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Olivier Debroise

El arte de mostrar el arte mexicano

(Ensayos sobre los usos y desusos del exotismo en tiempos de globalización)


El arte de mostrar el arte mexicano, p. 2
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 3

© Olivier Debroise, 1992-2007

Este libro fue elaborado gracias al apoyo del Sistema Nacional de Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y
las Artes.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 4

LLAMADA 6

EL ARTE DE MOSTRAR EL ARTE MEXICANO 7

FORJANDO PATRIA 9

OUTLINE OF MEXICAN ART 15

DE INDEPENDIENTES A SINDICALIZADOS 18

ÍDOLOS TRAS LOS ALTARES 25

MEXICAN ARTS ASSOCIATION, INC. 28

FINALMENTE, EL METROPOLITAN 33

ESPLENDORES DEL ARTE MEXICANO 35

EL MANDARÍN 37

MITO Y MAGIA EN MONTERREY 57

1. 57

2. 59

3. 61

4. 62

5. 68

PERFIL DEL CURADOR INDEPENDIENTE DE ARTE CONTEMPORÁNEO EN UN PAÍS DEL SUR

QUE SE ENCUENTRA AL NORTE (Y VICEVERSA) 71

SOÑANDO EN LA PIRÁMIDE 89

DE LO MODERNO A LO INTERNACIONAL: LOS RETOS DEL ARTE MEXICANO 105

RUFINO TAMAYO EN EL FILO DE LA NAVAJA 106

EL MUSEO RUFINO TAMAYO DE ARTE CONTEMPORÁNEO INTERNACIONAL 110

LOS AÑOS 1990: AÑOS DE SINCRONIZACIÓN 116

DETRÁS DE LA PUERTA AZUL 124


El arte de mostrar el arte mexicano, p. 5

(THIS IS NOT SUPPOSED TO BE HERE) 131

PRIMER PLANTEAMIENTO. MÉXICO: UN ARTE EN TENSIÓN 134

MIL NOVECIENTOS OCHENTA Y CUATRO 139

PRIMER DISPOSITIVO: DESPUÉS DEL GLAMOUR 140

SEGUNDO DISPOSITIVO: LA INVERSIÓN DIRECTA 143

TERCER DISPOSITIVO: DELIRIOUS KOOLHAAS 146

CUARTO DISPOSITIVO: LA BIENALIZACIÓN 149

INTERMEDIO: EL INFORME QUEMIN 152

QUINTO DISPOSITIVO: EL MOMENTO CURATORIAL 157

MÉXICO: UN ESTUDIO DE CASO 160

FIN DE TEMPORADA: SALDOS 169

POSFACIO 217

ÍNDICE DE ILUSTRACIONES 221


El arte de mostrar el arte mexicano, p. 6

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Los ensayos que componen este libro no son producto de investigaciones solitarias, sino el resultado de años de
convivencia, discusiones, confrontaciones, colaboraciones, complicidades y sus contras, con varios actores.
Andando el tiempo, se volvieron compañeros de viaje, amigos, familia, tan culpables como yo de la construcción de
esta y otras historias.
Por ello, quiero dedicar este libro: a Jay, desde luego; a Thomas y a Francis, a Melanie, Rafa, Cuauh, y Pip, y
Danna; a Elisa, Laureana y Jerónimo; a Silvia y a Javier; a Magali y Mario; a Bervely, Mari Carmen, Osvaldo y
Patsy; a Michael y a Carmen; a Guillermo, y a María, por supuesto, que nos sigue persiguiendo; a mis cómplices del
primer Curare: Karen, Armando, Francisco, Pilar, Maco y Flavia; a Graciela de la Torre, por imprescindible; a Alex
y Felipe, por acompañarme y aguantarme; y finalmente, a los recién llegados, Juan, Natalia, Eliott, Oli, Mila y Tina.
Luis Zapata revisó el original.
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El arte de mostrar el arte mexicano, p. 8

La mañana del primero de enero de 1994, México despertó con una terrible resaca. Un
ejército indígena cuyos líderes usaban pasamontañas negros había declarado la guerra en
el sureño estado de Chiapas. Antes del amanecer, los rebeldes habían tomado varios
pueblos y avanzaban sobre otras ciudades. Sorprendido, el ejército oficial parecía incapaz
de detenerlos. Una gran confrontación tuvo lugar en el mercado de Ocosingo, donde los
rebeldes fueron cercados, pero éstos desaparecieron rápidamente por las cañadas.
Percibida inicialmente como una obsoleta guerrilla marxista, el levantamiento
zapatista reveló rápidamente un generoso, e incluso noble, programa nacional de cambio
democrático, que no podía ser confundido con otros movimientos ideológicos o
milenaristas previamente vistos en América Latina, como Sendero Luminoso en Perú u
otras rebeliones violentas en las junglas colombianas. Al llevar a cabo la primera revuelta
poscomunista —como la describió en su momento Carlos Fuentes—, los rebeldes
trascendieron rápidamente las demandas básicas por la tierra y el bienestar, e insertaron
su lucha en la necesidad de una sociedad más abierta, plural y multiétnica. El discurso
realista, preciso y frecuentemente humorístico de los líderes zapatistas amenazó las bases
de las instituciones más sólidas y añejas de México, y desafió el discurso cultural del
país. No sólo retó a las instituciones: fragmentó radicalmente las formas en que los
mexicanos se piensan a sí mismos. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se
convirtió en parte de una nueva mitología, que simbolizaba a un México diferente. No fue
el menor de sus recordatorios el brutal descubrimiento de que una cuarta parte de la
población del país (más de veinte millones de mexicanos) es indígena y aún habla sus
lenguas nativas.
En el siglo XX, el “problema indígena” fue eliminado del discurso y de la ideología
oficial mexicana, y enterrado por décadas bajo una construcción mítica desarrollada en
los años veinte para unir, mediante una reducción retórica, fragmentos étnicos dispersos.
Se construyó un sistema político entero sobre la idea generalmente aceptada de mestizaje.
Como noción biológica, y por lo tanto determinista, el concepto de mestizaje ha sido
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 9

aplicado a cuestiones sociales y culturales para definir la diferencia existente entre


México y los modelos occidentales, al validar un substrato indígena destruido.
La idea de una cultura mestiza fue ampliamente aceptada como discurso oficial
porque era sencilla e incluso poética, y llenaba la necesidad de definir lo que es
“nacional” en un país construido sobre ruinas, y dotado de una geografía caótica. Pero su
misma sencillez borró matices culturales e históricos más profundos… y otras amenazas.
La identidad mestiza —como un nacionalismo— falló porque implica una esquizofrenia
que pocos individuos realmente comparten: no sólo borra diferencias cruciales entre
múltiples grupos étnicos, sino la pluralidad y la complejidad de una inmigración
extranjera que se intensificó a lo largo del siglo XX. En suma, la identidad no está
determinada por la sangre, el lenguaje o la religión, sino por la elección individual de
pertenecer a tal o cual cultura.
Una de las más evidentes manifestaciones de esta ideología del mestizaje se dio en las
artes visuales, mediante los usos que le dieron los regímenes del periodo
posrevolucionario. El llamado “Renacimiento Mexicano” —y aún más, la selección de
obras de arte específicas que simbolizaron este supuesto renacimiento— ha sido
promovido en el exterior por el gobierno mexicano desde sus inicios.
Este ensayo esboza la génesis y la evolución de estas configuraciones visuales, y de
los discursos que las acompañan.

Forjando Patria

A finales de 1921, el gobierno mexicano, a través de la Secretaría de Industria y


Comercio, contrató a Katherine Anne Porter, una periodista norteamericana que había
escrito sobre las luchas posrevolucionarias en México durante un año y medio, para llevar
a Estados Unidos una exposición de arte mexicano que mostrara a los ojos extranjeros el
reciente desarrollo cultural del país.
La iniciativa no era novedosa. En la primavera de 1916, la Secretaría de Instrucción
Pública del presidente Venustiano Carranza, a cargo de Félix F. Palavicini, negoció una
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 10

exposición de arte mexicano en Nueva York, con la obvia finalidad de presentar “en el
1
extranjero una nota de cultura mexicana y abrir un mercado de obras a los expositores”.
Por diversos motivos —la cercanía del verano, que no es la estación “más a propósito
para esta clase de certámenes”— y graves problemas de organización, este proyecto no se
llevó a cabo, aunque las obras seleccionadas se exhibieron en la Escuela Nacional de
2
Bellas Artes. Este frustrado intento, reiteradamente citado en la prensa de 1916 y 1917,
debió dejar un halo de frustración entre artistas de por sí celosos del inopinado éxito de
una muestra de Diego Rivera en la Modern Gallery de Marius de Zayas en Nueva York,
que fue ampliamente comentada tanto en la prensa mexicana como en las revistas de la
disidencia dadaísta en el exilio.
La exposición organizada en 1921 por Katherine Anne Porter —quien podría ser
considerada la primera “curadora” internacional de arte mexicano—, reformulaba una
muestra previa, organizada por el influyente paisajista y activista político Gerardo
Murillo, conocido como el Dr. Atl, y fue el acontecimiento más importante y mejor
recibido de la celebración del Centenario de la Consumación de la Independencia en
septiembre de 1921. Aunque preparada en unas cuantas semanas, la exposición de Atl era
el resultado de un conocimiento acumulado durante más de una década por un grupo de
académicos y artistas, casi todos originarios de Guadalajara: el antropólogo Manuel
Gamio; el pintor y experto en arquitectura colonial Jorge Enciso; el cuñado de Enciso,
Adolfo Best Maugard, y el pintor Roberto Montenegro. La Exposición de Artes
Populares Mexicanas fue la culminación de un proyecto intelectual de “redescubrimiento
nacional” que este aristocrático y bien educado grupo de intelectuales iniciaron en plena
revolución.
Durante diez años, Manuel Gamio trabajó calladamente en la elaboración de una
teoría antropológica aplicable al desarrollo nacional. Entre 1909 y 1910, estudió con
Franz Boas en la Universidad de Columbia, en Nueva York. En 1911, participó en un

1
Raziel Cabildo, “La exposición de la Escuela Nacional de Bellas Artes”, Revista de Revistas, 7 de mayo
de 1916, p. 11.
2
La exposición incluiría piezas de Luis G. Serrano, Francisco Romano Guillemín, José Clemente Orozco,
Francisco de la Torre, Manuel Iturbide, Miguel Ángel Fernández, Juan Téllez Toledo, Argüelles
Bringas, y de varias alumnas de éste. Véase Raziel Cabildo, Ibíd., y Bona-Fide [José D. Frías], “La
exposición de Bellas Artes”, El Nacional, 10 de mayo de 1916.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 11

ambicioso proyecto de investigación en Ecuador. En 1912, volvió a México junto con


Boas para participar en las excavaciones de San Miguel Amantla (Azcapotzalco), durante
las cuales, por primera vez, se aprovechó el método de análisis estratigráfico derivado de
la mineralogía, que permite reconstruir secuencias culturales con base en las capas de
detritus acumuladas en el subsuelo. Los resultados de este intento de fechar con precisión
las culturas antiguas de Mesoamérica se presentaron en el Congreso de Americanistas de
1913. Mientras trabajaba en San Miguel Amantla, Boas creó la Escuela Internacional de
Arqueología; en 1913, el aún muy joven Gamio fue nombrado director de esta escuela,
que pasaría a ser Departamento de Antropología durante la administración de Pastor
Rouaix, ministro de Agricultura de Carranza: la plataforma que le permitió llevar a cabo
su ambicioso proyecto de investigaciones y desarrollar sobre el terreno sus ideas.
Con base en el censo de 1910, Gamio comprueba fácilmente que el 75% de la
población de México es indígena y que estas tres cuartas partes de la nación no están
representadas en los congresos académicos que los analizan y deciden su destino. En el
decimonoveno Congreso de Americanistas de 1915, “apenas si se les mencionó con
3
criterio etnológico, como objetos de especulaciones científicas”, exclama Gamio. Por lo
tanto, ningún proyecto de nación puede llegar a implantarse en el país sin tomar en cuenta
este sector. Siguiendo el antidarwinisno de Boas, Gamio se eleva en contra del concepto
de raza como distintivo de los diferentes componentes sociales, y opta por establecer
diferencias de orden cultural (lengua, religión, instituciones sociales, mecanismos de
socialización, etcétera.): una nueva noción, aunque imperceptible, fundamental. Para
Gamio, como para Boas, todas las razas son esencialmente iguales, pero los factores
climatológicos, geográficos, lingüísticos y, sobre todo, sociales determinan el grado de
civilización de tal o cual grupo. Dentro de esta concepción, por ejemplo, Benito Juárez no
puede ser considerado “indio” en la medida en que lingüística y culturalmente se
encuentra en el grupo “europeo”. El libro Forjando patria es un incisivo alegato por la
tolerancia de los grupos sociales occidentales: los mestizos, los blancos de las ciudades y,
en particular, la clase política dominante. Una y otra vez, los exhorta a servirse de la
antropología para vencer sus prejuicios, para comprender las diversas culturas que

3
Manuel Gamio, Forjando patria (Pro-nacionalismo), Porrúa, México, 1982, p. 7.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 12

componen a México. El proyecto de “fusión evolutiva” nacional al que aspira el país


pasa, ineludiblemente, por la afirmación de la dignidad del indígena, que debe
forzosamente favorecer al gobernante, al intelectual y al artista.

¡Pobre y doliente raza! No en vano te oprimió durante siglos un yugo dos veces
tirano: el fanatismo gentil que deificó a tus monarcas sacerdotes; y el modo de
ser brutalmente egoísta de los conquistadores que ahogó siempre toda
manifestación, por sana y elevada que fuese, sí provenía de la clase inferior. No
despertarás espontáneamente. Será menester que corazones amigos laboren por
tu redención.
La magna tarea debe comenzar por borrar en el indio la secular timidez que lo
agobia, haciéndole comprender de manera sencilla y objetiva, que ya no tiene
4
razón de ser su innato terror, que ya es un hermano, que nunca más será vejado.

Como lo apunta claramente David Brading:

Manuel Gamio es un nacionalista romántico arquetípico… En las primeras


páginas de Forjando patria, da una nota definitivamente romántica cuando apela
a los “revolucionarios” de México a forjar una nueva patria de hierro español y
bronce nativo. Más aún, el punto de partida de su manifiesto fue admitir que, si
se juzgaba desde las normas de Japón, Alemania o Francia, México no constituía
una verdadera nación. Como tal, le faltaban cuatro puntos principales: una
lengua común, un carácter común, una sola raza y una historia común. Por sus
múltiples lenguas, el aislamiento rural, la pobreza y el analfabetismo, las
comunidades indígenas constituían una serie de países separados, pequeñas
patrias, cuyos habitantes no participaban en la “vida nacional” ni ejercían sus
derechos ciudadanos. La gran meta, declaraba Gamio, era crear una “patria

4
Ibíd. p. 22.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 13

potente y una nacionalidad coherente y definida”, basada en el “acercamiento


5
racial, la fusión cultural, la unificación lingüística y una economía equilibrada”.

Gamio promueve un método “suave” de integración de los diversos grupos étnicos al


conjunto nacional, que pasa, en primer lugar, por el reconocimiento de la existencia de las
diversas “regiones culturales” del país y de sus componentes étnicos, lingüísticos y
culturales. Mediante investigaciones arqueológicas, podría conocerse la historia profunda
de estos grupos. Los antropólogos trabajarían paralelamente diversos aspectos, desde los
factores físicos hasta las maneras de socialización, los ritos, las creaciones concretas,
etcétera. Luego, se diseñarían programas de mejoramiento, adaptados a cada una de las
realidades.
De 1917 a 1921, Gamio y un grupo de jóvenes arqueólogos y antropólogos, literatos,
folkloristas y pintores, trabajaron en su opus magnum que, en teoría, sólo debía ser el
primer escalafón de un plan nacional conjunto: el Proyecto del Valle de Teotihuacán se
basaba en la reconstrucción de la ciudad antigua, en particular, de la entonces
desconocida “Ciudadela”, monumento excepcional que transmitiría a los habitantes del
valle una mayor confianza en sí mismos al tomar conciencia de las obras realizadas por
sus ancestros. Serviría también para comprobar la grandeza de las naciones indígenas
ante los ojos del mundo (por ende, el turismo tenía una función esencial en este
programa). Luego, y con conocimiento de causa, se diseñaría un proyecto de acción,
6
educativo y cultural.
Sin embargo, el propósito de Gamio presentaba varios problemas. Su positivismo, en
particular, neutralizaba sus impulsos románticos. Nunca pudo tolerar la “crueldad” de las
ceremonias, de los rituales y de las curaciones que practicaban los indígenas; para evaluar

5
David Brading, “Manuel Gamio and Official Indigenismo in Mexico”, Bulletin of Latin American
Research, vol. 7, núm. 1, 1988, p. 77.
6
Manuel Gamio, Introduction, Synthesis and Conclusions of the Work “The Population of the Valley of
Teotihuacán”, 3 volúmenes, Departamento de Antropología, México, 1922. Cabe notar que la obra
completa sólo se publicó en inglés y, por lo tanto, estaba encaminada a un público científico
internacional, no a los lectores mexicanos. Un versión recortada apareció en 1921, publicada por
ediciones Botas, con el título Exposición de la Dirección de Antropología sobre La Población del
Valle de Teotihuacán, representativa de las que habitan la Mesa Central, sus antecedentes históricos,
su estado actual y medios de mejorarla física, intelectual y económicamente.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 14

los diversos grupos étnicos, retomó las clasificaciones que el antropólogo estadounidense
Frederick Starr había bosquejado treinta años antes y que se basaban en la valoración de
la habilidad manual, la “creación artística”: la alfarería, los diversos géneros de tejidos,
hasta la literatura oral, la música, la poesía. De ahí que insistiera, tanto en Forjando
Patria como en la “Síntesis…” que acompaña los informes de investigación en
Teotihuacán, en una clasificación gradual de las artes, diferenciando las obras artísticas
prehispánicas, de “continuación por incorporación evolutiva”, “continuación por
7
incorporación sistemática”, o “reaparición” (o copias). Las que más le interesan, por
supuesto, son las “obras de continuación”. “El arte español y el prehispánico estaban
frente a frente, se invadieron uno a otro, se mezclaron y en muchos casos, se fundieron
8
armónicamente”.
Los resultados de esta “fusión”, sin embargo, no eran uniformes:

La clase indígena guarda y cultiva el arte prehispánico reformado por el europeo.


La clase media guarda y cultiva el arte europeo reformado por el prehispánico o
9
indígena. La clase aristocrática dice que su arte es el europeo puro.

La “clase aristocrática” corresponde a los liberales afrancesados del siglo XIX, que
olvidaron su herencia mestiza, su carácter “criollo”. A contramano de muchas ideas
admitidas acerca de la “leyenda negra” de la conquista de México, Gamio recogía ciertas
ideas neocolonialistas de moda en la década de 1910, y justificaba algunos de los logros
del periodo colonial, en particular de los primeros cincuenta años de la presencia
española. Ponderaba las realizaciones de los misioneros franciscanos, sobre todo, las del
“primer antropólogo”, fray Bernardino de Sahagún. “El gran logro de Manuel Gamio fue
reinstalar a Anáhuac como la gloriosa fundación de la historia y de la cultura mexicana
—señala Brading—, revirtiendo así un siglo de desprecio liberal, y, quizá más importante

7
Manuel Gamito, Forjando Patría, p. 37
8
Ibid.
9
Ibid., p. 38
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 15

aún, rechazando los cánones estéticos del neoclasicismo; pedía una revalidación de las
10
formas nativas”.
Estas formas, claro, no eran “puras”: combinaban, entrelazaban, formas prehispánicas
y medievales. El relativo aislamiento de México en los siglos siguientes las había
preservado, hasta que Gamio y sus compañeros de generación las encumbraron como
emblemáticas de la identidad mexicana. Por lo tanto, su proyecto de integración de los
indígenas al México moderno exigía continuar los esfuerzos de los primeros misioneros,
reactivar los procesos de fusión étnica y cultural. Las artes, en todos sus aspectos, tenían
que modernizarse. En Teotihuacán puso en marcha este programa: “El departamento [de
Antropología] simplemente intenta industrializar la producción y las ventas de la alfarería
de acuerdo con los métodos modernos, pero ofrece al mismo tiempo a los alfareros plena
11
libertad para elevar su propio talento y su propia personalidad”.
Gamio también argumentaba que los artistas mexicanos debían buscar su inspiración
en estas artesanías. Sólo si actuaban como “antropólogos” y se acercaban a los artesanos
sobresalientes, si entendían las lecciones de los arqueólogos y comprendían el pasado a
través de los ojos de los descendientes de las antiguas civilizaciones, los artistas de
México lograrían construir un arte distinto, un arte trascendental.

Outline of Mexican Art

Manuel Gamio fue el ideólogo de la Exposición de Artes Populares Mexicanas


organizada por el Dr. Atl e inaugurada por el presidente Álvaro Obregón el 19 septiembre
de 1921 en un local de Avenida Madero, y Katherine Anne Porter la reformuló “para su
exportación”. Bajo la supervisión de Gamio y Enciso, un grupo de artistas y “agentes” en
diferentes regiones reunió objetos para la exposición. Aunque organizada con premura, la
Exposición de Artes Populares Mexicanas puede interpretarse como el triunfo de un
proyecto intelectual de redescubrimiento nacional, y debe relacionarse ideológicamente

10
Art. cit.
11
Manuel Gamio, Introduction… , p. XC.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 16

con el movimiento británico Arts and Crafts de finales del siglo XIX, organizado por los
intelectuales cercanos a los pintores prerrafaelitas.
Katherine Anne Porter conoció al pintor Adolfo Best Maugard y al compositor
Ignacio Fernández Esperón, “Tata Nacho”, en los círculos bohemios de Greenwich
Village entre 1917 y 1920. El pintor y el músico influyeron en su anhelo de viajar a
México: las convulsiones políticas le aseguraban materia de primer orden para sus
artículos. Desde el momento en que llegó, fue “adoptada” por Manuel Gamio. Trabajó,
durante un breve periodo, con el líder de la Confederación Regional Obrera Mexicana
(CROM), Luis Napoleón Morones. A finales de 1921, la Secretaría de Industria, Comercio
y Trabajo, que dirigía Miguel Alessio Robles, la invitó a organizar la muestra de artes
populares mexicanas que recorrería varias ciudades de Estados Unidos en un evidente
acto de promoción del reciente desarrollo del país y con el anhelo declarado de buscar
alianzas para el reconocimiento del gobierno del general Álvaro Obregón.
Porter no tenía experiencia en la organización de exposiciones, pero se benefició con
el apoyo espontáneo de numerosos asistentes. Bajo la supervisión de Gamio, Porter
transformó el proyecto inicial; se trataba, en efecto, de ampliar la exposición de arte
popular organizada por el Dr. Atl. Incluía tres secciones distintas: arte prehispánico, arte
colonial y época moderna, enlazadas por una representación esencial de artes populares.
Porter trabajó durante cuatro meses reuniendo las piezas, asesorada y auxiliada por Jorge
Enciso, Best Maugard y Roberto Montenegro, a los que se fueron integrando otros
colaboradores: Miguel Covarrubias, Manuel Rodríguez Lozano, Carlos Mérida, Vicente
Lombardo Toledano, Emilio Amero, así como Diego Rivera, que había llegado de
Francia unos meses antes. Además, el equipo tenía “agentes” en las provincias: Juan
Samaniego en Puebla y, en Jalisco, Ixca Farías, uno de los integrantes del Centro
Bohemio y fundador en 1917 del Museo Regional de Guadalajara, el primer museo del
país dedicado a las llamadas “artes populares”.
Mientras sus asistentes recorrían mercados, talleres y anticuarios en busca de los
objetos, Porter escribió, en dos semanas, un largo ensayo para el catálogo, titulado
Outline of Mexican Popular Arts and Crafts, que puede considerarse con justicia el
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 17

12
primer texto sobre arte mexicano publicado en inglés en este periodo. Concluida la
selección, y mientras se empacaban las piezas, Porter viajó a Estados Unidos en busca de
una galería que aceptara presentar la muestra. Años más tarde, recordaría:

No pude conseguir ninguna. Probé suerte con el Corcoran en Washington, las


galerías Anderson en Nueva York, y en Saint Louis y en Chicago, y siempre me
decían que no podían aceptarla en su galería, porque las presiones políticas eran
demasiado fuertes. El gobierno de Estados Unidos no permitía que la exposición
viajara porque se trataba de “propaganda política” y el gobierno aún no
reconocía a Obregón… No se pueden imaginar cuánta gente poderosa estaba
decidida a no reconocer su administración. Y atacaron la exposición, no la
dejaban entrar al país. Finalmente, alguien me dijo que intentara California, que
hiciera lo posible. Llevamos entonces allá un tren lleno de muestras, y nos
13
detuvieron en la frontera.

Porter no acompañó la muestra a California. En el último momento, el pintor Xavier


Guerrero fue nombrado —por obvios motivos nacionalistas— su “director artístico”.
En enero de 1922 fue finalmente instalada en un local del 807 West 7th Street 807, en
Los Ángeles, por Guerrero y Best Maugard, con la ayuda del cónsul mexicano. Y tuvo un
increíble éxito: verdad o exageración, el diario Los Angeles Times refirió un promedio de
tres a cuatro mil visitantes diarios a lo largo de las dos semanas que duró la exposición.
Luego fue desmembrada, y las mil ochocientas piezas que habían entrado a Estados

12
Porfirio Martínez Peñalosa, Tres notas sobre el arte popular en México, Miguel Ángel Porrúa, México,
1980, pp. 91-104. Martínez Peñalosa resume y critica el ensayo de Porter, y precisa sus fuentes; de
hecho, la periodista, sin mucha aportación personal, parafrasea las ideas estéticas de Gamio, Atl y
Best Maugard. Para un análisis de las exposiciones y colecciones de arte popular mexicano en
Estados Unidos en los años veinte, véase James Oles, “Negocio o seducción. Las exposiciones de arte
popular mexicano, 1820-1930”, en Susan Danly (ed.), Revisiting Casa Mañana: The Morrow
Collection of Mexican Folk Art, University of New Mexico Press, Albuquerque, 2001.
13
Enrique Hank López, “A Country And Some People I Love, an interview by..., with Katherine Anne
Porter”, Harper’s, 231, September 1965, p. 62. Algunas precisiones sobre este episodio en Enrique
Hank López, Conversations with Katherine Anne Porter. Refugee from Indian Creek, Boston-
Toronto, Little, Brown and Company, 1981, y en Thomas F. Walsh, Katherine Anne Porter and
Mexico. The Illusion of Eden, The University of Texas Press, Austin, 1992.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 18

Unidos como “propiedad del gobierno mexicano” se distribuyeron en los consulados


14
mexicanos.
Esta fue la primera muestra panorámica de artes de México que se presentó fuera del
15
país desde los ya remotos tiempos de las ferias internacionales del siglo XIX. De hecho,
la exposición no sólo incluía preciosas artesanías, encajes, sarapes de chillantes colores,
cerámicas y lacas que sedujeron a los californianos, sino una pequeña selección de arte
moderno: telas de Adolfo Best Maugard, Xavier Guerrero y Diego Rivera. En esta
ocasión, las escasas pinturas apenas eran una nota de pie de página, una manera de
comprobar que el “talento innato” de los mexicanos no se limitaba a sus artes populares,
que la inspiración también se prolongaba y se reproducía genuinamente en las obras de
los contemporáneos, como pedía Gamio. Cabe destacar aquí que las reseñas de la
16
exposición nunca mencionaron estas telas.
Desde entonces, la exposición preparada por Katherine Anne Porter definió el perfil
de prácticamente todas las exposiciones de arte mexicano que se enviaron al extranjero.
El esquema se repitió, una y otra vez, con muy pocos cambios conceptuales, en el
transcurso de los siguientes setenta años. El texto de Porter, basado en los conceptos de
Gamio revisados por el Dr. Atl, y en el gusto estético de los artistas jaliscienses, se
refinaría durante los años veinte, y se volvería canónico a partir de 1928, en un periodo
que vio nacer una increíble moda por las artesanías mexicanas en el marco de la crisis
económica (que fue también una crisis de valores) de Estados Unidos, y en un momento
en que la actividad artística de México sufría un estancamiento que permitió a pintores y
críticos culturales esbozar, desde sus propias vivencias, una primera historia del
movimiento y conformar los códigos que, hasta ahora, marcan la historiografía del arte
mexicano.

De independientes a sindicalizados

14
Martínez Peñalosa, op. cit., y Enrique Hank López, Ibíd.
15
Véase Mauricio Tenorio-Trillo, Mexico at the World’s Fairs: Crafting a Modern Nation, University of
California Press, 1998
16
Martínez Peñaloza, op. cit.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 19

Creada en 1916, en la estela de las turbulencias del Armory Show, la Sociedad de Artistas
Independientes de Nueva York recogía las consignas de su modelo parisiense, en
particular, la idea de un mecanismo de selección “sin jurados y sin premios”. Organizada
por los propios artistas fuera de la mediación de críticos o art dealers comprometidos, y
mediante el pago de una cuota anual, los miembros, ya fueran estadounidenses o
extranjeros, tenían una puerta abierta a las exposiciones de la Sociedad. Este sistema
abierto facilitaba las confrontaciones: en el primer salón, que se llevó a cabo en el Grand
Central Palace de Lexington Avenue, un tal R. Mutt envió una escultura titulada Fuente.
El verdadero autor, ahora consagrado, se llamaba Marcel Duchamp y la pieza, un urinal
de porcelana, pasó a la historia aun cuando los patrocinadores de la Sociedad, empezando
por Walter Arensberg y Georges Bellows, lograron que no se expusiera. Las dos primeras
muestras se llevaron a cabo en locales comerciales, pero en 1918, el entonces director de
la Sociedad, el pintor John Sloan, consiguió un piso elegante en los altos del Hotel
Waldorf de Madison Avenue, a un paso de la Librería de los Latinos José Juan Tablada &
17
Co.
Ideólogo y fundador de la Sociedad de Independientes, el pintor y a la vez crítico de
arte Walter Pach nunca asumió su dirección, y prefirió mantenerse en el cargo más
discreto, aunque eficiente, de administrador, que conservó durante más de veinte años.
Fue Pach, sin duda, quien tomó la decisión de presentar, al margen de la exposición
anual, obras representativas del arte moderno de otros países, que servirían de
contrapunto comparativo a la producción local. Pach vivió en París en los años inquietos
del postimpresionismo y del cubismo, y aunque siguió siendo un pintor convencional, y
sólo tardíamente se dejó influir por las vanguardias, estaba muy atento a lo que sucedía
en los círculos artísticos de Montparnasse. Frecuentaba el círculo de los hermanos
Duchamp-Villon —con quienes se reuniría en Nueva York—, al doctor Elie Faure, a
Robert y Sonia Delaunay, y cultivó la amistad de dos pintores mexicanos, la del
jalisciense residente en San Francisco, y discípulo de Whistler, Xavier “Tizoc” Martínez,
y la de Diego Rivera. A su regreso a Nueva York, Pach se dedicó de lleno a promover la

17
Laurette E. McCarthy, Walter Pach: Artist, Critic, Historian and Agent of Modernism, tesis de doctorado,
manuscrito, University of Delaware, 1996.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 20

pintura europea moderna. Así, en 1916, mientras preparaba una exposición de Matisse en
una galería comercial, Pach invitó a Delaunay a participar en la primera muestra de la
Sociedad de Independientes.
A instancias de Rivera, Pedro Henríquez Ureña invitó a Pach a impartir un curso de
historia del arte moderno en la Universidad Nacional de México, en el verano de 1922, al
que asistieron asiduamente los incipientes pintores de murales, y que marcó
18
particularmente a José Clemente Orozco. De regreso a Nueva York, en el otoño, Pach
convenció a Sloan de presentar una selección de obras mexicanas en el Salón de 1923.
Creación, el primer mural de Rivera en el Anfiteatro de la Escuela Nacional Preparatoria
(Ex–Colegio de San Ildefonso), aún no se había inaugurado, pero ya los pintores, unidos
en una incipiente sociedad de “independientes” copiada de la neoyorquina —y que se
convertiría meses más tarde en el Sindicato de Obreros Técnicos-Pintores y Escultores—,
intentaban abrir nuevos espacios de exposición en la ciudad, conformar un mercado
interno del arte y favorecer un coleccionismo institucional. Algunos tenían a la vez
ambiciones internacionales. Rivera escribió, en una carta a Pach, lo que a la distancia
deberíamos considerar como el primer e improvisado curatorial statement de arte
mexicano, que determinaría, a pesar del olvido, esta primera invasión a Estados Unidos
del arte mexicano.

México, 7 de Diciembre 1922

Mi querido amigo Pach


Sus cartas me han dado un gusto muy grande, apenas vuelto a su ciudad y ya
su amistad ha dado pruebas activas y valiosas para mí, para mis compañeros y
para México. Mil gracias amigo mío.
No pude contestar a Ud. a vuelta de correo porque tardamos un poco en llegar
a constituir el grupo de Independientes de manera formal. Naturalmente todos

18
“Ya le he contado al Sr. Tablada de las magníficas conferencias que Ud. nos dio y de las cuales
guardamos buenos recuerdos los que tuvimos la fortuna de escucharlas. Realmente nos fueron muy
útiles pues nos expuso Ud. con notable exactitud y claridad muchos aspectos del arte de hoy, y
aprendimos infinidad de cosas que ignorábamos”, José Clemente Orozco a Walter Pach, 27 de
febrero de 1923, Archivo Walter Pach, 4217:709-710. Agradezco a Laurette E. McCarthy, quien
generosamente me permitió consultar la correspondencia de Walter Pach.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 21

los muchachos están encantados de la invitación de la Sociedad de I. de N. Y.


que debemos a los buenos oficios de Ud. por lo cual los compañeros me ruegan
le dé a Usted de su parte las gracias más cumplidas y efusivas y también de
transmitirle nuestro agradecimiento y aceptación a la Sociedad de Artistas
Independientes de Nueva York. Rogamos a Ud. haga presentes nos [sic]
sentimientos a la S. I. de parte de los nacientes Independientes mexicanos.
El grupo estará constituido según sus amables deseos; hemos hecho una lista
de 13 nombres dejando dos espacios (15 espacios contamos por los 15 metros de
muro que nos dice Ud.) para los trabajos de los niños. Para nosotros hemos
decidido así:
Tomamos 80 centímetros para que en todo caso queden 20 centímetros entre
tela y tela. También usaremos todas las varillas de madera que Ud. nos indica.
Los expositores serán: Orozco José Clemente — Charlot — Revueltas — Alfaro
Siqueiros — Leal — Alba — Cahero — Bolaños — Ugarte — Cano — Nahui
Olín — Atl — Rivera.
Pienso que si se hubiera podido disponer de algún espacio más en alguna
forma se hubieran podido mandar más trabajos de los niños. Ahora resultará para
ellos un panneau así:
Como la mayor parte de los trabajos [de niños] son de dimensiones pequeñas
se puede arreglar un grupo interesante, pero tal vez hubiera valido la pena de
hacerlo más extenso pues estos trabajos de los niños y su resultado creo pueden
tener novedad e interés considerable. En fin, Ud. indicará cómo hacemos.
Haré cuanto pueda por encontrar la manera de que nos paguen aquí el
transporte de las cosas, espero lograrlo, pero en todo caso, rogamos a Ud.
transmita a la Sociedad de Independientes nuestro agradecimiento por las
facilidades que nos ofrece a este respecto.
He de darle las gracias también por lo que nos toca personalmente en el asunto
de la exposición; no he recibido la carta de Miss Porter que me anunciaba Ud, ni
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 22

19
recibí a su tiempo dos cablegramas, uno de ella y uno de la casa Wanamaker ,
estoy sumamente apenado pues no pude responderlos, me encontraba en cama
enfermo, y sin dinero hasta el último extremo. Después de mí estuvo enferma
Lupe también y continuaron las dificultades; le ruego que si le es posible ver a
Miss Porter le explique la causa de mi falta. También le suplico que le diga que
si quieren hacer la pequeña exposición de dibujos de que me habla Ud., estoy
dispuesto, pues así el transporte no me costaría más que muy poco, y puedo
enviar las cosas en el momento mismo que me digan —sin vidrios—. Ojala y
fuera posible arreglar la de pinturas para dentro de algunos meses.
Doy toda la prisa que puedo a los compañeros para que hagan las fotografías
de la decoración. En cuando estén se las enviaré, así como las mías.
Qué amable fue Ud. para mí en su artículo de México Moderno, muchas
20
gracias!!
Reciban Ud. y su señora los saludos más afectuosos de parte de Lupe y de la
mía. Cariños al chico. Sírvase asimismo saludar de nuestra parte a Miss Porter
cuando la vea. Recuerdos de todos sus amigos de acá.
Su Atto. Ss. Diego Rivera
21
Flora 19. México
Gracias a la mediación de Rivera, la Secretaría de Educación de Vasconcelos envió
sesenta y cinco obras a Nueva York. La lista final difería de la propuesta inicial, y
reflejaba una probable intervención de Best Maugard: el artista más representado, por
supuesto, era Diego Rivera, con dos óleos (La familia del comunista y Balcón en
22
Yucatán) y nueve dibujos (incluyendo dos estudios de su periodo poscubista). José

19
Importante galería comercial en Broadway, en Nueva York, que exponía a artistas internacionales
(Picasso, Albert Gleizes, etcétera).
20
Walter Pach, “Impresiones sobre el arte actual de México”, México moderno, año II, núm. 3, octubre de
1922.
21
Diego Rivera a Walter Pach, 7 de diciembre de 1922, Colección Pach, 4217:682-685. Agradezco a
Laurette E. McCarthy, quien generosamente me permitió consultar la correspondencia de Walter
Pach.
22
“Catalogue New York Society of Independents of 1923”, transcripción manuscrita de Jean Charlot,
Colección Charlot, The University of Hawai’i at Manoa, Honolulu, cortesía John Charlot. Jean
Charlot pensaba incluir un capítulo acerca de esta exposición en su libro El renacimiento del
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 23

Clemente Orozco le seguía en importancia, con cinco acuarelas de la serie Casa del
llanto, y luego Adolfo Best Maugard, Jean Charlot, Nahui Olín, Abraham Ángel, Carlos
Mérida, Manuel Rodríguez Lozano, Rufino Tamayo, David Alfaro Siqueiros, Emilio
Amero, Rosario Cabrera, Ramón Cano, Manuel Martínez Pintao y veintiséis obras de
alumnos (no identificados) de la Escuela de Pintura al Aire Libre.
Sin embargo, el impacto de las obras mexicanas no fue el esperado. En sus notas de
trabajo, Jean Charlot subraya la falta de curiosidad de los críticos neoyorquinos, que ni
siquiera señalaron la existencia del salón paralelo. El único que destacó la presencia
mexicana fue Thomas Craven, en una nota de The New Republic del 14 de marzo de
1923.

La contribución más portentosa a la muestra viene de la ciudad de México. Los


artistas latinoamericanos, después de haberse organizado en una sociedad “sin
jurado”, basada en el mismo principio de “los Independientes” de Nueva York,
fueron invitados a presentar muestras de su trabajo. El resultado es alentador. No
que sea gran arte, pero resultó estimulante en ese desierto de horrores. Los
críticos deben tomar en cuenta a los mexicanos: están cerca de las novedades, y
si se salvan de las formulas viciadas de los cafés parisienses, sin duda pueden
llegar a ser grandes. La exposición es abigarrada, incluye diseños decorativos de
los alumnos de las escuelas, y sofisticados dibujos de Diego Rivera. Los dibujos
infantiles son primitivamente ingenuos, pero no burdos; de hecho, dibujan mejor
estos niños que algunos conocidos neoyorquinos […] Si no fuera por los
mexicanos, la exposición de los Artistas Independientes no tendría ninguna
relevancia.

muralismo mexicano, 1920-1925, Editorial Domés, México, 1985, pero fue eliminado en la versión
final de la primera edición de la Universidad de Yale. La información de esta sección se basa en gran
parte en las notas de trabajo de Charlot. La familia del comunista de Rivera está reproducido en La
falange, núm. 2, enero de 1923, con el título En Yucatán.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 24

Según Charlot, la frialdad con que se recibió la exposición de Nueva York sirvió de
23
pretexto para las primeras críticas abiertas de los conservadores a los proyectos murales.
Paralelamente a la muestra, José Juan Tablada publicó en la revista especializada
International Studio, el primero de una serie de artículos promocionales que darían a
conocer las artes de México en Estados Unidos. En “Pintura mexicana de hoy”, analizaba
las obras de varios de sus compañeros de generación: Ruelas, Enciso, Zárraga, Atl,
Orozco y Rivera, Best Maugard y Montenegro, Marius de Zayas y Mérida, considerados
24
ya artistas establecidos en la modernidad. A instancias de Vasconcelos, interesado en
apoyar esta publicidad internacional de su gestión cultural, Tablada acompañó al ministro
a México cuando éste regresó de Brasil por la vía de Nueva York. En las escasas tres
semanas de ese viaje relámpago a México, Tablada descubrió los nuevos logros de los
artistas, incluyendo el primer mural de Rivera, las aportaciones de las Escuelas al Aire
Libre, la obra prometedora de Abraham Ángel… Entre 1923 y 1924, se convirtió en el
paladín de los artistas mexicanos. A razón de un artículo al mes y de conferencias
ilustradas, y en términos más que entusiastas, Tablada dio a conocer a la intelligentsia
neoyorquina, al público de Filadelfia e, incluso, a los diplomáticos de Washington, el
programa de Vasconcelos, el mural de Rivera, la obra de Orozco y las creaciones de los
25
artesanos indígenas. Promovió también la carrera del joven Miguel Covarrubias.
El auge de la pintura mexicana en Estados Unidos se acelera, sin embargo, a partir de
1925. Primero con el premio que obtiene Diego Rivera en la Pan American Exhibition de
Los Ángeles, con el óleo Día de flores, que da inicio, además, a un género de cuadros
remilgados, con temas folklóricos, que inundarán el mercado de arte estadounidense en

23
Se refiere, en particular, al editorial de J. M. Durán y Casahonda, “La sala mexicana en la Exposición de
Artistas Independientes”, El Universal, 16 de marzo de 1923. Notas de trabajo para The Mexican
Mural Renaissance, manuscrito, Colección Charlot, The University of Hawai’i’ at Manoa, Honolulu,
cortesía John Charlot. Véase también Helen Delpar, The Enormous Vogue of Things Mexican.
Cultural Relations between the United States and Mexico, 1920-1935, The University of Alabama
Press, Tuscaloosa y Londres, 1992, p. 140.
24
José Juan Tablada, “Mexican Painting of To-day”, International Studio, vol. 76, núm. 308, enero de
1923.
25
José Juan Tablada, “Elie Faure and Old Mexican Art”, The Arts, vol. 4, núm. 2, agosto de 1923;
“Mexico’s New Old Ceramics”, International Studio, vol. 77, núm. 316, septiembre de 1923; “Diego
Rivera—Mexican Painter, The Arts, vol. 4, núm. 4, octubre de 1923, “Orozco, the Mexican Goya”,
International Studio, vol. 78, núm. 322, marzo de 1924.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 25

los años treinta. Luego, con la aparición de los primeros textos de una periodista de veinte
años, Anita Brenner, que releva a Tablada de sus funciones de promotor.

Ídolos tras los altares

Nacida en Aguascalientes, donde su padre trabajaba en las empresas de la familia


Guggenheim, Anita Brenner creció en México hasta el inicio de la Revolución. Su familia
—como las de muchos empresarios extranjeros— se refugió en 1915 en San Antonio,
Texas. No obstante, Anita y su hermana Dorothy regresaron a México al terminar su
adolescencia. Los primeros meses de su estancia, Anita Brenner consiguió empleo como
traductora al inglés del informe de Manuel Gamio sobre Teotihuacán: una buena manera
26
de reiniciar su “comprensión” de México.
La carrera periodística de Brenner empieza como corresponsal en México del diario
The Nation, en 1924. En uno de sus primeros artículos, “El judío en México”, publicado
cuando apenas tenía veinte años, Brenner intentaba explicar por qué no existía la
“cuestión judía” en México, y afirmaba acto seguido, en perfecta correspondencia con las
premisas de Gamio: “A pesar de los rabinos, de las casas judías, de los periódicos y de los
clubes judíos, el judío se va a integrar a las fibras del México que viene. Se está
perdiendo en una raza que se está encontrando […] ya sea comerciante, maestro,
vendedor ambulante, artista, culto o ignorante, se está volviendo tan mexicano como los
mexicanos que descienden de los conquistadores o los hijos de los nativos indígenas. Se
está entregando, y entregará al México del futuro, no sólo su trabajo, su dinero o su
27
cerebro, sino literalmente, a sí mismo”. Obviamente, Brenner hablaba de su propio caso:
la cita, sin embargo, me parece importante para comprender la postura de quien sería uno
de los arquitectos más influyentes de la idea nacional con la publicación de Ídolos tras los
altares, libro germinal y definitivo de la idea de continuidad cultural.

26
Comunicación personal de Susannah Glusker. Véase también Susannah Joel Glusker, Anita Brenner, A
Mind of Her Own, University of Texas Press, Austin, 1998.
27
Anita Brenner, “The Jew in Mexico”, The Nation, vol. CXIX, núm. 3086, p. 211.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 26

En 1926, Anita Brenner estaba preparando un libro sobre arte popular mexicano,
financiado por la Universidad Nacional, que se iba a denominar Las artes decorativas en
28
México. Por razones aún inciertas, ese trabajo nunca se terminó, aunque constituye la
base de Ídolos tras los altares, un largo ensayo que se ajusta, es evidente, al programa de
Gamio, aunque en términos más líricos, menos científicos y, quizá, menos prejuiciados.
Brenner inicia su ensayo con una larga evocación histórica que hizo escuela tanto en
el extranjero como en México (aun cuando el libro sólo se tradujo al español en los años
1980). El capítulo inicial, “El Mesías mexicano”, es uno de los primeros compendios de
las ideas acerca de la mezcla de sangres, de los intercambios culturales y sus
malentendidos, mucho antes de que algunos historiadores de las mentalidades como
Robert Ricard, Serge Gruzinski o Solange Albero se dedicaran a la precisa reconstrucción
29
de estos hechos remotos. La educación judía de Anita Brenner le proporcionó, sin duda,
la distancia necesaria para observar la presencia del pasado indígena, que académicos
como Gamio, educados en el clima de anticlericalismo liberal y positivista de finales del
XIX, difícilmente podían entonces reconocer. Periodista y promotora, Brenner simplificó
deliberadamente un fenómeno en extremo complejo, puesto en evidencia por el título de
su libro: excavando atrás de los altares, se encuentran aún muy antiguos ídolos llenos de
sentido para los indígenas; si sentamos este ídolo en el altar (es decir: en el Museo), un
nuevo Mesías surgirá, México renacerá, se levantará de nuevo. Este mesianismo no es
nuevo ni único, cabe recalcarlo: coincide históricamente, y se asemeja en sus formas, al
renacimiento vikingo en los países escandinavos, al wagnerismo germánico imbuido de
los Eddas nórdicos o al fascismo neorromano de Mussolini. En México, este
ultranacionalismo debe —como el folklore celta en Francia— desenterrar ídolos: es la

28
Financiado por la Universidad, este libro iba a ser una colaboración de Brenner con Alfonso Pallares, uno
de los colaboradores de Vasconcelos en la Secretaría de Educación Pública. Las ilustraciones fueron
encargadas a Edward Weston y Tina Modotti, quienes recorrieron México durante julio y agosto de
1926, siguiendo las instrucciones de Brenner. Muchas de estas fotografías se incorporaron finalmente
a Idols Behind Altars (Payson & Clarke Ltd, Nueva York, 1929, p. 300 [Traducción al español:
Ídolos tras los altares, Editorial Domés, México, 1983; reedición Instituto Nacional de Antropología
e Historia, 2004]). Véanse también Edward Weston, The Daybooks of Edward Weston. I. Mexico,
Nancy Newhall ed., Aperture, Nueva York, 1961, y Amy Conger, Edward Weston: Photographs
from the Center for Creative Photography, Center for Creative Photography, University of Arizona
Press, Tucson, 1992, para una lista exhaustiva de las imágenes de este “reportaje”.
29
Véanse Robert Ricard, La conquista espiritual de México, Fondo de Cultura Económica, México, 1994, y
Serge Gruzinski, La colonización de lo imaginario, Fondo de Cultura Económica, México, 1995.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 27

operación místico-teosófica que fomentan, con la anuencia de Vasconcelos, Best


Maugard con su método de dibujo, Rivera con las descripciones de tipos raciales en
Creación, Orozco con la primera versión de la planta baja de la Escuela Nacional
Preparatoria, y Siqueiros con las referencias teotihuacanas en el mural de la escalera del
Patio Chico de la misma Preparatoria.
Su expresión más clara —que debió, quizá de manera inconsciente, inspirar a
Brenner— se puede encontrar en una extraña novela de José Juan Tablada, presentada
como guión de una película jamás realizada, y publicada en 1924 como “novela semanal”
en El Universal Ilustrado: La resurrección de los ídolos.
Fantasía en la mejor tradición de la novela “en clave” francesa —pienso en Alfred
Jarry y, sobre todo, en Raymond Roussel—, se presenta como metáfora del
vasconcelismo: (re)inauguraciones de monolitos aztecas; reivindicaciones de artesanos
pueblerinos; apoteosis del mole (considerado precursor del curry de la India); redención
(velada) del “monstruo verde”, la marihuana; repudio de la Revolución armada; ambiguas
escenas de lesbianismo que remiten a las ilustraciones simbolistas de Félicien Rops y
Julio Ruelas; excesos de maquillaje; travestismo en la sacristía; persecuciones en
automóvil por los callejones de Tlaxcoaque, entonces el barrio de prostitución de la
capital mexicana; apariciones mise en abyme del propio autor de la novela como experto
en arqueología teosófica; exaltación del poeta-aviador, Carlos Pellicer, que se lleva la
palma al llegar en el último instante en su monoplano para salvar a la heroína de las
garras de los ídolos aztecas, Coatlicue y Huitzilopochtli, revividos por tremendo sismo
que fractura el “orden” establecido. Si no censurada, La resurrección de los ídolos ha
sido, de cualquier modo, borrada de la bibliografía de Tablada, en parte, porque es una
muy mala novela y, en parte porque trata de la exposición de un programa imposible,
ingenuo, si se quiere, pero eminentemente subversivo.
La resurrección de los ídolos, de 1924, e Ídolos tras los altares, de 1929, tienen
mucho en común, desde el título y el tono épico hasta los personajes; ambos autores
entienden el “momento vasconcelista” como una oportunidad irrepetible, una etapa
fundamental, una utopía…
El texto de Anita Brenner, largamente ensayado en artículos sueltos, publicados tanto
en Estados Unidos como en México, discutidos con sus amigos, confrontados una y otra
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 28

vez con “lo real”, con las fuentes, que cuestiona siempre y coteja sin cesar; con las obras
plásticas que nacen en el transcurso del proceso de escritura (ahí están sus Diarios para
30
comprobar las dudas y los retrocesos ), queda, sin embargo, como la versión académica
del delirio de José Juan Tablada, por una sola razón: ambos son parte íntegra, creativa,
del proceso. Ambos quieren, a su modo, encarnar al ídolo resurrecto, escondido tras el
altar, al México que Tablada añora en Nueva York y que Brenner perdió entre los brazos
de su nana cruzando el desierto camino al exilio, como en el mural de José Clemente
Orozco —que quizás inspiró—, como en la Madre campesina de David Alfaro Siqueiros
—que quizás inspiró, también…
Desde los orígenes, estas ideas fueron consideradas populistas, y algunos intelectuales
las atacaron con virulencia. Aun cuando, en la Escuela Nacional Preparatoria, José
Clemente Orozco inició una apología de la mezcla de sangres y del “espíritu misionero”
franciscano, el pintor se convirtió muy pronto en el más ardiente crítico de los aspectos
folklóricos de una posible “épica” de la nueva cultura mexicana. La ambición totalitaria
del ideal de cultura mestiza formulado por Manuel Gamio, latente en los titubeos del
periodo vasconcelista, se afianzó bajo la presión de la intelligentsia de izquierda, en las
postrimerías de los años veinte. A mi manera de ver, hay que situar en ese periodo la
fractura inicial, los primeros balbuceos de un discurso oficial desligado de la sociedad,
que de hecho se empieza a consolidar en las presentaciones del arte mexicano,
expurgadas y digeridas para el público anglosajón.

