su fuerza
y su poder espiritual y terrenal, sino sólo que es preciso agenciarse una nueva forma, 167
podríamos decir, una nueva piel de la razón, que sea más porosa y permeable a las
realidades y exigencias múltiples del cuerpo y de sus relaciones que lo configuran.

Pues bien pudiera ser que el cuerpo no fuese mucho más, pero tampoco mucho
menos que una red de relaciones múltiples de fuerzas de distinto calibre, dirección
y nivel, traducidas continuamente en palabras e ideas, que cruzan por él y él re-
conduce, que lo tallan y él rediseña, que lo hacen y él rehace. Con todo lo cual el
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cuerpo, cada cuerpo, es impensable e irrealizable sin los otros cuerpos, es decir, sin
todos los cuerpos que en su diversidad de grupos, poblaciones, masas o clases cons-
tituyen una sociedad. Por tanto, se trataría de pensar y agenciarse una razón que
sea capaz de analizar e interpretar y esté a la altura terrena de la existencia concreta
de los hombres: de sus cuerpos y de sus sociedades. Por consiguiente, algo así como
una razón que sea capaz de historia, es decir, abierta a la multiplicidad variable aun-
que determinada de los acontecimientos, de sus transformaciones en niveles micro
y macrosociales, de sus regularidades, contrastes, desapariciones y surgimientos,
constancias y desfallecimientos.

Pensar una razón y un hombre que pueda entenderse a sí mismo y a los demás de
este modo, para muchos significa, tal vez, exigirles aquello extremadamente difícil
de cumplir, que ya Nietzsche decía habría que pedirles a quienes intentaran plan-
tearse preguntas acerca de la procedencia y los comienzos de nuestras representa-
ciones y sentimientos morales, religiosos, estéticos. Es decir, para pensar esta razón
que piensa también acerca del proceso de formación, de la genealogía de nuestras
ideas y sentimientos sobre el hombre, «uno casi tiene que deshumanizarse».16 Dicho
de otra manera, al comprenderse que nada de lo que es, es absoluto, sino que todo
lo que es ha llegado a ser eso que es, y que no hay verdades absolutas, se tiene que
aprender la virtud de la modestia. Pero modestia no sólo por contraposición a la
omnipotencia divina que obliga a la humildad humana, sino también por oposición
a aquella arrogancia de la razón que se creyó pura y divinizable. Modestia que de la
muerte aprende lo histórico de la vida, asumiéndola con la risa y la esperanza de la

168 gaya ciencia, de la ciencia jovial; aquella que no pretende hablar sino de lo humano,
de lo mudable y transformable, aunque no menos real y lleno de sentido en cada
diferencia de sus transformaciones con sello terrenal; y hablar para los hombres
del tiempo en que efectivamente se vive y se piensa, y no ya para la eternidad ni el
bronce de los monumentos incorruptibles.

16
Ver HdH., I, §l.
Dobles Póstumos / José Jara

El sujeto de la paz

Pareciera que la paz es una idea sobre la cual se puede reflexionar más allá de los
ámbitos de la sociedad y de las naciones, en los cuales pueden presentarse con toda
complejidad implícita en las modalizaciones de la paz social y de la paz entre na-
ciones o Estados. En ambos casos, se suele pensar a la paz desde la dimensión de la
política y en conexión con esa otra idea o realidad, al parecer naturalmente asociada
a ella, de la guerra; y en este caso como guerra civil —en tanto situación extrema en
que pueden llegar expresarse los conflictos políticos en una sociedad— o bien como
guerra entre naciones o entre conjuntos de naciones bajo la forma de alianzas entre
algunas de ellas frente a otras.

La asociación de la paz con la guerra parece ser tan natural, que hay quienes a la
hora de definir la paz, pareciera que no encuentran muchas alternativas más para
hacerlo que calificarla como la ausencia de guerra o como la no-guerra. Así lo plan-
tea Bobbio en uno de sus libros y cita en apoyo de esta propuesta textos de Hobbes
y de Raymond Aron.1 Es posible que esta alternativa se presente como la natural
cuando se accede al tema de la paz, especialmente desde la perspectiva política de la
sociedad y de las naciones.

169
Pero también podrían pensarse a la paz como una idea que se pone en juego en el
ámbito más restringido y personal el hombre como individuo, bajo la forma, por
ejemplo, de la paz consigo mismo que alguien procura o desea obtener, o bien, ya
ha alcanzado. E incluso explicitarlo algo más, diciendo que se podría pensarla como
la identidad o coincidencia de alguien consigo mismo, y esto como una situación en

1
Norberto Bobbio, El problema de la guerra y las vías de la paz. Ed. Gedisa, Barcelona, 1982, p. 160.
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la que ese alguien siente y entiende que ha logrado reunir en sí —satisfactoria o con-
sistentemente— las opciones o alternativas de experiencias, de hechos y proyectos
de vida que se le ofrecen, que él elige y acepta como suyos. Aquí podría apreciarse
una cierta aproximación a la paz, al menos y teóricamente, positiva, es decir, no
inmediatamente dependiente de ni en oposición a la guerra.

De entre las diversas cuestiones en la que cabría detenerse y analizar en esta propo-
sición, hay por lo menos un mínimo de elementos teóricos allí expresados que se
repite en numerosas propuestas filosóficas a través de los siglos. Se trata de la rela-
ción entre lo uno y lo múltiple. Así, en esta primera aproximación a ese tema desde
otra perspectiva, la paz sería ese estado del hombre en el que un individuo reúne en
sí mismo lo múltiple que experimenta como constitutivo suyo. Al lograr un hombre
esa unidad de lo múltiple que siente que hay en él, accedería a una o a la identidad
consigo mismo, a una o a la coincidencia consigo mismo, es decir, a la paz.

Cualquiera sea la forma que adopte eso «uno» en un hombre, o las figuras con que
se manifieste lo «múltiple» que en él haya, esa identidad, coincidencia, o esa paz,
pareciera que sólo pueden entenderse como un proceso, como algo que en algún
momento puede lograrse cuando se cumple con las condiciones propias a ese pro-
ceso. Y cabe suponer que la posibilidad o el poder implícitos en ese «puede» son
efectivamente realizables. Por algo el hombre es un ser dotado al menos de razón
y de voluntad que le permitirían alcanzar eso que puede, siempre que se cumpla
con las condiciones en cada caso correspondientes, exigidas por esa razón o por
esa voluntad. Y si la identidad o la paz son un proceso en el que un hombre puede
170 encontrarse como siendo partícipe de él, buscar o asumir, si ese proceso se consumó
favorable o positivamente, cabría decir que lo allí logrado es la paz y que la paz es
un acontecimiento, algo que pueda acontecer.

Pero si la paz es en un hombre un proceso, culminable en un acontecimiento, ha-


bría que suponer que tanto lo múltiple que en él haya y él reconozca como válido
para su personal proceso de búsqueda de la paz, o de identidad o coincidencia
Dobles Póstumos / José Jara

consigo mismo, así como lo uno en que él procura reunir eso múltiple, son, en cada
caso, asuntos que pueden presentarse o darse de diversas maneras, o bien pueden
no presentarse ni darse. Es decir, lo múltiple dado o dable y lo uno alcanzado o
alcanzable, como elementos mínimos de ese proceso, tendrían una condición histó-
rica, algo que se ha hecho, se hace o podrá hacerse. Y pareciera que algo semejante
habría que decir de aquella razón o de esa voluntad implícitas en aquel «puede»,
que permitiría que ese proceso culmine en un acontecimiento. Es decir, habría que
disponerse a pensar a la razón y a la voluntad como asuntos o disposiciones huma-
nas que estarían traspasadas o inmersas en los sucesos de la historia, de la historia
humana. Paralelamente, la paz, como acontecimiento en que este proceso puede
culminar, tendría igualmente una condición histórica, remitiría a un estado de vida
o de experiencia que se puede alcanzar o no.

Esto último, efectivamente, puede sonar como algo obvio. Lo que puede no resul-
tar tan obvio, sin embargo, es cómo pensar la condición histórica de los elementos
configuradores de ese proceso y, además, por así decir, los instrumentos con que se
piensa y se articula a esos elementos. Pero también pueden considerarse como pro-
blemáticas las consecuencias que tendrían para el modo como hayan de integrarse y
operar en la economía que la vida cotidiana de un individuo —es decir, en esa vida
suya efectivamente marcadas por el tiempo, traída y llevada por los sucesos de la
historia— los resultados de ese proceso; todo lo cual apunta hacia la valoración que
se haga de éstos en la vida de un individuo que quiere estar en paz consigo mismo,
o bien, que quiera acceder a una identidad o coincidencia consigo mismo. Espe-
cialmente cuando ahora se encontraría con que esa paz, identidad o coincidencia es
sólo histórica, es decir, no sólo afectada por ingredientes que pueden ser mudables y
171
diversos, sino que su resultado también es susceptible de que experimentar cambios,
de ser un estado provisorio.

¿Es que cuando un hombre busca la paz, la identidad o la coincidencia consigo


mismo, busca algo que sea sólo provisorio? ¿No se tiende acaso a otorgar a esas
palabras una carga de sentido algo o mucho más fuerte que esa provisoriedad, que
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la que pareciera ofrecerse bajo esta propuesta de reflexión sobre el tema de la paz?
¿De dónde procede esa carga de sentido más fuerte que pareciera encontrarse en las
aspiraciones cotidianas de los hombres? ¿Son reales, legítimas, esas aspiraciones? Si
lo son, como parece difícil de negar, ¿por qué se ven ellas una y otra vez frustradas
cotidianamente? ¿Tiene eso, acaso, algo que ver con la manera como se ha pensado
en Occidente a través de siglos a los elementos y a los instrumentos con que se ha
valorado a la idea de la paz y al hecho de si ésta es un estado, un proceso, un acon-
tecimiento, o bien algo otro que esto, más bien una idea de algún tipo determinado
de razón o racionalidad, o también un don o un estado que se concede, de gracia,
por ejemplo, y quien quiera sea que otorgue esa gracia, un hombre o un Dios? Por
otra parte, ¿es que habría de aceptarse que la historia, a pesar de sus cambios y provi-
soriedad de lo logrado en ella, pueda tener también algún peso y permanencia en la
vida de los hombres? Si lo tiene, como igualmente parece difícil de negar, ¿por qué
cuesta tanto a veces aceptar que se la introduzca como una instancia legítima en el
ejercicio de pensar y de los elementos teóricos que lo configuran y con los que él se
vuelve operativo, es decir, se piensa lo que se quiere pensar, por ejemplo, la paz —o
incluso igualmente la idea y la realidad de la libertad?

Tal vez cabría pensar la paz de una manera similar a como se piensa y se acepta que
en la vida de un hombre puede darse la felicidad. Como algo que se tiene a ratos,
por momentos, incluso por instantes; y que allí también interviene a veces la buena
o la mala fortuna, así como el saber o no reconocerla cuando ella pasa junto a no-
sotros con el rostro descubierto o velado, haciéndonos señas o en silencio. O bien,

172 que se puede acceder a la paz así como se tiene salud, es decir, que se la pueda tener,
perder y recuperar, y que, a propósito de la buena o de la mala salud, podemos dis-
poner de y reconocer síntomas de ellas, preservar una y prevenir la otra, ya sea que
se trate de la salud física o mental, y que en cada caso puede estimularnos a acciones
determinadas o dejar secuelas en uno, etc. Efectivamente, la casuística puede aquí
ser muy amplia, pero no por ella indeterminada ni irrelevante.

Disponerse a pensar la paz desde alguna de estas dimensiones de la vida cotidiana,


Dobles Póstumos / José Jara

que lindan de manera inmediata con los hechos y sucesos de la historia —aunque
sólo sea inicialmente bajo la perspectiva de una historia personal del individuo—
supone tomar distancia del sujeto metafísico aún vigente subrepticiamente en tan-
tos discursos teóricos. Pues éste, y de manera privilegiada, ha solido restringir los
márgenes del ejercicio de su pensar a aquellos más bien estrechos que se extienden
entre los polos de la dualidad de los opuestos, contrarios o contradictorios. La his-
toria del individuo en la facticidad de su existencia, desde la óptica de ese sujeto
metafísico, rara vez se hace presente, y cuando ello sucede, suele hacerlo —y para
usar una imagen— bajo lo que podría denominarse como un único camino más
bien lineal, en el que la conciliación entre el punto de partida y el de llegada se logra
mediante alguna forma de reducción del uno al otro. Una reducción que, con todas
las variantes que se puedan mostrar, sólo cabe resolver ante el tribunal que ese tipo
de racionalidad ha establecido, y de acuerdo a las únicas normas y procedimientos
válidos postulados y garantizados por ella misma.

Para introducir el tiempo y la historia en el pensar, sin embargo, parece necesario


expandir aquel espacio, y adentrarse en uno que trae consigo otro tipo de interro-
gantes, de juegos y de apuestas. Y con respecto al hombre que procura acceder a
sí mismo desde este otro espacio de la historia, en la que de hecho habita, y ahí
se hace y rehace, se vuelve imprescindible abrirse a la multiplicidad de elementos
y articulación de ellos que allí lo configuran, dentro de un proceso del cual pue-
de conocerse su actual punto de llegada o de estadía, pero cuyo punto de partida
exacto puede tornarse incierto en la medida en que se desande el camino recorrido,
provisto de una mirada interesada en las peripecias allí acaecidas. Esa multiplicidad
y este proceso conducen a pensar al hombre como sujeto con una consistencia
173
plural, que no sólo le lleva a transitar por diversos y múltiples caminos, sino que
también ha de estar en condiciones o en disposición para abrir, despejar y rehacer
nuevos caminos sobre la base de los ya conocidos o transitados. Este tipo de sujeto
es uno que se verá abocado, en tal situación, a evitar o a transformar la fatiga que
pueda sobrecogerlo, pues lo que allí está en juego es la búsqueda y reinvención de
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sí mismo en esa historia, o dicho de otro modo, es la reinterpretación del proceso de


formación de su propia subjetividad. Pues no se trata de negar que haya habido for-
mas específicas de ésta en el pasado, y que si frente a ellas se experimenta ese tipo
de insatisfacción que conduce a la crítica de ellas, de lo que en éstas se trata es de
acceder a otra figura de la subjetividad en la que podamos sentirnos como en casa.
Si ésta ha de reencontrarse en algún lugar, seguramente habrá de ser uno que esté él
mismo traspasado por la historia, por todo cuanto sucede entre el comienzo y el fin
de algún acontecimiento humano.

Y lo más inmediato y concreto que, sin duda, el hombre parece tener a su alcance
con estas características, es un propio cuerpo; ese cuerpo que en la tradición del
pensar se ha experimentado paradojalmente como propio y extraño la vez, como
insustituible y sin embargo, de algún modo, desechable a la hora de pensar sobre
el sujeto, el individuo que parece tornarse así irreconocible, ubicuo, sin ese cuerpo
suyo. Cabe abrirse a la posibilidad de pensar y entender al cuerpo como el centro
de gravedad del hombre, como a ese centro siempre desplazable de un único e ina-
movible punto fijo, puesto que su fijeza en el mundo en que habita deriva también
de las múltiples fuerzas que desde dentro y fuera suyo lo constituyen, y que a partir
de sus interacciones le otorgan la tal vez inquietante consistencia de un centro sus-
ceptible de transformación y tránsito De tránsito por la historia, sin duda, como
el ámbito u horizonte más amplio que acoge dentro de sí al mundo habido y por
haber, en cuya geografía oficial y cotidiana, real e imaginaria, se despliegan de dis-
tintas y variadas maneras las fuerzas y las palabras que gravitan y se articulan en su

174 existencia, la que a pesar de la caducidad del cuerpo que la sostiene, es la única con
que humanamente puede contar. En la medida en que se otorgue también la pala-
bra a estas otras perspectivas de aproximación al cuerpo y a la historia, es probable
que sea todo este complejo dispositivo de la existencia humana en donde habría
que rastrear algunas huellas que conduzcan hacia otra comprensión de la paz en el
hombre y del sujeto de la paz.

De distintas maneras hemos señalado ya que la introducción de la historia en la


Dobles Póstumos / José Jara

existencia del hombre, del sujeto, haría inevitable que cuando se quiera pensar el
tema de la paz, ésta aparecería como algo provisorio, que puede o no suceder. Pero
no sólo esto, pues además y por uno de sus lados, la paz de este sujeto podrá ser con-
tinuamente fugaz y volátil, puesto que su propia existencia y la que hace y despliega
diariamente con los otros individuos está inmersa en un continuo proceso de que-
haceres que le plantean renovadas y diversas posibilidades de elección y acción. Y sin
embargo, no parece que quepa decir, sin más, de esos momentos de paz alcanzados,
que por ser fugaces sean una nada de experiencia, o sean algo así como una nada
vital. En la medida en que los momentos de esa paz lograda se hagan cuerpo en él,
podrán llegar a convertirse en referencias específicas y concretas para sus próximas
percepciones de situaciones en que se encuentre y para sus subsiguientes acciones.
Es probable que esos instantes de paz puedan llegar a convertirse en momentos de
reflexión sobre lo vivido, de una suerte de balance experiencias que lleguen a aden-
trarse y consolidarse en él como instancias personales de conocimiento de sí mismo,
de los diversos elementos que configuran sus aspiraciones y elecciones, así como el
complejo dispositivo en que se enlazan y expresan sus acciones y respuestas a lo que
aparece en su horizonte de vida. Así, cabría entender la paz como un momento de
articulación y un operador de cambio que actúa como un tamiz, a partir del cual
se le puede abrir a cada individuo una renovada y fecunda posibilidad de relación
con los otros hombres, sobre la base de esta continua y renovada experiencia de esa
multiplicidad percibida por él como suya.

Por otra parte, también cabría considerar desde otra perspectiva aquella oposición
corriente que se establece entre la paz y la guerra, y que tiende a calificar a ésta y a
los conflictos y luchas que la preludian o también la conforman, como algo a ser
175
evitado, superado o eliminado del ámbito de posibilidades de lo humano. Pues
también es pensable que la paz adquiera su más propia posibilidad de ser fecunda a
partir del asumir plenamente, es decir, de traspasar también con la reflexión y el co-
nocimiento a la entera diversidad, multiplicidad de elementos, de pasiones, fuerzas
y palabras, de conceptos e ideas que han conducido al hombre a una lucha o con-
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flicto determinado, no sólo con los otros hombres, sino, ante todo, consigo mismo.
Pues aquí, en el individuo, en tanto se asuma esa multiplicidad que está en obra en
la conformación del sujeto mismo, de su subjetividad, es en donde se encontraría,
hoy, el escenario primero de aparición de confrontaciones y antagonismos que lue-
go pueden aparecer también en la sociedad según modalidades específicas. ¿Cómo
podría imaginarse otro tipo de sociedad que la existente, ante la insatisfacción que
ésta pueda suscitar, si se sigue pensando a sus individuos, sujetos o ciudadanos, de
acuerdo a los modelos tradicionales, vigente de ellos, pero también insatisfactorios?
Pareciera que es allí, en el recinto de la propia subjetividad en vías o en proceso de
decantación y consolidación, donde es posible encontrar la procedencia inmediata
o lejana de esos otros tipos de pugnas con carácter y estaturas sociales, de las que
se clama y reclama por su superación o transformación. Pero entonces habría que
abrirse a la posibilidad de considerar a esos múltiples elementos constitutivos de la
lucha y el conflicto en el sujeto, como no siendo ajenos a la paz. Más bien ésta sería
deudora de ellos, pues sin ellos no se accedería a esos momentos especiales que han
recibido el nombre de «victoria» y que en su eventualidad se estima que traen con-
sigo a la paz. Para ser fecunda, la paz habría de ser algo más que el mero desenlace
mecánico, o por fatiga, de las fuerzas y palabras en pugna, o bien una aspiración o
una imposición que procedan desde instancias exteriores a la fuerzas o ideas —ideo-
logías o concepciones de mundo, si se quiere— que se han trabado en lucha. La paz
podría ser, así, algo más y algo otro que el simple fin procedimental y formal de un
ordenamiento político, como plantea Norbert Bilbeny2, reflexionando a propósito
de la política en el campo tradicional de la sociedad civil, que es en el cual casi con
176 exclusividad se ha solido pensar sobre la paz, sobre el trasfondo de una guerra que
se procura evitar. O bien, podría ser a la vez algo distinto de lo que propone Kant
cuando dice, «la paz es algo que debe ser “instaurado”»3, y ha de instaurarse median-

2
Norbert Bilbeny, Política sin Estado. Ed. Ariel, Barcelona, 1998. p. 89.
3
Immanuel Kant, La paz perpetua. Ed. Espasa-Calpe, Madrid, 1972. p. 101. El término aquí emplea-
do es stiften, (en la frase Er {der Friedenzustand} muss also gestiftet werden), y puede ser traducido
Dobles Póstumos / José Jara

te una constitución civil republicana que ve en la paz el fin anhelado por la razón y
el derecho, para configurar una relación libre entre los ciudadanos de una sociedad.4

Aprender a repensar lo que significa entender la noción de un sujeto constituido ra-


dicalmente por una multiplicidad de elementos que se articulan de maneras diversas
y específicas, para desde allí visualizar las variantes de sentido que pueda alcanzar
la idea de la paz en dicho sujeto, es algo que puede tomar mucho tiempo. Pero así
como la paz en la sociedad civil suele tomarse tiempo para llegar a implementarse
duraderamente —y cualquiera sea la extensión y el sentido de esta duración—,
también se le puede dar tiempo a esta noción del sujeto múltiple para que sea en-
tendida, pensada y asumida. En donde esa multiplicidad suya en buena medida es
deudora de los hechos de la historia, que con su muchas veces azaroso y lento pero
persistente trabajo de reiteración de hechos y sucesos —que, a su vez, en diversas
ocasiones suelen escapar a las decisiones exclusivamente individuales—, han vuelto
más densa y compleja la trama de las experiencias humanas de los individuos, aun-
que también aquéllas que contribuyen a configurar a una sociedad.

Y parece indudable que una de las dimensiones sin la cual la historia no podría
llegar a convertirse en una instancia válida de referencia para la comprensión de las
acciones de los hombres y de las experiencias que éstas dejan en ellos, es la memoria;
tanto como la transformación de ésta, de lo que ella alberga, a manos de las propias
acciones u omisiones realizadas por esos mismos hombres y que dan lugar a ese
extraño, enigmático espacio del olvido.

Al estar hecha y traspasada la historia inevitablemente por el tiempo, resulta obvio


177
también por fundar, instituir, establecer. De acuerdo al contexto de esa frase, hemos mantenido de
traducción del texto citado.
4
Por otra parte, no hay que olvidar que Kant refuerza esa idea de la necesaria «instauración» de la
paz, con su reconocimiento del egoísmo natural de los hombres que les conduce a la discordia, de
manera que los fines de la razón se ven además respaldados por la Naturaleza, en tanto ésta actúa
como la que «garantiza la paz perpetua, utilizando en su provecho el mecanismo de las inclinacio-
nes humanas». Ibíd. p. 129. Ver también Idea de una historia universal el sentido cosmopolita, en
Filosofía de la historia, Ed. FCE., México, 1981, pp. 46-48.
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que su trama no está configurada sólo por acciones detentoras de una imposible
vigencia plena en un presente perenne. Los momentos activos y fulgurantes de un
presente cualquiera son los que sustentan el curso de la historia, aquéllos que al ac-
tivarse la memoria en narración son recuperados para convertirse en otro presente,
que así escapa al olvido. Como actividad radicalmente humana, la historia se hace y
rehace a través de los múltiples caminos recorridos por la memoria y el olvido, por
la reinterpretación del pasado en el presente y del presente que procura asumir un
pasado, o lo que estima como su pasado. Y esta es una de las encrucijadas ante la que
el sujeto múltiple también se enfrenta una y otra vez en su tránsito hacia sí mismo.

Es claro que la memoria no es sólo un asunto del pasado. La memoria, cuando


recuerda, es siempre presente, es en el presente que la memoria actúa. Memoria
recordante, actuante en el presente, que se siente y se sabe traspasada allí por todo
el cúmulo de emociones y sentimientos que se despiertan y por los estados de aten-
ción de la conciencia que se ponen en alerta, a través tanto de los momentos en
que nos dirigimos a ese pasado —con incertidumbre o la esperanza de lo que allí se
reencontrará—, como también por aquellos otros que habrán de emerger cuando
nos reinstalemos en ese pasado que ahora se quiere, se espera poder recrear, aunque
se ignore su eventual resultado. Con estos tipos que saber sintiente y de atención y
estas modalidades de la incertidumbre, es con lo que habrá que contar cuando se
intente considerar cómo puede experimentar la paz un sujeto que asuma la multi-
plicidad de lo que lo constituye.

¿Es que la memoria sólo puede ser el recuerdo de episodios siempre y en cualquier
178 momento claramente datables, no afectados por la herrumbre del olvido? ¿Por qué
no podría llegar a convertirse la paz en el momento de constitución y manifestación
de algo que pudiera denominarse como lo inmemorable para el sujeto? ¿Al menos
en alguno o algunos de los momentos de entre los muchos de ellos que puede
experimentar en su vida? Pues la paz puede ser el momento en que el sujeto logre
situarse más allá de las peripecias de la memoria y el olvido frente a la diversidad de
los elementos, de hechos, situaciones o acontecimientos que habitan en su historia
Dobles Póstumos / José Jara

particular, para encontrar los puntos de apoyo insustituibles, los puntos cardinales
imborrables de su existencia pasajera, y que le permiten trazar el diseño más propio
de las decisiones de su presente —que está una y otra vez volcado también hacia el
porvenir de ellas. Esos puntos de cruce de su vida, esas encrucijadas que pudieran
convertirse en inevitables para su pensar y actuar de cualquier otro tiempo posterior
—y que se perfilarían en los instantes de una paz—, serían lo inmemorable para
este sujeto múltiple: aquello cuyo comienzo no parece que pueda ser datado ni
delimitado inequívocamente por la memoria y que, sin embargo, es insobornable
a los rigores del olvido. Esas encrucijadas a veces difícilmente perceptibles, puesto
que ellas mismas están hechas de caminos que vienen de otros lugares o también van
hacia otros parajes, que pueden distraer nuestra atención de ellas como puntos de
cruces decisivos. Y sin olvidar las casualidades o azares que nos puedan llevar a ellos
o igualmente, en otros momentos, haber pasado o pasar por encima de sus señales.
Esos puntos inmemorables de la existencia de este otro tipo de sujeto bien pueden
exhibirse como el lugar históricamente incanjeable de reunión de la pluralidad que
se es, como referencia obligada en el momento en que se sopesen alternativas o
viabilidades de acciones a cumplir, como señales de la identidad consigo mismo a
que puede retornar y a la que también puede recrear cuando se abre al espacio en
que habita y a aquellos con quienes convive, a los que pueda recordar y a los que
haya olvidado.

Eso inmemorable del sujeto de esta paz puede no ser un fundamento que funda
irrecusable o irrevocablemente. Pues eso inmemorable sería deudor de la historia
particular de cada sujeto y como toda historia humana habrá de tener las huellas,
cicatrices y memorias que con el correr del tiempo se hagan cuerpo en él, con o a
179
pesar de los olvidos que lo recubran. Y por esto, eso inmemorable podrá esclare-
cerse según distintos perfiles en un sujeto, de acuerdo a la altura de la vida en que
se encuentre y a las circunstancias que le lleven a recorrerla en su historia. Así, el
número y el lugar en que se encuentran las encrucijadas de lo inmemorable pueden
modificarse en el curso de la propia vida, a medida que en ella se avanza en años o
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en ella se consolidan experiencias, pues unos y otras pueden conducirnos a poner


o a modificar los acentos que estimamos correctos, ajustados en su intensidad o
decisivos en distintos acontecimientos del pasado, de manera que en los momentos
de detención, de paz en esa historia, ahora sólo se la puede leer con la cadencia y el
ritmo que ella hace posible allí.5

Pero tal vez no sólo esto sucede con los inmemorable, cuando se asume la condición
histórica, propiamente humana del hombre. Cuando de la paz se llega a percibir el
pasado como propio, por tanto como formando parte también del hoy y del maña-
na que ahora avistamos, y por los cuales podemos ponernos en juego aun a riesgo
de esa misma paz, los hechos de ese pasado pueden recibir la acción transformadora
de un querer que ya no los ve sólo como el resultado aleatorio de decisiones que
no fueron necesaria ni exclusivamente nuestras. Apropiarse lo inmemorable de la
propia historia significaría otorgarle también la condición de ser no simplemente
un hecho al que pudimos ser conducidos por otras manos, de algún modo ajeno o
extraño a las propias decisiones, sino algo que puede ser reintroducido en nuestra
experiencia, reinterpretado como habiendo sido querido por nosotros mismos. Un
querer que reatrapa así en su vuelo a la linealidad unidireccional —e irreversible, se
dice— de la flecha del tiempo, en tanto puede llegar a ser un querer que transforma
lo querido e inventa lo querible desde la afirmación que en ese instante sea capaz de
recordar, imaginar y hacer. Sería este un querer que se resiste al yugo de un tiempo
que sobrevuela o circula por fuera de él, y que más bien procura reinsertarlo en la
trama temblorosa y, sin embargo, también bravía de su existencia terrenal. Al proce-

180 der de este modo, lo que se hace, en rigor, es incorporar como propios a los diversos

5
Tal vez aquí cabría recordar esas palabras que Zaratustra pronuncia en la sección «Del espíritu de
la pesadez», a propósito de cuándo y cómo podría acceder un hombre a sí mismo, por fuera de las
coordenadas teóricas del sujeto metafísico. Allí dice: «Y en verdad, no es un mandamiento para
hoy ni para mañana el de aprender a amarse a sí mismo. Antes bien, de todas las artes es ésta la más
delicada, la más sagaz, la última y la más paciente: A quien tiene algo, en efecto, todo lo que él tiene
suele estarle bien oculto; y de todos los tesoros es el propio el último que se desentierra, —así lo
procura el espíritu de la pesadez».
Dobles Póstumos / José Jara

momentos de lucha, conflicto en que estuvieron envueltos los distintos elementos


de la pluralidad que se es y que, por la vía que haya sido, condujeron a la paz que
los acoge, asume y recrea en este momento del desenlace que es la paz, y que puede
ser también vivida como una victoria, probablemente breve, como la paz misma.

Pensamos que mucho de lo elaborado en estos últimos párrafos está presente como
una línea pespunteada en la propuesta de Nietzsche acerca de la voluntad, cuando
la entiende como esa otra forma de racionalidad del tipo de hombre que él procura
pensar, y que habría de suceder a ese hombre pensado por la metafísica como un
sujeto uno y universal, que pretende conocer y pensar, fundar la multiplicidad de
lo existente desde una instancia trascendental. El tipo de racionalidad incluido en
aquella otra voluntad sería una que convierte al sujeto plural en un «creador», en
«un libertador y portador de alegría»6, teniendo a ese centro de gravedad suyo que es
su cuerpo, situado entre los cambios y permanencias de la historia, como los puntos
de apoyo desde los cuales el hombre procura abrirse hacia sí mismo y hacia otros.

La alegría que puede otorgar al sujeto ese o esos instantes inmemorables de la paz
serían el resultado de la acción de ese querer que hace suyo lo que, habiéndole de
hecho pertenecido en su pasado de algún modo, se le escapaba sin embargo entre
el tráfago de su quehacer cotidiano de hoy y del borroso olvido que la rutina de lo
cotidiano de ayer, aunque también de hoy, suele traer consigo para lo que lo confi-
gura. Sería así la alegría que le procura al sujeto la acción que su propio querer, de
su voluntad, que al reapropiarse las huellas de sí mismo y convertirlas en un instante
fulgurante de su subjetividad, de hecho se encuentra con que está creando esa subje-
tividad suya, y que a ésta puede considerarla ahora como suya, porque la ha creado 181
él mismo al recrear ese pasado que de alguna manera permanecía ciego para él. Es la
alegría ante la obra creada por su propia voluntad que, además, lo hace libre frente
a sí mismo y a partir de sí mismo, libre para emprender otros quereres, proyectos

6
Z., «De la redención».
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l

y acciones en las que, qué duda cabe, podrá ponerse en juego y arriesgarse una vez
más a seguir queriendo. Es también la alegría que puede traerle el experimentar la
libertad frente sí mismo a partir de ese instante inmemorable, que podrá tener toda
la fugacidad de esas fotografías instantáneas que logran hacer cuajar en el gesto allí
grabado, a la vez, el trazo duradero, sin embargo, de una vida que se asienta y se re-
pite en tantos otros gestos y momentos que, opacados por la rutina diaria, guardan
y otorgan también a ese instante la consistencia de una vida entera. Es la alegría de
otro tipo de sujeto, para otro tipo de paz, a los cuales bien puede valer la pena darles
tiempo para que lleguen a manifestarse en otro tipo de vida cotidiana que algún día
pueda llegar.7

182

7
Y, ¿quién lo sabe?, tal vez todo esto existe ya —y puede incluso haber existido— en algún paraje
humano que ha ignorado o se ha resistido a recorrerse y a mirarse a sí mismo desde fuera de sí,
desde algún más allá escrito en clave divina, teleológica o trascendental y que, por el contrario,
ha insistido en buscarse y diseñarse a sí mismo entremedio de la contingencia y precariedad de lo
humano, sospechando o sabiendo que allí también se albergan fugaces y extrañas posibilidades de
la belleza de lo humano.
Dobles Póstumos / José Jara

De Nietzsche a Foucault, un peligroso tal vez

Hacia mediados de la penúltima década del siglo en que Nietzsche vivió, afirmó
que veía aparecer en el horizonte del futuro a un nuevo género de filósofos. Proba-
blemente era en ellos en quienes preveía que sus palabras podrían encontrar algún
eco que tuviera consonancia con uno de los nombres usados por él para designarse
a sí mismo y a su forma de ejercer el pensar: como un hombre y un pensador pós-
tumo. ¿Habrá aparecido ya en el horizonte del siglo XX alguna de las figuras de esos
filósofos del futuro? A 100 años de su muerte, tal vez quepa arriesgar por lo menos
un nombre propio para una de esa figuras eventuales. Esto implica, sin embargo,
ensayar también un ejercicio de reconstitución de algunos nexos entre las pági-
nas escritas por Nietzsche —quien paradojalmente se sintió en algunos momentos
como careciendo de un nombre con el cual designarse1 y, en otro, como siendo
«todos los nombres de la historia»2— y las páginas escritas por aquél al que, en este
caso, tomamos como un riesgo, Foucault, quien de sí mismo dijo en una ocasión
que escribía «para no tener más un rostro»3, y que al pensar y escribir lo hacía por
fuera de las exigencias de identidad de una moral de estado civil.

Fractura, desafío, revelación, cesura, conmoción filosófica4 son algunas de las pala-
bras empleadas por Foucault para señalar el efecto producido en él por su lectura de
la obra de Nietzsche, especialmente la del período de 1880 que se abre con Aurora 183
y La ciencia jovial. Diversas fueron las vías que le condujeron hacía esa gama de

1
«Nosotros los nuevos, los sin nombre, los mal comprendidos, los nacidos prematuramente para un
futuro aún no demostrado(...)» CJ., §382.
2
SB.KSA., 8, p. 578.
3
AS., p. 28.
4
DE., IV, pp. 436 y 780; DE., I, p. 551; DE., IV, p. 703.
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experiencias vividas a partir de comienzos de la década de los 50, que provenían


desde dentro del medio académico universitario, pero más decisivamente desde
fuera de él, pues en aquél, Nietzsche no tenía cabida por esas fechas. Una de esas
vías es la que se perfila precisamente como una cierta escapatoria frente al discurso
filosófico académico de entonces, en el que Foucault sentía prevalecer los discursos
del hegelianismo y la fenomenología, aunque también allí encuentra a Heidegger
como figura determinante para su «devenir filosófico». Sin embargo, al ser puesto
éste en conjunción con Nietzsche, ambos habrían producido en él lo que llamó una
«conmoción filosófica», que no le impidió reconocer que fue este último «quien lo
arrebató» y le dio por primera vez «el deseo de hacer un trabajo personal».5 Otra de
esas vías, está marcada por la lectura realizada por él de Blanchot, quien le condujo
a Bataille y éste a Nietzsche, a través de un eje de preocupaciones intelectuales que,
pasando por la literatura y la reflexión sobre el lenguaje le llevaron hasta uno de
los temas que lo emparenta con una de las cuestiones centrales del pensamiento de
Nietzsche: la crítica del sujeto y de la forma de racionalidad que ha prevalecido en
Occidente desde sus albores griegos.

Pero un parentesco no significa identidad. Menos aún cuando ambos se propusie-


ron introducir los tiempos de la historia en el antiguo principio de identidad, para
así poder pensar los acontecimientos de sus respectivos presentes. Nietzsche, antes
de alcanzar la estatura que este siglo le ha concedido y que Foucault le reconoció,
entendía que su caminar por esa crítica y esa historia era un ensayar y un preguntar,
de los que ni se avergonzaba ni ocultaba. Pero también afirmaba: «Este —es mi ca-

184 mino», para preguntar luego, —«¿dónde esté el vuestro?». Pues a quienes pregunta-
ban «por el camino», sin titubeos, respondía: «¡El camino, en efecto, —no existe!».6
Así pues, si Foucault llegara a alcanzar una estatura que pueda mantenerse más
allá de la que en vida se le concedió, tal vez ella habría de estar emparentada con la

5
DE., IV, p. 529.
6
Z., «Del espíritu de la pesadez».
Dobles Póstumos / José Jara

inflexión que él llegó a dar a la cercanía que experimentaba con ese pensador, pero
también a la distancia que le habría sido necesario conquistar para dejar, asimismo,
tras la huella de Nietzsche, el rastro de lo que haya sido «su camino».

El camino de salida de lo que aún en su presente experimentaba Foucault como


el dominio del tema del sujeto en el discurso filosófico y, por ende, del tipo racio-
nalidad que en éste prevalecía, es uno que encuentra la primera gran legitimación
pública de su actividad como filósofo en su libro Las palabras y las cosas, y a pesar
de la fuerte recepción polémica que éste tuvo. La interpretación que allí propone
en sus páginas finales de la frase de Nietzsche: «Dios ha muerto» —estrechamente
ligada a la eventual desaparición del hombre que se vería despuntar en los discursos
de las ciencias humanas que se perfilan en el siglo XX y, además, sobre el trasfon-
do de las transformaciones acaecidas con el correr del siglo XIX en el orden del
saber moderno—, sería preciso entenderla como sustentada en la paulatina pero
inexorable retirada de la preeminencia del sujeto trascendental, en tanto instancia
fundamentadora y determinante de los discursos que se construyeron en los siglos
XVII y XVIII. En estos discursos, el hombre, como sujeto pensante y cognoscente,
se entendía a sí mismo vicariamente desde las condiciones de un saber universal, ne-
cesario y con vocación teleológica. La desaparición de ese Dios, secularizado como
sujeto trascendental, propone Foucault, no podía sino traer consigo el desdibuja-
miento, la disolución de la figura del sujeto-hombre que había ganado sus armas
cognoscitivas al amparo de aquella postulación de la verdad y eternidad divinas.

Pero allí despliega Foucault una conexión dual de cercanía y distanciamiento con
Nietzsche, en cuanto a recursos y actitud. A través de una línea paralela a la im- 185
portancia concedida por Nietzsche a la historia como instancia esclarecedora de
hechos y obras que siempre aporta «nuevas verdades»7, Foucault tematiza ese rol
de la historia como una arqueología del saber clásico y moderno, que describe e

7
«Un hecho, una obra es para cada tiempo y para cada tipo de hombre de una nueva elocuencia. La
historia habla siempre nuevas verdades». SW.KSA., 10. 16[78].
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interroga a lo ya dicho en esos discursos al nivel de su existencia. Pero esto supo-


ne realizar una reescritura de lo allí ya escrito, aunque bajo una forma regulada y
sostenida de exterioridad8 frente a ellos, en tanto se la ha de hacer sin remitirse a
lo que en ellos se suele considerar que actúa como su fundamento teórico último.
Así, al llevar a cabo Foucault sus análisis de este modo, se sitúa él, pero también él
resitúa a esos discursos fuera del ámbito de esa racionalidad del sujeto trascendental,
que se asumía como garante de la articulación y verdad de ellos. Es decir, en tanto
examina el proceso de formación de ese saber desde el conjunto diverso de prácticas
discursivas y no discursivas que lo atraviesan en distintos niveles y ámbitos, está ha-
ciendo Foucault una suerte de genealogía nietzscheana de la existencia, despliegue
y transformación de la peculiar forma de racionalidad vigente en esos períodos de
los saberes clásicos y modernos. Pero su cercanía de procedimientos con esa genea-
logía, no debiera desatender al hecho de que ella es realizada con otros elementos,
sistematicidad y estilo que el usado por Nietzsche.

El lugar central que ocupa su manejo del enunciado en sus análisis de los discursos
de un saber sobre la locura, la enfermedad, el hombre en cuanto ser viviente, traba-
jador y hablante, revela una particular modalización del trabajo genealógico. Y esto,
en tanto las condiciones de lo denominado por él como el referente, el lugar vacío
del sujeto, el campo asociado y la materialidad institucional de la función enuncia-
tiva, desplazan ese análisis fuera de la órbita del modelo de racionalidad que tiene a
la conciencia como basamento, hacia lo que se exhibe como el complejo y aleatorio
entramado de prácticas discursivas y no discursivas. El trabajo en torno a éstas

186 confieren a lo realizado por Foucault en su obra una persistencia específica y siste-
mática, pero también un corrosivo deslizarse por entre las disciplinas examinadas
dentro de los períodos acotados y abordados por él en los «talleres de la historia».9 Y
a partir de allí, su actividad adquiere también un estilo distinto que el de Nietzsche.

8
AS., pp. 182-183; AdS., pp. 233-235.
9
IP., p. 57.
Dobles Póstumos / José Jara

Distinto, por lo pronto, en cuanto modifica el rango explícito de amplitud de su in-


vestigación. La recuperación de la historia hecha por Nietzsche para el ejercicio del
pensar filosófico se hace operativa a través de su propuesta genealógica. Al abocarse
ésta de manera más visible a una crítica de la moral, apunta, sin embargo, hacia
una reinterpretación del entero proceso de formación de la racionalidad occidental
surgida en el mundo griego y modificada mediante la ecumenización institucional y
teórica del cristianismo, por una parte, y de la universalización del discurso metafí-
sico moderno, por otra. El carácter desmitificador que asume su trabajo genealógico
al establecer la necesidad de «tener conocimiento de las condiciones y circunstancias
de que (...) surgieron, en las que se desarrollaron y modificaron»10 los conceptos y
valores centrales de esa racionalidad, no solo pone de manifiesto el amplísimo es-
pectro de la tarea que se propuso, sino también la radicalidad con que la asumió y
que conduce a encontrar allí, quizás, una de las explicaciones para el tono rotundo y
tajante de las palabras de su crítica. Allí es donde se sitúa, tal vez, uno de los aspectos
del lugar retórico del martillo como instrumento de su pensar.

La limitación que Foucault se impone ante la alternativa de querer dar «como título
general»11 a lo que él hace el de genealogía de la moral, es lo que, por uno de sus
lados, diferencia su trabajo del de Nietzsche. Más bien se trata, para él, de conjugar
y de mantener en equilibrio los elementos comunes y diferenciales de las dimen-
siones arqueológicas y genealógicas de su investigación. Al llevar a cabo el análisis
arqueológico de las discursividades locales12 en que se expresan saberes acerca del
hombre y en los que éste alcanza diversos grados de comprensión de sí mismo, de
subjetivación, se ha de tener presente que esos discursos, a pesar de la estabilización
teórica que puedan adquirir en un momento determinado, son también «aconte-
187
cimientos históricos»13 surgidos desde condiciones precisas que, en cada caso, es

10
GM., Prólogo, §6.
11
DE., II, p. 753; MP, p. 101.
12
DE., III, p. 167; MP, p. 131.
13
DE., IV, p. 574; QI, p. 105.
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necesario situar y examinar. Mediante el enfoque genealógico se destacan, más bien,


las tácticas que se ponen en obra para abordar esas discursividades a partir de los
conflictos avistados en la cotidianidad del presente y sobre la base de la redescrip-
ción de los discursos de ciencias allí vigentes, para hacer emerger así las formas de
objetivación del hombre y de reconocimiento de sí mismo, que allí dominan. Desde
esta doble vertiente de análisis, arqueológica y genealógica, cabe visualizar a la vez
el carácter dual de las formas de dominación que transparecen en esos discursos
articulados sobre el trasfondo de evidencias aceptadas por los saberes allí existentes
acerca de la condición del hombre afectado por la locura, por la enfermedad, que
se experimenta a sí mismo como ser viviente, trabajador, hablante, es enjuiciado y
castigado como criminal, puesto en la encrucijada del deseo y el placer con que vive
su sexualidad. Pues si efectivamente mediante esos discursos se ha llegado a delinear
una figura expresa del hombre, al poner Foucault críticamente al trasluz la condi-
ción histórica de éstos, revela sus límites, dependencias, y hace posible otra reflexión
sobre ellos que, junto con poner de manifiesto la posibilidad para el hombre de ya
no ser o de no tener que seguir siendo lo que en esos discursos se enunciaba, se
expresa el ethos filosófico que atraviesa todo el trabajo de Foucault: dejar abierto «el
trabajo indefinido de la libertad».14

Y cabría agregar, de aquella misma libertad propia a la voluntad nietzscheana cuan-


do es asumida desde su condición de ser creadora, es decir, de ser una voluntad de
poder que se expresa como la necesidad de reinterpretar y, así, de ser capaz de volver
a actuar sobre la supuesta inevitabilidad e inmodificabilidad del pasado, para, antes

188 bien, transformarlo de acuerdo a su acción libertadora y portadora de alegría.15 Por


lo pronto, de esa alegría experimentable cuando se percibe que lo que se es o se ha
llegado a ser también es resultado y obra del propio hacer. Es todo el espectro de
las dimensiones del tiempo y el entero quehacer del hombre lo que de nuevo queda

14
Ídem.
15
Z., «De la redención».
Dobles Póstumos / José Jara

abierto, para ser transfigurado una y otra vez mediante esa voluntad entendida por
Nietzsche como siendo un complejo de actividad sintiente, volente y pensante.

Por cierto, en esos procesos correlativos de subjetivación y de objetivación que


emergen desde los análisis arqueológico y genealógico, es el propio hombre el que
se convierte en objeto de conocimiento, pero en tanto es a la vez él mismo el sujeto
de esos conocimientos que procura obtener con respecto a sí mismo para así acce-
der a lo que él pueda querer ser. La conexión con el tema central de reflexión de
Nietzsche, la vida, y en ella, el hombre, resulta evidente. E incluso podría decirse
que en estos trabajos de Foucault y de acuerdo a la opción teórica y metodológica
con que los lleva a cabo, se pondrían en obra algo así como fragmentos de un tipo
de pensar y de racionalidad que pudiera ser propicia para establecer una reflexión
que accediese a una comprensión más ajustada del ámbito de existencia de ese hom-
bre futuro, que es para Nietzsche el «suprahombre». Pues si, por lo pronto, ese
«suprahombre» es uno que solo puede llegar a emerger luego de la muerte de Dios y
de haberse despejado las sombras que esta muerte arroja sobre el tiempo posterior a
ella y que dificultan al hombre pensar de otra manera y por fuera del peso histórico
de tal acontecimiento16, es notorio que esa figura no podría ser pensada con las ca-
tegorías de un discurso lógico-metafísico ni bajo la égida del sujeto trascendental. Y
ya hemos dicho que eso es lo que precisamente Foucault no hace. Por el contrario,
todo su esfuerzo se dirige a pensar esos procesos de subjetivación y objetivación del
hombre desde fuera de esas condiciones de posibilidad metafísicas, para privilegiar,
más bien, sus condiciones de existencia concretas, que son tales por ser históricas,
y por eso excavables y recuperables mediante el uso metódico del análisis de los
enunciados de los discursos efectivamente habidos sobre el hombre.17
189

16
«Después de la muerte de Buda, durante siglos se mostró su sombra en una caverna —una sombra
monstruosa y pavorosa. Dios ha muerto: sin embargo, tal como es la especie humana, durante
milenios habrá cavernas en las que tal vez se mostrará su sombra. Y nosotros —¡también nosotros
tenemos que vencer todavía su sombra!» CJ., §108.
17
Resulta difícil no escuchar aquí el eco de, por lo menos, dos textos de Nietzsche. El primero, de La
genealogía de la moral y, el segundo, de La ciencia jovial. Ellos dicen: «¡Pues resulta evidente cuál
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Si como ya proclamó Nietzsche en el Crepúsculo de los ídolos, el «mundo verdadero»


del discurso de la metafísica se convirtió finalmente en una fábula y el sujeto es
una ficción creada desde ese discurso, se hace imprescindible aprender a repensar
lo que el hombre ha sido a partir de sus condiciones de existencia efectivas, para así
poder avistar el contorno de lo que, en concreto, pueda ser ese otro hombre que en
algún momento habrá de llegar, tal vez cuando el horizonte de su existencia quede
despejado de esas fábulas y ficciones. Puede ser pertinente recordar aquí un texto
en el que Nietzsche pone precisamente en conexión las condiciones de existencia
del hombre con lo que para éste pueda ser su intelecto, el perfil y la trama que pue-
den llegar a adoptar las formas o tipos de racionalidad requeridas por él para vivir
y pensar: «Hasta qué punto también nuestro intelecto es una consecuencia de las
condiciones de existencia—: no lo tendríamos, si no lo hubiésemos requerido, y no
lo tendríamos así, si no lo hubiésemos requerido así, si también hubiésemos podido
vivir de otro modo».18

A partir de lo ya dicho, es posible establecer otros dos puntos de conexión diferen-


ciada entre Nietzsche y Foucault. Sin duda, este último inscribe su trabajo dentro
de la actitud abierta por Nietzsche cuando designa a su pensar como «intempesti-
vo», de acuerdo con la denominación genérica de esos cuatro libros, Consideraciones
intempestivas, que publica entre 1873 y 1876. Según lo expresa éste en el prólogo a
la segunda de esas Consideraciones, su pensar «en contra» de su tiempo, es también
un pensar «a favor» de él, en tanto la crítica realizada a lo que lastra y agobia a ese

190 color ha de ser cien veces más importante para una genealogía de la moral que justamente el azul; a
saber, el gris, quiero decir, lo fundado en documentos, lo realmente comprobable, lo efectivamente
existido, en una palabra, toda la larga y difícilmente descifrable escritura jeroglífica del pasado
de la moral humana!» (GM., Prólogo, §7). El otro: «Todo lo que hasta ahora los hombres han
considerado como sus “condiciones de existencia” y toda la razón, pasión y superstición que hay
en esta consideración —¿ha sido investigado esto hasta el final?» (CJ., §7). Esta doble referencia
de afirmación e interrogación nietzscheana ha estado presente como trasfondo, sin duda, en todo
el curso de las investigaciones realizadas por Foucault. Ver además nuestro artículo «Foucault y la
filosofía: ¿una seducción perversa?», especialmente sus notas 9, 15 y 36.
18
SW.KSA., 11. 26[137].
Dobles Póstumos / José Jara

presente, habría de liberarlo hacia sus posibilidades futuras de pensamiento y ac-


ción. Es allí en donde visualiza Foucault que se inicia la tarea de la filosofía como
un diagnóstico del presente, y que él hace suya. Pero entender a la filosofía de este
modo, supone una clara ruptura con el modo tradicional en que ésta ha sido valo-
rada, como un saber que aspira a ser universal y apodíctico acerca de lo que es en
tanto que es, del ser, o al menos de las condiciones de posibilidad del conocimiento
de eso que es; el presente solo aparece allí, en todo caso, como una ocasión o motivo
para —tomando nota de la variabilidad y contingencia de lo que allí aparece— ale-
jarse de él en pos de acceder a un saber sin resquicios ni caducidad, a la verdad una
y perdurable.

Sin embargo, podría pensarse que al emplear Foucault otra expresión como equi-
valente para aquella de diagnóstico del presente, la de que mediante su trabajo
procura realizar también «una ontología histórica de nosotros mismos»19 estaría
recuperando subrepticiamente para su quehacer algo de esa dimensión tradicional
de la filosofía, en tanto pregunta por el ser, y que quedaría delimitada por la palabra
«ontología». Pero a lo que apunta esta propuesta foucaultiana de la ontología no es
al ser en cuanto tal, sino más bien a la pregunta «¿qué somos nosotros?» y, además,
bajo la modalización histórica de «¿qué es lo que ocurre?».20 En tales preguntas hay
el propósito de establecer un diagnóstico sobre aquellos procesos, movimientos y
fuerzas por los que nosotros estamos atravesados cotidianamente, y que ponen de
manifiesto a las condiciones de existencia de los hombres como siendo un aconteci-
miento, como algo que ocurre, se repite entre márgenes de estabilización y variación
de esas mismas condiciones —las que nos marcan. Sin olvidar, empero, que esa es
una manera de ser hombre, hecha y traspasada continuamente por las acciones y
191
pensamientos de esos mismos hombres, que en el curso del tiempo han llegado a
hacer historia.

19
DE., IV, p. 574; SV., p. 194.
20
DE., III, p. 573.
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Por otra parte, estas dos variantes de denominación e interpretación de la filoso-


fía pueden ser puestas en conexión con otro tema que recorre todo el trabajo de
Foucault, y que como señala en diversas ocasiones, deriva también de un tema
central en el pensamiento de Nietzsche: la verdad. Por lo menos a través de dos vías,
que apelan nuevamente a la historia, circunscribe Foucault su preocupación por
este tema. Una, mediante la que señala haber querido describir la verdad como un
acontecimiento, como una escena en la que «se ha ensayado distinguir lo verdadero
de lo falso»21, pero poniendo el acento más que en esa distinción, en «la constitu-
ción de la escena y del teatro» en que la verdad, como forma y efecto del ejercicio
de la racionalidad en Occidente, ha hecho allí su aparición. La otra, como una
historia de la verdad en la que resuena esa ontología histórica de los hombres que
reflexionan sobre sí mismos. Así, sobre esta segunda vía, en uno de esos textos, dice:
aquello de que me he ocupado —aquello en que me he querido ocupar des-
de hace muchos años— es la tarea de destacar algunos de los elementos que
podrían servir para una historia de la verdad (...) un análisis de los «juegos
de verdad», de los juegos de lo verdadero y lo falso a través de los cuales el ser
se constituye históricamente como experiencia, es decir, como pudiendo y
debiendo ser pensado. ¿A través de qué juegos de verdad el hombre se pone
a pensar su propio ser (...)? 22

El ensayo de Foucault de pensar efectivamente al hombre por fuera de ese funda-


mento que significaba el sujeto en el discurso de la metafísica, trae consigo el no
poder ya apelar a la disponibilidad de una verdad universal e indubitable. Pero si

192 para seguir siendo aún filósofo, parece imprescindible plantearse la pregunta por el
conocimiento y acceder a través de él a algún tipo de verdad sobre aquello que se
interroga, en último término, por el hombre y los procesos de conocimiento o de
saber en que éste se constituye o cree constituirse a sí mismo en su relación con el

21
DE., III, p. 572.
22
HS2., pp. 12-13 [p. 13]; HdS2., p. 10.
Dobles Póstumos / José Jara

mundo en que habita, resulta inevitable la pregunta que Foucault se plantea: «¿qué
puede ser el saber histórico de una historia que produce la división verdadero/falso
de la que depende este saber?».23

Si se asume el hecho de que el hombre y los saberes que logre no remiten a un tiem-
po en el que pueda descubrirse un origen fundante ni un fin redentor, escatológico
o teleológico; si se acepta que uno y otros remiten a un transcurrir del tiempo que
una y otra vez se hace historia a partir de los acontecimientos que la configuran,
la marcan y transforman, al hilo de los hechos y situaciones en que los hombres al
hacerse allí a sí mismos, la hacen a su vez a ella, a la historia, la consecuencia para el
saber que allí se logre, es que no podrá ser sino interpretación. Una interpretación
que, al decir de Foucault aludiendo a Nietzsche, no puede detenerse jamás ante una
supuesta primacía originaria de los signos, pues éstos, a su vez, no son sino «inter-
pretación de otros signos»24, convirtiéndose así la interpretación en una tarea siem-
pre inacabada y siempre por recomenzar. Y que cuando se quiere rastrear la historia
entera de algo existente, de una «cosa» —y ahora al decir de Nietzsche—, lo que
se encuentra no sería más que «una ininterrumpida cadena indicativa de interpre-
taciones y reajustes siempre nuevos»25, que se exhibirían como resultado, efecto de
procesos de avasallamiento y de resistencias a ellos, de metamorfosis, de casualida-
des y de contraacciones afortunadas, que pondrían de manifiesto la condición fluida
del «sentido». Y precisamente porque éste es uno que históricamente los hombres
han venido haciendo a través de los siglos y habrán de continuar creándolo en y
con todo cuanto hacen, el mundo, alejándose ya de Dios y del sujeto trascendental,
se transforma en lo que Nietzsche denomina «nuestro nuevo “infinito”, aquél que
incluye dentro de sí infinitas interpretaciones».26
193
Mas aquí se introduce no solo el conflicto de las interpretaciones, la lucha por ellas

23
IP., p. 72.
24
DE., I, p. 571; NFM, p. 36.
25
GM., II, §12.
26
CJ., §374.
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y entre ellas, sino que también el juego de lo verdadero y lo falso. Y lo que entre
esas luchas y estos juegos se configura no son solo saberes mediante los cuales los
hombres procuran conocerse a sí mismos y a cuanto los rodea, sino que a la vez y
de un modo indisociable con esos saberes, se delinea y establece la manera en que
los hombres «se gobiernan a sí mismos y a los otros».27 Esta otra dimensión de las
formas de gobierno y de gobernabilidad existentes entre los hombres, es exhibida
y hecha operativa por Foucault cuando sitúa lo pensado y hecho por ellos en ese
ámbito de exterioridad de las prácticas discursivas y no discursivas, en que las pala-
bras adquieren la solidez de cosas y la inminencia de acontecimientos entre los que
sus acciones posibles quedan reguladas por instancias de estabilización y utilización
institucional, por formas de legitimación y de control social. Estas son las que po-
nen de manifiesto algunas de las diversas modalidades en que las figuras de saber
quedan entrelazadas con y marcadas por instancias de poder, indisociables no solo
de la búsqueda de validez teórica de ellas, sino también de vigencia y efectividad
social, es decir, de relevancia humana e histórica.

Bien podría decirse que en ese libro en que Foucault desarrolla de manera más ex-
plícita y sistemática el dispositivo de poder-saber, operante en el nuevo régimen de
verdad que establece el complejo científico-judicial que da lugar al nacimiento de la
prisión, a la vez que al surgimiento de muchas de las técnicas y procedimientos de
las ciencias humanas, en Vigilar y castigar, se pone en obra un análisis particular y
acotado de lo que Nietzsche —en aquel mismo texto citado acerca de la interpreta-
ción— denomina a aquello que está en la base de ésta como: «la teoría de una volun-

194 tad de poder que se despliega en todo acontecer». Cabría leer este libro de Foucault
como uno en el que él habría utilizado, así sea haciéndolo «chirriar, gritar»28, pre-
cisamente ese concepto de la voluntad de poder. Por lo menos, en tanto entiende
a ese concepto como «un principio de desciframiento intelectual, un principio de
comprensión para delimitar la realidad», aun cuando, por otra parte, también se

27
IP., p. 72.
28
MP., p. 101.
Dobles Póstumos / José Jara

refiere a él como un concepto «solemne y misterioso» mientras no se le encuentre un


contenido reajustado y teóricamente profundizado. Pensamos que este contenido
es elaborado y expuesto en Vigilar y castigar, aunque, sin duda, reajustado desde la
actitud de diagnóstico ejercida por Foucault frente a su presente. Pues es en éste
donde se le convirtió en acuciante la pregunta acerca de cómo el encierro carcelario
llegó a ser —en las sociedades modernas con una identificación democrática—,
una instancia privilegiada de puesta en práctica de un poder absoluto que, a la vez,
queda plenamente legitimado moralmente en su despliegue social, incluso más allá
de ese espacio específico de reclusión.

Al establecer esta conexión, paralelamente podría visualizarse mejor la razón de la


elección de ese escenario privilegiado en el que tales relaciones de poder-saber son
analizadas por Foucault, el cuerpo, que allí aparece como el centro y lugar de cruce
de una anatomía política del detalle y de una microfísica del poder que —más acá
de los viejos suplicios, pero sin dejarlos caer en el olvido mediante la modernización
de sus técnicas— lo modelan, tallan, transforman, optimizan sus fuerzas y docilizan
sus conductas, al punto que allí es posible ver ahora la inversión de la vieja relación
griega entre alma y cuerpo, que le permite afirmar a Foucault una nueva relación
de ser entre ellas: «el alma, prisión del cuerpo».29 Y el escenario que es ese cuerpo en
este libro, en Vigilar y castigar, puede afirmarse que es la precisa bisagra de conexión
con la voluntad de poder postulada por Nietzsche, en tanto ésta es entendida por
él como ese otro tipo de racionalidad que permitiría comprender la condición ra-
dicalmente histórica del hombre —por fuera de la fábula que distinguió entre un
mundo verdadero y otro aparente, sobre la base de la ficción de fundar su pensar en
el concepto del sujeto. El cuerpo, a la vez, individual y social, es pensado por Nietzs-
195
che como el «centro de gravedad» del hombre, como ese operador de cambio, tamiz
y encrucijada en que se manifiestan, de él emergen, a él llegan, en él se articulan,
pueden entrar en conflicto y transformarse todas las fuerzas, es decir, emociones,

29
SP., p. 34 [38]; VC., p 36.
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sentimientos, pasiones, conceptos e ideas, que lo configuran, le dan un perfil, una


densidad, debilidad o fortaleza, con la que poder asumir —propia o subsidiaria-
mente— el desafío, el placer o el dolor de tener que hacerse y recrearse a sí mismo
en ese mundo que se ha convertido en un nuevo infinito de interpretaciones. El
cuerpo es el lugar en que gravitan y entran en relación todas las fuerzas que lo confi-
guran como un centro, sin duda, como un centro que experimenta desplazamientos
a lo largo y ancho de la historia personal, y desde el cual la vida se le presenta como
un experimento y una tarea a resolver una y otra vez. Y para lograrlo, con todo
cuanto traspasa y configura a su cuerpo, el hombre ha de reaprender a hacer uso de
esa voluntad cuyo querer es un crear y recrear, un transformar lo dado, un querer
instaurar nuevas referencias y perspectivas, otras disponibilidades y horizontes des-
de los cuales asumir la diversidad y complejidad de las condiciones de existencia.
Por eso, esa voluntad es también un poder, un poder humanamente creador, libera-
dor y, por ello mismo, la forma inédita —hasta su tiempo— de repensar Nietzsche
un tipo de racionalidad que vaya más allá de aquélla aún dominante en su presente,
aunque también ya denominara a ésta como una forma decadente de racionalidad.

En este recorrido de ida y vuelta entre Foucault-Nietzsche-Foucault, en este trán-


sito por algunos de sus planteamientos centrales —y por fuera de las pretensiones
metafísicas de deslindar entre origen y fin, o de las legalidades y prerrogativas de los
derechos del autor—, cabe aludir a otro tema de conjunción entre ellos: la risa. Esa
risa con que ambos enfrentan —uno con una risa filosófica, a medias silenciosa, el
otro con una mayormente sonora— lo que para muchos fue o es experimentado

196 como «el más siniestro de todos los invitados»30: el nihilismo. Pues para Foucault,
si puede ser filosófica su risa ante la desaparición del hombre que va aparejada con
la muerte de Dios, es porque a partir de este hecho él entiende que se «desplie-
ga un espacio donde de nuevo es finalmente posible pensar».31 Mientras que para

30
WM., p. 7.
31
MCh., p. 353.
Dobles Póstumos / José Jara

Nietzsche, cuando se trata de despejar el horizonte de viejas fábulas, ficciones y


fantasmas, la voluntad tiene su mejor recurso en el coraje y la risa, pues «el coraje
que ahuyenta los fantasmas se crea sus propios duendes, —el coraje quiere reír. (...)
No con la cólera, sino con la risa se mata».32 Por lo pronto, Nietzsche puede adoptar
esta actitud, pues el nihilismo no sería sino la consecuencia teórica más radical de
una reflexión filosófica que se asienta y deriva desde su trabajo genealógico realizado
sobre las condiciones de existencia del hombre en la Europa de la segunda mitad
del siglo XIX33, que son las condiciones experimentadas por él, pues ese es su pre-
sente, y que al pensarlo le hacen ser intempestivo con él. Y por eso también de allí
surgen, entre otras, sus tan frecuentes alusiones y críticas al hombre y a la nación
alemana de su tiempo —aunque, sin duda, esa genealogía le lleve además hasta los
inicios de la cultura occidental y al cristianismo. De modo similar, se puede pensar
que en Foucault es un particular modo de enfrentar o ajuste de cuentas suyo con
ese nihilismo —que suele considerarse que tiene como uno de sus lemas explicita-
dores aquella doble muerte ya señalada—, el que recorre esos «tres ejes posibles de
genealogía»34 en los que él reagrupa sus libros más importantes, escritos desde esa
actitud teórica elegida por él de un diagnóstico del presente u ontología histórica
de nosotros mismos.

Las afinidades teóricas de estos dos pensadores y la diversidad de caminos y de re-

32
Z., [«Del leer y el escribir»]. Y lo que allí ha de matar la risa es el espíritu de la pesadez, el espíritu de
aquel tipo de hombre que «semejante al camello, se arrodilla y se deja cargar bien. (...) demasiadas

197
palabras y valores ajenos, pesados, carga él sobre sí» (Z., [«Del espíritu de la pesadez»]). Es ese espí-
ritu que se convierte en enemigo del hombre, de un pueblo, pues le impide «aprender a amarse a sí
mismo» y, por ello, expresa un modo de existencia que deja abierta la puerta al arribo del nihilismo.
33
«Hoy no vemos nada que aspire a ser más grande, barruntamos que descendemos cada vez más abajo,
más abajo, hacia algo más débil, más manso, más prudente, más plácido, más mediocre, más indife-
rente, más chino, más cristiano —el hombre, no hay duda, se vuelve cada vez “mejor” (...) Justo en
esto reside la fatalidad de Europa —al perder el miedo al hombre hemos perdido también el amor
a él, el respeto a él, la esperanza en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la visión del hombre
cansa —¿qué es hoy el nihilismo si no es eso? (...) Estamos cansados de el hombre (...)» (GM., I, §12).
34
Esos tres ejes se articulan en relación con «la verdad a través de la cual nos constituimos en sujetos
de conocimiento», con el «campo de poder a través del cual nos constituimos en sujetos que actúan
sobre los otros», con «la ética a través de la cual nos constituimos en agentes morales». SV., p. 194.
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cursos para transitar por ellos, es lo que nos puede llevar a pensar que son el rostro y
la figura de Foucault, al menos una de las que, tal vez, podrían llenar el lugar vacío
que en un momento imaginó Nietzsche para ese nuevo género de filósofos que él
creía podría aparecer en el siglo siguiente al suyo, y a través de los cuales, él mismo
habría de convertirse en la figura que imaginó para sí: un pensador póstumo. El los
bautizó con un nombre, dice, «no exento de peligros». Los llamó Versucher, los que
ensayan, buscan, tientan, aquellos para quienes la filosofía misma y su propia vida
se convierte en un ensayo, un experimentar en torno suyo y consigo mismos para
poder seguir pensando lo mudable de los hechos y acontecimientos de la historia
humana, del «reino ilimitado del Límite»35, como denomina Foucault a aquello en
que se convierte el mundo luego de la muerte de Dios, interpretando a Nietzsche
al hilo de la noción de transgresión en el pensamiento de Bataille. En esa tarea, en
ese ensayo, ellos se ponen en juego a sí mismos. Y por eso, también puede decir
Nietzsche de ellos que «forma parte de su naturaleza el querer seguir siendo enigmas
en algún punto».

Un aspecto, tal vez, de ese enigma, es el que Foucault desactiva, desplaza de su


solemnidad, con una palabra más benigna para designar lo que le llevó a modificar
su plan original de escritura anunciado en el tomo primero de la Historia de la
sexualidad, —un plan que, más bien, dirá más tarde, fue resultado de una cierta
imprudencia y pereza suya, de un «reflejo de envejecimiento».36 Lo que le hizo
salir de esa imprudencia, y de algún modo despejar o transformar ese enigma, fue
«la curiosidad,(...) aquella que permite desprenderse de sí mismo». La misma que

198 le lleva a entender al cuerpo viviente de la filosofía como un «“ensayo” (...) como
prueba modificadora de sí mismo en el juego de la verdad (...) un ejercicio consigo
mismo en el pensamiento».37 Y bien podría pensarse que este episodio sucedido con
Foucault, de alguna manera quizá no tan enigmática, fue entrevisto por Nietzsche

35
DE., I, p. 235; OE1., p. 165.
36
SV., p. 229.
37
HS2., pp. 14-15 [p. 16]; HdS2., p. 11 [p. 12].
Dobles Póstumos / José Jara

cuando imaginaba las condiciones en que esos filósofos del futuro habrían de en-
frentar el nuevo infinito de las interpretaciones. Pero también podría decirse que
aquí se expresa algo de esa extraña condición de «psicólogo» suya —que es difícil
no reconocerle en tantos lugares de su obra cuando se escuchan sus hallazgos reco-
gidos desde su escarbar en los confines «de la historia del alma humana»38—, que
le permitió avistar los instantes de locura, de coraje, obstinación, pero también de
desfallecimiento que puede aquejar a los hombres que se asumen como siendo solo
hombres. Eso demasiado humano de todo lo humano, que puede sentirse extravia-
do cuando se sitúa ante los laberintos de la historia, trastabillar frente al abismo de
la ausencia de fundamento, pero también lanzar una flecha hacia otra esperanza y
habitar en el discurso de otra «estrella titilante» en el universo infinito del ejercicio
del pensar y de la interpretación.

Y son tal vez estas situaciones tan humanas que pueden llegar a traspasar, horadar
los propósitos y los discursos de quienes asumen la tarea del pensar —por lo que allí
a ellos puede sucederles y por lo que allí ellos tienen que pensar—, lo que se trasluce
en esa expresión con que Nietzsche los designa: son los «filósofos del peligroso tal
vez, en todos los sentidos de esta palabra».39 Y peligrosos porque justamente ya no
sitúan su discurso bajo el lema o la consigna de la apodicticidad o universalidad,
que solía enaltecer y dar dignidad a las proposiciones de la racionalidad metafísica,
imperturbable ante la contingencia de lo meramente actual, pues eso actual no pue-
de competir con la tradicional nobleza de lo universal o de lo eterno. Al descender
a la transitoriedad de todo presente, estos filósofos quedan expuestos al reconoci-
miento siempre provisorio de que se acepte la interpretación en curso, de conside-
rársela como un simple tal vez, que más tarde puede incluso no llegar a ser tal. Pero
199
tanto Nietzsche como Foucault entienden y aceptan que todo presente se enraíza en
esa temporalidad más amplia pero concreta que es la historia, a la que asumen como

38
MBM., §45.
39
MBM., §2. Hemos traducido Vielleicht por tal vez, y le hemos puesto cursiva para destacar el hecho
de que Nietzsche usa allí este adverbio como sustantivo.
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el lugar de traducción continua, de validación y recreación individual y social, en


comunidad, de la interpretación. Los debates, conflictos, acuerdos y asentimientos
sociales son también un espacio de validación teórica, y no solo práctica, de las
interpretaciones. Las propuestas específicamente teóricas del pensar que subyacen a
las interpretaciones son indisociables del lugar en que surgen, se perfilan, afinan e
imponen, entremedio de las argumentaciones, urgencias y opciones de reflexión y
de convivencia o desavenencia social. La historia en que transcurren esos procesos
y acontecimientos es el espacio, el ámbito de estabilidad o de quiebre, de inserción
transfiguradora y legitimadora de las verdades en juego y en pugna.

Por otra parte, al entender Nietzsche que el cuerpo es el centro de gravedad del
hombre, como esa realidad incanjeable de cada quien mediante la que experimenta
los diversos grados de inmediatez y de mediación de todo cuanto llega hasta él y
desde él sale; al describir Foucault las estrategias que sostienen la anatomía política
del detalle puesta en obra por el aparato disciplinario, que pretende normalizar
los gestos y los deseos de los cuerpos, se puede avistar hasta qué punto, tanto en
Nietzsche como en Foucault, las interpretaciones pueden llegar a ser efectivamente
realidades, en la medida en que se hagan cuerpo en los hombres. Y que cuando esto
sucede, estamos de nuevo no solo frente a un criterio de validación práctica de ellas,
sino también de validación teórica. Es decir, a través del campo más amplio de la
historia y del campo más personal del cuerpo, para Nietzsche y Foucault, cabría
afirmar que se accede a la posibilidad efectiva de repensar la vieja relación, tan traída
y llevada en el curso de los tiempos, de la teoría y de la práctica: de la interpretación.

200 Así, mediante el estilo diferenciado de pensar de ambos, bien se puede aprender
a asumir algún día a las interpretaciones, tal vez, de un modo semejante a como
los buenos navegantes y los caminantes de todos los tiempos recurren y confían
también en la rosa de los vientos, las constelaciones del cielo estrellado y el pulso
de sus decisiones, para orientar su tránsito por sobre las aguas y la tierra y entre los
hombres.

Como quiera que sea, creemos que en esas últimas frases de Foucault en que aludía
Dobles Póstumos / José Jara

a la curiosidad, al ensayo y al desprenderse de sí mismo en el pensar, transparece


una vez más su parentesco con Nietzsche. Ese parentesco que permitiría decir de
él y, aventuramos, ante los ojos del propio Nietzsche, que efectivamente se puede
imaginar a Foucault como uno de esos filósofos del «peligroso tal vez» que apare-
ció en el siglo en el que Nietzsche avistaba que podía hacerse efectiva, concreta,
su condición de pensador póstumo. Pues, sin duda, más de una de las estrofas de
un poema con que Nietzsche saluda a Zaratustra como el amigo a quien esperaba,
pueden aplicarse a la actitud y a la opción de trabajo filosófico de Foucault. En una
de ellas, dice Nietzsche:
Aquellos a quienes yo anhelaba,
A los que yo imaginaba afines a mí, cambiados como yo,
El hecho de hacerse viejos los ha alejado de mí:
Solo quien se transforma permanece emparentado conmigo40

201

40
MBM., [«Desde las altas montañas»].
Dobles Póstumos / José Jara

Voluntad de poder, Voluntad de crear1


Entrevista de Philippe Dardel

Hablar hoy de Nietzsche es hablar del «pensador póstumo» No porque esté muerto
—de eso ya 100 años, y todos se enteraron—, sino porque sus palabras resultaron
como semillas porfiadas, lentas. O —y esto es más bien ofensivo— porque los sa-
crosantos filósofos de cátedra demostraron su más refulgente taradez a la hora de
asumir los martillazos.

Así, al menos —y con la autoridad que le confieren décadas consagradas al germa-


no— lo sostiene el filósofo y profesor de la Universidad de Valparaíso, José Jara2,
gestor del coloquio internacional sobre Nietzsche que trajo al país a distinguidísi-
mos pensadores de Alemania, Italia, Argentina, España y otros países.

Jara afirma el argumento de la taradez señalando que hasta el advenimiento de Hei-


degger nadie había dado un peso por el valor filosófico del creador de Más allá del
bien y el mal y La gaya ciencia.

Con el empellón del mítico Martin, todos agarraron vuelo, incluso en Alemania y
contra la culposidad enferma derivada del período nazi. Surgieron, hacia los años
sesenta, dos corrientes fundamentales en la reinterpretación de Nietzsche, mismas
que siguen vigentes hasta ahora: una es de corte heideggeriano y la otra, venida de
203
1
[La entrevista tiene la siguiente bajada de título: «Nietzsche vuelve para quedarse. Hasta hace poco
degradado e incluso demonizado, se alza ahora como un grande e imperativo faro. ¿Su mensaje?
Pues que se ha de comenzar de nuevo, sin razón pura, sin Dios, en total desamparo].
2
[La entrevista entrega los siguientes datos biográficos: «José Jara vive en Santiago pero hace clases en
la Universidad de Valparaíso. Porteño, ex alumno del Liceo Eduardo de la Barra y de la Universidad
de Chile, fue exonerado en 1976, "sin siquiera hablar de Marx". Estuvo 15 años en Venezuela,
trabajando en las universidades Simón Bolívar y Central. Volvió a principios de los 90. Entre sus
publicaciones se cuentan variados textos sobre Nietzsche. Es master of arts y doctor, títulos que
logró en la Universidad de Texas, EE.UU., y en la de München, Alemania].
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Francia de la mano de Gilles Deleuze y Michel Foucault. Esta última, de mayor


influencia en Latinoamérica, tiene un carácter más abierto que la heideggeriana,
posibilitando variados caminos para asolar el valiente pensar nietzscheano.

Hay también un factor técnico y más o menos de última hora que contribuye a
explicar la actualidad de Nietzsche: todos los textos póstumos se están publicando,
debidamente exorcizados de las pasiones de Elizabeth Föster Nietzsche, la hermana
plenamente nazi y algo obtusa, que editó a su amaño el libro conocido como La
voluntad de poder.

José Jara enfatiza la importancia actual del pensador germano apuntando que su
obra define un punto crucial en el desarrollo milenario de la cultura de Occidente.

Nietzsche las emprendió contra la metafísica, entendida esencialmente como re-


fugio en un Más Allá, desacreditando tanto al hombre como «hijo de Dios» lo
mismo que al sujeto racional. Su tronar va acompañado por el contexto: ahí están
la Revolución Francesa, la Revolución Industrial, el desarrollo científico y tecno-
lógico. Todos empezamos a ser «libres e iguales» porque sí y no en cuanto hijos de
Dios, cosa que terremotea al menos la mitad del edificio metafísico, que queda aún
más maltrecho con Freud y su inconsciente. Es decir, la fe en la razón pura se hace
intragable. El hombre toma conciencia de ser más que mente o alma, cabiendo la
posibilidad de no ser más que existencia, como lo proclamó a mediados de nuestro
siglo Jean Paul Sartre.

«Con Nietzsche el sujeto —elemento central de la metafísica— saca las últimas

204 consecuencias y se vuelve voluntad. Nietzsche lleva a su límite la metafísica porque


no toma en cuenta sólo la racionalidad, sino la vida, y asume la voluntad como
elemento central en la vida humana para comprender todo lo que desde ella surge».

—Es decir, reintroduce la idea de devenir.

«Con Nietzsche un tema central es la historia, que concibe como el proceso median-
te el cual los hombres, a lo largo de milenios, millones de años, han llegado a ser esta
Dobles Póstumos / José Jara

figura humana que hoy somos, en cuanto herederos, muchas veces inconscientes, de
tradiciones, costumbres y hábitos. Y tales creencias se han hecho cuerpo en noso-
tros. La razón metafísica creía que ella, por sí sola, pensando, podía determinar qué
es el bien, qué es la justicia, qué es la belleza. Nietzsche va a decir no: los valores y las
ideas, como todo lo que es, ha llegado a ser, tiene historia. La filosofía ya no puede
decir más que existe una verdad absoluta, un bien absoluto, universal y necesario o
una justicia absoluta, universal o necesaria de acuerdo a los criterios de la razón. Eso
significa que hay que repensar todo estilo de hacer ejercicio del pensar».

—¿Para qué todo eso? ¿Qué tanto importa el ejercicio del pensar?

«¿Qué haríamos sin él? En cualquier relación cotidiana… uno saca un cigarrillo.
¿Por qué fumar, si el tabaco hace mal para la salud?».

—Exacto: o se lo fuma o no. No sirve para nada pensarlo.

«¿Para qué la vida? ¿Por qué la muerte? Hay demasiadas preguntas que el hombre
siempre se ha hecho».

—¿Y de verdad cree usted que pensando se puede arrojar luz sobre ellas?

«Arrojar luz, sí, en el sentido de comprender un poco mejor ciertas condiciones


desde donde surgen y se generan las situaciones problemáticas. Todos los pueblos
han tenido distintas formas de religión, todos han tenido dioses, y con ellos se ha
dado cuenta del mundo. Del politeísmo llegamos al dios único judeocristiano. El
hombre, a lo largo de siglos, ha buscado simplificar. Son tantos los problemas a los

205
que responder, que tiene que buscar el origen, el de dónde provienen estas tantas
preguntas, estos enigmas que pueblan la vida».

—¿Qué cosas ha logrado comprender usted con todo este ejercicio de pensar, de filosofar?

«He logrado cometer menos errores».

—¿Errores de qué tipo?

«Menos errores en el sentido de… Te digo, a propósito de Dios; es un tema central


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en Nietzsche. Dice que una vez que se ha comprendido por qué los hombres han
necesitado creer en Dios, se hace innecesario ya dar una prueba ontológica de la
existencia de Dios. El problema no es demostrar la existencia, es un problema de
creencia que remite a los sentimientos en los que se apoyan los hombres para re-
lacionarse unos con otros y con las cosas del mundo y buscar responder. Cometer
menos errores quiere decir situar los problemas en niveles de análisis cada vez más
adecuados para comprender qué son. Con la medicina de hoy, con la física de hoy,
cometemos menos errores: sabemos que no es sólo la gravitación universal, está
también la relatividad».

—¿Y no le parece que en última instancia, simplificando, vamos sabiendo que es imposi-
ble saber, cosa con la que, entre paréntesis, volvemos a coincidir con los primeros griegos?

«Nietzsche nos indica cómo pensar ahora, cuando sabemos que ya no hay respues-
tas absolutas, universales y necesarias a los problemas que los hombres han tenido
durante siglos. Lo posible hoy es la interpretación, y una interpretación acotada
históricamente. Nietzsche pensó que hasta su tiempo todos los hombres habían vi-
vido de acuerdo a ciertos valores, pero sin preguntarse por el valor de los valores, en
qué circunstancias surgieron, desde qué condiciones, en vista de qué necesidades,
apremios, urgencias. Sobre la base de su crítica a la metafísica y al sujeto, Nietzsche
señala que hay que asumir la historia y el hecho de que los pensamientos son inse-
parables de afectos, de sentimientos, de pasiones. Los conceptos y las ideas no son
un asunto sólo de la razón».

—Dios se fue, Dios murió y nos dejó solos…


206
«Sí, y el hombre tiene que volver a creer en sí mismo, ya no es más alguien vicario de
Dios o de la razón. Nietzsche llama a que el hombre vuelva a afirmarse a sí mismo
como ser mortal, finito, con todas las limitaciones y precariedades que diariamente
percibimos y que no podremos evitar. Entonces, ahora se trata de volver a darle
sentido a la tierra, a esta condición mortal de los hombres, y abrirse a aquello que
los hombres tienen, y con lo cual pueden transformar sus condiciones de existencia.
Dobles Póstumos / José Jara

Voluntad de poder, esa es la palabra que él usa, y eso no significa en definitiva otra
cosa que voluntad de crear desde esta condición finita, asumiendo el hecho de que
por bellas y magnificas que sean nuestras respuestas, moriremos, pero no porque
vayamos a morir quedamos exentos de plantearnos la pregunta ¿para qué vivir, por
qué vivir, como hacemos que nuestra vida tenga sentido, que sea bella, sea justa,
sea buena? Tenemos también que asumir el riesgo de que nuestras respuestas sean
válidas sólo para nosotros y no para mañana. No podemos quitarles por adelantado
la vida a los hombres del futuro, ellos tendrán sus problemas, que ellos tendrán que
responder para hacer que esas vidas sean suyas y no depositarlas en una instancia
divina o metafísica, en todo caso trascendental».

—¿Cree usted factible realizar hoy esa transvaloración, dado el esquema social que tene-
mos, que destaca por sus mecanismos de control?

«El saber que no puedes comer no te quita el hambre».

—De acuerdo. A lo que voy es al ámbito en que puede actuar consecuentemente alguien
que adscribe a la moral nietzscheana y a la voluntad de poder. Deduzco que terminaría
preso harto luego.

«Es posible. Pero la experiencia que se genera en los hombres cuando se enfrentan
a cualquier tipo de injusticia, dominación, sojuzgamiento, aun cuando terminen
muertos, es una experiencia que se transmite».

—¿Tienes alguna secreta ambición por ahí?

207
«No, ninguna. Ninguna. Sólo una confianza en lo que los hombres sean capaces de
hacer y no tomarles la palabra para decir lo que yo quiera decir. La palabra es de
cada quien. Y en Nietzsche está eso: no puedes hacerle al otro su vida. En algunos
casos será exitoso».

—¿Y qué pasa cuando dos vidas se contraponen?

«La lucha, el juego y el conflicto de las interpretaciones».


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—Alguien gana y alguien pierde.

«Alguien gana y alguien pierde, alguien manda y alguien obedece. Mandar es más
difícil que obedecer, dice Nietzsche. Porque cuando uno manda tiene que ser juez,
legislador y expiador de su propia palabra».

—¿Y quién se atreve hoy a mandar? Digamos que nadie parece dispuesto a asumir el
discurso nietzscheano simplemente porque pesa mucho.

«O vives de rodilla o parado en tus dos pies. Será difícil, pero jamás de rodillas, fren-
te a otros. No es fácil pensar de acuerdo a Nietzsche: implica una moral más dura
que la moral cristiana. No por nada Nietzsche es tan crítico con ella, porque es una
moral, en último término, que te conduce a poner tu vida en manos de Dios antes
que en las tuyas propias, a renunciar al cuerpo para salvar el alma. Nietzsche dice
no, con tus manos has de forjar, tallar, modelar tu vida, y ella será lo que tú hayas
sido capaz de tallar. Y tu cuerpo —una pluralidad de sentimientos, afectos, pasio-
nes, palabras, conceptos e ideas indisociables, unas de otras— te dice qué puedes
querer y hasta dónde podrías llegar».

208
Dobles Póstumos / José Jara

Nietzsche-Heidegger: volver a ser nuevamente diáfanos

Heidegger, en varios de sus escritos sobre Nietzsche, reitera y le reconoce la con-


dición de ser uno de los pensadores decisivos de la tradición filosófica occidental,
pues él entiende que a través de su pensar se pone en juego el presente y el futuro
del quehacer de la filosofía.

Así, en la primera Lección que sostuviera Heidegger sobre Nietzsche en la Univer-


sidad de Freiburg entre 1936-1937, bajo el título de «La voluntad de poder como
arte», incluida en 1961 en su libro Nietzsche, señala que para acceder a la «singulari-
dad» de este pensador es preciso situarlo y entenderlo circunscrito en el «movimiento
filosófico fundamental del pensar occidental», pues así gana su pensar en «determi-
nación y sólo así se convierte en fecundo».1 En otras Lecciones posteriores de los años
1940 y 1944-1945, señala Heidegger que para hacer fecunda esa «singularidad» de
Nietzsche es preciso entablar un «encuentro» con él que se apoye en «lo libre de una
decisión».2 Y a pesar de que en ese mismo texto él agrega que se trata de un encuentro
«pensante, no comparativo», pues «ningún pensar surge desde otro, sino sólo desde
lo que a él se le da-a-pensar, aún cuando no hay pensar sin precedentes», también
indica en ese mismo contexto que ese encuentro es una Aus-einander-setzung, un

209
poner-separar-uno-con-otro, es decir, un enfrentamiento en donde se enfrentan dos
pensamientos: «lo pensado por Nietzsche» y lo que para él es «digno de ser pensa-
do».3 De este modo puede concluir Heidegger allí que su encuentro y enfrentamien-

1
M. Heidegger, Nietzsche. I. Zwei Bände, Verlag Günther Neske, Pfullingen, 1961. p. 79. (En lo
sucesivo, citado como N., número del tomo y de página).
2
M. Heidegger, Gesamtausgabe. II. Abteilung: Vorlesungen 1919-1944. Band 50, Frankfurt am Main:
Vittorio Klostermann, 1990. p. 98. (En lo sucesivo GA.).
3
N., I, p. 84.
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to con Nietzsche es una «réplica», Entgegnung, en la que «se libera el pensar de la


región del antagonismo [Gegnerschaft] —en la pertenencia a lo mismo».4

Debe quedar claro, sin embargo, que esta liberación del antagonismo se produce a
partir de lo que para Heidegger es «lo mismo», lo «digno de ser pensado», es decir,
asumiendo de manera esencial aquella pregunta que una y otra vez él plantea y
reformula de distintas maneras desde los comienzos de su obra pensante y hasta el
final de ella: la pregunta por el ser. Esta es la pregunta que ha de ser recuperada des-
de el olvido en que ha caído, hasta que se acceda a aquel camino que permita salir
del extravío y de la inautenticidad que se patentiza en la «omisión de la ausencia»
del ser, aquélla que finalmente se consuma en el nihilismo, en tanto a partir de la
«mera y ruidosa afirmación de los entes como tales no [se] admite nada y tampoco
[se] puede admitir lo que podría concernir al ser mismo».5

En esta ocasión proponemos detenernos en la interpretación ofrecida por Heideg-


ger de sólo uno de los conceptos decisivos elaborados por Nietzsche en su filosofía,
el concepto de voluntad. La elección de este tema tiene en vistas la proyección que
ambos filósofos le conceden, en cada caso de manera diferente, a la noción central
que de allí deriva: la voluntad de poder, con el propósito de bosquejar un deslinde
mínimo de lo que esta noción significa para cada uno de ellos. Pero sobre todo,
con el propósito de avistar hasta qué punto la «réplica» de Heidegger a Nietzsche
puede considerarse en efecto como un «encuentro». Pues bien puede suceder, como
estimamos, que lo que cada uno de ellos tiene en vistas al pensar, sólo puede con-
ducir, más bien, a un «desencuentro» de Heidegger con respecto a Nietzsche. Sin
210 duda, esta estimación nuestra requiere por lo menos de un mínimo esbozo de sus
respectivos planteamientos. A pesar de que, al hacerlo, no pretendemos entrar en la
discusión de las condiciones teóricas o interpretativas que hacen posible o fecundo
un diálogo pensante entre dos filósofos como éstos.

