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La tortuga y la liebre

Había una vez una liebre y una tortuga que vivían en el campo. La liebre era
famosa entre los animales por ser muy veloz y se pasaba el día correteando de un
lado a otro sin parar, mientras que la tortuga caminaba siempre con pasos lentos y
cansados, pues además de tener que soportar el peso de su gran caparazón no
era demasiado ágil.

A la liebre le parecía muy divertido ver a la tortuga arrastrando sus patas


regordetas con tanta lentitud, cuando a ella le bastaba un pequeño impulso para
saltar de un sitio a otro con gran agilidad. Por eso, cuando por casualidad se
cruzaban en el campo, la liebre siempre se reía de ella y solía hacer comentarios
burlones que a la tortuga no le sentaban nada bien.

– ¡Espero que no tengas mucha prisa, amiga tortuga! ¡Ja, ja, ja!, se reía a
carcajadas la liebre. A ese paso no llegarás a tiempo a ninguna parte ¿Qué harás
el día que tengas que llegar pronto a tu destino? ¡Date prisa! ¡Vamos!

La tortuga siempre pasaba de sus comentarios burlones. Sin embargo, un día se


hartó de tal modo, que decidió enfrentarse a la liebre de una vez y por todas.

– Tú serás tan veloz como el viento, pero te aseguro que soy capaz de ganarte
una carrera – dijo convencida la tortuga.

– ¡Ja, ja, ja! ¡Pero qué graciosa! ¡Si hasta un caracol es más rápido que tú! No me
ganarías ni aunque fuese a tu propio ritmo – contestó la liebre riéndose a
carcajadas.

– Si tan segura estás – insistió la tortuga – ¿Por qué no probamos y hacemos una
carrera?

– ¡Cuando quieras! Total, estoy segura que ganaré – respondió la liebre


mofándose.
– ¡Pues muy bien! Nos veremos mañana entonces a esta misma hora junto al
campo de flores y veremos quién es más rápida de las dos ¿Te parece? – le dijo.

– ¡Perfecto! – asintió la liebre guiñándole un ojo, en un gesto de insolencia y


arrogancia.

Luego, la liebre se fue dando saltitos y la tortuga se alejó con la misma


tranquilidad de siempre, cada una por su lado. La noticia corrió como la pólvora y
los animales del campo no tardaron en enterarse del reto. Dudosos por el
resultado, decidieron acudir al punto de encuentro para ver con sus propios ojos el
resultado de la carrera.

Al día siguiente la liebre y la tortuga fueron las primeras en llegar al lugar que
habían convenido. El resto de animales también asistieron, pues la noticia de la
curiosa carrera había llegado hasta los confines del bosque. De hecho, durante la
noche, una familia de gusanos se encargó de hacer surcos en la tierra para
marcar la pista de competición. En tanto, la zorra fue la elegida para marcar las
líneas de salida y de meta, mientras que un cuervo se preparó para ser el árbitro.

Cuando todo estuvo a punto, el cuervo gritó “Preparadas, listas, fuera”, y la liebre y
la tortuga comenzaron la carrera. La tortuga salió a paso lento, como era habitual
en ella. En cambio, la liebre salió disparada como nunca antes. Sin embargo,
después de un buen tramo, se detuvo y al ver que le llevaba mucha ventaja a la
tortuga, se paró a esperarla y de paso, se burló una vez más de ella.

– ¡Venga, tortuga, más deprisa, que me aburro! Aquí te espero – gritó fingiendo un
bostezo.

Finalmente, la tortuga alcanzó a la liebre y ésta volvió a dar unos cuantos saltos
para situarse unos metros más adelante. De nuevo esperó a la tortuga, quien
tardó varios minutos en llegar hasta donde estaba ya que por mucha prisa que se
daba no podía andar muy rápido.
– ¡Te lo dije, tortuga! Es imposible que un ser tan lento como tú pueda competir
con un animal tan ágil como yo. Te ganaré y lo sabes.

A lo largo del camino, la liebre fue parándose varias veces para esperar a la
tortuga, convencida de que le bastaría correr un poquito en el último momento
para llegar de primera. Sin embargo, en una de esas paradas, algo inesperado
sucedió.

A pocos metros de la meta, la liebre se sentó bajo un árbol y de tan aburrida que
estaba se quedó dormida. Dando pasitos cortos pero seguros, la tortuga llegó
hasta donde estaba y siguió su camino hacia la meta. Cuando la tortuga estaba a
punto de cruzar la línea de meta, la liebre se despertó y echó a correr lo más
rápido que pudo, pero ya no había nada que hacer. Vio con asombro e impotencia
cómo la tortuga se alzaba con la victoria mientras era ovacionada por todos los
animales del campo.

La liebre, por primera vez en su vida, se sintió avergonzada por su falta de


humildad y su exceso de arrogancia, le pidió perdón a la tortuga y nunca más
volvió a reírse de ella.

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