Mexican Arts Association, Inc.

En el otoño de 1927, Frances Flynn Paine invitó a Brenner a coordinar una exposición de
arte mexicano en el Art Center de Nueva York, como preludio de una gran muestra de
objetos de arte popular, en particular de talavera y cerámicas, muy apreciadas, entonces,
por el director del Metropolitan Museum de Nueva York, Robert de Forest y su esposa

30
La edición de Susannah Joel Glusker de los Diarios de Anita Brenner será publicada próximamente por
la Universidad de Texas en Austin.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 29

Emily. La iniciativa recuerda la propuesta de Katherine Anne Porter, siete años antes,
aunque en este caso la exposición tenía como fin último comprobar que la política social
mexicana no era “bolchevique”, y prolongaba la ofensiva diplomático-cultural iniciada
por el embajador de Estados Unidos, Dwight Morrow, con la borrascosa visita a México,
31
en plena guerra cristera, del héroe de la aviación Charles Lindbergh.
Frances Flynn Paine, una joven aristócrata del sur de Estados Unidos, amiga desde la
infancia de Abby Aldrich Rockefeller, la esposa del magnate del petróleo que tantos
intereses poseía en Tamaulipas, trabajaba directamente desde mediados de los años veinte
para la familia Rockefeller, consiguiendo en México (donde vivió parte de su
adolescencia) muebles antiguos, bibelots y pinturas para el fantasioso proyecto de Abby
Aldrich de restaurar la ciudad colonial de Williamsburg, en el estado de Virginia.
Paine intervino por primera vez en la cultura mexicana como representante de la
Fundación Rockefeller, subvencionando la exposición del Art Center de Nueva York.
Con esta iniciativa pudo persuadir a John D. Rockefeller Jr. de la pertinencia de crear un
fondo permanente de apoyo a las artes mexicanas.
La exposición de enero de 1928 puede entenderse quizá como un “borrador” de la
segunda parte de Ídolos tras los altares, y la penúltima etapa de ese proceso de
canonización del arte mexicano moderno. Anita Brenner entremezcló ahí obras de
veintitrés pintores, incluyendo, de manera muy curiosa pero reveladora, algunos
veteranos pintores académicos como Francisco de la Torre, Joaquín Clausell y Gonzalo
Argüelles Bringas, quienes harían aquí una última aparición antes de ser expulsados del
32
santoral “modernista”. Revirtiendo, de hecho, la tendencia de la exposición de Katherine
Anne Porter de 1921, el arte popular o “aplicado” (principalmente retablos y ex–votos
religiosos, cerámica y textiles), que tanto les interesaba a Frances Flynn Paine y a sus

31
“New York Sees Mexico’s Revolutionary Art”, The Art Digest, vol. II, núm. 8, segunda quincena de
enero de 1928.
32
Además de los mencionados, la exposición incluía obras de Abraham Ángel, Alfaro Siqueiros, Alva
Guadarrama, Castellanos, Charlot, Fernández Ledesma, Carmen Fonserrada, Goitia, Lazo, Mérida,
Montenegro, O’Higgins, Orozco, Pacheco, Revueltas, Rivera, Rodríguez Lozano, Antonio Ruiz,
Tamayo y el pintor de retablos Víctor Tesorero, así como figuras de cera del caricaturista Luis
Hidalgo (“New York Sees Mexico’s Revolutionary Art”, art. cit.).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 30

patrocinadores, parecía esta vez “nota de pie de página”, justificación de las “atrevidas”
obras de los artistas modernos.
José Clemente Orozco fulmina en sus cartas a Jean Charlot por la curaduría de Anita
Brenner y los propósitos de la exposición: “el único objeto de la exhibición es vender
chácharas de ‘arte (?) popular mexicano’, un negocio comercial, para el cual nuestros
33
cuadros sólo han servido de carteles de propaganda”. Si bien, como lo afirma el pintor,
el libro de Brenner fue rechazado, le permitió “depurar” sus listas. En su capítulo
conclusivo, “Inventario”, apenas mencionará —y de paso— a Agustín Lazo, Julio
Castellanos, Manuel Rodríguez Lozano y Gabriel Fernández Ledesma; dejará
completamente de lado a los académicos y a los asistentes de Rivera, Pablo O’Higgins y
Ramón Alva Guadarrama, pero dedicará largas páginas, capítulos enteros, a Orozco,
Rivera, Jean Charlot, Francisco Goitia, Fermín Revueltas, Máximo Pacheco y, por
supuesto, a Siqueiros.
Días después de la inauguración de la exposición, Frances Flynn Paine le escribe a la
esposa del embajador de Estados Unidos en México, Elizabeth Cutter Morrow:

Estará feliz, creo, de saber que la colección y la exposición de artes aplicadas


mexicanas de la Fundación Rockefeller y el Art Center ha despertado un interés
considerable por los productos del arte mexicano […] J. D. Rockefeller Jr. me
pidió que constituyera una compañía para regular los aspectos prácticos del
trabajo y me ofreció personalmente fondos para iniciar esta empresa. La
Fundación, junto con el Art Center, el Metropolitan Museum, la General
Federation of the Arts y la Arts Alliance, entre otras, seguirán colaborando, pero
debería estar concentrada en Nueva York para los contactos culturales por venir,
y para efectos prácticos también [… Debería] mantener su sede en el Art Center,
de preferencia en una pequeña galería en la que los artistas podrían exponer
continuamente; ahí se mostrarían bellas artes y artes aplicadas, se presentaría
música, teatro y obras literarias, y se contaría con el apoyo de la dirección de la

33
José Clemente Orozco a Jean Charlot, 22 de febrero de 1928, en Luis Cardoza y Aragón (ed.), José
Clemente Orozco: El artista en Nueva York (cartas a Jean Charlot y textos inéditos 1925-1929), siglo
XXI, México, 1971, p. 54.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 31

Asociación y del comité […] quizá se debería llamar el Mexican Art Center […]
34
El Art Center sería un buen lugar para ello…

Dos años más tarde, en diciembre de 1930, durante una cena en casa de los
Rockefeller, adornada para la ocasión con tibores de talavera poblana, sarapes de Saltillo
y unas cuantas obras de Rivera, se instituyó la Mexican Arts Association, Inc., presidida
35
por Winthrop W. Aldrich, hermano de Abby Aldrich. El editor Frank Crowninshield
firmó como secretario, y Frances Flynn Paine, como directora operativa. Una de sus
primeras iniciativas fue la organización, en el recién creado Museum of Modern Art de
Nueva York (MoMA ), de una retrospectiva de Diego Rivera, la segunda exposición del
recién constituido museo dedicada a un solo artista, después de la de Matisse.
En una carta de mediados de 1930 a su protectora Abby Aldrich, Frances Flynn Paine
recuerda el paso de Siqueiros por Nueva York a mediados de 1929, y revela las
intenciones reales de los magnates neoyorquinos:

En 1928, le dije al Dr. Richard que estaba segura de que la mayoría de los
artistas mexicanos, aunque “rojillos”, dejarían de ser “rojillos” si les ofrecíamos
reconocimiento artístico. En 1928, Diego era el más poderoso de los “rojillos”
de América Latina. En esa época, pegaba personalmente carteles en la Embajada
de los Estados Unidos, exigiendo “Muerte a los gringos”. En 1929, con la ayuda
del Dr. Richard, el American Institute of Architects descubrió sus pinturas y le
dio su más alta recompensa. En 1930, lo expulsaron los comunistas, y unos
meses más tarde aceptó una comisión del Sr. Morrow, para realizar un mural en
Cuernavaca. Sigue estando, sincera e intensamente, “del lado del pueblo”, pero
ahora se puede discutir con él y, desde este punto de vista, podemos esperar
mucho.

34
Frances Flynn Paine a Elizabeth Morrow, 14 de septiembre de 1928, The Rockefeller Archive Center,
Hillcrest, Pocantico Hills, Nueva York. John D. Rockefeller Jr. aportó los 15 000 dólares iniciales
(“Mexican Art Group formed”, The Art News, vol. 29 núm. 11, 13 de diciembre de 1930, p. 15).
35
Anteriormente, para manejar los fondos de Rockefeller, se había creado una efímera “Paine Mexican Arts
Organization”.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 32

Quizá recuerde que le hablé del señor Alfaro Siqueiros —inflexible líder
obrero latinoamericano, pintor, pero antes que nada comunista rabioso. Tal vez
recuerde que, el verano pasado, a su retorno de América Latina, adonde había
ido, con bastante éxito, aparentemente, a denunciar al “Coloso del Norte” y al
capitalismo, quedó atrapado en Nueva York —y que su hermano, desesperado,
vino a verme para buscar una salida. El Servicio Civil lo investigaba. Le mandé
decir que lo único que podía hacer era enviarle fondos otorgados gracias a la
generosidad del señor Rockefeller. Después de cuatro de días de pasar hambre y
36
privaciones, aceptó.

La carta de Frances Flynn Paine evidencia los titubeos de los artistas mexicanos en un
momento particularmente crítico y confuso del arte mexicano, de su difusión y su
reconocimiento, de su futuro…
Ese largo y embrollado proceso de validación internacional del arte mexicano
moderno, su reinvención en los Estados Unidos a finales de los años veinte, se debe tanto
a una necesidad imperiosa del Estado mexicano de ser admitido económica y
diplomáticamente como al ansia de algunos magnates de Nueva York de preservar sus
intereses en México.
A la creación de los símbolos, de las leyendas y los mitos, debe suceder la
canonización. A pesar de algunos intentos por escribir la historia del movimiento cultural
desde México, la celebración del arte mexicano se consumó en el extranjero,
concretamente en Estados Unidos, por razones que tienen que ver tanto con la economía
como con la política. La publicación de algunos ensayos fundamentales —Mexican Maze,
de Carleton Beals, en 1927; The Mexican Heritage, de Ernest Gruening, en 1929; Mexico,
de Stuart Chase, y, sobre todo, Ídolos tras los altares—, así como el lanzamiento de un
arte mexicano negociable paralelo a la “importación” de los muralistas, deberían, en la
mente de los patrocinadores, inyectar un “espíritu continental” a la cultura del Nuevo

36
Frances Flynn Paine a Mrs. John D. Rockefeller, 13 de agosto de 1930, Fondo Abby Aldrich Rockefeller,
Rockefeller Archive Center, Hillcrest, Pocantico Hills, Nueva York. Agradezco a Andrea Fraser por
haberme proporcionado este documento.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 33

Mundo; iba además a comprobar la muerte cultural de Europa, como paso definitivo al
afianzamiento de la hegemonía americana.
Aunque relativo, el éxito de la exposición del Art Center y, más aún, la publicación de
Ídolos tras los altares en 1929 comprueban el atractivo por el mecenazgo artístico, que,
por un lado, apacigua a los artistas “rojillos” dándoles espacios de exposición, y, por el
otro, satisface el orgullo nacional.

Finalmente, el Metropolitan

En 1930, a principios de una pugna sumamente amarga entre Inglaterra y Estados Unidos
por el control de pozos petroleros mexicanos, el embajador Dwight Morrow convenció a
la Corporación Carnegie de patrocinar una extensa exposición de arte mexicano en el
Metropolitan Museum de Nueva York. Homer Saint-Gaudens, director de Bellas Artes en
el Carnegie Institute of Art de Pittsburg, fue nombrado curador por la American
Federation of Arts, y viajó a México durante dos semanas, con el fin de seleccionar las
obras.
Saint-Gaudens, aparentemente, no tenía un interés previo por México, ni siquiera
contacto con el país, pero felizmente conoció al conde René d’Harnoncourt, refugiado
austriaco venido a menos, químico de profesión, que vivía en la ciudad de México, donde
vendía antigüedades y artesanías —y, por ende, surtía a Frances Flynn Paine de piezas
coloniales para el proyecto Williamsburg. A su llegada, en 1926, había colaborado con
Fred Davis, el dueño de la Sonora News Company, conocida tienda de Avenida Madero,
para luego independizarse. A su vez, d’Harnoncourt le pidió ayuda a Jean Charlot y a
Frances Flynn Paine, convirtiéndolos en “curadores” de secciones de la muestra.
Como la exposición de Katherine Anne Porter en 1921, la del Metropolitan se
organizó principalmente en torno al arte popular, pero incluyó una selección
representativa de pinturas modernas. Las fotografías de la exposición muestran
claramente cómo éstas se entremezclaron con artefactos de toda clase. Un reseñista
neoyorquino afirmó:
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 34

Por dos motivos, la Exposición de Arte Mexicano es única. En primer lugar, es


la expresión nacional de un pueblo íntegro; en segundo lugar, es la primera vez
que la materia y la habilidad técnica se subordinan al contenido, a la
interpretación de una cultura única. El resultado es una exposición
extraordinariamente fácil de comprender y muy atractiva.
El espíritu natural de los mexicanos se expresa ingenuamente y sin prejuicios
en objetos sencillos; el trabajo humilde del campesino se despliega
significativamente en el arte más sofisticado y calculado de Orozco, Rivera,
37
Castellanos y sus compatriotas.

Sin embargo, esta deliberada mezcla de artesanías y arte moderno no fue apreciada
por todos: según The Burlington Magazine, “la exposición es un verdadero baratillo de
arte mexicano, compuesta como feria nacional, sin el color local que aviva una verdadera
feria. Unos cuantos Diego Rivera colgados muy alto; bellas vasijas de barro en el piso
[…] Sólo sentíamos el grato placer de creer que habíamos penetrado en la galería antes de
que los curadores empezaran el montaje, antes de que los jueces limpiaran el montón de
38
objetos”.
La exposición del Metropolitan Museum de finales de 1930 privilegiaba un arte
folklórico atemporal, objetos de estudio etno-semiótico, arcaicos (por no usar el
calificativo “primitivo”, en todos los labios), que significaban la especificidad de la
cultura mexicana. La pintura académica decimonónica, incluyendo la que se podía
relacionar con una búsqueda de identidad nacional (Saturnino Herrán), fue desterrada
sistemáticamente, así como las obras más tempranas de los que forjaron el “renacimiento
mexicano”: el cubismo de Rivera, las caricaturas políticas y las acuarelas “pornográficas”
de Orozco de 1916, las elegancias art nouveau de Montenegro, los paisajes whistlerianos
de Atl, Argüelles Bringas, de la Torre… Los curadores también dejaron de lado ciertas
formas de arte popular todavía presentes en los catálogos del Dr. Atl y Katherine Anne
Porter (la sillería y otros trabajos de cuero relacionados con la tradición aristocrática e

37
Bulletin of the Museum of Fine Arts, vol. 28, núm. 165, diciembre de 1930, p. 113.
38
“Art in America”, Burlington Magazine, vol. 8, núm. 336, marzo de 1931, p. 156.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 35

hispanizante de la charrería, por ejemplo), en los gustos de De Forest y John D.


Rockefeller.
De hecho, los curadores de 1930 parecían retomar la afirmación de Anita Brenner, en
el apéndice de Ídolos tras los altares: “la sorpresa agradable que sin duda depararán al
coleccionista y al aficionado, se deberá simplemente a que el arte antiguo y moderno de
este continente, tan fuerte y único como cualquiera en la historia de la humanidad, ha sido
39
muy poco estudiado”.

Esplendores del arte mexicano

El 11 de abril de 1940, en las postrimerías de la administración de Lázaro Cárdenas —


intentando quizás hacerse perdonar la “afrenta” de la expropiación petrolera de 1937,
negociada de antemano con los magnates de Estados Unidos—, tres vagones cargados
con tres mil piezas de arte mexicano cruzaron la frontera en Laredo, bajo la severa
custodia de tres Texas rangers uniformados, con dirección a Nueva York. Durante tres
meses, agentes del MoMA habían recorrido galerías, museos, talleres de artesanos y
estudios de pintores en México, bajo la supervisión de Alfonso Caso, comisario general
de la muestra titulada “20 siglos de arte mexicano”. Caso seleccionó personalmente las
obras prehispánicas, pero delegó en Manuel Toussaint, Roberto Montenegro y Miguel
Covarrubias la búsqueda de arte colonial, artes populares y pintura y escultura
contemporánea, respectivamente.
La exposición fue patrocinada por Nelson Rockefeller (el hijo de John D. Rockefeller
Jr. y benefactor de la Mexican Arts Association de Frances Flynn Paine, quien había
contratado a Rivera en 1933 para decorar el vestíbulo de su flamante Rockefeller Center).
Un año antes, en vísperas de la declaración de guerra, Nelson Rockefeller había
financiado una gran exposición de arte norteamericano en el Jeu de Paume de París —una
manera, quizá, de contrarrestar la creciente influencia cultural de la Alemania nazi
patente desde la Feria Internacional de 1937. El éxito de la exposición lo impulsó a

39
Brenner, op. cit., p. 333.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 36

repetirla, llevando esta vez las artes de México a Europa. Ante la amenaza de guerra, la
política de unión continental —que Nelson Rockefeller diseñó personalmente desde
1941, a través del Bureau of Inter-American Affairs— privaba entonces sobre
consideraciones más personales, como el rencor ante la expropiación de la Standard Oil o
las discrepancias ideológicas con Cárdenas —menos profundas, quizá, en tiempos del
New Deal de Roosevelt. La “curiosa guerra” del otoño de 1939, el éxodo masivo de esa
primavera europea de 1940, la ruptura de relaciones diplomáticas y el debilitamiento de
las relaciones políticas entre Europa y América desviaron los planes, pero el MoMA

recibió con beneplácito el ambicioso proyecto de Rockefeller, piedra de toque de una


“política del buen vecino” en plena construcción.
En su estructura, “20 siglos de arte mexicano” reproduce el patrón canonizado por el
Metropolitan en 1930, con dos notables diferencias: la sobreabundancia de arte
prehispánico, incluyendo piezas de gran formato del Museo Nacional, y el aislamiento
del arte popular, desvinculado ahora del “gran arte” e instalado por el museógrafo John
McAndrew en el “patio de esculturas” del museo, transformado para la ocasión en
mercado mexicano dominado por la mole de un vaciado en yeso de tamaño original de la
Coatlicue: papeles picados, sombrillas rústicas, cucuruchos de caña tejida, juguetes de
hojalata, piezas de confitería, sarapes multicolores, etcétera.
Esa práctica misionera del arte se reafirmó durante la Segunda Guerra mundial,
cuando Nelson Rockefeller trasladó exposiciones creadas en el MoMA de Nueva York a
capitales latinoamericanas en aras de una unión continental americana en oposición a las
fuerzas del Eje. Como si México tratara de “colocar a su cultura detrás de las filas
enemigas” —parafraseando la manera en que el Instituto Goethe, entonces al servicio del
Estado nazi, justificaba su presencia en diversos países durante la Guerra mundial.
México y Brasil han sido los únicos países que, en fecha reciente aún, se dan el lujo de
lanzar, una y otra vez, operaciones de esta envergadura, que se basan en los mecanismos
y los cánones aquí descritos.
Un joven artista que se iniciaba en el “arte de mostrar el arte mexicano” asistió a
Miguel Covarrubias en la selección de obras para esa primera exposición blockbuster; se
llamaba Fernando Gamboa.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 37

El Mandarín

México en 1935, uno de los cuadros más políticos de Antonio “El Corcito” Ruiz, se
presentó por primera vez en la exposición del MoMA de 1940, en la sección de arte
moderno curada por Miguel Covarrubias, y fue una de las pocas obras del catálogo que se
reprodujeron en color. Este cuadro diminuto, una miniatura casi, es, acaso, una respuesta
al fresco de Diego Rivera México de hoy y de mañana, intento de síntesis utópica del
futuro del país realizado en el muro sur de la escalera de Palacio Nacional ese mismo año
de 1935. El óleo de Ruiz es menos panfletario, más ambiguo, más escéptico también, que
los símbolos unívocos del muralista —el retrato de Karl Marx indicando el camino a
seguir, la lucha de clases, la militarización aliada al Capital, la decadencia de la
burguesía, etcétera. Aunque desde una postura menos comprometida, Ruiz resulta
igualmente maniqueo: a la izquierda, un grupo compacto de obreros, casi todos de overol,
aclaman a Vicente Lombardo Toledano, el líder de izquierda que, sin ser del Partido
Comunista, es considerado “la voz de Moscú en México”, montado en un andamiaje
invisible, con los brazos en alto en una de las actitudes que lo caracterizan en
innumerables fotografías. Unas cuantas mujeres, que regresan del mercado, algo
incongruentes con sus manojos de huauzontle y sus niños en los rebozos, acompañadas
por perros, se detienen a observar el mitin. En la bocacalle, y precisamente frente a una
iglesia, se encuentran los campesinos, todos vestidos de blanco, acarreados quizá, aunque
muy bien alineados, en quieto contraste con la barahúnda proletaria —distante, o quizá se
podría decir, resignada… Los grupos no se mezclan, ni siquiera los unen las banderas
rojas, como una respuesta clara a la consigna que Rivera adoptó desde su viaje a Moscú
de 1927, de abrazo del Proletario, el Campesino y el Intelectual.
En primer plano, un manifestante pisotea una bandera. En una primera versión de este
cuadro, conocida por una fotografía en blanco y negro de los archivos de la Galería de
Arte Mexicano, se trataba de una bandera mexicana tricolor. Sin embargo, cuando el
cuadro fue presentado en el MoMA en 1940, Ruiz la había convertido en una bandera nazi,
con una svástica negra, tal y como aparece en la versión actual, quizás en referencia a las
consignas de la Comintern de “La lucha contra el fascismo”.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 38

Domina esta “secuencia” un particular “comité de huelga”, conformado por lo que


hoy en día llamaríamos los “líderes de opinión” de la izquierda mexicana: de sombrero
Stetson, apuntando con su bastón a fragmentos rotos de un Cristo, Tomás Garrido
Canabal, el ex–gobernador de Tabasco cuya virulencia anticlerical atrajo la atención de
40
Graham Greene. Detrás de éste, Narciso Bassols, el secretario de Educación que fundó
en México la escuela socialista y creó la DAPP —los servicios de propaganda política que
transformaron el muralismo en cinematografía—, viste una chamarra de cuero, el
uniforme de los misioneros culturales. Entre éstos, se ve el perfil enclenque, de traje y
corbata, de Fernando Gamboa, ex–alumno de la Escuela de Talla Directa de Fernández
Ledesma, que participó en uno de los primeros proyectos murales organizados por la Liga
de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR) —el frente de acción en México de las
consignas antifascistas de la Comintern— en los nuevos edificios de los Talleres Gráficos
de la Nación. Gamboa coordinaba entonces, desde su segunda época, la revista Frente a
Frente, el órgano de la LEAR. No era muy conocido aún —su breve carrera artística y sus
actividades militantes eran más bien discretas—, pero Antonio Ruiz ya había detectado,
en 1935, el potencial de liderazgo de quien se convertiría, en los años cuarenta, en el
mandarín absoluto del arte mexicano y, durante más de cuatro décadas, en rector del
gusto estético oficial en México, y de México para el mundo.
Nacido en 1909 en la ciudad de México, Fernando Gamboa pertenece a la generación
de Ruiz y Tamayo, Frida Kahlo y Manuel Álvarez Bravo. Estudiante de pintura en la
Escuela Nacional de Artes Plásticas, se especializó muy pronto en la enseñanza artística
“militante” a través del sistema de Misiones Culturales de la Secretaría de Educación
Pública.
En el marco de su asociación con la LEAR, Gamboa descubrió su verdadera vocación,
que lo llevaría a dirigir las políticas culturales de México. En 1937, en efecto, Gamboa
llevó su primera exposición internacional, “Un siglo de grabado político mexicano” (que
consistía básicamente en grabados de José Guadalupe Posada), al Segundo Congreso
Internacional de Escritores Antifascistas de Valencia, en cuya organización participaron

40
Véase el diario de Graham Greene, Lawless Roads (también titulado Another Mexico), de 1939, y su
novela El poder y la gloria, de 1942.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 39

André Malraux y Jean Cassou —al que asistieron por parte de México, Juan de la
Cabada, José Chávez Morado, Octavio Paz y su esposa Elena Garro, José Mancisidor,
41
Carlos Pellicer, Luis Cardoza y Aragón y Silvestre Revueltas. Gamboa no era invitado
oficial de los organizadores del Congreso, sino que llegó a Valencia en calidad de
corresponsal del periódico oficial El Nacional, lo que deja entrever que se encontraba en
42
una “misión especial”. El Congreso de Valencia no ha sido, quizás, evaluado aún como
un parteaguas crucial para una generación entera de intelectuales que definió su postura y
sus acciones de uno u otro lado del espectro político de la posguerra. Este primer
encuentro entre Malraux, Cassou, Gamboa y, tal vez, Anthony Blunt resulta por lo tanto
43
definitivo para el futuro del arte moderno. En el transcurso de una década, Cassou se
volvería crítico de arte y empezó a trabajar como comisario de exposiciones para el
Ministerio de educación francés, y acabó siendo director del Musée d’Art Moderne de la
Ville de Paris; Malraux, ministro de Cultura del General De Gaulle; y Blunt, especialista
en Poussin, curador oficial de las colecciones reales del Reino Unido, nombrado
Caballero por la Reina Isabel II en 1956, y director del Instituto Courtauld de Londres,
hasta que, en 1979, el gobierno de Margaret Thatcher reveló al mundo su vida secreta:
fue miembro, desde principios de los años treinta, del grupo conocido como The
Cambridge Five (con Kim Philby, Donald Maclean, Guy Burguess y John Craincross),
cinco estudiantes universitarios homosexuales, reclutados por el NKVD, el antecedente del
KGB.

En 1939, hacia el final de la Guerra Civil española, Gamboa regresó a España,


comisionado esta vez por el presidente Cárdenas, en coordinación con el embajador de

41
De ascendencia franco-mexicana por vía paterna, Cassou fue director de la revista comunista de línea
dura Europe de 1936 hasta 1947 y militante de la Association des Écrivains et Artistes
Révolutionnaires (AEAR, el equivalente francés de la LEAR).
42
Debo esta referencia —como muchos datos de este capítulo— a Carlos A. Molina. Véase Carlos A.
Molina, “Fernando Gamboa y su particular versión de México”, Anales del Instituto de
Investigaciones Estéticas, UNAM, vol. XXVII, núm. 87, otoño de 2005.
43
Aunque no existen indicios de la presencia de Blunt en el Congreso de Valencia, sabemos que visitaba
los museos de España en esos mismos meses. Véase Miranda Carter, Anthony Blunt, His Lives,
Macmillan, Londres, 2001, pp. 146-147. Sobre el itinerario literario, ideológico y burocrático de
Malraux y su participación en el Congreso de Valencia, véase Jean-François Lyotard, Signed,
Malraux, University of Minnesota Press, 1999. Malraux y Gamboa compartían, además, una afición
por el cine, que llevó a este último a convertirse en productor de documentales. Los archivos fílmicos
de Gamboa se encuentran ahora en la Filmoteca de la UNAM.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 40

México en París, Narciso Bassols. Su misión consistía en supervisar la evacuación hacia


México de cientos de republicanos españoles que cruzaron los Pirineos y que fueron
recluidos en los campos de concentración franceses de Argelès y Agde. Gamboa y su
esposa, Susana Leibovitz, de nacionalidad estadounidense, trabajaron junto con Jean
Cassou, a quien se le había encargado la “selección” de los refugiados dignos de recibir
protección de alto nivel —o sea, los intelectuales de mayor prestigio. La biografía oficial
de Gamboa establece que logró evacuar a cientos de militantes de izquierda y numerosos
intelectuales que huían del ejército franquista. Carlos A. Molina precisa que Gamboa
conservaba entre sus papeles listas con los nombres de cada uno de los individuos que
embarcó en una veintena de barcos, entre éstos el famoso Sinaia.
44
Escribió, además, un breve texto narrativo, escrito en primera persona , que era tal
vez una respuesta a la virulenta diatriba rabiosamente antiestalinista de André Breton,
publicada en la prensa francesa al tiempo de la presentación de la exposición de arte
mexicano en el Musée d’Art Moderne en 1952:

Fernando Gamboa y su compañera Zaradina Libovich (alias Susana Steel, alias


Susana Gamboa), ambos estalinistas, se distinguieron en 1939, cuando gozaban
de la confianza del embajador estalinista de México en París, Narciso Bassols,
impidiendo, contra las instrucciones del presidente Cárdenas, la partida hacia
México de refugiados españoles no estalinistas, a los que hicieron descender de
los barcos que ya habían abordado. Numerosos refugiados españoles les deben el
haber conocido los campos de concentración hitlerianos en que muchos
45
perecieron.
La relativa flexibilidad ideológica de los “gobiernos de la Revolución”, que aún en la
actualidad sigue dictando tanto la política exterior del país como sus políticas culturales
—y ambas en estricta complicidad—, va a transformar a Fernando Gamboa en un hombre
del sistema, y en el artífice de la “imagen de México”.

44
Diario FG LEAR 239-279; 37 hojas mecanografiadas, 4 manuscritas, archivo Fernando Gamboa, citado por
Carlos A. Molina. Molina supone que este texto fue escrito a posteriori, como una especie de
justificación. Carlos A. Molina, art. cit.
45
André Breton, “A l’assassin!”, Le libertaire, París, mayo de 1952, republicado en Arturo Schwarz,
Breton/Trotsky, UGE 10/18, París, 1974, p. 188.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 41

En 1938, Gamboa presentó en las salas del Museo del Palacio de Bellas Artes, que
entonces dirigía Roberto Montenegro, la exposición “España en llamas” de artistas
españoles republicanos, y empezó a colaborar con Covarrubias en la selección de obras
46
para “20 siglos de arte mexicano”. Desde entonces, no cesa de imaginar un sistema
museográfico y de entrenar a otros para que lo difundan. A través de Covarrubias,
también aficionado a la arqueología y a la etnología, Gamboa descubre y empieza a
“apreciar estéticamente” piezas olmecas, aztecas, mayas, huastecas y de la llamada
“cultura del Occidente” —es decir, de las recién “descubiertas” culturas “originarias” que
estudiaron, entre otros, arqueólogos como Daniel Rubín de la Borbolla, Ignacio Bernal,
Michael Cow y Covarrubias. Como bien lo dice Carlos Molina, “Gamboa no tenía
47
ninguna estructura teórica, pero sí un programa.” De hecho, quizá se trataba de “puro
programa”, desde la organización en 1943 de la Escuela Mexicana de Museografía en el
Museo Nacional, en colaboración con Covarrubias y Rubín de la Borbolla, hasta la
configuración, en 1947, del Instituto Nacional de Bellas Artes y Literatura (INBAL) y la
organización de algunas doscientas exposiciones itinerantes de arte mexicano,
empezando por la presentación del Pabellón Mexicano en la Bienal de Venecia de 1950.
En el INBAL, que dirige el músico Carlos Chávez, Gamboa ocupa, primero, el cargo de
Director de la Sección de Artes Plásticas, que lo califica para organizar las exposiciones
de las salas del Palacio de Bellas Artes, el único recinto museográfico en forma, en ese
momento, en todo el país. Superior en jerarquía al director de la hasta entonces llamada
48
Sala de Arte, Roberto Montenegro, Gamboa logra muy pronto deshacerse del pintor.
Desde ese cargo, también en 1947, crea con el apoyo de sus compañeros de la LEAR, en
un espacio ocupado hasta entonces por los almacenes de vestuario del teatro, el Salón de
la Plástica Mexicana. Exposición y Venta, una asociación conformada por sesenta
artistas, encabezados por los veteranos David Alfaro Siqueiros y el Dr. Atl. Susana
Leibovitz-Gamboa dirige activamente el Salón, organizando exposiciones-venta

46
Nelson Rockefeller Jr., documento FG-1, Archivo Fernando Gamboa, citado por Carlos A. Molina.
47
Ibid.
48
Véase la correspondencia de Montenegro y Gamboa con Chávez en Carlos Chávez, Epistolario selecto,
sección, introducción, notas y bibliografía de Gloria Carmona, Fondo de Cultura Económica, México,
1989, p. 467 y ss.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 42

mensuales de los asociados. Se trataba, aparentemente, de oponerse a las actividades y a


los gustos de Inés Amor, directora de la Galería de Arte Mexicano, que había logrado
crear, en pocos años, una red de distribución de arte mexicano en Estados Unidos —
desde luego, de un gusto más “burgués” que el de los afiliados al Salón. Dos años más
tarde, el Salón se liberó de la tutela del INBAL, y empezó a funcionar de manera
independiente en un local de la colonia Roma, bajo la dirección de Carmen Marín de
49
Barreda.
En 1950, Gamboa llevó a los cuatro artistas mexicanos más conocidos en el momento
a la Bienal de Venecia: José Clemente Orozco —fallecido el año anterior—, Diego
Rivera, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo. Más allá de la ola de entusiasmo que
despertó la noticia en México, hay que comprender el segundo premio del jurado
otorgado a Siqueiros (Henri Matisse fue el gran ganador) como una primera muestra de
un creciente antiamericanismo cultural europeo, residuo de un sordo anticapitalismo de
izquierda que el Plan Marshall sólo agravó con los años. Este sentimiento era
particularmente notorio en Francia, que luchaba por mantener su mítico primer lugar
cultural, sobre todo en materia de creación pictórica. Ese clima de oposición a la
aparición y el repentino auge de los pintores del expresionismo abstracto de Nueva York
puede ayudar a comprender el interés de críticos y directores de instituciones museísticas
francesas por el arte mexicano (y latinoamericano en general), que se perfilaba como
“otra” opción, menos desafiante. El debate crítico que anima los años cincuenta y parte
de los años 1960 en Francia tiene la apariencia de una pugna entre “abstractos” y
“realistas”, que contiene a su vez una confrontación izquierda-derecha, y transcurre —lo
que no es casual— de manera paralela a la querella generacional entre los artistas de la
primera mitad del siglo XX y los que se oponen al cerco de la “cortina de nopal” (José
Luis Cuevas dixit): los “internacionalistas” como Cuevas y, sobre todo, Mathias Goeritz y
el grupo de los “Hartos” que gravitan a su alrededor.

49
Véase Raquel Tibol, “Nacimiento de un Salón”, El Gallo ilustrado, suplemento dominical del periódico
El Día, núm. 835, 18 de junio de 1978, pp. 4-5.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 43

Gamboa aprovecha esa visita “triunfal” a Venecia en el verano de 1950 para


establecer su network, e inicia las gestiones para presentar en París, en la primavera de
1952, una “Exposición de arte mexicano antiguo y moderno”.
En una carta al director del INBAL desde Venecia, Gamboa define su “manifiesto
curatorial” —el que regirá, a partir de entonces, todas las exposiciones mexicanas
presentadas en museos y ferias internacionales, hasta “México: Esplendores de treinta
siglos” en 1990… y aun después:

Respecto a la exposición para París, he llegado a la conclusión de que debe


integrarse en su parte contemporánea por un 70% de obras de los cuatro grandes
pintores y sólo en 30% por las de los artistas de las siguientes generaciones, muy
severamente seleccionados, y siempre que tengan un sentido del nuevo realismo
que caracteriza a la de los maestros Rivera, Orozco, Siqueiros y Tamayo. En la
misma proporción, es decir, en un 70% debe prepararse un lote técnicamente
perfecto de reproducciones fotográficas de la pintura mural, por la que existe el
más vivo interés (y la más absoluta ignorancia). De ser posible esta sala de
reproducciones debe completarse con dos o tres murales transportables,
preparados especialmente por Diego, Siqueiros y Tamayo. Como introducción a
esta colección del arte actual, debe llevarse un lote sintético, pero excepcional,
de arte prehispánico, con algunos monolitos, pequeñas esculturas y algunas
amplificaciones pictóricas de nuestra pintura precolombina, así como media
docena de grandes y pequeñas fotografías de la arquitectura de aquel periodo,
que le presten a la colección un fondo adecuado. Como parte de la introducción,
un lote estupendo de arte popular; algunas muy contadas, pero mexicanísimas
obras coloniales y fotografías de arquitectura barroca. Nada —excepto unos, los
más vivos ejemplos de grabados de Posada— del siglo XIX, con una pequeña
pero magnífica muestra, del grabado contemporáneo, que llama poderosamente
la atención en Europa y que de haber traído a la Bienal hubiera obtenido el 1er.
premio internacional.
Quiero hacer un apartado y decir a usted que de acuerdo con la experiencia de
la Bienal, calculo que la exposición para París habrá de costar en su preparación,
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 44

50
montaje, transporte, seguros y publicidad entre medio millón y 750 000 pesos.
Creo que efectivamente la exposición debe hacerse en París exclusivamente,
pero es de suma importancia formar una colección de los 4 pintores, para una
exposición especial de 60 obras, que viaje por todos los museos de Europa.
Tamayo, que está aquí, y que se ha portado muy bien, está completamente de
acuerdo con la idea de que sean cuadros especialmente pintados por Rivera,
51
Siqueiros y él, para que no haya la traba del tiempo y de los coleccionistas.
La carta de Gamboa resume claramente las exclusiones que caracterizaron las
exposiciones de arte mexicano de exportación —y el mercado interno— durante muchos
años y cuyos efectos son aún palpables, desde la insistencia en el “realismo” y la
negación de cualquier otra tendencia, hasta la excomunión sistemática de un largo
capítulo de la historia: el siglo XIX entero, reducido a la obra gráfica de Posada, un artista
que trabajó hasta principios del XX (murió en 1913), o la inclusión en la sección colonial
52
de un pintor “primitivo” como Hermenegildo Bustos.
La decisión de presentar la exposición de arte mexicano en el Musée d’Art Moderne
que dirigía Cassou debió haber sido la primera opción de Gamboa —así lo plantea en su
carta, apoyándose en la opinión de Tamayo—; no obstante, durante el viaje de planeación
que realiza con “plenos poderes” de la Cancillería y del INBAL en la primavera de 1951,
se inclina por el Petit Palais, cuyas salas son más amplias que el “Hall de esculturas” y la
sala de exposiciones temporales del Musée d’Art Moderne. El crítico André Chamson,
director del Petit Palais desde la Liberación de Francia, se opone drásticamente al diseño
museográfico de Gamboa y a la intervención de su equipo de museógrafos:

“Yo —dijo el señor Chamson— no podría resignarme a tener un papel de


conserje al frente de un edificio. Mi deber es el ejercicio de las funciones del
Museo que la ciudad de París se ha reservado para presentar, de acuerdo con su

50
A finales de cuentas, la exposición le costó al gobierno mexicano aproximadamente ciento cincuenta mil
dólares, al cambio de la época, cifra extraordinaria para exposiciones artísticas.
51
Fernando Gamboa a Carlos Chávez, Venecia, 17 de junio de 1950, en Epistolario selecto de Carlos
Chávez, pp. 537-538. [los subrayados son míos]
52
Esther Acevedo, comunicación personal. La inclusión de Bustos puede deberse a una concesión al interés
específico de la crítica francesa de la posguerra por artistas sin formación académica como el Facteur
Cheval, Séraphine Louis o los pintores de carteles para ferias populares.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 45

sensibilidad, las expresiones del arte internacional” […] en consecuencia el


procedimiento sería el siguiente: selección y recopilación del material, así como
la catalogación del mismo, a cargo del Instituto Nacional de Bellas Artes y que
una vez transportadas las piezas de la exposición a París deberían serle
entregadas en la puerta del Petit Palais, a partir de cuyo momento [Chamson] se
encargaría de instalar la exposición de acuerdo con el gusto y la sensibilidad que
la ciudad de París le ha confiado, rechazando en una forma terminante cualquier
53
idea de colaboración en la realización de los trabajos de instalación.”
Gamboa no cede, alegando el desconocimiento de Chamson del arte mexicano y
poniendo en alto su equipo museográfico, y busca otras posibilidades, como el Musée du
Jeu de Paume y el Musée d’Art Moderne de la Ville de Paris, sin llegar a ningún acuerdo,
a pesar del apoyo de Pierre De Gaulle, hermano del futuro presidente y entonces alto
funcionario de la alcaldía de la ciudad e incluso, aparentemente, de la intervención
soterrada del propio presidente Vincent Auriol. Existen, quizá, motivos ocultos en esta
larga serie de rechazos. El agregado comercial mexicano lo comprueba claramente, y
revela aquí la paranoia cultural francesa de posguerra:

En la parte final de la conversación que se tuvo con el señor Gobin se esclareció


la causa que provocaba las reticencias de que informó esa Secretaría […]: la
predominancia de las diversas escuelas de París en la pintura contemporánea. En
efecto, uno de los valores más presentes en el arte contemporáneo, cuya
objetividad no siempre se percibe, es el de que la pintura francesa controla muy
buena parte del mercado internacional de pintura. La pintura mexicana, a este
respecto, se la considera, aún sin conocerla, como un peligroso competidor.
Exponer el arte precolombino con exclusividad, o con preponderancia, sería a
los ojos de ciertos medios oficiales o privados del sector artístico en Francia, la
mejor garantía para ahorrarse las inseguridades de una fuerte competencia

53
F. Vásquez Treserra, agregado comercial de la embajada de México en París, al C. Subsecretario de
Relaciones Exteriores, 16 de junio de 1951, carta mecanografiada, 23 páginas. Agradezco a Renato
González Mello, quien me facilitó este informe marcado “confidencial” de los archivos de la
Secretaría de Relaciones Exteriores, que narra detalladamente las rocambolescas negociaciones de
Gamboa con las administraciones culturales del gobierno francés y de la ciudad de París.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 46

comercial para la producción de los pintores franceses, puesto que consideran


que el valor del arte prehispánico es lo suficientemente fuerte para anular, o
cuanto menos atenuar, la fuerza de expresión de nuestra pintura
54
contemporánea.
Gamboa está a punto de renunciar al proyecto o, por lo menos, eso es lo que da a
entender al agregado comercial y a su jefe, Carlos Chávez, cuando en el último momento,
interviene Jean Cassou, quien, en una conversación privada que echa por los suelos todas
las anteriores negociaciones con otros recintos, ¡le ofrece el Musée d’Art Moderne
enterito!

El señor Cassou manifestó que era una positiva vergüenza para Francia el que no
se realizara la exposición de arte mexicano en París y manifestó al señor
Gamboa su más completa adhesión y su propósito de desocupar las salas de su
museo que fueran indispensables para que se realice en él la presentación del
arte mexicano. Volvió a referir los amplios poderes que tenía el Director de
Museos de Francia para hacerlo e indicó que no le importaría descolgar el
impresionismo, a Picasso, a cualquier pintor, con tal de que pudiera encontrarse
una solución para que la exposición mexicana se instalase con toda dignidad
[…] Después le dijo el señor Cassou que en justicia le correspondía el honor de
presentar en Francia la exposición de arte mexicano antiguo y moderno y que
todos los servicios de su museo quedarían incondicionalmente a sus ordenes para
55
que él presentará la exposición en la forma en que la considerara más adecuada.
La práctica “museográfica” de Gamboa rebasa ampliamente el simple montaje de
obras, y se debe considerar como antecedente de las prácticas curatoriales actuales. En la
organización de exposiciones que “representaran” a México en ferias internacionales y
museos de primer nivel en capitales de Escandinavia, las grandes ciudades del bloque
soviético desde Leningrado hasta Praga y Varsovia, en Asia y el Medio Oriente (pero
sólo en un par de ocasiones en el continente americano: Nueva York, 1965 y Montreal,

54
Ibid., pp. 5-6.
55
Ibid., p. 21.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 47

1967), diseñó lo que él mismo llamó “el retrato de México” para consumo diplomático y
económico.
Según Carlos Molina, Gamboa empezó a concebir su estilo “museográfico” después
de colaborar con Covarrubias en 1940, influido por el alemán refugiado en Estados
Unidos Frederick Kiesler, quien estuvo cercano a la Bauhaus y fue amigo de Marcel
Duchamp y Peggy Guggenheim. Gamboa descubrió los escritos de Kiesler sobre diseño
de aparadores comerciales y montaje museístico, mientras organizaba una exposición de
56
Posada en el Art Institute de Chicago en 1944. Los textos de Kiesler se volvieron libros
57
de cabecera de Gamboa, quien articularía ahí su teoría del “museo-espectáculo”, que se
servía de recursos museográficos teatrales, evocadores de los ambientes de las ferias
comerciales: pedestales que permiten cambios bruscos de escala, vitrinas sólidas forradas
de raso o terciopelo, que recuerdan las de las joyerías finas estilo Tiffany’s, el uso de
decorados y fotomurales para emplazar a las piezas, muros de colores brillantes, etcétera.
Aun cuando se pretende justificar estos recursos desde un supuesto concepto
didáctico, se trata de conferir a objetos disímbolos, pero no siempre considerados obras
artísticas (pinturas, grabados, desde luego, pero también arcaicos objetos de uso
doméstico, artesanías varias, diseño industrial, etcétera), el rango de “arte”, otorgándoles
una visibilidad estetizada por la “puesta en escena”. Gamboa y sus discípulos (en
particular, Alfonso Soto Soria, Emeterio Guadarrama y su hijo, Jorge) justificaban estos
recursos en tanto que “contextualización didáctica”, un argumento que les permitía
incluir en el canon del arte moderno artefactos de épocas variadas, e imponer de esta
manera la inserción de objetos prehispánicos en museos generalmente dedicados a la
pintura moderna o a las prácticas contemporáneas. Asimismo, en el caso de la exposición
parisiense de 1952, Gamboa logró imponer el arte mexicano que él mismo definía como
“realista” y muy alejado de las tendencias en boga durante la posguerra (las expresiones
libres de la abstracción y el grafismo; el vigor del “arte bruto”, entre otras), como la
violencia expresiva y las referencias sexuales explícitas de Orozco o las obsesiones
tremendistas de Posada. El “museo-espectáculo” concebido por Gamboa, hay que

56
Carlos A. Molina, art. cit.
57
Alfonso Soto Soria, “Museografía moderna en México”, Artes visuales, núm. 11, Museo de Arte
Moderno, México, julio-septiembre de 1976, pp. 3-6.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 48

reconocérselo, era muy avanzado y establecía una ruptura con los estilos de moda en los
museos y las galerías europeos. Pero esa búsqueda del espectáculo en la que, como
pronto lo afirmaría Guy Debord, “toda actividad está negada”, evacua cualquier
posibilidad de aprehensión académica o de recepción didáctica: los objetos sólo están ahí
para validar el montaje (la “curaduría”) como un fin en sí.
Es casi como decir que los objetos ya no importan, que se integran a la sustancia
misma del display, de la mise en scène, y se vuelven simple recurso. No es casual que
esta manera de presentar objetos en un ambiente museístico surja de la necesidad de
mostrar “otras” formas de arte, es decir, los objetos “monstruosos” del pasado
prehispánico mexicano y del barroco, y las obras monumentales del muralismo: esa es,
entonces, la única manera de presentar decentemente las artes de México al mundo.
No obstante su declarada simpatía por el realismo, Fernando Gamboa, desde luego, no
podía a estas alturas omitir al “cuarto grande”, al “refinado” Rufino Tamayo, en sus
decisiones curatoriales, y le dedicó una sala entera en la muestra finalmente titulada
“Exposición de Arte Mexicano, Antiguo y Moderno”. Tamayo vivía en París desde 1950,
y se movía entre los círculos surrealistas, en los que le introdujo Octavio Paz, quien
acababa de ingresar al servicio exterior mexicano. La relación de Gamboa con Tamayo,
del todo sorprendente desde el punto de vista puramente ideológico, esclarece sin
embargo la cohesión del sistema político–cultural mexicano en su momento hegemónico,
y permite entrever una reciprocidad entre el proyecto poético de Octavio Paz, y la
construcciones museográficas de Gamboa.
“Rufino Tamayo en la pintura mexicana”, la reseña de Octavio Paz a la exposición del
pintor en la Galerie des Beaux Arts parisiense, de noviembre de 1950, publicado en La
cultura en México a principios de 1951, es el primer escrito —el primer acercamiento—
de Paz a las artes visuales y una manera de manifiesto ideológico que reiterará a lo largo
de cuatro décadas. De entrada —y a diferencia de Gamboa— Paz no coloca a Tamayo en
contingencia a los “tres grandes”, sino en su opuesto. En oposición a las narrativas
visuales (fallidas, según Paz) de la Revolución Mexicana (así, con mayúsculas), Tamayo
resucita el no-tiempo del mito —y en ello, sí coincide con la “poesía museográfica” de
tiempos colapsados de Gamboa:
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 49

Tamayo no necesita reconquistar la inocencia; le basta descender al fondo de sí


para encontrar al antiguo sol, surtidor de imágenes. Por fatalidad solar y lunar
encuentra sin pena el secreto de la antigüedad, que no es otro que el de la
perpetua novedad del mundo. En suma, si hay antigüedad e inocencia en la
pintura de Tamayo, es porque se apoya en un pueblo: en un presente que es
58
asimismo un pasado sin fechas.

59
“Tamayo ha redescubierto la vieja fórmula de la consagración”. Octavio Paz, está
claro, se identifica plenamente como poeta con Rufino Tamayo —o, quizá, se proyecta en
la superficie pintada—: varios años más tarde, se describe a sí mismo en términos muy
similares a los que emplea en su consagración de Tamayo:

En 1943, salí de México, y entonces comenzó mi conversación silenciosa con el


arte del siglo veinte, primero en Nueva York y después en París. Doble
aprendizaje: al mismo tiempo que descubría la pintura y la escultura modernas,
aprendía a ver con otros ojos el arte antiguo de México. Comprendí la
antigüedad de Picasso o de Klee y, simultáneamente, la modernidad de los
zapotecas y los mayas. Fue una confirmación de mis tempranas experiencias
acerca de la pluralidad de civilizaciones. Pero me di cuenta de algo más y no
menos sorprendente: la coexistencia de los tiempos. Mi experiencia no sólo fue
60
estética sino hondamente personal, vital.

A la noción de continuidad histórica que marca la retórica del siglo veinte criollo en
México, Paz introduce un palimpsesto de fuerte raigambre surrealista —y efectos

58
Octavio Paz, “Rufino Tamayo en la pintura mexicana, México en la Cultura, suplemento de Novedades,
núm. 103, 21 de enero de 1951, reproducido en Octavio Paz, Las peras del olmo, Imprenta
universitaria, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1957, y en Raquel Tibol, ed.,
Rufino Tamayo 70 años de creación, Museo Rufino Tamayo de Arte Contemporáneo Internacional,
Instituto Nacional de Bellas Artes, 1987, p. 92-99 [el subrayado es mío]. André Breton, a solicitud de
Paz, escribió el prólogo del catálogo de la exposición de 1950.
59
Ibid.
60
Octavio Paz, “Poesía, pintura, música, etcétera”, Conversación con Manuel Ulacia, Vuelta, núm. 155,
octubre de 1989. [el subrayado es mío].
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 50

poéticos que corresponden a un archienemigo del relato histórico (“la historia produce
61
ruinas”)—: el tiempo contingente.
Independientemente de lo que filtró en la prensa mexicana, la crítica francesa no fue
del todo favorable a la muestra. La violencia inherente a muchos de los artefactos
prehispánicos (altares de sacrificio, representaciones de Xipe-Totec o la misma
Coatlicue) y de la pintura moderna de Orozco y Siqueiros, irritaron en gran medida a un
público francés aún traumatizado por los recuerdos de la Segunda Guerra mundial, la
invasión de su territorio y el Holocausto. A la vez, la imprecisión “arqueológica” de un
operativo eminentemente poético (y, desde luego, político), molestó a más de un crítico
francés. Madeleine Rousseau, por citar un solo caso, reseñó la exposición del Musée
d’Art Moderne en el número 6 de la revista Art d’aujourd’hui de agosto de 1952, en estos
términos.