4
N., I, p. 87.
5
N., II, pp. 360-361.
Dobles Póstumos / José Jara

En la relación que Heidegger establece con la obra y el pensar de Nietzsche, sin


duda es consecuente con su propia decisión de situar la «singularidad» de éste den-
tro «del movimiento filosófico fundamental del pensar occidental». Pues en múlti-
ples ocasiones en las que se encuentra con palabras centrales para Nietzsche y a la
hora de intentar aprehender su sentido, de interpretarlas, reiteradamente retrocede
hacia lo dicho acerca de ellas por otros ilustres filósofos. Así, por ejemplo, para
dar cuenta del significado de la voluntad en Nietzsche recurre, desde Aristóteles,
pasando por Santo Tomás, hasta llegar a Leibniz, Kant, Hegel, Schelling, Schopen-
hauer; y cuando se trata de delimitar los términos poder, vida, recurre nuevamente a
Aristóteles. Es este un procedimiento que, aun cuando pueda tener la legítima apa-
riencia académica de una determinación preliminar de lo dicho por Nietzsche, en
último término, se convierte en determinante, pues de inmediato y desde allí saca
Heidegger consecuencias sobre el sentido de lo dicho por Nietzsche que le permiten
reforzar su estrategia argumentativa para mostrar que, cuando Nietzsche piensa lo
que sean la voluntad y el poder, y por lo tanto la voluntad de poder, lo hace siem-
pre sobre el trasfondo de lo que, a través de esos conceptos y en la tradición, se ha
pensado sobre el ser y los entes. De este modo Heidegger puede luego afirmar algo
de especial relevancia para él, esto es que, cuando Nietzsche piensa la voluntad de
poder, lo hace «con esta interpretación del ser de los entes en lo más interno y más
amplio del circulo del pensar occidental».6

A pesar de la relevancia de los nombres de filósofos a que recurre Heidegger cuando


quiere situar históricamente el significado de la noción de voluntad en Nietzsche,
no nos referimos allí al pensador que a este respecto es para Heidegger el decisivo.
En el siguiente texto aparece su nombre junto a una sumaria caracterización del
211
pensar de Nietzsche y al enunciado del rasgo esencial que uniría a ambos en un
mismo planteamiento. Dice: «La doctrina de Nietzsche que convierte a todo lo que
es y cómo es en “propiedad y producto del hombre”, sólo consuma el más extremo

6
N., I, p. 76.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

despliegue de aquella doctrina de Descartes, según la cual toda verdad queda fun-
dada retroactivamente en la autocerteza del sujeto humano».7 En la interpretación
de Heidegger esto significa que la autocerteza del yo se funda y se despliega en el
ámbito de la representación, en la que al iniciarse metódicamente todo cogitare me-
diante el dubitare de un yo, en esta duda queda incluido como referencia ineludible
todo lo otro fuera del yo. De este modo, al re-presentarse lo otro que está ante él, a
la vez, el yo se pone a sí mismo en ese re-presentar de manera que, «en tanto [el yo
es] un representante, en cada caso “pone” a lo re-presentado, le exige dar cuentas, es
decir, lo retiene y lo afianza para sí, lo trae a posesión, lo asegura. ¿Para qué? Para el
ulterior re-presentar, que en todas partes es querido como un poner-sobre-seguro y
que se dirige a determinar lo ente como lo asegurado».8

De este modo, en Descartes se expresa el comienzo decisivo de la metafísica moderna,


cuya tarea no habría sido sino la de «liberar al hombre hacia la nueva libertad como
la que funda el fundamento metafísico de darse a sí misma su segura ley».9 Y si Des-
cartes es el inicio de esa metafísica moderna, para Heidegger será Nietzsche quien la
lleve a su consumación. Así, afirma, «la voluntad de poder es en verdad la voluntad
de voluntad, en cuya determinación la metafísica de la subjetividad [Subjectität] al-
canza la cima de su despliegue, es decir, la consumación».10 El punto de partida del
camino hacia esa cima, lo encuentra Heidegger en tanto reduce sumariamente lo que
en Nietzsche sea la voluntad a la voluntad de poder. Pero Heidegger hace aún algo
más, algo de lo que con un cierto dejo de ironía podría decirse que expresa en él un
rasgo de autoafirmación «moderna», puesto que al reducir el poder a no ser más que

212 la esencia de la voluntad, acaba rápidamente concluyendo algo que le parece que basta
para establecer la esencial conexión metafísica de Nietzsche con Descartes: «La volun-
tad de poder es, así, voluntad de voluntad, es decir, querer es: quererse a sí misma».11

7
N., II, p. 129.
8
N., II, pp. 152-153.
9
N., II, p. 147.
10
N., II, p. 382.
11
N., I, p. 46.
Dobles Póstumos / José Jara

Pero agreguemos aún algo más a esta réplica de Heidegger a Nietzsche. Puesto que
para aquél, mediante la voluntad de poder nombrar «al ser de los entes en cuanto
tales, la essentia de los entes»12, con ella y una vez alcanzada esa cima de la sujetidad
también por parte de la filosofía de Nietzsche, lo que en ésta se habría logrado es
que «el hombre se asegura como el ente que es acorde al ente en cuanto tal, en tanto
que él se quiere a sí mismo como el sujeto que es yo y nosotros, se representa a sí
mismo y así se coloca a sí mismo ante-sí».13 De este modo, además de consumar
Nietzsche la metafísica moderna y precisamente en tanto lo hace de acuerdo a esta
lectura de Heidegger, se ha perdido, se ha olvidado una vez más lo que para éste es
lo digno de ser preguntado, el ser. Y, por tanto, se debería aceptar que la consecuen-
cia del nihilismo no es sólo aquello que Nietzsche entiende por tal, sino más bien,
según Heidegger, «el esenciar del nihilismo es el ausentarse del ser como tal».14 Un
ausentarse que no deriva sólo de esta máxima intervención de la voluntad de poder,
sino también de su indisoluble conexión con ese otro tema central del pensamiento
de Nietzsche que es el eterno retorno, al cual Heidegger interpreta como el nombre
con el que Nietzsche enuncia al ente en totalidad, la existentia de los entes. Pues,
Heidegger, al pensar conjuntamente ambas palabras de Nietzsche, afirma:
El ente que en cuanto tal tiene el carácter fundamental de la voluntad de
poder, sólo puede ser en totalidad eterno retorno de lo mismo. Y a la inversa:
lo ente que en totalidad es eterno retorno de lo mismo, tiene que tener, como
ente, el carácter fundamental de la voluntad de poder.15

Es en medio del juego de relaciones que se produce entre esos dos grandes temas
nietzscheanos, en donde para Heidegger se perfila el verdadero entramado y las
213
consecuencias del nihilismo que pondrían de manifiesto, precisamente, su esencial
olvido de lo digno de ser pensado, elemento metafísicamente desestabilizador del

12
N., II, p. 260.
13
N., II, p. 382.
14
N., II, p. 383.
15
N., II, p. 284.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

pensar, al cual deja en la precaria condición de tener que realizar su tarea más propia
sólo sobre el trasfondo de aquel «ausentarse del ser como tal».

Efectivamente el encuentro que Heidegger procura establecer con Nietzsche es uno


que él, desde el comienzo de su propio pensar y hasta el final, por lo menos, de su
réplica a éste, se produce en todo momento sólo a partir de ese querer suyo que es
una decisión de acceder a ese esenciar del ser como única instancia que «libera a
todo ente hacia sí mismo y al pensar hacia lo que queda por pensar». Sin embargo,
y antes de esbozar brevemente algunas de las cuestiones que nos parecen centrales
para realmente acceder al sentido de lo que Nietzsche entiende bajo la palabra vo-
luntad y la comprensión del hombre y de la historia que se expresa en la voluntad de
poder, por fuera de los presupuestos empleados por Heidegger para ello, hagamos
aún una referencia más a la relación que Heidegger ve y establece entre Descartes
y Nietzsche. Especialmente porque allí toca Heidegger un tema importante para
esa comprensión de la voluntad y que hace relación con el tema del cuerpo, al que
luego nos referiremos.

En la dependencia metafísica que Heidegger establece de Nietzsche con respecto a


Descartes, no puede dejar de reconocer que lo que está ya a la base del pensamien-
to de Nietzsche no es el «yo» sino el «cuerpo». Y consecuentemente cita textos de
Nietzsche que así lo corroboran, en los que aparece el cuerpo como más fundamen-
tal que la noción de alma, y que por ser el fenómeno más rico, más patente, más
aprehensible, metódicamente se ha de anteponer el estudio de él, antes que el que
se haga sobre otros fenómenos.16 Sorprende, sin embargo, que Heidegger agregue
214 que ésta es también la posición fundamental de Descartes, claro está, poniéndose a
buen resguardo al añadir que esto será así siempre que se acepte «que aún tenemos
ojos para ver, es decir, para pensar metafísicamente».17 Y ese resguardo metafísico lo
obtiene en tanto conecta la referencia hecha por Nietzsche a la necesidad de ante-

16
N., II, p. 186.
17
N., II, p. 186.
Dobles Póstumos / José Jara

poner metódicamente el estudio del cuerpo a otros fenómenos, con el sentido y el


alcance que para Descartes tiene el concepto de método, el cual, afirma Heidegger,
«es ahora el nombre para el proceder asegurante, conquistador frente a los entes,
para asegurarlos en tanto objetos para el sujeto».18 Pero, claro está, Heidegger no
ofrece argumentos ni textos que permitan al menos sugerir que Descartes y Nietzs-
che tengan una comprensión siquiera semejante de la noción de método. Le basta
con haber identificado al proceder de la voluntad en Nietzsche, con la certeza que
le otorga al pensar del sujeto la representación asegurante para él de lo otro que él.

Está claro para Heidegger, sin embargo, que los múltiples y variados desarrollos
hechos por Nietzsche en torno al tema del cuerpo, sólo pueden poner de manifiesto
cuán lejos se encontraba Nietzsche, en ocasiones, de llegar a pensar realmente sus
más propios pensamientos. Así es como, cuando se encuentra con distintas referen-
cias de Nietzsche al cuerpo, las resuelve prontamente en tanto las sitúa como una
de las alternativas metafísicas según las cuales tradicionalmente se ha interpretado la
esencia del hombre: como animal rationale o como animalitas, en la que se incluye
a la vez la animalidad y la corporalidad, o bien como un equilibrio soportable entre
ambas.19 Pareciera que cuando esta alternativa de interpretación aún le parece a él
mismo como un tanto débil frente al peso de los correspondientes desarrollos de
Nietzsche sobre el cuerpo, muestra su disposición a situar al cuerpo incluso en una
posición que lo haga, así sea paradójicamente, de algún modo asociable o identifi-
cable con la subjetividad moderna. Así es como señala que, si se toma en cuenta el
hecho de que «el suceso de esta historia [de la metafísica] fue, en último término, la
transformación de lo entitativo en la subjetividad», uno, es decir, él, podría sentirse
inclinado a preguntar si una de las alternativas para dar cuenta de esa transforma-
215
ción no residiría acaso en que «el esbozo de lo entitativo como voluntad de poder es
el fundamento de la posibilidad para el dominio de la incondicionada subjetividad

18
N., II, p. 170.
19
N., II, pp. 193-194.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

del “cuerpo”, sólo mediante la cual se llegará a poner en lo libre la peculiar efectivi-
dad de la realidad».20 Sin duda que esta posibilidad será rechazada por Heidegger,
pues él podrá asignar a la voluntad de poder la condición de ser en Nietzsche la
palabra con que se nombra el ser de los entes en cuanto tales, pero la voluntad de
poder no podrá arrogarse jamás el lugar del ser, puesto que, a la inversa, es «el ser [el
que] esencia a través de sí mismo como voluntad de poder». En cualquier caso, este
haber llegado a asociar el cuerpo con la subjetividad parece ser la posición extrema
que está dispuesto a concederle Heidegger a Nietzsche a propósito de este tema, a
pesar de que esto no sea obstáculo para que, ya en páginas anteriores, haya dicho
lo que realmente piensa a este respecto sobre Nietzsche y sobre lo que él considera
como su inquebrantable relación con Descartes:
Que Nietzsche ponga el cuerpo en el lugar del alma y de la conciencia, no
cambia nada en la posición metafísica fundamental establecida por Descar-
tes. Mediante Nietzsche, ella sólo se volverá más grosera y llevada al límite o
incluso puesta en el recinto de la incondicionada falta de sentido.21

II

El eco de las palabras de esta última cita puede llevarnos a pensar que la réplica de
Heidegger a Nietzsche parece haberse convertido en algo más que eso, más bien en
un desafuero de su pensar. Por lo menos en un desafuero del tema central mediante
el cual éste piensa la voluntad, el cuerpo, con lo cual quedan sacados también fuera
de su centro articulador aquellas otras dos nociones fundamentales de la voluntad

216 de poder y el eterno retorno, con las que Nietzsche procura pensar, más allá de la
tradición y por fuera de ella, el fenómeno de la vida con que él asocia a ambas, para
así pensar también, por esa vía, al hombre. Sin embargo, que Nietzsche, para re-
pensar la noción de voluntad tenga que recurrir al tema del cuerpo, situando a una

20
N., II, p. 239 (las cursivas son nuestras).
21
N., II, p. 187.
Dobles Póstumos / José Jara

y a otro dentro de la dimensión terrenal de la historia, es algo que para Heidegger


sólo puede poner de manifiesto el extravío de Nietzsche con respecto a lo esencial
de la pregunta fundamental por el ser. Pero, en este momento, cabe decir que sólo
sería un extravío si la única vía para el encuentro pensante de dos filósofos, quedase
determinado por el camino elegido por uno de ellos, en este caso, por la pregunta
fundamental de Heidegger.

A pesar del juicio expresado por Heidegger sobre Nietzsche, en lo que sigue qui-
siéramos adentrarnos mínimamente en un camino seguramente aberrante para ese
juicio, puesto que intentar esbozar el contexto en el cual el cuerpo adquiere una
posición central para el pensar de Nietzsche, supone arriesgarse a andar errante y
extraviarse en «la incondicionada falta de sentido». Pero sin duda coinciden ambos
pensadores en el riesgo que significa pensar, aunque cada uno le otorgue a ese riesgo
un sentido distinto.

Que Nietzsche no titubea en asumir tal riesgo, queda clara y taxativamente expre-
sado en el siguiente texto de su Así habló Zaratustra:
El cuerpo es una gran razón, una pluralidad dotada de un único sentido, una
guerra y una paz, un rebaño y un pastor.
Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la
que llamas «espíritu», un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu
gran razón.
Dices «yo» y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún,
en la que tú no quieres creer, tu cuerpo y su gran razón: esa no dice yo, pero
hace yo.22 217
Destaquemos entre estas palabras sólo aquellas que para la ocasión nos parecen más
relevantes. Y hagámoslo con la concisión que esta oportunidad obliga. Su afirma-
ción de que el cuerpo es una gran razón, no elimina, aunque sí lo subordina, aquello

22
Z., «De los despreciadores del cuerpo».
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l

que en toda la historia de la filosofía ostentó siempre el lugar de privilegio para el


pensar, en tanto que es desde él de donde se podía dar cuenta de todo cuanto es en
tanto que es y, por ello, acceder a la verdad de eso que es y así actuar como se debe.
El espíritu, la razón, el logos, es lo que allí queda subordinado al cuerpo. Es una
peculiar subordinación puesto que, a diferencia de como ese espíritu o razón fue
entendido en la tradición, a saber, como uno y absoluto, en tanto con él o ella se
puede dar fundamento a todo cuanto es, esta gran razón que es el cuerpo no posee
ni asciende, mediante ese calificativo de «gran», a una dimensión superior a aquella
unidad y universalidad desde y en la que el espíritu se despliega. Más bien, ese cuer-
po que es una gran razón, queda rebajado a una «pluralidad», aquélla que, por lo
pronto, se manifestaría a través de los múltiples elementos, situaciones, condiciones
y decisiones que configuran los fenómenos muy mundanos e históricos de la guerra
y la paz, de lo que sucede en y entre un rebaño y un pastor. De manera que sólo
a través del desenlace y economía doméstica de lo que se vive en esos dos pares de
situaciones, esa pluralidad del cuerpo podría llegar a disfrutar de ese «único sentido»
de que está dotada.

Además, esa subordinación del espíritu al cuerpo resulta ser aún más peculiar, en
tanto que, para que el cuerpo pueda habérselas con su pluralidad, le es menester
disponer de ese espíritu como un «instrumento» para modelar y trabajar esa plu-
ralidad, pero también como un «juguete» para recrearse y jugar en ella y con ella,
asignándoles a ambos la misma condición de ser «pequeños», así como pequeña es
la razón en la que el espíritu queda convertido dentro de la economía de más amplia

218 pluralidad que es esa gran razón. Pero no sólo el espíritu, en su sentido tradicional
más amplio, y toda la tradición filosófica que se reconoce en él, han de sentirse
incómodos en esta situación que Nietzsche les asigna. También ha de estarlo ese
moderno ejecutor de los pensamientos del espíritu, el «yo», que incluso no quiere
creer en esa gran razón, especialmente tal vez porque ella parece despojarlo de esa
posesión que a él ha solido atribuírsele como condición exclusiva e identificadora,
y en donde parecía radicar su orgullo: la palabra, el habla, el lenguaje mismo con el
Dobles Póstumos / José Jara

que dice «yo», para quedar expuesto a lo que esa pluralidad del cuerpo haga con él.
Y pareciera que Nietzsche, no satisfecho aún con este ya inmenso proceso de expro-
piación de las tradicionales propiedades del espíritu y del yo y, por tanto, de lo ya
consolidado en una tradición de muchos siglos, agrega otra más, en la que podría
mostrarse otro signo de su irracionalidad, como característica derogatoria con que
se ha solido calificar su proceder y pensar. En dos líneas inmediatamente anterio-
res a la cita entregada, extiende aún más el ámbito de lo que se ha denominado la
radicalidad de su crítica al pensar y a la cultura de Occidente: «Pero el despierto, el
sapiente, dice: cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa: y alma es sólo una
palabra para designar algo en el cuerpo».23

Llegados a este punto, tal vez sea preciso poner límites en nuestra exposición a este
amplio trazado de expropiaciones ejecutadas por Nietzsche en nombre de la gran
razón del cuerpo, y hacerlo para preguntar primero por aquello con que él positiva-
mente la circunscribe: «una pluralidad». Cabría dejar para otra ocasión el intento de
delimitar quién es aquel «despierto y sapiente» que dice, que enuncia esas propieda-
des del cuerpo. ¿De qué está compuesta esa pluralidad? ¿Cómo se manifiesta, cómo
actúa para disponer de ese único sentido del que, sin embargo, la pluralidad está
dotada? ¿En dónde sucede esa manifestación y acción, que la dirige u orienta, para
ir hacia dónde, con qué propósito? Sabemos, al menos hasta ahora, que el espíritu
es un instrumento con el que el cuerpo maneja esa pluralidad, para por lo pronto
hacer algo supuestamente inocente con ella: jugar. Pero ¿con qué reglas se juega allí
y con cuáles se manipula ese instrumento? ¿De dónde saca Nietzsche los elementos
y las referencias que permitan orientarse en esa pluralidad del cuerpo?
219
Y es importante dejar planteado al menos un inicio de respuesta a estas preguntas,
pues al hacerlo, se podría mostrar que la «singularidad» del pensar de Nietzsche se
sitúa en un tipo de relación distinta con la tradición filosófica occidental a la que
Heidegger le asigna. Pues para éste, son dos preguntas, la pregunta conductora ¿qué

23
Ídem.
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es el ente? y la pregunta fundamental ¿qué es el ser?, las únicas que, aun cuando
«preguntan por encima y más allá de Nietzsche», sin embargo, «garantizan que
traigamos su pensamiento hacia lo libre y lo hagamos fecundo».24 Se puede prever
ya de dónde obtiene Heidegger el apoyo para esa prueba de fuerza interpretativa
suya que procura hacer fecundo el pensar de Nietzsche llevándolo, según él, hasta lo
impensado por éste y que, sin embargo, sería lo «digno de ser pensado»25 Eso «libre»
hacia lo cual Heidegger quiere llevar el pensamiento de Nietzsche se encuentra en el
ámbito del ser, pues «el ser esencia en tanto que él —la libertad de lo libre— libera
a todo ente hacia sí mismo y al pensar hacia lo que queda por pensar».26

Como parece que no puede menos que suceder a propósito del pensar de Nietzsche,
el punto de partida para procurar delimitar y responder a las preguntas formuladas
más arriba, y de acuerdo a algo de lo ya dicho por él en el texto citado anteriormen-
te, sólo podrá encontrarse inicialmente en nada distinto a otra palabra: la voluntad.
Pero es preciso tener claro que no se trata aún aquí de la voluntad de poder —que
ha sido tan traída y llevada por tantas interpretaciones sobre Nietzsche, y no exclu-
sivamente por la de Heidegger—, sino sólo de la simple palabra voluntad. Se trata
de un texto de Más allá del bien y del mal, usado también por Heidegger, y que
transcribimos abreviadamente:
A mí la volición me parece ante todo algo complicado, algo que solo como
palabra forma una unidad, —y justo en la unidad verbal se esconde el prejui-
cio popular que se ha adueñado de la siempre exigua cautela de los filósofos
(...): en toda volición hay, en primer término, una pluralidad de sentimien-

220 tos, a saber, el sentimiento del estado de que nos alejamos, el sentimiento del
estado a que tendemos, el sentimiento de esos mismos «alejarse» y «tender», y,
además, un sentimiento muscular concomitante que, por una especie de há-
bito, entra en juego tan pronto como «realizamos una volición», aunque no

24
N., I, p. 81.
25
N., I, p. 84.
26
N., II, p. 398.
Dobles Póstumos / José Jara

pongamos en movimiento «brazos y piernas». Y así como hemos de admitir


que el sentir, y desde luego un sentir múltiple, es un ingrediente de la volun-
tad, así debemos admitir también, en segundo término, el pensar: en todo
acto de voluntad hay un pensamiento que manda; (...) En tercer término, la
voluntad no es sólo un complejo de sentir y pensar, sino sobre todo, además,
un afecto: y, desde luego, el mencionado afecto del mando.27

Sólo como palabra logra reunir la voluntad esa compleja pluralidad de pensamien-
tos, de sentir, de pensar y de afectos, como el del mando, que puede llegar a dar
unidad efectiva a esa pluralidad. Y que cuando lo hace, lo realiza sobre la base de
esa rutina gramatical que emplea «al concepto sintético “yo”» como si fuese él quien
efectivamente logra la unidad de esa acción volitiva, alcanzando así una supuesta
«libertad de la voluntad», en la que se ha omitido y se desconoce, sin embargo, toda
esa compleja pluralidad de elementos que la configuran. A partir del texto citado,
se puede entrever que esa pluralidad tiene al cuerpo como escenario inmediato de
aparición, aunque lo allí apuntado requiera, sin duda, de una mayor ampliación.
Pero como ya lo había señalado Nietzsche y lo reitera aquí, no se puede esperar que
sea el «yo» quién realiza esa unidad, ¿quién la logra y cómo lo hace?

Al final de ese mismo parágrafo se encuentra una frase que puede permitirnos avan-
zar en la dirección buscada, frase que Heidegger deja fuera de toda consideración
en su lectura, y que además puede ser conectada con otra del mismo libro en don-
de explicita inmediatamente uno de sus términos mediante el mismo recurso que
apunta al cómo se logra esa unidad. Allí dice: «nuestro cuerpo, en efecto, no es más
que una estructura social de muchas almas»28, y luego: «Pero está abierto el camino
221
que lleva a nuevas formulaciones y refinamientos de la hipótesis alma: y conceptos
tales como “alma mortal” y “alma como pluralidad del sujeto” y “alma como estruc-
tura social de los instintos y afectos” desean tener, de ahora en adelante, derecho de

27
MBM., §19.
28
Ídem.
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ciudadanía en la ciencia».29 De manera que, al comenzar por lo dicho en la última


cita dada, si el alma es una pluralidad de instintos y afectos, que configuran también
al sujeto como pluralidad, en tanto éste sea entendido como algo mortal y, por ello,
situado en la amplia y diversificada finitud de la existencia humana, son también
esa pluralidad de instintos y afectos los que conforman al cuerpo y, por ende, a la
voluntad, en tanto ésta actúa sobre la base de muchas almas. Todas las cuales, con
sus instintos y afectos incluidos, operan y pueden adquirir una unidad eventual de
acuerdo al modelo de una «estructura social». Por si fueran pocas las expropiaciones
hechas por Nietzsche antes aludidas, ahora, el pensar, el yo, el alma y la voluntad
quedan arrojadas fuera de ese reducto íntimo, inmanente o trascendental en que so-
lían habitar —en el recinto de la reflexión metafísica, para desde allí regir y regular
lo que acontecía allá fuera en el mundo—, y no poder así ahora más que cumplir,
en la sociedad y de acuerdo a la estructura de relaciones imperante en ella, las
funciones que solían ser de la competencia de ese yo y que, de este modo, quedan
subordinadas a la gran razón del cuerpo. Mas esta gran razón no parece atemorizarse
de vivir en esa intemperie de lo social.

Detenerse analítica e interpretativamente en esta otra vía abierta por Nietzsche para
acceder a la gran razón del cuerpo, significa alejarse tanto del ámbito teórico como
del práctico en el que se despliega la reflexión metafísica moderna sobre el yo, el
sujeto y sobre las coordenadas del tipo de racionalidad allí imperantes. Es decir,
significa también trasladarse a otro ámbito de reflexión que el privilegiado por Hei-
degger en su lectura e interpretación de Nietzsche.

222 Como preámbulo a un excurso que habremos de realizar a fin de intentar delimitar
una de las vías centrales mediante la que podamos conectar y, a la vez, explicitar la
manera en que Nietzsche procura entender cómo se articulan esa pluralidad de ins-
tintos y afectos, de almas en el cuerpo a través de una estructura social, recurramos
a otro texto en el que él nombra aún con otra palabra a los instintos y a la voluntad.

29
Ibíd., §12.
Dobles Póstumos / José Jara

«Un quantum de fuerza es justo un tal quantum de instinto, de voluntad, de acti-


vidad —más aún, no es nada más que esa misma vivacidad, ese mismo querer, ese
mismo actuar».30 Y para ser breves, digamos simplemente que la voluntad es una
pluralidad de fuerzas que configuran el cuerpo, entendido como una gran razón,
que para ser tal habrá de estar en condiciones de articularlas, por lo pronto, según
el criterio y el modelo de la estructura social que en un momento histórico dado
impere en una sociedad, en donde todo el contenido práctico y teórico presente en
las figuras del mando y la obediencia, jugarán el rol de un operador de selección,
distribución y perfilamiento de esas fuerzas.31 Sin embargo, cabe añadir de inmedia-
to, que no es este el único criterio ni modelo empleado por Nietzsche para pensar
la voluntad y el cuerpo. Pero para llegar a este otro modelo aún no nombrado,
es preciso que demos un rodeo o hagamos un excurso expositivo preparatorio, ya
anunciado líneas más arriba.

Una frase que se encuentra en un fragmento póstumo escrito en el otoño de 1886


nos permite elaborar un comentario a partir de ella, para llegar a donde nos interesa
y ampliar así las referencias de las que Nietzsche echa mano para pensar los temas
capitales de su filosofía, las que, por cierto, como ya se habrá visto y se verá, son
distintas a las que recurre Heidegger. En el contexto de señalar algunas de las con-
secuencias que trae consigo la llegada a la cultura occidental de ese huésped, el más
inhospitalario y terrible de todos, el nihilismo, dice Nietzsche: «Desde Copérnico
rueda el hombre hacia fuera del centro hacia una x».32 Al perder la tierra, y junto con
ella el hombre, su antigua condición de ser el centro del Universo, ella y el hombre

223
30
GM., I, §13.
31
En los trabajos «Una transvaloración del hombre democrático», secciones IV, V y en «Los desafíos
de la política», secciones III, IV, V, contenidos en nuestro libro Nietzsche, un pensador póstumo. El
cuerpo como centro de gravedad, hemos desarrollado los temas aludidos en estos últimos párrafos,
especialmente lo referido a la voluntad en su relación con cuerpo, alma, estructura social, mando y
obediencia. A partir de ese complejo de relaciones se entrega una interpretación de la democracia y
la política, nos parece, significativamente distinta de la que suele afirmarse que sería la posición de
Nietzsche sobre estas cuestiones.
32
SW.KSA., 12. 2[127].
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que allí habita perdieron su orientación, quedaron expuestos a vivir en la encrucijada,


en el cruce de caminos de una x, que los dejó abocados a tener que enfrentar, bajo el
signo de una nueva incertidumbre, todo cuanto pudiese provenir desde las ignoradas
regiones de lo otro que se dirigiese o llegase o actuase sobre ese cruce de caminos en
que, de pronto, quedaron situados el hombre y la tierra.

Ante esa desorientación y enigma de tal x, por una parte, se reforzó en la vida cotidiana
e institucional de los hombres la vieja creencia en la existencia de un centro ordenador
y creador de la tierra, el universo y el hombre: el Dios del cristianismo, incluidos los
cismas, Reformas y Contrarreformas de la institución eclesiástica que sobre ese credo
se fundó. Pero, por otra parte, el impulso secularizador que traspasaba esa reflexión
del pensar renacentista que se acentuó a partir de los inicios de la modernidad, dio
también lugar a una propuesta estabilizadora, tranquilizante para el saber de la ciencia
que se desarrollaba a grandes pasos cuando, con Newton, se adquirió la certeza de que
el Universo sí posee un orden mediante el cual se regula la posición y la relación de los
cuerpos en el espacio: la ley de la gravitación universal entregó un nuevo centro a los
hombres. Pero este centro secularizado ya no tenía la solidez monolítica del antiguo
centro mítico-religioso. Cuando la gravitación universal permite pensar y hablar de
un centro de gravedad, se trata ahora de un centro que se puede determinar, en cada
caso, a partir de la condición especifica y de la posición de los cuerpos que entran en
relación unos con otros: son la masa y la relación inversa del cuadrado de la distancia
que media entre esos cuerpos lo que determina la posición, la atracción y el efecto que
entre ellos se produce. De manera que por obra de esa gravitación universal se llega a

224 saber que, cuando se busca establecer la regularidad de sus comportamientos naturales
en el espacio, todos esos cuerpos son interdependientes entre sí, se condicionan mu-
tuamente unos a los otros. Que, por consiguiente, se torna cada vez más insostenible
o imposible afirmar que esos cuerpos posean una naturaleza, sustancia o esencia que
en sí misma, desde sí y por sí misma, nos diga (o sea dicha) por el intelecto que los
piensa, lo que ellos plenamente son.

Nietzsche toma pie en este nuevo saber secularizado de la ciencia para recoger de allí
Dobles Póstumos / José Jara

una palabra: Schwergewicht, centro de gravedad. Con ella procura seguir pensado la
condición del hombre, abriéndose a los hallazgos y a la lógica o inercia propia del
saber de esa ciencia físico-matemática, —pero no sólo de ella, como podrá apreciarse
por el uso que él hace de lo producido en otras ciencias, en las que no es del caso ahora
detenerse—, y con la cual es posible seguir avanzando en la dirección de las aspas de
esa x, a que arrojara Copérnico al hombre desde su viejo y perdido centro. Nietzsche
es selectivo cuando emplea en su obra esta nueva expresión que evoca a la ciencia de
Newton, «centro de gravedad», y la usa sólo en relación a unos pocos temas centrales
de su propuesta filosófica: para calificar el efecto producido por el cristianismo sobre
la cultura occidental; para denominar al cuerpo; para calificar la condición en que
queda la vida cuando se la contrapone a la nada y para designar el pensamiento del
eterno retorno. Así es como, cuando él reflexiona sobre las formas que adopta y los
efectos producidos por la contracorriente a ese pensamiento secularizado, pero que es
a la vez un pensamiento y una doctrina que corre paralelo a éste y que ha envuelto a
esa vida de los hombres desde antiguo, desde aquel comienzo de los siglos que a través
de la figura de Dios y Cristo les garantizaba la existencia de un centro que era a la vez,
uno, eterno y la verdad, recurre Nietzsche a esta expresión para calibrar el efecto pro-
ducido por el cristianismo sobre la valoración del hombre y de la tierra en que habita:
Llega el tiempo en que tendremos que pagar por haber sido cristianos —du-
rante dos milenios: perdemos el centro de gravedad que nos permite vivir—,
durante un largo tiempo no sabemos desde dónde, hacia dónde. Nos arro-
jamos precipitadamente hacia valoraciones contrapuestas con la misma masa
de energía con la que hemos sido cristianos, con la que nosotros, la insensata
exageración del cristiano (...) 225
c) Se intenta incluso retener el «más allá», aunque no sea más que mediante
una antilógica x: pero de inmediato se la viste de tal modo, que se pueda dedu-
cir desde allí una especie de consuelo metafísico de viejo estilo.33

33
SW.KSA., 13. 11[148]. Los puntos suspensivos con que concluye el primer párrafo de esta cita
expresan una de las formas de la condición fragmentaria de este texto, al quedar inconclusa la
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Aquí nos encontramos con una caracterización general del cristianismo como lo que
le ha hecho perder al hombre su centro de gravedad, de manera que, con él, perdió
también toda orientación humana posible en el mundo. Sin embargo, esa desorien-
tación no habría logrado despojarlo de lo más propio de su condición humana, de
la energía, de las fuerzas con las cuales poder hacer una vez más el intento de acceder
a sí mismo, pero de manera que no tenga que vestirse nuevamente con un ropaje
metafísico, como ya lo ha hecho, que encubra al hábito religioso del que proceden
esos otros ropajes teóricos. En un texto de Ecce homo especificará con mayor detalle
el lugar en que se asienta en el hombre la pérdida de ese centro de gravedad. Allí
señala Nietzsche qué es lo que sitúa su pensamiento a la mayor distancia posible del
cristianismo, en tanto ha descubierto la condición corruptora de la moral cristiana,
puesto que en ella se expresa «la forma más maligna de la voluntad de mentira» en
la medida en que lo antinatural recibe allí los máximos honores de la moral:
Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se
fingiese mentirosamente un «alma», un «espíritu», para arruinar el cuerpo;
que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la
sexualidad; (...) que, por el contrario, se viese el valor superior, ¡que digo! el
valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los
instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad (...)34

Al quedar arruinado el cuerpo por esa moral, que así le enseña a perder su centro
de gravedad más propio, el hombre queda desprovisto de la posibilidad de situarse
en ese cruce de caminos, en la encrucijada de esa x, de ese enigmático escenario que

226 es su cuerpo en el que convergen y del que se irradian las fuerzas, los sentimientos,
afectos, instintos, conceptos e ideas que lo cruzan. Todos ellos provienen desde lo
más profundo y diverso de los elementos, hechos y situaciones de su historia perso-
nal, pero también desde todo lo que en esas mismas fuerzas ha quedado adherido

redacción de este párrafo. Ese fragmento continúa, sin embargo, en otros párrafos, de entre los que
seleccionamos su parte c).
34
EH., «Por qué soy un destino», §7.
Dobles Póstumos / José Jara

—mediante un complejo proceso aleatorio de comunicaciones y transformacio-


nes—, de lo que los otros hombres, que también llegan hasta esa encrucijada que él
es, han adquirido del mismo modo en el curso de sus historias personales y sociales
y que contribuyen a modelarlos a todos ellos. Es entremedio de ese conjunto plural
de fuerzas que el cuerpo del hombre es visto como una gran razón, como ese cen-
tro de gravedad no sustancial ni esencial ni metafísico, sino más bien relacional e
histórico, no constituido sino por esa misma pluralidad de fuerzas que mantienen
sus equilibrios o desequilibrios humanos y sociales, a partir de lo que los hombres
puedan haber querido y quieran hacer con ellas, al hilo de y entreveradas con los
acontecimientos de la historia y de los procesos de configuración de sociedades. Al
hacer uso Nietzsche de la gravitación newtoniana, no echa mano más que de un
modelo teórico efectivamente existido, pensado y enunciado en ese mismo período
de una modernidad que intentó dar cuenta secular del hombre y de la naturaleza.
Sólo que ahora Nietzsche desplaza a ese modelo de su inicial ámbito físico-natural
hacia uno humano e histórico, para así repensar al hombre desde la gran razón del
cuerpo. Y es aquí donde la voluntad juega en Nietzsche su rol articulador y creador
de realidades humanas, teniendo claro, sin embargo, la condición histórica que
traspasa a todas esas fuerzas, por ser precisamente humanas. Aquí es donde también
esa gran razón puede pretender hacer un yo, y no sólo decirlo desde esa posición
de la rutina gramatical que moldea la pequeña razón del discurso metafísico del yo.

De este modo, el hombre, situado en el centro de gravedad de su cuerpo, de ningu-


na manera puede ser entendido ya, por Nietzsche, desde esa dimensión de la sub-
jetividad cartesiana a la que Heidegger pretende reducirlo ni tampoco interpretarse
la voluntad como una voluntad de voluntad, en donde el querer no es más que un
227
quererse a sí misma la voluntad, a partir de un yo que, sólo en tanto piensa y así se
representa a lo otro que él, se pone a sí mismo, al mismo tiempo que pretende poner
sobre seguro a ese otro ente que tiene ante sí. La encrucijada que es el cuerpo, como
un centro de gravedad, en donde todas las fuerzas que aparecen en ese escenario no
sólo se determinan mutuamente, sino que a la vez se transforman y recrean desde
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el trasfondo de historia en que emergen y se perfilan, sin poder contar ya con un


fundamento y un criterio de verdad universal, hacen insostenible, nos parece, la
aplicación al pensar de Nietzsche de cualquier esquema metafísico tradicional para
interpretar su obra. Las numerosas referencias y desarrollos realizados por Nietzs-
che en sus escritos sobre las condiciones concretas de existencia del hombre en la
historia, y más aún su llamado en el §7 de La ciencia jovial a repensar tantos hechos
y situaciones de la vida cotidiana, pues «hasta ahora, dice, carece aún de historia
todo lo que ha dado color a la existencia»35, es lo que, para él, cabe considerar, por
uno de sus lados, como lo propiamente impensado en la historia de Occidente. Para
Heidegger, sin duda, esta petición de Nietzsche sólo podría considerársela como un
notorio extravío de su pensar, con respecto a lo que para él es lo único «digno de ser
pensado» y que precisamente ha quedado como lo impensado, olvidado, a saber, la
pregunta por el ser. Según Heidegger, ésta es la que permitiría abrirse hacia lo que él
es, «la verdad de la filosofía»36, y que exige de ésta que su preocupación y real acceso
a la historia sea un pensar rememorativo que vele por el ser.

Pero digamos algo más acerca de ese centro de gravedad, en tanto su pérdida pre-
para la llegada de ese huésped inhospitalario y terrible que es el nihilismo. Efecti-
vamente, esa ruina y desprecio del cuerpo, esa renuncia a sí mismo que le enseñó la
moral cristiana a aplicar a su vida, en tanto el concepto «Dios» fue «inventado como
concepto antitético de la vida», sólo puede tener como consecuencia que «al perder
el miedo al hombre hemos perdido también el amor a él, el respeto a él, la esperanza
en él, más aún, la voluntad de él. Actualmente la versión del hombre cansa —¿qué

228 es hoy el nihilismo si no es eso?— (...) Estamos cansados de el hombre (...)».37 Y


una vez más, flanqueando dos palabras señeras del cristianismo y de la metafísica y
refiriéndose a los efectos producidos por ellas, aparece nombrado con este término
que nos ocupa, lo que efectivamente allí sucede con el cuerpo y la vida: «Cuando se

35
CJ., §7.
36
GA., p. 98.
37
GM., I, §12.
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coloca el centro de gravedad de la vida no en la vida, sino en el “más allá” —en la


nada— se le ha quitado a la vida como tal el centro de gravedad».38

Ya indicamos antes que con esta expresión, «centro de gravedad», Nietzsche deno-
minaba otro tema central de su pensamiento, y que ahora es preciso conectar con
lo que hemos dicho acerca de él en relación con la gran razón del cuerpo, a que
nos hemos venido refiriendo. En el §341 de La ciencia jovial expone Nietzsche por
primera vez su pensamiento del eterno retorno y a ese parágrafo le pone como título
El mayor centro de gravedad. Allí el eterno retorno es el nombre para denominar la
constitutiva finitud de la vida, de la existencia humana. Es una finitud de la vida
que presenta, además, por lo menos un doble ámbito de manifestación. Por lo pron-
to, es este fenómeno peculiar de la vida el que nos ha llevado a considerar y a con-
vertir a la tierra en el único planeta hasta ahora conocido de entre las innumerables
estrellas y sistemas solares del universo, que es humanamente habitable y que por
eso en ella se hace historia, una cuyo sentido más propio entiende Nietzsche que es
precisamente el de la historia del hombre —a pesar de que éste, en «el minuto más
arrogante y más solapado» de su existencia y en lo que no es más que «algún rincón
apartado del universo titilante»39, haya pretendido que hacía «historia universal»—.
Y es en ese rincón apartado, finito, que es la tierra, en donde la vida se singulari-
za, en cada caso, a través del cuerpo de los hombres, que con su propio paso los
arraiga a la tierra, los asienta en ella. Pero es también ese cuerpo el que se convierte
para ellos en el escenario o en la sede inmediata, incanjeable y privilegiada en que
transcurren todos los hechos, experiencias, situaciones que pueblan o despueblan
su existencia, que fecundan o convierten en un desierto su relación consigo mismos
o con los otros hombres, y a su vez en aquel ámbito más ancho y ajeno que es la
229
sociedad, a la que, por lo demás, suele también llamársela como un cuerpo social.

38
AC., §43.
39
F. Nietzsche, «Acerca de la verdad y la mentira en sentido extramoral», en Revista Venezolana de
Filosofía, Nº 24, Caracas, 1988, pp. 57-74. [De manera póstuma, se ha editado esta traducción en:
Friedrich Nietzsche, Verdad y mentira. Editorial UV, Universidad de Valparaíso, 2018, pp. 19-34].
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La finitud de la vida patentizada en la singularidad y caducidad del cuerpo es el


gran punto de cruce de los caminos que vienen desde los otros hombres hacia, en
cada caso, un yo, el cual a su vez no puede sino dirigirse hacia los otros a través de
todas las vías, procedimientos, expedientes, artificios que buena o malamente, con
mayor o menor fuerza, claridad o decisión sea capaz de trazar en pos de acceder a
sí mismo y a los otros. Si el cuerpo es un centro de gravedad y por ello mismo un
cruce de caminos, lo es en tanto encrucijada de relaciones cuyo centro puede ser
visto y experimentado —desde una cierta perspectiva de análisis—, como un lugar
vacío, en tanto que es un reiterado lugar de confluencias y, a la vez, un renovado
punto de partida hacia todas las direcciones a las que elige o es impulsado a diri-
girse, para buscarse y hacerse a sí mismo con y entre los hombres. Y así es como se
puede llegar a dar un nombre, también un nombre propio, a ese lugar vacío que se
llena y adquiere, en cada ocasión en que sin cesar lo logra o malogra, una densidad
y un perfil específico, también, por tanto y una vez más, entreverado él mismo en
su relación con los otros cuerpos que le atraen y repelen a partir de la gravitación
de las fuerzas que en ellos se expresa, y con los que una y otra vez procura diseñar,
bosquejar su propia vida.

Como tal encrucijada y centro de gravedad, su cuerpo es a la vez escenario trans-


lúcido y opaco en el que y con el cual ensaya y repite, en el límite, durante toda su
vida, cumplir con esas tareas que Nietzsche señala como las más propias para cada
hombre y mujer. En un caso, esas tareas quedan enunciadas en la respuesta que
entrega en un parágrafo de una sola línea, a la pregunta hecha en su título: «¿Qué

230 dice tu conciencia? “Debes llegar a ser el que eres”». En el otro, queda expresada en
la primera línea de un parágrafo que lleva como título: «Una cosa es necesaria. “Dar
estilo” al propio carácter —¡un arte grande y escaso!».40 Entendemos, y parece obvio
que así sea, que lo que aquí dice Nietzsche acerca de este arte peculiar, está referido
a esas dos tareas que se le plantean al hombre: llegar a ser el que se es y dar estilo al

40
CJ., §270.
Dobles Póstumos / José Jara

propio carácter, pues uno y otro se especifican mutuamente. El que ha de llegar a


ser no tiene un perfil ni una consistencia ya dada, pues cabe entender a ese ser como
un estilo de ser, que podrá adquirir permanencia en tanto se lo incorpore el hombre
a sí mismo y lo arraigue en él a través del carácter que llegue a crear y a hacer suyo
como aquel que él es. Ese es un arte grande y escaso, sin embargo. Y es así, porque,
por lo pronto y entre otros procedimientos, requiere sopesar, cernir y determinar
con el afecto peculiar al pathos de la distancia, las ocasiones y modalidades en que
surgieron y de donde proceden los saberes y aprioris ya establecidos en la historia
de la humanidad, referidos a lo que hasta ahora se ha entendido como lo propio del
hombre. Y se requiere de ese pathos genealógico para conocer esos saberes y aprio-
ris, porque ellos han solido establecerse sobre la base del abandono y desprecio del
cuerpo, y al amparo de esos discursos metafísicos de la razón que suelen buscar la
universalidad y necesidad de sus proposiciones con prescindencia de esta condición
finita y corpórea de la vida y de la historia. Y es ésta precisamente la que Nietzsche
plantea como una instancia mediante la cual se puede hacer frente a ese huésped
que ha debilitado al hombre y lo ha conducido hacia la decadencia: el nihilismo.

Es el peso de esa tradición histórica prevaleciente en Occidente y Europa lo que


ha convertido a ese arte de «dar estilo» al propio carácter en algo escaso. Y ese arte
de llegar así también a ser el que se es, cabrá considerarlo como «grande», puesto
que requiere de procedimientos distintos para acceder a él que los que esa tradición
metafísica, teológica o religiosa le ofrece. Por lo pronto, ese arte exige que los hom-
bres hagan suya una nueva «especie de honradez» que les permita mirar con rigor
en los ojos a las propias vivencias, sin temor a ver en ellas todo cuanto haya allí de
turbio, de desperdicio, de mezcla y aleación muchas veces azarosa de materiales y
231
deseos de las más variadas calidades y consistencias. Es la pluralidad de fuerzas,
instintos, sentimientos, afectos, pero también de conceptos e ideas que traspasan,
conmueven, espantan y deleitan a los hombres, que los impulsan o reprimen en sus
acciones, proyectos, anhelos, lo que configura, por así decir, el material con el que
cada hombre podrá procurar, podrá querer dar un estilo a su propio carácter y así
llegar a ser el que se es.
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Es preciso que ante lo heterogéneo de esos materiales y lo muchas veces aleatorio


de sus mezclas y relaciones, que configuran la condición humana, se pueda decir:
«¡Queremos ser nuestros propios experimentos y animales de prueba!».41 Al plantear
Nietzsche que cada uno ha de llegar a ser para sí un animal de prueba que experi-
menta consigo mismo, quedando expuesto a no poder renunciar a todo o a mucho
de cuanto suceda y atraviese el cuerpo en todas direcciones, es lo que convierte a la
tierra entera —a esa tierra a la que Zaratustra pide fidelidad— en el escenario mayor
en el que el cuerpo puede ser asumido como el centro de gravedad del hombre. Así,
es a través de este específico hacerse cuerpo el hombre con todo cuanto sucede y
experimenta en él y con él, que la vida retoma una y otra vez en cada ser humano,
en cada instante en que se le hace patente la necesidad de llegar a ser el que se es y
en que se pueda querer responder con un sí a la pregunta «¿quieres esto una vez más
e innumerables veces más?». Pues esa es precisamente la pregunta que al ser formu-
lada, dice Nietzsche, «¡recaería sobre tu acción como el mayor centro de gravedad!
¿O cómo tendrías que llegar a ser bueno contigo mismo y con la vida, como para
no anhelar nada más sino esta última y eterna confirmación y sello?».42 Es el hecho
de poder y querer asumir este mayor centro de gravedad que es el eterno retorno, lo
que convierte en ilusorio y sólo en un designio piadoso del sujeto de la conciencia
moderna esa distinción entre el dentro y el fuera del hombre, la pureza y certeza de
la subjetividad interior y la universalidad y permanencia de la objetividad exterior.

Todo cuanto está presente y resuena en ese centro de gravedad, es lo que también
convierte a la propuesta de Heidegger de entender la esencia de la voluntad en

232 Nietzsche como una «voluntad de voluntad» para la cual «querer es: quererse a sí
misma»43, en una interpretación que efectivamente puede conducir a lo que él,
Heidegger, considera como lo «digno de ser pensado», pues el ser sería «lo que
queda por pensar». Pero ciertamente esa no es una vía que conduzca a lo pensado

41
Ibíd., §290.
42
Ibíd., §341.
43
N., I, p. 46.
Dobles Póstumos / José Jara

por Nietzsche en su obra, ni menos aún que pueda fecundarla. El camino pensante
de Nietzsche no intenta recorrer la historia del ser, sino más bien procura recorrer
genealógicamente la historia del hombre y de las palabras con que se ha esforzado
por entenderse a sí mismo y poner así límites a su ignorancia.44 Es al recorrer esta
historia, plantea Nietzsche, que se puede encontrar, en todo caso, cómo es que el
ser, el concepto «ser» ha aparecido en ella como un derivado del largo proceso de
formación del concepto «yo».45

Pero volviendo al tema recién esbozado, si el eterno retomo y el cuerpo son nombra-
dos por Nietzsche en distintas ocasiones con el mismo nombre, con la misma expre-
sión «centro de gravedad», es porque en ambos, en uno de sus contextos de sentido,
se patentiza la finitud declarada y aceptada de la vida y del cuerpo. Pero ésta supone
a su vez asumir lo que en otros textos Nietzsche ha llamado el «carácter perspectivís-
tico de la existencia». No sólo la vida es la que ha retornado y retoma una y otra vez,
sino que también en cada existencia humana particular la vida retorna eternamente
a través de cada una de las perspectivas mediante las cuales los hombres intentan o
se deciden a tomarla al cuidado de sus propias manos y designios, cuando no tienen
otra alternativa más que, situados en la encrucijada de caminos y de fuerzas que
es su cuerpo, la de alejarse de aquella «ridícula inmodestia de decretar, a partir de
nuestro rincón, que sólo desde este rincón se permite tener perspectivas. El mundo
se nos ha vuelto más bien «infinito» una vez más, en la medida en que no podemos
rechazar la posibilidad de que él incluye dentro de sí infinitas interpretaciones».46

El eterno retorno, además de ser una condición general de la vida, es algo que tam-
bién acontece a través de todos los ámbitos y momentos en que se hacen concretas 233
las pequeñas o grandes vidas de los hombres que cotidianamente pueblan la tierra,

44
«Nosotros colocamos una palabra allí donde comienza nuestra ignorancia, donde no podemos ver
más lejos, por ejemplo, la palabra “yo”, la palabra “hacer”, la palabra “sufrir”: —éstas son tal vez
líneas de horizonte para nuestro conocimiento, pero no son “verdades”». SW.KSA., 12, 5[3].
45
Cr., «La “razón” en la filosofía», §5.
46
CJ., §374.
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y en ellas sucede mediante esta infinitud de las interpretaciones que les impone a los
hombres la condición perspectivística de su existencia. Con esta propuesta, Nietzs-
che rompe, como no podrá menos que verse, con aquella voluntad de verdad del
discurso de la metafísica tradicional que aspira a pensar y detentar una verdad una
y universal, que ahora se quiebra en la pluralidad de verdades en que se articula la
vida. Dejemos sólo indicado que, sin duda, aquí se plantean otros problemas a los
que debería poder darse respuesta a partir del propio planteamiento de Nietzsche,
si éste no ha de carecer de consistencia teórica e histórica. Dejemos también sólo
indicado que, igualmente desde aquí, podría mostrarse uno de los lados por donde
toda la filosofía de Nietzsche pueda aparecer como incomprensible, pues incluso él
mismo, en un parágrafo poco anterior al recién citado, se llama a sí mismo como
«Nosotros los incomprensibles», y en donde adelanta algunas líneas de su pensar
que podrían conducir a extraviarse a algunos de sus lectores.47

Pero llegados a este punto, ahora podemos establecer una mínima conexión entre el
eterno retorno, el cuerpo y la vida con el tema de la voluntad de poder. La voluntad
podrá acceder a ser voluntad de poder cuando ella se convierta en una voluntad
creadora. Una dimensión decisiva en la que habrá de cumplirse su condición crea-
dora radica en la relación que el hombre tenga a través de ella con el tiempo y la
historia. Pues, de lo que la voluntad ha quedado prisionera en la tradición de la filo-
sofía occidental, ha sido del no poder querer hacia atrás, el haber quedado presa del
«fue». Y eso, precisamente porque en esa tradición, la voluntad y el hombre no han
podido enfrentarse con el pasado y con el tiempo más que rechinando los dientes

234 en una solitaria tribulación. La más importante consecuencia de este hecho estriba
en que la existencia misma del hombre se convirtió para él en un «castigo», lo cual

47
Para citar sólo unas pocas líneas, allí dice: «Crecemos como árboles —¡eso es difícil de entender,
como toda vida!; no en un lugar, sino en todas partes, no en una dirección sino tanto hacia arriba,
hacia fuera, como hacia adentro y hacia abajo; nuestra fuerza se ejerce a la vez en el tronco, las
ramas y las raíces, de ninguna manera nos queda ya la libertad de hacer solos cualquier cosa, de ser
aún algo singular (...)» CJ., §371.
Dobles Póstumos / José Jara

generó a su vez en él que quedase dominado por el «espíritu de la venganza». Este


es el que ha marcado su relación consigo mismo, con las cosas, con el mundo, y el
que le llevó a entender que sólo en la «reconciliación» con otro orden del tiempo
y del ser, superior a él y por ello eterno, absoluto, universal, un verdadero «en sí»,
sería desde donde podría acceder a sí mismo y a su pensar. Pero es aquí, frente a
esa reiterada coyuntura que se convirtió en una larga tradición, donde Zaratustra
enseña que «algo superior a toda reconciliación tiene que querer la voluntad que es
voluntad de poder». Y ésta se convertirá en creadora en tanto pueda decir y también
hacer, apoyándose en las fuerzas del centro de gravedad del cuerpo, que «todo “fue”
es un fragmento, un enigma, un espantoso azar», para añadir frente a ello luego:
«“¡Pero yo lo quiero así! ¡Yo lo querré así!”».48

Aun cuando, para acceder al pleno sentido de esta propuesta de Nietzsche, habría
que precisar lo que significan esas tres palabras con que se califica el «fue»: fragmen-
to, enigma, azar, y el modo específico cómo a estos se los retoma en el presente y en
el futuro, estimamos que, teniendo presente lo ya expuesto, es mediante la interpre-
tación que se hace posible convertir a la voluntad en una voluntad de poder, en una
voluntad creadora. Muchos son los textos en los que Nietzsche describe y enuncia
esta transformación. Recojamos algunos de ellos:
La voluntad de poder interpreta (...) No se ha de preguntar: «¿quién interpre-
ta entonces?», sino que más bien el interpretar mismo, como una forma de
la voluntad de poder, existe, (pero no como un «ser», sino como un proceso,
un devenir), como un afecto (...) La interpretación misma es un síntoma de
determinados estados fisiológicos, así como un determinado nivel espiritual
de juicios dominantes. ¿Quién interpreta? — nuestros afectos.49
235
Es desde ese centro de gravedad del cuerpo configurado por la pluralidad de fuer-
zas que le son propias, pero en las que también trasparecen las fuerzas de los otros

48
Z., «De la redención».
49
SW.KSA., 12, 2[148]; 2[151]; 2[190].
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hombres y desde aquella encrucijada de caminos mediante la que queda abierto a


todo el curso de la historia ya sida, presente y por hacer, que la voluntad de poder
interpreta. Así es como ella contribuye a que los hombres puedan abocarse a la tarea
de llegar a ser el que, en cada caso, cada uno es y, por consiguiente, darse un estilo
de ser que en ellos pueda quedar incorporado, hacerse cuerpo en ellos y así adquirir
la permanencia histórica que le es propia de acuerdo a su finitud, a través de lo que
Nietzsche ha llamado también como su carácter.

III

Lo que hemos expuesto de lo pensado por Nietzsche, lo que hemos aprendido en


nuestro encuentro con su obra, sin duda queda de antemano rechazado por el en-
cuentro pensante de Heidegger con Nietzsche, pues en nuestra lectura nos hemos
mantenido exclusivamente en el ámbito de lo que para Heidegger es el mundo de
los entes y de la facticidad del Dasein y su existencia, con lo cual no habríamos he-
cho otra cosa más que permanecer en el reducto de ese pensar metafísico que habría
quedado consumado con la filosofía de Nietzsche. Pero llegados a esta coyuntura,
parece conveniente traer a colación lo señalado por Eckhard Heftrich en su ensayo
Nietzsche en el pensar de Heidegger, en el que se propone cumplir con «Un intento
conscientemente limitado. Él se refiere a la determinación del lugar de Nietzsche
dentro de la obra de Heidegger».50 Y para ello señala la imposibilidad de encontrar
hoy un orden superior de la filosofía en el que se pudiese instalar el pensar de ambos
filósofos, para desde allí determinar si Nietzsche no ha dejado ya tras de sí aquella

236
metafísica que, según Heidegger, fue consumada por aquél. Y esta imposibilidad se
mostraría, además, mediante el hecho de que «allí se trataría a la palabra metafísica
como a una magnitud fija y disponible, a pesar de que ese concepto tan evidente-
mente empleado y aplicado a Nietzsche como criterio, procede precisamente de

50
Eckardt Heftrich, Durchblicke. Martin Heidegger zum 80. Geburtstag, Frankfurt am Main: Vittorio
Klostermann, 1870, p. 332.
Dobles Póstumos / José Jara

la interpretación que Heidegger hace de la filosofía y de la Historia».51 Por eso es


que Heftrich no se plantea siquiera el entrar a discutir las distintas posiciones po-
sibles suscitadas por el debate en torno a la interpretación hecha por Heidegger de
Nietzsche. La considera inconducente, inapropiada. Pero al intentar determinar el
lugar ocupado por Nietzsche dentro de la obra de Heidegger, sí propone algo que,
sin entrar a interpretar el pensar de Nietzsche, sin embargo interpreta el pensar de
Heidegger. Afirma que «El último “nombre" de la historia del ser como metafísica
no es Kant ni tampoco Hegel, sino Nietzsche. El último nombre es el escatológico».
Con ello concluye Heftrich su ensayo, y lo hace porque así deja puesto el nombre
de Nietzsche en el lugar que Heidegger le asigna en su intento por recorrer el cír-
culo de la historia del ser, que, ha mostrado en su trabajo, sólo es comprensible

51
Un juicio similar a éste sostiene Wolfgang Müller-Lauter, uno de los más competentes comenta-
ristas alemanes de la obra de Nietzsche, quien además junto a M. Montinari y H. Wenzel inició
la edición de los Nietzsche Studien. Internationales Jahrbuch für die Nietzsche-Forschung en 1972.
En su documentado ensayo «La esencia de la voluntad y el superhombre. Una contribución a
la interpretación de Nietzsche por Heidegger», publicado en los Nietzsche-Studien, Band 10-11,
1981-1982, pp. 132-177, afirma acerca del libro de Heidegger, Nietzsche: «Ahora bien, pero la
publicación de sus relaciones sobre Nietzsche en el año 1961 tuvo como consecuencia que, en
muchos lugares, se vio en ella a la auténtica exposición de Nietzsche, sin considerar la especificidad
de su estar encuadrada en la historia del ser. A menudo se ha hablado y se habla de la metafísica
de Nietzsche apelando a Heidegger, aún cuando no se acepte su comprensión de la metafísica o
tan siquiera se la discuta seriamente. A pesar del movimiento regresivo que tiene el significado de
Heidegger para la discusión de Nietzsche, considero necesario separar el filosofar de Nietzsche de
los “aditamentos” de Heidegger, cuyas pretensiones no pocas veces sólo se pueden sostener median-
te referencias incompletas de pasajes de Nietzsche en su interpretación de textos» (pp. 137-138).
Si bien podría decirse, por una parte, que los escritos de Heidegger sobre Nietzsche pueden haber
contribuido a posicionar la obra de éste en distintos medios académicos como teniendo un legí-
timo valor filosófico —valor que se solía rehusar con distintos énfasis y argumentos—, sin duda,
237
por otra parte, resume certeramente Müller-Lauter el efecto distorsionador o más benignamente
distractor (Müller-Lauter dice Rückläufigkeit: carácter retrogrado, movimiento regresivo), que tuvo
esa interpretación de Heidegger en todas las latitudes geográficas de la academia con respecto a un
acceso directo a la obra de Nietzsche, que no quedase tan fuertemente marcada en su lectura por el
peso teórico que llegó a alcanzar la filosofía de Heidegger. La actual bibliografía existente sobre esta
relación parece mostrar claramente —al menos a quienes aún mantienen un recelo filosófico ante
Nietzsche—, que los textos de Heidegger sobre Nietzsche son más importantes para comprender
algunos de los planteamientos y evolución del pensamiento de Heidegger, antes que las propuestas
contenidas en la filosofía de Nietzsche.
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«cuando la historia se revela como escatología, es decir, en donde lo más tardío se


muestra como la consumación del comienzo». Y para acceder a este comienzo desde
su comprensión de un tiempo originario que es circular, ha tenido que mostrar el
carácter lineal de la historia de esa metafísica en la que se cumple el ocultamiento de
ese comienzo que acaba y se consuma en Nietzsche, como su pensador más tardío
y extremo.

Pero esta circularidad y linealidad de la historia del ser y de la metafísica, respecti-


vamente, suponen una comprensión de la historia radicalmente distinta de aquella
pensada por Nietzsche. Pues mientras ésta gira, en Heidegger, extrañamente entre
su círculo originario y una linealidad derivada de ella pero ocultadora a la vez, que
la atraviesa o se curva para quedar cerrada en sí misma, es decir, en la escucha de la
llamada a que la evoca el ser al hombre, en Nietzsche, la historia queda radicalmente
abierta una y otra vez a lo que los hombres han hecho en ella, continúan haciendo
y puedan querer hacer en el tiempo por venir. Una historia que no se cierra en el
reducto que acoge y destierra a la vez, que se revela ocultándose en la voz que apela
al hombre desde su origen siempre en retroceso, sino que abre la tierra a todas las
«fiestas del pensar» de que los hombres sean allí capaces, en tanto desde el centro
de gravedad de su cuerpo y de la tierra en que acontece el eterno retorno de la
vida, juega, lucha, crea y transforma todas las fuerzas que configuran su voluntad,
su alma, su pensar, su sentir, asumiendo, en cada caso, como suyas la infinidad de
interpretaciones con las que, desde esa voluntad susceptible de convertirse en una
voluntad de poder creadora, hace habitable cotidianamente la tierra.

238 Y para concluir, quisiéramos citar, sin mayores comentarios, un parágrafo de La


ciencia jovial, en el que Nietzsche se adelanta a sus posibles lectores, a sus lecturas, y
enuncia su disposición al diálogo pensante con ellos, surgida, probablemente, desde
su soledad de pensador que se sabe a sí mismo como difícilmente comprensible,
pero que no por ello deja de requerir la compañía de lectores póstumos, ya que en
la suya personal y cotidiana, ésta le fue siempre esquiva.
Dobles Póstumos / José Jara

Nosotros los generosos y ricos del espíritu, que nos encontramos en la calle
como fuentes abiertas y a nadie quisiéramos impedir que saque agua de no-
sotros, desgraciadamente no sabemos defendernos de lo que quisiéramos, no
podemos evitar de ninguna manera que se nos enturbie, que nos oscurezcan
(...). Pero haremos como siempre hemos hecho: también lo que se arroja en
nosotros lo llevaremos hasta nuestra profundidad —pues somos profundos,
no lo olvidamos— volveremos a ser nuevamente diáfanos (…).52

239

52
CJ., §378.
Dobles Póstumos / José Jara

Vida, estilo y arquitectura

Desde tiempos inmemoriales, una de las necesidades primordiales experimentadas


por los hombres ha sido la de disponer de lugares de cobijo para sobrellevar y des-
plegar su vida en medio de la naturaleza. Su paso sobre la tierra para habitar en ella,
les ha llevado desde los lugares, espacios más elementales encontrados o imaginados
allí, hasta la construcción de todos los tipos y tamaños de ciudades reconocibles hoy
en día. Uno de los resultados de ese construir y habitar suyos ha sido la formación
de asentamientos humanos, pueblos y sociedades, entre los que él mismo trazó
paulatinamente también diversas referencias básicas para aprender a conocerse a
sí mismo como individuo. Si como es evidente, entremedio de todos los tipos de
quehaceres humanos habidos en la historia, la arquitectura y el arquitecto no agotan
el multifacético espectro de las actividades humanas, y ellos sólo representan una
actividad y una figura de hombre particular, ¿cómo especificar lo propio de una y
otro en tanto fenómenos humanos? ¿Cuáles serían algunas, por lo menos, de las
vías de doble tránsito que llevan a ambos pasando por la sociedad y el individuo?
¿Por cuáles encrucijadas de otros caminos significativos no habría podido dejar de
transitar el arquitecto para realizar sus aspiraciones, propósitos y trabajo?

Para bosquejar una ruta que permita adentrarse en el planteamiento de esas pregun-
tas, nos proponemos delimitar mínimamente algunos de los elementos que están 241
presentes en la reflexión y en la mirada dirigida por F. Nietzsche hacia las construc-
ciones arquitectónicas con las que algunos hombres identificaron el quehacer más
propio de sus personales vidas. Puede ser relevante hacer un recorrido por la obra de
este filósofo, en la medida en que el tema central de su pensamiento apuntó hacia
una crítica radical de la manera en que se había venido entendiendo lo que habría
sido la vida humana en el curso de la historia occidental, junto a todo cuanto en
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ella y con ella los hombres habían hecho. Su propósito fue el de introducir otros
criterios y coordenadas teóricas para comprender las condiciones de existencia de
esa vida, en tanto él entendía que, por obra de los tradicionales criterios con que
a ésta se la había pensado por parte de la metafísica, la moral y la religión, la vida
había sido debilitada y rodaba por la pendiente de la decadencia.

Nihilismo fue el nombre con que él designó a este fenómeno que ya acontecía en
su tiempo, pero que sobre todo habría de hacer su plena irrupción en los dos siglos
siguientes al suyo, es decir, en este siglo XX que ahora concluye y en el que está
próximo a iniciarse. Cualquiera sea el juicio que finalmente nos formemos acerca
de lo pensado por Nietzsche, sus palabras enunciadas hace algo más de cien años,
efectivamente las dirigió hacia nuestro tiempo, aguardando a que pudieran ser re-
cogidas de algún modo en él y así contribuir eventualmente a bosquejar otra forma
de hacer y recrear los hombres, los hechos y quehaceres de su existencia. Y en este
caso, tal vez pudieran tener algún grado de pertinencia actual a la hora de dar una
mirada desde su filosofía a la arquitectura y la ciudad.

Sin embargo, de inmediato cabría decir que son muy escasas las referencias directas
hechas por Nietzsche en su obra a estos dos temas. Dada la conexión de la arquitec-
tura con el arte, se constata que son mucho más numerosas sus reflexiones acerca de
otras formas del arte, y precisamente en la medida en que mediante ellas los hom-
bres procuraron, o bien despejar ese dato no entregado a ellos por las comunidades
en que habitaban, ese enigma a resolver, esa X que convierte en una ecuación a su
vida personal en algunos de sus momentos decisivos de ella, o bien en tanto a tra-
242 vés de esas formas artísticas se insertaban en y respondían a exigencias y realidades
de esas mismas comunidades. La música, el teatro, la poesía, la prosa literaria, la
retórica, la pintura, la danza, junto a las actitudes, sentimientos, propósitos y sig-
nificados que tuvieron tales actividades para los individuos que las hicieron suyas,
recibieron de él una preocupación teórica mucho más amplia que la arquitectura y
el arquitecto. A pesar de eso, las relaciones que establece entre éstos y aquéllas, son
especialmente significativas en varios casos que habremos de especificar, pero aún
Dobles Póstumos / José Jara

más cuando establece el nexo entre la arquitectura y esa otra antigua realidad huma-
na que subyace incluso a las formas primeras de manifestación del arte: la religión.

La religión y el arte: el relevo de los sentimientos

En un fragmento inédito en 1877 Nietzsche establece en una frase pregnante y llena


de sentidos, los dos puntos extremos entre los que se mueve la actividad de la arqui-
tectura: lo humano y lo divino. Allí dice: «Si los hombres no hubiesen construido
casas para los dioses, la arquitectura aún se encontraría en la cuna».1 No es el punto
de inicio o el de origen de la arquitectura lo que allí queda señalado, ni tampoco se
designa a un hecho que ha formado parte de la vida de los hombres, los dioses, que
sea de competencia exclusiva de los arquitectos, aun cuando sea tan decisivo para
ellos que sin éstos, escasamente habrían aprendido a dar sus primeros pasos sobre
la tierra. Aunque resulte curioso o sorprendente, no es tampoco a partir de lo que
esos hombres puedan haber hecho o construido en vistas de la satisfacción de una
de sus necesidades básicas o de las de sus semejantes, como ellos habrían adquirido
una identidad para su hacer que los convirtiera en seres autónomos capaces de dar
cuenta libremente de lo que entendían como su quehacer más propio, y alcanzar así
lo que pudiera considerarse como su mayoría de edad.

A pesar de la común necesidad terrenal experimentada por todos los hombres de


disponer de un cobijo, sólo habría sido a partir de la fuerza con que ellos experi-
mentaron unos sentimientos volcados hacia esa realidad, supraterrenal, sobrenatu-
ral, que son los dioses, como algunos hombres habrían recorrido el largo camino
que va desde realizar un trabajo que satisficiera algo de que habían menester, hasta 243
convertir a la arquitectura en una actividad emparentada con el arte. Si en este re-
corrido se hace patente la condición histórica de la arquitectura, el parentesco final
con el arte a que ella pueda haber accedido, lo habría logrado en la medida en que
transitó previamente por las experiencias vividas por los hombres en el ámbito de la

1
SW.KSA., 8. 23[167].
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religión. Así, la mayoría de edad de la arquitectura es, para Nietzsche, una realidad
indisociable del encuentro de ella con las experiencias humanas que la religión y el
arte dejan traslucir. ¿Cómo orientarse en ese cruce de por lo menos tres caminos que
hizo salir de la cuna a la arquitectura?

Cuando Nietzsche piensa el hecho de la vida humana, lo hace efectivamente sobre


la base de que ella es algo que ha llegado a ser, no sólo en el sentido de que todo lo
humano no siempre fue como hoy lo vemos y entendemos y que se encuentra en un
continuo proceso de cambios, tanto como sucede con las facultades y los elementos
fundamentales con que los hombres han logrado todo cuanto efectivamente han
hecho en el curso de los siglos, sino que también ese devenir fuerza a la filosofía
a tener que aceptar y asumir la condición radicalmente histórica de la existencia
humana. Y esto trae como consecuencia que no se pueda ya afirmar la existencia de
hechos eternos y, por consiguiente, tampoco la de verdades absolutas.2 La modestia
y el tener que acercarse a las cosas y a los hechos desde muchos lados, perspectivas
para llegar a conocerlos, es la actitud que se desprende como propia para este modo
de ejercer la filosofía, la que se convierte en algo así como la otra cara de la moneda
de la historia, o bien la historia en el reverso de la moneda de la filosofía.

Pero entonces, ¿cómo habría de entenderse la especial importancia que Nietzsche


otorga al existencia de los dioses para comprender el proceso de crecimiento y de
mayoría de edad de la arquitectura? Qué sea lo que sucede con los dioses y con los
hombres y especialmente en la relación de éstos con aquéllos, permitiría avanzar un
poco más, en este caso, en las etapas de esa edad. Consecuente con su planteamiento
244 de pensar históricamente los problemas tradicionales de la filosofía, Nietzsche des-
plaza el ámbito en que se ha solido situar e interrogar por la presencia de lo divino
en lo humano. Así, dice: «Antes se buscaba demostrar que no existía un dios, —hoy
se muestra cómo pudo surgir la creencia de que exista un dios y de qué manera esta
creencia ha recibido su peso e importancia: de este modo se convierte en superflua

2
HdH., I, §2
Dobles Póstumos / José Jara

una contraprueba de que Dios exista».3 Con esta propuesta suya, la existencia de los
dioses queda despojada de una supuesta condición de eternidad, para convertirse
más bien en un hecho que sólo a partir de ciertos momentos comenzó a gravitar
como decisivo en las vidas de los hombres, y que lo hizo bajo el modo de un pecu-
liar sentimiento: el de la creencia en que habría o debería haber algo que tuviese una
condición distinta que la de la finitud y mortalidad humana, y que permaneciese
siempre siendo igual a sí mismo, poseyendo un tipo de existencia que estuviese más
allá o por encima que los desagradables o dolorosos cambios experimentados por
el hombre en su vida cotidiana. Eran también unos dioses o un dios al que se le
atribuía un poder capaz de determinar el curso de los fenómenos naturales, y que
se expresaba en la voluntad de ese dios para, en un caso dado, acoger los ruegos y
oraciones de los hombres para modificar dicho curso, o bien abstenerse de hacerlo,
de acuerdo a los humanamente inescrutables designios de esa voluntad divina.4

Frente al sentimiento de impotencia para controlar o dominar tantos hechos y si-


tuaciones experimentadas diariamente por los hombres, el poderío atribuido a ese
dios no podía encontrarse sino en las antípodas de lo que era accesible a los mor-
tales. Y aquí es donde Nietzsche entiende que la arquitectura contribuyó a generar
unos espacios en lo que tuviera cabida y pudiera expresarse toda la complejidad
de los sentimientos que atravesaban y mantenían en vilo a muchos de sus deseos y
acciones posibles. Al construir casas para los dioses, la arquitectura habría ido paula-
tinamente poniendo a disposición de los hombres espacios cada vez más apropiados
para que ellos pudieran sentir como habitual, como un hábito que se puede cumplir
a ojos cerrados, su personal relación con los sentimientos que en ellos despiertan la
misteriosa presencia y lejanía, enigmático poderío, reposo y paz prometidos por los
245
dioses o el dios. Un dios en el que se cree porque se lo siente como un cauce seguro

3
A., §95.
4
En distintos lugares de su obra Nietzsche reflexiona acerca de diversas situaciones y sentimientos
marcados por el espíritu de la vida religiosa. Entre otros, ver HdH., I. Tercera parte, La vida reli-
giosa. Especialmente §110, §111, §115, §130-§135, §140-143.
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por el cual pueden discurrir en una sola dirección y más apaciguadamente las espe-
ranzas, las vivencias y sentimientos que su difícil vida diaria. En este contexto es que
se pueden enunciar dos principios que, en el fondo, dicen lo mismo, pero expresa-
dos desde dos actitudes frente a lo divino y que, señala Nietzsche, habrían regido a
la construcción de las casas para los dioses: «La arquitectura: traer cerca a lo lejano
(iglesia de San Pedro) otro principio: la mayor aspiración posible hacia lo lejano».5

Pero esas construcciones, iglesias, realizadas bajo el amparo de la religión, expresan


también otras realidades humanas marcadas por las transformaciones que la historia
pone al descubierto. En ese mismo fragmento en que Nietzsche se refería a cómo
habría salido la arquitectura de la cuna, afirma a renglón seguido: «Las tareas que el
hombre se planteó sobre la base de supuestos falsos (por ejemplo, el alma separable
del cuerpo), ha dado lugar a las formas superiores de la cultura. Las “verdades”
no son capaces de entregar tales motivos». Si bien las religiones, especialmente la
cristiana, al dar cabida a la posibilidad de que los sentimientos humanos se expre-
sasen en toda su diversidad y contradictoriedad y, a la vez, se refinasen en pos de
una espiritualidad que permitió la aparición de las más elevadas formas de cultura
—espiritualidad traducida en la materia y la piedra de las grandes catedrales—, és-
tas pudieron llegar a adquirir su dignidad a pesar de que se asentasen sobre un falso
supuesto: la inmortalidad del alma, sólo posible como algo separado y distinto del
cuerpo perecible y corruptible: una inmortalidad mediante la que precisamente los
hombres no procuraban otra cosa más que consolidar un sentimiento, una creencia
mediante la cual poder participar de y sentir dentro sí a eso lejano. Sobre el trasfon-

246 do del pensamiento de Nietzsche, aquí esbozado, ese acortamiento de la distancia


entre el humano lo divino logrado por la religión y sus iglesias a través de la creencia
en esa peculiar inmortalidad, supone que: 1) los sentimientos en que se apoya tal
creencia son más fuertes que las «verdades» que un discurso cualquiera de la razón
puede enunciar y argumentar; 2) que la cultura sólo puede aspirar a formas superio-

5
SW.KSA., 10. 7[13].
Dobles Póstumos / José Jara

res de humanidad en la medida en que se haga cargo de todo el complejo de fuerzas,


es decir, de sentimientos y pasiones, de conceptos e ideas, que configuran el sutil y
complejo entramado de las acciones de los hombres; 3) que en tanto esa creencia
en la inmortalidad se debilite y comience a haber hombres que se sitúen de otro
modo frente a la realidad de sus cuerpos y de la naturaleza —como, por ejemplo, los
hombres que iniciaron la práctica del saber hipotético y experimental de las ciencias
modernas—, se pondrá una vez más de manifiesto que no existen hechos eternos ni
verdades absolutas; 4) que con todo lo importante que pueda haber sido la religión
para los hombres y la cultura, es esa una realidad también histórica, expuesta a los
avatares del devenir y la transformación de lo que alguna vez fue.

Pero tratándose del hombre, que tiene a su espalda una historia de milenios y mi-
llones de años, su permanencia como un ser viviente en ella supone también una
capacidad para transformar y recrear de otro modo todo cuanto ha formado parte
de su existencia.6 Otro camino transitado por el hombre y que se cruza con el de la
religión, es el del arte, en el cual también la arquitectura ha dejado sus huellas. Y
nuevamente el punto de conexión entre ambas son aquellos sentimientos que han
ido poblando, enriqueciendo, haciendo cada vez más compleja, caleidoscópica, múl-
tiple y delicada en sus relaciones íntimas el alma de cada hombre, aquella desde la

6
Parece oportuno transcribir un fragmento en el que Nietzsche se refiere al proceso de cambios de
los sentimientos en el alma del hombre, suscitados por el culto de la religión en conjunto con las
construcciones arquitectónicas, y que pueden perdurar en esa alma: «Pervivencia del culto religioso

247
en el ánimo. La Iglesia católica, y antes que ella todo culto antiguo, dominaba toda gama de me-
dios por los que el hombre es transportado a disposiciones insólitas y arrancado al frío cálculo o
al puro pensamiento racional. Una iglesia estremecida por sones profundos, invocaciones sordas,
regulares, contenidas, de una cohorte de sacerdotes que involuntariamente transmite su tensión a
la comunidad y la hace escuchar casi angustiada, como si se preparase un milagro, el soplo de la
arquitectura que como morada de una deidad se extiende a lo indeterminado y en todos los espacios
sombríos hace temer el despertar de la misma: ¿quién querría retrotraer al hombre a semejantes
fenómenos, si ya no se cree en los presupuestos de los mismos? Pero los resultados de todo ello, sin
embargo, no se han perdido: el mundo interno de las disposiciones sublimes, conmovidas, llenas
de presentimientos, profundamente contritas, dichosamente esperanzadas, se lo ha hecho ingénito
al hombre primordialmente el culto; lo que de ello existe ahora en el alma fue cultivado en grande
cuando aquél germinaba, crecía y florecía». HdH., I, §130. (La itálica en el texto es nuestra).
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cual procura comunicarse tanto consigo mismo como con los otros seres humanos.

En dos fragmentos escritos por Nietzsche también en 1877 señala la manera como
interviene el arte en lo logrado por esa primera elaboración de los sentimientos
experimentados por los hombres frente a lo divino, cumplida bajo la tutela de la
religión. En uno de ellos dice: «El arte retoma los sentimientos que han sido enal-
tecidos mediante la religión».7 Y en el otro agrega: «El arte levanta su cabeza allí
donde las religiones se debilitan. Él se hace cargo de una cantidad de sentimientos
y estados de ánimo engendrados mediante la religión, los coloca en su corazón, y
se convierte él mismo en más profundo, lleno de alma, de manera que es capaz de
comunicar lo que antes no podía: elevación y exaltación».8 Hacerse cargo de aquel
progresivo modelar y refinar las experiencias vividas íntimamente por los hombres
en su relación con aquella realidad de algún modo otra y lejana de lo divino, que
habían crecido y florecido bajo el amparo de sentimientos religiosos. Retomar lo
que de éstos se hallaba entreverado dentro de los hombres con la vivencia de la
persistencia de lo eterno, para traducirlos y desplazarlos hacia el proceso de creación
de obras con las que comenzar a abrir otra vía de acceso hacia lo que ellos también
podían hacer en y con sus propias vidas, son actitudes mediante las que el arte
paulatinamente habría ido cambiando los acentos pronunciados por la modulación
religiosa de esos sentimientos. El arte transita igualmente por ese largo camino
mediante el cual se acorta la distancia con aquella lejanía de otrora, que atraía iner-
cialmente a los hombres y gravitaba sobre ellos, en la medida misma en que a eso
divino además se lo entendía como el origen del humano.

248 Pero si los hechos y acciones de los hombres no parecen caer sin más en un vacío
en el que ellos se diluyan y aniquilen, sino más bien, entremedio del juego y con-
flicto del olvido y la memoria, «la historia siempre habla nuevas verdades»9, como

7
SW.KSA., 8 24[1].
8
HdH., I, §150.
9
SW.KSA., 10. 16[78].
Dobles Póstumos / José Jara

aquélla que acaba proclamando la transformación de un origen divino en no más


que una creencia surgida algún día en el alma de los hombres, cabe considerar que
ese acontecimiento tampoco habría dejado de tener consecuencias, de proveer otros
hechos, verdades que vinieran a reemplazar a aquellas enunciadas con voz suprahu-
mana desde un origen cuya fuerza de credibilidad comenzó también a debilitarse.
Es en medio de este arduo proceso de cambios y reajustes de la percepción que los
hombres experimentaron en algún momento con respecto a los sentimientos que
configuran, agitan la «interioridad» de sus cuerpos, de su alma, así como de la dis-
tancia que media entre esos sentimientos suyos y lo que los provoca, proviniendo de
todo cuanto en su entorno los afecta, que el arte habría abierto otra vía de expresión
y comunicación de lo que ellos sentían que les sucedía. La transformación de la
otrora inquebrantable presencia en los hombres que un origen divino, como única
instancia dadora de sentido a sus actos, habría conducido a que «lo próximo, lo en-
torno-nuestro, lo dentro-de-nosotros comenzase paulatinamente a mostrar colores
y bellezas y enigmas y riquezas de sentido, de los que la humanidad más antigua
nada pudo soñar».10

De entre lo dicho, y sin ninguna pretensión de establecer cronologías o periodiza-


ciones estrictas en la milenaria formación histórica de los pliegues del alma humana,
Se puede apreciar que Nietzsche destaca aquí el hecho de que el arte no se agota en
las obras realizadas. Así como tampoco los artistas agotan el espectro de figuras y
posibilidades de lo humano, pues comparten con el resto de los hombres las mis-
mas condiciones de existencia y oportunidades de percepción de sí mismos como
individuos, aunque cada uno de ellos pueda relacionarse de distinta manera con
lo que conforma su «núcleo» interior. El proceso de creación allí iniciado por esos
249
hombres a los que luego se les llamó artistas, se extiende hasta dentro y lo profundo
de sus cuerpos, de manera que cuanto de éstos allí surge y se expresa transfigura-
damente, el arte los distingue y los hace suyos, los «coloca en su corazón», en ese

10
A., §44. (Traducción nuestra).
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elocuente punto de convergencia y redistribución de los sentimientos, pasiones,


palabras, imágenes, sonidos, ideas que los animan y son traducidos luego en obra.
Así es como el arte queda «lleno de alma». Nietzsche pone en juego aquí una in-
terpretación del alma que no sólo se ha ido modificando mediante el cambio de la
mirada y de las sensaciones experimentadas por el artista hacia lo que se encuentra
en su derredor, sino también de acuerdo a lo que él —al asumir el sentido histórico
como instancia decisiva para dar cuenta de los hechos humanos— llama como «la
felicidad del historiador», aquélla que éste siente al constatar que «el reino de los
cielos es el del cambio, con primavera y otoño, con invierno y verano», de manera
que ahora puede sentirse «feliz porque alberga dentro de sí no “una alma inmortal”,
sino muchas almas mortales».11

Y la condición mortal de esta otra alma es aquélla propuesta por él como confi-
gurada por toda la pluralidad de fuerzas y sentimientos que se perfilan y expresan
dentro de la única realidad humana en que pueden aparecer y ser sentidas como
tales, en el cuerpo de los hombres, y que además se articulan entre sí de acuerdo
a las exigencias y modalidades prevalecientes o en pugna dentro de una sociedad
dada. Las fórmulas usadas por Nietzsche para expresar este cambio de perspecti-
va interpretativa acerca de los datos y hechos más elementales constitutivos del
hombre son: «nuestro cuerpo, en efecto, no es más que una estructura social de
muchas almas», y luego, especificando uno de los términos de esa fórmula, propone
entender el «alma como estructura social de los instintos y afectos».12 Sobre la base
de estas dos fórmulas se podrá apreciar el trasfondo de realidades individuales y de

250 líneas de horizonte saturadas con elementos de sociabilidad que se hacen presentes
en el arte y los artistas cuando ellos, a través de «la intensidad y la multiplicidad
de los goces de la vida»13 que se transparentan en sus obras y en su propio proceso

11
Ibíd., p. 129.
12
MBM., §19 y §12.
13
HdH., I, §222. En este contexto creemos pertinente citar por lo menos parte del fragmento en
que aparece esta cita: «(…) para nuestra concepción el artista nunca puede darle a su imagen más
Dobles Póstumos / José Jara

de forjarlas, habrían contribuido a delinear, afianzar y a dejar abiertas las puertas a


todo el entramado de sentimientos humanos, susceptibles de ser reconocidos como
propios por una comunidad y que pueden manifestarse en los múltiples modos de
la convivencia social.

Con este viraje introducido por Nietzsche para reinterpretar el proceso de forma-
ción del alma humana, que en esta ocasión nos pueda llevar desde esa cuna en que
se encontraba la arquitectura antes de construir casas para los dioses, hasta el mo-
mento actual en que esa ya no es la tarea constructiva más decisiva para ella, pode-
mos ahora abordar otros aspectos del problema que nos trazamos para esta ocasión.
En un fragmento del verano de 1880, Nietzsche establece un parentesco entre el
arte, la arquitectura y la retórica, en donde estas dos últimas quedan marcadas en
su relación con el primero mediante la manera en que logren recrear, transfigurar
la utilidad de que son deudoras, en un primer momento al menos. Pues al encon-
trarse ambas insertas desde la partida en una red de intereses y de necesidades, a la
vez, propias y de otros hombres, el propósito de ellas tiene como primera tarea res-
ponder con efectividad a lo que de ellas se espera: persuadir mediante un discurso,
hacer habitable una construcción. Ante la posibilidad que en cada caso tienen de
convertir sus discursos y construcciones en obras de arte, todo se juega en la apuesta
que hagan acerca del peso y presencia de la utilidad. «La retórica [es] un arte como
la arquitectura —la utilidad es la primera norma (y tan pronto ella actúa conscien-
temente como arte, supera el efecto de su utilidad o lo pone en cuestión. ¿O a la
inversa?). Allí no debemos pensar en la utilidad, sino ser conducidos inadvertida-
mente hacia el hecho de que nos será de utilidad».14 Borrar sin olvidar, seducir sin
prometer, parecieran ser las acciones que habrían de estar presentes en ese actuar
251

que validez para una época, pues el hombre en conjunto ha devenido y es mudable, y ni siquiera
el hombre singular es nada fijo y persistente. (…) ¿Qué posición le queda ahora todavía al arte
después de esta constatación? Ante todo, durante milenios ha enseñado a ver con interés y placer la
vida en todas sus formas y a llevar nuestro sentimiento tan lejos que finalmente exclamemos: “sea
como sea la vida, es buena”».
14
SW.KSA., 9 4[31].
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consciente y conducción inadvertida en la oscilación entre lo útil y el arte que, por


lo pronto, habría de cumplir la arquitectura. Si para construir, ésta no puede menos
que hacer uso de «relaciones de líneas y masas» que no pueden ser extrañas «a las
leyes de la mecánica», a pesar de todo, no tendrá más alternativa que esquivar de
algún modo imaginativo a éstas, ni otros recursos con qué hacerlo, sino cuando ha
«conquistado un inmenso campo de recursos simbólicos»15 de que el arquitecto ha
de poder disponer a través de dos vías. De su intelecto, que los introduce en la masa
y los espacios con que trabaja, y de su alma, en la que se apoya y de la que destila
toda la trama de sentimientos albergados en ella y que ha de trasponer en símbolos
legibles para los hombres. Pues Nietzsche no duda a la hora de delimitar el campo
en el que el arte se manifiesta: «El arte no pertenece a la naturaleza, sino únicamente
al hombre», y esto se logra en la medida en que «el arte se va llenando cada vez más
de alma».16

Este proceso recíproco de deslinde y permeabilidad entre el arte y el alma, que con-
duce a reafirmar en el hombre su condición de ser mortal, al punto que a través suyo
puede llegar a aprender a verse a sí mismo por entero sin temor y sin tener que biz-
quear hacia una dimensión divina, otra y distinta que él, queda reforzado mediante
lo que Nietzsche considera como el logro esencial del arte: «su perfeccionamiento-de-
la-existencia, su producción de la perfección y la plenitud; el arte es esencialmente
afirmación, bendición, divinización de la existencia».17 El recurso a que echa mano el
arte para decir sí, para llevar a su máxima posibilidad de manifestación y esplendor
a la pluralidad de elementos, de fuerzas y sentimientos que configuran la vida en su

252 doble y compleja procedencia individual y social, es la de elevarlos hasta la belleza.


Pero una vez más, a propósito de la generación de lo bello y de lo que tradicional-
mente se ha considerado como su opuesto, lo feo, Nietzsche piensa con toda radi-
calidad la condición de lo humano, e interpreta al hombre como la única instancia

15
HdH., I, §215.
16
SW.KSA., 8. 23[150] y 8. 23[138].
17
SW.KSA., 13. 14[47].
Dobles Póstumos / José Jara

creadora históricamente habida y constatable de la que ambos pueden surgir. En un


fragmento de 1888 que reproducimos con amplitud, afirma:
Nada está más condicionado, digamos limitado, que nuestro sentimiento
de lo bello. Quien quisiera pensarlo separado del placer del hombre por el
hombre, de inmediato perdería el suelo bajo los pies. En lo bello el hombre
se admira en cuanto tipo: en casos extremos él se adora a sí mismo. Pertenece
a la esencia de un tipo que él sólo sea feliz ante su aspecto, —que él se afirma
a sí mismo y sólo a sí mismo. El hombre, por mucho que él vea colmado el
mundo con bellezas, él lo ha colmado siempre sólo con su propia «belleza»:
es decir, él considera como bello a todo lo que le recuerda el sentimiento de
perfección con que él, en tanto hombre, se encuentra entre todas las cosas
(…) «Nada es bello: sólo el hombre es bello». Toda nuestra estética descansa
sobre esta ingenuidad: ella es su primera «verdad». Agreguemos de inme-
diato la «verdad» complementaria, que no es menos ingenua: que nada hay
más feo que el hombre malogrado. Donde el hombre más sufre por lo feo,
sufre por el aborto de su tipo; y cuando incluso remotamente se le recuerda
ese aborto, allí coloca el predicado «feo». (…) El sentimiento de poder, de la
voluntad de poder —eso crece con lo bello, esa decae con lo feo.18

Destaquemos sólo algunas cuestiones de este texto en el que se alude ya el tema


central para Nietzsche de la voluntad de poder, como sentimiento fundamental con
el cual dar cuenta del hecho de la vida humana, en este caso en conexión con el
concepto de lo bello y el lugar ocupado por éste en el arte, que nos permitirá deslin-
dar luego la posición que a este propósito le otorga Nietzsche a la arquitectura y al
arquitecto. Allí él propone, por lo pronto, que lo «bello» o lo «feo» no son algo que 253
tenga una existencia en sí mismo, sino más bien son tan sólo un predicado que se
asigna a algo. De manera que al calificar a una obra o cosa como «bella», lo que ha-
cemos es introducir en ellas un sentimiento con el cual se expresa nuestra relación,
disposición para con ellas, el que a su vez remite a nuestras particulares condiciones

18
SW.KSA., 13. 16[40].
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de existencia. Y si bien éstas nos abren hacia lo que hay en torno nuestro, a la vez
que eso bello puede confirmar y reforzar la percepción que tenemos de tales con-
diciones, el cambio experimentado por éstas en el curso de la historia multiplica y,
por ello, limita e introduce, por lo pronto, diferencias epocales en las modalidades
según las cuales el hombre se percibe a sí mismo y a cuanto de su entorno trans-
parece recortado sobre el horizonte de la sociedad y naturaleza en que habita. La
persistencia con que el hombre habría llenado de belleza el mundo, procedería de
este giro con el cual Nietzsche procura pensar al hombre por sobre las inercias del
sentimiento religioso, pero también más acá del sentimiento metafísico que apa-
recerá más tarde, que lo habrían alejado interpretativamente de los elementos que
configuran esas realidades incanjeables suyas, como son su cuerpo y su alma.

En su esfuerzo por pensar Nietzsche al hombre sin renunciar a la historia, en lugar


de asignarle una esencia que hubiera de ser una y universal, determinante de todo
cuanto él sea y haga, apuesta por mantener y por abrirse a la comprensión de la di-
versidad de los modos de ser hombre habidos, en tanto destaca lo que especificaría
al querer y quehacer de cada tipo de hombre: afirmarse a sí mismo y sólo a sí mismo.
Mediante esta actitud y los sentimientos que la explicitan en sus posibilidades de
conocimiento y comunicación consigo mismo y, paralela e inevitablemente con los
otros hombres y las cosas entre las que todos ellos viven19, los seres humanos habrían
logrado hacer suya esa antigua dimensión de la «perfección» de lo divino, conjugada
ahora en las formas singulares y concretas de belleza creadas por ellos. Y Nietzsche
piensa a los hombres, por una parte, en su variabilidad histórica como tipos, pero

254 también, y en cuanto filósofo, desde la perspectiva teórica de interpretación del ser
humano de acuerdo a los rasgos que como un tipo de lo viviente se expresan en él.
Por eso lo hace a partir de aquellos elementos y condiciones de existencia que per-
mitirían reconocer y pensar lo que le es propio y sin lo cual su vida quedaría vacía:

19
A., §48: «“Conócete a ti mismo” es toda la ciencia. Sólo al final del conocimiento de todas las cosas
el hombre se habrá conocido a sí mismo. Pues las cosas sólo son los límites del hombre».
Dobles Póstumos / José Jara

las fuerzas que modelan y expresan lo que experimenta en su cuerpo y alma. Sin ol-
vidar, sin embargo, que esas fuerzas de que él dispone, ha de apropiárselas, hacerlas
efectivamente suyas. Una de las formas concretas a través de las que puede lograrlo
y de hecho lo habría alcanzado, es precisamente colmando el mundo «siempre sólo
con su propia “belleza”», con aquella modificación, recreación de las cosas que em-
prende desde sí mismo, a la vez que con esa transfiguración de sus propias fuerzas
«que le recuerda(n) el sentimiento de perfección con que él, en tanto hombre, se
encuentra entre todas las cosas».

El empleo de la noción de tipo es central en Nietzsche cuando reflexiona acerca de la


condición humana, apartándose de las redes del sentimiento religioso y metafísico
en que ha solido quedar atrapado el pensar filosófico. En este contexto se manifiesta
también la distancia crítica que en numerosos textos él establece con respecto a Pla-
tón y su manera de pensar al hombre y hacer filosofía, cuando explícitamente señala
su preferencia por un historiador contemporáneo de éste, Tucídides, aunque haya
muerto cuando aquél no hacía mucho había iniciado su trayectoria. A diferencia
de Platón, señala él, Tucídides se le aparece como un modelo de reflexión a seguir,
en tanto éste «tiene la más amplia y desprejuiciada alegría por todo lo típico del
hombre y por todos los acontecimientos y encuentra que a cada tipo corresponde
un quantum de buena razón: ésta es la que él busca descubrir. (…) él ve y añade algo
grande dentro de todas las cosas y personas, en tanto él solo ve tipos».20 El impulso
transfigurador de este individuo para recuperar lo mejor que los hombres hayan
sido capaces de crear desde sí mismos en medio que todo cuanto les atañe, más allá
de los apremios y acciones individuales, es lo que Nietzsche reconoce como valioso
en él, junto con realzar la actitud afirmadora de lo humano expresada en esa «más
255
amplia y desprejuiciada alegría» con que emprende su tarea de historiador.

Pero este no es pues el único contexto el cual Nietzsche subraya la importancia de


la noción de tipo para acceder al sentido que lo humano pueda haber alcanzado en

20
A., §168. (Traducción nuestra).
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el curso de los siglos. También la grandeza de un acontecimiento histórico puede


medirse, propone él, por lo que a través suyo se haya podido imaginar, realizar y
proyectar para los hombres como empresa colectiva, que pueda haber sido capaz de
diseñar un modelo de humanidad perdurable más allá de los intereses y necesidades
de cada individuo, incluso en el ámbito de las instituciones y construcciones en las
que, de algún modo, se pueda haber buscado y también alcanzado ese sentimiento
de perfección humana a que antes se refirió; y esto, a pesar de que su grado de per-
sistencia en el tiempo fuese el de una eternidad divina, aunque sí lo más cercano
habido a una eternidad humana. Es al imperio romano al que Nietzsche otorga tal
valoración. Y lo considera como habiendo sido una [«]obra de arte de gran estilo,
la más admirable de todas, era un comienzo, su construcción estaba calculada para
probarse a lo largo de milenios, —¡hasta hoy no se ha construido jamás así, tam-
poco se ha soñado siquiera es construir en igual medida sub specie aeterni (desde la
perspectiva de la eternidad)!— Esa organización era [lo] bastante firme como para
soportar malos emperadores: en tales cosas el azar de las personas no tiene nada que
hacer, —primer principio de toda gran arquitectura[»].21

En este caso, el imperio romano aparece como un tipo de obra humana realizada
por generaciones de hombres, quienes, entremedio de toda la diversidad de senti-
miento y acciones decantadas y trasvasijadas en sus siglos de existencia, supieron
construir una obra con un aliento de perduración terrenal, no mellado por «el azar
de las personas», y que, sin embargo, hasta hoy se exhibe como una rareza lograda
por una sociedad: que su resultado pueda equipararse a una «obra de arte de gran

256 estilo». Más adelante habremos de detenernos en esta noción de «gran estilo». Baste
por el momento retener el uso alegórico allí hecho a la arquitectura y a lo que sería
su primer principio De ahí cabría derivar la propuesta de que la arquitectura, cuan-
do por lo menos pretende acceder al calificativo de «grande», ha de proyectar sus
construcciones más allá y por encima del hombre como individuo, para extenderse,

21
AC., §58.
Dobles Póstumos / José Jara

por lo pronto, hacia esa otra dimensión física y espiritualmente más perdurable
de la sociedad: la ciudad, la urbe. Teniendo presente, a la vez, que cabe entender
lo «grande» de una ciudad como aquello que ha de ser igualmente medido por la
perdurabilidad del estilo de vida que en ella hayan logrado crear sus habitantes,
reflejado en la materialidad de sus construcciones y en el hálito de espiritualidad
que las permee y envuelva, como resultado, por lo pronto y paralelamente, de las
formas particulares de belleza con que los arquitectos de su tiempo hayan sido capa-
ces de revestir sus obras, insuflándoles justamente un estilo definido de humanidad,
espiritualidad. Este otro espacio de la ciudad, tan habitable como ha de ser también
una construcción domiciliaria o laboral, es igualmente uno en el que la arquitectura
habría de cumplir su tarea, oscilando entre las exigencias de la utilidad y el arte —
según indicamos antes—, borrando los requerimientos de la utilidad, sin olvidarlos,
seduciendo hacia la grandeza de un estilo, aunque sin descomprometerse con los
menesteres de un uso cotidiano de esos espacios.

La arquitectura: estilo y poder

Llegados a este punto en nuestro recorrido con Nietzsche hacia lo que puedan ser
la arquitectura y el arquitecto, como expresiones específicas del fenómeno humano,
parece insoslayable referirse a dos nociones constitutivas de este fenómeno y parti-
cularmente, para él, de la existencia del arte y los artistas. Así como para comprender
la riqueza y diversidad de los aspectos configuradores del hecho de la vida humana,
resulta imprescindible esforzarse por arrojar luz a ella desde múltiples perspectivas,

257
bien puede entenderse que cuando él se refiere a lo dionisíaco y apolíneo como dos
estados mediante los cuales se puede delimitar el surgimiento del fenómeno del arte,
con ello está mencionando dos tipos de situaciones del hombre que se encuentran
en la base de tal proceso creador. Esos dos estados o tipos de condiciones desde los
que se expresa la acción artística de los hombres, resultan especialmente relevantes
en esta ocasión, pues es frente a ellos que Nietzsche delimita lo que estima como
más decisivo para la comprensión del personajes del arquitecto. Y lo hace en uno de
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los poquísimos textos en que se refiere a él, aunque, sin duda, posee una significativa
relevancia dentro del conjunto de su obra:
El arquitecto no representa ni un estado dionisíaco ni un estado apolíneo:
aquí los que demandan arte son el gran acto de voluntad, la voluntad que
traslada montañas, la embriaguez de la gran voluntad. Los hombres más
poderosos han inspirado siempre a los arquitectos; el arquitecto ha estado
en todo momento bajo la sugestión del poder. En la arquitectónica deben
adquirir visibilidad el orgullo, la victoria sobre la fuerza de gravedad, la vo-
luntad de poder; la arquitectura es una especie de elocuencia del poder ex-
presada en formas, elocuencia que unas veces persuade e incluso lisonjea y
otras veces se limita a dictar órdenes. El más alto sentimiento de poder y de
seguridad se expresa en aquello que posee gran estilo.22

La importancia de este texto va aparejada con la extrañeza que produce, debido a


los deslindes establecidos por él ya en la primera línea, a la vez que por la asocia-
ción hecha en él entre la arquitectura, la voluntad de poder y el gran estilo. Por
eso es preciso realizar una lectura lenta de él, rumiarlo, como señala Nietzsche en
otros lugares a propósito de lo requerido por la lectura de sus aforismos, y procurar
despejar paso a paso los elementos de extrañeza contenidos en él. Y lo primero que
cabría hacer, es bosquejar al menos los rasgos definitorios de los estados dionisíaco y
apolíneo. Para ello, a pesar de las numerosas referencias de Nietzsche a estos temas,
en este caso —y dada la evolución experimentada por ellos en distintos momentos
de su obra23—, no es necesario ir muy lejos. En el parágrafo inmediatamente ante-
rior al citado, se refiere a ambos estados como «especies de embriaguez», luego que
258
22
Cr., «Incursiones de un intempestivo», §11.
23
Es sabido que es en El nacimiento de la tragedia donde Nietzsche introduce la distinción entre estos
dos conceptos y la polaridad entre ellos que se ha solido destacar como decisiva. No nos detendre-
mos en las diferencias distinguibles de estas dos nociones entre lo que va de ese texto de 1872 a este
otro de 1888, no sólo por no ser pertinente al tema de este trabajo, sino además porque nos parece
haber en este último una comprensión más plena de ellas, que permiten justamente situarlas en
relación inmediata con el tema central para Nietzsche de la voluntad de poder, como veremos más
adelante.
Dobles Póstumos / José Jara

en los dos parágrafos anteriores, 8 y 9, con el propósito de entregar elementos para


trazar una psicología del artista, define lo que entiende por embriaguez como una
condición fisiológica sin la cual no puede haber arte, ni un hacer ni contemplar
estéticos. Para decir luego que «la embriaguez tiene que haber intensificado primero
la excitabilidad de la máquina entera», es decir, del cuerpo, pues «lo esencial en la
embriaguez es el sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas (…) En
este estado uno enriquece todas las cosas con su propia plenitud: lo que uno ve, lo
que uno quiere, lo ve henchido, prieto, fuerte, sobrecargado de fuerzas. El hombre
de ese estado transforma las cosas hasta ellas reflejan el poder de él. Este tener-que-
transformar las cosas en algo perfecto es —arte. (…) En el arte el hombre se goza a
sí mismo como perfección».24

En más de un aspecto, lo aquí dicho por Nietzsche se enlaza con lo ya recogido en


la cita 18 anterior, sólo que ahora introduce los conceptos de embriaguez y de las
fuerzas, como realidades constitutivas del cuerpo y del alma del hombre. Y en un
fragmento póstumo de fecha poco anterior a la composición de este libro, especi-
fica el modo como el hombre goza de su perfección mediante el arte: «el “embe-
llecimiento” es una consecuencia de la fuerza aumentada. Embellecimiento como
expresión de una voluntad victoriosa, de una coordinación acrecentada, de una ar-
monización de todas las fuertes apetencias, de un infalible y perpendicular centro
de gravedad».25 Si se tiene presente que en otros lugares Nietzsche ha propuesto que
es preciso entender el cuerpo como centro de gravedad del hombre26, como aque-
lla realidad singular y múltiple a la vez en la que operan todas las fuerzas, afectos,
sentimientos, palabras, sonidos, gestos e ideas que lo cruzan proviniendo como un
259
24
Cr., «Incursiones de un intempestivo», §8 y §9. (En la segunda referencia del texto a la palabra
«fuerza», hemos modificado la traducción de Sánchez Pascual, pues allí él traduce Kraft por «ener-
gía»).
25
SW.KSA., 13. 14[117]. (Traducción nuestra).
26
En nuestro libro Nietzsche, un pensador póstumo. El cuerpo como centro de gravedad, hemos desa-
rrollado con mayor amplitud este tema, especialmente en los capítulos «Recuperar el centro de
gravedad» y «Entre la voluntad y la historia».
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peculiar destilado desde todos los elementos componentes de su fisiología, pero


también proviniendo desde todas las direcciones de la sociedad en que habita, y que
lo convierten en una encrucijada de lo propio y de lo ajeno, de sí mismo y de lo
otro que él, se entenderá que el proceso creador del arte en que intervienen tanto el
estado dionisíaco como apolíneo, significa un asumir en toda su extensión y riqueza
la «máquina entera» de su cuerpo. Pero aún más, que al asumirlo de este modo el
hombre, ese centro de gravedad suyo se reduplica, es elevado a una de sus posibili-
dades creadoras de mayor intensidad, pues le provee de una disposición infalible y
de una certeza perpendicular que cae a plomo sobre las cosas para transfigurarlas,
para embellecerlas, al hilo de esa coordinación y armonización de las fuerzas en que
se expresa el querer de su voluntad. Y ésta podrá sentirse victoriosa precisamente
en tanto pueda hacer suyas aquellas cosas hacia las cuales sus fuerzas se dirigen, y
justamente en tanto a él lo excitan y él responde a ellas con la mayor plenitud de
que su cuerpo y su alma sean capaces.

Como tal encrucijada y centro de gravedad, entiende Nietzsche que es al asumir


el hombre la entera realidad de su cuerpo como él se afirma a sí mismo, a la vez,
como el individuo que es o quiere ser y como heredero27 de toda una larga historia
de otros hombres y sociedades que en él se han hecho cuerpo, más allá o más acá
del grado de conciencia, de claridad y distinción, que de ella pueda tener y que,
sin embargo, configura también el horizonte cotidiano de sus deseos y conductas,
pensamientos y acciones. De manera que al asumir esas dos instancias con que
Nietzsche caracteriza, interpreta el fenómeno del cuerpo, a la vez él plantea una re-

260 interpretación del sentido mismo de las condiciones de existencia del hombre sobre
el trasfondo de la historia. Y al hacerlo, es la vía del arte la que le permite acceder a
una compresión del hombre en la que lo humano de sus realidades y limitaciones
terrenales se conjugan con sus aspiraciones hacia una perfección denominada en
otro tiempo como divina, y que les permanecía aún como lejana y distante. Sólo

27
Z., «De la virtud que hace regalos», §2.
Dobles Póstumos / José Jara

que ahora este calificativo de divino es uno que puede ser atribuido a las propias
obras de los hombres, en tanto en ellas transparece la condición creadora conquis-
tada por ellos para relacionarse consigo mismos y con todo cuanto se les ofrece en
el mundo en que habitan, con cuanto en él haya de obstáculo y facilidad, de rutina
e inusual, de desfallecimiento y exuberancia. Mediante esta acción creadora suya
traducida en obras, con las cuales puede identificarse y vestirse por ser resultado de
su propio quehacer, es él mismo quien ahora, como hombre, puede experimentar la
perfección como un atributo aplicable a lo humano y, paralelamente, acercar así el
antiguo y distante calificativo de divino hasta la piel de sus sentimientos, el perfil de
sus actos y la trama de sus pensamientos. Es aquí donde se puede apreciar ahora la
relevancia de esos dos tipos de estado, lo dionisíaco y lo apolíneo, como los pilares
básicos pensados, interpretados por Nietzsche para despejar la X de esa humana
ecuación más general que es la vida, para enfrentar el enigma que le significa al
hombre el desafío y el riesgo de llegar a ser el que se es.

A partir de lo ya expuesto, entendemos que puede afirmarse que la palabra con que
Nietzsche designa a esta otra perfección ahora enteramente humana, es estilo, y al
camino para llegar a él lo designa como un arte. «“Dar estilo” al propio carácter
—¡un arte grande y escaso!».28 La rareza de este otro arte reside, por lo pronto, en el
hecho de que él supone modificar los criterios tradicionales mediante los cuales se
ha pensado lo que sea lo más propio del ser humano. Una modificación que apunta
a la necesidad de configurar otro tipo de hombre que el habido. Pues el sentido del
arte que aquí se pone en juego, es el de asumir la vida misma como un proceso, un
acontecimiento inseparable de la índole de la obra de arte. Por eso postula Nietzs-
che la necesidad de contar con un tipo de hombre que para acceder a sí mismo sólo
261
acepta y recurre a esa pluralidad de fuerzas ya señaladas que atraviesan su cuerpo,
pero que frente a ellas es capaz ahora de operar como suele hacerlo el artista cuando,
«luego de un largo ejercicio y trabajo diario» con los materiales de procedencia y ca-

28
CJ., §290.
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lidad más diversa, los mezcla, desplaza de sus lugares y usos habituales y reintrodu-
ce en otros inusuales, inesperados, produce aleaciones, los transfigura, reinterpreta
desde ese sentimiento experimentado por él como la coacción de una ley inexorable:
de su gusto, de aquel incanjeable modo suyo de sentir la plenitud e intensificación
de las fuerzas que lo recorren y están a la vez dirigidas a lo existente en torno suyo,
que ahora le permiten considerar a lo que allí de ese modo experimenta como la más
propia expresión de sí mismo. Y en esto consiste precisamente también lo grande
de ese arte: que el hombre convierta su propia existencia en una obra suya, creada
por él. «Pues una cosa es necesaria: que el hombre alcance su satisfacción consigo
mismo —ya sea a través de este o aquel poetizar y arte ¡pues sólo entonces se hace
plenamente soportable mirar al hombre!».29

Y ateniéndonos al contexto de este trabajo, por lo pronto, este tema del estilo es
especialmente significativo, pues al final del párrafo ya citado en que habla acerca
del arquitecto, se refiere a él, aunque con un agregado en el cual es preciso dete-
nerse. Allí habla del gran estilo. Y éste está allí puesto en inmediata relación con «el
más alto sentimiento de poder y de seguridad» presente en el arquitecto, cuando
experimenta que es el «gran acto de voluntad» el que de él demanda convertir sus
construcciones en una obra de arte. De manera que el «gran estilo» es inseparable
de la «embriaguez de la gran voluntad», así como esas dos vías serían las que le per-
mitiría al hombre alcanzar, por lo pronto, la «satisfacción consigo mismo» en que
consiste el ya señalado «dar estilo» al propio carácter, pues «el estado de placer al que
se llama embriaguez, es exactamente un elevado sentimiento de poder».30 Entrevera-

262
29
Ídem. Con este calificativo de «soportable» con que ahora se puede mirar al hombre se puede
conectar el de «tolerable» con que un poco antes Nietzsche, en el §107, ya se había referido a la
relación entre arte y existencia, modificando sus planteamientos sobre la metafísica del arte hechos
en El nacimiento de la tragedia. Además, en el trasfondo de estos dos calificativos resuena lo que en
el §370 de este mismo libro denomina como el «pesimismo del futuro —¡pues ya viene! ¡lo veo ve-
nir!— el pesimismo dionisíaco». En ese §107 dice: «Como fenómeno estético, la existencia todavía
nos es tolerable, y mediante el arte se nos entregan los ojos y las manos y por sobre todo la buena
conciencia, para poder hacer de nosotros mismos un fenómeno tal».
30
SW.KSA., 13. 14[117].
Dobles Póstumos / José Jara

do con esas dos vías, surgiendo desde ellas en un peculiar proceso de destilación que
en cada época histórica podrá alcanzar su propia especificidad, carácter, es donde
se tendría que hallar la condición de arte que pueda alcanzar la obra del arquitecto.

¿Qué significa, sin embargo, que las acciones creadoras del arquitecto no sean sin
más delimitables ni por el estado dionisíaco ni por el estado apolíneo? A pesar de
estar marcados los momentos más altos de esos dos estados por la embriaguez,
Nietzsche introduce un elemento de distinción entre ellos. Dicho escuetamente,
mientras en el estado dionisíaco «lo que queda excitado e intensificado es el sistema
entero de los afectos: de modo que ese sistema descarga de una vez todos sus medios
de expresión y al mismo tiempo hace que se manifieste la fuerza de representar,
reproducir, transfigurar, transformar, toda especie de mímica y de histrionismo»,
actuando así como la amplia y compleja base ineliminable de la totalidad de las
fuerzas constitutivas del hombre, «la embriaguez apolínea mantiene excitado ante
todo el ojo, de modo que éste adquiere la fuerza de la visión. El pintor, el escultor,
el poeta épico son visionarios par excellence».31 Lo apolíneo aparece aquí como la
sola especificación de uno de los afectos, fuerzas, la del ojo y la visión, de entre el
conjunto del sistema de ellas que se expresa en lo dionisíaco, de manera que el ojo
aparece como lo que de manera preferente e inmediata, súbita, singulariza, separa y
distingue unas cosas de otras. Con esto, Nietzsche pareciera inscribirse en toda una
larga tradición filosófica que ha privilegiado el poder del ojo y la visión, aunque, de
hecho, no la suscriba sin más, puesto que realza por encima de ella precisamente
al sistema entero de los afectos, del cual aquél no es sino una parte. Sin embargo,
y limitándonos a nuestro tema, persiste la pregunta anterior. ¿Cómo acceder a la
compresión de este artista particular que, en el mejor de los casos, puede llegar a
263
ser el arquitecto?

31
Cr., «Incursiones de un intempestivo», §10. Las primeras itálicas son nuestras. Hemos modificado
la traducción de A. Sánchez Pascual para «die Kraft der Vision», pues él traduce como «la fuerza de
ver visiones».
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Una alternativa puede ser que a propósito suyo, lo sólo dionisíaco y lo solamente
apolíneo no bastan para dar cuenta de lo que Nietzsche espera del arquitecto como
artista posible, pues en este caso se requeriría de la máxima intensificación de los
dos estados para lograr esa condición. Pero tal vez esta alternativa es insuficiente. Tal
vez haya que detenerse en las imágenes empleadas por él para circunscribir el espec-
tro de realidades entre las que se mueve ese «gran acto de voluntad» que demanda
arte, y que parecen sacarlo del ámbito particular de las obras de arte singularizadas.
Así, aquello de que habría de ser capaz la embriagada intensificación de las fuerzas
que han logrado alcanzar para sí un estilo, sería la de que la voluntad pueda ahora
«trasladar montañas», es decir, modificar la faz de la tierra, cambiar el perfil de los
espacios por los que el hombre transita y en los que procura un cobijo. Y para ello,
el hombre que procura entenderse a sí mismo como arquitecto habría menester de
alcanzar «la victoria sobre la fuerza de gravedad». No sólo abrir otros espacios, calles
y avenidas, plazas y parques, sino también levantar casas, sean estas para los dioses,
para príncipes y poderosos hombres gobernantes y quienes con ellos gobiernan a
través de todas las distribuciones de los poderes habidos y por haber, instituciona-
lizados o no, sino igualmente para los hombres de todos los días que conviven y
entran en conflictos cotidianos en ese ámbito más amplio, complejo y abigarrado
que son las ciudades.

Al levantar sus construcciones de distinto tipo, no sólo han de saber dominar y


vencer tales hombres a esa fuerza de gravedad que rige con su ley el comportamien-
to de todos los fenómenos naturales en el universo, sino que si además han de ser

264 artistas, esa ley natural ha de ser doblegada mediante la transformación de los ma-
teriales empleados en un acto que signifique un «embellecimiento como expresión
de una voluntad victoriosa». En una victoria —interpretando esta palabra al hilo de
su conexión con las otras expresiones con que aquí está puesta en relación— que se
logra sobre esos materiales y espacios que están allí fuera en la naturaleza, mediante
la máxima coordinación y armonización de todas las fuerzas que encuentre dentro
de sí, y que habrían de permitirle diseñar, actuar y construir desde ese «infalible y
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perpendicular centro de gravedad», en que puede convertirse a través del «gran esti-
lo» el sistema entero de sus afectos y fuerzas radicadas en su cuerpo, el que, además,
puede otorgarle la seguridad y el placer de estar ejerciendo ese sentimiento de poder,
que es la voluntad de poder.

De manera que si el arquitecto, para Nietzsche, ha de sobrepasar los estados dio-


nisíaco y apolíneo, aunque para hacer arte tenga que apoyarse en ellos, nos parece
que habría de hacerlo en tanto sea alguien que con su oficio y sus acciones, con su
exigencia de satisfacer la utilidad del cobijo requerida por los hombres sin olvidar la
belleza que han de poseer sus construcciones, ha de ir más allá de las tradicionales
distinciones entre el fuera y el dentro, lo otro que él y lo que le es propio, dominan-
tes durante siglos en la comprensión del hombre y de las cosas y la naturaleza. El
peculiar ejercicio de la voluntad de poder que pondría en obra el arquitecto, sería
aquel mediante el cual se alcanzaría la disolución, la aleación y mezcla, la alquimia
del fuera de la naturaleza y sus materiales y del dentro de los afectos y fuerzas al-
bergadas en el cuerpo y el alma del hombre. De este modo es como el arquitecto
lograría crear las condiciones de habitabilidad del hombre sobre la tierra y en ella,
con todo cuanto se ha solido llamar que constituye su interioridad, la que ahora, en
esas construcciones, queda espacialmente modelada y traspasada en sus hábitos y
comportamientos diarios posibles por esa exterioridad de paredes y techos, abiertos
y cerrados a la vez en los diversos movimientos de todo tipo que sus habitantes ar-
ticulen usando sus puertas y ventanas. Pero a partir de esa disolución y alquimia se
abre también la posibilidad de otra comprensión para la relación entre lo público y
lo privado, en donde los gestos, actitudes y comportamientos humanos pueden ex-
presarse, enseñorearse ahora por doquier, tanto en esos espacios interiores en que se
265
manifiestan las diversas formas de la «intimidad», como en esos espacios exteriores
donde los hombres pueden ejercer —junto con sus diarios quehaceres— los dere-
chos públicos de su ciudadanía, entrando unos y otros en conflicto y alcanzando
acuerdos eventuales, muchas veces transitorios. Sin desdeñar, además, el hecho de
que esa realidades privadas, íntimas y las de un perfil más notoriamente público, se
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decantan una y otra vez entremedio de los trasvasijes y dominios que en cada uno
de esos ámbitos puedan de hecho ejercer los dictados de las modas y de los modos
de experimentar las distintas perspectivas desde la que se configura la vida.

Esta oscilación inevitable para el quehacer del arquitecto entre la diversidad de as-
pectos de las dimensiones de lo público y lo privado, como variantes de esa cuerda
floja por la que transita entre el dentro y el fuera ya aludidos, es lo [que] quedaría
implícito en la referencia hecha por Nietzsche a que «el arquitecto ha estado en
todo momento bajo la sugestión del poder». Entre los textos de Nietzsche se pueden
encontrar por lo menos dos tipos de situaciones, actitudes específicas, en la que se
expresa esa sugestión del poder ejercidas sobre ellos. En primer término, la señalada
inicialmente de que la arquitectura habría salido de «la cuna» en aquellos tiempos en
que hubo hombres que comenzaron a levantar construcciones de templos y catedra-
les, que acogieron y dieron cabida a la expresión de los diversos tipos de religiosidad
y de sentimientos anejos a ellas habidos en la historia. El poderío de la institución
eclesiástica, así como el subsiguiente poderío alcanzado por las instituciones seculari-
zadas de todo tipo de gobierno sobre los hombres, no sólo le habrían permitido a la
arquitectura alcanzar su mayoría edad, sino también esa «elocuencia» de formas, de
construcciones con que ha vencido la fuerza de gravedad y ha generado, a la vez, las
distintas calidades de condiciones de habitabilidad y convivencia pública y privada
en las ciudades, que a partir de allí fueron creciendo paralelamente.

Otra forma distinta de como la presencia del sentimiento de poder puede hacerse
presente en la obra arquitectónica, se encuentra en un parágrafo en el que Nietzsche
266 expresa su admiración por la ciudad de Génova y por los hombres que la cons-
truyeron. Y ello, en cuanto ve en éstos a un tipo de constructores que, pasando
por encima o al margen de los poderes institucionales allí constituidos, más bien
habrían actuado a partir de un radical apropiarse sus más íntimas fuerzas dirigidas
a transformar los materiales y los espacios, para generar, a la vez, habitabilidad,
arraigo y proyección en el tiempo, en una geografía y en una ciudad que sólo pue-
de entenderse como suya, precisamente en la medida en que la renueva y amplía
Dobles Póstumos / José Jara

ateniéndose a la realidad insobornable de lo que ella ha llegado a ser, justamente a


manos de ese tipo de hombres que, porque habrían dado estilo a su propio carácter,
habrían logrado darle estilo también a su ciudad. Citaremos con generosidad:
He mirado por un buen rato a esta ciudad, sus villas y jardines de recreo y
los extensos alrededores de sus colinas y laderas habitadas; finalmente tengo
que decir: veo rostros de generaciones pasadas, esta región está cubierta con
las imágenes de hombres audaces y autoritarios. Han vivido y quieren seguir
viviendo —me lo dicen con sus casas construidas y adornadas para siglos
y no para la hora fugaz: eran buenos para con la vida, por malvados que
puedan haber sido a menudo en contra de sí mismos. Siempre veo cómo el
constructor apoya su mirada sobre lo construido en sus lejanos o cercanos
alrededores, así como sobre la ciudad y el perfil de las montañas, cómo con
esta mirada ejercita el poder y la conquista: a todo eso lo quiere integrar en
su plan y hacerlo, por último, su propiedad, al convertirlo en una parte de
él. Toda esta región se ha sobrecrecido con este grandioso e insaciable placer
de posesión y de presa; y así como estos hombres no reconocieron ningún
límite en la lejanía y gracias a su sed por lo nuevo colocaron un nuevo mun-
do junto al viejo, así se indignaban también en la patria siempre uno contra
el otro, y encontraban la manera de expresar su superioridad y de colocar
entremedio de sí mismos y de su vecino su personal infinitud. Cada uno se
conquistaba su patria nuevamente para sí, en la medida en que se avasallaba
con sus pensamientos arquitectónicos y, por decirlo así, la transformaba en
la delicia visual de su casa. (…): con una maravillosa astucia de la fantasía,
él quisiera fundar una vez más todo esto, por lo menos en el pensamiento,
para ponerle encima su mano y adentro suyo su sentido —aunque sólo sea 267
durante los breves momentos de una tarde soleada en que su alma insaciable
y melancólica se siente saciada por una vez, y a su ojo no se le debe mostrar
nada ajeno sino sólo lo propio.32

32
CJ., §291.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

La geografía inmediata y distante, el entorno de la ciudad y su historia, los con-


flictos y delicias de la vida cotidiana con todas las gradaciones de la temporalidad
incluidas, el continuo tránsito entre lo público y lo privado, lo otro y lo propio,
articulado todo ello por las plurales formas de ejercicio de las relaciones de poder,
del pensamiento y la fantasía, aplicadas sobre sí mismo y lo ajeno que aspira a po-
seer, quedan expresadas en este texto en el que en su prosa admirada se conjugan los
conceptos con los que Nietzsche procura pensar los vasos comunicantes entre vida,
estilo y arquitectura.

Podemos concluir este trabajo, aludiendo a un último tema mediante el cual, po-
niendo en relación Nietzsche la arquitectura y el alma de los hombres que le die-
ron forma, traza un amplio arco comparativo entre la masividad de mucha de la
arquitectura antigua y moderna, frente a la nobleza alcanzada por la arquitectura
griega clásica con un mínimo de masa material, que estaría en correspondencia
precisamente con la simpleza con que los griegos se percibían a sí mismos en sus
almas. Frente a esas referencias históricas, junto con dejar abiertas las posibilidades
constructivas acerca de cómo continuar haciendo arquitectura, una vez que se haya
asumido todo el espectro de cambios y de alternativas experimentadas por los hom-
bres con el correr de los siglos, y que operan como trasfondo de su posibilidad de
acceder a ese designio de su pensamiento con respecto a los hombres de «dar estilo»
a su carácter, pero sin desconocer, además, las diversas vías que en su tiempo se le
ofrecían en un mundo secularizado, en el que impera ya su anunciada «muerte de
Dios», emplea Nietzsche una palabra para designar la peculiar y ambigua forma del

268 campo abierto dejado a la arquitectura: laberinto. Dice y afirma: «¡Pero cuán labe-
rínticas se presentan nuestras almas y nuestra representación de las almas frente a la
de ellos [los griegos]! Si quisiéramos y nos atreviéramos a hacer una arquitectura de
acuerdo al tipo de nuestra alma (¡somos demasiado cobardes para eso!) —entonces
¡nuestro modelo tendría que ser el laberinto!».33

33
A., §169.
Dobles Póstumos / José Jara

Coraje, parece ser el estado de ánimo, de alma, requerido e invocado por Nietzsche
para aventurarse por entremedio de esa pluralidad de fuerzas constitutivas de lo
que él entiende por el cuerpo y el alma de los hombres. Una pluralidad de fuerzas
para las que ya no ha de ser sin más posible distinguir entre un dentro y un fuera
absolutos. De manera que, una vez que en ellos se haga realidad la ausencia de ese
resguardo y garantía de aquel poder sobreterrenal, divino de otros tiempos, lo que
podrá encontrar dentro suyo serán los vestigios de unas relaciones de poder de aque-
llas estructuras sociales que vertebran históricamente su cuerpo y su alma. De algún
modo remoto tal vez, y que por ello requerirá ser descifrado, traducido a un lengua-
je actual, ellas podrán también contribuir a orientarlo al momento de emprender
el recorrido por entre las experiencias en que vivencie esa multiplicidad de fuerzas
que dan lugar a deseos, aspiraciones y proyectos que, sin embargo, seguramente
no podrán prescindir de sentir esta nueva situación humana en que han de vivir,
como el tener que habitar en un laberinto. El extravío en él o la victoria alcanzable
en las diversas apuestas que puedan cruzarse sobre el fondo del mítico y siempre
históricamente renovable sentido de tal espacio, son por lo menos dos alternativas
limítrofes que pueden derivarse de la imagen siempre interpretable del laberinto. En
cualquier caso, el ensayo, el ponerse a prueba a sí mismos, el renovado experimentar
y someterse a riesgos al hilo de todo cuanto se ha sido y se puede llegar a ser, es el
camino o encrucijada que parece destilarse de las reflexiones hechas por Nietzsche
sobre el lugar que pueden ocupar la arquitectura y la ciudad, dentro de los persona-
les quehaceres de los hombres que a ellas las conviertan en su tarea y placer, cuando
lleguen a ser suyas la diversidad de perspectivas configuradoras del fenómeno de la
vida humana, sobre la base del estilo que sean capaces de crear y del poder que, a 269
través de él, lleguen a ejercer ante todo sobre sí mismos.
Dobles Póstumos / José Jara

La razón y el lugar de las espadas

En recuerdo de Jorge Millas, maestro

Aunque desde muy temprano en la historia las imágenes han acompañado a los
conceptos en el camino hacia su mayoría de edad filosófica, la relación entre ellas
y éstos no ha estado exenta de disputas y malentendidos. La condición universal
de los conceptos, se dice, suele verse enturbiada por la contingencia de las imá-
genes que con frecuencia apelan al reino a veces incontrolable de la imaginación.
La pregnancia alusiva que para cualquier mortal a menudo tienen las imágenes
desequilibraría en ocasiones la claridad y distinción, el rigor y la necesidad exigidos
por los conceptos del pensar para acceder a una verdad que sea siempre y plena-
mente tal. La antigüedad de esta conjunción, a veces problemática, es ilustrable con
algunos casos egregios: se puede ir desde la desazón en que sume a los humanos el
río heracliteano del devenir, pasando por los caballos y las doncellas que conducen
al hombre parmenídeo al «intrépido corazón de la Verdad», hasta la distancia entre
apariencia y realidad que media para los hombres alumbrados por el fuego de la ca-
verna platónica o por el sol fuera de ella. Tal vez la inestable relación que entre ellas
y ellos, las imágenes y los conceptos, suele darse, no sea muy distinta de la que existe
entre los hombres, en general, y ese peculiar conjunto de éstos, que son los filósofos.

Ahora nos interesa detenernos inicialmente en algunos aspectos de una imagen


usada por uno de los filósofos tal vez más austero en el uso de las imágenes en el 271
lenguaje conceptual de su filosofía. Muy pocas son las que él emplea para ilustrar los
logros alcanzados en su crítica tajante hecha al uso habido de la razón. Entre las más
usuales están: la ceguera de las intuiciones cuando están desprovistas de conceptos
que las guíen y la vaciedad de éstos cuando aquéllas no los enriquecen, así como la
paloma que cree poder volar más rápido si no la estorbase la resistencia del aire de
la experiencia. Como es evidente, se trata de Kant. Otra imagen usada por él y a la
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que ahora queremos referimos, es la de la espada. Pero sin dejar de señalar que, en
los tres siglos anteriores al siglo XX que acaba de concluir, por lo menos otros dos
filósofos hacen uso también de esa misma imagen de la espada, aunque por cierto
cada uno de manera muy específica. Se trata de Hobbes y de Nietzsche.

Ellos tres dan testimonio de esa imagen de la espada, que puede ser considerada
como una imagen marginal en el discurso de la filosofía, especialmente de la de
Kant y que, sin embargo, señala de un modo peculiar hacia el lugar desde donde
se ejercita el pensar de la razón en la filosofía de estos tres personajes, al punto que
arriesguemos aquí la propuesta de que el lugar de las espadas es, a la vez, el lugar de
la razón. A través de esa imagen se vislumbra también un cierto aspecto del modo
específico como cada uno de ellos tres asumen la realidad del discurso filosófico en
sus respectivos presentes.

Esa imagen que ahora destacamos se encuentra hacia el final del Apéndice I de La
paz perpetua, escrita por Kant en 1795. Es ese un momento en que él está vivamente
interesado por mantenerse al día en la información sobre eventuales consecuencias
que el hecho recientemente sucedido de la Revolución francesa pudiera tener sobre
el ordenamiento político de algunos países europeos, así como por entrever y sope-
sar a la vez síntomas relevantes acerca de la presencia de algunas ideas de la razón
en el futuro de la vida de los hombres, como la idea de la libertad, tan importante
en su discurso filosófico.

El texto ya aludido dice: «La verdadera política no puede pues dar un paso sin haber
rendido homenaje previamente a la moral, y aun cuando la política es para sí misma
272 un arte difícil, por cierto la unión entre ésta y la moral no es ningún arte; pues tan
pronto surge una disputa entre ambas, que la política no es capaz de resolver, la
moral corta el nudo en dos».1

1
Kants Werke, Zum ewigen Frieden. Akademie-Textausgabe. Walter de Gruyter & Co. Berlin 1968.
Tomo VIII. p. 380. (Traducción nuestra). (Edición castellana: Lo bello y lo sublime. La paz perpetua.
Ed. Espasa-Calpe S. A, 5ª. ed., Madrid, 1972, p. 149).
Dobles Póstumos / José Jara

En primer término, es preciso decir que el interés de Kant por la política se hace
patente en tanto en ella puede manifestarse también la verdad, pues en caso con-
trario su interés filosófico tiende a desvanecerse. Sólo su conjunción con ésta es la
que puede elevarla a la condición relevante para él de una política verdadera, y así
en un arte, aunque como tal sea difícil de lograr. La relación de la política con la
moral es, en cambio, de otro tipo. Entre ellas el arte no tiene cabida, puesto que
allí se establece una relación de subordinación de la primera ante la superioridad
de la segunda, que implica un tener que honrar previamente la política a la moral,
debido a la condición de universalidad y necesidad de los principios de la razón en
que ella se asienta. Es a partir del discurso teórico generado desde estos principios
donde puede transparecer el perfil de la verdad que habría de modelar a la política,
para que en ella coincidieran lo posible y lo real. Pero Kant no estimó viable la
construcción de un camino directo que permitiese esa coincidencia, que sí podría
alcanzarse mediante la moral. Pues en ésta es donde al hombre cabe pensarlo como
un miembro y legislador a la vez en el reino de los fines en sí mismos, precisamente
en tanto que como ser racional él puede proponerse actuar conforme a los princi-
pios y supuestos de la buena voluntad de la moral. Junto con mostrarse allí la vía
por la cual se vuelve realizable la idea de la libertad, se patentizaría también la con-
tinuidad de los tiempos que hacen posible la afirmación de un fin, de un telos y una
paz, que tienen como su lugar propio de cumplimiento algún punto del futuro de
la historia universal en el que la especie humana ha de acceder a su fin más propio,
por cierto, tras la huella de una evolución regular del progreso de las facultades de
la razón humana. Es esta superioridad de la moral la que no debe ser alterada por
las contingencias de la política 273
Si no se reconoce esta superioridad y se produce un conflicto entre el arte de la
política y la razón de la moral, Kant tajantemente afirma que a ésta no ha de tem-
blarle la mano para cortar en dos el nudo gordiano2 de ese conflicto. Sin embargo,

2
Cuando Alejandro el Grande llega en el año 333 a C. a Gordia, capital de Frigia, le muestran el
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la espada con que la moral corta el nudo, no es allí nombrada directamente, sino
sólo aludida de modo implícito, tácito. Kant es consecuente con su pensar, cauto a
propósito de las cuestiones de Estado y cuidadoso al momento de nombrar explíci-
tamente a quien corresponde ese uso de la espada. ¿Por qué?

La política es un asunto que concierne al Estado llevar a cabo en sus concretas


determinaciones nacionales e internacionales y, en particular en dicho caso, al rey
de Prusia, así como a quienes lo acompañan en la administración de ese reino. Esa
realidad de gobierno se vuelve especialmente urgente en los momentos vividos por
Kant en 1795 en que resuenan las proclamas de la victoriosa Revolución francesa,
que hacen temer por el futuro de la estabilidad política de Prusia.

En esas circunstancias, Kant —como un filósofo ilustrado, pero sin dejar de ser un
súbdito obediente— escribe su ensayo filosófico Acerca de la paz perpetua. En la
segunda parte de ese ensayo agrega un suplemento en el que se refiere a un «artículo
secreto» que concierne al rol del filósofo a propósito de la posibilidad de alcanzar
la paz perpetua, en el marco de las negociaciones del derecho público. Allí escribe:
«Las máximas de los filósofos sobre las condiciones de posibilidad de la paz pública
deben ser consultadas por los Estados que se preparan para la guerra».3 Como es un
artículo secreto, enunciado por un filósofo sin otro apoyo que la condición moral-
mente legisladora pensada por él como inherente a la razón humana, al Estado sólo
le es aconsejable tenerlo presente y, por ello en el mejor de los casos, puede exhortar
tácitamente a los filósofos a que cumplan con su rol, es decir: «dejarlos hablar libre
y públicamente sobre las máximas generales de la conducción de la guerra y de la
274 instauración de la paz».4 Ese es el marco más amplio de asuntos políticos en que a

carro que Gordio había legado a su reino, junto a una peculiar predicción. La yunta de ese carro
estaba atada a su pértiga por un nudo, imposible de desatar hasta esa fecha, pues sus extremos
estaban escondidos dentro de él. Gordio había predicho que ese nudo sólo sería desatado por el
conquistador de Asia. Puesto ante él, con su espada, Alejandro corta el nudo en dos.
3
Ibíd., p. 368. (p. 129).
4
Ibíd., p. 369. (p. 130).
Dobles Póstumos / José Jara

este tipo de pensar le cabe intervenir, en concordancia con el espacio real que le con-
ceden los legítimos poderes políticos gobernantes: los filósofos sólo han de pensar y
hablar, y se los puede oír, pero a ellos no les corresponde actuar.

La acción concreta de gobierno en su condición política sólo le compete al jurista,


como representante del poder del Estado. Es por ello que a propósito suyo reaparece
de modo directo, explícito, esa imagen aludida implícitamente como propiedad de
la razón moral ejercida por los filósofos. Pues es el jurista quien «ha elegido para
sí como su símbolo la balanza del derecho y junto a ella también la espada de la
justicia».5 La acción del jurista consiste en aplicar las leyes existentes, aunque no
investigue su posible perfeccionamiento, pues al no ser filósofo, no cabe esperar que
proceda siempre conforme a los principios de la moral.

Con el poder que le confiere la espada de la justicia, al jurista le compete apartar


los influjos extraños que puedan afectar el equilibrio de la balanza. Aunque esto
no es obstáculo para que en ocasiones, cediendo a la seducción que sobre él suele
ejercer ese poder que asegura el cumplimiento de la ley y que le llevan a considerar
su función como superior a la de las reflexiones y consejos del filósofo, «cuando uno
de los platillos no quiere bajar, coloca la espada sobre él». Inmediatamente a conti-
nuación de esa frase, Kant interpola en medio de un paréntesis dos palabras escritas
en latín. ¿Qué gesto extraño se cuela allí en su pensar, que le conduce a añadir un
par de palabras en esa lengua que después de tantos siglos de dominación «cultural»
en Europa, con el correr del siglo XVIII estaba ya en retirada frente a la arremetida
ilustrada de las lenguas nacionales? Kant mismo no hace ningún otro comentario
a esas dos palabras, pues, tal vez, amparadas en una experiencia más que milenaria, 275
ellas hablan plenamente por sí solas: «(vae victis) [Ay de los vencidos]». Es esta una
expresión en la que resuena un lamento, que por ser precisamente tal, deja al desnu-
do el sentimiento de un individuo frente a lo que le sucede a otro(s) individuo(s),
y que por ello pareciera estar curiosamente fuera de lugar en medio de la opción

5
Ídem.
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trascendental del discurso de la razón kantiana. Quizás sea posible desentrañar algo
del tono humano de esa interpolación desde datos usualmente ignorados de la vida
del individuo llamado Inmanuel Kant.

Como sea que pudiera resolverse la pregunta acerca del gesto reflexivo y humano
contenido dentro de ese paréntesis, lo que aparece como evidente en lo ya dicho es
que el filósofo y la moral sólo en teoría cortan el nudo del conflicto entre la política
y la moral. Pues en los hechos y en la práctica de gobierno, cuando la «política no
dobla la rodilla ante el derecho»6, es en las manos del titular de éste, el jurista, que
recae el uso de la espada con la que se corta en dos ese nudo que obstaculiza las
verdaderas relaciones que deben unir a las acciones de la política con el derecho y,
en definitiva, con los principios de la moral.

Al filósofo sólo le compete hablar y eventualmente ser oído acerca del estatuto
«sagrado del derecho de los hombres» propalado por él, sin importar los «grandes
sacrificios (que ello) le cueste al poder dominante».7 El prurito de resguardar la
condición crítica del pensar es reforzada doblemente por Kant, cuando afirma que
si es recomendable para el Estado no acallar sino oír los consejos de los filósofos,
es porque, en primer término, tal como él entiende su naturaleza específica, ésta
les hace ser «incapaces de formar banderías y alianzas de grupo, por lo que no son
sospechosos de caer en las calumnias de la propaganda». Más allá de la respuesta que
se de y de su consiguiente evaluación, a la pregunta por la procedencia de su convic-
ción sobre tal naturaleza, de si ella deriva de un examen riguroso de la razón pura o
de lo que deba ser una razón ilustrada, o bien si se trata de una personal experiencia
276 suya consigo mismo u observación del proceder de otros filósofos, a ella agrega otra
afirmación que resuena como un corolario: «la posesión del poder daña inevitable-
mente el libre juicio de la razón». Por eso Kant no duda en separar drásticamente a
la razón de las cercanías con el poder, y a los filósofos del rey: «no hay que esperar

6
Ibíd., p. 380. (p. 150).
7
Ídem.
Dobles Póstumos / José Jara

que los reyes filosofen o que los filósofos lleguen a ser reyes, pero tampoco hay que
desearlo».8 La separación fáctica que entre unos y otros ha de mantenerse, no deja
cabida ni a la esperanza ni menos al deseo. La autosuficiencia de la razón que le ga-
rantizan su apodicticidad y universalidad no pueden permitirle albergar esperanzas
provenientes de fuera de su propio tribunal trascendental, ni menos aún nada que
proceda de la particularidad individual del deseo.

Y sin embargo, teniendo en cuenta las vías y los supuestos teóricos afirmados irre-
nunciablemente por Kant mediante los que la razón debe intervenir en la política,
nos parece inevitable plantear que en su propuesta filosófica la razón es el lugar de
la espada. Además, puesto que la razón no es allí, en último término, sino una sola,
es preciso usar esa imagen en singular y hablar de la espada de la razón kantiana.
Una razón que en su uso político terrenal se expresa con la imagen más tradicional
del poder habida hasta ese momento. De modo que la espada aparece en él como
la imagen del poder de la razón. Por supuesto, teniendo presente que su lugar y su
poder sólo son de índole netamente teórica, pues él tampoco puede dejar de perci-
bir que en los hechos y en la práctica del Estado y la política, la razón pura queda al
margen de los intereses de los poderes aliados del Estado y del derecho. Y que ante
éstos él sólo puede aguardar que, en algún momento futuro de la historia universal,
se cumpla su fe ilustrada en el progreso en el uso de la facultad de la razón por parte
de los hombres.

Frente a esa inferioridad fáctica de la filosofía, Kant no puede sino recordar la exis-
tencia de una ya larga tradición que la sostiene, pues de inmediato agrega en ese
texto lo que se afirmaba en otro tiempo acerca del rol de sirvienta de la filosofía con 277
respecto a la teología. Si bien ahora cabe decir que él, haciendo uso de un paraguas
ilustrado, coquetea con la ambigüedad, o bien quizás reflexiona como un observa-
dor escarmentado acerca de la real condición humana, o como alguien que hace uso
de su razón con una ironía tal vez dolorida o resignada, cuando se refiere al nuevo

8
Ibíd., p. 369. (p. 131).
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rol de la filosofía como sirviente «ilustrado» del Estado y del derecho. Pues allí seña-
la que no se ve claramente «si ella lleva la antorcha por delante de su señoría, o lleva
detrás suyo la cola de su vestido».9

Poco más de 150 años antes que Kant, Thomas Hobbes es bastante más explícito en
su uso de esta imagen del pensar que es la espada, junto con designar su lugar propio
eminente, la mano del soberano. A raíz de los agudos conflictos políticos en su país,
de los que con sus escritos él formaba parte, es en su primer año de auto-exilio en
Francia donde en 1641 escribe su obra conocida bajo el nombre de Del Ciudadano,
y que en 1642 hizo circular anónimamente en París en una edición de pocos ejem-
plares. Acorde al uso corriente de escritura en ese tiempo de los textos filosóficos
y científicos, Hobbes la escribió primero en latín y diez años después la tradujo a
su propia lengua, dedicándosela a Guillermo Cavendish, conde de Devonshire, en
una importante carta fechada en París el 1° de noviembre de 1646, incluida en la
publicación formal de ese libro hecha en Ámsterdam en 1647.

Sobre el trasfondo de esa ya famosa frase enunciada en la primera página de la


dedicatoria, de que cuando se trata de las relaciones entre Estados el hombre es un
lobo para el hombre, en Del ciudadano Hobbes se propone razonar de acuerdo al
proceder de la ciencia que mejor ha hecho avanzar en su tiempo el conocimiento
de la verdad, la geometría, considerada por él también como una parte de la filo-
sofía. Apoyándose en ellas, propone a sus contemporáneos principios, hipótesis,
argumentos y demostraciones para alcanzar la paz y la seguridad susceptibles de
278 eliminar la guerra de todos contra todos. Pues ésta deriva de la igualdad natural de
los hombres que puede conducir a cada uno a hacer con el otro lo máximo que sus
fuerzas le permitan, como matar. Es en esta coyuntura donde introduce la figura
teórica del pacto que haría posible instaurar el orden civil por sobre la condición

9
Ídem.
Dobles Póstumos / José Jara

natural de la codicia, que anima a los hombres a considerar como suyo lo que es aje-
no, o como sólo suyo lo que es común. Pero ese orden civil sólo será capaz de ofrecer
la seguridad y paz requerida por los hombres, cuando mediante el pacto se traspase
todo el poder natural de cada uno de ellos a las manos del soberano, quien detentará
así necesariamente un poder absoluto.

Aquí es donde Hobbes introduce la imagen de la espada para ilustrar ese poder sin
fisuras del soberano, respaldado por los argumentos de la recta razón de la filosofía,
tal como él la entiende. Pero su espada es una doble espada, o más bien, para él se
trata de la existencia de dos espadas. La primera es aquella que detenta el poder de
castigar a todos quienes infringen la seguridad, que cada quien desea para llevar a
cabo en paz su vida en la sociedad. Y el pacto es el que garantiza que no se ha de
ayudar «a quien ha de ser castigado»10 por quien posee el derecho de castigar, el
soberano, que lo ejerce mediante la espada de la justicia.

La segunda espada es la empleada por el soberano para garantizar la paz a aquellos


ciudadanos que «no pueden protegerse contra la gente de fuera (...) contra los peli-
gros exteriores», y que para enfrentar tal situación tiene «el derecho de armar, reunir
y unir, en todo peligro o momento oportuno, tantos ciudadanos como requiera la
defensa común, según evaluación aproximada de las fuerzas enemigas; y que dis-
ponga, por otra parte, del derecho de hacer la paz con los enemigos, siempre que
sea ventajoso». Es el pacto que le confiere poder absoluto, lo que otorga al soberano
el «derecho de hacer guerra y paz». Y él lo ejerce con la espada de la guerra. Hobbes
saca la conclusión necesaria de estos dos derechos, ilustrándolos mediante la imagen
de tales espadas: «las dos espadas, tanto la de la justicia como la de la guerra, son 279
esencialmente inherentes al poder soberano en virtud de la constitución misma del
Estado».11

10
Thomas Hobbes, Del ciudadano. Traducción del latín Andrée Catrysse. Instituto de Estudios Polí-
ticos, Universidad Central de Venezuela, Caracas, 1966, p. 128.
11
Ibíd., p. 129.
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La conclusión necesaria a que conduce el uso hecho por él de esa doble imagen, sólo
puede ser que el lugar de las espadas hobbesianas es también el lugar de la razón,
pues de ella proceden tanto la fundamentación, como los argumentos y los símbo-
los del soberano absoluto, garante del orden civil. Cabe agregar que esta conclusión
queda precisamente reforzada cuando se da el caso de que el Estado y el soberano,
sólo instaurados legítimamente por la convención racional del pacto, ya no son ca-
paces de proteger a sus súbditos. Estos quedan entonces liberados de la obediencia
total al poder absoluto del soberano —tal como es exigida por el pacto—, pues al
perder éste su poder, el pacto se desvanece, y los súbditos recuperan así su derecho
natural de protegerse a sí mismos. Pues «el fin de la obediencia es la protección, y
cuando un hombre la ve, en su propia espada o en la de otro, por naturaleza sitúa
allí su obediencia, y su propósito de conservarla».12 El quiebre o la impotencia de
las espadas del soberano trae consigo la disolución del orden civil instaurado por la
razón del pacto hobbesiano. Pero también el consiguiente retorno al estado natural
en que cada quien queda librado a la protección que le entregue su propia espada
o la de cualquier otro, siempre que con ello pueda, en el límite, evitar la muerte.

Esta disolución posible del pacto no sólo exhibe un fracaso particular de la razón,
sino que conduce también al regreso de la multiplicación innumerable de las espa-
das individuales. Y a pesar de que cada uno de quienes las empuñen, también razo-
nen, nada asegura ya que lo hagan conforme a las exigencias del orden civil común,
afianzador de la paz. Más bien allí se generan las condiciones para la formación de
facciones, el proliferar de la sedición y, junto con ello, el desenlace y los peligros

280 de la guerra civil, que Hobbes veía acercarse en su propio presente. Sin duda, él no
podía pretender evitar esa guerra, y más bien ella lo mantuvo durante una década
fuera de su país, en la que modificó sus planes de trabajo teórico para redactar de in-
mediato su Del ciudadano. Frente a la confianza kantiana en el progreso en el uso de

12
Thomas Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de una república, eclesiástica y civil. Traduc-
ción Manuel Sánchez Sarto. Ed. Fondo de Cultura Económica, 2ª reimpresión, México, 1984,
pp. 180-181.
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la razón que la Ilustración traería consigo a los hombres, y que podría abrir una po-
sibilidad más cierta de una paz perpetua, la reflexión hobbesiana queda fuertemente
marcada por las urgencias de su presente, como lo explicita con nitidez al final de su
Prefacio al lector, al decir que «sufre las calamidades actuales de su patria». Es claro
que las realidades políticas, religiosas y sociales de su tiempo, que determinaban las
condiciones de existencia de los hombres como súbditos de un rey y fieles de una
iglesia, resultaban impensables de ser modificadas con radicalidad por un individuo.
Sin embargo, tal vez podría visualizarse el esfuerzo de reflexión hecho por él, como
uno bastante audaz en su distanciamiento personal y crítico frente al horizonte de
pensamientos vigentes en ese entonces en los ámbitos de la filosofía, la política y
la religión. De manera que bien podría verse en Hobbes no sólo el proceder típico
de un individuo que es filósofo, sino también un rasgo del perfil compartido por él
junto a otros individuos que a través de siglos han hecho del pensar un compromiso
radical para abordar las interrogantes y conflictos de sus respectivos presentes, más
allá de lo que en éstos prevaleciera como un saber inexpugnable. Un compromiso
históricamente múltiple, aunque personal en cada caso, a cuya luz seguramente
enunció Kant su lema de la Ilustración, un siglo y medio más tarde y aguardando
una propagación más amplia de él: «¡Sapere aude! ¡ten el coraje de servirte de tu
propio entendimiento!».13

90 años después del escrito de Kant y dos siglos y medio después de Hobbes, el lu-
gar de las espadas adquiere en Nietzsche un escenario distinto de aquel en que ellas
aparecen en esos otros dos pensadores. Después de la Revolución francesa comienza 281
a declinar esa relación habida entre los hombres, que situaba a unos muchos como
súbditos frente a unos pocos reyes que solían empuñar directamente la espada, o
bien lo hacían por la interpósita persona de un o unos juristas. El importante y

13
Kants Werke, tomo VIII, p. 35. (Trad. nuestra). (Edición castellana: Filosofía de la historia. Ed.
Fondo de Cultura Económica, 2ª reimpresión, Madrid, 198l, p. 25).
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decisivo cambio de escenario de la existencia pública de los hombres, que lenta y


trabajosamente trae consigo el siglo XIX tanto para Europa como también para
nuestro continente, tal vez podría quedar reflejado en el subtítulo de ese libro de
Nietzsche en el cual se refiere, hacia el final de él, a la devaluación en que se debate
la existencia de esos personajes, dos reyes, que, alejándose de su pueblo, habían
llegado a las cercanías del lugar en la montaña donde habitaba Zaratustra, en la
soledad de su caverna. Ese subtítulo dice: «Un libro para todos y para nadie». Su
título: Así habló Zaratustra.

Así como hacia fines del siglo XIX los reyes están en decadencia y la figura política
del súbdito tiende a desaparecer, por su parte, los ciudadanos buscan delinear con
diversos ímpetus y claridad su propio perfil público. Es en esa zona históricamente
intermedia, podría decirse, de una cierta transición del reordenamiento político de
las sociedades europeas, donde Nietzsche ejercita su pensar, para todos y para na-
die. Y su personaje Zaratustra, en una de las últimas caminatas por su montaña, no
oculta su asombro al ver aproximarse a dos reyes acompañados de un solo asno. Su
extrañeza ante esos visitantes se acrecienta cuando, semi-oculto, les escucha el reco-
nocimiento que hacen en su conversación de que sus existencias se han vuelto falsas
en medio del indetenible predominio de la plebe, con cuya mezcolanza característi-
ca ha ascendido ya hasta las cortes, haciéndoles perder a ellos toda importancia. De
esa plebe huyen los reyes. Zaratustra se alegra al oír esas palabras, por ser semejantes
a las que él en otro tiempo había dicho sobre ellos, sale de su escondite, se presenta
a los reyes y les pregunta si han encontrado en el camino a quien él busca, al hom-

282 bre superior. Los reyes se sienten descubiertos en su precariedad y reconocidos en


sus intenciones aún no expresadas. Allí le responden: «Con la espada de esa palabra
has desgarrado la más densa tiniebla de nuestro corazón. Has descubierto nuestra
penuria, pues ¡mira! Estamos en camino para encontrar al hombre superior, —al
hombre que sea superior a nosotros: aunque nosotros seamos reyes. (...) No existe
desgracia más dura en todo destino de hombre que cuando los poderosos de la tierra
Dobles Póstumos / José Jara

no son también los primeros hombres. Entonces todo se vuelve falso y torcido y
monstruoso».14

Aquí la espada queda convertida sólo en una palabra, pero una palabra que designa
un hecho inusitado y complejo. Pues con ella se nombra simultáneamente tanto a
ese hombre o a esos hombres superiores cuya existencia es posterior a la muerte de
Dios, como al acontecimiento15 mismo implicado por dicha muerte, con todas las
consecuencias percibidas por Nietzsche que trae consigo para los hombres. Por lo
pronto, esos hombres superiores aún han de aprender a descubrir otras coordena-
das teóricas por las que orientar sus existencias, así como aprender a reexaminar y
a apartarse de las opiniones de la plebe, de las pretensiones de los doctos, a reír y
a reírse de sí mismo.16 Es una palabra que delata el cambio radical experimentado
ya por los reyes, aunque inicialmente éstos no se sientan afectados más que por la
superficie de tal acontecimiento, pero que es lo suficientemente fuerte como para
producirles náusea. Por otra parte, éstos y probablemente muchos de sus cortesanos
tampoco pueden evitar sentir la nostalgia de otros tiempos, el de sus antepasados,
en que las espadas lo eran de verdad. Allí, como dice uno de los reyes, «cuando las
espadas se cruzaban como serpientes de manchas rojas, entonces nuestros padres
encontraban buena la vida; el sol de toda paz les parecía flojo y tibio, y la larga paz
daba vergüenza. // ¡Cómo suspiraban nuestros padres cuando veían en la pared
espadas relucientes y secas! Lo mismo que éstas, también ellos tenían sed de guerra.
Pues una espada quiere beber sangre y centellea de deseo».17

Tal vez esas antiguas espadas por las que estos reyes sentían nostalgia, operaban
también en algún trasfondo de recuerdos de aquellas otras postuladas para ser em- 283

14
Z., «Coloquio con los reyes» §1. (Hemos corregido ligeramente la traducción. La cursiva es nues-
tra.).
15
Ver. CJ., §343.
16
Z., «Del hombre superior».
17
Z., «Coloquio con los reyes» §2.
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pleadas por ese soberano hobbesiano con poder absoluto, para quien la desobe-
diencia expresada por un civil o un religioso sólo tenía una consecuencia legítima:
sentir caer sobre ellos el filo de la espada que los castigaba; o bien, en otro plano
argumental, susceptibles de suprimir incluso las verdades de la geometría, en caso
que ellas fueran una doctrina contraria a su derecho de dominio.18 Y aunque como
filósofo Hobbes buscaba asegurar y legitimar la paz, difícilmente podía ser ajeno a
las consecuencias belicosas de la razón de su discurso. ¿Habrá encontrado Kant en
sus abundantes lecturas algún párrafo en el que resuene algo de la nostalgia de esos
reyes, y que le haya conducido a concebir ese peculiar desdoblamiento en el uso
tajante de la espada, por una parte, en los razonamientos del filósofo moralista y,
por otra, en las acciones del jurista? Un desdoblamiento que, por cierto, no parece
poder evitar el reconocimiento de la violencia y crueldad derivadas de la realidad
humana del uso de la espada, pero que ante ella él opta por aconsejar —ya que no
puede imponer— normas racionales, morales o jurídicas, para su empleo.

La constatación de Nietzsche de los cambios sucedidos en Europa en los últimos


siglos y décadas con respecto al uso y al lugar de las espadas, aludida en ese texto, no
es la única ocasión, sin embargo, en que él se refiere a la imagen de las espadas para
dar algún tipo de expresión a su pensamiento y a su discurso filosófico. Son muy
pocas ocasiones en las que él usa esa imagen. Tal vez el lugar más importante en que
lo hace es ese escrito suyo de 1873, La filosofía en la época trágica de los griegos. Allí
señala que, a diferencia de lo que cree «la estrecha cabeza de los hombres y de los
animales», la solidez y firmeza que ellos suelen percibir como una cualidad propia

284 de las cosas, no es tal. Ellas no poseen esas cualidades. sino más bien, «las cosas
mismas (...) no tienen ninguna existencia propia, ellas son el relampaguear y las
centellas de espadas desenvainadas, ellas son el resplandor de la victoria en la lucha
de cualidades contrapuestas».19

18
T. Hobbes, Leviatán, p. 84.
19
SW.KSA., 1. p. 826. (Traducción nuestra). (Versión castellana: La filosofía en la época trágica de los
griegos. Trad. Guillermo T. Schuster. Ed. Los libros de Orfeo, Buenos Aires, 1994).
Dobles Póstumos / José Jara

¿De dónde procede esta afirmación y esta experiencia de Nietzsche acerca de lo


que las cosas son, y que, considerando el conjunto del contexto de su obra, indica
también hacia lo que él entiende que es el conocimiento de las cosas y, por tanto,
hacia la condición misma de aquello de donde procede tal conocimiento: la razón?

Es su experiencia como un peculiar filólogo, que leía también lo que estaba a la


espalda o por entremedio de la estructura sintáctica de las palabras, lo que le llevó
a reconocer en el mundo de lo que él llama como la época trágica de los griegos
—desde Tales a Demócrito—, la trama de las relaciones humanas en que interviene
la imagen de la espada. Y dicha trama está tejida, dice, por esa «representación ma-
ravillosa, abrevada desde el más puro manantial de lo helénico, que considera a la
contienda como al permanente gobernar de una justicia uniforme, estricta, atada a
leyes eternas».20 Se trata igualmente del «pensamiento de la competencia», que mar-
ca y atraviesa las acciones tanto del griego singular, como del Estado griego, que se
practica en los gimnasios y en las palestras, en el agonismo artístico y en las disputas
de los partidos políticos y de las ciudades entre sí.

El giro introducido por Nietzsche en su comprensión del conocimiento y la razón,


se apoya en esa visión trágica del mundo helénico con la que él interpreta el des-
puntar del pensar filosófico. Es un giro que le lleva a tomar distancia tanto del gesto
kantiano de la revolución copernicana sobre la que se erige el tribunal de la razón
ilustrada, inseparable de su condición teleológica y de la confianza en el progreso,
como del modelo ejemplar de la geometría que sostiene a la razón hobbesiana y le
permite que queden «desarmadas la ambición y la avaricia» naturales de los hom-
bres, para así conquistar la paz mediante sus demostraciones. De lo que Nietzsche 285
despoja a la razón con su reinterpretación de ella a la luz de ese mundo griego, es de
su condición de ser el fundamento originario y absoluto de todo conocimiento po-
sible de los hombres que aspiran a la verdad. Es un cambio radical que no implica la
negación ni el abandono de la razón como recurso humano para habérselas con las

20
Ibíd., p. 825.
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interrogantes que le deparan su existencia. Aunque sí la traslada y la sitúa en medio


de esos conflictos inseparables de la vida de los hombres, patentes en ella desde que
éstos históricamente llegaron a ser tales y fueron capaces de inventar21 un día, entre
esos griegos, lo que desde entonces comenzó a llamarse con el nombre de logos,
razón. Que ese invento fue el resultado de una tarea ardua y llena de riesgos, queda
ilustrado por esa imagen usada por él del «relampaguear y las centellas de espadas
desenvainadas», que en algunos momentos le permitieron a esos griegos alcanzar
y disfrutar del «resplandor de la victoria en la lucha de cualidades contrapuestas»,
en las contiendas, disputas y competencias que traspasaban sus vidas, recreándolas
desde allí.

Sobre el trasfondo de esa interpretación suya del fenómeno griego, Nietzsche se pro-
pone pensar su propio presente y, para ello, experimenta la necesidad ineludible de
replantear tanto los supuestos como el estilo de ejercicio de la razón, predominantes
hasta entonces. La transformación implicada en ello había de ser tan radical como
los cambios que se sucedían en el orden político de su tiempo, aunque al igual que
éstos, ese pensar «para todos y para nadie» requiriese por lo menos de un par de si-
glos22 antes de convertirse eventualmente en moneda común. Su propuesta teórica,
en el contexto aquí abordado, queda expresada en el hecho de que tanto las cosas,
así como el conocimiento de ellas e igualmente la razón que procura conocerlas, no
serían sino el efecto, el resultado, es decir, ese «resplandor de la victoria» de quienes
luchan, compiten por aprehenderlas, y que para hacerlo, transforman en palabras,

286 21
Ya en el primer párrafo de Acerca de la verdad y la mentira en sentido extramoral, escrito en 1873,
Nietzsche plantea la condición histórica del pensar y de la razón humanas a través de la acción del
verbo «inventar»: «En algún rincón apartado del universo titilante que se derrama en innumerables
sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimien-
to». [Traducción José Jara]
22
Es esta una referencia o imagen temporal importante, ya usada por Nietzsche en un fragmento
póstumo de marzo de 1888, con la que señala tanto a un tema central de su pensamiento, como a
la dificultad para acceder a él intelectual y humanamente: «Lo que yo cuento es la historia de los
próximos dos siglos. Describo lo que viene. lo que no puede venir de otro modo: el arribo del nihi-
lismo. Esta historia ahora ya puede ser contada: pues ahora está en obra aquí la necesidad misma.
Este futuro habla ya en cien signos». [SW.KSA., 13. 11[411].
Dobles Póstumos / José Jara

esto es, en conceptos, juicios, categorías e ideas a sus «espadas desenvainadas». Pues
esto es lo que son todos sus sentidos abiertos y todas sus fuerzas y recursos del
pensar puestos en alerta, así como despiertos están allí sus afectos y pasiones. Así,
es ese conjunto de dimensiones constitutivas de la vida de los hombres lo que éstos
sienten que es convocado por esas cosas y por ese mundo en que ellos y las cosas se
encuentran, para ponerlas precisamente en palabras, y así procurar entenderse a sí
mismos, con ellas y en el tiempo del mundo en que habitan.

Consciente de la radicalidad de su planteamiento con respecto a lo que implica


para la filosofía su interpretación del lugar asignado por él a la razón, con las con-
siguientes dificultades para su comprensión y que le llevan a entenderse a sí mismo
como un pensador póstumo, en ese escrito final suyo, en el que su subtítulo dice en
alemán: Wie man wird, was man ist: Cómo se llega a ser lo que se es, lo que su título
dice de otro modo en latín: Ecce homo, usa por última vez la imagen de la espada.
Allí escribe: «En Alemania se me silencia, se me trata con una sombría cautela:
desde hace años he usado de una incondicional libertad de palabra, para la cual
nadie hoy, y menos que en ninguna parte en el “Reich”, ha tenido suficientemente
libre la mano. Mi paraíso está “a la sombra de mi espada”».23 Es este un paraíso que
incluye todo el espectro de sus experiencias individuales, desde sus primeras inter-
pretaciones del mundo griego que le llevan a reconocerse a sí mismo en ese texto
final como «un discípulo del filósofo Dioniso», pasando por todos los temas y de-
sarrollos teóricos centrales de su filosofía, hasta el aceptar que ese silencio alemán le
haya llevado a asumir que, según dice, «yo vivo de mi propio crédito».24 Todos esos
momentos respaldan y expresan su voluntad de haber convertido su vida, de hecho,
en su filosofía; y dicho con imágenes, a las palabras de su pensar en su paraíso, y a
287
su interpretación de la razón como el lugar de las espadas.

Y esa imagen de su paraíso, por otra vía, cabe decir que lo conecta de nuevo con ese

23
EH., «Las intempestivas», §2,
24
EH., Prólogo, §1.
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mundo griego trágico que le abrió las puertas hacia sí mismo. Pues, en definitiva, lo
señalado por él como lo que distingue a unos hombres de otros, es el hecho de que
puedan hacer suyo el lema de Píndaro, asumido por él: «Debes llegar a ser el que
eres».25 Pero para acceder a la contienda consigo mismo implícita en dicho lema, y
para poder entrar así en relación con otros hombres, es preciso aceptar y reconocer
en plenitud la pluralidad y diversidad de fuerzas —de espadas desenvainadas— que
configuran la existencia de los hombres. Sólo desde allí es posible hacer emerger y
poder distinguir luego, en medio de la disputa que entre ellas se experimente en uno
mismo, el centellear de lo que se es para llegar a quererlo, y así trazar la apuesta de
poder llegar a serlo.

Al trasluz de estos elementos aludidos aquí brevemente, se puede apreciar el radical


cambio de escenario propuesto por Nietzsche con respecto a Hobbes y Kant, al
hacer intervenir, de acuerdo a otros criterios, el lugar de las espadas en todos los
pliegues del ensayo y el riesgo que para él significa hacer uso de la razón, y así pen-
sar. En rigor, el desplazamiento introducido por él con esta triple imagen de que
su paraíso está a la sombra de su espada, significa sacar tanto a la razón kantiana de
esa dimensión «pura» de su ejercicio trascendental, legitimadora de su pretensión
de convertirse en un tribunal inapelable en el que ha de exhibirse la verdad, como a
la razón hobbesiana del predominio decisivo de esos argumentos y demostraciones
con certeza geométrica, que la habilitan para designar al lugar justo e inexpugnable
de la seguridad y la paz. Con la afirmación de esa triple imagen para referirse a su
pensar, la razón nietzscheana queda abierta al hecho de ser siempre una apuesta

288 por el conocimiento y que ha de resolverse en el juego y la lucha entre quienes las
asuman, sin excluir a ninguno de los recursos intelectuales, estilísticos y de comu-
nicación, que la experiencia humana de cada quien sea capaz de elaborar y destilar.
De manera que el «para todos y para nadie» a quienes se dirigen los discursos de
Zaratustra tienen un mismo punto de separación de las aguas, que se resuelve con

25
CJ., §210.
Dobles Póstumos / José Jara

el sí o con el no que cada quien haga suyo frente a esas apuestas, juego y lucha; pues
sin éstas, la razón deja de ser para Nietzsche un hecho humano, así como la espada
dejaría de ser una imagen con la que se expresa, pero también se dirime, en último
término, una relación de poder y, en este caso, una victoria o una derrota o la con-
tinuación de la contienda de vivir y conocer.

Tal vez sea esa misma pregnancia alusiva de las imágenes, evocada al comenzar
estas páginas, la que suele ser temida por algunos filósofos a la hora de precisar
conceptualmente su discurso. Y sin embargo, algunos grandes nombres entre ellos
no evitaron recurrir a imágenes cuando se trataba de hacer más «visible» y no sólo
«inteligible» ese discurso suyo. Pareciera que allí la cautela del rigor argumentativo
cedió ante la necesidad de volver más explícitos y más ampliamente o de otro modo
asequibles los enunciados teóricos del pensar, sin dejar de ser conceptualmente pre-
cisos. Pero esa diferencia no debiera conducir a engaño, pues el carácter rotundo de
una imagen —y en especial la de la espada— no deriva sólo de la múltiple reverbe-
ración suscitada por ella en y a partir de la experiencia cotidiana de la imaginación
humana. Una imagen, cuando es bien usada por un filósofo, sin duda se asienta
también en una cadena argumentativa teórica, cuyos eslabones no proceden de
una experiencia exclusivamente conceptual. Pues a pesar de sentirse atraídos y de
transitar corrientemente los filósofos —ya desde Tales, según se dice— por el cielo
de los conceptos, son también hombres traídos y llevados por los flujos de la vida
cotidiana —un hecho al que, a pesar de ser obvio, no se ha solido reconocerle un
valor teórico, discursivo. De modo que en el caso de éstos, sería preciso decir que
las imágenes cumplen igualmente un rol argumentativo. Sólo que lo hacen en un
registro discursivo distinto al de los conceptos. En el caso de las imágenes, se trata
289
de ese peculiar registro que apunta al conjunto complejo de elementos y dimensio-
nes constitutivas de la experiencia humana. Allí en donde no sólo está en juego un
afinar el sonido significativamente inconfundible, demostrativo de los conceptos e
ideas, sino de otorgar a éstos también una fuerza comunicativa, capaz de conmover
y convencer a quienes van dirigidos, con la pretensión última de generar en ellos
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una acción acorde con lo pensado a través suyo. De manera tal que el empleo de
imágenes en el discurso filosófico, bien puede no ser exclusivamente un elemento
característico del estilo de escritura de su autor, sino también un indicio de su
personal manera de reelaborar, desde una distancia reflexiva específica, el conjunto
de los elementos que configuran el horizonte de experiencias cotidianas desde las
que se decanta su propio ejercicio del pensar, sobre el trasfondo del modo como se
relaciona o pretende relacionarse con los hombres con que comparte el tiempo en
que viven.

El uso de las espadas hecho por Kant, Hobbes y Nietzsche, nos parece que muestra
precisamente ese rol argumentativo de las imágenes en el registro comunicativo de
la experiencia humana, que ellos tres emplean. Seguramente en cada uno de ellos
ese uso, junto con ser deudor de los hechos y acontecimientos vigentes en el mo-
mento histórico que les tocó vivir, también lo es del modo personal como cada uno
reflexionó y elaboró esa deuda con sus respectivos presentes. Es el cruce de las dis-
tintas dimensiones de vida y de pensar presentes en ellos, aquí bosquejado, lo que
nos lleva a decir que, en sus filosofías, el lugar de las espadas es el lugar de la razón.
Aunque no pueda dejar de mencionarse, al menos, que el lugar de la razón queda
firmemente asentado, si bien en cada caso de modo diferenciado, en las distintas
modalidades de entender el ejercicio de las relaciones de poder, de acuerdo, por lo
pronto, a quién o quiénes, cómo y en vistas de qué realidades humanas, hagan uso
de la imagen y del concepto de las espadas.

290
Dobles Póstumos / José Jara

Un siglo corto de filosofía

Los años del siglo XX delimitan un período más amplio que el de la existencia de la
filosofía en Chile. También son muy disímiles en su agrupación en décadas, con al-
gunas propicias para el cultivo de ella según un perfil teórico propio distinguible de
otras disciplinas o saberes, y otras muy adversas. El gran factor común que diferen-
cia y especifica su existencia en ese tiempo es uno que, sin embargo, no la considera
a ella como su preocupación exclusiva ni principal: la Universidad o, más bien, las
universidades. Pero a través de este factor, la filosofía no pudo menos que inscribirse
en y quedar marcada por las necesidades e intereses de esa(s) institución(es), aun-
que a la vez y a través suyo también por los de la sociedad a que ellas responden, o
por los particulares encuentros y desencuentros de distinto tipo habidos entre la(s)
universidad(es) y la sociedad durante el siglo.

La referencia más amplia de la presencia de la filosofía en las universidades a co-


mienzos del 1900, está dada por el modo en que éstas asumen su contribución a
la configuración y despliegue de lo que pueda ser la cultura, las artes y las ciencias
del país, así como a la formación de quienes optan por las tradicionales profesiones
liberales. La filosofía es considerada allí más bien como un complemento necesario,
aunque marginal. Hacia la última década del siglo anterior se inicia alguna preocu-
pación formal por la filosofía, si bien en estrecha dependencia con la pedagogía, 291
en los planes de formación de los profesores de enseñanza media, en la cátedra de
«Pedagogía y Filosofía» de la Universidad de Chile, más específicamente del Insti-
tuto Pedagógico. Lo difuso de esa presencia de la filosofía allí a través de profesores
alemanes especialmente contratados para ese efecto, adquiere en 1919 un primer
perfil de especificación mayor, cuando se separa la enseñanza de ambas disciplinas
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por parte de profesores distintos.1 De entre los que se encargan de la enseñanza de la


filosofía son claramente destacables dos nombres de profesores que van a tener un
rol relevante en el despliegue de la filosofía en décadas posteriores: Enrique Molina
y Pedro León Loyola. A poco de iniciada la década de los años 20, éste último se
convierte allí en el primer Jefe de un Departamento de Filosofía en el país. Un discí-
pulo suyo, Jorge Millas, de importante obra posterior, dirá de ellos dos: «el proceso
de paulatina diversificación y profundización de la voluntad nacional de cultura
(que no es necesariamente una voluntad de cultura nacional) encontró en ambos el
instrumento para expresarse en la forma de la Filosofía».2

Una manifestación inequívoca de esa voluntad se encuentra en P. L. Loyola cuando


funda en abril de 1918 la Universidad Popular J. V. Lastarria que, con el fin de
«cultivar y ennoblecer el alma del pueblo»3, ofrece gratuitamente durante ocho años
una conferencia cada noche sobre temas específicos de todas las ciencias naturales,
sociales y la filosofía, por parte de connotados intelectuales de esa época. Es también
P. L. Loyola quien logra la creación, en abril de 1935 en el Instituto Pedagógico, del
primer Curso Especial para la Formación de Profesores de Filosofía, colocando así
el marco profesional en el que se desenvolverá de manera casi exclusiva el trabajo
filosófico, ya sea en su nivel universitario, académico, o bien en la educación media.
Junto a un grupo de jóvenes que sucesivamente allí se forman, y otros igualmente
interesados en la disciplina, él es uno de los principales impulsores de la creación de
la Sociedad Chilena de Filosofía, el 29 de julio de 1948, cuyo primer presidente será
Enrique Molina, y a quién sucederá en ese cargo al cabo de dos años.

292 Ella es también la que propone y logra la creación de la Revista de Filosofía, con
el patrocinio de la Universidad de Chile y de su Departamento de Filosofía del
Instituto Pedagógico, que poco después se hace cargo por entero de su publicación.

1
Pedro León Loyola, Hechos e ideas de un profesor. Universidad de Chile, 1966, p. 19.
2
Anuario de Filosofía Jurídica y Social, Estudios en memoria de Jorge Millas. (AFJS). N° 2, 1984, p. 31.
3
P. L. Loyola, p. 41.
Dobles Póstumos / José Jara

Su primer número es publicado en agosto de 1949 y hacia el final de su editorial


se señala: «No postulamos otro programa que integrar y enriquecer la cultura de
nuestro país con los beneficios que entrega el cultivo del pensamiento filosófico».

Una vez concluidos los años del siglo XX, curiosamente, podría considerarse que la
creación de la Sociedad Chilena de Filosofía parece marcar un cierto hito temporal
que permitiría situar más de algo de lo sucedido con la filosofía en el país durante ese
período. Desde allí se puede avistar el creciente desarrollo de la actividad filosófica
en la década inmediatamente anterior a esa fecha, así como su sostenido despliegue
en las dos décadas siguientes. Durante ese tiempo se alcanza la formación de un
importante grupo de nuevos intelectuales con grados más altos de especialización,
complementados luego usualmente con estudios de postgrado en otros países. Con
ellos se abre y diversifica el proceso de formación de nuevos profesores y licenciados
en filosofía, que en la última década del siglo se ampliará a estudios de postgrado
en distintas universidades.

La llegada al país de algunos filósofos extranjeros en la década de los años 40 y en


la siguiente, por diversas razones ahora de coyunturas políticas internacionales y de
opciones personales, significó un aporte importante a ese proceso de formación de
filósofos, especialmente en la Universidad de Chile. Ésta acogió en 1943 y hasta
su jubilación en 1960 al profesor Bogumil Jasinowsky, entre 1941 y 1947 a José
Ferrater Mora, en 1950 a Johann Rüsch, entre 1951 y 1954 a Ernesto Grassi, entre
1956 y 1973 a Gerold Stahl, entre 1958 y 1982 a Francisco Soler, quien previamen-
te había colaborado también en otras universidades del país. De distinta manera,
estos profesores dejaron su impronta en la formación de posteriores generaciones de 293
filósofos, y ellos y éstos contribuyeron con sus nombres a llenar mediante sus perso-
nales estilos y opciones teóricas lo que pudiera verse, desde una cierta perspectiva,
como un simple nombre institucional genérico, vacío: el de la Universidad.

La amplia erudición y fina reflexión de B. Jasinowsky se extendía sobre todo el


gran espectro de la historia de la filosofía y las ciencias. La originalidad de su pen-
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samiento se expresaba en la agudeza con que procuraba repensar algunos de los


elementos teóricos esenciales de esas historias y su articulación profunda a través
de una comprensión dialéctica que, apoyándose en una mirada de larga duración
de la historia, mostraba la peculiar integración de esos elementos y decantación de
aquellas formas del saber que, aunque históricamente diferenciadas, manifestaban,
ante su interpretación, la unicidad de la condición creadora de la razón y la ciencia.
Los amplios conocimientos de todas las formas del discurso de la filosofía en su his-
toria, recogidos en las numerosas ediciones del Diccionario de Filosofía de J. Ferrater
Mora, tuvieron un momento de significativa corrección y ampliación de la primera
edición durante su estadía en la Universidad de Chile; su aporte académico puede
inscribirse en aquel momento de preparación de la segunda edición y parcialmente
de la tercera de esa obra. Como acucioso especialista de la tradición humanística
occidental, E. Grassi desplegó su enseñanza en torno a los más relevantes nombres
de esa tradición renacentista y medieval y en su conexión con sus antecedentes
antiguos. Pero también dejó su huella pedagógica a través del énfasis puesto en la
necesidad de la lectura y análisis minucioso, riguroso de los textos de los clásicos,
como fuente ineludible de lo considerado por él como la vía genuina para acceder al
pensar filosófico. Más tarde llegó el momento en que esa enseñanza se convirtió en
uno de los puntos de alta fricción polémica a propósito de la tarea y los modos de
ejercicio del pensar prevalecientes, por lo pronto, en el ámbito universitario. Tam-
bién generó polémica su cuestionamiento acerca de la posibilidad de poder pensar
desde la figura de un «mundo histórico» del hombre americano. G. Stahl, junto con
ser un gran conocedor de la lógica clásica, pero aún más de las importantes trans-
294 formaciones sucedidas en el siglo XIX y XX en el campo de la lógica formal, a lo
largo de su actividad universitaria se mantuvo siempre abierto a los problemas que
en ella estaban en pleno proceso de gestación polémica. Su disposición personal e
intelectual frente a estas cuestiones le llevaron a ser uno de los principales impulso-
res de la creación de la Asociación Chilena de Lógica y Filosofía de las Ciencias, en
agosto de 1956. F. Soler situó en el centro de su trabajo académico el intento por
establecer un diálogo filosófico entre J. Ortega y Gasset y M. Heidegger, a través del
Dobles Póstumos / José Jara

cual se pudieran delinear los contornos de lo que entendía como los problemas más
originarios y el estilo de pensar más propio de la filosofía contemporánea; y asumía
ese quehacer con la disposición de un compromiso personal que solía traducirse en
nítidos estímulos intelectuales en sus oyentes.

Ya a partir de la década de los años 40 comenzaron a surgir figuras intelectuales na-


cionales que llegaron a adquirir una estatura filosófica singular. Las propias palabras
de Jorge Millas acerca de lo que los filósofos se empeñan en ejercer, sirven para de-
limitar su trabajo personal en la filosofía como «la experiencia intelectual de pensar
no “en” el límite, sino “hacia” el límite de sus posibilidades de fundamentación,
de coherencia, de inteligibilidad, de universalidad».4 Y esa experiencia la hizo suya
tanto a propósito de una reflexión sobre los problemas vigentes en su momento
deparados por la existencia del individuo como los de la sociedad de masas, los de
la filosofía del derecho y los de la universidad; y sobre esta última hizo una enérgica
y tenaz defensa especialmente hacia fines de los años 70 y hasta 1982, año en que
murió. Provisto de una alta sensibilidad para percibir las diversas formas creadoras
de la cultura de su tiempo, con especial énfasis en Chile e Iberoamérica, Luis Oyar-
zún concentró su labor filosófica en torno a una reflexión acerca de la experiencia
estética, principalmente en los campos de la poesía y las artes plásticas. A pesar de
haber desarrollado Félix Schwartzmann su bien informada labor docente en el área
de la Historia y Filosofía de las Ciencias, su pensar individual manifestado en sus
libros se inclinó más bien hacia el afán por dilucidar las condiciones y el temple
de la existencia del hombre en medio de las realidades de América y a elaborar las
posibilidades de expresión de ella, sobre el fondo de un análisis de lo que la cul-
tura occidental le ofrecía a este respecto. Haciendo uso de su interés y formación
295
inicial en la lógica moderna, Juan Rivano pronto centró su actividad filosófica en
una crítica creciente a lo que consideraba como formas academicistas de la práctica
de la filosofía universitaria; con un estilo argumental —aplaudido por unos y muy

4
AFJS., pg. 27.
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discutible para otros— que interpretaba y ponía en juego importantes temas de la


historia de la disciplina, buscaba poner de manifiesto las contradicciones e incon-
secuencias percibidas por él como existentes entre esa labor «academicista» y los
conflictos presentes en la realidad social y política del país, pero también con los que
muchos percibían ya en la estructura misma de funcionamiento de la Universidad;
las fuertes polémicas suscitadas alrededor de sus intervenciones no dejaron de tener
efectos sobre la labor filosófica en los años de la Reforma universitaria. Si bien Ro-
berto Torretti logró su primer reconocimiento filosófico a través de su trabajo sobre
Kant, su más prolongada preferencia teórica —desarrollada en gran parte fuera de
Chile— se ha centrado alrededor de la filosofía de las matemáticas y de la física.
Podría afirmarse que la diversidad de problemas abordados desde distintos ángulos
por Humberto Giannini en su extensa obra filosófica, confluyen en una cuestión
metafísica que tiene su procedencia en el enigma que significa para el hombre la
experiencia de la palabra originaria creadora y la dimensión demoníaca del silencio
y los extravíos a que éste puede conducir a la íntegra condición cotidiana y hospita-
laria del alma humana. Más acá de su arraigado compromiso católico, Juan de Dios
Vial L. expresa su necesidad de un pensar metafísico, siempre dentro de un marco
académico, apoyándose en el análisis e interpretación de algunas de las más notorias
figuras de la tradición filosófica occidental, sin marginar por ello el horizonte orien-
tador de su compromiso personal.

No es casual que hayamos concentrado hasta ahora la presencia de la filosofía en el


país con lo sucedido en la Universidad de Chile, a pesar de que ella estuvo presente

296 en algunas de las décadas referidas también en otros ámbitos universitarios. Pero re-
sulta indiscutible que muchos de los nombres ya señalados, junto a otros que allí se
formaron, participaron en distintos momentos y por diversos períodos en diferentes
actividades de ampliación de la actividad filosófica en otras universidades del país
con prescindencia de la imposición externa a su trabajo de cualquier orientación
teórica predeterminada, ya fuese como profesores regulares de ellas o promovien-
do su inicio mediante su participación en ciclos de conferencias o cursos especia-
Dobles Póstumos / José Jara

les. En particular lo hicieron en la Universidad de Concepción, en la Universidad


Austral de Chile, en la Sede de Valparaíso de la propia Universidad de Chile en la
que se constituyó formalmente el Departamento de Filosofía en 1962, así como
también en la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la misma universidad
en Santiago donde se creó el Centro de Estudios Humanísticos en 1963, que tuvo
inicialmente a la filosofía como disciplina protagónica y a R. Torretti como su pri-
mer director. También algunos de los profesores señalados anteriormente lo fueron
a la vez en la Universidad Católica de Valparaíso y en la Pontificia Universidad
Católica de Chile. Por lo menos hasta fines de la década del 60 el flujo entre estas
universidades de los nombres indicados, y el de otros también importantes, fue algo
relativamente corriente.

La P. Universidad Católica de Chile, en Santiago, ha sido otro centro de irradiación


de la filosofía en el siglo XX, aun cuando desde un comienzo haya estado orienta-
da por la opción doctrinario-religiosa indicada en su nombre. Si bien en 1922 se
inauguró un Curso Especial de Filosofía con tres años de duración, en la irregular
convocatoria lograda por él en los años siguientes estuvo nítidamente marcado por
la doctrina filosófica del Doctor Angélico Santo Tomás, de la que se esperaba que
«permitirá preservar y defender la fe, proteger la sociedad e impulsar las ciencias y las
artes».5 Esta orientación general ha perdurado en todas las décadas siguientes, inclu-
so cuando a partir de 1950 se comienza a entregar de manera exclusiva el título pro-
fesional de Profesor de Filosofía, separándolo del resto de las especialidades y títulos
que otorgaba la Escuela de Pedagogía, fundada en 1943, y que en 1947 intensifica la
enseñanza de la filosofía escolástico-tomista, para entregar el título de Profesor de Fi-
losofía y Religión a todos los graduados en las diversas especialidades allí impartidas.
297
La filosofía también estuvo allí ligada estrechamente a la formación de profesores de
enseñanza media, aunque en este caso, con el expreso interés por formar profeso-

5
Luis Celis M. (Coord.), La presencia de la filosofía en la Universidad Católica (1888-1973). Anales
de la Escuela de Educación, N° 5 Tercera Época, PUCCh, 1982, p. 81.
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res católicos para ese efecto. Esta orientación doctrinaria del cultivo de la filosofía
queda claramente expresada en el Artículo 9 del Reglamento del Departamento de
Filosofía de esa universidad, publicado en 1953, en tanto se afirma que los estudios
allí ofrecidos «se inspirarán en la doctrina de Santo Tomás, en conformidad con las
Instrucciones Pontificias, tomando en cuenta a la filosofía moderna y contemporá-
nea, pero sin dejar a un lado las orientaciones trazadas por el Doctor Angélico. Tanto
los alumnos como los profesores tratarán de seguir una línea netamente tomista».6
Sin calificarla como una limitación, sí cabe considerarla como una opción teórico-
doctrinaria que delimita el alcance y modalidad de existencia allí de la filosofía. Lue-
go de separarse el Departamento de Filosofía de la Escuela de Educación en 1968,
se crea el Instituto de Filosofía, a fines de 1970, que, sin desconocer su tradición, se
propone ampliar sus posibilidades de reflexión filosófica autónoma.