Casi 700 obras de piedra, metal, hueso, tierra, madera y pinturas presentadas en
el Musée d’Art Moderne, satisfarán durante tres meses nuestra curiosidad.
¿Incrementará el éxito de esta exposición la reputación del arte antiguo de
México? ¿Se debe este éxito a la sección de arqueología? ¿Fueron estas obras
una revelación?
A decir verdad, y tomando en cuenta la importancia de las investigaciones y
de los hallazgos recientes, esperábamos algo menos conocido: el Musée de
l’Homme, tan rico en obras mexicanas, ya nos ha acostumbrado a estas formas
[…]
¿Esta revelación de nuevas formas ayudará al arte antiguo de México a
conquistar Occidente, como lo hicieron antes las formas del arte negro impuestas
por los cubistas y las del arte melanesio que, después de los poetas de 1920, los
surrealistas introdujeron en el ciclo de nuestras curiosidades?
[…] Adoptamos la misma actitud de curiosidad distante con respecto a las
formas de la India o de Indochina: las admiramos, les reconocemos que pueden,

61
Ibid. Más adelante, en la misma entrevista, Paz confiesa: “[el poema] Piedra de sol puede verse como
una corriente temporal que vuelve sobre sí mismo. Es un círculo y su centro es el instante: un ahora
elusivo y, no obstante, perpetuo.”
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 51

por lo menos, rivalizar con las de Occidente, pero no encontramos en ellas, a


pesar de su evidente perfección, aquel enriquecimiento que obtuvieron los
artistas primero, y, luego, los aficionados y el público, al descubrir las formas
negras de África y de Oceanía.
Esta confusión histórica se agrava con la ignorancia del significado de las
obras. Nos proporcionan nombres de “dioses” sin indicarnos su valor
cosmogónico o social: las descripciones del catálogo son particularmente
62
inútiles.
La creación, el desarrollo y la difusión de esta “distante actitud de respeto” que
cuestiona el “sentido” de las obras —irritante, muchas veces, para el público europeo aún
traumado por la Guerra mundial y los recuerdos frescos del Holocausto— era el objetivo
final de esas exposiciones. En ese sentido, el arte tiene que seguir siendo Arte, y no
desafiar la vida real.
En 1952, el único que se salvó fue Tamayo —cuyo arte sin duda, respondía mejor al
63
delicado “buen gusto” de la abstracción francesa de posguerra—. A manera de ejemplo
extremo, el caricaturista Ben (Benjamin Guittonneau) exclama en la revista de
ultraderecha Rivarol, que Tamayo es el único artista que vale la pena “por dos o tres
64
pinturas en medio de divagaciones”.
“Retrato de México” fue el título genérico de la exposición de sesenta piezas
prehispánicas, coloniales y modernas, que, con ligeras variaciones y títulos cambiantes,
circuló durante casi diecisiete años por el mundo. La constante reformulación de esta
serie de muestras casi idénticas no impidió algunas variables, dictadas a veces por
necesidades políticas y/o económicas: Carlos Molina señala que cada una de las
presentaciones tenía que ser aprobada por la Secretaría de Relaciones Exteriores tanto en
los aspectos financieros como en los relativos al contenido.

62
Madeleine Rousseau, “L’Art ancien”, Art d’aujourd’hui, serie 3, núm. 6, agosto de 1952, p. 1.
63
Para un análisis de la situación del arte en París en ese periodo, que ilumina la recepción del arte
mexicano en 1952, véase Serge Guilbaut, “Poder de la decrepitud y ruptura de compromisos en el
París de la Segunda Posguerra mundial”, Sobre la desaparición de ciertas obras de arte, Curare,
México, 1995.
64
Benjamin Guittonneau, “Il faudrait interdire aux Mexicains la pratique de la peinture à l’huile”, Rivarol,
7 de junio de 1952.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 52

La misma selección de objetos que conformaban ese “Retrato de México” también


formaba parte del programa de Gamboa. Lo que sus discípulos y colaboradores durante
cuarenta años de caciquismo llaman “su ojo”, fue de hecho marcado por metas
ideológicas precisas y, hay que admitirlo, por la comprensión que Gamboa desarrolló de
lo que “se esperaba del arte mexicano”. Y en ello, se puede detectar una evolución
paulatina del “guión museográfico” original de 1952.
Si Frederick Kiesler fue el ideólogo detrás del estilo museográfico y de la teoría del
“espectáculo”, otro refugiado alemán, Paul Westheim, un discípulo de Wölfflin y de
Worringer que tuvo un papel destacado en la escena artística berlinesa en los años
postreros de la República de Weimar, marcó profundamente las ideas estéticas que
65
Gamboa desarrolló en los años 1960 Gamboa.
Westheim se refugió en París en 1933, cuando Hitler subió al poder, y llegó a México
con el estallido de la guerra. A diferencia de muchos de sus compatriotas refugiados en
México, decidió quedarse en el país, donde murió en 1963. El historiador Peter
Chametzky describe a Westheim como un historiador del arte marcado por su
ascendencia judía, un “modernista utópico y cosmopolita, que consideraba el arte como
expresión de una identidad dinámica y evolutiva, consciente de su propia tradición pero
66
comprometido con lo nuevo, con una amplia comunidad internacional”. Al poco tiempo
de instalarse en la ciudad de México, Westheim empezó a estudiar el arte moderno
mexicano —sus primeros intereses, lo que no es casual tomando en cuenta su formación,
fueron Carlos Mérida y Rufino Tamayo— y a visitar sitios arqueológicos y el Museo
Nacional. A mediados de los años cuarenta, ya escribía sobre arte prehispánico en El hijo
pródigo, la revista de Octavio Barreda y Octavio Paz. Sirviéndose de sus herramientas
teóricas forjadas en los años veinte en Alemania, y especialmente influido por Worringer,
intentó una interpretación estética del arte prehispánico, que haría escuela en México.
Como Covarrubias y Gamboa antes que él, Westheim no era experto en arqueología ni en

65
Discípulo de Heinrich Wölfflin, Paul Westheim inició su carrera como crítico y especialista en estética
durante la república de Weimar. Muy ligado a los expresionistas alemanes, fue redactor de la revista
Das Kunstblatt de 1917 a 1933.
66
Peter Chametzky, “Paul Westheim in México: a Cosmopolitan Man Contemplating the Heavens”,
Oxford Art Journal, vol. 24, núm. 1, 2001, pp. 27-28. El título del artículo hace referencia al cuadro
de Rufino Tamayo Hombre contemplando el firmamento de 1944.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 53

antropología, y su percepción del arte prehispánico fue totalmente intuitiva y estuvo


marcada por su concepto modernista-cosmopolita. Sigo a Chametzky: los escritos de
Westheim “se desprenden de Form in Gothic [Formas del Gótico, de Worringer], que
describe al arte gótico como algo que ‘no tenía nada que ver con la belleza’, sino que era
67
‘la expresión de las condiciones psicológicas de Europa del Norte’”. Este es el
mecanismo de apreciación estética asociativo que Westheim desarrollaría en incontables
artículos, prólogos de exposiciones y en sus tres obras claves de “reestetización
68
modernista” del arte prehispánico. En esta apreciación deliberadamente moderna,
plagada de referencias cruzadas a artistas modernos (principalmente a Henry Moore, pero
también a Tamayo, Dubuffet, los expresionistas alemanes, Kandinsky, etcétera),
Westheim, y esto no es casual, siempre capitaliza la palabra “forma”. De manera sensible
e intuitiva, y dejando de lado en forma casi sistemática factores geográficos y
cronológicos, información arqueológica o datos antropológicos, Westheim —como
Octavio Paz— selecciona “formas” que coinciden y dialogan a través del tiempo y del
espacio, de la historia y las investigaciones: en sus textos, como en los montajes de
Gamboa, la “forma” sustenta el discurso y el guión museográficos. Así, por ejemplo, en
el Musée d’Art Moderne en 1952, el Adolescente de Tamuín huasteco y el Marcador de
juego de pelota en forma de perico de Xochicalco figuran en primer plano, no por sus
cualidades arqueológicas, ni por su interés como objetos “primitivos”, sino porque
reflejan una síntesis de forma hiperestilizada, arquetípica de la abstracción escultórica de
la época, como en el caso de Moore. Y no importa si estas figuras tienen como telón de
fondo una reproducción fotográfica ampliada de un mural “geométrico” de Teotihuacán
realizado cientos de años atrás.
Las piezas prehispánicas y los objetos de culto prebarrocos (como los sencillos
Cristos de pasta de caña del siglo XVI) son simples recursos destinados a borrar la mala
fama de las “monstruosidades” gore relacionadas con los sacrificios humanos y la
violencia social del arte mexicano que interesaba a intelectuales y artistas de la
generación anterior, como Serguei Eisenstein o Georges Bataille. Desde Gamboa, y hasta

67
Ibid, p. 38.
68
El más importante es, indudablemente, Ideas fundamentales del arte prehispánico en México, Ediciones
Era, México, 1972.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 54

fecha muy reciente, prácticamente todos los montajes museográficos de arte mexicano
subrayaban su “monumentalidad”, su “refinamiento”, su “hermosura”: Gamboa, sus
patrocinadores y sus clientes, creían genuinamente que este procedimiento ayudaría a
inscribir a México entre las naciones occidentales con una larga tradición artística.
No había otra opción: era necesario borrar la precisión arqueológica y sustituirla por
lo que llamaría aquí una “antropología de la forma”, instaurada por Westheim a partir de
los escritos de Worringer y de Henri Focillon, cuya Vida de las formas de 1934 fue, de
hecho, traducido al inglés en 1942 como The Life of Forms in Art por George Kubler,
experto en arte prehispánico mexicano y andino de la Universidad de Yale, y autor de un
influyente tratado sobre La configuración del tiempo (1963) en la que resuena la misma
69
obsesión por la “coexistencia de los tiempos” de Paz.
¿Es casual que Mariana Frenk-Westheim, la traductora del escritor y su segunda
esposa, se convirtiera en la eminencia gris de Gamboa después de la muerte de Westheim
en 1963, y su más cercana colaboradora cuando asumió la dirección del Museo de Arte
Moderno de la ciudad de México en 1967? La estética de Westheim, su habilidad para
crear visiones “modernas” y contextos conformados a partir de libres asociaciones
visuales y formales, con artefactos antiguos, se infiltra en los montajes de Gamboa de los
años 1960, así como en la museografía original del Museo Nacional de Antropología y la
del Museo de Arte Moderno de la ciudad de México y hasta en exposiciones más
recientes como “México: Esplendores de treinta siglos” en el Metropolitan de Nueva
York en 1990 —cuyo texto introductorio de Octavio Paz, de hecho, se titula, en la línea
abierta por Focillon, Kubler y Westheim, “El poder de la forma” — o en la espiral de
fieltro café minimalista que el arquitecto Enrique Norten diseñó para “El imperio Azteca”
en el Guggenheim Museum en 2004.

69
George Kubler, La configuración del tiempo, Madrid, Nerea, 1988. Como Westheim, Kubler, además de
ser experto en arte mesoamericano y colonial americano (The art and architecture of ancient
America; the Mexican, Maya, and Andean peoples, 1962; Mexican architecture of the sixteenth
century, 1972, etcétera)se interesaba en el arte moderno y contemporáneo, e intentó ahí una especie
de síntesis formalista atemporal del arte como sistema de comunicación —, influido por las ideas del
inventor de la cibernética Norbert Weiner. Para una crítica de este texto y de su influencia en el arte
contemporáneo, véase Pamela M. Lee, Chronophobia. On time in the Art of the 1960s, Cambridge,
The MIT Press, 2006, pp. 227-256. La influencia, y los diálogos de Kubler en los intelectuales
mexicanos de los años 1960 y 1970 merece un estudio más de fondo.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 55

A pesar de las reticencias que Fernando Gamboa manifestó en los últimos años de su
labor, supo que tenía que avanzar y, a partir de 1970 y a lo largo de su gestión en el
Museo de Arte Moderno, trató de transformar sus propias aserciones, organizando desde
esta plataforma una innovación de fondo de la escena artística mexicana, invitando a los
artistas de la generación llamada “de la Ruptura” a exponer en su museo y a participar en
algunas exposiciones en el exterior para conformar un nuevo “establo” de “artistas
oficiales”. La más atrevida de estas operaciones consistió en convocar a una serie de
artistas abstractos (Manuel Felguérez, Gilberto Aceves Navarro, Fernando García Ponce,
entre otros) a pintar, en una bodega industrial alquilada para este efecto en la ciudad de
México y bajo su estricta vigilancia, “murales portátiles” sobre tela, de tamaño fijo —
ocho por seis metros— para el Pabellón Mexicano en la Feria Internacional de Osaka de
70
1970, en Japón. Asimismo, creó una revista de arte bilingüe como órgano del Museo de
Arte Moderno, Artes visuales, destinada a introducir al público mexicano a las propuestas
del arte conceptual, de los Situacionistas y de Fluxus, del performance, el happening, el
video arte y otras prácticas ya en pleno desarrollo en Europa y en otros países de América
Latina.
Fernando Gamboa fue uno de esos raros personajes a los que no afectaron los cambios
sexenales: desde el interior del Instituto Nacional de Bellas Artes, mantuvo su
mandarinato durante más de treinta y cuatro años; fue a la vez Subdirector, Director de
Artes Plásticas, Comisario de exposiciones Internacionales, etcétera; siguió ocupando el
cargo de Director de Artes Plásticas incluso después de 1967, cuando lo nombraron
Director del Museo de Arte Moderno en sustitución de Carmen Marín de Barreda. Entre
1979 y 1981, siendo aún director del MAM, supervisó la construcción y la organización de
las colecciones del Museo Rufino Tamayo de Arte Contemporáneo Internacional, situado
casi exactamente enfrente del MAM, en el Bosque de Chapultepec. Sin embargo, la
relación que estableció entonces con la jerarquía del grupo Televisa no fue del agrado del
entonces director del Instituto Nacional de Bellas Artes, Juan José Bremer, quien le pidió
formalmente su renuncia poco después de la inauguración.

70
Las obras fueron enviadas a Japón, pero nunca se expusieron en Osaka, pues el pabellón no era lo
suficientemente amplio para recibirlas. Se encuentran ahora en el Museo de Arte Abstracto Manuel
Felguérez, en Zacatecas.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 56

Gamboa fue entonces contratado por Fomento Cultural Banamex, y, desde ese cargo,
participó de manera cercana en la organización de “Esplendores…”, culminación de su
estilo museográfico “espectacular” y de una manera de promover el arte mexicano cuyos
efectos —odios, resentimientos, admiración incondicional, herencia espiritual, mitos,
fantasías y, ahora, intereses académicos— aún recorren, como su fantasma, el mundillo
artístico del país.
Fernando Gamboa falleció en un accidente automovilístico en 1991.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 57

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1.

El Valle de Extremadura, donde la ciudad de Monterrey ahora yace, fue descubierto en


1577 por el conquistador Alberto del Canto. En 1582, Luis de Carvajal, un antiguo
corsario portugués de ascendencia judía, estableció el primer asentamiento, San Luis Rey
de Francia, al pie del abrupto Cerro de la Silla. Sin embargo, el asentamiento fue
abandonado por sus primeros colonos. Otros dos puestos de avanzada se establecieron en
el valle, pero ninguno sobrevivió hasta la fundación, en 1612, de Monterrey, en su
posición actual.
Carvajal había llegado a la Nueva España en 1567, después de salvar la vida del
Virrey Martín Enríquez durante un asalto pirata en el Caribe, lo cual aseguró desde el
inicio un situación particular. Para los años 1560, Nueva España ya no era la tierra
violenta de los conquistadores, sino una región transformada rápidamente por el creciente
número de colonos, y firmemente estructurada a través del sistema legal medieval
español, que incluía la distribución de tierras por el sistema de Encomiendas. Carvajal era
un aventurero: siguió el viaje hacia las llamadas Fronteras, los territorios salvajes e
inseguros al norte de Guadalajara y Nueva Galicia, dónde, se sabe, exterminó a miles de
indígenas “chichimecas”. Su agresividad —que recuerda más las políticas de conquista
norteamericanas que la sutil siembra de discordias practicada por Hernán Cortés— fue
altamente apreciada por la corte virreinal, y en 1577, le fue concedida la gubernatura del
Nuevo Reino de León, y la Inquisición le permitió llevar ciento diez y seis de sus
parientes de España como colonos, sin tener que probar, como era generalmente
requerido, que eran de descendencia católica (la “prueba de sangre”). Hasta donde
sabemos, Carvajal era un católico piadoso, pero tal no era el caso de su esposa, hermana o
sobrinos. En 1580, la recién organizada rama mexicana de la Inquisición comenzó un
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 58

largo y tedioso juicio contra los Carvajal, para entonces una de las más ricas e influyentes
familias de Nueva España, acusándolos de ser cripto–judíos. Los detalles del escandaloso
juicio son conocidos a través de los escritos del sobrino de Carvajal, Luis de Carvajal “El
Joven”, quien, junto con su madre y hermana, fueron quemados en plaza pública en la
71
Ciudad de México en 1596.
Subrayó aquí el caso Carvajal, porque define, desde muy temprano, la relación entre
el México norteño y el centro del país, marcada por la dependencia y los celos. Simboliza
el destino de Monterrey, el cual parecerá repetirse a través del tiempo.
Monterrey creció muy lentamente en el periodo colonial, pese a su importancia como
centro de ganado ovino para el México central, pero emergió como capital regional en el
siglo XIX, después de establecerse la frontera entre la recién independizada República de
Texas y México, aunque sólo alcanzó un verdadero desarrollo con el impulso del general
Bernardo Reyes, gobernador de Nuevo León y uno de los pocos oponentes tempranos al
régimen de Porfirio Díaz. Monterrey creció y prosperó como una de las primeras
ciudades industriales mexicanas modernas siguiendo un modelo económico ligeramente
diferente del sistema agrícola del centro de México.
Desde los años veinte, los industriales de Monterrey, dirigidos por Eugenio Garza
Sada, comenzaron a extender sus operaciones al centro de México, adquiriendo la
mayoría de las cervecerías de la competencia e imponiendo con éxito el consumo de
cerveza a través de una violenta campaña contra el pulque, lo que arruinó en unos cuantos
años esa gran agroindustria tradicional.
La ambición de Monterrey, si se necesita decir más, está probada con la creación, en
1943, del Instituto de Estudios Tecnológicos y Superiores de Monterrey (IETSM), desde
entonces una de las más prestigiosas instituciones educativas en el país para la ciencia, la
ingeniería y la política, aunque no para las humanidades.
En 1973, Eugenio Garza Sada fue asesinado durante un secuestro supuestamente
organizado (aunque todavía no se aclara del todo) por el grupo terrorista Liga 23 de
septiembre. La muerte de Garza Sada provocó una ruptura en el Grupo FEMSA (Fomento

71
Luis González Obregón, Rebeliones indígenas y precursores de la independencia mexicana en los siglos
XVI, XVII, y XVIII , Fuente Cultural, México, 1952
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 59

Económico Mexicano S. A de C. V.): reaccionando contra la dirección unipersonal de los


cincuenta años previos, el grupo se fragmentó en 1974 en varios holdings con diferentes
programas económicos. El primero, Visa, continuó con la política conservadora y de bajo
perfil de Eugenio Garza Sada. Vitro y Alfa adoptaron una postura más agresiva y
aventurera. Tomando ventaja del boom petrolero de mediados de los años 1970, Alfa
incurrió en grandes deudas con bancos internacionales, invirtiendo furiosamente en
ambiciosas industrias nuevas en todo México. Para finales de 1982, súbitos incrementos
en las tasas de interés amagaron el proyecto de Alfa. Y cuando el presidente López
Portillo fue forzado a privatizar los bancos mexicanos, se transformó la enorme deuda de
Alfa en una deuda pública.
El líder de Alfa, y pariente de Eugenio Garza Sada, el economista educado en Harvard
Diego Sada, tenía entonces treinta y tantos años. Con su discreta separación del círculo de
toma de decisiones de Alfa, Sada dirigió su atención a los bienes raíces y a su creciente
colección de arte. Prácticamente solo, inició en 1988 la construcción del nuevo Museo de
Arte Contemporáneo de Monterrey (MARCO) en tierras donadas por el gobierno local,
justo en el centro, recién renovado, de la ciudad.

2.

Las más importantes ciudades mexicanas fueron sobrepuestas en asentamientos


mesoamericanos. Por el contrario, Monterrey es, como la mayor parte de las ciudades de
Estados Unidos, un verdadero locus novus. Sin pasado, es un lugar inestable, maleable y
frecuentemente modificado. Una ciudad abierta cercada sólo por los cerros, donde las
cosas pueden suceder de nuevo si fallan una vez —un espacio adaptable para muchas
construcciones míticas.
Actualmente, el área urbana de Monterrey incluye ocho diferentes municipios, en
ocasiones controlados por diferentes partidos políticos. El centro de Monterrey es
también la capital del estado; San Nicolás de los Garza y Guadalupe son los más
importantes barrios industriales; San Pedro Garza García, al pie de la montaña, es el
exclusivo vecindario donde los ricos viven lejos de las fábricas. Sin embargo, estos
diferentes gobiernos comparten gustos comunes, y Monterrey, básicamente una ciudad
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 60

industrial poco atractiva, se ha convertido en uno de los lugares más embellecidos de todo
México. Porque, como verdadero locus novus, Monterrey quiere construir su propia
historia, y casi todo lo conmemora. Hay monumentos “cívicos” en cualquier cruce de
calles y a lo largo de autopistas intrincadas; varían desde un retrato ecuestre neoclásico
del presidente López Portillo (que salvó a la ciudad de la bancarrota en 1982)
personificando al héroe de la independencia, José María Morelos; un humanoide de metal
de Rufino Tamayo; un ave abstracta volando en honor a las víctimas de las inundaciones
de 1988 causadas por el huracán Gilberto o una Virgen de Guadalupe sintetizada en
láminas metálicas celebrando la visita del papa Juan Pablo II en 1983. Además de estas
obras oficiales, se levantan otras frente a tiendas departamentales, hospitales privados y
entradas de corporativos.
El más impresionante monumento en Monterrey es la enorme Macroplaza, una
explanada inmensa y casi vacía, mayor, según se asegura, que la plaza Tian-An-Men de
Beijing. Construida durante el breve periodo de expansión de finales de los años 1970, la
Macroplaza constituye una perfecta metáfora de la política de tabula rasa y de
reformación megalómana del espacio, pues remplazó quince cuadras de edificios públicos
y barrios enteros de los siglos XVIII y XIX. En un extremo, está el Congreso estatal, uno de
los pocos edificios del siglo XIX que permanecen. En el lado sur está la Catedral
neoclásica, construida en 1800. En su centro, brilla el rojo Faro del Comercio, uno de los
últimos trabajos públicos del arquitecto Luis Barragán: de noche, haces de luz láser
azules conectan el asta de concreto con los picos de las montañas cercanas. En medio de
la plaza, sobre un estacionamiento subterráneo y un centro comercial, yace una fuente
dedicada a Neptuno en mitad del desierto.
En la esquina sur de la Macroplaza, junto a la catedral, se encuentra el MARCO.

Diseñado por Ricardo Legorreta, discípulo de Luis Barragán, el museo recuerda a los
conventos franciscanos del siglo XVI del centro de México, pero no tiene nada que ver
con la historia arquitectónica de Monterrey. Como se declaró en un folleto publicado
72
durante la construcción, el edificio del MARCO es la primera obra de arte del museo. Es,
de hecho, una escultura penetrable más que un edificio funcional. Las paredes

72
Boletín de Prensa, MARCO, 1991.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 61

brillantemente coloreadas, los hermosos pasajes abovedados y el espejo de agua de


mármol en el atrio pueden ser visualmente seductores, pero limitan severamente la
flexibilidad de los diseñadores de exposición y los curadores, aunque, con cinco mil
metros cuadrados de espacio de exhibición, es uno de los más grandes museos en
América. Pero si el MARCO desea competir con los grandes museos metropolitanos,
carece de una colección permanente, no tiene la flexibilidad de una Kunsthalle, y parece
más una enorme galería de arte. El MARCO ofrece principalmente exposiciones
temporales, alquiladas a otros museos, aunque algunas veces especialmente curadas para
Monterrey.

3.

La ciudad ya tenía un museo de arte: el Museo de Monterrey del grupo FEMSA, que fue
inaugurado en 1988 en una cervecería restaurada del siglo XIX, y que había diseñado el
mismo arquitecto de la Pearl Brewery, ahora el San Antonio Museum of Art, en la ciudad
gemela justo al norte de la frontera. El Museo de Monterrey poseía una importante
colección permanente, que incluía obras clave de Rufino Tamayo, Osvaldo Guayasamín,
Joaquín Torres García y otros maestros del arte latinoamericano del siglo XX, además de
una creciente colección de obra gráfica. Importantes retrospectivas itinerantes de David
Hockney, Sandro Chia y Robert Motherwell se presentaron en el Museo de Monterrey, y
en los años 1990, el museo comenzó tímidamente a curar sus propias exhibiciones. Con
los años, ganó una sólida reputación entre otros museos mexicanos, pero mantuvo
siempre las características de un perfil bajo que singularizaron a las operaciones
73
culturales del grupo FEMSA.
El MARCO puede ser visto como el resultado final de rivalidades y envidias familiares.
Tan pronto abrió el Museo de Monterrey, FEMSA fundó una organización llamada

73
El Museo de Monterrey fue cerrado en el año 2000, por la nueva generación de directivos de FEMSA. No
obstante, sigue operando técnicamente: circula su colección de obras de arte latinoamericanas del
siglo XX (ahora conocida como Colección FEMSA) por museos del mundo, y sigue con el proyecto de
Bienal de Monterrey, creado a principios de los años 1990 por el entonces director Jorge García
Murillo.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 62

Promoción de las Artes, que invirtió en obras de arte y dio significativas becas a selectos
artistas mexicanos, entre los más destacados, Alejandro Colunga, de Guadalajara y el
artista coahuilense radicado en Monterrey Julio Galán. Una acción más visible fue, en
1980, el apoyo para la construcción y operación del Museo de Arte Contemporáneo
Internacional Rufino Tamayo en la ciudad de México, copatrocinado por la Fundación
74
Cultural Televisa. De acuerdo con Margarita Garza Sada, una importante coleccionista y
prominente miembro de la familia que controla FEMSA, Promoción de las Artes fue
disuelto en 1981 porque había “demasiado arte” en Monterrey, aunque parece más
probable que esto se debiera a los problemas financieros del momento.
Mientras tanto, aconsejados por Diego Sada, los demás miembros de la familia
comenzaron a adquirir obras, especialmente de artistas mexicanos contemporáneos,
marcando así su diferencia con el grupo FEMSA, que se concentró en artistas de periodos
anteriores. Dos galerías de arte, la Galería Arte Actual en Monterrey, cuyo director,
Guillermo Sepúlveda, está relacionado con los lideres de Alfa, y la Galería OMR en la
ciudad de México, fueron sus principales proveedores. El estilo elegido puede resumirse
en dos palabras: Mito y Magia.

4.

Algunas ideas existen más en la mente de los coleccionistas que en la de los mismos
artistas. Los mecenas de Monterrey han escogido un arte que representa la continuación,
el renacimiento, o un reciclaje de la “Escuela Mexicana” de los años veinte y treinta. En
los años 1970, la élite regiomontana distinguió en primer lugar a Rufino Tamayo, uno de
los artistas más visibles de la “Escuela Mexicana” y uno de los pocos mexicanos
internacionalmente famosos, para iniciar sus colecciones de arte. A mediados de los años
1980, ya estaban comprando obra de Alejandro Colunga, Julio Galán, Rodolfo Morales,
Ismael Vargas y Arturo Marty, entre otros.

74
Olivier Debroise, “El regalo y su envoltura”, La Cultura en México, suplemento de la revista Siempre!,
17 de junio de 1981. Sobre la fundación del Museo Tamayo, véase p. 109 y ss.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 63

Los jóvenes artistas favorecidos por los coleccionistas regiomontanos compartían un


interés común por basar su trabajo en la cultura popular, por reutilizar colores, motivos,
diseños y formas tomadas de la alfarería tradicional y de la cerámica, o inspirados —
como en el caso de Julio Galán— en iconos religiosos populares y pinturas naïves. Este
gusto estético es paralelo a una tendencia que se inició en México a mediados de los años
1980, cuando un creciente número de jóvenes artistas regresaron a la figuración narrativa
y, debido quizás a la creciente mexicanización de la vida social durante la crisis
económica que comenzó en 1982, trataron nostálgicamente de preservar elementos de un
pasado en desaparición. Algunos artistas que no pasaban entonces de cuarenta años,
como Alejandro Arango, Dulce María Núñez y Javier de la Garza, eran absolutamente
conscientes de lo que implicaba esta reformulación posmoderna de iconos y temas
tradicionales, y la ironía estaba presente con frecuencia en sus trabajos; por otra parte,
ciertos artistas mayores, como Nahum B. Zenil, Germán Venegas, Rodolfo Morales e
Ismael Vargas, estaban profundamente enraizados en el México rural, y eran promovidos
por críticos urbanos, como en los años veinte los jóvenes alumnos de las Escuelas al Aire
Libre o algunos artistas sin formación académica como Abraham Ángel o María
Izquierdo. La obra de todos estos artistas ha sido interpretada como una evidencia de la
supuesta “alma artística del pueblo mexicano”.
El neomexicanismo no es, como declaró el historiador del arte chicano David Maciel,
meramente una imitación del arte chicano californiano de los años 1970, sino un
fenómeno más complejo, basado, por un lado, en un profundo sentimiento de
desplazamiento y fragmentación provocado por la modernización de la sociedad
mexicana, que puede rastrearse desde mediados de los años 1960; y, por otro lado, en la
reinterpretación revisionista de la historia mexicana del siglo XX que reveló las
construcciones ideológicas oficiales, especialmente el nacionalismo posrevolucionario de
75
los años veinte. En otras palabras, el neomexicanismo es una paradoja: representa tanto
la nostalgia por un México perdido, como una deconstrucción de clichés nacionales. Lo

75
David R. Maciel, “Mexico in Aztlán, Aztlán in México: The Dialectics of Chicano-Mexicano Art, CARA
Chicano Art: Resistance and Affirmation, Wight Art Gallery, University of California, Los Angeles,
1991.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 64

que quiero subrayar aquí es la adopción y transfiguración de estas ideas por parte de la
élite coleccionista del Monterrey postmoderno.
A través de la galería OMR principalmente, una considerable cantidad de obras de
artistas contemporáneos neomexicanistas se exportó al norte. Como ejemplos de la casi
exclusiva preferencia regiomontana por el folklore y el kitsch, dos subastas organizadas
por los patrocinadores del MARCO para recaudar fondos para el nuevo museo son
altamente reveladoras. Cada una consistió en pinturas realizadas por encargo sobre temas
específicos; la primera subasta estuvo dedicada al tema de la Virgen de Guadalupe; la
segunda, a “Ángeles, Santos y Demonios”.
Estas subastas tuvieron un éxito inusitado. Un pequeño lienzo de Dulce María Núñez,
titulado Piedad, se vendió en setenta y cinco mil dólares. Un ejemplar acto de apoyo al
nuevo museo, quizá, aunque también una evidencia de la sobrestimación de Monterrey
por sus artistas favorecidos y el deseo de estas élites de situarse en la frontera de un
nuevo nacionalismo.
El súbito redescubrimiento dentro de México de un “alma nativa”, de la imaginería
popular, de iconos religiosos populares y, detrás de ello, de una supuesta continuidad
cultural desde el periodo prehispánico al presente coincide con una serie de exposiciones
ampliamente publicitadas, organizadas en Europa y en Estados Unidos inmediatamente
después de la exposición “’Primitivism’ in 20th Century Art: Affinity of the Tribal and the
Modern” del MoMA en 1984. México y América Latina apenas estuvieron representados
en esta muestra; sin embargo, podría considerarse como el punto de partida de la así
llamada “cuestión global”, del nuevo énfasis puesto por los museos norteamericanos en el
multiculturalismo. Desde “Latin-American Art since Independence”, en la Yale
76
University Art Gallery, en 1966, el arte latinoamericano estuvo representado
escasamente en Estados Unidos, fuera de retrospectivas ocasionales, como la de Tamayo
77
en el Guggenheim en 1979. A finales de los años 1980, cuando el movimiento

76
Organizada por Stanton Catlin, curador del MoMA, esta fue la última muestra de arte latinoamericano
hasta finales de los años 1980, y constituyó la aparición en Estados Unidos de un discurso sobre lo
“multiétnico” que justificó la presentación de obras de arte enraizadas en culturas “marginales” (es
decir, ni europeas ni “americanas” en el sentido, por ejemplo, del Whitney Museum of American
Art).
77
Rufino Tamayo: Myth and Magic, Nueva York, The Solomon R. Guggenheim Museum, 1979.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 65

neomexicanista ganaba fuerza, un gran número de museos de Estados Unidos abrieron


sus espacios a artistas fuera del mainstream. Es indudable que la presión de grupos
étnicos dentro de Estados Unidos, especialmente de chicanos y puertorriqueños, influyó
en este cambio de perspectiva.
Tal vez la más ambiciosa de estas exhibiciones fue “The Latin American Spirit”,
curada por Luis Cancel, artista puertorriqueño, historiador del arte y entonces director del
Bronx Museum of Arts. En su introducción al catálogo, Cancel declaró que las metas de
“The Latin American Spirit” eran:

1. Documentar y examinar la participación de artistas latinoamericanos en


la vida cultural de Estados Unidos durante un periodo de cincuenta años.

2. Demostrar cómo en líneas generales se había basado en la participación


latinoamericana, incluyendo la contribución de artistas generalmente no
mencionados por los críticos e historiadores del arte estadounidense.

3. Registrar y evidenciar la actividad cultural de artistas puertorriqueños, en


tanto que latinoamericanos, tanto en la isla de Manhattan como en
78
Estados Unidos.

Los artistas puertorriqueños o de ascendencia puertorriqueña radicados en Nueva


York fueron los más representados en esta muestra, seguidos por un buen número de
argentinos (lo que marca una diferencia con otras exposiciones latinoamericanas del
mismo periodo, en que los mexicanos eran generalmente mayoritarios), y parece obvio
que aquí América Latina sirvió principalmente para contextualizar —y
latinoamericanizar— a los puertorriqueños, como declaró Cancel candorosamente.
El mismo procedimiento se reprodujo, aunque de manera diferente, en “Mito y Magia
en las Américas”, la exposición inaugural del MARCO, un título aparentemente tomado de
la retrospectiva de Tamayo de 1979, “Rufino Tamayo: Mito y Magia”. Los curadores
invitados, el artista mexicano y corredor de arte Miguel Cervantes y el historiador de arte

78
Luis R. Cancel et al., The Latin American Spirit: Art and Artists in the United States, 1920-1970, Bronx
Museum of Arts/Abram, Nueva York, 1989.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 66

australiano Charles Merewether, recibieron instrucciones de los mecenas regiomontanos


de reunir obras que probaran que los artistas neomexicanistas de los años 1980 no eran
casos aislados, sino parte de una nueva tendencia hegemónica, “fantástica” y
multicultural: en breve, que México estaba ya en el corazón de un nuevo mainstream.
“Mito y Magia” retomaba el mecanismo de varias exposiciones de los años 1980, que
identificaban a la fantasía y a la mitología como supuestas características fundamentales
del arte latinoamericano. Hay, al menos, tres principales fuentes conceptuales detrás de
estas muestras. Primero, la suposición de que la “Escuela Mexicana” de los veinte y los
treinta fue un movimiento cerrado y marginado por sí mismo, sin considerar su fuerte
relación con el “primitivismo” contemporáneo y la vanguardia europea.
Segundo, la idea de que la literatura del Realismo Mágico de Alejo Carpentier y,
principalmente, de Gabriel García Márquez capturaba de alguna manera el verdadero
sentido de América Latina.
Tercero, y quizá más importante, el éxito de tres exposiciones: “The Latin American
Spirit”, “Magiciens de la Terre” (más o menos inspirada en las primeras tres bienales de
La Habana, y en la antropología postestructuralista), y “The Decade Show” del New
79
Museum de Nueva York, especie de respuesta americana a “Magiciens de la Terre”.
Estas muestras destacaban algo que constituía una reacción a la tradición formalista de la
historia del arte: la creación artística es producto de un amplio contexto cultural, y sólo
puede comprenderse y apreciarse estéticamente desde una perspectiva antropológica.
Charles Merewether, curador invitado de MARCO, se colocó en esta perspectiva
“multicultural”, y trató de incluir un número de obras que compartían este contexto
cultural y regionalmente, desde las brillantes imágenes del haitiano Édouard Duval–
Carrie sobre el desplazamiento de esclavos hasta los remapeamientos del mundo de

79
Jean-Hubert Martin [curador] et al., Magiciens de la Terre, Éditions du Centre Georges Pompidou, París,
1989; “The Decade Show: Frameworks of Identity in the 1980s”, exposición curada por Julia
Herzberg, Sharon Patton, Gary Sangster y Laura Trippi, se presentó simultáneamente en The
Museum of Contemporary Hispanic Art, The New Museum of Contemporary Art y The Studio
Museum in Harlem en Nueva York, en la primavera de 1990. Acerca de la polémica suscitada por
“Magiciens de la Terre”, véanse Benjamin Buchloh (entrevista con Jean-Hubert Martin), “The Whole
Earth Show”, Art in America, vol. 77, núm. 5, mayo de 1989; Eleanor Heartney, “The Whole Earth
Show Part II”, Art in America, vol. 77, julio de 1989, pp. 90-97 y Thomas McEvilley, Art and
Otherness: Crisis in Cultural Identity, MacPherson and Company, Nueva York, 1995.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 67

Guillermo Kuitca en el contexto del melting pot argentino, pasando por las
reconstrucciones museísticas de altares afrocaribeños de José Bedia, entre otros. La
exhibición del MARCO se enfocaba ostensiblemente en un “arte contemporáneo que
explora y reivindica el significado de las imágenes y el arte, y su relación con el mito y la
magia como componentes centrales de la cultura popular y sus aspiraciones por un futuro
80
emancipado”, según lo definió Merewether en su ensayo del catálogo . ¿Qué significa
esto? No estoy seguro, pero parece referirse sobre todo al descubrimiento de la libertad
artística a través del arte “primitivo” (“no racional”) de Gauguin, Picasso y Matisse, ya
condenado en discursos antropológicos recientes y, lo que es más importante, por algunos
“primitivos emancipados” por sí mismos. La mayoría de los artistas de la exposición
llevaba la imaginería popular al arte culto. Pero ¿por qué ciertos objetos o ciertas
imágenes son súbitamente considerados como “populares”, “míticos” o “mágicos”?, ¿por
quiénes y con qué propósitos?, ¿y cuál es el papel del arte en todo esto? Está claro que
mientras los conceptos de “mito” y “magia” son fundamentales para las culturas no
occidentales, el reciclaje de elementos “populares” en el arte del hombre “blanco” nunca
se ha discutido desde la perspectiva antropológica. Esta es una cuestión muy
problemática, que merece ser analizada aparte.
De cualquier manera, entre los seleccionados para representar a Estados Unidos
estaban varios artistas bien conocidos del mainstream (como Ross Bleckner, Eric Fischl,
Susan Rothenberg, Julian Schnabel y Terry Winter), sin relación clara con el “mito” ni
con la “magia”, por lo menos tal y como los definió Merewether. Aquellos que sí
encajaban en la propuesta eran, y no es de sorprender, chicanos (Gronk, Carlos Almaraz),
puertorriqueños (Juan Sánchez), cubanos (Luis Cruz Azaceta) o el neoyorquino de
ascendencia haitiana Jean Michel Basquiat. La inclusión de Hung Liu, artista chino que
emigró a los Estados Unidos en 1987 y que se refiere en su obra a su estatus de emigrado,
es un flaco gesto de los curadores por hacer de la exposición algo “políticamente
correcto”, al estilo estadounidense. La selección mexicana fue incluso más problemática;

80
Charles Merewether, “Like a Coarse Thread Through the Body: Transformation and Renewal”, Mito y
Magia en las Américas: los ochenta, MARCO, 1992, p. CXV.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 68

incluyó desnudos hiperrealistas de Roberto Cortázar y paisajes urbanos destruidos de


Roberto Parodi, aunque ninguno fuera representativo de las fantasías neomexicanistas.
Con la excepción de la instalación de Duval–Carrie y los dibujos de Nahum B. Zenil,
todos los trabajos expuestos eran grandes lienzos, obras orientadas al mercado de arte,
incluso en el caso de artistas como José Bedia, mejor conocido por sus instalaciones no
comerciales.

5.

En una critica de la exposición “Circa 1992” en la National Gallery of Arts de


Washington, Homi K. Bhabha declaró que:

“Circa 1992”, la exposición de arte global o internacional, se ha convertido en


un prodigioso modo de producción de los museos occidentales “nacionales”.
Exhibir arte del mundo colonizado o poscolonial, mostrar la obra del marginado
o de la minoría, desenterrar pasados folklóricos olvidados, tales proyectos
curatoriales terminan apoyando el centralismo del museo occidental… esto
puede hacer el arte “global” más fácilmente propenso a adoptar estéticas
multiculturales o volverlo objeto de un estudio meticuloso de archivo. Pero el
ángulo de visibilidad dentro del museo no cambiará. Lo que alguna vez fue
exótico o arcaico, tribal o folklórico, inspirado por dioses extraños, está ahora
inscrito en un presente nacional secular y en un futuro internacional. Los sitios
de diferencia cultural se vuelven muy fácilmente parte de la sed posmoderna que
tiene Occidente de su propia etnicidad, de citas y ecos simulados de cualquier
81
otra parte.

La nueva paradoja, la triste ironía es que el “cualquier parte” de la metrópolis es ahora


un término del que se apoderan los “otros” para redefinir su propia cultura. Así, la
ingenua creencia de Monterrey reside en su habilidad para transformar su cultura al

81
Homi K. Bahbha, “Double Visions,” Artforum, vol. 30, núm. 5, enero de 1992.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 69

absorber, tomar prestada y adaptar la “cuestión multicultural” forjada en Estados Unidos.


En muchos aspectos, el procedimiento no es muy diferente de las políticas mexicanas
posrevolucionarias, particularmente de las que apoyó a principios de los años veinte el
ministro de educación José Vasconcelos.
El antropólogo mexicano Guillermo Bonfil, en su libro México Profundo, publicado
en 1987, atacó la hipocresía fundamental del concepto inventado de cultura “mestiza”, un
concepto ampliamente aceptado no sólo dentro de México, sino también en el exterior (lo
utilizó, por ejemplo, el movimiento chicano en sus intentos de autodefinición en los años
82
1960).
El concepto de “mestizo”, como la actual teoría del multiculturalismo, admite la
presencia de la cultura indígena como base de la identidad propia. No obstante, como han
afirmado los principales políticos e intelectuales que están a favor de la participación de
México en la economía occidental global, este concepto aparentemente benigno toma un
matiz racista. Al apelar por una mezcla “natural” de culturas, propone la necesidad de la
destrucción social y biológica de los primeros habitantes de Mesoamérica, y borra las
identidades étnicas locales, como en el siglo XVI los españoles amalgamaron a naciones
originales bajo la categoría global de “indios”. La llamada “cultura mestiza” no es más
que una construcción occidental, una fácil apropiación del pasado de las civilizaciones
autóctonas que mitiga la realidad del presente de los pueblos indígenas, considerados
como un fardo que restringe el progreso económico. La paradoja y la hipocresía es que la
cultura “mestiza” recurre simultáneamente a la seducción más sospechosa, que define a la
cultura mexicana como diferente, exótica, de alguna manera turbulenta e incomprensible.
Al final, favorece la construcción de una cultura turística: al igual que los “indios”,
nuestra cultura “mestiza” es ahora mejor apreciada en las “reservaciones” de los museos.
Monterrey puede considerarse como la capital de lo que Bonfil llamó el “México
imaginario”, un país imaginado por aquellos que promueven la integración económica
global y apoyan el último avance de la conquista, la destrucción enmascarada pero
consciente de lo que resta de la cultura indígena, decretada como espléndida, pero muerta
y sin valor.

82
Guillermo Bonfil Batalla, México profundo. Una civilización negada, Grijalbo, México, 1987.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 70
P
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Para María Guerra, in memoriam


El arte de mostrar el arte mexicano, p. 72

Carrera “joven”, apenas en formación, mal definida y mal aceptada aún —porque se
sobrepone, en el campo museológico, a actividades ya existentes—, la profesión de
curador, y, en particular, la de curador independiente, confrontada a instituciones
culturales centralizadas que, por tradición, dependían de (y se sometían a) los
lineamientos del Estado, se desarrolló de manera sorprendentemente rápida. A finales de
los años 1980, la palabra causaba urticaria a los académicos y a los críticos de arte (y
83
esto, a pesar de ser una antigua voz castellana). En su nueva acepción, derivada de las
prácticas anglosajonas, ya no molesta a nadie. Aun cuando se le puede encontrar
antecedentes, la profesión apareció en México, de manera casi espontánea, en un sector
de la comunidad artística, y reproduce en nuestro contexto prácticas ya comunes en otros
países, aunque tampoco totalmente definidas. En un tiempo relativamente corto, emergió
en México un puñado de curadores autodenominados independientes.
La primera que asumió el carácter independiente de la profesión, en México, fue
quizá la desaparecida María Guerra. Formada como historiadora del arte en Francia,
España y Suiza, después de la disolución de los “grupos” politizados heredados del
movimiento contracultural, encabezó a mediados de los años 1980 “Atentamente, La
Dirección”, un grupo de artistas performanceros (Mario Rangel Faz, Vicente Rojo Cama,
Carlos Somonte y Eloy Tarcisio) con quienes organizó una serie de eventos que buscaban
84
violentar las estructuras y las formas en vigor. Refugiada a principios de los años 1990
en Nueva York, donde trabajó como curadora en la galería Cavin Morris, regresó a

83
Raquel Tibol fue, hasta donde pude averiguar, la primera que utilizó la palabra “curador”, en una reseña
publicada en Diorama de la cultura, el suplemento de Excélsior, del 15 de julio de 1973 titulada “El
Museo de Arte Moderno de México cede la palabra, una vez más, al museo de arte de NY”. Ahí
declara: “Se inauguró el 19 de julio y estará hasta el 3 de septiembre en el Museo de Arte de
Chapultepec una exposición que no sólo tiene un muy alto nivel, sino que se da en una circunstancia
determinada. ¿Por qué aquí y ahora Bacon, de Kooning, Dubuffet y Giacometti enviados por The
International Council of the Museum of Modern Art de Nueva York con todo y la curadora-
prologuista Alicia Legg? ¿Por qué la máxima institución de arte moderno del país ha confiado la
presentación a la experta estadunidense y no se preocupó por expresar su propia posición estética…”
La confusión entre la tarea curatorial y la de “prologuista” es sintomática de la actitud que prevaleció
en México hasta entrados los años 1990.
84
Véase Olivier Debroise (ed.), La era de la discrepancia, arte y cultura visual en México, 1968-1997,
México, UNAM-Turner, 2007, pp. 240-241
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 73

México con propuestas precisas, aunque anárquicas y difícilmente realizables en su


momento. Más que por su labor real, la presencia de María Guerra, su determinación para
crear en torno suyo un “movimiento” y la rabia derivada de su frustración al no lograr
que éste “despegara”, estimuló durante una década a artistas, posibles curadores,
directores de galerías y críticos.
Atenta a todos los cambios, las rupturas y las inconformidades, María presidió, en
filigrana, tal vez, y sin tener un papel activo, casi todas las actividades culturales
extraoficiales, sobre todo en los albores de la década, cuando una nueva generación de
artistas regresó al país (Silvia Gruner, Yshai Jusidman) y se mezcló con contingentes de
“refugiados culturales”: la primera ola de artistas cubanos (que llegaron al país en 1986, a
iniciativa de Adolfo Patiño, y se afianzaron aquí entre 1989 y 1994, cuando fueron
obligados a dejar México: Juan Francisco Elso, José Bedia, Ricardo Rodríguez Brey y
Rubén Torres Llorca; luego, Arturo Cuenca y Quisqueya Enríquez, entre otros), “los
ingleses” (Phil Kelly, Melanie Smith, incluyendo al belga Francis Alÿs) y un pequeño
conjunto de artistas de Texas, atraídos por su mentor, Michael Tracy: Alejandro Díaz,
Ethel Shipton y Thomas Glassford.
Sin entrar en los detalles del significado intrínseco de las aportaciones estéticas y
conceptuales de estos “emigrados” y de las reacciones que suscitó su presencia en
México, cabe destacar aquí que, precisamente porque no tenían cabida en el discurso
cultural de la época, ni lazos con las instituciones locales, se vieron forzados a crear sus
propias estructuras, en los departamentos que ocupaban en dos grandes y vetustos
edificios del centro de la ciudad de México. Ahí, curaron sus propias exposiciones, a
veces colectivas. Acostumbraban reunirse en el “Mel’s Café” (el departamento de
Melanie Smith y Francis Alÿs, donde se servían brunches los domingos), y poco a poco
empezaron a juntarse con artistas mexicanos veinteañeros, y con algunos un poco
mayores, todos disidentes de las estructuras formales. En el otro extremo de la ciudad, en
La Agencia, una galería de perfil aparentemente comercial pero asimismo irregular, en un
luminoso departamento de Polanco, Adolfo Patiño y Rina Epelstein organizaban semana
a semana exposiciones temáticas, “curadas” al vapor, descubriendo nuevos talentos,
promoviendo en particular a los artistas cubanos. Algo parecido intentaba Aldo Flores, en
su Salón des Aztecas, aunque su propuesta tuvo sus mejores logros en eventos públicos
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 74

como La toma del Balmori (1994, la decoración de un edificio del siglo XIX en ruinas,
que algunos artistas y curadores improvisados invadieron como “paracaidistas”), que
marcaron el desarrollo generacional y pueden considerarse retrospectivamente como
actos fundacionales.
Artista, dibujante, compositor y director de un grupo roquero “punk infantil”, Los
Piyamas a go go, Guillermo Santamarina se inmiscuía entre los más jóvenes estudiantes
de las escuelas de pintura, y descubrió una pasión por la organización de exposiciones —
al calor, tal vez, de las intensas discusiones con su amigo de la infancia Gabriel Orozco, y
los integrantes del Taller de los Viernes de Tlalpan, Damián Ortega, Abraham
85
Cruzvillegas y José Kuri.
Sin embargo, hubo que esperar la aparición de una nueva generación de artistas, cuyas
obras se nutrían de los discursos teóricos del postmodernismo, como Guillermo
86
Santamarina, Rubén Bautista ; más recientemente, Rubén Gallo y, en menor medida —
porque su “independencia” se encuentra a mi modo de ver supeditada y limitada por sus
intereses como coleccionistas, vendedores de obras o artistas ellos mismos—, Adolfo
Patiño, Eloy Tarcisio, Mónica Mayer, Gabriel Orozco, el desaparecido Ricardo Ovalle,
los integrantes de los colectivos de artistas Temístocles 47 (1994-1997), autoerigidos —
por lo menos, hasta la salida rotunda de Cruzvillegas del grupo— en sus propios
“curadores”, denunciando así la inexistencia de la profesión; La Panadería y Art&Idea
(en este último caso, con el apoyo de una promotora profesional, Haydée Rovirosa), así
87
como, en Guadalajara, Carlos Ashida y Patrick Charpenel. Habría que agregar a este
nutrido contingente de “independientes” varios agentes ligados a corporaciones (Claudia

85
Cruzvillegas recuerda esta etapa underground en “Tratado de Libre Comer”, Moi et ma circonstance,
Mobilité dans l’art contemporain mexicain (curaduría de Guillermo Santamarina y Paloma Fraser),
Musée des Beaux Arts, Montreal, Canadá, 1999.
86
También artista, Rubén Bautista se integró al grupo de La Quiñonera (Néstor y Héctor Quiñones, Claudia
Fernández, Francisco Fernández “El Taka”, Rubén Ortiz Torres, Mónica Castillo) y transformó esta
residencia de artistas en el sur de la ciudad de México en un espacio alternativo de exposiciones. La
experiencia no perduró después de su fallecimiento en 1991.
87
Deliberadamente, dejo aquí de lado la labor, sin duda substancial, de Curare, Espacio Crítico para las
Artes. Por un lado, esta asociación estuvo, desde sus orígenes, más enfocada a la crítica que a la
praxis museográfica, aunque en este campo, sus aportaciones fueron no sólo necesarias sino
inspiradoras. Por el otro, no estoy, por obvias razones, capacitado para evaluar el impacto real de una
asociación que dirigí entre 1991 y 1998. Véase el comentario de Cuauhtémoc Medina, p. 161.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 75

Madrazo y su organización de fomento a las artes y la educación artística, La Vaca


Independiente) o a ciertas instituciones (Paloma Fraser y Carlos Aranda en el Museo
Universitario del Chopo o Sylvia Pandolfi, directora del Museo Carrillo Gil durante más
de una década), pero que trataron de operar, en la medida de lo posible, fuera del
perímetro estrictamente oficial, y con cierta libertad. Este conjunto, de ninguna manera
homogéneo, empezó a monopolizar las prácticas curatoriales, ofreciendo un nuevo marco
referencial a las producciones visuales y determinando “nuevos rumbos” de la plástica y
las artes visuales en México.
Un breve análisis histórico del aparato cultural mexicano quizá nos ayude a
comprender qué papel desempeña, en la configuración actual, este curador
“independiente”, la manera en que se vincula, desde posturas autónomas, con las
instancias existentes y el modo en que influye en ellas. Quizá permita comprobar,
además, que la “profesión” no es tan nueva como a veces lo creemos, y que su
crecimiento y su visibilidad actual señalan, más bien, un proceso de institucionalización.
***

No obstante algunos signos de aflojamiento, las instituciones culturales de México han


sido, y siguen siendo, en extremo dependientes del Estado. Desde mediados del siglo XIX,
el país adoptó un sistema museográfico copiado de Francia, marcado por la omnipotencia
de la academia, la costumbre de los salones oficiales, un apoyo casi irrestricto a artistas al
servicio del poder, etcétera. Estas estructuras se reforzaron, después de la Revolución,
con la adopción de modalidades calcadas del sistema supuestamente libertario de la joven
Unión Soviética, y que imperan todavía, a sesenta años de distancia, a pesar de evidentes
signos de desgaste y de varios intentos por actualizar y volver más transparentes las
prácticas oficiales (el caso más relevante es el del Fondo Nacional para la Cultura y las
Artes (FONCA), que instauró sistemas de apoyos a artistas y literatos, aboliendo la práctica
de “becas no oficiales” —las llamadas “aviadurías”— determinadas por alianzas
personales y clientelistas, común en las secretarías de Estado hasta los años 1980).
La intensa reestructuración de la administración pública de México, y, en particular,
la privatización acelerada de algunos sectores clave, enfocada a descargar al Estado de
ciertas responsabilidades y a dinamizar su funcionamiento en el marco de la inserción del
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 76

país en una economía global, aún no toca de lleno —hasta donde se puede observar— a
las instituciones culturales. El Estado mexicano pretende conservar el control de la
producción y de la difusión cultural, mediante una centralización aún más rígida de
algunos organismos rectores, aun cuando, en virtud del clima político presente, reviste
sus acciones con los colores de la “democracia” y de una incipiente descentralización.
En efecto, las instituciones culturales mexicanas siempre han sido en extremo
jerarquizadas y verticales. Una reducida burocracia cercana a las más altas esferas del
poder se encarga de la toma de decisiones. No obstante, y quizá de manera comprensible
dado el carácter particular que ha tenido la producción cultural (y, en particular, las artes
visuales) en el siglo XX mexicano, la relación entre esa burocracia cultural y las “bases”
—es decir, los productores, artistas plásticos, escritores, poetas, músicos y filósofos—
siempre fue flexible, al grado de confundirse totalmente en la primera mitad del siglo. El
llamado movimiento muralista, a la vez “oficial” en su práctica e “independiente” en su
discurso, señala claramente esta flexibilidad.
Esta entrega del control a los mismos artistas e intelectuales, consecuencia de un
“pacto social”, tácito pero real, se inicia con la administración de José Vasconcelos y se
prolonga a lo largo de la primera mitad del siglo, con la participación de intelectuales de
diversos orígenes culturales e ideológicos en la conformación y la dirección de las más
importantes instituciones culturales. Educados a la europea, se convirtieron en directores
de galerías oficiales y, más tarde, de los primeros museos, de los teatros y de las
sinfónicas; editaron las revistas culturales financiadas por diversas dependencias
estatales. Fueron los “curadores” de la épica cultural de la Revolución mexicana y del
nacionalismo. Algunos tomaron muy en serio este aspecto decisivo, que marca los modos
en que ciertas figuras del arte mexicano del siglo XX han sido seleccionadas, difundidas,
promovidas y aceptadas como modelos. En este sentido, cabe destacar —a manera de
ejemplo— la labor del pintor guatemalteco ligado a las vanguardias europeas y al
muralismo mexicano Carlos Mérida, quien desde 1920, con una serie de importantes
artículos y luego una labor de selección que sí podemos llamar curatorial, en diversas
publicaciones (los boletines de la cervecería Carta Blanca, editados anónimamente por el
poeta y ensayista Salvador Novo, y las publicaciones del Estudio de Frances Toor, la
editora de la célebre revista de etnología y arte Mexican Folkways), así como con su
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 77

intervención en la realización de algunas exposiciones y en la organización de la primera


sala de exposiciones del Palacio de Bellas Artes, incidió de manera determinante en la
percepción de un arte mexicano ligado a la vez a las teorías de vanguardia y a las raíces
regionales y nacionales. El caso de Mérida, al mismo tiempo artista y “curador
independiente”, es quizás el más evidente, pero no fue, ni por mucho, el único. Gabriel
Fernández Ledesma, Roberto Montenegro, Adolfo Best Maugard, Jean Charlot, entre los
artistas plásticos, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia y Anita Brenner, desde el
periodismo cultural, Inés Amor y María Asúnsolo, desde sus respectivas galerías de arte,
dejaron asimismo su huella en la definición de los códigos de recepción del arte
mexicano. Aun cuando el ejercicio de una actividad doble, a la vez de productores y
“curadores”, pueda parecer a priori contradictoria y hasta paradójica, hay que
comprender que la libertad, la independencia y la profesionalidad de una misión
curatorial que se ejercía desde las mismas estructuras oficiales estaban entonces
supeditadas a su prestigio personal como artistas y/o intelectuales. En este sentido, el caso
más revelador es el del muralista Fernando Leal, quien intentó escribir, en 1927, su
historia del muralismo mexicano, a partir de una postura de oposición concretada en la
formación del grupo ¡30-30! con elementos de las Escuelas al Aire Libre y en franca
oposición al nombramiento de un académico tradicional, Manuel Toussaint, a la cabeza
88
de la Escuela Nacional de Artes Plásticas.
Esta relación estrecha, aunque blanda y flexible, de la intelligentsia con las esferas del
poder no fue siempre sencilla ni armónica. En 1927, por ejemplo, se desató una violenta
polémica cuando la derecha acusó a los intelectuales que ocupaban posiciones en la
administración de ser parásitos del sistema, “aviadores” que devoraban los impuestos del
pueblo. Esta célebre polémica se centró en una querella acerca de la homosexualidad de
varios de estos intelectuales, a la que respondieron —encabezados por Salvador Novo—
en términos por primera vez freudianos a una derecha que proponía una literatura y una
89
cultura “viril” como “la única ruta” nacional. No obstante, estos poetas-burócratas en

88
Véase Renato González Mello, “La UNAM y la Escuela Central de Artes Plásticas durante la dirección de
Diego Rivera”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, UNAM, núm. 67, otoño de 1995.
89
La polémica se desató después de la publicación en la revista Examen, que dirigía Jorge Cuesta, de un
fragmento de novela de Rubén Salazar Mallén (quien se convertiría en los años treinta al nazismo),
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 78

ningún momento perdieron sus cargos oficiales, lo que revela, por si fuera necesario, la
notable diversidad del aparato de Estado mexicano e invalida las lecturas simplistas, que
lo muestran como “populista” y de plano monolítico.
Sin embargo, esta flexibilidad ideológica no implicaba a priori una crítica de las
instituciones, aun cuando productores culturales e intelectuales funcionaban —o se
definían— como historiadores, calificadores de su propio quehacer. La Revolución
mexicana permitió cierta movilidad social, pero no modificó de manera sustancial a los
intelectuales. Sólo les dio nuevas oportunidades en la medida en que eligieron
“reconvertirse” y adaptar sus producciones a las nuevas condiciones políticas. La
promoción incluso de artistas de origen rural u obrero (como Abraham Ángel, María
Izquierdo o Máximo Pacheco, y los innumerables alumnos de las Escuelas al Aire Libre y
de los Centros de Producción Urbanos, calcados de la estructura soviética de producción
artística de los años veinte) revela esta sofisticación básica, la adopción de nuevos
criterios estéticos, que no sólo afecta a la cultura en México, sino que hay que
comprender como un fenómeno más general de la cultura occidental de la era de las
vanguardias, y en particular del descubrimiento de los “primitivismos”. El acento en las
cualidades “primitivas” de los artistas elegidos para “representar” a México expresa el
deseo que compartían individuos de diversos orígenes de construir una “tercera opción”
que no fuera ni completamente “moderna” ni totalmente “popular”, sino que se enraizara
en ambos conceptos.
Un análisis más profundo de la retórica de las diversas administraciones, y sus
manipulaciones de los conceptos de “indio” y de cultura “indígena”, revelaría una serie
de matices e, incluso, de divergencias notables, que no cabe explorar aquí. Quisiera
simplemente apuntar que este énfasis en las tradiciones rurales, la intensa interacción
entre etnología y producción cultural, permitió despolitizar a la Revolución mexicana,
vaciándola de sus elementos más subversivos y transformándola en un objeto de

debido a que usaba un lenguaje soez en las “bellas letras”. La revista, parcialmente financiada por la
Secretaría de Educación Pública (en la que colaboraban, desde tiempos de Vasconcelos, casi todos los
autores de la revista, Novo, Torres Bodet, Pellicer, etcétera.), fue censurada cuando los periódicos de
derecha utilizaron la polémica literaria.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 79

contemplación estética. La trayectoria entera de Diego Rivera, por lo menos en sus obras
murales mexicanas, contiene y revela esta operación.
La extrema sofisticación y la complejidad de estas construcciones impidieron una
crítica más profunda; de hecho, la confusión entre Estado y Nación, entre partido político
y nacionalidad, tal y como se vivió durante los primeros años de la consolidación
nacional, dejó poco espacio a posibles alternativas. Una derecha débil, atrincherada en la
prensa cada vez más amarillista, intentó en varias ocasiones retar a la “cultura
dominante”, enarbolando una y otra vez los mismos anatemas, “comunistas”,
“maricones”, “libertinos”, “inmorales”, etcétera. Todo lo demás sucedía en y dentro de
las estructuras del Estado. Con algunas notables excepciones —cuya historia, por lo
demás, queda aún por hacerse—, el resto del país era poco menos que un desierto
cultural, que recibía en el mejor de los casos algunas migajas de las producciones del
centro.
A partir de los años 1950, paulatinamente, los cargos directivos de las instancias
culturales fueron entregados a funcionarios de la administración pública, con carreras de
leyes, economía o ciencias políticas, y un barniz cultural muchas veces heredado, más
que adquirido, y nunca más a artistas de prestigio, quedando sólo Fernando Gamboa
como ejemplo tardío, aunque ejemplar por su misma ambigüedad, de una práctica.
Los creadores culturales empezaron a liberarse, gradualmente, de la tiranía
perturbadora de la capital en los años 1970. Después del trauma del movimiento
estudiantil del 68 y de su represión, las instituciones culturales intentaron recuperar a su
público natural —los estudiantes universitarios, en primer lugar. El Instituto Nacional de
Bellas Artes desarrolló un primer programa de descentralización para responder al
crecimiento de ciertas zonas, y, en particular, de la frontera norte invadida de
maquiladoras extranjeras, no sólo toleradas sino adoptadas con entusiasmo, aunque
consideradas en el plano cultural como especialmente inestables y desequilibrantes para
90
la homogeneidad del proyecto nacional. No obstante, a los pocos años, este programa de

90
La creación, en 1984, del Centro Cultural Tijuana (CECUT), a unos pasos de la garita fronteriza con el
condado de San Diego, California, es particularmente representativa de esta tendencia. Véase mi
contribución “Junto a la marea nocturna: InSITE94, el archipiélago”, en InSITE94, San Diego,
Installation Gallery, 1994. Cabría mencionar asimismo las actividades del Centro Mexicano
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 80

casas de cultura e institutos descentralizados comprobó su ineficacia y una recepción muy


limitada en algunas comunidades, en particular porque estaba totalmente dirigido por la
burocracia de la ciudad de México, que desafiaba y cuestionaba los intereses de grupos
culturales locales.
Como suele suceder en momentos críticos, las instituciones culturales son las
primeras que se sacrifican en tiempos de crisis económica. Desde 1982, la red de museos
de arte, pacientemente organizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes, estuvo, más
de una vez, a punto de desmantelarse.
La creación, en 1988, del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (CNCA o
CONACULTA), una especie de ministerio de cultura “sin cartera”, organizado al vapor por
decreto del entonces presidente Carlos Salinas de Gortari, valiéndose tanto del personal
como de las estructuras existentes, y que agrupaba la red de museos y otras instituciones
culturales bajo un solo mando, supuestamente menos burocrático y más dinámico, no
modificó esta situación; simplemente ayudó a ajustar los presupuestos culturales y
concentró la toma de decisiones en el más alto nivel, es decir, prácticamente en manos de
la presidencia de la República, con un énfasis en operaciones diplomáticas.
Paradójicamente, los directores de museos fueron los primeros que reaccionaron ante
esas nuevas realidades. A fines de los años 1980, a pesar de fuertes reticencias de la
burocracia cultural que parecía considerar la creación artística como su privilegio, los
museos empezaron a buscar patrocinios privados para paliar los efectos de la crisis
económica y estructural del Estado. Uno tras el otro, los principales museos crearon sus
círculos de patrocinadores, elegidos entre algunos importantes coleccionistas, industriales
y políticos, muchos de los cuales eran cercanos a la administración Salinas. Estos nuevos
patronos, de hecho, pueden relacionarse claramente con los sectores que promovieron, en
busca de una mayor competitividad, la firma del Tratado de Libre Comercio
Norteamericano, e imponen ahora a las instancias culturales que patrocinan las normas de
calidad que imperan en sus empresas. El caso más pertinente, y visible, de esta paulatina
pero definitiva transición del sistema estatal copiado de los Musées Nationaux franceses,
es el Museo Nacional de Arte, que en su reorganización fue financiado por un

“descentralizado” de San Antonio, Texas, especie de “avanzada” en “territorio ocupado” de la cultura


mexicana, durante la década de los años 1980, que respondía a esta misma política.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 81

fideicomiso privado encabezado por uno de los más importantes bancos del país y es
91
administrado por un board of trustees al estilo norteamericano.
La red de museos nacionales transita hacia una estructura horizontal, con un mayor
grado de autonomía de las instituciones respecto a las directivas oficiales, que se debe en
gran parte a nuevos mecanismos, privados, corporativos, de financiamiento. No obstante,
ha sido muy elevado el costo de esta contribución de los patrocinadores, no sólo en el
financiamiento, sino en las decisiones, en los programas e, incluso, en asuntos
directamente curatoriales. De hecho, las decisiones curatoriales están, cada vez con
mayor frecuencia, en manos de los encargados de relaciones públicas de estos hombres
de negocios, que funcionan como sus agentes amparados en una credencial de “curador”
más simbólica que real. Han organizado y promovido exposiciones en extremo
espectaculares, valiéndose de estudios académicos que rara vez acreditan para no
92
desautorizar su credibilidad.
Los museos que definen esta tendencia, y que fueron precursores en esta
relativamente nueva formulación del “arte como espectáculo”, son, precisamente, los
museos privados de Monterrey, el (ahora desaparecido) Museo de Monterrey y el MARCO,
a los que hay que agregar el (también desaparecido) Centro Cultural/Arte Contemporáneo
93
financiado por el consorcio Televisa en la ciudad de México. Es claro ahora que estas

91
Sobre el programa curatorial del reorganizado MUNAL, véase p. 102.
92
Durante la administración de Ernesto Zedillo, los casos de Agustín Arteaga, que transitó desde la
subdirección del Museo de Arte Moderno de la ciudad de México, hasta la organización, a través del
Instituto Nacional de Bellas Artes, de prácticamente todas las exposiciones enviadas al extranjero en
el periodo 1995-2000, o la de su agente Luis Martín Lozano, que hizo lo propio desde una postura
“independiente”, parecen indicar que el modelo autoritario y monopólico de Fernando Gamboa sigue
siendo favorecido por los funcionarios. Una revisión de las polémicas que estas prácticas suscitaron
en la comunidad artística local (en particular, la que lanzó Fernando González Gortázar en el invierno
1999-2000, a propósito de la organización de la exposición “México eterno/Soles de México”,
presentada en París) permitiría comprender cómo se reproducen estos mecanismos.
93
Los museos corporativos más importantes del país y, paradójicamente, aquellos que más énfasis pusieron
en la difusión del arte contemporáneo, el Centro Cultural/Arte Contemporáneo, subvencionado por la
Fundación Cultural Televisa, y el Museo de Monterrey del grupo FEMSA, fueron cerrados, el primero
en 1998, poco tiempo después del fallecimiento del presidente del grupo Televisa, Emilio Azcarrága
Milmo, y en medio de la debacle económica por la que pasó el consorcio; el segundo, en 2000. En
ambos casos, los patrocinadores alegaron: 1) falta de público (lo cual no era cierto en el caso del
CC/AC, debido a sus intensas campañas publicitarias en los medios audiovisuales de la corporación) 2)
nuevos intereses “culturales”, más enfocados a la “educación” (por lo que hay que suponer que el arte
no es “educativo”). Estas clausuras se interpretaron generalmente como fracasos del “arte
contemporáneo” y de su impacto social, cuando, en realidad, sólo responden a caprichos de los
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 82

dos últimas instituciones han marcado profundamente la manera de operar de los museos
estatales, con los que establecieron, en numerosas ocasiones, acuerdos de colaboración.
En particular, han afectado de manera radical —para bien, hay que reconocerlo— las
94
expectativas, costumbres y exigencias del público de los museos. La doble presión de un
público más maduro y de patrocinadores interesados en elevar los niveles de asistencia,
así como la competencia, permitió a algunos museos ganarse cierta libertad,
desburocratizando en gran medida sus prácticas e insistiendo en la necesidad de una
creciente profesionalización, tanto en la aceptación de normas internacionales de
conservación de obras de arte, como en la atención a nuevas propuestas académicas y a
los aspectos curatoriales en general, así como a las necesidades de mercadotecnia,
mecanismos de financiamiento y publicidad. Estas estrategias, curiosamente, han
permitido a algunos museos convertirse en espacios de negociación entre los
patrocinadores privados y las obsoletas estructuras estatales.
Este es el contexto en el que hay que situar la aparición del curador independiente,
que, desde una posición crítica al marasmo institucional y a la inestabilidad económica,
no intenta tanto, como podría creerse, abrir nuevos caminos, sino asegurar la
supervivencia de principios éticos y estéticos que el Estado ya no es capaz de ejercer, así
como restituir a los propios creadores y a los intelectuales el privilegio perdido de
controlar y definir el marco de la difusión de sus propias obras, en una atmósfera de
autonomía y libertad prácticamente utópica —en el sentido más fuerte de la palabra,
puesto que, de hecho, éstos son “curadores sin curadurías”, idealistas que se han abierto
camino con proyectos sin realizar o realizados a medias y, en el mejor de los casos, en
condiciones precarias.
Quizá quepa hacer aquí, un breve perfil, marcado por supuesto de subjetividad, de
este personaje.

corporativos, o a la emergencia de nuevos agentes económicos más enfocados a una industria del
entretenimiento “popular”. Con ello, México regreso a una situación parroquial en contradicción con
la presencia de los artistas, curadores, teóricos, y de las galerías comerciales, en la escena
internacional.
94
La indignación que suscitó el cierre del Museo de Monterrey, no sólo dentro de México, sino fuera del
país, comprueba de manera fehaciente el cambio de actitud del público, que invalida, por si fuera
necesario, los argumentos descabellados de los patrocinadores.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 83

Premisa: su carrera accidentada lo sitúa en el limbo, al filo de posibles definiciones.


Su voluntad creativa lo puso en contacto, desde temprano, con los artistas más jóvenes y
sus exigencias. Participó, algunas veces, hace muchos años ya, en algunos actos
espontáneos, performances, exposiciones salvajes montadas al vapor en un garaje, un
baldío o quizás en los patios de un convento abandonado. Tal vez porque era más hábil en
cuestiones de organización, tomó desde entonces el liderazgo, que, con el paso de los
años y diversos cambios en las estructuras de difusión del arte, se fue atenuando un poco.
Sin embargo, conservó de esta experiencia cierto ascendente sobre sus compañeros de
generación, que se fue transformando en prestigio intelectual, sobre todo porque, aspirado
por la espiral cada vez más amplia de las producciones culturales correctamente
alternativas, empezó a bracear, lento pero seguro, remontando la corriente y librando
obstáculos, hacia las fuentes míticas del Orinoco curatorial.
Variante no muy espectacular: desde una poco envidiable postura crítica, forzada por
la exasperación ante los dogmas nacionalistas oficiales, elaboró un “discurso de la ira”
que, en teoría, debía sostener a —y a la vez se sostenía en— producciones culturales
deliberadamente realizadas a contracorriente (y etiquetadas, muy pronto, como
“posmodernas”). Eligió, por lo tanto, a artistas que, o bien se situaban deliberadamente en
el “campo abierto” de la “vanguardia” y rechazaban la “pintura por la pintura” que
prefieren los coleccionistas tradicionales, o bien iniciaban una revisión crítica de las
iconografías patrioteras. Construyó, sobre esta base, una “escuela” o, quizá, un establo
que, si bien muy circunscrito, se adhiere a sus propuestas.
En un momento dado, este curador logró evitar la tentación de privilegiar la forma
sobre el contenido, y, en aras de la sacrosanta “libertad de expresión” y de las miras
elevadas de su “postura independiente”, rehusó la tentación de transformarse en burócrata
cultural; abjuró y se pasó a “la oposición”. Por razones de supervivencia, se vio forzado a
cortejar a los mercaderes, corriendo el riesgo de convertirse en dealer inconfeso y
exponiéndose a perder su reputación. Fue lo suficientemente astuto, quizá, para desviar la
atención, al supeditar ese hábito a necesidades intrínsecas —y absolutamente legítimas—
de los artistas que, entonces, “representaba”.
Curador independiente de arte contemporáneo en un país del sur que se encuentra al
norte, artista sin capacidad o funcionario con aspiraciones artísticas, intelectual
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 84

convertido en promotor o promotor disfrazado de intelectual, poeta del cubo blanco


reciclado en adaptador de espacios abandonados, diplomático sin credencial, deambula
por el mundo, de conferencia en seminario, de Bienal en Documenta, en su propia
representación, porque nadie lo respalda y nadie —tampoco— lo apoya, en la sempiterna
búsqueda del sentido de una profesión que, de no existir, empieza a existir demasiado.
Ante la avalancha reciente de producciones “salvajes”, de nuevas “generaciones” que
se suceden a un ritmo acelerado y buscan forzar puertas abiertas y violar los límites del
arte, de artistas de diversas nacionalidades que caracterizan al mundo del arte en México
(sin obtener jamás el derecho de “representarlo”), el curador independiente se ve
investido de funciones imprevistas de garantía y solvencia, y es aval de la impunidad de
la creación artística y de la sacrosanta “libertad de expresión”, fuera de los dogmas de
rigor. Su peritaje, forjado en esta equívoca “disidencia” del “arte por el arte” o en el
ejercicio de la crítica rabiosa, le da las armas para ofrecer “otro tipo” de marco referencial
a las obras, que no es exactamente el que las instituciones oficiales, y en particular los
museos, acostumbran. Este marco puede ser de tipo académico, en el sentido de que el
curador lanza, sobre el arte contemporáneo, una mirada introspectiva y analítica, y se ve
por lo tanto obligado a mostrar y elegir, a partir de este marco, a los artistas y las obras
que sustentan su tesis o idea, incluso en casos en que las producciones no sean
estrictamente de su agrado. Esta manera invalida, por lo tanto, la labor “promocional”
que muchas veces se le atribuye al curador. En otras circunstancias, se trata de crear,
fuera de toda institución, el marco para una posible exposición.
El curador independiente, inmerso en el quehacer de la producción cultural, en
contacto directo, permanente y continuo con los artistas plásticos, cercano a ellos en sus
problemas de supervivencia, y “creador” él mismo (no sólo porque configura los espacios
de visibilidad de las obras, sino porque, en casi todos los casos, participa de la
configuración, del diseño y de la promoción de la exposición), se beneficia, por lo tanto,
del voto de confianza de los artistas —aun cuando, como sucede cada vez con mayor
frecuencia actualmente, éstos rechazan sus esfuerzos de resemantización e interpretación.
Esto lo capacita para servir de intermediario entre los artistas, las instituciones, los
organismos patrocinadores y el público. Esta función de agente cultural, de árbitro, quizá
la última novedad en el ramo, lo obliga a absorber, en nombre de los artistas, problemas
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 85

administrativos, logísticos y teóricos, relaciones públicas y diplomáticas. Al curador se le


conceden cada vez con mayor frecuencia, funciones de productor: productor de sentidos,
por supuesto, en el plano intelectual; productor de bienes espectaculares, por supuesto.
Creo poder discernir una ligera tendencia de las instituciones oficiales, en México, a
comprender este fenómeno, y a admitirlo, primer paso probable hacia una efectiva
institucionalización de la práctica curatorial “independiente”, como una más de tantas
95
funciones orgánicas de la actividad artística. Esto ocurre, hay que reconocerlo, después
de varios años de negación rotunda de la existencia de la profesión. Este reconocimiento
(como siempre tardío) se debe, sobre todo, a una serie de curadurías realizadas con éxito
por mexicanos en el extranjero, prácticamente sin apoyo de las instancias oficiales
mexicanas (a no ser la concesión del derecho de paso aduanal). Pienso, particularmente,
en la exposición de Guillermo Santamarina y María Guerra “Otro arte mexicano: la
ilusión perenne de un principio vulnerable”, en Pasadena, California, en 1991, diseñada
expresamente para poner en el mapa cultural a una nueva generación de artistas
neoconceptuales que rompían, en ese momento, con la omnipresencia de la pintura
neomexicanista, y que no sólo logró su cometido, sino que inició una radical (y esperada)
reversión de los modos de concebir el arte mexicano fuera de México, como lo
comprueban los casos de artistas que desde entonces han sido invitados a participar en
exposiciones internacionales, ya no como “artistas mexicanos”, sino como “artistas a
96
secas”.
Intenté, en estas páginas, ser más optimista de lo acostumbrado, en aras de una
defensa de una profesión relativamente novedosa, y que, a mi modo de ver, aún necesita
definirse. Soy lo suficientemente cuidadoso de la necesidad de fomentar, desarrollar y
apoyar la producción de bienes simbólicos (bajo las formas que artistas y curadores

95
La flexibilidad de las instituciones mexicanas y su capacidad para absorber discursos alternativos, hasta
convertirlos en sus propios dogmas, anotada aquí, se hizo patente en los últimos años de la
administración de Rafael Tovar y de Teresa en el Consejo Nacional para la Cultura y las artes.
96
Me refería, es evidente, aunque de manera velada, al caso de Gabriel Orozco, entonces en el apogeo de su
éxito internacional. En los mismos meses en que Santamarina y Guerra trabajaban en Pasadena, tuve
a mi cargo la co-curaduría de la exposición “The Bleeding Art/El Corazón Sangrante”, en el ICA de
Boston. Aunque articulada en torno a los pintores del “neomexicanismo” de los años 1980 y a sus
fuentes de inspiración, incluía entonces a Ana Mendieta, Juan Francisco Elso, José Bedia y Silvia
Gruner, que representaban otras posibilidades expresivas.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 86

jóvenes, juntos, decidan), particularmente en una época que pone un gran énfasis en todas
las formas de teatralización, ritualización y resemantización, como para dejar mis
escrúpulos en el vestíbulo. Lo que nosotros hacemos, artistas y curadores juntos, quizá no
parezca muy serio; esta no es, en mi opinión, una razón suficiente para no hacerlo con
seriedad.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 87
Soñando en la pirámide
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 90

El término “globalización” fue acuñado a principios de los años 1980, en las escuelas de
administración de empresas de Harvard, Columbia y Stanford, y se difundió y popularizó
rápidamente en una serie de artículos sobre estrategias de mercadotecnia diseñadas para sacar a
las economías de los países más avanzados del estancamiento que sufrían desde la primera crisis
del petróleo de mediados de los años 1970, que había interrumpido el continuo crecimiento de la
posguerra—el más largo de la historia. Concepto económico en sus inicios, el vocablo tuvo una
rápida fortuna crítica fuera del ámbito estrictamente mercadotécnico, al apropiárselo el discurso
político neoliberal para definir la orientación de un “nuevo” capitalismo. El término contaminó
muy pronto el análisis sociológico y antropológico —particularmente, en sus aplicaciones al
campo cultural—, ya que el concepto amenazaba las estructuras y los mecanismos de inserción
sociales, las propias ideas del mundo.
Las lenguas latinas ya poseían una palabra para ello, “mundialización”, acuñada a principios
del siglo XX, y que en los primeros años de la década de 1980 corrió parejas con el concepto
anglosajón de “globalización”, que parecía traducir impecablemente. La mundialización, sin
embargo, tal y como se entendía hasta los años 1970, no implicaba el adelgazamiento de las
funciones rectoras y controladoras del Estado-Nación, que introdujeron los teóricos de la
globalización, ni la ineludible desaparición de fronteras, burocracias aduanales y aranceles,
necesaria a la fluidificación de la economía que planteó el japonés de Harvard, K. Ohmae en su
libro Borderless, en 1990. Como lo precisa el economista marxista François Chesnais: “el
término ‘mundialización’ tiene el defecto de disminuir la imprecisión conceptual de los términos
‘global’ y ‘globalización’. La palabra ‘mundial’ permite introducir, con mayor fuerza que
‘global’, la idea de que, si la economía se ha mundializado, se requiere construir a la mayor
brevedad instituciones políticas mundiales susceptibles de intervenir en sus movimientos. Esto es
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 91

precisamente lo que rechazan con virulencia las fuerzas que rigen los negocios del mundo en la
97
actualidad”.
A principios de los años 1980, los teóricos de la globalización sólo buscaban, según sus
propios análisis, reactivar la economía ampliando las demandas de productos manufacturados,
consiguiendo renovadas clientelas en países no hegemónicos que, por diversos motivos —el
aislamiento geográfico, el rezago económico o, en el caso particular de México y de otros países
de América Latina, políticas internas en extremo proteccionistas—, aún no participaban del
consenso integrador. Como propuesta, no era nueva en absoluto: se reformulaban ahí los
dispositivos fundamentales del satanizado imperialismo decimonónico, despojándolo (por lo
menos en apariencia) de su agresividad intrínseca, al implicar en el sistema, mediante
incorporaciones, fusiones o franquicias, a socios tan diversos como empresas locales e, incluso,
agencias gubernamentales. Esta globalización implicaba la cesión de ciertas tomas de decisión
hasta entonces privilegio de las mesas directivas en los centros hegemónicos, a múltiples
agentes, en un sistema que se definía como a-céntrico, anulando así, por lo tanto, la noción de
periferia, y cuya virtual emanación —o su metáfora—, ya en los años 1990, llegaría a ser la
Internet. La imprecisión conceptual, por supuesto, pero también la conformación de esa
impecable utopía, de ese espacio fluido, cibernético, sin reglamentos aparentes ni trabas
burocráticas, sin centro ni periferia, aseguró la fortuna política del término, el desplazamiento y
la evacuación de la idea menos dinámica de “mundialización”. Permitía imaginar, en las
postrimerías de la Guerra Fría, un planeta homogéneo, normado por certificaciones generales y
consensualmente aceptadas, limpio ya de esos frenos económicos que habían sido, desde finales
del siglo XIX, los Estados-naciones paranoicos ante cualquier amenaza a su integridad territorial
y/o teleológica. El reconocer la “otredad” —más o menos teórica— de los diversos socios y
agentes, incorporados, fusionados o en franquicia, el aceptar (con fingida humildad) que, para
fluir sin tropiezo, la economía globalizada tenía que distinguir, reconocer y apropiarse de
condiciones y necesidades locales, ofrecía una indudable ventaja, ya que cumplía con cierto
“pacto social” al anular en sus principios mismos la posibilidad de grandes conflagraciones

97
François Chesnais, La mondialisation du Capital, Syros, París, 1994.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 92

ideológicas. Sin embargo, el desmantelamiento sistemático de las estructuras nacionales


controlables, instauradas por los países europeos desde fines del siglo XVIII, con la creación de
Estados-naciones hasta cierto punto artificiales, particularmente en el sureste asiático y en el
Islam, pero también en la misma Europa después del derrumbe de los imperios austro-húngaros y
rusos, desembocaba ahora en conflictos étnico-religiosos intensificados con la descolonización
de inmensos territorios de África y la violenta rebalcanización de Europa central con la ruptura
de las disposiciones del tratado de Yalta a principios de los años 1990, que conllevaron intensas
migraciones, desplazamientos de poblaciones que empezaron a reconstruir “naciones”
deterritorializadas en el corazón mismo de los países hegemónicos —en barrios de Hamburgo,
Estocolmo, Nueva York y Los Ángeles— y en algunas franjas fronterizas. La misma
pulverización de la noción de Estado-Nación, y su reconfiguración en términos étnicos, fijos o
desterritorializados, desembocó en conflictos localizados, a priori más controlables (cuya
responsabilidad, además, como en el caso de la hegemonía serbia, fue y es atribuida en exclusiva
a los residuos del Estado-Nación yugoslavo, a la permanencia de una historia nacional, y nunca
al ejercicio de empresas y agencias globalizadas.)
Sigo otra vez a François Chesnais en su minucioso desmonte de los mecanismos de
implantación de la globalización: “Aún más que en el caso del ‘progreso técnico’, se presenta
invariablemente a la globalización como un proceso benéfico y necesario. Los reportes oficiales
admiten que la globalización tiene, de seguro, algunas desventajas, al lado de ventajas muy
difíciles de definir. Se requiere, sin embargo, que la sociedad se adapte (esta es la palabra clave,
que ahora tiene valor de sentencia) a nuevas exigencias y necesidades, y principalmente que
descarte toda idea de intentar orientar, regir, controlar, endilgar el nuevo proceso. En efecto, se
afirma que la globalización es la pura expresión de las ‘fuerzas del mercado’, finalmente
liberadas de las trabas instrumentadas durante medio siglo. De hecho, la requerida adaptación
supone, según los apologistas de la globalización, que se lleven a cabo la liberalización y la
desreglamentación, que las empresas estén absolutamente libres de sus movimientos y que todos
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 93

los campos de la vida social, sin ninguna excepción, estén sometidos a la valorización del
98
capital privado.”
Dejemos aquí a Chesnais, su análisis puntual de los mecanismos de “inversión directa en el
extranjero”, la construcción de empresas oligopólicas y la instrumentación de redes de
información multimediática y multinacionales, para concentrarnos en los modos en que la
globalización implantó sus redes para “someter todos los campos de la vida social”,
constituyéndose en retórica planetaria, utopía e ideología del deseo en estado puro.
El deslizamiento del concepto de globalización de una pura teoría económica (hasta cierto
punto naïve en su idealismo arrasador) al discurso político, primero, y luego al análisis
antropológico-cultural (herramientas que deberían facilitar la “adaptación”) introdujo una
renovada toma de conciencia de una experiencia, primero individual, luego colectiva, de la
modernidad, y de la instauración de un imaginario de lo global, que precede, justifica y suaviza
la implantación de sus redes de información, llámense televisión satelital o Internet. Como virus
que se reproduce a sí mismo y se sirve de la misma red que contamina para difundirse,
volviéndose él mismo una red, la teoría de la globalización se ha constituido en deseo de
globalización y a la vez en la máquina que produce, reproduce y difunde este deseo. Si
consideramos, con Arjun Appadurai, que “al construirse sobre cambios tecnológicos en poco
menos de un siglo, el imaginario se ha vuelto hecho social colectivo”, y por lo tanto puede
estudiarse como materia prima de una antropología cultural, quisiera intentar aquí un breve
análisis de las experiencias de modernidad y del imaginario de los deseos de globalización, en el
99
aquí y ahora de este México que cae de la pirámide en la que estaba soñando. El campo de
estudio se limitará aquí a algunas manifestaciones en el orden de lo visual, incluyendo, por
supuesto, un recuento de cómo ciertas formas artísticas y para-artísticas reaccionaron a (o
reflejaron), en las pasadas décadas, estas modificaciones del campo económico, y de los
discursos de (y sobre) la globalización.

98
Ibid., p. 16.
99
Arjun Appadurai, Modernity at Large, Cultural Dimensions of Globalization, The University of Minnesota Press,
1996.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 94

En abril de 1985, la cadena McDonald’s abrió, en un terreno del Periférico Sur, la primera de sus
franquicias mexicanas. Desde el mismo día de la inauguración, inmensas filas de automovilistas
se estacionaron en la lateral del Periférico, a pleno sol, para devorar, después de dos horas de
paciente espera, una merecida bigmac. La implantación de McDonald’s en el país no tendría
mayor importancia, a no ser porque, en el imaginario colectivo de México, representó el acceso a
una nueva forma de consumo con profundos significados. La empresa, en efecto, se había dado a
desear, por lo menos desde mediados de los años 1960, evocando sofisticados pretextos, desde
resistencias culturales de una sociedad habituada a comer tacos al pastor en Los Parados,
competencia “desleal” de cadenas locales como Vip’s, Denny’s, Wings y Burger Boy, hasta
trabas burocráticas sin duda reales, que condicionaban el abastecimiento de sus franquicias en
100
productos elaborados según las normas de su país de origen. El momento que McDonald’s
escogió para instalar su gran M roja y amarilla en las faldas del Ajusco definió asimismo la
estrategia de mercadotecnia que presidió a su lanzamiento en México.
Tres años antes, en septiembre de 1982, el presidente López Portillo había declarado, en un
acto lacrimógeno sin precedentes, la quiebra del proyecto económico nacional, y se desencadenó
una crisis que tuvo efectos sociales, psicológicos e imaginarios inmediatos, radicales… y
definitivos. La clase media urbana, los ahorradores burgueses con proyectos de vida a mediano y
largo plazo fueron los más afligidos. En cuestión de días, empezaron a modificar, en mucho, sus
conductas. En particular, sus conductas sociales. Una cultura heredada del ahorro fue cediendo el
paso a una cultura del despilfarro: el dinero, hoy sin valor, valdría aún menos mañana.
Restaurantes y centros nocturnos, pues, se llenaron de un día a otro, y empezaron a proliferar en
las zonas más elegantes —ahí se inicia, para sólo citar un caso, la transformación de Polanco,
otrora plácida zona residencial. Otros hábitos cambiaron: si en los tiempos de Miguel Alemán, la
“alta” tomaba jaiboles —como lo consagraron las películas de Roberto Gavaldón y Luis
Buñuel—; si durante la austeridad echeverrista, se impuso la Cuba Libre, los tiempos de López
Portillo habían sido los del whisky. Ahora, cuando no había ni tubos para pastas dentífricas, ni
papel higiénico en los estantes del súper, el whisky, como cualquier otra bebida importada, se

100
Olivier Debroise, “Algo faltaba”, La Jornada, abril de 1985.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 95

volvió prohibitivo. Ya para la Navidad del 82, todo México festejó con tequila, el alcohol
proletario que, si bien había tenido cierto uso social entre los intelectuales de izquierda de los
años veinte y treinta, se había mantenido hasta entonces muy por debajo del brandy Presidente en
la escala de valores.
La sustitución del whisky por el tequila tuvo, bastante pronto, curiosos efectos colaterales. Si
no empezó por ahí, contribuyó sin duda a una recuperación paulatina, en el orden de los deseos y
del imaginario, del territorio nacional endeudado, despojado y, como se veía cada vez más
claramente, horadado por intereses incontrolables desde las mismas estructuras del poder. No
tardaron, pues, en aparecer, incluso en restaurantes de lujo, para acompañar al caballito tequilero,
sopes y garnachas, quesadillas de flor de calabaza y un sinfín de delicados manjares de origen
prehispánico, real o inventado. Muchos de estos elementos —o datos culturales— tenían
existencia previa y una pátina cultural: la burguesía mexicana ilustrada, la clase política, en
particular, siguiendo a Salvador Novo en su “defensa de lo usado”, nunca había dejado de
saborear jinicuiles y chiles en nogada en Prendes, aquel templo de una mexicanidad decorada por
Montenegro, el Doctor Atl y “El Chango” García Cabral. Sin embargo, para la nueva clase media
mexicana, aleccionada por el deliberado “conservadurismo sexual, el darwinismo social y el
101
elitismo racial” de las telenovelas de Televisa, había que imbuir estos ersatz incómodos de un
barniz cultural, inventarles una tradición, o, por lo menos, una filiación retrospectiva. Por el
mismo filtro pasaron las cervezas Corona, Sol y Victoria, el desenvuelto estilo playero de Aca
Joe —sofisticado disfraz de marcas locales desdeñadas en la época del shopping en MacAllen—,
entre muchos otros productos.
Los adolescentes mexicanos, particularmente de las zonas proletarias suburbanas como
Ciudad Netzahualcóyotl o las colonias salvajes de Tijuana, experimentaron la crisis económica
como la traición de una promesa y la quiebra de todas sus esperanzas en el futuro, y se dio,
paradójicamente, una repentina aclimatación de modos de conducta y una estética punk imitados
de la contracultura británica, pero exacerbados aquí y, por supuesto, mucho menos retóricos. Dos
películas que se volvieron de culto señalan claramente cómo operó esta indigenización de modos

101
Claudia Hernández y Andrew Paxman, El Tigre. Emilio Azcárraga y su imperio de Televisa, Grijalbo, 2000, p.
81.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 96

en principio “internacionales”: la estetizada tercermundización del centro de Los Ángeles de


Blade Runner (Ridley Scott, 1979), comprendida como triunfo de los mecanismos de
transferencia cultural y reapropiación de territorios burgueses, y la apología de la solidaridad de
las bandas de chavos, en Los guerreros de Nueva York (The Warriors, Walter Hill, 1979), muy
102
pronto imitada desde el Cerro de la Estrella hasta el desaparecido basurero de Santa Fe.
La implantación de McDonald’s, tres años más tarde, fue experimentada —y
deliberadamente promovida— como punta de lanza simbólica de una recuperación de la
confianza. Para su inserción aquí, la cadena estadounidense supo modificar su perfil, y escogió
deliberadamente dos zonas periféricas, en pleno proceso de suburbanización al estilo
estadounidense, el Periférico Sur y la zona de Polanco, y contrató a sus gerentes y empleados
entre jóvenes de escuelas activas que correspondían étnicamente a la burguesía de los Estados
Unidos. Sólo con ofrecer una bigmac chorreando queso, mayonesa y catsup, evocaba, para una
clientela de clase media alta que se había sentido apaleada por la crisis del 82, el retorno a un
statu quo, el fin de la pesadilla.
En el orden de las estructuras institucionales o del funcionamiento del aparato de Estado, la
crisis de 1982 afectó, primero que nada, a los sectores menos “productivos”, léase a la educación
y a las agencias culturales, empezando por la red de museos nacionales y las casas de cultura
descentralizadas, coordinadas a través del Instituto Nacional de Bellas Artes federal. Los recortes
presupuestales no implicaron la desaparición inmediata de esas instituciones; simplemente las
volvieron inoperantes. Caso concreto, el Museo de Arte Moderno, que, descabezado desde la
renuncia de Fernando Gamboa, vegetó de 1983 a 1992, casi una década, y se mantuvo a flote tan
sólo por su personal sindicalizado, sin proyecto congruente, pésimamente administrado, si es que
lo era, por una media docena de directores empeñados en desmontar sistemáticamente lo que
habían logrado sus predecesores.
En este, más que en otros sectores, la negativa a ceder, aunque fuera mínimamente, el control
de las instituciones, y permitir alguna manera de patrocinio privado a la cultura, indica hasta qué
punto el sistema mexicano se aferraba a una idea de Estado-Nación a todas luces obsoleta. Esto

102
Véanse las películas semidocumentales de Gregorio Rocha (Sábado de mierda, 1987) y Sarah Minter (Nadie es
inocente, 1987, y Alma Punk, 1989), que recogen la influencia de ambas películas en Ciudad Netzahualcóyotl.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 97

quizás ilustra el enfrentamiento entre heraldos del Estado y teóricos de la Nación, en una especie
de guerrilla discursiva interna, sin solución viable, cuya misma retórica contaminaba “todos los
sectores de la sociedad”, y que Arjun Appadurai considera arquetípica de una globalización que
implica la desaparición —a mediano o largo plazo— del concepto de Estado-Nación y su fruto,
la idea de nacionalismo territorial: “Quizá la principal característica del Estado-Nación era la
idea de que, dentro de las fronteras territoriales, el mito de las características étnicas particulares
podría perpetuarse.”
En el caso que nos ocupa, el rezago económico aunado a una inquebrantable defensa de las
instituciones como tales, como brazos patrimoniales y representaciones del Estado-Nación —de
ninguna manera, por lo que pudieran producir en el campo cultural— dejó el campo libre a una
serie de iniciativas, que iban desde lo particular hasta lo público. En el campo de lo público,
aparecieron una serie de instituciones y agencias privadas, que intervinieron en un campo
cultural abandonado.
La primera de estas iniciativas, aún ambigua, ya que implicaba una coparticipación del
Estado, fue la construcción del Museo Tamayo, con una administración original, tripartita. Sin
embargo, la misma imprecisión legal del caso dificultó el proceso de lo que pudo haber sido un
103
modelo activo de integración. La defección del grupo Alfa, en la persona del Presidente del
Consejo, doña Margarita Garza Sada, permitió que Emilio Azcárraga Milmo tomara el control,
irrestricto y personal, del museo y de sus programas, a pesar de las reticencias del donador,
Rufino Tamayo, quien se apoyó en sus numerosos contactos en la cúpula priísta y las secretarías
de Estado, para “recuperar lo perdido”. Con su característico estilo unipersonal, desafiante,
Azcárraga provocó deliberadamente la ruptura del pacto, al presentar en el museo una exposición
de Diego Rivera —curada por Alicia Azuela y Ramón Favela— que desencadenó suficientes
chismes, reacciones y tomas de posición como para permitirle retirarse de la escena, arropado en
una ofendida dignidad… y fundar de inmediato el Centro Cultural/Arte Contemporáneo, este sí,
todo suyo.