De entre los filósofos activos en esta Universidad, junto al último señalado más
arriba y graduado en ella, cabe destacar como nombres de referencia los de Claren-
ce Finlayson (a quien en ese tiempo suele considerarse como al pensador católico
de mayor profundidad metafísica), P. Agustín Martínez, P. Osvaldo Lira, P. Rafael
Gandolfo, Armando Roa, Manuel Atria. Algunos de estos nombres se repiten en el
Instituto de Filosofía de la Universidad Católica de Valparaíso, fundado en 1949,
y a los que en sus primeros momentos es preciso agregar también como referencias
significativas los de su primer director, Luis López, y los jesuitas Arturo Gaete, Rai-
mundo Larraín y, más tarde, Jorge Eduardo Rivera.

Desde los años 40 a los 60 se constata en ambas universidades, de acuerdo a sus


298 respectivas características particulares, un desarrollo creciente, profesionalización y
consolidación de un conjunto homogéneo de académicos que investigan y debaten
acerca de todas las cuestiones centrales del discurso filosófico transmitido a través
de su historia y, muy particularmente, sobre los diversos desarrollos vigentes espe-
cialmente en Europa durante el siglo XX. La recepción de esas tendencias expresa-

6
Ibíd., p. 129.
Dobles Póstumos / José Jara

das en nombres de filósofos que se reiteran en las latitudes del continente, concita
adhesiones, polémicas y elaboraciones individuales de ellas, no exentas del afán
por resituarlas sobre el trasfondo de diversas manifestaciones de lo que se entiende
como algunos de los elementos más peculiares de la cultura nacional. Y puesto que
la universidad, como institución en la que se elabora y expresa el progresivo decan-
tamiento del pensar, las ciencias y las artes en el país, no puede ni pretende situarse
al margen de las solicitaciones que recibe de la sociedad en esos momentos de de-
sarrollo suyo, paulatinamente se ve llevada o desde ella misma surgen voces que la
conducen a tener que replantear sus propias condiciones de existencia académica. Y
entre éstas también se hacen oír las voces de distintos filósofos.

De acuerdo a vías y modalidades distintas, en las dos principales universidades


señaladas se detonó en 1967 un proceso de Reforma Universitaria, con diversos
antecedentes previos en cada una de ellas, que puso en juego y en pugna a críticas
e intereses tanto internos a la estructura académica y presupuestaria de la Universi-
dad, como a sectores político partidarios del país, a sectores universitarios laicos y
cristianos y a nuevos sectores políticos no partidarios. De diferentes maneras para
todos ellos el trasfondo de las luchas por la Reforma apuntaba y se inscribía en
un creciente proceso de cambios políticos en el país, que adquirió progresivamen-
te mayor pugnacidad y polarización de posiciones. Circunscrito exclusivamente a
la intervención de filósofos en este proceso, y en el marco de la Universidad de
Chile —pues allí alcanzó sus grados de ebullición más duraderos y con mayores
consecuencias—, las posiciones de algunos de ellos se expresaron en la Revista de
Filosofía de 1969, en su N° 1, de entre los cuales Juan Rivano era la figura más no-
toria. Un hecho tal vez sintomático con respecto a la existencia de la filosofía por lo
299
menos en la década siguiente, es que ella no volvió a publicarse hasta mayo del año
1977. Tanto el proceso de Reforma universitaria mismo como los cambios políticos
sucedidos en el país en los primeros años de la década del 70 —con el ineludible
entrelazamiento de ambos factores—, junto a la drástica interrupción del orden de-
mocrático sucedido en septiembre de 1973, tuvieron como efecto el hecho de que
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quienes participaban más resueltamente en la actividad filosófica se vieran absorbi-


dos por el tráfago de tales acontecimientos. La reflexión filosófica adquirió más bien
fuertes rasgos de polémica a menudo irresolubles, las opciones políticas permearon
el discurso y las elecciones teóricas, y las modalidades de abordar el ejercicio mis-
mo del pensar filosófico quedaron entreveradas con descalificaciones mutuas en-
tre quienes asumían diferentes prácticas de esa reflexión. Lo que solía considerarse
como los perfiles propios de la filosofía y la política se tornaron difusos, se borraron
o se entremezclaron argumentativamente, convirtiéndose en un asunto polémico
el hecho mismo de que pudiera haber algo así como un «perfil propio» de una u
otra, separables entre sí. Por irreconciliables que resultaran ser las posiciones que en
cada caso se tomaban, un hecho, sin embargo, es irrefutable. Luego de septiembre
de 1973, la aguda polémica teórica quedó silenciada por la ocupación militar de la
Universidad —la que, por cierto, se extendió a la sociedad entera.

A partir de esa fecha de 1973, el Estado, copado en sus funciones gubernamentales


por los designios y apremios militares del momento, purgó ideológicamente a la
Universidad de todos quienes no compartían ni acataban la Declaración de Princi-
pios del Gobierno de Chile. Las expresiones del pensar fueron drásticamente despla-
zadas desde las tonalidades de voces libres a los imponderables artificios de la sobre-
vivencia, equilibrándose entre el silencio, el temor y la palabra precisa. Gran cantidad
de académicos fueron exonerados, y en lo que respecta a quienes ejercían la filosofía
en las diferentes sedes de la Universidad de Chile, la cifra alcanzó a alrededor de 40
profesores de diversas trayectorias académicas y en distintos años luego de esa fecha
de ruptura de la democracia. Así, de los 20 profesores de filosofía que se trasladaron a
300 su Sede Norte en 1972, cuando fue cerrada definitivamente en 1976, sólo 2 de ellos
continuaron trabajando en esa Universidad. De entre todos los filósofos exonerados,
algunos pocos lograron proseguir su trabajo filosófico fuera del país. También en la
P. Universidad Católica fueron exonerados 7 de los 25 profesores de filosofía que allí
trabajaban hasta 1973. Esa Declaración de Principios remitía a una muy particular
interpretación política de elementos de la doctrina cristiana, cuya palabra se entendía
como la que habría de salvar a Occidente de los males de toda ideología o teoría atea,
Dobles Póstumos / José Jara

y en especial del marxismo, que pretendía subvertir lo que entonces se enfatizaba


como el orden de la tradición sagrada de la Patria. La tajante restauración de ese
orden mediante las espadas de la justicia y de la guerra, en donde la rescatada condi-
ción religioso-divina de la primera legitimaba las acciones de la segunda, tuvo entre
algunos de los filósofos activos en ambas Universidades a aliados de palabra y obra.

Aliados de palabra que, a través de distintas vías y ocasiones enunciaron la suya


públicamente, o en algunos casos tras las bambalinas del poder militar establecido,
para darle una justificación teórica. Solían apoyarse en palabras de un filósofo, San-
to Tomás de Aquino, o en quienes de entre aquella amplia tradición cristiana les
parecía más pertinente. El nombre del P. Osvaldo Lira, filósofo de la P. Universidad
Católica, fue tal vez el más notorio en esta coyuntura inicial, al plantear la necesaria
distinción y conjunción de los postulados de soberanía política, soberanía social y
subsidiariedad de la acción del Estado junto a la forma específica de su jerarquía
política, apoyado en los valores de la tradición, «del sufragio de los siglos» y del
corporativismo social.7 Y se hizo esto aunque no hubiera necesariamente el Nihil
Obstat de las legítimas autoridades eclesiásticas. También éstas se vieron tensionadas
por los conflictos políticos que trastornaron en ese entonces a la sociedad chilena.

Aliados de obra, que desde los nuevos cargos de poder universitario que entonces
se llenaron no por vía de elección de los pares, sino por designación del que en la
Universidad era radicalmente impar —el oficial militar designado como Rector a su
vez por decreto de su superior jerárquico castrense, autoridad máxima del país—,
fueron quienes asumieron la responsabilidad de implantar una pureza ideológica,
reestructurar la Universidad y exonerar de ella a todos los académicos que, o bien
301
eran calificados como responsables ideológicos o militantes o activistas de aquella
doctrina política a la que se hacía responsable del descoyuntamiento de los saberes
y las ciencias en la Universidad, y desde allí del travestismo o infección cancerosa de

7
Renato Cristi, Carlos Ruiz, El pensamiento conservador en Chile, Editorial Universitaria, Santiago
1992, p. 105 ss. y 129 ss.
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los sanos valores y tradiciones de la sociedad, de la Patria, como se prefería llamar a la


Nación. Fue el momento de una maniquea división moral de los habitantes del país,
en buenos y malos: quien no estaba a favor del régimen militar, estaba en contra de
él. Y la universidad se hacía explícitamente eco de esa división.

Esta alianza de palabra y de obra de un segmento de filósofos —aunque entre esos


aliados no hubiera sólo especialistas de este tipo— con el poder militar entronizado
a través de ellos en la Universidad, puede efectivamente haber tenido distintos grados
de complicidad, de eficiencia y de responsabilidad pública. Como la Universidad no
es un nombre vacío, en aquellos momentos de particular silencio también resonaron
algunos nombres de filósofos que se invistieron de autoridad y de responsabilidades:
Osvaldo Lira, Juan de Dios Vial Larraín, Joaquín Barceló, Juan Antonio Widow,
Bruno Rychlowsky. Las consecuencias para la práctica de la filosofía en esos momen-
tos de la década del 70, pero también de buena parte de los años 80, con una Uni-
versidad silenciada, vigilada, fueron devastadoras en diversos grados para cada una
de ellas. La Sociedad Chilena de Filosofía, con un directorio reconstituido acorde a
los tiempos que se vivían, convocó a partir de 1976 a diversos Congresos Nacionales
de Filosofía. Estos congregaron básicamente a quienes propiciaron, aceptaron o no
pudieron evitar convivir bajo el nuevo régimen en el que el pensar y las opciones
teóricas quedaban sometidas a preferencias y exclusiones, expresa o tácitamente, no
discutibles. Pero la vida y la reflexión filosófica en su más amplio sentido de investi-
gación, diálogo y debate en común y sin restricciones, estaban ya fracturadas.

Uno de los efectos de lo sucedido a partir de los inicios de la década del 70 y, en


302 particular, desde el cierre teórico que se produjo al interior de las universidades con
posterioridad a septiembre de 1973, fue que hacia fines de esa década y la de los 80
se hizo cada vez más patente y se comenzó a cuestionar de modo insistente, aunque
en ocasiones de modo más bien soterrado, la figura que llegó a adquirir la «historia
de la filosofía».8 La situación dislocadora y anómala de esa coyuntura social e insti-

8
Ver sobre este tema: Patricio Marchant, Sobre árboles y madres, Ed. Gato Murr, Santiago 1984, en
Dobles Póstumos / José Jara

tucional catapultó a lo que en condiciones distintas a esas no podía ser más que una
de las vías corrientes de acceso a problemas y preguntas centrales y reiteradas de la
filosofía, a convertirse en la instancia privilegiada de ejercicio del pensar filosófico,
así como en el elemento decisorio de la estructura formal de los planes de estudio
de la carrera en la especialidad, con expresas exclusiones de importantes pensadores
de la filosofía contemporánea y privilegio también de otros, muy en particular de
M. Heidegger. El trabajo sobre aquellos textos y temas considerados como señeros,
predominantes en el espectro de la filosofía en su historia, y que no entraran en
disonancia con las voces prevalecientes en la institución y en la sociedad en ese en-
tonces regimentada, acabó convirtiéndose en una suerte de escudo o en un paraguas
que permitía ignorar, guardar silencio, parapetarse o defenderse teóricamente frente
a los hechos que convulsionaban políticamente a la sociedad, despojada de criterios
públicos mínimamente compartidos de reflexión y convivencia democrática.

Lo desquiciador y desgastante de esa situación no fue obstáculo, sin embargo, para


que entre los intelectuales que lograron sobrevivir profesionalmente en el país, cobi-
jados muy parcial y ocasionalmente en algunas universidades, pero especialmente en
instituciones u organizaciones no gubernamentales de investigación y trabajo inte-
lectual a través de proyectos financiados por organismos internacionales, se inhibiese
el estudio y reflexión sobre lo que se continuaba pensando en el mundo filosófico,
más allá de lo que inercialmente continuaba sucediendo al interior de las universi-
dades, con los sesgos teórico-ideológicos propios a cada una de ellas en ese período.
Así fue como en diversos lugares y circunstancias comenzó a aflorar con energía la
necesidad de reflexionar acerca de temas y problemas configuradores de la propia
realidad nacional, presente y pasada, en sus vertientes políticas o en los distintos as-
303
pectos constitutivos de la propia cultura, así como la apertura hacia el intercambio de
experiencias intelectuales entre las diferentes disciplinas o investigaciones particula-
res en los campos de las humanidades, las ciencias sociales, las artes y los emergentes

especial I Parte, Cap. 1°, así como Escritura y temblor, Ed. Cuarto Propio, Santiago 2000, pp. 269-
282 y 417-433.
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estudios de género. Sin embargo hubo momentos en que la existencia de la reflexión


filosófica, tanto entre los especialistas ya formados así como entre muchos de los
nuevos estudiantes, adquirió características cercanas o propias de la clandestinidad,
aparte de aquellos que inevitablemente hubieron de adoptar otras formas de ejercicio
profesional para continuar adelante. Especialmente hacia fines de los años 80, inclu-
so se dieron y aprovecharon circunstancias para establecer contactos y realizar activi-
dades de una reflexión en común con instancias internacionales de trabajo filosófico,
particularmente con miembros del Collège International de Philosophie, de Francia,
que con sus intervenciones teóricas y organizativas aportaron algún aire de aliento
intelectual a quienes en el país no cejaron en el libre ejercicio de la tarea filosófica.

Con la recuperación formal de la democracia en el país en marzo de 1990, se inició


en esa década final del siglo una laberíntica transición social y política, profusa en
gestos de transformismos, perseverancias e incertidumbres de distintos tipos. La
suerte de la filosofía en esa coyuntura no fue ajena, una vez más, al modo como se
conjugó esa situación con distintas intensidades y urgencias, por lo pronto, en las
dos principales universidades en que se había desarrollado tal saber. La reforma del
sistema de educación superior de 1981 al afectar con mayor radicalidad a la Univer-
sidad de Chile, trajo consigo la creación de tres nuevos Departamentos de Filosofía
en tres de las universidades públicas que se derivaron de ella, y que acuñaron perfiles
teóricos disímiles según la magnitud del impacto recibido por la intervención ideo-
lógica desde el período anterior, que afectó igualmente a ese primer Departamento
creado en 1935. En uno de ellos, en la U. de Valparaíso, se reabrió el año 90 la Li-

304 cenciatura en Filosofía que había sido cerrada 9 años antes. Con una sola excepción,
tres de esos Departamentos reincorporaron con distinta prontitud y efectividad a
académicos previamente exonerados, aunque esa excepción, en la UMCE, y a par-
tir de un decisivo movimiento de los estudiantes de filosofía, el año 2000 inició y
logró un cambio cabal de su plantel académico, no deudor ya de esa intervención
aludida. En el campo de las universidades privadas, mientras el Instituto de Filoso-
fía de la PUCCh experimentó en esa década reordenamientos académicos internos,
Dobles Póstumos / José Jara

también se afianzaron dos otros Departamentos de Filosofía con proyectos teóricos


muy distintos en las universidades ARCIS y Los Andes. Paralelamente creció el
requerimiento de una mayor enseñanza de la filosofía, según diversos intereses, en
otras universidades particulares surgidas a partir de la Reforma de 1981, lo que
contribuyó a diversificar los niveles de especialización de la presencia de la filosofía
en el sistema universitario. Fue también un período en que con variadas dificultades
se inició el despliegue de algunos programas de postgrado, que vinieron a satisfacer
necesidades crecientes de mayor profesionalización en la especialidad.

Sobre un trasfondo de inestabilidades y búsquedas, insatisfacciones y afanes de re-


cuperación y apertura, distintas generaciones de filósofos retomaron en la última
década del siglo XX, una actividad pública más intensa en congresos, coloquios, se-
minarios, con diversos formatos y tipos de apoyos institucionales, no sólo universi-
tarios. Sin embargo, la Sociedad Chilena de Filosofía no fue ya un actor relevante en
este período, seguramente como resultado de las escisiones de diverso tipo produci-
das en el campo filosófico en las dos décadas anteriores. Al margen de ella, se generó
un mayor debate multidisciplinario, en unos casos, o más circunscrito a cuestiones
de la especialidad, a la obra de filósofos particulares, en otros; todos ellos referidos
en diversos grados a convocatorias en torno a: modernidad y post-modernidad,
utopía(s), postdictadura y transición democrática y filosofía, memoria y olvido,
la universidad y los saberes y las artes, con una creciente participación en ellos de
filósofos de Europa, de América del Sur y del Norte. Teniendo presente la aleatoria
diversidad de experiencias institucionales e individuales sucedidas en el siglo XX en
el ámbito de la reflexión y del discurso filosófico en el país, bien puede decirse y en
más de un sentido, que fue un siglo corto de filosofía. Sin embargo, los caminos,
305
desvíos y extravíos cartografiables de él, ciertamente han de operar como huellas,
síntomas o incluso cicatrices ineludibles de detectar, analizar y sopesar desde esa
insoslayable diferencia histórica que ayuda a perfilar con mayor nitidez cualquier
presente en el que se quiera ejercitar un pensar filosófico crítico frente a sí mismo,
y en este caso, para este otro siglo en que ya se está.
Dobles Póstumos / José Jara

El arte del estilo y las tramas de la recepción

Desde temprano en la década de los años 70 situó Nietzsche ya a sus escritos en la


dimensión del futuro que avistaba a través de ellos, aunque éste apareciera allí como
esa incógnita que la operación del pensar y los acontecimientos habrían de resolver
a partir de las cifras en que se reparte la fracción del tiempo, por encima y por de-
bajo de esa línea que las une y separa a la vez. Con las palabras de esos escritos pro-
curó dar señales de navegación para que otros hombres pudiesen arribar a ese otro
tiempo distinto de su presente, para el cual él sabía que había nacido demasiado
tempranamente. Pues ya a partir de mediados de 1886, por lo menos, comienza a
designar a su pensamiento como el de un hombre póstumo que, además, se entien-
de a sí mismo como un filósofo.

Pensadas por él desde el tiempo en que le tocó vivir, sus palabras las escribió de una
manera tal que al menos —como reitera en distintas páginas suyas— algunos pocos
hombres del siglo venidero pudiesen oírlas, recibirlas y elaborarlas de acuerdo al
estilo que cada uno de ellos supiese crear para su propio decir y pensar. La ocasión
que aquí nos reúne está conectada con ese calificativo de póstumo que él se asignó
a sí mismo, tiene que ver con la recepción que tuvieron sus palabras en ese siglo
XX que ya concluyó y del cual él no fue testigo de cuerpo presente. Sabemos, sin
embargo, cuánto anhelaba él poder adelantarse con su pensar a lo que estaba seguro 307
que no habría de compartir en su vida. Pues ya en la última línea del prólogo con
que delimita en febrero de 1874 la condición «intempestiva» de sus consideraciones
Acerca de la utilidad y las desventajas de la historia para la vida, emplea un adverbio:
hoffentlich: espero que, con el que califica el modo y la ocasión con que vivencia una
acción posible para su tipo de pensar: «espero que a favor de un tiempo por venir».
Y el verbo al que allí modifica, lo transformará 8 años más tarde en un sustantivo,
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puesto en boca de Zaratustra y con el que nombra la «esperanza más alta»1 de éste
—que por cierto, es a la vez la suya—, aquélla que por ser también «el pensamiento
más alto de la vida», para que llegue a cumplirse, uno y otro dicen, al comienzo de
la cuarta y última parte de esos discursos, que «tenemos paciencia, y tiempo, y más
que tiempo», pues lo que un día habrá de llegar es «nuestro grande y remoto reino
del hombre, el reino de Zaratustra de los mil años». Puesto que la realización de
ese reino supone un cambio demasiado grande con respecto a lo que se percibe en
su tiempo, y por ello a sus contemporáneos puede serles difícil tener la vivencia de
un acontecimiento tal, introduce Nietzsche en su libro siguiente una pregunta que
apunta en una dirección temporal semejante, al usar la imagen de la luz de los astros
y su tardanza en ser vista por los hombres: «¿Cuántos siglos necesita un espíritu para
ser comprendido?».2

Entre la primavera y el otoño de 1886, escribe Nietzsche varios prólogos para las
segundas ediciones de algunos de sus libros. En ellos reflexiona sobre buena parte
del camino ya recorrido y redimensiona personajes y situaciones de su vida personal
al hilo de algunos de los temas centrales de su pensamiento: el espíritu libre, la gran
salud, los nudos y desenlaces entre el romanticismo y el pesimismo, las confianzas
sostenidas por la moral y las imprescindibles desconfianzas exigibles frente a ella, el
haberse echado a perder con prisa aún juvenil el grandioso problema de los griegos
y la interrogante dionisíaca, la filosofía como un arte de la transfiguración de cuanto
habita el alma, el cuerpo y el espíritu. En todos ellos resuena como el ritmo de un
bajo continuo la preocupación por la figura del libro y la escritura, entre los que

308 se juegan lo que vivencia como su tarea y la «salud de mañana y pasado mañana»
de aquellos a los que nombra como a los buenos europeos. Y este nombre aparece
reiteradas veces en el Libro V de La ciencia jovial, escrito por esas mismas fechas,
asociado ahora consigo mismo como filósofo, si bien para ello se refiere a sí mismo
corrientemente en primera persona plural: «¡Nosotros los hombres póstumos!».

1
Z., «De la guerra y el pueblo guerrero».
2
MBM., §285.
Dobles Póstumos / José Jara

Aunque en muchos lugares de sus libros previos, Nietzsche se había referido a una
gran diversidad de temas usando la primera persona de singular para expresar su
pensamiento, sólo en los escritos de los últimos meses de 1888 comienza a emplear
para los títulos de algunas secciones de sus libros esa primera persona de singular,
cuando ya le parece indispensable decir «quién soy yo». Ecce homo es, sin duda, el libro
en que este recurso de autodesignación es el más notorio y desenfadado. Y lo hace
en un momento en que siente que ha de dirigirse «a la humanidad presentándole la
más grave exigencia que jamás se le ha hecho», interpelando a sus interlocutores, es
decir, a sus lectores futuros con un decir que en ese instante se ha convertido para
él en un deber: «¡Escuchadme! Pues yo soy tal y tal. ¡Sobre todo no me confundáis!».3
Es el momento en que paralelamente distingue su yo de sus escritos, al decir: «Uno
soy yo, otro, son mis escritos». Aunque esa distinción parece quedar prontamente
abolida, cuando en un giro que resuena como una cierta paradoja, de estos últimos
dice que los siente como incomprendidos hasta ese entonces y los conecta de inme-
diato consigo mismo, pues tampoco para él mismo, en tanto un individuo que es un
filósofo, dice, «ha llegado aún el tiempo, algunos nacen póstumamente».4

¿Cabe establecer alguna relación, y cuál, entre el considerar a su pensamiento como


intempestivo, usar el nombre de Zaratustra para expresarlo y emplear imágenes
astrales y la primera persona de plural, antes de referirse enfáticamente a sí mismo
en singular, a su yo, al que en ese libro conecta además con personajes de su familia
más cercana, aunque en todos esos casos se visualice y piense a sí mismo desde la
perspectiva de la posteridad? ¿Contienen ellas algún indicio para eventuales aproxi-
maciones futuras a la condición y a las tareas de su pensar?
309
3
EH., Prólogo, §l. Cuando poco más tarde reúne Nietzsche antiguos textos suyos sobre Wagner a
los que pone como título Nietzsche contra Wagner, según se lo anuncia a su editor G. Naumann en
carta del 17 de diciembre, en tres de sus secciones emplea nuevamente como subtítulos su referen-
cia a sí mismo en primera persona de singular: «Donde yo admiro», «Donde yo hago objeciones»,
«Cómo yo me desprendí de Wagner». No sólo se caracteriza en ellos a sí mismo como antípoda de
Wagner, sino que para ello se remonta a textos que se refieren a él ya desde 1877.
4
EH., «Por qué escribo tan buenos libros», §1.
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Para situar y sopesar la recepción posterior de Nietzsche, parece necesario conside-


rar el rol establecido por él para el filósofo y de qué modo en éste queda implicada la
persona del filósofo mismo, sobre cuya inseparabilidad él insiste reiteradamente en
sus escritos. Lo cual trae consigo la interrogante acerca del estatuto del discurso del
filósofo, que, al estar dirigido a todos los hombres e incluso a la humanidad misma,
como él lo señala, y sobre cuestiones decisivas para todos ellos, sin embargo, resulta
indiscernible de la persona singular que éste es en tanto ser humano, como hombre.
Y lo que allí queda puesto en juego sería, por lo pronto, la condición de «verdad» del
discurso de uno y otro, en su relación con aquellos a los que está dirigido.

Por otra parte, puesto que en los parágrafos de esa sección de Ecce homo «Por qué
yo escribo tan buenos libros», aunque también en otros lugares, él entrega distintas
variantes de expresiones en las que afirma su certeza sobre la calidad de sus libros,
a la vez que explicita el tipo de lectores requeridos por ellos, sería preciso destacar
el hecho de que él entiende que la escritura y los libros no sólo son la condición
básica a ser cumplida por todo individuo que se asuma a sí mismo como filósofo, y
que como tal pretenda decir alguna verdad a otros hombres, sino más aún cuando
uno de ellos pudiera llegar a convertirse en la singularidad de un destino, como él
allí se autocalifica, y que por eso sólo puede ser oído después de su propio tiempo.

¿Qué señales de acceso, qué huellas estampa él en el territorio de sus escritos que
puedan servir de guías para quienes quieran adentrarse en «abismos laberínticos» o
se atrevan a lanzarse «con astutas velas a mares terribles», en pos de un «adivinar»
antes que de un «deducir», como él advierte allí a sus futuros lectores con palabras
310 dichas ya antes por Zaratustra? Pero la respuesta dada por él a renglón seguido en
el §4 de ese texto, sólo añade, dice, «algunas palabras generales», aunque éstas se
refieran a algo subrayado allí por él: su arte del estilo. Recordemos lo que allí dice
sobre éste:
Comunicar un estado, una tensión interna de pathos, por medio de signos,
incluido el tempo [ritmo] de esos signos —tal es el sentido de todo estilo; y
teniendo en cuenta que la multiplicidad de los estados interiores es en mí
Dobles Póstumos / José Jara

extraordinaria, hay en mí muchas posibilidades del estilo—, el más diverso


arte del estilo de que un hombre ha dispuesto nunca. Es bueno todo estilo
que comunica realmente un estado interno, que no yerra en los signos, en
el tempo de los signos, en los gestos —todas las leyes del período son arte del
gesto—. Mi instinto es aquí infalible.5

¿A quién corresponde aquí lo infalible de ese instinto? ¿Al «yo» del señor Nietzsche
o al de ese individuo que se entiende a sí mismo como un pensador póstumo? ¿En
cuál de estos dos hay que ver esa multiplicidad de estados interiores que hacen po-
sible el más diverso arte del estilo? Tal vez cabe aquí tener presente lo que en otra
ocasión él dijo de sí mismo cuando recordaba anteriores enfermedades y padeci-
mientos suyos, de los que al lograr su convalecencia dieron lugar a La ciencia jovial,
como agradecimiento luego de haber «resistido pacientemente una larga y terrible
presión». Y es en su prólogo de 1886 donde dice: «Pero dejemos a un lado al señor
Nietzsche, ¿qué nos importa que el señor Nietzsche esté nuevamente sano?». Y en
lugar de ese señor, quien toma allí la palabra por él es aquél que como filósofo se
desdobla en otras dos figuras de hombres del conocimiento, el psicólogo y el histo-
riador, para aportar cada uno de ellos, en cada caso desde su particular perspectiva,
su «curiosidad científica» frente a la relación entre salud, enfermedad y filosofía, que
les impide separar lo que configura el cuerpo, el alma y el espíritu. Pues las múl-
tiples, refinadas y sutiles correas de transmisión que recorren las fuerzas propias a
ellos tres, son las que dan como un peculiar resultado ese «arte de la transfiguración
(que) es precisamente la filosofía».

Por lo demás, así como las posibilidades del estilo tienen que ver con la tensión
311
suscitada por la multiplicidad de estados internos de un pathos, es decir, de algo que
se experimenta como una afección y que se padece, pero que ha de transformarse de
acuerdo a la sonoridad de las palabras y el ritmo de los signos y la duración de las
frases y los períodos con que se procura comunicarlos, también la filosofía es una

5 [EH., «Por qué escribo tan buenos libros», §4].


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transfiguración de esa «larga y terrible presión» de los malestares y enfermedades


experimentadas en el cuerpo y el alma, pero a las que un espíritu ha resistido con el
gesto de ser «paciente, riguroso, frío, sin someterse, pero sin esperanza». Y se sabe
que, por lo menos en uno de esos estados de ánimo, en la paciencia, resuena explíci-
tamente una larga procedencia etimológica que lleva hasta el pathos griego. Así pues,
bien puede verse aquí una conexión entre los afectos necesarios al estilo y los afectos
requeridos por la filosofía. Y el psicólogo, historiador y, además, filólogo que es el
filósofo Nietzsche, bien podría compararse en su relación de estilo de escritura con
ese pathos, como Homero lo hace con Aquiles, según él mismo había escrito ya en
torno a 1875: «Siempre sucede como entre Aquiles y Homero: el uno tiene la viven-
cia, el sentimiento; el otro los describe. Un verdadero escritor sólo le pone palabras
al afecto y a la experiencia del otro, él es artista para adivinar mucho, a partir de lo
poco que ha sentido».6 De manera que lo que Nietzsche pide a sus lectores frente a
las palabras de sus escritos —como aludimos más arriba—, tiene en común con lo
que él hizo durante décadas frente a los afectos y sentimientos humanos a lo largo
de sus libros, esto es, una misma acción del espíritu: adivinarlos. Y así como él luego
los describió de acuerdo al ritmo de la sonoridad, significado y gestos capaces de
expresarse con las palabras y los períodos de su estilo, el lector que recepciona sus
palabras ha de rumiarlas7 para entender, por ejemplo en este caso, que más allá de
que él, el señor Nietzsche, haya tenido efectivamente una extraordinaria multiplici-
dad de estados internos que le habrían permitido disponer de una gran riqueza de
estilo de escritura, lo que allí estaría en juego bien podría ser también algo más que
eso, o mejor aún, algo otro que eso.
312 Y lo específico de eso «otro» de su peculiar modo de escribir, habría que reconocerlo
no sólo en la calidad literaria exhibida en él, sino en el hecho de que ese estilo de
escritura suyo lo pone en práctica como una consecuencia del desplazamiento intro-

6
HdH., I, §211. (Traducción nuestra).
7
Ver GM., Prólogo, §8. También el capítulo «Entre imágenes e ideas» de nuestro libro Nietzsche, un
pensador póstumo. El cuerpo como centro de gravedad.
Dobles Póstumos / José Jara

ducido por él en la figura del filósofo, en cuanto a lo que considera como válido y
necesario a la hora de ejercitar el pensar y el conocer. Es decir, en el filo de la distin-
ción entre su yo personal y el de su yo como filósofo, que escribe, es preciso destacar
su haber replanteado el perfil y la consistencia de la razón filosófica misma, su uso
y sus posibilidades de acceso a la comprensión de todo ese complejo de realidades
humanas que traspasan y afectan a sus propósitos y deseos, acciones y decisiones.
Dicho de otro modo, se trata de asumir y poner en obra la mayor apertura imagina-
ble a todo el espectro de los sentidos, de la sensibilidad y la pasión experimentables
humanamente frente a los hombres, hechos y situaciones del mundo, y hacerlo con
la persistencia y la distancia, el rigor y la riqueza de medios conceptuales, como
nunca antes habían sido acogidas ambas líneas de comunicación con tal intensidad,
como por él. Pues en esta específica apertura del pensar nos parece que radica esa
infalibidad del instinto filosófico, que enfáticamente dice Nietzsche poseer. Y en
una apertura de segunda grado con respecto a ella, pareciera que cabría situar allí
también uno de los criterios para evaluar la recepción que de su pensamiento se
haya hecho y pueda seguir haciéndose.

Por lo pronto, los tres conceptos ya aludidos, el cuerpo, el alma y el espíritu, cabe
entenderlos como aquellos frente a los que la filosofía y su escritura han de ejercitar
el arte de la transfiguración que le es propio. Son tres conceptos que poseen una
larga historia de transformaciones o interpretaciones tras suyo y que, sin embargo,
una vez más, han de experimentar un cambio en lo que con ellos se dice y entiende.
Si nos detenemos en primer término en la noción de alma, son la condición de
psicólogo poseída por él —según señala en lo ya citado de Ecce homo así como en
muchos otros textos y que sus lectores, dice, sabrán reconocer en ellos—, unida
313
a la condición de un historiador en sintonía con aquél, las dos condiciones que
habrán de ensayar los nuevos filósofos convocados por él en sus páginas ante un
ámbito privilegiado donde ellos tendrán que desplegar todo su olfato y su pensar
de nuevo cuño, así como él procuró hacerlo en sus escritos: «la historia entera del
alma hasta este momento y sus posibilidades no bebidas aún hasta el final: ése es,
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para un psicólogo nato y amigo de la “gran caza”, el terreno de caza predestinado».8

Es decir, es preciso adentrarse en la historia del alma humana de modo que se sea
capaz de dar cuenta de lo sucedido en ella, por una parte, en aquellos momentos
primeros de la historia en que la separación entre los hombres estuvo marcada por
lo denominado por él como el pathos de la distancia, establecida entre estamentos de
nobles y plebeyos, y entre los que se encuentra también «el origen del lenguaje como
una exteriorización de poder de los que dominan»9 y que en aquel entonces habrían
acuñado esa antítesis de nombres y valores tales como «bueno» y «malo». Pero que,
por otra parte, en esa historia ha de ser posible rastrear a la vez cómo en ese terreno
de caza se llegó desde aquel pathos primigenio hasta ese otro «pathos misterioso», en
el que más tarde pudo expresarse «aquel deseo de ampliar constantemente la dis-
tancia dentro del alma misma, la elaboración de estados siempre más elevados, más
raros, más lejanos, más amplios, más abarcadores, en una palabra, justamente la ele-
vación del tipo “hombre”».10 Y el recorrido por entre esos dos extremos históricos de
las manifestaciones de los estados afectivos de los seres humanos, situados en cada
una de esas etapas pensadas por Nietzsche en vistas de lo que ha sido y pueda llegar
a ser el hombre, está jalonado por palabras creadas por ellos y que con el correr del
tiempo se convirtieron en valores según los cuales configuraban sus vidas, a la vez,
diversos pueblos, así como hombres que procuraron acceder a sí mismos, en tanto
individuos. Entremedio de la reflexión de Nietzsche sobre lo llamado también por
él como el «gran número» o el rebaño, y las distintas figuras de un «yo», aparecen
una y otra vez textos en los que se decantan para su pensar diversas fases del proceso

314 de formación de la lengua y del arte en el uso de la palabra, sin la cual aquél, el
pensar, no podría encontrar ni su rumbo ni su ritmo de comunicación.

Pues en último término, la comunicación, entendida como la actividad central de

8
MBM., §45. (Hemos modificado la traducción).
9
GM., I, §2.
10
MBM., §257.
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esa culminación alcanzada por él en el arte del estilo, es también aquello a partir
de lo cual y desde «un comienzo sólo entre el hombre y el hombre fue necesaria»11,
y cuyos resultados primeros fueron tanto el surgir de un pueblo como el de una
lengua. Así como para que eso sucediera se requirió que esas dos realidades so-
ciales se entrecruzaran y se distinguiesen a la vez, a partir, por lo pronto, de esas
antiguas «sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, (...) (pues)
son los grupos de sensaciones que se despiertan más rápidamente dentro de un
alma, que toman la palabra, que dan órdenes, (...) que deciden sobre la jerarquía
entera de sus valores, (...) y delatan algo de la estructura de su alma».12 Y esto pudo
suceder así, puesto que las palabras, al ser «signos-sonidos de conceptos», y éstos
«signos-imágenes» de esos grupos de sensaciones del alma, le permitieron a tales
hombres que vivían juntos bajo condiciones similares, entenderse entre sí y formar
un pueblo, precisamente sobre la base de esas vivencias de variado calado personal,
pero que al ser traducidas por esas abreviaturas de ellas —que es lo que son esos
signos-palabras—, dieron lugar a una lengua. Es la unión de esas dos condiciones
mencionadas del filósofo pensado por Nietzsche, a las que él añade su propia pro-
cedencia filológica, lo que le lleva a decir que «la historia de la lengua es la historia
de un proceso de abreviación».13

Pero ¿qué es lo que de este proceso resulta relevante para nuestro asunto del estilo?
Varias cosas. Además del hecho de que esas abreviaturas de la lengua hayan teni-
do el efecto positivo de permitirles comunicarse para contrarrestar los peligros, las
penurias a las que tales hombres tuvieron que enfrentarse, tales palabras fueron
también un instrumento con el que tomaron distancia frente a las sensaciones allí
experimentadas, pues mediante ellas comenzaron a nombrar y, así, a acceder a tres
315
formas, por lo menos, de un «saber» inicial acerca de: qué sentían, qué querían y
qué pensaban allí que podían hacer para superar el estado de menesterosidad en que

11
CJ., §354.
12
MBM., §268.
13
Ídem.
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se encontraban. A través de esos saberes montados sobre los signos de una lengua,
habría comenzado el largo proceso de conocimiento de todo el amplio espectro de
sensaciones de sus almas, que, por una parte llevó hasta el que así llegasen a ser cons-
cientes de sí mismos, es decir, hasta lo que más tarde se llamó la «conciencia» y, por
otra parte, condujo hasta el perfilamiento especial de algunos de ellos como maes-
tros en «la fuerza y arte de la comunicación» de lo que habían menester de decir y de
hacer, individuos que se diversificaron luego bajo la figura de los artistas, «los orado-
res, predicadores, escritores, todos los cuales son hombres que llegan siempre al final
de una larga cadena, los que en cada caso “han nacido tardíamente”».14 Es decir,
individuos que coinciden con Nietzsche en la condición tardía, o incluso póstuma
en éste de su afán de comunicar, que, de este modo, se muestra como algo que no es
sin más un privilegio suyo, sino una realidad humana que puede hacerse patente en
cada momento histórico en el que, por haber experimentado algunos de ellos lo que
en sus respectivos tiempos había llegado hasta un nivel de incisiva realidad nueva
imposible ya de acallar, se convirtieron en «derrochadores». Esto es, se convirtieron
en individuos que, en su momento y en su estilo, realizaron acciones de comuni-
cación excedentarias frente a lo experimentado en su tiempo por los miembros de
su comunidad, fueron capaces de traducirlas en palabras inéditas hasta ese enton-
ces, para situarse así en un cierto nivel de avanzada con respecto a las experiencias
comunitarias habidas. Y en tal caso, puede decirse que tales individuos asumieron
una posición al menos semejante con aquel carácter «transfigurador» asignado por
Nietzsche a la filosofía, entendiendo que éste último a su vez lo hizo en la medida
en que tal carácter correspondía con lo dicho por Zaratustra como aquel misterio
316 que la vida una vez le confió: «yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo».15

De manera que no hay comunicación posible de un estilo cualquiera sin que un


individuo haya experimentado la necesidad de transformar mediante palabras las
vivencias experimentadas en su alma, o se haya abierto hacia el alma de aquellos

14
CJ., § 354 .
15
Z., «De la superación de sí mismo».
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con quienes convive o que sabe que existieron en el curso de la historia. Y lo que
Nietzsche rescata de esos individuos tardíos, y que él incorpora en su replantea-
miento de una racionalidad venidera, es que en el sí mismo alcanzado, o más bien
alcanzable por otros hombres, se extienda esa abreviatura que es cada lengua a una
nueva comprensión de lo denominado por él como una «voluntad fundamental del
espíritu». De aquél espíritu que impulsado por ese pathos misterioso, ya aludido, se
adentra en la amplitud del alma, pero tomando ahora esa distancia que le permite
ir de la pluralidad de sensaciones a la simplicidad de las palabras, asemejar lo nuevo
de aquéllas a lo antiguo, «a pasar por alto o eliminar lo totalmente contradictorio»,
de modo que allí «el espíritu subraya, destaca de modo arbitrario y más fuerte, rec-
tifica, falseándolos, determinados rasgos y líneas de lo extraño, de todo fragmento
de “mundo externo”».16 Pero de este modo el espíritu adquiere y pone en práctica,
a la vez, nuevas experiencias descritas por Nietzsche mediante distintas perspectivas
de enumeración de lo que configura el «sentimiento de la fuerza multiplicada», lo-
grada por él. Por ejemplo, la resolución de ignorar, de aislarse voluntariamente, de
contentarse en ocasiones con la oscuridad, un decir sí a la ignorancia y un darla por
buena, de dejarse engañar y a hacerlo a veces con picardía, experimentar placer en
la inseguridad y equivocidad, en la estrechez y clandestinidad de estar en un rincón,
de engañar a otros espíritus y disfrazarse ante ellos, para gozar así de su pluralidad
de máscaras y de su astucia, de manera que, exclama, «¡son cabalmente sus artes
proteicas, las que mejor le defienden y esconden!».17

En esta enumeración abreviada del polimorfismo creador de las manifestaciones del


espíritu, así como en otras enumeraciones que acostumbra Nietzsche a realizar en
distintos lugares de su obra para mostrar tanto la pluralidad como el cambio que
317
constituye a la realidad de la vida, así como su propia reflexión sobre ella, se expre-
sa, por lo demás, esa certeza suya de que sólo asumiendo «la forma más general de

16
MBM., § 230.
17
Ídem. Este párrafo lo hemos redactado seleccionando algunas de las enumeraciones hechas por
Nietzsche.
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la historia» es como la filosofía puede aún ser válida, es decir, «como el intento de
describir de algún modo el devenir heraclíteo y de abreviarlo en signos (y por así
decir, de traducirlo en una especie de ser aparente y de momificarlo)».18 Eso es lo
que también le conduce a desplazar los esfuerzos del espíritu por conocer las cosas
y el proceso en el cual están incluidas en una dirección que califica a esos esfuerzos
como procedentes más bien del hecho de que «en nosotros hay un poder ordenador,
simplificador, falseador, artificialmente separador», y que, sin embargo, es impres-
cindible a la condición humana, por lo pronto, en cuanto contribuye a despejar en
algún grado nuestra ignorancia inicial con respecto a las cosas, en tanto las palabras
con que las designamos «son tal vez líneas de horizonte para nuestro conocimiento,
pero no son “verdades”».19 Con lo cual es el mundo entero el que también queda
ahora abierto para el espíritu del hombre, pues la extensión toda suya y los límites
que en él puedan detectarse, son igualmente ficciones necesarias que él introduce
en sus territorios, tal como lo son esas líneas de horizonte, y habría que agregar, al
igual que los puntos cardinales que a él le sirven para orientarse allí, pues todas esas
son invenciones y convenciones ficcionadas, tal como lo son las palabras y signos
empleados por ese espíritu en su afán y menesterosidad por conocer cuanto le rodea
y encuentra dentro suyo.

Esta otra manera de entender al espíritu, sin duda problemática en más de un as-
pecto con respecto a la aceptada en la tradición, pero que implica también su con-
dición proteica al hilo de esas imprescindibles ficciones que crea para habérselas con
las penurias y menesterosidades experimentadas por los hombres en su existencia

318 de sociedad y como individuos —y limitándonos ahora al tema que nos ocupa—,
nos permite establecer otra conexión temática con la trama de que está hecho todo
estilo así como, además, de la recepción que de él puede hacerse y que nos conduce,
por lo pronto, a la figura del artista. Pues éste actúa echando mano al mismo tipo de
recursos empleados por el espíritu, tal como lo entiende Nietzsche, sacándolo radi-

18
SW.KSA., 11. 36[27].
19
SW.KSA., 12. 5[3].
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calmente fuera del ámbito trascendental y de fundamentación final otorgada por la


razón imperante en el discurso de la metafísica moderna, de la que él se separa, para
situarlo entreverado con las complejidades del alma, pero también, como veremos
más adelante, con las pluralidades del cuerpo. Por ahora, sin embargo, veamos su
parentesco con el artista.

Y es a propósito de una variante denominativa de ese sí-mismo que ronda por las
profundidades del alma y de la superficie de la conciencia, en tanto ese llegar-a-ser­
consciente-de-sí mismo, tal como lo especifica Nietzsche en relación con lo que
subyace a la comunicación, lo que permite establecer la conexión con el arte del
estilo que recorre a sus escritos, y que señala hacia la operación mediante la cual
habría que distinguir entre el yo del señor Nietzsche y el yo del filósofo póstumo
que se expresa en ellos. La palabra con que designa en otro lugar a ese sí-mismo es:
carácter, y la frase en que lo conecta con el arte y el artista es: «“Dar estilo” al propio
carácter —¡un arte grande y escaso!».20 Y la escasez de este tipo decisivo de arte,
remite a su reiterada crítica tanto de la noción moderna del laissez aller [dejarse ir],
como de la más tradicional de la «inspiración», en tanto aquella que en este caso
apela a distintos tipos de divinidades usualmente extrahumanas, que insuflarían
en la acción creadora de los hombres la belleza y el éxito que pudiesen lograr. Por
el contrario, lo exigido por Nietzsche tanto a la acción del espíritu como a la del
artista, si han de querer aprender a ver, a pensar, a hablar y a escribir, en acciones de
verbos subrayadas por él en su texto, es a «habituar el ojo a la calma, a la paciencia,
a dejar-que-las-cosas-se-nos-acerquen; aprender a aplazar el juicio, a rodear y a abar-
car el caso particular desde todos los lados. Esta es la primera enseñanza preliminar
para la espiritualidad (...): el poder no “querer”, el poder diferir la decisión».21
319
Si esta primera y preliminar enseñanza para el ejercicio de la espiritualidad y de la
acción creadora del artista puede resultar extraña o paradojal, debido a ese «poder

20
CJ., §290.
21
Cr., «Lo que los alemanes están perdiendo», §6.
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no “querer”», de los que él subraya diferenciadamente cada verbo, al contrastárselo


con su reiterado enunciar la condición afirmativa de la voluntad como voluntad de
poder y voluntad de crear, propias a su pensar póstumo, es necesario tener presente
que ello sucede precisamente porque su pensar se despliega desde esa apertura pre-
via a la multiplicidad de sensaciones y fuerzas que configuran la estructura entera
del alma, acumuladas en el curso de la historia del hombre y para las que se requiere
del olfato, del rigor y la sutileza de otro tipo de psicólogo. Se requiere que tanto el
espíritu como el artista hayan incorporado en su quehacer aquellas palabras dichas
por Zaratustra acerca de lo que recorre a las acciones de la vida y de todo lo viviente:
mandar y obedecer, sin olvidar que si mandar es «un ensayo y un riesgo» y es «más
difícil que obedecer», la orden de ese mandato sólo se ejercita ante aquel que «sabe
obedecerse a sí mismo».22 De allí que lo esencial en todo tiempo, dice él, así como
«en el cielo y en la tierra», para poder dar estilo al propio carácter, esto es, al propio
sí mismo que, en rigor, se ha de llegar a ser, se ha menester de ese arte grande capaz
de llevar a cabo una acción nada simple: «poder diferir la decisión». Pues ante lo que
ella suele enfrentarse es una realidad compleja, por estar compuesta por una plurali-
dad de elementos que, además, suelen presentarse siempre bajo circunstancias y en
momentos particulares que han de ser tenidos en consideración, cuando lo que allí
está en juego es un proceso de intelección y de denominación de algo por parte del
espíritu, o bien de una decantación de elementos que contribuyan a trazar los rasgos
del perfil de un carácter, de un sí mismo que se siente como necesario de alcanzar o
de recuperar luego de haberlo extraviado o de rediseñarlo de acuerdo a la etapa del
tiempo que se vive, u otros tantos factores que cada quien habrá de calibrar cuando
320 se encuentra ante una decisión de este tipo. Es allí en donde aparece la condición
inevitable de un obedecer «de modo riguroso y sutil a mil leyes diferentes» que en
cada momento cada quien ha de aprender a distinguir, puesto que «con esto se
obtiene y se ha obtenido siempre, a la larga, algo por lo cual merece la pena vivir

22
Z., «De la superación de sí mismo».
Dobles Póstumos / José Jara

en la tierra, por ejemplo, virtud, arte, música, baile, razón, espiritualidad, —algo
transfigurador, refinado, loco y divino».23

La complejidad del nuevo estilo de pensamiento introducido por Nietzsche frente


a y en contra de la tradición habida de la filosofía, es lo que le lleva a pedir —en
más de un texto suyo— que no se lo confunda, que no se confundan esos dos yoes
que habitan en su pecho de hombre y de filósofo, a pesar de lo indiscernibles que
puedan ser cada uno de ellos cuando de lo que se trata es de pensar, de hacer una
filosofía que sea transfiguradora de las experiencias sucedidas entremedio y a lo lar-
go de todos los abismos y horizontes de la condición humana, en tanto ese pensar
se ha abierto radicalmente a ésta. Y esa complejidad se acrecienta aún más cuando
él señala que el estado interno del alma imprescindible para que haya arte, es el de
la embriaguez, entendido como un estado en el que «el sentimiento de plenitud y
de intensificación de las fuerzas», precisamente del alma, afloran sólo cuando se ha
alcanzado «la excitabilidad de la máquina entera», esto es, del cuerpo, entendido
como esa realidad de base que es a la vez el hilo conductor de cuanto sucede en y
con el hombre, y al que hay que aprender a sostener entre las manos y, eventual-
mente desenredar y seguir en la dirección que sea preciso descifrar, cuando de lo que
se trata es de pensar al hombre mismo.

Si bien esta embriaguez queda calificada por él mediante los nombres de dos dioses
griegos, Apolo, que «mantiene excitado ante todo el ojo», sin duda, es su propuesta
final de interpretación de Dioniso —de quién él se considera un discípulo privile-
giado— la que le confiere una suerte de certeza ficcional de que su pensar puede
también renacer, ser póstumo, y convertirse en un destino. Pues lo esencial al 321
estado dionisíaco, dice, es que «él no pasa por alto ningún signo de afecto, posee el
más alto grado del instinto de comprensión y de adivinación, de igual modo que
posee el más alto grado del arte de la comunicación. Se introduce en toda piel, en
todo afecto: se transforma permanentemente». Pero lo hace de una manera tal que

23
MBM., §188.
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acoge y promueve no sólo las fuerzas y los medios de expresión de quien experimen-
ta esa embriaguez, sino que al estar ella en una relación inmediata y distante a la vez
con todo cuanto le rodea en el mundo, «al mismo tiempo hace que se manifieste
la fuerza de representar, reproducir, transfigurar, (...) [de modo que] en ese estado
uno enriquece todas las cosas con su propia plenitud, (...) transforma las cosas hasta
que ellas reflejan el poder de él, —hasta que son reflejos de la perfección de él. Este
tener-que-transformar las cosas en algo perfecto es —arte».24

Se podrá apreciar que varias de las palabras, conceptos, empleados por él para des-
cribir ese estado dionisíaco de embriaguez, él ya las ha usado —y nosotros los he-
mos puesto en relación en diversos contextos temáticos de su pensar póstumo—
para señalar los rasgos propios de su arte del estilo al escribir y pensar. Y luego de
este recorrido por varios de esos temas centrales trabajados por él mediante ellas,
podemos ahora enunciar esa otra palabra-símil empleada por él para reunir, de-
signar, realzar y pensar esa pluralidad de afectos y fuerzas que configuran el alma
y el espíritu, entre todas las cuales las palabras del mandar y obedecer resultan ser
imprescindibles para lograr esas acciones transfiguradoras tanto del arte como de
la filosofía. Es una palabra calificada por él como «el mejor símil» para denominar
esa realidad humana «más sorprendente» que, sin embargo, «sucede a ojos vistas
[y] no mediante la conciencia».25 Se trata del cuerpo, al que en otro texto también
nombra como «un soberano poderoso, un sabio desconocido —llámase sí-mismo.
En tu cuerpo habita, es tu cuerpo».26 Si el cuerpo es lo más propio e incanjeable de
cada quien, pues en él habita el sí mismo y, sin embargo, ha sido un desconocido

322 para los hombres, Nietzsche entiende que eso sucede —en antagonismo frente al
conjunto de la tradición filosófica—, porque en ella él ha sido regularmente mar-
ginado durante milenios como instancia teóricamente relevante para el pensar, que
ha privilegiado, en cambio, a otras nociones diferentes. De allí que como pensador

24
Cr., «Incursiones de un intempestivo», §8 a §10.
25
SW.KSA., 11. 37[4].
26
Z., «De los despreciadores del cuerpo».
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póstumo, que no puede dejar de hacerse cargo de la realidad del peso inercial de
lo sucedido en esa historia, señala que «no es un mandamiento para hoy y para
mañana el de aprender a amarse a sí mismo. Antes bien, de todas las artes es ésta la
más delicada, la más sagaz, la última y la más paciente, (...) y de todos los tesoros
es el propio el último que se desentierra».27 Mientras que lo poderoso de ese sabio
soberano radica en el hecho de que él, y a pesar del paso del tiempo y del debili-
tamiento que allí ha debido soportar, se ha mantenido como lo que es, el centro
de gravedad del hombre. Como aquella instancia en la que han tenido lugar, una
y otra vez, todos los conflictos y desenlaces sucedidos entre las múltiples fuerzas y
afectos que contribuyeron a configurar las diversas máscaras a través de las que se
han manifestado los distintos tipos de hombres habidos en el curso de la historia.
Y es ese centro de gravedad del cuerpo el que ha sostenido, a pesar de todo, sabia y
soberanamente la existencia del espíritu, de acuerdo a la tarea que Nietzsche le asig-
na: ser «heraldo de sus luchas y victorias, compañero y eco»28, en la medida en que
precisamente decanta en signos y en símbolos los diversos conflictos, antagonismos,
agonías y éxitos de que hayan sido actores la pluralidad de fuerzas que transitan por
el cuerpo y en él se encuentran reunidas.

La confluencia propuesta por Nietzsche entre alma, cuerpo y espíritu no sólo trae
consigo el hecho de que al pensar el espíritu como compañero del cuerpo, éste «se
convierta en creador y en apreciador y en amante y en benefactor de todas las cosas»,
sino que incluso transforma «también todo lo que nos hiere».29 Y el no poder excluir
los dolores y heridas experimentadas en ese sí-mismo que es el cuerpo, apunta hacia
otro aspecto del arte del estilo practicado por él; aquél que bien puede mostrarse
a primera vista como uno de esos usuales tonos dramáticos de su escritura, en que
323
parece llevar las cosas al límite de su expresividad. Como cuando dice: «De todo lo
escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre:

27
Z., «Del espíritu de la pesadez».
28
Z., «De la virtud que hace regalos».
29
CJ., Prólogo, §3.
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y te darás cuenta de que la sangre es espíritu».30 Aquí nos parece necesario tener pre-
sente ese misterioso pathos de la distancia que introduce el espíritu transfigurador
del artista que Nietzsche también se siente ser, y no sólo como escritor, para acceder
a lo que se quiere decir con tal imagen de la sangre. Pues ésta no es sino aquello que
circula a través de todo el cuerpo, nutre a cada uno de sus órganos, pulsa en él a
distinto ritmo de acuerdo a lo experimentado por el alma, y es lo que también aflora
en su superficie cuando es herido en cualquier lugar. Son igualmente las heridas del
cuerpo y del alma las que Nietzsche procura acoger mediante su reinterpretación
del espíritu, bajo su perspectiva póstuma. Pero no es esta la única vía mediante la
que lo situado al interior del cuerpo puede emerger a la superficie y comunicar con
su color algo de lo que allí sucede. Pues esa interioridad del alma y del cuerpo se co-
munica por igual mediante «la mirada, los énfasis, los gestos»31, que se agregan con
su espontaneidad o artificio actoral, a las abreviaturas de las palabras-signos usadas
por el espíritu cuando habla o cuando escribe, pues, como ya dijo, «todas las leyes
del período son arte del gesto», es decir, de la respiración larga, pausada, de prisa o
sincopada, que los párrafos de una escritura le imponen al lector.

Junto a los temas que hemos procurado exponer y conectar entre sí acerca del arte
del estilo de los yoes de Nietzsche, que se transforman por entre los caminos del psi-
cólogo, historiador, filólogo, filósofo y el enigma a descifrar que pueda ser su propia
persona, puesto que transita por todos ellos, se entreteje la trama de la recepción de
sus palabras como pensador póstumo. Se podrá apreciar ya que es una trama nada
simple de urdir en otros tejidos por otros tejedores, y no otros tejidos por otros

324 tejedores, y no sólo porque además de entender él a la filosofía como un arte de


la transfiguración, diga que «cuando se escribe, uno no quiere ser sólo entendido,
sino ciertamente también no ser entendido. (...) Pues con los problemas profundos
me comporto como con un baño frío —rápido hacia dentro, rápido hacia fuera». Y

30
Z., «Del leer y escribir».
31
CJ., §354.
Dobles Póstumos / José Jara

esto, en último término, debido a que tanto el estilo como la comunicación, señala,
remiten al hecho de que cuando se trata de pensar, escribir o hablar, sucede allí
como lo que pasa en su modo de vivenciar e interpretar el caminar. Lo que en éste
está en juego es, una y otra vez, «un ensayar y un preguntar», que, si ha de responder
a ese sí-mismo que en cada caso se ha de llegar a ser, se apoyan «no [en] un buen
gusto, no [en] un mal gusto, sino [en] mi gusto», pues «¡El camino, en efecto, —no
existe!»32 Sin olvidar que el camino del creador, que es el camino hacia el sí-mismo
de cada quien, recuerda él, corre junto a «tu tribulación», «tus siete demonios» y
«tus siete soledades»33, es decir, entre todos los conflictos, peripecias, obstáculos y
estados del alma que median entre el vislumbrar un querer del propio sí mismo, y
el cumplimiento de lo que la conciencia le dice a un tú: «Debes llegar a ser el que
eres».34

Las consecuencias de su arte del estilo de pensar para las tramas de la recepción en el
discurso filosófico habido en el tiempo posterior a él, se pueden apreciar en el siglo
ya concluido y que para él era aún algo por venir. Distintos son los modos en que
diversos filósofos han hecho suyo y elaborado en sus respectivas propuestas teóricas,
el carácter de ficción denunciado por Nietzsche de aquel sujeto trascendental enten-
dido por la modernidad como fundamento absoluto del discurso de la racionalidad
metafísica. Y el haberse asumido ya esa denuncia suya, trajo consigo, a la vez, la
disolución de la condición necesaria y universal de tales discursos, abriendo paso a
las distintas variantes de ese «nuevo “infinito”» anunciado por él bajo el nombre de
la interpretación. Y ya sea que haya habido filósofos que asumieron directamente
este nombre para calificar lo hecho por ellos, o bien lo hayan colocado bajo el alero
de esa tradición de resonancia griega que es la hermenéutica, en todos los casos
325
se ha tenido que repensar también la consistencia que siga teniendo la noción de
verdad, desenmascarada por él más bien como una voluntad de verdad. Es decir,

32
Z., «Del espíritu de la pesadez».
33
Z., «Del camino del creador».
34
CJ., §270.
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una relación con la verdad en la que no pueden dejar de escucharse los ecos de los
temas aludidos del cuerpo, el alma y el espíritu, de acuerdo al estilo de quien habla,
escribe y piensa. Y esta diversidad de estilos en el pensar filosófico era ciertamente
la que Nietzsche invocaba bajo el nombre acuñado por él de perspectivismo para
su pensar póstumo, cuando afirmaba que «cuanto mayor sea el número de ojos, de
ojos distintos que sepamos emplear para ver una misma cosa, tanto más completo
será nuestro “concepto” de ella, tanto más completa será nuestra “objetividad”».35
Pues a pesar de lo que haya podido creerse en una determinada tradición, esa plura-
lidad no desacredita sino que incluye la independencia de aquellos individuos para
quienes es la «grandeza de alma inseparable de la grandeza de espíritu»36 propia al
ideal de los filósofos del futuro avistados por él, para los que, dice, la «grande-
za debe llamarse precisamente el poder ser tan múltiple como entero, tan amplio
como pleno».37 Y seguramente puede hoy responderse afirmativamente, a la luz de
la diversidad de estilos de la recepción habida del pensamiento de Nietzsche por
filósofos de distintas latitudes en el siglo hace poco concluido, aquella pregunta que
él se hizo a renglón seguido de haber expresado lo que entendía como grandeza:«¿es
hoy —posible la grandeza?».

A pesar de la soledad sentida y pensada por Nietzsche, es claro que no cejó en su


voluntad de recorrerla hasta el final, pues, retomando esa palabra que indicamos
al comienzo, tuvo también la esperanza de que en otro tiempo por venir, otros
hombres, a los que llama los «buenos europeos», podrían llegar a aguzar sus oídos
y sus ojos para escuchar y leer lo escrito y pensado por él. Su voluntad creadora es

326 la que le llevó a insistir en su condición póstuma. Aquélla que le exigió pensar a
Europa mucho más allá de cualquier territorio de una geografía particular. Pues
bajo ese nombre, de hecho, él entiende más bien a lo que denomina como el «país
hombre», aquél que se ha de aprender a amar como «el país de vuestros hijos» que

35
GM., II, §12
36
SW.KSA., 11. 27[11]
37
MBM., §212.
Dobles Póstumos / José Jara

vivirán mañana y pasado mañana y que, sin embargo, es también el país de aquellos
que ayer y antes de ayer hicieron suyos «una suma de juicios de valor que coman-
dan y se [les convirtieron] en carne y sangre»38, precisamente según el estilo de esa
conjunción de cuerpo, alma y espíritu a que nos hemos referido. Y al designar a un
momento decisivo de la tarea de su pensar con otra imagen, la del «gran mediodía»,
donde el sol derrama y regala su luz en vertical sobre la tierra, que le permite mirar
«hacia atrás y hacia delante»39 en el discurrir del hombre en el tiempo y de la histo-
ria acaecida más allá de cualquier frontera nacional, puede luego afirmar que es en
ese país hombre en el cual habrá de cumplirse que «en vuestros hijos debéis reparar
el ser vosotros hijos de vuestros padres: ¡así debéis redimir todo lo pasado!».40 De
modo que la certeza de poder hablar hacia el futuro, tiene en Nietzsche el respaldo
de que puede hacerlo, porque cree haber recorrido ese «país» con la clave genealó-
gica precisa que le abrió el acceso a los laberintos del pasado del alma humana. Sin
duda, en esta clave se encuentra otro indicio para seguir la huella de las recepciones
filosóficas habidas de él.

Finalmente, así como Nietzsche fue un individuo con fecha de nacimiento, de lo-
cura y de muerte conocidas, en su momento no pudo menos que auscultar y sope-
sar entre los hombres de algunas de las naciones del territorio europeo que le era
cercano, las posibilidades de que a partir de las condiciones de existencia históricas
de esos pueblos entre los que vivió, viajó por ellos o de ellos supo a través de sus
lecturas, hubiese algunos que pudieran ser más afines a un vivenciar y experimentar
lo pensado por él. Y en sintonía o en una suerte de eco del calificativo francés para
la recepción de su obra, que aquí nos convoca, él señala a Francia como la que en su
tiempo continúa siendo «la sede de la cultura más espiritual y refinada de Europa y
327
la alta escuela del gusto».41 Y las tres características señaladas por él como patrimo-

38
CJ., §380.
39
EH., «Aurora», §2.
40
Z., «De las tablas viejas y nuevas», §12.
41
MBM., § 254.
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nio de una herencia que ha de enorgullecerlos, apuntan a distintos aspectos de lo


que hemos procurado mostrar como constitutivos del arte del estilo. Muy escueta-
mente dicho y para concluir, se trata de «la capacidad de sentir pasiones artísticas»
y para designarlas con fórmulas conceptuales; «una excitabilidad y una curiosidad
psicológicas (...) y un talento inventivo auténticamente franceses». Y una tercera
característica, en la que nos parece percibir aún más notoriamente su propio gusto
por el estar en camino y por la imagen del viaje, como propia a un pensar transfi-
gurador que recomienza una y otra vez, y que, en éste caso, se manifiesta en ellos
en su periódico transitar intelectualmente entre el sol y la sensibilidad del sur y los
claroscuros y espectros conceptuales del norte, de modo que en ellos se anticipa algo
de lo que un día puedan llegar a ser los «buenos europeos» esperados por él, aquellos
que «saben amar en el norte el sur, en el sur el norte».42

328

42
Ídem.
Dobles Póstumos / José Jara

Vida, filosofía y arte: un triángulo sin fin

Los tramos iniciales del recorrido de Nietzsche en su camino de pensador los realizó
provisto de los instrumentos de la filología, que desplegó en su trabajo sobre los más
importantes creadores de la cultura greco-romana antigua. Un rasgo peculiar de su
actitud intelectual frente a ese pasado, que le permitió avanzar en el camino que le
llevó hacia la filosofía, se expresa en la aguda conciencia con que experimentó en sí
mismo la más profunda desazón frente al absurdo que destilaba por todos sus poros
la trama del tejido de la cultura, en que se debatían los hombres y las instituciones
de su tiempo. Sin duda, el timbre y la tonalidad de sus vivencias producidas por esa
confrontación con su presente, no es sino una experiencia suya, incanjeable. Pero
es el conjunto de lo que sucede en ese tempo en el que él vive lo que conmueve,
lo hace reflexionar sobre lo que allí ausculta y lo conduce a tomar distancia de él,
mediante su rodeo filológico dirigido hacia la antigüedad griega. Es un rodeo que,
en último término, no tiene otra meta inmediata más que la de respetar, aprender a
apreciar las exigencias de su «propia alma»1, en pos de la pretensión de «sostenerse
sobre sí mismo»2 como individuo. Una pretensión en la que se exhibiría el parentesco
de su actitud con el peculiar orgullo y egoísmo de esos forjadores de aquel tipo de
hombre que, desde Tales a Demócrito, habrían dibujado el primer gran perfil de los
filósofos en aquella época trágica de los griegos. Es a partir de esa experiencia que él 329
planteará luego una propuesta de transformación de la filosofía y de su ejercicio por
parte de los filósofos, cuyo cumplimiento exige un horizonte temporal que incluso
rebasará su propio tiempo.

1
NW(1966)., t.3, p. 329, (traducción nuestra).
2
Ibíd., p. 334.
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Es en el contexto de esas reflexiones suyas sobre los filósofos de esa antigüedad


griega, que él enuncia, en su texto Ciencia y sabiduría en la lucha de 1875, lo que
entiende como su «tarea general: mostrar cómo la vida, la filosofía y el arte pueden
tener entre sí una profunda relación de familia, sin que la filosofía sea chata y la
vida del filósofo se vuelva mentirosa». Y así como él señala allí también que la fuerza
vital de la cultura representada por esos filósofos, se manifiesta en el hecho de que a
través de éstos ella «genera sus propios correctivos», ahora, frente a Nietzsche, cabría
preguntarse: ¿cómo entiende él, en tanto filósofo, para su presente y el tiempo por
venir, esa «profunda relación de familia» entre la vida, la filosofía y el arte? ¿Qué es
lo que en su propuesta teórica puede impedir que la filosofía se convierta en algo
«chato», tal como él la experimenta en su tiempo? ¿Cuáles son los principales rasgos
de la reformulación introducida por él en la filosofía y en el arte, como para que
la vida misma del filósofo no se «vuelva mentirosa» a través de su discurso teórico?

Con Heráclito aprende Nietzsche a reconocer la inacabada y siempre cambiante


contienda que, como una ley eterna, se despliega entre las cualidades contrapuestas
que aparecen luego reunidas en la manifestación de las cosas, tal como los hombres
las perciben en su vida diaria. Nietzsche desplaza del ámbito de la fysis griega ese
concepto heracliteano del devenir, para con él pensar el tema central de su reflexión,
la vida, por lo pronto, en tanto vida humana. Y una de las formas en que ese de-
venir transparece en ella, se expresa en aquel misterio que una vez la vida le confió
a Zaratustra: «Yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo».3 La inflexión
diferencial introducida por Nietzsche frente a la filosofía dominante en su tiempo,

330 por lo pronto, apunta hacia el hecho de que ya no postula un telos enunciado desde
alguna modulación epocal del logos, una realidad trascendental otra que la vida
misma, hacia la cual ella habría de dirigirse para acceder a lo más propio suyo. Es a
partir de lo que a ella le es constitutivo en su realidad inmediata que ha de superarse
siempre a sí misma. Y lo que se muestra a través de esa reiterada superación suya es

3
Z., «De la superación de sí mismo».
Dobles Póstumos / José Jara

una peculiar menesterosidad y grandeza, a la vez, de la vida, el hecho de que ella tie-
ne que ser «lucha y devenir y finalidad y contradicción de las finalidades: ¡ay! Quien
adivina mi voluntad, ese adivina sin duda también por qué caminos torcidos tengo
que caminar yo». Si el devenir se exterioriza en ella como una lucha, es porque lo
viviente, lejos de poseer una realidad «en sí», en primer término, es más bien algo de
lo que no es posible obviar su realidad fisiológica, que como tal, «ante todo, quiere
descargar su fuerza».4

Numerosos son los textos en los que Nietzsche afirma que la condición humana de
esa fuerza vital excede de muchas y diversas maneras a su manifestación como una
mera realidad orgánica. La pluralidad de esa fuerza, a la que usualmente se refiere
también como a los instintos que conforman la vida, se especifica y expresa a través
de los afectos, emociones, sentimientos, pasiones, así como mediante las palabras,
conceptos e ideas, con todos los cuales los hombres procuran realizar lo que quie-
ren. De modo que esa pluralidad de fuerzas tiene su lugar de reunión denominativa
en este querer, es decir, en la voluntad presente en todas esas fuerzas y activada a
través de ellas. Y la manera decisiva en que la voluntad las pone en juego y las hace
efectivas, es mediante aquellos actos esenciales suyos expresados en un tener que
«elegir y llevar a cabo lo elegido»5, es decir, en un crear lo que sin su mediación no
habría llegado a existir: una «obra». Es esta obra así lograda, la que no sólo le permi-
te acceder al hombre a esa dimensión propiamente humana de hacerse consciente
de lo querido y hecho por él, sino también experimentar aquello que le confiere otra
tonalidad personal y afectiva a la actividad de sus fuerzas: «el placer en el crear y en
lo creado»6, que es también el modo en que el placer se hace patente en ese pensar
que supo elegir y hacer lo querido por él.
331
Es sobre la base de esta voluntad y pensar creadores que la vida puede superarse

4
MBM., §13.
5
SW.KSA., 10. 24[5].
6
SW.KSA., 12. 7[2].
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siempre a sí misma, volverse «ligera» a pesar de su continuo e insoslayable nacer y


morir y, a la vez, experimentar placer cuando piensa, pues como afirma Zaratustra,
«en el conocer yo siento únicamente el placer de mi voluntad de engendrar y deve-
nir».7 Y así como el pensamiento del devenir se explicita en las formas concretas de
la historia, es en esta historia —por lo pronto, personal, pero a la vez inseparable de
la dimensión social en que toda historia personal se encuentra ineludiblemente en-
trelazada—, en donde la voluntad creadora no puede sino caminar por los «caminos
torcidos» demarcados por las elecciones y obras hechas por los hombres, a partir de
«cada centro de fuerzas» que se han decantado en su existencia desde la pluralidad y
acumulación de fuerzas que «es específica al fenómenos de la vida».8 Por ello es que
cuando desde la distancia del pensar se mira a la vida al trasluz, ella no puede apare-
cer sino como una compleja trama de «finalidad y contradicción de las finalidades».

La alusión esquemática hecha al desplazamiento operado por Nietzsche para pensar


la condición histórica de la vida, no pudo ser planteada por él sino mediante una
modificación correlativa de lo que paralelamente habría que entender bajo el nom-
bre de filosofía. Y puesto que la vida resulta incomprensible sin ese dato fáctico de
la fisiología que la sostiene —aunque la condición humana de ella requiera de esas
fuerzas plurales de la voluntad para convertirse en creadora—, no ha se sorprender
ya la afirmación de Nietzsche de que «la filosofía no ha sido hasta ahora, en general,
más que una interpretación del cuerpo y una mala comprensión del cuerpo».9 Una
actitud teórica de mala comprensión asumida por la filosofía a lo largo de su historia
y hasta el momento en que él la evalúa en su tiempo, que al llegar hasta el límite de

332 despreciar el cuerpo como instancia relevante para el pensar, ha llegado al más peli-
groso extravío de condenar «a la entera espiritual a ser enfermiza, a los vapores del
idealismo».10 Por eso es que no sólo las «audaces extravagancias de la metafísica», sino

7
Z., «De las islas afortunadas».
8
SW.KSA., 13. 14[81].
9
CJ., Prólogo, §2.
10
SW.KSA., 13. 14[37].
Dobles Póstumos / José Jara

también las de la moral y la religión han de ser entendidas no sólo desde los princi-
pios y argumentaciones teóricas que las sostienen, sino igualmente desde su condi-
ción de ser «síntomas de determinados cuerpos». Con lo cual las propuestas teóricas
de los filósofos quedan expuestas a la sospecha de no ser sino expresiones personales
de sus particulares modos de relacionarse con esa realidad incanjeable de sus respec-
tivas vidas, su cuerpo. Una afirmación escandalosa ante los ojos de todo pensador
de la tradición. Pero no sólo frente a esa tradición venerable, sino también frente a
lo experimentado por Nietzsche en su propio tiempo, es que él entiende a su pensar
como «intempestivo», haciéndose eco probablemente así de la actitud «correctiva»
percibida por él en los filósofos de la época trágica de los griegos con respecto a lo que
era vigente en la polis habitada por ellos, y que él asume con su propuesta teórica de
acuerdo a las realidades sopesadas por él como prevalecientes en su presente.

Consecuente con el desplazamiento introducido por este hombre intempestivo para


pensar el devenir y la vida, lo extiende también a su comprensión del cuerpo, y lo
hace efectivo cuando a éste lo caracteriza mediante dos de las palabras ya emplea-
das por él para delimitar la realidad de la vida, pues dice: «así atraviesa el cuerpo
la historia, como algo que deviene y lucha».11 Si por lo ya expuesto, esa pluralidad
no puede sino aludir a la diversidad de fuerzas constitutivas de la vida y, por ende,
del cuerpo, ese único sentido que en él puede llegar a manifestarse, por lo pronto,
a través de los modos específicos en que se generan las acciones de esos dos pares
de hechos humanos allí mencionados —guerra y paz, rebaño y pastor—, remite a
esa otra instancia que decide acerca tanto de la superación que la vida ha de llevar
a cabo consigo misma, como de la elección de la finalidad y contradicción de las
finalidades que especifican la lucha que ella y él, la vida y el cuerpo, sostienen en el
333
devenir y la historia.

Se trata de las elecciones del mandar y obedecer, que muestran el ensayo y el riesgo
a que quedan expuestos quienes asumen el primero, y la condición inevitable del

11
Z., «De los despreciadores del cuerpo» (hemos modificado la traducción de A. Sánchez Pascual).
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segundo para todos los hombres sin excepción. También quien hace suyo el ensayo
de mandarse algo a sí mismo, ha de aprender a ejercitar la obediencia frente a su
propio mandato, pues nada ajeno a su propia acción garantiza, por lo pronto y en
último término, sin riesgo, el cumplimiento de una orden dada por una palabra
suya. Si bien el mandar y el obedecer son propios a toda vida, aunque cada uno de
ellos se expresen diferenciadamente en cada hombre, es desde esas acciones que la
filosofía puede convertirse en un «arte de la transfiguración», precisamente porque
el vivir ya no significa para Nietzsche más que el «transformar continuamente todo
lo que somos en luz y en llama, también todo lo que nos hiere: no podemos actuar
de otra manera».12

Puesto que entre las fuerzas existentes en el cuerpo se encuentra también el espí-
ritu, éste juega un rol insoslayable en ese arte de la transfiguración que ahora es la
filosofía para él. Sólo que una vez más se aprecia aquí el desplazamiento operado
por Nietzsche frente a la comprensión y al rol usual que una larga tradición le con-
fería al espíritu, así como también el cambio en la estrecha conexión del espíritu
con lo esencial de la vida y del cuerpo, pues para éste ahora él queda convertido en
«heraldo de sus luchas y victorias, compañero y eco».13 En tanto algo inseparable
del cuerpo, es preciso entender al espíritu como el que traduce en «señas» y en
«símbolos» lo que sucede con el conjunto de las fuerzas que en el cuerpo luchan
por lograr lo querido por ellas, y así expresarse a través de ellas. Y para lograr esa
comunicación y erigirse así en vocero y señor sobre esas fuerzas, el espíritu acude
a un proceder domeñador y de dominio sobre ellas: simplifica la diversidad de lo

334 plural y lo complejo, suele asemejar lo nuevo a lo antiguo, destacar e incluso ignorar
o falsear algunos rasgos de lo que se le presenta como otro o extraño, procedente de
aquello que se ha solido denominar como un «mundo externo» a él.14 Lo estrecho
de la relación replanteada por Nietzsche entre cuerpo y espíritu se exhibe en su

12
CJ., Prólogo, §3.
13
Z., «De la virtud que hace regalos», §1.
14
MBM., §230.
Dobles Póstumos / José Jara

mutua dependencia, descrita por él mediante palabras ciertamente inusuales en el


discurso metafísico de la tradición, pues mientras el cuerpo, dice, «con sus delicias
cautiva el espíritu», éste, seducido y nutrido por las delicias de aquél, «se convierte
en creador y en apreciador y en amante y en benefactor de todas las cosas». Y el sa-
ber así alcanzado por el espíritu, «eleva» a ambos más allá del tráfago de esas luchas,
obteniendo ellos así la recompensa que Zaratustra les comunica: «El valor de todas
las cosas sea establecido de nuevo por vosotros».15

Llegados a este punto, podría decirse ya que esta inevitable transformación y trans-
figuración que una y otra son, la vida y la filosofía —acompañada por la traducción
hecha por el espíritu de las luchas del cuerpo—, y siempre que todo ello sea asu-
mido según el estilo del pensar nietzscheano, es lo que exhibe no sólo la «profunda
relación de familia» existente entre la filosofía y la vida, sino también el hecho
de que la filosofía no puede ser entendida ya bajo el perfil de la «chatura» de sus
proposiciones, en tanto provenientes de una dimensión simple y exclusivamente
teórico-racional. Pues además de no haber ahora una única instancia trascendental
que actúe como fundamento, legitimación y garantía indubitables de lo que las co-
sas, el mundo y el hombre entre ellas sean, el «gran dolor» experimentado ante los
cambios inevitables de la historia y el devenir, son los que conducen precisamente
al espíritu a tomar una peculiar distancia frente a todas las ataduras inmediatas de
la contingencia de lo existente, puesto que el intento eventual de ignorar o liberarse
de ellas se le presenta como una vía ya clausurada. Pero esa distancia no puede ser
ya una que pretenda o aspire a distinguirse por algún tipo imposible de neutralidad,
sino aquélla marcada por un afecto peculiar, susceptible de convertir al hombre
en un maestro con un sello especial: el «páthos de la distancia», que puede llegar a
335
transformar el pensar de un hombre en el ejercicio de la gran sospecha, esa que se
expresa en «la voluntad de preguntar más, más profunda, rigurosa, dura, malvada
tranquilamente que lo que hasta entonces se había preguntado».16

15
Z., «De la virtud que hace regalos», §2
16
CJ., Prólogo, §3.
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Nada puede escapar ya a esa sospecha de la propuesta hecha por Nietzsche para
entender el quehacer de la filosofía, ni siquiera la confianza que en algún momento
se pudo haber tenido para con la vida, pues también ante esa «luz y llama» en que la
vida se transfigura desde el páthos de la distancia filosófica, ella «misma se convirtió
en problema». Sólo que ahora el problema que es la vida aparece como un desafío
y un riesgo más para las fuerzas de la voluntad, que en su repertorio de manifes-
taciones humanas puede recurrir a una que tal vez es la más propia suya, el amor,
especificado por lo menos en una quíntuple perspectiva de manifestación suya: «el
amor a la vida», que a partir del problema en que ella queda convertida por la gran
sospecha, Nietzsche propone transformar a ese afecto radical en otra variante suya:
la del «amor a una mujer que nos hace dudar». Y puede hacerlo, precisamente por-
que él circunscribe también a la mujer como un tema y una imagen para designar
a la vida, pues como ésta, ella es «mudable» y «salvaje» y «terca», tal como queda
expresado en el diálogo que en «La canción del baile» Zaratustra sostiene con ellas
dos: la vida y la mujer, la que a su vez comparte esos mismos rasgos con la sabiduría,
la que además es «malvada y falsa», así como también más adelante Zaratustra, rien-
do a su corazón, burlonamente dice que «la felicidad es una mujer». Seguramente
son estas diversas perspectivas desde las que puede ser vista la mujer —entendida
como una imagen y como un tema de reflexión para aproximarse a la vida—, las
que en otro lugar le llevan a suponer desde otro punto de vista que pone en jaque el
proceder dogmático de los filósofos habidos hasta la fecha, que también «la verdad
es una mujer», pues, sin duda, ella «no se ha dejado conquistar», a pesar de la torpe
insistencia con que ellos se han aproximado a la verdad, ignorando el profundo
336 nexo existente entre la vida, la mujer, la sabiduría y la felicidad.

La relación de familia señalada en el texto de Nietzsche de 1875, que ha dado lugar


a estas páginas, incluye a un tercer miembro que no hemos mencionado hasta ahora.
¿Posee el arte una consistencia tal que le permita al menos asemejarse a las condicio-
nes poseídas por la vida y la filosofía, como para construir con ellas la figura de un
triángulo de relaciones y, además, de unas relaciones sin fin, hechas de superaciones
Dobles Póstumos / José Jara

y transfiguraciones? Puesto que es conocido el importante rol que él le atribuye al


arte en su primer libro El nacimiento de la tragedia, de 1871 —aunque allí él apare-
ce aún bajo el rótulo de una «metafísica del arte»—, nos interesa ahora ver en este
otro contexto la reinterpretación que él mismo hace de su primera aproximación al
fenómeno estético. En un fragmento inédito de comienzos de 1887 se encuentra
un texto que permite establecer una importante conexión del arte con aquello que
hemos visto como un rasgo esencial de la vida, la filosofía y el cuerpo, donde él se
propone entender «el arte como voluntad de superar el devenir, como “eternizar”,
pero miope, en cada caso de acuerdo a la perspectiva: por así decir, repitiendo en
pequeño la tendencia del todo».17

La miopía parece ser la diferencia más notoria del arte con respecto a la vida y la
filosofía, en sus respectivas actitudes frente al devenir. Una miopía singular, sin em-
bargo, pues al derivar ella desde la perspectiva en que «en cada caso» se sitúa el arte,
esto es, el artista, para así superar el devenir a través de su quehacer propio, es decir,
del crear una «obra» que pueda recibir el calificativo de bella, artística, es preciso te-
ner presente que para Nietzsche «el perspectivismo sólo es una forma compleja de la
especificidad».18 Y la condición específica destacada por él para hacer posible la obra
de arte es de una compleja índole fisiológica, corporal: la embriaguez, entendida
como el «sentimiento de plenitud y de intensificación de las fuerzas», o bien, como
ese estado en donde «lo que queda excitado e intensificado es el sistema entero de
los afectos», pero donde hay que entender que ese sistema descarga de una vez to-
dos sus modos de expresión de modo privilegiado en lo denominado por Nietzsche
como el «estado dionisíaco». Es allí donde se manifiesta toda la diversidad de las
fuerzas del cuerpo y de la vida, pero es allí también donde se muestra que las propie-
337
dades singulares de esas fuerzas ejercitadas mediante las acciones del arte no actúan
sólo de un modo mecánico, gruesamente instintivo. Es la especificidad del «arte de

17
SW.KSA. 12. 7[54].
18
SW.KSA. 13. 14[186].
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la comunicación» que atraviesa al estado dionisíaco la que dirige a tales fuerzas hacia
un querer «representar, reproducir, transfigurar, transformar».19 Es esta intervención
de todos los afectos lo que, por lo pronto, distingue a lo dionisíaco del estado apo-
líneo, en donde la excitación prioritaria del ojo refuerza, más bien, la posibilidad
más limitada de proyectar «visiones». La embriaguez, en cambio, se descubre en las
manos del artista como «un excedente de fuerza» que en él puede dar lugar al embe-
llecimiento de las cosas, «como expresión de una voluntad victoriosa» que, luego de
las luchas con los materiales a su disposición y lo que con ellos quiera expresar, le
pone en condiciones de crear lo que ha querido, a partir precisamente «de una co-
ordinación acrecentada, de una armonización de todas las fuertes apetencias, de un
infalible y perpendicular centro de gravedad»20, que es justamente como Nietzsche
entiende al cuerpo, en el que se reúnen y expresan las fuerzas que lo atraviesan y
componen. Y es a través de las posibilidades que mediante ese estado dionisíaco se le
abren al hombre y al artista, como éste «embellece» y «enriquece todas las cosas con
su propia plenitud» y convierte al arte en un «tener-que-transformar las cosas en
algo perfecto, [de modo que así también él] se goza a sí mismo como perfección».21

Con las palabras de Nietzsche de estos diversos textos escritos en sus últimos años
de vida lúcida, aquí entrelazadas, se hace explícita esa «profunda relación de familia»
existente entre arte, la vida y la filosofía. Y a lo ya dicho, cabe agregar que mediante
la perfección de la belleza manifestada en la obra creada, que el arte alcanza ese
instante de eternidad con el que quiere «superar el devenir». Aunque la vida no es el
arte, pues más bien éste puede acaecer en ella, un rasgo de la cercanía familiar entre

338 ambos estriba en que la vida es lo que siempre tiene que superarse a sí misma para
incluso transformar en luz y en llama lo que a ella la hiere y le hace sentir dolor. La
filosofía, por otra parte, se sitúa frente a la diversidad de fuerzas que recorren y con-
figuran las manifestaciones del alma, cuerpo y espíritu con ese «páthos misterioso»

19
Cr., «Incursiones de un intempestivo», §8 y §10.
20
SW.KSA. 13. 14[117].
21
Cr., «Incursiones de un intempestivo», §9.
Dobles Póstumos / José Jara

—derivado del páthos de la distancia— que busca adentrarse en la «economía global


de la vida»22, en la «historia entera del alma hasta este momento y sus posibilidades
no apuradas aún»23, con el deseo de pensar, interpretar y así acceder a lo que pueda
entenderse como «la elevación del tipo “hombre”, la continua “autosuperación del
hombre”».24 El punto en que emerge este deseo en la filosofía se alcanzaría cuando
ella asume con radicalidad las realidades del devenir y la historia, y en tanto lo hace,
es que surgiría allí el ejercitar esa gran sospecha que una y otra vez pregunta como
nunca antes se había preguntado acerca de la contradicción de las finalidades, ex-
hibidas en las siempre cambiantes superficie y profundidad de la vida. Y no por ser
rigurosas, sus preguntas pueden dejar de ser duras, malvadas, ni exentas de un tener
que simplificar la compleja diversidad de aquello con que se encuentra.

En esta coyuntura puede resultar paradojal que Nietzsche llegue a conectar las con-
diciones que conducen al embellecimiento de las cosas desde el estado dionisíaco
con el del ejercicio del espíritu y del consiguiente pensar filosófico, e incluso del de
tipo matemático. Pues agrega en líneas siguientes a las de un fragmento ya citado:
«la simplificación lógica y geométrica es una consecuencia del aumento de fuerzas:
a la inversa, la percepción de tales simplificaciones aumenta nuevamente el senti-
miento de fuerza».25 Se podrá apreciar, sin embargo, que es precisamente su esfuerzo
por pensar las profundas relaciones de familia entre los tres lados de ese triángulo
humanamente construible, y el hacerlo al margen de los supuestos y prescripciones
del método de una larga tradición metafísica, lo que le lleva a recurrir a los criterios
de su proceder genealógico para poder repensar las condiciones de existencia que
hagan viable esa elevación del tipo «hombre», ya aludida.
339
Y es precisamente a continuación del texto recién citado, que agrega una suerte
de corolario, una frase donde dice que la «cima del desarrollo», es decir, de la con-

22
MBM., §23.
23
MBM., §45.
24
MBM., §257.
25
SW.KSA. 13. 14[117].
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fluencia de las perspectivas del despliegue de la vida y la filosofía, pero también del
arte, se encuentra en lo denominado por él como el «gran estilo». Ante esto, y en el
contexto de este trabajo, cabe señalar que así como la miopía del arte le lleva al ar-
tista a singularizar siempre, a «repetir en pequeño» la tendencia y el acontecimiento
del todo de la vida, en el escenario más reducido de la existencia de cualquier otro
hombre que se enfrenta a ella en primera persona en singular, Nietzsche especifica
algunos rasgos de lo que haya de entenderse bajo ese «gran estilo». Por lo pronto, en
el parágrafo en el que se refiere a él en La ciencia jovial, lo destaca ya en su título:
«Una cosa es necesaria», para delimitarlo en sus primeras líneas, al decir: «Dar estilo
al propio carácter —¡un arte grande y escaso! Lo ejerce aquel cuya vista abarca todo
lo que de fuerzas y debilidades le ofrece su naturaleza, y luego les adapta un plan
artístico hasta que cada una aparece como arte y razón, en donde incluso la debili-
dad encanta al ojo».26

Dioniso y Apolo se encuentran reunidos en este arte «grande» del poder llegar algún
día a dar estilo al propio carácter. Pero es este igualmente un arte «escaso», tal vez
porque el superarse a sí mismo en la vida de todos los días para convertirse cada
hombre en un poeta de su existencia —como señala Nietzsche que es también la
aspiración de ese nosotros bajo el que se sitúa las propuestas de su pensar—, implica
un tener que asumir también «lo más pequeño y lo más cotidiano»27 de ella. En al-
gunos parágrafos posteriores a ese, entre otros, indica algunas pistas para abordar esa
tarea, al referirse a los rasgos de «dos hombres felices» y a «estoicos y epicúreos»28, a
los que aquí ahora sólo aludimos. Por otra parte y sin embargo, el continuo alerta

340 de la gran sospecha puede ser experimentado también como ese peculiar páthos no
exento de elementos a veces contradictorios, y aún así insoslayable, que estimula,
pero que puede igualmente inhibir las fuerzas que le permitan a un hombre poetizar
eso que él es, pero que, antes que nada, ha de llegar a ser.

26
CJ., §290.
27
Ibíd., §299.
28
Ibíd., §303 y §306.
Dobles Póstumos / José Jara

Aquí es donde seguramente se requiere ser capaz de introducir y mantener un equi-


librio, tal vez lábil, en medio de las ficciones e «infinitas interpretaciones»29 que es
preciso ensayar y arriesgar, una vez que el mundo quedó despojado de un funda-
mento absoluto y eterno, llámeselo a este como el Dios de la tradición cristiana, o
bien se lo designe con algún otro principio enunciado por los pensadores de la filo-
sofía en su tradición de más de dos mil años. El carácter de poetización, de ficciones
e interpretación que así pasa ahora a tener la filosofía tras la huella de las palabras de
Nietzsche, hace que ella pueda ser comparable con el arte, pues en ese giro introdu-
cido por él en La ciencia jovial con respecto a lo informado en El nacimiento de la
tragedia acerca del arte, éste no es ya lo que «justifica»30 la existencia, sino más bien
lo que hace tolerable 31
la inacabable lucha por llegar a ser el que se es. La victoria
que se pueda lograr en esa lucha vuelve «alegre y deleita siempre»32, es la victoria
por la perfección lograda, como en la obra de arte. Victoria en la que usualmente se
«omite la pregunta por el devenir»33, por el proceso que llevó a ella, para quedarse
sólo en el presente, en los momentos de goce de la obra acabada. Es lo que sucede
con todo pensador y artista victorioso. Sin embargo, la lucha y el devenir retornan
siempre, así como retorna la vida.