103
Sobre la fundación del Museo Tamayo, véase p. 109
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 98

La incuria institucional del decenio 1982-1992 en el campo cultural puede equipararse con la
ruptura de un monopolio, quizá no tanto en la práctica —ya que casi todas las estructuras
quedaron en pie, aunque inoperantes—, pero sí en cuanto a las definiciones y a los discursos
artísticos. Parafraseando a George Yúdice en su análisis de la privatización de la cultura en
Estados Unidos en los años 1990: “La tendencia a reducir gastos estatales puede significar una
sentencia de muerte para las artes no lucrativas, pero fue en realidad la condición de su
104
reactivación y de su continuidad.”
Los primeros indicios de una profunda transformación de la praxis artística, es decir, de la
manera en que los propios artistas tomaron la decisión de administrar ellos mismos la difusión y
la socialización de sus obras sin servirse de las redes institucionales, se remontan a fines de los
años 1970, con la aparición de los “grupos”, asociaciones puntuales organizadas desde la
oposición institucional con metas sociales precisas —claro ejemplo de ello, el grupo Tepito-Arte
Acá. Algunos (el No Grupo y Proceso-Pentágono) fueron fundamentalmente retóricos, mientras
que los demás se definían más bien como activistas pragmáticos (grupo Suma). Los grupos se
disolvieron, casi por inercia, después de la crisis de 1982. Los motivos de esta deflación no son
muy claros, y han sido atribuidos en parte a la necesidad personal de supervivencia (eso es lo que
implica el mismo título de la muestra retrospectiva con carácter de funeral, organizada por
Dominique Liquois en el Museo Carrillo Gil en julio de 1985: “De los grupos, los individuos”,
aunque se puede interpretar también, a la distancia, como fenómeno ligado a la mengua del papel
105
de las instituciones a las que se trataba en principio de hostigar. De hecho, el único grupo que
sobrevivió a la desbandada fue el menos politizado y, por lo tanto, el menos programático,
Peyote y la Compañía., inventado por Adolfo Patiño, Carla Rippey y Enrique Guzmán, entre
otros.
A partir de 1978, en abierta oposición a los programas de los demás grupos, aunque usando
sus mismas estrategias, Peyote y la Compañía se constituyó en proyecto estético deliberadamente
a contracorriente y, en un principio, sólo justificado por esta oposición. El detonador —y acto

104
George Yúdice, “The Privatization of Culture,” Social Text, núm. 59, verano de 1999, pp. 17-34.
105
De los grupos los individuos: Artistas plásticos de los grupos metropolitanos (curaduría: Dominique Liquois),
Museo de Arte Carrillo Gil/Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1985.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 99

fundador— fue el escándalo que provocó Enrique Guzmán al descolgar y romper en el piso del
Palacio de Bellas Artes, una obra abstracta de Beatriz Zamora, Negro nº 4, ganadora de la Bienal
de Pintura. El apoyo de Peyote y la Compañía a la radical toma de posición de Guzmán atrajo
hacia el grupo, sobre todo a partir de 1982 y 1983, a una serie de artistas jóvenes, pintores,
fotógrafos, caricaturistas, artistas objetuales, así como a críticos y cronistas —particularmente
aquellos ligados a la iconoclasta y escatológica revista La PusModerna, de Rogelio Villarreal y
Mongo— en abierto desacuerdo con la línea oficial de los salones de artes plásticas, el modus
operandi de las instituciones estatales y las consignas de los grupos. Así, por ejemplo, Peyote y
la Compañía supo capitalizar en sus inicios la ansiedad de numerosos artistas gays, como
Enrique Guzmán o, más tarde, Nahum B. Zenil, que repudiaban la homofobia latente de grupos
más ligados a movimientos de izquierda. Operando desde Xalapa, la otrora Estridentópolis y
capital de cierta mítica vanguardia mexicana, Peyote y la Compañía. confesaba su filiación con
el surrealismo y el dadaísmo, y pretendía ser una agrupación de vanguardia. Como tal, hay que
reconocerle —y reconocer a su fundador, Adolfo Patiño— el haber logrado una reconfiguración
de la escena artística mexicana en los márgenes de toda institucionalización, privada o pública.
En respuesta a la institucionalización —y al rotundo fracaso de reconciliar al arte con sus
públicos— de las prácticas gestuales y abstractas de la llamada “ruptura”, que había, además,
provocado graves tensiones en las mismas estructuras oficiales, se buscaba a principios de los
años 1980, en plena crisis económica y moral, reinscribir el arte en una tradición, real o
inventada, y a la vez propiciar la aparición de nuevos públicos, que no fueran, necesariamente,
los coleccionistas habituales.
En el caso del arte mexicano la recaptura de signos de identidad, de datos culturales y de
referencias iconográficas implicaba una violenta y radical crítica, no carente de ironía, de las
construcciones del Estado-Nación. Iba, como lo afirmé en un texto de 1988, a la par de una
intensa revisión historiográfica de la construcción del nacionalismo cultural oficial en los medios
académicos y de una reorientación de la crítica en términos menos líricos, influidos por teorías
antropológicas y estudios sociales, que marcaron, además, a algunos artistas, entre éstos, a Rubén
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 100

106
Ortiz. Así como el ensayo de Edward Said sobre orientalismo desencadenó un recentramiento
del discurso y de la praxis artística en algunos países del sureste asiático, Corea del Sur,
Malaysia e Indonesia, los ensayos sobre cultura popular de Carlos Monsiváis, por un lado, y, por
el otro, las estrategias de refundación iconográfica, deliberadamente paródicas y, muchas veces,
exageradas del arte chicano y las teorías del posmodernismo de Fredric Jameson y del grupo de
la revista October determinaron la aparición de lo que, en 1986, llamé la toma de conciencia de
107
“una cultura exiliada en su propio país,” que usaba deliberadamente el acervo patrimonial de
México, en un remix cáustico que implicaba, por un lado, revisar la iconografía de lo nacional, y,
108
por el otro, modificar a conciencia sus sentidos.
La publicación en español, en Casa de las Américas de La Habana, del análisis de Jameson
“El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío”, ampliamente leído en su
momento, introdujo los conceptos de pastiche y parodia como herramientas de una estrategia
deliberadamente anticultural, y permitió sin duda erigir en sistema numerosas prácticas en sus
inicios desordenadas, incluyendo una valoración de las culturas populares, en particular de las
aún desprestigiadas formas urbanas, del kitsch industrial, que se conectaba, en México con una
cultura residual preexistente, como la iconografía de calendarios y cromos, e innumerables
productos locales que manifestaban, precisamente, la “indigenización” de formas hegemónicas.
Dispositivo que inauguraron, independiente pero paralelamente, Alejandro Colunga, Enrique
Guzmán, Carla Rippey y Esteban Azamar y se prolongó —ya desprovisto de elegante nostalgia y
nítida factura— en los montajes icónicos de Julio Galán, los collages de Nahum B. Zenil, las
parodias de Javier de la Garza, el desmonte de símbolos de Rubén Ortiz, las colecciones de
artefactos populares de Melquíades Herrera, fueron estrategias que continuaron hasta muy

106
Olivier Debroise, “Posmodernismo: parodia mexicana”, La jornada semanal, 2 de julio de 1988.
107
Olivier Debroise, “¿Un posmodernismo en México?, México en el arte, 16, Instituto Nacional de Bellas Artes-
Secretaría de Educación Pública, primavera de 1987.
108
Uno de los primeros artistas que utilizó de manera paródica la iconografía del mexicanismo fue el jalisciense
Alejandro Colunga, y esto no es casual, ya que fue “becario” a fines de los años 1970 del grupo Alfa de
Monterrey, cuando este grupo, siguiendo a Margarita Garza Sada, tomó la decisión de patrocinar
privadamente a las artes plásticas, en franca oposición estética con los cánones de la capital. Véase Olivier
Debroise “¡México Mágico Ra Ra Ra! (El Efecto Colunga)”, La Cultura en México, suplemento de la revista
Siempre!, 9 de julio de 1980.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 101

entrada la década de los años 1990 —aunque ya desprovistas de su carácter satírico de crítica
institucional— en el uso de objetos cotidianos tradicionales de Silvia Gruner y Gabriel Orozco,
de materiales orgánicos intervenidos de Thomas Glassford, en las colaboraciones de Francis
Alÿs con rotulistas del centro de la ciudad de México y de Abraham Cruzvillegas con artesanos
del estado de Michoacán, en el análisis de patrones colorísticos de Melanie Smith, o en las
intervenciones políticas de Minerva Cuevas.
Debe quedar claro que se trataba, en los años 1980, e independientemente de las ambiciones
personales de tal o cual artista, de una estrategia que surgió como reacción ante la pérdida de
confianza y el caos, cuando la risa y la ironía eran las únicas maneras de enfrentar y vivir la
angustia. Un cuadro de Julio Galán, de 1986, quizá pueda considerarse metáfora de este
momento: en Me quiero morir, el pintor se representó a sí mismo cayendo en un abismo, con los
ojos cerrados, encadenado a los símbolos de su “condición neomexicana”, como papeles picados
y el lábaro patrio.
Andando el tiempo, varios de los artistas reunidos en torno a Peyote y la Compañía y, más
tarde, agrupados en la galería informal que fundó Adolfo Patiño junto con Rina Epelstein y Rita
Alzaraki, La Agencia, fueron promovidos comercialmente, aquí, a partir de 1988, y luego en el
extranjero, y se convirtieron en paladines de un neomexicanismo con características
esencialistas, como lo afirmó Alberto Ruy Sánchez en su inefable prólogo del catálogo
promocional del llamado “Parallel Project”, presentado en Nueva York en 1990, “Nuevos
109
momentos del arte mexicano: el fundamentalismo fantástico”.
Esta apropiación del “nuevo arte mexicano”, insisto, debe comprenderse en el contexto de un
operativo cultural mucho más amplio y complejo, diseñado desde la cúpula misma del Estado, en
un intento desesperado de recomponer, rescribir y reciclar el concepto de “cultura nacional”,
cimiento emocional del Estado-Nación territorial, puesto en jaque, por un lado, por las
embestidas de la globalización, y, por el otro, por la aparición de discursos alternos, de
reivindicaciones étnicas, religiosas y sociales, que desafiaban y amenazaban la integridad de la
nación. Se trata de un reforzamiento de los discursos homogeneizantes, y, en nuestro caso

109
Alberto Ruy Sánchez, “Nuevos momentos del arte mexicano: el fundamentalismo fantástico”, Nuevos momentos
del arte mexicano, Parallel Project/Cemex/Turner, México-Nueva York, 1990.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 102

particular, del discurso sobre el mestizaje como “esencia” de la nación (que se manifiesta, por
ejemplo, en la multiplicación de exposiciones de “pinturas de castas” del siglo XVIII, o en la
selectiva recuperación y promoción de ciertas artesanías que denotan la contingencia de lo
autóctono y las aportaciones externas, en particular, en los tejidos), cuyo último avatar es la serie
de televisión coproducida por el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes y Televisa, El alma
de México (producida en el 2000, meses antes de la elección de Vicente Fox) que se inicia con
una serie de rostros de mexicanos, desde cabezas olmecas hasta Carlos Monsiváis, pasando por
caballeros águila, los muralistas, Sor Juana, Octavio Paz, Emiliano Zapata y Frida Kahlo,
morfeados unos en otros en una clara expresión de una poética continuidad histórica que elimina
de tajo cualquier posible diferencia, la posibilidad de cualquier divergencia.
La promoción oficial y comercial de lo que ya para entonces se había dado en llamar
neomexicanismo, sus usos por parte de una diplomacia cultural hacia 1990-1991, significó la
crisis terminal de algo que nunca existió como “movimiento”, menos aún como “estilo”, pero
que se había establecido como elemento de una reconfiguración no institucional, o, por lo menos,
antiestablishment, a contrapelo de la cultura oficial príista que, siguiendo la dicotomía
introducida por Appadurai, se erigió en guardián del concepto de Nación, al grado de sacrificar
la idea misma de Estado.
En los años 1990, esta tensión —que debemos comprender en el marco integral de una
partición ontológica producto de las tensiones que desencadenó la globalización— interfirió con
el discurso cultural en el seno mismo de las instituciones. Dejando de lado las reyertas puntuales
del Instituto Nacional de Antropología e Historia, con sus veleidades fundamentalistas
fusionadas con la adopción caprichosa, y casi caricaturesca, de una onda new age (véanse las
museografías musicales de exposiciones como “Los mayas” o, peor aún, el plañido sobre los
“Fragmentos del pasado” en el Antiguo Colegio de San Ildefonso), algunas instancias del
Instituto Nacional de Bellas Artes lograron mantener, contra viento y marea, un discurso alterno.
Caso concreto y prácticamente único, el Museo Nacional de Arte tomó el riesgo y asumió las
consecuencias de presentar algunas exposiciones que no encajaban en el fárrago desgastante y
banal del continuismo histórico, sino que apuntaban a una precisa distinción de periodos, estilos,
modos y funciones de las artes visuales, como las exposiciones sobre las construcciones visuales
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 103

durante el periodo del Imperio de Maximiliano, la retórica emblemática del barroco mexicano y,
sobre todo, su evolución en un discurso orgánico de la construcción nacional en los primeros
años de la Independencia, o una compleja revisión iconográfica del arte mexicano desde lecturas
110
feministas o de teorías de géneros En el momento de su concepción, ninguno de esos proyectos
fue bien recibido por las instancias oficiales, pero cada uno, sucesivamente, se fue beneficiando
del anterior, ya que en casi todos los casos, y a pesar de la escasa publicidad, obtuvieron mayor
atención del público (el caso extremo fue, en 1995, “Juego de ingenio y agudeza”, primera
exposición blockbuster en el país, aunque “El cuerpo aludido” tuviera ecos impredecibles, en el
momento de su ejecución, entre las nuevas generaciones artísticas). Todas, sin excepción, fueron
patrocinadas en su mayor parte por una iniciativa privada que, paso a paso, empezó a interferir
con los mecanismos de patrocinio y control estatal en el contenido de las exposiciones.
Quizás a algunos les parezca excesivo considerar al Museo Nacional de Arte, con todo y el
peso de lo “nacional”, como punta de lanza de un discurso cultural alterno; la respuesta a este
reclamo se origina, creo, en la pregunta misma: hace diez o doce años, en la época en que las
instituciones culturales del Estado-Nación estaban fragilizadas por su total descapitalización y su
falta absoluta de proyecto, sólo había que escoger. Quienes escogieron apoyar económicamente
al Museo Nacional de Arte sabían a lo que iban. Una táctica parecida permitió el desarrollo, en el
mismo periodo, de algunas agencias y asociaciones no gubernamentales, consolidadas en torno a
un discurso cultural que se situaba intencionadamente en una oposición crítica, como Curare, o el
escenario de El Hábito de Jesusa Rodríguez y Liliana Felipe, gracias al apoyo de fundaciones
norteamericanas, la Guggenheim y la Rockefeller, que ya no disfrazaban, como en los tiempos
de la Segunda Guerra mundial, su política de sutil intervención y respaldo a propuestas
alternativas, susceptibles de minar (e interferir con) los discursos oficiales —y, probablemente,
de evitar a través de estas suaves injerencias, enfrentamientos más inciertos, conflagraciones

110
Se trata, en el mismo orden, de Testimonios Artísticos de un Episodio Fugaz (1864-1867) (curaduría: Esther
Acevedo), Museo Nacional de Arte, México, 1996; Juego de ingenio y agudeza: La pintura emblemática de la
Nueva España (curaduría: Jaime Cuadriello), Museo Nacional de Arte, México, 1994; El cuerpo aludido:
Anatomías y construcciones, México, Siglos XVI-XX (curaduría Karen Cordero Reiman), Museo Nacional de
Arte, México, 1998.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 104

sociales marcadas por rasgos étnicos y no sólo ideológicos, como resultado de las tensiones
provocadas por la homogeneización global.
En su brillante y sugestivo análisis de las dimensiones culturales de la globalización, Arjun
Appadurai subraya, en la línea de Fredric Jameson, que la toma de conciencia de lo global, la
instauración de nuevos imaginarios y deseos integrados no implica obligatoriamente, como lo
han destacado numerosos analistas de extracción marxista, una homogeneización, confundida
muchas veces con la norteamericanización de modos de vida, mecanismos de socialización y
adopción de patrones y rituales de conducta. Appadurai expone una serie de filtros, que implican
una casi sistemática “reinserción en lo local” —o lo que él llama una “indigenización”— de los
componentes culturales, particularmente en la música, los estilos de construcción y los
111
espectáculos en general, incluyendo las puestas en escena oficiales. La historia entera del rock
mexicano, desde el Tri hasta Café Tacuba, Molotov y Fussible, es claro ejemplo de estos
procedimientos, entre los que habría también que incluir las estrategias discursivas irónicas y
llenas de referencias a la mitología local del EZLN y su uso de las nuevas tecnologías de
comunicación, la recaptura y reinvención de rituales tradicionales y campesinos, en actos de
solidaria convivencia cívica en las plazas públicas, como las veladas de Muertos organizadas por
el gobierno perredista de la ciudad de México, y, por supuesto, las múltiples metamorfosis del
arte mexicano desde principios de los años 1980, que aún deben ser revisadas cuidadosamente
como reacción al contexto en perpetua y muy rápida mutación de la obligada adaptación del país
a las fuerzas y teorías de la globalización.

111
Op. cit., p. 32.
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El arte de mostrar el arte mexicano, p. 106

Rufino Tamayo en el filo de la navaja

En su biografía de Rufino Tamayo, la historiadora de arte Ingrid Suckaer insiste acerca de la


identidad creada por el artista y, en particular, describe cómo reformuló su propia personalidad
entre 1920 y 1980, en términos específicamente raciales como “indio” primero y “mestizo” más
112
tarde. Nacido en el estado de Oaxaca en 1899, Tamayo era de obvios orígenes mestizos. Su
padre, José Arellanes, era zapatero en la ciudad, y su madre, una indígena de un poblado
cercano, Tlaxiaco, fue abandonada por su marido cuando el niño tenía cinco años. Cuando la
madre de Tamayo murió en 1911, el muchacho de doce años se trasladó a la ciudad de México,
donde vivió en el populoso barrio de La Merced, con una tía paterna que tenía un gran puesto de
frutas y legumbres en el mercado. Desde 1917, cuando se inscribió en las clases de la Escuela
Nacional de Bellas Artes, cambió su nombre. Dejo caer el apellido paterno, Arellanes, y sólo usó
el de su madre, Tamayo. Aunque mantuvo una relación secreta con su padre hasta su muerte en
1967, jamás lo mencionó públicamente, y se describió a sí mismo como un huérfano. Suckaer
descubrió la existencia del padre de Tamayo unos años antes de la muerte del pintor en 1991, y
le fue posible negociar con él la revelación de este secreto de familia.
Este parricidio simbólico, y la resistencia del artista a revelar sus relaciones con su padre,
tienen implicaciones más allá de lo simplemente anecdótico. Aunque su tía fuera una
comerciante próspera de clase media, Tamayo siempre se presentó como “campesino” de
orígenes indígenas y muy modestos ingresos. Los primeros críticos de su obra se basaron en esta
afirmación para comprobar un talento intuitivo de “puros orígenes raciales indígenas”, un tropo
que confirmaba así la retórica oficial del momento posrevolucionario y una supuesta movilidad
de clases de la sociedad mexicana.
Tamayo no fue el único artista que se construyó de esa manera. En los años veinte, Abraham
Ángel —cuyo padre era un minero inglés—; el asistente de Diego Rivera, Máximo Pacheco —él
sí un auténtico indígena otomí— y la primera compañera de Tamayo, María Izquierdo, sin

112
Ingrid Suckaer, Rufino Tamayo: aproximaciones, Praxis, México, 2000.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 107

mencionar los numerosos casos de alumnos de las Escuelas al Aire Libre, tenían un estatus
parecido, y fueron expuestos, tanto en México como en otros países, como representantes del
“talento genuino de la raza mexicana”.
Sin embargo, Tamayo fue el único que tuvo una carrera artística internacional. Ángel y
Pacheco eran demasiado frágiles y no soportaron las presiones: el primero se suicidó a los
dieciocho años, al segundo lo internaron en un hospital psiquiátrico. Después de separarse de
Tamayo, Izquierdo abandonó sus muy personales interpretaciones de lo primitivo para pintar
cuadros turísticos bastante complacientes. Aunque reconocidos ahora, los tres estuvieron en un
completo olvido durante varias décadas. Tamayo se fue a Estados Unidos en 1926, y vivió casi
siempre en Nueva York hasta 1949. Su éxito en Estados Unidos también se estructura alrededor
de su identidad mexicana e indígena.
La evolución de su estilo, desde una manera de realismo con reminiscencias del surrealismo
europeo hacia formas simplificadas, con una geometría acompañada de “colores opulentos”,
puede comprenderse como un intento de inscribir su obra en lo que llamaría un “modernismo
clásico”. Esta reformulación del arte de Tamayo en el discurso sobre primitivismo típico de la
modernidad fue bien recibida antes de la Segunda Guerra mundial en Nueva York; asimismo, su
postura como contraparte del “realismo mexicano” de los pintores muralistas en las “batallas del
arte moderno” neoyorquinas resultó determinante. Aun cuando se mantuvo hasta cierto punto
cercano a la izquierda militante —fue nombrado, por ejemplo, representante de la LEAR en el
Congreso de Artistas Americanos de Nueva York en 1935—, Tamayo se volvió muy crítico del
realismo y del arte de contenido social. Las numerosas referencias a las fuentes iconográficas
indígenas —ausentes en su obra temprana— aparecieron a fines de los años veinte, poco después
de su primer viaje a Nueva York, y se desvanecieron después de la guerra, cuando la importancia
de Tamayo fue disminuyendo luego de la aparición del expresionismo abstracto. En 1948, a raíz
de un primer viaje a Europa, su amigo Jean Cassou le encargó realizar un mural para los nuevos
edificios de la UNESCO. La estrategia de Cassou determinó la inserción de Tamayo en el
movimiento pictórico francés de la posguerra, junto con artistas como Helena Vieira da Silva,
Jean le Moal, Hartung, Bazaine, etcétera (artistas de importancia en aquel momento, aunque ya
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 108

no forman parte del debate y sus obras no se presentan en los grandes museos de Estados Unidos
y Europa).
Aun cuando siguió pasando largas temporadas en Nueva York y muchos veranos en México,
Tamayo vivió en París durante los años 1950 y sesenta. En su confrontación con la agresividad
de los pintores del expresionismo abstracto, Tamayo reforzó un discurso esencialista, y se sitúo
él mismo en el cruce entre lo “regional” y lo “universal”. “Considero que lo nacional es
secundario en una obra de arte”, declaraba en 1947, “pero como mexicano, como el indio que
soy, lo mexicano aparece espontáneamente en mi obra, sin que tenga que buscarlo.” Durante los
veranos en México, Tamayo —quizás inspirado por el ejemplo de Diego Rivera— empezó a
coleccionar figuras prehispánicas, que acabó donando al museo de Oaxaca que lleva su nombre
y, lo que es más importante, se incluyeron en las exposiciones de su obra como una especie de
“telón de fondo” cultural a pinturas que, en sí, nada tenían de específicamente mexicano. Este
fue el caso, por ejemplo, de la retrospectiva de Tamayo en el Guggenheim Museum de Nueva
York en 1979. Elocuentemente llamada “Mito y magia” —un título que se debe, probablemente,
a Octavio Paz—, la exposición fue curada por Fernando Gamboa. El director del Guggenheim,
Henry Berg, explicó en la introducción del catálogo que “las relaciones entre el arte de Tamayo y
estos objetos prehispánicos y populares no se pueden explicar en términos de paralelos, y esta
exposición no pretende afirmar esto. Más bien, lo que se quiere sugerir aquí es que estos objetos
tradicionales forman una especie de tabla de resonancia que resuena en el montaje de obras de
113
Tamayo”.
La actitud de Tamayo ya había cambiado entonces. Poco después de su regreso final a
México en 1973, empezó a redefinirse a sí mismo, como lo explica Ingrid Suckaer, “como un
mestizo orgulloso de su sangre indígena”. En 1987, desarrolló esta idea en una larga entrevista
con Luis Suárez: “Empecemos por decir que yo no soy indio. Las gentes en publicidad me
declararon indio. Primero fui indio maya, después me hicieron zapoteca. Y yo soy mestizo. No
es que no quiera ser indio. Estoy encantado de la sangre que tengo en mí. Después de todo, la

113
Henry Berg, “Preface and Acknowlegment”, en Rufino Tamayo: Myth and Magic, Nueva York, The Solomon R.
Guggenheim Museum, 1979.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 109

base de mi trabajo está en lo indio. Y quiero hacer esta rectificación: yo soy mestizo, soy
114
mexicano, porque el verdadero mexicano es el mestizo. Eso soy yo.” Los motivos que
impulsaron a Tamayo a esta reparación al final de su vida no me son muy claros; esta
reinterpretación de su personaje y la misma insistencia del pintor deben tener significados más
profundos y, creo, pueden comprenderse en el contexto del desprecio a las culturas indígenas de
los años 1970 y 1980, cuando México iba cambiando de un sistema proteccionista a otro más
abierto, o, por decirlo de una vez, globalizado. También debe quedar claro que esta tardía
rectificación estaba dirigida a su público mexicano y refutaba las lecturas “exóticas” de su obra.
A mediados de los años 1960, después de cinco décadas de vivir en cuartos de hotel,
departamentos alquilados y estudios prestados, en Nueva York, París y la ciudad de México,
Tamayo y su esposa Olga empezaron a pensar en un futuro en su patria, y compraron una casa en
el sur de la ciudad de México. Mientras viajaban entre Europa y México, empezaron a amueblar
este primer hogar, y compraron unas cuantas obras de arte de sus amigos —pinturas de Joan
Miró y Antoní Tàpies, entre las primeras. En 1973, cuando los Tamayo decidieron permanecer
en México, el pintor ya tenía la idea de construir un museo de arte moderno internacional, que
donaría al pueblo de México. Este proyecto fue muy probablemente alentado por su amigo, el
productor de cine de origen ruso Jacques Gelman, que poseía una importante colección de
pintura impresionista y se interesaba también por el arte moderno del siglo XX; reunió notables
cuadros de Picasso, Léger, Dufy y Balthus, entre otros, así como una buena colección de
mexicanos, desde Rivera y Kahlo hasta Günther Gerzso. Sin embargo, Jacques y Natasha
Gelman tuvieron cuidado de dejar sus obras “internacionales” en Nueva York cuando el
presidente Luis Echeverría implantó una ley de patrimonio nacional muy proteccionista, a
principios de los años 1970. Después de la muerte de Gelman en 1986, esa parte de su colección
fue a parar al Metropolitan de Nueva York, privando así a México de lo que habría sido, sin
duda, una de las más importantes colecciones públicas de arte moderno internacional de toda
América Latina.

114
Luis Suárez, “Vidas de Tamayo: una animal, otra creativa”, Excélsior, México, 9 de diciembre de 1987, citado
por Suckaer, op. cit., p. 420.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 110

El Museo Rufino Tamayo de Arte Contemporáneo Internacional

La creación del Museo Tamayo, en 1981, fue algo más que un acontecimiento social
ampliamente festejado en la interminable cadena de vernissages e inauguraciones: viéndolo
retrospectivamente, cambió las reglas del juego cultural, para siempre. Para empezar, porque
ante las evasivas de los políticos, Tamayo cabildeó a sus clientes más asiduos, los industriales
del norte del país, rompiendo de tajo y de manera espectacular con normas tácitas —pero no por
ellos sólidas— establecidas por la administración cultural de José Vasconcelos hacia 1921, y
reafirmadas una y otra vez a lo largo del siglo —particularmente, con la creación de los Institutos
Nacionales de Antropología e Historia, y de Bellas Artes—; dicho de manera clara, la cultura es
del Estado mexicano o no es cultura. La supuesta “apertura ideológica” del sistema príista, capaz
de adoptar a sus opositores sin desviarse de su propia línea, y hasta reforzándola —los casos
fundamentales de los muralistas en los años treinta, y de Fernando Gamboa como ejecutor de una
política de representación oficial— era garantía suficiente del “dinamismo de la cultura emanada
de la Revolución Mexicana” (las mayúsculas, aquí, denotan un rasgo de época.
Desde unos años atrás, algunos de los magnates de Monterrey —muy particularmente
Margarita Garza Sada de Fernández, una de las herederas del consorcio Alfa— buscaban
introducir en el país una manera de mecenazgo privado imitado del que impera en los Estados
Unidos. Las primeras iniciativas públicas en ese sentido, rebasando la compra personal de obras
de arte, consistió en un sistema de becas, inaugurado a finales de los años 1970, a través
Promoción de las Artes, organismo filantrópico creado por Margarita Garza Sada, y la creación
en 1977 del Museo de Monterrey, subvencionado por el mismo grupo, y con una vocación
latinoamericana que lo distinguía entre los museos mexicanos. Estas iniciativas, al fin y al cabo
localizadas en una ciudad industrial en pleno auge y que ambicionaba igualarse vía operativos
culturales con otros centros económicos, no afectaron al “sistema” mexicano, como tampoco lo
modificó en profundidad las “Becas Televisa” otorgadas entre 1976 y 1979 a Francisco Corzas,
Rafael Coronel, Juan Soriano y Alberto Gironella, artistas predilectos de la plutocracia
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 111

mexicana. Detrás de las buenas intenciones de las familias de Monterrey, en ese momento de
auge económico indexado en el “descubrimiento” de “fabulosos” yacimientos de petróleo en el
Golfo de México, quizá se trataba también de reconciliarse a ojos vistas con el Estado mexicano,
ya que las relaciones con el grupo Alfa se habían roto brutalmente a raíz del asesinato a
115
mansalva de Eugenio Garza Sada, patriarca del consorcio, en 1973.
La intervención de Alfa y Televisa en las negociaciones entre Tamayo y el gobierno del
presidente López Portillo, fue muy mal recibida por la comunidad intelectual y artística —con
notables excepciones, que incluye al principal mediador en este caso, el director del Instituto
Nacional de Bellas Artes, Juan José Bremer, quien había sido secretario particular del presidente
Echeverría durante su gestión.
En este tablero de ajedrez, había dos reyes, Rufino Tamayo y Emilio “El Tigre” Azcárraga,
presidente del consorcio Televisa; dos reina, Olga Tamayo y Margarita Garza Sada; dos
caballeros, por el lado “blanco”, Fernando Gamboa, quien acumulaba los cargos de subdirector
técnico del Instituto Nacional de Bellas Artes, director de Museo de Arte Moderno y acting
director del inconcluso Museo Tamayo, por el lado “negro”, Gaspar Rionda, coordinador de
eventos sociales de Televisa, y muy cercano a los Tamayo. El museo fue construido en escasos
doce meses, en el terreno elegido por Tamayo desde 1973, en el bosque de Chapultepec, cedido
por el Departamento del Distrito Federal por órdenes del presidente. El board of trustees
encabezado por Garza Sada y Azcárraga, financió la obra arquitectónica, que no correspondía ya
al plano original de Abraham Zabludowsky y Teodoro González de León (se le restó varios
“gajos” y algunos 2 500 metros cuadrados de exposición de los 7 000 del proyecto).
Si bien Fernando Gamboa dirigía las operaciones desde su oficina del Museo de Arte
Moderno, al otro lado del Paseo de la Reforma, la sala uno del inconcluso museo, única
disponible mientras se terminaban las obras —incluyendo el martillaje de las fachadas de
concreto—, sirvió a la vez de bodega, oficina de registro de obras, estudio fotográfico,
laboratorio de conservación, sala de prensa —un solo teléfono, ávidamente disputado, recorría la

115
Eugenio Garza Sada fue balaceado el 17 de septiembre de 1973, por un comando de la liga terrorista “23 de
Septiembre”. El presidente Echeverría fue abucheado y expulsado del sepelio por miembros de la familia, que
lo acusaron de haber fomentado el fallido secuestro del patriarca por no lograr negociar la nacionalización de
HYLSA, la empresa que controlaba la industria siderúrgica de la ciudad.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 112

sala pendiente de su cable, entre el Tápies y el Bacon, rodeando las mesas de trabajo. Tamayo y
Olga aparecían a diario, no tanto para revisar las instalaciones y las obras que llegaban sin cesar,
sino para ostentar a su museo ante sus amigos, artistas como Toledo, diplomáticos o visitantes
extranjeros.
Luego empezaron los gritos, primero bajo la retícula del techo de concreto; luego en las salas,
cuando Gamboa empezó a colgar las obras.
Alegando una tifoidea, Fernando Gamboa no asistió a la inauguración del museo.

La ceremonia de inauguración fue breve y se caracterizó por la mudez total del Primer
Mandatario, quien ni siquiera quiso pronunciar las palabras rituales que se acostumbran
en semejantes ocasiones. Aunque en el presidium se ubicó al secretario de Educación, se
hizo por demás evidente la ausencia de Juan José Bremer, director del Instituto Nacional
de Bellas Artes, organismo que los alfos y televisos quisieran poner a su servicio y que
ha dado terca y eficaz batalla por una circulación cultural defensora de identidades e
intereses populares, con un programa de convenios internacionales como nunca antes se
había conocido.
También fue notorio que Tamayo, después de haber pedido de manera rotunda y casi
autoritaria el Premio Nacional de Artes 1980 para Fernando Gamboa, no pronunciara en
su discurso palabra alguna de reconocimiento hacia el museógrafo, pieza decisiva en el
116
proyecto del nuevo museo.

La inauguración del Museo Tamayo marca el fin del mandarinato de Fernando Gamboa. Si la
disputa con Tamayo se debió a la “calidad” de las obras que ingresaron en los últimos meses —y
no eran, está claro, del interés del pintor—, los motivos de su renuncia simultánea a la
subdirección del INBA y al Museo de Arte Moderno no resultan aún claros. De creerle a Tibol —
erigida para el caso en defensora de Bremer—: “En 1981 Gamboa deja en el sector oficial de las
actividades referidas a las artes plásticas, un ámbito esterilizado por su absolutismo, por sus
caprichos, por su arribismo, por la falta de respeto profesional a sus más estrechos colaboradores,

116
Raquel Tibol, “Se inauguró el museo”, Proceso, núm. 239, 1ero de junio de 1981.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 113

por su insensatez. Para contar con los trabajadores especializados del INBA durante el periodo de
estructuración del Museo Tamayo, convirtió su salida del MAM en un taquicárdico juego de si -
no, no - sí, qué mañana, qué pasado, qué quién sabe. En este jueguito egocéntrico e individualista
se le ha dejado desvalorizar la imagen del MAM, convertido temporalmente en el traspatio de
donde habría de emerger la fresca presencia del “arte contemporáneo internacional”, donde ni
todo es arte ni todo contemporáneo, sino más bien una revoltura con algunos, no pocos, altísimos
117
picos”.
Veinte días más tarde, Tamayo anunciaba la “renuncia” de Gamboa a la dirección del Museo
Tamayo.
Las críticas volaron: haciéndose eco de la primera diatriba de Raquel Tibol en Proceso, el
sector cultural condenó tanto las ambiciones de Gamboa, como los desatinos de la pareja
Tamayo, pero y sobre todo, la intrusión en el terreno artístico de la ciudad de los “capitalistas
facistoides” del Norte.
Aunque Tamayo adquirió algunas obras directamente de sus amigos artistas y otras le fueron
donadas (el más generoso fue Francisco Toledo, que dio unas de sus mejores piezas, así como
dos Torres García tempranos), la colección fue adquirida, en su mayor parte, a través de la
galería neoyorquina de Tamayo, Marlborough, cuyo director, Pierre Levai, realizó la selección,
bajo una supervisión bastante laxa de Fernando Gamboa y de Carla Stellweg, la directora de la
revista del MAM, Artes visuales.
A pesar de la presencia de artistas mexicanos (y no sólo de los muralistas) en Europa y
Estados Unidos en el siglo XX, y de sus intensas relaciones con coleccionistas, galeristas y
críticos internacionales; a pesar de que muchos ricos mexicanos viajaban fuera de su país, el
mundo del arte en México permaneció muy cerrado en el siglo pasado. La retórica nacionalista
dominante borró del discurso las influencias, la retroalimentación y las relaciones evidentes entre
los actores de los movimientos de vanguardia del mundo. En alguno casos, fueron los mismos
artistas quienes así lo decidieron —por ejemplo, Diego Rivera, que le negó importancia a su
periodo cubista. Esa pretendida autonomía del arte mexicano, esa manera de promover una

117
Ibid.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 114

supuesta “escuela mexicana” como una “vanguardia excéntrica”, no resiste, por supuesto, al
análisis, y ya ha sido completamente erosionada por los investigadores. No obstante, así fue
cómo el arte mexicano fue promovido en el exterior, con exposiciones del tipo “20 siglos de arte
mexicano”, en el Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1940, y su réplica tardía,
“Esplendores de 30 siglos”, en el Metropolitan en 1991. En ese momento, era aún más
importante descubrir continuidades históricas y coincidencias vagamente surrealistas, siguiendo
las consignas de Octavio Paz de los años 1950, y demostrar cómo el arte mexicano reflejaba el
potencial de una “raza”, el talento insospechado de un pueblo, el orgullo por el pasado, que
demostrar, por sólo citar dos casos, que el Dr. Atl podía tener influencia de James McNeil
Whistler o que José Clemente Orozco conocía la obra de George Grosz.
Desde fecha muy temprana, sin embargo, Tamayo luchó en contra de ese estado de cosas, y
se esforzó por ajustar su obra a los cánones del arte moderno a la manera francesa. La adopción
de la geometría, de superficies texturizadas y de la planimetría, así como los temas “cósmicos” o
“metafísicos” que aparecen en su obra de los años 1950, y la eliminación de los asuntos
vernáculos reflejan claramente esa intención de aparecer como “un artista internacional”. Ya en
1933, declaraba en un ensayo: “Francia la maravillosa, discípula y maestra del mundo
118
contemporáneo...” y en 1939, convenció al entonces presidente Lázaro Cárdenas de traer al
Palacio de Bellas Artes una gran exposición de la Escuela de París: Picasso, Derain, Léger, Dufy,
etcétera.
Tamayo hablaba mucho de generosidad y educación (ya que no había obras de arte moderno
en ninguno de los museos de arte del país que sensibilizaran al público local), pero parece claro
que su interés por construir una colección también respondía a su propia necesidad de crear, en
México, un “contexto internacional” que facilitara la lectura de su propia obra, permitiéndole así
diferenciarse de sus compañeros de generación y de la “Escuela Mexicana”. La lista ideal que
presentó a Pierre Levai refleja claramente esta elección, aunque las obras adquiridas pocas veces
llegaron a ser de la calidad que se esperaba en un museo, y es obvio que el dealer introdujo sus

118
Rufino Tamayo: “El nacionalismo y el movimiento pictórico,” Crisol, mayo, 1933.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 115

propios gustos. Abusó de la confianza de Tamayo más de una vez, intercambiando grandes obras
de su cliente por piezas menores de otros artistas.
De cualquier manera, dos grandes grupos reflejan la opción de Tamayo. En primer lugar, la
abstracción francesa de la posguerra —obras de artistas como Le Moal, Soulages, Bazaine,
Hartung, Dubuffet, Vieira da Silva, el grupo CoBrA, etcétera—; en segunda instancia, los
“informalistas” españoles, desde Tàpies hasta Saura, Chillida y Guinovart. Hay muy pocos
representantes del expresionismo abstracto de Estados Unidos, fuera de un tardío Motherwell, un
dibujo de Gottlieb, dos excelentes piezas de James Brooks y un Rothko de primer nivel, aunque
un poco aislado en ese conjunto. Si bien a Tamayo, como lo declaró reiteradas veces, no le
interesaban el pop art, el minimalismo y menos aún el arte conceptual —al que se vio
confrontado durante su visita a la Bienal de Venecia de 1966—, adquirió un Andy Warhol,
dibujos de Christo, un importante Larry Rivers, una instalación de George Segal, que fueron las
primeras piezas de ese género que ingresaron a un museo en México. Ser considerado un artista
de talla internacional implicaba ese movimiento hacia delante, y esto, hay que reconocerlo,
colocó a la colección en la vanguardia de los museos de arte de América Latina en el momento
de su inauguración en 1981. Tamayo rompió deliberadamente la reclusión tradicional del arte
mexicano y propuso una alternativa al modelo de museo estatal, pero ese mensaje no fue
escuchado. Los primeros dos directores del Museo Tamayo, entonces bajo la jurisdicción de la
Fundación Televisa, se interesaban más por usar el espacio como una especie de Kunsthalle —
una formula museística ausente en la infraestructura del país—, presentando exposiciones
temporales, que por mostrar la colección constituida por Tamayo con fines didácticos como él lo
había programado. Esto desencadenó una polémica entre el pintor y su mecenas, Azcárraga, y el
retorno inmediato del museo al Instituto Nacional de Bellas Artes. Bajo sus siguientes tres
directores, Cristina Gálvez —amiga cercana de los Tamayo—; Teresa Márquez, que dejó el
cargo al inicio de la administración del presidente Vicente Fox, y Osvaldo Sánchez, que
abandonó el cargo después de siete meses en 2001, las colecciones del Museo Tamayo fueron
mal administradas, y pocas veces expuestas. Los directores esperaban mantener una especie de
statu quo con respecto a los deseos del artista, y prefirieron conservar un perfil bajo, presentando
exposiciones que les llegaban por la vía diplomática. Dos excepciones: una retrospectiva de la
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 116

obra pictórica del cineasta británico Peter Greenaway, curada por la mexicana Magali Arriola, y
la exposición ya mencionada de Gabriel Orozco, realizada en conjunto con el MOCA de Los
Ángeles, fueron las únicas que llamaron la atención del gran público en todos esos años.

Los años 1990: años de sincronización

Cuando Rufino Tamayo murió, en 1991, Gabriel Orozco tenía veintisiete años. Unos meses
antes, junto con el curador independiente Guillermo Santamarina, la artista neoconceptual Silvia
Gruner, que acababa de regresar a México después de estudiar durante diez años en Israel y
Boston, y con el apoyo logístico de Flavia González, Gabriel Orozco organizó una exposición
“salvaje” en un antiguo convento de las afueras de la ciudad de México, a manera de homenaje al
119
recién fallecido Joseph Beuys. Retrospectivamente, esta exposición puede ser considerada
como punto de partida de un nuevo momento del arte mexicano. Mientras, en Nueva York, el
Metropolitan presentaba “México: Esplendores de treinta siglos” y algunas galerías exponían
paralelamente a los pintores del llamado “neomexicanismo”. Este apabullante éxito significó
que, para 1990 o 1991, este neomexicanismo —que nunca fue movimiento y mucho menos
estilo— ya se encontraba en crisis terminal.
Tamayo tuvo que luchar durante décadas antes de ser aceptado, no como mexicano, sino
como un artista plenamente integrado al “torbellino del arte moderno”, y no pudo alcanzar su
meta en los años turbulentos del Nueva York de la posguerra, aunque sí ganó notoriedad en el
clima menos nacionalista y menos pretencioso de Francia. Se tuvo que adaptar, y se abrió a
influencias muy diversas. Gabriel Orozco —a quien utilizo aquí como paradigma, pero no es de
ninguna manera un caso único— no tenía necesidad de adaptarse a nada. Aunque no había
estudiado fuera de México, como Gruner, Alÿs o Smith, Bedia o Durham, sus recursos y su
discurso crítico sobre el arte y las instituciones artísticas eran tan contemporáneos e

119
“A propósito”, en el exconvento del Desierto de los Leones, fue curada por Guillermo Santamarina, Gabriel
Orozco y Flavia González en 1989. La exposición reunió obra de una docena de artistas.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 117

“internacionales” como, digamos, las obras de Félix González Torres o de Tony Oursler. No
tenía necesidad de enfatizar sus fuentes, de inscribirse a sí mismo en un discurso sobre la
alteridad y la diferencia cultural entonces en su apogeo. De hecho, como Tamayo en 1926,
Orozco se fue a vivir a Nueva York en 1992, y se convirtió casi de inmediato en un “artista
neoyorquino”, y como tal fue invitado a participar en la Bienal del Whitney de 1995, una
muestra dedicada a los artistas de Estados Unidos.
Paradójicamente, sus críticos y curadores en Estados Unidos y en Europa sintieron de pronto
una necesidad de reinscribir su obra y su persona en un discurso cultural, subrayando su
“diferencia”, acentuando su mexicanidad (incluso mediante una contradicción del tipo “qué
extraño que la obra de este artista mexicano no parezca mexicana”), contribuyendo de manera
desconcertante al malentendido atávico del arte en México. En el folleto que acompañó el
proyecto de Orozco en el MoMA, por ejemplo, la curadora Lynn Zelevansky alteró sus datos
biográficos. Como es sabido, Gabriel Orozco es hijo de un pintor muralista tardío, Mario Orozco
Rivera, sin ningún parentesco ni con José Clemente Orozco ni con Diego Rivera, aunque sí un
ferviente seguidor y discípulo de David Alfaro Siqueiros. Zelevansky se apoyó en ese dato para
distorsionar la historia del arte al afirmar que la obra de Orozco “rechaza abiertamente la potente
tradición muralista de su nación”. Borraba así de un plumazo cuarenta años de historia y política
cultural —incluyendo, obviamente, las estrategias de Tamayo, tanto en el extranjero como en su
propio país, desde los años treinta, y movimientos como la llamada “Ruptura” de los años 1950,
o el “Grupo de los Hartos” de Mathias Goeritz y sus amigos en los años 1960. Al mismo tiempo,
le daba a Orozco una estatura heroica. Zelevansky revelaba, además, cuál era su postura
curatorial, y las motivaciones del MoMA al invitar a Orozco a la sala de Proyectos del museo: “El
desarrollo de Orozco puede interpretarse en parte como búsqueda de una alternativa a este tipo
de pintura [el muralismo], de un arte que se caracteriza por su notable carencia de ostentación.
[Gabriel Orozco] reintroduce en el arte contemporáneo una noción fundamentalmente opuesta al
materialismo de la era de Reagan y de Bush: lo efímero [...] Muchos entre los que visiten esta
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 118

exposición notarán sin duda que Orozco es extremadamente sensible a la luz, al espacio y a las
120
materias; en resumidas cuentas, su obra es hermosa.”
En sus declaraciones lacónicas a la prensa o en sus conferencias, Gabriel Orozco nunca
intentó rectificar —como lo hizo Tamayo— estas construcciones, y llegó incluso a adoptarlas y
reforzarlas: en la portada del catálogo de la exposición del MOCA de Los Ángeles, por ejemplo,
figura una fotografía de Orozco a los ocho años, vestido de charro, con todos los atributos de la
121
más burda mexicanidad… La reticencia de Gabriel Orozco parece ser puramente retórica: su
exposición en el MoMA fue patrocinada por el consulado mexicano en Nueva York y, en su obra
reciente, se sirve de referencias culturales muy precisas a su condición de mexicano, como el
anuncio de Cerveza Sol ampliado en el museo Tamayo. Ese manejo tan ambiguo de su estatus
“multicultural” parece ser una estrategia de mercadotecnia que responde a expectativas de la
crítica internacional; tal pusilanimidad, sin embargo, lo hizo sospechoso, por lo menos en
México. A la dificultad de articular un discurso coherente sin contradecir la lectura “poética” de
su “hermosa” obra, añadía una emblemática mexicana, esta vez sin ironía alguna, justo en el
momento en que estos códigos estaban siendo violentamente descartados (la exposición se
presentó en México en los meses que siguieron a la derrota del PRI, durante un periodo de
transición marcado precisamente por una reconsideración de los signos de la mexicanidad).
Orozco afirmó reiteradas veces que su obra planteaba un reto a las expectativas y los deseos de
los espectadores —por ejemplo, al dejar una sala de museo vacía de todo contenido—, pero ahí
operaba de manera opuesta, llenando el catálogo de referencias narcisistas. El caso es que, si
existe una critica institucional implícita en operaciones como colocar naranjas en las ventanas de
los departamentos que se abren sobre el patio de esculturas del MoMA, o abandonar una
manguera amarilla en los jardines del Museo de San Diego en La Jolla, en California, la carencia

120
Lynn Zelevansky, en el folleto de la exposición de Gabriel Orozco de la serie “Project” del Mo MA , 1993.
121
Alma Ruiz (curadora), Gabriel Orozco, The Museum of Contemporary Art, Los Ángeles; Museo Internacional
Rufino Tamayo, CNCA/INBA, México; Museo de Arte Contemporáneo de Monterrey, México (con textos de
Benjamin H. D. Buchloh, Abraham Cruzvillegas, Gabriel Kuri, Molly Nesbit, Damián Ortega y Alma Ruiz).
Para un análisis crítico de las estrategias de Gabriel Orozco, véase Olivier Debroise, “Gabriel Orozco en el
Museo de Arte Moderno de Nueva York”, La Jornada, 21 de septiembre de 1993; Olivier Debroise, “Orozco
es inocente”, Reforma, 2 de octubre de 2000; Cuauhtémoc Medina, “El caso Orozco”, Reforma, 25 de octubre
de 2000.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 119

de una tesis evidente, el discurso tergiversado sobre su linaje y el “hoyo negro” que rodea su
obra, se vuelve una forma, oscura quizá, pero muy severa, de crítica. No se le puede negar esto a
Orozco, aún cuando comparto la reticencia de Cuauhtémoc Medina ante la “elegancia burguesa”
de obras que eluden deliberadamente su argumentación.
Mientras tanto, en México, el tremendo éxito de Orozco, primero en Nueva York, y después
de 1994, en Europa, llamó la atención hacia lo que sucedía en el país. ¿Era un caso aislado o
formaba parte de un movimiento más amplio, en sincronía ahora con el mundo del arte
internacional? Bandadas de críticos y curadores, galeristas y coleccionistas, llegaron a México
tratando de averiguarlo, mientras los artistas empezaron a viajar, y otros se empeñaron en ajustar
su obra a las nuevas corrientes… Y esto, por supuesto, no fue siempre lo mejor que pudo haber
pasado. Algunos de estos artistas fueron invitados a participar en exposiciones colectivas, más o
menos marginales, y saltaron muy pronto al circuito de bienales. En un país como México,
relativamente poco sofisticado y con escasez de coleccionistas, las galerías de arte se mostraron
reticentes en un inicio a admitir a jóvenes artistas que desafiaban formatos tradicionales como la
pintura o la escultura, que sólo encontraban ecos en espacios underground como los
122
departamentos de Michael Tracy y Melanie Smith en el centro de la ciudad, o Curare. Creado
en 1990 como un frente de acción ante una estructura museística obsoleta y en extremo
piramidal, Curare, una asociación de historiadores y críticos de arte interesados en las prácticas
curatoriales, con apoyo financiero de la Fundación Rockefeller, empezó a invitar a directores de
museos y curadores de otros países a dar charlas y a visitar a los artistas en sus talleres, sin más
propósito que el de hacer circular la información y crear lazos. Como lo afirmó Cuauhtémoc
Medina:

Curare fue, ante todo, una clara regresión al estadio de la chopping tool intelectual: es
decir […] éramos una especie de navaja suiza del paleolítico cultural. Curare, además de
beneficiarse del hallazgo de un juego de palabras que combinaba en el nombre del
grupo una seudo-etimología de curar y el nombre de un veneno amazónico, fue todo y

122
Una excepción fue la Galería de Arte Contemporáneo de Benjamín Díaz, que, entre 1984 y 1994, abrió sus
puertas a nuevos formatos e inauguró —en 1991— la fórmula de “exposición curada” en una galería
comercial.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 120

nada: una oficina curatorial mezclada con centro de debates, editor de boletín
fotocopiado o impreso, agencia de viajes de curadores y críticos extranjeros, archivo y
seminario histórico, y grupo de presión terrorista/periodístico. Su principal función fue
acompañar de cierta reflexividad a la escena belicosa de principios de los años 1990 y
simular un territorio de terrorismo académico. Un grupúsculo cuya sola capacidad de
interlocución dependía del desierto colectivo […] El acto acrobático en medio del cual
surgió la autoconciencia curatorial de principios de los años 1990 consistía,
precisamente, en un acto alquímico: trabajar en el margen haciendo sentir al centro que
se estaba perdiendo de algo. Que tres estructuras tan improvisadas pudieran tener algún
efecto dependía en esencia de colocarse como interlocutores del mundo del arte global,
hablando dialectos que eran incomprensibles a la institución parroquiana […] En cierta
forma, acabó por saltar, mediante sus contactos afuera, a una posición cercana al
mainstream. Ese acceso fue el del oportunismo con responsabilidad: en lugar de
resignarse a ser víctimas de la globalización, nos convertimos en agentes y críticos de
123
ella, en un juego de abuso y mala interpretación mutua”.

Después de unos años de oscurantismo, las instituciones oficiales tomaron finalmente el


relevo, nombrando finalmente a algunos de los curadores y críticos independientes —Guillermo
Santamarina y Osvaldo Sánchez, en primera instancia— a la cabeza de ciertos museos y
revirtiendo así años de desinterés institucional. Los efectos de estos dos primeros nombramientos
se hicieron sentir muy pronto, actuando como por reflejo en la función y necesidad de los
espacios independientes. Cabe mencionar, por principio de cuentas, que los grupos Temístocles
44 y Art&Idea, todavía recientes y “en el aire”, dejaron de existir muy pronto (el último, después
de una itinerancia, en tanto que institución sin espacio hasta convertirse en galería comercial en
2000). Guillermo Santamarina dirigió el espacio “alternativo oficial” X-Teresa Arte Actual,
particularmente enfocado al performance y al arte sonoro, hasta 2004. En los últimos meses de

123
Cuauhtémoc Medina, “La más indirecta de las acciones: bastardía de orígenes, traición a la patria y oportunismo
militante del juego curatorial postmexicano”, conferencia en La Esmeralda, Centro Nacional de las Artes,
México, D.F. 18 de octubre de 2001.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 121

2000, un nuevo espacio oficial, dedicado a los nuevos medios, se inauguró en el antiguo templo
de San Diego (Laboratorio Arte Alameda). Sylvia Pandolfi intentó establecer un nuevo y
ambicioso proyecto a través de la Universidad Nacional Autónoma de México, pero la apartaron
de esta dirección después de unos meses. El mismo Foro de Arte Contemporáneo (FITAC), ligado
a la feria de arte de Guadalajara, Jalisco, fue suprimido en 1997, revivido en 2002, trasladado a
la ciudad de México en 2003, y muy pronto sustituido por el SITAC, una iniciativa del Patronato
de Arte Contemporáneo (PAC). Una de las actividades más atendidas y publicitadas de X-Teresa
ha sido los seminarios o talleres impartidos por prestigiosos curadores internacionales.
Asimismo, Osvaldo Sánchez, cuando fue director del Museo Carrillo Gil, trajo a los curadores de
las más importantes bienales internacionales a exponer sus ideas en el museo. Dirigidos a sus
colegas mexicanos, pero sobre todo a los artistas, estos talleres —que recogían una iniciativa
inaugurada por Curare en 1990, paralela a la creación del FITAC— parecían diseñados para
inculcar a los artistas las nociones básicas de “cómo hacerla en el mundo del arte global”.
Si la primera generación de “curadores espontáneos” sigue operando, más
institucionalizados ahora, a pesar de las resistencias de algunos sectores del arte, en particular de
aquellos críticos que no dieron “el paso curatorial” y mantienen una postura retraída aunque
beligerante, y de un nutrido grupo de artistas aferrados a lenguajes, formatos y discursos
conservadores. Los ataques suelen girar en torno a la “toma de poder” de los curadores,
considerados como parásitos innecesarios en los mecanismos de legitimación del arte
contemporáneo —cuando, en el fondo, el curador mantiene la misma relación de codependencia
(amor/odio; crítica/difusión) con los artistas que los críticos de antaño. Lo que ha cambiado, no
son tanto los dispositivos artísticos como la función del arte contemporáneo en una “sociedad del
tiempo libre y del espectáculo” y, sobre todo, los soportes del arte (particularmente desde la
aparición de los medios electrónicos y sus usos artísticos).
El éxito del proyecto InSITE, en San Diego/Tijuana, en sus versiones 1994, 1997, 2000 y
2005; la exposición de Guillermo Santamarina, Moi et ma circonstance, en Montreal; el
ambicioso proyecto que, desde la elección de Cuauhtémoc Cárdenas a la gubernatura de la
ciudad de México, lanzó (desde una oposición) Marta Palau, “Cinco Continentes y una ciudad”,
en sus tres versiones, 1998, 1999 y 2000, sin mencionar la aparición cada vez más común de
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 122

artistas mexicanos en festivales, bienales y certámenes, en todas partes del mundo que no sólo se
explica por el interés inaugural de una intelligentsia neoyorquina, en 1993, por la obra de Gabriel
Orozco, aunque sí le debe mucho.
Detrás de los espontáneos de la primera generación, aparecieron nuevos curadores, con una
formación en historia del arte más enfocada al arte contemporáneo que los de la anterior camada.
Los casos de Magali Arriola y Ana Elena Mallet, durante la gestión de Osvaldo Sánchez en el
Museo Carrillo Gil, fueron, a este respecto, decisivos. Cada una tuvo ahí la oportunidad de
organizar exposiciones firmadas, que dejaron huella, y atrajeron además la atención de nuevos
124
posibles candidatos. Itala Schmelz, en la Sala de Arte Publico David Alfaro Siqueiros,
rebautizada SAPS revitalizó durante su gestión un pequeño museo que vegetaba al margen de las
instituciones oficiales, dándole mayor presencia internacional. Desde la UNAM, Sylvia Pandolfi
inició un programa extra muros, con la creación del MUCA Roma, bajo la batuta de Mariana
David y Bárbara Perea (David Perea), abierto a nuevas propuestas curatoriales y a artistas
125
emergentes. Durante el z arandeo de funcionarios de museos que caracterizó a la administración
de Sari Bermúdez en el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, aparecieron nuevas figuras
que supieron aprovechar los hoyos negros institucionales para infiltrar sus propuestas
curatoriales: Pamela Echeverría, Paola Santoscoy, Fernando Mestas, etcétera…
El nombramiento, en 2001, de Tobias Ostrander como curador de arte contemporáneo del
Museo Rufino Tamayo significó un cambio sustancial hacia la profesionalización y la

124
A raíz de su exposición sobre la obra plástica de Peter Greenaway en el Museo Rufino Tamayo, Magali Arriola
fue invitada por Osvaldo Sánchez a trabajar como curadora de planta del Carrillo Gil. Ahí, entre otras
exposiciones, diseñó la retrospectiva de Pablo Vargas-Lugo “Congobravo” y la colectiva “Erógena”, que viajó
al Museo de Arte Contemporáneo en Gante, Bélgica (uno de los primeros casos en México en que una
exposición diseñada para un museo específico es solicitada fuera del país). La muestra “Todos somos
pecadores. Arte nórdico contemporáneo”, diseñada para el Carrillo Gil, se presentó finalmente en el Museo
Tamayo y en el MARCO de Monterrey. A partir de estas experiencias, Arriola se “independizó” de los museos,
y organizó “Coartadas/Alibis” para el Instituto de México en París, curaduría que fue solicitada por el Witte de
With de Rotterdam. Ana Elena Mallet, por su parte, curó “Boutique”, una muestra atrevida en los límites de la
moda, el diseño y el arte.
125
Cabe mencionar aquí la importancia del curso de estudios curatoriales organizado entre 2002 y 2006 por Pip Day
a través de teratoma A.C. y, sobre todo, de la primera generación que, al finalizar el curso, conformó el
Laboratorio Curatorial 060 (Lourdes Morales, Gabriela Gómez-Mont, Daniela Wolf y Víctor Toscano), muy
activo en la organización de eventos artísticos de sitio específico. Véase http://www.lc060.org/lc060_f4.html.
A esa misma generación perteneció Mariana Murguía, luego directora del Laboratorio Arte Alameda.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 123

consolidación de la profesión. Ostrander, en efecto, es el primer curador con formación


académica en el país. Formó parte de la primera generación de estudiantes del Centro de
Estudios Curatoriales de Bard College, en el estado de Nueva York —una de las escuelas
precursoras en estudios curatoriales en el mundo, junto con la Royal Academy de Londres.
Fundado en 1994, en el seno de una de las universidades más abiertas al cambio en el campo de
las humanidades, el Centro de Estudios Curatoriales ha recibido a varios estudiantes mexicanos,
aunque éstos prefirieron seguir una carrera en Estados Unidos. Por el contrario, después de
colaborar con Osvaldo Sánchez en la curaduría de InSITE2000 en San Diego, Ostrander aceptó
instalarse en México. Ratificado por el nuevo director, Ramiro Martínez, Ostrander ha
desarrollado en los primeros años de su gestión curatorial un rico programa de exposiciones de
arte contemporáneo internacional, invitando a curadores huéspedes —Virginia Pérez-Rattón, de
Costa Rica; Ann Gallagher, del Reino Unido— o curando él mismo las exposiciones del Museo
Tamayo y propiciando así un cambio de 180 grados en la programación de este museo.
No pretendo atribuirle a Gabriel Orozco todo esto, pero sí hay que tomar en cuenta que su
ejemplo, y los debates apasionados acerca de su producción y sus estrategias artísticas,
provocaron tensiones que marcaron la década.
Uno de los efectos colaterales de ese intento de sincronizar las prácticas artísticas y participar
en el debate internacional se dio en las prácticas curatoriales, sobre todo gracias a una mayor
profesionalización de esta nueva carrera, lo que, en un país como México, significó crear una
carrera de la nada. Esto no se limitó al arte contemporáneo, sino que involucró también a
profesionales de los museos, historiadores del arte y críticos.
En los años 1990, la crisis del modelo de Estado-Nación colocó un discurso alternativo (o
independiente) en el corazón mismo de las instituciones. Las prácticas artísticas, la organización
de museos y, debo decir, la actitud de coleccionistas, patronos de las artes y espectadores,
cambió radicalmente. Al nombrar a una nueva generación de curadores y críticos en importantes
cargos directivos o curatoriales, el estilo se transformó: el oficialismo parroquiano que describe
Medina cedió el paso a propuestas dinámicas, orientadas hacia una población joven. La mezcla
de alta cultura e imágenes digitales, pinturas al óleos de grandes maestros y cultura popular,
debates con formato de talkshows e inauguraciones con fondo musical tecno semejante al de un
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 124

rave o de un desfile de modas, han llevado a nuevos públicos a los museos. Paradójicamente,
aquellos que, hace apenas algunos años, pedían museos más abiertos, parecen ahora estar
126
rebasados por esta inesperada situación.
El coleccionismo también ha cambiado en los últimos años. Los jefes de departamento en
Christies y Sotheby’s bien lo saben: hace menos de una década, los coleccionistas
latinoamericanos sólo adquirían arte latinoamericano; es más, los mexicanos sólo adquirían
artistas mexicanos, y los argentinos, argentinos, etcétera. Bien, pues parece que esto ya no es tan
cierto. Ya hemos visto argentinos comprando arte mexicano, y colombianos comprando arte
brasileño… Y hay también algo nuevo en el aire: en Monterrey, a principios de los años 1990,
los compradores de arte influidos por un par de prominentes galerías, empezaron a coleccionar
obras contemporáneas europeas y estadounidenses, particularmente aquellas gigantescas
monstruosidades de Julian Schnabel que sólo cabían en sus inmensas mansiones, o más discretas
esculturas de Louise Bourgeois, para la recámara…

Detrás de la puerta azul

En el norte de la ciudad de México, la vieja carretera panamericana construida en los años treinta
se ha convertido en un infierno con la implantación salvaje de industrias heteróclitas y la
extensión inmediata de barrios fabriles. La Vía Morelos, que perfora Ecatepec y Xalostoc, es uno
de los territorios más contaminados, visual y auditivamente, del valle de México. El
automovilista que se aventura entre las rabiosas peseras y los trailers monumentales que drenan a
las fábricas queda inmediatamente intimidado y aturdido.
Aun sin tráfico, el visitante tarda cuarenta minutos en llegar desde el centro de la ciudad hasta
la puerta azul de la planta procesadora de Jumex en Ecatepec: varias hectáreas de naves
industriales de ladrillo, tanques de agua elevados, inmensos descampados para una coreografía
de trailers; un paisaje vibrante de zumbidos, aunque parece abandonado. Cómo no recordar El

126
Véase “Soñando en la pirámide”, p. 89.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 125

desierto rojo de Antonioni (1964), con Monica Vitti atribulada por la pasión en el polvillo
amarillento que, como aquí, desvanece el relieve. Este es el lugar que Eugenio López, el joven
heredero de la corporación, fabricante de jugos enlatados, escogió para las setecientas y tantas
obras de su colección de arte contemporáneo.
La familia López emigró de España a principios del siglo XX. Después de la Segunda Guerra
mundial, los cuatro hermanos López desarrollaron un emporio de conservación alimenticia;
produjeron los primeros chiles enlatados distribuidos en México. Conforme crecía el negocio,
Eugenio López padre se separó del negocio original y desarrolló una rama especializada en el
proceso de jugos de frutas, mientras sus hermanos acaparaban conservas de productos mexicanos
127
—variantes de chiles enlatados, etcétera. Sin embargo, Jumex y La Costeña comparten los
mismos terrenos y los mismos pozos acuíferos en Ecatepec, aunque queda claro que la planta
procesadora de jugos ha tomado la delantera desde hace algunos años, y exporta sus productos
fuera de México (como lo prueban los anuncios en los highways de Los Ángeles). Ahora, Jumex
está abriendo una segunda planta, en Chihuahua, cerca de la frontera con Estados Unidos.
En el fondo de la fábrica, casi invisible entre los edificios de ladrillo, se eleva el edificio de
La Colección Jumex.
En la galería, todo es quietud y silencio, inmaculadas superficies, tranquila voluptuosidad.
Las obras casi no interfieren con el espacio libre; acaso puntualizan de repente ciertos ángulos,
algunas superficies de este perfecto cubo blanco.
Eugenio López empezó a coleccionar arte en 1994, cuando obtuvo un puesto administrativo
en el consorcio familiar. Se interesaba entonces por la abstracción, desde Tombly hasta Robert
Rauschenberg, y algunos pintores mexicanos —los hermanos Castro Leñero, por ejemplo. Pero
esta primera elección fue rápidamente desplazada, y en los pasados años se ha concentrado en el
arte conceptual, la fotografía y obras multimedia. A través de una galería de Los Ángeles, Chac-
Mool, también de su propiedad, y con la ayuda de su curadora personal, Patricia Martín, empezó
a deambular por el mundo del arte internacional.

127
“A diferencia de otras colecciones de arte corporativas, que constituyen una extensión casi natural de los
productos o servicios que ofrecen, como artículos de lujo, hotelería, finanzas, etcétera, la nuestra se encuentra
asociada a un producto de consumo popular”, Patricia Martín, “Una experiencia para aprender”, conferencia
dictada en ARCO, Madrid, febrero de 2004. Agradezco a Patricia Martín facilitarme ese texto inédito.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 126

En la primera presentación pública de la colección en el Museo Carrillo Gil en 1999, busqué


en vano un hilo conductor a esta aglomeración, algo así como el sello personal del coleccionista,
128
entre las obras de Donald Judd, Dan Graham o Gary Simmons. La selección dejaba la
impresión, un poco frustrante, de que las piezas se habían elegido “por catálogo”, al ritmo de las
reseñas de Art Forum y Frieze. Ahora, en su propia galería, creo percibir un tono. Como la de
Charles Saatchi, esta es una colección curada profesionalmente, que deja de lado el gusto
personal y busca tener un impacto público: “A pesar de ser aún una colección privada, incluso
personal, [la Colección] ha llegado a funcionar casi como una institución pública”, explica
Patricia Martín, y abunda: “Junto con los artistas, de nuestra propia generación, hemos generado
un proceso íntimo, que devela genealogías personales, es decir, conexiones que de otra manera
permanecerían ocultas. Nos esforzamos por buscar y adquirir obras que marquen quiebres o
momentos importantes en el desarrollo de los artistas […] Concebimos la Colección como una
suerte de laboratorio, en donde nuestro equipo y los curadores o artistas invitados encuentran las
129
condiciones espaciales, materiales, logísticas o incluso afectivas para sus aventuras.” Eugenio
López decidió abstraer gustos personales, sus deseos individuales, aunque, como en el caso de
Tamayo, se puedan detectar algunas de sus opciones en la lista de obras (hasta cierto punto,
opuestas a las de sus curadores). Esto es importante si se compara su colección, por ejemplo, con
la que Robert Littman reunió en los años 1980 y 1990 para la Fundación Cultural Televisa.
Mientras Littman sólo escogía lo que le gustaba, con pleno apoyo de sus patronos, y no tenía
interés en ofrecer una colección que tuviera algo que ver con México y sus artes, López
irónicamente usa su propio capital, pero tiene menos control sobre el contenido de la colección.
La inclusión de artistas de los años 1960 y 1970, como Dan Graham, Bas Jan Ader, On Kawara,
Bruce Nauman, Robert Smithson como “tabla de resonancia” de la producción reciente de Paul
McCarthy, Mike Kelley, Fishli & Weiss, Cerith Wyn Evans, Olafur Eliasson, Francis Alÿs,
Doug Aitken, Pablo Vargas-Lugo, Douglas Gordon, Ceal Floyer, Tacita Dean, Gabriel Orozco,
Hiroshi Sugito, Sofía Táboas, Anri Sala, Rodney Graham, Thomas Demand o Miguel Calderón,

128
“Colección Jumex”, Museo Carrillo Gil, abril de 1999 (curaduría Patricia Martín).
129
Ibid.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 127

es reveladora como una tendencia actual de la curaduría internacional —y de los discursos


legitimadores que la acompañan— de situar el inicio de una “contemporaneidad” (confundida
aquí con una vanguardia institucionalizada) en los años 1960, y muy particularmente, en la obra
130
de Robert Smithson, quien desplazó a John Cage y a Joseph Beuys de su posición patriarcal. A
diferencia de la colección Saatchi, que se planteó desde sus inicios como plataforma de
lanzamiento de una generación de artistas británicos, la Jumex se establece como “síntesis de una
etapa artística (‘los noventa’)”. Por ello, tal vez, hará época.
Aunque arquetípicas de las tendencias de moda en el arte contemporáneo —que no siempre
es el más vigoroso ni el más comprometido—, las obras se insertan armónicamente en los
131
espacios blancos de esta utopía “monástica”. Lo neutral es aquí un understatement, algo
implícito. Es, quizá, una forma de elegancia; se trata sin duda de una opción conscientemente
elitista de espaldas a la Vía Morelos, su desorden, su tráfico, su ruido, las marchas de protesta y
los piquetes de huelga que impiden el tránsito hacia la ciudad…
De manera sorpresiva, la Colección incluye varios ejercicios de “crítica institucional”,
notablemente insertos en un museo privado, aunque nunca desprovistos de ese look cool que lo
caracteriza. Las autopsias fotográficas del espacio del museo de Louise Lawler terminan siendo
terriblemente elocuentes y a la vez ambiguas en ese contexto museográfico. La documentación
de los actos que realiza Santiago Sierra en espacios públicos, representados mediante grandes
fotografías en blanco y negro, muy contrastadas, adquieren aquí una artisticidad que invalida o,
mejor dicho, desterritorializa la perversión intencional del hecho artístico de estos actos, en la
misma medida que las piezas, aún más problemáticas, de Mauricio Cattelán, quien utiliza la
misma fuerza de trabajo de Jumex para encender un foco.
La Colección se distingue, además, por la presencia de artistas mexicanos o residentes en
México. De hecho, parece que los artistas de otros países sólo están aquí para ofrecer un contexto
internacional a los locales, en un operativo destinado probablemente a los numerosos invitados
extranjeros, directores de museos y galerías, así como coleccionistas. Queda claro que se trataba

130
Es el mismo escorzo histórico que permitió, a fines de los años cuarenta, la institucionalización del surrealismo
como “el más importante movimiento de vanguardia del siglo XX”.
131
La palabra es de Patricia Martín, art. cit.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 128

aquí de ofrecer un contexto internacional a los artistas locales, repitiendo, en otra escala y en otro
momento, lo que Tamayo había hecho en los años 1980, cuando rodeó a sus propias obras de un
arte modernista internacional. De esta confrontación, a decir verdad, algunos de nuestros artistas
salen bastante bien parados. Ilustra esta cercanía, por ejemplo, una fotografía gigante de Miguel
Calderón, con una instalación deliberadamente nauseabunda del veterano Paul McCarthy. Algo
similar sucede con la contingencia de una gran fotografía de Andreas Gursky (Singapore, 1997)
y una serie de fotografías de Orozco, o entre el muro plateado de Sofía Táboas y la escultura de
hierros torcidos de Nancy Rubins. Dialogan curiosamente los “mapas” en acrílico translúcido de
Pablo Vargas-Lugo, en los que parece recoger el trazo distinguido de Gary Hume, y las
fotografías de Hume de bolas de helados, que recuerdan el Hombre de nieve (1993) de Vargas
Lugo.
Se le puede reprochar a Eugenio López imponernos el largo camino a Ecatepec; no obstante,
esta es una de las más importantes colecciones de arte contemporáneo visibles en México, y
quizás en América Latina, y puede volverse en un futuro cercano una referencia internacional,
sobre todo si, como lo ha anunciado, Eugenio López construye otro edificio, que incluiría una
biblioteca y un centro de investigación, en el corazón de la ciudad de México. No llenará, sin
embargo, una inconcebible laguna con respecto al arte mexicano de los años 1990, ya que no
existe ninguna colección de arte contemporáneo mexicano en ningún museo público del país. El
custodio “natural” de estas obras, el Museo de Arte Moderno, fue incapaz, durante la gestión de
Teresa del Conde —por gustos personales e inercia institucional—, de atender las demandas de
los artistas más productivos, y no consiguió el patrocinio que habría permitido a ese museo
132
despegar en la escena internacional, junto con los artistas mexicanos ahora considerados… Por
otra parte, después de la muerte de Natasha Gelman en 1998, el antiguo director del Centro

132
A pesar de recoger dos iniciativas curatoriales de Patrick Charpenel y Carlos Ashida, que marcaron la inserción
del arte contemporáneo mexicano en la esfera pública, “Lesa natura” (1993) y, sobre todo, “Acné o el nuevo
contrato social ilustrado” (1995), ensayada en Guadalajara en el marco de ExpoArte, Del Conde no consideró
necesario incorporar las obras al acervo del museo. El siguiente director del MAM, Luis Martín Lozano, como
tampoco los directivos del Instituto Nacional de Bellas Artes durante la administración de Sari Bermúdez, se
interesaron por ampliar y, sobre todo, renovar, los fondos permanentes de los museos. La Universidad
Nacional Autónoma de México retomó en 2004 una iniciativa abortada de Sylvia Pandolfi de 1998 —
interrumpida por la huelga universitaria de 1998-2000— de construir una colección de arte representativa de
los últimos treinta años de producción en México.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 129

Cultural/Arte Contemporáneo, Robert Littman, se ocupa actualmente de su colección —ahora


bajo jurisdicción de cierta Fundación Vergel con sede en Nueva York y, desde hace algún
tiempo, en comodato con el nuevo Centro Cultural Muros (antiguo Hotel Casino de la Selva) en
Cuernavaca—, y la amplía con adquisiciones de piezas de artistas mexicanos contemporáneos.
Como fue el caso cuando trabajaba bajo la supervisión de Televisa, los gustos personales muchas
veces subjetivos de Littman están convirtiendo a la colección Gelman en una muy extraña
mezcla de arte moderno —con Rivera y Kahlo a la cabeza— y recientes producciones
contemporáneas locales. De ninguna manera se puede comparar con el intento de López de crear
una colección representativa y exhaustiva, aunque, como ya lo dijo James Oles en su reseña de la
muestra de 1999, esta es aún una obra en proceso, y seguramente pasará por diversas etapas antes
133
de equilibrarse. A principios de 2004, la curadora de la Colección Jumex, Patricia Martín,
afirmaba: “El aislamiento casi monástico en el que se encuentra nuestra colección nos ha
permitido funcionar como un laboratorio en el cual lo importante (o el día a día) es el
experimento y no la visibilidad del mismo. Un cierto aspecto lúdico permite que esta institución
se siga considerando a sí misma como una incipiente entidad que apenas comienza a
desarrollarse, casi como un adolescente tratando de descubrir quién es y quién puede llegar a
134
ser.”

Lo que aquí tenemos no es la historia de una continuidad, ya que estos tres estudios de caso
tienen sus propios orígenes y contextos, sus tiempos, momentos y fines. Pero existen también
algunas constantes: pueden situarse en la muy congestionada intersección en que las ambiciones
tropiezan con la política, y las tácticas personales, con las estrategias públicas.

115 James Oles, “Coleccionar a la mexicana”, Reforma, 22 de septiembre de 1999.


134
Patricia Martín, art. cit.
((T
Thhiiss iiss nnoott ssuuppppoosseedd ttoo bbee hheerree))
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 132

En febrero de 2002, Stefan Brüggemann, un artista y promotor de arte de veintiséis años,


presentó en la ciudad de México su primera exposición individual, “Intellectual Disaster”, un
compendio de banalidades autorreferenciales sobre el destino y las funciones del arte que parte
de las especulaciones de Joseph Kossuth. Mientras recorrí la muestra acompañado por el autor,
135
me preguntó si consideraba que su obra podía tener relevancia fuera de México. Sus dudas
implicaban una respuesta obvia: no. No, en el estado actual de las observaciones críticas sobre el
arte; no, en el contexto de una “representación” del arte mexicano. Brüggemann, sin duda, lo
sabía, y por ello sobre el muro de entrada de la Galería de Arte Mexicano —of all places—,
había escrito esta frase: This is not supposed to be here.
Como muchos de los artistas que han surgido en México en los últimos años, la producción
de Brüggemann se sitúa deliberadamente en el contexto de un país que apunta económica y
políticamente hacia la globalización, y refleja, por lo tanto, una imperiosa necesidad de
desembarazarse de la carga de discursos sobre lo nacional, que en México se identifican ahora,
de manera sistemática y con exclusión de todo matiz, con la ideología del partido político que
dominó al país durante más de setenta años.
La obra de Brüggemann, en ese sentido, es paradigmática de este rechazo y de esta reacción.
Esta serie de conceptos sobre el sistema del arte, y en particular sobre los mecanismos de
validación de la obra, pocas veces analizados en México, recuerdan los desafíos de Gabriel
Orozco al espacio museográfico y a las expectativas del público al ocultar las obras cuando, por
ejemplo, abandonó una caja de zapatos vacía en un pasillo de la Bienal de Venecia para a
estudiar las reacciones de los asistentes ante ese baladí e insólito objeto. Sin embargo, y a
diferencia de Orozco, que siempre deja flotar cierta ambigüedad en torno a las obras y a sus
propias intenciones, Brüggemann utiliza las herramientas de la crítica institucional tal y como la
dispusieron Hans Haacke y Joseph Kossuth.

135
Stefan Brüggemann, “Intellectual Disaster”, Galería de Arte Mexicano, febrero-marzo de 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 133

Retomando la objeción de Magritte, Brüggemann dispuso obras que se nombran por lo que
son, o son lo que el título indica. La cédula de la sala está implícita en la obra, y la obra desdobla
la cédula: “Looks conceptual” es un cuestionamiento válido si consideramos que, para situar
estéticamente su proceder, el artista, por un lado, es su propio curador, y, por el otro, utiliza el
look frío y banal de un minimalismo conceptual que ya ensayó Barbara Kruger. “Straight
forward” y “Effortless” son afirmaciones que, en su misma banalidad, desmienten lecturas
externas como ésta.
El uso sistemático del inglés como lengua franca del mundo del arte señalaba una estrategia
que Brüggemann compartía con varios artistas. A priori la crítica no estaba dirigida a la escena
local, sino que cuestionaba el sistema del arte en su totalidad. En cierto sentido, y puesto que
estaba producido en y desde México, se puede interpretar su discurso como exigencia de una
internacionalización de la escena artística mexicana. Reclamaba la integración de las
producciones locales a la circulación globalizada; pretendía quizá demostrar que nuestro mundo
del arte ya dejó de ser aldeano. Varias de las “piezas” del programa incompleto de exposición así
lo indicaban: “Bad conceptual artist” se topaba con “Bad Mexican artist”, y Brüggemann
136
sepultaba su propia obra bajo esta lápida: “Against international standards.”

No pretendo cuestionar aquí la eficacia de la propuesta de Brüggemann, sino subrayar una


exasperación que irradia de la producción artística mexicana de la década pasada, al grado de
crear conflictos que rebasaron a los propios artistas y ensuciaron también a la crítica, a las
instituciones, galerías, museos, espacios independientes o alternativos. Se trata de una variante
de la batalla decimonónica entre “modernos” y “antiguos” transformada, en el caso mexicano, en
una guerra campal para situarse de un lado u otro de una línea geográfica que adquiere así valor
metafórico y conceptual. Lo que está en el corazón de este malestar no es la problemática de la
“representación nacional” —debate rancio y atávica trinchera de quienes se refugian en la
nostalgia para no confrontar la erosión y reformulación de estructuras y discursos—, sino cómo

136
En 2005, Stefan Brüggemann se instaló en Londres, una démarche implícita en sus propuestas de 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 134

se articula ahora la situación del arte local en un momento en que el sistema político y
económico del país se tambalea y se renueva.
Lo que quisiera plantear aquí es que el debate trasciende las políticas estrictamente
nacionales y que no podemos comprender la situación mexicana sin situarla en el contexto más
general de una profunda transformación de las funciones y los usos del arte, que se inicia
alrededor de 1984, justo en el momento en que se formulaban las teorías sobre la globalización
económica. Intentaré una descripción de los dispositivos o interfases, internos y externos, que
produjeron estos cambios.

Primer planteamiento. México: un arte en tensión

Las tensiones actuales del arte producido en México no son inesperadas, ni nuevas. Marcan de
hecho la historia del arte del siglo XX, y las expresó claramente, a mediados de los años 1970, el
137
crítico Jorge Alberto Manrique. Sin embargo, si algo ha cambiado en los pasados quince años,
no son tanto las motivaciones, sino la cadencia y el aceleramiento de una exasperación, que
iguala las brutales transformaciones socioeconómicas del país y, sobre todo, busca adecuar los
discursos teóricos y las prácticas artísticas a la emergencia masiva de nuevas clases de edad y la
reconfiguración social de un país confrontado a la globalización. Las repercusiones y las
conflagraciones ya no son estrictamente generacionales, sino que se traslapan y en muchas
ocasiones sólo sirven para disimular conflictos más reales, profundos y trágicos: frustraciones
raciales, clasistas, ideológicas, sexuales, o las cuatro juntas.
La historia de estas tensiones, de estas construcciones ideológicas y de estas negaciones se
está escribiendo actualmente, con una renovada pasión y entusiasmo, porque, después de
aparecer como una oposición minoritaria, impregnan ahora la noción de “cambio”, y las
posiciones, encontradas como siempre, se inscriben en el debate de una reformulación del
Estado-Nación.

137
Jorge Alberto Manrique, “El proceso de las artes, 1910-1970, Historia General de México, Tomo II, México, El
Colegio de México, 1981, pp. 1357-1374.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 135

En los años veinte, Diego Rivera, líder de una “escuela mexicana” de pintura fincada en el
“descubrimiento de un alma nacional” y en la articulación de una narrativa social, se había
demarcado de (y refutado violentamente) su participación en el cubismo parisiense, para
encabezar un frente de batalla entre lo privado (la pintura decorativa) y lo público (un arte útil a
las masas). Sin entrar aquí en detalles, su modelo determinó el rechazo por motivos
supuestamente estéticos de pintores como Rufino Tamayo y Agustín Lazo. La modernidad de
dicho modelo rebasaba las consignas nacionales y se vinculaba con la praxis de las vanguardias
europeas, y parecía inoperante en un país como México. El “estilo internacional” surrealista fue
recibido con reticencias a mediados de los años treinta, hasta que, bajo la dictadura de un
precepto absurdo de André Breton, fue finalmente incorporado y legitimado como una “corriente
nacional”.
Más claro aún resulta el caso de las abstracciones de mediados del siglo, adoptadas
generalmente como una manera de distanciarse de una desgastada figuración asentada en “el
paisaje nacional” y convertidas en el arte oficial del periodo presidencial de Miguel Alemán,
primer régimen civil de la época posrevolucionaria, en el momento en que el país rediseñaba su
política interna en términos de industrialización y modernización, abandonando el sueño
vagamente soviético (o, digamos, bujarinista) de una “revolución verde”. Tanto la abstracción
lírica de Lucinda Urrusti, Enrique Echeverría, Lilia Carrillo o Antonio Peláez, de fines de los
años 1950 y principios de los años 1960, como los geometrismos adoptados un poco más tarde
por Vicente Rojo, Kazuya Sakai, Sebastián o Manuel Felguérez, entre otros, no sólo fueron
tolerados, sino que gozaron de gran aceptación entre las emergentes clases medias, porque no
cuestionaban, como las obras más críticas de los “realistas” de la etapa anterior, el falso
triunfalismo de un régimen que, como lo revelaría la crisis de 1968, adoptaba una política de
avestruz con respecto a sus problemas sociales y generacionales internos. Se presentaban,
además, como el necesario trampolín hacia una recepción internacional del arte mexicano. Las
abstracciones mexicanas fueron deliberadamente desprovistas de todo carácter local, aun cuando
algunos pocos artistas —Gunther Gerzso, por ejemplo, o Vicente Rojo— sí trataron de mantener
ciertos referentes icónicos, disfrazados y filtrados a través de una operación sofisticada y
bastante críptica, herencia latente del surrealismo en su propuesta de revalidar, más allá del
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 136

primitivismo, lo telúrico y lo arcaico, que Cuauhtémoc Medina describió recientemente en


138
términos de “gótico americano”.
Las operaciones de promoción internacional de la pintura abstracta de la segunda mitad del
siglo XX, que llevaron a cabo las galerías Juan Martín y Antonio Souza y pronto recuperó un
Museo de Arte Moderno de reciente creación, fallaron sistemáticamente, en gran parte, a causa
de la satanización sistemática del arte mexicano, rebote de la resonancia de los muralistas
mexicanos y su reivindicación de un arte vinculado con la realpolitik —ese “peso muerto” de la
“influencia del arte mexicano” que, según una célebre caricatura de Ad Reinhardt de 1944,
139
precipitó a toda una rama del arte moderno, el “socialsurrealismo”, al basurero.
En la primera mitad del siglo XX, en la época de las vanguardias, las interacciones entre
asociaciones artísticas periféricas podían definirse en términos de encuentros e intercambio —
Diego Rivera en París, Jorge Luis Borges en Lausana, Torres García en Barcelona, Eisenstein en
México, etcétera—, y es fácil ahora detectar en las producciones de los poscubismos y
posfuturismos, el sello de las diversidades locales: el fenómeno que, con buena fortuna,
140
Francisco Reyes Palma definió como una “nacionalización de las vanguardias”. Sin embargo,
después de la Segunda Guerra mundial, y bajo la acción de profundas transformaciones en el
campo de las políticas económicas, el aceleramiento de las comunicaciones y el desarrollo de los
medios visuales, quizá convenga más hablar de “mimetismo cultural”. Ya no se trataba,
entonces, de recentrar teorías y prácticas artísticas en lo regional, sino de comulgar con el
concepto teleológico de “universalidad” de los lenguajes artísticos y de colocar la práctica del
arte por encima de contingencias históricas e ideológicas. Esta negación de la historicidad de la
obra de arte determinó tanto los expresionismos abstractos y las abstracciones geométricas como
el minimalismo y las primeras expresiones del land art y del performance. El mimetismo cultural

138
Cuauhtémoc Medina, “Gerzso y el gótico indoamericano: del surrealismo excéntrico al modernismo paralelo”, El
riesgo de lo abstracto: el modernismo mexicano y el arte de Gunther Gerszo, Santa Barbara Museum of Art,
2003 (Diana Dupont, ed.).
139
“How to look at American Art”, citado por Cuauhtémoc Medina, “La prohibición como incitación”, en Silvia
Gruner, Reliquias, Centro de la Imagen, 1998.
140
Francisco Reyes Palma, “Vanguardia: año cero”, en Olivier Debroise (ed.), Modernidad y modernización en el
arte mexicano, Museo Nacional de Arte, 1991.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 137

parecía absoluto y el mundo del arte funcionaba como si fuera uno solo, centrado en Nueva
York. Desde París hasta Varsovia, desde Buenos Aires hasta México, los artistas se enfrentaron a
un nuevo dilema: ¿cómo distinguir un arte que se había vuelto indistinguible?
Las resistencias no se hicieron esperar, aunque siempre marcadas por la ambigüedad y, quizá,
la imposibilidad de articular un discurso desde posturas locales sin encallar de vuelta en los
escollos de las artes nacionales. Hay casos paradigmáticos, como el de José Luis Cuevas, que, en
1956, abrió una trinchera detrás de la “cortina de nopal” en la que refugió su insatisfacción y la
frustración de tener que seguir siendo un “artista mexicano”. Si bien el expresionismo de Cuevas
se deriva de la obra de José Clemente Orozco, Cuevas suprimió, como los abstractos que lo
siguieron, el “color local”: la obra entera es monocroma, y las referencias son Dostoievski y
Kafka, Goya y de Kooning. Más atrevido, sin duda por su situación de refugiado político
cosmopolita, en 1960, Mathias Goeritz confrontó a Jean Tinguely en su ascensión hacia la
cumbre, el MoMA de Nueva York. Su reivindicación de un “arte-oración” y de una sublimación
de las prácticas artísticas en contra del realismo autodegradable de Tinguely (al que llamó “arte-
mierda”) apenas fue considerada un chiste sin importancia. Curiosa pugna, sin embargo, entre
dos artistas que trabajaban sincrónicamente con los mismos materiales, desechos industriales y
objets trouvés, e intentaban reformular la postura del artista, aunque desde posiciones
141
encontradas.
Lo que aquí llamo “mimetismo cultural”, el debate sobre la “dependencia”, para retomar una
categoría introducida lúcidamente por Marta Traba, marcó profundamente tres décadas de
142
producción artística en América Latina. Reflejaba adecuaciones a los campos políticos y
económicos y dejó una estela de frustraciones, rencores y lamentos, sobre todo en los países
“vulnerables”. Si bien hay que reconocer los méritos y esfuerzos de varios críticos
latinoamericanos, en particular los de José Gómez Sicre y Marta Traba, por construir un discurso
sincrónico en oposición a la justa que enfrentaba entonces a la omnipresente y secretamente
hipernacionalista escuela abstracta de Nueva York a las agónicas variaciones postsurrealistas de

141
Feruccio Asta et. al., Ecos de Mathías Goeritz, Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1998.
142
Véase Marta Traba, Dos décadas vulnerables en las artes plásticas latinoamericanas, 1950-1970, Siglo XXI,
México, 1973.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 138

Europa, los discursos de estos críticos no dejaron de ser ambiguas justificaciones locales, que
sólo lograron la validación interna de algunos artistas latinoamericanos que sí estaban atentos a
lo que sucedía en otros ámbitos, particularmente en Nueva York, como lo precisaron en ensayos
143
recientes Paulo Herkenoff e Yves-Alain Bois. A pesar del arrojo, de las llamadas a la unidad y
la creación de “frentes” artísticos (los neoconcretos en Brasil, los interioristas, Nueva Presencia y
Los Hartos, en México), no hubo manera de romper el bloqueo estadounidense. La única
excepción a esta regla fue la inserción en Francia de los artistas del cinetismo venezolano, que
lograron infiltrarse en los márgenes del minimalismo neoyorquino.
Clamando en el desierto, dirigiéndose a una audiencia de sordos únicamente preocupada por
preservar la esencia de un discurso sobre la “pureza del fenómeno artístico” y la singularidad del
artista, Traba intentó comprobar la existencia de una “tercera vía” al aislar los rasgos de una
“poética común” marcada y justificada por “expresiones de fuerzas espirituales” supuestamente
específicas de América Latina. Si bien, en la atmósfera polarizada de la Guerra Fría, su postura
se antojaba improbable y destinada al fracaso, Traba y un grupo de críticos como Rita Eder,
Aracy Amaral o Dore Ashton dejaron las semillas de lo que, más tarde, serían las bases de las
teorías sobre el multiculturalismo y las estrategias artísticas locales.
Al mismo tiempo, la deflación de las políticas culturales de los países de Europa occidental
desde la implantación del Plan Marshall muy probablemente reflejó y encauzó estos crecientes
descontentos y acabó rompiendo el cerco hiperproteccionista y la ceguera del mainstrean
neoyorquino. La duodécima y última Bienal de París de 1982 —bastión del arte conceptual desde
principios de los años setenta, y una de las pocas muestras con fuerte representación
latinoamericana— parece repercutir en la organización, en 1984, de la primera Bienal de La
Habana, que recogió la declaración de Jean Baudrillard sobre “el fin de la modernidad”, así
como la oposición generalizada al bloqueo económico estadounidense contra Cuba, y fue

143
Marta Traba, Art of Latin America 1960-1980, Interamerican Development Bank, Washington, 1994, p. 87. El
interés reciente por las abstracciones geométricas y las variantes latinoamericanas del minimalismo permiten
ahora comprender más cabalmente el debate acerca de la “dependencia”, que Traba menciona reiteradamente,
sin explicarlo. Véase Paulo Herkenoff, “Paralelos divergentes: para un estudio comparativo entre el
neoconcretismo y el minimalismo” e Yves-Alain Bois, “Unos latinoamericanos en París”, ambos en Mary
Schneider Enríquez (curadora), Abstracción geométrica. Arte latinoamericano de la Colección de Patricia
Phelps de Cisneros, Yale University Press, New Haven, 2001.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 139

concebida para incluir las producciones artísticas de los países caracterizados como “tercer
mundo” y establecer relaciones internacionales desligadas de las obsoletas triangulaciones vía
144
París, Londres o Nueva York.

Mil novecientos ochenta y cuatro

Había que organizar los desfiles, manifestaciones, conferencias, exposiciones de


figuras de cera, programas cinematográficos y de telepantalla, erigir tribunas,
construir efigies, inventar consignas, escribir canciones, extender rumores,
falsificar fotografías... La sección de Julia en el Departamento de Novela había
interrumpido su tarea habitual y confeccionaba una serie de panfletos de
atrocidades. Winston, aparte de su trabajo corriente, pasaba mucho tiempo cada
día revisando colecciones del Times y alterando o embelleciendo noticias que
iban a ser citadas en los discursos.

Georges Orwell, 1984 (1948) Editorial Porrúa, Sepan Cuantos… 2002.

On January 24th, Apple Computer will introduce Macintosh. And you’ll see why
1984 won’t be like “1984”.

Del trailer de Ridley Scott anunciando la comercialización de la Macintosh


“Classic”, 1984.

En 1984, se le encargó al director de Blade Runner, Ridley Scott, la introducción de la


nueva computadora Macintosh de Apple. En retrospectiva, este suceso está repleto de
significados históricos. Como ya lo apuntó Peter Lunenfeld, Blade Runner (1982) y la
Macintosh (1984) —comercializados con dos años de diferencia— definen las dos
estéticas que, veinte años más tarde, aún dominan la cultura contemporánea, al reflejar
lo que llama “el presente permanente”. La primera era una distopía futurista que
combinaba el futuro con la decadencia, la tecnología de la computación con el
fetichismo, un estilo retro con el urbanismo, Los Ángeles con Tokio. Desde el
lanzamiento de Blade Runner, su estilo tecno-noir ha sido reusado en incontables

144
Jean Baudrillard, “Fin de la modernité ou l’ère de la simulation” en La modernité ou l’esprit du temps, Biennale
de Paris, Section Architecture, 1982, 12ème Biennale de Paris, 1982.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 140

películas, juegos de computadora, novelas y otros objetos culturales. Aunque numerosos


sistemas estéticos fueron articulados en las siguientes décadas, tanto por artistas
(Matthew Barney, Mariko Mori) como por la cultura comercial (la parodia
“posmoderna” de los años 1980, el tecnominimalismo de los años 1990), ninguno ha
logrado desplazar la huella de Blade Runner en nuestra visión del futuro.
A diferencia de la visión oscura, decadente y “posmoderna” de Blade Runner, la
Interfase Gráfica (Graphical User Interface o GUI), popularizada por Macintosh, se
atiene a los valores modernistas de claridad y funcionalismo. La pantalla se rige por
líneas rectas y ventanas rectangulares que contienen los rectángulos más pequeños de
los documentos organizados sobre una cuadrícula. La computadora se comunica con el
usuario mediante cuadros rectangulares que contienen letras negras sobre fondo blanco.
Las versiones subsiguientes de la Interfase Gráfica agregaron colores y permitieron que
los usuarios modificaran a su antojo la apariencia de varios de los elementos,
reduciendo de alguna manera la esterilidad de la versión original de 1984 […]
Como Blade Runner, la Interfase Gráfica de la Macintosh articula una visión del
futuro, aunque muy distinta. En esta visión, la línea de demarcación entre el ser humano
y sus creaciones tecnológicas (computadoras, androides) es clara, y no se permite la
145
decadencia.

Primer dispositivo: después del glamour

En el verano de 1984, salió a la venta, paralelamente en Zurich y en Nueva York, el primer


número de la revista Parkett, que instauró una nueva modalidad en un mercado del arte
paralizado por estructuras muy rígidas e incapaz de confrontar la aparición de una clase de edad,

145
Lev Manovich, The Language of New Media, The MIT Press, Cambridge, 2001, p. 63.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 141

los baby-boomers, que ya la estaban haciendo en la reordenación del capital, y apostaban de


nuevo, por primera vez después del Crack de 1929, en la bolsa de valores.
En el primer número de Parkett, los editores se demarcaron de las revistas de arte de formato
más tradicional, Art News, Art in America o Artforum, cuya función era sostener el mercado
existente, ofreciendo un espacio de promoción (las reseñas de exposiciones y la publicidad de
galerías, que conforman el grueso de estas publicaciones) apuntando a una visualidad
contemplativa arquetípica de la modernidad. Parkett, por el contrario, adoptaba estrategias de
interactividad e interconectividad del primer arte conceptual. “Tenemos el deseo de producir un
vehículo de confrontación directa con el arte, no sólo ofreciendo cobertura acerca de los artistas,
146
sino contribuciones originales de ellos”, anuncian los editores en el primer número. La revista
se financia en gran medida con la venta por correspondencia de obras de arte realizadas ex
profeso por artistas invitados; esto significa que, además de ser órgano de difusión y promoción,
Parkett se establece como instrumento de validación y se desdobla en una especie de galería
virtual; deliberadamente, se propone crear su propio mercado del arte, y reconoce que su público
—asimilado de antemano a una clientela— es el mismo que empieza a consumir las grandes
firmas de la moda, Yves Saint-Laurent, Agnès B, Gianni Versace, Enzo o Gucci.
El formato de la revista sigue las reglas del sistema de la moda, empezando por un diseño
audaz sin ser extravagante y una mezcla de temas que van de la arquitectura al diseño, del arte a
la moda, todo ello salpicado de teoría, como respuesta a una pretendida usurpación académica de
los discursos sobre el arte, enfocada muy concretamente hacia el grupo de la revista neoyorquina
October.
Por su imperioso afán de credibilidad, los editores de Parkett recurren, además, a un
mecanismo ensayado desde tiempo atrás por Vogue, Elle y Marie-Claire en sus números de fin
de año: cada entrega está coordinada por un artista renombrado, que funge como editor, pero
sobre todo, como curador, puesto que él es quien decide cuáles son los artistas invitados, los que
van a figurar en las colecciones en ciernes. A veinte años de distancia, la lista de estos artistas-
editores, no es casual, refleja claramente una decisión curatorial de los editores, y deja entrever

146
Bice Curiger, “Dear reader…”, Parkett, núm 1, 1984.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 142

cómo ciertas corrientes se asentaron en los primeros niveles de prestigio y ventas: Mario Merz,
Sigmar Polke, entre los primeros. Proyecto a largo plazo, el diseño del lomo de varios números
consecutivos es asimismo encargado a un artista, y sólo se vuelve visible en una biblioteca
completa.
Desde los años veinte hasta mediados de los años 1980, el glamour y la hiperestetización
sintética (derivada del art-déco) servían para marcar una distancia, crear objetos de deseo
inaccesibles. El proyecto de Parkett es radicalmente opuesto: pretende democratizar el elitismo y
su estética. El distanciamiento que procura el glamour—que ya para entonces sólo se mantiene
en un nivel de parodia, y sólo alimenta simulacros gays o queer— no satisface los deseos de una
clientela que, en su arrogancia generacional y su recién conquistado poder de compra, quiere
creer que es insólita, única, insuperable e inmortal, y pretende tener acceso y control sobre los
productos que adquiere. Parkett encabeza entonces una batalla por espacios de consumo que
libran conjuntamente los organismos rectores de los gustos estéticos, es decir, las galerías de
arte, los museos y las marcas de prestigio. Sus enemigos —que no su competencia— son las
franquicias que difunden reproducciones de pinturas impresionistas y productos derivados de las
“grandes obras maestras de todos los tiempos” en The Museum Shop, y los líderes del
sportswear, Calvin Klein, Gap, Benetton o Banana Republic. Simple operación de
mercadotecnia, se trata de hacerle creer a este nuevo cliente, instrumento del boom económico,
que lo que hace, la manera en que se viste y, sobre todo, lo que compra —ya sea un vestido, unos
calzones, un antiguo trastero recuperado de una granja perdida en el desierto, un cena “étnica”,
un boleto para un rave frenético en una bodega en ruinas, un Louise Bourgeois, o una copia
original de un video de Pipilotti Rist— es distinguido, diferente e insólito. Lo que Parkett —y
todas las revistas que la siguieron y continúan su modelo— pone aquí en acción es el aura
perdida de Walter Benjamin, la estrategia de Joseph Beuys cuando se expone a sí mismo en el
recinto museográfico y disemina luego los residuos de actos artístico-políticos a manera de
cápsulas de tiempo; una especie de arqueología de la autenticidad del gesto artístico que se inicia
con las estrategias de Fluxus, más tarde recuperadas por Gabriel Orozco.
No fue casual, entonces, que el museo, receptáculo de objetos cargados de sentido,
iluminados por su prestigio, fuera elegido como espacio de socialización predilecto de esa
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 143

distinguida clientela. El territorio en el que se desvanece el glamour, y en el cual el aura se


convierte en plusvalía.

Segundo dispositivo: La inversión directa

En 1988, Thomas Krens —ex–pintor, respetado profesor de historia del arte y la arquitectura en
el Williams College y a la vez graduado de la Escuela de Administración de la Universidad de
Yale— tomó posesión de su cargo como director de la fundación Solomon R. Guggenheim de
Nueva York. Aun cuando era uno de los más ricos del mundo, con colecciones de arte moderno
evaluadas en miles de millones de dólares y una aparatosa sede, el Guggenheim apenas lograba
subsistir, y operaba con números rojos desde varios años atrás. Sacar al museo adelante
implicaba, por lo tanto, hacer rendir esos activos. Después de enfrentar una polémica por la venta
de dos piezas de la colección, que ocasionó la salida de dos importantes miembros de la mesa
directiva, con todo y sus donaciones, Krens propuso un muevo modelo operativo. Se trataba de
alquilar la prestigiosa marca Guggenheim, ofreciendo las colecciones en comodato a
instituciones descentralizadas que operarían bajo el sello “Guggenheim”. Por supuesto, la
Solomon R. Guggenheim, la casa matriz y depositaria legítima de las colecciones, no tendría que
desembolsar un solo centavo en estas operaciones de leasing.
A diferencia del MoMA de Nueva York, su eterno competidor, que jamás quiso insertar el arte
en la vida de la ciudad y desde 1939 protegió cuidadosamente sus colecciones en un claustro
cerrado de la calle 54, el Guggenheim en espiral de Frank Lloyd Wright se desprende desde 1959
de la perfecta y austera alineación de la Quinta avenida. Desde su fundación se presentó como
nodo y emblema, no sólo como recipiente de colecciones. Krens adoptó esta idea de expansión, y
la volvió un lema.
Aunque en principio imaginado como un proyecto interno para Estados Unidos, Krens no
pudo sino aceptar la repentina aparición de industriales vascos, que, empeñados en sacar a Bilbao
de su marasmo postindustrial, reinscribieron el otrora centro de la economía española en la ruta
turístico-religiosa de Santiago de Compostela, atrayendo feligreses hacia una singular replica de
Silicon Valley. Para lograr su efecto, necesitaban elevar un faro cultural sobre las ruinas de los
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 144

altos hornos. Como la operación iba a ser financiada por estos clientes, que además ofrecían una
donación de veinte millones de dólares al Guggenheim, Krens no lo pensó dos veces. Adoptaba
ahí el modelo económico de “inversión internacional directa” tal y como lo definieron los
teóricos de la globalización Kenichi Ohmae y Michael E. Porter entre 1982 y 1986, que implica
fusión de compañías y organizaciones tanto privadas como públicas, y funciona a la par de un
sistema de zonas de libre comercio interconectadas. Los programas, las colecciones y las
curadurías se diseñarían en Nueva York y se colocarían en museos de la red Guggenheim que
funcionarían como espacios libres de la interferencia de las políticas arancelarias y de las
legislaciones nacionales. Krens, que se describe a sí mismo como “filósofo, seductor y
prostituta”, era perfectamente consciente de las implicaciones de su programa: “No podemos
hundir la cabeza en la arena como un avestruz e ignorar lo que está pasando. Culturas,
nacionalismos, Estados: estas fronteras parecen estarse diluyendo. El paradigma, para mí, es
147
alinear la institución con las fuerzas internacionales que están en acción”, declaró en 1997.
Al hacer una franquicia de la marca Guggenheim, se trataba de institucionalizar y, sobre todo,
de agilizar un mecanismo de persuasión cultural que, en los veinte, ensayó Benito Mussolini al
enviar la nave Italia, transformada en un museo flotante bajo la curaduría de Gabriele
d’Annunzio, por los océanos del mundo. Una práctica misionera del arte que se reafirmó durante
la Segunda Guerra mundial cuando el Office of the Coordinator of Interamerican Affairs, que
pilotaba Nelson Rockefeller, trasladaba exposiciones creadas en el MoMA a capitales
148
latinoamericanas en aras de una unión continental americana en oposición a las fuerzas del Eje.
Hay que mencionar, entre estas operaciones, las magnas exposiciones de arte mexicano, en
particular la que, a partir de 1952 y en plena Guerra Fría, estuvo girando por Europa bajo la

147
Paula Weideger, “The Supreme Commander of the Guggenheim Empire”, New Statesman, vol. 127, 20 de
febrero de 1998, p. 42.
148
“Las exposiciones fueron: 1941, ‘La pintura contemporánea norteamericana’; 1941: ‘U S. Representation to the
National Fair of Guatemala’; 1943, ‘United Hemisphere Poster’ (Cuba); 1943-45, ‘Brazil Builds’ (México,
Brasil); ‘100 Years of Portrait Photography’ (México); 1944; ‘New Silk-Screen Color Prints I’ (México);
1944, ‘Picasso’ (México); 1945, ‘New Directions in Gravure: Willam Stanley Hayter and His Studio’
(Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México, Perú, Uruguay, Venezuela); 1947, ‘Two Cities: Planning
in North and South América’ (Perú) y 1951: ‘U. S. Representation: I Bienal Do Museu de Arte Moderna de
São Paulo’ (Brasil)”: Sebastián López, “Breve lección de geografía artística”, en Otras rutas hacia Siqueiros
(Olivier Debroise ed.), Curare-Museo Nacional de Arte, México, 1996.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 145

149
batuta de Fernando Gamboa. A pesar de un galopante incremento de los públicos desde
principios de los años 1980, ese modelo de exposición propagandista dejó de ser operativo, sobre
todo porque los Estados patrocinadores ya no fueron capaces de absorber impunemente ese gasto
suntuario, y padecieron las resistencias de sus electores en sus propios países (sólo México y
Brasil han tenido, en la pasada década, la audacia de exponerse de este modo). Algunas empresas
privadas tomaron entonces el relevo, operando en los márgenes del sistema tradicional de
museos, echando mano de colecciones muy diversas, privadas y públicas, y organizando magnas
muestras que satisfacen a un público cada vez más ávido de un contacto directo con “joyas del
pasado”. Así es como nos llegan ahora descomunales exposiciones de arte egipcio, tesoros
prehispánicos, figuras de terracota de la China imperial, cualquier variación imaginable a partir
del impresionismo o, en un tono menor, visiones de la mujer francesa en el siglo XIX o
retrospectivas de Degas, para sólo mencionar casos recientes. Sin embargo, ninguna de estas
exposiciones blockbusters modificó en profundidad la función del museo. Ahí, Krens dio un
paso adelante.
Krens estaba al tanto de las nuevas políticas económicas; sin duda manejaba una idea del
público como clientela muy similar a la de los editores de Parkett. En contra, a veces, de sus
patrocinadores más tradicionales, se aferró a la idea de crear plusvalía sobre el capital-prestigio
de las colecciones del museo. Se trataba de volver accesible el aura de autenticidad del objeto
artístico envuelto en teoría académica, extirpado de inaccesibles bodegas, y de sacrificarlo en el
altar de una supuesta democratización del gusto estético. En ese sentido, Krens recuperó para el
consorcio Guggenheim una teología del arte como misión social y el concepto del museo como
espacio de propaganda política de la preguerra, sólo que ahora, lo que se trataba de vender ya no
era una ideología ni programas nacionales. El museo en franquicia no sólo traslada exposiciones
completas con un mínimo de problemas burocráticos y de manutención, sino que se vuelve
vehículo de una cultura mimetizada y mecanismo de inversión directa en un campo cultural
interdependiente, mucho más dinámico, y que se sitúa de plano en una vanguardia estética.