Es en esta conjunción de perspectivas acerca de este tema triangular donde la vida


del filósofo podrá experimentar el paso de esa sombra por encima suyo, que pueda
hacer que ella «se vuelva mentirosa». Y esto, en la medida que él se sienta proclive a
negar ese tener que superarse la vida siempre a sí misma. Pero evitar la mentira que
allí se pone en juego con ese velo de ilusión que el arte despliega sobre la vida, plan-
tea otro problema. Pues el descorrerlo no es algo que permita en todo y cualquier
caso lograr una mejor comprensión de la vida. Es preciso tener presente a la vez la
341

29
Ibíd., §374.
30
NT., §24.
31
CJ., §107.
32
CI. III, §2 (traducción nuestra).
33
HdH., I, §145 (traducción nuestra).
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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observación con tono de advertencia hecha por Nietzsche, cuando apunta hacia la
necesidad de «respetar más el pudor con que la naturaleza se ha ocultado detrás de
enigmas e inseguridades multicolores». También ese pudor es algo de lo que permite
que el filósofo continúe siendo tal, como aquel que es capaz de «quedarse valiente-
mente de pie ante la superficie, el pliegue, la piel, venerar la apariencia, creer en las
formas, en los sonidos, en las palabras, en todo el Olimpo de la apariencia».34 Es este
complejo de relaciones el que habría de permitir que el hombre no se engañe con la
obra de arte, en que pueda eventualmente haber convertido durante algún tiempo a
su vida. Sin duda, es pertinente aquí también no olvidar esas otras frases de Nietzs-
che en las que, pensando en el filósofo o el hombre del futuro, señala algunos rasgos
de lo que puede ser ese hombre preparatorio que «vive peligrosamente», puesto que
«lleva el heroísmo al conocimiento y hace la guerra a causa del pensamiento y de
sus consecuencias» y que, como tal, «tiene un juicio agudo y libre sobre todos los
vencedores y sobre la porción de azar que hay en toda victoria y fama».35

Si para ilustrar las relaciones existentes entre la vida, la filosofía y el arte hemos usa-
do aquí la figura del triángulo, por uno de sus lados, la hemos empleado para sim-
plificar un acceso posible a la comprensión de los flujos y reflujos que se produzcan
entre la conexión de sus flancos, en el espacio humano que emerja al interior de sus
tres límites, así como desde el horizonte en que se perfilan esos tres modos de decan-
tación de la fuerzas. Flujos y reflujos de fuerzas que, como movimientos gravitacio-
nales entre las dimensiones humanas de esas tres masas de fenómenos, no pueden
sin más resolverse con la aplicación indiferenciada a ellos de la ley de gravitación

342 universal de Newton, que Nietzsche por su parte toma en préstamo de él como una
imagen para el pensar, pero redimensionándola, y por ello, transformándola, de
acuerdo a las condiciones de existencia en que se despliegan los hechos, palabras y
promesas de lo humano, susceptibles de ser pensadas desde un «tal vez» no exento

34
CJ., Prólogo, §4.
35
Ibíd., §283.
Dobles Póstumos / José Jara

de riesgos. Más bien es preciso acudir a las especificidades de análisis e interpreta-


ción de los modos de manifestación y articulación de las fuerzas constitutivas del
querer de una voluntad que, además, de ser capaz de poder eso que quiere, cuando
ellas actúan desde ese centro de gravedad singular o personal que es el cuerpo de
cada quien, ha de tener en cuenta a la vez otra dimensión de su actuar, inseparable
de un porvenir. Pues esas fuerzas de su accionar también han de ser aquilatadas
desde ese otro centro de gravedad, que resitúa para el individuo sus acciones sobre
el trasfondo de un horizonte de mayor raigambre y proyección histórica. Se trata del
pensamiento del eterno retorno, propuesto por Nietzsche como «el mayor centro de
gravedad»36 del hombre, en la medida en que, por lo pronto, transforma o diluye el
umbral o la silueta de la muerte para la existencia humana, en tanto la abre y conju-
ga lo que en un momento un ser humano quiera y logre, con lo que llegue a querer
y se proponga alcanzar en lo que del devenir pueda ser pensable por él, imaginable,
ficcionable. Además, con el eterno retorno se le ofrece a cada hombrehombre —sea
artista, filósofo o no— una instancia de reflexión y valoración con la que calibrar el
fiel de su balanza temporal, abierta al devenir, y sopesar así el querer de sus actos y
su poder para realizarlos. Desde allí tal vez sea posible trazar algunos perfiles concre-
tos de la respuesta dada a esa pregunta formulada por él: «¿Qué dice tu conciencia?
“Debes llegar a ser el que eres”».37

343
36
Ibíd., §341. Sólo en la 3ª edición de la traducción que hice de este libro, publicada por Monte
Ávila Editores (Caracas, 1999), pues la 2ª edición fue una reimpresión de la primera, estuve en
condiciones de corregir mi traducción de Das grösste Schwergewicht con que Nietzsche titula allí
ese parágrafo y nombra el pensamiento del eterno retorno, por la única traducción que estimo
acertada para esa expresión: «el mayor centro de gravedad», y no como apareció en las dos primeras
ediciones «la mayor gravedad». Esta corrección lamentablemente no está incluida en la edición que
de esa traducción hizo la Editorial Círculo de Lectores (Barcelona, 2002).
37
Ibíd., §270.
Dobles Póstumos / José Jara

Entre la crisis y la filía

¿Hasta qué punto la trama básica de lo que hoy es pensable y piensa la filosofía
puede estar en consonancia con lo que la sociedad y sus instituciones requieren para
satisfacer sus intereses y, de se modo, consolidarse en el logro de sus propósitos?

Está claro que esta es una pregunta planteada en un nivel demasiado general, pues
no sólo resulta por lo menos difícil encontrar hoy una delimitación unívoca bajo
el nombre de filosofía, sino que tampoco se encuentran acuerdos irrestrictos entre
los representantes de sus variadas figuras disciplinarias acerca de lo que en ellas cada
uno hace. Si bien pueden identificarse tendencias teóricas básicas de acuerdo entre
filósofos en áreas disciplinarias, llegado el momento de especificar posturas ante
problemas y situaciones, y de expresarlas en un régimen de comunicación amplio,
las diferencias de opciones y de estilo suelen multiplicarse según variantes indivi-
duales de una manera no siempre reunificable con niveles de sentido para la acción,
conforme a criterios de racionalidad estricta. Pareciera que las diversas formas y
escenarios de manifestación de la filía, conjugada de acuerdo a distintos modelos
decantados en la historia, suele contribuir a determinar rumbos compartidos.

También las sociedades por lo pronto en el curso del siglo pasado, aumentaron las

345
diferencias entre su miembros, grupos, sectores o clases, de acuerdo a la irrupción
y consolidación aleatoria de lo que se ha solido denominar como el «gran número»
o más tradicionalmente las «masas», conforme a los criterios socioeconómicos o
político-culturales, que en cada caso se apliquen.

Sobre el trasfondo del contexto mínimo aludido en ambos casos, las instituciones
suelen jugar un rol en cierto modo articulador, de una especie de bisagra socio-
individual, en la que cada uno de sus lados tienen la tarea y el desafío de mantener
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y evocar la simetría de su movilidad, se supone, sin roce ni desvío de los intereses


y estilos puestos en juego a través de ese rol. Puede visualizarse a las instituciones
como instancias mediante las que los individuos intervienen en y asumen acciones
y responsabilidades de una dimensión social, que en algún grado los distancia de sus
estilos personales. Pero también la densidad de estos estilos puede ser percibido a
través de las instituciones como uno de los polos entre los que en éstas, ellos se ejer-
citan como individuos en su juego de modelaje de un cierto «vaivén», de ir y venir,
de entrada y salida, frente a los requerimientos de la sociedad. Podría agregarse así
a la imagen de bisagra para percibir a las instituciones, la de una suerte de balancín,
instalado en el campo de juego, no exento de conflictos, entre las acciones definibles
de individuos y sociedades. Y habría que considerar, en este caso, al saber, como
una de las aristas delimitadoras y modeladoras, o bien, con otra imagen, como
las diversas formas de vasos transparentes y comunicantes por los que circulan los
saberes generados por lo intereses y exigencias de unos y otras que, en definitiva, se
ponen en juego en el escenario de las instituciones. De manera que el desacuerdo, el
desajuste y los consiguientes chirridos producidos por la relación entre los actores,
individuos y agentes sociales, operantes en las instituciones, serían una de las ex-
presiones de la crisis del juego y el conflicto entre los que se mueven los eventuales
saberes acordados o sancionados por instituciones, en cada caso, especificas.

Se puede imaginar otra vía de acceso para aproximarse a cada una de las cuatro pa-
labras del título de la convocatoria de esta mesa, aunque la palabra con resonancias
de mayor urgencia en él, la crisis, sea la que aparezca en último término en ella. Esa

346 vía señala hacia un hecho simple, aunque a la vez complejo en sus consecuencias.
Ella se expresa en la frase: todo lo que es, comenzó por no existir. O dicho de otra
manera: todo lo existente tiene un largo y aleatorio proceso de cambios y transfor-
maciones a su espalda. Sin duda la generalidad de estas dos frases requiere a su vez
de una mínima delimitación conceptual.

La gran cantidad de distintos tipos de instituciones que han surgido, se han mo-
dificado y desaparecido a lo largo de milenios en la más diversas sociedades, nos
Dobles Póstumos / José Jara

muestran un aspecto de su parentesco con los seres humanos, por lo pronto, a


través de su caducidad constatable e inevitable. Esta finitud común a ambos, sin
embargo, no implica su absoluta caída en el olvido luego de su desaparición fáctica,
ni tampoco el que unos y otras puedan haber llegado a convertirse más tarde en
nombres o figuras paradigmáticas, susceptibles de ser rememoradas y de encontrar
en ellas huellas y pistas que, entre otras cosas, suelen señalar hacia el campo lleno de
riesgos de la relación entre individuos y el «gran número» de lo social. Es esta última
dimensión la que tal vez confiere a las instituciones uno de sus rasgos distintivos
frente a los individuos. Pues ellas, para ser tales, han de poder exhibir una duración
temporal mucho mayor que la vida de éstos. Y tal vez, por eso mismo, ellas suelen
ejercer una atracción para ello, cuando a través de la singularidad de sus acciones
se siente palpitar allí algún grado de la fuerza con que en ellos discurren las necesi-
dades y anhelos de un conglomerado social que, como tal, pugna por satisfacerlos.
Un conglomerado del que esos mismos individuos proceden y que, de algún modo,
impulsa también sus propios afanes, aunque en ocasiones pueda experimentar cada
uno de ellos con respecto al otro, su circunstancial incoincidencia de intereses,
procedimientos y estilos de acción. Pues si para perdurar en su propósito de acoger
los requerimientos del «gran número», las instituciones que se erigen en medio de
la sociedad han de hacer suyos procedimientos que regulen las conductas de sus
miembros mediante el peso igualador y universal de la norma y la ley, bien puede
llegar el momento en que estas mismas instancias que la consolidan y transparentan
en alguna medida, puedan transformarse en rígidos canales de circulación, y escle-
rosarse, como efecto paradojal, pareciera, de los diversos modos de transitar, habitar
e intentar perseverar los individuos en ellas. 347
No parece ser sin más desechable el hecho de que es por medio de instituciones, por
ejemplo, como las universidades, que muchos saberes alcanzaron el desarrollo de
sus respectivas figuras, se consolidaron y han continuado su reproducción, cobija-
das por la regularidad institucional de sus criterios y normativas. Aunque tampoco
es obviable el hecho de que las instituciones en distintos momentos puedan haber
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llegado a convertirse en la contraparte conservadoramente beligerante, en conflicto


con el ejercicio heterodoxo del pensar —y por cierto no sólo bajo el signo finise-
cular de la filosofía— por parte de individuos que lo asumen como un renovado
ensayo y riesgo creador que procura abrir caminos, saberes aún no transitados ni
explorados.

Bien puede haber sucedido y constatarse ahora que con el transcurrir de los siglos se
haya extraviado la supuesta evidencia de otros tiempos en que la filosofía ostentaría
un sitial de privilegio entre los saberes, debido a su peculiar lucidez fundamentante
y omniabarcadora con respecto a cuanto existe. Probablemente es un hecho discu-
tible, o al menos muy matizable, que la filosofía, incluso en sus momentos de flo-
recimiento griego, albergada en esa suerte de proto-instituciones que habrían sido
la Academia y el Liceo atenienses, haya gozado de ese tipo de privilegio y, menos
aún, entremedio de menesteres de gobierno de la polis y la sociedad de ese entonces.
A los posteriores calificativos de ser una actividad edificante o impulsora de una
ilustración emancipadora, tal vez hoy le asiente mejor a la filosofía ejercitar una ac-
titud y gestos malévolos frente al tiempo en que le toca vivir y procura desplegarse.
Especialmente cuando aún perduran algunas formas de nostalgias sobre el planeta,
de la más variada índole. Nostalgias de divinidades aceptadas como plurales o que
se imponen como una y absoluta, nostalgias de valores firmes e intransables, o de
instituciones graníticas y duraderas como montañas, ajenas a la posibilidad de con-
vertirse en volcanes, o por lo menos, de acuerdo a una figura de más breve duración,
como burbujas sociales incorruptibles o incontaminadas.

348 Frente al anhelo de unidad, continuidad en el logro de los fines y transparencia que
pudiera estimarse necesario de hacer prevalecer en las instituciones y las sociedades,
no parece que esa actitud malévola asignable a la filosofía pueda prescindir de querer
entrar y salir, imbuirse, recorrer y tomar distancia, una y otra vez, ante lo que aparece
como el reverso de las cosas, los elementos y aspectos desagradables, ruines o infelices
que pueblan todos los niveles de lo humano. Adentrarse en ese reverso de las cosas
significa tanto como validar teóricamente el conflicto y la competencia, los antago-
Dobles Póstumos / José Jara

nismos, protagonismos y agonías, como elementos constitutivos de todo querer y


acción de una voluntad que se ejercita sobre otra voluntad, sin garantía de concilia-
ción y de equilibrio sin roce, al término de una etapa cualquiera de tales relaciones.

El tránsito por ese reverso y su consiguiente disolución del revés y el derecho, del
dentro y del fuera, al deshacer la contraposición entre apariencia y realidad y entre
todas las polaridades que han configurado el universo del discurso teórico, bien
puede ser experimentado como la desazonadora figura de la crisis. Y sin embargo,
es difícil no entender hoy en día a la crisis como una condición histórica inevitable
en la existencia de individuos y sociedades, cada uno de los cuales en el curso de los
siglos y en distintos momentos específicos de ellos, han sido capaces de rehacerse,
reinventarse con una reiteración tal vez sorprendente. Los saberes logrados por in-
dividuos y filósofos no parecen haber sido mucho más que el resultado de sucesivos
ensayos y riesgos asumidos ante las exigencias y deseos vivenciados como propios
en cada presente. Hoy sabemos que éste —frente a las filosofías del origen y de la
teleología habidas— difícilmente podrá volver a ser ya un simple punto de tránsito
evanescente entre lo sido y lo que será. Pues así como de lo ya sido cabe decir que
se exhibe como una materia viscosa, dúctil y maleable, que persiste más allá de sus
figuras vigentes en otros tiempos, que persevera, trasvestida o depurada, en los des-
ciframientos o reinterpretaciones suyas de hoy y mañana, así también con respecto
a lo que será, puede decirse que posee el perfil de una incógnita de la que no se
espera ya su resolución mediante los artificios de un Deus ex machina o de un telos
redentor, revestida en su aguardar a ser despejada con el temblor de una tragedia a
la que se esté condenado. Más bien, lo que ha de llegar a ser —donde el perfil de ese
ser queda modelado por las obras y los efectos concretos producidos por los sucesos
349
de aquel «llegar» hasta él—, en todo caso estaría emparentado con los juegos de una
parodia, pero ahora exenta de descalificaciones o desvalorizaciones de otrora. En lu-
gar de eso, cabe experimentarla como una parodia que con desenfado e incluso con
algún matiz de ironía, hace suyo todo cuanto ha venido siendo para volver a mezclar
sus materiales en otras figuras mestizas —a semejanza de todas las de otrora—, que
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muy probablemente acabarán ocupando el escenario de su respectiva actualidad.

Pareciera que cualesquiera fuesen las conjugaciones de época y calificaciones que


puedan hacerse de la «crisis», una vía para enfrentarla o para disminuir al menos
las dosis de ansiedad usualmente presentes en los variados tipos de invocaciones a
superarla, para así encontrarse con algo «mejor» después de ella, o bien simplemente
con algo «otro» que ella, sería aquella que abre efectivamente la puerta a la historia,
entendida como raíz ineliminable de la condición humana. De abrirse a las series
de hechos, fenómenos y situaciones que modelan cotidianamente a esa condición,
y más aún abrirse al sucederse de acontecimientos singulares pero con efectos de
duración secular o prolongada, tantas veces aleatorios en la irrupción de su acaecer
y en sus recursos para asentarse, que, sin embargo, marcan ese rostro visible del
tiempo de que ella, la historia, está hecha. La apertura de esa puerta traería consi-
go ejercitar los oídos con otros sonidos distribuidos de acuerdo a otras armonías,
ritmos y contrapuntos, como los que pueden resonar en una serie de frases tales
como: «la historia siempre habla nuevas verdades», «la verdad es un error al que nos
hemos habituado», «la constatación de una verdad sólo expresa nuestra incapacidad
para contradecirla». Todas las cuales bien podrían culminar en aquella otra que,
hoy, puede sonar menos escandalosa que cuando fue formulada en su momento: «la
verdad es una mujer». Por cierto, una verdad frente a la cual cabría desplegar ahora,
al igual que siempre, esas artes de la seducción en las que reobran unos sobre otros
—transversalmente si se quiere, o transgrediendo continuamente los límites que
en otro tiempo se les impuso, para así transfigurar el desorden de su añeja separa-

350 ción—, aquellos viejos verbos que han configurado la trama de la no menos antigua
razón: sentir, querer, pensar.

Y con esta apelación a la verdad, en su variante de la seducción que ha solido ejercer


sobre los filósofos, sería preciso conectar aquella filía a que aludimos en un comien-
zo. Es una amistad-enemistad que, en la inseparabilidad de ambas que deja acceder
a cada una de ellas hasta la médula que la alienta y que puede siempre ser sentida
en su fuerza propia en la relación con el otro, una vez más, es ella la que, en el fino
Dobles Póstumos / José Jara

y certero acoplamiento de sus ingredientes, los filósofos, como una de sus acciones
junto a otras, les cabría ensayar su recreación, su juego y desafío. Una filía tejida de
acuerdo a los contrapuntos existentes en el tiempo en que se vive, expresada según
una tonalidad que haga audible en él el timbre de la voz que se arriesgue a entonar
una frase cualquiera, enunciable y compartible por quienes se lo propongan y quie-
ran hacerlo. Tal vez sea esta una vía por la que pueden llegar a resonar otras verdades
en el discurrir de la historia.

351
Dobles Póstumos / José Jara

Ensayar y crear, una clave humana

Una de las apuestas cruzadas por Nietzsche en dirección al futuro está referida a la
condición que en él pueda llegar a tener el pensar filosófico, la de ser un ensayo,
una prueba, un experimento. Una apuesta en la que se pone en juego el estatuto
tradicional de su discurso, en la medida misma en que se acepta que para llegar a
conocer los problemas fundamentales de «la economía global de la vida», es preciso
conceder al error, al engaño y a la mentira un valor de no menor importancia que
el recibido por la verdad en el curso de la historia de ambas. La nueva disciplina
que tendría que abrirse paso en ese futuro para ganarse un derecho de ciudadanía
entre las ciencias, la psicología, y más específicamente según la variante de una fisio-
psicología —propuesta como otro nombre posible para la filosofía y como un indi-
cador diferencial de tareas con respecto a ésta—, no podrá menos que aventurarse
a pensar bajo los signos de la incertidumbre y el riesgo. Y esta situación se tornará
ineludible en tanto se aviste que una de sus principales actividades preparatorias
habrá de consistir en saber reconocer entremedio de todo cuanto se ha creído, pen-
sado y escrito acerca de ese fenómeno de la vida, que allí no se expresa más que «un
síntoma de lo que hasta ahora se ha silenciado».1

Cabe decir que en esta apuesta se encuentra expresado ya uno de los rasgos de la
transvaloración de los valores postulada por Nietzsche para el ejercicio de su pensar. Y 353
puesto que una de las fórmulas mediante las que enuncia su distancia frente a la ma-
nera habida de hacer filosofía, es esa en que afirma que ésta «no ha sido hasta ahora, en
general, más que una interpretación del cuerpo y una mala comprensión del cuerpo»2,

1
MBM., §23. Cf. §42, §2.
2
CJ., Prólogo, §2.
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dicha transvaloración deberá adentrarse por los caminos aún no explorados por
aquélla, e inventar, redescubrir o volver a dar sentido a viejas palabras con las cuales
describir a muchos de los elementos, hechos y situaciones que, a pesar de haber
configurado desde siempre a esos cuerpos, han quedado, sin embargo, en silencio,
o bien, ellos han sido descalificados, cuando no despreciados. Pero tan importante
como esa recuperación del cuerpo para este otro pensar, habrá de ser también la
de esa otra realidad cuyo mayor crédito reside, por lo pronto, en el hecho de que
es «una de las hipótesis más antiguas y venerables» manejada por los hombres para
ganar una cierta comprensión de sí mismos, y que ha recibido indistintamente una
valoración a través de los siglos tanto desde el ámbito de las religiones como de las
filosofías de diverso cuño: el alma.

Un antecedente no desdeñable para volver a plantearse los temas del cuerpo y del
alma desde una perspectiva que resitúe el valor de ellos para esta otra manera de
entender la filosofía, apunta hacia los diversos niveles en que Nietzsche visualiza que
ambos son decisivamente operativos y que, por el momento, sólo mencionaremos
brevemente. En un primer término, se trata de su reiterada afirmación de que ya no
es posible separar el ejercicio del pensar filosófico de la persona que se es3, del modo
como ésta se sedimenta y expresa a través de las carencias y de las riquezas que cada
quien experimenta como sus referencias personales inmediatas, intransferibles, y
que ante él mismo y ante los otros hombres precisamente lo delimitan mediante la
diversidad de grados y de formas que adoptan las fuerzas que, él propone, confor-
man su cuerpo y su alma. Y como una consecuencia de esto, se desprende el hecho

354 de tener que considerar a la moral como el ámbito privilegiado de la filosofía en que
se exhibiría el testimonio de quién es el que en ella procura pensar. Pues es a través
de la consistencia otorgada por él a sus acciones, teniendo presente la diversidad
y complejidad de instancias desde las que ellas proceden y sobre las cuales ellas se
proyectan, que podrá hacerse patente hasta que punto él se ha hecho cuestión o no,

3
Ibíd. Véase también CJ., §345, y MBM., §3, §5, §6.
Dobles Póstumos / José Jara

se ha convertido o no para él en su interés primordial la reflexión acerca de sus más


propias condiciones de existencia. Entender a éstas como radicalmente humanas
implica, por lo pronto, abrirse analíticamente a todo el espectro de los procesos
marcados por las transformaciones habidas en la historia, que operan como un
horizonte de comprensión e interpretación de tales condiciones de existencia y que
han dejado su sello en ellas.

Puesto que Nietzsche tiene la convicción de que los filósofos no se han abocado
con rigor a examinar cómo y de qué manera esas condiciones de existencia de los
hombres están atravesadas por todo cuanto forma parte del entramado de elemen-
tos y de relaciones constitutivas del cuerpo y del alma, es que llega a plantear que,
en último término, la moral nunca se les convirtió a ellos en problema. Y de allí
deriva la consecuencia de que su tarea ha de ser la de someter a prueba precisamente
el valor de los valores imperantes hasta ahora en la moral. Y de manera explícita, a
partir de por lo menos Humano, demasiado humano y hasta el último de sus escritos,
su reflexión tendrá a la moral como tema recurrente, aunque abordada desde dis-
tintas perspectivas. En todas ellas, sin embargo, se puede apreciar el tono de ensayo
con que asume esa tarea: su examinar los distintos tipos de accesos a ese territorio
de la moral; su distinguir las diversas capas de sedimentación de las acciones hu-
manas que se ocultan a la mirada dirigida a su superficie actual y que, de alguna
manera, le dan la apariencia de una relativa solidez; las modalidades de asentarse y
de convivir en ese territorio y, a la vez, de proyectar tareas y deseabilidades dentro
de los márgenes ya conocidos o en territorios aledaños o incluso poco conocidos.
Paralelamente a ese tono de ensayo y frecuentemente entreverado con él, se escucha
el énfasis transvalorador, irruptivo, de muchas de sus propuestas, que no por pre-
355
sentarse tantas veces como afirmaciones rotundas, dejan de poseer una condición
experimental, renovadora, en búsqueda de su propio equilibrio, tanto en el discurso
enunciado por él mismo, como con respecto a lo que ya se ha dicho sobre la moral
en la tradición, o bien por la recepción que ellas puedan llegar a tener en el futuro
hacia el cual él se dirige.
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A partir de esta conexión insustituible entre la moral como un discurso ya hecho,


con su tradicional pretensión de validez universal y de disponibilidad sin resquicios
para la acción inmediata, y el modo como se ha reflexionado acerca de las condi-
ciones personales en que se genera y explicita una acción moral, puede plantearse
que el ensayo asumido por Nietzsche a través de sus propuestas transvaloradoras,
apuntan hacia la necesidad de perfilar otros criterios según los cuales comprender el
proceso de formación de la subjetividad en el hombre. Es hacia este complejo proceso
al que apuntan sus proposiciones sobre los tipos de hombres que se habrían privi-
legiado en la reflexión filosófica habida hasta ahora —y que él explicita mediante
imágenes que sintetizan su percepción de lo sucedido en el pasado—, así como
también sus propuestas acerca de cómo abrirse paso hacia y esbozar las condiciones
de existencia de ese otro tipo de hombre que pudiera ir más allá de la catástrofe que,
dice en su momento, se anuncia y se avecina bajo el nombre de nihilismo.

Para intentar acceder a eso que hemos denominado como el proceso de formación
de la subjetividad, tal como entendemos que lo lleva a cabo Nietzsche, y para hacer-
lo al hilo de sus reflexiones en torno a los temas del cuerpo y del alma, quisiéramos
remitimos sólo a un par de textos de entre los muchos en que se refiere a ellos, para
luego detenemos en una de las imágenes empleadas por él para describir lo que se
encuentra y sucede con esos dos temas y, a su vez, destacar allí el rol que juega ese
operador relacional de transformaciones humanas designado como el mandar y obe-
decer, que permitiría articular lo que a través de esas imágenes se ofrece. Desde allí
han de aparecer a la vez algunos indicios acerca de la trama que atraviesa y configura

356 a las acciones morales de los hombres y, a la vez, se vislumbrará una cierta clave de
acceso para la comprensión propuesta por Nietzsche de la condición humana.

En un texto del primer discurso de su Así habló Zaratustra, Nietzsche enuncia una
frase en la que junto con decir lo que es el cuerpo, desplaza de inmediato el ámbito
en que se mueve su pensamiento hacia otro de una condición distinta al que ha
hecho suyo el pensar de la modernidad filosófica. Es un desplazamiento con el cual
busca incluso sustituir no sólo el espacio en que se desenvuelve la reflexión de esa
Dobles Póstumos / José Jara

tradición, sino que a la vez cambia los referentes que lo configuran, para los cuales
habrá que encontrar otro modo de articulación entre sí. Allí dice: «El cuerpo es una
gran razón, una pluralidad con un sentido, [...] tu cuerpo y su gran razón: ésa no
dice yo, pero hace yo».4 Lo que concedería al cuerpo su condición de ser el hasta ese
entonces desconocido escenario, ámbito real de manifestación y de ejercicio de la
razón, pero que ahora es conjugada y asumida como una razón grande, a diferencia
de la moderna que precisamente excluía al cuerpo y a las sensaciones de ella, es que
junto con llevar consigo o estar formado él por una pluralidad de referentes o ele-
mentos, es capaz de hacer algo con ellos, por lo pronto, ejercer una acción con la que
les hace o les da un sentido. De este modo, se da un paso más allá del valor enun-
ciativo, judicativo del decir del pensar, para traspasarle a éste desde un comienzo
el valor agregado que el peso de la consistencia y compromiso corpóreo le añade al
hacer de las palabras del pensar. Esta intervención directa de un amplio espectro de
elementos y de sus relaciones que intervienen en el pensar, que desde sus primeras
manifestaciones es considerado ya como una acción, es lo que califica al cuerpo, en
una primera aproximación, como una «gran» razón, frente a la pequeña razón a que
quedaría reducido el yo, el «espíritu», como afirma allí luego Zaratustra.

Pero, sin duda, las preguntas inmediatas que surgen son: ¿qué y cuáles son esos
«algos» plurales? ¿Cómo hace el cuerpo para convertir eso plural en algo uno? ¿Por
qué requiere el cuerpo convertir eso plural en algo uno? ¿Cómo se sabe que eso uno
puede convertirse en el sentido de esa pluralidad del cuerpo? ¿Qué se gana para el
hombre con este desplazamiento hacia la gran razón del cuerpo? En líneas inmedia-
tamente anteriores a las del texto citado, Zaratustra se refiere a algo más que tam-
bién forma parte del cuerpo, que lo especifica, a pesar de que allí sólo diga de eso
357
que no sería más que una palabra con la que se lo nombra. Esa palabra es el alma. Y
aunque no sea más que una palabra, como tal nos puede entregar al menos una pista
para delimitar a esa pluralidad del cuerpo, como aquello único que a partir del texto

4
Z., «Los despreciadores del cuerpo». (Hemos modificado la traducción de A. Sánchez Pascual).
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citado, por ahora, sabemos de él. Si tras esa pista nos dirigimos hasta el final del
§19 de Más allá del bien y del mal, podemos encontrar nuevamente conectada esa
palabra con el cuerpo. Allí dice: «nuestro cuerpo, en efecto, sólo es una estructura
social de muchas almas». Y aun cuando aquí no se nos diga qué sea el alma, por lo
menos su conexión con lo que ya sabemos del cuerpo es pertinente, pues también
aquí se nos habla de una pluralidad, de las muchas almas que integran ese cuerpo. Si
por el momento dejamos en suspenso lo que Nietzsche quiera decir ahí con eso de
que la relación del cuerpo con la pluralidad de almas sea una que queda delimitada
por una «estructura social», haríamos bien en seguir la pista de esa palabra y precisar
algo más de lo que con ella se quiera decir o a lo que con ella se refiere este pensador
del experimento y del ensayo.

Es al §12 de ese mismo libro a donde nos conduce la palabra alma. Con ésta nos re-
mite Nietzsche a los más lejanos confines de la historia de los hombres, de los cuales
tenemos memoria y constancia precisamente porque éstos se han referido con ella a
algo experimentado por ellos como eso que les acompaña a través de su existencia y
que ha dispuesto de alguna maravillosa o enigmática atracción, porque han solido
llegar a venerarla. El alma es algo antiguo y venerable en el hombre, pero también,
añade Nietzsche, una hipótesis. Es, dicho de otro modo, no mucho más que lo
que en su comienzo son las palabras, entendidas éstas como aquello que colocamos
«allí donde comienza nuestra ignorancia, donde no podemos ver más lejos», y que
por eso habría que considerarlas más bien como «líneas de horizonte para nuestro
conocimiento».5 De modo que el significado o el sentido de ella, en este caso, no

358 expresa una «verdad», sino más bien ese peculiar punto de apoyo que nos permitiría
en un momento dado intentar despejar una incógnita, una ignorancia, abrir un
espacio por donde orientar los propios pasos, en suma, una hipótesis. Y como tal,
por el distinto uso milenario que de ella han hecho los hombres, no sólo no podrían
excluirse los otros usos o resignificaciones de sentido que puedan habérsele dado o

5
SW.KSA., 12. 5[3].
Dobles Póstumos / José Jara

dársele, sino que a partir de ese filosofar experimental propuesto por Nietzsche, más
bien es una exigencia. Y eso es lo que él va a hacer a propósito suyo, cuando agrega
otras tres hipótesis para el alma.

Se apreciará que a través de estas hipótesis comparecerá nuevamente el cuerpo,


pues habrá de aceptarse que éste ha de ser por lo menos tan antiguo como el alma,
aunque no siempre haya sido tratado con la veneración recibida por ella. Si se tiene
presente este dato, podrá sorprender menos la irreverencia —considerando lo que
se suele decir del alma en el discurso de las religiones, aunque no sólo en éstos—
contenida en la primera hipótesis: entender el alma como «mortal». Pues de lo que
nunca se ha dudado en la historia del hombre es acerca de la finitud de su existencia,
puesta de manifiesta por la muerte que acaba con su cuerpo y, por ende, con su vida.
Debido a esto, lo que se introduce en el alma con la calificación de «mortal» es el he-
cho de que ahora sólo cabrá aproximarse a ella y procurar comprenderla a partir de
lo que en ella sucede, quedando así expuesta a y marcada por la contingencia, por la
diversidad de regularidades y azares, de aciertos, hallazgos, vicisitudes y fracasos de
cuanto por ella pasa y en ella se asienta. Todo lo cual trae consigo como consecuen-
cia que para acceder a ella ya no será sin más viable disponer no sólo de un único
principio explicativo, sino que tampoco de una única interpretación. La hipótesis
de la mortalidad del alma la sitúa así en el mismo plano y registro de realidades que
la condición singular y aleatoria de los acontecimientos de la historia.

La segunda hipótesis también queda conectada con el cuerpo mediante aquello


único que hasta ahora sabemos de él que es una pluralidad, aunque en este caso no
ya de almas, como se señalaba en el texto anterior de Más allá del bien y del mal, 359
puesto que igualmente podría entenderse el alma «como pluralidad del sujeto». Sin
duda, con esta hipótesis Nietzsche alude a los diversos modos en que el alma ha sido
interpretada en el discurso de la modernidad filosófica, que consideraba al sujeto,
en tanto un ego cogito o un yo puro trascendental, como el fundamento uno del
conocer y del pensar. Introducir la pluralidad en el sujeto, por la vía de una reinter-
pretación del alma, sólo puede ser visto como un disparate por esa modernidad fi-
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losófica, que no podrá sino conducir a la pérdida de fundamento para su discurso y,


por ello, a la desaparición en él de cualquier forma de apodicticidad, universalidad
y certeza. Puesto que ya hemos dicho que Nietzsche entendió el pensar como un en-
sayo, mediante estas hipótesis de hecho lleva a cabo un ejercicio de transvaloración
en su filosofar, y particularmente, en este caso, a propósito de esta otra condición
que permitiría repensar de acuerdo a otros criterios la noción de subjetividad: la
pluralidad constitutiva de ella.

Con su tercera hipótesis sobre el alma da un paso aún más enérgico en esa dirección,
pues de ella dice que es «una estructura social de los instintos y afectos». De mane-
ra que la pluralidad de almas, o también de sujetos, por la que está compuesto el
cuerpo, según ya nos lo dijo antes, ahora queda ampliada por esta otra pluralidad de
instintos y afectos. En otro texto, junto con entregar una mayor especificación de lo
que él entiende bajo la palabra «instinto», da también otras referencias que ofrecen
otras pistas para nuestro tema actual. Dice:
un quantum de fuerza es justo un tal quantum de instinto, de voluntad, de
actividad —más aún, no es nada más que ese mismo impulsar, ese mismo
querer, ese mismo actuar, y si puede parecer algo distinto, se debe tan sólo a
la seducción del lenguaje (y de los errores radicales de la razón petrificados
en el lenguaje), el cual entiende y malentiende que todo hacer está condicio-
nado por un agente, por un «sujeto».6

Poniendo en conexión los textos ya citados sobre el cuerpo y el alma, sería preciso
decir que: 1. lo grande de la razón que es el cuerpo reside en que el punto de par-
360 tida para acceder a él no es el de «lo uno», pues éste bien podría no ser más que el
resultado de la petrificación ocasionada por los errores de la razón y las seducciones
del lenguaje; 2. estos errores y seducciones pondrían de manifiesto que la verdad
enunciada por tales instancias no ha sido siempre el mejor ni el único camino
recorrido por el discurso de los hombres para acceder al cuerpo, y habría que agre-

6
GM., I, §13. (Hemos modificado la traducción de A. Sánchez Pascual).
Dobles Póstumos / José Jara

gar, tampoco al alma; 3. que esa petrificación de la razón pone de manifiesto las
dificultades de ella para abrirse a las transformaciones y al devenir que acontece en
la historia, y que ella no siempre se deja convencer sólo por ideas claras y distintas
o argumentos lógicamente consistentes, sino que también puede doblegarse ante
peculiares seducciones, como las que se ejerzan desde esas «líneas de horizonte» en
las que, por lo demás, también será humano esperar que aparezca una pluralidad
de afectos; 4. el hacer ejecutado por el cuerpo, y por el alma, es uno que se apoya
en una cantidad de fuerzas —que es lo que son esos instintos—, las cuales quedan
coloreadas, calificadas, por lo pronto, por esos afectos con que conviven, o que
ellas mismas son; pues los afectos son también aquello que desde siempre ha solido
impulsar a los hombres a actuar, a hacer aquello que luego un «sujeto» o un «yo»
dice que es obra suya, haciendo uso para ello de esas seducciones del lenguaje que
pueden simplificar y modular las acciones de tales fuerzas que anteceden a su decir,
y lo provocan; 5. si lo que condiciona la acción de las fuerzas y los afectos no es ya,
sin más, un «sujeto», este texto nos da otra pista para adentrarnos en esa pluralidad
que es el cuerpo y el alma, puesto que esas fuerzas son a la vez un querer, una volun-
tad; y tal vez este querer pueda conducirnos a encontrar otra clave para acceder a lo
«grande» de la razón del cuerpo.

Y no es preciso ir muy lejos para circunscribir lo que Nietzsche nos dice acerca del
querer y la voluntad, pues todo lo que antecede al final de ese §19 ya citado de Más
allá del bien y del mal, en que nos hablaba del cuerpo como «una estructura social
de muchas almas», está dedicado a mostrar de qué manera sólo mediante las seduc-
ciones que pueden ejercer las palabras, se nos puede ocultar lo complicado que es
una volición, y llegar a creer que ella no es algo múltiple, sino una unidad. Dicho
361
brevemente, a través de todo y cada querer opera una pluralidad de fuerzas, de sen-
timientos, referidos tanto a los estados y cosas con que ellas se relacionan a partir
de su encontrarse habitando el cuerpo y en medio de las situaciones en que éste se
haya inserto, como a las sensaciones fisiológicas que se experimentan de distintos
modos a través de los movimientos corporales requeridos para la acción del querer.
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Pero el cumplimiento de esa acción es, a su vez, inseparable de un afecto específico,


el del mando. Mediante el afecto del mando que permea a la voluntad, se pone de
manifiesto el hecho de que la volición es indisolublemente un complejo múltiple
de sentir, querer y pensar, puesto que «lo esencial en todo acto de voluntad», nos
dirá Nietzsche, radica en el poder distinguir entre distintas opciones, sopesar ese
«algo» querido, para así «elegir y llevar a cabo lo elegido».7 Pues el querer no es la
descarga ciega de una fuerza, sino el convertir lo querido en algo de lo que uno se
apropia, y que en ese mismo movimiento se exhibe la cuantía de la fuerza dispo-
nible y desplegada y, a la vez, el hecho de hacérsenos patente lo que con ella se ha
logrado alcanzar. Todo lo cual reobra sobre quien actúa como aquel querer que le
permite tener la vivencia, la experiencia de haber llegado así a ser «más»8 que lo que
podía ver y saber de sí mismo antes de tales acciones. Ese es un «más» alcanzado
mediante la transformación de la cantidad de fuerzas puestas allí en juego, que así
adquieren la cualidad de lo que se logró crear como una «obra».9 Esa pluralidad de
fuerzas convertidas ahora en una «obra», en una acción que recibe un perfil y una
consistencia específicas a partir de la elección allí hecha, singulariza a quien la hizo,
porque la quiso, transformando así lo ya hecho y su quehacer en su pertenencia.
Son los distintos aspectos operantes en este proceso y lo logrado mediante él, los
que introducen una diferencia entre el antes y el después de ese querer y actividad
transformadora de lo que previamente se encontraba allí fuera. La apropiación de lo
sucedido en ese proceso y de su resultado a través del crear de ese querer son los que
a través de éste entran paralelamente también en ese peculiar ámbito de presencia
y realidad de lo hecho, denominado como la conciencia.10 Es en esta conciencia en
362 donde se exhibe, transparece finalmente ante el que actúa, cuánto y cómo él pudo
y puede hacer lo que en un momento quiso, quiere.

7
SW.KSA., 10. 24[5].
8
SW.KSA., 13. 14[101].
9
SW.KSA., 12. 7[2].
10
SW.KSA., 12. 7[2] y 13. 14[101].
Dobles Póstumos / José Jara

Se podrá apreciar que es entremedio de esa pluralidad de fuerzas que componen el


cuerpo y el alma que el querer puede llegar a crear lo querido. Pero que también
a través de su convertir ese algo querido en una obra suya, se pone de manifiesto
cuánto él puede realizar y quién es él. Sin embargo, todos estos resultados y cam-
bios sucedidos a partir del querer, son inviables sin el afecto del mando y su afecto
correlativo del obedecer, que, aunque no fuera más que por reducción al límite,
requieren de por lo menos dos referencias, elementos, para hacerse efectivos. «Un
hombre que quiere —manda a un algo que hay en él, lo cual obedece, o que él cree
que obedece».11 Pero esa reducción al límite no es sino expresión de una actitud
teórica distante de lo que efectivamente sucede entremedio de la complejidad de ese
mandar y obedecer, compuesto por todo un espectro de otras fuerzas y sentimientos
allí experimentados, tales como la tensión de la atención dirigida hacia lo que se
quiere, la certeza o la incertidumbre de que algo en nosotros obedecerá ese manda-
to, el coaccionar, presionar, oprimir, resistir, aceptar, en suma, la movilidad de una
serie de afectos exigidos por ese querer, así como también los matices de placer que
deriven como un efecto a partir del éxito alcanzado. Y una vez más, son las seduc-
ciones del lenguaje y de las palabras —y en este caso, de una de ellas proveniente
del discurso de la metafísica moderna, del «concepto sintético “yo”»—, las que han
contribuido a extraviar y a mal comprender al cuerpo, al despliegue de sus fuerzas y
a su querer y, por tanto, a las condiciones de existencia del hombre.

Si con lo expuesto hemos querido lograr una primera aproximación a esa plurali-
dad de fuerzas de la gran razón del cuerpo, delimitar inicialmente lo que ellas son,
cómo se articulan mediante el mandar y obedecer, para mostrarle al hombre quién
es él y cómo puede llegar a ser algo de lo que él quiera ser, el camino recorrido por
363
el pensar de Nietzsche a través de sus textos es todavía más largo, complejo, lleno
de matices y de perspectivas desde las cuales procura aprehender la trayectoria del
hombre sobre la tierra. Desde aquí y teniendo en vistas lo que aún habría que tra-

11
MBM., §19.
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bajar a este propósito, bien podría adelantarse que mediante ese operador relacional
de las fuerzas del querer, que es el mandar y obedecer, él desplaza el ejercicio del
pensar filosófico hacia todas las modalidades a través de las que la historia y la geo-
grafía, es decir, hacia la pluralidad de modos de ser un ser humano que han existido,
han operado e intervenido en las acciones de los hombres sobre la tierra, para abrir
así las posibilidades de que ellos puedan de nuevo otorgarle a la tierra su sentido,
es decir, los sentidos que en ella los hombres puedan volver a experimentar como
suyos, porque ellos los han querido y creado. Y otra perspectiva transvaloradora
abierta por él para acceder a las condiciones en que el hombre ha habitado y habi-
ta esos diversos tiempos y espacios en que se han hecho distintas experiencias del
querer humano sobre la tierra, se encuentra en la conexión que es preciso realizar
entre esa instancia de la estructura social con la dupla del mando y la obediencia,
que recorren, ambas, a la pluralidad de las fuerzas del cuerpo y del alma. Uno de los
rasgos importantes que adquiere esta conexión estriba en que mediante ella cabría
entender y abordar a la moral como una «doctrina de las relaciones de dominio en
que surge el fenómeno “vida”».12

Para acceder a este otro nivel de la propuesta de Nietzsche, cabe hacer, por lo pron-
to, una referencia preliminar a un par de imágenes mediante las que precisamente
Zaratustra indica a dos modos según los cuales esa pluralidad que es la gran razón
del cuerpo, puede adquirir un sentido. Son dos imágenes que completan la primera
parte de la frase que citamos al comenzar. Ellas son: «un rebaño y un pastor, una
guerra y una paz». Lo primero que se puede decir de estas dos imágenes, es que

364 ellas apuntan a dos niveles de realidad en el hombre mismo, por una parte, como
individuo y, a la vez, por otra, como siendo cada uno de ellos parte de una relación
social, miembros de una sociedad. Pero en todo caso, se puede apreciar que las
realidades humanas aludidas en ambas imágenes, están marcadas por el hecho y la
acción de mandar y obedecer, cualesquiera sean los miembros que se encuentren a

12
Ídem.
Dobles Póstumos / José Jara

cada lado de la «y» que las une y separa, a la vez, y cualquiera sea la condición que se
asigne o reconozca a esos miembros dentro de tales relaciones. En el individuo, por
lo pronto, es precisamente esa pluralidad de fuerzas constitutivas suyas, la que exige
que sean dirigidas por lo menos con alguna persistencia en una sola dirección, a
riesgo, en caso contrario, de aniquilarse entre sí o de volverse inoperantes, estériles,
no creadoras. En las relaciones sociales aludidas por esas imágenes, la presencia de
ese mando y obediencia resulta inmediatamente visible en la primera de ellas, pero
sin duda también está presente en la segunda, pues al margen de que haya o no una
declaración explícita de guerra o de paz, son las acciones y los hechos cumplidos
por quienes allí mandan u obedecen los que desencadenan o determinan uno u otro
estado.

Por otra parte, cabría añadir que, terciando por entremedio de las interpretaciones
esgrimidas en su tiempo —y que con diversas variantes pueden perdurar aún hoy—
acerca de la primacía que quepa dar a uno u otro de los términos de la relación
entre el individuo y la sociedad, el hecho de haber asumido Nietzsche con toda
radicalidad en su pensar el sentido histórico —del que precisamente han solido ca-
recer los filósofos a través del tiempo—, y realzando con ello el complejo proceso de
transformaciones que está a la base de todo lo humano, son numerosos los textos en
donde afirma que el individuo no es sino el «fruto más maduro» que, después de lar-
go tiempo y de grandes esfuerzos, se logra cosechar del árbol de la sociedad.13 Aquí
podemos traer ahora a colación lo ya planteado por Nietzsche, de que el fenómeno
«vida» surge a partir de las relaciones de dominación, por tanto, desde un modo
específico del mando y la obediencia, y que allí se encuentra también el campo
privilegiado de análisis para aproximarse a la moral, tanto desde la perspectiva de lo
365
que competa al hombre como individuo o como simple miembro de una sociedad.

La reflexión de Nietzsche sobre la moral es inseparable de su examen de lo que ha


sido la historia humana. Limitándonos en esta ocasión sólo a una breve referencia

13
GM., II, §2.
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a la primera de las dos imágenes ya señaladas, la del rebaño, cabe decir de ella que
es precisamente la que le permite a Nietzsche describir un aspecto determinado
del comportamiento de los hombres en esa historia y de lo que entre ellos allí ha
sucedido, pues esa imagen también es modulable conforme a una tonalidad que se
hace oír como la de los rebaños humanos, esto es, la de «agrupaciones familiares,
comunidades, estamentos, pueblos, Estados, Iglesias».14 Y lo que se mantiene como
inalterable en todos ellos es la persistente presencia de ese operador relacional del
mando y la obediencia, que delineado nítidamente como un operador a la vez so-
cial, establece la diferencia entre unos pocos que mandan y unos muchos que obe-
decen. Esa es una diferencia que dominó de manera más cruda, tiránica y directa
durante los más largos períodos de la historia humana, aquéllos que antecedieron al
momento en que comenzó a gestarse y a imponerse ese imperativo griego del «¡co-
nócete a ti mismo!». Este imperativo es el que marcaría el inicio de lo que, Nietzsche
plantea, cabría llamar como propiamente el período moral, pues el anterior a éste,
el período pre-moral15, habría sido aquél en donde a propósito de las acciones de
los hombres predominó el interés y la utilidad para la comunidad, es decir, para el
rebaño. La moral recibe allí el nombre de eticidad de la costumbre, en donde son
«unas cuantas exigencias primitivas de la convivencia social», que allí opera como
una «camisa de fuerza social»16, lo que mediante las transformaciones de las condi-
ciones de existencia de los hombres en sus respectivas comunidades, lleva a que en
momentos posteriores surjan aquellos seres que están en condiciones de poder con-
siderarse a sí mismos como individuos. La consecuencia que de allí saca Nietzsche y
que puede resultar irritante para las argumentaciones metafísicas de la moral kantia-
366 na, en tanto socava su piso teórico, es que sólo luego de ese largo y duro aprendizaje
de la obediencia en aquel período pre-moral, se pudo llegar más tarde a pensar que
el obedecer el mandato de la ley moral no requeriría de mayores garantías que las

14
MBM., §199.
15
MBM., §32, §201.
16
GM., II , §2 y §3.
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ofrecidas por aquella razón que supo purificarse mediante el examen crítico de sí
misma, el que finalmente le permitiría tal obediencia a partir de la conjugación que
un yo puro hace de la idea trascendental de la libertad, mediante una voluntad que
se entiende como buena en sí misma.

Pero es precisamente a partir de esta coyuntura, y desplazando en otra dirección


lo expuesto hasta aquí, como puede apreciarse otro momento transvalorador del
ejercicio del pensar llevado a cabo por Nietzsche y que, en este caso, apunta hacia
la tarea que le compete a un filosofar y a un filósofo que entienda su actividad más
propia como un ensayo, el que ha de cumplirse aún cuando el experimentar de su
pensar se muestre como incoincidente, en contradicción con lo que en su presente
se afirme y acepte como vigente. Si bien ese ejercicio de su actividad no podrá des-
conocer ni prescindir de su procedencia de aquellas otras modalidades de entender
el filosofar habidas en la historia, habrá de llevar a cabo su propio pensar asumiendo
un enérgico viraje con respecto a ellas. Es aquí donde tiene su lugar la condición
intempestiva de tal ensayo y transvaloración. Y un aspecto decisivo de tal condición
radica en el poder conjugar allí dos de los temas que hemos destacado a propósito
de la reinterpretación propuesta por él de esas realidades incanjeables del hombre
que son su cuerpo y su alma: «el arte de mandar, la amplitud de la voluntad».17

Pues si la proposición de Nietzsche acerca de lo que el hombre encuentra cuando


dirige su mirada hacia su cuerpo y su alma es una pluralidad, configurada por fuer-
zas, afectos, sensaciones, palabras y conceptos18, aquello mediante lo cual procura
dar un sentido a tal pluralidad es su querer. Y éste se encuentra abierto, a su vez, a
367
17
MBM., §213.
18
«Las palabras son signos-sonidos de conceptos; pero los conceptos son signos-imágenes, más o
menos determinados de sensaciones que se repiten con frecuencia y aparecen juntas, de grupos
de sensaciones. (…) hay que emplear las mismas palabras también para referirse al mismo género
de vivencias internas (…). En todas las almas ocurre que un mismo número de vivencias que se
repiten a menudo obtiene la primacía sobre las que se dan más raramente: acerca de ellas la gente
se entiende con rapidez, de un modo cada vez más rápido —la historia de la lengua es la historia
de un proceso de abreviación». MBM., §268.
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tal pluralidad en la medida misma en que en cada una de sus manifestaciones es una
acción que pone en juego a la voluntad, como aquella palabra que en su amplitud
precisamente reúne, acoge a todas las fuerzas del querer. Pero ya hemos indicado
que lo propio de estas fuerzas reside en un hacer suyo lo querido —por cierto, cada
vez que efectivamente puedan lograrlo—, para de ese modo transformar lo querido
en una obra. Y sin duda es aquí en donde ha de intervenir ese otro tema ya seña-
lado, que ahora es designado por Nietzsche como todo un arte, el arte de mandar.
Aquél mediante el cual esa pluralidad de fuerzas puede convertirse en una obra, en
un sentido. Es un momento en que la gran razón del cuerpo hace yo. Es también un
momento en que la subjetividad adquiere un punto de decantación en su proceso
de formación, en el que toda su pluralidad constitutiva queda reunida en eso que
él allí ha llegado a ser, a través de esa obra que quiso hacer, que ahora le pertenece
y lo convierten, en ese instante, en quien es. Es igualmente un momento de trans-
parencia consigo mismo, en el que junto con exhibirse «la libertad alcanzada» con
respecto a sí mismo, puede, sin rubor, quedar abierto a entablar una relación «más
humana» con los otros, una que será propiamente moral, en tanto que teniendo ya
la experiencia de todo cuanto implica en logros y desfallecimientos el hacer ensa-
yos para acceder a sí mismo, puede «ahorrarle a alguien»19 el rubor de un eventual
extravío.

Y para concluir en esta ocasión, digamos, brevemente, que el tránsito por esas múl-
tiples vías abiertas por la gran razón del cuerpo no podrá ser, en último término,
uno radicalmente distinto para el hombre que a lo largo de él llegue a convertirse

368 en individuo, que para aquel otro «nuevo género de filósofos»20 que Nietzsche cree
ver despuntar en el horizonte del futuro. Pues para que éstos puedan asumir la con-
dición intempestiva del pensar como ensayo —frente a lo que en su tiempo pueda
haber de inercial y petrificado y que por ello son un síntoma de la catástrofe del

19
CJ., §270 a §275.
20
MBM., §42.
Dobles Póstumos / José Jara

nihilismo—, es preciso también que hagan suya esa «fortaleza de la voluntad, justo
la dureza y capacidad para adoptar resoluciones largas»21 que les permitan situarse
una y otra vez más allá de las seducciones del lenguaje, del «autoescarnio ascético de
la razón» y del «sujeto puro de conocimiento».22 Es apropiándose de esos elementos
de la gran razón del cuerpo, como también ese filosofar intempestivo podrá acceder
a la grandeza que, Nietzsche estima, es su meta y su tarea, pues «grandeza debe
llamarse precisamente el poder ser tan múltiple como entero, tan amplio como
pleno».23

369

21
MBM., §212.
22
GM., III, §12.
23
MBM., §212 .
Dobles Póstumos / José Jara

La filosofía, una existencia en viaje

Llevar a cabo un trabajo de investigación acerca de la filosofía de acuerdo a los


términos contenidos en el título de este proyecto1, supone disponer de algún plan-
teamiento teórico con respecto a ella. Por lo pronto, se trata de trabajar en torno a la
filosofía en Chile y, más específicamente, dentro de un período y según referencias
determinadas. Llegado ahora el momento de concluir la presente etapa del trabajo
realizado, es preciso conectar lo planteado en el punto de partida con lo alcanzado
en el curso de esta investigación, hasta el punto de cierre fechado que ella hoy tiene.
Así como también explicitar la elección de tal planteamiento y trazar una suerte
de diagrama teórico del curso o variaciones de su recorrido, más allá de lo que en
su inicio pudo haber sido. Se sabe ya como algo que se ha convertido en un lugar
común de un trabajo de investigación, que el punto de llegada en más de un aspecto
es otro que el de la partida, por mucho que sin la realidad de éste no se arribe a aquél
de acuerdo a una trayectoria efectivamente ocurrida.

1. Condiciones de existencia

Un modelo de trabajo asentado en el ámbito de la filosofía moderna es el recogido


en el procedimiento kantiano que pregunta por las condiciones de posibilidad pen-
sadas por la razón para acceder a la estructura propia del conocimiento y, a partir de 371
allí o junto con ello, a los fenómenos mismos existentes en el mundo y a los que se
busca conocer en su verdad. Desplazarse hacia fuera de ese modelo significa intro-

1
FONDECYT 2007, N°1070917: «Condiciones de existencia de la enseñanza de la filosofía en las
universidades chilenas. Dispositivos para el análisis de una experiencia intelectual, política e insti-
tucional: 1935-2006».
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ducirle una serie de cambios no siempre asibles por quienes expresamente procuren
incluso distanciarse o separarse de él. Especialmente cuando podría decirse que
durante buena parte de los dos últimos siglos ha quedado fuertemente adherido a la
piel del pensar filosófico, practicado por distintas escuelas o tendencias según mo-
dalidades variadas. Al menos una muestra notoria de esa permanencia parece apre-
ciarse al trasluz del extenso uso que suele hacerse en diversos contextos de la expre-
sión «condiciones de posibilidad», aún cuando no se la desarrolle necesariamente en
clave kantiana. Cabría considerar que la frecuencia del recurso a ella alude o aparece
como una suerte de sello identificatorio de que se está ya en terreno filosófico.

Abrirse a una variante distinta a la de ese modelo de ejercicio moderno del pensar
filosófico, implica por lo pronto, a propósito de las nociones de espacio y tiempo,
transitar por un territorio diferente a la comprensión kantiana de ellas en la estética
transcendental. En lugar suyo, cabría pensar más bien en salir hacia un ámbito que
presenta otro tipo de complejidades y dificultades, por ejemplo, las que surgen al
adentrarse en la geografía y la historia en que se encuentra quien piensa y que, al
hacerlo, lo hace en la dimensión de sus actividades de todos los días. Esto le con-
duce a percatarse que allí se le hace patente a la vez la diferencia de los tiempos de
la historia habida y, además, en un continuo proceso de reconfiguración suya en los
múltiples escenarios y niveles de realidad humana, individual y social, que lo atra-
viesan y configuran desde antiguo en la condición finita y aleatoria de su existencia.

De manera que esta existencia se le aparece a cada individuo que forma parte de una
sociedad —o según cual sea el caso, a cada sociedad en su conjunto—, por un lado,
372 como eje y encrucijada de los puntos cardinales detectables mediante una brújula,
o trazables mediante lo que el deseo o la imaginación creadoramente elaboren y
lleguen incluso a convertir en algo real a lo que en su inicio pudo haber lindado,
más bien, con los perfiles de la ficción. Una existencia, por otro lado, provista de
una densidad transitiva y plural conformada por todas las huellas, aspiraciones,
obsesiones reconocibles en ella en algún momento determinable, en medio de los
incontables límites que se le han hecho patentes en esa existencia y que, entremedio
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de cada uno de ellos, procura asumirla para recomponer una y otra vez un rostro
con el cual continuar su camino.

De una tal existencia, y acerca de la que luego cabrá preguntarse por las condiciones
en que ella sucede, por lo pronto, ha de poder indicarse un comienzo. Uno que será
susceptible de ser señalado ya sea mediante un nombre propio o una fecha o un
lugar o un hecho, o por una conjunción de alguno de estos elementos o incluso de
todos ellos. En el caso que nos interesa, varios de éstos pueden ser los elementos que
intervinieron en los comienzos de la existencia de la filosofía en Chile.

Para que alguien llegue a preguntar por ese comienzo, es probable que se requiera
al menos que lo allí sucedido haya dejado alguna huella, que eventualmente pueda
haberse convertido en un sendero o incluso más tarde en un camino reconocido
como tal y por el que comenzaron a transitar otros individuos, al punto de llegar
a transformarse en una referencia ineludible, en un hito, en un punto localizable
mediante su latitud y longitud en el mapa que se emplee para desplazarse por ese
tipo de actividad humana. De manera que ese comienzo puede haber dado lugar
a y adquirido las características de un hecho singular, delimitable, reconocible por
algunos rasgos descriptibles suyos. Acontecimiento, estimamos, es la palabra que
en su unidad remite a la vez a la constitutiva pluralidad de elementos, situaciones,
hechos, que han formado parte de ese comienzo y de al menos alguna parte impor-
tante de su trayectoria, al margen de que en ese momento resultase probablemente
difícil avistar aún la estatura de reconocimiento social, institucional o las señales
de identificación discursiva que con el correr del tiempo pudiera llegar a tener. Es
precisamente el conjunto de los efectos producidos por lo que sucedió a partir de 373
ese comienzo, lo que más tarde puede conducir al intento de establecer la conexión
entre la figura alcanzada con el correr del tiempo por aquello que en un momento
fue simplemente un punto de partida y, a su vez, a preguntar, por así decir, re-
trospectivamente por éste inicio mismo. De manera que a través de la noción de
acontecimiento nos encontramos con la remisión mutua, en doble dirección, entre
los comienzos y aquellos puntos de llegada reiteradamente transitorios que puedan
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identificarse como altos en el camino, posadas para reposar y retomar impulso en la


trayectoria con la que se está comprometido. Pero también, como resulta evidente,
para sopesar y evaluar lo que en una o más etapas de ese trayecto se ha logrado y se
ha malogrado.

Todos esos diversos ingredientes que intervinieron de alguna manera en el comien-


zo y desarrollo de la existencia de lo que consideremos como un acontecimiento,
forman parte de su historia. Una que más tarde podrá ser narrada, recuperada en sus
antecedentes, inicios, transformaciones, así como en los desvíos o aciertos logrados
a partir de sus particulares proyecciones hechas en un momento determinado. La
figura teórica a través de la cual, planteamos, podrá organizarse el recorrido por esa
historia es la que ha llegado a ser conocida con el nombre de dispositivo. Una figura
en la que junto a la serie de matices o repeticiones de lo que se mantiene relativa-
mente estable en esa historia conforme a lo que desde un inicio se haya establecido
en ella, se encuentra también la diversidad aleatoria y heterogénea de lo que irrum-
pe sin previo aviso o a pesar de la programación que se pueda haber realizado para
contener o impedir lo que se estime como disruptor del curso trazado.

Un dispositivo que actuaría como instancia de análisis de todo cuanto configura a


ese acontecimiento, pero que a la vez provee de un horizonte de inteligibilidad para
situar esa singularidad en el entramado de la historia en que está tejido ese aconte-
cimiento. Empleamos aquí el término horizonte como aquella palabra que designa
a esa línea real y ficticia, estable y móvil, a la vez, que percibe todo aquel que se en-
cuentra al comienzo o en medio de una navegación, aún al abrigo del puerto o de la
374 costa desde la que está por zarpar, alejándose de esa realidad conocida como punto de
partida o ya en medio de la alta mar. Horizonte, entendido como esa línea de reali-
dad más amplia, ese espacio-tiempo en el cual existimos con la intermitencia, reitera-
ción u ocasional apaciguamiento de la realidad de las preguntas, dudas, interrogantes
que agitan nuestra cotidianidad de individuos asentados en un lugar estabilizado, o
en reiterado movimiento hacia otros parajes ya conocidos o por conocer. Horizonte,
avistado como ese más allá que impulsa o atrae a cualquier proceso de reflexión, in-
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separable y deudor del punto de anclaje conceptual en que nos encontramos en un


momento determinado y que, sin embargo, no se yergue como obstáculo para mirar
hacia eso más lejos en lo que sospechamos poder encontrar o que nos invita a inven-
tar otras herramientas y propuestas teóricas, para hacer frente a las incertidumbres
que se cuelan a veces por entre lo que parece cobijarnos como algo seguro.

Horizonte de inteligibilidad de nuestras condiciones de existencia2, por tanto. Pun-


to de llegada aún desconocido, al que hemos de darle o encontrarle su perfil y su
densidad, que surge de entre el cruce de calles, caminos, mapas del territorio que
habitamos y creemos conocer y que, justamente, nos mueve a desplazarnos ha-
cia otro lugar imaginado, buscado tras algún por qué, que deje otra huella debajo
de nuestros pies. Reiterada insatisfacción con lo ya conocido, logrado, habitual,
domesticado. Movimientos, desplazamientos, viajes de variada gama que animan
la existencia de cada quien, de una comunidad, un pueblo, una sociedad. Puntos
cardinales que todos y cada uno de éstos sienten en algún momento la necesidad de
rediseñar al trasluz o sobre el trasfondo de esos otros puntos cardinales del planeta,
tan ficticios y reales, tan humanamente inventados y considerados como invarian-
tes, al igual o a semejanza de cualquier horizonte.

Condiciones de existencia que incluyen dentro suyo a esos horizontes y puntos


cardinales, indispensables para desplazarse y orientarse por ella, imprescindibles en
su conjunción de uso e invención individual, social, planetaria. Inevitables como
recursos del pensar, desplazándose siempre entre un más acá y un más allá, descu-
briendo interrogantes, sorteando incógnitas, por entremedio siempre de lo sorpren-
dente en la habitualidad cotidiana y en la insólita transmutación que entre ellos sue- 375

2
Hacemos uso de esta expresión, condiciones de existencia, siguiendo la línea temática abierta
tempranamente por Nietzsche mediante ella y que, entre otros conceptos y temas de la filosofía
contemporánea —como también el de horizonte—, él conecta de manera directa con la noción
de acontecimiento. Esta última, a su vez, permite establecer un vínculo inmediato tanto con la
temática nietzscheana por parte de Foucault, como con la noción de dispositivo introducida por
éste en la década de 1970 en varios de sus escritos.
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le suceder un día cualquiera. Puntos de referencia teórica que se encuentran siempre


más allá de donde nos encontramos y que, sin embargo, una y otra vez y de distintas
maneras alguno de nosotros o nosotros mismos hemos decantado, destilado desde
las experiencias habidas y por haber.

2. Un largo viaje

Comienzos de la filosofía en Chile a partir de cierta fecha. Se pueden emplear di-


ferentes palabras o expresiones, tales como eco, reflejo, variaciones sobre un tema
dado, experiencia situada, discurso local u otras de distinto calado para referirse a lo
que surgió en estas latitudes a partir de aquel otro acontecimiento inicial, acaecido
en otro continente, mediante el cual la filosofía se asentó en Atenas. Ciudad o ám-
bito desde el que se dio comienzo a un largo y complejo proceso de colonización de
Occidente y luego del planeta entero, sin que mediasen los estruendos de invasiones
violentas y de incurables heridas abiertas de sujeción social, cultural. Aunque se
pudiera mencionar o denunciar que al trasluz de tal proceso no puede dejar de per-
cibirse algo así como una sombra en la existencia de distintos tipos de connivencias,
convivencias, complicidades o mestizajes discursivos, filosóficos, y como quiera que
más tarde, en algún otro momento se los haya asumido, blanqueado, rediseñado
o abandonado. En cualquier caso, desde Atenas hasta Chile en algún momento se
inició un largo viaje.

Una hipótesis de geografía filosófica y política probablemente no descabellada, po-


dría considerar a Atenas como la capital de la filosofía en Occidente. Si asumimos
376 esa hipótesis y la elaboramos mínimamente, no resultaría muy extraño decir que
todo el resto de los lugares, ciudades donde ella se ha asentado por corto o largo
tiempo, han estado pobladas por viajeros. Por una suerte de inmigrantes desde o
hacia aquella capital en la que una actividad humana logró adquirir un nombre
propio y ser reconocida a través suyo: filosofía.

Sería preciso tener presente también que desde un comienzo esa capital griega es-
tuvo marcada por migraciones desde distintas otras ciudades del Peloponeso, com-
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puestas por ese peculiar tipo de individuos que crearon un nuevo estilo de ejercer
el pensar, que al incorporarlo a sus vidas cotidianas, comenzaron a ser llamados
filósofos. Algunos de ellos salieron más tarde desde allí hacia otras latitudes del
mundo greco-romano de los siglos posteriores a los de su apogeo en ese lugar, hacen
ya 25 siglos. De modo que la condición de existencia misma de la filosofía cabría
describirla como la del desplazamiento, de la migración reiterada, del viaje y, en
especial, la de carecer de un único lugar en el que su ejercicio sea absolutamente
nativo, aborigen. Así, el estilo de ejercicio del pensar puesto en obra por ella, sería
preciso entenderlo como uno ya configurado, recubierto por las huellas y señales
que en su discurso han dejado el ir y venir por territorios, poblaciones, tipos de
acciones y de relaciones humanas generadas por culturas diversas, practicadas en
lenguas múltiples. Toda esa pluralidad de aspectos y de cuestiones no puede haber
sido ajena a la constitución del corpus de tal pensar. De modo que, además, el
ser políglota señala hacia otro rasgo necesario de añadir a la itinerancia, al viaje y
proceso migratorio que delinean el perfil de las milenarias, históricamente diversas
condiciones de existencia de la filosofía.

En los milenios posteriores a aquel siglo de oro ateniense que actuó como una suerte
de primer registro civil cosmopolita de la filosofía, se han multiplicado los lugares
y las lenguas en las que resuenan las muy diversas variaciones solistas o de cámara
de aquel discurso de los comienzos. Lo pensado de acuerdo a las cadencias de aquel
inicial logos griego persiste en hacerse oír hasta hoy como una suerte de bajo con-
tinuo, que aún resuena entre las palabras del pensar que se enfrenta a interrogantes
del presente. Sólo que Occidente ha creado una nueva torre de Babel con otras
lenguas modernas, y éstas han continuado pensando en su propio estilo lo que una
377
vez fue solo griego. Con el correr de los muchos siglos, el filosofar convirtió a quie-
nes practican tal ejercicio del pensar en trotamundos, tal vez en peregrinos o bien
en nómades por viajes reales o imaginados por entre las páginas de libros, en viajes
posibles e imposibles a la vez. El curso de la historia de los hombres grabó sus sellos
en sus múltiples viajes finitos a través de lo infinito. Y lo sucedido en ellos quedó
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registrado por quienes bien pudieran denominarse como los muchos payadores,
cantantes y cantores que en el mundo han sido, y han compuesto en clave filosófica
lo que cabría llamar, por así decir, sus versos a lo humano y lo divino.

La así llamada condición universal de la filosofía, que pareciera aún apelar a una
versión o verso único, fundante o perenne de ella, tiende a convertirse cada vez
con mayor intensidad en un nostálgico eufemismo. La cruda realidad de muchas
acciones y omisiones humanas, repetidas veces ha desenmascarado la condición
universal de derechos, credos y declaraciones humanitarias hechas por hombres de
todo el mundo. La invocación que todavía se hace de ella en algunos ámbitos, tal
vez no tenga ya más aspiraciones que las de pretender amortiguar las diferencias
territoriales y nacionales que —al menos con el paso de los siglos de la modernidad
hasta hoy—, han ido quedando grabadas en las lenguas con que en la actualidad se
reflexiona bajo el signo de la filosofía, por lo pronto, en este hemisferio del planeta
e incluso más allá de él.

Con excepción probablemente de aquellos nombres ya clásicos de los filósofos que


se repiten en los planes de estudio de cualquier Departamento de Filosofía de una
Universidad cualquiera, en esos tres países de Europa —Alemania, Francia, Ingla-
terra, que en estos asuntos han ejercido en los últimos siglos un mayor poder de
imantación sobre el resto de Occidente—, una y otra vez se puede comprobar la
fuerte autorreferencia que en primera y segunda instancia han solido practicar en el
ejercicio de sus actividades teóricas, convertidas hoy en una profesión universitaria.
Es el peculiar estilo del oficio y de escritura con que suele ejercitarse la filosofía en
378 los respectivos ámbitos culturales de esas tres sociedades —siendo muy restrictivos
en cuanto a la cantidad de esta nominación—, lo que, para la percepción de más de
algunos, hace resaltar la diferencia en los estilos de comunicación a través de cada
una de esas tres lenguas. Frente a éstos es que pareciera resonar, como un murmullo
o como un estruendo, lo que cabría considerar como el sonoro vacío estilístico de la
pretendida universalidad de la filosofía, cualquiera sea la lengua en que ella se expre-
se. Y a pesar de esto, entre las décadas pasadas del siglo recién concluido y en la que
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ahora estamos, han aparecido en distintas latitudes numerosos actores profesionales


en la escena filosófica contemporánea, multiplicando así los espacios y las lenguas
en que la palabra filosófica puede sentirse como estando cómodamente en casa.

3. Una posada

¿Desde qué lugar y con qué propósito emigraron los primeros inmigrantes que
abrieron un espacio en la universidad de este país, Chile, que, de algún modo bus-
caron aproximarse a lo que hacía 25 siglos atrás había sucedido en Atenas, con la
Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles? Sabemos que esta pregunta puede
provocar sonrisas un tanto irónicas y gestos de sorpresa e incluso de rechazo, por
contener anacronismos y desmesuras evidentes, se dirá. Sabemos que desde aquellas
paradigmáticas «instituciones» atenienses hasta que se abrieron en Occidente las
primeras universidades, pasó más de un milenio y medio. Sabemos que pasaron más
de siete siglos desde que comenzó el proceso de consolidación de las universidades
europeas, hasta que en algunas de ellas comenzaron a formarse y graduarse filósofos
que inauguraron una profesión académica, inédita hasta hace un par de cientos de
años. Pero también sabemos que prácticamente todos quienes ejercemos hoy en día
el rol de profesor de filosofía en algún establecimiento de educación media o supe-
rior del país, procedemos de aquellos gestos y actos de algunos pocos hombres que,
primero en una y después en otra universidad de la capital de este país, decidieron
abrir y habitar los primeros espacios universitarios, las aulas que pudiesen acoger a
quienes se entusiasmaban, como ellos, con las palabras de unos cuantos puñados de

379
filósofos habidos en Occidente. Lo que aquí sucedió hacen 76 años por primera vez
en la Universidad de Chile, sucedió también antes y después en otros países de la re-
gión y más allá de nuestro continente. Lo que sí podría causar alguna sorpresa para
muchos que con distintas edades se dedican actualmente en este país a la filosofía,
es que lo sucedido hasta hoy con la profesión de profesor de filosofía o licenciado
en ella, sea algo que posea una historia tan breve y, además, usualmente muy poco
conocida por quienes son parte de ella.
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Esta misma situación vista desde otro ángulo, nos lleva a destacar otro aspecto de
ella. Así como el día de celebración oficial de un hecho histórico de algún otro siglo
distinto a aquel en que se cumple la celebración, no suele recoger la diversidad de
elementos, instancias y procesos que condujeron a que él sucediera o comenzara en
esa fecha, con el ejercicio profesional de la filosofía sucede lo mismo en este país.
Se comenzó a practicarla antes de que hubiera individuos que hubiesen recibido
una formación académica sistemática para ello. Por lo demás, este es un hecho que
todos sabemos se encuentra ya en el modo de existencia de los primeros filósofos
griegos, ninguno de los cuales comenzó a pensar provisto de un título o grado
que lo legitimara y, muchos de ellos, ni siquiera disponían del nombre de filósofo
con que denominar su actividad. Si damos un vistazo rápido a lo sucedido aquí,
mediante un recorte temporal que privilegia algunos hechos acaecidos luego de
haberse afianzado ya en buena medida la organización de este país como república,
nos encontramos con que en algunas de sus instituciones se iniciaron los primeros
escarceos de existencia independiente de ella.

Sobre el trasfondo del valor y el brillo milenario adquirido por la filosofía en el


hemisferio en el que se encuentra nuestro país, en 1843 comienza la enseñanza
formal de ella en el Instituto Nacional, respaldada por su inclusión con 3hrs. en el
último año de su plan de estudios específico. Un año después de la fundación de la
Universidad de Chile, la filosofía sale así a un espacio distinto de aquel donde había
crecido al alero de la Universidad de San Felipe y de los claustros eclesiásticos que,
tanto en Europa como, por lo pronto, en este país fueron sus primer lugar de incu-

380 bación. Una huella de esa realidad centenaria se encuentra en que latín era la única
asignatura que allí se enseñaba desde 1º a 6º año, aunque religión sólo se impartía
dos veces por semana a los estudiantes internos del Instituto. A partir de 1893 con
la aplicación de lo que se denominó el plan de estudios concéntrico que incluía la
enseñanza desde 1º a 6º año de las asignaturas de castellano, matemáticas, ciencias
naturales y geografía e historia, filosofía se enseña en 5º y 6º año con 2hrs. c/u, así
como se entregan 2hrs. de Religión de 1º a 4º año. Esas horas de filosofía se mantie-
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nen en el nuevo plan de estudios de 1912, junto con introducirse Educación Cívica
con el mismo régimen horario, mientras que religión se convierte en optativa de 1o
a 6o año con un número variable de horas. En la importante reforma educacional
de 1928, filosofía aumenta su enseñanza en los institutos y liceos del país a 3hrs. en
5º y 6º año, así como 2hrs. en este último año de la sección científica. En ese Plan
se mantienen las 2hrs. de Cultura Cívica, pero se aumenta en un año, de 4º a 6º,
mientras que Religión o moral queda con 2hrs. de 1º a 3º año. En 1935 se intro-
duce un nuevo plan de estudios que busca perfeccionar lo hecho hasta entonces en
todos los liceos del país. En lo que compete a nuestro interés, se mantiene filosofía
en 5º y 6º año, aunque se modifica en dos sentidos, disminuye una hora en 5º año
manteniéndose las 3hrs. de 6º año, con la indicación expresa de que una de esas ho-
ras ha de tener un carácter práctico. Lo mismo sucede con Educación Cívica, mien-
tras que Religión pasa a ser optativo de 1º a 3º año con una hora de clases semanal.

Nos detenemos en este punto de la rápida panorámica dada a la presencia de la


filosofía en la enseñanza media, junto a algunas disciplinas vecinas a ella, pues 1935
es un año especial. A semejanza de lo que sucedió en Europa, aunque con otros
tiempos distintos, acá hubo que esperar casi un siglo antes de que se convirtiera en
realidad la necesidad de comenzar a formar profesores de filosofía que, como profe-
sionales con una formación específica, se hicieran cargo de ampliar la educación de
los jóvenes de la Enseñanza Media a través de ese saber.

Preguntemos de nuevo ¿de dónde emigraron esos inmigrantes llegados a la Uni-


versidad de Chile en 1935, que crearon el primer Departamento de Filosofía que
se propuso formar profesores de filosofía para la Enseñanza Media de la nación? 381
Aunque en verdad no sea tan extraño, fueron emigrantes que salieron del mismo
lugar al cual inmigraron, es decir, Chile. Su punto de llegada no fue distinto al de la
partida. En el límite, podría decirse que, mediante la lectura de los libros de filosofía
disponibles para ellos y montados en el ejercicio de la reflexión filosófica que allí
aprendieron, viajaron miles de kilómetros y por distintas culturas, sin moverse de
esta tierra. Y no es extraño, porque suele suceder con la filosofía que, para llegar a
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ella, no es imprescindible moverse del lugar en que se nació y creció. Puede bastar
con una buena lectura de unos cuantos libros de tal oficio bien seleccionados. Con
ella, además de tener que descifrar conceptos y alfabetizarse sobre el conocimiento
y la verdad de las cosas, la naturaleza, la condición humana y las relaciones entre los
seres de nuestra especie, de hecho y por lo menos, se recorre, se viaja por gran parte
de Europa y el Mediterráneo.

Si entregamos ahora un solo rasgo significativo de la condición de estos inmigrantes


que dieron inicio a la filosofía como una profesión en la universidad, cabría decir
que vital e intelectualmente eran hombres que vivían en lo que pudiera llamarse
como dos mundos específicos de intereses y preocupaciones. Los que se asentaron
formalmente a partir de 1935 en la Universidad de Chile, compartían, por una
parte, un compromiso social y político con el desarrollo de la educación pública na-
cional, abierta a todos los ciudadanos del país sin distinción de credos ni ideologías
y, por otra parte, transitaban por el mundo de la filosofía, provistos del entusiasmo
y la lucidez que suele otorgar a algunos la condición de ser prácticamente autodi-
dactas. Fueron individuos que abrieron un camino inédito hasta ese momento, y
que muy pronto culminó en el título universitario de Profesor de Estado en Filo-
sofía. En ese título confluyeron esos dos mundos y preocupaciones. Mediante él, se
intentaba llevar la filosofía con el mejor nivel de formación especializada disponible
en ese entonces, a lo que en ese tiempo se llamaba la Educación Secundaria, equi-
valente a la Educación Media de hoy. Ese fue el propósito y directriz inicial con que
se crearon el Departamento y los estudios universitarios de Filosofía. Y no es casual

382 el hecho de que varios de los mejores graduados de esas primeras promociones de
estudiantes, se hayan convertido muy pronto en profesores de ese Departamento así
como de los de otras universidades, que poco después comenzaron a abrir también
Departamentos de Filosofía. Quienes en la Universidad de Chile comenzaron ese
camino y lo estructuraron, fueron Pedro León Loyola y Eugenio González Rojas.
Un rasgo adicional común a ellos es que ambos, como estudiantes, fueron presi-
dentes de la Federación de Estudiantes de Chile, FECH, en 1918 y 1922, respec-
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tivamente, y también rectores de la UCH, en calidad de interino y por un breve


período, el primero, y entre 1963-1967 el segundo. En conjunción con estos dos
personajes, un tercer nombre que se inscribe en el mismo registro de intereses y de
acciones en el campo de la filosofía y de la educación pública, es el de Enrique Moli-
na Garmendia, quien fuera uno de los fundadores de la Universidad de Concepción
y rector en ella entre 1919 y 1956, y el primer presidente de la Sociedad Chilena de
Filosofía fundada en 1948.

Por lo menos entre 12 y 15 años después de 1935, hubo otros inmigrantes —en el
sentido con que hemos venido usando esta palabra— que asumieron un rol semejan-
te con respecto a la filosofía en las universidades católicas de Santiago y Valparaíso.
Puede decirse de ellos que también fueron inmigrantes de dos mundos. Por una
parte, provenían del mundo de la religión católica y de la teología, que buscaban
consolidar los principios y verdades de su doctrina religiosa en la población del país
y en particular en todos los niveles de la educación nacional. Por otra parte, transi-
taban igualmente por el mundo de la filosofía, que ejercía su atracción sobre ellos y
para quienes el principal vínculo de conexión entre ambos mundos lo constituían las
enseñanzas del doctor angélico Santo Tomás de Aquino. También en ellas el inicio
específico de los estudios de filosofía tuvo el propósito de formar profesores para la
enseñanza media y, en este caso, con una orientación declaradamente católica. Si hu-
biera que dar un par de nombres significativos de estas universidades por el estilo que
imprimieron a sus enseñanzas y la huella que dejaron en esas instituciones, probable-
mente los de los sacerdotes Osvaldo Lira y Rafael Gandolfo serían los más relevantes.

Otra mención inevitable frente a la imagen empleada aquí de inmigrantes de la fi- 383
losofía en Chile, se dirige a aquellos filósofos provenientes de España, Polonia, Ale-
mania, Italia, Perú y Bolivia3, que especialmente entre las décadas de 1940 y 1960-
70, enseñaron por distintos períodos en la Universidad de Chile y ocasionalmente

3
Se trata de: José Ferrater Mora, Bogumil Jasinowski, Erwin Johan Rüsch, Ernesto Grassi, Gerald
Stahl, Alberto Wagner de Reyna, Francisco Soler, Manfredo Kempff y Roberto Prudencio.
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algunos de ellos en las universidades católicas. En estos casos se trató de inmigrantes


históricamente reales, algunos de los cuales dejaron huellas significativas en los es-
tudios de filosofía que por ese entonces se iniciaban y buscaban consolidarse en esas
primeras décadas.

4. Un camino recorrido

Esos primeros inmigrantes que introdujeron los estudios formales de filosofía en


Chile, al cabo de los 76 años de su ejercicio universitario, podrían apreciar —si les
fuera posible4— que su impulso inicial generó en el país un movimiento con una
dinámica que llegó a adquirir distintos estilos en los diversos tipos de universidades
que acogieron el trabajo de hacer filosofía. Fue el comienzo de una aventura, de un
viaje que ha llegado a adquirir en el ámbito de la cultura nacional una estabilidad
y una dimensión reconocible bajo el perfil de lo que hemos denominado como un
acontecimiento. De éste cabe decir, por lo pronto, que es tal para quienes —toman-
do alguna distancia con respecto a sí mismos y a la inmediatez de aquello en que
están inmersos— forman parte de él en algunos de sus niveles de existencia, ya sea
que tengan o no conocimiento explícito de todas las etapas de ese desarrollo y su
trayectoria, ni del grado o formas de manifestación alcanzado en ella. De acuerdo a
los datos registrados en esta investigación que abarca el período 1935-2008, los De-
partamentos e Institutos de Filosofía existentes en las 16 universidades que a partir
de distintos años iniciaron tales estudios, graduaron a 2746 profesores y/o licencia-
dos en filosofía. Las cuatro universidades que al cabo de 26 años en su práctica de

384
la filosofía, hacia 1962 ya habían graduado a 98 estudiantes y que en esa década de
los años 60 consolidaron en diverso grado tales estudios, fueron la Universidad de

4
La última vez que don Pedro León Loyola dio clases de Metafísica en el Departamento de Filosofía
de la UCH, después de haberse acogido a jubilación y de volver a reincorporarse a ese lugar fun-
dado por él y que no le resultaba fácil desligarse de él, es decir, de la docencia en filosofía, fue al
término del primer semestre de 1960. En esa misma década, las labores de Decano de la Facultad
de Filosofía y Educación y luego de Rector de la Universidad de Chile, paulatinamente habían
alejado a don Eugenio González de impartir clases en esos lugares.
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Chile, la Universidad Católica de Santiago, la Universidad Católica de Valparaíso y


la Universidad de Concepción, que respectivamente entregaron el título de Profesor
de Estado en Filosofía o de Profesor o Licenciado en Filosofía a 63, 29, 5 y 1 estu-
diantes. La variación de estas cifras muestra tanto la concentración inicial de estos
estudios en la capital del país, con las dos primeras universidades mencionadas, así
como su extensión progresiva hacia las otras dos regiones que se incorporaron sig-
nificativamente a dicha práctica, en la medida que la afianzaron sistemáticamente
de acuerdo a distintas modalidades de su ejercicio. Considerando el período de
investigación señalado, estas mismas universidades entregaron el 63.25% de los
títulos y grados del total otorgados por las 16 universidades consideradas, es decir,
1.741 de ellos, distribuidos respectivamente en 623, 357, 242 y 519 graduados en
esas cuatro universidades. De entre éstas y en ese período indicado, el porcentaje de
65.6% de graduados en las dos universidades laicas, pública la primera y privada la
cuarta —si se considera la secuencia del año en que en ellas se iniciaron los estudios
de filosofía—, está por debajo del porcentaje de graduados en el total del período
de 76 años en las universidades laicas, 8 públicas y 3 privadas, equivalente al 73%,
con un incremento del 7.4% de graduados. Por otra parte, con un movimiento de
variación inverso al recién señalado, el porcentaje de 34.4% de graduados en esas
dos universidades católicas, es superior en ese primer período de 26 años al 27%
alcanzado en el período total mayor de 76 años por las 5 universidades católicas
consideradas en esta investigación y que indican un descenso del 7.4%. Ahora bien,
si consideramos la distinción entre las 8 universidades públicas y las 8 privadas en
las que se practican estos estudios, se puede constatar una leve diferencia a favor de
las segundas, con un 51.1%, frente a las primeras, con un 48.9%. 385
Si aludimos brevemente a la imagen empleada del movimiento migratorio que trajo
a la filosofía hasta las fronteras de Chile, tendríamos que decir que el hecho de ha-
berse asentado en primer término en una universidad de la capital del país, no ha
impedido que ella haya continuado diseminándose por otras regiones de la geogra-
fía nacional. Acorde por lo menos al hecho de contar la Región Metropolitana en la
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primera década de este siglo XXI con poco más del 40 % de la población de Chile,
a pesar de tener la menor superficie de entre las quince regiones del país, es el lugar
que cuenta con la mayor concentración de universidades, ocho, en las que se ofre-
cen estudios formales de filosofía, que han graduado a 1.421 estudiantes, es decir,
el 51.63% del total de graduados en el período ya indicado. La V Región ocupa el
siguiente lugar con un 23.22% de esos graduados, equivalente a 639 estudiantes,
que han recibido allí sus títulos y/o grados de parte de cinco universidades, a pesar
de que tres de ellas son actualmente la continuación bajo otra denominación insti-
tucional de la Sede Valparaíso de la Universidad de Chile, situación a la que nos re-
feriremos más adelante. La VIII Región, a través de la Universidad de Concepción,
aporta el 18.86% de graduados, equivalente a 519 profesionales. Mientras que en
la X Región la Universidad Austral de Chile graduó en 1975 al primero de sus 115
profesionales en filosofía, que conforman el 4.18% del total. La Universidad de La
Serena contribuye en la IV Región con 58 graduados, equivalentes al 2.11% de esos
2746 estudiantes que cuentan con un título o grado de estudios de filosofía. Por
cierto, con esta referencia sólo se indican las cuatro regiones en las que se han esta-
blecido Departamentos o Institutos de Filosofía que reciben estudiantes para prose-
guir esos estudios. Pero con ello no está dicho cuál sea el número de estudiantes de
las otras regiones del país que están matriculados en alguna de esas 16 universidades
o se han graduado en ellas, pues carecemos de esa información.

La alusión recién hecha al cambio habido en las universidades de la V Región, nos


permite detenernos en un hecho importante que está a la base de ese cambio, pero

386 que también marcó las condiciones de existencia de la filosofía en las universidades
chilenas, aunque por cierto su importancia irradió sobre diversos otros aspectos
de toda la sociedad chilena. De acuerdo a la información registrada acerca de la
frecuencia de graduados en filosofía en las universidades de este país en el período
trabajado, es en la década de los años 60 en la que se estabilizan esos estudios en
las cuatro universidades que los ofrecían. A comienzos de esa década se inicia un
ascenso en la cifra de graduados que parte con 13 en el año 1962, la que con leves
Dobles Póstumos / José Jara

variaciones alcanza a 41 en 1967 y se mantiene en ascenso hasta llegar a 48 y 47


entre 1969 y 1971. En 1972 cae, sin embargo a 7 graduados, aunque se recupera
en 1973 con 15, para continuar con oscilaciones en torno a los 20 graduados en
los años inmediatamente siguientes. Esta brusca caída entre los años 1972 y 1973
se experimenta por igual en los cuatro Departamentos de Filosofía universitarios
existentes en ese momento. El golpe militar de septiembre de 1973 que puso fin a
un período político complejo en el país, produjo también un efecto inmediato en
esos Departamentos y en los estudios de filosofía del país. Aparte de la abrupta caí-
da y disminución posterior en la tendencia creciente de los graduados que se venía
experimentando sostenidamente, hay otros hechos que modifican drásticamente la
práctica de la filosofía en el país.

El hecho inmediato que transforma la presencia de la filosofía en esas universidades,


está configurado por la exoneración de sus funciones académicas de varias decenas
de profesores de tres de esos Departamentos de Filosofía, decididas por las auto-
ridades militares que se hicieron cargo de tales universidades en distintas fechas a
partir de septiembre de 1973. Así, fueron exonerados 45 profesores de la Univer-
sidad de Chile, repartidos entre sus sedes Oriente (15), Norte (18) y de Valparaíso
(12). En la Universidad de Concepción se exoneró a 9 profesores y 2 renunciaron
a sus cargos. En la Pontificia Universidad Católica de Chile fueron exonerados 7
profesores. La exoneración de un total de 63 miembros de Departamentos de filo-
sofía universitarios, dio inicio a diversas variantes de aquel proceso de emigración
señalado más arriba, de exilio en algunos casos, o de desplazamientos ya sea hacia
fuera del mundo académico oficial, fuera del país, y en ocasiones incluso fuera de
la profesión de la filosofía. Algunos de ellos no pudieron o no quisieron regresar
387
nunca más al ejercicio público de la filosofía. Para esas exoneraciones, en la gran
mayoría de los casos se adujeron razones políticas, por ser partidarios en distintos
grados del régimen político derrocado por el golpe militar, o bien por no estar dis-
puestos a identificarse con los principios del gobierno militar que se implantó, o
bien por no defender o compartir públicamente tales principios. La filosofía pasó a
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convertirse en esos momentos en una actividad fuertemente sospechosa de incitar


a desobediencias, distanciamientos, desafecciones o de ser un semillero de resisten-
cias, revueltas políticas frente al régimen imperante. Además de su carácter teórico,
la filosofía adquirió un valor simbólico de índole crítico, contestatario y, por ello,
político, que era preciso vigilar de cerca. Y así se hizo.