149
Véase p. 37 y ss.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 146

En esta reconfiguración del museo en el capitalismo tardío, Krens encontró cómplices: los
arquitectos-urbanistas Frank Gehry, Jon Jerde y Rem Koolhaas, y los nuevos gestores del tiempo
libre y los modelos estéticos, los diseñadores de moda Hugo Boss, Gorgio Armani y Miuccia
Prada.

Tercer dispositivo: Delirious Koolhaas

La interacción entre la moda y el arte no es una novedad: ya en los años veinte, Coco Chanel
trabajaba con y para Picasso y los Ballets Rusos de Serguei Diaghilev; los futuristas italianos y
los constructivistas rusos diseñaron el vestuario de la Italia fascista y de la nueva Unión
Soviética, y Sonia Delaunay fue el alma detrás de la exposición del Musée des Arts Décoratifs de
París en 1925. Lo que ahora ha cambiado es la mecánica de esta relación, que se debe al inmenso
poder adquirido en la segunda mitad del siglo XX por los emporios de la moda. Si bien la
creación, en 1994, del premio Hugo Boss otorgado por el Guggenheim aún encaja en un sistema
de mecenazgo tradicional, la relación del museo con Armani y Prada, y a su vez con Jon Jerde y
Rem Koolhaas, es radicalmente diferente.
En la breve introducción del libro auspiciado por la Fondazione Prada de Milán, en que
Koolhaas y su equipo de trabajo exponen los proyectos para tres “epicentros” de la constelación
Prada —el primero de los cuales se abrió en 2001 en lo que fuera el vestíbulo del Guggenheim
SoHo—, el arquitecto escribe: “La expansión indefinida representa una crisis: en un caso típico
anuncia el fin de la marca como empresa creativa, y el principio de la marca como empresa
puramente financiera […] El peligro de la multiplicación es la repetición: cada tienda adicional
150
reduce el aura y contribuye a un sentido de familiaridad.” Koolhaas pone el dedo en la llaga del
sistema de la moda, que se parece además, y corre de manera paralela, al sistema de las
vanguardias artísticas: el riesgo de la banalización, la perdida de sentido, la deflación económica

150
Rem Koolhaas, “Introduction”, en Rem Koolhaas, Jens Hommert y Michael Kubo, OMA/AMO. Rem Koolhas.
Projects for Prada Part 1, Fondazione Prada, Milán, 2001.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 147

de los objetos. Apunta claramente a la devaluación del prestigio de ciertas marcas famosas —
Calvin Klein, por ejemplo— atrapadas por la formidable multiplicación de sus franquicias.
Koolhaas recoge las promesas de Jon Jerde, el arquitecto-urbanista de los malls de San Diego
y Los Ángeles, configurados, como ya lo apuntó Serge Guilbaut, según el modelo del museo: “El
espacio produce un comprador que tiene un alma y no reacciona a su entorno como un robot. El
entorno de Jerde produce este comprador sirviéndose de técnicas museísticas. El shopping ya no
151
debe ser una faena, sino un paseo lleno de sorpresas y de maravillas.”
Si Jerde abrió el camino colocando, en 1997, obras impresionistas en salones de juego de Las
Vegas, Koolhaas (que diseñó el Guggenheim Vegas) dio un paso más al transformar los
“epicentros” Prada SoHo de Nueva York, Rodeo Drive de Los Ángeles y el de Post Street en San
Francisco —que nunca llegó a abrir y se quedó en proyecto— en galerías en las que cualquiera
puede ir a disfrutar, fuera de los horarios de venta, de una exposición, de un concierto o,
simplemente, a tomar un trago. Siguiendo la estrategia de Miuccia Prada cuando recogía los
gustos estéticos de sus clientes —la fascinación por la lencería de época o vintage, por ejemplo,
o las referencias nostálgicas a una historia de la moda—, lo que ahora hace Koolhaas es
satisfacer los deseos de su público en vez de imponer su propio estándar. Esta democratización
controlada implica expandir la práctica ya común del cocktail after hours en las terrazas o los
salones del museo, hasta entonces reservada a los patronos, miembros de las mesas directivas de
los museos o… a los asiduos compradores del “museo virtual” de Parkett.
Sin embargo, el modelo megalómano de Krens amenaza con derrumbarse ante la quiebra
152
anunciada del consorcio Guggenheim. Ni los patricios de Bilbao o São Paulo (que financiaron
la exposición “Brasil 500 años”), ni los banqueros alemanes que solventaron el Deutsche
Guggenheim de Berlín, ni los diseñadores de Milán lograron sacar al Guggenheim de su crisis

151
Serge Guilbaut, “Muséalisation du monde ou Californication de l’Occident?”, in Qu’est-ce que la culture?, Université
de Tous les Savoirs, vol. 6, Odile Jacob, París, 2001 p. 369-382.
152
Debido, por un lado, al traslado de las galerías de arte a Chelsea y, por el otro, a los acontecimientos de
septiembre de 2001, la asistencia del Guggenheim SoHo cayó en un 50% entre septiembre y noviembre de
2001. En aquella fecha, la fundación liquidó al 20% de su personal operativo; un mes después, canceló su
contrato con Prada y se retiró de este joint venture, prefiriendo invertir en proyectos más “lucrativos”, como el
Guggenheim sobre el East River y el de Río de Janeiro (“The Guggenheim Cuts Back”, Art News, enero de
2002, p. 41).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 148

económica. Fue uno de los varios efectos secundarios de los ataques del 11 de septiembre de
2001 pero, quizá, y de manera más profunda, de la quiebra de Enron, una empresa que funcionó,
como el operativo Guggenheim, a base de mentiras piadosas sobre los estados financieros,
inflando sus activos mediante bluffs mediáticos y operaciones de prestigio sin real sustancia. Por
lo pronto, están en entredicho las construcciones de la nueva nave capitana sobre el East River,
así como las franquicias de Río de Janeiro, Buenos Aires, y Abu Dabi, al igual que el más
153
reciente avatar: el Guggenheim de la Barranca de Oblatos, cerca de Guadalajara. Cada uno de
estos “fracasos”, empero, rellena las empobrecidas arcas del Guggenheim: tan sólo el estudio de
viabilidad para la construcción de una franquicia cuesta cerca de 10 millones de dólares, que los
patricios locales desembolsan sin chistar.
De todos modos, esto no implica que el modelo del museo en franquicia vaya a desaparecer,
sino todo lo contrario, como lo comprueba la iniciativa del Centre Georges Pompidou de abrir
sucursales, la primera de ellas, como era de esperarse, en Berlín, y ahora, con el despegue
económico de China, en Shangai, de la misma manera que el MoMA y el propio Guggenheim
154
contemplan la creación de nuevas sucursales en China.

153
“El museo Guggenheim que se planea construir en Guadalajara será más grande que el de Bilbao, asegura el
empresario Aurelio López Rocha, ya que sus promotores esperan que sea una referencia a nivel mundial por
su arquitectura, programa y contenidos. López Rocha, quien forma parte de un grupo de 60 empresarios que
anunció el miércoles pasado el proyecto en la capital tapatía, explicó que el estándar del nuevo museo tiene
como base a su homólogo vasco (el cual tuvo un costo de 150 millones de dólares y demoró seis años su
construcción), y no a los museos de la misma franquicia que existen en ciudades como Las Vegas o Nueva
York, que son más pequeños.” Edgar H. Hernández, “Planean Guggenheim mejor que el de Bilbao”, Reforma,
15 de mayo de 2004. Véase también Corina Preciado, “Quiere Guadalajara nuevo Guggenheim”, Reforma, 14
de mayo de 2004. El acuerdo tripartita para la construcción del museo fue firmado en agosto de 2004. Firmado
con bombos y platillos en 2003, el contrato del Guggenheim Rio de Janeiro fue cancelado en 2005 a raíz de la
oposición de la población, que repercutió en las decisiones del Congreso local. El diseño de Jean Nouvel, para
este “museo submarino” en la antigua rada de Rio, además, no ofrecía níveles requeridos de seguridad.
154
Kate Fowle, “Growing Pains”, Parkett, 78, 2006. P. 191.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 149

Cuarto dispositivo: la bienalización

¿En qué medida el sistema de franquicias paralelo de Prada y del Guggenheim —para no
mencionar otros casos— sigue o reproduce el enjambre de bienales y demás manifestaciones
artísticas periódicas, que surgieron en los años 1980 a partir del ejemplo de la Bienal de La
155
Habana?
La Bienal de la Habana, en 1984, abrió la puerta grande a la penetración de “otras” formas y
fórmulas artísticas; no sólo acabó con el debate sobre la “dependencia”, sino que se convirtió en
un modelo, retomado a principios de los años 1990, ya después de la caída del Muro de Berlín y
de las fracturas del bloque soviético (el “segundo mundo”), por un rizoma —para usar el modelo
de Guattari y Deleuze entonces en boga— de ciudades excéntricas, empeñadas en emplazarse en
un mundo del arte descentrado.
En precisa sincronía, en 1984, William Rubin montaba en el MoMA, “’Primitivism’ in 20th
Century Art : Affinity of the Tribal and the Modern”, que reveló una fractura del imaginario de la
modernidad en las propias instituciones que habían sostenido la construcción del canon
modernista. “Primitivism”…, la exposición que nos obliga a ponerle comillas a la palabra, fue un
intento exasperado por recuperar el eslabón perdido de las cronologías del arte moderno, y acabó
en canto del cisne, fulminada con la publicación de la primera versión del ensayo de Fredric
Jameson “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío”, que erosionó
156
drásticamente las categorías de high and low establecidas por el arte anglosajón.
No es la menor paradoja, sin embargo, que haya sido en París, y en el marco del bicentenario
de la Declaración de los Derechos del Hombre —piedra de toque de nuestra modernidad
occidental—, donde se consumó finalmente la fractura. Con todo y lo problemática que fue la
exposición organizada por Jean-Hubert Martín en 1989, “Magiciens de la terre” llevó de regreso
la experiencia de las tres primeras bienales de La Habana al centro del debate sobre la

155
Michael Brenson, “The Curator’s Moment (Trends in the Field of International Contemporary Art Exhibitions)”,
Art Journal, Vol 57, núm. 1, noviembre de 1998.
156
Fredric Jameson, “El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío”, Casa de las Américas, La
Habana, Cuba, núm. 155-156, marzo-junio de 1986.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 150

“dependencia” y el —para entonces insoportable— “mimetismo cultural”. Respuesta declarada a


la exposición de Rubin, “Magiciens de la terre” desbloqueó sin duda una manera de considerar
157
las producciones artísticas de países que no pertenecían al llamado mainstream.
Dejando aquí de lado aquellas “venerables ancianas”, las bienales del Whitney, de Venecia,
de São Paulo o la Documenta de Kassel, con las únicas excepciones de Yokohama, en Japón, y
de Site Santa Fe y de InSITE, en San Diego y Tijuana (dos comunidades de Estados Unidos
bastante conservadoras en cuanto a sus políticas culturales y sus gustos estéticos), las
manifestaciones artísticas periódicas creadas en los años 1990 surgieron casi siempre en países
ahora denominados New Industrialized Countries (NIC) —Corea, Sudáfrica, Turquía—, o en
ciudades cuyas élites —como en el caso de Bilbao— buscaban llamar la atención sobre la
economía local y así insertarse en el sistema global —Brisbane, Shangai, Lima, San Diego,
Tirana, Vilna—, o se inscribían en nuevas rutas turísticas, en particular aquellas que se
relacionaban con el ecoturismo de moda —Dakar, San José en Costa Rica, Cuenca en Ecuador,
Medellín, en Colombia, para sólo mencionar las más relevantes. En varios casos, además, estas
bienales siguen y acompañan profundas transformaciones en el orden político y social, como en
los casos de Sudáfrica, a raíz de la elección de Nelson Mandela; de Turquía, en su decisión de
incorporarse a la Unión Europea, o de los acontecimientos en los países europeos que
emergieron con la rebalcanización postsoviética. Aun cuando en la práctica su existencia se debe
a fuerzas económicas globalizadas, retóricamente pretenden funcionar como un circuito paralelo,
descentralizado y deslocalizado. Porque las bienales, como las franquicias museísticas, tienen
una misión, que rebasa el simple terreno del arte, o, mejor dicho, se ampara en la utopía de una
autonomía de la creación artística para otros fines. “En las bienales que emergieron desde la
inauguración de la Bienal de la Habana en 1984 —subraya Michael Brenson—, el arte es un
recurso que permite a los curadores romper el aislamiento de sus pueblos y regiones,
redefiniendo así relaciones nacionales e internacionales […] El conflicto entre el compromiso
con el arte y el compromiso de poner el arte al servicio de otras finalidades no es sólo un asunto
de las bienales […] El contexto de estas exposiciones tiene poco que ver con las intenciones de

157
William Rubin, “Primitivism” in 20th Century Art: Affinity of the Tribal and the Modern, Museum of Modern
Art, Nueva York, 1984.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 151

158
los artistas y las tradiciones que representan.” En todos los casos, se trata de crear —aunque sea
por unas cuantas semanas— un “nuevo centro” y de reunir un quórum de artistas, curadores,
críticos, directores de museos y dueños de galerías del mundo entero, que comulgan en una
atmósfera de excepcional libertad, y algo de libertinaje, muchas veces a espaldas de los
problemas de la misma comunidad que los hospeda.
Se afirma constantemente que la bienalización del mundo del arte configuró la aparición de
un mercado del arte paralelo, en el que navegan artistas cuya obra es (o era) prácticamente
invendible desde el punto de vista de las galerías comerciales, no sólo porque se alejaban de los
cánones del mainstream al reivindicar tradiciones ancestrales (como en los casos de las artes de
África, Asia o el caso paradigmático de los “nuevos artistas cubanos” que emergieron al
mediados de los años 1980) o por deliberada postura política antihegemónica. Su terreno, en
efecto, es el de los formatos alternativos, que, en muchas ocasiones, particularmente en los países
africanos y caribeños, coinciden con tradiciones vernáculas. Casi siempre apoyados por sus
propios gobiernos, necesitados de cultivar su presencia en estas muestras, los artistas tienen aquí
la oportunidad de trabajar en un clima de aparente libertad de expresión, aun cuando muchas
veces sus producciones están supeditadas a lineamientos implícitos, dictados por curadores
atentos al impacto político y económico de estas manifestaciones, tanto en el plano local —ya
que las bienales se han convertido en potentes productores de sentido y prestigio para caciques
locales— como en el plano internacional, en tanto que herramientas de validación de artistas y de
acceso al nuevo mainstream de los museos en franquicia y de las galerías que colindan con
restaurantes “étnicos” y excursiones a pie por paisajes impolutos.
“Me interesa mucho —dice Homi Bhabha en una entrevista— cómo países y sociedades que
apenas se lo pueden permitir, tratan el arte o los eventos culturales como vitrinas. Me recuerda
aquella idea de Bertolt Brecht, ‘primero el hoyo, luego la ética’, o en este caso, ‘primero el hoyo,
luego la estética’. Pero no funciona así, por la profunda penetración de los media en las

158
Michael Brenson, “The Curator’s Moment. Trends in the Field of International Contemporary Art Exhibitions”,
Art Journal, invierno de 1998.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 152

sociedades, ya que los media son, en nuestro tiempo, el gran espejo, o la pantalla, del estatus
159
cultural y el reconocimiento.”
Cabe aquí citar a la artista colombiana Beatriz González, quien con lucidez presentó aquella
bandera conceptual, censurada. en la última Bienal de Medellín de 1981: “Esta Bienal es un lujo
que un país subdesarrollado no se debe dar.”

Intermedio: El informe Quemin

En 2001, el Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia de la administración de Jacques


Chirac contrató al sociólogo del arte Alain Quemin para que realizará un reporte sustancioso del
estatus del arte contemporáneo francés en la escena internacional, con el fin de redirigir la
política cultural, y de reactivar una especie de “francofonía artística”. El reporte que Quemin y
sus colaboradores entregaron después de un año de investigaciones fue tan patético en cuanto a
lo que Francia atañe, que fue “desaparecido” —para usar el eufemismo con el que se manejó ese
caso de censura, y sólo algunos elementos filtrados en un numero especial de la revista francesa
160
Artpress. El texto fue finalmente editado en 2002, con el título de El arte contemporáneo
161
internacional, entre las instituciones y el mercado (El informe desaparecido). Más que
redefinir la situación internacional del arte francés, en franca regresión, como se sabe, por lo
menos desde 1964, el reporte traza un mapa de las nuevas redes del arte contemporáneo, en
paulatina expansión desde mediados de los años 1980 con la conformación de bienales

159
Citado por Ann Wilson Lloyd, “Rambling Round a World That’s Gone Biennialistic”, The New York Times, 3 de
marzo de 2002.
160
Alain Quemin, “Mondialisation, globalisation, métissages. Quelques idées reçues à l’épreuve des faits”, Artpress,
spécial 22, 2001.
161
Alain Quemin, L’art contemporain international: entre les instituciones et le marché (le rapport disparu), Paris,
Éditions Jacqueline Chambon/Artprice, 2002. El informe original se titulaba Le rôle des pays prescripteurs
sur le marché et dans le monde de l’art contemporain (El papel de los países ordenadores en el mercado y en
el mundo del arte contemporáneo); la investigación se terminó en junio de 2001.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 153

periféricas, en su intersección con el auge de varias ferias internacionales de arte, con Art Basel y
162
Art Basel Miami Beach en la cabeza.
Basándose, entre otras fuentes, en el índice KunstKompass, balance anual del mercado del
arte elaborado por la revista alemana Capital, y en entrevistas con galeristas, artistas, curadores y
directores de museos, bienales y ferias de arte, en Europa, Estados Unidos y Corea, Quemin y
sus colaboradores destacan el papel —casi siempre negado por los agentes en acción— que juega
la territorialidad (eufemismo para no hablar de nacionalidad) en la composición y las dinámicas
del llamado arte contemporáneo, considerado aquí no sólo como una categoría historicista, sino
como una construcción ideológica (“De aquí en adelante, la definición del arte contemporáneo
sobreentiende generalmente la inserción [del artista] en las redes internacionales, el
reconocimiento a escala internacional, y por ello nos parece necesario estudiar el funcionamiento
163
del mercado y del mundo del arte contemporáneo en una perspectiva mundial” ). Si bien
muchos de los resultados de los índices son bastante previsibles, particularmente en cuanto a la
situación de los artistas más cotizados en el mercado, que provienen, básicamente de cinco
países, con Estados Unidos y Alemania en la cabeza, las cifras más recientes (hasta 2001)
permiten observar un movimiento paulatino, pero que parece ser irreversible, hacia una
multiplicación de las nacionalidades, con la aparición (que se debe en gran parte a la interacción
con el sistema de bienales) de artistas “periféricos”. Si bien los artistas de Europa Occidental y
Estados Unidos, en su enorme mayoría, viven, trabajan y exponen en sus países de origen, entre
aquellos que provienen de otras regiones —un cuarto del total—, sólo uno de diez vive, trabaja y
expone en su propio país. Por lo tanto, entre los trescientos casos analizados por Quemin, sólo
tres, el chino Cai Guo-Quiang —que vive en Japón—, el japonés Yukata Sone y el cubano Kcho
164
no residen en Estados Unidos, y, más concretamente, en Nueva York.

162
“La supremacía francesa se derrumbó en los años 1950, en particular, cuando París dejo de ser el centro del
mercado mundial de subastas en 1964, el mismo año en que un artista estadounidense, Robert Rauschenberg,
obtenía por primera vez el gran premio en la Bienal de Venecia”, Quemin, L’art contemporain…, p. 121.
163
Ibid., p. 18.
164
Algunos, de hecho, alternan estancias prolongadas en sus países de origen, y en Nueva York, como en el caso de
Gabriel Orozco.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 154

Como se percibe, el exotismo que parecen procurar hoy en día los nuevos artistas
situados fuera del mundo occidental se encuentra en gran medida mediatizado por las
instituciones del mundo occidental que siguen funcionando como gate keepers. Por otra
parte, cuanto más periférico sea el país del origen con respecto al mundo internacional
del arte, más la residencia de los artistas originarios de tales espacios en uno de los
países lideres parece casi indispensable para ser reconocidos por las academias
165
informales que siguen controlando el mundo occidental.”

Las estadísticas que maneja Quemin, por supuesto, se limitan a la parte más elevada del
mercado del arte —ya que esta información es relativamente fácil de obtener— , y no dan cuenta
de las actividades y batallas que libran numerosos artistas menos prominentes, que sin duda
modificarían los datos, sin cambiar fundamentalmente una ecuación claramente dominada, en
sus estructuras, por la concentración en unos pocos lugares. No podemos, obviamente, resumir el
caso mexicano a la presencia de Gabriel Orozco en las listas de KunstKompass, en particular
porque se trata de un caso atípico que no pasó por el filtro curatorial ni por las bienales, ya que,
desde que se instaló en Nueva York en 1992, fue inmediatamente monopolizado por el mercado
166
internacional. Los casos de Miguel Calderón, Santiago Sierra, Melanie Smith, Minerva
Cuevas, Rubén Ortiz Torres, Eduardo Abaroa, Thomas Glassford, Gustavo Artigas, Carlos
Amorales y, en particular, Francis Alÿs, legitimados a través de su participación en numerosas
bienales, antes de ser incorporados a galerías de talla internacional en Nueva York, Londres,
Zurich o París, son más relevantes para comprender estas nuevas dinámicas. Quemin es
consciente del caso, y de la fragilidad de una argumentación basada únicamente en la parte
visible del iceberg:

[…] Es posible, en efecto, oponer las trayectorias de artistas originarios de los países
centrales del mundo del arte, a los que provienen de países periféricos, y se pueden
distinguir, además, dos perfiles de artistas originarios de regiones periféricas. Los

165
Ibid., p 167.
166
Véase p. 116.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 155

primeros son artistas institucionales, que se aprovechan en particular de la moda actual,


que les abre espacios de exposición, en particular, el de las bienales. No obstante, son
ampliamente ignorados por el mercado, y su reconocimiento resulta por lo tanto frágil si
es que aparece una nueva moda, si una nueva área cultural y geográfica obtiene los
favores de los responsables de exposiciones […]
Aun cuando algunas manifestaciones artísticas se han multiplicado en la superficie
del globo, eso no conlleva desplazamientos de las zonas más importantes ni siquiera de
una real repartición entre centro y periferia; es decir, todos los países que no pertenecen
al doble núcleo geográfico que constituyen algunos países de Europa Occidental, por un
lado, y los de Norteamérica, por el otro. La globalización o mundialización actual de
ninguna manera cuestiona el dúopolio americano-europeo (hay que subrayar una vez
más que sólo se trata de algunos países de Europa, cuyo peso además es muy variable en
este conjunto) o americano-alemán, o la misma hegemonía estadounidense en el mundo
167
del arte contemporáneo internacional.
Quizá lo más notable del informe, sea la reaparición de la importancia de “lo nacional” (es
decir, de lo local, cultural y territorialmente hablando) en un sistema global de fabricación de
prestigios que pretende haber anulado esta consideración: los ejemplos pululan, desde la
construcción, a partir de los operativos de Charles Saatchi, de una categoría de artistas
presentada como “Young British Artists” (YBA), con todo y el peso mercadotécnico de “lo
británico”, hasta una tendencia curatorial en teoría y principio “abierta” que consiste en
conformar equipos de trabajo, o mesas directivas, con intereses, si no nacionales, regionales,
como en el caso reciente de la Tate Modern por conformar y elevar una “sección
latinoamericana”, la creación del Internacional Center for the Arts of the Americas (ICAA) en el
Museum of Fine Arts de Houston (MFAH), o la incorporación de megacoleccionistas
latinoamericanos a las mesas directivas de importantes museos, como Patricia Phelps de
Cisneros, en el MoMA, o Eugenio López en el MOCA de Los Ángeles, sin hablar de su presencia

167
Ibid., pp. 170-173
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 156

en los board of trustees de las ferias más importantes, para sólo mencionar casos de
Latinoamérica.
La situación que describía Quemin en 2001, ha cambiado en efecto, bajo la misma presión de
lo que, junto con Raymonde Moulin, llama “las academias informales” y eso es particularmente
168
notable en el caso de México. Por un lado, la residencia de los artistas internacionales en los
centros de concentración se ha vuelto menos necesaria en la época de la “era de la
comunicación”: la multiplicación de redes informativas, con la Internet en la cabeza, y el
desarrollo fulminante de los servicios de mensajería privados que aseguran la transmisión de las
obras del estudio del artista a la galería remota o al museo, aunados a una creciente
tecnologización de la obra artística, permiten a muchos artistas operar desde su lugar de origen, o
su residencia predilecta, prácticamente como si estuvieran en el centro del mainstream, lo que ha
propiciado una tendencia a la repatriación —con tal asistir puntualmente a los magnos eventos
anuales o bianuales. Por otra parte, los operativos institucionales, como la promoción de los
artistas británicos por Saatchi, o la creación de la Colección Jumex en México que le otorga una
nueva posibilidad de visibilidad internacional a muchos artistas locales en su propio territorio, y
sirve a la vez de concentradora de prácticas curatoriales, afectan ya indicadores como el
KunstKompass o los índices de Artprice, empresa francesa que redistribuye por Internet los
169
índices de venta y establece, por lo tanto, los criterios de un mercado en constante movimiento.
Las bienales, elementos fundamentales del sistema, más parecen servir de cadenas de
transmisión, mecanismos de validación al servicio de los nuevos mercados, reservas de talentos
explotables, y el artista, en ese sentido, es apenas un trabajador migrante más, un bracero
cultural, cuya función principal es comprobar la ficción de una globalización del mundo del arte.
Quienes pretenden cambiar el mundo, aquí y ahora, son los curadores: así lo precisa sin
tapujos la curadora estrella del Studio Museum de Harlem, Thelma Golden, en una entrevista:

168
Para Raymonde Moulin, Las “academias informales” consisten en la combinación de críticos, coleccionistas,
directores de museos curadores, galeristas, mecenas, fundaciones culturales, directores de ferias de arte,
organizadores de bienales, etcétera, con intereses comunes, aunque misiones distintas . Raymonde Moulin,
L’artiste, l’institution et le marché, Paris, Flammarion, 1992.
169
La repentina aparición de Hong Kong como la cuarta ciudad concentradora del mercado de arte, en 2005, y la
penetración masiva de artistas de China, que residen su mayoría en su país, en 2006, es un dato elocuente de
esta tendencia, sin que llegué todavía a invertir la relación.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 157

“Otros curadores sólo hacen sus exposiciones —le decía un artista hace poco—, pero yo creo que
tu misión es encontrar buenos artistas. Golden se rió. No —respondió—, estoy cambiando el
170
mundo.”

Quinto dispositivo: el momento curatorial

El informe Quemin analiza también la situación del curador local. Si bien, en este diagnóstico,
este personaje parece más arraigado en su país de origen, de cualquier manera pasa largas
temporadas, a veces meses, en Estados Unidos o en alguna capital europea, ya sea Berlín, o bien
171
Londres o París. Esto se debe, sin duda, a que se ha vuelto un mediador esencial en las
complejas relaciones que, a través del mecanismo de las bienales, establecen los artistas con
patrocinadores públicos y privados más o menos confiables, agencias oficiales, medios de
comunicación, el mercado del arte en su expansión, los públicos locales e internacionales y, lo
que quizás es más importante, los coleccionistas privados, corporativos o estatales. Opera, en ese
sentido, como un gate keeper, y avala la mitomanía del sistema en su conjunto. Más aún que el
artista-materia-prima, en razón de su “visión” (que se confunde casi siempre con una “misión”)
el curador está en el centro de las negociaciones políticas, territoriales y mercantiles, aun cuando
se ampara en su estatus de “independiente”. En este sentido, el oficio curatorial se asemeja cada
vez más al del diplomático, e incluso ha desplazado la función de representación que se otorgaba
antaño al ministro plenipotenciario, puesto que trabaja, precisamente, en el terreno endeble y
virtual de la representación y de la creación de prestigios; es decir, manipula la legitimación
artístico-política.
Hace algunos años, George Yúdice comparó al curador de arte contemporáneo con un broker,
172
encargado de aceitar la maquinaria de las transferencias culturales; sin embargo, y de manera
cada vez más evidente, su función se confunde con la figura innoble del “art consultant”, el

170
Ian Parker, “Golden Touch”, The New Yorker, 14 de enero de 2002.
171
Véase Quemin, op. cit., p. 147 y ss.
172
George Yúdice, El recurso de la cultura. Usos de la cultura en la era global, Gedisa, Madrid, 2003.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 158

asesor artístico al servicio de corporaciones e, incluso, de coleccionistas privados, no sólo


porque, por regla general, en su país de origen su oficio no está reconocido y es casi siempre
subestimado, sospechoso, y mal pagado, sino porque, con su necesidad de legitimar a los artistas
que valida, se ve obligado a incorporar sus trabajos a las colecciones que sí cuentan —las
“megacolecciones” en la terminología de Raymonde Moulin—, volviéndose así una especie de
“gigoló cultural”. No es casual si la aparición de la figura del “curador independiente” es
sincrónica de la de estas colecciones corporativas. Siguiendo un modelo iniciado en los años
1960 por la IBM, numerosos empresarios optaron por hacer rendir sus activos culturales y
173
abrieron las puertas de sus colecciones de arte. El caso más notable fue el del coleccionista
alemán Peter Ludwig, quien empezó a colocar sus obras en comodato en diversos museos de
Alemania desde mediados de los años 1970, validando a la vez el prestigio de estas instituciones,
al incrementar sustancialmente sus acervos, y el valor intrínseco de su colección. Colecciones
como la Cisneros en Venezuela, Costantini en Argentina, Jumex, en México, Saatchi en
Inglaterra o François Pinault en Francia —que maneja entre otras empresas multinacionales a
Christies y pretende ahora mover a Nike de su fuerza deportiva para hacerla compañía de lujo—
requieren validación curatorial de la misma manera que las bienales, los museos deslocalizados
al modo del Guggenheim, o las vitrinas de la alta costura. En razón proporcional a su calidad
curatorial, estas colecciones corporativas tienden ahora a definir el canon. Asimismo, la
colección Jumex ha sido fundamental para la promoción reciente de un selecto contingente de
artistas mexicanos —Gabriel Orozco, desde luego, pero también Gabriel Kuri, Jonathan

173
Thomas Watson Sr., el fundador de la IBM, empezó a coleccionar arte desde 1937. En los años 1960, la
corporación abrió una galería pública en Park Avenue. Ésta se cerró en 1994 y la colección entera (que incluía
varias piezas de Diego Rivera y una de Frida Kahlo) fue subastada en 1995. Con excepción de este
antecedente, el fenómeno es reciente: “A partir de los años 1960, corporaciones de todo tamaño empezaron a
coleccionar arte. Aunque la gran mayoría de estas colecciones no estaban abiertas al público, la IBM abrió un
espacio de exposición público en Nueva York, en el que presentó importantes exposiciones hasta su cierre en
1994, víctima del declive de los beneficios de la compañía. Con la excepción de las más grandes y más ricas,
la mayoría de estas corporaciones no tiene especialistas en su equipo. Un nuevo nicho en el mercado del arte
fue creado para los ‘consultores en arte’ especializados en compras masivas, y en conservar y curar estas
colecciones corporativas.” Stuart Plattner, “A Most Ingenious Paradox: The Market for Contemporary Fine
Art”, American Anthropologist, vol. 100, núm. 2, junio de 1998.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 159

Hernández, Miguel Calderón, Santiago Sierra, Fernando Ortega o Damián Ortega,


174
confrontándolos en la galería de la colección con lo más selecto del mundo del arte.
Muchos curadores son solicitados por esos consorcios, a veces de manera puntual —como los
jurados del premio Omnilife, o las curadurías “externas” de la Colección Jumex—, si bien, cada
vez con mayor frecuencia, esas corporaciones incluyen a un “curador” permanente en sus
nóminas, aun cuando su trabajo sólo consiste en asesorar sobre compras, conseguir precios
atractivos directamente de los artistas y validar la colección. Mediante fundaciones paralelas, los
coleccionistas corporativos participan, además, muy activamente en la organización de festivales
artísticos, llámense bienales u otra cosa. Ellos son, sin duda, los grandes beneficiarios del sistema
deslocalizado. Operando en la intersección entre lo global y lo local, manipulan las recaídas en
valor-prestigio de sus operaciones de mecenazgo y apadrinamiento.
En esta “diversidad controlada”, como explica Guilbaut, “los grandes centros culturales
siguen funcionando como centros de selección (puesto que poseen la fuerza económica y las
palancas de la edición y la difusión), sólo que ahora están repartidos alrededor del mundo,
175
siguiendo el modelo de las franquicias comerciales.”

Si los años 1990 —escribe, con lucidez, Kate Fowle—, pueden ser considerados
sinónimo de estética relacional, entonces esta década será recordada como la de la
madurez del curador.
Mientras siguen las discusiones acerca de si la curaduría debe ser considerada una
profesión o una pasión, también asistimos a un cambio del papel del curador, que ha
pasado de ser arbitro del gusto para convertirse en conector de arte, espacios y públicos.
De manera creciente, se compara sus actividades con las del artista, y su posición es
menos sostener un postura institucional que tratar de transformarla a través de la
experimentación con procesos y materiales. Se mide el impacto de la profesión en la
habilidad del curador por confrontar problemas artísticos, sociales y políticos; dar
respuestas mediante proyectos claves a situaciones precisas; y crear exposiciones yde

174
Véase p. 127.
175
Art. cit.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 160

eventos en tanto que plataformas para los intereses y la filosofía, tanto de los curadores
176
como de los artistas.
La incorporación, por demás reciente, de los otrora “curadores independientes” en la
estructuras institucionales de museos y galerías, en la que funcionan ahora como garante de
profesionalismo y seriedad, y a la vez como agentes de cambios de perspectiva, es una clara
evidencia de lo que avanza Fowle, y el caso mexicano está ahí para comprobarlo.

México: un estudio de caso

Hemos presenciado en México una repentina renovación y una multiplicación del debate sobre
artes plásticas, y, en particular, sobre la posición de los artistas mexicanos en esta nueva
articulación de la producción y difusión del arte. De manera paralela, un nuevo público, muy
joven, ávido, recurrente y entusiasta tomó literalmente por asalto los espacios culturales públicos
y privados de la ciudad de México. Las inauguraciones están siempre atiborradas de
espectadores, entre los que resulta cada vez más difícil discernir quiénes son artistas y quiénes
sus groupies, curadores, consultores, personal de museos, modelos, diseñadores de moda y de
“imagen”, invitados especiales y patrocinadores. Sólo se distinguen, aislados en su homogénea
dignidad de aparatchiks omnipotentes, los funcionarios culturales, que asisten a esa debacle
anunciada de un antiguo régimen. Aunque a algunos les pese, los museos, los espacios
alternativos y unas cuantas galerías se han vuelto escaparates de un modo de vivir el cambio en
México.
Si bien existen indicios anteriores (el éxito del espacio alternativo Temístocles 44, por
ejemplo, o algunas de las presentaciones iniciales de Curare), retrospectivamente podemos situar
el inicio de esta efervescencia en 1997, con la muestra de la obra plástica del cineasta Peter
Greenaway en el Museo Rufino Tamayo, que organizó Magali Arriola. La exposición batió
récords de asistencia y fue la primera que atrajo masivamente a un público muy joven, que hasta

176
Art. cit., p. 189.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 161

entonces no frecuentaba los museos. Cineasta de los excesos, la multiplicación de sentidos y la


carnalidad, Greenaway ya tenía cautivo a ese público: como Naranja Mecánica en los años 1970
y Blade Runner en los años 1980, El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante fue la película
culto de los años 1990. Aunque le costó a Magali Arriola cinco años de negociaciones convencer
a los directivos del museo, generacionalmente le tocó propiciar ese traslado del público de un
territorio cultural a otro. “Esta avidez estaba en el ambiente, pero creo que no la habíamos
medido bien, o lo suficiente. Intuyo que el éxito de la exposición se debió menos a su contenido
—que quizá no era tan relevante para la escena artística del país— que al look seudoglamoroso y
avant garde de sus películas, cuyos excesos permitían sin duda llenar el hueco que padecíamos
177
de manera general y no sólo en el arte”, explica Magali Arriola.
No puedo precisar aquí si los directores de museo contemporáneos comprendieron
cabalmente el dispositivo mercadotécnico que se les ofrecía, pero sí me queda muy claro que no
perdieron tiempo en capitalizar ese público. Su modelo fueron quizá los espacios alternativos —
y en particular las experiencias del Museo del Chopo y de La Panadería, la galería-cafetería-sala
de concierto de Yoshua Okón y Miguel Calderón, en la colonia Condesa—, cuyo poder de
convocatoria fue creciendo en poco tiempo. Los puentes estaban tendidos con instituciones de
otros países, y la información visual y sonora fluía con una rapidez jamás imaginada a través de
las mensajerías por Internet; sólo faltaba que las exposiciones fueran, si no más articuladas, más
chidas. Más visuales, más sonoras, más reventadas y más elegantes, aun cuando la elegancia
consistía en aparecer en fachas, con el auténtico modelito de la abue que acababa de copiar
Miuccia Prada. “Había que darle con esa avidez —sigue Magali Arriola—, y, al multiplicarse el
público, también empezó a diversificarse, y, al diversificarse, siguió multiplicándose.”
¿Acaso los directores y los curadores alteraron sus programas en función de la asistencia y de
sus gustos? Tal vez no, en un principio, aunque sí abrieron los espacios museísticos a
expresiones más variadas, en la intersección del arte, la arquitectura, la teoría, la música y la
moda. El programa de puertas abiertas de Pulp, por ejemplo, en la cafetería del Museo Carrillo
Gil, o la exposición Boutique, curada por Ana Elena Mallet a finales de 2000, quizá no fueron,

177
Entrevista por ICQ, 24 de marzo de 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 162

estrictamente hablando, del gusto personal del director, pero sí funcionaron para reafirmar la
vocación de eclecticismo y las intenciones de este museo de captar otro tipo de público.
Para un sector, el museo se ha vuelto territorio de un performance privado e improvisado,
plataforma para el acceso sin mediadores a la estética deslocalizada, sucedáneo de un glamour
modernista que opera sobre las carencias y las frustraciones, en ausencia de Rem Koolhaas y
Miuccia Prada, pero se ven muy chidas las deconstrucciones de las salas del Carrillo Gil al estilo
Palais de Tokyo que presentó Mario García Torres en 2001 y los maratones cinematográficos
gore de X-Teresa, el prístino ambiente carcelero de Programa-Art Center con sus sillones de
Knoll restaurados en tono manzana por Claudia Fernández, las instalaciones de lámparas
sesenteras de Thomas Glassford, las nostalgias del Acapulco de la edad de oro de Pablo León de
la Barra.
Dejémonos de angustias y melancolías trasnochadas: el mundo del arte ya no es como era.
Los nuevos dispositivos estéticos ya están en acción, y México es una parte de esta maquinaria, y
en algunas ocasiones, incluso, se sitúa en la vanguardia de la reorganización económica del arte,
como lo comprueban las repercusiones de la Colección Jumex, que ya sirve de modelo a
coleccionistas como Juan Verges en Buenos Aires. El deslizamiento es obvio si consideramos
que las galerías de arte comerciales usurpan ahora el “territorio de libertad”, hasta hace poco
dominado por espacios alternativos o independientes: por ejemplo, Art&Idea, una iniciativa
volátil de Haydée Rovirosa que sucedió, a mediados de los años 1990 a la experiencia radical del
grupo de artistas reunidos en Temístocles 44, se instaló de manera estable en un nuevo edificio
de Enrique Norten, deliberadamente inspirado en las “transparencias” arquitectónicas de Colas, y
se trasladó a Nueva York en 2005, desde donde opera ahora, con todo y su establo de artistas. Si
bien, hace diez o doce años, los curadores, críticos y directores de museos que llegaban al país se
dirigían automáticamente a los editores de la revista Poliéster o a Curare, a X-Teresa o al
Carrillo Gil, ahora corren con la galería kurimanzutto, que después de operar desde 1999 como
“galería virtual”, sin sede fija, desplazándose al ritmo de este “capitalismo sin obligaciones”,
abre en 2007 un espacio en forma en la colonia San Miguel Chapultepec. Estas galerías también
se están volviendo cadenas de transmisión entre lo local y lo global. El arte mexicano, su
“mundo” y sus artistas, operan ahora, claramente, en esta intersección. Excéntrico, tal vez, pero
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 163

de ninguna manera incomunicado. Es en este contexto, creo, donde adquieren relevancia como
metadiscurso del fenómeno del artista deslocalizado, materia prima maleable o trabajador social
de la “condición artística”, las obras recientes de Francis Alÿs, Minerva Cuevas y, sobre todo,
Santiago Sierra, que están además reacomodando de manera brutal al arte mexicano en la esfera
de lo internacional, un fenómeno que no podía pasar inadvertido a los ojos de los políticos del
cambio.
Madrileño expatriado por voluntad propia a México en 1995, Sierra dejo bruscamente de
extrapolar —como su casi homónimo Richard Serra— acerca de la estética de la modernidad
industrial, para desdibujar una ingeniería del estatus del artista “bienalizado”, asimilado a un
lumpenproletariado explotado por fuerzas que lo rebasan, y que es incapaz de controlar o limitar.
Estas fuerzas pasan por una diferenciación étnica y racial, que, como buen anarquista heredero
del espíritu de Durruti, Sierra se empeña en subrayar, como cuando invita a adolescentes de La
Habana a masturbarse ante una cámara de video pagándoles lo que sería, para nuestros bolsillos,
una mínima compensación económica, vitriolesca crítica a uno de los impulsos de la Bienal de la
Habana, el turismo sexual, o cuando pinta de rubio el cabello a los ilegales africanos de Venecia,
convirtiéndolos en obra de arte para la Bienal y a la vez revelando su estatus a las autoridades
migratorias italianas. Mucho más violento y radical que el italiano Maurizio Cattelan, que opera
más sobre los imaginarios culturales y la historiografía o que Minerva Cuevas, cuya “utopía
light” Mejor-Vida Corp. parece haber inspirado el programa del gobierno de Vicente Fox al
facilitar la vida de los indocumentados mexicanos en Estados Unidos, otorgándoles credenciales
reales que les permiten abrir cuentas bancarias y trasladar fondos sin los cargos exorbitantes
178
impuestos por los usureros globalizados de Electra/Western Union.
Atrapada en una “condición mexicana” —porque está simbólicamente condicionada por
vínculos a un Estado-Nación surtidor de mano de obra barata—, la “ingeniería” artística de
Sierra actúa como un revelador de una condición del artista “tratado como mujer afgana” (la
frase es de Betsabée Romero), que ha resonado muy profundamente en el mundo del arte, y se
infiltra tanto en el título del Foro de Teoría del Arte Contemporáneo organizado en Monterrey

178
Ginger Thompson, “Migrants to U.S. Are a Major Resource for Mexico”, The New York Times, 25 de marzo de
2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 164

por Cuauhtémoc Medina, “Mercancías Críticas-Estéticas Mercantiles”, como en la exposición de


arte mexicano disfrazada de otra cosa, que diseñó Klaus Biesenbach para PS1 en Nueva York y la
Kunst-Werke (KW) de Berlín. Marca también la obra de Francis Alÿs, hasta hace poco sutil
analista de la misma condición del artista, desde la postura de un purismo del acto creativo (su
serie “The liar and the copy of the liar” es al respecto elocuente de las reticencias del artista, más
179
que crítica de la noción omnímoda de copyright).
El trabajo reciente de Sierra, así como el de aquellos que también hilvanan acerca de la
relación arte-producción económica, no es político en el sentido de los muralistas de los años
veinte y treinta, en su intento de desplazar la obra de arte de lo privado a lo público y modificar
los códigos, inventar nuevos lenguajes para “transformar el mundo”. Aun cuando utilizan
estrategias de provocación que colindan con la guerrilla social (Cildo Meireles, Jac Lerner y
ahora Minerva Cuevas y Francis Alÿs) o con el terrorismo (Maurizio Cattelan, Miguel Calderón,
Yoshua Okón y Santiago Sierra), la incidencia en lo político es mínima y se destina
exclusivamente a paliar un malestar, tal vez a limpiar las culpas, de un mundo del arte
encapsulado de antemano en la esterilidad de discursos autoalusivos. Son raras las ocasiones en
que estas obras repercuten en escándalos como los que sucedieron en Guatemala, cuando Aníbal
López, sentado en un excusado en la vía pública, fue adoptado como símbolo por manifestantes
iracundos, o en Polonia, con la presentación de la escultura del Papa fulminado por un meteorito
de Cattelan, que fue tomada como “evento real” por la prensa amarillista.
Por sus estrategias terroristas y su carga de violencia, las obras de Francis Alÿs, Santiago
Sierra, Miguel Calderón y, sobre todo, Teresa Margolles interpelan niveles de permisividad del
arte, y son inconcebibles en países, por decirlo irónicamente, más “civilizados” —aunque la
palabra que aquí debería usar es “policiacos”— y ahogados por el peso de la coerción civil de la
democracia y el poder de los abogados.

179
La pieza de Francis Alÿs La fe mueve montañas, presentada en la Bienal de Lima 2002, se emparienta demasiado
con los actos de Sierra, y parece un remake deslocalizado de la espectacular operación de limpieza que
libraban bomberos y numerosos voluntarios en Ground Zero para dejar los terrenos del destruido World Trade
Center de Nueva York impecablemente limpios, sin huellas, olores, ni otros rastros arqueológicos de la
presencia de las torres gemelas. Sobre el proceso de esta pieza, véase Francis Alÿs y Cuauhtémoc Medina,
Francis Alÿs: Cuando la fe mueve montañas, Turner, Madrid, 2004.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 165

Magali Arriola tiene razón cuando afirma que el factor del cambio en la configuración del
mundo del arte mexicano es la noción de exceso, que encumbra las ideas de monstruosidad y de
desviaciones modernistas. Una idea que quizá nos es muy difícil aprehender viviendo aquí, pero
que se puede remontar sin esfuerzo —y si me lo permiten— a los excesos de una Frida Kahlo
cuando se retrataba masturbándose o abrazada de una de sus novias.
Tanto las obras de Teresa Margolles como las del antiguo grupo SEMEFO son productos que
están en relación directa con el nivel de corrupción de las autoridades que les suministran su
materia prima. El barroco rascuache al borde de lo gore de Miguel Calderón y su insistencia en
representar la violencia callejera, las acciones en los límites de la legalidad y la conciencia cívica
de Santiago Sierra, los autos sacramentales deportivos de Carlos Amorales o las lúdicas
configuraciones fascisto-pederastas y coprófagas de Miguel Ventura son efectivamente
impensables en otras latitudes. En ese sentido el arte aún funciona como transgresión, y en la
reciente reconfiguración de la relación público-espacio museográfico, el museo, la galería, la
feria de arte y el espacio alternativo funcionan como territorios de libertad, si no de impunidad, a
la par, o quizá aún más, que la discoteca o el rave (en parte también, porque uno de los fines de
la transgresión es operar a la luz del día).
No es la menor paradoja, entonces, que despierten ahora una curiosidad internacional que se
confunde con los “vientos de cambio” que barren el país después de la expulsión del PRI.
Reproducen, en ese sentido, el descubrimiento, hace diez o doce años, de artistas ocultos pero
activos durante los últimos años de la Unión Soviética, o la atención actual a los artistas de China
en su transición a una economía de mercado.
Esta fascinación no es nueva: permea desde el interés de un Antonin Artaud que llega a
México en 1936 en busca de una solución a sus delirios existenciales, hasta las peregrinaciones
mexicanas de los ideólogos de la Beat generation, particularmente Jack Kerouac y Willams
Burroughs, y prosigue con el México “legendariamente alucinógeno” que, en los años 1970,
180
atrae hordas de hippies a Huautla de Jiménez y Real de Catorce. Su última versión, es
innegable, tiene que ver con una nueva forma de exotismo, mezcla de morbo ideológico y de

180
La expresión es de Enrique Marroquín, La cultura como propuesta, Joaquín Mortiz, México, 1975.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 166

atracción por casos límite de una especie de antropología político-cultural, muy parecida a la que
marcó la recuperación del espíritu de las Bienales de La Habana por “Magiciens de la terre”. Sin
embargo, en el caso de México, al fin y al cabo un país occidental en su configuración cultural,
notable sobre todo entre sus élites intelectuales, esta diferenciación debería operar en otro
181
registro.
Éste, quizá, se puede definir a partir de una curiosidad por las conformaciones de
“modernidad pervertida” y de sus monstruosas recreaciones en el paisaje urbano, que permea la
producción de los últimos años, desde las deambulaciones de Francis Alÿs por la ciudad de
México o las fotografías relamidas de Daniela Rossell, hasta el proyecto altruista de Minerva
Cuevas, las excentricidades seudoantropológicas de Miguel Calderón, los desvíos automotores
de Betsabée Romero y las investigaciones cromáticas de Melanie Smith.
Paradójicamente, los artistas que reclaman la desaparición de los contextos nacionales y la
incorporación de sus obras a un “estilo” internacional (valga lo que valga la palabra) están
supeditados a la acción de una “representación nacional” desde el momento en que están
invitados a participar en esas muestras. Sólo pueden ingresar a los circuitos deslocalizados en su
imperiosa necesidad de constante renovación con el sello de su ubicación geográfica o, en los
casos particulares de Gabriel Orozco y Carlos Amorales, de un patrimonio cultural identificable.
Aun cuando su estatus de migrantes sirva para comprobar la movilidad de un sistema centrípeto,
la inglesa Melanie Smith, el tejano Thomas Glassford, el español Santiago Sierra y el belga
Francis Alÿs están atrapados a la vez por su lugar de residencia y su identificación con la noción
de exceso, y, sin duda, estos factores sirven para comprobar que, ahora sí, el arte mexicano se ha
vuelto global.
Si bien algunos parecieron utilizar oportunistamente la emergente escena global, la
reconversión de estilos, formas, soportes y conceptos, en el corpus de un solo artista a veces sí
respondía a la fuerza centrípeta de una escena agónica nacional. Diez años más tarde, la tensión

181
Desde la misma perspectiva de una atracción generalizada por los excesos de violencia que se inicia con los casos
de las mujeres asesinadas brutalmente en Ciudad Juárez (objeto de un libro tremendista, Charles Bowden,
Juárez: The Laboratory of Our Future, Aperture, Nueva York, 1998), Magali Arriola analiza la nueva
fotografía mexicana y, en particular, el repentino éxito del fotorreportero Enrique Metínides. Véase
“Questions de contexte”, Le journal des arts, núm. 180, noviembre de 2003, pp. 16-17.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 167

ya no es entre arte tradicional y arte contemporáneo, sino entre el despegue (incomprensible para
algunos) de una escena globalizada y la ausencia de una estructura que ya no sólo beneficia a una
élite, sino a una comunidad.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 169

F
Fiinn ddee tteem
mppoorraaddaa:: SSaallddooss
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 170

El año 2002 presenció lo que algunos llaman un “boom” del arte contemporáneo mexicano a
escala mundial. De manera que, aunque hace un par de años parecía improbable no obstante la
presencia continua de algunos artistas mexicanos como Gabriel Orozco, Rubén Ortiz Torres o
Francis Alÿs en numerosas bienales a lo largo de los años 1990, la “demanda” se incrementó de
manera exponencial en unos cuantos meses. No cabe aquí —y quizá sea aún demasiado
temprano— analizar los motivos de este repentino éxito. Simplemente quiero dejar sentado,
retomando algunas ideas vertidas en (This is not supposed to be here), que se trata muy
probablemente de un fenómeno independiente de las meras prácticas locales, pero que se inserta
en una serie de modificaciones radicales de los mecanismos de absorción, adaptación y difusión
del arte en un época de globalización. Una reorganización de los mercados del arte (y cuando
hablo de mercados, no sólo pienso en galerías y casas subastadoras, sino en instituciones que
satisfacen las demandas potenciales de ciertos sectores y ciertos clientes) implica que, para poder
sobrevivir, los centros aún ahora monopólicos se ven obligados a renovar y a ensanchar su
capacidad de absorber “culturas periféricas”. El arte contemporáneo ha sido llamado a
desempeñar una nueva función en este sistema, quizá no mucho más plural que antes, pero sí
más diversificada, y existe una lógica geopolítica en este brusca despliegue del arte producido en
México —que, además, se está replicando en diversas regiones.
Las críticas internas a este despliegue de arte contemporáneo no se hicieron esperar, y se
tradujeron tanto en el escepticismo de los especialistas como en la sorpresa de aquellos que,
como Guadalupe Loaeza, Carlos Monsiváis y numerosos funcionarios, no habían hasta entonces
medido el impacto del arte contemporáneo en el discurso cultural globalizado, y menos aún lo
habían considerado como un factor clave de una transformación de las mentalidades. Como
botón de muestra, el reportero de la sección turística del Los Angeles Times Christopher
Reynolds escribió una condescendiente reseña de una breve visita a la colonia Condesa,
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 171

elocuente y despectivamente titulada Patas arriba, y le agregó este subtítulo: “La nueva querida
182
del mundo del arte es la ciudad de México, ¿pero cuánto tiempo durará?”
¿Cuánto tiempo durará el fenómeno? De hecho, esta es una pregunta que se plantean varios
artistas, sus dealers y tal vez algunos de los funcionarios culturales, pero no afecta tanto —o, por
lo menos, no debería afectar— al oficio curatorial, y se aparta, de todos modos, de una discusión
más seria que debería abocarse a la comprensión del fenómeno en su amplitud, y no tanto a sus
consecuencias económicas o emocionales inmediatas. Quisiera, por lo tanto, situar este análisis
comparativo de algunas de las exposiciones presentadas entre 2002 y 2003, si no fuera de la
polémica, por lo menos en una perspectiva más amplia, menos coyuntural y partidaria, y tratar de
introducir algunos elementos para una comprensión más precisa de algo que ya tiene carácter de
episodio de la historia del arte en México.
A lo largo de 2002, pues, pero sobre todo en los últimos meses, los artistas mexicanos se
desparramaron repentinamente por cuatro continentes, y su presencia irradió en una quincena de
manifestaciones, incluyendo algunas muestras individuales aisladas de artistas como Santiago
Sierra en la Lysson Gallery de Londres, otra de Melanie Smith en la galería Peter Kilchman
Zurich o la presentación del video de Francis Alÿs basado en material fílmico de Amores Perros,
en la kw de Berlín, así como la representación de Gabriel Orozco en la Documenta de Kassel.
Sin embargo, para efectos de este ensayo, tengo que dejar de lado algunas de estas
manifestaciones, como la muestra presentada en Québec a principios de septiembre, otra
multitudinaria en varias ciudades de Japón, que organizó Héctor Falco, y una excéntrica
exposición calificada como “arte contemporáneo de Mesoamérica” en las Islas Canarias, que
183
incluye una sólida sección mexicana. Me limitaré a analizar aquí cuatro exposiciones,
planeadas y organizadas de manera paralela y competitiva (aunque independientemente una de
otra): han acumulado reseñas y polémicas, y, por una casualidad que se debe en realidad a
forcejeos curatoriales por ocupar la primera plaza, fueron todas inauguradas en el lapso de una

182
Christopher Reynolds, “Head Over Heels; The Art World’s New Darling is Mexico City. But How Long Will the
Affair Last?”, Los Angeles Times, 20 de octubre de 2002.
183
Vivianne Loria (curadora), Mesoamérica, Oscilaciones y artificios, Centro Atlántico de Arte Moderno, Las
Palmas de Gran Canaria, agosto de 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 172

semana entre el 13 y el 21 de septiembre de 2002. En orden cronológico: “Axis Mexico, Common


Objects and Cosmopolitan Actions”, en el Museo de Arte de San Diego, curada por Betti-Sue
Hertz; “20 Million Mexicans Can’t be Wrong…”, bajo la batuta de Cuauhtémoc Medina, en la
South London Gallery; “Zebra Crossing”, el proyecto que Magali Arriola diseñó en el marco del
festival “Mex-Artes-Berlín.de” para la Hauses der Kulturen der Welt de Berlín y, finalmente, la
segunda versión de “Mexico City: An Exhibition about the Exchange Rate of Bodies and
Values”, que Klaus Biesenbach llevó de la PS1 en Nueva York a su centro de arte, la KW, el muy
influyente espacio independiente que creó a principios de los años 1990 en el restituido corazón
de Berlín.
Sin embargo, la estadística de este final maratónico, que llevó a cuarenta y ocho artistas en
ejercicio a trasladarse de una residencia a otra acumulando millas, no da cuenta de la intensidad
de las negociaciones, las movilizaciones, las tomas de posición curatoriales y las exigencias
financieras (que fueron aprovechadas, en tres de estas cuatro exposiciones, por la administración
cultural oficial que parece haber encontrado en ese apoyo al arte contemporáneo una excusa para
replantear una “estética del cambio” político). Una primera comprobación, banal quizá, aunque
reveladora: entre los cuarenta y ocho artistas representados en las cuatro muestras consideradas
aquí, sólo trece (un tercio) aparecen en más de una lista; entre éstos, apenas cinco (Eduardo
Abaroa, Francis Alÿs, Teresa Margolles, Santiago Sierra y Melanie Smith) figuran tres veces
(ninguno quedó finalmente representado en todas). La reiteración de estos artistas ya claramente
posicionados en el arte contemporáneo se debe tanto a la calidad de las obras como a necesidades
de rating, publicidad y financiamiento; ningún curador, sin embargo, condescendió a alterar de
manera radical el argumento curatorial, y los treinta y seis artistas que sólo figuran en una de
estas cuatro muestras crean una verdadera diferencia: el balance, por lo tanto, termina siendo más
heterogéneo y dinámico de lo esperado y, sobre todo, de lo que la crítica especializada y las
184
reseñas han querido ver.

184
Hay que notar, en todas estas exposiciones, la ausencia de Gabriel Orozco, que se debe, notoriamente en el caso
de “Mexico City: An Exhibition…”, a su propia decisión de distanciarse para operar en un “sistema paralelo”
que dé la impresión de escapar de la “representación nacional” y de la validación oficial. El malabarismo le
permitió aparecer como curador en la Bienal de Venecia de 2003.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 173

Detrás de estas cifras, quizá sea más importante destacar el modo en que cada curador se
situó con respecto a la idea de un arte “nacional” —o de un arte que “representa” determinada
situación geopolítica. Por motivos claros, los dos curadores mexicanos, Arriola y Medina,
intentaron demarcarse de toda “representación nacional”, aunque para ello hayan tenido que
recurrir a malabarismos retóricos no siempre convincentes. Medina, de entrada, anuncia que:

“20 Million Mexicans Can’t be Wrong…” trata de sustituir las expectativas habituales
ante este tipo de exposiciones colectivas basadas en una representación geo-cultural, por
un proyecto que desarrolla, ensaya y expande los poderes de transferencia y activación
de las exposiciones itinerantes. Cada una de las obras en esta exposición busca operar en
un intervalo geográfico imaginario.

Por su parte, Arriola especifica:

La exposición “Zebra Crossing”, aunque paradójicamente supeditada a un marco de


representación nacional, propone una visión sesgada de la escena artística de México.
Sin referirse al país como a un espacio geográfico que obedece a la compartimentación
y fragmentación implícita en el trazo de sus fronteras regionales, esta muestra busca
significar aquellas zonas de hibridación que surgen como articulaciones espontáneas de
las particularidades de un contexto. “Zebra Crossing” aparece entonces como la
señalización de un área de expresión, cuyas dimensiones temporales y espaciales ponen
en perspectiva las pausas y desplazamientos que configuran las percepciones del
entorno.

Betti-Sue Hertz, a su vez, cuestiona de manera mucho más precisa la pertinencia de este tipo
de asociación: “¿Acaso importa el Estado-Nación?”, y precisa el alcance de su propuesta:

“Axis México” es una exposición que presenta a diecinueve artistas cuya obra interpela
el contexto mexicano —en tanto que lugar e idea, y como una cultura multifacética—, y
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 174

filtra y adapta a la vez las estrategias del arte conceptual que emergieron en la escena
185
artística internacional en la segunda mitad del siglo XX.

Al otro extremo del espectro, y desembarazado de todos esos pudores —en gran parte por ser
de Berlín, una ciudad de vocación cosmopolita que, desde su repartición tetranacional en la
posguerra, asume sin tapujos su multiculturalismo—, Klaus Biesenbach no vacila en situar
deliberadamente su curaduría en el corazón de una mexicanidad urbana, en una capital
desestabilizada a partir de sus destrucciones —la de la antigua Tenochtitlan y, sobre todo, la del
sismo de septiembre de 1985. El catálogo de la muestra está salpicado de referencias visuales al
sismo y a los agujeros que dejó en la trama urbana del DF, quizá porque evocan de alguna
manera —como me lo hizo notar Teresa Margolles— la destrucción del centro de Berlín en
1945. No es casual, pues, que esta visión de un cosmopolita alemán curándose en salud de cara a
un catastrofismo que raya en el amarillismo (y que a muchos nos puede parecer una posición
neocolonial y neoexoticista) se lleve la palma de la crítica, cumpliendo (aunque sea en negativo)
las expectativas de un público masivo, cuya primera pregunta al encontrarse con algún mexicano
es: “¿Pero cómo puedes vivir en una ciudad como esa?”, y nos miran como si fuéramos mutantes
(un papel que ya muchos de nosotros hemos elegido adoptar). Las reacciones de la prensa
alemana a la confrontación entre la propuesta de Biesenbach y la de Arriola no dejó lugar a
dudas al respecto.
Descrita como una muestra “cosmopolita” sin suficiente presencia del elemento “mexicano”,
y arraigada en una estética calificada de “contemporaneidad internacional”, “Zebra Crossing”
fue tibiamente recibida por la crítica en Berlín, y, según informes, tuvo tan poca aceptación del
público, que la Hauses der Kulturen der Welt redujo a la mitad el precio de entrada. Sin poder
asirse de una reconocible “mexicanidad”, la crítica subrayó las características formales de las
piezas presentadas, pero nadie se tomó la molestia de descifrar ahí una opción curatorial. La

185
Debo reconocer aquí que esta última argumentación coincide del todo con los planteamientos de Guillermo
Santamarina y María Guerra para la exposición “Otro arte mexicano: la ilusión perenne de un principio
vulnerable” en el Pasadena Art Center en 1991, así como con la manera en que abordé la centralidad de
México como lugar de tránsito para artistas cubanos, estadounidenses, méxico-estadounidenses y mexicanos
en “El corazón sangrante”, una exposición que se presentó, también en 1991, en el ICA de Boston.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 175

muestra de Arriola también levantó olas de cólera entre intelectuales y artistas mexicanos.
Mientras Carlos Monsiváis le reprocha ser una exposición sin argumento, Rubén Ortiz Torres me
escribió:

La expo de Magali fracasa en su intento de redefinir el contexto donde se da. En la


“Casa de las Culturas del Mundo”, Magali decide demostrar una vez más (cual María
Guerra o Rubén Gallo) que la clase media mexicana es tan civilizada y homogénea
como cualquier otra. Las edecanes del festival me reclamaban que Magali les insistía en
que ella no es tercermundista. El entorno donde se presenta la exposición es para ella
problemático en tanto que no es un espacio “puramente” artístico. Me pregunto por qué
aceptó hacer algo allí. Es un centro que originalmente (los años 1960) fue concebido
para abrir el espacio a expresiones de diferentes culturas. […] Se puede negociar y
cuestionar la idea de cultura o culturas en estos espacios sin tener que negarlos o negar
186
ciertas culturas.

Artemio es quizás uno de los pocos que esbozó una defensa de la exposición de Arriola. En
una carta publicada por Juan José Gurrola en su columna de Milenio, asevera: “’Zebra Crossing’
era, a mi juicio, una exposición bastante limpia y con una absoluta necesidad de presentar a
México como un país que puede jugar al primer mundo, además de que se puede ver que los
artistas de hoy conocemos el inglés y vemos las revistas de arte y moda con la misma avidez que
los neoyorquinos; sin embargo, me parece una exposición más informada de lo que sucede en
México y con una visión curatorial totalmente desde adentro, por esto mismo una exposición
más light y formal de lo que los seguidores de películas mamonas como Amores perros y Y tu
mamá también, que aparentemente definen muy bien lo que pasa en México, se sintieron
desilusionados por la ausencia de violencia y crítica social que no sé de dónde o por qué nos
187
¿caracteriza?”

186
Mensaje electrónico al autor, noviembre de 2002.
187
Juan José Gurrola, “Double Take: Lo nuevo del arte mexica en Berlín”, Milenio, 30 de octubre de 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 176

De cara a la competencia, Arriola no quiso, en efecto, repetir aquí su exploración de tránsitos


urbanos y modernidades trastornadas de la exposición “Coartadas/Alibis”, presentada en el
Instituto de México de París y en la galería Witte de With de Rótterdam a principios de año. A
diferencia de Betti-Sue Hertz, quien tejió sutilmente paralelismos conceptuales y formales entre
los artistas que seleccionó y una historia del arte contemporáneo (Santiago Sierra y Robert
Morris, Francis Alÿs y Michelangelo Pistoletto, Mónica Castillo e Ivonne Rainer, Iñaki Bonillas
y Jan Dibbets, entre otras asociaciones), Arriola trató de esquivar el formalismo historiográfico,
intentando establecer combinaciones asincrónicas entre las obras presentadas (los enigmáticos
“ojos” de Pablo Vargas Lugo y los lenguajes crípticos de Miguel Ventura, por ejemplo, o los
platos de plástico de hospitales de la Fuente de Thomas Glassford y las sutiles “peripecias” de
una abeja desmedida de Eduardo Abaroa). Si bien el fotomural de Carlos Ranc, una ampliación
fotográfica del célebre cuadro de José María Velasco El valle de México desde el cerro de Santa
Isabel, de 1891 (pieza clave de todas las exposiciones de arte mexicano presentadas en el
extranjero en el siglo XIX), intervenido ahora por un código de barras de Aldo Chaparro que dice
“México está a la venta”, pudo haber sido una clave, estas tenues ironías no se percibieron como
una respuesta necesaria a la exigencia de “representación nacional” del festival en el que fue
inscrita (mezcla típica de papeles picados, calaveras de muertos y bailes folklóricos), y que
Arriola trató de evadir a través de un desmonte de tipificaciones e identidades. Desde la elección
para la portada del folleto de presentación de una fotografía de Gonzalo Lebrija en que aparecen
unos caballos galopando en una pradera irlandesa, hasta las absurdas gradas de estadio del grupo
regiomontano Tercerunquinto, o la palabra Burocracia inscrita en el centro del salón con pacas
de trigo de Luis Miguel Suro, Arriola trató de escribir una crítica “por omisión” a las
expectativas generadas por ese tipo de exposiciones. La misma pulcritud de una museografía
determinada en gran parte por la estructura moderna del edificio de la Hauses der Kulturen der
Welt asienta a las piezas en el campo de una contemporaneidad que confronta deliberadamente a
la modernidad (una actitud que Iñaki Bonillas enfatizó al presentar un álbum de fotografías de la
galería en el estado original de su inauguración en 1962).
Si bien comparto en buena medida la opinión y el reclamo de Artemio en cuanto a la
necesidad de una “visión curatorial totalmente desde adentro”, creo, como Rubén Ortiz, que una
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 177

de las tareas del curador al enfrentarse a la escena internacional debe ser una evaluación previa
(incluso en el plano de un estudio de mercadotecnia) del público y sus expectativas, para definir
el posible impacto de una exposición de esa clase. Rubén Ortiz resume muy bien el dilema
cuando afirma que “Mientras sigamos evitando redefinirnos estaremos condenados a ser
definidos”, y lanza acertadamente sobre la mesa el caso del “arte povera”: ¿una “escuela italiana”
o una corriente “internacional” en los márgenes del minimalismo? Para el historiador, la
respuesta es obvia: el “arte povera” sí fue una reacción a la monumentalidad y las pretensiones
de la pintura metafísica italiana y de la arquitectura y las artes decorativas del fascismo, pero al
demarcarse de cierta “italianidad” fincada en las referencias a la antigüedad clásica (lo
neorromano), alcanzó un estatus internacional y capturó el imaginario de artistas en otras
latitudes. El argumento me parece convincente, aunque es obvio que aún no existen en México,
por motivos que no exploraré aquí, las condiciones para una definición de esta clase, que
trascienda y desmienta lo estrictamente nacional. De hecho, la negación de una especificidad
territorializada resulta contraproducente.
Betti-Sue Hertz, como curadora de arte contemporáneo de un museo con vocación “popular”,
implantado en aquella especie de parque de atracciones que es Balboa Park en San Diego, se vio
forzada a diseñar una muestra didáctica. La selección se instaura a partir de la filiación
socioeconómica, política y genérica de cada artista, de su origen y/o desarraigo. Desde el muy
extraño video de Mónica Castillo, Autorretrato de una bailarina, hasta las irónicas cédulas de
identidad falsas del tándem regiomontano Marcela y Gina, pasando por los “monstruos
culturales” morfeados unos en otros de Rubén Ortiz Torres y Eduardo Abaroa, el trabajo
documental sobre la situación de los indígenas de Mariana Botey o las piezas más politizadas de
Francis Alÿs dan el tono de una exposición que logra eludir el inmarcesible tema de cualquier
“representación”, aislando las piezas para darles un necesario espacio de lectura autónomo y
circunscribiéndolas, además, en un preciso aparato educativo (largas cédulas bilingües, frases
explicativas que corren a lo largo de los muros, audiotour, etcétera). Sin embargo, el esfuerzo
educativo tiende a repeler al público especializado. Christopher Knight, en su reseña de Los
Angeles Times, por ejemplo, reaccionó así: “Cada artista es presentado mediante un gran texto
bilingüe impreso en lo alto de los muros, a manera de banalidades cívicas cinceladas en las
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 178

cornisas de un edificio público o de subtítulos en una ópera que traducirían las letras en lengua
extranjera de un tiempo y un espacio a otro. Aquí, con el pretexto de educar al desgraciado
visitante del museo, la voz de la autoridad institucional prescribe lo que el público debe pensar
de las obras de arte —de un arte que busca, no obstante, lecturas abiertas y sin respuestas
188
predeterminadas.” Además de estos lapidarios textos en vinilo de diferentes colores, cada obra
es analizada con precisión en cédulas de más de una página de largo. Es evidente que esta
reiteración del aparato didáctico acaba siendo contraproducente: al fin y al cabo, el público acaba
“leyendo” la exposición en vez de “verla”. Se debe sin duda a la timidez de un museo poco
acostumbrado a abordar los formatos del arte contemporáneo, y menos aún, a recibir artistas que
no pertenecen al mainstream europeo-neoyorquino. El otro extremo, adoptado tanto por
Cuauhtémoc Medina como por Magali Arriola, consistente en dejar que “las obras hablen por sí
mismas”, no siempre resulta adecuado al confrontar “otras culturas”. En ambos casos, como lo
recalcó James Oles, las únicas piezas merecedoras de una cédula individual fueron las de Teresa
Margolles —como si esta artista necesitara el apoyo de un texto escrito, cuando las obras de
Pablo Vargas-Lugo, por citar sólo un caso, son mucho más crípticas que las de Margolles.
No obstante el peso del “departamento de educación” que impuso ahí, no sólo una lectura,
sino un estilo, la curaduría de Hertz es menos “autoral”, pues descartó la idea de una
“confrontación” supeditada a una idea previa, para “liberar” el itinerario de cada uno de los
artistas. Aunque convencional en su formato, el efecto legitimador de esta propuesta es
indudable, particularmente en el contexto de un museo como el de San Diego.
Cuauhtémoc Medina abordó el problema de una manera muy similar a la de Arriola, aunque
con resultados totalmente opuestos y una fórmula que puede considerarse la antítesis de la de
Hertz. En su caso también se trataba de eludir las ideas y los clichés de una representación
“nacional”, y se sirvió asimismo del humor para organizar una conflagración entre las obras en
un solo espacio. Con la libertad que le otorgó el espacio excéntrico y alternativo de la South
London Gallery, y sin apoyo de las administraciones culturales mexicanas, Medina pudo
acentuar las disparidades en vez de resaltar conexiones, y para lograrlo se sirvió del metadiscurso

188
Christopher Knight, “The Border Realigned”, Los Angeles Times, 20 de septiembre de 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 179

de una antimuseografía: los monitores sobre sus cajas marca LG, los hilos de colores de Melanie
Smith aventados sobre una viga (cuando en el video Seis pasos hacia la abstracción sirven para
organizar una fina y precisa cuadrícula), cuadros reclinados en la pared como si aún estuvieran
en el estudio de la artista, documentos pegados con engrudo a los muros, cédulas disfrazadas de
carteles, etcétera. El tono está dado desde la entrada con la réplica chafa de una maquiladora
inverosímil, con todo y cajas de piezas cortadas previamente, pieles de buey color sangre y
máquinas de coser Singer, con las que Carlos Amorales pretende poner a los londinenses a
trabajar a su servicio, invirtiendo un proceso de trabajo neocolonial. El impredecible Museo
Salinas de Vicente Razo se convierte en una incitación lúgubre a crear un propio museo del
terror, mientras detrás de una puerta sellada se escuchan los cantos nacionalistas que recitan los
niños en las escuelas mexicanas heredadas del príismo (una pieza sonora de Francis Alÿs de su
serie de Ensayos). La “presencia” de Santiago Sierra se limita a una lacónica cédula anunciando
un evento radiofónico y audiofónico que ocurrió días antes, fuera del ámbito de la galería,
cuando algunas estaciones radiales periféricas, ONGs e individuos difundieron una cacerolada
189
argentina desde Ginebra hasta El Cairo. Medina logró crear así una especie de interactividad
anárquica y terrorista, que implica al espectador en un recorrido tan caótico (aunque sutilmente
controlado) como un paseo por las calles de Moneda y Academia en tiempos navideños. Incluso
la “capilla” en la que yace el bloque de concreto del Entierro de Teresa Margolles se vuelve un
“descanso” en el recorrido, aunque le pone chinita la piel a más de un británico.
En comparación, el montaje de Klaus Biesenbach en la Kunst-Werke podría asimilarse a un
ejercicio de voyeurismo cultural. La museografía del amplio salón de la planta baja del espacio
(otrora) alternativo de Berlín da cuenta de ello: jugando la carta del minimalismo, y aunque el
espectador puede patear las mazorcas de plástico de Eduardo Abaroa, el muro cubierto de sebo
humano de Margolles queda impecablemente distante, recuperando una plasticidad y una
dimensión iconográfica que no dejan de recordar a un Anselm Kiefer deslavado, eliminando el
aura deletérea de la pieza. Biesenbach parece utilizar las obras por su simple contenido
iconográfico y como ilustración de una idea preconcebida (y probablemente tomada del número

189
Véase Santiago Sierra. Pabellón de España. 50ª Bienal de Venecia, Ministerio de Asuntos Exteriores de España,
2003.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 180

de la revista Parachute dedicado a México en 2001 que coordinó Medina, aunque también creo
190
que se deriva del tono de la exposición previa de Arriola, “Coartadas”). Si la exposición de
Medina es un ejercicio de agit-prop que pretende activar al público, ésta es un ensayo de
camuflaje que únicamente apela a un sentido: la vista. La misma manera en que los (numerosos)
videos fueron presentados, aislados y descontextualizados a manera de pequeñas películas es
significativa de una taxidermia curatorial que, en varias ocasiones, desvirtúa las intenciones de
los artistas.
El caso más evidente de esta manera de abordar desde lo puramente icónico la “problemática
de lo mexicano contemporáneo” ahora a la venta, es quizás el tratamiento del video de Iván
Edeza …de trabajos y placeres. Trabajando a partir de material fílmico encontrado (en este caso,
en una serie de seudodocumentales al estilo Mondo Cane y de origen muy oscuro que alimentan
el mercado voyeurístico —y no sólo en la ciudad de México), Edeza realizó una serie de
ediciones en la que inserta deliberadamente “ruidos” entre cuadros y cuadros de la película,
siguiendo secuencias lógicas a la manera de partituras aleatorias. No existen, además, pruebas de
que se trate aquí de un fragmento de material original acerca de una grotesca y sanguinaria
cacería de indígenas en el Amazonas, como lo afirma Biesenbach en su presentación, y el
aspecto mismo del material permite suponer que se trata más bien de una secuencia de una
película mexicana de serie B de los años 1970. Si Edeza pretende introducir “ruido en la
comunicación” (uno de los ejercicios favoritos del arte conceptual), en este caso logró su
cometido, ya que la obra fue leída por el curador (e interpretada por la crítica) de manera literal,
como banal hallazgo de un “documento” que prueba la “corrupción” y los “desbordamientos de
decadencia” de la sociedad mexicana, de la misma manera que las “ricas y famosas” chicas de
Daniela Rossell.
Algo parecido sucede con el muy complejo ensayo de Melanie Smith Spiral City, que
consiste en un largo video de un rincón de Iztapalapa desde un helicóptero y una serie de
fotografías aéreas de la ciudad. Aunque cita aquí el ejercicio fundamental del land art de Robert

190
Cuauhtémoc Medina, “Conozca México”, Parachute, núm. 104, noviembre de 2001 (con textos de Carlos
Monsiváis, Cuauhtémoc Medina, Mario García Torres, Magali Arriola, Rubén Ortiz Torres, Patricia Martín,
Olivier Debroise y Michelle Faguet).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 181

Smithson, Spiral Jetty de 1970, el tratamiento de las imágenes en un blanco y negro muy
contrastado nos remite más bien a las fotografías de detección militar de la Segunda Guerra
mundial y a las de bombardeos aéreos a que nos acostumbraron desde la primera guerra contra
Irak. En el conjunto de la obra de Smith, esta serie representa un paso más en su precisa
disección de instrumentos de control y usos de tramas, cuadrículas y sistemas de localización,
que marca tanto la extirpación del “elemento naranja” de la ciudad de México en su serie Orange
Lush como las pinturas ajedrezadas más recientes, derivadas de sistemas viales y tramas urbanas
fotográficamente documentados. En esa búsqueda de una especie de cuadratura del círculo, la
“espiral sobre cuadrícula” de Smith acaba revirtiendo la trayectoria balística implícita en su labor
de reconocimiento (en el sentido militar de la palabra). Sin embargo, en el montaje de la KW, esto
quedó reducido a una (aplanada) visualización del territorio de una “ciudad caótica” que cubre la
exposición de Biesenbach, algo que Medina supo evitar al restablecer el desorden en su
presentación de algunas de estas mismas piezas. Que el video de Smith “se vea súper bien” en
Berlín no hace que tenga más sentido.
Si bien me resisto a compartir el criterio de Cuauhtémoc Medina cuando afirma, entrevistado
en La Jornada, que se trata de una muestra “canónica”, la exposición de la KW es, efectivamente,
la más concisa. Aun cuando, personalmente, me siento más cercano a la propuesta de Medina en
Londres, por supuesto, como bien lo recalca Patricia Martín en su texto del catálogo, el poder
legitimador de PS1 y de la KW tiene implicaciones que rebasan las lecturas críticas que se les
pueda hacer, porque interfieren con “lo social” y desbordan el simple “mundo del arte”. Al
subrayar lo espectacular y trabajar sobre lo puramente icónico, paradójicamente, la muestra de
Biesenbach nos devuelve a la nación odiada y querida, y a las reacciones encontradas que nos
provoca vernos retratados en ojos ajenos.
“Mientras sigamos evitando redefinirnos estaremos condenados a ser definidos.”
Y quiero agregar: a repetirnos.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 184

Ilus. 1. Exposición de Arte popular, 1921 (tomado de Frances Toor, Mexican Popular Art, Frances Toor
Studio, 1939)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 185

Ilus. 2. Manuel Gamio (izq.) y dos personas desconocidas, en las ruinas del Templo Mayor, ciudad de México,
foto: cortesía Ángeles González Gamio.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 186

Ilus. 3. Xavier Guerrero en la exposición de arte popular mexicano de Los Angeles, 1921, fotografía atribuida
a Tina Modotti, cortesía de Margaret Hooks.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 187
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 188
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 189
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 190

Ilus. 4. Diego Rivera a Walter Pach, 7 de diciembre de 1922, Colección Pach, 4217:682685.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 191

Ilus. 5. Exposición “Mexican Arts”, octubre de 1930, foto cortesía de The Metropolitan Museum of Art
(L11669 B P12274 RP)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 192

Ilus. 6. Exposición “Mexican Arts”, octubre de 1930, foto cortesía de The Metropolitan Museum of Art
(L11671 B P12274 RP)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 193

Ilus. 7: Antonio M. Ruiz “El Corcito”, México en 1935, óleo sobre tela, 1935, col. Margarita Garza Sada,
Monterrey
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 194

Ilus. 7: Héctor García: Fiesta para Fernando Gamboa en casa de Rafael Coronel, Cuernavaca, 1981 (foto:
cortesía Galería Sloane-Racotta)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 195

Ilus. 8: Musée National d’Art Moderne, París, junio de 1952, tomado de L’art d’aujourd’hui, serie 3, núm. 6,
agosto de 1952, foto: Sabine Weiss
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 196

Ilus. 9: Ilus. 3: Musée National d’Art Moderne, París, junio de 1952, la escultura de Ehecatl frente a una
réplica de un mural de Teotihuacan, tomado de L’art d’aujourd’hui, serie 3, núm. 6, agosto de 1952, foto:
Sabine Weiss
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 197

Ilus. 10. Julio Galán, Me quiero morir, 1986, colección Guillermo Sepúlveda, Monterrey
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 198

Ilus. 11: Museo Rufino de Arte Internacional, vista de la exposición “Rufino Tamayo en el torbellino de la
Modernidad”, 2000.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 199

Ilus. 12: Irving Penn, Rufino Tamayo, 1945, cortesía Museo Rufino Tamayo de Arte Contemporáneo
Internacional.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 200

Ilus. 13: Galería principal, La Colección Jumex, primera instalación, 2001 (foto: Laura Cohen, cortesía de La
Colección Jumex)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 201

Ilus. 14: Stefan Brüggemann, This is Not Supposed to be Here, neón, instalación en la exposición “Zebra
Crossing” (curaduría: Magali Arriola), Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, septiembre 2002. (foto: Olivier
Debroise).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 202

On January 24th, Apple Computer will introduce

Macintosh. And you’ll see why 1984 won’t be like

“1984”.

Ilus. 15: Del trailer de Ridley Scott anunciando la comercialización de la Macintosh “Classic”, 1984.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 203

Ilus. 16: Melanie Smith, Horton Plaza, (tarjeta postal realizada para InSITE97, San Diego). Arquitecto: Jon
Verde, 1985.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 204

Ilus. 17: Peter Greenaway en la inauguración de su exposición en el Museo Rufino Tamayo, 1997 (foto:
cortesía Magali Arriola)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 205

Ilus. 18: Santiago Sierra, conferencia en el IX FITAC, Monterrey, abril 2002 (foto: Olivier Debroise).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 206

Ilus. 19: Teresa Margolles, Vaporisación (tercera versión), Zebra Crossing (curaduría: Magali Arriola),
Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 207

Ilus. 10: Obras de Carlos Amorales, Pedro Reyes, Vicente Razo y Melanies Smith, “20 Million Mexicans
Can’t be Wrong”, South London Gallery, septiembre 2002 (curaduría: Cuauhtémoc Medina; foto: Olivier
Debroise)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 208

Ilus. 21: Carlos Ranc y Aldo Chaparro, Vista de México desde el Cerro de Santa Isabel, 2002, “Zebra
Crossing”, Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, septiembre 2002. (foto: Olivier Debroise).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 209

Ilus. 11: “Axis Mexico”, San Diego Museum of Art, septiembre 2002 (foto: Olivier Debroise)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 210

Ilus. 23: Francis Alÿs, Reenactment, 2001, “Coartadas/Alibis”, Witte de With, Rótterdam, mayo de 2002 (foto:
Bob Goedewaagen, cortesía Witte de With)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 211

Ilus. 24: Francis Alÿs, Cuentos patrioticos, 1997, “Axis Mexico”, San Diego Museum of Art, septiembre 2002
(foto: Olivier Debroise)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 212

Ilus. 25: Pablo Vargas Lugo, Congo Bravo, 1998, Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, septiembre 2002.
(foto: Olivier Debroise).
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 213

Ilus. 26: Teresa Margolles, xxxxxx, xxxxxx, Calimocho Style (Eduardo Abaroa y Rubén Ortiz Torres, Elotes,
“Mexico City: An Exhibition about the Exchange Rate of Bodies and Values,” Kunst-Werke, Berlín,
septiembre 2002 (foto: Olivier Debroise)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 214

Ilus. 27: Carlos Amorales, Flame, performance, “Mexico City: An Exhibition about the Exchange Rate of
Bodies and Values,” Kunst-Werke, Berlín, septiembre 2002 (foto: Cuauhtémoc Medina)
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 215

Ilus. 28: Stefan Brüggemann, Great Show, vinil, instalación en la exposición “Mexico City’s New Darling”
(curaduría: Curaduría Express: Magali Arriola, Olivier Debroise, Cuauhtémoc Medina, Patricia Sloane),
México, noviembre 2002.
P
Poossffaacciioo

El arte de mostrar el arte mexicano

El primer boceto de este trabajo fue una serie de artículos cortos publicados bajo el título
genérico de “Correrías del arte mexicano”, en La Jornada en el verano de 1990 —en vísperas de
la inauguración de la exposición “México: Esplendores de treinta siglos” en el Metropolitan
Museum de Nueva York, y cómo una manera de reflexionar críticamente acerca de aquella
magna operación diplomático-cultural de la administración del presidente Carlos Salinas de
Gortari. Este ensayo fue presentado originalmente como una conferencia en el Center for
Cultural Studies, en Bard College, en marzo de 1994, como parte de un programa para
desarrollar la curricula del centro. Fue escrito en las primeras semanas del levantamiento
zapatista y de las multitudinarias marchas de apoyo al movimiento —y, más aún, de repudio al
ejército mexicano—, y marcado por la carga emocional que despertó ese evento después de
muchos años de inercia. A pesar de las reflexiones que, más de una década después, suscitan
ahora estos acontecimientos, muchos de los conceptos aquí vertidos aún me parecen pertinentes
o, por lo menos, reflejan aquel momento.
“El arte de mostrar el arte mexicano” ha pasado por muchas versiones, alteraciones y
revisiones, que quise incorporar en una especie de “versión final”, si no distinta, más compleja
que la versión “definitiva” en inglés, titulada Mexican Art on Display. La que presentó aquí fue
elaborada para un curso en el Centro Cultural Tijuana (CECUT) en el verano de 2002, en el marco
del programa del FONCA Cultura en los Estados.
Incorporé, como última sección, “El mandarín”, conferencia impartida en un simposio en el
Solomon R. Guggenheim Museum of Art de Nueva York, el 19 de octubre de 2004, en el marco
de la exposición “The Aztec Empire”, curada por Felipe Solís y “puesta en escena” por Enrique
Norten, en la que entretejí fragmentos del ensayo paralelo, “Tratando de alcanzar al espectador:
Rufino Tamayo en el debate de la modernidad”, incluido en el catálogo de la exposición
“Tamayo. A Modern Icon Reinterpreted”, curada por Diana C. Dupont y Juan Carlos Pereda,
para el Santa Barbara Museum of Art, en colaboración con el Museo Rufino Tamayo de Arte
Contemporáneo Internacional (Turner, 2006).
“El arte de mostrar el arte mexicano” debe mucho a las investigaciones conjuntas, y mis
discusiones con James Oles desde la época en que preparaba la exposición “South of the Border:
México en el imaginario estadounidense”, para la Yale University Art Gallery de New Haven en
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 218

1993, que interpelaba de manera indirecta el asunto de las representaciones de México a través
de sus producciones culturales.

Mito y Magia en Monterrey.

Conferencia dictada, a invitación de Rita Eder, en The College Art Association en Chicago en
1992, en la mesa de la Asociación de Arte Latinoamericano, presidida entonces por Tom
Cummins, menos de un año después de la inaugarución del MARCO de Monterrey.
Omar Feliciano tradujo al español el original en inglés de esta conferencia.

Perfil del curador independiente de arte contemporáneo en un país del sur que se
encuentra al norte (y viceversa)

El texto de este ensayo fue elaborado en el otoño de 1995, y leído en el Foro Internacional de
Arte Contemporáneo (FITAC), en septiembre de aquel año. El FITAC estaba entonces en su cuarta
edición. Fue una iniciativa de Guillermo Santamarina, al margen de, y financiando por ExpoArte
Guadalajara, la feria que antecede el actual MACO. La idea original de Santamarina era invitar a
ensayistas, críticos y curadores internacional, a discutir y polemizar en México, a falta de otras
posibilidades, como por ejemplo, de una Bienal que, a la manera de las de La Habana, Estambul
o Johannesburgo, permitirían a públicos y artistas locales enterarse de los acontecimientos, de las
prácticas, de las novedades. La presencia de Jean Fisher, Peter Wollen, Catherine David, Achile
Bonito Oliva, Catherine de Seghers, entre muchos otros activistas del arte contemporáneo, dio a
FITAC una excepcional relevancia, y se le puede considerar a la distancia como uno de los
eventos que más contribuyeron a la “globalización” del arte mexicano. Sirvió, de hecho, quizá
más que la Feria paralela, de plataforma de despegue para artistas locales que de otra manera no
hubieran jamás sido considerados, ni invitados a participar en otros festivales artísticos
internacionales, pero también contribuyó a situar a varios aspirantes a curadores en el circuito
internacional. Al renunciar Guillermo Santamarina, Osvaldo Sánchez tomó el relevo, y le dio un
giro importante al centrar las temáticas del Foro en torno a problemáticas precisas.
No era el momento, ni se me ocurrió, en la mesa de septiembre de 1995, incorporar el propio
FITAC al discurso sobre las transformaciones de las prácticas artísticas, y de la aparición del
curador independiente (además de promotor) como un agente de cambio, no sólo de las
visualizaciones del arte, sino de su práctica en sí. Posteriores discusiones con Mari Carmen
Ramírez, Héctor Olea, Jean Franco y George Yúdice, en Rio de Janeiro; con Ivo Mesquita y
Andrea Fraser, en San Diego, durante el complejo proceso curatorial de InSITE97, modificaron
sustancialmente mi percepción y comprensión del papel del curador, de sus funciones
económicas y diplomáticas… y despertaron dudas críticas —con repercusiones existenciales aún
no resueltas. La desconfianza, cierta repugnancia quizá, me impulsó a tomar distancia con las
seducciones del “juego curatorial”, de las tribulaciones transcontinentales que recuerdan
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 219

demasiado a una novela de David Lodge, de este “arte de lounge de aeropuerto” como lo intentó
destacar Francis Alÿs en un pieza inverosímil, The Loop, elaborada para InSITE 97.
Este ensayo envejeció, a mi modo de ver, muy pronto —no porque la situación haya
cambiado, sino por que se volvió más compleja toda vez que los intereses económicos
subyacentes se hacían más, y más patentes, que el arte contemporáneo se inscribía (se inscribe)
por su misma fluidez, enigmática transparencia e imposible aprehensión, en la contingencia de
flujos financieros cada vez menos aprehensibles, siempre más fluidos, opacos y enigmáticos
(compárese, por ejemplo, el auge, previsible pero no por ello teatral, de los valores “punto com”
con la movilidad etérea, la desmaterialización deliberada de las obras de Gabriel Orozco o los
ensayos sobre rumores de Francis Alÿs)—. Prefiero, por lo tanto dejar el texto en su contexto y
en su momento, tal y como lo leí en Guadalajara en septiembre de 1995, cuando, al finalizar la
lectura, los “curadores institucionalizados”(Paloma Fraser, Carlos Aranda, Flavia González…)
realizaron un tableau vivant de protesta, “crucificados” en la puerta del auditorio.

Soñando en la pirámide

Conferencia presentada en la Universidad de las Américas, en Cholula, Puebla, en el marco del


simposio organizado por los alumnos de la escuela de arte, y curado por Cuauhtémoc Medina,
“El insidioso gusto de lo global. Arte para un siglo post-México”, en noviembre de 2000. El
texto recogido aquí sigue la traducción al inglés de Carl Good, publicada en la revista Discourse
de Wayne State University Press, Vol. 23, No. 2, de abril de 2001.

De lo moderno a lo internacional: los retos del arte mexicano

La primera versión de este texto, titulada “La poética del nacionalismo y la construcción del arte
mexicano”, fue presentada en la conferencia internacional “Cultural Troubles”, organizada por
Heloisa Buarque de Holanda en el Centro Interdisciplinario de Estudos Contemporáneos de la
Universidad de Rio de Janeiro en 1994, con apoyo de la Fundación Rockefeller. Una versión más
larga fue presentada en francés, en la mesa “Productions et représentation extraoccidentales et
minorités” del coloquio “Où va l'histoire de l'art contemporain ?: objets, méthodes et
territoires”, organizado por Laurence Bertrand-Dorléac, Laurent Gervereau, Serge Guilbaut y
Gérard Monnier, en l’École Supérieure des Beaux Arts de París. El texto ampliado que se
presenta aquí recoge la versión de la conferencia dictada en el Museum of Fine Arts de Houston,
Texas, en septiembre de 2001, en el marco de la inauguración del International Center for the
Arts of the Americas (ICAA) que dirige Mari Carmen Ramírez, aunque difiere de la edición
impresa publicada por este centro en 2002.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 220

(This is not supposed to be here)

Conferencia presentada en el IX Foro de Teoría del Arte Contemporáneo (FITAC), organizado por
Cuauhtémoc Medina y Mario García Torres en el Centro de las Artes de Monterrey, Nuevo
León, en abril de 2002. Este texto fue leído sucesivamente en Witte de With, Rótterdam, en el
Instituto Goethe de Praga, en el San Diego Museum of Art y en el Centro Cultural de España en
San José, Costa Rica, entre 2002 y 2003.

Fin de temporada: saldos.

La primera versión de este texto se publicó en la revista Celeste, No. 8, diciembre 2002. El texto
aquí incluido es una revisión presentada en el Segundo Simposio de Arte Contemporáneo de las
Universidad de la Américas en Puebla, “Del malestar de la curaduría”, organizado por Osvaldo
Sánchez en noviembre de 2002, y publicado en Curare.
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 221

ÍÍnnddiiccee ddee iilluussttrraacciioonneess


Portada: Silvia Gruner, How to Look at Mexican Art, 1995, cibachrome, cortesía Silvia Gruner

Ilus. 1. Exposición de Arte popular, 1921 (tomado de Frances Toor, Mexican Popular Art, Frances Toor

Studio, 1939) 184

Ilus. 2. Manuel Gamio (izq.) y dos personas desconocidas, en las ruinas del Templo Mayor, ciudad de México,

foto: cortesía Ángeles González Gamio. 185

Ilus. 3. Xavier Guerrero en la exposición de arte popular mexicano de Los Angeles, 1921, fotografía atribuida

a Tina Modotti, cortesía de Margaret Hooks. 186

Ilus. 4. Diego Rivera a Walter Pach, 7 de diciembre de 1922, Colección Pach, 4217:682685. 190

Ilus. 5. Exposición “Mexican Arts”, octubre de 1930, foto cortesía de The Metropolitan Museum of Art

(L11669 B P12274 RP) 191

Ilus. 6. Exposición “Mexican Arts”, octubre de 1930, foto cortesía de The Metropolitan Museum of Art

(L11671 B P12274 RP) 192

Ilus. 7: Antonio M. Ruiz “El Corcito”, México en 1935, óleo sobre tela, 1935, col. Margarita Garza Sada,

Monterrey 193

Ilus. 7: Héctor García: Fiesta para Fernando Gamboa en casa de Rafael Coronel, Cuernavaca, 1981 (foto:

cortesía Galería Sloane-Racotta) 194

Ilus. 8: Musée National d’Art Moderne, París, junio de 1952, tomado de L’art d’aujourd’hui, serie 3, núm. 6,

agosto de 1952, foto: Sabine Weiss 195

Ilus. 9: Ilus. 3: Musée National d’Art Moderne, París, junio de 1952, la escultura de Ehecatl frente a una

réplica de un mural de Teotihuacan, tomado de L’art d’aujourd’hui, serie 3, núm. 6, agosto de 1952,

foto: Sabine Weiss 196

Ilus. 10. Julio Galán, Me quiero morir, 1986, colección Guillermo Sepúlveda, Monterrey 197
El arte de mostrar el arte mexicano, p. 222

Ilus. 11: Museo Rufino de Arte Internacional, vista de la exposición “Rufino Tamayo en el torbellino de la

Modernidad”, 2000. 198

Ilus. 12: Irving Penn, Rufino Tamayo, 1945, cortesía Museo Rufino Tamayo de Arte Contemporáneo

Internacional. 199

Ilus. 13: Galería principal, La Colección Jumex, primera instalación, 2001 (foto: Laura Cohen, cortesía de La

Colección Jumex) 200

Ilus. 14: Stefan Brüggemann, This is Not Supposed to be Here, neón, instalación en la exposición “Zebra

Crossing” (curaduría: Magali Arriola), Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, septiembre 2002. (foto:

Olivier Debroise). 201

Ilus. 15: Del trailer de Ridley Scott anunciando la comercialización de la Macintosh “Classic”, 1984. 202

Ilus. 16: Melanie Smith, Horton Plaza, (tarjeta postal realizada para InSITE97, San Diego). Arquitecto: Jon

Verde, 1985. 203

Ilus. 17: Peter Greenaway en la inauguración de su exposición en el Museo Rufino Tamayo, 1997 (foto:

cortesía Magali Arriola) 204

Ilus. 18: Santiago Sierra, conferencia en el IX FITAC, Monterrey, abril 2002 (foto: Olivier Debroise). 205

Ilus. 19: Teresa Margolles, Vaporisación (tercera versión), Zebra Crossing (curaduría: Magali Arriola),

Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, 2002. 206

Ilus. 10: Obras de Carlos Amorales, Pedro Reyes, Vicente Razo y Melanies Smith, “20 Million Mexicans

Can’t be Wrong”, South London Gallery, septiembre 2002 (curaduría: Cuauhtémoc Medina; foto:

Olivier Debroise) 207

Ilus. 21: Carlos Ranc y Aldo Chaparro, Vista de México desde el Cerro de Santa Isabel, 2002, “Zebra

Crossing”, Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, septiembre 2002. (foto: Olivier Debroise). 208

Ilus. 11: “Axis Mexico”, San Diego Museum of Art, septiembre 2002 (foto: Olivier Debroise) 209

Ilus. 23: Francis Alÿs, Reenactment, 2001, “Coartadas/Alibis”, Witte de With, Rótterdam, mayo de 2002 (foto:

Bob Goedewaagen, cortesía Witte de With) 210

Ilus. 24: Francis Alÿs, Cuentos patrioticos, 1997, “Axis Mexico”, San Diego Museum of Art, septiembre 2002

(foto: Olivier Debroise) 211


El arte de mostrar el arte mexicano, p. 223

Ilus. 25: Pablo Vargas Lugo, Congo Bravo, 1998, Hauses der Kulturen der Welt, Berlín, septiembre 2002.

(foto: Olivier Debroise). 212

Ilus. 26: Teresa Margolles, xxxxxx, xxxxxx, Calimocho Style (Eduardo Abaroa y Rubén Ortiz Torres, Elotes,

“Mexico City: An Exhibition about the Exchange Rate of Bodies and Values,” Kunst-Werke, Berlín,

septiembre 2002 (foto: Olivier Debroise) 213

Ilus. 27: Carlos Amorales, Flame, performance, “Mexico City: An Exhibition about the Exchange Rate of

Bodies and Values,” Kunst-Werke, Berlín, septiembre 2002 (foto: Cuauhtémoc Medina) 214

Ilus. 28: Stefan Brüggemann, Great Show, vinil, instalación en la exposición “Mexico City’s New Darling”

(curaduría: Curaduría Express: Magali Arriola, Olivier Debroise, Cuauhtémoc Medina, Patricia

Sloane), México, noviembre 2002. 215

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