Nuestra investigación no tiene entre sus objetivos realizar un análisis o evaluación


de los elementos que configuraron el cuadro político que se presentó antes y después
de septiembre de 1973 en la sociedad chilena. Pero puesto que se trata de examinar
las condiciones de existencia de la enseñanza de la filosofía en las universidades
chilenas en un período de 74 años, en el cual ese acontecimiento político se ubica
prácticamente en la mitad de él, pues sucedió 38 años después de su inicio: 1935,
y desde allí hasta el término del período que examinamos en esta investigación pa-
saron 35 años, no podemos menos que asignarle una posición literalmente central,
de notoria relevancia dentro del conjunto de los hechos que conforman tales con-
diciones de existencia. Son algunos de esos datos básicos obtenidos en el curso de
la investigación, los que nos impiden desconocer un hecho que pone de manifiesto
la profundidad y extensión de los efectos generados por ese acontecimiento, en el
complejo cuadro de hechos y relaciones de lo sucedido con posterioridad a él en el
campo de la filosofía en las universidades chilenas. Son esos datos los que nos han
conducido inevitablemente a tener que detenernos en factores que permitan visua-
lizar de mejor manera lo allí sucedido. Con los datos que logramos recoger de ese
período de 74 años podemos situar algunos elementos de ese acontecimiento que

388 cabría decir que, en por lo menos algún sentido, dividió a la enseñanza universitaria
de la filosofía en dos partes, en dos mitades: antes y después de Septiembre de 1973.

Otro de los efectos de ese acontecimiento sobre el tema que aquí nos interesa, se
puede apreciar en el hecho de que desde el Ministerio de Educación se impuso a
comienzos de 1981 una drástica transformación del Sistema de Educación Superior
que, entre sus distintas consecuencias, produjo el quiebre del carácter nacional que
tenía la Universidad de Chile. Esto trajo consigo la transformación de sus Faculta-
Dobles Póstumos / José Jara

des de Filosofía y Educación en Santiago y de la Facultad de Humanidades en su


Sede de Valparaíso, primero en las Academias Superiores de Ciencias Pedagógicas
en Santiago y Valparaíso, respectivamente. Pocos años después estas dos Academias
fueron convertidas en la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación en
Santiago, y la Universidad de Playa Ancha de Ciencias de la Educación en Valpa-
raíso. Ninguno de estos cambios fue consultado en ningún grado por el Ministerio
de Educación del momento con las comunidades universitarias del caso. Esas dos
Academias primero y las siguientes dos universidades derivadas de ellas, más la Uni-
versidad de Valparaíso, creada también en 1981, en reemplazo de la Sede Valparaíso
de la Universidad de Chile, crearon cada una de ellas sus respectivos Departamentos
de Filosofía, que continuaron impartiendo los estudios de filosofía que previamente
entregaba la Universidad de Chile. Además de la censura que ya existía desde 1973
acerca de los pensadores que no debían estudiarse en las instituciones universitarias,
quedaba de manifiesto en ese momento el especial interés por disponer de un pleno
control ideológico e institucional sobre esas dos primeras Academias creadas y su
conversión posterior en universidades pedagógicas, pues éstas eran el lugar privi-
legiado de formación de profesores para la enseñanza media nacional. Y filosofía
jugaba un importante rol en ese proyecto de rediseño universitario, ya fuese para
impedir la propagación de ideas y de sus eventuales acciones críticas, indeseables en
aquel momento, o bien para promover posiciones teóricas que no afectasen o fuesen
acordes con la postura ideológica del régimen político existente en ese momento.

Desde 1935 hasta el año de cierre de la información registrada en esta investigación, 389
2008, además de los miles de graduados en filosofía en un amplio conjunto de
universidades, las condiciones de existencia generadas en ese período han llevado a
esos filósofos a incorporarse en los distintos niveles del sistema educacional del país.
En agosto de 1949 se publicó el Volumen 1, Número 1 de la primera Revista de
Filosofía del país, auspiciada por la Sociedad Chilena de Filosofía y la Universidad
de Chile. Ya antes de esa fecha habían comenzado los diferentes tipos de desplaza-
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mientos de los filósofos locales por entre los diversos campos de realidad social, cul-
tural, institucional, política existentes en Chile, así como por otros países hablantes
de nuestra misma lengua o de otras foráneas. Entre el 8 y el 15 de julio de 1956 los
filósofos chilenos recibieron en Santiago de Chile por primera vez oficialmente a
sus colegas viajeros procedentes de otros países occidentales. La Sociedad Interame-
ricana de Filosofía convocó en esta capital al Primer Congreso Interamericano de
Filosofía, realizado en el Salón de Honor de la Universidad de Chile. Fue presidido
por uno de los primeros graduados en esta universidad en el año 1941, Jorge Mi-
llas. En su sesión inaugural, junto a representantes de EE.UU. y México, hicieron
uso de la palabra el Presidente de la Sociedad Interamericana de Filosofía y de la
Sociedad Chilena de Filosofía, el filósofo Pedro León Loyola, y en representación
del gobierno chileno, otro filósofo graduado allí también en 1944, Mario Ciudad.
Podría decirse que ese Congreso fue la primera ocasión oficial en que se colocó a
Chile en el mapa de viajes y de viajeros de la filosofía por el mundo.

390
Dobles Póstumos / José Jara

Una posada en el camino. Chile, en el viaje de la filosofía

Una hipótesis de geografía filosófica y política, probablemente no descabellada, po-


dría considerar a Atenas como la capital de la filosofía en Occidente. Si asumimos
esa hipótesis y la elaboramos mínimamente, no resultaría muy extraño decir que
todo el resto de los lugares, ciudades donde ella se ha asentado, por corto o largo
tiempo, han estado pobladas por viajeros, por una suerte de inmigrantes desde o
hacia aquella capital en la que una actividad humana logró adquirir un nombre
propio y ser reconocida a través suyo: la filosofía.

Sería preciso tener presente también que desde un comienzo esa capital griega estuvo
marcada por migraciones desde distintas otras ciudades del Peloponeso, compuestas
por ese peculiar tipo de individuos que crearon un nuevo estilo de ejercer el pen-
sar, que al incorporarlo a sus vidas cotidianas comenzaron a ser llamados filósofos.
Algunos de ellos salieron más tarde desde allí hacia otras latitudes del mundo greco-
romano de los siglos posteriores a los de su apogeo en ese lugar, hace ya 25 siglos. De
modo que la condición de existencia misma de la filosofía cabría describirla como la
del desplazamiento, de la migración reiterada, del viaje y, en especial, la de carecer de

391
un único lugar en el que su ejercicio sea absolutamente nativo, aborigen. Así, el estilo
de ejercicio del pensar puesto en obra por ella sería preciso entenderlo como uno ya
configurado, recubierto por las huellas y señales que en su discurso han dejado el ir
y venir por territorios, poblaciones, tipos de acciones y de relaciones humanas gene-
radas por culturas diversas, practicadas en lenguas múltiples. Toda esa pluralidad de
aspectos y de cuestiones no puede haber sido ajena a la constitución del corpus de
tal pensar. De modo que, además, el ser políglota señala hacia otro rasgo necesario
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de añadir a la itinerancia, al viaje y proceso migratorio que delinean el perfil de las


milenarias, históricamente diversas condiciones de existencia de la filosofía.

En los milenios posteriores a aquel siglo de oro ateniense que actuó como una suerte
de primer registro civil cosmopolita de la filosofía, se han multiplicado los lugares
y las lenguas en las que resuenan las muy diversas variaciones solistas o de cámara
de aquel discurso de los comienzos. Lo pensado de acuerdo a las cadencias de aquel
inicial logos griego persiste en hacerse oír hasta hoy como una suerte de bajo con-
tinuo que aún resuena entre las palabras del pensar que se enfrenta a interrogantes
del presente. Solo que Occidente ha creado una nueva torre de Babel con otras
lenguas modernas, y éstas han continuado pensando en su propio estilo lo que una
vez fue solo griego. Con el correr de los muchos siglos, el filosofar convirtió a quie-
nes practican tal ejercicio del pensar en trotamundos, tal vez en peregrinos o bien
en nómades por viajes reales o imaginados por entre las páginas de libros, en viajes
posibles e imposibles a la vez. El curso de la historia de los hombres grabó sus sellos
en sus múltiples viajes finitos a través de lo infinito. Y lo sucedido en ellos quedó
registrado por quienes bien pudieran denominarse como los muchos payadores,
cantantes y cantores que en el mundo han sido, y han compuesto en clave filosófica
lo que cabría llamar, por así decir, sus versos a lo humano y lo divino.

La así llamada condición universal de la filosofía, que pareciera aún apelar a una
versión o verso único, fundante o perenne, tiende a convertirse cada vez con mayor
intensidad en un nostálgico eufemismo. La cruda realidad de muchas acciones y
omisiones humanas, repetidas veces ha desenmascarado la condición universal de
392 derechos, credos y declaraciones humanitarias hechas por hombres de todo el mun-
do. La invocación que todavía se hace de ella en algunos ámbitos, tal vez no tenga
ya más aspiraciones que las de pretender amortiguar las diferencias territoriales y
nacionales que —al menos con el paso de los siglos de la modernidad hasta hoy—,
han ido quedando grabadas en las lenguas con que en la actualidad se reflexiona
bajo el signo de la filosofía, por lo pronto, en este hemisferio del planeta e incluso
más allá de él.
Dobles Póstumos / José Jara

Con excepción probablemente de aquellos nombres ya clásicos de los filósofos que


se repiten en los planes de estudio de cualquier Departamento de Filosofía de una
Universidad cualquiera, en esos tres países de Europa —Alemania, Francia, Ingla-
terra, que en estos asuntos han ejercido en los últimos siglos un mayor poder de
imantación sobre el resto de Occidente—, una y otra vez se puede comprobar la
fuerte autorreferencia que en primera y segunda instancia han solido practicar en el
ejercicio de sus actividades teóricas, convertidas hoy en una profesión universitaria.
Es el peculiar estilo del oficio y de escritura con que suele ejercitarse la filosofía en
los respectivos ámbitos culturales de esas tres sociedades —siendo muy restrictivos
en cuanto a la cantidad de esta nominación—, lo que, para la percepción de más de
algunos, hace resaltar la diferencia en los estilos de comunicación a través de cada
una de esas tres lenguas. Frente a éstos es que pareciera resonar, como un murmullo
o como un estruendo, lo que cabría considerar como el sonoro vacío estilístico de la
pretendida universalidad de la filosofía, cualquiera sea la lengua en que ella se expre-
se. Y a pesar de esto, entre las décadas pasadas del siglo recién concluido y en la que
ahora estamos, han aparecido en distintas latitudes numerosos actores profesionales
en la escena filosófica contemporánea, multiplicando así los espacios y las lenguas
en que la palabra filosófica puede sentirse como estando cómodamente en casa.

II

¿Desde qué lugar y con qué propósito emigraron los primeros inmigrantes que
abrieron un espacio en la Universidad de este país, Chile, que, de algún modo

393
buscaron aproximarse a lo que hacía 25 siglos atrás había sucedido en Atenas, con
la Academia de Platón y el Liceo de Aristóteles? Sabemos que esta pregunta pue-
de provocar sonrisas un tanto irónicas y gestos de sorpresa e incluso de rechazo,
por contener anacronismos y desmesuras evidentes. Sabemos que desde aquellas
paradigmáticas «instituciones» atenienses hasta que se abrieron en Occidente las
primeras universidades, pasó más de un milenio y medio. Sabemos que pasaron más
de siete siglos desde que comenzó el proceso de consolidación de las universidades
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europeas, hasta que en algunas de ellas comenzaron a formarse y graduarse filósofos


que inauguraron una profesión académica, inédita hasta hace un par de cientos
de años. Pero también sabemos que todos quienes participamos en este Congre-
so Nacional de Filosofía, procedemos de aquellos gestos y actos de algunos pocos
hombres que, primero en una y después en otra universidad de la capital de este
país, decidieron abrir y habitar los primeros espacios universitarios, las aulas que
pudiesen acoger a quienes se entusiasmaban, como ellos, con las palabras de unos
cuantos puñados de filósofos habidos en Occidente. Lo que aquí sucedió hace 74
años por primera vez en la Universidad de Chile, sucedió también antes y después
en otros países de la región y más allá de nuestro continente. Lo que sí podría causar
alguna sorpresa para muchos que con distintas edades se dedican actualmente en
este país a la filosofía, es que lo sucedido hasta hoy con la profesión de Profesor de
Filosofía o Licenciado en ella, sea algo que posea una historia tan breve y, además,
usualmente muy poco conocida por quienes son parte de ella.

Esta misma situación, vista desde otro ángulo, nos lleva a destacar otro aspecto de
ella. Así como el día de celebración oficial de un hecho histórico de algún otro siglo
distinto a aquel en que se cumple la celebración, no suele recoger la diversidad de
elementos, instancias y procesos que condujeron a que él sucediera o comenzara en
esa fecha, con el ejercicio profesional de la filosofía sucede lo mismo en este país.
Se comenzó a practicarla antes de que hubiera individuos que hubiesen recibido
una formación académica sistemática para ello. Por lo demás, este es un hecho que
todos sabemos se encuentra ya en el modo de existencia de los primeros filósofos

394 griegos, ninguno de los cuales comenzó a pensar provisto de un título o grado
que lo legitimara y, muchos de ellos, ni siquiera disponían del nombre de filósofo
con que denominar su actividad. Si damos un vistazo rápido a lo sucedido aquí,
mediante un recorte temporal que privilegia algunos hechos acaecidos luego de
haberse afianzado ya en buena medida la organización de este país como república,
nos encontramos con que en algunas de sus instituciones se iniciaron los primeros
escarceos de existencia independiente de ella.
Dobles Póstumos / José Jara

Sobre el trasfondo del valor y el brillo milenario adquirido por la filosofía en Oc-
cidente, en 1843 comienza en nuestra república la enseñanza formal de ella en el
Instituto Nacional, respaldada por su inclusión con tres horas en el último año de
su plan de estudios específico. Un año después de la fundación de la Universidad
de Chile, la filosofía sale así a un espacio distinto de aquel donde había crecido al
alero de la Universidad de San Felipe y de los claustros eclesiásticos que, tanto en
Europa como, por lo pronto, en este país, fueron sus primeros lugares subsidiarios
de incubación. Una huella de esa realidad centenaria se encuentra en que el latín
era la única asignatura que se enseñaba en ese Instituto desde 1º a 6º año. Sin entrar
ahora en detalles, y dando un salto largo, triple, solo digamos que en las reformas
educacionales de 1893, de 1912 y 1935 se consolidan los estudios de filosofía en los
dos últimos años de la Enseñanza Media, con dos o tres horas en cada uno de ellos.

Nos detenemos en una fecha indicada en esta rápida mirada, pues 1935 es un año
especial. A semejanza de lo que sucedió en Europa, aunque con otros tiempos dis-
tintos, acá hubo que esperar casi un siglo antes que se convirtiera en realidad la
necesidad de comenzar a formar profesores de filosofía que, como profesionales con
una formación específica, se hicieran cargo de ampliar la educación de los jóvenes
de la Enseñanza Media a través de ese saber.

Preguntemos de nuevo ¿de donde emigraron esos inmigrantes llegados a la Uni-


versidad de Chile en 1935, que crearon el primer Departamento de Filosofía que
se propuso formar profesores de filosofía para la Enseñanza Media de la nación?
Aunque en verdad no sea tan extraño, fueron emigrantes que salieron del mismo
lugar al cual inmigraron, es decir, Chile. Su punto de llegada no fue distinto al de la 395
partida. En el límite, podría decirse que, mediante la lectura de los libros de filosofía
disponibles para ellos y montados en el ejercicio de la reflexión filosófica que allí
aprendieron, viajaron miles de kilómetros y por distintas culturas, sin moverse de
esta tierra. Y no es extraño, porque suele suceder con la filosofía que, para llegar a
ella, no es imprescindible moverse del lugar en que se nació y creció. Puede bastar
con una buena lectura de unos cuantos libros de tal oficio bien seleccionados. Con
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ella, además de tener que descifrar conceptos y alfabetizarse sobre el conocimiento


y la verdad de las cosas, la naturaleza, la condición humana y las relaciones entre los
seres de nuestra especie, de hecho y por lo menos, se recorre, se viaja por gran parte
de Europa y el Mediterráneo.

Si entregamos ahora un solo rasgo significativo de la condición de estos inmigrantes


que dieron inicio a la filosofía como una profesión en la Universidad, cabría decir
que vital e intelectualmente eran hombres que vivían en lo que pudiera llamarse
como dos mundos específicos de intereses y preocupaciones. Los que se asentaron
formalmente a partir de 1935 en la Universidad de Chile, compartían, por una
parte, un compromiso social y político con el desarrollo de la educación pública na-
cional, abierta a todos los ciudadanos del país sin distinción de credos ni ideologías
y, por otra parte, transitaban por el mundo de la filosofía, provistos del entusiasmo
y la lucidez que suele otorgar a algunos la condición de ser prácticamente autodi-
dactas. Fueron individuos que abrieron un camino inédito hasta ese momento, y
que muy pronto culminó en el título universitario de Profesor de Estado en Filo-
sofía. En ese título confluyeron esos dos mundos y preocupaciones. Mediante él, se
intentaba llevar la filosofía con el mejor nivel de formación especializada disponible
en ese entonces, a lo que en ese tiempo se llamaba la Educación Secundaria, equi-
valente a la Educación Media de hoy. Ese fue el propósito y directriz inicial con que
se crearon el Departamento y los estudios universitarios de Filosofía. Y no es casual
el hecho de que varios de los mejores graduados de esas primeras promociones de
estudiantes se hayan convertido muy pronto en profesores de ese Departamento así

396 como de los de otras universidades, que poco después comenzaron a abrir también
Departamentos de Filosofía. Quienes en la Universidad de Chile comenzaron ese
camino y lo estructuraron fueron Pedro León Loyola y Eugenio González Rojas. Un
rasgo adicional común a ellos es que ambos, como estudiantes, fueron presidentes
de la FECH en 1918 y 1922, respectivamente, y también rectores de la Universidad
de Chile, en calidad de interino y por un breve período, el primero, y entre 1963 y
1967, el segundo. En conjunción con estos dos personajes, un tercer nombre que se
Dobles Póstumos / José Jara

inscribe en el mismo registro de intereses y de acciones en el campo de la filosofía


y de la educación pública, es el de Enrique Molina Garmendia, quien fuera uno de
los fundadores de la Universidad de Concepción y rector en ella entre 1919 y 1956,
y el primer presidente de la Sociedad Chilena de Filosofía, fundada en 1948.

Por lo menos entre 12 y 15 años después de 1935, hubo otros inmigrantes —en el
sentido con que hemos venido usando esta palabra— que asumieron un rol seme-
jante con respecto a la filosofía en las universidades católicas de Santiago y Valparaí-
so. Puede decirse de ellos que también fueron inmigrantes de dos mundos. Por una
parte, provenían del mundo de la religión católica y de la teología, que buscaban
consolidar los principios y verdades de su doctrina religiosa en la población del país
y en particular en todos los niveles de la educación nacional. Por otra parte, transi-
taban igualmente por el mundo de la filosofía, que ejercía su atracción sobre ellos y
para quienes el principal vínculo de conexión entre ambos mundos lo constituían
las enseñanzas del doctor angélico Santo Tomás de Aquino. También en ellas el ini-
cio específico de los estudios de filosofía tuvo el propósito de formar profesores para
la Enseñanza Media y, en este caso, con una orientación declaradamente católica.
Si hubiera que dar un par de nombres significativos de estas universidades por el
estilo que imprimieron a sus enseñanzas y la huella que dejaron en esas institucio-
nes, probablemente los de los sacerdotes Osvaldo Lira y Rafael Gandolfo serían los
más relevantes.

Otra mención inevitable frente a la imagen empleada aquí de inmigrantes de la


filosofía en Chile, se dirige a aquellos filósofos provenientes de España, Polonia,
Alemania, Italia, Perú y Bolivia1, que especialmente entre las décadas de 1940 y 397
1960-1970, enseñaron por distintos períodos en la Universidad de Chile y ocasio-
nalmente algunos de ellos en las universidades católicas. En estos casos se trató de

1
Se trata de José Ferrater Mora, Bogumil Jasinowski, Erwin Johan Rüsch, Ernesto Grassi, Gerald
Stahl, Alberto Wagner de Reyna, Francisco Soler y Manfredo Kempff y Roberto Prudencio.
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inmigrantes históricamente reales, algunos de los cuales dejaron huellas significati-


vas en los estudios de filosofía que por ese entonces se iniciaban y buscaban conso-
lidarse en esas primeras décadas.

III

En lo que sigue me interesa comunicar en esta ocasión algunos de los resultados


logrados hasta este momento en una investigación FONDECYT en curso. El tí-
tulo de ese proyecto es: «Condiciones de existencia de la enseñanza de la filosofía
en las universidades chilenas. Dispositivos para el análisis de una experiencia in-
telectual, política e institucional: 1935-2006». Como el campo de trabajo de la
filosofía ha sido siempre un terreno arado y sembrado por los debates y conflictos
entre individuos y escuelas, corrientemente condicionados por la elección de los
supuestos y estrategias de su discurso argumental y retórico, en esta investigación
hemos procurado indagar, recoger y analizar el mayor número de lo que pudieran
llamarse datos duros de esas condiciones en las que se ha desenvuelto la práctica de
la enseñanza de la filosofía, y algunos de los logros alcanzados en las universidades
del país. Datos duros en tanto son todos ellos de conocimiento y reconocimiento
público, garantizado por los archivos y realidades institucionales de las universi-
dades chilenas que han graduado a profesores y licenciados en filosofía, bajo los
distintos planes de estudio aprobados oficialmente por ellas. Hemos levantado un
censo de todos los graduados en filosofía en el país desde 1935 a 2008 (ampliando
así el período previsto inicialmente), hemos registrado los títulos de sus tesis de

398
grado, los profesores guías que las dirigieron, el año en que fueron aprobadas y el
título profesional o grado académico recibido por sus autores. A pesar de los apenas
70 años transcurridos desde que en 1939 hubo el primer graduado en filosofía en
la UCH, la memoria institucional al respecto es tan fragmentaria y frágil como el
conocimiento que durante milenios se ha tenido de los primeros filósofos griegos,
fuera de Atenas. Tuvimos que renunciar a obtener otros datos que en un comienzo
nos propusimos, pues ya el logro de estos pocos indicados requirió de una tarea mu-
Dobles Póstumos / José Jara

chas veces ardua. Creemos poder afirmar que en la base de datos confeccionada está
la información señalada de todos quienes participan en este Congreso Nacional de
Filosofía (2009), que estudiaron y se graduaron en este país. A pesar de lo escueto
o incluso anodino que puedan parecer estos datos, entregan información suficiente
como para trazar un perfil significativo, sintomático de algunos aspectos de lo suce-
dido en el país con la enseñanza universitaria de la filosofía.

Para referirnos muy puntualmente solo a algunos pocos de los resultados de esta
investigación, recurriremos a un apoyo comunicacional para nada frecuente en las
ponencias presentadas en congresos de filosofía, proyectaremos algunos gráficos de
apoyo en un programa power point. Más infrecuente aún en la preparación de este
tipo de ponencias es que para llegar a algunos de los resultados que mostraremos,
en algunas etapas hemos trabajado en equipo con profesionales de la estadística.2

Gráfico 1. Total de tesis de pregrado de las universidades chilenas


1935-2008: 2.3833

399

2
En los gráficos en que aparece el año 1935, éste solo indica la referencia genérica al inicio de los
estudios de filosofía en Chile. En los gráficos 2 y 3, el año que sigue a 1935, indica el año del primer
graduado en esa universidad, así como en los gráficos 4 y 5.
3
Con posterioridad a la redacción de esta ponencia, se amplió y cerró el registro de las tesis de pre
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Gráfico 2. Graduados en la UCH desde 1935: 533 + 89 = 622

Distribución de Frecuencia de Año de Graduación para Tesis de Pregrado en


la Universidad de Chile en el período de 1935 a 2008

Gráfico 3. Graduados en la PUCCH desde 1947-50: 336

Distribución de Frecuencia de Año de Graduación para Tesis de Pregrado en la


Pontificia Universidad Católica de Chile en el período de 1935 a 2006

400

grado ingresadas en la base de datos de esta investigación, hasta llegar a un total de 2.752 tesis. Por
consiguiente, se modificaron las cifras que aparecen en los párrafos siguientes de este trabajo, así
como en los gráficos ofrecidos, aunque se mantienen las tendencias allí expresadas. Debido a este
hecho, no hemos actualizado esas cifras para esta publicación que nos solicitó La Cañada, como
una suerte de adelanto a la que nos proponemos realizar una vez plenamente concluidos los análisis
de esa investigación.
Dobles Póstumos / José Jara

Gráfico 4. Graduados en la PUCV desde 1949: 245

Distribución de Frecuencia de Año de Graduación para Tesis de Pregrado en la


Pontificia Universidad Católica de Valparaíso en el período de 1956 a 2007

Gráfico 5. Graduados en la UDEC desde 1959: 135

Distribución de Frecuencia de Año de Graduación para Tesis de Pregrado en la


Universidad de Concepción en el período de 1962 a 2008

401
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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Estas son las 4 universidades que regularmente han venido formando profesores y
licenciados en filosofía, por lo menos en los últimos 50 años, con un total de 1.338
graduados.

Las series de tiempo expresadas en estos gráficos muestran algunos hechos y hacen
surgir algunas preguntas que, en esta ocasión y en lo fundamental, solo podemos
dejar planteadas como interrogantes.

En los primeros 20 años hay un lento crecimiento de graduados que toma impulso
en la década de los años 60, y en 1964 llega a 21 graduados. Oscila en la década
siguiente para llegar en 1971 a 41 graduados. En 1973 se experimenta una brusca
caída en todas las universidades para llegar a 4 graduados. Esta brusca caída se expe-
rimenta por igual en las 4 universidades graficadas: 1 en cada una de ellas. El golpe
militar de septiembre de 1973 produjo también un efecto inmediato en los Depar-
tamentos y en los estudios de filosofía del país. No solo queda graficado por la caída
abrupta de los graduados en ese año. También se aprecia en el hecho de que varias
decenas de profesores de estas universidades fueron exonerados de sus funciones
en distintas fechas a partir de septiembre de 1973. 45 profesores de la Universidad
de Chile, repartidos entre sus sedes Oriente (15), Norte (18) y de Valparaíso (12).
En la Universidad de Concepción fueron exonerados 9 profesores y 2 renunciaron
a sus cargos. En la Pontificia Universidad Católica de Chile fueron exonerados 7
profesores. La exoneración de un total de 63 miembros de Departamentos de filo-
sofía universitarios, dio inicio a diversas variantes de aquel proceso de emigración
señalado al comienzo, de exilio en algunos casos, o de desplazamientos ya sea hacia
402 fuera del mundo académico oficial, fuera del país, y en ocasiones incluso fuera de
la profesión de la filosofía. Algunos de ellos no pudieron o no quisieron regresar
nunca más a la filosofía. Para esas exoneraciones, en la gran mayoría de los casos se
adujeron razones políticas, por ser partidarios en distintos grados del régimen po-
lítico derrocado por el golpe militar, o bien por no estar dispuestos a identificarse
con los principios del gobierno militar que se implantó, o bien por no defender
o compartir públicamente tales principios. La filosofía pasó a convertirse en esos
Dobles Póstumos / José Jara

momentos en una actividad fuertemente sospechosa de incitar a desobediencias,


distanciamientos, desafecciones o de ser un semillero de revueltas políticas frente
al régimen imperante. Además de su carácter teórico, la filosofía adquirió un valor
simbólico de índole crítico, contestatario y, por ello, político, que era preciso vigilar
de cerca. Y así se hizo.

Nos interesa dejar en claro que al referirnos a lo sucedido en septiembre de 1973 en


el país, no pretendemos entrar a un análisis o evaluación de los elementos o relacio-
nes entre ellos que configuraron el cuadro político que se presentó antes y después
de esa fecha en la sociedad chilena. Ese no es el objetivo de nuestra investigación.
Pero puesto que se trata de examinar las condiciones de existencia de la enseñanza
de la filosofía en las universidades chilenas en un período de 74 años, en el cual ese
acontecimiento se ubica prácticamente en la mitad de él, pues sucedió 38 años des-
pués de su inicio: 1935, y desde allí hasta el término del período que examinamos
en esta investigación pasaron 35 años, no podemos menos que asignarles una posi-
ción literalmente central, de notoria relevancia dentro del conjunto de los hechos
que conforman tales condiciones de existencia. Son algunos de esos datos básicos
obtenidos en el curso de la investigación, los que nos impiden desconocer un hecho
que pone de manifiesto la profundidad y extensión de los efectos generados por
ese acontecimiento, en el complejo cuadro de hechos y relaciones de lo sucedido
con posterioridad a él en el campo de la filosofía en las universidades chilenas. Son
esos datos los que nos han conducido inevitablemente a tener que detenernos en
factores que permitan visualizar de mejor manera lo allí sucedido. Con los datos que
logramos recoger de ese período de 74 años podemos situar algunos elementos de
ese acontecimiento que cabría decir que, en por lo menos algún sentido, dividió a la
403
enseñanza universitaria de la filosofía en dos partes, en dos mitades: antes y después
de Septiembre de 1973.

En una primera aproximación a ese hecho, desde la cierta perspectiva del ejercicio
de la filosofía, bien podría decirse que ese acontecimiento político de la sociedad
chilena es un hecho externo a la práctica de la filosofía y a su enseñanza en las
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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universidades. Si nos detuviéramos exclusivamente en los datos entregados con res-


pecto al número de graduados en ese año, y a los profesionales universitarios de
filosofía exonerados de los Departamentos de filosofía de las universidades chilenas
a partir de esa fecha, resulta ya bastante difícil, si no imposible, cerrar los ojos y la
mirada analítica ante ellos. Entendemos que tal cerrazón analítica sería ella misma
indicativa de una determinada manera de asumir o de relacionarse con la filosofía.
Por lo pronto, como una actividad que no tendría en consideración el o los lugares
y las ocasiones en que se ejerce, por así decir, una actividad que se despliega fuera
del espacio y del tiempo, o de la geografía y la historia en que habitan quienes la
practican. Nos parece claro que visualizarla como una especulación pura realizada
en una suerte de vacío histórico, se asemeja más a una caricatura de ella antes que
a la comprensión que de ella pueda tener cualquier individuo que en alguna uni-
versidad del país, por lo menos, la asuma con un mínimo rigor reflexivo. Una parte
de nuestra tarea ha de consistir, por lo menos, en trazar un perfil o un bosquejo de
esos antes y después, que los hagan mínimamente reconocibles ante una mirada que
pretenda orientarse por algún criterio que se aparte de la caricatura de la especula-
ción pura en el vacío.

Este acontecimiento social y político obliga a plantearse algunas preguntas, que en


esta ocasión y dado el limitado tiempo disponible, quedan reducidas a un mínimo.
¿Cómo se reflejaron esos hechos políticos operantes en la sociedad, en las condicio-
nes de existencia de la enseñanza de la filosofía en las universidades chilenas? ¿Cómo
siguieron funcionando esos Departamentos de filosofía después de 1973? ¿Con qué

404 planta de profesores y estilo genérico de trabajo académico? ¿Cómo se llenaron los
cargos vaciados por las exoneraciones?

Podría decirse que a la existencia de la filosofía en la Universidad de Chile le tomó


25 años, prácticamente un cuarto de siglo, recuperarse del golpe que la desestruc-
turó en 1973. Después de un lento crecimiento en las primeras dos décadas, entre
los años 63 y 66 llega hasta 9 y 11 graduados, con una cima de 30 en 1967 y otra
de 16 en 1971, para descender a 1 en 1973. Desde ese año y hasta 1997, por 24
Dobles Póstumos / José Jara

años, se mantiene en notorias oscilaciones entre 2 y 6 ó 7 graduados por períodos


bianuales. Solo desde 1997-1998 comienza a ascender desde 11 graduados a 25 ó
27 el 2002, para explotar el 2003 con 63 graduados, aunque en los años siguientes
desciende a 33, 26, 15 graduados, para subir a 29 el 2007. Eso por una parte, pues
por otra también puede señalarse el hecho de que la decisión de reemplazar las tesis
de grado más extensas por las tesinas más breves, para efectos de graduación, cum-
plieron su propósito. Pero igualmente puede decirse que allí ha producido efectos la
modalidad de educación continua que busca establecer un mejor puente entre los
estudios de pregrado y los de postgrado, pues desde fines de los años 70 se inició
un Programa de Magíster y hacia mediados de los 90 otro de Doctorado, que igual-
mente ha generado en conjunto a 138 graduados. En el pregrado sus cifras arrojan
533 graduados, que si se suman los 89 graduados en su sede de Valparaíso entre
1962 y 1980, asciende a 622.

Genéricamente se puede decir que en todas las universidades toma alrededor de 10


años el que en ellas comiencen a graduarse sus primeros estudiantes. En la Pontificia
Universidad Católica de Chile comienza una tendencia de mayores graduaciones a
partir de 1962 con 7 graduados y oscilaciones que alcanzan a 28 en 1969, baja hasta
8 y 15 en los años anteriores a 1973, en que se desploma a 1 graduado. El punto
de mayor recuperación se alcanza 10 años más tarde en 1983 con 23 graduados,
precedido y seguido por oscilaciones entre 1 y 10 graduados, alcanzando una cima
de 19 en 1990, para continuar oscilando en los años siguientes y hasta 2007 entre
4 y 15 graduados, con un total para todo el período de 336.

En la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso se alcanza una primera cima de 405


18 graduados en 1968, y luego de un descenso en los 2 años siguientes alcanza su
mayor cima de 27 graduados en 1972, para caer a 1 en 1973 y oscilar en los 10 años
siguientes hasta un máximo de 4; desde 1985 a 2001 se mantiene oscilando entre
un máximo de 10 graduados y un mínimo de 2, hasta alcanzar otra cima de 16 en
2002, con descensos posteriores. En el período de 59 años examinados se graduaron
allí 245 estudiantes.
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También la Universidad de Concepción alcanza su primera cima de 7 graduados en


1969, desciende a 1 entre 1972-1973, remonta a 6 en 1979 y se mantiene oscilando
bajo esas cifras hasta 1997 en que llega a 9 graduados, para alcanzar a 11 en 2005,
luego de algunas notorias variaciones entre esas dos fechas, con un total de 135
graduados entre 1959 y 2008.

Los efectos del golpe militar sobre las Carreras de filosofía de estas tres últimas uni-
versidades, puede decirse que se sintieron en ellas por lo menos durante una década;
y a pesar de los matices que puedan señalarse entre ellas, les es común un grado de
involución claramente perceptible con respecto a lo alcanzado en la década anterior
a 1973. Como ya aludimos antes, el daño más profundo en la formación de gradua-
dos en filosofía a raíz del golpe militar lo experimentó, sin duda, la Universidad de
Chile, y no solo por el hecho de que a ella le tomó por lo menos 24 años recuperar
una proporción o tendencia de su nivel de tasas de graduados semejante al de los
años anteriores a 1973.

La última pregunta de las formuladas más arriba, se puede abordar con mayor rapi-
dez, pues los nombres de filósofos censurados son ampliamente conocidos y no es
del caso repetirlos ahora. En cambio, sí es preciso decir claramente que el silencio
y la cautela intelectuales —para ser discretos en el decir, a más de 20 años de esos
hechos— se convirtieron en un modo de vida, o más bien de sobrevivencia, para
muchos que permanecieron en las universidades. Aunque la convivencia y el aire
que allí se respiraba estuviera enrarecido, en muchos casos se experimentaba como
siendo preferible a carecer totalmente del aire no solo filosófico, sino también vital.
406 Varios Departamentos de filosofía tuvieron que extremar un procedimiento que ha-
bía resultado natural en las primeras décadas —no tan lejanas en aquel momento—
de sus respectivos procesos de desarrollo y de formación del personal académico.
Se reforzó la endogamia académica, la autorreproducción de las comunidades aca-
démicas, y se entregaron responsabilidades docentes o de investigación a estudian-
tes o ayudantes circunstancialmente recién graduados. Junto a otros profesores de
confianza del régimen universitario-militar, se configuraron así plantas académicas,
Dobles Póstumos / José Jara

en algunos casos, de una gran homogeneidad generacional, lo cual, a su vez, ha di-


ficultado posteriormente la renovación generacional de esas plantas, pero también
la convivencia en ellas de generaciones de distintas edades.

Paralelamente hubo otro tipo de desplazamientos —y no solo de jóvenes docen-


tes— desde algunas universidades en particular a otras.

Este último hecho requiere de una breve contextualización. En diciembre-enero de


1980-1981 el gobierno militar —sin consulta con ninguna comunidad académica-
universitaria— decidió transformar mediante decretos todo el sistema de educa-
ción superior del país —además del de la Enseñanza Media—, y junto con ello,
hacer desaparecer la condición de universidad nacional que hasta esa fecha tuvo la
Universidad de Chile. Esa condición se había reforzado en diversas regiones en la
década de los años 60 con la creación de Colegios Universitarios, dependientes de
la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile bajo el decanato, en
ese entonces, de Eugenio González, y que poco más tarde se convirtieron en sedes
regionales de la Universidad de Chile en Antofagasta, La Serena, Valparaíso, Talca,
Osorno y Temuco. Mediante esos Decretos la Universidad de Chile perdió todas
sus sedes, las que en el nuevo sistema fueron transformadas en universidades regio-
nales autónomas. Lo significativo de este hecho para nuestro interés actual, reside
en que todas las carreras de pedagogía impartidas por ella a través de sus Facultades
de Filosofía o de Humanidades pasaron a depender de las Academias de Ciencias
Pedagógicas de Santiago y de su similar en Valparaíso, creadas en ese momento,
1981, y que poco después fueron convertidas en la Universidad Metropolitana de
Ciencias de la Educación, en Santiago, y la Universidad de Playa Ancha de Ciencias 407
de la Educación, en Valparaíso. En ambos casos la formación de profesores de filo-
sofía dejó de entregarse por parte de la Universidad de Chile y pasó a ser ofrecida
por estas otras dos universidades. Para lograr este objetivo y bajo los criterios de
control militar e ideológico prevalecientes en esas fechas, a la endogamia académica
ya señalada se agregaron otros factores más largos de explicar, y que no son del caso
hacer en este momento.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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Un solo dato indicativo del cambio de régimen producido en esas fechas en la edu-
cación universitaria, es que el año 1982 se graduó el último estudiante con el título
de Profesor de Estado en Filosofía, pues ese título fue eliminado de entre los que
otorgaba la Universidad de Chile, para entregar en adelante solo la Licenciatura en
Filosofía. Estimo que este dato corresponde probablemente a uno de los últimos
elementos explícitos de la vieja disputa establecida en el campo de la educación,
existente todavía en las décadas de 1940 a 1970: la que enfrentaba a las posiciones
del Estado Docente que propiciaba una educación pública, con preocupación so-
cial y laica, y la de la Libertad de Enseñanza que defendía una educación privada
o particular con opciones religiosas explícitas, y que en los años 80 tendió a hacer
alianzas puntuales con los valores del nacionalismo tradicional y de realce de la
patria. La desaparición de ese título para quedar solo el de Profesor de Filosofía,
que se contrapone y distingue frente al de Licenciatura en Filosofía, estimamos que
reproduce una vieja querella que comenzó a darse relativamente pronto luego del
inicio de los estudios de filosofía en la Universidad de Chile. Este tema, a semejanza
de lo dicho al final del párrafo anterior, requiere de un análisis que no es posible
presentar en esta ocasión.

Como señalé antes, esta es una investigación que aún está en curso acerca de las
condiciones de existencia de la filosofía en las universidades chilenas. Agradezco la
oportunidad ofrecida de presentarles hoy un avance de un par de aspectos de ese
trabajo, que aún requiere de una mayor elaboración y análisis del material recogido
y registrado.

408
Dobles Póstumos / José Jara

Condiciones de existencia de la enseñanza de la filosofía en las


universidades chilenas.
Dispositivos para el análisis de una experiencia intelectual, política e
institucional: 1935-20081

Introducción

En el largo viaje de 25 siglos emprendido por quienes han hecho de la filosofía su


oficio y su vida, recorrido por hombres a través de diversos continentes y países
desde la Atenas de Grecia y hasta nuestros días, también llegó ese quehacer hasta la
costa sur-oeste de América del Sur, a Chile.

En el presente proyecto de investigación y sobre el trasfondo de esa imagen del


viaje, nos interesa conocer algunos elementos que delimiten y permitan visualizar
aspectos de la trayectoria de quienes decidieron circunscribir al menos parte de su
actividad profesional al ejercicio de la filosofía. Para ello, nos interesa trasladarnos
desde aquel concepto de la modernidad filosófica que interroga por las condiciones
de posibilidad de la estructura del conocimiento, central al pensamiento de I. Kant,
hasta aquel conjunto de elementos que configuran las condiciones de existencia de
la filosofía, en este caso, en el ámbito de su enseñanza en las universidades chile-
nas. Su propósito institucional fue y sigue siendo el de concluir formalmente tales
estudios con un título profesional o grado académico a quienes los prosiguiesen
durante un período establecido de 5 o 4 años, que son las cifras reconocidas por las

409
correspondientes instancias universitarias y del Ministerio de Educación para estos
efectos. De manera que nos propusimos llevar a cabo esta tarea durante el lapso de

1
Proyecto de investigación FONDECYT 2007, Nº 1070917. Participó activamente en este trabajo
en su condición de co-investigador el profesor Dr. Fernando Longás, UMCE, actualmente profesor
en UVa, España. Contribuyeron en diversas partes de esta investigación y con importantes aportes,
los profesores Dr. Víctor Berríos, UMCE, el Dr.(c). Lenin Pizarro, UV, y el Ingeniero Estadístico
Lic. Bernardo Pizarro, UV.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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tiempo acotado desde su inicio en 1935 en una de ellas y hasta el año 2008, en un
conjunto ya de 16 universidades.

Para los efectos de nuestro trabajo, podemos considerar a los 73 años que confor-
man a ese período como un fenómeno singular abordable en los términos de un
acontecimiento.

Es decir, como un hecho que en su unidad del número circunstancial de años con-
siderados en esta ocasión, remite a la vez a una pluralidad diferenciada de elementos
y situaciones que forman parte de él, al margen y aunque no sea ajeno a que en los
momentos de sus comienzos resultase probablemente difícil avistar algunas de las
transformaciones, obstáculos que acaecieran o perfiles que adquiriese con el correr
del tiempo. Estimamos que cabe considerar a ese acontecimiento de la filosofía en
Chile como a un dispositivo analizable en términos de algunas relaciones de orden
institucional y político, junto con otras en que se ponen en juego opciones intelec-
tuales de carácter individual o grupal. Todas ellas articuladas o articulables desde
el ejercicio de una práctica filosófica y comprensión específica de ella. Juntar en un
mismo plano a Chile y a la existencia de la filosofía a través de la noción de aconte-
cimiento puede conectarnos, además, con diversas variantes de su empleo por parte
de distintos filósofos de los siglos XIX y XX.

El transcurso de la existencia de la filosofía en Chile puede abordarse de diferentes


maneras y en variados momentos o períodos de la configuración de esa sociedad,
que hace poco más de dos siglos comenzó a convertirse en la nación políticamente
independiente llamada con ese nombre. Podría decirse que la ocurrencia de la filo-
410 sofía en esta nación, cabe considerarla como el resultado de una o más coyunturas
de cruces de distintos elementos individuales y sociales llevados a cabo por quienes
salieron al encuentro de una ausencia, o que anticiparon con sus ideas el primer
diseño de un proyecto cuya inminencia real estimaron que no podía esperar más. Y
todo esto comenzó a suceder y ha venido acaeciendo al filo de acciones individuales
y sociales, con efectos personales e institucionales. Todo lo cual y en su conjunto
Dobles Póstumos / José Jara

consideramos como un acontecimiento que posee una historia específica, en la me-


dida misma en que él contribuye a delinear sus propios márgenes.

Podría ampliarse la alusión hecha a las variables circunstanciales analizables como


válidas para dar cuenta de un acontecimiento de este tipo de índole local. Pues
ciertamente han de ser especificables las condiciones de existencia bajo las cuales
comenzó a practicarse la filosofía no sólo en la Grecia primera —condiciones bas-
tante investigadas y conocidas ya—, sino en cualquiera de los otros lugares, nacio-
nes en Occidente o en el continente latinoamericano o en otras latitudes, en que se
inició tal tipo de actividad en alguna fecha medianamente precisable. En todo caso,
nos importa señalar que en cualquiera de los múltiples lugares en que ha habido
filosofía, eso ha sucedido de una manera particular, a pesar de las regularidades que
puedan señalarse como persistentes en ellos.

Esa persistencia de notas o rasgos relativamente comunes, estimamos que no son


elementos suficientes ni válidos como para señalar que el ejercicio de la filosofía sea
considerable allí bajo la noción de una «repetición» —con la carga de devaluación
conceptual que se suele asignar a este término— de lo que cupiera entender como
el paradigma de la experiencia griega original de la filosofía, u otra posterior que se
considere igualmente ejemplar. En esta investigación tomamos distancia del alcance
metafísico de la noción de origen, así como de sus eventuales proyecciones teóricas
Como ya hemos indicado, partimos más bien del supuesto de que en el entramado
de la historia nos encontramos reiteradamente con una diversidad de modalidades
de asumir la condición humana, con comienzos, desarrollos y destilaciones cultura-
les en cada caso particulares, ninguna de las cuales puede ser valorable o reducible 411
sin más según un criterio o conforme a un paradigma o verdad a la que se le otorgue
la condición de ser fundante. El discurrir de los acontecimientos singulares sucedi-
dos en ella, una y otra vez muestran el carácter diferencial de las repeticiones presen-
tes en las acciones y pensamientos de los seres humanos. De modo tan diferencial
y significativo como lo son las distintas lenguas en que se piensa, habla y comunica
una interrogante o discurso cualquiera de la filosofía.
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De entre las distintas modalidades analizables de las condiciones de existencia de la


filosofía en Chile, hemos elegido la de su enseñanza en las universidades chilenas
con el objetivo explícito para los estudiantes que ingresen a ellas de finalizar esos
estudios con un título profesional o un grado académico. Aunque sin duda no haya
sido ésta la primera forma de cómo se comenzó a practicar la filosofía en este país,
estimamos que nuestra elección presenta suficientes vías de respaldo para ella.

La enseñanza universitaria de la filosofía ha generado un piso institucional estable


para la reproducción de la filosofía en Chile. Desde el momento en que ello suce-
dió por primera vez en el país y hasta la fecha de término de esta investigación, ha
alcanzado la breve existencia de poco más de 70 años, desde cuando en marzo de
1935 se abrió el primer curso especial de filosofía en el Instituto Pedagógico de la
Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, en Santiago. Esa bre-
vedad no ha sido obstáculo para que la filosofía se afianzara allí y menos aún para su
multiplicación institucional en otras universidades y regiones del país. A partir de
ese entonces ella comenzó a configurarse con una existencia autónoma y sistemática
como carrera universitaria con graduados propios, que dentro del marco temporal
de esta investigación ha alcanzado la respetable cifra de 2746 graduados en el país.
En tal período, la filosofía se ha consolidado en este territorio con una tonalidad lo-
cal, añadiendo un tono más a los numerosos matices de discursos de ella, que desde
distintas zonas y localidades de Occidente se han acumulado y a la vez extendido
hacia otros continentes en los últimos 25 siglos.

Entendemos esa reproducción de la filosofía a través de las universidades chilenas, al


412 trasluz de esa dupla de transformaciones que su peculiar tipo de saber trae consigo.
Por una parte, los cambios producidos por ella en la vida de cada individuo que
se introduce en ella y se propone hacerla suya y, por otra parte, las transmisiones
con que ellos se comprometen dirigidas hacia otros individuos o colectividades,
recurriendo a la palabra hablada o escrita, ya sea en ambientes educacionales esta-
blecidos u otros abiertos a la diversidad de sus intereses personales o públicos. Es
una reproducción individual y social a la vez. Ella posee distintos tipos de entrecru-
Dobles Póstumos / José Jara

zamientos en la relación de los individuos consigo mismos y con los otros, ya sea
que a éstos se los considere individual, grupal o colectivamente, y eventualmente
incluidos en algún tipo de institucionalidad. Este hecho le confiere a esta forma de
reproducción algunas consecuencias susceptibles de delinear entre quienes allí par-
ticipan: adquieren no sólo perfiles intelectuales y éticos, sino también políticos. La
palabra filosófica pensada y transmitida a otros no puede obviar ni ignorar los efec-
tos de transformaciones de conductas, convicciones e interrogantes que ella puede
suscitar. Es una palabra que atraviesa una y otra vez el dintel que separa sus efectos
de poder o de carencia de él, de avances, retrocesos y resistencias, tanto en quienes
se las aclaran a sí mismos y las enuncian, como en quienes las escuchan, las elaboran
y hacen suyas, o bien continúan a partir de allí por otros caminos reflexivos y de
acciones con una eventual reverberancia colectiva. La libertad es el espacio humano
y social en que se piensan y pronuncian las palabras de la filosofía.

Por otra parte, al ingresar esta reproducción de la filosofía al circuito de las ciencias,
tecnologías y saberes reconocidos como de nivel superior de la educación, garantes
de lo que el discurso público usual considera como instancias del progreso de una
sociedad y de sus miembros, existe la posibilidad de que ella adquiera precisamente
un estatuto profesional con irradiaciones de signo positivo frente a los requerimien-
tos del conjunto de esa sociedad. Y ésta a su vez, podría entregarle a ella algún grado
de una suerte de plusvalía social y política, que se integre al registro de su estructura
teórica como disciplina. Sin embargo, es preciso tener presente que el prestigio que
en ocasiones se atribuye a la trayectoria de 25 siglos detentada por la filosofía, no es
un bien heredable inercialmente por quienes declaren hacer suya tal tradición. Más
bien y por el contrario, ella puede convertirse en un peso gravitante, en un fantasma
413
con el cual tiene que lidiar, en algunas ocasiones con ardor, alguna nueva forma
peculiar de institucionalidad filosófica que entre al ruedo de las ya establecidas.
Más aún cuando ella sólo exhibe algunas pocas décadas de su práctica institucional,
inferiores a un siglo, como en el caso de este país.

Otro factor que nos ha hecho elegir a la universidad en Chile, como lugar de análisis
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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de las condiciones de existencia de la filosofía, radica en el hecho de que a partir de


los distintos proyectos universitarios asumidos por cada una de ellas, en principio, se
pueden encontrar representadas las distintas escuelas, tendencias u opciones teóricas
existentes en los desarrollos actuales de este saber o habidos en otros siglos. Ante ese
hecho, por nuestra parte, procuramos no privilegiar el análisis en nuestra mirada ha-
cia ninguna de ellas en particular. Aunque, sin duda, no nos es posible obviar nuestro
punto de intersección en el eje temporal de tres dimensiones en el que todos nos
encontramos, ni algunos supuestos teóricos básicos entre los que nos movemos, es el
caso de la elección del período en el cual analizamos elementos incluidos en las tesis
de grado aprobadas en las universidades chilenas. Además ello se exhibe, por lo pron-
to, en la expresión «condiciones de existencia» a que nos hemos referido más arriba.
A través de ella aludimos también a aquellos conjuntos de prácticas que pueden tener
vigencia en algunas de las universidades estudiadas, pero que por nuestra parte no
pretendemos suscribir ni denegar, aunque estemos abiertos a debatir con ellas. Pero
ese es un asunto que no hemos contemplado abordar en esta investigación.

Primera Parte: Análisis estadístico descriptivo de las tesis de pre–grado en filosofía,


aprobadas en las universidades chilenas en el período 1939–2008

Comentario general

El registro de datos contenido en esta investigación incluye a todos quienes ingre-


saron a estudiar filosofía en las universidades chilenas a partir del año 1935, en el
que se iniciaron estos estudios en la Universidad de Chile, y que se graduaron entre
414 1939 y 2008 de profesores o de licenciados en filosofía, de acuerdo a las distintas
denominaciones de los títulos y grados2 con que esas universidades ofrecieron tales

2
En lo que sigue, usaremos el término de «graduado» para referirnos a todos aquellos estudiantes
que concluyeron sus estudios de filosofía, ya sea con un grado académico de Licenciatura, o bien
con un título profesional de Profesor, cualesquiera sean las especificaciones o menciones que esos
grados o títulos hayan recibido en las distintas universidades incluidas en este estudio.
Dobles Póstumos / José Jara

estudios durante ese período. De modo que esta investigación hace la distinción
entre dos períodos: uno de 74 años que va desde 1935 a 2008, en el que ha habido
estudios formales de filosofía conducentes a la obtención de títulos profesionales o
grados académicos en las universidades del país, y otro período de 70 años, entre
1939 y 2008, en el que las universidades incluidas en ella otorgaron tales títulos o
grados. Son los datos del segundo período de 70 años los que están incluidos en este
Análisis Estadístico Descriptivo (AED) que comentamos de acuerdo a un análisis
interpretativo de las cifras, pues contiene información acerca de todos aquellos estu-
diantes que concluyeron entera y formalmente sus estudios de filosofía iniciados en
algún año entre 1935 y 2005, considerando en este último caso a quienes se hayan
graduado en un programa de Licenciatura en filosofía dentro del plazo regular pre-
visto de cuatro años de duración.

El dato básico, objetivo, público y por ello verificable, sobre el cual se ha construido
este AED es el título del trabajo final de grado con que un estudiante concluyó sus
estudios de filosofía. A partir de él, hemos obtenido y determinado otras informa-
ciones complementarias, recogidas en las distintas Tablas y Figuras de sus capítulos.
Esa información es la que a continuación analizamos y comentamos, de acuerdo a
los criterios que delimitamos al inicio de esta investigación, así como conforme a
los sucesivos ajustes que sus resultados parciales y finales nos condujeron a intro-
ducir.

Capítulo I. Distribuciones de frecuencia en graduados/as de filosofía en las

415
universidades chilenas

I.1. Frecuencia de graduados en las cuatro universidades que primero iniciaron los
estudios de filosofía en el país.

Estas casas de estudio consolidaron tales estudios en la década de 1960 o antes


y se han mantenido regularmente ofreciéndolos hasta 2008, lo cual muestra una
consistencia importante en ellas. El 63.25% del total de graduados en filosofía que
exhiben para el período 1935-2008, da cuenta de ello. De acuerdo a los datos con-
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

tenidos en la Tabla 1.1., su desglose es el siguiente3:

UCH4 623 22.63%


PUCH 357 12.97%
PUCV 242 8.79%
UDEC 519 18.86%
Total 1741 63.25%

I.2. Desglose en frecuencia de graduados en filosofía entre universidades públicas


y universidades privadas, con dos sub-secciones de universidades privadas católicas
y privadas laicas.

Realizamos esta última distinción, puesto que es la más genérica que nos parece
como pertinente de hacer a propósito de la enseñanza de la filosofía, especialmente
al considerar la expresa decisión de formar profesores de filosofía con orientación
católica, por parte de las dos primeras universidades que así lo declararon desde un
comienzo y procedieron a graduar estudiantes en concordancia genérica con ella
(PUCCH y PUCV). Éstas y las otras universidades que posteriormente iniciaron
este tipo de estudios con un compromiso semejante, son universidades de carácter
privado, distinguiéndose de las de carácter público, que, en este plano, se definen
desde un comienzo como universidades laicas. En lo fundamental y junto a otras
características identificatorias, las universidades laicas no consideran el asunto re-
ligioso como un criterio de base o de orientación de los estudios de filosofía o de

416 los que ofrecen en todas las otras áreas de ciencias y de saberes entregados por ellas.
Puesto que este criterio de laicismo está presente también en otras universidades
privadas, hemos considerado pertinente formar el mencionado sub-conjunto.

3
Hemos ordenado a estas cuatro universidades de acuerdo al año en que tuvieron a su(s) primer(os)
graduado(s): UCH 1939, PUCCH 1947, PUCV 1956, UDEC 1962
4
Incluye los 89 graduados (3.23%) en la Universidad de Chile, Sede Valparaíso, que funcionó con
ese nombre durante el período 1962-1980. Después de ese año esa Carrera fue cerrada y reabierta
en 1990 por la Universidad de Valparaíso, creada en 1981 como continuadora de la UCHSV.
Dobles Póstumos / José Jara

Algunos de los resultados obtenidos en esta investigación, que indicamos en otro


lugar, estimamos que validan esta distinción, en tanto ella se encuentra por encima
o por fuera de las diferencias teóricas internas al discurso propio de la filosofía, que
pudieran realizarse ya sea de acuerdo a criterios cronológicos o bien de disciplinas
definidas al interior de ella.

Universidades Públicas Universidades Privadas


UCH 534 19.40% UDEC 519 18.86%
UMCE 276 10.03% PUCH 357 12.97
UPLA 172 6.25% PUCV 242 8.79%
UCHV 89 3.23% UACH 115 4.18%
USACH 81 2.94% UCSH 86 3.13%
UV 72 2.62% ULA 30 1.09%
ASCPV 64 2.33% UAH 29 1.05%
ULS 58 2.11% ARCIS 28 1.02%
Total 1.346 48.91% 1.406 51.09%

Universidades Privadas Católicas Universidades Privadas Laicas


PUCH 357 12.97% UDEC 519 18.86%
PUCV 242 8.79% UACH 115 4.18%
UCSH 86 3.13% ARCIS 28 1.02%
ULA 30 1.09%
UAH 29 1.05% 417
Total 744 27.03% Total 662 24.06%
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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I.3. Concentración de graduados en filosofía en la Región Metropolitana.

Uno de los resultados que se obtiene a partir del análisis de la Tabla 1.1. es que las
universidades de la Región Metropolitana, RM, muestran el grado más alto de con-
centración de graduados en filosofía en el país, con un 51.63%.

UCH 534 19.40%


PUCH 357 12.97%
UMCE 276 10.03%
USACH 81 2.94%
UCSH 86 3.13%
ULA 30 1.09%
UAH 29 1.05%
ARCIS 28 1.02%
Total 1.421 51.63%

I.3.1. Si se aplica a estos datos la observación señalada en el punto anterior, cabe


distinguir entre los graduados que en la RM han recibido una formación en univer-
sidades laicas, sean ésta públicas o privadas, o bien en universidades católicas. Así,
en las primeras se formó el 33.39% del total de esos graduados en el país, mientras
que en la segunda lo hizo el 18.24%, que juntas configuran el 51.63% de los gra-
duados en la RM.

418
Universidades laicas en RM Universidades católicas en RM
UCH. 534 19.40% PUCH 357 12.97%
UMCE 276 10.03% UCSH 86 3.13%
USACH 81 2.94% ULA 30 1.09%
ARCIS 28 1.02% UAH 29 1.05%
Total 919 33.39% Total 502 18.24%
Dobles Póstumos / José Jara

I.3.2. Esta misma distinción podemos hacerla con respecto a las universidades
laicas o católicas que graduaron estudiantes en regiones del país, fuera de la RM.

Universidades laicas Universidades católicas


fuera de la RM fuera de la RM 5
UDEC. 519 8.86% PUCV 242 8.79%
UPLA 172 6.25%
UACH 115 4.18%
UCHV 89 3.23%
UV 72 2.62%
ASCPV 64 2.33%
ULS 58 2.11%
Total 1089 39.58%

I.3.3 Al reunir las cifras de las dos secciones anteriores, se obtiene el siguiente
resultado total para los graduados en filosofía en universidades laicas o católicas:

Graduados en universidades laicas Graduados en universidades


de regiones católicas de región

Total 2008 72.97% 744 27.03%

A partir de estas cifras se puede señalar que de entre el 27.03% del total de gra-
duados con formación católica en el país, un 67.47% lo hicieron en la RM y un
419
32.53% lo hicieron en otras regiones del país. No existe, sin embargo, la misma
relación en las universidades que disponen de una formación laica, pues de entre

5
Es preciso hacer notar que la Universidad Católica del Norte y la Universidad Católica del Maule
cuentan con las Carreras de Pedagogía en Filosofía y Teología. Lamentablemente y a pesar de ha-
bérselos solicitado, de ellas no logramos tener en su momento registros de sus graduados.
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el 72.97% de los graduados en este tipo de universidades, quienes se graduaron en


regiones forman el 54.86% de ese total, frente al 45.14% de quienes se graduaron
en la RM.

I.4. Distribución de graduados en filosofía en las regiones del país.

El total de 1331 graduados en filosofía en todas las regiones del país, corresponde
al 48.37% del total de 2746 graduados, registrados en esta investigación. Ellos se
distribuyen en las cuatro regiones en que se ofrecen estos estudios, de la siguiente
manera:

I.4.1. Concentración de graduados en filosofía en la IV Región


ULS 58 2.11%

I.4.2. Concentración de graduados en filosofía en la V Región

PUCV 242 8.79%


UPLA 172 6.25%
UCHV 89 3.23%
UV 72 2.62%
ASCPV 64 2.33%
Total 639 23.22%

I.4.3. Concentración de graduados en filosofía en la VIII Región


UDEC 519 18.86%

420 I.4.4 Concentración de graduados en filosofía en la X Región


UACH 115 4.18%
Dobles Póstumos / José Jara

Capítulo II. Frecuencia del tipo de tesis presentadas para graduarse y del año de
graduación en filosofía en el período 1939-2008 en las universidades chilenas
(Tabla 2.1.)

II.1. Variación nominal de los títulos y grados en las universidades.

La diversidad de nombres que reciben los trabajos finales de grado presentados en


las 16 universidades estudiadas y recogidas en la Tabla 2.1., proviene, estimamos,
de la libertad de que dispone cada universidad para establecer sus exigencias y pro-
cedimientos particulares de titulación. La mayor diferencia que puede destacarse a
este propósito, reside en el hecho de si esos trabajos presentados lo fueron como
resultado de un trabajo individual en todo su proceso, que suele corresponder a la
denominación de «Tesis». O bien esos trabajos son resultado de un trabajo colec-
tivo, bajo la forma de un seminario dirigido por un profesor, pero que tiene como
conclusión ya sea un trabajo individual, o en otros casos de responsabilidad de dos
o tres estudiantes (aunque en algunos casos puede llegar a un número superior,
especialmente cuando ellos se realizan en el área de educación). En estos últimos
casos, las denominaciones varían de acuerdo a la universidad (o incluso a distintos
períodos dentro de una misma universidad), entre: Seminario de título, Seminario
de tesis, Memoria, Tesina, Memoria de título, Seminario de memoria. Es conve-
niente hacer la salvedad que en algunas universidades los trabajos denominados
«memoria», al menos durante algún período, han tenido un carácter individual.
En la primera condición de trabajos de grado individuales se encuentra un total de
1258 tesis, con un 45.71% del total. En la variedad de denominaciones del segundo
tipo de trabajos colectivos se encuentran 1480 trabajos con un 53.78%, más 14 de 421
ellos de los que no tenemos especificación, equivalente al 0.51%.

Considerando las especificidades señaladas y los cambios habidos a este respecto en


las distintas universidades, podría decirse que los trabajos finales de tesis de carácter
individual y los que tienen algún componente de trabajo previo colectivo, o incluso
de redacción final grupal, oscilan entre cifras cercanas a un 50% para cada uno de
ellos.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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II.2. Frecuencia del año de graduación en filosofía en el período de 1939 a 2008 en


todas las universidades.

El primer resultado que entrega la revisión de la Tabla 2.2. hecha desde una mirada
global, es que a partir del año 1939 en que hubo el primer graduado en filosofía en
el país hasta el término de ese período en 2008, en el que hubo 59 graduados, se
graduaron 2746 estudiantes, con un promedio anual de 39.23 graduados durante
un período de 70 años; además, hay un conjunto de 33 graduados (1.20%) de los
cuales no tenemos información acerca del año en que se graduaron. Estos son los
datos que arroja un criterio puramente aritmético de revisión de esa Tabla.

Sin embargo, es claro que este criterio no es adecuado para visualizar los resultados
del proceso concreto de desarrollo de los estudios formales de filosofía en el país. La
distribución de esos 2746 graduados en siete décadas, por lo pronto, nos parece que
ofrece una visión más significativa de lo sucedido en esos años. Sin embargo, dado
el hecho particular de que tales estudios de filosofía tuvieron su primer graduado en
la UCH en 1939 y que nuestra investigación concluye con el registro de graduados
hasta el año 2008, la división en décadas presenta un pequeño escollo numérico
que hemos resuelto mediante la introducción de una ligera adecuación al manejo
del concepto década, al comienzo y al final de ese período. Así, de esas 7 décadas
hemos convenido en una primera década larga de 12 años: 1939-1950, y una úl-
tima década corta de 8 años: 2001-2008. Las otras 5 décadas intermedias cuentan
efectivamente con 10 años cada una, como lo indica su nombre.

Además de la comodidad representada por la cifra de 10 años, para efectos de dis-


422 tintos tipos de cálculo realizable con esos datos, es un número de años dentro del
cual se puede prever que al cabo del décimo año, podrían haberse graduado todos
quienes ingresaron a esos estudios en el año 1, pero que también podrían haberlo
logrado un porcentaje importante de quienes hubieren ingresado en los años inme-
diatamente siguientes. Y esto, considerando las regularidades usuales en la relación
entre el período de duración oficial en semestres de una Carrera y el número de
Dobles Póstumos / José Jara

semestres reales en que suelen graduarse los miembros de una cohorte determinada,
que suele oscilar entre 2 a 8 semestres adicionales para aquellos que efectivamente
concluyen formalmente sus estudios iniciados en un año determinado.

II.2.1. Siete décadas de graduados en filosofía

Al aplicar el criterio de décadas señalado a la revisión de la Tabla 2.3., se puede


afirmar que las dos primeras décadas de los estudios de filosofía, a partir de 1939 en
que se gradúa el primer estudiante ingresado en la primera promoción de 1935, fue
el período de consolidación de ellos. Pues en la primera década de 1939 a 1950 se
graduaron 18 estudiantes, con un promedio anual de 1.8, mientras que en la segun-
da década de 1951 a 1960 se produjo un notorio ascenso a 50 graduados, con un
promedio anual de 5 estudiantes. En cambio, a partir de la tercera década, la de los
años 60, se produce un verdadero despegue en el número de graduados en filosofía,
pues se supera en más de 5 veces la cifra de ellos al llegar a 27.2 anuales, equiva-
lentes a los 272 que obtuvieron su título o grado en toda ella. En las dos décadas
siguientes el ascenso es continuo y creciente, pues entre 1971 y 1980 se graduaron
352 estudiantes, con un promedio anual de 35.2, a pesar de la caída que hubo en
los años 1972 y 1973 a 7 y 15 graduados respectivamente. Tal crecimiento aumentó
entre 1981 y 1990 a 592 graduados, con un promedio anual de 59.2. En cambio
en la sexta década de 1991 a 2000 se experimentó un retroceso a 511 graduados,
con un promedio anual de 51.1. El siglo XXI, sin embargo, se inició con un fuerte
aumento que llegó a 918 graduados entre 2001 y 2008, con un promedio de 91.8
anual. Como ha de quedar claro, a partir de nuestros datos, esta última década corta
tiene un potencial de graduados que, a la fecha en que realizamos este análisis ya se 423
ha convertido en realidad, pero que lamentablemente no estamos en condiciones de
incluir en este trabajo, pues cerramos sus registros con el año 2008.

La consolidación de las dos primeras décadas y el despegue producido en los años


60, puede decirse que se circunscribe a lo logrado por las 4 universidades que en
ese período inicial de 35 años (1935 a 1970) abrieron sucesivamente los estudios
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formales de filosofía. Ellas son la UCH (19396) con 150 graduados, más la Sede
Valparaíso de la UCH (1962) con 17 graduados. La PUCH (1947) con 98 gradua-
dos. La PUCV (1956) con 38 graduados. La UDEC (1962) con 37 graduados. El
fuerte crecimiento de graduados en las décadas siguientes entre 1971 y 2008 podría
decirse que corresponde, al menos parcialmente, a la aparición de nuevas universi-
dades que en esos años abrieron Departamentos de Filosofía.

Sin embargo, es necesario precisar mejor la lectura de los hechos universitarios de


ese período. Pues ellos están en estrecha conexión con un acontecimiento político
sucedido en el país el 11 de septiembre de 1973, con un carácter, por lo pronto,
externo al quehacer de las universidades existentes a esa fecha. El golpe militar de
Estado o pronunciamiento militar, como quiera que se lo denomine, significó la
ruptura de los gobiernos democráticos y una transformación completa de la estruc-
tura de gobierno en el Estado.7 Con respecto a los efectos de ese acontecimiento
sobre el tema que aquí nos interesa, es preciso destacar que desde el Ministerio de
Educación se impuso a comienzos de 1981 una drástica transformación del Sistema
de Educación Superior que, entre sus distintas consecuencias, produjo el quiebre
del carácter nacional que tenía la Universidad de Chile. Esto trajo consigo la trans-
formación de sus Facultades de Filosofía y Educación en Santiago y Facultad de
Humanidades en su Sede de Valparaíso, primero en las Academias Superiores de
Ciencias Pedagógicas en Santiago y Valparaíso, respectivamente. Pocos años des-
pués estas dos Academias fueron convertidas en la Universidad Metropolitana de
Ciencias de la Educación en Santiago, y la Universidad de Playa Ancha de Ciencias

424 de la Educación en Valparaíso. Ninguno de estos cambios fue consultado en ningún

6
Las siguientes cifras indicadas entre paréntesis en este párrafo corresponden al año en que se graduó
el primer estudiante en esa universidad.
7
Como es sabido, los poderes ejecutivo y legislativo fueron concentrados en los 4 miembros de la
Junta Militar de Gobierno, que posteriormente nombró al Comandante en Jefe del Ejército como
Presidente de la República. Los distintos tipos de transformaciones políticas, sociales, económicas
y culturales acaecidas durante ese régimen o dictadura militar, sucedieron durante el período de 17
años de su ejercicio directo del poder en el país.
Dobles Póstumos / José Jara

grado por el Ministerio de Educación del momento con las comunidades univer-
sitarias del caso. Esas dos Academias primero y las siguientes dos universidades
derivadas de ellas, más la Universidad de Valparaíso, creada también en 1981, en
reemplazo de la Sede Valparaíso de la Universidad de Chile, crearon cada una de
ellas sus respectivos Departamentos de Filosofía, que continuaron impartiendo los
estudios de filosofía que previamente entregaba la UCH.

De tal modo que se encontraría dentro de una línea —podría decirse— de ficción
histórico-institucional del desarrollo de los estudios de filosofía en el país, consi-
derar que los graduados de este conjunto de nuevas universidades, podría exhibir
alguna forma de continuidad con lo iniciado en 1935 por la UCH. Aunque más
adelante será necesario precisar algunas cuestiones a este respecto, si expresamos en
cifras tal línea de ficción histórico-institucional imaginable para ese conjunto de
universidades, su número de graduados sería:

UCH 534 19.40


UCH-V 89 3.23
UV 72 2.62
UMCE 276 10.03
ASCPV 64 2.33
UPLA 172 6.25
Total 1207 43.86%

Capítulo III. Frecuencia de pensadores estudiados en tesis de pre-grado en cada


Universidad en los períodos 1939–1973, 1974–1993 y 1994–2008
425
III.1. Pensadores estudiados en pre-grado

Uno de los objetivos específicos que nos propusimos en el análisis de los trabajos
finales de grado a nivel de pregrado aprobados en las universidades chilenas, fue el
de establecer la frecuencia con que se trabajaron distintos pensadores en ellos. La
relevancia de esta información apunta al hecho de que a través suyo y de manera ob-
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

jetiva se pueden apreciar, por lo menos, distintos aspectos de la tendencia genérica


alcanzada por los estudios de filosofía en el país.

Un primer aspecto revelador de esa tendencia genérica apunta al hecho de que las
mallas curriculares o los planes de estudio mediante los que se han configurado du-
rante 74 años las condiciones de existencia cotidiana de la enseñanza de la filosofía
en las universidades chilenas, tienen en todos los casos su punto de culminación
formal en el trabajo final de grado con que concluyen dichos estudios; y esta es una
exigencia ineludible para todos quienes efectivamente los finalizan en un número
de años usualmente mayor que el previsto en esas mallas o planes. Acá sólo nos ocu-
pamos de quienes alcanzaron la condición de graduados en filosofía, sin habernos
propuesto, entre otras cosas por ejemplo, determinar el porcentaje de retención ni
de deserción de los estudiantes que ingresaron a este tipo de estudios en una univer-
sidad chilena en algún año.

De acuerdo a nuestro registro de datos del total de graduados en filosofía en las


universidades chilenas entre 1939 y 2008, podemos distinguir que las tesis escritas
por ellos corresponden a:

1640 sobre filósofos/pensadores, equivalente al 59.72% de ellas


635 sobre temas filosóficos, equivalentes al 23.12%
471 sobre temas de educación, equivalentes al 17.15%
Total 2746 graduados 99.99%

Nuestra opción de trabajar sobre la base de las tesis escritas acerca de pensadores
426 señalados en los títulos de ellas —equivalentes en la práctica al 60% de ese total—,
nos pareció suficientemente significativa en su volumen, así como también en la
diversidad de elementos susceptibles de ser analizables y diferenciables en distintos
conjuntos relevantes de ellas. Por otra parte, el total de las tesis escritas sobre temas
filosóficos, equivalentes al 23.12% de ese total, nos presentó algunas dificultades:
resultaba muy complejo establecer alguna clasificación u ordenamiento acotado y
mínimamente precisable y/o que evitase incertidumbres o ambigüedades al menos
Dobles Póstumos / José Jara

de épocas, períodos o siglos en los que tales temas habían sido tratados. Para resolver
tal dificultad tendríamos que haber dispuesto físicamente de esas tesis, lo cual en
muchísimos casos nos era imposible lograr, pues no siempre estaban disponibles
en bibliotecas y, además, en el caso que lo hubieran estado, su revisión aunque
sólo fuese de manera parcial, nos era imposible llevar a cabo, por lo pronto, en los
tiempos disponibles. Con respecto a las tesis escritas sobre temas de educación, no
nos pareció que entre ellas hubiera algunas que tuviesen conexión con cuestiones
relevantes para el objetivo de nuestra investigación.

A través de lo señalado acerca de la opción elegida para nuestro trabajo sobre el


objetivo y el proceso que llevó a la culminación de tales estudios, adquiere relevan-
cia un segundo aspecto o dato importante. Al establecer la frecuencia con que han
sido trabajados unos u otros filósofos en esa instancia final de estudios, se obtiene
también una indicación acerca de que es sobre ellos que han solido trabajar, de
manera preferente, usual, los profesores de los Departamentos de Filosofía de esas
universidades. Pero que también, de acuerdo a las diversas modalidades de su acti-
vidad docente, son ellos quienes suelen recomendar a sus estudiantes la elección de
algún tema específico de tesis de entre la obra de alguno de esos pensadores, o bien
simplemente dado el ascendiente intelectual que algunos de ellos pueden exhibir
frente a sus estudiantes, éstos llevan a cabo su elección dentro del marco de referen-
cia intelectual de uno u otro profesor. Aunque evidentemente, tal elección puede
surgir también desde una proposición autónoma hecha por un estudiante a un
profesor determinado. Por cierto, carecemos de información sobre los tipos y cri-
terios de elección acerca de estas alternativas posibles. Aunque sí podemos indicar
los pensadores sobre los que de preferencia han dirigido tesis distintos profesores.
427
Cualquiera sea la modalidad de elección o de recomendación aceptada por los estu-
diantes para trabajar sus tesis sobre uno u otro pensador, esta información aporta un
tercer aspecto o dato bastante significativo, complementario al anterior. Ella permi-
tiría establecer cuáles han sido los filósofos sobre los que los graduados en filosofía
en el país han hecho su experiencia intelectual más sistemática, intensa, y con el
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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mayor grado de formalidad en dicho campo, que, por lo pronto, los ha habilitado
para un ejercicio profesional en el área de ese saber elegido por ellos.

Aunque carecemos de elementos directos como para corroborar la determinación


de una u otra de las alternativas en juego para haber tomado una decisión, sí dispo-
nemos, nos parece, de una vía indirecta para establecer la importancia de esa elec-
ción inicial, por lo menos con respecto a una parte de esos graduados en pregrado.
Un número importante de los estudiantes que prosiguen estudios de post-grado
—y sólo nos referimos a quienes los hayan realizado en este país, pues carecemos
de toda información sobre quienes los hayan hecho fuera de él—, suelen continuar
trabajando en sus tesis de magister o doctorado —según cual sea el caso— a aquel
o aquellos pensadores con que se ocuparon en su tesis de pregrado. Y cuando esto
sucede, se refuerza una tendencia que se hace presente no sólo en la realidad de
dichas tesis, sino también en la actividad intelectual-laboral de ellos, al menos du-
rante algún tiempo inmediatamente siguiente a esos estudios. Y puesto que quienes
continúan sus estudios de filosofía a ese nivel, por lo general pueden llegar a incor-
porarse laboralmente en alguna proporción relevante a la docencia universitaria,
esa tendencia inicial puede mantenerse —aunque obviamente ampliarse también a
otros pensadores— por algún tiempo más prolongado.

III.2. Variables teóricas seleccionables en el período de 70 años

Puesto que el período incluido en nuestra investigación abarca prácticamente tres


cuartos de siglo mayoritariamente transcurridos durante el siglo XX, surgen varias

428
cuestiones a considerar. Es fácilmente constatable que en ese lapso de tiempo, entre
otros hechos, han aparecido, se han desarrollado o se han debilitado o casi des-
aparecido, diferentes tendencias teóricas en el campo de la reflexión filosófica, las
cuales han estado estrechamente asociadas con la actividad y el nombre de distintos
filósofos. Tener algún conocimiento específico, objetivo, de las tendencias consta-
tables a este respecto, y de los eventuales cambios habidos en ese aspecto durante
esos años, nos parece importante en la medida que entrega un dato firme, relevante,
Dobles Póstumos / José Jara

para señalar cuáles han sido las condiciones de existencia de la filosofía, a través de
su enseñanza en las universidades chilenas.

Además, estimamos como un hecho significativo tener algún conocimiento acerca


de si ellos fueron pensadores contemporáneos a quienes los estudiaban en Chile,
o bien pertenecieron a alguno de los 25 siglos anteriores en que la filosofía se cul-
tivó en el mundo. Y poder precisar luego también como otro dato relevante, si es
que hay algunos períodos de entre esos siglos que hayan recibido alguna atención
preferente en el campo de análisis que hemos elegido. Por otra parte, también con-
sideramos como una información significativa para lo que sucedía con la filosofía
en Chile durante ese período, tener algún conocimiento acerca de si esos filósofos
elegidos para su estudio formaban parte de algún país europeo —que se expresaban
en una lengua particular de ese continente—, o de un país de otro continente. Pues
entre otras cosas, ello puede haber inducido ya sea a introducir en los planes de es-
tudio, o bien a promover entre los estudiantes que se gradúan, el aprendizaje de una
u otra lengua extranjera, antigua o moderna, que les permitiese el estudio directo
de la obra de esos pensadores en su propia lengua.

Pero igualmente y en conexión con lo anterior, los países de procedencia de tales


pensadores han solido convertirse, como tendencia al menos en la segunda mitad
del siglo XX, en aquellos a los que los graduados en Chile aspiran a visitar por algún
tiempo o postulan a becas para proseguir en ellos la «profundización de sus estu-
dios» —de acuerdo a la terminología empleada en el país hacia mediados de ese si-
glo, cuando aún no aparecía en éste como una necesidad real el disponer de alguna
calificación formal de post-grado para dedicarse profesionalmente a la filosofía. Sa- 429
bemos que este hecho se ha comenzado a modificar progresivamente hacia los años
de fines del siglo XX. En ellos, los estudios de post-grado y sus correspondientes
grados académicos, pasaron a convertirse en algo imprescindible para acceder a una
carrera académica universitaria. También es sólo hacia las dos últimas décadas del
siglo XX cuando comienzan a abrirse, con distinta suerte y regularidad, programas
de postgrado en unas pocas universidades chilenas. Más adelante y en el marco de
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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esta investigación, nos referimos a las universidades y a algunos resultados en ellas


de los estudios de postgrado en filosofía, dentro del país.

III.3 Proposición de tres períodos para realizar esta investigación.

Para lograr mejores condiciones de análisis y de visibilidad de la frecuencia con


que fueron trabajados en las tesis de pregrado distintos pensadores, nos pareció
conveniente establecer una distinción en 3 períodos dentro del total de los 70 años
considerados en esta investigación.

Esa tripartición se nos hizo especialmente necesaria cuando tuvimos disponible una
de las varias versiones del AED, hecha a partir de la información introducida en la
base de datos que lo sostiene. Hacia agosto del año 2009 esa base de datos contaba
con 2383 registros de tesis de pregrado aprobadas en todas las universidades chi-
lenas. El examen de una de las series de tiempo que recogía la variación de la fre-
cuencia de los años en que se habían graduado esos 2383 estudiantes, nos permitió
disponer de un criterio de periodización.

En las dos primeras décadas se observa un muy lento crecimiento de graduados


que, en el mejor de los casos, llega a 5 de ellos en alguno de esos años. En la tercera
década, en cambio, se aprecia un crecimiento mayor que llega hasta 21 graduados
en 1964, sumadas las cuatro universidades que en ese momento ofrecían estudios
formales de filosofía, en un crecimiento continuo en ellas que alcanza hasta 41
graduados en 1971. Un cambio significativo se produce entre 1972 y 1973, pues
en esas universidades se produce una brusca caída a 1 graduado en cada una de
430 ellas.8 Este hecho, que mostraba de manera inmediata el efecto que había tenido el
golpe militar del 11 de septiembre de 1973 sobre la cifra regular y ascendente de

8
Se trata de la UCH, la PUCCH, la PUCV, la UDEC. En el Congreso Nacional de Filosofía realiza-
do en la Biblioteca de Santiago, en octubre de 2009, como Investigador Responsable de este proyec-
to, tuve la ocasión de presentar elementos de esta investigación en curso sobre la filosofía en Chile:
expuse 5 gráficos de series de tiempo correspondientes a esas 4 universidades y una general de todas
las universidades. [Ver en este volumen: Una posada en el camino. Chile, en el viaje de la Filosofía].
Dobles Póstumos / José Jara

graduados en filosofía alcanzado hasta esa fecha en las universidades chilenas, nos
condujo a establecer ese año como el que se podía aplicar para fijar el límite del pri-
mer período: 1939 a 1973. De acuerdo a esa misma serie de tiempo, se apreciaban
variaciones notoriamente irregulares en el resto de la década de los años 70 y espe-
cialmente en la década de los 80, que llegaba hasta 88 graduados en el año 1981,
descendía en 1982 a 42 graduados y volvía a subir hasta 78 en 1983, para bajar a
24 en 1984, con oscilaciones igualmente irregulares entre la cifra de ese año y 1993
en que se graduaron 40 estudiantes, dentro de un rango menor de variación en
esos 9 años que osciló entre 32 y 53 graduados. A partir de 1993 se inicia luego un
ascenso relativamente regular hasta llegar a 140 graduados en 2002, 120 graduados
en 2003 y 110 en 2004. Estos datos nos hicieron tomar la decisión de establecer
otros dos períodos entre los años 1974 y 1993, y entre 1994 y 2008. Nos parece
que ellos representan de manera bastante adecuada la variación de esas cifras en un
período total de 35 años, que de este modo quedaba dividido en dos períodos de 20
y 15 años respectivamente. La determinación de este criterio, se aplicó luego en el
capítulo 3 para construir las diferentes Tablas que allí se encuentran.

Por otra parte, si comparamos la serie de tiempo disponible en agosto de 2009 que
incluía a 2383 graduados con la que tenemos ahora en la figura 2.2., que incluye a
2746 graduados, a la fecha de cierre de nuestra base de datos en mayo de 2010, se
pueden apreciar unas oscilaciones bastante semejantes entre ambas, a pesar de que
en esta última se incluye a 363 graduados más que en la penúltima.

III.4. Tabla de pensadores trabajados en tesis de pregrado.

La Tabla 3.30 incluida en el AED presenta un resumen de los pensadores trabajados


431
en las tesis de pregrado en todas las universidades durante el período de 70 años,
registrado en este AED. Allí se muestra en 3 columnas paralelas a los 3 períodos
señalados, lo cual permite disponer de una visibilidad inmediata para la variación de
frecuencia con que fueron trabajados esos filósofos en cada uno de esos 3 períodos.
El orden en que ellos aparecen, está dado por la frecuencia total decreciente en que
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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tales pensadores fueron trabajados en esas tesis, la que es recogida en la cuarta co-
lumna de esa Tabla. Puesto que esta es una Tabla Resumen, introdujimos un corte
hasta aquellos pensadores que acreditaban una frecuencia de aparición de hasta en
5 tesis. A continuación entregamos esa Tabla de pensadores trabajados en las tesis
de pregrado, PTP, y luego algunos comentarios sobre ella como variantes de análisis
derivables de esas cifras.

Pensadores en Tesis de Pregrado


1939–1973 1974–93 1994–2008 Total
Nietzsche 1 43 87 131
Ortega y Gasset 22 68 41 131
Heidegger 14 22 82 118
Platón 17 36 39 92
Kant 6 17 56 79
Aristóteles 9 30 36 75
Sartre 5 22 24 51
Santo Tomás 9 12 19 40
Foucault – 3 36 39
Freud 16 6 15 37
Husserl 5 8 20 33
Marx 3 1 28 32
Kierkegaard 2 5 20 27
Hegel 3 2 22 27
Descartes 1 9 13 23
Popper – 9 14 23
Wittgenstein – 9 11 20
432 Bergson 2 6 12 20
San Agustín 3 6 10 19
Camus 2 7 7 16
Levinas – – 16 16
Arendt – – 14 14
Zubiri – 5 9 14
Maquiavello 8 3 2 13
Maritain 1 12 – 13
Dobles Póstumos / José Jara

1939–1973 1974–93 1994–2008 Total


Rousseau – 7 6 13
Dewey – 12 1 13
Marcel 7 3 1 11
Unamuno – 5 6 11
Deleuze – – 10 10
Gadamer – – 10 10
Freire – – 9 9
Giannini – 3 6 9
Benjamin – – 9 9
Sócrates – 3 6 9
Teilhard de Chardin 5 3 1 9
Jung 5 1 2 8
Spinoza 2 2 4 8
Schopenhauer – – 8 8
Millas – 2 5 7
Pascal 6 1 – 7
Appel – – 7 7
Derrida – – 7 7
Bachelard – 4 2 6
Ricoeur – 2 4 6
Egaña, Juan 5 – 1 6
Searle – 1 5 6
Marcuse – – 6 6
Hartmann 4 1 – 5
Scheler – 4 1 5
Hobbes – 2 3 5
Hume – 1 4 5 433
Leibniz – 2 3 5
San Anselmo 2 – 3 5
Lyotard – – 5 5
Habermas – – 5 5
Rawls – 5 5
Diógenes de Sínope – – 5 5
Total 165 400 783 1348
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Agregamos que sobre cada uno de 13 pensadores se han escrito 4 tesis, con un total de
52 tesis; sobre cada uno de 22 pensadores se han escrito 3 tesis, que suman 66. Acerca
de 42 pensadores se han escrito en cada caso 2 tesis, con un total de 84; cada una de
90 tesis se han escrito sobre 90 pensadores distintos o alguna combinación diferente
de dos o tres pensadores. Este conjunto da un total de 292 tesis, que al sumarlo al
total anterior, entrega un total de tesis de pregrado escritas sobre pensadores de:
1348 + 292 = 1640

III.4.1. Se pueden entregar algunas observaciones acerca de los datos de esta Tabla,
sin pretender realizar en esta ocasión un análisis exhaustivo de ella:

a) Resulta de interés destacar que uno de los dos filósofos sobre el cual explícita-
mente se ha trabajado en un mayor número de tesis, 131, lo haya sido sólo en los
2 últimos períodos. Y además, en el más breve de los dos, en los 15 años del 3er.
período, fue objeto de trabajo en el 66,41% de ellas, es decir, en 87 tesis, mientras
que en el 2º. período de 20 años apareció como tema de investigación en 43 tesis,
equivalentes al 32.82% de su total. De modo que en los últimos 55 años se incor-
pora Nietzsche no sólo como una referencia válida de trabajo filosófico en Chile,
sino que además lo hace con una frecuencia tal que lo convierte en una de las dos
mayores referencias en ese período total de 70 años. Pues allí alcanza a un 99.2% de
sus menciones, mientras que en el 1er. período que suma 15 años, llegó sólo a un
0.76% de mención, correspondiente a una sola tesis. Los profesores que han diri-
gido el mayor número de tesis sobre este filósofo son: Iván Avello, UCH-V, UPLA
(18); Cristóbal Holzapfel, UCH (17); P. Oyarzún, UCH, PUCCH (9); Eduardo
434 Carrasco, UCH (8); José Jara, UV (6); Álvaro García, UPLA, UMCE (5); Cristina
Orrego, UPLA (5). Estos 7 profesores en conjunto dirigieron 68 de las 125 tesis
dedicadas a él, con un 54.4% de ellas. El otro 45.6% se distribuye entre numerosos
profesores que dirigieron entre 4 y 1 tesis sobre este pensador.

b) Con el otro pensador, José Ortega y Gasset, que también es trabajado en 131
tesis, se aprecia que fue en el 2º período cuando recibió la mayor dedicación, en 68
Dobles Póstumos / José Jara

tesis, con un 51.9% de su respectivo total. Mientras que en el 1er. período había
alcanzado a un tercio de esa cantidad, 22 tesis, que casi duplica en el 3er. período
con 41 tesis. De manera que se puede apreciar una alta presencia persistente de este
pensador en esos tres sub-períodos de registro de graduados de filosofía en Chile.
Los profesores que han dirigido el mayor número de tesis sobre este pensador son:
Francisco Soler, UCH y UCH-V (38), y sus discípulos graduados con él, Cristina
Orrego, UPLA (15); Jorge Acevedo, UCH (11); Iván Avello, UCH-V y UPLA (11).
Estos 4 profesores dirigieron en conjunto 75 de las 117 tesis dedicadas a él, con un
64.10% de ellas. El restante 35.9% se distribuye entre profesores de distintas otras
universidades que dirigieron un número menor de esas tesis.

c) El tercer filósofo trabajado en un número elevado de tesis, Martin Heidegger,


muestra en cambio que en la cifra total de 110 tesis dedicadas a él, hay una pre-
sencia ascendente desde el 1er. período con 14 tesis (11.86% de su total), a las 22
tesis del 2º período (18.64%), hasta llegar a la muy importante cifra de 82 tesis
en el 3er. período (69.49%). Los profesores que han dirigido el mayor número de
tesis dedicadas a este filósofo son: J. Eduardo Rivera, PUCV (18); Jorge Acevedo,
UCH (15); Ana Escríbar, UCH (8); Francisco Soler, UCH, UCH-V (7); Cristóbal
Holzapfel, UCH (7); Eduardo Carrasco, UCH (6). Estos 6 profesores dirigieron en
conjunto 61 de las 110 tesis dedicadas a él, con un 55.45% de ellas, mientras que el
otro 44.55% se distribuye en un número igual o inferior a 4 tesis entre otros profe-
sores. Se puede apreciar la concentración de 43 de esas 61 tesis dirigidas en la UCH.

d) Los dos pensadores griegos de renombre, Platón y Aristóteles, aquí se asemejan en


el hecho de que cada uno de ellos dobla o incluso triplica, respectivamente, su de- 435
dicación en tesis del 1er. período (17 y 9) con respecto al 2º período (36 y 30), para
luego estabilizarlas entre las recibidas en éste y el 3er. período (39 y 36).

e) El hecho de que sea en el 2º y 3er. período, y en especial en este último, en que


se aprecia un notorio incremento en los trabajos de tesis sobre algunos filósofos,
como en los casos de Kant, Husserl, Hegel. Kierkegaard, Marx, Popper, Descartes,
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no sólo puede derivar de que en esos períodos aumenta el número de graduados en


las universidades, sino también a que se amplía el espectro de pensadores trabajados
en ese nivel en los Departamentos de Filosofía de las universidades, que en el primer
período se concentró un mayor número de tesis básicamente en una media docena
de filósofos: Ortega y Gasset, Platón, Freud, Heidegger, Aristóteles, Santo Tomás.

f ) Por otra parte, con algunos filósofos se aprecia un claro decrecimiento o incluso
desaparición en la dedicación a ellos al pasar del 1er. al 3er. período. Es el caso de J.
Maritain, G. Marcel, B. Pascal, P. Teilhard de Chardin, N. Hartmann, que pareciera
indicar hacia un cierto condicionamiento de «época», por así decir, para su presen-
cia en los trabajos de tesis desde el momento en que su obra se hizo conocida en las
universidades chilenas o fue traducida al castellano, y que en los años siguientes a
su primer conocimiento no habrían logrado asentarse entre las preferencias de los
estudiantes, pero aparentemente tampoco entre las de los profesores de las universi-
dades, si se mantiene la referencia general señalada anteriormente.

g) Una situación temporalmente inversa, por lo pronto, es la que se presentaría con


aquellos filósofos que irrumpen en el 3er. período, o que tuvieron una muy baja,
incipiente presencia en el 2º, a pesar de que su obra ya había comenzado a circular
en este período por lo menos en traducciones al castellano. Es el caso de Foucault,
Levinas, Arendt, Deleuze, Gadamer, Freire, Benjamin, Schopenhauer, Appel, De-
rrida. Para disponer de un contexto adecuado a lo que sucede en este tiempo, es
conveniente tener presente que más de ¾ partes de los 20 años que conforman al 2º
período, discurrieron bajo el estado de excepción o de irregularidad institucional, al
436 que en aquellos años uno de los primeros filósofos graduados en la UCH, en 19419,
llamó la «universidad vigilada». Son los años en que, como se ha señalado más arri-
ba en II.1.1. y III.2., los estudios de filosofía estuvieron particularmente controla-

9
Se trata de Jorge Millas, quien fue profesor y luego Director del Departamento de Filosofía, así
como después Director del Departamento Central de Filosofía y Letras, del cual dependía el Depar-
tamento de Filosofía. Cuando ejercía como profesor y Decano de la Facultad de Filosofía y Letras
en la UACH fue exonerado en 1980, reincorporado poco después, para renunciar él en 1981.
Dobles Póstumos / José Jara

dos en su orientación teórica por la autoridad militar que dirigía las universidades, y
a través de quienes fueron designados por ella en la dirección de los Departamentos
de Filosofía. Fueron momentos en los que, es sabido, así como existió una restric-
ción con respecto a los filósofos susceptibles de ser trabajados en los cursos, semina-
rios y, por cierto, tesis de grado —pues algunos de ellos fueron vetados y a otros se
los consideraba no recomendables—, de hecho se favoreció el que otros pensadores
tuvieran una mayor oportunidad de ser trabajados sin inconvenientes.

h) Así, por ejemplo, es el momento en que filósofos como Platón, Aristóteles, Kant,
Ortega y Gasset10 aparecen como inobjetables y suben notoriamente su presencia
en el nivel de tesis trabajadas sobre ellos, así como sucede con dos filósofos estricta-
mente contemporáneos, Heidegger y Sartre, más otro que sin ser cronológicamente
contemporáneo en sentido estricto, Nietzsche, comienza a tener una notoria pre-
sencia alrededor de mediados del siglo XX en el medio filosófico nacional.11

III.4.2. La presencia de los filósofos contemporáneos12 en esa misma Tabla 3.30., o


bien PTP, es ampliamente dominante sobre los pensadores de otros períodos, pues
los 37 pensadores que allí aparecen representan a un 65% de los 57 mencionados en
ella. Los 14 filósofos modernos alcanzan a un 24.56%. El único pensador renacen-
tista equivale a un 1.75% de ese total. Los 3 pensadores medievales corresponden

10
Indicamos el número de tesis en que cada uno de los nombrados en este párrafo es trabajado, en-
tregando el número de ellas aprobadas en el 1er. y 2º período: Platón 17-36; Aristóteles 9-30; Kant

437
6-17; Ortega y Gasset 22-68; Heidegger 14-22; Sartre 5-22; Nietzsche 1-43.
11
Cabe hacer aquí una breve referencia de contexto para Chile sobre esta presencia de Nietzsche. Ya
desde la década de los años 30 se disponía en castellano de una traducción directa del alemán de
su obra, y dada la relevancia adquirida por Heidegger en el medio universitario local en torno a los
años 60 y con la traducción y publicación de algunos de sus libros que contenían capítulos sobre
temas del pensamiento de Nietzsche, se reforzó esa presencia suya. Y esto, sin referirnos a los temas
y valor teórico de la obra de este pensador.
12
Para el efecto de esta Tabla y empleado en un sentido amplio, consideramos como contemporáneos
a los filósofos que escribieron o publicaron toda o parte importante de su obra a partir del siglo XX.
Modernos a quienes lo hicieron entre los siglos XVII y XIX. Renacentistas a quienes ejercitaron su
pensamiento en los siglos XV y XVI. Medievales a quienes lo hicieron entre el siglo IV y XIV. De
la antigüedad griega a quienes lo hicieron en los siglos a.C.
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a un 5.26%. Y los 4 pensadores de la antigüedad griega representan a un 7.02%.


Ha de entenderse que la distribución de estos porcentajes no indica en absoluto un
juicio de valor filosófico nuestro acerca de los pensadores de esos períodos, sino sólo
lo que en dicha Tabla se exhibe: las preferencias de los graduados en filosofía de las
universidades chilenas al momento de elegir los pensadores sobre los que escribie-
ron sus tesis de grado, en conjunción con los intereses y la disponibilidad intelectual
de los profesores del caso para dirigir esas tesis, o bien recomendar para ese efecto a
uno u otro pensador.

Una distinción que resulta problemática en varios casos es la que agrupa a estos
filósofos de acuerdo a la lengua en que escribieron (para no hablar de nacionali-
dad), pues varios de ellos lo hicieron en más de una lengua. Por ejemplo, Spinoza,
Leibniz, Popper o Arendt. En estos casos, los hemos contado más de una vez, consi-
derando las lenguas en que publicaron algunos de sus importantes escritos, o bien,
como en el caso de Sócrates, asimilándolo a los escritos de Platón.

Así, entre quienes han pensado, escrito y/o publicado en distintas lenguas, podemos
muy sintéticamente hacer la siguiente enumeración:

Alemán 17 Francés 17 Inglés 8


Español 6 Latín 6 Griego 4
Danés 1 Holandés 1 Brasileiro 1

Otra distinción bastante genérica que puede hacerse es la que agrupa a estos pen-
sadores de acuerdo al continente en que ejercieron su actividad filosófica. Así, se

438 puede apreciar una amplísima presencia de los filósofos del continente europeo con
51 representantes suyos, frente a 4 pensadores de América latina y 2 de Norteamé-
rica (que podrían llegar a 4 si se agrega a Arendt y Marcuse, que ejercieron allí su
actividad durante varios años).

III.4.3. Según indicamos al final de la tabla de Pensadores en tesis de pregrado,


PTP, incluida en III.4., contamos en nuestro registro con 1640 tesis de este tipo en
los tres períodos de 1939 a 2008. Para facilitar algunos comentarios acerca de lo
Dobles Póstumos / José Jara

allí contenido, distinguiremos los siguientes 3 sub-períodos propuestos con letras


mayúsculas, del siguiente modo: A = 1939-1973; B = 1974-1993; C = 1994-2008.

a) En el período A, que comprende 34 años, se aprobaron 165 tesis.


En el período B, que comprende 19 años, se aprobaron 400 tesis.
En el período C, que comprende 14 años, se aprobaron 783 tesis.

En el período B se graduaron 2.44 veces más estudiantes que en el período A, y en


el período C hubo 4.75 veces el número de graduados que en el período A, y 1.96
veces los graduados en el B.

b) Podemos complementar lo señalado en III.4.1.f ) y explicitar algunos datos, rela-


ciones entre los pensadores que se hacen presente o dejan de estarlo en algunos de
estos 3 sub-períodos. Por ejemplo, ver los pensadores que aparecen o desaparecen,
aumentan o disminuyen su presencia en un período con respecto al anterior, así como
frente al posterior. Igualmente consignar aquellos pensadores que tienen una presen-
cia relativamente equilibrada en los tres períodos, o bien en por lo menos dos de ellos.

Dado el carácter central o de bisagra que tiene el período B: 1974-1993, con res-
pecto a los otros dos, será con respecto a él que se establecerá la mayor parte de las
relaciones, comparaciones. Además, es un período que coincide en gran medida
con los 17 años de la dictadura en Chile que, entre otras varias cosas, significó la
exoneración de 45 profesores de diversos Departamentos. de Filosofía de las uni-
versidades chilenas.

III.4.3.1. Aparición o desaparición de pensadores entre los períodos A y B.

a) Aparecen en orden decreciente los siguientes pensadores:


439
Dewey = 12 tesis Popper, Wittgenstein = 9 tesis c/u
Rousseau = 7 tesis Unamuno, Zubiri = 5 tesis c/u
Bachelard, Scheler = 4 tesis c/u Foucault, Giannini, Sócrates = 3 c/u
Spinoza, Millas, Ricoeur, Searle, Hume = 1 tesis c/u
Hobbes, Leibniz = 2 tesis c/u
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b) Desaparecen los siguientes pensadores:

Juan Egaña = pasa de 5 a 0 tesis; en C llega a 1 tesis


Moore, G.E. = pasa de 3 a 0 tesis; no vuelve a aparecer en C
San Anselmo = pasa de 2 a 0 tesis; en C llega a 3 tesis

c) Aumentan su presencia expuesta aquí en orden decreciente según su respectivo


máximo de acuerdo al número de tesis escritas sobre ellos, los siguientes pensadores:

Ortega y Gasset: de 22 a 68 (3.09 veces) Nietzsche: de 1 a 43 tesis (43 v.)


Platón: de 17 a 36 (2.11 v.) Aristóteles: de 9 a 30 tesis (3.33 v.)
Heidegger: de 14 a 22 tesis (1.57 v.) Sartre: de 5 a 22 tesis (4.4 v.)
Kant: de 6 a 17 tesis (2.83 v.) Santo Tomás: de 9 a 12 (1.33 v.)
Maritain: de 1 a 12 tesis (12 v.) Dewey: de 0 a 12 (12 v.)
Descartes: de 1 a 9 tesis (9 v.) Husserl: de 5 a 8 (1.6 v.)
Camus: de 2 a 7 tesis (3.5 v.) Bergson: de 2 a 6 (3 v.)
San Agustín: de 3 a 6 (2 v.) Kierkegaard: de 2 a 5 (2.5 v.)

d) Disminución de presencia en orden decreciente de pensadores entre los períodos


A y B:

Pascal = de 6 a 1 tesis (-6 v.) Jung = de 5 a 1 (-5 v.)


Hartmann = de 4 a 1 tesis (-4 v.) Marx = de 3 a 1 tesis (-3 v.)
Freud = de 16 a 6 tesis (-2.66 v.) Maquiavello = de 8 a 3 (-2.66 v.)
Marcel = de 7 a 3 tesis (-2.33 v.) Teilhard de Chardin = de 5 a 3 (-1.66 v.)

e) Equilibrio relativo entre pensadores trabajados en los períodos A y B, con una


440 variación igual o menor a 1.5 veces en su aumento o disminución:

Santo Tomás = de 9 a 12 (1.33 v.) Hegel = de 3 a 2 tesis (1.5 v.)


Spinoza = de 2 a 2 tesis
Dobles Póstumos / José Jara

III.4.3.2. Aparición o desaparición de pensadores entre los períodos A+B y C.

a) En el período C aparecen por primera vez los siguientes pensadores, puestos en


orden decreciente:
Levinas = 16 tesis Arendt = 14 tesis
Deleuze, Gadamer = 10 tesis Benjamin, Freire = 9 tesis c/u
Schopenhauer = 8 tesis Appel, Derrida = 7 tesis c/u
Marcuse = 6 tesis Lyotard, Rawls, Habermas, Diógenes =
5 tesis c/u

III.4.3.3.Aumento o disminución de pensadores entre los períodos B y C.

a) Aumentan en orden decreciente de acuerdo al número de tesis presentadas sobre


ellos, los siguientes pensadores:

Nietzsche = de 43 a 87 (2.02 v.) Heidegger = de 22 a 82 (3.72 v.)


Kant = de 17 a 56 (3.29 v.) Foucault = de 3 a 36 (12 v.)
Aristóteles = de 30 a 36 (1.2 v.) Marx = de 1 a 28 (28 v.)
Sartre = de 22 a 24 (1.09 v.) Hegel = de 2 a 22 (11 v.)
Husserl = de 8 a 20 (2.5 v.) Kierkegaard = de 5 a 20 (4 v.)

Santo Tomás = de 12 a 19 (1.58 v.) Freud = de 6 a 15 (2.5 v.)


Bergson = de 6 a 12 ( 2 v.) Wittgenstein = de 9 a 11 (1.22 v.)
San Agustín = de 6 a 10 (1.66 v.) Zubiri = de 5 a 9 (1.8 v.)
Giannini, Sócrates = de 3 a 6 c/u Millas = de 2 a 5 (2.5. v.)
Searle = de 1 a 5 (5 v.) Hume = de 1 a 4 (4 v.)
Spinoza, Ricoeur = de 2 a 4 c/u (2 v.) San Anselmo = de 0 a 3 (3 v.) 441
Jung = de 1 a 2 (2 v.)

b) Disminución en orden decreciente de los siguientes pensadores entre los perío-


dos B y C:
Ortega y Gasset = de 68 a 41 Maritain = de 12 a 0
Dewey = de 12 a 1 Bachelard = de 4 a 2
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Scheler = de 4 a 1 Marcel = de 3 a 1
Teilhard de Chardin = de 3 a 1

c) Equilibrio relativo entre pensadores trabajados en los períodos B y C, con una


variación igual o menor a 1.5 veces en su aumento o disminución:

Platón = de 36 a 39 (1.08 v.) Aristóteles = de 30 a 36 (1.2 v.)


Sartre = de 22 a 24 (1.09 v.) Santo Tomás = de 12 a 19 (1.58 v.)
Descartes = de 9 a 13 (1.44) Popper = de 9 a 14 (1.55 v.)
Maquiavelo = de 3 a 2 (1.5 v.) Hobbes, Leibniz = de 2 a 3 (1.5 v.)
Wittgenstein = de 9 a 11 (1.22 v.) Unamuno = de 5 a 6 (1.2 v.)
Rousseau = de 7 a 6 (1.16 v.) Pascal, Hartmann = de 1 a 0 c/u
Egaña, J. = de 0 a 1 (1 v.)

III.4.4. Pensadores y personajes chilenos presentes en las tesis de grado en filosofía,


con indicación del número de tesis dedicadas a ellos:

Humberto Giannini, 9 Jorge Millas, 7 Juan Egaña, 6


Francisco Varela, 4 Enrique Molina, 3

con 2 tesis cada uno:

Félix Schwartzmann, Gastón Gómez Lasa, Manuel Rojas, Valentín Letelier,

con 1 tesis cada uno:

Diego Portales, Nicanor Parra, Bogumil Jasinowsky, Miguel Rojas Mix, Andrés
Bello, Juan Radrigán, Francisco Bilbao, Pablo de Rokha, Manuel de Salas, José
442 Donoso, Enrique Lihn, José Echeverría, Clarence Finlayson, José Victorino
Lastarria, Fray Camilo Henríquez, Pablo Neruda, Gabriela Mistral, Humberto
Maturana

Pensadores y personajes latinoamericanos que han sido tema de tesis de grado en


filosofía, con indicación del número de tesis dedicadas a ellos:

José Carlos Mariátegui, 3


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con 2 tesis cada uno:

Leopoldo Zea, Julio Cortázar, Simón Bolívar

con 1 tesis cada uno:

Juan Rulfo, Gabriel García Márquez, Mario Bunge, Antonio Ellacuría,


Arturo Roig, Ernesto Sábato, Rodolfo Kusch
(de España: Leonardo Polo, Diego Torres Villarroel)

III.5. Directores de tesis de grado

a) Hemos logrado determinar la concentración sobre pensadores individuales, en


un número superior a 5, que están presente en las direcciones de tesis realizadas por
algunos profesores. También hemos agregado el número total de tesis —señalado
entre paréntesis— dirigidas por ellos, en el que junto con haber dirigido otras tesis
sobre un número menor de pensadores, incluimos los casos en que solo disponemos
de la referencia a «varios autores», así como la indicación «no especifica» (que pudie-
ra aludir a que allí se trabaja de preferencia un tema filosófico, sin que dispongamos
de otros elementos para decidir sobre esos casos).

C. Orrego: Ortega y Gasset 13, Sartre 10; Heidegger, Nietzsche: 5 c/u. (69)
H. Ochoa: Kant 6; Bachelard, Descartes, Popper: 4 c/u; 27 pensadores con 1
c/u. (63)
F. Soler: Ortega y Gasset 37; Heidegger 7. (50)
J. E. Rivera: Heidegger 18; Unamuno, Platón 4 c/u. (47)
C. Holzapfel: Nietzsche 17; Heidegger 7. (46)
J. Acevedo: Heidegger 15; Ortega y Gasset 11. (35) 443
I. Avello: Nietzsche 18; Ortega y Gasset 11. (34)
H. Giannini: Aristóteles 5; Descartes, San Anselmo, Santo Tomás, Jacobi 2 c/u.
(34)
H. Carvallo: Platón 18; Heidegger 5; Aristóteles 4. (33)
A. Escríbar: Bergson 10; Nietzsche 8. (31)
P. Oyarzún: Nietzsche 9; Kant 3; 16 pensadores distintos 1 c/u. (30)
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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O. Velásquez: Platón 15; Plotino 3. (26)


F. Longás: Kant 6; Descartes Levinas 2 c/u; Varios 15 .(25)
I. Benzi: Kant 16. (21)
M. Schiavetti: Aristóteles 6; Heidegger, Nietzsche, Sócrates 2 c/u. (21)
E. Sáez: Hegel 6; Marx 5. (21)
R. Veloso: Husserl 5; Sartre 4. (21)
M. de la Maza: Hegel 6; Gadamer 2. (21)
P. Bonzi: Foucault 10. (20)
R. Salas: Appel 6; Freire 5. (19)
J. Jara: Foucault 7; Nietzsche 5. (17)

b) Agregamos el número total de tesis dirigidas por otros profesores, y que


se distribuyen sobre varios pensadores distintos en cifras que oscilan entre 1 tesis y
un máximo de 4 tesis, en algunos pocos casos.

Carlos Ruiz Schneider, 26 Edison Arias, 26


Nelson Rodríguez, 24 Fernando Zabala, 22
Patricio Oyaneder, 22 Enrique Muñoz Mickle, 21
Gonzalo Portales, 21 Sergio Jerez, 20
Homero Julio B., 20 William Thayer, 20
Álvaro García, 18 Olga Grau, 18
Francisco Roco, 17 Ricardo Espinoza, 16
Jaime Araos, 15 Rolando Salinas,15

III.5.1. Puesto que usualmente es un número reducido de profesores del plantel aca-
444 démico de una universidad el que suele dirigir una cantidad proporcionalmente alta
de tesis de los estudiantes que allí se han graduado, a partir de la información conte-
nida en las Tablas de la 6.2. a la 6.17. del AED en que se consideraron los 3 períodos
desde 1939 a 2008, construimos un cuadro específico. Tomamos como criterio con-
siderar el número de profesores que habiendo dirigido un alto número de tesis, con
ello contribuyeron a graduar al 50%, o poco más, del total de los estudiantes de cada
universidad. Paralelamente el otro 50%, o poco menos, de estudiantes se graduaron
Dobles Póstumos / José Jara

con un número mayor de profesores, cada uno de los cuales dirigió una cantidad
menor de tesis que sus colegas del grupo anterior. Así, en la 1a columna se puede
apreciar el número reducido de profesores que dirigieron el mayor número de tesis
en una universidad y que configuraron el 50% del total de ellas. En la 2ª columna se
muestra el número mayor de profesores que dirigieron el otro 50% de las tesis. En las
siguientes columnas se indica el número total de tesis y de profesores que dirigieron
tesis en cada universidad. Y en la 5ª columna se indica el número total de años en
que se aprobó el número ya indicado de tesis. Puesto que en algunas universidades
hay un número de tesis (bastante alto en algunas de ellas) para las que no hemos
logrado tener información acerca de los profesores que las dirigieron, hemos optado
por restar ese número de profesores «no especificados» del total efectivo de esas tesis;
sin embargo, agregamos entre paréntesis ese número total de ellas.

Prof. Prof. Tesis Prof.


Referencia Depto. total total Años Total
UCH 14 prof / 222 tesis 34 p / 216 t 438 (534) 48 70
UCH-V 2 pr / 48 t 15 p / 39 t 87 (89) 18 17
PUCCH 10 pr / 148 t 53 p / 136 t 284 (357) 63 62
PUCV 4 pr / 111 t 31 p / 111 t 222 (242) 35 52
UDEC 5 pr / 107 t 20 p / 102 t 209 (519) 25 47
UACH 8 pr / 58 t 26 p / 57 t 115 34 33
ASCP-V 4 pr / 36 t 13 p / 28 t 64 17 5
UPLA 3 pr / 91 t 17 p / 80 t 171 (172) 21 22
UMCE 9 pr / 104 t 32 p / 93 t 197 (276) 41 25
UV 4 pr / 36 t 13 p / 35 t 71 (72) 18 15 445
USACH 3 pr / 42 t 16 p / 33 t 75 (81) 20 14
ULA 4 pr / 18 t 7 p / 12 t 30 11 13
ARCIS 2 pr / 15 t 10 p / 12 t 27 (28) 13 12
UCSH 2 pr / 43 t 10 p / 43 t 86 12 12
UAH 3 pr / 15 t 7 p / 12 t 27 (29) 11 7
ULS 2 pr / 30 t 9 p / 27 t 57 (58) 12 26
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Al revisar este cuadro se aprecia que en 10 de las 16 universidades registradas sólo


entre un 11% y un 16% de sus profesores han dirigido el 50% de las tesis aprobadas
en ellas, de modo que el otro 50% de ellas fue dirigida por profesores que confor-
man entre el 84% y el 89% de su plantel académico. En 5 universidades esta misma
relación se da entre el 20% y el 29% de sus académicos que dirigen el 50% de las
tesis correspondientes, y entre un 71% y 80% de ellos que dirige el otro 50% de
tales tesis. En una sola universidad esta distribución resulta estar algo más equilibra-
da, pues entre el 36.36% y el 63.64% de sus académicos dirigen cada conjunto un
50% del total de tesis allí aprobadas.

Pareciera que estas cifras son indicativas —al menos como uno de los aspectos a
considerar— de algún tipo de equilibrio/desequilibrio en la composición del plan-
tel académico en filosofía de cada universidad. Su lectura puede hacerse de distintas
maneras en cada universidad en particular, y seguramente se habrá de tomar en
cuenta la presencia y la relación entre la estructura de dirección de cada Depar-
tamento/Instituto, los intereses de los académicos y de los estudiantes, el tipo de
malla curricular y las modalidades o tipos de exigencia en ella con respecto a la
dirección de tesis. Algunos de estos factores a sopesar tendrían que ver con:

— el compromiso de cada uno de los docentes con la totalidad de las fases del pro-
ceso de formación académica de los estudiantes;

— la presencia de distinciones de jerarquía académica que habilitan o no para di-


rigir tesis;

446 — el tipo de nombramiento de los profesores de un Departamento, con jornada


completa que permite contar con o exigir ese tipo de actividad de un profesor, o
bien con jornadas de dedicación horaria parcial;

— que se otorgue o no algún tipo de remuneración o reconocimiento especial por


dirigir tesis;

— liderazgo académico ejercido por algunos profesores entre sus pares;


Dobles Póstumos / José Jara

— filósofos o áreas del saber filosófico de especial interés por su actualidad, relevan-
cia en los debates de la especialidad o calidad con que son trabajados por unos
u otros profesores;

— reconocimiento por parte de los estudiantes de las condiciones intelectuales y/o


pedagógicas de un profesor (regularidad de reuniones profesor/estudiante para
revisar y corregir sus avances).

Segunda Parte: Análisis estadístico descriptivo de las tesis de post-grado en


filosofía, aprobadas en las universidades chilenas en el período 1982-2008

Comentario general

El análisis de los estudios de post-grado en filosofía lo hemos realizado a partir del


año 1982 en que se registran los dos primeros graduados en este nivel en las uni-
versidades chilenas y hasta 2008, que también es el año de cierre de la información
recogida en esta investigación para este nivel de estudios. Hemos optado aquí por el
mismo criterio de examinar los títulos de esas tesis de post-grado presentadas al final
de dichos estudios, así como igualmente hemos elegido aquellas en las que se hacía
referencia explícita a los pensadores trabajados en ellas; en este caso mantenemos la
argumentación entregada más arriba en III.1. Nuestro registro de ellas entrega un
total de 283 tesis en los 27 años considerados. Por cierto, en este caso es necesario
distinguir en su momento los dos niveles de magister y de doctorado que confor-
man los estudios de postgrado.

Capítulo I. Distribuciones de frecuencias en post-graduados/as de filosofía en las


447
universidades chilenas

La primera información que nos parece pertinente entregar es el número de post-


graduados que concluyeron sus estudios con sus respectivas tesis en las ocho uni-
versidades que los ofrecían en ese nivel, durante el período en que ejecutamos esta
investigación. Ella es:
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Universidad Frecuencia %
Universidad de Chile 131 46.29
Pontificia Universidad Católica de Valparaíso 35 12.37
Universidad de Santiago 30 10.60
Universidad de Concepción 28 9.89
Pontificia Universidad Católica de Chile 20 7.07
Universidad de Valparaíso 19 6.71
Universidad Austral de Chile 12 4.24
Universidad de Los Andes 8 2.83
Total 283 100,00

Esta Tabla explicita la diferencia entre la cantidad de post-graduados en la UCH,


131 equivalentes al 46.29% del total, con respecto a la suma de quienes lo hicie-
ron en las siete otras universidades que le siguen allí, las que entregan un total de
152 tesis equivalentes a 53.71%; y esto, sin hacer referencia a la distinción de si
corresponden a trabajos de magister o de doctorado. Se puede apreciar a la vez que
en las universidades de la Región Metropolitana se han postgraduado el doble de
estudiantes que los habidos en regiones, es decir, 189 personas frente a 94. Así como
220 de ellos lo han hecho en universidades laicas, públicas o privadas, en tanto que
63 de ese total de 283 lo han hecho en universidades con una orientación religiosa
básica o al menos nominal acorde a su presentación institucional.

448
Dobles Póstumos / José Jara

I.1. Frecuencia del año de graduación en los post-grados de filosofía en todas las
universidades en el período 1982-2008.

Año graduación Frecuencia % Año graduación Frecuencia %


1982 2 0,71 1997 15 5,30
1983 2 0,71 1998 15 5,30
1985 1 0,35 1999 20 7,07
1986 1 0,35 2000 10 3,53
1987 2 0,71 2001 16 5,65
1988 1 0,35 2002 13 4,59
1989 7 2,47 2003 27 9,54
1990 8 2,83 2004 17 6,01
1991 7 2,47 2005 7 3,53
1992 4 1,41 2006 10 3,18
1993 9 3,18 2007 9 10,95
1994 10 3,53 2008 31 9,54
1995 6 2,12
Total 283 100,00
1996 13 4,59

También en este nivel de estudios cabe distinguir entre dos sub-períodos en que se
los puede precisar en un sub-período inicial entre 1982 y 1993 se puede apreciar un
proceso de consolidación ascendente entre los graduados en esos programas, para
continuar ese ascenso con cifras anuales superiores entre los años 1994 y 2008. Nos
parece que aquí se aprecia un aspecto de lo que cabe considerar como la indicación 449
de un proceso normal de estabilización y crecimiento de dichos estudios.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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I.2. Graduados en programas de magister y de doctorado

Otro aspecto importante que ratifica lo dicho más arriba a propósito de estos dos
sub-períodos, lo pone de manifiesto el hecho de que en el primero de ellos sólo
se gradúan estudiantes al nivel de programas de magister, con 44 graduados en 7
universidades. En cambio, en el sub-período 1994-2008 —que aumenta a 8 uni-
versidades— se gradúa el primer grupo de doctores con un total de 36 de ellos,
distribuidos entre la UCH 17, que cuenta con 5 menciones distintas; la PUC-Ch
12 y la PUC-V 7 que entregan el grado de Doctor en Filosofía, sin menciones.

Una mayor especificación para estas 8 universidades es:

Grados académicos de magister y doctorado entre 1982 y 2008

Magister Doctorado Total


UCH 114 17 131
PUC-V 28 7 35
UDEC 28 – 28
USACH 30 – 30
PUC-Ch 8 12 20
UV 19 – 19
UACH 12 – 12
UDL 8 – 8
Total 239 36 275

450
Capítulo II. Frecuencia de pensadores estudiados en las tesis de post-grado en las
ocho universidades con programas a ese nivel en los sub–períodos 1982-1993 y
1994-2008

De manera semejante a como lo hicimos antes con respecto a los pensadores trabaja-
dos en las tesis de pregrado, presentamos ahora una Tabla de pensadores considera-
dos en las tesis de postgrado, TPPG, distribuidos en los dos sub-períodos señalados.
Dobles Póstumos / José Jara

Pensadores / Tesis de Postgrado


1982-1993 1994-2008 Total
Heidegger 2 23 25
Kant 4 11 15
Santo Tomás 1 10 11
Nietzsche – 10 10
Zubiri 1 9 10
Wittgenstein 1 7 8
Ortega y Gasset 1 6 7
Platón 2 5 7
Aristóteles 1 5 6
Derrida – 6 6
Ricoeur – 6 6
Foucault – 5 5
Varios autores. – 5 5
Levinas – 4 4
San Agustín – 4 4
Austin 1 2 3
Benjamin – 3 3
Habermas – 3 3
Hegel – 3 3
Hobbes 2 1 3
Maritain – 3 3
Rawls – 3 3
Camus – 2 2
Heráclito 1 1 2
Husserl 1 1 2 451
Kierkegaard – 2 2
Locke – 2 2
Newton – 2 2
Pearce – 2 2
Popper 1 1 2
Rousseau 1 1 2
Sartre – 2 2
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1982-1993 1994-2008 Total


Scheler 2 — 2
Schopenhauer — 2 2
Sócrates 1 1 2
Sorel 1 1 2
Unamuno — 2 2
Flores, Hempel, Köhler. 1 (c/u) 11
Kripke, Maquiavello, Marcel,
Mounier, Ockham,
Primo de Rivera,
Ryle, Winograd
(11 pensadores. Ch. 1)
No especifica 10 10
Adorno, Althusser, Arendt, Bachelard, 1 (c/u) 54
Bacon, Bobbio, Bunge, Ciorán, Dahl,
Darwin, Teilhard de Chardin, Deleuze,
Dennet, Dretske, Duns Scoto, Eliade,
Eyzaguirre, Feyerabend, Fodor, Freud,
Gadamer, Gómez Lasa, Gracia, Gramsci,
Heisenberg, Ibn Jaldún, James, Jaspers,
Kazantzakis, Kolberg, Kelsen, Kuhn,
Kusch, Laclau, Lutero, Lyotard, Marchant,
Maritain, Marx, Maturana, Merleau-Ponty,
Pascal, Pirrón, Quiles, Quine, Recabarren
Rorty, Ross, Russell, San Buenaventura,
Searle, Taylor, Vattimo, Weber,
452 (54 pensadores. Ch. 5)
No especifica 38 38
Total 45 248 293
TOTAL 29313

13
Estimamos que la diferencia entre este total con respecto al de los post-graduados corresponde al
hecho de que se encuentra un número de tesis escritas sobre dos o más pensadores a la vez.
Dobles Póstumos / José Jara

II.1 A partir de esta TPPG, cabe hacer algunas observaciones generales, aunque
como ya hemos dicho antes en el contexto semejante de tesis de pregrado, sin nin-
guna pretensión de exhaustividad ni de agotar el tema.

a) De entre el grupo de cinco pensadores sobre quienes se escribe un número de 10


o más tesis, se destaca Martin Heidegger con 25 tesis en las que ocupa un lugar cen-
tral. Esta cifra adquiere especial relevancia si se la suma a las 118 tesis de pregrado
en las que también ocupa ese lugar. De modo que el total de 143 tesis en las que
aparece trabajado de manera principal, lo convierten en el filósofo que ha concen-
trado la mayor atención por parte de los graduados en filosofía en esos dos niveles
de estudio en las universidades chilenas. Estimamos que algo semejante cabría decir
con respecto a la dedicación que puedan haberle entregado a él, al menos, una parte
de los profesores integrantes de los Departamentos de Filosofía en que ellos se han
graduado.

Cercanos a este filósofo en cuanto a las cifras de tesis, se encuentra Nietzsche con las
141 tesis dedicadas a él en ambos niveles, quien de este modo se distancia levemente
de Ortega y Gasset con quien compartía en pregrado el primer lugar de dedicación,
al sumar éste ahora un total de 138 tesis.

Conforme a lo dicho, se aprecia que estos tres pensadores, Heidegger, Nietzsche


y Ortega y Gasset, configuran un eje central de los estudios de filosofía en el país,
pues además del número significativo de estudiantes, 422, que han concluido sus
estudios con tesis escritas sobre alguno de ellos tres, es dable suponer que los profe-
sores que han guiado dichas tesis, han ofrecido cursos y/o seminarios directamente
acerca de estos pensadores o han tenido en estas actividades algún grado de presen- 453
cia especial.

b) Como un factor meramente numérico, todos los demás pensadores incluidos en


ambas Tablas de pregrado y post-grado, alcanzan una dedicación a cada uno de ellos
por debajo del centenar de tesis. Los más cercanos a esta cifra son: Platón con 99,
Kant con 94 y Aristóteles con 81 tesis.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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c) Se aprecia con claridad que en el primer sub-período estaba en proceso de for-


mación el nivel de estudios de post-grado, que alcanzó un número de 28 tesis sobre
pensadores específicos, más un número no determinado de ellos en otras tesis que
llegó a un total de 45. En el segundo sub-período se alcanza a una cifra 5.7 veces
mayor de graduados que la anterior, pues llega hasta 248 tesis. Al sumar el número
de tesis escritas sobre ambos períodos, se alcanza a la cifra total de 293 tesis de post-
grado aprobadas en este nivel de estudios entre los años 1982 y 2008.

Otra distinción entre esos dos sub-períodos es que en el primero de ellos se escriben
tesis sólo sobre 28 pensadores, mientras que en el segundo esa cifra se triplica al
llegar hasta un número de 90 tesis escritas sobre pensadores diferentes.

d) También se puede visualizar que en el segundo sub-período entre los años 1994 y
2008 se hace patente la consolidación de los estudios de filosofía en las universida-
des chilenas, en tanto quienes se graduaron en los niveles de pregrado y postgrado
en ellas representan el 53.33% del total del conjunto de todos los estudiantes que
concluyeron formalmente sus estudios de filosofía entre 1939 y 2008, es decir, en
los 70 años comprendidos en esta investigación sobre las condiciones de existencia
de la enseñanza de la filosofía en las universidades chilenas. Sin duda es un perío-
do breve al lado de los 25 siglos de existencia de la filosofía en Occidente, pero es
dable pensar que puede haber configurado una experiencia significativa e incluso
eventualmente intensa para cada una de las 1933 personas que se graduaron con
tesis escritas sobre algún pensador específico en este campo del saber durante esos
70 años. Esa cifra equivale a un total del 70.39% del total de 2746 graduados regis-
454 trados en esta investigación.

e) Al revisar la información contenida en la Tabla 5.6 en la que se especifica el


número de tesis escritas que trabajaron sus respectivos temas centrales en un siglo
determinado, se establece que de entre el total de 283 tesis de postgrado, 172 tesis,
el 60.77% del total de ellas, abordan pensadores y/o temas contemporáneos, es
decir, presentes en el siglo XX. Si retomamos el criterio genérico de periodización
Dobles Póstumos / José Jara

esbozado en III.4.2., nota 12, relativo a los pensadores trabajados en pregrado,


correspondería decir que en el nivel de postgrado los pensadores del s. XVII al XIX
fueron abordados en 58 tesis, un 20.49%; los pensadores del Renacimiento en 2 te-
sis, 0.70% y de la Edad Media en 15 tesis, un 5.30%; pensadores de la Antigüedad
Griega desde el s. III hasta el s. VI a. C., fueron trabajados en 15 tesis, un 5.30%.
En tanto que 21 tesis, 7.42%, no indican en sus títulos una referencia identificable
del siglo en que fueron trabajados sus temas respectivos.

f ) Sólo 6 tesis de entre el total de 283 tienen a un tema de pedagogía o de forma-


ción general como central en su desarrollo, pues las otras 277 abordan temas de las
disciplinas tradicionales de la filosofía, o lo hacen desde una perspectiva claramente
histórica o bien considerando algún tema contemporáneo.

II.2. A semejanza de lo señalado a propósito de los directores de tesis en el nivel de


pregrado, más arriba en la sección III.5.1., también en este otro nivel de postgrado
se constata que un número reducido de profesores ha dirigido un alto número de
tesis en cada una de las ocho universidades que ofrecen estos estudios. Estamos en
condiciones de entregar la siguiente información al respecto:

Profesores Porcentaje Total tesis


UCH 5 prof.: 75 tesis 57.25%
13 prof.: 44 t. 33.59%
no esp.: 12 t. 9.16% 131 tesis
PUCCH 3 prof.: 12 t. 60%
7 prof.:8 t. 40% 20 tesis
PUCV 4 prof.: 23 t. 65.72% 455
5 prof..: 12 t. 34.28% 35 tesis
UDEC no especifica 27 tesis
UACH 2 prof.:8 t. 66.67%
3 prof.:4 t. 33.33% 12 tesis
UV 3 prof.: 12 t. 63.16%
5 prof.: 7 t. 36.84% 19 tesis
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Profesores Porcentaje Total tesis


USACH 3 prof.: 16 t. 53.33%
6 prof.: 11 t. 46.67%
no espec. 3 t. 30 tesis
ULA 2 prof.: 4 t. 50%
4 prof.: 4 t. 50% 8 tesis

Agregamos un conjunto de Tablas de estas universidades en las que se indica el


número de tesis dirigidas por los profesores de cada una de ellas durante el período
1994-2008 que, como ya hemos dicho, recoge la cifra más alta de graduados a este
nivel. Una información que puede considerarse relevante en ellas, es que en la se-
gunda y tercera columna se indica respectivamente el porcentaje de tesis dirigidas
por cada profesor dentro del conjunto de su unidad académica y, a la vez, en el
marco de la totalidad de las tesis de postgrado aprobadas en esas ocho universida-
des. El comentario general que hicimos en el contexto de las tesis de pregrado a
este respecto al final de la sección III.5.1., puede aplicarse también en esta ocasión.

La Tabla correspondiente a la Universidad de Concepción no la hemos incorporado


en este conjunto, pues en la información que recibimos de ella no se especifican los
nombres de sus profesores que dirigieron las 27 tesis de postgrado aprobadas allí en
ese período, y que comprenden un 9.54% del total de ellas en las ocho universida-
des consideradas.

456
Dobles Póstumos / José Jara

Universidad de Chile
Director Frecuencia % % Total
Acevedo Guerra, Jorge 24 20,34 8,48
Ruiz Schneider, Carlos 15 12,71 5,30
Carrasco Pirard, Eduardo 10 8,47 3,53
No especifica 10 8,47 3,53
Oyarzun Robles, Pablo 10 8,47 3,53
Escríbar Wicks, Ana 8 6,78 2,83
Giannini Iñiguez, Humberto 8 6,78 2,83
Vellejos Oportot, Guido 8 6,78 2,83
Holzapfel Ossa, Cristóbal 6 5,08 2,12
Benzi Zenteno, Ives 5 4,24 1,77
Ramírez Figueroa, Alejandro 4 3,39 1,41
Contreras Guala, Carlos 2 1,69 0,71
Valenzuela Erazo, Fernando 2 1,69 0,71
Villarroel Soto, Raúl 2 1,69 0,71
Carvallo Castro, Héctor 1 0,85 0,35
Gutiérrez Olivares, Claudia 1 0,85 0,35
Morales Toro, Leonidas 1 0,85 0,35
Parada Allende, Rafael 1 0,85 0,35
Total 118 100,00 41,70
Base % Total = 283

457
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

Pontificia Universidad Católica de Chile


Director Frecuencia % % Total
Flores Hernández, Luis 5 33,33 1,77
Fernandois Muñoz, Eduardo 3 20,00 1,06
Oyarzún Robles, Pablo 2 13,33 0,71
Velásquez G., Oscar 2 13,33 0,71
Gómez Lasa, Gastón 1 6,67 0,35
Rivera Cruchaga, Jorge Eduardo (S.J.) 1 6,67 0,35
Vial Larraín, Juan de Dios 1 6,67 0,35
Total 15 100,00 5,30
Base % Total = 283

Pontificia Universidad Católica de Valparaíso


Director Frecuencia % % Total
Ochoa Disselkoen, Hugo 6 20,00 2,12
Skarika Zúñiga, Mirko 5 16,67 1,77
Ossandón Valdés, Juan Carlos 4 13,33 1,41
Widow Antoncich, Juan Antonio 4 13,33 1,41
Zomosa Hurtado, Hernán 4 13,33 1,41
Espinoza Lolas, Ricardo 2 6,67 0,71
Rivera Cruchaga, Jorge Eduardo (S.J.) 2 6,67 0,71
Schiavetti Rosas, Mauricio 2 6,67 0,71
Vigo Pacheco, Alejandro 1 3,33 0,35

458
Total 30 100,00 10,60
Base % Total = 283
Dobles Póstumos / José Jara

Universidad Austral de Chile


Director Frecuencia % % Total
Cofré, Juan Omar 2 50,00 0,71
Carrasco Muñoz, Iván 1 25,00 0,35
Gómez Lasa, Gastón 1 25,00 0,35
Total 4 100,00 1,41
Base % Total = 283

Universidad de Los Andes


Director Frecuencia % % Total
Elton, María 2 25,00 0,71
Peña Vial, Jorge 2 25,00 0,71
Astorquiza, Patricia 1 12,50 0,35
García-Huidobro, Joaquín 1 12,50 0,35
Pezoa Bissieres, Álvaro 1 12,50 0,35
Serani Merlo, Alejandro 1 12,50 0,35
Total 8 100,00 2,83
Base % Total = 283

Universidad de Valparaíso
Director Frecuencia % % Total
Jara García, José 4 28,57 1,41
Verdugo Serna, Carlos
Acuña Díaz, Miguel
3
2
21,43
14,29
1,06
0,71
459
González Rojas, Abel 2 14,29 0,71
Orellana Benado, Miguel 1 7,14 0,35
Villegas Torrealba, Jaime 1 7,14 0,35
Zabala Caussin, Fernando 1 7,14 0,35
Total 14 100,00 4,95
Base % Total = 283
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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Universidad de Santiago
Director Frecuencia % % Total
Díaz, Marcelo 6 26,09 2,12
Lozzano, Luis 3 13,04 1,06
Zamorano, Jorge 3 13,04 1,06
Jerez, Sergio 2 8,70 0,71
Molina Fuenzalida, José Ramón 2 8,70 0,71
No especifica 2 8,70 0,71
Quezada Pulido, Wilfredo 2 8,70 0,71
Atria Ramírez, Manuel 1 4,35 0,35
Devés, Eduardo 1 4,35 0,35
Orellana Benado, Miguel 1 4,35 0,35
Total 23 100,00 8,13
Base % Total = 283

II.3. Observaciones finales

Los nombres personales que aparecen en las Tablas incluidas más arriba, son sólo un
número limitado de todos los académicos que han formado parte de las universida-
des en las que se han formado y graduado estudiantes de filosofía. En su conjunto
de individuos e instituciones configuran el acontecimiento singular de la existencia
de la filosofía en Chile, como una instancia oficialmente instalada de formación
universitaria conducente a un grado académico o a un título profesional.

La gran mayoría de esos académicos así como muchos de quienes imparten clases a
460 nivel de pregrado en alguna de las universidades del país, iniciaron y concluyeron
sus estudios de filosofía en alguna de las universidades de esta nación. Una canti-
dad de quienes hoy dirigen o han dirigido tesis de postgrado, hicieron sus propios
estudios de ese nivel en universidades chilenas o bien de otros países a los que se
dirigieron por un tiempo ya sea como beneficiarios de una beca de estudios nacional
o extranjera, o mediante una comisión de estudios otorgada por la institución en la
que laboraban o creando sus propios medios.
Dobles Póstumos / José Jara

Gradualmente se han modificado los estudios de filosofía en Chile en sus breves


siete décadas de existencia. Considerando que los postgrados tuvieron sus primeros
graduados a partir de la década de 1980, es preciso recordar que la exigencia de
tales estudios y/o la finalización de ellos con su respectivo grado, no fue siempre
en el país un requisito imprescindible para ejercer una labor académica en una uni-
versidad. De hecho, hasta avanzada la década de los años 1960 e incluso 1970, la
mayor parte de importantes intelectuales que ejercían la docencia universitaria no
disponían de tales grados, aunque muchos de ellos hubiesen efectivamente realizado
estadías de estudio por algún tiempo en universidades extranjeras, o bien publicasen
artículos en revistas especializadas como, entre otras, la Revista de Filosofía de la
Universidad de Chile o publicaran libros sobre diversos temas de la especialidad.

461
Dobles Póstumos / José Jara

Foucault lee a Nietzsche, su obra y su locura

La Historia de la locura en la edad clásica se cierra en sus últimas páginas con refe-
rencias a tres personajes, Nietzsche, Van Gogh, Artaud, cada uno de los cuales se
exhibe para los tiempos posteriores a ellos como un acontecimiento en el espacio de
la cultura en que aún hoy nos encontramos. Es al primero de ellos a quien Foucault
dedica allí un mayor grado de reflexión, así como también lo hace con cierta fre-
cuencia en sus escritos de años posteriores. La interpretación hecha por él acerca de
la relación existente entre la locura y la obra de Nietzsche tiene, por lo pronto, la
relevancia de acoger la percepción que éste tenía de sí mismo y de su obra: la de ser
un hombre cuyo pensar estaba marcado por esa condición póstuma prevista por él
mismo, referida al tiempo requerido para hacer audible sus palabras en vistas de una
recepción de los resultados de su esfuerzo por comprender el tiempo en que vivía.
Una condición lograda mediante el gesto de la intempestividad de su reflexión,
marcada por la apuesta paradojal de que para abrirse al propio tiempo y al que un
día habrá de llegar, es preciso pensar y actuar en contra del presente en que se vive.1
Y esto implica hacer patente los pedestales de apoyo, el esqueleto y la nervadura que
sostienen la trama de lo que se exhibe en el diario acaecer de ese presente, pero que
suelen ser ignorados por quienes habitan en él o son inercialmente aceptados sin
mayores sobresaltos o bien sin un examen incisivo de lo que allí sucede. Nietzsche se 463
adelantó por algunas décadas a los hombres de su propio tiempo, haciendo uso del
agudo instrumento de su pensar con el que excavó en el suelo teórico de siglos que
sustentaba lo que, sin embargo, no había sido visto con precisión por quienes tran-
sitaban por sobre él. Esto le permitió abrir un estilo de análisis sobre dimensiones de

1
SW.KSA., 1, p. 247. [CI., II, Prólogo, p. 39].
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
l

la existencia de los hombres, que sólo mucho más tarde se comenzó a experimentar
algunas de las perspectivas de reflexión trabajadas por él como algo relevante —o
incluso tal vez irrenunciable— para el ejercicio del pensar filosófico a partir del siglo
XX. Y además de comprender ese gesto paradojal de Nietzsche, Foucault lo hace
suyo con las variantes que sus propias palabras introducen.

Frente a la figura de este pensador, Foucault destaca un hecho que posee dos as-
pectos complementarios, excluyentes entre sí y simultáneos a la vez, que indican el
camino de entrada y de salida con respecto a las palabras mediante las que Nietzsche
se distancia de su tiempo, logrando así adentrarse en él y en el tiempo por venir.
Son los momentos de la aparición final de la locura en los primeros días de enero de
1889 y de la apertura y cierre de la totalidad de esa obra, que no habría de recibir
ni una sola palabra adicional a las ya pensadas y escritas por él antes de esos días. La
comprensión valorativa de la relación entre locura y obra es recogida por Foucault
en unos pocos enunciados. Mediante éstos sitúa el inicio y el final del punto de
cruce de la existencia de ambas, que indica hacia ese instante en que cada una es
tangencial a la otra en los límites de su acceso a esa reflexión volcada hacia lo que
se asentó en el curso de la historia de los hombres y de las palabras, y que, sin em-
bargo, se separan una de la otra mediante las vías excluyentes recorridas por ellas.
Podría decirse que con el mismo gesto mediante el cual él las separa analíticamente
en su pertenencia a esos últimos quince días, en que él comienza a oscilar entre la
firma de sus cartas con su nombre y los de El Anticristo, Nietzsche César, Nietzsche
Dionisos, Dionisos, El Crucificado, el propio Foucault se sitúa con una mirada

464 vertical en medio del campo de resonancias de esas palabras de la locura. Palabras
que terminaron por inundar de silencio la cabeza de aquel hombre en esos días y, a
la vez, abrieron la sonoridad venidera de esa obra ya escrita y concluida. Con unos
cuantos enunciados, él recrea los efectos centrales de esos instantes finales.
Dobles Póstumos / José Jara

Esos enunciados dicen:

1. La locura es ruptura absoluta de la obra.


2. No hay locura sino como instante último de la obra.
3. Allí donde hay obra, no hay locura.

Son tres enunciados dichos desde cada uno de los dos extremos de esos polos de
la locura y la obra, en las que se expresan por vía directa o alusiva una relación
de exclusión, de imposible convivencia o coexistencia simultánea entre ellas. No
obstante eso, Foucault añade un cuarto enunciado con el que tiende un puente
entre ambos polos. Y lo hace mediante esa antigua vía buscada por los hombres que
marca el discurso de la filosofía a través de los tiempos. Una vía que también a él le
permite aceptar el hecho de quedar inscrito en esa dimensión peculiar al campo de
la filosofía, en paralelo a la notoria presencia de la historia en sus escritos. Se trata
del camino de la verdad. Ese enunciado dice:

4. La locura es contemporánea de la obra, puesto que ella inaugura el tiempo de su


verdad.2

Tal vez lo primero que cabría decir ante esa suerte de primacía inaugural de la lo-
cura frente a la obra, es que ella apunta hacia algo extraño. Por lo pronto, porque
en los 19 años anteriores a esa última carta suya dirigida a J. Burckhardt, escrita el
6 de enero de 1889 y firmada con su propio nombre, Nietzsche había publicado ya
más de una docena de libros y escrito otros varios miles de páginas de textos que
quedaron inéditos. Pero lo inaugural dicho en ese enunciado, estimamos, no apunta
hacia lo ya publicado o escrito por él. Pues si bien en varios lugares de sus escritos se 465
encuentra expresada una predicción acerca de la repercusión de su obra, tal vez sea
en alguno de los dichos de Zaratustra donde mejor se trasluce el punto de apertura
de ella hacia el porvenir, como cuando éste advierte: «Más yo y mi destino —no

2
HF., pp. 556-557. [HdL., II, pp. 302-304].
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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hablamos al hoy, tampoco hablamos al nunca: para hablar tenemos paciencia y


tiempo, y más que tiempo. Pues un día tiene él que venir, y no le será lícito pasar de
largo».3 De modo que en ese cuarto enunciado resuena más bien, nos parece, la lec-
tura que Foucault hace de la percepción que Nietzsche tiene de sí mismo como un
pensador póstumo, con respecto a las posibles resonancias en tiempos posteriores de
sus palabras acerca de características centrales de la existencia venidera del hombre,
y que él ya percibe en su tiempo.

Tras la huella de esa lectura, creemos poder decir que la condición inaugural y,
por ello, radical de tal locura, reside en que a través suyo se pone de manifiesto lo
indicado por Foucault en ese mismo extenso párrafo final. Esto es, la culpabilidad
que recae sobre ese mundo al silenciar con la locura a la continuación de una obra
que al adentrarse en su trama mundanal interrogándolo, lo despojaba de un sentido
que pretendiese asentarse en alguna instancia trascendental. Un mundo responsable
de la locura de ese individuo, y que a pesar del abismo de silencio que aquél trae
consigo para el ejercicio del pensar de éste, desde allí resurgen y se reinstalan a la
vez las palabras de la obra, frente a las que Foucault afirma que son «el espacio de
nuestro trabajo». El uso hecho por él de la primera persona de plural, nosotros, pa-
reciera dejarnos en la ambigüedad acerca de si él la entiende como una opción per-
sonal, o bien como una abierta a quienes pudieran sentirse atraídos para pensar una
cuestión como ésta. Una ambigüedad que se despeja, sin embargo, si tomamos en
consideración los tres sustantivos de la última frase de lo que dice inmediatamente
a continuación: «es el camino infinito para llegar hasta el final, es nuestra vocación

466 mezclada de apóstol y de exégeta».4 Resulta ser bastante fuerte esta referencia a una
vocación de apóstol y de exégeta, como para ser atribuible en tanto vocación, desde
fuera y en general, a otros pensadores. Pero es igualmente fuerte si se la considera
como una opción prevista por Foucault para sí mismo al concluir su primer gran

3
Z., «La ofrenda de la miel».
4
HF., 557. [HdL., p. 303].
Dobles Póstumos / José Jara

libro de 1961. A pesar de ello, es una proyección de trabajo que hoy puede ser con-
trastada poniéndola al trasluz de su propia obra llevada a cabo desde entonces. Y
así cabría apreciar las variantes que él pueda haber introducido al perfil de esos dos
roles, en el curso de su reflexión posterior.

Una de las orientaciones de lectura posible que cabría hacer de esos términos, nos
parece que la entrega en un texto escrito por él tres años más tarde, Nietzsche, Freud,
Marx, en el que califica a la hermenéutica como esa «región medianera de la locura y
del puro lenguaje», en la que nos dice reconocer la presencia de Nietzsche. Es decir,
aquella alternativa abierta por él para la reflexión en el campo renovado de la filoso-
fía en la que «la interpretación se encuentra delante de la obligación de interpretarse
a sí misma al infinito, de retomarse a sí misma siempre». Con lo cual, entendemos,
Foucault toma distancia del espacio de tradición religiosa que resuena en torno a
las figuras del apóstol y el exégeta del texto revelado, para situarse en el escenario
de transformaciones históricas que las revoluciones industrial y francesa trajeron
consigo, y que se entrecruzaron con las relaciones económicas, sociales, políticas y
teóricas que a partir del siglo XIX alcanzaron diversas otras formas e intensidades
de manifestación y asentamiento. De manera que si retomamos lo dicho un poco
más arriba, es el silencio de la locura el que le abre a las palabras de la obra el tiem-
po por venir, aquel del infinito de la interpretación, la que, sin embargo, quedará
circunscrita «siempre en adelante por la interpretación mediante el ¿quién?».5 Y en
este caso, nos encontramos con dos nombres que responden a ese ¿quién? de la in-
terpretación. Por lo pronto, el de Foucault en su trabajo de lectura e interpretación
de lo que Nietzsche hace con la filosofía. Pero, a la vez, también del trabajo realizado
por él en distintos campos disciplinarios del saber, dentro del marco de las periodi-
467
zaciones de la Edad clásica y moderna, de acuerdo a las distinciones planteadas por
él a este respecto en varios de sus primeros libros. Igualmente ese ¿quién? remite al
nombre de Nietzsche, en tanto es el que a partir de las direcciones en que orienta

5
DE., I, p. 573-574.
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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la intensidad de su pensar, es quien introduce la interpretación con una radicalidad


que cambia el estatuto de la verdad en el discurso filosófico.

Y digamos brevemente que esto lo habría logrado en cuanto desentrañó lo que en


ese mundo enfermaba a los hombres, los debilitaba, en tanto denunció y desplazó
la primacía de determinar las condiciones de posibilidad para alcanzar un conoci-
miento verdadero, según el propósito kantiano, por el ejercicio genealógico que
busca sacar a la superficie las raíces de sus condiciones de existencia, ya fuese en la
relación de cada quien consigo mismo, así como en la que cada uno de ellos y de
ellos en su conjunto procurasen sostener con los otros hombres. Esta relación, con-
jugada en singular o en plural por cada individuo con respecto a los otros, era lo que
se exhibía como enteramente distorsionada en ese mundo. El peso trascendental
asignado al espíritu y al alma, en paralelo a la devaluación del cuerpo, traía consigo
que al quedar éste marcado por su insuperable finitud, daba paso a la presencia de
la nada en él como límite que rodearía por todas partes su existencia. Así, el hom-
bre era expuesto a quedar bajo la sombra del nihilismo y a arrastrar consigo a todo
cuanto encontrase a su paso y se relacionase con ello. Se promovía así el extravío de
las relaciones que él o ella, nosotros o ellos procurasen establecer entre sí, y con los
hechos, las situaciones y las cosas de que pudieran ocuparse en este mundo, y que
pudiesen recibir algún valor por parte de ellos. Pues es de ese modo como se habría
construido la historia que configura el escenario real de nuestro presente.

Sería tan amplia y diversa la sinrazón existente en ese mundo y que el pensar enun-
ciado en la obra de Nietzsche pondría de manifiesto al denunciarla en su raíz mis-
468 ma, que habría conducido finalmente a que ese pensar se apoyase en aquel otro
gesto peculiar con el cual llama a enfrentar lo denominado por él como el espíritu
de la pesadez, dominante durante mucho tiempo. Es decir, aquél que lleva al hom-
bre a extraviarse de sí mismo, en tanto acepta sin mayor cuestionamiento y asume
para sí mismo y sus acciones «demasiadas pesadas palabras (…) y valores ajenos»,
en sus intentos por comprender ese mundo y lo que en él sucede. La risa es el gesto
propuesto por Zaratustra para disolver las solemnidades, fosilizaciones conceptuales
Dobles Póstumos / José Jara

sostenidas durante siglos por un tipo de racionalidad que la metafísica moderna


ha hecho suya, de acuerdo a su propio estilo. Para enfrentar la condición ajena de
esas palabras y valores, la risa se apoyaría en ese afecto requerido para ahuyentar
fantasmas e inercias, y que al hacerlo afirma su propio proceder. Es el afecto del
«coraje», Mut, que se atreve a buscar un camino propio entremedio de la pluralidad
de aquellos otros abiertos y transitados desde antiguo por otros hombres. Es el bus-
car y encontrar ese camino lo que alienta a la risa, pues, señala Zaratustra, «el coraje
quiere reír», afirmarse a sí mismo. Y es por eso que él agrega «No con la cólera, sino
con la risa se mata. ¡Adelante, matemos el espíritu de la pesadez!».6

De tal modo que sería la sinrazón de esa razón erguida como una, absoluta y do-
minante a través de los tiempos, la que, por uno de sus lados, sería desnudada y
puesta del revés mediante la risa. Así como por otro de sus lados, sería aquélla que
habría de responder por lo que llevó a que se produjesen aquellos episodios finales
de la lucidez de Nietzsche y que se entrecruzan con la aparición de la locura en él, y
el modo como ésta reobra sobre la apertura del tiempo de la verdad pensada por él
acerca de ese mundo y expuesta en su obra.

El paso de interpretación que acabamos de dar acerca de uno de los aspectos de la


lectura hecha por Foucault sobre cuestiones que limitan entre la locura y la obra de
Nietzsche, puede ser complementado por otro texto de Foucault, escrito poco des-
pués del final de la Historia de la locura. Se trata de aquél en que comenta la obra de
Bataille —quien fue uno de esos pensadores que lo condujeron a apreciar vivamente
la obra de Nietzsche. En el Prefacio a la transgresión encontramos una referencia 469
interpretativa a la frase «Dios ha muerto», expresada inicialmente por un hombre
frenético en el parágrafo 125 de La ciencia jovial y poco después por Zaratustra en el
primero de sus discursos. En ambos casos fueron palabras dichas ante los hombres

6
Z., «Del leer y del escribir».
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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que estaban reunidos en el mercado de una ciudad, aunque ninguno de ellos, señala
Nietzsche, entendió los distintos aspectos del despliegue literario y conceptual a que
él recurrió para anunciar tal acontecimiento. Sobre éste, escribe allí Foucault, «La
muerte de Dios, quitándole a nuestra existencia el límite de lo Ilimitado, la conduce
a una experiencia en la que nada puede anunciar ya la exterioridad del ser. [En ella
el hombre] descubre (…) su propia finitud, el reino ilimitado del Límite».

Sin detenernos en el contexto de la interpretación hecha por Foucault de la obra


de Bataille, quisiéramos más bien conectar los términos inicial y final de esta cita,
en la que se explicita un aspecto importante del anuncio y del alcance teórico que
tendría esa muerte de Dios, con los temas abordados en los párrafos anteriores en
que la locura final de Nietzsche reobraría sobre la visibilidad de su obra, de acuerdo
a la lectura propuesta sobre ellas por Foucault. Tal vez cabría establecer una relación
proporcional entre esos dos conjuntos conceptuales, recogidos en un solo enuncia-
do, que pudiera indicar hacia vías de lectura para ellos:

«La locura es a la obra, así como la muerte de Dios es al reino ilimitado del Límite».

Digamos que, si en la primera parte de esta relación se designa a una experiencia


particular de la vida de Nietzsche, junto a uno de los efectos posibles de ella sobre
su pensar, la segunda parte se inicia con el anuncio de ese acontecimiento que se
encuentra en el núcleo conceptual de su obra y que, a la vez, posee una relevancia
sin igual para la cultura occidental, que tiene en el cristianismo a una de sus impor-
tantes referencias históricas iniciales. Y ese anuncio concluye con aquel enunciado de
Foucault en el que ofrece su interpretación de la apertura producida por esa muerte,
470 en tanto con ella se exhibe el acabamiento de la dimensión de lo infinito, ilimitado,
que fue pensado en esa figura de Dios y que, en definitiva, condujo a cerrar, extraviar
para los hombres los caminos conducentes hacia ellos mismos y hacia el mundo.

El efecto producido por esa muerte es la apertura de una comprensión positiva


para la finitud humana, no evaluable ya a partir de ninguna instancia ajena a las
múltiples situaciones concretas en que los hombres y mujeres se relacionan consigo
Dobles Póstumos / José Jara

mismos y con todo cuanto les rodea, a través de las sensaciones, palabras, concep-
tos, experiencias que traspasan, configuran, animan sus cuerpos, deseos, fantasías,
proyectos. Es la ganancia de experimentar la pluralidad de una finitud poblada por
una ilimitada diversidad de alternativas. Sin duda es una finitud que sitúa a los
hombres, en cada caso, en el centro de distintos cruces posibles de caminos, entre
los cuales cada quien tendrá que aprender a elegir aquel o aquellos que lo conduzcan
hacia donde quiera dirigirse. Ciertamente esto podrá aparecer como un territorio
inexplorado sobre el fondo de un horizonte que será preciso contribuir a diseñar.
Desazón e incertidumbre pueden ser los estados de ánimo que se hagan presentes
en este tipo de finitud.

N[ietzsche] ofrece en la escritura fragmentaria de sus libros diversas referencias que


pudieran servir de algún apoyo en esas trayectorias.

F[oucault] con su arqueología del saber ofrece otras vías de lectura sobre los saberes
del presente, frente a los que él procura entregar sólo un diagnóstico.

Ambos, Nietzsche y Foucault no trabajan ni apuestan por acceder a una verdad que
sea a la vez fundamento y punto de consumación o de culminación de una cien-
cia, de un saber [+++]7 una cantidad ilimitada de caminos, referencias, de límites
que una vez traspasados, transgredidos, dejan enfrente de otros nuevos y distintos
límites que configuran ese mundo, marcado por múltiples hechos que aparecen
unos tras otros o entrelazados entre sí. Límites y sucesos nuevos, configurados por
historias que se suceden y recrean una tras otra. Es mediante sus diversos entrecru-
zamientos y hechos posibles que se llega a generar la trama de la historia. Es a partir
de ese entonces que tales caminos podrán comenzar a ser recorridos en todas sus 471
direcciones marcadas por la rosa de los vientos, por esas brújulas que los hombres,
como buenos marineros que habrán de recordar que lo son ya, porque lo han sido
desde siempre, volverán a navegar por esos mares tempestuosos o en calma que re-

7
[Laguna en el texto, aquí proponemos: (…), sino que abren (…)].
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corren todo el globo de la tierra. Como los buenos marineros, los hombres habrán
de incorporar al haber, a los activos de su pensar, el hecho de que la menor distancia
entre dos puntos ya no se encuentra en la dirección de la línea recta trazada por los
compases y reglas de la geometría, sino en aquella dirección hacia la que nos empu-
jan los buenos vientos que hinchan las velas del propio navío.8

Si ante el título de ese artículo en que retoma Foucault los cuatro enunciados antes
señalados, La locura, la ausencia de obra, y que más tarde, en 1972, agrega como
apéndice a la 2ª edición de la Historia de la locura, quisiéramos transformar su tono
de total exclusión con la obra, en un tono positivo, alejado de la muerte de Dios,
recurriendo para ello a ese otro espacio en que se ha de transformar el mundo, aho-
ra, como un reino ilimitado del límite, podríamos proponer un enunciado como
el siguiente:

«Los momentos de creación son los únicos límites de una obra en la vida de un
hombre».

Lo que en esta frase ahora se exhibe como temible, sólo sería la monotonía, ese tono
único irradiado por un silencio sólo deudor de la desaparición o la borradura de
esos límites por los que está poblada a veces densamente la vida cotidiana, o bien
que aparecen en circunstancias especiales, previsibles o inesperadas, y que incitan a
ir más allá de ellos, a su transgresión. Pero la fatalidad del cierre o del agotamiento
de esos momentos creadores, en Nietzsche, Foucault o en cualquier otro hombre
que acepte el desafío de esos momentos, abren el destino de la interpretación a que
quedan entregadas irremediablemente esas palabras anteriores al silencio de enero
472 de 1889, de julio de 1984 o de cualquier otra fecha en que se perfile la silueta de
otro hombre cuyas palabras o hechos nos convoquen a pensarlos.

Por otra parte y retomando lo dicho en párrafos anteriores, es el círculo de la exis-


tencia que se intentó cuadricular mediante las reflexiones milimétricamente tras-

8
HdH., [II, v.s., §59].
Dobles Póstumos / José Jara

cendentales de la metafísica habida en Occidente, lo que estalla con la muerte de


Dios, con la locura que se retroproyecta hacia el mundo a través de la dimensión
futura que han de alcanzar sus verdades y que habrán de comenzar a ser repensa-
das una y otra vez. Esos estallidos son los que liberan los ilimitados, innumerables
límites que los hombres habrán de aprender a reconocer, a vadear, a superar en sus
nuevas condiciones de existencia. Éstas son las que a partir de esos momentos ten-
drán que recorrer una y otra vez, para agenciarse un nuevo modo de estar parados
sobre los propios pies y sorprenderse, así, con los nuevos aspectos, perspectivas de
su realidad inmediata. Una diversidad de situaciones y de hechos concretos que
siempre estuvieron allí, pero frente a los cuales se carecía de ojos, de tacto, de oído,
olfato para percibirlos, para avistar, experienciar lo que en ellos hubiera. Otro mun-
do es el que se les abre a los hombres con este reino ilimitado del límite. Un reino
que, en rigor y seguramente, está hecho del mismo material con que estaba tallado
el mundo de ayer y de antes de ayer. Un mundo, sin embargo, que al cambiar con
radicalidad el estatuto y las orientaciones de los nuevos puntos cardinales, no sólo
habrá de dar lugar a experimentar el norte, sur, este y oeste desde horizontes indi-
viduales o de una variada cuantía social, sino también a reorientarlos y articularlos
en otras combinaciones posibles. Todos los cuales podrán responder a trazados y
ser asumidos sin rubor por los propios hombres como producto del esfuerzo y
temples de ánimo de un pensar y unas acciones que son suyas. La configuración
de un mundo al que ya no ha de vivenciar, de agradecer o reverenciar como a uno
que sea deudor de un don divino, sino más bien como a un mundo hecho por seres
humanos, con todas las delicias, asperezas y sinsabores que éste siempre ha tenido,
pero que ahora se asume de acuerdo a la escala de la condición humana de que está 473
hecho. Sin duda, es un mundo ilimitadamente finito que habrá de poseer todas las
grandezas y miserias de lo humano, como manifestaciones suyas que, por lo demás,
siempre estuvieron ya allí, aunque pudieran haber sido leídas con las claves de un
código distinto al que comience a ofrecer esta nueva versión suya. Manifestaciones
que podrán ser tanto demasiado humanas, como eventualmente podrán llegar a
adquirir otra dimensión suprahumana, como aquella en que Zaratustra depositó
ARCHIVOS DE FILOSOFÍA 11-12 2016-2017
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su esperanza de que algún día habría de llegar a caminar por la tierra esa figura del
suprahombre, del Übermensch.

Entretanto, Foucault, según entendemos, saca dos consecuencias de esa muerte de


Dios anunciada en la frase de Nietzsche. La primera y evidente, es la que indica en
las últimas páginas de Las palabras y las cosas, donde pone de manifiesto que ese
hombre que vivió durante siglos bajo la sombra cotidiana, moral y teórica de aquel
Dios, también habrá de morir, lentamente con gran probabilidad, pues tal como
ya indicamos más arriba, existen palabras que tardan en llegar hasta los oídos de
los hombres, y más aún en adentrarse hasta las sensaciones y gestos de sus cuerpos.
Pero en definitiva, habiendo dado muerte a Dios, esos hombres no podrán evitar
el tener que comenzar a agenciarse, a crear y aprender a hacer uso de otros criterios
de diseño, ordenamiento, transformaciones de las coordenadas y variables tanto de
su propia existencia como de las formas de la muerte que no dejarán de asediarlos
y caer sobre ellos. Seguramente es aquí donde cabría introducir ese nuevo terreno
de las empiricidades que comienzan a emerger y de esos escenarios teóricos de los
nuevos dobles del hombre, propuestos por él en la segunda parte de ese mismo libro
de 1966. Tal vez cabría situar sobre este trasfondo teórico a esos rostros de seres
humanos que ensayan otro repertorio de expresiones, a partir de su fugaz comenzar
a darse cuenta y a conjugar los tiempos y modos de su nueva mortalidad puramente
humana, y que asoman sus miradas por entremedio de los discursos de las antropo-
logías, sociologías y psicologías de nuevo cuño, que procuran repensar otra armazón
y conexión entre tipos de racionalidad, experiencias corporales de los individuos y

474 relaciones sociales, que comienzan a aprender nuevos lenguajes de identidades y de


diferencias entre los géneros.

La segunda consecuencia sacada por Foucault es que, siendo testigo y cómplice de


este otro escenario en que ahora se sitúan el hombre, los hechos del mundo y las
cosas acaecidas en él, no puede menos que ser consecuente con el desarrollo de su
propio trabajo teórico. Y esto implica que su trabajo ha de desplegarse y orientar-
se por entremedio de ese reino ilimitado del límite. Sin duda, ese trabajo lo hace
Dobles Póstumos / José Jara

Foucault provisto de otros conceptos, otro lenguaje, otro estilo de mirar y usar el
escalpelo y el «vistazo», por ejemplo, de la nueva medicina clínica que se apoya en
los tratados de anatomía de Bichat, resultantes del aprendizaje acerca de los sistemas
de órganos que articulan los cuerpos vivos, a partir del hecho de abrir los cuerpos
muertos en la autopsia, luego de adquirir ésta un estatuto epistemológico válido e
inédito hasta comienzos del siglo XIX.

Bien podríamos arriesgar ahora el esbozo de propuesta de que en el trasfondo del


trabajo y de los libros publicados por Foucault, se ha tratado una y otra vez de reela-
borar con otra mirada y otro aparato conceptual y metodológico —que explicitará
más tarde en La arqueología del saber—, distintos aspectos y perspectivas de análisis
de las condiciones de existencia efectivas de los hombres en aquellas décadas de ese
siglo XIX, en que se gesta y se anuncia la muerte de Dios, así como cuando en los
siglos XVII y XVIII éste estaba aún presente, activo, entre los acaeceres y saberes
procurados por los hombres. Ese trabajo en torno a la transformación de los saberes
sobre el hombre, lo inició teniendo presente las coordenadas de aquella razón clásica
del siglo XVII, para trabajar sobre las condiciones de existencia de la salud de «la
cabeza», para decirlo rápida y gruesamente, explicitada sucesivamente en la insensa-
tez, la locura y enfermedad mental. Siguió luego con la salud del cuerpo, enunciada
en el discurso emergente de la medicina clínica. Pasó después a esos tres pares de
campos de saberes clásicos y nuevas ciencias en que transparecen los distintos niveles
de verdad de la historia natural-biología, gramática general-lingüística/filología, y el
análisis de la riqueza-economía política, mostrando las condiciones de existencia del
hombre como ser vivo, hablante y que trabaja. Para dar paso luego a la interrogante
provocada por ese modo uniforme de castigo y de pérdida de la libertad, que es la
475
prisión, en los tiempos de inicio de la condición del hombre como ciudadano libre
e igual ante la ley. Para llegar finalmente en su obra publicada por él, a las variantes
de época en la búsqueda de la verdad de los hombres a través de las experiencias del
placer derivadas del ejercicio de la sexualidad. Es un amplio y consistente espectro
de perspectivas ganadas para adentrarse con otro estilo conceptual y metodológico,
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en torno a nuevos juegos de verdad operantes en la condición humana a través de


la historia, y que habrían de arrojar algunas luces para esa apuesta teórica suya de
hacer filosofía bajo la forma de un diagnóstico del presente.

Quisiera concluir con sólo dos observaciones acerca del aparato conceptual emplea-
do por Foucault y que mantiene en su enunciado desde su aparición en Las palabras
y las cosas, hasta el final de ese artículo escrito por él bajo el nombre de «Maurice
Florence». Se trata del a priori histórico. Entendemos que con esta noción Foucault
habría hecho una doble apuesta denominativa y teórica a la vez. Por una parte, en
esa noción resuena fuertemente un chirrido que apunta hacia una contradicción en
los términos, pues allí se señala hacia lo que se exhibe como necesario y universal:
lo a priori, y por otra parte, se lo empalma con esa dimensión de lo contingente
por excelencia: la historia, lo histórico. Pero además y en otro plano, puede decirse
que allí son nombrados de un modo implícito dos personajes filosóficos que bajo
cualquier tipo de apariencia suelen ser entendidos como siendo incompatibles entre
sí, a los que, sin embargo, Foucault junta en una expresión teórica central para el
planteamiento de su propio pensamiento. Ellos son Kant y Nietzsche. El a priori
kantiano queda limitado a no tener una validez mayor que la de una período deter-
minado, los siglos XVII y XVIII de la Edad clásica, en la cronología de los análisis
llevados a cabo en Las palabras y las cosas, pero que ya es usado implícitamente en
sus dos obras anteriores, la Historia de la locura en la edad clásica y en El nacimiento
de la clínica, así como lo hará después en Vigilar y castigar. Y después el período
que se inicia en el siglo XIX y llega hasta el siglo XX. Y por otra parte, es la historia

476 nietzscheana la que recorta la extensión de validez temporal del universal kantiano,
el que efectivamente chirría bajo la presión del sentido histórico que en las manos
de Nietzsche rechaza toda proyección teleológica para ese tiempo cosmopolita pro-
yectado por Kant, y por el contrario, con su filosofar histórico que ya no acepta
hechos eternos ni verdades absolutas, se compromete a tener que asumir la virtud
de la modestia, por lo pronto, acerca de las verdades que pudiera querer enunciar
desde su voluntad creadora.
Dobles Póstumos / José Jara

Llegados a este punto y con el propósito de entregar una mínima aclaración concep-
tual, nos parece que cabe señalar que con la calificación de «enunciado» empleada
para referirnos a esos cuatro breves textos señalados, tenemos presente el sentido
que Foucault le da a ese término en L’archéologie du savoir. De modo que, por lo
pronto, en el debate que en cualquier momento se suscite en torno a su locura y
a la presencia de ésta sobre su obra, con el efecto de sombra que arrojaría sobre el
momento preciso de su (in)validación teórica posible, Foucault, con la propuesta
a que nos estamos refiriendo, ocupa en ese debate una de las posiciones de sujeto
posible en ese lugar vacío de un enunciado, pero determinado, en la medida en
que él acota el campo de exterioridad desde el cual alguien toma la palabra y puede
ejercer allí la función de sujeto.9 Es una posición que no puede sino quedar abierta
a relacionarse con la diversidad de otras posiciones de sujetos posibles de otros
conjuntos significativos existentes, y susceptibles de delimitarse en el campo aso-
ciado en que se despliega cualquier enunciado. Es un espacio en el que se pone de
manifiesto además la condición material de los enunciados, calificada así en tanto
alcancen una estabilidad conceptual determinada, que a la vez los habilite para ser
transcritos, reinscritos o utilizables en otros campos de acuerdo a otros criterios
precisables en cada caso. Es ese tipo de inserción institucional de los enunciados en
un campo discursivo, repetibles bajo condiciones dadas, lo que los convierte en un
bien deseable, a pesar de las necesarias especificaciones de su uso. Así es como ellos
también quedan expuestos a formar parte de las distintas formas de luchas, entre las
que se perfila la variedad de elementos que configuran a la vez la dimensión de po-
der que atraviesa a esa polifacética materialidad de los enunciados y de los discursos,
477
a través de los tiempos.10 (Y cabrá destacar o aludir por lo menos a algunos de estos
aspectos operantes en los enunciados, en relación con lo dicho en esos otros cuatro
ya señalados a propósito de la obra y la locura en Nietzsche).

9
AS., p. 125 [124-126]; AdS., p.161[158-159].
10
AS., [p. 126; AdS., p. 160].
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Otro punto de diferenciación entre Kant y Nietzsche, en las manos de la elabo-


ración que Foucault hace de ellos, es el paso en el tipo de preguntas y de análisis
hechos por él, desde las «condiciones de posibilidad» kantianas, a las «condiciones
de existencia» que caracterizan el trabajo nietzscheano. Después de algunas relec-
turas de la obra de Foucault, seguramente no debería ya sorprender que él realice
esta suerte de saludo teórico a esos dos pensadores que enigmática o explícitamente,
estima él, abrieron coordenadas centrales para la filosofía actual.

478
Dobles Póstumos / José Jara

A Humberto Giannini

La filosofía en Chile ha perdido a un pensador ejemplar. En los momentos finales


de una entrevista que estaba concediendo el pasado lunes 24 de esta semana de
noviembre, Humberto Giannini cayó en un coma profundo que terminó con su
vida al día siguiente. Fue el instante en que concluía una vez más con el ejercicio
de su pensar sobre las cuestiones más inmediatas del presente. En este caso, sobre
la educación. Fue una confluencia de hechos en que la inmediatez de su palabra
hablada, su calidez y certeza en el diálogo cotidiano, de índole socrática, se cruzó
con ese silencio irreparable que se deja caer sobre todo mortal y le indica el fin de su
convivencia entre los humanos.

Pero muchas de sus horas diarias transcurrieron en la escritura sobre una y otra
página en blanco, que luego se convirtieron en esos muchos libros que circulan por
las manos de quienes han sido sus lectores, y de los que también lo serán mañana.
Se habrá perdido la vivacidad de su conversación y el disfrutar de su humor, pero
nos ha dejado en la claridad de su palabra escrita esa reflexión suya que sostiene un
discurso abierto a lo incisivo de sus preguntas.

Aunque tal vez resulte extraño, podría decirse que la manera como sucedió la llega-

479
da al silencio final de la vida de Humberto, es expresión de un bello final. El de una
vida dedicada al pensar y que, además, se ejerció en medio de una apertura al otro.
A aquél con quien se sostiene un diálogo mediante una palabra en estado de alerta
reflexivo frente a un tema, pero que deja entrar a todas aquellas otras cuestiones
que se asoman y tienen alguna relación de sentido con él. Es la vía de llegada a un
silencio final que otro pensador quizás pudiera también imaginar, desear para sí,
semejante a como sucede con la satisfacción de alguien al terminar de escribir una
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página que se sostiene por sí misma, según siente. Así sea que vuelva a ella una y otra
vez para corregir algo en lo que aún escucha algo así como un ruido. Para un pen-
sador que escribió tantas páginas, como Humberto, difícilmente ese último silencio
podrá acallar, perturbar la voz pensante, humana, que resuena entre sus escritos.

480
Dobles Póstumos / José Jara

El ciudadano, entre la realidad y la ficción

En el curso de la historia occidental la figura del ciudadano se ha perfilado de


acuerdo a diversos modos de organización de los hombres en sociedad, así como de
sus acciones y proyecciones políticas que a partir de allí se postularon y después se
procuró realizar. La presencia de la idea de libertad ha estado continuamente entre-
lazada con las transformaciones de los estamentos o las clases sociales existentes en
las ciudades, pero también ella ha sido experimentada por sus habitantes de manera
diferenciada de acuerdo al lugar en que habitasen dentro de la disposición espacial
interior a cada una de ellas, así como según cual fuese su condición geográfica
relativa al país en que se encuentran. Desplazarse hacia la variedad de condiciones
de existencia entre las que se ha desenvuelto la autocomprensión de los individuos
como ciudadanos efectivos o sólo nominales, el tiempo tomado por éstos para so-
pesar su real situación y asentarse en una comunidad, así como las alternativas de
convivencia y de propósitos abiertos a partir de allí para comunidades posteriores,
puede contribuir a delimitar y valorar más ajustadamente las variables de configura-
ción del ciudadano, así como su paralela o simultánea y eventual desconfiguración.
A través de una rápida mirada hacia aspectos de la historia de ciudades de distintos
países, seguramente podrán visualizarse algunas facetas que dejan traslucir otras ver-
dades en lo que, en efecto, cabe denominar como el arduo proceso de conformación 481
o, más bien, de la producción de ciudadanos.

Entremezclado con mínimos antecedentes históricos, quisiéramos destacar algunas


cuestiones específicas que parecen relevantes para avistar una parte, al menos, de las
situaciones en que se encuentran quienes detentan posiciones de autoridad pública
en las actuales ciudades, pero también los simples habitantes de ellas. Cabe tener
presente, además, que al menos a partir de las sucesivas proclamaciones de las repú-
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blicas en este continente latinoamericano a partir del siglo XIX, y de acuerdo a tales
declaraciones, la libertad se ejercía en ellas en igualdad de condiciones en la relación
de unos con otros, ya sea que se perteneciese a alguna de las series de autoridades
institucionales o se fuese un ciudadano cualquiera del pueblo. Tampoco es recomen-
dable olvidar que ambos experimentan la presión, así sea en diferentes grados, de los
cambios tecnológicos de inicios del siglo XXI y provenientes del siglo anterior, pero
también por la explosión demográfica sucedida en los países de América latina du-
rante el siglo XX. Particularmente es en medio de algunas de las realidades sociales
que trae consigo este crecimiento poblacional de las naciones del continente, que la
figura del ciudadano tiene que comenzar a librar sus batallas de diverso tipo y cuan-
tía, para no ser arrastrado por esa misma marea humana en la que él se encuentra y
que comienza a desbordar en especial a las grandes ciudades de la región.

Las ciudades en que comenzó a formarse ese conjunto de hombres que hacia el siglo
XIX se calificó como a una clase social, la burguesía, surgieron en lugares con cruces
de caminos que convocaban a la instalación de ferias y al comercio, o bien en puer-
tos, que en un primer momento atraían para participar en ellas a los hombres de
poblaciones vecinas o incluso distantes, pero que más tarde también debían cons-
truir murallas y fuertes para defenderse de continuos asedios hostiles. Burgos en el
siglo X en España1 y desde los siglos V y VI Borgoña2, situada entre las fronteras de
lo que hoy son tres países: Francia, Suiza e Italia, dan muestras de tal comienzo, que
con sus nombres contribuyeron a asentar aquel otro nombre que llegó a convertirse
en el de una nueva clase social.

482 Paralelamente a estas dos ciudades y a partir del siglo XI, en muchas otras de Eu-
ropa comenzaron a generarse migraciones del campo a las ciudades, que acogían a

1
Aunque exhibe una larga historia que va desde asentamientos preromanos ya en 4500 a.C. hasta
convertirse en la capital del reino de Castilla en 1038 d.C. y ser la ciudad en que en 1512 los Reyes
católicos dictaron las leyes de Burgos, aplicadas más tarde en la conquista de América.
2
Con un variado movimiento sucesivo de habitantes celtas, galos, romanos, galo romanos y varios
pueblos germánicos.
Dobles Póstumos / José Jara

quienes huían de las malas cosechas, de la gratuidad del trabajo o el mal pago que
los campesinos y vasallos recibían de los señores feudales. Las labores y los oficios
que esos hombres comenzaron a desempeñar, contribuyeron a generar junto a ar-
tesanos, comerciantes y hombres de letras, el lento pero sostenido crecimiento y
ascenso social de lo que en Francia se llamará en el siglo XVIII el Tercer Estado o
Estado llano. Se trata de ese nuevo estamento social situado por fuera de la nobleza
y del clero, y que como burguesía participa en las primeras filas de ese movimiento
históricamente revolucionario que, desde París, acaba por abolir el régimen feudal
y señorial de la nobleza y la monarquía, así como el pago del diezmo que recibía el
clero. La Constitución de 1791 consolida lo iniciado el 9 de julio de 1789 por la
nueva Asamblea Nacional Constituyente, que mediante la Declaración de los Dere-
chos del Hombre y del Ciudadano, al igual que con la Constitución civil del clero
en 1790, junto con asentar el ascenso social y político de la burguesía, sanciona en
un plano legal la disolución de la desigualdad vigente entre los estamentos tradicio-
nales de la nobleza y el clero, enfrente del resto de la población francesa.

En forma correlativa a esa compleja recomposición social allí iniciada alrededor


del nuevo significado ganado para la noción de ciudadano, conjugada mediante las
nuevas claves ilustradas de la libertad y la igualdad, cabe decir que, por lo pronto, en
Francia se acrecienta el poderío político de su ciudad capital, a pesar de no tener en
esos momentos aún una población numéricamente significativa. París representaba
un 3% de la población de 23 millones3 de Francia. Algo semejante sucede con las
capitales de otros países europeos en ese fin de siglo.

Si nos desplazamos de continente hacia América latina y nos adelantamos en dos 483
siglos, manteniendo la referencia a la variable demográfica de la población señalada
más arriba, podemos encontrarnos con importantes consecuencias para delimitar
algún aspecto de la realidad actual del ciudadano en varios países de nuestra región.
En lo que sigue, me referiré a algunos datos e información recogida por la Comi-

3
En lo sucesivo nos referiremos a esta palabra «millones» solo con la letra M.
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sión económica para América latina y el Caribe, CEPAL, en diferentes documentos


suyos y particularmente en La hora de la igualdad. Brechas por cerrar, caminos por
abrir.4 Pero a la vez procuraré conectarlos con nuestro tema del ciudadano y su
condición pública.

De entre el total aproximado de 565 M de habitantes en América latina y el Caribe


hacia 2010, el 77.36% de ellos, es decir, 434 M vive en las áreas urbanas de los paí-
ses que lo componen. A su vez, son sus capitales o las grandes ciudades de ellos en
donde se concentra la mayor aglomeración de habitantes, así como se encuentra en
ellas uno de los efectos sociales más devastadores para entrar tan siquiera a conside-
rar la existencia de los valores atribuidos a la ciudadanía. 180 M de ellos, el 32.1%
de la población total del continente vive en la pobreza. Es decir, 1 de cada 3 habi-
tantes carece de ingresos suficientes para satisfacer sus necesidades básicas. De entre
estos, 72 M, un 12.9%, vive en la pobreza extrema, lo que significa que 1 de cada 8
de esos hombres y mujeres no está en condiciones de cubrir sus necesidades nutri-
cionales básicas, aunque gaste en conseguir alimentos todo el dinero que obtenga.

A pesar de que la tasa de pobreza disminuyó en América latina en su población total


desde un 44% en 2002 a un 33% en 2008, y la de extrema pobreza de un 19.4% a
un 12.9% en el mismo período, la pobreza afecta a la población de estos países entre
un máximo de un 75% de ella en Haití a un mínimo de 13.7% en Chile. En los
niveles más altos de esta condición y por sobre la media de 37.5% de estos 20 países,
tres de ellos quedan con un 68.9%, 61.9% y 60.5%, mientras que dos países tienen
a más de la mitad de su población en la pobreza, con un 54.8 % y 54%. Cinco países
484 cuentan a un poco por debajo de la mitad de su población en la pobreza, pero por
encima de la media de la región, con un 47.5%, 46.8%, 44.5%, 42.6% y 39.3%. Es
decir, ya la mitad de estos 20 países del continente tiene a su población por sobre la

4
Alicia Bárcena (coordinadora), Antonio Prado y Martín Hopenhayn, La hora de la igualdad: bre-
chas por cerrar, caminos por abrir. CEPAL, 31 de mayo 2010. 290 pgs. (Versión electrónica: www.
cepal.org)
Dobles Póstumos / José Jara

media de pobreza. Dos de los países que tienen la mayor población del continente,
México y Brasil, tienen un 31.7% y un 30% en esta situación, considerando que la
capital de la primera concentra el 19.5% de su población, 22 M, la mayor aglome-
ración urbana del país y de Iberoamérica, así como la segunda del mundo después
de Tokio. Mientras que en Brasil, sus dos más grandes ciudades, Sao Paulo y Rio de
Janeiro concentran el 17.3% de su población con 20 M y 12 M cada una, de los cua-
les casi el 40% en la primera y el 30% en la segunda habitan en favelas, es decir, con
precarias infraestructura y equipamiento social. En seis países sus poblaciones bor-
dean el 30% y el 20% de la pobreza, con 29%, 28.5%, 21%, 20%, 18.6%, 18.1%,
mientras que dos de ellos se encuentran en el límite inferior con 14.8% y 13.9%.

Como dijimos más arriba, son 180 M de habitantes de los que difícilmente cabe
esperar que tengan alguna noción efectiva o experiencia real de lo que significan
algunas de las expectativas y comportamientos básicos de la noción ilustrada de
ciudadano, pero frente a los cuales también resulta complejo, cuando no imposi-
ble, o por lo menos conceptualmente resbaladizo, esperar comportamientos de una
mayor elaboración de acuerdo a ese criterio. Es una población que se ve enfrentada
a situaciones de inequidad agobiadoras. Pues además no sólo el presente les resulta
diariamente hostil en sus condiciones de vida, también el futuro de ellos se avista
ya con una carga negativa tan fuerte como la que hoy han de soportar. La desnu-
trición crónica que afecta especialmente a la población infantil de nuestros países,
pero también a los adultos —y sin entrar en excesivos detalles numéricos—, en diez
países oscila en sus cifras máximas en algunas de sus regiones entre 73.1% de su po-
blación y 38.2%, mientras que la cifra menor en esos mismos países se mueve entre
un 21.7% y un 7.4%. En siete países esa cifra máxima de desnutrición oscila entre
485
un 34.6% y un 10.3% y la mínima en ellos entre un 14.5% y un 1.2%. Sólo en
uno de esos 18 países estudiados a este respecto, los extremos mínimos y máximos
se reducen notoriamente, pues se encuentran entre 2.3% y 1.6%. Es en las zonas
altas de Centroamérica y en las sierras y el altiplano de los Andes donde se presenta
la mayor vulnerabilidad nutricional de la población infantil, particularmente en
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familias de origen indígena, usualmente con madres analfabetas absolutas o con una
educación primaria inconclusa, y en condiciones de pobreza extrema.

Es una situación que tiende a quitarnos el aire para respirar y, por consiguiente,
hace bastante más complejo iniciar una mínima reflexión en torno a la ciudadanía,
al ver que ésta se ve coartada en su raíz misma o en el suelo en que debiera crecer.
Si bien este es un hecho constatable mayoritariamente en zonas rurales antes que en
las de carácter urbano, en éstas se manifiesta por lo menos otro tipo de problemas.
Las desigualdades producidas en las ciudades de América latina por la dinámica
económica del libre mercado, se manifiestan en la segregación social que genera la
multiplicación de poblaciones periféricas, marcadas por una marginalidad urbana
que queda estrechamente asociada a condiciones laborales informales con ingresos
salariales irregulares y generalmente insuficientes. Son situaciones de desigualdad
que dificultan notoriamente tan siquiera la posibilidad de una real aproximación a
esa noción ilustrada de la dignidad humana en las condiciones de vida. Limitándo-
nos a señalar un solo caso de una gran ciudad capital, con un índice de pobreza bas-
tante por debajo de la media en la región, la concentración de pobres en su periferia
marginal conduce a un hacinamiento de las familias entre un 10.2% y un 15.5%,
lo cual trae consigo unas cifras casi paralelas de madres adolescentes, entre 12.5% y
16.9% de esas poblaciones, mientras que por otra parte, el bajo nivel de escolaridad
del jefe de hogar, de 7.1 a 8 años de estudios, genera una alta tasa de desempleo de
éstos, que va del 25.7% al 35.4%. Estos asentamientos precarios en los márgenes
urbanos con débil infraestructura de vivienda y de servicios públicos, conduce a

486 que quienes aumentan en algún grado su ingreso medio, muy pronto abandonen
esas zonas; de ese modo se intensifica a la vez la segregación residencial entre los
diferentes grupos socio-económicos de una ciudad o de una metrópolis, que tienen
una escasa o nula convivencia entre tales sectores de población.

En medio de la segmentación socio-económica desigualitaria que se produce en las


grandes capitales iberoamericanas, así como en las más importantes ciudades de
cada país ¿cuáles pueden ser los eventuales elementos comunes relevantes en cuanto
Dobles Póstumos / José Jara

a ciudadanos, en que pudieran coincidir en sus condiciones de vida cotidiana los


habitantes de esos distintos y, en los hechos, excluyentes sectores sociales? ¿Hasta
qué punto puede ser compartido el nombre de ciudadanos para todos aquellos ha-
bitantes situados en tan desiguales niveles de realidad social? ¿Puede acaso aceptarse
como suficiente que lo único que tienda a reunir a una importante mayoría de in-
dividuos que son considerados como ciudadanos, sean aquellos escasos días de elec-
ciones de autoridades civiles, locales, regionales o nacionales, en los que cada quien
vale igualmente 1 voto? Ejecutando un mínimo desplazamiento en el horizonte
de inteligibilidad de estas preguntas ¿cabe considerar que el ciudadano es también
uno de los diversos resultados de las distintas facetas del proceso de producción de
riquezas, existentes en diferentes momentos de la historia moderna y actual en las
ciudades o en sus territorios aledaños, y que genera una disimetría de jerarquías
entre los hombres, de manera semejante a la que se encuentra a lo largo de todo el
escalafón de propiedad, de mando y de operación de tal proceso productivo? ¿No
es acaso la segregación territorial de las ciudades y de la población humana que las
habita, uno de los efectos de esa producción de riquezas que —en tantas ocasiones
de antaño, pero también de hoy—, resulta inseparable de los diferentes grados de
pobreza y miseria económica y social, entre los que se introduce también otro tipo
de proceso: la disolución, la borradura de los contornos humanos, públicos y polí-
ticos de la figura del ciudadano? Y habría que agregar ¿no se debilita con esto acaso
la configuración y la estructura misma de cohesión humana de la sociedad? ¿No
resuena acaso la palabra ciudadano, en diversas ocasiones, más a un término carente
de su significado conceptual, a una distorsión del lenguaje, o incluso a una afrenta
o a una burla ante aquel a quien se la dirige, y que más bien reobra sobre quien la 487
dice, desestabilizando su decir?

Las referencias básicas hechas más arriba a esa dimensión problemática que la pobre-
za pone de manifiesto para la delimitación de la existencia actual de la ciudadanía
en importantes sectores de las sociedades latinoamericanas, cabe complementarlas
con una mínima alusión histórica a otro concepto asociado con ella, la obedien-
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cia. En ésta se apoyaban los comportamientos dominantes en períodos previos a


la proclama de la condición igualitaria de la existencia de quienes comenzaron a
llamarse entre sí como ciudadanos, en la sociedad del país europeo que introdujo
ese concepto y primero comenzó a usar esa palabra. Tal vez hoy puede resultar di-
fícil imaginar —sin caer en caricaturas— cuáles hayan sido las enormes distancias
existentes entre las desigualdades de los miembros de la sociedad francesa en los
siglos del dominio político de la monarquía, junto a la existencia de las posiciones
de privilegio social, económico, religioso de la nobleza y del clero, frente a todos
aquellos que no pertenecían a ninguno de esos estamentos. Sin duda cabe tener
presente que estas desigualdades adoptaban formas específicas que se hacían notar,
por lo pronto, en las actitudes y comportamientos entre los individuos al interior
de cada uno de estos estamentos, y que se hacían valer sin pudor en las relaciones
propiamente estamentales entre los diversos miembros de cada uno de ellos, a partir
de sus diferencias jerárquicas establecidas. Y entre ellas, por lo pronto, se mantenía
sin atenuantes sociales ni conceptuales el rol expresamente desigualitario de las mu-
jeres: procrear y resguardar la vida doméstica y familiar. La obediencia irrestricta se
erigía como el eje principal de las relaciones personales y sociales entre los miembros
de esos estamentos, de acuerdo al nivel de la jerarquía social en que se encontrasen.
El resguardo de la conveniencia personal seguramente jugaba un rol importante a la
hora de aminorar la carga subjetiva de índole negativa impuesta por esa obediencia,
la que se acomodaba a las circunstancias y se reforzaba mediante el provecho perso-
nal de distinto tipo que ella pudiera traer consigo o alguien tuviese la habilidad para
diversificar sus beneficios.
488 Aunque la libertad quedaba por lo menos cohibida bajo los actos de la obediencia,
cabría considerar a ésta y a la conveniencia individual como las contrapartidas o
bien como piezas del ajedrez que, durante mucho tiempo y a través de mediaciones
de muy distinto tipo, se jugaron en los albores de aquella Revolución que introdujo
consigo la figura del ciudadano en Francia. Esos movimientos llevaron en su mo-
mento a situar también a la dignidad en un plano equivalente al de la igualdad y a
Dobles Póstumos / José Jara

la libertad, enunciadas en clave de la emancipación ilustrada que, para un reducido


sector social, iba en ascenso en las últimas décadas del siglo XVIII. Desde la postula-
ción de la dignidad en términos de la racionalidad moral kantiana, y atravesando el
largo período de altibajos políticos y de conflictos de formación y estabilización de
la república y de la ciudadanía en el siglo XIX latinoamericano, cabe considerar que
a partir del siglo XX la dignidad comienza a perfilarse o a conjugarse, más bien, de
acuerdo a la calidad y a los resultados de algunas políticas públicas aplicadas por los
gobiernos del caso. Éstas llegan a convertirse, con variado éxito, en consignas políti-
cas y electorales entre las que se juega la suerte del tan a menudo invocado y esquivo
acercamiento de los distantes extremos sociales y económicos de los habitantes de
una sociedad. Alimentación, salud, vivienda y educación han solido ser las áreas
básicas de desarrollo de tales políticas, que tienen a la igualdad en el horizonte de la
existencia de sus ciudadanos. Así como las obras públicas y agricultura, industria y
comercio, configuran la base de la estructura productiva de un país, que contribui-
rían a sostener las decisiones que en esos casos adoptan los gobiernos.

Si retomamos mínimamente el peso de las preguntas planteadas más arriba deriva-


das de los niveles de pobreza existentes en muchas ciudades de América latina, y el
consiguiente nivel de realidad con que hoy podamos abordar la condición efectiva
de sus habitantes, podría verse al trasluz el componente de ficción que atraviesa allí a
los discursos de la teoría y de la política, en el empleo usual que hacen de la noción
de ciudadano. Además, si no dejamos en el olvido algunos cuantos antecedentes del
largo proceso de transformaciones históricas que en Occidente han configurado el
camino hacia la ciudadanía, podría visibilizarse otra vía de ficción que la acompaña.
Es la que pasa por las partes de la sociedad que entran en juego y en conflicto a tra-
489
vés del par de siglos de nuestras repúblicas. Esas partes en que está dividida, partida
la sociedad en su dimensión pública, son los partidos políticos. Y su presencia es
importante, cualquiera sea su situación o valoración actual, ya sea que ellos estén
activos hoy en día en nuestras repúblicas o que lo hayan estado en algún otro mo-
mento, y que puedan incluso haber desaparecido o haberse transformado y dado
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lugar a algunos de los partidos actualmente vigentes. A través de ellos se muestra una
contextura política de la mayor relevancia en nuestras sociedades, y en la medida
que sean capaces de procesar y/o rediseñar las propuestas que puedan surgir de otras
instancias o movimientos sociales significativos. Pues finalmente son ellos los que en
un régimen de institucionalidad republicana, democrática, han de enunciar y pro-
mover la ejecución a través de los organismos que correspondan, de lo que cada uno
de ellos considera hoy, o en su momento, como la mejor alternativa de bienestar y
progreso para la totalidad de los miembros de sus respectivas sociedades. Y en tanto
que cada uno de ellos no puede dejar de presentar su posición y visión como la que
mejor garantiza esos logros para el conjunto de los ciudadanos, ya sea que lo haga
en su formulación de principios, de búsqueda de apoyo proselitista o en los procesos
electorales para elegir autoridades en todos los niveles de decisiones públicas, su
discurso político no puede menos que entrar de lleno en el terreno de la ficción. Es
decir, de esa comprensión de ésta, mediante la cual ningún partido puede escapar a
la repercusión ideológica de proyectar el planteamiento teórico propio a una parte
de la sociedad, como siendo válido para el mejor funcionamiento de la totalidad de
ella. Se trata de la ficción ideológica de tomar a algo que es o representa solo a una
parte del campo de acción política de la sociedad, como si ésta fuese el todo de ella.

Es esta una referencia que, sin ironía, en estas décadas de franco predominio de las
transacciones de los mercados nacionales y globales, bien podría recrear aspectos
de las reflexiones de otros siglos orientadas nítidamente hacia los horizontes de
la utopía. Unos postulados de igualdad y dignidad, que ante la dura realidad que

490 enfrentan y en la que viven amplios sectores de población latinoamericana, pueden


revestirse con las características de una política-ficción cuando se constata más de
un resultado de políticas públicas que, en ocasiones, parecen asemejarse a los pasos
de un Sísifo extraviado, al menos, entremedio de las variaciones al alza de los re-
sultados demográficos en el continente.5 En cualquier caso, en estos territorios se

5
Para dar una sola referencia cercana, puede señalarse que en los últimos sesenta años, desde el censo
Dobles Póstumos / José Jara

produce un extravío bastante más dramático para cientos de millones de habitantes,


que la inconsistencia en el uso de la noción misma de ciudadano. La distancia entre
la realidad de las limitaciones de esa pobreza cotidiana en sus condiciones de exis-
tencia, no es mensurable ni equiparable con la ficción discursiva de ser considerados
como ciudadanos libres e iguales ante la Constitución y las leyes. Si se introdujera
una figura corporal para la noción de ciudadano, probablemente se podría visualizar
que sobre su cabeza también pende la realidad de una espada temible.

Otras figuras podrían dejarse ver también ante ese trasluz del ciudadano. Entre
ellas, el discurso de una política que al postular, ficcionar una respuesta para una
situación reiterada o inédita, podría poner la primera piedra de una historia que
eventualmente concluya con éxito la obra iniciada. O una realidad obstinada que
convierta en ficción, en realidades y efectos semejantes a los fuegos de artificio,
a aquellas propuestas políticas que se consumen entre las palabras y la miopía o
los desaciertos de sus acciones correlativas. O logros y desafíos planteados una vez
más desde acontecimientos del pasado que con puntual periodicidad se ficcionan
ritualmente, más tarde, como habiendo sido ya alcanzados o renovados. O las re-
interpretaciones de tales acontecimientos pasados que no temen ficcionar sus actos
presentes, como una avanzada hacia un futuro que —según quieren creer sus auto-
res— en su momento habrá de rendir tributo a esos predecesores visionarios, según
las versiones que a sí mismos suelen contarse tales actores.

Cualesquiera sean las variantes mediante las que se concreten las relaciones entre
la política, la ficción, la historia y la actualidad, el siglo XXI, con su entramado de
desigualdades tan notorias en los espacios de la condición pública del ciudadano en 491
América Latina, ya no se presenta como un tiempo en el que se pueda intentar abor-
darlas para procurar resolverlas mediante una Declaración de Derechos del Hombre
y del Ciudadano, como se hizo en 1789. Más bien esa condición actual de los ciuda-

de 1952 y hasta el 2013, la población en Chile se ha casi triplicado en su crecimiento al hacerlo


2.96 veces, desde 5.932.995 a 17.556.800 habitantes. Ver www.ine.cl.
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danos requeriría, cuando menos y preliminarmente, de un proceso de producción


de una práctica discursiva que reformule, rehaga nuestra reciente historia social y
política de los últimos dos siglos ya concluidos, o por lo menos del último de ellos.

Seguramente podrá pensarse que el discurso teórico de la ciudadanía es uno que se


sitúa por fuera y por sobre el de las condiciones de existencia de la pobreza, cual-
quiera sea el país o el continente en que ésta haga sus estragos. Y sin embargo, no
es un discurso que pueda excluirse de ese mundo en que ella se hace presente. La
dimensión de ficción, de afirmación de la convención teórica y política de la ciu-
dadanía, podrá conjugarse según modos y tiempos verbales diferentes de acuerdo a
si se habita a uno u otro lado de la línea divisoria entre las condiciones económicas
y sociales de la distribución y participación en la riqueza. Pero ese eje divisorio no
puede sino operar como un centro de gravedad que articula y condiciona en torno
suyo el lugar, desplazamiento y comportamiento de toda la población de una socie-
dad, cualquiera sea la condición económica que determine su existencia. La trama
social e histórica de un país, una región o un continente como América Latina, está
tejida mediante el entrelazamiento de los datos y los hechos que en ella existen y
suceden, junto con las convenciones políticas inventadas, propuestas y asumidas a
través de los tiempos en esos espacios. La noción y la presencia concreta del ciu-
dadano es una de esas convenciones de un amplio y complejo espectro social. La
historia de un pueblo, de una sociedad, está hecha por la diferencia y el encuentro
entre realidad y ficción.

492
Dobles Póstumos / José Jara

El êthos de la promesa

La promesa, un asunto humano

Luego de haberse desdibujado el perfil fundacional del pensar y de las acciones


humanas contenido en los discursos de la metafísica, tal vez sea la proyección abier-
ta por la promesa lo que puede alcanzar la relevancia otorgada, durante mucho
tiempo, al valor trascendental de los fines postulados en las certezas de otrora de la
condición teleológica asignada allí a la razón. Aunque todo ello implique un im-
portante cambio de escenario de los propósitos y las acciones incubados en tal tipo
privilegiado de palabras.

Si se tiene presente el peso concedido por Nietzsche a la promesa dentro de la


historia del hombre, puede no ser irrelevante volver a detenerse ante algunas de las
conexiones de sentido incluidas en ella, especialmente cuando hoy, una vez más,
se experimenta alguna desazón e incertidumbre ante el valor y consistencia de la
palabra filosófica misma. Es difícil no conceder que también ésta ha quedado en-
redada entre los estremecimientos provocados por aquello que, particularmente en
los escritos póstumos de sus últimos años, él describe y anuncia como «el arribo
del nihilismo», ese futuro que «habla ya en cien signos (…) que crece década tras

493
década», y es avistado «como un torrente que quiere llegar hasta el final».1 La vigen-
cia actual de esa historia contada por él hace unas doce décadas impulsa a dirigir
la mirada a ese otro punto de partida más lejano que antecede por muchos siglos o
incluso milenios a esa narración suya más cercana a nuestro presente, y que en sus
palabras queda conjugada mediante una afirmación y un par de preguntas acerca

1
SW.KSA. 13. 11[411].
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de ella: «Criar un animal al que le sea lícito hacer promesas, ¿no es precisamente esta
misma paradójica tarea la que la naturaleza se ha propuesto con respecto al hombre?
¿No es éste el auténtico problema del hombre?».2

Los diversos momentos del proceso de aparición entre los hombres de la promesa
pondrían al descubierto la condición problemática que los ha atravesado y atraviesa
en su existencia. Allí es cuando habrían comenzado a producirse aquellos puntos
de inflexión entre el largo pasado aún preponderantemente animal del hombre y
los primeros pasos en la decantación de lo que a éste lo iría lenta y gradualmente
separando de su animalidad aún desnuda, para revestirlo con una historia todavía
breve y frágil. Son probablemente esos momentos de prolongada duración en los
que emergió la experiencia de un peculiar vértigo, que fue dejando grabadas sus
huellas por debajo de la superficie corpórea de los hombres, en ese laberinto en ges-
tación al que más tarde se denominó como el alma. Es cuando la memoria comienza
a entrar en escena. Es el inicio de ese enigmático proceso de formación de ella. Tal
vez, entre las realidades e imágenes que también podrían entregar indicios acerca
de ese proceso, pudiera avistarse algún rasgo de semejanza con la formación de esos
complejos espacios en los que la pleamar de las aguas saladas del océano represa las
aguas dulces de los ríos que en él desembocan y, a su vez, en él se adentran durante
la bajamar. En algún grado puede suceder con la memoria algo de lo que ocurre
entre los límites de aquellos estuarios que allí se forman, reuniendo y separando a
la vez la estable grafía de la tierra con el movimiento incesante de las olas del mar,
y donde se generan esas zonas de marismas que suelen exhibir ecosistemas con una

494 gran biodiversidad de flora y fauna.

Toda la larga historia de la condición humana habría quedado marcada por aquel
prolongado ejercicio de la memoria de la voluntad.3 Con ello, Nietzsche distingue

2
GM., II, §1.
3
A propósito de este tema y en conexión con lo recién dicho sobre estuarios y marismas, cabe tener
presente la estrecha relación que en numerosos textos establece Nietzsche entre la voluntad y las
olas del mar, así como inevitablemente entre mar y tierra. Véase CJ., §310, §124 y §240. Y acerca
Dobles Póstumos / José Jara

algunas características suyas, como aquella a la que denomina mnemotécnica del


dolor, que mostraría de qué manera en algún otro tardío momento el hombre llegó
a adquirir la figura de un individuo, a la que luego designa mediante la imagen de
un «fruto maduro» que cuelga del añoso árbol de la historia, una vez que logró li-
berarse de «la eticidad de la costumbre y de la camisa de fuerza social».4 Trasladado
todo esto al plano de los saberes generados posteriormente por esos hombres tar-
díos, lo que allí habría comenzado a configurarse de acuerdo con la denominación
propuesta por él es el paso de aquel más antiguo «periodo premoral de la humani-
dad», en el que las consecuencias de una acción determinaban la cuantía de su valor,
a aquel otro periodo igualmente largo en el que fue la procedencia de una acción
—como «derivada de una intención»— lo que habría dado lugar al surgimiento del
individuo y a que éste transitase, «tras prolongadas luchas y vacilaciones», hacia ese
penúltimo periodo denominable como moral.5 Un último periodo de tal condición
problemática —último sólo porque puede ser el actual— se habría iniciado más
tarde, cuando llegaron otros momentos en los que frente al hombre se comenzó a
perder el miedo, el amor, el respeto, la esperanza en él, la voluntad de él, que deja-
ron a cambio la desgastada moneda suya que, Nietzsche percibe, se muestra en su
tiempo en la figura del nihilismo.6 Parece ser el despuntar de un momento histórico
en el que lentamente se habría iniciado el descrédito del perfil bajo el que el hombre
se experimentaba a sí mismo como individuo y que, tal vez, hoy es una de las ins-
tancias desde donde se procura repensar las actuales condiciones de remodelación
de la subjetividad. Y junto con ello, de reformulación de las palabras de la promesa
y, por qué no, de las palabras de la filosofía.

Nos parece que no sería aventurado establecer alguna conexión entre las palabras de
495
la promesa y las palabras, los escritos de algunos de los más grandes pensadores que

de la referencia en forma de símil al semianimal que una vez fue el hombre, en conjunción con la
conversión acaecida en algún momento de los animales marinos en terrestres, véase GM., II, §16.
4
GM., II, §2.
5
MBM., §32.
6
GM., I, §12.
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la filosofía ha tenido en su historia. Podría decirse que, al menos las suyas, han sido
palabras de individuos enunciadas desde un haber asumido fuertemente la condición
de tales a través de su más propio pensar, estableciendo así una notoria distancia,
quizá irreversible, frente al silencio de la animalidad; aunque no sería lícito suponer
que este silencio suyo signifique su desaparición. Las palabras o discursos del pensar
de tantos filósofos no parecen haberse gestado sino a partir de una cierta toma de
posición con respecto a lo que veían, experimentaban en su tiempo como deficitario,
insuficiente o menesteroso de ser repensado, y esto con vistas a algún otro proyecto
—cosmovisión o concepción de mundo, si se quisieran emplear tales términos— en
el que se pudieran remediar o replantear las formas de pensar y relacionarse los hom-
bres consigo mismos, con los otros y con el mundo que los circunda y en el que ha-
bitan. Importantes discursos de filósofos pueden ser leídos también como formas de
reflexión abiertas hacia el perfil reconocible, si se quiere, de las utopías, susceptibles
de ser consideradas como una variante de las promesas, o al menos de lo promisorio
precisamente del pensar. Cabe decir que Platón lo hace en La República y en Las Le-
yes, san Agustín en La ciudad de Dios, Tomás Moro y Campanella en sus respectivos
proyectos utópicos; así como lo sería igualmente la búsqueda metódica de la verdad
en Descartes para construir sobre ella el edificio entero de las ciencias, la crítica kan-
tiana de la razón para emprender con los recursos de la Ilustración el seguro camino
de la ciencia, la fenomenología y la lógica hegelianas que han de conducir dialéctica-
mente a la condición de ciencia del saber absoluto, o la lucha revolucionaria de clases
que en Marx ha de llevar a la sociedad sin clases.

496 En cada uno de estos casos se aprecia una reflexión que procura adentrarse hasta
las raíces o el fundamento mismo de lo que se considera la esencia o la naturaleza
humana provista de facultades que le serían propias y, por consiguiente, se señala
en ellos lo que en algún momento del porvenir debería llegar a producirse entre los
hombres una vez que hagan un uso apropiado de tales recursos. Genéricamente,
en ellos se trata de ver cómo hacer para que eso suceda a través de vías e instancias
que permitan el acceso a y traduzcan la especificidad de lo que, en cada caso, se
Dobles Póstumos / José Jara

establece como lo que es propio al alma o al cuerpo, a la razón y el espíritu o a las


pasiones, deseos y necesidades de los hombres, para así hacer real la posibilidad de
consumar esa esencia o naturaleza. En cualquier caso, y con las debidas diferencias
y especificaciones que corresponda introducir, en todas ellas trasparece una peculiar
estructura teleológica que marca los hechos e interpretaciones de la historia huma-
na, apoyada en una concepción lineal y continua del tiempo.

Hacia algunas complejidades de lo humano

Hemos aludido aquí a un punto que pareciera diferenciar la propuesta teórica de


Nietzsche sobre el nihilismo respecto de esos otros discursos y palabras con sesgo
utópico de la tradición de la filosofía. Es una tradición con la que precisamente él
procura enfrentarse de manera radical, es decir, cortando esa historia en dos, como él
señala al enfrentarse a la moral cristiana en cuanto habría descubierto en ella lo que
ha debilitado y enfermado al hombre, haciéndole perder su posibilidad y tal vez su
condición de llegar a ser, en cada caso, un individuo. Haber hecho luz sobre ese agen-
te mayor del nihilismo es lo que le lleva a considerarse como siendo quien «divide
en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él».7

¿Es aún sostenible hoy esa pretensión nietzscheana, de la que bien pudiera alguien
decir que no procede más que de la típica arrogancia expresada en muchos de sus
textos? O bien, al margen de entrar a examinar la eventual calificación de arrogancia
para esas palabras, ¿cabría ponerlas en relación con ese otro antecedente dramático
de ellas, que se escucha en las palabras pronunciadas al mediodía por ese hombre
frenético que lanza su lámpara al suelo en medio de la plaza pública, poco después 497
de anunciar la muerte de Dios, interpelar a sus hechores por lo cometido, describir
sus consecuencias y prometer el comienzo de otra «historia más alta que todas las
historias habidas hasta ahora»?8

7
EH., «Por qué soy un destino», §8.
8
CJ., §125.
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La muerte de Dios no es, por lo pronto y en un primer momento, sino el enunciado


de las palabras de un loco, de un hombre frenético que irrumpe en el mercado, pala-
bras que ninguno de los hombres allí presentes entiende. Es la palabra de un desafo-
rado, de uno que está fuera del foro, fuera de las evidencias que rigen en la plaza pú-
blica. Lo percibido por esos hombres como el frenesí con que aquel individuo hace
resonar ante ellos una palabra inaudita sólo se sostiene en el hecho de que éste viene
a romper una evidencia de la que, él entiende, ellos ni siquiera han calibrado su peso
real: carecer de una palabra que sea propia y radicalmente suya —o, visto lo mismo
desde un ángulo distinto, percibir allí cuánto de ignorancia inercial mueve a las que
cree como suyas—. Y sin embargo, al menos uno de los propósitos de lo dicho por
ese desaforado apunta a volver a darles la palabra precisamente a esos hombres de
la plaza pública. Y ese propósito aparentemente simple, con el que podría iniciarse
esa otra «historia más alta» —en tanto sea susceptible de asumir también el sentido
terrenal, concreto de ella—, lleva a Zaratustra a percatarse de que no es aún «la
boca para estos oídos». Así como igualmente él da la cara usando esa máscara cínica
del desaforado para decir que, así como «el rayo y el trueno necesitan tiempo», las
palabras con que anuncia un acontecimiento ya sucedido, pero todavía no percibi-
do, requieren también de un tiempo que se haya hecho cuerpo en los hombres, es
decir, de una historia efectiva que haya dejado huellas en la profundidad de la piel,
para ser oídas y asumidas. El giro cínico de esas palabras muestra las dificultades
existentes para percibir la inmediatez de lo que rodea a los hombres, así como el viso
demencial de miopía en que puede haberse convertido para ellos aquello que, con
la desmesura de un peculiar orgullo, enaltecieron lo que los separaba y distinguía de
498 los animales: ese logos adquirido hacía unos pocos milenios.

Es la enajenación en que han vivido durante siglos esos hombres de la plaza pública
la que les impide darse cuenta de la condición de deudores en que ha transcurrido su
existencia, a pesar de lo mucho y diverso que efectivamente en ella y con ella hayan
hecho, y que sólo ellos han hecho. Lo risible para ellos de ese frenesí del desaforado
y la consiguiente burla con que enfrentan a ese frenético, son para éste exactamente
Dobles Póstumos / José Jara

conmensurables con la lejanía en que se encuentran con respecto a disponer ellos de


acceso hacia una posibilidad efectiva de sí mismos, ignorada por ellos. Una lejanía
que les impide acuñar palabras propias para la diversidad de experiencias tenidas en
su existencia cotidiana. Por ello sólo se sienten habilitados para hacer lo que hacen
cuando reciben una orden que se lo manda, por cierto, legitimada por su proceden-
cia divina, en primer término, y subsidiariamente por una de índole humana, en
tanto de algún modo comparta aquel estatuto originario. Pues para ellos, el hecho
de contar con una palabra propia, algo que sea al menos equiparable con algún
aspecto de la estatura de una promesa suya, sólo puede hacerse en nombre de Dios
o de quienes actúan y hablan en su nombre, o bien, por haberse habituado durante
largo tiempo a ello, en nombre de alguno de sus antepasados. Todo esto ha solido
ocurrir, por lo demás, al margen de las argucias que ellos hayan usado y aprendido
para poder sobrevivir frente a esas palabras, en último término, ajenas.

A partir de lo dicho entre los actores sobre lo sucedido en esa escena de la plaza
pública, por lo pronto, se puede señalar uno de los aspectos seguramente más evi-
dentes de la palabra de la promesa: su condición temporal. Esto es, el hecho de que
con ella queda comprometida toda la amplitud, diversidad e intensidad de un futu-
ro a través del cual el presente en el que ella es dicha pretende extenderse más allá
de sí mismo, aunque sin poder dibujar por adelantado con exactitud irrecusable los
personajes, hechos y situaciones que habrán de convertir ese futuro en una historia
susceptible de ser narrada, analizada o interpretada en algún momento posterior. La
promesa abre una temporalidad que, para convertirse en historia efectiva, requiere
de un conjunto de otros componentes humanos, más terrenales, de consistencia
material, que le permitan concretar, multiplicar sus posibilidades de cumplimiento.
499
Por eso es preciso tener presente que la promesa no es sólo una palabra, sino que
con ella se indica también una actividad. Y aunque se pueda entender como una
palabra singular, la actividad implicada por ella requiere usarla siempre en plural.
Así, la promesa remite a todos los hechos y situaciones, así como a las actividades
y procesos que condujeron a ella, y también a los que se derivan de ella y que hay
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que considerar y examinar cuando llegue el momento en que se la quiera analizar o


sopesar sus implicaciones, así como su posible cumplimiento. En el contexto inme-
diato de las páginas en que Nietzsche introduce el tema de la promesa, citado más
arriba, se pueden distinguir por lo menos dos tipos de situaciones genéricamente
diversas de esta actividad: 1) todos los distintos mecanismos, procedimientos e ins-
tancias empleados en las formas históricas habidas de la «mnemotécnica del dolor»,
que condujeron a un sí o a un no; lo cual significa examinar paralelamente toda la
dimensión social y, por ello, también política de las decisiones y hechos que condu-
jeron a esa mnemotécnica del dolor, la sostuvieron y la legitimaron. 2) Y ya en otro
nivel, abordar toda esa «ininterrumpida cadena indicativa de interpretaciones y re-
ajustes siempre nuevos»9, de «procesos de avasallamiento», de «resistencias», «meta-
morfosis» de las acciones, reacciones y contra-acciones que, en definitiva, exhiben la
gran fluidez del «sentido» presente en cada uno de los elementos particulares de esas
actividades y en sus relaciones, así como en el todo en que ellas se insertan, al igual
que en «la pérdida de sentido y conveniencia» que a ellas pueda haberles afectado.

Aunque resulte una tarea compleja que seguramente exige de largos y minuciosos
análisis de tipos y niveles de realidad diversos, resulta igualmente ineludible tener
que asumir el examen de esa profusión de elementos y de sus conexiones implicadas
en estos dos puntos, si se quiere acceder a toda la dimensión teórica que Nietzsche le
otorga a la promesa en sus textos. Pues «el auténtico problema del hombre», una vez
que se encuentra existiendo en esa «naturaleza» a la que más tarde se llamará «mun-
do», no puede reducirse a una comprensión de la promesa como siendo sólo una

500 palabra, o como un asunto de lenguaje examinable prioritariamente o de modo pri-


vilegiado desde la estructura sintáctica o semántica suya. Y mucho antes que surgiera
este último tipo de planteamientos, para Nietzsche era ya plenamente claro que sólo
en tanto pueda ser abordada y entendida la palabra de la promesa como esa actividad
humana marcada por el tiempo y por los hechos de la historia, con sus consiguientes

9
GM., II, §12.
Dobles Póstumos / José Jara

transformaciones periódicas y muchas veces aleatorias, ella puede adquirir la condi-


ción de ser y de entregar un sustento real, vigoroso, para la relación que mediante ella
se abra entre un yo y un tú, entre un yo y otros o entre nosotros y ellos.

De manera que en tales palabras, en las que siempre resuenan ya actividades como
las indicadas, y como consecuencia de ellas, es preciso ver que allí se expresan tam-
bién formas históricas específicas del ejercicio de aquello que Nietzsche propuso
como esa «teoría de una voluntad de poder que se despliega en todo acontecer».10 Los
11 casos enumerados esquemáticamente por él a propósito de la fluidez del «senti-
do» apreciable en los modos como se han aplicado «penas», castigos a los hombres, o
la secuencia de esos otros 10 casos señalados en otro texto con respecto a la «paz del
alma»11, son una indicación circunscrita de esa metodología histórica de la puesta en
obra del pensar a partir de esta teoría suya —a la que en ocasiones califica también
como una hipótesis—, que es la voluntad de poder presente en «el mundo visto des-
de dentro» y que quedaría así «definido y designado en su “carácter inteligible”».12

De ahí que algunas de las promesas enunciadas por los hombres a través de la histo-
ria hayan sido palabras-realidades con las que se ha modelado la condición humana
y que, como tales, les haya sido lícito penetrar en la configuración de diversos discur-
sos de distinto tipo y calidad con que ellos se han ido haciendo a sí mismos. Esto es,
desde aquellos discursos que en los periodos iniciales de la historia condujeron hasta

10
Ídem.
Acerca de la primera referencia, véase GM., II, §13, y acerca de la segunda, véase Cr. «La moral
501
11

como contranaturaleza», §3. El uso frecuente por parte de Nietzsche de las enumeraciones ofreci-
das para delimitar un análisis posible de algunos conceptos o realidades humanas de acuerdo con
el estilo de su pensar, en que pone en juego la historia y la genealogía, no lo lleva a desconocer
las dificultades presentes en tales análisis, que suelen concluir en que «resulta del todo indefinible»
la «síntesis de “sentidos”» presente en lo denominado y entendido como una unidad conceptual.
A este propósito, véase la muy interesante perspectiva de lectura expuesta en el trabajo de Sabine
Mainberger «La enumeración como forma artístico-filosófica en Nietzsche», en consonancia con
su uso de la retórica, publicado en Germán Meléndez (comp.), Nietzsche en perspectiva, Siglo del
Hombre Editores / Pontificia Universidad Javeriana / Universidad Nacional de Colombia, Bogotá,
2001, pp. 199-214.
12
MBM., §36.
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la formación de la responsabilidad, la conciencia y la razón, así como a la posterior


calificación moral de éstas bajo las formas de la «mala conciencia», el pecado y la
culpa, operantes en las más significativas figuras del nihilismo denunciadas por él.
Aunque también lo sucedido con tales palabras-realidades se encontraría en la base
de esa «gran promesa»13 que, desde esos primeros momentos en que le fue lícito
comenzar a alejarse de su mera condición animal, aguarda al hombre en el futuro, y
que Zaratustra expresa con lo que para él es sólo aún una palabra-promesa: el «su-
prahombre». De manera que bien podría decirse que la promesa, en cuanto palabra,
sólo vendría a ser algo así como lo expresado en esa vieja imagen de la punta del ice-
berg, y a partir de la cual cabría visualizar algo de lo anunciado en el concepto de esa
voluntad de poder que traspasa a toda la condición humana a través de su historia.

Entrecruzamientos de lo individual y lo social

Otra dimensión que subyace a la promesa se encuentra en el hecho de que, si bien


la actividad implicada en ella se hace efectiva y es constatable en las palabras de
un hombre en cuanto individuo, Nietzsche no deja de recorrer analíticamente esa
situación histórica inicial de los seres humanos que lo conduce a distinguir las coor-
denadas y puntos de eclosión del individuo. La sociedad es la gran mediadora entre
el animal y el hombre, allí es donde se despliega el largo proceso de decantamiento,
de «experimento» y «búsqueda»14 de todas las diversas formas habidas de lo que
en algún momento llegó a llamarse individuo. Pues «para vivir individualmente,
primero tiene que ser altamente promovida la sociedad, y ser promovida una y otra

502
vez —lo opuesto: en unión con ella, lo individual recibe antes que nada alguna
fuerza—».15 Si sus primeras acciones se perfilaron, por una parte, entre los extremos
de los «actos de violencia» de una guerra y los «sortilegios de la paz»16, con todos los

13
GM., II, §16.
14
Z., «De las tablas viejas y nuevas», §25.
15
SW.KSA., 9. 11[171].
16
GM., II, §16.
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mecanismos y procedimientos que desencadenan, regulan e instauran a la una y la


otra, también, por otra parte, su figura singular se fue destilando en esos «periodos
otoñales de un pueblo»17 en que sus hábitos adquiridos comenzaron a ser horadados
por la corrupción, la superstición y el relajamiento de lo conquistado y estabilizado
alguna vez. Es esta inseparabilidad de sociedad e individuo en el proceso de forma-
ción histórica del tema y variaciones de la promesa, lo que resuena en el trasfondo
de lo dicho por Nietzsche cuando se refiere al surgimiento tanto del individuo como
del «Estado», y delimita al primero diciendo de él que es una «materia bruta hecha
de pueblo y de semianimal (que) no sólo acabó por quedar bien amasada y malea-
ble, sino por tener también una forma».18

Y entremedio de las acciones de uno y de otro que modelan a uno y erigen al otro,
emerge y se decanta esa acción definitoria y decisiva para cada uno de ellos —indi-
viduo y «Estado»—, así como es igualmente determinante para entender tanto la
palabra de la promesa como el fenómeno entero de la vida: el mandar, junto al con-
siguiente e indispensable obedecer. Estos dos verbos y, por consiguiente, estas dos
acciones que sostienen y con las que se construyen la promesa y la vida son también
las palabras decisivas dichas por Zaratustra para que los hombres entiendan aquello
que está en la base del bien y del mal19, es decir, de toda acción moral, así como, pa-
ralelamente, habría que agregar, de toda acción política en la que se manifiesta, por
lo pronto, la existencia y la relación del hombre con el hombre en la sociedad. Pero
Zaratustra califica allí igualmente las circunstancias y la modalidad en que se ejercen
esas acciones de mandar y obedecer, así como la condición del ser humano cuando
las asume y las hace suyas, y que se ponen al descubierto mediante las palabras de la
promesa. Lo que con ellas se pone en juego es: 1) calibrar cómo y cuándo un hom-
503
bre ha llegado a constituirse en individuo, si ha sido capaz de acceder a una palabra
que sea suya, a una promesa a la cual obedecer, obedeciéndose así a sí mismo; 2)

17
CJ., §23.
18
GM., II, §17.
19
Z., «De la superación de sí mismo».
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asumir el hecho de que, si ha fallado en ese intento o aún no ha alcanzado a acceder


a sí mismo y, por tanto, escapa de sus palabras la posibilidad de convertirse en una
promesa, podrá quedar expuesto a recibir una orden a propósito de sus acciones; 3)
alcanzar claridad sobre la mayor dificultad inherente a todo mandar, derivada de los
obstáculos que debe vencer para poder acceder a sí mismo y, por ende, a la promesa;
4) sopesar la inevitabilidad de la obediencia para todo ser humano, se sea o no capaz
de hacer una promesa a partir de sí mismo, y 5) conceder que, a pesar del efecto de
superioridad, de la interna certidumbre y valoración incondicional que son propios
a todo mandar20, éste es siempre un ensayo hecho por un individuo para arribar a
algo que sea suyo y que, como ensayo, queda inevitablemente expuesto al riesgo de
no llegar a cumplir su propio mandato para consigo mismo, es decir, su promesa.

Vista desde otra perspectiva, la palabra de la promesa vendría a constituirse en la


gran mediadora, en una insoslayable instancia operadora de cambios, en una tra-
ductora de los hechos y situaciones de un pasado que allí es retomado al hilo de los
deseos y aspiraciones de aquel momento en que se hace la promesa, en que alguien
se la da a sí mismo como un mandato y procura luego obedecerla. Esa palabra con-
vierte todo cuanto queda entramado en lo sucedido en el pasado, los propósitos del
presente y el proyecto del futuro, en una suerte de materiales que, por lo pronto, po-
seen una doble condición: invariantes con respecto a su triple diferencia temporal y,
sin embargo, siempre modificables a partir de la distinta valoración que cada uno de
ellos reciba en momentos específicos diversos a aquellos contenidos en los otros dos.
Pues si bien el presente puede aparecer como el gran distribuidor de acentos o in-

504 flexiones de énfasis para la importancia que allí puedan adquirir los elementos cons-
titutivos del pasado y el futuro, cada uno de éstos puede retornar o irrumpir en el
presente con una fuerza tal que llegue a debilitar notoriamente su inmediatez o bien
pueda hacerlo incluso desaparecer en su urgencia. Esa palabra adquiere así una ma-
terialidad temporal que incide decisoriamente en la contextura de la promesa, tanto

20
MBM., §19.
Dobles Póstumos / José Jara

por parte de quien la asuma como ejecutor responsable de ella, como por quien la
reciba para acogerla, rechazarla o poner en duda su cumplimiento, de acuerdo con
el grado de certeza de que disponga para poder o tener que cobrarla más tarde. Es
una palabra que se transforma en una materia prima contable e insustituible dentro
de la cadena productiva y de transmisión de los hechos y personajes involucrados en
esa historia específica allí en juego. En cierto modo, ella opera también allí, por una
parte, como una peculiar garantía de reunión, de estabilización —¿podría incluso
decirse de identidad?— con respecto a la diversidad de esos hechos, pues a través
de ella sería preciso reconocer la coherencia, persistencia o necesidad fáctica de su
reunión, convocada precisamente por esa promesa. Aunque, por otra parte, en esa
palabra se traduce igualmente el riesgo de la apuesta que traspasa inevitablemente
a la promesa, en tanto ésta queda expuesta a la contingencia de todo cuanto pueda
intervenir allí para favorecer o perturbar u observar con indiferencia el despliegue
del esfuerzo implicado en el cumplimiento de ella.

Si bien la promesa es algo que adquiriría todo su real sentido humano cuando es di-
cha por un individuo que ha llegado a ser tal, eso sólo parece suceder luego de aquel
largo rodeo y proceso que él ha de emprender para superar, transformar, delimitar,
subjetivar todo cuanto lleva dentro de sí, incluida la comunidad o el pueblo del cual
procede. Y esto señala hacia una trayectoria que, sin embargo, tiene siempre una do-
ble dirección de ida y vuelta, pues teniendo incluso presente la diferencia contextual
y temática de lo aludido por Nietzsche en el texto siguiente, creemos que también
siguen siendo válidas y aplicables a este propósito aquellas palabras suyas en las que
afirma que «un pueblo es el rodeo de la naturaleza para llegar a seis, a siete grandes
hombres. —Sí: y para eludirlos luego».21 Es entre la persistencia, inestabilidad y
505
transformaciones de esos puntos de partida y de llegada cuando, en algún momen-
to, maduran algunos frutos, privilegiados o geniales, de exportación o de consumo
interno, en cualquier caso, humanos todos, sin que en ninguno de ellos pueda ex-

21
MBM., §126.
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cluirse la condición de ser también «demasiado humanos». Pues ¿quién y cómo


podría escindir a un individuo del pueblo en que nació, creció y en el cual adquirió
algún perfil y estatura? Tarea seguramente imposible. Y sin embargo, ése parece ser
el recurrente dilema y corriente contradicción en que usualmente se encuentra un
individuo con respecto a su pueblo, cuando llegan esos momentos en que algunos
de ellos experimentan incoincidencias e insatisfacciones con cuestiones que en éste
suceden, se deciden y hacen. Así como, visto desde el otro costado multitudinario,
se expresa extrañada y en ocasiones indignadamente, a su vez, cada pueblo con
respecto a esos individuos que de él surgen y que, reiteradamente, en algún instante
acaban sintiéndose, pensando y actuando, de cierto modo, como si fueran seres
ajenos a esa tierra suya, o incluso y en el límite como exiliados de ella, aunque aún
persistan en habitar en algún rincón suyo. Son momentos en los que éstos parecen
sobrellevar de algún modo los distintos grados de ambigüedad que puedan atravesar
y tensionar su sistema afectivo-intelectual singular, cuando se enfrentan a algunas
de las incógnitas por resolver en la ecuación individuo-multitud, elevada además a
la segunda potencia de la historia y la cultura nacional y personal que, en cada caso,
vivencien como suya.22

Otra temporalidad y otra moral

Las palabras de la promesa adquieren así toda la complejidad de esos puntos de


cruce de los caminos que llevan hacia ella y que de ella salen. Para decirlo con una

506
22
Y las variaciones sobre esta polifacética relación entre un pueblo y un individuo —además de ser
aplicables al propio Nietzsche, como se puede ver en numerosos textos suyos— pueden extenderse,
si no al infinito, en todo caso a las múltiples perspectivas de acercamiento a ella desde cada uno
de sus términos, pero también desde cada uno de aquellos cortes en el discurrir del tiempo que se
convenga en establecer o sea preciso introducir, conforme al nombre de épocas o periodos históricos
válidos de distinguir, y de acuerdo con la sustentabilidad del núcleo del análisis e interpretación que
se haya elegido emprender. Entre algunos textos de Nietzsche a este propósito, véanse CJ., §1, §23,
§143, §149, §356, §357 y §377; MBM., §241, §244, §251 y §254; Cr., «Lo que los alemanes están
perdiendo», §3 y §4; «Incursiones de un intempestivo», §23, §33, §37, §38, §39, §44 y §47.
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frase de Foucault, se convierten en el «reino ilimitado del Límite»23 que atraviesa las
condiciones materiales de existencia de los hombres y de los regímenes de prácticas
en que, a su vez, se cruzan los «efectos de prescripción o jurisdicción» y los «efectos
de codificación o veridicción»24, en los que se ponen en juego los diversos tipos de
racionalidad con que un ser humano procura solventar aquello que se le presenta
como un problema. Aparte de las cuestiones que con esta referencia a Foucault
habría que precisar a propósito suyo, y retornando a palabras de Nietzsche, lo que
además se exhibe en las encrucijadas materiales de la promesa es, por lo pronto, ese
instante inconmovible de una palabra lanzada hacia el futuro y que, sin embargo,
se convierte a la vez en el «mayor centro de gravedad»25, ese instante que se mul-
tiplica y vuelve una y otra vez, en el que y en los que es preciso enfrentar, decidir,
asumir las palabras y los hechos cargados de la temporalidad plural de una prome-
sa, en torno a los cuales gira su existencia terrenal. Pues con la muerte de Dios es
otra conjugación del tiempo y otro tipo de acción la que se inicia, aquella que aho-
ra impone «no mirar hacia lejanas, desconocidas bienaventuranzas y bendiciones y
perdones, sino vivir de tal modo que queramos vivir otra vez y ¡querer vivir de tal
modo por la eternidad! —Nuestra tarea se dirige hacia nosotros en cada instante».26
Como no podría menos de suceder y aunque en esta ocasión sólo aludamos a ella,
al asignarle Nietzsche a la promesa un rol tan importante en la historia del hom-
bre, no puede ella permanecer ajena o serle indiferente ese otro tema central de su
reformulación y propuesta teórica sobre las condiciones de existencia del hombre
sobre la tierra, que es el del eterno retorno, inseparable, a su vez, del tema de la
voluntad de poder.
507
23
DE., I, p. 235; OE1., p.165.
24
DE., IV, p. 22; IP., p. 59.
25
CJ., §341. (Conforme a la corrección que hemos hecho en la 3a ed., 1999, de nuestra traducción de
La ciencia jovial, el título del §341, en el que Nietzsche enuncia públicamente su primera formu-
lación explícita sobre el eterno retorno, es precisamente «El mayor centro de gravedad» (Das grösste
Schwergewicht)).
26
SW.KSA., 9. 11[161]. (Traducción nuestra).
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Así, en ese instante de la promesa se pone en juego la apuesta hecha por el hombre,
por lo pronto, consigo mismo, aunque a la vez en él queda incluido todo cuanto
media y aparece, o más bien, aparecerá entre aquel instante en que dice tal palabra
y aquel otro en que ésta habrá de cumplirse. Lo que allí se pone en juego es la per-
severancia de la voluntad en lo querido una vez y poder volver a quererlo más tarde,
a pesar de que entremedio puedan suscitarse transformaciones en las condiciones
concretas de existencia, que hagan pesaroso el mantener aquella resolución inicial.
Esta radical pre-visión, esa mirada y ese pre-sentimiento del hombre hacia lo que
aún se encuentra por delante, en el futuro, así como esa relampagueante retro-
visión, esa mirada hacia atrás suspendida en la dimensión aún virtual de un futuro
todavía no acaecido, sino únicamente entrevisto y que sólo se apoya en lo que su
querer sea capaz de imaginar en tal coyuntura, es lo que en última instancia se anun-
cia en ese «instante terrible» en el que resuena el pensamiento del eterno retorno de
las acciones de la existencia, y que lo transforman en el mayor centro de gravedad
de la voluntad.27 Pues lo que allí también aparece en escena y juega su rol es esa
hipótesis de Nietzsche, presentada en otros momentos como su tesis de la voluntad
de poder, que habría de hacer inteligibles las acciones de cada individuo consigo
mismo y, a la vez, con y entre todos los seres humanos. Pues igualmente es preciso
tener presente que, ya sea que se mantengan o se alteren las condiciones concretas
en que se hizo una promesa, la reiteración, modificación o liberación de ella supone
la inevitable aceptación de que eso sólo podrá hacerse mediante la intervención de
aquel —o de aquellos— a quien se la hizo, la aceptó y la hizo suya, como palabra
empeñada ante él, ella, ante nosotros o ellos. También ante sí mismo. Puesto que
508
27
Probablemente es en ese instante terrible cuando Nietzsche entiende que resuena paralelamente
un peculiar inicio de tragedias y de parodias, aunque ahora ellas habrían de disponer de un temple
netamente humano, si es que allí efectivamente y a pesar del rechinar de dientes de quien sienta que
sobre él adquiere poder tal pensamiento, es éste también el que, a la vez, le trae a la subjetivación
individual allí alcanzada su «última y eterna confirmación y sello». Última porque es aquella en que
incanjeablemente se pone en juego en cada caso, y eterna en tanto esos instantes habrán de retornar
reiteradamente en el curso de su existencia y mientras exista. Véanse CJ., §341, y prólogo, §1.
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si esa promesa no ha de ser una palabra vana, es preciso conceder que «en todos
aquellos lugares donde reconocemos que hay “efectos”, una voluntad actúa sobre
otra voluntad».28 Podrá apreciarse, a su vez, que lo que atraviesa la encrucijada de
la promesa en todos estos casos es la entera dimensión de la ética y de la moral, del
êthos de quien promete y también del êthos, o por lo menos de las mores, de quien o
quienes reciben y aceptan la promesa.

Pero como entre el instante en que se enuncia la promesa y aquel otro en que fi-
nalmente se cumpla, modifique o anule, puede mediar un tiempo imprevisible o
diversamente reajustable de acuerdo con las condiciones materiales, pero también
humanas, subjetivas, involucradas en su acontecer, ella requiere de un estado durade-
ro del alma del hombre, de un êthos que la sostenga a través de un discurrir temporal
prolongado y expuesto a embates fortuitos de la existencia, y no sólo del «pathos, del
querer apasionado», «para decirlo y hacer la distinción con los griegos»29, como se-
ñala Nietzsche, aunque en un contexto diferente al que aquí consideramos. Si no se
quiere despojar de espesor a los hechos y de intensidad al paso del tiempo, así como
de porosidad al hombre que se mueve entre unos y otro, quedando permeado en
algún grado por ellos, seguramente podrá aflorar en el êthos que sustenta el querer
de la partida y el de la llegada, por lo menos algún ligero temblor o estremecimiento
mayor en el pulso de quien sostiene la acción cumplida, lograda o malograda. Pero
justamente en esa porosidad y permeabilidad del querer abierto a lo que le sucede
cuando se pone en juego y apuesta es donde podrán reconocerse los límites efectivos
de ese individuo y de esa subjetividad suya atravesada y configurada ahora por ese
reino ilimitado del límite, así como habrá de percibirse allí también el modo como
logra enfrentar, atravesar o transformar por diversas vías y maneras tales límites. Y
509
lo que entremedio de toda esta situación se dibuja es otro rostro de lo que se ha
solido llamar la identidad del individuo. Un rostro hecho también de máscaras30,

28
MBM., §36.
29
CJ., §317, y CI., III, §9. [Esta última referencia no hallada, proponemos GM., III, §9].
30
MBM., §40, §270, §278 y §289.
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así como una identidad lábil que ha de aprender a caminar por la cuerda floja31 y
los laberintos de la existencia32, expuesta, como ahora está, a ese eterno retorno de
las palabras que emergen desde ese otro centro de gravedad también suyo que es
su cuerpo y de «la estructura social de instintos y afectos»33 que alberga su alma, la
configuran y se recrean en ella.

Aquí es donde se pueden apreciar todos los subsuelos y pisos en elevación que se
construyen desde el êthos y las palabras de la promesa, que conducen a conjugar de
acuerdo con otros criterios el valor y el sentido de la acción y el querer moral. Aquí
es donde habría que aprender a leer la respuesta de Nietzsche a esa pregunta que
apunta a la conciencia moral, aunque esté dirigida simplemente a «¿qué dice tu con-
ciencia?», y que tiene como respuesta: «debes llegar a ser el que eres». Pues no sólo
en ese «debes» de la respuesta se percibe la inflexión moral de la pregunta. También
en la respuesta a la pregunta inmediatamente siguiente, «¿dónde se encuentran tus
mayores peligros?», señala él hacia la distancia que lo separa de la moral tradicional,
o más bien, de la moral cristiana dominante durante tantos siglos en Occidente,
pues su respuesta dice: «en la compasión». Para agregar de inmediato en la respues-
ta: «Mis esperanzas», la alusión tanto a ese otro tipo de hombre que habita en la
tierra siendo fiel34 a las condiciones efectivas de existencia que en ella prevalecen
para él, como a su propia apuesta por la resonancia que quisiera que tengan en los
otros las promesas hechas a ellos cuando pregunta: «¿Qué amas en los otros?», y, en

510 31
Luego de la caída del volatinero de la cuerda sobre la que caminaba, tendida entre dos torres y sobre
el mercado y el pueblo, Zaratustra le dice «tú has hecho del peligro tu profesión, en ello no hay
nada despreciable. Ahora pereces a causa de tu profesión: por ello voy a enterrarte con mis propias
manos». Z., Prólogo, § 6.
32
«Símil. Aquellos pensadores en los que todas las estrellas se mueven en órbitas cíclicas, no son los
más profundos; quien mira dentro de sí como en un inmenso espacio sideral y lleva vías lácteas
dentro de sí, sabe también cuán irregulares son todas las vías lácteas; ellas conducen hasta el caos y
el laberinto de la existencia». CJ., §322.
33
MBM., § 12.
34
Z., Prólogo, §3.
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definitiva, no le quede más alternativa que la de aguardar o procurar que las propias
esperanzas puestas en la palabra empeñada sean acogidas por quien la recibió.

Y en las tres preguntas que siguen a las tres anteriores —con las que concluye el
tercer capítulo de La ciencia jovial, con sus seis fragmentos de menos de una línea
cada uno en los que responde a tales preguntas, y que aquí elaboramos entrelazando
preguntas y respuestas en un texto continuo y con el tema de la promesa— anuda
mediante una sola palabra, vergüenza, las posibilidades de su modulación entre las
acciones de los hombres cuando se les pregunta por lo que estiman acerca de: «¿a
quién llamas malo?», «¿qué es para ti lo más humano?», y «¿cuál es el sello de la
libertad alcanzada?» Es la resonancia de otro tipo de relación moral con los otros y
consigo mismo la que tiene como común denominador las inflexiones que unos y
otros puedan sentir frente a la vergüenza, experimentada como aquel temple de áni-
mo que permea y ha de marcar a los hombres frente a las palabras de sus promesas.
Éstas quedan situadas en la profunda transformación de la interpretación acerca de
la condición humana que ahora resuena en la relación moral. Pues la respuesta a la
pregunta por aquel a quien se llama malo dice: «Al que siempre quiere avergonzar»,
mientras que la respuesta ofrecida frente a lo que sea lo más humano dice: «ahorrar-
le a alguien la vergüenza», para finalizar con la manifestación de la libertad lograda
en el hecho de «ya no avergonzarse ante sí mismo». Es la superación del paradigma
de la vergüenza acuñado para Occidente por la moral cristiana, como aquella ver-
güenza que se experimenta por las palabras, pensamientos y acciones propias, que
puedan aparecer como pecados de hecho o de intención ante el Dios que los juzga,
puesto que se lo permite su condición de haber sido considerado durante tanto
tiempo como el Padre-creador de todos los hombres. Un creador y juez, del que las
511
palabras dichas por ese hombre frenético en la plaza pública anunciaron un día que
ya no existía. Quien es malo, lo humano y la libertad, quedan ahora delimitados,
propuestos, entendidos y conjugados por la relación que entre sí y consigo mismos
los hombres sean capaces de sostener frente al sentimiento de la vergüenza que a
otro se quiera imponer, se le ahorre o se supere en uno mismo.
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La filosofía, una promesa de viajero

Si hacia el comienzo de estas páginas conectamos las palabras de la promesa con las
de la filosofía y el efecto que sobre las de ésta parece haber tenido ese fenómeno del
nihilismo, con lo dicho ahora acerca del êthos de la promesa y sus efectos sobre la
acción moral cabría esperar también una transformación del discurso mismo de la
filosofía. Cuando Nietzsche lanza una mirada hacia el horizonte del futuro, más que
la figura de la filosofía con una cierta entidad esencial, lo que vislumbra es la figura
de un tipo de hombres a los que cabría llamar filósofos, y ante los que él siente la
tentación de llamarlos «tentadores», Versucher, los que ensayan, experimentan y
que, por eso, pueden convertirse en «filósofos del peligroso tal vez (Vielleicht), en
todo sentido».35 Esta tentativa de denominación suya es coherente con su protesta
frente a la falta de honestidad exhibida por tantos filósofos, aquella que habían con-
vertido en un sello de su pensar: la tajante separación entre la condición metafísica
y apodíctica de sus discursos teóricos, y la desconexión de éstos con interrogantes
acerca de la contextura de su condición de individuos. Frente a ellos, Nietzsche es
enfático al afirmar que «en el filósofo, nada, absolutamente nada es impersonal».36
Y cabría decir que es por entremedio de los peligros de ese «tal vez» que para las
palabras de estos otros filósofos avistados por él se abre el camino hacia el ensayo, el
experimento. Pero también, y de acuerdo con lo ya expuesto, que es a través de ese
êthos de la promesa donde para ellos se introduce toda la gama de realidades de sus
condiciones de existencia y del ejercicio de su pensar, que convierten sus discursos
en una interpretación.

512 Entre los filósofos que ya han hecho historia en el siglo XX, es probable que sea Mi-
chel Foucault uno de los que han asumido el pensar filosófico en una cercanía más
estrecha con el de Nietzsche, aunque modulada de acuerdo con el estilo que él supo
forjar para su propio pensar. Muchas son las referencias explícitas que él mismo

35
MBM., §42 y §2. (Hemos modificado la traducción de A. Sánchez Pascual).
36
Ibíd., §6.
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entrega a este propósito. Y algunos de los términos con que expresa su manera de
concebir la filosofía, especialmente en algunos de sus últimos escritos, nos llevaron a
establecer la conexión entre una de las palabras usadas por él para ese efecto, êthos, y
la empleada por Nietzsche para referirse al «problema del hombre», la promesa. En
la conjunción que aquí hemos hecho de ambas nos parece que resuena algo del tra-
bajo realizado por Foucault, cuando al referirse a su propio quehacer con la filosofía,
pero a la vez a ésta misma, señala que él caracterizaría «el êthos filosófico propio a
la ontología crítica de nosotros mismos como una prueba histórico-práctica de los
límites que podemos franquear y, por consiguiente, como el trabajo de nosotros
mismos sobre nosotros mismos en cuanto seres libres».37

Nos interesa ahora destacar sólo un par de cuestiones implícitas en estas palabras.
La primera se refiere a la conexión existente entre esos «límites que podemos fran-
quear» y las relaciones de poder desde las que se establecen esos límites con que nos
encontramos en la vida en sociedad, y que afectan a aquello que nosotros mismos
seamos en tanto se interpongan frente a nuestra libertad. Y lo que sostiene a esa on-
tología crítica que se proponga franquear tales límites sería justamente un êthos que,
como él señala en otro lugar, estaría constituido por «la indocilidad del querer y la
intransitividad de la libertad».38 De un querer que no se doblega ante la dificultad o
imposibilidad de obtener respuestas o ante el matiz evasivo que puedan tener algu-
nas de ellas, sino que más bien insiste en preguntar una y otra vez; y que al hacerlo,
lo hace apoyado en ese intransferible querer suyo que es tanto el sello de su libertad
como el del modo particular en que, en él, se despliega y él ejerce su voluntad de
poder. Pues ésta y el «instinto de la libertad»39 son sólo dos nombres para denominar
el mismo asunto. Lo que, luego de lo señalado en páginas anteriores acerca de la
513
propuesta de Nietzsche sobre la voluntad de poder, puede no resultar tan extraño
es que también esos límites, que derivan de la puesta en práctica de las relaciones

37
DE., IV, p. 575. Versión castellana: OE3, p. 349.
38
DE., IV, p. 238. SyP., p. 254.
39
GM., II, §18.
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de poder vigentes en una sociedad, proceden del querer de una acción que no ceja
en su propósito. Sólo que en este caso puede tener un objetivo distinto que el del
êthoss filosófico. Y ciertamente no parece que pudiera ser de otro modo, pues ambos
proceden de una condición humana que se propone llevar a cabo, en cada caso,
una actividad que estime como propia, una tarea o una promesa. En ambos casos,
lo que allí interviene y produce efectos, resultados, es «una acción sobre la acción,
sobre las acciones eventuales o actuales, futuras o presentes». Es decir, algo no muy
diferente de la cita ya hecha de palabras de Nietzsche: «en todos aquellos lugares
donde reconocemos que hay “efectos”, una voluntad actúa sobre otra voluntad». Y
la intransitividad de la libertad que acompaña a esas acciones es efectivamente una
que puede conjugarse desde lo incanjeable del querer tanto en las tres primeras per-
sonas de singular como en las tres personas de plural, poniendo también en juego
cada una de ellas lo que con esa libertad quiera o pueda hacer: una tarea y promesa
singular o una establecida en común.

La segunda cuestión se refiere al hecho de que, para franquear libremente tales lí-
mites, pareciera que son imprescindibles todos los recursos que en su existencia los
hombres han inventado para con ellos hacer, en cada caso, sus vidas. Y entre ellos,
por lo menos uno de relevancia filosófica, «las ficciones lógicas»40, como por ejem-
plo, la de los juicios sintéticos a priori, que no por ser falsos han probado ser tam-

40
MBM., §4. Muchos son los textos en los que Nietzsche elabora esta compleja relación entre la
lógica, el pensar, el conocer y la historia y la vida. Entre ellos, dejemos consignados sólo dos:
514 «Hasta hoy incluso la mayor parte de los filósofos ni siquiera barruntan la verdadera crítica de los
conceptos o (como lo designé una vez) la efectiva “historia del surgimiento del pensar”. Se deberían
descubrir y apreciar de nuevo las estimaciones de valor que yacen en torno a la lógica; por ejemplo,
“lo cierto es de mayor valor que lo incierto”, “el pensar es nuestra más elevada función”; así como
“el optimismo en lo lógico, la conciencia de triunfo en cada conclusión, lo imperativo en el juicio,
la inocencia en la creencia de la comprensibilidad del concepto», SW.KSA., 11. 40[27]. También:
«La única manera como aún considero válida la filosofía es como la forma más general de la histo-
ria, como el ensayo por describir de algún modo el devenir heraclíteo y de abreviarlo en signos (y
por así decir, de traducirlo en una especie de ser aparente y de momificarlo)», SW.KSA., 11. 36[27].
Véanse igualmente: SW.KSA., 11. 26[61] y SW.KSA., 12. 9[89]; CJ., §110, §111, §112, §333 y
§355; MBM., §6 y §230.
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bién imprescindibles en algunos momentos determinados para seguir pensando, y


así, en definitiva, hacer igualmente más vida. Ésta es una de las perspectivas desde
las que Nietzsche señala que es preciso «admitir que la no-verdad es condición de la
vida»41, aun cuando sin duda con ello él entiende que su filosofía se coloca «más allá
del bien y del mal». Esas invenciones son ficciones, aunque necesarias, así como, de
otro modo y en otros registros de existencia y discurso, sería preciso decir que tam-
bién las palabras de la promesa y de las interpretaciones comparten esta dimensión
indispensable y creadora de la ficción.

Y el êthos filosófico desde el que Foucault entiende haber realizado su trabajo per-
sonal no es ajeno a este uso de la ficción y de la interpretación. Pues en su obra, de
hecho, pone en conexión los temas de la ficción, la verdad y la historia, cuando a
propósito de sus libros afirma no haber «escrito más que ficciones». Es una afirma-
ción que puede resultar paradójica si se tiene presente la cantidad de referencias y
documentación histórica, usualmente extensa y abrumadora, que llena las páginas
de esos libros suyos en que abordó las problematizaciones de la locura, el saber mé-
dico y psiquiátrico, la condición del hombre como ser vivo, hablante y trabajador,
y de las modalidades de castigo, analizadas todas ellas en los discursos y prácticas
de los siglos XVII al XIX particularmente en Francia, así como los de la guberna-
mentalidad y la biopolítica, aunque no sólo allí y, finalmente, su elaboración de
las formas del cuidado de sí y del uso de los placeres en el mundo grecorromano
del siglo IV a. C. y de los primeros siglos de esta era, junto a los del decir verdad.
Y sin embargo, ese trabajo suyo en las canteras de la historia, de las que extrae
algunos «fragmentos filosóficos»42, le permite —sopesando y orientándose por las
interrogantes que cruzan los aires del presente— conectar la ficción con la verdad,
515
buscando vías de acceso para las de su actualidad a través de las otras numerosas
interrogantes planteadas también a los hombres en el curso de siglos ya pasados.

41
MBM., §4.
42
DE., IV, p. 21 (IP., p. 57).
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Sin duda, lo hace de un modo peculiar, es decir, transformando la «ley» según la


cual se sopesaría el valor de «pureza» de la palabra filosófica. No es ya sin más la
condición de ser «pura» de la verdad, como algo universal y necesario, lo que a ella
la validaría. Podría decirse que es su recurso a entender el acceso a la verdad a través
de lo denominado por él como los «juegos de verdad», presentes en los diversos re-
gímenes de prácticas en que se configuran formas específicas de saber, lo que le hace
posible establecer una relación entre la verdad y la ficción sin tener que ruborizarse
ni disculparse por ello. Esas prácticas analizadas en sus libros, «consideradas como
el lugar de encadenamiento de lo que se dice y lo que se hace, de las reglas que se
imponen y de las razones que se dan, de los proyectos y de las evidencias»43, serían
las que operan como una suerte de correas de transmisión —de manera semejante
aunque sea en otro registro discursivo y real que el de las existentes en los proce-
sos de producción fabril, industrial— entre los efectos y desenlaces posibles a que
queda expuesta la verdad, cuando se la asume como un juego y, a la vez, como un
«combate “por la verdad”», que puede también poseer «efectos políticos de poder».44
Tan pronto se recorran mínimamente algunas de las palabras y discursos claves de
filósofos que, mediante ellos, efectivamente han contribuido a consolidar buena
parte —o por lo menos son considerados como referentes o hitos simbólicos— de
la historia de lo que llamamos Occidente, podrá apreciarse la cuantía de los efectos
que pueden llegar a tener las palabras de lo promisorio del pensar, y con ello el
poder de configurar la realidad poseída por la ficción y las interpretaciones. Mante-
niendo el signo de simple probabilidad para las palabras de ficción que recorren sus
libros, Foucault señala:
516 Me parece que existe la posibilidad de hacer funcionar la ficción en la ver-
dad: de inducir efectos de verdad con discursos de ficción, y hacer de tal
suerte que el discurso de verdad suscite, «fabrique» algo que no existe toda-
vía, es decir, «ficcione». Se «ficciona» historia a partir de la realidad política

43
DE., IV, p. 22; IP., p. 59.
44
MP., p. 188.
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que la hace verdadera, se «ficciona» una política que no existe todavía a partir
de una realidad histórica.45

De modo que a partir de esto podría afirmarse también que las palabras de la promesa
«fabrican», «ficcionan» un futuro a partir de las condiciones materiales de existencia
del pasado de un individuo —o de un pueblo—. Ellas son recogidas en ese instante
de reunión temporal en que se las enuncia y que habrá de ser reiterado una y otra vez
en todo otro momento en que alguien se sienta capaz de realizar la acción compro-
metida en esas palabras, para de ese modo imprimirle su sello al curso de unos hechos
inexistentes aún, los que sin embargo pueden comenzar a perfilarse ya a través de los
efectos de verdad producidos por esa promesa que, como palabra, por ahora y entre-
tanto, todavía se desplaza sobre esa suerte de cuerda floja de la ficción. Es debido a los
sentimientos de confianza, temor y respeto46 reales —según nos dice Nietzsche— que
nos merece quien hizo tal promesa, porque ya se ha convivido con ese alguien en una
sociedad con una mutua historia efectiva, que allí se da pie para que esa ficción de lo
que todavía no existe se levante delante de nosotros como una verdad.

En el trasfondo del cúmulo de hechos y de acciones que atraviesan la historia de


quien hace una promesa es donde se encuentra ese estado duradero del alma, el êthos
que la sostiene. Es éste el que también se expresa en la promesa, y que se emparenta
con el temple del buen navegante que, tal como Nietzsche bosqueja su perfil, con
las manos firmes sobre el timón, sabe que la distancia más corta entre dos puntos
no se encuentra en la dirección preestablecida por la línea recta geométricamente
trazada sobre un mapa, sino en aquella en que soplan los buenos vientos que inflan
las velas de su navío.47
517
45
Ibíd., p. 162.
46
GM., II, §2.
47
Cfr. HdH., II, v.s, §59. Véase allí también §329. Y en la misma dirección: «Mi felicidad. Desde que
me cansé de buscar, / aprendí a encontrar. / Desde que un viento se me opuso, / navego con todos
los vientos», CJ., «Broma, astucia y venganza», Preludio en rimas alemanas, §2. «Sólo quien sabe
hacia dónde viaja, sabe también cuál es el viento para su viaje». «Dos nuevas virtudes: el sabio ser
olvidadizo, y el arte de aparejar las velas de acuerdo con el viento» (traducción nuestra). SW.KSA.,
10. 22[3].
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La imagen en el pensar

Para acceder a algunas de las diversas respuestas a las preguntas por el ser, el bien y la
verdad, los filósofos han requerido de siglos en su uso y recreación del lenguaje antes
de poder contar con las palabras apropiadas, los conceptos, con que han designado
y argumentado acerca de esas cuestiones que han acuciado el pensar del hombre
acerca de su existencia en el mundo, es decir, acerca de su relación consigo mismo,
con los otros hombres y con las cosas y situaciones con que se ha encontrado e ima-
ginado en ese mundo y en el curso de la historia.

Si la modernidad filosófica es aquella época en que se logró decantar un estilo secu-


larizado de pensamiento y lenguaje para circunscribir lo que es, lo que debe hacerse
y los requisitos para considerar como verdadero lo que se logró pensar en esos dos
ámbitos fundamentales de la experiencia del interrogar filosófico, y para acceder al
conocimiento de lo que se muestra y se impone como objeto necesario de reflexión,
¿cuál es el costo exigido por ese estilo? ¿Cuáles son los requisitos con que ha debido
cumplir esa racionalidad moderna para pensar y conocer al hombre y a las cosas
más acá de aquella única instancia divina de la cristiandad y del medioevo que
garantizaba en último término al hombre la verdad de lo que pensaba, o, incluso,
más acá de la peculiar condición divina —aunque pagana, si se la juzga desde esa
cristiandad— que en el mundo griego se asignaba al ejercicio mismo del pensar, de 519
la razón, del logos?

Tal vez se podría responder con una sola palabra a lo que significó ese costo y esos
requisitos en el mundo griego, medieval y moderno cuando, en cada caso, se in-
tentó pensar el ser, el bien y la verdad, por diferentes que hayan sido las respuestas
sistemáticas dadas a esas interrogantes en cada uno de esos mundos por parte de
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distintos hombres. Esa palabra sería: la abstracción. Y la abstracción entendida como


ese extraño proceso mediante el cual un hombre procura tomar distancia de la abiga-
rrada, heterogénea multiplicidad de datos y aspectos con que se le ofrecen las cosas y
los hechos del mundo circundante, cotidiano, para —según estima— poder entrar
en relación con ellos y hacer algo determinado, específico con ellos, de un modo
tal que su conducta responda y corresponda a una adecuada, correcta acción con
esas cosas y hechos, y que pueda así responder a lo que ellas son y a lo que con ellas
deba o pueda hacerse, de manera que esa respuesta sea susceptible de considerarse
como verdadera.

Es un curioso proceso, el de la abstracción, pues si se tiene presente el significado


del verbo latino, trahére: traer hacia sí, que está a la base del sustantivo abstracción,
en tanto se le antepone el prefijo abs, que indica privación de algo, resulta que lo
que allí está en juego, es un peculiar traer hacia sí a algo, pero precisamente en la
medida en que se lo aleja de todas aquellas notas que inmediata, concreta y sensi-
blemente nos ponen delante a esa cosa o hecho percibidos mediante los sentidos
en un momento y lugar específicos. La abstracción aparece así como la separación y
distanciamiento frente a todo lo que hiere o afecta a nuestros sentidos, o bien fren-
te a la respuesta inmediata —podría decirse— instintiva que nos pueda provocar
aquello en medio de lo cual precisamente nos encontramos, y que de ese modo
podría calificar o identificar nuestro más espontáneo modo de ser.

De manera que, sumariamente dicho, la abstracción supondría un doble proceso de


alejamiento de un hombre, tanto con respecto a sí mismo y a sus primeras respues-
520 tas espontáneas ante lo que lo rodea, como alejamiento de aquello que lo rodea y
que contribuye a darle un perfil específico, individual, a sus acciones. Y, sin embar-
go, en esa tradición aludida, es precisamente mediante esa abstracción que se estima
que se puede acceder a la verdad de lo que es, para así actuar con ella y frente a ella
como se debe. La abstracción entendida como un proceso reflexivo por medio del
cual se llega a pensar la esencia misma de lo que se quiere conocer. Así es como se
llega a los conceptos e ideas más propias, representativas de los distintos sistemas fi-
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losóficos habidos, que implica dejar de lado, evitar o eliminar el uso de las múltiples
y variadas imágenes que delimitan en la vida cotidiana a la pluralidad de cosas y a sus
variantes y matices, imágenes que, a su vez, son recogidas en el lenguaje corriente
con que el hombre nombra las cosas en su relación con ellas en el diario vivir.

Cabría decir que —al menos durante la modernidad, de la que algunas de sus líneas
se extenderían aún hasta nuestros días—, la reflexión filosófica ha tenido como
meta, punto de llegada o como norte, o bien, lo mismo pero dicho al revés, ha
establecido como fundamento de su reflexión a lo inimaginable. El yo pienso carte-
siano, primera verdad indubitable de su reflexión, el yo puro trascendental kantiano
o el saber absoluto hegeliano, el yo trascendental husserliano o el ser heideggeriano,
no son susceptibles de ser traspuestos en algún tipo de imagen que los exprese sin
resquicio, precisamente porque son instancias mediante las cuales, más bien, se ha
de llegar a pensar lo que aparece como inmediatamente sensible, fenoménico, como
un hecho o un acontecimiento, traducible o accesible —éstos sí— de algún modo,
en imágenes. Eso inimaginable es situado en un ámbito que, al menos desde Kant,
es denominado como el de lo trascendental. Podría decirse que lo inimaginable
de lo trascendental consiste en su pureza, puesto que aparece como la región de lo
incontaminado con la mudabilidad y contingencia de todo lo concreto, sensible, y
por ello también incontaminado de toda imagen. Pues ésta, a su vez, en cuanto ima-
gen, aparecería como deudora de aquello de que es imagen, de la cosa o fenómeno
mismo, que así se mostraría, al menos, como el punto de referencia de la imagen,
pues su punto o lugar de origen se encontraría más bien en algún ámbito de las
condiciones subjetivas del hombre, por ejemplo, en la imaginación, si aceptamos
la definición que de ésta da Kant como «la facultad de representar en la intuición
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un objeto aún sin que esté presente». Pero, claro está, dentro de los ámbitos de esa
modernidad señalada, los fenómenos y las cosas no son sólo contingentes y efíme-
ras, sino además, y por ello mismo, lo que requiere de explicación, conocimiento
o comprensión, las que, precisamente no pueden ser alcanzadas sino desde esa di-
mensión de lo trascendental, que no puede ser reducida a ninguna imagen y es, con
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pleno derecho, lo inimaginable, pues sólo es asequible mediante el pensar, siendo


así sólo pensable.

El valor o la verdad de lo inimaginable, de lo trascendental, deriva en que hace


posible la universalidad y necesidad del conocimiento que de las cosas se llegue a
tener. Y tales condiciones se hacen efectivas mediante aquel elemento del pensar
capaz de presentar a las cosas de acuerdo a ellas, es decir, no de presentarlas con
la cambiante inmediatez con que los sentidos permiten percibir las cosas, sino de
re-presentarlas en su universal necesidad como objetos del pensar y del conocer a
través precisamente de ese elemento que hace operativa la condición inimaginable
de lo trascendental: la representación.

De alguna manera cabría decir que es el propio Kant quien, al establecer los límites
de la razón mediante la distinción de las posibilidades propias al conocer y al pensar,
quien, a la vez y a pesar suyo, abriría el camino a otras propuestas teóricas que ha-
rían estallar el planteamiento moderno de la razón. Pues en buena medida, y entre
otras cosas, ese planteamiento deja fuera a la imagen —o más bien la subordina
nítidamente a los conceptos y a las representaciones del entendimiento— como ins-
tancia válida para acceder a la variabilidad y pluralidad, a la contingencia concreta
de las cosas, a la dimensión de la cotidianidad y de la historia en que ellas se hacen
presentes en el diario vivir de los hombres, quienes entre ellas a su vez procuran
hacerse a sí mismos.

Al establecer Kant esos límites de la razón, dejaría un vacío dentro de ella, o dicho
de otro modo, abriría en ella una fisura por la cual se introducen los hechos y los
522 cambios que la historia pone de manifiesto, no sólo como transformadores, sino
también como hacedores de las cosas dentro del complejo proceso en que ellas son
hechas y rehechas, creadas y recreadas en el entramado de acciones de los hombres
con las cosas, y de los efectos y huellas que las cosas producen y dejan en los hom-
bres, de una manera tal que resulta ya cada vez más insostenible la distinción entre
el dentro y el fuera que venía marcando la relación entre el sujeto pensante y el obje-
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to existente y pensado. La disolución de esos dentro y fuera se produce, se impone,


una vez más, en ese ámbito espacial y temporal que, a la vez, es la historia, es decir,
de esa historia cotidiana —y por ello individual a la vez que social— en la que los
hombres se han preocupado y preguntado una y otra vez acerca de cómo dar cuenta
de eso que allí les sucede y acontece, y que, por ello mismo, se les ha convertido en
problema, en un problema que de nuevo da qué pensar. Es el problema de lo que la
historia, el diario quehacer de los hombres consigo mismos y con las cosas, trae apa-
rejado como un asunto que no puede ser obviado en sus dimensiones contingentes
y aleatorias, y por eso continuamente sorprendentes y acuciantes. De aquí la exi-
gencia de tener que repensar las condiciones del pensar mismo y, por consiguiente,
del uso de la imagen en el pensar, de los imaginarios del pensar, cuando lo concreto
de la historia y del acontecer vuelven intransitable, o en un callejón sin salida, a la
dimensión trascendental del pensar moderno.

Referencias indicadoras de la presencia en el lenguaje del pensar filosófico de pala-


bras recogidas del habla cotidiana y que operan como imágenes de una experiencia
inmediata con las cosas y situaciones vividas, en las que luego se apoyan algunos de
los conceptos del lenguaje filosófico para abrir su espacio de reflexión y propuesta
teórica, mediado por la abstracción.

Homero y su carencia de una palabra para designar el cuerpo como una realidad
viva, aunque tenga muchas palabras para denominar a cada uno de sus miembros,
en contraposición al hecho de que sí tenga una palabra para designar al cuerpo
muerto, inanimado, cadáver: sema. Paralelamente para designar lo viviente en el 523
cuerpo, Homero disponía más que de un concepto, de una imagen para algo sen-
sible en el cuerpo y perceptible cuando abandonaba a éste: psyché=hálito, el último
hálito de alguien que al expirarlo, muere.

Heráclito: el río, el fluir de sus aguas, para indicar el devenir. Un niño que juega con
dados, para indicar el tiempo. El fuego, para indicar las diversas formas que toman
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todas las cosas: día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre1; así
como para indicar lo que es siempre viviente, que se prende y se apaga.2 Zeus o el
rayo, como imágenes para designar lo uno-todo y lo que lo gobierna.

Parménides: los caballos que impulsan el carruaje de su reflexión hacia la mansión


de la diosa Justicia, son una imagen para señalar el ímpetu de la ley divina y de la
justicia que mueve en él, lo impulsa a esa misma reflexión, y para la cual se requiere
disponer del mismo intrépido corazón que posee la Verdad, asequible sólo a quienes
se atrevan a tomar ese camino.

Categoría: designa a lo que se dice y acepta sin más en la plaza pública o en el mer-
cado: katé agorein. Lo que es común a los hombres, más tarde, lo universal.

Substancia: lo que está por debajo de algo y sostiene a eso que está a la vista. Sub-
stante. Hypokéimenon.

Platón y su acuñar el término idea, éidos, para referirse a aquello en donde se mos-
traría lo que propiamente es de una cosa; aunque éidos haya significado primaria-
mente el aspecto de una cosa, lo rosado de una mejilla que denota la buena salud del
hombre en que se la percibe. Caleidoscopio: mirar una bella imagen —kalós, éidos.

Dios nombrado como padre y Cristo como su hijo, con dos imágenes de la vida
humana, inaplicables, por lo pronto, a Dios: como ser eterno, omnipotente, etc.,
no puede ser un padre que tenga un hijo, ¿con quién lo habría de haber tenido, si él
es puro espíritu? Sin duda, una manera de hacer accesible a los hombres lo inacce-
sible por naturaleza, lo absolutamente otro que el hombre. (Sin hablar del número
524 mágico y del dogma de la trinidad: padre, hijo y espíritu santo). El vino y el pan
consagrados como imágenes para referirse a la sangre y a la carne de Cristo y volver
a comunicarse con él en el ritual de la comunión.

1
[Cfr. Heráclito, fragmento 67].
2
[Cfr. Heráclito, fragmento 30].
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Descartes: su uso de la palabra res=cosa, para referirse a lo evidente, indubitable en


el ámbito de lo espiritual y de lo material: lo pensante y lo extenso, con la primacía
del «yo pensante» como fundamento verdadero.

Kant: su referencia al cielo estrellado y a la ley moral como las dos realidades máxi-
mas que admira y respeta en cuanto ser racional: una fuera de él y la otra dentro
de él.

Los siglos de la modernidad filosófica han sido —visto por uno de sus lados—
aquellos en los que la razón, junto con desplegar su esfuerzo por delimitar, regular
y asegurar su ejercicio autónomo para disponer de un discurso apodíctico en el que
se muestre la verdad de lo que es, se autoimpuso una fuerte restricción en el uso de
imágenes como elementos y recursos del pensar. La modernidad filosófica —a dife-
rencia de lo que pareciera haber ocurrido entre los griegos, y tal vez porque ellos ya
lo hicieron y acuñaron los conceptos centrales de la reflexión filosófica, sobre cuya
base se siguió trabajando en tiempos posteriores— tomó progresivamente distancia
del ámbito contingente de lo sensible y de cuanto afecta de modo inmediato al
hombre y, por consiguiente, limitó su uso de las imágenes en el pensar. Esta asepsia
de la razón metafísica podría verse como un síntoma de su afán por que se reco-
nociese su mayoría de edad, la autonomía alcanzada por su lenguaje conceptual y
categorial sobre la base de un yo trascendental que actúa como fundamento de su
pensar. Un síntoma también de su aspiración a secularizar el ejercicio de la razón.

Cabe plantearse como pregunta y como problema para el pensar, hoy y una vez
525
más, cuánto y cómo puede éste ejercitarse en su referencia al hombre y a las cosas,
a los hechos contingentes y mudables del mundo, con prescindencia de esos ele-
mentos mediante los que se hacen patentes los hechos, sucesos, acontecimientos y
azares que configuran la dimensión de la historia, entendida como aquélla en que
los hombres experimentan la realidad inmediata de lo que les afecta, conmueve e
impulsa precisamente a pensar para hacer frente a eso que, de otro modo y si no lo
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hiciera, permanecería como un enigma, como unas series de renovados enigmas e


incertidumbres que traen consigo el hecho simple y complejo, a la vez, de existir.
Y las imágenes serían uno de los elementos mediante los que se puede visualizar la
materialidad y la trama de esa contingencia de la historia.

Nietzsche y su recurso a las imágenes para repensar las condiciones de existencia


cotidiana del hombre, más acá de lo que es en sí, como idea o valor de algo: recu-
peración de la multiplicidad de elementos constitutiva de la existencia del hombre
—multiplicidad que se aloja en su cuerpo, como la pluralidad de fuerzas que lo
configuran— y de la historia como horizonte cercano del devenir y de las transfor-
maciones que experimenta en esa cotidianidad suya y que se asientan en los hábitos
y costumbres de la sociedad en que habita y a la que pertenece, o a la que no tiene
mucha más alternativa que aceptar como un dato.

El recurso nietzscheano a las imágenes pone de manifiesto el intento de encontrar


o recuperar alguna puerta abierta al callejón sin salida en que parece haberse con-
vertido el curso de desarrollo del pensar occidental, que habría alejado cada vez más
al hombre de la experiencia inmediata que procura tener de sí mismo en el ámbito
de su existencia y del mundo de su tiempo. Un recurso que procura contrarrestar
esa vía secularizada de la abstracción del pensamiento moderno mediante la que se
acaba lanzando al hombre hacia la dimensión universal y teleológica de la historia,
en que habrían de cumplirse los designios y los fines de una razón metafísica que
entiende al hombre como un fin en sí mismo, para el cual la libertad —como idea
privilegiada con que esa razón define y distingue al hombre frente a otros seres
526 vivos— aparece más como un postulado que permitiría pensar y organizar la vida
en común del hombre en cuanto género humano, antes que como una realidad
constatable y vivible en tanto individuo. Así, esa vía termina despojando a éste de la
percepción de la diversidad, contingencia y transformación —hoy, acelerada— de
su entorno inmediato, en la medida misma en que lo desvaloriza como instancia
relevante y constituyente de sentido para la configuración de su nueva condición de
ciudadano de una sociedad-Estado, como ciudadano teóricamente intercambiable
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con cualquier otro dentro de ésta a partir de su igualdad jurídico-constitucional y,


en último término, intercambiable también internacionalmente —al menos en la
teoría de los derechos humanos sancionados universalmente— entre los Estados
que recíprocamente se reconocen como tales y hayan sancionado esos derechos en
tratados validados y vigentes en ellos.

Series de imágenes empleadas por Nietzsche para intentar repensar la pluralidad de


fuerzas que señala como configuradoras del hombre, pero también de la sociedad,
entendida como punto de partida para acceder a aquello en que el hombre se ha ido
convirtiendo a lo largo y a través de la historia.

Cuerpo: estructura social de muchas almas.

Alma: estructura social de los instintos y afectos.

Cuerpo: centro de gravedad de una pluralidad de fuerzas: emociones, sentimientos,


pasiones, quereres, conceptos, ideas, valores.

¿Cómo pensar esa pluralidad? Rebaño y pastor; juego y lucha; guerra y paz; movi-
mientos planetarios dentro de sistemas con más de un sol, y en galaxias con toda la
irregularidad de sus configuraciones; jardinero y su jardín; relación del artista con el
material empleado en la obra que crea; gobernante y los gobernados.

Europa: una suma de juicios de valor que comandan y se nos han convertido en
carne y sangre.

¿Qué acciones y cuánto tiempo se requiere para que una idea se haga cuerpo en
nosotros y para que, luego, haga historia? Al lograrse esto, si bien puede no en-
527
contrarse allí un criterio de verdad para esa idea, sí se encontraría allí un índice de
realidad vital, individual y social de ella; eventualmente podría verse allí un criterio
de valor humano, aunque sólo sea humano, ¿se estará dispuesto a aceptar criterios
de valor nada más que humanos? Si no se lo acepta, ¿por qué se estima en tan poca
cuantía a lo humano, por qué se le reconoce tan poco valor a lo humano? ¿De qué
seria síntoma esa subestimación y subvaloración?
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Regreso a la cotidianidad exhibida a través de las imágenes con que los hombres dia-
riamente nombran las cosas. Dificultad para aprehender y pensar esa cotidianidad.
Dificultad mayor, tal vez, cuando esa imágenes del lenguaje son reduplicadas por
las imágenes audiovisuales con el ritmo frenético que pueden alcanzar y las infinitas
síntesis y recreación de ellas logrables mediante los dispositivos altamente refinados
de la tecnología actual. ¿Cómo pensar ese mundo de las imágenes generadas audio-
visualmente, digitalizadas, y cómo y en qué medida ellas pueden hacerse cuerpo
en los hombres para disponer frente a ellas de alguna referencia que se constituya
en criterio de evaluación, valoración y acción humana real? ¿Qué tiempo y cuánto
tiempo se requiere para hacerse cuerpo con esas imágenes? ¿Es eso posible? ¿Qué
cambio de mundo y de cotidianidad trae eso consigo?

La tecnología actual de la producción de imágenes ha multiplicado, al parecer, ili-


mitadamente los horizontes de experiencias dentro de los cuales puede situarse el
hombre, y lo ha hecho de un modo en que esas experiencias alcanzan una dimensión
cada vez más masiva. Se sabe ya que cualquier lugar del mundo puede transformarse
mediante la televisión satelital en un lugar común de experiencias, sin importar la
distancia geográfica que separa a los actores reales de un hecho y a sus espectadores
repartidos por cualquier latitud. Pareciera que en todas partes pueden experimen-
tarse de manera similar las emociones básicas que despiertan algunos hechos que
corrientemente allí se difunden, tales como escenas de guerra, de catástrofes y de
miseria, manifestaciones públicas, acontecimientos solemnes o populares, fiestas,
528 escenas de nacimientos, de amor y de muerte. Pero también esas mismas escenas
suelen poner de manifiesto a cantidades cada vez mayores de hombres que ante
ellas abren de otro modo los ojos, con asombros marcados por diversos matices,
con grados de conciencia que se ponen en alerta y se despiertan a distintos ritmos
y con frecuencias de niveles diferentes, que los puntos cardinales, las latitudes y los
paralelos dibujados en los mapas y que sirven para orientarse en el mundo, pueden
ser también algo más que meros elementos convencionales de la geografía universal.
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Ellos remiten a ciudades y países en los que durante siglos han habitado hombres
que también han hecho historia de distintas maneras. Por entremedio de esos con-
ceptos ubicuos de la cartografía se deslizan a la vez remanentes de hábitos, tradicio-
nes, costumbres, valores, que persisten en diversificar el entramado de emociones
y de sentimientos que rodean y se levantan por sobre las primeras impresiones y
emociones desatadas. Probablemente allí se exhibe un cierto margen de diferencia
cultural que distingue y especifica a unos pueblos frente a otros, cuando se sitúan
ante un mismo hecho humano básico. La acelerada confluencia de semejanzas y
diferencias de hechos y conductas humanas, puestas de manifiesto con la intensidad
que una imagen delicada o fulgurante impone ante nuestra mirada, tendrían que
contribuir también a hacernos repensar cuáles puedan ser los reductos esenciales en
los que se aloja nuestra individualidad como seres humanos, eso que, en cada caso,
pueda llamarse nuestro sí mismo, nuestra identidad o nuestro yo.3

Las veloces e intensas imágenes recogidas desde distintos lugares del mundo con
que la televisión y el cine, las redes computacionales y la Internet suelen impactar-
nos, dejan huellas en nosotros que, a veces, pueden resultarnos enigmáticas. Bien
puede tratarse allí que lo enigmático sea la conjunción extrema, instantánea, de una
emoción pensante, de una sensación pensante. Es decir, que lo que allí conmueve
sea una escena en la que es imposible disociar el estremecimiento o la delicadeza
física, corporal experimentada, del rechazo o la complacencia en la situación huma-
na percibida y que se asienta en las ideas o en los valores que aceptamos o vivimos
como nuestros, con los que nos identificamos consciente o inconscientemente y, en
cualquier caso, como algo que está más acá de cualquier grado de reflexión que lo
soporte. Lo enigmático que puedan resultarnos esas imágenes apuntaría al hecho
529
de tener que repensar el modo como se está ahora configurando nuestra más íntima

3
Y no es casual que aquí juntemos en una misma expresión la primera persona plural y singular para
referimos a lo que cada quien sea o experimente como suyo; muchos son ya los pensadores que han
señalado que el camino hacia el yo parte desde un nosotros, y que el yo es más un eventual punto
de llegada antes que un punto de partida.
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subjetividad en este mundo de abigarradas imágenes manipulables y manipuladas


en el ámbito de la telecomunicación y la comunicación mediática pública y privada.

El sujeto de la imagen

Si en algún momento de la modernidad lo inimaginable fue lo trascendental de la


razón metafísica, ¿cómo habría que pensar y relacionarse con las cosas, situaciones,
hechos de la realidad virtual, configurada sólo por imágenes producidas por códi-
gos y digitalización de máquinas de sofisticada tecnología que remiten al mundo
de la combinatoria matemática y de dispositivos electrónicos? En este mundo que
cada vez más parece ser el de la imagen total: globalización del mundo vía CNN,
Internet, satélites, láser, realidad virtual, pero también esa otra dimensión humana
que es la de vivir de la imagen en la vida profesional, social y cotidiana, necesidad
de proyectar imagen, personal o corporativa, etc. ¿Cabe preguntarse por alguna
dimensión que fuese lo inimaginable dentro de este mundo de la imagen? ¿o más
bien habría que preguntarse por las condiciones de realidad de lo proyectado por el
mundo de la imagen, por lo realizable de ese imaginario del mundo de la imagen?

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